Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.
Lawrence Block
Los pecados de nuestros padres
Matt Scudder, 1
Dedicado a Zane,
que ha estado presente en la creación,
y a la memoria de Lennie Shecter,
quien me presentó a Scudder.
1
Era un hombre voluminoso, aproximadamente de mi estatura, pero con el cuerpo un poco más robusto que el mío. Sus cejas, arqueadas y prominentes, todavía se conservaban negras, y su cabello gris peinado hacia atrás le daba a su enorme cabeza un aspecto leonino. Llevaba gafas, pero las había dejado sobre la mesa de madera de roble que nos separaba. Sus ojos oscuros parecían estar buscando algún mensaje oculto en mi cara. Si hubieran encontrado alguno, seguro que no se habría reflejado en ellos. Sus rasgos habían sido cincelados bruscamente -una nariz aguileña, una boca enorme y una mandíbula hosca-, pero el efecto total de su cara era como el de una losa en blanco que esperaba que alguien grabase sobre ella los mandamientos.
Dijo:
– No sé gran cosa sobre usted, Scudder.
Yo sí sabía algo sobre él. Se llamaba Cale Hanniford. Tenía alrededor de cincuenta y cinco años. Vivía en Utica, donde poseía un negocio de venta al por mayor de medicamentos y algunos bienes inmuebles. Tenía un Cadillac -modelo del año pasado, aparcado fuera, junto a la acera-, una mujer esperándolo en su habitación del Carlyle y una hija en un frío cajón de acero en el depósito de cadáveres de la ciudad.
– No hay mucho que saber -dije-. Fui poli.
– Un poli excelente, según el teniente Koehler. -Me encogí de hombros-. Y ahora es detective privado.
– No.
– Yo pensaba…
– Los detectives tienen licencias. Pinchan teléfonos y persiguen a la gente. Rellenan formularios, toman notas y demás. Yo no hago eso. En ocasiones hago favores a gente a cambio de algo.
– Ya entiendo.
Di un sorbo al café. Estaba tomando un café con un poco de bourbon. Hanniford tenía un Dewar's con agua frente a sí, pero no le prestaba mucho interés. Estábamos en Armstrong's, un local de buena reputación con paredes de madera oscura y techo con molduras. Eran las dos de la tarde del martes 2 de enero y teníamos el lugar prácticamente para nosotros solos. Un par de enfermeras del hospital Roosevelt estaban tomando unas cervezas en el otro extremo de la barra y un chaval con una barba incipiente estaba comiéndose una hamburguesa en una de las mesas que había junto a la ventana.
Dijo:
– Me es difícil explicarle lo que quiero que haga por mí, Scudder.
– No estoy seguro de que pueda hacer algo por usted. Su hija está muerta. Yo no puedo cambiar eso. Al chico que la mató lo han detenido en la escena del crimen. Por lo que he leído en los periódicos, no habría estado tan claro ni en una película de asesinatos. -Su cara se ensombreció; imagino que le estaría viniendo a la mente esa película, la del cuchillo asesino. Continué rápidamente-. Lo arrestaron, lo registraron y lo metieron en The Tombs. Eso fue el jueves, ¿no? -El asintió-. Y el sábado por la mañana lo encontraron colgado en su celda. Caso cerrado.
– ¿Es eso lo que opina? ¿Que el caso está cerrado?
– Desde el punto de vista de la ley, sí.
– No me refiero a eso. Es natural que la policía lo vea de esa manera. Cogieron al asesino y ahora ya no se le puede castigar. -Se inclinó hacia delante-. Pero hay cosas que necesito saber.
– ¿Como qué?
– Quiero saber por qué la han asesinado. Quiero saber quién era ella. No tenía contacto con Wendy desde hacía tres años. Dios, ni siquiera estaba seguro de que estuviera viviendo en Nueva York. -Sus ojos esquivaron los míos-. Dicen que no tenía trabajo. Ninguna fuente de ingresos clara. He visto el edificio en el que vivía. Quise subir a su apartamento, pero no pude. Su alquiler era de casi cuatrocientos dólares al mes. ¿Eso qué le sugiere?
– Que algún hombre le pagaba el alquiler.
– Compartía el apartamento con el chico ese, Vanderpoel. El chico que la mató. El trabajaba para un importador de antigüedades. Ganaba alrededor de ciento cincuenta y cinco dólares a la semana. Si un hombre estuviera manteniéndola como si fuera su amante, no le permitiría tener a Vanderpoel como compañero de piso, ¿no le parece? – Hizo una pausa-. Creo que es bastante obvio que era prostituta. La policía no me lo ha dicho con esas palabras. Han sido discretos. Los periódicos no lo han sido tanto.
– La policía normalmente lo es. Y era el tipo de caso del que a los periódicos les gusta sacar partido. Una chica atractiva cuyo asesinato ha tenido lugar en el Village, con un claro móvil sexual. Cogieron a Richard Vanderpoel mientras corría por las calles cubierto de sangre. Ningún editor que se precie lo dejaría escapar.
Dijo:
– Scudder, ¿comprende por qué el caso no está cerrado para mí?
– Creo que sí. -Fijé mi mirada en sus oscuros ojos-. El asesinato ha sido como una puerta que ha empezado a abrirse para usted. Ahora quiere saber lo que hay al otro lado.
– Veo que lo entiende.
Lo entendía y habría preferido no hacerlo. No quería el trabajo. Trabajaba lo menos posible. En esos momentos no tenía necesidad de trabajar. No necesitaba mucho dinero. Mi alquiler era barato y mis gastos cotidianos bastante bajos. Además, no tenía ninguna razón para sentir antipatía hacia aquel hombre. Siempre me siento más cómodo recibiendo dinero de hombres a quienes tengo antipatía.
– El teniente Koehler no entendió lo que yo quería. Estoy seguro de que únicamente me dio su nombre como una manera educada de deshacerse de mí. -Eso no era exactamente así, aunque lo dejé pasar-. Pero yo necesito saber todas esas cosas, lo necesito de verdad. ¿Quién era ella? ¿Quién hizo que acabara así? ¿Y por qué alguien quiso matarla?
¿Por qué alguien quería matar a nadie? En Nueva York se cometen cuatro o cinco asesinatos al día. El verano pasado hubo una semana horrible, en la que la cifra ascendió a cincuenta y tres. La gente mata a sus amigos, a sus parientes, a sus amantes… Un hombre de Long Island hizo una demostración de karate a sus hijos mayores golpeando a su hija de dos años hasta matarla. ¿Por qué la gente hace esas cosas?
Caín dijo que él no era el guardián de Abel. ¿Existen solo esas dos opciones, guardián o asesino?
– ¿Trabajará para mí, Scudder? -Esbozó una pequeña sonrisa-. Me expresaré de otro modo. ¿Quiere hacerme el favor de trabajar para mí? Sería un gran favor.
– Me pregunto si eso es cierto.
– ¿Qué quiere decir?
– Esa puerta abierta. Puede que haya cosas al otro lado que no quiera ver.
– Lo sé.
– Y por eso tiene que hacerlo.
– Así es.
Me terminé el café. Dejé la taza sobre la mesa y respiré profundamente.
– Sí -dije-. Haré lo que pueda.
Se reclinó en la silla, sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Era el primero que se fumaba desde que entró. Algunas personas recurren a los cigarrillos cuando están en tensión y otras cuando la tensión ha pasado. Él estaba ahora más relajado y era como si sintiese que había conseguido algo.
Yo tenía una nueva taza de café delante y un par de páginas escritas en mi libreta. Hanniford todavía seguía con la misma bebida. Me había contado muchas cosas sobre su hija que yo no necesitaba saber. Puede que algunas de las cosas sí que fueran importantes, pero no había forma de saber cuáles eran. Hacía tiempo que había aprendido a escuchar todo lo que un hombre tenía que decir.
Así me enteré de que Wendy era hija única, de que había acabado con buenas notas la enseñanza secundaria, de que había sido popular entre sus compañeros de clase, pero no había salido con muchos chicos. Estaba empezando a perfilar la imagen de una chica, poco definida aún, que de alguna manera tendría que fundirse con la de la puta acuchillada en un apartamento del Village.
La imagen empezó a enturbiarse cuando se marchó a la escuela universitaria de Indiana. Evidentemente, fue ahí cuando sus padres empezaron a perderla. Se especializó en inglés y estudió administración como asignatura secundaria. Un par de meses antes de su graduación hizo la maleta y desapareció.
– La escuela se puso en contacto con nosotros. Yo estaba muy preocupado; nunca antes había hecho una cosa así. No sabía qué hacer. Al poco recibimos una postal. Estaba en Nueva York, tenía un trabajo y había algunas cosas que tenía que resolver. Varios meses más tarde recibimos otra tarjeta procedente de Miami. No sabíamos si se había trasladado allí o estaba de vacaciones.
Y desde entonces nada, hasta la llamada de teléfono en la que se enteraron de que estaba muerta. Tenía 17 años cuando acabó el instituto, 21 cuando abandonó la universidad y 24 cuando Richard Vanderpoel la acuchilló. Nunca llegaría a envejecer más.
Empezó a contarme cosas de las que yo me enteraría con más detalle por Koehler. Nombres, direcciones, fechas, horarios. Le dejé hablar. Me surgió una pregunta, pero la dejé almacenada en la mente.
Dijo:
– El chico que la mató. Richard Vanderpoel. Era más joven que ella. Solo tenía 20 años. -Hizo memoria con el ceño fruncido-. Cuando me enteré de lo que había ocurrido, de lo que había hecho, sentí ganas de matarlo. Quería estrangularlo con mis propias manos. -Cerró los puños al recordarlo y después los fue abriendo lentamente-. Pero cuando se suicidó, no sé, algo cambió dentro de mí. Algo me decía que él también era una víctima. Su padre es un pastor.
– Sí, lo sé.
– De una iglesia en algún lugar de Brooklyn. Tuve un impulso. Quería hablar con ese hombre. No sé lo que pensaba decirle. Fuera lo que fuese, tras un momento de reflexión me di cuenta de que nunca llegaría a tener esa conversación. Y sin embargo…
– Quiere conocer al chico, para así conocer a su hija.
Asintió.
Dije:
– ¿Sabe lo que es un retrato robot, señor Hanniford? Probablemente lo habrá visto en artículos de periódicos. Cuando la policía tiene un testigo presencial, utiliza un sistema de transparencias superpuestas para reconstruir una foto compuesta de un sospechoso. ¿La nariz es así? ¿O se parece a esta otra? ¿Más grande? ¿Más ancha? ¿Cómo son las orejas? Y así con todos los rasgos de la cara.
– Sí, lo he visto.
– Entonces probablemente también habrá visto fotografías reales de los sospechosos junto a sus retratos robot. Nunca parecen coincidir, especialmente para alguien que no está entrenado. Pero hay una semejanza factual, y un oficial cualificado puede sacarle un gran partido. ¿Ve adónde quiero llegar? Usted quiere fotografías de su hija y del chico que la mató. Yo no puedo ofrecerle eso. Nadie puede. Puedo sacar a la luz los suficientes hechos e impresiones como para reconstruir retratos robot para usted, pero el resultado puede que no se aproxime a lo que realmente busca.
– Comprendo.
– ¿Quiere que me ponga en marcha?
– Sí. Sin duda.
– Puede que le resulte más caro que una de las grandes agencias. Ellas trabajarían por día o por hora, más gastos. Yo le pediré una cierta cantidad de dinero y de ahí sacaré para pagar mis propios gastos. No me gusta tomar notas, ni escribir informes, ni llamar por teléfono periódicamente para mantener al cliente contento si no hay nada que decir.
– ¿Cuánto dinero quiere?
Nunca sé cómo establecer los precios. ¿Cómo valorar tu tiempo cuando su único valor es personal? Y cuando has reestructurado deliberadamente tu vida para reducir al mínimo tu implicación en la vida de los demás, ¿cuánto le cargas al hombre que te obliga a implicarte en la suya?
– Quiero que me dé dos mil dólares ahora. No sé cuánto tiempo me llevará esto, o cuándo decidirá que ya ha visto suficiente del cuarto oscuro. Puede que le pida algún dinero más en algún momento de la investigación, o cuando haya acabado. Naturalmente, siempre tiene la opción de no pagarme.
Él sonrió de repente.
– Es usted un hombre de negocios muy poco ortodoxo.
– Supongo.
– Nunca se me ha presentado la ocasión de contratar a un detective, por lo que en realidad no sé cómo funciona. ¿Le importa si le pago con un cheque?
Le dije que un cheque estaba bien, y mientras él lo rellenaba, me vino a la mente la pregunta que había dejado pasar anteriormente.
Dije:
– ¿No llegó a contratar a un detective cuando Wendy desapareció de la escuela universitaria?
– No. -Levantó la vista-. No pasó mucho tiempo hasta que recibimos la primera de las dos postales. Había considerado la posibilidad de contratar a uno, naturalmente, pero una vez que supimos que estaba bien desechamos la idea.
– Pero seguían sin saber dónde se encontraba, o cómo estaba viviendo.
– Sí. -Volvió a bajar la vista-. Como es lógico, eso forma parte del motivo de que ahora esté buscando respuestas. -Volvió los ojos hacia los míos, y vi algo en ellos que me hubiera gustado sonsacar, pero no pude-. Necesito saber hasta qué punto soy culpable.
¿Pensaba realmente que iba a encontrar la respuesta a eso? Bueno, puede que encontrara algo, pero no sería la respuesta exacta. No existe la respuesta exacta para una pregunta tan ineludible.
Acabó de rellenar el cheque y me lo pasó. Había dejado en blanco el espacio que correspondía a mi nombre. Me preguntó si quería que me lo extendiera al portador. Le dije que si lo extendía a mi nombre estaba bien; volvió a destapar su bolígrafo y escribió «Matthew Scudder» en la línea de puntos. Lo doblé y me lo guardé en la cartera.
Dije:
– Señor Hanniford, hay algo que no me ha contado. Algo que no cree que sea importante, pero puede que lo sea. Piense qué puede ser.
– ¿Cómo lo sabe?
– Instinto, me imagino. He pasado muchos años observando a la gente mientras decide cuánto va a acercarse a la verdad. No tiene que decirme nada si no quiere, pero…
– Bah, es irrelevante, Scudder. Lo he omitido porque no pensaba que viniera al caso, pero… Bueno, al infierno con ello. Wendy no es mi hija biológica.
– ¿Era adoptada?
– Yo la adopté. Mi mujer sí es su madre. El padre de Wendy fue asesinado antes de que ella naciera. Era un marine y murió en el desembarco de Inchon. -Apartó la mirada de nuevo-. Me casé con la madre de Wendy tres años más tarde. Desde el principio la quise como si fuera su verdadero padre. Cuando descubrí que yo era… incapaz de tener hijos, me sentí incluso más agradecido por su existencia. ¿Y bien? ¿Es importante?
– No sé -dije-. Probablemente no. -Pero por supuesto que lo era. Revelaba algo más sobre la carga de culpa que Hanniford llevaba encima.
– Scudder, usted no está casado, ¿verdad?
– Divorciado.
– ¿Algún hijo?
Asentí. Se disponía a decir algo, pero no lo hizo. Empecé a desear que lo dejara.
Dijo:
– Debe de haber sido un policía muy bueno.
– No era malo. Tenía instinto de poli y aprendí a moverme. Eso es al menos el noventa por ciento del secreto del éxito.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en el cuerpo?
– Quince años. Casi dieciséis.
– ¿No tendría derecho a una pensión o algo si hubiera estado veinte?
– Así es.
No me preguntó nada más, lo que, curiosamente, resultó más molesto que si lo hubiera hecho.
Dije:
– Perdí la fe.
– ¿Igual que un sacerdote?
– Algo parecido. No exactamente lo mismo, ya que no es extraño que un poli pierda la fe y continúe siendo poli. Incluso puede que nunca la haya tenido. Lo que pasa es que, en mi caso, se sumó a que descubrí que ya no quería seguir siendo poli. -Ni marido ni padre. Ni miembro productivo de la sociedad.
– ¿Demasiada corrupción en el departamento o algo parecido?
– No, no. -La corrupción nunca me había molestado. Me habría resultado difícil sostener a una familia sin eso-. No, fue otra cosa.
– Entiendo.
– ¿En serio? Bueno, no es ningún secreto. Una noche de verano en que me encontraba fuera de servicio en un bar de los alrededores de Washington donde los polis no tienen que pagar las copas, dos chavales entraron a atracar. Al salir le pegaron un tiro al camarero en el corazón. Los cogí en la calle. Maté a uno de ellos de un disparo y al otro le di en el muslo. Nunca volvió a caminar recto.
– Entiendo.
– No, no lo creo. No era la primera vez que mataba a alguien. Estaba contento de haber acabado con uno de ellos y sentí la recuperación del otro.
– Entonces…
– Un disparo se desvió y rebotó. Le dio a una niña de 7 años en el ojo. El rebote le quitó a la bala gran parte de la fuerza que llevaba. Unos centímetros más arriba y probablemente le habría dado en la frente; le habría dejado una fea cicatriz, pero nada más. Sin embargo, de aquella manera solo había un tejido suave entre medias y la bala fue directamente a su cerebro. Me dijeron que murió al instante. -Me miré las manos. El temblor apenas era visible. Cogí la taza de café y di un sorbo-. No se me consideró culpable. De hecho, obtuve un elogio del departamento. Y a continuación dimití. Ya no quería seguir siendo poli.
Me quedé allí sentado unos minutos cuando se fue. Después hice una seña a Trina y me trajo otra taza de café con licor.
– Tu amigo no es un gran bebedor -dijo. Le confirmé que no lo era. Algo en mi tono debió de alertarla porque se sentó en la silla de Hanniford y puso su mano sobre la mía por un momento-. ¿Problemas, Matt?
– En realidad no. Tengo cosas que hacer y preferiría no hacerlas.
– Preferirías quedarte aquí sentado y emborracharte.
Le dirigí una sonrisa.
– ¿Cuándo me has visto a mí borracho?
– Nunca. Y nunca te he visto haciendo otra cosa que no sea beber.
– Es un agradable punto medio.
– No puede ser bueno para ti, ¿o sí?
Deseé que me tocara de nuevo la mano. Sus dedos eran largos y finos, y su tacto, muy frío.
– Nada es demasiado bueno para nadie -dije.
– El café y la bebida. Es una combinación muy extraña.
– ¿Lo es?
– La bebida para emborracharte y el café para mantenerte sobrio.
Sacudí la cabeza.
– El café nunca ha despejado a nadie. Simplemente te mantiene despierto. Dale a alguien un café bien cargado de alcohol y tendrás un borracho bien despierto a tu merced.
– ¿Eso es lo que eres, cariño? ¿Un borracho bien despierto?
– No soy ninguna de las dos cosas -le dije-. Eso es lo que hace que siga bebiendo.
Llegué a la caja de ahorros un poco más tarde de las cuatro. Metí quinientos en mi cuenta y me llevé el resto del dinero de Hanniford en efectivo. Era mi primera visita desde principios de año, por lo que añadieron algunos intereses a mi libreta de ahorros. Una máquina lo calculó todo en un abrir y cerrar de ojos. La suma apenas era lo bastante grande para que mereciera la pena perder el tiempo de la máquina en ello. Volví caminando por la calle Cincuenta y Siete hasta la Novena, y después me dirigí hacia las afueras dejando atrás Armstrong's y el hospital hasta llegar a St. Paul's. La misa estaba acabando y esperé fuera a que un par de docenas de personas salieran de la iglesia. Principalmente eran mujeres de mediana edad. Después entré e introduje cuatro billetes de cincuenta dólares en el cepillo de las limosnas.
Una décima parte. No sé por qué. Se había convertido en una costumbre. En realidad se había convertido en mi costumbre al visitar las iglesias. Empecé a hacerlo poco después de trasladarme a mi habitación de hotel.
Me gustan las iglesias. Me gusta sentarme en ellas cuando tengo cosas en que pensar. Me senté aproximadamente en el centro, junto al pasillo. Creo que estuve allí unos veinte minutos, puede que incluso un poco más.
Dos mil dólares para mí, procedentes de Cale Hanniford; doscientos dólares para el cepillo de St. Paul's de mi parte. No sé qué hacen con ese dinero. Es posible que compren comida y ropa para las familias pobres. Puede que compren Lincolns para el clero. En realidad no me preocupa lo que hagan con ello.
Los católicos reciben más dinero mío que nadie. No es que sienta debilidad por ellos, sino que ellos le echan más horas. La mayoría de los protestantes cierra el chiringuito durante la semana.
Pero una buena cosa a favor de los católicos es que puedes encender velas. Encendí tres de camino a la salida. Por Wendy Hanniford, que nunca llegaría a cumplir los 25 años, por Richard Vanderpoel, que nunca llegaría a los 21. Y, naturalmente, por Estrellita Rivera, que nunca llegaría a los 8.
2
El distrito 6 de la policía está en la calle Décima Oeste. Eddie Koehler estaba en su oficina leyendo informes cuando llegué. No pareció sorprendido al verme. Dejó a un lado unos documentos y me indicó con la cabeza una silla que había junto a su mesa. Me acomodé en ella y le tendí la mano por encima de la mesa. Dos de diez y uno de cinco pasaron discretamente de mi mano a la suya.
– Parece que necesitas un nuevo sombrero -le dije.
– De hecho lo necesito. Si hay algo que seguro que siempre necesito es otro sombrero. ¿Qué te pareció Hanniford?
– Un pobre capullo.
– Sí, eso mismo. Todo ha sucedido tan rápido que lo ha dejado perplejo. Eso es lo que le ha pasado, ya sabes. El factor tiempo. Supongo que si nos hubiera llevado una semana o un mes dar con el asesino, o si se hubiera producido un juicio que se hubiera alargado durante un año más o menos, le habría venido bien. Habría tenido la posibilidad de acostumbrarse a lo que ha pasado mientras duraba el proceso. Pero de esta manera, pam, una cosa tras otra, teníamos al asesino en una celda antes de que se enterase de la muerte de su hija, y antes de que él moviera el culo, el tipo ya se había colgado. Hanniford no lo ha asumido porque no ha tenido tiempo. -Me miró con aire pensativo-. Supuse que un viejo colega podría sacar unos cuantos billetes de esto.
– ¿Por qué no?
Cogió un puro apagado del cenicero y volvió a encenderlo. Podría haberse permitido el lujo de coger uno nuevo. El 6 es un distrito policial muy deseado y el suyo era un buen despacho. También podría haber enviado a casa a Hanniford en lugar de enviármelo a mí para que yo volviera a llamar a su puerta con veinticinco para él. Las viejas costumbres son difíciles de erradicar.
– Cógete una carpeta y ve por el vecindario haciendo algunas preguntas. Organízate el trabajo en una semana sin dedicarle más de un par de horas. Pídele cien al día más gastos. Así te llevas un kilo, por Cristo.
Dije:
– Me gustaría echar un vistazo al expediente del caso.
– ¿Por qué seguir las formalidades? No vas a encontrar nada allí, Matt. El caso estaba cerrado antes de que se abriera. Le pusimos las esposas al cabrón ese antes de saber lo que había hecho.
– Puro formalismo.
Entrecerró un poco los ojos. Éramos aproximadamente de la misma edad, pero yo me había unido al cuerpo antes que él y ya iba de paisano cuando él acabó la academia. Ahora Koehler parecía mucho mayor, tenía papada y un trabajo de despacho que convertía su trasero en una prolongación del asiento. Había algo en sus ojos que no me gustaba.
– Una pérdida de tiempo, Matt. ¿Para qué tomarse la molestia?
– Digamos que es mi forma de trabajar.
– Los expedientes no se muestran a personal no autorizado. Ya lo sabes.
Dije:
– ¿Qué tal otro sombrero por un vistazo a lo que tengas? Y voy a tener que hablar con el oficial que hizo la detención.
– Podría arreglar eso, podría presentártelo. Que quiera o no hablar contigo es cosa suya.
– Claro.
Veinte minutos más tarde estaba solo en la oficina. Tenía veinticinco dólares menos en mi cartera y un sobre de color manila delante de mí, sobre la mesa. No parecía valer ese dinero, pues no me reveló casi nada que no supiera ya.
Empecé con el informe del policía Lewis Pankow, el oficial que llevó a cabo el arresto. No había leído uno desde hacía algún tiempo. Volví a leer desde «Mientras avanzaba en dirección oeste en servicio rutinario de patrullaje a pie» hasta «momento en el cual el presunto culpable fue entregado a la prisión para su encarcelamiento». La poli tiene su propia jerga oficial.
Leí el informe de Pankow un par de veces y tomé algunas notas. Lo que equivalía a una clara exposición de los hechos traducida al inglés. A las cuatro y dieciocho, el agente iba caminando en dirección oeste por la calle Bank. Escuchó un alboroto y en las proximidades se encontró a algunas personas que le dijeron que había un lunático cubierto de sangre dando vueltas por la calle Bethune. Pankow recorrió corriendo toda la manzana hasta llegar a la calle Bethune donde lo encontró: «el presunto sinvergüenza, posteriormente identificado como Richard Vanderpoel, del n° 194 de la calle Bethune, con la ropa desaliñada y cubierta con lo que parecía ser sangre, hacía alarde de un lenguaje obsceno a viva voz y exponía sus partes íntimas a los transeúntes».
Pankow lo esposó prudentemente y logró averiguar dónde vivía. Hizo subir al sospechoso los dos tramos de escaleras y entraron en el apartamento que Vanderpoel y Wendy Hanniford ocupaban, donde encontró a Wendy Hanniford «aparentemente muerta, desnuda y desfigurada por las cuchilladas supuestamente infligidas por un arma punzante».
Después Pankow telefoneó y el procedimiento habitual se puso en marcha. El médico forense llegó para confirmar lo que Pankow se había imaginado: que Wendy estaba, en efecto, muerta. El equipo de fotografía tomó sus fotos, varias del apartamento salpicado de sangre y muchas del cadáver de Wendy.
Era imposible saber cómo era físicamente cuando estaba viva. Había muerto desangrada, y lady Macbeth tenía razón sobre esto: nadie se imagina cuánta sangre puede perder un cuerpo agonizante. Puedes clavar un punzón de hielo en el corazón de un hombre sin que asome apenas una gota de sangre en su pechera, pero Vanderpoel le había acuchillado el pecho, los muslos, el vientre y la garganta, y toda la cama era un océano de sangre.
Después de haber fotografiado el cuerpo, lo trasladaron para hacerle una autopsia. Un tal doctor Jainchill, de la oficina del forense, le practicó una autopsia completa. Declaró que la víctima era una mujer caucasiana de unos veinte años, que había mantenido relaciones sexuales recientemente, tanto orales como genitales, que había sido acuchillada veintitrés veces con un objeto punzante, seguramente una cuchilla, que no tenía heridas de puñaladas (lo que con toda probabilidad le hubiera hecho decidirse por la cuchilla), que varias venas y arterias, las cuales enumeró una por una, habían sido total o parcialmente cercenadas en el transcurso del ataque, que la muerte tuvo lugar aproximadamente a las cuatro de esa tarde, en más o menos veinte minutos, y que en su opinión no había ninguna posibilidad de que las heridas se las hubiera infligido ella misma.
Me sentí orgulloso de que hubiera tomado una posición tan firme en ese último punto.
El resto del sobre contenía información que por último sería complementada por copias de informes formales realizados por otros departamentos del aparato policial. Había una anotación que informaba de que el prisionero había sido llevado ante un magistrado y había sido acusado formalmente de homicidio el día después de su arresto. Otro memorando daba el nombre del abogado de oficio. Y otro señalaba que Richard Vanderpoel había sido hallado muerto en su celda poco antes de las seis de la mañana del sábado.
El sobre se engrosaría en tiempos venideros. El caso estaba cerrado, pero el expediente del distrito 6 seguiría creciendo como el cabello y las uñas de un cadáver. El guardia que entró y vio a Richard Vanderpoel colgado de la tubería redactaría sus conclusiones. Del mismo modo procederían el médico que dictaminó su muerte y el médico que no pudo establecer ninguna sombra de duda sobre el hecho de que fueran las tiras de ropa de cama, atadas y anudadas alrededor de su cuello, las que lo habían matado. Por último, la investigación policial de un coronel concluiría que Wendy Hanniford había sido asesinada por Richard Vanderpoel y que a su vez Richard Vanderpoel se había quitado la vida. El distrito policial 6, y cualquier otro relacionado con el caso, ya habían llegado a esa conclusión. Habían llegado a la primera parte mucho antes de que Vanderpoel hubiera sido encerrado. El caso estaba cerrado.
Volví a leer parte del material mientras estudiaba las fotos. El propio apartamento no parecía estar muy desordenado, lo que sugería que el asesino había sido alguien que ella conocía. Volví a la autopsia. No había piel bajo las uñas de Wendy, ni signos evidentes de un forcejeo. ¿Contusiones faciales? Sí, es posible que estuviera inconsciente cuando él la acuchilló.
Probablemente hubiese estado un tiempo agonizando. Si la hubieran degollado primero y hubiesen alcanzado la yugular, es posible que hubiera muerto rápidamente. Pero había perdido mucha sangre por las heridas del torso.
Escogí una foto y la metí en el bolsillo de mi camisa. No sabía muy bien para qué la quería, pero sabía que nadie la echaría de menos. Una vez conocí a un poli de oficina en la sección de Cobble Hill de Brooklyn que solía llevarse a casa una copia de cada foto horrible que pasaba por sus manos. Nunca pregunté por qué.
Volví a ponerlo todo en orden y coloqué en su sitio el sobre manila al tiempo que volvía a aparecer Koehler. Estaba fumándose otro puro. Salí de detrás de su mesa y me preguntó si estaba satisfecho.
– Todavía me gustaría hablar con Pankow.
– Ya lo he arreglado. Supuse que eras demasiado terco como para cambiar de idea. ¿Has encontrado alguna maldita cosa en todo ese desorden?
– ¿Cómo puedo saberlo? Ni siquiera sé qué es lo que estoy buscando. Tengo entendido que se prostituía. ¿Hay alguna prueba de eso?
– Nada en concreto. Pero si lo miras bien, resulta evidente. Un buen armario, doscientos pavos en el bolso, ningún medio visible de sustento. ¿Qué más podemos añadir?
– ¿Por qué estaba viviendo con Vanderpoel?
– Tenía una lengua de treinta centímetros.
– En serio. ¿Era su chulo?
– Es posible.
– Pero no tienes ficha de ninguno de los dos.
– No. No los arrestaron nunca. Para nosotros no existían oficialmente hasta que él decidió acuchillarla.
Cerré los ojos durante un minuto. Koehler pronunció mi nombre. Alcé la vista y dije:
– Me ha venido un pensamiento. Algo que has dicho antes sobre el momento de poner al corriente a Hanniford. Además, en cierto sentido es verdad lo que mencionaste. Si hubiera sido asesinada por una persona o personas desconocidas, habrías sometido los dos últimos años de su vida a un examen minucioso, los habrías pasado por un microscopio. Pero el caso se cerró antes de abrirlo y ahora ya no es tu trabajo hacer eso.
– Exacto. En cambio es el tuyo.
– Ajá. ¿Con qué la mató?
– El doctor dice que con una cuchilla. -Se encogió de hombros-. Una suposición tan buena como cualquier otra.
– ¿Y qué ha pasado con el arma homicida?
– Sí, ya me suponía que no se te escaparía. No la encontramos. Cualquiera sabe. Había una ventana abierta, pudo haberla lanzado por allí.
– ¿Qué había en el exterior de la ventana?
– Un pozo de ventilación.
– ¿Lo has inspeccionado?
– Ajá. Cualquiera pudo cogerla, cualquier chaval que pasara por allí.
– ¿Comprobaste si había manchas de sangre en el pozo de ventilación?
– ¿Estás bromeando? ¿Un pozo de ventilación del Village? La gente orina por las ventanas, lanzan tampones, basura y todo tipo de cosas. En nueve de cada diez pozos de ventilación encontrarás manchas de sangre. ¿Lo habrías inspeccionado tú? ¿Después de haber cogido al asesino?
– No.
– De todos modos, olvida el pozo de ventilación. Sale corriendo del apartamento con el cuchillo en la mano. O la navaja, o lo que coño fuera. Lo lanza por las escaleras. Sale corriendo a la calle y lo tira en la acera. Lo mete en un cubo de basura. Lo tira por una alcantarilla. Matt, no tenemos ningún testigo presencial que lo viera salir del edificio. Habríamos buscado uno, pero ese hijo de puta se mató treinta y seis horas más tarde de dejar tiesa a la chica.
No paraba de repetir eso. Yo estaba haciendo un trabajo que la policía habría hecho de haber tenido que hacerlo. Pero Richard Vanderpoel les había resuelto el problema.
– Así que no sabemos cuándo se echó a la calle -siguió diciendo Koehler-. ¿Dos minutos antes de que lo atrapara Pankow? ¿Diez minutos? Podía haber triturado el arma y habérsela comido en ese tiempo. Dios sabe lo loco que estaba ese tipo.
– ¿Había una navaja en el apartamento?
– ¿Te refieres a una navaja recta? No.
– Me refiero a una navaja de afeitar.
– Sí, había una eléctrica. ¿Por qué demonios no te olvidas de la navaja? Ya sabes cómo son esas putas autopsias. Yo tuve una hace un par de años. El gilipollas de la oficina del forense dijo que la víctima había sido asesinada con un hacha. Cogimos al bastardo en el edificio con un mazo de croquet en la mano. Cualquiera que pueda confundir el daño hecho al golpear un cráneo con un hacha con el que haría un mazo no sería capaz de distinguir un navajazo de un coño.
Asentí y dije:
– Me pregunto por qué lo hizo.
– Porque estaba como una puta cabra, por eso lo hizo. Recorrió la calle de arriba abajo, cubierto de sangre, gritando barbaridades y enseñándole la polla a todo el mundo. Pregúntale por qué lo hizo, no lo sabría ni él.
– Qué mundo.
– Dios, no me hagas empezar con eso. Ese vecindario está cada vez peor. No me hagas empezar. -Me hizo una seña con la cabeza, salimos juntos de la oficina y atravesamos la comisaría. Los hombres, de paisano y de uniforme, estaban sentados ante sus máquinas de escribir, tecleando historias sobre supuestos sinvergüenzas y presuntos culpables. Una mujer que estaba prestando testimonio en español a un oficial uniformado hacía pausas de vez en cuando para llorar. Me pregunto qué habría hecho o qué le habrían hecho.
En la comisaría no vi a nadie conocido.
Koehler dijo:
– ¿Has oído lo de Barney Segal? Lo han ascendido. Ahora es el jefe del distrito 17.
– Sí, es un buen hombre.
– Uno de los mejores. ¿Cuánto hace que te saliste del cuerpo, Matt?
– Un par de años, creo.
– Sí. ¿Cómo están Anita y los chicos? ¿Están bien?
– Sí.
– Mantienes el contacto, entonces.
– De vez en cuando.
Cuando llegamos a la recepción, se paró y se aclaró la garganta.
– ¿Has pensando alguna vez en volver a ponerte la placa, Matt?
– Ni hablar, Eddie.
– Es una puñetera lástima, lo sabes, ¿no?
– Tú haz lo que tengas que hacer.
– Sí. -Se estiró y volvió al asunto-. He acordado con Pankow que se encontrará contigo esta noche alrededor de Lis nueve. Estará en un bar llamado Johnny Joyce's. Es en la Segunda Avenida, he olvidado la calle que cruza.
– Conozco el sitio.
– Allí lo conocen, pregunta al camarero y te indicará quién es. Esta noche libra, así que le he dicho que valorarías su tiempo.
Y seguro que también le has dicho que una parte era para ti.
– ¿Matt? -Me volví-. ¿De todos modos, qué vas a preguntarle?
– Quiero saber qué tipo de lenguaje obsceno estaba empleando Vanderpoel.
– ¿En serio? -Asentí-. Creo que estás tan loco como Vanderpoel -me dijo-. Por el precio de un sombrero puedes escuchar todas las guarrerías que quieras.
3
La calle Bethune discurre hacia el oeste desde Hudson hasta llegar al río. Es un área estrecha y residencial. Se habían plantado recientemente algunos árboles. Sus bases estaban protegidas por pequeñas cercas de estacas, de las que colgaban unos letreros en los que se pedía a los propietarios de los perros que no dieran rienda suelta a los instintos naturales de sus mascotas. «Queremos a nuestro árbol, / Por favor, controla a tu perro». El número 194 era un edificio de piedra caliza de color rojizo con una puerta de entrada del color del astroturf. Había cinco apartamentos, uno por cada piso. En el sexto timbre del portal ponía «Conserjería». Llamé y esperé.
La mujer que abrió la puerta tenía alrededor de treinta y cinco años. Llevaba una camisa blanca de hombre con los dos botones de arriba desabrochados y unos vaqueros manchados y desteñidos. Tenía la constitución de una boca de incendios. Llevaba el pelo corto y parecía que se lo había cortado al azar con un par de tijeras de podar. Sin embargo, el efecto no era desagradable. Se asomó a la puerta, me miró y en cinco segundos llegó a la conclusión de que yo era un poli. Le dije mi nombre y me enteré de que el suyo era Elizabeth Antonelli. Le dije que quería hablar con ella.
– ¿Sobre qué?
– Sus inquilinos del tercer piso.
– Mierda. Pensé que ya habíamos acabado con eso. Todavía estoy esperando a que sus hombres abran la puerta y se lleven sus trastos. El propietario quiere que le muestre el apartamento y ni siquiera puedo entrar en él.
– ¿Todavía está precintada?
– ¿No se informan unos a otros?
– No pertenezco al cuerpo. Esto es una investigación privada.
Su mirada se dulcificó. Ahora que no era un poli le gustaba más, pero también tenía que saber para qué lado trabajaba. Además si no estaba de visita oficial, eso quería decir que no estaba obligada a perder su tiempo conmigo.
Dijo:
– Escuche. Estaba haciendo algo. Soy artista y tengo trabajo.
– Le llevará menos tiempo contestar a mis preguntas que deshacerse de mí.
Lo pensó, se dio la vuelta bruscamente y se metió en el edificio.
– Hace frío ahí fuera -dijo-. Bajemos las escaleras y hablemos un poco, pero no se piense que le voy a dedicar mucho tiempo, ¿eh?
La seguí por un tramo de escaleras hasta el sótano. Tenía una única habitación grande con aparatos de cocina en un rincón y un catre en la pared orientada al oeste. Se veían tubos y cables eléctricos por el techo. Su arte era la escultura y había varias muestras de su trabajo a la vista. No llegué a ver la obra en la que estaba trabajando en ese momento. Un trapo húmedo la cubría. Las otras obras eran abstractas y en buena parte de ellas había una clara evocación de monstruos marinos.
– No voy a poder contarle gran cosa -dijo-. Soy la conserje porque llegué a un acuerdo para poder pagar el alquiler. Tengo buenas manos y puedo reparar la mayoría de las cosas que se estropean, y se me da bastante bien gritarle a la gente cuando se retrasa con el alquiler. Me paso la mayor parte del tiempo metida en mis cosas. No presto demasiada atención a lo que pasa en el edificio.
– ¿Conocía a Vanderpoel y a la señorita Hanniford?
– De vista.
– ¿Cuándo se trasladaron aquí?
– Ella estaba aquí antes de que yo viniera, y en abril hará dos años que vivo aquí. Y creo que él se instaló en el piso hace poco más de un año. Creo que justo antes de Navidad si no recuerdo mal.
– ¿No vinieron juntos?
– No. Ella vivía con otra persona antes que él.
– ¿Un hombre?
– Una mujer.
No tenía ningún registro, ni sabía el nombre de la anterior compañera de piso de Wendy. Me dio el nombre y la dirección del propietario. Le pregunté qué era lo que recordaba de Wendy.
– No demasiado. Solo me fijo en la gente que crea problemas. Ella nunca ha hecho fiestas ruidosas ni ha puesto la música a todo volumen. He estado pocas veces en el apartamento. En una ocasión la válvula del radiador del dormitorio se les disparó. Hacía demasiado calor y ellos no podían regularlo. Les puse una válvula nueva. Eso fue hace un par de meses.
– ¿Tenían bien cuidado el apartamento?
– Bastante bien, sí. Era muy agradable. La pintura de las paredes estaba en buen estado y tenían unos muebles muy bonitos. -Se quedó pensando un momento-. Puede que fuera cosa de él. He estado allí antes de que se trasladara él y creo recordar que entonces no era tan agradable. Él era una especie de seudoartista.
– ¿Sabía que era prostituta?
– Aún no lo sé. Leo muchas mentiras en los periódicos.
– ¿No cree que lo fuera?
– No tengo una opinión, ni en un sentido ni en otro. Nunca he tenido ninguna queja sobre ella. Por otra parte, podía haber tenido diez hombres arriba en su casa en un día sin que yo me enterara.
– ¿Tenía visitas?
– Ya se lo he dicho. No me fijaba en eso. La gente no tiene que pedirme permiso para subir.
Le pregunté quién más vivía en el edificio. Había cinco apartamentos, uno por cada piso, y me dio los nombres de todos los inquilinos. Me dijo que podía hablar con ellos si ellos estaban dispuestos a hablar conmigo. Salvo con la pareja del piso de arriba; estaban en Florida y no volverían hasta mediados de marzo.
– ¿Es suficiente? -dijo-. Tengo que seguir con lo que estaba haciendo. -Flexionó los dedos para indicar su impaciencia por volver a ponerlos sobre la arcilla.
Le dije que había sido muy amable.
– No creo que le haya aclarado gran cosa.
– Hay algo más que podría decirme.
– ¿El qué?
– No los conocía, a ninguno de los dos, y por lo que veo no presta mucho interés a la gente del edificio. Pero todo el mundo se forma siempre una idea de la gente a la que ve con frecuencia durante un largo período de tiempo. Tiene que haberse formado algún tipo de imagen de ambos; seguro que le causaron alguna impresión a pesar de que apenas los conociera. Probablemente haya cambiado dicha imagen por lo que ha sucedido la semana pasada, por las cosas de las que se ha enterado, pero me gustaría saber qué impresión tenía de ellos.
– ¿De qué le serviría eso?
– Me permitiría saber cómo eran a los ojos de los demás. Y usted es artista y tiene una gran sensibilidad.
Se mordió una uña.
– Sí, entiendo lo que quiere decir -dijo después de un momento-. Lo que pasa es que no sé qué puedo decirle.
– ¿Le sorprendió que la matara?
– Cualquiera estaría sorprendido.
– Eso cambiaría la imagen que tenía de ellos, pero ¿cómo los veía?
– Como unos inquilinos normales y corrientes… Espere un momento. Me acaba de hacer pensar en algo. Nunca lo había mencionado, pero ¿sabe lo que pensaba de ellos? Los veía como hermanos.
– ¿Hermanos?
– Sí.
– ¿Por qué?
Cerró los ojos y frunció el ceño.
– No puedo decir exactamente por qué -dijo-. Tal vez por la manera en que actuaban cuando estaban juntos. No es que hicieran nada. Solo son las vibraciones que me daban, la sensación que te transmitían cuando paseaban, la manera de relacionarse el uno con el otro.
Esperé.
– Otra cosa. No es algo que me obsesione, quiero decir que no tenía pensado hablar de ello, pero en cierto modo di por sentado que él era gay.
– ¿Por qué?
Estaba sentada y en ese momento se levantó y caminó hacia una de sus creaciones, un montículo de color bronce de planos convexos, más alto y ancho que ella. Se alejó de espaldas a mí y trazó una línea curva con sus achaparrados dedos.
– Por su físico, supongo. Su amaneramiento. Era alto y delgado y tenía una forma especial de hablar. Seguro que cree que no debería pensar de esa manera. Con mi figura, mi pelo corto, el hecho de que me gusta trabajar con las manos y de que se me den bien los aparatos eléctricos y mecánicos, la gente suele suponer que soy lesbiana. -Se giró y sus ojos me desafiaron-. Pues no lo soy -dijo.
– ¿Lo era Wendy Hanniford?
– ¿Cómo quiere que lo sepa yo?
– Ha supuesto que Vanderpoel podía ser gay. ¿Supone lo mismo de ella?
– Ah. Yo pensaba… No, estoy segura de que no lo era. Generalmente sé si una mujer es gay por su manera de tratarme. No, di por hecho que era hetero.
– Y dio por hecho que él sí que lo era.
– Así es. -Levantó la vista hacia mí-. ¿Y quiere saber algo? Sigo pensando que era marica.
4
Cené algo en un italiano de la avenida Greenwich y visité un par de bares antes de tomar un taxi hasta Johnny Joyce's. Le dije al camarero que estaba buscando a Lewis Pankow y me señaló un reservado en la parte trasera.
Podría haberlo encontrado sin ayuda. Era un tipo rubio, alto y delgado, de rostro franco y recién afeitado. Se levantó al acercarme a él. Iba de paisano, con un traje gris de tela escocesa que no podía haber costado mucho, una camisa azul claro y una corbata a rayas. Le dije que yo era Scudder y él dijo que era Pankow, me tendió la mano y yo le tendí la mía. Me senté frente a él y cuando se acercó el camarero le pedí un bourbon doble. Pankow todavía iba por la mitad de su cerveza.
Dijo:
– El teniente dijo que querías verme. Supongo que es sobre el asesinato de Hanniford.
Asentí.
– Te has colgado una buena medalla.
– Tuve suerte. Estaba en el lugar adecuado y en el momento oportuno.
– Quedará bien en tu historial.
Se sonrojó.
– Además probablemente consigas una recomendación por ello.
Se ruborizó aún más. Me pregunté qué edad tendría. A lo sumo veintidós. Pensé en su informe y decidí que se convertiría en detective de tercer grado en un año más o menos.
Dije:
– He leído tu informe. Había una gran cantidad de detalles, pero en cambio hay algunas cosas que no has tenido en cuenta. Cuando llegaste al lugar, Vanderpoel seguía a dos puertas del edificio en el que había tenido lugar el asesinato. ¿Qué estaba haciendo exactamente? ¿Estaba bailando? ¿Corriendo?
– Permanecía más o menos en el mismo sitio, pero dando vueltas como un loco. Como si tuviera que liberar mucha energía. Como cuando bebes demasiado y no puedes dejar las manos quietas, pero con todo su cuerpo.
– Dices que llevaba la ropa desaliñada. ¿De qué manera?
– Llevaba la camisa por fuera. El cinturón lo tenía abrochado pero el pantalón estaba desabotonado, la cremallera abierta y la cosa colgando.
– ¿El pene?
– Sí, el pene.
– ¿Lo estaba exhibiendo deliberadamente?
– Bueno, le colgaba por fuera, así que tenía que haberse dado cuenta.
– ¿Pero lo tenía agarrado o lo movía con un meneo de caderas o algo parecido?
– No.
– ¿Tenía una erección?
– No me fijé.
– ¿Viste su polla y no te diste cuenta de si la tenía dura o no?
Se ruborizó de nuevo.
– No la tenía.
El camarero me trajo la bebida. La cogí y me quedé mirando el cristal. Dije:
– Pusiste que estaba profiriendo obscenidades.
– Estaba gritando. Oí sus voces incluso antes de doblar la esquina.
– ¿Qué estaba diciendo?
– Ya sabes.
Se avergonzaba con facilidad. Seguí sonsacándole.
– Las palabras que empleaba -dije.
– No me gusta decirlas.
– Haz un esfuerzo.
Preguntó si eso era importante, y le dije que era posible. Se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz.
– Hijoputa -dijo.
– ¿Gritaba «hijoputa» todo el tiempo?
– No exactamente.
– Quiero saber qué palabras decía.
– Está bien. Lo que decía era, gritando todo el rato, «soy un hijoputa, soy un hijoputa, me he follado a mi madre». Lo gritaba una y otra vez.
– Decía que era un hijoputa y que se había follado a su madre.
– Exacto, eso es lo que decía.
– ¿Qué pensaste?
– Que estaba loco.
– ¿Pensaste que había matado a alguien?
– No. Lo primero que pensé fue que estaba herido. Estaba cubierto de sangre.
– ¿En las manos?
– Por todas partes. En las manos, la camisa, los pantalones, la cara… Estaba completamente cubierto de sangre. Pensé que se había cortado, pero después vi que estaba bien y que la sangre debía de ser de otra persona.
– ¿Cómo podías saberlo?
– Lo supe, sin más. Él estaba bien, no era su sangre, por lo que tenía que ser de otra persona. -Levantó su caña y se la terminó. Hice un gesto al camarero y le pedí que trajera otra cerveza para Pankow y una taza de café para mí. Estuvimos sentados mirando a la mesa hasta que el camarero nos trajo lo que habíamos pedido. Pankow estaba recordando cosas que había intentado olvidar en estos últimos días y no estaba disfrutando mucho con ello.
Dije:
– Entonces esperabas encontrar un cuerpo en el apartamento.
– Sabía que lo habría, sí.
– ¿Quién pensaste que sería?
– Joder, pensé que sería su madre. Por lo que él estaba diciendo, hijoputa, me he follado a mi madre, pensé que se había vuelto loco y que había matado a su madre. E incluso lo pensé cuando entré allí, ya sabes, a simple vista no se podía precisar la edad ni nada por el estilo, tan solo que había una mujer desnuda, con sangre por todas partes. Las sábanas estaban empapadas, la manta, toda esa sangre oscura…
Tenía la cara pálida y con matices verdes. Dije:
– Tranquilo, Lew.
– Estoy bien.
– Sé que lo estás. Pon la cabeza entre las piernas. Vamos, retírate de la mesa y baja la cabeza. Te sentirás mejor.
– Lo sé.
Creí que iba a desmayarse, pero se recuperó. Mantuvo la cabeza agachada durante un minuto o dos y después volvió a incorporarse. Su cara había recobrado algún color. Respiró profundamente un par de veces y después dio un largo trago a la cerveza.
Dijo:
– ¡Jesús!
– ¿Ya estás bien?
– Sí, perfecto. Al verla allí tendida tuve que vomitar. Ya había visto antes algún muerto. A mi viejo le dio un ataque al corazón cuando estaba durmiendo y fui yo el que llegó y se lo encontró. Pero nunca había visto nada parecido y, no pude evitarlo, tuve que vomitar, y encima estaba esposado a ese gilipollas, que continuaba con la verga colgando. Arrastré al estúpido bastardo hacia el rincón y vomité en el rincón de la habitación; así fue, y a continuación me entró una risa nerviosa. No podía controlarla, estaba allí riéndome como un idiota y el tipo tiró de las esposas, eso me ayudó, Dios, paró todos sus gritos y me preguntó: «¿Qué te hace tanta gracia?». ¿Puedes creerlo? Como si quisiera que le explicase el chiste para así poder reírse él también. «¿Qué te hace tanta gracia?»
Eché lo que quedaba del bourbon en el café y lo removí con una cuchara. Estaba consiguiendo retazos de Richard Vanderpoel. De momento no encajaban unos con otros, pero eran fragmentos de lo que finalmente podría ser un cuadro completo. Puede que nunca llegaran a ser nada real. En ocasiones el todo no tiene nada que ver con la suma de las partes.
Pasé otros veinte minutos más o menos con Pankow y volvimos una y otra vez a los lugares en los que ya habíamos estado sin obtener mucho más. Habló un poco de la escena del crimen, la nausea, la histeria. Quería saber si se llegaba uno a acostumbrar a ese tipo de cosas. Pensé en la fotografía que había cogido del archivo. No había sentido gran cosa al mirarla. Pero si hubiera entrado en ese cuarto como lo hizo Pankow, puede que hubiera actuado de la misma manera.
– Te llegas a acostumbrar algo -le dije-, pero de vez en cuando se presenta algo nuevo que te da por culo.
Cuando obtuve todo lo que iba a conseguir, dejé cinco dólares en la mesa para pagar las bebidas y le pasé otros veinticinco a él. No quiso cogerlos.
– Venga -dije-. Me has hecho un favor.
– Bien, eso es lo que es, un favor. Me sentiría raro si aceptara dinero por ello.
– No seas estúpido.
– ¿Eh? -Abrió sus ojos azules.
– Que no seas estúpido. Esto no es un soborno. Es dinero limpio. Has hecho un favor a alguien y ganas un poco de dinero a cambio. -Deslicé los billetes por la mesa hasta él-. Escúchame -le dije-. Acabas de colgarte una buena medalla. Redactaste un buen informe y te manejas bien, muy pronto pensarán en ti para dejar las rondas y asignarte un coche patrulla. Pero nadie va a quererte de compañero de coche si tienes mala reputación.
– No te entiendo.
– Piensa en ello. Si no coges dinero que alguien te pone en la mano, vas a hacer que mucha gente se ponga nerviosa. No tienes que ser un mangante. Hay cierto tipo de dinero que puedes rechazar, tampoco tienes que pasearte por las calles con la mano fuera, pero tienes que jugar con las cartas que te han dado. Coge el dinero.
– ¡Jesús!
– ¿No te dijo Koehler que habría algo para ti?
– Claro. Pero no vine por eso. Demonios, siempre me paso por aquí a tomar un par de cervezas cuando acabo el turno. Normalmente me encuentro con mi chica aquí a las diez y media. Ni que…
– Koehler estará esperando un billete de cinco por haber hecho que consigas veinticinco. ¿Prefieres pagarle de tu propio bolsillo?
– ¡Jesús! ¿Y qué hago? ¿Entrar en su despacho y darle cinco dólares?
– Esa es la idea. Puedes decir algo como «ahí tienes los cinco pavos que me prestaste», algo así.
– Creo que me queda mucho por aprender -dijo. No parecía entusiasmado con la perspectiva.
– No tienes que preocuparte por eso -dije-. Te queda todo por aprender, pero ellos te ayudarán. El sistema hará que lo hagas paso a paso. Eso es lo que lo convierte en un buen sistema.
Insistió en invitarme a otra con su recién adquirida fortuna. Seguí sentado y bebiendo mientras él me contaba lo que para él significaba ser oficial de policía. Asentía en los momentos oportunos sin prestar demasiada atención a lo que estaba diciendo. No podía concentrarme en sus palabras.
Salí de allí y me dirigí a mi hotel paseando lentamente. La primera edición del Times estaba ya en los quioscos de la Octava Avenida. Lo compré y me lo llevé a casa.
No había ningún mensaje para mí en recepción. Subí a mi habitación, me quité los zapatos y me tumbé en la cama con el periódico. Resultó ser más o menos tan apasionante como la conversación de Lewis Pankow.
Me desvestí. Al quitarme la camisa, la foto del cadáver de Wendy Hanniford cayó al suelo. La cogí, la miré y me imaginé a mí mismo como Lewis Pankow, entrando en una escena como esa con el asesino esposado a la muñeca, arrastrándolo por el cuarto hasta el rincón para poder vomitar, y luego echándome a reír de manera histérica hasta que Richard Vanderpoel, de manera razonable, me preguntara la causa de mis carcajadas.
«¿Qué te hace tanta gracia?»
Me di una ducha y volví a ponerme la ropa. Al principio no había nevado con fuerza, pero ya estaba empezando a cuajar. Di la vuelta a la esquina hasta Armstrong's y me senté en un taburete en la barra.
Vivía con ella como si fueran hermanos. La asesinó y se puso a chillar que se había follado a su madre. Salió corriendo a la calle cubierto con la sangre de ella.
Conocía muy pocos hechos y los únicos que conocía no parecían encajar unos con otros.
Me tomé unas cuantas copas y evité algunas conversaciones. Busqué a Trina, pero se había ido al acabar su turno. Dejé que el camarero me contara lo que pasaba con los Knicks ese año. No recuerdo lo que dijo, solo que ponía mucho sentimiento en ello.
5
Gordon Kalish tenía un reloj de péndulo pasado de moda colgado de la pared, el típico que normalmente se ve de las estaciones de tren. Se quedó mirándolo y comprobó la hora en su reloj de pulsera. Al principio pensé que trataba de decirme algo. Más tarde me di cuenta de que era una costumbre. En los primeros años de su vida alguien debió de decirle que su tiempo era muy valioso y él no lo había olvidado, aunque no acababa de creérselo del todo.
Era socio de Gestión de Bienes Inmuebles Bowdoin. Yo había llegado a las oficinas de la compañía del edificio Flatiron unos minutos después de las diez y esperé aproximadamente unos veinte minutos hasta que Kalish me concedió un poco de su tiempo. En ese momento tenía documentos y libros por todo el escritorio y se disculpó por no poder atenderme mejor.
– Nosotros alquilamos el apartamento a la propia señorita Hanniford -dijo-. Puede que haya tenido un compañero de piso desde el principio. Si es así, no nos habló de ello. Ella era la inquilina que estaba registrada. Podía haber tenido a cualquiera viviendo con ella, hombre o mujer, y no lo habríamos sabido. Ni nos hubiera importado.
– Tenía una compañera de piso cuando la señorita Antonelli se trasladó allí como conserje. Me gustaría ponerme en contacto con esa mujer.
– No tengo ninguna manera de saber quién era. Ni cuándo llegó o se marchó. Siempre que la señorita Hanniford se presentara con el alquiler el uno de cada mes y no creara problemas, no teníamos razones para tomarnos un interés especial en ella. -Se rascó la cabeza-. Si hubo otra mujer y se mudó, ¿no tendría la oficina de correos una dirección?
– Necesitaría su nombre para conseguirla.
– Ah, claro. -Sus ojos se volvieron hacia el reloj de pared, después al suyo y de nuevo se posaron sobre mí-. Todo era muy diferente cuando mi padre comenzó con el negocio. Dirigía las cosas de una forma mucho más personal. En un principio fue fontanero. Ahorró dinero y compró una propiedad, todo un edificio de una vez. Él mismo hacía los trabajos de reparación y empleaba los beneficios de un edificio en la adquisición de otro. Conocía a sus inquilinos. Iba a los apartamentos para cobrar el alquiler en persona. El uno de cada mes, o una vez a la semana en algunos edificios. A ciertos inquilinos les toleraba demoras de meses si estaban atravesando momentos difíciles. A otros los echaba a la calle si se retrasaban cinco días. Decía que tenías que ser un buen juez de la gente.
– Debió de ser todo un señor.
– Todavía lo es. Está jubilado, naturalmente. Llevará viviendo en Florida cinco o seis años. Recolectando las naranjas de sus propios árboles. Y sigue pagando sus cuotas a la unión de fontaneros cada año. -Juntó las manos-. Ahora el negocio es diferente. Vendimos la mayoría de los edificios que él compró. Ser propietario trae muchos quebraderos de cabeza. Da muchos menos problemas dirigir la propiedad de otra persona. El edificio en el que vivía la señorita Hanniford, el 194 de la calle Bethune, pertenece a un ama de casa de una zona residencial de Chicago, que heredó la propiedad de un tío suyo. Nunca lo ha visto; nosotros le enviamos su cheque cuatro veces al año.
Dije:
– ¿Entonces, la señorita Hanniford era una inquilina modelo?
– En el sentido de que nunca hizo nada que llamara nuestra atención, sí. Los periódicos dicen que era prostituta. Podría ser, me imagino. Nunca hemos tenido ninguna queja.
– ¿La conocía usted?
– No.
– ¿Siempre era puntual con el pago del alquiler?
– De vez en cuando se retrasaba una semana, como todo el mundo. No más de eso.
– ¿Pagaba con cheque?
– Sí.
– ¿Cuándo firmó el contrato de arrendamiento?
– ¿Dónde lo tengo…? Aquí está. Bien, veamos. En octubre de 1970. Un contrato estándar de arrendamiento de dos años, renovable automáticamente.
– ¿Y el alquiler mensual era de cuatrocientos dólares?
– Ahora trescientos ochenta y cinco. Entonces era más bajo, ha habido algunos incrementos permisibles desde entonces. Cuando lo firmó era de trescientos cuarenta y dos con cincuenta.
– Usted no alquilaría a nadie sin un medio de sustento visible.
– Naturalmente que no.
– Entonces debió de decirle que estaba trabajando y le daría algunas referencias.
– Tendría que haber pensado en eso -dijo. Revolvió entre los papeles y encontró la solicitud que ella había rellenado. La examiné. Había declarado que trabajaba como analista de sistemas industriales con un salario de diecisiete mil dólares al año. Estaba contratada por J. J. Cottrell, S. A. Había un número de teléfono apuntado y lo copié.
Pregunté si las referencias habían sido comprobadas.
– Tienen que haberlo sido -dijo Kalish-. Pero eso no significa nada, es bastante simple falsificarlo. Lo único que ella habría necesitado era a alguien en ese número que apoyara su historia. Hacemos las llamadas automáticamente, pero a veces me pregunto si merece la pena molestarse.
– Entonces alguien debió de llamar a este número. Y alguien contestó el teléfono y corroboró sus mentiras.
– Evidentemente.
Le di las gracias por su tiempo. En el vestíbulo de abajo metí una moneda en un teléfono y marqué el número que Wendy había dado. Una grabación me dijo que el número que había marcado ya no existía.
Volví a meter la moneda y llamé al Carlyle. Dije en recepción que me pasaran con la habitación de Cale Hanniford. Una mujer contestó al teléfono al segundo toque. Di mi nombre y le pedí hablar con el señor Hanniford. Este me preguntó si había hecho algún progreso.
– No lo sé -dije-. Esas tarjetas postales que recibieron de Wendy. ¿Aún las tienen?
– Es posible. ¿Es importante?
– Me ayudaría a conseguir un orden cronológico. Su hija firmó el contrato de arrendamiento hará tres años, en octubre. Me dijo usted que se fue de la escuela en primavera.
– Creo que fue en marzo.
– ¿Cuándo recibieron la primera postal?
– Después de dos o tres meses, según creo recordar. Permítame preguntar a mi mujer. -Volvió un poco después-. Mi mujer dice que la primera postal llegó en junio. Yo diría que a finales de mayo. La segunda postal, la de Florida, fue unos meses más tarde. Siento no poder ser más explícito. Mi mujer dice que cree recordar dónde guardó las postales. Volveremos a Utica mañana por la mañana. Supongo que lo que quiere saber es si Wendy se fue a Florida antes o después de alquilar el apartamento.
Eso era lo que quería, por lo que le contesté que sí. Le dije que le llamaría en dos o tres días. Ya tenía el teléfono de su oficina de Utica y me dio también el número de su casa.
– Pero, por favor, intente llamarme a la oficina -dijo.
Importaciones de Antigüedades Burghash estaba en University Place, entre la Undécima y la Duodécima. Me quedé parado en un pasillo, rodeado por las reliquias de la mitad de los áticos de Europa Occidental, y miré un reloj como el que había visto en la pared de Gordon Kalish. Tenía un precio de 225 dólares.
– ¿Está interesado en los relojes? Este está muy bien.
– ¿Está en hora?
– Ah, esos relojes de péndulo son indestructibles. Y son extraordinariamente precisos. Lo único que hay que hacer para que vayan más rápido o más lento es aumentar o disminuir el peso. Ese que usted está mirando está en unas condiciones especialmente buenas. Por supuesto no se trata de un ejemplar único, pero es difícil encontrar uno en tan buen estado. El precio se podría negociar si está usted realmente interesado.
Me volví para mirar al tipo. Tendría entre veinticinco y treinta años, un joven delgado, ataviado con unos pantalones de franela y un jersey de cuello vuelto azul claro. Llevaba un corte de cabello bastante caro. Y las patillas le llegaban hasta el lóbulo de la oreja. Tenía un bigote muy cuidado.
Dije:
– En realidad no estoy interesado en los relojes. Quería hablar con usted sobre un chico que trabajaba aquí.
– ¡Debe de referirse a Richie! ¿Es usted policía? ¿No es increíble?
– ¿Lo conocía bien?
– No, apenas. Solo llevo aquí desde poco antes del día de Acción de Gracias. Antes trabajaba en la galería de subastas que está al final de la manzana, pero había demasiada actividad.
– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando aquí Richie?
– Sinceramente, no lo sé. El señor Burghash podría decírselo. Está ahí detrás, en la oficina. Esto es un verdadero infierno para todos nosotros desde que sucedió. Todavía no puedo creerlo.
– ¿Usted estaba trabajando aquí el día en que sucedió?
Él asintió.
– Lo vi esa misma mañana. El jueves por la mañana. Después estuve toda la tarde ocupándome de la entrega de una carga de muebles franceses bastante horribles para un château dúplex igualmente horrible en Syosset. Eso está en Long Island.
– Lo sé.
– Bueno, yo no lo sabía. He vivido todos estos años en la maravillosa ignorancia de que existiera un sitio conocido como Syosset. -De pronto recordó la gravedad de lo que estábamos hablando y su cara volvió a ponerse seria-. Volví a las cinco, justo a tiempo para colaborar en el cierre de la tienda. Richie se había ido pronto. Creo que por entonces ya había sucedido todo, ¿no es así?
– El asesinato tuvo lugar alrededor de las cuatro.
– Mientras yo me peleaba con el tráfico en la autopista de Long Island. -Tembló de manera teatral-. No me enteré hasta que vi las noticias de las siete de la noche. Y no podía creer que fuera nuestro Richard Vanderpoel, pero mencionaron el nombre de la firma y… -Suspiró y puso los brazos en jarras-. Uno nunca sabe -dijo.
– ¿Cómo era?
– Apenas tuve tiempo de conocerlo. Era agradable y atento, y siempre estaba preocupado por agradar. No sabía mucho de antigüedades, pero tenía buen ojo para ellas, si sabe a lo que me refiero.
– ¿Sabía que estaba viviendo con una chica?
– ¿Cómo iba a saber eso?
– Puede que lo hubiera mencionado.
– Bueno, pues no lo hizo. ¿Por qué?
– ¿No le sorprende que estuviera viviendo con una chica?
– Le aseguro que nunca pensé en ello, ni en un sentido ni en otro.
– ¿Era homosexual?
– ¿Cómo demonios iba a saberlo yo?
Me acerqué más a él. Se echó hacia atrás sin mover los pies. Dije:
– ¿Por qué no se deja de gilipolleces?
– ¿Disculpe?
– ¿Richie era gay?
– Le aseguro que yo no estaba interesado en él. Y nunca lo vi con otro hombre, ni me pareció que fuera detrás de nadie.
– ¿Piensa que era gay?
– Está bien, siempre lo supuse, por Dios. Sí, parecía gay, sin duda.
Encontré a Burghash en la oficina. Era un hombre pequeño, con un ceño fruncido que llegaba casi hasta lo alto de su cabeza. Tenía un bigote descuidado y una barba de dos días. Me dijo que los polis y reporteros le salían ya por las orejas y que tenía un negocio que dirigir. Le dije que no le robaría mucho tiempo.
– Tengo algunas preguntas -dije-. Volvamos al jueves, al día del asesinato. ¿Actuaba de forma diferente a lo normal?
– La verdad es que no.
– ¿No estaba nervioso o algo parecido?
– No.
– Se fue a casa pronto.
– Eso es cierto. No se sentía bien al volver del almuerzo. Había comido curry en el restaurante hindú de la esquina y no debió de sentarle bien. Yo siempre le decía que se quedara con la comida blanda, la típica comida americana. Tenía un aparato digestivo sensible y siempre estaba probando comidas exóticas que no le convenían.
– ¿A qué hora se fue de aquí?
– No me fijé. Cuando volvió del almuerzo se sentía indispuesto. Le dije que se tomara el resto del día libre. No se puede trabajar con ardor de estómago. Aunque él quería aguantar el tipo. Era un chaval ambicioso, un trabajador duro. A veces tenía indigestiones como esa y al cabo de una hora volvía a estar bien, pero esta vez fue a peor en lugar de mejorar, y finalmente le dije que se dejara de tonterías y lo mandé a casa. Debió de quedarse aquí… No sé. ¿Hasta las tres? ¿Tres y media? Algo así más o menos.
– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para usted?
– Aproximadamente un año y medio. El pasado julio hizo un año que empezó a trabajar para mí.
– Se fue a vivir con Wendy Hanniford en diciembre. ¿Conocía su anterior dirección?
– El YMCA de la calle Vigesimotercera. Ahí es donde vivía cuando empezó a trabajar para mí. Después se trasladó unas cuantas veces. No tengo las direcciones. Por último, me imagino que en diciembre, se trasladó a la calle Bethune.
– ¿Sabía usted algo de Wendy Hanniford?
Sacudió la cabeza.
– No llegué a conocerla. Nunca supe su nombre.
– ¿Sabía que estaba compartiendo piso con una chica?
– Sabía que él había dicho que lo estaba.
– ¿Cómo?
Burghash se encogió de hombros.
– Me imaginé que estaba compartiendo piso con alguien, y si él quería que yo pensara que era una chica, yo estaba dispuesto a seguirle la corriente.
– Usted pensaba que era homosexual.
– Ajá. No es exactamente un escándalo en este negocio. No me importa que mis empleados se vayan a la cama con orangutanes. Lo que hagan con su tiempo libre es asunto suyo.
– ¿Sabe si tenía algún amigo?
– No que yo sepa. Solía estar solo la mayor parte del tiempo.
– Y era un buen trabajador.
– Muy bueno. Muy concienzudo y tenía muy buen ojo para los negocios. -Fijó los ojos en el techo-. Me daba la sensación de que tenía problemas personales. Nunca me habló de ellos, pero él estaba… ¿Cómo decirlo? Muy excitable.
– ¿Nervioso? ¿Susceptible?
– No, no exactamente. Excitable es el mejor adjetivo que puede describirlo, creo yo. Parecía que había cosas que lo agobiaban y lo ponían nervioso. Pero, ya sabe, se hizo más obvio cuando empezó a trabajar aquí. El año pasado parecía más cómodo, como si se hubiera aceptado a sí mismo.
– El año pasado. En otras palabras, desde que se trasladó a vivir con esa chica, Hanniford.
– No lo había relacionado, pero supongo que es así.
– ¿Se sorprendió al enterarse de que la había matado?
– Me quedé pasmado. No podía creerlo. Y todavía no doy crédito. Ves a alguien cinco días a la semana durante un año y medio y piensas que lo conoces. Después descubres que no tienes ni idea de quién es.
De camino a la salida, el joven del jersey de cuello vuelto me detuvo. Me preguntó si había encontrado algo que pudiera servirme. Le dije que no lo sabía.
– Pero todo se acabó -dijo-. ¿No es así? Ambos están muertos.
– Sí.
– Entonces ¿qué sentido tiene andar husmeando?
– No tengo idea -dije-. ¿Por qué piensa que estaba viviendo con ella?
– ¿Por qué vive alguien con otra persona?
– Supongamos que era gay. ¿Por qué viviría con una mujer?
– Puede que estuviera harto de quitar el polvo y de fregar. Enfermo de hacer su propia colada.
– No sé si ella era tan buena ama de casa. Lo más probable es que fuera prostituta.
– Ya veo.
– ¿Por qué viviría un homosexual con una prostituta?
– Dios mío, no lo sé. Puede que lo ayudara con los gastos. Puede que en realidad fuera un heterosexual no declarado. Por mi parte, no viviría con nadie, ni hombre ni mujer. Ya tengo suficientes problemas viviendo yo solo.
No podía rebatir eso. Me dirigí hacia la puerta y miré a mi alrededor. Había demasiadas cosas que no cuadraban y resultaban tan chirriantes como la tiza sobre la pizarra.
– Solo quiero que todo esto cobre sentido -dije, tanto para mí como para él-. ¿Por qué demonios la mataría? La violó y la mató. ¿Por qué?
– Bueno, era hijo de un pastor.
– ¿Y?
– Están todos locos -dijo-. ¿No es así?
6
El reverendo Martin Vanderpoel no quería verme.
– Ya he hablado con suficientes periodistas -me dijo-. No dispongo de tiempo para usted, señor Scudder. Tengo responsabilidades para con mis feligreses. El tiempo que me sobra necesito dedicarlo a la oración y a la meditación.
Conocía ese sentimiento. Le expliqué que no era un periodista, que representaba a Cole Hanniford, el padre de la chica asesinada.
– Entiendo -dijo.
– No le quitaré mucho tiempo, reverendo Vanderpoel. El señor Hanniford ha sufrido una desgracia, como usted. Perdió a su hija antes de que fuera asesinada. Ahora quiere saber más de ella.
– Lo siento pero yo sería una pésima fuente de información.
– Me dijo que quería verlo a usted, señor.
Hubo una larga pausa. Por un momento pensé que se había cortado la llamada. Después me dijo:
– Es una solicitud difícil de rechazar. Me temo que esta tarde estaré ocupado con los asuntos de la iglesia. ¿Puede ser por la noche?
– Esta noche estaría bien.
– ¿Tiene la dirección de la iglesia? La casa parroquial está justo al lado. Lo estaré esperando a las… ¿Las ocho le parece bien?
Dije que a las ocho me iba de perlas. Saqué otra moneda, busqué otro número e hice otra llamada. El hombre con el que hablé se mostró menos reacio a hablar de Richard Vanderpoel. De hecho parecía aliviado de que le hubiera llamado y me dijo que le parecía bien que nos encontráramos.
Se llamaba George Topakian, y su hermano y él habían constituido Topakian y Topakian, Abogados. Su oficina estaba en la avenida Madison alrededor del número 40. Los diplomas enmarcados que colgaban de las paredes testificaban que se había graduado en el City College hacía veintidós años y que después había estudiado derecho en Fordham.
Era un hombre pequeño, de constitución delgada y piel morena. Me senté en una silla de cubo de cuero rojo y él me preguntó si quería un café. Respondí que un café estaría bien. Llamó a su secretaria por el intercomunicador y le dijo que trajera una taza para cada uno. Mientras ella las traía, me dijo que su hermano y él solían trabajar en asuntos de herencias. Los únicos casos criminales que habían manejado, aparte de trabajos menores para clientes habituales, eran los que les asignaban de oficio. La mayoría de ellos eran delitos menores -robos de carteras, asaltos de poca monta, posesión de narcóticos- hasta que el tribunal le asignó la defensa de Richard Vanderpoel.
– Yo esperaba ser relegado -dijo-. Su padre era un pastor y casi con toda seguridad habría arreglado mi sustitución por un abogado criminalista. Pero a pesar de ello fui a ver a Vanderpoel.
– ¿Cuándo fue eso?
– A última hora de la tarde del viernes. -Se rascó el lateral de la nariz con el índice-. Podría haberlo visitado antes, supongo.
– Pero no lo hizo.
– No. Lo evité. -Me miró con compostura-. Contaba con que me sustituyeran -dijo-. Y pensé que si mi sustitución era inminente, podía ahorrarme la visita. Mi tiempo vale demasiado como para emplearlo en eso.
– ¿Qué quiere decir?
– No quería ver a ese hijo de puta.
Se levantó de su mesa y caminó hacia la ventana. Jugueteó con la cuerda de las persianas venecianas, subiéndolas y bajándolas unos centímetros. Esperé a que acabase. Suspiró y se giró hacia mí.
– Era un tipo que había cometido un asesinato, había acuchillado a una mujer hasta matarla. No quería poner mis ojos sobre él. ¿Tanto le cuesta entenderlo?
– En absoluto.
– Me fastidiaba. Soy un abogado y se supone que debo representar a la gente, independientemente de lo que hayan hecho. Debería haberme puesto directamente manos a la obra y buscar la mejor defensa para él. Desde luego no tendría que haber asumido la culpabilidad de mi cliente sin haber hablado antes con él. -Volvió a su mesa y se sentó de nuevo-. Pero lo hice, claro. La policía lo cogió en la misma escena del crimen. Puede que hubiera recusado su caso si hubiera acabado ante el tribunal, pero en mi mente ya había juzgado a ese bastardo y lo consideraba culpable del delito que se le imputaba. Y puesto que tenía la esperanza de que fuera relegado del caso, busqué maneras de no tener que ir a ver a Vanderpoel.
– Pero finalmente fue el viernes por la tarde.
– Ajá. Estaba en su celda de The Tombs.
– Lo vio en su celda, entonces.
– Sí. No presté mucha atención a los alrededores. Al final derribaron la cárcel de mujeres. Hace años solía pasar todos los días por allí, cuando mi mujer y yo vivíamos en el Village. Un lugar horrible.
– Lo sé.
– Ojalá hicieran lo mismo con The Tombs. -Volvió a tocarse el lateral de la nariz-. Supongo que vi la misma tubería de la que se colgó el pobre bastardo. Y las sábanas que utilizó para hacer el trabajo. Estuvo sentado en su cama mientras hablábamos. Me dejó la silla a mí.
– ¿Cuánto tiempo estuvo con él?
– No creo que fuera más de media hora. Aunque se me hizo mucho más largo.
– ¿Habló?
– Al principio no. Estaba como ido, sumido en sus propios pensamientos. Intenté comunicarme con él, pero no tuve mucha suerte. Tenía una luz en sus ojos como si estuviera teniendo un intenso diálogo sin palabras consigo mismo. Intenté despertarlo, y al mismo tiempo empecé a planificar la defensa que utilizaría si me veía obligado a hacerlo. Esperaba que no fuera así, compréndalo. Era una práctica hipotética, al menos hasta que me viera verdaderamente implicado. Pero tenía pensado intentar un alegato por enajenación mental.
– Todo el mundo parece estar de acuerdo en que estaba loco.
– Hay una diferencia entre eso y la enajenación mental. Se convierte en una lucha de expertos; tú presentas a tus testigos y la acusación presenta a los suyos. Bueno, continué hablándole e intentando conseguir que saliera un poco de su letargo, y entonces se giró hacia mí y me miró como si se preguntara de dónde había salido, como si no se hubiera enterado de que llevaba un rato allí. Me preguntó quién era yo, y volví a dar un repaso a todo lo que había dicho desde el principio.
– ¿Le pareció cuerdo?
Topakian consideró la pregunta.
– No sé si parecía estar cuerdo -dijo-. Parecía estar actuando de forma racional en ese momento.
– ¿Qué dijo?
– Ojalá pudiera recordarlo con exactitud. Le pregunté si había matado a esa chica, Hanniford. Dijo… Déjeme pensar… Dijo: «No pudo haberlo hecho sola».
– «No pudo haberlo hecho sola».
– Creo que esa fue la manera de expresarse. Le pregunté si recordaba que la había matado él y él afirmó que no lo había hecho. Dijo que le dolía el estómago, y al principio pensé que quería decir que tenía dolor de estómago mientras conversábamos, pero luego me di cuenta de que se refería al día del asesinato.
– Se había ido pronto del trabajo a causa de una indigestión.
– Sí, él recordaba el dolor de estómago. Dijo que le dolía el estómago y que se fue al apartamento. Después no paraba de hablar de sangre: «Ella estaba en la bañera y había sangre por todas partes». Me dijeron que la habían encontrado en la cama.
– Sí.
– ¿No había estado en la bañera o algo así?
– Fue asesinada en la cama, según los informes de la policía.
Sacudió la cabeza.
– Estaba muy confundido. Dijo que ella estaba en la bañera, con sangre por todas partes. Le pregunté si la había asesinado, se lo pregunté varias veces, y en realidad nunca me dio una respuesta. A veces decía que no recordaba haberla matado. Otras me decía que tenía que haberlo hecho, porque ella no podía haberlo hecho sola.
– Dijo eso más de una vez, entonces.
– Bastantes veces.
– Qué interesante.
– ¿Usted cree? -Topakian se encogió de hombros-. Pienso que no me mentía. Quiero decir que no creo que recordara que la mató. Ya que admitió algo… aún peor.
– ¿El qué?
– Que tuvo relaciones sexuales con ella.
– ¿Eso es peor que matarla?
– Que tuvo relaciones sexuales con ella después de muerta.
– ¿Qué?
– No hizo ningún intento por ocultarlo. Dijo que la encontró tirada y llena de sangre y que se aprovechó de ella.
– ¿Qué palabras empleó?
– No lo sé exactamente. ¿Quiere decir para referirse al acto sexual? Dijo que se la había follado.
– Cuando ya estaba muerta.
– Evidentemente.
– ¿Y no tuvo ningún problema para recordar eso?
– Ninguno. No sé si tuvo sexo con ella antes o después del asesinato. ¿La autopsia dice algo en un sentido o en otro?
– Si lo hace, no aparece reflejado en el informe. No estoy seguro de que puedan decir si los dos actos están cercanos en el tiempo. ¿Por qué?
– No lo sé. Él no paraba de decir «Me la he follado y está muerta». Como si el haber tenido sexo con ella hubiera sido la causa de su muerte.
– Pero no llegó a recordar que la mató. Supongo que pudo eliminar eso de su mente con facilidad. Me pregunto por qué no apartó de su mente todo lo demás. El acto sexual. Permítame volver sobre eso una vez más. ¿Dijo que entró y se la encontró de esa manera?
– No puedo recordarlo todo con claridad, Scudder. Entró y la vio muerta en la bañera, eso es lo que dijo: Ni siquiera llegó a decir específicamente que estuviera muerta, solo que estaba en una bañera llena de sangre.
– ¿Le preguntó por el arma homicida?
– Le pregunté qué es lo que había hecho con ella.
– ¿Y?
– No lo sabía.
– ¿Le preguntó cuál fue el arma?
– No. No tuve que hacerlo. Él dijo: «No sé qué ocurrió con la navaja».
– ¿Sabía que había sido una navaja?
– Evidentemente. ¿Por qué no iba a saberlo?
– Bueno, si no recordaba haberla tenido en sus manos, ¿por qué iba a recordar lo que era?
– Puede que escuchara a alguien hablar del arma homicida y que le dijeran que era una navaja de afeitar.
– Puede ser -dije.
Caminé un rato en dirección sur y oeste. Me paré a tomar algo en la Sexta Avenida, en los alrededores de la calle Decimoséptima. Un hombre sentado entre dos taburetes estaba diciéndole al camarero que estaba enfermo de dejarse el culo trabajando para que la asistencia social comprara cadillacs para los negros. El camarero dijo:
– ¿Tú? Por el amor de Dios, si te pasas aquí ocho horas al día. Los impuestos que pagas no llegan ni para un tapacubos del tuyo.
Me alejé un poco más hacia el suroeste, entré en una iglesia y me senté un rato. Creo que era St. John's. Me coloqué cerca de la entrada y observé a la gente que entraba y salía del confesionario. Al salir no parecían diferentes de cuando entraban. Pensé en lo agradable que podría ser poder soltar tus pecados en una pequeña cabina con cortinas.
Richie Vanderpoel y Wendy Hanniford… Volvía a ellos una y otra vez para tratar de establecer un modelo. Había una conclusión a la que mis sentimientos me dirigían, pero a la que no quería agarrarme. Estaba equivocado, tenía que estar equivocado, y mientras todo aquello siguiera atormentándome me impediría hacer el trabajo para el que me habían contratado.
Sabía cuál era el siguiente paso. Había estado esquivándolo, pero no dejaba de golpearme y no podría evitarlo siempre. Y ese momento era el mejor del día para afrontarlo, mucho mejor que en mitad de la noche.
Esperé bastante tiempo para encender un par de velas y meter un par de billetes por la ranura de las ofrendas. Después cogí un taxi frente a la estación Penn y le dije al conductor cómo llegar a la calle Bethune.
Los inquilinos del primer piso estaban fuera. La señora Hacker, del segundo, dijo que había tenido muy poco contacto con Wendy y Richard. Recordaba que la anterior compañera de piso de Wendy tenía el cabello oscuro. Decía que en ocasiones ponían el equipo de música alto por la noche, pero nunca lo suficiente como para quejarse. A ella le gustaba la música, me dijo. Le gustaba todo tipo de música, clásica, medio clásica, de moda; todo tipo de música.
La puerta del apartamento del tercer piso tenía un candado. Habría sido bastante fácil romperlo, pero no de forma discreta.
En el cuarto piso no había nadie. Lo cual me alegraba bastante. Subí al quinto piso. Elizabeth Antonelli me había dicho que los inquilinos no volverían hasta marzo. Llamé al timbre y escuché atentamente por si llegaba algún ruido desde el interior del apartamento. No oí nada.
Había cuatro cerraduras en la puerta, incluida una Taylor que era imposible de forzar. Abrí las otras tres con una tira de celuloide, una vieja tarjeta de crédito de una compañía petrolífera que no me servía porque ya no tenía coche. Después rompí a patadas la Taylor. Tuve que golpearla dos veces para franquear la puerta.
Cerré las otras tres cerraduras una vez dentro. Los inquilinos se lo pasarían en grande intentando descubrir lo que había sucedido con la Taylor, pero eso era problema suyo, y no surgiría hasta algún momento de marzo. Me introduje hasta llegar a la ventana que daba a la escalera de incendios, la abrí, y bajé dos pisos por ella hasta el apartamento de Hanniford y Vanderpoel.
La ventana no estaba cerrada con llave. La abrí, me metí y cerré por dentro.
Una hora más tarde salí por la ventana y volví a subir por la escalera de incendios. Había luces en el apartamento del cuarto, y una sombra se acercó a la ventana por la que pasé. Volví a entrar en el apartamento del quinto, salí al pasillo, eché las cerraduras, bajé las escaleras y salí del edificio. Tenía tiempo suficiente para tomar un sándwich antes de la cita con Martin Vanderpoel.
7
Me bajé del metro cerca de la calle Sesenta y Dos y New Utrecht y caminé un par de manzanas para cruzar la parte de Brooklyn en la que se codean Bay Ridge y Bensinhurst. Una llovizna estaba derritiendo parte de la nieve del día anterior. Los del instituto de meteorología esperaban que helara durante la noche. Llegué un poco antes y paré en una cafetería para tomar un café. En la parte de atrás del mostrador un chaval estaba mostrando un cuchillo a un par de amigos. Me echó un vistazo rápido y escondió el cuchillo, lo que me recordó una vez más que no dejaba de parecer un poli.
Me bebí la mitad del café y continué hacia la iglesia. Era un edificio enorme de piedra blanca, moteada de sombras grises por el paso de los años. Una piedra angular anunciaba que la estructura actual había sido erigida en 1886 por una congregación fundada doscientos veinte años antes de dicha fecha. Un tablón de anuncios iluminado identificaba a la iglesia como «la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge, reverendo Martin Vanderpoel, pastor». Los servicios tenían lugar los sábados a las nueve y media; estaba anunciado que aquel sábado el reverendo Vanderpoel hablaría sobre lo siguiente: «El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones».
Di la vuelta a la esquina y encontré la casa parroquial inmediatamente adyacente a la iglesia. Tenía tres pisos de altura y estaba construida del mismo tipo de piedra. Llamé al timbre y estuve de pie frente a la puerta bajo la lluvia unos minutos. Después, una mujer menuda y canosa abrió la puerta y se me quedó mirando. Le di mi nombre.
– Sí -dijo-. Ha dicho que lo estaba esperando. -Me condujo a una sala y me indicó un sillón. Me senté frente a una chimenea eléctrica. La pared a ambos lados de la chimenea estaba revestida de estanterías. Un tapete oriental de tonos apagados cubría la mayor parte del suelo de parqué. Los muebles de la sala eran oscuros y grandes. Me senté allí a esperarlo y pensé que tenía que haberme tomado una copa en lugar de una taza de café. Probablemente no iba a poder tomar una bebida en aquel sitio tan sombrío.
Se hizo esperar unos cinco minutos. Después oí sus pasos en la escalera. Me puse en pie cuando entró en la sala. Dijo:
– ¿Señor Scudder? Siento haberle hecho esperar. Estaba al teléfono. Pero por favor, tome asiento, ¿quiere?
Era muy alto y muy delgado. Llevaba un traje negro y liso, un cuello de clérigo, y unas zapatillas de cuero negro. Su cabello era blanco, aunque con algún que otro reflejo rubio. Se habría considerado largo hace algunos años, pero en ese momento sus abundantes bucles eran bastante conservadores. Sus gafas de concha tenían unas lentes muy gruesas, lo que me dificultaba ver sus ojos.
– ¿Café, señor Scudder?
– No, gracias.
– Para mí tampoco. Si tomo más de una taza con la cena, estaré despierto toda la noche. -Se sentó en una silla que estaba junto a la mía. Se inclinó hacia mí y apoyó las manos en las rodillas-. Bueno -dijo-. No veo cómo podría ayudarlo, pero si existe alguna manera, por favor, dígamela.
Le expliqué un poco más a fondo lo que estaba haciendo por Cale Hanniford. Cuando acabé se acarició la barbilla con el pulgar y el índice y asintió pensativamente.
– El señor Hanniford ha perdido a una hija -dijo-. Y yo he perdido a un hijo.
– Sí.
– Es tan difícil ser padre hoy en día, señor Scudder… Quizá siempre haya sido así, pero me parece que los tiempos conspiran en nuestra contra. Bueno, puedo entender plenamente al señor Hanniford, más que nunca, ya que he sufrido una pérdida similar. -Se giró y se quedó mirando al fuego-. Pero me temo que no siento ninguna simpatía por la chica.
No dije nada.
– Es un error por mi parte y lo reconozco. El hombre es una criatura imperfecta. En ocasiones me parece que la religión no tiene mayor función que hacerlo a uno consciente de los límites de su imperfección. Solo Dios es perfecto. Incluso el hombre, su gran obra, es completamente errónea. Una paradoja, señor Scudder, ¿no cree?
– Sí.
– La incapacidad para llorar la pérdida de Wendy Hanniford no es el menor de mis esfuerzos. Mire, su padre no duda en responsabilizar a mi hijo de la pérdida de su hija. Y yo, en cambio, responsabilizo a su hija de la pérdida de mi hijo.
Se puso en pie y se acercó a la chimenea. Se quedó allí un momento, con la espalda completamente erguida, calentándose las manos. Se giró hacia mí y tuve la impresión de que estaba a punto de decir algo. Pero en lugar de hacerlo, caminó lentamente hacia su silla y se sentó de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas.
Dijo:
– ¿Es usted cristiano, señor Scudder?
– No.
– ¿Judío?
– No tengo religión.
– Cómo lo lamento -dijo-. Le he preguntado por su religión porque la naturaleza de sus creencias podría ayudarlo a comprender mis sentimientos hacia esa chica, Hanniford. Pero quizá pueda hacérselo ver de otra manera. ¿Cree en el bien y el mal, señor Scudder?
– Sí, creo.
– ¿Cree que existe algo parecido al mal en el mundo?
– Sé que existe.
Asintió, satisfecho.
– Yo también -dijo-. Sería difícil creer lo contrario, sea cual sea el sentido religioso de uno. Una ojeada a un periódico diario proporciona las pruebas suficientes de la existencia del mal. -Hizo una pausa, y pensé que estaba esperando a que yo dijera algo. A continuación prosiguió-. Ella era el mal.
– ¿Wendy Hanniford?
– Sí. Una mujer mala, guiada por el demonio. Alejó a mi hijo de mí, de su religión, de su Dios. Lo alejó del buen camino y lo condujo hacia el camino del mal. -Estaba elevando el tono de voz. No era difícil imaginar su fortaleza al frente de sus feligreses-. Fue mi hijo quien la mató. Pero ella fue quien mató algo dentro de él, quien lo capacitó para matar. -Bajó el tono de su voz y dejó caer las palmas de las manos contra sus costados-. Y por eso no puedo llorar la muerte de Wendy Hanniford. No puedo lamentar que su muerte se haya producido a manos de Richard. Puedo lamentar profundamente que él después decidiera acabar con su vida, pero no que decidiera hacerlo con la de la hija de su cliente.
Dejó las manos donde estaban y bajó también la cabeza. No podía ver sus ojos, pero tenía cara de preocupación, absorto en aquellas ideas sobre el bien y el mal. Pensé en el sermón que daría el sábado, en los diferentes caminos hacia el Infierno y en el pavimento de estos. Me imaginé a Martin Vanderpoel como un Sísifo largo y flaco que llevara rodando los cantos con dificultad hacia su lugar.
Dije:
– Su hijo estuvo en Manhattan hace un año y medio. Cuando empezó a trabajar para Antigüedades Burghash. -Asintió-. Se fue de allí unos seis meses antes de empezar a compartir apartamento con Wendy Hanniford.
– Así es.
– Pero piensa que fue ella la que lo llevó por el mal camino.
– Sí. -Respiró hondo y soltó el aire lentamente-. Mi hijo se fue de casa un poco después de su graduación en la escuela superior. No tenía mi aprobación, pero no me opuse violentamente. Era un chico inteligente y habría pasado con éxito por la escuela universitaria. Como es natural, albergaba la esperanza de que pudiera seguirme y se hiciera pastor, pero no lo forcé en esta dirección. Uno debe determinar por sí mismo si tiene vocación o no. No soy un fanático, señor Scudder. Preferiría ver a un hijo mío como un doctor o como un abogado competente y productivo antes que como un pastor del evangelio descontento.
»Me di cuenta de que Richard tenía que encontrarse a sí mismo. Un término de moda entre los jóvenes de hoy en día, ¿no es cierto? Tenía que encontrarse a sí mismo. Lo comprendí. Esperaba que ese proceso de descubrimiento interior terminara conduciéndolo a ingresar en la escuela universitaria después de uno o dos años. Tenía esperanzas de que ocurriera así y ninguno de los acontecimientos que vi era motivo de alarma. Richard tenía un trabajo honrado, estaba viviendo en una residencia cristiana decente, y pensé que iba por el buen camino. Quizá no el camino que seguiría finalmente, pero sí uno que era bueno para él en ese momento de su vida.
»Entonces conoció a Wendy. Se fue a vivir en pecado con ella. Se corrompió por su culpa. Y, finalmente…
Me vino a la memoria una pintada que había visto en el baño de caballeros: «La felicidad es cuando tu hijo se casa con alguien de su propia fe». Era evidente que Richie Vanderpoel había hecho vida de homosexual sin que su padre llegara a sospecharlo. Después, cuando se fue a vivir con una chica, su padre quedó destrozado.
Dije:
– Reverendo Vanderpoel, hoy en día hay gran cantidad de gente que vive junta sin estar casados.
– Soy consciente de ello, señor Scudder. Yo no lo condeno, pero me resultaba difícil de admitir.
– Pero sus sentimientos en este caso van más allá de una tolerancia reticente.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque Wendy Hanniford era el mal.
Estaba empezando a sentir los primeros latigazos de una jaqueca. Me froté el centro de la frente con las puntas de los dedos. Dije:
– Lo que pretendo, más que cualquier otra cosa, es proporcionarle a su padre una imagen de ella. Usted dice que ella era el mal, ¿en qué sentido?
– Era una mujer más mayor que sedujo a un joven para una relación antinatural.
– Solo era tres o cuatro años más mayor que Richard.
– Sí, lo sé. En términos cronológicos. En términos de mundanería era mucho mayor. Era promiscua. Era amoral. Era una criatura de perversión.
– ¿Llegó a conocerla?
– Sí -dijo. Aspiró y expulsó el aire-. La vi una vez. Con una vez fue suficiente.
– ¿Cuándo tuvo lugar dicho encuentro?
– Me cuesta recordarlo. Creo que fue en primavera. Diría que en abril o mayo.
– ¿La trajo aquí?
– No. No, Richard sabía que era mejor no traer a esa mujer a mi casa. Yo fui al apartamento donde ellos vivían. Fui específicamente para verla, para hablar con ella. Escogí un momento en el que Richard estaba en el trabajo.
– Y conoció a Wendy.
– Así es.
– ¿Qué esperaba conseguir con ello?
– Quería que acabara la relación con mi hijo.
– Y ella se negó.
– Sí, señor Scudder. Se negó. -Se reclinó en la silla y cerró los ojos-. Era una malhablada y una pecadora. Se mofó de mí. Ella… No quiero continuar con esto, señor Scudder. Dejó bastante claro que no tenía ninguna intención de dejar de ver a Richard. Le convenía que viviera con ella. En conjunto, la entrevista fue una de las experiencias más desagradables de mí vida.
– ¿Y nunca volvió a verla?
– No. Vi a Richard en varias ocasiones, pero no en ese apartamento. Traté de hablar con él sobre esa mujer. No hice ningún progreso. Estaba totalmente encaprichado con ella. El sexo maligno y sin escrúpulos les da a ciertas mujeres un extraordinario poder sobre los hombres susceptibles. El hombre es un pelele, señor Scudder, y en muchas ocasiones no puede hacer frente a la terrible fuerza de la sexualidad de una mujer maligna. -Suspiró con fuerza-. Y al final la ha destruido su propia naturaleza maligna. El hechizo sexual que lanzó sobre mi hijo fue el instrumento de su propia perdición.
– Hace que parezca una bruja.
Esbozó una débil sonrisa.
– ¿Una bruja? De hecho, es lo que pienso. Una generación menos progresista que la nuestra la habría visto quemada en la hoguera por brujería. Hoy en día hablamos de neurosis, de complicaciones psicológicas, de compulsión. Anteriormente se hablaba de brujería y de posesión demoníaca. A veces me pregunto si somos tan progresistas como queremos pensar. O si nuestro progresismo nos hace mucho bien.
– ¿Y hay algo que nos lo haga?
– ¿Perdón?
– Me estaba preguntando si existe algo que nos haga mucho bien.
– ¡Ah! -dijo-. Se quitó las gafas y las dejó sobre sus rodillas. Nunca antes había visto un color de ojos como el suyo. Eran de un azul brillante, con motas doradas-. Usted no tiene ninguna fe, señor Scudder. Quizá eso explique su cinismo.
– Puede ser.
– Yo diría que el amor de Dios nos hace un enorme bien. En el otro mundo, si no es en este.
Pensé que lo mejor era tratar con un solo mundo. Le pregunté si Richie había tenido fe.
– Se encontraba en un período de duda. Estaba demasiado preocupado con su pretensión de realización personal como para tener tiempo para la realización del Señor.
– Entiendo.
– Y después cayó bajo el hechizo de esa mujer, Hanniford. Empleo esa palabra deliberadamente. Cayó bajo su hechizo en el sentido literal de la palabra.
– ¿Cómo era antes de eso?
– Un buen chico. Un joven despierto, interesado y comprometido.
– ¿Nunca ha tenido ningún problema con él?
– Ningún problema. -Volvió a ponerse las gafas-. No puedo evitar sentirme culpable, señor Scudder.
– ¿Por qué?
– Por todo. ¿Cómo era el dicho? «En casa del herrero, cuchillo de palo». Es posible que dicha máxima se aplique en este caso. Quizá dediqué demasiada atención a mis feligreses y muy poca a mi hijo. Tuve que criarlo yo solo, ya sabe. Aunque no parezca una tarea tan difícil, puede que haya sido lo más difícil que he tenido que llevar a cabo.
– La madre de Richard…
Cerró los ojos.
– Perdí a mi mujer hace casi quince años -dijo.
– No lo sabía.
– Fue muy duro para los dos. Tanto para Richard como para mí. Cuando vuelvo la vista atrás, pienso que debería haberme vuelto a casar. Nunca…, nunca abrigué la idea. Podía tener un ama de llaves, y mis propios deberes me facilitaban el pasar más tiempo con él de lo que podía pasar cualquier padre normal. Pensé que era suficiente.
– ¿Y ahora no piensa eso?
– No sé. A veces pienso que hay muy poco que nosotros podamos hacer para cambiar nuestro destino. Nuestras vidas discurren según un plan maestro. -Sonrió fugazmente-. Creer en eso es tan reconfortante como perturbador, señor Scudder.
– Debe de serlo, sí.
– Otras veces pienso que podría haber hecho algo. Richard se encerró mucho más en sí mismo. Era una persona tímida, reservada y solitaria.
– ¿Tenía mucha vida social? Quiero decir durante el período de la escuela superior, mientras vivía aquí.
– Tenía amigos.
– ¿Tenía pareja?
– En ese momento no estaba interesado en las chicas. Nunca estuvo interesado en las chicas hasta que cayó en las garras de esa mujer.
– ¿No le preocupaba que no estuviera interesado en las chicas?
Eso distaba muy poco de insinuar que Richie podía estar interesado en los chicos. Si Vanderpoel se dio cuenta, no lo demostró.
– No me preocupaba -dijo-. Di por sentado que a la larga empezaría a tener una magnífica y saludable relación de amor con la chica que acabaría siendo su mujer y la madre de sus hijos. Que no estuviera implicado en compromisos sociales entretanto no me disgustaba. Si viera lo que yo veo, señor Scudder, se daría cuenta de que de una relación excesiva entre ambos sexos se deriva una gran cantidad de problemas. He visto chicas preñadas en plena adolescencia. He visto a chavales obligados a casarse a una edad muy temprana. He visto a jóvenes aquejados de enfermedades que no se pueden ni nombrar. No, todo lo contrario, me gustaba que Richard tardara en desarrollarse en ese área.
Sacudió la cabeza.
– Y sin embargo -dijo-, quizá si hubiera estado más experimentado, si hubiera sido menos inocente, no habría sido una víctima tan fácil de la señorita Hanniford.
Estuvimos un rato sentados en silencio. Le pregunté algunas cosas más sin conseguir ninguna respuesta significativa. Volvió a preguntarme si quería una taza de café. Decliné la oferta y le dije que ya era hora de ponerme en marcha. No trató de persuadirme para que me quedara.
Cogí el abrigo del armario del vestíbulo donde lo había guardado el ama de llaves. Mientras me lo ponía dije:
– Tengo entendido que vio a su hijo después del asesinato.
– Sí.
– En su celda.
– Así es-. El recuerdo le hizo estremecerse de una forma casi imperceptible-. No hablamos mucho. Intenté hacer algo para calmar su mente. Como es evidente, fracasé. Él… eligió imponerse su propio castigo por lo que había hecho.
– He hablado con el abogado que se le había asignado. Un tal señor Topakian.
– No he llegado a conocerlo. Después de que Richard… acabara con su vida…, en fin, no encontré sentido en ir a ver al abogado. Y no pude obligarme a hacerlo.
– Comprendo. -Acabé de abrocharme el abrigo-. Topakian me dijo que Richard no recordaba exactamente el asesinato.
– ¿Ah, sí?
– ¿Le dijo su hijo algo sobre eso?
Dudó por un momento y yo pensé que no iba a contestar. Entonces sacudió la cabeza con impaciencia.
– Es lo lógico que dijera eso entonces, ¿no es así? Quizá fuese sincero cuando habló con el abogado, o quizá su recuerdo estuviera nublado en ese momento. -Volvió a suspirar-. Richard me dijo que él la había matado. Me dijo que no sabía lo que le había pasado.
– ¿Le dio alguna explicación?
– ¿Explicación? No sé si lo llamaría explicación, señor Scudder. En cambio, me explicó ciertas cosas.
– ¿Qué dijo?
Miró por encima de mi hombro, al tiempo que buscaba en su mente las palabras adecuadas. Finalmente respondió:
– Me dijo que tuvo un momento repentino de claridad imponente al mirarla a la cara. Como si hubiera visto un destello del Demonio en ella y supo que tenía que destruirla, destruirla.
– Entiendo.
– Sin ánimo de absolver a mi hijo, señor Scudder, considero a la señorita Hanniford responsable de la pérdida de su propia vida. Le tendió una trampa, lo cegó para su propio beneficio, y en un momento en que el velo se apartó, a él se le cayó la venda de los ojos y la vio con claridad. Y vio, estoy seguro, lo que ella le había hecho, lo que le había hecho a su vida.
– Parece como si creyera que estuvo bien que la matara.
Me miró fijamente, y por un momento abrió los ojos de par en par, como si estuviera asustado.
– Oh, no -dijo-. Nada de eso. Nadie debe jugar a ser Dios. Es la providencia de Dios la que castiga y recompensa, la que da y quita. No la de los hombres.
Puse la mano en el pomo de la puerta, vacilante.
– ¿Qué le dijo usted a Richard?
– Apenas puedo recordarlo. Había poco que decir. Lo siento pero estaba en un estado de conmoción demasiado profundo como para ser muy comunicativo. Mi hijo pidió mi perdón. Le di mi bendición. Le dije que debería mirar hacia el Señor para ser perdonado. -De cerca, las gruesas lentes magnificaban sus ojos azules. Unas lágrimas asomaron por el rabillo de sus ojos-. Solo espero que lo haya hecho -dijo-. Solo espero que lo haya hecho.
8
Me levanté de la cama cuando el cielo todavía estaba oscuro. Seguía teniendo el dolor de cabeza con el que me fui a dormir. Me metí en el baño y me tomé un par de aspirinas, y luego me obligué a pasar un tiempo debajo de la ducha caliente. Cuando me sequé y me vestí, el dolor de cabeza prácticamente se había esfumado y el cielo estaba empezando a brillar.
Mi cabeza estaba llena de retazos de la conversación de la noche anterior. Había vuelto de Brooklyn sediento y con dolor de cabeza, y traté lo primero más a fondo que lo segundo. Recuerdo una conversación sin detalles con Anita en Long Island: los chicos estaban bien, estaban durmiendo en ese momento, les gustaría venir a Nueva York a verme, puede que se quedaran una noche si era posible. Le dije que estaría muy bien, pero que justo en ese momento estaba trabajando en un caso. «En casa del herrero, cuchillo de palo» le dije. No creo que supiera de lo que estaba hablando.
Llegué a Armstrong's justo cuando Trina estaba acabando su turno. La invité a un par de stingers y le hablé un poco del caso en el que estaba trabajando.
– Su madre murió cuando él tenía seis o siete años – dije-. Yo no lo sabía.
– ¿Cambia eso las cosas, Matt?
– No lo sé.
Cuando se fue, me quedé solo y me tomé unas copas más. A última hora decidí comerme una hamburguesa, pero ya habían cerrado la cocina. No sé a qué hora volví a mi habitación. No me fijé o no lo recordaba.
Tomé un desayuno con gran cantidad de café en el Red Fíame que había junto a mi hotel. Pensé en llamar a Hanniford a su oficina, pero decidí que podía esperar.
El empleado de la oficina de correos de la calle Christopher me informó de que las direcciones solamente se mantenían activas durante un año. Le sugerí que comprobara los archivos y me dijo que ese no era su trabajo, que podía llevarle mucho tiempo y que ya estaba trabajando demasiado. Eso lo habría convertido en el primer empleado de correos con exceso de trabajo desde Benjamín Franklin. Capté la indirecta y le puse un billete de diez dólares en la mano. Pareció sorprendido, o por la cantidad o por haber recibido algo en lugar de una discusión. Se fue a un cuarto trasero y volvió unos minutos más tarde con una dirección de Marcia Maisel en la calle Ochenta y Cuatro Este, cerca de la avenida York.
El edificio era una torre de pisos con un aparcamiento subterráneo y un pasillo que habría podido servir como pequeño aeropuerto. Tenía una cascada pequeña de agua con guijarros y plantas de plástico. No pude encontrar a ninguna Maisel en el directorio de inquilinos. El portero no había oído hablar de ella. Logré dar con el conserje y este reconoció el nombre. Dijo que se había casado hacía unos meses y que se había ido de allí. Su nombre de casada era señora de Gerald Thal. Tenía una dirección suya de Mamaroneck.
Conseguí su número en el servicio de Información de Westchester y lo marqué. Las tres primeras veces que marqué estaba comunicando. La cuarta sonó dos veces y contestó una mujer.
Dije:
– ¿Señora Thal?
– ¿Sí?
– Me llamo Matthew Scudder. Me gustaría hablar con usted sobre Wendy Hanniford.
Hubo un largo silencio, y me pregunté si habría dado con la persona adecuada. Había encontrado una pila de revistas viejas en un armario del apartamento de Wendy con el nombre de Marcia Maisel y la dirección de la calle Bethune en ellas. Era posible que se hubiera establecido una relación equivocada en algún punto del camino: el empleado de correos podía haber dado con la Maisel equivocada o el conserje podía haber extraído de su archivo la tarjeta errónea.
Entonces me dijo:
– ¿Qué quiere de mí?
– Querría hacerle unas preguntas.
– ¿Por qué a mí?
– Usted vivió en un apartamento de la calle Bethune con ella.
– Eso fue hace mucho tiempo. -Hace mucho tiempo, en otra ciudad y además, la muchacha estaba muerta-. No he visto a Wendy desde hace años. Ni siquiera sé si la reconocería. Si la hubiese reconocido.
– Pero la conoció en un momento de su vida.
– ¿Y qué? ¿Puede esperar un momento? Necesito encender un cigarrillo. -Me quedé esperando. Volvió al cabo de un rato-. He leído sobre ello en los periódicos, por supuesto. El chico que lo hizo se suicidó, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Entonces por qué me mete en todo esto?
Tenía razones de sobra para no querer involucrarse en ello. Pero le expliqué la naturaleza de mi particular misión, la necesidad de Cale Hanniford de conocer el pasado reciente de su hija ahora que ya no tenía futuro. Cuando acabé me dijo que suponía que podía contestar a algunas preguntas.
– El pasado junio hizo un año que se trasladó de la calle Bethune a la calle Ochenta y Cuatro Este.
– ¿Cómo sabe eso de mí? Bueno da igual, continúe.
– Me preguntaba por qué se trasladó.
– Porque quería un sitio propio.
– Entiendo.
– Además estaba más cerca del trabajo. Tenía un trabajo en el Este de Nueva York, y era un lío llegar allí desde el Village.
– ¿Por qué se fue a vivir con Wendy en un primer momento?
– Ella tenía un apartamento que era demasiado grande y yo necesitaba un lugar en el que quedarme. En ese momento me pareció una buena idea.
– ¿Pero no resultó ser tan buena?
– Bueno, la ubicación… Además, me gusta tener intimidad.
Iba a darme las respuestas que fueran para deshacerse de mí lo antes posible. Quería hablar con ella cara a cara en lugar de hablar por teléfono. Al mismo tiempo esperaba no tener que perder un día para conducir a Mamaroneck.
– ¿Cómo surgió el compartir el apartamento?
– Acabo de decírselo, ella tenía sitio…
– ¿Usted contestó a un anuncio?
– Ah, entiendo a lo que se refiere. No, en realidad me encontré con ella en la calle.
– ¿La conocía de antes?
– Ah, pensé que ya lo sabía. La conocí en la escuela universitaria. No la conocía bien, nunca fuimos íntimas, pero era una escuela pequeña y todo el mundo se conocía más o menos. Me encontré con ella en la calle y estuvimos hablando.
– La conoció en la escuela universitaria.
– Sí, pensé que ya lo sabía. Me da la impresión de que sabe muchas cosas sobre mí, me sorprende que no supiera eso.
– Me gustaría salir y hablar con usted, señora Thal.
– Ah, creo que no va a ser posible.
– Supongo que estaría abusando de su tiempo, pero…
– No quiero implicarme en este asunto -dijo-. ¿No puede entenderlo? Por Dios, Wendy está muerta, ¿no es cierto? ¿En qué va a ayudarla eso? ¿Eh?
– Señora Thal…
– Voy a colgar -dijo. Y lo hizo.
Compré un periódico, fui a una cafetería y me tomé una taza de café. Le di media hora para que se preguntara si era tan fácil deshacerse de mí o no. Después volví a marcar su número.
Hace tiempo aprendí algo. No es necesario saber de qué tiene miedo una persona, basta con saber que tiene miedo.
Contestó a mitad del segundo toque. Se acercó un momento el teléfono a la oreja sin decir nada. Después dijo:
– ¿Diga?
– Soy Scudder.
– Escuche, yo no…
– Cállese un minuto, bruja estúpida. Pienso hablar con usted. Ya sea delante de su marido o a solas.
Hubo un silencio.
– Ahora piense en ello. Puedo coger un coche y estar en Mamaroneck en una hora. Después de una hora estaré de vuelta en mi coche y fuera de su vida. Ese es el camino fácil. Si prefiere el difícil podría obligarla, pero no creo que tenga mucho sentido para ninguno de los dos.
– ¡Oh, Dios!
Dejé que pensara en ello. El anzuelo ya estaba enganchado, y no había manera de soltarlo.
Dijo:
– Hoy es imposible. Unos amigos van a venir a tomar un café y llegarán en unos minutos.
– ¿Esta noche?
– No. Gerry estará en casa. ¿Mañana?
– ¿Por la mañana o por la tarde?
– Tengo una cita con el médico a las diez. Estaré libre después de eso.
– Estaré en su casa a mediodía.
– No. Espere un momento. No quiero que venga a casa.
– Escoja un lugar y me encontraré allí con usted.
– Deme tan solo un minuto. Dios. Ni siquiera conozco esta zona, acabo de trasladarme hace unos meses. Déjeme pensar. Hay un restaurante y una sala de fiestas en el bulevar Schuyler. Se llama el Carioca. Podría parar por allí para almorzar después de salir de la consulta del médico.
– ¿A mediodía?
– Eso es. No conozco la dirección.
– Lo encontraré. El Carioca en el boulevard Schuyler.
– Sí. No recuerdo su nombre.
– Scudder. Matthew Scudder.
– ¿Cómo lo reconoceré?
Pensé: seré el hombre que parezca que está fuera de lugar. Dije:
– Estaré tomando un café en la barra.
– Está bien. Supongo que nos encontraremos.
– Estoy seguro de ello.
La incursión ilícita que llevé a cabo la noche anterior me proporcionó pocos datos más, aparte del nombre de Marcia Maisel. La búsqueda de las premisas había sido complicada para mí sin saber exactamente lo que estaba buscando. Cuando registras un lugar, ayuda tener algo específico en la mente. También ayuda el no tener que preocuparte de si dejas huellas o no. Por ejemplo, puedes registrar las hojas de los libros de una forma mucho más eficiente si puedes hojearlos y después soltarlos en un montón sobre la alfombra. Un trabajo de veinte minutos se puede alargar hasta dos horas cuando tienes que volver a colocarlos con cuidado en su sitio.
De todos modos había muy pocos libros en el apartamento de Wendy, y no tuve que molestarme con ellos. No estaba buscando algo que hubieran escondido deliberadamente. No sabía qué es lo que estaba buscando, y en aquel momento, después de los hechos, no estaba seguro de lo que había encontrado.
Había pasado la mayor parte de la hora deambulando por las habitaciones, sentado en las sillas, apoyado en las paredes, intentando descubrir la esencia de las dos personas que habían vivido allí. Miré la cama sobre la que había muerto Wendy, un par de muelles y un colchón sobre un armazón digno de una película de Hollywood.
Ni habían quitado las sábanas empapadas de sangre, aunque tampoco hubiese tenido mucho sentido; el colchón la había absorbido, y toda la cama estaba salpicada, hasta el punto de que me encontré con un coágulo de sangre reseca en la mano, y acudieron a mi mente las imágenes de un cura ofreciendo la comunión. Me metí en el baño y vomité todo.
Ya que estaba allí, retiré las cortinas de la ducha y examiné la bañera. Había un cerco procedente del último baño que se había tomado, y algún pelo enmarañado en el desagüe, pero nada que sugiriera que alguien había sido asesinado en ella. Ni lo hubiera sospechado. La recapitulación de Richie Vanderpoel no había sido un modelo de pensamiento lineal conciso.
El botiquín revelaba que Wendy tomaba píldoras anticonceptivas. Estaban dentro de un envoltorio con unos dígitos que indicaban los días de la semana para que quien las tomaba se asegurase de que no se había saltado ningún día. La píldora del jueves no estaba, por lo que pude deducir una de las cosas que había hecho el día de su muerte. Se había tomado la píldora.
Junto con las píldoras anticonceptivas encontré los suficientes botes de vitaminas naturales para llegar a la conclusión de que uno o ambos ocupantes del apartamento habían sido partidarios de ellas. Un pequeño frasquito con una etiqueta indicaba que Richie sufría de alergia al polen. Había bastantes cosméticos, dos marcas diferentes de desodorantes, una maquinilla eléctrica pequeña para depilarse las piernas y axilas, y una grande para la barba. Encontré algunos otros medicamentos de receta: Seconal y Darvon (de él), Dexedrine Spansules con una etiqueta que decía «Para el control del peso» (de ella), y un bote sin etiqueta que contenía lo que parecía Librium. Me sorprendió la cantidad de medicamentos que había. Los polis podían habérselos metido en el bolsillo, y hay tíos que no le robarían dinero ni a los muertos, pero tienen dificultades para resistirse a las pequeñas pastillas excitantes o relajantes.
Me llevé conmigo el Seconal y la Dex.
Había un armario y un aparador llenos de ropa de ella. No era un gran guardarropa, pero varios vestidos tenían etiquetas de Bloomingdale's y Lord & Taylor. La ropa de él estaba en el salón. Uno de los armarios del salón era suyo, y guardaba las camisas, los calcetines y la ropa interior en los cajones de un escritorio de cajoneras dobles de estilo español.
El salón tenía un sofá cama. Lo abrí y vi que estaba preparado, con las sábanas y las mantas. Las sábanas habían sido utilizadas desde la última vez que se lavaron. Cerré el sofá y me senté en él.
La cocina estaba bien equipada: sartenes con fondo de cobre, una batería de cocina de hierro fundido esmaltado de color naranja oscuro, una repisa de madera de teca con treinta y dos botes de hierbas y especias… En el congelador había un par de platos de comida precocinada, pero en el resto del frigorífico había abundantes existencias de comida de verdad. Tenía varios armarios. Se trataba de una cocina bastante grande para ser Manhattan y tenía una mesa de madera de roble redonda. Había dos sillas con reposabrazos junto a la mesa. Me senté en una de ellas y me imaginé acogedoras escenas domésticas, con uno de ellos preparando la comida o los dos sentados a la mesa y comiendo.
Me marché del apartamento sin encontrar las cosas útiles que uno desea encontrar: agendas, talonario de cheques, estados de cuentas, montones reveladores de cheques cancelados… Era evidente que habían dirimido sus asuntos financieros con dinero en efectivo.
Luego, un día después, pensé en las impresiones que me había hecho del apartamento e intenté cuadrarlas con la imagen del mal encarnado que Martin Vanderpoel tenía de Wendy. Si ella lo había atrapado con el sexo, ¿por qué dormía él en una cama plegable en el salón? ¿Y por qué todo el apartamento tenía ese aire de domesticidad apacible, una domesticidad confortable que ni toda la sangre del dormitorio podía anular?
9
Cuando volví al hotel tenía un mensaje de teléfono en recepción. Cale Hanniford había llamado a las siete y cuarto. Iba a llamarlo. Había dejado un número, el mismo que ya me había dado. Su número de la oficina.
Lo llamé desde mi habitación. Estaba almorzando. Su secretaria dijo que me llamaría cuando volviese. Le dije que no, que intentaría llamarlo yo en una hora más o menos.
La llamada me hizo recordar a J. J. Cottrell, S.A., la referencia laboral que Wendy había puesto en su solicitud de alquiler. Encontré el número en mi agenda y lo intenté de nuevo, por si me había confundido al marcar la primera vez. Me saltó la misma grabación. Busqué J. J. Cottrell en la guía telefónica y no encontré nada. Lo intenté en el servicio de información y tampoco obtuve ningún resultado.
Me quedé pensando un momento y después marqué un número especial. A la mujer que descolgó le dije:
– Policía Lewis Pankow, distrito 6. Tengo un número que está temporalmente fuera de servicio y necesito saber a quién corresponde.
Me preguntó el número, se lo di y me pidió por favor que no colgara. Me quedé sentado con el teléfono en la oreja durante casi diez minutos, a la espera de que ella volviera a estar en línea.
– No está temporalmente desconectado -dijo-. Está desconectado de forma permanente.
– ¿Me podría decir a quién se le asignó por última vez este número?
– Me temo que no puedo, oficial.
– ¿No tiene esa información archivada?
– Debemos tenerla en alguna parte, pero yo no puedo acceder a ella. Tengo acceso a las desconexiones recientes, pero ese número fue desconectado hace más de un año, por lo tanto no hay nada que yo pueda hacer. Lo que me sorprende es que aún no se le haya asignado a otra persona.
– Entonces lo único que sabe es que lleva fuera de servicio más de un año.
Eso era todo lo que sabía. Le di las gracias y colgué. Me serví una copa y cuando acabé con ella pensé que Hanniford ya debía de estar de vuelta en su oficina. Y así fue.
Me dijo que había logrado encontrar las postales. La primera, con el matasellos de Nueva York, había sido enviada el 4 de junio. La segunda había sido enviada desde Miami el 16 de septiembre.
– ¿Eso le dice algo, Scudder?
Me decía que ella había estado en Nueva York a principios de junio, si no antes. También me decía que antes de la firma del contrato de su apartamento había hecho un viaje a Miami. Aparte de eso, poca cosa.
– Otra pieza del rompecabezas -dije-. ¿Tiene las postales ahí?
– Sí, justo delante de mí.
– ¿Podría leérmelas?
– No dicen gran cosa. -Esperé y él dijo-: Bueno, no hay razón para no leerlas. Esta es la primera: «Queridos papá y mamá. Espero que no estéis muy preocupados por mí. Todo va bien. Estoy en Nueva York y me gusta mucho la gran ciudad. La escuela se convirtió en un gran problema. Os lo explicaré todo cuando os vea». -La voz se le quebró un poco al teléfono, pero carraspeó y continuó-. «Por favor, no os preocupéis. Os quiere, Wendy».
– ¿Y la otra?
– Apenas escribió. «Queridos papá y mamá. No está mal, ¿eh? Siempre pensé que Florida era solo para el invierno, pero está fenomenal en esta época del año. Nos veremos pronto. Os quiere, Wendy».
Me preguntó cómo iban las cosas. En realidad no sabía qué contestar. Le dije que había estado muy ocupado tratando de unir piezas, pero que no sabía cuándo podría decirle algo.
– Wendy estuvo compartiendo piso con otra chica durante varios meses antes de que Vanderpoel apareciera en escena.
– ¿La otra chica era una prostituta?
– No lo sé. Lo dudo pero no estoy seguro. Voy a ir a verla mañana. Por lo visto se conocían de la escuela universitaria. ¿Les mencionó alguna vez a una amiga llamada Marcia Maisel?
– ¿Maisel? Creo que no.
– ¿Conoce los nombres de algunos de sus amigos de la escuela?
– Me temo que no. Déjeme pensar. Me parece recordar que se refería a ellos por sus nombres de pila, pero no me quedé con ellos.
– Probablemente no sea importante. ¿El nombre de Cottrell le dice algo?
– ¿Cottrell? -Lo deletreé y lo repetí en voz alta-. No, no me dice nada. ¿Debería?
– Wendy utilizó una empresa con ese nombre como referencia laboral al firmar su contrato de arrendamiento. Y parece que la empresa no existe.
– ¿Por qué piensa que yo podría haber oído hablar de ella?
– Solo era un palo de ciego. He estado dando muchos últimamente, señor Hanniford. ¿Wendy era buena cocinera?
– ¿Wendy? Que yo sepa, no. Claro que puede que hubiera desarrollado un interés por la cocina en la escuela y yo no me hubiese enterado. Cuando vivía en casa, creo que nunca hizo nada más ambicioso que un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. ¿Por qué?
– Por nada.
Sonó su otro teléfono y me preguntó si había alguna otra cosa. Me disponía a decir que no, pero de repente se me ocurrió algo en lo que tendría que haber pensado desde el principio.
– Las postales -dije.
– ¿Qué pasa con ellas?
– ¿Qué pone por el otro lado?
– ¿Por el otro lado?
– Son postales con foto, ¿no es así? Deles la vuelta. Quiero saber lo que hay al otro lado.
– Miraré. La tumba de Grant. ¿Es una pieza importante del rompecabezas, Scudder?
Ignoré el sarcasmo.
– Eso es Nueva York -dije-. Me interesa más la de Miami.
– Es un hotel.
– ¿Qué hotel?
– Por el amor de Dios. Ni había pensado en eso. ¿Podría significar algo?
– ¿Qué hotel, señor Hanniford?
– El Eden Roc. ¿Es alguna pista importante?
No lo era.
Di con el director del Eden Roc y le dije que era un oficial de policía de la ciudad de Nueva York que estaba investigando un caso de fraude. Le hice buscar las hojas de registros del mes de septiembre del 1970. Estuve al teléfono una media hora mientras él localizaba las hojas y las examinaba en busca de un registro a nombre de Hanniford o de Cottrell. No apareció nada.
No me sorprendió en absoluto. Cottrell no debió ser el hombre que la llevó a Miami. Y aunque lo hubiera sido, eso no querría decir que necesariamente firmara con su verdadero nombre en la hoja de registro. Las cosas habrían sido más simples si lo hubiera hecho, pero hasta ahora nada en la vida y la muerte de Wendy Hanniford había sido simple y no podía esperar en ese momento un golpe repentino de simplicidad.
Me serví otra copa y decidí pasar el resto del día de esa manera. Estaba intentando hacer demasiadas cosas, intentando colar toda la arena del desierto. Es inútil, porque estoy buscando respuestas para unas preguntas que mi cliente ni ha llegado a formular. No importaba mucho quién era Richie Vanderpoel, por qué había trazado líneas rojas sobre Wendy. Lo que Hanniford quería era una idea de la vida que su hija llevó en los últimos momentos de su vida. Al día siguiente, la señora de Gerald Thal, de soltera Marcia Maisel, me lo proporcionaría.
Hasta entonces podía optar por lo fácil. Mirar el periódico, beber mis copas y pasarme por Armstrong's cuando se me cayeran encima las paredes del cuarto.
Solo que no podría. Alargué la copa casi media hora, después enjuagué el vaso, me puse el abrigo y tomé el tren A hacia el centro.
Cuando das con un bar gay en mitad de la tarde de un día entre semana, te preguntas por qué no lo llamarán de otra forma. Por las noches, con un buen número de personas bebiendo y ligando, existe mucho colorido en el ambiente. Puede parecer forzado y puedes percibir un trasfondo de desesperación insuficientemente aplacada, pero entonces la palabra gay es tan buena como la que más. No así alrededor de las tres o las cuatro de la tarde de un jueves, cuando en el lugar hay tan solo un puñado de bebedores empedernidos sin ningún otro sitio al que ir y un camarero cuyo rostro dice que sabe que las cosas van mal y que está parado esperando a que se mejoren.
Hice el recorrido. Un club en un sótano en la calle Bank, en el que un hombre con un largo cabello canoso y un bigote poblado jugaba solo a la máquina de bolos mientras su cerveza se consumía. Una gran sala en la calle Décima Oeste, cuyo ambiente estaba acaparado por antiguos atletas de la escuela universitaria, con serrín en el suelo y banderines con letras griegas en las paredes de ladrillos desnudos. En total, media docena de bares gay en un radio de cuatro manzanas desde el 194 de la calle Bethune.
Muchos de los clientes se me quedaban mirando. ¿Sería un poli? ¿O un posible ligue? ¿O ambas cosas?
Tenía la foto del periódico de Richie, y se la estuve mostrando a cualquiera que estuviera dispuesto a mirarla. Casi todo el mundo reconocía la foto porque la habían visto en el periódico. El asesinato era reciente, había tenido lugar en el vecindario, y los heterosexuales no tienen el monopolio de la curiosidad morbosa. La mayoría de ellos reconocían la foto y bastantes lo habían visto por el vecindario, o decían que lo habían visto, pero nadie recordaba haberlo visto por los bares.
– Claro que yo no vengo aquí tan a menudo -escuché en más de una ocasión-. Solo de vez en cuando para tomarme una cerveza cuando me raspa la garganta.
En un lugar llamado Sinthia's el camarero me reconoció y me miró dos veces de forma teatral.
– ¿Me engañan los ojos? ¿O es realmente el único e incomparable Matthew Scudder?
– Hola, Ken.
– No me digas que has decidido convertirte, Matt. Fue bastante chocante cuando me enteré de que habías dejado la pocilga. Pero si Matthew Scudder llega a la creencia de que ser gay es bueno, en fin, me desmontaría completamente.
Aún aparentaba veintiocho años y debía de tener el doble. El pelo rubio era suyo, aunque el color era de bote. Si te acercabas a él podías ver las marcas del lifting, pero a dos metros no parecía ni un día más viejo que cuando lo había arrestado, quince años atrás, por fomentar la delincuencia de un menor. No me enorgullezco de ello, el menor tenía diecisiete y era más delincuente de lo que Ken se podía imaginar, pero también tenía un padre y dicho padre presentó una queja y yo tuve que arrestar a Kenny. Consiguió un abogado decente y se le retiraron los cargos.
– Tienes buen aspecto -le dije.
– El alcohol, el tabaco y el sexo en cantidad lo mantienen a uno joven.
– ¿Has visto alguna vez a este joven? -Solté en la barra la foto del periódico. La miró y me la devolvió.
– Interesante.
– ¿Lo reconoces?
– Es ese tipo que fue tan cruel la semana pasada, ¿no es cierto? Una historia horrible.
– Sí.
– ¿Qué pintas tú en eso?
– Es difícil de explicar. ¿Lo has visto por aquí, Kenny?
Apoyó los codos sobre la barra, hizo una «V» con sus manos y apoyó la barbilla en ella.
– La razón por la que dije que era interesante -dijo- es que pensé que reconocía la foto cuando el Post la publicó.
Tengo una memoria extraordinaria para las caras. Entre otras partes de la anatomía.
– ¿Lo has visto antes?
– Eso pensé, pero ahora creo que estoy seguro. ¿Por qué no nos invitamos a una copa para que refresque mi memoria?
Puse un billete sobre la barra. Me sirvió un bourbon y él se sirvió algo mezclado con naranja. Dijo:
– No voy a andarme con rodeos, Matthew. Estoy tratando de recordar lo que iba junto con esa cara. Sé que no lo había visto en mucho tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Al menos un año. -Dio unos tragos, se enderezó, juntó las manos por detrás del cuello y cerró los ojos-. Un año como mínimo. Ahora lo recuerdo. Le pedí el carné la primera vez que vino y no pareció sorprenderle, como si siempre le estuvieran pidiendo que demostrara su edad.
– Solo tenía diecinueve años.
– Bueno, podía haber pasado por un chaval de dieciséis años maduro. Hubo un período de un par de semanas en las que venía aquí cada noche. Después nunca más se le volvió a ver.
– Tengo entendido que era gay.
– Bueno, no había venido aquí a encontrar chicas, ¿no crees?
– Podía haber estado mirando escaparates.
– Es cierto. Hay mucha gente de esa, ¿no? Sin embargo, Richie no. No era un gran bebedor, ¿sabes? Se pedía un vodka Collins y le duraba hasta que se derretía el hielo.
– No era un cliente muy rentable.
– Ah, no, cuando se trata de jóvenes y guapos no te preocupa si gastan mucho o poco. Son buenos escaparates y atraen a otros a entrar. Forman parte del escaparate, pero no, nuestro hombre no se dedicaba solo a mirar, por cierto. No me creo que ninguna noche de las que vino aquí no dejara que algún tipo lo llevara a su casa.
Se fue al otro lado de la barra para servirle otra copa a alguien. Cuando volvió le pregunté si había estado en la casa de Vanderpoel.
– Matthew, cariño, si lo hubiera hecho, no tendría ningún problema para recordarlo, ¿no crees?
– Podías haberlo hecho.
– ¡Serás perra! No, en ese momento estaba atravesando un período monogámico. No levantes la ceja con tanto escepticismo, cariño. No te sienta bien. Supongo que podía haberlo intentado, pero a pesar de lo bueno que estaba, no era mi tipo.
– Pensé que era justo tu tipo.
– Vaya, pues no me conoces tan bien como piensas, ¿verdad, Matthew? Me gusta un poco de pollo de vez en cuando, lo admito. Dios sabe que no es el secreto mejor guardado del mundo. Pero no es la juventud lo único que me gusta, ya sabes. Es la juventud pervertida.
– ¿Ah sí?
– Ese aire delicioso de decadencia inmadura. La fruta joven que se pudre en las viñas.
– Tienes una forma preciosa de describir las cosas.
– ¿De veras? Pero Richard no era así, en absoluto. Tenía una inocencia intocable. Podías ser su octavo cliente de la noche, y todavía sentir que estabas seduciendo a una virgen. Y yo, querido, como dicen los niños, paso de eso.
Se sirvió una nueva copa y se cobró de mi cambio. A mí todavía me quedaba bastante bourbon. Dije:
– Has dicho algo sobre el octavo cliente de la noche. ¿Vendía su cuerpo?
– Para nada. Nunca llegaba a pagar sus copas, pero si bebía una por noche ya era mucho. No ganaba ni un pavo de esa manera.
– ¿Ligaba con muchos?
– No, una pareja por noche era lo máximo que parecía querer. Hasta donde yo sé.
– Y después dejó de venir. Me pregunto por qué.
– Puede que desarrollara alergia al decorado.
– ¿Solía llevar a alguien en especial a casa?
Ken sacudió la cabeza.
– Nunca al mismo amigo dos veces. Creo que pasó por aquí durante un período de tres semanas, y puede que nos hiciera quince o dieciocho visitas en total y nunca le vi repetir. No es tan extraño, ¿sabes? A mucha gente le encanta la variedad. Especialmente a los jóvenes.
– Se fue a vivir con Wendy Hanniford aproximadamente en la época en la que dejó de venir aquí.
– Me enteré de que estaba viviendo con ella. No sabía lo del factor tiempo.
– ¿Por qué viviría con una mujer, Ken?
– La verdad es que no lo sé, Matt. Y no soy psiquiatra. Tuve uno, pero ese no era uno de los temas de los que hablábamos, precisamente.
– ¿Por qué viviría un homosexual con una mujer?
– Dios sabe.
– En serio, Kenny.
Tamborileó con los dedos sobre la barra.
– ¿En serio? Está bien. Sería bisexual, ya sabes. No es tan inaudito en los tiempos que corren. Tengo entendido que todo el mundo lo hace. Los heteros prueban escenarios gays para ver si les conviene. Los gays hacen algunos experimentos con la heterosexualidad. -Bostezó de forma exagerada-. Lo siento, pero yo soy un reaccionario sin esperanza de las viejas costumbres. Un sexo ya es suficiente complicado para mí. Dos serían un verdadero desastre.
– ¿Alguna otra idea?
– La verdad es que no. Si lo hubiera conocido, Matt… Pero para mí era solo otra cara bonita.
– ¿Quién lo conoció?
– ¿Quién conoce a quién? Supongo que los que se lo llevaron a la cama llegarían a conocerlo.
– ¿Quién se lo llevó a la cama?
– No soy un tanteador, querido. Ha habido bastante movimiento de mercancía por aquí en los últimos meses. La mayoría de los antiguos clientes se ha marchado en busca de pastos más frescos. Últimamente pasan por aquí un montón de chavales zalameros enfundados en cuero. -Se puso a pensar con el ceño fruncido, pero entonces recordó que te salen arrugas al fruncir el ceño y obligó a su rostro a recobrar su expresión normal-. No me gusta mucho la gente que estamos atrayendo últimamente. Moteros, sadomasoquistas. La verdad es que no quiero que asesinen a nadie en mi bar, ya sabes. En especial, es mi lado sensible el que no quiere.
– ¿Por qué no haces algo al respecto?
– Para serte sincero, me dan miedo.
Me acabé la copa.
– Existe una forma fácil de manejar esto.
– Dime.
– Pasa por el distrito 6 y habla con el teniente Edward Koehler. Cuéntale tu problema y pídele que haga unas cuantas redadas.
– Tienes que estar bromeando.
– Piensa en ello. Suéltale un par de pavos. Con cincuenta bastará. Él se ocupará de hacer unas cuantas redadas en tu local y tus chicos de cuero se asustan. No se presentarán cargos contra ti, por lo que no te joderán con el ANS. Tu licencia de alcohol no estará en peligro. Los moteros son como cualquier otro. No pueden permitirse el lujo de meterse en líos. Encontrarán otro lugar que frecuentar. Naturalmente tu negocio se resentirá durante un par de semanas.
– Se resiente de todos modos. Esos hijos de puta solo beben cerveza y no dejan propinas.
– Entonces no perderás tanto. Después de aproximadamente un mes empezarás a tener el tipo de clientela que quieres.
– Qué mente más retorcida tienes, Matthew. Y encima creo que puede funcionar.
– Debería. Y no me elogies tanto. Se hace constantemente.
– ¿Has dicho que con cincuenta sería suficiente?
– Debería. Así era cuando yo estaba en el cuerpo, pero todo está subiendo últimamente, incluso los sobornos. Si Koehler quiere más, te lo hará saber.
– No lo dudo. Bueno, no es que yo no haya dado nunca dinero al cuerpo de policía de Nueva York. Cada viernes se acercan a recaudar, y no te haces una idea de lo que me cuesta en Navidad.
– Sí, me la hago.
– Pero nunca he pagado para conseguir otra cosa que seguir con el negocio. Nunca pensé que pudieras pedir favores.
– Es un sistema de libre empresa.
– Eso parece. Puede que lo intente. Te invito a un trago por ello.
Me sirvió una copa generosa. Levanté la copa y lo miré por encima de ella.
– Hay otra cosa que podrías hacer por mí -dije.
– ¿Ah sí?
– Pregunta un poco a la gente por Richie Vanderpoel. Sé que no quieres darme nombres. Eso es razonable. Pero mira a ver si puedes descubrir lo que le gustaba. Yo lo apreciaría.
– No esperes gran cosa.
– No lo haré.
Se peinó su bonito cabello con los dedos.
– ¿De verdad te interesa lo que le gustaba, Matt?
– Sí -dije-. Evidentemente me interesa.
Puede que fuera una reacción a demasiadas visitas a bares que eran gays solo de nombre. No estoy seguro, pero de camino al metro paré en una cabina que había en la calle y busqué un teléfono en la agenda. Eché una moneda y lo marqué. Cuando me contestaron dije:
– ¿Elaine? Soy Matt Scudder.
– Ah, hola, Matt. ¿Cómo va todo?
– No demasiado mal. Me preguntaba si te gustaría tener compañía.
– Me apetece verte. ¿Me das media hora? Me estaba dando una ducha.
– Claro.
Me tomé un café y un panecillo y leí el Post. El nuevo alcalde estaba teniendo problemas para nombrar a, su vicealcalde. La comisión de investigación había descubierto que los posibles candidatos eran gente involucrada en diferentes e interesantes tipos de corrupción. Había una solución evidente y el alcalde daría con ella tarde o temprano. Iba a tener que deshacerse de la comisión de investigación.
Varios ciudadanos más habían sido asesinados desde que la edición de ayer entrara en las rotativas. Dos policías fuera de servicio habían tomado unas cuantas copas en un bar en Woodside y se habían liado a tiros entre sí. Uno resultó muerto y el otro gravemente herido. Un hombre y una mujer que habían cumplido una condena de noventa días por malos tratos a su hijo habían presentado una demanda con éxito para volver a obtener la custodia del niño y quitárselo a los padres de acogida quienes lo habían tenido durante tres años y medio. Habían encontrado el torso desnudo de un adolescente en el tejado de una vivienda de la calle Quinta Este. Alguien había grabado una «X» en su pecho, presumiblemente la misma persona que le había cercenado los brazos, las piernas y la cabeza.
Dejé el periódico encima de la mesa y cogí un taxi.
Vivía en un buen edificio de la Cincuenta y Cinco, entre la Primera y la Segunda. El portero confirmó que me estaba esperando y me indicó el ascensor al tiempo que asentía con la cabeza. Ella me estaba esperando en la puerta, vestida con una falda ajustada azul marino, una blusa verde lima y unos aros de oro en las orejas. Olía a perfume caro y almizcleño.
Puse el abrigo sobre una silla Eames mientas ella cerraba la puerta y echaba el cerrojo. La estreché entre mis brazos, la besé en la boca y ella frotó su pequeño cuerpo contra el mío.
– Mmmm -dijo-. Es estupendo.
– Tienes muy buen aspecto, Elaine.
– Déjame mirarte. Tú tampoco estás mal, algo tosco y rudo. ¿Cómo te ha ido?
– Muy bien.
– ¿Ocupado?
– Ajá.
En el estéreo sonaba música de cámara. Estaba acabando la última melodía, y me senté en el sofá a observar cómo iba ella hacia el tocadiscos y revolvía el montón de discos. Me pregunté si el meneo de caderas era para mí o si era normal en ella. Siempre me he preguntado eso.
Me gustaba la casa. Tenía una moqueta blanca, un mobiliario moderno y austero, más cómodo de lo que aparentaba, con muchos colores primarios y con cromados. Un par de óleos abstractos en las paredes. Yo no podría vivir en una casa como esa. Pero disfrutaba pasando allí momentos ocasionales.
– ¿Quieres una copa?
– Por ahora no.
Se sentó en el sofá cerca de mí y habló sobre libros que había leído y películas que había visto. Tenía una buena conversación. Supongo que debía tenerla.
Nos besamos unas cuantas veces, toqué sus pechos y puse una mano sobre su redondeado trasero. Ella me susurró con dulzura.
– ¿Quieres que vayamos a la cama, Matt?
– Claro.
La cama era pequeña, con una combinación de colores suaves. Encendió una lámpara pequeña con luz tenue y apagó la que teníamos sobre la cabeza. Nos desnudamos y nos tendimos sobre la pequeña cama.
Era una joven ardiente y ansiosa, con una piel suave y perfumada y un cuerpo firme. Tenía una boca y unas manos habilidosas. Pero algo no iba bien, y después de unos minutos me aparté de ella y le acaricié los hombros suavemente.
– Relájate, cariño.
– No, no va a funcionar -dije.
– ¿Es por algo que he hecho?
Sacudí la cabeza.
– ¿Demasiado alcohol?
No era eso. Tenía la mente bloqueada por completo.
– Puede ser -dije.
– Esas cosas pasan.
– O puede que no sea mi momento del mes.
Ella se rió.
– Cierto, tienes el período.
– Debe de ser.
Nos vestimos. Saqué tres de diez de mi cartera y los puse sobre el aparador. Como de costumbre, ella hizo ver que no se había dado cuenta.
– ¿Quieres esa copa ahora?
– Aja, creo que sí. Bourbon, si tienes.
No tenía. En su lugar tenía scotch, así que me conformé con eso. Ella se sirvió un vaso de leche y nos sentamos juntos en el sofá a escuchar la música sin decir nada. Me sentía tan relajado como si hubiéramos hecho el amor.
– ¿Tienes trabajo estos días, Matt?
– Ajá.
– Bueno, todo el mundo tiene que trabajar.
– Ajá.
Sacó un cigarrillo y se lo encendí.
– Tienes muchas cosas en la cabeza -dijo-. Eso es lo que pasa.
– Puede que tengas razón.
– Sé que tengo razón. ¿Quieres hablar de algo?
– En realidad, no.
– Está bien.
Sonó el teléfono y contestó desde su habitación. Cuando volvió le pregunté si había vivido con algún hombre.
– ¿Te refieres a un chulo? Nunca lo he tenido ni lo tendré.
– Me refiero a un novio.
– Nunca. Es una cosa rara tener novios en este negocio. Siempre acaban por convertirse en chulos.
– ¿En serio?
– Ajá. Conozco a muchas chicas que dicen: «Ah, no es un chulo, es mi novio». Pero siempre hace de intermediario en los trabajos: él se dedica a eso y ella paga por todo. Pero no es su chulo, sino su novio. Esas chicas son expertas engañándose a sí mismas. A mí se me da fatal. Por eso ni lo intento.
– Bien por ti.
– No puedo permitirme novios. Estoy ahorrando para mi vejez.
– Bienes inmuebles, ¿no es cierto?
– Ajá. Casas de apartamentos en Queens. Tú puedes invertir en bolsa. Yo quiero algo que se pueda tocar.
– Tú, una propietaria. Eso tiene gracia.
– Ah, nunca veo a los inquilinos. Hay una compañía que lo dirige por mí.
Pensé si sería Gestión Bowdoin, pero no me molesté en preguntar. Me preguntó si quería probar la cama de nuevo. Dije que no.
– No te apures, pero vendrá un amigo en cuarenta minutos.
– Claro.
– Puedes tomarte otra copa si quieres.
– No, es hora de irme. -Me acompañó hasta la puerta y me cogió el abrigo. Le di un beso de despedida.
– No tardes tanto tiempo en volver a visitarme.
– Cuídate, Elaine.
– Sí, lo haré.
10
La mañana del viernes se presentó clara y fría. Cogí un coche de alquiler de Olin en Broadway y salí de la ciudad por East Side Drive. El coche era un Chevrolet Malibu, una delicada birria a la que había que mimar en las curvas. Creo que era bastante barato.
Cogí la autopista de Nueva Inglaterra y atravesé Pelham y Larchmont en dirección a Mamaroneck. En una gasolinera de Exxon, el chaval que me llenó el depósito no sabía dónde se encontraba el bulevar Schuyler. Se metió dentro y le preguntó al jefe, que salió y me indicó. El jefe también conocía el Carioca, y a las once y veinticinco ya tenía el coche aparcado en el restaurante. Me dirigí hacia el salón de fiestas y me senté en un taburete de vinilo en el extremo de una barra de formica negra. Pedí una taza de café solo con un poco de bourbon. El café estaba amargo, parecía de la noche anterior.
Cuando iba por la mitad del café eché un vistazo y la vi parada con aire indeciso en el arco que separaba el comedor del salón. Si no hubiera sabido que era de la misma edad de Wendy Hanniford, habría dicho que tenía tres o cuatro años más. Su media melena oscura enmarcaba una cara ovalada. Vestía unos pantalones oscuros de tela escocesa y un suéter gris perla debajo del cual sus grandes pechos resultaban agresivamente prominentes. Llevaba un gran bolso de cuero marrón al hombro y un cigarro en la mano derecha. No pareció alegrarse de verme.
Dejé que se acercara, cosa que hizo tras un momento de duda. Me giré lentamente hacia ella.
– ¿Señor Scudder?
– ¿Señora Thal? ¿Le parece si nos vamos a una mesa?
– Está bien.
El comedor no estaba muy concurrido y el maître nos indicó una mesa algo apartada. Era una sala con una decoración recargada, la visión exagerada que alguien podría tener de un motivo flamenco. En la combinación de colores predominaban, sobre todo, el rojo, el negro y el azul claro. Me había dejado el café amargo en la barra y esta vez me pedí un bourbon con agua. Le pregunté a Marcia Thal si quería tomar algo.
– No, gracias. Espere un momento. Sí, creo que tomaré algo. ¿Por qué no?
– No veo ninguna razón.
Miró por encima de mí al camarero y le pidió un güisqui sour con hielo. Sus ojos se encontraron con los míos, apartó la mirada y volvió a mirarme.
– No puedo decir que me alegre de estar aquí -dijo:
– Yo tampoco.
– Fue idea suya. Y me tiene con el agua al cuello, ¿no es así? Debe de proporcionarle placer hacer que la gente haga lo que usted quiere que haga.
– Suelo cortarle las alas a la gente.
– No me sorprende. -Trató de lanzarme una mirada de odio, no le salió y sonrió de manera burlona-. Mierda -dijo.
– No va a verse implicada en nada, señora Thal.
– Eso espero.
– Se lo aseguro. Estoy interesado en saber algo de la vida de Wendy Hanniford, no en descolocar la suya.
Llegaron nuestras bebidas. Cogió la suya y la examinó como si nunca antes hubiera visto nada parecido. Parecía un güisqui sour bastante normal. Dio un trago y volvió a dejarlo, sacó la guinda y se la comió. Yo tomé un poco de bourbon y esperé.
– Puede pedir algo de comer si quiere. Yo no tengo hambre.
– Yo tampoco.
– No sé por dónde empezar. Realmente no lo sé.
No estaba muy seguro de ello. Dije:
– Wendy no parecía tener ningún trabajo. ¿Trabajaba cuando se fue a vivir con ella?
– No. Pero yo no lo sabía.
– ¿Ella le dijo que tenía un trabajo?
Asintió.
– Pero siempre se mostraba muy poco clara con eso. A mí no me importaba demasiado, si le digo la verdad. Wendy me interesaba principalmente porque tenía un apartamento que estaba dispuesta a compartir conmigo por cien dólares al mes.
– ¿Eso era todo lo que pagaba?
– Sí. En aquel momento me dijo que el apartamento era de doscientos al mes y lo dividimos por la mitad. Nunca vi el contrato de arrendamiento ni nada, y di por hecho que yo estaba pagando un poco más de la mitad. Por mi parte no había problema. El mobiliario y todo lo demás era suyo, y para mí era una ganga. Antes de eso estaba en la Evangeline House. ¿Sabe lo que es?
– ¿En la Decimotercera Oeste?
– Exacto. Alguien me lo recomendó. Es una residencia de chicas en la ciudad. -Hizo un gesto-. Tenían toque de queda y cosas por el estilo. En realidad era bastante ridículo, yo compartía una habitación pequeña con una chica, una especie de baptista sureña que siempre estaba rezando; no podías tener visitas masculinas y todo era bastante lamentable. Me costaba casi tanto como compartir el apartamento con Wendy. Por lo que si ella estaba ganando algo de dinero conmigo, a mí no me importaba. Hasta algún tiempo más tarde no me enteré de que el alquiler del apartamento era mucho más de doscientos al mes.
– Y ella no estaba trabajando.
– No.
– ¿Usted no se preguntaba de dónde sacaba el dinero?
– Durante un tiempo, no. Con el tiempo empecé a darme cuenta de que nunca parecía tener que ir a la oficina, y cuando se lo comenté, admitió que en ese momento estaba en el paro. Dijo que tenía bastante dinero, por lo que no le preocupaba si no encontraba algo en uno o dos meses. Lo que yo no sabía era que ni siquiera lo estaba buscando. Cuando yo volvía del trabajo ella me hablaba sobre agencias de empleo y entrevistas de trabajo. Y no había forma de saber que en realidad no estaba buscando.
– ¿Era prostituta en aquel momento?
– No sé si usted lo llamaría así.
– ¿Qué quiere decir?
– Tomaba dinero de los hombres. Supongo que es lo que había estado haciendo desde que se instalara en el apartamento. Pero no sé si era exactamente una prostituta.
– ¿Cómo se dio cuenta de lo que estaba pasando?
Tomó su copa y bebió otro trago. Volvió a dejarla sobre la mesa y se toqueteó la frente con las puntas de los dedos.
– De manera gradual -dijo.
Esperé.
– Salía con muchos chicos. Hombres mayores, pero eso no me sorprendía. Y normalmente…, bueno, su acompañante y ella terminaban en la cama. -Bajó los ojos-. No es que yo fuera una cotilla, pero era imposible no darse cuenta de ello. En el apartamento ella tenía la habitación y yo el salón, en el cual había un sofá cama…
– He visto el apartamento.
– Entonces conoce la distribución. Hay que atravesar el salón para meterse en la habitación, por lo que si yo estaba en casa, ella atravesaba mi cuarto con su acompañante e iban al dormitorio, permanecían allí entre media hora y una hora, y después, o Wendy lo acompañaba a la puerta o él salía solo.
– ¿Eso le molestaba?
– ¿Que mantuviera relaciones sexuales con ellos? No, no me molestaba. ¿Por qué iba a hacerlo?
– No lo sé.
– Una de las razones por las que me fui de la Evangeline House fue para vivir como una adulta. Yo no era virgen. Y el hecho de que Wendy llevara hombres al apartamento significaba que yo era libre hacerlo si quería.
– ¿Lo hacía?
Se puso colorada.
– En ese momento no estaba con nadie en especial.
– Entonces sabía que Wendy era promiscua, pero no que recibía dinero a cambio.
– En ese momento no.
– ¿Se veía con gran cantidad de hombres diferentes?
– No lo sé. Vi a los mismos hombres en varias ocasiones, sobre todo al principio. Muchas veces no llegaba a ver a los tíos con los que se acostaba. Yo pasaba mucho tiempo fuera del apartamento, o llegaba a casa cuando ella ya estaba en la habitación con alguien, y salía a tomar una copa o algo y volvía cuando ya se había ido.
Me quedé mirándola fijamente y ella desvió los ojos. Dije:
– Sospechó algo desde el principio, ¿verdad?
– No sé a qué se refiere.
– Había algo en los hombres.
– Supongo.
– ¿Qué era? ¿Qué tipo de hombres eran?
– Mayores que ella, naturalmente, pero eso no me sorprendía. Además iban bien vestidos. Parecían…, mmm, no sé, ejecutivos, abogados, profesionales. Y tenía la sensación de que la mayoría de ellos estaban casados. No podría decirle por qué pensaba eso, pero daba esa sensación. Es difícil de explicar.
Pedí otra ronda y ella empezó a soltarse. La imagen empezaba a tomar forma. Había llamadas telefónicas que ella contestaba cuando Wendy estaba fuera del apartamento, mensajes crípticos que ella tenía que transmitir. Me contó el caso de un borracho que apareció una noche que Wendy no estaba en casa y que le dijo a Marcia que se conformaba con ella e intentó ligársela torpemente. Consiguió librarse de él, pero siguió sin caer en la cuenta de que los amigos de Wendy constituían una fuente de renta para ella.
– Pensé que era una golfa -dijo-. No soy una moralista, señor Scudder. Durante esa época me estaba convirtiendo en todo lo contrario. No tanto en la manera de comportarme, sino en la manera de percibir las cosas. Con todas ésas vírgenes nerviosas de la Evangeline House, lo que Wendy me inspiraba era una especie de mezcla de sentimientos.
– ¿Cómo?
– Pensaba que lo que estaba haciendo probablemente era una mala idea. Que sería malo para ella desde el punto de vista emocional. Ya sabe, ego herido, ese tipo de cosas. Porque en el fondo siempre fue demasiado inocente.
– ¿Inocente?
Se mordió la uña.
– No sé cómo explicarlo. Había en ella algo de niña. Yo tenía la sensación de que, fuera cual fuese el tipo de vida sexual que llevara, en el fondo continuaría siendo esa niña. -Se quedó pensativa un momento y luego se encogió de hombros-. De todas formas, consideraba que su comportamiento era básicamente autodestructivo y que acabaría haciéndose daño.
– No se referirá a daño físico.
– No, quiero decir daño emocional. Y al mismo tiempo tengo que decir que yo la envidiaba.
– ¿Debido a su libertad?
– Sí. No parecía tener problemas. Por lo que pude ver estaba completamente libre de remordimientos. Hacía lo que quería. Yo se lo envidiaba porque creía en ese tipo de libertad, o pensaba que lo hacía y, sin embargo, en mi propia vida no lo reflejaba. -Sonrió de repente-. También envidiaba su vida porque era mucho más interesante que la mía. Yo tenía algunas citas, pero ninguna excesivamente interesante, y los chicos con los que salía eran más o menos de mi edad y no tenían mucho dinero. Wendy salía a cenar a lugares como Barbetta's y el Forum, y yo solo iba a un montón de sitios cutres. No podía dejar de envidiarla un poco.
Se excusó y fue al baño. Mientras no estaba, pregunté a la camarera si había café del día. Me dijo que sí, y le pedí que trajera un par de tazas. Me quedé sentado esperando a Marcia Thal mientras me preguntaba por qué Wendy habría querido una compañera de piso, y sobre todo una que ignorara cómo se ganaba la vida. Los cien dólares al mes no parecían motivo suficiente, y la incomodidad de trabajar como prostituta en las condiciones en las que Marcia había descrito pesaba mucho más que la pequeña fuente de ingresos que Marcia representaba.
Ella volvió a la mesa justo en el momento en que la camarera traía los cafés.
– Gracias -dijo-. Estaban empezando a afectarme esas copas. Puede que me venga bien.
– A mí también. Me espera un largo camino de vuelta.
Sacó un cigarrillo. Cogí una cajetilla de cerillas y se lo encendí. Le pregunté cómo descubrió que Wendy recibía dinero a cambio de sus favores.
– Ella me lo dijo.
– ¿Por qué?
– ¡Caray! -dijo. Soltó el humo en una columna larga y fina-. Me lo dijo y punto, ¿vale? Además, vamos a dejarlo.
– Es mucho más fácil si me cuenta todo, Marcia.
– ¿Qué le hace pensar que hay algo más que contar?
– ¿Qué hizo? ¿Le pasó a uno de sus acompañantes?
Sus ojos se abrieron de par en par. Los cerró un instante y dio una calada.
– Fue algo parecido -dijo-. No exactamente, pero se aproxima bastante. Me dijo que un amigo suyo tenía un socio que venía de fuera de la ciudad, y que si quería tener una cita con él, una cita doble con su amigo y ella. Le dije que creía que no, y me habló del espectáculo que veríamos, de la cena y de todo lo demás. Y me dijo: «Sé práctica Marcia. Pasarás un buen rato, y te sacarás unos dólares con ello».
– ¿Cómo reaccionó?
– Bueno, no me escandalicé. Supongo que ya sospechaba desde hace tiempo de dónde sacaba el dinero. Le pregunté qué era lo que quería decir, una pregunta bastante estúpida en ese momento, y ella me dijo que los hombres con los que se citaba tenían mucho dinero y que eran conscientes de lo difícil que era para una joven ganarse la vida de una forma decente, y al final de la noche generalmente le daban algo. Hice algún comentario sobre si eso no era prostitución y ella me dijo que nunca les pedía dinero a los hombres, ni nada por el estilo, pero que ellos siempre le daban algo. Pensé en preguntarle cuánto, pero no lo hice, aunque de todas formas ella me lo dijo después. Dijo que como mínimo siempre le daban veinte dólares y que en alguna ocasión algún hombre le había dado cien. El hombre que iba a verla más a menudo le daba cincuenta dólares, dijo, por lo que si yo iba con ellos quería decir que lo más seguro es que su amigo me diera cincuenta dólares, y me preguntó si no pensaba que era una cantidad razonable por una noche que tan solo implicaba una buena cena, un buen espectáculo y después pasar media hora más o menos en la cama con una caballero agradable y digno. Esa fue su frase: «un caballero agradable y digno».
– ¿Y cómo fue la cita?
– ¿Está seguro de que fui?
– Lo hizo, ¿no?
– Yo ganaba ochenta dólares a la semana. Nadie me llevaba a grandes cenas ni a espectáculos de Broadway. Y ni siquiera había encontrado a alguien con quien quisiera acostarme.
– ¿Lo pasó bien esa noche?
– No. En lo único que pude pensar era en que iba a tener que acostarme con ese hombre. Era un hombre mayor.
– ¿Cómo de mayor?
– No sé. Cincuenta y cinco, sesenta. No soy buena poniendo edad a la gente. Era demasiado mayor para mí, eso es lo único que sabía.
– Pero lo hizo.
– Sí. Había acordado que iría y no quería arruinar la fiesta. La cena fue buena, y mi acompañante era bastante encantador. No presté mucha atención al espectáculo. No podía. Estaba demasiado inquieta por lo que pasaría durante el resto de la noche. -Hizo una pausa, enfocó los ojos en mi hombro-. Sí, me acosté con él. Y sí, me dio cincuenta dólares. Y sí, los acepté.
Bebí un poco de café.
– ¿No me va a preguntar por qué acepté el dinero?
– ¿Debería?
– Quería el dinero, joder. Quería saber lo que se sentía siendo una puta.
– ¿Se sintió como si fuera una puta?
– Bueno, eso es lo que era, ¿no? Dejé que un hombre me follara y acepté dinero por ello.
No dije nada. Después de un rato ella continuó:
– Bueno, al infierno con ello. Tuve unas cuantas citas más. Puede que una a la semana de media. No sé por qué. No era el dinero. No exactamente. No sé lo que era. Llámelo un experimento. Quería saber cómo me hacía sentir eso. Quería… descubrir ciertas cosas sobre mí.
– ¿Qué es lo que quería descubrir?
– Que en realidad era un poquito más decente de lo que pensaba. Que no me preocupaba por las cosas que seguía encontrando escondidas en los rincones de mi mente. Que quería… una vida más pura. Que quería enamorarme de alguien. Casarme, tener hijos y todo lo que eso implica. Y resultó que era lo que yo quería. Cuando me di cuenta de eso, supe que tenía que irme a vivir sola. No podía continuar compartiendo piso con Wendy.
– ¿Cómo reaccionó ella?
– Se disgustó mucho. -Los ojos se le abrieron al recordarlo-. No me lo esperaba. No estábamos muy unidas. Al menos nunca pensé que lo estuviéramos. Nunca le conté mis pensamientos, y ella nunca me mostró qué era lo que pasaba en su interior. Pasábamos mucho tiempo juntas, especialmente una vez que empecé a tener citas, y hablábamos mucho, pero siempre era sobre cosas superficiales. Nunca pensé que mi presencia fuera especialmente importante para ella. Le dije que tenía que mudarme, y me preguntó por qué, como si estuviera realmente afectada. En realidad me suplicó que me quedara.
– Eso es interesante.
– Me dijo que pagaba la mayor parte del alquiler. Ahí fue cuando me enteré de que en realidad había estado pagando dos veces más que yo durante todo ese tiempo. Creo que me habría dejado quedarme allí sin pagar nada de alquiler si hubiese querido. Y por supuesto insistió en que no tenía que preocuparme por las citas, que no quería que lo hiciera si eso no me gustaba. Incluso llegó a sugerir que limitaría sus actividades a los horarios en los que yo estuviera en el trabajo; en realidad, muchas de sus citas eran durante la tarde, porque los hombres de negocios no podían escaparse de sus mujeres durante la noche. Esa era una de las razones por las que me costó darme cuenta de cómo se ganaba la vida. Me dijo que se llevaría las citas nocturnas a un hotel o a algún sitio, que el apartamento sería solo para nosotras mientras yo estuviera por allí. Pero esa no era la cuestión, yo quería escaparme por completo de aquella vida. Porque era una gran tentación para mí. Me sacaba ochenta dólares a la semana trabajando duro, era una enorme tentación dejar de trabajar, cosa que nunca hice, pero me di cuenta de que la tentación estaba ahí. Y me dio miedo.
– Así que se mudó.
– Sí. Wendy lloró cuando empaqueté mis cosas y me marché. No paraba de decir que no sabía qué iba a hacer sin mí. Le dije que no tendría problemas en encontrar una nueva compañera de piso, alguien que se adecuara más a su vida. Dijo que no quería a alguien que se adecuara demasiado bien, porque ella era algo más que un tipo de persona. En ese momento no supe a qué se refería.
– ¿Y ahora lo sabe?
– Creo que sí. Creo que quería a alguien que llevara una vida un poco más ordenada que ella, alguien que no formara parte del escenario sexual en el que estaba envuelta. Ahora pienso que se decepcionó un poco cuando yo acepté esa primera cita doble con ella. Hizo lo posible por convencerme, pero se decepcionó al conseguirlo. ¿Sabe a qué me refiero?
– Creo que sí. Eso cuadra con algunas otras cosas. -Me había quedado con algo que había dicho al principio y hurgué en mi memoria para encontrarlo-. Ha dicho que no le sorprendía que fueran hombres mayores que ella.
– No, eso no me sorprendía.
– ¿Por qué no?
– Bueno, por lo que sucedió en la escuela universitaria.
– ¿Qué pasó?
Frunció el ceño. No dijo nada, y repitió lo mismo de antes:
– No quiero causarle problemas a nadie.
– ¿Andaba con alguien en la escuela? ¿Con un hombre mayor?
– Tiene usted que recordar que yo no la conocía muy bien. De decirnos hola y encontrarnos en algún momento en una o dos clases, pero apenas la conocía.
– ¿Eso coincidió con su abandono de la escuela, unos meses antes de su graduación?
– En realidad no sé mucho sobre eso.
Dije:
– Marcia, míreme. Lo que pasó en la escuela es algo que voy a descubrir de todos modos. Tan solo me ahorrará un montón de tiempo y viajes. Preferiría no tener que viajar a Indiana para hacer ciertas preguntas embarazosas a un montón de gente. Yo…
– ¡No haga eso!
– Preferiría no hacerlo, pero depende de usted.
Lo contó a retazos, en gran parte porque no sabía demasiado sobre ello. Hubo un escándalo poco tiempo antes de la partida de Wendy del campus. Parecía que había tenido un affair con un profesor de historia del arte, un hombre de mediana edad con hijos de la edad de Wendy, o mayores. El hombre quiso dejar a su mujer y casarse con Wendy, la mujer se tomó un montón de somníferos, la llevaron corriendo al hospital, le hicieron un lavado de estómago y sobrevivió. En el transcurso del subsiguiente desastre, Wendy hizo la maleta y desapareció.
Y según los rumores que circulaban por el campus, no era la primera vez que andaba con un hombre mayor. Su nombre había sido relacionado con diversos profesores, todos considerablemente mayores que ella.
– Estoy segura de que la mayoría de ellos eran solo rumores -me dijo Marcia Thal-. No creo que pudiera tener historias con tantos hombres sin que se enterara más gente. Pero cuando estalló el escándalo, todo el mundo hablaba de ello. Supongo que es posible que hubiera algo cierto en todo ello.
– Entonces, cuando se fue a vivir con ella sabía que era poco convencional.
– Ya se lo he dicho. No me preocupaba su moralidad. No veía nada malo en acostarse con muchos hombres. No, si era lo que quería hacer. -Lo pensó un momento-. Supongo que he cambiado desde entonces.
– Este profesor, el de historia del arte. ¿Cómo se llamaba?
– No le voy a dar su nombre. No es importante. Puede que lo encuentre por sí mismo. Estoy segura de que podrá, pero yo no voy a decírselo.
– ¿Era Cottrell?
– No. ¿Por qué?
– ¿Conocía a alguien llamado Cottrell? ¿De Nueva York?
– Creo que no. El nombre no me suena.
– ¿Había alguien a quien ella viera de forma regular? ¿Más que a otros?
– La verdad es que no. Claro que podía haber alguien que viniera con mucha frecuencia durante las tardes sin que yo lo supiera.
– ¿Cuánto dinero supone que ganaba?
– No lo sé. En realidad no era algo de lo que habláramos. Supongo que su tarifa media era de treinta dólares. Por lo general. No más que eso. Muchos hombres daban veinte. Me habló de hombres que llegaron a darle cien, pero creo que eso era bastante poco frecuente.
– ¿A cuántos clientes a la semana cree que se ligaba?
– Sinceramente, no lo sé. Puede que tuviera alrededor de tres noches a la semana o puede que cuatro. Pero también veía a gente en otros momentos del día. No estaba intentando reunir una fortuna, sino vivir de la manera en que quería vivir. Muchas veces anulaba las citas. Nunca veía a más de una persona por noche. Siempre era una cita completa, con cena y todo lo demás. A veces llegaba un hombre y ella se iba directa a la cama con él. Pero rechazaba muchas citas, y si salía con un hombre y no le gustaba, no volvía a verlo. Además, cuando se veía con alguien que no conocía de antes, si no le gustaba no se iba a la cama con él, y entonces, como es natural,?1 no le dejaba ningún dinero. Había hombres que conseguían su número de otros hombres, ya sabe, y ella salía con ellos, pero si no eran su tipo o algo, bueno, decía que tenía dolor de cabeza y se iba a casa. Su intención no era la de acumular un millón de dólares.
– Entonces debía de ganar doscientos dólares a la semana.
– Es probable. Era una fortuna, comparada con lo que ganaba yo, pero a la larga no era una cantidad enorme de dinero. No creo que lo hiciera por el dinero, no sé si me entiende.
– No estoy seguro de entenderlo.
– Creo que era, ya sabe, ¿una puta feliz? -Se sonrojó al decir la frase-. Creo que disfrutaba con lo que hacía. Lo creo de veras. La vida, los hombres y todo eso, creo que disfrutaba con ello.
Había obtenido de Marcia Thal más de lo que esperaba. Puede que fuera todo lo que necesitaba.
Hay que saber cuándo parar. Nunca puedes descubrirlo todo, pero casi siempre puedes descubrir algo más de lo que ya sabes, y hay un momento en el que los datos adicionales que descubras son irrelevantes y el tiempo que inviertas en ello es tiempo perdido.
Podría volar a Indiana. Seguramente me enteraría de algo más. Pero después de hacerlo no creo que necesariamente supiera más de lo que ya sabía. Podría completar nombres y fechas. Podría hablar con gente que recordara a Wendy Hanniford. ¿Pero qué conseguiría para mi cliente?
Hice un gesto para pedir la cuenta. Mientras la camarera estaba calculándola, pensé en Cale Hanniford y le pregunté a Marcia Thal si Wendy había hablado alguna vez de sus padres.
– A veces hablaba de su padre.
– ¿Qué decía de él?
– Ah sí, se preguntaba cómo sería.
– ¿Sentía que no lo conocía?
– Bueno, naturalmente que no. Quiero decir, tengo entendido que murió antes de que ella naciera, o más o menos. ¿Cómo podía haberlo conocido?
– Quiero decir a su padrastro.
– Ah. No, nunca hablaba de él que yo recuerde, salvo para decir de pasada que tenía que escribirlos y hacerles saber que todo andaba bien. Lo dijo varias veces, pero yo tenía la impresión de que no llegaría a hacerlo.
Asentí.
– ¿Qué decía sobre su padre?
– No lo recuerdo, salvo que creo que lo tenía muy idealizado. Una vez, recuerdo que estaba hablando sobre Vietnam, y dijo algo sobre si la guerra estaba mal o no, que los hombres que combatían en ella eran buenos, y habló de que a su padre lo mataron en Corea. Y una vez dijo: «Si hubiera vivido, creo que todo habría sido diferente».
– ¿Diferente en qué sentido?
– Eso no lo dijo.
11
Llevé el coche de vuelta a la gente de Olin un poco después de las dos. Paré para tomar un bocadillo y un trozo de tarta y repasé mi libreta, tratando de encontrar la manera de que todo cuadrase.
Wendy Hanniford. Tenía algo con los hombres mayores, y si querías podías remontar la raíz de eso a los sentimientos pendientes por el padre que no llegó a conocer. En la escuela se dio cuenta del poder que tenía y tuvo aventuras con varios profesores. Uno de ellos se enamoró locamente de ella, tuvieron un lío y cuando se terminó ella abandonó la escuela para irse sola a Nueva York.
Hubo multitud de hombres mayores en Nueva York y uno de ellos la llevó a Miami Beach. El mismo, u otro, le proporcionó una referencia de trabajo cuando alquiló su apartamento. A lo largo de toda su trayectoria debió de haber multitud de hombres mayores que la llevaran a cenar, le soltaran veinte dólares para el taxi y dejaran sobre la cómoda veinte, treinta o cincuenta dólares.
Nunca había necesitado un compañero de piso. Había subvencionado a Marcia Maisel pidiéndole una cantidad considerablemente inferior a la mitad de la renta. Probablemente también había subvencionado a Richie Vanderpoel, y lo había aceptado como compañero de piso por la misma razón que lo hizo con Marcia y por la que quería que Marcia se quedara.
Que era un mundo solitario y que siempre había vivido sola en él, con el fantasma de su padre como única compañía. Los hombres con los que ligaba, hacia los que se sentía atraída, eran los que pertenecían a otras mujeres y volvían a sus casas después de estar con ella. Quería tener a alguien en ese apartamento de la calle Bethune que no quisiera llevarla a la cama. Alguien que solo fuera una buena compañía. Primero fue Marcia. ¿No se decepcionó un poco Wendy cuando Marcia estuvo de acuerdo en acompañarla a las citas? Supongo que fue porque al mismo tiempo que ganó una compañera de citas, perdió otra, no de ese mundo quebradizo, sino con un poco de la inocencia que Marcia había percibido en la propia Wendy.
Después estuvo Richie, que probablemente fuera una compañía incluso mejor. Un homosexual tímido y reticente, que había mejorado la decoración y la gastronomía e hizo un hogar para ella mientras él guardaba su ropa en el salón y pasaba las noches en el sofá cama. Y ella a cambio le había proporcionado un hogar. Le había proporcionado la relación con una mujer sin el consiguiente desafío sexual que pudiera haber constituido otra mujer. Se trasladó a vivir con ella y dejó de frecuentar los bares de gays.
Pagué la cuenta y me marché, me dirigí hacia Broadway y volví al hotel. Un mendigo andrajoso con los ojos enrojecidos se interpuso en mi camino. Quería saber si tenía algo suelto. Sacudí la cabeza y pasé de largo, y él salió corriendo del camino. Me miró como si quisiera decirme «jódete. Si tuviera valor…».
¿Hasta dónde quería indagar? Podía volar a Indiana y dar la lata en el campus en el que Wendy había aprendido a definir su papel en la vida. Podía enterarme con bastante facilidad del nombre del profesor cuya aventura con ella había tenido unos resultados tan dramáticos. Podía encontrar a ese profesor, tanto si seguía en la escuela como si no. Hablaría conmigo. Podía hacer que hablara conmigo. Podría averiguar el paradero de otros profesores que se habían acostado con ella, otros estudiantes que la hubieran conocido.
¿Pero qué podrían contarme que no supiera ya? No estaba escribiendo su biografía. Estaba intentando capturar la esencia suficiente de ella como para ir a Cale Hanniford y decirle quién era y cómo escogió esa vida. Probablemente ya había hecho un trabajo razonable. No encontraría mucho más en Indiana.
Solo había un problema. En realidad, mi acuerdo con Hanniford era más que una forma de burlar las leyes sobre licencias de detectives e impuesto de la renta. El dinero que me dio era un regalo, así como el dinero que yo había dado a Koehler, a Pankow y al empleado de correos. Y a cambio le estaba haciendo un favor, así como ellos me habían hecho favores a mí. Yo no estaba trabajando para él.
Por lo que no podía rendirme solo porque tuviera las respuestas a las preguntas de Cale Hanniford. Tenía dos o tres preguntas de mi propia cosecha y todavía no tenía todas las respuestas bien atadas. Tenía la mayoría de ellas o pensaba que las tenía, pero todavía quedaban algunos espacios en blanco y quería rellenarlos.
Vincent estaba en recepción cuando entré. Me lo hizo pasar mal en su tiempo, y aún no estaba seguro de cómo me sentía con eso. Le di un billete de diez dólares por Navidad, lo que debería haberle indicado que no albergaba ningún mal sentimiento, pero todavía tendía a encogerse cuando me aproximaba. En ese momento se encogió un poco, antes de darme la llave de mi cuarto y una nota que me informaba de que Kenny había llamado. Había un número en el que podía localizarlo.
Lo llamé desde mi habitación.
– Ah, Matthew -dijo-. Qué bien que hayas llamado.
– ¿Cuál es el problema?
– No hay ningún problema. Simplemente estoy ocupado disfrutando de un día libre. Era eso o ir a la cárcel y no tenía muchas ganas de cárceles. Estoy seguro de que me traería recuerdos desagradables.
– No te sigo.
– ¿Estoy siendo muy tortuoso? Hablé con el teniente Koehler, como me aconsejaste. Está programado que se haga una redada en Sinthia's en algún momento de esta noche. Hombre prevenido vale por dos, si me permites la frase. Me he tomado la precaución de contratar a uno de mis camareros para que se ocupe de los asuntos esta tarde y esta noche.
– ¿Sabe lo que va a pasar?
– No soy ningún cabrón, Matthew. Sabe que será encarcelado. También sabe que saldrá bajo fianza dentro de poco y los cargos se retirarán enseguida. Y sabe que será cincuenta dólares más rico por la experiencia. Personalmente, yo no sufriría la indignidad de un arresto por diez veces esa cantidad, pero para gustos los colores, otra frase hecha. Tu teniente Koehler estaba más que dispuesto a cooperar, debo añadir, salvo que quería cien dólares en lugar de los cincuenta que me sugeriste. Supongo que no tenía que haber regateado con él, ¿no?
– Probablemente no.
– Eso es lo que pensé. Bueno, si funciona, el precio es lo de menos. Espero que no te moleste que haya mencionado tu nombre.
– En absoluto.
– Me pareció que me permitía una cierta entrada. Pero eso me lleva a deberte un favor y estaría encantado de cumplir mi obligación de inmediato.
– ¿Descubriste algo sobre Richie Vanderpoel?
– Sí. Dediqué bastantes horas a hacer las preguntas pertinentes en un after-hours. El que hay en la calle Houston.
– No lo conozco.
– Uno de mis garitos favoritos. Te llevaré allí alguna noche si quieres.
– Ya veremos. ¿Qué descubriste?
– Ah, déjame que piense. ¿Qué descubrí? Hablé con tres caballeros que recordaban haber llevado a casa a nuestro chico de ojos vivos para tomar leche y galletas. También hablé con algunos otros que juraban haber hecho lo mismo, pero lamentablemente sus recuerdos estaban enturbiados. Parece que yo estaba bastante acertado al pensar que no se llevaba ni un pavo. Nunca le pedía dinero a nadie, y un tipo dijo que había intentado insistir en que cogiera algunos chelines para el taxi a casa y el muchacho no lo aceptó. Una persona de toda confianza, ¿No crees?
– Sí.
– Y todo demasiado extraño para nuestros tiempos. Esto por lo que se refiere a los hechos. El resto son impresiones, pero creo que eso es lo que tiene más interés para ti.
– Sí.
– Bueno, según parece a Richard no le iba demasiado el sexo.
– ¿Eh?
Suspiró.
– Al chaval no le gustaba mucho y no era muy bueno en ello. Tengo entendido que no era solo una cuestión de nervios, aunque parece haber sido un tipo nervioso y aprehensivo. Era más una cuestión de estar incómodo con el tema y de que disfrutaba poco del sexo en sí. Rechazaba la intimidad. Se había prestado voluntariamente a llevar a cabo hechos lascivos, pero nunca quería dar la mano o que sus hombros se rozaran. No es algo inaudito, ya sabes. Hay una especie de maricas que reclaman sexo, pero que no pueden resistir la proximidad. Todos sus amigos están destinados a ser unos desconocidos. Pero tampoco parecía disfrutar tanto con el sexo.
– Interesante.
– Ya pensé que dirías eso. Además, cuando acababa, Richie siempre estaba impaciente por largarse. No era de los que se quedaban a pasar la noche. Ni siquiera se molestaba en quedarse para tomar café y brandy. Tan solo zas-zas y gracias. Sin interés por repetirlo otro día. Un tipo estuvo verdaderamente interesado en volver a verlo, no porque el sexo fuera bueno, que no lo fue, sirvo porque estaba intrigado. Pensó que podría perforar ese muro exterior si le daba otra oportunidad. Pero Richie no daba segundas oportunidades. Ni siquiera quería hablar con alguien una vez que había compartido almohada con él.
– Esos tres hombres…
– Nada de nombres, Matthew. Tengo mi código ético.
– No estoy interesado en sus nombres. Solo estoy interesado en si eran del mismo estilo.
– ¿En qué sentido?
– La edad. ¿Eran todos de aproximadamente la misma edad?
– Más o menos.
– ¿Cincuenta o más?
– ¿Cómo lo sabes?
– Es solo una suposición.
– Bueno, es una buena suposición. Yo les daría entre cincuenta y sesenta años. Y aparentaban sus años, pobres diablos, a diferencia de algunos de nosotros que nos bañamos en la fuente de la juventud.
– Todo cuadra.
– ¿Cómo?
– Es demasiado complicado de explicar.
– O sea, que cierre el pico, ¿no? Pues da igual. La mera satisfacción de saber que he sido útil, Matthew, es recompensa suficiente para mí. No es que yo quiera una historia para contar a mis nietos cuando sea viejo.
12
Eddie Koelher no estaba en su despacho. Le dejé el mensaje de que me llamara, a continuación bajé las escaleras y cogí un periódico en el quiosco del vestíbulo. Ya iba por el municipio de Dear Abby cuando sonó el teléfono.
Me agradeció que le hubiera enviado a Kenny, con una voz cautelosa. Yo no estaba en el cuerpo y no era necesario que me lo devolviera.
Lo tranquilicé.
– Podías hacerme un pequeño favor a cambio. Podrías encontrar a alguien que hiciera unas cuantas llamadas de teléfono y echara un vistazo a los registros adecuados. Probablemente podría hacerlo yo mismo, pero me llevaría el triple de tiempo.
Se lo expliqué con detalle. Para él era una forma fácil de saldar las cuentas conmigo, y se alegraba de aprovecharlo. Me dijo que volvería a llamarme y le dije que estaría por aquí esperando su llamada.
Volvió a llamarme exactamente una hora más tarde. J. J. Cottrel, S. A. había tenido oficinas en el edificio Kleinhans en William y Pine. La empresa había publicado una hoja informativa de Wall Street durante aproximadamente doce años, y quebró al morir el propietario. Este había sido un tal Arnold P. Leverett, y había muerto hacía dos años y medio. No había nadie llamado Cottrell relacionado con la firma.
Le di las gracias y colgué. Eso aclaraba bastante las cosas. Yo no había podido encontrar a un Cottrell porque no había existido ninguno. Era razonable suponer que Leverett había jugado algún tipo de papel en la vida de Wendy Hanniford, pero tanto si había sido uno grande, como uno pequeño ahora ya no era importante. No podría contactar con el hombre para comentar las cosas sin los servicios de un médium.
Por puro capricho hice una llamada al Eden Roc y contestó de nuevo el director. Se acordaba de mí. Le pedí si podía volver a comprobar la misma hoja de registro para Leverett, y esta vez no le llevó tanto tiempo porque sabía exactamente dónde encontrar las hojas. Como era de esperar, sus registros indicaban que el señor y la señora Arnold P. Leverett habían sido huéspedes del Eden Roc del catorce al veinte de septiembre.
Así que ya tenía el nombre de uno de los hombres de su vida. Si Leverett había dejado una viuda, podía ir a molestarla, pero sería difícil pensar en algo con menos sentido. Lo que conseguiría sería más negativo que positivo. Podía olvidarme de seguir la pista del hombre que la llevó a Florida, y podía dejar de preguntarme quién demonios era J. J. Cottrell. No era una persona, era una corporación y había quebrado.
Doblé la esquina hacia Armstrong's y me senté en la barra. Había sido un día largo, y conducir hasta Mamaroneck y volver me había cansado más de lo que pensaba. Contaba con pasar el resto de la noche sobre ese taburete en la barra, equilibrando café y bourbon hasta que fuera lo suficientemente tarde como para volver a mi habitación y echarme a dormir.
No funcionó. Tras dos copas pensé en hacer algo y no pude quitarme la idea de la cabeza. Parecía ser una pérdida de tiempo, pero todo era una pérdida de tiempo, de una manera u otra, y evidentemente algo dentro de mí me decía que perdiera mi tiempo de esa manera en particular.
Y al fin y al cabo no era tanto derroche.
Tomé un taxi en la Novena y escuché al conductor quejarse sobre el precio de la gasolina. Todo era una conspiración, dijo, antes de explicarme cómo estaba estructurada. Las grandes compañías petroleras estaban en manos de los sionistas, y al cortar el suministro de petróleo ponían a la opinión pública a favor de que los Estados Unidos se asociaran con Israel para hacerse con el territorio árabe rico en petróleo. Incluso encontró una forma de unirlo todo con el asesinato de Kennedy. He olvidado de cuál de ellos.
– Es mi teoría -dijo-. ¿Qué opina?
– Es una teoría.
– Tiene sentido, ¿no?
– No sé mucho sobre el tema.
– Sí, claro. Así es el pueblo americano. Nadie sabe de nada. Nadie se preocupa. Somete un tema a debate, cualquier tema, y la mitad de la gente no emitirá ninguna opinión. ¡Ninguna! Esa es la razón por la que la ciudad se está yendo al infierno.
– Me imaginaba que había alguna razón.
Me dejó frente a la biblioteca entre la Cuarenta y Dos y la Cuarenta y Cinco. Pasé entre los leones de piedra y subí las escaleras hacia la sala de microfilmes. Comprobé en mi agenda la fecha de la muerte de Arnold P. Leverett y rellené una ficha. Una chica de mirada taciturna con pantalones vaqueros y una camisa de cuadros me trajo la bobina de la película solicitada.
La metí en el escáner y empecé a pasarla. Es prácticamente imposible revisar antiguos artículos del Times en microfilm sin detenerte en otros asuntos sin importancia. Otras historias que atraen tu atención y te hacen perder el tiempo. Pero me obligué a localizar la página necrológica en cuestión y a leer el artículo sobre Arnold Philip Leverett.
No ocupaba mucho espacio, cuatro párrafos, y no había nada demasiado emocionante en ninguno de ellos. Había muerto de un ataque al corazón en su casa de Port Washington, dejando mujer y tres hijos. Había ido a diversas escuelas y trabajado para varios corredores de bolsa antes de dejarlo en 1959 para empezar su propio boletín informativo de Wall Street, Analizador Semanal de Cottrell. Tenía cincuenta y ocho años cuando murió. Esto último era lo único que podía considerarse pertinente, y solamente confirmaba lo que yo ya había tomado por seguro.
Me pregunto qué lleva a la gente a pensar en las cosas. Puede que alguna otra historia me hubiera entrado por los ojos y hubiera estimulado algo en mi mente. No sé qué pudo ser, ni fui consciente de ello hasta que estuve fuera de la sala de microfilmes y en mitad de las escaleras. Entonces me volví, regresé a donde estaba y cogí el índice del Times de 1959.
Ese era el año en que Leverett empezó su hoja informativa, por lo que puede que fuera eso lo que lo desencadenó. Examiné el índice y averigüé que además fue el año en que murió la señora Martin Vanderpoel.
En realidad no había esperado encontrarme una necrológica. Había sido la mujer de un clérigo, pero no era una persona tan importante, solo un pastor con una pequeña comunidad de feligreses en la zona rural de Brooklyn. No había estado buscando más que una esquela, pero había una necrológica normal del Times, y cuando puse la bobina en el escáner y encontré la página, supe por qué habían pensado que era digna de ese espacio.
La señora Martin Vanderpoel, de soltera Francés Elizabeth Hegermann, se había suicidado. Lo había hecho en el baño del rectorado de la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge. Se había cortado las venas, y había sido hallada muerta en la bañera por su hijo pequeño, Richard.
Volví a Armstrong's, pero no era el lugar más adecuado para el humor que llevaba. Me dirigí hacia las afueras por la Novena y continué antes de girar hacia la avenida Columbus. El camino estaba lleno de bares y yo paraba para tomar una copa rápida cada vez que me sentía cansado de caminar. Hay multitud de locales en la avenida Columbus.
Estaba buscando algo pero no supe qué era hasta que lo encontré. Tendría que haberlo sabido. Había tenido noches como aquella anteriormente, noches en las que paseaba por las malas calles, esperando la oportunidad de soltar algunas de las cosas que habían estado acumulándose en mi interior.
Encontré la oportunidad en Columbus, a la altura del ochenta y tantos. Había salido de un bar con un nombre irlandés y clientes hispanohablantes, y caminaba con ese balanceo que es la característica especial de los borrachos y los marineros. Percibí un movimiento en un portal a unos diez o doce metros por delante de mí, pero continué caminando, y cuando el tío salió del portal con un cuchillo en la mano, supe que lo había estado buscando durante horas.
Dijo:
– Vamos, vamos, dame tu dinero.
No era un yonqui. La gente piensa que todos son yonquis, pero no lo son. Los yonquis entran a robar en los apartamentos cuando no hay nadie y se llevan la televisión y las máquinas de escribir, cosas pequeñas que pueden convertir en dinero rápido. No más de un atracador de cada cinco tiene auténtica necesidad. Los otros cuatro lo hacen porque les compensa.
Y les permite creerse muy duros.
Se aseguró de que yo pudiera ver el filo del cuchillo. Estábamos en la oscuridad, pero el filo todavía atrapaba algo de luz y relucía de manera peligrosa ante mí. Era un cuchillo de cocina, con el mango de madera y dieciocho o veinte centímetros de filo.
Dije:
– Tranquilo.
– A ver el puto dinero.
– Claro -dije-. Tranquilo con ese cuchillo. Los cuchillos me ponen nervioso.
Me imagino que tendría unos diecinueve o veinte años. Había tenido un problema de acné no hace muchos años, y tenía las mejillas y el mentón picados. Me incliné hacia el bolsillo del pecho, y con un balanceo rápido bajé el hombro, giré sobre el talón derecho y lo golpeé en la muñeca con el pie izquierdo. El cuchillo salió disparado de su mano.
Trató de recogerlo, y eso fue un error porque el arma había aterrizado detrás de mí y tendría que pelear para conseguirla. Tendría que, una de dos, haber venido directo hacia mí o darse la vuelta y salir corriendo, pero en lugar de eso fue a por el cuchillo y eso fue lo peor que pudo hacer.
Antes de haber avanzado tres metros, ya había perdido el equilibrio. Le puse una mano en el hombro y lo hice girar como una peonza. Le lancé un derechazo con la mano abierta y lo alcancé con la base de la mano justo debajo de la nariz. Gritó, se echó las manos a la cara, y lo golpeé tres o cuatro veces en el estómago. Al ver que se encogía y se retorcía, lo agarré por detrás de la cabeza y subí la rodilla al tiempo que bajaba su cabeza.
El impacto fue directo y firme. Me separé de él y se quedó en cuclillas, aturdido, con las piernas dobladas en ángulo recto a la altura de las rodillas. Su cuerpo no sabía si enderezarse o desplomarse. Tomé la decisión por él: lo agarré por la barbilla y lo empujé. Se levantó, volvió a caer, esta vez de espaldas y se quedó así.
Encontré un fajo grueso de billetes en el bolsillo derecho delantero de sus vaqueros. No estaba tratando de comprar leche para sus hermanos y hermanas hambrientos, este no. Llevaba casi doscientos dólares encima. Le metí un pavo en el bolsillo para el billete de metro y el resto me lo guardé en la cartera. Él se quedó allí tirado, sin moverse y observando toda la operación. Me da la impresión de que no se creía lo que le estaba pasando.
Me incliné sobre una rodilla. Le cogí la mano derecha con mi mano izquierda y acerqué mi cara a la suya. Sus ojos se abrieron de par en par. Estaba atemorizado, y me alegré, porque eso era lo que quería. Quería que supiera lo que era tener miedo y cómo se sentía uno.
Dije:
– Escúchame. Estas calles son duras y peligrosas, y tú no eres lo bastante duro ni peligroso. Será mejor que consigas un trabajo decente porque no puedes desenvolverte aquí, eres demasiado blando para esto. Piensas que es fácil, pero es más duro de lo que hayas podido imaginar, y esta es tu ocasión de aprenderlo.
Doblé los dedos de su mano derecha hacia atrás a la vez hasta que se rompieron. Solo cuatro dedos, dejé el pulgar. Ni gritó. Supongo que el terror bloqueó el dolor.
Me llevé su cuchillo y lo tiré en la primera alcantarilla por la que pasé. Después caminé dos manzanas hasta Broadway y cogí un taxi de vuelta a casa.
13
Creo que en realidad no dormí nada.
Me quité la ropa y me metí en la cama. Cerré los ojos y me introduje rápidamente en el tipo de sueño que puedes tener sin estar completamente dormido, consciente de que es un sueño; mi consciencia quedó a un lado y asistí al sueño como un crítico hastiado en un teatro. Después fueron tomando forma una serie de cosas, y supe que no sería capaz de dormir, y que de todas formas tampoco quería hacerlo.
Entonces le di al grifo de la ducha para que saliera lo más caliente posible, y permanecí junto a la bañera con la puerta cerrada para improvisar un baño de vapor. Durante media hora más o menos estuve intentando extraer todo el agotamiento y el alcohol que había dentro de mí. Después bajé la temperatura del agua lo suficiente como para que se pudiera aguantar. Terminé con un minuto de rocío de agua helada. La verdad es que no sé si es bueno. Supongo que es algo espartano.
Me sequé y me puse un traje limpio. Me senté en la cama y cogí el teléfono. Allegheny tenía el vuelo que yo quería. Salía de LaGuardia a las cinco y cuarenta y cinco y llegaba a mi destino poco después de las siete. Reservé un billete de ida y vuelta, con la fecha de regreso abierta.
El Child's de la Cincuenta y Ocho y la Octava permanece abierto toda la noche. Tomé picadillo de carne de vaca en conserva con huevos y mucho café solo.
Eran cerca de las cinco de la mañana cuando me metí en la parte trasera de un taxi Checker y le dije al conductor que me llevara al aeropuerto.
El vuelo hacía escala en Albany. Por eso tardaba tanto. Aterrizó allí según el horario previsto. Algunas personas se bajaron y otras se subieron, y el piloto retomó el vuelo. Apenas habíamos tenido tiempo de estabilizarnos en la segunda etapa cuando empezamos nuestro descenso. Nos hizo dar unos botes sobre la pista de aterrizaje de Utica, pero no tantos como para quejarse.
– Que tengan un buen día -dijo la azafata-. Tengan cuidado.
Tengan cuidado.
Me daba la impresión de que la gente había estado diciendo esa misma frase en las despedidas durante los últimos años. De repente todo el mundo empezaba a decirlo, como si todo el país se hubiese dado cuenta súbitamente de que el nuestro es un mundo que requiere precaución.
Pensaba tener cuidado. De lo que no estaba tan seguro es de que fuera a tener un buen día.
Cuando llegué al aeropuerto de Utica, eran alrededor de las siete y media. Al poco llamé a Cale Hanniford a su oficina. Nadie contestó.
Probé en su casa y contestó su mujer. Le dije mi nombre y ella me dijo el suyo.
– Señor Scudder -dijo tímidamente-. ¿Está haciendo… algún progreso?
– Van apareciendo cosas -dije.
– Voy a buscar a Cale.
Cuando se puso al teléfono le dije que quería verlo.
– Entiendo. ¿Hay algo que no quiere decir por teléfono?
– Algo así.
– Bien, ¿puede venir a Utica? Para mí sería un trastorno ir a Nueva York a menos que sea absolutamente necesario, pero podría usted volar esta tarde o quizá mañana. No es un vuelo largo.
– Lo sé. Estoy en Utica ahora mismo.
– ¿Ah sí?
– Estoy en una tienda de la cadena Rexall, en la esquina entre Jefferson y Mohawk. Podría pasar a buscarme y nos acercábamos a su oficina.
– Muy bien. ¿En quince minutos?
– Perfecto.
Reconocí su Lincoln y me disponía a cruzar la acera hacia él cuando frenó enfrente de la tienda. Abrí la puerta y me senté a su lado. O bien llevaba traje en casa por costumbre o se había tomado la molestia de ponerse uno para la ocasión. Era un traje azul oscuro, con una raya discreta.
– Debería haberme dicho que iba a venir -dijo-. Podría haber ido a buscarlo al aeropuerto.
– De este modo he tenido la posibilidad de ver algo de su ciudad.
– No es un mal sitio. Probablemente muy tranquilo desde el punto de vista de Nueva York. Aunque eso no es necesariamente algo malo.
– No lo es, no.
– ¿Había estado aquí antes?
– Una vez y fue hace años. La policía local había cogido a alguien que estábamos buscando, por lo que me presenté aquí y me lo llevé a Nueva York. Esa vez hice el viaje en tren.
– ¿Qué tal el vuelo hoy?
– Muy bien.
Se moría de ganas de preguntarme por qué me había presentado ante él así, pero tenía modales. No se habla de negocios a la hora del almuerzo hasta que se ha servido el café, y nosotros no podíamos hablar del nuestro hasta que estuviéramos en su oficina. El almacén de Medicamentos Hanniford estaba en el extremo occidental de la ciudad, y me había recogido justo en el centro. Mantuvimos una pequeña conversación en el trayecto. Él me señalaba cosas que pensaba que podían interesarme, y yo daba muestras de estar ligeramente interesado. Entonces llegamos al almacén. Trabajaban cinco días a la semana y no había ningún otro coche alrededor, solo un par de camiones parados. Aparcó el Lincoln cerca de la zona de carga y descarga y me llevó por una rampa hacia el interior. Luego bajamos caminando hacia su oficina. Encendió la luz, me señaló una silla y se sentó detrás de su mesa.
– Bueno -dijo.
Yo no me sentía cansado. Tendría que haberlo estado, después de pasar la noche anterior sin dormir y bebiendo tanto. Pero no me sentía cansado. Tampoco me sentía muy vivo, pero no cansado.
Dije:
– He venido para informarle. No creo que llegue a saber más sobre su hija de lo que sé, y es todo lo que necesita saber. Podría seguir gastando mi tiempo y su dinero, pero no veo la razón para hacerlo.
– No le ha tomado mucho tiempo.
Su tono era neutral, y me pregunté qué significaría eso. ¿Estaba admirando mi eficiencia o le molestaba que sus dos mil dólares hubieran consumido solo cinco días de mi tiempo?
Dije:
– Me ha llevado el tiempo necesario. No sé si me habría llevado algo menos si usted me lo hubiera contado todo desde el principio. Probablemente no. Aunque me habría facilitado las cosas.
– No le entiendo.
– Puedo entender por qué no lo hizo. Pensaba que yo sabía todo lo que necesitaba saber. Si yo solo hubiera estado buscando hechos puede que hubiera estado en lo cierto, pero yo estaba buscando hechos que pudieran reconstruir una imagen, y me habría ayudado conocer todo lo que había. -Estaba perplejo y me miraba con sus hirsutas y oscuras cejas por encima de la montura de sus gafas. Dije-: La razón de que no le comunicara que iba a venir era que tenía que hacer algunas cosas en Utica. Tomé un vuelo de madrugada hasta aquí, señor Hanniford. He pasado cinco horas enterándome de cosas que usted podría haberme contado hace cinco días.
– ¿Qué tipo de cosas?
– He ido a algunos sitios. Al despacho de estadísticas demográficas del ayuntamiento. A las oficinas del Times-Sentinel. A la comisaría de policía…
– No le he contratado para que ande haciendo preguntas aquí en Utica.
– Usted no me ha contratado, señor Hanniford. Usted se casó con su mujer en… bueno, no creo que sea necesario decirle la fecha. Era el primer matrimonio para los dos.
No dijo nada. Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa, frente a sí.
– Podía haberme dicho que Wendy era hija ilegítima.
– ¿Por qué? Ni ella misma lo sabía.
– ¿Está seguro de eso?
– Sí.
– Yo no. -Exhalé un suspiro-. Dos marines de EE.UU. murieron en el desembarco de Inchon. Uno de ellos era negro, por lo que lo descarté. El otro se llamaba Robert Blohr. Estaba casado. ¿Lo estaba también el padre de Wendy?
– Sí.
– No estoy intentando levantar heridas, señor Hanniford. Creo que Wendy sabía que era ilegítima. Aunque es posible que no sea importante si lo sabía o no.
Se puso en pie y caminó hacia la ventana. Yo permanecí sentado, preguntándome si Wendy sabía lo de su padre. Apostaría diez contra uno a que sí. Su figura tenía un papel principal en la mitología personal de la chica, y ella había pasado toda su vida buscando una encarnación suya. La ambivalencia de sus sentimientos hacia los hombres parecía derivar de algún conocimiento ajeno a lo que le habían contado Hanniford y su madre.
Se quedó de pie junto a la ventana durante un tiempo. Después se dio la vuelta y se me quedó mirando con aire pensativo.
– Quizá debería habérselo dicho -dijo finalmente-. No lo he ocultado a propósito. Además, he pensado poco en la… ilegitimidad de Wendy. Ha sido un capítulo completamente cerrado durante tanto tiempo que no se me ocurrió mencionarlo.
– Puedo entenderlo.
– Ha dicho que tiene algo de lo que informar -dijo. Volvió a su silla y se sentó-. Adelante, Scudder.
Volví a empezar por indiana. En la escuela universitaria, Wendy no estaba interesada en los chicos de su edad, sino siempre en hombres mayores. Había tenido aventuras con algunos de sus profesores, la mayoría de las cuales probablemente fueran relaciones esporádicas, pero al menos una fue algo más que eso, al menos para él. Había tratado de dejar a su mujer. Esta había ingerido pastillas, tal vez en un auténtico intento de suicidio, o tal vez como estratagema para salvar su matrimonio. Puede que ni ella misma supiera cuál era la verdad.
– En cualquier caso, fue un auténtico escándalo. Todo el campus se enteró, tanto si se reconoció oficialmente como si no. Eso explica por qué Wendy se marchó a tan solo un par de meses de la graduación. No podía quedarse allí.
– Naturalmente que no.
– También explica por qué la escuela no se preocupó demasiado por su desaparición. Eso me extrañaba. Por lo que usted dijo, su actitud fue bastante despreocupada. Evidentemente querían que ustedes supieran que se había marchado, pero no estaban preparados para contarles por qué lo había hecho, aunque sabían que tenía buenas razones para marcharse y no se preocuparon por su bienestar.
– Entiendo.
– Se fue a Nueva York, como usted sabe. Empezó a relacionarse con hombres mayores casi de inmediato. Uno de ellos la llevó a Miami. Podría darle el nombre, pero no es importante. Murió hace un par de años. Sería difícil decir ahora el papel que desempeñó en la vida de Wendy; pero además de llevarla a Miami, le permitió dar su nombre cuando ella quiso alquilar el apartamento. Lo consignó como su jefe y él la respaldó cuando la agencia de alquiler llamó.
– ¿Le pagaba el alquiler?
– Es posible. Si le pagaba todo, o solo parte de su manutención en ese momento, es algo que solamente él podría decirle, y no hay forma de preguntárselo. Si quiere mi opinión, no era el único hombre con el que andaba.
– ¿Había varios hombres en su vida al mismo tiempo?
– Creo que sí. Este hombre en concreto estaba casado y vivía con su familia en una zona residencial de las afueras. Dudo que pudiera haber pasado mucho tiempo con ella aunque ambos lo quisieran. Y tengo la sensación de que ella tenía miedo de implicarse demasiado con un hombre. Debió de afectarle mucho que la mujer del profesor ingiriera las pastillas. Si él hubiera llegado a encapricharse con ella lo suficiente como para dejar a su mujer, probablemente se habría comprometido con él, o al menos eso pensaba. Después de su fracaso se cuidó mucho de no dedicarse demasiado a un solo hombre.
– Así que veía a muchos hombres.
– Sí.
– Y aceptaba dinero de ellos.
– Sí.
– ¿Lo sabe por algo en concreto? ¿O es una conjetura?
– Es un hecho. -Le hablé un poco de Marcia Maisel y de cómo fue enterándose de forma gradual de lo que hacía Wendy para mantenerse. No añadí que Marcia había probado la profesión por si le convenía.
Agachó la cabeza, y algo de almidón asomó por los hombros.
– Entonces los periódicos estaban en lo cierto -dijo-. Era una prostituta.
– Una especie de prostituta.
– ¿Qué quiere decir? Eso es como un embarazo ¿No? O se está embarazada o no se está.
– Creo que es más como la honradez.
– ¿Ah sí?
– Algunas personas son más honradas que otras.
– Siempre he pensado que la honestidad también era inequívoca.
– Puede que sea así. Pero yo pienso que hay diferentes niveles.
– ¿Y hay diferentes niveles de prostitución?
– Yo diría que sí. Wendy no hacía la calle. No tenía un cliente tras otro, no le daba su dinero a un chulo.
– ¿No es eso lo que era Vanderpoel?
– No. Luego le hablo de él. -Cerré un momento los ojos. Los abrí y dije-: No hay manera de saberlo con exactitud, pero dudo que Wendy buscara ser prostituta. Probablemente aceptara dinero de unos cuantos hombres antes de que ella misma estuviera dispuesta a ponerse esa etiqueta.
– No le sigo.
– Digamos que un hombre la sacaba a cenar, la llevaba a casa y se iba a la cama con ella. Al salir por la puerta puede que le ofreciera un billete de veinte dólares. Él diría algo como «me gustaría enviarte un gran ramo de flores o hacerte un regalo, pero ¿por qué no aceptas el dinero y te compras algo que te guste?» Puede que las primeras veces ella intentara no aceptarlo. Pero más tarde aprendería a esperarlo.
– Entiendo.
– Eso sería antes de empezar a recibir llamadas de teléfono de hombres que ella no conocía. A muchos hombres les gusta pasarse entre ellos los números de teléfono de las chicas. Algunas veces se trata de un acto de caridad. Otras piensan que de esta manera mejoran su imagen. «Es una chavala estupenda. No es exactamente una puta, pero pásale después discretamente unos cuantos pavos porque no tiene trabajo, ya sabes, y es muy difícil para una chica conseguir algo en esta ciudad». Así que una mañana te despiertas y te das cuenta de que eres una prostituta, al menos según la definición rigurosa del término, pero para entonces ya es tu forma de ganarte la vida y no te parece tan antinatural. Hasta donde he podido averiguar, nunca pedía dinero. Nunca veía a más de un hombre por noche. Rechazaba las citas si no le gustaba el tipo. Incluso ponía el pretexto de un dolor de cabeza si salía con un hombre a cenar y decidía que no quería acostarse con él. Por lo que, aunque se ganaba la vida así, no lo hacía por dinero.
– ¿Quiere decir que disfrutaba con ello?
– Sin duda lo encontraba aceptable. No estaba en manos de ninguna red de trata de blancas. Podía haber encontrado un trabajo si hubiera querido. Podía haber vuelto a su hogar de Utica, o llamar y pedir dinero. Si está preguntando si era una ninfómana, no conozco la respuesta, pero lo dudo. Creo que se sentía obligada.
– ¿Cómo?
Me levanté y me acerqué a su mesa. Esta era de madera oscura y aparentaba unos cincuenta años de antigüedad. Su superficie estaba ordenada: sobre ella había una agenda en un portador de cuero, una bandeja portapapeles de dos pisos, un pincho guardanotas, y un par de fotos enmarcadas. Me observó mientras cogida las fotos y las miraba. Una mostraba a una mujer de aproximadamente cuarenta años, con la mirada perdida y una tímida sonrisa en su rostro. Me di cuenta al instante de que la expresión no era rara en ella. La otra foto era de Wendy, con su media melena, sus ojos resplandecientes y unos dientes tan brillantes como para salir en un anuncio de dentífrico.
– ¿Cuándo fueron tomadas?
– En la graduación del instituto de enseñanza secundaria.
– ¿Y esta es su mujer?
– Sí. No sé cuándo fue tomada. Hace seis o siete años, supongo.
– No veo ningún parecido.
– No. Wendy se parecía a su padre.
– Blohr.
– Sí. Yo no lo conocí. Me han dicho que se parecía a él. No sabría decirle si es así, pero me han dicho que se parece. Se parecía.
Volví a poner la foto de la señora Hanniford en su sitio sobre la mesa. Estudié los ojos de Wendy. Habíamos llegado a intimar demasiado en estos últimos días, ella y yo. Probablemente sabía más de ella de lo que ella misma hubiera querido que supiera.
– Ha dicho que pensaba que se sentía obligada.
Asentí.
– ¿Por qué?
Volví a poner la foto en su sitio. Observé que trataba de no encontrarse con los ojos de Wendy. No lo logró. Los vio y se estremeció.
Dije:
– No soy psicólogo, psiquiatra, ni nada de eso. Simplemente un hombre que una vez fue poli.
– Ya lo sé.
– Puedo hacer conjeturas. Supongo que nunca pudo dejar de buscar a papá. Quería ser la hija de alguien y ellos lo que querían era follársela. Y eso era lo que ella quería porque eso es lo que era su papá, un hombre que se llevó a su mamá a la cama, la dejó embarazada y después se fue a Corea y nunca más se volvió a saber de él. Era alguien que estaba casado con otra, y eso estaba bien, porque los hombres por quienes ella se sentía atraída siempre estaban casados con otras. Buscar a papá podía ponerse difícil, porque si no eres cautelosa, podrías gustarle demasiado y mamá podría tomar muchas pastillas y sería el momento de marcharse. Por eso era más seguro por todos los lados si papá te daba dinero. Entonces todo tenía una base mercantil y papá no perdería la chaveta por ti y mamá no se tomaría pastillas y podías quedarte dónde estabas, no tendrías que irte. No soy psiquiatra y no sé si es así como funciona en los libros de texto o no. Nunca he leído un libro de texto y no he conocido a Wendy. No he entrado en su vida hasta después de que acabara. He intentado meterme en su vida y sin embargo lo que estoy consiguiendo es meterme en su muerte. ¿Tiene algo para beber?
– ¿Disculpe?
– ¿Tiene algo para beber? Como bourbon.
– Ah sí. Creo que hay alguna que otra botella.
¿Cómo podía no saber si tenía licor por ahí?
– Pues venga.
Su cara sufrió algunos cambios interesantes. Empezó preguntándose quién demonios me pensaba que era yo para pedirle nada, y después se dio cuenta de que era irrelevante, se levantó, se dirigió a una vitrina y abrió una puerta.
– Es un Canadian Club -anunció.
– Está bien.
– Creo que no tengo nada para mezclar.
– Perfecto. Traiga la botella y un vaso. -Y si no tiene un vaso así está bien, señor.
Trajo la botella y un vaso de agua y observó con mirada crítica cómo me servía el güisqui hasta rellenar las dos terceras partes del vaso. Me bebí la mitad y lo puse encima de su mesa. Volví a cogerlo rápidamente porque podía dejar una marca, hice unos gestos dubitativos, él los descifró y me ofreció un par de papeles de notas para que los usara como posavasos.
– ¿Scudder?
– ¿Qué?
– ¿Piensa que un psiquiatra podía haberla ayudado?
– No lo sé. Puede que fuera a uno. No he podido encontrar nada en su apartamento que sugiriera que lo hacía, pero es posible. Creo que se estaba ayudando ella sola.
– ¿Viviendo de esa manera?
– Ajá. Llevaba una vida bastante estable. Puede que desde fuera no lo pareciera, pero creo que lo era. Por eso tuvo a esa chica, Maisel, como compañera de piso. Y por eso conectó con Vanderpoel. Su apartamento transmitía una sensación de gran estabilidad. El mobiliario bien escogido. Un lugar acogedor. Creo que los hombres de su vida representaban una etapa que estaba atravesando, y supongo que lo veía así deliberadamente. Los hombres representaban supervivencia física y emocional para el presente, y pienso que contaba con alcanzar un punto en el que no los necesitara nunca más.
Bebí algo más de güisqui. Era un poco dulce para mi gusto y demasiado suave, pero entraba bastante bien.
Dije:
– En cierto sentido me he enterado de más cosas de Richie Vanderpoel que de Wendy. Una de las personas con las que hablé me dijo que todos los hijos de pastores están locos. No sé si eso es cierto, pero lo que pienso es que la mayoría de ellos deben de haberlo pasado mal. El padre de Richie es un tipo muy nervioso, severo y frío. Dudo que le haya mostrado al chico algo de cariño. La madre de Richie se suicidó cuando él tenía 6 años. No tenía hermanos ni hermanas, solo el chico, su padre y un ama de llaves estirada en una casa parroquial que podría servir como mausoleo. Creció con un sentimiento confuso hacia sus padres. Sus sentimientos en esa área se complementaban con los de Wendy, ambos estaban bastante próximos. Por eso se hacían tanto bien el uno al otro.
– ¿Se hacían bien el uno al otro?
– Sí.
– ¡Por el amor de Dios, si él la mató!
– Se hacían bien el uno al otro. Ella era una mujer a la que él no temía, y él era un hombre al que ella no podía confundir con su padre. Fueron capaces de crear una vida familiar que les daba a ambos una cierta seguridad que no habían tenido antes. Y no había ninguna relación sexual que complicara las cosas.
– ¿No se acostaban?
Sacudí la cabeza.
– Richie era homosexual. Al menos había estado actuando con hombres antes de irse a vivir con su hija. A él no le gustaba mucho, no se sentía cómodo con ello. Wendy le dio la oportunidad de abandonar esa vida. Podía vivir con una mujer sin tener que demostrar su virilidad porque ella no lo quería como un amante. Después de conocerla dejó de hacer la ronda de los bares gays. Y creo que también ella dejó de ver a hombres por las noches. No podría demostrarlo, pero al principio ella salía a cenar varias noches a la semana. La cocina de su apartamento estaba llena de comida cuando la vi. Creo que Richie hacía la cena para los dos todas las noches. Le dije hace unos minutos que pensaba que Wendy estaba liberándose de las cosas. Pienso que estaban haciéndolo los dos juntos. Puede que finalmente hubieran empezado a vivir juntos. Puede que Wendy hubiera dejado de verse con hombres por dinero y hubiera salido a buscar trabajo. Solo es una suposición, eso es todo, pero me atrevería a llevar la suposición un poco más lejos. Pienso que podrían haber llegado a casarse, y puede incluso que hubieran hecho que funcionase.
– Eso es muy hipotético.
– Lo sé.
– Lo dice como si hubieran estado enamorados.
– No sé si estaban enamorados, pero no creo que haya duda de que se querían el uno al otro.
Cogió sus gafas, se las puso y se las volvió a quitar. Me serví más güisqui y tomé un pequeño trago. Se quedó sentado largo rato mirándose las manos. De vez en cuando levantaba la vista hacia las dos fotografías de su escritorio.
Finalmente dijo:
– ¿Entonces por qué la mató?
– No hay forma de contestar a eso. Él no guardaba recuerdos del acto, y toda la escena se mezcló con los recuerdos que tenía de la muerte de su madre. De todas formas, esa no es su pregunta.
– ¿No lo es?
– Naturalmente que no. Lo que quiere saber es en qué medida es usted culpable.
No dijo nada.
– Sucedió algo la última vez que vio a su hija. ¿Quiere hablarme de ello?
No quería, no tenía muchas ganas, y le llevó algunos minutos entrar en calor. Me habló vagamente sobre la clase de hija que había sido, brillante, cálida y cariñosa, y sobre lo mucho que la había querido.
Después dijo:
– Cuando tenía… Es difícil recordarlo, pero creo que debía de tener unos ocho años. Ocho o nueve. Siempre se sentaba en mi regazo y me daba abrazos y… abrazos y besos, y me achuchaba un poquito, y…
Paró un momento. No dije nada.
– Un día, no sé por qué sucedió, pero un día estaba en mi regazo y yo… Oh, Dios.
– Tómese su tiempo.
– Me excité. Me excité físicamente.
– Son cosas que pasan.
– ¿Sí? -Sus ojos parecían dos vidrieras -. No podía… no podía ni pensar en ello. Estaba tan indignado conmigo mismo. La quería como se quiere a una hija, al menos siempre había pensado que era eso lo que sentía por ella, y me encontré reaccionando ante ella sexualmente…
– No soy un experto, señor Hanniford, pero pienso que es una cosa muy natural. Tan solo es una respuesta física. Algunas personas tienen erecciones cuando montan a caballo o van en un tren.
– Esto era algo más.
– Puede ser.
– Lo era, señor Scudder. Estaba aterrado por lo que descubrí de mí mismo. Aterrado por lo que pudiera significar, el daño que pudiera ocasionarle a Wendy. Y por eso tomé una decisión meditada ese día. Dejé de acercarme tanto a ella. -Bajó los ojos-. Me alejé. Limité mi cariño hacia ella, el cariño que le manifestaba. Puede que también el cariño que sentía. Hubo menos abrazos y besos. Estaba decidido a no dar la oportunidad de que se repitiera.
Suspiró y clavó los ojos en los míos.
– ¿Cuánto de todo esto suponía usted, Scudder?
– Algo. Hasta pensé que podía haber llegado más lejos.
– No soy un animal.
– La gente hace cosas que usted no creería. Y no siempre son animales. ¿Qué pasó la última vez que vio a Wendy?
– Nunca he hablado con nadie de esto. ¿Por qué tengo que hacerlo con usted?
– No tiene que hacerlo. Pero quiere hacerlo.
– ¿Ah, sí? -Suspiró de nuevo-. Había venido unos días a casa. Todo era como siempre había sido, pero había algo en ella que era diferente. Supongo que ya habría establecido el patrón de relacionarse con hombres mayores.
– Sí.
– Una noche llegó a casa tarde. Había salido sola. Quizás alguien pasó a buscarla, no lo sé. -Cerró los ojos y se centró en aquella noche-. Estaba despierto cuando llegó a casa. No me había quedado esperándola a propósito. Mi mujer se había ido a dormir temprano y yo quería leer un poco. Wendy llegó a casa alrededor de la una o las dos de la mañana. Había estado bebiendo. No se tambaleaba, pero estaba un poco borracha.
»Vi una cara de ella que no conocía. Ella… me hizo proposiciones.
– ¿Tal cual?
– Me preguntó si quería follar. Dijo… cosas obscenas. Describió los actos que quería realizar conmigo. Intentó cogerme.
– ¿Qué hizo usted?
– Le di una bofetada.
– Entiendo.
– Le dije que estaba borracha, que subiera a su cuarto y se metiera en la cama. No sé si la bofetada la despejó, pero una sombra atravesó su rostro, se apartó y subió las escaleras. No sabía qué hacer. Pensé que quizá debería ir a hablar con ella y decirle que estaba todo bien, que lo olvidáramos todo. Al final no hice nada. Estuve sentado durante otra hora más o menos, y después me fui a la cama. -Levantó la mirada-. Y por la mañana ambos fingimos que no había pasado nada. Ninguno de nosotros volvió a hacer mención del incidente.
Bebí lo que quedaba en el vaso. Ahora todo encajaba, hasta la última parte.
– La razón de que no fuera a hablar con ella… Aborrecía la forma en que había actuado. Estaba disgustado. Pero una parte de mí estaba… excitada.
Asentí.
– No estoy seguro de que confiara en mí mismo lo suficiente como para ir a su cuarto esa noche, Scudder.
– No habría pasado nada.
– ¿Cómo lo sabe?
– Todo el mundo guarda algo malo en su interior. Se trata de algo de lo que no se es consciente y no se puede controlar. Usted era capaz de ver lo que estaba pasando. Eso le hacía capaz de controlarlo.
– Puede ser.
Tras un rato dije:
– No creo que tenga mucha culpa de lo ocurrido. Me parece que todo se había desencadenado ya antes de que usted tuviera la posibilidad de haber hecho algo al respecto. Cuando usted reaccionó físicamente a los roces de Wendy sobre su regazo fue algo muy normal. Ella estaba actuando de una forma seductora, aunque, al mismo tiempo, no estoy seguro de que fuera consciente de ello. Todo cuadra: la competencia con su madre, el intento de encontrar a su papá oculto en el interior de cada hombre mayor que encontrara atractivo. Muchas chicas intentan seducir a profesores, ya sabe, y la mayoría de los profesores aprenden a desalentar esa clase de cosas. Wendy tenía un porcentaje de éxito bastante alto. Evidentemente se le daba muy bien.
– Es gracioso.
– ¿El qué?
– Al principio hacía que pareciera una víctima. Ahora parece ser la mala.
– Todos tenemos algo de ambas cosas.
Ninguno de los dos teníamos mucho que decir de camino al aeropuerto. Parecía más relajado que antes, pero no había manera de saber en qué medida se trataba de una mera fachada. Si le había hecho algún bien, había sido más por lo que le había obligado a contarme que por lo que había descubierto para él. Había sacerdotes y psiquiatras que lo habrían escuchado y probablemente le habrían hecho más bien que yo, pero me había elegido a mí.
En un momento dado dije:
– Sea cual sea la culpa que decida asignarse a sí mismo, tenga en cuenta una cosa. Wendy estaba en proceso de enderezar las cosas. No sé cuánto tiempo le hubiera llevado encontrar un camino más limpio de ganarse la vida, pero dudo que hubiera sido más de un año.
– No puede estar seguro de eso.
– Desde luego no puedo demostrarlo.
– Eso lo empeora todo, ¿no es cierto? Lo vuelve más trágico.
– Lo vuelve más trágico. No sé si eso es mejor o peor.
– ¿Qué? Ah sí, ya entiendo. Es una distinción interesante.
Fui al mostrador de Allegheny. Había un vuelo a Nueva York en una hora, y facturé para ese vuelo. Cuando me volví, Hanniford estaba de pie junto a mí con un cheque en la mano. Le pregunté que para qué era. Dijo que yo no había mencionado más dinero y que no sabía lo que era un pago justo, pero que estaba complacido con el trabajo que había hecho para él y quería darme una bonificación.
Yo tampoco sabía lo que era un pago justo. Pero recordé lo que le había dicho a Lewis Pankow. Cuando alguien te da dinero, acéptalo. Y lo acepté.
No lo desplegué hasta que estaba en el avión. Era por mil dólares. No estoy muy seguro de por qué me lo dio.
14
En mi habitación del hotel abrí un diccionario de santos en rústica y estuve hojeándolo. Me encontré a mí mismo leyendo sobre santa María Goretti, nacida en Italia en 1890. Cuando tenía 12 años un joven empezó a hacerle insinuaciones. Finalmente intentó violarla y la amenazó con matarla si se resistía. Pero ella lo hizo, y él la mató, la apuñaló una y otra vez con su cuchillo. Murió al cabo de solo veinticuatro horas.
Tras ocho años de encarcelamiento impenitente, el asesino sufrió un cambio en su corazón, leí. Después de veintisiete años fue puesto en libertad, y el día de Navidad de 1937 procuró comulgar al lado de la madre viuda de María. Desde entonces ha sido citado como un ejemplo por aquellos que abogan por la abolición de la pena capital.
Siempre encuentro algo interesante en ese libro.
Fui a cenar al sitio que estaba junto al hotel, pero no tenía mucho apetito. El camarero se ofreció a guardarme el filete que me sobró en una bolsa. Le dije que no se molestara.
Después me fui a Armstrong's y acabé en la mesa del rincón del fondo, en la que había empezado todo hacía unos días. Cale Hanniford entró en mi vida el martes y ya era sábado. Parecía haber pasado mucho más tiempo.
Yo me impliqué el martes, pero la verdad es que el caso había empezado mucho antes que eso. Di un sorbo de bourbon con café y me pregunté cuándo. Probablemente, más tarde o más temprano habría sido inevitable, pero no sabía en qué momento exacto había ocurrido. Hubo un día en el que Richie Vanderpoel y Wendy se encontraron el uno al otro, y ese tuvo que ser un momento decisivo, pero es posible que sus finales hubieran estado trazados por separado desde mucho antes de esa fecha, y su encuentro únicamente dispusiera que influyeran el uno en el otro. Puede que viniera incluso de más atrás, al morir Robert Blohr en Corea y cortarse Margaret Vanderpoel las venas en su bañera.
Puede que fuera culpa de Eva y de la manzana. Una cosa peligrosa fue otorgar a la humanidad el conocimiento del bien y del mal. Y la capacidad de hacer la elección equivocada más a menudo de lo conveniente.
– ¿Invitas a una dama a una copa?
Levanté la vista. Era Trina, ataviada con ropa de calle y con una sonrisa que se esfumó al ver mi cara.
– Oye -dijo-. ¿Dónde has estado?
– A la caza de pensamientos privados.
– ¿Quieres estar solo?
– Eso es lo último que quiero. Has dicho algo sobre invitarte a una copa.
– Era una idea, sí.
Hice una seña al camarero y pedí un stinger para ella y otro de lo mismo para mí. Me habló sobre un par de clientes extraños que había tenido la noche anterior. Estuvimos charlando durante unas cuantas rondas, y luego ella alargó la mano y me tocó la barbilla con el dedo.
– Oye.
– ¿Sí?
– Oye, tienes mala cara. ¿Problemas?
– He tenido un día fatal. He volado al interior y he tenido una conversación no muy divertida.
– ¿Se trata del asunto del que me hablaste la otra noche?
– ¿Estuve hablando contigo de eso? Sí, supongo que sí.
– ¿Quieres hablar de ello ahora?
– Puede que un poco más tarde.
– Claro.
Estuvimos sentados un rato sin decir gran cosa. El lugar estaba tranquilo, como solía estarlo los sábados. De repente entraron dos chavales y se dirigieron a la barra. No me había dado cuenta de ellos.
– ¿Matt, te pasa algo?
No contesté. El camarero les vendió un par de paquetes de seis y se fueron. Solté el aire que había contenido sin saberlo.
– ¿Matt?
– Solo ha sido un reflejo. Pensé que el bar estaba a punto de ser atracado. Atribúyeselo a los nervios.
– Claro. -Me cogió una mano-. Es tarde ya -dijo.
– ¿Ah, sí?
– Un poco. ¿Me acompañas a casa? Solo está a un par de manzanas.
Vivía en el décimo piso de un edificio nuevo en la Cincuenta y Seis, entre la Novena y la Décima. El portero se sacudió la modorra de encima lo suficiente como para dirigirle una sonrisa.
– Tengo algo de beber -me dijo-, y preparó un café mejor que el de Jimmie. ¿Quieres subir?
– Me gustaría.
Su apartamento era un estudio, una gran sala con un nicho que contenía una cama estrecha. Me mostró dónde colgar el abrigo y sacó un montón de discos. Me dijo que si me ponía el café y le dije que se olvidara del café. Preparó unas copas para los dos. Se acurrucó en un sofá de felpa rojo y yo me senté en un sillón gris y desgastado.
– Un sitio acogedor -dije.
– Está empezando a serlo. Quiero poner algunos cuadros en las paredes y tendría que cambiar algunos muebles, pero mientras tanto me sirve.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
– Desde octubre. Vivía en las afueras de la ciudad y detestaba tener que coger taxis para ir y volver del trabajo.
– ¿Has estado casada, Trina?
– Durante casi tres años. Llevo divorciada cuatro.
– ¿Ves a tu ex?
– No sé ni en qué estado vive. Creo que en la costa, pero no estoy segura. ¿Por qué?
– Por nada. ¿Tienes hijos?
– No. El no quería. Por lo que cuando todo se acabó me alegré de que no los hubiéramos tenido. ¿Y tú?
– Dos chicos.
– Eso debe de ser duro.
– No sé. A veces, supongo.
– ¿Matt? ¿Qué habrías hecho si hubiera habido un atraco esta noche?
Lo pensé.
– Nada, probablemente. La verdad es que no podía hacer nada. ¿Por qué?
– No te viste cuando estaba pasando. Parecías un gato preparado para saltar.
– Reflejos.
– Todos esos años de poli.
– Algo así.
Se encendió un cigarrillo. Cogí la botella y rellené nuestras copas. Después me senté en el sofá junto a ella y le hablé de Wendy y de Richard, se lo conté todo. No sabía si era ella, el alcohol o una combinación de ambos, pero de repente me resultaba muy fácil hablar de ello, y muy importante hacerlo.
Y dije:
– Lo difícil era saber cuánto contarle al hombre. Tenía miedo de lo que pudiera haberle hecho a ella, limitando su cariño hacia ella, o actuando de forma seductora con ella sin saberlo él mismo. Yo no podía encontrar esas respuestas mejor que él, pero otras cosas sí. La muerte, la manera en que murió su hija… ¿Cuánto de eso se supone que le debía contar?
– Bueno, ya lo sabe todo, ¿no es así, Matt?
– Supongo que ya sabe lo que tiene que saber.
– No te sigo.
Empecé a decir algo, pero lo dejé. Serví más bebida en las dos copas. Me miró.
– ¿Estás intentando emborracharme?
– Estoy intentando que ambos nos emborrachemos.
– Bueno, creo que está funcionando. Matt…
Dije:
– Es difícil saber hasta dónde tiene derecho a actuar una persona. Supongo que he estado demasiado tiempo en el cuerpo. Quizá no tendría que haberlo dejado. ¿Sabes de qué te hablo?
Desvió los ojos.
– Algo me contaron una vez…
– Bien, si no hubiera sucedido lo que sucedió, ¿lo habría dejado de todas formas más tarde o más temprano? Siempre me lo pregunto. Tienes una cierta seguridad cuando eres poli. No me refiero a seguridad en el trabajo, sino a seguridad emocional. No había tantas preguntas, y las únicas que surgían tenían respuestas obvias, o al menos en el momento parecían obvias.
»Deja que te cuente una historia. Esto sucedió hace unos diez años. Puede que doce. Además le sucedió a una chica de unos veinte años, en el Village. Fue violada y asesinada en su propio apartamento. Tenía una media de nailon alrededor de su cuello. -Trina se estremeció-. El caso no estaba tan claro, no había nadie circulando por las calles empapado en su sangre. Era uno de esos casos en los que tienes que seguir excavando, investigando a todo aquel que hubiera flirteado con la chica, a todo el que viviera en el edificio, a todo el que la conociera del trabajo, a todos los hombres que habían desempeñado algún tipo de papel en su vida. Dios, debimos de hablar con unas doscientas personas.
»Bien, había un tipo a por el que quería ir desde el principio. Un hijo de puta grande y musculoso que era el conserje del edificio en el que ella vivía. Un ex oficial de la marina licenciado por mala conducta. Lo teníamos fichado. Dos arrestos por asalto, de los que salió libre porque las demandantes no quisieron presentar cargos. Las demandantes en ambos casos eran mujeres.
»Todo eso era motivo suficiente para interrogarlo. Cosa que hicimos. Y cuanto más hablaba con él más claro tenía que ese hijo de puta lo había hecho. A veces resulta evidente.
»Pero tenía una coartada. Conocíamos el momento de la muerte y su mujer estaba preparada para jurar sobre una pila de biblias que en todo el día no había desaparecido de su vista. Y por otro lado no teníamos nada, ni el más mínimo indicio que lo situara en el apartamento de la chica a la hora del asesinato. Nada en absoluto. Ni siquiera una pequeña huella digital, y aunque la hubiéramos tenido, no habría significado nada puesto que era el conserje y podía haberlas dejado al reparar el baño o algo. No teníamos nada, ni una mísera pista, y la única razón por la que sabíamos que lo había hecho era simplemente que lo sabíamos, y a ningún fiscal de distrito se le ocurriría presentar eso ante un gran jurado.
»Por lo que seguimos investigando a cualquier otro que pudiera ser vagamente sospechoso. Y, como es natural, no encontramos a nadie en ninguna parte porque no había ninguna otra parte en la que buscar, y el caso quedó archivado, lo que significa que sabíamos que nunca iba a cerrarse, que en efecto todo estaba cerrado porque nadie se tomaría la molestia de mirarlo nunca más.
Me puse en pie y crucé la habitación. Dije:
– Pero sabíamos que lo había hecho él, ¿entiendes? Y nos estaba volviendo locos. No sé cuántos tíos salen impunes de un asesinato cada año. Muchos más de lo que |a gente se imagina. Sabíamos que el tal Ruddle, sin embargo, era nuestro tipo, y no podíamos hacer nada. Así se llamaba, Jacob Ruddle.
»Por lo que después de que se declarara abierto el caso, mi compañero y yo no pudimos quitárnoslo de la cabeza. Era imposible, no había día en que uno de nosotros no lo sacara a relucir. Así que finalmente fuimos a por él y le preguntamos si estaba dispuesto a someterse a la prueba del polígrafo. ¿Sabes lo que es?
– Un detector de mentiras.
– Un detector de mentiras. Fuimos muy claros con él, le dijimos que podía negarse a hacerlo, también le dijimos que no podía ser utilizado como una prueba en su contra, lo cual era cierto. No estoy seguro de que sea una buena idea, por cierto, pero esa es la ley.
»Aceptó hacerse la prueba. No me preguntes por qué. Puede que pensara que parecería sospechoso si se negaba, aunque ya debía de saber que nosotros estábamos casi seguros de que él la había matado y nada iba a hacer que dejara de parecer sospechoso a nuestros ojos. O puede que pensara sinceramente que podía vencer a la máquina. Bueno, el caso es que se sometió a la prueba, y yo me aseguré de que tuviéramos el mejor operador disponible para hacerlo, y los resultados fueron los esperados.
– ¿Era culpable?
– Sin duda. Le puso al descubierto, pero no había nada que pudiéramos hacer con eso. Le dije que la máquina decía que estaba mintiendo. «Bueno, esas máquinas deben de cometer algunos errores de vez en cuando», dijo, «porque acaba de cometer uno». Y me miró directo a los ojos, y supo que yo no le creía y que no había nada que pudiera hacer al respecto.
– Dios.
Volví y me senté de nuevo junto a ella. Di un trago, cerré los ojos por un momento, y recordé la mirada en los ojos de ese bastardo.
– ¿Qué hicisteis?
– Mi compañero y yo empezamos a darle vueltas. Él quería lanzarlo al río.
– ¿Quieres decir matarlo?
– Liquidarlo, meterlo en cemento y lanzarlo en alguna parte del Hudson.
– No harías algo así.
– No lo sé. Puede que hubiera estado de acuerdo. Entiéndelo, él lo hizo, mató a esa chica, y era muy probable que volviera a hacerlo más tarde o más temprano. Oh, demonios, y eso no era todo. Saber que lo había hecho, saber que él sabía que sabíamos que lo había hecho y enviar a ese bastardo a su casa… Tirarlo al río empezó a parecerme una buena idea, y puede que lo hubiera hecho si no se me hubiera ocurrido algo mejor.
– ¿El qué?
– Yo tenía a un amigo en la brigada de narcóticos. Le dije que necesitaba algo de heroína, mucha, y le dije que se la devolvería toda. Entonces una noche que Ruddle y su mujer estaban fuera de su casa, yo mismo me colé allí y peiné el lugar tan bien como casi nunca se ha hecho. Metí la heroína en el interior de un toallero. Pegué una bolsita en la boya de la cisterna, dejé toda esa mierda por cada escondite verdaderamente obvio que pude encontrar.
»Después regresé con mi amigo de narcóticos, y le dije que sabía dónde podía encontrar un buen alijo. El tío se presentó allí, con una orden de registro y todo, y Ruddle estuvo en el interior de Dannemora antes de saber lo que le había pasado. -De repente sonreí-. Fui a verle entre el juicio y la fecha de la sentencia. Toda su defensa consistía en que no tenía ni idea de cómo esa heroína había llegado allí y, como era de esperar, el jurado no se pasó toda la noche discutiendo el caso. Fui a verlo y le dije: «Ya sabes, Ruddle, es una lástima que no puedas someterte a un detector de mentiras. Así la gente creería que no sabías de dónde había salido la heroína». Solo levantó la vista hacia mí porque entonces entendió todo lo que había ocurrido y se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer al respecto.
– Dios.
– Le cayeron de diez a veinte años por tenencia ilícita de drogas. A los tres años de su sentencia tuvo un enfrentamiento con otro presidiario y recibió un navajazo mortal.
– Dios.
– Lo cierto es que te preguntarás hasta qué punto una persona tiene derecho a dar vueltas a las cosas de esa manera. ¿Teníamos derecho a tenderle esa trampa? Yo no podía permitir que anduviera suelto por ahí, y ¿de qué otro modo podría haberlo pillado? Pero si no hubiéramos podido hacerlo, ¿habríamos tenido derecho a tirarlo al río? Esa es una pregunta más difícil de contestar. Tengo muchos problemas con eso. Debe de existir una cuerda y es difícil saber hasta dónde se puede tirar de ella.
Un poco más tarde dijo que estaba llegando su hora de acostarse.
– Me iré -dije.
– A menos que prefieras quedarte.
Resultó que estábamos muy bien el uno con el otro. Por un rato todas las preguntas difíciles desaparecieron y permanecieron en lugares oscuros.
Después me dijo que debía quedarme.
– Prepararé el desayuno por la mañana.
– Está bien.
Y, ya adormilada, dijo:
– ¿Matt? Esa historia que has contado antes. La de Ruddle…
– Ajá.
– ¿Qué es lo que te hizo pensar en ella?
En cierto modo quería contársela, probablemente por la misma razón que le había contado la historia. Pero no podía hacerlo, ya que no podía hablarle de Cale Hanniford.
– Tan solo las similitudes de los casos -dije-. Otro caso de una chica violada y asesinada en el Village. Una cosa me ha llevado a la otra.
Murmuró algo que no pude entender. Cuando estuve seguro de que dormía profundamente salí de la cama y me vestí. Caminé las dos manzanas hasta mi hotel y fui a mi habitación.
Pensé que tendría problemas para dormir, pero fue más fácil de lo que esperaba.
15
El servicio acababa de empezar cuando llegué. Me senté en uno de los bancos de atrás, cogí un libro pequeño y negro del estante y encontré por dónde iban. Me había perdido la invocación y el primer himno, pero llegué a tiempo para escuchar la lectura de la Palabra de Dios.
Parecía más alto de lo que recordaba. Quizá el púlpito daba una sensación de altura. Su voz era fuerte e imponente, y leyó la Palabra de Dios con absoluta seguridad.
– Dios habló de esta manera, yo soy el Señor tu Dios, el que te sacó de la tierra de Egipto, el que te sacó de la esclavitud.
»No adorarás a otros dioses.
»No adorarás a ningún ídolo, o a ninguna imagen de aquello que esté arriba en el cielo, en el agua, en la tierra o por debajo de esta; no te doblegarás ante ellas, ni las servirás, puesto que yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castiga la iniquidad de los padres sobre las terceras y cuartas generaciones de aquellos que me odian; y que muestra misericordia hacia los miles que me aman y cumplen mis Mandamientos…
La sala no estaba muy concurrida. Puede que hubiera unas ochenta personas, la mayoría de ellas de mi edad o mayores, y solo unos cuantos grupos familiares con niños. La iglesia podía albergar cuatro o cinco veces esa cantidad. Me imagino que la mayoría de los fieles habían hecho la peregrinación a las afueras de la ciudad en los últimos veinte años, y los antiguos vecinos irlandeses e italianos eran ahora negros y puertorriqueños.
– Honra a tu padre y a tu madre, que tus días pueden ser largos sobre la tierra que el Señor tu Dios te donó.
¿Habría asistido más gente hoy que de costumbre? Su pastor había sufrido una gran tragedia personal. No había dicho la misa del sábado anterior. Esta sería su primera aparición oficial desde el asesinato y el suicidio. ¿La curiosidad habría atraído a más gente? ¿O el comedimiento y la pena -y el aire frío de la mañana- los mantendría en casa?
– No matarás.
Declaraciones inequívocas, estos mandamientos. No admiten ninguna discusión. No es «no matarás salvo en circunstancias especiales».
– No cometerás adulterio…, no dirás falsos testimonios contra tu prójimo.
Me froté un punto de la sien que palpitaba. ¿Podría verme? Recordé sus gruesas gafas y decidí que no. Y yo estaba en un banco bastante alejado y hacia el lateral.
– Escuchad también lo que nuestro Señor Jesucristo dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Este es el primer y gran mandamiento. Y el segundo es tan importante como este. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Sobre estos dos mandamientos se apoyan la ley y los profetas».
Nos levantamos y cantamos un salmo.
El servicio duró un poco más de una hora. La lectura del Antiguo Testamento fue de Isaías, y la del Nuevo, de Marcos. Hubo otro himno, una plegaria y otro himno. El pastor hizo la ofrenda y consagró. Yo dejé cinco dólares en la bandeja.
El sermón, como prometió, trataba de la proposición de que el camino al infierno estaba pavimentado de buenas intenciones. Martin Vanderpoel nos dijo que no era suficiente que actuáramos teniendo en mente los objetivos mejores y más honrados, porque el mejor de los propósitos podría ser traicionado si está seguido de acciones no tan buenas ni honradas.
No presté demasiada atención a su desarrollo, porque mi mente se había quedado con la tesis central del argumento y jugaba con ella. Me preguntaba si sería peor para los hombres actuar mal por una buena razón o actuar bien por una mala razón. No era la primera vez que me lo preguntaba ni sería la última.
Después nos pusimos en pie. Él alargó sus brazos, de los que colgaba la túnica como las alas de un pájaro enorme, y dijo con voz viva y resonante:
– La paz de Dios, que supera todo entendimiento, mantenga vuestros corazones y mentes en el conocimiento y amor de Dios y de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor; y que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, esté entre vosotros, y permanezca con vosotros para siempre. Amén.
Amén.
Algunas personas salieron rápidamente de la iglesia sin pararse a dedicarle unas palabras al reverendo Vanderpoel. El resto se puso en fila para darle la mano. Me puse al final de la fila. Cuando llegó mi turno me ignoró. Sabía que mi cara le resultaba familiar, pero no sabía de qué.
Después dijo:
– ¡Vaya, si es el señor Scudder! La verdad es que no esperaba verlo en nuestros servicios.
– Ha sido agradable.
– Me complace oírle decir eso. No esperaba volver a verlo, ni albergaba la esperanza de que nuestro encuentro fortuito pudiera conducirlo a buscar la presencia de Dios. -Miró por encima de mi hombro, con media sonrisa en los labios-. El Señor trabaja de forma misteriosa, ¿no es cierto?
– Eso parece.
– Que esta tragedia particular tenga este efecto sobre una persona como usted… Me imagino que podré utilizar un tema como este en algún sermón.
– Me gustaría hablar con usted, reverendo Vanderpoel. En privado, creo.
– Oh, querido -dijo-. Hoy ando muy apurado de tiempo, lo siento. Estoy seguro de que tiene gran cantidad de preguntas sobre la religión. Las preguntas que lo embargan a uno siempre parecen requerir una respuesta inmediata, pero…
– No quiero hablar de religión, señor.
– ¿Ah, no?
– Es sobre su hijo y Wendy Hanniford.
– Ya le dije todo lo que sabía.
– Lo siento, pero tengo que contarle algunas cosas, señor. Más le vale que tengamos esta conversación ahora y que sea en privado.
– ¿Ah, sí? -Me miró fijamente, y observé la lucha de las emociones en su rostro-. Muy bien -dijo-. Tengo algunos deberes que atender. Solo será un momento.
Esperé, y no fueron más de diez minutos. Después me cogió amigablemente del brazo, me llevó a la parte trasera de la iglesia y atravesamos una puerta hacia la casa parroquial. Acabamos en la sala en la que habíamos estado anteriormente. El fuego eléctrico seguía encendido en el centro, y él volvía a estar delante, en pie, calentándose las alargadas manos.
– Me gusta tomar un café después de los oficios de la mañana -dijo-. ¿Se une a mí?
– No, gracias.
Abandonó la sala y volvió con café.
– ¿Y bien, señor Scudder? ¿Qué es eso tan urgente? -Su tono era deliberadamente vivo, pero había tensión por debajo de él.
– He disfrutado del oficio de esta mañana -dije.
– Sí, eso ha dicho, y me complace escucharlo. Sin embargo…
– Esperaba un texto diferente del Antiguo Testamento.
– Isaías es difícil de comprender, estoy de acuerdo. Un poeta y un hombre de amplias miras. Hay algunos comentarios interesantes sobre la lectura de hoy si está usted interesado.
– Esperaba que la lectura pudiera ser del Génesis.
– Ah, no empezaremos con él hasta el día de Pentecostés, ya sabe. ¿Pero por qué el Génesis?
– En realidad, una parte del Génesis.
– ¿Ah sí?
– El capítulo veintidós.
Cerró los ojos un momento y frunció el ceño, concentrado. Los abrió y se encogió de hombros a modo de disculpa.
– Normalmente tengo buena memoria para los capítulos y versículos. Será una de las consecuencias del proceso de envejecimiento, lo siento. ¿Lo busco?
Dije:
– «Después de esto, Dios quiso poner a prueba a Abraham, y lo llamó, Abraham; y él dijo, aquí estoy. Y dijo, toma a tu hijo, tu único hijo Isaac, a quien tú más amas, y ve a la región de Moria; y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré».
– La tentación de Abraham. «Dios se proveerá de un cordero para un holocausto». Un bonito pasaje. -Sus ojos se fijaron en mí-. Qué raro que pueda recitar una cita de las Escrituras, señor Scudder.
– Tuve la ocasión de leer ese pasaje el otro día. Y se me quedó grabado.
– ¿Ah sí?
– Pensé que podría querer explicarme el capítulo.
– En otro momento, sin duda, pero no termino de ver la urgencia de…
– ¿Está seguro?
Se me quedó mirando. Me puse en pie y di un paso hacia él. Dije:
– Yo creo que sí. Creo que podría explicarme los interesantes paralelismos entre Abraham y usted mismo. Podría contarme que pasa cuando Dios no se siente agradecido por el hecho de que uno le proporcione un cordero para el holocausto. Podría decirme más sobre el camino al Infierno, que está pavimentado con buenas intenciones.
– Señor Scudder…
– Podría decirme por qué asesinó a Wendy Hanniford. Y por qué permitió que Richie muriera en su lugar.
16
– No sé de qué está hablando.
– Creo que sí lo sabe, señor.
– Mi hijo cometió un horrible asesinato. Estoy seguro de que no sabía lo que estaba haciendo en el momento de su acto. Lo perdono por lo que hizo, y ruego a Dios que lo perdone…
– Yo no soy uno de sus feligreses, señor. Soy un hombre que sabe todo lo que usted pensaba que nadie llegaría a descubrir. Su hijo no había matado a nadie hasta que se mató a sí mismo.
Se quedó sentado durante largo rato, asimilándolo todo. Inclinó un poco la cabeza. Por su postura parecía estar rezando, pero no creo que estuviera haciéndolo. Cuando habló, su tono no fue tanto de defensa como de curiosidad, con palabras que estaban muy cerca de una admisión de culpabilidad.
– ¿Qué le hace… pensar eso, señor Scudder?
– Me he enterado de muchas cosas. Y al final han cuadrado todas.
– Cuénteme.
Asentí. Quería hacerlo porque había estado sintiendo la necesidad de contárselo todo a alguien. No lo hice con Cale Hanniford. Me había faltado poco para contárselo a Trina, e incluso había empezado a insinuárselo, pero al final tampoco pude.
Vanderpoel era la única persona a la que podía decírselo.
Dije:
– El caso era evidente. Así es como la policía lo vio, y era la única manera de verlo. Pero yo no empecé buscando al asesino. Empecé intentando averiguar cosas sobre Wendy y su hijo, y a medida que me iba enterando de cosas me iba resultando más difícil aceptar la idea de que él la hubiera matado.
»Lo que lo delató fue su aparición en la acera, cubierto de sangre y actuando de manera histérica. Pero si consigues quitarte eso de la mente, toda la idea de que él sea el asesino se viene abajo. Se fue de repente del trabajo en mitad de la tarde. No había planeado hacerlo. Eso podía haber sido fingido. Pero en cambio llegó con un problema de indigestión y su jefe finalmente logró convencerlo de que se fuera.
»Después llegó a casa con el tiempo justo de violarla, matarla y salir corriendo a la calle. No había estado actuando de manera extraña durante el día. Lo único raro que tuvo fue su dolor de estómago. Teóricamente irrumpió donde estaba ella y algo le hizo perder completamente la cabeza.
»¿Pero qué fue? ¿Un repentino deseo sexual? Él vivía con la chica, y podía suponerse que podía hacerle el amor cuando quisiera. Y a medida que me he ido enterando de más cosas sobre él, más me he ido convenciendo de que nunca hizo el amor con ella. Vivían juntos, pero no dormían juntos.
– ¿Qué le lleva a decir eso?
– Su hijo era homosexual.
– Eso no es cierto.
– Me temo que sí.
– Las relaciones entre hombres son una abominación a los ojos de Dios.
– Eso puede ser. Yo no soy ninguna autoridad. Richie era homosexual. Él no se sentía a gusto con ello. Tengo entendido que le resultaba imposible sentirse bien con cualquier tipo de sexualidad. Tenía muchos sentimientos confusos sobre usted, sobre su madre, y eso le imposibilitaba mantener una relación sexual real.
Pasé junto al falso fuego. Me pregunté si la chimenea sería falsa también. Me volví y miré a Martin Vanderpoel. No había cambiado de posición. Continuaba sentado en su silla, con las manos sobre las rodillas, y la vista puesta sobre el trozo de tapete que quedaba entre sus pies.
Dije:
– Parece que Richie había alcanzado una estabilidad con su relación con Wendy. Había logrado controlar su vida, y me imagino que era relativamente feliz. Pero una tarde llegó a casa y algo le hizo desmoronarse. ¿Qué fue eso?
El no dijo nada.
– Puede que entrara y la encontrara con otro hombre. Pero eso no tendría sentido, pues, ¿por qué iba a ofenderlo eso tanto? Él debía de saber cómo se ganaba la vida, saber que veía a otros hombres por las tardes mientras él estaba en el trabajo. Además, se habrían encontrado huellas de ese otro hombre. No se habría escapado tan rápidamente cuando Richie empezó a dar cuchilladas.
»¿Y dónde tenía Richie la navaja? Él usaba una maquinilla eléctrica. Ya ningún chaval de 20 años se afeita con navaja. Algunos llevan navajas, de la misma manera que otros llevan cuchillos, pero Richie no era de esos.
»¿Y qué hizo con la navaja después? Los polis resolvieron que la tiró por la ventana o que la lanzó en alguna parte y que alguien la cogió y se fue con ella.
– ¿Eso no es plausible, señor Scudder?
– Ajá. Si hubiera tenido una navaja, para empezar. Y también era posible que hubiera utilizado un cuchillo en lugar de una navaja. La cocina estaba llena de cuchillos. Pero estuve en esa cocina, y todos los armarios y cajones estaban perfectamente cerrados, y uno no coge un cuchillo para matar brutalmente a alguien en un arranque de pasión y luego se acuerda de cerrar el cajón. No, solo había una manera de que cobrara sentido para mí. Richie llegó a casa y se encontró a Wendy muerta o agonizante, y eso lo dejó sin sentido. No pudo controlarse.
Mi dolor de cabeza estaba volviendo a aparecer. Me froté la frente con el nudillo. No me hizo mucho bien.
– Me dijo usted que la madre de Richie había muerto cuando él era bastante pequeño.
– Sí.
– No me dijo que se suicidó.
– ¿Cómo se ha enterado de eso?
– Cuando algo ha quedado registrado, señor, cualquiera puede encontrarlo si se toma la molestia de buscarlo. No tuve que indagar mucho para obtener esa información. Todo lo que tuve que hacer fue pensar en buscarla. Su mujer se suicidó en la bañera cortándose las venas. ¿Utilizó una navaja de afeitar?
Me miró.
– ¿Su navaja, señor?
– No veo qué importancia puede tener eso.
– ¿De veras? -Me encogí de hombros-. Richie entró y se encontró a su madre muerta en un charco de sangre. Después, catorce años más tarde, entra en un apartamento de la calle Bethune y se encuentra a la mujer con la que estaba viviendo muerta en su cama. También a navajazos, y también sobre un charco de sangre.
»Me imagino que, en cierto sentido, Wendy era como una madre para él. Debieron de desempeñar un montón de diferentes papeles sustitutos en las vidas del otro. Pero de repente Wendy se convirtió en su madre muerta, y Richie no fue capaz de controlarlo, y terminó haciendo algo que estoy seguro de que no hubiera sido capaz de hacer antes.
– ¿El qué?
– Tuvo relaciones sexuales con ella. Fue una simple reacción incontrolable. Ni siquiera se tomó el tiempo de quitarse la ropa. Cayó sobre ella y tuvo relaciones sexuales con ella, y cuando acabó salió corriendo por las calles y empezó a gritar a pleno pulmón, porque su cabeza estaba atormentada por el hecho de haber mantenido relaciones sexuales con su madre y ahora estaba muerta. Puede entender lo que pensaba, señor. Pensaba que se la había follado hasta matarla.
– Dios -dijo.
Me pregunto si alguna vez lo había pronunciado de esa manera anteriormente.
Mi dolor de cabeza seguía empeorando. Le pregunté si podía darme alguna aspirina. Me dijo cómo podía encontrar el baño del primer piso. Había aspirinas en el botiquín. Cogí dos y bebí la mitad de un vaso de agua.
Cuando volví a entrar en la habitación él seguía sin cambiar de posición. Me senté en la silla y lo miré. Había mucho más y lo iríamos sacando, pero quería esperar a que lo asimilara.
Dijo:
– Esto es increíble, señor Scudder.
– Sí.
– Nunca había considerado la posibilidad de que Richard fuera inocente. Simplemente asumí que lo había hecho. Si lo que usted piensa es cierto…
– Lo es.
– Entonces él murió por nada.
– Murió por usted, señor. Él fue el cordero del holocausto.
– No puede creer seriamente que yo maté a esa chica.
– Sé que lo hizo, señor.
– ¿Cómo es posible que pueda saber eso?
– Usted se encontró con ella en primavera.
– Sí. Creo que se lo dije la última vez que estuvo aquí.
– Escogió un día que Richie estuviera en el trabajo. Quería conocer a esa chica porque le molestaba la idea de que Richie viviera en pecado con ella.
– Ya le conté eso.
– Sí, es cierto. -Tomé aire-. Wendy Hanniford era una gran tentación para los hombres mayores, hombres que funcionaban para ella como figuras paternas. Se mostraba agresiva en situaciones que implicaban a un hombre que la atrajera. Logró seducir a varios de sus profesores en la escuela universitaria.
»Se encontró con usted, y se sintió atraída por usted. No es difícil imaginar la razón. Usted es la mismísima figura autoritaria de un hombre. Severo e intimidante. Y por encima de todo era el verdadero padre de Richie, que estaba viviendo con ella como si fueran hermanos.
– Son meras conjeturas suyas, señor Scudder.
– Se fue a la cama con ella. Puede que fuera la primera vez que se acostaba con alguien desde que murió su mujer. No podría asegurarlo, y no es importante. Pero se fue a la cama con ella, y creo que le gustó porque continuó haciéndolo. Usted pensaba que era un pecado, pero eso no cambiaba las cosas porque se sentía bien pecando.
»Seguramente la odiaba. Incluso después de muerta me habló de ella como si fuera el mismísimo demonio. En ese momento pensé que estaba justificando la actuación de su hijo. Yo no creía que él la hubiese matado, pero sí que usted lo pensaba.
»Entonces usted me dijo que él admitió su culpa.
No dijo nada. Miré cómo se limpiaba el sudor de la frente, y cómo se limpiaba a su vez las manos en la sotana.
– Eso no tenía por qué significar nada. Podía haberse convencido de que Richie se había arrepentido antes de morir. O podía haberlo admitido ante usted porque estaba muy confundido después del hecho. Todo era una confusión para él. Le dijo a su abogado que encontró a Wendy muerta en la bañera. Con un poco más de reflexión debió de asumir que la había matado él aunque no pudiera recordarlo.
»Pero cuanto más averiguaba sobre Wendy, más difícil se me hacía imaginarla como el mal. No dudo de que tuviera un efecto maligno sobre las vidas de ciertas personas. Pero ¿por qué le parecía el mal a usted? En realidad había tan solo una explicación para ello, señor. Ella le hizo hacer algo de lo que se sentía avergonzado. Y eso hizo que hiciera algo aún más vergonzoso. Usted la mató.
»Lo planeó, llevó su navaja consigo y tuvo relaciones sexuales con ella una última vez antes de matarla.
– Eso es mentira.
– No lo es. Puedo incluso decirle cómo lo hizo. La autopsia mostró que había tenido sexo oral y vaginal poco antes de su muerte. Richie había tenido relaciones genitales con ella, por lo que usted, señor, se desnudó y dejó que ella le hiciera una felación y entonces sacó su navaja y la acuchilló hasta darle muerte. Después se fue a casa y dejó que su hijo cargara con la culpa.
Me levanté y me planté frente a su silla.
– Le diré lo que pienso. Pienso que es un hijo de puta. Sabía que Richie llegaría a casa del trabajo en un par de horas. Sabía que descubriría el cuerpo. No tenía por qué saber que se volvería loco, pero sabía que los polis lo cogerían y le cargarían el mochuelo. Usted lo expuso a ello.
– ¡No!
– ¿No?
– Iba a llamar a… la policía. Iba a informar del crimen de forma anónima. Ellos habrían encontrado el cuerpo mientras él estaba todavía en el trabajo. Habrían sabido que no tenía nada que ver, habrían culpado a alguno de sus clientes, alguien desconocido. Nunca habrían pensado…
– ¿Por qué no lo hizo?
Luchó por recobrar el aliento. Dijo:
– Dejé el apartamento. La cabeza me daba vueltas, y estaba… terriblemente desconcertado por lo que había hecho. Y entonces vi que Richie se dirigía a su casa. Él no me vio a mí. Le vi subir las escaleras, y supe… supe que era demasiado tarde. Ya estaba en la escena.
– Entonces dejó que subiera las escaleras.
– Sí.
– ¿Y cuando fue a verlo a la cárcel?
– Quise contarle. Quise… decirle algo. Pero… no pude.
Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza entre las manos.
Dejé que se quedara así durante un rato. No lloraba, no emitía ningún sonido, solo estaba allí sentado mirando hacía algún lugar del lado oscuro de su alma. Finalmente me levanté y cogí una petaca de media pinta de bourbon de mi bolsillo. Le quité la tapa y le ofrecí.
No estaba bebiendo nada.
– No bebo alcohol, señor Scudder.
– Considérelo como una ocasión especial.
– No bebo alcohol. No lo permito en mi casa.
Pensé en eso y decidí que no estaba en posición de establecer reglas. Di un largo trago.
Dijo:
– No puede demostrar nada de todo eso.
– ¿Está seguro?
– Solo son conjeturas. Una gran cantidad de ellas, de hecho.
– Hasta ahora no ha negado nada.
– No, de hecho lo he confirmado, ¿no es cierto? Pero negaré haberle dicho todo eso. No sabe ni una pequeña parte de la verdad.
– Tiene toda la razón.
– Entonces no entiendo qué es lo que está insinuando.
– No puedo demostrar nada. Sin embargo la policía sí podrá cuando se lo cuente. Antes no tenían ninguna razón para investigar. Pero empezarán a hacerlo, y descubrirán algo. Empezarán pidiéndole un informe de sus movimientos el día del asesinato. No podrá dárselo. Eso no significa nada por sí solo, pero sí lo suficiente para que ellos continúen indagando. Todavía tienen el apartamento precintado. Hasta ahora no habían tenido una razón de buscar huellas. Estoy seguro de que no recorrió toda la casa limpiando.
»Querrán ver su navaja. Si ha comprado una nueva desde entonces, se preguntarán por qué. Registrarán todo su armario buscando manchas de sangre. Supongo que estaba desnudo cuando la mató, pero habrán quedado restos de sangre en alguna que otra cosa y no se habrán quitado todas.
»Montarán un caso reuniendo las piezas, y ni siquiera necesitarán tenerlo entero porque usted se derrumbará en cuanto empiecen a interrogarlo. Se derrumbará por completo.
– Puede que sea más fuerte de lo que piensa, señor Scudder.
– No es tan fuerte como estricto. Se derrumbará. No podría decirle a cuántos sospechosos he interrogado. Eso le da a uno una muy buena idea de quién se derrumbará con facilidad. Usted es pan comido.
Me miró y desvió los ojos.
– Pero la cuestión no es si se derrumbará usted o no, ni si ellos construirán un caso o no, porque lo único que ellos tienen que hacer es empezar a mirar y darán con usted. He echado un vistazo a su vida, reverendo Vanderpoel. Una vez que empiecen, estará acabado. Ya no subirá más al púlpito los sábados por la mañana a leer la Palabra de Dios a sus feligreses. Será un desgraciado.
Se quedó unos minutos en silencio. Cogí mi petaca y di otro trago. Beber estaba en contra de su religión. Pues asesinar está en contra de la mía.
– ¿Qué es lo que quiere, señor Scudder? Tengo que decirle que no soy un hombre rico.
– ¿Disculpe?
– Supongo que podría fijar unos pagos regulares. No podría permitirme mucho, pero podría…
– Yo no quiero dinero.
– ¿No estaba intentando chantajearme?
– No.
Me miró con el ceño fruncido, perplejo.
– Entonces no entiendo.
Le dejé pensar en ello.
– ¿Ha ido a la policía?
– No.
– ¿Tiene intención de ir?
– Espero no tener que hacerlo.
– No entiendo lo que quiere decir.
Di otro pequeño trago. Cerré la petaca y la metí en mi bolsillo. Del otro bolsillo saqué un pequeño frasquito de píldoras.
Dije:
– Las encontré en el botiquín del apartamento de la calle Bethune. Eran de Richie. Se las habían recetado hace quince meses. Son Seconal, pastillas para el sueño.
»No sé si Richie tenía problemas de sueño o no, pero era evidente que no las tomaba. El bote estaba lleno. Hay treinta pastillas. Creo que las compró con la idea de suicidarse. Mucha gente hace falsos intentos como ese. A veces tiran las píldoras cuando cambian de idea. Otras las conservan para simplificar las cosas si deciden acabar con sus vidas un poco más tarde. Y hay personas que encuentran una cierta seguridad en tener los medios de suicidio a mano. Dicen que los pensamientos autodestructivos ayudan a pasar muchas malas noches.
Me dirigí hacia él y coloqué el frasquito encima de la mesilla que había junto a su silla.
– Hay bastantes -dije-. Si una persona se las tomara todas y se fuese a dormir, no despertaría.
Me miró.
– Lo tiene todo calculado.
– Sí. No he podido pensar en muchas otras cosas.
– Espera que me quite la vida.
– Su vida está acabada, señor. Es solo una cuestión de la manera de acabar con ella.
– ¿Y si me tomo esas pastillas?
– Dejará una nota. Está abatido por la muerte de su hijo, y no encuentra una razón para seguir viviendo. No estará muy lejos de la verdad, ¿no es cierto?
– ¿Y si me niego?
– Iré a la policía el martes por la mañana.
Respiró profundamente varias veces. Después dijo:
– ¿De veras piensa que sería tan malo permitirme seguir viviendo, señor Scudder? Llevo a cabo una valiosa función, ya sabe. Soy un buen pastor.
– Quizá lo sea.
– Sinceramente pienso que hago algún bien en este mundo. No un enorme bien, pero alguno sí. ¿Es absurdo que quiera seguir haciendo el bien?
– No.
– Y no soy un criminal, usted sabe. Maté a… esa chica.
– Wendy Hanniford.
– La maté. Ah ya, usted lo ha visto como un acto calculado, llevado a cabo a sangre fría, ¿no es así? ¿Sabe cuántas veces juré no volver a verla? ¿Sabe cuántas noches me mantuve en vela, luchando con los demonios? Y, más aún, ¿sabe cuántas veces fui a su apartamento con la navaja en el bolsillo, desgarrado entre el deseo de matarla y el miedo de cometer un pecado tan monstruoso? ¿Sabe algo de eso?
No dije nada.
– La maté. Pase lo que pase, no volveré a matar a nadie. ¿Puede decir con sinceridad que constituyo un peligro para la sociedad?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Es malo para la sociedad que los asesinos salgan indemnes.
– Pero si hago lo que usted sugiere, nadie sabrá que he dado mi vida por esa razón. Nadie sabrá que fui castigado por asesinato.
– Yo lo sabré.
– Será usted juez y jurado, entonces. ¿Es eso justo?
– No. Pero su fin sí lo será, señor.
Cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla. Yo quería otro trago, pero dejé la petaca en el bolsillo. El dolor de cabeza seguía ahí. La aspirina no había hecho efecto.
– Considero el suicidio como un pecado, señor Scudder.
– Yo también.
– ¿En serio?
– Sin duda. De lo contrario, probablemente me habría matado hace años. Hay pecados peores.
– El asesinato.
– Ese es uno de ellos.
Fijó los ojos en mí.
– ¿Piensa que soy un hombre malo, señor Scudder?
– No soy un experto en eso. El bien y el mal. Tengo muchos problemas para entender esas cosas.
– Conteste a mi pregunta.
– Pienso que ha tenido usted buenas intenciones. Antes ha estado hablando sobre eso.
– ¿Y he pavimentado un camino al Infierno?
– Bueno, yo no sé adónde se dirige el camino, pero hay muchos desastres a lo largo de la carretera, ¿no cree? Su mujer cometió suicidio. Su amante fue acuchillada hasta morir. Su hijo se volvió loco y se colgó por algo que no hizo. ¿Eso lo convierte en bueno o malo? Tendrá que resolverlo usted mismo.
– Tiene la intención de ir a la policía el martes por la mañana.
– Sí.
– Y de la otra manera, usted guardará silencio.
– Sí.
– Ah, y ¿qué pasa con usted, señor Scudder? ¿Es usted una fuerza del bien o del mal? Estoy seguro de que usted mismo se habrá hecho esa pregunta.
– De vez en cuando.
– ¿Cómo responde a eso?
– De manera ambivalente.
– ¿Y ahora, con este acto? ¿Obligándome a suicidarme?
– Eso no es lo que estoy haciendo.
– ¿No lo es?
– No. Le estoy permitiendo suicidarse. Pienso que es un maldito loco si no lo hace, pero no le estoy obligando a hacer nada.
17
El lunes por la mañana me desperté temprano. Cogí un Times en la esquina y lo leí por encima del bacon, los huevos y el café. Un taxista había sido asesinado en el East Harlem. Alguien le había clavado un picahielos a través de uno de los agujeros de aire de la plaza de separación. Todo el mundo que leyera el Times sabía una nueva manera de cargarse a un taxista.
Fui al banco en cuanto abrió y deposité la mitad del cheque de mil dólares de Cale Hanniford. Me llevé el resto en efectivo, luego caminé unas cuantas manzanas hacia la oficina de correos e hice un giro postal por unos cuantos cientos de dólares. Me envié un sobre a mi habitación del hotel, le puse un sello, cogí el teléfono y llamé a Anita.
Dije:
– Te voy a enviar unos cuantos pavos.
– No tienes que hacerlo.
– Bueno, saca algo para los niños. ¿Cómo están?
– Bien, Matt. Ahora están en el colegio, naturalmente. Van a sentir haberse perdido tu llamada.
– De todas formas, por teléfono no es muy agradable. Estaba pensando que podía coger entradas para el partido de los Mets del viernes por la noche. Si no puedes llevarlos al Coliseum yo podría enviarles un taxi a casa. Si tú crees que a ellos les gustaría ir.
– Sé que les gustaría. Puedo llevarles en coche sin problemas.
– Bueno, voy a ver si puedo conseguir entradas. Seguro que no son muy difíciles de conseguir.
– ¿Debo decírselo o esperar a que tengas las entradas de verdad? ¿O querrás decírselo tú mismo?
– No, díselo tú. Por si tienen algún otro plan.
– Cancelarían cualquier cosa por ir al partido contigo.
– Bueno, salvo que sea algo importante.
– Podrían volver a la ciudad contigo. Podrías reservarles una habitación en tu hotel y subirlos al tren al día siguiente.
– Ya veremos.
– Vale. ¿Y tú cómo estás, Matt?
– Bien. ¿Y tú?
– Perfecta.
– ¿Las cosas andan igual entre George y tú?
– ¿Por qué?
– Solo preguntaba.
– Seguimos viéndonos si es a lo que te refieres.
– ¿Piensa conseguir el divorcio de Rosalie?
– No hablamos de eso. Matt, tengo que irme, me están tocando el claxon.
– Claro.
– Dime lo de las entradas.
– Claro.
No venía en la primera edición del Post, pero alrededor de las dos de la tarde tenía la radio puesta en un canal de noticias y lo dijeron. El reverendo Martin Vanderpoel, párroco de la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge, había sido hallado muerto en su dormitorio por su ama de llaves. La muerte ha sido provisionalmente atribuida, pendiente de la autopsia, a la ingestión voluntaria de una sobredosis de barbitúricos. El reverendo Vanderpoel fue identificado como el padre de Richard Vanderpoel, quien se había suicidado recientemente tras haber sido arrestado por el asesinato de Wendy Hanniford en el apartamento que los dos habían compartido en Greenwich Village. El reverendo Vanderpoel había dejado una nota diciendo que estaba profundamente abatido por la muerte de su hijo, y este abatimiento lo había llevado, como era evidente, a quitarse la vida.
Apagué la radio y me quedé sentado alrededor de media hora, más o menos. Después recorrí la manzana hasta St. Paul's y puse cien dólares en el cepillo, una décima parte de lo que había recibido como bonificación de Cale Hanniford.
Me senté en el fondo durante un rato y pensé en un montón de cosas.
Antes de marcharme encendí cuatro velas. Una por Wendy, otra por Richie y la habitual para Estrellita Rivera.
Y, naturalmente, una por Martin Vanderpoel.
Lawrence Block