¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.

¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.

Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.

Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.

«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times

«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday

«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post

«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time

«Este hombre es un genio.» – Evening Standard

«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times

«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

Jeffrey Archer

Casi Culpables

Traducción de Eduardo G. Murillo

Título original: Cat O’Nine Tales

Primera edición: septiembre, 2007

© 2006, Jeffrey Archer

© 2006, Ronald Searle, por las ilustraciones

Para Elizabeth

Prefacio

Durante los dos años que estuve encarcelado, en cinco prisiones diferentes, seleccioné varias historias que no eran apropiadas para incluirlas en mis Diarios de la cárcel. Estos relatos están marcados en el índice con un asterisco.

Si bien he aderezado las nueve historias, todas están basadas en hechos reales. En todas excepto una el preso al que conciernen me pidió que no revelara su verdadero nombre.

Las otras tres historias recogidas en este volumen también son reales, pero me las encontré después de salir de la cárcel: en Atenas («Una tragedia griega»), en Londres («La sabiduría de Salomón») y en Roma, mi favorita («Sobre gustos no hay nada escrito»).

El hombre que robo su propia oficina postal

***

Principio

El juez Gray miró a los dos acusados que ocupaban el banquillo. Chris y Sue Haskins se habían declarado culpables del robo de doscientas cincuenta mil libras, propiedad de Correos, y de falsificar cuatro pasaportes.

El señor y la señora Haskins parecían tener la misma edad, algo poco sorprendente, puesto que habían ido al colegio juntos unos cuarenta años atrás. Podías cruzarte con ellos en la calle sin volverte a mirar. Chris medía un metro setenta y cinco; su cabello, ondulado y oscuro, comenzaba a encanecer, y le sobraban seis kilos como mínimo. Estaba muy erguido ante el banquillo y, aunque el traje se veía muy usado, la camisa estaba limpia y la corbata de rayas invitaba a pensar que era miembro de un club. En cuanto a sus zapatos, relucían como si les sacara brillo cada mañana. Su esposa, Sue, se hallaba a su lado. Su pulcro vestido floreado y el cómodo calzado denotaban una mujer ordenada y organizada; claro que ambos llevaban la clase de ropa que debían de ponerse para ir a la iglesia. Al fin y al cabo, consideraban que la ley era nada más y nada menos que una prolongación del Todopoderoso.

El juez Gray desvió su atención hacia el abogado de los señores Haskins, un joven al que habían elegido en función de sus honorarios antes que de la experiencia.

– Sin duda desea señalar que existen circunstancias atenuantes en este caso, señor Rodgers -observó el juez amablemente.

– Sí, señoría -admitió el recién licenciado abogado, al tiempo que se levantaba de su asiento. Le habría gustado explicar a su señoría que este era tan solo su segundo caso, pero no creía que su señoría lo considerara una circunstancia atenuante.

El juez Gray se retrepó en la silla, mientras se disponía a escuchar que el pobre señor Haskins había sido vapuleado por un padrastro cruel noche tras noche, y que la señora Haskins había sido violada por un tío malvado a una edad crítica, pero no. El señor Rodgers aseguró al tribunal que los Haskins eran vástagos de familias felices y equilibradas, y que habían ido al colegio juntos. Su única hija, Tracey, licenciada en la Universidad de Bristol, trabajaba ahora como agente de bienes raíces en Ashford. Una familia modélica.

El señor Rodgers echó un vistazo a su maletín antes de pasar a explicar cómo habían terminado los Haskins en el banquillo de los acusados. El juez Gray se sintió cada vez más intrigado por la historia y, cuando el abogado volvió a sentarse por fin, pensó que necesitaba más tiempo para reflexionar sobre la duración de la condena. Ordenó a los dos acusados que se presentaran ante él el lunes siguiente a las diez de la mañana, en cuyo momento ya habría tomado una decisión.

El señor Rodgers se levantó por segunda vez.

– Sin duda espera que conceda a sus clientes la libertad bajo fianza, ¿verdad? -preguntó el juez, al tiempo que enarcaba una ceja, y antes de que el sorprendido abogado pudiera contestar añadió-: Concedida.

Jasper Gray explicó a su mujer la grave situación en que se encontraban los señores Haskins el domingo mientras comían. Mucho antes de que el juez terminara de devorar sus costillas de cordero, Vanessa Gray le había ofrecido su opinión.

– Condénales a una hora de servicios comunitarios y después ordena a Correos que les devuelva toda su inversión -aconsejó, revelando un sentido común no siempre concedido al macho de la especie. Para ser justos con él, el juez dio la razón a su esposa, aunque le dijo que nunca podría emitir dicha sentencia-. ¿Por qué? -preguntó ella.

– Por los cuatro pasaportes.

Al juez Gray no le sorprendió encontrar a los señores Haskins en el banquillo de los acusados a las diez de la mañana del lunes siguiente. Al fin y al cabo, no eran delincuentes.

El juez levantó la cabeza, les miró y trató de adoptar un semblante serio.

– Ambos se han declarado culpables de los delitos de robo en una oficina postal y falsificación de cuatro pasaportes.-No se molestó en añadir adjetivos como ruines, atroces o vergonzosos, pues no los consideraba apropiados en esta ocasión-. En consecuencia, no me han dejado más opción que enviarles a la cárcel -continuó. El juez centró su atención en Chris Haskins-. No cabe duda de que es usted el instigador del delito y, teniendo eso en cuenta, le condenó a tres años de prisión.

Chris Haskins fue incapaz de disimular su sorpresa. El abogado le había dicho que no esperara menos de cinco años. Chris se abstuvo de decir: «Gracias, señoría».

A continuación el juez miró a la señora Haskins.

– Entiendo que su participación en esta conspiración debió de ser un acto de lealtad hacia su marido. Sin embargo, usted es muy consciente de la diferencia entre el bien y el mal, y por lo tanto la condeno a un año de prisión.

– Señoría -protestó Chris Haskins.

El juez Gray frunció el ceño por primera vez. No estaba acostumbrado a que le interrumpieran mientras dictaba sentencia.

– Señor Haskins, si abriga la intención de apelar contra esta sentencia…

– En absoluto, señoría -dijo Chris Haskins, interrumpiendo al juez por segunda vez-. Solo quería preguntarle si me permitiría cumplir la pena de mi mujer.

El juez Gray se quedó tan estupefacto por la petición que fue incapaz de encontrar una respuesta pertinente a una pregunta que jamás le habían planteado. Dio un golpe con el mazo, se levantó y salió a toda prisa de la sala del tribunal.

– Todo el mundo en pie -gritó un ujier.

Chris y Sue se conocieron en el patio de la escuela de Cleethorpes, una ciudad de la costa oriental de Inglaterra. Chris guardaba cola para que le dieran su cuarto de litro de leche, tal como había establecido el gobierno para escolares menores de dieciséis años. Sue era la supervisora del reparto. Su trabajo consistía en asegurarse de que todo el mundo recibía su ración. Cuando entregó la botellita a Chris, ninguno de los dos se paró a mirar al otro. Sue iba un curso por delante de Chris, de modo que pocas veces coincidían durante el día, excepto cuando él hacía la cola de la leche. A finales de año Sue aprobó la reválida y obtuvo una plaza en el instituto local. El septiembre siguiente, Chris siguió sus pasos y también entró en el instituto de Cleethorpes.

No mantuvieron la menor relación durante los años que pasaron en el instituto, hasta que Sue fue nombrada representante de los alumnos. Entonces Chris no pudo por menos de fijarse en ella, porque al final de la reunión matutina leía en voz alta las noticias del día relativas al instituto. Siempre que el nombre de Sue aparecía en las conversaciones de los chicos, «marimandona» era el adjetivo más utilizado (es curioso que las mujeres dotadas de autoridad reciban con frecuencia el apelativo de «marimandona», mientras que los hombres de posición equivalente se ven investidos de las cualidades del liderazgo).

Cuando Sue se marchó a finales de año, Chris volvió a olvidarse de ella. No siguió sus ilustres pasos como representante de los alumnos, pese a que gozó de un año positivo, según su criterio, pero poco estimulante. Jugó con el segundo equipo de criquet del instituto, quedó quinto en la carrera a campo traviesa contra el instituto de Grimsby y le fue lo bastante bien en los exámenes finales para que no fueran dignos de mención ni en un sentido ni en otro.

Chris, no bien hubo abandonado el instituto, recibió una carta del Ministerio de Defensa, en la cual se le ordenaba presentarse en la oficina de reclutamiento local para cumplir el servicio militar, un período de dos años obligatorio para todos los chicos de dieciocho años. Chris no tenía elección en la materia, salvo decantarse por el ejército, la armada o las fuerzas aéreas.

Eligió la RAF, y hasta dedicó un fugaz momento a preguntarse si le gustaría ser piloto de aviones a reacción. Una vez que hubo pasado el examen médico y rellenado todos los impresos necesarios en la oficina de reclutamiento de la localidad, el sargento de guardia le entregó un billete de tren para un lugar llamado Mablethorpe. Debía presentarse en el cuartel a las ocho de la mañana el primer día del mes siguiente.

Chris se sometió al adiestramiento básico, junto con otros ciento veinte reclutas, durante las doce semanas siguientes. Enseguida descubrió que solo un aspirante entre mil era elegido para ser piloto. Chris no fue ese uno entre mil. Al cabo de las doce semanas le dieron a elegir entre trabajar en la cantina, el comedor de oficiales u operaciones de vuelo. Optó por operaciones de vuelo y le destinaron a los almacenes.

Fue cuando se presentó en su puesto el lunes siguiente cuando volvió a encontrarse con Sue o, para ser más precisos, con la cabo Sue Smart. Como no podía ser de otro modo, estaba a la cabeza de la fila, esta vez dando instrucciones sobre el trabajo. Chris no reconoció al instante a su antigua compañera de estudios, vestida con el elegante uniforme azul y el pelo casi oculto bajo una gorra. En cualquier caso, estaba admirando sus piernas bien torneadas cuando ella dijo:

– Haskins, preséntese al intendente.

Chris levantó la cabeza. No había olvidado aquella voz.

– ¿Sue? -preguntó vacilante.

La cabo Smart levantó la vista de su tablilla y miró al recluta que había osado llamarla por su nombre. Reconoció el rostro, pero fue incapaz de identificarlo.

– Chris Haskins -dijo él.

– Ah, sí, Haskins -repitió ella, y vaciló antes de añadir-: preséntese al sargento Travis en los almacenes y él le informará sobre sus tareas.

– Sí, cabo -repuso Chris, y desapareció al instante en dirección a los almacenes. Mientras se alejaba, no se dio cuenta de que Sue le seguía con la mirada.

Chris no volvió a coincidir con la cabo Smart hasta su primer fin de semana de permiso. La vio sentada al otro extremo de un vagón de tren en el viaje de regreso a Cleethorpes. No hizo el menor intento de acercarse a ella e incluso fingió no haberla visto. Sin embargo, se descubrió alzando la vista de vez en cuando para admirar su esbelta figura. No recordaba que fuera tan guapa.

Cuando el tren paró en la estación de Cleethorpes, Chris vio que su madre hablaba con otra mujer. Supo al instante quién era: el mismo pelo rojo, la misma figura esbelta, las mismas…

– Hola, Chris -le saludó la señora Smart cuando se reunió con su madre en el andén-. ¿No iba Sue en el tren contigo?

– No me he fijado -contestó Chris, y en ese momento llegó Sue.

– Supongo que os veis a menudo, ahora que estáis en el mismo campamento -comentó la madre de Chris.

– La verdad es que no -dijo Sue procurando aparentar desinterés.

– Bien, será mejor que nos vayamos -dijo la señora Haskins-. He de preparar la cena a Chris y a su padre antes de que se vayan a ver el fútbol -explicó.

– ¿Te acordabas de él? -preguntó la señora Smart, cuando Chris y su madre se alejaron hacia la salida.

– ¿De Haskins el Presumido? -Sue vaciló-. No puedo decir que sí.

– Ah, así que te gusta, ¿eh? -dijo la madre de Sue con una sonrisa.

Cuando Chris subió al tren el domingo por la noche, Sue ya estaba sentada en su sitio, al final del vagón. Chris estaba a punto de pasar de largo y buscar un asiento en el siguiente vagón, cuando le oyó decir:

– Hola, Chris, ¿lo has pasado bien el fin de semana?

– No ha ido mal, cabo -respondió Chris, y se detuvo a mirarla-. Grimsby ganó a Lincoln por tres a uno, y me había olvidado de lo bueno que es el pescado frito con patatas fritas de Cleethorpes comparado con el del campamento.

Sue sonrió.

– ¿Quieres sentarte conmigo? -preguntó, y dio unas palmaditas en el asiento contiguo-. Creo que puedes llamarme Sue cuando no estemos en el cuartel.

Durante el viaje de regreso a Mablethorpe, Sue monopolizó la conversación, en parte porque Chris estaba fascinado por ella (¿podía ser la misma chica flacucha que le daba la leche cada mañana?), y en parte porque él sabía que la burbuja estallaría en cuanto pisaran el campamento. Los suboficiales no confraternizaban con la tropa.

Se separaron a las puertas del campamento y cada uno fue por su lado. Chris regresó al cuartel, mientras Sue se encaminaba hacia las dependencias de los suboficiales. Cuando Chris entró en su barracón para reunirse con sus compañeros, uno de ellos estaba presumiendo de la chica de la RAF con la que se había acostado. Hasta dio detalles concretos y describió cómo eran las bragas de la RAF.

– Azul oscuro, con una goma elástica gruesa -aseguró a sus hipnotizados oyentes.

Chris se tumbó en la cama y dejó de escuchar la improbable historia, mientras sus pensamientos volvían a Sue. Se preguntó cuánto tardaría en volver a verla.

No tanto como temía, porque, cuando fue a comer a la cantina al día siguiente, vio a Sue sentada en una esquina con un grupo de chicas del centro de operaciones. Tuvo ganas de acercarse a su mesa y, como David Niven, pedirle una cita sin más. Echaban una película de Doris Day en el Odeon y creía que a ella le gustaría, pero habría atravesado un campo sembrado de minas antes que interrumpirla a la vista de sus compañeros.

Chris eligió los platos en el mostrador: sopa de verduras, salchichas con patatas fritas y natillas. Fue con la bandeja al otro lado de la sala y se sentó con un grupo de compañeros. Estaba atacando las natillas, cuando sintió que una mano le tocaba el hombro. Se volvió y vio a Sue, que le sonreía. Todos los de la mesa dejaron de hablar. La cara de Chris se tiñó de rojo.

– ¿Haces algo el sábado por la noche? -preguntó ella. El rojo pasó a púrpura cuando Chris negó con la cabeza-. Estaba pensando en ir a ver Doris Day en el Oeste. -Hizo una pausa-. ¿Quieres acompañarme? -Chris asintió-. ¿Qué te parece si nos encontramos ante las puertas del campamento a las seis? -Otro gesto de asentimiento. Sue sonrió-. Hasta entonces, pues.

Chris se volvió y vio que sus amigos le miraban asombrados.

Chris no recordaba gran cosa de la película, porque se pasó casi todo el rato intentando reunir el valor necesario para rodear el hombro de Sue con el brazo. Ni siquiera lo logró cuando Howard Keel besó a Doris Day. Sin embargo, después de salir del cine y volver hacia el autobús que esperaba Sue cogió su mano.

– ¿Qué vas a hacer cuando hayas terminado el servicio militar? -preguntó Sue cuando el último autobús les llevó al campamento.

– Trabajar con mi padre en los autobuses, supongo -dijo Chris-. ¿Y tú?

– En cuanto haya servido tres años, he de decidir si quiero ser oficial y hacer carrera en la RAF.

– Espero que vuelvas a trabajar a Cleethorpes -soltó Chris.

Chris y Sue Haskins se casaron un año después en la iglesia parroquial de St. Aidan.

Tras la boda los novios se fueron en un coche alquilado a Newhaven con la intención de pasar la luna de miel en la costa meridional de Portugal. Después de unos cuantos días en el Algarve se quedaron sin dinero. Chris condujo el coche de vuelta a Cleethorpes, pero juró que regresarían a Albufeira en cuanto se lo pudieran permitir.

Chris y Sue empezaron su vida conyugal en tres habitaciones alquiladas en la planta baja de una casa con pared medianera de Jubilee Road. Los dos supervisores de la leche no podían ocultar su dicha a cualquiera que hablara con ellos.

Chris empezó a trabajar con su padre en los autobuses y se convirtió en conductor de la Creen Line Municipal Coach Company, mientras Sue entraba de aprendiza en una compañía de seguros local. Un año después, Sue dio a luz a Tracey y dejó el empleo para cuidar de su hija. Esto espoleó a Chris a trabajar con más ahínco en busca de un ascenso. Con algún que otro empujoncito de Sue, empezó a estudiar para el examen de promoción de la empresa. Cuatro años después, Chris ya era revisor. Todo iba bien en el hogar de los Haskins.

Cuando Tracey informó a su padre de que quería un poni para Navidad, él tuvo que indicar que no tenían jardín. Chris encontró una solución intermedia y el día en que Tracey cumplió siete años le regaló un perro labrador, al que pusieron el nombre de Cabo. La familia Haskins no deseaba nada más, y este habría sido el final de la historia si no hubieran despedido a Chris. Sucedió así.

La Creen Line Municipal Coach Company fue absorbida por la Hull Carriage Bus Company Con la fusión, la pérdida de empleos fue inevitable, y Chris se encontraba entre aquellos a quienes ofrecieron una indemnización por el despido. La alternativa que presentó la nueva dirección fue restituirle a su antiguo puesto de conductor. Chris rechazó la oferta. Estaba seguro de que encontraría otro empleo y por lo tanto aceptó el trato.

El dinero de la indemnización se esfumó al cabo de poco tiempo y, pese a la promesa de Ted Heath de un mundo feliz, Chris pronto descubrió que no era tan fácil encontrar otro trabajo en Cleethorpes. Sue no se quejaba nunca y, puesto que Tracey ya iba al colegio, aceptó un empleo a tiempo parcial en Parsons, el local de pescado frito y patatas fritas de la población. No solo les aportó un salario semanal, con el complemento de las propinas, sino que también permitió a Chris disfrutar de un buen plato de bacalao con patatas fritas cada día.

Chris continuaba buscando trabajo. Iba a la oficina de empleo todas las mañanas, excepto los viernes, cuando hacía una larga cola para recoger su mísero subsidio de desempleo. Después de doce meses de entrevistas fallidas y lo-sentimos-pero-no-reúne-los-requisitos-necesarios, llegó a angustiarse tanto que empezó a pensar seriamente en volver a su antiguo trabajo de conductor de autobuses. Sue le aseguraba que no tardaría mucho en ascender al puesto de revisor.

Entretanto Sue aceptó más responsabilidades en el local de pescado frito con patatas fritas y un año después se convirtió en ayudante del encargado. Una vez más, la historia habría podido llegar a su conclusión natural, pero en esta ocasión fue Sue quien recibió el aviso.

Advirtió a Chris, mientras cenaban pescado, de que los señores Parsons estaban pensando en la jubilación anticipada y querían poner en venta el local.

– ¿Cuánto esperan obtener?

– Oí al señor Parsons mencionar la cifra de cinco mil libras.

– Esperemos que los nuevos propietarios reconozcan lo bueno cuando lo vean -dijo Chris, y pinchó otra patata.

– Lo más probable es que los nuevos propietarios traigan su propio personal. No olvides lo que te pasó cuando absorbieron la empresa de autobuses.

Chris meditó sobre ello.

A las ocho y media de la mañana siguiente Sue salió de casa para llevar a Tracey al colegio antes de ir a trabajar. En cuanto se marcharon, Chris y Cabo fueron a dar su paseo matutino. El perro se quedó perplejo cuando su amo no se encaminó hacia la playa, donde podía disfrutar de sus acostumbrados correteos entre las olas, sino que tomó la dirección contraria, hacia el centro de la ciudad. Cabo trotó tras él fielmente, y terminó atado a una barandilla frente al Midland Bank de High Street.

El director del banco no pudo ocultar su sorpresa cuando el señor Haskins solicitó una entrevista para hablar de un proyecto empresarial. Examinó a toda prisa la cuenta bancaria conjunta de los señores Haskins y descubrió que se hallaban en posesión de diecisiete libras y doce chelines. Le agradó comprobar que nunca habían estado en números rojos, pese a que el señor Haskins llevaba más de un año en paro.

El director escuchó con benevolencia la propuesta de su cliente, pero meneó la cabeza con tristeza antes de que Chris hubiera llegado al final de su bien ensayado discurso.

– El banco no aceptaría semejante riesgo -explicó el director-, al menos mientras pueda ofrecernos tan pocas garantías subsidiarias. Ni siquiera tienen una casa en propiedad -señaló.

Chris le dio las gracias, le estrechó la mano y se marchó impertérrito.

Cruzó High Street, ató a Cabo a otra barandilla y entró en el Martins Bank. Chris tuvo que esperar un rato antes de que el director pudiera recibirle. Obtuvo la misma respuesta, pero al menos en esta ocasión el director le recomendó que consultara a Britannia Finance, una nueva empresa especializada en préstamos para la puesta en marcha de pequeños negocios. Chris le dio las gracias, salió del banco, desató a Cabo y se encaminaron de vuelta hacia Jubilee Road, adonde llegaron tan solo momentos antes de que Sue regresara a casa con la comida de Chris: bacalao con patatas fritas.

Después de comer Chris salió de casa y se dirigió a la cabina telefónica más cercana. Introdujo cuatro peniques en la ranura y apretó el botón A. La conversación duró menos de un minuto. Regresó a casa, pero no dijo a Sue con quién había concertado una cita para el día siguiente.

Al día siguiente Chris esperó a que Sue llevara a Tracey al colegio. Entonces volvió a su dormitorio. Se quitó los vaqueros y el jersey y los sustituyó por el traje que había llevado el día de su boda, una camisa color crema que solo se ponía los domingos para ir a la iglesia y una corbata que su suegra le había regalado por Navidad, una prenda que no había pensado utilizar jamás. Después sacó brillo a los zapatos hasta que incluso su antiguo sargento instructor habría reconocido que estaban aceptables. Se miró en el espejo con la esperanza de tener el aspecto del director en potencia de una nueva empresa. Dejó al perro en el jardín trasero y se dirigió hacia la ciudad.

Chris llegó con un cuarto de hora de adelanto a su cita con un tal señor Tremaine, el director de créditos de la compañía Britannia Finance. Le pidieron que tomara asiento en la sala de espera. Chris cogió un ejemplar del Financial Times por primera vez en su vida. No encontró las páginas deportivas. Quince minutos después, una secretaria le condujo hasta el despacho del señor Tremaine.

El ejecutivo escuchó con benevolencia la ambiciosa propuesta de Chris y después preguntó, tal como habían hecho los dos directores de banco:

– ¿Qué aval puede ofrecernos?

– Ninguno -contestó Chris sin picardía-.aparte del hecho de que mi esposa y yo trabajaremos todas las horas que estemos despiertos y que ella conoce el negocio.

Chris esperó a escuchar las numerosas razones por las que Britannia no podía aceptar su petición.

En cambio, el señor Tremaine preguntó:

– Como su esposa constituye la mitad de nuestra inversión, ¿qué opina de todo esto?

– Ni siquiera lo he hablado con ella todavía -contestó Chris.

– En tal caso, le aconsejo que lo haga -dijo el señor Tremaine-, y deprisa, porque antes de pensar en invertir en los señores Haskins tendremos que entrevistarnos con la señora Haskins para averiguar si es la mitad de buena de lo que usted afirma.

Chris dio la noticia a su mujer aquella noche, durante la cena. Sue se quedó sin habla. Un problema con el que Chris no se había encontrado en el pasado.

Una vez que el señor Tremaine conoció a la señora Haskins, fue solo cuestión de rellenar innumerables impresos antes de que Britannia Finance les concediera un préstamo de cinco mil libras. Un mes después, los señores Haskins dejaron las tres habitaciones de Jubilee Road para mudarse a un local de pescado frito con patatas fritas en Beach Street.

Nudo

Chris y Sue dedicaron su primer domingo a borrar el apellido PARSONS de la fachada de la tienda, y a pintar encima: HASKINS: nueva dirección. Sue empezó a enseñar a Chris la preparación de los ingredientes esenciales de la mezcla para rebozar. Si fuera tan sencillo, le recordó, no habría cola delante de una tienda, mientras su rival, unos pocos metros más allá, no tenía ni un cliente. Pasaron algunas semanas antes de que Chris pudiera garantizar que sus patatas fritas siempre estaban crujientes pero no duras o, peor aún, aceitosas. Mientras él envolvía el pescado y entregaba los sobrecitos con la sal y el vinagre, Sue, sentada delante de la caja registradora, cobraba. Por la noche Sue siempre ponía los libros de contabilidad al día, pero no subía a reunirse con Chris en su pequeño piso independiente hasta que la tienda quedaba inmaculada y podía verse la cara en la superficie del mostrador.

Siempre era la última en terminar, pero Chris era el primero que se levantaba por las mañanas. Estaba en pie a las cuatro de la madrugada, se ponía un viejo chándal y se dirigía hacia los muelles con Cabo. Volvía un par de horas más tarde, tras haber seleccionado las mejores piezas de bacalao, merluza, raya y platija momentos después de que los barcos pesqueros hubieran atracado con su captura matutina.

Aunque Cleethorpes contaba con varios locales de pescado frito con patatas fritas, pronto empezaron a formarse colas delante de Haskins, a veces incluso antes de que Sue hubiera dado la vuelta al letrero de «cerrado» para dejar entrar al primer cliente de la mañana. La cola nunca menguaba entre las once de la mañana y las tres de la tarde, ni desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, cuando por fin daban de nuevo la vuelta al letrero, pero no antes de servir al último cliente.

Al final de su primer año los Haskins habían obtenido unos beneficios superiores a novecientas libras. A medida que las colas se alargaban, disminuía la deuda con Britannia Finance, de tal manera que pudieron devolver el total del préstamo, con los debidos intereses, ocho meses antes de que finalizara el plazo de cinco años.

Durante la siguiente década, la reputación de los Haskins creció tanto en tierra como en mar, con el resultado de que Chris fue invitado a ingresar en el Rotary Club de Cleethorpes y Sue se convirtió en vicepresidenta de la Unión de Madres.

Con ocasión de su vigésimo aniversario de boda Sue y Chris volvieron a Portugal para disfrutar de una segunda luna de miel. Se alojaron en un hotel de cuatro estrellas durante quince días, y esta vez no regresaron a casa antes de lo previsto. Los señores Haskins volvieron a Albufeira cada verano durante los siguientes diez años. Gentes de costumbres.

Tracey salió del instituto de Cleethorpes para matricularse en la Universidad de Bristol, donde estudió dirección de empresas. La única tristeza en la vida de los Haskins fue la muerte de Cabo. Pero ya tenía catorce años.

Chris estaba tomando una copa con algunos compañeros del Rotary, cuando Dave Quenton, el director de la oficina postal más prestigiosa de la ciudad, le dijo que iba a trasladarse al Distrito de los Lagos y que pensaba vender su negocio.

Esta vez, Chris sí habló de su última propuesta a su esposa. Sue se quedó sorprendida de nuevo y, cuando se recuperó, necesitó formular varias preguntas antes de acceder a visitar por segunda vez Britannia Finance.

– ¿Cuánto tienen depositado en el Midland Bank? -inquirió el señor Tremaine, recién ascendido a director de créditos.

Sue consultó su libro mayor.

– Treinta y siete mil cuatrocientas ocho libras -contestó.

– ¿Y en cuánto valoran la tienda de pescado frito con patatas fritas? -fue la siguiente pregunta.

– Tendremos en consideración ofertas superiores a cien mil libras -dijo Sue con firmeza.

– ¿Y en cuánto está valorada la oficina de Correos, teniendo en cuenta que se halla en un lugar privilegiado?

– El señor Quenton dice que Correos aspira a conseguir doscientas setenta mil libras, pero asegura que la dejarían por un cuarto de millón si encuentran un candidato adecuado.

– Por lo tanto, necesitarán ustedes algo más de cien mil libras -calculó el analista sin necesidad de consultar el libro mayor. Hizo una pausa-. ¿Cuál fue la facturación de la oficina de Correos el año pasado?

– Doscientas treinta mil libras -contestó Sue.

– ¿Beneficios?

Una vez más, Sue tuvo que consultar sus cifras.

– Veintiséis mil cuatrocientas, pero eso no incluye la ventaja adicional de contar con un espacio habitable amplio, con contribuciones municipales e impuestos cubiertos en la declaración de renta anual. -Hizo una pausa-. Y esta vez, seríamos propietarios del inmueble.

– Si nuestros contables confirman esas cifras -dijo el señor Tremaine- y ustedes consiguen vender la tienda de pescado frito con patatas fritas por unas cien mil libras, no cabe duda de que parece una inversión segura. Pero… -Los dos clientes en potencia le miraron con aprensión-.Y siempre hay un pero cuando se trata de prestar dinero. El préstamo estaría sujeto a que la oficina de Correos mantuviera su categoría A. La propiedad en la zona se cotiza en la actualidad a unas veinte mil libras, de manera que el valor real de la oficina postal es el de un negocio, y solo si, lo repito, conserva la categoría A.

– Ha mantenido la categoría A desde hace treinta años -observó Chris-. ¿Por qué iba a cambiar en el futuro?

– Si yo pudiera predecir el futuro, señor Haskins -contestó el analista-Jamás haría una mala inversión, pero, como no puedo, tengo que correr algún riesgo de vez en cuando. Britannia invierte en gente, y en ese sentido ustedes no tienen nada que demostrar. -Sonrió-. Como en nuestra primera inversión, el préstamo ha de reembolsarse en plazos trimestrales durante un período de cinco años, y en esta ocasión, al tratarse de una cantidad importante, cobraremos cargos en concepto de interés por la propiedad.

– ¿Qué porcentaje? -preguntó Chris.

– El ocho y medio, con penalizaciones adicionales si los aumentos no se pagan a tiempo.

– Tendremos que meditar sobre su oferta con detenimiento -dijo Sue-. Le informaremos en cuanto hayamos tomado una decisión.

El señor Tremaine reprimió una sonrisa.

– ¿Qué es eso de la categoría A? -preguntó Sue, mientras volvían a toda prisa hacia la tienda con la esperanza de abrir a tiempo para recibir a su primer cliente.

– En la categoría A residen todos los beneficios -explicó Chris-. Cuentas de ahorro, pensiones, giros postales, impuestos de circulación y hasta billetes de la lotería nacional, todo lo cual garantiza unos pingües beneficios. Sin ellos, has de conformarte con licencias de televisión, sellos, facturas de electricidad y tal vez algunos ingresos adicionales si te dejan gestionar una tienda al mismo tiempo. Si fuera eso lo que ofrece el señor Quenton, sería mejor que continuáramos con la tienda de pescado frito con patatas fritas.

– ¿Existe algún peligro de perder la categoría A? -preguntó Sue.

– En absoluto -contestó Chris-, al menos eso me ha asegurado el director de zona, que es miembro del Rotary. Me dijo que nunca se ha hablado del asunto en la oficina central, y no te quepa duda de que Britannia se asegurará de que es así mucho antes de desprenderse de cien mil libras.

– Entonces, ¿crees que deberíamos seguir adelante?

– Con ciertas mejoras en sus condiciones -respondió Chris.

– ¿Por ejemplo?

– Bien, para empezar, no me cabe duda de que el señor Tremaine aceptará bajar hasta el ocho por ciento, ahora que los bancos de High Street han empezado también a invertir en proyectos empresariales, y no olvides que esta vez tendrá un porcentaje sobre la propiedad.

Los Haskins vendieron su tienda de pescado frito con patatas fritas por ciento doce mil libras, a las que añadieron otras treinta y ocho mil de su cuenta de crédito. Britannia les concedió un préstamo de cien mil libras al ocho por ciento. Enviaron un talón de doscientas cincuenta mil libras a la sede central de Correos en Londres.

– Ha llegado el momento de celebrarlo -dijo Chris.

– ¿Qué propones?-preguntó Sue-. Porque no podemos gastar más dinero.

– Iremos en coche a Ashford para pasar el fin de semana con nuestra hija… -Hizo una pausa-.Y de regreso…

– ¿Y de regreso? -repitió Sue.

– Nos pasaremos por la perrera de Battersea.

Un mes después, los señores Haskins y Sellos, otro labrador, esta vez negro, dejaron su tienda de pescado frito con patatas fritas de Beach Street para trasladarse a la oficina postal de categoría A de Victoria Crescent.

Chris y Sue no tardaron en volver al mismo horario de trabajo que no padecían desde que abrieron la tienda de pescado frito con patatas fritas. Durante los siguientes cinco años se abstuvieron de toda clase de lujos, incluso se quedaron sin ir de vacaciones, si bien pensaban con frecuencia en hacer otro viaje a Portugal, pero tendrían que aguardar hasta haber finalizado todos los pagos trimestrales a Britannia. Chris continuó ejerciendo sus responsabilidades en el Rotary Club, mientras Sue era nombrada presidenta de la Unión de Madres de Cleethorpes. Tracey ascendió a directora de obras y Sellos comía más que los tres juntos.

A los cuatro años los señores Haskins ganaron el premio Oficina Postal de Zona del Año y nueve meses después pagaron el último plazo a Britannia.

La junta directiva de Britannia invitó a Chris y Sue a comer en el hotel Royal para celebrar que ya eran propietarios de la oficina postal sin deber ni un penique.

– Aún hemos de recuperar nuestra inversión inicial -les recordó Chris-.Apenas doscientas cincuenta mil libras.

– Si continúan a este ritmo -apuntó el presidente de Britannia-, solamente tardarán cinco años más en lograrlo; entonces serán propietarios de un negocio que estará valorado en un millón.

– ¿Significa eso que soy millonario? -preguntó Chris.

– No -soltó Sue-. Nuestra cuenta corriente asciende a poco más de diez mil libras. Eres «diezmilero».

El presidente rió e invitó a la junta a alzar sus copas por Chris y Sue Haskins.

– Mis espías me han dicho, Chris -añadió el presidente-, que seguramente serás el siguiente presidente de nuestro Rotary local.

– Del dicho al hecho va mucho trecho -repuso Chris, y bajó la copa-; en todo caso, y no antes de que Sue ocupe el lugar que le corresponde en el comité de zona de la Unión de Madres. No les sorprenda que acabe siendo presidenta nacional -añadió con orgullo considerable.

– ¿Qué piensan hacer ahora? -preguntó el presidente.

– Ir un mes de vacaciones a Portugal -respondió Chris sin vacilar-. Después de cinco años de conformarnos con la playa de Cleethorpes y un plato de pescado frito con patatas fritas, creo que nos lo hemos ganado.

Este también habría sido un desenlace satisfactorio de nuestra historia, si la burocracia no hubiera intervenido de huevo; esta vez, mediante una carta que el director financiero de Correos dirigió a los señores Haskins. La encontraron sobre el felpudo cuando regresaron de Albufeira.

Oficina Central de Correos Old Street, 148 Londres EC1 V 9HQ

Estimados señores Haskins:

Correos está revaluando su cartera de propiedades, y a este fin vamos a introducir ciertos cambios en la categoría de algunos de sus establecimientos más antiguos.

En consecuencia, debo informarles de que la junta directiva ha llegado, a su pesar, a la conclusión de que ya no son necesarias dos instalaciones de categoría A en la zona de Cleethorpes. Mientras que la sucursal de High Street seguirá siendo una oficina de categoría A, la de Victoria Crescent descenderá a categoría B. Con el fin de que puedan proceder a los cambios necesarios, estos planes no entrarán en vigor hasta el 1 de enero del año que viene.

Esperamos continuar nuestra relación con ustedes.

Atentamente,

Director Financiero

– ¿Significa esto lo que yo creo? -preguntó Sue después de leer la carta por segunda vez.

– En resumidas cuentas, cariño -explicó Chris-, no existe la menor esperanza de que recuperemos nuestra inversión inicial de doscientas cincuenta mil libras, aunque siguiéramos trabajando el resto de nuestra vida.

– Entonces tendremos que poner a la venta la oficina postal.

– ¿Quién va a querer comprarla a ese precio -preguntó Chris-, cuando descubra que ya no es de categoría A?

– El hombre de Britannia nos aseguró que, en cuanto pagáramos la deuda, valdría un millón.

– Siempre que el negocio tuviera una facturación de quinientas mil libras y generara unos beneficios de unas ochenta mil al año -explicó Chris.

– Deberíamos consultar a nuestro abogado -dijo Sue.

Chris accedió a regañadientes, aunque albergaba escasas dudas acerca de la opinión de su abogado. La ley, les explicó este, no estaba de su parte, y por lo tanto no recomendaba que demandaran a Correos, pues no podía garantizar el resultado.

– Tal vez obtendrían una victoria moral -afirmó-, pero eso no mejoraría su saldo bancario.

La siguiente decisión de Chris y Sue fue poner en venta la oficina de Correos, pues querían averiguar si alguien se mostraba interesado. Una vez más, se demostró que Chris tenía razón: solo tres parejas se molestaron en echar un vistazo a la propiedad, y ninguna regresó cuando descubrieron que ya no era de categoría A.

– Yo diría -comentó Sue- que los jerifaltes de la sede central sabían muy bien que iban a rebajarnos de categoría mucho antes de embolsarse nuestro dinero, pero les convenía callarlo.

– Es posible que tengas razón -dijo Chris-, pero puedes estar segura de una cosa: no pusieron nada por escrito en su momento, de modo que nunca podremos demostrarlo.

– Tampoco nosotros pusimos nada por escrito.

– ¿Qué estás insinuando, cariño?

– ¿Cuánto nos han robado? -preguntó Sue.

– Bien, si te refieres a nuestra inversión inicial…

– Los ahorros de toda la vida, hasta el último penique que hemos ganado durante los últimos treinta años, por no hablar de nuestra pensión.

Chris guardó silencio y levantó la cabeza, mientras echaba cuentas.

– Sin incluir los beneficios que esperábamos en cuanto hubiéramos recuperado el capital…

– Sí, solo lo que nos han robado -repitió Sue.

– Algo más de doscientas cincuenta mil libras, sin contar los intereses -dijo Chris.

– ¿Y no hay la menor esperanza de que recuperemos algo de nuestra inversión inicial, ni aunque trabajáramos el resto de nuestra vida?

– Podríamos resumirlo así, cariño.

– En tal caso, mi intención es jubilarme el 1 de enero.

– ¿Y de qué esperas vivir el resto de tu vida? -inquirió Chris.

– De nuestra inversión inicial.

– ¿Cómo pretendes conseguirlo?

– Aprovechando nuestra intachable reputación.

Desenlace

Chris y Sue se despertaron temprano a la mañana siguiente. Al fin y al cabo, tenían mucho trabajo que hacer durante los tres meses siguientes si esperaban acumular el capital suficiente para jubilarse el 1 de enero. Sue advirtió a Chris de que serían necesarios meticulosos preparativos si querían que su plan se viera coronado por el éxito. Él se mostró de acuerdo. Ambos sabían que no podían correr el riesgo de apretar el botón hasta el segundo viernes de noviembre, cuando dispondrían de seis semanas de plazo para llevar a cabo sus propósitos (expresión de Chris) antes de que «esa gente de Londres» descubriera sus intenciones. Pero eso no significaba que no les aguardara un montón de preparativos en el ínterin. Para empezar, tenían que planear su huida, incluso antes de que se dispusieran a recuperar el dinero robado. Ninguno de los dos consideraba robo aquello en lo que estaban a punto de embarcarse.

Sue desdobló un mapa de Europa y lo extendió sobre el mostrador de la oficina postal. Analizaron las diversas opciones durante varios días y por fin se decantaron por Portugal, que ambos consideraban ideal para su jubilación anticipada. Durante sus numerosas visitas al Algarve siempre habían regresado a Albufeira, la ciudad en la que habían pasado su luna de miel abreviada y a la que habían vuelto en su décimo, vigésimo y muchos más aniversarios de boda. Incluso se habían prometido que allí se retirarían si ganaban la lotería.

Al día siguiente Sue compró una cinta de Portugués para principiantes, que oían cada mañana antes de desayunar; luego, por la noche, dedicaban una hora a examinar lo que habían aprendido. Les complació el comprobar que, a lo largo de los años, habían llegado a conocer el idioma más de lo que sospechaban. Aunque no lo hablaban con fluidez, tampoco eran principiantes. Ambos saltaron al poco tiempo a las cintas avanzadas.

– No podremos utilizar nuestros pasaportes -indicó Chris a su esposa, mientras se afeitaba una mañana-. Hemos de pensar en un cambio de identidad; de lo contrario, las autoridades caerían sobre nosotros en un abrir y cerrar de ojos.

– Ya he pensado en eso -afirmó Sue-, y deberíamos aprovechar la ventaja de trabajar en nuestra propia oficina postal.

Chris interrumpió su afeitado y se volvió para escuchar a su mujer.

– No olvides que ya hemos proporcionado todos los impresos necesarios a los clientes que desean obtener pasaportes.

Chris no la interrumpió mientras Sue explicaba cómo planeaba abandonar el país bajo nombre falso.

Chris lanzó una risita.

– Me dejaré barba -dijo, y guardó la navaja.

A lo largo de los años Chris y Sue habían entablado amistad con clientes que compraban con regularidad en la oficina postal. Cada uno escribió en una hoja de papel los nombres de los clientes que satisfacían los requisitos propuestos por Sue. Terminaron con una lista de dos docenas de candidatos: trece mujeres y once hombres. A partir de aquel momento, cada vez que uno de los confiados clientes entraba en la tienda, Chris o Sue iniciaba una conversación que solo tenía un propósito.

– ¿Pasará fuera la Navidad, señora Brewer?

– No, señora Haskins. Mi hijo y su mujer vendrán a casa en Nochebuena para que conozcamos a nuestra nueva nieta.

– Me alegro por usted, señora Brewer -repuso Sue-. Chris y yo estamos pensando en pasar las navidades en Estados Unidos.

– Qué emoción -dijo la señora Brewer-. Nunca he estado en el extranjero -admitió-, y mucho menos en América.

La señora Brewer había pasado a la segunda fase, pero no volvió a ser interrogada hasta su siguiente visita.

A finales de septiembre otros siete nombres se habían unido al de la señora Brewer en la preselección de candidatos: cuatro mujeres y tres hombres, todos de edades comprendidas entre los cincuenta y uno y los cincuenta y siete años, que solo tenían una cosa en común: nunca habían viajado al extranjero.

El siguiente problema que afrontaron los Haskins consistió en rellenar solicitudes de partidas de nacimiento. Esto requería interrogatorios más exhaustivos, y tanto Chris como Sue desistían en cuanto algún candidato mostraba la más leve señal de recelo. A principios de octubre habían reducido la lista a cuatro clientes que, sin sospechar nada, habían proporcionado su fecha y lugar de nacimiento, apellido de la madre y apellido del padre.

La siguiente visita de los Haskins fue al Boots de St. Peter s Avenue, donde se sentaron por turnos en un pequeño cubículo y obtuvieron varias tiras de fotografías, a dos libras y media cada una. Después Sue rellenó los impresos necesarios para solicitar pasaportes, a nombre de sus cuatro desprevenidos clientes. Escribió todos los datos pertinentes y adjuntó fotografías de ella y de Chris, junto con un giro postal de cuarenta y dos libras. Como director de la oficina postal, Chris se sintió muy satisfecho cuando estampó su firma auténtica al pie de cada impreso rellenado por Sue.

Las cuatro solicitudes se enviaron a la oficina de pasaportes de Petty France, a Londres, el lunes, jueves, viernes y sábado de la última semana de octubre.

El miércoles 11 de noviembre, el primer pasaporte llegó a Victoria Crescent, expedido a nombre del señor Reg Appleyard. Dos días después, apareció un segundo, para la señora Audrey Ramsbottom. Al día siguiente recibieron el de la señora Betty Brewer y por fin, una semana después, el del señor Stan Gerrard.

Sue ya había advertido a Chris de que deberían abandonar el país usando un par de pasaportes, de los que tendrían que deshacerse más adelante para utilizar el segundo par, pero no hasta que encontraran una casa en Albufeira.

Chris y Sue continuaron practicando su portugués siempre que estaban solos en la tienda, al tiempo que informaban a los clientes de que estarían ausentes durante el período navideño porque marchaban a Estados Unidos. Quienes preguntaban eran recompensados con respuestas como «una semana en San Francisco, seguida de unos días en Seattle».

En la segunda semana de noviembre, todo estaba dispuesto para apretar el botón de la Operación Devolución Dinero Garantizada.

A las nueve de la mañana del viernes Sue efectuó su llamada telefónica semanal a la oficina central. Dio su código personal antes de que la pasaran con previsión de gastos. La única diferencia fue que esta vez oyó latir su corazón. Repitió el código antes de informar al responsable de créditos de la cantidad de dinero que necesitaría la semana siguiente, una suma lo bastante elevada para permitirle compensar los reintegros de las cuentas de ahorros postales, pensiones y giros postales cobrados. Si bien un contable de la oficina central verificaba siempre los libros a finales de cada mes, en las semanas previas a Navidad se concedía un amplio margen de maniobra. En enero se procedía a una auditoría a fondo, pero ni Chris ni Sue tenían la intención de estar en enero a su disposición. Sue había presentado las cuentas cuadradas durante los últimos seis años y en la oficina central la consideraban una administradora modélica.

Sue tuvo que consultar los archivos para recordar la cantidad que había solicitado el año anterior: cuarenta mil libras, ochocientas más de las que había necesitado. Este año, pidió sesenta mil y esperó algún comentario del responsable de créditos, pero la voz de este no sonó ni sorprendida ni preocupada. El lunes siguiente, una furgoneta de seguridad entregó la cantidad acordada.

Durante la semana Chris y Sue atendieron todas las solicitudes de los clientes. Al fin y al cabo, su intención nunca había sido defraudar a sus clientes; aun así se encontraron con un superávit de veintiuna mil libras al finalizar la semana. Guardaron el dinero (solo billetes usados) en la caja fuerte, por si algún meticuloso funcionario de la oficina central decidía llevar a cabo una comprobación.

En cuanto Sue cerró la puerta de la oficina a las seis en punto y bajó las persianas, los dos se pusieron a hablar solo en portugués. Dedicaron el resto de la tarde y parte de la noche a rellenar solicitudes de giros postales, frotar tarjetas de rasca-rasca y escribir números en los billetes de lotería, cayendo dormidos a menudo mientras trabajaban.

Todas las mañanas, Chris se levantaba temprano y subía a su viejo Rover, acompañado tan solo de Sellos. Se desplazaba al norte, el este, el sur y el oeste: los lunes, Lincoln; los martes, Louth; los miércoles, Skegness; los jueves, Hull, y los viernes, Immingham, donde cobraba varios giros postales y recogía sus ganancias del rasca-rasca y los billetes de lotería, lo cual le permitía aportar a diario un complemento de varias libras a sus ahorros recién recuperados.

El último viernes de noviembre, la semana dos, Sue pidió setenta mil libras a la oficina central, de manera que el sábado siguiente pudieron añadir treinta y dos mil libras más a sus ingresos invisibles.

El primer viernes de diciembre, Sue aumentó su petición a ochenta mil libras y le sorprendió que la oficina central siguiera sin presentar la menor objeción. Al fin y al cabo, ¿no había sido Sue Haskins administradora del año, con una mención especial de la junta directiva? Un furgón de seguridad entregó toda la cantidad el lunes por la mañana.

Otra semana de beneficios en aumento permitió a Sue añadir treinta y nueve mil libras más al bote, sin que los demás jugadores de la mesa pidieran ver su mano. Contaban con un superávit de más de cien mil libras, amontonadas en pulcras pilas de billetes usados, que descansaban sobre los cuatro pasaportes sepultados al fondo de la caja fuerte.

Chris apenas dormía por las noches, mientras continuaba firmando innumerables giros postales, frotando montañas de rasca-rasca y, antes de acostarse, rellenando numerosos billetes de lotería con infinitas combinaciones. Durante el día visitaba cada oficina postal en ochenta kilómetros a la redonda para recoger sus ganancias pero, a pesar de su dedicación, la segunda semana de diciembre los señores Haskins solo habían recaudado un poco más de la mitad necesaria para recuperar las doscientas cincuenta mil libras que habían invertido de entrada.

Sue advirtió a Chris de que deberían exponerse a más peligros si querían recuperar toda la cantidad antes de Nochebuena.

El segundo viernes de diciembre, la semana cuatro, Sue llamó a la oficina central y pidió ciento quince mil libras.

– Van a tener una Navidad ajetreada -comentó una voz al otro extremo de la línea.

Primer indicio de sospechas, pensó Sue, pero había preparado bien el guión.

– No damos abasto -repuso-, pero recuerde que Cleethorpes es la ciudad costera con más jubilados.

– Cada día se aprende algo nuevo -dijo la voz al otro extremo de la línea, y añadió-: No se preocupe, recibirá el dinero el lunes. Siga trabajando así.

– Lo haré -prometió Sue, y, envalentonada por la conversación, solicitó ciento cuarenta mil libras para la semana anterior a Navidad, consciente de que cualquier cantidad superior a ciento cincuenta mil siempre necesitaba la autorización de la oficina central de Londres.

Cuando Sue bajó las persianas a las seis de la tarde del día de Nochebuena, los dos estaban agotados.

Sue fue la primera en recuperarse.

– No hay un momento que perder -recordó a su marido, mientras se dirigía hacia la repleta caja fuerte. Tecleó el código, abrió la puerta y retiró toda la cantidad de su cuenta corriente. Después depositó el dinero sobre el mostrador en pulcras pilas (billetes de cincuenta, veinte, diez y cinco) y se pusieron a contar el botín.

Chris comprobó la cifra final y confirmó que obraban en su poder doscientas sesenta y siete mil trescientas libras. Devolvieron diecisiete mil trescientas a la caja fuerte y cerraron la puerta. Al fin y al cabo, nunca había sido su intención obtener beneficios. Eso sería robar. Sue empezó a rodear con gomas elásticas cada millar, mientras Chris depositaba con todo cuidado los doscientos cincuenta fajos en una vieja bolsa de lona de la RAF. A las ocho estaban preparados para marcharse. Chris conectó la alarma, salió con sigilo por la puerta trasera y dejó la bolsa en el maletero del Rover, encima de las cuatro maletas que su mujer había preparado aquella mañana. Sue se subió al coche cuando Chris lo puso en marcha.

– Hemos olvidado algo -dijo Sue al cerrar la puerta.

– Sellos -dijeron al unísono.

Chris apagó el motor, salió del vehículo y volvió a la oficina de Correos. Tecleó el código de nuevo, desconectó la alarma y abrió la puerta trasera en busca de Sellos. Lo encontró dormido en la cocina, reacio a abandonar su cesta calentita y acomodarse en el asiento trasero del coche. ¿No sabían que era Nochebuena?

Chris volvió a instalar la alarma y cerró la puerta con llave por segunda vez.

A las ocho y diecinueve minutos los señores Haskins emprendieron viaje hacia Ashford, en Kent. Sue explicó que tenían cuatro días de tregua antes de que alguien reparara en su ausencia -el día de Navidad, San Esteban, domingo y lunes (festivo)-, hasta, en teoría, el martes por la mañana, en cuyo momento estarían viendo propiedades en el Algarve.

Apenas intercambiaron una palabra durante el largo viaje hacia Kent, ni siquiera en portugués. Sue no podía creer que lo habían conseguido y Chris estaba todavía más sorprendido.

– Aún no hemos vencido -le recordó Sue-, al menos hasta que lleguemos a Albufeira, y no olvide, señor Appleyard, que ya no nos llamamos como antes.

– ¿Viviendo en pecado después de tantos años, señora Brewer?

Chris detuvo el coche delante de la casa de su hija justo después de medianoche. Tracey abrió la puerta y saludó a su madre, mientras Chris sacaba una maleta y la bolsa de lona del maletero. Tracey nunca había visto a sus padres tan agotados y pensó que habían envejecido desde la última vez que estuvo con ellos en verano. Tal vez se debía al largo viaje. Les guió hasta la cocina, les invitó a sentarse y preparó té. Apenas hablaron y, cuando Tracey les envió a la cama, su padre no le permitió que cargara con la vieja bolsa de lona hasta la habitación de invitados.

Sue despertaba cada vez que oía un coche detenerse en la calle, y se preguntaba si llevaría las letras mayúsculas fluorescentes de policía. Chris esperaba que en cualquier momento sonara el timbre de la puerta y alguien subiera a la carrera por las escaleras para sacar la bolsa de lona de debajo de la cama, detenerles y conducirles a la comisaría de policía más próxima.

Después de una noche de insomnio se reunieron con Tracey en la cocina para desayunar.

– Feliz Navidad -dijo Tracey, y besó a ambos en la mejilla.

Ninguno de los dos reaccionó. ¿Habían olvidado que era Navidad? Ambos se mostraron avergonzados cuando vieron las dos cajas envueltas que su hija había dejado sobre la mesa. No se habían acordado de comprar a Tracey un regalo de Navidad y resolvieron darle dinero en metálico, algo que no hacían desde que era adolescente. Tracey confiaba en que aquel comportamiento tan peculiar obedeciera simplemente al ajetreo de Navidad y la emoción del viaje a Estados Unidos.

San Esteban salió algo mejor. Sue y Chris parecían más relajados, aunque de vez en cuando se sumían en largos silencios. Después de comer Tracey propuso que salieran con Sellos a dar un paseo por los Downs y tomar el aire. Durante el largo paseo uno de los dos iniciaba una frase, para luego callar. Pocos minutos después, el otro la terminaba.

El domingo por la mañana, Tracey pensó que tenían mucho mejor aspecto; incluso hablaron de su viaje a Estados Unidos. Sin embargo, dos cosas la desconcertaron. Cuando vio a sus padres bajar por la escalera con la bolsa de lona, seguidos de Sellos, habría jurado que hablaban en portugués. ¿Y por qué se llevaban a Sellos a Estados Unidos, cuando ella se había ofrecido a cuidar de él durante su ausencia?

La siguiente sorpresa llegó cuando se marcharon hacia Heathrow después de desayunar. Cuando su padre guardó la bolsa de lona y la maleta en el maletero del coche, se quedó sorprendida al ver otras tres maletas grandes. ¿Para qué tanto equipaje, si solo iban a estar dos semanas fuera?

Tracey les dijo adiós y siguió el automóvil con la mirada desde la acera. Cuando el viejo Rover llegó al final de la calle, torció a la derecha, en lugar de a la izquierda, en dirección contraria a Heathrow. Algo 110 iba bien. Tracey restó importancia al error, consciente de que lo corregirían mucho antes de llegar a la autovía.

Una vez en la autovía, Chris y Sue siguieron los letreros que indicaban el camino hacia Dover. Estaban cada vez más nerviosos a medida que transcurrían los minutos, conscientes de que ya no había vuelta atrás. Solo Sellos parecía estar disfrutando de la aventura, mientras miraba por la ventanilla trasera meneando la cola.

Una vez más, el señor Appleyard y la señora Brewer repasaron su plan. Cuando llegaron al puerto, Sue bajó del coche y se puso en la cola de pasajeros que esperaban para embarcar, mientras Chris conducía el Rover por la rampa hasta el transbordador. Habían acordado no volver a reunirse hasta que atracaran en Calais y Chris hubiera bajado al muelle.

Mientras Sue se quedó al pie de la pasarela, esperaba nerviosa en la cola al tiempo que veía el Rover avanzar poco a poco hacia la bodega. Su corazón se aceleró cuando vio a un agente de aduanas examinar el pasaporte de Chris, invitarle a salir del coche y quedarse a un lado. Tuvo que reprimir el impulso de echar a correr para escuchar la conversación. No podía arriesgarse a hacer eso, ahora que ya no estaban casados.

– Buenos días, señor Appleyard -dijo el agente de aduanas, y después de echar un vistazo a la parte trasera del vehículo añadió-: ¿Se lleva al perro de viaje al extranjero?

– Oh, sí -contestó Chris-. Nunca viajamos sin Sellos.

El agente de aduanas examinó el pasaporte del señor Appleyard con más detenimiento.

– No tiene los documentos necesarios para llevarse el perro al extranjero.

Chris sintió las gotas de sudor, que resbalaban por su frente. Los papeles de Sellos seguían sujetos al pasaporte del señor Haskins, que había dejado en la caja fuerte de Cleethorpes.

– Caramba -dijo Chris-. Me los habré dejado en casa.

– Mala suerte, señor. Espero que no tenga que viajar muy lejos, porque no hay otro transbordador hasta mañana a esta hora.

Chris lanzó una mirada de desesperación a su esposa antes de subir de nuevo al coche. Miró a Sellos, dormido como un tronco en el asiento trasero, ajeno al problema que estaba causando. Chris hizo girar el vehículo y se reunió con Sue, que, crispada, esperaba con impaciencia saber por qué no le habían dejado subir a bordo. En cuanto Chris le hubo explicado el problema, se limitó a decir:

– No podemos correr el riesgo de volver a Cleethorpes.

– Estoy de acuerdo -admitió Chris-.Tendremos que regresar a Ashford. Espero que podamos encontrar algún veterinario que trabaje en día festivo.

– Esto no entraba en nuestros planes -dijo Sue.

– Lo sé -repuso Chris-, pero no quiero abandonar a Sellos.

Ella asintió para indicar su conformidad.

Chris condujo el Rover hasta la carretera principal y empezó el viaje de regreso a Ashford. Los señores Haskins llegaron justo a tiempo de comer con su hija. Tracey se alegró de que sus padres pudieran pasar dos días más con ella, pero seguía sin entender por qué no querían dejar a Sellos con ella. Al fin y al cabo, no se marchaban para siempre.

Chris y Sue pasaron otro día poco comunicativo y otra noche más de insomnio en Ashford. Una bolsa de lona con un cuarto de millón de libras estaba escondida debajo de la cama.

El lunes, un veterinario del pueblo accedió a administrar a Sellos las inyecciones necesarias. Después sujetó un certificado al pasaporte del señor Appleyard, pero no a tiempo de que cogieran el último transbordador.

Los Haskins no pegaron ojo el lunes por la noche y, cuando las farolas de la calle se apagaron a la mañana siguiente, ambos sabían que no lograrían salirse con la suya. Prepararon un nuevo plan… en inglés.

A la mañana siguiente Chris y Sue se despidieron de su hija después de desayunar. Condujeron hasta el final de la calle y, para alivio de Tracey, giraron a la izquierda, no a la derecha, y se dirigieron hacia Cleethorpes. Cuando dejaron atrás la salida de Heathrow, su nuevo plan ya estaba en marcha.

– En cuanto lleguemos a casa -dijo Sue-, devolveremos todo el dinero a la caja de caudales.

– ¿Cómo explicaremos que nos hallamos en posesión de esa cantidad cuando el contable de Correos lleve a cabo la auditoría anual el mes que viene? -preguntó Chris.

– Cuando vengan a ver qué queda en la caja fuerte, a menos que pidamos más dinero, tendríamos que habernos desprendido de casi toda esa suma simplemente efectuando las transacciones habituales.

– ¿Y los giros postales que hemos hecho efectivos?

– Aún queda suficiente dinero en la caja para restituirlos -recordó Sue a su marido.

– ¿Y las tarjetas de rasca-rasca y los billetes de lotería?

– Tendremos que abonar la diferencia de nuestro bolsillo y así no se enterará nadie.

– Estoy de acuerdo -dijo Chris, que se mostró aliviado por primera vez desde hacía días. Luego se acordó de los pasaportes.

– Los destruiremos -afirmó Sue- en cuanto lleguemos a casa.

Cuando los Haskins cruzaron la frontera de Lincolnshire, habían tomado la decisión de seguir al frente de la oficina postal, pese a la pérdida de categoría. A Sue ya se le habían ocurrido varias ideas sobre productos que podrían vender, al tiempo que sacaban el mayor partido posible de lo que quedaba de su franquicia.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Sue cuando Chris entró por fin en Victoria Crescent, sonrisa que se borró enseguida al ver las luces azules destellantes. Cuando el viejo Rover se detuvo, una docena de policías lo rodeó.

– Mierda -dijo Sue.

Un vocabulario inusitado para la presidenta de la Unión de

Madres, pensó Chris, pero, dadas las circunstancias, tenía que darle la razón.

Los señores Haskins fueron detenidos la noche del 29 de diciembre. Les condujeron a la comisaría de policía de Cleethorpes, donde les encerraron en sendas salas de interrogatorio. No hubo necesidad de recurrir al número del poli bueno y el poli malo, porque ambos confesaron de inmediato. Pasaron la noche en celdas separadas y a la mañana siguiente se les acusó del robo de doscientas cincuenta mil libras, propiedad de Correos, y de obtención fraudulenta de cuatro pasaportes.

Se declararon culpables de ambos cargos.

Sue Haskins salió de Moreton Hall tras cumplir cuatro meses de condena. Chris se reunió con ella un año después.

Mientras estaba en la cárcel, Chris urdió otro plan. Sin embargo, cuando salió en libertad, Britannia Finance no le respaldó; bien es verdad que el señor Tremaine se había jubilado.

Los señores Haskins vendieron su propiedad de Victoria Crescent por cien mil libras. Una semana después, subieron a su viejo Rover y se dirigieron a Dover, donde embarcaron en el transbordador tras presentar los pasaportes correctos. Una vez que hubieron encontrado un buen local en el paseo marítimo de Albufeira, abrieron una tienda de pescado frito con patatas fritas. Los Haskins aún no eran famosos entre los nativos, pero, con los cien mil ingleses que visitaban cada año el Algarve, nunca les faltaban clientes.

Yo fui uno de los que hicieron una pequeña inversión en el nuevo negocio, y me complace informar de que he recuperado hasta el último penique, con sus intereses. Un mundo curioso. Pero, como observó el juez Gray, los señores Haskins no eran delincuentes.

Solo una nota a pie de página. Sellos murió mientras Sue y Chris estaban en la cárcel.

Maestro

Los italianos son la única raza que conozco con la habilidad de servir sin parecer obsequiosos. Los franceses derramarán alegremente salsa sobre tu corbata favorita sin el menor atisbo de disculpa, al tiempo que te maldicen en su lengua nativa. Los chinos no te dirigen la palabra, y a los griegos no les importa dejarte plantado durante una hora antes de traerte la carta. Los norteamericanos se afanan en informarte de que en realidad no son camareros, sino actores en paro, y después proceden a recitar los platos del día como si estuvieran en un casting. Es muy probable que los ingleses entablen contigo una larga conversación y te dejen con la impresión de que deberías estar comiendo con ellos, en lugar de con tu acompañante, y en cuanto a los alemanes… bien, ¿cuándo fue la última vez que comieron en un restaurante alemán?

Por lo tanto, a los italianos les toca barrer el suelo y recoger las migas. Combinan el encanto de los irlandeses con la maestría culinaria de los franceses y la minuciosidad de los suizos, y pese a su habilidad para presentar facturas que nunca parecen tener sentido, permitimos que nos sigan desplumando.

Esto era cierto en el caso de Mario Gambotti.

Mario descendía de una larga dinastía de florentinos que no sabían cantar, pintar ni jugar a fútbol, de modo que se reunió de buena gana con sus compatriotas exiliados en Londres, donde empezó como aprendiz en el sector de la restauración.

Siempre que voy a comer a su elegante y pequeño restaurante de Fulham, consigue disimular su desaprobación cuando pido sopa minestrone, espaguetis a la boloñesa y una botella de chianti clásico.

– Una excelente elección, maestro -afirma sin molestarse en tomar nota de mi pedido.

Fíjense, por favor, en «maestro»: no milord, que sería servil, ni señor, que sería ridículo después de veinte años de amistad, sino «maestro», un apelativo particularmente halagador, pues sé de buena tinta (su mujer) que nunca ha leído ni uno solo de mis libros.

Cuando me encontraba en la cárcel abierta de North Sea Camp, Mario escribió al director para solicitarle que se le permitiera acudir un viernes a prepararme la comida. La petición divirtió al director, el cual escribió una respuesta oficial explicando que, caso de autorizar semejante privilegio, no solo quebrantaría varias normas penitenciarias, sino que además la noticia saltaría a la primera página de los tabloides. Cuando el director me enseñó la copia de su respuesta, me sorprendió ver que había firmado: «Un cordial saludo, Michael».

– ¿También es usted cliente de Mario? -pregunté.

– No -contestó el director-, pero él sí ha sido cliente mío.

Mario´s se halla en la Fulham Road de Chelsea, y la popularidad del restaurante se debe en gran medida a su esposa, Teresa, que está al frente de la cocina. Yo suelo comer allí los viernes, acompañado muchas veces de mis dos hijos y sus últimas novias, que cambian más que la carta.

Con el paso de los años me he dado cuenta de que muchos de los clientes son habituales, de modo que es como si todos perteneciéramos a un club selecto, en el cual es casi imposible reservar una mesa a menos que seas miembro. Sin embargo, la verdadera prueba de la popularidad de Mario´s es que el restaurante no acepta tarjetas de crédito. Se puede pagar con cheques, en efectivo y a cuenta, pero no se aceptan tarjetas de crédito está anunciado en mayúsculas al pie de cada carta.

El establecimiento cierra el mes de agosto, con el fin de que la familia Gambotti regrese a su Florencia natal y se reúna con los demás Gambotti.

Mario es un italiano típico. Tiene su Ferrari rojo aparcado delante del restaurante; su yate (según me asegura mi hijo), amarrado en Montecarlo, y sus hijos, Tony, Maria y Roberto, han estudiado en St. Paul’s, Cheltenham y Summer Fields, respectivamente. Al fin y al cabo, es importante que se mezclen con la clase de gente a la que desplumarán en el futuro. Siempre que les veo en la ópera (Verdi y Puccini, nunca Wagner o Weber), están sentados en su propio palco.

Así pues, se preguntarán: ¿cómo acabó un hombre tan inteligente y astuto en la cárcel? ¿Participó en algunos disturbios tras un partido entre el Arsenal y la Fiorentina? ¿Rebasó demasiadas veces el límite de velocidad en ese Ferrari? ¿Olvidó pagar sus impuestos? Nada de eso. Quebrantó una ley inglesa con una acción que en la tierra de sus antepasados se habría considerado aceptable y cotidiana.

Entra en escena el señor Dennis Cartwright, que trabajaba al servicio del Estado.

El señor Cartwright era inspector de Hacienda. Rara vez comía en un restaurante, y menos aún en un local tan exclusivo como Mario´s. Siempre que su esposa Doris y él iban «a un italiano», solía ser el Pizza Express. Sin embargo, sentía un gran interés por el señor Gambotti y por cómo se las apañaba para mantener su estilo de vida con la cantidad que declaraba a su delegación de Hacienda. Al fin y al cabo, el restaurante declaraba unos beneficios de tan solo ciento setenta y dos mil libras, con una facturación superior a los dos millones. De modo que, después de los impuestos, el señor Gambotti solo se llevaba a casa (Dennis examinó con detenimiento las cifras) poco más de cien mil libras. Con una casa en Chelsea, tres hijos en colegios privados y un Ferrari que mantener, por no hablar del yate amarrado en Montecarlo, y solo Dios sabía qué más en Florencia, ¿cómo se las arreglaba? El señor Cartwright, un hombre resuelto, estaba decidido a averiguarlo.

El inspector de Hacienda examinó todas las cifras de los libros de Mario y tuvo que admitir que cuadraban y, aún más, que el señor Gambotti siempre pagaba los impuestos dentro de plazo. Sin embargo, el señor Cartwright no albergaba la menor duda de que el señor Gambotti tenía que estar desviando grandes cantidades de dinero, pero ¿cómo? Debía de haber pasado algo por alto. Cartwright se levantó en plena noche y exclamó: «No se aceptan tarjetas de crédito». Despertó a su esposa.

A la mañana siguiente, el señor Cartwright repasó los libros: estaba en lo cierto. No había entradas de tarjetas de crédito. Todos los cheques estaban justificados y todas las cuentas de los clientes, cuadradas, pero, considerando que no había entradas de tarjetas de crédito, la pequeña cantidad declarada parecía desproporcionada en relación con los ingresos totales.

El señor Cartwright no necesitaba que sus jefes le dijeran que no se le permitiría perder mucho tiempo comiendo en Mario´s con el fin de resolver el misterio de cómo el señor Gambotti ocultaba una cantidad de dinero tan elevada. El señor Buchanan, su supervisor, accedió de mala gana a conceder a Dennis un adelanto de doscientas libras para descubrir qué estaba sucediendo (había que justificar cada penique), y solo después de que Dennis señalara que, si podía reunir pruebas suficientes para encarcelar al señor Gambotti, muchos otros restauradores se sentirían impulsados a declarar sus verdaderos ingresos.

Para su sorpresa, el señor Cartwright tardó más de un mes en reservar una mesa en Mario´s, lo que solo consiguió después de varias llamadas, todas hechas desde casa. Pidió a su esposa Doris que le acompañara, pues supuso que despertaría menos sospechas que comiendo solo y tomando notas. Su supervisor accedió, pero dijo a Dennis que debería pagar la parte de su mujer.

– No se me había pasado por la cabeza hacer otra cosa -aseguró Dennis a su supervisor.

Mientras Dennis comía sopa de judías a la toscana y gnocchi (confiaba en volver alguna otra vez a Mario´s), siguió con la mirada al hostelero, que iba de mesa en mesa, intercambiaba trivialidades y satisfacía los menores caprichos de sus clientes. Su esposa observó que estaba distraído, pero decidió abstenerse de hacer comentarios, pues su marido casi nunca la invitaba a comer fuera, aparte del día de su cumpleaños.

El señor Cartwright se fijó en que había treinta y nueve mesas en el restaurante (las contó dos veces) y unas ciento veinte plazas. También observó, mientras tomaba café, que Mario acomodaba dos turnos en muchas de las mesas. Le impresionó la celeridad con que los tres camareros despejaban una mesa, sustituían el mantel y los cubiertos y conseguían que, momentos después, pareciera que nunca había sido ocupada.

Cuando Mario entregó la cuenta al señor Cartwright, este pagó en metálico e insistió en que le diera la factura. Cuando salieron del restaurante, Doris se sentó al volante del coche, lo cual permitió a Dennis anotar todas las cifras pertinentes en su libreta, mientras seguían frescas en su memoria.

– Una comida excelente -comentó su mujer mientras volvían a Romford-. Espero que podamos volver otro día.

– Volveremos -prometió él- la semana que viene, Doris. -Hizo una pausa-. Si puedo conseguir mesa.

Los señores Cartwright volvieron al restaurante tres semanas después, esta vez a cenar. Dennis se quedó impresionado al comprobar que Mario no solo recordaba su nombre, sino que incluso les daba la misma mesa. En esta ocasión, el señor Cartwright observó que Mario atendía tres turnos: uno antes de las representaciones teatrales (casi lleno), el turno de noche (hasta los topes) y un tercero tras la salida del teatro (medio lleno). Los últimos pedidos se tomaban a las once.

El señor Cartwright calculó que casi trescientos cincuenta clientes habían pasado por el restaurante aquella noche; si a eso se añadía la clientela de mediodía, el total superaba los quinientos por día. También calculó que la mitad pagaba en metálico, pero no podía demostrarlo.

La cuenta de Dennis ascendió a setenta y cinco libras (es fascinante que los restaurantes cobren más de noche que a la hora de la comida, aun cuando te sirvan los mismos platos). El señor Cartwright calculó que cada cliente debía de pagar entre veinticinco y cuarenta libras, y probablemente se quedaba corto. Así pues, en una semana cualquiera, Mario debía de servir a tres mil clientes como mínimo, lo cual debía de producir unos ingresos de noventa mil libras a la semana, unos cuatro millones de libras al año, descontando el mes de agosto.

Cuando el señor Cartwright volvió a su oficina a la mañana siguiente, repasó una vez más los libros del restaurante. El señor Gambotti declaraba una facturación de dos millones ciento veinte mil libras y unos beneficios, tras descontar los gastos, de ciento setenta y dos mil libras. ¿Qué pasaba con los otros dos millones?

El señor Cartwright seguía desconcertado. Al acabar la jornada se llevó los libros a casa, donde continuó examinando las cifras hasta bien entrada la noche.

– Eureka -exclamó justo antes de ponerse el pijama.

Uno de los gastos no cuadraba.

A la mañana siguiente concertó una cita con su supervisor.

– Será preciso que me facilite todas las cifras de esta semana en concreto -dijo Dennis al señor Buchanan, mientras apoyaba el índice sobre uno de los conceptos incluidos en la lista de gastos- y, más importante aún -añadió-, sin que el señor Gambotti sospeche lo que estoy haciendo.

El señor Buchanan le autorizó a ausentarse de la oficina, siempre que no fuera para volver a comer en Mario´s.

El señor Cartwright dedicó casi todo el fin de semana a perfeccionar su plan, consciente de que el menor indicio de lo que estaba tramando concedería al señor Gambotti tiempo suficiente para borrar sus huellas.

El lunes, el señor Cartwright se levantó temprano y fue a Fulham sin molestarse en pasar por la oficina. Aparcó el Skoda en una calle lateral, desde la que podía ver con claridad la entrada de Mario´s. Sacó una libreta de un bolsillo interior de la chaqueta y empezó a anotar el nombre de todos los proveedores que visitaban el local aquella mañana.

La primera furgoneta que llegó y estacionó en la doble línea amarilla que corría delante del restaurante era un conocido proveedor de hortalizas, al que unos minutos después siguió un carnicero. A continuación descargó su mercancía una floristería de moda; después un vinatero y una pescadería, hasta que por fin apareció el vehículo que el señor Cartwright había estado esperando: la furgoneta de una lavandería. El conductor descargó tres cajas grandes, las llevó al interior del restaurante, de donde salió cargado con otras tres, y se marchó. El señor Cartwright no tuvo necesidad de seguir a la furgoneta porque el nombre, la dirección y el número de teléfono de la empresa estaban pintados en ambos costados del vehículo.

El señor Cartwright volvió a la oficina y se sentó a-su escritorio justo antes de mediodía. Informó de inmediato a su supervisor y solicitó que ejerciera su autoridad para llevar a cabo una inspección en la empresa de marras. El señor Buchanan aceptó de nuevo, pero en esta ocasión recomendó cautela. Aconsejó al señor Cartwright que llevara a cabo una investigación ordinaria, para que la empresa no cayera en la cuenta de lo que buscaban en realidad.

– Puede que tardemos un poco más -dijo Buchanan-, pero de esta forma tendremos más probabilidades de éxito. Hoy les enviaré una nota; después concierte una cita cuando a ellos les vaya bien.

Dennis siguió el consejo de su supervisor, de manera que transcurrieron tres semanas antes de que se personara en las oficinas de la lavandería Marco Polo. Al llegar a las dependencias a la hora convenida dejó claro al gerente que la suya era una inspección ordinaria y que no esperaba descubrir la menor irregularidad.

Dennis pasó el resto del día revisando una a una las cuentas de los clientes, pero solo se detenía a tomar notas detalladas cuando encontraba una entrada del restaurante de Mario. A mediodía, había reunido todas las pruebas que necesitaba, pero no abandonó las oficinas de Marco Polo hasta las cinco con el fin de no despertar sospechas. Cuando Dennis se marchó, aseguró al gerente que estaba satisfecho con sus libros y que no habría más visitas de seguimiento. Se abstuvo de decir que uno de sus principales clientes sí recibiría algunas.

El señor Cartwright ya estaba sentado a su escritorio a las ocho de la mañana siguiente, pues deseaba terminar su informe antes de que apareciera su jefe.

Cuando el señor Buchanan entró a las nueve menos cinco, Dennis saltó del asiento con una expresión de triunfo. Estaba a punto de comunicarle la noticia, cuando el supervisor se llevó un dedo a los labios e indicó que debía seguirle a su despacho. Una vez cerrada la puerta, Dennis dejó el informe sobre la mesa y refirió a su jefe los detalles de la investigación. Esperó con paciencia, mientras el señor Buchanan estudiaba los documentos y reflexionaba sobre sus implicaciones. Por fin levantó la vista e indicó a Dennis que ya podía hablar.

– Esto demuestra -empezó Dennis- que cada día de los últimos doce meses el señor Gambotti ha enviado doscientos manteles y más de quinientas servilletas a la lavandería Marco Polo. Si se fija en esta entrada en particular -añadió, al tiempo que indicaba un libro mayor abierto al otro lado del escritorio-, observará que Gambotti solo declara ciento veinte reservas por día, para unos trescientos clientes. -Dennis hizo una pausa antes de asestar su golpe de gracia-. ¿Por qué ha de enviar cada año a la lavandería más de tres mil manteles y cuarenta y cinco mil servilletas, a menos que tenga cuarenta y cinco mil clientes? -preguntó. Hizo otra pausa-. Porque está lavando dinero -dijo Dennis, muy complacido con su juego de palabras.

– Buen trabajo, Dennis -dijo el jefe del departamento-. Prepare un informe completo, y yo me ocuparé de que acabe en la mesa de nuestro departamento de delitos económicos.

Por más que se esforzó, Mario no pudo justificar los tres mil manteles y las cuarenta y cinco mil servilletas ante el señor Gerald Henderson, su cínico abogado. Este solo dio un consejo a su cliente:

– Declárese culpable e intentaré llegar a un acuerdo.

El Ministerio de Hacienda logró recuperar dos millones de libras en impuestos del restaurante de Mario, y el juez condenó a Mario Gambotti a seis meses de prisión, de los cuales solo cumplió cuatro semanas. Le perdonaron tres meses por buen comportamiento y, como era su primer delito, durante los dos restantes se le realizaba un seguimiento electrónico.

El señor Henderson, un abogado astuto, incluso consiguió que el juicio se celebrara la última semana de julio. Explicó al juez que era el único período de tiempo en que el eminente abogado del señor Gambotti podría presentarse ante su señoría. Ambas partes fijaron la fecha del 30 de julio.

Después de pasar una semana en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, al sur de Londres, Mario fue trasladado a la cárcel abierta de North Sea Camp, en Lincolnshire, donde terminó su condena. Su abogado había elegido esa penitenciaría aduciendo que era improbable que Mario se encontrara con alguno de sus antiguos clientes en las profundidades de Lincolnshire.

Entretanto el resto de la familia Gambotti voló a Florencia para pasar el mes de agosto, pero no pudo explicar del todo a las abuelas por qué Mario no les había acompañado en aquella ocasión.

Mario salió de North Sea Camp a las nueve de la mañana del lunes 1 de septiembre.

Cuando cruzó la puerta principal, Tony lo esperaba al volante del Ferrari. Tres horas después, Mario se hallaba en la puerta de su restaurante para recibir al primer cliente. Algunos habituales comentaron que parecía haber adelgazado, mientras otros admiraban su bronceado y buena forma física.

Seis meses después de que Mario saliera de prisión, un subdirector recién nombrado decidió efectuar otra inspección en la lavandería Marco Polo. Esta vez, Dennis apareció sin anunciarse. Repasó los libros con ojo experto y descubrió que ahora Mario enviaba cada día solamente ciento veinte manteles, además de trescientas servilletas, pese a que el restaurante seguía siendo tan concurrido como antes. ¿Cómo se las estaba ingeniando esta vez?

A la mañana siguiente Dennis aparcó de nuevo su Skoda en una calle que desembocaba en Fulham Road, desde la cual podía ver sin estorbos la entrada de Mario´s. Estaba seguro de que el señor Gambotti utilizaba ahora más de un servicio de lavandería, pero, para su decepción, la única furgoneta que se presentó para entregar las mantelerías limpias y recoger las sucias fue la de Marco Polo.

Cuando el señor Cartwright regresó a Romford a las ocho de aquella tarde, estaba perplejo. Si se hubiera quedado hasta después de medianoche, Dennis habría visto salir a varios camareros del restaurante, cargados con voluminosas bolsas de deporte de las que sobresalían raquetas de squash. ¿Conocen a algún camarero italiano que juegue al squash?

Los empleados de Mario estaban encantados de que sus esposas pudieran ganarse un dinero de más lavando mantelerías, sobre todo porque el señor Gambotti había regalado a todas una lavadora de último modelo.

Reservé una mesa para comer en Mario´s el viernes siguiente a mi excarcelación. Mario me esperaba en la puerta, y me acompañó de inmediato a mi mesa habitual, la del rincón junto a la ventana, como si nunca me hubiera ausentado.

No se molestó en darme la carta, porque su mujer salió de la cocina con un gigantesco plato de espaguetis, que dejó en la mesa delante de mí. Tony, el hijo de Mario, la seguía con un cuenco humeante de salsa boloñesa, y su hija María, con un pedazo de parmesano y un rallador.

– ¿Una botella de chianti clásico? -preguntó Mario, mientras la descorchaba-. Cortesía de la casa -añadió.

– Gracias, Mario. Por cierto -susurré-, el director de North Sea Camp me dio recuerdos para ti.

– Pobre Michael -dijo Mario con un suspiro-. Qué penosa existencia. ¿Se imagina toda una vida comiendo salchichas grasientas, seguidas de budín de sémola? -Sonrió y me sirvió una copa de vino-. De todos modos, maestro, se habrá sentido como en casa.

No beban agua del grifo

S i quieres asesinar a alguie n -dijo Karl-, mejor no hacerlo en Inglaterra.

– ¿Por qué no? -pregunté inocentemente.

– Porque no quedarás impune -me advirtió mi compañero de celda, mientras continuábamos paseando por el patio-.Tienes muchas más probabilidades en Rusia.

– Procuraré recordarlo -aseguré.

– No lo olvides -añadió Karl-, Conocí a un compatriota tuyo que salió impune de un asesinato, pero a cambio de cierto precio.

Era Asociación, esos bienvenidos cuarenta y cinco minutos de descanso en que sacan a los presos de la celda. Se puede pasar el rato en la planta baja, que es del tamaño de una cancha de baloncesto, charlando, jugando a ping-pong o viendo la televisión, o bien salir a tomar el fresco y pasear por el perímetro del patio (del tamaño de un campo de fútbol). Pese a estar rodeado de un muro de cemento de seis metros de alto, coronado por alambre de espino, y con el cielo como único espectáculo, aquel era el momento más importante del día para mí.

Cuando estuve encarcelado en Belmarsh, una prisión de alta seguridad de categoría A en el sudeste de Londres, estaba encerrado en mi celda veintitrés horas al día (piénsenlo bien). Solo te dejan salir para ir a la cantina a buscar la comida (cinco minutos), que te tomas en tu celda. Cinco horas después, recoges la cena (cinco minutos más) y al mismo tiempo te dan el desayuno del día siguiente en una bolsa de plástico para no tener que soltarte hasta la hora de la comida. El único otro período de libertad es Asociación, que se suspende si la prisión anda corta de personal (lo cual sucede dos veces por semana).

Yo siempre utilizaba esos cuarenta y cinco minutos para caminar a buen paso, por dos motivos: en primer lugar, necesitaba el ejercicio porque en el exterior iba a un gimnasio cinco días a la semana, y en segundo lugar, pocos presos se tomaban la molestia de mantener mi ritmo. Karl era la excepción.

Karl era ruso de nacimiento, procedente de la hermosa ciudad de San Petersburgo. Era un asesino a sueldo, que acababa de iniciar una condena de veintidós años por liquidar a un compatriota que se había convertido en un engorro para una de las mafias de su país. Cortaba a sus víctimas en pedacitos e introducía lo que quedaba en un incinerador. Por cierto, su tarifa (por si alguno de ustedes quiere deshacerse de alguien) era de cinco mil libras.

Karl era grande como un oso, de metro ochenta y cinco, con la constitución de un levantador de pesas. Estaba cubierto de tatuajes y nunca dejaba de hablar. Teniendo en cuenta todos estos factores, yo no consideraba prudente interrumpir su cháchara. Como muchos presos, Karl no hablaba de su crimen, y la regla de oro (por si algún día acaban dentro) consiste en no preguntar jamás a un recluso la causa de su condena, a menos que él saque a colación el tema. Sin embargo, Karl me contó una historia acerca de un inglés al que había conocido en San Petersburgo, de la cual afirmaba haber sido testigo cuando era chófer de un ministro del gobierno.

Si bien Karl y yo residíamos en bloques diferentes, nos encontrábamos con regularidad a la hora de Asociación, pero fueron necesarios varios paseos por el patio para que contara la historia de Richard Barnsley.

no beban agua del grifo. Richard Barnsley contempló la pequeña tarjeta de plástico colocada sobre el lavabo de su cuarto de baño. No era el tipo de advertencia que uno espera encontrar en un hotel de cinco estrellas, a menos que esté en San Petersburgo, por supuesto. Al lado de la nota había dos botellas de Evian. Cuando Dick entró en su espacioso dormitorio, encontró dos botellas más a cada lado de la cama de matrimonio, y otro par sobre una mesa situada junto a la ventana. La dirección del hotel no dejaba nada al azar.

Dick había ido a San Petersburgo para cerrar un trato con los rusos. Habían elegido su empresa para construir un gaseo- ducto que se extendería desde los Urales al mar Rojo, un proyecto al que habían optado otras empresas más consolidadas. La de Dick había sido recompensada con el contrato, con casi todas las probabilidades en contra, pero esas probabilidades aumentaron en cuanto garantizó a Anatol Chenkov, ministro de Energía y amigo íntimo del presidente, dos millones de dólares al año durante el resto de su vida (las únicas divisas con las que negocian los rusos son los dólares y la muerte), sobre todo porque el dinero se ingresaría en una cuenta bancaria numerada.

Antes de fundar su propia empresa, Construcciones Barnsley, Dick había aprendido el oficio trabajando en Nigeria para Bechtel, en Brasil para McAlpine y en Arabia Saudí para Hanover, de modo que, de paso, había aprendido algo acerca de los sobornos. Casi todas las multinacionales consideran esta práctica una forma más de tributación, y cuando presentan sus presupuestos siempre incluyen una partida especial dedicada a ellos. El secreto consiste en saber cuánto hay que ofrecer al ministro y cuánto repartir entre sus acólitos.

Anatol Chenkov, nombrado por Putin, era un negociador duro y bajo el antiguo régimen había sido comandante del KGB. Sin embargo, en lo tocante a abrir una cuenta corriente en Suiza, el ministro era un novato. Dick aprovechó esta circunstancia. Al fin y al cabo Chenkov nunca había viajado más allá de las fronteras rusas antes de ser elegido miembro del Politburó. Dick le llevó a pasar el fin de semana a Ginebra, mientras se hallaba de visita oficial en Londres para unas conversaciones de negocios. Le abrió una cuenta numerada en Picket & Co, en la que ingresó cien mil dólares (como capital inicial), más de lo que habían pagado a Chenkov en toda su vida. El propósito del soborno era asegurar que el cordón umbilical durara los nueve meses necesarios hasta que se firmara el contrato, un contrato que permitiría a Dick jubilarse, con mucho más de dos millones al año.

Dick regresó al hotel aquella mañana después de su última entrevista con el ministro. Se habían visto cada día de la semana anterior, a veces en público, pero con más frecuencia en privado. La cosa no había sido distinta cuando Chenkov viajó a Londres. Ninguno de los dos hombres confiaba en el otro, pero lo cierto era que Dick nunca se sentía a gusto con alguien que aceptaba un soborno, porque siempre hay otro dispuesto a aumentar la cantidad. No obstante, se sentía más confiado esta vez, pues daba la impresión de que ambos habían contratado la misma póliza de jubilación.

Dick también contribuyó a consolidar la relación con algunos extras a los que Chenkov se acostumbró enseguida. Un Rolls-Royce le recogía siempre en Heathrow y le conducía al hotel Savoy. Al llegar, le acompañaban a su suite habitual junto al río, y cada noche aparecían mujeres con la misma regularidad que los periódicos de la mañana. Prefería dos de ambos, uno de calidad y otro vulgar.

Cuando Dick salió del hotel de San Petersburgo media hora después, el BMW del ministro le esperaba aparcado delante de la puerta para llevarle al aeropuerto. Cuando subió al asiento trasero, se llevó una sorpresa al ver a Chenkov. Se habían despedido después de la reunión de la mañana, apenas una hora antes.

– ¿Algún problema, Anatol? -preguntó angustiado.

– Al contrario -contestó Chenkov-. Acabo de recibir una llamada del Kremlin, pero pensé que no debíamos comentarlo por teléfono, ni siquiera en mi despacho. El presidente visitará San Petersburgo el 16 de mayo, y ha dejado claro que quiere presidir la ceremonia de la firma.

– Eso significa que tenemos menos de tres semanas para concluir el contrato -argüyó Dick.

– En la reunión de esta mañana -le recordó Chenkov- me aseguraste que solo quedaban unos flecos pendientes (una expresión que no entendí del todo) para acabar de redactar el contrato. -El ministro hizo una pausa y encendió el primer cigarro de la mañana-.Teniendo eso en cuenta, querido amigo, ardo en deseos de volver a verte en San Petersburgo dentro de tres semanas.

Chenkov había hablado con tono despreocupado, aunque la verdad era que los dos hombres habían tardado casi tres años en llegar a esta fase y ahora solo faltaban tres semanas para cerrar el trato por fin.

Dick no dijo nada, porque ya estaba pensando en qué debía hacer en cuanto el avión aterrizara en Heathrow.

– ¿Qué será lo primero que hagas después de firmar el contrato? -preguntó Chenkov interrumpiendo sus pensamientos.

– Presentar una oferta por los servicios sanitarios e higiénicos de esta ciudad, porque quien consiga ese contrato ganará una fortuna todavía mayor.

El ministro se volvió hacia él con brusquedad.

– Nunca hables en público de este tema -dijo con seriedad-, Es muy delicado.

Dick guardó silencio.

– Y sigue mi consejo: no bebas agua. El año pasado, perdimos a innumerables ciudadanos que habían contraído…

El ministro vaciló, pues no deseaba abundar en una historia que había ocupado las primeras planas de todos los periódicos occidentales.

– ¿Cuántos son «innumerables»? -preguntó Dick.

– Ninguno -respondió el ministro-. Al menos ese es el dato oficial ofrecido por el Ministerio de Turismo -añadió cuando el coche se detuvo en una doble línea roja ante la entrada del aeropuerto Pulkovo 11. Se inclinó hacia delante-. Karl, lleve las maletas del señor Barnsley al mostrador de facturación, mientras yo espero aquí.

Dick estrechó la mano del ministro por segunda vez aquella mañana.

– Gracias por todo, Anatol -dijo-. Nos veremos dentro de tres semanas.

– Larga vida y felicidad, amigo mío -repuso el ruso, mientras Dick bajaba del automóvil.

Dick se presentó en facturación una hora antes de que partiera su avión.

– Última llamada para el vuelo 902 con destino a Heathrow, Londres -anunciaron los altavoces.

– ¿Hay otro vuelo a Londres ahora? -preguntó Dick.

– Sí -contestó el hombre que atendía detrás del mostrador-. El vuelo 902 se ha retrasado, pero están a punto de cerrar las puertas.

– ¿Puede colarme dentro? -preguntó Dick, al tiempo que deslizaba un billete de mil rublos sobre el mostrador.

El avión de Dick aterrizó en Heathrow tres horas y media después. En cuanto recuperó la maleta de la cinta transportadora, empujó su carrito a través de la vía «Nada que declarar» y salió al vestíbulo de llegadas.

Stan, su chófer, ya le esperaba entre un grupo de colegas, la mayoría de los cuales sostenía en alto letreros con nombres. En cuanto divisó a su jefe, se abrió paso a toda prisa y le liberó del peso de la maleta y la bolsa de viaje.

– ¿A casa o al despacho? -preguntó, mientras se dirigían hacia el aparcamiento de tiempo limitado.

Dick consultó su reloj: poco más de las cuatro.

– A casa -contestó-.Trabajaré en el asiento trasero.

En cuanto el Jaguar de Dick salió del aparcamiento para iniciar el viaje hacia Virginia Water, el hombre llamó a su despacho.

– Despacho de Richard Barnsley -dijo una voz.

– Hola, Jill, soy yo. He conseguido tomar un vuelo anterior y voy camino de casa. ¿Hay algo de lo que deba preocuparme?

– No, por aquí todo va bien -contestó Jill-. Estamos todos impacientes por saber cómo han ido las cosas en San Petersburgo.

– No habrían podido ir mejor. El ministro quiere que vuelva el 16 de mayo para firmar el contrato.

– Pero si faltan menos de tres semanas…

– Lo cual quiere decir que tendremos que darnos prisa. Convoca una reunión de la junta directiva para principios de la semana que viene y después conciértame una cita con Sam Cohén para primera hora de mañana. No puedo permitirme ningún error a estas alturas.

– ¿Podré acompañarte a San Petersburgo?

– Esta vez no, Jill, pero en cuanto haya firmado el contrato reserva diez días en la agenda. Te llevaré a un lugar más cálido que San Petersburgo.

Dick permaneció en silencio en el asiento trasero del coche, mientras repasaba todo cuanto necesitaba controlar antes de regresar a San Petersburgo. Cuando Stan atravesó las puertas de hierro forjado y se detuvo ante la mansión neogeorgiana, Dick ya sabía qué debía hacer. Bajó del automóvil de un salto y entró corriendo en la casa. Dejó que Stan cogiera las maletas y que el ama de llaves las deshiciera. Le sorprendió no ver a su esposa en lo alto de la escalera, esperando para recibirle, pero enseguida cayó en la cuenta de que había cogido un vuelo anterior y Maureen no le esperaba hasta al cabo de dos horas.

Dick subió a toda prisa a su dormitorio, se quitó la ropa y la arrojó al suelo. Entró en el cuarto de baño, abrió la ducha y dejó que los chorros de agua caliente se llevaran la mugre de San Petersburgo y de Aeroflot.

Después de vestirse con ropa informal examinó su aspecto en el espejo. A los cincuenta y tres años, su pelo empezaba a encanecer prematuramente y, aunque intentaba poner freno a su estómago, sabía que debía perder unos cuantos kilos, un par de agujeros del cinturón… en cuanto el acuerdo estuviera firmado y tuviera más tiempo para él, se prometió.

Bajó a la cocina. Pidió a la cocinera que le preparara una ensalada y a continuación entró en la sala de estar, cogió The Times y echó un vistazo a los titulares. Un nuevo líder del Partido Conservador, un nuevo líder de los demócratas liberales, y ahora Gordon Brown había sido elegido líder del Partido Laborista. Ninguno de los principales partidos se presentaría a las siguientes elecciones con el mismo dirigente al frente.

Dick alzó la vista cuando el teléfono empezó a sonar. Se acercó al escritorio de su mujer, descolgó el auricular y oyó la voz de Jill al otro lado.

– La reunión de la junta directiva se celebrará el próximo jueves a las diez de la mañana y Sam Cohén te recibirá mañana a las ocho en su despacho. -Dick sacó una pluma del bolsillo interior de su chaqueta-. He enviado un correo electrónico a todos los miembros de la junta para avisarles de que es de la máxima importancia -añadió Jill.

– ¿A qué hora has dicho que tengo la reunión con Sam?

– A las ocho de la mañana en su despacho. Tiene que estar a las diez en los tribunales con otro cliente.

– Estupendo. -Dick abrió el cajón de su mujer y sacó la primera hoja de papel que encontró. Escribió: «Sam, despacho, 8,juev. reunión junta, 10»-. Buen trabajo, Jill -añadió-.Vuelve a reservarme habitación en el hotel Grand Palace y envía un correo electrónico al ministro para comunicarle la hora a la que llegaré.

– Ya lo he hecho -dijo Jill-.También te he reservado un vuelo a San Petersburgo el viernes por la tarde.

– Bien hecho. Nos vemos mañana a las diez.

Dick colgó el auricular y se encaminó hacia su estudio con una amplia sonrisa en la cara. Todo iba a salir bien.

Cuando llegó a su escritorio, Dick pasó los datos de las citas a su agenda. Estaba a punto de arrojar la hoja a la papelera, cuando decidió mirar si contenía algo importante. Desdobló una carta, que empezó a leer. Su sonrisa dio paso a una expresión ceñuda, mucho antes de que llegara al último párrafo. Volvió a leer la carta, marcada como privada y personal.

Apreciada señora Barnsley:

La presente es para confirmar su cita en nuestras oficinas el viernes 30 de abril, con el fin de continuar la conversación sobre el asunto que nos planteó el martes pasado. Al recordar las graves implicaciones de su decisión he pedido a mi socio que nos acompañe en esta ocasión.

Esperamos verla el próximo día 30.

Le saluda atentamente,

Dick descolgó al instante el teléfono de su escritorio y marcó el número de Sam Cohén confiando en que todavía no se hubiera marchado del despacho. Cuando Sam atendió su línea privada, Dick se limitó a preguntar:

– ¿Conoces a un abogado llamado Andrew Symonds?

– Solo por su fama -respondió Sam-. Claro que yo no estoy especializado en divorcios.

– ¿Divorcios? -repitió Dick, mientras oía cómo un coche subía por el camino de grava. Miró por la ventana y vio un Volkswagen que seguía el círculo y se detenía ante la puerta principal. Observó a su mujer mientras ésta bajaba del automóvil-. Nos veremos mañana a las ocho, Sam, y el contrato con los rusos no será el único tema del orden del día.

El chófer de Dick le dejó ante las oficinas de Sam Cohén, en Lincoln’s Inn Field, pocos minutos antes de las ocho de la mañana siguiente. El abogado se levantó de la silla para saludar a su cliente cuando entró en la habitación. Indicó una cómoda butaca al otro lado de la mesa.

Dick abrió el maletín incluso antes de sentarse. Sacó la carta y se la pasó a Sam. El abogado la leyó despacio antes de dejarla sobre el escritorio delante de él.

– He estado pensando en el problema toda la noche -dijo-, y he hablado con Anna Rentoul, nuestra experta en divorcios. Me ha confirmado que Symonds solo se ocupa de disputas matrimoniales, de modo que lamento decir que tendré que hacerte algunas preguntas de índole personal.

Dick asintió en silencio.

– ¿Alguna vez has hablado de divorcio con Maureen?

– No -contestó Dick con firmeza-. Discutimos de vez en cuando, pero ¿qué pareja con veinte años a las espaldas no lo hace?

– ¿Nada más que eso?

– En una ocasión amenazó con dejarme, pero creía que eso era agua pasada. -Dick hizo una pausa-. Me sorprende que no haya hablado del asunto conmigo antes de consultar a un abogado.

– Suele pasar -dijo Sam-. Más de la mitad de los maridos que reciben una demanda de divorcio no se lo veía venir.

– Yo pertenezco a esa categoría, no cabe duda -admitió Dick-. ¿Qué debo hacer?

– Poco puedes hacer antes de que ella presente la solicitud, y no creo que vayas a ganar nada sacando el tema a colación. Sin embargo, eso no quiere decir que no debamos prepararnos. ¿Por qué motivos puede solicitar el divorcio?

– No se me ocurre ninguno.

– ¿Tienes algún lío?

– No. Bien, sí, una aventura con mi secretaria… pero nada importante. Ella cree que va en serio, pero pienso sustituirla en cuanto se haya firmado el contrato del gaseoducto.

– Así pues, ¿el acuerdo sigue adelante?

– Sí, por eso necesitaba verte con tanta urgencia -contestó Dick-. He de estar de vuelta en San Petersburgo el 16 de mayo, cuando ambas partes firmarán el contrato. -Hizo una pausa-. El presidente Putin asistirá a la ceremonia.

– Felicidades -dijo Sam-. ¿Cuánto te supondrá eso?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque tal vez no seas la única persona que desea ver el negocio concluido.

– Unos sesenta millones… -respondió Dick con tono vacilante-… para la empresa.

– ¿Aún posees el cincuenta y uno por ciento de las acciones?

– Sí, pero siempre podría ocultar…

– Ni se te ocurra -le interrumpió Sam-. No podrás ocultar nada si Symonds se ocupa del caso. Olfateará hasta el último penique, como los cerdos que localizan trufas, y si el tribunal descubre que has intentado engañarlo, el juez sentirá todavía más compasión por tu esposa. -El abogado hizo una pausa, miró a su cliente y repitió-: Ni se te ocurra.

– Entonces, ¿qué debo hacer?

– Nada que despierte sospechas. Dedícate a tus asuntos como de costumbre, como si no tuvieras ni idea de lo que está tramando. Entretanto yo consultaré con un asesor y así al menos estaremos mejor preparados de lo que el señor Symonds imagina. Y una cosa más -agregó Sam, y de nuevo miró fijamente a su cliente-; basta de actividades extramatrimoniales hasta que el problema se haya solucionado. Es una orden.

Dick no perdió de vista a su esposa durante los días siguientes, pero esta no dio señales de estar tramando algo. En todo caso, hizo gala de un interés inusitado por el resultado del viaje a San Petersburgo y, mientras cenaban el jueves por la noche, le preguntó si la junta había tomado una decisión.

– Por supuesto -contestó Dick-. En cuanto Sam explicó a los consejeros cada cláusula con todo lujo de detalles y contestó a todas sus preguntas, prácticamente aprobaron el contrato sin vacilar.

Dick se sirvió una segunda taza de café. La siguiente pregunta de su esposa le pilló por sorpresa.

– ¿Quieres que te acompañe a San Petersburgo? -Podríamos ir el viernes -añadió- y dedicar el fin de semana a visitar el Hermitage y el Palacio de Verano. Incluso podríamos encontrar un momento para ver la colección de ámbar de Catalina, algo que siempre he deseado hacer.

Dick no contestó de inmediato, consciente de que no se trataba de una propuesta espontánea, como años atrás, cuando Maureen le acompañaba en algún viaje de negocios. Su primera reacción fue preguntarse qué estaba maquinando su esposa.

– Me lo pensaré -respondió al fin, y dejó que el café se enfriara.

Dick llamó a Sam Cohén a los pocos minutos de llegar a su despacho y le informó de la conversación.

– Symonds le habrá aconsejado que sea testigo de la firma del contrato -apuntó Cohén.

– Pero ¿por qué?

– Para que Maureen pueda declarar que siempre ha desempeñado un papel crucial en tu éxito en los negocios, que siempre te ha apoyado en los momentos decisivos…

– Y una mierda -dijo Dick-. Nunca le ha interesado cómo gano el dinero, solo cómo puede gastarlo.

– … y por lo tanto tiene derecho al cincuenta por ciento de tus bienes.

– Pero eso podría significar más de treinta millones de libras -protestó Dick.

– Es evidente que Symonds ha hecho los deberes.

– Le diré que no puede acompañarme. Que no es apropiado.

– Lo cual permitirá al señor Symonds cambiar de táctica. Te presentará como un hombre despiadado que, en cuanto triunfó, apartó a su cliente de su vida; viajaba a menudo al extranjero con una secretaria que…

– De acuerdo, de acuerdo, ya lo entiendo. Por lo tanto, dejar que me acompañe a San Petersburgo puede ser el mal menor.

– Por una parte… -advirtió Sam.

– Malditos abogados -dijo Dick antes de que el otro acabara la frase.

– Es curioso que solo nos necesitéis cuando tenéis problemas -continuó Sam-, Intentaremos prever su siguiente movimiento.

– ¿Cuál podría ser?

– En cuanto lleguéis a San Petersburgo, querrá hacer el amor.

– Hace años que no lo hacemos.

– Y no porque yo no haya querido, señoría.

– Maldita sea -dijo Dick-. No puedo ganar.

– Sí, siempre que no sigas el consejo de lady Longford, quien, cuando le preguntaron si alguna vez había pensado en divorciarse de lord Longford, contestó: «En el divorcio, nunca; en el asesinato, con frecuencia».

Los señores Barnsley llegaron al hotel Grand Palace de San Petersburgo quince días después. Un portero depositó sus maletas en un carrito y les acompañó a la suite Tolstoi, en el noveno piso.

– He de ir al lavabo antes de que reviente -dijo Dick, al tiempo que entraba en la habitación adelantando a su esposa.

Mientras su marido desaparecía en el cuarto de baño, Maureen miró por la ventana y admiró las cúpulas doradas de la catedral de San Nicolás.

En cuanto hubo echado el pestillo de la puerta, Dick quitó el letrero de no beban agua del grifo que había encima del lavabo y lo escondió en el bolsillo trasero de sus pantalones. A continuación abrió las dos botellas de Evian y las vació en la pila. Después, las llenó con agua del grifo y las devolvió a su sitio, en una esquina del lavabo. Descorrió el pestillo y salió.

Dick empezó a deshacer su maleta, pero interrumpió la tarea en cuanto Maureen se dirigió al cuarto de baño. En primer lugar, sacó del bolsillo trasero de su pantalón el letrero de no beban agua del grifo, lo metió en el bolsillo lateral de la maleta y cerró la cremallera. Luego paseó la vista por la habitación. Había una botella pequeña de Evian a cada lado de la cama y otras dos grandes en la mesa situada junto a la ventana. Cogió la botella que había en el lado de su mujer y fue a la pequeña cocina que había al fondo de la habitación. Vertió el contenido en el fregadero y volvió a llenarla con agua del grifo. Después la dejó en la mesilla de noche de Maureen. Acto seguido, cogió las dos botellas grandes de la mesa y repitió la operación.

Cuando su esposa salió del cuarto de baño, Dick casi había terminado de deshacer la maleta. Mientras Maureen continuaba deshaciendo la suya, Dick fue a su lado de la cama y marcó un número que no necesitó consultar. Mientras esperaba a que contestaran, abrió la botella de Evian de su lado y dio un sorbo.

– Hola, Anatol, soy Dick Barnsley. Te informo de que acabamos de registrarnos en el hotel Grand Palace.

– Bienvenido a San Petersburgo -dijo una voz cordial-, ¿En esta ocasión te acompaña tu esposa?

– Por supuesto -contestó Dick-, y tiene muchas ganas de conocerte.

– Yo también -dijo el ministro-. Procura relajarte este fin de semana porque lo del lunes por la mañana ya está preparado. El presidente llegará mañana por la noche, de modo que estará presente en la firma del contrato.

– ¿A las diez en el Palacio de Invierno?

– A las diez -repitió Chenkov-.Te recogeré en tu hotel a las nueve. Solo hay media hora en coche, pero no podemos permitirnos el menor retraso.

– Te estaré esperando en el vestíbulo -dijo Dick-. Hasta entonces. -Colgó el teléfono y se volvió hacia su mujer-. ¿Qué te parece si bajamos a cenar, querida? Mañana nos espera un largo día. -Adelantó el reloj tres horas-. Así pues, tal vez sería prudente retirarnos pronto.

Maureen dejó un camisón largo de seda sobre su lado de la cama y sonrió para expresar su conformidad. Cuando se volvió para guardar la maleta vacía en el ropero, Dick se metió con disimulo una botella de Evian de la mesilla de noche en el bolsillo de la chaqueta. Después bajó con su esposa al comedor.

El maître les condujo hasta una mesa tranquila en un rincón y, en cuanto se sentaron, les entregó sendas cartas. Maureen desapareció tras la gran cubierta de piel, mientras consideraba la posibilidad de pedir el menú del día, lo cual concedió a Dick tiempo suficiente para sacar del bolsillo la botella de Evian, abrirla y llenar el vaso de su mujer.

Cuando hubieron elegido sus platos, Maureen repasó su propuesta de itinerario para los dos días siguientes.

– Creo que deberíamos empezar por el Hermitage -señaló-, parar a comer y después pasar el resto de la tarde en el Palacio de Verano.

– ¿Y la colección de ámbar?-preguntó Dick, mientras llenaba el vaso de agua de su esposa-. Pensaba que era imprescindible.

– He programado la colección de ámbar y el Museo Ruso para el domingo.

– Lo tienes todo muy bien organizado -dijo Dick, mientras un camarero depositaba un cuenco de borscht delante de su mujer.

Maureen se pasó el resto de la cena hablando a Dick de algunos de los tesoros que verían en el Hermitage. Cuando él hubo firmado la cuenta, su esposa se había bebido toda la botella de agua.

Dick deslizó la botella vacía en su bolsillo. En cuanto volvieron a la habitación, la llenó con agua del grifo y la dejó en el baño.

Cuando Dick se hubo desvestido y acostado, Maureen continuaba estudiando su guía de la ciudad.

– Estoy agotado -dijo él-. Debe de ser el cambio horario.

Dio la espalda a su mujer confiando en que no se percatara de que en Londres apenas eran las ocho de la noche.

Dick despertó a la mañana siguiente muy sediento. Miró la botella de Evian vacía de su lado de la cama y se acordó a tiempo. Se levantó, fue a la nevera y eligió un envase de zumo de naranja.

– ¿Irás al gimnasio esta mañana? -preguntó a Maureen, que estaba medio despierta.

– ¿Tengo tiempo?

– Claro. El Hermitage no abre hasta las diez, y uno de los motivos por los que siempre me hospedo aquí es que tienen gimnasio.

– ¿Qué harás tú?

– Aún tengo que hacer algunas llamadas telefónicas, si quiero que el lunes salga todo bien.

Maureen se levantó y fue al cuarto de baño, lo cual concedió a Dick el tiempo suficiente para llenar el vaso de su mujer y sustituir la botella vacía de Evian de su lado de la cama.

Cuando Maureen salió unos minutos después, consultó su reloj antes de ponerse la ropa de gimnasia.

– Debería volver dentro de unos cuarenta minutos -dijo después de atarse las zapatillas.

– No olvides llevarte un poco de agua -aconsejó Dick, y le dio una de las botellas que había sobre la mesa situada junto a la ventana-. Puede que no haya en el gimnasio.

– Gracias -repuso su mujer.

Al ver la expresión de su cara Dick se preguntó si se estaba comportando con excesiva solicitud.

Mientras Maureen estaba en el gimnasio, Dick se duchó. Cuando volvió al dormitorio, se alegró de ver que brillaba el sol. Se puso una chaqueta y unos pantalones informales, pero no antes de comprobar que el personal del hotel no había sustituido las botellas de agua mientras él se duchaba.

Pidió el desayuno para los dos, el cual llegó momentos después de que Maureen regresara del gimnasio con la botella de Evian medio vacía.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Dick.

– Regular -contestó Maureen-. Estaba un poco floja.

– Será el jet lag -observó Dick, mientras se sentaba al otro lado de la mesa.

Sirvió a su esposa un vaso de agua y él tomó un zumo de naranja. Abrió un ejemplar del Herald Tribune y empezó a leerlo mientras su mujer se vestía. Hillary Clinton decía que no se presentaría a la presidencia, lo cual bastó para convencer a Dick de que sí lo haría, sobre todo porque lo había anunciado al lado de su marido.

Maureen salió del cuarto de baño cubierta con el albornoz del hotel. Se sentó frente a su marido y bebió agua.

– Será mejor que nos llevemos una botella de Evian al Hermitage -dijo. Dick levantó la vista del periódico^-. La chica del gimnasio me ha advertido de que no debemos beber agua del grifo bajo ningún concepto.

– Ah, sí, tendría que haberte avisado -dijo Dick, mientras Maureen cogía una botella de la mesa y la guardaba en el bolso-.Toda precaución es poca.

Dick y Maureen atravesaron la verja del Hermitage pocos minutos antes de las diez y se encontraron al final de una larga cola, que avanzaba lentamente por un sendero adoquinado expuesto al sol. Maureen tomó varios sorbos de agua mientras hojeaba la guía. Eran las diez y cuarenta minutos cuando llegaron a la taquilla. Una vez dentro, Maureen continuó leyendo la guía.

– Hagamos lo que hagamos, hemos de ver el Niño en cuclillas de Miguel Ángel, la Virgen de Rafael y la Madonna Benois de Leonardo.

Dick sonrió en señal de aprobación, pero sabía que no lograría concentrarse en los maestros.

Cuando subieron por la amplia escalinata de mármol, pasaron ante varias estatuas magníficas alojadas en nichos. Dick se llevó una sorpresa al descubrir lo inmenso que era el Hermitage. Pese a haber visitado San Petersburgo varias veces durante los últimos tres años, solo había visto el edificio desde el exterior.

– Distribuidos en tres plantas, los tesoros de la colección del zar Pedro se exponen en más de doscientas salas -dijo Maureen leyendo la guía-. Empecemos.

A las once y media solo habían visto las escuelas holandesa e italiana de la primera planta, y para entonces Maureen ya había terminado la botella grande de Evian.

Dick se ofreció a ir a comprar otra. Dejó a su esposa admirando El tañedor de laúd de Caravaggio, entró en el lavabo más próximo y llenó la botella de Evian con agua del grifo antes de regresar con ella. Si Maureen hubiera dedicado un momento a examinar alguno de los numerosos bares situados en cada planta, habría descubierto que el Hermitage no ofrece Evian, porque tiene un contrato en exclusiva con Volvic.

A las doce y media casi habían visto las dieciséis salas consagradas a los artistas del Renacimiento y decidido que era hora de comer. Salieron del edificio al sol de mediodía. Pasearon un rato por la orilla del Moika y solo pararon para tomar una fotografía de unos novios que posaban en el puente Azul, delante del palacio Marinski.

– Una tradición local -explicó Maureen, y pasó otra página de la guía.

Después de recorrer otra manzana se detuvieron ante una pequeña pizzería. Sus cómodas mesas cuadradas con limpios manteles de cuadros rojos y blancos, además de los elegantes camareros, les animaron a entrar.

– He de ir al lavabo -dijo Maureen-. Estoy un poco mareada. Debe de ser el calor -añadió-. Pídeme una ensalada y un vaso de agua.

Dick sonrió, sacó la botella de Evian del bolso de Maureen y le llenó el vaso. Cuando el camarero apareció, Dick pidió una ensalada para su mujer y raviolis y una Coca-Cola light para él. Tenía muchísima sed.

Una vez que hubo comido la ensalada, Maureen se animó un poco e incluso empezó a contar a Dick lo que debían ver cuando visitaran el Palacio de Verano.

Durante el largo recorrido en taxi hacia el norte de la ciudad continuó leyendo fragmentos de la guía.

– Pedro el Grande construyó el Palacio de Verano después de haber visitado Versalles y, a su regreso a Rusia, contrató a los mejores paisajistas y a los artesanos más expertos del país para reproducir la obra maestra francesa. Pretendía que la obra finalizada fuera un homenaje a los franceses, a quienes admiraba por ser quienes marcaban el estilo de toda Europa.

El taxista la interrumpió para aportar cierta información.

– Estamos pasando ante el Palacio de Invierno recién construido, donde el presidente Putin se aloja siempre que viene a San Petersburgo. -El taxista hizo una pausa-. Como la bandera nacional está ondeando, debe de encontrarse en la ciudad.

– Sí, ha volado desde Moscú especialmente para verme -dijo Dick.

El taxista lanzó una carcajada.

El taxi atravesó las puertas del Palacio de Verano media hora después y su conductor dejó a los pasajeros en un aparcamiento rebosante, atestado de turistas y mercachifles que, plantados tras sus puestos improvisados, vendían recuerdos baratos.

– Vamos a ver lo más importante -propuso Maureen.

– Les espero aquí -dijo el taxista-. No les cobraré de más. ¿Cuánto rato? -preguntó.

– Yo diría que un par de horas -le contestó Dick-. No más.

– Les espero aquí -repitió el hombre.

Los dos pasearon por los magníficos jardines y Dick comprendió por qué la guía les daba cinco estrellas. Maureen seguía informándole entre sorbo y sorbo de agua.

– Los terrenos que rodean el palacio abarcan unas cincuenta hectáreas, con más de veinte fuentes y otras once residencias palaciegas.

Aunque el sol ya no quemaba, el cielo continuaba despejado, y Maureen seguía tomando traguitos de agua, pero, siempre que ofrecía la botella a Dick, este contestaba: «No, gracias».

Cuando por fin subieron por la escalera del palacio, encontraron otra larga cola y Maureen admitió que se sentía un poco cansada.

– Es una pena haber viajado hasta tan lejos y no echar un vistazo dentro -dijo Dick.

Su esposa accedió a regañadientes.

Cuando llegaron a la taquilla, Dick compró dos entradas y, por una pequeña cantidad adicional, eligió a un guía que hablaba inglés para que les acompañara.

– No me encuentro muy bien -dijo Maureen cuando entraron en el dormitorio de la emperatriz Catalina. Se aferró a la cama de columnas.

– Hay que beber mucha agua en un día tan caluroso -aconsejó el guía.

Cuando llegaron al estudio del zar Nicolás IV, Maureen advirtió a su marido de que se iba a desmayar. Dick pidió disculpas al guía, pasó un brazo alrededor del hombro de su mujer y la ayudó a salir del palacio y caminar hasta el aparcamiento. El taxista les esperaba al lado de su coche.

– Hemos de regresar al hotel Grand Palace de inmediato -dijo Dick, mientras su mujer se desplomaba en el asiento trasero como un borracho expulsado de un pub un sábado por la noche.

Durante el largo trayecto de vuelta a San Petersburgo Maureen vomitó profusamente, pero el taxista no hizo ningún comentario, sino que mantuvo una velocidad constante por la autopista. Cuarenta minutos después, se detuvo ante el hotel Grand Palace. Dick le entregó un fajo de billetes y pidió disculpas.

– Espero que la señora se reponga -dijo el hombre.

– Sí, yo también -repuso Dick.

Ayudó a su mujer a bajar del coche y la condujo hacia el vestíbulo del hotel, que atravesaron rápidamente en dirección a los ascensores, pues no deseaba llamar la atención. Entraron en la habitación unos segundos después. Maureen desapareció de inmediato en el cuarto de baño y, pese a que había cerrado la puerta, Dick oyó que vomitaba. Inspeccionó la habitación. Durante su ausencia habían sustituido todas las botellas de Evian. Solo se molestó en vaciar la que había en la mesilla de noche de Maureen, y volvió a llenarla con agua del grifo de la cocina.

Maureen salió por fin del cuarto de baño y se derrumbó en la cama.

– Estoy fatal -dijo.

– Quizá deberías tomar un par de aspirinas y dormir un poco.

Maureen asintió débilmente.

– ¿Puedes ir a buscarlas? Están en mi bolsa de aseo.

– Por supuesto, querida.

En cuanto las localizó, llenó un vaso con agua del grifo y volvió al lado de su esposa. Esta se había quitado el vestido, pero no la combinación. Dick la ayudó a sentarse y se dio cuenta por primera vez de que estaba empapada en sudor. Maureen engulló las dos aspirinas con el vaso de agua que él le ofreció. Dick la recostó con delicadeza sobre la almohada y corrió las cortinas. Después se encaminó hacia la puerta de la habitación, la abrió y colgó del pomo el cartel de «No molesten». Lo último que deseaba era que apareciera una criada solícita y descubriera a su esposa en aquel estado. En cuanto estuvo seguro de que se había dormido, bajó a cenar.

– ¿La señora le acompañará esta noche? -preguntó el maître cuando Dick se sentó.

– Por desgracia no -contestó él-. Sufre una leve migraña. Demasiado sol, me temo, pero estoy seguro de que por la mañana estará bien.

– Confiemos en que así sea, señor. ¿Qué le apetece esta noche?

Dick examinó la carta con parsimonia.

– Creo que de primero tomaré el foie-gras y después un filete de ternera… -respondió, y tras una pausa añadió-: poco hecho.

– Excelente elección, señor.

Dick se sirvió un vaso de agua de la botella de la mesa, lo bebió de un trago y volvió a llenarlo. Comió sin prisas y, cuando regresó a la habitación poco después de las diez, advirtió complacido que su mujer dormía profundamente. Cogió el vaso de Maureen, fue al cuarto de baño y lo llenó con agua del grifo. Lo dejó en su lado de la cama. A continuación se desnudó sin prisas y se acostó junto a su esposa. Apagó la luz de la mesita de noche y no tardó en dormirse.

Cuando Dick despertó a la mañana siguiente, descubrió que también él estaba cubierto de sudor. Las sábanas estaban empapadas y cuando se volvió a mirar a su mujer vio que sus mejillas habían perdido el color.

Se levantó, fue al cuarto de baño y tomó una larga ducha. Después de secarse se puso uno de los albornoces suministrados por el hotel y volvió al dormitorio. Se acercó al lado de la cama de su mujer y llenó una vez más el vaso vacío con agua del grifo. Estaba claro que Maureen se había despertado por la noche, pero no le había molestado.

Descorrió las cortinas después de comprobar que el cartel de «No molesten» seguía colgado del pomo de la puerta. Volvió junto a su mujer, acercó una silla y empezó a leer el Herald Tribune. Había llegado a las páginas deportivas cuando ella despertó y habló arrastrando las palabras.

– Me siento fatal -consiguió articular. Siguió una larga pausa-. ¿Crees que debería verme un médico?

– Ya ha venido a verte, querida -dijo Dick-. Le llamé anoche. ¿No te acuerdas? Dijo que tenías fiebre y que debías sudar.

– ¿Dejó alguna pastilla? -preguntó Maureen con tono quejumbroso.

– No, querida. Dijo que no debías comer nada, pero que bebieras toda el agua posible.

Acercó el vaso a sus labios y ella intentó tragar un poco. Hasta logró articular un débil «gracias» antes de derrumbarse de nuevo en la cama.

– No te preocupes, querida -dijo Dick-. Te pondrás bien, y prometo que no te abandonaré ni un momento.

Se inclinó y la besó en la frente. Maureen se durmió de nuevo.

Dick solo se apartó de su lado aquel día para asegurar a la mujer de la limpieza que su esposa no quería que le cambiaran las sábanas, para volver a llenarle el vaso y, por la tarde, para llamar al ministro.

– El presidente llegó ayer -fueron las primeras palabras de Chenkov-. Se aloja en el Palacio de Invierno, donde acabo de dejarle. Me ha comunicado que arde en deseos de conoceros a ti y a tu esposa.

– Muy amable -repuso Dick-, pero tengo un problema.

– ¿Un problema? -repitió el hombre, al que no le gustaban los problemas, sobre todo cuando el presidente se hallaba en la ciudad.

– Creo que Maureen tiene fiebre. Ayer estuvimos expuestos al sol durante todo el día y no estoy seguro de que se haya recuperado por completo para asistir a la ceremonia de la firma, de manera que tal vez vaya solo.

– Lo siento -dijo Chenkov-. ¿Cómo te encuentras tú?

– Nunca me he sentido mejor -respondió Dick.

– Estupendo -repuso Chenkov, al parecer aliviado-. Te recogeré a las nueve, tal como quedamos. No quiero hacer esperar al presidente.

– Tampoco yo, Anatol -le aseguró Dick-. Estaré en el vestíbulo mucho antes de las nueve.

Alguien llamó a la puerta. Dick colgó el teléfono al instante y corrió a abrir antes de que entraran sin esperar. Había una doncella en el pasillo, al lado de un carrito cargado de sábanas, toallas, pastillas de jabón, botellas de champú y cajas de Evian.

– ¿Quiere que haga la cama, señor? -preguntó con una sonrisa.

– No, gracias -contestó Dick-. Mi mujer no se encuentra bien.

Señaló el letrero de «No molesten».

– ¿Más agua, tal vez? -inquirió la joven, al tiempo que le tendía una botella grande de Evian.

– No -repitió Dick con firmeza, y cerró la puerta.

La única otra llamada de aquella tarde fue del director del hotel. Preguntó cortésmente si la señora quería ver al médico del hotel.

– No, gracias -contestó Dick-. Ha sufrido una leve insolación, pero se está recuperando y estoy seguro de que -por la mañana se encontrará perfectamente bien.

– Llámeme si cambia de opinión -dijo el director-. El médico se presentará en cuestión de minutos.

– Es usted muy amable -repuso Dick-, pero no será necesario -añadió, y colgó el teléfono.

Volvió al lado de su mujer. Esta tenía la piel pálida y manchada. Dick se inclinó hacia ella hasta casi tocar sus labios. Aún respiraba. Fue a la nevera, la abrió y sacó todas las botellas de Evian que aún estaban por abrir. Dejó dos en el cuarto de baño y una a cada lado de la cama. Antes de desvestirse sacó de la maleta el letrero de no beban agua del grifo y lo colocó sobre el lavabo.

El coche de Chenkov frenó ante el hotel Grand Palace minutos antes de las nueve de la mañana. Karl bajó para abrir al ministro la puerta de atrás.

Chenkov subió a buen paso por la escalera y entró en el vestíbulo, convencido de que encontraría a Dick esperándole. Miró a derecha e izquierda, pero no vio a su socio comercial. Se dirigió al mostrador de recepción y preguntó si el señor Barnsley le había dejado un mensaje.

– No, señor ministro -respondió el conserje-. ¿Quiere que llame a su habitación? -El ministro asintió con un movimiento brusco de la cabeza. Esperaron un momento-. Nadie contesta al teléfono, señor ministro. Es posible que el señor Barnsley esté bajando.

Chenkov asintió de nuevo y empezó a pasear de un lado a otro del vestíbulo, sin dejar de mirar hacia el ascensor y consultar el reloj. A las nueve y diez se puso todavía más nervioso, pues no quería hacer esperar al presidente. Volvió al mostrador de recepción.

– Pruebe otra vez -pidió.

El conserje marcó de inmediato el número de la habitación del señor Barnsley, pero solo pudo informar de que seguía sin contestar.

– Vaya a buscar al director -exclamó el ministro.

El conserje asintió, volvió a descolgar el auricular y marcó un solo número. Unos minutos después, un hombre alto, vestido con un elegante traje oscuro, se presentó ante Chenkov.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor ministro? -preguntó.

– He de subir a la habitación del señor Barnsley.

– Por supuesto, señor ministro. Haga el favor de seguirme.

Cuando los tres hombres llegaron a la novena planta, se encaminaron sin más dilación hacia la suite Tolstoi, donde encontraron el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta. El ministro llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta.

– Abran la puerta -ordenó.

El conserje obedeció sin titubear.

El ministro entró como un rayo en la habitación, seguido por el director y el conserje. Chenkov se detuvo en seco al ver los dos cuerpos inmóviles en la cama. No hizo falta indicar al conserje que llamara al médico.

Por desgracia, el médico ya se había ocupado de tres casos similares durante el mes anterior, pero con una diferencia: todos eran ciudadanos de San Petersburgo. Examinó a los dos pacientes durante un rato antes de emitir su diagnóstico.

– La enfermedad de Siberia -confirmó casi en un susurro. Hizo una pausa y miró al ministro-. No cabe duda de que la señora murió durante la noche -añadió-, en tanto que el caballero ha fallecido en el transcurso de la última hora.

El ministro no dijo nada.

– Mi conclusión inicial -continuó el médico- es que la mujer contrajo la enfermedad bebiendo mucha agua del grifo. -Hizo una pausa y miró el cuerpo sin vida de Richard-, En cuanto al marido, debió de contagiarse de su esposa, probablemente durante la noche. Suele ocurrir entre matrimonios -añadió-. Como muchos de nuestros compatriotas, no debía de saber… -vaciló antes de pronunciar la palabra delante del ministro- que Siberius es una de las raras enfermedades que no solo son infecciosas, sino también espantosamente contagiosas.

– Pero yo le llamé anoche -adujo el director del hotel-, le pregunté si quería ver al médico y dijo que no era necesario, que su esposa iba a ponerse bien y que confiaba en que estuviera recuperada del todo por la mañana.

– Qué pena -dijo el médico-. Ojalá hubiera aceptado el ofrecimiento. Habría sido demasiado tarde para hacer nada por su mujer, pero tal vez habría conseguido salvarle a él.

No es posible que ya estemos en octubre

P atrick O’Flynn se hallaba delante de H. Samuel, la joyería, con un ladrillo en la mano derecha. Tenía la vista clavada en el escaparate. Sonrió, levantó el brazo y lanzó el ladrillo contra el cristal, que se resquebrajó formando una tela de araña, pero siguió en su sitio. Al instante se disparó una alarma, que en el silencio de una noche despejada de octubre se oyó a un kilómetro de distancia. Lo más importante para Pat era que la alarma estaba conectada con la comisaría de policía.

Pat no se movió, mientras continuaba contemplando su obra. Solo tuvo que esperar noventa segundos para oír una sirena en la lejanía. Se inclinó y recuperó el ladrillo de la acera, a medida que el sonido estridente se acercaba más y más. Cuando el coche de la policía llegó y se detuvo con un chirriar de frenos junto al bordillo, Pat alzó el ladrillo sobre su cabeza y se inclinó hacia atrás, como un lanzador de jabalina olímpico empeñado en ganar una medalla de oro. Dos policías saltaron del vehículo. El de mayor edad hizo caso omiso de Pat, quien seguía en aquella postura, con el brazo levantado sobre la cabeza y el ladrillo en la mano, y se acercó al escaparate para observar los daños. Aunque el cristal estaba roto, no se había movido de su sitio. En cualquier caso, una reja de hierro de seguridad había descendido detrás del escaparate, algo que Pat sabía muy bien qué sucedería. Cuando el oficial de policía regresara a la comisaría, tendría que llamar al encargado de la joyería, sacarle de la cama y pedirle que fuera a la tienda para desconectar la alarma.

El oficial se volvió hacia Pat, que continuaba inmóvil, con el ladrillo alzado sobre la cabeza. -Muy bien, Pat, dámelo y entra -dijo el oficial, al tiempo que abría la puerta trasera del coche patrulla. Pat sonrió, entregó el ladrillo al policía de rostro lozano y dijo:

– Así que necesitará esto como prueba…

El joven agente se quedó sin habla.

– Gracias, oficial -añadió Pat cuando subió al vehículo, y sonrió al joven agente, quien se sentó al volante-, ¿Le he contado lo que sucedió cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool?

– Muchas veces -contestó el oficial.

Se sentó al lado de Pat y cerró la puerta.

– ¿No me pone las esposas? -preguntó Pat.

– No quiero ir esposado contigo -respondió el oficial-. Quiero deshacerme de ti. ¿Por qué no vuelves a Irlanda?

– Un tipo de prisión muy inferior -explicó Pat- y, en cualquier caso, no me tratan con el mismo grado de respeto que usted, oficial -añadió, mientras el coche se alejaba del bordillo y regresaba a la comisaría-. ¿Puede decirme su nombre? -preguntó al policía joven.

– Agente Cooper.

– ¿No será por casualidad pariente del inspector jefe Cooper?

– Es mi padre.

– Un caballero -afirmó Pat-. Hemos tomado juntos muchas tazas de té y galletas. Espero que se encuentre bien.

– Se ha jubilado -explicó el agente Cooper.

– Lo siento -dijo Pat-. ¿Querrá decirle que Pat O’Flynn se ha interesado por él? Dele recuerdos de mi parte, y también a su querida madre.

– Deja de cachondearte, Pat -dijo el oficial-. Hace solo unas semanas que el chico salió de Peel House -añadió, mientras el coche se detenía ante la comisaría. El oficial se apeó y sostuvo la puerta abierta para que Pat le siguiera.

– Gracias, oficial -dijo Pat, como si se dirigiera al portero del Ritz.

El agente joven sonrió, mientras el oficial subía los escalones y entraba con Pat en la comisaría.

– Ah, y buenas noches, señor Baker -dijo Pat al ver quién estaba detrás del mostrador.

– Caramba -dijo el oficial de servicio-. No puede ser que ya estemos en octubre.

– Me temo que sí, oficial -dijo Pat-. Me pregunto si mi celda habitual estará disponible. Solo me quedaré esta noche, ¿sabe usted?

– Temo que no -contestó el oficial de servicio-. Está ocupada por un delincuente de verdad. Tendrás que conformarte con la celda número dos.

– Pero siempre me han dado la celda número uno -protestó Pat.

El oficial de servicio alzó la vista y enarcó una ceja.

– No, la culpa es mía -admitió Pat-.Tendría que haber pedido a mi secretaria que me la reservara de antemano. ¿Ha de hacer una impresión de mi tarjeta de crédito?

– No, tengo todos los datos en tu ficha -le aseguró el oficial de servicio.

– ¿Y las huellas dactilares?

– A menos que hayas descubierto un método para quitarte las antiguas, creo que no las necesitamos. De todos modos, firma el pliego de cargos.

Pat tomó el bolígrafo y firmó al pie con una rúbrica.

– Bájele a la celda número dos, agente.

– Gracias, oficial -dijo Pat mientras se lo llevaban. Se detuvo y dio media vuelta-. Me pregunto, oficial, si podría despertarme a eso de las siete, traerme una taza de té, Earl Grey preferiblemente, y un ejemplar del Irish Times.

– Vete al cuerno, Pat -dijo el oficial de servicio, mientras el agente intentaba reprimir una carcajada.

– Eso me recuerda… -dijo Pat-. ¿Le he contado lo que pasó aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz…?

– Sáquelo de mi vista, agente, si no quiere pasar el resto del mes dedicado a controlar el tráfico.

El agente agarró a Pat del codo y bajaron a toda prisa.

– No hace falta que me acompañe -dijo Pat-. Conozco el camino.

Esta vez, el agente rió, mientras introducía la llave en la cerradura de la celda número dos. Empujó la pesada puerta para que Pat entrara.

– Gracias, agente Cooper -dijo Pat-. Espero verle por la mañana.

– No estaré de servicio -explicó el agente Cooper.

– En ese caso, hasta dentro de un año -repuso Pat sin más explicaciones-, y no olvide dar recuerdos a su padre -añadió, mientras la puerta de hierro de diez centímetros de grosor se cerraba con estrépito.

Pat examinó la celda durante unos minutos: un lavabo de acero, un retrete y una cama, una sábana, una manta y una almohada. El hecho de que nada hubiera cambiado desde el año anterior le tranquilizó. Se acostó en el colchón de crin de caballo, apoyó la cabeza sobre la almohada, dura como una roca, y durmió toda la noche por primera vez desde hacía semanas.

Pat despertó de un sueño profundo a las siete de la mañana siguiente, cuando alguien abrió la contraventana de la puerta y dos ojos negros le miraron.

– Buenos días, Pat -dijo una voz cordial.

– Buenos días, Wesley -repuso Pat sin abrir los ojos-. ¿Cómo estás?

– Bien -contestó Wesley-, pero siento verte de vuelta. -Hizo una pausa-. Supongo que debe de ser octubre.

– Por supuesto -dijo Pat, y se levantó de la cama-. Es importante que tenga buen aspecto para el juicio bufo de esta mañana.

– ¿Necesitas algo en particular?

– Una taza de té me vendría muy bien, pero lo que de verdad me hace falta es una navaja, una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y pasta dentífrica. No he de recordarte, Wesley, que un acusado tiene derecho a pedir estas cosas antes de aparecer ante el tribunal.

– Me encargaré de hacértelas llegar -dijo Wesley-. ¿Quieres leer mi ejemplar del Sun?

– Muy amable, Wesley, pero, si el jefe de policía ha terminado con el Times de ayer, lo preferiría.

Se oyó una carcajada antillana y después la contraventana de la puerta se cerró.

Pat no tuvo que esperar mucho antes de que una llave se introdujera en la cerradura. La pesada puerta se abrió y reveló el rostro sonriente de Wesley Pickett, provisto de una bandeja que depositó sobre el extremo de la cama.

– Gracias, Wesley -dijo Pat, mientras examinaba el cuenco de cereales, el pequeño envase de leche descremada, las dos tostadas requemadas y el huevo pasado por agua-. Espero que Molly se haya acordado -añadió- de que me gustan los huevos poco cocidos; dos minutos y medio.

– Molly se fue el año pasado -dijo Wesley-. Creo que descubrirás que el oficial de guardia preparó el huevo anoche.

– Cómo está el servicio -dijo Pat-.Yo le echo la culpa a los irlandeses. Ya no se dedican al servicio doméstico -añadió, mientras daba golpecitos en un extremo del huevo con una cuchara de plástico-. Wesley, ¿te he hablado de aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés…?

Pat alzó la vista y suspiró al oír que la puerta se cerraba con estrépito y la llave giraba en la cerradura.

– Supongo que ya le había contado la historia -murmuró para sí.

Después de terminar el desayuno se lavó los dientes con un cepillo y un tubo de dentífrico todavía más pequeños que los que le habían facilitado durante su única experiencia en un vuelo de Aer Lingus a Dublín. A continuación abrió el grifo del agua caliente del diminuto lavabo de acero. El lento chorrito tardó un rato en pasar de frío a tibio. Frotó la ínfima pastilla de jabón con los dedos hasta producir suficiente espuma para cubrir su cara. Después tomó la navaja de plástico Bic e inició el lento proceso de eliminar la barba de cuatro días. Por fin se pasó por la cara una pequeña y áspera toalla verde.

Pat se sentó en el extremo de la cama y, mientras esperaba, leyó el Sun de Wesley de cabo a rabo en cuestión de cuatro minutos. Solo un artículo del editor político, Trevor Kavanagh (seguro que era irlandés, pensó Pat), mereció su atención. La pesada puerta se abrió de nuevo e interrumpió sus pensamientos.

– Vamos, Pat -dijo el oficial Webster-. Eres el primero de la mañana.

Pat subió con él por la escalera, y al ver al oficial de servicio preguntó:

– ¿Puedo recuperar mis objetos de valor, señor Baker? Los encontrará en la caja fuerte.

– ¿Por ejemplo? -preguntó el oficial, al tiempo que levantaba la vista.

– Mis gemelos de perlas, el reloj Cartier Tank y un bastón con mango de plata que lleva grabado el escudo de armas de mi familia.

– Lo vendí todo anoche, Pat -dijo el oficial de servicio.

– Mejor así -repuso Pat-. A donde voy no los necesitaré -añadió, y siguió al oficial Webster hasta salir a la acera.

– Sube delante -dijo este, mientras se sentaba al volante del coche de policía.

– Pero tengo derecho a que dos agentes me acompañen al juzgado -protestó Pat-. Es una norma del Ministerio del Interior.

– Puede que sea una norma del Ministerio del Interior -replicó el oficial-, pero esta mañana vamos cortos de personal; dos están enfermos y otro, en un curso de formación.

– ¿Y si intentara escapar?

– Ojalá -respondió el oficial, mientras apartaba el vehículo del bordillo-, porque eso nos ahorraría a todos muchos problemas.

– ¿Y si decidiera darle un puñetazo?

– Te lo devolvería -contestó exasperado el oficial.

– No es usted muy amable -observó Pat.

– Lo siento, Pat -repuso el oficial-. Es que prometí a mi mujer que quedaría libre a las diez de la mañana para ir de compras. -Hizo una pausa-. Por lo tanto, no estará muy contenta conmigo… ni contigo.

– Lo lamento, oficial Webster -dijo Pat-. El próximo octubre, intentaré averiguar qué turno le toca para que no coincidamos. Tal vez quiera transmitir mis disculpas a la señora Webster.

De haber sido otra persona, el oficial Webster habría reído, pero sabía que Pat hablaba en serio.

– ¿Alguna idea de quién estará al mando esta mañana? -preguntó Pat, cuando el coche se detuvo ante un semáforo.

– Jueves -dijo el oficial. El semáforo cambió a verde y él puso la primera marcha-. Debe de ser Perkins.

– El concejal Arnold Perkins, de la Orden del Imperio Británico, estupendo -dijo Pat-.Tiene malas pulgas. Si no me impone una condena lo bastante larga, tendré que provocarle -añadió.

El coche entró en el aparcamiento privado situado en la parte trasera del juzgado de primera instancia de Marylebone Road. Un funcionario judicial se dirigió hacia el vehículo justo cuando Pat bajaba.

– Buenos días, señor Adams -saludó Pat.

– Cuando esta mañana miré la lista de acusados y vi tu nombre -dijo el señor Adams-, deduje que era la época del año en que haces tú aparición anual. Sígueme, Pat, y acabemos de una vez.

Pat acompañó al señor Adams a través de la puerta trasera del palacio de justicia y le siguió por un largo pasillo hasta una celda de espera.

– Gracias, señor Adams -dijo Pat, mientras tomaba asiento en un delgado banco de madera anclado con cemento a una pared de la amplia sala rectangular-. Si es tan amable, le agradecería que me dejara a solas unos momentos -añadió- para serenarme antes de que suba el telón.

El señor Adams sonrió y se dispuso a marchar.

– Por cierto -agregó Pat, cuando el señor Adams tocó el pomo de la puerta-, ¿le he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme…?

– Lo siento, Pat, algunos tenemos trabajo y, en cualquier caso, ya me lo contaste el octubre pasado. -Hizo una pausa-. Y, ahora que lo pienso, también el octubre anterior.

Pat se quedó sentado en el banco y, como no tenía nada más que leer, miró las pintadas de la pared. «Perkins es un imbécil.» Compartía aquella opinión. «Man U campeones.» Alguien había tachado «Man U» y lo había sustituido por «Chelsea». Pat se preguntó si debería tachar Chelsea y escribir Cork, al que ninguno de los otros dos equipos había derrotado jamás. Como no había reloj en la pared, no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido cuando el señor Adams volvió por fin para acompañarle a la sala de justicia. Adams vestía ahora una toga larga y se parecía al director del colegio donde había estudiado Pat.

– Sígueme -dijo el señor Adams con solemnidad.

Pat permaneció inusitadamente callado mientras recorrían el sendero de baldosas amarillas, como los veteranos llamaban a los últimos metros antes de llegar a los escalones y la puerta trasera de la sala. Acabó de pie en el banquillo de los acusados, con un alguacil al lado.

Pat miró a los tres magistrados que constituían el tribunal de esa mañana. Algo iba mal. Había esperado ver al señor Perkins, que el año anterior estaba calvo, casi al estilo del señor Pickwick. Ahora, de repente, parecía haberle salido una cabellera rubia. A su derecha estaba el concejal Steadman, un liberal, muy indulgente según Pat. A la izquierda del presidente se sentaba una señora de mediana edad a la que Pat no había visto nunca. Sus labios delgados y los ojos pequeños como los de un cerdo le hicieron abrigar la esperanza de que el liberal acabara derrotado por dos votos a uno, sobre todo si jugaba bien sus cartas. La señora Cerdita tenía toda la pinta de apoyar la pena de muerte para quienes cometían pequeños hurtos en las tiendas.

El oficial Webster ocupó el banquillo de los testigos y prestó juramento.

– ¿Qué puede decirnos acerca de este caso, oficial? -preguntó el señor Perkins una vez que el policía hubo jurado.

– ¿Puedo consultar mis notas, señoría? -preguntó el oficial Webster volviéndose hacia el presidente del tribunal. Este asintió y el oficial Webster abrió su libreta-. Detuve al acusado a las dos de esta madrugada, después de que arrojara un ladrillo contra el escaparate de la joyería H. Samuel, de Masón Street.

– ¿Le vio arrojar el ladrillo, oficial?

– No -admitió Webster-, pero estaba en la acera con el ladrillo en la mano cuando le detuve.

– ¿Y había logrado entrar? -preguntó Perkins.

– No, señor, pero estaba a punto de arrojar el ladrillo de nuevo cuando le arresté.

– ¿El mismo ladrillo?

– Eso creo.

– ¿Había causado algún daño?

– Había roto el cristal, pero una reja de seguridad le había impedido llevarse nada.

– ¿En cuánto estaban valorados los artículos del escaparate? -preguntó el señor Perkins.

– No había artículos en el escaparate -respondió el oficial-, porque el encargado siempre los guarda en la caja fuerte antes de marcharse por la noche.

El señor Perkins miró el pliego de cargos con semblante perplejo.

– Veo que se acusa a O’Flynn de intento de robo con alucinaje.

– En efecto, señor -confirmó el oficial Webster, mientras devolvía la libreta al bolsillo trasero de los pantalones.

El señor Perkins centró su atención en Pat.

– Veo que en el pliego de cargos se ha declarado culpable, señor O’Flynn -dijo.

– Sí, milord.

– En ese caso, tendré que condenarle a tres meses, a menos que pueda ofrecernos alguna explicación. -Hizo una pausa y miró a Pat por encima de sus gafas de media luna-. ¿Desea hacer alguna declaración? -preguntó.

– Tres meses no es suficiente, milord.

– Yo no soy lord -repuso el señor Perkins con firmeza.

– Ah, ¿no?-dijo Pat-. Es que, como le he visto con la peluca, que el año pasado por estas fechas no llevaba, he pensado que debía de ser lord.

– Vigile su lengua -advirtió el señor Perkins-, no sea que aumente la pena a seis meses.

– Eso sería más justo, milord.

– Si eso es más justo -dijo el señor Perkins, incapaz de contener su irritación-, le condeno a seis meses. Llévense al preso.

– Gracias, milord -dijo Pat, y añadió por lo bajo-: Hasta el año que viene.

El alguacil le condujo a toda prisa hasta el sótano.

– Genial, Pat -dijo antes de encerrarle de nuevo en la celda de espera.

Pat permaneció allí mientras rellenaban todos los impresos necesarios. Transcurrieron varias horas antes de que la puerta volviera a abrirse y lo llevaron al vehículo que esperaba. En esta ocasión no se trataba de un coche de la policía conducido por el oficial Webster, sino de una larga furgoneta blanca y azul, con una docena de minúsculos cubículos en el interior, conocida como «la caja de sudar».

– ¿Adónde me lleváis esta vez? -preguntó Pat a un agente poco comunicativo, al que jamás había visto.

– Lo averiguarás cuando llegues, Paddy [1]

– fue la única respuesta que obtuvo.

– ¿Te he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool…?

– No -contestó el agente-, y no quiero que me lo cuentes…

– … y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre…

Empujaron a Pat al interior del vehículo y le metieron en uno de los cubículos, que parecía el lavabo de un avión. Se sentó en el asiento de plástico cuando la puerta se cerró a su espalda.

Pat miró por la diminuta ventanilla cuadrada y, cuando el vehículo se desvió hacia el sur por Baker Street, comprendió que debían de llevarle a Belmarsh. Suspiró. «Al menos tienen una biblioteca bastante decente y puede que recupere mi antiguo trabajo en la cocina», pensó.

Cuando la Black Maria [2] frenó ante la entrada de la prisión, su sospecha se confirmó. Un gran tablón verde sujeto a la puerta de la cárcel anunciaba Belmarsh, y algún gracioso había sustituido bel por hell.**

La furgoneta entró a través de las puertas de barrotes dobles y después cruzó otras hasta detenerse en un patio desnudo.

Sacaron a doce presos del vehículo como si fueran ganado y los condujeron escalera arriba hasta la zona de presentación, donde esperaron en fila. Pat sonrió cuando le tocó el turno y vio quién estaba detrás del escritorio inscribiendo a los recién llegados.

– ¿Qué tal va esta agradable tarde, señor Jenkins? -preguntó.

El funcionario levantó la vista.

– No es posible que ya estemos en octubre -dijo.

– Desde luego que sí, señor Jenkins -confirmó Pat-, y le ruego que acepte mi pésame por su reciente pérdida.

– Mi reciente pérdida -repitió Jenkins-. ¿De qué estás hablando, Pat?

– Esos quince galeses que aparecieron en Dublín a principios de este año haciéndose pasar por un equipo de rugby.

– No tientes a la suerte, Pat.

– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Jenkins, si confío en que me destine a mi antigua celda?

El funcionario recorrió con el dedo la lista de las celdas que había libres.

– Me temo que no, Pat -dijo con un suspiro exagerado-. Ya está reservada. Pero te pondré con el compañero adecuado para que pases bien tu primera noche -añadió, y se volvió hacia el guardián nocturno-. Acompaña a O’Flynn a la celda 119.

El guardián nocturno pareció vacilar, pero tras lanzar otra mirada al señor Jenkins se limitó a decir:

– Sígueme, Pat.

– ¿A quién ha elegido el señor Jenkins para que sea mi compañero de celda en esta ocasión?-preguntó Pat, mientras el funcionario le conducía a través del largo pasillo de ladrillo gris, hasta detenerse ante un primer conjunto de puertas con barrotes dobles-. ¿Es Jack el Destripador, o Michael Jackson?

– Pronto lo averiguarás -respondió el guardián nocturno, mientras se abrían las segundas puertas.

– ¿Le he contado alguna vez -preguntó Pat, mientras se dirigían a la planta baja del bloque B- lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta?

Pat esperó a que el funcionario contestara, cuando se detuvieron ante la celda número 119. El guardián introdujo una enorme llave en la cerradura.

– No, Pat, no me lo has contado -dijo, al tiempo que abría la pesada puerta-. ¿Cuál es la diferencia entre una viga y una vigueta? -preguntó.

Pat estaba a punto de responder, pero cuando miró hacia el interior de la celda se quedó en silencio un momento.

– Buenas noches, milord -dijo por segunda vez aquel día.

El guardián no esperó a la respuesta. Cerró la puerta de golpe y giró la llave en la cerradura.

Pat pasó el resto de la noche contándome con todo lujo de detalles lo que había ocurrido desde las dos de la madrugada anterior. Cuando llegó al final de su narración, me limité a preguntar:

– ¿Por qué octubre?

– Cuando se atrasan los relojes -explicó Pat-, prefiero estar en chirona, con tres comidas garantizadas al día y una celda con calefacción. Dormir al raso es agradable en verano, pero no tanto durante el invierno inglés.

– ¿Qué habrías hecho si el señor Perkins te hubiera condenado a un año? -pregunté.

– Me habría comportado como un caballero desde el primer día -contestó Pat- y me habrían soltado al cabo de seis meses. En este momento padecen un grave problema de masificación.

– Pero, si el señor Perkins hubiera mantenido su primera pena de tres meses, te habrían liberado en enero, en pleno invierno.

– Ni hablar -dijo Pat-.Justo antes de que me tocara salir, habrían encontrado una botella de Guinness en mi celda. Una falta que obliga al director a añadir tres meses más a la condena, con lo cual me habría quedado cómodamente en la cárcel hasta abril.

Reí.

– ¿Así piensas pasar el resto de tu vida? -pregunté.

– No hago previsiones a tan largo plazo -admitió Pat-. Con seis meses tengo suficiente -añadió, tras lo cual subió a la litera de arriba y apagó la luz.

– Buenas noches, Pat -dije, y apoyé la cabeza sobre la almohada.

– ¿Le he contado alguna vez lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool? -preguntó Pat, justo cuando empezaba a dormirme.

– No -contesté.

– Bien, el capataz, un maldito inglés, y le ruego que no se dé por aludido… -agregó, y yo sonreí-, tuvo la cara dura de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta.

– ¿La conoces?

– Por supuesto que sí. Joyce escribió Ulises y Goethe escribió Fausto.

Patrick O’Flynn murió de hipotermia el 23 de noviembre de 2005, mientras dormía bajo los arcos de Victoria Embankment, en el centro de Londres.

Su cuerpo fue descubierto por un joven agente a cien metros escasos del hotel Savoy.

El rey rojo

M e acusaron de un delito que no había cometido y me condenaron por un crimen que no había cometido -dijo Max, tendido en la litera que había debajo de la mía, mientras liaba otro cigarrillo.

Cuando estuve en la cárcel, oí esta afirmación en diversas ocasiones, pero en el caso de Max Glover resultó ser cierta.

Max cumplía una pena de tres años por obtener dinero mediante engaño. No era lo suyo. Su especialidad era robar objetos pequeños de casas grandes. Una vez me contó, con considerable orgullo profesional, que podían transcurrir años antes de que un propietario se diera cuenta de que una reliquia familiar había desaparecido, sobre todo, añadió Max, si te llevabas un objeto pequeño pero valioso de una habitación atestada.

– Que quede claro que no me estoy quejando -continuó-, porque, si me hubieran acusado de un delito que sí cometí, habría acabado con una condena mucho mayor… -hizo una pausa- y nada que esperar cuando me soltaran.

Max sabía que había despertado mi curiosidad y, como yo no tenía adonde ir durante las tres horas siguientes, hasta que la puerta de la celda se abriera para Asociación (esos gloriosos cuarenta y cinco minutos durante los cuales se permite a los presos salir de la celda para pasear por el patio), tomé mi pluma y le dije:

– Muy bien, Max, soy todo oídos. Cuéntame qué pasó para que te condenaran por un delito que no cometiste.

Max encendió una cerilla, la acercó al cigarrillo y dio una profunda calada antes de empezar. En la cárcel toda acción es exagerada, puesto que no hay la menor prisa. Me tendí en la litera de arriba y esperé pacientemente.

– ¿Te dice algo el Juego Kennington? -preguntó Max.

– No -contesté, aunque supuse que se refería a un grupo de caballeros montados con chaquetas rojas, una copa de oporto en la mano y un látigo en la otra, rodeados de una manada de sabuesos y empeñados en dedicar la mañana del sábado a perseguir a algún animal peludo de cola espesa. Estaba equivocado. El Juego Kennington, empezó a explicar Max, era un juego de ajedrez.

– Pero no uno normal -aseguró.

Mi interés aumentó. Seguramente las piezas eran obra de Lu Ping (1469-1540), un maestro artesano de la dinastía Ming (1368-1644). Los treinta y dos trebejos de marfil estaban tallados con exquisitez y pintados en rojo y blanco. Los detalles se hallan recogidos con fidelidad en documentos históricos, si bien nunca se ha establecido con exactitud cuántos juegos creó Lu Ping durante su vida.

– Se sabe que había tres juegos completos -continuó Max, mientras el humo se elevaba en espiral desde la litera inferior-. El primero se expone en el salón del trono del Palacio del Pueblo de Pekín; el segundo, en la colección Mellon de Washington, y el tercero, en el Museo Británico. Muchos coleccionistas rastrearon el gran territorio chino en busca del legendario cuarto juego y, aunque todos los esfuerzos terminaron en fracaso, varias piezas aparecieron en el mercado de vez en cuando.

Max apagó la colilla más minúscula que yo había visto en mi vida.

– En aquel tiempo -continuó Max- yo estaba llevando a cabo ciertas investigaciones sobre los objetos más pequeños de Kennington Hall, en Yorkshire.

– ¿Cómo te las apañaste? -pregunté.

– Country Life encargó a lord Kennington que escribiera un libro ilustrado para Navidad, en el que detallara los tesoros de Kennington Hall -dijo Max, mientras liaba un segundo cigarrillo-. Muy amable por su parte -añadió.

»Entre sus antepasados se hallaba un tal James Kennington (entre 1552 y 1618), un verdadero aventurero, bucanero y fiel servidor de la reina Isabel I. Él rescató el primer juego en 1588 sacándolo del Isabella tan solo momentos antes de que se hundiera. Al regresar a Plymouth, tras ganar por diecisiete a cuatro en la contienda contra los españoles, el capitán Kennington entregó su preciado tesoro a la reina. A su majestad siempre le habían interesado las cosas sólidas, sobre todo si podía llevarlas encima (oro, plata, perlas o joyas raras), y premió al capitán Kennington con el título de sir. El juego de ajedrez no atrajo a la reina, de modo que sir James se quedó con él. A diferencia de sir Francis o sir Walter, [3] sir James continuó saqueando los mares. Gozó de tanto éxito que, una década después, su majestad le permitió ingresar en la Cámara de los Lores, con el título de primer lord Kennington, en premio a los servicios prestados a la corona. -Max hizo una pausa-. Lo único que diferencia a un pirata de un lord es con quién divide el botín.

»El segundo lord Kennington, al igual que su monarca, no mostró el menor interés por el ajedrez, de modo que el juego fue acumulando polvo en una de las noventa y dos estancias de Kennington Hall. Como hubo pocos episodios históricos dignos de mención durante las tranquilas vidas del tercero, cuarto, quinto y sexto lord Kennington, solo podemos suponer que el juego continuó en su sitio y que las piezas nunca se movieron sobre el tablero. El séptimo lord Kennington sirvió como coronel en el duodécimo batallón de los Light Dragoons en la época de Waterloo. El coronel jugaba al ajedrez de vez en cuando, de modo que desempolvaron el tablero y las piezas y los trasladaron a la Galería Larga.

»El octavo lord Kennington murió durante la carga de la brigada ligera; el noveno, en la guerra de los bóers, y el décimo, en Ypres. El undécimo, un playboy, tuvo una existencia más plácida, pero al final, por motivos pecuniarios (Kennington Hall necesitaba un nuevo tejado), se vio obligado a abrir su casa al público. Todos los fines de semana recibían ingentes cantidades de visitantes, a quienes por una pequeña suma se permitía recorrer la mansión. Cuando entraban en la Galería Larga, se topaban con la obra maestra china sobre su pedestal, rodeado de un cordón rojo.

»Debido a las numerosas deudas, que las aportaciones del público no podían sufragar, lord Kennington se vio obligado a vender varias reliquias familiares, entre ellas el Juego Kennington.

»Christie’s fijó una cifra inicial de cien mil libras por la obra maestra, pero el mazo del subastador dio como cantidad definitiva doscientas treinta mil.

»La próxima vez que vayas a Washington -añadió Max entre calada y calada-, podrás ver el Juego Kennington original, que ahora forma parte de la colección Mellon. Este sería el final de mi historia, si el undécimo lord Kennington no se hubiera casado con una bailarina de striptease norteamericana, quien dio a luz un hijo. Este chico poseía una cualidad que el linaje Kennington no conocía desde hacía varias generaciones: cerebro.

»El honorable Harry Kennington se convirtió, pese a la desaprobación de su padre, en administrador de fondos de inversión libre y, de esta forma, en heredero natural del primer lord Kennington. Era un hombre que navegaba por los mercados de valores con la misma facilidad con que su antepasado bucanero había surcado los mares. A los veintisiete años Harry había conseguido su primer millón comprando empresas en crisis para vender sus bienes. Cuando heredó el título, ya era presidente del Kennington´s Bank. Lo primero que hizo con su recién adquirida riqueza fue emprender la empresa de devolver su antigua grandeza a Kennington Hall. No permitió bajo ningún concepto que el público pagara cinco libras por aparcar el coche en los jardines.

»El duodécimo lord Kennington, al igual que su padre, se casó también con una mujer notable. Elsie Trumpshaw era hija del propietario de una fábrica de algodón y producto de la educación del Cheltenham Ladies’ College. Como para cualquier muchacha de Yorkshire con amor propio, para Elsie la expresión “Si cuidas de los peniques, las libras cuidarán de sí mismas” era un credo, no un tópico.

»Mientras su marido estaba ausente ganando dinero, Elsie era sin duda la dueña de Kennington Hall. Tras pasar sus años de formación llevando los vestidos usados y los libros manoseados de su hermana, y más tarde tomando prestado su lápiz de labios, fuera cual fuese el color, estaba muy capacitada para ser la guardiana de una fortuna familiar. Con habilidad consumada, diligencia y excelente administración, se encargó del mantenimiento y la conservación de la mansión recién restaurada. Si bien no le interesaba el ajedrez, ver la vitrina vacía de la Galería Larga provocó su irritación. Solucionó el problema por fin mientras visitaba un mercadillo de la localidad y, al mismo tiempo, cambió la suerte de muchas personas, entre ellas, yo.

Max apagó su segundo cigarrillo, y al ver que no liaba otro de inmediato me quedé más tranquilo, pues nuestra pequeña celda empezaba a parecerse a la estación de Paddington en la época de las locomotoras de vapor.

Una lluviosa mañana de domingo, Elsie deambulaba por un mercadillo de Pudsey. Solo iba a dichos acontecimientos cuando llovía, pues eso aseguraba pocos curiosos y la posibilidad de regatear con más facilidad. Estaba mirando un montón de ropa, cuando se topó con el tablero de ajedrez. Las casillas rojas y blancas despertaron recuerdos de una fotografía que había visto en un catálogo antiguo de Christie’s, que databa de la época en que se había vendido el juego original. Elsie regateó un rato con el hombre que se hallaba de pie detrás de un viejo Jaguar y acabó pagando veintitrés libras por el tablero de marfil.

Cuando Elsie regresó a la mansión, colocó el recién adquirido tablero en la vitrina vacía y descubrió con placer que parecía hecho a medida. La coincidencia no despertó sus sospechas, hasta que su tío Bertie le aconsejó que lo mandara tasar… a efectos de la compañía de seguros, dijo.

Poco convencida, pero incapaz de decepcionar a su tío, Elsie llevó el tablero a Londres durante una de sus visitas mensuales a la tía Gertrude. Lady Kennington (en Londres siempre era lady Kennington) se pasó por Sotheby’s camino de Fortnum & Masón. Un joven empleado del departamento chino preguntó si su señoría sería tan amable de volver por la tarde, momento en el que sus expertos ya habrían tasado el tablero.

Elsie regresó a Sotheby’s después de un relajado almuerzo con su tía Gertrude. La recibió un tal señor Sencill, director del departamento chino, el cual le dijo que no cabía duda de que la pieza era de la dinastía Ming.

– ¿Pueden valorarla… a efectos del seguro? -preguntó Elsie.

– Dos mil, dos mil quinientas libras, señora -respondió el señor Sencill-. Los tableros de ajedrez Ming son muy comunes -explicó-. Son los trebejos los que escasean, y un juego entero… -Alzó las manos y unió las palmas, como si rezara al dios desconocido de los subastadores-. ¿Está pensando en vender el tablero? -preguntó.

– No -contestó Elsie con firmeza-. Al contrario, estoy pensando en completarlo.

El experto sonrió. Al fin y al cabo Sotheby’s no es otra cosa que una casa de empeños con pretensiones, en la que compra o vende cada generación de aristócratas.

Al llegar a Kennington Hall, Elsie devolvió el tablero a su lugar de honor en el salón.

Tía Gertrude puso la bola en movimiento. El día de Navidad, regaló a su sobrina un peón blanco. Elsie colocó la pieza en el tablero vacío. Parecía muy sola.

– Ahora, querida, a ver si completas el juego en vida -retó la anciana, ignorante de la cadena de acontecimientos que iba a poner en marcha.

Lo que había empezado como un capricho, como resultado de una visita a un mercadillo de Pudsey, se convirtió en una obsesión cuando Elsie empezó a buscar por todo el mundo las piezas que faltaban. El primer lord Kennington se habría sentido orgulloso de ella.

Cuando lady Kennington dio a luz a su primer hijo, Edward, su agradecido marido le regaló una reina blanca: una dama de marfil exquisitamente esculpida y adornada con un manto real muy trabajado. Su majestad contempló con desdén al insignificante peón.

La siguiente adquisición fue otro peón blanco, comprado por tío Bertie a un anticuario de Nueva York. Esto permitió a la reina blanca reinar sobre dos súbditos.

El nacimiento de un segundo hijo, James, fue recompensado con un alfil rojo, resplandeciente con su traje ceremonial y provisto de un báculo. La reina y sus dos súbditos podían tomar ahora la comunión, [4] aunque tuvieran que atravesar el tablero para ello. Pronto toda la familia se puso a buscar con fruición las piezas perdidas. Un peón rojo fue la siguiente adquisición, cuando cayó bajo el mazo del subastador en Bonham’s. Ocupó su lugar al otro lado del tablero, a la espera de ser comido. Ahora todos en el negocio sabían cuál era la misión en la vida de lady Kennington.

El siguiente inquilino del tablero fue una torre banca, que tía Gertrude legó a Elsie en su testamento.

Cuando en 1991 falleció el duodécimo lord Kennington, solo faltaban dos peones y un caballo blancos, mientras las rojas echaban de menos cuatro peones, una torre y un rey.

El 11 de mayo de 1992, un anticuario que se hallaba en posesión de tres peones rojos y un caballo blanco llamó a las puertas de Kennington Hall. Acababa de llegar de un viaje a las regiones exteriores de China. Una expedición larga y ardua, dijo a su señoría. Pero no había vuelto con las manos vacías, le aseguró.

Si bien su señoría se hallaba en sus años de ocaso, todavía se hizo de rogar durante varios días, hasta que el anticuario pagó su cuenta del Kennington Arms y se marchó con un cheque por valor de veintiséis mil libras.

Pese a investigar los rumores procedentes de Hong Kong, viajar a Boston y establecer contacto con anticuarios de Moscú y México, los rumores pocas veces se convertían en realidad en la búsqueda incesante de lady Kennington.

Durante los años siguientes, Edward, decimotercer lord Kennington, localizó el último peón rojo y una torre roja en el hogar de un lord arruinado, quien había vivido en la misma escalera que Eddie en Eton. Su hermano James, para no ser menos, compró dos peones blancos a un anticuario de Bangkok.

Solo quedaba por localizar el rey rojo.

Desde hacía un tiempo la familia pagaba bastante más de lo debido por las piezas, puesto que todos los anticuarios del mundo eran conscientes de que, si lady Kennington conseguía completar el juego, este valdría una fortuna.

Cuando Elsie inauguró su novena década, informó a sus hijos de que, al fallecer, sus bienes se dividirían en dos partes iguales, con una salvedad: su intención era legar el juego de ajedrez al que localizara la pieza que faltaba.

Elsie murió a la edad de ochenta y tres años sin su rey.

Eddie ya había heredado el título (algo que no se transmite mediante testamento), y ahora, después del impuesto de sucesiones, también heredó la mansión y ochocientas cincuenta y siete mil libras. James se mudó al apartamento de Cadogan Square y recibió la misma cantidad de ochocientas cincuenta y siete mil libras. El Juego Kennington continuó en su vitrina para que todo el mundo lo admirara, con una casilla todavía sin ocupar y el propietario sin designar. Entra en escena Max Glover.

Max poseía un don indiscutible para jugar al criquet. Educado en un discreto colegio privado de Inglaterra, su talento de elegante bateador zurdo le permitió codearse con la gente a la que más tarde robaría. Al fin y al cabo, un individuo capaz de anotar cien puntos sin el menor esfuerzo es digno de confianza.

Los encuentros en campo contrario le gustaban más a Max, pues le concedían la oportunidad de conocer a once víctimas en potencia. Kennington Village XI no fue una excepción. Cuando su señoría se reunió con los dos equipos para tomar el té en el pabellón, Max ya había sonsacado al árbitro local la historia del Juego Kennington, incluida la cláusula del testamento según la cual el hijo que encontrara el rey rojo heredaría el juego completo.

Max tuvo la audacia de preguntar a su señoría, mientras devoraba un buen pedazo de bizcocho con capas de mermelada, si podría ver el Juego Kennington, pues era un gran aficionado al ajedrez. Lord Kennington invitó de muy buena gana a un deportista tan brillante a visitar su salón. En cuanto Max vio la casilla vacía, un plan empezó a formarse en su mente. Su anfitrión contestó con indiscreción a una serie de preguntas bien pensadas. Max procuró no hacer la menor referencia al hermano de su señoría ni a la cláusula del testamento. Después pasó el resto de la tarde reflexionando y afinando su plan. No jugó muy bien.

Cuando el partido terminó, Max declinó la invitación de reunirse con el resto del equipo en el pub del pueblo argumentando que le esperaba un asunto urgente en Londres.

Momentos después de llegar a su piso de Hammersmith, telefoneó a un colega con el que había compartido celda cuando había estado encerrado en un establecimiento anterior. El ex presidiario le aseguró que podía entregar la mercancía, pero que tardaría un mes y le «costaría caro».

Max eligió un domingo por la tarde para volver a Kennington Hall y continuar sus investigaciones. Dejó su antiguo MG (que pronto se convertiría en pieza de coleccionista, intentaba convencerse) en el aparcamiento de los visitantes. Siguió los letreros hasta la puerta principal, donde entregó cinco libras a cambio de la entrada. Los gastos de mantenimiento y gestión habían provocado que la mansión se abriera de nuevo al público los fines de semana.

Max recorrió con paso decidido un pasillo largo adornado con retratos de antepasados, pintados por luminarias como Romney, Gainsborough, Lely y Stubbs. Cada uno habría logrado una fortuna en el mercado, pero los ojos de Max estaban clavados en un objeto de menor tamaño, que residía en la Galería Larga.

Cuando Max entró en la sala donde se exhibía el Juego Kennington, la obra maestra estaba rodeada de un atento grupo de visitantes, a quienes un guía daba las pertinentes explicaciones. Se quedó detrás de ellos, mientras escuchaba una historia que conocía muy bien. Esperó con paciencia a que el grupo se trasladara al comedor para admirar la vajilla de plata familiar.

– Varias piezas fueron obtenidas en tiempos de la Armada Invencible -entonó el guía, mientras el grupo le seguía hasta una sala adyacente.

Max inspeccionó el pasillo para comprobar que el siguiente grupo no iba a pisarle los talones. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el rey rojo. Aparte del color, la pieza era idéntica en todos los detalles al rey blanco que se erguía en el extremo opuesto del tablero. Max sabía que la falsificación no pasaría la prueba del carbono 14, pero estaba satisfecho de poseer una copia perfecta. Abandonó Kennington Hall unos minutos después y regresó a Londres.

El siguiente problema de Max fue decidir qué ciudad gozaba de menos seguridad para llevar a cabo el golpe: Londres, Washington o Pekín. El Palacio del Pueblo de Pekín ganaba por una cabeza corta. Sin embargo, teniendo en cuenta el costo de todo el ejercicio, el Museo Británico era el único caballo que seguía en la carrera. Pero lo que al final inclinó la balanza fue la idea de pasar los cinco años siguientes encerrado en una cárcel china, una penitenciaría norteamericana o bien residir en una prisión abierta en el este de Inglaterra. Inglaterra ganó por goleada.

A la mañana siguiente Max visitó el Museo Británico por primera vez en su vida. La dama sentada detrás del mostrador de información le indicó que se dirigiera al fondo de la planta baja, donde se exponía la colección china.

Max descubrió que cientos de objetos chinos ocupaban las quince salas y tardó casi una hora en localizar el juego de ajedrez. Llegó a pensar en pedir ayuda a algún guardia uniformado pero, como no deseaba llamar la atención, y además dudaba de que pudieran contestar a su pregunta, prefirió no hacerlo.

Max tuvo que deambular de un lado a otro durante un rato antes de quedarse solo en la sala. No podía permitir que alguien del público o, peor aún, un guardia, fuera testigo de su pequeño subterfugio. Max observó que el guardia de seguridad recorría cuatro salas cada media hora. Por lo tanto, tendría que esperar a que se dirigiera a la sala del islam, asegurándose al mismo tiempo de que no había ningún visitante a la vista, para efectuar su jugada.

Transcurrió otra hora antes de que Max se sintiera lo bastante seguro para extraer el bastardo del bolsillo y comparar la pieza con el rey legítimo, que se erguía con orgullo en su casilla roja, dentro de la vitrina. Los dos reyes se miraron, gemelos idénticos, salvo porque uno era un impostor. Max paseó la vista alrededor. La sala estaba vacía. Al fin y al cabo, eran las once de la mañana de un martes y vacaciones de mediados de trimestre, y el sol brillaba.

Max esperó a que el guardia se trasladara a la sala islámica para llevar a cabo su bien ensayado movimiento. Con la ayuda de una navaja suiza, abrió con cuidado la tapa de la vitrina que cubría la obra maestra china. Una estridente alarma sonó de inmediato, pero mucho antes de que apareciera el primer guardia Max ya había cambiado los dos reyes, bajado la tapa de la vitrina, abierto una ventana y pasado a la sala siguiente. Estaba estudiando el vestido de un samurái, cuando dos guardias entraron a la carrera en la sala contigua. Uno maldijo al ver la ventana abierta, mientras el otro comprobaba si faltaba algo.

– Bien, ahora querrás saber -dijo Max, que se lo estaba pasando en grande- cómo engañé a ambos hermanos con el mate del loco.-Asentí, pero no volvió a hablar hasta haber liado otro cigarrillo-. Para empezar -continuó Max-, nunca hay que precipitarse en una transacción cuando se está en posesión de algo que desean dos compradores, y en este caso, con desesperación. Mi siguiente visita -hizo una pausa para encender el cigarrillo- fue a una tienda de Charing Cross Road. No tuve que investigar mucho, porque se anunciaba en las Páginas Amarillas, bajo el epígrafe «Ajedrez», con la cita de Marlowe: «La gente que sirve a los maestros y aconseja a los principiantes».

Max entró en la tienda, antigua y polvorienta, donde le recibió un anciano caballero que parecía un peón de la vida: alguien que de vez en cuando avanzaba, pero que tenía el aspecto de que al final sería comido. Desde luego, no era de los que llegaban al otro lado del tablero para convertirse en rey. Max se interesó por un tablero de ajedrez que había en el escaparate. Después lanzó una serie de preguntas bien ensayadas, que casualmente desembocaron en el valor de un rey rojo del Juego Kennington.

– Si esa pieza saliera alguna vez a la venta -musitó el anciano-, el precio podría superar las cincuenta mil libras, porque todo el mundo sabe que hay dos postores seguros.

Esta información hizo que Max introdujera algunos cambios en su plan. El siguiente problema consistía en que su cuenta corriente no le permitiría una visita a Nueva York. Terminó viéndose obligado a «adquirir» varios objetos pequeños de casas grandes, de los que era fácil desprenderse con celeridad, con el fin de ir a Estados Unidos provisto del capital suficiente para llevar a la práctica su plan. Por suerte, se encontraban en plena temporada de criquet.

Cuando Max aterrizó en el aeropuerto JFK, no se molestó en acudir a Sotheby’s o Christie s, sino que pidió al taxista que le llevara a Subastas Phillips, en la calle Setenta y nueve Este. Experimentó un gran alivio cuando, al enseñar la delicada talla robada en el Museo Británico, el joven empleado no demostró un gran interés por la pieza.

– ¿Conoce su procedencia? -preguntó el empleado.

– No -contestó Max-. Hace años que pertenece a mi familia.

Seis semanas después, se publicó un catálogo de artículos en venta. Max se sintió muy complacido al ver que el lote 23 era de procedencia desconocida, con un valor estimado de trescientos dólares. Como no era uno de los objetos merecedores de fotografía, Max tuvo la certeza de que poca gente se interesaría por el rey rojo y, por lo tanto, era improbable que fuera a llamar la atención de Edward o James Kennington. Es decir, hasta que él les informara.

Una semana antes de la fecha prevista para la venta, Max telefoneó a Phillips a Nueva York. Solo hizo una pregunta al joven empleado, quien respondió que, si bien el catálogo había estado disponible durante más de un mes, nadie había mostrado un interés particular por el rey rojo. Max fingió decepción.

La siguiente llamada que hizo Max fue a Kennington Hall, Tentó a su señoría con varios «si», e incluso un «quizá», lo que dio como resultado una invitación para comer con lord Kennington en White’s.

Lord Kennington explicó a su invitado, mientras tomaba un plato de sopa Windsor, que no podía mostrar ningún papel durante la comida, pues era contrario a las normas del club. Max asintió, dejó el catálogo de Phillips debajo de su silla e inició una rocambolesca historia acerca de cómo, por pura casualidad, mientras examinaba la figura de un mandarín por encargo de un cliente, se había topado con el rey rojo.

– No habría reparado en él -aseguró-, si usted no me hubiera contado la historia.

Lord Kennington no se molestó en tomar budín (de pan y mantequilla), queso (cheddar) ni galletas (de harina y agua), sino que propuso que tomaran café en la biblioteca, donde estaba permitido hablar de negocios.

Max abrió el catálogo de Phillips para mostrarle el lote 23, junto con varias fotografías sueltas que no había enseñado al subastador. Cuando lord Kennington vio la suma estimada de trescientos dólares, su siguiente pregunta fue:

– ¿Cree que Phillips habrá hablado a mi hermano de la venta?

– No hay motivos para suponer que haya sido así -contestó Max-. Uno de los empleados que trabajan en la casa de subastas me ha asegurado que el público ha mostrado escaso interés por el lote 23.

– Pero ¿cómo puede estar usted tan seguro de su procedencia?

– Me gano la vida así -dijo Max con seguridad-. Siempre puede exigir que hagan la prueba del carbono 14 y, si me he equivocado, no tendrá que pagar por la pieza.

– No puedo pedir más -repuso lord Kennington-, así que tendré que ir a Estados Unidos y pujar en persona -añadió, al tiempo que daba un golpe sobre el brazo de la butaca de cuero. Una nube de polvo antiguo se elevó en el aire.

– Me pregunto si eso sería prudente, señoría -observó Max-.Al fin y al cabo…

– ¿Por qué? -preguntó lord Kennington.

– Si vuela a Estados Unidos sin más explicaciones, podría despertar una curiosidad innecesaria entre ciertos miembros de su familia. -Max hizo una pausa-.Y si le vieran en una casa de subastas…

– Entiendo -dijo Kennington, y miró a Max-. ¿Qué me aconseja, amigo?

– Sería un placer para mí representar los intereses de su señoría -declaró Max.

– ¿Cuánto me cobraría por dicho servicio? -inquirió lord Kennington.

– Mil libras más los gastos -contestó Max-, y un dos y medio por ciento del precio final, lo cual es una práctica habitual, se lo aseguro.

Lord Kennington sacó el talonario de un bolsillo interior de la chaqueta y escribió la cifra de mil libras.

– ¿A cuánto cree que ascenderá la pieza? -preguntó como si tal cosa.

Max se alegró de que lord Kennington sacara a colación el tema del precio, pues esa habría sido su siguiente pregunta.

– Eso dependerá de si alguien más descubre nuestro pequeño secreto -contestó-. Sin embargo, le aconsejo que fije un límite máximo de cincuenta mil dólares.

– ¿Cincuenta mil? -farfulló lord Kennington con incredulidad.

– No es un precio excesivo -apuntó Max-, teniendo en cuenta que un juego completo podría alcanzar más de un millón… -hizo una pausa- o nada, si su hermano adquiriera el rey rojo.

– Entiendo -repitió Kennington-, pero usted podría conseguirlo por unos cientos de dólares.

– Eso espero -dijo Max.

Max Glover salió del White s Club pocos minutos después de las tres, tras haber explicado a su anfitrión que tenía otra cita por la tarde, lo cual era cierto.

Max consultó su reloj y decidió que aún le quedaba tiempo para pasear por Green Park y no llegar con retraso a su siguiente cita.

Llegó a Sloane Square unos minutos antes de las cuatro y tomó asiento en un banco que se hallaba delante de la estatua de sir Francis Drake. Se puso a ensayar su nuevo guión. Cuando oyó que tocaban las cuatro campanadas del reloj de la torre cercana, se levantó de un brinco y se encaminó hacia Cadogan Square. Se detuvo ante el número 16, subió los escalones y tocó el timbre.

James Kennington abrió la puerta y recibió a su invitado con una sonrisa.

– Le he llamado esta mañana -explicó Max-. Soy Max Glover.

James Kennington le guió hasta el salón y se acomodaron ante una chimenea apagada. El hermano menor se sentó frente a él.

Aunque el apartamento era espacioso, incluso grande, en las paredes se veían algunos contornos dejados por cuadros que en otros tiempos habían colgado de ellas. Max sospechó que no los estaban limpiando o enmarcando de nuevo. Los ecos de sociedad aludían con frecuencia a la afición a la bebida del honorable James e insinuaban la existencia de varias deudas de juego impagadas.

Cuando Max terminó su relato, estaba bien preparado para la primera pregunta del honorable James.

– ¿Cuánto cree que alcanzará la pieza, señor Glover?

– Unos cientos de dólares -contestó Max-. Eso suponiendo que su hermano no se entere de la subasta. -Hizo una pausa y bebió un poco de té-. En tal caso, más de cincuenta mil.

– Pero yo no tengo cincuenta mil dólares -adujo James. Max ya lo sabía-. Si mi hermano se enterara, yo no tendría nada que hacer. Las disposiciones del testamento no pueden ser más claras: quien encuentre el rey rojo heredará el juego.

– Yo podría aportar el capital necesario para conseguir la pieza -dijo Max con toda tranquilidad-, si a cambio usted accediera a venderme el juego.

– ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? -preguntó James.

– Medio millón -contestó Max.

– Pero Sotheby’s ha valorado el juego completo en más de un millón -protestó James.

– Es posible -dijo Max-, pero medio millón es mejor que nada, y ese sería el resultado si su hermano se enterara de la existencia del rey rojo.

– Sin embargo, ha dicho que el rey rojo podría venderse por unos pocos centenares…

– En cuyo caso solo necesitaría mil libras por adelantado, además del dos y medio por ciento del precio final -dijo Max por segunda vez aquella tarde.

– Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir -repuso James con la sonrisa de quien está convencido de tener la sartén por el mango-. Si el rey rojo se vendiera por menos de cincuenta mil -continuó-, yo podría reunir esa cantidad. Si supera esa cifra, cómprelo usted y yo le venderé el juego por medio millón. -James bebió un poco de té-. No pierdo en ninguno de ambos supuestos.

«Ni yo», pensó Max, mientras extraía un contrato de un bolsillo interior. James lo leyó con parsimonia. Alzó la vista.

– Sin duda estaba convencido de que aceptaría su plan, señor Glover -dijo.

– De no haber sido así, mi siguiente visita habría sido a su hermano -dijo Max-,y usted se habría quedado sin nada. Al menos ahora, para utilizar sus propias palabras, no pierde en ninguno de ambos supuestos.

– Imagino que tendré que ir a Nueva York -dijo James.

– No es necesario -repuso Max-. Puede pujar por teléfono, lo que tiene la ventaja añadida de que nadie sabe quién está al otro extremo de la línea.

– ¿Cómo voy a hacerlo? -preguntó James.

– No podría ser más sencillo -respondió Max-. La subasta empieza a las dos de la tarde, siete de la tarde en Londres. El rey rojo es el lote 23. Me encargaré de que Phillips le llame en cuanto lleguen al 21. Solamente para asegurarnos de que usted estará sentado al lado del teléfono y la línea permanece libre.

– ¿Y usted lo comprará si el precio supera los cincuenta mil?

– Le doy mi palabra -dijo Max mirándole a los ojos.

Max voló a Nueva York el fin de semana anterior a la subasta. Se alojó en un pequeño hotel del East Side, en una habitación no mayor que una celda, porque solo llevaba dinero suficiente para cubrir la fase final de la partida.

El lunes por la mañana, se levantó temprano. No había podido dormir debido a la acción combinada del tráfico de Nueva York y las sirenas de la policía. Aprovechó el tiempo para repasar una y otra vez todas las permutaciones posibles una vez que empezara la subasta. Sería el centro de atención durante menos de dos minutos y, si fracasaba, tomaría el siguiente vuelo a Heathrow sin otra recompensa por sus esfuerzos que una cuenta bancaria en números rojos.

Compró un bagel en la esquina de la Tercera con la Sesenta y seis y recorrió unas cuantas manzanas más hasta llegar a Phillips. Pasó el resto de la mañana en la subasta de un manuscrito que se celebró en la sala donde después se ofrecería la pieza china. Estuvo sentado en silencio al fondo de la estancia, fijándose en el estilo estadounidense de conducir una subasta para no meter la pata más tarde.

Max no comió nada, y no solo porque ya había estirado hasta el límite sus escasos fondos. Aprovechó el tiempo para hacer dos llamadas al otro lado del Atlántico; la primera, a lord Kennington, a fin de confirmar que aún contaba con su aprobación para pujar por el rey rojo hasta la cifra límite de cincuenta mil dólares. Max le aseguró que, en cuanto cayera el mazo, le telefonearía para informarle de la cantidad por la que había sido adjudicado. Unos minutos después, efectuó una segunda llamada, esta vez al honorable James Kennington, a su casa de Cadogan Square. James descolgó al instante y se mostró claramente aliviado al oír la voz de Max al otro extremo de la línea. Max repitió al honorable James la promesa que había hecho a lord Kennington.

Max colgó y se dirigió hacia la ventanilla de pujas, donde dio al empleado el número de teléfono de James Kennington y le informó de su intención de pujar por el lote 23.

– Déjelo en nuestras manos -dijo el empleado-. No se preocupe; le llamaremos con antelación.

Max dio las gracias, volvió a la sala de subastas y se sentó en el lugar que había elegido, en un extremo de la octava fila, de modo que la tribuna del subastador quedaba a su derecha. Empezó a pasar las páginas del catálogo mirando objetos que no le interesaban en absoluto. Mientras esperaba impaciente a que se iniciara la subasta del primer lote, intentó adivinar quiénes eran los anticuarios, quiénes iban a pujar en serio y quiénes eran simples curiosos.

Cuando a las dos menos cinco el subastador subió los escalones de la tribuna, la sala estaba llena de rostros expectantes. A las dos en punto el subastador sonrió a la clientela.

– Lote número 1 -anunció-. Un pescador de marfil delicadamente tallado.

La pieza se vendió por ochocientos cincuenta dólares. Nada presagiaba los emocionantes acontecimientos que se avecinaban.

El lote 2 alcanzó los mil dólares, pero no fue hasta el lote 17 (la estatuilla de un mandarín que, inclinado sobre un escritorio, leía un libro mayor) cuando se llegó a la cota de los cinco mil dólares.

Un par de anticuarios interesados tan solo por los lotes posteriores entraron en la sala, mientras otros dos se marchaban después de haber triunfado o fracasado en la consecución del objeto deseado. Max oía los latidos de su corazón, aunque todavía faltaba bastante para que el subastador llegara al lote 23.

Fijó su atención en una hilera de teléfonos dispuestos sobre una mesa larga a un lado de la sala. Solo había tres ocupados.

Cuando el subastador anunció el lote 21, una empleada empezó a marcar un número. Poco después, ahuecó una mano sobre el auricular y susurró algo. Cuando llegó el lote 22, volvió a hablar unos momentos con el cliente. Max supuso que debía de estar avisando ajames Kennington de que el rey rojo sería el siguiente objeto en subastarse.

– Lote 23 -anunció el subastador, mientras echaba un vistazo a sus notas-. Un rey rojo de talla exquisita, procedencia desconocida. Se abre la subasta con trescientos dólares.

Max levantó el catálogo.

– ¿Quinientos? -preguntó el subastador, al tiempo que se volvía hacia la empleada del teléfono. La joven susurró en el auricular y a continuación asintió con firmeza.

El subastador volvió de nuevo su atención hacia Max, quien levantó el catálogo antes incluso de que se anunciara un precio.

– Tengo una oferta de mil dólares -dijo el subastador mirando a la joven del teléfono-. Dos mil -aventuró, y se sorprendió al ver que la empleada asentía al instante-. ¿Tres mil? -sugirió a Max.

El catálogo se alzó de nuevo, y varios anticuarios sentados al fondo de la sala empezaron a murmurar entre sí.

– ¿Cuatro mil? -preguntó el subastador mirando con incredulidad a la empleada del teléfono.

Cinco mil, seis mil, siete mil, ocho mil, nueve mil y diez mil se sucedieron en menos de un minuto. El subastador intentaba con desesperación aparentar que aquello era exactamente lo que esperaba, mientras los murmullos aumentaban de intensidad. Al parecer todo el mundo se había forjado su propia opinión. Un par de anticuarios abandonaron sus asientos y retrocedieron a toda prisa hacia el fondo de la sala con la esperanza de encontrar una explicación a aquel frenesí de pujas. Algunos empezaban a extraer conclusiones, pero no estaban dispuestos a pujar en aquel ambiente febril, sobre todo porque las cantidades aumentaban de cinco mil en cinco mil dólares.

Max levantó el catálogo en respuesta a la pregunta del subastador.

– ¿Cuarenta y cinco mil? Ofrece cuarenta y cinco mil -dijo el subastador -mirando a la chica del teléfono.

Todo el mundo se volvió hacia ella para ver qué respondía. Por primera vez la empleada vaciló. El subastador repitió «cincuenta mil». La joven susurró la cifra en el auricular y tras una larga pausa asintió, pero sin el mismo entusiasmo de antes.

Cuando ofrecieron la pieza a Max, por cincuenta y cinco mil dólares, también titubeó, hasta que al final levantó el catálogo.

– ¿Sesenta mil? -preguntó el subastador a la empleada del teléfono.

Max esperó nervioso, mientras la chica ahuecaba la mano sobre el auricular y repetía la cifra. En la frente de Max empezaron a formarse gotas de sudor, mientras se preguntaba si James Kennington habría logrado reunir más de cincuenta mil dólares, con lo cual estaba a punto de arruinarse. Después de lo que se le antojó una eternidad (veinte segundos, en realidad) la empleada negó con la cabeza. Colgó el auricular.

Cuando el subastador sonrió en dirección a Max y dijo: «Adjudicado al caballero de mi izquierda por cincuenta y cinco mil dólares», Max se sintió mareado, triunfante, aturdido y aliviado al mismo tiempo.

Permaneció en su sitio a la espera de que el tumulto se calmara. Después de que se subastara una docena más de lotes salió con sigilo de la sala, ajeno a las miradas recelosas de los anticuarios, que se preguntaban quién era. Caminó por la gruesa alfombra verde y se detuvo ante el mostrador de compras.

– Quiero dejar un depósito por el lote 23.

La empleada consultó su lista.

– Un rey rojo -dijo, y comprobó el precio-. Cincuenta y cinco mil dólares -añadió, y miró a Max a la espera de que lo confirmara.

El asintió, mientras la empleada empezaba a rellenar las casillas del documento de compra. Un momento después, dio la vuelta al documento para que Max lo firmara.

– El depósito, pues, será de cinco mil quinientos dólares -dijo-. El resto ha de entregarse antes de veintiocho días.

Max asintió sin inmutarse, como si conociera bien el procedimiento. Firmó el contrato y extendió un talón por cinco mil quinientos dólares que vaciaría su cuenta. Lo empujó sobre el mostrador. La empleada le entregó la copia del contrato y se quedó con el duplicado. Cuando comprobó la firma, vaciló. Quizá se trataba de una coincidencia; al fin y al cabo Glover era un apellido corriente. No quería insultar a un cliente, pero sabía que tendría que informar de la anomalía al departamento de conformidad antes de que intentaran cobrar el talón.

Max salió de la casa de subastas y se dirigió hacia el norte, en dirección a Park Avenue. Entró con paso seguro en Sotheby Parke Bernet y se encaminó al mostrador de recepción. Preguntó si podía hablar con el jefe del departamento oriental. Solo tuvo que esperar unos minutos.

En esta ocasión Max no perdió el tiempo con preguntas preliminares, que solo habrían sido una cortina de humo para disimular sus verdaderas intenciones. Al fin y al cabo, como la empleada de ventas de Phillips había subrayado, solo disponía de veintiocho días para completar la transacción.

– Si el Juego de Ajedrez Kennington saliera a la venta, ¿qué cantidad esperaría recaudar? -preguntó.

El experto le miró con cierta incredulidad, si bien ya estaba al corriente de la venta del rey rojo en Phillips y del precio final.

– Setecientos cincuenta mil dólares, y hasta es posible que un millón -fue la respuesta.

– Si yo pudiera entregar el Juego Kennington, y usted estuviera en situación de autenticarlo, ¿qué cantidad adelantaría Sotheby´s sobre una futura venta?

– Cuatrocientos mil dólares, tal vez quinientos mil, si la familia pudiera confirmar que se trataba del Juego Kennington.

– Me pondré en contacto con ustedes -dijo Max, con todos sus problemas inmediatos y a largo plazo solucionados.

Max pagó la cuenta del pequeño hotel del East Side aquella misma noche y fue en un taxi al aeropuerto Kennedy. En cuanto el avión despegó, se durmió como un tronco, por primera vez desde hacía días.

El 727 aterrizó en Heathrow justo cuando el sol salía sobre el Támesis. Como no tenía nada que declarar, Max tomó el expreso a Paddington y llegó a su piso a la hora del desayuno. Empezó a fantasear sobre un futuro en el que comería cada día en su restaurante favorito y siempre iría en taxi, en lugar de tener que esperar al autobús.

Una vez terminado el desayuno, Max puso los platos en el fregadero y se arrellanó en una cómoda butaca. Empezó a pensar en su siguiente movimiento, convencido de que, ahora que el rey rojo había encontrado su lugar en el tablero, la partida acabaría en jaque mate.

A las once (una hora apropiada para telefonear a un lord del reino), llamó a Kennington Hall. El mayordomo pasó la llamada a lord Kennington, cuyas primeras palabras fueron:

– ¿Lo ha conseguido?

– Por desgracia no, señoría -contestó Max-. Un postor anónimo nos ganó la mano. Cumplí sus instrucciones al pie de la letra y dejé de pujar cuando se llegó a los cincuenta mil dólares. -Hizo una pausa-. El precio final fueron cincuenta y cinco mil dólares.

Siguió un largo silencio.

– ¿Cree que el otro licitador pudo ser mi hermano?

– No hay forma de saberlo -respondió Max-. Solo puedo decirle que pujó por teléfono, sin duda con el deseo de mantener el anonimato.

– Pronto lo averiguaré -dijo Kennington, y colgó.

– Desde luego que sí -admitió Max, y empezó a marcar un número de Chelsea-. Felicidades -dijo en cuanto oyó la voz engolada del honorable James-. He comprado la pieza, de manera que ahora se encuentra en situación de reclamar la herencia, según las cláusulas del testamento.

– Buen trabajo, Glover-dijo James Kennington.

– En cuanto usted entregue el resto del juego, mis abogados le extenderán, según les he indicado, un cheque por valor de cuatrocientos cuarenta y cinco mil dólares -dijo Max.

– Pero habíamos acordado medio millón -farfulló James.

– Menos los cincuenta y cinco mil que pagué por el rey rojo. -Max hizo una pausa-. Lo encontrará especificado en el contrato.

– Pero… -empezó a protestar James.

– ¿Prefiere que llame a su hermano? -preguntó Max, justo cuando sonaba el timbre de la puerta-. Porque todavía estoy en posesión de la pieza. -James no dijo nada-. Piénselo -añadió Max-, mientras voy a abrir la puerta.

Max dejó el auricular sobre la mesita auxiliar y se dirigió al vestíbulo casi frotándose las manos. Quitó la cadena, accionó la cerradura Yale y abrió la puerta unos centímetros. Había dos hombres altos, vestidos con gabardinas idénticas, delante de él.

– ¿Max Victor Glover? -preguntó uno.

– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó a su vez Max.

– Soy el inspector de policía Armitage, de la Brigada Antifraude, y este es el oficial Willis.-Ambos mostraron su tarjeta de identificación, que Max conocía muy bien-. ¿Podemos entrar, señor?

Una vez que hubieron tomado declaración a Max, la cual consistió en poco más que «he de hablar con mi abogado», ambos hombres se marcharon. A continuación, fueron a Yorkshire para hablar con lord Kennington. Tras haber obtenido una declaración detallada de su señoría, regresaron a Londres para interrogar a su hermano James. La policía descubrió que se mostraba igual de colaborador.

Una semana después, Max fue detenido por estafa. El juez tuvo en cuenta su historial y no admitió fianza.

– Pero ¿cómo descubrieron que habías robado el rey rojo? -pregunté.

– No lo descubrieron -contestó Max, mientras apagaba el cigarrillo.

Dejé la pluma.

– Creo que no lo entiendo -murmuré desde la litera de arriba.

– Ni yo -admitió Max-, al menos hasta que supe de qué me acusaban. -Guardé silencio, mientras mi compañero de celda se ponía a liar otro cigarrillo-. Cuando me leyeron el pliego de cargos -continuó-, nadie se sorprendió más que yo.

»“Max Victor Glover, se le acusa de intentar obtener dinero mediante engaños. A saber, el 17 de octubre de 2000, pujó cincuenta y cinco mil dólares por un rey rojo, lote 23, en la casa de subastas Phillips de Nueva York, al tiempo que animaba a otras partes a licitar contra usted sin informarles de que era propietario de la pieza.”

Una pesada llave giró en la cerradura y la puerta de nuestra celda se abrió.

– Visitas -berreó el oficial del ala.

– Como verás -dijo Max, mientras se levantaba de la litera-, me acusaron de un delito que no había cometido y me condenaron por un delito que no había cometido.

– Pero ¿por qué te metiste en una farsa tan complicada, en lugar de vender el rey rojo a cualquiera de los hermanos?

– Porque entonces tendría que haberles explicado cómo había obtenido la pieza y, si me hubieran detenido…

– Pero es que te detuvieron.

– Pero no me acusaron de robo -me recordó Max.

– ¿Qué fue del rey rojo? -pregunté, mientras salíamos al pasillo y nos dirigíamos hacia el pabellón de visitas.

– Se lo entregaron a mi abogado después del juicio -respondió Max- y ahora está guardado en su caja fuerte, donde permanecerá hasta que me concedan la libertad.

– Pero eso significa… -empecé.

– ¿Conoces a lord Kennington? -preguntó Max como si tal cosa

– No -contesté.

– En ese caso, te lo presentaré, amigo -dijo imitando el acento de su señoría-, porque viene a verme esta tarde. -Max hizo una pausa-. Intuyo que su señoría quiere hacerme una oferta por el rey rojo.

– ¿La aceptarás? -pregunté.

– Tranquilo, Jeff-contestó Max cuando entramos en la sala de visitas-. No podré responder a esa pregunta hasta la semana que viene, cuando reciba la visita de su hermano James.

La sabiduría de Salomón

O cúpate de tus asuntos -fue el consejo de Carol.

– Pero es asunto mío -recordé a mi mujer cuando me metí en la cama-. Bob y yo somos amigos desde hace más de veinte años.

– Razón de más para que te guardes tus consejos -insistió ella.

– Es que esa chica no me cae bien -expliqué.

– Lo has dejado muy claro durante la cena -me recordó Carol, mientras apagaba la luz de su lado.

– Tú también eres consciente de que esto acabará en lágrimas.

– En ese caso tendrás que comprar una caja de Kleenex grande.

– Solo busca su dinero -murmuré.

– No tiene -repuso Carol-. Bob se gana bien la vida, pero eso no le coloca en la misma liga que Abramovich. [5]

– Es posible, pero mi deber de amigo es aconsejarle que no se case con ella.

– En este momento no quiere oírlo -aseguró Carol-, así que ni lo pienses.

– Explícame, oh, sabia -dije, mientras ahuecaba mi almohada-, por qué no.

Carol hizo caso omiso de mi sarcasmo.

– Si acaba en los tribunales con una demanda de divorcio, quedarás como un engreído. Si el matrimonio rezuma felicidad, él no te perdonará nunca… y ella tampoco.

– No tenía pensado decírselo a ella.

– Ella ya sabe muy bien cuál es tu opinión -dijo Carol-. Créeme.

– No durarán ni un año -predije.

En ese momento sonó el teléfono de mi mesilla. Lo descolgué rezando para que no fuera un paciente.

– Solo quiero hacerte una pregunta -dijo una voz que no necesitaba presentación.

– ¿Cuál es, Bob? -pregunté.

– ¿Serás mi padrino?

Bob Radford y yo nos conocimos en el hospital de St. Thomas cuando éramos internos. Para ser más preciso, entramos en contacto en el campo de rugby, cuando me placó justo en el momento en que yo pensaba que iba a marcar el tanto de la victoria. En aquellos días jugábamos en equipos contrarios.

Después de incorporarnos a Guy’s como médicos internos residentes entramos en el mismo equipo de rugby, y a mitad de semana jugábamos una partida de squash, que siempre ganaba él. Durante el último año compartimos vivienda en Lambeth. No hacía falta ir muy lejos para encontrar compañía femenina, pues en St. Thomas había más de tres mil enfermeras, la mayoría de las cuales quería sexo y, por algún misterioso motivo, consideraban que los médicos eran una apuesta segura. Los dos ardíamos en deseos de aprovechar nuestra nueva situación. Y entonces me enamoré.

Carol también era interna en Guy´s y durante nuestra primera cita dejó muy claro que no deseaba una relación a largo plazo. Sin embargo, subestimó mi único talento: la persistencia. Cedió por fin cuando le propuse matrimonio por novena vez.

Carol y yo nos casamos unos meses después de que ella obtuviera el título.

Bob tomó la dirección contraria. Siempre que le invitábamos a cenar, aparecía con una acompañante nueva. A veces yo confundía los nombres, una equivocación que Carol jamás cometía. No obstante, con el paso de los años hasta su apetito de nuevos manjares se moderó. Al fin y al cabo, los dos acabábamos de cumplir los cuarenta. Pero no contribuyó a aplacar sus ánimos el hecho de que el periodicucho de los estudiantes lo eligiera el soltero más apetecible del hospital, sobre todo porque su consulta privada era una de las más prósperas de Londres. Tenía un piso en Harley Street y estaba a salvo de los gastos que suelen relacionarse con la felicidad matrimonial. No obstante, daba la impresión de que eso había llegado a su fin.

Cuando Bob nos invitó a cenar para presentarnos a Fiona, a quien describió como la mujer con la que iba a pasar el resto de su vida, Carol y yo nos quedamos sorprendidos y complacidos. También nos sentimos un poco perplejos, porque no conseguíamos recordar el nombre de su última novia. Estábamos bastante seguros de que no era Fiona.

Cuando llegamos al restaurante, los vimos sentados al fondo de la sala, cogidos de la mano. Bob se levantó para saludarnos y de inmediato nos presentó a Fiona como la chica más maravillosa del mundo. Para ser justo con la mujer, ningún varón con sangre en las venas habría podido negar los atributos físicos de Fiona. Debía de medir un metro y setenta y tres centímetros, de los cuales setenta y cinco correspondían a las piernas, ensambladas a una figura perfeccionada sin duda en un gimnasio y con una dieta a base de lechuga y agua.

Nuestra conversación durante la cena fue bastante limitada, en parte porque Bob se pasó la mayor parte del rato mirando a Fiona de una forma que debería reservarse para los desnudos de Donatello. Al final de la velada yo había llegado a la conclusión de que Fiona acabaría costando lo mismo que un cuadro del mencionado pintor, y no solo porque leyó la lista de vinos de abajo arriba, pidió caviar de primero y, con una dulce sonrisa, pasta cubierta de trufa blanca.

A decir verdad, Fiona era la clase de rubia de piernas largas con la que cualquier hombre ansia toparse en un taburete del bar de un hotel, ya avanzada la noche y, preferiblemente, en otro continente. Soy incapaz de decirles su edad, pero durante la cena me enteré de que había estado casada tres veces antes de conocer a Bob. No obstante, nos aseguró que en esta ocasión había dado con el hombre ideal.

Me sentí muy aliviado de poder escapar aquella noche y, como ya se habrán dado cuenta, no tardé mucho en informar a mi esposa de la opinión que me merecía Fiona.

La boda se celebró tres meses después en el registro civil de Chelsea, en King’s Road. A la ceremonia asistieron varios amigos de Bob de St. Thomas y Guy’s, a algunos de los cuales yo no veía desde los tiempos en que jugábamos al rugby. No me pareció prudente indicar a Carol que Fiona no parecía tener amistades, al menos ninguna que deseara acudir a sus últimos esponsales.

Guardé silencio al lado de Bob cuando el responsable del registro entonó:

– Si alguno de los presentes tiene alguna razón para que esta boda no se celebre, que hable ahora o calle para siempre.

Me entraron ganas de dar mi opinión, pero Carol estaba demasiado cerca para correr ese riesgo. Debo confesar que Fiona estaba radiante en esa ocasión, no muy diferente de una pitón dispuesta a devorar un cordero… entero.

El banquete de bodas se celebró en el Lucio s de Fulham Road. El discurso del padrino habría sido más coherente si no hubiera tomado tanto champán, o de haberme creído siquiera una de las palabras que pronuncié.

Cuando me senté y recibí unos indulgentes aplausos, Carol no se inclinó hacia mí para felicitarme. La esquivé hasta que nos reunimos con los novios en la acera, delante del restaurante. Bob y Fiona se despidieron antes de subir a una limusina blanca que les conduciría a Heathrow. Allí tomarían un avión con destino a Acapulco, donde pasarían tres semanas de luna de miel. Ni el medio de transporte hasta Heathrow, que habría podido acomodar sin problemas a todos los invitados, ni el destino del viaje de novios habían sido elección de Bob. Una información que no transmití a Carol, pues sin duda me habría acusado de albergar prejuicios… y habría estado en lo cierto.

No puedo decir que viera mucho a Fiona durante su primer año de matrimonio, si bien Bob llamaba de vez en cuando, pero desde su consulta de Harley Street. Incluso llegamos a comer juntos en alguna ocasión, pero al parecer no lograba encontrar 1111 hueco para un partido vespertino de squash.

Durante dichas comidas Bob nunca dejaba de cantar las alabanzas de su notable esposa, como si conociera mi opinión sobre ella, aunque jamás expresé mis verdaderos sentimientos. Supongo que por ese motivo nunca nos invitaron a cenar a su casa y, cuando les invitábamos a la nuestra, Bob siempre ponía una excusa poco convincente, como que tenía que visitar a un paciente o que iba a estar fuera de la ciudad en esa noche concreta.

El cambio empezó de una forma sutil, casi imperceptible. Nuestras comidas adquirieron mayor regularidad, incluso jugábamos de vez en cuando un partido de squash, pero tal vez lo más relevante fue que cada vez hacía menos referencias a la inminente santificación de Fiona.

Fue poco después del fallecimiento de una tía de Bob, la señorita Muriel Pembleton, cuando el cambio se hizo mucho más evidente. Para ser sincero, yo ni siquiera sabía que Bob tenía una tía, y mucho menos que fuera el único heredero de Pembleton Electronics.

The Times revelaba que la señorita Pembleton había dejado poco más de siete millones de libras en acciones y propiedades, así como una colección de arte considerable. Con la excepción de alguna donación de escasa importancia a organizaciones caritativas, su sobrino se convirtió en el único beneficiario. Que Dios le bendiga, porque entrar en posesión de una fortuna tan sustanciosa no cambió en absoluto a Bob, pero no pudo decirse lo mismo de Fiona.

Cuando llamé a Bob para felicitarle por su buena suerte, no parecía muy animado. Preguntó si podíamos quedar para comer, porque deseaba que le aconsejara sobre un asunto personal.

Nos encontramos un par de horas después en un pub gastronómico cercano a Devonshire Place. Bob no habló de nada importante hasta después de que el camarero hubiera tomado nota, pero en cuanto sirvieron los entrantes, Fiona fue el único plato del menú. Aquella mañana había recibido una carta del bufete de abogados Abbott Crombie y Compañía, en la que se le anunciaba sin la menor ambigüedad que su esposa había solicitado el divorcio.

– Justo en el momento adecuado -observé sin el menor tacto.

– Y yo ni siquiera me di cuenta -dijo Bob.

– ¿Darte cuenta? -pregunté-. ¿De qué?

– De cómo Fiona cambió de actitud hacia mí poco después de conocer a tía Muriel. De hecho, esa misma noche, estaba literalmente colada por mí.

Recordé a Bob lo que Woody Allen había dicho sobre el tema. El señor Allen no entendía por qué Dios había concedido al hombre un pene y un cerebro, pero no la sangre suficiente para conectar los dos. Bob rió por primera vez aquel día, pero unos minutos después se sumió en un sombrío silencio lastimero.

– ¿Puedo ayudarte de alguna manera? -pregunté.

– Solo si conoces el nombre de algún abogado matrimonialista de primera -contestó Bob-, porque me han dicho que la señora Abbott tiene fama de chupar hasta la última gota de sangre en nombre de sus clientes, sobre todo después de la última ley a favor de las esposas que aprobaron los lores.

– La verdad es que no -dije-. Como llevo dieciséis años felizmente casado, creo que soy el hombre menos idóneo para aconsejarte. ¿Por qué no hablas con Peter Mitchell? Al fin y al cabo, con cuatro ex esposas, seguro que puede decirte cuál es el mejor abogado disponible.

– He llamado a Peter esta misma mañana -admitió Bob-. Siempre le ha representado la señora Abbott. Me ha dicho que ya es como de la familia.

Durante las semanas siguientes Bob y yo volvimos a jugar a squash con regularidad y empecé a ganarle por primera vez. Después cenaba con Carol y conmigo. Intentábamos evitar cualquier conversación relacionada con Fiona. Sin embargo, se le escapó que ella se negaba a abandonar el escenario con elegancia, incluso después de que le hubiera ofrecido la mitad de la herencia de tía Muriel.

A medida que las semanas se convertían en meses, Bob empezó a adelgazar, y sus rizos dorados encanecieron prematuramente. Por su parte, Fiona parecía cada vez más fuerte y salvaba cada nuevo obstáculo como un avezado purasangre. En lo tocante a la táctica, Fiona entendía muy bien el juego a largo plazo; claro que gozaba de la ventaja de haber conseguido en el pasado tres victorias, y no cabía duda de que esperaba la cuarta.

Debió de pasar un año hasta que Fiona aceptó por fin llegar a un acuerdo. Todas las propiedades de Bob se dividirían en dos partes iguales, y también asumiría las costas derivadas del litigio. Se fijó una fecha para la firma oficial. Accedí a ser testigo y a dar a Bob, como Carol lo describió, un apoyo moral que necesitaba mucho.

Ni siquiera llegué a quitar el capuchón de mi pluma, porque Fiona estalló en lágrimas mucho antes de que la señora Abbott hubiera leído las cláusulas. Afirmó que la habían tratado con crueldad y que por culpa de Bob había sufrido una crisis nerviosa. Después salió como una exhalación del despacho sin más palabras. Debo confesar que nunca había visto a Fiona menos nerviosa. Ni siquiera la señora Abbott pudo disimular su exasperación.

Harry Dexter, a quien Bob había elegido como abogado, le advirtió de que probablemente el problema desembocaría en una larga y cara batalla legal si no conseguía llegar a un acuerdo. El señor Dexter le informó por añadidura de que con frecuencia los jueces ordenaban a la parte acusada que sufragará los gastos de la parte perjudicada. Bob se encogió de hombros y no se molestó en contestar.

Una vez que ambas partes aceptaron que no se podía llegar a un acuerdo extrajudicial, se fijó una fecha para la vista.

El señor Dexter estaba decidido a rebatir las indignantes exigencias de Fiona con feroz encono, y al principio Bob siguió todas sus recomendaciones. Sin embargo, con cada nueva exigencia de la otra parte, la resolución de Bob flaqueaba, hasta que, como un boxeador noqueado, estuvo dispuesto a tirar la toalla. A medida que se acercaba el día de la vista, se deprimía cada vez más, y hasta empezó a decir: «¿Por qué no le doy todo, ya que es la única manera de que quede satisfecha?». Carol y yo intentamos animarle, pero con escaso éxito, y hasta al señor Dexter le costaba convencer a su cliente de que resistiera.

Ambos aseguramos a Bob que estaríamos en el palacio de justicia para apoyarle el día de la vista.

Carol y yo ocupamos nuestros sitios en la galería de la sala número tres, división matrimonial, el último jueves de junio, y esperamos a que se iniciara el juicio. A las diez menos diez los funcionarios del tribunal empezaron a entrar para ocupar sus asientos. Pocos minutos después llegó la señora Abbott, acompañada de Fiona. Miré a la demandante, que no llevaba joyas y vestía un traje negro más apropiado para un funeral: el de Bob.

Un momento después, apareció el señor Dexter, seguido de Bob. Se sentaron a la mesa que había al otro lado de la sala.

Cuando dieron las diez, mis peores temores se materializaron. Entró en la sala la jueza, que me recordó al instante a la enfermera de mi colegio, una tirana convencida de que el castigo no tenía por qué adecuarse al delito. La jueza ocupó su lugar en el tribunal y sonrió a la señora Abbott. Tal vez habían ido juntas a la universidad. La señora Abbott se levantó y le devolvió la sonrisa. Después procedió a combatir por cada objeto propiedad de Bob e incluso discutió quién debería quedarse con los gemelos de su universidad, diciendo que habían llegado al acuerdo de que todas las posesiones del señor Radford se dividirían a partes iguales y, por lo tanto, si él se quedaba un gemelo, su dienta tenía derecho al otro.

A medida que pasaban las horas, las exigencias de Fiona aumentaban. Al fin y al cabo, explicó la señora Abbott, ¿acaso su cliente no había renunciado a una vida feliz en Estados Unidos, con un lucrativo negocio familiar (algo que yo ignoraba hasta aquel momento), a fin de dedicarse en cuerpo y alma a su marido? Solo para descubrir que raras veces llegaba a casa antes de las ocho de la tarde, y solo después de haber ido a jugar al squash con sus amigos, y cuando por fin aparecía (la señora Abbott hizo una pausa), borracho, no quería probar la cena que ella había pasado horas preparando (nueva pausa), y cuando al fin se iban a la cama, no tardaba en sumirse en un sopor alcohólico. Me levanté para protestar, pero un alguacil me conminó a sentarme; de lo contrario, se me ordenaría abandonar la sala. Carol tiró con firmeza de mi chaqueta.

La señora Abbott llegó al final de sus exigencias, con la propuesta de que su dienta debía recibir la casa de campo (de tía Muriel), mientras a Bob se le permitiría conservar su aparta mentó de Londres; ella debía quedarse la villa de Caniles (de tía Muriel), mientras él podía continuar en su piso de Harley Street (alquilado). Por último la señora Abbott fijó su atención en la colección de arte de tía Muriel, que consideraba debía dividirse también en dos partes: para su dienta, el Monet, y para él, el Manguin; para su dienta, el Picasso, y para él, el Pasmore; para ella, el Bacon, etcétera. Cuando la señora Abbott se sentó por fin, la jueza Butler señaló que tal vez deberían concederse un descanso para comer.

Durante la comida, que quedó intacta, el señor Dexter, Carol y yo intentamos con valentía convencer a Bob de que debía luchar. Pero él no quiso hacernos caso.

– Si puedo conservar todo lo que tenía antes del fallecimiento de mi tía -insistió Bob-, me conformo.

El señor Dexter estaba seguro de que podía obtener mucho más, pero Bob no parecía demasiado interesado en oponer resistencia.

– Acabemos con esto de una vez -ordenó-. Procure no olvidar quién paga las costas.

Cuando volvimos a la sala a las dos de la tarde, la jueza se volvió hacia el abogado de Bob.

– ¿Qué tiene que decir sobre todo esto, señor Dexter? -preguntó.

– Estamos de acuerdo en proceder a la división de las posesiones de mi cliente, tal como ha propuesto la señora Abbott -contestó él con un suspiro exagerado.

– ¿Están de acuerdo en seguir las recomendaciones de la señora Abbott? -repitió la jueza con incredulidad.

Una vez más, el señor Dexter miró a Bob, quien se limitó a asentir, como un perro en el asiento trasero de un coche.

– Así sea -dijo la jueza Butler, incapaz de disimular su sorpresa.

Estaba a punto de dictar sentencia, cuando Fiona se puso a llorar. Se inclinó hacia la señora Abbott y le susurró algo al oído.

– Señora Abbott -dijo la jueza Butler, sin hacer caso de los sollozos de la demandante-, ¿puedo sancionar este acuerdo?

– Por lo visto no -respondió la señora Abbott, al tiempo que se levantaba con expresión algo avergonzada-. Al parecer mi dienta opina que este acuerdo favorece al acusado.

– ¿De veras? -preguntó la jueza Butler, y se volvió hacia Fiona.

La señora Abbott tocó el hombro de su dienta y le susurró algo al oído. Fiona se puso en pie al instante y permaneció con la cabeza gacha mientras la jueza hablaba.

– Señora Radford -empezó, con la vista clavada en Fiona-, ¿debo entender que ya no le gusta el acuerdo al que en su nombre ha llegado su abogada?

Fiona asintió tímidamente.

– En tal caso, voy a proponer una solución, que confío conduzca este caso a una rápida conclusión.

Fiona levantó la vista y sonrió con dulzura a la jueza, mientras Bob se hundía en su asiento.

– Tal vez sería más fácil, señora Radford, si usted confeccionara dos listas, para someterlas a la consideración del tribunal, en las cuales refleje lo que considera una división justa y equitativa de los bienes de su marido.

– Me parece bien, señoría -repuso Fiona con docilidad.

– Señor Dexter, ¿aprueba esta decisión? -preguntó la jueza al abogado de Bob.

– Sí, señoría -contestó él procurando disimular su exasperación.

– ¿Debo entender que esas son las instrucciones de su cliente?

El señor Dexter miró a Bob, quien ni siquiera se molestó en dar su opinión.

– Señora Abbott -prosiguió la jueza mirando a la abogada de Fiona-, quiero su palabra de que su dienta no rechazará el acuerdo.

– Puedo asegurarle, señoría, que lo aceptará sin vacilar -repuso la abogada de Fiona.

– Así sea -dijo la jueza Butler-. El juicio se aplaza hasta mañana a las diez, cuando examinaré las listas de la señora Radford.

Carol y yo salimos a cenar con Bob aquella noche. Un gesto estéril. Apenas abrió la boca para hablar o comer.

– Que se lo quede todo -dijo por fin, mientras tomábamos café-, porque será la única manera de deshacerme de esa mujer.

– Pero tu tía no te habría legado esa fortuna de haber sabido que esto acabaría así.

– Ni tía Muriel ni yo imaginábamos algo semejante -repuso Bob con resignación-. El sentido de la oportunidad de Fiona es irreprochable. Después de conocer a mi tía solo necesitó un mes para aceptar mi proposición de matrimonio.-Bob se volvió hacia mí con una mirada acusadora-. ¿Por qué no me aconsejaste que no me casara con ella? -preguntó.

Cuando la jueza entró en la sala a la mañana siguiente, todos los funcionarios estaban ya sentados. Los dos contrincantes se hallaban al lado de sus abogados. Todo el mundo se levantó e inclinó la cabeza cuando la jueza Butler tomó asiento, y solo la señora Abbott permaneció en pie.

– ¿Ha tenido su dienta tiempo suficiente para preparar las dos listas? -preguntó la jueza con la vista clavada en la abogada de Fiona.

– Desde luego, señoría; y ambas están preparadas para que las examine.

La jueza hizo una seña con la cabeza al secretario del tribunal. Este se acercó con parsimonia a la señora Abbott, quien le entregó las dos listas. A continuación el secretario volvió sobre sus pasos y se la tendió a la jueza.

La jueza Butler estudió con calma ambos inventarios. De vez en cuando meneaba la cabeza e incluso emitió algún que otro «hum», mientras la señora Abbott continuaba en pie. Cuando finalizó la lectura, se volvió hacia la mesa de los abogados.

– ¿Debo entender que ambas partes consideran que esta distribución de los bienes en cuestión es justa y equitativa? -preguntó.

– Sí, señoría -contestó con firmeza la señora Abbott en nombre de su cliente.

– Entiendo -dijo la jueza, y se volvió hacia el señor Dexter-. ¿Cuenta también con la aprobación de su cliente?

El señor Dexter vaciló.

– Sí, señoría -respondió por fin, incapaz de disimular la ironía de su voz.

– Así sea. -Fiona sonrió por primera vez desde el inicio de la vista. La jueza le devolvió la sonrisa-. Sin embargo, antes de dictar sentencia -continuó-, he de hacer una pregunta al señor Radford.

Bob miró a su abogado, antes de levantarse nervioso de su asiento. Alzó la vista hacia la jueza.

«¿Qué más puede pedir?», fue mi único pensamiento.

– Señor Radford -dijo la jueza-, todos hemos oído a su esposa declarar que considera justa y equitativa la distribución de sus bienes, que reflejan estas dos listas.

Bob bajó la cabeza y permaneció en silencio.

– Sin embargo, antes de dictar sentencia debo estar segura de que usted está de acuerdo con dicha apreciación.

Bob alzó la cabeza. Pareció vacilar un momento.

– Sí, señoría -contestó al fin.

– En ese caso, no me deja otra elección en este asunto -afirmó la jueza Butler. Hizo una pausa y miró a Fiona, que seguía sonriendo-. Como concedí a la señora Radford la oportunidad de preparar estas dos listas -continuó la jueza-, que a su juicio suponen una división justa y equitativa de sus bienes… -observó la jueza Butler, que se sintió complacida al ver que Fiona asentía-, también será justo y equitativo -añadió, al tiempo que se volvía hacia Bob- conceder al señor Radford la oportunidad de elegir cuál de las dos listas prefiere.

¿Sabes lo que quiero decir?

Si quieres saber qué se cuece en este trullo, yo soy el hombre que buscas -dijo Doug-. ¿Sabes lo que quiero decir?

Cada cárcel tiene uno. El de North Sea Camp se llamaba Doug Haslett. Doug medía casi metro ochenta, tenía el pelo moreno, espeso y ondulado, que empezaba a encanecer en las sienes, y una barriga que le colgaba por encima del pantalón. Su idea de hacer ejercicio consistía en caminar desde la biblioteca, de la cual era responsable, hasta la cantina, que se hallaba unos cien metros más allá, tres veces al día. Creo que ejercitaba su mente más o menos con la misma periodicidad.

No tardé mucho en descubrir que era brillante, astuto, manipulador y perezoso, rasgos comunes entre los reincidentes. A los pocos días de llegar a una nueva cárcel, sin duda Doug ya había conseguido ropa limpia, la mejor celda y el trabajo mejor pagado, y ya había decidido con qué presos y, más importante aún, con qué funcionarios debía congeniar.

Como yo pasaba gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca (que pocas veces registraba una gran afluencia de público, pese a que la prisión albergaba a más de cuatrocientos internos), Doug enseguida me puso al corriente de su historia. Algunos presos, cuando descubren que eres escritor, no vuelven a abrir el pico. Otros no paran de hablar. Pese a los avisos de guardar silencio clavados en las paredes, Doug pertenecía a esta última categoría.

Cuando Doug salió del colegio a los diecisiete años, el único examen que había aprobado era el del carnet de conducir, a la primera. Cuatro años después, consiguió el permiso para vehículos pesados, y al mismo tiempo encontró su primer empleo como camionero.

Los magros ingresos no tardaron en desilusionar a Doug. Iba y venía del sur de Francia con un cargamento de coles de Bruselas y guisantes, y a menudo regresaba a Sleaford sin cargamento y, por consiguiente, sin prima. Solía meter la pata (palabras textuales) con las normas de la UE y consideraba que estaba exento de pagar impuestos. Culpaba a los franceses de exigir excesivos trámites burocráticos y al gobierno laborista de cobrar excesivos impuestos. Cuando los tribunales le conminaron a pagar sus deudas, todo el mundo tuvo la culpa excepto Doug.

El alguacil se llevó todas sus posesiones, excepto el camión, que Doug aún estaba pagando a plazos.

Doug estaba a punto de abandonar la profesión de camionero y sumarse a la cola del paro (casi igual de remunerativa y sin necesidad de madrugar), cuando un hombre al que no conocía le abordó durante una escala en Marsella. Doug estaba desayunando en un café de los muelles, cuando el hombre se sentó en el taburete de al lado. El desconocido no perdió el tiempo en presentaciones y fue al grano. Doug le escuchó con interés. Al fin y al cabo, ya había entregado su cargamento de coles y guisantes, y volvía a casa con un camión vacío. Lo único que debía hacer, según le aseguró el desconocido, era entregar una remesa de plátanos en Lincolnshire una vez a la semana.

Creo que debería dejar constancia de que Doug tenía algunos escrúpulos. Dejó claro a su nuevo patrón que jamás transportaría drogas, y ni siquiera entraría a discutir sobre inmigrantes ilegales. Doug, como muchos de mis compañeros de cárcel, era muy de derechas.

Cuando llegó al punto de entrega, un granero en ruinas en la campiña de Lincolnshire, le dieron un grueso sobre marrón que contenía veinticinco mil libras en metálico. Ni siquiera le pidieron ayuda para descargar el producto.

De la noche a la mañana el estilo de vida de Doug cambió.

Tras un par de viajes empezó a trabajar a tiempo parcial y solo efectuaba el viaje de ida y vuelta a Marsella una vez a la semana. Aun así, ganaba más en una semana de lo que declaraba a Hacienda por todo el año.

Doug decidió que una de las cosas que iba a hacer con sus ingresos sería marchar de su piso en un sótano de Hinton Road e invertir en el mercado inmobiliario.

Durante el mes siguiente vio varias propiedades de Sleaford, acompañado de una joven de la agencia de bienes raíces local. A Sally McKenzie le sorprendía que un camionero pudiera permitirse la clase de propiedades que le estaba mostrando.

Por fin, Doug se decidió por una casita de las afueras de Sleaford. Sally se quedó todavía más estupefacta cuando pagó en metálico, y asombrada cuando le pidió una cita.

Seis meses después, Sally se fue a vivir con Doug, aunque todavía le preocupaba ignorar la procedencia del dinero.

La repentina riqueza de Doug provocó otros problemas con los que no había contado. ¿Qué hacer con veinticinco mil libras en metálico a la semana, si no se puede abrir una cuenta ni ingresar un talón mensual en una sociedad de crédito hipotecario? Había sustituido el piso del sótano de Hinton Road por una casa en el campo. Había cambiado la carretilla elevadora de segunda mano por un camión Mercedes de dieciséis ruedas. Ya no pasaba las vacaciones anuales en una casa rural de Black- pool, sino en una villa alquilada en el Algarve. Los portugueses parecían muy contentos de cobrar en metálico, fuera cual fuese la divisa.

Un año después, durante su segunda visita al Algarve, Doug dobló una rodilla, pidió a Sally que se casara con él y le regaló un anillo con un diamante del tamaño de una bellota; era un tipo tradicional.

Varias personas, aparte de su joven esposa, se preguntaban cómo podía Doug llevar ese tren de vida si solo ganaba veinticinco mil libras al año. «Primas en metálico por las horas extras», respondía él siempre que Sally le preguntaba. Esto sorprendía a la señora Haslett, porque sabía que su marido solo trabajaba un par de días a la semana. Tal vez no habría descubierto jamás la verdad, si otra persona no hubiera tenido interés en averiguarla.

Mark Cainen, un funcionario de aduanas joven y ambicioso, decidió que había llegado el momento de descubrir qué estaba importando exactamente Doug, después de que un soplón le insinuara que tal vez no eran solo plátanos.

Cuando Doug regresaba de uno de sus viajes semanales a Marsella, el señor Cainen le pidió que parara y aparcara el camión en la nave de aduanas. Doug bajó de la cabina y entregó su hoja de trabajo al funcionario. En el manifiesto solo constaba una entrada: cincuenta cajas de plátanos. El joven funcionario se puso a abrirlas de una en una, y al llegar a la treinta y seis empezó a preguntarse si le habían tomado el pelo. Cambió de opinión cuando abrió la caja número treinta y siete, que estaba llena de cigarrillos: Marlboro, Benson & Hedges, Silk Cut y Players. Cuando el señor Cainen abrió la quincuagésima caja, ya había calculado que el valor en la calle del tabaco de contrabando sobrepasaría las doscientas mil libras.

– No tenía ni idea de lo que había en esas cajas -aseguró Doug a su esposa, y ella le creyó.

Repitió la misma historia a su equipo de abogados defensores, los cuales quisieron creerle, y por tercera vez al jurado, que no le creyó. El abogado defensor de Doug recordó a su señoría que era el primer delito del señor Haslett, y que su esposa estaba embarazada. El juez escuchó en un silencio glacial, y condenó a Doug a cuatro años.

Doug pasó su primera semana en la prisión de alta seguridad de Lincoln, pero en cuanto hubo rellenado el formulario de entrada, donde marcó todas las casillas correctas (nada de drogas, nada de violencia, ninguna condena anterior), fue trasladado a una cárcel abierta.

En North Sea Camp, como ya he dicho, Doug decidió trabajar en la biblioteca. Las opciones eran la cochiquera, la cocina, los almacenes o limpiar los retretes. Doug no tardó en descubrir que, pese a haber más de cuatrocientos residentes en la prisión, trabajar en la biblioteca era un chollo. Sus ingresos descendieron de veinticinco mil libras a la semana a doce cincuenta, de las cuales gastaba diez en tarjetas telefónicas para llamar a su esposa embarazada.

Doug telefoneaba a Sally dos veces a la semana (en la cárcel solo puedes hacer llamadas, no recibirlas) para repetirle una y otra vez que, en cuanto quedara en libertad, no volvería a meterse en líos con la ley. Esta noticia tranquilizó a Sally.

Durante la ausencia de Doug, Sally, pese a lo avanzado de su embarazo, continuó trabajando en la agencia de bienes raíces y hasta consiguió alquilar el camión de su esposo durante el período de tiempo que este estaría fuera. Mientras otros presos recibían ejemplares de Playboy, Reader’s Wives y el Sun, Doug recibía Haulage Weekly y Exchange & Mart como lectura.

Estaba hojeando Haulage Weekly, cuando descubrió justo lo que buscaba: un camión American Peterbilt de segunda mano, con volante a la izquierda, de cuarenta toneladas, que ofrecían a precio de ganga. Dedicó mucho tiempo (pero a Doug le sobraba el tiempo) a meditar sobre las ventajas adicionales del vehículo. Sentado solo en la biblioteca, empezó a dibujar diagramas en la contraportada de la revista. Después midió con una regla el tamaño de una cajetilla de Marlboro. Se dio cuenta de que esta vez los ingresos serían menores, pero al menos no le pillarían.

Uno de los problemas que comporta ganar veinticinco mil libras a la semana y no tener que pagar impuestos es que, cuando sales de la cárcel, esperan que busques un empleo por tan solo veinticinco mil libras al año, antes de los impuestos; un problema común para muchos delincuentes, sobre todo para los traficantes de drogas.

Cuando le faltaba menos de un mes de condena por cumplir, Doug telefoneó a su esposa y le pidió que vendiera el Mercedes último modelo como parte del pago del enorme camión Peterbilt de segunda mano y dieciocho ruedas que había visto anunciado en Haulage Weekly.

Cuando Sally vio el camión, no entendió por qué su marido quería cambiar su magnífico vehículo por semejante monstruosidad. Aceptó la explicación de que podría viajar desde Marsella a Sleaford sin tener que parar a repostar.

– Pero lleva el volante a la izquierda.

– No olvides que la parte más larga del viaje es desde Calais hasta Marsella -le recordó Doug.

Doug resultó ser un preso modélico, de manera que solo cumplió la mitad de su condena de cuatro años.

El día que quedó en libertad, su esposa y su hija de dieciocho meses, Kelly, le esperaban ante la puerta de la prisión. Sally condujo su viejo Vauxhall de vuelta a Sleaford. Al llegar, Doug se sintió satisfecho al ver el mamotreto aparcado en el campo contiguo a la casa.

– ¿Por qué no has vendido mi viejo Mere? -preguntó.

– No recibí ninguna oferta aceptable -admitió Sally-, de modo que lo cedí en alquiler durante un año más. Al menos así obtenemos algo a cambio.

Doug asintió. Le gustó comprobar que los dos vehículos estaban impecables, y después de inspeccionar los motores descubrió que también se encontraban en buen estado.

Doug se reincorporó al trabajo a la mañana siguiente. Aseguró repetidas veces a Sally que nunca más volvería a cometer la misma equivocación. Llenó el camión con coles de Bruselas y guisantes de un agricultor vecino y reanudó sus viajes a Marsella. Regresó a Inglaterra cargado de plátanos. El receloso Mark Cainen, recién ascendido, le paró para inspeccionar lo que traía de Marsella. Pero, por más cajas que abrió, solo encontró plátanos. El funcionario no se quedó convencido, pero tampoco descubrió qué se traía Doug entre manos.

– Déjeme en paz -dijo Doug cuando el señor Cainen le ordenó parar de nuevo en Dover-, ¿No ve que he pasado página?

El funcionario de aduanas no le dejó en paz, porque estaba convencido de que Doug seguía en la misma página, aunque no podía demostrarlo.

El nuevo sistema de Doug funcionaba a las mil maravillas y, aunque ahora solo sacaba diez mil libras a la semana, al menos esta vez no podían pillarle. Sally mantenía al día los libros de ambos camiones, de modo que las declaraciones de renta de Doug siempre eran correctas y se pagaban a tiempo, además de cumplir cualquier nueva norma de la UE. No obstante, Doug no había explicado a su esposa los detalles del nuevo plan para obtener beneficios sin pagar impuestos.

Un jueves por la tarde, justo después de dejar atrás la aduana de Dover, Doug entró en la siguiente estación de servicio para llenar el depósito antes de continuar viaje hacia Sleaford. Detrás de él se detuvo un Audi, cuyo conductor le siguió, y el conductor empezó a maldecir y a quejarse del tiempo que tendría que esperar hasta que llenaran el depósito del enorme camión. Para su sorpresa, camionero solo tardó un par de minutos. Cuando Doug salió a la carretera, el coche ocupó su lugar. Cuando el señor Cainen vio el nombre pintado en el costado del camión, se sintió picado por la curiosidad. Echó un vistazo al surtidor y descubrió que Doug solo había gastado treinta y tres libras. Siguió con la mirada el enorme monstruo de dieciocho ruedas que se alejaba por la autopista, consciente de con aquella cantidad de gasolina Doug solo podría recorrer unos cuantos kilómetros más antes de tener que repostar de nuevo.

El señor Cainen solo tardó unos minutos en alcanzar al camión de Doug. Entonces, lo siguió desde una distancia prudencial a lo largo de los veinte kilómetros siguientes, hasta que Doug paró en otra estación de servicio. Unos minutos después, cuando Doug volvió a salir a la autopista, el señor Cainen echó un vistazo al surtidor: treinta y cuatro libras, suficiente para otros treinta kilómetros. Mientras Doug continuaba su viaje hacia Sleaford, el funcionario regresó a Dover con una sonrisa en el rostro.

La semana siguiente, Doug no mostró la menor preocupación cuando, al volver de Marsella, el señor Cainen le pidió que aparcara el camión en la nave de aduanas. Sabía que, tal como indicaban las hojas de trabajo, todas las cajas estaban llenas de plátanos. Sin embargo, el funcionario no le pidió que abriera la puerta posterior del camión. Se limitó a rodear el vehículo provisto de una llave inglesa y procedió a dar golpecitos con ella, como si fuera un diapasón, sobre los enormes depósitos de gasolina. Al funcionario no le sorprendió que el sonido del octavo depósito fuera muy diferente del que habían producido en los otros siete. Doug pasó varias horas sentado, mientras los mecánicos de aduanas desmontaban los ocho depósitos de combustible de ambos lados del vehículo. Solo uno estaba medio lleno de diesel, mientras los otros siete contenían cigarrillos por un valor superior a cien mil libras.

En esta ocasión el juez fue menos benevolente y condenó a Doug a seis años de prisión, aunque su abogado adujo que había otro hijo en camino.

Sally se escandalizó al descubrir que Doug había incumplido su palabra y se mostró escéptica cuando él prometió que nunca, nunca más volvería a suceder. En cuanto encerraron a su marido, alquiló el segundo vehículo y volvió a su trabajo de agente de bienes raíces.

Un año después, Sally pudo declarar unos ingresos superiores a tres mil libras, además de sus ganancias como agente de bienes raíces.

El contable de Sally le aconsejó que comprara el campo contiguo a la casa, donde los camiones estaban aparcados por la noche, porque así podría desgravar.

– Un aparcamiento -explicó- sería un gasto comercial legítimo.

Cuando Doug empezó la condena de seis años y volvió a ganar doce libras con cincuenta a la semana como bibliotecario de la prisión, no estaba en condiciones de opinar. Sin embargo, hasta él quedó impresionado cuando al año siguiente Sally declaró unos ingresos de treinta y siete mil libras, que incluían sus primas por ventas. Esta vez, el contable le aconsejó que comprara un tercer camión.

Doug salió de la cárcel tras haber cumplido la mitad de la pena (tres años). Sally esperaba en su Vauxhall delante de la prisión para llevar a casa a su marido. Su hija de nueve años, Kelly, iba en el asiento de atrás, al lado de su hermana de tres años, Sam.

Sally no les había permitido ver a su padre en la cárcel, de modo que, cuando Doug tomó en brazos a la niña por primera vez, Sam se puso a llorar. Sally le explicó que aquel desconocido era su padre.

Mientras desayunaban beicon y huevos, Sally explicó que su asesor fiscal le había aconsejado formar una sociedad limitada. Haslett Haulage había declarado unos beneficios de veintiuna mil seiscientas libras en su primer año y había añadido dos camiones más a su creciente flota. Sally comentó a su marido que estaba pensando en dejar su trabajo en la agencia inmobiliaria para convertirse en presidenta de la nueva empresa.

– ¿Presidenta?-preguntó Doug-. ¿Qué es eso?

Doug accedió de buena gana a que Sally dirigiera la empresa, siempre que a él se le permitiera sentarse al volante de uno de los camiones. Esta situación habría podido prolongarse felizmente, si el hombre de Marsella (quien jamás acababa con sus huesos en la cárcel) no hubiera vuelto a abordar a Doug con lo que, según aseguró, era un plan infalible, que carecía de todo riesgo y más importante aún, del que su esposa no tendría por qué enterarse.

Doug resistió durante varios meses el asedio del francés, pero después de perder una cantidad bastante importante en una partida de póquer sucumbió por fin. Solo un viaje, se prometió. El hombre de Marsella sonrió, al tiempo que le entregaba un sobre que contenía doce mil quinientas libras.

Bajo la presidencia de Sally, la Haslett Haulage Company continuó creciendo tanto en reputación como en ingresos. Entretanto Doug se acostumbró de nuevo a disponer de dinero en efectivo; dinero que no dependía de un balance ni estaba sujeto a la declaración de renta.

Alguien vigilaba a la Haslett Haulage Company, y a Doug en particular. Como un reloj, Doug atravesaba en su camión la terminal de Dover con un cargamento de toles de Bruselas y guisantes, cuyo destino era Marsella. Sin embargo, Mark Cainen, ahora funcionario de la brigada anticontrabando, que formaba parte de la Unidad de Prevención Criminal, nunca veía a Doug regresar. Esto le preocupaba.

El funcionario consultó los expedientes, y descubrió que Haslett Haulage contaba ahora con nueve camiones, que viajaban cada semana a diferentes partes de Europa. Su presidenta, Sally Haslett, gozaba de una reputación sin mácula (lo mismo que sus vehículos) entre la gente con la que trataba, desde las aduanas a los clientes. Aun así, al señor Cainen todavía le intrigaba por qué Doug ya no regresaba por su puerto. Se lo tomó como algo personal.

Unas discretas investigaciones revelaron que Doug continuaba descargando en Marsella coles de Bruselas y guisantes, para luego cargar cajas de plátanos. Sin embargo, había introducido una pequeña variación. Ahora volvía vía Newhaven, lo cual, según los cálculos de Cainen, suponía un par de horas más de viaje.

Todos los funcionarios de aduanas tenían la opción de trabajar un mes al año en otro puerto de entrada, con vistas a mejorar sus perspectivas de ascenso. El año anterior, el señor Cainen había elegido el aeropuerto de Heathrow. Este año, optó por un mes en Newhaven.

El señor Cainen esperó pacientemente a que el camión de Doug apareciera en el muelle, pero no fue hasta el final de su segunda semana cuando divisó a su viejo adversario en la cola para desembarcar de un transbordador de Olsen. En cuanto el camión de Doug tocó el muelle, el señor Cainen desapareció en la sala de descanso y se sirvió una taza de café. Se acercó a la ventana y vio que el vehículo de Doug se detenía en la cabecera de la fila. Los dos funcionarios de servicio le hicieron pasar enseguida. El señor Cainen no intervino en ningún momento, mientras Doug salía a la carretera para continuar el viaje de regreso a Sleaford. Tuvo que esperar otros diez días a que el camión de Doug volviera a aparecer, y esta vez reparó en que solo una cosa no había cambiado. El señor Cainen no creyó que se tratara de una coincidencia.

Cuando Doug regresó vía Newhaven cinco días después, los mismos dos agentes dedicaron a su vehículo solo una mirada superficial antes de dejarlo pasar. El señor Cainen sabía ahora que no se trataba de una coincidencia. Informó de sus observaciones a su superior de Newhaven y, cuando su mes allí terminó, volvió a Dover.

Doug realizó tres viajes más desde Marsella vía Newhaven antes de que detuvieran a los dos agentes. Cuando vio que cinco agentes se encaminaban hacia su camión, comprendió que su sistema imposible de detectar había fracasado.

Doug no se molestó en declararse inocente en el juicio, porque uno de los agentes de aduanas con los que estaba conchabado había llegado a un trato para que redujeran su condena, a cambio de revelar nombres. Mencionó a Douglas Arthur Haslett.

El juez condenó a Doug a ocho años, sin reducción de pena por buen comportamiento, a menos que accediera a pagar una fianza de setecientas cincuenta mil libras. Doug no tenía las setecientas cincuenta mil del ala y suplicó a Sally que le ayudara, pues era incapaz de afrontar ocho años más a la sombra. Sally tuvo que venderlo todo, la casa, el aparcamiento, nueve camiones, incluso su anillo de compromiso, para que su marido pudiera acatar el mandato judicial.

Después de un año en la prisión de Wayland, categoría C, en Norfolk, Doug fue trasladado a North Sea Camp. Una vez más, le nombraron bibliotecario, y así fue como le conocí.

Me sorprendía que Sally y sus dos hijas, ya adultas, visitaran a Doug cada fin de semana. Él me dijo que nunca hablaban de negocios, aunque había jurado sobre la tumba de su madre que nunca más reincidiría.

– Ni lo pienses -le había advertido Sally-.Ya he enviado tu camión al desguace.

– No puedo culpar a la parienta, después de los apuros que le he hecho pasar -explicó Doug la siguiente vez que fui a la biblioteca-. Pero, si no me dejan sentarme a un volante cuando me suelten, ¿qué voy a hacer el resto de mi vida?

Me pusieron en libertad dos años antes que a Doug, y si no hubiera pronunciado una conferencia en un festival literario en Lincoln unos años después, tal vez no habría descubierto jamás qué había sido del bibliotecario.

Mientras miraba al público durante el turno de preguntas, me pareció reconocer tres rostros que me escrutaban desde la tercera fila. Me devané la parte de los sesos que almacena nombres, pero no reaccionó, hasta que me hicieron una pregunta sobre las dificultades de escribir cuando se está en la cárcel. Entonces recordé. Había visto a Sally por última vez tres años antes, cuando visitó a Doug en compañía de sus dos hijas, Kelly y… y Sam.

Después de la última pregunta, interrumpimos la sesión para tomar café y las tres se acercaron a mí.

– Hola, Sally. ¿Cómo está Doug? -pregunté incluso antes de que se presentaran. Un viejo truco político, que las impresionó como yo esperaba.

– Jubilado -contestó Sally sin más explicaciones.

– Pero si era más joven que yo -protesté-, y nunca dejaba de contar a todo el mundo lo que haría cuando quedara en libertad.

– Sin duda -repuso Sally-, pero puedo asegurarle que está jubilado. Mis dos hijas y yo dirigimos ahora Haslett Haulage, con veintidós empleados, sin contar los conductores.

– Es evidente que las cosas les van bien -dije, picado por la curiosidad.

– Está claro que no lee las páginas de economía -bromeó la mujer.

– Soy como los japoneses -afirmé-. Siempre leo los periódicos desde la última página a la primera. ¿Qué he pasado por alto?

– El año pasado salimos a bolsa -intervino Kelly-. Mamá es la presidenta, yo estoy a cargo de las cuentas nuevas y Sam es responsable de los conductores.

– Si no recuerdo mal, tenían nueve camiones.

– Ahora tenemos cuarenta y uno -dijo Sally-, y la facturación del año pasado llegó casi a los cinco millones.

– ¿Doug no desempeña ningún papel?

– Doug juega al golf-contestó Sally-, para lo cual no necesita viajar vía Dover o -añadió con un suspiro, al tiempo que su marido aparecía en la puerta- regresar vía Newhaven.

Doug se quedó inmóvil, mientras buscaba con la vista a su familia. Agité la mano para llamar su atención. Doug saludó con un gesto y vino hacia nosotros.

– Todavía le dejamos que nos lleve a casa en coche de vez en cuando -susurró Sam con una sonrisa, justo cuando Doug se materializaba a mi lado.

Estreché la mano de mi anterior compañero de infortunio y, cuando Sally y las chicas terminaron el café, las acompañé hasta su coche, lo cual me concedió la oportunidad de intercambiar unas palabras con Doug.

– Me alegra saber que Haslett Haulage va tan bien -dije.

– Todo gracias a la experiencia -afirmó Doug-. No olvides que yo les enseñé todo lo que saben.

– Kelly me ha dicho que, desde la última vez que nos vimos, la empresa ha salido a bolsa.

– Todo forma parte de mi plan a largo plazo -dijo Doug, mientras su mujer subía al asiento trasero. Se volvió y me dirigió una mirada de complicidad-. Hay un montón de gente husmeando en este momento, Jeff, de modo que no te sorprendas si hay una OPA dentro de poco. -Cuando se paró ante la puerta del conductor, añadió-: Tienes la oportunidad de ganarte unos chelines, mientras las acciones sigan al precio actual. ¿Sabes lo que quiero decir?

La caridad bien entendida empieza por uno mismo

Henry Preston, Harry para sus amigos (que no eran muy numerosos), no era el tipo de persona con la que toparían en el pub de la esquina, coincidirían en un partido de fútbol o invitarían a una barbacoa. Para ser sinceros, si hubiera un club de introvertidos, Henry sería elegido presidente… a regañadientes.

En el colegio solo destacaba en matemáticas, y su madre, la única persona que le adoraba, estaba decidida a que Henry tuviera una profesión. Su padre había sido cartero. Con un nivel A en matemáticas, el campo era bastante limitado: banca o contabilidad. Su madre eligió contabilidad.

Henry entró de aprendiz en Pearson, Clutterbuck & Reynolds y, cuando empezó, soñaba con el papel de carta con membrete que anunciaría «Pearson, Clutterbuck, Reynolds & Preston». Pero a medida que transcurrían los años, y hombres cada vez más jóvenes veían su nombre impreso en el lado izquierdo del papel de carta de la empresa, el sueño se fue desvaneciendo.

Algunos hombres, conscientes de sus limitaciones, encuentran solaz de otra forma: sexo, drogas o una vida social activa. Es muy difícil llevar una vida social activa solo. ¿Drogas? Henry ni siquiera fumaba, si bien se permitía algún gin-tonic de vez en cuando, pero solo los sábados. En cuanto al sexo, estaba seguro de que no era gay, pero su tasa de éxito con el sexo opuesto, «hits», como decían algunos de sus colegas más jóvenes, rondaba el cero. Henry ni siquiera tenía aficiones.

Llega un momento en la vida de todo hombre en que se da cuenta de que «Voy a vivir eternamente» es una falacia. A Henry le sucedió bastante pronto, mientras la madurez avanzaba a toda prisa, y de repente empezó a pensar en la jubilación anticipada. Cuando el señor Pearson, el socio mayoritario, se jubiló, celebraron en su honor una gran fiesta, en una sala privada de un hotel de cinco estrellas. El señor Pearson, después de una larga y distinguida vida profesional, dijo a sus colegas que se retiraba a una casa en los Costwolds para cuidar de sus rosas e intentar mejorar su técnica con el golf. Siguieron muchas risas y aplausos. Lo único que recordaba Henry de aquella ocasión fue cuando Atkins, el último fichaje de la firma, le dijo al marcharse:

– Supongo que no pasará mucho tiempo antes de que montemos lo mismo para ti.

Henry meditó sobre las palabras de Atkins mientras caminaba hacia la parada del autobús. Tenía cincuenta y cuatro años, de modo que al cabo de seis, a menos que se convirtiera en socio, en cuyo caso continuaría hasta los sesenta y cinco, le obsequiarían con una fiesta de despedida. La verdad era que Henry hacía tiempo que había renunciado a la idea de convertirse en socio, y ya había asumido que su fiesta de despedida no se celebraría en la sala privada de un hotel de cinco estrellas. No se retiraría a una casita de los Costwolds para cuidar de sus rosas, y ya tenía bastantes cosas que mejorar para preocuparse del golf.

Henry era muy consciente de que sus colegas le consideraban una persona digna de confianza, competente y concienzuda, lo cual no hacía más que confirmar su sensación de fracaso. La mayor alabanza que había recibido era: «Siempre se puede confiar en Henry. En sus manos todo está seguro».

Pero todo eso cambió el día que conoció a Angela.

La empresa de Angela Forster, Events Unlimited, no era lo bastante grande para asignarla a uno de los socios, ni tan pequeña como para que la administrara un ayudante; por eso su expediente aterrizó en el escritorio de Henry. Estudió los detalles con atención.

La señora Forster era la única propietaria de un pequeño negocio especializado en organizar toda clase de celebraciones, desde la cena anual de la Asociación Conservadora local hasta un baile de cazadores regional. Angela era una organizadora nata y, después de que su marido la abandonara por una mujer más joven -cuando un hombre abandona a su esposa por una mujer más joven, es un relato corto; cuando una mujer abandona a su marido por un hombre más joven, es una novela (estoy haciendo una confesión)-, tomó la decisión de no quedarse sentada en casa y hundirse en la autocompasión, sino que, siguiendo el consejo de nuestro Señor en la parábola de los talentos, optó por utilizar su único don con el fin de ocupar todo su tiempo y ganar un poco de dinero de paso. El problema fue que Angela tuvo un poco más de éxito del que había previsto y por eso acabó citándose con Henry.

Antes de que Henry finalizara las cuentas de la señora Forster, fue examinando las cifras columna a columna, y demostró a su nueva dienta que tenía derecho a reclamar ciertas desgravaciones, por ejemplo por su coche, los viajes, incluso la ropa. Indicó que debía ir vestida de manera adecuada cuando asistía a alguno de los actos que organizaba. Henry consiguió ahorrar a la señora Forster varios cientos de libras en su declaración de renta. Al fin y al cabo, consideraba una cuestión de prurito profesional que todos sus clientes, tras haber seguido sus consejos, se marcharan del despacho más ricos que antes de entrar, incluso después de que fijaran los honorarios de la empresa de Henry, que también podían desgravar.

Henry siempre terminaba sus reuniones con las palabras «Puedo asegurarle que sus cuentas están en perfecto orden y que Hacienda no le molestará». Era consciente de que Hacienda no iba a interesarse por casi ninguno de sus clientes, y mucho menos molestarles. Luego acompañaba al cliente hasta la puerta diciendo estas palabras: «Hasta el año que viene». Cuando abrió la puerta a la señora Forster, la mujer sonrió.

– ¿Por qué no viene a alguna de mis recepciones, señor Preston? -dijo-. Así sabrá a qué me dedico casi todas las noches.

Henry no recordaba la última vez que le habían invitado a algo. Vaciló, pues no estaba seguro de que debía contestar. Angela llenó el silencio.

– Organizo un baile de ayuda contra el hambre en Africa el próximo domingo por la noche. Tendrá lugar en el ayuntamiento. ¿Por qué no viene?

– Sí, gracias, es usted muy amable -se oyó decir Henry-. Me apetece mucho.

Se arrepintió de la decisión en cuanto hubo cerrado la puerta. Al fin y al cabo, los sábados por la noche siempre veía la película de la semana en Sky, mientras se solazaba con comida china y un gin-tonic. En cualquier caso, tenía que acostarse a las diez, porque el domingo por la mañana tenía la responsabilidad de revisar la colecta de la iglesia. También era su contable. Honorario, aseguraba a su madre.

Henry se pasó todo el sábado por la mañana intentando inventar una excusa (dolor de cabeza, una reunión urgente, un compromiso anterior que había olvidado) para llamar a la señora Forster y anular la cita. Después cayó en la cuenta de que no tenía el número de su casa.

A las seis de la tarde Henry se puso el esmoquin que su madre le había regalado cuando cumplió veintiún años y que no siempre cumplía una función anual. Se miró en el espejo, nervioso por el hecho de que su atuendo pareciera anticuado (solapas anchas y pantalones acampanados), sin saber que la moda había vuelto. Fue de los últimos en llegar al ayuntamiento y ya había decidido que sería de los primeros en marcharse.

Angela había colocado a Henry en el extremo de la mesa principal, desde donde pudo observar cómo se desarrollaba el acto, y de vez en cuando contestaba a las preguntas de la dama sentada a su izquierda.

En cuanto terminaron los discursos y la banda empezó a tocar, Henry pensó que ya podía escapar. Buscó con la mirada a la señora Forster. Antes la había visto ir de un lado a otro organizándolo todo, desde la rifa y el concurso de solitarios hasta la subasta. Cuando miró con más atención a la señora Forster, ataviada con un vestido de fiesta rojo, la melena rubia que le caía hasta los hombros, tuvo que admitir… Henry se levantó, y ya estaba a punto de marcharse cuando Angela se materializó a su lado.

– Espero que lo haya pasado bien -dijo tocándole el brazo.

Henry no recordaba la última vez que una mujer le había tocado. Rezó para que no le pidiera salir a bailar.

– Lo he pasado de maravilla -aseguró Henry-. ¿Y usted?

– Estoy agobiada de trabajo -respondió Angela-, pero espero que este año hayamos batido el récord de recaudación.

– ¿Cuánto cree haber reunido? -preguntó Henry, alivia do al pisar terreno más seguro.

Angela consultó una libretita.

– Doce mil seiscientas libras en donativos prometidos, treinta y nueve mil cuatrocientas cincuenta en cheques, y algo más de veinte mil en metálico.

Entregó la libreta a Henry para que examinara las cifras. Él las fue repasando y se sintió relajado por primera vez aquella noche.

– ¿Qué va a hacer con el dinero en metálico? -preguntó.

– Siempre lo ingreso cuando vuelvo a casa en el banco más cercano dotado de caja fuerte nocturna. Si quiere acompañarme, podrá presenciar todo el ciclo de principio a fin. -Henry asintió-. Concédame unos minutos -agregó Angela-. He de pagar a la orquesta, y también a mis ayudantes… y siempre lo quieren en efectivo.

Debió de ser entonces cuando a Henry se le ocurrió la idea; al principio un pensamiento fugaz, que desechó al instante. Se encaminó hacia la salida y esperó a Angela.

– Si no recuerdo mal -dijo Henry, mientras bajaban por la escalinata del ayuntamiento-, su facturación del año pasado fue algo inferior a cinco millones, de los cuales más de uno fue en metálico.

– Qué memoria tiene, señor Preston -dijo Angela, mientras se dirigían hacia High Street-. Este año espero facturar más de cinco millones, y en marzo ya empecé el objetivo que me había propuesto.

– Es posible -repuso Henry-, pero el año pasado solo ganó cuarenta y dos mil libras, que es menos del uno por ciento de la facturación.

– Estoy segura de que tiene razón -dijo Angela-, pero me gusta mi trabajo.

– De todos modos, ¿no cree que sus esfuerzos merecen una mejor recompensa?

– Es posible, pero a mis clientes solo les cargo un cinco por ciento de los beneficios, y siempre que hablo de subir la tarifa, me recuerdan que son organizaciones caritativas.

– Pero usted no -dijo Henry-. Usted es una profesional y debería ser recompensada en consecuencia.

– Sé que tiene razón -convino Angela cuando se detuvieron ante el banco Nat West e ingresó el dinero en la caja fuerte nocturna-, pero la mayoría de mis clientes llevan años conmigo.

– Y se han aprovechado de usted durante todos estos años -insistió Henry.

– Es posible que tenga razón -dijo Angela-, pero ¿qué puedo hacer al respecto?

Aquella idea volvió a la mente de Henry, pero no dijo nada.

– Gracias por una velada de lo más interesante, señora Forster. Hacía años que no lo pasaba tan bien.

Henry le tendió la mano derecha, como hacía siempre al terminar una entrevista, y tuvo que hacer un esfuerzo para no añadir: «Hasta el año que viene».

Angela rió, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Henry tampoco logró recordar cuándo le había sucedido eso por última vez.

– Buenas noches, Henry -dijo Angela, mientras empezaba a alejarse.

– Supongo que no… -Henry vaciló.

– ¿Sí, Henry? -preguntó Angela volviéndose hacia él.

– ¿Te gustaría cenar conmigo alguna vez?

– Me gustaría muchísimo -respondió Angela-. ¿Cuándo te va bien?

– Mañana -contestó Henry, envalentonado de repente.

Angela sacó una agenda del bolso y empezó a pasar las páginas.

– Sé que mañana no puedo -dijo-. Intuyo que toca Greenpeace.

– ¿El lunes? -preguntó Henry sin necesidad de consultar su agenda.

– Lo siento, es el baile de la Cruz Azul, para el cuidado de los animales -dijo Angela, y pasó otra página de la agenda.

– ¿El martes? -propuso Henry procurando disimular su desesperación.

– Amnistía Internacional -contestó Angela, y pasó otra página.

– Miércoles -dijo Henry, que se preguntaba si la mujer habría cambiado de opinión.

– Me va bien -dijo Angela contemplando la página en blanco-. ¿Dónde quieres que nos encontremos?

– ¿Qué te parece La Bacha? -preguntó Henry, recordando que era el restaurante donde los socios llevaban a sus clientes más importantes a comer-. ¿A las ocho te va bien?

– Estupendo.

Henry llegó al restaurante con veinte minutos de antelación y leyó la carta de cabo a rabo… varias veces. Durante la hora de comer había comprado una camisa y una corbata de seda. Ahora se arrepentía de no haberse probado la chaqueta expuesta en el escaparate.

Angela entró en La Bacha poco después de las ocho. Llevaba un vestido verde claro con estampado de flores que le llegaba justo por debajo de la rodilla. A Henry le gustó su peinado, pero sabía que no tendría el valor de decírselo. También aprobaba el hecho de que se hubiera aplicado muy poco maquillaje y que la única joya que exhibía fuera un collar de perlas. Se levantó cuando ella llegó a la mesa. Angela no recordaba quién había sido la última persona que había tenido ese detalle con ella.

Henry había temido que no sabría de qué hablar (las conversaciones intrascendentes nunca habían sido su fuerte), pero Angela se lo puso tan fácil que se sorprendió pidiendo una segunda botella de vino mucho antes de que la cena hubiera terminado: otra primera vez.

– Creo que he encontrado una forma de complementar tus ingresos -dijo Henry, mientras tomaban café.

– No hablemos de negocios -repuso Angela, y le tocó la mano.

– No se trata de negocios -aseguró Henry.

Cuando Angela despertó a la mañana siguiente, sonrió al recordar la agradable velada que había pasado con Henry. Le vino a la mente su frase de despedida, «No olvides que todas las ganancias procedentes del juego están libres de impuestos», pero ignoraba su significado.

Henry, por su parte, recordaba hasta el último detalle de los consejos que había brindado a Angela. El domingo se levantó temprano y empezó a esbozar un plan, que incluía abrir varias cuentas bancarias, preparar hojas de cálculo y trabajar en programas de inversión a largo plazo. Casi se perdió la misa matutina.

Al día siguiente, Henry se dirigió al hotel Hilton de Park Lañe, adonde llegó unos minutos después de la medianoche. Llevaba una bolsa Gladstone vacía en una mano y un paraguas en la otra. Al fin y al cabo tenía que dar el pego.

El baile anual de la Asociación Conservadora de Westminster y la City estaba tocando a su fin. Cuando Henry entró en la sala de baile, los presentes empezaban a reventar globos y vaciar las últimas gotas de champán de las botellas supervivientes. Vio a Angela sentada a una mesa de un rincón, ordenando promesas de donativos, talones y dinero en metálico, que iba colocando en tres pilas separadas. Angela alzó la vista y no pudo disimular su sorpresa cuando le vio. Había pasado el día convenciéndose de que él no hablaba en serio y de que, si aparecía, ella no accedería.

– ¿Cuánto en efectivo? -preguntó Henry como si tal cosa, incluso antes de que ella pudiera decir «hola».

– Veintidós mil trescientas setenta libras -se oyó decir Angela.

Henry se tomó su tiempo. Contó dos veces los billetes antes de guardarlos en la bolsa maltrecha. Los cálculos de Angela eran correctos. Henry le entregó un recibo por diecinueve mil cuatrocientas libras.

– Hasta luego -dijo, justo en el momento en que la banda atacaba «Jerusalem». Abandonó la sala de baile cuando los asistentes entonaban «Bring me my bowl of burning gold» con entusiasmo y desafinando levemente. Angela se quedó como hipnotizada mientras veía a Henry alejarse. Sabía que, si no corría tras él y le detenía antes de que llegara al banco, no habría vuelta atrás.

– Felicidades por otro acto bien organizado, Angela -dijo el concejal Pickering interrumpiendo sus pensamientos-. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti.

– Gracias -repuso Angela, y se volvió hacia el presidente del comité del baile.

Henry empujó las puertas giratorias del hotel y salió a la calle. Por primera vez pensó que su anonimato no era un punto débil, sino una ventaja. Oyó los latidos de su corazón mientras se dirigía hacia la agencia local del HSBC, el banco más cercano con caja fuerte nocturna. Ingresó diecinueve mil cuatrocientas libras y dejó dos mil novecientas setenta en la bolsa. Después paró un taxi (otro cambio en sus costumbres) y dio al conductor una dirección del West End.

El taxi frenó ante un local en el que Henry nunca había entrado, si bien llevaba sus cuentas desde hacía más de veinte años.

El encargado nocturno del casino Black Ace intentó disimular su sorpresa cuando vio al señor Preston entrar en la sala. ¿Habría ido a realizar una inspección? Eso parecía improbable, pues el contable de la empresa no le saludó, sino que se encaminó sin vacilar hacia la mesa de la ruleta.

Henry conocía a la perfección las probabilidades, porque firmaba el balance anual del casino cada abril y, pese al alquiler, la contribución municipal, los salarios de los empleados, la seguridad, incluso las comidas y copas gratis para los clientes habituales, el casino todavía lograba declarar unos pingües beneficios. Pero no era la intención de Henry conseguir ganancias, ni siquiera pérdidas.

Se sentó a la mesa de la ruleta. Abrió la bolsa Gladstone, extrajo diez billetes de diez libras y los entregó al crupier, quien los contó con parsimonia antes de darle diez fichas azules y blancas a cambio.

Ya había varios jugadores sentados a la mesa, que realizaban sus apuestas con fichas de cinco, diez, veinte y cincuenta libras, e incluso las doradas de cien. Solo un cliente tenía una pila de fichas doradas delante, que distribuía al azar en diferentes números. Henry se sintió satisfecho al ver que ese hombre atraía la atención de casi todos los curiosos que rodeaban la mesa.

Mientras el jugador del otro lado de la mesa continuaba sembrando el tapete verde de fichas doradas, Henry colocó una de diez libras sobre el rojo. La rueda giró y la bolita blanca se movió en dirección opuesta hasta caer en el número diecinueve rojo. El crupier devolvió una ficha de diez libras a Henry, mientras recogía fichas doradas por valor de más de mil libras del jugador sentado al otro lado de la mesa.

Mientras el crupier preparaba la rueda, Henry deslizó su única ficha en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y siguió apostando al rojo.

La rueda giró de nuevo. Esta vez, la bolita blanca se detuvo en el cuatro negro y el crupier recogió la ficha de Henry. Dos apuestas, y Henry ni ganaba ni perdía. Depositó otra ficha de diez libras sobre el rojo. Ya había aceptado que, si iba a cambiar todo el dinero por fichas, el proceso sería largo y arduo. Pero, a diferencia de la mayoría de los jugadores, era un hombre paciente, cuyo único propósito era no ganar ni perder. Depositó otras diez libras sobre el rojo.

Tres horas más tarde, después de haber conseguido cambiar las dos mil novecientas setenta libras por fichas sin despertar sospechas, Henry abandonó la mesa y se dirigió hacia el bar. Si alguien hubiera observado con atención sus movimientos, habría visto que no había ganado ni perdido. Pero esa era su intención. Solo quería cambiar todo el dinero sobrante por fichas antes de ejecutar la segunda parte de su plan.

Cuando llegó al bar, con la bolsa Gladstone vacía y los bolsillos rebosantes de fichas, se sentó al lado de una mujer que parecía estar sola. No le dirigió la palabra y ella no demostró el menor interés por él. Cuando Angela pidió otra copa, Henry se agachó y depositó todas sus fichas en el bolso abierto que ella había dejado en el suelo, a su lado. Henry se encaminó hacia la salida antes de que el camarero tuviera tiempo de preguntarle qué deseaba.

El encargado le abrió la puerta de la calle.

– Espero volver a verle pronto, señor.

Henry asintió, pero no se molestó en explicar que todo el asunto estaba a punto de convertirse en parte de una costumbre nocturna. En cuanto pisó la acera, se dirigió hacia la estación de metro más próxima, pero no empezó a silbar hasta haber doblado la primera esquina.

Angela se agachó y cerró el bolso, pero no antes de terminar su copa. Dos hombres le habían hecho proposiciones y se sentía muy halagada. Bajó del taburete y se acercó a una breve cola de clientes parados ante la ventanilla del cajero. Cuando le tocó el turno, Angela empujó el montón de fichas de diez libras bajo la rejilla de acero y esperó.

– ¿En metálico o en un cheque, señora? -preguntó el cajero en cuanto hubo contado las fichas.

– En un cheque, por favor -contestó Angela.

– ¿A qué nombre he de extenderlo? -fue la siguiente pregunta del cajero.

– Señora Ruth Richards -respondió Angela tras un momento de vacilación.

El cajero escribió el nombre de Ruth Richards y la cifra de dos mil novecientas treinta libras, tras lo cual deslizó el cheque bajo la rejilla. Angela comprobó la cifra. Henry había perdido cuarenta libras. Sonrió al recordar que él le había prometido que al cabo de un año las cuentas estarían equilibradas. De todos modos, como Henry solía explicar, no estaba tentando la suerte, sino cambiando por fichas todos los billetes susceptibles de dejar alguna pista para que ella terminara con un cheque al que nadie podría seguir la pista con posterioridad.

Al salir del casino Angela vio que el encargado hablaba con otro cliente, que sin duda había perdido una cantidad considerable de dinero. Henry le había advertido de que los encargados vigilaban más a los ganadores que a los perdedores y que, puesto que estaba a punto de embarcarse en una larga y provechosa carrera, no debía llamar la atención.

Una de las condiciones de Henry era que no debían ponerse en contacto, excepto cuando él fuera a recoger las ganancias y en aquel breve momento en que depositaría las fichas en el bolso abierto de Angela. No quería que nadie pensara que estaban conchabados. Ella había accedido de mala gana. El otro consejo de Henry era que no debían verla recogiendo el dinero en ningún acto. «Deja que lo hagan los voluntarios -había dicho-.Así, si algo sale mal, nadie sospechará de ti.»

Hay ciento veinte casinos en el centro de Londres, de modo que Henry y Angela no consideraron necesario ir a ninguno de ellos más de una vez al año.

Durante los tres años siguientes, Henry y Angela hicieron vacaciones al mismo tiempo, pero nunca en el mismo lugar, y siempre en agosto. Angela explicaba que muy pocas organizaciones celebraban sus fiestas anuales en dicho mes. Durante la temporada Henry no debía ausentarse de la ciudad, porque desde septiembre a diciembre la noche del domingo era la única que Angela podía garantizar que no trabajaba, y en vísperas de Navidad solía tener una comida, además de un par de recepciones por la noche.

Aunque Henry había redactado el reglamento, Angela había insistido en añadir una cláusula: no se descontaría nada de ninguna organización que no alcanzara el total del año anterior. Pese a este apéndice, que Henry apoyó con entusiasmo, pocas veces se marchaba de una celebración con la bolsa Gladstone vacía.

Todavía se reunían una vez al año en el despacho del señor Preston para repasar las cuentas anuales de la señora Forster, y una semana después cenaban en La Bacha. Ninguno de los dos aludía jamás al hecho de que ella había defraudado a Hacienda 267.900, 311.150 y 364.610 libras durante los últimos tres años, y que después de cada recepción depositaban el último cheque en diferentes cuentas bancarias de Londres, siempre a nombre de la señora Ruth Richards. La otra responsabilidad de Henry consistía en asegurarse de que la riqueza así adquirida se invertía con astucia, recordando que él no era jugador. No obstante, una de las ventajas de llevar la contabilidad de otras empresas es que no resulta difícil predecir cuál va a tener un buen año. Como los cheques nunca se extendían al nombre de él o de ella, era imposible seguir el rastro de los beneficios hasta ninguno de los dos.

Después de embolsarse el primer millón Henry consideró que podían permitirse una cena de celebración sin correr peligro. Angela quería ir a Mosimann’s, en West Halkin Street, pero Henry vetó la idea. Reservó una mesa para dos en La Bacha. No debían llamar la atención sobre su riqueza recién adquirida, le recordó.

Henry lanzó otras dos sugerencias durante la cena. Angela accedió de muy buena gana a la primera, pero no quiso hablar de la segunda. Henry le aconsejó transferir el primer millón a una cuenta en el paraíso fiscal de las islas Cook, mientras él continuaba con la misma política de inversiones. También recomendó que en el futuro, cada vez que desviaran otras cien mil libras, Angela debía transferir la misma cantidad a dicha cuenta.

Angela levantó la copa.

– De acuerdo -dijo-. ¿Cuál es el segundo punto del orden del día, señor presidente? -preguntó con sorna.

Henry le contó los detalles de un plan para futuras contingencias en el que ella ni siquiera quiso pensar.

Henry alzó por fin su copa. Por primera vez en su vida ardía en deseos de jubilarse y reunirse con todos sus colegas para celebrar su sesenta cumpleaños.

Seis meses después, el presidente de Pearson, Clutterbuck & Reynolds envió a todos los empleados invitaciones en las que les pedía que se reunieran con los socios para tomar unas copas en un hotel de tres estrellas, donde celebrarían la jubilación de Henry Preston y le agradecerían los cuarenta años de servicios y dedicación a la empresa.

Henry no pudo asistir a su fiesta de despedida, pues terminó celebrando su sexagésimo aniversario entre rejas, y todo por unas míseras ochocientas veinte libras.

La señorita Florence Blenkinsopp volvió a comprobar las cifras. La primera vez ya se había dado cuenta. Faltaban ochocientas veinte libras de la cantidad que había calculado antes de que el hombre con traje de raya diplomática a quien nadie había invitado entrara en la sala de baile con su bolsa y desapareciera con todo el dinero. Angela no podía ser la responsable. Al fin y al cabo, había sido alumna suya en el convento de Santa Catalina. La señorita Blenkinsopp restó importancia a la diferencia achacándola a un error suyo, sobre todo porque la recaudación era bastante superior a la del año anterior.

El año siguiente se cumpliría el centenario del convento y la señora Blenkinsopp ya estaba planeando un baile para celebrarlo. Anunció al comité su esperanza de que se aplicaran si su intención era conseguir batir récords el año del centenario. Si bien la señorita Blenkinsopp se había jubilado como directora de Santa Catalina unos siete años antes, continuaba tratando al comité de talluditas ex alumnas como si fueran todavía unas adolescentes.

El baile del centenario no pudo ser un éxito mayor, y la señorita Blenkinsopp fue la primera en distinguir a Angela con las alabanzas más encendidas. Dejó muy claro que, en su opinión, la señora Forster sí se había aplicado. Sin embargo, la señorita Blenkinsopp consideró necesario contar tres veces el dinero recaudado aquella noche antes de que apareciera el hombrecillo con la bolsa Gladstone y se lo llevara. Cuando unos días después volvió a repasar las cuentas, si bien habían superado su récord anterior por una cantidad considerable, la recaudación era inferior en más de dos mil libras a la cantidad que había apuntado en el reverso de la tarjeta que indicaba el lugar que le correspondía en la mesa.

La señora Blenkinsopp pensó que no tenía otro remedio que comunicar la diferencia (por segundo año consecutivo) a su presidenta, lady Travington, quien a su vez pidió consejo a su marido, presidente del comité de seguimiento local. Sir David prometió, antes de apagar la luz aquella noche, que hablaría con el jefe de policía por la mañana.

Cuando el jefe de policía fue informado del desfalco, pasó los datos al subjefe. Este transmitió la información a un inspector jefe, a quien le habría gustado decir a su superior que estaba en plena persecución de un asesino y al acecho de un cargamento de heroína con un valor en el mercado de más de diez millones. El hecho de que el convento de Santa Catalina hubiera extraviado poco más de dos mil libras no podía colocarse en el primer puesto de su lista de prioridades. Paró al primero que encontró en el pasillo y le pasó el expediente.

– Oficial, quiero un informe completo sobre mi mesa antes de la reunión del comité de seguimiento del mes que viene.

La oficial Janet Seaton puso manos a la obra como si siguiera los pasos de Jack el Destripador.

En primer lugar habló con la señorita Blenkinsopp, la cual se mostró muy dispuesta a colaborar, pero insistió en que ninguna de sus chicas podía estar implicada en un incidente tan desagradable y, por lo tanto, no había por qué interrogarlas. Diez días después, la oficial Seaton compró una entrada para el baile de cazadores de Bebbington, pese a que no había montado a caballo en toda su vida.

La oficial Seaton llegó a Bebbington Hall justo antes de que sonara el gong y el maestro de ceremonias bramara: «La cena está servida». Identificó enseguida a Angela Forster, incluso antes de haber localizado su mesa. Aunque la oficial Seaton tuvo que entablar una educada conversación con los hombres que la flanqueaban, no perdió de vista a la señora Forster. Cuando sirvieron los quesos y los cafés, había llegado a la conclusión de que estaba lidiando con una profesional consumada. La señora Forster no solo era capaz de controlar los frecuentes arranques de lady Bebbington, esposa del cazador mayor, sino que además encontró tiempo para organizar la orquesta, la cocina, el servicio de camareros, el cabaret y el personal voluntario sin siquiera despeinarse. Pero lo más interesante es que parecía no tener nada que ver con la recaudación de dinero. De eso se encargaba un grupo de señoras, quienes llevaban a cabo la tarea sin consultar a Angela.

Cuando la banda atacó su primer número, varios jóvenes solicitaron bailar con la oficial de policía. Los rechazó a todos, aunque a uno de mala gana.

Faltaban pocos minutos para la una y la velada estaba a punto de terminar, cuando la oficial localizó al hombre al que esperaba. Entre las chaquetas negras y rojas, habría sido más fácil de identificar que un zorro a la carrera. También encajaba a la perfección con la descripción facilitada por la señorita Blenkinsopp: un hombre calvo, rechoncho y bajo, de unos sesenta años, vestido de una manera más adecuada para una oficina de contabilidad que para un baile de cazadores. No le quitó los ojos de encima mientras el hombre rodeaba la pista de baile. Cuando desapareció detrás del escenario, la oficial abandonó al punto la mesa y se encaminó hacia el otro lado de la sala, y solo se detuvo cuando vio a los dos sin obstáculos. El hombre estaba sentado al lado de Angela, contando el dinero, ignorante de que otros dos ojos le observaban atentamente. La oficial miró.1 Angela, mientras el hombre ordenaba en pilas los billetes, los talones y los donativos prometidos. No intercambiaron ni una palabra.

Henry contó dos veces el dinero en metálico y ni siquiera miró a Angela. Guardó los billetes en la bolsa y le dio un recibo. Con apenas una inclinación de la cabeza, volvió sobre sus pasos y abandonó a toda prisa la sala de baile. Toda la operación había durado menos de siete minutos. Henry no se dio cuenta de que uno de los asistentes a la fiesta le pisaba los talones y, más importante aún, no le quitaba ojo.

La oficial Seaton vio que el hombre bajaba por el largo camino de entrada, atravesaba las puertas de hierro forjado y continuaba hacia el pueblo.

Como era una noche clara y las calles estaban desiertas, a la oficial Seaton no le resultó difícil seguir al hombre sin que este se percatara. Debía de sentirse muy confiado, porque no miró atrás ni una sola vez. La oficial solo tuvo que refugiarse en las sombras en una ocasión, cuando su presa se detuvo ante una agencia local del banco Nat West. Abrió la bolsa, sacó un paquete y lo dejó caer en la caja fuerte nocturna. Después continuó su camino sin apenas alterar el ritmo de sus pasos. ¿Adónde iba?

La joven policía tuvo que tomar una rápida decisión. ¿Debía seguir al desconocido o regresar a Bebbington Hall para ver qué hacía la señora Forster? «Siga el dinero», le había aconsejado siempre su supervisor de Peel House. Cuando Henry llegó a la estación, la oficial maldijo. Había aparcado su coche en los jardines de la mansión y, si quería perseguir al hombre de la bolsa, tendría que dejar el vehículo allí y recogerlo a primera hora de la mañana.

El último tren a Waterloo entró en la estación de Bebbington unos minutos después. Cada vez estaba más claro que el hombre de la bolsa lo había calculado todo al minuto. La oficial permaneció oculta hasta que el hombre subió al tren. Entonces se sentó en el siguiente vagón.

Cuando llegaron a Waterloo, el hombre se apeó y se dirigió a toda prisa a la parada de taxis más cercana. La oficial se mantuvo a cierta distancia hasta que le tocó el turno al desconocido. En cuanto este subió al vehículo, la oficial avanzó hacia la cola, exhibió su identificación y pidió disculpas a la persona que se disponía a subir al siguiente taxi. Entró en este y ordenó al conductor que siguiera deprisa al que acababa de alejarse.

Cuando el taxista frenó ante el casino Black Ace, la oficial se quedó en el asiento trasero hasta que el hombre hubo desaparecido en el interior.

Pagó al conductor sin prisas, bajó y entró en el casino tras su presa. Rellenó una solicitud para hacerse socia, pues no quería que nadie se enterara de que estaba en misión oficial.

La oficial Seaton entró en la sala y echó un vistazo a las mesas de juego. Solo tardó unos minutos en localizar a su hombre, sentado al lado de una ruleta. Avanzó unos pasos y se sumó a un grupo de curiosos que formaban una herradura alrededor de la mesa. Procuró mantenerse algo alejada de su presa porque, ataviada con un vestido azul de seda largo más adecuado para un baile, el hombre podía fijarse en ella e incluso preguntarse si le había seguido desde Bebbington Hall.

Durante la hora siguiente vio que el hombre sacaba de la bolsa fajos de billetes a intervalos regulares y los cambiaba por fichas. Una hora después, debía de haber vaciado la bolsa, porque se levantó de la mesa con una expresión sombría y se encaminó hacia el bar.

La oficial Seaton había resuelto el misterio: el hombre anónimo estaba desviando dinero de la velada con el fin de financiar su adicción al juego. Pero aún no estaba segura de la posible implicación de Angela.

Se escondió tras una columna de mármol, mientras el hombre se sentaba en un taburete, al lado de una señora vestida con un traje chaqueta azul con falda corta.

¿Le quedaba dinero suficiente para pagar a una prostituta? La oficial salió de detrás de la columna para echar un vistazo y casi tropezó con Henry cuando este se dirigía a la salida. Más tarde, mucho más tarde, la oficial Seaton consideró extraño que se hubiera ido del bar sin tomar una copa. Tal vez la mujer del taburete le había dado calabazas.

Henry se detuvo en la acera y paró un taxi. La oficial tomó otro. Siguieron al de Henry por Putney Bridge y continuaron el trayecto por la orilla meridional del río. El taxi se detuvo por fin ante un bloque de pisos de Wandsworth. La oficial Seaton apuntó la dirección y decidió que se merecía volver a casa en taxi.

A la mañana siguiente la oficial Seaton dejó su informe sobre la mesa del inspector jefe. Este lo leyó, sonrió, salió de su despacho y recorrió el pasillo para informar al subjefe de policía, quien a su vez llamó al jefe de policía. El jefe decidió no hablar de ello al presidente del comité de seguimiento hasta después de haber efectuado una detención, pues quería presentar a sir David un caso resuelto, uno de esos en que un jurado no tiene otro remedio que emitir un veredicto de culpabilidad.

Henry depositó el dinero del baile Butterfly en la caja fuerte nocturna de Lloyds TSB, a un par de cientos de metros del hotel donde los masones estaban celebrando su cena anual. No había recorrido ni treinta metros, cuando un coche de policía frenó a su lado. Era absurdo ponerse a correr, y además, Henry no estaba acostumbrado a cambiar de marcha. En cualquier caso, ya había planificado este momento hasta el último detalle. Henry fue detenido y acusado dos días antes de la reunión del comité de seguimiento.

Henry eligió al señor Clifton-Smyth, un abogado cuyas cuentas había llevado durante los últimos veinte años, para que le representara.

El señor Clifton-Smyth escuchó con atención la defensa de su cliente y tomó abundantes notas, pero, cuando Henry llegó al final de su relato, solo le dio un consejo: declararse culpable.

– Le informaré, por supuesto -añadió-, de todas las circunstancias atenuantes.

Henry aceptó el consejo de su abogado. Al fin y al cabo, el señor Clifton-Smyth jamás había puesto en tela de juicio su opinión durante las dos últimas décadas.

Henry no intentó ponerse en contacto con Angela durante los preliminares del juicio y, si bien la policía estaba segura de que ella era la Bonnie de su Clyde, dedujeron muy pronto que no tendrían que haberle detenido hasta que hubiera acudido al casino por segunda vez. ¿Quién era la mujer sentada en el bar? ¿Le había estado esperando? La Unidad de Delitos Especiales dedicó semanas a recoger matrices de talonarios de todos los casinos de Londres, pero no lograron encontrar ni un solo cheque extendido a nombre de la señora Angela Forster y, lo que era aún más desconcertante, tampoco localizaron ninguno a nombre de Henry Preston. ¿Perdía siempre?

Cuando consultaron el libro de celebraciones de Angela, descubrieron que Henry siempre había asumido la responsabilidad de contar el dinero y firmar el recibo. A continuación, una bandada de buitres de Hacienda cayó sobre la cuenta corriente de Angela, pero solo encontró once mil trescientas dieciocho libras de saldo, una cantidad que reflejaba muy pocos movimientos durante los últimos cinco años. Cuando la oficial Seaton informó a la señorita Blenkinsopp, esta pareció contentarse con creer que habían capturado al culpable. Al fin y al cabo, explicó a la oficial Seaton, era imposible que una chica de Santa Catalina estuviera implicada en algo semejante.

El subjefe de policía, con la búsqueda del asesino todavía en marcha y el alijo de drogas sin salir a la luz, dio instrucciones de cerrar el caso de Santa Catalina. Se había efectuado una detención, y eso era lo único que importaba cuando entregaban sus estadísticas delictivas anuales.

Cuando los letrados de Hacienda aceptaron que no había forma de localizar el dinero desaparecido, el abogado de Henry consiguió llegar a un acuerdo con el fiscal de la corona. Si se declaraba culpable del robo de ciento treinta mil libras y se comprometía a devolver toda la cantidad a las partes perjudicadas, recomendarían una condena corta.

– Y sin duda en este caso existen circunstancias atenuantes sobre las que desea llamar nuestra atención, ¿verdad, señor Cameron? -dijo el juez, mientras miraba al abogado de Henry.

– Desde luego, señoría -repuso el señor Alex Cameron, QC, [6] mientras se levantaba con parsimonia-. Mi cliente no ha ocultado su desgraciada adicción al juego, que ha sido la causa de su trágica perdición. Sin embargo -continuó el señor Cameron-, estoy convencido de que su señoría tendrá en cuenta que es el primer delito de mi cliente, y hasta este lamentable desatino había sido un pilar de la comunidad de reputación intachable. Mi cliente ha ofrecido largos años de servicios desinteresados a la iglesia local como tesorero honorario, tal como atestiguó el párroco, cosa que sin duda usted recordará, señoría.

El señor Cameron carraspeó antes de continuar.

– Señoría, tiene ante usted a un hombre destrozado y arruinado, al que solo aguardan largos años de jubilación. Ha llegado al extremo -continuó el señor Cameron, mientras tiraba de sus solapas- de tener que vender su piso de Wandsworth para pagar sus deudas. -Hizo una pausa-. Dadas las circunstancias, tal vez considere, señoría, que mi cliente ya ha sufrido bastante y, por lo tanto, debería ser tratado con indulgencia.

El señor Cameron miró esperanzado al juez y volvió a sentarse.

El magistrado miró al abogado de Henry y le devolvió la sonrisa.

– No lo bastante, señor Cameron. Trate de no olvidar que el señor Preston era un profesional que abusó de una situación de confianza. Pero déjeme recordar a su cliente -añadió el juez volviéndose hacia Henry- que el juego es una enfermedad y que el acusado debería buscar ayuda para superar su adicción en cuanto salga de la prisión.

Henry se preparó para escuchar la sentencia.

El juez hizo una pausa, que pareció durar toda una eternidad, y siguió mirando a Henry.

– Le condenó a tres años -dijo-. Llévense al preso -añadió.

Henry aterrizó en la prisión abierta de Ford. Nadie se fijó en su llegada y nadie se fijó en su partida. Siguió llevando una existencia tan anónima dentro como fuera. No recibía correo, no hacía llamadas telefónicas, no tenía visitas. Cuando le pusieron en libertad, dieciocho meses después, tras haber cumplido la mitad de la pena, nadie le esperaba ante la puerta.

Henry Preston aceptó la paga de cuarenta y cinco libras, y la última vez que se le vio caminaba hacia la estación de tren con una bolsa Gladstone que solo contenía sus pertenencias personales.

El señor Graham Richards y su señora disfrutan de una agradable jubilación, bastante tranquila, en la isla de Mallorca. Poseen una pequeña villa en primera línea de mar, con vistas a la bahía de Palma, y ambos gozan de cierto aprecio entre la comunidad local.

El presidente del Royal Overseas Club de Palma informó a la asamblea nacional de accionistas de que se había apuntado un gran tanto al convencer al ex director financiero de la Nigerian National Oil Company de que se convirtiera en tesorero honorario del club. Siguieron gestos de asentimiento, murmullos y una salva de aplausos. El presidente propuso a continuación que el secretario debía hacer constar en el acta que, desde que el señor Richards había asumido la responsabilidad de tesorero, las cuentas del club estaban en perfecto orden.

– Y a propósito -añadió-, su esposa Ruth ha accedido amablemente a organizar nuestro baile anual.

La coartada

Cometió un asesinato y no le pillaron -dijo Mick.

– ¿Cómo se las arregló? -pregunté.

– Porque si dos carceleros dicen que ha pasado, es que ha pasado -respondió Mick-, y ningún preso dirá lo contrario. ¿Comprendido?

– No, no lo comprendo -admití.

– Entonces tendré que explicártelo, ¿eh?-dijo Mick-. Hay una regla de oro entre los presos: nunca te acuestes con la fulana de un colega mientras está encerrado. Forma parte del código.

– Eso puede ser un poco duro para una chica joven cuyo novio ha sido condenado a una pena larga, porque la estás condenando al mismo número de años sin sexo.

– Esa no es la cuestión -replicó Mick-porque Pete dejó bien claro a Karen que la esperaría.

– Pero no iba a ir a ningún sitio durante los siguientes seis años -protesté.

– No lo entiendes, Jeff. Es el código y, para ser justo con la fulana, Karen se portó de maravilla durante los seis primeros meses, pero después se descarrió. La verdad es -prosiguió Mick- que Brian, el mejor amigo de Pete, ya se había acostado con Karen, pero eso fue antes de que se convirtiera en la chica de Pete, porque los tres habían ido juntos al instituto. Pero eso no cuenta, porque Karen dejó de follar con otros cuando se fue a vivir con Pete. ¿Comprendido?

– Creo que sí -dije.

– Ten en cuenta que la regla no se aplica a Pete porque es un hombre. Es una cuestión de lógica, porque los hombres son diferentes. Somos leones, y ellas, corderos.

«Leonas» me habría parecido más apropiado. Sin embargo, confieso que no expresé mi opinión en aquel momento.

– De todos modos -continuó Mick-, el código es muy claro: nadie se acuesta con la fulana de un colega mientras está encerrado.

Dejé la pluma y continué escuchando el Evangelio según San Mick, otro ladrón que entraba y salía de la cárcel como si el edificio tuviera puertas giratorias. Desistí de escribir mi diario. No cabía duda de que Mick estaba lanzado y nada iba a detenerle. Yo no, desde luego. Como la puerta estaba cerrada con llave y no podía escapar, decidí tomar nota de sus palabras. Pero antes les pondré en antecedentes.

Mick Boyle era mi compañero de celda en Lincoln, donde cumplía su novena condena de los últimos diecisiete años, todas por robo.

– Puede que sea un blandengue -proclamó-, pero no tolero la violencia. No la apruebo -añadió, con la clara intención de demostrar su superioridad moral. Me contó que tenía seis hijos, que él supiera, de cinco mujeres diferentes, pero apenas mantenía contacto con ellos. Debí de mostrar sorpresa, porque añadió-: No te preocupes, Jeff, los servicios sociales cuidan de todos ellos.

»Si quieres una chica -continuó Mick-, hay bastantes por ahí sin necesidad de que te acuestes con la fulana de tu mejor amigo. Al fin y al cabo, la mayoría de nosotros no paramos de entrar y salir, entrar y salir -repitió, y rió de su propio chiste.

Pete Bailey, el amigo de Mick (el héroe o villano de esta historia; eso lo decidirán ustedes), había sido acusado de robo con agravantes, lo cual abarca una multitud de pecados, sobre todo si solicitas al tribunal, después de que te hayan declarado culpable, que tome en consideración ciento doce delitos similares.

– ¿Resultado? A Pete le caen seis años. -Mick hizo una pausa para tomar aliento-. Ten en cuenta que se cargó a su mejor amigo mientras estaba dentro y no le pillaron, ¿eh?

– ¿De veras? -pregunté mostrando un poco más de interés.

– Sí, seguro. Sabía que solo cumpliría tres años porque siempre se portaba bien, cuando estaba dentro, quiero decir. Lógico, ¿verdad? Así que, después de quince meses en Wakefield, un trullo horrible, le enviaron a la prisión abierta de Hollesley Bay, en Suffolk, a terminar su condena. Un maldito campamento de vacaciones. En teoría -continuó Mick-, una prisión abierta ha de prepararte para reintegrarte en la sociedad. Algunos así lo esperan. Pete se pasaba todo el tiempo en la biblioteca de la cárcel, leyendo ejemplares atrasados de Country Life, que algún buen samaritano había donado, con el fin de decidir qué casas iba a asaltar en cuanto saliera. Bien, otra regla que se sigue en una prisión abierta es que tienes derecho a una visita a la semana, no una al mes, como cuando estás encerrado a cal y canto. Siempre que te hayas rehabilitado y no hayan dado parte de ti en un mes como mínimo.

– ¿Rehabilitado? -pregunté intrigado.

– Eso es cuando un preso lleva tres meses de buen comportamiento. Cuando le rehabilitan, obtiene todo tipo de privilegios, como más tiempo fuera de la celda, un trabajo mejor e incluso una paga superior en algunos trullos.

– ¿Y qué hay que hacer para que den parte de ti?

– Eso es fácil. Insultar a un guardia, presentarse tarde al trabajo, dar positivo en un análisis de drogas. Una vez, me sancionaron por robar una naranja de la cocina. Un abuso intolerable.

– ¿Y alguna vez sancionaron a tu amigo Pete? -pregunté.

– Nunca -contestó Mick-, Se portaba como un santo porque quería que su fulana le visitara. Bien, cumple sus tres meses, trabaja en los almacenes, no se mete en líos y, zas, le rehabilitan. El sábado siguiente, su fulana se presenta en chirona para visitarle.

»En las cárceles abiertas, las visitas tienen lugar en la sala más grande, por lo general el gimnasio o la cantina. Has de recordar que las medidas de seguridad no son como las de un trullo cerrado, con perros y cámaras que siguen todos tus movimientos, de modo que puedes comportarte con naturalidad cuando estás con tu fulana.-Hizo una pausa-. Bien, dentro de unos límites. Quiero decir, no puedes hacer el amor como en las cárceles suecas. Ya sabes… ¿Cómo lo llaman?

– ¿Visitas conyugales?

– Bien, da igual, se trata de sexo y nosotros no lo permitimos. Ten en cuenta que un guardia hará la vista gorda si un preso mete la mano bajo la falda de su fulana, pero me acuerdo de que en una cárcel…

– Pete -le recordé.

– Ah, sí, Pete. Bien, Karen visitó a Pete el sábado siguiente. Todo va bien hasta que Pete le pregunta por su mejor colega,

Brian. Karen se calla, no dice ni una palabra, y después enrojece. Pete adivina al instante lo que se trae entre manos: la fulana se lo está montando con su mejor colega mientras él está dentro. Ella le provocó, ¿verdad? Pete se levanta de un salto y le pega una hostia. Karen se cae al suelo. Se dispara la alarma y los guardias entran corriendo por todas las puertas. Tuvieron que separarle de Karen y meterle en una celda de aislamiento. ¿Has estado alguna vez en una celda de aislamiento, Jeff?

– No.

– Ni falta que hace. Un abuso intolerable. Celda desnuda, colchón en el suelo, lavabo de acero fijo a la pared y un retrete de acero que no funciona. Al día siguiente, sancionan a Pete y le llevan ante el director, el cual, como recordarás, es Dios todopoderoso. No necesita que ningún juez o jurado le ayude a decidir si eres culpable. Basta con las normas del Ministerio del Interior.

– ¿Qué le pasó a Pete?

– Le devolvieron a una institución cerrada. Le mandaron a Lincoln aquel mismo día, con tres meses de propina añadidos a su condena. Algunos presos, cuando les envían a una institución cerrada, pierden la chaveta, empiezan a destrozar el lugar, toman drogas, pegan fuego a su celda, así que no salen nunca. Una vez, me encerraron con un capullo en Liverpool. Empezó con una condena de tres años y aún sigue allí. La última vez, le llevaron ante el director por…

– Pete -dije, procurando contener mi exasperación.

– Ah, sí, Pete. Bien, Pete hace lo contrario.

– ¿Lo contrario?

– Bueno como un santo todo el tiempo que está enchironado en Lincoln. Tres meses después, vuelve a estar rehabilitado y recupera todos sus privilegios. Consigue un trabajo en la cocina, trabaja como un esclavo, seis meses más tarde solicita una visita y se la conceden, con la excepción de Karen Slater. Pero ya no quería ver a aquella zorra. No, esta vez Pete solicitó la visita de uno de sus antiguos colegas, que ya estaba en libertad. Este colega confirma que Brian no solo se lo monta con Karen, sino que, ahora que Pete está a buen recaudo en Lincoln, ella se ha ido a vivir con él. Un abuso intolerable -dijo Mick-. El colega de Pete le preguntó si quería que le diera una paliza a Brian. «No; no vayamos por ahí», contestó Pete. «Ya me ocuparé de él cuando llegue el momento.» No explicó lo que tenía pensado porque al final siempre hay alguien que se va de la lengua. En política debe de pasar lo mismo, Jeff.

– Pete.

– Bien, Pete sigue portándose como un santo. Tiene la celda limpia, trabaja a todas horas, nunca insulta a los guardias, nunca le sancionan. ¿Resultado? Doce meses después está de vuelta en la prisión abierta de Hollesley Bay, y solo le quedan nueve meses de condena.

– Y cuando volvió a Hollesley Bay, ¿intentó ponerse en contacto con Karen?

– No; no solicitó ninguna visita. De hecho, nunca más volvió a pronunciar su nombre.

– ¿Cuál era su juego? -pregunté, adoptando la jerga carcelaria.

– Solo tenía una cosa en la cabeza, Jeff: quería que le trasladaran al bloque de los rehabilitados, al otro lado de la cárcel.

– Me he perdido -admití.

– Todo formaba parte de su plan maestro, ¿vale? Cuando llegas por primera vez a Hollesley Bay, que, no lo olvides, es un trullo abierto, te asignan una habitación en uno de los dos bloques principales.

– Ah, ¿sí?

– Sí, el bloque norte y el bloque sur. Pero si te rehabilitan (otros tres meses de comportarte como un santo), te trasladan al bloque de rehabilitación, lo cual te concede todavía más privilegios.

– ¿Por ejemplo?

– Puedes recibir la visita de un colega cada sábado. A Pete no le interesaba. Puedes ir a casa un domingo al mes. Tampoco le interesa. Puedes solicitar un trabajo fuera de la cárcel durante la semana. Sigue sin interesarle, pese a que así se sacaría unas libras más antes de que le soltaran.

– Entonces, ¿para qué molestarse en conseguir tantos privilegios, si no pensaba aprovecharlos? -pregunté.

– Formaba parte del plan maestro de Pete, ¿vale? Tu problema, Jeff, es que no piensas como un delincuente.

– ¿Por qué tenía Pete tanto interés en que le trasladaran al bloque de rehabilitación?

– Una buena pregunta por fin, Jeff, pero creo que te hace falta un poco de información. Pete ya había averiguado que en el bloque de rehabilitación había cinco guardias durante el día, pero solo dos por la noche, porque cuando un preso alcanza la condición de rehabilitado se puede confiar en él, dejando aparte la escasez de personal. Y no olvides que en una cárcel abierta no hay celdas, barrotes, llaves ni muros, de modo que cualquiera puede huir.

– ¿Y por qué no lo hacen?

– Porque a la mayoría de los presos que han conseguido ir a parar a una prisión abierta no les interesa escapar.

– ¿Por qué?

– Es lógico. Están llegando al final de su condena y, si les pillan, y nueve de cada diez caen, les envían directamente a una institución cerrada con unos cuantos meses de propina. Así que no vale la pena. Recuerdo a un tipo llamado Dale. Menudo capullo. Solo le quedaban tres semanas de condena y…

– Pete… -dije de nuevo.

– Eres un impaciente, Jeff, como si tuvieras que ir a algún sitio. ¿Por dónde iba?

– En el bloque de rehabilitación solo hay dos oficiales de servicio por la noche -dije después de consultar mis notas.

– Ah, sí. De todos modos, hasta en el bloque de rehabilitación has de presentarte en dirección a las siete de la mañana y a las nueve de la noche. Como ya te he dicho, Pete tenía un trabajo en los almacenes de la cárcel, donde se encargaba de entregar la ropa a los nuevos reclusos y la ropa lavada a los demás una vez a la semana, de modo que los guardias siempre sabían dónde estaba, lo cual también formaba parte del plan de Pete. Pero, si no se hubiera presentado en dirección a las siete de la mañana, y después a las nueve de la noche, le habrían sancionado, con lo cual le habrían enviado de nuevo al bloque norte, tras quitarle todos los privilegios. De modo que Pete siempre estaba presente cuando pasaban lista, su celda siempre estaba limpia como una patena y siempre apagaba la luz mucho antes de las once.

– ¿Formaba parte del plan maestro de Pete?

– Lo pillas rápido -dijo Mick-. Pero Pete se topó con un obstáculo. ¿Se dice así, Jeff? -Asentí con la cabeza, pues no deseaba interrumpirle-. Por la noche un guardia hacía la ronda del bloque a la una, y después volvía a las cuatro de la mañana, para comprobar que todos los reclusos estaban acostados y dormidos. Lo único que ha de hacer el guardia es apartar la cortina de la puerta, mirar a través del cristal y apuntar la linterna a la cama para comprobar que el preso está roncando. ¿Te he contado lo del preso que pillaron en su habitación con una…?

– Pete -dije sin siquiera mirar a Mick.

– Pete se quedaba despierto hasta la una, cuando el primer guardia iba a ver si estaba en su cuarto. El guardia levanta la cortina, apunta la linterna a la cama y desaparece. Entonces Pete se dormía, pero siempre ponía el despertador a las cuatro menos diez. A las cuatro aparece otro guardia para comprobar que aún sigues en la cama. Pete tardó más de un mes en averiguar que había dos guardias, el señor Chambers y el señor Davis, que no se molestaban en hacer la ronda nocturna para comprobar que todo el mundo estaba acostado. Chambers se quedaba dormido y a Davis no había quien lo apartara de la televisión. Después de eso Pete solo tuvo que esperar a que los dos estuvieran de servicio la misma noche.

Cuando solo faltaban seis semanas para que le dejaran en libertad, Pete volvió al bloque de rehabilitación después de trabajar, y se enteró de que Chambers y Davis estaban de servicio aquella noche. Cuando Pete firmó la lista a las nueve, el señor Chambers ya estaba viendo un partido de fútbol en la tele, y el señor Davis, con los pies sobre la mesa, bebía una Coca-Cola y leía las páginas deportivas del Sun. Pete subió a su cuarto, vio la tele hasta poco después de las diez y apagó la luz. Se metió en la cama y se tapó con la manta, pero no se quitó el chándal ni las zapatillas de deporte. Esperó hasta pasados unos minutos de la una, salió de puntillas al pasillo y comprobó que no había nadie. Ni rastro de Chambers o Davis. A continuación fue hasta el extremo del pasillo, abrió la puerta de la salida de incendios y desapareció por la escalera trasera. Dejó una cuña de papel en la puerta y se dispuso a recorrer los doce kilómetros que distaban de Woodbridge.

Nadie sabe cuándo regresó Pete aquella noche, pero se presentó en dirección, como de costumbre, a las siete de la mañana. El señor Chambers marcó su nombre. Cuando Pete miró la tablilla del guardia, observó que las cuatro columnas de la lista (nueve, una, cuatro, siete) estaban marcadas. Desayunó en la cantina antes de ir a trabajar a los almacenes.

– ¿Se salió con la suya?

– No del todo -contestó Mick-.Ya avanzada la mañana, montones de policías invadieron la cárcel, pero solo buscaban a un hombre. Acabaron en los almacenes, detuvieron a Pete y le llevaron a la comisaría de Woodbridge para interrogarle. Le interrogaron durante cuatro horas acerca de la muerte de Brian Powell y Karen Slater, a quienes habían hallado estrangulados en la cama. Corre el rumor de que estaban follando en aquel momento. Pete se mantuvo firme en su argumentación: «No he podido ser yo, tíos. A esa hora estaba encerrado en la cárcel. Pregunten al señor Chambers y al señor Davis, que estaban de servicio anoche». El agente al mando del caso se presentó en el bloque de rehabilitación y miró la lista de las rondas nocturnas. Brian y la fulana habían sido estrangulados entre las tres y las cinco de la madrugada, según el médico de la policía, de modo que, si Chambers había visto a Pete dormido a las cuatro, este no podía estar en Woodbridge a esa hora, ¿verdad? Lógico.

»El Ministerio del Interior ordenó una investigación independiente. Tanto Chambers como Davis confirmaron que habían pasado por la celda de cada preso a la una y a las cuatro, y en ambas ocasiones Pete estaba dormido en su cuarto. Varios presos comparecieron de muy buena gana ante el comité de investigación y declararon que les había despertado la linterna de Chambers y Davis cuando hacían la ronda, lo cual reforzó la defensa de Pete. La investigación llegó a la conclusión de que Pete debía de estar en la cama a la una y a las cuatro de aquella madrugada, de modo que no pudo de ninguna manera cometer los asesinatos.

– Así que se salió con la suya -repetí.

– Depende de lo que entiendas por salirse con la suya -dijo Mick-, porque, si bien la policía no pudo acusar a Pete, el agente a cargo del caso declaró más adelante que habían cerrado la investigación porque no deseaban interrogar a nadie más. Menuda indirecta. Lo ocurrido no era positivo para las perspectivas de ascenso de Chambers y Davis, de modo que se dedicaron a putear a Pete.

– Pero a Pete solo le faltaban seis semanas para salir en libertad -recordé a Mick-, y siempre se portaba como un santo.

– Cierto, pero otro guardia, coleguilla de Davis, denunció a Pete por robar unos vaqueros de los almacenes unos días antes de su excarcelación. Pete acabó en una celda de aislamiento y el director ordenó que le trasladaran a la prisión de Lincoln incluso antes de que sirvieran el té de la noche, con tres meses más de condena.

– ¿Acabó condenado a otros tres meses?

– Eso fue hace seis años -dijo Mick-.Y Pete todavía sigue encerrado en Lincoln.

– ¿Cómo es posible?

– Los guardias le acusan de algo nuevo cada pocas semanas, de manera que le sancionan y el director añade otros tres meses a su sentencia. Apuesto a que Pete pasará el resto de su vida en Lincoln. Menudo abuso.

– Pero ¿cómo consiguen salirse con la suya?

– ¿No has escuchado nada lo que he dicho, Jeff? Si dos carceleros dicen que ha pasado, es que ha pasado -repitió Mick-, y ningún preso dirá lo contrario. ¿Comprendido?

– Comprendido -contesté.

El 12 de septiembre de 2002, la Instrucción de Servicios Penitenciarios número 47/2002 declaraba que la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Ezeh y Connors dictaminaba que, cuando un delito era de tal magnitud que se castigaba con días de condena adicionales, se aplicaban las medidas protectoras contenidas en la Convención Europea de Derechos Humanos. Debía celebrarse un juicio presidido por un tribunal independiente e imparcial, y los presos tenían derecho a asistencia legal en dichas vistas.

Pete Bailey salió de la prisión de Lincoln el día 19 de octubre de 2002.

Una tragedia griega

G eorge Tsakiris no es uno de esos griegos de los que hay que desconfiar cuando trae regalos. George tiene la suerte de poder pasar la mitad de su vida en Londres y la otra en su Atenas natal. Él y sus dos hermanos menores, Nicholas y Andrew, dirigen al alimón una empresa de compraventa de objetos de segunda mano, que heredaron de su padre.

George y yo nos conocimos hace muchos años durante una subasta benéfica a beneficio de la Cruz Roja. Su esposa Christina era miembro del comité organizador y me había invitado a ser el subastador.

En casi todas las subastas benéficas que he presidido a lo largo de los años, siempre hay un objeto que no encuentra comprador, y aquella noche no fue la excepción. En dicha ocasión, otro miembro del comité había donado un paisaje pintado por su hija, que había quedado huérfano en una feria benéfica del pueblo. Mucho antes de subir a la tribuna y pasear la vista alrededor de la sala en busca de un postor, pensé que iba a quedarme plantado otra vez.

Sin embargo, no había tomado en consideración la generosidad de George.

– ¿Hay una oferta inicial de mil libras?-pregunté esperanzado, pero nadie acudió en mi auxilio-. ¿Mil? -repetí procurando disimular la desesperación, y ya estaba a punto de rendirme, cuando una mano se alzó del mar de trajes de etiqueta negros. Era la de George-. Dos mil -propuse, pero mi propuesta no interesó a nadie-.Tres mil -dije, y miré directamente a George. Una vez más, alzó la mano-. Cuatro mil -anuncié con tono confiado, pero mi confianza duró poco, de modo que volví a mirar a George-. Cinco mil -pedí, y de nuevo aceptó. Pese a que su esposa era miembro del comité, consideré que ya era suficiente-.Adjudicado por cinco mil libras al señor George Tsakiris -anuncié entre aplausos, y vi una expresión de alivio en el rostro de Christine.

Desde entonces el pobre George o, mejor dicho, el rico George, ha acudido en mi auxilio en ocasiones similares, comprando a menudo objetos ridículos, por ninguno de los cuales había esperado yo una puja inicial. Bien sabe Dios lo mucho que he extorsionado a ese hombre a lo largo de los años, y todo en nombre de la caridad.

El año pasado, después de venderle un viaje a Uzbekistán, más dos billetes de clase turista por cortesía de Aeroflot, me acerqué a su mesa para agradecerle su generosidad.

– No hace falta que me lo agradezcas -dijo George cuando me senté a su lado-. No pasa ni un día sin que sea consciente de la suerte que tengo, incluso de la suerte de estar vivo.

– ¿La suerte de estar vivo? -pregunté, olfateando una historia.

Permítanme apuntar en este momento que el viejo tópico de que cada persona contiene un libro es una falacia. Sin embargo, con el paso de los años he llegado a aceptar que en la vida de casi todo el mundo hay un episodio especial y merecedor de un relato corto. George no era la excepción.

– La suerte de estar vivo -repetí.

George y sus dos hermanos dividen la responsabilidad del negocio a partes iguales: George se ocupa de la oficina de Londres, mientras Nicholas se queda en Atenas, lo cual permite a Andrew viajar alrededor del mundo siempre que uno de sus clientes hundidos necesita salir a flote.

Si bien George posee sucursales en Londres, Nueva York y Saint-Paul-de-Vence, regresa con regularidad a la cuna de los dioses para seguir en contacto con su numerosa familia. ¿Se han dado cuenta de que los ricos siempre parecen tener familia numerosa?

En un baile reciente de la Cruz Roja, celebrado en Dorchester, nadie acudió en mi auxilio cuando ofrecí una camiseta de rugby de los British Lions (después de su gira por Nueva Zelanda), firmada por todo el equipo perdedor. George no es taba presente, pues había vuelto a su país natal para asistir a la boda de una de sus sobrinas favoritas. De no haber sido por el incidente que tuvo lugar en la boda, yo nunca habría vuelto a ver a George.

Por cierto, no conseguí que nadie pujara por la camiseta de los British Lions.

La sobrina de George, Isabella, había nacido en Cefalonia, una de las islas griegas más hermosas, engarzada como una espléndida joya en pleno mar Egeo. Isabella se había enamorado del hijo de un viticultor local y, como su padre ya no vivía, George se había ofrecido a pagar el banquete de boda, que iba a celebrarse en casa del novio.

En Inglaterra es costumbre invitar a los amigos y familiares al servicio religioso y después al banquete, que suele celebrarse en una carpa montada en el jardín de la casa de los padres de la novia. Cuando el jardín no es bastante grande, la fiesta se traslada al ayuntamiento del pueblo. Una vez pronunciados los discursos oficiales, y transcurrido un lapso prudencial, los novios parten de luna de miel y poco después los invitados se marchan a casa.

Abandonar una fiesta antes de medianoche no es una tradición aceptada por los griegos. Dan por sentado que cualquier festejo posterior a una boda se prolongará hasta bien avanzada la madrugada, sobre todo si el novio es dueño de unos viñedos. Cuando dos nativos se casan en una isla griega, se invita de manera automática a todos los lugareños a tomar una copa de vino y brindar por la salud de la novia. Colarse de gorra en un banquete nupcial es una expresión desconocida para los griegos. La madre de la novia no se molesta en enviar tarjetas de invitación ribeteadas de oro por una sencilla razón: nadie se molestaría en contestar, pero todo el mundo haría acto de aparición.

Otra diferencia entre nuestras dos grandes naciones es que no es necesario alquilar una carpa o el ayuntamiento de un pueblo para la fiesta, porque es improbable que caiga un chaparrón, sobre todo en pleno verano, que dura unos diez meses. Cualquiera puede ser meteorólogo en Grecia.

La noche antes de la boda, Christina señaló a su marido que, como anfitrión, sería prudente que se mantuviera sobrio. Alguien, añadió, tenía que vigilar la ceremonia, teniendo en cuenta la ocupación del novio. George accedió de mala gana.

La ceremonia nupcial se celebró en la pequeña iglesia de la isla, cuyos bancos estaban abarrotados de invitados y no invitados mucho antes de que se cantaran las vísperas. George aceptó con su elegancia habitual que iba a ser anfitrión de un numeroso grupo. Miró con orgullo a su sobrina favorita y a su novio mientras les unían en santo matrimonio. Aunque Isabella estaba oculta tras un velo de encaje blanco, los jóvenes de la isla conocían su belleza desde hacía mucho tiempo. Su prometido, Alexis Kulukundis, era alto y delgado, y su cintura no delataba que era el heredero de unos viñedos.

Vayamos a la ceremonia. Aquí, de momento, griegos e ingleses coinciden, pero no por mucho rato. Presidían la ceremonia sacerdotes barbudos ataviados con largos ropajes dorados y altos sombreros negros. El olor dulzón que surgía de los incensarios impregnaba la iglesia, mientras el sacerdote con la vestidura más trabajada, poseedor además de la barba más larga, presidía el enlace con el acompañamiento de salmos y oraciones murmurados.

George y Christina fueron de los primeros en salir de la iglesia una vez terminada la ceremonia, pues querían llegar a casa antes de que acudieran los invitados para darles la bienvenida.

La antigua y destartalada casa del novio estaba enclavada en las laderas de una colina que dominaba la llanura de los viñedos. Mucho antes de que los novios hicieran acto de aparición, el espacioso jardín, rodeado de olivares que formaban terrazas, es taba invadido de personas que deseaban expresarles su enhorabuena. George ya debía de haber estrechado más de doscientas manos, cuando un numeroso grupo de amigos alborotadores anunció la llegada de los señores Kulukundis disparando pistolas al aire a modo de celebración; una tradición griega que sospecho no sería bien recibida en un jardín inglés, ni mucho menos en el ayuntamiento del pueblo.

Con la excepción de los familiares más cercanos y los invitados elegidos para sentarse a la larga mesa presidencial, situada junto a la pista de baile, había poca gente a la que George hubiera visto antes.

George ocupó su lugar en el centro de la mesa presidencial, con Isabella a la derecha y Alexis a la izquierda. En cuanto estuvieron todos sentados, una serie de platos colmados fueron colocados ante los invitados, y el vino fluyó como si se tratara de una orgía báquica antes que una boda celebrada en una pequeña isla. Pero, claro, Baco, el dios del vino, era griego.

Cuando, a lo lejos, el reloj de la catedral dio las once en punto, George insinuó al padrino que tal vez había llegado el momento de que pronunciara su discurso. A diferencia de George, él sí estaba borracho, y sería incapaz de recordar sus palabras a la mañana siguiente. A continuación habló el novio y, cuando intentó expresar lo afortunado que se sentía por haberse casado con una chica tan maravillosa, sus jóvenes amigos saltaron a la pista de baile y volvieron a disparar las pistolas al aire.

George fue el último orador. Consciente de lo avanzado de la hora, de las miradas suplicantes de los invitados y de las botellas medio vacías que sembraban las mesas, se contentó con desear a los novios una vida venturosa, un eufemismo que significaba montones de hijos. A continuación invitó a quienes todavía podían levantarse a brindar por la salud de los novios. Isabella y Alexis lloraron, aunque no al unísono.

En cuanto los aplausos cesaron, la banda empezó a tocar. El novio se levantó al punto, se volvió hacia su esposa y le pidió el primer baile. Los recién casados salieron a la pista, acompañados por otra descarga cerrada. Les siguieron los padres del novio y, unos minutos después, se sumaron George y Christina.

Cuando George hubo bailado con su mujer, con la madre del novio y con la de la novia, volvió a su asiento en el centro de la mesa presidencial, al tiempo que estrechaba las manos de los invitados que querían darle las gracias.

George se estaba sirviendo un vaso de vino tinto (al fin y al cabo, ya había cumplido con sus deberes oficiales), cuando apareció el anciano.

George se puso en pie de un salto en cuanto le vio en la entrada del jardín. Dejó la copa sobre la mesa y atravesó a toda prisa el césped para dar la bienvenida al inesperado invitado.

Andreas Nikolaides se apoyaba pesadamente en dos bastones. George no quiso ni pensar en lo que le habría costado subir por el camino desde su pequeña casa, situada a mitad de la montaña. Hizo una inclinación y saludó al hombre que era una leyenda en la isla de Cefalonia, además de en las calles de Atenas, pese a que jamás había abandonado su tierra natal. Siempre que le preguntaban el motivo, contestaba: «¿Alguien querría abandonar el Paraíso?».

En 1942, cuando la isla de Cefalonia fue invadida por los alemanes, Andreas Nikolaides escapó a las montañas, y a los veintitrés años se convirtió en el líder de la resistencia. Jamás abandonó aquellas colinas durante la larga ocupación de su tierra natal y, pese a que ofrecieron una bonita recompensa por su cabeza, no regresó con su gente hasta que, al igual que Alejandro, hubo expulsado a los invasores hasta el mar.

Una vez declarada la paz en 1945, Andreas regresó saboreando las mieles del triunfo. Fue elegido alcalde de Cefalonia, un cargo que conservó sin oposición durante los siguientes treinta años. Ahora que tenía más de ochenta, no había familia en Cefalonia que no se sintiera en deuda con él y mucha gente afirmaba ser pariente suyo.

– Buenas noches, señor -dijo George, al tiempo que se adelantaba para saludar al anciano-. Su presencia honra la boda de mi sobrina.

– Soy yo quien debe considerarse honrado -replicó Andreas, haciendo a su vez una inclinación-. El abuelo de su sobrina luchó y murió a mi lado. En cualquier caso -añadió con un guiño-, es prerrogativa de un anciano besar a todas las novias de la isla.

George guió a su distinguido invitado hasta la mesa de honor. La gente dejaba de bailar y aplaudía cuando el hombre pasaba a su lado. George insistió en que el anciano ocupara su lugar en la mesa presidencial, para que estuviera sentado entre los novios. Andreas aceptó a regañadientes. Cuando Isabella se volvió para ver quién se había sentado a su lado, estalló en lágrimas y rodeó al anciano con sus brazos.

– Su presencia es la guinda que corona la boda -dijo.

Andreas sonrió y miró a George.

– Ojalá hubiera causado este efecto en las mujeres cuando era más joven -susurró.

George dejó a Andreas sentado en su sitio, en el centro de la mesa presidencial, charlando muy contento con los novios. Cogió un plato y se encaminó con parsimonia hacia una mesa cargada de comida. Eligió entre los bocados más exquisitos, aquellos que consideró el anciano podría digerir con más facilidad. Por último, sacó una botella de vino añejo de una caja que su padre le había obsequiado el día de su boda. George se volvió para llevar su presente a su honorable invitado, justo cuando el reloj de la catedral daba las doce y anunciaba el nacimiento del nuevo día.

Una vez más, los jóvenes de la isla se precipitaron en tromba hacia la pista de baile y dispararon sus pistolas al aire, mientras los invitados lanzaban vítores. George frunció el ceño, pero enseguida recordó su juventud. Con el plato en una mano y la botella de vino en la otra, continuó caminando hacia su sitio, ocupado ahora por Andreas Nikolaides.

De repente, sin previo aviso, uno de los jóvenes juerguistas, que había bebido demasiado, echó a correr y tropezó con el borde de la pista de baile, justo cuando disparaba la última bala. George se quedó petrificado de horror al ver que el anciano se derrumbaba hacia delante y su cabeza caía sobre la mesa. Soltó la botella de vino y el plato de comida, mientras la novia lanzaba un chillido. Corrió hacia el centro de la mesa, pero ya era demasiado tarde. Andreas Nikolaides había muerto.

La multitudinaria y alegre fiesta fue presa de una repentina agitación. Unos gritaban, otros lloraban, algunos caían de rodillas, pero la mayoría se había sumido en un sombrío silencio, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir.

George se inclinó sobre el cadáver y levantó al anciano en brazos. Atravesó despacio el jardín en dirección a la casa, mientras los invitados formaban un pasillo de cabezas gachas.

George acababa de pujar cinco mil libras por dos entradas para un musical del West End cuyas representaciones ya habían terminado, cuando me contó la historia de Andreas Nikolaides.

– Dicen que Andreas salvó la vida de todos los habitantes de la isla -comentó George, mientras alzaba su copa en memoria del anciano. Hizo una pausa-. La mía incluida -añadió.

El inspector jefe

Para qué quiere verme? -preguntó el inspector jefe.

– Dice que es un asunto personal.

– ¿Cuánto hace que salió de la cárcel?

La secretaria del inspector jefe miró el expediente de Raj Malik.

– Fue puesto en libertad hace seis semanas.

Naresh Kumar se puso en pie, echó hacia atrás la silla y empezó a pasear por la habitación, como hacía siempre que necesitaba reflexionar sobre un problema. Se había convencido (bien, casi) de que pasear por el despacho con regularidad significaba hacer un poco de ejercicio. Mucho había llovido desde los tiempos en que podía jugar un partido de hockey por la tarde, tres partidos de squash la misma noche, y después volver corriendo a la comisaría de policía. Con cada nuevo ascenso, le cosían más galones dorados en las hombreras y se amontonaban más centímetros alrededor de su cintura.

«Cuando me haya jubilado, tendré más tiempo libre y empezaré a entrenarme de nuevo», decía a su número dos, Anil Jan. Ninguno de los dos se lo creía.

El inspector jefe se detuvo para mirar por la ventana las calles populosas de Mumbai, catorce pisos más abajo. Diez millones de habitantes, que iban desde los más pobres hasta los más ricos del mundo. Desde mendigos a millonarios, y su deber era vigilarlos a todos. Su predecesor le había traspasado el cargo con las siguientes palabras: «A lo sumo, puede confiar en controlar el avispero». En menos de un año, cuando cediera la responsabilidad a su segundo, le daría el mismo consejo. Naresh Kumar había sido policía toda su vida, al igual que su padre antes que él, y lo que más le gustaba del trabajo era su absoluta incertidumbre. Hoy día no era diferente, aunque muchas cosas habían cambiado desde los tiempos en que podías dar un bofetón a un niño si le pillabas robando un mango. Si lo hacías, los padres te demandarían por agresión y el niño clamaría que necesitaba un abogado. Por suerte su ayudante, Añil Jan, había llegado a aceptar que las pistolas en la calle, los traficantes de drogas y la guerra contra el terrorismo formaban parte de la vida cotidiana de un policía.

Los pensamientos del inspector jefe volvieron a Raj Malik, un hombre al que había enviado a la cárcel tres veces durante los últimos treinta años. ¿Para qué querría verle? Solo había una manera de averiguarlo. Se volvió hacia su secretaria.

– Concierte una cita con Malik, pero concédale tan solo quince minutos.

El inspector jefe había olvidado su cita con Malik, hasta que su secretaria dejó un expediente sobre su escritorio minutos antes de la hora concertada.

– Si llega un minuto tarde -advirtió el inspector jefe-, anule la cita.

– Ya está esperando en el vestíbulo, señor -explicó la secretaria.

Kumar frunció el ceño y abrió el expediente. Echó un vistazo a los antecedentes delictivos de Malik, muchos de los cuales recordaba porque en dos ocasiones (la primera cuando era oficial, y la segunda, inspector recién ascendido) le había detenido.

Malik era un delincuente de guante blanco, absolutamente capaz de desempeñar un trabajo serio. No obstante, siendo muy joven había descubierto que poseía encanto y astucia suficientes para estafar a gente ingenua, sobre todo ancianas, grandes cantidades de dinero sin esforzarse demasiado.

Su primer timo no era desconocido en Mumbai. Lo único que necesitó fue una pequeña imprenta, papel de carta con membrete y una lista de viudas. En cuanto obtuvo esto último (después de leer cada día las necrológicas del Mumbai Times) puso manos a la obra. Se especializó en vender acciones de empresas de ultramar inexistentes. Esto le proporcionó unos ingresos regulares, hasta que intentó vender un paquete a la viuda de otro estafador.

Cuando Malik fue acusado, admitió haber estafado más de un millón de rupias, pero el inspector jefe sospechaba que había sido mucho más. Al fin y al cabo, ¿cuántas viudas estaban dispuestas a reconocer que habían cedido a los encantos de Malik? Malik fue condenado a cinco años en la cárcel de Pune y Kumar perdió contacto con él durante casi una década.

Malik volvió a la prisión tras ser detenido por vender pisos en un bloque de apartamentos edificado sobre un terreno que resultó ser un pantano. Esta vez, el juez le condenó a siete años. Transcurrió otra década.

El tercer delito de Malik fue todavía más ingenioso y le deparó una condena aún más larga. Se hizo pasar por corredor de seguros de vida. Por desgracia, las anualidades nunca vencían… salvo para Malik.

Su abogado señaló al juez que su cliente se había embolsado unos doce millones de rupias, pero, como apenas podía devolver el dinero a los que todavía vivían, el magistrado estimó que doce años sería una cantidad justa por aquella póliza en particular.

Cuando el inspector jefe hubo pasado la última página, aún no entendía muy bien por qué Malik quería verle. Apretó un botón que había debajo del escritorio para informar a su secretaria de que estaba preparado para recibir a la siguiente visita.

El inspector jefe Kumar alzó la vista cuando la puerta se abrió. Miró a un hombre al que apenas reconoció. Malik debía de ser diez años más joven que él, pero aparentaba su misma edad. Si bien el expediente de Malik afirmaba que medía metro setenta y dos y pesaba sesenta y ocho kilos, el hombre que entró en el despacho no encajaba con esa descripción.

El viejo estafador tenía la piel arrugada y seca, y la espalda encorvada, por lo que parecía haber encogido. Media vida entre rejas le había pasado factura. Llevaba una camisa blanca con el cuello y los puños raídos, y un traje que le quedaba ancho, tal vez confeccionado a medida mucho tiempo atrás. No era el hombre seguro de sí mismo al que el inspector jefe había detenido por primera vez treinta años antes, un hombre que siempre tenía una respuesta para todo.

Malik dirigió una débil sonrisa al inspector jefe cuando se detuvo ante él.

– Gracias por acceder a recibirme -dijo en un susurro. Hasta su voz había adelgazado.

El inspector jefe asintió y le indicó con un ademán que se sentara al otro lado del escritorio.

– Me espera una mañana de mucho trabajo, Malik, de modo que ve al grano.

– Por supuesto, señor -repuso Malik incluso antes de sentarse-. Es que estoy buscando empleo.

Al inspector jefe se le habían ocurrido diversos motivos por los que Malik podría querer verle, pero buscar empleo no se encontraba entre ellos.

– Antes de echarse a reír -continuó Malik-, permítame explicarle mi caso.

El inspector jefe se reclinó en la silla y juntó las yemas de los dedos, como si rezara en silencio.

– He pasado demasiados años de mi vida en la cárcel -empezó Malik. Hizo una pausa-. Acabo de cumplir cincuenta años, y le aseguro que no albergo el menor deseo de volver a pisarla.

El inspector jefe asintió, pero se reservó su opinión.

– La semana pasada, inspector -continuó Malik-, pronunció un discurso en la asamblea general anual de la Cámara de Comercio de Mumbai. Lo leí en el Times con gran interés. Explicó a los empresarios más importantes de esta ciudad que debían contratar a gente que había sido condenada a prisión, concederles una segunda oportunidad, pues, de lo contrario, se decantarían por lo más fácil y volverían a delinquir. Una idea que no pude por menos que aplaudir.

– Pero también indiqué -interrumpió el inspector jefe- que solo me refería a delincuentes sin antecedentes.

– A eso iba -repuso Malik-. Si usted considera que los delincuentes sin antecedentes tienen un problema, imagínese los que me encuentro yo cuando solicito trabajo.-Malik hizo una pausa y enderezó su corbata antes de continuar-. Si su discurso fue sincero, no pronunciado solo de cara a la galería, tal vez debería seguir su propio consejo y dar ejemplo.

– ¿En qué estás pensando?-preguntó el inspector jefe-. Porque no estás cualificado para el trabajo de policía, diría yo.

Malik hizo caso omiso del sarcasmo del inspector jefe y siguió hablando con osadía.

– En el mismo periódico que publicó su discurso, había un anuncio solicitando un archivero para su departamento de archivos policiales. Mi primer trabajo fue de administrativo en la compañía naviera P & O, en esta misma ciudad. Creo que, cuando consulte sus historiales, comprobará que llevé a cabo ese trabajo con entusiasmo y eficacia, y que me fui con un expediente sin mácula.

– Eso fue hace más de treinta años -repuso el inspector jefe, sin necesidad de consultar el expediente que tenía delante.

– Entonces, tendré que acabar mi vida profesional de la misma manera que la empecé -contestó Malik-, como archivero.

El inspector jefe permaneció un rato callado, mientras reflexionaba sobre la propuesta de Malik. Por fin se inclinó hacia él y apoyó las manos sobre el escritorio.

– Meditaré sobre tu petición, Malik. ¿Mi secretaria sabe cómo ponerse en contacto contigo?

– Sí, señor -contestó Malik, mientras se levantaba de la silla-. Por la noche se me puede localizar en el albergue de la YMCA de Victoria Street. -Hizo una pausa-. No tengo intenciones de mudarme en un futuro cercano.

Mientras almorzaba en el comedor de oficiales, el inspector jefe Kumar refirió a su ayudante la conversación que había mantenido con Malik.

Añil Jan estalló en carcajadas.

– Le ha salido el tiro por la culata, jefe -dijo con sentimiento.

– Así es -reconoció el inspector jefe, mientras se servía otra cucharada de arroz-. Cuando el año que viene me sustituya, este pequeño episodio le servirá para recordar las consecuencias de sus palabras, sobre todo cuando las pronuncia en público.

– ¿Significa eso que está pensando seriamente en contratar a ese hombre? -preguntó Jan mirando de hito en 'hito a su jefe.

– Es posible -contestó Kumar-. ¿No aprueba la idea?

– Es su último año de inspector jefe -le recordó Jan- y tiene una fama envidiable de honrado y competente. ¿Por qué se arriesga a echar por tierra una hoja de servicios excelente?

– Creo que exagera un poco -repuso Kumar-. Malik es un hombre destrozado, como usted mismo habría comprobado de haber estado presente en la entrevista de esta mañana.

– Un estafador siempre es un estafador -afirmó Jan-. Así que repito: ¿por qué se arriesga?

– Tal vez porque es lo correcto, dadas las circunstancias -contestó el inspector jefe-. Si rechazo a Malik, nadie volverá a molestarse en escuchar mi opinión.

– Pero el de archivero es un trabajo muy delicado -insistió Jan-. Malik tendría acceso a información que solo puede ver gente cuya discreción está fuera de toda duda.

– Ya he pensado en eso -dijo el inspector jefe-.Tenemos dos departamentos de archivos policiales: uno en este edificio, que, como acaba usted de indicar, es muy delicado, y otro situado en las afueras de la ciudad, que solo alberga casos cerrados, es decir, que ya se han resuelto o se han dejado de investigar.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -aseguró Jan, mientras dejaba el cuchillo y el tenedor sobre el plato.

– He reducido los riesgos al mínimo -afirmó el inspector jefe-.Tendré a Malik a prueba durante un mes. Habrá un supervisor que no le quitará ojo y después me informará directamente a mí. Si Malik se pasa un pelo, volverá a la calle el mismo día.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -repitió Jan.

El primer día del mes, Raj Malik se presentó a trabajar en el departamento de archivos policiales sito en el número 47 de Mahatma Drive, en las afueras de la ciudad. Su jornada laboral era de ocho de la mañana a seis de la tarde, seis días a la semana, con un salario de novecientas rupias al mes. La responsabilidad diaria de Malik consistía en trasladarse en bicicleta a todas las comisarías de policía del distrito exterior para recoger expedientes de casos cerrados. Después los entregaba a su supervisor, el cual los guardaba en el sótano, pues era poco probable que alguien quisiera consultarlos alguna vez.

Al final del primer mes el supervisor de Malik informó al inspector jefe, tal como habían acordado.

– Ojalá tuviera una docena de Maliks -dijo a su jefe-. A diferencia de los jóvenes de hoy día, siempre llega puntual, jamás alarga los descansos y nunca se queja cuando le pido algo que no entra en las atribuciones de su puesto de trabajo. Con su permiso -añadió el supervisor-, me gustaría subirle el sueldo a mil rupias al mes.

El segundo informe del supervisor fue todavía más entusiasta.

– La semana pasada, un empleado estuvo de baja; Malik asumió varias de sus responsabilidades y consiguió cubrir ambos puestos sin problemas.

El informe del supervisor al finalizar el tercer mes fue tan favorable que, cuando el inspector jefe pronunció un discurso en la cena anual del Rotary Club de Mumbai, no solo animó a sus miembros a tender una mano a los ex presidiarios, sino que además aseguró a los oyentes que había seguido su propio consejo y demostrado una de sus teorías predilectas: si se concede una verdadera oportunidad a un ex presidiario, no vuelve a delinquir.

Al día siguiente los titulares del Mumbai Times rezaban:

EL INSPECTOR JEFE DA EJEMPLO

Se informaba con todo detalle de las opiniones de Kumar, acompañadas de una foto de Raj Malik con el siguiente pie: «Un personaje reformado». El inspector jefe dejó el artículo sobre el escritorio de su ayudante.

Malik esperó a que su jefe se marchara a comer. Este siempre iba a casa después de las doce y pasaba una hora con su mujer. Malik aguardó a que el coche de su jefe desapareciera antes de bajar al sótano. Depositó una pila de papeles que había que archivar en un extremo del mostrador, por si alguien se presentaba sin anunciarse y le preguntaba qué estaba haciendo.

Después, se acercó a los viejos archivadores de madera, apilados unos encima de otros. Se agachó y abrió uno. Al cabo de nueve meses había llegado a la letra P, y aún no había descubierto al candidato ideal. Durante la semana anterior había examinado docenas de Patel y desechado a la mayoría por ser irrelevantes o de poco fuste para lo que tenía en mente; hasta que llegó a uno con las iniciales H. H.

Malik extrajo el grueso expediente del archivador, lo dejó sobre el mostrador y empezó a pasar las páginas despacio. No necesitó leer los datos por segunda vez para saber que había sacado el premio gordo.

Anotó el nombre, la dirección y el número de teléfono en una hoja de papel y devolvió el expediente a su lugar. Sonrió. Durante el descanso del té Malik llamaría al señor H. H. Patel para concertar una cita.

Pocas semanas antes de jubilarse, el inspector jefe Kumar se había olvidado por completo del prodigio; hasta que recibió una llamada del señor H. H. Patel, uno de los principales banqueros de la ciudad. El señor Patel solicitaba una reunión urgente con el inspector jefe para hablar de un asunto personal.

El inspector jefe Kumar consideraba a H. H. Patel no solo un amigo, sino además un hombre íntegro e incapaz de utilizar la palabra «urgente» sin un buen motivo.

Kumar se levantó del escritorio cuando el señor Patel entró en la habitación. Guió a su buen amigo hasta una cómoda butaca, en un rincón del despacho, y apretó el botón de debajo del escritorio. Momentos después, su secretaria apareció con una tetera y un plato de galletas Bath Oliver. La seguía el ayudante del inspector jefe.

– He pensado que sería prudente contar con la presencia de Añil Jan, H. H., pues me sustituirá dentro de unas semanas.

– Conozco su reputación, por supuesto -dijo el señor Patel al estrechar la mano de Jan-. Me alegro de que pueda acompañarnos.

La secretaria abandonó la habitación en cuanto hubo servido el té a los tres hombres. Cuando la puerta se cerró, el inspector jefe Kumar fue al grano.

– Has solicitado una entrevista urgente, H.H., por un asunto personal.

– Sí -confirmó Patel-. Pensé que deberías saber que ayer recibí la visita de alguien que afirma trabajar para ti.

El inspector jefe enarcó una ceja.

– Un tal señor Raj Malik.

– Es archivero de…

– A título personal, subrayó.

El inspector jefe empezó a dar palmaditas en el brazo de la butaca con la mano derecha, mientras Patel continuaba.

– Malik dijo que tenéis un expediente que demuestra que yo fui investigado por blanqueo de dinero.

– Así fue, H. H. -dijo el inspector jefe con su habitual sinceridad-. Después del 11-S el ministro del Interior me ordenó que investigara cualquier organización que manejara grandes cantidades de dinero en efectivo. Eso incluía casinos, hipódromos y, en tu caso, el Banco de Mumbai. Un miembro de mi equipo interrogó a tu jefe de caja y le explicó a qué debía estar atento, y yo mismo firmé el certificado de que todo estaba en regla.

– Recuerdo que me informaste en su momento -dijo Patel-, pero tu colega Malik…

– No es mi colega.

– … dijo que podía encargarse de la destrucción de mi expediente. -Hizo una pausa-. A cambio de una pequeña cantidad.

– ¿Qué dices que dijo? -preguntó Kumar, a punto de levantarse de un salto de la butaca.

– ¿De qué pequeña cantidad estamos hablando? -inquirió el subinspector con calma.

– Diez millones de rupias -contestó Patel.

– No sé qué decir, H. H. -murmuró el inspector jefe.

– No has de decir nada -repuso Patel-, porque en ningún momento pasó por mi mente que pudieras estar implica do en semejante estupidez, y así se lo expresé a Malik.

– Te lo agradezco -dijo el inspector jefe.

– No hace falta -repuso Patel-, pero pensé que otras personas, menos benévolas… -Hizo una pausa-. Sobre todo porque la visita de Malik se produjo cuando falta muy poco para tu jubilación… -Vaciló de nuevo-.Y si la prensa se enterara de la historia, podría dar lugar a malentendidos.

– Te agradezco tu preocupación, y la celeridad con la que has actuado -dijo Kumar-. Estaré en deuda contigo eterna mente.

– Solo quiero asegurarme de que esta ciudad estará en deuda contigo eternamente, y con toda la razón -dijo Patel-, para que cuando abandones el cargo lo hagas resplandeciente de gloria, en lugar de con interrogantes pendiendo sobre tu cabeza, los cuales, como sabemos, se mantendrían mucho después de tu jubilación.

El subinspector asintió, mientras Patel se levantaba.

– ¿Sabes una cosa, Naresh? -dijo Patel volviéndose hacia el inspector jefe-.Jamás habría accedido a ver a ese maldito hombre, si tú no le hubieras cubierto de alabanzas en el discurso que pronunciaste en el Rotary Club el mes pasado. Hasta me enseñó el artículo del Mumbai Times. En consecuencia, supuse que el sujeto había venido con tu beneplácito.-El señor Patel se volvió hacia Jan-. Le deseo suerte en su futuro cargo de inspector jefe -añadió, y le estrechó la mano-. No envidio el que tenga que sustituir a un hombre de tales excelencias.

Kumar sonrió por primera vez aquella mañana.

– Vuelvo enseguida -dijo el inspector jefe a su segundo, cuando salió del despacho para acompañar a Patel hasta la puerta.

El subinspector miró por la ventana mientras esperaba a su jefe. Comió una galleta en tanto reflexionaba sobre las posibles opciones. Cuando el inspector jefe regresó Jan sabía exactamente qué debían hacer. Pero ¿conseguiría convencer a su jefe en esta ocasión?

– Tendré a Malik detenido y encerrado dentro de una hora -dijo el inspector jefe, mientras descolgaba el teléfono de su escritorio.

– Me pregunto, señor -murmuró el subinspector Jan-, si es la mejor decisión, teniendo en cuenta las circunstancias…

– No tengo muchas opciones -aseguró el inspector jefe, mientras empezaba a marcar.

– Puede que tenga razón -dijo Jan-, pero antes de tomar una decisión tan irrevocable tal vez deberíamos pensar en cómo lo va a enfocar… -hizo una pausa- la prensa.

– Lo explotarán a fondo -dijo Kumar, que colgó el auricular y empezó a pasear por la habitación-. Les costará decidir si han de ahorcarme por ser un corrupto capaz de aceptar sobornos, o si me han de despedir por ser el ingenuo más rematado que jamás haya ocupado el cargo de inspector jefe. No quiero ni pensar en ninguna de ambas posibilidades.

– Pues ha de pensar en ellas -insistió Jan-, porque sus enemigos (y hasta los hombres buenos tienen enemigos) despellejarán con alegría a alguien capaz de aceptar sobornos, y sus amigos serán incapaces de negar la acusación de ingenuidad.

– Después de cuarenta años de servicios, sin duda la gente creerá…

– La gente cree lo que quiere creer -dijo Jan, confirmando así los peores temores del inspector jefe-, y usted no podrá enviar a la cárcel a Malik hasta que este haya tenido la oportunidad de aparecer ante un tribunal y contar al mundo su versión de la historia.

– ¿Quién va a creer a ese…?

– Cuando el río suena, agua lleva, susurrarán en los pasillos de los palacios de justicia, y eso no será nada comparado con los titulares de los periódicos de la mañana cuando Malik haya pasado un par de días en el estrado, interrogado por un aboga do cordial que le considera a usted un simple trampolín en su carrera.

Kumar siguió paseando por la habitación, sin decir nada.

– Permita que intente adivinar los titulares que seguirán a su interrogatorio.-Jan hizo una pausa-. «Inspector jefe acepta sobornos para destruir expedientes de sus amistades», sería el titular de The Times. Los tabloides serían un poco más gráficos: «Dinero de sobornos depositado en despacho del inspector jefe por un mensajero». O tal vez: «El inspector jefe Kumar emplea a ex presidiario para que le haga el trabajo sucio».

– Creo que ya me he hecho una idea -dijo el inspector jefe, mientras se dejaba caer en su butaca al lado dejan-. ¿Qué demonios debo hacer?

– Lo que siempre ha hecho en el pasado -respondió Jan-. Atenerse a las normas.

El inspector jefe miró a su segundo con expresión interrogante.

– ¿Qué ha pensado?

– Malik -gritó el supervisor a pleno pulmón, incluso antes de colgar el teléfono-. El inspector jefe Kumar quiere ver- te de inmediato.

– ¿Ha dicho por qué? -preguntó Malik nervioso.

– No. No suele hacerme confidencias -respondió el supervisor-, pero no te entretengas, porque es un hombre al que no le gusta esperar.

– Sí, señor -repuso Malik.

Cerró el expediente en el que había estado trabajando y lo dejó sobre el escritorio de su supervisor. Se encaminó hacia su taquilla, cogió las pinzas para los pantalones y abandonó el edificio sin pronunciar palabra. No empezó a temblar hasta que llegó a la acera. ¿Habían descubierto su último timo? Y eso que ni siquiera había salido bien. Retiró la cadena de la barandilla y empezó a pensar en sus posibilidades. ¿Debía huir o simplemente echarle cara al asunto? No le quedaban muchas opciones. Al fin y al cabo, ¿adónde huiría? Y, aunque decidiera escapar, le detendrían en cuestión de días, quizá de horas.

Malik se ciñó los bajos del pantalón con las pinzas, montó en su Raleigh Lenton de tercera mano y empezó a pedalear con parsimonia hacia el centro de la ciudad. Las calles estaban cubiertas de polvo marrón y atestadas de bicicletas, coches e innumerables personas que avanzaban en direcciones diferentes. Los incesantes bocinazos, la multitud de olores, el sol abrasador y el bullicio de la vida cotidiana atestiguaban que Mumbai era una ciudad distinta de todas las demás. Los vendedores callejeros extendían los brazos cuando Malik pasaba, con la intención de endosarle sus productos, mientras mendigos sin brazos corrían a su lado, lo cual no le ayudaba a avanzar. ¿Debía ser sincero y admitir lo que había hecho?

Pedaleó unos cuantos metros más. No, jamás hay que admitir nada; era una regla de oro que había aprendido después de largos años en la cárcel. Dio un bandazo para esquivar a una vaca y estuvo a punto de caer.

Actúa como si ellos no supieran nada hasta que te veas acorralado. Incluso entonces niégalo todo. Cuando dobló la siguiente esquina, la comisaría de policía apareció imponente ante él. Si iba a salir pitando, era ahora o nunca. Continuó pedaleando, hasta que se encontró a escasos metros de los escalones que ascendían hasta la entrada. Apretó con fuerza el freno hasta que la bicicleta aminoró la velocidad y se detuvo. Bajó y sujetó con candado su única posesión a la barandilla más cercana. Subió con parsimonia los escalones, pasó a través de las puertas giratorias y se encaminó nervioso hacia el mostrador de recepción. Dijo su nombre al oficial de servicio. Tal vez se trataba de un error.

– Tengo una cita con…

– Ah, sí -dijo el agente de servicio sin necesidad de consultar su lista, lo que no presagiaba nada bueno-. El inspector jefe le está esperando. Su despacho se encuentra en el piso catorce.

Malik se volvió y empezó a caminar hacia el ascensor, consciente de que el agente de servicio no le quitaba ojo ni un instante. Echó un vistazo a la entrada principal. Aquella era su última oportunidad de escapar, pensó, cuando las puertas del ascensor se abrieron. Entró en la abarrotada cabina, que efectuó varias paradas durante su interminable ascensión hasta el piso catorce. Cuando Malik llegó a su destino, sudaba profusamente, y su malestar no era debido al espacio apretujado ni a la falta de aire acondicionado.

Cuando las puertas se abrieron por fin, vio que estaba solo. Malik salió al único pasillo alfombrado de todo el edificio. Paseó la vista alrededor y entonces recordó su última visita. Se encaminó lentamente hacia el despacho que había al final del pasillo. Las palabras «Inspector jefe» estaban estarcidas con letras mayúsculas en la puerta.

Malik llamó muy suavemente con los nudillos. Tal vez había ocurrido algo importante y el inspector jefe había tenido que abandonar su despacho sin avisar. Oyó que una voz femenina le invitaba a entrar. Abrió la puerta y vio a la secretaria del inspector jefe sentada detrás de su mesa, tecleando muy deprisa. La mujer interrumpió su tarea en cuanto vio a Malik.

– El inspector jefe le está esperando -fueron sus únicas palabras. No sonrió ni frunció el ceño cuando se levantó de su silla. Tal vez desconocía el destino de Malik. La secretaria desapareció por una puerta y volvió a salir casi de inmediato-. El inspector jefe le recibirá ahora, señor Malik -dijo, y mantuvo la puerta abierta para dejarle pasar.

Malik entró en el despacho del inspector jefe, al que encontró sentado en su escritorio, con la vista baja, estudiando un expediente abierto. Levantó la cabeza y le miró a los ojos.

– Siéntate, Malik -dijo. Ni Raj ni señor; solo Malik.

Malik tomó asiento en la silla que había enfrente del inspector jefe. Guardó silencio e intentó disimular su nerviosismo, mientras veía cómo el segundero del reloj de la pared completaba un minuto.

– Malik -dijo al fin el inspector jefe, al tiempo que alzaba la vista de los papeles-, he estado leyendo el informe anual de tu supervisor.

Malik continuó en silencio. Sintió que una gota de sudor resbalaba por su nariz.

El inspector jefe bajó la vista de nuevo.

– Habla de tu trabajo en términos muy favorables -prosiguió Kumar- y solo tiene palabras de elogio para ti. Mucho mejor de lo que yo esperaba cuando te sentaste en esa silla hace un año. -El inspector jefe alzó la vista y sonrió-. De hecho, te recomienda para un ascenso.

– ¿Un ascenso? -preguntó Malik incrédulo.

– Sí, aunque no será fácil, porque en este momento no hay muchas vacantes. No obstante, creo que he encontrado un puesto muy adecuado a tus aptitudes.

– Oh, gracias, señor -dijo Malik, y se relajó por primera vez.

– Hay una vacante… -continuó el inspector jefe, mientras abría otro expediente y sonreía- de ayudante en el depósito de cadáveres municipal.

Extrajo una sola hoja de papel y empezó a leerla.

– Tu tarea consistiría en limpiar la sangre de las mesas de autopsia y fregar el suelo en cuanto los cadáveres hayan sido diseccionados y almacenados. Me han dicho que el hedor no es muy agradable, pero te proporcionarían una mascarilla, y no me cabe duda de que con el tiempo te acostumbrarías.-Continuó sonriendo a Malik-. El puesto conlleva el cargo de sub- supervisor, junto con el aumento de sueldo correspondiente. También significa otras ventajas, entre ellas, disponer de tu propia habitación justo encima del depósito de cadáveres; así que ya no tendrías que dormir en la YMCA. -El inspector jefe hizo una pausa-.Y si conservaras el puesto hasta los sesenta años, tendrías derecho a una modesta pensión. -El inspector jefe cerró el expediente y miró a Malik-. ¿Alguna pregunta?

– Solo una, señor -contestó Malik-, ¿Existe alguna otra opción?

– Oh, sí -respondió el inspector jefe-. Puedes pasar el resto de tu vida en la cárcel.

Sobre gustos no hay nada escrito

Aparte del hecho de que habían ido juntos al colegio, tenían poco en común.

Gian Lorenzo Venici era un niño diligente desde el primer día que pisó la escuela, a los cinco años, en tanto Paolo Castelli conseguía llegar siempre tarde, incluso el día que empezó el colegio.

Gian Lorenzo se sentía a gusto en el aula, con los libros, trabajos y exámenes, donde eclipsaba a todos sus compañeros. Paolo conseguía los mismos resultados en el campo de fútbol, con un cambio de paso, una finta y un disparo a gol que seducían tanto a su propio equipo como al contrario. Ambos jóvenes continuaron sus estudios en Santa Cecilia, el instituto más prestigioso de Roma, donde pudieron exhibir sus talentos ante un público más amplio.

Cuando su formación escolar hubo terminado, ambos continuaron progresando en Roma: Gian Lorenzo entró en la universidad más antigua del país como becario, Paolo en el club de fútbol más antiguo del país como delantero. Aunque no se movían en los mismos círculos, cada uno estaba entera do de los logros del otro. Mientras Gian Lorenzo cosechaba honores en un campo, Paolo lo hacía en otro, y ambos lograban sus metas.

Después de acabar la universidad Gian Lorenzo empezó a trabajar con su padre en la galería Venici. De inmediato se dispuso a convertir aquellos años de estudio en algo más práctico, pues deseaba emular a su padre y llegar a ser el marchante de arte más respetado de Italia.

Cuando Gian Lorenzo inició su aprendizaje, Paolo ya era capitán de la Roma. Entre los vítores y la adulación de sus admiradores, condujo a su equipo hasta el campeonato y la gloria europeos. A Gian Lorenzo le bastaba echar un vistazo a las últimas páginas de cualquier periódico, casi a diario, para seguir las hazañas de su antiguo compañero de clase, y a los ecos de sociedad para descubrir cuál era la última belleza que iba de su brazo: otra diferencia entre ellos.

Gian Lorenzo no tardó en descubrir que en la profesión que había elegido la reputación a largo plazo no se construía sobre un objetivo aislado, sino a base de horas de investigación, combinadas con el buen juicio. Había heredado de su padre dos de las cualidades más importantes para un marchante de arte: un buen ojo y un buen olfato. Antonio Venici enseñó también a su hijo no solo a mirar, sino sobre todo dónde mirar cuando buscaba una obra maestra. El anciano solo comerciaba con los mejores ejemplos de la pintura y la escultura del Renacimiento, que nunca aparecían en el mercado abierto. A menos que una pieza fuera exclusiva, Antonio no salía de su galería. Su hijo siguió sus pasos. La galería solo compraba y vendía tres, tal vez cuatro, cuadros al año, pero aquellos maestros cambiaban de manos por el mismo precio que uno de los arietes de la Roma. Después de cuarenta años en el negocio el padre de Gian Lorenzo sabía no solo quién poseía las grandes colecciones, sino, más importante aún, quién deseaba o, mejor todavía, quién necesitaba desprenderse de una obra maestra.

Gian Lorenzo se abismó tanto en su trabajo que no se enteró de la lesión que Paolo Castelli había sufrido durante el partido de la Copa de Europa contra España. Este contratiempo apartó a Paolo de los campos de fútbol, así como de los periódicos, sobre todo cuando quedó claro que había llegado a la fecha límite de venta.

Paolo abandonó el escenario mundial justo cuando Gian Lorenzo entraba en él. Este empezó a viajar por toda Europa, como representante de la galería, en una búsqueda incesante de los ejemplos más singulares de la genialidad artística y, tras adquirir una obra maestra, de la persona que pudiera permitirse el lujo de comprarla.

Gian Lorenzo se preguntaba a menudo cómo le iba a Paolo desde que había dejado de jugar, porque la prensa ya no informaba de todos sus movimientos. Lo descubrió de la noche a la mañana cuando Paolo anunció su compromiso.

La pareja elegida por Paolo motivó que regresara a las primeras planas.

Angelina Porcelli era la única hija de Massimo Porcelli, presidente del fútbol club Roma y de Ulitox, la compañía farmacéutica más importante de Italia. «La boda de dos pesos pesados», anunciaba el titular de un tabloide.

Gian Lorenzo pasó a la página tres y descubrió el motivo de tal comentario. La futura esposa de Paolo medía metro ochenta y cinco; una ventaja para ser modelo, dirán ustedes, pero la comparación termina ahí, porque el otro dato personal que desvelaban los periodistas era su peso. Por lo visto, oscilaba entre ciento veinte y ciento cincuenta kilos, según informara un periódico serio o un tabloide.

Una imagen vale más que mil palabras. Gian Lorenzo examinó varias fotografías de Angelina y llegó a la conclusión de que solo Rubens habría pensado en ella como modelo. En todas las fotos de la futura esposa de Paolo, ni todo el talento desplegado por los modistos de Milán, los peluqueros de París o los joyeros de Londres, por no hablar de las legiones de entrenadores, dietistas y masajistas personales, era capaz de transformar su imagen de Hada de Azúcar en la de prima ballerina. Fuera cual fuese el ángulo elegido por los fotógrafos, y por muy considerados que intentaran ser (y algunos no lo eran), solo lograban subrayar la evidente diferencia entre ella y su prometido, sobre todo cuando posaba al lado del antiguo héroe de la Roma. La prensa italiana, claramente obsesionada por el tamaño de Angelina, no aportaba ninguna otra información de interés sobre ella.

Gian Lorenzo pasó a las páginas de arte y, cuando unas horas después entró en la galería, ya se había olvidado por completo de Paolo y su futura novia. Cuando abrió la puerta de su despacho, su secretaria le entregó una tarjeta de gran tamaño con membrete dorado en relieve. Gian Lorenzo echó un vistazo a la invitación.

El señor Massimo Porcelli

tiene el placer de invitar a

al enlace de su hija,

Angelina,

con el señor Paolo Castelli

en Villa Borghese.

Seis semanas después, Gian Lorenzo se sumó al millar de invitados que invadían los jardines de la Villa Borghese. Pronto quedó claro que el señor Porcelli estaba decidido a que su única hija disfrutara de una boda que ni ella ni todos los presentes olvidarían jamás.

El marco de los jardines Borghese, encaramados sobre una de las siete colinas que dominan Roma, con su impresionante villa de color terracota y crema, era la materia de la que están hechos los cuentos de hadas. Gian Lorenzo paseó por el recinto, admirando las esculturas y las fuentes, y de vez en cuando se encontraba con viejos amigos y compañeros de clase, a algunos de los cuales no veía desde los tiempos del colegio. Unos veinte minutos antes de que empezara la ceremonia, una docena de criados de librea tocados con pelucas blancas avanzaron entre la multitud. Pidieron a los invitados que ocuparan sus asientos en la rosaleda, puesto que la ceremonia estaba a punto de empezar.

Gian Lorenzo se sumó a la masa que se dirigía hacia una plataforma recién construida, con un semicírculo de asientos que rodeaban una tarima elevada con un altar en el centro. No era muy diferente de un estadio de fútbol, donde los sábados por la tarde se celebra otro tipo de culto. Su ojo de experto tomó buena nota de la magnífica vista de Roma, un paisaje realzado por un buen número de mujeres hermosas, todas ellas ataviadas con ropas que (sospechaba) nunca habían llevado antes y, en algunos casos, no volverían a llevar. El complemento de las damas eran hombres vestidos elegantemente con frac y camisa blanca, y solo el color de la corbata o pajarita delataba al pavo real que escondían. Gian Lorenzo paseó la vista alrededor y descubrió que estaba rodeado de políticos importantes, empresarios, actores, personajes de las revistas del corazón y muchos ex compañeros de equipo de Paolo.

El siguiente actor que ocupó su sitio en el escenario fue el propio Paolo, acompañado de su padrino. Gian Lorenzo cayó en la cuenta de que era un futbolista famoso, pero no recordaba su nombre. Cuando Paolo recorrió el sendero de hierba y entró en el campo de juego, Gian Lorenzo comprendió por qué las mujeres no le quitaban ojo. Paolo subió al escenario, ocupó su lugar a la derecha del altar y esperó a que llegara la novia.

Una orquesta de cuerda de cuarenta músicos, casi oculta entre los árboles que se alzaban detrás del altar, empezó a interpretar la marcha nupcial de Mendelssohn. El millar de invitados se levantaron de sus asientos y se volvieron para ver a la novia, que avanzaba lentamente por la gruesa alfombra de hierba, del brazo de su orgulloso padre.

– Qué vestido más bonito -dijo la dama que estaba delante de Gian Lorenzo.

Este asintió y, mientras contemplaba los metros de seda persa que formaban una magnífica cola detrás de Angelina, reprimió el único pensamiento que debía ocupar la mente cié todo el mundo. No obstante, la expresión de Angelina era la de una novia muy satisfecha con su suerte. Caminaba hacia el hombre que adoraba, consciente de que gran parte de las mujeres presentes habrían ocupado su lugar de muy buen grado:

Cuando Angelina subió los escalones que conducían al escenario, las tablas crujieron. El futuro marido sonrió y avanzó un paso hacia la novia. Ambos se volvieron hacia el cardenal Montagni, arzobispo de Nápoles. Algún invitado no consiguió reprimir una sonrisa cuando el cardenal se volvió hacia Paolo y preguntó:

– ¿Quieres a esta mujer como legítima esposa, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza…?

En cuanto los novios estuvieron unidos en santo matrimonio, Gian Lorenzo se dirigió hacia el Jardín Largo, donde se celebraría el banquete, que empezó con champán y risotto a la trufa blanca, y terminó con soufflé de chocolate y un Chateau d’Yquem. Gian Lorenzo apenas podía moverse cuando Paolo se levantó para contestar al discurso de su padrino.

– Soy el hombre más feliz del mundo -anunció, mientras se volvía hacia la resplandeciente novia-. He encontrado a la mujer de mi vida, y soy muy consciente de que debo de ser la envidia de todos los solteros presentes. -Un pensamiento con el que Gian Lorenzo no podía estar menos de acuerdo, pero apartó al instante de su mente aquella idea. Paolo continuó-: Yo fui el primer pretendiente que conquistó el corazón de Angelina. Ya no tendré que seguir buscando a la mujer perfecta, porque la he encontrado. Os ruego que os levantéis y me acompañéis en un brindis por Angelina, mi pequeño ángel.

Los congregados se pusieron en pie como un solo hombre y brindaron por Angelina. Hubo quien hasta murmulló: «Por su pequeño ángel».

Cuando los discursos terminaron, empezó el baile con otra orquesta, que había venido expresamente desde Nueva Orleans. Gian Lorenzo oyó que Angelina había dicho a papá en una ocasión que le gustaba el jazz.

Mientras la banda tocaba y el champán continuaba fluyendo, los recién casados avanzaron entre sus invitados, lo cual concedió a Gian Lorenzo un fugaz momento para agradecer a Paolo y a su novia que le hubieran invitado a un acontecimiento tan inolvidable.

– Medici habría quedado maravillado -dijo a la novia, y se inclinó para besar su mano.

Ella le dedicó una cálida sonrisa, pero no dijo nada.

– Seguiremos en contacto -anunció Paolo, mientras se alejaban-. A Angelina le fascina el arte y está pensando en iniciar su propia colección -fueron las últimas palabras que Gian Lorenzo oyó, antes de que Paolo se detuviera ante otro invitado.

Justo antes de que saliera el sol y empezara a servirse el desayuno, el señor y la señora Castelli partieron hacia el aeropuerto, mientras un millar de manos les despedían. Salieron de Villa Borghese con Paolo al volante de su último Ferrari, que no era el coche ideal para su esposa. Cuando llegaron al aeropuerto, Paolo continuó hasta una pista privada y detuvo el automóvil al lado de un jet Lear que esperaba a los dos pasajeros. Los recién casados dejaron el Ferrari estacionado en la pista, subieron por la escalerilla y desaparecieron en el interior del avión de papá. Unos minutos después de que se abrocharan los cinturones, el jet despegó en dirección a Acapulco, la primera etapa de su luna de miel de tres meses.

Pese a las palabras con las que Paolo se había despedido, cuando los Castelli regresaron de su luna de miel no hicieron el menor esfuerzo por seguir en contacto con Gian Lorenzo. Sin embargo, este se enteraba de sus proezas casi todos los días en los ecos de sociedad de la prensa nacional.

Un año después, leyó que se mudaban a Venecia, donde habían comprado el tipo de villa que aparece en las portadas, no en las páginas interiores, de las revistas de moda. Gian Lorenzo supuso que su viejo amigo y él no volverían a encontrarse nunca más.

Cuando Antonio Venici se jubiló, cedió de muy buena gana la responsabilidad de los negocios familiares a su hijo. Como nuevo propietario de la galería Venici, Gian Lorenzo pasaba la mitad del tiempo viajando por toda Europa en busca de aquel cuadro escurridizo que deja sin respiración a los coleccionistas y hace que estos no insulten al marchante con el menor amago de regatear.

Uno de dichos viajes fue a Venecia, para ver un Canaletto que pertenecía a la contessa Di Palma, una dama que, tras divorciarse de su tercer marido, y sin poseer ya el físico que garantí zara un cuarto, había decidido desprenderse de uno de sus tesoros. La única condición de la contessa era la prohibición de airear que estaba pasando por dificultades económicas pasajeras. Todos los principales marchantes de Italia estaban enterados de sus crecientes deudas y de los numerosos acreedores que la acosaban. Gian Lorenzo estaba muy agradecido de que la contessa le hubiera elegido como confidente.

Gian Lorenzo dedicó cierto tiempo a examinar la considerable colección de la contessa y llegó a la conclusión de que no solo tenía buen ojo para los hombres ricos. Después de acordar un precio por el Canaletto, expresó la esperanza de que aquello fuera el principio de una larga y fructífera amistad.

– Empecemos con una cena en el Harry’s Bar, querido -dijo la contessa, en cuanto tuvo en la mano el cheque de Gian Lorenzo.

Gian Lorenzo dudaba entre pedir un affogato o un espresso, cuando Paolo y Angelina entraron en el Harry’s Bar. Todo el mundo les siguió con la mirada, mientras el maitre les conducía con modales afectados hasta una mesa situada en 1111 rincón.

– He ahí alguien que podría permitirse el lujo de comprar toda mi colección -susurró la contessa.

– Sin duda -admitió Gian Lorenzo-, pero por desgracia Paolo solo colecciona coches raros.

– Y mujeres todavía más raras -comentó la contessa.

– No estoy muy seguro de que colecciona Angelina.

– Unos cuantos kilos de más cada año -apuntó la contessa-. Una vez, vino a tomar el té con mi segundo marido y se comió todas nuestras provisiones. Cuando se marchó, no quedaban ni las galletitas saladas.

– Bien, esta noche intentaremos ponernos a su altura -dijo Gian Lorenzo-. ¿Es cierto que el zabaglione es la especialidad del restaurante?

La contessa, que no estaba interesada por el zabaglione, siguió hablando sin hacer caso de la insinuación nada sutil de su acompañante.

– ¿Se imagina a esos dos en la cama?

A Gian Lorenzo le sorprendió que la contessa verbalizara una pregunta que él también se había planteado a menudo, pero sin atreverse a manifestarla. Lo peor fue cuando la contessa empezó a describir cosas que hasta aquel momento no habían pasado por la mente de Gian Lorenzo.

– ¿Cree que él se tumba sobre ella? -Gian Lorenzo se guardó su opinión-. Una proeza -continuó la mujer-; si lo hicieran al revés, seguro que ella le asfixiaba.

Gian Lorenzo no quería ni imaginar semejante situación, de modo que intentó cambiar de tema.

– Fuimos al mismo colegio. Un deportista nato.

– Tiene que serlo para satisfacerla.

– Incluso asistí a su boda -añadió él-. Una ocasión memorable, aunque dudo que después de tanto tiempo se acuerden de que fui uno de los invitados.

– ¿Le gustaría pasar el resto de su vida en compañía de ese ser, por más dinero que tenga? -preguntó la contessa sin prestar atención a las palabras de su acompañante.

– El dice que la adora -repuso Gian Lorenzo-. La llama su «pequeño ángel».

– En ese caso, no me gustaría coincidir con su idea de un gran ángel.

– Si no la quisiera -observó Gian Lorenzo-, siempre podría divorciarse de ella.

– Ni hablar -dijo la contessa-. Está claro que no sabe usted nada de su contrato prematrimonial.

– No -admitió Gian Lorenzo, y procuró disimular su interés.

– El padre de Angelina tenía la misma opinión que yo de ese futbolista acabado. El viejo Porcelli le obligó a firmar un acuerdo en el cual se estipula que, si Paolo se divorcia algún día de su hija, se queda sin nada. Paolo también se vio obligado a firmar un segundo documento, en el que se compromete a no revelar jamás el contenido del contrato prematrimonial a nadie, ni siquiera a Angelina.

– ¿Y cómo lo sabe usted? -preguntó Gian Lorenzo.

– Cuando se han firmado tantos contratos prematrimoniales como yo, se oyen cosas.

Gian Lorenzo rió y pidió la cuenta.

El maître sonrió.

– Ya está pagada, señor -dijo, y señaló con la cabeza en dirección a Paolo-. Cortesía de su antiguo amigo del colegio.

– Qué amable -dijo Gian Lorenzo.

– El dinero es de ella -le recordó la contessa.

– Discúlpeme un momento -dijo Gian Lorenzo-.Voy a darles las gracias antes de marchar.

Se levantó de su asiento y atravesó despacio el concurrido local.

– ¿Cómo estás?-saludó Paolo, quien se había puesto en pie mucho antes de que Gian Lorenzo llegara a su mesa-. Ya conoces a mi pequeño ángel, por supuesto -añadió, y se volvió con una sonrisa hacia su esposa-. Claro que, ¿cómo podrías haberla olvidado?

Gian Lorenzo tomó la mano de Angelina y la besó.

– Nunca olvidaré vuestra espléndida boda.

– Medici habría quedado maravillado -dijo Angelina.

Gian Lorenzo hizo una breve reverencia para agradecer a la mujer que recordara sus palabras.

– ¿Estás cenando con la contessa Di Palma?-preguntó Paolo-. Porque, en ese caso, posee algo que mi pequeño ángel desea. -Gian Lorenzo no hizo ningún comentario-. Espero, Gian Lorenzo, que sea una dienta, no una amiga, porque si mi pequeño ángel quiere algo no me detendré ante nada para conseguirlo. -Gian Lorenzo consideró prudente seguir guardando silencio. «No olvides», le había dicho en una ocasión su padre, «que solo los restauradores cierran tratos en los restaurantes… cuando te dan la cuenta»-.Y como es-una parcela que no domino -continuó Paolo-, y te consideran una de las principales autoridades de la nación, ¿serías tan amable de representar a Angelina en esta ocasión?

– Sería un placer -contestó Gian Lorenzo, mientras el maître depositaba ante la esposa de Paolo una tarta de chocolate, acompañada de un cuenco de crème fraíche.

– Excelente -dijo Paolo-. Seguiremos en contacto.

Gian Lorenzo sonrió y estrechó la mano de su viejo amigo. Recordaba muy bien la última ocasión en que Paolo había pronunciado aquellas mismas palabras, pero hay gente que considera esa frase una mera fórmula de cortesía. Gian Lorenzo se volvió hacia Angelina e inclinó la cabeza, para reunirse a continuación con la contessa.

– Temo que es hora de marcharnos -dijo Gian Lorenzo, al tiempo que consultaba su reloj-, sobre todo porque he de tomar el primer avión para Roma de la mañana.

– ¿Ha conseguido vender mi Canaletto a su amigo? -preguntó la contessa cuando se levantó.

– No -contestó Gian Lorenzo, mientras hacía un ademán en dirección a la mesa de Paolo-, pero ha dicho que seguiremos en contacto.

– ¿Lo harán?

– Es muy difícil -admitió Gian Lorenzo-, porque no me ha dado su número y sospecho que los señores Castelli no figuran en las Páginas Amarillas.

Gian Lorenzo tomó el primer vuelo a Roma de la mañana siguiente. El Canaletto le seguiría sin demasiadas prisas. En cuanto pisó la galería, su secretaria salió corriendo del despacho y barbotó:

– Paolo Castelli ha llamado dos veces esta mañana. Se disculpó por no haberle dado su número -añadió- y preguntó si sería tan amable de telefonearle en cuanto llegara.

Gian Lorenzo entró con calma en su despacho, se sentó ante el escritorio y procuró serenarse. Después tecleó el número que su secretaria había anotado. A la llamada contestó primero un mayordomo, el cual le pasó con una secretaria, quien por fin le puso con Paolo.

– Después de que te marcharas anoche mi pequeño ángel no habló de otra cosa -empezó Paolo-. No ha olvidado su visita a casa de la contessa, donde vio su magnífica colección de arte. Se preguntaba si el motivo de tu reunión con la contessa era…

– Creo que no es prudente hablar de esto por teléfono -interrumpió Gian Lorenzo, cuyo padre también le había enseñado que los tratos pocas veces se cierran por teléfono, sino casi siempre cara a cara. El cliente ha de ver el cuadro y después se le permite que lo tenga colgado en el salón de su casa durante varios días. Hay un momento crucial en que el comprador considera que el cuadro ya le pertenece. Es entonces cuando el marchante empieza a negociar el precio.

– En ese caso tendrás que volver a Venecia -dijo Paolo sin vacilar-.Te enviaré el avión privado.

Gian Lorenzo voló a Venecia el viernes siguiente. Un Rolls- Royce le esperaba en la pista para llevarle a Villa Rosa.

Un mayordomo recibió a Gian Lorenzo ante la puerta principal y después le condujo por una amplia escalinata de mármol hasta un conjunto de aposentos privados de paredes desnudas: el sueño de todo marchante de arte. Gian Lorenzo recordó la colección que su padre había reunido para los Agnelli durante un período de treinta años, y que ahora se consideraba una de las mejores en manos de un particular.

Gian Lorenzo pasó casi todo el sábado (entre comida y comida) visitando las ciento cuarenta y dos habitaciones de la Villa Rosa, acompañado de Angelina. Pronto descubrió que su anfitriona poseía muchas más cualidades de lo que él había imaginado.

Angelina demostró un verdadero interés por iniciar su colección de arte, y estaba claro que había visitado las galerías de todo el mundo. Gian Lorenzo se dio cuenta de que solo carecía de la valentía necesaria para llevar a la práctica sus convicciones (un problema que solían manifestar los hijos únicos de hombres que habían llegado a donde estaban gracias a sus propios esfuerzos), aunque no carecía de conocimientos ni, para sorpresa de Gian Lorenzo, de gusto. Se sintió culpable por haber llegado a conclusiones basadas únicamente en comentarios leídos en la prensa. Gian Lorenzo descubrió que disfrutaba de la compañía de Angelina, y hasta empezó a preguntarse qué podía ver en Paolo aquella joven tímida y reflexiva.

Aquella noche, mientras cenaban, se fijó en que Angelina siempre miraba a su marido con adoración, aunque pocas veces le interrumpía.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Angelina apenas pronunció palabra. Solo cuando Paolo le propuso que enseñara los jardines a su invitado, su pequeño ángel resucitó.

Angelina acompañó a Gian Lorenzo por el jardín de veinticuatro hectáreas, el cual no poseía objetos inmuebles, ni siquiera refugios donde pudieran descansar para refrescar su frente. Siempre que Gian Lorenzo hacía una sugerencia, ella reaccionaba con entusiasmo, pues estaba claro que solo esperaba la ocasión de dejarse guiar por su sabiduría.

Por la noche, durante la cena, Paolo confirmó que el deseo de su pequeño ángel era iniciar una gran colección en memoria de su difunto padre.

– Pero ¿por dónde empezar? -preguntó Paolo, al tiempo que tendía la mano sobre la mesa para tomar la de su esposa.

– ¿Canaletto, tal vez? -aventuró Gian Lorenzo.

Gian Lorenzo se pasó los cinco años siguientes viajando entre Roma y Venecia, mientras continuaba persuadiendo a la contessa de que vendiera cuadros, que luego colgaban en Villa Rosa. A medida que aparecían nuevas joyas, el apetito de Angelina se volvía cada vez más voraz. Gian Lorenzo tuvo que viajar a Estados Unidos, Rusia e incluso Colombia para satisfacer al «pequeño ángel» de Paolo. Parecía decidida a superar a Catalina la Grande.

Cada nueva obra maestra que Gian Lorenzo depositaba ante ella cautivaba aún más a Angelina: Canaletto, Caravaggio, Tintoretto, Bellini y Da Vinci se hallaban entre los autóctonos. Gian Lorenzo no solo empezó a llenar los pocos espacios libres que quedaban en la villa, sino que también aportó estatuas llegadas desde todos los rincones del mundo, que ocuparon un lugar entre los demás inmigrantes del inmenso jardín: Moore, Brancusi, Epstein, Miró, Giacometti y el favorito de Angelina: Botero.

Con cada nueva adquisición, Gian Lorenzo le regalaba un libro sobre el artista. Angelina los devoraba de una sentada y pedía más de inmediato. Gian Lorenzo tuvo que reconocer que se había convertido no solo en la dienta más importante de la galería, sino también en su más apasionada discípula: lo que había empezado como un coqueteo con el Canaletto, se estaba transformando a marchas forzadas en una relación promiscua con casi todos los grandes maestros de Europa. Y era de Gian Lorenzo de quien se esperaba que continuara suministrando nuevos amantes. Una característica más que Angelina compartía con Catalina la Grande.

Gian Lorenzo estaba visitando a un cliente de Barcelona, que por motivos fiscales tenía que desprenderse de un Murillo, El nacimiento de Cristo, cuando se enteró de la noticia. Consideraba que la cantidad solicitada por el cuadro era demasiado elevada, pero sabía que Angelina se plegaría a pagarla. Se hallaba en plena negociación, cuando su secretaria le llamó. Gian Lorenzo tomó el siguiente vuelo a Roma.

Todos los periódicos informaban, algunos con pelos y señales, de la muerte de Angelina Castelli. Un infarto generalizado cuando se encontraba en el jardín, intentando mover una de las estatuas.

Los tabloides, incapaces de llorar a la difunta ni un solo día, informaban a sus lectores en el segundo párrafo de que había legado toda su fortuna a su marido. Una fotografía de un sonriente Paolo (tomada mucho tiempo antes del fallecimiento) aparecía al lado del artículo.

Cuatro días después, Gian Lorenzo voló a Venecia para asistir al funeral.

La pequeña capilla que albergaban los jardines de la villa estaba abarrotada de familiares y amigos de Angelina, a algunos de los cuales Gian Lorenzo no veía desde el banquete de bodas, una generación antes.

Cuando los seis portadores del féretro entraron en la capilla y lo depositaron con delicadeza sobre las andas preparadas delante del altar, Paolo se desmoronó y lloró. Cuando terminó la ceremonia, Gian Lorenzo le dio el pésame y Paolo le aseguró que había enriquecido la vida de Angelina de una forma imposible de recompensar. Después manifestó su intención de continuar la colección en su memoria.

– Eso es lo que mi pequeño ángel habría deseado -explicó-, de manera que debo hacerlo.

Paolo no volvió a ponerse en contacto con él.

Gian Lorenzo estaba a punto de hundir una cuchara en un tarro de mermelada Oxford (otra costumbre que había heredado de su padre), cuando vio el titular. La cuchara permaneció alojada en el tarro, mientras leía las palabras por segunda vez. Quería asegurarse de que no había entendido mal el titular. Paolo había vuelto a las primeras planas, para declarar que era «amor a primera vista. Más información en la página 22».

Gian Lorenzo pasó a toda prisa las páginas hasta llegar a una columna que rara vez leía. «Habladurías de Roma, le contamos la verdad detrás de la historia». Paolo Castelli, ex capitán de la Roma y el noveno hombre más rico de Italia, iba a casarse de nuevo, tan solo cuatro años después de la muerte de su pequeño ángel. «Su apariencia engaña», afirmaba el titular. A continuación, el periódico aseguraba a sus lectores que no podía haber mayor contraste entre su primera esposa, Angelina, una multimillonaria, y Gina, una camarera de Nápoles de veinticuatro años, hija de un inspector de Hacienda.

Gian Lorenzo rió cuando vio la fotografía de Gina, consciente de que muchos amigos de Paolo no resistirían la tentación de tomarle el pelo.

Cada mañana, Gian Lorenzo se descubría leyendo Habladurías de Roma con la esperanza de averiguar algo más acerca de la inminente boda. Por lo visto la ceremonia se celebraría en la capilla de Villa Rosa, que solo tenía capacidad para albergar a unas doscientas personas, de modo que se invitaría a los familiares y algunos amigos. La novia ya no podía salir de su humilde casa sin que la persiguiera una legión de paparazzi. E1 novio había vuelto al gimnasio con la esperanza de perder unos kilos antes de la boda. Pero la mayor sorpresa de Gian Lorenzo llegó cuando Habladurías de Roma afirmó (una primicia) que el señor Gian Lorenzo Venici, el marchante de arte más importante de Roma y antiguo compañero de colegio de Paolo, se contaría entre los afortunados invitados.

La invitación llegó por correo a la mañana siguiente.

Gian Lorenzo voló a Venecia la noche antes de la ceremonia nupcial y se alojó en el hotel Cipriani. Al recordar la boda anterior decidió que lo más prudente sería tomar una cena ligera y acostarse pronto.

Se levantó temprano a la mañana siguiente y dedicó cierto tiempo a vestirse para la ocasión. Aun así, llegó a Villa Rosa mucho antes de que la ceremonia empezara. Le apetecía pasear entre las estatuas que sembraban el jardín y reencontrarse con viejos amigos. Donatello le sonrió. Moore tenía un aspecto majestuoso. Miró le hizo reír y Giacometti seguía alto y delga do, pero su favorita continuaba siendo la fuente que adornaba el centro del jardín. Diez años antes se había llevado cada pieza de la fuente, piedra a piedra, estatua a estatua, de un patio de Milán. El cazador fugitivo de Bellini parecía todavía más espléndido en su nuevo entorno. Gian Lorenzo se sintió especialmente complacido cuando vio que muchos otros invitados habían llegado con antelación, azuzados por la misma idea.

Un criado vestido con un elegante traje oscuro deambulaba entre los invitados y les indicaba amablemente que fueran pasando a la capilla, pues la ceremonia estaba a punto de empezar. Gian Lorenzo fue de los primeros en seguir su consejo, pues deseaba elegir un buen sitio para contemplar la llegada de la novia.

Encontró un asiento vacío junto al pasillo, hacia la mitad de las filas, que le permitiría contemplar sin obstáculos la ceremonia. El pequeño coro ya estaba en su sitio y había empezado a cantar las vísperas acompañado de un cuarteto de cuerda.

Cuando faltaban cinco minutos para las tres, Paolo y su padrino entraron en la capilla y avanzaron lentamente por el pasillo. Gian Lorenzo sabía que el padrino había sido un futbolista famoso, pero no recordaba su nombre. Ambos ocuparon sus asientos a un lado del altar, mientras esperaban a que apareciera la joven novia. Paolo estaba en forma, bronceado y delgado, y Gian Lorenzo observó que las mujeres todavía le miraban con ojos de adoración. Paolo no se fijaba en ellas, y una sonrisa que habría provocado algún comentario de Lewis Carroll no abandonaba su rostro.

Se elevaron murmullos de expectación cuando el cuarteto de cuerda empezó a interpretar la marcha nupcial para anunciar la llegada de la novia. La joven avanzó lentamente por el pasillo del brazo de su padre; los invitados contenían el aliento a su paso.

Gian Lorenzo oyó que se acercaba, de modo que se volvió para ver a Gina por primera vez. ¿Qué diría cuando alguien no invitado a la ceremonia le pidiera una descripción de la novia? ¿Debería hacer hincapié en su hermosa cabellera azabache, larga y espesa, o tal vez debería subrayar la tersura de su tez aceitunada, o incluso añadir algún comentario sobre el magnífico traje de novia, que tan bien recordaba? Tal vez Gian Lorenzo se limitaría a explicar a todos cuantos le preguntaran que enseguida había comprendido por qué Paolo había declarado que se trataba de amor a primera vista. La misma sonrisa tímida de Angelina, el mismo brillo entusiasta en los ojos, la misma bondad que irradiaba, o más bien, como Gian Lorenzo sospechaba, los periodistas solo informarían de que el antiguo vestido de novia de Angelina le sentaba a las mil maravillas, y de que los metros y metros de seda formaban una magnífica cola detrás ele la novia, mientras avanzaba lentamente hacia su amado.

Jeffrey Archer

Jeffrey Archer nació en 1940 y, después de más de ciento veinte millones de ejemplares vendidos, es uno de los autores de mayor éxito del mundo. Estudió en Oxford y, tras una prolongada carrera política en el Reino Unido, fue creado lord en 1992. Entre sus últimas novelas destacan El undécimo mandamiento (1998), En pocas palabras (2001), Juego del destino (2004) y La falsificación (2006), todas ellas publicadas en Grijalbo.

Actualmente vive en Londres y Cambridge. Está casado y tiene dos hijos.

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