Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

John Irving

La cuarta mano

1. El hombre atacado por un león

Imaginad a un hombre joven que se encamina hacia un suceso cuya duración no pasará de medio minuto: la pérdida, mucho antes de llegar a una edad mediana, de la mano izquierda.

En su infancia fue un alumno prometedor, un chico equitativo y simpático, aunque no se distinguiera por su originalidad. Los compañeros de clase que aún recordaban de sus días escolares al futuro receptor de una mano no le habrían calificado de atrevido. Más adelante, en la escuela de enseñanza media, y a pesar del éxito que tenía con las chicas, pocas veces se reveló como un muchacho audaz ni, ciertamente, temerario. Si bien su apostura era irrefutable, el aspecto más atrayente que recordaban sus novias de entonces era que lo sometía todo a la consideración de ellas.

Mientras estudiaba en la universidad, nadie habría predicho que su destino era la fama. «Era tan poco estimulante…», comentó una de sus antiguas novias.

Otra joven, con la que él tuvo una breve relación en la escuela para estudiantes graduados, se mostró de acuerdo. Según ella, «carecía de la confianza propia de alguien capaz de hacer algo especial».

El muchacho en cuestión siempre tenía en los labios una sonrisa, aunque con un punto de aflicción, como le ocurre a quien sabe que te ha visto antes pero no puede recordar con exactitud la ocasión. Muy bien podría estar pensando si el encuentro anterior tuvo lugar en un funeral o en un burdel, lo cual explicaría que en su sonrisa se diera una inquietante combinación de pesadumbre y azoramiento.

Tuvo un lío con la directora de su tesis de licenciatura, lo cual era o un reflejo o un motivo de la falta de dirección que evidenciaba el joven como estudiante graduado. Más adelante (ella estaba divorciada y tenía una hija casi adulta) la mujer afirmaría: «Nunca puedes confiar en un hombre tan guapo. Además, era una de esas típicas personas que no desarrollan su potencial… no se trataba de un caso tan irremediable como te parecía al principio. Querías echarle una mano, querías cambiarle. Y, con toda franqueza, querías hacer el amor con él».

A su modo de ver, de repente aparecía en él una especie de luz antes ausente, que llegaba y desaparecía como un cambio de color al final del día, como si no existiera ninguna distancia demasiado grande para esa luz. Al mencionar «su vulnerabilidad al desdén», la directora hizo hincapié en «lo conmovedora que eran.

Pero ¿qué decir sobre la decisión de someterse a una operación de trasplante de mano? ¿No diríais que sólo un aventurero o un idealista correría el riesgo necesario para adquirir una mano nueva?

Ninguno de sus conocidos afirmaría jamás que era un aventurero o un idealista, pero sin duda fue idealista en el pasado. En su adolescencia debió de haber albergado sueños, y aunque sus objetivos fueran privados y no los manifestara, lo cierto es que al menos había tenido objetivos.

La directora de su tesis, que se encontraba a gusto en el papel de experta, daba cierta importancia a la pérdida de los padres cuando el joven todavía estudiaba la carrera. Pero sus padres lo habían previsto todo y, a pesar de su fallecimiento, el hijo gozaba de una absoluta seguridad financiera. Podría haber seguido en la universidad hasta conseguir un puesto de profesor numerario, o podría haber asistido a la escuela para graduados durante el resto de su vida. Sin embargo, aunque siempre había sido un buen estudiante, a ninguno de sus profesores le pareció jamás que tuviera una motivación excepcional. No tomaba la iniciativa, y se limitaba a aceptar lo que le ofrecían.

Tenía todas las características de quien se ha adaptado a la pérdida de una mano y saca el mejor partido de sus limitaciones. Quienes le conocían estaban seguros de que acabaría por ser un manco sin el menor asomo de amargura por su condición.

Además, era periodista de televisión y, para lo que hacía, ¿no le bastaba con una mano?

Pero él estaba seguro de que quería una nueva mano, y había comprendido a la perfección todo aquello que, en el aspecto médico, podía salir mal cuando le hicieran el trasplante. Y lo que no lograba entender explicaba por qué hasta entonces nunca le había tentado experimentar; carecía de imaginación para concebir la inquietante idea de que la nueva mano no sería del todo suya. Al fin y al cabo, de entrada había sido la mano de otra persona.

El hecho de que fuese periodista de televisión no podía ser más adecuado. La mayoría de ellos son bastante listos, en el sentido de que tienen rapidez mental y van directos a lo que importa. En televisión no puedes andarte con dilaciones. Un tipo que decide recibir un trasplante de mano no vacila, ¿verdad?

En fin, se llamaba Patrick Wallingford y, sin sombra de titubeo, habría trocado su fama por una nueva mano izquierda. Cuando ocurrió el accidente, Patrick estaba promocionándose en el mundo del periodismo televisivo. Había trabajado para dos de las tres cadenas principales, y se quejaba una y otra vez de la mala influencia que tenían los índices de audiencia sobre los noticiarios. ¿Cuántas veces había sucedido que algún director ejecutivo, más familiarizado con el lavabo de caballeros que con la sala de realización, tomaba una «decisión de marketing» que hacía peligrar una noticia? (Wallingford opinaba que los ejecutivos de los noticiarios se habían rendido por completo a los expertos en marketing.)

Para decirlo claramente, Patrick creía que las expectativas financieras que tenían las cadenas con respecto a sus nuevos departamentos estaban matando a los noticiarios. ¿Por qué se esperaba que éstos fuesen tan rentables como los programas llamados de diversión? ¿Por qué se presionaba a un departamento de informativos aunque sólo fuese para obtener beneficios? Las noticias no eran lo que ocurría en Hollywood; las noticias no eran las Series Mundiales ni la Super Bowl. Las noticias (y Wallingford se refería a las auténticas noticias, es decir, los reportajes en profundidad) no deberían competir por los índices de audiencia con las comedias o las telenovelas.

En noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, Patrick Wallingford trabajaba todavía para una de las grandes cadenas. Le entusiasmaba hallarse en Alemania con ocasión de semejante acontecimiento histórico, pero le recortaban continuamente los reportajes que enviaba desde Berlín, a veces hasta la mitad de la duración que él creía que merecían. Un director ejecutivo le dijo en la sala de redacción de Nueva York: «Ninguna noticia en la categoría de política exterior vale una mierda».

Cuando las corresponsalías de esa misma cadena en el extranjero empezaron a cerrar, Patrick siguió los pasos de otros periodistas de televisión y se incorporó a una cadena que sólo se ocupaba de noticias. No era una cadena muy buena, pero por lo menos era un canal que emitía noticias internacionales durante las veinticuatro horas del día.

¿Era Wallingford lo bastante ingenuo para creer que una cadena especializada en noticias no tendría en cuenta sus índices de audiencia? Lo cierto era que el canal internacional concedía demasiada importancia a los índices, actualizados minuto a minuto, capaces de señalar cuándo aumentaba o disminuía la atención de los telespectadores.

No obstante, sus colegas en los medios de comunicación se mostraban de acuerdo, con ciertas reservas, en que Wallingford parecía destinado a ser presentador. Su apostura era indiscutible, tenía unas facciones bien marcadas, perfectas para la televisión, y había adquirido la experiencia indispensable como reportero. Curiosamente, la hostilidad de la esposa de Wallingford figuraba entre los principales costes de esa experiencia adquirida.

Ahora estaban divorciados. Él culpaba a los viajes, pero la que entonces era su esposa sostuvo que el problema consistía en las demás mujeres. Lo cierto es que a Patrick le atraían los encuentros sexuales fortuitos, y le seguían atrayendo tanto si viajaba como si no.

Poco antes de su accidente fue objeto de una demanda de paternidad. Aunque el tribunal le absolvió, puesto que el resultado de un análisis del ADN fue negativo, la simple acusación de paternidad aumentó el rencor de su esposa. Más allá de la flagrante infidelidad de su marido, ella tenía un motivo adicional para estar molesta. Aunque deseaba tener hijos desde hacía mucho tiempo, Patrick se había negado en redondo a satisfacerla. (Una vez más, echó la culpa a los viajes.)

Marilyn, la ex esposa de Wallingford, solía decir que le gustaría que su ex marido hubiera perdido algo más que la mano izquierda. Volvió a casarse enseguida, quedó embarazada y tuvo un hijo; entonces se divorció de nuevo. Marilyn también solía decir que, pese a lo mucho que había anhelado ser madre, el dolor del parto superaba al que experimentó Patrick cuando perdió la mano.

Patrick Wallingford no era un hombre irascible; un estado de ánimo generalmente apacible le caracterizaba tanto como su buen aspecto. Sin embargo, el dolor de perder la mano izquierda era la posesión que Wallingford defendía con más empeño. Le enfurecía que su ex mujer trivializara su dolor al considerarlo inferior al de ella cuando «simplemente», como él solía decir, dio a luz.

Tampoco conservaba siempre la calma ante la afirmación, por parte de su ex esposa, de que era un mujeriego redomado. Él opinaba que nunca lo había sido, lo cual significaba que no seducía a las mujeres, sino que se limitaba a dejarse seducir por ellas. Nunca las buscaba; eran ellas quienes le buscaban a él. Era el equivalente masculino de la chica que no podía decir que no, una actitud de adolescente, según Marilyn. (Patrick se aproximaba a la treintena cuando su mujer pidió el divorcio, pero, según ella, seguía siendo un muchacho.)

El puesto de presentador, al que parecía destinado, seguía eludiéndole, y tras el accidente sus posibilidades de obtenerlo disminuyeron. Algún director ejecutivo mencionó «el factor aprensión». ¿Quién quiere ver las noticias de la mañana o la noche presentadas por un individuo que responde al tipo de perdedor y víctima, a quien un león hambriento ha arrancado una mano de un mordisco? Puede que el suceso no llegara a treinta segundos (la noticia íntegra sólo duraba tres minutos), pero nadie que tuviera un televisor había dejado de verlo. Durante un par de semanas se emitió una y otra vez en todo el mundo.

Wallingford se encontraba en la India. Su cadena de televisión especializada en noticias, a la que, debido a su inclinación hacia lo catastrófico, los esnobs de la elite en los medios de comunicación llamaban «Desastre Internacional» o el «Canal de las Calamidades», le había enviado a un circo indio en Gujarat. (Ninguna cadena de noticias juiciosa habría enviado a un reportero desde Nueva York a un circo en la India.)

El Gran Circo Ganesh actuaba en Junagadh, y una de las jóvenes trapecistas se había caído en plena actuación. Era famosa por «volar», como se denomina el trabajo de tales volatineros, sin red de seguridad, y aunque no murió a causa de aquella caída desde veinticinco metros de altura, su marido, que también era su entrenador, sí perdió la vida al intentar atraparla. El cuerpo que caía a plomo lo mató, pero al menos impidió que ella se estrellara contra el suelo.

De inmediato el gobierno indio prohibió los vuelos sin red, y el Gran Ganesh, entre otros circos pequeños de la India, expresó su protesta. Durante años y años, cierto ministro del gobierno, un activista demasiado entusiasta de los derechos de los animales, había intentado que se prohibiera el uso de éstos en los circos indios, y por esta razón los circos eran muy susceptibles a cualquier intervención del gobierno. Además, el director del Gran Circo Ganesh, muy exaltado, le confesó a Patrick Wallingford ante la cámara que el público llenaba la carpa una tarde tras otra precisamente porque los trapecistas no usaban red.

Lo que Wallingford había observado era el sorprendente estado de deterioro de las mismas redes. Desde donde se encontraba, en la tierra seca y compacta, el «suelo» de la carpa, al mirar hacia arriba vio las roturas y los desgarrones en la cuadrícula de cuerdas. La red en mal estado parecía una colosal telaraña destrozada por un pájaro presa del pánico. Era dudoso que pudiera soportar el peso de un niño que se cayese, y aún menos el de un adulto.

Muchos de los artistas eran niños, en su mayoría muchachas. A Patrick le explicaron que sus padres las habían vendido al circo para que tuvieran una vida mejor, con lo cual querían decir una vida más segura. No obstante, el elemento de riesgo en el Gran Ganesh era enorme. El exaltado director había dicho la verdad: el público llenaba la carpa cada tarde y noche para ver accidentes, y a menudo las víctimas de esos accidentes eran niños. Como artistas de circo eran aficionados con talento, pequeños y buenos atletas, pero tenían un entrenamiento superficial.

A todo buen periodista le habría interesado la razón de que la mayoría de los pequeños fueran niñas, y Wallingford, tanto si uno creía como si no en la evaluación de su carácter efectuada por su ex mujer, era un buen periodista, con una inteligencia que radicaba principalmente en su capacidad de observación, y la experiencia televisiva le había enseñado la importancia de adelantarse con rapidez a lo que podría salir mal.

Eso de adelantarse era al mismo tiempo lo admirable y lo equivocado en el medio de la televisión, que obtiene su fuerza de las crisis y no de las causas. Lo que más decepcionaba a Patrick de sus misiones como reportero era la frecuencia con que se pasaba por alto o se hacía caso omiso de una noticia más importante. Por ejemplo, la mayoría de los artistas infantiles de un circo indio eran niñas porque sus padres no habían querido que fuesen prostitutas. Y en el peor de los casos, los niños no vendidos a un circo serían mendigos (o se morirían de hambre).

Pero a Patrick Wallingford no le habían enviado a la India para que informara de tales detalles. La noticia era otra: una trapecista, una mujer adulta que se vino abajo desde veinticinco metros de altura, había aterrizado en los brazos de su marido y, en su caída, le ocasionó la muerte. El gobierno indio había intervenido, y el resultado era que todos los circos de la India se manifestaban en contra de la ley por la que ahora sus volatineros tenían que usar red de seguridad. Incluso la trapecista que recientemente había enviudado, la mujer que cayó, secundaba la protesta.

Wallingford la había entrevistado en el hospital, donde se recuperaba de una rotura de cadera y cierta lesión sin concretar en el bazo, y ella le dijo que volar sin red de seguridad era lo que daba al vuelo su morbo especial. Por supuesto, lloraba a su difunto marido, pero éste también había sido volatinero, también había caído y sobrevivido al percance. Sin embargo, dio a entender la viuda, era posible que en realidad no se hubiera librado de las consecuencias de aquel primer error, y el hecho de que ella se le hubiera caído encima podía significar la conclusión del episodio anterior e inacabado.

Wallingford se dijo que esa manera de pensar era interesante, pero su jefe de información, a quien todo el mundo despreciaba cordialmente, se mostró decepcionado por la entrevista. Y todo el personal de la sala de redacción en Nueva York consideró que la trapecista parecía «demasiado tranquila»; preferían que sus víctimas de desastres estuvieran histéricas.

Por otro lado, la volatinera convaleciente había dicho que su marido estaba ahora «en brazos de la diosa en la que creía», una frase seductora. Lo que quería decir era que su esposo había creído en Durga, la diosa de la destrucción. La mayoría de los trapecistas creen en Durga, una deidad a la que se representa generalmente con diez brazos. «Los brazos de Durga tienen la finalidad de asirte y sostenerte, si alguna vez te caes», explicó la viuda.

Eso sí que era interesante para Wallingford, pero no para los miembros de la sala de redacción en Nueva York, quienes dijeron que estaban «hartos de religión». El jefe de informativos de Patrick le informó de que últimamente habían emitido demasiadas noticias de contenido religioso. Wallingford se dijo que aquel Dick, como se llamaba el jefe de informativos, no servía ni a Dios ni al diablo.

Dick envió a Patrick de regreso al Gran Circo Ganesh, en busca de «color local complementario». El jefe de informativos argumentó además que el director del circo era más franco que la trapecista.

Patrick no se abstuvo de protestar.

– Hablar sobre los artistas infantiles tendría más interés -adujo sin rodeos.

Pero, al parecer, en Nueva York también estaban «hartos de niños».

– Limítate a obtener más información del director -advirtió Dick a Wallingford.

Los leones de la jaula, que figuraban como fondo de la última entrevista, compartían el nerviosismo del director: se mostraban cada vez más inquietos y sus rugidos eran más poderosos. El reportaje que Wallingford enviaba desde la India era el deseado final sorpresivo del noticiario. Los leones harían que ese final fuese todavía mejor si rugían con fuerza.

Era el día de reparto de la carne, y los musulmanes que la traían se habían retrasado. El furgón de la televisión, la cámara y el equipo de sonido, así como el cámara y la técnico de sonido, les habían intimidado. Toda aquella tecnología, extraña para ellos, los había detenido en sus pasos, pero el motivo principal de su detención era la técnico de sonido.

Era una mujer rubia y alta, con tejanos ajustados, auriculares y un cinturón de herramientas del que pendían una serie de accesorios que a los musulmanes debían de parecerles propios de hombres: tenazas para el alambre, un manojo de abrazaderas y cables, y algo que podría ser un densímetro. También llevaba una camiseta de media manga y no usaba sujetador.

Wallingford sabía que era alemana porque la noche anterior se había acostado con ella. La joven le habló del primer viaje que hizo a Goa, de vacaciones, con otra chica alemana, tras el cual ambas decidieron que jamás querrían vivir en ningún lugar excepto la India.

La otra chica enfermó y regresó a su país, pero Monika encontró la manera de permanecer en la India. Así se llamaba: «Monika con ka», le había dicho. «Los técnicos de sonido podemos vivir en cualquier parte -le explicó-. Cualquier parte donde haya sonido.»

– Quizá te gustaría vivir en Nueva York -le sugirió Patrick-. Allí hay mucho sonido, y el agua es potable. -Sin pensarlo dos veces, añadió-: En estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York.

– ¿Por qué «en estos momentos»? -le preguntó ella.

Esto era un síntoma de la dificultad que Patrick Wallingford tenía en el trato con las mujeres. Decir cosas sin ninguna razón era similar a la manera en que accedía a las insinuaciones que le hacían las mujeres. No había ninguna razón para decir «en estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York», excepto la de seguir hablando. Era la debilidad con que se plegaba a lo que las mujeres querían de él, la aceptación tácita de sus insinuaciones, lo que había enfurecido a la esposa de Wallingford, quien le telefoneó a su habitación del hotel precisamente cuando se estaba tirando a Monika con ka.

Había diez horas y media de diferencia horaria entre Junagadh y Nueva York, pero Patrick fingió desconocer si la India estaba diez horas adelantada o retrasada. Lo único que dijo cuando le llamó su esposa fue:

– ¿Qué hora es ahí, cariño?

– Estás jodiendo con alguna, ¿no es cierto? -le preguntó ella.

– No, Marilyn, qué va -le mintió. Debajo de su cuerpo, la chica alemana permanecía inmóvil. Wallingford trató de imitarla, pero permanecer inmóvil durante el acto amoroso es probablemente más difícil para un hombre que para una mujer.

– Sólo he pensado que te gustaría conocer los resultados de tu prueba de paternidad -le dijo Marilyn, unas palabras que ayudaron a Patrick a mantenerse quieto-. Bueno, son negativos… no eres el padre. Supongo que esquivaste esa bala, ¿no es cierto?

– No hay derecho a que te hayan dado los resultados de mi análisis de sangre -fue todo lo que se le ocurrió decir a Wallingford-. Algo tan personal como un análisis de sangre.

Debajo de él, Monika con ka se puso rígida. Sentía frío en la zona que había estado caliente.

– ¿Qué análisis de sangre? -susurró al oído de Patrick.

Pero Wallingford llevaba puesto un preservativo; la técnico de sonido alemana estaba protegida de la mayor parte de los peligros, si no de todos. (Patrick siempre usaba preservativo, incluso con su mujer.)

– ¿Quién es esta vez? -gritó Marilyn en el otro extremo de la línea-. ¿A quién te estás tirando en este mismo momento?

Wallingford tenía dos cosas claras: que su matrimonio no podía salvarse y que él no quería salvarlo. Como siempre le sucedía con las mujeres, Patrick se mostró conforme.

– ¿Quién es ésa? -gritó su mujer de nuevo, pero, en vez de responderle, Wallingford sostuvo el micrófono del aparato ante los labios de la alemana.

Tuvo que apartarle de la oreja un mechón de cabello rubio antes de susurrarle al oído:

– Anda, dile tu nombre.

– Monika… con ka -dijo la chica alemana al aparato.

Wallingford colgó, dudando de que Marilyn llamase de nuevo. No lo hizo, pero entonces tuvo que explicarle muchas cosas a Monika con ka. No fue aquélla una plácida noche con un sueño profundo.

Por la mañana, en el Gran Ganesh, la manera en que las cosas empezaron a desarrollarse fue un tanto decepcionante. Las repetidas quejas del director del circo contra el gobierno indio no despertaban ni mucho menos el interés que suscitaba la descripción de la diosa de diez brazos en la que creían todos los volatineros, como aquella trapecista accidentada.

¿Acaso estaban sordos y ciegos en la sala de redacción de Nueva York? ¡La viuda en su cama de hospital había sido una gran noticia! Y Wallingford aún quería contarla en el contexto de la trapecista que caía sin red de seguridad. Los acróbatas infantiles eran el contexto, aquellos niños que habían sido vendidos al circo.

¿Y si hubieran vendido a la misma trapecista cuando era pequeña? ¿Y si su futuro marido hubiera sido rescatado de una infancia sin futuro, tan sólo para encontrarse con semejante destino: su mujer cayendo en sus brazos desde veinticinco metros de altura, bajo el techo de la gran carpa? Eso sí que habría o interesante.

En cambio, Patrick estaba entrevistando al repetitivo director del circo ante la jaula de los leones, una trillada imagen circense que era lo que en Nueva York entendían por «color local complementario».

No era de extrañar que la entrevista pareciera decepcionante comparada con la noche que Wallingford había pasado con la técnico de sonido alemana. Monika con ka, su camiseta y la ausencia de sujetador estaban causando una visible impresión en los portadores de la carne, a quienes ofendían las prendas de la joven, o la falta de suficientes prendas. Con su temor, su curiosidad, su indignación por la inmoralidad, habrían sido mejores y más fieles como color local complementario que el fatigoso director del circo.

Los musulmanes permanecían cerca de la jaula de los leones, como bajo los efectos de una fuerte impresión, pero parecían demasiado atemorizados o demasiado atónitos para acercarse más. En sus carretillas de madera había montones de carne olor dulzón, que causaba una repugnancia infinita a la comunidad circense, en su mayoría hindú y vegetariana. Naturalmente, los leones también olían la carne.y estaban claramente irritados por el retraso.

Cuando los leones se pusieron a rugir, el cámara los enfocó con el zoom, y Patrick Wallingford, al percibir un momento de verdadera espontaneidad, acercó el micrófono a los barrotes la jaula. Consiguió un final más sorpresivo de lo que esperaba.

Una pata salió velozmente de entre dos barrotes, y una garra se clavó en la muñeca izquierda de Wallingford. Este dejó caer el micrófono. En menos de dos segundos, el brazo izquierdo, hasta el codo, había sido introducido en la jaula. El hombro izquierdo se golpeó contra los barrotes, y la mano izquierda, hasta unos tres centímetros por encima de la muñeca, estaba en la boca de un león.

En el tumulto resultante, otros dos leones compitieron con primero por la muñeca y la mano de Patrick. Intervino el domador, quien no estaba lejos de los animales, golpeándoles en los morros con una pala. Wallingford mantuvo la conciencia el tiempo suficiente para reconocer la pala, que se usaba especialmente para recoger los excrementos de león. (Había visto cómo la usaban sólo unos minutos antes.)

Patrick perdió el sentido en las inmediaciones de las carretillas de la carne, no lejos de donde Monika con ka se había desvanecido solidariamente. Pero, al desplomarse, la joven alemana había caído sobre una de las carretillas, causando una notable consternación a los portadores de la carne, y cuando volvió en sí descubrió que, mientras yacía inconsciente sobre la húmeda carne, le habían robado el cinturón con las herramientas.

La técnico de sonido alemana afirmó, además, que durante su desmayo alguien le había manoseado los senos, como lo demostraban los moratones en forma de huellas dactilares que tenía en ambos pechos. Sin embargo, no había huellas de manos entre las manchas de sangre que tenía su camiseta. (Unas manchas debidas a la carne.) Era más probable que los moratones en los senos fuesen el resultado de su noche de amor con Patrick Wallingford. Quienquiera que fuese lo bastante audaz para birlarle el cinturón de las herramientas probablemente no había tenido valor para tocarle los pechos. Los auriculares estaban en su sitio.

En cuanto a Wallingford, lo apartaron a rastras de la jaula de los leones, sin que se diera cuenta de que la mano y la muñeca izquierdas habían desaparecido, aunque veía que los leones seguían peleándose por algo. En el mismo momento en que el olor dulzón del carnero llegó a su olfato, observó que los musulmanes contemplaban pasmados su colgante brazo izquierdo. (La fuerza con que el león le había tirado del brazo descoyuntó el hombro de la articulación.) Y al mirar, comprobó que le había desaparecido el reloj. No lamentaba demasiado haberlo perdido, pues había sido un regalo de su esposa. Por supuesto, nada podía impedir que el reloj se deslizara; la mano y la juntura grande de la muñeca izquierda también habían desaparecido.

Como no había ningún rostro conocido entre los musulmanes portadores de la carne, sin duda Wallingford confió en localizar a Monika con ka, afligida pero no menos cariñosa. Por desgracia la muchacha alemana estaba tendida boca arriba sobre una de las carretillas de la carne, la cara vuelta hacia el otro lado.

Al ver, si no el rostro, por lo menos el perfil de su imperturbable cámara, quien jamás había flaqueado a la hora de cumplir con su responsabilidad principal, Patrick experimentó cierto amargo consuelo. El resuelto profesional se había acercado a la jaula de los leones, y los filmó mientras ellos se entregaban al no muy agradable acto de compartir lo poco que quedaba de la muñeca y la mano de Patrick. ¡Para que hablen de un buen final sorpresivo!

Durante la semana siguiente, e incluso más días, Wallingford contempló una y otra vez las imágenes de su mano arrebatada y consumida. Le sorprendía que el ataque le recordara algo desconcertante que le dijo su directora de tesis cuando ella puso fin a su relación sentimental: «Durante cierto tiempo ha sido halagador estar con un hombre capaz de concentrarse tan profundamente en una mujer. Por otro lado, tu propia personalidad está tan poco concentrada, que sospecho que podrías concentrarte en cualquier mujer». No sabía qué diablos había querido decir con eso, ni por qué la pérdida de la mano devorada le había hecho recordar las quejosas observaciones de la mujer.

Pero lo que más afligía a Wallingford, en el medio minuto escaso que tardó un león en arrancarle la muñeca y la mano, era que las impresionantes imágenes de sí mismo no correspondían al aspecto de Patrick Wallingford tal como siempre había sido antes del suceso. No había tenido ninguna experiencia previa de terror absoluto. Lo más duro del dolor llegaría más tarde.

En la India, y por razones que nunca estuvieron claras, el ministro que también era un activista de los derechos de los animales utilizó el ataque sufrido por el periodista occidental para reforzar la cruzada contra los malos tratos que se daba a los animales en los circos. Wallingford nunca supo qué relación tenía el hecho de que le hubieran devorado la mano con los malos tratos que sufrían los leones.

Lo que le preocupaba era que el mundo entero le había visto gritar y retorcerse de dolor y espanto; se había mojado los pantalones ante la cámara, si bien es cierto que ni un solo telespectador reparó en ese detalle, pues llevaba pantalones oscuros. De todos modos, fue objeto de conmiseración por parte de millones de personas, ante las cuales había sido públicamente desfigurado.

Incluso cinco años después, cada vez que Wallingford recordaba el episodio o soñaba con él, lo que más destacaba en su mente era el efecto del analgésico, un producto que no se podía obtener en Estados Unidos, o por lo menos eso era lo que le había dicho el médico indio. Desde entonces Wallingford había tratado de averiguar de qué sustancia se trataba.

Fuera cual fuese su nombre, lo cierto era que el medicamento había hecho que la conciencia de Patrick se elevara por encima del dolor, al tiempo que le dejaba totalmente desvinculado del mismo dolor. Le había hecho sentirse como el indiferente observador de otra persona, y, al elevarle la conciencia, la medicina hizo mucho más que aliviarle el dolor.

El médico que le recetó el medicamento, presentado en cápsulas de color azul cobalto («Tome sólo una, señor Wallingford, cada doce horas»), era un parsi que le había tratado en Junagadh, inmediatamente después del ataque del león.

– Es para el mejor sueño que tendrá jamás, pero también para el dolor -añadió el doctor Chothia-. No tome nunca dos. Ustedes, los americanos, siempre se toman las píldoras a pares. No lo haga con ésta.

– ¿Cómo se llama? -inquirió Wallingford con suspicacia-. Supongo que tiene un nombre.

– Después de que se tome una, no recordará cómo se llama -replicó jovialmente el doctor Chothia-. Y no oirá su nombre en Estados Unidos… ¡la FDA [1] jamás la aprobará!

– ¿Por qué? -le preguntó Wallingford. Aún no había tomado la primera cápsula.

– ¡Vamos, tómesela! -le instó el parsi-. Ya lo verá. No hay nada mejor.

– Antes de tomarla, quiero saber por qué la FDA no la aprobará.

– ¡Porque es demasiado divertida! -exclamó el doctor Chothia-. A sus chicos de la FDA no les gusta la diversión. ¡Vamos, hombre, tómesela antes de que le estropee la diversión dándole otro medicamento!

¿Le había hecho dormir aquella píldora? ¿Era realmente sueño lo que le sobrevino? Sin duda tenía la conciencia demasiado estimulada para dormir. Pero ¿cómo podía él haber sabido que se hallaba en un estado de presciencia? ¿Cómo puede nadie identificar un sueño del futuro?

Wallingford flotaba por encima de un lago pequeño y oscuro. Tenía que haber una u otra clase de avión, o de lo contrario Wallingford no podría estar allí, pero en el sueño nunca veía ni oía el aparato. Sencillamente descendía, acercándose más al pequeño lago, rodeado de árboles verde oscuro, abetos y pinos, muchos pinos blancos.

Apenas había afloramientos rocosos. Aquello no se parecía a Maine, donde Wallingford había ido de colonias veraniegas en su infancia. Los padres de Patrick alquilaron cierta vez una casa de campo en la Georgian Bay del lago Hurón. Pero el lago del sueño era un lugar donde nunca había estado.

Aquí y allá un embarcadero se internaba en el agua, y en ocasiones había una pequeña barca amarrada al muelle. Wallingford vio también un cobertizo para botes, pero la sensación del embarcadero contra su espalda desnuda, la aspereza de las tablas a través de una toalla, fue la primera sensación física en el sueño. Como sucedía con el avión, Patrick no podía ver la toalla; sólo notaba algo entre su piel y el embarcadero.

El sol acababa de ponerse. Wallingford no había visto la puesta, pero percibía que el calor del sol seguía caldeando el embarcadero. Salvo la visión casi perfecta del lago oscuro y los árboles más oscuros todavía, el sueño era todo sensación.

También notaba el agua, pero nunca como si estuviera sumergido. Por el contrario, tenía la sensación de que acababa de salir del agua. Se estaba secando en el embarcadero, pero aún notaba el frío de la humedad

Entonces una voz femenina, como ninguna otra voz femenina que Wallingford hubiera oído jamás, como la voz más sensual del mundo, le dijo:

– Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?

A partir de ese momento, en el sueño, Patrick fue consciente de su erección, y oyó una voz que se parecía mucho a la suya y que decía: «Sí»… El también quería quitarse el bañador mojado.

Oía, además, el leve sonido del agua que lamía el embarcadero y goteaba desde los bañadores mojados entre las tablas, regresando al lago.

Ahora él y la mujer estaban desnudos. Al principio, la piel de la mujer estaba mojada y fría, y luego cálida contra la piel de Patrick; notaba la ardiente respiración de ella contra su garganta, y olía su cabello húmedo. Olía también la tersa piel de los hombros tostada por el sol, y había algo que sabía al lago en la lengua de Patrick, que recorría el contorno de la oreja femenina.

Por supuesto, Wallingford la había penetrado, y el acto sexual se prolongaba interminable sobre el embarcadero en el lago encantador y oscuro. Y cuando despertó, al cabo de ocho horas, descubrió que había tenido una polución nocturna, y sin embargo seguía con la mayor erección que había experimentado jamás.

El dolor de la mano perdida había desaparecido. Volvería a sentirlo unas diez horas después de que hubiera tomado la primera cápsula azul cobalto. Las dos horas que Patrick tuvo que esperar antes de que pudiera tomar una segunda cápsula fueron una eternidad para él. En ese desdichado intervalo, lo único que pudo hacer fue hablar con el doctor Chothia acerca de la píldora.

– ¿Qué contiene? -preguntó Wallingford al alegre parsi.

– Lo idearon como un remedio contra la impotencia -le dijo el doctor Chothia-, pero no surtió efecto.

– Funciona perfectamente -arguyó Wallingford.

– Bueno…, parece ser que no sirve para la impotencia -insistió el parsi-. Para el dolor, sí… pero eso ha sido un descubrimiento accidental. Por favor, señor Wallingford, recuerde lo que le he dicho. No tome nunca dos.

– Me gustaría tomar tres o cuatro -replicó Patrick, pero sobre este particular el parsi no mostraba su talante risueño.

– No, créame, no le gustaría en absoluto -le advirtió el doctor Chothia.

Wallingford sólo tomó una cápsula cada vez, y dejó también los intervalos apropiados de doce horas entre una toma y otra. De esta manera ingirió otros dos analgésicos azul cobalto mientras seguía en la India, y el doctor Chothia le dio uno más para que lo tomara en el avión. Patrick señaló al parsi que el viaje de regreso a Nueva York duraría más de doce horas, pero el doctor no le dio nada más fuerte que Tylenol con codeína para cuando se disiparan los efectos de la última píldora provocadora de polución nocturna.

Wallingford tuvo el mismo sueño cuatro veces, la última durante el vuelo desde Frankfurt a Nueva York. Había tomado el Tylenol con codeína en la primera parte del largo viaje, desde Bombay a Frankfurt, porque, a pesar del dolor, quería guardar lo mejor para el final.

La azafata guiñó un ojo a Wallingford cuando le despertó del sueño inducido por la cápsula azul, poco antes de que el avión aterrizara en Nueva York.

– Si era dolor lo que sentía, me gustaría sentirlo con usted -le susurró-. ¡Nadie me ha dicho «sí» tantas veces!

Aunque le dio a Patrick su número de teléfono, él no la llamó. Durante cinco años, el acto sexual verdadero no sería tan grato para Wallingford como el acto del sueño procurado por la cápsula azul. Y tardaría más tiempo en comprender que la cápsula azul cobalto que le había dado el doctor Chothia era algo más que un analgésico y un estimulante sexual. Más importante todavía era su efecto como píldora inductora de la presciencia.

No obstante, el principal beneficio de la píldora era que le evitaba soñar más de una vez al mes en la expresión de los ojos del león cuando la fiera se apoderó de su mano, la enorme y arrugada frente del león, las cejas atezadas y arqueadas, las moscas que zumbaban en su melena, el hocico rectangular y salpicado de sangre del felino, con los rasguños causados por los zarpazos de sus compañeros. Estos detalles no estaban tan profundamente grabados en la memoria de Wallingford, en la materia de sus sueños, como los ojos pardo amarillentos del león, en los que reconocía una especie de vacua tristeza. Jamás olvidaría aquellos ojos, su desapasionado escrutinio del rostro de Patrick, su objetividad, se diría que científica.

Al margen de lo que Wallingford recordara o soñara, lo que recordarían e incluso soñarían los telespectadores de la cadena apropiadamente denominada Desastre Internacional eran las imágenes del episodio, aquellos segundos en los que el león devoraba la mano y durante los que uno sentía que se le paralizaba el corazón.

El Canal de las Calamidades, al que se ridiculizaba habitualmente por su tendencia a ocuparse de muertes excéntricas y accidentes estúpidos, había creado uno de tales accidentes mientras informaba precisamente de una de tales muertes, con lo cual aumentó su reputación de una manera sin precedentes. ¡Y esta vez el desastre le había ocurrido a un periodista! (No se crea que eso no formaba parte de la popularidad que había alcanzado la amputación en menos de treinta segundos.)

En general, los adultos se identificaban con la mano, ya que no con el desdichado reportero. Los niños tendían a simpatizar con el león. Por supuesto, se hicieron las oportunas advertencias con respecto a la población infantil. Al fin y al cabo, aulas enteras de parvulario se habían alborotado. Los alumnos de básica, que por fin aprendían a leer con fluidez y comprensión, retornaron a un estado mental prealfabetizado, estrictamente visual.

Los padres que entonces tenían hijos en la escuela elemental siempre recordarán los mensajes que les enviaron a casa, mensajes como: «Recomendamos encarecidamente que no permitan a sus hijos ver la televisión hasta que esa noticia del hombre atacado por un león deje de emitirse».

La ex directora de tesis de Patrick viajaba con su hija menor cuando el accidente que dejó manco a su ex amante se televisó por primera vez.

La hija se las había ingeniado para quedar embarazada en su último año en el pensionado. Aunque no podía decirse que eso fuese una hazaña original, de todos modos resultaba inesperado en una escuela exclusivamente femenina. El aborto consiguiente de la hija la había traumatizado, y obtuvo un permiso de ausencia temporal de la escuela. La afligida muchacha, cuyo nada encantador novio la abandonó antes de que ella supiera que estaba embarazada, tendría que repetir el último curso.

También su madre estaba pasando una mala época. Aún era treintañera cuando sedujo a Wallingford, diez años menor que ella pero el más guapo de sus estudiantes graduados. Ahora, cercana a la cincuentena, tramitaba su segundo divorcio, cuyo arbitraje se había vuelto más difícil a causa de la inoportuna revelación de que recientemente se había acostado con otro de sus estudiantes… y, por primera vez, con uno que ni siquiera se había graduado.

Era un chico guapo, lamentablemente el único chico de su desacertado curso sobre los poetas metafísicos, desacertado porque ella debería haber sabido que semejante «raza de escritores», como los llamó Samuel Johnson cuando les puso el sobrenombre de «poetas metafísicos», interesaría sobre todo a las jóvenes lectoras.

También anduvo desacertada al admitir al muchacho en aquella clase cuyos restantes alumnos eran todos chicas. Él no estaba preparado para hacer frente a tal situación. Pero se había presentado en su despacho para recitarle «A mi esquiva señora», de Andrew Marvell, estropeando tan sólo el pareado: «My vegetable love should grow / Vaster than empires, and more slow» [2].

Dijo groan en vez de grow, y ella casi le oyó gemir mientras recitaba los versos siguientes:

An hundred years should go to praise

Thine eyes, and on thy forehead gaze.

Two hundred to adore each breast:

But thirty thousand to the rest.' [3]

«¡Caramba!», pensó ella, sabiendo que en lo que el chico estaba pensando era en sus senos y en el resto. Así pues, le permitió inscribirse en el curso.

Cuando las chicas de la clase coqueteaban con él, ella sentía necesidad de protegerlo. Al principio se dijo que sólo quería darle calor materno. Cuando lo abandonó, tan poco ceremoniosamente como el novio innominado de la hija preñada había abandonado a ésta, el chico dejó de asistir al curso y llamó a su madre.

La madre del muchacho, que pertenecía a la junta rectora de otra universidad, escribió al decano de la facultad: «¿Acostarse con los alumnos de una no es un caso de inmoralidad manifiesta?». Este interrogante tuvo como consecuencia que la en otro tiempo directora de tesis y amante de Patrick se tomara por su cuenta un semestre de permiso.

El semestre sabático no planeado, su segundo divorcio, la deshonra de la hija, similar a la suya… bueno, por favor, ¿qué iba a hacer la antigua directora de tesis de Patrick?

El que pronto seria su segundo ex marido accedió a regañadientes a retrasar por un mes la cancelación de sus tarjetas de crédito, algo que iba a lamentar profundamente. De improviso la mujer se fue a París con su hija desescolarizada, y las dos se instalaron en una suite del hotel Le Bristol. Era demasiado caro para ella, pero en una ocasión recibió una postal con la imagen del hotel y siempre había querido ir allí. La postal se la envió su primer ex marido, quien se había alojado en el hotel con su segunda esposa, y lo hizo por el puro placer de fastidiarla.

Le Bristol estaba en la rue du Faubourg Saint Honoré, rodeado de tiendas elegantes, en las que ni siquiera una aventurera podía permitirse comprar nada. Una vez allí, ella y su hija no se atrevían a ir a ninguna parte. La extravagancia del hotel era más de lo que podían encajar. Se sentían mal vestidas en el vestíbulo y el bar, donde se sentaban, hipnotizadas por la gente que claramente estaba más a sus anchas que ellas por el mero hecho de hallarse en Le Bristol. Sin embargo, no admitirían que había sido una mala idea alojarse allí, por lo menos la primera noche.

Muy cerca del hotel, en una de las calles laterales, había un bistrot muy acogedor y con unos precios razonables, pero la tarde era lluviosa y oscura, y ellas querían acostarse temprano, pues notaban los efectos del desfase horario tras el largo vuelo. Decidieron cenar temprano en el hotel, dejando que el auténtico París comenzara para ellas al día siguiente, pero el restaurante del hotel era muy popular. No hubo una mesa disponible hasta pasadas las nueve de la noche, una hora en la que habían esperado estar profundamente dormidas.

Su viaje hasta allí era una recompensa por las ofensas que habían sufrido injustamente, o así lo creían ellas. En realidad, eran víctimas de las insatisfacciones de la carne, en las que su propia miríada de descontentos habían desempeñado un papel principal. Tanto si no se lo habían ganado como si era mecido, Le Bristol iba a ser su premio. Ahora se veían obligadas retirarse a su suite y conformarse con el servicio de habitaciones.

No es que hubiera nada poco elegante en el servicio de habitaciones de Le Bristol; sencillamente, no era aquélla una noche en París como la que ellas habían imaginado. Aunque no se caracterizaban por actuar así, madre e hija trataron de sacar mejor partido de la situación.

– ¡Nunca imaginé que pasaría mi primera noche en París en una habitación de hotel nada menos que con mi madre! -exclamó la hija, procurando reírse de la situación.

– Por lo menos yo no te dejaré preñada -observó la madre. Las dos intentaron reírse también de eso.

La antigua directora de tesis de Wallingford inició la letanía los hombres decepcionantes en su vida. La hija había oído algunos de los nombres con anterioridad, pero estaba creándose una lista propia, aunque de momento mucho más breve que la de su madre. Tomaron dos botellines de vino del minibar, antes de que les sirvieran el Burdeos tinto que habían pedido con la cena, que también se bebieron. Después, llamaron al servicio de habitaciones y pidieron una segunda botella.

El vino les soltó las lenguas, tal vez más de lo que era apropiado o decoroso en una conversación entre madre e hija. Que su descarriada hija hubiera podido quedar embarazada fácilmente con un montón de chicos descuidados antes de que topara con el patán que hizo la faena era una píldora amarga para que cualquier madre la engullera, incluso en París. Que la antigua directora de tesis de Patrick Wallingford era una inveterada agresora sexual resultaba cada vez más evidente, incluso para su hija; que los gustos sexuales de la madre la habían llevado a coquetear con hombres cada vez más jóvenes y que acabaría relacionándose con adolescentes, era posiblemente más de lo que cualquier hija deseaba saber.

Durante un grato respiro en las incesantes confesiones de su madre (una mujer de edad mediana, admiradora de los poetas metafísicos, estaba firmando el acuse de recibo de la segunda botella de Burdeos, mientras coqueteaba descaradamente con el camarero del servicio de habitaciones), la hija buscó cierto alivio de aquella intimidad no deseada encendiendo el televisor. Como era propio de un hotel sometido hacía poco a una elegante renovación, Le Bristol ofrecía una multitud de canales de televisión por satélite, en inglés, francés y otras lenguas, y quiso la suerte que, en cuanto la embriagada madre cerró la puerta tras la salida del camarero y se volvió de cara a la habitación, a su hija y al televisor, vio cómo un león le arrancaba una mano a su ex amante. ¡Sin más ni más!

Gritó, desde luego, lo cual hizo que su hija también gritara. La segunda botella de Burdeos se le habría deslizado de la mano de no haber aferrado con fuerza su cuello. (Tal vez imaginaba que la botella era una de sus propias manos y que desaparecía en las fauces de un león.)

El episodio del ataque entre los barrotes de la jaula había terminado antes de que la madre pudiera repetir el torturado relato de su relación con el periodista de televisión ahora mutilado. Pasaría una hora hasta que el canal de noticias internacionales volviese a transmitir el incidente, aunque cada cuarto e hora había un aviso de la noticia inminente, con imágenes que duraban de diez a quince segundos: los leones peleándose por una golosina indistinguible que permanecía en su jaula; el brazo sin mano colgando del hombro desencajado de Patrick; la expresión aturdida de Wallingford poco antes de que se desvaneciera; la visión apresurada de una mujer rubia sin sujetador con auriculares que parecía dormir sobre algo con aspecto de carne.

Madre e hija esperaron sentadas otra hora para ver de nuevo el episodio completo. Esta vez la madre, refiriéndose a la rubia sin sujetador, comentó: «Apuesto a que se la tiraba».

Siguieron así, mientras daban cuenta de la segunda botella de Burdeos. La tercera vez que miraron el suceso completo, prorrumpieron en gritos de júbilo lascivo, como si el castigo e Wallingford, como así lo consideraban, fuese lo que debería haberles sucedido a todos los hombres que ellas habían conocido.

– Pero no debería haber sido la mano -dijo la madre.

– Sí, tienes razón -replicó la hija.

Sin embargo, tras la tercera contemplación del horripilante suceso, guardaron un taciturno silencio mientras la fiera engullía los trozos de carne humana, y la madre desvió la mirada del rostro de Patrick cuando éste iba a perder el conocimiento.

– Pobre cabrón -dijo la hija entre dientes-. Me voy a la ama.

– Creo que lo voy a ver una vez más -respondió la madre.

La hija se tumbó en la cama sin poder dormir. Por debajo de la puerta se filtraba la luz parpadeante del televisor en la ala de la suite. La madre, que había bajado al máximo el volumen, estaba llorando.

La muchacha se levantó y fue a sentarse junto a su madre en el sofá. Mantuvieron el televisor sin sonido y, cogidas de la mano, volvieron a contemplar las terribles pero excitantes imágenes. Los leones hambrientos eran lo de menos; el objeto de la mutilación eran los hombres.

– ¿Por qué tenemos necesidad de ellos si los odiamos? -preguntó la hija en un tono de fatiga.

– Los odiamos precisamente porque los necesitamos -respondió la madre, la voz confusa.

Allí estaba el rostro afligido de Wallingford. Cayó de rodillas, la sangre saliendo a chorros del antebrazo. El dolor distorsionaba sus hermosas facciones, pero era tal el efecto que Wallingford causaba en las mujeres que una madre borracha y con las molestias del desfase horario, así como su hija apenas menos dañada, sentían dolor en sus brazos. Los tendían realmente hacia él mientras caía.

Patrick Wallingford no iniciaba nada, pero inspiraba una inquietud sexual y un anhelo antinatural… incluso cuando le sorprendían en el acto de alimentar a un león con su mano izquierda. Era un imán para las mujeres de todos los tipos y edades; incluso cuando yacía inconsciente, era un peligro para el sexo femenino.

Como sucede a menudo en las familias, la hija dijo en voz alta lo que la madre también había observado pero se guardaba de exteriorizar:

– Mira las leonas.

Ninguna leona había tocado la mano. Había cierto grado de anhelo en la tristeza de sus ojos. Incluso después de que Wallingford perdiera el sentido, las leonas siguieron mirándole. Casi parecía como si también estuvieran afligidas.

2. El ex centrocampista

Al frente del equipo bostoniano estaba el doctor Nicholas M. Zajac, cirujano especializado en las extremidades que trabajaba en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, el centro médico más importante de Massachusetts dedicado a cirugía de la mano. El doctor Zajac era también profesor agregado de cirugía en Harvard. Fue él quien tuvo la idea de iniciar la búsqueda de potenciales donantes y receptores de manos en Internet (www.faltanmanos.com).

El doctor superaba en edad a Patrick Wallingford por media generación. El hecho de que tanto Deerfield como Amherst fuesen instituciones educativas exclusivamente masculinas cuando asistió a ellas es una explicación insuficiente del escoramiento absoluto hacia la masculinidad que acompañaba su presencia con tanta intensidad como su nada refinada loción para después del afeitado.

No le recordaba nadie de sus tiempos en Deerfield, ni tampoco de los cuatro años que pasó en Amherst. En su juventud jugó al lacrosse, tanto en el instituto como en la universidad, pero ni siquiera sus entrenadores le recordaban. Es muy extraño que cualquier miembro de un equipo atlético mantenga semejante anonimato, pero Nick Zajac se había pasado la adolescencia y la primera juventud entregado a una búsqueda de la excelencia que asombraba por su carencia absoluta de relieve y de cualquier hecho memorable, pero que había sido coronada por el éxito, sin amigos y sin una sola experiencia sexual.

Un alumno de la Facultad de Medicina, con quien el futuro doctor Zajac compartió un cadáver, fue testigo de algo que jamás olvidaría: el sobresalto y la indignación de su compañero al ver el cuerpo. «El problema no era que la mujer llevara mucho tiempo muerta- recordaría el estudiante-. Lo que afectó a Nick fue que el cadáver fuera de una mujer, claramente el primero que veía»

También la mujer de Zajac fue la primera. Era uno de esos hombres demasiado agradecidos que se casan con la primera mujer con la que se acuestan. Tanto él como su esposa lo lamentarían.

El cadáver femenino tuvo algo que ver con la decisión que tomó el doctor Zajac de especializarse en las manos. Según su antiguo compañero de laboratorio, lo único que Zajac pudo examinar de aquel cuerpo fueron las manos. Todo lo demás le resultaba insoportable.

Sin duda necesitamos saber más acerca del doctor Zajac. Su delgadez era compulsiva, jamás se sentía lo bastante delgado. Practicaba el maratón, observaba a las aves y comía semillas (práctica que había adquirido al observar a los pinzones). Sentía una atracción preternatural por las aves y la gente famosa. Se hizo cirujano de las manos, y sus pacientes eran astros.

Sobre todo astros del deporte, atletas lesionados, como el lanzador de los Red Sox de Boston que se desgarró el ligamento anterior radioulnar de la mano con que lanzaba. Más adelante fue objeto de un trueque: los Blue Jay de Toronto lo adquirieron a cambio de dos defensas que nunca dieron buen resultado y un bateador cuya habilidad principal consistía en golpear a su mujer. Zajac operó también al bateador. Cuando trataba de encerrarse en el coche, la mujer del bruto cerró la portezuela y le pilló la mano. El daño más profundo se lo ocasionó en la segunda falange proximal y la tercera metacarpal.

Un número sorprendente de las lesiones que sufrían los astros del deporte no se habían producido en el campo ni en la pista ni en el hielo. Por ejemplo, aquel portero de los Bruins Boston, retirado desde hacía tiempo, que se cortó el ligamento transverso superficial de la mano izquierda al apretar con demasiada fuerza un vaso de vino contra la alianza de matrimonio o aquel defensa de los Patriots de Nueva Inglaterra, al que habían sancionado tantas veces, y que se cortó una arteria digital, junto con varios nervios, al tratar de abrir una ostra con un cuchillo del ejército suizo. Eran deportistas que corrían riesgos, un grupo con tendencia a sufrir accidentes, pero eran famosos. Durante cierto tiempo, el doctor Zajac los veneró, y sus fotografías dedicadas, en las que irradiaban superioridad física, cubrían las paredes de su consultorio.

Sin embargo, a menudo incluso las lesiones laborales de los astros deportivos eran innecesarias, como en el caso de un delantero centro de los Celtics de Boston, que saltó hacia atrás, como zambulléndose, cuando ya había expirado el tiempo en el reloj de lanzamientos, perdió el dominio del balón y se destrozó la fascia palmar al golpear la valla de la cancha.

Pero no importaba… el doctor Zajac los quería a todos. Y no sólo a los atletas.

Los cantantes de rock parecían propensos a sufrir dos clases de lesiones en las habitaciones de hotel. Ante todo las que Zajac llamaba «desmanes del servicio de habitaciones», que ocasionaban heridas con objetos punzantes y lesiones por derramamiento de café y té calientes, así como una serie de encuentros imprevistos con objetos inanimados. Les seguían de cerca los innumerables contratiempos en baños con el suelo mojado, que tendían a sufrir no sólo las estrellas del rock sino también los astros de la pantalla.

Otros lugares donde los astros de la pantalla tendían a sufrir accidentes eran los restaurantes, sobre todo al salir de ellos. Desde el punto de vista de un quirocirujano, golpear a un fotógrafo era mejor que golpear la cámara de un fotógrafo. Por el bien de la mano, cualquier expresión de hostilidad hacia algo hecho de metal, vidrio, madera, piedra o plástico era un error. Sin embargo, entre los famosos, la violencia hacia diversos objetivos era la fuente principal de las lesiones que el doctor veía.

Cuando el doctor Zajac contemplaba los dóciles rostros de sus renombrados pacientes, se daba perfecta cuenta de que su éxito y la aparente satisfacción que mostraban no eran más que unas máscaras que se ponían en público.

Todo esto podría haber inquietado a Zajac, pero era él, precisamente, quien inquietaba a sus colegas de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. Aunque no le decían a la cara que cortejaba a los famosos con la esperanza de adquirir un poco de su fama, sabían que hacía tal cosa y se sentían superiores a él… aunque sólo fuese en ese aspecto. Como cirujano, era el mejor de todos. Los demás también lo sabían y eso les molestaba.

Si en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados se abstenían de comentar el cortejo de la fama a que se entregaba Zajac, se permitían en cambio amonestar a su colega superestrella por lo delgado que estaba. Todo el mundo creía que el matrimonio de Zajac había fracasado porque se había vuelto más delgado que su mujer, y sin embargo nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados había podido convencer al doctor Zajac de que debía alimentarse para salvar su matrimonio. No era probable que pudieran convencerle de que debía engordar ahora que se había divorciado.

Su amor a las aves era lo que más desquiciaba a los vecinos de Zajac. Por razones que ni siquiera comprendían los ornitólogos de la zona, el doctor Zajac estaba convencido de que la abundancia de excremento canino en el área metropolitana de Boston había tenido un efecto deletéreo sobre la población de aves de la ciudad.

Todos los colegas de Zajac apreciaban cierta foto suya, aunque sólo uno de ellos había visto la verdadera imagen. Era una mañana de domingo, en el nevado patio de su casa en la calle Brattle, y el renombrado cirujano, con botas hasta las rodillas, albornoz de franela rojo, una ridícula gorra de esquiar con el nombre de los Patriots de Nueva Inglaterra, una bolsa de papel marrón en una mano y una raqueta de lacrosse, de tamaño infantil, en la otra, registraba el patio en busca de excrementos de perro. El doctor Zajac carecía de perro, pero tenía varios vecinos desconsiderados, y la calle Brattle era una de las rutas más populares de Cambridge para pasear al perro.

El destinatario de la raqueta de lacrosse era el hijo único de Zajac, un chico nada atlético que pasaba con él un fin de semana al mes. El inquieto muchacho, trastornado por el divorcio de sus padres, pesaba menos de lo que correspondía a sus seis años y se empeñaba en rechazar la comida, muy posiblemente a instancias de su madre, cuya misión, nada complicada, consistía en volver loco a Zajac.

La ex esposa, llamada Hildred, hablaba sobre el particular como si no se lo tomara en serio. «¿Por qué habría de comer el chico? Su padre no lo hace. ¡Ve que su padre se muere de hambre y lo imita!» Así pues, el acuerdo de divorcio permitía a Zajac ver a su hijo sólo una vez al mes, y nunca durante más de un fin de semana. ¡Y en Massachusetts existe el llamado divorcio sin culpable! (Este era el oxímoron favorito de Wallingford.)

En realidad, al doctor Zajac le atormentaba el trastorno alimentario de su querido hijo, y le buscaba soluciones tanto médicas como prácticas. (Hildred apenas reconocía que su hijo, de aspecto desnutrido, tuviera algún problema.) Los fines de semana que visitaba a su padre, Rudy, como se llamaba el niño, asistía al espectáculo del doctor Zajac, que se obligaba a engullir grandes cantidades de comida, que después vomitaba en la intimidad del lavabo. Pero con el ejemplo de su

padre o sin él, Rudy apenas probaba bocado.

Un gastroenterólogo pediátrico prescribió cirugía exploratoria, a fin de descartar posibles dolencias del colon. Otro recetó un jarabe, un líquido azucarado indigerible que actuaba como diarreico. (Se basaba en la teoría de que si los intestinos del chico se movían con mayor frecuencia, tendría más apetito.) Un tercero expresó su opinión de que Rudy superaría el problema al crecer. Este último fue el único consejo gastroenterológico que pudieron aceptar tanto el doctor Zajac como su ex esposa.

Entretanto, la empleada doméstica de Zajac, residente en la casa, había presentado su dimisión, pues no podía soportar que se tirase tanta comida el tercer lunes de cada mes. Como a Irma le molestaba la denominación «empleada doméstica», Zajac nunca dejaba de llamarla su «asistenta», aunque las principales responsabilidades de la joven eran la limpieza de la casa y hacer la colada. Tal vez la obligatoria recogida diaria de las cacas de perro en el patio era lo que más la ponía de mal humor, la ignominia de la bolsa de papel marrón, su torpeza en el manejo de la raqueta de lacrosse infantil, la baja categoría de la tarea.

Irma era una mujer sencilla, robusta, cercana a la treintena, y no había previsto que trabajar para un «doctor en medicina», como ella llamaba a Zajac, incluiría un cometido tan degradante como combatir los hábitos excrementicios de los perros de la calle Brattle.

También hería sus sentimientos que el doctor Zajac la considerase una inmigrante para quien el inglés era una segunda lengua. El inglés era el primer y único idioma de Irma, pero la confusión se debía a lo que el menudo Zajac podía entender cuando casualmente la oía hablar alegremente por teléfono. Irma tenía su propio teléfono en su dormitorio, frente a la cocina, y a menudo hablaba largo y tendido con su madre o alguna de sus hermanas, a altas horas de la noche, cuando Zajac asaltaba el frigorífico. Aun así, el cirujano, delgado como un escalpelo, reducía sus tentempiés a zanahorias crudas, que conservaba en un cuenco con hielo fundido en la nevera.

A Zajac le parecía que Irma hablaba una lengua extranjera. Sin duda, la masticación constante de zanahorias crudas y los exasperantes trinos de los pájaros enjaulados que estaban por toda la casa provocaban sus dificultades auditivas, pero el principal motivo de la errónea suposición de Zajac era que Irma siempre gritaba histéricamente cuando hablaba con su madre o sus hermanas. Les contaba una y otra vez lo humillante que era verse siempre subestimada por el doctor Zajac.

Irma sabía cocinar, pero el doctor nunca comía. Sabía coser, pero Zajac enviaba al centro de lavandería y arreglos de ropa las prendas del consultorio y el hospital necesitadas de zurcidos. Lo que quedaba del resto de sus ropas eran las prendas sudadas con las que corría. Zajac corría por la mañana (a veces, cuando aún estaba oscuro) antes del desayuno, y volvía a correr (a menudo cuando ya había oscurecido) al final de la jornada.

Era uno de esos cuarentones delgados que corren por las orillas del río Charles, como si estuvieran perpetuamente empeñados en una competición de buena forma con los estudiantes que también corren y caminan por las inmediaciones de Memorial Drive. Con nieve compacta o a medio derretir, con cellisca, con el calor del verano, incluso cuando había tormenta, el espigado cirujano corría y corría. Con una altura de metro ochenta, el doctor Zajac sólo pesaba sesenta y cinco kilos.

Irma, que medía metro sesenta y siete y pesaba alrededor de setenta y cinco, estaba convencida de que odiaba a aquel hombre. De noche canturreaba por teléfono, sollozando, la letanía de las ofensas de Zajac, pero el cirujano, cuando acertaba a oírla, se preguntaba: ¿checo?, ¿polaco?, ¿lituano?

Cuando el doctor Zajac le preguntó de dónde era, Irma le respondió indignada: «¡De Boston!». «¡Muy bien dicho! -concluyó Zajac-. No hay patriotismo como el del agradecido inmigrante europeo.» Y así el doctor Zajac la felicitaba por su buen inglés, «teniendo en cuenta que…», e Irma se desahogaba de noche, llorando y con el teléfono en la mano.

Irma se abstenía de hacer comentarios acerca de la comida que el doctor compraba cada tercer viernes de mes, y Zajac, por su parte, no le daba ninguna explicación sobre sus instrucciones, cada tercer lunes, de tirarla. Ella se limitaba a recoger la comida que estaba en la mesa de la cocina (un pollo entero, jamón en abundancia, verdura, fruta y helado fundido), junto con una nota escrita a máquina que ordenaba: ELIMINELO. Eso era todo.

Irma imaginó que semejante actitud de Zajac se relacionaba con la repugnancia causada por la caca de perro. Con una sencillez mítica, supuso que el doctor tenía una obsesión por eliminar cosas. No sabía lo errada que iba. Incluso cuando corría por la mañana y por la noche, Zajac blandía una raqueta de lacrosse, en este caso de adulto, que sostenía como si llevara en ella una pelota imaginaria.

Había muchas raquetas de lacrosse en la vivienda de Zajac. Aparte de la de Rudy, que parecía relativamente de juguete, había numerosas raquetas de adulto, en diversos grados de desgaste y deterioro. Incluso había una con el mango de madera que se remontaba a la época del doctor en Deerfield y tenía aspecto de un arma, debido a las cuerdas de cuero sin curtir, rotas y atadas de nuevo. Estaba rodeada de sucia cinta adhesiva y tenía barro incrustado, pero en las hábiles manos del doctor Zajac, la vieja raqueta cobraba vida y reflejaba la energía nerviosa de su agitada juventud, cuando el neurasténico cirujano, a pesar de su excesiva delgadez, era un magnífico centrocampista.

Cuando el doctor corría por la orilla del Charles, la anticuada raqueta de madera evidenciaba la disponibilidad para el disparo de un fusil militar. Más de un remero en Cambridge había visto una o dos cacas de perro sobrevolar la popa de su bote, y uno de los alumnos de Zajac en la Facultad de Medicina, que había ocupado el puesto de timonel de una embarcación de regatas de ocho remos en Harvard, afirmaba haber esquivado diestramente una caca dirigida a su cabeza.

El doctor Zajac negó haber intentado alcanzar al timonel. Su única intención era librar a Memorial Drive de un notable exceso de excremento perruno, que recogía en la red abolsada de la raqueta de lacrosse y lanzaba al río Charles. Pero tras su primer y memorable encuentro, el ex timonel y estudiante de medicina estaba siempre ojo avizor por si aparecía el alocado centrocampista, y otros remeros y timoneles juraban haber visto a Zajac recoger una plasta con la vieja raqueta y lanzársela con destreza.

Se tiene constancia de que el antiguo centrocampista de Deerfield marcó dos goles contra un equipo de Andover que hasta entonces no había sufrido ninguna derrota, y en dos ocasiones marcó tres tantos contra Exeter. (Si ninguno de sus compañeros de equipo se acordaba de Zajac, algunos de sus contrarios no le habían olvidado. El portero de Exeter manifestó de la manera más lacónica: «Nick Zajac tenía un maligno y jodido poder de lanzamiento».)

Los colegas del doctor Zajac en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados también le habían oído. censurar «la absoluta estupidez de participar en un deporte mientras miras hacia atrás», lo cual documentaba el desdén de Zajac hacia los remeros. ¿Pero qué tenía eso de extraño? ¿No son las excentricidades muy corrientes entre los grandes triunfadores?

En la casa de la calle Brattle resonaban los trinos de los pájaros, como en un estrecho y boscoso valle. En los ventanales del comedor había grandes equis pintadas con spray negro para evitar que los pájaros chocaran con los cristales, lo cual confería al hogar de Zajac un aura de perpetuo vandalismo. Un reyezuelo con un ala rota se recuperaba en una jaula colocada en la cocina, donde no mucho antes había muerto una picotera con el cuello roto, aumentando así las aflicciones de Irma.

Barrer el alpiste esparcido bajo las jaulas de las aves era una de las tareas interminables de Irma. A pesar de sus esfuerzos, el crujido del alpiste bajo los pies habría hecho la casa desaconsejable para los ladrones. A Rudy, sin embargo, le gustaban los pájaros (hasta entonces la madre del chiquillo desnutrido se había negado a permitirle tener cualquier clase de animal doméstico) y Zajac habría vivido en un aviario de haber pensado que eso haría feliz a Rudy, o que le induciría a comer.

Pero a Hildred, empeñada en atormentar a su ex marido, no le bastaba con haber reducido el tiempo que Zajac pasaba con su hijo a tan sólo dos días y tres noches al mes, y por ello, convencida de que había encontrado el medio de emponzoñar más la relación entre los dos, finalmente le compró un perro a Rudy.

– Pero deberás tenerlo en casa de tu padre -le dijo al pequeño de seis años-. No puede estar aquí.

El chucho procedía de alguna organización caritativa, tan generosa que le había considerado «en parte labrador». ¿Qué parte sería ésa?, ¿la negra? Era una hembra con los ovarios extirpados, de unos dos años, con la cara inquieta, de expresión acobardada y el cuerpo más voluminoso y rechoncho que el de un perdiguero labrador. Los labios superiores blandos y colgantes sobre la mandíbula inferior le daban un aire de sabueso; la frente, más marrón que negra, estaba arrugada debido a un fruncimiento constante. El animal caminaba con el hocico cerca del suelo, a veces pisándoselas orejas, y agitando la robusta cola como la de un perdiguero. (Hildred había adquirido el chucho abandonado con la esperanza de que fuese cazador de aves.)

– Si no nos quedamos con ella, matarán a Medea, papá -le dijo Rudy a su padre en un tono solemne.

– Medea -repitió Zajac.

En términos de veterinaria, Medea padecía «indiscreción dietética». Se tragaba trozos de madera y de zapatos, piedras, papel, metal, plástico, pelotas de tenis, juguetes y sus propias heces. (La llamada indiscreción dietética correspondía sin duda a su parte de labrador.) El entusiasmo de la perra por la caca de perro, y no sólo la suya propia, era lo que había impulsado a su familia anterior a abandonarla.

Hildred se había superado a sí misma al encontrar un perro condenado a muerte con unos hábitos que con toda certeza enloquecerían a su marido, o le volverían aún más loco. Que Medea tuviera el nombre de una hechicera clásica que mató a sus propios hijos era perfecto. Si la voraz labrador parcial hubiera tenido cachorros, los habría devorado.

¡Cuál no sería el horror de Hildred al descubrir que el doctor Zajac le cobraba afecto a la perra! Medea buscaba caca de perro con la misma constancia que él, eran almas gemelas, y ahora Rudy tenía un perro con el que jugar y se mostraba más contento ante la perspectiva de ver a su padre.

Puede que el doctor Nicholas M. Zajac fuese el cirujano de los astros, pero por encima de todo era un papá divorciado. Que el cariño del doctor Zajac por su hijo conmoviera a Irma, fue primero una tragedia para ella y luego un triunfo. Su propio padre abandonó a su madre antes de que ella naciera, y no se molestó en mantener algún contacto con Irma y sus hermanas.

Un lunes por la mañana, cuando Rudy ya había vuelto con su madre, Irma dio comienzo a la jornada limpiando la habitación del niño. Durante las tres semanas que estaba ausente, el dormitorio se mantenía tan limpio como un santuario. En la práctica era un santuario, y a menudo Zajac permanecía allí, sentado como un feligrés en la iglesia. La habitación de Rudy también atraía a la adusta perra. Medea parecía echar de menos a Rudy tanto como el padre.

Sin embargo, aquella mañana Irma se sorprendió al descubrir que el doctor Zajac dormía en la cama de su hijo. Las piernas le sobresalían al pie del lecho, y había retirado las mantas y sábanas; sin duda le bastaba el calor de la perra, un animal que pesaba treinta kilos. Medea yacía con el pecho contra el del quirocirujano desnudo, el hocico en su garganta y una pata acariciando el hombro desnudo del médico dormido.

Irma se los quedó mirando. Nunca había contemplado durante tanto rato a un hombre desnudo sin desviar la vista. El ex centrocampista se sentía más perplejo que insultado por el hecho de que su espléndida forma física no atrajera a las mujeres, pero aunque no carecía de atractivo, ni mucho menos, su rematada chifladura

era tan visible como su esqueleto, aunque menos evidente cuando estaba dormido.

Los colegas del cirujano estimulado por su dedicación a los trasplantes se burlaban de él pero al mismo tiempo le envidiaban. Corría de una manera obsesiva, apenas comía, estaba chalado por las aves y acababa de enamorarse de la indiscreción dietética de una perra notablemente neurótica. También le estimulaba la congoja causada por un hijo al que apenas veía. No obstante, lo que Irma percibía ahora en el doctor Zajac iba más allá. De improviso reconocía su amor heroico hacia el niño, un amor que compartían el hombre y la perra. (En la recién descubierta debilidad de Irma, Medea también la conmovía.)

Irma nunca había visto a Rudy, pues no trabajaba los fines de semana. Sólo sabía lo que podía deducir de las fotografías, cuyo número aumentaba tras cada una de las bienaventuradas visitas del niño. Aunque Irma había barruntado que la habitación de Rudy era un santuario, ver a Zajac y Medea abrazados en la camita del pequeño la había cogido desprevenida. «¡Ah, que la amaran a una de esa manera!», se dijo.

En aquel preciso instante Irma se enamoró de la evidente capacidad amorosa del doctor Zajac, a pesar de que el buen doctor no había mostrado ninguna capacidad discernible de amarla a ella. Irma se convirtió en el acto en esclava de Zajac, aunque él tardó un poco en darse cuenta.

Fue uno de esos momentos que cambian la vida, y mientras tenía lugar, Medea abrió los ojos, llenos de lástima hacia sí misma, y alzó la pesada cabeza, con un hilo de baba suspendido del labio sobresaliente. A Irma, cuyo entusiasmo por hallar augurios en los hechos más triviales no tenía límites, le pareció que la baba de la perra tenía el color inolvidable de una perla.

Irma se dio cuenta de que el doctor Zajac también estaba a punto de despertarse. El pene erecto del doctor tenía el diámetro de su muñeca, y su longitud… en fin, digamos tan sólo que, para ser un tipo tan flaco, Zajac tenía una señora verga. Irma decidió al instante que quería ser delgada.

Fue una reacción no menos repentina que el descubrimiento de su amor por el doctor Zajac. La desgarbada muchacha, que tenía casi veinte años menos que aquel hombre divorciado, apenas tuvo tiempo de salir tambaleándose al pasillo antes de que Zajac se despertara. Para advertir al doctor de que estaba cerca, llamó a la perra, y Medea, con muy poco entusiasmo, salió de la habitación de Rudy. Para asombro del deprimido animal, que cedía con rapidez a las carantoñas, Irma derramó sobre él su afecto.

Todo tiene una finalidad, se decía la sencilla joven. Recordó su desdicha pasada y supo que la perra era el camino para llegar al corazón del doctor Zajac.

– Ven aquí, encanto, ven conmigo -oyó Zajac que decía su empleada doméstica-asistenta-. ¡Hoy sólo vamos a comer cosas de alimento!

Como ya hemos dicho, los colegas de Zajac estaban lamentablemente por debajo de su pericia quirúrgica, y le habrían despreciado y envidiado aún más de no haber estado seguros de que tenían ciertas ventajas sobre él en otros aspectos. Les animaba y estimulaba que su intrépido cirujano jefe estuviera abrumado por el amor hacia su desdichado y consumido hijo. ¿Y no era maravilloso que, por el amor a Rudy, el mejor cirujano de Boston especializado en las manos viviera día y noche con una perra comedora de mierda?

Los subordinados del doctor Zajac pecaban de crueldad y falta de caridad al alegrarse de la desdicha del hijito de Zajac, y los colegas del buen doctor tampoco acertaban al considerar al muchacho «consumido». Rudy estaba atiborrado de vitaminas y zumo de naranja; tomaba golosinas frutales (sobre todo fresas heladas y puré de plátano) y se las arreglaba para comer una manzana o una pera todos los días. Tomaba tostadas y huevos revueltos, comía pepino, aunque sólo acompañado de ketchup. No ingería leche ni probaba la carne ni el pescado ni el queso, pero a veces mostraba un cauto interés por el yogur, siempre que no tuviera grumos.

Es cierto que Rudy estaba demasiado delgado, pero con una pequeña cantidad de ejercicio regular o alguna sana corrección de su dieta, su aspecto habría sido tan normal como el de cualquier niño. En realidad, tenía un carácter encantador y no sólo era el proverbial «buen chico» sino también un modelo de equidad y buena voluntad. Su único problema era la influencia negativa de su madre, que casi había conseguido envenenar los sentimientos de Rudy hacia su padre. Al fin y al cabo, ella disponía de tres semanas para aleccionar al vulnerable chiquillo, y cada tercer fin de semana Zajac disponía de poco más de cuarenta y ocho horas para contrarrestar la influencia perniciosa de la madre. Y como Hildred sabía muy bien que el doctor Zajac idolatraba el ejercicio vigoroso, había prohibido a Rudy que jugara al fútbol o patinara sobre hielo al salir de la escuela. En cambio se pasaba las horas pegado ante la pantalla del televisor, mirando vídeos.

Durante los años de su vida en común con Zajac, Hildred había hecho lo imposible por mantenerse delgada; en cambio, ahora se mostraba partidaria de la gordura. Consideraba que una era «más mujer» si estaba llenita, una idea que bastaba para provocar arcadas a su ex marido.

Pero lo más cruel era la manera en que la madre de Rudy casi le había convencido de que su padre no le quería. Para Hildred era una satisfacción decirle a Zajac que el chico siempre regresaba invariablemente deprimido tras los fines de semana con su padre. Que esto se debiera a que ella interrogaba sin piedad a Rudy cuando volvía a casa nunca se le habría ocurrido a Hildred.

– ¿Había una mujer? -inquiría la madre-. ¿Has conocido a una mujer? -(Sólo estaban Medea y todas las aves.)

Cuando no ves a tu hijo durante varias semanas seguidas, el deseo de hacerle regalos es muy tentador. Sin embargo, cuando Zajac compraba cosas a Rudy, Hildred decía al muchacho que su padre le estaba sobornando. O bien la conversación con el niño se desarrollaba más o menos así:

– ¿Qué te ha comprado? ¡Unos patines! Para lo que los vas a usar… ¡debe de querer que te rompas la crisma! Y supongo que no te ha dejado ver ni una sola película. Francamente, sólo tiene que entretenerte durante un par de días y tres noches… sería de esperar que se portara como es debido. ¡Debería esforzarse un poco más!

Pero el problema, naturalmente, era que Zajac se esforzaba demasiado. Durante las primeras veinticuatro horas que pasaban juntos, la frenética energía de su padre abrumaba al pequeño.

Medea mostraba el mismo frenesí que Zajac cuando veía a Rudy, pero el niño era apático, por lo menos en comparación con la bulliciosa perra, y a pesar de los preparativos, evidentes por doquier, que el cirujano había efectuado para divertir a su hijo, éste parecía claramente hostil. Le habían condicionado para que fuese sensible a los ejemplos de la falta de cariño por parte de su padre; como no veía ninguno, se sentía confuso cada vez que pasaba con él un fin de semana.

Había un juego con el que Rudy disfrutaba, incluso en aquellas desgraciadas noches del viernes en que el doctor Zajac se sentía reducido a la penosa tarea de entablar conversación sobre naderías con su único hijo. Zajac se aferraba con orgullo paterno al hecho de que el juego era de su propia invención. A los niños de seis años les encanta la repetición, y el juego inventado por el doctor Zajac bien podría llamarse «Repetición interminable», aunque ni el padre ni el hijo se tomaban la molestia de poner nombre al juego. Al comienzo de sus fines de semana juntos, ése era el único juego que practicaban.

Se turnaban para esconder un cronómetro de cocina, preparado para que sonara al cabo de un minuto, y siempre lo ocultaban en la sala de estar. Decir que lo «ocultaban» no es del todo correcto, pues la única regla del juego era que el cronómetro siempre debía estar visible. No podían meterlo debajo de un cojín o en un cajón. (O enterrarlo bajo un montículo de alpiste en la jaula de los pinzones violáceos.) Tenía que estar a la vista, pero, como el cronómetro de cocina era pequeño y de color beige, no era nada fácil distinguirlo en la sala de estar del doctor Zajac, la cual, como el resto de la vieja casa en la calle Brattle, había sido amueblada de nuevo, apresuradamente y de una manera que Hildred consideraría «sin gusto». (Hildred se había llevado todos los muebles buenos.) La sala de estar estaba atestada, con cortinas y tapicerías mal conjuntadas. Era como si tres o cuatro generaciones de Zajacs hubieran vivido y muerto allí, y nadie hubiera tirado jamás nada.

Las condiciones de la sala hacían que fuese bastante sencillo dejar al descubierto un inofensivo cronómetro de cocina, de modo que resultara tan difícil de encontrar como si estuviera oculto. Sólo de vez en cuando Rudy encontraba el cronómetro en menos de un minuto, antes de que sonara, y Zajac, aunque localizara el instrumento en diez segundos, siempre aparentaba que no daba con él hasta que había pasado el minuto, con gran regocijo del pequeño. Entonces Zajac se fingía frustrado mientras Rudy reía.

Hubo un progreso, más allá del simple placer que procuraba el juego del cronómetro, que tomó a padre e hijo por sorpresa. Se llamaba lectura, el placer en verdad inagotable de leer en voz alta, y los libros que el doctor Zajac decidió leerle a Rudy eran los dos que más le gustaron a él mismo en su infancia, Stuart Little y La telaraña de Charlotte, ambos de E.B. White.

A Rudy le impresionó tanto Wilbur, el cerdo de La telaraña de Charlotte, que quiso cambiarle el nombre a Medea y llamarla Wilbur.

– Ése es un nombre de chico -observó Zajac- y Medea es una chica, pero supongo que el cambio de nombre estaría bien. Podrías llamarla Charlotte, si te parece.

– Pero Charlotte se muere -objetó Rudy. (La Charlotte epónima es una araña)-. No quiero que Medea se muera.

– Medea vivirá mucho tiempo, Rudy -le aseguró Zajac a su hijo.

– Mamá dice que podrías matarla, por tu manera de enfadarte.

– Te prometo que no mataré a Medea, Rudy -replicó Zajac-. No me enfadaré con ella.

Esto era un ejemplo de lo poco que Hildred le había comprendido jamás. ¡Que perdiera los estribos a causa del excremento de perro no significaba que estuviera enojado con los perros!

– Vuelve a decirme por qué le pusieron Medea -le pidió el niño.

Era difícil contarle la leyenda griega a un pequeño de seis años, tratar de explicarle qué es una hechicera. Pero la parte en que Medea ayuda a su marido, Jasón, a conseguir el Vellocino de Oro era más fácil de explicar que la parte sobre lo que Medea les hace a sus propios hijos. El doctor Zajac se preguntó por qué se le ocurriría a alguien ponerle el nombre de Medea a una perra.

En los seis meses transcurridos desde su divorcio, Zajac había leído más de

una docena de libros escritos por psiquiatras pediátricos acerca de los trastornos que sufren los niños después de un divorcio. Todos hacían mucho hincapié en la necesidad de tener sentido del humor, lo cual no era el punto más fuerte del cirujano.

Zajac sólo se sentía tentado a cometer una diablura en aquellos momentos en que llevaba una caca de perro en la raqueta de lacrosse. Sin embargo, en Deerfield no sólo había jugado como centrocampista, sino que también había cantado en una agrupación coral de la localidad. Y aunque ahora sólo cantaba en el baño, cuando se duchaba con Rudy experimentaba un espontáneo acceso de buen humor. Ducharse con su padre era otro elemento en la lista pequeña pero creciente de cosas que a Rudy le gustaba hacer con su papá.

De repente, con la tonada de Yo soy el río, que Rudy había aprendido a cantar en la guardería (como les sucede a tantos hijos únicos, al pequeño le gustaba cantar), el doctor Nicholas M. Zajac entonó:

Yo soy Medea, amigos,

Y como lo que cagué.

¡Hasta a mis hijos maté,

En los tiempos antiguos!

– ¿Qué? -dijo Rudy-. ¡Vuelve a cantar eso!

Ya habían hablado de los tiempos antiguos.

Cuando su padre cantó la estrofa de nuevo, Rudy se desternilló de risa. El humor escatológico es el más interesante para los niños de seis años.

– No cantes esto delante de tu madre -le advirtió a Rudy su padre. Así compartían un secreto, era un paso más hacia la creación de un vínculo entre ellos.

Al cabo de cierto tiempo, Rudy llevó a casa dos ejemplares de Stuart Little, pero Hildred se negó a leerle ese relato al pequeño; peor todavía, tiró a la basura los dos ejemplares. Rudy guardó silencio, pero cuando vio que su madre tiraba también los ejemplares de La telaraña de Charlotte se lo dijo a su padre, y eso se convirtió en otro vínculo entre ellos.

Cada fin de semana que pasaban juntos, Zajac le leía a Rudy unas páginas de uno u otro libro, y el niño nunca se cansaba. Lloraba cada vez que Charlotte moría; reía cada vez que Stuart chocaba con el coche invisible del dentista. Y, lo mismo que Stuart, cuando Rudy estaba sediento le decía a su padre que tenía «una sed ruinosa». (La primera vez, naturalmente, Rudy tuvo que preguntarle a su padre qué significaba «ruinosa».)

Entretanto, a pesar de que el doctor Zajac había progresado tanto desmintiendo el mensaje que Hildred le daba a Rudy (el chico estaba cada vez más convencido de que su padre le quería), los mezquinos colegas del cirujano se convencían a sí mismos de que eran superiores a Zajac debido precisamente a la presunta desdicha y desnutrición del hijo del doctor.

Al principio los colegas del doctor Zajac también se sentían superiores a él debido a Irma. Sólo un perdedor nato la elegiría a ella entre las candidatas a empleada de hogar; pero cuando Irma empezó a transformarse, pronto repararon en ella, mucho antes de que el mismo Zajac mostrara algún indicio de que compartía su interés.

Que no fuese capaz de observar la transformación de Irma era una prueba más de que el doctor Zajac era un loco perteneciente a la variedad de los que no ven nada. La chica había perdido diez kilos y acudía a un gimnasio. Corría cinco kilómetros diarios… o sea, que no se limitaba a hacer un poco de ejercicio. Si su nuevo vestuario carecía de gusto, revelaba a la perfección las líneas de su cuerpo. Irma nunca sería bella, pero estaba bien hecha. Hildred propalaría el rumor de que su ex marido estaba saliendo con una bailarina de striptease. (Las cuarentonas divorciadas no destacan por su actitud caritativa hacia las veinteañeras bien hechas.)

No se olvide que Irma estaba enamorada. ¿Qué le importaba a ella lo que dijeran? Una noche recorrió de puntillas, desnuda, el pasillo a oscuras del piso superior. Había razonado que, si Zajac no se había acostado y la veía sin ropa, ella le diría que era sonámbula y que alguna fuerza la había atraído a su habitación. Irma ansiaba que el doctor Zajac la viera desnuda, accidentalmente, claro, porque había conseguido tener un físico estupendo y, además, confiaba al cien por cien en su cuerpo.

Pero al pasar de puntillas ante la puerta del doctor, detuvo a Irma la desconcertante convicción de que había acertado a oírle rezar. La joven no era religiosa, y rezar le parecía una actividad sospechosamente acientífica para un cirujano. Escuchó un poco más junto a la puerta y le alivió descubrir que el doctor no estaba rezando, sino que tan sólo leía Stuart Little en voz alta, con una cadencia que parecía la del rezo.

– «A la hora de cenar empuñó el hacha, cortó un diente de león, abrió una lata de jamón picante y tomó una cena ligera a base de jamón y leche de diente de león» -leyó el doctor Zajac.

Irma se sintió estremecida de amor por él, pero la simple mención del jamón picante hizo que se marease. Regresó de puntillas a su dormitorio frente a la cocina, y se detuvo para mordisquear unos trozos de zanahoria cruda del cuenco con hielo fundido que estaba en el frigorífico.

¿Cuándo repararía en ella aquel hombre solitario?

Irma comía muchas nueces y frutos secos; también tomaba fruta fresca, y grandes cantidades de verduras crudas. Sabía preparar un excelente pescado al vapor con jengibre y alubias negras, un plato que causó tal impresión al doctor Zajac que éste sobresaltó a Irma (y a cuantos le conocían) al organizar de improviso una cena para sus alumnos de la facultad.

Evidentemente Zajac imaginaba que alguno de sus chicos de Harvard podría pedirle a Irma que saliera con él. Opinaba, como la mayoría de los alumnos, que Irma parecía un tanto solitaria. Poco sabía el doctor que Irma sólo tenía ojos para él. Cuando la presentó a los alumnos como su «asistenta», y dado que era una mujer tan atractiva, éstos supusieron que el doctor ya se relacionaba con ella y abandonaron toda esperanza. (Las alumnas del cirujano probablemente pensaron que Irma parecía tan desesperada como Zajac)

No importaba. A todos les gustaba el pescado al vapor con jengibre y alubias negras, e Irma tenía otras recetas. Trataba la comida de la perra con ablandador de la carne, porque había leído en una revista, en la sala de espera de su dentista, que el ablandador de la carne hace que las deposiciones sean poco apetitosas, incluso para un perro. Pero Medea parecía opinar lo contrario.

El doctor Zajac espolvoreó el alpiste del comedero de aves que estaba en el exterior de la casa con trocitos de guindilla, y le dijo a Irma que así las ardillas no podrían comerse el alpiste. Luego Irma intentó espolvorear también las cacas de perro con trocitos de guindilla. Si bien esto era visualmente interesante, sobre todo por el contraste con la nieve recién caída, sólo al principio la guindilla le pareció a la perra poco atractiva.

Y atraer incluso una mayor atención hacia el excremento canino en su patio no le hacía a Zajac ninguna gracia. Tenía un método mucho más sencillo, aunque más atlético, de evitar que Medea se comiera su propia mierda. Primero recogía las cacas con la raqueta de lacrosse, y solía depositarlas en la omnipresente bolsa de papel marrón, aunque a veces Irma le había visto lanzar una a modo de proyectil contra una ardilla en la rama de algún árbol… de uno a otro lado de la calle Brattle. En cada una de estas ocasiones el doctor Zajac erraba el tiro, pero el gesto iba en derechura al corazón de Irma.

Aunque era demasiado pronto para saber si la joven a la que Hildred había denominado «la bailarina de striptease de Nick» hallaría alguna vez su camino hacia el corazón de Zajac, en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados tenían otro motivo de inquietud: era sólo cuestión de tiempo el que el doctor Zajac, aunque todavía cuarentón, tendría que ser incluido en el título de los principales asociados quirúrgicos de Boston especializados en el tratamiento de las manos. Pronto sería Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados.

No se crea que esto no mortificaba al epónimo Schatzman, aunque estuviera retirado. No se crea que no sacaba de quicio también al hermano Gingeleskie superviviente. En los viejos tiempos, cuando vivía el otro Gingeleskie, eran Schatzman, Gingeleskie y Gingeleskie… antes de la época de Mengerink. (El doctor Zajac decía en privado que dudaba de que el doctor Mengerink fuese capaz de curar una cutícula inflamada.) En cuanto a Mengerink, tuvo una aventura con Hildred cuando ella aún estaba casada con Zajac, y sin embargo despreciaba a Zajac por haberse divorciado, a pesar de que fue Hildred quien tuvo la idea de divorciarse.

Sin que lo supiera el doctor Zajac, su ex esposa estaba empeñada en volver loco también al doctor Mengerink. A éste le parecía el más cruel de los destinos que el nombre de Zajac estuviera destinado a seguir pronto al suyo en el membrete de las cartas y los letreros de los venerables asociados quirúrgicos. Pero si el doctor Zajac conseguía efectuar el primer trasplante de mano del país, tendrían suerte si la sociedad no pasaba a ser Zajac, Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. (Cosas peores podían suceder. Sin duda en Harvard nombrarían pronto a Zajac profesor asociado.)

Para echar más sal a sus heridas, la empleada doméstica-asistenta del doctor Zajac se había transformado en una máquina de erección instantánea, aunque el mismo Zajac estaba demasiado confuso para darse cuenta. Incluso el viejo Schatzman, ya retirado, había observado los cambios en Irma. Y Mengerink, que había tenido que cambiar dos veces su número telefónico para disuadir a la ex esposa de Zajac de que le llamara… Mengerink también había reparado en Irma. En cuanto a Gingeleskie, había dicho: «Incluso el otro Gingeleskie podría distinguir a Irma en una multitud». Se refería, por supuesto, a su hermano muerto.

Hasta un cadáver dentro de su tumba sería capaz de ver lo que le había sucedido a la empleada doméstica-asistenta, ahora convertida en una mujer de gran atractivo sexual. Parecía una bailarina de striptease que de día trabajaba como entrenadora personal. ¿Cómo era posible que Zajac no se hubiera fijado en la transformación? No era de extrañar que un hombre así hubiera pasado por el instituto y la universidad sin que nadie le recordara.

Sin embargo, cuando el doctor Zajac entraba en Internet para buscar donantes y receptores potenciales de manos, nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados le llamaba insensato o decía que www.faltanmanos.com era un pelín ordinario. A pesar de su perra comedora de caca, su obsesión por la fama, su peligrosa delgadez, su problemático hijo… y, por encima de todo ello, su inconcebible indiferencia ante lo que le sucedía a su «asistenta», en el territorio pionero de los trasplantes de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguía llevando la voz cantante.

Que al cirujano especializado en extremidades superiores más brillante de Boston se le considerase un bobo asexuado no preocupaba en absoluto a su único hijo. ¿Qué le importaba a un pequeño de seis años la pericia profesional o sexual de su padre, sobre todo cuando empieza a ver por sí mismo que su padre le quiere?

En cuanto a lo que promovió el recién descubierto afecto entre Rudy y su complicado padre, el mérito no es unilateral. Una perra tonta que se comía su propia caca merece cierto reconocimiento, pero también es digna de mención la sociedad coral de Deerfield, integrada sólo por caballeros, donde Zajac concibió por primera vez la errónea idea de que sabía cantar. (Tras el espontáneo verso inicial de «Yo soy Medea, amigos», padre e hijo compusieron más versos, todos ellos demasiado infantilmente escatológicos para reproducirlos aquí.) Y también es de señalar, por supuesto, el juego con el cronómetro de cocina y el autor E.B. White.

Deberíamos decir también unas palabras sobre el valor de las travesuras en las relaciones entre padre e hijo. El ex centrocampista había adquirido primero el instinto de hacer diabluras, al recoger cacas de perro con una raqueta de lacrosse y lanzarlas de una a otra orilla del río Charles. Si inicialmente Zajac no había conseguido interesar a Rudy por el lacrosse, el buen doctor acabaría por encauzar la atención de su hijo hacia los aspectos más sutiles del deporte mientras pasearan a Medea por la ribera del histórico Charles.

Imaginad la escena: ahí está la perra cazadora de cacas, tirando del doctor Zajac en el extremo de la tensa traílla. (En Cambridge, naturalmente, existe una ley sobre este particular; todos los perros deben ir sujetos con la traílla.) Y ahí, corriendo al lado de la impaciente perra en parte labrador, ¡sí, corriendo, haciendo en verdad algo de ejercicio!, está el pequeño Rudy Zajac, con la raqueta de lacrosse de tamaño infantil extendida cerca del suelo por delante de él.

Recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, sobre todo a la carrera, es mucho más difícil que recoger una pelota de lacrosse. (Las cacas de perro son de diversos tamaños y, en ocasiones, están enredadas en la hierba o han sido pisadas.) Sin embargo, Rudy ha recibido un buen entrenamiento. Y la determinación de Medea, sus potentes tirones de la traílla, proporcionan al chiquillo precisamente lo que se requiere para dominar cualquier deporte, sobre todo el «lacrosse de caca de perro», como lo llaman padre e hijo. Lo que Medea le aporta a Rudy es la rivalidad.

Cualquier aficionado puede recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, pero que intente hacerlo bajo la presión de una perra comedora de caca; en todo deporte, la presión es una maestra tan fundamental como un buen entrenador. Además, Medea pesaba por lo menos cinco kilos más que Rudy y podía derribarle con facilidad.

– Sigue dándole la espalda a Medea… ¡bien hecho! -gritaba Zajac-. ¡Métela en la bolsa, sostenla así, que no se caiga! ¡No pierdas nunca de vista dónde está el río!

El río era su meta, el histórico Charles. Rudy efectuaba dos clases de lanzamiento, ambas buenas, que su padre le había enseñado. Por un lado el lanzamiento estándar (ya una volea alargada, ya una trayectoria bastante plana) y por otro el lanzamiento efectuado desde la cintura, con el proyectil en vuelo rasante por encima del agua, el mejor para hacer rebotar las cacas y el preferido de Rudy. El riesgo del lanzamiento desde la cintura era que la raqueta de lacrosse pasaba muy cerca del suelo. Medea podía interponerse y engullir el proyectil en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡Al centro del río, al centro del río! -instruía el ex centrocampista al pequeño jugador. O bien le gritaba-: ¡Apunta debajo del puente!

– Pero hay un bote, papá.

– Entonces apunta al bote -le decía Zajac, en voz más baja, consciente de que sus relaciones con los remeros ya eran tensas.

El griterío de los indignados remeros mitigaba un poco los rigores de la competición. Al doctor Zajac le atraían sobre todo los agudos gritos de los timoneles a través de sus megáfonos, aunque hoy en día uno debía andarse con cuidado, pues algunos de los timoneles eran chicas.

A Zajac no le gustaba la presencia femenina en los botes ni en las embarcaciones de regata, tanto si eran remeras como timoneles. (Éste era sin duda otro sello distintivo de los prejuicios adquiridos a causa de una educación sin contacto con el sexo opuesto.)

En cuanto a la modesta contribución del doctor Zajac a la progresiva contaminación del río Charles… bueno, seamos justos. Zajac nunca había compartido los criterios de los defensores del medio ambiente. En su opinión, irremediablemente anticuada, todos los días se vertía en las aguas del Charles muchas cosas peores que el excremento de perro. Además, las cacas caninas que el pequeño Rudy Zajac y su padre arrojaban al río Charles respondían a una buena causa, la de cimentar el amor entre un padre divorciado y su hijo.

También Irma tiene algún mérito, pese a que era una joven prosaica. En cierta ocasión, cuando en compañía del doctor miraba el vídeo con el episodio del león que devoraba una mano, comentó:

– No sabía que los leones podían comerse algo con tanta rapidez.

El doctor Nicholas M. Zajac, conocedor de prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las manos, no pudo ver las imágenes sin exclamar:

– ¡Dios mío, ahí va! ¡Cielo santo, ha desaparecido! ¡Ha desaparecido por completo!

Por supuesto, el hecho de que Wallingford fuese famoso no afectó negativamente a las posibilidades que tenía el periodista de ser el preferido por el doctor Zajac entre los candidatos a receptores de un trasplante. Un público televisivo calculado en millones había presenciado el espantoso accidente. Millares de niños e innumerables adultos aún sufrían pesadillas, a pesar de que hacía más de cinco años que Wallingford había perdido la mano y de que la noticia televisada del accidente duraba menos de treinta segundos.

– Treinta segundos es mucho tiempo para estar ocupado en perder la mano, si se trata de tu mano -había comentado Patrick.

Quienes le conocían, sobre todo cuando lo veían por primera vez, nunca dejaban de comentar su encanto juvenil. Las mujeres se fijaban en sus ojos. Antes los hombres le habían envidiado, pero su mutilación había puesto fin a eso; ni siquiera los hombres, el género más inclinado a la envidia, podían seguir sintiendo celos de él. Ahora tanto los hombres como las mujeres lo encontraban irresistible.

El doctor Zajac no había necesitado Internet para encontrar a Patrick Wallingford, que desde el principio fue el elegido por el equipo quirúrgico bostoniano. Más interesante era el hecho de que www.faltanmanos.com hubiera presentado un candidato más bien sorprendente en el campo de los donantes potenciales. (Al hablar de un donante Zajac se refería a un cadáver reciente.) Aquel donante no sólo estaba vivo, ¡sino que ni siquiera se estaba muriendo!

Su esposa escribió a Schaztman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados desde Wisconsin. En su carta, la señora de Otto Clausen decía: «A mi marido se le ha ocurrido la idea de donar su mano izquierda a Patrick Wallingford, ya saben, el hombre a quien un león devoró una mano».

Esta carta le llegó al doctor Zajac cuando estaba pasando un mal día con la perra. Medea había ingerido un trozo considerable de manguera de jardín, lo cual requirió una operación de estómago. La desdichada perra debería haberse pasado el fin de semana convaleciente en la clínica veterinaria, pero era uno de los fines de semana en que Rudy visitaba a su padre, y el pequeño superviviente del divorcio podría haber sufrido una recaída a su inconsolable estado anterior sin la compañía de Medea. Incluso un perro amodorrado por los fármacos era mejor que ningún perro. No habría lacrosse de caca canina durante el fin de semana, pero sería un desafío impedir que Medea se comiera el hilo de sutura, y siempre estaban a mano el fiable juego con el cronómetro de cocina y el más fiable genio de E.B. White. Desde luego sería divertido dedicar algún refuerzo constructivo a la dieta siempre experimental de Rudy.

En una palabra, el cirujano estaba un poco aturdido. Si había algo poco sincero en el encanto de la carta enviada por la señora de Otto Clausen, Zajac no lo captaba. La ilusión que despertaban en él las posibilidades de los medios de comunicación invalidaba todo lo demás, y la descarada elección de Patrick Wallingford por parte de la pareja de Wisconsin como digno receptor de la mano de Otto Clausen sería una buena noticia periodística.

A Zajac no le pareció en modo alguno extraño que la señora Clausen, en vez del mismo Otto, le hubiera escrito para ofrecerle la mano de su marido. Lo único que Otto había hecho era firmar una breve declaración. Su esposa se había encargado de la carta que la acompañaba.

La señora Clausen era natural de Appleton, y mencionaba con orgullo que Otto ya estaba registrado en la organización Afiliados a la Donación de órganos de Wisconsin. «Pero este asunto de la mano es un poco diferente -observaba-. Quiero decir diferente de los órganos.»

El doctor Zajac sabía que, en efecto, las manos eran diferentes de los órganos. Pero Otto Clausen sólo tenía treinta y nueve años y no parecía hallarse a las puertas de la muerte. Zajac creía que un cadáver reciente, con una apropiada mano de donante, aparecería antes que la de Otto.

En cuanto a Patrick Wallingford, su deseo y necesidad de una nueva mano izquierda podría haberle colocado al comienzo de la lista de posibles candidatos del doctor Zajac incluso aunque no hubiera sido famoso. El doctor no era un hombre absolutamente falto de comprensión, pero también figuraba entre los millones que grabaron los tres minutos de imágenes del ataque del león. Para el doctor Zajac, aquellas imágenes eran una combinación de la película de horror que prefería un cirujano de las extremidades y un anticipo de su futura fama.

Baste decir que los rumbos de Patrick Wallingford y del doctor Nicholas M. Zajac avanzaban hacia una colisión que no prometía nada bueno desde el principio.

3. Antes de reunirse con la señora Clausen

Intenta ser un presentador que disimula su manquedad bajo la mesa del estudio y verás adónde te conduce esa actitud. Las primeras cartas de protesta fueron de personas que habían sufrido amputaciones. ¿De qué se avergonzaba Patrick Wallingford?

Incluso individuos provistos de ambas manos se quejaron: «Sé un hombre, Patrick -le escribió un hombre-. Demuéstranos que lo eres.»

Cuando tuvo problemas con la primera prótesis, los portadores de miembros artificiales le criticaron por no usarla correctamente. Mostraba la misma torpeza con una serie de dispositivos ortopédicos, pero su esposa se estaba divorciando de él, y no tenía tiempo para practicar.

Marilyn no podía olvidar su manera de «comportarse». En este caso, no se refería a las demás mujeres, sino a la manera en que Patrick se había comportado con el león. «Parecías tan… tan poco viril», le dijo Marilyn, y añadió que el atractivo físico de su marido siempre había sido «de tipo inofensivo, equivalente a una blandura insulsa». Lo que en realidad quería decir era que ningún aspecto de su cuerpo le había repugnado hasta ahora. («En la salud y en la enfermedad…», pero no cuando te falta algún miembro, concluyó Wallingford.)

Patrick y Marilyn habían vivido en un piso de Manhattan, en la calle Sesenta y dos, entre las avenidas Park y Lexington. Naturalmente, ahora el piso era propiedad de Marilyn. La única persona que no le había rechazado era el portero nocturno del que fuera edificio de Wallingford, y este portero nocturno estaba tan confundido que no tenía claro ni su propio nombre. Unas veces se llamaba Vlad o VIade, y otras Lewis. Incluso cuando respondía al nombre de Lewis, su acento seguía siendo una mezcla indescifrable del habla de Long Island con algún idioma eslavo.

– ¿De dónde eres, VIade? -le preguntó Wallingford en cierta ocasión.

– Me llamo Lewis -replicó Vlad-. Soy del condado de Nassau. En otra ocasión Wallingford le preguntó:

– ¿De dónde me dijiste que eras, Lewis?

– Del condado de Nassau. Y mi nombre es Vlad, señor O'Neill.

Sólo el portero confundía a Patrick Wallingford con Paul O'Neill, quien, en 1993, llegó a ser exterior derecho del equipo de béisbol de los Yankees de Nueva York. Ambos eran altos, morenos y guapos, con el característico mentón proyectado, pero ahí terminaba su parecido. El portero había comenzado a tomar a Patrick por Paul O'Neill cuando éste era todavía un jugador de los Reds de Cincinnati relativamente poco conocido.

– Supongo que me parezco un poco a Paul O'Neill -admitió Wallingford a Vlad o VIade o Lewis-, pero soy Patrick Wallingford, reportero de televisión.

Puesto que Vlad o VIade o Lewis era el portero nocturno, siempre estaba oscuro y a menudo era muy tarde cuando veía a Patrick.

– No se preocupe, señor O'Neill -le susurraba el portero en un tono de conspiración-. No se lo diré a nadie.

Así pues, el portero nocturno suponía que Paul O'Neill, jugador profesional de béisbol en Ohio, tenía una aventura con la esposa de Patrick Wallingford en Nueva York. Por lo menos así interpretaba Wallingford el pensamiento del pobre hombre. Al llegar a casa una noche, cuando Patrick aún tenía las dos manos y mucho antes de su divorcio, Vlad, VIade o Lewis estaba mirando una entrada suplementaria del partido que retransmitían a altas horas desde Cincinnati, donde los Mets jugaban contra los Reds.

– Bueno, Lewis -le dijo Wallingford al sorprendido portero, que tenía un pequeño televisor en blanco y negro en el guardarropa contiguo al vestíbulo-. Ahí están los Reds… ¡en Cincinnati, nada menos! Pero aquí me tiene a mí, a su lado. Esta noche no juego, ¿verdad?

– No se preocupe, señor O'Neill -le dijo el comprensivo portero-. No se lo diré a nadie.

Pero después de perder la mano, Patrick Wallingford se hizo más famoso que Paul O'Neill. Por otro lado, Patrick había perdido la mano izquierda, y Paul O'Neill batea y lanza con la izquierda. Como Vlad o VIade o Lewis sabría, O'Neill fue el campeón de bateo en la Liga de 1994; alcanzó un índice de bateo de.359 en la que sólo era su segunda temporada con los Yanks, y era un gran exterior derecho.

– Uno de estos días van a retirar al número veintiuno, señor O'Neill -aseguró testarudamente el portero a Patrick Wallingford-. Puede contar con ello.

Tras la pérdida de la mano izquierda, Patrick hizo una sola visita al piso de la calle Sesenta y dos, para recoger su ropa, sus libros y lo que los abogados especializados en divorcios llaman los efectos personales. Por supuesto, era evidente para todos los ocupantes del edificio, incluso para el portero, que Wallingford se mudaba.

– No se preocupe, señor O'Neill -le dijo el portero-. Las cosas que hacen hoy en rehabilitación… en fin, no se lo creería. Es una lástima que no haya sido la mano derecha… ser zurdo va a resultarle duro… pero ya se les ocurrirá algo, no le quepa duda.

– Gracias, VIade -le dijo Patrick.

El periodista manco se sentía débil y desorientado en su antiguo piso. El día que se mudó, Marilyn ya había empezado a cambiar la disposición del mobiliario. Wallingford miraba una y otra vez por encima del hombro, para ver lo que había a sus espaldas. No era más que un sofá trasladado desde otro lugar del piso, mas para Patrick aquella forma emplazada en un sitio imprevisto adoptaba las características de un león que se le aproximaba.

– Creo que el bateo será menos problemático que el lanzamiento a la base desde el jardín derecho -le decía el portero de los tres nombres-. Tendrá que empuñar bien tenso el bate, acortar el golpe, prescindir de las pelotas largas… no me refiero para siempre, sino sólo hasta que se haya acostumbrado a la nueva mano.

Pero no había ninguna nueva mano a la que Wallingford pudiera acostumbrarse. Las prótesis le frustraban, lo mismo que las continuas injurias que recibía por parte de su ex esposa.

– Nunca has sido atractivo para mí -le mentía Marilyn. (Así pues, era culpable de haber cedido a un espejismo… ¿qué quería?)-. Y ahora… en fin, sin una mano… ¡no eres más que un lisiado impotente!

La cadena de televisión especializada en noticias no le concedió a Wallingford mucho tiempo para que demostrara su valía como presentador. Ni siquiera en el Canal de los Desastres era Patrick un presentador notable. Pasó con rapidez del programa emitido a primera hora de la mañana al último de la noche, y acabó en un espacio de madrugada, donde Wallingford imaginaba que sólo le veían ciertos trabajadores nocturnos y algunos insomnes.

Su imagen demasiado televisiva era demasiado reprimida para un hombre a quien el rey de las fieras había arrebatado una mano. La gente deseaba verle una expresión más desafiante, en vez de la suya habitual, que irradiaba una débil humildad, un receloso aire de aceptación. Nunca había sido un mal hombre, sino sólo un mal marido, pero la falta de la mano transmitía la imagen de que se compadecía de sí mismo, le encasillaba en el tipo del mártir silencioso.

Aunque su aspecto vulnerable no le afectaba negativamente en su relación con las mujeres, lo cierto es que ahora había otras mujeres en su vida. Y hacia la época en que tuvo lugar su divorcio, los productores consideraron que le habían dado suficientes oportunidades como presentador para protegerse mejor ante posibles acusaciones de discriminación de los minusválidos, y le hicieron volver al papel menos visible de reportero. Peor todavía, el periodista manco se convirtió en el entrevistador preferido para ocuparse de los tipos más excéntricos y papanatas. Que el canal de noticias internacionales tuviera ya la reputación de exhibir actos de violencia y mutilación no hacía más que realzar la imagen de Patrick como un hombre irreversiblemente dañado.

Por supuesto, las catástrofes eran el combustible de los noticiarios televisivos. ¿Por qué razón la cadena no habría de asignarle el sensacionalismo más sórdido, los hechos que están por debajo de las noticias? Siempre asignaban a Patrick las golosinas regocijantes y salaces, el matrimonio que no duraba ni siquiera un día, o que no superaba la etapa de la luna de miel; el marido que, al cabo de ocho años de matrimonio, descubría que su esposa era un hombre.

Patrick Wallingford era el hombre de la cadena de noticias desastrosas, el reportero encargado de los peores sucesos, es decir, los más extravagantes. Se ocupó de un choque entre un autobús turístico y un jinrikisha tirado por un ciclista en Bangkok, cuyas víctimas mortales eran dos prostitutas tailandesas que iban al trabajo en el jinrikisha. Wallingford entrevistó a sus familiares y antiguos clientes; era inquietantemente difícil distinguir a unos de otros, pero cada uno de los entrevistados se sentía impulsado a mirar con fijeza el muñón o la prótesis en el extremo del brazo izquierdo del reportero.

Siempre miraban el muñón o la prótesis. Él detestaba ambas cosas, así como Internet. A su modo de ver, Internet servía sobre todo para alentar la pereza propia de su profesión, un exceso de confianza en las fuentes secundarias y otros atajos. Los periodistas siempre habían tomado en préstamo de otros periodistas, pero ahora resultaba demasiado fácil.

Su irascible ex esposa, también periodista, era un ejemplo adecuado. Marilyn se enorgullecía de escribir «perfiles» sólo de los autores más literarios y los actores y actrices más serios. (Ni que decir tiene, para ella el periodismo impreso era superior a la televisión.) Pero, en realidad, la ex esposa de Patrick se preparaba para las entrevistas con los escritores no leyendo sus libros, algunos de los cuales eran, desde luego, demasiado largos, sino leyendo las entrevistas anteriores que les habían hecho. Tampoco hacía Marilyn el esfuerzo de ver cada filme en el que habían intervenido los actores y actrices a los que entrevistaba, sino que, con todo descaro, se limitaba a leer las críticas de sus películas.

Dado su prejuicio con respecto a Internet, Wallingford no había visto la campaña publicitaria en www.faltanmanos.com, y no había oído hablar de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, hasta que el doctor Zajac le llamó. El cirujano ya estaba enterado de los diversos contratiempos que Patrick había tenido con distintas prótesis, y no sólo el del SoHo, que obtuvo una considerable atención: al subir a un taxi, la mano artificial se le quedó trabada entre la portezuela y el marco, y el taxista siguió conduciendo alegremente a lo largo de una manzana más o menos. El doctor también conocía el embarazoso incidente de aquel vuelo a Berlín, cuando la prótesis se enredó con el cinturón de seguridad. En aquella ocasión el apresurado Wallingford tenía que entrevistar a un loco detenido por haber hecho estallar a un perro cerca de la Potsdamer Platz. (El fanático afirmó que, como protesta por la nueva cúpula del Reichstag, había puesto un explosivo en el collar del perro.)

Patrick Wallingford se había convertido en el reportero televisivo en casos de fuerza mayor y necedades fortuitas. La gente le llamaba desde los taxis en marcha: «¡Eh, tío del león!». Los mensajeros en bicicleta le gritaban, tras escupir los silbatos que llevaban en la boca: «¡Hola, hombre de los desastres!». Peor todavía, a Patrick le gustaba tan poco su trabajo que había dejado de condolerse por las víctimas y sus familiares, y cuando los entrevistaba se le notaba su falta de solidaridad.

Aunque no le despidieron -puesto que había sufrido un accidente laboral, podría haberles demandado-, la marginación de Patrick llegó a tales cotas que la siguiente misión que le encomendaron carecía incluso de potencial desastroso. Le enviaban a Japón para que informara sobre un congreso patrocinado por un consorcio de periódicos japoneses. También a él le sorprendió el tema del congreso, «El futuro de las mujeres», que ciertamente no parecía ser nada catastrófico.

Pero la idea de que Patrick Wallingford asistiera al congreso… las mujeres de la sala de redacción en Nueva York se mondaban de risa.

– Van a darte muchos revolcones, Pat -bromeó una de ellas-. Quiero decir, muchos más que aquí.

– ¿Cómo sería posible que le dieran a Patrick más revolcones? -preguntó otra de las redactoras, y todas volvieron a desternillarse.

– Tengo entendido que en Japón tratan a las mujeres como si fuesen una mierda -observó una-. Y los hombres van a Bangkok y se portan de una manera abominable.

– Todos los hombres se portan de una manera abominable en Bangkok -dijo una mujer que había estado allí.

– ¿Has estado en Bangkok, Pat? -inquirió la primera que había hablado.

Sabía perfectamente bien que Patrick había estado allí, pues ella le había acompañado. Tan sólo le recordaba algo que todo el mundo en la sala de redacción sabía

– ¿Has estado alguna vez en Japón, Patrick? -le preguntó otra, cuando cesaron las risas.

– No, nunca -replicó Wallingford-. Tampoco me he acostado jamás con una japonesa.

Ellas le llamaron cerdo por decir tal cosa, aunque la mayoría lo hicieron cariñosamente. Entonces se dispersaron, dejándole con Mary, una de las mujeres más jóvenes de la sala de redacción. (Y una de las pocas con las que Patrick aún no se había acostado.)

Cuando Mary vio que estaban solos, le tocó el antebrazo izquierdo, muy ligeramente, en el borde del muñón. Las mujeres eran las únicas que le tocaban en ese lugar.

– Sólo están bromeando, ¿sabes? -le dijo-. Si se lo pidieras, la mayoría de ellas mañana volaría contigo a Tokyo.

Patrick ya había pensado en acostarse con Mary, pero siempre había surgido un impedimento u otro.

– Si te lo pido, ¿volarás mañana conmigo a Tokyo?

– Estoy casada -respondió Mary.

– Ya lo sé.

– Estoy esperando un bebé -añadió ella, y se echó a llorar.

La joven corrió tras las demás mujeres de la sala de redacción, dejando a Wallingford a solas con sus pensamientos, que se resumían en la constatación de que era siempre mejor dejar que la mujer diera el primer paso. En aquel momento recibió la llamada telefónica del doctor Zajac.

Los modales del cirujano cuando se presentó fueron, por decirlo con una sola palabra, quirúrgicos.

– La primera mano en la que ponga mis manos puede ser suya -le anunció el doctor Zajac-. Si usted la quiere de veras.

– ¿Por qué no habría de quererla? Quiero decir que si está sana…

– ¡Pues claro que estará sana! -replicó Zajac-. ¿Cree que le trasplantaría una mano que no estuviera sana?

– ¿Cuándo? -preguntó Patrick.

– Uno no puede precipitarse en la búsqueda de la mano perfecta -le informó Zajac.

– Me temo que no me haría ninguna gracia una mano femenina, o la de un viejo -pensó Patrick en voz alta.

– Encontrar la mano adecuada es asunto mío -dijo el doctor Zajac.

– Es la mano izquierda… -le recordó Wallingford.

– ¡Pues claro que sí! Me refería al donante.

– Muy bien, pero sin condiciones de ninguna clase -dijo Patrick. No tenía idea de por qué decía tal cosa; no había nada que le preocupara en particular.

– ¿Qué condiciones? -preguntó Zajac, perplejo. ¿A qué diablos se refería el reportero? ¿Qué condiciones podía comportar la mano de un donante?

Pero Wallingford partía hacia Japón, y acababa de enterarse de que debía pronunciar un discurso el día inaugural del congreso. No lo había escrito y pensaba hacerlo, pero lo pospondría hasta que estuviera en el avión.

Patrick no reflexionó sobre lo curioso que era su comentario, «sin condiciones de ninguna clase». Era la típica observación de un hombre con tendencia al desastre, el reflejo de alguien a quien un león ha mutilado… una tontería más que tan sólo había dicho por decir algo. (Una frase por el estilo de «ahora las chicas alemanas son muy populares en Nueva York».)

Y Zajac estaba contento… el asunto había quedado en sus manos, por así decirlo.

4. Un interludio japonés

Más adelante, Wallingford se preguntaría si sus relaciones con Asia estaban contaminadas por alguna maldición. Primero había perdido la mano en la India, y ahora… ¿qué decir de Japón?

El viaje a Tokyo había ido mal desde el principio, si tenemos en cuenta la nada juiciosa proposición que Patrick le hizo a Mary. El mismo Wallingford contaba ese episodio como el comienzo de la experiencia. Había tropezado con una joven recién casada y encinta, una joven cuyo apellido nunca podía recordar. Peor todavía, ella tenía un aspecto que le obsesionaba. Era algo más que una inequívoca belleza, aunque tampoco le faltaba hermosura. Su aspecto revelaba una capacidad de hacer daño superior al chismorreo, una ferocidad que no se podía refrenar fácilmente, un potencial de violencia todavía por definir.

Entonces, a bordo del avión rumbo a Tokyo, Patrick se debatió con el discurso que debía pronunciar. Allí estaba él, divorciado por una buena razón, sintiéndose como un depredador sexual frustrado a causa de la embarazada Mary… y tenía que hablar del «futuro de las mujeres», nada menos que en Japón, un país notorio por el rigor con que se obligaba a las mujeres a mantenerse en su sitio.

No sólo Wallingford era inexperto en la redacción de discursos, sino que no estaba acostumbrado a hablar sin leer el texto en el teleprompter, el apuntador electrónico. (Normal mente, otra persona había escrito el guión.) Pero tal vez si examinaba la lista de participantes en el congreso, todas ellas mujeres, podría encontrar algo halagador que decirles, y ese halago podría bastar para las observaciones iniciales.

Fue un duro golpe para él descubrir que no tenía un conocimiento directo de los logros de ninguna de las mujeres que participaban en aquel encuentro. Por desgracia, sólo sabía quién era una de las mujeres, y lo más halagador que se le ocurría decir era que le gustaría acostarse con ella, aunque sólo la había visto en la televisión.

A Patrick le gustaban las mujeres alemanas. No había más que ver su relación con aquella técnico de sonido que formaba parte del equipo de televisión en Gujarat, la rubia que se desvaneció en la carretilla de la carne, la emprendedora Monika con ka. Pero la alemana que participaba en el congreso de Tokyo era Bárbara, quien, al igual que Wallingford, se dedicaba al periodismo televisivo. A diferencia de él, tenía más éxito que fama.

Barbara Frei presentaba el informativo matinal de la ZDF. Su voz era resonante, de locutora profesional, su sonrisa cautelosa, y tenía los labios delgados. El cabello, de un rubio sucio, le llegaba a los hombros, y se lo colocaba diestramente detrás de las orejas. Tenía una cara bonita y lustrosa, de pómulos altos. En el mundo de Wallingford, era una cara hecha para la televisión.

Cuando aparecía en pantalla, Barbara Frei no llevaba más que trajes de corte bastante viril, de color negro o azul marino, y nunca usaba blusa ni camisa de ninguna clase bajo el ancho cuello de la chaqueta. Tenía unas espléndidas clavículas, y le gustaba exhibirlas, justificadamente, desde luego. Patrick había observado que prefería los pendientes pequeños, como cabezas de clavos de adorno, a menudo eran de esmeraldas o rubíes; él tenía un buen conocimiento de las joyas femeninas.

Pero si bien la perspectiva de encontrar a Barbara Frei en Tokyo despertaba en Wallingford una ambición sexual poco realista durante su estancia en Japón, ni ella ni cualquier otra de las participantes en el congreso podía ayudarle a redactar su discurso.

Había una directora de cine ruso, una mujer llamada Ludmilla Slovaboda. (Esta manera de escribir el apellido sólo se aproxima a la manera en que Patrick suponía que se pronunciaba. Llamémosla Ludmilla.) Wallingford no había visto ninguna de sus películas.

Había una novelista danesa, cuyo nombre era Bodille, Bodile o Bodil Jensen. Su nombre aparecía escrito de tres modos distintos en el material impreso que los organizadores japoneses del simposio enviaron a Patrick. Al margen de cuál fuese el nombre correcto, Wallingford suponía que se pronunciaba bode eel, con el acento en eel [4], pero no estaba seguro.

Había una economista inglesa que respondía al anodino nombre de Jane Brown. Había una china experta en genética, una doctora coreana, especialista en enfermedades infecciosas, una bacterióloga holandesa y una mujer de Ghana cuyo campo de actividad se consideraba alternativamente como «administración de recursos alimenticios» o «ayuda para paliar el hambre en el mundo». Wallingford no podía tener ninguna esperanza de pronunciar sus nombres correctamente, y ni siquiera lo intentaría.

La lista de participantes era interminable, todas ellas profesionales de alto nivel, con la probable excepción de una autora norteamericana que se consideraba a sí misma feminista radical, de la que Wallingford nunca había oído hablar, y un número desproporcionado de participantes japoneses que parecían relacionados con el mundo del arte.

Patrick se sentía incómodo entre mujeres que se dedicaban a la poesía y la escultura. Probablemente no era correcto llamar poetisa a una poeta, y menos aún «escultorisa» a una escultora, pero así era como él las llamaba en su fuero interno. (A su modo de ver, la mayoría de los artistas son unos farsantes que venden como buhoneros algo irreal, inventado.)

¿Qué diría, pues, en su discurso de bienvenida? No carecía por completo de recursos, como ciudadano de Nueva York que era: En no pocas ocasiones había tenido que asistir a actos sociales vestido de etiqueta. Sabía que, en general, los maestros de ceremonias decían bobadas, y también él sabía decirlas. Por lo tanto, decidió que sus observaciones iniciales se ceñirían a la cháchara de buen tono, aderezada con un ameno desparpajo informativo, de un maestro de ceremonias: el humor insincero y humilde de quien parece a sus anchas riéndose de sí mismo. No podía estar más equivocado.

¿Qué tal este comienzo?: «Me siento inseguro al dirigirme a un público tan distinguido, dado que mi principal y, en comparación, insignificante logro ha sido el de alimentar ilegalmente con mi mano izquierda a un león, en la India, hace cinco años».

Sin duda, así rompería el hielo. Era el comienzo que ya había utilizado en su último discurso, que no fue realmente tal, sino un brindis durante una cena ofrecida a los atletas olímpicos en el Athletic Club de Nueva York. Las mujeres reunidas en Tokyo iban a revelarse como un público mucho más difícil.

Que la línea aérea extraviara el equipaje facturado por Wallingford, una de esas maletas especiales para trajes, demasiado llena, pareció establecer el tono.

– Su equipaje va camino de las Filipinas -le dijo el empleado de la compañía aérea que había extraviado su maleta-. ¡Mañana estará de vuelta!

– ¿Acaban de extraviarlo y ya sabe usted que mi equipaje está camino de las Filipinas?

– Es un maleficio, señor -respondió el empleado, o eso creyó haber oído Patrick.

En realidad había dicho: «Se lo garantizo, señor», pero Wallingford le había oído mal. (Patrick tenía la costumbre infantil y ofensiva de burlarse de los acentos extranjeros, casi tan antipática como su tendencia compulsiva a reírse cuando alguien tropezaba o se caía.) A fin de aclarar las cosas, el empleado de la compañía aérea añadió:

– El equipaje perdido de ese vuelo desde Nueva York siempre va a las Filipinas.

– ¿Siempre? -le preguntó Wallingford.

– Y siempre, invariablemente, regresa al día siguiente -replicó el empleado.

Siguió el vuelo en helicóptero desde el aeropuerto hasta el tejado del hotel en Tokyo. Los organizadores del congreso habían contratado aquel medio de transporte.

– Ah, Tokyo en el crepúsculo… ¿hay algo comparable? -comentó una mujer de aspecto severo sentada al lado de Patrick en el helicóptero.

A bordo del avión, Patrick no se había fijado en ella, probablemente porque la mujer había llevado unas gafas de carey que no le favorecían, y él apenas le había dirigido una mirada al pasar. Claro, era la autora norteamericana que se consideraba a sí misma una feminista radical…

– Supongo que lo dice usted en broma le dijo Patrick.

– Siempre hablo en broma, señor Wallingford -replicó la mujer, y se presentó al tiempo que le daba un breve y firme apretón de manos-. Soy Evelyn Arbuthnot. Le he reconocido por su mano… la otra.

– ¿También le han enviado su equipaje a las Filipinas? -preguntó Patrick a la señora Arbuthnot.

– Ya ve cómo viajo, señor Wallingford. Lo llevo todo encima. Las compañías aéreas no pierden mi equipaje.

Tal vez había subestimado las capacidades de Evelyn Arbuthnot; tal vez debería buscar, e incluso leer, alguno de sus libros.

Pero por debajo de ellos se extendía Tokyo. Él veía helipuertos en los tejados de muchos hoteles y edificios de oficinas, y otros helicópteros que se cernían en el aire para posarse. Era como si hubiera una invasión militar de la enorme y brumosa ciudad que, en el crepúsculo, aparecía teñida con un surtido de colores improbables, desde el rosa al rojo como la sangre, mientras se desvanecían los últimos resplandores de la puesta de sol. A Wallingford las plataformas de aterrizaje en los tejados le parecían dianas. Intentó adivinar a cuál de ellas apuntaba su helicóptero.

– Japón -dijo Evelyn Arbuthnot en un tono de desánimo

– ¿No le gusta a usted Japón? -le preguntó Patrick.

– Gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna parte -respondió ella-, pero aquí la situación de las mujeres bajo el dominio de los hombres es especialmente opresiva.

– Ah -se limitó a decir Patrick.

– Nunca había estado aquí, ¿verdad? -inquirió la mujer, y mientras él aún sacudía la cabeza, añadió-: No debería haber venido, hombre de los desastres.

– ¿Y usted por qué ha venido? -quiso saber Wallingford.

Aquella mujer le iba cayendo mejor a cada palabra negativa que decía. A Patrick empezó a gustarle su cara, que era cuadrada, con la frente alta y la mandíbula ancha, y el cabello corto y gris que parecía un práctico casco. Su cuerpo era más bien rechoncho y de aspecto robusto, aunque no se le veía nada; llevaba unos tejanos negros y una camisa masculina de dril, que parecía suavizada por innumerables lavados. A juzgar por lo que Wallingford podía ver, que no era mucho, tenía los senos pequeños y no se molestaba en usar sujetador. Calzaba unas zapatillas de marcha apropiadas para viajar, aunque sucias, y apoyaba los pies en una bolsa de gimnasia de gran tamaño que sólo cabía parcialmente bajo el asiento. La bolsa tenía una correa para colgarla de los hombros y parecía pesada.

La señora Arbuthnot rondaba los cincuenta años, o quizá los había sobrepasado, y viajaba con más libros que prendas de vestir. No usaba maquillaje ni esmalte para las uñas, no lucía anillos ni otras joyas. Sus manos eran pequeñas, sin la menor mancha en la piel, y las uñas estaban roídas hasta lo vivo.

– ¿Por qué he venido aquí? -repitió la pregunta que le había hecho Patrick-. Voy allá donde me invitan, dondequiera que sea, porque no recibo muchas invitaciones y porque tengo un mensaje. Pero usted no tiene ningún mensaje, ¿no es cierto, señor Wallingford? No puedo imaginar para qué habría de venir usted a Tokyo, y lo más inimaginable es que venga para participar en un congreso sobre «El futuro de las mujeres». ¿Desde cuándo es noticia el futuro de las mujeres? O, en cualquier caso, la clase de noticias de las que se ocupa el hombre del león -añadió.

El helicóptero estaba aterrizando. Wallingford contemplaba en silencio la diana que se iba agrandando.

Finalmente repitió la pregunta de la señora Arbuthnot.

¿Por qué he venido aquí? -Trató de ganar un poco de tiempo mientras buscaba una respuesta.

– Yo se lo diré, señor Wallingford. -Evelyn Arbuthnot le puso las manos, sorprendentemente pequeñas, en las rodillas y le dio un buen apretón-. Ha venido aquí porque sabía que iba a encontrarse con muchas mujeres, ¿no es cierto?

Así pues, era una de esas personas a las que les desagradan los periodistas, o Patrick Wallingford en particular. Wallingford era sensible a ambos desagrados, bastante frecuentes. Quería decir que había ido a Tokyo porque era un jodido reportero y le habían hecho un jodido encargo, pero se mordió la lengua. Tenía esa popular debilidad consistente en tratar de congraciarse con las personas a las que desagradaba y en consecuencia, contaba con numerosas amistades, ninguna de ellas íntima y muy pocas femeninas. (Se había acostado con demasiadas mujeres para que pudiera trabar amistades íntimas con los hombres.)

El helicóptero aterrizó dando un bote sobre la plataforma. Un botones de movimientos rápidos, que había estado esperando en la terraza, avanzó a toda prisa con un carro para el equipaje. No había nada que cargar, excepto la bolsa de gimnasia de Evelyn Arbuthnot, de la que ella no quiso desprenderse.

– ¿No hay maletas, nada de equipaje? -preguntó el afanoso botones a Wallingford, que aún pensaba en cómo podría responder a la señora Arbuthnot.

– Han enviado mi maleta por error a las Filipinas -informó Patrick al botones, hablando con una lentitud innecesaria.

– Ah, eso no es ningún problema -replicó el botones-. ¡Mañana estará de vuelta!

– Mire, señora Arbuthnot -logró decir Wallingford, con cierta rigidez-. Le aseguro que no he venido a Tokyo y a este congreso para conocer mujeres. Puedo conocerlas en cualquier parte del mundo.

– Sí, de eso no me cabe la menor duda -dijo Evelyn Arbuthnot, al parecer nada complacida con la idea-. Y estoy segura de que lo hace, continuamente, en todas partes. Una detrás de otra.

«¡Zorra!», se dijo Patrick. Y pensar que había empezado a gustarle… Últimamente se sentía como un idiota, y era evidente que la señora Arbuthnot había triunfado sobre él. No obstante, generalmente Patrick Wallingford se consideraba a sí mismo una persona amable.

Temeroso de que la maleta perdida no estuviera de regreso a tiempo, cuando tuviera que vestirse para pronunciar su discurso en el congreso sobre «El futuro de las mujeres», Wallingford envió las prendas que había llevado en el avión al servicio de lavandería del hotel, donde le prometieron que estarían listas al día siguiente. No había previsto que sus anfitriones japoneses (todos colegas periodistas) le llamarían una y otra vez a la habitación del hotel para invitarle a tomar copas y cenar.

Les dijo que estaba cansado y que no tenía apetito. Ellos se mostraron corteses, pero Wallingford comprendió que los había decepcionado. Sin duda estaban deseando echar un vistazo a la «mano invisible», la otra mano, como le había dicho Evelyn Arbuthnot.

Estaba examinando con desconfianza el menú del servicio de habitaciones cuando le llamó la señora Arbuthnot.

– ¿Dónde piensa cenar? -le preguntó-. ¿O va a conformarse con el servicio de habitaciones?

– ¿Es que no le ha invitado nadie? -replicó Patrick-. No dejan de llamarme, pero no puedo salir porque he enviado la ropa que llevaba al servicio de lavandería, por si mi maleta no regresa mañana de las Filipinas.

– Nadie me ha invitado -le dijo la señora Arbuthnot-, pero no soy famosa, ni siquiera soy periodista. Nunca me invita nadie.

Wallingford no podía creerla, pero se limitó a decirle:

– La invitaría a cenar conmigo en mi habitación, pero no tengo nada que ponerme, salvo una toalla de baño.

– Pues llame a recepción y pida un albornoz -le sugirió Evelyn Arbuthnot-. Los hombres no saben cubrirse con toallas.

Ella le dio su número de habitación y le dijo que volviera a llamarle cuando tuviera el albornoz. Mientras tanto, examinaría el menú del servicio de habitaciones.

Pero cuando Wallingford llamó a recepción y pidió un albornoz, una voz femenina le dijo: «Ro shíento… ¿arbornós?, no tenemos nada de eso». Y cuando se puso en contacto con la señora Arbuthnot y le informó de lo que le habían dicho en recepción, ella volvió a sorprenderle.

– ¿Que no tienen nada de eso? Pues aquí no vamos a tener nada de lo otro.

Patrick pensó que bromeaba.

– No se preocupe, apretaré bien las rodillas, o intentaré usar dos toallas.

– No es por usted, sino por mí… la culpa es mía -replicó Evelyn-. Estoy decepcionada conmigo misma por sentirme atraída hacia usted.

Entonces dijo «perudone» y colgó el auricular. Por lo menos, en vez del albornoz, tuvieron el detalle de enviarle un cepillo de dientes y un tubito de dentífrico.

Cuando uno está en Tokyo y sólo lleva puesta una toalla no puede meterse en demasiados líos, pero Wallingford encontró la manera de hacerlo. Como no tenía mucho apetito, en lugar del servicio de habitaciones llamó a un servicio que en la información telefónica del hotel correspondía a MASAJE TERAPÉUTICO. Fue un gran error.

– Han de ser dos, dos damas -dijo la voz que le respondió. Era una voz masculina, y a Patrick le pareció haber oído «han de ser dos bananas», pero creyó entender lo que el hombre le había dicho.

– No, no… dos damas no, sólo un hombre. Soy un hombre y estoy solo -explicó.

– Dos damas -replicó en tono confidencial el hombre.

– Lo que sea -dijo Wallingford-. ¿Es shiatsu?

– Son dos damas o nada -respondió el hombre en un tono más agresivo.

– Está bien, está bien -concedió Patrick.

Sacó una cerveza del minibar y se la tomó mientras esperaba enfundado en la toalla. Poco después dos mujeres se presentaron en su habitación.

Una de ellas llevaba la mesa con el orificio en un extremo para la cara del cliente. Parecía un instrumento de ejecución, y la mujer que la llevaba tenía unas manos que a Zajac le habrían recordado las de algún famoso bateador. La otra mujer iba provista de unas almohadas y toallas, y tenía unos antebrazos como los de Popeye.

– Hola -les saludó Wallingford.

Ellas miraron con cautela al hombre envuelto en la toalla.

– ¿Shiatsu? -les preguntó Patrick.

– Somos dos -le dijo una de ellas.

– Sí, desde luego -replicó él, pero no entendía por qué eran dos. ¿Acaso para acelerar el masaje? Tal vez para duplicar su coste.

Cuando tuvo la cara en el orificio de la mesa, contempló los pies descalzos de la mujer que le restregaba el cuello con un codo; la otra hacía lo mismo con su codo (¿o acaso una rodilla?) en la rabadilla. Patrick hizo acopio de valor para formularles una pregunta directa.

– ¿Por qué sois dos?

Se sorprendió cuando las musculosas masajistas terapeutas soltaron unas risitas de colegialas.

– Para que no nos violen -dijo una de las mujeres.

– Dos bananas, no vioran -le pareció a Wallingford que decía la otra.

Ahora le masajeaban con brío, hundiéndole en el cuerpo pulgares y codos o rodillas, pero lo que realmente ofendía a Wallingford era la idea de que alguien pudiera ser tan moralmente reprensible como para violar a una masajista terapeuta. (Todas las experiencias de Patrick con mujeres habían sido de una clase bastante limitada: las mujeres habían querido relacionarse con él.)

Cuando las masajistas se marcharon, Patrick se sintió sin fuerzas. Apenas pudo ir al baño a orinar y cepillarse los dientes antes de dejarse caer en la cama. Vio que había dejado la cerveza sin terminar sobre la mesilla de noche, donde por la mañana apestaría, pero estaba demasiado cansado para levantarse. Yacía allí como si lo hubieran engomado. Por la mañana se levantó en la misma posición en que se había quedado dormido, boca abajo y con ambos brazos a los costados, como un soldado, y el lado derecho de la cara contra la almohada, mirándose el hombro izquierdo.

Cuando llamaron a la puerta (le traían el desayuno) y tuvo que levantarse, se percató de que no podía mover la cabeza. Parecía como si tuviera el cuello trabado y sólo podía mirar a la izquierda. Esto supondría un problema en el podio, donde pronto tendría que pronunciar el discurso, y antes de que llegara ese momento tendría que desayunar con la cara vuelta hacia la izquierda. Observó entonces que el cepillo de dientes con que le habían obsequiado era un poco corto, lo cual aumentaría la dificultad de cepillarse los dientes con la mano derecha (y única), dado el grado de giro de la cabeza a la izquierda.

Por lo menos, su equipaje había regresado de la imprevista excursión a las Filipinas, una circunstancia de lo más oportuna, puesto que el encargado de la lavandería le había llamado para disculparse por haber «puesto fuera de su lugar» las únicas prendas de vestir que tenía, aparte de las extraviadas.

– ¡No perudidas, sólo fuera de su lugar! -le gritó un hombre al borde de la histeria-. ¡Perudone!

Cuando Wallingford abrió la maleta de los trajes, cosa que logró hacer mirando por encima del hombro izquierdo, descubrió que la maleta y todas sus prendas de vestir despedían un fuerte olor a orina. Telefoneó a la compañía aérea para quejarse.

– ¿Ha estado usted en las Filipinas? -le preguntó el funcionario de la compañía aérea.

– Yo no, pero mi maleta sí -respondió Wallingford.

– ¡Ah, eso lo explica todo! -exclamó alegremente el empleado-. Esos perros husmeadores de droga que tienen allí… ¡a veces se mean en las maletas!

Como no podía ser de otra manera, Patrick creyó oír «hacen la puñeta», pero captó la idea. ¡Unos perros filipinos se habían meado en sus ropas!

– ¿Por qué?

– No lo sabemos -respondió el empleado de la compañía aérea-. Son cosas que pasan. Supongo que los perros tienen que hacerlo.

Tras superar su estupor, Wallingford examinó las prendas de vestir en busca de una camisa y unos pantalones que estuvieran, por lo menos relativamente, libres de orina canina. Envió, no sin renuencia, el resto de las ropas al servicio de lavandería del hotel, advirtiendo por teléfono al encargado de que, por lo que más quisiera, no le perdiera también aquellas prendas, pues eran las únicas que tenía.

– ¡Las otoras no perudidas! -exclamó el hombre-. ¡Sólo fuera de su lugar!

(Esta vez ni siquiera se molestó en decir «perudone».)

A Patrick no se le ocultaba el aroma que despedía, y le incomodaba compartir un taxi para ir al local del congreso con Evelyn Arbuthnot, sobre todo porque, debido a la tortícolis, debía permanecer en su asiento con la cara groseramente desviada de su acompañante.

– Mire, no le culpo por estar enfadado conmigo, ¿pero no le parece un tanto infantil esa actitud de no mirarme? -le preguntó ella. Husmeaba continuamente, como si sospechara que había un perro en el vehículo.

Wallingford se lo contó todo: el masaje de las dos bananas («la paliza de las dos mujeres», lo llamaba él), la inmovilidad del cuello, el episodio del equipaje meado.

– Podría escuchar sus anécdotas durante horas -le dijo la señora Arbuthnot. Él no tenía necesidad de verla para saber que lo decía en broma.

Llegó el momento de pronunciar su discurso, y lo hizo colocándose de lado en el podio, mirándose el muñón en que terminaba su brazo izquierdo, para él más visible que las páginas difíciles de leer. Con el lado izquierdo hacia el público, su amputación era más evidente, y un periodista japonés guasón escribió que Wallingford «se ordeñaba la mano ausente». (En los medios de comunicación occidentales a menudo se referían a su «mano invisible».) Unos periodistas nipones más generosos, la mayoría de ellos sus anfitriones, consideraron el sistema de hablar mostrando el lado izquierdo al público «sugestivo» e «increíblemente imperturbable».

Las expertas mujeres que participaban en el congreso criticaron el discurso de Patrick con aspereza. No habían ido a Tokyo para hablar sobre «El futuro de las mujeres» y escuchar los chistes reciclados de maestro de ceremonias que les endilgaba un hombre

– ¿Eso era lo que usted escribió ayer en el avión, o quizá trató de escribir? -observó Evelyn Arbuthnot-. Dios mío, deberíamos haber cenado juntos en su habitación. Si hubiera salido a relucir el tema de su discurso, podría haberle ahorrado una situación tan delicada.

Como ya le había sucedido, Wallingford se quedó sin habla en compañía de aquella mujer.

La sala donde había hablado era de acero, con tonos de gris ultramoderno. Así era más o menos como veía Patrick a Evelyn Arbuthnot, «hecha de acero, con tonos de gris ultramoderno».

A partir de entonces, las demás mujeres le evitaron, y él sabía que el motivo no era tan sólo los orines de perro.

Ni siquiera su colega alemana en el mundo del periodismo televisivo, la hermosa Barbara Frei, le dirigía la palabra. La mayoría de los periodistas, al conocer a Wallingford en persona, por lo menos le expresaban su condolencia por el episodio con el león, pero la reservada señora Frei dejó bien claro que no quería conocerle.

Sólo la novelista danesa, Bodille o Bodile o Bodil Jensen, pareció mirar a Patrick con un destello de conmiseración en sus inquietos ojos verdes. Era bonita, con cierto aire de congoja o trastorno, como si recientemente hubiera habido un suicidio o un asesinato de alguien muy cercano a ella, tal vez su amante o su marido.

Wallingford trató de abordar a la señora o señorita Jensen, pero Evelyn Arbuthnot le paró los pies.

– Yo la he visto primero -le dijo a Patrick, y se dirigió en línea recta hacia Bodille o Bodile o Bodil Jensen.

Esto deterioró todavía más la débil confianza de Wallingford en sí mismo. ¿Qué había querido decir la señora Arbuthnot al confesarle que estaba decepcionada consigo misma por la atracción que sentía hacia él? ¿Acaso era lesbiana?

Como no tenía muchas ganas de encontrarse con alguien mientras despedía aquel lamentable olor a orines de perro, Wallingford regresó al hotel, para esperar el retorno de sus ropas limpias. Encargó a los dos hombres que formaban su equipo de televisión que filmaran todo cuanto les pareciera interesante de los restantes discursos que se pronunciarían durante aquella primera jornada, incluida una mesa redonda sobre el tema de la violación.

Al entrar en la habitación del hotel vio que la dirección le había enviado flores, subrayando así las disculpas por haberle puesto la ropa «fuera de su lugar», y que dos masajistas terapeutas, dos mujeres distintas a las de la víspera, le estaban esperando. El hotel también le obsequiaba con un masaje.

– Perudone por lo del cuello -le dijo una de las mujeres.

Aunque Wallingford oyó «cuero», comprendió lo que la masajista le decía. Estaba condenado a sufrir otra paliza.

Pero aquellas dos mujeres lograron eliminarle la tortícolis, y mientras aún se dedicaban a convertirlo en jalea, el servicio de lavandería le devolvió las ropas limpias, sin que faltara una sola prenda. Patrick se dijo que tal vez aquello señalaba un cambio a mejor en su experiencia japonesa.

Dada la pérdida de la mano izquierda en la India, aunque había sucedido cinco años atrás; dado que unos perros filipinos se habían meado en sus ropas y que había necesitado un segundo masaje para corregir los daños causados por el primero; dado que no había sabido que Evelyn Arbuthnot fuese lesbiana, y dado su discurso, caracterizado por una terrible insensibilidad; dado que no sabía nada de Japón y probablemente incluso menos sobre el futuro de las mujeres, en el que nunca, ni siquiera ahora, pensaba… Wallingford debería haber tenido la prudencia de no imaginar que su experiencia japonesa estaba a punto de cambiar hacia mejor.

Toda persona que hubiera conocido a Patrick Wallingford en Japón habría advertido al instante que era precisamente la clase de hombre con el cerebro en forma de pene que con toda tranquilidad acercaría demasiado la mano a la jaula de un león. (Y si el león hubiera tenido acento, Wallingford se habría burlado de él.) Cuando rememorase aquellos días pasados en Japón, los consideraría todavía más deplorables que el episodio de la mano perdida en las fauces de un león ocurrido en la India.

Para ser justos, debemos señalar que Wallingford no fue el único hombre ausente en la mesa redonda sobre la violación. La economista inglesa, cuyo nombre (Jane Brown) le había parecido a Patrick anodino, resultó no ser tal cosa en persona. La mujer hizo una exhibición de vehemencia en la mesa redonda e insistió en que ningún hombre debería estar presente durante el debate. Discutir abiertamente del asunto entre ellas equivalía a estar desnudas.

El cámara y el técnico de sonido del canal de noticias internacionales pudieron seguir filmando hasta que la economista inglesa, para ilustrar su punto de vista, empezó a desnudarse. Entonces el cámara, que era japonés, dejó respetuosamente de filmar.

Es discutible que contemplar a Jane Brown mientras se desnudaba hubiera agradado a la mayoría de los telespectadores. Decir de la señora Brown que tenía un aspecto de matrona habría sido una amabilidad. Lo cierto es que sólo tuvo que empezar a desnudarse para que los pocos hombres que estaban allí se apresuraran a marcharse. Un número muy escaso de hombres asistían al congreso sobre el «futuro de las mujeres», sólo los dos miembros del equipo de televisión de Patrick, los periodistas japoneses de aspecto inquieto que eran los organizadores del encuentro y, por supuesto, el propio Patrick.

Los organizadores se habrían ofendido si hubieran oído la petición efectuada por el jefe de redacción de la cadena de Patrick desde Nueva York: no quería más metraje de las sesiones; lo que Dick deseaba ahora era «algo para contrastarla», en otras palabras, algo para arruinarla.

Aquello era puro Dick, se dijo Wallingford. Cuando el jefe de redacción pedía «material relacionado», lo que en realidad quería decir era algo que no estuviera relacionado con el congreso y que se pudiera convertir en una burla de la misma idea del futuro de las mujeres.

– Tengo entendido que en Tokyo hay toda una industria de pornografía infantil -le dijo Dick-. También hay prostitutas infantiles. Me han informado de que todo esto es relativamente nuevo. Está emergiendo… digamos que está en ciernes.

– ¿Y qué? -replicó Wallingford.

Sabía que también aquello era puro Dick. El jefe de redacción nunca se había interesado por «El futuro de las mujeres». Los organizadores japoneses del congreso expusieron sus deseos de que acudiera Wallingford, el vídeo de cuyo accidente en la India había alcanzado un récord de ventas en Japón, y Dick aprovechó la invitación para que el llamado hombre de los desastres escarbara un poco de suciedad en Tokyo.

– Naturalmente, tendrás que actuar con cuidado -siguió diciéndole Dick, y le advirtió de que lanzarían «calumnias de racismo» contra la cadena de televisión si hacía algo que pareciera «sesgado contra los japoneses»-. ¿Comprendes? le preguntó Dick desde el otro extremo de la línea-. Sesgado o, como se trata de japoneses, podríamos decir rasgado…

Wallingford exhaló un suspiro, y entonces, como de costumbre, planteó la existencia de algo más profundo y complejo. El encuentro sobre «El futuro de las mujeres» duraba cuatro días, pero sólo en las horas diurnas. No había nada programado para las noches, ni siquiera cenas, y Patrick se preguntaba por qué.

Una joven japonesa, que había pedido a Wallingford que estampara su autógrafo en la camiseta de Mickey Mouse que llevaba, pareció sorprendida de que no hubiera adivinado la razón. Por la noche no había actividades relacionadas con las sesiones porque en Japón, un congreso sobre mujeres con sesiones nocturnas no habría podido contar con la presencia de muchas mujeres.

¿No era eso interesante?, le preguntó Wallingford a Dick, pero el jefe de redacción en Nueva York le dijo que lo olvidara. Aunque la joven japonesa tuviera un aspecto fantástico en la pantalla, las camisetas con Mickey Mouse no estaban permitidas en la cadena de noticias, debido a que cierta vez tuvieron una disputa con la compañía Walt Disney.

Al final Wallingford recibió instrucciones de ceñirse a las entrevistas individuales con las mujeres que participaban en el congreso. Patrick comprendió que Dick no compartía su interés.

– A ver si una o dos de esas fulanas se sincera contigo -concluyó Dick.

Por supuesto, Wallingford trató de entrevistar a Barbara Frei, la reportera de televisión alemana, a la que abordó en el bar del hotel. Parecía estar sola, y la idea de que podría estar esperando a alguien no pasó por la mente de Patrick. La presentadora de la ZDF era tan bella como lo parecía en la pequeña pantalla, pero rechazó cortésmente la entrevista.

– Conozco su cadena, desde luego -empezó a decirle la señora o señorita Frei, con tacto-. No creo probable que cubran informativamente este congreso con seriedad. ¿Y usted? -Caso cerrado-. Siento lo de su mano, señor Wallingford. Fue terrible, lo siento de veras.

– Gracias -replicó Patrick.

La mujer era sincera y, al mismo tiempo, tenía clase. El canal de noticias internacionales de Wallingford no respondía a la idea que la señora o señorita Frei, o cualquier otra persona, tenía del periodismo televisivo serio. Comparado con Barbara Frei, Patrick Wallingford tampoco era serio, y ambos lo sabían. El bar del hotel estaba lleno de hombres de negocios, como suele ocurrir en esos locales.

– ¡Mirad, es el hombre del león! -oyó Wallingford decir a uno de ellos.

– ¡El hombre de los desastres! -exclamó otro hombre de negocios.

Barbara Frei se apiadó de él.

– ¿No quiere usted tomar nada? -le preguntó.

– Sí… de acuerdo. -La sensación de tener los ánimos por el suelo era nueva para él.

En cuanto le sirvieron la cerveza que había pedido, llegó el hombre al que la señora Frei había estado esperando, su marido.

Wallingford le conocía. Era Peter Frei, periodista de la ZDF, también muy conocido y respetado. Peter Frei se ocupaba de programas culturales y su mujer lo hacía de las llamadas noticias duras.

– Peter está un poco cansado -comentó la señora Frei, restregando cariñosamente los hombros y la nuca de su esposo-. Se ha estado entrenando para viajar al monte Everest.

– Supongo que es para un reportaje que está usted haciendo -dijo Patrick con envidia.

– Sí, pero he de subir a cierta altura de la montaña para hacer el reportaje como es debido.

– ¿Va a subir al monte Everest? -preguntó Wallingford a Peter Frei.

Aquel hombre parecía en una forma extraordinaria. Su mujer y él formaban una pareja muy atractiva.

– Bueno, hoy en día todo el mundo sube al Everest -replicó con modestia el señor Frei-. Eso es lo malo… ¡la montaña más alta del mundo ha sido invadida por aficionados como yo!

Su bella esposa se echó a reír afectuosamente, y siguió restregándole el cuello y los hombros. Wallingford, apenas capaz de tomarse la cerveza, se decía que era una pareja tan agradable como la que más entre todas las que había conocido.

Cuando se despidieron, Barbara Frei tocó el brazo izquierdo de Patrick en el lugar habitual.

– ¿Por qué no intenta entrevistar a esa mujer de Ghana? -le sugirió amablemente-. Es muy simpática e inteligente, y le dirá mucho más de lo que le diría yo. Quiero decir que es una persona con una causa en mucho mayor grado que yo.

(Wallingford sabía lo que eso significaba: la mujer de Ghana hablaría con cualquiera.)

– Es una buena idea, gracias

– Lamento lo de la mano -le dijo Peter Frei a Patrick-. Es terrible. Creo que la mitad de la población mundial recuerda dónde estaba y qué hacía cuando lo vieron.

– Sí -respondió Wallingford.

Sólo había tomado una cerveza, pero apenas recordaría el momento en que abandonó el bar. Salió lleno de disgusto hacia sí mismo, en busca de la mujer africana como si fuese un barco salvavidas y él un hombre que se ahogaba. Lo era.

Por una cruel ironía del destino la experta en hambrunas de Ghana estaba muy gorda, y a Wallingford le preocupó que Dick explotara su obesidad de alguna manera impredecible. Debía de pesar ciento cincuenta kilos, y vestía un ropaje que parecía una tienda de campaña hecha con muestras de colchas de colores abigarrados. Sin embargo tenía una licenciatura por Oxford y otra por Yale, había recibido el premio Nobel por algo relacionado con la nutrición mundial, de la que ella decía que era «tan sólo cuestión de anticiparse de una manera inteligente a las crisis del Tercer Mundo… cualquier bobo con dos dedos de frente y la conciencia íntegra podría hacer lo que yo hago».

Pero por mucho que Wallingford admirase a la voluminosa mujer de Ghana, ésta no gustó en Nueva York.

– Demasiado gorda -le dijo Dick a Patrick-. Los negros creerán que nos burlamos de ella.

– ¡Pero nosotros no tenemos la culpa de que sea gorda! -protestó Patrick-. ¡Lo importante es que se trata de una persona inteligente, que tiene realmente algo que decir!

– Puedes encontrar a otra con algo que decir, ¿no es cierto? ¡Por Dios, encuentra a alguien inteligente que tenga un aspecto normal!

Pero como Wallingford descubriría en el congreso sobre «El futuro de las mujeres» de Tokyo, eso era difícil en extremo, dado que, por «aspecto normal», Dick entendía sin duda que no fuese ni gorda ni negra ni japonesa.

Patrick echó un vistazo a la china experta en genética, que tenía un lunar elevado y peludo en medio de la frente. No se molestaría en entrevistarla. Ya podía oír lo que aquel gilipollas de Dick diría al ver las imágenes en la sala de redacción: «¡Santo cielo! ¿No hemos quedado en que no debemos dar la impresión de que nos burlamos de la gente? ¿Es que quieres provocar una guerra con China? ¡En vez de esto podríamos bombardear una embajada china en algún país idiota y tratar de hacerlo pasar por un accidente o algo así!».

Así pues, Patrick intentó hablar con la doctora coreana especializada en enfermedades infecciosas y que a él le parecía bastante atractiva, pero resultó ser tímida ante la cámara y se quedaba mirándole fijamente el muñón del brazo izquierdo. Tampoco podía nombrar una sola de las enfermedades infecciosas que estudiaba sin tartamudear. La simple mención de una enfermedad parecía provocarle un terror que la atenazaba.

En cuanto a la directora de cine rusa («Nadie ha visto sus películas», le dijo a Wallingford el jefe de redacción desde Nueva York), Ludmilla (dejémoslo así) era fea como un sapo. Además, como Patrick descubriría a las dos de la madrugada, cuando regresara a su habitación del hotel, intentaba desertar, y no pretendía quedarse en Japón. Quería que Wallingford la introdujera de contrabando en Nueva York. ¿En qué?, se preguntaría él. ¿En la maleta de los trajes, que ahora hedía permanentemente a pipí canino?

¡Sin duda una desertora rusa sería noticia, incluso en Nueva York! ¿Qué importaba que nadie hubiera visto sus películas?

– Quiere ir a Sundance -le dijo Patrick a Dick-. ¡Diablos, Dick, quiere desertar! ¡Es una noticia!

(Ninguna cadena informativa sensata rechazaría la noticia de una desertora rusa.)

Pero Dick no estaba impresionado.

– Acabamos de dedicar cinco minutos a un desertor cubano, Pat.

– ¿Te refieres a ese jugador de béisbol malísimo? -le preguntó Wallingford.

– Juega muy bien entre la segunda y la tercera base, y posee un buen bateo -replicó Dick, y dio por zanjado el asunto.

Entonces se produjo el rechazo de la novelista danesa de ojos verdes, la cual resultó ser una escritora quisquillosa que se negaba a que la entrevistara alguien que no había leído sus obras. ¿Al fin y al cabo, quién se creía ella que era?, Wallingford era un periodista muy ocupado, ¡no tenía tiempo para leer libros! Por lo menos había acertado al suponer cómo se pronunciaba su nombre: era bode eel, con el acento en la última sílaba, que sonaba en inglés como infortunio.

Las japonesas dedicadas a las artes eran demasiadas y además estaban deseosas de hablar con él; cuando lo hacían, les gustaba tocarle solidariamente el brazo izquierdo un poco por encima de su brusco final. Pero el jefe de redacción estaba «harto de las artes». Dick adujo, además, que las japonesas darían al público la falsa impresión de que las únicas participantes en el congreso eran niponas.

Patrick hizo acopio de valor para responder:

– ¿Desde cuándo nos preocupamos por dar a los telespectadores una falsa impresión?

– Escucha, Pat -le dijo Dick-, esa poeta diminuta con un tatuaje en la cara desanimaría incluso a otros poetas.

Wallingford ya llevaba demasiado tiempo en Japón, y estaba tan acostumbrado a lo mal que pronunciaban allí su lengua materna que también entendió mal a su jefe de redacción. No oyó «poeta diminuta», sino «poeta tan puta».

– No, Dick, escúchame tú -replicó Wallingford, mostrando una irritación que era totalmente impropia de él-: No soy mujer, pero incluso yo me ofendo al oír esa palabra.

– ¿Qué palabra? -inquirió Dick-. ¿Tatuaje?

– ¡Puta! -gritó Patrick-. Ya sabes qué palabra es.

– Has tomado la segunda mitad de «diminuta» por «puta», Pat -le informó el jefe de redacción-. Supongo que continuamente oyes aquello en lo que estás pensando.

A Patrick no le quedaba ningún recurso. Tenía que entrevistar a Jane Brown, la economista inglesa que había amenazado con desnudarse, o bien hablar con Evelyn Arbuthnot, la presunta lesbiana que le odiaba y se avergonzaba de haberse sentido atraída por él, aunque sólo hubiese sido momentáneamente. La economista inglesa era una estúpida de variedad claramente inglesa, pero esto último no importaba pues los norteamericanos se pirran por el acento inglés. Jane Brown silbaba como una tetera en pleno hervor de la que nadie se ocupara. No sólo se desgañitaba acerca de la marcha de la economía mundial, sino que insistía en la amenaza de desnudarse delante de los hombres.

– Sé por experiencia que los hombres jamás me permitirán que termine de desnudarme -dijo la señora Brown a Patrick Wallingford ante la cámara, recalcando las palabras a la manera de una característica de la escena inglesa, una actriz de cierta edad y educación-. Nunca llego a la ropa interior antes de que los hombres hayan huido de la sala… ¡ocurre siempre! Los hombres son muy dignos de confianza. ¡Con esto sólo quiero decir que puedo estar segura de que huirán de mí!

En Nueva York, Dick se mostró encantado. Dijo que la entrevista a Jane Brown «contrastaba estupendamente» con el metraje anterior de la economista en plena exhibición de su temperamento mientras hablaba de la violación, durante la primera jornada del congreso. El canal de noticias internacionales tenía ya lo que le interesaba. El congreso sobre «El futuro de las mujeres» que se celebraba en Tokyo había sido informativamente cubierto… o sería más exacto decir que había sido cubierto a la manera de la cadena televisiva especializada en noticias, que consistía no sólo en dejar al margen a Patrick Wallingford, sino también en dejar al margen las mismas noticias. El congreso sobre las mujeres en Japón había quedado reducido a una anécdota sobre una inglesa entrada en carnes e histriónica que amenazaba con desnudarse en una mesa redonda sobre la violación… y nada menos que en Tokyo.

– Vaya, qué bien ha estado eso, ¿verdad? -diría con sorna Evelyn Arbuthnot cuando viera la noticia, de un minuto y medio de duración, en el televisor de su habitación.

Estaba todavía en Tokyo, y era la última jornada del congreso. El simplón canal televisivo de Wallingford ni siquiera había esperado a que terminaran las sesiones.

Patrick estaba todavía en cama cuando la señora Arbuthnot le llamó.

– Perudone -fue todo lo que pudo decirle Wallingford-. No soy el jefe de redacción, soy tan sólo un reportero enviado al lugar de los hechos.

– Usted se ha limitado a cumplir las órdenes -replicó la señora Arbuthnot. ¿Es eso lo que quiere decir?

Evelyn Arbuthnot era demasiado dura con él, sobre todo porque Wallingford no se había recuperado de una noche en la ciudad con los anfitriones japoneses. Pensaba que hasta el alma debía de olerle a sake. Tampoco recordaba Patrick cuál de sus periodistas japoneses favoritos le había dado dos billetes para el tren de alta velocidad, un viaje de ida y vuelta a Kyoto en el «tren bala», como lo llamó Yoshi, o tal vez fuese Fumi. Le dijo que una visita a una hostería tradicional de Kyoto sería muy reparadora, eso lo recordaba. «Pero será mejor que vatas antes del fin de semana», añadió. Por desgracia, Wallingford olvidaría este último consejo.

Ah, Kyoto… ciudad de templos, ciudad de plegarias. Un lugar más apropiado que Tokyo para la meditación le haría mucho bien a Wallingford. Ya era hora de que meditara un poco, le explicó a Evelyn Arbuthnot, pero ella siguió regañándole por el fiasco de la cobertura informativa que su «asquerosa cadena de antinoticias» había dado al congreso de mujeres.

– Lo sé, lo sé -repetía Patrick. (¿Qué otra cosa podía decir?)

– ¿Y ahora se va a Kyoto? -le preguntó-. ¿Qué va a hacer allí? ¿Rezar? ¿Y rezar por qué? ¡La extinción más humillante que quepa imaginar de su cadena de noticias cómicas y desastrosas! ¡Por eso es por lo que yo rezo!

– Aún confío en que me suceda algo agradable en este país -replicó Wallingford con tanta dignidad como pudo reunir, que no fue mucha.

Evelyn Arbuthnot permaneció un momento en silencio, y Patrick supuso que estaba considerando de nuevo una vieja idea.

– ¿Quiere que le ocurra algo agradable en Japón? -le preguntó ella-. Bien… puede llevarme a Kyoto con usted. Yo le enseñaré algo agradable.

Él era Patrick Wallingford, al fin y al cabo, y aceptó. Hacía lo que las mujeres querían que hiciera; en general hacía lo que le pedían. ¡Pero había creído que Evelyn Arbuthnot era lesbiana! Se sentía confuso.

– Verá…, pensaba…, quiero decir que por su observación sobre esa novelista danesa, entendí que… bueno, que era usted lesbiana, señora Arbuthnot.

– Ése es un truco que empleo continuamente -replicó ella-. No creí que usted picara.

– Ah -dijo Wallingford.

– No, no soy lesbiana, pero sí lo bastante mayor para ser su madre. Si quiere pensarlo y llamarme cuando haya tomado una decisión, no me ofenderé.

– No me diga que podría ser mi madre…

– Por lo menos biológicamente, de eso no hay duda -respondió la señora Arbuthnot. Podría haberle tenido a los dieciséis años… cuando, por cierto, aparentaba dieciocho. Haga la cuenta.

– ¿Tiene cincuenta y algo? -inquirió él.

– Se ha acercado mucho. Mire, hoy no puedo ir a Kyoto, porque no voy a saltarme la última jornada de este patético pero bienintencionado congreso. Si puede esperar a mañana, iré con usted a pasar el fin de semana en Kyoto.

– De acuerdo -convino Wallingford. No le dijo que tenía ya dos billetes para el tren bala. Pediría en la recepción del hotel que le cambiaran las reservas para el tren y la hostería.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto? -le preguntó Evelyn Arbuthnot. Ella misma no parecía demasiado segura.

– Sí, estoy seguro. Me gusta usted. Puede que sea un idiota, pero tengo buen gusto.

– No sea demasiado duro consigo mismo por ser un idiota -le dijo ella.

Al pronunciar estas palabras su voz se aproximó al máximo a un murmullo sensual. Desde el ángulo de la velocidad, y sobre todo en cuanto a la rapidez con que podía cambiar de idea, Evelyn era una especie de tren bala. Patrick empezó a pensar que quizá no era muy acertado ir con ella a ninguna parte. Fue como si Evelyn le leyera la mente.

– No seré demasiado exigente -le dijo de improviso-. Además, debería tener alguna experiencia con una mujer de mi edad. Un día, cuando sea setentón, las mujeres de mi edad serán las más jóvenes a su alcance.

Durante el resto del día y por la noche, mientras Wallingford aguardaba el momento de tomar el tren bala hacia Kyoto con Evelyn Arbuthnot, le desapareció la resaca. Cuando se acostó, sólo notaba el sabor del sake al bostezar.

El día siguiente amaneció claro y brillante en la tierra del sol naciente… pero esa bondad climática resultó ser una falsa promesa. Wallingford viajó en un tren a más de trescientos kilómetros por hora, en compañía de una mujer lo bastante mayor para ser su madre y de unas quinientas colegialas, todas chicas porque, en la medida en que Patrick y Evelyn pudieron entender el retorcido inglés del revisor, se celebraba algo así como el Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, y todas las colegialas de Japón iban a Kyoto, o así lo parecía.

Llovió durante todo el fin de semana. Kyoto estaba invadido de colegialas japonesas que rezaban. Bueno, debían de haber rezado durante parte del tiempo que duró su invasión de la ciudad, aunque Patrick y Evelyn no las vieron hacerlo en ningún momento. Cuando no rezaban, hacían lo que hacen las colegialas en todas partes, reían, gritaban, prorrumpían en sollozos histéricos… y todo ello sin ningún motivo aparente.

– Las condenadas hormonas -comentó Evelyn, como si hablara por experiencia propia.

Las colegialas también llamaban a sus madres, escuchaban la peor música occidental imaginable y se hartaban de baños, tantos que la hostería tradicional donde Wallingford y Evelyn Arbuthnot paraban se quedaba una y otra vez sin agua caliente.

– ¡Demasiadas chicas que no rezan! -les dijo el hospedero en tono de disculpa.

No es que a ellos les importara la falta de agua caliente, pues con uno o dos baños tibios les bastaba. Se pasaron el fin de semana haciendo el amor, con sólo alguna que otra visita a los templos por los que Kyoto (al contrario de Patrick Wallingford) era justamente famoso.

Resultó que a Evelyn Arbuthnot le gustaba mucho el sexo. En cuarenta y ocho horas… no, no importa. Sería grosero contar el número de veces que lo hicieron. Baste decir que Wallingford estaba completamente agotado al término del fin de semana, y de regreso a Tokyo con Evelyn en el tren tenía la verga tan dolorida que se sentía como un adolescente que se la hubiera despellejado de tanto masturbarse.

Le encantó lo que había visto de los húmedos templos. Permanecer en el interior de los enormes santuarios de madera mientras fuera llovía era como estar cautivo en un primitivo instrumento similar a un tambor. El agudo parloteo de las vivaces colegialas que les rodeaban se imponía al ruido de la lluvia.

Muchas de las chicas llevaban sus uniformes escolares, que les daban el aspecto monótono de una banda militar. Algunas eran bonitas, pero la mayoría no. Además, durante aquel Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, que probablemente no tenía ese nombre oficial, Wallingford sólo miraba a Evelyn Arbuthnot.

Le gustaba hacer el amor con ella, y gran parte del motivo era la evidencia de que Evelyn gozaba con él. Su cuerpo no era hermoso, pero sí diestro para la satisfacción de sus apetitos, y Evelyn lo utilizaba como si fuese una herramienta bien diseñada. Sin embargo, en uno de sus pequeños senos había una cicatriz de tamaño considerable, y sin duda no se debía a un accidente. (Era demasiado recta y delgada; tenía que ser una cicatriz quirúrgica.)

– Me quitaron un bulto -le dijo a Patrick cuando él le preguntó qué era aquello.

– Debía de ser un bulto bastante grande -comentó él.

– Resultó que no era nada -replicó ella-. Estoy bien.

Durante el trayecto de regreso a Tokyo, empezó a exhibir cierta actitud maternal hacia él.

– ¿Qué piensas hacer con tu vida, Patrick? -le preguntó, tomándole la mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Eres un desastre -le dijo Evelyn, y Patrick vio en su semblante que la preocupación por él era sincera.

– Soy un desastre -convino.

– Sí, lo eres, y lo sabes. Tu profesión es insatisfactoria, pero lo más importante es que no vives como deberías. Es como si estuvieras perdido en el mar, querido.

(Lo de «querido» era una novedad poco atractiva.)

Patrick se puso a hablar indiscretamente acerca del doctor Zajac y la perspectiva de someterse a un trasplante de mano, de volver a tener una mano izquierda al cabo de cinco años de manquedad.

– No, no me refiero a eso -le interrumpió Evelyn-. ¿A quién le importa tu mano izquierda? ¡Han pasado cinco años! Puedes arreglártelas sin ella. Siempre podrás encontrar a alguien que te corte un tomate en rodajas, y si no, prescinde del tomate. Si eres un hazmerreír, aunque guapo, eso sí, no es porque te falte una mano. Lo es, en parte, por la clase de trabajo que haces, pero sobre todo por tu manera de vivir.

– Ah -dijo Wallingford.

Intentó retirar la mano que ella le sujetaba de un modo cada vez más maternal, pero la señora Arbuthnot no le dejaba; al fin y al cabo, ella tenía dos manos, entre las que apretaba con firmeza la única que él poseía.

– Escúchame, Patrick -le dijo Evelyn-. Es estupendo que el doctor Sayjac quiera proporcionarte una nueva mano izquierda…

– El doctor Zajac -le corrigió Wallingford con petulancia.

– Bueno, el doctor Zajac -prosiguió la señora Arbuthnot-. No niego que has de tener mucho valor para someterte a un experimento tan arriesgado…

– Sólo sería la segunda vez que se hiciera una operación de esas características -le informó Patrick, en el mismo tono petulante-. La primera no salió bien.

– Sí, sí, ya me lo has dicho -le recordó la señora Arbuthnot. ¿Pero tienes el valor para cambiar de vida?

Entonces se quedó dormida, y en ese estado de sopor sus manos dejaron de presionar la suya. Probablemente podría haberla retirado sin despertarla, pero no quería correr el riesgo. Evelyn estaba a punto de regresar a San Francisco, y Wallingford volvería a Nueva York. Ella le había dicho que en la ciudad californiana iban a celebrar otro congreso relacionado con las mujeres.

Él no le había preguntado cuál era su «mensaje»; después, tampoco fue capaz de terminar ninguno de sus libros. El único que intentó leer le decepcionó. Evelyn Arbuthnot era más interesante como persona que como escritora. Como les sucede a tantas personas inteligentes y motivadas, bien informadas y llenas de actividad, no escribía especialmente bien.

En la cama, donde incluso quienes acaban de conocerse dejan de lado las inhibiciones y hablan de su vida personal, la señora Arbuthnot le había contado a Patrick que estuvo casada dos veces, la primera cuando era muy joven. Del primer marido se había divorciado; el segundo, el único al que amó de veras, había muerto. Era una viuda con hijos adultos y nietos pequeños. Le dijo a Wallingford que hijos y nietos eran su vida, mientras que sus escritos y viajes eran sólo su mensaje. Pero por lo poco que Wallingford logró leer de Evelyn Arbuthnot, su «mensaje» se le escapaba. No obstante, cada vez que pensaba en ella, tenía que admitir que le había enseñado mucho acerca de sí mismo.

En el tren bala, poco antes de su llegada a Tokyo, unas escolares japonesas y la maestra que las acompañaba le reconocieron. Parecían hacer acopio de valor para enviar a una de las chicas al otro extremo del vagón y pedirle su autógrafo al hombre del león. Patrick confió en que no lo hicieran, pues para trazar su firma debería extraer la mano de entre los dedos de la dormida Evelyn.

Finalmente ninguna de las colegialas se atrevió a acercársele, y fue su maestra quien lo hizo. Llevaba un uniforme muy parecido al de sus alumnas, y aunque también era joven, al dirigirse a Patrick mostró la circunspección y la formalidad de una mujer mucho mayor. También evidenció una cortesía extremada. Hizo tal esfuerzo para no despertar a Evelyn que Wallingford tuvo que inclinarse un poco hacia el pasillo para oírla por encima del estrépito que producía el veloz tren.

– Las chicas quieren que le diga que les parece un hombre muy guapo y que debe de ser muy valiente -le dijo a Patrick, y entonces susurró-: También yo tengo algo que decirle. Lamento que la primera vez que le vi, con el león, no pensé que fuera usted un hombre tan simpático y amable, pero ahora, al verle en persona… en fin, al verle viajando y hablando con su madre, me doy cuenta de que es un hombre muy simpático y amable.

– Gracias -replicó Wallingford, aunque el malentendido le había decepcionado.

Cuando la joven maestra hubo regresado a su asiento, Evelyn le apretó la mano, sólo para hacerle saber que estaba despierta. Wallingford se volvió hacia ella y vio que tenía los ojos completamente abiertos y le sonreía.

Menos de un año después, cuando se enteró de su muerte

(«El cáncer de mama apareció de nuevo», le dijo a Wallingford una de las hijas cuando él telefoneó a los hijos y nietos de Evelyn para darles el pésame), Patrick recordó su sonrisa en el tren bala. Aquel bulto del que Evelyn dijera que no era nada, había sido algo, después de todo. Y dada la longitud de la cicatriz, tal vez ella ya lo sabía.

Entre las impresiones que Patrick Wallingford podía causar, había una de excesiva fragilidad. Tal vez por eso las mujeres, con la excepción de Marilyn, su ex esposa, siempre trataban de evitarle cuanto pudiera resultarle ingrato, aunque ése no había sido precisamente el estilo de Evelyn Arbuthnot.

Wallingford también recordaría que podría haber preguntado a la maestra de escuela japonesa cuál era el nombre oficial del Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, pero no lo había hecho. Por increíble que pareciera, sobre todo tratándose de un periodista, había pasado seis días en Japón sin enterarse absolutamente de nada acerca del país.

Los japoneses que había conocido eran como la joven maestra de escuela, civilizados y corteses en extremo, incluidos los periodistas que habían sido sus anfitriones… mucho más respetuosos y más educados que la mayoría de los periodistas con los que Patrick trabajaba en Nueva York. Pero no les había preguntado nada; había estado demasiado absorto estudiándose a sí mismo. Lo único que había aprendido medianamente era a burlarse de sus acentos, los cuales imitaba de una manera incorrecta.

Culpad, si queréis, a Marilyn, la ex esposa de Wallingford. Ésta tenía razón por lo menos en un aspecto: Patrick era un adolescente perpetuo. Sin embargo, era capaz de crecer, o así lo esperaba él.

A menudo hay una experiencia determinada que marca cualquier cambio trascendental en el curso de la vida. En el caso de Patrick Wallingford, esa experiencia no fue la pérdida de la mano izquierda, como tampoco lo fue el hecho de carecer de esa mano durante cinco años. La experiencia que le cambió realmente fue un viaje a Japón en gran parte desperdiciado.

– Háblanos de Japón, Pat -le preguntaban aquellas mujeres charlatanas de la sala de redacción en Nueva York, siempre provocándole con su coquetería-. ¿Cómo es aquello?

(Ya sabían, porque se lo había dicho Dick, el despreciado jefe de redacción, que cuando éste se refirió a una mujer diciendo de ella que era «diminuta», Wallingford había entendido «tan puta».)

Pero cuando le preguntaban por Japón, escurría el bulto. «Japón es una novela», decía, y no añadía nada más.

Ya estaba convencido de que el viaje a Japón había hecho que deseara sinceramente cambiar de vida. El lo arriesgaría todo para cambiarla. Sabía que no iba a ser fácil, pero creía tener la fuerza de voluntad para intentarlo. Hay que decir en su honor que, en la primera ocasión en que estuvo a solas con Mary X (nunca se acordaba de su apellido) en la sala de redacción, le dijo:

– Lo siento mucho, Mary. Lamento de veras lo que te dije, haberte enojado tanto…

Ella le interrumpió.

– Lo que dijiste no es lo que me enojó… es mi matrimonio. No funciona nada bien, y estoy embarazada.

– Lo siento -repitió Patrick.

Llamar al doctor Zajac y confirmarle que quería someterse al trasplante había sido relativamente fácil.

La siguiente vez que Patrick estuvo un momento a solas con Mary, cometió uno de sus errores bienintencionados.

– ¿Cuándo darás a luz, Mary?

(A ella todavía no se le notaba el embarazo.)

– ¡He perdido el bebé! -exclamó, y entonces se echó a llorar.

– Lo siento -dijo Patrick una vez más.

– Es el segundo aborto -le informó la afligida joven.

Sollozó contra su pecho, humedeciéndole la camisa. Algunas de aquellas astutas mujeres de la sala de redacción los vieron e intercambiaron sus miradas más significativas. Pero se equivocaban, es decir, esta vez se equivocaban: Wallingford estaba tratando de cambiar.

– Debería haber ido a Japón contigo -le susurró Mary X al oído.

– No, Mary… no, no -replicó Wallingford-. No deberías haber ido a Japón conmigo, y yo hice mal en proponértelo.

Pero diciéndole esto sólo consiguió que la joven llorase todavía más.

Cuando estaba en compañía de mujeres que lloraban, Wallingford hacía lo mismo que hacen muchos hombres, pensaba en otras cosas. Por ejemplo, ¿de qué modo, exactamente, esperas que te trasplanten una mano cuando has estado sin ella durante cinco años?

A pesar de su reciente experiencia con el sake, no era bebedor, pero adquirió la curiosa afición de sentarse en un bar desconocido, siempre diferente, al caer la tarde. Una especie de fatiga le impulsaba a jugar a ese juego. Cuando llegaba la hora del cóctel y el local se llenaba de gente empeñada en cultivar cada vez más las relaciones sociales, Patrick Wallingford estaba allí, tomando a sorbos una cerveza. Su objetivo consistía en proyectar un aura de tristeza tan inabordable que nadie se inmiscuyera en su soledad.

Todo el mundo le reconocía, por supuesto. A veces oía que alguien susurraba «el hombre del león» o «el hombre del desastre», pero nadie se dirigía a él. Ése era el juego, un ejercicio de actor para adoptar el aspecto apropiado. («Apiadaos de mí», decía aquel aspecto. «Apiadaos de mí, pero dejadme en paz.») Era un juego en el que se estaba volviendo muy diestro.

Entonces, un atardecer, poco antes de la hora del cóctel, Wallingford entró en un bar de su antiguo barrio neoyorquino. Era demasiado pronto para que el portero nocturno del edificio donde él había vivido iniciara su turno, pero se llevó una sorpresa al verle allí, tanto más cuanto que no llevaba el uniforme de portero.

– Hola, señor O'Neill -le saludó Vlad, Vlade o Lewis-. El otro día vi que estaba usted en Japón. Allá juegan un béisbol bastante bueno, ¿eh? Supongo que es una alternativa para usted, si las cosas no le van bien aquí.

– ¿Qué tal, Lewis? -le preguntó Wallingford.

– Soy VIade -respondió Vlad tristemente-. Le presento a mi hermano. Estamos matando el tiempo antes de irme al trabajo. Ya no disfruto del turno de noche.

Patrick saludó con una inclinación de cabeza al joven que estaba en el bar junto al portero de aspecto deprimido. Se llamaba Loren o Goran, o posiblemente Zorbid. El hermano era tímido y se había limitado a musitar su nombre.

Pero cuando Vlad, VIade o Lewis fue al lavabo (había tomado un vaso tras otro de zumo de arándanos con soda), el hermano tímido se sinceró con Patrick.

– No tiene ninguna mala intención, señor Wallingford. Tan sólo confunde un poco las cosas. No sabe que usted no es Paul O'Neill, aunque en realidad lo sepa. Yo estaba convencido de que, tras el suceso con el león, por fin lo entendería, pero no ha sido así. En general, usted es Paul O'Neill para él. Lo siento. Debe de ser una molestia.

– No se disculpe, por favor -le dijo Patrick-. Su hermano me cae bien. Si soy Paul O'Neill para él, por mí no hay ningún inconveniente.

Cuando Vlad, VIade o Lewis regresó del lavabo, los dos parecían un poco culpables, sentados allí, ante la barra. Patrick lamentaba no haberle preguntado al hermano normal cómo se llamaba realmente el hermano confuso, pero el momento de hacerlo ya había pasado. Ahora el portero con tres nombres estaba de vuelta. Se parecía más al de siempre, porque en el lavabo se había puesto el uniforme.

El portero le dio las ropas de calle a su hermano, que las metió en una mochila apoyada en el raíl al pie de la barra. Patrick no había visto la mochila hasta entonces, pero se dio cuenta de que aquello formaba parte de un convenio entre los hermanos. Probablemente el hermano normal regresaba por la mañana para llevarse a casa a Vlad, VIade o Lewis. Parecía ser la clase de buen hermano que hace esas cosas.

De repente el portero apoyó la cabeza en la barra, como si quisiera dormir allí mismo.

– Eh, vamos, hombre, no hagas eso -le dijo su hermano cariñosamente-. No debes hacerlo, sobre todo en presencia del señor O'Neill.

El portero alzó la cabeza.

– A veces me canso de trabajar hasta tan tarde -comentó-. Basta de turnos de noche, por favor. Basta de turnos de noche.

– Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto? -replicó el hermano, tratando de animarle.

Con una celeridad que parecía milagrosa, Vlad, VIade o Lewis sonrió.

– ¿Pero qué coño hago? Siento lástima de mí mismo cuando estoy aquí sentado con el mejor exterior derecho que ha existido jamás, ¡y le falta la mano izquierda! Precisamente la izquierda, la mano con que batea y lanza. No sabe cuánto lo siento, señor O'Neill. No hay derecho a que sienta lástima de mí mismo delante de usted.

Naturalmente, también Wallingford sentía lástima de sí mismo, pero quería ser Paul O'Neill un poco más. Así empezaba a alejarse del Patrick Wallingford que había sido hasta entonces.

Allí estaba él, el hombre de los desastres, cultivando un aspecto que mostrar a la hora del cóctel. Sabía que era sólo una actuación, pero una parte, la de sentir lástima de sí mismo, era auténtica.

5. Un accidente el domingo de la Super Bowl

Aunque la señora Clausen había escrito a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados diciéndoles que era de la localidad wisconsiniana de Appleton, eso significaba tan sólo que había nacido allí. Cuando contrajo matrimonio con Otto Clausen, vivía en Green Bay, sede de los Packers, el célebre club de fútbol americano. Otto Clausen, hincha de aquel equipo, se ganaba la vida repartiendo cerveza en un camión que lucía en el parachoques una sola pegatina decorativa, la única que el conductor jamás permitiría, un letrero verde, el color de Green Bay, sobre un fondo dorado: ¡ORGULLOSO DE SER QUESERO! Y es que a los hinchas de los Packers se los conocía popularmente como «los queseros».

Otto y su mujer solían acudir a uno de esos bares deportivos, donde los parroquianos beben mientras contemplan el partido de la jornada en una gran pantalla de televisión, y eso era lo que se habían propuesto hacer la noche del domingo, 25 de enero de 1998, cuando tenía que disputarse la XXXII Super Bowl, con los Packers contra los Broncos de Denver, en San Diego. Pero la señora Clausen se había sentido indispuesta durante todo el día, con náuseas, y le dijo a su marido, como hacía a menudo, que confiaba en estar embarazada. No tuvo esa suerte, sin embargo, y la causa de sus molestias resultó ser una gripe. Enseguida le subió la temperatura y vomitó dos veces antes de que comenzara el partido. Tanto a ella como a su marido les decepcionó que no se tratara de las náuseas del embarazo. (Aun cuando hubiera estado encinta, había tenido la regla sólo dos semanas antes; demasiado pronto para ser náuseas del embarazo.)

Los estados de ánimo de la señora Clausen eran muy fáciles de interpretar, o por lo menos Otto creía que normalmente sabía en qué pensaba su mujer. Quería tener un hijo más que nada en el mundo. Su marido también lo deseaba, y ella no podía culparle en ese particular. Sufría por no tener hijos, y sabía que Otto compartía ese sufrimiento.

Con respecto a aquel caso concreto de gripe, Otto nunca la había visto tan enferma, y se ofreció voluntario para quedarse en casa y cuidar de ella. Los dos verían el partido en el televisor del dormitorio. Pero la señora Clausen se sentía tan mal que no estaba en condiciones de ver el partido, ella, que también era una quesera a todos los efectos. El hecho de haber sido hincha de los Packers durante toda su vida era uno de los vínculos principales entre ella y Otto. Incluso trabajaba para el equipo de Green Bay. Podrían haber conseguido entradas para el partido en San Diego, pero Otto detestaba viajar en avión.

Cuando Otto le dijo que se quedaría en casa, ella se sintió profundamente conmovida: su marido la quería tanto que estaba dispuesto a perderse el encuentro, que tan bien se veía en el bar deportivo. La mujer se negó en redondo a que él se quedara. Aunque sentía demasiadas náuseas para hablar, hizo acopio de fuerzas y expresó, en una frase completa, una de esas verdades a menudo repetidas en el mundo de los deportes y que dejan sin habla y del todo convencidos a los hinchas del fútbol americano (mientras que a quienes son indiferentes a ese deporte les parece una colosal estupidez).

– No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl -dijo la señora Clausen.

Otto se sintió conmovido como una criatura. Incluso en el lecho de enferma, su mujer quería que se divirtiera. Pero uno de sus dos coches estaba en el taller de reparación, como resultado de un encontronazo en el aparcamiento de un supermercado, y Otto no quería que su mujer se quedara en casa sola, enferma y sin un coche a mano por si surgía una emergencia.

– Iré en el camión -le dijo él.

El vehículo estaba descargado, y Otto conocía a todo el mundo en el bar deportivo. Le permitirían aparcar delante del almacén. El domingo de una Super Bowl no llegarían mercancías para almacenar.

– ¡Adelante, Packers -exclamó su mujer débilmente, sumiéndose ya en el sueño.

Con un gesto de callada ternura física que ella recordaría durante mucho tiempo, Otto dejó el mando a distancia del televisor a su lado y se aseguró de que el aparato tenía sintonizado el canal correcto.

Entonces partió hacia el local. La camioneta de reparto era más liviana que de ordinario, y él controlaba la velocidad mientras conducía el voluminoso vehículo por las calles casi desiertas en domingo. Desde los seis o siete años de edad Otto Clausen no se había perdido el saque inicial de un partido de los Packers, y no se perdería aquél. Sólo tenía treinta y nueve años, pero había visto las treinta y una Super Bowls anteriores, y vería la XXXII Super Bowl desde el saque inicial hasta el final.

La mayoría de los reporteros deportivos convienen en que la trigésimo segunda Super Bowl figura entre las mejores jamás jugadas, un partido reñido y excitante que ganaron los más humildes. Es de conocimiento general que a los norteamericanos les gustan los humildes, pero no así en Green Bay, localidad de Wisconsin, en el caso de la XXXII Super Bowl, cuando los advenedizos Broncos de Denver derrotaron a los Packers, dejando abatidos a los queseros.

Al final del cuarto periodo del encuentro, los hinchas de Green Bay estaban al borde del suicidio, aunque no necesariamente Otto, que se sentía abatido pero también más bebido de la cuenta. Al final del cuarto periodo se había dormido en el bar, durante un anuncio de cerveza, y cuando salió del sopor ya se había reanudado el juego. Durante el amodorramiento había tenido una edición no abreviada de su peor sueño recurrente, que parecía varias horas más largo que el anuncio.

En ese sueño se encontraba en una sala de partos, y un hombre que no era más que un par de ojos por encima de una mascarilla quirúrgica permanecía de pie en un rincón. Una tocóloga asistía al parto de su esposa, ayudada por una enfermera a la que él estaba seguro de no haber visto nunca. La doctora era la toco ginecóloga habitual de la señora Clausen. Ella y su marido habían ido a verla muchas veces.

Aunque Otto no había reconocido al hombre que estaba en el rincón la primera vez que tuvo el sueño, ahora sabía por anticipado quién era, y eso le hacía tener un presagio.

Cuando nacía el bebé, la alegría que revelaba el semblante de su esposa era tan abrumadora que Otto siempre lloraba en sueños. Era entonces cuando el otro hombre se quitaba la mascarilla. Se trataba de aquel reportero botarate de la televisión, el tipo del león, el hombre de los desastres. ¿Cómo coño se llamaba? En cualquier caso, la alegría que evidenciaba el semblante de su esposa iba dirigida a él, no a Otto. Era como si éste no se encontrara realmente en la sala de partos, o que sólo él supiera que estaba allí.

Lo malo del sueño era que el tipo del león tenía dos manos y sostenía con ellas al recién nacido. De repente, la mujer de Otto alzó un brazo y le acarició el dorso de la mano izquierda.

Entonces Otto se vio a sí mismo. Contemplaba su propio cuerpo, mirándose las manos. La izquierda había desaparecido… ¡su propia mano izquierda se había esfumado!

Fue entonces cuando se despertó, sollozando. Esta vez, en el bar deportivo de Green Bay, cuando sólo quedaban dos minutos para el final de la Super Bowl, otro hincha de los Packers malentendió su angustia y le dio unas palmadas en el hombro.

– Un partido malísimo -le dijo con aspereza, solidarizándose con él.

A pesar de lo bebido que estaba, Otto tuvo que hacer un esfuerzo coordinado para no volver a dormirse. No es que no quisiera perderse el final del partido, sino que no quería tener de nuevo aquel sueño, si podía evitarlo.

Naturalmente, sabía cuál era la procedencia del sueño, y ese origen le avergonzaba hasta tal punto que nunca le habló del asunto a su esposa.

Como camionero, Otto se consideraba un modelo para la juventud de Green Bay, pues jamás había sido un conductor borracho. Apenas bebía, y cuando lo hacía no tomaba nada más fuerte que cerveza. Por ello se sintió enseguida tan avergonzado de su embriaguez como del sueño y el resultado del partido.

– Estoy demasiado bebido para conducir -le confesó al barman, que era un hombre amable y un amigo de confianza.

El barman se decía que ojalá hubiera más borrachos como Otto Clausen, es decir, responsables.

Enseguida acordaron cuál sería la mejor manera de que Otto regresara a casa, que no consistía en aceptar que le llevara cualquiera de sus varios amigos cargados de alcohol y desalentados. Otto podría mover fácilmente el camión los cincuenta metros desde la entrada del almacén hasta el aparcamiento del bar, de modo que no fuese un obstáculo si se producían entregas de mercancías el domingo por la mañana. Puesto que el aparcamiento y la entrada del almacén eran adyacentes, Otto no tendría que cruzar ninguna acera ni calzada. Entonces el barman llamaría a un taxi para que lo llevara a casa.

– No, no, no… -musitó Otto.

No era necesario telefonear. Él tenía un móvil en la cabina, así que primero movería el camión y luego él mismo pediría un taxi y esperaría en el camión hasta que llegara. Además, quería llamar a su mujer, sólo para comprobar cómo se encontraba y lamentarse con ella por la trágica derrota del equipo de Green Bay. Y por si esto fuese poco, el aire fresco le reanimaría.

Es posible que estuviera menos seguro del efecto que tendría el aire fresco que del resto de su plan, pero Otto también deseaba librarse del programa televisivo acerca del partido. Ver a aquellos hinchas lunáticos de Denver en el frenesí de sus celebraciones sería repugnante, como lo serían las repeticiones de Terrell Davis atravesando la defensa de los Packers alineada detrás de los delanteros. Los Broncos habían hecho que la defensa de Green Bay pareciera tan blanda como… bueno, sí, como requesón.

Pensar en ver de nuevo aquellas jugadas de los de Denver le provocaba a Otto arcadas, o tal vez se le había contagiado la gripe de su mujer. No se había sentido tan mal desde que viera la mano de aquel periodista guaperas devorada por los leones. ¿Cómo se llamaba el pájaro?

La señora Clausen sí que conocía el nombre del infortunado reportero.

– Me pregunto cómo le irá a ese pobre Patrick Wallingford -le dijo cierta vez, sin que viniera a cuento, y Otto sacudió la cabeza y le entraron ganas de vomitar.

Tras una pausa respetuosa, su mujer añadió:

– Si supiera que iba a morirme, le daría mi mano a ese pobre hombre. ¿No lo harías tú también, Otto?

– No lo sé, ni siquiera le conozco -replicó él-. No es lo mismo que donar uno de tus órganos. No son más que órganos, nadie los ve. Pero la mano… en fin, es una parte tuya reconocible, ¿comprendes?

– Cuando estás muerto, estás muerto -dijo la señora Clausen.

Otto recordaba la demanda de paternidad contra Patrick Wallingford, pues había salido en la televisión y en todos los periódicos y revistas. El caso había fascinado a la señora Clausen, y cuando la prueba del ADN demostró que Patrick Wallingford no era el padre su decepción fue evidente.

– ¿A ti qué te importa quién sea el padre? -le preguntó Otto.

– Tenía todo el aspecto de serlo -respondió la señora Clausen-. Quiero decir que da la impresión de que debería serlo.

– Es muy bien parecido… ¿te refieres a eso? -le preguntó Otto.

– Parece como si estuviera esperando que le caiga encima una demanda de paternidad.

– ¿Es ése el motivo por el que quieres darle mi mano?

– No he dicho tal cosa, Otto. Lo único que he dicho es: «Cuando estás muerto, estás muerto».

– Eso ya lo he entendido -le dijo Otto-. Pero ¿por qué mi mano? ¿Por qué precisamente él?

Ahora bien, hay algo que el lector debería saber acerca de la señora Clausen, incluso antes de conocer su aspecto: cuando se lo proponía, había algo en el tono de su voz que podía provocar una erección a su marido. Y no necesitaba mucho tiempo para que eso ocurriera.

– ¿Por qué tu mano? -le preguntó ella, en ese tono de voz-. Pues… porque te quiero, y nunca querré a nadie más. No de la misma manera.

Estas palabras debilitaron a Otto hasta el extremo de que se sintió demasiado al borde de la extinción para poder hablar; toda la sangre del cerebro, el corazón y los pulmones se concentraba en la erección. Era algo que sucedía cada vez que ella le hablaba de aquella manera.

– ¿Por qué he pensado en ese hombre? -siguió diciéndole la señora Clausen, sabedora de que, a partir de aquel momento, tenía a Otto por completo en sus manos-. Porque… bueno, es evidente que necesita una mano. Eso está claro como el agua.

Otto necesitó todas sus fuerzas para responderle débilmente.

– Supongo que hay otras personas que han perdido las manos.

– Pero no las conocemos.

– Tampoco le conocemos a él.

– Está en la televisión, Otto. Todo el mundo le conoce. Además, parece un hombre simpático y agradable.

– ¡Has dicho que parece como si estuviera esperando que le cayera encima una demanda de paternidad!

– Eso no quiere decir que no sea simpático y agradable -replicó la señora Clausen.

– Ah.

Ese «ah» consumió el resto de su escasa energía. Otto sabía lo que venía a continuación. Una vez más, el tono de voz de su mujer le dejó inerme.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó ella-. ¿Quieres hacerme un hijo?

Otto apenas pudo mover la cabeza para asentir.

Pero el hijo seguía sin llegar. Cuando la señora Clausen escribió a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, incluyó una declaración mecanografiada y firmada por Otto.

Éste no protestó cuando ella le pidió que lo hiciera. Notó que la sangre no circulaba por sus dedos y tuvo la sensación de que contemplaba la mano de otro hombre trazando su firma. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó también en esa ocasión.

Entonces comenzaron los sueños. Aquel desgraciado domingo de la Super Bowl, Otto no sólo estaba asombrosamente bebido, sino que también cargaba con el peso de unos celos inmotivados. Y mover el camión cincuenta metros no era tan sencillo como le había parecido. Sus torpes intentos de poner el vehículo en marcha le convencieron de ello; no sólo estaba demasiado bebido para conducir… incluso podría estar demasiado bebido para introducir la llave de contacto. Tardó un rato en lograrlo, como tardó el descongelador en fundir el hielo bajo la nieve del parabrisas. Sólo habían caído otros cinco centímetros de nieve desde el saque inicial del encuentro.

Es posible que Otto se despellejara los nudillos de la mano izquierda al quitar la nieve de los retrovisores laterales. (Esto es una suposición. Nunca sabremos cómo se despellejó los nudillos de esa mano, pero lo cierto es que los tenía despellejados.) Cuando giró lentamente e hizo marcha atrás para recorrer la corta distancia entre la entrada del almacén y el aparcamiento, la mayoría de los clientes del bar que habían visto allí la Super Bowl se habían ido a sus casas. Ni siquiera eran las nueve y media, pero sólo cuatro o cinco coches compartían el aparcamiento con Otto, que tenía la sensación de que sus propietarios habían hecho lo mismo que él estaba haciendo: llamar a un taxi para que los llevara a casa. Lamentablemente, los demás habían conducido bebidos.

Entonces Otto recordó que aún no había pedido el taxi por teléfono. Al principio el número que el barman le había anotado en un papel comunicaba. (Aquel domingo de la Super Bowl en Green Bay, ¿cuánta gente debía de haber pedido taxis para que los llevaran a casa?) Cuando por fin Otto logró ponerse en contacto con la agencia, el empleado le dijo que la espera sería como mínimo de media hora. «Quizá tres cuartos de hora.» El empleado era un hombre sincero.

¿Qué le importaba a Otto? La temperatura en el exterior era de casi cuatro grados bajo cero, suave dada la estación del año, y el descongelador había calentado parcialmente la cabina del camión. Aunque no tardaría en hacer frío, ¿qué eran cuatro grados bajo cero con una ligera nevada para un hombre que había engullido ocho o nueve cervezas en menos de cuatro horas?

Otto telefoneó a su mujer, y se dio cuenta de que la había despertado. Ella había visto el cuarto periodo del partido, y entonces, como se sentía deprimida y con náuseas, volvió a dormirse.

– Tampoco he podido ver el programa que hacen después del partido -admitió él.

– Pobre chiquitín mío -le dijo su esposa.

Eso era lo que se decían para consolarse mutuamente, pero en los últimos tiempos, dado el esfuerzo todavía baldío de la señora Clausen por quedar embarazada, habían pensado en decir algo cariñoso que no les recordase su fracaso. La frase era como una daga en el embriagado corazón de Otto.

– Ya verás como llega, cariño -le prometió Otto de improviso, porque el buen hombre, aunque borracho y abatido, era lo bastante sensible para saber que la principal aflicción de su esposa era tener la gripe cuando lo que quería era sentir las náuseas del embarazo. El insensato programa posterior al partido, incluso la desgarradora derrota de los Packers, no era lo que realmente le incomodaba.

Que la tocoginecóloga habitual de la señora Clausen hubiera aparecido en el sueño de Otto tenía perfecto sentido, pues no era sólo la médica a quien la señora Clausen consultaba con regularidad sobre sus dificultades para quedar embarazada, sino que también les había dicho que Otto debería someterse a una «revisión». (Se refería al recuento de espermatozoides, como Otto lo consideraba tácitamente.) Tanto la doctora como la señora Clausen sospechaban que el problema radicaba en Otto, pero su esposa le quería hasta tal punto que había temido averiguarlo. También Otto había compartido ese temor: no quería someterse a la «revisión».

Su complicidad había unido todavía más a los Clausen, pero ahora existía también cierta complicidad en los silencios entre ellos. Otto no podía dejar de pensar en la primera vez que hicieron el amor. No se trataba de un simple rasgo romántico, aunque él era un hombre profundamente romántico. En el caso de los Clausen, aquel primer acto amoroso había constituido la propuesta matrimonial.

La familia de Otto poseía una casita de veraneo, una vivienda campestre a orillas de un lago. Hay muchos lagos pequeños en el norte de Wisconsin, y los Clausen poseían la cuarta parte de la orilla de uno de ellos. Cuando la señora Clausen fue allí por primera vez, la mal llamada «casa de campo» resultó ser un agrupamiento de cabañas, con un cobertizo cercano y mayor que cualquiera de ellas. En ese cobertizo, por encima de los botes, había espacio suficiente para construir un pequeño piso, y aunque la finca carecía de electricidad, había una nevera (en realidad dos), una estufa y calentadores de agua (todos de propano) para la vivienda principal.

El agua de las cañerías procedía del lago. Los Clausen no la bebían, pero podían darse un baño caliente, y había dos lavabos con depósito de agua. Obtenían el agua del lago por medio de un motor de gasolina como el de una segadora de césped, y contaban con una fosa séptica de gran tamaño. (Los Clausen ponían mucho empeño en no contaminar su pequeño lago.)

Un fin de semana en que sus padres no habían podido ir allí, Otto fue al lago con su futura esposa. Nadaron frente al embarcadero antes de que el sol se pusiera, y luego el agua de sus bañadores mojados se filtró entre las tablas. Sólo los somorgujos rompían el silencio, y permanecían tan quietos que el agua que goteaba de sus bañadores sonaba como la de un grifo mal cerrado. El sol, ocultado sólo unos minutos antes, había caldeado las tablas durante todo el día. Otto y su futura mujer notaron el calor al quitarse los bañadores mojados. Yacieron juntos sobre una toalla seca. La toalla y el agua que se secaba en sus cuerpos exhalaban un olor sutil, un aroma a lago y a sol.

El no le dijo «te quiero» ni «¿te casarás conmigo?». Aquel momento, abrazados sobre la toalla, en el cálido embarcadero, con la piel todavía húmeda y fresca, requería algo más que ese compromiso verbal. Fue la primera vez que la futura señora Clausen se dirigió a Otto con su tono de voz especial, y le hizo su excitante pregunta: «¿Qué estás haciendo?». Fue la primera vez que Otto descubrió que estaba demasiado débil para hablar. «¿Quieres hacerme un hijo?», le preguntó ella. Fue la primera vez que lo intentaron.

Tal fue la proposición matrimonial. El dijo que sí con su turgencia, con una erección alimentada por la sangre de mil palabras.

Después de la boda, Otto construyó dos habitaciones independientes y un pasillo por encima de los botes, en el cobertizo. Eran dos habitaciones extrañas, largas y estrechas («como las calles de una bolera», bromeó la señora Clausen), pero Otto las había construido de tal manera que los ocupantes de ambas habitaciones pudieran ver la orilla del lago. Una de ellas era el dormitorio, donde la cama ocupaba la mayor parte de la anchura y estaba elevada hasta el nivel de las ventanas, a fin de ofrecer la mejor vista. En la otra habitación había dos camas gemelas. Era para el bebé.

A Otto le asomaban las lágrimas a los ojos cuando pensaba en la habitación sin ocupar por encima de los botes que se mecían suavemente. El sonido nocturno que más le había gustado, aquel sonido casi inaudible del agua que lamía los botes en el cobertizo y el embarcadero donde hicieron el amor por primera vez, ahora sólo le recordaba el vacío de aquella habitación sin usar.

La sensación, al finalizar el día -del bañador mojado y del acto de quitárselo, el aroma del lago y el sol en la piel húmeda de su mujer-, parecía ahora echada a perder por unas expectativas que no se habían realizado. Los Clausen llevaban más de diez años casados, pero dos o tres veranos atrás dejaron de ir a la casita del lago. Estaban más atareados en Green Bay y cada vez parecía más difícil escaparse. O eso era lo que ellos decían. En realidad, a los dos les era mucho más difícil aceptar que el olor de los pinos pertenecía ya al pasado.

¡Y entonces los jodidos Broncos tuvieron que vencer a los Packers!, se lamentó Otto. Sumido en la aflicción y borracho, apenas podía recordar la causa de su llanto en el frío camión aparcado. Ah, sí, las causantes habían sido las palabras de su mujer, «pobre chiquitín mío», que últimamente tenían un efecto devastador sobre él. Y cuando las pronunciaba en aquel tono de voz… ¡Oh, qué implacable era el mundo! ¿Cómo se le había ocurrido decirle eso cuando no estaban juntos, cuando sólo hablaban por teléfono? Ahora Otto lloraba y, al mismo tiempo, tenía el miembro erecto. Un motivo más de frustración era que no recordaba ni cómo ni cuándo había finalizado la conversación telefónica con su esposa.

Ya había pasado media hora desde que indicó a la compañía de taxis que el conductor le buscara en el aparcamiento de detrás del bar. («Estaré en el camión de transporte de cerveza, no tiene pérdida.») Se dispuso a abrir la guantera, donde había dejado el teléfono móvil, con cuidado, para no desordenar los posavasos y las pegatinas de la marca de cerveza que transportaba y que también guardaba en la guantera. Los regalaba a los niños que iban en bicicleta y que a menudo le rodeaban cuando iba de reparto. Los niños de su barrio le llamaban «el hombre de los posavasos» o «el hombre de las pegatinas», pero lo que realmente querían eran los pósters comerciales que Otto tenía en la caja del camión, junto con la cerveza.

No veía nada malo en que los muchachos decorasen las paredes de sus dormitorios con pósters de cerveza, años antes de que tuvieran la edad suficiente para beber. Otto se habría sentido profundamente herido si alguien le hubiera acusado de conducir a los jóvenes por el camino del alcoholismo. Sencillamente, le gustaba hacer felices a los chicos, y les regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters con la misma preocupación por su bienestar que mostraba al no conducir cuando estaba bebido.

¿Pero cómo era posible que se hubiese quedado dormido mientras alargaba la mano para abrir la guantera? Que estuviera demasiado bebido para soñar era una bendición, o así le parecía. Lo cierto era que Otto estaba soñando, pero no se daba cuenta debido a su embriaguez. Y además, el sueño era nuevo, demasiado nuevo para que supiera que era un sueño.

Notó la nuca cálida y sudorosa de su mujer en el pliegue del codo derecho; la estaba besando, tenía la lengua dentro de su boca mientras con la mano izquierda (Otto era zurdo) la tocaba una y otra vez. Ella estaba muy húmeda, y su abdomen presionaba hacia arriba contra la palma. Él la tocaba con la mayor suavidad posible, se esforzaba por rozarla apenas. Ella tenía que enseñarle a hacerlo.

De repente, en el sueño del que Otto no sabía que era un sueño, la señora Clausen tomó la mano izquierda de su marido y se la llevó a los labios, se metió los dedos en la boca, mientras él la besaba, y ambos notaron el sabor del sexo femenino al tiempo que él se colocaba encima y la penetraba. Sostenía con suavidad la cabeza de la mujer contra su garganta, de modo que los dedos de la mano izquierda, en el cabello de ella, estaban lo bastante cerca para que le llegara su olor. En la cama, junto al hombro izquierdo de la mujer, estaba la mano derecha de Otto, que aferraba la sábana. Sólo que él no la reconocía… ¡no era su mano! Era demasiado pequeña, de osamenta demasiado fina, casi delicada. No obstante, la mano izquierda sí que era la suya, y la habría reconocido en cualquier parte.

Entonces vio a su mujer debajo de él, pero desde cierta distancia. No era Otto quien estaba encima; las piernas del hombre eran demasiado largas, y los hombros demasiado estrechos. Otto reconoció el perfil del hombre atacado por un león… ¡Patrick Wallingford se estaba tirando a su mujer!

Sólo unos segundos después, y en realidad apenas un par de minutos después de que hubiera perdido el conocimiento en la cabina del camión, Otto se despertó tendido sobre el lado derecho, encima de la caja de cambios, con la palanca en las costillas. La cabeza descansaba sobre el brazo derecho, y la nariz tocaba el frío asiento del pasajero. En cuanto al miembro erecto, pues de la manera más natural el sueño le había provocado tal estado, se lo aferraba firmemente con la mano izquierda. ¡En un aparcamiento!, pensó, avergonzado. Se apresuró a meterse los faldones de la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón.

Entonces miró con fijeza la guantera. Allí estaba el teléfono móvil y, también allí, en el ángulo derecho del compartimiento, estaba el revólver de cañón corto y calibre 38, un Smith y Wesson, cargado y apuntando en dirección al neumático delantero derecho.

Otto debió de incorporarse sobre el codo derecho, o más bien se sentó antes de oír el ruido de los adolescentes que entraban en la caja del camión. Eran sólo muchachos, pero un poco mayores que los chiquillos del barrio a los que Otto Clausen regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters, y aquellos adolescentes no se proponían nada bueno. Uno de ellos se había apostado cerca de la entrada del bar deportivo; si un cliente salía y se encaminaba al aparcamiento, el vigilante podría avisar a los dos chicos que se estaban introduciendo en la caja del camión.

La razón por la que Otto Clausen llevaba un revólver del calibre 38 cargado en la guantera de su vehículo no era que conducía un camión de reparto de cerveza y a esa clase de vehículos los asaltan con frecuencia. A Otto no le habría pasado por la cabeza disparar contra nadie, ni siquiera en defensa de la cerveza. Pero era aficionado a las armas de fuego, como tantas buenas gentes de Wisconsin. Le gustaba toda clase de armas. Además era cazador de ciervos y patos. Incluso usaba un arco y flechas, en la temporada en que se permite la caza de ciervos por ese sistema, y aunque nunca había acertado a un ciervo con una flecha, sí que había abatido a muchos con rifle, la mayoría en los alrededores de su casa de campo.

Otto también era pescador… en fin, le encantaban las actividades al aire libre, y aunque era ilegal que tuviera un revólver del 38 cargado en la guantera, ni un solo conductor de un camión de reparto de cerveza se lo habría echado en cara. Con toda probabilidad, la fábrica de cerveza para la que trabajaba habría aplaudido su iniciativa, por lo menos en privado.

Otto habría tenido que sacar el arma de la guantera con la mano derecha, porque no habría podido alcanzar el compartimiento, desde detrás del volante, con la izquierda, Y puesto que era zurdo, casi con toda seguridad habría transferido el arma de la mano derecha a la izquierda antes de investigar lo que ocurría en la caja del camión.

Todavía estaba muy bebido, y la temperatura por debajo de cero del Smith y Wesson tal vez hizo que el arma le pareciera poco familiar al tacto. (Además había salido bruscamente de un sueño tan perturbador como la misma muerte: ¡su mujer haciendo el amor con el hombre de los desastres, que la acariciaba con la mano izquierda de Otto!) Jamás sabremos si amartilló el revólver con la mano derecha antes de intentar transferirlo a la izquierda o si lo hizo sin darse cuenta cuando lo sacó de la guantera.

Lo que sabemos es que el arma se disparó, y que la bala atravesó la garganta de Otto dos centímetros y medio por debajo del mentón, que siguió una trayectoria recta y salió por la coronilla del buen hombre, llevándose consigo partículas de sangre y hueso y un fragmento de tejido cerebral que brilló durante una fracción de segundo y cuya evidencia se encontraría en el techo tapizado de la cabina del camión. El proyectil también atravesó el techo. Otto falleció en el acto.

El disparo puso los pelos de punta a los jóvenes ladrones que estaban en la caja del vehículo. Un cliente que salía del bar deportivo oyó el disparo y las quejumbrosas peticiones de clemencia por parte de los asustados adolescentes, incluso el estrépito de la palanca que dejaron caer en el suelo del aparcamiento mientras huían en la noche. La policía no tardaría en dar con ellos, y lo confesarían todo, expondrían sus cortas biografías hasta el momento en que oyeron el estruendoso disparo. Cuando los capturaron, no sabían de dónde había procedido el disparo ni que alguien había sido alcanzado.

Mientras el alarmado cliente volvía al interior del bar y el barman avisaba a la policía (informando sólo de que se había oído un disparo y que alguien había visto huir a unos adolescentes), el taxista llegó al aparcamiento. Localizó sin dificultad el camión, pero cuando se acercó a la cabina, golpeó con los nudillos la portezuela en el lado del conductor y la abrió, allí estaba Otto Clausen caído sobre el volante, con el revólver del calibre 38 en el regazo.

Incluso antes de que la policía se pusiera en contacto con la señora Clausen, que estaba profundamente dormida cuando la llamaron, ya estaban seguros de que la muerte de Otto no era un suicidio, por lo menos no era lo que ellos llamaban «un suicidio planeado». La policía no dudaba de que el conductor del camión de reparto de cerveza no había tenido intención de matarse.

– No era esa clase de persona -dijo el barman.

Era cierto que el barman desconocía que Otto Clausen había tratado de dejar encinta a su mujer durante más de una década, y, por supuesto, no tenía la menor idea de que ella quería que Otto donara su mano izquierda a Patrick Wallingford, el hombre del león. El barman sólo sabía que Otto Clausen nunca se habría matado debido a que los Packers habían perdido la Super Bowl.

Nadie sabe cómo la señora Clausen tuvo la suficiente presencia de ánimo para telefonear a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados aquella misma noche del domingo de la Super Bowl. El servicio de contestación automática remitió la llamada al doctor Zajac, que se encontraba en su casa. Zajac era hincha de los Broncos, aunque esto requiere una aclaración. El doctor Zajac era hincha de los Patriots de Nueva Inglaterra, que Dios le perdone, pero había apoyado a los Broncos en la Super Bowl porque Denver pertenecía a la misma liga que Nueva Inglaterra. De hecho, cuando recibió la llamada del servicio de contestación automática, Zajac estaba tratando de explicar a su hijo de seis años la retorcida lógica de su deseo de que ganaran los Broncos. En opinión de Rudy, si los Patriots no jugaban en la Super Bowl, ¿qué importaba quién ganara?

Durante el partido habían tomado un tentempié razonablemente saludable: tallos de apio frío y barritas de zanahoria que mojaban en crema de cacahuete. Irma había sugerido al doctor Zajac que probara con el «truco de la crema de cacahuete», como ella lo llamaba, para lograr que Rudy comiera más verdura. Cuando sonó el teléfono, Zajac se estaba diciendo que debía agradecerle a Irma su recomendación.

El timbre del teléfono sobresaltó a Medea, que estaba en la cocina. La perra acababa de comerse un rollo de cinta adhesiva. Aún no se encontraba mal, pero se sentía culpable, y la llamada telefónica debió de convencerla de que la habían sorprendido en el acto de comerse la cinta, aunque Rudy y su padre no sabrían que había hecho tal cosa hasta que la vomitara en la cama de Rudy; cuando todos se hubieran acostado.

El operario que acudió para instalar el nuevo sistema DogWatch, una barrera eléctrica subterránea destinada a impedir que Medea saliera del jardín, se había dejado allí la cinta adhesiva. La invisible valla eléctrica significaba que Zajac (o Rudy o Irma) no tenían que estar fuera con la perra. Pero precisamente porque nadie había estado con ella, Medea había encontrado la cinta y se la había comido.

La perra llevaba ahora un nuevo collar con dos púas metálicas vueltas hacia dentro, contra la garganta. (El collar contenía una pila.) Si el animal rebasaba la invisible barrera eléctrica en la zona acotada para ella en el jardín, aquellas púas le daban un buen trallazo. Pero antes de darle esa desagradable sorpresa, habría una advertencia: cuando se acercara demasiado a la valla invisible, el collar emitiría un sonido.

– Cómo suena? -le preguntó Rudy a su padre.

– No podemos oírlo -le explicó el doctor Zajac-. Sólo lo oyen los perros.

– Qué siente cuando le pasa la corriente?

– Poca cosa -mintió el cirujano-. No puede hacerle daño.

– Me haría daño a mí, si me pusiera el collar en el cuello y saliera del jardín?

– ¡No hagas eso jamás, Rudy! ¿Me has entendido? -le dijo el doctor Zajac al pequeño, un tanto agresivamente, como acostumbraba.

– Entonces hace daño -replicó el pequeño.

– A Medea no le hace daño -insistió el médico.

– Te lo has puesto tú alrededor del cuello?

– El collar no es para personas, Rudy. ¡Es para perros!

Entonces su conversación giró en torno a la Super Bowl y el motivo por el que Zajac había querido que ganara el equipo de Denver.

Cuando sonó el teléfono, Medea se metió bajo la mesa de la cocina, pero el mensaje del servicio de contestación automática del doctor Zajac («Ha llamado la señora Clausen, de Wisconsin») hizo que el médico se olvidara por completo de la estúpida perra. Lleno de ansiedad, se apresuró a telefonear a la viuda. La señora Clausen aún no estaba segura del estado en que se hallaba la mano del donante, pero de todos modos su entereza impresionó al doctor Zajac.

La señora Clausen no se había mostrado tan serena al tratar con la policía de Green Bay y el médico forense. Aunque pareció entender los detalles de la «muerte presumiblemente accidental por disparo de arma de fuego» de su marido, casi de inmediato apareció la expresión de una nueva duda en su rostro arrasado por las lágrimas.

– ¿Está verdaderamente muerto? -preguntó. Su extraña mirada, como puesta en el futuro, sorprendió a la policía y al médico forense, pues nunca la habían visto en el semblante de una viuda afligida. Tras cerciorarse de que su marido estaba «verdaderamente muerto», la señora Clausen sólo hizo una breve pausa antes de preguntar-: ¿Pero cómo está la mano de Otto? La izquierda.

6. Las condiciones

Tanto en el Press-Gazette como en The News-Chronicle de Green Bay, la acción de Otto Clausen posterior al partido, la de pegarse un tiro, fue relegada al rincón de las trivialidades en la cobertura informativa de la Super Bowl. Un comentarista deportivo de Wisconsin cometió la torpeza de decir: «Muchos hinchas de los Packers probablemente pensaron en suicidarse tras la Super Bowl del domingo, pero Otto Clausen, de Green Bay, apretó de veras el gatillo». Sin embargo, incluso los periodistas con menos tacto y más insensibilidad que informaron de la muerte de Otto no la consideraron seriamente como un suicidio.

Cuando Patrick Wallingford tuvo noticia por primera vez de lo ocurrido a Otto Clausen (vio el minuto y medio de información ofrecido por su propio canal en una habitación de hotel en Ciudad de México) se preguntó vagamente por qué razón Dick, el detestado jefe de redacción, no le había enviado para que entrevistará, a la viuda, pues era la clase de trabajo que normalmente le asignaban.

La cadena especializada en noticias había enviado a Stubby Farell, su veterano reportero deportivo, que había estado en la Super Bowl de San Diego, para que informara del suceso. Stubby había estado muchas veces en Green Bay, y Patrick Wallingford jamás había visto una Super Bowl en televisión.

Cuando Wallingford vio la noticia el domingo por la mañana, se disponía ya a abandonar el hotel e ir al aeropuerto para regresar a Nueva York. Apenas reparó en que el conductor del camión de reparto había dejado viuda.

– No hemos podido encontrar a la señora Clausen para que comentara lo ocurrido -dijo el veterano reportero deportivo.

Mientras tomaba rápidamente el café, Wallingford pensó que si él hubiera recibido el encargo de informar sobre el suceso, Dick le habría obligado a dar con la señora Clausen. A pesar de las prisas, se le había grabado en la mente la imagen del camión en el aparcamiento casi vacío, la ligera nieve cubriendo el vehículo abandonado como una mortaja de gasa, una imagen que había contemplado durante diez segundos.

– Donde terminó la fiesta para este hincha de los Packers -dijo Stubby, y la vulgaridad del comentario hizo que Patrick torciera el gesto.

Estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono de la habitación. Pensó en no hacer caso, pues temía llegar con demasiado retraso al aeropuerto, pero respondió. Era el doctor Zajac, que le llamaba desde Massachusetts.

– Hoy es su día de suerte, señor Wallingford -le dijo el cirujano.

Mientras aguardaba para subir al avión de Boston, Wallingford se vio a sí mismo en el noticiario, vio lo que había quedado de su reportaje sobre el suceso que había cubierto informativamente en México. El domingo de la Super Bowl no todos los mexicanos se habían dedicado a ver el partido.

La familia y los amigos del renombrado tragasables José Guerrero estaban reunidos en el hospital de María Magdalena para rezar por su restablecimiento, pues durante una actuación en un hotel turístico de Acapulco, Guerrero había tropezado en el escenario y, al caer, se había perforado el hígado con un sable. Puesto que las hemorragias por herida de arma blanca en el hígado son muy lentas habían corrido el riesgo de llevarle en avión desde Acapulco a Ciudad de México, donde se encontraba ahora en manos de un especialista. Más de cien amigos y familiares se habían reunido en la pequeña clínica, que estaba rodeada por varios centenares más de personas que hacían votos por el restablecimiento del personaje.

Wallingford tenía la sensación de que los había entrevistado a todos, pero ahora, cuando estaba a punto de volar rumbo a Boston, donde iba a recibir una mano izquierda nueva, se alegraba de que su reportaje de tres minutos hubiera sido reducido a uno y medio. Estaba impaciente por ver el nuevo pase del informe de Stubby Farell; esta vez prestaría más atención.

El doctor Zajac le había dicho que Otto Clausen era zurdo, pero ¿qué quería decir exactamente con eso? Wallingford era diestro. Hasta su infausto encuentro con el león, siempre había sostenido el micrófono en la mano izquierda, de modo que pudiera estrechar con la derecha las manos que le tendían. Ahora que sólo tenía una mano con la que sostener el micrófono, había prescindido casi por completo de estrechar manos.

¿Qué sentiría al ser diestro y tener la mano izquierda de un zurdo? ¿No había sido ese aspecto una función cerebral de Clausen? Sin duda la predeterminación a ser zurdo no estaba en la mano. En la cabeza de Patrick se acumulaban muchos interrogantes que deseaba formularle al doctor Zajac.

Lo único que el médico le había dicho por teléfono era que las autoridades médicas de Wisconsin habían actuado con suficiente rapidez para preservar la mano, gracias a «la decisión inmediata de la señora Clausen». El doctor Zajac había mascullado estas palabras; normalmente hablaba claro, pero se había pasado en vela la mayor parte de la noche, cuidando de la perra que vomitaba, y luego, con la entusiasta ayuda de Rudy, había tratado de analizar la sustancia de aspecto peculiar que contenían los vómitos y que había enfermado a Medea. Rudy opinaba que la cinta adhesiva parcialmente digerida parecía los restos de una gaviota. «En ese caso -se dijo Zajac-, el ave llevaba muerta largo tiempo y su carne era viscosa cuando el animal la comió.» Pero el padre de mente analítica y su hijo no sabrían con precisión qué era lo que Medea había comido hasta que el lunes telefoneó el operario de DogWatch para preguntar cómo funcionaba la barrera invisible y pedir disculpas por haberse dejado olvidado un rollo de cinta adhesiva.

– El último trabajo que hice el viernes fue el suyo -dijo el operario, como si fuese un detective-. Debí de olvidarme la cinta en su casa. ¿No la habrán visto por ahí?

– En cierto modo sí, la hemos visto -fue todo lo que el doctor Zajac pudo decirle.

El médico todavía se estaba recuperando tras haber visto a Irma por la mañana, recién salida de la ducha. La joven estaba desnuda y se secaba la cabeza en la cocina. El lunes, a primera hora de la mañana, había vuelto tras pasar fuera el fin de semana y, después de correr un rato, se había duchado. Estaba desnuda en la cocina porque había supuesto que no había nadie más en la casa, pero no debe olvidarse que, de todos modos, quería que Zajac la viese desnuda.

Normalmente, a aquella hora de la mañana del lunes el doctor Zajac ya había llevado a Rudy a casa de su madre, a tiempo para que Hildred le acompañara al colegio. Pero en aquella ocasión Zajac y Rudy se habían quedado dormidos, debido a la noche en vela por culpa de Medea. Cuando la ex mujer del doctor Zajac le telefoneó para acusarle de que había raptado a Rudy, el hombre entró tambaleándose en la cocina para hacer café. Hildred siguió gritando después de que Rudy se pusiera al aparato.

Irma no vio al doctor Zajac, pero él sí que la vio… todo excepto la cabeza, oculta en su mayor parte porque se la estaba secando con la toalla. «¡Magníficos músculos gemelos!», pensó el cirujano mientras se retiraba.

Luego observó que no podía hablar con Irma, excepto tartamudeando de una manera desacostumbrada. Hablando a trompicones, trató de darle las gracias por la idea de la crema de cacahuete, pero ella no pudo entenderle. (Tampoco la joven vio a Rudy) Y mientras el doctor Zajac llevaba al chico a casa de su airada madre, observó la existencia de un espíritu de camaradería entre él y su hijito: la madre de Rudy les había gritado a los dos.

Zajac estaba eufórico cuando se puso en contacto telefónico con Wallingford en México, y le emocionaba algo más que el hecho de que la mano izquierda de Otto Clausen estuviera disponible de repente: había pasado un magnífico fin de semana con su hijo. No es que la visión de Irma desnuda no hubiera sido excitante, aunque era propio de Zajac que se fijara en sus músculos abductores. ¿Eran sólo los gemelos de Irma los causantes de su tartamudeo? Así pues, la «decisión inmediata» de la señora Clausen y otras formalidades similares fueron todo lo que el cirujano especializado en las extremidades superiores que pronto sería famoso logró decirle a Patrick Wallingford por teléfono.

Lo que el doctor Zajac no le dijo fue que la viuda de Otto Clausen había mostrado un interés desacostumbrado por la mano del donante. La señora Clausen no sólo había acompañado el cadáver de su marido desde Green Bay a Milwaukee, donde (además de extraerle la mayor parte de sus órganos) le cortaron a Otto la mano izquierda, sino que también insistió en acompañar la mano, que estaba en un recipiente con hielo, en el vuelo desde Milwaukee a Boston.

Naturalmente, Wallingford no tenía la menor idea de que en Boston se encontraría con algo más que su nueva mano: también iba a conocer a la viuda de su nueva mano.

Esta novedad no causó tanto malestar al doctor Zajac y los demás miembros del equipo bostoniano como otra petición de la señora Clausen, más insólita pero no menos impulsiva. Sí, la cesión de la mano se haría con ciertas condiciones, y el doctor Zajac acababa de saberlas. Probablemente habría sido más juicioso no haber informado a Patrick de las nuevas exigencias.

En Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados todos confiaban en que, a su debido tiempo, Wallingford podría simpatizar con las ideas que la viuda había tenido, al parecer, en el último momento. No daba la impresión de ser una mujer que se anduviera con rodeos, y había pedido el derecho a visitar la mano después del trasplante.

¿Cómo podría negarse el reportero manco?

– Supongo que sólo quiere verla -sugirió el doctor Zajac, en el consultorio de éste en Boston.

– ¿Sólo verla? -inquirió Patrick. Hubo una pausa desconcertante-. Espero que no pretenda tocarla… tomarla entre las suyas y esas cosas.

– ¡Nadie puede tocarla! -respondió el doctor Zajac en un tono protector-. No podrán hacerlo durante mucho tiempo después de la operación.

– ¿Pero se refiere ella a una sola visita? ¿A dos? ¿Durante un año?

Zajac se encogió de hombros.

– Indefinidamente… tales son sus condiciones.

– ¿Está chiflada? -preguntó Patrick-. ¿Es una morbosa, está trastornada por el dolor, enloquecida?

– Eso ya lo comprobará usted -respondió el doctor Zajac-. Quiere verle.

– ¿Antes de la intervención?

– Sí, ahora. Eso forma parte de su petición. Necesita estar segura de que desea que usted reciba la mano.

– ¡Pero tenía entendido que era su marido quien deseaba que la recibiera! -exclamó Wallingford-. ¡Era su mano!

– Mire… lo único que puedo decirle es que la viuda tiene la sartén por el mango -dijo el doctor Zajac-. ¿Ha tenido que vérselas alguna vez con un experto en ética médica?

(La señora Clausen también se había apresurado a ponerse en contacto con un experto en ética médica.)

– Pero ¿por qué quiere verme? -quiso saber Patrick-. Quiero decir antes de que me trasplante usted la mano.

Ese aspecto de la petición, así como el derecho de visita, le parecían al doctor Zajac algo que sólo se le podía haber ocurrido a un experto en ética médica. Zajac no confiaba en esa clase de expertos, y creía que deberían mantenerse al margen de la cirugía experimental. Siempre estaban entrometiéndose, haciendo lo que podían para que la cirugía fuese «más humana».

Los expertos en ética médica aducían que las manos no eran necesarias para vivir, que los fármacos para combatir el rechazo creaban más riesgos y era necesario tomarlos de por vida. Argumentaban que los primeros receptores debían ser personas que habían perdido ambas manos. Al fin y al cabo, los pacientes con ambas manos amputadas tenían más que ganar que los mancos de una sola mano.

Inexplicablemente, a los expertos en ética médica les encantó la solicitud de la señora Clausen, no sólo el inquietante derecho de visita, sino también que insistiera en conocer a Patrick Wallingford y decidir si le gustaba antes de permitir la operación. (No es posible ser «más humano».)

– Sólo quiere ver si usted es… -intentó explicarle Zajac.

Wallingford se tomó este nuevo agravio como un insulto y un atrevimiento; se sintió simultáneamente ofendido y desafiado. ¿Era un hombre simpático y agradable? Él mismo no lo sabía. Confiaba en que sí lo era, pero ¿cuántos de nosotros lo sabemos realmente?

En cuanto al doctor Zajac, él mismo sabía que no era especialmente simpático y agradable. Esperaba con cauto optimismo que Rudy le quisiera y, desde luego, sabía que amaba a su hijito. Pero el cirujano especializado en intervenciones de la mano no se hacía ilusiones en cuanto a su simpatía. Excepto con su hijo, el doctor Zajac nunca había sido muy amable.

Con una punzada, Zajac recordó su breve atisbo de los gemelos de Irma. ¡Debía de pasarse el día entero haciendo ejercicio!

– Ahora le dejaré a solas con la señora Clausen -dijo el doctor Zajac a Patrick, al tiempo que hacía el gesto, tan impropio de él, de ponerle una mano en el hombro.

– ¿Voy a estar a solas con ella? -inquirió Patrick.

Quería más tiempo para prepararse, para probar expresiones de amabilidad. Pero sólo necesitó un segundo para imaginar la mano de Otto; tal vez el hielo se estaba fundiendo.

– Bien, de acuerdo-dijo Patrick.

Como si estuviera coreografiado, el doctor Zajac y la señora Clausen cambiaron de lugar en el consultorio. Apenas acababa de decir «de acuerdo» cuando Wallingford se vio a solas con la flamante viuda. Al verla sintió un repentino escalofrío… algo que más adelante le parecería la sensación de zambullirse en las frías aguas de un lago.

No se olvide que la señora Clausen tenía la gripe. La noche del domingo de la Super Bowl, cuando se levantó penosamente de la cama, aún tenía fiebre. Se puso ropa interior limpia y los tejanos que estaban en la silla al lado de la cama, así como la sudadera de color verde desvaído (el verde de Green Bay) con el nombre del equipo en letras doradas. Se había vestido así cuando empezó a sentirse mal. También se puso su vieja parka.

La sudadera de la señora Clausen era muy vieja, la tenía desde los primeros tiempos de sus visitas con Otto a la que ella llamaba la casa de campo. La prenda tenía el color de los abetos y los pinos blancos en la otra orilla del lago cuando se ponía el sol. Ciertas noches, en el dormitorio que habían construido en el cobertizo de los botes, había usado la sudadera como una funda de almohada, porque allí la ropa sólo podía lavarse en el lago.

Incluso ahora, cuando estaba en el consultorio del doctor Zajac con los brazos cruzados sobre el pecho (como si tuviera frío u ocultara a Patrick Wallingford cualquier impresión que él pudiera formarse de sus senos), la señora Clausen casi podía oler la pinaza y percibía la presencia de Otto tan intensamente como si estuviera con ella en el consultorio de Zajac.

El cirujano tenía toda una galería de fotos de famosos, y resulta sorprendente que ni Patrick ni la señora Clausen prestaran mucha atención a las paredes circundantes. Aunque al principio no se habían mirado directamente a los ojos, ahora estaban demasiado empeñados en examinarse con detenimiento el uno al otro.

Allá, en Wisconsin, la nieve mojó las zapatillas deportivas de la señora Clausen, y a Wallingford, que le miraba fijamente los pies, aún le parecían mojadas.

La señora Clausen se quitó la parka y se sentó al lado de Patrick. Wallingford tuvo la impresión de que, al hablar, se dirigía a su mano superviviente.

– A Otto le impresionó muchísimo lo de su mano… me refiero a la otra -empezó a decirle, sin desviar los ojos de la mano que le quedaba. Patrick Wallingford la escuchaba disimulando la incredulidad del periodista veterano que normalmente sabe cuándo un entrevistado miente, como lo hacía ahora la señora Clausen-. Pero si he de serle sincera -siguió diciendo la viuda-, procuré no pensar en ello, y cuando mostraron la escena de los leones que le devoraban, me resultó muy difícil mirar. Todavía me enferma pensar en ello.

– A mí también -replicó Wallingford. Ahora no creía que estuviera mintiendo.

No es fácil decir gran cosa sobre una mujer vestida con una sudadera, pero parecía bastante compacta. El cabello castaño oscuro necesitaba un lavado, pero Patrick percibió que estaba ante una persona en general limpia que mantenía un aspecto pulcro.

La luz del fluorescente en el techo incidía con demasiada dureza en su rostro. No llevaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios, y tenía el labio inferior seco y cuarteado, quizá porque se lo mordía. La cruda luz exageraba la oscuridad de los semicírculos bajo los ojos marrones, y las patas de gallo en las comisuras indicaban que tenía más o menos la edad de Patrick. (Wallingford era sólo algo más joven que Otto Clausen, quien a su vez había sido sólo algo mayor que su esposa.)

– Supongo que me toma por loca -le dijo la señora Clausen.

– ¡No, en absoluto! No puedo imaginar cómo debe de sentirse, aparte de la tristeza, claro.

En realidad, parecía extenuada por las emociones, como tantas mujeres a las que había entrevistado, la más reciente de ellas la esposa del tragasables en Ciudad de México, hasta el punto de que Patrick tuvo la sensación de que ya la conocía.

La señora Clausen le sorprendió al asentir y a continuación señalarle el regazo.

– ¿Me permite verla? -le preguntó.

Siguió una pausa incómoda, durante la cual a Wallingford se le detuvo la respiración.

– Su mano… por favor, la que le ha quedado.

Él le tendió la mano derecha, como si la acabaran de trasplantar. Ella pareció que iba a tocársela pero se contuvo, y la mano extendida de Patrick pareció inerte.

– Es un poco pequeña -comentó-. La de Otto es mayor.

Él retiró la mano, sintiéndose indigno.

– Otto lloró cuando usted perdió la otra mano. ¡Se echó a llorar!

Sabemos, claro, que Otto tuvo ganas de vomitar. Fue la señora Clausen quien lloró, pero se las arregló para hacer creer a Wallingford que las lágrimas de su compasivo marido todavía le maravillaban. (Y eso que era un periodista veterano que sabía cuándo alguien mentía. Wallingford se creyó a pies juntillas el relato del llanto de Otto que le hacía la señora Clausen.)

– Le quería usted mucho -dijo Patrick-. Es evidente.

La viuda se mordió el labio inferior y asintió con vehemencia, las lágrimas agolpándose en sus ojos.

– Queríamos tener un hijo, lo intentábamos una y otra vez, pero no hubo manera, no sé por qué.

Ella inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con la parka y sollozó en silencio. Aunque de un tono menos desvaído, la parka era del mismo color que la sudadera verde de Green Bay con el logotipo de los Packers (el casco dorado con la ge blanca) en la espalda.

– Para mí siempre será la mano de Otto -le dijo la señora Clausen, en un tono inesperadamente alto, bajando la parka. Por primera vez le miró a los ojos; parecía como si hubiera cambiado de idea acerca de algo-. ¿Qué edad tiene usted, de todos modos? -le preguntó. Tal vez por haberle visto sólo en la televisión había esperado que fuese mayor o más joven.

– Tengo treinta y cuatro años -respondió Wallingford, a la defensiva.

– Exactamente mi edad -dijo la mujer, y Patrick vio que sus labios trazaban una leve sonrisa, como si, a pesar de su dolor o debido a él, estuviera realmente loca-. No seré un incordio después de la operación -siguió diciéndole-. Pero ver su mano… después, palparla… en fin, eso no le molestará mucho, ¿verdad? Si usted me respeta, yo le respetaré.

– ¡Desde luego! -replicó Patrick, pero no se percataba de lo que estaba a punto de sobrevenir.

– Todavía quiero tener un hijo de Otto.

Wallingford seguía sin comprender.

– ¿Quiere decir que podría estar embarazada? -replicó-. ¿Por qué no me lo había dicho? ¡Es estupendo! ¿Cuándo lo sabrá con certeza?

En los labios de la mujer apareció de nuevo aquella sonrisa leve y demente. Patrick no había visto que ella se había quitado las zapatillas deportivas. Entonces corrió la cremallera de los tejanos y se los bajó, junto con las bragas, pero titubeó antes de quitarse la sudadera.

El hecho de que no hubiera visto nunca a una mujer desnudarse así, es decir, primero las prendas inferiores, dejando las de arriba-para el final, desarmó todavía más a Patrick. La señora Clausen le parecía sexualmente inexperta en un grado embarazoso. Entonces oyó su voz: algo había cambiado en ella, y no sólo su volumen. Le sorprendió notarse el pene erecto, no porque la señora Clausen estuviera medio desnuda, sino por su nuevo tono de voz.

– No hay otra ocasión -le dijo ella-. Si voy a tener un hijo de Otto, ya debería estar embarazada. Después de la operación, usted no estará en forma para hacer esto. Estará en el hospital, tomando un montón de medicinas, tendrá dolores…

– ¡Señora Clausen! -exclamó Patrick. Se apresuró a levantarse… y con la misma rapidez se sentó. Hasta que intentó ponerse en pie, no se había percatado de la turgencia bajo su bragueta. Era tan obvia como lo que dijo a continuación-: Sería mi hijo, no el de su marido, ¿no es cierto?

Pero ella ya se había quitado la sudadera. Aunque se había dejado puesto el sujetador, él pudo ver de todos modos que sus pechos eran más interesantes de lo que había imaginado. En el ombligo destellaba algo, y el piercing corporal también resultaba un detalle inesperado. Patrick no miró el adorno de cerca, pues temía que tuviera algo que ver con los Packers de Green Bay.

– Su mano es lo más cercano a él que tengo a mi alcance -dijo la señora Clausen con una determinación inquebrantable.

El brío de su voluntad podría haberse tomado fácilmente por deseo. Pero lo que surtía efecto, lo realmente irresistible, era su voz.

La mujer retuvo a Wallingford en la silla de respaldo recto. Se arrodilló para desabrocharle el cinturón y entonces le bajó los pantalones. Cuando Patrick se inclinó hacia delante, para impedir que le quitara los calzoncillos, ella ya se los había quitado. Antes de que él pudiera levantarse, o incluso sentarse en una posición erguida, la señora Clausen se había puesto a horcajadas sobre el regazo del periodista. Sus senos le rozaron la cara. Se movía con tal rapidez, que a él le pasó por alto el momento en que se quitó el sujetador.

– ¡Aún no tengo su mano! -protestó Wallingford, pero ¿cuándo había dicho él que no?

– Respéteme, por favor -le rogó ella en un susurro. ¡Y qué susurro!

Las nalgas pequeñas y firmes de la mujer eran cálidas y suaves contra sus muslos, y el atisbo del adminículo en el ombligo, todavía más que el atractivo de los senos, le había procurado al instante lo que parecía una erección encima de la que ya tenía. Notaba las lágrimas que le humedecían el cuello mientras ella le guiaba a su interior.

No era su mano derecha la que ella aferraba con la suya y acercaba a sus senos, sino el muñón. Le murmuró algo parecido a: «¿Qué iba a hacer ahora, de todos modos? Nada tan importante como esto, ¿verdad?». Y entonces le preguntó: «¿No quiere hacerme un hijo?».

– La respeto, señora Clausen -tartamudeó él, pero abandonó toda esperanza de resistirse. Era evidente para los dos que ya había cedido.

– Llámame Doris, por favor -le dijo la señora Clausen, entre lágrimas.

– ¿Doris?

– Respétame, respétame -le pidió ella entre sollozos-. Es todo lo que te pido.

– Sí, te respeto… Doris.

Su única mano le había encontrado instintivamente la región lumbar, como si hubiera dormido a su lado cada noche durante años e incluso en la oscuridad pudiera tocarle con precisión la parte de su cuerpo que deseaba asir. En aquel momento podría haber jurado que la mujer tenía el cabello húmedo, húmedo y frío, como si hubiera estado nadando.

Naturalmente, pensaría él después, ella debía de haber sabido que estaba en periodo fértil; una mujer que intenta una y otra vez quedar embarazada, seguramente lo sabe. Doris Clausen también debía de saber que su dificultad para quedar en estado se había debido exclusivamente a Otto.

– ¿Eres amable? -le susurraba la señora Clausen, al tiempo que movía sin cesar las caderas contra la presión hacia debajo de la mano de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?

Aunque habían advertido a Patrick de que era eso lo que ella quería saber, nunca habría esperado que ella se lo preguntara directamente, como tampoco habría previsto un encuentro sexual con ella. En términos estrictos de experiencia erótica, hacer el amor con Doris Clausen era un acto más cargado de anhelo y deseo que cualquier otra de las relaciones sexuales que Wallingford había tenido hasta entonces. No contaba el sueño erótico inducido por la cápsula azul cobalto que le dieron en Junagadh, pero aquel analgésico extraordinario ya no estaba a la venta, ni siquiera en la India, y nunca se le podría considerar en la misma categoría que el sexo real.

En cuanto al sexo real, el encuentro de Patrick con la viuda de Otto Clausen, por singular y breve que fuese, superó con mucho el fin de semana que pasara en Kyoto con Evelyn Arbuthnot. Hacer el amor con la señora Clausen incluso eclipsó la tumultuosa relación de Wallingford con la alta y rubia técnico de sonido que presenció el ataque del león en Junagadh.

Aquella infortunada muchacha alemana, que vivía en Hamburgo, todavía estaba sometida a terapia debido a los leones, aunque Wallingford sospechaba que se había traumatizado más al perder el sentido y despertar luego en una de las carretillas cargadas de carne que al ver la mano izquierda del pobre Patrick arrancada de cuajo por un león.

– ¿Eres amable? -repitió Doris, sus lágrimas humedeciendo el rostro de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?

Cada vez era más profunda su penetración en aquel cuerpo menudo y fuerte, de modo que Wallingford apenas se oyó a sí mismo al responder. Seguramente el doctor Zajac, así como otros miembros del equipo quirúrgico reunidos en la sala de espera, debían de haber oído los gritos quejumbrosos de Patrick.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy amable! ¡Soy un buen hombre! -gimió Wallingford.

– ¿Es eso una promesa? -le preguntó Doris en un susurro. De nuevo aquel susurro… ¡irresistible!

Una vez más Wallingford le respondió en un tono tan alto que el doctor Zajac y sus colegas pudieron oírle.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Lo prometo! ¡De veras!

Poco después llamaron a la puerta del consultorio de Zajac, cuando desde hacía un rato reinaba el silencio.

– ¿Están ustedes bien? -preguntó el jefe del equipo bostoniano.

Al principio Zajac pensó que el aspecto de los dos era correcto. Patrick Wallingford volvía a estar vestido y seguía sentado en la silla de respaldo recto. La señora Clausen, totalmente vestida, yacía boca arriba sobre la alfombra de la habitación. Tenía enlazados los dedos detrás de la cabeza, y los pies elevados descansaban en el asiento de la silla vacía al lado de Wallingford.

– Tengo problemas de espalda le explicó Doris.

Eso era falso, por supuesto. Aquélla era una postura recomendada en varios de los numerosos libros que ella había leído sobre la manera de quedar embarazada. «La gravedad», fue lo único que le dijo a Patrick, a modo de explicación, mientras él le sonreía encantado.

El doctor Zajac, que percibía el olor a sexo en la estancia, se dijo que ambos estaban locos. Un experto en ética médica quizá no habría aprobado aquel nuevo acontecimiento, pero Zajac era un cirujano de la mano y su equipo quirúrgico estaba deseando comenzar.

– Bien, si han hablado de todo lo necesario y se sienten lo bastante cómodos -les dijo el doctor Zajac, mirando primero a la señora Clausen, que parecía muy cómoda, y luego a Patrick Wallingford, cuyo asombroso aspecto era el de un hombre borracho o drogado-, ¿qué me dicen? ¿Tenemos luz verde?

– ¡Por mí no hay ningún problema! -dijo Doris Clausen alzando la voz, como si llamara a alguien a través de una extensión de agua.

– Estoy de acuerdo en todo -replicó Patrick-. Supongo que tenemos la luz verde.

El grado de satisfacción sexual en el semblante de Wallingford recordó algo al doctor Zajac. ¿Dónde había visto él con anterioridad aquella expresión? Ah, sí, fue en Bombay, donde realizó una serie de intervenciones sumamente delicadas en las manos de varios niños, ante un selecto público de cirujanos pediátricos. Zajac recordaba especialmente bien uno de los procedimientos quirúrgicos que tenían allí. La paciente era una niña de tres años que había metido la mano en los engranajes de una máquina agrícola y se la había destrozado.

Zajac estaba sentado con el anestesista indio cuando la pequeña empezó a despertarse. Los niños siempre tienen frío, a menudo están desorientados y normalmente asustados cuando despiertan de la anestesia general. En ocasiones sienten náuseas. El doctor Zajac recordaba que se excusó para no ver a la desdichada niña. Le echaría un vistazo a la mano, desde luego, pero más adelante, cuando ella se sintiera mejor.

– Espere… tiene usted que ver esto -le dijo a Zajac el anestesista indio-. Mírela un momento.

El rostro inocente de la niña tenía la expresión de una mujer sexualmente satisfecha. El doctor Zajac estaba escandalizado. (La triste verdad era que, personalmente, nunca hasta entonces había visto el rostro de una mujer tan sexualmente satisfecha.)

– Por Dios, hombre le dijo Zajac al anestesista-, ¿qué le ha dado?

– Le he puesto algo adicional en el gotero… ¡poca cosa, no crea! -replicó el indio.

– ¿Pero qué es? ¿Cómo se llama?

– No puedo decírselo. No se puede conseguir en su país, y nunca se podrá. Aquí también lo van a retirar del mercado. El Ministerio de Sanidad va a prohibirlo.

– Espero que así sea -observó el doctor Zajac, y abandonó bruscamente la sala de reanimación.

Pero la pequeña no había sufrido ningún dolor, y más adelante, cuando Zajac le examinó la mano, vio que estaba bien y que la niña descansaba cómodamente.

– ¿Qué tal el dolor? -le preguntó.

Una enfermera tuvo que hacer de intérprete.

– Dice que todo va bien, no siente ningún dolor -tradujo la enfermera. Los balbuceos de la niña continuaban.

– ¿Qué dice ahora? -le preguntó el doctor Zajac, y la enfermera se mostró de repente tímida o azorada.

– Ojalá no pusieran ese analgésico en la anestesia -comentó la enfermera. La pequeña parecía relatar una larga historia.

– ¿Qué le está diciendo? -quiso saber Zajac.

– Está contando el sueño que tuvo -respondió, evasivamente, la enfermera-. Cree que ha visto su futuro. Será muy feliz y tendrá muchos hijos. Demasiados, en mi opinión.

En presencia de Zajac, la pequeña se limitaba a sonreír. Para ser una niña de tres años, había algo inapropiadamente seductor en sus ojos.

Ahora, en el consultorio bostoniano del doctor Zajac, Patrick Wallingford sonreía de la misma manera. «¡Qué coincidencia tan tonta!», se dijo el doctor Zajac, mientras contemplaba la expresión de embriaguez sexual de Wallingford.

«La paciente del tigre», llamó a aquella chiquilla de Bombay, porque había explicado a los médicos y las enfermeras que, cuando metió la mano en la máquina agrícola, los engranajes le rugieron como un tigre.

Tonto o no, había algo en el aspecto de Wallingford que daba que pensar al doctor Zajac. «El paciente del león», como Zajac llamaba desde hacía tiempo a Patrick Wallingford, necesitaba posiblemente algo más que una nueva mano izquierda. Lo que el doctor Zajac desconocía era que Wallingford había encontrado por fin lo que necesitaba… había encontrado a Doris Clausen.

7. La punzada

Como el doctor Zajac había explicado en su primera conferencia de prensa tras la operación quirúrgica que se prolongó durante quince horas, el paciente corría peligro. Patrick Wallingford estaba amodorrado pero en situación estable tras despertar de la anestesia general. Por supuesto, el paciente estaba tomando «una combinación de fármacos innmnosupresores», pero Zajac descuidó decir su número y durante cuánto tiempo los tomaría. (Tampoco mencionó los esteroides.)

En el mismo momento en que la atención de todo el país se centraba en él, el cirujano especializado en las manos reveló un mal genio considerable. Según uno de sus colegas (el imbécil de Mengerink, aquel cretino cornudo), Zajac también tenía «los ojos pequeños y brillantes del proverbial científico loco». Antes de la histórica intervención quirúrgica, chapoteando en el lodo grisáceo a lo largo de la orilla del río Charles, cuando la oscuridad estaba a punto de ceder su sitio al amanecer, el doctor Zajac se había dedicado a correr. Le consternó que una mujer joven le adelantara en la bruma espectral, como si él hubiera estado inmóvil. Sus prietas nalgas enfundadas en unas mallas flexibles se alejaron resueltamente de Zajac, apretadas y liberadas como los dedos de una mano al cerrarse en un puño, relajadas y de nuevo formando un puño. ¡Y qué puño!

Aquella mujer era Irma. Sólo unas horas antes de que fijara la mano y la muñeca de Otto Clausen al muñón del antebrazo izquierdo de Patrick Wallingford, el doctor Zajac sintió una opresión en el pecho; sus pulmones parecieron dejar de expandirse y notó un calambre abdominal tan paralizante para su avance como si le hubiera atropellado… un camión para el reparto de cerveza, por ejemplo. Cuando Irma regresó corriendo hacia él, Zajac se hallaba doblado en el lodo.

Estaba mudo de dolor, gratitud, vergüenza, adoración, lujuria… lo que se quiera. Irma le acompañó de regreso a la calle Brattle como si él fuese un chiquillo que se hubiera fugado de casa.

– Está deshidratado y tiene que reabastecerse de fluidos -le reconvino ella.

Irma leía libros sobre deshidratación y los diversos «muros» con los que, al parecer, los corredores serios «topan», de modo que deben entrenarse para «correr a través de ellos». Según el vocabulario de los deportes extremos, Irma era una «superdesarrollada»; los adjetivos del vigor maniaco ante las agotadoras pruebas de resistencia se habían convertido en sus principales adjetivos. («Protuberante», por ejemplo.) Irma no estaba menos empapada en la teoría de la nutrición especial para corredores, desde la convencional ingestión de hidratos de carbono a las lavativas de ginseng, desde el té verde y los plátanos antes de comer hasta los batidos de arándano después.

– Voy a hacerle una tortilla sólo de claras en cuanto lleguemos a casa -le dijo al doctor Zajac, quien tenía las piernas muy doloridas y cojeaba a su lado como un caballo de carreras lisiado. Eso no le prestaba ningún nuevo atractivo a su aspecto, al que uno de sus colegas ya había comparado con el de un perro salvaje.

El día más importante de su carrera el doctor Zajac se había enamorado sin remedio de su empleada doméstica-asistenta, convertida ahora en entrenadora personal. Pero no podía decírselo, pues era incapaz de hablar. Mientras boqueaba para aspirar aire, con la esperanza de acallar el dolor que irradiaba en su plexo solar, reparó en que Irma le sujetaba la mano, se la asía con fuerza. La joven tenía las uñas más cortas que la mayoría de los hombres, pero no se las mordía. Las manos de una mujer le importaban mucho al doctor Zajac. Poner por orden de importancia ascendente cómo se había colado por Irma puede parecer basto, pero helo aquí: sus gemelos, sus nalgas, sus manos.

– Has conseguido que Rudy coma más verdura -fue todo lo que el cirujano pudo decir, entre boqueadas.

– Gracias a la crema de cacahuete -replicó Irma.

Cargó fácilmente con la mitad de su peso. Tenía la sensación de que podría haberle llevado a casa en brazos, tan alborozada estaba. Él le dijo unas galanterías y la joven supo que por fin se había fijado en ella. Como si fuese por primera vez, Zajac veía realmente quién era.

– El próximo fin de semana Rudy estará conmigo -le informó Zajac, casi atragantándose-. ¿No podrías quedarte? Me gustaría que le conocieras.

Esta invitación le pareció a Irma tan concluyente como la mano de Zajac en su pecho, algo que hasta entonces sólo había imaginado. De repente se tambaleó, aunque aún cargaba sólo con la mitad del peso de Zajac. La impredecible oportunidad de su triunfo le hacía sentirse débil.

– Me gustan unas virutas de zanahoria y un poco de tofu en la tortilla de claras, ¿y a usted? -le preguntó cuando se aproximaban a la casa de la calle Brattle.

Allí estaba Medea, defecando en el jardín. Al verlos, la cobarde perra echó un vistazo furtivo a sus deyecciones, y entonces se alejó corriendo, como si dijera: «¿Quién puede estar cerca de eso? ¡Yo no!».

– Esta perra es muy boba -observó Irma flemáticamente-. Pero en cierto modo le tengo cariño -añadió.

– ¡Yo también! -replicó Zajac con la voz quebrada y el corazón anhelante. Lo de «en cierto modo» estimulaba todavía más sus sentimientos hacia Irma. Él sentía exactamente lo mismo por la perra.

El cirujano estaba demasiado excitado para comerse la tortilla de claras de huevo con virutas de zanahoria y tofu, aunque lo intentó. Tampoco pudo terminarse al batido que le preparó Irma, de zumo de arándano, puré de plátano, yogur congelado, polvo proteínico y algo granuloso, tal vez una pera. Arrojó la mitad a la taza del lavabo, junto con la tortilla que no se había comido, antes de ducharse.

En la ducha Zajac reparó en su erección, sin duda motivada por Irma, aunque no había existido ningún contacto físico entre ellos, aparte de la ayuda que la joven le había prestado para regresar a casa. Al cirujano le aguardaba una intervención de quince horas. No había tiempo para el sexo.

En la conferencia de prensa posterior a la operación, incluso sus colegas más envidiosos, los que querían en su fuero interno que fracasara, se sintieron decepcionados con él. Sus observaciones fueron demasiado cáusticas, y de ellas se desprendía que la cirugía del trasplante de manos sería algún día tan sencilla como una amigdalectomía. Los periodistas, aburridos, estaban ansiosos por escuchar al experto en ética médica, a quien todos los cirujanos de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados despreciaban. Y antes de que el experto en ética médica hubiera podido terminar, la atención de los medios de comunicación se centró, implacable, en la señora Clausen. ¿Quién podía culparlos? Aquella mujer era el epítome del interés humano.

Alguien le había procurado unas prendas limpias y más femeninas, sin el logotipo de Green Bay. Se lavó la cabeza y se pintó un poco los labios. Bajo los focos de la televisión parecía particularmente menuda y recatada, y no había permitido que la chica de maquillaje le disimulara los semicírculos bajo los ojos. Era como si supiera que lo huidizo de su belleza era también lo único permanente. Cierto deterioro era una característica de sus hermosas facciones.

– Si la mano de Otto sobrevive -dijo la señora Clausen, en voz baja pero extrañamente cautivadora, como si la mano de su difunto marido y no Patrick Wallingford fuese el paciente principal- creo que algún día me sentiré un poco mejor. Ya me comprenderán ustedes, tener la seguridad de que algo de él está a la vista… será como si le viera a él… podré tocarle…

Se interrumpió. Ya había arrebatado el protagonismo al doctor Zajac y el experto en ética médica, y no había terminado. Por el contrario, acababa de empezar.

Los periodistas se apiñaron a su alrededor. La tristeza de la señora Clausen se derramaba en los hogares, las habitaciones de hotel y los bares de aeropuerto del mundo entero. No parecía oír las preguntas que le hacían los reporteros. Más adelante, el doctor Zajac y Patrick Wallingford comprenderían que la señora Clausen había seguido su propio guión… y sin necesidad del apuntador electrónico.

– Ojalá supiera… -siguió diciendo, y se interrumpió de nuevo. Sin duda la pausa era deliberada.

– Ojalá supiera… ¿qué? -gritó uno de los periodistas.

– Si estoy embarazada -respondió la señora Clausen. Incluso el doctor Zajac retuvo el aliento, a la espera de las palabras siguientes-: Otto y yo estábamos tratando de tener un hijo. Así que tal vez esté embarazada, o tal vez no. No lo sé.

Todos los hombres presentes en la conferencia de prensa, incluido el experto en ética médica, debían de estar empalmados. (Sólo a Zajac le confundía el origen de su erección, y creía que era la influencia persistente de Irma.) Todos los hombres en los mencionados hogares, habitaciones de hotel y bares de aeropuerto del mundo entero experimentaban los efectos del incitante tono de voz de Doris Clausen. Con tanta seguridad como que al agua le gusta lamer un embarcadero, con tanta seguridad como que a las ramas de los pinos les brotan nuevas agujas en los extremos, la voz de la señora Clausen provocaba en aquel momento una erección a todo varón heterosexual pasmado por la noticia.

Al día siguiente, mientras Patrick Wallingford yacía en su cama de hospital al lado del enorme y extraño vendaje, que era casi todo lo que podía ver de su nueva mano, observaba a la señora Clausen en la pantalla del televisor, en un programa del mismo canal de noticias que le empleaba, mientras la señora Clausen en carne y hueso se sentaba al lado de la cama, en una actitud posesiva.

Doris tenía los ojos fijos en lo que podía ver de los dedos índice, corazón y anular de Otto (sólo las puntas), junto con la punta del pulgar. El meñique de la nueva mano izquierda de Patrick estaba oculto entre toda aquella gasa. Bajo el vendaje había una abrazadera que inmovilizaba la nueva muñeca de Wallingford. El vendaje era tan voluminoso que no se veía el lugar donde empalmaban la mano y la muñeca de Otto y parte del antebrazo de Patrick.

La cobertura informativa del trasplante de la mano en la cadena de noticias, que se repetía a cada hora, empezaba con una versión resumida del episodio del león en Junagadh. Las imágenes del león arrancando la mano y comiéndosela sólo duraban unos quince segundos en aquella versión, lo cual debería haber advertido a Wallingford de que también le asignarían un papel menor en las siguientes imágenes.

Había tenido la necia esperanza de que la intervención quirúrgica fuese tan fascinante para los telespectadores, que no tardaran en llamarle «el hombre del trasplante» o «el de la mano trasplantada», y que estas versiones de sí mismo revisadas o enmendadas sustituyeran a «el hombre del león» o «el hombre de los desastres» como las nuevas pero duraderas etiquetas de su vida. En la pantalla se vieron unas espeluznantes acciones de naturaleza poco clara, pero quirúrgica, en el hospital de Boston, y una toma de la camilla de Patrick en el momento en que desaparecía al fondo de un corredor; la camilla y el paciente no tardaron en perderse de vista, porque estaban rodeados por diecisiete médicos, enfermeras y anestesistas de movimientos frenéticos: el equipo de Boston.

Se vio una imagen del doctor Zajac en el momento en que dirigía unas palabras a la prensa. Desde luego, el comentario de que el paciente corría peligro se tomó fuera de contexto, y dio la impresión de que el trasplantado tenía ya un gravísimo problema, mientras que la parte sobre la combinación de fármacos inmunosupresores parecía descaradamente evasiva, como, en efecto, lo era. Si bien esos fármacos habían mejorado la tasa de éxitos en los trasplantes de órganos, el brazo se compone de varios tejidos diferentes, lo cual significa que son posibles diversos grados de rechazo. De aquí la administración de esteroides que, junto con los fármacos inmunosupresores, Wallingford debería tomar a diario durante el resto de su vida, o durante tanto tiempo como tuviera incorporada a su organismo la mano de Otto.

Se vio una imagen del camión abandonado de Otto en el aparcamiento nevado de Green Bay, pero la señora Clausen, sentada junto a la cama de Patrick, no se arredró y siguió absorta en la contemplación de lo poco que podía ver de los dedos de Otto. Además, Doris estaba tan cerca como podía de la mano que perteneció a su marido; si Wallingford hubiera tenido alguna sensación en las yemas de los dedos, habría notado la respiración de la viuda.

Aquellos dedos estaban insensibles, y seguirían así durante meses, lo cual le causaba a Wallingford cierta preocupación, aunque el doctor Zajac le había asegurado que sus temores carecían de fundamento. Pasarían casi ocho meses antes de que la mano pudiera distinguir entre lo frío y lo caliente, señal de que los nervios se estaban regenerando, y cerca de un año hasta que Patrick confiara lo suficiente en la fuerza con que asía el volante para decidirse a conducir. (También pasaría casi un año antes de que pudiera atarse los cordones de los zapatos, y sólo tras muchas horas de rehabilitación física.)

Pero desde el punto de vista periodístico, fue allí, en su cama de hospital, donde Patrick comprendió la verdad: su pleno restablecimiento, o su imposibilidad de conseguirlo, jamás sería la noticia principal.

El experto en ética médica habló durante más tiempo, ante la cámara, del que el canal de noticias había dedicado al doctor Zajac.

– En estos casos -dijo el experto en ética médica- una franqueza como la de la señora Clausen es muy infrecuente, y la continuidad de su relación con la mano del paciente no tiene precio.

«¿En qué casos?», debió de preguntarse el cirujano, enojado y sin que la cámara le enfocara. ¡Aquél era el segundo trasplante de mano que se había hecho jamás, y el primero había fracasado!

Mientras el experto en ética hablaba todavía, Wallingford vio que las cámaras se centraban en la señora Clausen, y sintió una oleada de deseo y anhelo por ella. Temía que jamás volvería a conseguirla; preveía que ella no querría volver a tener una relación íntima con él. Vio cómo ella hacía que la conferencia de prensa pasara del trasplante de mano a la mano de su difunto marido y luego al embarazo en el que confiaba. Incluso hubo un primer plano de las manos de la señora Clausen sobre su vientre liso. Se había aplicado la palma de la mano derecha y la izquierda, ya sin alianza matrimonial, estaba superpuesta a la otra.

Como periodista que era, Patrick Wallingford supo en un instante lo que había sucedido: Doris Clausen y el hijo que ella y Otto tanto se empeñaron en tener habían usurpado la historia de Patrick. Wallingford sabía que semejante sustitución sucedía a veces en su irresponsable profesión. Claro que el periodismo televisivo no es la única profesión irresponsable.

Pero a Wallingford no le importaba realmente, y esta constatación le sorprendió. «Que usurpe mi papel», se dijo, y al mismo tiempo comprendió que estaba enamorado de Doris Clausen. (Es imposible saber lo que podrían haber pensado de eso la cadena de noticias o un experto en ética médica.)

Pero si había sido poco probable que Wallingford se enamorase de la señora Clausen, ello se debía en parte a su reconocimiento de la improbabilidad de que ella le amara jamás. Sabía por experiencia que las mujeres se prendaban fácilmente de él, por lo menos al principio; pero también que, con la misma facilidad, se desengañaban.

Su ex mujer le había comparado a la gripe.

– Cuando estabas conmigo, Patrick, a cada hora pensaba que me iba a morir -le dijo ella en una ocasión-. Pero cuando te fuiste, parecía como si nunca hubieras existido.

– Gracias -replicó Wallingford, cuyos sentimientos, hasta entonces, nunca habían resultado tan heridos como la mayoría de las mujeres suponían.

Con respecto a Doris Clausen, lo que le afectaba era que su determinación fuera de lo corriente tenía un componente sexual; lo que ella quería estaba brillantemente marcado, en cada fase, con un trasfondo sexual manifiesto. Aquello que comenzaba con las ligeras alteraciones de su tono de voz proseguía en la fuerza de su cuerpo menudo y compacto, una fuerza como la de un muelle enroscado y muy prieto, preparado para saltar briosamente en el momento del encuentro sexual.

La línea de su boca era suave, la separación de los labios era perfecta, y la fatiga general que reflejaban sus ojos contenía una aceptación seductora del mundo tal como es. La señora Clausen jamás te pediría que cambiaras tu forma de ser; tal vez que cambiaras sólo tus hábitos. No esperaba milagros. Lo que veías en ella era lo que obtenías, una lealtad ilimitada. Y parecía como si nunca fuese a superar la pérdida de Otto, como si su amor por aquel hombre fuese a durar tanto como su vida.

Doris había utilizado a Patrick Wallingford para el único trabajo que Otto no pudo terminar. Que le hubiera elegido precisamente a él le daba a Patrick la leve esperanza de que algún día le amase.

La primera vez que Wallingford movió muy ligeramente los dedos de Otto Clausen, Doris lanzó un grito. Los médicos habían pedido a las enfermeras que regañaran severamente a la señora Clausen si trataba de besar las puntas de los dedos. Patrick experimentó una satisfacción un tanto amarga al notar algunos de los besos.

Y mucho después de que le quitaran las vendas recordaría la primera vez que sintió sus lágrimas en el dorso de la mano, unos cinco meses después de la operación. Wallingford había superado con éxito el periodo de mayor vulnerabilidad, que según decían abarcaba desde el fin de la primera semana hasta el fin del primer trimestre. La sensación de las lágrimas en la piel le hizo llorar. (Por entonces había logrado la regeneración asombrosa de veintidós centímetros de nervio, desde el lugar del implante al comienzo de la palma.)

Aunque de una manera muy gradual, la necesidad de diversos analgésicos fue desapareciendo, pero recordaba el sueño que tenía con frecuencia, poco después de que los fármacos hubieran actuado. Alguien le hacía una foto. En ocasiones, incluso cuando Wallingford ya había dejado de tornar los analgésicos, el sonido del obturador de una cámara en el sueño era muy real. El flash parecía lejano e incompleto, como un rayo de calor, no el destello verdadero, pero el sonido del obturador era tan claro que casi le despertaba.

Aunque era natural que Wallingford no recordara durante cuánto tiempo había tomado los analgésicos (¿tal vez cuatro o cinco meses?), también era propio de la naturaleza del sueño que no recordara haber visto jamás las fotografías que le hacían, como tampoco al fotógrafo. Y había ocasiones en las que no creía que fuese un sueño, o no estaba seguro de ello.

De una manera más concreta, al cabo de seis meses pudo notar la mejilla de Doris Clausen cuando le presionaba con ella la palma izquierda. La señora Clausen nunca le tocaba la otra mano, y tampoco él trató de tocarla con ella ni una sola vez. Le había expuesto con claridad sus sentimientos hacia él. Cuando Patrick pronunciaba su nombre de cierta manera, ella se sonrojaba y sacudía la cabeza. No quería hablar de la única vez que habían hecho el amor, y se limitaba a decir que había tenido que hacerlo, que no existía otro modo.

Sin embargo, Patrick seguía alimentando la esperanza, por pequeña que fuese, de que algún día ella quisiera hacerlo de nuevo… a pesar de que estaba encinta y ella se tomaba su preñez con las innumerables precauciones de las mujeres que han tenido que esperar mucho tiempo antes de quedar embarazadas. Tampoco albergaba la señora Clausen la menor duda de que aquél sería su único hijo.

Su tono de voz más invitador, que Doris Clausen podía emplear siempre que le viniera en gana y que tenía el efecto de la luz del sol después de la lluvia, el poder de abrir las flores, por el momento era tan sólo un recuerdo. No obstante, Wallingford estaba convencido de que podría esperar. Abrazaba aquel recuerdo como a una almohada durante el sueño. Era una condena similar a la de recordar el sueño inducido por la cápsula azul.

Patrick Wallingford nunca había querido a una mujer de una manera tan abnegada. Le bastaba con que la señora Clausen amara a su mano izquierda. A ella le encantaba ponérsela sobre el abdomen hinchado y dejar que la mano notara el movimiento del feto.

En un momento determinado, y sin que él se diera cuenta, la señora Clausen había dejado de llevar el adorno en el ombligo. Él no lo había visto desde el momento de su abandono mutuo en el consultorio del doctor Zajac. Tal vez el piercing había sido idea de Otto, o bien éste le regaló el adminículo y por eso ahora era reacia a llevarlo. También era posible que el objeto metálico inidentificado resultara incómodo durante el embarazo. Entonces, a los siete meses, cuando Patrick sintió una extraña punzada en la nueva muñeca (una patada especialmente fuerte del feto) intentó ocultar el dolor. Naturalmente, Doris vio la contracción del rostro. Él no podía ocultarle nada.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

Instintivamente se llevó la mano al corazón, aunque lo que observó Wallingford fue que se la llevaba a los senos. Recordó, como si fuese ayer, la manera en que le había asido el muñón mientras le montaba.

– Sólo ha sido una punzada -replicó Patrick.

– Llama a Zajac -le exigió ella-. No hagas el tonto.

Pero no ocurría nada preocupante. El doctor Zajac parecía irritado por el éxito aparentemente fácil del trasplante. Al principio hubo un problema con el pulgar y el índice, cuyos músculos Wallingford no podía mover a voluntad, pero eso se debía a que se había pasado cinco años sin la mano y la muñeca, y los músculos tenían que aprender de nuevo algunas cosas.

Zajac no había tenido que prevenir ninguna crisis; el progreso de la mano había sido tan implacable como los planes de la señora Clausen para ella. Tal vez la verdadera causa de la decepción del doctor Zajac había estribado en que el trasplante de la mano más parecía un triunfo de la mujer que suyo. La noticia principal era que la viuda del donante estaba embarazada, y que seguía manteniendo una relación con la mano de su difunto marido. Y las etiquetas de Wallingford no habían cambiado a «el hombre del trasplante» o «el hombre de la mano trasplantada», sino que seguía siendo, y siempre sería, «el hombre del león» y «el hombre de los desastres».

Y entonces, en septiembre de 1998, tuvo lugar un trasplante de mano y antebrazo en la ciudad francesa de Lyon. El receptor fue Clint Hallam, un neozelandés que vivía en Australia. Este acontecimiento también pareció irritar a Zajac, y tenía motivos para ello. Hallam había mentido, había dicho a los médicos que perdió la mano en un accidente industrial, en un solar en construcción, pero resultó que se la había cortado una sierra circular en una prisión de Nueva Zelanda, donde cumplía una sentencia de dos años y medio por fraude. (Por supuesto, el doctor Zajac pensaba que proporcionar una mano nueva a un ex presidiario era una decisión que sólo podría haber tomado un experto en ética médica.)

De momento, Clint Hallam tomaba más de treinta píldoras al día y no mostraba señales de rechazo. En el caso de Wallingford, ocho meses después del trasplante, seguía tomando más de treinta píldoras al día y, si se le caía calderilla del bolsillo, no podría recogerla con la mano de Otto. Más alentador para el equipo de Boston era el hecho de que la mano izquierda, pese a la ausencia de sensación en los extremos de los dedos, era casi tan fuerte como la derecha. Por lo menos Patrick podría girar un pomo, lo suficiente para abrir la puerta. Doris le había dicho que Otto había sido muy fuerte. (Por alzar tantas cajas de cerveza, sin duda.)

De vez en cuando la señora Clausen y Wallingford dormían juntos, sin relación sexual, incluso sin desnudarse. Doris se limitaba a dormir junto a él, en el lado izquierdo, naturalmente. Patrick no dormía bien, debido en gran parte a la incomodidad de permanecer boca arriba, pero la mano le dolía cuando se colocaba de lado o boca abajo, y ni siquiera el doctor Zajac podía decirle por qué. Tal vez tenía que ver con la reducción del suministro de sangre a la mano, pero era evidente que músculos, tendones y nervios recibían la sangre necesaria.

– Yo jamás afirmaría que hasta ahora ha tenido usted la portería desprotegida -le dijo Zajac-, pero esa mano me parece cada vez más un portero.

Era difícil entender la nueva informalidad de Zajac, y no digamos su amor por la lengua vernácula de Irma. La señora Clausen y su feto habían desbancado al doctor Zajac, quien durante tres minutos fue objeto de la atención general, pero éI no parecía haberse deprimido demasiado. (Que un delincuente fuese el único competidor de Wallingford en la cirugía del trasplante de manos hacía sentirse a Zajac más enojado que deprimido.) Por otro lado, y a consecuencia de las artes culinarias de Irma, había engordado un poco. La alimentación sana, en cantidades adecuadas, también engorda. El cirujano había cedido a sus apetitos. Estaba hambriento debido a la actividad sexual cotidiana.

Que Irma y su ex patrono estuvieran ahora felizmente casados no era asunto de Wallingford, pero sí la comidilla en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Y si el mejor cirujano del equipo perdía gradualmente el aspecto de perro salvaje, su hijo Rudy, en el pasado desnutrido, también había engordado unos kilos. Incluso para la mayoría de los envidiosos que se hallaban en la periferia de la vida del doctor Zajac y se burlaban cobardemente de él, el pequeño al que su padre amaba era un niño feliz y normal.

No menos sorprendente fue que el doctor Mengerink le confesara a Zajac su relación sentimental con la vengativa Hildred, la primera esposa de Zajac, actualmente obesa. Hildred estaba indignada con Irma, a pesar de que el doctor Zajac le había aumentado la pensión alimenticia… el coste que eso representaría para Hildred estaba claro: tendría que aceptar la custodia de Rudy a partes iguales.

En vez de ponerse nervioso por la pasmosa confesión del doctor Mengerink, el doctor Zajac se mostró como un dechado de sensibilidad y compasión.

– ¿Con Hildred? Pobre amigo mío… -se limitó a decirle Zajac, rodeando con un brazo los hombros encorvados de Mengerink.

– Es maravilloso lo que puede hacer por ti un poco de sexo -observó con envidia el hermano Gingeleskie superviviente.

¿También había salido del apuro la perra comedora de mierda? En cierto modo, sí. Medea era casi una buena perra; aún sufría «deslices», como los llamaba Irma, pero la caca de perro y sus efectos habían perdido su papel preponderante en la vida del doctor Zajac. Recoger excrementos caninos con la raqueta de lacrosse se había reducido a un simple juego. Y si el doctor había decidido tomar un vaso de vino tinto al día para protegerse el corazón, éste se hallaba en buenas manos con Irma y Rudy. La creciente afición de Zajac al vino de Burdeos rebasaba con mucho la parca dosis que se consideraba beneficiosa para la víscera cordial.

El dolor inexplicado en la nueva mano izquierda de Wallingford seguía sin preocupar demasiado al doctor Zajac. Pero una noche, cuando Patrick estaba acostado castamente con Doris Clausen, ésta le preguntó:

– ¿Qué clase de dolor sientes, exactamente?

– Es una especie de tirantez, pero los dedos apenas se mueven y me duelen las puntas, donde aún no tengo sensación. Es extraño.

– ¿Te duele donde no tienes sensación? -inquirió Doris.

– Eso parece.

– Ya sé lo que pasa -dijo la señora Clausen.

Por el simple hecho de que quería tenderse al lado de su mano izquierda, no debería haber impuesto a Otto el lado contrario al suyo en la cama.

– ¿A Otto? -le preguntó Wallingford.

Doris le explicó que Otto siempre había dormido a su lado izquierdo. Patrick no tardaría en ver de qué manera le había afectado ese problema del lado erróneo.

Con la señora Clausen dormida junto a él, a su lado derecho, sucedió algo que parecía del todo natural. Él se volvió hacia ella y, como si fuese algo innato, incluso mientras dormía, ella se volvió hacia él y apoyó la cabeza en su codo doblado, respirando contra la garganta de Patrick. Él ni siquiera se atrevía a tragar saliva, para no despertarla.

La mano izquierda de Wallingford era presa de espasmos, pero ahora no le dolía. Permaneció inmóvil, esperando a ver qué haría a continuación la nueva mano. Más adelante recordaría que la mano, por impulso propio, se deslizó bajo la camisa de dormir de Doris Clausen y la alzó, y que aquellos dedos carentes de sensibilidad subieron por sus muslos. Al notar el contacto, la señora Clausen separó las piernas, sus caderas se movieron y su vello púbico rozó la palma de la nueva mano izquierda de Patrick como si la alzara una brisa imperceptible.

Wallingford sabía adónde iban sus dedos, aunque éstos carecieran de sensibilidad. El cambio en la respiración de Doris era evidente. Sin poder contenerse, él la besó en la frente y hundió el rostro en su cabello. Entonces ella asió la mano exploradora y se llevó los dedos a los labios. Patrick retuvo el aliento, previendo el dolor, pero no lo sintió. Ella le aferró el pene con la otra mano, pero lo soltó bruscamente.

¡Aquél era otro pene! El hechizo se rompió. La señora Clausen estaba totalmente desvelada. Ambos percibían el olor en los dedos de la notable mano izquierda de Otto, que descansaba sobre la almohada, tocándoles las caras.

– ¿Ya no te duele? -le preguntó Doris.

– No -respondió Patrick. Sólo se refería a que el dolor había desaparecido de la mano-. Pero siento otro dolor, uno nuevo… -añadió.

– No puedo ayudarte contra ése -replicó la señora Clausen de un modo tajante. Pero cuando le dio la espalda, tomó la mano izquierda de Patrick y se la aplicó suavemente sobre el voluminoso vientre-. Si quieres tocarte… ya sabes, mientras me abrazas… tal vez pueda ayudarte un poco.

Lágrimas de amor y gratitud afloraron a los ojos de Patrick. ¿Hacía falta algún decoro en aquella situación? A Wallingford le pareció que lo más apropiado sería terminar de masturbarse antes de que notara las patadas del bebé, pero la señora Clausen le apretaba con firmeza la mano izquierda contra su abdomen, en vez de los senos, y antes de que Patrick pudiera correrse, cosa que consiguió con una rapidez desacostumbrada, el nonato pateó un par de veces. La segunda vez le produjo a Patrick la misma punzada dolorosa de antes, un dolor lo bastante agudo para que se contrajera. Esta vez Doris no se dio cuenta, o tal vez lo confundió con el estremecimiento repentino de la eyaculación.

Lo mejor de todo, se diría Wallingford más adelante, era que la señora Clausen le había recompensado con aquel tono de voz especial que tenía, y que él no había oído en mucho tiempo.

– ¿Ha desaparecido todo el dolor? -le preguntó ella. La mano, de nuevo por su propio impulso, se deslizó desde el abultado vientre al seno hinchado, donde ella permitió que se quedara.

– Sí, gracias -susurró Patrick, instantes antes de cerrar los ojos y quedarse dormido.

En su sueño notaba un olor que al principio no reconoció porque no estaba familiarizado con él. No era un olor que uno percibiera en Nueva York o Boston… y de súbito lo reconoció: ¡era el olor de la pinaza!

Oyó un sonido de agua, pero no era el mar ni tampoco un grifo abierto, sino el agua que chocaba contra la proa de un bote (o tal vez un embarcadero), pero al margen del contexto acuático era música para la mano, que se movía tan suavemente como el agua sobre el contorno del seno ampliado de la señora Clausen.

La punzada, e incluso el recuerdo de la punzada, había desaparecido, y Wallingford dormía mejor que nunca, salvo por un inquietante detalle, en el que reparó al despertar, el de que el sueño no le había parecido del todo suyo. Tampoco estaba tan próximo a la experiencia con la cápsula azul cobalto como le habría gustado.

Para empezar, en el sueño no había imágenes sexuales. Tampoco Wallingford había notado el calor del sol en las tablas del embarcadero, o el de las mismas tablas a través de lo que parecía ser una toalla. Sólo había tenido la sensación lejana de que en alguna parte había un embarcadero.

Aquella noche no oyó en sueños el sonido del obturador. Aquella noche habría sido posible hacerle a Patrick Wallingford un millar de fotos, pues no se habría enterado.

8. Rechazo y éxito

Wallingford se mostró de acuerdo cuando Doris le expresó el deseo de que el niño o la niña que iba a tener conociera la mano de su padre. Esto significaba para Patrick que podía seguir viéndola. Quería a aquella mujer con una esperanza cada vez menor de que ella le correspondiera, mientras se daba la inquietante circunstancia de que ella amaba a la mano. Se la ponía sobre el vientre, donde percibía las persistentes patadas del nonato, y aunque a veces notaba que Wallingford se encogía de dolor, había dejado de considerar alarmantes las punzadas.

– En realidad no es tu mano -le recordó a Patrick la señora Clausen, aunque él no necesitaba que se lo recordaran-. Imagina cómo debe de ser para Otto… notar el movimiento de un hijo al que nunca verá. ¡Claro que le duele!

Pero el dolor era de Wallingford, ¿no? En su vida anterior, con Marilyn, Patrick podría haber respondido sarcásticamente («Ahora que lo planteas así, no me preocupa el dolor.») Pero con Doris… en fin, lo único que podía hacer era adorarla.

Por otro lado, ciertas cosas apoyaban con firmeza la argumentación de la señora Clausen. La mano no parecía pertenecer a Patrick, y jamás parecería suya. La mano izquierda de Otto no era demasiado grande, pero nos miramos mucho las manos, y es difícil acostumbrarse a ver la de otra persona en lugar de la nuestra. Había ocasiones en las que Wallingford contemplaba la mano con tanta atención como si fuese a hablar. No podía resistir la tentación de olerla, y aquél no era su olor. Por la manera en que la señora Clausen cerraba los ojos cuando ella olía la mano, sabía que el olor era el de Otto. Por suerte, Patrick tenía algunas distracciones. Durante el largo periodo de convalecencia y rehabilitación, confinado en la sala de redacción bostoniana a fin de estar cerca del doctor Zajac y el equipo médico de Boston, Patrick empezó a florecer desde el punto de vista profesional. (Tal vez «florecer» no sea el término más apropiado; digamos que la dirección de la cadena televisiva le permitió ampliar sus actividades hasta cierto punto.)

En el canal de noticias crearon un espacio finisemanal para él, que se emitía el sábado por la noche, después del noticiario. Esos complementos informativos de los noticiarios principales se emitían desde Boston. Si bien los productores seguían encargando a Wallingford todas las noticias de sucesos extravagantes, le permitieron presentarlas y resumirlas con una nueva y sorprendente dignidad, tanto por parte del presentador como de la cadena. Nadie en Boston y Nueva York, ni Patrick ni siquiera Dick, podía explicárselo.

Patrick Wallingford actuaba ante las cámaras como si la mano de Otto Clausen fuese realmente suya, con una simpatía antes ausente tanto del canal de las calamidades como de su propia manera de informar. Era como si hubiera recibido de Otto Clausen algo más que una mano.

Por supuesto, entre los reporteros serios, es decir, los periodistas que retransmitían las noticias puras y duras con profundidad y en su contexto, la mera idea de un complemento a lo que pasaba por noticias en la cadena de los desastres era risible. En las noticias auténticas aparecían refugiados cuyas madres y tías habían sido violadas delante de ellos, aunque ni las mujeres ni los niños solían admitir tal cosa. En las noticias auténticas los padres y tíos de aquellos niños refugiados habían sido asesinados, aunque tampoco esto lo admitían con facilidad. Había también noticias de médicos y enfermeras abatidos a tiros, ex profeso, de modo que los niños refugiados carecieran de cuidados médicos. Pero el llamado canal de noticias internacionales no informaba de semejantes historias de maldad premeditada, ni tampoco Patrick Wallingford recibía jamás el encargo de informar de tales sucesos sobre el terreno.

Lo que sus superiores esperaban de él era que encontrara una dignidad y una simpatía inverosímiles hacia las víctimas de accidentes francamente estúpidos, como el suyo propio. Si había algo que pudiera considerarse un pensamiento tras esa versión aguada de las noticias, era un pensamiento tan pequeño que se reducía a esto: incluso en lo horrendo hay o debería haber algo moralmente edificante, siempre que lo horrendo sea lo bastante idiota.

¿Qué importaba, pues, que la cadena de noticias no le enviara nunca a Yugoslavia? ¿Qué era lo que el hermano del portero que se confundía le había dicho a Vlad, Vlade o Lewis? («Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto?») Pues bien, Wallingford tenía un empleo, ¿no era cierto?

Y la mayor parte de los domingos estaba libre para volar a Green Bay. Cuando empezó la temporada de fútbol americano, la señora Clausen estaba embarazada de ocho meses. Era la primera vez, que ella recordara, que se perdía un partido en el estadio Lambeau. Doris bromeaba diciendo que no quería sentir las contracciones del parto cuando estuviera en la línea de las cuarenta yardas… no si el partido era bueno. (Lo que quería decir era que nadie le habría prestado la menor atención.) Así pues, veía el partido en compañía de Wallingford por la televisión. Era absurdo, pero él volaba a Green Bay sólo para mirar la tele.

Pero un partido de los Packers en Green Bay; incluso televisado, constituía el periodo más largo durante el cual la señora Clausen acariciaba la mano o permitía a ésta que la tocara; y mientras ella estaba absorta en la contemplación del partido, él podía contemplarla de la misma manera. La miraba como si memorizase su perfil o su modo de morderse el labio inferior cuando se producía un tercero y largo. (Doris tuvo que explicarle que un tercero y largo era cuando Brett Favre, el defensa de Green Bay, corría más peligro de que le quitaran el balón o de sufrir una intercepción.)

En ocasiones hacía daño a Wallingford sin proponérselo. Cuando le quitaban el balón a Favre o cuando le interceptaban, peor aún, cada vez que el otro equipo marcaba, la señora Clausen apretaba con fuerza la mano de su difunto marido.

– ¡Aaaaaay! -gritaba Wallingford, exagerando desvergonzadamente el dolor que sentía.

Ella besaba la mano, incluso la humedecía con sus lágrimas. Sólo por eso valía la pena aguantar el dolor, que era muy diferente de las punzadas debidas a las patadas del nonato. Aquellos alfilerazos eran de otro mundo.

Así pues, esforzadamente, Wallingford volaba a Green Bay casi todas las semanas. Nunca encontró un hotel de su agrado, pero Doris no le permitía alojarse en la casa que compartiera con Otto. En el curso de esos viajes, Patrick conoció a otros miembros de la familia Clausen… Otto tenía una familia muy numerosa y unida. La mayoría de ellos demostraban su afecto hacia la mano de Otto sin ningún recato. El padre y los hermanos contuvieron los sollozos, pero la madre, una mujer muy corpulenta, dio rienda suelta a las lágrimas, y la única hermana soltera se llevó la mano al pecho un momento antes de desmayarse. Wallingford había desviado la vista, por lo que no la vio caer. Él mismo se culpaba de que la hermana se hubiera mellado un diente al chocar con una mesa baja, y lo cierto es que no era una mujer de sonrisa encantadora.

Los Clausen formaban un clan cuyo alegre talante de gentes aficionadas al aire libre contrastaba fuertemente con la reserva de Wallingford, y sin embargo éste sintió una extraña atracción hacia ellos. Tenían la lealtad y la exuberancia de quienes están abonados a la temporada deportiva, y todos se habían casado con personas de talante y aspecto similar a los de la familia Clausen. Uno no podía distinguir a los parientes consanguíneos de los políticos, con excepción de Doris, que era un caso aparte.

Patrick veía lo amables que los Clausen eran con ella, y cómo la protegían. La habían aceptado, aunque era claramente diferente; la querían como si fuese una de ellos. En la televisión, las familias parecidas a los Clausen provocaban náusea, pero no sucedía así con ellos.

Wallingford había viajado a Appleton para conocer a los padres de Doris, quienes también querían ver la mano de vez en cuando. Fue el padre quien facilitó a Wallingford más información sobre el trabajo de Doris. Tenía aquel empleo desde que se graduó en el instituto. Ella llevaba más tiempo vendiendo entradas en el estadio de los Packers de Green Bay del que él llevaba dedicado al periodismo. La organización de los Packers había ayudado mucho a la señora Clausen, incluso le habían costeado los estudios universitarios.

– Doris puede conseguirle entradas, ¿sabe? -le dijo el padre a Patrick-. Y por estos pagos es de lo más difícil encontrar entradas.

Tras la derrota en la XXXII Super Bowl contra el equipo de Denver, la temporada de fútbol americano en Green Bay había sido dura. Como de un modo tan conmovedor le dijera Doris a Otto el último día de vida de aquel hombre infortunado: «No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl».

Los Packers no pasarían de ser un equipo comodín en la temporada de 1998, y perderían el primer partido de desempate con el equipo de San Francisco. «Otto creía que teníamos el número de la suerte», comentó Doris. Pero por entonces tenía un bebé del que ocuparse y era más filosófica acerca de los fracasos de Green Bay de lo que había sido cuando vivía Otto.

El bebé, un varón que pesó cuatro kilos y medio al nacer, tardó tanto en llegar que los médicos quisieron provocar el parto, pero la señora Clausen se negó en redondo. Era partidaria de dejar que la naturaleza siguiera su curso. Wallingford no pudo estar presente en el parto, y el bebé tenía casi un mes cuando Patrick pudo por fin ausentarse de Boston. No debería haber viajado el Día de Acción de Gracias, pues su vuelo sufrió retraso y llegó tarde a Green Bay. Aun así, llegó a tiempo de ver el cuarto periodo del partido entre los Vikings de Minnesota y los Cowboys de Dallas. (Doris observó que era un buen augurio, pues Otto había detestado a los Cowboys.) Debido tal vez a que la madre de Doris estaba con ella, para ayudarla a cuidar de Otto hijo, la señora Clausen se sintió lo bastante relajada para invitarle a casa.

Patrick se esforzó por olvidar los detalles de la casa, las numerosas fotos de Otto adulto, por ejemplo. No le sorprendió ver que Otto y Doris habían sido novios… Doris ya le había hablado de ello, pero las fotos de la boda eran más de lo que él podía soportar. No sólo se traslucía en aquellas imágenes el placer del momento, sino también la felicidad prevista, sus firmes expectativas del futuro compartido y del hijo que tendrían.

¿Y qué había en el lugar donde habían sido tomadas las fotos que llamaba tanto la atención de Wallingford? No era ni Appleton ni Green Bay. ¡Era la casa. del lago, claro! El viejo embarcadero, la desierta extensión de agua oscura, los pinos oscuros y perennes.

Había también una foto del piso en el cobertizo para botes, cuando lo estaban construyendo, y los bañadores mojados de Otto y Doris secándose al sol en el embarcadero. Sin duda el agua había lamido los botes que se mecían allá abajo, y, sobre todo después de una tormenta, el oleaje debía de haber roto en el embarcadero. Patrick lo había oído muchas veces.

Wallingford reconoció en las fotografías el origen del sueño recurrente que no era del todo suyo. Y por debajo de ese sueño subyacía siempre el otro, el que le había inspirado la píldora de la presciencia, el más tórrido de los sueños eróticos causado por el analgésico indio innominado y ahora prohibido. Mientras miraba las fotografías, Wallingford empezó a darse cuenta de que no era la pérdida de la mano, «impropia de un hombre», lo que había vuelto a su ex mujer contra él de una manera concluyente, sino que, al negarse a tener hijos, ya la había perdido. Patrick comprendía que la demanda de paternidad, aunque las pruebas hubieran demostrado que la acusación era falsa, había sido la píldora más amarga de las que había tragado Marilyn. Ella había querido tener un hijo. ¿Cómo era posible que él hubiera subestimado la intensidad de ese anhelo? Ahora, mientras sostenía en brazos al pequeño Otto, Wallingford se preguntaba por los motivos de su rechazo. ¡Tener a su propio hijo en brazos!

Se echó a llorar. Doris y su madre lloraron con él. Entonces se serenó, porque el equipo del canal de noticias internacionales estaba allí. Aunque no era el reportero asignado a aquel suceso, Wallingford podría haber previsto todas las tomas.

– Haz un primer plano de la mano, quizás el bebé con la mano -oyó decir a uno de sus colegas-. Que salgan la madre, la mano y el bebé juntos.

Y luego, en un aparte con el cámara y en tono brusco:

– ¡No me importa si la cabeza de Pat está en el cuadro, lo único que importa es que esté la mano!

En el avión, de regreso a Boston, Wallingford recordó lo feliz que parecía Doris. Aunque no solía rezar, esa vez lo hizo por la salud del pequeño Otto. No había previsto que un trasplante de mano le volvería tan emotivo, pero sabía que no era sólo por la mano.

El doctor Zajac le había advertido de que toda disminución de su lentamente adquirida destreza podía ser la señal de una reacción de rechazo. Estas reacciones también podían darse en la piel, y esto había sorprendido a Patrick. Siempre había sabido que su propio sistema inmune podía destruir la nueva mano, pero ¿por qué la piel? Parecía haber muchas funciones internas más importantes susceptibles de deterioro. «La piel es muy cabrona», le había dicho el doctor Zajac.

Sin duda ese lenguaje se debía a la influencia de Irma. Ésta y Zajac, a quien ella llamaba Nicky, tenían la costumbre de alquilar vídeos que luego contemplaban desde la cama, por la noche. Pero estar en la cama conducía a otras cosas (Irma estaba embarazada, por ejemplo), y en el último vídeo que habían visto muchos de los personajes se llamaban unos a otros cabrones.

Patrick no tardaría en comprobar lo muy cabrona que, en efecto, podía ser la piel. El primer lunes de enero, poco después de la derrota de los Packers a manos del equipo de San Francisco, Wallingford voló a Green Bay. La ciudad estaba sumida en la tristeza, el vestíbulo del hotel parecía una funeraria. Entró en su habitación, se duchó y afeitó. Cuando telefoneó a Doris, la madre de ésta se puso al aparato y le dijo que tanto Doris como el bebé estaban haciendo la siesta; le diría a Doris, cuando se despertase, que le llamara al hotel. Patrick fue lo bastante considerado para pedirle que diera al padre sus condolencias por la derrota de su equipo.

Wallingford sesteaba todavía, y soñaba con la casita del lago, cuando la señora Clausen se presentó en su habitación del hotel, sin haberle llamado previamente. Su madre estaba al cuidado del niño. Había ido en coche y, poco después, llevaría a Patrick a casa para que viera al pequeño Otto. Wallingford no sabía qué significado tenía eso. ¿Acaso Doris buscaba un momento para estar a solas con él? ¿Quería tener algún contacto, aunque sólo fuese con la mano, y no deseaba que su madre lo viera? Pero cuando Patrick le tocó la cara con la palma de la mano izquierda, por descontado, la señora Clausen la apartó con brusquedad. Y cuando él pensó en tocarle los pechos, se dio cuenta de que ella había visto su intención y la idea le repugnaba.

Doris ni siquiera se quitó el abrigo. Había ido al hotel sin ningún motivo oculto. Debía de tener ganas de pasear en coche, eso era todo.

Esta vez, cuando Wallingford vio al bebé, el pequeño Otto pareció reconocerle. Aunque eso era altamente improbable, desazonó todavía más a Patrick, y regresó a Boston con una premonición inquietante. No sólo Doris no había querido tener ningún contacto con la mano, ¡sino que apenas la había mirado! ¿Acaso el pequeño Otto se había convertido en el único receptor de su afecto y atención?

Wallingford se sintió inquieto durante varios días, reflexionando en las señales que la señora Clausen podía estar enviándole. Le había dicho que, cuando el pequeño Otto creciera, quizá le gustaría ver y asir la mano de su padre de vez en cuando. ¿A qué edad se refería? ¿Cuando fuese mucho mayor? ¿Qué significaba «de vez en cuando»? ¿Intentaba Doris decirle a Patrick que se proponía verle menos? La reciente frialdad de la mujer hacia la mano le había causado a Wallingford el peor insomnio desde los dolores que siguieron a la intervención quirúrgica. Algo iba mal.

Ahora, cuando Wallingford soñaba con el lago sentía frío, un frío como el que uno siente cuando lleva un bañador húmedo tras la puesta del sol. Cierto que ésa era una de las sensaciones que experimentó durante el sueño inducido por el analgésico indio, pero en esta nueva versión el bañador húmedo no conducía a la relación sexual. No conducía a ninguna parte. Lo único que Patrick sentía era frío, un frío nórdico.

Entonces, no mucho después de su visita a Green Bay, una mañana se despertó muy temprano en un estado febril, y pensó que tenía la gripe. Entonces se examinó la mano izquierda en el espejo del baño. (Había adiestrado a la mano para cepillarse los dientes; su fisioterapeuta le había dicho que era un buen ejercicio.) La mano tenía un color verdoso. La nueva tonalidad comenzaba a unos cinco centímetros por encima de la muñeca y se oscurecía en las puntas de los dedos. Era el color verde musgo de un lago bajo un cielo encapotado. Era el color de los abetos desde cierta distancia, o envueltos por la niebla; era el verde oscuro de los pinos que ennegrecían el agua al reflejarse en ella. Wallingford estaba a cuarenta de fiebre.

Pensó en llamar a la señora Clausen antes que al doctor Zajac, pero había una hora de diferencia horaria entre Boston y Green Bay, y no quería despertar a la madre o al bebé. Cuando telefoneó a Zajac, el cirujano le dijo que le vería en el hospital.

– Ya le dije que la piel es una cabrona -añadió.

– ¡Pero han pasado once meses, casi un año! -exclamó Wallingford-. ¡Puedo atarme los cordones de los zapatos! ¡Puedo conducir! ¡Casi puedo recoger del suelo una moneda de veinticinco centavos! ¡Incluso casi he podido recoger una de diez!

– Se encuentra usted en unas aguas desconocidas -replicó Zajac. La noche anterior el médico e Irma habían visto un vídeo con ese lamentable título, Aguas desconocidas-. Lo único que sabemos es que todavía está en el orden del cincuenta por ciento de probabilidad.

– ¿Probabilidad de qué? -le preguntó Patrick.

– De aceptación o rechazo, colega -dijo Zajac. Ahora Irma se dirigía a Medea llamándola «colega».

Tenían que amputar la mano antes de que la señora Clausen llegara a Boston, con su madre y el pequeño. El doctor Zajac tuvo que decirle a la señora Clausen que no podría ver la mano por última vez, pues se había vuelto muy fea. Wallingford reposaba en su cama de hospital, sintiéndose bastante cómodo, cuando Doris le visitó. Notaba cierto dolor, pero en modo alguno comparable al que experimentó después de la implantación. No lamentaba la pérdida, una vez más, de la mano… lo que temía era la pérdida de la señora Clausen.

– De todos modos puedes ir a verme, a mí y al pequeño Otto -le tranquilizó ella-. Nos gustaría que nos visitaras de vez en cuando. ¡Has intentado que viviera la mano de Otto! Has hecho lo que has podido, Patrick, y estoy orgullosa de ti.

Esta vez, ella no prestó la menor atención al voluminoso vendaje, tan grande que parecía como si aún hubiera una mano debajo. A Wallingford le agradaba que la señora Clausen le tomara la mano derecha y la retuviera sobre el corazón, aunque fuese brevemente, pero al mismo tiempo sufría por la certeza casi absoluta de que Doris no se llevaría de nuevo al pecho la mano que a él le quedaba.

– Soy yo quien está orgulloso de ti… de lo que has hecho -le dijo Wallingford, y ella se echó a llorar.

– Con tu ayuda -susurró Doris, ruborizándose, y le soltó la mano.

– Te quiero, Doris -le dijo Patrick.

– Pero no es posible -replicó ella sin acritud-. No puedes quererme.

El doctor Zajac no podía explicar las causas del súbito rechazo, es decir, no tenía nada que decir más allá de lo estrictamente patológico.

Wallingford sólo podía conjeturar lo que había sucedido. ¿Acaso la mano había percibido que el afecto de la señora Clausen se había desplazado de ella al niño? Tal vez Otto supo que su mano le daría a Doris el hijo que tanto se esforzaron por tener, pero ¿hasta qué punto lo había sabido la mano? Probablemente no lo sabía en absoluto.

Lo cierto es que a Wallingford le bastó poco tiempo para aceptar el resultado final del trasplante. Al fin y al cabo, conocía el divorcio… ya había sido rechazado con anterioridad.

Tanto física como psicológicamente, perder su propia mano había sido más duro que perder la de Otto. Sin duda la señora Clausen había contribuido a que Patrick nunca hubiera podido sentir como suya la mano de Otto. (Sólo podemos conjeturar lo que un experto en ética médica habría pensado de eso.)

Ahora, cuando Wallingford intentaba soñar con la casita del lago, allí no había nada, ni el olor de la pinaza, que al principio le había costado imaginar pero al que ya se había acostumbrado, ni el golpeteo del agua ni los gritos de los somorgujos. Es cierto que, como dicen, uno puede experimentar dolor en un miembro amputado mucho después de que el miembro haya desaparecido, pero eso no sorprendió lo más mínimo a Patrick Wallingford. Los dedos de la mano izquierda de Otto, que tocaban a la señora Clausen con tanta ligereza, carecían de sensación. Sin embargo, Patrick había sentido realmente el contacto de Doris al tocarla con la mano trasplantada. En sueños, cuando se llevaba el muñón vendado a la cara, Wallingford creía notar aún el olor del sexo de la señora Clausen en los dedos inexistentes.

– ¿Ha desaparecido el dolor? -le preguntaba ella.

Ahora el dolor no se iba, parecía ser tan permanente como la falta de la mano izquierda.

Patrick Wallingford seguía en el hospital el 24 de enero de 1999, cuando en Louisville, ciudad de Kentucky, se llevó a cabo el primer trasplante de mano con éxito en Estados Unidos. El receptor, Matthew David Scout, era un hombre de Nueva Jersey que había perdido la mano izquierda en un accidente con fuegos artificiales, trece años antes de la operación. Según The New York Times, «de repente estuvo disponible la mano de un donante».

Un experto en ética médica (dada su experiencia, a Zajac no le extrañó la intervención de esos caballeros) dijo que el trasplante de mano realizado en Louisville era «un experimento justificable». No tuvo nada de extraordinario que otros expertos en ética médica se mostraran en desacuerdo. («La mano no es esencial para la vida», como publicó el Times.)

El jefe del equipo quirúrgico que llevó a cabo la intervención en Louisville hizo la observación, hoy consabida, sobre la mano trasplantada de que sólo había «un cincuenta por ciento de probabilidad de que sobreviva un año, y más allá de ese plazo la verdad es que no lo sabemos».

Los directivos de la cadena de noticias de Wallingford, sabedores de que Patrick aún estaba convaleciente en un hospital de Boston, entrevistaron a un portavoz de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Zajac pensó que el llamado portavoz debía de ser Mengerink, porque su informe, aunque correcto, demostraba una insensibilidad característica a la reciente pérdida sufrida por Wallingford. El informe decía: «Los experimentos con animales han revelado que las reacciones de rechazo no suelen producirse antes de siete días tras la intervención, y que el 90 por ciento de las reacciones tienen lugar en los tres primeros meses», lo cual significaba que, en el caso de Patrick, la reacción de rechazo estaba desincronizada con respecto a las de los animales.

Pero ese informe no ofendió a Wallingford. Deseaba sinceramente buena suerte a Matthew David Scott. Sin duda podría haber sentido más afinidad con la persona que fue objeto del primer trasplante de mano en el mundo, porque, al igual que el suyo, fracasó. Sucedió en Ecuador, en 1964, y al cabo de dos semanas el receptor rechazó la mano del donante. «En aquel entonces sólo existía una imperfecta terapia antirrechazo», señaló el Times. (En 1964 no existían los fármacos inmunosupresores que hoy se utilizan normativamente en los trasplantes de corazón, hígado y riñón.)

Cuando le dieron de alta en el hospital, Patrick Wallingford regresó enseguida a Nueva York, donde le sonrió el éxito profesional. Le encargaron presentar las noticias de la noche, y su popularidad aumentó de una manera vertiginosa. En otro tiempo había sido un comentarista más bien burlón acerca de la clase de calamidad que le había acontecido; hasta entonces se había comportado como si la muerte, la pérdida, la aflicción grotescas suscitaran menos solidaridad por el simple hecho de que eran grotescas. Ahora sabía que lo grotesco era corriente, y por lo tanto en absoluto grotesco. Todo era muerte, pérdida, aflicción… por estúpido que fuese. De alguna manera, como presentador, transmitía esa idea, y así hacía que, hasta cierto punto, los telespectadores se sintieran mejor acerca de lo que sin ninguna duda era malo.

Pero lo que Wallingford era capaz de hacer ante una cámara, no podía repetirlo en lo que llamamos vida real. Esto era muy evidente con Mary X… Patrick había fracasado por completo en su intento de hacer que se sintiera un poco mejor. La joven había vivido un áspero divorcio, sin comprender que los divorcios raramente son de otra manera. Mary seguía sin hijos y, aunque era la más inteligente de las periodistas con las que Wallingford volvía a trabajar en la sala de redacción, no era tan agradable como en el pasado. Siempre estaba nerviosa, y en sus ojos, donde antes Wallingford sólo observara franqueza y una aguda vulnerabilidad, lo que veía ahora era desasosiego, impaciencia y astucia, cualidades que las demás mujeres de la sala de redacción tenían a espuertas. A Wallingford le entristecía ver a Mary descendiendo al nivel de las otras… o madurando hasta alcanzarlo, como sin duda dirían ellas.

De todos modos, Wallingford quería que fuesen amigos, eso era sinceramente lo único que deseaba. A tal fin, una vez a la semana iba a cenar con ella. Pero Mary siempre bebía más de la cuenta y, cuando bebía, su conversación durante la cena giraba de nuevo en torno al tema que Wallingford trataba de evitar, a saber, sus motivos para no acostarse con ella.

– ¿Tan poco atractiva soy para ti? -solía preguntarle.

– Nada de eso, Mary. Eres una chica muy guapa.

– Sí, claro.

– Por favor, Mary…

– No te pido que te cases conmigo -le decía Mary-. Sólo que pasemos un fin de semana juntos en alguna parte… ¡Una noche no es mucho pedir, creo yo! ¡Vamos, inténtalo! Hasta podría ser que te interesara pasar más de una noche.

– Por favor, Mary…

– No me vengas con ésas, Pat. ¡Te tirabas a todo el mundo! ¿Cómo crees que me siento al ver que no quieres acostarte conmigo?

– Quiero que seamos amigos, Mary, buenos amigos.

– Muy bien, ya que me obligas, te lo diré sin pelos en la lengua. Quiero que me dejes embarazada. Quiero tener un hijo, y contigo saldría un bebé guapísimo. Quiero tu esperma, Pat, así de claro. Quiero tu simiente.

Podemos imaginar que Wallingford era un poco reacio a dejarse convencer por esta proposición. No es que no supiera lo que Mary pretendía, sino que no estaba seguro de que quisiera pasar por eso de nuevo. Sin embargo, en cierto sentido, Mary tenía razón: el hijo de Wallingford sería guapísimo. Ya tenía una prueba de ello.

Tuvo la tentación de decirle a Mary la verdad: que había sido padre, que quería mucho al pequeño y también amaba a Doris Clausen, la viuda del camionero. Pero por muy buena chica que pareciese Mary, lo cierto era que trabajaba en la sala de redacción de Nueva York, y que era periodista. Wallingford habría estado loco si le hubiera dicho la verdad.

– ¿Por qué no recurres a un banco de esperma? -le preguntó Patrick una noche-. Si de veras estás empeñada en tener un hijo mío, consideraría seriamente la posibilidad de hacer una donación a uno de esos bancos.

– ¡Eres un desgraciado! -gritó Mary-. No soportas la idea de acostarte conmigo, ¿verdad? joder, Pat, ¿es que necesitas las dos manos para que se te levante? ¿Qué te pasa? ¿O se trata de mí?

Arranques como aquél ponían fin a sus encuentros semanales para cenar juntos, por lo menos durante una temporada. Aquella noche inquietante, cuando regresaban de cenar y el taxi se detuvo primero ante el edificio donde vivía Mary, ella bajó sin darle siquiera las buenas noches.

Wallingford, que estaba comprensiblemente aturdido, le dio al taxista una dirección errónea. Cuando se dio cuenta, el taxi ya se había ido y Patrick estaba ante su antigua vivienda, en la calle Sesenta y dos, donde había vivido con Marilyn. No podía hacer más que caminar media manzana hasta Park Avenue y parar otro taxi, pues estaba demasiado cansado para recorrer a pie las veintitantas manzanas hasta su casa. Pero el por tero que se confundía le reconoció y salió corriendo a su encuentro antes de que Patrick pudiera alejarse.

– ¡Señor Wallingford! -exclamó sorprendido Vlad, Vlade o Lewis.

– Soy Paul O'Neill -replicó Patrick, alarmado, y le tendió su única mano-. Bateo y lanzo con la izquierda… ¿recuerda?

– ¡Ah, señor Wallingford, Paul O'Neill no le llega a la suela de los zapatos! -dijo el portero-. ¡Me encanta su nuevo programa! Su entrevista al niño sin piernas… ya sabe, el que se cayó o le empujaron al foso donde estaba el oso polar.

– Lo sé, Vlade -dijo Patrick.

– Me llamo Lewis -repuso Vlad-. Como le decía, lo pasé en grande con esa entrevista. Y aquella pobre mujer… la jodieron bien al darle los resultados del… el frotis… su hermana… ¡Es increíble!

– También a mí me costó creerlo -admitió Wallingford-. La prueba de Papanicolau es muy precisa, pero si le dan a una mujer el resultado de otra…

– Su esposa está con alguien -le dijo solapadamente el portero-. Quiero decir que esta noche tiene compañía.

– Es mi ex esposa -le recordó Patrick.

– Casi todas las noches está sola.

– Puede hacer lo que quiera con su vida.

– Sí, ya lo sé -replicó el portero-. ¡Usted sólo la ayuda a mantenerse!

– No tengo ninguna queja de su manera de vivir -puntualizó Patrick-. Ahora yo vivo en el norte, en la calle Ochenta y tres Este.

– No se preocupe, señor Wallingford -le dijo el portero-. ¡No se lo diré a nadie!

En cuanto a la mano que le faltaba, Patrick se complacía en agitar el muñón ante la cámara, y también demostraba alegremente sus repetidos fracasos con una variedad de prótesis.

– Vean esto, sólo con un poco más de habilidad sería capaz de dominar este artilugio -solía decir Wallingford-. El otro día vi a un hombre que le cortaba las uñas a su perro con uno de estos cacharros, y era un perro juguetón, que no paraba quieto.

Pero los resultados eran predecibles: Patrick se derramaba el café en el regazo, o se enredaba la prótesis con el cable y hacía saltar el pequeño micrófono de la solapa.

Al final volvía a mostrar el muñón, sin ningún elemento artificial.

– Les ha hablado Patrick Wallingford, del canal de noticias internacionales. Buenas noches, Doris -añadía siempre, agitando el muñón-. Buenas noches, mi pequeño Otto.

Patrick tardó largo tiempo en salir con mujeres al ritmo en que lo hacía antes. Después de intentarlo, se sintió decepcionado, pues el ritmo era o bien demasiado rápido o bien demasiado lento. Se sentía desfasado, y dejó de salir con mujeres. En ocasiones, cuando viajaba, conocía a alguna y dejaba que le persuadiera para hacer el amor con ella, pero ahora que era presentador y no reportero, viajaba bastante menos. Además, uno no podía llamar «salir» a dejarse persuadir para hacer el amor. Como era propio de él, Wallingford no lo habría llamado de ninguna manera.

Por lo menos no había nada comparable a la expectación que había sentido cuando la señora Clausen se ponía de lado, dándole la espalda, y le tomaba la mano (¿o era la de Otto?), colocándosela primero en el costado y luego en el abdomen, donde el nonato esperaba para darle patadas. Nada podía igualar aquellas sensaciones, o el sabor de su nuca, o el olor de su cabello.

Patrick Wallingford había perdido la mano izquierda en dos ocasiones, pero había ganado un alma, y lo que se la había proporcionado era el hecho de amar a la señora Clausen y de haberla perdido. Era el anhelo que tenía de ella y el deseo de que fuese feliz; era también haber recuperado la mano izquierda y haberla perdido de nuevo; era el deseo de que su hijo fuese el hijo de Otto Clausen, casi tanto como Doris lo había deseado; era amar, incluso sin ser correspondido, al pequeño Otto Clausen y a su madre. Y era tanto el dolor que Patrick sentía en el alma, que resultaba visible incluso en la televisión… Ya no era posible que nadie le tomara por Paul O'Neill, ni siquiera el portero de las confusiones.

Seguía siendo el hombre del león, pero algo en él se había alzado por encima de esa imagen de su mutilación; seguía siendo el hombre de los desastres, pero presentaba las noticias de la noche con una nueva autoridad. Había llegado a dominar el aspecto que antes practicaba en los bares a la hora del cóctel, cuando sentía lástima de sí mismo. Aquel aspecto seguía diciendo: «apiadaos de mí», pero ahora su tristeza parecía accesible.

Sin embargo, a Wallingford no le impresionaban los progresos de su alma. Puede que los demás lo observaran, pero ¿qué importaba? Al fin y al cabo, no estaba al lado de Doris Clausen.

9. Wallingford conoce a una compañera de viaje

Mientras tanto, una mujer atractiva, fotogénica, que renqueaba al andar acababa de cumplir los sesenta años. En su adolescencia y toda su vida adulta había llevado faldas o vestidos largos para ocultar la pierna deforme. Fue la última niña de su ciudad natal que enfermó de poliomielitis, pues la vacuna de Salk llegó demasiado tarde para ella. Durante casi tanto tiempo como había sufrido la deformidad se había dedicado a escribir un libro con un título provocador: Cómo estuve apunto de librarme de la polio. Decía que el final del siglo le parecía «una época tan buena como cualquier otra» para ofrecer su libro a más de una docena de editores, pero todos ellos se lo habían rechazado.

– La verdad es que, con suerte o sin ella, con la polio o con lo que sea, el libro no está muy bien escrito -le confesó a Patrick Wallingford ante las cámaras la mujer de la pierna deforme y renqueante. Cuando estaba sentada, tenía un magnífico aspecto-. Lo que pasa es que cuanto me ha ocurrido en la vida se ha debido a que no me dieron esa vacuna. En cambio, enfermé de polio.

Por supuesto, enseguida consiguió un editor tras la entrevista con Wallingford, y casi de la noche a la mañana su libro tuvo un nuevo título: En cambio, enfermé de polio. Alguien reescribió el libro y alguien más iba a basarse en él para hacer una película, cuya protagonista sería una mujer que no se parecía en nada a la mujer de la pierna deforme y renqueante, excepto en que la actriz también era atractiva y fotogénica. Eso era lo que salir por televisión al lado de Wallingford podía hacer por una persona.

A Patrick no se le ocultaba la ironía de que el mundo le contempló por primera vez cuando él perdió la mano izquierda. En esos retazos de «lo mejor del siglo» que se compilaban especialmente para la televisión, siempre se incluía el episodio del león que devoraba la mano. Sin embargo, cuando perdió la mano por segunda vez o, con más precisión, cuando perdió a la señora Clausen, ninguna cámara pudo registrarlo. De lo que más le importaba a Wallingford no había quedado constancia televisiva.

En el nuevo siglo, por lo menos durante algún tiempo, se recordaría a Patrick corno el hombre del león. Pero si Wallingford hubiera apuntado los tantos de su vida, no habría empezado a contarlos hasta que conoció a Doris Clausen, lo cual no era ni noticia ni un hecho histórico. De esa manera el mundo apunta los tantos.

A Patrick Wallingford no se le recordaría en el capítulo de los trasplantes. Al finalizar el siglo lo que contaba eran los éxitos, no los fracasos. Así, en el campo del trasplante de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguiría sin ser famoso, pues su momento de posible grandeza fue superado por la que llegó a ser la primera intervención de esas características que tuvo éxito en Estados Unidos, y la segunda en el mundo. «El tipo de los petardos», como Zajac llamaba vulgarmente a Matthew David Scott, parecía tener una nueva mano decidida a quedarse con él.

El 12 de abril de 1999, menos de tres meses después de haber recibido una nueva mano izquierda, el señor Scott realizó el saque de honor en el partido inaugural de los Phillies en Filadelfia. Wallingford no estaba exactamente celoso. (Envidioso… bueno, tal vez, pero no como se podría pensar.) De hecho, Patrick preguntó a Dick, su jefe de redacción, si podría entrevistar a aquel hombre cuyo trasplante había sido un éxito evidente. ¿No sería apropiado, sugirió el periodista, felicitar al señor Scott por tener lo que él (Wallingford) había perdido? Pero precisamente a Dick, un hombre que destacaba por su vulgaridad, la idea le pareció vulgar. La consecuencia fue que despidieron a Dick, aunque muchos dirían que era un jefe de redacción a la espera de que lo despidieran.

La euforia de las mujeres en la sala de redacción neoyorquina duró poco. El nuevo jefe de redacción era tan gilipollas como lo había sido Dick, y respondía al decepcionante nombre de Fred. Como Mary X diría (la joven se había vuelto más deslenguada con el transcurso de los años): «Si alguien ha de pasarme por la piedra, prefiero que sea la de Dick que la de Fred».

En el nuevo siglo, el mismo equipo internacional de cirujanos que llevaron el primer trasplante de mano con éxito en la ciudad francesa de Lyon volvería a la carga. Esta vez intentaron el primer trasplante mundial de ambas manos y antebrazos. El receptor, cuyo nombre no se hizo público, era un francés de treinta años que perdió las manos en un accidente con petardos (uno más) en 1996. El donante era un muchacho de diecinueve años que se había caído al vacío desde un puente.

Pero a Wallingford sólo le interesaría la evolución de los dos primeros receptores.

Al primero, el ex presidiario Clint Hallam, le amputaría la mano uno de los cirujanos que llevó a cabo la operación de trasplante. Dos meses antes de la amputación, Hallam había dejado de tomar los medicamentos prescritos como parte del tratamiento antirrechazo. Le vieron ocultando la mano, a la que calificaba de «horrenda», en un guante de cuero. (Más adelante Hallam negaría que hubiera dejado de tomar la medicación.) Y proseguiría su tensa relación con la ley. La policía francesa lo detuvo presuntamente por robar dinero y una tarjeta de American Express a un paciente con el hígado trasplantado del que se había hecho amigo en el hospital de Lyon. Aunque finalmente le permitieron abandonar Francia, después de que devolviera parte del dinero, la policía ordenó su detención en Australia debido a su presunto papel en una operación de contrabando de combustible. (Parece ser que Zajac estaba en lo cierto con respecto a él.)

El segundo, Matthew David Scott, de Absecon, localidad de Nueva Jersey, es el único receptor de una nueva mano a quien Wallingford consideraría envidiable por los aspectos interesantes de su trasplante. Nunca envidió la mano del señor Scott, pero en la cobertura que dieron los medios de comunicación al partido de los Phillies, en el que el hombre de los petardos hizo el primer lanzamiento, Wallingford reparó en que Matthew David Scott estaba con su hijo. Lo que Patrick envidiaba del señor Scott era aquel niño.

Había tenido premoniciones de lo que llamaría el «sentimiento de paternidad» cuando aún estaba en plena recuperación, tras haber perdido la mano de Otto. Los analgésicos no tenían nada de especial, pero podrían haberle impulsado a mirar sin compañía, por primera vez, la Super Bowl. ¡Uno no mira a solas un partido de esa importancia!

Seguía queriendo llamar a la señora Clausen y pedirle que le explicara lo que sucedía en el partido, pero la XXXIII Super Bowl era el aniversario del accidente o suicidio de Otto Clausen en su camión de transporte de cerveza, y, además, los Packers no jugaban. En consecuencia, Doris le había dicho a Patrick que tenía la intención de marcharse lejos, donde no hubiera posibilidad de ver ni oír el partido. Patrick estaría solo.

Se tomó una o dos cervezas mientras miraba el encuentro, pero no lograba entender por qué aquello gustaba tanto a la gente. Para ser justo, era un mal partido. Los Broncos ganaron la Super Bowl como lo hicieran el año anterior, y sin duda sus hinchas estaban satisfechos, pero el encuentro no había sido reñido, ni siquiera competitivo. Para empezar, los Falcons de Atlanta estaban fuera de lugar en la Super Bowl. (Por lo menos ésa era la opinión de todas las personas con las que más adelante Wallingford hablaría en Green Bay)

No obstante, incluso mientras miraba distraídamente la Super Bowl, por primera vez Patrick podía imaginarse yendo a un partido de los Packers en el estadio Lambeau con Doris y el pequeño Otto. O tal vez sólo con el niño cuando fuese un poco mayor. La idea le había sorprendido, pero corría enero de 1999. En abril de ese año, cuando Wallingford viera a Matthew David Scott y su hijo en el encuentro de los Phillies, la misma idea ya no le sorprendería; había dispuesto de un par de meses mas para echar de menos a Otto hijo y a la madre del muchacho. Aunque fuese cierto que había perdido a la señora Clausen, Wallingford temía con razón que si ahora (a mediados del verano de 1999, cuando Otto hijo sólo contaba ocho meses de edad y ni siquiera gateaba) no hacía un esfuerzo por ver más al pequeño Otto, no habría ninguna base sobre la que edificar una relación cuando el chico fuese mayor.

La única persona en Nueva York a la que Wallingford confesó sus temores de que había perdido la oportunidad de ser padre fue Mary. ¡Difícilmente podría haber elegido una confidente peor! Cuando Patrick le dijo que anhelaba «ser más que un padre» para Otto Clausen hijo, Mary le recordó que podía embarazarla a ella cuando le viniera en gana y ser así padre de un niño que viviría en Nueva York.

– No tienes necesidad de ir a Green Bay, en Wisconsin, para ser padre, Pat -le dijo Mary.

Que hubiera pasado de ser una chica tan simpática al empeño en expresar el monocorde deseo de recibir la «simiente» de Wallingford no beneficiaba su reputación entre las demás mujeres de la sala de redacción, o así lo creía Patrick, que seguía pasando por alto el hecho de que los hombres habían influido mucho más en Mary. Había tenido problemas con los hombres o, por lo menos (era lo mismo), eso creía ella.

Wallingford nunca sabía si por las noches, cuando terminaba de presentar el noticiario y decía «Buenas noches, Doris, buenas noches, mi pequeño Otto», ellos le estaban viendo. La señora Clausen no le había llamado ni una sola vez para decirle que había visto el noticiario de la noche.

Era un viernes de julio de 1999, y una ola de calor azotaba Nueva York. La mayor parte de los fines de semana, Wallingford iba a Bridgehampton, donde había alquilado una casa. Con excepción de la piscina (desde que era manco Patrick jamás se bañaba en el mar), era como si estuviese en la ciudad. Veía a las mismas personas en las mismas fiestas, lo cual, por cierto, era lo que a Wallingford y a muchos otros neoyorquinos les gustaba de estar allí.

Aquel fin de semana, unos amigos le habían invitado al cabo Cod, desde donde irían en avioneta a Martha's Vineyard. Pero incluso antes de que notara los ligeros pinchazos en el lugar donde le habían amputado la mano (algunas de las punzadas parecían extenderse al espacio vacío donde estuvo la mano izquierda), telefoneó a sus amigos y canceló el viaje con alguna excusa tonta.

En aquellos momentos no sabía lo afortunado que había sido al no volar a Martha's Vineyard ese viernes por la noche. Entonces recordó que había prestado su casa de Bridgehampton a un grupo de mujeres de la redacción para que pasaran allí el fin de semana. Iban a celebrar una fiesta con motivo del próximo nacimiento de un bebé… o una orgía, imaginó cínicamente Patrick. Sintió la pasajera curiosidad de saber si Mary estaría allí. (Era el Patrick anterior al tan formal de ahora quien tenía esa curiosidad.) Pero no le preguntó a Mary si era una de las mujeres que usarían su casa de verano aquel fin de semana. De habérselo preguntado, ella habría sabido que estaba libre y se habría mostrado deseosa de cambiar sus planes.

Wallingford todavía subestimaba lo sensibles y vulnerables que eran las mujeres que han tenido serias dificultades para quedar en estado. No era probable que Mary hubiera preferido asistir a la fiesta que otra mujer organizaba para celebrar su embarazo.

Así pues, Patrick se encontraba en Nueva York un viernes a mediados de julio, sin planes para el fin de semana y sin ningún lugar adonde ir. Mientras le maquillaban para presentar el noticiario del viernes, pensó en llamar a la señora Clausen. Nunca se había invitado a sí mismo, siempre había esperado a que ella le invitara a Green Bay. No obstante, Doris y Patrick eran conscientes de que los intervalos entre sus invitaciones se habían prolongado. (La última vez que estuvo en Wisconsin, aún había nieve en el suelo.)

¿Y si Wallingford se limitaba a llamarla y le decía: «¡Hola! ¿Qué hacéis tú y el pequeño Otto este fin de semana? ¿Qué tal si yo fuese a Green Bay?». Y eso fue lo que hizo, sin pensarlo dos veces: telefoneó a Doris de repente.

Le respondió el contestador automático: «Hola. El pequeño Otto y yo nos vamos a pasar el fin de semana al norte. Allí no tenemos teléfono. Estaremos de vuelta el lunes».

Patrick no dejó ningún mensaje, pero sí un poco de maquillaje en el teléfono. Estaba tan distraído por la voz de la señora Clausen en el contestador, y todavía más por su imagen, a medias imaginada y a medias soñada, en la casita del lago, que sin pensarlo trató de limpiar el maquillaje que embadurnaba el auricular con la mano izquierda. Se sorprendió cuando el muñón estableció contacto con el aparato… ésa fue la primera punzada.

Cuando colgó, las sensaciones punzantes continuaron. Se miró el muñón, esperando ver hormigas u otros pequeños insectos moviéndose por el tejido cicatricial, pero allí no había nada. Sabía que no podía haber bichos bajo el tejido, pero los notó continuamente mientras presentaba el noticiario.

Más tarde Mary observaría que su saludo habitual a Doris y al pequeño Otto, normalmente alegre, le había parecido un tanto apático, pero Wallingford sabía que no podían estar viéndole, pues la señora Clausen le había dicho que la casita del lago carecía de electricidad. (En general, era reacia a hablar de ese lugar del norte, y si hablaba lo hacía con timidez y en voz tan baja que no era fácil oírla bien.)

Las sensaciones hormigueantes prosiguieron mientras desmaquillaban a Patrick. Como pensaba en algo que le había dicho el doctor Zajac, apenas era consciente de que la maquilladora habitual estaba de vacaciones. Suponía que se había encaprichado de él, pero aún no le había tentado. Se dijo que la manera en que aquella chica mascaba chicle era lo que echaba en falta. Sólo ahora, cuando estaba ausente, la imaginó por un instante de una nueva manera, desnuda. Pero las punzadas sobrenaturales en la mano invisible seguían distrayéndole, así como el recuerdo del brusco consejo que le diera Zajac: «No haga el tonto si cree que me necesita». Así pues, Patrick no hizo el tonto y telefoneó al domicilio de Zajac, aunque suponía que el cirujano especializado en las manos más afamado de Boston pasaría los fines de semana del verano fuera de la ciudad.

Lo cierto era que aquel verano el doctor Zajac había alquilado una casa en Maine, pero sólo durante el mes de agosto, cuando tuviera la custodia de Rudy. Medea, a la que ahora llamaban con más frecuencia Colega, se comía montones de almejas y mejillones, con concha y todo, pero la perra parecía haber superado el gusto por sus propias heces, y ahora Rudy y Zajac jugaban al Iacrosse con una pelota. El chico incluso había asistido a un centro donde enseñaban a jugar al lacrosse durante la primera semana de julio. Rudy estaba con Zajac, pasando el fin de semana en Cambridge, cuando telefoneó Wallingford.

Irma se puso al aparato.

– Sí, ¿quién es? -preguntó.

Wallingford contempló la remota posibilidad de que el doctor Zajac tuviera una revoltosa hija adolescente. Sólo sabía que Zajac tenía un hijo pequeño, de seis o siete años… como el hijo de Matthew David Scott. Patrick siempre veía en su mente al chiquillo desconocido con jersey de béisbol, las manos alzadas como las de su padre, ambos celebrando aquel lanzamiento victorioso en Filadelfia. (Algún periodista lo había llamado «lanzamiento victorioso».)

– ¿Sí? -repitió Irma. ¿Era una canguro del hijito de Zajac, malhumorada y sexualmente obsesionada? Tal vez era la empleada doméstica, pero su voz era demasiado áspera para ser una empleada del doctor Zajac.

– ¿Está el doctor Zajac? -le preguntó Wallingford.

– Soy la señora Zajac -respondió Irma-. ¿Quién es usted?

– Patrick Wallingford. El doctor Zajac me operó…

– ¡Nicky! -le oyó Patrick gritar, aunque Irma había cubierto parcialmente el micrófono con la mano-. ¡Es el hombre del león!

Wallingford pudo identificar en parte el ruido de fondo: casi con toda seguridad un niño, sin ninguna duda un perro y el inequívoco ruido sordo de una pelota. Oyó el sonido de una silla arrastrada por el suelo y el de las garras de un perro que caminaba por un suelo de madera. Debían de estar practicando alguna clase de juego. ¿Trataban de lanzar la pelota lejos del perro? Cuando por fin Zajac se puso al aparato, estaba sin aliento.

Tras describirle los síntomas, Wallingford añadió esperanzado:

– Es posible que sólo se deba al tiempo.

– ¿El tiempo? -inquirió Zajac.

– Ya sabe… la ola de calor -le explicó Patrick.

– ¿No está bajo techo la mayor parte del día? -quiso saber Zajac-. ¿Es que no hay aire acondicionado en Nueva York?

– No siempre es dolor -siguió diciéndole Wallingford-. A veces la sensación es como el comienzo de algo que no va a ninguna parte. Quiero decir que parece como si la punzada o el picor fuesen a desembocar en el dolor, pero no es así, y cesa tan bruscamente como ha empezado, como algo interrumpido… algo eléctrico.

– Precisamente -le dijo el doctor Zajac. ¿Qué esperaba Wallingford? Le recordó que, sólo cinco meses después del trasplante, había recuperado veintidós centímetros de regeneración nerviosa.

– Lo recuerdo -replicó Patrick.

– Pues bien, considere que esos nervios todavía tienen algo que decir -concluyó Zajac.

– Pero ¿por qué ahora? -le preguntó Wallingford-. Ha pasado un año y medio desde que perdí la mano. Había sentido algo anteriormente, pero no tan concreto. Tengo la sensación de que realmente estoy tocando algo con el dedo anular o el índice de la mano izquierda, ¡y ni siquiera tengo la mano izquierda!

– ¿Cómo van los demás aspectos de su vida? -replicó el doctor Zajac-. Supongo que su clase de trabajo comporta cierto grado de estrés. No sé cómo avanza su vida sentimental, pero recuerdo que eso le preocupaba un tanto, o así me lo dijo. Mire, no olvide que hay otros factores que afectan a los nervios, incluso a los nervios que han sido seccionados.

– No se sienten «seccionados», eso es lo que quiero decir -puntualizó Wallingford.

– Claro que sí, y lo que yo le digo. Lo que usted siente se conoce médicamente como «parestesia», una sensación errónea que está más allá de la percepción. El nervio que le hacía sentir dolor o le proporcionaba la sensación del tacto en el dedo anular o índice de la mano izquierda ha sido cortado dos veces, ¡primero por un león y luego por mí! Esa fibra cortada se encuentra todavía en el haz nervioso del muñón, acompañada por millones de otras fibras que van y vienen por todas partes. Si el tacto, la memoria o un sueño estimulan la neurona conectada con el extremo de ese nervio del muñón, envía el mismo mensaje de siempre. Las sensaciones que parecen provenir del lugar donde estuvo su mano izquierda son registradas por las mismas fibras y tramos nerviosos que procedían de la mano izquierda. ¿Lo comprende?

– Más o menos -replicó Wallingford, aunque debería haberle dicho que no.

Siguió mirándose el muñón, por el que volvían a moverse las hormigas invisibles. Se había olvidado de mencionarle al médico aquella sensación como de insectos en movimiento, pero Zajac no le dio tiempo a hacerlo.

El cirujano se había dado cuenta de que su paciente estaba insatisfecho.

– Mire, si eso le preocupa, tome el avión y venga aquí. Alójese en un buen hotel. Le veré por la mañana.

– ¿El sábado por la mañana? -replicó Wallingford-. No quiero estropearle el fin de semana.

– No iré a ninguna parte -le dijo Zajac-. Sólo tendré que buscar a alguien que abra el edificio. No será la primera vez que lo haga. Tengo las llaves en el consultorio.

En realidad, Wallingford ya no estaba preocupado por la falta de la mano, pero ¿qué otra cosa iba a hacer aquel fin de semana?

– Vamos, hombre, tome el puente aéreo -le decía Zajac-. Le veré por la mañana, sólo para tranquilizarle.

– ¿A qué hora? -le preguntó Wallingford.

– A las diez en punto -respondió Zajac-. Alójese en el hotel Charles. Está en Cambridge, en la calle Bennett, cerca de Harvard Square. Tienen un gimnasio estupendo y piscina.

Aunque un gimnasio y una piscina nunca habían sido los rasgos que más le gustaban de un hotel, Wallingford accedió.

– De acuerdo, veré si consigo una reserva.

– No se preocupe, de eso me encargo yo -le dijo Zajac-. Me conocen, e Irma es socia de su gimnasio.

Wallingford dedujo que Irma, aquella mujer no demasiado amable, debía de ser la esposa del cirujano.

– Se lo agradezco -fue todo lo que Wallingford pudo decirle.

Oía en el fondo los alegres gritos del hijo de Zajac, los gruñidos y brincos de aquel perro que parecía salvaje, los rebotes de la pelota dura y pesada.

– ¡En mi vientre no! -gritó Irma.

Patrick oyó también esas palabras. ¿A qué se refería la mujer? Él no podía saber que Irma estaba embarazada, y mucho menos que esperaba gemelos. El parto sería a mediados de septiembre, pero su abdomen era ya tan voluminoso como la mayor de las jaulas de aves canoras. Era evidente que no quería que un niño o un perro saltaran sobre su vientre.

Patrick dio las buenas noches a la pandilla de la sala de redacción. Nunca había sido el último en marcharse, y tampoco iba a serlo aquella noche, pues Mary le estaba esperando junto a los ascensores. Lo que la joven había acertado a oír de la conversación telefónica le había desorientado. Tenía el rostro bañado en lágrimas.

– ¿Quién es ella? -le preguntó Mary.

– ¿A quién te refieres?

– Debe de estar casada, si vas a verla un sábado por la mañana.

– Por favor, Mary…

– ¿Quién es esa persona cuyo fin de semana temes estropear? -inquirió ella-. ¿No es así como lo has dicho?

– Voy a Boston para ver a mi cirujano, Mary.

– ¿Solo?

– Sí, solo.

– Llévame contigo -le pidió ella-. Si vas solo, ¿por qué no me llevas? De todos modos, ¿cuánto tiempo vas a estar con tu cirujano? ¡Puedes pasar el resto del fin de semana conmigo!

El corrió un riesgo considerable y le dijo la verdad.

– No puedo llevarte, Mary. No quiero que tengas un hijo mío porque ya soy padre, y no veo lo suficiente al pequeño. No quiero otro hijo al que no pueda ver lo suficiente.

– Ah -dijo ella, como si la hubiera pegado-. Comprendo. Eso aclara las cosas. No siempre eres claro, Pat. Te agradezco que lo seas tanto.

– Lo siento, Mary.

– Es el pequeño Clausen, ¿verdad? Quiero decir que en realidad es tuyo. ¿Se trata de eso, Pat?

– Sí -replicó Patrick-. Pero eso no es ninguna noticia, Mary. No lo conviertas en una noticia, por favor.

Era evidente que ella estaba enojada. El aire acondicionado era fresco, incluso frío, pero de repente Mary era más fría.

– ¿Quién crees que soy? -gruñó-. ¿Por quién me tomas?

– Por uno de nosotros -fue lo único que Wallingford pudo decir.

Mientras se cerraba la puerta del ascensor, la vio pasearse de un lado a otro, los brazos cruzados sobre los senos pequeños y bien formados. Llevaba una falda veraniega de color canela y una rebeca de color melocotón, abrochada en el cuello, pero por lo demás abierta, «un suéter contra el aire acondicionado», como él había oído decir a una de las mujeres de la sala de redacción. Mary llevaba la rebeca sobre una camiseta de seda blanca. Tenía el cuello largo, la figura bonita, la piel suave, y a Patrick le gustaba especialmente su boca, que le hacía poner en tela de juicio su determinación de no acostarse con ella.

En el aeropuerto de La Guardia le pusieron en lista de espera para volar en el puente aéreo. Hubo una plaza disponible en el segundo vuelo. Oscurecía cuando el avión aterrizó en Logan, y una bruma ligera cubría el puerto de Boston.

Patrick pensaría en ello más adelante, al recordar que su avión aterrizó en Boston más o menos al mismo tiempo que John F. Kennedy hijo trataba de aterrizar en el aeropuerto de Martha's Vineyard, no muy lejos de allí. O tal vez el joven Kennedy intentaba ver Martha's Vineyard a través de aquella misma luz indeterminada, en algo similar a la bruma que cubría Boston.

Wallingford se registró en el hotel Charles antes de las diez y fue de inmediato a la piscina cubierta, donde pasó media hora a solas, relajándose. Habría estado más tiempo, pero cerraban la piscina a las diez y media. Como con una sola mano no podía nadar, se limitaba a flotar y pedalear en el agua. De acuerdo con su personalidad, se las arreglaba para flotar bien.

Después del baño, pensaba vestirse e ir a pasear por los alrededores de Harvard Square. Funcionaban ya las escuelas de verano y habría estudiantes a los que mirar, que le recordarían su juventud mal empleada. Probablemente encontraría algún sitio donde cenar como es debido, con una botella de buen vino. En una de las librerías de la plaza tal vez encontraría algo mejor que el libro que había llevado consigo, una biografía de Byron del tamaño de un ladrillo. Pero incluso en el taxi, durante el trayecto desde el aeropuerto, había notado los efectos del calor opresivo, y cuando, tras abandonar la piscina, regresó a su habitación, se quitó el bañador mojado, se tendió desnudo en la cama y cerró los ojos para descansar uno o dos minutos. Debía de estar cansado. Cuando se despertó, casi al cabo de una hora, estaba aterido a causa del aire acondicionado. Se puso un albornoz y leyó el menú del servicio de habitaciones. Lo único que quería era una cerveza y una hamburguesa. Ya no le apetecía salir.

Fiel a sí mismo, no encendería la televisión durante el fin de semana. Puesto que la única alternativa era la biografía de Byron, la resistencia de Patrick a encender el receptor era todavía más notable. Pero se durmió con tanta rapidez (Byron apenas había nacido y el irresponsable padre del futuro poeta aún vivía) que la biografía no le causó dolor alguno.

Por la mañana desayunó en el restaurante informal situado en la planta baja del hotel. La sala le molestaba, sin que supiera por qué. No se debía a los niños. Tal vez había demasiados adultos a quienes parecía molestarles la presencia de los niños. La noche anterior y aquella mañana, precisamente cuando Wallingford no miraba la televisión ni siquiera echaba un vistazo al periódico, el país entero estaba pendiente de una de aquellas noticias en las que se especializaba el canal de los desastres. La avioneta de John Kennedy hijo había desaparecido, y parecía ser que había caído al océano. Pero no había nada que ver, y lo que salía una y otra vez en la pantalla era la imagen del pequeño Kennedy en el cortejo fúnebre de su padre. Allí estaba John hijo, un niño de tres años con pantalones cortos, saludando marcialmente al féretro de su padre, tal como su madre, susurrándole al oído, le había dicho que lo hiciera sólo unos segundos antes. Más adelante Wallingford se diría que esa imagen podría considerarse el momento representativo del siglo más próspero de Estados Unidos, un siglo que también había muerto, aunque sigamos comercializándolo.

Tras desayunar, Patrick siguió sentado, tratando de terminar el café sin devolver la mirada a una mujer de edad mediana que le había estado mirando sin cesar desde el otro extremo de la sala. Pero al final la mujer avanzó hacia él. Fingía que sólo pasaba por allí, pero Wallingford sabía que iba a decirle algo. Siempre se daba cuenta de esas cosas, y a menudo era capaz de adivinar lo que las mujeres iban a decirle, pero no fue así en esta ocasión.

En el pasado había sido guapa. No usaba maquillaje, y su cabello castaño sin teñir se estaba volviendo gris. Las patas de gallo en las comisuras de los ojos castaño oscuro le daban un aire de tristeza y fatiga que hacía pensar a Wallingford en la señora Clausen cuando fuese mayor.

– Escoria… cerdo asqueroso… ¿cómo puede dormir por la noche? -le preguntó la mujer en un áspero susurro. Apretaba los dientes y sólo los separaba lo suficiente para escupirlas palabras.

– Disculpe? -le dijo Patrick Wallingford.

– No ha tardado mucho en venir aquí, ¿no es cierto? -siguió diciéndole ella-. Esas pobres familias… ni siquiera han rescatado los cuerpos. Pero eso no le detiene a usted, ¿verdad? Medra en la desgracia ajena. Su cadena debería llamarse el canal de la muerte… no, ¡el canal del duelo! ¡Porque hacen algo más que invadir la intimidad de la gente, les roban su aflicción! ¡Hacen público su duelo privado, incluso antes de que hayan tenido ocasión de afligirse!

Wallingford supuso, erróneamente que la mujer hablaba en general de su pasado como presentador de noticias. Desvió la vista de la mirada fija de la mujer, pero vio que ninguno de los demás clientes del hotel que estaban desayunando acudiría en su ayuda. A juzgar por sus expresiones unánimemente hostiles parecían compartir el punto de vista de aquella demente.

– Procuro informar de lo que sucede de una manera solidaria… -empezó a decir Patrick, pero la mujer, casi violenta, le interrumpió.

– ¡No me hable de solidaridad! ¡Si usted se solidarizara con esa pobre gente, los dejaría en paz!

Puesto que la mujer estaba claramente perturbada, ¿qué podía hacer Wallingford? Sujetó la cuenta sobre la mesa con el muñón, anotó el número de su habitación, la firmó y dejó una propina. La mujer le observaba fríamente. Patrick se puso en pie, se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar el restaurante. Los niños que estaban en la sala le miraban fijamente el brazo sin mano.

Un subjefe de cocina, que parecía enojado y vestía de blanco de los pies a la cabeza, le miraba desde detrás de un mostrador.

– Hiena -le dijo.

– ¡Chacal! -gritó una anciana desde una mesa adyacente. La mujer, la primera atacante de Patrick, le dijo a sus espaldas:

– Buitre… se alimenta de carroña…

Wallingford siguió andando, pero notaba que la mujer le seguía; le acompañó a los ascensores, donde él oprimió el botón y esperó. La oía respirar, pero no la miraba. Cuando la puerta del ascensor se abrió, entró en el camarín y dejó que la puerta se cerrase a sus espaldas. Hasta que pulsó el botón de su planta y se volvió no supo que la mujer no estaba allí, y le sorprendió encontrarse a solas.

Patrick pensó que aquellas actitudes se debían a la atmósfera de Cambridge, a todos aquellos intelectuales de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que odiaban la vulgaridad de los medios de comunicación. Se cepilló los dientes, con la mano derecha, naturalmente. Nunca olvidaba que acababa de aprender a cepillárselos con la izquierda cuando ésta dejó de responderle. Todavía sin saber lo que había ocurrido, bajó al vestíbulo y tomó un taxi para ir al consultorio del doctor Zajac.

Le desconcertó que el doctor Zajac, y en concreto su cara, oliera a actividad sexual. Esta prueba de vida privada no era lo que Wallingford deseaba saber de su cirujano, mientras éste leaseguraba de nuevo que no había nada alarmante en las sensaciones que experimentaba en el muñón.

Resultó que existía una palabra para la sensación producida por los pequeños e invisibles insectos que pululaban encima o debajo de su piel.

– Formicación -le dijo el doctor Zajac.

Naturalmente, Wallingford no le oyó bien.

– ¿Perdone?

– Esa palabra significa «alucinación táctil» -le explicó el médico-. Formicación, con eme.

– Ah.

– Es como si los nervios tuvieran una memoria larga -siguió diciendo Zajac-. Lo que los provoca no es la mano desaparecida. He mencionado su vida sentimental porque usted se refirió a ella en cierta ocasión. En cuanto al estrés, me basta con imaginar la semana que le espera. No le envidio los próximos días. Ya sabe a qué me refiero.

No, Wallingford no sabía a qué se refería el doctor Zajac. ¿Qué creía que le esperaba en los próximos días? Pero aquel hombre siempre le había parecido algo loco. Patrick se dijo que tal vez todo el mundo en Cambridge estaba un poco loco.

– La verdad es que no soy muy feliz en el aspecto sentimental -le confesó Wallingford, pero no dijo más, pues no recordaba haber hablado nunca de su vida amorosa con Zajac. (¿Acaso los analgésicos habían sido más potentes de lo que creía cuando los tomó?)

En el consultorio del cirujano, intentó discernir las evidentes diferencias con el pasado, y se sintió más confuso. Aquella estancia era un suelo sagrado, pero parecía haber cambiado mucho desde la ocasión en que la señora Clausen le violó en la misma silla en la que él ahora se sentaba y desde la que examinaba las paredes.

¡Pues claro! ¡Las fotos de los pacientes famosos de Zajac habían desaparecido! En su lugar había dibujos infantiles, en realidad dibujos de un solo niño, de Rudy. Castillos en el cielo, le pareció a Patrick, y varios de un gran barco que se hundía. Sin duda el joven artista había visto la película Titanic. (Tanto Rudy como el doctor Zajac la habían visto dos veces, aunque el cirujano había hecho que Rudy cerrara los ojos durante la escena de sexo en el coche.)

En cuanto a la modelo de la serie de fotos de una mujer en las etapas progresivas de su embarazo… en fin, no era sorprendente que Wallingford se sintiera atraído por la basta sexualidad de la mujer. Debía de ser Irma, la misma dama que había dicho ser la esposa de Zajac cuando respondió a la llamada telefónica de Patrick. Wallingford se enteró de que Irma esperaba gemelos cuando preguntó por los marcos vacíos que colgaban de las paredes en media docena de lugares, siempre a pares.

– Son para los gemelos, cuando nazcan -le dijo el doctor Zajac con orgullo.

Nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados envidiaba a Zajac por tener gemelos, si bien aquel imbécil de Mengerink opinaba que los gemelos eran lo que Zajac se merecía por haberse tirado a Irma el doble de lo que él opinaba que era «normal». Schatzman no tenía ninguna opinión sobre el próximo nacimiento de los gemelos del doctor Zajac, porque Schatzman estaba más que jubilado… había muerto. Y Gingeleskie (el vivo) había trocado la envidia que le causaba Zajac por la envidia más virulenta hacia un colega más joven, a quien Zajac había incorporado a la asociación quirúrgica. Nathan Blaustein había sido el mejor alumno de cirugía clínica que Zajac había tenido en Harvard. El doctor Zajac no envidiaba en absoluto al joven Blaustein; reconocía simplemente que éste le superaba en técnica, que era un genio de la medicina.

En cierta ocasión, un niño de diez años de New Hampshire se cercenó un dedo al manipular un aventador de nieve, y el doctor Zajac insistió en que Blaustein se encargara de implantárselo. El dedo pulgar estaba destrozado y se había congelado de una manera irregular. El padre del chico tardó casi una hora en encontrar el dedo amputado en la nieve, y entonces la familia tuvo que conducir durante dos horas hasta Boston. Pero la intervención fue un éxito. Zajac ya estaba tanteando a sus colegas para añadir el nombre de Blaustein a la placa del consultorio y el membrete de las cartas, una petición que había irritado no poco a Mengerink y sin duda había hecho que Schatzman y Gingeleskie (el difunto) se revolvieran en sus tumbas.

En cuanto a las ambiciones que había tenido el doctor Zajac de trasplantar manos, ahora Blaustein se ocupaba de ello. (Zajac había predicho que no tardaría en haber diversos procedimientos de trasplante.) El cirujano dijo que le gustaría formar parte del equipo, pero creía que el joven Blaustein debía dirigir la operación, porque era el mejor cirujano de todos ellos. No sentía ni envidia ni resentimiento. De una manera inesperada, incluso para sí mismo, el doctor Nicholas M. Zajac era un hombre feliz y relajado.

Desde que Wallingford perdió la mano de Otto Clausen, Zajac se había limitado a sus inventos de prótesis, que diseñaba y montaba en la mesa de la cocina mientras escuchaba los can tos de sus aves. Patrick Wallingford era el conejillo de Indias perfecto para probar los inventos de Zajac, porque estaba dispuesto a presentar las nuevas prótesis en su noticiario de la noche, aunque no las llevara personalmente. La publicidad había sido beneficiosa para el cirujano.

Una prótesis de su invención, que, como era predecible, se llamaba «la Zajac», se fabricaba ahora en Alemania y Japón. (El modelo alemán era más caro, pero ambos se comercializaban en todo el mundo.) El éxito de la Zajac había permitido al cirujano reducir a la mitad el tiempo que dedicaba a la práctica quirúrgica. Todavía enseñaba en la Facultad de Medicina, pero podía dedicarse más a sus invenciones, así como a Rudy e Irma, y dentro de poco a los gemelos.

– Debería usted tener hijos -le decía Zajac a Patrick Wallingford, mientras el cirujano apagaba las luces del consultorio y los dos hombres tropezaban torpemente en la oscuridad-. Los hijos le cambian a uno la vida.

No sin cierta vacilación, Wallingford mencionó lo mucho que deseaba afianzar la relación con Otto Clausen hijo. ¿Tenía el doctor Zajac algún consejo que darle sobre la mejor manera de comunicarse con un niño pequeño, sobre todo un niño al que uno veía muy poco?

– Léale en voz alta -respondió el doctor Zajac-. No hay nada como eso. Empiece con Stuart Little y luego pruebe a leerle La telaraña de Charlotte.

– ¡Recuerdo esos cuentos! -exclamó Patrick-. Stuart Little me encantó, y recuerdo que mi madre lloraba cuando me leía La telaraña de Charlotte.

– Quienes leen La telaraña de Charlotte sin llorar deberían ser lobotomizados -respondió Zajac-. ¿Pero qué edad tiene el pequeño Otto?

– Siete meses.

– Bueno, sólo empieza a gatear -dijo el doctor Zajac-. Espere a que tenga seis o siete años. Cuando tenga ocho o nueve leerá esos cuentos por sí mismo, pero dos o tres años antes será lo bastante mayor para escucharle atentamente cuando se los lea.

– Seis o siete -repitió Patrick. ¿Cómo podía esperar tanto tiempo para establecer una relación con el pequeño Otto?

Después de cerrar el consultorio, Zajac tomó el ascensor con Patrick hasta la planta baja. Se ofreció para llevarle en su coche al hotel Charles, pues estaba en la dirección de su casa, y Wallingford aceptó encantado. Zajac encendió la radio, y fue entonces cuando el famoso reportero televisivo, que no escuchaba la radio los fines de semana, se enteró de que había desaparecido la avioneta.

Por entonces todo el mundo sabía, excepto Wallingford, que John F. Kennedy hijo, junto con su esposa y su cuñada, se habían perdido en el mar y probablemente estaban muertos. El joven Kennedy, relativamente inexperto como piloto, iba a los mandos. Mencionaron la niebla que cubría Martha's Vineyard la noche anterior. Se encontraron las etiquetas de los equipajes, y luego restos del mismo aparato.

– Creo que sería mejor que hallaran los cadáveres -observó Zajac-. Quiero decir que habría demasiadas especulaciones si jamás aparecieran.

Las especulaciones eran lo que Wallingford preveía, tanto si los cadáveres aparecían como si no. Por lo menos durarían una semana. La próxima semana casi coincidía con la que Patrick había elegido para sus vacaciones, y ahora se decía que ojalá la hubiera pedido. (Prefirió pedir una semana en otoño, preferiblemente cuando los Packers de Green Bay jugaran un partido en su campo.)

Cuando regresó al hotel Charles, Wallingford se sentía como un hombre condenado. Sabía cuál iba a ser el contenido de las noticias durante los próximos siete días. Eso era lo más odioso de su profesión, y él tendría que participar en todo aquello.

El canal del duelo, le había dicho aquella mujer cuando desayunaba, pero el estímulo premeditado del dolor público no era precisamente exclusivo de la cadena especializada en noticias para la que Wallingford trabajaba. La muerte, la repetición continua de noticias macabras, había llegado a ser tan corriente en televisión como las noticias del mal tiempo. La muerte y el mal tiempo eran lo que mejor se les daba a los informadores de la televisión.

Tanto si aparecían los cuerpos como si no, o al margen del tiempo que tardaran en hallarlos (con o sin lo que innumerables periodistas llamarían «cierre»), no habría tal cierre. No lo habría hasta que se hubiera rememorado hasta la saciedad y en todos sus detalles el papel de los Kennedy en la historia reciente. Tampoco la invasión de la intimidad de la familia Kennedy era el aspecto más repugnante del asunto. Desde el punto de vista de Patrick el principal de los males era que no se trataba de noticias, sino de un melodrama reciclado.

La habitación de Patrick en el hotel Charles estaba silenciosa y fría como una cripta. Se tendió en la cama, tratando de prever lo peor antes de encender el televisor. Pero se olvidaba de la hermana mayor de Kennedy hijo, Caroline. Patrick siempre la había admirado por la discreción con que se presentaba ante la prensa. La casa de verano que Wallingford había alquilado en Bridgehampton estaba cerca de Sagaponak, donde Caroline Kennedy Schlossberg pasaba el verano con su marido y sus hijos. Tenía una belleza sencilla pero elegante; aunque los medios de comunicación iban a someterla a un intenso seguimiento, Patrick creía que se las arreglaría para mantener su dignidad intacta.

En su habitación del Charles, Wallingford se sentía demasiado asqueado para encender el televisor. Si regresaba a Nueva York, no sólo tendría que responder a los mensajes del con testador automático, sino que el teléfono no dejaría de sonar. Si se quedaba en su habitación del Charles, acabaría por ver la televisión, aun cuando ya supiera lo que vería: a sus colegas periodistas, nuestros árbitros morales nombrados por sí mismos, con un aspecto de lo más serio y hablando de tal manera que su sinceridad parecería inequívoca.

Ya debían de haber aterrizado en Hyannisport. Habría un seto, esa siempre predecible barrera de ligustro en el fondo del marco. Detrás del seto, sólo las ventanas del piso superior de la casa brillantemente iluminada serían visibles. (Las ventanas de las buhardillas tendrían las cortinas corridas.) No obstante, de alguna manera el periodista, de pie en primer plano de la toma, se las ingeniaría para dar la impresión de que le habían invitado.

Naturalmente, habría un análisis de la desaparición de la avioneta en la pantalla del radar, y algún comentario serio sobre el presunto error del piloto. Muchos de los colegas de Patrick no perderían la oportunidad de condenar el discernimiento de John Kennedy hijo; incluso se pondría en tela de juicio el discernimiento de todos los Kennedy. Con toda seguridad se plantearía la cuestión del «desasosiego genético» entre los varones de la familia. Y mucho más tarde, por ejemplo, a fines de la semana siguiente, algunos de esos mismos periodistas declararían que la cobertura del suceso había sido excesiva, y entonces pedirían que se pusiera fin a la información. Siempre actuaban del mismo modo.

Wallingford deseó saber cuánto tiempo pasaría antes de que algún miembro de la sala de redacción neoyorquina le preguntara a Mary dónde estaba. ¿O acaso la misma Mary intentaría comunicarse con él? Sabía que había ido a visitar al cirujano que le operó. En la época de la intervención, el nombre de Zajac salió en las noticias. Mientras yacía inmóvil en aquella fría habitación, a Patrick le pareció extraño que alguien de la cadena no le hubiera llamado ya al hotel. Tal vez Mary también estaba ausente.

Obedeciendo a un impulso, Wallingford descolgó el auricular y marcó el número de su casa de verano en Bridgehampton. Una mujer que, a juzgar por su tono, parecía histérica, se puso al aparato. Era Crystal Pitney. Éste era su apellido de casada, pero Patrick no recordaba cuál era su apellido cuando se acostaba con ella. Recordaba, eso sí, que había algo raro en su manera de hacer el amor, pero no sabía con precisión qué era.

– ¡Patrick Wallingford no está aquí! -gritó Crystal, en vez de responder con el saludo habitual-. ¡Aquí nadie sabe dónde está!

Patrick oyó el ruido de fondo de la televisión. El sonido monótono, familiar, a medias serio, estaba puntuado por ocasionales arranques de las mujeres.

– ¿Diga? -respondió Crystal Pitney. Wallingford guardó silencio-. ¿Quién es usted, un tío raro? ¡Es uno de esos que sólo respiran! -anunció la enfurecida señora Pitney a las demás mujeres.

Entonces Wallingford recordó su peculiaridad. Antes de acostarse juntos por primera vez, Crystal le advirtió de antemano que tenía una extraña anomalía respiratoria. Cuando se quedaba sin aliento y no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro, empezaba a tener visiones y, en general, se volvía un poco loca. Esto último era un eufemismo. Crystal se quedó enseguida sin aliento, y antes de que Wallingford supiera lo que ocurría, la mujer le mordió la nariz y le quemó la espalda con la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche.

Patrick no había visto nunca al señor Pitney, el marido de Crystal, pero admiraba la fortaleza de aquel hombre. (Según el criterio de las mujeres de la sala de redacción, el matrimonio de los Pitney había durado largo tiempo.)

– ¡Pervertido! -gritó Crystal-. ¡Si le viera le arrancaría la cara a mordiscos!

Patrick no dudaba de la seriedad de esta amenaza, y colgó el aparato antes de que Crystal se quedara sin aliento. Entonces se puso el bañador y un albornoz y fue a la piscina, donde nadie podría llamarle por teléfono.

En la piscina sólo había otra persona, una mujer que nadaba de un extremo a otro. Llevaba un gorro de baño negro, que daba a su cabeza el aspecto de la de una foca, y agitaba el agua con recias brazadas y un movimiento aleteante de los pies. Patrick pensó que tenía la fuerza inconsciente de un juguete de cuerda. No iba a relajarse si compartía la piscina con ella, por lo que se retiró a la bañera de agua caliente, donde estaría a solas. No puso en marcha los chorros que producían remolinos, pues prefería que el agua estuviera quieta. Poco a poco se acostumbró al calor, pero apenas había encontrado una posición cómoda, a medio camino entre sentarse y flotar, cuando la mujer salió de la piscina, conectó el cronómetro de los chorros y se sumergió en la burbujeante bañera donde estaba Patrick.

La mujer había rebasado la vertiente joven de la edad madura y empezado a descender por el otro lado. Wallingford examinó con rapidez aquel cuerpo nada atractivo y desvió cortésmente la mirada.

La falta de vanidad de la mujer era cautivadora. Estaba erguida en el agua agitada, de modo que los hombros y el torso sobresalían de la superficie. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera aplastada. Fue entonces cuando Patrick la reconoció. Era la mujer que aquella mañana, en el comedor, le había dicho que se alimentaba de carroña, la que le había seguido, con los ojos encendidos de rabia y la respiración perceptible, hasta el ascensor. No pudo ocultar su sobresalto al reconocerle, que fue simultáneo al de Wallingford. Ella fue la primera en hablar.

– Qué situación más violenta.

Hablaba en un tono distinto, más suave que el de la mañana, cuando le atacó en el comedor.

– No quiero provocar su hostilidad -le dijo Patrick-. Iré a la piscina. De todos modos, prefiero la piscina que esta bañera. Apoyó la mano derecha en el saliente bajo el agua y se impulsó para incorporarse. El muñón del antebrazo izquierdo emergió del agua como una herida en carne viva y goteante. Era como si alguna criatura subacuática le hubiese devorado la mano. El agua caliente había vuelto el tejido cicatricial de un color rojo como la sangre.

La mujer se levantó al mismo tiempo. El bañador mojado no realzaba su figura: tenía los pechos caídos y el vientre, que había parecido casi liso, sobresalía como una pequeña bolsa.

– Quédese un momento, por favor -le pidió ella-. Quiero darle una explicación.

– No tiene necesidad de disculparse -replicó Patrick-. En general, estoy de acuerdo con usted, pero no comprendía el contexto. No he venido a Boston debido a la desaparición de la avioneta de John Kennedy hijo. Ni siquiera estaba enterado de lo ocurrido cuando usted se dirigió a mí. He venido a ver a mi médico, para que me examinara la mano.

Alzó instintivamente el muñón, al que aún se refería como si fuese una mano. Se apresuró a bajarlo, de modo que quedó a su costado, en el agua caliente, porque vio que, sin darse cuenta, había señalado con la mano ausente los senos caídos de la mujer. Ella le rodeó el antebrazo izquierdo con ambas manos y tiró de él para que se sumergiera en el agua agitada con ella. Se sentaron en el escalón subacuático, y las manos de la mujer le sujetaron dos o tres centímetros por encima del borde de la amputación. Sólo el felino le había retenido con más firmeza. Volvió a tener la sensación de que las puntas de los dedos anular e índice izquierdos estaban tocando un bajo vientre femenino, aunque tales dedos no existían.

– Escúcheme, por favor -dijo la mujer, y puso el brazo mutilado en su regazo.

Patrick notó el cosquilleo en el extremo de su antebrazo cuando el muñón rozó el vientre un poco abultado de la mujer. El codo izquierdo descansaba sobre el muslo derecho de ella.

– De acuerdo -le dijo Wallingford, en lugar de agarrarla por la nuca con la mano derecha y hundirle la cabeza. Desde luego, aparte de medio ahogarla en la bañera de agua caliente, ¿qué más podría haber hecho?

– Me casé dos veces, la primera cuando era muy joven -le contó la mujer. Sus ojos brillantes retenían la atención de Wallingford con tanta firmeza como ella le retenía el brazo-. Los perdí a los dos… el primero se divorció de mí y el segundo murió. Los amé tanto al uno como al otro.

Wallingford se alarmó. ¿Acaso cada mujer de cierta edad tenía una versión de la historia de Evelyn Arbuthnot?

– Lo siento -le dijo, pero la manera en que ella le apretaba el brazo indicaba que no quería que la interrumpiera. -Tengo dos hijas de mi primer matrimonio -siguió diciendo la mujer-. Durante su infancia y adolescencia, me preocupaban tanto que no podía dormir. Estaba segura de que algo terrible iba a sucederles, que las perdería, a las dos o a una de ellas. Siempre tenía miedo.

Este relato parecía verdadero, claro que Wallingford no podía evitar que el comienzo de cualquier relato le pareciera verdadero.

– Pero sobrevivieron -dijo la mujer, como si no les sucediera así a la mayoría de los niños-. Ahora las dos están casadas y tienen hijos propios. Tengo cuatro nietos, tres chicas y un chico. Sufro porque no los veo más a menudo, pero cuando los veo temo por ellos. Empiezo a preocuparme de nuevo y no puedo dormir.

Patrick notaba las punzadas de falso dolor que irradiaban del lugar donde estuvo su mano izquierda, pero la mujer no le asía con tanta fuerza y él experimentaba un alivio que no quería analizar al tener el brazo apretado de aquella manera en el regazo de la mujer, mientras presionaba con el muñón la hinchazón del abdomen.

– Estoy embarazada -le dijo la mujer; el antebrazo de Patrick no reaccionó-. ¡Tengo cincuenta y un años! ¡No debería estar encinta! He venido a Boston para abortar, por recomendación de mi médico, pero esta mañana he llamado a la clínica desde el hotel y les he mentido, les he dicho que se me ha averiado el coche y que debía cambiar la fecha de la cita. Me verán el próximo sábado, dentro de una semana. Así tengo más tiempo para pensar en ello.

– ¿Ha hablado con sus hijas? -le preguntó Wallingford. Ella volvía a asirle el brazo con la fuerza de una leona.

– Intentarían convencerme de que tuviera el niño -respondió la mujer, con renovada vehemencia-. Se ofrecerían para criar al niño con los suyos, pero seguiría siendo mío. No podría dejar de quererlo, no podría mantenerme al margen. Sin embargo, no soporto el temor. La mortalidad infantil… es más de lo que puedo aguantar.

– Usted debe elegir -le recordó Patrick-. Estoy seguro de que cualquier decisión que adopte será la correcta.

La mujer no parecía tan segura.

Wallingford se preguntó quién sería el padre. Tal vez el temblor del brazo izquierdo transmitió este pensamiento; lo cierto es que la mujer percibió o interpretó lo que él pensaba.

– El padre no lo sabe -dijo ella-. Ya no nos vemos. Sólo era un colega.

Patrick nunca había oído la palabra «colega» pronunciada de una manera tan despectiva.

– No quiero que mis hijas sepan que estoy embarazada porque deseo ocultarles que tengo relaciones sexuales -le confesó la mujer-. Ése es también el motivo por el que no puedo decidirme. No creo que una haya de abortar simplemente porque intenta mantener en secreto su vida sexual. No es suficiente razón.

– ¿Quién ha de decir lo que es «suficiente razón» cuando se trata de su razón personal? Usted debe elegir -repitió Wallingford-. Nadie puede ni debe tomar esa decisión por usted.

– La verdad es que eso no es demasiado consolador -le dijo la mujer-. Estaba decidida a abortar hasta que le vi a usted en el comedor. No entiendo qué es lo que su presencia me ha provocado.

Wallingford había sabido desde el principio que todo aquello acabaría por ser culpa suya. Hizo el esfuerzo más discreto posible por retirar el brazo que le asía la mujer, pero ella no iba a soltarle con tanta facilidad.

– No sé qué me pasó cuando hablé con usted -siguió diciendo la mujer-. ¡No me había dirigido de esa manera a nadie en toda mi vida! No debería culparle personalmente de lo que hacen los medios de comunicación, o lo que yo creo que hacen. Me había afectado mucho la noticia de lo ocurrido a John Kennedy hijo, y estaba aún más trastornada por mi primera reacción. ¿Sabe qué pensé al enterarme de que la avioneta se había perdido?

– No. -Patrick sacudió la cabeza; el agua caliente le perlaba la frente de sudor, y veía las gotículas sobre el labio superior de la mujer.

– Me alegré de que su madre hubiera muerto, pues así no tendría que vivir esa tragedia. Lo sentí por él, pero me alegré de que ella estuviera muerta. ¿No es eso horrible?

– Es perfectamente comprensible -replicó Wallingford-. Usted es madre…

Su impulso de darle unas palmaditas en la rodilla bajo el agua fue sincero, es decir, impulsivo sin el menor contenido sexual. Pero como el impulso se transmitió a lo largo del brazo izquierdo, al final no hubo mano con la que tocarle la rodilla. Sin querer, apartó bruscamente el muñón, en el que volvía a notar el movimiento de los insectos invisibles.

El gesto incontrolable de Wallingford no arredró a la madre y abuela preñada, que volvió a tomarle calmosamente el brazo. Una vez más Patrick depositó de buena gana el muñón sobre el regazo de la mujer, un gesto que a él mismo le sorprendió, y ella le tomó el antebrazo sin ningún reproche, como si sólo hubiera perdido momentáneamente algo que atesoraba.

– Le pido disculpas por atacarle en público -le dijo sinceramente-. Ha sido una impertinencia, algo que sólo he podido hacer porque estoy fuera de mí. -Le aferró el antebrazo con tanta fuerza que Wallingford notó un dolor imposible en el inexistente pulgar izquierdo, y se contorsionó-. ¡Dios mío! ¡Le he hecho daño! -exclamó la mujer, soltándole el brazo-. ¡Y ni siquiera le he preguntado qué le ha dicho el médico!

– Estoy bien -replicó Patrick-. Son los nervios regenerados cuando me hicieron el trasplante y que se están portando mal. El médico cree que el problema radica en mi vida amorosa, o quizás en el estrés.

– Su vida amorosa -dijo la mujer en un tono neutro, como si no le interesara hablar del asunto. Tampoco Wallingford quería abordarlo-. Pero ¿por qué sigue usted aquí? -le preguntó de repente.

Patrick pensó que se refería a la bañera de agua caliente, y estuvo a punto de decirle que estaba allí porque ella le retenía. Entonces comprendió que le preguntaba por qué no había regresado a Nueva York. Y si no era Nueva York, ¿no debería estar en Hyannisport o en Martha's Vineyard?

Wallingford temía decirle que retrasaba la vuelta inevitable a su discutible profesión («discutible» dado el espectáculo en torno a los Kennedy, al que él no tardaría en contribuir). Sin embargo, y aunque a regañadientes, lo admitió así y, además, le dijo que se proponía ir caminando a Harvard Square para recoger un par de libros que su médico le había recomendado. Había pensado pasar el resto del fin de semana leyéndolos.

– Pero temía que en Harvard Square alguien me reconociera y me abordara más o menos como usted lo ha hecho esta mañana… me lo habría merecido -añadió.

– ¡Dios mío! -exclamó la mujer-. Dígame qué libros son y yo se los traeré. A mí nadie me reconoce.

– Es usted muy amable, pero…

– ¡Déjeme que le traiga los libros, por favor! ¡Así me sentiré mejor!

Se echó a reír nerviosamente, al tiempo que se echaba atrás el cabello mojado. No sin cierta timidez, Wallingford le dijo los títulos.

– ¿El médico se los ha recomendado? ¿Tiene usted hijos?

– Hay un niño que es como un hijo para mí, o quiero que lo sea más -le explicó Patrick-. Pero aún es demasiado pequeño para que pueda leerle Stuart Little o La telaraña de Charlotte. Sólo los quiero para imaginarme leyéndoselos dentro de unos pocos años.

– Le he leído La telaraña de Charlotte a mi nieto hace unas pocas semanas -le dijo la mujer-. Y lloré de nuevo… lloro cada vez que leo ese cuento.

– No recuerdo muy bien la historia, pero mi madre también lloraba -admitió Wallingford.

– Me llamo Sarah Williams.

El percibió una curiosa vacilación en la voz de la mujer cuando le dijo su nombre y le tendió la mano.

Patrick se la estrechó, y las manos de ambos tocaron la espuma burbujeante de la bañera. En aquel momento los chorros que creaban el remolino cesaron y el agua quedó al instante clara e inmóvil. Fue un poco sorprendente y un augurio evidente, lo cual le provocó a Sarah Williams otro acceso de risa nerviosa. La mujer se irguió y salió de la bañera.

Wallingford admiró esa manera que tienen las mujeres de salir del agua con el bañador mojado, cuando un dedo tira automáticamente hacia abajo del borde posterior de la prenda.

En pie, su pequeño vientre volvía a parecer casi liso, tan escasa era la hinchazón. Por el recuerdo que tenía del embarazo de la señora Clausen, Wallingford supuso que Sarah Williams estaba embarazada de dos meses, tres a lo sumo. Si ella no le hubiera dicho que estaba encinta, él no lo habría adivinado jamás. Y tal vez siempre tenía aquel abolsamiento, incluso cuando no estaba embarazada.

– Le llevaré los libros a su habitación -le dijo Sarah mientras se envolvía en una toalla-. ¿Qué número tiene?

El se lo dio, agradecido por la ocasión de prolongar su estancia allí, pero mientras aguardaba que ella le trajera los libros, debería decidir si regresaba a Nueva York aquella noche o esperaba al domingo por la mañana.

Tal vez Mary aún no habría dado con él, y eso proporcionaría a Patrick algo más de tiempo. Incluso podría descubrir que tenía la fuerza de voluntad suficiente para retrasar el momento de encender el televisor, al menos hasta que Sarah Williams llegara a su habitación. Tal vez aquella mujer miraría las noticias con él; ambos parecían convenir en que la cobertura sería insoportable. Siempre es mejor no mirar a solas un mal noticiario… y no digamos una Super Bowl.

Sin embargo, tan pronto como estuvo de regreso en la habitación, fue incapaz de seguir resistiendo. Se quitó el bañador mojado pero no el albornoz, y, mientras reparaba en el destello de la luz de los mensajes en el teléfono, sacó el mando a distancia del cajón donde lo había escondido y encendió el televisor.

Examinó un canal tras otro hasta dar con la cadena especializada en noticias, donde vio cumplido lo que podría haber predicho (John E Kennedy hijo, conexión con Tribeca). Allí estaban las puertas metálicas de la buhardilla que John hijo compró en el número 20 de North More. La residencia de los Kennedy, que estaba al otro lado de la calle, delante de un viejo almacén, ya se había convertido en un santuario. Los vecinos de Kennedy hijo (y probablemente personas totalmente ajenas al lugar que pasaban por vecinos) habían depositado velas y flores, y, perversamente, también habían dejado unas postales que parecían las que se usan para desearle a un enfermo que se restablezca. Si bien Patrick consideraba terrible que la joven pareja y la hermana de la señora Kennedy hubieran muerto, como era lo más probable, detestaba a aquella gente que se revolcaba en un dolor imaginario allá en Tribeca. Ellos eran los que hacían posible lo peor de la televisión.

Pero por mucho que Wallingford detestara el noticiario, también lo comprendía. Los medios de comunicación sólo podían adoptar dos posturas ante las celebridades: adorarlas o despellejarlas. Y puesto que el duelo era la forma suprema de adoración, era comprensible que la muerte de las celebridades fuese muy apreciada. Además, su fallecimiento permitía a los medios de comunicación adorarlas y despellejarlas al mismo tiempo. La situación era inmejorable.

Wallingford apagó el televisor y guardó el mando a distancia en el cajón. Pronto él mismo estaría en la pantalla como parte del espectáculo. Se sintió aliviado cuando llamó para preguntar por el mensaje telefónico: le habían llamado desde recepción para saber cuándo iba a marcharse.

Les dijo que lo haría por la mañana, y entonces se tendió en la cama de la habitación medio a oscuras. (No había corrido las cortinas al levantarse y el servicio no había tocado la habitación porque Patrick había dejado en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.) Esperó echado a Sarah Williams, una compañera de viaje, y los maravillosos libros para niños y adultos cansados del mundo escritos por E.B. White.

Wallingford era un presentador de noticias oculto. Se ponía ex profeso fuera de alcance en el mismo momento en que emitían la noticia de la desaparición de Kennedy. ¿Qué haría la dirección con un periodista que no ansiaba informar de lo ocurrido? En realidad, Wallingford se desentendía de ello… ¡era un periodista que postergaba su trabajo! (Ninguna cadena de televisión sensata habría vacilado en despedirle.)

Pero ¿qué más postergaba Patrick Wallingford? ¿No se ocultaba también de lo que Evelyn Arbuthnot había llamado despectivamente su vida?

¿Cuándo acabaría por entenderlo? El destino no es imaginable, excepto en los sueños o en el caso de los enamorados. Cuando conoció a la señora Clausen, Patrick nunca podría haber imaginado el futuro con ella, y cuando se enamoró, no podía imaginarlo sin ella.

Wallingford no quería tener relaciones sexuales con Sarah Williams, aunque le tocaba tiernamente los pechos caídos con su única mano, y ella tampoco quería hacer el amor con él. Es cierto que deseó prodigarle cuidados maternales, posiblemente porque sus hijas vivían muy lejos y tenían hijos propios. Pero es más que probable que Sarah Williams comprendiera la necesidad que Patrick Wallingford tenía de una madre y, además de sentirse culpable por haberle insultado en público, el escaso tiempo que pasaba con sus nietos aumentaba su sentimiento de culpa.

Otro problema era el embarazo de Sarah y su convencimiento de que no podría soportar de nuevo el temor a la muerte de uno de sus hijos, y tampoco quería que sus hijas adultas supieran que aún tenía relaciones sexuales.

Le dijo a Wallingford que era profesora adjunta de lengua y literatura inglesas en la Universidad Smith Desde luego, tenía todo el aire de una profesora de lengua cuando leyó a Patrick, con voz clara y animada, algunos fragmentos de Stuart Little y luego de La telaraña de Charlotte, «porque ése es el orden en que se escribieron». Sarah yacía sobre el lado izquierdo con la cabeza en la almohada de Patrick. La luz sobre la mesilla de noche era la única encendida en la penumbrosa habitación. Aunque era mediodía, las cortinas estaban corridas.

La profesora Williams leyó Stuart Little hasta pasada la hora de comer. No tenían apetito. Wallingford yacía desnudo a su lado, el pecho pegado a la espalda de la mujer, tocándole las nalgas con los muslos mientras con la mano derecha le tomaba un seno y luego el otro. Entre los dos estaba, apretado, el muñón del antebrazo izquierdo de Patrick. Él lo notaba sobre el vientre desnudo y ella en la rabadilla.

Wallingford pensó que el final de Stuart Little podía ser más gratificante para los adultos que para los niños, quienes esperan mucho más del final de un relato. Sarah le dijo que, con todo, era «un final juvenil, que manifiesta el optimismo de los adultos jóvenes».

Sí, se expresaba como una profesora de lengua y literatura. Patrick habría dicho que el final de Stuart Little es una especie de segundo comienzo. Uno tiene la sensación de que a Stuart le aguarda otra aventura con cada nuevo viaje.

– Es un libro para chicos -le dijo Sarah.

Patrick supuso que también a los ratones podría gustarles. Ninguno de los dos deseaba hacer el amor, pero lo habrían hecho si uno de ellos lo hubiera deseado. Como si fuese un niño pequeño, Wallingford prefería que ella le leyera, y por el momento Sarah Williams se sentía más maternal que interesada por el sexo. Además, ¿cuántos adultos desnudos, desconocidos y en una habitación de hotel con las cortinas corridas en pleno día leían en voz alta a E. B. White? Incluso Wallingford habría admitido que le gustaba la peculiaridad de la situación. Sin duda era más peculiar que hacer el amor.

– No te detengas, por favor -le dijo Wallingford a la señora Williams, como podría habérselo dicho a una mujer que estuviera montada sobre él-. Sigue leyendo. Si empiezas La telaraña de Charlotte yo lo terminaré, te leeré el final.

Sarah se había movido un poco en la cama, y ahora el pene de Patrick le rozaba la parte posterior de los muslos, mientras que el muñón le tocaba las nalgas. Es posible que Sarah se preguntase cuál era uno y cuál el otro, a pesar del distinto tamaño, pero ese pensamiento los habría conducido a una experiencia mucho más ordinaria.

Cuando Mary le llamó por teléfono, interrumpió la escena de La telaraña de Charlotte en la que la araña, Charlotte, prepara al cerdo Wilbur para que encaje su muerte inminente.

«¿Qué es la vida, al fin y al cabo? -pregunta Charlotte-. Nacemos, vivimos un poco, morimos. Es inevitable que la vida de una araña sea más bien un asco, con tanto atrapar y comer moscas.»

En aquel momento sonó el teléfono, y Wallingford asió con más fuerza uno de los senos de Sarah. Ésta, irritada por la llamada, descolgó el auricular y preguntó con aspereza:

– ¿Quién es?

– ¿Y usted quién es? -replicó Mary, alzando la voz para que Patrick la oyera.

Él soltó un bufido.

– Dile que eres mi madre -susurró Wallingford al oído de Sarah. (Por un momento se avergonzó al recordar que la última vez que había usado ese recurso su madre aún vivía.)

– Soy la madre de Patrick Wallingford, querida -dijo Sarah-. ¿Y tú quién eres?

La familiar expresión «querida» hizo que Wallingford pensara de nuevo en Evelyn Arbuthnot.

Mary colgó. La señora Williams siguió leyendo el penúltimo capítulo de La telaraña de Charlotte, que termina así: «Nadie estaba con ella cuando murió».

Sin contener los sollozos, Sarah entregó el libro a Patrick. Él le había prometido leerle el último capítulo, sobre el cerdo Wilbur: «Y así Wilbur volvió a casa, a su querido montón de estiércol…», y lo leyó sin emoción, como si fuese el noticiario. (Era mejor que el noticiario, pero ésa es otra historia.) Cuando Patrick terminó de leer, dormitaron hasta que en el exterior estuvo oscuro; sólo despierto a medias, Wallingford apagó la luz de la mesilla de noche y la oscuridad también invadió la habitación. Permaneció tendido e inmóvil. Sarah Williams le abrazaba, y sus senos le presionaban los omóplatos. El firme pero suave abultamiento de su abdomen se ceñía a la curva de la parte inferior de su espalda, le rodeaba la cintura con un brazo y le asía el pene con algo más de fuerza de lo que sería cómodo, pero aun así él se quedó dormido.

Es probable que hubieran dormido durante toda la noche. Por otro lado, tal vez se habrían despertado poco antes del amanecer y habrían hecho el amor intensamente en la semipenumbra, quizá porque ambos sabían que no volverían a verse jamás. Pero poco importa lo que habrían hecho, porque sonó el teléfono de nuevo.

Esta vez respondió Wallingford. Sabía quién era; incluso dormido, había esperado la llamada. Le había contado a Mary los pormenores de la muerte de su madre, y le sorprendió que ella hubiera tardado tanto tiempo en recordarlo.

– Está muerta. ¡Tu madre está muerta! ¡Tú mismo me lo dijiste! ¡Murió cuando ibas a la universidad!

– Eso es cierto, Mary.

– ¡Estás enamorado de otra! -exclamó Mary, sollozando. Naturalmente, Sarah la oyó.

– Eso también es cierto -respondió él. No veía ninguna razón para explicarle que no era de Sarah Williams de quien estaba enamorado. Mary llevaba demasiado tiempo incordiándole.

– Es la misma joven de antes, ¿verdad? -le preguntó Sarah. El sonido de su voz, tanto si la había entendido como si no, bastó para que Mary estallara de nuevo.

– ¡Parece lo bastante mayor para ser tu madre! -gritó Mary.

– Mary, por favor…

– Ese gilipollas de Fred te está buscando, Pat. ¡Todo el mundo te busca! ¡No puedes irte un fin de semana sin dejar un número de teléfono! ¡Tienes que estar localizable! ¿Es que estás buscando que te despidan?

Ésa fue la primera vez que Wallingford pensó en la posibilidad de intentar que lo despidieran. En la habitación del hotel a oscuras, la idea brillaba tanto como el despertador digital sobre la mesilla de noche.

– Sabes lo que ha ocurrido, ¿no? -le preguntó Mary-. ¿O has estado follando tanto que ni te has enterado de la noticia?

– No he estado follando.

Patrick sabía que decir eso era una provocación. Al fin y al cabo, Mary era periodista. Llegar a la conclusión de que Wallingford se había pasado el fin de semana haciendo el amor con una mujer en una habitación de hotel era bastante fácil. Como la mayoría de los periodistas, Mary había aprendido a extraer sus fáciles conclusiones con rapidez.

– No esperarás que me lo crea, ¿verdad? -inquirió ella.

– Empieza a tenerme sin cuidado que me creas o no, Mary.

– Ese gilipollas de Fred…

– Por favor, dile que mañana estaré de vuelta.

– Estás intentando que te despidan, ¿no es cierto? -replicó Mary, y otra vez fue la primera en colgar.

Por segunda vez, Wallingford acarició la idea de hacer lo posible para conseguir el despido. No sabía por qué esa idea brillaba tanto en la oscuridad.

– No me habías dicho que estuvieras casado le dijo Sarah Williams.

La mujer ya no estaba en la cama. Él la oía, pero sólo la veía vagamente, mientras se vestía en la habitación a oscuras.

– No, no estoy casado.

– Supongo que es una novia especialmente posesiva.

– No, no es mi novia. Nunca hemos hecho el amor. No tenemos esa clase de relación.

– No esperarás que me lo crea -dijo Sarah. (Los periodistas no son los únicos que extraen rápidamente sus fáciles conclusiones.)

– Me ha gustado de veras estar contigo -le dijo Patrick, procurando cambiar de tema. También él era sincero. Pero la oyó suspirar; incluso a oscuras se daba cuenta de que ella dudaba de su sinceridad.

– Si decido abortar, quizá serías tan amable de acompañarme -aventuró Sarah Williams-. Si quisieras, tendrías que volver aquí dentro de una semana.

Tal vez quería darle más tiempo para que pensara en ello, pero Wallingford pensaba en la probabilidad de que lo reconocieran: EL HOMBRE DEL LEÓN ACOMPAÑA A UNA MUJER SIN IDENTIFICAR A UNA CLÍNICA DE ABORTOS, o un titular parecido.

– Se me hace muy cuesta arriba estar sola en esos momentos, pero supongo que no es como fijar una cita para pasarlo bien -siguió diciéndole Sarah.

– Pues claro que te acompañaré -replicó Patrick, pero ella reparó en su titubeo-. Si lo deseas, iré contigo. -Él mismo se dio cuenta de lo insincero que parecía. ¡Naturalmente que lo deseaba! Era ella quien se lo había pedido-. Sí, de acuerdo, iré contigo -dijo Patrick, empeorando más las cosas.

– No te preocupes -replicó Sarah-. Ni siquiera me conoces.

– Quiero ir contigo -le mintió Patrick, pero ella ya había zanjado el asunto.

– No me dijiste que estabas enamorado de alguien le acusó Sarah.

– No importa, ella no me quiere.

Wallingford sabía que Sarah Williams tampoco se creería eso. Ella había terminado de vestirse, y Patrick pensó que tanteaba en busca de la puerta. Encendió la luz de la mesilla de noche. Le cegó por un momento, pero pudo ver que Sarah desviaba la cara de la luz. Abandonó la habitación sin mirarle. Él apagó la luz y permaneció desnudo en la cama. La idea de intentar que le despidieran aún brillaba en la oscuridad.

Wallingford supo que a Sarah Williams le había afectado algo más que la llamada telefónica de Mary. A veces es más fácil confiar a un desconocido las cosas más íntimas, y el mismo Patrick lo había hecho. ¿Y no le había tratado Sarah con cariño maternal durante todo un día? Lo menos que podía hacer era acompañarla cuando le practicaran el aborto. ¿Qué importaba que alguien le reconociera? El aborto era legal, y él creía que debía serlo. Lamentó su vacilación anterior.

Así pues, cuando Wallingford llamó a recepción para pedir que le despertaran a una hora determinada, pidió también que le comunicaran con la habitación de Sarah, pues desconocía el número. Quería proponerle que tomaran juntos un bocado. Sin duda algún local de Harvard Square aún estaría abierto, sobre todo un sábado por la noche. Quería convencerla de que le permitiera acompañarla a la clínica, y le parecía que sería mejor intentar persuadirla durante la cena.

Pero en la recepción le informaron de que no había en el hotel ninguna clienta que se llamara Sarah Williams.

– Debe de haberse marchado hace un momento -dijo Patrick.

Se oyó el sonido de unos dedos sobre el teclado de un ordenador. Wallingford imaginó que, en el nuevo siglo, probablemente ése será el último sonido que todos oiremos antes de morir.

– Lo siento, señor-le dijo la recepcionista-. Aquí nunca se ha alojado una persona llamada Sarah Williams.

Wallingford no se sorprendió demasiado. Más tarde llamaría al departamento de lengua y literatura inglesas de la Universidad Smith, y tampoco se sorprendería al descubrir que allí no enseñaba nadie que respondiera al nombre de Sarah Williams. Era cierto que le había parecido una profesora adjunta de lengua inglesa cuando le habló de Stuart Little, y era posible que diera clases en Smith, pero no se llamaba Sarah Williams.

Quienquiera que fuese, era evidente que le había molestado la idea de que Patrick engañaba a otra mujer, o que había en su vida otra mujer y se sentía engañada. Era posible que ella engañara a alguien, o que la hubieran engañado. Lo del aborto parecía cierto, como su temor a la muerte de sus hijos y nietos. Patrick había percibido un solo titubeo en su voz, cuando le dijo su nombre.

Le irritaba haberse convertido en un hombre con quien cualquier mujer decente prefería mantener el anonimato. Hasta entonces jamás se había considerado un hombre así.

Cuando tenía ambas manos, Patrick había experimentado con el anonimato, en particular cuando estaba en compañía de la clase de mujer con la que cualquier hombre preferiría permanecer anónimo. Pero tras el episodio del león, no podía dejar de ser Patrick Wallingford, de la misma manera que no podía hacerse pasar por Paul O'Neill, por lo menos para cualquiera que tuviera sus facultades mentales intactas.

En vez de quedarse a solas con tales pensamientos, Patrick cometió el error de encender el televisor. Un comentarista político, cuya especialidad, a juicio de Wallingford, siempre había sido una comprensión a posteriori intelectualmente inflada, especulaba sobre lo que podría haber sido la vida de John F. Kennedy hijo, ahora trágicamente abreviada. El comentarista hacía con toda seriedad una afirmación absurda, la de que a John Kennedy hijo las cosas le habrían ido mejor en todos los sentidos si no hubiera hecho caso del consejo de su madre y se hubiese dedicado al cine. ¿No habría muerto el joven Kennedy en un accidente aéreo si hubiera sido actor?

Era cierto que la madre de John hijo no había querido que fuese actor, pero el atrevimiento del comentarista político era enorme. ¡La más notoria de sus especulaciones irresponsables era que el trayecto más suave e inalterable de John hijo hacia la presidencia pasaba por Los Ángeles! Para Patrick, la inanidad de semejante teoría, digna de Hollywood, era doble: primero, afirmar que el joven Kennedy debería haber seguido los pasos de Ronald Reagan y, segundo, asegurar que John Fitzgerald Kennedy hijo había querido ser presidente.

Patrick prefirió sus otros demonios, más personales, y apagó el televisor. Allí, en la oscuridad, la nueva idea de intentar que lo despidieran le saludaba con la familiaridad de una vieja amiga. Sin embargo, esa otra idea nueva, la de que era un hombre cuya compañía una mujer sólo aceptaría a condición del anonimato, le hacía estremecerse, y también provocaba una tercera idea nueva: ¿y si dejaba de oponer resistencia a Mary y se acostaba con ella? (Por lo menos Mary no insistiría en proteger su anonimato.)

Había, pues, tres nuevas ideas brillando en la oscuridad, que le apartaban de la soledad de una mujer de cincuenta y un años que no quería abortar pero a la que aterraba tener un hijo. Por supuesto, que aquella mujer abortase o dejara de abortar no era asunto de Patrick Wallingford, no era asunto de nadie salvo de ella misma.

Y a lo mejor ni siquiera estaba embarazada. Tal vez tan sólo tenía el abdomen un poco prominente. Quizá le gustaba pasar los fines de semana en un hotel con un desconocido, y todo aquello no era más que una actuación. Actuar era el punto fuerte de Patrick, lo hacía constantemente.

– Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto -susurró en la habitación a oscuras. Era lo que decía cuando quería estar seguro de que no estaba actuando.

10. El intento de conseguir el despido

La mezcla de éxtasis y duelo causada por la nueva tragedia de la familia Kennedy llevaba casi una semana en el primer plano de la actualidad cuando Wallingford intentó, sin conseguirlo, prepararse para un improvisado fin de semana con la señora Clausen y el pequeño Otto en la casita del lago. El telediario del viernes, una semana después de que la avioneta de Kennedy cayera al mar, sería el último antes de que Patrick viajara al norte, aunque no podría conseguir un vuelo desde Nueva York que conectara con Green Bay hasta el sábado por la mañana. No había ninguna manera óptima de viajar a Green Bay.

El noticiario del jueves por la noche fue bastante malo. Ya no sabían qué decir, y una indicación evidente de ello fue la entrevista que le hizo Wallingford a una crítico feminista a quien nadie hacía caso. (Incluso Evelyn Arbuthnot la había dejado ex profeso al margen.) La mujer había escrito un libro sobre la familia Kennedy en el que afirmaba que todos los hombres eran misóginos. No le sorprendía que un joven Kennedy hubiera matado a dos mujeres en su avioneta.

Patrick pidió que omitieran la entrevista, pero Fred creía que aquella autora hablaba en nombre de muchas mujeres. A juzgar por la brusca reacción de las periodistas en la redacción neoyorquina, la crítico feminista no hablaba en nombre de ellas. Wallingford, siempre indefectiblemente cortés como entrevistador, tuvo que hacer un esfuerzo por mantener las formas.

La mujer se refería una y otra vez a la «fatal decisión» del joven Kennedy, como si su vida y su muerte hubiesen sido una novela. «Partieron tarde, estaba oscuro, había niebla, sobrevolaban el mar y John-John tenía una experiencia limitada como piloto.

Con un atisbo de sonrisa en su apuesto rostro y una expresión reveladora de que la señora no le convencía, Patrick pensaba que todo eso no era nuevo. También le parecía reprensible que aquella arrogante mujer llamara una y otra vez «John-John» al difunto.

– Ha sido víctima de su propio pensamiento viril, el síndrome masculino de los Kennedy -comentó la escritora-. Está claro que John-John obedecía a los impulsos de la testosterona. Todos son así.

– Todos… -fue lo único que Wallingford acertó a decir.

– Ya sabe lo que quiero decir -replicó ella-. Los hombres del lado paterno de la familia.

Patrick echó un vistazo al apuntador electrónico, donde reconoció las que debían ser sus siguientes observaciones, destinadas a conducir a la entrevistada a la afirmación todavía más dudosa de la «culpabilidad» de los jefes de Lauren Bessette en Morgan Stanley. Que sus jefes la hubieran obligado a quedarse hasta muy tarde «aquel viernes fatal», como lo llamaba la crítico feminista, era otro de los motivos de que la avioneta se hubiera estrellado.

Pero acompañaba a la mujer un agente de prensa, a quien Fred halagaba por razones desconocidas. El agente de prensa quería que Wallingford formulara la pregunta tal como estaba escrita, puesto que la demonización de Morgan Stanley era el siguiente objetivo de la crítico y Wallingford (con fingida inocencia) tenía que prepararle el terreno para lanzar su ataque.

– No tengo claro que John F. Kennedy hijo estuviera «impulsado por la testosterona» -dijo Patrick, saliéndose del guión-. Desde luego, no es usted la primera persona a la que oigo decir eso, pero yo no le conocí, y usted tampoco. Lo que está claro es que hemos hablado de su muerte hasta la exasperación. Creo que deberíamos tener un poco de dignidad y no insistir más en ello. Es hora de seguir adelante.

Wallingford no esperó la reacción de la mujer insultada. Le quedaba un minuto de programa, pero había un amplio montaje de imágenes de archivo. Puso fin bruscamente a la entre vista diciendo, como tenía por costumbre: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto». Entonces emitieron las ubicuas imágenes de archivo; poco importaba que la presentación fuese un poco desordenada.

Los espectadores del canal de noticias internacionales, fatigados ya de la insistencia en el duelo, volvieron a ver las imágenes repetidas hasta la saciedad: las tomas del barco meciéndose en el agua, de la subida a bordo de los cadáveres, una imagen totalmente gratuita de la iglesia de Santo Tomás Moro y otra de un sepelio en el mar, a falta del sepelio verdadero. Las últimas imágenes del montaje, cuando expiraba el tiempo, eran de Jackie recién estrenada en la maternidad, con el pequeño John en brazos, la mano en la nuca del recién nacido, su pulgar triplicando el tamaño de la minúscula oreja del bebé. El peinado de Jackie había pasado de moda, pero las perlas eran atemporales y la sonrisa que la caracterizaba estaba intacta.

Wallingford pensó que parecía muy joven. (Y lo era… ¡las imágenes se remontaban a 1961!)

Le estaban desmaquillando cuando Fred se le acercó para echarle un rapapolvo.

– Se te ha ido la mano, Pat -le dijo, dejando en el aire si era consciente de que esta manera de referirse a la torpeza del presentador podía tener más de una interpretación. No esperó a que Wallingford le replicara.

Un presentador debía tener libertad para decir la última palabra. Lo que indicaba el apuntador electrónico no era sacrosanto. Fred debía de tener otros motivos de irritación. Pero a Patrick no se le había ocurrido que, entre sus colegas periodistas, cuanto tenía que ver con el joven Kennedy era sacrosanto. Su negativa a participar en la cobertura informativa de lo ocurrido demostraba a los directivos que había perdido el entusiasmo por su profesión.

– Me ha gustado lo que has dicho, ¿sabes? -le comentó a Patrick la joven maquilladora-. Creo que era necesario decirlo.

Era la muchacha que parecía estar encaprichada de él y que había vuelto de sus vacaciones. El aroma de goma de mascar se mezclaba con su perfume; su olor y lo cerca que la joven estaba de su cara recordaron a Wallingford la mezcla de olores y el calor en un baile de adolescentes en el instituto. No se había sentido tan excitado desde la última vez que estuvo con Doris Clausen.

La atracción que sentía hacia ella le tomó desprevenido. La deseaba de improviso y sin ninguna reserva. Sin embargo, salió con Mary y fueron a casa de ella, sin molestarse en cenar.

– ¡Bueno, esto sí que es una sorpresa! -observó Mary, mientras hacía girar la llave en la primera de las dos cerraduras.

El pequeño piso tenía una vista parcial del East River. Wallingford no estaba seguro, pero creía que se encontraban en la calle Cincuenta y dos Este. Había estado atento a Mary, sin fijarse en su dirección. Había esperado ver su apellido en alguna parte, pues recordar el apellido de la joven le habría hecho sentirse un poco mejor, pero ella no se detuvo para abrir el buzón, y no había cartas esparcidas por el suelo, al otro lado de la puerta, ni siquiera sobre el desordenado escritorio.

Mary revoloteó de un lado a otro, corriendo cortinas y reduciendo la intensidad de las luces. El sofá y los sillones de la sala de estar tenían una tapicería de colores y dibujos vistosos; la sala era tan pequeña que producía claustrofobia, y estaba festoneada por las prendas de Mary. Era uno de esos apartamentos de un solo piso sin espacio para el ropero, y estaba claro que a Mary le gustaban los vestidos.

En el dormitorio, donde se amontonaban más vestidos, Wallingford reparó en el estampado floral de la colcha, un poco infantil para Mary, y al igual que el árbol del caucho que ocupaba demasiado espacio en la diminuta cocina y la lámpara sobre la cómoda baja y ancha, uno de esos cilindros giratorios con un dibujo móvil en la superficie, debía de ser una reliquia de sus tiempos de estudiante. No había ninguna fotografía, y esa ausencia significaba que no había desempaquetado sus pertenencias después del divorcio.

Mary le invitó a usar primero el baño. Le llamó a través de la puerta cerrada, de modo que él no pudiera tener ninguna duda acerca de la infatigable seriedad de sus intenciones.

– Tengo que felicitarte, Pat… el momento no podía ser más adecuado. ¡Estoy ovulando!

Él le dio una respuesta ininteligible porque se estaba extendiendo dentífrico sobre los dientes con un dedo; el dentífrico de ella, claro. Abrió el botiquín en busca de medicamentos, algo donde figurase el apellido de Mary, pero no encontró nada. ¿Cómo era posible que una mujer que se había divorciado recientemente y trabajaba en la ciudad de Nueva York no tomara ninguna clase de medicamento?

En opinión de Patrick, Mary siempre había tenido un aire algo biónico. Sólo había que ver su piel impoluta, su cabello rubio sin adulterar, sus prendas de vestir serias pero atractivas y sus dientes pequeños y perfectos. Incluso su simpatía, si realmente la había conservado. (Sería más apropiado decir la simpatía que tuvo antes.) ¿Pero no tomaba ningún fármaco? Tal vez aún no había desempaquetado los medicamentos desde el divorcio.

Mary le había preparado la cama, y parecía como si una doncella del hotel hubiera doblado hacia abajo el cobertor. Luego dejó encendida la luz del baño, con la puerta entre abierta. Aparte de esa luz, el dormitorio sólo estaba iluminado por las ondulaciones rosadas de la lámpara en la mesilla de noche, que arrojaba sombras móviles sobre el techo. Dadas las circunstancias, era inevitable que Patrick considerase los movimientos protozoicos de la lámpara como indicadores de la porfiada fertilidad de Mary.

De improviso ella le dijo que había tirado todos sus medicamentos dos meses atrás, y que ahora no tomaba nada. «Ni siquiera para los calambres», puntualizó. En cuanto quedara encinta, prescindiría del alcohol y el tabaco.

Wallingford apenas tuvo tiempo de recordarle que estaba enamorado de otra mujer.

– Lo sé, no importa -replicó Mary.

Ella hacía el amor con tal firmeza que Wallingford no tardó en sucumbir. Sin embargo, la experiencia no tenía comparación con la embriagadora manera en que le montó la señora Clausen. Él no quería a Mary, y ésta sólo quería la vida que, en su imaginación, le aguardaba cuando tuviera el niño. Tal vez ahora podrían ser amigos.

El hecho de que Wallingford no se diera cuenta de que estaba volviendo a sus viejos hábitos es una prueba de su confusión moral. Haber actuado de acuerdo con el repentino deseo que le inspiraba la joven maquilladora, habérsela llevado a la cama, habría supuesto el retorno a su anterior vida licenciosa. Pero en el caso de Mary se había limitado a aceptar. Si ella quería un hijo suyo, ¿por qué no complacerla?

Le consolaba haber localizado la única parte no biónica de la joven, una zona de vello rubio cerca de la rabadilla. La besó allí antes de que ella se diera la vuelta para dormir. Dormía boca arriba y roncaba ligeramente, las piernas elevadas sobre algo que Wallingford reconoció como los vistosos cojines del sofá de la sala. (Al igual que la señora Clausen, Mary no corría ningún riesgo debido a la fuerza de la gravedad.)

Patrick no pudo dormir. Tumbado, escuchaba el ruido del tráfico en la avenida Franklin Delano Roosevelt mientras repetía mentalmente lo que le diría a Doris Clausen. Quería casarse con ella, ser un padre verdadero para el pequeño Otto. Tenía intención de decirle que había prestado a «una amiga» el mismo servicio que le había «prestado» a ella. Sin embargo, obraría con tacto, diciéndole que no había gozado del acto de dejar preñada a Mary. Y si bien procuraría no ser un padre demasiado ausente para el hijo de Mary, le dejaría a ésta muy claro que quería vivir con la señora Clausen y el pequeño Otto. Desde luego, era absurdo pensar que semejante arreglo pudiera salir bien.

¿Cómo había imaginado que Doris podría considerar esa posibilidad? Pensar que ella y Otto abandonarían sus raíces en Wisconsin no era realista, y estaba claro que Wallingford no era un hombre capaz de mantener una relación a distancia (y probablemente ninguna clase de relación).

¿Debería decirle a la señora Clausen que estaba intentando conseguir el despido? No había ensayado esa parte, y tampoco lo intentaba con suficiente ahínco. A pesar de la débil amenaza de Fred, Patrick temía ser insustituible en la cadena de remedos de noticias.

Cierto que con respecto a su ligera rebelión del jueves, tendría que enfrentarse a uno o dos directores; algún director ejecutivo sin carácter le soltaría un sermón, insistiendo en que «las normas de conducta son aplicables a todo el mundo», o en «la falta de aprecio por el trabajo de equipo» por parte de Wallingford. Pero no le despedirían por desviarse del apuntador electrónico, no harían tal cosa mientras se mantuvieran los índices de audiencia.

En realidad, como Patrick había previsto correctamente, y de acuerdo con las cifras de audiencia minuto a minuto, después de sus observaciones el interés de los telespectadores no sólo había mejorado sino ascendido de una manera vertiginosa. Al igual que la muchacha del maquillaje, y pensar en ella le procuraba a Wallingford una turgencia inesperada en la cama de Mary, los telespectadores también creían que era «hora de seguir adelante». Los comentarios acerca de que tanto él como sus colegas periodistas deberían tener un poco de dignidad y «no insistir más en ello», habían tocado de inmediato una fibra sensible de la gente. Patrick no se había hecho acreedor al despido sino que, por el contrario, era más popular de lo que jamás había sido.

Por la mañana, cuando le llegó desde el East River el obsceno sonido de la sirena de un barco, que probablemente remolcaba un lanchón de basura, aún estaba con el pene erecto. Yacía boca arriba en el dormitorio, envuelto por una luminosidad rosada, el color del tejido cicatricial. La verga erecta mantenía levantada la ropa de cama. Nunca había comprendido cómo las mujeres percibían esas cosas. Notó que Mary desplazaba de la cama los cojines con los pies. Le asió las caderas mientras ella se le sentaba encima y oscilaba de atrás adelante. Mientras se movían, la luz del día inundó la habitación y la desagradable coloración rosada empezó a palidecer.

– Vas a ver tú lo que es el impulso de la testosterona… -le susurró Mary antes de que él se corriera.

No importaba que ella tuviera mal aliento, pues eran amigos. Sólo se trataba de sexo, tan sincero y familiar como un apretón de manos. Se había levantado una barrera que existía desde mucho tiempo atrás. El sexo había sido una carga, un obstáculo entre ellos. Ahora no era gran cosa.

Mary no tenía nada de comer en el piso. Nunca cocinaba, ni siquiera desayunaba allí. Comentó que, ahora que sería madre, iba a buscar un piso más grande.

– Sé que estoy embarazada -dijo alegremente-. Lo noto.

– Bueno, desde luego es posible -se limitó a decir Patrick.

Empezaron a arrojarse los cojines y se persiguieron desnudos por el pequeño apartamento, hasta que Wallingford se golpeó la espinilla contra la superficie de cristal de la mesita baja, en la absoluta confusión de la sala. Entonces se ducharon juntos. Patrick se quemó con el grifo del agua caliente mientras se enjabonaban mutuamente y se retorcían, un torso contra el otro.

Dieron un largo paseo hasta una cafetería que les gustaba a los dos, en la avenida Madison, a la altura de las calles Sesenta o Setenta. Debido a los ruidos que competían en la vía pública, tuvieron que gritarse a lo largo de todo el trayecto. Entraron en la cafetería todavía gritando, como si hubieran estado nadando y no supieran que tenían los oídos llenos de agua.

– Es una lástima que no nos queramos -le decía Mary, en voz demasiado alta-. Así no tendrías que ir a Wisconsin y partirte allí el alma, y yo no me vería obligada a tener tu hijo sola.

Los demás parroquianos parecían dudar de que esto fuese juicioso, pero Wallingford accedió neciamente y le dijo que tenía la intención de decírselo a Doris. Mary frunció el ceño. Le preocupaba la aparente insinceridad de Patrick en lo que respectaba al intento de perder su empleo. (En cuanto a lo que pensaba realmente de la otra parte, que él le hiciera un hijo poco antes de declarar su amor eterno por Doris Clausen, Mary no dijo nada.)

– Vamos a ver -le dijo ella-. ¿Cuándo finaliza el contrato, dentro de un año y medio? Si te despidieran ahora, procurarían darte la liquidación más baja posible. Probablemente tendrías que conformarte con el salario de un año. Si te vas a Wisconsin, es de suponer que tardarás más de un año en encontrar un nuevo empleo, quiero decir uno de tu gusto.

A Patrick le tocó ahora el turno de fruncir el ceño. Su contrato finalizaría, en efecto, al cabo de año y medio, pero ¿cómo lo había sabido ella?

– Además -siguió diciéndole Mary-. Serán reacios a despedirte mientras seas el presentador. Tienen que dar la impresión de que quien ocupa el puesto de presentador es una persona en cuya valía están todos de acuerdo.

Sólo entonces cayó Wallingford en la cuenta de que Mary podría estar interesada en el puesto de presentadora. La había subestimado. Las mujeres de la sala de redacción no eran unas estúpidas, y Patrick había notado en ellas cierta inquina hacia Mary. Había pensado que eso se debía a que era la más joven, la más bonita, la más lista y presuntamente la más simpática. No había tenido en cuenta la posibilidad de que fuese también la más ambiciosa.

– Comprendo -dijo él, aunque no acababa de comprenderlo-. Continúa.

– Verás, yo en tu lugar pediría un nuevo contrato, por tres años… no, que sean cinco. Pero diles que no quieres seguir presentando, que quieres realizar tareas de información sobre el terreno. Diles también que sólo aceptarás los encargos que te interesen.

– ¿Que me rebaje yo mismo de categoría? -replicó él-. ¿Ésa es la manera de conseguir que me despidan?

– ¡Espera! ¡Déjame terminar! -Todos los clientes que acertaban a oírles estaban atentos a lo que decían-. Lo que haces es empezar a rechazar encargos. ¡Te vuelves demasiado exigente!

– … Demasiado exigente -repitió Patrick-. Ya veo.

– De repente ocurre algo importante… me refiero a una gran angustia, desolación, terror y la consiguiente aflicción. ¿Me sigues, Pat?

El la seguía. Empezaba a ver de dónde procedían algunas de las hipérboles del apuntador electrónico… no todo era obra de Fred. Wallingford nunca había estado a solas con Mary bajo la dura luz de media mañana, e incluso el azul de sus ojos era ahora nuevamente esclarecedor.

– Sigue, Mary.

– ¡La calamidad golpea! -Los clientes de la cafetería detenían sus tazas en el aire, o no las alzaban del platillo-. Es una primera noticia imponente, ya sabes de qué clase. Tenemos que enviarte, no puede hacerlo otro. Y tú te niegas a ir. -

– ¿Entonces me despiden? -le preguntó Wallingford.

– Entonces nos vemos obligados a despedirte, Pat.

Aunque no lo traslució, él ya había captado el momento en que «ellos» se habían convertido en «nosotros». Sí, desde luego, la había subestimado.

– Vas a tener un pequeñín muy listo, Mary -se limitó a decirle.

– Pero ¿no te das cuenta?-insistió ella-. Digamos que todavía quedan cuatro años o cuatro y medio de tu nuevo contrato. Te despiden y procuran pagarte la liquidación mínima. ¿Pero hasta dónde pueden rebajar? Pongamos que tres años. ¡Acaban pagándote el salario de tres años y estás libre! Bueno… estás libre en Wisconsin, si es ahí donde realmente quieres estar.

– Eso no depende de mi decisión -le recordó él.

Mary le tomó la mano. Mientras hablaban en voz demasiado alta, habían dado cuenta de un copioso desayuno. Los clientes de la cafetería, fascinados, los habían estado observando al tiempo que comían.

– Te deseo toda la suerte del mundo con la señora Clausen -le dijo seriamente Mary-. Sería una necia si no te aceptara.

Wallingford percibió la falsedad de estas palabras, pero no hizo ningún comentario. Pensó que una sesión de cine podría serle de ayuda, aunque decidirse por una película resultó frustrante. Patrick sugirió Arlington Road, pues sabía que a Mary le gustaba Jeff Bridges, pero las películas de suspense político la ponían demasiado tensa.

– ¿Eyes Wíde Shut? -propuso Wallingford, y observó una vacuidad extraña en la expresión de Mary-. La última película de Kubrick…

– Acaba de morir, ¿no es cierto?

– Así es.

– Todos esos elogios que han volcado sobre él me dan mala espina -dijo Mary.

Era una chica lista, desde luego. Pero, de todos modos, Patrick esperaba poder convencerla para ver esa película.

– Protagonizada por Tom Cruise y Nicole Kidman.

– A mi modo de ver, que estén casados lo echa todo a perder.

Su conversación se interrumpió con tal brusquedad que los clientes situados de tal manera que podían mirarlos discretamente así lo hicieron. Esto se debía en parte a que sabían que él era Patrick Wallingford, el hombre del león, en compañía de una guapa rubia, pero todavía más debido al frenesí verbal que había cesado de repente. Era como contemplar a una pareja en pleno coito que, de repente, y al parecer sin orgasmo, se hubiera detenido.

– No quiero ir al cine, Pat. Vayamos a tu casa. No he estado nunca en ella. Vayamos allí y jodamos un poco más.

Sin duda aquél era mejor material en bruto del que cualquier escritor en ciernes presente en la cafetería podría haber esperado escuchar.

– De acuerdo, Mary -le dijo Wallingford.

Él creía que la joven no se había dado cuenta de que el público del local estaba pendiente de ellos. Quienes no solían hallarse en público con Patrick Wallingford no estaban acostumbrados al hecho de que, sobre todo en Nueva York, todo el mundo reconocía al hombre de los desastres. Pero cuando pagaba la cuenta, observó que Mary encajaba con aplomo las miradas de los clientes y, cuando estuvieron en la acera, tomó a Patrick del brazo y le dijo que un pequeño episodio como aquél hacía maravillas en los índices de audiencia.

A él no le sorprendió que su piso le gustara a Mary más que el suyo propio.

– ¿Todo esto para ti solo? -le preguntó.

– No tiene más que un dormitorio, como el tuyo -protestó Wallingford.

Pero si bien esto era estrictamente cierto, el piso de Patrick en una de las calles Ochenta Este tenía una cocina lo bastante grande para contener una mesa, y la sala de estar se podía utilizar como comedor, si alguna vez lo necesitaba. Lo mejor de todo, desde el punto de vista de Mary, era el amplio espacio del dormitorio en forma de ele. La cuna y los objetos propios de una criatura cabrían en el tramo corto de la ele.

– El bebé podría estar ahí -dijo Mary, indicando el rincón desde la posición ventajosa de la cama-, y yo aún tendría un poco de intimidad.

– Te gustaría cambiar tu apartamento por el mío… ¿no es cierto, Mary?

– Bueno… si vas a estar casi siempre en Wisconsin. Vamos, Pat, parece que todos necesitáis una vivienda de paso en Nueva York. ¡Mi piso sería perfecto para ti!

Estaban desnudos, pero Wallingford apoyó la cabeza en el estómago liso y un tanto andrógino de Mary con más resignación que entusiasmo sexual. Había perdido las ganas de «joder un poco más», como ella le había dicho tan cautivadoramente en la cafetería. Patrick procuraba no imaginarse en su ruidoso apartamento de la calle Cincuenta y tantos Este. Detestaba la parte media de la ciudad, donde siempre había tanto estrépito. En comparación, las calles Ochenta parecían un barrio residencial.

– Te acostumbrarás al ruido -le dijo Mary mientras le restregaba lentamente el cuello y los hombros.

Era una chica lista, y por lo tanto capaz de leerle a Patrick el pensamiento. Él le rodeó las caderas con los brazos y la besó en el vientre pequeño y suave, tratando de imaginar los cambios que sufriría aquel cuerpo al cabo de seis, siete y ocho meses.

– He de admitir que tu piso sería mejor para el pequeño -comentó ella, y le dio un lametón en el interior de la oreja.

Patrick era incapaz de efectuar maquinaciones a largo plazo, y sólo podía admirar a Mary por todo cuanto había subestimado en ella. Era posible que pudiera aprender de aquella mujer, y tal vez entonces conseguiría lo que deseaba, la vida imaginada con la señora Clausen y el pequeño Otto. ¿O no era realmente eso lo que deseaba? De repente sintió que le abandonaba la confianza en sí mismo. ¿Y si lo que deseaba de veras era alejarse tanto del mundo televisivo como de Nueva York?

– Pobre pene -decía Mary, en tono consolador. Aunque lo estaba acariciando, el miembro no reaccionaba-. Debe de estar cansado -siguió diciendo-. Quizá deba descansar, probablemente debe reservarse para su actuación en Wisconsin.

– Esperemos que en Wisconsin actúe como es debido, Mary. Eso sería lo mejor para nuestros planes.

Ella le besó el miembro ligeramente, casi con indiferencia, a la manera en que tantas neoyorquinas podrían besar la mejilla de un simple conocido o un amigo no demasiado íntimo.

– Eres un chico listo, Pat. Y también eres esencialmente una buena persona, digan lo que digan los demás.

– Parece ser que lo único bueno que ven en mí son mis genes -se limitó a decir Wallingford.

Trató de imaginar lo que diría el apuntador electrónico durante la emisión del viernes, previendo que Fred ya podría haber aportado su colaboración. Entonces procuró imaginar lo que Mary aportaría también al guión, porque lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara había sido escrito por muchas manos invisibles, y ahora se daba cuenta de que Mary siempre había sido una parte de aquel todo.

Cuando resultó evidente que Wallingford no estaba en condiciones de hacer nuevamente el amor, Mary le sugirió que llegasen un poco antes al edificio de la televisión.

– Sé que te gustaría tener un conocimiento previo de lo que va a aparecer en el apuntador electrónico.

Así fue como lo expresó, y luego, cuando ya estaban en el taxi y se dirigían al centro de la ciudad, añadió que ella tenía algunas ideas que aportar. La oportunidad con que sacaba a relucir el tema era casi mágica. Le habló de «cierre», de «rematar el asunto Kennedy». El se dio cuenta de que Mary ya había escrito el guión.

Casi como una ocurrencia de última hora, cuando ya habían pasado por el control de seguridad y subían en el ascensor a la sala de redacción, Mary le tocó el antebrazo izquierdo, un poco por encima del borde del muñón, de aquella manera solidaria a la que tantas mujeres parecían proclives.

– Si yo estuviera en tu lugar, Pat, no me preocuparía por Fred, no pensaría para nada en él.

Al principio, Wallingford creyó que las mujeres de la sala de redacción estaban en ascuas porque Mary y él habían entrado juntos. Sin duda, por lo menos una de ellas los había visto salir juntos la noche anterior, y ahora todas estaban enteradas. Pero el motivo de la animada cháchara de las mujeres era otro: habían despedido a Fred. A Wallingford no le sorprendió ver que la noticia no impresionaba a Mary. (Con una leve sonrisa, desapareció en el lavabo de señoras.)

Lo que sí le sorprendió fue que le saludara un solo productor y un director ejecutivo. Este era un joven carirredondo llamado Wharton que siempre daba la sensación de estar reprimiendo el vómito. ¿Acaso era Wharton más importante de lo que Wallingford había creído? ¿También había subestimado a aquel hombre? De repente, la inocuidad de Wharton le parecía a Patrick potencialmente peligrosa. El aspecto inexpresivo, insípido del joven podría haber ocultado una autoridad latente para despedir a la gente… incluso a Fred, incluso a Patrick Wallingford. Pero la única referencia de Wharton a la pequeña rebelión de Wallingford en el noticiario nocturno del viernes y al posterior despido de Fred fue pronunciar (dos veces) la palabra «desafortunado». Entonces dejó a Patrick en compañía de la productora.

Patrick no estaba seguro de lo que significaba aquello. ¿Por qué sólo habían enviado a una productora para que hablara con él? En cualquier caso, era predecible quién iba a ser la persona enviada. Ya habían requerido con anterioridad sus servicios, cuando les pareció que Wallingford necesitaba una charla estimulante o alguna otra clase de instrucción.

Se llamaba Sabina, y había conseguido promocionarse gracias a sus esfuerzos. Años atrás formaba parte del equipo de periodistas en la sala de redacción. Patrick se había acostado con ella, pero una sola vez, cuando era mucho más joven y aún estaba casada con su primer marido.

– Supongo que hay un sustituto provisional de Fred, ¿no? -especuló Wallingford-. Un nuevo director de pista, por así decirlo…

– Yo, en tu lugar, no diría que se trata de una sustitución provisional le previno Sabina. (Él observó que, al igual que Mary, aquella mujer tendía a decir «yo, en tu lugar»)-. Yo diría que ese nombramiento se ha estado preparando durante mucho tiempo y que no tiene nada de «provisional».

– ¿Eres tú, Sabina? -le preguntó Wallingford, aunque en realidad estaba pensando en la posibilidad de que fuese Wharton.

– No, es Shanahan -respondió Sabina, con un deje muy tenue de amargura en la voz.

– ¿Shanahan? -repitió Patrick. Ese apellido no le decía nada.

– Mary, para ti -dijo Sabina.

¡De modo que se llamaba así! Ni siquiera lo recordaba ahora. ¡Mary Shanahan! Debería haberlo sospechado.

– Buena suerte, Pat -le deseó Sabina-. Nos veremos en la reunión preparatoria del guión.

La mujer le dejó a solas con sus pensamientos, pero Patrick no estuvo solo mucho tiempo.

Cuando llegó a la sala de redacción, las periodistas ya estaban reunidas, vivaces e inquietas como perras nerviosas. Una de ellas deslizó un informe sobre la mesa, en dirección a Patrick. A primera vista le pareció un comunicado de prensa sobre la noticia que él ya conocía, pero no tardó en ver que, además de sus tareas como nueva jefa de redacción, habían nombrado a Mary Shanahan productora del programa. Ése debía de ser el motivo por el que Sabina tuvo tan poco que decir en la reunión anterior. También ella era productora, sólo que ahora no parecía ser una productora tan importante como lo había sido antes de que nombraran a Mary.

En cuanto a Wharton, el director mofletudo, nunca abría la boca en las reuniones para la preparación de los guiones. Era uno de esos hombres que hacen todas sus observaciones des de la ventaja que ofrece la comprensión a posteriori. Siempre efectuaba sus comentarios después de los hechos consumados. Sólo asistía a las reuniones para saber quién era responsable de lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara, lo cual imposibilitaba saber hasta qué punto Wharton era importante.

En primer lugar revisaron las imágenes de archivo seleccionadas. No había una sola imagen que no estuviera ya bien grabada en la conciencia del público. La toma más desvergonzada, con la que finalizaba el montaje en una foto fija, era una imagen de Caroline Kennedy Schlossberg tomada clandestinamente. No era del todo nítida, pero parecía haberse tomado en el momento en que Caroline trataba de impedir que filmaran a su hijo. El chico encestaba pelotas, tal vez en el sendero de acceso de la casa de verano que los Schlossberg tenían en Sagaponack. El cámara había usado un teleobjetivo, como lo evidenciaban las ramas desenfocadas (probablemente ligustro) en primer plano del cuadro. (Alguien debía de haber introducido una cámara a través del seto.) El niño hacía caso omiso de la cámara, o al menos lo fingía.

Habían captado a Caroline Kennedy Schlossberg de perfil. Aún tenía un aspecto elegante y digno, pero el insomnio, o quizá la tragedia, le habían demacrado más el rostro. (Su aspecto refutaba la idea consoladora de que uno se acostumbra al sufrimiento.)

– ¿Por qué usamos esto? -preguntó Patrick-. ¿No nos da vergüenza o, por lo menos, no nos violenta un poco?

– Sólo hay que comentarlo un poco, Pat -respondió Mary Shanahan.

– A ver qué te parece esto, Mary. Podría decir: «Somos neoyorquinos y tenemos la buena reputación de ofrecer anonimato a los famosos. Sin embargo, últimamente no nos merecemos esa reputación». ¿Eh? ¿Qué tal si dijera esto?

Nadie le respondió. Los ojos azul claro de Mary centelleaban tanto como su sonrisa. Las mujeres de la sala de redacción no cabían en sí de la emoción. A Patrick no le habría extrañado que hubiesen empezado a morderse unas a otras.

– O quizá podría decir esto -prosiguió Wallingford-: «Según cuantos le conocían, John F. Kennedy hijo era un joven moderado y decente. Una moderación y decencia similares por nuestra parte sería estimulante».

Hubo una pausa que habría sido cortés si no fuera por los suspiros exagerados de las periodistas.

– He escrito algo -señaló Mary, casi con timidez. El guión ya estaba allí, en el apuntador electrónico. Debía de haberlo escrito el día anterior, o tal vez antes.

La primera frase del guión apareció en el apuntador electrónico: «Hay ciertos días, incluso ciertas semanas, en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero».

– ¡Tonterías! -exclamó Patrick-. Ese papel no es nada ingrato. ¡Al contrario, nos encanta!

Mary sonrió recatadamente mientras el apuntador electrónico seguía girando: «Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas». Siguió una indicación de pausa.

– Me gusta -dijo una de las periodistas.

Wallingford sabía que habían tenido una reunión previa. (Siempre había una reunión previa a la reunión general.) Sin duda habían decidido cuál de ellas diría: «Me gusta».

Entonces otra de las periodistas tocó el brazo izquierdo de Patrick, en el lugar acostumbrado.

– Me gusta porque no da la sensación de que pides disculpas por lo que dijiste anoche -le explicó. Dejó descansar su mano en el antebrazo de Patrick un poco más de lo que era natural o necesario.

– Por cierto, los índices de audiencia de anoche han sido magníficos -dijo Wharton.

Patrick sabía que haría mejor en no mirar a Wharton, cuya cara redonda era una esfera fofa al otro lado de la mesa.

– Anoche estuviste estupendo, Pat -añadió Mary.

Su observación fue tan oportuna que también debía de haber sido ensayada en el encuentro previo a la reunión general, porque ninguna de las mujeres presentes se rió entre dientes, como sin duda habría ocurrido en otras circunstancias. Todas estaban tan serias como un jurado que ha tomado su decisión. Por supuesto, Wharton era el único de los asistentes a la reunión que ignoraba que la noche anterior Patrick Wallingford se había ido a casa con Mary Shanahan, aunque de haberlo sabido no le habría importado lo más mínimo.

Mary le concedió a Patrick el tiempo apropiado para que respondiera. Todos se lo dieron, tan silenciosos y respetuosos. Entonces, cuando Mary vio que él no iba a decir nada, puso fin a la reunión.

– Bien, si todo está perfectamente claro…

Mientras se encaminaba a la sala de maquillaje, reflexionó en que, de todas las conversaciones que había sostenido con Mary, había una sola que no lamentaba. La segunda vez que hicieron el amor, cuando amanecía, él le habló del repentino e inexplicable deseo que le había provocado la chica de maquillaje. La reacción de Mary había sido de absoluta condena.

– No te estarás refiriendo a Angie, ¿verdad?

Él no sabía el nombre de la maquilladora.

– La que masca chicle…

– ¡Esa es Angie! -exclamó Mary-. ¡Esa chica es un desastre!

– Pues me pone cachondo, no sabría decirte por qué. Tal vez sea por el chicle.

– Puede que sea tan sólo porque eres un caliente, Pat.

– Es posible.

Pero el asunto no había quedado zanjado con tanta facilidad. Caminaban hacia la cafetería de la avenida Madison cuando Mary, sin que viniera a cuento, exclamó:

– ¡Angie! Dios mío, Pat… ¡Esa chica da risa! Todavía vive con su familia. Su padre es policía del metro o algo así, en Queens. ¡Es de Queens!

– ¿A quién le importa de dónde sea? -le preguntó Patrick.

Al reflexionar en ello, le parecía curioso que Mary hubiera querido un hijo suyo, se hubiera mostrado interesada por su piso y le hubiera aconsejado sobre la manera más ventajosa de conseguir el despido. Bien mirado, y hasta un grado minuciosamente calculado, realmente daba la impresión de que quería ser su amiga. Incluso le había deseado que las cosas le fuesen bien en Wisconsin, y Wallingford no había percibido la menor señal de que tuviera celos de la señora Clausen. En cambio, se mostraba fuera de sí por algo tan trivial como que una maquilladora le excitara sexualmente. ¿Cuál era el motivo?

Se sentó en la silla de maquillaje y contempló a aquella chica que le atraía mientras ella se ocupaba de sus patas de gallo (de una manera especial aquella noche) y las ojeras.

– Esta noche no has dormido gran cosa, ¿eh? -le dijo Angie, entre uno y otro chasquido de la goma de mascar. Había cambiado de chicle; la noche anterior emitía un olor a menta, y ahora mascaba algo afrutado.

– Así es, por desgracia -replicó Patrick-. Otra noche de insomnio.

– ¿Por qué no puedes dormir?

Wallingford frunció el entrecejo. Estaba pensando, preguntándose hasta dónde podía llegar.

– No arrugues la frente -le pidió Angie-. ¡Relájate! -Le estaba dando toques de maquillaje con un cepillito blando-. Así está mejor. Bueno, ¿por qué no puedes dormir? ¿No vas a decírmelo?

Qué diablos, se dijo Patrick. Si la señora Clausen le rechazaba, ya nada le importaba. ¿Qué más daba que acabara de dejar encinta a su jefa? En algún momento, durante la reunión preparatoria del guión, ya había decidido no intercambiar los pisos. Y si Doris le aceptaba, aquélla sería su última noche como hombre libre. Sin duda algunos de nosotros estamos familiarizados con el hecho de que la anarquía sexual puede preceder al compromiso con la vida monógama. Así razonaba el Patrick Wallingford de siempre; su talante licencioso se reafirmaba.

– No puedo dormir porque no dejo de pensar en ti -le confesó Wallingford.

La maquilladora acababa de extender la mano y con los dedos pulgar e índice suavizaba lo que ella llamaba «líneas de la sonrisa» en las comisuras de su boca. Él notó los dedos de la chica sobre su piel como si la mano hubiera expirado allí. Angie se había quedado boquiabierta, dejando el chicle a medio estallar.

Angie llevaba un suéter de manga corta ceñido, de color sorbete de naranja. De una cadena alrededor del cuello le pendía un grueso sello, inequívocamente masculino, lo bastante pesado para separarle los senos. Incluso éstos dejaron de moverse mientras retenía la respiración. Todo estaba en suspenso.

Finalmente respiró de nuevo, una larga exhalación que olía a goma de mascar. Patrick veía su propia cara en el espejo, pero no la de ella. Sólo veía los músculos tensos en el cuello de la muchacha, y uno o dos mechones colgantes de su cabello negro azabache. A través del suéter naranja, subido por encima de la cintura de la ceñida falda negra, se le veían las tiras del sostén. Tenía la piel de color oliváceo y los brazos cubiertos de vello oscuro.

Angie tenía poco más de veinte años, y a Wallingford no le había sorprendido saber que aún vivía con sus padres, como tantas otras chicas trabajadoras de Nueva York. Tener tu propio piso era demasiado caro, y los padres, en general, eran más dignos de confianza que algunas compañeras de habitación. Patrick empezaba a creer que Angie no iba a reaccionar. Sus suaves dedos volvían a extenderle el maquillaje sobre la piel. Por fin Angie aspiró hondo y retuvo el aliento, como si estuviera pensando en lo que iba a decir. Entonces exhaló otra bocanada de aire con aroma frutal, empezó a mascar el chicle de nuevo, con rapidez, y su aliento se volvió entrecortado además de aromático. Wallingford se sentía incómodo, consciente de que ella le escrutaba el rostro en busca de algo más que imperfecciones y arrugas.

– ¿Me estás pidiendo que salga contigo? -le susurró Angie.

Una y otra vez dirigía la vista a la puerta abierta de la sala de maquillaje, donde estaba a solas con Patrick. La peluquera había bajado en el ascensor a la calle y estaba en la acera, fumando un cigarrillo.

– Te diré cómo puedes tomarlo, Angie -susurró Wallingford a la chica agitada y jadeante-. Si juegas bien tus cartas, esto es claramente una muestra de acoso sexual.

Wallingford estaba satisfecho de sí mismo por haber imaginado una manera de conseguir que le despidieran en la que no había pensado Mary Shanahan, pero Angie no sabía que le hablaba en serio, creía que sólo estaba tonteando con ella. Y, como Wallingford había supuesto acertadamente, estaba encaprichada de él.

– ¡Ja! -dijo Angie, con una sonrisa retozona. Él vio el color de su chicle por primera vez: era violeta. (Uva o alguna variación sintética de esa fruta.)

Empuñaba las pinzas y parecía mirar fijamente un punto entre sus ojos. Cuando se inclinó más sobre él, Patrick aspiró su olor: el perfume, el cabello, el chicle. Era un olor delicioso, que recordaba un poco el de unos grandes almacenes.

Vio los dedos de su mano derecha en el espejo, y los extendió sobre la estrecha franja de piel entre la cintura de la falda y el suéter alzado con tanta decisión como si fuese el teclado de un piano antes de ponerse a tocar. En aquel momento se sentía descaradamente como un virtuoso jubilado a medias, que llevaba largo tiempo sin practicar pero que no había perdido el toque.

Cualquier abogado de Nueva York aceptaría de inmediato hacerse cargo del caso. Wallingford sólo confiaba en que ella no le sacara los ojos con las pinzas.

Pero mientras tocaba la cálida piel de Angie, ella arqueó la espalda de tal manera que le presionaba la mano… mejor dicho, se amoldaba a ella. Le arrancó suavemente con las pinzas un pelo de la ceja en el puente de la nariz, y entonces le besó en los labios con la boca un poco abierta. Él notó el sabor del chicle.

Quería decirle: «¡Por Dios, Angie, deberías demandarme!», pero no podía apartar la mano de ella. Instintivamente, deslizó los dedos bajo el suéter y avanzó por la columna vertebral de la joven, hasta llegar a la tira posterior del sujetador.

– Me encanta el chicle -le dijo. El mujeriego de siempre encontraba fácilmente las palabras apropiadas.

Ella volvió a besarle, esta vez separándole los labios y después los dientes con su lengua poderosa.

Se sintió un poco desconcertado cuando Angie le introdujo en la boca el viscoso chicle; por un alarmante momento imaginó que le había mordido la lengua. No era aquélla la clase de juego amoroso previo a que estaba acostumbrado… no había salido con muchas mascadoras de chicle. La espalda desnuda de la muchacha se contorsionaba contra su mano, y los senos bajo el fino suéter le rozaban el pecho.

Una de las mujeres de la sala de redacción carraspeó en el umbral. Eso era casi exactamente lo que Wallingford había querido: que Mary Shanahan le viera besando y palpando a Angie. Pero sin duda informarían a Mary del incidente antes de que el presentador se sentara ante la cámara.

– Tienes cinco minutos, Pat -le dijo la mujer.

Angie, que le había pasado su chicle, todavía se estaba bajando el suéter cuando regresó la peluquera tras haberse fumado un pitillo en la calle. Era una mujer de raza negra, voluminosa y con un olor como a tostada de canela y pasas. Siempre se fingía exasperada cuando el cabello de Patrick no necesitaba sus cuidados. A veces le rociaba con un poco de loción, o le restregaba con una pizca de gel. Esta vez se limitó a darle unas palmaditas en lo alto de la cabeza y abandonó la sala.

– ¿Estás seguro de saber en qué te estás metiendo? -le preguntó Angie-. Mi vida es más bien complicada -le advirtió-Tengo un montón de problemas, si sabes lo que quiero decir.

– ¿Qué quieres decir, Angie?

– Si vamos a salir esta noche, tengo que cancelar otros planes, he de hacer varias llamadas telefónicas, para empezar.

– No quiero causarte ninguna molestia, Angie.

La chica buscaba algo en el interior de su bolso, y Wallingford supuso que era una agenda telefónica. Pero no, lo que buscaba era más chicle.

– Bueno -le dijo, mascando de nuevo-. ¿Quieres que salgamos esta noche o qué? No es ninguna molestia, sólo que debo hacer unas llamadas.

– Sí, esta noche -replicó él.

¿Por qué no iba a hacerlo? No sólo no estaba casado con la señora Clausen, sino que ella no le había dado ninguna esperanza. No tenía motivos para pensar que llegaría a casarse con ella, y lo único que sabía era que deseaba proponérselo. Dadas las circunstancias, la anarquía sexual era tan comprensible como recomendable. (Para el Patrick Wallingford de siempre, claro.)

– Supongo que tienes teléfono en casa -le decía Angie-. Podrías darme el número. No se lo diré a nadie a menos que sea necesario.

Estaba anotando su número de teléfono cuando la misma mujer de antes apareció de nuevo en el umbral, a tiempo de ver el papelito que cambiaba de mano. «Esto se pone cada vez mejor», pensó Wallingford.

– Dos minutos, Pat -le dijo la observadora mujer.

Mary le aguardaba en el estudio. Le tendió la mano, cuya palma estaba cubierta por un pañuelo de papel.

– Escupe el chicle, tonto -le dijo.

El placer de Patrick al depositar en su mano la viscosa masa de chicle violáceo no fue pequeño.

Inició el noticiario del viernes con más formalidad de la habitual, diciendo «Buenas noches». Eso no figuraba en el apuntador electrónico, pero Wallingford quería parecer tan insinceramente sombrío como fuese posible. Al fin y al cabo, conocía el nivel de insinceridad existente detrás de lo que iba a decir a continuación.

– Buenas noches. Hay ciertos días, incluso ciertas semanas en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero. Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas.

Era consciente de que las palabras caían a su alrededor como prendas húmedas, tal como se había propuesto. Cuando empezaron a emitir las imágenes de archivo y Patrick supo que estaba fuera de cámara, buscó con la mirada a Mary, pero ésta ya se había ido, al igual que Wharton. El montaje era interminable, con el ritmo de un servicio religioso demasiado largo. No hacía falta ser un genio para conocer por anticipado los índices de audiencia del noticiario.

Por último apareció aquella imagen gratuita de Caroline Kennedy Schlossberg protegiendo a su hijo del teleobjetivo. Cuando esa imagen quedó fija, Patrick se preparó para decir sus palabras de cierre. Tendría tiempo para decir lo habitual: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto», o algo de duración equivalente.

Aunque Wallingford no tenía la sensación de ser infiel a la señora Clausen, puesto que no estaban comprometidos, de todos modos le parecía que actuar como si nada hubiera ocurrido sería en cierto modo una traición a la madre y al niño. Tras lo que había hecho la noche anterior con Mary, y pensando en la noche que le esperaba con Angie, no le parecía correcto pronunciar siquiera el nombre de la señora Clausen.

Y no sólo eso, sino que deseaba decir algo más. Cuando finalizó la emisión de las imágenes de archivo, miró fijamente a la cámara y dijo: «Ojalá éste sea el final del asunto». Era una palabra más corta, pero en la primera frase Patrick no hacía ninguna pausa ni en el punto y seguido, y mucho menos en las comas, por lo que la duración de ambas frases era casi idéntica; de hecho sólo tardaba tres segundos en decirlo en vez de cuatro. Patrick lo sabía porque lo había cronometrado.

Aunque la observación final de Wallingford no mejoró los índices de audiencia, gracias a ella hubo algunos elogios del noticiario vespertino en la prensa. Un comentario en The New York Times, que en realidad era una cáustica crítica de la cobertura que se había dado a la muerte de John F. Kennedy hijo, alababa a Patrick por lo que el articulista denominaba «tres segundos de integridad en una semana de sordidez». Wallingford, a su pesar, parecía más insustituible que nunca.

Naturalmente, cuando finalizó el telediario de la noche del viernes, Mary Shanahan había desaparecido, y también estaban ausentes Wharton y Sabina. No había duda de que tenían una reunión. Mientras desmaquillaban a Patrick, éste hizo una exhibición pública de su afecto físico hacia Angie, hasta tal punto que la peluquera abandonó la sala, disgustada. Wallingford buscó, además, el momento adecuado para marcharse con Angie: los dos salieron cuando un grupo de mujeres de la sala de redacción, un grupo pequeño pero muy comunicativo, susurraban junto a los ascensores.

¿Pero era pasar una noche con Angie lo que quería realmente? ¿Cómo podía considerarse una aventura sexual con la maquilladora veinteañera como un avance en el viaje hacia la mejora de sí mismo? ¿No eran aquéllas las maneras propias del Patrick Wallingford de siempre, que volvía a caer en sus viejas mañas? ¿Cuántas veces puede repetir un hombre su pasado sexual antes de que ese pasado se convierta en lo que él es?

No obstante, aunque no podía explicar la sensación, ni siquiera a sí mismo, Wallingford se sentía como un hombre nuevo, que estaba en el camino recto. Era un hombre con una misión, que seguía un trayecto laberíntico en dirección a Wisconsin, a pesar del desvío que ahora tomaba. ¿Y qué decir del desvío de la noche anterior? A pesar de todo, esos desvíos no eran más que preparativos para encontrarse con la señora Clausen y conquistar su corazón. Por lo menos Patrick trataba de convencerse a sí mismo de ello.

Llevó a Angie a un restaurante de la Tercera Avenida, a la altura de la calle Ochenta. Tras una cena con vino, fueron a pie hasta el piso de Wallingford, Angie un poco tambaleante. La excitada muchacha volvió a darle su goma de mascar. El viscoso intercambio siguió a un beso largo y profundo, sólo unos segundos después de que Patrick hubiera abierto y luego cerrado de nuevo con llave la puerta del piso.

El chicle era de un nuevo sabor, algo muy refrescante y plateado. Cuando Wallingford respiraba por la nariz, notaba un picor en las fosas nasales; cuando respiraba por la boca, notaba frío en la lengua. En cuanto Angie se excusó para ir al baño, Patrick escupió el chicle en la palma. La superficie brillante y con reflejos metálicos de la goma de mascar temblaba como un charquito de mercurio. La tiró y se lavó la mano en el fregadero de la cocina antes de que Angie saliera del baño, desnuda y envuelta en una toalla de baño, y se arrojara en sus brazos. Una chica atrevida, una ardua noche por delante… A Patrick no le sería fácil encontrar el tiempo necesario para hacer el equipaje antes de partir hacia Wisconsin.

Estaban, además, las llamadas telefónicas, que iban a escuchar a través del contestador automático durante toda la noche. Él se mostraba partidario de bajar el volumen, pero Angie insistió en controlar las llamadas. En primer lugar, había dado a varios miembros de su familia el número de Patrick por si se presentaba una emergencia. Pero la primera llamada fue de la nueva jefa de redacción de Patrick, Mary Shanahan.

Wallingford oyó el fondo cacofónico que creaban las mujeres de la sala de redacción, la ruidosa hilaridad de su celebración, que contrastaba con la voz de barítono del camarero al recitar «los cócteles especiales de esta noche», antes de que Mary pronunciara una sola palabra. La imaginó encorvada sobre el móvil, como si fuera a comérselo. Con una de sus manos de esbeltos dedos se cubriría un oído, mientras ahuecaría la otra sobre la boca. Un mechón de cabello rubio le caería sobre el rostro, tal vez ocultando los ojos de color zafiro. Por supuesto, las mujeres de la sala de redacción sabrían que le estaba llamando a él, tanto si ella se lo había dicho como si no.

– Lo que has hecho ha sido una jugada sucia, Pat -empezó a decir Mary a través del contestador.

– ¡Es la señorita Shanahan! -susurró Angie, presa de pánico, como si Mary pudiera oírla.

– Sí, lo es -le respondió Patrick, también en un susurro.

La maquilladora se contorsionaba encima de él, el rostro cubierto por la espléndida cabellera, de color negro azabache. Lo único que Wallingford podía verle era una de sus orejas, pero, a juzgar por el aroma, dedujo que su nuevo chicle era de frambuesa o de fresa.

– No me has dicho nada, ni siquiera «felicidades» -siguió diciendo Mary-. Mira, eso puedo soportarlo, pero no que te ligues a esa chica horrible. Supongo que quieres humillarme. ¿Se trata de eso, Pat?

– ¿Soy yo la chica horrible? -le preguntó Angie. Estaba empezando a jadear, y al mismo tiempo emitía una especie de gruñido bajo desde el fondo de la garganta, tal vez causado por la goma de mascar-. ¿Qué tiene contra mí la señorita Shanahan?

Hablaba como si se estuviera quedando sin aliento. ¿Algo parecido a lo que le ocurría a Crystal Pitney? Wallingford confió en que no fuese así.

– Anoche me acosté con Mary -le dijo Patrick-. Quizá la he dejado embarazada. Eso es lo que ella quería.

– Ah, eso lo explica más o menos -replicó la maquilladora.

– ¡Sé que estás ahí! -aulló Mary-. ¡Contéstame, idiota!

– Ostras… -empezó a decir Angie. Movía a Wallingford, al parecer empeñada en que se pusiera sobre ella, como si ya se hubiera cansado de estar encima.

– ¡Deberías estar haciendo las maletas para irte a Wisconsin! -gritó Mary-. ¡Deberías estar descansando para el viaje!

Una de las redactoras intentaba tranquilizarla. Se oía al camarero diciendo algo acerca de la temporada de trufas. Patrick reconoció la voz del camarero. Era un restaurante italiano en la calle Diecisiete Oeste.

– ¿Y qué pasa con Wisconsin? -gimió Mary-. Quería pasar el fin de semana en tu piso mientras estabas en Wisconsin, sólo para probar… -Los sollozos la interrumpieron.

– ¿Qué pasa con Wisconsin?-jadeó Angie.

– Me iré allá mañana a primera hora -se limitó a decir Wallingford.

Una voz diferente surgió del contestador automático; una de las redactoras había tomado el móvil de Mary después de que ésta se hubiera echado a llorar.

– Eres un desgraciado, Pat -le dijo la mujer.

Wallingford se formó una imagen mental de su rostro quirúrgicamente reducido. Era la mujer con la que estuvo en Bangkok, mucho tiempo atrás. En aquel entonces tenía la cara más llena. Ese insulto fue lo único que dijo.

– ¡Ja! -exclamó Angie.

Le había obligado a ponerse de costado, una posición a la que Wallingford no estaba acostumbrado. Le resultaba un poco dolorosa, pero la maquilladora estaba adquiriendo impulso, y su gruñido se había convertido en un gemido.

Cuando el contestador recogió la segunda llamada, Angie apretó con un talón la rabadilla de Patrick. Todavía estaban unidos de costado, y la muchacha gruñía sonoramente, cuando una voz femenina dijo en tono lastimero:

– ¿Está ahí mi niña? ¡Oh, Angie, Angie… cariño! Tienes que interrumpir lo que estás haciendo, Angie. ¡Me estás rompiendo el corazón!

– Por el amor de Dios, mamá… -empezó a decir Angie, pero estaba jadeando. El gemido había vuelto a convertirse en un gruñido, y éste en un rugido.

Wallingford se dijo que probablemente tendía a gritar, y temió que los vecinos pensaran que estaba asesinando a la chica. Mientras ésta se volvía con brusquedad, poniéndose boca arriba, él pensaba que debería estar haciendo el equipaje para irse a Wisconsin. De alguna manera, aunque la había penetrado a fondo, ella tenía una pierna encima de su hombro. Intentaba besarla, pero la rodilla se interponía.

La madre de Angie lloraba de una manera tan rítmica que el contestador automático emitía por sí mismo un sonido preorgásmico. Wallingford no oyó el final del mensaje, porque los gritos de Angie ahogaron los últimos sollozos de su madre. Patrick supuso erróneamente que ni siquiera los gritos durante el parto podían ser tan ruidosos, ni siquiera los de Juana de Arco en la hoguera. Pero los gritos de Angie cesaron bruscamente, y por un instante yació como si estuviera paralizada; entonces empezó a agitarse. Su cabello azotaba el rostro de Wallingford, su cuerpo se movía a sacudidas contra él y sus uñas le rastrillaban la espalda.

Vaya por Dios, se dijo Wallingford, no sólo era gritona sino que también arañaba. No se había olvidado de aquella Crystal Pitney, cuando era más joven y estaba soltera. Aplicó la frente a la garganta de Angie, para que ella no pudiera sacarle los ojos. Temía sinceramente la siguiente fase de su orgasmo, pues la muchacha parecía poseer una fuerza sobrehumana. Sin producir ningún sonido, ni siquiera un gemido, tuvo la fuerza suficiente para arquear la espalda y desplazar a Patrick, quien quedó primero de lado y luego boca arriba. Milagrosamente, su cópula se mantuvo; era como si nunca fuesen a separarse. Se sentían unidos a perpetuidad, una nueva especie zoológica. Él notaba los latidos del corazón de la joven; a ésta le vibraba el pecho, pero no emitía sonido alguno, ni siquiera el de la respiración.

Entonces se dio cuenta de que no respiraba. ¿Además de sus tendencias a gritar y arañar tenía también la de perder el sentido? El necesitó toda su fuerza para enderezar los brazos, y, con la mano en un seno y el muñón en el otro, la empujó hasta apartarla de sí. En ese momento percibió que se estaba asfixiando con la goma de mascar: tenía el rostro azulado y sólo se le veía el blanco de sus ojos de color castaño oscuro. Wallingford le asió la mandíbula colgante y la golpeó con el muñón debajo de la caja torácica, un puñetazo sin puño. El dolor inmediato le recordó los días que siguieron a la operación de trasplante, un dolor que le había causado náuseas y se transmitía desde el antebrazo al hombro antes de dirigirse al cuello. Con una brusca exhalación, Angie expelió la goma de mascar.

Sonó el teléfono mientras la asustada muchacha yacía estremecida sobre su pecho, sacudida por los sollozos y aspirando grandes bocanadas de aire.

– Me estaba muriendo -dijo en voz entrecortada. Patrick, que había creído que ella se estaba corriendo, no dijo nada, mientras el contestador automático recibía otra llamada-. Me moría y, al mismo tiempo, me estaba corriendo -añadió la muchacha-. Era muy raro.

El contestador automático emitió una voz procedente del sombrío subsuelo de la ciudad. Se oían chirridos metálicos y el estrépito de un tren subterráneo, por encina del cual el padre de Angie, vigilante del metro, dejó claramente su mensaje.

– ¿Tratas de matar a tu madre o qué, Angie? Ni come ni duerme ni va a misa… -Los chirridos de otro tren ahogaron los lamentos del vigilante.

– Es papá -le dijo Angie a Wallingford.

Estaba moviendo de nuevo las caderas. Como pareja, parecían unidos eternamente: un dios y una diosa menores que representaban la muerte por medio del placer.

Angie gritaba de nuevo cuando el teléfono sonó por cuarta vez. Patrick se preguntó qué hora sería, pero cuando consultó el despertador digital, algo rosado cubría la esfera. Tenía un repugnante aspecto anatómico, como parte de un pulmón, pero no era más que el chicle de Angie… sí, desde luego, su aroma era el de alguna baya. La luz del despertador, al brillar a través de la sustancia, hacía que pareciera tejido vivo.

Los dos alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo, y ella, sin duda por la necesidad que tenía del chicle, le clavó los dientes en el hombro izquierdo. Patrick resistió bien el dolor, pues los había sufrido peores, pero Angie se mostró incluso más entusiasta de lo que él había esperado. Gritaba, se asfixiaba y mordía. Aún le tenía aferrado el hombro con los dientes cuando perdió el sentido.

– Eh, lisiado -dijo la voz de un desconocido en el contestador automático-. Eh, señor manco, ¿sabe una cosa? Va a perder algo más que la mano, mire lo que le digo. Va a terminar sin otra cosa entre las piernas que un pingajo de mierda.

Wallingford besó a Angie, tratando de despertarla, pero la chica seguía desvanecida, con una sonrisa en los labios.

– Hay una llamada para ti -le susurró Patrick al oído-. Puede que quieras responder.

– Eh, cara de culo -dijo el hombre del contestador automático-, ¿sabías que incluso las personalidades de la televisión pueden desaparecer?

Debía de llamar desde un coche en movimiento. La radio emitía una melodía de Johnny Mathis, con el volumen bajo, pero no lo suficiente. Wallingford pensó en el anillo de sello que Angie llevaba colgado del cuello, adecuado para un dedo del tamaño de su dedo gordo del pie. Pero ella ya se había quitado el anillo, había descartado a su propietario, diciendo de él que era «un don nadie», un tipo «del extranjero». Bueno, ¿quién era el hombre que llamaba?

– Creo que deberías escuchar esto, Angie -susurró Patrick.

Enderezó suavemente a la muchacha dormida hasta que estuvo sentada. El cabello le cayó hacia delante, le ocultó el rostro y cubrió los hermosos senos. Su olor era el de una mezcla deliciosa de frutas y flores. Tenía el cuerpo cubierto por una delgada y reluciente película de sudor.

– Escúcheme, señor manco -siguió diciendo el hombre del contestador-. Voy a meter su polla en una licuadora, ¡y luego me la beberé!

Así finalizó la desagradable llamada.

Wallingford estaba haciendo el equipaje para partir hacia Wisconsin, cuando Angie se despertó.

– ¡Jolin, me estoy meando! -dijo la muchacha.

– Ha habido otra llamada… esta vez no era tu madre. Un tipo ha dicho que iba a meter mi pene en una licuadora.

– Ah, debía de ser mi hermano Vittorio… Vito, para abreviar -replicó Angie. Dejó abierta la puerta del baño mientras orinaba-. ¿De veras ha dicho «pene»? le preguntó desde el lavabo.

– No, en realidad ha dicho «polla».

– Sí, seguro que es Vito -dijo ella-. Es inofensivo, ni siquiera tiene un empleo. -¿Por qué razón el hecho de estar desempleado le convertía en inofensivo?-. Bueno, dime, ¿qué hay en Minnesota? -inquirió Angie.

– Wisconsin -la corrigió él-. Una mujer a la que voy a pedir que se case conmigo. Probablemente me rechazará.

– Vaya, tienes un buen problema, ¿lo sabías? -repuso Angie, y tiró de él para que volviera a la cama-. Ven aquí, has de tener más confianza y pensar que ella te aceptará. De lo contrario, ¿por qué te molestas en ir allá?

– Creo que ella me quiere.

– ¡Pues claro que sí! -exclamó la muchacha-. Sólo tienes que practicar. Vamos, puedes practicar conmigo. Vamos… ¡pregúntamelo!

Él lo intentó; al fin y al cabo, había estado ensayando. Le dijo lo que quería decir a la señora Clausen.

– Ostras… eso es terrible -replicó Angie-. Para empezar, no puedes andar pidiendo disculpas. Tienes que ir directo al grano y decirle: «No puedo vivir sin ti». Esa clase de cosas. Vamos… ¡dilo!

– No puedo vivir sin ti -dijo Wallingford, de una manera nada convincente.

– Madre mía…

– ¿Qué pasa? -le preguntó Patrick.

– ¡Tienes que decirlo mejor!

Sonó el teléfono, la quinta llamada. Era Mary Shanahan de nuevo, y presumiblemente llamaba desde su piso solitario en una de las calles Cincuenta Este… Wallingford casi percibía el ruido de los coches que pasaban raudos por la avenida Franklin Delano Roosevelt.

– Creía que éramos amigos -empezó a decirle Mary-. ¿Es así como tratas a una amiga? Una mujer que va a ser madre de tu hijo…

O bien se le quebró la voz, o bien sus pensamientos se habían esfumado.

– Tiene razón -le dijo Angie a Patrick-. Será mejor que le digas algo.

Wallingford pensó en sacudir la cabeza, pero yacía con la cara sobre los senos de Angie, y le pareció que sería demasiado grosero sacudir la cabeza en esa posición.

– ¡No es posible que todavía te estés tirando a esa chica! -exclamó Mary.

– Si no hablas con ella, lo haré yo -dijo la solidaria maquilladora-. Alguien tiene que hacerlo.

– Pues háblale tú -replicó Wallingford.

Deslizó la cabeza más abajo, hasta el vientre de Angie, e intentó oír lo menos posible mientras Angie se ponía al aparato.

– Soy Angie, señorita Shanahan -empezó a decir la buena muchacha-. No debería usted enfadarse. La verdad es que no nos lo hemos pasado muy bien. Hace un rato por poco me asfixio. Casi me muero, de veras, no bromeo. -Mary colgó-. ¿Lo he hecho mal? -le preguntó Angie a Wallingford.

– No, lo has hecho bien -le dijo sinceramente-. Ha sido perfecto. Eres estupenda.

– No lo dices en serio. ¿Lo haces para que echemos otro polvo o qué?

Así pues, hicieron el amor. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Esta vez, cuando Angie volvió a perder el sentido, Wallingford tomó la precaución de desprender el chicle del despertador antes de conectar el timbre.

La madre de Angie llamó una vez más, o por lo menos Patrick supuso que se trataba de su madre. Sin decir palabra, la mujer se echó a llorar, casi melodiosamente, mientras Wallingford dormitaba con intermitencias.

Se despertó antes de que sonara el despertador. Contempló a la muchacha dormida, cuya ilimitada buena voluntad era realmente hermosa. Desconectó el timbre sin dejar que sonara, pues no quería turbar el sueño de Angie. Después de ducharse y afeitarse, examinó las magulladuras de su cuerpo: el moratón en la espinilla producido por el golpe con la superficie de vidrio de la mesa en casa de Mary, la quemadura por el contacto con el grifo del agua caliente en la ducha. Las uñas de Angie le habían arañado la espalda, y en el hombro izquierdo tenía una ampolla de sangre de tamaño considerable, un hematoma violáceo y algunos desgarros en la piel causados por el mordisco espontáneo de la muchacha.

Patrick Wallingford no parecía estar en condiciones de hacer una proposición matrimonial, ni en Wisconsin ni en ningún otro lugar. Preparó café y llevó a la muchacha dormida un vaso de zumo de naranja. Ella no tardó en despertarse.

– Mira todo esto… -le dijo, deambulando desnuda por el piso-. ¡Está claro que has hecho el amor! -Quitó de la cama las sábanas y las fundas de las almohadas, y empezó a recoger las toallas-. Tienes lavadora, ¿no? Ya sé que has de tomar el avión… limpiaré esto. ¿Y si esa mujer te acepta? ¿Y si viene aquí contigo?

– Eso no es probable. Quiero decir que no es probable que venga aquí conmigo, aunque me acepte.

– No me vengas con eso de que «no es probable». Lo cierto es que podría venir. Eso es lo único que has de saber. Vete a tomar el avión y yo arreglaré el piso. Borraré los mensajes del contestador antes de marcharme. Te lo prometo.

– No tienes por qué hacerlo -le dijo Patrick.

– ¡Quiero ayudarte! -exclamó Angie-. Sé lo que es llevar una vida liada. Vamos… ¡será mejor que te largues! No te arriesgues a perder el avión.

– Gracias, Angie.

Le dio un beso de despedida. Sabía tan bien que le entraron deseos de quedarse. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo la anarquía sexual?

El teléfono sonó cuando Patrick estaba a punto de salir. Oyó la voz de Vito en el contestador automático.

– Eh, oiga, señor manco… señor sin polla -decía Vittorio. Se oía un zumbido mecánico, un sonido aterrador.

– No es más que una estúpida licuadora -le dijo Angie-. ¡Vete… no pierdas el avión! -Wallingford estaba cerrando la puerta cuando ella se puso al aparato-: Eh, Vito -oyó que decía-. Escúchame, gilipollas. -Patrick se detuvo en el descansillo, hubo una pausa de silencio, breve pero significativa-. Ése es el sonido que haría tu polla en la licuadora, Vito… ¡ningún sonido, porque ahí no tienes nada!

El vecino de al lado estaba en el descansillo, un hombre de aspecto insomne, que se disponía a pasear a su perro. Incluso el perro parecía insomne mientras aguardaba, temblando ligeramente, en lo alto de la escalera.

– Me voy a Wisconsin -le dijo Patrick, en un tono de optimismo.

El hombre, que tenía una perilla gris plateada, parecía aturdido, lleno de indiferencia hacia todo y odio hacia sí mismo.

– ¿Por qué no te compras una lupa para poder cascártela? -gritaba Angie. El perro irguió las orejas-. ¿Sabes qué puedes hacer con una polla tan pequeña como la tuya, Vito? -Wallingford y su vecino miraban al perro-. Te vas a una tienda de animales domésticos, compras un ratón y le ruegas que te la chupe.

El perro, con una expresión de absoluta seriedad, parecía reflexionar en todo esto. Era una especie de schnauzer en miniatura, con una barba gris plateada como la de su amo.

– Le deseo un buen viaje -le dijo a Wallingford su vecino.

– Muchas gracias.

Empezaron a bajar juntos la escalera. El schnauzer estornudó dos veces y el vecino expresó su parecer de que el perro había atrapado «un resfriado debido al aire acondicionado».

Habían llegado al descansillo entre dos pisos cuando Angie gritó algo que, afortunadamente, fue ininteligible. La heroica lealtad de la muchacha bastaba para que Wallingford deseara volver a su lado. Sin duda sería más juicioso decantarse por ella.

Pero la mañana de un sábado veraniego acababa de empezar y el día rebosaba de esperanza. (Tal vez no en Boston, donde una mujer que no se llamaba Sarah Williams tal vez esperaba que le practicaran el aborto, o tal vez no.)

Apenas había tráfico camino del aeropuerto. Patrick llegó a la terminal antes de que los viajeros empezaran a subir a bordo del avión. Puesto que había hecho el equipaje en la oscuridad mientras Angie dormía, consideró prudente revisar el contenido de la bolsa: una camiseta de media manga, un polo, una sudadera, dos bañadores, dos mudas de ropa interior, dos pares de calcetines deportivos blancos y un estuche con los utensilios para el afeitado, el cepillo de dientes, el dentífrico y varios preservativos, por si acaso. También llevaba una edición de bolsillo de Stuart Little, un libro recomendado para niños de edades comprendidas entre ocho y doce años.

No había incluido La telaraña de Charlotte porque dudaba de que la atención de Doris pudiera abarcar dos libros en un fin de semana. Al fin y al cabo, Otto hijo, aunque aún no andaba, probablemente ya gatearía. No habría mucho tiempo para leer en voz alta.

¿Por qué Stuart Little en lugar de La telaraña de Charlotte? Tan sólo porque Patrick Wallingford consideraba que el final del primer relato coincidía más con su manera de vivir, siempre en marcha. Y tal vez la melancolía de ese cuento persuadiría a la señora Clausen. Desde luego, era más romántico que el nacimiento de todas aquellas arañitas.

En la sala de espera, los demás pasajeros observaban cómo Wallingford sacaba el contenido de la bolsa y volvía a meterlo. Aquella mañana se había vestido con unos tejanos, unas zapatillas deportivas y una camisa hawaiana, y llevaba una chaqueta ligera, una especie de cazadora que, doblada sobre el antebrazo izquierdo, ocultaba el muñón. Pero un manco que extrae el contenido de su bolsa y vuelve a meterlo llamaría la atención de cualquiera. Cuando Patrick dejó de examinar lo que se llevaba a Wisconsin, todos los presentes en la sala de espera sabían quién era.

Observaron que el hombre del león sostenía el teléfono móvil en su regazo y lo sujetaba contra el muslo con el muñón del antebrazo izquierdo mientras marcaba el número con su única mano. Entonces tomó el teléfono y se lo aplicó a la oreja. La cazadora se deslizó del asiento vacío a su lado y él extendió el antebrazo izquierdo para recogerla, pero se lo pensó mejor y puso de nuevo el inútil muñón en el regazo.

Los demás pasajeros debían de estar sorprendidos. ¡Al cabo de varios años sin mano, su brazo izquierdo todavía cree que la tiene! Pero nadie se aventuró a recoger la cazadora caída hasta que una pareja solidaria con un niño pequeño susurró algo a su hijo. El chico, de siete u ocho años, se aproximó cautamente a la chaqueta de Patrick, la recogió y la depositó con cuidado junto a la bolsa de Wallingford. Patrick sonrió e hizo un gesto de asentimiento al niño, quien, abrumado por la timidez, se apresuró a regresar al lado de sus padres.

El móvil sonaba una y otra vez en el oído de Wallingford. Quería llamar a su piso y hablar con Angie o dejar un mensaje, confiando en que ella lo escuchara. Quería decirle lo estupenda y natural que era, y había pensado iniciar la frase con unas palabras como: «En otra vida…», o algo por el estilo. Pero no había hecho esa llamada. Había algo en la misma bondad de la muchacha que no le dejaba arriesgarse a escuchar su voz. (Y qué estúpido era llamar «natural» a una mujer con la que habías pasado una sola noche.)

Cambió de propósito y llamó a Mary Shanahan. El teléfono sonó tantas veces que Wallingford estaba componiendo un mensaje para dejarlo en el contestador cuando Mary respondió.

– Sólo podías ser tú, gilipollas -le dijo.

– No estamos casados, Mary, ni siquiera salimos. Y no voy a cambiar mi piso por el tuyo.

– ¿No te lo pasaste bien conmigo, Pat?

– Había muchas cosas que no me contaste -señaló Wallingford.

– Eso obedece tan sólo a la naturaleza del negocio.

– Comprendo -le dijo él. Se oía aquel sonido lejano y resonante, la clase de sonido reverberante que se asocia a las llamadas transoceánicas-. Supongo que ésta es una buena ocasión para preguntarte por el nuevo contrato -añadió-. Me dijiste que pidiera cinco años…

– Deberíamos hablar de ello después de tu fin de semana en Wisconsin -replicó Mary-. Creo que tres años sería más realista que cinco.

– Y debería… bueno, ¿cómo lo dirías tú? ¿Debería retirarme por etapas del puesto de presentador? ¿Es eso lo que me sugieres?

– Si quieres un contrato nuevo y ampliado… sí, ésa sería una manera -le dijo Mary.

– No sé nada de presentadoras embarazadas -admitió Wallingford-. ¿Se ha dado alguna vez el caso? En fin, supongo que podría funcionar. ¿Es ésa la idea? Podríamos verte cada vez más gorda. Por supuesto, habría algún que otro comentario hogareño, y te harían una o dos tomas de perfil. Sería mejor que te dieran un breve permiso de maternidad, a fin de demostrar que tener un hijo en el mundo laboral de hoy, sensible a las necesidades familiares, no supone ningún obstáculo. Y entonces, tras una temporada que no parecerá más larga que unas vacaciones corrientes, volverás a sentarte ante la cámara, casi tan esbelta como antes.

Siguió aquel silencio transoceánico, el sonido resonante de la distancia entre ellos. Era como su matrimonio, tal como Wallingford lo recordaba.

– ¿Qué, todavía no comprendo «la naturaleza del negocio»? -le preguntó Patrick-. ¿O la comprendo bien?

– Yo te quería -le recordó Mary, antes de colgar.

A Wallingford le complacía haber superado por lo menos una fase de la política empresarial en la que ambos eran protagonistas. Ya encontraría por sí mismo la manera de obtener el despido, cuando le pareciera, y si decidía hacerlo a la manera de Mary, ella sería la última en saber cuándo. Si Mary estaba embarazada, él sería tan responsable del bebé como ella le permitiera ser, pero no iba a tolerar que le manejara a su antojo.

¿A quién estaba engañando? Si has tenido un hijo con una mujer, ¡claro que te va a manejar! Y él había subestimado antes a Mary Shanahan. Ella podría encontrar cien formas de manejarle.

Sin embargo, Wallingford reconoció lo que había cambiado en él: ya no accedía a todo. A lo mejor sí que era el nuevo, o por lo menos seminuevo, Patrick Wallingford. Además, la frialdad del tono de voz de Mary Shanahan había sido alentadora. A él no se le ocultaba que sus perspectivas de conseguir el despido habían mejorado.

Camino del aeropuerto, Patrick había echado un vistazo al periódico del taxista, sólo la página del tiempo. La previsión para el norte de Wisconsin era de tiempo bueno y soleado. Incluso la meteorología era de buen agüero.

La señora Clausen había expresado cierta inquietud por el tiempo, porque sobrevolarían el lago rumbo al norte en un pequeño hidroavión. La misma Green Bay formaba parte del lago Michigan, pero el lugar adonde se dirigían estaba aproximadamente entre el lago Michigan y el Superior, en la zona de Wisconsin que está cerca de la Upper Península de Michigan.

Puesto que Wallingford no podía llegar a Green Bay antes del sábado y tenía que estar de regreso en Nueva York el lunes, Doris había decidido que tomarían el pequeño hidroavión. Era un trayecto demasiado largo desde Green Bay para un solo fin de semana. Así dispondrían de dos noches en el piso del cobertizo para los botes en el lago.

Para ir a Green Bay, Patrick había probado anteriormente dos conexiones distintas desde Chicago y un vuelo vía Detroit. Esta vez optó por un cambio de planes en Cincinnati. Sentado en la sala de espera, le acometió un momento de característica incomprensión neoyorquina. (Esto sucedió sólo unos segundos antes del aviso para subir a bordo.) ¿Por qué iba tanta gente a Cincinnati un sábado de julio?

Desde luego, Wallingford sabía por qué iba allí: Cincinnati era tan sólo la primera etapa de un viaje en tres partes. Pero ¿qué podía atraer a toda aquella gente a esa ciudad? Jamás se le habría ocurrido a Patrick Wallingford que cualquiera que conociera sus razones para el viaje consideraría el atractivo de la señora Clausen como la más improbable de todas las excusas.

11. Hacia el norte

Cuando el hidroavión se inclinó lateralmente, Doris Clausen cerró los ojos. Patrick Wallingford los tenía muy abiertos, pues no quería perderse el abrupto descenso al lago pequeño y oscuro. Ni aunque le hubieran prometido una nueva mano izquierda, y esta vez sin rechazo, Wallingford no habría parpadeado ni desviado la vista de los árboles de un verde oscuro que se deslizaban vertiginosamente por el costado y el horizonte súbitamente ladeado. La punta de un ala debía de estar dirigida hacia el lago; la ventanilla inclinada hacia abajo no revelaba más que el agua que se aproximaba con rapidez.

El ángulo era tan agudo que los pontones se estremecieron y el avión sufrió una sacudida tan violenta que la señora Clausen apretó a Otto contra su pecho. El movimiento sobresaltó al niño dormido, que empezó a llorar sólo unos segundos antes de que el piloto nivelara el aparato para amerizar, cosa que el pequeño hidroavión hizo con bastante brusquedad en la superficie del agua agitada por el viento. Los abetos se deslizaron a toda velocidad y los pinos blancos formaron una muralla verde, un borrón de jade donde había estado el cielo azul.

Doris recuperó por fin el aliento, pero Wallingford no había tenido miedo. Aunque hasta entonces nunca había estado en aquel lago del norte, ni tampoco había volado jamás en un hidroavión, el agua y la orilla circundante, así como todos los detalles del descenso y el amerizaje, le resultaban familiares, tanto como el sueño inducido por la cápsula azul. Los años transcurridos desde que perdiera la mano por primera vez le parecían ahora más breves que el sueño de una sola noche. No obstante, durante todos aquellos años había deseado sin cesar que el sueño proporcionado por el extraño analgésico se convirtiera en realidad. Por fin, al cabo de tanto tiempo, Patrick Wallingford no tenía ninguna duda de que había amerizado en el sueño de la cápsula azul.

Tomó por buena señal el que los innumerables miembros de la familia Clausen no hubieran ocupado en masa las diversas cabañas y construcciones anexas. ¿Se debería al respeto que sentían por la delicada situación de Doris (madre soltera y viuda con un posible pretendiente) el hecho de que la familia de Otto hubiera dejado libre durante el fin de semana la propiedad a orillas del lago? ¿Les habría solicitado la señora Clausen que tuvieran esa consideración? Y de ser así, ¿preveía ella que durante el fin de semana su relación podría adoptar un cariz romántico?

Si esto último era cierto, Doris no daba ninguna indicación de que así fuese. Tenía una lista de cosas que hacer, y las abordó con sentido práctico. Wallingford la observó mientras ella encendía las luces piloto de las calderas de propano, los refrigeradores accionados con gas y la estufa. Él llevaba al niño en brazos.

Patrick sostenía al pequeño Otto en el brazo sin mano, porque de vez en cuando debía alumbrar a la señora Clausen con la linterna. La llave de la cabaña principal pendía de un clavo en una viga, bajo la terraza, mientras que la llave de las habitaciones terminadas por encima del cobertizo para los botes pendía de otro clavo en una tabla, bajo el gran embarcadero.

No fue necesario abrir todas las cabañas y edificios anexos, puesto que no iban a usarlos. El cobertizo más pequeño, utilizado ahora para guardar herramientas, había sido un retrete antes de que existiera una instalación sanitaria, antes de que pudieran extraer agua del lago por medio de una bomba. La señora Clausen cebó con pericia la bomba y tiró del cordón que ponía en marcha el motor de gasolina que la accionaba. Doris pidió a Patrick que retirase un ratón muerto. Sostuvo a Otto en brazos mientras Wallingford extraía el roedor de la trampa y lo enterraba someramente cubriéndolo de hojas y pinaza. La trampa estaba en un armario de la cocina, y la señora Clausen descubrió al ratón muerto cuando colocaba los alimentos.

A Doris no le gustaban los ratones, porque eran sucios. Le repugnaban los excrementos que dejaban en lugares sorpresa», como ella los llamaba, de la cocina. También le pidió a Patrick que se ocupara de los excrementos ratoniles. Y todavía más que sus heces, le desagradaba la precipitación con que los ratones se movían. (Wallingford se sintió preocupado, pensando que quizá debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little.)

Por culpa de los ratones, era preciso transferir a recipientes metálicos toda la comida empaquetada en bolsas de papel o plástico, o en cajas de cartón, y durante el invierno ni siquiera las conservas enlatadas podían dejarse sin protección. Un invierno, algún animal royó las latas, probablemente una rata, aunque también podría haber sido un visón o una comadreja. En otra ocasión, también un invierno, un animal que casi con toda seguridad era un glotón, entró en la cabaña principal e hizo su madriguera en la cocina. El estropicio que dejó allí fue terrible.

Patrick entendía que todo eso formaba parte de la leyenda del lugar, relatos apropiados para contarlos en el campamento de verano. Imaginaba con facilidad la vida que se llevaba allí, incluso sin la presencia de los demás miembros de la familia Clausen. En la cabaña principal, donde estaban la cocina y el comedor, así como el baño más grande, vio los estantes con pilas de tableros de juego y rompecabezas. No había libros dignos de mención, salvo un diccionario (sin duda para zanjar las discusiones durante las partidas del Scrabble) y las habituales guías de flora y fauna que identificaban serpientes y anfibios, insectos y arañas, flores silvestres, mamíferos y aves.

También en la cabina principal estaban los fantasmas que habían pasado por allí o que todavía visitaban el lugar, en la forma de toscas instantáneas con los bordes curvados. Algunas de las fotos estaban muy desvaídas debido a la larga exposición al sol; otras tenían manchas de herrumbre a causa de las viejas chinchetas que las fijaban a las paredes de pino sin desbastar.

Y había otros recuerdos que evocaban fantasmas. Las cabezas disecadas de ciervo, o sólo las astas; un cráneo de grajo que revelaba el orificio perfecto causado por un proyectil del calibre 22; varios peces sin nada que los distinguiera, montados por un aficionado en placas de pino laqueado. (Los peces también parecían haber sido toscamente barnizados.)

Lo más sobresaliente era una sola garra de una gran ave de presa. La señora Clausen le dijo a Wallingford que era una garra de águila. No se trataba de un trofeo sino de un recordatorio de algo vergonzoso, exhibido en un joyero como una advertencia a otros miembros de la familia Clausen. Disparar contra un águila era una atrocidad, pero uno de los Clausen menos disciplinados lo hizo cierta vez, una hazaña que le valió un severo castigo. Entonces era un muchacho, y lo dejaron «varado», como dijo Doris, lo cual significaba que no le permitieron participar en dos temporadas de caza seguidas. Por si la lección no bastara, la garra del águila abatida seguía siendo una prueba contra el infractor.

– Donny -dijo Doris, sacudiendo la cabeza mientras pronunciaba el nombre del asesino de águilas.

Fijada con un imperdible al forro de felpa del joyero, había una foto de Donny; un joven con aspecto de enajenado. Ahora era un hombre adulto y con hijos propios. Cuando sus hijos veían la garra, probablemente se avergonzaban nuevamente de su padre.

Tal como la señora Clausen relataba lo sucedido, hacía reflexionar, y lo contaba como se lo habían contado a ella, como un ejemplo para prevenir conductas indeseables, como una advertencia moral. ¡No disparéis a las águilas!

– Donny siempre ha sido bastante salvaje -le informó la señora Clausen.

Wallingford los imaginaba relacionándose entre ellos, los fantasmas de las fotografías, los pescadores que habían capturado a los peces barnizados, los cazadores que habían abatido al ciervo, al grajo y al águila. Imaginaba a los hombres alrededor de la barbacoa, cubierta con una tela impermeable en la terraza, bajo el alero del tejado.

Había un frigorífico en el interior de la vivienda y otro al aire libre. Patrick supuso que estaban llenos de cerveza. Más tarde la señora Clausen corrigió esa impresión: el frigorífico exterior contenía únicamente cerveza, y no se permitía poner nada más en él.

Mientras los hombres vigilaban la barbacoa y tomaban cerveza, las mujeres alimentaban a los niños, en la mesa campestre de la terraza, cuando hacía buen tiempo, o en la larga mesa del comedor si las condiciones atmosféricas eran adversas. Las limitaciones de espacio de la vivienda le hacían pensar a Wallingford que niños y adultos comían por separado. La pregunta de Patrick hizo reír primero a la señora Clausen, y entonces le confirmó que era tal como él había supuesto.

Había una hilera de fotografías de mujeres en bata, tendidas en camas de hospital, con sus hijos recién nacidos al lado. La foto de Doris no figuraba entre ellas, y a Wallingford le extrañó no verla allí con el pequeño Otto. (Otto padre no había estado presente para hacerles la foto.) Había hombres y muchachos de uniforme, toda clase de uniformes, militares y atléticos, así como mujeres y muchachas con vestidos formales y trajes de baño, la mayoría de ellas en el acto de protestar al ver que les hacían la foto.

Toda una pared estaba dedicada a las fotos de perros: nadaban, corrían en pos de palos y hasta había algunos vestidos con prendas infantiles, lo cual les daba un aspecto triste. Y en uno de los dormitorios, sobre el estante que formaba la base de un hueco rectangular practicado en la pared, insertas por los bordes en el marco de un espejo picado, había fotos de los mayores, probablemente ya fallecidos, una anciana en silla de ruedas con un gato en el regazo y un anciano sin remo en la proa de una canoa. El viejo tenía el cabello largo y blanco, y se envolvía en una manta como un indio. Parecía esperar a que alguien provisto de remo se sentara en la proa y se lo llevara de allí.

En el pasillo, frente a la puerta del baño, había una serie de fotografías que formaban una cruz: el santuario de un joven Clausen al que declararon desaparecido en combate en Vietnam. En el mismo baño había otro santuario, éste dedicado a los días de gloria de los Packers de Green Bay, una santificada colección de viejas fotos de revista que representaban a «los invencibles».

A Wallingford le resultó muy difícil identificar a aquellos héroes, pues las páginas arrancadas de revistas estaban arrugadas, tenían manchas de humedad y sus pies apenas eran legibles. Con no poco esfuerzo, Wallingford leyó: VESTUARIO DE MILWAUKEE, TRAS REMACHAR EL SEGUNDO CAMPEONATO DE LA DIVISIÓN OESTE, DICIEMBRE DE 1961. Allí estaban Bart Starr, Paul Hornung y el entrenador Lombardi, éste con una botella de Pepsi en la mano. A Jim Taylor le sangraba una herida que tenía en el puente de la nariz. Wallingford no los reconoció, pero podía identificarse con Taylor, a quien le faltaban varios dientes delanteros.

¿Quiénes eran Jerry Kramer y Fuzzy Thurston, y qué era el «barrido de los Packers»? ¿Quién era aquel tipo cubierto de barro? (Era Forrest Gregg.) O Ray Nitschke, calvo, cubierto de barro, aturdido y sangrando, sentado en el banquillo durante un partido en San Francisco, con el casco en las manos como si fuese una piedra. ¿Quiénes eran aquellas personas, o más bien, quiénes habían sido? Tal era el interrogante que se formulaba Wallingford.

Allí estaba aquella famosa foto de los hinchas en la Ice Bowl… estadio Lambeau, el 31 de diciembre de 1967. Vestían como si estuvieran en el polo, y el vaho de sus respiraciones les difuminaba las caras. Entre ellos debía de haber algunos miembros de la familia Clausen.

Wallingford nunca sabría lo que significaba aquel montón de cuerpos, ni cómo los Cowboys de Dallas debían de haberse sentido al ver a Bart Starr tendido en la End Zone del campo; ni siquiera sus compañeros de equipo de Green Bay habían sabido que Starr iba a improvisar una salida furtiva de defensa desde la línea de una yarda. Cuando los jugadores estaban agrupados, como sabían todos los Clausen, el defensa gritó: «¡A la derecha, Brown! ¡Cuña treinta y uno!». El resultado figuraba en los anales del deporte… sólo que Wallingford no sabía nada de esa clase de anales.

Patrick era consciente de lo poco que sabía del mundo de la señora Clausen, y eso le daba que pensar.

Estaban también las fotos personales, pero en absoluto nítidas, que requerían una interpretación si quien las miraba era ajeno a la familia. Doris intentó explicárselas. Aquella voluminosa roca en la estela que dejaba la popa de la motora… era un oso negro, al que un verano sorprendieron nadando en el lago. Aquella forma borrosa, como una vieja foto de una vaca que pastaba fuera de lugar entre los árboles de hoja perenne, era un alce que se dirigía al pantano, y que, según la señora Clausen, estaba a menos de cuatrocientos metros de allí. Y así sucesivamente… los enfrentamientos con la naturaleza y los delitos contra ella, las victorias locales y las ocasiones especiales, los Packers de Green Bay y los nacimientos en la familia, los perros y las bodas.

Wallingford examinó, con la mayor rapidez posible, la fotografía de Otto padre y de la señora Clausen el día de su boda. Estaban cortando el pastel, y la fuerte mano izquierda de Otto cubría la mano más pequeña de Doris, con la que sujetaba el cuchillo. Patrick sintió una punzada de nostalgia al ver la familiar mano de Otto, aunque la veía por primera vez con la alianza matrimonial. Se preguntó qué habría hecho la señora Clausen con el anillo de Otto. ¿Y con el suyo?

Delante de los invitados que rodeaban a la pareja había un niño de nueve o diez años con un plato y un tenedor en las manos. Puesto que vestía de gala, como los demás asistentes a la boda, Patrick supuso que había sido el portador de los anillos. No lo reconoció, pero, puesto que el chico sería ahora un hombre, era posible que lo hubiera visto. (Con toda probabilidad, dada la cara redonda y la expresión resuelta del muchacho, era un miembro de la familia Clausen.)

La dama de honor estaba al lado del chico, mordiéndose el labio inferior; era una joven bonita que parecía aturdirse con facilidad, una muchacha que cedía con frecuencia a los caprichos. ¿Como Angie, tal vez?

Le bastó un vistazo para saber que no la conocía, pero también que era la clase de chica con la que estaba familiarizado. No era tan atractiva como Angie. En el pasado, la dama de honor podría haber sido la mejor amiga de Doris. Pero también era posible que la elección de aquella muchacha hubiera sido política, y probablemente la joven de aspecto descarriado era la hermana menor del difunto Otto Clausen. Y tanto si ella y Doris habían sido amigas como si no, Patrick dudaba de que todavía lo fuesen.

En cuanto Wallingford vio las dos habitaciones terminadas sobre el cobertizo para los botes, supo a qué atenerse. Doris había instalado la cuna portátil en la habitación con las dos camas gemelas, una de las cuales utilizaba ya como improvisada mesa para cambiar al niño: allí estaban colocados los pañales y las prendas de vestir del pequeño Otto. La señora Clausen le dijo a Patrick que ella dormiría en la otra cama gemela, de modo que Wallingford podía disponer de la segunda habitación, donde podía verse una cama de matrimonio que, en aquel cuarto tan estrecho, parecía mayor de lo que era.

Mientras deshacía el equipaje, Patrick observó que el lado izquierdo de la cama tocaba la pared, y pensó que ése debía de haber sido el lado de Otto. Dada la estrechez de la habitación, sólo se podía acceder a la cama por el lado de Doris, e incluso así el espacio era mínimo. Tal vez Otto subía por los pies de la cama. Las paredes del cuarto eran de la misma madera de pino sin desbastar que el interior de la cabaña principal, aunque el color de las tablas era más claro, casi rubio, con excepción de un gran rectángulo cerca de la puerta donde quizás había colgado un cuadro o un espejo. La luz del sol había descolorado casi todas las paredes restantes. ¿Qué había descolgado de allí la señora Clausen?

En la pared del lado de la cama que debió de ser el de Otto, había varias fotos, clavadas con chinchetas, que mostraban las diversas fases de restauración de las habitaciones sobre el cobertizo. Allí aparecía Otto sin camisa, bronceado y musculoso. (El cinturón de carpintero le recordó a Patrick el cinto de herramientas que le robaron a la técnico de sonido Monika con ka en el circo de Junagadh.) Había también una foto de Doris en bañador de una pieza, de color violáceo y corte pudoroso. Cruzaba los brazos sobre el pecho, lo cual entristeció a Wallingford, pues le habría gustado verle más los senos.

En la fotografía, la señora Clausen estaba de pie en el embarcadero, observando a Otto mientras éste trabajaba con una sierra. Puesto que en la casa junto al lago no había corriente eléctrica, el generador alimentado con gasolina que estaba en el embarcadero debía de haberla proporcionado. El charco oscuro a los pies de Doris indicaba que su bañador estaba mojado. Era muy posible que se cruzara de brazos sobre el pecho porque tenía frío.

Cuando Wallingford cerró la puerta del dormitorio para ponerse el bañador, aquel mismo traje de baño violáceo de una sola pieza colgaba de un clavo detrás de la puerta, y no pudo resistir la tentación de tocarlo. Aquella prenda había pasado mucho tiempo en el agua y bajo el sol. Era dudoso que tuviera rastros del aroma de Doris, aunque Wallingford se lo llevó a la cara e imaginó que podía olerlo.

En realidad, el bañador olía más a lycra, al lago y a la madera del cobertizo para los botes; pero Patrick lo aferró con tanta fuerza como habría abrazado a la señora Clausen, si ella hubiera estado mojada y temblando de frío, y los dos se hubieran quitado los trajes de baño.

Era patético de veras actuar así con un bañador femenino de una sola pieza, una prenda práctica, algunos dirían que anticuada, totalmente cerrado por delante y con los tirantes cruzados a la espalda. El sujetador incorporado, de copas flexibles, era muy práctico para una mujer como Doris Clausen, de grandes senos pero estrecha de pecho.

Wallingford colgó de nuevo el bañador violáceo del clavo detrás de la puerta del dormitorio; lo colgó, como lo habría hecho ella, de los tirantes. A su lado, colgada también de un clavo, estaba la única prenda de vestir de la señora Clausen en el dormitorio: un albornoz de toalla que en otro tiempo fue blanco y ahora estaba un tanto sucio. No dejaba de ser embarazoso que aquella prenda tan poco excitante le excitara.

Con el mayor sigilo posible, abrió los cajones de la cómoda, en busca de la ropa interior de Doris, pero en el cajón inferior no había más que sábanas, fundas de almohadas y una manta de repuesto; el del medio estaba lleno de toallas y el superior produjo al abrirlo un ruido de matraca: contenía velas, pilas de linterna, varias cajas de cerillas de madera, una linterna y una caja de tachuelas.

En las tablas de pino sin desbastar, junto al lado de la cama correspondiente a la señora Clausen, Patrick observó los pequeños orificios dejados por las tachuelas. En otro tiempo había clavado allí fotografías, una docena por lo menos. Wallingford sólo podía conjeturar de qué o de quién eran. El motivo por el que Doris, al parecer, había quitado las fotos era otra incógnita.

Llamaron a la puerta del dormitorio cuando Patrick estaba atándose los cordones del bañador, cosa que había aprendido a hacer tiempo atrás con la mano derecha y los dientes. La señora Clausen quería su bañador y el albornoz. Le dijo a Wallingford en qué cajón estaban las toallas, desconocedora de que él ya lo sabía, y le pidió que llevara tres toallas al embarcadero.

Cuando ella se hubo cambiado, se encontraron en el estrecho pasillo y bajaron las empinadas escaleras hasta la planta baja del cobertizo para botes. La caja de la escalera estaba abierta, lo cual sería peligroso el próximo verano para el pequeño Otto. El marido de Doris había tenido la intención de cerrarla, pero, como comentó a Patrick la señora Clausen, «no encontró oportunidad de hacerlo».

Había una pasarela y un largo y estrecho embarcadero, a cuyos lados estaban amarrados los dos botes del cobertizo, la motora familiar y un fueraborda más pequeño. En el extremo abierto del cobertizo, una escala llegaba al agua desde la línea divisoria del embarcadero. ¿Quién querría entrar o salir del lago desde el interior del cobertizo? Pero Patrick no mencionó la escala porque la señora Clausen ya estaba preparando las cosas del bebé en la parte del embarcadero al aire libre. Doris había tendido un cobertor del tamaño de una manta campestre, sobre el que se extendían varios juguetes. El niño no gateaba tan activamente como Wallingford había esperado. El pequeño Otto permanecía sentado, hasta que parecía olvidarse de dónde estaba, y entonces caía hacia un lado. A los siete meses, podía mantenerse de pie, siempre que hubiera una mesita baja o algún otro objeto macizo del que agarrarse. Pero a menudo se olvidaba de que estaba erguido, y de repente se sentaba o caía de costado. Cuando gateaba, lo hacía casi siempre hacia atrás, pues tenía más facilidad para retroceder que para avanzar. Si estaba rodeado de algunos objetos interesantes para manosearlos y contemplarlos, permanecía sentado en un lugar la mar de contento, aunque, según Doris, no por mucho tiempo. «Dentro de pocas semanas no podremos sentarnos en el embarcadero con él. No parará de moverse a gatas.»

De momento, debido a la intensidad del sol, el niño llevaba una camisa de manga larga, pantalones largos, gorro y hasta gafas de sol, que no se quitaba con tanta frecuencia como Patrick habría predicho. «Puedes bañarte mientras le vigilo -le dijo la señora Clausen a Wallingford-. Luego me sustituyes para que me bañe yo.»

A Patrick le impresionó la cantidad de objetos infantiles que la señora Clausen había llevado para el fin de semana, así como la calma y la facilidad con que Doris parecía haberse adaptado al papel de madre. O tal vez era ése el efecto de la maternidad en las mujeres que habían deseado con tanto afán tener un hijo como le sucedió a la señora Clausen. Wallingford no lo sabía a ciencia cierta.

El agua del lago estaba fría, pero uno no tardaba en acostumbrarse. Más allá del extremo del embarcadero, el agua era de color azul grisáceo; cerca de la orilla tenía una tonalidad verdosa, debido al reflejo de los abetos y los pinos blancos. El fondo era más arenoso, con menos barro de lo que Patrick había previsto, y había una pequeña playa de áspera arena, sembrada de piedras, donde Wallingford llevó al pequeño Otto para bañarlo en el lago. Al principio al niño le sorprendió la frialdad del agua, pero no lloró en ningún momento y dejó que Wallingford vadeara con él en brazos mientras la señora Clausen les hacía una foto. (Parecía serla fotógrafa experta de la familia.)

Los adultos, término que Patrick empezó a utilizar para referirse a él y Doris, se turnaron para bañarse junto al embarcadero. La señora Clausen era buena nadadora, Wallingford le explicó que, dada la falta de una mano, se sentía más cómodo flotando o pedaleando en el agua. Juntos secaron al pequeño, y Doris le permitió vestirlo… su primer intento. Ella tuvo que mostrarle cómo se ponía el pañal.

La señora Clausen se quitó hábilmente el bañador debajo del albornoz. Wallingford, a causa de su manquedad, no fue tan diestro al quitarse el bañador mientras estaba envuelto en una toalla. Finalmente Doris se echó a reír y le dijo que miraría a otro lado mientras él se desnudaba al aire libre. (No le habló del mirón con un telescopio que estaba en la otra orilla del lago… todavía no.)

Juntos llevaron al bebé y su equipo a la cabaña principal. Había ya una sillita alta en su lugar, y Wallingford, todavía envuelto en la toalla, se tomó una cerveza mientras la señora Clausen daba de comer al niño. Ella le dijo que debían alimentar al pequeño, cenar ellos mismos y terminar todo lo que debían hacer en la cabaña principal antes de que oscureciera, porque en cuanto desapareciese la luz llegarían los mosquitos. Para entonces deberían hallarse en el piso situado en el cobertizo de los botes.

En el piso no había baño. Doris recordó a Wallingford que debía usar el lavabo de la cabaña principal y cepillarse los dientes en la pila del baño que había allí. Si tenía que levantarse para orinar en plena noche, podía hacerlo en el exterior, rápidamente, ayudándose con una linterna. «Pero has de estar de vuelta antes de que los mosquitos te descubran», le advirtió.

Con la cámara de Doris, Patrick hizo una foto de ella y el pequeño Otto en la terraza de la cabaña principal.

Los adultos prepararon carne a la barbacoa, con guarnición de guisantes y arroz. La señora Clausen había traído dos botellas de vino tinto, pero sólo se bebieron una. Mientras Doris fregaba los platos, Patrick fue con la cámara al embarcadero e hizo dos fotos de sus bañadores tendidos uno al lado del otro.

Ella cenó enfundada en su viejo albornoz y él sin más que la toalla de baño alrededor de la cintura. Él tuvo la sensación de hallarse en el apogeo de la intimidad y la tranquilidad doméstica. Jamás había vivido así con ninguna mujer.

Patrick sacó otra cerveza de la nevera y se encaminaron al cobertizo. Mientras recorrían el sendero cubierto de pinaza, observaron que el viento del oeste había dejado de soplar y las aguas del lago estaban completamente inmóviles. El sol poniente iluminaba todavía las copas de los árboles en la orilla oriental. En la noche sin viento los mosquitos no habían esperado a que oscureciera y ya estaban en acción. Patrick y Doris sacudían las manos para ahuyentarlos mientras se dirigían con el pequeño Otto y sus cosas al piso del cobertizo.

Wallingford contempló la invasión de la oscuridad desde la ventana del dormitorio, mientras escuchaba a la señora Clausen en la habitación contigua. Estaba acostando al pequeño Otto y le cantaba una nana. Con las ventanas del dormitorio abiertas, Patrick podía oír el zumbido de los mosquitos contra la mosquitera. Sólo había otros dos sonidos, el de los somorgujos y el de un fueraborda en el lago, cuyo motor mezclaba su ruido con el de unas voces. Tal vez eran pescadores que regresaban a casa, tal vez adolescentes. Entonces el fueraborda atracó a lo lejos y la señora Clausen dejó de canturrearle a Otto. La habitación contigua permanecía en silencio. Ahora no había más ruidos que los gritos de los somorgujos y, de vez en cuando, el parpar de un pato, aparte del zumbido de los mosquitos.

Wallingford experimentaba una sensación de aislamiento nueva para él, y aún no era noche cerrada. Todavía envuelto en la toalla, yacía sobre la cama, dejando que la habitación se fuese oscureciendo. Intentaba imaginar las fotografías que Doris clavó cierta vez en la pared, en su lado de la cama.

Estaba completamente dormido cuando entró la señora Clausen y le despertó con la linterna. Vestida con el viejo albornoz blanco, permaneció al pie de la cama como un fantasma, dirigiendo hacia sí misma la luz de la linterna. La encendía y apagaba una y otra vez, como si intentara convencerle de lo oscuro que estaba, a pesar de que había luna llena.

– Ven -le susurró-. Vamos a nadar. No necesitamos bañador para nadar de noche. Tráete sólo la toalla.

Doris salió al pasillo y le precedió escaleras abajo, tomándole de la mano y dirigiendo el haz luminoso de la linterna a sus pies descalzos. Con el muñón, él hizo un torpe esfuerzo por mantener la toalla alrededor de su cintura. El cobertizo de los botes estaba muy oscuro. Doris le llevó por la pasarela y salieron al estrecho embarcadero con las embarcaciones amarradas a cada lado. Dirigió el haz de la linterna al frente, iluminando la escala en el extremo del embarcadero.

Así pues, la escala era para bañarse por la noche. La señora Clausen le invitaba a participar en un ritual que ella había llevado a cabo con su difunto marido. Su avance cuidadoso, uno detrás del otro, por el estrecho y oscuro embarcadero parecía un tránsito sagrado.

A la luz de la linterna vieron una gran araña que se movía con rapidez a lo largo de un cabo de amarre. El arácnido sobresaltó a Wallingford, pero no a la señora Clausen. «No es más que una araña -le dijo-, y me gustan. Son tan laboriosas…»

De modo que le gusta la laboriosidad y las arañas, se dijo Patrick, y pensó que debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little. Tal vez ni siquiera debería mencionar a Doris que se había traído ese estúpido cuento, y no digamos su intención de leérselo primero a ella y luego al pequeño Otto.

En lo alto de la escala, la señora Clausen se quitó el albornoz. Era evidente que tenía cierta práctica en colocar la linterna sobre el albornoz de modo que el haz iluminase el lago. La luz serviría de faro para su regreso.

Wallingford se quitó la toalla y permaneció desnudo a su lado. Ella no le dio tiempo a pensar en tocarla; bajó con rapidez la escala y penetró en el lago, casi sin hacer ruido. Él la siguió hasta el agua, pero no con tanta elegancia ni en silencio como ella. (Bajar una escala con una sola mano no es tan fácil.) Lo único que Patrick podía hacer era asir la barandilla con el brazo izquierdo doblado; la mano y el brazo derechos hacían la mayor parte del trabajo.

Nadaron muy juntos. La señora Clausen procuraba no alejarse demasiado de él, pedaleaba en el agua o flotaba inmóvil hasta que él llegaba a su lado. Rebasaron el extremo del embarcadero, donde veían el oscuro contorno de la cabaña principal a oscuras y las construcciones más pequeñas. Los rudimentarios edificios parecían una colonia abandonada en territorio virgen. En la otra orilla del lago iluminado por la luna, las demás casas veraniegas también estaban a oscuras. Sus habitantes se acostaban temprano y se levantaban con el sol.

Además de la linterna que iluminaba el lago desde la parte del embarcadero que estaba en el cobertizo para los botes, había otra luz visible, en el dormitorio del pequeño Otto. Doris había dejado encendida la lámpara de gas, por si el niño se despertaba, pues no quería que la oscuridad lo asustara. Estaba segura de que, con las ventanas abiertas, oiría al pequeño si se despertaba y se echaba a llorar. La señora Clausen le explicó que de noche el sonido se transmite con mucha nitidez sobre el agua.

Ella podía hablar fácilmente mientras nadaban, y ni una sola vez pareció faltarle el aliento. Hablaba sin cesar, se lo explicaba todo, y le dijo a Patrick que, cuando vivía su marido, nunca habían podido bañarse de noche zambulléndose desde el embarcadero, donde sus familiares, que ocupaban las demás cabañas, podrían oírles, pero que, al penetrar en el lago desde el interior del cobertizo, se internaban en el agua sin que los detectaran.

Wallingford tenía la sensación de oír a los fantasmas de los Clausen, ruidosos y amantes de la diversión, haciendo continuos viajes a la nevera de la cerveza, el chirrido de una puerta de tela metálica al abrirse y alguien que gritaba: «¡No dejéis entrar a los mosquitos!». O una voz femenina: «¡Ese perro está completamente mojado!». Y la de un niño: «Lo ha hecho tío Donny».

Uno de los perros se acercaría a la orilla y ladraría estúpidamente a la pareja que nadaba desnuda e inadvertida… excepto por el perro. «¡Que alguien le pegue un tiro a ese maldito perro!», gritaría una voz airada. Y entonces otro diría: «A lo mejor es una nutria o un visón». Una tercera persona, al cerrar o abrir la puerta de la nevera, comentaría: «No, sólo es ese perro idiota. Ese chucho ladra a cualquier cosa, o a nada en particular».

Wallingford no estaba seguro de si realmente nadaba desnudo con Doris Clausen o de si ella revivía, como en un sueño, los baños nocturnos con su marido. A pesar de la inevitable melancolía de la situación, a Patrick le encantaba estar allí con ella. Cuando los mosquitos dieron con ellos, tuvieron que alejarse un corto trecho nadando por debajo del agua, pero la señora Clausen quiso volver al cobertizo de los botes. Si nadaban bajo el agua, aunque fuese brevemente, no oirían al pequeño si lloraba ni verían si oscilaba la llama de la lámpara de gas.

Al norte, en el cielo nocturno, brillaban las estrellas y la luna. Oyeron el grito de un somorgujo, y otra de esas aves se zambulló cerca de ellos. Por un instante, los bañistas creyeron haber oído retazos de una canción. Tal vez alguien de una de las casas a oscuras en la otra orilla tenía la radio puesta, pero a ellos no les parecía que fuese una radio.

Ambos evocaron al mismo tiempo la canción, con la que estaban familiarizados. Era una canción popular, en la que alguien echaba de menos a un ser querido, y era evidente que la señora Clausen añoraba a su difunto marido. En cuanto a Patrick, Patrick echaba en falta el contacto íntimo que tuvo con ella, aunque en realidad sólo habían estado realmente juntos en su imaginación.

Ella subió primero la escala. Mientras lo hacía, él permaneció en el agua, pedaleando y contemplando su silueta, pues el haz luminoso de la linterna estaba a espaldas de Doris. Esta se apresuró a ponerse el albornoz mientras él subía con dificultad la escala. Doris iluminó el embarcadero para que él localizara la toalla y, mientras la recogía y se la ataba a la cintura, ella aguardó con la luz de la linterna dirigida a sus pies. Entonces le asió la única mano y él volvió a seguirla.

Echaron un vistazo al pequeño Otto, que estaba dormido. La reacción de la mujer le tomó desprevenido; no sabía que, para algunas madres, contemplar a su hijo dormido es como ver una película. Cuando la señora Clausen se sentó en una de las camas gemelas, mirando al pequeño, Patrick tomó asiento a su lado. Tuvo que hacerlo, pues ella no le soltaba la mano. Era como si el niño fuese un drama en desarrollo.

– La hora del cuento -susurró Doris, en un tono de voz que Wallingford no le había oído nunca hasta entonces, como si estuviera avergonzada.

Le apretó un poco la única mano, por si estaba confundido y la interpretaba mal. El cuento era para él, no para el pequeño Otto.

– He tratado de ver a alguien -le dijo-, quiero decir a otro hombre. He intentado salir con él.

¿Significaba «salir» lo que Wallingford creía que significaba, incluso en Wisconsin?

– Me he acostado con un hombre, alguien con quien no debería haberlo hecho -le explicó ella.

– ¡Ah…! -dijo Patrick, sin poder evitarlo.

Había sido una reacción involuntaria. Aguzó el oído para percibir la respiración del niño dormido, pero no la oyó por encima del ronroneo que producía la lámpara de gas, que era como una especie de respiración.

– Le conozco desde hace mucho, pero en otra vida -siguió diciéndole Doris-. Es algo más joven que yo -añadió. Seguía asiendo la única mano de Wallingford, aunque había dejado de apretársela. Él quería apretarle la suya, para demostrarle que era solidario con ella, que la apoyaba, pero era como si tuviera la mano anestesiada, una sensación con la que estaba muy familiarizado-. Estuvo casado con una amiga mía -prosiguió la señora Clausen-. Salíamos juntos cuando Otto vivía, los cuatro siempre íbamos aquí y allá, como hacen las parejas.

Patrick logró apretarle un poco la mano.

– Pero él rompió con su mujer… después de que yo hubiera perdido a Otto -le explicó la señora Clausen-. Y cuando me llamó para pedirme que saliéramos, no le dije que lo haría… al principio no. Llamé a mi amiga, sólo para asegurarme de que estaban divorciados y de que a ella no le importaba que saliéramos. Mi amiga me dijo que no tenía inconveniente, pero no era cierto. La verdad era que le molestaba, y yo no debí hacerlo. Al fin y al cabo, no me sentía atraída hacia él.

Wallingford tuvo que esforzarse para no gritar: «¡Estupendo!».

– Así pues, le dije que no saldríamos más. El se lo tomó bien, seguimos siendo amigos, pero ella ha dejado de hablarme. Y fue la dama de honor en mi boda, imagínate. -Wallingford podía imaginarlo, aunque sólo fuese a partir de una sola fotografía-. Bueno, eso es todo -concluyó la señora Clausen-. Sólo quería decírtelo.

– Me alegro de que me lo hayas dicho -logró decir Patrick, aunque «alegría» no era precisamente lo que sentía, sino unos celos tremendos al mismo tiempo que un alivio abrumador.

Ella se había acostado con un viejo amigo… ¡eso era todo! Se sentía eufórico y, al mismo tiempo, ingenuo. Sin ser bella, la señora Clausen era una de las mujeres sexualmente más atractivas que había conocido jamás. Era natural que los hombres la llamaran e invitasen a «salir». ¿Por qué él no lo había previsto?

No sabía por dónde empezar. Era posible que le estimulara demasiado el hecho de que ahora la señora Clausen le apretaba la mano con más fuerza que antes. Él se había mostrado como un oyente comprensivo, solidario, y eso debía de haber sido un alivio para ella.

– Te quiero -le dijo, y le satisfizo que Doris no retirase la mano, aunque notó que la presión se reducía-. Quiero vivir contigo y el pequeño Otto, quiero que nos casemos.

Ella tenía ahora una expresión indiferente, se limitaba a escuchar. Patrick no sabía en qué podría estar pensando.

Sus miradas no se encontraron. Ella seguía mirando fijamente al pequeño dormido. La boquita abierta del niño parecía solicitar un relato y, en consecuencia, Wallingford inició uno. Para empezar, era un relato erróneo, pero él era periodista, un hombre que se atenía a los hechos, no un narrador. Lo que descuidó fue lo mismo que deploraba de su profesión: ¡había dejado al margen el contexto! Debería haber empezado por Boston, por su viaje para ver al doctor Zajac debido a las sensaciones dolorosas y los insectos que se movían en el lugar al que había estado fijada la mano del difunto Otto. Debería haberle hablado a la señora Clausen del encuentro con aquella mujer en el hotel Charles, relatarle que se habían leído mutuamente la obra de E.B. White, desnudos pero sin hacer el amor, y que ni un solo momento había dejado de pensar en la señora Clausen. ¡De veras, ni un solo momento!

Todo eso formaba parte del contexto que rodeaba a su aceptación del deseo que tuvo Mary Shanahan de concebir un hijo suyo. Y aunque las cosas le habrían ido mejor con Doris Clausen de haber empezado por Boston, habría sido más conveniente que empezara por Japón, por su petición a Mary, entonces una joven casada y embarazada, para que le acompañase a Tokyo, lo culpable que eso le hizo sentirse y cómo se resistió a los deseos de ella durante tanto tiempo, lo mucho que se empeñó en ser «sólo un amigo».

Porque, ¿no formaba también parte del contexto el hecho de que al final se hubiera acostado con Mary Shanahan sin condiciones de ninguna clase? Es decir, ¿no era propio de «sólo un amigo» proporcionarle aquello que ella decía querer? Un bebé, ni más ni menos. Que Mary también quería su piso, o tal vez quería mudarse a vivir con él; que también quería su empleo y había sabido desde el principio que estaba a punto de convertirse en su jefa… ¡bueno, qué diablos, eso había sido una sorpresa! Pero ¿cómo podría haberlo predicho Patrick?

Ciertamente, si alguna mujer podía simpatizar con otra mujer que quería tener un hijo de Patrick Wallingford, ¿no era razonable pensar que Doris Clausen sería esa mujer? ¡No, no era razonable! ¿Y cómo iba a simpatizar ella, dada la manera inconexa e incompleta en que Wallingford contaba lo ocurrido? Se había precipitado. Era desmañado en grado superlativo, zafio y falto de tino. Empezó por decirle algo que equivalía a una confesión:

– Mira, no creo que esto pudiera servir para ilustrar por qué me resulta difícil mantener una relación monógama, pero es un poco preocupante.

¡Vaya manera de comenzar una proposición matrimonial! ¿Era de extrañar que Doris retirase la mano de la suya y se volviera a mirarle? Wallingford, a quien este descaminado prólogo hizo percibir que comenzaba a tener problemas, no pudo mirarla mientras le hablaba. Miraba sin cesar a su hijo dormido, como si la inocencia del pequeño Otto pudiera servir para proteger a la señora Clausen de todo lo que era incorregible en el aspecto sexual y reprensible en el moral en su relación con Mary Shanahan.

La señora Clausen estaba consternada. Por una vez, ni siquiera miraba a su hijo; no podía apartar la vista del apuesto perfil de Wallingford, mientras éste le contaba los detalles de su vergonzosa conducta. Ahora balbuceaba, en parte porque estaba nervioso, pero también porque temía que la impresión que estaba causando en Doris era la contraria de la que él se había propuesto.

¿En qué había estado pensando? ¡Qué completo desastre habría sido que Mary Shanahan estuviera embarazada de un hijo suyo!

Todavía en vena confesional, alzó la toalla para mostrarle a la señora Clausen el cardenal debido al choque con la superficie de vidrio de la mesa baja en el piso de Mary, y también le mostró la quemadura por el contacto con el grifo de agua caliente en la ducha de aquella mujer. La señora Clausen le informó de que ya había observado los arañazos en su espalda, así como la señal del mordisco, sin duda producida en un arrebato de pasión amorosa, que tenía en el hombro izquierdo.

– Ah, eso no me lo hizo Mary -confesó Wallingford. No era lo mejor que podría haber dicho.

– ¿A quién más has estado viendo? -le preguntó Doris. Las cosas no estaban saliendo como él había esperado, pero ¿iban a aumentar sus problemas si le hablaba de Angie a la señora Clausen? Sin duda esa historia era más sencilla.

– Fue con la maquilladora, pero una sola noche -le dijo Wallingford-. Cedí en un momento en que estaba cachondo, no fue más que eso.

¡Qué manera de expresarse! (¡Para que hablen de descuidar el contexto!)

Le habló a Doris de las llamadas telefónicas que hicieron diversos miembros de la perturbada familia de Angie, pero la señora Clausen sufrió una confusión y creyó que él se refería a que Angie era menor de edad. (Tanta afición a mascar chicle hacía aún más plausible la idea.)

– Angie es una buena chica -siguió diciendo Patrick, lo cual dio a Doris la impresión de que la maquilladora podría estar mentalmente incapacitada-. ¡No, no! -protestó él-. Angie ni es menor de edad ni está mentalmente incapacitada. Es sólo… bueno…

– ¿Una jovencita? -le preguntó la señora Clausen.

– ¡No, no! -protestó lealmente Patrick-. No se trata de eso.

– Tal vez pensabas que ella podría ser la última mujer con la que te acostarías… es decir, si yo te aceptaba -especuló Doris-. Y como no sabías si te aceptaría o no, no había ningún motivo para no acostarte con ella.

– Sí, es posible -replicó Wallingford débilmente.

– Mira, eso no es tan grave -le dijo la señora Clausen-. Lo comprendo… quiero decir que comprendo a Angie. -Se atrevió a mirarla por primera vez, pero ella volvió la cabeza y con templó al pequeño Otto, que dormía profundamente-. Me cuesta mucho más comprender a Mary -añadió Doris-. No sé cómo has pensado en vivir conmigo y Otto al mismo tiempo que tratabas de dejar preñada a esa mujer. ¿No crees que, si está embarazada y el hijo es tuyo, eso nos complica las cosas? A ti, a mí y al pequeño Otto.

– Sí, es cierto -convino Patrick, y volvió a preguntarse en qué había estado pensando. ¿No era también aquello un contexto que había pasado por alto?

– Comprendo lo que se proponía Mary -siguió diciendo la señora Clausen. De improviso le tomó la mano entre las suyas y le miró con tal intensidad que él no pudo desviar los ojos-. ¿Quién no querría tener un hijo tuyo? -Se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Procuraba no alzar la voz ni perder los estribos, por lo menos en la habitación con el niño dormido-. Eres como una chica bonita que no tiene la menor idea de lo guapa que es. No tienes idea del efecto que causas. ¡No es que seas peligroso porque eres guapo, sino porque no sabes lo guapo que eres! Y además eres un inconsciente. -Esta palabra escoció a Patrick como si ella le hubiera abofeteado-. ¿Cómo es posible que pensaras en mí mientras intentabas dejar embarazada a otra? ¡No pensabas en mí! No lo hacías en aquel momento.

– Pero parecías una… posibilidad tan remota -fue lo único que Wallingford pudo decirle. Sabía que lo que ella acababa de decirle era cierto.

¡Qué necio era! Había cometido el error de contarle sus aventuras sexuales más recientes y hacerlas tan comprensibles para ella como lo era para él la vida sentimental de Doris, mucho más normal. Porque la relación amorosa de ella, aunque fuese un error, por lo menos había sido real; había tratado de salir con un viejo amigo que, en aquellos momentos, estaba tan disponible como ella. Y el intento había fracasado, eso era todo.

Al lado del único percance de la señora Clausen, el mundo de Wallingford carecía de ley en el aspecto sexual. El mismo desorden de sus pensamientos le avergonzaba.

La decepción que le había causado a Doris era tan visible como el cabello de la mujer, todavía mojado y enmarañado tras el baño nocturno. Su decepción era tan evidente como los semicírculos oscuros bajo los ojos, o lo que él veía de su cuerpo enfundado en el bañador violáceo y su desnudez vislumbrada a la luz de la luna y en el lago. (Había engordado un poco, o aún no había perdido el peso adquirido durante el embarazo.)

Wallingford se daba cuenta de que lo que más le gustaba de ella no era, ni mucho menos, su franqueza sexual. Doris siempre hablaba en serio y actuaba con resolución. La señora Clausen se lo tomaba todo en serio. Probablemente su aceptación no había sido una posibilidad tan remota como él había creído. Era Patrick quien, con su conducta, lo había echado todo a rodar.

Estaba sentada a cierta distancia de él en la pequeña cama, con las manos entrelazadas en el regazo. Ni miraba a Patrick ni tampoco al pequeño Otto, y parecía contemplar una fatiga indefinida y enorme, con la que estaba familiarizada y a la que miraba fijamente desde hacía mucho tiempo, con frecuencia a aquellas horas de la noche o por la mañana temprano.

– Debería dormir un poco -se limitó a decirle ella. Patrick pensó que, si fuese posible medir el alcance de su mirada abstraída, seguramente atravesaría la pared hasta llegar al rectángulo en el muro del otro dormitorio, el lugar cerca de la puerta donde antaño colgó un cuadro o un espejo.

– Había algo en la pared… en la habitación de al lado -conjeturó, tratando de entablar conversación, sin esperanza de conseguirlo-. ¿Qué era?

– No era más que un póster, un anuncio de cerveza le informó la señora Clausen con una inercia insoportable en su voz.

– Ah -replicó él, de nuevo sin querer, como si reaccionara a un golpe.

Nada más lógico que allí hubiera habido un anuncio de cerveza y que ella no hubiera querido seguir viéndolo. Patrick tendió su única mano y no la dejó caer en el regazo de Doris, sino que le rozó ligeramente el abdomen con el dorso de los dedos.

– Tenías un objeto metálico en el ombligo, una clase de adorno -aventuró-. Te lo vi cierta vez.

No añadió que fue la vez en que ella le montó en el consultorio del doctor Zajac. Nadie habría dicho al ver a Doris Clausen que era la clase de persona que se perfora el ombligo para colgar una anilla o algo por el estilo.

Ella le tomó la mano y la retuvo en su regazo, pero no era un gesto de estímulo: no quería que él la tocara en cualquier otra parte.

– Debería haber sido un amuleto de buena suerte le explicó Doris, y en su manera de decir «debería haber sido» él detectó una incredulidad prolongada durante años-. Otto lo compró en un centro de tatuajes. En aquel entonces lo probábamos todo con el fin de ser fértiles. Me lo ponía cuando intentaba quedar en estado. No funcionó, excepto contigo, y tú probablemente no lo necesitabas.

– ¿Ya no lo llevas?

– No quiero quedar embarazada de nuevo.

– Ah.

Patrick tuvo la angustiosa certeza de que la había perdido.

– Debería dormir un poco -insistió ella.

– Quería leerte algo, pero ya lo haré en otro momento.

– ¿De qué se trata?

– Verás, en realidad quería leérselo al pequeño Otto, cuando tenga más edad. Quería leértelo ahora porque pensaba en leérselo más adelante.

Se interrumpió. Estas palabras, fuera de contexto, no tenían más sentido que el resto de lo que le había dicho hasta entonces. Se sentía ridículo.

– ¿De qué se trata? -repitió ella.

– Es Stuart Little -respondió Patrick, y deseó no haberlo mencionado.

– Ah, el cuento infantil. Trata de un ratón, ¿verdad? -Él asintió, avergonzado-. Tiene un coche especial -añadió- y va por ahí en busca de un pájaro. Es una especie de En el camino sobre un ratón, ¿no es cierto?

Wallingford no lo habría dicho de esa manera, pero se mostró conforme. Que la señora Clausen hubiera leído En el camino, o al menos lo conociera, le sorprendió.

– Tengo que dormir -repitió Doris-. Y, por si me cuesta conciliar el sueño, me he traído un libro.

Patrick se esforzó por no replicarle. Era mucho lo que ahora parecía perdido, tanto más cuanto que no había sabido que hubiera podido no perder a Doris.

Por lo menos tuvo el buen sentido de no contarle la ocasión en que, en cama con Sarah Williams, o como se llamase, los dos desnudos, le leyó Stuart Little y La telaraña de Charlotte. Fuera de contexto (y posiblemente en cualquier clase de contexto), esa anécdota habría servido tan sólo para subrayar lo raro que era Patrick. El momento en que contarle una cosa así le habría favorecido pertenecía al pasado; ahora sería inconveniente. Estaba ganando tiempo porque no quería perderla, y ambos lo sabían.

– ¿Qué libro te has traído? -le preguntó.

La señora Clausen, sentada junto a él en la cama, aprovechó la oportunidad para levantarse. Abrió su bolsa de lona, que se parecía a otras bolsas más pequeñas con las cosas de un bebé. Ése era todo su equipaje, y no se había molestado todavía en abrirla, o no había tenido tiempo para ello.

Sacó el libro, que estaba debajo de su ropa interior, y se lo tendió, como si estuviera demasiado fatigada para hablar de él (probablemente lo estaba). Se trataba de El paciente inglés, una novela de Michael Ondaatje. Wallingford no la había leído, pero había visto la película.

– Fue la última película que vimos antes de la muerte de Otto -le explicó la señora Clausen-. Nos gustó a los dos. Y a mí me gustó tanto que quise leer el libro, pero lo he ido posponiendo hasta ahora. No quería que me recordara la última película que vi con Otto.

Patrick Wallingford miró el libro. Ella estaba leyendo una novela de calidad literaria para adultos y él se había propuesto leerle Stuart Little. ¿Cuándo iba a dejar de subestimarla? Que trabajara como taquillera de los Packers de Green Bay no excluía que leyera novelas de calidad literaria, aunque, y esto le avergonzaba, Patrick así lo había supuesto.

Recordó que la película basada en El paciente inglés le había gustado. A su ex mujer la película le gustó más que el libro. Dudaba del juicio de Marilyn sobre cualquier cosa, y confirmó lo acertado de esa duda cuando ella hizo un comentario sobre la novela que Wallingford recordaba haber leído en una crítica. Lo que ella dijo acerca de El paciente inglés fue que la película era mejor porque la novela estaba «demasiado bien escrita». Que un libro estuviera demasiado bien escrito era un concepto que sólo un crítico y Marilyn podían tener.

– No lo he leído -le dijo Wallingford a la señora Clausen, que depositó la novela en la bolsa abierta, encima de la ropa interior.

– Es buena le dijo Doris-. La estoy leyendo muy lentamente porque me gusta mucho. Creo que es mejor que la película, pero intento no recordar esa película.

(Naturalmente, esto significaba que jamás relegaría al olvido una sola escena de la película.)

¿Qué más podía decirle él? Tenía que ir al lavabo y como por milagro, se abstuvo de decírselo de la única manera que parecía posible en un lugar que carecía de lavabo («tengo que ir a mear»)… ya le había dicho lo suficiente por una noche. Ella le iluminó el pasillo con la linterna, a fin de que no tuviera que ir a tientas hasta su habitación.

Estaba demasiado cansado para encender la lámpara de gas. Sacó la linterna del cajón de la cómoda y bajó la empinada escalera. La luna se había ocultado y la oscuridad era ahora mucho más intensa. No debía de faltar mucho para que amaneciera. Eligió un árbol para aliviarse detrás del tronco, aunque no había nadie que pudiera verle. Cuando terminó de orinar los mosquitos ya le habían descubierto. Siguió con rapidez el haz luminoso de la linterna, de regreso al cobertizo.

La habitación de la señora Clausen y del pequeño Otto estaba a oscuras cuando Wallingford pasó silenciosamente ante la puerta abierta. Recordó que ella le había dicho que nunca dormía con la luz de gas encendida. Probablemente las lámparas de propano eran bastante seguras, pero la llama de una lámpara no dejaba de ser fuego y le inquietaba demasiado para poder dormir.

Wallingford dejó también abierta la puerta de su habitación, pues quería oír a Otto cuando se despertara. Tal vez se ofrecería para vigilar al niño a fin de que ella pudiera seguir durmiendo. ¿Tan difícil era entretener a un niño? ¿No era mucho más duro el público de la televisión?

Tras razonar de esta manera, se quitó la toalla que le rodeaba la cintura, se puso unos calzoncillos holgados, en forma de pantalones cortos, y se acostó, pero antes de apagar la linterna se fijó bien en el lugar donde estaba para encontrarla cuanto antes en la oscuridad si la necesitaba. (La dejó en el suelo, en el lado donde dormía la señora Clausen.) Ahora que se había puesto la luna, la negrura casi total se parecía a sus posibilidades con Doris.

Se olvidó de correr las cortinas, aunque Doris le había advertido de que por la mañana el sol incidía directamente en sus ventanas. Más tarde, cuando aún estaba dormido, tuvo la sensación de que en el cielo había una luz previa al amanecer. Fue entonces cuando los grajos empezaron a graznar. Incluso en sueños, los grajos estaban más presentes que los somorgujos. Sin verla siquiera, percibía la luz creciente.

Entonces le despertaron los lloros del pequeño Otto, y permaneció tendido mientras oía la voz de la señora Clausen que intentaba tranquilizar a su hijo. El niño dejó de llorar con bastante rapidez, pero siguió quejándose mientras su madre le cambiaba. A juzgar por el tono de voz de Doris y los diversos ruidos que hacía Otto, Wallingford supuso lo que estaban haciendo. Les oyó bajar por la escalera del cobertizo; la señora Clausen no dejaba de hablar mientras se encaminaba a la cabaña principal. Patrick recordó que había que mezclar con agua la leche en polvo para preparar el biberón. El agua se estaba calentando en la cocina.

Se miró primero el extremo del muñón y luego la muñeca derecha. (No se había acostumbrado a llevar el reloj en el brazo derecho.) En el mismo momento en que el sol naciente penetraba a través de las ventanas del dormitorio desde la otra orilla del lago, Patrick vio que apenas eran las cinco de la mañana.

Su profesión de reportero le había hecho viajar por todo el mundo, y estaba familiarizado con la falta de sueño. Pero empezaba a darse cuenta de que la señora Clausen llevaba siete meses sin dormir bien. Había sido un crimen por parte de Wallingford mantenerla despierta la mayor parte de la noche. Que Doris llevara una sola bolsa con sus cosas pero la canastilla del bebé contuviera media docena de bolsas era algo más que simbólico… ¡el pequeño Otto era su vida!

¿Cómo había pasado por la imaginación de Wallingford la posibilidad de que él pudiera entretener al pequeño Otto mientras la señora Clausen volvía a dormirse? No sabía alimentar al niño, y sólo había visto una vez (el día anterior) a Doris cambiarle los pañales. Además, probablemente sería incapaz de hacer eructar a Otto. (No sabía que la señora Clausen había dejado de hacer eso.)

Patrick estaba pensando en que debería tener el valor de saltar al lago y ahogarse, cuando la señora Clausen entró en su habitación llevando al pequeño Otto en brazos. El bebé estaba desnudo, con excepción del pañal, y Doris sólo llevaba una camiseta de media manga demasiado grande para ella, que probablemente había pertenecido al difunto Otto, del verde desvaído de Green Bay con el familiar logotipo de los Packers. Le llegaba hasta más abajo de medio muslo, casi a las rodillas.

– Ahora estamos bien despiertos, ¿verdad? -le decía la señora Clausen al pequeño Otto-. Vamos a ver si papá también está bien despierto.

Wallingford les hizo sitio en la cama y procuró mantener la serenidad. (Era la primera vez que Doris se refería a él llamándole «papá».)

La temperatura antes del amanecer era bastante fresca y hacía falta una manta para dormir, pero ahora la habitación estaba inundada de luz. Wallingford retiró la manta y la dejó en el suelo. La señora Clausen con el bebé se deslizó bajo la sábana.

– Deberías aprender a alimentarle -le dijo Doris, tendiéndole el biberón.

Apoyó al pequeño Otto en una almohada, y los brillantes ojos del niño siguieron al biberón que pasaba entre sus padres. Luego la señora Clausen sentó a Otto erguido entre dos almohadas. Bajo la mirada de su padre, el niño tomó un sonajero, lo sacudió y se lo llevó a la boca… no era precisamente una serie de acontecimientos fascinantes, pero el padre los contemplaba embelesado.

– Es un niño muy tranquilo -comentó la señora Clausen.

Wallingford no supo qué decirle.

– ¿Por qué no intentas leerle ese cuento del ratón que has traído? -le preguntó-. No es necesario que te comprenda, lo que importa es el sonido de tu voz. También a mí me gustaría escucharlo.

Patrick bajó de la cama y regresó con el libro.

– Bonitos calzoncillos -le dijo Doris.

Wallingford había señalado ciertos pasajes de Stuart Little, pensando que tendrían un significado especial para la señora Clausen. El fracaso de la primera cita de Stuart con Harriet Ames porque él está demasiado enojado por los daños causados a su canoa para aceptar la invitación de Harriet al baile. Lamentablemente, Harriet le dice adiós, «dejando a Stuart solo con sus sueños rotos y su canoa deteriorada».

Tiempo atrás, Patrick había pensado que a Doris le gustaría esa parte, pero ahora no estaba tan seguro, por lo que decidió pasar al último capítulo, «Hacia el norte», y leer tan sólo el fragmento de la conversación filosófica de Stuart con el reparador de teléfonos.

Primero hablan del pájaro que Stuart está buscando. El reparador de teléfonos le pide a Stuart que se lo describa, y entonces anota la descripción. Mientras Wallingford leía esa parte, la señora Clausen yacía de costado con el niño junto a ella, escuchándole atentamente. Con los dos padres al alcance de su mano, el pequeño se sentía lo bastante atendido.

Entonces Patrick llegó al momento en que el reparador de teléfonos le pregunta a Stuart adónde se dirige. Wallingford leyó el fragmento en un tono especialmente conmovedor.

– Al norte -dijo Stuart.

– El norte es bonito -dijo el reparador-. Siempre me ha gustado ir al norte. Claro que el sur también es una buena dirección.

– Sí, supongo que lo es -dijo Stuart, pensativo.

– Y también el este -siguió diciendo el reparador-. Cierta vez tuve una experiencia interesante cuando iba hacia el este. ¿Quieres que te hable de ella?

– No, gracias -replicó Stuart.

El reparador pareció decepcionado, pero no dejó de hablar.

– Hay algo en el norte… algo que lo distingue del resto de las direcciones. En mi opinión, una persona que se dirige al norte no comete ningún error.

– Así lo creo yo -dijo Stuart. A decir verdad, creo que a partir de ahora voy a viajar hacia el norte hasta el fin de mis días.

– Cosas peores podrían ocurrirle a una persona -dijo el reparador.

– Sí, lo sé -respondió Stuart.

Cosas peores le habían ocurrido a Patrick Wallingford. No se encaminaba hacia el norte cuando conoció a Mary Shanahan, a Angie, a Monika con ka, incluso a su ex esposa. Conoció a Marilyn en Nueva Orleans, donde recopilaba información para una noticia de tres minutos sobre los excesos del Martes de Carnaval. Por entonces tenía una aventura con Fiona X, otra maquilladora, pero la dejó para irse con Marilyn. (Un error que había reconocido mucho tiempo atrás.)

La estadística era trivial, pero Wallingford no recordaba a ninguna mujer con la que hubiera hecho el amor mientras viajaba hacia el norte. En cuanto a su presencia en el norte, sólo había estado allí con Doris Clausen, y quería seguir así (no necesariamente en el norte sino en cualquier parte) hasta el fin de sus días.

Patrick hizo una pausa para obtener un efecto dramático y repitió esa frase, «hasta el fin de mis días». Entonces miró al pequeño Otto, temeroso de que el niño se aburriera, pero estaba despierto como una ardilla; miraba alternativamente la cara de su padre y la portada en colores del cuento. (Stuart en su canoa de corteza de abedul con las palabras RECUERDOS DEL VERANO pintadas en la proa.)

Wallingford estaba encantado de haber conseguido la atención de su hijo, pero cuando miró a la señora Clausen, en quien esperaba causar una buena impresión, capaz de redimirle de sus errores, vio que se había dormido, con toda probabilidad antes de poder darse cuenta de la pertinencia que tenía el capítulo titulado «Hacia el norte». Yacía de costado, todavía vuelta hacia Patrick y el bebé, y aunque el cabello le ocultaba parcialmente el rostro, Wallingford observó que sonreía…

En fin… si no sonreía exactamente, por lo menos no fruncía el ceño. Tanto por su expresión como por la tranquilidad de su reposo, la señora Clausen parecía más sosegada de lo que Wallingford la había visto jamás, o más profundamente dormida, no podía saberlo con precisión.

Wallingford, que se tomaba en serio su nueva responsabilidad, cogió al pequeño Otto y se levantó de la cama con sumo cuidado para no despertar a la madre. Fue con el niño al otro dormitorio y se esforzó al máximo por sustituir a Doris: tuvo la audacia de intentar cambiarle el pañal sobre la cama, pero se consternó al ver que el pañal estaba seco y el pequeño Otto limpio, y mientras contemplaba el pene asombrosamente pequeño de su hijo, éste soltó hacia arriba un chorrito de orina que alcanzó de lleno a su padre en la cara. Ahora Patrick tenía un motivo para cambiarle el pañal, tarea nada fácil con una sola mano.

Finalizada esta tarea, se preguntó qué debería hacer a continuación. Puesto que el pequeño Otto estaba sentado en la cama, prácticamente aprisionado por las almohadas protectoras amontonadas a su alrededor, el inexperto padre buscó en la canastilla infantil, y reunió los objetos siguientes: un paquete de preparado para biberón, un biberón limpio, dos mudas de pañales, una camisa, por si hacía fresco en el exterior, un par de zapatos y otro de calcetines, por si al pequeño le divertía más brincar en el parque infantil.

El parque infantil estaba en la cabaña principal, y allá fue Wallingford con el pequeño. Se dijo, y con ello revelaba el instinto de precaución de un buen padre, que los zapatos y los calcetines protegerían los minúsculos dedos del bebé y evitarían que se clavara astillas en los suaves piececillos. Como una ocurrencia de última hora, poco antes de abandonar el piso en el cobertizo de los botes con Otto y la canastilla infantil, Wallingford metió en ésta el gorro del pequeño y el ejemplar de El paciente inglés perteneciente a la señora Clausen. Su única mano había tocado ligeramente la ropa interior de Doris al tomar el libro.

La temperatura era más baja en la cabaña principal, por lo que Patrick le puso la camisa a Otto y, por el puro gusto de aceptar el desafío, también le puso los calcetines y lo calzó. Intentó meterlo en el parque infantil, pero el niño se echó a llorar. Entonces lo sentó en la sillita alta, una posición que pareció gustar más a Otto. (Sólo momentáneamente, pues no había nada que comer.)

Patrick tomó una cucharilla del escurridor de platos, preparó un puré de plátano y se lo dio. Otto se divirtió escupiendo parte del plátano y restregándose la cara con el puré antes de limpiarse las manos en la camisa.

Wallingford se preguntó qué más podría darle al niño. El hervidor sobre el fogón de la cocina aún estaba caliente. Disolvió la leche en polvo en un cuarto de litro, más o menos, de agua caliente y mezcló parte del preparado con un poco de cereal para bebés, pero Otto prefería el plátano. Patrick trató de mezclar el cereal con una cucharadita de melocotón escurrido que extrajo de uno de los tarros de alimento infantil. Otto lo probó con cautela y pareció gustarle, pero no tardó en decorarse el cabello con varios glóbulos de puré de plátano y parte de la mezcla de melocotón y cereal.

Era evidente que, más que alimentar al pequeño Otto, lo estaba ensuciando con la comida. Humedeció con agua caliente una servilleta de papel y lo limpió en la medida de lo posible. Entonces sacó a Otto de la sillita alta y lo dejó en el parque infantil. El niño dio brincos durante un par de minutos antes de vomitar la mitad del desayuno.

Wallingford lo alzó del parque infantil y se sentó en la mecedora, con el pequeño en el regazo. Intentó darle el biberón, pero Otto, con las señales del estropicio en el pelo y la ropa, tan sólo bebió un poco antes de escupir en el regazo de su padre. Éste sólo llevaba puestos los calzoncillos, por lo que no importaba.

Probó a pasear de un lado a otro con Otto en el brazo izquierdo y El paciente inglés abierto, como un himnario, en la mano derecha. Pero la falta de la mano izquierda hacía que Otto resultara demasiado pesado para sostenerlo así demasiado tiempo, y Patrick regresó a la mecedora. Sentó al niño en un muslo, apoyado contra su cuerpo; la nuca de Otto descansaba sobre el pecho y el hombro izquierdo de Wallingford, que le rodeaba con el brazo izquierdo. Se mecieron durante diez minutos o más, hasta que Otto se durmió.

Patrick se mecía más lentamente, con el niño dormido en el regazo mientras intentaba leer la novela. Sostener el libro con su única mano no era tan difícil como pasar las páginas, algo que requería una considerable destreza manual, tan arduo para Wallingford como algunos de sus esfuerzos con las prótesis, pero el esfuerzo parecía armonizar con las primeras descripciones del paciente quemado, que parece no recordar quién es.

Leyó unas pocas páginas y se detuvo en una frase que la señora Clausen había subrayado en rojo, la descripción de la manera en que el epónimo paciente inglés ya se sume en la inconsciencia, ya se despierta mientras la enfermera le lee.

«Así pues, tanto si el inglés escuchaba atentamente como si no, los libros tenían para él lagunas en el argumento que eran como tramos de una carretera erosionados por las tormentas, ausencias de incidentes como si las langostas hubieran consumido una parte del tapiz, como si el yeso aflojado a causa del bombardeo se hubiera desprendido de un mural por la noche.»

No era sólo un pasaje para ser releído y admirado, sino que también hacía honor a la lectora que lo había subrayado. Wallingford cerró el libro y lo depositó suavemente en el suelo. Entonces cerró los ojos y se concentró en el movimiento relajante de la mecedora. Si retenía el aliento podía oír la respiración de su hijo, un momento sagrado para muchos padres primerizos. Y mientras se mecía, Patrick trazó un plan. Regresaría a Nueva York y leería El paciente inglés, subrayando los pasajes que más le gustasen. Entonces él y la señora Clausen podrían hacer comparaciones y discutir sus respectivas preferencias. Incluso podría persuadirla para alquilar el vídeo de la película y verla juntos.

Mientras se amodorraba en la mecedora, sujetando al niño ya dormido, se preguntó si ese tema no sería más prometedor para ellos que los viajes de un ratón o el ardor imaginativo de una araña condenada.

La señora Clausen los encontró dormidos en la mecedora. Como era una buena madre, examinó de cerca las pruebas de que Otto había desayunado, incluido lo que quedaba del biberón, la camisa asombrosamente manchada de su hijo, el pelo con melocotón pegado y los zapatos y calcetines con restos de plátano, así como la inequívoca indicación de que había vomitado en los calzoncillos de Patrick. Debió de encontrar todo esto de su agrado, sobre todo la estampa de los dos dormidos en la mecedora, porque los fotografió dos veces con su cámara.

Cuando Wallingford se despertó, Doris ya había preparado café y estaba friendo beicon. (El recordó haberle dicho que le gustaba desayunar con beicon.) Llevaba puesto el bañador violáceo, y Patrick imaginó su propio bañador solitario en el tendedero, una lastimosa señal del probable rechazo de su proposición por parte de la señora Clausen.

Pasaron el día juntos, sumidos en la pereza, aunque no relajados por completo. La tensión subyacente entre ellos se debía a que Doris no mencionó para nada la proposición de Patrick.

Se turnaron para bañarse alrededor del embarcadero y vigilar a Otto. Una vez más, Wallingford vadeó con el bebé en brazos las aguas someras en la playa arenosa. Juntos dieron una vuelta en barca. Patrick se sentó a proa, con el pequeño Otto en el regazo, mientras la señora Clausen pilotaba el fueraborda, porque lo dominaba mejor. El fueraborda no alcanzaba tanta velocidad como la lancha rápida, pero en caso de percance, un rasguño en el casco o un golpe, a los Clausen no les habría importado.

Cargaron las bolsas de basura en la embarcación y las transportaron al vertedero situado en la otra orilla del lago. Todos los habitantes de las casas de campo vecinas llevaban allí la basura. Todo lo que no depositaran en el vertedero, botellas, latas, papeles, sobras de comida, pañales sucios, tendrían que llevárselo en el hidroavión.

En el fueraborda, con el motor en marcha, no podían oírse el uno al otro, pero Wallingford miró a la señora Clausen y movió los labios para formar las palabras: «Te quiero». El supo que le había leído los labios, pero no entendió la respuesta de ella. Era una frase más larga que «te quiero,», y él se dio cuenta de que le estaba diciendo algo serio.

Cuando volvían de tirar la basura, el pequeño Otto se durmió. Wallingford llevó al niño dormido a su cuarto, escaleras arriba, y lo acostó en la cuna. Doris le dijo que solía dormir dos veces durante el día, y el movimiento de la embarcación era la causa de que se hubiera dormido tan profundamente. La señora Clausen supuso que tendría que despertarle para darle de comer.

Caía la tarde y el sol había empezado a ponerse.

– No le despiertes todavía -dijo Wallingford-. Ven al embarcadero conmigo, por favor.

Ambos llevaban bañador, y Patrick se hizo con un par de toallas.

– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Doris.

– Vamos a mojarnos otra vez -respondió él-. Luego nos sentaremos un rato en el embarcadero.

La señora Clausen temía no oír a Otto si se despertaba y comenzaba a llorar, ni siquiera con las ventanas del dormitorio abiertas. Las ventanas daban al lago, no al embarcadero que se internaba en el agua, y si pasaba una motora, como sucedía de vez en cuando, el estrépito les impediría oír cualquier sonido procedente de la casa. Patrick le prometió que él oiría al bebé.

Se lanzaron al agua desde el embarcadero y subieron enseguida por la escala. La llegada de la oscuridad fue casi inmediata. El sol se había puesto bajo las copas de los árboles en su orilla del lago, pero la orilla oriental estaba todavía iluminada. Se sentaron en las toallas sobre las tablas del embarcadero y Wallingford habló a la señora Clausen de las píldoras contra el dolor que tomó en la India y que, en el sueño inducido por la cápsula azul, había notado el calor del sol en la madera del embarcadero, a pesar de la oscuridad.

– Igual que ahora -comentó.

Ella no reaccionó. Temblaba un poco bajo el bañador mojado.

Patrick insistió en contarle que, en el sueño, oía la voz de la mujer, pero no la veía en ningún momento; tenía la voz más sensual del mundo, y le dijo: «Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?». La señora Clausen no dejaba de mirarle, y seguía temblando.

– Dilo, por favor -le pidió Wallingford.

– No tengo ganas de hacerlo -replicó Doris.

Le contó el resto del sueño inducido por la cápsula azul cobalto. Había respondido afirmativamente a la pregunta de ella, y el agua goteaba de sus bañadores mojados y caía entre las tablas del embarcadero, de regreso al lago. Le dijo que él y la mujer a la que no veía se desnudaron y que los hombros de ella olían a piel tostada por el sol, y que, al seguir con la lengua el contorno de la oreja femenina, había saboreado el agua del lago.

– ¿En el sueño hiciste el amor con ella? -le preguntó la señora Clausen.

– Sí.

– No puedo hacerlo -dijo ella-. Éste no es el lugar ni tampoco el momento. Además, hay una casa nueva en la otra orilla del lago. Los Clausen me han advertido de que el inquilino tiene un telescopio y espía a la gente.

Patrick miró hacia el lugar al que ella se refería. La cabaña al otro lado del lago tenía un color crudo; la madera nueva destacaba en el entorno azul y verde.

– Creía que el sueño se iba a convertir en realidad -se limitó a decirle él. (Quería decirle que casi se había convertido en realidad.)

La señora Clausen se levantó, llevándose la toalla consigo. Se quitó el bañador mojado y, al mismo tiempo, se cubrió con la toalla. Colgó el bañador del tendedero y se ciñó mejor la toalla.

– Voy a despertar a Otto -le dijo a Patrick.

Él se quitó el bañador y lo colgó de la cuerda, junto al de Doris. Como ella ya había ido al cobertizo, no se molestó en cubrirse con la toalla. Incluso permaneció un momento en pie ante el lago, sólo para obligar al gilipollas del telescopio a echarle un buen vistazo. Entonces se puso la toalla a la cintura y subió la escalera hasta su dormitorio. Se puso un bañador seco y una camisa polo. Cuando entró en el otro dormitorio, la señora Clausen también se había cambiado y llevaba una vieja camiseta de tirantes y unos pantalones cortos de nailon. Eran prendas que podría llevar un muchacho en un gimnasio, pero le sentaban de maravilla.

– Mira -le dijo a Patrick, sin mirarle-. Los sueños no han de tener un parecido exacto con la vida real para que se hagan realidad.

– No sé si tengo alguna posibilidad contigo -replicó Patrick

Con paso decidido y Otto en brazos, Doris le precedió hacia la cabaña principal.

– Todavía estoy pensando en ello -le dijo, dándole la espalda.

Wallingford supuso lo que ella había dicho, tras contar las sílabas de sus palabras. Pensó que eso mismo era lo que le había dicho en el fueraborda, cuando él no podía oírla. («Todavía estoy pensando en ello.») Así pues, tenía alguna posibilidad con ella, aunque probablemente era mínima.

Protegidos por la mosquitera, cenaron tranquilamente en el porche de la cabaña principal, que daba al lago cada vez más oscuro. Llegaron los mosquitos y su zumbido se convirtió en una música de fondo. Tomaron la segunda botella de vino tinto mientras Wallingford hablaba de sus esfuerzos iniciales para lograr que 1e despidieran. Esta vez fue lo bastante avispado para no mencionar a Mary Shanahan, y no le dijo a Doris que esa idea partía de algo que le oyó decir a Mary ni que ésta había elaborado un plan con los pasos que debía dar para que le despidieran.

También le dijo que había pensado irse de Nueva York, pero la señora Clausen pareció impacientarse con todo aquello.

– No quisiera que dejaras tu empleo por mí -le dijo-. Si puedo vivir contigo, puedo hacerlo en cualquier parte. El lugar donde vives o lo que haces es secundario.

Patrick iba de un lado a otro con el pequeño en brazos mientras Doris fregaba los platos.

– Preferiría que Mary no tuviera un hijo tuyo -manifestó finalmente la señora Clausen, cuando regresaban al cobertizo de los botes, sacudiendo los brazos para ahuyentar a los mosquitos.

Él no podía verle la cara, pues una vez más Doris iba por delante de él, con la linterna y la canastilla infantil, mientras él llevaba al niño en brazos.

– No puedo culparla… por ese deseo de tener un hijo tuyo -añadió Doris, en las escaleras que conducían al piso en el cobertizo de los botes-. Sólo confío en que no lo tenga. Aunque ahora ni puedes ni debes hacer nada al respecto.

Wallingford se daba cuenta de algo que le caracterizaba, la existencia de un elemento esencial de su destino que él activaba sin proponérselo pero sobre el que carecía de control: que Mary Shanahan estuviera embarazada o no dependía del azar.

Antes de abandonar la cabaña principal, después de usar el bañador y cepillarse los dientes, sacó un preservativo del estuche para el afeitado y lo llevó al cobertizo. Cuando él depositó a Otto en la cama sobre la que le cambiaba, la señora Clausen vio que Wallingford tenía algo en el interior del puño cerrado.

– ¿Qué tienes en la mano? -le preguntó ella.

Él le mostró el preservativo. Doris estaba inclinada sobre el pequeño Otto, al que cambiaba el pañal.

– Será mejor que vayas a buscar otro -le dijo-. Vas a necesitar por lo menos dos.

Patrick tomó una linterna, se expuso de nuevo a los mosquitos y regresó al dormitorio sobre el cobertizo de los botes con otro preservativo y una cerveza fría. Encendió la lámpara de gas en su habitación, una tarea sencilla para quienes tienen ambas manos, pero ardua para él. Encendió la cerilla de madera y se puso el palito entre los dientes mientras encendía el gas. Cuando se quitó el fósforo de la boca y lo aplicó a la lámpara, ésta produjo una ligera detonación y surgió una llama brillante. Bajó el volumen de propano, pero la luz en el dormitorio sólo se redujo un poco. Diciéndose que aquel exceso lumínico no era muy romántico, se desvistió y se metió desnudo en la cama.

Se cubrió sólo con la sábana, subiéndola hasta la cintura; y así permaneció tendido boca abajo, apoyado en los codos, con las dos almohadas apretadas contra el pecho. Miró a través de la ventana el lago iluminado por una luna enorme. Faltaban dos o tres noches para que la luna estuviese oficialmente llena, pero ya lo parecía.

Él dejó la botella de cerveza sin abrir sobre el tocador, confiando en que más tarde la compartieran ambos. Los dos condones, con sus envoltorios de papel de estaño, estaban bajo las almohadas.

Debido al griterío de los somorgujos y una pelea entre patos cerca de la orilla, Patrick no oyó a Doris cuando entró en la habitación, pero al tenderse encima de él, con los senos desnudos contra su espalda, supo que estaba desnuda.

– Tengo frío con el bañador mojado -le susurró al oído-. Voy a quitármelo. ¿Quieres quitarte el tuyo también?

Su voz era tan parecida a la de la mujer en el sueño inducido por la cápsula azul que Wallingford tuvo cierta dificultad para responderle. Cuando logró decirle que sí, ella ya le había puesto boca arriba y había bajado la sábana.

– Será mejor que me des una de esas cosas -le dijo.

Él extendió su única mano por detrás de la cabeza y bajo las almohadas, pero la señora Clausen fue más rápida, encontró uno de los preservativos y rasgó el envoltorio con los dientes.

– Déjame hacerlo -le dijo-. Quiero ponértelo, nunca lo he hecho.

Parecía un poco perpleja por el aspecto del condón, pero no vaciló en ponérselo; lamentablemente, intentó colocarlo al revés.

– Está enrollado de cierta manera -dijo Wallingford.

Doris se rió de su error. Le puso el preservativo de la manera correcta, pero demasiado apresurada para que él pudiera hablarle. Era la primera vez que la señora Clausen ponía un condón a un hombre, pero Wallingford ya estaba familiarizado con la manera en que se colocó a horcajadas encima de él. (Sólo que esta vez él estaba tendido boca arriba, no sentado en una silla en el consultorio del doctor Zajac.)

– Déjame que te diga algo sobre tu fidelidad hacia mí -le decía Doris mientras se movía arriba y abajo, las manos apoyadas en los hombros de Patrick-. Si la monogamia es problemática para ti, será mejor que me lo digas ahora mismo… será mejor que me detengas.

Wallingford no dijo nada ni tampoco hizo el menor ademán de detenerla.

– Por favor, no dejes preñada a ninguna más -le dijo la señora Clausen, incluso con más seriedad. Le presionaba con toda su fuerza, y él alzaba las caderas para facilitar la penetración.

– De acuerdo le dijo Patrick.

A la áspera luz de la lámpara de gas, sus sombras en movimiento se proyectaban en la pared donde el rectángulo más oscuro había llamado antes la atención de Wallingford, aquel lugar vacío donde estuvo el póster cervecero del señor Otto. Era como si su acoplamiento fuese un retrato fantasmal, su futuro juntos todavía sin decidir.

Cuando terminaron de hacer el amor, tomaron la cerveza, y la botella quedó vacía en unos segundos. Entonces anduvieron desnudos a bañarse en la oscuridad de la noche. Wallingford tomó una sola toalla para los dos y la señora Clausen llevó la linterna. Caminaron uno detrás de otro por la estrecha pasarela que era el embarcadero dentro del cobertizo de los botes, pero esta vez Doris pidió a Patrick que bajara por la escala al lago delante de ella. Apenas había entrado en el agua, cuando ella le pidió que volviera al estrecho embarcadero.

– Sigue la luz de la linterna -le dijo, y dirigió el haz a través de las tablas, iluminando uno de los postes de apoyo que desaparecían en el agua oscura.

A varios centímetros por encima de la superficie, bajo las tablas del embarcadero y en una tabla horizontal, algo llamó la atención de Patrick. Se acercó más hasta que pudo verlo bien, y se sostuvo en el agua pedaleando.

Había una larga escarpia clavada en el poste, de la que pendían dos anillos. La habían doblado y la cabeza también estaba clavada en la madera. Patrick se dio cuenta de que la señora Clausen habría tenido que pedalear en el agua mientras la clavaba, y entonces doblarla con el martillo. No debía de haber sido tarea fácil, ni siquiera para una buena nadadora que tenía dos manos y era bastante fuerte.

– ¿Todavía están ahí? -le preguntó Doris-. ¿Los ves?

– Sí -respondió él.

Doris colocó de nuevo la linterna de manera que el haz de luz iluminara el lago. Patrick nadó desde debajo del embarcadero hacia el haz luminoso, donde ella le estaba esperando; flotaba boca arriba, con los senos por encima de la superficie. La señora Clausen no dijo nada, y él también guardó silencio. Imaginó que, un invierno, el hielo sería más denso que de ordinario; podría rozar contra el embarcadero en el cobertizo y los anillos se perderían. O bien una tormenta invernal podría llevarse el cobertizo. Fuera como fuese, las alianzas matrimoniales estaban donde les correspondía. Eso era lo que la señora Clausen había querido mostrarle.

Al otro lado del lago, el mirón recién llegado había encendido las luces de su cabaña. Les llegaba el sonido de su receptor de radio. Estaba escuchando un partido de béisbol, pero Patrick no podía discernir cuáles eran los equipos que jugaban. Nadaron de regreso al cobertizo de los botes, orientados por las luces de la linterna que estaba en el embarcadero y las lámparas de gas cuyas llamas brillaban desde las ventanas de los dos dormitorios. Esta vez Wallingford no se olvidó de orinar en el lago, de modo que luego no tuviera que ir al bosque y sufrir el incordio de los mosquitos.

Ambos dieron las buenas noches al pequeño Otto con un beso, y Doris apagó la lámpara de gas en la habitación del niño y corrió las cortinas. Entonces apagó la lámpara en el otro dormitorio, donde yació desnuda y fresca tras el baño en el lago, cubierta sólo por la sábana. Ambos tenían aún el cabello húmedo y frío a la luz de la luna. Ella no corrió las cortinas a propósito, pues quería despertarse temprano, antes que el bebé. Tanto ella como Patrick se durmieron enseguida en la habitación tenuemente iluminada por la luna, que esa noche no se puso hasta casi las tres de la madrugada.

El lunes el sol salió poco antes de las cinco, pero la señora Clausen se había levantado bastante antes. Cuando Wallingford se despertó, la habitación tenía una coloración gris perlina o peltre, y observó que estaba excitado; la situación se parecía a una de las más eróticas en el sueño inducido por la cápsula azul.

La señora Clausen le estaba poniendo el segundo condón. Había descubierto una manera de hacerlo que era novedosa incluso para Wallingford: se lo desenrollaba sobre el pene con los dientes. Teniendo en cuenta que carecía de experiencia previa con los preservativos, se mostraba incomparablemente innovadora, pero Doris le confesó que se había informado del método en un libro.

– ¿Era una novela? -quiso saber Wallingford. (¡Claro que lo era!)

– Dame la mano -le pidió la señora Clausen.

Como es natural, él creyó que se refería a la mano derecha, la única que tenía, y se la tendió.

– No, ésa no, dame la cuarta.

Patrick supuso que la había oído mal. Sin duda ella había dicho: «dame la que te falta», la mano inexistente, fantasmal.

– ¿Cómo has dicho? -le preguntó Wallingford, para asegurarse.

– Que me des la mano, la cuarta -replicó Doris. Le tomó el muñón y se lo puso entre los muslos, donde él notó que los dedos inexistentes cobraban vida.

– Naciste con dos manos y perdiste una -le explicó la señora Clausen-. La de Otto fue la tercera. En cuanto a ésta… -apretó los muslos para recalcar sus palabras-, ésta es la que nunca me olvidará, ésta es mía, es tu cuarta mano.

– Ah.

Tal vez por esa razón él podía notarla, como si fuese real. Volvieron a bañarse después de hacer el amor, pero esta vez uno de ellos se situó ante la ventana del dormitorio del pequeño Otto, mirando al otro mientras nadaba. Durante el turno de la señora Clausen, cuando salía el sol, Otto se despertó.

Prepararon el equipaje y Doris realizó todas las pequeñas tareas necesarias antes de cerrar la casa. Incluso tuvo tiempo de cruzar el lago por última vez para echar la basura en el vertedero. Wallingford se quedó con Otto, pues Doris conducía la embarcación con mucha más rapidez cuando el niño no estaba con ella.

Ya habían depositado en el embarcadero su equipaje y las bolsas con las cosas del bebé cuando llegó el hidroavión. Mientras el piloto y la señora Clausen cargaban las bolsas en el pequeño aparato, Wallingford sostenía al pequeño Otto con el brazo derecho, y saludaba al mirón de la otra orilla del lago agitando el brazo sin mano. De vez en cuando veían el reflejo del sol en la lente del telescopio.

Cuando el hidroavión despegó, el piloto sobrevoló a baja altura el embarcadero del nuevo inquilino. El mirón fingía que el telescopio era una caña de pescar y que estaba pescando des de el embarcadero. Aquel estúpido lanzaba una y otra vez un anzuelo imaginario. El trípode del telescopio era una prueba incriminatoria en medio del embarcadero, como el soporte de una ruda pieza artillera.

Había demasiado ruido en la carlinga para que Wallingford y la señora Clausen pudieran entenderse sin gritar, pero intercambiaban constantes miradas y se pasaban a intervalos el bebé. Cuando el hidroavión descendía para amerizar, Patrick, sin pronunciar las palabras, tan sólo moviendo los labios, volvió a decirle: «Te quiero».

Al principio Doris no le respondió, y cuando lo hizo, también sin pronunciar las palabras y dejándole leer sus labios, dijo la misma frase, más larga que «te quiero», de la ocasión anterior. («Todavía lo estoy pensando.»)

Lo único que podía hacer Wallingford era esperar y ver el curso que seguían los acontecimientos.

Desde el lugar donde el hidroavión había amerizado, se dirigieron en coche al aeropuerto Austin Straubel de Green Bay. El pequeño Otto se agitaba en su asiento especial adaptado al del vehículo, mientras Wallingford se esforzaba por divertirle y Doris conducía. Ahora que podían hablar, no parecían tener nada que decirse.

En el aeropuerto, cuando se despidió de madre e hijo besándolos, Patrick notó que la señora Clausen le deslizaba algo en el bolsillo delantero.

– No lo mires ahora, por favor -le pidió ella-. Hazlo más tarde. Piensa tan sólo que mi piel ha vuelto a crecer y el agujero se ha cerrado. No podría seguir llevándolo aunque quisiera. Y además, sé que no lo necesito, ni tú tampoco. Deshazte de él, por favor.

Wallingford supo qué era sin necesidad de mirarlo: el chisme estimulador de la fertilidad que le viera cierta vez en el ombligo, el adorno corporal que llevaba en el ombligo perforado. Ardía en deseos de verlo.

No tuvo que esperar mucho. Pensaba en la ambigüedad de las palabras de la señora Clausen cuando se despidieron: «si acabo viviendo contigo», cuando el objeto que ella le había metido en el bolsillo accionó la alarma del detector de metales. Entonces tuvo que sacarlo del bolsillo y mirarlo. Una guardia de seguridad del aeropuerto también le echó un buen vistazo; en realidad, fue ella la primera que lo examinó.

El objeto era sorprendentemente pesado en relación con su pequeñez, y su color metálico, blanco grisáceo, relucía como el oro.

– Es platino -afirmó la guardia de seguridad. Era una india de piel oscura y cabello negro azabache, gruesa y de aspecto triste. Su manera de mirar el adorno del ombligo indicaba que sabía algo de joyería-. Esto debe de ser caro -le dijo, devolviéndole el objeto.

– No lo sé, no lo he comprado -replicó Wallingford-. Es una de esas cosas que usan los que practican el piercing, para un ombligo de mujer.

– Ya lo sé le dijo la guardia de seguridad-. En general disparan el detector de metales cuando alguien los lleva en el ombligo.

– Ah -dijo Patrick. Empezaba a ver qué era el amuleto de la buena suerte: una mano diminuta… una mano izquierda.

En el negocio del piercing llamaban «pesas» a esa clase de adorno: una varita con una bola que se enrosca en un extremo, para impedir que el adorno se caiga, un sistema bastante parecido al de la barra de un pendiente. Pero en el otro extremo de la varilla, diseñado como una esbelta muñeca, había la mano más delicada y exquisita que Patrick Wallingford había visto jamás. El dedo corazón estaba cruzado sobre el índice, formando ese símbolo casi universal de buena suerte. Patrick había esperado un símbolo de la fertilidad más concreto, tal vez un dios en miniatura o algún adorno tribal.

Otro guardia de seguridad llegó a la mesa ante la que se encontraban Wallingford y la mujer india. Era un negro menudo y delgado, con un bigote perfectamente arreglado.

– ¿Qué es esto? -le preguntó a su colega.

– Un adorno corporal, para tu ombligo -le explicó ella.

– ¡Para el mío no! -dijo el hombre, sonriendo.

Patrick le dio el amuleto de la buena suerte. En aquel momento se le deslizó la cazadora del antebrazo izquierdo y los guardias vieron que le faltaba la mano.

– ¡Eh, usted es el hombre del león! -exclamó el guardia menudo. Apenas había mirado la pequeña mano de platino con los dedos cruzados que descansaba en la palma de la suya.

La mujer tocó instintivamente el antebrazo izquierdo de Patrick.

– Lamento no haberlo reconocido, señor Wallingford -le dijo.

¿A qué obedecía la tristeza que reflejaba su semblante? Wallingford había sabido al instante que estaba triste, pero hasta entonces no había considerado los posibles motivos de su tristeza. En la garganta tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo, que podía deberse a cualquier cosa, desde un accidente en su infancia con unas tijeras hasta malos tratos conyugales o una violación.

Su colega, el negro menudo y delgado, miraba ahora el adorno corporal con renovado interés.

– Bueno, es una mano izquierda. ¡Ya lo entiendo! Supongo que es su amuleto de la buena suerte, ¿verdad?

– En realidad es para estimular la fertilidad, o eso me han dicho.

– ¿De veras? -le preguntó la india, y tomó el adorno que sostenía su compañero-. Déjeme verlo de nuevo. ¿Funciona? -le preguntó a Patrick, y él se dio cuenta de que lo decía en serio.

– Ha funcionado una vez -respondió él.

Era tentador conjeturar a qué se debía su tristeza. Aquella mujer rondaba los cuarenta años, llevaba una alianza matrimonial en el dedo anular derecho y otro con una turquesa en el de la mano derecha. Unas turquesas pendían de sus lóbulos. Tal vez tenía incluso perforado el ombligo. Tal vez no podía quedar embarazada.

– ¿Lo quiere? -le preguntó Wallingford-. Ya no me sirve para nada.

El guardia negro se echó a reír y se alejó, haciendo un gesto con la palma hacia abajo.

– ¡Eso sería lo último que le faltaba! -le dijo a Patrick, y sacudió la cabeza.

Tal vez la pobre mujer tenía una docena de hijos y había rogado que le ligaran las trompas, pero su buen marido no se lo permitía.

– ¡Cállate! -gritó la mujer a su colega que se alejaba. El hombre aún reía, pero a ella no parecía divertirle.

– Puede usted quedárselo, si lo desea -le dijo Wallingford. Al fin y al cabo, la señora Clausen le había pedido que se deshiciera del adorno.

La mujer cerró su oscura mano sobre el amuleto para la fertilidad.

– Me gustaría mucho tenerlo, pero estoy segura de que no puedo permitírmelo.

– ¡No, no! ¡Es gratis! Se lo doy, ya es suyo. Espero que funcione, si usted desea que lo haga.

No sabía si la mujer lo quería para ella, para una amiga o si conocía a alguien que se lo compraría.

A cierta distancia del puesto de seguridad, Wallingford se volvió y miró a la india. Ésta había vuelto al trabajo (para los demás era sólo una guardia de seguridad), pero cuando miró en dirección a Patrick, le saludó agitando la mano, con una cálida sonrisa. También alzó la minúscula mano. Wallingford estaba demasiado lejos para ver los dedos cruzados, pero el adorno destellaba bajo la brillante luz del aeropuerto. El platino volvía a relucir como el oro.

Patrick recordó las alianzas matrimoniales de Doris y Otto Clausen brillando bajo el haz de la linterna entre el agua oscura y la parte inferior del embarcadero en el cobertizo de los botes. ¿Cuántas veces desde que dejara allí los anillos, colgados de un clavo, había nadado bajo el embarcadero para mirarlos, pedaleando en el agua con la linterna en la mano?

¿O tal vez nunca lo había hecho? ¿Sólo los veía, como Wallingford lo hacía ahora, en sueños o en la imaginación, donde el oro era siempre más brillante y el reflejo de los anillos en el lago más duradero?

Si tenía una oportunidad con la señora Clausen, desde luego no dependía de que se corroborase si Mary Shanahan estaba embarazada o no. Más importante era la fuerza con que aquellas alianzas matrimoniales brillaban todavía bajo el embarcadero en los sueños y en la imaginación de Doris Clausen. Cuando el avión despegó rumbo a Cincinatti todo estaba en el aire (y en aquellos momentos en sentido literal), tanto su proyecto de vida en común con Doris Clausen como lo que ésta pensaba de él. Tendría que esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Era lunes, 26 de julio de 1999. Wallingford recordaría esa fecha durante largo tiempo, pues no volvería a ver a la señora Clausen hasta que transcurrieran tres meses y ocho días.

12. El estadio Lambeau

Tendría tiempo para recuperarse. El moratón en la espinilla (causado al golpearse con la mesa de vidrio en el piso de Mary) primero se volvió amarillo y luego marrón claro, hasta que un día desapareció. De la misma manera la quemadura (debida al grifo del agua caliente en la ducha de Mary) no tardó en esfumarse. De repente, en la zona arañada de la espalda (las uñas de Angie) desaparecieron las pruebas del fatigoso encuentro con la maquilladora de Queens. Incluso la ampolla de sangre, de tamaño considerable, en el hombro izquierdo (un mordisco pasional de Angie) se había ido. En el lugar donde hubo un hematoma violáceo (de nuevo el mordisco pasional), no había más que la nueva piel de Wallingford, con un aspecto tan inocente como el hombro del pequeño Otto, tan liso y sin ninguna marca.

Patrick recordaba los momentos en que había untado con crema antisolar la suave piel del niño, cuando le tocaba y sostenía en brazos, y los echaba de menos. También añoraba a la señora Clausen, pero era lo bastante prudente para no insistir en que le diera una respuesta.

También sabía que era demasiado pronto para preguntarle a Mary Shanahan si estaba embarazada. Lo único que le dijo, en cuanto regresó de Green Bay, fue que había pensado a fondo en la sugerencia que ella le hizo de renegociar su contrato y quería hacerlo. Como Mary había señalado, el contrato actual finalizaría al cabo de año y medio. ¿No había sido idea de ella que pidiera tres años e incluso cinco?

Sí, era cierto. («Pide tres años, no, que sean cinco», le había dicho ella.) Pero Mary no parecía recordar aquella conversación.

– Creo que tres años sería pedir demasiado, Pat -le dijo.

– Comprendo -replicó Wallingford-. Entonces supongo que no hay ningún inconveniente en que siga como presentador.

– Pero ¿estás seguro de que quieres el empleo, Pat?

Él creía que Mary no se mostraba cauta sólo porque Wharton y Sabina estaban presentes en su despacho. (El director ejecutivo carirredondo y la resentida Sabina les escuchaban con aparente indiferencia, sin decir palabra.) Wallingford entendía que Mary no sabía realmente lo que quería, y esto la ponía nerviosa.

– Depende -respondió Patrick-. Me cuesta imaginar el trueque de un puesto de presentador por tareas informativas sobre el terreno, aunque pueda elegirlas. Si ya eres fraile no puedes ser de nuevo cocinero. Es difícil mirar adelante para ir hacia atrás. Creo que deberías hacerme una oferta para tener una idea más precisa de lo que te propones.

Mary le miró con una ancha sonrisa.

Wharton, tan insulso e inmóvil que no tardaría en confundirse con el mobiliario si no decía algo o por lo menos se movía antes de medio minuto, tosió un poco, con la palma ahuecada sobre la boca. Su increíble inexpresividad recordaba la vacuidad de la máscara de un verdugo; hasta su tos era inexpresiva. Sabina, con quien Wallingford apenas recordaba haberse acostado (ahora que lo pensaba, gemía en sueños como una perra que tuviera sueños), se aclaró la garganta como si se hubiera tragado un pelo de vello púbico.

– Lo he pasado muy bien en Wisconsin.

Wallingford habló con tanta neutralidad como le fue posible, pero Mary hizo la deducción correcta de que nada estaba decidido entre él y Doris Clausen, pues de lo contrario se habría apresurado a decirle que él y la señora Clausen tenían una relación de pareja, de la misma manera que, de haber estado embarazada, Mary no habría esperado a comunicárselo.

Y ambos sabían que había sido necesario representar el punto muerto en que se encontraban en presencia de Wharton y Sabina, quienes también lo sabían. Dadas las circunstancias, no habría sido aconsejable que Patrick Wallingford y Mary Shanahan se hubieran quedado a solas.

– ¡Chico, qué frialdad hay siempre por aquí! -comentó Angie cuando él estuvo sentado en el sillón de maquillaje.

– Tienes razón, siempre es así -admitió Patrick.

Se alegraba de ver a la bondadosa muchacha, que le había dejado el apartamento más limpio de lo que había estado jamás desde que se instaló en él.

– Bueno… ¿vas a hablarme de Wisconsin o qué? -le preguntó Angie.

– Es demasiado pronto para decirlo -le confesó Wallingford-. Tengo los dedos cruzados -añadió, una frase desafortunada, porque le recordó el amuleto para la fertilidad de la señora Clausen.

– Yo también tengo los dedos cruzados -le dijo Angie. Había dejado de coquetear con él, pero no era menos sincera ni menos amistosa.

Wallingford tiraría su despertador y lo sustituiría por uno nuevo, porque cada vez que lo miraba recordaba el chicle de Angie allí pegado… así como los movimientos rotatorios que, casi al borde de la muerte, habían hecho que expectorase el chicle con tanta fuerza. No quería acostarse en la cama pensando en Angie a menos que Doris Clausen le rechazara.

De momento Doris se mostraba vaga. Wallingford debía reconocer que era difícil interpretar su intención al enviarle las fotografías tomadas en Wisconsin, aunque los comentarios que las acompañaban, si no crípticos, a él le parecían más maliciosos que románticos.

No le había enviado copias de todas las fotos del carrete: faltaban dos que él había tomado, la del bañador violáceo de Doris al lado del suyo, en el tendedero. Había hecho dos fotografías por si ella quería quedarse con una, pero se había quedado con las dos.

Las dos primeras fotos que la señora Clausen le envió no le sorprendieron. La primera era una de Wallingford vadeando en el agua somera cerca de la orilla del lago con el pequeño Otto desnudo en brazos. La segunda era la que Patrick hizo a Doris y al niño en la terraza de la cabaña principal. Fue la primera noche que Wallingford pasaba en la casa del lago, y aún no había sucedido nada entre él y la señora Clausen. Como si ella ni siquiera estuviera pensando en que podría suceder algo entre ellos, su expresión era del todo relajada y libre de cualquier expectativa.

La única sorpresa fue la tercera fotografía, que Doris había tomado sin que Wallingford lo supiera, en la que él aparecía durmiendo en la mecedora con su hijo.

Patrick no sabía cómo interpretar las observaciones de la señora Clausen en la nota que acompañaba a las fotografías, sobre todo la naturalidad con que le informaba de que había tomado dos fotos del pequeño Otto dormido en brazos de su padre y se había quedado con una. El tono de la nota, que al principio Wallingford había considerado malicioso, era también ambiguo. Doris había escrito: «A juzgar por la prueba adjunta, eres un buen padre en potencia».

¿Sólo en potencia? Estas palabras hirieron sus sentimientos. Sin embargo, leyó El paciente inglés con la ferviente esperanza de encontrar un pasaje para comentarlo con Doris, tal vez uno que ella hubiera subrayado, uno que les gustara a los dos.

Cuando Wallingford llamó a la señora Clausen para agradecerle el envío de las fotografías, creyó haber encontrado ese pasaje.

– Me ha encantado esa parte sobre la «lista de heridas», sobre todo cuando ella le pincha con el tenedor. ¿Lo recuerdas? «El tenedor que penetró detrás del hombro, dejando unas marcas como de mordedura que el médico sospechaba que habían sido causadas por un zorro.»

Doris permaneció silenciosa en el otro extremo de la línea.

– ¿No te gustó esa parte? -inquirió Patrick.

– Preferiría que no me recordaras tus propias marcas de mordedura y tus demás heridas -le dijo ella.

– Ah.

Wallingford siguió leyendo El paciente inglés. Sólo se trataba de leer la novela más concienzudamente. Sin embargo, prescindió de toda precaución cuando llegó al lugar en que Almásy dice de Katharine que «sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado».

Sin duda ésa era la impresión que tenía Patrick de la señora Clausen como amante: su voracidad en determinados aspectos le asombraba. La llamó de inmediato, olvidando que ya era muy tarde en Nueva York y que en Green Bay sólo era una hora menos.

No parecía la Doris de siempre cuando respondió al teléfono. Él se apresuró a disculparse.

– Perdona. Estabas dormida.

– No importa. ¿Qué quieres?

– Se trata de un pasaje de El paciente inglés, pero puedo hablarte de ello en otra ocasión. Llámame por la mañana, tan pronto como puedas. ¡Despiértame, por favor! le rogó.

– Léeme el pasaje.

– Es sólo algo que Almásy dice de Katharine…

– Vamos, léelo.

– «Sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado» -leyó Patrick.

Fuera de contexto, de repente el pasaje le pareció a Wallingford pornográfico, pero confió en que la señora Clausen recordara el contexto.

– Sí, conozco esa parte -dijo ella sin emoción. Tal vez aún estaba medio dormida

– Bueno… -empezó a decir Wallingford.

– Supongo que yo estaba más hambrienta de lo que esperabas. ¿Es eso? -le preguntó Doris. (Por el tono en que lo hizo, podría haberle preguntado: «¿Eso es todo?».)

– Sí -respondió Patrick, y pudo oír el suspiro que exhaló ella.

– Bien… -empezó a decir la señora Clausen, pero pareció cambiar de idea-. Desde luego éstas no son horas de llamar.

Lo único que pudo hacer Wallingford fue decirle que lo sentía. Tendría que seguir leyendo y confiando.

Entretanto, Mary Shanahan le llamó a su despacho, y Patrick no tardó en darse cuenta de que no era para decirle si estaba encinta o no. Mary quería hablarle de otra cosa. Aunque negociar el contrato de Wallingford por tres años como mínimo no gustaba nada a la cadena de televisión y aunque tampoco él estaba dispuesto a abandonar el puesto de presentador volver a la información sobre el terreno, la cadena estaba interesada siempre que Wallingford aceptara misiones informativas «ocasionales» sobre el terreno.

– ¿Significa eso que quieren que vaya prescindiendo por etapas de la tarea de presentador? -le preguntó Patrick.

– Si aceptaras, volveríamos a negociar tu contrato -siguió diciendo Mary, sin responder a su pregunta-. Naturalmente tendrías el mismo salario. -Hizo que el detalle de no ofrecerle a aumento de sueldo pareciese algo positivo-. Creo que la duración del contrato debería ser de dos años.

No podía decirse que ella se comprometiera a nada, y un contrato de dos años sólo superaba al acuerdo actual en seis meses escasos.

¡Hay que ver lo astuta que es!, pensaba Wallingford, pero dijo:

– Si tenéis la intención de sustituirme como presentador, por qué no me hacéis participar en la discusión? ¿Por qué no me preguntáis de qué manera me gustaría que se hiciese la sustitución? Puede que gradualmente sea mejor, pero también es posible que no. Por lo menos me gustaría conocer el plan a largo plazo.

Mary Shanahan se limitaba a sonreír. Patrick no podía evitar maravillarse de la rapidez con que se había adaptado a su poder nuevo e indefinido. Sin duda no estaba autorizada a tomar por sí sola decisiones de aquel calibre, y probablemente ni quiera sabía cuántas personas intervenían en el proceso, pero, por supuesto, no admitió nada de esto a Wallingford. Al mismo tiempo, era lo bastante lista para no mentir directamente. Jamás diría que no había ningún plan a largo plazo, como tampoco admitiría que había uno y que ni siquiera ella sabía cuál era.

– Sé que siempre has querido hacer algo relacionado con Alemania, Pat -le dijo, al parecer sin que viniera a cuento, pero Mary nunca decía nada que no viniera a cuento.

Wallingford había solicitado que le enviaran a Alemania para informar sobre la reunificación, nueve años después de la caída del Muro. Entre otras cosas, había sugerido explorar la manera en que había cambiado el lenguaje de la reunificación (ahora «unificación» en la mayor parte de la prensa oficial). Incluso The New York Times hablaba de «unificación». Sin embargo, Alemania, que fue un solo país, había estado dividida y volvía a estar unida. ¿Por qué no era eso una reunificación? Sin duda, la mayoría de norteamericanos consideraban a Alemania reunificada.

¿Cuál era la política de ese cambio no precisamente nimio en el lenguaje? ¿Y qué diferencias de opinión entre los alemanes seguían existiendo acerca de la reunificación o la unificación?

Pero ese tema no había interesado a la cadena de televisión. «¿A quién le importan los alemanes?», le preguntó Dick, y Fred había sido del mismo parecer. (En la sala de redacción neoyorquina siempre aseguraban estar «hartos» de algo: hartos de religión, hartos de las artes, hartos de niños, hartos de alemanes.) Ahora allí estaba Mary, la nueva jefa de redacción, mostrándole Alemania como la dudosa zanahoria ante el asno reacio.

– ¿Qué pasa en Alemania? -inquirió Patrick con suspicacia.

Por supuesto, Mary no le habría planteado el tema de la aceptación «ocasional» de tareas informativas sobre el terreno si no tuviera ya presente una de esas tareas. ¿Cuál era?

– En realidad se trata de dos asuntos -respondió Mary, como si dos asuntos en vez de uno fuese un incentivo.

Pero había llamado a las noticias «asuntos», lo cual puso en guardia a Patrick. La reunificación alemana no era un simple «asunto»… era un tema demasiado importante para llamarlo así. En la jerga de la sala de redacción, los llamados «asuntos» eran noticias triviales, diversiones estrafalarias de la clase que Wallingford conocía demasiado bien. Que Otto Clausen se volara los sesos en un camión de reparto de cerveza después de la Super Bowl… eso era un «asunto». El mismo hombre del león era un «asunto». Si la cadena tenía dos «asuntos» para que Patrick Wallingford los cubriera, era indudable que serían unas noticias de sensacionalismo estúpido o triviales en extremo… o ambas cosas a la vez.

– ¿De qué se trata, Mary? -le preguntó Patrick.

Procuraba no perder los estribos, porque tenía la sensación de que no era Mary quien había elegido aquellas tareas informativas. La vacilación que percibía en ella le indicaba que ya sabía cómo respondería él a la propuesta.

– Probablemente te parecerán tonterías -dijo ella-, pero hay que ir a Alemania.

– Vamos, Mary, dime de qué se trata.

La cadena ya había emitido un minuto y medio de la primera noticia, y todo el mundo la había visto. Aquel mes de agosto, un alemán de cuarenta y dos años se había matado cuando observaba el eclipse solar. Conducía su coche cerca de Kaiserlautern cuando un testigo observó que zigzagueaba de un lado a otro de la carretera. Entonces aceleró y chocó con el estribo de un puente o contra alguna clase de pilar. Descubrieron que llevaba puestas unas gafas especiales para mirar el sol… no había querido perderse el eclipse. Las lentes eran lo bastante oscuras para ocultarlo todo excepto el sol parcialmente cubierto.

– Eso ya lo hemos emitido -se limitó a comentar Wallingford.

– Verás, hemos pensado en hacer un seguimiento, en investigar a fondo -le dijo Mary.

¿Qué «seguimiento» podía hacerse de semejante locura? ¿Qué profundidad tenía un incidente tan absurdo para investigarlo «a fondo»?

– ¿Cuál es el otro asunto?

Patrick también había oído hablar de la otra noticia, enviada por uno de los servicios cablegráficos de noticias. Un cazador alemán de cincuenta y un años, de una localidad cuyo nombre empezaba por Bad, había sido encontrado muerto al lado de su coche estacionado en la Selva Negra. La escopeta del cazador sobresalía de la ventanilla del vehículo, en cuyo interior se encontraba un perro frenético. La policía llegó a la conclusión de que el perro había disparado a su amo. (Sin intención, por supuesto; la policía no acusó al perro.)

¿Querían acaso que Wallingford entrevistara al perro?

Era la clase de pseudonoticias que acabarían como chistes en Internet… ya eran chistes. Y, al mismo tiempo, era el pan de cada día de la cadena de noticias internacionales, muestras extremas de la extravagancia cotidiana en la que se concentraban. Incluso Mary Shanahan se avergonzaba un poco de proponerle ese trabajo.

– Mi intención era informar de algo relativo a Alemania, Mary -le dijo Patrick.

– Lo sé -replicó ella, comprensiva, tocándole con suavidad el muñón.

– ¿Hay algo más, Mary?

– Hay un asunto en Australia -respondió ella vacilante-, pero sé que nunca has mostrado interés por ir allá.

Patrick sabía de qué asunto le estaba hablando, y sin duda también planeaban investigar a fondo aquella muerte insensata. Un informático de treinta y tres años había fallecido tras emborracharse en una competición de bebedores que tuvo lugar en el bar de un hotel de Sidney. La competición tenía el lamentable nombre de Viernes Salvaje y, al parecer, la víctima del alcohol había tomado cuatro whiskies, diecisiete chupitos de tequila y treinta y cuatro cervezas, todo ello en una hora y tres cuartos. Falleció con un nivel de alcohol en sangre de 4,5.

– Conozco esa historia -se limitó a decir Wallingford.

Una vez más, Mary le tocó el brazo.

– Lamento no tener mejores noticias para ti, Pat.

Había otro aspecto deprimente para Patrick, y era que aquellos estúpidos «asuntos» ni siquiera eran noticias recientes, sino insignificantes retazos de la ridiculez en que pueden incurrir los seres humanos. Sus frases clave ya habían sido pronunciadas.

En verano, la cadena de noticias internacionales ofrecía trabajo temporal para universitarios, a los que, en vez de salario, se les prometía «una auténtica experiencia». Pero aunque aquellos chicos trabajaran gratis, ¿no podían hacer algo mejor que recoger esas anécdotas de muertes estúpidas y cómicas? En algún lugar del sur un joven soldado había muerto a causa de las lesiones que se produjo al caer desde un tercer piso. ¿Qué había estado haciendo? Participar en un concurso de escupitajos. (La anécdota era verdadera.) En el norte de Inglaterra, la mujer de un campesino británico había sido atacada por unas ovejas y acabó despeñándose por un precipicio. (Otra historia verdadera.)

La cadena de noticias se había abandonado desde hacía largo tiempo a un sentido estudiantil del humor que era sinónimo de un sentido estudiantil de la muerte. En una palabra, el contexto brillaba por su ausencia. La vida era una broma y la muerte era el chiste final. Wallingford imaginaba a Wharton o Sabina en una reunión tras otra, diciendo: «Dejemos que lo haga el hombre del león».

En cuanto a las mejores noticias que Patrick deseaba oírle decir a Mary Shanahan, se reducían a la de que estaba embarazada. Comprendió que para recibir esa noticia, o la contraria, tendría que esperar.

No le gustaba esperar, lo cual produjo en este caso buenos resultados. Decidió informarse de otros empleos en el mundo periodístico. La gente decía que la llamada cadena educativa (se referían a la PBS, la Public Broadcasting Service) era aburrida, pero, sobre todo con respecto a las noticias, aburrido no es lo peor que uno puede ser.

La filial de la PBS que cubría Green Bay estaba en Madison, una localidad universitaria de Wisconsin. Wallingford escribió a la Televisión Pública de Wisconsin y les dijo lo que pensaba hacer: quería crear un espacio de análisis de noticias. Proponía examinar la falta de contexto en las noticias que se publicaban, sobre todo en televisión. Decía que iba a demostrar que a menudo detrás de la noticia había una noticia más interesante, y que la noticia que se emitía no era necesariamente la que debería emitirse.

Wallingford decía en su carta: «Para desarrollar una noticia compleja o complicada se requiere tiempo. Lo que funciona mejor en televisión son noticias que no requieren mucho tiempo. Los desastres no sólo son sensacionales, sino que suceden de una manera inmediata. En televisión, sobre todo, la inmediatez es lo que mejor funciona. Al decir «mejor» me refiero al punto de vista del marketing, que no es necesariamente bueno para la noticia».

Envió su currículum vitae y una propuesta similar de un espacio de análisis de programas a las cadenas de televisión pública de Milwaukee y Saint Paul, así como a las dos cadenas de televisión pública de Chicago.

Pero ¿por qué se centró en el Medio Oeste cuando la señora Clausen le había dicho que viviría con él en cualquier lugar… si, después de todo, se decidía a vivir con él?

Había fijado con cinta adhesiva la foto de Doris y el pequeño Otto en el espejo de su camerino en el estudio. Cuando Mary Shanahan la vio, se inclinó para examinar de cerca a la madre y al niño, pero se demoró en la observación de Doris y comentó maliciosamente: «Bonito bigote».

Era cierto que Doris Clausen tenía un finísimo bozo sobre el labio superior, pero a Wallingford le indignó que Mary llamara bigote a un lugar tan suave. Debido a su propia sensibilidad deformada y a su excesiva familiaridad con cierta clase de neoyorquino, Patrick decidió que Doris Clausen no debía alejarse demasiado de Wisconsin. Había en ella algo del Medio Oeste que le encantaba.

¡Si la señora Clausen se hubiera trasladado a Nueva York, una de aquellas redactoras tal vez la habría persuadido de que se depilara el labio superior! Algo que Patrick adoraba de Doris se habría perdido. Así pues, Wallingford escribió sólo a unas pocas filiales de la PBS en el Medio Oeste, y permaneció lo más cerca que pudo de Green Bay.

Ya que estaba en ello, no se limitó a las cadenas de televisión no comerciales. La única emisora de radio que escuchaba era pública. Le encantaba la NPR, National Public Radio, y ésta tenía emisoras en todas partes. Había dos en Green Bay y dos en Madison. Envió a todas ellas su oferta de un espacio para analizar las noticias, así como a las filiales de la NPR, en Milwaukee, Chicago y Saint Paul. (Incluso había una emisora de la NPR en la localidad wisconsiniana de Appleton, la ciudad natal de Doris Clausen, pero Patrick se resistió a solicitar un empleo allí.)

Hacia finales de agosto, Wallingford tuvo otra idea. Todas las universidades conocidas como las Diez Grandes, o la mayor parte de ellas, tenían que ofrecer programas de periodismo para graduados. La escuela de periodismo Medill, en Northwestern, era famosa. Patrick le envió su propuesta de un curso para análisis de noticias. También envió la misma propuesta a la Universidad de Wisconsin, en Madison, la Universidad de Minnesota en Minneapolis y la de Iowa en Iowa City.

Wallingford se explayaba sobre la exclusión del contexto al emitir las noticias. Despotricaba, pero de una manera eficaz, sobre el grado de trivialización de las auténticas noticias a que se había llegado. Y éste no era sólo su tema, sino que él, personalmente, era el mejor ejemplo de lo que afirmaba. ¿Quién mejor que el llamado hombre del león para criticar el sensacionalismo de las aflicciones por cosas secundarias, mientras seguían prescindiendo del contexto subyacente, que era la enfermedad en fase terminal del mundo?

Y la mejor manera de perder un empleo consistía en no esperar a que le despidieran a uno. ¿No era la mejor manera recibir la oferta de otro trabajo y entonces presentar la dimisión? Pasaba por alto el hecho de que, si le despedían, tendrían que negociar de nuevo el contrato, de acuerdo con el tiempo que aún habría estado en vigor. En cualquier caso, Mary Shanahan se llevó una sorpresa cuando Patrick asomó la cabeza, sólo la cabeza, a la puerta de su despacho y le dijo alegremente:

– De acuerdo, acepto.

– ¿Qué es lo que aceptas, Pat?

– Dos años, el mismo salario, información sobre el terreno de vez en cuando, siempre que la tarea me interese, por supuesto. Acepto.

– ¿De veras?

– Te deseo un día estupendo, Mary -le dijo Patrick.

¡Que trataran de encontrar una misión informativa sobre el terreno que él estuviera dispuesto a aceptar! Wallingford no sólo se proponía lograr que lo despidieran, sino que esperaba tener un nuevo empleo aguardándole cuando apretaran el puñetero gatillo. (Y pensar que en otro tiempo había sido incapaz de idear maquinaciones a largo plazo…)

No se demoraron mucho tiempo en ofrecerle la siguiente misión informativa sobre el terreno. Era evidente que pensaban: ¿cómo podría rechazar un encargo así el hombre del león? Querían que Wallingford fuese a Jerusalén. ¡Para que dijeran que existía un territorio propio del llamado hombre de los desastres! A los periodistas les encantaba Jerusalén, una ciudad donde no faltaba lo grotesco como cosa corriente.

Había ocurrido un doble atentado con coche bomba. A las cinco y media de la mañana, hora israelí, del domingo 5 de septiembre, dos coches bomba coordinados estallaron en distintas ciudades, matando a los terroristas que transportaban las bombas hacia los blancos asignados. Las bombas estallaron porque los terroristas habían seguido el horario de verano, pensado para ahorrar energía, sin saber que tres semanas antes Israel había pasado prematuramente al horario normal. Sin duda montaron las bombas en una zona controlada por los palestinos, y fueron víctimas de la negativa palestina a aceptar lo que ellos llamaban «el horario sionista». Los conductores de los coches que transportaban las bombas habían cambiado sus relojes, pero no los temporizadores de las bombas, a la hora israelí.

La cadena de televisión de Patrick consideraba cómico que unos locos tan serios hubieran muerto a causa de la explosión debida a su estúpido error, pero Wallingford no veía la comicidad por ninguna parte. Los locos se habían merecido morir, pero el terrorismo en Israel no era ninguna broma, y llamar «noticia» a aquel producto de la torpeza trivializaba la gravedad de las tensiones en el país. Moriría más gente en otros atentados con coche bomba que no serían cómicos. Y, una vez más, faltaba el contexto de la noticia, es decir, por qué los israelíes habían cambiado prematuramente el horario de verano por el normal.

El propósito del cambio había sido acomodarse al periodo de plegarias penitenciales. Los selihoth (literalmente «perdones») son plegarias para pedir perdón, y las oraciones de arrepentimiento, verdaderos poemas, son una continuación de los salmos. (Su principal tema es el sufrimiento de Israel en las diversas tierras de la Diáspora.) Estas plegarias han sido incorporadas a la liturgia para ser recitadas en ocasiones especiales y en los días precedentes a la Rosh Hashanah: expresan los sentimientos del fiel que se ha arrepentido y ahora suplica misericordia.

Mientras en Israel cambiaban el horario para dar cabida a esas plegarias de expiación, los enemigos de los judíos conspiraban para matarlos. Ése era el contexto que hacía del doble atentado con coche bomba algo más que una comedia de errores. En realidad, no tenía nada de comedia. En Jerusalén, este suceso casi cotidiano hacía presagiar una generalización de los actos terroristas. Mas para Mary y la cadena de noticias, aquello representaba una historia de terroristas que se habían llevado su merecido… nada más.

– Supongo que deseas que rechace este encargo. ¿Es eso, Mary? -le preguntó Patrick-. Y si rechazo un número suficiente de «asuntos» como éste, podrás despedirme impunemente.

– Creíamos que era una noticia interesante, algo que conoces muy bien -le dijo Mary.

Patrick estaba quemando los puentes con tal rapidez que no les daba tiempo de construir otros nuevos. Esto resultaba emocionante, pero el problema seguía sin resolverse. Cuando no dedicaba sus energías al intento de perder el empleo, leía El paciente inglés y soñaba con Doris Clausen.

Sin duda a ella le habría encantado, como le sucedía a él, el pasaje en el que Almásy pregunta a Madox «el nombre de ese hueco en la base del cuello femenino». Almásy pregunta: «¿Qué es, tiene un nombre oficial?», a lo que Madox responde musitando: «Cálmate». Más tarde, señalándose con el dedo un lugar cerca de la nuez de Adán, Madox le dice a Almásy que se llama «el sinoide vascular».

Wallingford llamó a la señora Clausen con la profunda convicción de que el incidente le habría gustado tanto como a él, pero se encontró con que ella tenía dudas.

– En la película le han dado otro nombre le dijo Doris.

– ¿Ah, sí?

Había transcurrido mucho tiempo desde que viera la película, por lo que alquiló un vídeo y la vio de inmediato. Pero cuando llegó a la escena no pudo distinguir con precisión cómo llamaban a esa parte del cuello femenino. Sin embargo, la señora Clausen había estado en lo cierto: no era «el sinoide vascular».

Wallingford rebobinó la película y vio de nuevo la escena. Almásy y Madox se están despidiendo. (Madox se dirige a su país, donde se suicidará.) Almásy le dice: «Dios no existe», y añade: «pero confío en que alguien cuide de ti».

Madox parece acordarse de algo y se señala la garganta. «Por si todavía te intriga, esto se llama escotadura supraesternal.» La segunda vez Patrick captó estas palabras. ¿Acaso aquella parte del cuello femenino tenía dos nombres?

Y cuando hubo visto de nuevo la película, tras terminar la lectura de la novela, Wallingford declaró a la señora Clausen cuánto le había gustado la parte en la que Katharine le dice a Almásy: «Quiero que me cautives».

– Quieres decir en el libro -replicó la señora Clausen.

– En el libro y en la película -dijo Patrick.

– Eso no lo dice en la película -afirmó Doris. (Él acababa de verla… ¡estaba seguro de que la joven decía eso!)-. Crees haber oído eso por lo mucho que te gustó.

– ¿A ti no te gustó?

– Eso es propio de hombres -respondió Doris-. Me extraña que lo diga ella.

¿Tan convencido había estado Patrick de haber oído decir a Katharine «quiero que me cautives» que, en su memoria fácilmente manipulada, se había limitado a insertar la frase en la película? ¿O era que a Doris le había parecido una frase tan increíble que en su mente la había borrado de la película? ¿Y qué importaba que la frase figurase o no en la película? La cuestión era que a Patrick le gustaba y a la señora Clausen no.

Una vez más, Wallingford se sintió. como un idiota. Había intentado invadir un libro que entusiasmaba a la señora Clausen y una película que (por lo menos para ella) iba unida a unos recuerdos dolorosos. Pero los libros, y a veces las películas, son incluso más personales; es posible compartir el aprecio hacia ellos, pero las razones concretas para amarlos no se pueden compartir de una manera satisfactoria.

Las buenas novelas y películas no son como las noticias, o lo que se hace pasar por noticias, son algo más que «asuntos». Abarcan toda la gama de estados de ánimo que uno experimenta cuando las lee o las ve. Patrick creía ahora que uno no puede nunca imitar exactamente el cariño de otra persona hacia una película o un libro.

Pero Doris Clausen debió de percibir su desánimo y se apiadó de él. Le envió otras dos fotografías de los días que habían pasado juntos en la casa de campo a orillas del lago. Él había confiado en que le enviara la de sus bañadores uno al lado del otro en el tendedero. ¡Cuánto le alegraría tener aquella foto! La fijaría con cinta adhesiva en el espejo de su vestuario en el estudio. (¡Que Mary Shanahan hiciera alguna observación maliciosa! Que lo intentara…)

La segunda foto le sorprendió. Él aún estaba dormido cuando la señora Clausen la tomó, y era un autorretrato, con la cámara en mano y ladeada. Pero la posición no importaba, pues se veía claramente lo que ocurría. Doris estaba rasgando con los dientes el envoltorio del segundo condón. Sonreía, como si Wallingford fuese el cámara y ya supiera que ella iba a ponerle el preservativo.

Patrick no fijó esa fotografía en el espejo del vestuario, sino que la dejó sobre la mesilla de noche, al lado del teléfono, de modo que pudiera mirarla cuando le llamara la señora Clausen o cuando él lo hiciera.

Una noche, a altas horas, cuando él ya estaba acostado pero aún no se había dormido, sonó el teléfono y Wallingford encendió la lámpara sobre la mesilla de noche a fin de contemplar la foto mientras hablaba con ella, pero quien le llamaba no era Doris.

– Eh, señor manco.,… señor sin polla -le dijo Vito, el hermano de Angie-. Espero no interrumpir nada…

Vito llamaba a menudo, y nunca tenía nada que decir. Cuando Wallingford colgó, lo hizo con una sensación de tristeza que no era del todo nostalgia. Desde su regreso de Wisconsin, cuando estaba solo en el piso de Nueva York no sólo añoraba a Doris Clausen, sino que también echaba en falta aquella noche salvaje y aromatizada por el chicle de Angie. En esas ocasiones, incluso había momentos en los que añoraba a Mary Shanahan, la Mary de antaño, antes de que él conociera inevitablemente su apellido y ella ostentara la incómoda autoridad que ahora ejercía sobre él.

Patrick apagó la luz. Mientras iba sumiéndose en el sueño, trató de pensar en Mary con indulgencia. Recordó la letanía de sus rasgos más positivos en el pasado: su piel impecable, su cabello rubio sin adulterar, sus vestidos sensatos pero que realzaban su atractivo, sus dientes pequeños y perfectos. Y, puesto que Mary todavía confiaba en estar embarazada, supuso que no tomaba fármacos. A veces le había tratado con malevolencia, pero las personas no son sólo lo que parecen ser. Al fin y al cabo, él la había rechazado. Otras mujeres estarían mucho más resentidas de lo que estaba Mary.

¡Hablando del rey de Roma! El teléfono volvió a sonar y era Mary Shanahan, con voz llorosa: tenía la regla. Se le había retrasado un mes y medio, lo suficiente para darle esperanzas de que estaba embarazada. Pero al final se había impuesto la realidad.

– Lo siento, Mary -le dijo Wallingford, y ciertamente lo sentía por ella. En cuanto a sí mismo, experimentaba un júbilo inmerecido. Había esquivado otra bala.

– ¡Imagínate, precisamente tú… disparando proyectiles de fogueo! -exclamó Mary entre sollozos-. Te daré otra oportunidad, Pat. Tenemos que intentarlo de nuevo, en cuanto esté en periodo fértil.

– Lo siento, Mary -repitió él-. No soy tu hombre. Con proyectiles de fogueo o sin ellos, he tenido mi oportunidad.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído. Te estoy diciendo que no. No volveremos a acostarnos, bajo ningún concepto.

Mary le lanzó una andanada de insultos pintorescos antes de colgar. Pero la decepción que la joven ejecutiva acababa de sufrir no le quitó el sueño a Patrick. Al contrario, durmió tan profundamente como no lo había hecho desde que se amodorró en los brazos de la señora Clausen y le despertó la sensación de los dientes de ella al colocarle el preservativo.

Aún dormía a pierna suelta cuando le llamó la señora Clausen. En Green Bay era una hora antes, pero el pequeño Otto tenía la costumbre de despertar a su madre un par de horas antes de que Wallingford estuviera despierto.

– Mary no está embarazada -le informó Patrick-. Acaba de tener la regla.

– Va a pedirte que lo intentes de nuevo -dijo la señora Clausen-. Eso es lo que yo haría.

– Ya me lo ha pedido, y le he dicho que no.

– Has hecho muy bien -comentó ella.

– Estoy mirando tu foto -dijo Wallingford.

– Imagino cuál es -replicó Doris.

El pequeño Otto balbuceaba cerca del teléfono. Wallingford permaneció un momento en silencio… le bastaba con imaginarlos a los dos.

– ¿Qué llevas puesto? -le preguntó entonces-. ¿Estás vestida?

– Tengo dos entradas para el partido del lunes por la noche -se limitó a decir ella.

– Quiero ir.

– Los Seahawks juegan contra los Packers en el estadio Lambeau -dijo ella en un tono reverencial que a él le pasó desapercibido-. Mike Holmgren vuelve a casa. No quiero perdérmelo.

– ¡Yo tampoco! -replicó Patrick, aunque no sabía quién era Mike Holmgren. Tendría que investigar un poco.

– Es el primero de noviembre. ¿Estarás libre de veras?

– ¡Estaré libre! -le prometió él. Trataba de parecer alegre, aunque en realidad se le partía el corazón por tener que esperar hasta noviembre para verla. ¡Sólo estaban a mediados de septiembre!-. ¿No podrías venir antes a Nueva York?

– No. Quiero verte en el partido -respondió ella-. No puedo explicártelo.

– ¡No tienes que explicármelo! -se apresuró a replicar él.

Ella cambió de tema.

– Me alegro de que te guste la foto.

– ¡Me encanta! Es estupendo lo que me hiciste.

– Bueno, no tardaremos mucho en vernos -concluyó ella, y colgó sin decirle siquiera adiós.

A la mañana siguiente, durante la reunión preparatoria del guión, Wallingford procuró no pensar en que Mary Shanahan se comportaba como una mujer que estaba atravesando un mal periodo, en todas las acepciones de la palabra, pero ésa era su impresión. Mary comenzó la sesión insultando a una de las redactoras. Se llamaba Eleanor Y por las razones que fuesen, se había acostado con uno de los estudiantes que seguían el programa de verano. El chico había regresado a la universidad, y Mary acusó a Eleanor de ligarse a un hombre mucho más joven que ella.

Sólo Wallingford sabía que, antes de que él cometiera la estupidez de intentar dejar embarazada a Mary, ésta había hecho proposiciones al mismo estudiante. Era un chico guapo y más listo que Wallingford, como lo demostraba el hecho de que hubiera rechazado la proposición de Mary. A Patrick no sólo le gustaba Eleanor por haberse acostado con el muchacho, sino que también sentía simpatía por el estudiante, cuya participación en el programa de verano no había carecido de una auténtica experiencia. (Eleanor era una de las casadas de más edad en la sala de redacción.)

Sólo Wallingford sabía que a Mary le importaba un bledo que Eleanor se hubiera acostado con el joven. Lo único que sucedía era que estaba enojada porque le había venido la regla.

De repente la idea de aceptar una misión informativa, cualquiera que fuese, atrajo a Patrick. Por lo menos el encargo le permitiría alejarse de la sala de redacción y de Nueva York. Le dijo a Mary que estaba dispuesto a aceptar una misión sobre el terreno, siempre que ella no intentara acompañarle adondequiera que le enviaran. (Mary se había ofrecido para viajar durante su próximo periodo fértil.)

Wallingford informó a Mary de que, en el futuro inmediato, habría un solo día en el que no estaría disponible para llevar a cabo una tarea informativa sobre el terreno ni tampoco para presentar las noticias de la noche. El 1 de noviembre de 1999, pasara lo que pasase, tenía que asistir a un partido de fútbol americano en Green Bay.

Alguien, probablemente Mary, filtró a la cadena ABC Sports que Patrick Wallingford asistiría al partido aquella noche, y los responsables de la cadena deportiva pidieron de inmediato al hombre del león que pasara por la tribuna de prensa durante la retransmisión. (¿Por qué iba a rechazar una aparición de dos minutos ante muchos millones de espectadores? Eso era lo que Mary le diría a Patrick) Tal vez el hombre de los desastres podría incluso comentar uno o dos juegos. Alguien de la ABC preguntó si Wallingford sabía que el incidente con el león había vendido casi tantos vídeos como la película sobre los momentos estelares de la National Football League, una de las dos ligas nacionales de fútbol americano.

Sí, Wallingford lo sabía, y rechazó respetuosamente la oferta de visitar a los comentaristas de la ABC. Adujo que asistía al partido con «una amistad especial», sin mencionar el nombre de Doris. Esto podía significar que un cámara de televisión estuviera pendiente de él durante el partido, pero ¿qué más daba? A Patrick no le importaba agitar el brazo una o dos veces, tan sólo para mostrarles lo que deseaban ver… la falta de mano o, como la llamaba la señora Clausen, su cuarta mano. Incluso los reporteros deportivos querían verla.

Tal vez ése fue el motivo por el que Wallingford obtuvo una respuesta más entusiasta a las cartas de solicitud que envió a las cadenas de televisión pública que las que recibió de la radio pública o las facultades de periodismo del grupo de universidades conocido como las Diez Grandes. Todas las filiales de la PBS se interesaron por él. En general, la respuesta colectiva le infundió ánimo, pues eso significaba que tendría un trabajo seguro, y hasta era posible que uno interesante.

Naturalmente, se guardó muy bien de informar a Mary, mientras trataba de imaginar la clase de tareas sobre el terreno que ella le encargaría. No le habría sorprendido que le enviara a un país en guerra… una epidemia de la bacteria E. coli habría armonizado con el estado anímico de Mary.

Wallingford ansiaba saber por qué la señora Clausen había insistido en no verle hasta el partido de aquella noche de lunes en Green Bay. La telefoneó el sábado por la noche, el 30 de octubre, aunque sabía que no iba a verla hasta el lunes, pero Doris siguió mostrándose evasiva sobre la curiosa importancia que aquel partido tenía para ella. «Me pongo nerviosa cuando los Packers son favoritos», se limitó a decirle.

El sábado por la noche Wallingford se acostó temprano. Vito le llamó una sola vez, alrededor de medianoche, pero Patrick no tardó en dormirse. Cuando sonó el teléfono el domingo por la mañana (aún estaba oscuro en el exterior), supuso que era Vito otra vez y estuvo a punto de no responder. Pero se trataba de Mary Shanahan, y fue directamente al grano.

– Voy a darte a elegir -le dijo, sin molestarse en saludarle ni pronunciar su nombre-. Puedes informar desde el aeropuerto Kennedy o te llevamos en avión a Boston y un helicóptero te transportará a la base Otis de la Fuerza Aérea.

– ¿Dónde está eso? -quiso saber Wallingford.

– En el cabo Cod. ¿Sabes lo que ha ocurrido, Pat?

– Estaba durmiendo, Mary.

– ¡Pues pon el puñetero telediario! Volveré a llamarte dentro de cinco minutos. Y olvídate de ir a Wisconsin.

– Iré a Green Bay, pase lo que pase -dijo él, pero Mary ya había colgado.

Ni siquiera la brevedad de la llamada ni la aspereza de su mensaje podían disipar de la memoria de Patrick el dibujo infantil y demasiado floral de la colcha de Mary, o las ondulaciones rosadas de la lámpara cilíndrica y sus movimientos protozoicos en el techo del dormitorio, las sombras que corrían como espermatozoides.

Wallingford encendió el televisor. Un avión egipcio con doscientos diecisiete pasajeros a bordo había despegado del aeropuerto Kennedy rumbo a El Cairo, adonde estaba previsto que llegara tras volar durante toda la noche. Pero sólo treinta y tres minutos después del despegue había desaparecido de las pantallas de radar. Cuando volaba a once mil metros de altura y el tiempo era bueno, de súbito el avión cayó en picado y se hundió en las aguas del Atlántico, a unos noventa kilómetros de la isla de Nantucket. El piloto no había informado de percance alguno. El radar indicaba que la velocidad de descenso del reactor superaba los siete mil metros por minuto: «como una roca», observó un experto en aviación. La temperatura del agua era de quince grados, y la profundidad rondaba los ochenta metros. Había muy pocas esperanzas de que alguien hubiera sobrevivido al impacto.

Era la clase de accidente que suscitaba las especulaciones de los medios de comunicación: todos los reportajes serían especulativos. Abundarían las noticias de interés humano. Un hombre de negocios que prefería permanecer en el anonimato llegó tarde al aeropuerto y no le expidieron el billete. Cuando en el mostrador le dijeron que el vuelo estaba cerrado, gritó a los empleados. Se marchó a su casa y por la mañana se despertó… vivo. Esta clase de historias se repetirían durante muchos días.

Uno de los hoteles en el aeropuerto Kennedy, el Ramada Plaza, había sido convertido en centro de información y asesoramiento para los familiares de los fallecidos, aunque había poco de lo que se podía informar a los deudos. De todos modos, Wallingford fue hasta allí. Había preferido el aeropuerto a la base Otis de la Fuerza Aérea, porque los medios de comunicación tendrían el acceso limitado a los equipos de guardacostas que habían estado explorando la extensión de mar en la que presumiblemente flotarían los restos del avión siniestrado. Al amanecer del domingo sólo habían encontrado unos pocos fragmentos del avión siniestrado y los restos de una víctima. En las agitadas aguas, no había nada a la deriva con indicios de haber ardido, lo cual señalaba que no se había producido ninguna explosión.

Patrick habló primero con los familiares de una joven egipcia que se había desvanecido ante el hotel Ramada Plaza, al ver las cámaras de televisión que rodeaban el hotel. Unos agentes de policía la habían trasladado al vestíbulo. Los familiares de la mujer le dijeron a Wallingford que su hermano había sido uno de los pasajeros del avión siniestrado.

Por supuesto, allí estaba el alcalde de la ciudad, dando a los deudos el máximo consuelo posible. Wallingford siempre podía contar con un comentario del alcalde Giuliani, a quien el hombre del león parecía gustarle más que la mayoría de los reporteros. Tal vez consideraba a Patrick como una especie de agente de policía que había resultado herido en el cumplimiento de su deber, pero lo más probable era que recordase a Wallingford debido a que le faltaba la mano.

– Si la ciudad de Nueva York puede ayudar en algo, eso es lo que intentamos hacer -dijo Giuliani a la prensa. Parecía un poco fatigado cuando se volvió hacia Patrick Wallingford y le dijo-: A veces, si el alcalde lo pide, la ayuda se presta con más rapidez.

Un egipcio usaba el vestíbulo del Ramada como mezquita improvisada.

– Pertenecemos a Dios y a Dios volvemos -decía una y otra vez en árabe. Wallingford tuvo que pedirle a alguien que se lo tradujera.

Durante la reunión preparatoria del noticiario vespertino del domingo, le dijeron a Patrick sin ambages cuáles eran los planes de la cadena.

– O presentas las noticias mañana por la noche o te conseguimos pasaje en un guardacostas -le informó Mary Shanahan.

– Mañana estaré en Green Bay, Mary, de día y de noche -replicó Wallingford.

– Mira, Pat, mañana suspenderán la búsqueda de supervivientes y queremos que estés allí, en el mar. O, si lo prefieres, aquí, en el estudio. Pero no en Green Bay.

– Iré al partido -dijo el reportero con firmeza. Miró a Wharton, quien desvió los ojos, y a Sabina, quien le devolvió la mirada con fingida neutralidad. En cuanto a Mary, no se dignó mirarla.

– Entonces te despediremos, Pat -le dijo Mary.

– Adelante, hacedlo.

Ni siquiera tuvo que detenerse a pensarlo. Con o sin empleo en la PBS o la NPR, lo cierto era que había ganado mucho dinero. Y, además, no podían despedirle sin llegar a un acuerdo de finiquito. No tendría necesidad de un empleo por lo menos durante un par de años.

Miró a Mary, en busca de una reacción, y luego a Sabina.

– Muy bien, si así son las cosas, estás despedido -le anunció Wharton.

Todo el mundo pareció sorprendido de que fuese Wharton quien lo dijera, incluido el mismo Wharton. Antes de la reunión preparatoria habían tenido otra reunión, a la que Patrick no había sido invitado. Lo más probable era que hubiesen decidido que fuese Sabina quien le comunicara el despido. Por lo menos Sabina miró a Wharton con una expresión de sorpresa y enojo. En cuanto a Mary Shanahan, no tardó en sobreponerse a la sorpresa.

Quizá, por una vez, Wharton había notado que algo desconocido y estimulante tomaba las riendas en su interior. Pero su inveterada insipidez volvió a reflejarse enseguida en sus mejillas encendidas, y se mostró tan soso como de costumbre. Que a uno le despidiera Wharton era como recibir la bofetada de una mano incierta en la oscuridad.

– Cuando regrese de Wisconsin, calcularemos lo que me debéis -les dijo Wallingford.

– Por favor, despeja tu despacho y el camerino antes de irte -le pidió Mary. Era normativo que le pidiera tal cosa, pero a él le irritó.

Enviaron a un miembro de seguridad para que le ayudara a recoger sus cosas y transportar las cajas a una limusina. Nadie acudió a despedirle, lo cual era también normativo, aun que si Angie hubiera trabajado aquel domingo por la noche probablemente lo habría hecho.

Wallingford había regresado a su piso cuando le llamó la señora Clausen. Él no había visto su propia retransmisión desde el Ramada Plaza, pero Doris sí.

– ¿Vas a venir a pesar de lo ocurrido? -le preguntó ella.

– Sí, y puedo quedarme durante tanto tiempo como desees -respondió Patrick-. Me han despedido.

– Eso es muy interesante -comentó la señora Clausen-. Que tengas un buen vuelo.

Esta vez tuvo que hacer trasbordo en Chicago, y llegó a su habitación de hotel en Green Bay a tiempo de ver el noticiario vespertino desde Nueva York. No le sorprendió que Mary Shanahan fuese la nueva presentadora. Una vez más, Wallingford tuvo que admirarla. Mary no estaba embarazada, pero por lo menos había logrado tener uno de los bebés que deseaba.

– Patrick Wallingford ya no está con nosotros -dijo alegremente Mary al comienzo del programa-. ¡Buenas noches, Patrick, dondequiera que estés!

Lo dijo en un tono vivaz y consolador, una actitud que recordó a Wallingford aquella ocasión en su piso, cuando no lograba tener una erección y ella se mostró solidaria diciendo: «Pobre pene». De forma tardía, Patrick empezaba a comprender que la importancia de Mary en la cadena televisiva siempre había sido mayor de lo que él creía.

Le alegraba alejarse de aquel negocio, porque ya no era lo bastante listo para seguir en él. Tal vez nunca lo había sido.

¡Y qué noche aquélla para el noticiario! Como era de esperar, no se había encontrado ningún superviviente. El duelo por las víctimas del vuelo de Egypt Air 990 acababa de empezar. Allí estaban las imágenes del habitual gentío atraído por la catástrofe, congregado en una playa gris de Nantucket, los «descubridores de cadáveres», como los llamó Mary cierta vez. Los «vigilantes de la muerte», por usar el término de Wharton, llevaban ropas de abrigo.

Aquel primer plano desde la cubierta de un buque escuela de la marina mercante, con el montón de pertenencias de los pasajeros rescatadas del Atlántico, debía de ser obra de Wharton. Después de las inundaciones, tornados, terremotos, catástrofes ferroviarias, tiroteos en centros escolares y otras masacres, Wharton siempre elegía las tomas de prendas de vestir y, sobre todo, los zapatos. Y, por supuesto, allí estaban los juguetes infantiles; las muñecas desmembradas y los ositos de peluche empapados figuraban entre los artículos favoritos de Wharton al informar de un desastre.

Por suerte para la cadena de noticias, el primer barco que llegó al lugar del accidente fue un buque escuela de la marina mercante con diecisiete cadetes a bordo. Estos jóvenes novicios en el mar eran muy apropiados desde el ángulo del interés humano, y tenían más o menos la edad de los universitarios de cursos superiores. Estaban en medio de la mancha cada vez más extensa de combustible del reactor, con los fragmentos del aparato más el equipaje y los restos de los pasajeros meciéndose en la oleosa superficie que los rodeaba. Provistos de guantes, iban sacando objetos del mar. Como decía Sabina, sus expresiones «no tenían precio».

Mary sacaba el máximo partido de las imágenes.

– Los grandes interrogantes aún no tienen respuesta -dijo Mary en tono resuelto.

Llevaba un traje que Patrick nunca le había visto hasta entonces, de color azul marino. La chaqueta tenía una abertura estratégica, y los dos botones superiores de la blusa azul claro, muy parecida a una camisa de hombre, aunque más sedosa, también estaban desabrochados. Wallingford supuso que en lo sucesivo ése iba a ser su distintivo estilo de vestir.

– ¿Ha sido el accidente del avión egipcio un acto de terrorismo, un fallo mecánico o un error del piloto? -preguntó enfáticamente Mary.

Patrick pensó que él habría invertido el orden: era evidente que «un acto de terrorismo» debía ir en último lugar. En la última toma, la cámara no enfocaba a Mary sino a los familiares de las víctimas que estaban en el vestíbulo del Ramada Plaza. El profesional que la manejaba iba seleccionando grupos mientras la voz de Mary Shanahan concluía: «Son muchas las personas que quieren saber lo ocurrido». En conjunto, las cifras de audiencia serían buenas. Wallingford sabía que Wharton estaría satisfecho, aunque no supiera manifestar su satisfacción.

Cuando le llamó la señora Clausen, Patrick acababa de salir de la ducha.

– Ponte algo de abrigo -le advirtió.

Wallingford se llevó una sorpresa al constatar que ella le llamaba desde el vestíbulo del hotel. Doris le dijo que al día siguiente podría ver al pequeño Otto, y que tenían que ir al estadio sin pérdida de tiempo. Debía darse prisa y vestirse. Así pues, sin saber qué podía esperar, él la obedeció.

Parecía demasiado pronto para ir al campo, pero tal vez a la señora Clausen le gustaba llegar temprano. Cuando Wallingford abandonó la habitación y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, se sentía ligeramente herido en su amor propio porque ninguno de sus colegas en los medios de comunicación se había informado de su paradero para ponerse en contacto con él y preguntarle qué había querido decir Mary Shanahan cuando anunció ante millones de espectadores: «Patrick Wallingford ya no está con nosotros».

Sin duda la cadena de televisión ya había recibido llamadas, y Wallingford se preguntaba, sin poder evitarlo, qué diría Wharton, aunque tal vez había encargado del asunto a Sabina. No les gustaba decir que habían despedido a alguien, y tampoco que alguien había presentado su dimisión. En general, daban con alguna manera estúpida de decir estas cosas, de modo que nadie sabía con exactitud lo que había sucedido.

La señora Clausen había visto el noticiario.

– ¿No es esa Mary la que no está preñada? -le preguntó a Patrick.

– La misma.

Ya me lo parecía.

Doris llevaba su vieja parka verde con el logotipo de los Packers de Green Bay, la misma que vestía cuando él la conoció. En el coche no usaba la capucha, pero Patrick imaginaba su cara pequeña y bonita enmarcada por la tela, como la cara de una niña. Llevaba tejanos y zapatillas deportivas, igual que la noche en que la policía le informó de la muerte de su marido. Probablemente llevaba también la sudadera de los Packers, aunque Wallingford no podía ver lo que había debajo de la parka.

La señora Clausen era buena conductora. No miró ni una sola vez a Patrick y se limitó a hablar del partido.

– Con un par de equipos así puede ocurrir cualquier cosa -le explicó-. Hemos perdido los tres últimos partidos que se han celebrado un lunes por la noche. No me creo lo que dicen. No importa que Seattle no haya jugado un partido de lunes por la noche en siete años, o que la mayoría de jugadores del Seahawk nunca hayan jugado en el estadio Lambeau. Su entrenador conoce este campo… y también sabe cómo es nuestra defensa.

El defensa de Green Bay sería Brett Favre; Wallingford lo sabía porque en el avión había echado un vistazo a las páginas deportivas de un periódico. Así se había enterado de quién era Mike Holmgren, ex entrenador de los Packers y ahora entrenador de los Seahawks de Seattle. Aquel partido significaba el regreso al hogar para Holmgren, quien había sido muy popular en Green Bay

– Favre hará lo imposible, podemos contar con ello -le dijo Doris a Patrick.

Estaba de perfil con respecto a él, y mientras hablaba las luces de los coches que pasaban le iluminaban la cara de un modo intermitente.

Él no le quitaba los ojos de encima… jamás había añorado tanto a nadie. Le habría gustado pensar que se había vestido de aquel modo para él, pero sabía que aquellas prendas no eran más que el uniforme que usaba para asistir a los partidos. Cuando le sedujo en el consultorio del doctor Zajac, no debía de ser consciente del efecto que causaba vestida de esa manera, y probablemente no recordaba el orden en que se había quitado la ropa. Wallingford jamás podría olvidar ni la ropa ni el orden.

Se dirigieron al oeste desde el centro de Green Bay, que, como centro urbano, no era gran cosa: nada más que bares, iglesias y una trasnochada galería comercial a orillas del río. Pocos eran los edificios que tenían más de tres plantas, y la única colina destacada, que se alzaba junto al río y a cuyo pie los barcos cargaban y descargaban, hasta que las aguas de la bahía se helaban en diciembre, era un enorme montón de carbón, una verdadera montaña.

– No quisiera ser Mike Holmgren y venir aquí con los Seahawks de Seattle -aventuró Wallingford. (Era una versión de algo que había leído en las páginas deportivas.)

– Parece que has leído los periódicos o visto la televisión -le dijo la señora Clausen-. Holmgren conoce a los Packers como si los hubiera parido, y Seattle tiene una buena defensa. Este año no hemos marcado muchos tantos contra buenas defensas.

– Ah. -Wallingford decidió callarse acerca del partido y cambió de tema-. Os he echado de menos, a ti y a Otto.

La señora Clausen se limitó a sonreír. Sabía exactamente adónde iba. Su coche tenía una pegatina especial para aparcar. Le hicieron entrar en un carril donde no había otros vehículos, desde donde accedió a una zona reservada del aparcamiento.

Detuvieron el vehículo muy cerca del estadio y subieron en ascensor a la tribuna de prensa, donde Doris ni siquiera se molestó en mostrar las entradas a un hombre mayor que parecía empleado del club y que la reconoció al instante. El hombre le dio un beso y un abrazo amistosos, y ella, señalando con la cabeza a Wallingford, le dijo:

– Ha venido conmigo, Bill. Patrick, te presento a Bill.

Wallingford estrechó la mano del hombre, esperando que éste le reconociera, pero no fue así, y supuso que se debía a la gorra de esquí que la señora Clausen le había dado para que se la pusiera al bajar del coche. Él le aseguró que las orejas nunca se le enfriaban, pero ella insistió: «Aquí se te enfriarán. Además, no es sólo para mantener las orejas calientes. Quiero que te la pongas».

No es que Doris deseara que no le reconocieran, aunque la gorra impediría que un cámara de la ABC le localizara y por una vez, Wallingford no sería enfocado. Doris había querido que se pusiera aquella gorra para dar la impresión de que era un auténtico espectador del partido, algo inverosímil vestido como iba, con un sobretodo negro, chaqueta de tweed, jersey con cuello cisne y pantalones de franela gris. Casi nadie vestía un abrigo tan lujoso en un partido de los Packers.

La gorra de esquí era verde, aquel verde de Green Bay, con una franja amarilla que podía cubrirle las orejas; por supuesto, tenía el inequívoco logotipo de los Packers. Era una gorra vieja, y una cabeza más voluminosa que la de Wallingford la había ensanchado. Patrick no tuvo necesidad de preguntarle a la señora Clausen a quién pertenecía aquella gorra. Estaba claro que era la que había usado su difunto marido.

Pasaron por la tribuna de prensa, donde Doris saludó a otras personas de aspecto oficial antes de acceder a las gradas superiores. Aquélla no era la manera en que la mayoría de los hinchas entraban en el estadio, pero todo el mundo parecía conocer a la señora Clausen. Después de todo, era empleada de los Packers de Green Bay.

Bajaron por el pasillo hacia el campo deslumbrante. Era una extensión de treinta mil metros cuadrados de hierba natural, lo que se conocía como «mezcla azul atlética». Aquella noche tendría lugar el primer partido sobre aquella hierba.

– Caramba -dijo Wallingford entre dientes. Aunque era temprano, el estadio Lambeau ya estaba más que medio lleno de público.

El estadio es un puro cuenco, sin aberturas ni cubierta superior. En Lambeau hay una sola cubierta, y todos los asientos al aire libre son del tipo gradería. Las tribunas ofrecían una escena impresionante durante los calentamientos previos al encuentro: las caras pintadas de verde y dorado, los adornos de espuma de plástico amarilla que parecían grandes penes flexibles, y los lunáticos con enormes cuñas de queso a modo de gorras… ¡los queseros! Wallingford supo que no estaba en Nueva York.

Avanzaron por el largo y empinado pasillo. Tenían asientos hacia el centro del estadio, al nivel de la yarda cuarenta y dos. Estaban todavía en el lado del campo donde se encontraba la tribuna de prensa. Patrick siguió a Doris, pasando ante las robustas rodillas retraídas, hasta sus asientos. Se dio cuenta de que estaban sentados entre personas que los conocían, no sólo a la señora Clausen sino también a él. Y si le conocían, pese a que llevaba la gorra de Otto, no era porque fuese famoso, sino porque le estaban esperando. De repente Patrick observó que conocía a más de la mitad de los hinchas más cercanos a ellos. ¡Todos eran miembros de la familia Clausen! Reconocía sus caras por las innumerables fotos clavadas en las paredes de la cabaña principal en la casa a orillas del lago.

Los hombres le dieron palmadas en los hombros, las mujeres le tocaron el brazo izquierdo.

– Hola, ¿cómo estás?

Wallingford reconoció a quien se dirigía a él por la expresión alocada en la fotografía que estaba fijada con un imperdible en el forro del joyero. Era Donny, el que abatía águilas; tenía una mejilla pintada con el color del maíz, mientras que la otra lucía el verde demasiado intenso de una enfermedad imposible.

– Te he echado a faltar en las noticias de esta noche -le dijo una mujer en tono amistoso. Patrick también recordaba haberla visto en una fotografía. Era una de las madres recientes, en una cama de hospital con su hijo recién nacido.

– No quería perderme este partido -le dijo Wallingford.

Notó que Doris le apretaba la mano; hasta entonces no se había percatado de que la tenía entre las suyas. ¡Delante de todos ellos! Pero ya lo sabían…, mucho antes que Wallingford. Ella ya se lo había dicho. ¡Le había aceptado! Intentó mirarla, pero ella se puso la capucha de la parka. No hacía tanto frío; ella sólo quería ocultarle su expresión.

Permaneció sentado junto a la señora Clausen, que le sujetaba la mano, mientras que una mujer sentada a su izquierda le asió el brazo del muñón. Era otra señora Clausen, mucho más corpulenta, la madre del difunto Otto, la abuela del pequeño Otto, la ex suegra de Doris. (Pensó que probablemente no debería decir «ex».) Sonrió a la voluminosa mujer. Sentada, era tan alta como él, y le atrajo hacia ella tirándole del brazo, a fin de darle un beso en la mejilla.

– Todos nos alegramos mucho de verte -le dijo, y le obsequió con una sonrisa de aprobación-. Doris nos ha informado.

«¡Doris podría haberme informado a mí!», se dijo Wallingford, pero al mirarla vio que seguía con la cabeza cubierta por la capucha. Sólo la fuerza con que le asía la mano era una indicación segura de que le había aceptado. Era sorprendente, pero toda la familia compartía esa aceptación.

Hubo un momento de silencio antes del partido, y Wallingford supuso que era por las doscientas diecisiete víctimas del vuelo 990 de Egypt Air siniestrado, pero no había prestado atención. El minuto de silencio era en honor de Walter Payton, fallecido a los cuarenta y cinco años debido a las complicaciones de una enfermedad hepática. Payton había sido una de las grandes estrellas de la historia de la liga nacional.

Cuando empezó el partido, la temperatura era de siete grados centígrados y el cielo nocturno estaba despejado. Soplaba un viento del oeste a treinta kilómetros por hora, con ráfagas de cincuenta. Tal vez esas ráfagas afectaron a Favre. En la primera parte hizo dos intercepciones, y al final del partido había hecho cuatro

– Te dije que pondría todo su empeño -le dijo Doris a Patrick en cuatro ocasiones, sin quitarse la capucha.

Durante las presentaciones previas al partido, el público presente en el Lambeau había aplaudido al ex entrenador de los Packers, Mike Holmgren. Favre y Holmgren se habían abrazado en el campo. (Incluso Patrick Wallingford había observado que el estadio Lambeau se alzaba en el cruce de la Vía Mike Holmgren y la Avenida de Vince Lombardi.)

Holmgren había vuelto a casa preparado. Además de las intercepciones, Favre perdió dos balones. Incluso hubo algunos abucheos, cosa rara en aquel estadio.

– Los hinchas de Green Bay no suelen abuchear -comentó Donny Clausen, dejando claro que él no lo hacía. Donny se inclinó para acercarse más a Patrick; su cara pintada de amarillo y verde era un elemento demencial añadido a su reputación de demente por disparar contra las águilas-. Todos queremos que Doris sea feliz-susurró en un tono amenazante al oído de Wallingford, caliente bajo la vieja gorra de Otto.

– Yo también -replicó Patrick.

Pero ¿y si Otto se había suicidado porque era incapaz de hacer feliz a la señora Clausen? ¿Y si ella le había impulsado a hacerlo, e incluso se lo había sugerido de alguna manera? ¿Era acaso el nerviosismo del noviazgo lo que provocaba en Wallingford estos terribles pensamientos? Era indudable que Doris Clausen podía inducir a Patrick Wallingford a matarse si alguna vez la decepcionaba.

Patrick rodeó con el brazo derecho los estrechos hombros de Doris y la atrajo hacia sí; con la mano derecha, le apartó un poco la capucha de la cara. Sólo quería darle un beso en la mejilla, pero ella se volvió y le besó en los labios. Él notó las lágrimas en su rostro frío antes de que volviera a esconderlo bajo la capucha.

Retiraron a Favre del partido y le sustituyó el defensa de reserva Matt Hasselbeck, cuando quedaban poco más de seis minutos del cuarto periodo. La señora Clausen miró a Wallingford.

– Nos vamos -le dijo-. No voy a quedarme a ver a ese novato.

Algunos miembros de la familia Clausen gruñeron al ver que se levantaba, pero lo hacían de buen humor. Incluso en el rostro pintarrajeado de Donny había una sonrisa.

Doris tomó a Patrick de la mano derecha y se lo llevó de allí. Subieron a la tribuna de prensa, y alguien demasiado amistoso les franqueó la entrada. Era un hombre de aspecto juvenil, atlético, lo bastante robusto para ser un jugador o haberlo sido. Doris no le prestó atención, y después de que le hubieran dejado junto a la puerta de la tribuna, cuando ya estaban casi ante el ascensor, señaló en dirección al joven.

– ¿Has visto a ese tipo?

– Sí -respondió Patrick. El joven aún les sonreía de aquella manera demasiado amistosa, aunque la señora Clausen no se había vuelto una sola vez a mirarle.

– Bueno, es el tipo con el que no debería haberme acostado -le reveló ella-. Ahora ya lo sabes todo de mí.

El ascensor estaba lleno de periodistas deportivos, en su mayoría hombres, pues siempre abandonaban el campo un poco antes del final, a fin de conseguir los mejores sitios en la conferencia de prensa que seguía al partido. La mayoría de ellos conocían a la señora Clausen, pues, aunque ella se ocupaba principalmente de las ventas, con frecuencia era quien repartía los pases de prensa. Nada más verla, los reporteros le hicieron sitio. Hacía calor en el recinto pequeño y cerrado del ascensor, y ella se quitó la capucha de la parka.

Los reporteros hacían comentarios sobre el partido y mostraban su abundante surtido de frases hechas.

– Esos balones perdidos han salido caros… Holmgren ha visto de qué pie cojea Favre… Que echaran a Dotson no ha sido ninguna ayuda… sólo el segundo partido perdido por Green Bay entre los últimos treinta y seis en el Lambeau… la menor cantidad de tantos conseguidos por los Packers desde la derrota por veintiuno a seis en Dallas en el 96…

– Bueno, ¿queréis decirme qué importancia tuvo ese partido? -inquirió la señora Clausen-. ¡Ese fue el año en que ganamos la Super Bowl!

– ¿Vienes a la conferencia de prensa, Doris? -le preguntó uno de los reporteros.

– No, esta noche no. Tengo una cita.

Los reporteros soltaron exclamaciones, y alguien silbó. Patrick, con el brazo izquierdo oculto en la manga del abrigo y todavía con la gorra de Otto, estaba seguro de que no le reconocerían. Pero el viejo Stubby Farrell, que había sido reportero deportivo de la cadena de televisión, reparó en él.

– ¡Vaya, el hombre del león! -exclamó Stubby. Wallingford hizo una inclinación de cabeza y por fin se quitó la gorra de Otto-. ¿Te han dado el pasaporte o qué?

De repente se hizo el silencio. Todos los reporteros querían saber qué le había ocurrido. La señora Clausen volvió a apretarle la mano y Patrick repitió lo que había dicho a la familia Clausen.

– No quería perderme el partido.

Esta respuesta encantó a los reporteros, sobre todo a Stubby, aunque Wallingford no pudo esquivar la siguiente pregunta.

– ¿Ha sido Wharton, ese cabrón? -inquirió Stubby.

– Ha sido Mary Shanahan -le dijo Wallingford a Stubby, informando así a todos los demás-. Quería mi puesto.

La señora Clausen le sonreía, indicándole que ella sabía lo que Mary había querido realmente.

Wallingford esperó que alguno de ellos, tal vez Stubby, dijera que era una buena persona o un hombre simpático o un buen periodista, pero su conversación giró exclusivamente en torno al deporte y los apodos familiares que le seguirían hasta la tumba.

Entonces se abrió la puerta del ascensor y los reporteros deportivos salieron por un lado del estadio y apretaron el paso. Con el frío que hacía, tenían que ir a los vestuarios del equipo local o del visitante. Doris y Patrick dejaron atrás las columnas del estadio y se encaminaron al aparcamiento. Había descendido la temperatura, pero Patrick encontraba agradable el frío en la cabeza y las orejas mientras se dirigía al coche de la mano de Doris. Parecía como si estuvieran a cero grados, pero probablemente era el viento lo que producía esa sensación de frío.

Doris encendió la radio. Dados sus comentarios de antes, Patrick se preguntó por qué querría conocer el final del partido. Las siete expulsiones de jugadores de los Packers eran el número máximo desde que sufrieron otras siete cuando jugaban contra los Falcons de Atlanta, once años atrás.

– Hasta Levens perdió el balón -dijo incrédula la señora Clausen-. Y Freeman… ¿qué ha hecho? Quizás un par de pases en todo el partido. ¡Podía haber conseguido diez yardas!

Matt Hasselbeck, el inexperto defensa de los Packers, completó su primer pase en la liga… terminó dos de seis para treinta y dos yardas.

– ¡Vaya! -gritó la señora Clausen, burlonamente-. ¿Será posible?

La puntuación final fue Seattle 27, Green Bay 7.

– Lo he pasado en grande -le dijo Wallingford-. Me ha encantado. Es estupendo estar contigo.

Se quitó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento delantero, junto a ella, apoyando la cabeza en su regazo. Volvió la cara hacia las luces del cuadro de mandos y le puso la mano derecha en el muslo. Notaba que el muslo se le tensaba cada vez que aceleraba o soltaba el pedal, y cuando de vez en cuando pisaba el freno. La mano de Doris le rozó suavemente la cara y entonces ella volvió a asir el volante con ambas manos.

– Te quiero -le dijo Patrick.

– Yo también intentaré quererte -le dijo ella-. Voy a intentarlo de veras.

Wallingford aceptó que esto era lo máximo que ella podía decir. Notó que una lágrima le caía por la cara, pero no se lo mencionó ni tampoco se ofreció para conducir, pues sabía que ella le diría que no. (¿Quién quiere ir en un coche conducido por un manco?)

– Puedo conducir -se limitó a decirle ella, y entonces añadió-: Pasemos la noche en tu hotel. Mis padres están con Otto. Los verás por la mañana, cuando veas al niño. Ya saben que voy a casarme contigo.

Las luces de los coches que pasaban iluminaban a intervalos el frío interior del coche. Si la señora Clausen había encendido la calefacción, no funcionaba, y además conducía con la ventanilla del conductor un poco abierta. El tráfico era escaso; la mayoría de los hinchas se habían quedado en el estadio hasta el amargo final.

Patrick pensó en sentarse y ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Quería ver de nuevo aquella vieja montaña de carbón en el lado occidental del río. No estaba seguro de lo que todo aquel carbón significaba para él… tal vez se trataba de perseverancia.

También quería ver los receptores de televisión brillando en la oscuridad a lo largo de su ruta, cuando regresaban al centro de la ciudad. Sin duda en todas las casas miraban el partido moribundo y luego seguirían el análisis del partido. Pero el regazo de la señora Clausen era cálido y cómodo, y Patrick prefería notar de vez en cuando las lágrimas en la cara que erguirse al lado de ella y verla llorar.

– Por favor, ponte el cinturón -le dijo cuando estaban cerca del puente-. No quiero perderte.

Él se enderezó al instante y se puso el cinturón. En el interior del coche a oscuras no podía ver si ella había dejado de llorar o no.

– Puedes apagar la radio -siguió diciéndole, y él la obedeció.

Recorrieron el puente sumidos en el silencio, y el enorme monte de carbón apareció y luego se fue empequeñeciendo a sus espaldas.

Wallingford pensaba que nunca conocemos de verdad nuestro futuro; el futuro de dos personas juntas es incierto. Sin embargo, creía poder imaginar su futuro con Doris Clausen. Lo veía con el mismo brillo improbable que hiciera resaltar en la oscuridad las alianzas matrimoniales de ella y su difunto marido bajo el embarcadero del cobertizo de los botes. Había algo dorado en su futuro con la señora Clausen, tanto más, probablemente, cuanto que le parecía del todo inmerecido. No merecía más a Doris de lo que aquellos dos anillos, con sus promesas cumplidas e incumplidas merecían que los clavaran bajo un embarcadero, a unos pocos centímetros por encima de las frías aguas del lago.

¿Y durante cuánto tiempo se tendrían el uno al otro? Era inútil especular, tan inútil como el intento de conjeturar cuántos inviernos transcurrirían en Wisconsin antes de que el cobertizo de los botes se derrumbara y hundiera en el lago innominado.

– ¿Cómo se llama el lago? -le preguntó a Doris de repente-. El lago donde está la casa.

– No nos gusta el nombre -respondió la señora Clausen-. Nunca lo usamos. Es sólo la casa del lago.

Entonces, como si supiera que él había estado pensando en las alianzas de ella y Otto clavadas bajo el embarcadero, le dijo:

– He elegido los anillos. Te los mostraré cuando lleguemos al hotel. Esta vez son de platino. Llevaré el mío en el dedo anular de la mano derecha. -(Donde el hombre del león, como todo el mundo sabía, también habría de llevar el suyo)-. Ya sabes lo que dicen -prosiguió la señora Clausen-. No dejes ningún pesar en el terreno de juego.

Wallingford conjeturó la procedencia de esa frase, que incluso para él tenía resonancias del mundo de aquel deporte… y de una valentía de la que él había carecido hasta entonces. En realidad, eso era lo que decía el viejo letrero en el pie de la escalera del Lambeau, el letrero sobre la puerta que daba acceso al vestuario de los Packers: NO DEJES NINGÚN PESAR EN EL TERRENO DE JUEGO.

– Comprendo -dijo Wallingford. En un lavabo del Lambeau había visto a un hombre con la barba pintada de amarillo y verde, como la de Donny. Se estaba percatando del grado de fervor necesario-. Comprendo -repitió.

– No, no comprendes -le contradijo la señora Clausen-. No del todo, aún no. -Él la miraba fijamente; Doris había dejado de llorar-. Abre la guantera -le pidió. El titubeó, pues le había pasado por la mente que allí estaba el arma de Otto, y cargada-. Vamos, ábrela.

En la guantera había un sobre abierto del que sobresalían unas cuantas fotos, y Patrick vio los orificios que habían dejado las chinchetas y asimismo alguna mancha de herrumbre. Por descontado, supo de dónde procedían las fotos antes de ver qué había en ellas. Aquellas fotografías, más o menos una docena, eran las mismas que Doris clavara en cierta ocasión en la pared al lado de la cama. Las había quitado de allí porque ya no soportaba verlas en el cobertizo de los botes.

– Míralas, por favor -le pidió la señora Clausen.

Detuvo el coche cuando el hotel ya estaba a la vista. Se acercó al bordillo y frenó pero dejando el motor en marcha. El centro de Green Bay estaba casi desierto a aquellas horas; todo el mundo estaba en casa o regresando a casa desde el estadio Lambeau.

Las fotografías no seguían ningún orden determinado, pero Wallingford comprendió enseguida cuál era su tema. En todas ellas aparecía la mano izquierda de Otto Clausen. En algunas aparecía todavía como parte del cuerpo de Otto, unida al fornido brazo del camionero, y todavía mostraba el anillo de boda. Pero en algunas de las fotos el anillo no estaba: la señora Clausen lo había extraído… de lo que Wallingford sabía que era la mano del muerto.

También había fotos de Patrick Wallingford. O por lo menos eran fotos de la nueva mano izquierda de Patrick… sólo la mano. Por los diversos grados de hinchazón de la mano y la muñeca, así como la zona del antebrazo donde estaba el implante quirúrgico, Wallingford podía determinar en qué etapas Doris le había fotografiado con la mano de Otto… la que ella llamaba la tercera mano.

Así pues, Patrick no había soñado que ella le fotografiaba mientras dormía, y por eso el sonido del obturador le había parecido tan real. Naturalmente, con los ojos cerrados el flash le habría parecido débil y lejano, tan incompleto como un rayo de calor, tal como Wallingford lo recordaba.

– Tíralas, por favor -le pidió la señora Clausen-. Lo he intentado, pero soy incapaz de hacerlo. Deshazte de ellas, te lo ruego.

– De acuerdo -dijo Patrick.

Doris lloraba de nuevo, y él la acarició. Nunca hasta entonces le había tocado el pecho con el muñón. Incluso a través de la parka notaba el seno; cuando ella le asió con fuerza el antebrazo, él también percibió su respiración.

– No olvides nunca que yo también he perdido algo -le dijo ásperamente la señora Clausen.

Doris siguió conduciendo hasta el hotel. Tras darle a Patrick las llaves y precederle al vestíbulo, él tuvo que aparcar el automóvil. Decidió pedirle a algún empleado del hotel que lo hiciera.

Entonces se deshizo de las fotografías, tirándolas, con sobre y todo, a un contenedor de basura. Las fotos desaparecieron en un instante, pero a él no le había pasado inadvertido aquel mensaje. Sabía que la señora Clausen acababa de confesarle cuanto le diría jamás acerca de su obsesión: mostrarle las fotografías de la mano era el final definitivo de lo que tenía que decir al respecto.

¿Qué era lo que había dicho el doctor Zajac? No existía ningún motivo clínico por el que el trasplante de mano hubiese fracasado. Zajac no podía explicarse el misterio, pero no había tal misterio para Patrick Wallingford, cuya imaginación no sufría las limitaciones de una mente científica. La mano había puesto fin al asunto, eso era todo.

No deja de ser interesante que el doctor Zajac tuviera poco que decir a sus alumnos de la Facultad de Medicina de Harvard acerca de la «desilusión profesional». Zajac era feliz en su semirretiro, con Irma y los gemelos. Pensaba que la desilusión profesional era tan decepcionante como el éxito profesional.

– Organizad vuestra vida -decía Zajac a sus alumnos de Harvard-. Si ya habéis llegado hasta aquí, vuestra profesión debería cuidar de sí misma.

Pero ¿qué saben de la vida los estudiantes de medicina? No han tenido tiempo de vivir.

Wallingford fue al encuentro de Doris Clausen, que le esperaba en el vestíbulo. Subieron en el ascensor a la habitación sin decirse una sola palabra.

Él le permitió usar el baño antes que él. A pesar de sus planes, Doris no había traído consigo más que un cepillo de dientes, que llevaba en el bolso. Y en su apresuramiento por meterse en cama se olvidó de mostrarle a Patrick las alianzas matrimoniales de platino, que también llevaba en el bolso. Lo haría a la mañana siguiente.

Mientras la señora Clausen estaba en el baño, Wallingford miró el último noticiario y, por una cuestión de principios, no sintonizó la que había sido su cadena. Uno de los reporteros deportivos ya había filtrado la noticia del despido de Patrick a otra cadena. Era una buena manera de finalizar el telediario, una noticia mejor que las habituales. «La bella Mary Shanahan despide al hombre del león.»

La señora Clausen había salido del baño, desnuda, y estaba en pie a su lado.

Patrick se apresuró en el baño mientras Doris miraba en la televisión el final del partido de Green Bay. Le sorprendió que Dorsey Levens hubiera llevado el balón veinticuatro veces para ciento cuatro yardas, una magnífica actuación cuando la causa estaba perdida.

Cuando Wallingford, también desnudo, salió del baño, la señora Clausen ya había apagado el televisor y le esperaba en la amplia cama. Patrick apagó las luces y se acostó a su lado. Se abrazaron mientras escuchaban el ruido del viento, que soplaba con fuerza, a ráfagas, pero no tardaron en dejar de oírlo.

– Dame la mano -le pidió Doris. Él sabía perfectamente a cuál se refería.

Wallingford colocó el cuello de la señora Clausen en el brazo derecho doblado por el codo; con la mano derecha le asió un seno. Ella puso el muñón del antebrazo izquierdo entre sus muslos, donde él podía notar que los dedos perdidos de su cuarta mano la tocaban.

En el exterior de la cálida habitación de hotel, el frío viento era un heraldo del invierno inminente, pero ellos sólo oían sus respiraciones entrecortadas. Como otros amantes, no reparaban en el viento que seguía arremolinándose y soplando en la agreste y despreocupada noche de Wisconsin.

***