Jussi Adler-Olsen
El mensaje que llegó en una botella
Departamento Q 3
© de la traducción, Juan Mari Mendizábal
Dedicado a mi hijo Kes
Prólogo
Era la tercera mañana, y el olor a brea y algas empezaba a pegarse a la ropa. Bajo el suelo de la caseta para botes, el agua, grumosa de hielo, se mecía al golpear los postes de sustentación, evocando recuerdos de tiempos mejores.
Levantó el torso del lecho de periódicos viejos y se incorporó para poder vislumbrar el rostro de su hermano pequeño, que incluso dormido parecía atormentado y aterido de frío.
Dentro de poco despertaría y miraría confuso alrededor. Sentiría las correas de cuero que apretaban sus muñecas y su cintura. Oiría el ruido de la cadena que lo tenía amarrado. Observaría la ventisca y la luz abriéndose paso entre las tablas embreadas. Y después se pondría a rezar.
La desesperación asomó un sinfín de veces a los ojos de su hermano. Una y otra vez se escucharon rezos ahogados a Jehová tras la firme cinta adhesiva que tapaba su boca.
Pero ambos sabían que Jehová no se dignaba a mirarlos, porque habían bebido sangre. Una sangre que su carcelero había vertido en sus vasos de agua. Vasos de los que los dejó beber antes de decirles lo que contenían. Habían bebido agua con sangre prohibida y se habían condenado para siempre. Por eso los quemaba más la vergüenza que la propia sed.
– ¿Qué crees que va a hacernos? -le preguntó la mirada temerosa de su hermano pequeño. Pero ¿cómo iba a saber él la respuesta? Su instinto, no obstante, le decía que pronto terminaría todo.
Se tumbó y volvió a inspeccionar la estancia a la débil luz. Dejó que su mirada surcara las vigas del techo y atravesara las telarañas. Se fijó en los salientes y nudos de la madera. En las pagayas y remos podridos que colgaban del pescante. En la red podrida que hizo su última captura años atrás.
Entonces reparó en la botella. Por un instante, un rayo de sol se deslizó por el cristal azulado y lo cegó.
Estaba muy cerca, pero era difícil de alcanzar. Encajada justo tras él entre las toscas tablas del suelo.
Metió los dedos por entre las tablas y asió con cautela el cuello de la botella mientras el aire de su entorno se helaba. Cuando lograra sacarla iba a romperla y cortar con los cascos la correa que atenazaba sus muñecas por detrás. Y cuando la correa cediera iba a buscar con sus manos entumecidas la hebilla que había a su espalda. Iba a soltarla, arrancarse la cinta adhesiva de la boca, deshacerse de las correas de cintura y muslos y, en el mismo instante en que la cadena que estaba enganchada a la correa ya no lo sujetase, iba a lanzarse a liberar a su hermano pequeño. Lo atraería hacia sí y lo estrecharía entre sus brazos hasta que sus cuerpos dejaran de estremecerse.
Después, empleando los cristales rotos, iba a picar con todo su empeño las tablas del marco de la puerta, a ver si podía desgastar la madera que sujetaba las bisagras. Y si por desgracia el coche volviera antes de que hubiera terminado, entonces esperaría al hombre. Lo esperaría detrás de la puerta con el cuello roto de la botella en la mano. Eso es lo que iba a hacer, se dijo.
Se inclinó hacia delante, entrelazó a la espalda sus dedos helados y pidió perdón por sus malos pensamientos.
Después siguió rascando en la rendija para liberar la botella. Rascó y rascó hasta que el cuello de la botella basculó tanto que pudo agarrarlo.
Aguzó el oído.
¿Era un motor lo que oía? Sí, debía de serlo. Parecía el motor potente de un coche grande. Pero el coche ¿se acercaba, o simplemente pasaba por la carretera?
Por un momento, el ruido sordo aumentó en intensidad, y él empezó a tirar del cuello de la botella con tal frenesí que sus falanges crujieron. Pero el ruido fue apagándose. ¿Eran molinos de viento lo que se oía ronronear en el exterior? Tal vez fuera otra cosa. No lo sabía.
Dejó escapar por las fosas nasales su cálido aliento, que permaneció en el aire junto a su cara en forma de vaho. En aquel momento no tenía tanto miedo. Cuando pensaba en Jehová y en el poder de su gracia se sentía mejor.
Apretó los labios y continuó. Y, cuando por fin la botella se soltó, empezó a golpearla contra las tablas del suelo con tal fuerza que su hermano levantó la cabeza sobresaltado y miró aterrado alrededor.
Golpeó la botella contra el suelo de madera una y otra vez. Era difícil coger impulso con las manos atadas a la espalda, muy difícil. Al final, cuando los dedos ya no podían seguir agarrándola, soltó la botella, dio la vuelta y su mirada vacía se fijó en ella mientras el polvo del espacio angosto descendía pausado de las vigas del techo.
No podía romperla. Así de sencillo, no podía. Una simple botellita. ¿Sería porque habían bebido sangre? Entonces, ¿los había abandonado Jehová?
Miró a su hermano, que poco a poco se acomodó en la manta y se dejó caer sobre el lecho. Estaba callado. Ni siquiera intentaba balbucir algo tras la cinta adhesiva.
Tardó un rato en reunir lo que necesitaba. Lo más difícil fue estirarse con las cadenas lo bastante para poder llegar con la yema de los dedos a la brea que unía las tablas del techo. Todo lo demás estaba a su alcance: la botella, la astilla del piso de madera, el papel sobre el que estaba sentado.
Se quitó un zapato con el otro pie y se pinchó la muñeca tan hondo que le saltaron las lágrimas sin querer. Dejó durante un par de minutos que la sangre goteara sobre su zapato brillante. Después arrancó un gran pedazo de papel del lecho, hundió la astilla en la sangre y retorció el cuerpo tirando de la cadena, para poder ver lo que escribía detrás de su espalda. Con letra pequeña relató su desdicha lo mejor que pudo. Y finalmente escribió su nombre, enrolló el papel y lo introdujo en la botella.
Se tomó su tiempo en taponar bien la botella con brea. Se movió un poco y comprobó varias veces que estaba bien sellada.
Cuando al fin terminó oyó el rugido profundo de un motor. Esta vez no cabía duda. Miró a su hermano durante un doloroso segundo y después se estiró con todas sus fuerzas hacia la luz que entraba por una grieta ancha de la pared, la única abertura por la que podía sacar la botella.
Entonces se abrió la puerta de golpe y entró una sombra maciza envuelta en una nube de blancos copos de nieve.
Silencio.
Después se oyó el plaf.
La botella había partido.
Capítulo 1
Carl había conocido mejores despertares que aquel.
Lo primero que registró fue el surtidor ácido que discurría por su faringe, y después, cuando abrió los ojos para buscar algo que aliviara su malestar, vio un rostro de mujer babeante y borroso en la almohada de al lado.
Ostras, si es Sysser, pensó, tratando de recordar qué errores había cometido la noche anterior. Tenía que ser Sysser. La fumadora empedernida de su vecina. Factótum locuaz y casi jubilada del Ayuntamiento de Allerød.
Una idea atroz lo asaltó. Tras levantar poco a poco el edredón, observó con un suspiro de alivio que a pesar de todo llevaba los gayumbos puestos.
– Joder -rezongó mientras apartaba de su pecho la mano nervuda de Sysser. No había tenido un dolor de cabeza así desde los tiempos en que Vigga vivía en casa.
– Ahorradme los detalles, por favor -rogó cuando encontró a Morten y Jesper en la cocina-. Solo decidme qué hace la señora de arriba en mi cama.
– La tía pesaba una tonelada -intervino su hijo postizo mientras se llevaba un cartón de zumo recién abierto a los labios. El día que Jesper aprendiera a servirse aquel mejunje en un vaso no lo podía adivinar ni Nostradamus.
– Perdona, Carl -se excusó Morten-. Pero Sysser no encontraba sus llaves, y como tú ya te habías caído redondo, pensé…
Es la última vez que participo en una de las barbacoas de Morten, se prometió Carl, echando una ojeada a la sala, hacia la cama de Hardy.
Desde que instalaron a su viejo compañero en la sala dos semanas antes, el ambiente hogareño había sufrido una transformación. No porque la cama articulada ocupara la cuarta parte de la superficie de la sala, obstruyendo en parte la vista del jardín, ni porque los goteros y las bolsas llenas de orina indispusieran a Carl, y tampoco porque el cuerpo paralizado de Hardy emitiera un flujo constante de gases malolientes. No, lo que hacía que todo fuera diferente era la mala conciencia. El hecho de que Carl tuviera ambas piernas sanas y pudiera moverse con ellas de un lado a otro cuando le apetecía. Y después la sensación de tener que estar siempre compensando aquello. De tener que estar a disposición de Hardy. De tener que hacer algo por aquel hombre impedido.
– Tranquilo, hombre -se le adelantó Hardy cuando un par de meses antes estuvo sopesando los pros y los contras de traerlo a casa de la Clínica para Lesiones de Médula de Hornbæk-. Aquí puede pasar una semana sin que te vea el pelo. ¿No crees que puedo vivir sin tus atenciones unas horas si me mudo a tu casa?
No obstante, la cuestión era que Hardy podía estar en silencio, dormido, como ahora, pero de todas formas estaba allí. En los pensamientos, en la planificación del día, en todas las palabras que había que sopesar antes de decirlas en voz alta. Era agotador. Y un hogar no debía ser agotador.
A eso había que añadir las cuestiones prácticas. Lavado de ropa, cambio de sábanas, arrastrarse con el corpachón de Hardy a cuestas, hacer las compras, ponerse en contacto con las enfermeras y las autoridades, hacer la comida. Bueno, sí, de todo eso ya se encargaba Morten, pero el resto…
– ¿Has dormido bien, colega? -preguntó con cautela mientras se acercaba a la cama de Hardy.
Su antiguo compañero abrió los ojos y luchó por sonreír.
– Bueno, se acabó el permiso. Vuelta al trabajo, Carl. Catorce días que han pasado volando. Pero ya nos encargaremos de todo Morten y yo. Saluda a los chicos de mi parte, ¿vale?
Carl asintió en silencio. Tenía que ser muy duro ser Hardy. Quién pudiera cambiarse por él, aunque solo fuera un día.
Ser Hardy solo por un día.
Aparte de la gente del puesto de guardia de la entrada, Carl no vio un alma. Jefatura era un auténtico desierto. El pórtico, gris invernal e inhóspito.
– ¿Qué coño pasa aquí? -gritó cuando accedió al pasillo del sótano.
Había esperado un recibimiento sonado, o al menos el tufo del engrudo mentolado de Assad o versiones silbadas de los grandes clásicos a cargo de Rose, pero no había nadie. ¿Habían abandonado todos la nave durante sus quince días de permiso para hacer el traslado de Hardy?
Entró en el cuchitril de Assad y miró alrededor, confuso. Ni fotos de ancianas tías, ni alfombra de orar, ni cajas de pastelillos empalagosos. Hasta los tubos fluorescentes del techo estaban apagados.
Atravesó el pasillo y encendió la luz de su despacho. El territorio seguro donde había resuelto tres casos y abandonado otros dos. El lugar adonde no había llegado la prohibición de fumar y donde todos los casos antiguos que constituían los dominios del Departamento Q estaban tranquilamente sobre el escritorio, agrupados en tres montones ordenados según el sistema infalible de Carl.
Frenó en seco ante la visión de un escritorio irreconocible y brillante. Ni una pelusa. Ni una mota de polvo. Ni un folio escrito con letra prieta sobre el que plantar los pies cansados y después arrojar a la papelera. Ningún expediente. Era como si la tierra se lo hubiera tragado todo.
– ¡ROSE! -gritó con tanta energía como pudo.
Y su voz resonó en vano por los pasillos.
Estaba solo en el mundo, como en el cuento. Era el último hombre vivo, un gallo sin gallinero. El rey que daría su reino por un caballo.
Agarró el teléfono y marcó el número de Lis, de la Brigada de Homicidios.
Tardaron veinticinco segundos en responder.
– Secretariado del Departamento A -dijo una voz. Era la señora Sørensen, la compañera más hostil de Carl. Ilse, la loba de las SS en persona.
– Señora Sørensen, soy Carl Mørck -se presentó con voz suave-. Aquí abajo estoy más solo que la una. ¿Qué pasa? ¿Sabes por un casual dónde están Assad y Rose?
Antes de que pasara un milisegundo había colgado. Bruja.
Se levantó y puso rumbo al habitáculo de Rose, algo más adelante en el pasillo. Tal vez encontrara allí la respuesta al misterio de los expedientes desaparecidos. Una idea de lo más lógica hasta el embarazoso segundo en que se dio cuenta de que en la pared del pasillo, entre los despachos de Assad y Rose, había por lo menos diez planchas de aglomerado de corcho en las que estaban pegados todos los casos que dos semanas antes ocupaban su escritorio.
Una escalera de tijera, de madera de alerce amarillo brillante, señalaba dónde habían pegado el último caso. Era un caso que habían tenido que abandonar. El segundo caso consecutivo sin resolver.
Carl dio un paso atrás para poder hacerse una idea general de aquel infierno de papel. ¿Qué diablos hacían sus casos en la pared? Rose y Assad ¿se habían vuelto completamente locos? Igual era la razón por la que aquellos idiotas se habían esfumado.
Claro, no les quedó otro remedio.
En la segunda planta la situación era igual. No había nadie. Hasta el asiento de la señora Sørensen tras la mesa estaba vacío. El despacho del inspector jefe de Homicidios, el del subinspector, el comedor, la sala de reuniones. Todo estaba abandonado.
¿Qué cojones…?, pensó. ¿Había habido amenaza de bomba? ¿O era porque la reforma de la Policía había llegado tan lejos que habían puesto al personal en la calle y estaban vendiendo los edificios? El nuevo supuesto ministro de Justicia ¿se había vuelto tarumba? ¿Es que era capaz de cualquier cosa con tal de salir en los medios?
Se rascó la nuca, levantó el auricular y llamó al cuerpo de guardia.
– Soy Carl Mørck. ¿Dónde coño está todo el mundo?
– La mayoría están en el patio del Panteón.
¿En el patio del Panteón? Joder, si todavía faltaban seis meses para el 19 de setiembre.
– ¿Por qué? Si aún falta medio año para el aniversario de la deportación de policías daneses a Buchenwald. ¿Qué están haciendo, entonces?
– La directora de la Policía quería hablar a un par de departamentos sobre los ajustes de la reforma. Discúlpanos, Carl. Creíamos que lo sabías.
– Pero si acabo de hablar con la señora Sørensen.
– Seguramente habrá derivado los teléfonos a su móvil, ya verás.
Carl sacudió la cabeza. Estaban todos como cabras. Seguro que para cuando volviera al patio el Ministerio de Justicia habría vuelto a cambiar todo el montaje.
Se quedó mirando la blanda y tentadora butaca del inspector jefe de Homicidios. Allí al menos podría echar una cabezadita sin que lo viera nadie.
Diez minutos más tarde lo despertó la mano del subinspector en el hombro y se encontró los risueños ojos como canicas de Assad bailando a diez centímetros de su rostro.
Y se acabó la paz.
– Venga, Assad -dijo, levantándose de la butaca-. Vamos al sótano a quitar los papeles de las paredes a toda pastilla, ¿entendido? ¿Dónde está Rose?
Assad sacudió la cabeza.
– No podemos hacer eso.
Carl se puso en pie y se metió los faldones de la camisa en los pantalones. ¿De qué hablaba Assad? Pues claro que podían hacerlo. ¿No era acaso él quien tomaba las decisiones?
– Hala, vamos. Y tráete a Rose. ¡YA!
– El sótano está condenado -le advirtió el subinspector, Lars Bjørn-. El amianto del aislamiento de las tuberías se está desprendiendo. Han estado los de la Inspección de Trabajo y no hay más que hablar.
Assad asintió con la cabeza.
– Sí; hemos tenido que subir nuestras cosas, y no estamos muy cómodos en este cuarto. Pero te hemos encontrado una buena silla -añadió, como si fuera a servirle de consuelo-. Sí, estamos los dos solos. Rose no quería estar aquí arriba y ha alargado el fin de semana, pero va a venir más tarde.
Fue como si le dieran una patada en sus partes nobles.
Capítulo 2
Se quedó mirando fijamente las velas hasta que se consumieron y la envolvió la oscuridad. Muchas veces antes la había dejado sola, pero nunca en el aniversario de su boda.
Aspiró hondo y se levantó. Últimamente ya no se quedaba esperando junto a la ventana. Ya no escribía el nombre de su marido en el vaho de su aliento sobre el cristal.
Cuando se conocieron no faltaron las advertencias. Su amiga no lo veía claro, y su madre lo dijo sin rodeos. Era demasiado viejo para ella. En su mirada había un destello de maldad. Era un hombre en quien no se podía confiar. Un hombre insondable.
Por eso llevaba tanto tiempo sin ver a su amiga y a su madre. Y por eso aumentaba su desesperación ahora que la necesidad de contacto era mayor que nunca. ¿Con quién iba a hablar? Si no tenía a nadie.
Miró las estancias vacías y bien ordenadas y apretó los labios mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.
Entonces oyó al niño moverse y se repuso. Se secó la punta de la nariz con el dedo índice e hizo dos aspiraciones profundas.
Si su marido la engañaba, que no se hiciera ilusiones.
La vida debía tener más que ofrecer.
Su marido entró al dormitorio con tal sigilo que solo lo delataba su sombra en la pared. Ancho de hombros y con los brazos abiertos. Después se tumbó y la atrajo hacia sí en silencio. Cálido y desnudo.
Ella esperaba palabras dulces, pero también disculpas bien meditadas. Tal vez temía percibir el débil perfume de otra mujer y el titubeo de la mala conciencia. Sin embargo, él la asió, la volteó con fuerza y le arrancó la ropa apasionadamente. El brillo de la luna iluminaba su rostro, y eso la excitó. Atrás quedaban el tiempo de espera, la frustración, las preocupaciones y las dudas.
Hacía medio año que no se ponía así.
Gracias a Dios que sucedió.
– Voy a pasar algún tiempo fuera, cariño -le dijo de improviso mientras desayunaban, acariciando la mejilla del pequeño. Con aire distraído, como si sus palabras carecieran de importancia.
Ella frunció el ceño y puso los labios en punta para reprimir por un momento la pregunta inevitable; luego dejó el tenedor en el plato y se quedó con la mirada absorta en los huevos revueltos y las lonchas de beicon. La noche había sido larga. Aún la sentía en su interior, en forma de leve molestia en la pelvis, pero también recordaba las caricias finales y las miradas tiernas, que hasta ahora la habían hecho olvidar todo lo demás. Hasta ahora. Porque en aquel momento el sol pálido de marzo penetraba en la estancia como un invitado inoportuno e iluminaba con claridad los hechos: su marido iba a marcharse. Otra vez.
– ¿Por qué no puedes contarme qué haces? Soy tu mujer. No voy a decírselo a nadie -le expuso.
Permaneció con cuchillo y tenedor en el aire. Su mirada se había oscurecido.
– No, lo digo en serio -continuó ella-. ¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que vuelvas a estar como esta noche? ¿Ya estamos otra vez? No tengo ni idea de lo que haces, y apenas estás presente cuando paras por casa.
Él la miró de una manera excesivamente directa.
– ¿No has sabido desde el principio que no podía hablar de mi trabajo?
– Ya, pero…
– Pues déjalo estar.
Dejó cuchillo y tenedor en el plato y se volvió hacia su hijo con algo parecido a una sonrisa.
Ella respiraba hondo, con calma, pero en su interior le embargaba la desesperación. Porque era cierto. Mucho antes de la boda él la hizo comprender que no podía hablar de sus misiones. A lo mejor sugirió que tenía que ver con servicios de inteligencia, ya no se acordaba. Pero por lo que ella sabía la gente de los servicios de inteligencia llevaba una vida bastante normal, aparte de su trabajo, y la vida que llevaban ellos no era nada normal. A no ser que la gente de los servicios de inteligencia empleara también el tiempo en misiones más alternativas como la infidelidad, porque ella sospechaba que podía tratarse de eso.
Recogió los platos y estuvo pensando en presentarle su ultimátum de inmediato. En arriesgarse a la furia de su marido, que temía, pero de cuyo alcance aún no sabía nada.
– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó.
Él la miró sonriendo.
– Espero estar de vuelta para el miércoles que viene. Este tipo de trabajos suele llevarme unos ocho o diez días.
– Vale. O sea que vas a llegar justo a tiempo para el torneo de bolos -observó, sarcástica.
Él se levantó y colocó su corpachón tras ella, juntando las manos bajo sus pechos. Sentir la cabeza de él contra su hombro siempre le había dado escalofríos de placer. Esta vez se contrajo.
– Sí -dijo él-. Seguro que vuelvo a tiempo para el torneo. Así que dentro de poco tú y yo vamos a refrescar las sensaciones de anoche. ¿Te parece bien?
Cuando partió y el ruido del coche se fue alejando, ella se quedó un buen rato con los brazos cruzados y la mirada perdida. Una cosa era una vida en soledad. Otra era no saber por qué tenía que pagar aquel precio. Las posibilidades de descubrir a un marido como el suyo en algún tipo de engaño eran mínimas, ya lo sabía, aunque nunca lo había intentado. Su terreno de caza era extenso, y era un hombre precavido, como lo corroboraba su vida en común. Planes de pensiones, seguros, comprobar dos veces puertas y ventanas, maletas y equipaje, la mesa siempre ordenada, nunca había un papel casual o facturas en sus bolsillos o cajones. Era un hombre que no dejaba muchas huellas. Ni su olor permanecía más de unos minutos cuando salía de una habitación. Y así ¿cómo iba a descubrir un asunto de faldas, a menos que contratase a un detective para que lo siguiera? ¿Y de dónde iba a sacar el dinero para eso?
Sacó hacia delante el labio inferior y sopló con lentitud aire caliente hacia su rostro. Era el movimiento que hacía siempre antes de tomar una decisión importante. Antes de saltar el mayor obstáculo en clase de hípica, antes de elegir el vestido de confirmación. Incluso antes de decirle que sí a su marido, y antes de salir a la calle para ver si la vida era diferente allí fuera, bajo la luz tenue.
Capítulo 3
Las cosas como son: al bonachón del sargento David Bell le encantaba holgazanear y quedarse mirando romper las olas contra los salientes de las rocas. En John O’Groats, en el punto más alto de la costa de Escocia, donde el sol brillaba la mitad del tiempo pero lucía el doble de hermoso. Allí había nacido David y allí iba a morir cuando llegara su hora.
David estaba hecho para la mar brava, no cabía duda. Entonces, ¿por qué tenía que pasar el tiempo de mala manera a dieciséis millas al sur, en Wick, en el despacho de la comisaría de Bankhead Road? No, aquella perezosa ciudad portuaria no le decía nada, nunca lo había ocultado.
Por eso su jefe lo enviaba siempre a él cuando había follón en los pueblos del norte. Entonces David llegaba con su coche patrulla y amenazaba a los chavales sobreexcitados con llamar a un comisario de Inverness, y así volvía la calma. Por aquellos lares no querían que forasteros de la gran ciudad anduvieran por sus patios traseros, preferían una meada de caballo en su cerveza Orkney Skull Splitter. Tenían más que suficiente con los que pasaban por allí para coger el transbordador a las Islas Orcadas.
Cuando los ánimos se calmaban lo esperaban las olas, y si el sargento Bell podía pasar el tiempo en algo, era contemplándolas.
De no ser por la famosa calma de David Bell, habrían mandado la botella a tomar por saco. Pero como el sargento estaba allí con el uniforme recién planchado, el pelo ondeando al viento y la gorra sobre la roca, ya tenían a quién entregársela.
Y eso hicieron.
La botella se había enganchado en las redes del arrastrero y brillaba un poco, pese a que el tiempo transcurrido la había dejado bastante mate, y el grumete del pesquero Brew Dog vio enseguida que no era una botella corriente.
– ¡Vuelve a echarla al mar, Seamus! -gritó el patrón cuando vio el papel que contenía-. Esas botellas traen mala suerte. Lo llamamos la «peste de la botella». El diablo está en la tinta, esperando a que lo liberen. ¿No has oído esas historias?
Pero el joven Seamus no conocía aquellas historias y decidió dársela a David Bell.
Cuando el sargento volvió a la comisaría de Wick, uno de los borrachos locales había arrasado dos de los despachos, y los compañeros estaban hartos de tener que reducir a aquel imbécil. Por eso arrojó Bell la chaqueta y la botella de Seamus salió del bolsillo. Y por eso la recogió y la puso en el alféizar interior de la ventana, para poder concentrarse en seguir a horcajadas sobre el pecho de aquel borracho estúpido y cortarle un poco la respiración. Pero, como suele ocurrir cuando le aprietas las tuercas a un auténtico descendiente de los vikingos de Caithness, puedes encontrarte con la horma de tu zapato. El borrachín le asestó tal patada en los huevos a David Bell que todo recuerdo de la botella se difuminó en el intenso destello azulado que emitió su atormentado sistema nervioso.
Por eso pasó la botella muchísimo tiempo olvidada en el extremo soleado del alféizar. Nadie reparó en ella y nadie se preocupó de que al papel de su interior no le convinieran la luz del sol y el agua de condensación que se había extendido dentro de la botella.
Nadie se tomó la molestia de leer el grupo de letras medio borradas del encabezamiento, y por eso nadie se preguntó qué podía significar la palabra «SOCORRO» escrita en danés.
* * *
La botella no volvió a estar en manos de nadie hasta que un cabrito, que creía que habían cometido una injusticia con él a cuenta de una simple multa de aparcamiento, infectó con un diluvio de virus informáticos la intranet de la comisaría de Wick. En una situación así, como es natural, llamaban siempre a la experta en informática Miranda McCulloch. Cuando los pedófilos encriptaban sus guarradas, cuando los hackers ocultaban su rastro después de hacer sus transacciones bancarias por internet, cuando los liquidadores de empresas borraban sus discos duros, era a ella a quien había que acudir.
La instalaron en un despacho donde el personal estaba desesperado y la cuidaron como a una reina. Llenaban constantemente el termo con café caliente y tenían las ventanas abiertas de par en par y la radio en el dial de Radio Scotland. Sí, a Miranda McCulloch la apreciaban en todas partes.
Debido a las ventanas abiertas y a las cortinas que tremolaban al viento, se fijó en la botella desde el primer día que llegó.
Qué botellita más cuca, pensó, y se preguntó por la sombra de su interior mientras se abría camino entre columnas de cifras y códigos maliciosos. Cuando al tercer día se levantó satisfecha por haber terminado, tras hacerse una idea de los tipos de virus que podrían esperarse en el futuro, se dirigió a la ventana y cogió la botella. Pesaba bastante más de lo que esperaba. Y estaba caliente.
– ¿Qué hay dentro? -preguntó a la oficinista que se sentaba a su lado-. ¿Es un mensaje?
– No lo sé. -Fue la respuesta-. David Bell la dejó ahí hace tiempo. Creo que la puso de adorno.
Miranda la puso al trasluz. ¿Había algo escrito en el papel? Era difícil de ver a causa de la condensación del interior.
La miró desde varios ángulos.
– ¿Dónde está ese tal David Bell? ¿Está de guardia?
La secretaria sacudió la cabeza.
– No, por desgracia. David se mató en las afueras de la ciudad hará dos años. Perseguían un coche que se había dado a la fuga tras un atropello, y tuvieron un accidente. Fue una historia fea. David era un tío muy majo.
Miranda hizo un gesto afirmativo. La verdad es que no había escuchado a la secretaria. Estaba convencida de que en el papel ponía algo, pero lo que atrajo su atención no fue eso. Fue lo que había en el fondo de la botella.
Si se miraba con atención al otro lado del cristal esmerilado por la arena, aquella masa coagulada parecía sin duda sangre.
– ¿Puedo llevarme la botella? ¿Con quién tengo que hablar?
– Pregúntale a Emerson. Fue compañero de coche patrulla de David un par de años. Seguro que te da permiso.
La secretaria se volvió hacia el pasillo.
– ¡Emerson! -gritó; los cristales de las ventanas vibraron-. Entra un momento.
Miranda lo saludó. Era un tipo robusto y apacible de cejas tristes.
– ¿Que si te la puedes llevar? Sí, mujer, claro que sí. Desde luego, yo no la quiero para nada.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, seguro que es una tontería. Pero justo antes de morir David, vio la botella y dijo que ya era hora de que la abriera. Se la había dado un grumete de su pueblo. El chaval y su pesquero se fueron a pique con toda la tripulación unos años después, y David creía que le debía al chaval mirar qué había dentro. Pero David murió antes de hacerlo, y eso no es un buen presagio, ¿verdad? -argumentó Emerson, sacudiendo la cabeza-. Llévatela, llévatela, esa botella no trae nada bueno.
Aquella noche Miranda estaba en su chalé adosado de Granton, un suburbio de Edimburgo, observando fijamente la botella. Unos quince centímetros de altura, vidrio azulado, algo aplastada y con un cuello bastante largo. Era demasiado grande para ser un frasco de perfume. Puede que fuera un frasco de colonia, y parecía bastante viejo. Le dio unos golpes con la mano. Desde luego, estaba hecha de un vidrio sólido.
Sonrió.
– ¿Qué secreto escondes, tesoro mío? -preguntó. Después tomó un sorbo de vino tinto y se puso a retirar con ayuda del sacacorchos lo que taponaba el cuello del frasco. El tapón estaba hecho de algo que olía a brea, pero el tiempo pasado en el agua hacía que su origen pareciera incierto.
Trató de sacar el papel del interior, pero estaba húmedo y reblandecido. Puso la botella boca abajo y golpeó el culo varias veces, pero el papel no se movió un milímetro. Entonces la llevó a la cocina y le dio un par de golpes con el mazo para la carne.
Aquello funcionó, y la botella se hizo trizas; los cristales azules se desperdigaron por la mesa de la cocina como hielo picado.
Observó con atención el papel que quedó en la tabla de cortar. Se dio cuenta de que sus cejas se arqueaban. Su mirada se deslizó por los cascos de vidrio y respiró hondo.
Quizá no fuera muy inteligente por su parte hacer lo que había hecho.
– Sí -le confirmó su compañero Douglas, de la Policía Científica-. Es sangre. No cabe la menor duda. Tenías razón. Esa manera de absorber el papel la sangre y el agua condensada es clásica. Sobre todo aquí, donde la firma está borrada por completo. Sí, el color y la absorción son bastante típicos.
Desdobló con cuidado el papel usando sus pinzas y volvió a iluminarlo con luz azul. Había rastros de sangre por todo el papel. Cada letra emitía una luz difusa.
– ¿Está escrito con sangre?
– Con toda seguridad.
– Y crees igual que yo que el encabezamiento es una llamada de socorro. Al menos es lo que parece.
– Es lo que creo -respondió Douglas-. Pero dudo que podamos salvar otra cosa que el encabezamiento, el mensaje está bastante deteriorado. Además, puede que esté escrito hace muchos años. Ahora hay que acondicionarlo y conservarlo, y después tal vez podamos hacer una datación. Y también se lo enseñaremos a un experto en lenguas. Esperemos que pueda decirnos en qué idioma está escrito.
Miranda asintió con la cabeza. Ella, desde luego, tenía una propuesta.
Islandés.
Capítulo 4
– Han venido de la Inspección de Trabajo, Carl.
Rose estaba plantada en la puerta y no hizo ademán de moverse. Quizá esperaba a que las partes se tirasen de los pelos.
Apareció un hombrecillo vestido con un traje bien planchado, y se presentó como John Studsgaard. Pequeño y decidido. Aparte de la carpeta de cuero marrón que llevaba bajo el brazo, parecía bastante inofensivo. La mirada amable y la mano tendida. Impresión que se evaporó en cuanto abrió la boca.
– En la última inspección se ha detectado polvo de amianto en el pasillo y en los corredores auxiliares. De modo que hay que proceder a revisar el aislamiento de la tubería, para que estos locales cumplan las condiciones de habitabilidad.
Carl miró al techo. Vaya movida por una puñetera tubería, la única de todo el sótano.
– Veo que han instalado despachos aquí -continuó el hombre del maletín-. Eso ¿está de conformidad con los permisos de apertura y la normativa en materia de incendios?
Iba a abrir la cremallera de la carpeta, así que tendría un montón de papeles que respondieran la pregunta.
– ¿Qué despachos? -preguntó Carl-. ¿Se refiere a la sala de consulta de archivos?
– ¿Sala de consulta de archivos?
Por un instante el hombre se quedó como perdido, pero el burócrata que llevaba dentro enseguida asumió el control.
– No conozco el término, pero es evidente que aquí transcurre gran parte de la jornada laboral, en quehaceres que diría que están tradicionalmente relacionados con el trabajo.
– ¿Se refiere a la máquina de café? Ya la quitaremos.
– En absoluto. Me refiero a todo. Escritorios, tablones de anuncios, estanterías, colgadores, cajones con papel, artículos de oficina, fotocopiadoras.
– Ya. ¿Sabe cuántas escaleras hay hasta el segundo piso?
– No.
– Claro. Entonces tampoco sabe que andamos cortos de personal y que pasaríamos medio día corriendo hasta el segundo piso cada vez que hubiera que hacer una fotocopia para los archivos. ¿Acaso prefiere que un montón de asesinos anden sueltos a que hagamos nuestro trabajo?
Studsgaard iba a protestar, pero Carl lo rechazó alzando la mano.
– ¿Dónde está ese amianto del que habla?
El hombre frunció las cejas.
– Esto no es una discusión acerca del dónde y el cómo. Hemos observado contaminación por amianto, y el amianto produce cáncer. Eso no se limpia con una fregona.
– ¿Estabas presente cuando hicieron la inspección, Rose? -preguntó Carl.
Rose señaló al pasillo.
– Encontraron algo de polvo ahí.
– ¡ASSAD! -gritó Carl con tal fuerza que el hombre dio un paso atrás.
– A ver, Rose, enséñamelo -la apremió mientras Assad asomaba la cabeza-. Ven tú también, Assad. Lleva el cubo de agua, la fregona y tus magníficos guantes de goma verdes. Tenemos un trabajo que hacer.
Avanzaron quince pasos por el pasillo y Rose señaló un polvo blanquecino entre sus botas negras.
– Aquí -concretó.
El hombre de la Inspección de Trabajo protestó y trató de explicarles que lo que iban a hacer no valía para nada. Que así no se erradicaría el mal, y que el sentido común y la normativa decían que había que retirar las cosas de manera reglamentaria.
Carl hizo como si nada.
– Cuando hayas limpiado bien, llama a un carpintero, Assad. Vamos a construir un tabique de separación entre la zona contaminada según la Inspección de Trabajo y nuestra sala de consulta de archivos. No queremos esa porquería cerca de nosotros, ¿verdad?
Assad sacudió la cabeza lentamente.
– ¿A qué sala te refieres, o sea? ¿De consulta…?
– Tú limpia, Assad. Este señor tiene mucho que hacer.
El funcionario dirigió a Carl una mirada hostil.
– Tendrán noticias nuestras. -Fue lo último que dijo, mientras se alejaba a paso vivo por el pasillo con la carpeta pegada al cuerpo.
¡Noticias nuestras! Sí, hombre, lo que tú digas.
– Ahora explícame qué significa que mis expedientes estén en la pared, Assad -exigió Carl-. Espero por tu bien que sean copias.
– ¿Copias? Si quieres tener copias ya las bajaré. Tendrás todas las copias que quieras, claro que sí.
Carl tragó saliva.
– ¿Me estás diciendo a la cara que son los expedientes originales los que están puestos a secar?
– Pero mira mi sistema, Carl. Tú dime si no te parece de lo más fantástico. Tranquilo, o sea, no voy a enfadarme.
Carl echó la cabeza atrás. Que no iba a enfadarse, decía. O sea, que había pasado dos semanas fuera, y entretanto sus colaboradores se habían vuelto locos por haber inhalado amianto.
– Mira, Carl.
Assad, radiante de felicidad, le enseñó dos rollos de cordel.
– Vaya, vaya. Así que has arramblado con un rollo de cordel azul y un rollo de cordel rojo con rayas blancas. Con eso vas a poder atar muchos paquetes de regalo cuando llegue la Navidad. Dentro de nueve meses.
Assad le dio una palmada en el hombro.
– Ja, ja, Carl. Muy bueno. Vuelves a ser el mismo de siempre.
Carl sacudió la cabeza. No era divertido pensar que todavía le faltaban un montón de años para jubilarse.
– Mira esto.
Assad desenrolló el cordel azul. Cortó un pedazo de cinta adhesiva, unió uno de los extremos del cordel con un expediente de los años sesenta, después pasó con el rollo junto a varios casos, cortó el cordel y pegó el extremo a un caso de los años ochenta.
– ¿Verdad que está bien?
Carl se llevó las manos tras la nuca, como para sujetar la cabeza.
– Una fantástica obra de arte, Assad. Andy Warhol no ha vivido en vano.
– Andy ¿quién?
– Pero ¿qué haces, Assad? ¿Intentas relacionar ambos casos?
– Imagínate, si los dos casos tuvieran realmente relación entre ellos, podría verse sin más.
Volvió a señalar el cordel azul.
– ¡Aquí mismo! ¡Cordel azul! -exclamó, chasqueando los dedos-. Puede que los casos guarden relación.
Carl respiró hondo.
– ¡Ajá! Entonces ya sé para qué es el cordel rojo.
– Claro, ¿verdad? Para saber cuándo estamos seguros de que sabemos que hay relación entre los casos. Es un buen sistema, ¿no?
Carl respiró hondo.
– Claro, Assad. Pero en este momento no hay ningún caso que tenga relación con otros, así que de todas formas va a ser mejor que estén sobre mi escritorio, para poder hojearlos de vez en cuando, ¿vale?
No era ninguna pregunta, pero aun así obtuvo respuesta.
– Vale, jefe -aceptó Assad, mientras se balanceaba sobre sus desgastados zapatos-. Pues entonces, o sea, voy a empezar a copiarlos dentro de diez minutos. Así te doy los originales y cuelgo las copias.
Marcus Jacobsen parecía haber envejecido de golpe. En los últimos tiempos habían pasado muchos casos por su mesa. Para empezar, los ajustes de cuentas entre bandas y los tiroteos en Nørrebro y alrededores, pero también una serie de incendios sospechosos. Incendios provocados, con enormes pérdidas económicas y, por desgracia, también humanas. Y siempre de noche. Marcus llevaba una semana durmiendo, a lo sumo, tres horas de media. Igual debería intentar mostrarse amable con él, aunque no sabía para qué coño lo llamaba.
– ¿Qué ocurre, jefe? ¿Por qué me has hecho subir? -preguntó Carl.
Marcus jugueteó con su viejo paquete de cigarrillos. Pobre hombre, nunca conseguiría superar aquellas abstinencias.
– Bueno, ya sé que tu departamento no tiene tanto sitio aquí arriba. Pero de acuerdo con las normas no debo dejarte estar en el sótano. Y me han llamado de la Inspección de Trabajo para decirme que has obstruido las indicaciones de uno de sus empleados.
– Está controlado, Marcus. Vamos a construir un tabique en medio del pasillo, con puerta y todo. Así aislamos esa porquería.
Las ojeras de Marcus se acentuaron más aún.
– Es precisamente lo que no quiero oír, Carl -objetó-. Y por eso tenéis que volver a subir tú, Rose y Assad. No tengo ninguna gana de tener problemas con la Inspección. Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes cómo me están presionando estos días. Mira.
Señaló hacia su nueva pantallita plana de la pared, donde el canal de noticias estaba emitiendo un resumen de las consecuencias de la guerra entre bandas. La exigencia de que el cortejo fúnebre de una de las víctimas atravesara las calles del centro de Copenhague no hizo más que avivar el fuego. Se pedía a gritos que la Policía encontrase a los culpables y erradicase aquella locura de las calles.
Sí, Marcus Jacobsen estaba bastante presionado.
– De acuerdo: si nos haces subir aquí, la consecuencia va a ser que desmantelas el Departamento Q en este instante.
– No me tientes, Carl.
– Y pierdes la partida de ocho millones al año. ¿No eran ocho millones lo que correspondía al Departamento Q? Es increíble que pueda costar tanto dinero llenar el depósito del viejo cacharro que conducimos; y claro, está también el sueldo de Rose, el de Assad y el mío. Ocho millones. Imagínate.
El inspector jefe de Homicidios dio un suspiro. Estaba atado de pies y manos. Sin aquella asignación, su departamento iba a tener un déficit anual de por lo menos cinco millones. Redistribución creativa. Casi como el convenio de compensación municipal. Una especie de robo legal.
– Se aceptan propuestas de solución -declaró por fin.
– ¿Dónde quieres que nos metamos aquí arriba? -preguntó Carl-. ¿En el retrete? ¿En el alféizar interior, donde estaba sentado Assad ayer? ¿O tal vez aquí, en tu despacho?
– Hay sitio en el pasillo -sugirió Marcus Jacobsen un tanto incómodo, era evidente-. Bueno, ya encontraremos otro sitio. En realidad, esa ha sido la intención desde el principio, Carl.
– De acuerdo, buena solución, me parece bien. Pero queremos tres escritorios nuevos -exigió. Se levantó espontáneamente y tendió la mano. Aquello era un trato.
El inspector jefe de Homicidios se retiró un poco.
– Un momento -dudó-. Esa oferta tiene gato encerrado.
– ¿Gato encerrado? Vais a tener tres escritorios más, y cuando vengan de la Inspección de Trabajo mandaré a Rose aquí arriba a que haga de florero entre las sillas vacías.
– Esto va a salir mal, Carl -repuso el jefe. Hizo una pausa. Parecía haber picado el anzuelo-. Pero el tiempo dirá, como suele decir mi anciana madre. Siéntate un momento, Carl, tenemos un caso que quiero que veas. ¿Te acuerdas de los compañeros de la policía escocesa a los que ayudamos hace tres o cuatro años?
Carl asintió en silencio, con reservas. ¿Iban a obligar al Departamento Q a convivir con gaitas chirriantes y embutido de intestinos con puré de nabo? Si de él dependía, no. Bastante tenía con que vinieran noruegos de vez en cuando. Pero ¿escoceses?
– Les enviamos unas pruebas de ADN de un escocés que estaba preso en Vestre, ya te acordarás. Fue un caso de Bak. Gracias a eso resolvieron un asesinato, y ahora quieren devolvernos el favor. Uno de la Policía Científica de Edimburgo, un tal Gilliam Douglas, nos ha enviado este paquete. Contiene un mensaje que encontraron en una botella. Han pedido consejo a un lingüista, y este les ha dicho que debe de proceder de Dinamarca.
Cogió del suelo una caja de cartón marrón.
– Tienen curiosidad por conocer los detalles si nos enteramos de algo. Así que toma.
Le tendió la caja y le hizo señas de que se largara con ella.
– ¿Qué hago con esto? -preguntó Carl-. ¿Lo llevo a Correos?
Jacobsen sonrió.
– Muy gracioso, Carl. Pero resulta que en Correos no son especialistas en descubrir misterios, sino más bien en crearlos.
– En el sótano andamos agobiados de trabajo -se defendió Carl.
– Claro, Carl, no lo dudo. Pero échale un vistazo, no es más que un caso menor. Además, cumple todos los requisitos para el Departamento Q: es un caso antiguo, está sin resolver y nadie quiere hincarle el diente.
Otro de esos casos que me impiden plantar los pinreles en el cajón del escritorio, pensó Carl mientras sopesaba la caja bajando las escaleras.
Claro que…
Una hora aproximada de siesta no iba a hacer que cambiaran las relaciones de amistad entre Dinamarca y Escocia.
– Para mañana habré terminado con todo, Rose me está ayudando -aseguró Assad, mientras calculaba a cuál de los montones del sistema de Carl correspondía el caso que tenía en la mano.
Carl gruñó. La caja escocesa estaba sobre el escritorio, frente a él. Los malos augurios solían cumplirse, y el aura que irradiaba aquella caja de cartón con su cinta adhesiva de la aduana, desde luego, no presagiaba nada bueno.
– ¿Es un caso nuevo, o sea? -preguntó Assad, interesado, con la mirada fija en el cuadrado marrón-. ¿Quién ha abierto el paquete?
Carl señaló hacia arriba con el pulgar.
– ¡Rose, ven un momento! -gritó hacia el pasillo.
Rose tardó cinco minutos en aparecer. Era el tiempo exacto que, según ella, señalaba quién decidía lo que había que hacer, y sobre todo cuándo. Uno se acostumbraba.
– ¿Qué te parece si te doy tu primer caso para ti sola, Rose? -preguntó Carl, empujando suavemente el paquete hacia ella.
No le veía los ojos, ocultos bajo el flequillo negro punki, pero desde luego no estaba contenta.
– Seguro que es algo de porno infantil o tráfico sexual, ¿verdad, Carl? Algo de lo que no quieres ocuparte tú. Así que no, gracias. Si no tienes energía para eso, deja que nuestro camellero se dé una vuelta por la pista de circo. Yo tengo otras cosas que hacer.
Carl sonrió. Nada de palabrotas ni patadas al marco de la puerta. La chica parecía estar casi de buen humor. Volvió a empujar el paquete hacia ella.
– Es un mensaje que ha estado en una botella. Todavía no lo he visto. Podríamos abrirlo juntos.
Rose arrugó la nariz. El escepticismo era su fiel compañero.
Carl quitó la tapa de la caja, apartó los cachivaches de poliespán, sacó la carpeta de cartón y la depositó en la mesa. Después rebuscó entre el poliespán y encontró también una bolsa de plástico.
– ¿Qué lleva dentro? -preguntó Rose.
– Supongo que los cascos de la botella.
– ¿La han roto?
– No, simplemente la han desmontado. Hay instrucciones de uso en la carpeta donde se explica cómo reconstruirla. Un juego de niños para una mujer con manos tan diestras como las tuyas.
Ella le sacó la lengua y sopesó la bolsa en la mano.
– No pesa mucho. ¿De qué tamaño era?
Carl empujó el expediente hacia ella.
– Lee.
Rose dejó la caja de cartón sobre la mesa y desapareció por el pasillo. Entonces volvió la paz. Quedaba una hora de trabajo; después Carl iría en tren hasta Allerød, compraría una botella de whisky y se doparía y doparía a Hardy con un vaso con hielo y un vaso con pajita, respectivamente. Seguro que iba a ser una noche tranquila.
Cerró los ojos; no llevaba ni diez segundos dormitando cuando vio ante sí a Assad.
– He descubierto algo, Carl. Ven a ver. Está en la pared, justo ahí fuera.
Algo extraño sucedía con el nervio del equilibrio cuando uno estaba completamente fuera del mundo circundante unos pocos segundos, observó Carl mientras se apoyaba aturdido en la pared del pasillo y Assad señalaba orgulloso uno de los expedientes colgados.
Carl se apresuró a volver a la realidad.
– ¿Te importa repetirlo, Assad? Perdona, es que estaba pensando en otra cosa.
– Decía si no creías que el inspector jefe de Homicidios, entonces, debería fijarse un poco en ese caso, ahora que hay todos esos incendios en Copenhague.
Carl comprobó que sus piernas estaban firmes y se acercó al expediente de la pared sobre el que Assad había puesto el dedo. Era un caso de hacía catorce años. Se trataba de un incendio con resultado de muerte, posiblemente un incendio provocado, en las cercanías de Damhussøen. El caso estaba relacionado con el descubrimiento de un cuerpo humano que estaba tan desfigurado por el fuego que no pudo establecerse el momento del fallecimiento, ni el sexo ni el ADN. Y la cosa se complicó al no haber personas desaparecidas que coincidieran con el cadáver. Al final se archivó el caso. Carl lo recordaba perfectamente. Fue uno de los casos de Antonsen.
– ¿Por qué crees que tiene algo que ver con los devastadores incendios de ahora, Assad?
– ¿Devastadores?
– Sí, destructivos.
– Pues ¡por esto! -dijo Assad, señalando una fotografía con detalles del esqueleto-. Mira esa especie de estrechamiento en la falange del dedo pequeño. También aquí pone algo de eso.
Bajó el expediente del tablón de anuncios y buscó la hoja del informe.
– Lo describen aquí. «Como si hubiera llevado un anillo durante muchos años», pone. Hay una especie de estrechamiento en todo el perímetro.
– ¿Y…?
– En el dedo pequeño, Carl.
– Ya. ¿Y…?
– Cuando estuve en el Departamento A, había un cadáver al que le faltaba el dedo pequeño en el primer incendio.
– Vale. Se dice dedo meñique. Se llama así, Assad.
– Sí, y en el siguiente incendio había un estrechamiento en el dedo pequeño del hombre que encontraron. Igual que aquí.
Carl notó que sus cejas se arqueaban bastante.
– Creo que deberías subir al segundo piso y contar al inspector jefe lo que acabas de decirme.
Assad sonrió, radiante.
– No lo habría visto si no fuera porque la foto estaba colgada delante de mis narices todo el tiempo. Curioso, ¿verdad?
Era como si la impenetrable coraza de arrogancia punkinegra que protegía a Rose se hubiera resquebrajado un tanto con la nueva tarea. Al menos no empezó echándole el documento sobre la mesa, sino que primero apartó los ceniceros, y después colocó el mensaje con cuidado, casi con veneración, sobre el escritorio de Carl.
– No se entiende mucho -indicó-. Debe de estar escrito con sangre, y la sangre se ha humedecido lentamente por el agua de condensación y se ha corrido al papel. Además, las letras están bastante mal escritas. Pero se lee bien el encabezamiento. Mira qué claro está. Pone «SOCORRO».
Carl se inclinó hacia delante de mala gana y vio los restos de letras. Puede que el papel hubiera sido blanco alguna vez, pero ahora estaba marrón. En varios sitios faltaban algunos pedazos del borde, probablemente habrían desaparecido cuando desplegaron el mensaje después de su viaje por el mar.
– ¿Qué investigaciones se han hecho? ¿Pone algo de eso? ¿Dónde encontraron la botella? ¿Y cuándo?
– La encontraron cerca de las Islas Orcadas. Apareció en una red de pesca. Pone que en 2002.
– ¿En 2002? Desde luego, se lo han tomado con calma para hacérnosla llegar.
– La botella se quedó olvidada en el alféizar de una ventana. Seguramente por eso se ha formado tanta agua de condensación. Ha estado expuesta al sol.
– Borrachines de escoceses… -rezongó Carl.
– Hay también unas muestras de ADN bastante inservibles. Y varias fotos ultravioleta. Han intentado dejar el mensaje en las mejores condiciones posibles. ¡Mira! Aquí hay un intento de reconstrucción del texto del mensaje. Y ya se entiende algo.
Carl vio la fotocopia y tuvo que tragarse lo de los escoceses borrachines. Porque si se comparaba el mensaje original con el intento -elaborado, iluminado y acondicionado- de reconstruir lo que podía haber estado escrito, el resultado era impresionante.
Observó el papel. A lo largo de los años, es probable que mucha gente haya estado fascinada con la idea de enviar un mensaje en una botella para que alguien la pesque y lea el texto en las antípodas. Pensando que tal vez así se desplieguen ante ellos nuevas e inesperadas aventuras.
Pero se dio cuenta de que no era el caso de aquel mensaje embotellado. Aquello era de lo más serio. Nada de travesuras infantiles, ningún boy scout que había hecho una excursión emocionante, nada de armonía y cielos límpidos. Aquel mensaje era sin duda lo que parecía.
Un desesperado grito de socorro.
Capítulo 5
En cuanto la dejó en casa, su vida cotidiana quedó atrás. Cubrió los veinte kilómetros que separaban Roskilde de la casita remota que estaba a mitad de camino entre la casa donde vivían y la casa del fiordo. Sacó la furgoneta del granero marcha atrás y después aparcó el Mercedes en el interior. Cerró con llave, se dio una ducha rápida y se tiñó el pelo, se cambió de ropa, estuvo diez minutos frente al espejo preparándose, encontró en los armarios lo que buscaba y después salió con el equipaje a la Peugeot Partner azul claro que usaba para sus viajes. No tenía rasgos distintivos: ni demasiado grande ni demasiado pequeña, la matrícula no demasiado sucia, pero de todos modos era difícil de leer. Un vehículo que pasaba desapercibido, registrado bajo el nombre que adoptó cuando se hizo con la casita. Como debía ser, teniendo en cuenta su finalidad.
Habiendo llegado a ese punto, estaba perfectamente preparado. Tras mucho buscar en internet y en los registros públicos cuyos códigos había conseguido a lo largo de los años, lograba la información deseada sobre posibles víctimas potenciales. Tenía un montón de dinero en efectivo. En las estaciones de servicio y en los peajes de los puentes siempre empleaba billetes medianos, nunca miraba a las cámaras y trataba de colocarse muy lejos de donde pudiera surgir algo inesperado.
Esta vez su territorio de caza iba a ser el centro de Jutlandia. Había una gran concentración de sectas religiosas, y ya habían pasado un par de años desde la última vez que actuó en la zona. Sí, sembraba la muerte con sumo cuidado.
Pasó un buen tiempo haciendo sus observaciones, pero casi siempre en tandas de un par de días. La primera vez estuvo viviendo en Haderslev, en casa de una mujer, y las siguientes, en casa de otra en un pueblecito llamado Lønne. Por tanto, el riesgo de que lo reconocieran en la lejana región de Viborg era minúsculo.
Tenía para elegir a cinco familias. Dos que pertenecían a los Testigos de Jehová, una a la Iglesia Evangelista, otra a los Guardianes de la Virtud y otra a la Iglesia Madre. Tal como estaban las cosas, se sentía inclinado hacia esta última.
Llegó a Viborg a eso de las ocho de la tarde, tal vez algo temprano para su cometido, sobre todo en una ciudad de ese tamaño, pero nunca se sabía qué podía pasar.
Los requisitos que debían cumplir los bares donde buscaba a las mujeres que se adaptaban al papel de anfitriona eran siempre los mismos. El sitio no debía ser demasiado pequeño, no debía estar en una zona en la que todos se conocieran, no debía tener demasiados parroquianos fijos ni ser cutre, para poder atraer a una mujer solitaria con cierta clase y una edad comprendida entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco.
El primero de la ronda, Julles Bar, era demasiado pequeño y siniestro, lleno de mesas y máquinas tragaperras. El siguiente estaba algo mejor. Una pequeña pista de baile, una variedad de clientes adecuada, aparte de un gay que enseguida se sentó a una distancia de milímetros en la banqueta junto a la suya. Si no encontraba una mujer allí, el gay, pese a su rechazo cortés, lo recordaría sin duda, y no era conveniente.
No encontró lo que buscaba hasta el quinto intento. Los carteles que había colgados tras la barra lo recalcaban. «Ojo, que el que no habla es el que más muerde», «Salir está bien, pero Terminalen es lo mejor», y sobre todo «Las mejores tetas de la ciudad están aquí» marcaban el tono.
El bar Terminalen de la calle llamada Gravene cerraba a las once de la noche, pero la gente estaba de buen humor, gracias a la cerveza Hancock Høker y al rock local. Con aquella clientela seguro que caía algo antes de que cerrasen.
Eligió a una mujer no muy joven, que estaba sentada junto a la entrada, en la zona de las tragaperras. Cuando él entró estaba bailando sola en la minúscula pista, con los brazos suspendidos en el aire. Era bastante guapa y no era una presa demasiado fácil. Era una pescadora seria, que buscaba a un hombre en quien poder confiar. Alguien junto a quien mereciera la pena despertarse el resto de su vida, y no pensaba encontrarlo allí. Había salido con las chicas del trabajo después de un día atareado, sin más. Se notaba a la legua. Justo como él quería.
Dos de sus bien moldeadas compañeras estaban riendo sofocadamente en la cabina para fumar, y el resto se habían distribuido por las mesas variopintas. Probablemente llevaban un buen rato soplando. Desde luego, no creía que el resto fueran capaces de describirlo medianamente bien un par de horas más tarde.
Tras mantener contacto visual durante cinco minutos, la invitó a bailar con un gesto. No estaba muy borracha. Buena señal.
– Dices que no eres de aquí -aventuró la mujer con la mirada fija en sus cejas-. Entonces ¿qué haces en Viborg?
Olía bien y su mirada era firme. Era fácil ver qué deseaba oír. A ella le gustaría que dijera que paraba en la ciudad bastante a menudo. Que le gustaba Viborg. Que tenía estudios superiores y estaba soltero. Así que se lo dijo. Con tranquilidad y voz pausada. Diría cualquier cosa con tal de que funcionase.
Dos horas más tarde estaban en la casa de ella, en su cama. Ella, satisfecha con creces, y él, convencido de que podría vivir allí un par de semanas sin que ella le hiciera preguntas indiscretas, aparte de las habituales: si realmente le gustaba y si la quería de verdad.
Se guardó de crear demasiadas expectativas en la mujer. Simuló timidez para que ella no supiera por qué sus respuestas eran tan escuetas.
A las cinco y media de la mañana siguiente se despertó como había planeado, se preparó, anduvo buscando con discreción en los escondites de la mujer y descubrió un montón de cosas antes de que ella empezara a desperezarse en la cama. Divorciada, cosa que ya sabía. Seguro que ocupaba un buen puesto en el ayuntamiento, que también le robaría toda la energía. Tenía cincuenta y dos años, y en aquel momento estaba más que dispuesta a abrirse a un mundo de aventuras.
Antes de poner la bandeja con café y tostadas sobre la cama junto a ella, entreabrió la cortina para que la mujer pudiera captar su sonrisa y su aspecto sano.
Después ella se tumbó bien cerca de él. Tiernamente dócil y con los hoyuelos aún más pronunciados que antes. Lo acarició en la mejilla y se disponía a besarle la cicatriz, pero no llegó a hacerlo porque él la tomó de la barbilla y le hizo la pregunta.
– ¿Me alojo en el Hotel Palads, o vuelvo aquí por la noche?
La respuesta estaba dada. Al menos ella volvió a pegarse a él, mimosa, y le dijo dónde estaba la llave antes de que él se dirigiera relajado a la furgoneta y saliera del país de las casas unifamiliares.
La familia que había elegido podía pagar enseguida el millón de rescate que solía exigir. Tal vez tuvieran que vender unas acciones; no era precisamente el momento más adecuado para ello, pero la familia tenía una sólida posición económica. Por supuesto que los tiempos de recesión que corrían habían puesto difícil cometer delitos razonablemente rentables, pero si escogías bien a tus víctimas siempre había un modo. Desde luego, aquella familia tenía la capacidad y la voluntad de satisfacer sus exigencias y de hacerlo con discreción.
Gracias a sus observaciones, conocía bien a la familia. Había visitado su comunidad y hablado en confianza con los padres después de los servicios religiosos. Sabía cuántos años llevaban en la secta, cómo habían hecho su fortuna, cuántos hijos tenían, cómo se llamaban y también, a grandes rasgos, cuáles eran sus quehaceres diarios.
La familia vivía en las afueras de Frederiks. Cinco hijos de entre diez y dieciocho años, que vivían en casa y eran miembros activos de la Iglesia Madre. Los dos mayores iban al instituto de Viborg, y a los demás les daba clases en casa su madre, una antigua profesora de la escuela alternativa de Tvind, de cuarenta y pico años, que, a falta de otras metas vitales, había puesto a Dios como objetivo. Era ella quien llevaba los pantalones en aquella casa. Ella quien dirigía a las tropas y se ocupaba de lo religioso. Su marido le llevaba veinte años y era uno de los empresarios más acaudalados de la región. Pese a que daba la mitad de sus ganancias a la Iglesia Madre, cosa que prometían hacer todos los miembros, les quedaba más que suficiente. Un centro de maquinaria agrícola como el suyo nunca pasaba apuros.
Joder, el cereal seguía creciendo cuando los bancos se hundían.
El único problema con aquella familia era que el segundo hijo, que por lo demás era el candidato apropiado, había empezado a ir a clases de kárate. No porque hubiera razón para el nerviosismo porque aquel renacuajo fuera a constituir una amenaza, pero podía echar a perder la planificación temporal.
Porque la planificación era fundamental cuando las cosas empezaban a ponerse feas. Siempre.
Aparte de eso, precisamente aquel segundo hijo y su hermana pequeña, la cuarta de la prole, tenían lo que hacía falta para que saliera bien. Eran emprendedores, eran los hijos más guapos y también los más populares. Sin duda, los favoritos de su madre. Eran buenos fieles de la Iglesia Madre, pero también algo revoltosos, de los que podían convertirse en sumos sacerdotes o ser expulsados de la secta. Creyentes, pero rebosantes de vida. La combinación perfecta.
Quizá algo parecidos a él cuando tenía su edad.
Aparcó la furgoneta entre los árboles al lado del seto y estuvo un buen rato observando por los prismáticos a los niños durante sus recreos, mientras jugaban en el jardín junto a la vivienda. La niña que había elegido parecía estar haciendo algo en una esquina bajo unos árboles. Algo que no estaba destinado a las miradas de los demás. Estuvo mucho tiempo arrodillada en la hierba crecida manipulando algo. Corroboró una vez más lo acertado que había estado en su elección.
Lo que está haciendo no es del agrado de su madre ni del reglamento de la Iglesia Madre, pensó, moviendo la cabeza afirmativamente para sí. Dios siempre pone a prueba a los mejores corderos del rebaño, así que la niña, de doce años, a la que pusieron por nombre Magdalena, no era ninguna excepción.
Pasó otro par de horas reclinado dentro de la furgoneta observando la granja, acurrucada en la curva de Stanghede. Vio por los prismáticos que el comportamiento de la niña seguía un patrón definido. Cada vez que tenían recreo pasaba la mayor parte del tiempo sola en la esquina del jardín, y cuando su madre los llamaba para la próxima clase ella tapaba lo que estaba manipulando.
Había que poner atención en muchas cosas cuando eras una adolescente y tu familia era miembro de la Iglesia Madre y de su aparato. El baile, la música, cualquier publicación escrita que no fuera de la Iglesia Madre, el alcohol, el trato con gente ajena a la Iglesia, las mascotas, la tele, internet. Todo estaba prohibido, y el castigo por cualquier infracción era severo. Expulsión de la familia y de la comunidad.
Se fue, antes de que los hijos mayores volvieran a casa, con la impresión de que aquella era la familia adecuada. Solo le quedaba volver a revisar la contabilidad de la empresa del padre y sus declaraciones de la renta; a la mañana siguiente volvería para seguir las idas y venidas de los niños en la medida de lo posible.
Pronto no habría vuelta de hoja, y pensar eso le hizo bien.
La mujer que lo acogió en su casa se llamaba Isabel, pero no era ni la mitad de exótica que su nombre. Novelas policíacas suecas en la estantería, y Anne Linnet en el CD. Nada de aventurarse por caminos no trillados.
Consultó el reloj. Isabel volvería a casa dentro de media hora. Así que había tiempo para ver si podía recibir sorpresas desagradables en el futuro. Se sentó en su escritorio, encendió el portátil, gruñó un poco cuando le pidió la contraseña, hizo seis o siete intentos en vano, hasta que levantó la carpeta del escritorio y encontró un papelito con contraseñas para todo tipo de cosas, desde citas online hasta banca electrónica y cuentas de correo. Casi nunca fallaba. Las mujeres como ella tendían a emplear fechas de nacimiento, nombres de hijos o perros, números de teléfono o simplemente una sucesión ordenada de números, casi siempre descendente; y si no era el caso, entonces apuntaban las contraseñas por precaución. Los papelitos raras veces estaban a más de medio metro del teclado. Tampoco era cuestión de tener que levantarse.
Entró en su correspondencia de citas online y comprobó satisfecho que Isabel había encontrado en él al hombre que llevaba tiempo buscando. Tal vez algo más joven de lo planeado, pero ¿qué mujer diría que no a eso?
Miró su libreta de direcciones de Outlook. Había una que salía muchas veces en los buzones. Un tal Karsten Jønsson. Puede que fuera su hermano, tal vez un ex, no era tan importante. Lo importante era que su dirección de correo terminaba en politi.dk.
Diablos, pensó. Cuando llegara el momento, tenía que guardarse de actuar con violencia; en su lugar le diría groserías o dejaría la ropa sucia en cualquier parte, porque en su perfil de la página de citas decía que eran cosas que la cabreaban.
Sacó su lápiz de datos y lo introdujo en la entrada USB. La cuenta de Skype, el microcasco, el listín de teléfonos correspondiente, todo a la vez. Luego marcó el número del móvil de su mujer.
En aquel momento estaba de compras. Siempre a la misma hora. Iba a proponerle que comprara una botella de champán y la pusiera a enfriar.
A la décima señal frunció el ceño. Antes jamás le había ocurrido que no respondiera la llamada. Si había algo de lo que estaba colgada su mujer, era del móvil.
De modo que volvió a llamar. Una vez más, no tuvo suerte.
Se inclinó hacia delante y se quedó mirando el teclado mientras su rostro se acaloraba.
Esperaba que su mujer tuviera una buena excusa para aquello. Si ella desvelaba facetas desconocidas de su personalidad, corría el riesgo de que él se viera obligado a enseñarle aspectos completamente nuevos de la suya.
Y eso era lo último que ella podría desear, lo último.
Capítulo 6
– Bueno, debo reconocer que la observación de Assad nos ha dado en qué pensar aquí arriba, Carl -admitió el inspector jefe de Homicidios, con la chaqueta de cuero medio echada sobre los hombros. Dentro de diez minutos iba a estar en una esquina del barrio del noroeste, examinando la mancha de sangre del tiroteo de aquella noche. No lo envidiaba.
Carl asintió en silencio.
– Entonces ¿crees como Assad que podría haber una relación entre los incendios? -preguntó.
– En dos de los tres incendios se da el mismo estrechamiento en la falange del dedo meñique de la víctima. Desde luego, da que pensar. Pero veamos. En este momento el material está en el Instituto Forense para que lo sometan a examen, a ver qué dicen. Pero me da en la nariz…
Se tocó levemente su famosa protuberancia. Pocas narices se habían metido en tantos asuntos sucios a lo largo de los años como aquella. Sí, seguramente, Assad y Jacobsen tenían razón. Había una relación. Hasta él se daba cuenta.
Carl trató de imprimir un tono de autoridad a su voz. No era fácil antes de las diez de la mañana.
– Así que supongo que os dejamos el caso.
– De momento, sí. De momento.
Carl asintió en silencio. Iba a bajar directamente a marcar el viejo caso de los incendios como terminado para el Departamento Q.
Cualquier cosa con tal de adornar las estadísticas.
– Ven, Carl. Rose tiene, o sea, algo para enseñarte. -La voz de Assad retumbó, como si las estancias del sótano estuvieran ocupadas por monos aulladores de Borneo. Assad no sufría inflamación de cuerdas vocales, eso por descontado.
Lucía una amplia sonrisa y llevaba un taco de fotocopias en la mano. No eran expedientes, por lo que veía Carl. Más bien ampliaciones de fragmentos de algo que, en el mejor de los casos, podría calificarse de impreciso.
– Mira qué se le ha ocurrido.
Assad señaló el tabique del pasillo, que el carpintero acababa de montar como protección del amianto; o más bien señaló el lugar donde debía de estar el tabique. Porque lo cierto era que tanto el tabique como la puerta estaban completamente cubiertos por un montón de fotocopias pegadas con cuidado hasta completar una imagen. Si alguien quería pasar, iba a tener que emplear unas tijeras.
A diez metros de distancia ya se veía que se trataba de una enorme ampliación del mensaje de la botella.
«SOCORRO», empezaba el texto que bloqueaba el pasillo del sótano.
– Sesenta y cuatro folios en total, no está mal, ¿eh? Estos son los últimos cinco, entonces. Dos metros cuarenta de alto y uno setenta de ancho. Es grande, ¿no? ¿Verdad que es lista en la cabeza?
Carl se acercó otro par de metros mientras Rose, de rodillas y proyectando el trasero, pegaba las fotocopias de Assad en la esquina inferior.
Carl observó primero el trasero y después la obra. La impresionante ampliación tenía ventajas e inconvenientes, se veía enseguida. Las zonas donde el papel había absorbido las letras estaban muy borrosas, mientras que otras zonas, con letras casi ilegibles y torcidas que los restauradores escoceses habían vuelto a marcar por encima, de repente cobraban sentido.
Resumiendo, que de pronto se podían leer por lo menos veinte letras más.
Rose se volvió hacia él un segundo, no hizo caso de la mano que la saludaba y llevó una escalera hacia el centro del pasillo.
– Sube, Assad. Ya te diré yo dónde poner los puntos, ¿vale?
Apartó a Carl de un empujón y se colocó en el sitio exacto donde había estado él.
– No escribas muy fuerte, Assad. Hay que poder borrarlos después.
Assad asintió en silencio desde lo alto de la escalera con el lápiz preparado.
– Empieza debajo de «SOCORRO», antes de «l». Creo que veo un punto. ¿Estás de acuerdo?
Assad y Carl observaron la mancha, que parecía una nube aborregada grisnegra junto a la letra escrita «l».
Assad asintió en silencio y marcó un punto en la mancha.
Carl se hizo a un lado. Parecía bastante acertado. Debajo del nítido titular «SOCORRO» había, en efecto, una mancha vaga antes de la siguiente letra. El salitre y la condensación habían hecho su trabajo. La letra escrita con sangre hacía tiempo que se había disuelto en el interior de la masa de papel. Ojalá supieran cuál era…
Observó un rato el espectáculo mientras Rose dirigía a Assad. Era un trabajo lento. Y a fin de cuentas, ¿a qué iba a conducir aquello? A interminables horas de conjeturas. ¿Por qué? Porque la botella podía tener decenas de años. Además, seguía existiendo la posibilidad de que todo fuera una broma pesada. Las letras parecían escritas por un niño, de toscas que eran. Un par de boy scouts y un pequeño corte en el dedo. Eso era todo. Claro que…
– No sé, Rose, la verdad… -empezó a decir con cautela-. Igual es mejor olvidarlo. Al fin y al cabo tenemos otras cosas que hacer.
Carl vio claramente el efecto de su sugerencia. El cuerpo de Rose echó a temblar. Fue como si su espalda se transformara en trémula gelatina. No conociéndola, uno pensaría que le iba a dar un ataque de risa. Pero Carl conocía a Rose, y por eso se retiró, solo un paso, pero suficiente para que la explosiva parrafada de maldiciones que le escupió no lo alcanzara.
Así que le parecía mal que Carl se inmiscuyera. No hacía falta ser un lince para captarlo.
Carl asintió con la cabeza. Lo dicho: tenían muchas otras cosas que hacer. Él, al menos, sabía de un par de expedientes que, bien doblados, le cubrirían a la perfección el rostro mientras compensaba la falta de sueño que casualmente lo aquejaba. Mientras tanto, los demás podían seguir con sus juegos de boy scouts.
Rose se dio cuenta de la cobarde retirada, así que se volvió lentamente y se quedó mirándolo con las pupilas centelleando.
– Pero ha sido una buena idea, Rose. Muy buena idea -se apresuró a añadir Carl, aunque ella no tragó el anzuelo.
– Te doy dos posibilidades, Carl -masculló Rose, mientras Assad, en lo alto de la escalera, ponía los ojos en blanco-. O cierras el pico o me largo a casa. Así puedo mandar de sustituta a mi hermana gemela, y ¿sabes qué?
Carl sacudió levemente la cabeza. Tampoco estaba seguro de querer saberlo.
– Sí, que vendrá con tres críos y cuatro gatos, cuatro inquilinos y un cabrón de marido, era eso, ¿no? Entonces sí que va a estar rebosante tu despacho. ¿Era esa la respuesta? -preguntó.
Rose cerró los puños y se puso en jarras, inclinándose hacia él.
– No sé de dónde has sacado esas historias. Yrsa vive conmigo y no tiene gatos ni inquilinos, joder.
Sus ojos pintados de negro parecían estar gritando «¡imbécil!».
Carl adelantó las palmas de sus manos, a la defensiva.
La silla de su despacho lo llamaba con dulzura.
– ¿Qué cuento es ese de su hermana gemela, Assad? ¿Ha amenazado alguna vez Rose con algo así?
Assad subió, ligero, junto a él un par de peldaños de las escaleras de caracol, mientras Carl sentía ya las piernas de plomo.
– Venga, no lo tomes tan a pecho, Carl. Rose es como la arena sobre la espalda de un camello. A veces te pica el culo y a veces no. Depende del grosor de piel que tengas.
Se volvió hacia Carl y enseñó dos columnatas de esmalte dental. Si el culo de alguien estaba encallecido con el paso del tiempo, era sin duda el suyo.
– Ya me ha hablado de su hermana. Se llama Yrsa, lo recuerdo porque es parecido a Irma. Me parece que no son muy buenas amigas juntas -añadió Assad.
¿Yrsa? ¿Todavía queda alguien que se llame así?, pensó Carl cuando llegaron al segundo piso y su corazón cabalgaba desbocado.
– Hola, chicos -sonó una voz maravillosamente conocida del otro lado de la mesa. Así que Lis había vuelto al tajo. Lis, cuarenta años de cuerpo bien conservado, igual que sus células cerebrales. Un auténtico premio para los sentidos, al contrario de la señora Sørensen, que sonrió con dulzura a Assad y alzó la cabeza hacia Carl como una cobra irritada.
– Cuéntale al señor Mørck lo bien que lo habéis pasado Frank y tú en Estados Unidos, Lis -dijo la arpía con una sonrisa inquietante.
– Tendrá que ser en otra ocasión -se apresuró a replicar Carl-. Marcus me espera.
Tiró en vano a Assad de la manga.
Que te lleve el diablo, Assad, pensó Carl mientras los labios infrarrojos de Lis, radiantes de alegría, relataban la travesía de todo un mes por América con un marido medio mustio que de repente se inflamaba como un bisonte en celo sobre la cama doble de la autocaravana. Imágenes que Carl trataba de borrar con todas sus fuerzas, igual que los pensamientos relacionados con su involuntario celibato.
Maldita señora Sørensen, pensó. Maldito Assad y maldito el hombre que pescó a Lis. Y mil veces maldita la ONG Médicos Sin Fronteras, que atrajo a Mona, epicentro de su deseo, hasta lo más profundo de África.
– Esa psicóloga, entonces, ¿cuándo va a volver, Carl? -preguntó Assad junto a la puerta de la sala de conferencias-. ¿Cómo se llamaba, además de Mona?
Carl no hizo caso de la sonrisa burlona de Assad y abrió la puerta del despacho del inspector jefe de Homicidios. Allí estaba casi todo el Departamento A frotándose los ojos. Habían pasado unos días duros en el cenagal de la sociedad, pero el descubrimiento de Assad los había sacado de allí.
Marcus Jacobsen tardó diez minutos en informar a sus jefes de grupo, y tanto él como Lars Bjørn parecían bastante entusiasmados. Citaron a Assad varias veces, y varias veces su rostro feliz se topó con las miradas entornadas tras las cuales se extendía el asombro porque aquel negrata ayudante de limpieza se encontrara de pronto entre ellos.
Pero nadie se sentía con energía para hacer preguntas. Al fin y al cabo, Assad había encontrado una relación entre casos de incendio antiguos y recientes que parecía cierta. Todos los cadáveres de los incendios tenían un estrechamiento en la falange del dedo meñique de la mano izquierda, aparte del caso en que el dedo meñique había desaparecido por completo. Ahora se sabía que los forenses lo habían observado en todos los casos, lo que pasa es que nadie había caído en la conexión entre ellos.
Según los forenses, todo parecía indicar que dos de los fallecidos habían llevado un anillo en el dedo meñique. Dijeron que la causa del estrechamiento del hueso no fue producto del sobrecalentamiento de los anillos producido por las llamas. Una conclusión más probable era que los fallecidos hubieran llevado los anillos desde su juventud y que por eso les quedaran unas marcas que llegaban hasta el hueso. Uno de ellos sugirió que los anillos tal vez tuvieran un trasfondo cultural parecido al antiguo vendado de pies de las chinas, mientras que otro mencionó que podría tener que ver con algún rito.
Marcus Jacobsen asintió con la cabeza. Algo por el estilo. Tampoco podía descartarse algún tipo de hermandad. Una vez puesto, el anillo nunca volvía a quitarse.
Que los dedos no estuvieran intactos en todos los cadáveres era otra cuestión. Podría haber varias razones para ello. Amputación, por ejemplo.
– Ahora solo se trata de saber el porqué y el quién -resumió el subinspector Lars Bjørn.
Casi todos los presentes asintieron en silencio, y alguno suspiró. Sí, solo se trataba de saber eso; estaba chupado, ¿no?
– El Departamento Q nos comunicará si encuentran más casos relacionados -anunció el inspector jefe, y a Assad le dio una única palmada en el hombro uno de los policías que seguro que no tenía nada que ver con el caso.
Y volvieron a estar en el pasillo.
– Bueno, ¿qué hay de esa Mona Ibsen, Carl? -siguió Assad donde lo había dejado-. Más te vale hacer que vuelva, antes de que se te pongan los huevos como balas de cañón.
Abajo en el sótano todo estaba más o menos como antes. Rose había colocado una banqueta frente al mensaje fijado en la pared, y cavilaba con tal intensidad que incluso de espaldas casi se le veían los pliegues del rostro.
Por lo visto, se había quedado bloqueada.
Carl miró la copia gigante. Tampoco era tarea fácil. Para nada.
Rose había escrito las letras pulcramente con un rotulador. Puede que no fuera tan buena idea, pero la impresión general era mejor, saltaba a la vista.
Con un gesto coqueto pasó los dedos, con las uñas bien tiznadas de rotulador, por el pelo negro desordenado. Iban bien a juego.
Ya se pintaría después las uñas de negro. Solía hacerlo.
– ¿Qué se entiende? ¿Se entiende algo? -preguntó, mientras Carl intentaba leer.
Esto es lo que ponía:
SOCORRO
.l… rero… cu… raron… l… ta… n… ob… esde… ut. op… Bal… -…omb… 18… pelo… – Tiene… rec… c… urgo… zu. Papá… le co… – Fr. d… con… B -…ame… li. o…atar. -… re… mer… mano – Fuimos… 1 hora…gua… vi… A… el… -… o…s.ry. g… -… años
P…
Pues eso, un grito de ayuda, y, además de eso, referencias a un hombre, a un padre y a un viaje en coche. Firmado con una P y nada más. No, aquello no tenía sentido.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde?, ¿cuándo? ¿y por qué?
– Estoy segura de que es el remitente -dijo Rose, apuntando con su rotulador a la P del final del texto. Desde luego, no tenía un pelo de tonta. Después, siguiendo con los dedos las marcas del lápiz de Assad, añadió-: estoy también segura de que su nombre son dos palabras de cuatro letras cada una.
Carl dejó que su mirada se deslizara desde aquellas uñas rayadas de rotulador hasta los puntos a lápiz del mensaje en la botella. Igual iba siendo hora de que fuera al oculista. ¿Cómo podía estar tan segura de que eran dos palabras de cuatro letras? ¿Porque Assad había marcado unos puntos donde antes había manchas? En su opinión, podía haber muchas otras posibilidades.
– Lo he comparado con el original -dijo Rose-. Y he hablado de ello con el perito de Escocia. Estamos de acuerdo. Dos palabras de cuatro letras.
Carl asintió con la cabeza. El perito de Escocia, había dicho. Mira por dónde. Por él, como si hubiera hablado con una gitana echadora de cartas de Reykjavik. En su opinión, la mayor parte del mensaje no eran más que garabatos, dijeran lo que dijesen.
– Estoy convencida de que está escrito por una persona del sexo masculino. Si partimos de la base de que nadie en una situación así firmaría un mensaje como ese con un apodo, no he podido encontrar ningún nombre de chica danés que empiece por P y tenga cuatro letras. Y además los únicos nombres de chica que he podido encontrar han sido Paca, Pala, Papa, Pele, Peta, Piia, Pili, Pina, Ping, Piri, Posy, Pris y Prue.
Recitó los nombres de corrido, sin siquiera consultar sus notas. Aquella Rose era rara de narices.
– Papa suena algo raro como nombre de chica -gruñó Assad.
Rose se alzó de hombros. ¡Vaya con la tía! Así que no había ningún nombre de chica danés con cuatro letras que empezara por P, había dicho. Imposible.
Carl miró a Assad, cuyo rostro era todo interrogantes. Nadie era capaz de pensar de forma tan encantadoramente gráfica como aquel ser orondo.
– Tampoco es nombre musulmán -salió a continuación de su rostro concentrado-. El único nombre que se me ocurre es Pari, y eso, entonces, es iraní.
Carl torció el gesto.
– Ajá. Y de esos iraníes apenas hay en Dinamarca, ¿verdad? Bueno, pues entonces el firmante se llama Paul o Poul, es un alivio saberlo. Pues vamos a encontrarlo en un visto y no visto.
Las arrugas de la frente de Assad se acentuaron.
– ¿Vamos a encontrarlo dónde, dices? ¿Dónde?
Carl hizo una aspiración profunda. Su pequeño ayudante debería conocer a su ex. Con ella sí que aprendería expresiones que iban a hacer que sus ojazos girasen dentro de sus órbitas.
Carl consultó el reloj de pulsera.
– Así que se llama Poul, ¿de acuerdo? Voy a hacer un descanso de un cuarto de hora; seguro que entre tanto habéis encontrado al que escribió el mensaje.
Rose trató de no hacer caso del tono de voz, pero sus fosas nasales se dilataron de forma notable.
– Sí, seguramente Poul es un buen nombre. O Piet, o Peer con dos es, Pehr con hache o Petr. También podría ser Pete, Piet o Phil. Hay muchísimas posibilidades, Carl. Vivimos en una sociedad multiétnica, siempre hay nombres nuevos. Paco, Paki, Pall, Page, Pasi, Pedr, Pepe, Pere, Pero, Perú…
– Joder, Rose, ya vale. Esto no es el registro civil. Además, ¿qué es eso de Perú? Ostras, eso es un país, no un nombre…
– … y Peti, Ping, Pino, Pío…
– ¿Pío? Eso, ahora empieza con los papas; además, tiene tres letras. Mira que…
– Pons, Pran, Ptah, Puck, Pyry.
– ¿Has acabado?
Rose no respondió.
Carl volvió a observar la firma de la pared. Fuera como fuese, lo único que podía afirmarse sin duda alguna era que el mensaje estaba escrito por alguien cuyo nombre empezaba por P. Pero ¿a quién correspondía aquella P? Desde luego, a Papá Noel, no. ¿A quién, entonces?
– También podría ser un nombre de pila compuesto, Rose. ¿Estás segura de que no hay un guión entre las dos palabras? -preguntó, señalando la zona borrada-. Podría poner, por ejemplo, Poul-Erik o Paco-Paki, o Pili-Ping.
Trató de contagiar su sonrisa al rostro de Rose, pero ella estaba por encima de aquellos arrebatos de humor, así que mejor dejarlo.
– Bueno, pues vamos a dejar con mucho cuidado ese enorme mensaje colgado, así podremos seguir con tareas más concretas, y Rose tendrá tiempo para pintarse de negro las uñas estropeadas -concluyó Carl-. Podemos pasar al lado y mirar el papelote de vez en cuando. Puede que así se nos ocurra alguna idea brillante. Como cuando el crucigrama del retrete se queda esperando a la próxima vez.
Rose y Assad lo miraron con el ceño fruncido. ¿Crucigramas en el retrete? Por lo visto, ninguno de los dos pasaba tanto tiempo en el trono.
– Y, por cierto, me parece que no vamos a poder dejarlo ahí, en el tabique de separación, por ahí circula gente. Ya sabéis que parte del archivo está detrás de esa puerta. Casos antiguos, ya habéis oído hablar de eso, ¿verdad?
Se volvió y enfiló hacia su despacho y la cómoda silla que lo esperaba. Había avanzado dos metros cuando la acerada voz de Rose lo apuñaló.
– Vuélvete, Carl.
Este se volvió lentamente y vio que ella señalaba hacia atrás, hacia su obra de arte.
– Si crees que tengo las uñas feas, no pienso hacer nada al respecto, ¿lo pillas? Y aparte de eso, ¿ves esa palabra en la parte de arriba?
– Sí, Rose. De hecho, es una de las pocas cosas que veo con seguridad. Pone bastante claro «socorro».
Entonces ella dirigió su dedo admonitorio decorado de negro hacia él.
– Bien. Esa va a ser precisamente la primera palabra que vas a pensar en chillar como se te ocurra quitar uno solo de esos papeles. ¿Está claro?
Carl pasó de la mirada rebelde de ella e hizo señas a Assad para que lo siguiera.
Ya iba siendo hora de enseñar quién mandaba allí.
Capítulo 7
Cuando se miraba al espejo, le parecía que merecía una vida mejor. Apodos como Piel de Melocotón y La Bella Durmiente de la escuela de Thyregod seguían siendo parte de la imagen que tenía de sí misma. Cuando se desnudaba todavía se quedaba agradablemente sorprendida al ver su cuerpo. Pero no le bastaba con ser la única que tuviera esa impresión, no era suficiente, de ninguna manera.
La distancia entre ellos se había hecho demasiado grande. Él ya no pasaba tiempo con ella.
Cuando llegara a casa iba a decirle que no volviera a abandonarla, y que debía haber otro tipo de trabajos posibles. Quería conocerlo de verdad y saber lo que hacía, e insistir en que deseaba verlo despertar junto a ella todas las mañanas.
Eso iba a decirle.
En otros tiempos solía haber allí un pequeño basurero correspondiente al hospital psiquiátrico de Toftebakken. Ahora habían desaparecido los colchones de virutas podridos y las patas de cama oxidadas, y en su lugar había surgido un oasis con amplias vistas al fiordo y las viviendas señoriales más selectas de la ciudad.
Le encantaba dejar que su mirada se desenfocara más allá del puerto deportivo y los setos hacia la diversidad del fiordo azul.
En un lugar así y en un estado como aquel es fácil sentirse indefensa ante las contingencias de la vida. Seguramente por eso dijo que sí cuando el joven bajó de su bici y propuso que tomaran un café. Vivían en el mismo barrio, y varias veces se habían saludado con la cabeza en el súper. Ahora estaban allí.
Consultó el reloj. No tenía que ir a buscar a su hijo hasta pasadas dos horas, así que tenía tiempo, y tampoco iba a caerse el mundo por tomar un café.
Pero en eso estaba terriblemente equivocada.
Aquella noche estuvo meciéndose en su silla como una anciana. Apretando con los brazos el diafragma y tratando de calmar las contracciones musculares. Lo que había hecho era del todo inconcebible. ¿Tan desesperada estaba? Era como si el atractivo joven la hubiese hipnotizado. A los diez minutos, había apagado el móvil y estaba hablando de sí misma. Y él la escuchaba.
– Mia, qué nombre más bonito -le dijo.
Hacía tanto tiempo que no oía su nombre que le sonó extraño. Su marido no lo empleaba nunca. Jamás lo hizo.
Aquel chico actuaba con naturalidad. Le hizo preguntas y respondió sin rodeos a las de ella. Era soldado, se llamaba Kenneth, tenía una mirada amable, y sin que pareciera inadecuado puso su mano sobre la de ella en presencia de otros veinte clientes. Se la apretó suavemente sobre la mesa y la mantuvo apretada.
Y ella no hizo nada por evitarlo.
Después se fue corriendo a la guardería, con la sensación de que la presencia de él la acompañaba.
Ahora ni el tiempo transcurrido ni la oscuridad lograban que su respiración volviera a su ritmo natural. No dejaba de morderse el labio. El móvil apagado la miraba acusador desde la mesa baja. Había terminado en una isla desde la que no veía ninguna perspectiva. Ni nadie a quien pedir consejo. Nadie a quien pedir perdón.
¿Cómo iba a seguir adelante?
La mañana la sorprendió aún vestida y desconcertada. La víspera, mientras hablaba con Kenneth, su marido la había llamado al móvil. Lo había comprobado. Iba a pedirle explicaciones por las tres llamadas perdidas. La llamaría para preguntar por qué no había respondido, y cuando ella inventara alguna historia temía que él fuera a descubrirla, por muy plausible que sonara. Él era más listo y mayor que ella, y tenía más experiencia en la vida. Iba a darse cuenta del engaño, y por eso todo su cuerpo temblaba.
Tenía por costumbre llamar a las ocho menos tres, justo antes de que ella saliera con Benjamin, lo sentara en la bici y su pusiera a pedalear. Hoy iba a cambiar de plan y saldría un par de minutos antes. Para poder hablar con él, pero sin que la estresara. Si no, iba a perder el control.
Ya había tomado al niño en brazos cuando el móvil traidor -aquella pequeña puerta, siempre disponible, que daba al mundo- se puso a zumbar y a girar sobre la mesa.
– ¡Hola, cielo! -saludó con voz controlada mientras sentía el pulso martilleando sus tímpanos.
– He intentado llamarte varias veces. ¿Por qué no me has llamado?
– Iba a hacerlo ahora mismo -le salió sin querer. Vaya, ya la había pillado.
– Pero si estás a punto de salir de casa con Benjamin, lo sé. Son las ocho menos un minuto. Te conozco.
Ella contuvo la respiración y depositó con cuidado al niño en el suelo.
– Está algo pocho hoy. Ya sabes, en la guardería prefieren que no vayan cuando tienen mocos verdes. Creo que tiene unas décimas -explicó, respirando con lentitud mientras todo su cuerpo pedía oxígeno a gritos.
– Vaya.
A ella no le gustó el silencio que siguió. ¿Esperaba él que ella dijera algo? ¿Había algo que se le había olvidado? Trató de centrarse en cualquier cosa. En algo que estuviera al otro lado de las ventanas. En la puerta entreabierta del jardín de enfrente. En las ramas desnudas. En la gente que iba al trabajo.
– Ayer llamé varias veces. ¿Has oído lo que te he dicho? -le preguntó.
– Ah, sí. Perdona, cariño, pero es que se me murió el móvil. Creo que tendremos que cambiar de batería pronto.
– Si la cargué el martes.
– Por eso te digo, es que se ha gastado muy pronto esta vez. En dos días estaba a cero, es bastante raro.
– ¿Y la has recargado tú? ¿Sabías cómo hacerlo?
– Claro -repuso, y se permitió una risa despreocupada. Le costó-. Está tirado, piensa que te he visto hacerlo muchas veces.
– Creía que no sabías dónde estaba el cargador.
– Sí, hombre.
Las manos de Mia temblaron. Él sabía que pasaba algo. Dentro de nada iba a preguntarle dónde había cogido el maldito cargador, y no tenía ni idea de dónde solía estar.
Piensa, piensa rápido, pensó, acelerada.
– Claro que… -y elevó el tono de voz-. Oh, no, Benjamin. ¡No, no hagas eso!
Dio al niño un empujón con el pie, para que reaccionara. Después le dirigió una mirada centelleante y volvió a empujarlo.
Cuando llegó la pregunta: «Pues ¿dónde estaba?», el niño rompió a llorar por fin.
– Hablaremos luego -dijo con tono de preocupación-. Benjamin se ha dado un golpe.
Apagó el móvil, se puso en cuclillas y le quitó el pelele al niño mientras lo besaba en la mejilla y canturreaba palabras tranquilizadoras.
– Tranquilo, Benjamin. Perdona, perdona, perdona. Mamá te ha empujado sin querer. ¿No quieres un pastelito?
Y el niño se sorbió las lágrimas, la perdonó y asintió con mirada triste. Su madre le dio un cuento ilustrado mientras se iba dando cuenta poco a poco del alcance de la catástrofe: su casa medía trescientos metros cuadrados, y el cargador del móvil podía estar en cualquier hueco del tamaño de un puño.
Una hora más tarde no había un cajón, ni un mueble, ni una estantería de la planta baja sin registrar.
Una duda la atravesó: ¿y si solo tenían un cargador? ¿Y si se lo había llevado él? ¿Tenía un móvil de la misma marca que el de ella? Ni siquiera lo sabía.
Dio de comer al pequeño con gesto de preocupación, y reconoció lo que sucedía. Su marido se había llevado el cargador.
Sacudió la cabeza y limpió con la cuchara los labios del niño. No, cuando comprabas un teléfono móvil te daban siempre un cargador. Por supuesto. Y por eso, seguro que había en alguna parte una caja para su móvil con su manual de instrucciones, y probablemente también un cargador sin usar. Debía de estar en alguna parte, pero no allí, en la planta baja.
Miró hacia la escalera al primer piso.
Había sitios de la casa adonde no iba casi nunca. De ninguna manera porque él se lo tuviera prohibido, pero así era. Él, por su parte, tampoco entraba nunca en su sala de costura. Ambos tenían sus intereses, sus oasis y sus horas para cada uno; pero él más que ella.
Tomó al niño en brazos, subió la escalera y se colocó ante la puerta del despacho de él. Y si encontraba la caja con el cargador del móvil en uno de sus cajones o armarios, ¿cómo iba a explicar que había andado revolviendo en ellos?
Empujó la puerta.
Al contrario que su propio cuarto, que estaba enfrente, aquel carecía de energía. Le faltaba esa irradiación de color y pensamiento creativo que ella cultivaba. Allí solo había superficies beis y grises, nada más.
Abrió de par en par todos los armarios empotrados y observó el interior casi vacío. Si hubieran sido sus propios armarios, habrían estado rebosantes de diarios húmedos de llanto y chismes acumulados a lo largo de cientos de días felices pasados con sus amigas.
En la estantería había unos cuantos libros apilados. Libros relacionados con el trabajo de su marido. Sobre tipos de armas y trabajo policial, cosas de ese estilo. Después había un montón de libros sobre sectas religiosas. Sobre los Testigos de Jehová, los Niños de Dios, los mormones y muchas otras sectas de las que nunca había oído hablar. Qué raro, pensó un segundo; después se puso de puntillas para ver lo que había en las estanterías superiores.
Tampoco allí había nada especial.
Entonces tomó al niño en brazos y, con la mano libre, fue abriendo los cajones del escritorio uno a uno. Aparte de una piedra de afilar como la que usaba su padre para afilar la navaja de pescador, no había nada que llamara la atención. Solo papel, sellos de goma y un par de cajas sin abrir de disquetes de ordenador de los que nadie usaba ya.
Cerró la puerta con sus emociones congeladas. En aquel momento, ni se conocía a sí misma ni conocía a su marido. Era aterrador y surrealista. No se parecía a nada que hubiera experimentado hasta entonces.
Notó que la cabeza del pequeño caía sobre su hombro y sintió una respiración acompasada en el cuello.
– Oh, ¿te has dormido, corazón? -susurró, mientras lo acomodaba en la cuna. Ahora tenía que procurar no perder el control. Todo debía seguir como de costumbre.
De modo que llamó por teléfono a la guardería.
– Benjamin está tan mocoso que no me atrevo a llevároslo. Solo quería decir eso, perdona que llame tan tarde -se excusó mecánicamente, y olvidó decir gracias cuando le desearon una pronta recuperación.
Luego se volvió hacia el pasillo y se quedó mirando a la puerta estrecha que había entre el despacho de su marido y el dormitorio. Una vez lo ayudó a subir hasta allí un montón de sus cajas de mudanza. La diferencia que había entre los dos era el lastre que llevaban. Ella llegó con un par de muebles de Ikea de su cuarto de la residencia de estudiantes, mientras que él se llevó todo lo que había acumulado durante los veinte años correspondientes a la diferencia de edad entre ambos. Por eso había en las habitaciones muebles de todas épocas, y por eso estaba el espacio tras la puerta lleno de cajas de cartón cuyo contenido ignoraba por completo.
El alma se le cayó a los pies en cuanto abrió la puerta y miró dentro. El espacio medía menos de metro y medio de ancho, pero era lo bastante grande para que cupieran cuatro cajas a lo ancho y otras cuatro a lo alto. Las cajas llegaban justo hasta la ventana Velux. Habría por lo menos unas cincuenta.
Mayormente cosas de mis padres y de mis abuelos, fue lo que le dijo él. Ya las echaría a la basura a su debido tiempo. No tenía ningún hermano con quien poder hablar de ello.
Miró el muro de cajas de cartón y renunció enseguida. No tenía sentido guardar allí el embalaje de un móvil. Era un espacio en el que parecía que el pasado se hubiera cerrado sobre sí mismo.
Claro que… pensó mientras fijaba la mirada en varios abrigos de cuellos enormes que estaban tirados en un montón sobre las cajas de atrás. ¿No había un bulto en la mitad? ¿Podría haber algo escondido debajo?
Extendió el brazo por encima de las cajas, pero no llegaba. Entonces se subió a la montaña de cajas, se apoyó en las rodillas y avanzó a gatas un par de pasos. Apartó los abrigos y comprobó decepcionada que no había nada debajo. Entonces una rodilla se le hundió en la tapa de una caja.
Mierda, pensó. Ahora él sabría que había estado allí.
Retrocedió un poco, ajustó la tapa y comprobó que no se había producido daño alguno.
Fue allí donde aparecieron los recortes de periódico. No eran tan antiguos, desde luego nada que los padres de su marido hubieran guardado. Era un poco raro que su marido coleccionara aquellos recortes, pero tal vez reflejaran un trabajo o un interés que había olvidado ya.
– Menos mal -murmuró. ¿Por qué le interesarían tanto los artículos sobre los Testigos de Jehová?
Echó un vistazo a los recortes. El material no era tan homogéneo como pudiera pensarse. Entre artículos sobre diversas sectas, había también recortes sobre cotizaciones de Bolsa, análisis bursátiles, identificación por ADN y hasta recortes de hacía quince años sobre casas de veraneo y segundas residencias en venta en Hornsherred. Probablemente nada que fuera a necesitar ya. Puede que algún día le preguntara si no había que vaciar aquel cuarto. Así podrían tener un armario de los que te cuelas dentro. ¿Quién no quería tener uno así?
Se dejó caer hasta el suelo mientras una sensación de alivio la inundaba. Una nueva idea le rondaba la cabeza.
Después, por si acaso, deslizó la mirada una vez más por el paisaje de cajas de cartón y no le pareció que la abolladura de la caja del medio se notara mucho. No, seguro que él no se daría cuenta.
Después cerró la puerta.
La idea era comprar un cargador. Aquí y ahora. Cogería del dinero que había ahorrado para gastos de la casa, él desconocía su existencia. Después iría en bici a la tienda Sonofon de Algade y compraría el cargador. Cuando volviera a casa lo rayaría con arena del arenero de Benjamin, para que pareciera viejo y gastado, lo dejaría en la cesta junto a la entrada donde estaban los gorros y guantes de Benjamin y señalaría allí la próxima vez que le preguntara su marido.
Por supuesto que él se preguntaría de dónde había salido, y a ella le extrañaría que se lo preguntara. Propondría que alguien podría haberlo dejado olvidado, en caso de que no fuera el suyo.
Y entonces recordaría cuándo habían tenido invitados en casa. Había ocurrido varias veces, aunque hacía mucho tiempo de aquello. La reunión de copropietarios. La asistente sanitaria. Sí, era perfectamente posible que alguien lo hubiera dejado olvidado, aunque era extraño, porque ¿quién se lleva el cargador cuando va de visita?
Cuando Benjamin durmiera la siesta tendría el tiempo justo para ir a la tienda en bici y comprar el cargador. Sonrió para sí pensando en la expresión de sorpresa de su marido cuando exigiera ver el cargador y ella lo sacara sin más de la cesta de los guantes. Repitió la frase varias veces para darle el peso y tono correctos.
– Ah, ¿no es el nuestro? Qué raro, se lo ha debido de dejar alguien. A lo mejor alguno de los invitados al bautizo.
Sí, la explicación era evidente. Simple y singular, a prueba de balas.
Capítulo 8
Si Carl había dudado alguna vez de la palabra de Rose, desde luego ya no la ponía en duda. Apenas se había permitido alzar su voz cansada contra el interminable proyecto que tenía Rose de descodificar el mensaje de la botella, cuando ella abrió muchísimo los ojos y le soltó que joder, que estaba hasta los ovarios y que se metiera por el culo los cascos de la condenada botella.
Para cuando fue a protestar, Rose se había echado el bolso al hombro y se había largado. Hasta Assad se asustó, y se quedó un rato paralizado con los dientes hincados en un cuarto de pomelo.
Se quedaron un rato en silencio.
– A ver si ahora nos manda a su hermana, o sea -se oyó en cámara lenta, mientras el pedazo de pomelo caía con pesadez en la mano de Assad.
– ¿Dónde está tu alfombra de rezar? -gruñó Carl-. Reza para que no ocurra, a ver si hay potra.
– ¿A ver si hay…?
– A ver si hay suerte, Assad.
Carl señaló con la cabeza hacia el gigantesco mensaje.
– Vamos a quitar el mensaje de la puerta, ahora que ella no está.
– ¿Vamos?
Carl hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– Tienes razón, Assad. ¿Puedes bajarlo de ahí y colgarlo junto a ese sistema que has hecho con cordeles? Pero deja un par de metros de separación, ¿vale?
Se quedó un rato observando con cierto recogimiento el mensaje original de la botella. Pese a que para entonces había pasado por muchas manos, y no todos habían tenido la misma actitud hacia el carácter de prueba que tenía el material, ni se le pasó por la cabeza dejar de ponerse sus guantes de algodón.
El papel se quebraba con facilidad. Y cuando se estaba a solas con él en la mano, como lo estaba él, se sentía algo muy especial. Marcus lo llamaba sensación nasal, el viejo Bak lo llamaba Spitzgefühl, su casi ex lo llamaba intuición acentuando mucho la u. Pero no importaba cómo coño se llamara, el caso es que aquel texto breve le escocía por dentro. Su autenticidad saltaba a la vista. Hecho con prisas. Seguramente sobre una mala base. Escrito con sangre y con un utensilio de escritura desconocido. ¿Podría haber sido una pluma mojada en sangre? No, era imposible. Los trazos eran incontrolados. A veces parecía que habían apretado demasiado, otras demasiado poco. Sacó la lupa y trató de hacerse una idea de las depresiones e irregularidades, pero el documento estaba muy deteriorado. Donde antes había depresiones la humedad podía haberlas alisado, y al revés.
Vio ante sí el rostro pensativo de Rose y dejó a un lado el mensaje. Cuando ella volviera al día siguiente iba a decirle que se tomara la semana para trabajar en él. Después tendrían que seguir con otras cosas.
Estuvo pensando en pedir a Assad que le preparase uno de sus brebajes almibarados, pero dedujo por los gruñidos procedentes del pasillo que aún no había terminado de refunfuñar por tener que andar subiendo y bajando por la escalera y moviéndola cada dos por tres. Quizá debiera decirle que había una escalera igual en un armario de la Asociación Funeraria de la Policía, pero, hablando en plata, no le dio la gana. De todas formas iba a terminar el traslado en una hora, más o menos.
Carl miró el viejo expediente del incendio de Rødovre. Después de volver a leerlo una vez más tendría que enviar la carpeta al inspector jefe de Homicidios, para que la archivara en la montaña de expedientes que se acumulaban en su escritorio.
El caso se refería a un incendio ocurrido en Rødovre en 1995. Un tejado recién renovado de una blanca mansión señorial de Damhusdalen se partió de pronto en dos, y las llamas devoraron el piso superior en unos pocos segundos. En el lugar del incendio encontraron un cadáver. El dueño de la casa no conocía al difunto, pero un par de vecinos confirmaron que habían visto luz en las ventanas del techo durante toda la noche. Como no pudieron identificar el cadáver, se concluyó que sería un mendigo que se había descuidado con el gas en la cocina. Pero cuando la empresa abastecedora de gas informó de que la casa tenía cortado el suministro, el caso se trasladó a la Brigada de Homicidios de Rødovre, donde se quedó almacenando polvo en el fondo de los armarios archivadores hasta el día que se creó el Departamento Q. También allí podría haber llevado una existencia igual de inadvertida si no hubiera sido porque Assad se fijó en la falange del dedo meñique de la mano izquierda del cadáver.
Carl agarró el teléfono y tecleó el número del inspector jefe, pero desgraciadamente la voz que oyó fue la de la señora Sørensen, que lo ponía melancólico.
– Solo una cosa, Sørensen -empezó-, ¿cuántos casos…?
– Vaya, el hombre del saco. Te pongo con alguien a quien no des dentera.
Un día de aquellos Carl iba a regalarle un exótico animal venenoso.
– Dime, vida -se oyó la voz sinuosa de Lis.
Menos mal. Así que la señora Sørensen conocía la compasión.
– ¿Puedes decirme en cuántos de los últimos casos de incendio hemos conocido la identidad de las víctimas?
– ¿Los últimos, dices? Ha habido tres, y solo sabemos la identidad de una de las víctimas, y tampoco es seguro.
– ¿No es seguro?
– Bueno, tenemos un nombre de pila de una medalla que llevaba puesta, pero no sabemos quién es. Podría ser de otro.
– Hmm. Dime otra vez dónde fueron los incendios.
– ¿No has leído los expedientes?
– Más o menos -contestó, y resopló con fuerza-. Hemos encontrado uno en Rødovre en 1995. ¿Y vosotros…?
– Uno el sábado pasado en Stockholmsgade, uno al día siguiente en Emdrup y el último en el noroeste.
– Stockholmsgade, suena elegante. ¿Sabes cuál de los edificios ha salido mejor parado?
– El del noroeste, creo. Está en Dortheavej.
– ¿Se ha descubierto alguna conexión entre los incendios? ¿Propietarios? ¿Renovaciones? ¿Vecinos que vieran la luz encendida toda la noche? ¿Vínculos terroristas?
– Que yo sepa, no. Pero hay varios agentes en ello, pregunta a alguno.
– Gracias, Lis. Aunque, a fin de cuentas, no es mi caso.
Le dio las gracias con voz grave, esperando causar impresión, y después volvió a dejar la carpeta sobre la mesa. Estaba pensando que lo debían de tener controlado cuando oyó voces en el pasillo. Seguro que había vuelto aquel puntilloso chupatintas de la Inspección de Trabajo para quejarse un poco más de las condiciones de seguridad en el trabajo.
– Pues sí, entonces, está dentro -oyó que graznaba la traicionera voz de Assad.
Carl miró fijamente a una mosca que se abría paso por la estancia. Si calculaba bien el momento, podría chafarla en la jeta del tipo.
Se colocó frente a la puerta con la carpeta de Rødovre preparada para golpear.
Entonces apareció un rostro que no conocía.
– Hola -saludó, adelantando la mano-. Me llamo Yding. Subcomisario de policía del distrito Oeste. Ya sabes, de Albertslund.
Carl movió la cabeza arriba y abajo.
– ¿Yding? ¿Qué es, nombre o apellido?
El hombre sonrió al oírlo. A lo mejor no lo sabía ni él.
– Vengo en relación con los incendios de los últimos días. Ayudé a Antonsen en la investigación de Rødovre de 1995. Marcus Jacobsen quiere tener un informe verbal y ha dicho que hablara contigo, para que me presentaras a tu asistente.
Carl respiró aliviado.
– Acabas de hablar con él. Es el que está subido a la escalera.
Yding se frotó los ojos.
– ¿El de ahí fuera?
– Sí, ¿no te vale? Pues sacó el título de asesor policial en Nueva York, y ha hecho un curso de especialista en Scotland Yard como analista de ADN de imágenes.
Yding se tragó la bola y asintió respetuoso con la cabeza.
– ¡Assad, ven un momento! -gritó Carl mientras atosigaba a la mosca con la carpeta.
Hizo las presentaciones entre Yding y Assad.
– ¿Has terminado el traslado? -preguntó.
Los párpados de Assad parecían terriblemente pesados. Era suficiente respuesta.
– Marcus Jacobsen me ha dicho que el expediente original de Rødovre estaba aquí -explicó Yding, tendiendo la mano-. Que tú me dirías dónde.
Assad levantó el dedo índice hacia la mano de Carl en el momento en que este tenía la carpeta en el aire.
– Está ahí -informó Assad-. ¿Alguna cosa más?
Aquel día no estaba para bromas. Lo de Rose era una auténtica putada.
– El inspector jefe de Homicidios acaba de preguntarme por una cosa que no recuerdo bien. ¿Puedo echar un vistazo a los informes?
– Sí, hombre -lo invitó Carl-. Tenemos trabajo, así que tendrás que disculparnos.
Se llevó a Assad al otro lado del pasillo y se sentó en la mesa de su ayudante, bajo una preciosa reproducción de ruinas de color arena. Ponía «Rasafa», fuera lo que fuese.
– ¿Tienes algo en el puchero, Assad? -preguntó, señalando el samovar.
– Puedes tomar la última taza, Carl. Haré más para mí.
Sonrió. Sus ojos decían jódete.
– En cuanto se vaya el tipo, tú y yo vamos a salir a dar una vuelta.
– ¿Adónde?
– Al noroeste, a ver una casa casi destruida por el fuego.
– Pero no es nuestro caso, Carl. Los demás van a cabrearse, o sea.
– Sí, bueno, puede que al principio. Pero ya se les pasará.
Assad no parecía convencido. Después su expresión cambió.
– He descubierto otra letra en la pared -comunicó-. Y tengo, entonces, una mala sospecha.
– ¡Vaya! ¿Y…?
– No voy a decirlo. Te vas a reír.
Parecía la noticia alegre del día.
– Gracias -dijo Yding desde la puerta entreabierta, con la mirada fija en la taza decorada con elefantes saltarines de la que bebía Carl-. Me llevo esto un momento donde Jacobsen, ¿vale?
Les enseñó un par de informes, y ambos hicieron un gesto afirmativo.
– Ah, por cierto, tengo que daros recuerdos de un conocido. Lo he visto antes en la cantina. Es Laursen, el de la Científica.
– ¿Tomas Laursen?
– Sí.
Carl arrugó el entrecejo.
– Pero si ganó diez millones en la loto y dejó el trabajo. Siempre decía que estaba hasta el gorro de tantos muertos. ¿Qué hace aquí? ¿Ha vuelto a vestirse el mono?
– Por desgracia, no, aunque a la Policía Científica no le habría venido mal. Lo único que se ha puesto es un delantal. Trabaja en la cantina.
– No me jodas.
Carl vio ante sí al macizo jugador de rugby. Le costaba trabajo imaginárselo con un delantal de cocina.
– ¿Qué ha pasado? Había invertido en todo tipo de empresas.
Yding asintió con la cabeza.
– Exacto. Y ahora todo se ha esfumado. Es una pena.
Carl sacudió la cabeza. Valiente recompensa por haber intentado actuar con sensatez. Menos mal que él no tenía un céntimo.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Dice que un mes. ¿Nunca subes a la cantina?
– No, ni de coña. Hay diez mil escaleras hasta la cocina de campaña. Ya te habrás dado cuenta de que el ascensor no funciona.
Eran incontables las ocupaciones e instituciones que albergaron los seiscientos metros de Dortheavej a lo largo de los años. Ahora había allí un centro de acogida, un estudio de grabación, una autoescuela, una casa de cultura, asociaciones étnicas y muchas cosas más. Un viejo barrio industrial que a primera vista nada podía borrar; a menos que ardiera, como el almacén de K. Frandsen Mayorista.
El desescombro del patio exterior estaba casi terminado, no así el trabajo de los investigadores. Varios compañeros le negaron el saludo, qué se le va a hacer. Carl lo interpretó como envidia, aunque sería el único que lo hiciera. Le importaba un bledo.
Se plantó en medio del patio frente a la entrada de K. Frandsen y su mirada describió una panorámica de los estragos. No era ninguna construcción digna de guardar, pero la verja galvanizada era nueva. Un contraste llamativo.
– Ya he visto casas así en Siria, Carl. Cuando el horno de petróleo se calentaba demasiado… ¡bum! -explicó Assad mientras giraba los brazos como aspas de molino para ilustrar la detonación.
Carl dirigió la mirada al primer piso. Parecía como si el techo se hubiera alzado y después hubiera vuelto a caer en su sitio. Había gruesos trazos de hollín debajo del alero y hasta media altura de las placas de uralita. Las ventanas Velux estaban destrozadas.
– Sí, debió de ocurrir muy rápido -aventuró, mientras se preguntaba por qué la gente deseaba vivir en un sitio tan abandonado de la mano de Dios y falto de encanto. Tal vez fuera esa la palabra clave. Tal vez no fuera un acto voluntario.
– Carl Mørck, del Departamento Q -se presentó cuando uno de los jóvenes policías pasó a su lado-. ¿Podemos subir a echar un vistazo? ¿Han terminado los peritos?
El tipo se encogió de hombros.
– Aquí no vamos a terminar hasta que lo hayan demolido todo -replicó-. Pero andad con cuidado. Hemos colocado planchas en el suelo para no caer, pero no es ninguna garantía.
– ¿K. Frandsen Mayorista? ¿Qué importaban, entonces? -le preguntó Assad.
– Todo tipo de material para imprenta. Es una empresa legal -informó el agente de policía-. No sabían que viviera nadie en el desván, así que los empleados estaban conmocionados. Tuvieron suerte de que no se quemara todo.
Carl asintió en silencio. Ese tipo de actividades debían ubicarse a menos de seiscientos metros de un cuartel de bomberos, como en aquel caso. Menuda suerte tuvieron de que el cuerpo de bomberos local sobreviviera a la ridícula reestructuración impuesta por la Unión Europea.
El primer piso estaba calcinado, tal como esperaban. Las planchas de aglomerado de las paredes colgaban en jirones; los tabiques parecían chapiteles desmochados, igual que los cimientos de la Zona Cero. Un mundo de destrucción, tiznado de hollín.
– ¿Dónde estaba el cadáver? -preguntó Carl a un hombre mayor que se presentó como perito de incendios de la compañía de seguros.
El hombre señaló una mancha en el suelo que atestiguaba con claridad dónde había estado.
– Hubo dos explosiones potentes que llegaron en dos tandas casi seguidas -explicó-. La primera provocó el incendio, y la segunda absorbió el oxígeno, apagando así el fuego.
– O sea que ¿no fue un incendio en el sentido habitual, en el que el monóxido de carbono mató a la víctima? -preguntó Carl.
– No.
– ¿Crees que el hombre quedó sin sentido con la primera detonación y después se quemó poco a poco?
– No lo sé. Queda tan poco del cadáver que es difícil saberlo. Apenas se encuentran restos de vías respiratorias en un cadáver como este, y por eso no podemos decir nada sobre la concentración de hollín en pulmones y tráquea -observó, sacudiendo la cabeza-. Resulta difícil creer que el cadáver pudiera quedar tan maltrecho en tan poco tiempo. También se lo dije a tus compañeros de Emdrup el otro día.
– ¿A saber…?
– Pues que creía que el incendio estaba organizado de tal modo que debía ocultar que la víctima murió de hecho en otro incendio que no tenía nada que ver con aquel.
– O sea, que crees que han traído hasta aquí el cadáver. ¿Y qué te dijeron ellos?
– Bueno, creo que estuvieron de acuerdo conmigo en todo.
– Así que ¿es un asesinato? Matan a un hombre, lo queman y después lo llevan al lugar de otro incendio.
– Sí, claro que no sabemos si a la víctima la habían asesinado la primera vez. Pero sí, en mi opinión es muy probable que hayan cambiado el cadáver de sitio. No entiendo que un incendio tan corto en el tiempo, por muy violento que haya sido, pueda quemar un cadáver hasta reducirlo a un esqueleto.
– ¿Has estado en las otras casas quemadas? -preguntó Assad.
– Podría haber estado, porque trabajo para varias aseguradoras, pero no, fue un colega mío quien estuvo en Stockholmsgade.
– Los demás incendios ¿se produjeron en el mismo tipo de local que este? -preguntó Carl.
– No, solo tenían en común que todos estaban vacíos. Por eso era natural pensar que las víctimas eran gente sin hogar.
– ¿Crees que todos los incendios han sido iguales? Es decir, ¿colocaron a todos los muertos en un local vacío y volvieron a quemarlos? -se interesó Assad.
El hombre de la aseguradora dirigió a aquel extraño agente una mirada sosegada.
– Creo que en muchos aspectos puede suponerse que sí.
Carl alzó la vista y observó las ennegrecidas vigas del techo.
– Tengo dos preguntas para ti; después te dejaremos en paz.
– Adelante.
– ¿Por qué dos explosiones? ¿Por qué no dejar que se quemara todo rápidamente? ¿Tienes alguna idea?
– Lo único que se me ocurre es que el incendiario quería controlar los daños.
– Gracias. La otra pregunta es si podemos telefonearte en caso de tener más preguntas.
El hombre sonrió y buscó su tarjeta de visita.
– Por supuesto. Me llamo Torben Christensen.
Carl buscó en vano una tarjeta en el bolsillo, aunque ya sabía que no tenía ninguna. Un quehacer más para Rose cuando volviera.
– No lo entiendo -admitió Assad, que estaba junto a ellos, haciendo rayas en el hollín de la pared abuhardillada. Estaba claro que era de los que cuando tienen un poco de pintura en el dedo son capaces de extenderla por todas partes. Desde luego, en aquel momento llevaba hollín suficiente en el rostro y en la ropa como para cubrir una mesa de tamaño mediano-. No entiendo qué puede significar eso de lo que habláis. Debe haber una conexión, entonces. Entre eso del anillo en el dedo o el dedo que ya no está, y los muertos y los incendios y todo eso.
Después se volvió de pronto hacia el perito de la aseguradora.
– ¿Cuánto dinero pide la empresa, o sea, por esto? Vamos, que la casa es vieja, está hecha un cristo.
El perito frunció las cejas. La idea de fraude estaba servida, pero él no estaba necesariamente de acuerdo.
– Sí, el edificio está deteriorado, pero aun así hay que dar una compensación a la empresa. Se trata de un seguro contra incendios. No de un seguro contra hongos y podredumbre.
– ¿Entonces, cuánto?
– Bueno, yo diría que unas setecientas, ochocientas mil coronas.
Assad soltó un silbido.
– ¿Van a construir algo nuevo sobre el piso bajo dañado, entonces?
– Eso depende de la empresa asegurada.
– O sea, que podrían derrumbarlo todo si quieren.
– Pues sí.
Carl miró a Assad. Sí, se le había ocurrido algo.
Camino del coche, a Carl le dio la sensación de que en la siguiente curva iban a adelantar por la derecha a sus adversarios, y esta vez no iban a ser unos delincuentes, sino la Brigada de Homicidios.
Vaya triunfo si consiguieran tomarles la delantera.
Carl hizo un gesto reservado de saludo a los compañeros que seguían en el patio exterior. No tenía ganas de hablarles.
Que se las arreglaran para averiguar lo que deseaban saber.
Assad frenó un segundo junto al coche patrulla y se quedó leyendo un cartel escrito con letras verdes, blancas, negras y rojas, pegado en una pared pulcramente encalada.
«Israel fuera de la franja de Gazza. Palestina para los palestinos», ponía.
– No saben escribir -sentenció, y subió al coche.
¿Y tú sí?, pensó Carl. Hay que joderse.
Carl puso el motor en marcha y miró a su asistente, que tenía la mirada clavada en el cartel de la esquina. Parecía estar muy lejos de allí.
– ¡Eh, Assad! ¿Dónde estás?
Assad siguió mirando impertérrito.
– Estoy aquí, Carl -le aseguró.
Durante el trayecto a Jefatura no cruzaron palabra.
Capítulo 9
Las ventanas del pequeño edificio comunitario parecían placas de metal al rojo vivo. O sea que los chiflados habían empezado la función.
Se quitó el abrigo en el vestíbulo, saludó a las denominadas «mujeres impuras» que tenían la menstruación, y que estaban fuera escuchando los cantos de júbilo, y se coló por la puerta doble.
La misa había llegado al punto en que el ambiente se estaba caldeando de verdad. Había estado allí varias veces, y el ritual era siempre el mismo. En aquel momento el oficiante, vestido con sus ropajes cosidos a mano, estaba en el altar preparando el «consuelo vital», que es como llamaban a la comunión. Dentro de poco todos, niños y adultos, se levantarían a una señal suya y se acercarían unos a otros con pasos cortos y la cabeza hundida, vestidos con sus túnicas de blanca inocencia.
Aquella comunión del jueves al atardecer era el punto álgido de la semana. En ella la misma Madre de Dios, en la figura del sacerdote, extendía el cáliz a la comunidad y les ofrecía el pan. Pronto los presentes en el Salón de la Madre se abandonarían a una danza feliz y de sus bocas brotarían cascadas interminables de alabanzas para con la Madre de Dios, quien con ayuda del Espíritu Santo dio vida a Jesucristo. Dejarían que las voces fluyeran y hablaran en lenguas extrañas, rezarían por los niños no natos, se abrazarían y recordarían la sensualidad con la que la Madre de Dios se entregó al Señor y muchas más cosas del mismo tenor.
Como tantas otras cosas que ocurrían allí dentro, todo era absurdo.
Se dirigió sigiloso al fondo del local y se colocó junto a la pared. Lo miraron con devoción. Todos son bienvenidos, decían las sonrisas. Y cuando dentro de poco el grupo se entregara al éxtasis, le agradecerían que hubiera acudido a ellos atraído por la Madre de Dios.
Mientras tanto, observaba a la familia que había elegido. Padre, madre y cinco niños. En aquellos círculos raras veces se veían familias con menor número de hijos.
Tras los dos chicos mayores estaba, parcialmente oculto, su padre canoso, y ante ellos las tres niñas, balanceándose rítmicamente de lado a lado con el pelo suelto y cimbreante. En primera fila del círculo, rodeada de otras mujeres adultas, estaba su madre con los labios entreabiertos, los ojos cerrados y las manos sujetando levemente los pechos. Todas las mujeres estaban en la misma postura. Ausentes del mundo que las rodeaba, cabeceando en la conciencia colectiva, estremeciéndose por la cercanía de la Madre de Dios.
La mayoría de las mujeres jóvenes estaban embarazadas. Una de ellas, casi a punto de dar a luz, tenía manchas desleídas en la pechera de la túnica por la leche que rezumaba.
Y los hombres miraban a aquellas mujeres fértiles con una entrega extasiada. Porque el cuerpo femenino, excepto cuando tenía la regla, era lo más sagrado para los discípulos de la Iglesia Madre.
En aquella congregación adoradora de la fecundidad, los hombres estaban de pie con las manos juntas sobre la entrepierna, y los chicos más pequeños reían y trataban de imitarlos sin tener la menor idea del sentido profundo de lo que hacían. Cantaban y hacían como los padres, sin más. Las treinta y cinco personas eran una. Era la hermandad descrita con detalle en el Decreto de la Madre.
La hermandad en la fe en la Madre de Dios, sobre la que se erigía toda la vida. Había oído hablar de ella hasta la saciedad.
Cada secta tenía su verdad irrefutable e incomprensible.
Observó a la mediana de las hijas de la familia, Magdalena, mientras el oficiante arrojaba pan a los cercanos y hablaba en lenguas extrañas.
La chica estaba absorta en sus pensamientos. ¿Estaría pensando en el mensaje de la comunión? ¿En lo que tenía escondido en el agujero del jardín de su casa? ¿En el día que la consagrarían como servidora de la Madre de Dios, la desvestirían y la rociarían con sangre fresca de oveja? ¿En el día en que elegirían un hombre para ella y cantarían a su vientre para que fuera fértil? No era fácil de saber. ¿Qué pasa por la cabeza de una niña de doce años como ella? Solo ellas lo saben. Tal vez estuviera asustada, pues tampoco era para menos.
En la comunidad de la que él procedía eran los chicos los que debían pasar ciertos rituales. Eran ellos quienes debían confiar su voluntad y sus sueños a la comunidad. Ellos quienes ponían su cuerpo. Lo recordaba con total nitidez. Con demasiada nitidez.
Pero aquí todo giraba en torno a las chicas.
Trató de captar la mirada de Magdalena. ¿No estaría pensando precisamente en el agujero del jardín? Aquella cosa inconfesable ¿la atraía más que la fe?
Tal vez fuera más difícil de doblegar que su hermano, que estaba junto a ella. Y por eso tampoco podía decir de antemano a quién de los dos iba a eligir.
A cuál de los dos iba a matar.
Había esperado una hora para forzar su entrada en la casa, hasta que la familia partió en coche para asistir al oficio religioso y el sol de marzo se puso al fondo del horizonte. Un par de minutos le bastaron para soltar los ganchos de una de las ventanas de la sala e introducirse en uno de los cuartos de los niños.
La habitación en la que entró pertenecía a la menor de las niñas, se dio cuenta enseguida. No porque estuviera pintada de rosa o porque el sofá estuviese adornado con cojines estampados de corazones. No, allí no había muñecas Barbie ni lápices adornados con animalitos de plástico, ni manoletinas con tiras delgadas en los tobillos bajo la cama. Porque en el interior del cuarto no había nada que pudiera indicar el modo de ver el mundo y a sí misma de una chica danesa normal de diez años. No, se veía que era el cuarto de la más pequeña porque el traje de bautizo colgaba aún de la pared, porque así se hacía en la Iglesia Madre. El traje de bautizo eran los ropajes de la Madre de Dios, y aquellos ropajes se guardaban para pasarlos al siguiente que naciera en la familia. Hasta entonces, el último nacido debía proteger el traje de bautizo con todo su empeño. Cepillarlo con cuidado los sábados antes del descanso. Planchar el cuello y los encajes al llegar Semana Santa.
Y se consideraba afortunado al último nacido de la familia, porque lograba cuidar durante más tiempo aquel ropaje sagrado. Afortunado, y por tanto más feliz, decían.
Entró al despacho del hombre y encontró enseguida lo que andaba buscando. Papeles que confirmaban la prosperidad de la familia, los documentos anuales que certificaban la valoración que hacía la Iglesia Madre sobre el lugar de cada uno en la comunidad, y por fin encontró la lista de teléfonos, que le dio una visión renovada de la extensión geográfica de la secta, no solo en Dinamarca sino por todo el mundo.
Desde la última vez que golpeó a la secta habían ingresado en el rebaño unos cien nuevos miembros, solo en la zona de Jutlandia central.
Daba miedo pensarlo.
Cuando terminó de inspeccionar todas las habitaciones volvió a salir por la ventana y después la empujó para cerrarla. Su mirada se centró en la esquina del jardín. Magdalena no había elegido mal sitio para jugar. Era casi imposible de ver desde la casa y el resto del jardín.
Levantó la cabeza y vio que la capa de nubes empezaba a virar al negro. Pronto oscurecería, así que debía darse prisa.
Sabía dónde buscar; de otro modo no lo habría encontrado, porque el escondite de Magdalena estaba marcado solo por una ramita que sobresalía del borde de un pedazo de césped. Sonrió al verlo, sacó la ramita con cuidado y levantó un pedazo de césped del tamaño de una mano.
En la tierra, el agujero estaba forrado con una bolsa de plástico amarillo, y encima había un pedazo de papel de colores doblado.
Sonrió cuando lo desplegó.
Después lo metió en el bolsillo.
En el interior de la casa comunitaria observó un buen rato a aquella niña de pelo largo y a su hermano Samuel, de sonrisa rebelde. Allí estaban, confiados, con los demás miembros de la comunidad. Los que podían seguir viviendo en la ignorancia y los que muy pronto iban a vivir con una certidumbre que iba a resultarles insoportable.
La pavorosa certidumbre de lo que él iba a causarles.
Tras los cánticos, los asistentes lo rodearon y acariciaron su cabeza y torso. Así era como expresaban el júbilo que sentían por que él buscase a la Madre de Dios. Así correspondían a su confianza, y todos estaban felices y contentos porque debían mostrarle el camino a la verdad eterna. Después los asistentes retrocedieron un paso y extendieron los brazos hacia el cielo. Dentro de poco empezarían a pasarse la mano abierta por encima uno a otro. Las caricias continuarían hasta que uno de ellos cayera al suelo y ofreciera a la Madre su cuerpo tembloroso. Ya sabía quién iba a ser. El éxtasis fluía ya de las pupilas de la mujer. Una joven madre menuda cuya mayor hazaña eran tres niños gordos que saltaban a su lado.
También él gritó con los demás hacia el techo cuando ocurrió. La diferencia era que él retuvo en su interior lo que los demás trataban, por todos los medios, de quitarse de encima. El diablo de su corazón.
Cuando los miembros de la comunidad se despidieron en la escalera, avanzó el pie con disimulo y puso la zancadilla a Samuel, y el chico cayó al vacío desde el peldaño superior.
El chasquido de la rodilla de Samuel al golpear el suelo sonó a liberación. Como el chasquido del cuello en un ahorcamiento.
Todo iba como debía.
En adelante mandaba él. En adelante todo iría como él quería.
Capítulo 10
Cuando llegaba a su casa de Rønneholtparken a esa hora de la noche, cuando el brillo azulado de los televisores salía de los bloques de hormigón y en todas las cocinas se veían siluetas de amas de casa, solía sentirse como un músico sordo en una orquesta sinfónica y sin partitura.
Seguía sin comprender por qué había ocurrido. Por qué se sentía tan excluido.
Si un contable con 1,54 de cintura y una friki de los ordenadores con brazos como palillos eran capaces de establecer una vida familiar, ¿por qué coño no podía hacerlo él?
Devolvió con cautela el saludo de su vecina Sysser, que estaba en su cocina friendo algo bajo una luz gélida. Menos mal que había vuelto a sus dependencias después de la pifia del lunes por la mañana. De lo contrario, Carl no habría sabido qué hacer.
Miró cansado al letrero de su puerta, donde su nombre y el de Vigga habían ido cubriéndose de correcciones. No era porque se sintiera solo con Morten Holland, Jesper y Hardy en casa; en aquel momento, al menos, oía la algarabía al otro lado del seto. Podía decirse que también era una especie de vida familiar.
Aunque no era el tipo de familia que había soñado.
Normalmente solía captar desde el vestíbulo en qué consistía el menú, pero lo que penetraba en sus fosas nasales esta vez no era el aroma de ningún alarde culinario de Morten. Al menos es lo que esperaba.
– ¡Muy buenas! -gritó hacia la sala, donde solían hacerse compañía Morten y Hardy. Ni un alma. Pero fuera, en la terraza, había gran actividad. En medio de la terraza, junto a un calefactor, divisó la cama de Hardy, con goteros y todo, y a su alrededor había un grupo de vecinos con plumíferos consumiendo salchichas asadas a la parrilla y cervezas a morro. A juzgar por la expresión atontada de sus rostros, llevaban en ello ya un par de horas.
Carl trató de localizar el olor acre del interior, y llegó hasta un puchero en la mesa de la cocina cuyo contenido recordaba más que nada a comida de bote recalentada y reducida hasta carbonizarse. Muy desagradable. También para la futura existencia del puchero.
– ¿Qué pasa? -preguntó al llegar a la terraza con la mirada fija en Hardy, que sonreía en silencio bajo cuatro edredones.
– ¿Sabías que Hardy tiene un puntito en la parte de arriba del brazo donde siente? -inquirió Morten.
– Sí, es lo que dice.
Morten parecía un chico que tenía por primera vez en sus manos una revista con mujeres desnudas e iba a abrirla.
– ¿Y sabías que tiene algo de reflejos en los dedos anular e índice?
Carl sacudió la cabeza y miró a Hardy.
– ¿Qué es esto? ¿Un concurso sobre temas neurológicos? Si es así, paramos en las regiones inferiores, ¿de acuerdo?
Morten mostró su dentadura manchada de vino tinto al sonreír.
– Y hace dos horas Hardy ha movido un poco la muñeca, Carl. De verdad, joder. Ha sido suficiente para que la cena se quemara.
Abrió los brazos entusiasmado para que todos pudieran apreciar su figura corpulenta. Parecía estar dispuesto a saltar a sus brazos. Que no se le ocurriera.
– Déjame ver, Hardy -dijo Carl con sequedad.
Morten retiró los edredones, dejando al descubierto la piel lechosa de Hardy.
– A ver, viejo, vuelve a hacerlo -dijo Carl mientras Hardy cerraba los ojos y apretaba los dientes hasta tensar los músculos de sus mandíbulas. Era como si todos los impulsos del cuerpo recibieran órdenes de bajar por las vías nerviosas hasta aquella muñeca fuertemente vigilada. Y los músculos faciales de Hardy empezaron a temblar y siguieron temblando un buen rato hasta que al final tuvo que soltar el aire y darse por vencido.
– Ohhh -dijo la gente de alrededor, a la vez que lo animaban de todas las formas posibles. Pero la muñeca no se movió.
Carl hizo un guiño consolador a Hardy y se llevó a Morten hacia el seto.
– Exijo una explicación, Morten. ¿Para qué has montado todo este belén? Joder, está bajo tu responsabilidad, es tu trabajo. O sea que deja de darle esperanzas al pobre, y deja de convertirlo en un número de circo. Ahora subo a ponerme el chándal, y mientras tanto tú manda a la gente a casa y vuelve a poner a Hardy en su sitio, ¿vale? Ya hablaremos luego.
No quería oír más cuentos chinos. Que se los contara al resto del público.
– Repite lo que has dicho -dijo Carl media hora más tarde.
Hardy miró pausadamente a su antiguo compañero. Era digno de ver, tumbado allí, cuan largo era.
– Es verdad, Carl. Morten no lo ha visto, pero estaba al lado. He sentido un tirón en la muñeca. Siento también algo de dolor en el hombro.
– ¿Y por qué no puedes volver a hacerlo?
– No sé qué he hecho exactamente, pero era algo controlado. No era un tirón sin más.
Carl puso la mano en la frente de su amigo paralizado.
– Que yo sepa, eso es casi imposible, pero te creo, de acuerdo. Lo que no sé es qué vamos a hacer al respecto.
– Yo sí lo sé -declaró Morten-. Hardy tiene un punto junto al hombro que conserva la sensibilidad. Es ahí donde siente el dolor. Creo que debemos estimular ese punto.
Carl sacudió la cabeza.
– Hardy, ¿estás seguro de que es una buena idea? A mí me parece pura charlatanería.
– Bueno, ¿y qué? -dijo Morten-. De todas formas, yo tengo que estar con él. No perdemos nada.
– Puedes quemar todos los pucheros.
Carl miró hacia el pasillo. Una vez más faltaba un abrigo en el colgador.
– ¿No iba a comer Jesper con nosotros?
– Está en Brønshøj, donde Vigga.
Parecía extraño. ¿Qué pintaba Jesper en aquella cabaña helada? Además, odiaba al último novio de Vigga. No porque el tío escribiera versos y llevara unas gafas enormes. Más bien porque también los leía en voz alta y exigía atención.
– ¿Qué hace Jesper allí? No habrá vuelto a hacer novillos, ¿verdad?
Carl sacudió la cabeza. Solo quedaban un par de meses para el examen de selectividad. Con el desquiciado sistema de calificaciones y la miserable reforma de institutos, no le quedaba otro remedio que aguantar un poco y hacer como que aprendía algo. De lo contrario…
En aquel momento Hardy cortó su cadena de ideas.
– Tranquilo, Carl. Jesper y yo repasamos juntos todos los días después del instituto. Le tomo la lección antes de que se vaya a casa de Vigga. Va bien.
¿Va bien? Aquello sonaba surrealista de verdad.
– Entonces, ¿por qué está en casa de su madre?
– Ella se lo ha pedido por teléfono -replicó Hardy-. Está triste, Carl. Está cansada de su vida y quiere volver a casa.
– ¿A casa? ¿Aquí?
Hardy asintió con la cabeza. Carl estaba al borde del colapso provocado por el susto.
Morten tuvo que ir dos veces a por la botella de whisky.
Fue una noche en blanco y una mañana sin brillo.
De hecho, Carl se sentía mucho más cansado cuando por fin se sentó en su despacho que la víspera al acostarse.
– ¿Sabemos algo de Rose? -preguntó mientras Assad le ponía delante un plato con unos pedazos de algo indefinido. Por lo visto, quería animarlo.
– La llamé ayer por la noche, pero no estaba en casa. Es lo que me dijo su hermana, o sea.
– No me digas.
Carl ahuyentó a su viejo amigo, el omnipresente moscón, y trató de levantar uno de los tacos almibarados, pero estaba bien pegado al plato.
– ¿Su hermana te ha dicho si Rose iba a venir hoy?
– Sí, va a venir su hermana Yrsa, no Rose. Está de viaje.
– ¿Qué dices? ¿Adónde ha ido Rose? ¿Su hermana? ¿Va a venir su hermana? ¿Lo dices en serio?
Se separó del pegajoso cazamoscas. Dejó algo de piel en el intento.
– Yrsa me dijo que a veces Rose se marcha un día o dos, pero que no es nada grave. Rose suele volver siempre, es lo que me dijo Yrsa. Y mientras tanto vendrá Yrsa a hacer el trabajo de su hermana. Me dijo que no pueden permitirse prescindir del salario de Rose.
Carl ladeó la cabeza.
– ¡Vaya! No es nada grave que una compañera con empleo fijo desaparezca a su antojo; tiene bemoles la cosa. Rose debe de estar loca.
Ya se lo diría con el debido énfasis cuando volviera.
– ¿Y esa Yrsa? No va a pasar del cuerpo de guardia, ya me encargaré de ello.
– Esto… bueno, pero ya lo he hablado con el centinela y con Lars Bjørn. No hay problema, a Lars Bjørn le da igual, siempre que el salario se le siga pagando a Rose. Yrsa es la suplente mientras Rose está enferma. Bjørn está contento por que hayamos, o sea, encontrado a alguien.
– ¿No hay problema con Bjørn? ¿¿Has dicho enferma??
– Digamos que está enferma, ¿no?
Aquello era una rebelión en toda regla.
Carl cogió el teléfono y tecleó el número de Lars Bjørn.
– Hooola -oyó la voz de Lis.
¿Qué pasaba?
– Hola, Lis. ¿No he marcado el teléfono de Bjørn?
– Sí, sí, es que estoy al cargo de su teléfono. La directora de la Policía, Jacobsen y Bjørn están reunidos para tratar la situación del personal.
– ¿Me lo puedes pasar un momento? Solo serán cinco segundos.
– Es sobre la hermana de Rose, ¿no?
Los músculos del rostro de Carl se contrajeron.
– No tendrás nada que ver con eso, ¿verdad?
– Carl, ¿no soy acaso yo quien se encarga de la lista de sustitutos?
Joder, no lo sabía.
– ¿Me estás diciendo que Bjørn ha dado el visto bueno a un sustituto sin consultarlo conmigo?
– Oye, Carl, relájate -protestó Lis, y chasqueó los dedos al otro lado de la línea como para despertarlo-. Nos falta gente. En este momento Bjørn da el visto bueno a todo. Deberías ver quiénes están trabajando en el resto de departamentos.
Su carcajada no borró precisamente la sensación de frustración de Carl.
La empresa K. Frandsen Mayorista era una sociedad anónima con un capital propio de doscientas cincuenta mil míseras coronas, pero con un valor estimado de dieciséis millones. Solo el almacén de papel estaba tasado, según el último balance, que iba de setiembre a setiembre, en ocho millones, de modo que no debería haber grandes problemas económicos. Pero el inconveniente era que los clientes de K. Frandsen eran semanarios y periódicos gratuitos, y la crisis económica no se había portado bien con ellos. Por lo que calculaba Carl, podría haber sido un golpe más inesperado y duro de lo habitual para la billetera de K. Frandsen.
Pero aquello se puso interesante de veras cuando constataron situaciones similares en las empresas propietarias de los locales incendiados en Emdrup y en Stockholmsgade. La empresa de Emdrup, Herrajes JPP, S. A., tenía un volumen de negocios de veinticinco millones anuales y sus principales clientes eran los mayoristas de materiales de construcción y las grandes empresas madereras. Probablemente, un negocio floreciente el año pasado, pero no tanto ahora. Igual que la empresa de Østerbro, Public Consult, que vivía de generar proyectos de concursos para grandes estudios de arquitectos, y que seguramente había notado también el feo muro de hormigón denominado «crisis».
Al margen de la notable fragilidad de la actual situación financiera, no había ningún punto de semejanza entre las tres desafortunadas empresas. Ni propietarios comunes ni clientes comunes.
Carl tamborileó sobre la mesa. ¿Cuál habría sido la situación en el incendio de Rødovre de 1995? ¿Se trataría también de una empresa que de pronto se encontró con problemas? Joder, no le habría venido mal tener a mano a Rose.
– Toc, toc -resonó una voz susurrante al otro lado de la puerta.
Bueno, ya ha llegado Yrsa, pensó Carl, y miró la hora. Las nueve y cuarto. Ostras, ya era hora.
– ¿Qué horas son estas de aparecer? -la amonestó, dándole la espalda. Aquello era fruto de su experiencia. Los jefes que te daban la espalda eran inflexibles, con ellos no había cachondeo que valiera.
– ¿Estábamos citados? -se oyó una voz nasal de hombre procedente de la puerta.
Carl giró la silla un cuarto de vuelta de más.
Era Laursen. El viejo Tomas Laursen, perito policial y jugador de rugby que ganó una fortuna y después la perdió, y ahora trabajaba en la cantina del último piso.
– Vaya, Tomas, ¿vienes de visita?
– Sí. Tu simpático asistente me ha preguntado si no tenía ganas de saludarte.
Entonces Assad asomó su rostro pícaro por la puerta entreabierta. ¿Qué se traía entre manos Assad esta vez? ¿Era posible que hubiera puesto los pies en la cantina? ¿Ya no le bastaba con sus especialidades picantes y sus revuelvetripas caseros?
– He subido a por un plátano, Carl -se disculpó Assad, agitando en el aire la verga amarilla. ¿Subir hasta el último piso a por un plátano?
Carl asintió para sí. Assad era una especie de mono. Estaba convencido.
Él y Laursen se estrecharon la mano y apretaron con fuerza. La misma broma dolorosa de los viejos tiempos.
– Es curioso, Laursen. Acabo de oír hablar de ti a ese Yding de Albertslund. Tengo entendido que no has vuelto a Jefatura de manera voluntaria.
Laursen sacudió la cabeza.
– No. Pero la culpa es mía. El banco me engañó para que pidiera un préstamo para invertir, y pude hacerlo porque tenía capital. Ahora no tengo una mierda.
– Tendrían que pagar ellos la crisis -dijo Carl. Había oído a otros decir lo mismo en las noticias.
Laursen asintió con la cabeza. No cabía duda de que le daba la razón, y ahora estaba allí otra vez. El último mono de la cantina. Para hacer bocadillos y fregar. Uno de los peritos policiales más hábiles de Dinamarca. Menuda pérdida.
– Pero estoy contento -añadió-. Veo a muchos viejos conocidos de cuando trabajaba en el cuerpo, solo que ahora no hace falta que vaya a trabajar con ellos.
Esbozó una medio sonrisa, como en los viejos tiempos.
– El trabajo me deprimía, Carl, sobre todo cuando tenía que pasar toda la santa noche revolviendo entre restos humanos destrozados. No hubo un solo día en aquellos cinco años que no pensara en largarme. Y el dinero me ayudó a irme, aunque volví a perderlo. Es otra manera de ver las cosas. No hay mal que por bien no venga.
Carl asintió en silencio.
– Tú no conoces a Assad, pero estoy seguro de que no te ha traído aquí solo para hablar del menú de la cantina e invitarte a tomar un té de menta con un antiguo compañero.
– Ya me ha hablado del mensaje en la botella. Creo que he captado lo más importante. ¿Puedo verlo?
Anda que…
Laursen se sentó y Carl sacó con cuidado el mensaje de la carpeta mientras Assad entraba con aire desenfadado llevando una bandeja de latón labrado y sobre ella tres tazas minúsculas.
El aroma a menta se asentó entre los reunidos.
– Seguro que te gusta este té -declaró Assad mientras servía-. Es muy bueno, también para aquí.
Tiró un poco de la entrepierna y les dirigió una mirada cómplice. No había equivocación posible.
Laursen encendió otro flexo y acercó la pantalla al documento.
– ¿Quién lo ha restaurado? ¿Lo sabemos?
– Sí, un laboratorio de Edimburgo, en Escocia -informó Assad. Encontró el informe de la investigación antes de que Carl se pusiera a pensar en dónde lo había dejado-. El análisis está, o sea, aquí.
Assad lo puso delante de Laursen.
– Muy bien -dijo Laursen al rato-. Es Gilliam Douglas quien ha llevado la investigación, por lo que veo.
– ¿Lo conoces?
Laursen miró a Carl con la misma expresión que pondría una niña de cinco años si le hubieran preguntado si sabía quién era Britney Spears. No era una mirada especialmente respetuosa, pero despertaba la curiosidad. ¿Quién diablos sería aquel Gilliam Douglas, aparte de ser un tipo nacido en el lado equivocado de la frontera con Inglaterra?
– Creo que no hay nada que añadir -dijo Laursen, levantando la taza de menta con dos dedazos-. Nuestros compañeros de Escocia han hecho lo que ha estado en su mano para preservar el papel y hacer visible el texto mediante diversos tratamientos lumínicos y químicos. Han encontrado restos insignificantes de tinta, pero por lo visto no han tomado ninguna decisión respecto a la procedencia del papel. De hecho, han dejado para nosotros el grueso de la investigación. ¿Lo han analizado en la Policía Científica, en Vanløse?
– Bueno, yo no sabía que las investigaciones periciales estuvieran sin terminar -dijo Carl de mala gana. Así que era por su culpa.
– Lo pone aquí.
Laursen señaló la última línea del informe.
¿Por qué diablos no lo habían visto? ¡Mierda!
– Ya me lo dijo Rose, entonces. Pero ella no creía que fuera necesario saber de dónde venía el papel -argumentó Assad.
– Bueno, pues en eso estaba sin duda muy equivocada. Déjame ver un poco.
Laursen se levantó y metió las yemas de los dedos en el bolsillo del pantalón. No era cosa fácil con aquellos muslos bien entrenados embutidos en unos vaqueros tan estrechos.
Carl había visto muchas veces la clase de lupa que sacó. Un cuadradito que se desplegaba para poder apoyarlo en el objeto a observar. Parecía la parte inferior de un pequeño microscopio. Una herramienta corriente para coleccionistas de sellos y demás chiflados, pero que en la versión profesional, con las mejores lentes Zeiss, era algo del todo necesario para un perito como Laursen.
Colocó la lupa sobre el documento y gruñó un poco para sí mientras recorría las líneas con la lente. De manera sistemática, de lado a lado, línea a línea.
– ¿Ves más letras con ese trasto de cristal? -preguntó Assad.
Laursen sacudió la cabeza, pero no dijo nada.
Cuando iba por la mitad del mensaje, Carl comenzó a sentir el cosquilleo de las ganas de fumar.
– Tengo que salir a hacer un recado, ¿vale? -informó.
Apenas reaccionaron.
Se sentó junto a una de las mesas del pasillo y se quedó mirando toda aquella maquinaria inactiva. Escáneres, fotocopiadoras y esas cosas. Era de lo más irritante. La próxima vez debía dejar que Rose terminara su trabajo y que no se marchara dejando las cosas a medio hacer. Mal liderazgo.
Fue en aquel triste momento de autocrítica cuando oyó unos ruidos sordos procedentes de las escaleras, algo parecido a una pelota de baloncesto rodando escalera abajo a cámara lenta, seguido de un ruido como de una carretilla con las ruedas deshinchadas. La persona que se le acercó parecía una abuela bien pertrechada de botellas desembarcando de los transbordadores de Suecia. Tanto los toscos zapatos de tacón como la falda escocesa plisada, tan llamativa como el carro de la compra que arrastraba tras de sí, parecían más de los años cincuenta que los mismos años cincuenta. Y por detrás de aquel mamarracho apareció el clon del rostro de Rose con la permanente rubio platino más encantadora que pudiera imaginarse. Era como estar en una película de Doris Day y no saber encontrar la salida de emergencia.
Cuando sucede algo así y el cigarrillo no tiene filtro, uno se quema.
– ¡Mierda puta! -gritó, y arrojó la colilla a los pies de la pintoresca figura.
– Yrsa Knudsen -se presentó, extendiendo un par de dedos alargados con las uñas pintadas de rojo intenso.
Carl jamás hubiera creído que dos gemelas pudieran parecerse tanto y aun así ser tan diferentes, siendo ramas del mismo tronco.
Carl se había propuesto llevar la iniciativa desde el primer instante, pero se oyó respondiendo, cuando ella le preguntó dónde estaba su despacho, que lo encontraría al otro lado de los papeles que ondeaban en aquella pared. Se le olvidó lo que debía haber dicho. O sea, quién era y qué cargo tenía, seguido de una serie de advertencias, entre ellas que lo que las dos hermanas estaban haciendo era absolutamente antirreglamentario y debían ponerle fin lo antes posible.
– Supongo que me llamarás para darme indicaciones en cuanto me haya instalado. ¿Qué tal dentro de una hora? -Fue la despedida de ella.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Assad cuando Carl volvió a entrar en el despacho.
Carl le dirigió una mirada torva.
– ¿Que qué era? Pues era un problema. ¡Tu problema! Dentro de una hora pon a Yrsa al corriente de los casos. ¿Entendido?
– ¿Era Yrsa la que acaba de pasar?
Carl cerró los ojos como señal de confirmación.
– ¿Lo has entendido? Dale las instrucciones necesarias.
Después se volvió hacia Laursen, que casi había terminado de inspeccionar el documento.
– ¿Encuentras algo, Laursen?
El perito reconvertido en hamburguesero asintió en silencio y señaló con el dedo algo casi invisible que había depositado sobre un pedacito de plástico.
Carl miró los objetos de cerca. Pues sí, había efectivamente una astilla del grosor de un pelo, y al lado algo redondo, delgado y plano, y además casi transparente.
– Eso es una astilla de madera -hizo saber Laursen, señalándola con el dedo-. Creo que es parte del útil de escritura con que se escribió el mensaje, porque estaba en la misma dirección que el trazo correspondiente y bien hundida en el papel. Lo otro es una escama de pez.
Se irguió de su incómoda postura e hizo varios movimientos rotatorios con los hombros.
– Vamos a aclarar el misterio, Carl. Pero hay que mandarlo a Vanløse, ¿vale? Me extrañaría que no pudieran averiguar la clase de madera con relativa rapidez, pero para identificar el tipo de pescado, partiendo de escamas, deben examinarlas expertos marítimos.
– Todo esto es muy interesante para seguir -dijo Assad-. Tenemos un compañero muy diestro, Carl.
«¿Diestro?» ¿Había dicho eso?
Carl se rascó la mejilla.
– ¿Qué más puedes decir sobre esto, Laursen? ¿Hay algo más?
– Sí, no puedo ver si el que lo ha escrito era zurdo o diestro, no suele ocurrir cuando el papel es tan poroso. Casi siempre suele verse por cómo suben las letras. Por eso, debemos concluir que el mensaje se ha escrito en circunstancias difíciles. Puede que sobre una mala base, o puede que con las manos atadas. Puede que sea sin más una persona no acostumbrada a escribir. Pero apostaría a que el papel se ha utilizado para envolver pescado. Por lo que veo, hay restos de mucosidad, seguramente mucosidad de pescado. Porque ahora sabemos que la botella estaba herméticamente cerrada, así que los restos de pescado no entraron mientras flotaba en el agua. En cuanto a estas sombras del papel, no estoy seguro. Puede que no sea nada, es posible que el papel estuviera manchado, pero lo más probable es que las manchas se deban al tiempo que ha pasado en la botella.
– ¡Interesante! Y, por lo demás, ¿qué te parece el mensaje en sí? ¿Vale la pena seguir insistiendo, o es solo una gamberrada?
– ¡Una gamberrada! -Laursen levantó el labio superior y dejó al descubierto dos paletas ligeramente cruzadas. Aquello no significaba que fuera a reírse, sino más bien que había que escucharle-. Las depresiones que veo en ese papel muestran una escritura temblorosa. La punta de la astilla que ves ahí ha abierto un surco delgado y profundo hasta que se ha roto. En algunos sitios se ve tan claro que parece el surco de un disco de vinilo.
Sacudió la cabeza.
– No, Carl, me parece que no es una gamberrada. Parece estar escrito por alguien a quien le temblaba la mano. Tal vez debido a su situación, pero también puede que la persona estuviera aterrorizada. A primera vista, yo diría que esto es algo serio. Claro que nunca se sabe.
Entonces intervino Assad.
– Cuando ves tan de cerca las letras y los surcos, ¿puedes ver más letras, entonces?
– Sí, un par, pero solo hasta donde se rompe la punta del útil de escritura.
Assad le pasó una copia del enorme mensaje de la pared.
– ¿Podrías escribir aquí las letras que crees que faltan? -solicitó.
Laursen asintió en silencio y volvió a colocar la lupa sobre el mensaje original. Después de escrutar un rato las primeras líneas, dijo:
– Bueno, es lo que me parece, pero no pondría la mano en el fuego.
Después añadió cifras y letras, de modo que las primeras líneas del mensaje decían:
SOCORRO
.l.6.e fev.ero de 1996…s…que.traron… l.evar.n d. l. pa.ada… a.tov.s de. autropv… en Bal… u. -.l. ombr… d. 1,8… b… pelo.or.o
Estuvieron un rato observando el resultado hasta que Carl rompió el silencio.
– ¡1996! O sea que la botella pasó seis años en el mar hasta que la rescataron.
Laursen asintió con la cabeza.
– Sí. Estoy bastante seguro respecto al año, aunque los nueves estaban escritos al revés.
– Así que esa es la causa de que tus colegas escoceses no pudieran descifrarlo.
Laursen se alzó de hombros. Lo más seguro es que fuera así.
Assad, junto a él, tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué pasa, Assad? -inquirió.
– Es, o sea, lo que pensaba yo. Vaya mierda -dijo, señalando varias palabras.
Carl observó el mensaje con detenimiento.
– Si no desciframos más letras del final del mensaje, va a ser muy, muy difícil -continuó Assad.
Carl cayó en la cuenta de lo que quería decir Assad. De todas las personas del mundo, había sido el primero en darse cuenta del problema. Un hombre que llevaba unos pocos años en el país. Era sencillamente increíble.
Tenía que poner «febrero», «secuestraron», «parada de autobús».
La persona que había redactado el mensaje de la botella no sabía escribir.
Capítulo 11
No se percibía actividad alguna en el despacho de Rose, cosa que era muy buena señal. Si Yrsa seguía comportándose así iba a mandarla a casa antes de tres días y Rose tendría que volver.
Es que les hacía falta el dinero, había dicho Yrsa.
Como en los archivos no había ninguna información sobre un secuestro en febrero de 1996, Carl sacó la carpeta de los casos de incendios y telefoneó al comisario Antonsen, de Rødovre. Prefería hablar con una rata curtida en el campo que con una rata de despacho como Yding. La razón por la que aquel insustancial no había escrito nada en el viejo informe policial acerca de la situación económica de la empresa que ardió en Rødovre se le escapaba. En opinión de Carl, aquello era negligencia en el cumplimiento del deber. Además, la compañía de gas había declarado que la casa tenía cortado el suministro, así que ¿qué hizo que la explosión fuera tan violenta? Mientras flotaran en el aire preguntas como aquella, existía la posibilidad de que el puto incendio que investigaban fuera provocado, y en ese caso no podía dejarse NADA al azar.
– Vayaaa -dijo Antonsen cuando le pasaron la llamada de Carl-. O sea que tengo el honor de hablar con Carl Mørck, especialista en desempolvar casos antiguos.
Rio ahogadamente.
– ¿Has resuelto el asesinato del Hombre de Grauballe?
– Claro, y el de Erik V -repuso Carl-. Y pronto habremos resuelto uno de vuestros antiguos casos, creo.
Antonsen soltó una carcajada.
– Sí, ya sé a qué te refieres, hablé ayer con Marcus Jacobsen -le dijo-. Me parece que quieres saber algo sobre el incendio que hubo aquí en 1995. ¿No has leído el informe?
Carl reprimió un par de juramentos, que seguro que el curtido de Antonsen habría sabido corresponder con finura.
– Sí. Y ese informe es una auténtica chapuza. ¿Lo hizo uno de los tuyos?
– Tonterías, Carl. Yding hizo un trabajo concienzudo. ¿Qué necesitas saber?
– Información sobre la empresa que ardió en el incendio, cuestión a la que esa supuesta concienzuda investigación no hace el menor caso.
– Sí, ya pensaba que sería algo así. Pero tenemos algo en alguna parte. Un par de años más tarde se hizo una auditoría de la empresa que concluyó con una denuncia policial. No obstante, la cosa quedó en nada, aunque gracias a ello supimos más acerca de la empresa. ¿Te la mando por fax o tengo que acercarme de rodillas al trono y depositarla allí?
Carl soltó una carcajada. Raras veces encontrabas a alguien que pudiera devolver tus insultos con tal eficacia y suavidad.
– No, ya voy yo para allá, Anton. Tú haz café.
– Vaya… -concluyó Antonsen, y colgó; nada de «hasta ahora».
Carl se quedó un rato con la vista fija en la pantalla plana en la que aparecía el bucle interminable del canal de noticias sobre la absurda muerte a tiros de Mustafá Hsownay, otra víctima inocente de la guerra entre bandas. Parece ser que la Policía había dado permiso para que el cortejo fúnebre atravesara las calles de Copenhague. Aquello provocaría, sin duda, que a más de uno se le atragantaran las fresas con nata con los colores nacionales.
De pronto se oyó un gruñido procedente de la puerta.
– ¿No vais a darme algo que hacer?
Carl se sobresaltó. Abajo, en el sótano, la gente no solía moverse en silencio. Pero aquella tal Yrsa podía desplazarse furtivamente en un momento, y al siguiente hacer el mismo ruido que un antílope desbocado, cosa que a él le ponía de los nervios.
Yrsa agitó la mano en el aire como buscando algo.
– Uf, una mosca, cómo las odio. Son asquerosas.
Carl siguió al bicho con la vista. A saber dónde había estado aquella mosca por última vez. Agarró un expediente de la mesa. Por sus huevos que la iba a chafar.
– Ya me he instalado. ¿Quieres verlo? -preguntó Yrsa con una voz cuyo parecido con la de Rose era sorprendente.
¿Que a ver si quería ver cómo se había instalado? Nada más lejos de su intención.
Dejó la mosca en paz y se volvió hacia ella.
– Dices que quieres algo a lo que hincar el diente. Bien. Al fin y al cabo, para eso estás aquí. Pues entonces puedes empezar llamando al Registro Mercantil para pedirles la contabilidad de los últimos cinco años de K. Frandsen Mayorista, Public Consult y Herrajes JPP, S. A., e investiga los descubiertos y sus créditos a corto plazo. ¿Vale?
Escribió los tres nombres en un papel.
Ella lo miró como si hubiera soltado una obscenidad.
– No, prefiero no hacerlo, si es posible -se disculpó.
Aquello no presagiaba nada bueno.
– ¿Y por qué no?
– Porque es muchísimo más fácil buscarlo en la intranet. ¿Para qué estar colgada del teléfono… cuando quedan veinte minutos para que cierren?
Carl trató de no prestar atención al modo en que su ego desapareció entre los plisados de la falda de ella. Tal vez debiera darle una oportunidad.
– Carl, ven a ver esto -dijo Assad desde la puerta, haciéndose a un lado para que Yrsa pudiera pasar. Después continuó, mientras extendía a Carl la copia del mensaje en la botella-. Llevo mucho tiempo, o sea, mirando esto. ¿Qué te parece? He empezado convencido de que ponía Ballerup en la tercera línea, y he mirado en el callejero todas las calles de Ballerup y me he dado cuenta de que la única que podía encajar en la palabra anterior a «en» era Lautrupvang, aunque él ha escrito Lautrop, con o; claro que tampoco sabía escribir muy bien.
Por un instante, su mirada se fijó en la mosca que giraba en el aire, frenética. Después miró a Carl.
– ¿Tú qué dices, Carl? ¿No crees que puede ser así? -aventuró, señalando la parte correspondiente del texto. Ahora ponía:
SOCORRO
El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvangen Ballerup – El hombre mide 1,8… b… pelo.or.o
Carl hizo un gesto afirmativo. Parecía bastante probable, desde luego. De ser así, había que sumergirse en los archivos a toda pastilla.
– Asientes. O sea que crees que es eso. ¡Huy, qué bien, Carl! -exclamó Assad, inclinándose sobre la mesa para darle un beso en la coronilla.
Carl empujó la silla hacia atrás con mirada hostil. Los pasteles almibarados y el té dulcísimo podían pasar. Pero los arrebatos pasionales propios de Oriente estaban de más.
– Sabemos, entonces, que es el 16 o el 26 de febrero de 1996 -continuó Assad, concentrado-. También sabemos dónde, y sabemos además, o sea, que el secuestrador es un hombre que mide por lo menos un metro ochenta. Así que solo nos faltan las últimas palabras de la línea, que tienen que ver con su pelo.
– Sí, Assad. Y también la pequeña menudencia de los dos tercios del resto del mensaje -le recordó Carl.
Pero lo cierto es que la interpretación parecía bastante probable.
Carl cogió el papel, se levantó y salió al pasillo para mirar la ampliación del mensaje. Si esperaba que en aquel momento Yrsa estuviera metida de lleno en la inspección de la contabilidad de las empresas incendiadas, se equivocaba. Qué va, estaba en medio del pasillo, insensible por completo al mundo que la rodeaba, absorta en el contenido del mensaje en la botella.
– Deja, Yrsa, ya nos ocupamos nosotros de eso -propuso, pero Yrsa no se movió.
Como sabía que el comportamiento entre hermanas podía ser contagioso, se encogió de hombros y la dejó en paz. En algún momento le dolería el cuello de tanto estar en aquella postura.
Carl y Assad se colocaron junto a ella. Si se examinaba atentamente la propuesta de texto de Assad y se comparaba con lo que colgaba de la pared sin tantas letras, aparecían propuestas veladas pero creíbles para las siguientes letras, cosa que antes era imposible de apreciar.
Sí, de hecho la propuesta de Assad parecía enteramente plausible.
– Pues así debe de ser. No parece ninguna tontería -admitió, y después puso a Assad a investigar si, en efecto, se había denunciado un crimen que de alguna manera pudiera guardar relación con un secuestro en Lautrupvang, Ballerup, en 1996.
Lo más seguro era que el trabajo estuviera hecho cuando Carl volviera de Rødovre.
Antonsen se encontraba en su pequeño despacho, recargado ambiente de tufo de pipa y puritos de lo más políticamente incorrecto. Nadie lo había visto fumar nunca, pero fumaba. Corría el rumor de que se quedaba trabajando hasta que el personal de oficina se marchaba a casa para poder dar un par de caladas en paz. Hacía años que su mujer proclamó que ya no fumaba. Pero vamos, que eso era lo que ella creía.
– Aquí tienes la auditoría de la empresa de Damhusdalen -dijo Antonsen tendiéndole una carpeta de plástico-. Como puedes ver en la primera página, se trata de una empresa de importación-exportación cuyos socios están empadronados en la antigua Yugoslavia. Así que a la empresa no le habrá sido fácil efectuar el proceso de reconversión cuando estalló la guerra de los Balcanes y todo se vino abajo.
»Hoy en día Amundsen & Mujagic, S. A. es una compañía bastante floreciente, pero cuando todo ardió su situación económica era desastrosa. En aquella ocasión no había nada que nos hiciera pensar que la empresa era sospechosa, y de momento seguimos creyendo que no lo es. Pero si tienes algo que decir al respecto, adelante, hombre.
– Amundsen & Mujagic, S. A. Mujagic es un nombre yugoslavo, ¿verdad? -preguntó Carl.
– Yugoslavo, croata, serbio, qué más da. A día de hoy no creo que quede ni un Amundsen ni un Mujagic en la empresa, pero puedes investigarlo si quieres.
– Por favor… -Carl se balanceó en el asiento y miró a su antiguo compañero.
Antonsen era un buen policía. Era unos años mayor que Carl y siempre había estado un par de niveles por encima en el escalafón, pero aun así habían coincidido en varios casos, y ambos sabían que eran lobos de la misma camada.
Nadie, absolutamente nadie, iba a vanagloriarse a costa de ninguno de los dos. Tampoco se podía acudir a ellos con chorradas, palmaditas en el hombro o habladurías de pasillo. Si había alguien en el cuerpo que estuviera incapacitado para la actividad diplomática, la politiquería o el meter mano en las arcas públicas, esos eran ellos. Por eso no había llegado Antonsen a director de la Policía, ni Carl a ninguna parte. Así era y así debía ser.
Solo había un asunto entre ellos que carcomía a Carl en aquel momento: el puñetero incendio. Porque, al igual que ahora, también entonces estaba Antonsen al frente de la barraca.
– A mí -siguió Carl- me parece que la clave para resolver los incendios de Copenhague de los últimos días puede encontrarse en el incendio de Rødovre. Aquí se encontró un cadáver con marcas visibles en el dedo meñique, marcas que apuntan a que la víctima había llevado un anillo puesto durante muchos años. Exactamente la misma singularidad de los cadáveres de los últimos incendios. Así que te pregunto, Anton: ¿puedes asegurarme que el caso fue debidamente investigado en su momento? Te lo pregunto tal cual, tú me respondes y lo dejo ahí, pero he de saberlo. ¿Has tenido que ver con esa empresa? ¿Hay algo que de alguna manera te vincule o te haya vinculado a Amundsen & Mujagic, S. A. para que en su día llevaras el caso de aquella manera y con aquella gente?
– ¿Me estás acusando de algo ilegal, Carl Mørck? -Torció el gesto. La jovialidad desapareció.
– No. Pero no logro entender por qué aquella vez no averiguasteis sin sombra de duda cuál fue la razón del incendio ni identificasteis el cadáver.
– O sea, que me acusas de algo así como obstruir mi propio trabajo, ¿no?
Carl lo miró a los ojos.
– Eso hago. ¿Es verdad? Porque en ese caso sé a qué atenerme.
Antonsen tendió a Carl una Tuborg, y este la sostuvo en la mano hasta que finalizó la conversación. Antonsen tomó un buen trago de la suya.
El viejo zorro se secó las comisuras de los labios y sacó hacia delante el labio inferior.
– El caso no nos alarmó, Carl, esa es la verdad. Un incendio en un tejado y un mendigo, no parecía que hubiera más. Y a decir verdad no lo controlé demasiado. Pero no por lo que imaginas.
– ¿Por qué, entonces?
– Porque Lola por aquella época estaba follando con uno de los de comisaría, y yo ahogaba mis penas en el alcohol.
– ¿Lola?
– Sí, joder. Pero escucha: mi mujer y yo hemos superado todo eso. Ahora todo es como debe ser. Pero sí, sí que podría haber seguido mejor ese caso, no me importa admitirlo.
– Vale, de acuerdo, Anton. Te creo, lo dejaremos ahí.
Se levantó y miró la pipa de Antonsen, que parecía un velero varado en el desierto. Dentro de poco volvería a navegar. En horas de oficina o fuera de ellas.
– Oye, Carl -dijo Antonsen cuando Carl pasaba por el vano de la puerta-, otra cosa. Te acuerdas de que el verano pasado, cuando tuvimos aquel asesinato en el rascacielos de Rødovre, te dije que si no recibíais bien al agente Samir Ghazi en Jefatura me iba a encargar de daros unos azotes en cierta parte. Y ahora me entero de que Samir ha pedido volver aquí…
Llegado a ese punto, cogió la pipa y la frotó un poco.
– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Sabes algo? A mí no me dice nada, pero, que yo sepa, Jacobsen estaba contento con él.
– ¿Samir? No, no sé nada. Apenas lo conozco.
– Vaya. Pues puedo decirte que tampoco lo entienden en el Departamento A, pero he oído que podría tener algo que ver con alguno de tu departamento. ¿Sabes algo de eso?
Carl se quedó pensando. ¿Por qué habría de tener algo que ver con Assad? Al fin y al cabo, se había mantenido alejado de él desde el primer día.
Esta vez fue Carl quien sacó hacia delante el labio inferior. ¿Por qué había actuado así Assad?
– Voy a preguntar, pero no lo sé. Puede que Samir quiera volver con el mejor jefe del mundo, ¿no crees? -sugirió, haciendo un breve guiño a Antonsen-. Saluda a Lola de mi parte.
Encontró a Yrsa en el mismo lugar donde la había dejado: en medio del pasillo del sótano, delante de la enorme ampliación hecha por Rose del mensaje de la botella. Estaba allí plantada, con mirada pensativa y una pierna recogida bajo el vestido como un flamenco, casi en trance. Aparte de la ropa, era igual que Rose. Muy, muy inquietante.
– ¿Has terminado con las contabilidades del Registro Mercantil? -preguntó.
Ella lo miró abstraída mientras se daba golpecitos en la frente con un lápiz. A saber si había reparado en su presencia.
Carl aspiró hasta el fondo de sus pulmones y volvió a espetarle la pregunta a la cara. La pobre se sobresaltó, pero esa fue a grandes rasgos su única reacción.
Cuando iba a dar la vuelta sacudiendo la cabeza sin saber qué diablos hacer con aquellas hermanas tan singulares, ella respondió con sosiego y marcando bien cada palabra.
– Se me dan bien el Scrabble y los crucigramas, jeroglíficos, tests de inteligencia y sudokus, y también se me da bien escribir versos y canciones para confirmaciones, bodas de oro y plata, bautizos y aniversarios. Pero esto no es tan fácil.
Se volvió hacia Carl.
– ¿Qué te parece si me dejas en paz un rato más para que tenga la tranquilidad necesaria para pensar en este odioso mensaje?
¿Qué te parece? La tía llevaba plantada allí el tiempo necesario para ir en coche hasta Rødovre y volver, y aún más, ¿y quería que la dejara en paz? Hablando en plata, ya podía volver a meter sus cachivaches en aquella horrible bolsa de la compra y largarse con sus trapos escoceses con gaita y todo a Vanløse, o donde diablos viviera.
– Querida Yrsa -se esforzó Carl-. O me entregas esa ridícula contabilidad antes de veintisiete minutos con anotaciones de dónde tengo que buscar, o tendré que pedir amablemente a Lis, la del segundo piso, que te prepare de inmediato un cheque por unas cuatro horas de trabajo del todo innecesario. Y ve olvidándote de la jubilación, ¿entendido?
– Joder, bueno, perdona que jure, pero ¡vaya parrafada! -Lució una amplia sonrisa-. Por cierto, ¿ya te he dicho lo bien que te sienta esa camisa? Brad Pitt tiene una igual.
Carl se miró la horripilancia a cuadros que compró en el supermercado. De pronto tuvo una extraña sensación de estar de sobra allí, en el sótano.
Se retiró hacia el denominado despacho de Assad y encontró a su ayudante sentado con las piernas sobre el cajón superior del escritorio y el teléfono pegado a la barba negro-azulada de tres días. Tenía ante sí diez bolígrafos que con seguridad faltaban en los dominios de Carl, y, bajo ellos, papeles con nombres y números y tiras de caracteres árabes. Hablaba lenta y claramente, y cosa asombrosa, sin faltas. Su cuerpo irradiaba autoridad y sosiego, y su mano sujetaba con firmeza la tacita en miniatura con su aromático café turco. Sin saber nada más, cualquiera lo habría tomado por un agente de viajes de Ankara que acababa de fletar un jumbo para treinta y cinco jeques petroleros.
Se volvió hacia Carl y le dirigió una sonrisa fingida.
Por lo visto, también él necesitaba paz y tranquilidad.
Era una auténtica epidemia.
Tal vez debiera aprovechar la ocasión para echar una siesta preventiva en la silla del despacho. Así, mientras tanto, podría ver en el interior de sus párpados una película sobre un incendio en Rødovre y esperar que el caso se resolviera en cuanto volviera a abrir los ojos.
Acababa de sentarse y de levantar las piernas cuando aquel atractivo plan para prolongar la vida se vio interrumpido por la voz de Laursen.
– ¿Queda algo de la botella, Carl? -inquirió.
Carl parpadeó.
– ¿De la botella? -Se fijó en el delantal lleno de lamparones de Laursen y bajó las piernas-. Sí, si puede llamarse «algo» a tropecientos fragmentos del tamaño de un pene de hormiga, entonces lo tengo aquí guardado en una bolsa de plástico.
Sacó la bolsa transparente y la puso a la altura de los ojos de Laursen.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó.
Laursen asintió en silencio y señaló un fragmento algo mayor que los demás que había en el fondo de la bolsa.
– Acabo de hablar con Gilliam Douglas, el perito de Escocia, y me ha recomendado que busque el mayor pedazo del culo de la botella y que haga un análisis de ADN de la sangre que haya. Es ese pedazo. Se ve la sangre.
Carl estuvo a punto de pedirle prestada la lupa, pero lo veía bien. No había mucha sangre, y parecía completamente reseca.
– ¿No lo han analizado ellos o qué?
– No; dice que solo se ocuparon del mensaje en sí. Pero dice también que no esperemos demasiado.
– ¿Y eso…?
– Es que hay poca muestra para analizar y seguramente ha pasado mucho tiempo. Además, las condiciones de la botella y la permanencia en agua salada pueden haber dañado el genoma que había. O el calor, el frío y puede que un poco de salitre. La luz cambiante. Todo parece indicar que no queda rastro de ADN.
– ¿El ADN se transforma mientras se descompone?
– No, no se transforma. Se descompone, sin más. Y con todos los factores desfavorables que hay, no hace falta más.
Carl observó la manchita del pedazo de vidrio.
– Y si encuentran algo de ADN útil, ¿qué? ¿Qué conseguiríamos así? No tenemos que identificar ningún cadáver, puesto que no hay tal. Tampoco tenemos que comparar el material genético con familiares, porque ¿quiénes son? No tenemos ni idea de quién ha escrito el mensaje, así que ¿para qué?
– Tal vez pudiera concretarse el color de piel, de ojos y de pelo. ¿No es algo?
Carl asintió en silencio. Claro que había que probarlo. La gente del departamento de Genética Forense del Instituto Forense era algo fantástico, ya lo sabía. Él mismo había asistido a una conferencia del subdirector del departamento. Si alguien podía precisar si la víctima era un groenlandés pelirrojo de Thule, cojo y ceceante, eran ellos.
– Llévatelo, adelante -dijo Carl. Después dio a Laursen una palmada en el hombro-. Un día de estos tengo que subir a tomar un entrecot.
Laursen sonrió.
– Pues tendrás que traerlo de casa.
Capítulo 12
Su nombre de pila era Lisa, pero se hacía llamar Rakel. Vivió siete años con un hombre que no la dejaba embarazada. Semanas y meses infecundos pasados en cabañas de adobe, primero en Zimbawe y después en Liberia. Clases llenas de escolares con sonrisas de marfil enmarcadas en sus infantiles rostros morenos, pero también cientos de horas interminables negociando con los representantes locales del NDPL y, al final, con los guerrilleros de Charles Taylor. De suplicar ayuda para la paz. No corrían tiempos para los que hubiera podido estar preparada una maestra recién salida de una escuela privada de Magisterio. Eran demasiadas las trampas y las aviesas intenciones; pero así podía ser también África.
Cuando la violó un grupo de soldados del NPFL que pasaban casualmente por allí, su novio no quiso intervenir. Dejó que se las arreglara sola.
Por eso habían terminado.
Esa misma noche se postró en la terraza sobre sus rodillas magulladas, estrujando sus manos llenas de sangre, y por primera vez en su vida impía notó que llegaba el Reino de los Cielos.
– Perdóname, y no permitas que esto tenga consecuencias -rogó bajo la inmensidad de la noche africana-. No permitas que tenga consecuencias, y haz que encuentre una nueva vida. Una vida en paz con un hombre bueno y con muchos niños. Te lo ruego, Dios mío.
A la mañana siguiente empezó a sangrar del útero mientras hacía la maleta, y supo que Dios la había escuchado. Sus pecados estaban perdonados.
Fue la gente de una comunidad recién fundada en la ciudad de Danané, en la vecina Costa de Marfil, quien acudió en su auxilio. Aparecieron de repente en la carretera A-701, y sus rostros amables le ofrecieron cobijo después de haber caminado entre refugiados por la carretera que llevaba a Baobli, y después más allá de la frontera. Eran gentes que habían conocido grandes desdichas y sabían que las heridas necesitan tiempo para curar. A partir de aquel momento la vida adquirió un nuevo sentido para ella. Dios la había escuchado, y le había mostrado en qué dirección debía encauzar su vida.
Al año siguiente estaba de vuelta en Dinamarca. Purificada del Diablo y de todas sus obras, y preparada para encontrar al hombre que la fecundara.
Se llamaba Jens, pero a partir de entonces se llamó Joshua. El cuerpo de Rakel era de lo más tentador para un hombre que había vivido solo en el establecimiento de maquinaria agrícola que heredó de sus padres, y Jens encontró los caminos del Señor entre las piernas de su mujer.
La comunidad de la zona de Viborg pronto se amplió con dos discípulos, y diez meses más tarde Rakel dio a luz su primer hijo.
A partir de entonces, la Madre de Dios le otorgó nueva vida y fue clemente con ella. Josef, de dieciocho años; Samuel, de dieciséis; Miriam, de catorce; Magdalena, de doce, y Sarah, de diez, fueron el resultado. A intervalos regulares de vientitrés meses.
Sí, la verdad es que la Madre de Dios cuidaba de los suyos.
Había coincidido varias veces en la Iglesia Madre con el hombre que acababa de llegar, y él siempre la miraba a ella y a sus hijos con expresión amable cuando se abandonaban a sus cánticos de alabanza. De su boca solo brotaban palabras dichosas. Parecía sincero, cordial y serio. Un hombre bastante guapo, que seguro que atraería a una buena mujer a la comunidad.
Aquello saldría bien, pensaron en la comunidad. Joshua lo llamaba un hombre valiente.
Cuando aquella noche el hombre acudió por cuarta vez a la iglesia, Rakel tuvo la certeza de que sería para quedarse. Le ofrecieron una habitación en la granja, pero declinó la oferta, agradecido, y les explicó que ya tenía dónde pasar la noche, y además estaba atareado buscando una casa donde quedarse a vivir. Pero iba a estar unos días por los alrededores y con mucho gusto los visitaría, si pasaba por allí.
Así que tenía pensado comprarse una casa, y eso era algo de lo que sin duda se hablaba en la comunidad, sobre todo las mujeres. El joven tenía manos fuertes y una buena furgoneta, y podría ser muy útil para sus compañeros de la comunidad. Parecía un hombre de éxito, y además vestía bien y era cortés. Tal vez un futuro sacerdote. Tal vez un misionero.
Le mostrarían una hospitalidad especial.
No habían pasado veinticuatro horas y allí estaba llamando a su puerta. Era un mal momento, por desgracia, porque Rakel no se encontraba bien, sentía palpitaciones en las sienes como preludio de la menstruación. Lo único que deseaba era que sus hijos estuvieran en sus cuartos y Joshua se ocupara de sus cosas.
Pero Joshua abrió la puerta de entrada y llevó al visitante hasta la mesa de roble de la cocina.
– Piensa que a lo mejor no tenemos tantas oportunidades -susurró, y pidió a su mujer que se levantara del sofá-. Solo un cuarto de hora, Rakel; después podrás tumbarte.
Pensando en la comunidad y en lo bien que le vendría la incorporación de sangre joven, se levantó con la mano en el vientre y entró en la cocina, convencida de que la Madre de Dios había escogido cuidadosamente aquel instante para ponerla a prueba. Debía pensar que el dolor no era más que una caricia de la mano del Señor. Que la náusea no era más que la arena ardiente del desierto. Ella era una discípula y nada físico iba a interponerse ante ese hecho.
De eso era de lo que se trataba.
Y por eso avanzó al encuentro de él con una sonrisa en su rostro pálido y le rogó que se sentara y aceptara los regalos del Señor.
Había estado en Levring y Elsborg para ver pequeñas propiedades rurales, les dijo el joven tras el vaho de la taza de café, y pasado mañana o el lunes iría a Ravnstrup y Resen, donde también había un par de casas interesantes.
– ¡Santo Cristo! -exclamó Joshua dirigiendo a su mujer una mirada de disculpa, porque a ella no le gustaba nada que tomara en vano el nombre del hijo de la Madre de Dios. Después continuó-. ¿En Resen? No estará por casualidad camino de la plantación de Sjørup. Es la casa de Theodor Bondesen, ¿verdad? En ese caso, me encargaré de que pagues un precio justo. Lleva vacía por lo menos ocho meses. ¿Qué digo? Más.
Un extraño espasmo cruzó el rostro del hombre. Joshua no lo advirtió, claro, pero su mujer sí. Era un espasmo que no debería haberse producido.
– ¿Camino de Sjørup? -inquirió el hombre, mientras su mirada vagaba por la estancia, en busca de un apoyo-. No lo sé. Pero podré decírtelo el lunes, cuando haya visto la casa.
Entonces sonrió.
– ¿Dónde tenéis a los hijos? ¿Haciendo los deberes?
Rakel asintió con la cabeza. El hombre no parecía muy comunicativo. ¿Se habría hecho una idea equivocada de él?
– ¿Dónde vives ahora? -lo apremió-. ¿En Viborg, en la ciudad?
– Sí, un antiguo colega vive en el centro. Trabajamos juntos hace unos años. Ahora tiene una pensión de invalidez.
– Vaya. ¿Otro que se ha dejado la vida trabajando? -preguntó Rakel mientras captaba la mirada de él.
Esta vez el hombre le dirigió una mirada cálida. Le costó algo de tiempo, pero puede que fuera reservado, sin más. No tenía por qué ser un rasgo negativo.
– ¿Dejado la vida trabajando? No, no fue por eso. Ojalá hubiera sido por eso, si se me permite decirlo. No, mi amigo Charles perdió un brazo en un accidente de tráfico.
Mostró con el canto de la mano dónde tuvieron que amputárselo, y ella se sintió mal. Malos recuerdos. Él leyó la mirada de ella y bajó la suya.
– Sí, fue un accidente feo, pero se las arregla.
Entonces alzó de pronto la cabeza.
– ¡Por cierto! Pasado mañana hay un encuentro de kárate en Vinderup. Había pensado preguntarle a Samuel si quería acompañarme a verlo. Pero igual es demasiado pronto para su rodilla lesionada. ¿Qué tal está? ¿Se rompió algo al caer por la escalera?
Rakel sonrió y miró a su marido. Aquella era la clase de compasión y solicitud que preconizaba su iglesia. «Toma la mano del prójimo y acaríciala con suavidad», como decía su sacerdote siempre.
– No -respondió el marido-. Tiene la rodilla muy hinchada, pero dentro de pocas semanas estará como nuevo. Dices que en Vinderup, ¿eh? ¿Hay un encuentro? Vaya, vaya.
Se acarició la barbilla. Seguro que profundizaría en aquello al cabo de un rato.
– Pero podemos preguntarle a Samuel. ¿Qué te parece, Rakel?
Ella hizo un gesto afirmativo. Sí, si podían volver antes del descanso sería perfecto. Igual podría llevarse a todos los niños si querían, ¿no?
El rostro de él adquirió de pronto un aire de disculpa.
– Bueno, lo haría con sumo gusto, pero por desgracia solo podemos ir tres pasajeros en el asiento delantero de la furgoneta, y está prohibido llevar a nadie en la parte de atrás. Pero puedo llevarme a dos. Y a lo mejor los demás tienen más suerte la próxima vez. ¿Qué tal Magdalena? ¿No le gustaría el plan? Parece ser una chica despierta. Y está bastante unida a Samuel, ¿no?
Rakel sonrió, y su marido también. Había sido muy amable por su parte. Era casi como si en aquel momento se hubiera establecido entre ellos un contacto especial. Como si él supiera cuán cerca del corazón de ella habían estado siempre aquellos dos niños. Samuel y Magdalena. Entre sus cinco hijos, los que más se parecían a ella.
– Pues entonces, de acuerdo, ¿no, Joshua?
– De acuerdo, sí.
Joshua sonrió. Con tal de que las aguas bajaran tranquilas, era fácil de contentar.
Palmeó la mano que su huésped había extendido sobre la mesa. Estaba extrañamente fría.
– Estoy segura de que Samuel y Magdalena estarán también de acuerdo -exclamó-. ¿A qué hora tienen que estar preparados?
El hombre puso los labios en punta y calculó el tiempo del trayecto.
– Bueno, como el encuentro empieza a las once, ¿qué tal si aparezco a las diez?
Cuando se marchó, una paz divina se extendió por la casa. Después de tomar su café retiró las tazas de la mesa y las fregó con la mayor naturalidad. Les dedicó una sonrisa y les agradeció su hospitalidad. Finalmente se despidió.
El dolor de vientre seguía allí, pero la náusea había desaparecido.
Qué maravilloso era el amor al prójimo. Tal vez el más hermoso regalo de Dios a la humanidad.
Capítulo 13
– No me ha ido muy bien, Carl -advirtió Assad.
Carl no tenía ni idea de qué estaba hablando. Un reportaje de dos minutos en el canal de noticias sobre subvenciones medioambientales de miles de millones, y de pronto se encontró en lo más profundo del país de los sueños.
– ¿Qué es lo que no te ha ido bien? -se oyó decir desde muy lejos.
– He buscado por todas partes y puedo decir con toda seguridad que no se ha denunciado ningún intento de secuestro en ningún momento. No mientras ha existido algo que se llama Lautrupvang en Ballerup.
Carl se frotó los ojos. No, no le había ido bien, tenía razón Assad. Si es que el mensaje de la botella iba en serio, claro.
Assad estaba ante él con su gastado cuchillo patatero hundido en un tarro de plástico con caracteres árabes y lleno de una sustancia indeterminada. Después le mostró una sonrisa expectante, cortó un pedazo y se lo metió en la boca. Sobre su cabeza zumbaba alerta el viejo moscón de siempre.
Carl alzó la vista. Tal vez debiera emplear un poco de energía para aplastarla, pensó.
Giró la cabeza con indolencia en busca de un arma asesina apropiada y la encontró justo ante sí sobre la mesa. Un frasco desgastado de tippex, de un plástico duro contra el que no hay mosca que aguante el impacto.
Solo hay que apuntar como es debido, pensó durante un breve segundo, antes de arrojar con fuerza el frasco y observar que la tapa no estaba bien enroscada.
El ruido al estrellarse contra la pared hizo que Assad mirase desconcertado la masa blanca que se deslizaba sin prisa hacia el suelo.
El moscón había desaparecido.
– Es muy raro -murmuró Assad, sin dejar de masticar-. Antes estaba pensando, o sea, en mi cabeza, y creía que Lautrupvang era un sitio donde vivía gente, pero resulta que no hay más que oficinas e industria.
– ¿Y…? -preguntó Carl, mientras cavilaba a qué puñetas olía la masa de color beis de su tarro. ¿Era vainilla?
– Sí, despachos e industria, ya sabes -continuó Assad-. ¿Qué hacía allí el que dice que lo secuestraron?
– Trabajaría allí, ¿no? -propuso Carl.
En ese momento la expresión de Assad se deformó hasta convertirse en un gesto, cuanto menos, bastante escéptico.
– Nooo, Carl. No cuando escribía tan mal que no sabía escribir ni el nombre de su calle.
– Puede que no fuera su lengua materna. Te suena, ¿no?
Carl se volvió hacia su ordenador y tecleó el nombre de la calle.
– Mira, Assad: hay multitud de centros de trabajo y de enseñanza justo al lado, donde podría trabajar gente de origen extranjero o gente joven, sin ir más lejos.
Señaló una de las direcciones.
– Por ejemplo, la escuela de Lautrupgård. Un centro para niños con problemas sociales o emocionales. No, si al final van a ser travesuras de chicos. Verás, cuando descifremos el resto del mensaje tal vez descubramos que está redactado para acosar a un profesor o algo así.
– Descifrar por acá, acosar por allá, vaya palabras más raras usas, Carl. Entonces, ¿si fuera alguien que trabajaba en alguna de esas empresas? Hay muchas.
– Así es. Pero ¿no crees que en ese caso la empresa habría informado a la policía de la desaparición de un empleado? Entiendo lo que quieres decir, pero debemos recordar que nunca se ha denunciado nada de lo que sugiere el mensaje de la botella. Por cierto, ¿existe algún otro Lautrupvang en otro lugar del país?
Assad sacudió la cabeza.
– ¿Me dices que, o sea, no es un secuestro de verdad?
– Sí, algo parecido.
– Creo que te equivocas, Carl.
– Bueno. Pero escucha, Assad: si se tratara de un secuestro, ¿quién nos dice que la persona que secuestraron no fue liberada hace tiempo a cambio de un rescate? Podría ser, ¿no? Y luego puede haberse olvidado todo. En ese caso, no vamos a poder seguir con la investigación, ¿verdad? Puede que solo unos pocos iniciados supieran lo que ocurrió.
Assad lo miró un instante.
– Sí, Carl, desde luego que es algo que no sabemos, y jamás lo sabremos si sigues diciendo que no debemos seguir adelante con el caso.
Salió del despacho sin decir palabra, dejando el tarro pegajoso y el cuchillo sobre la mesa de Carl. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Era por lo de escribir mal y ser inmigrante? Assad era capaz de aguantar eso y mucho más. O ¿es que estaba tan colgado con el caso que no podía concentrarse en otra cosa?
Carl ladeó la cabeza y se quedó escuchando las voces de Yrsa y Assad en el pasillo. Quejas, quejas y más quejas, seguro.
Después se acordó de la pregunta de Antonsen y se levantó.
– ¿Puedo interrumpiros un momento, pareja de tortolitos?
Se acercó a donde estaban ellos, delante del mensaje gigante. Yrsa seguía allí desde que le había entregado la contabilidad de las empresas. Unas cuatro o cinco horas, y no había escrito ninguna anotación en el cuaderno, que había dejado caer al suelo.
– ¿Tortolitos…? Creo que tienes que dar un centrifugado a las ideas de tu cráneo antes de halar -reaccionó Yrsa, volviéndose de nuevo hacia el mural.
– ¡Assad, escucha! El comisario de la Policía de Rødovre ha recibido una solicitud de Samir Ghazi. Samir quiere volver a la comisaría de allí. ¿Sabes algo de eso?
Assad miró a Carl sin comprender, pero era evidente que estaba alerta.
– ¿Por qué había de saberlo?
– Has evitado a Samir, ¿verdad? A lo mejor no os llevabais bien y es por eso. ¿Estoy en lo cierto?
¿Pareció un sí es no es ofendido?
– No lo conozco, no lo conozco bien. Será que quiere volver a su antiguo puesto, entonces -se evadió, y después mostró una sonrisa demasiado amplia-. A lo mejor es que no tiene aguante.
– ¡No me digas! ¿Eso es lo que tengo que contarle a Antonsen?
Assad se alzó de hombros.
– Ya tengo otro par de palabras -informó Yrsa.
Agarró la escalera y la puso en su sitio con dificultad.
– Escribo con lápiz, para poder borrarlo después -dijo desde el penúltimo peldaño-. Bueno, así es como queda. No es más que una propuesta. Sobre todo a partir de «Tiene» invento un poco. Me da que tiene que ser «cicatriz», y en algo que está a la derecha. Además, quien lo escribió tenía problemas con la ortografía, pero creo que a veces eso es una ventaja.
Assad y Carl se miraron. ¿No se lo habían dicho?
– Por ejemplo, estoy casi segura de que ese «ame» tiene que ser «amenazado».
Volvió a observar su obra.
– Bueno, y también estoy segura de que ese «asul» tiene que ser «azul», con la letra al revés. Mirad cómo queda.
SOCORRO
El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B -… amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
P…
– ¿Qué os parece? -preguntó, todavía sin mirarlos.
Carl lo leyó un par de veces. Debía reconocer que parecía convincente. Aquello no era una serie de insultos a un profesor o compañero que le cayera gordo al remitente.
Pero aunque el grito de auxilio parecía auténtico, no era seguro que lo fuera. Tendría que enseñárselo a un experto. Si podía corroborar que era auténtico, entonces había un par de frases más inquietantes que las demás.
«Papá y mamá lo conocen», ponía. Una cosa así no se inventa. Y al final «nos matará».
Nada de «quizá».
– No sabemos dónde diablos tiene el secuestrador esa cicatriz, y eso me mosquea -añadió Yrsa con la mano en sus rizos dorados. Después continuó-. Hay demasiadas extremidades con cuatro letras. Y más aún si no sabes escribir bien. Pies, dedo, mano, codo. ¿No creéis que podemos suponer que la cicatriz está en alguna extremidad? Al menos yo no consigo pensar en nada de la cabeza o el tronco con cuatro letras. ¿Y vosotros?
– Bueno… -reconoció Carl tras cavilar un rato-, pelo, ceja, boca, nuca. Nariz y oreja tienen cinco. Pero tienes razón, aparte de esas no hay más palabras de cuatro letras que se refieran a partes de la cabeza o cuerpo. Porque no puede referirse al culo. Creo que la cicatriz está a la vista.
– ¿Qué está a la vista en febrero en este frigorífico de país? -preguntó Assad.
– Podría haberse desvestido -adujo Yrsa, resplandeciente-. Puede que se pusiera obsceno. A lo mejor es la causa de que sea secuestrador.
Carl asintió con la cabeza. Era una posibilidad. Por desgracia.
– Lo único visible es la cabeza, o sea, cuando hace frío -sostuvo Assad. Se quedó mirando a las orejas de Carl-. La oreja se puede ver si el pelo no la tapa, y ahí puede estar la cicatriz. Pero ¿y los ojos? ¿Se puede tener una cicatriz en un ojo?
Assad debió de tratar de imaginárselo.
– No, una cicatriz, no -concluyó-. En el ojo, no. Es imposible.
– Bueno, amigos, dejadlo estar. Creo que nos haremos una idea más clara del aspecto del autor de los hechos si los de Genética Forense consiguen algún rastro de ADN de la botella que nos sirva. Debemos esperar, estas cosas llevan su tiempo. ¿Tenéis alguna propuesta acerca de cómo seguir adelante aquí y ahora?
Yrsa se volvió hacia ellos.
– Sí, ¡es la hora del almuerzo! -exclamó-. ¿Queréis un bollo? Me he traído el tostador de casa.
Cuando la caja de cambios gruñe, hay que cambiar el aceite, y en aquel momento al Departamento Q le estaba costando una enormidad subir de marcha.
Hora de cambiar el aceite, pensó Carl, y llamó a Yrsa y Assad.
– Vamos a escarbar en el material, a ver si solucionamos el embrollo. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos asintieron en silencio. Assad quizá con cierta reticencia, porque eran palabras difíciles.
– Bien. Entonces, coge tú la contabilidad de las empresas, Assad. Yrsa, tú llama a las instituciones y pregunta por Lautrupvang.
Carl asintió con la cabeza. Con aquella voz de niña espabilada no tendría problemas para que esas ratas de despacho volvieran a mirar en los archivos.
– Haz que la gente de las instituciones educativas del entorno pregunte a antiguos compañeros de trabajo por si sabían de alumnos o compañeros que hubieran desaparecido sin previo aviso -ordenó-. Y dales también alguna pista para que sepan qué más sucedió en febrero de 1996. Recuérdales, por ejemplo, que el barrio acababa de ampliarse.
Por lo visto, Assad estaba harto y se largó a su despacho. No cabía duda de que el reparto de papeles no le había gustado. Pero era Carl quien decidía, así que tendría que acostumbrarse. Además, el caso de los incendios tenía más sustancia y, cosa importante, era con el que más podía jorobar a los compañeros del Departamento A.
De modo que Assad tuvo que tragarse el cabreo y ponerse manos a la obra. Mientras tanto, el asunto del mensaje en la botella podía seguir su curso al propio ritmo de Yrsa.
Carl esperó hasta que ella salió, y después sacó el número de teléfono de la clínica para lesiones de médula de Hornbæk.
– Quiero hablar con el jefe de servicio y solo con él -se anunció, sabiendo que no podía exigir nada.
Pasaron cinco minutos hasta que el médico adjunto por fin hizo oír su voz.
No sonaba muy contento.
– Sí, sé perfectamente quién es usted -dijo con voz cansada-. Supongo que llama por Hardy Henningsen.
Carl lo puso a grandes rasgos al corriente de la situación.
– Vaya -cacareó el médico. ¿Por qué coño las voces de los médicos se volvían tan nasales cuando subían un peldaño o dos en el escalafón? Después continuó-. ¿Quiere saber si, en un caso como el de Hardy, es probable que se restituyan las vías nerviosas? El problema con el caso de Hardy Henningsen es que ya no lo tenemos bajo control diario, y por eso no podemos hacer nuestras mediciones como deberíamos. Usted se lo llevó a su casa por propia voluntad, no lo olvide. No puede decir que no lo avisáramos.
– No, pero si Hardy se hubiera quedado en la clínica habría muerto en menos que canta un gallo. Ahora al menos ha recuperado unas mínimas ganas de vivir, ¿no le parece importante?
Al otro extremo de la línea le respondió el silencio.
– ¿No puede venir alguien a verlo? -continuó Carl-. Podría ser una oportunidad para hacer una nueva valoración general. Tanto para él como para ustedes, quiero decir.
– ¿Dice que siente que su muñeca está viva? -dijo finalmente el galeno-. Antes ya hemos advertido contracciones en un par de articulaciones de los dedos, quizá lo confunda con eso. Pueden ser reflejos.
– ¿Me está diciendo que una médula espinal tan dañada jamás va a funcionar mejor que ahora?
– Señor Mørck, aquí no estamos hablando de si va a volver a caminar, porque no va a hacerlo. Hardy Henningsen está atado para siempre a la cama, paralizado de cuello para abajo, es lo que hay. Otra cosa es si va a ser capaz de sentir algo en partes del brazo en cuestión. No creo que podamos esperar nada salvo esas pequeñas contracciones, y probablemente ni eso.
– ¿Nada de mover la mano?
– No me hago a la idea.
– Así que ¿no van a venir a reconocerlo?
– No he dicho eso -se defendió el médico mientras manoseaba unos papeles al otro extremo de la línea. Seguramente un calendario-. ¿Cuándo tiene que ser?
– Pues tan pronto como puedan.
– Veré qué puedo hacer.
Cuando Carl fue al despacho de Assad, estaba desierto.
Había una nota sobre la mesa. «Aquí están las cifras», ponía, y debajo estaba firmado con toda formalidad: «Atte., Assad».
¿Tan cabreado estaba?
– ¡Yrsa! -gritó desde el pasillo-. ¿Sabes dónde está Assad?
Silencio.
Si Mahoma no va a la montaña, tendrá que ir la montaña a Mahoma, pensó mientras se encaminaba al despacho de ella.
Se paró en seco en cuanto asomó la cabeza. Fue casi como si acabara de caer un rayo frente a él.
El espartano y gélido paisaje blanquinegro hightech de Rose se había transformado en algo que ni una niña de diez años de Barbielandia con el gusto trastornado hubiera podido imitar. Cantidades increíbles de rosa y cantidades increíbles de chucherías.
Tragó saliva y dirigió la vista a Yrsa.
– ¿Has visto a Assad? -preguntó.
– Se ha ido hace media hora. Ha dicho que volverá mañana.
– ¿Qué tenía que hacer?
Yrsa se encogió de hombros.
– Tengo un informe provisional sobre el asunto de Lautrupvang. ¿Quieres verlo?
Carl asintió en silencio.
– ¿Has descubierto algo?
Los labios rojo hollywoodiense de Yrsa destellaron.
– Ni pijo. Por cierto, ¿te ha dicho alguien que tienes la misma sonrisa que Gwyneth Paltrow?
– Gwyneth Paltrow ¿no es una mujer?
Yrsa asintió con la cabeza.
Carl volvió a su despacho y llamó por teléfono a casa de Rose. Si Yrsa seguía allí más tiempo, las cosas iban a torcerse. Si el Departamento Q deseaba mantener su dudoso nivel, a Rose no le quedaba otro remedio que volver pitando a su mesa de trabajo.
Le recibió el contestador automático.
– El contestador automático de Yrsa y Rose comunica que las señoras están de audiencia con la reina. Responderemos en cuanto finalicen las festividades. Deje un mensaje si no tiene otro remedio. -Y después se oyó el pitido.
Era imposible saber quién de las dos había grabado el mensaje.
Carl se acomodó en la silla del despacho y se palpó los bolsillos en busca de un cigarrillo. Alguien le había dicho que en aquel momento había buenas vacantes en Correos.
Le pareció una tentación paradisíaca.
Las cosas no mejoraron mucho cuando hora y media después entró en el salón de su casa y observó a un médico inclinado sobre la cama de Hardy, y sobre todo cuando vio a Vigga a su lado.
Saludó cortés al médico y se llevó aparte a Vigga.
– ¿Qué haces aquí, Vigga? Si quieres estar conmigo tienes que llamar antes. Sabes que detesto esas salidas espontáneas.
– Carl, cariño.
Le acarició la mejilla con un sonido rasposo.
Aquello era de lo más inquietante.
– Pienso en ti todos los días, y he decidido volver a casa -afirmó Vigga con un tono bastante convincente.
Carl se dio cuenta de que abría los ojos como platos. Joder, aquella orgía de colores casi divorciada hablaba en serio.
– No es posible, Vigga. No me interesa en absoluto.
Vigga parpadeó un par de veces.
– Pero es lo que quiero. Y la mitad de la casa sigue siendo mía, amiguito. ¡No lo olvides!
Entonces él estalló en un arrebato de furia, ante el cual el médico se sobresaltó y Vigga se echó a llorar. Cuando por fin el taxi se la llevó, Carl cogió el rotulador más gordo que pudo encontrar y trazó una gruesa raya negra en el buzón justo donde ponía Vigga Rasmussen. Joder, ya era hora.
Costara lo que costase.
El resultado inevitable fue que Carl pasó la mayor parte de la noche sentado en la cama, manteniendo monólogos interminables con imaginarios abogados de familia deseando meterle la mano en la cartera.
Aquello iba a ser su ruina.
Así que era triste consuelo que el médico de la clínica para lesiones de médula hubiera estado de visita. Que hubiera podido apreciar cierta actividad, aunque muy vaga, en uno de los brazos de Hardy.
Que se hubiera quedado desconcertado ante el hecho.
A la mañana siguiente, Carl estaba en la cabina de guardia a las cinco y media. Habría sido inútil pasar más horas en la cama.
– Vaya sorpresa verte por aquí a estas horas, Carl -dijo el agente de guardia-. Seguro que tu pequeño asistente piensa lo mismo. Ten cuidado, no vayas a darle un susto en el sótano.
Carl pidió que se lo repitiera.
– ¿Qué me dices? ¿Que Assad está aquí? ¿Ahora?
– Sí. Lleva días viniendo a esta hora. Normalmente algo antes de las seis, pero hoy hacia las cinco. ¿No lo sabías?
Pues claro que no lo sabía.
No cabía la menor duda de que Assad ya había hecho sus oraciones en el pasillo, porque la alfombra de orar aún seguía allí, y era la primera vez que Carl reparaba en ella. Normalmente, Assad solía rezar en su despacho. Era algo que hacía en la intimidad.
Carl oyó con nitidez a Assad conversando en el despacho, como si estuviera hablando por teléfono con alguien duro de oído. Hablaba en árabe y el tono de voz no parecía amable, pero a veces era difícil de saber con aquel idioma.
Avanzó hacia la puerta y vio que el vapor del agua del hervidor se posaba en la nuca de Assad. Este tenía ante sí apuntes en árabe, y en la pantalla plana centelleaba una imagen de webcam con mucho grano de un anciano con barba y unos auriculares enormes. Entonces Carl vio que Assad tenía puesto un microcasco. O sea, que estaba hablando por Skype con el hombre. Probablemente algún familiar de Siria.
– Buenos días, Assad -saludó Carl. No esperaba en absoluto la brusca reacción de Assad. Quizá un pequeño sobresalto porque, al fin y al cabo, era la primera vez que Carl iba al trabajo tan temprano, pero la violenta sacudida nerviosa que atravesó el cuerpo de su colega fue algo totalmente inesperado. Su cuerpo entero se sobresaltó.
El anciano con quien hablaba pareció alarmarse y se acercó a la pantalla. Era probable que estuviera viendo la silueta de Carl detrás de Assad.
El hombre dijo algo a toda prisa y cortó la comunicación. Mientras tanto, Assad, sentado en el borde de la silla, trató de reponerse.
¿Qué haces tú aquí?, parecían preguntar sus ojos, como si lo hubiera pillado con las manos en la caja, y no precisamente en la de galletas.
– Perdona, Assad, no era mi intención asustarte. ¿Estás bien?
Puso la mano en la camisa de Assad. Estaba húmeda, cubierta de sudor frío.
Assad pinchó con el ratón el icono de Skype, y la imagen de la pantalla desapareció. A lo mejor no quería que Carl viera con quién había estado hablando.
Carl levantó las manos con aire de disculpa.
– No voy a molestarte, Assad. Haz lo que tengas que hacer. Después puedes pasar por mi despacho.
Assad seguía sin decir palabra. Aquello era muy, pero que muy raro.
Cuando Carl se desplomó sobre la silla de su despacho estaba ya cansado. Unas pocas semanas antes el sótano de la Jefatura de Policía había sido su refugio. Dos compañeros razonables y un ambiente que en días buenos casi llegaba a ser entrañable. Ahora Rose había sido sustituida por alguien que era igual de singular, solo que de otra manera, y Assad tampoco parecía el mismo. Sobre esa base era difícil mantener a raya los demás contratiempos de su vida. Tales como la inquietud por lo que fuera a pasar si Vigga exigía el divorcio y la mitad de sus bienes terrenales.
Mierda.
Carl miró una oferta de trabajo que había clavado en el tablón de anuncios un par de meses atrás. «Comisario jefe de policía», ponía. Seguro que era algo apropiado para él. ¿Qué podía haber mejor que un trabajo con compañeros serviles, cruz de caballero, viajes baratos y un nivel retributivo que podía hacer que hasta Vigga cerrara el pico? Setecientas dos mil doscientas setenta y siete coronas, y después la calderilla. Solo para decir la cifra hacía falta casi una jornada laboral.
Una pena que no llegara a rellenar la instancia, pensó. Entonces vio a Assad de pie ante él.
– Carl, ¿es necesario que hablemos de lo de antes?
¿Hablar? ¿De qué? ¿De que hablara por Skype? ¿De que Assad fuera a Jefatura tan temprano? ¿De que le hubiera dado un susto?
Era una pregunta muy extraña.
Carl sacudió la cabeza y miró el reloj. Faltaba una hora para que empezara el horario normal de trabajo.
– Mira, Assad, lo que hagas tan temprano por la mañana no es asunto mío. Entiendo que tengas ganas de saludar a gente a la que no ves a menudo.
Su ayudante pareció casi aliviado. Algo extraño, una vez más.
– He mirado la contabilidad de Amundsen & Mujagic, S. A. de Rødovre, K. Frandsen de Dortheavej y después Herrajes JPP y Public Consult.
– Vale. ¿Has encontrado algo que quieras decirme?
Assad se rascó la calva incipiente tras sus rizos negros.
– Parecen ser unas empresas bastante sólidas casi todo el tiempo.
– Ya. ¿Y…?
– Pero les va mal justo unos meses antes de que ardan.
– ¿Cómo lo deduces?
– Piden dinero prestado. Sus pedidos caen, o sea.
– Así que ¿primero caen los pedidos, después les falta dinero y piden préstamos?
Assad hizo un gesto afirmativo.
– Eso es.
– Y después ¿qué ocurre?
– Eso solo puede verse en el de Rødovre. Los otros incendios son demasiado recientes.
– Y ¿qué pasó allí?
– Primero fue el incendio, después recibieron el dinero del seguro y a continuación liquidaron el préstamo.
Carl buscó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Aquello era un clásico. Fraude a la aseguradora. Pero ¿por qué tenían los cadáveres el estrechamiento del dedo meñique?
– ¿De qué tipo de préstamo estamos hablando?
– A corto plazo. Un año de amortización. Para la empresa que ardió el pasado sábado, Public Consult, de Stockholmsgade, solo seis meses.
– ¿Y cuando vencían los préstamos no tenían dinero?
– Tal como lo veo yo, o sea, no.
Carl exhaló una bocanada de humo, y Assad se echó atrás haciendo aspavientos. Carl no le hizo caso. Estaba en sus dominios y eran sus cigarrillos. Al fin y al cabo, donde hay capitán no manda marinero.
– ¿Quién les prestaba el dinero? -quiso saber.
Assad se alzó de hombros.
– Varios. Prestamistas de Copenhague.
Carl asintió en silencio.
– Pues dame los nombres y dime quién está detrás.
Assad hundió un poco la cabeza.
– Tranquilo, Assad. Cuando abran las oficinas. Quedan todavía un par de horas. Tómatelo con calma.
Pero aquello no alegró su expresión, más bien al contrario.
Desde luego, no había dios que soportara a aquellos dos. Siempre de cháchara, con una animadversión apenas encubierta. Era como si Yrsa y Assad se contagiaran mutuamente. Como si fueran ellos quienes decidían lo que había que hacer. Si las cosas seguían así, iban a tener que ponerse ambos los guantes de goma verdes y fregar el suelo del sótano hasta dejarlo más limpio que una patena.
Assad alzó la cabeza e hizo un gesto afirmativo lentamente.
– Tranquilo, que no voy a molestarte, Carl. Puedes volver cuando hayas terminado.
– ¿A qué te refieres?
Assad guiñó el ojo. La sonrisa era algo retorcida. Una transformación de lo más desconcertante.
– Que no te va a faltar trabajo, entonces -dijo, volviendo a guiñar el ojo.
– Vuelvo a intentarlo. ¿De qué pelotas estás hablando, Assad?
– De Mona, por supuesto. No pretendas convencerme de que no sabes que ha vuelto.
Capítulo 14
Tal como dijo Assad, Mona había vuelto. Rebosante de sol tropical y demasiadas experiencias que, con gracia pero de forma evidente, se habían instalado en sus finas patas de gallo.
Aquella mañana Carl pasó un buen rato en el sótano ensayando palabras que, de entrada, pudieran bloquear los eventuales mecanismos de defensa de Mona, hacer que ella lo viera con ojos dulces, tiernos, deseosos de contacto, en caso de que pasara por allí.
Pero no pasó. Lo único femenino que hubo aquella mañana en el sótano fue el traqueteo de Yrsa con el carrito de la compra. Seguramente con buena intención, a los cinco minutos de llegar se plantó en el pasillo del sótano y con voz bien atiplada gritó:
– A ver, chicos, ¿quién quiere bollos de Lidl tostados?
Allí se percibía de veras la distancia con el entorno feliz que se extendía sin problemas por los pisos superiores.
Después de eso necesitó un par de horas hasta darse cuenta de que si quería probar suerte tendría que levantarse y salir en su busca.
Tras diversas indagaciones encontró a Mona en el juzgado de guardia, hablando en voz baja con la secretaria del juzgado. Llevaba un chaleco de cuero y unos Levi’s algo descoloridos, y parecía cualquier cosa menos una mujer que había dejado atrás la mayor parte de los retos de la vida.
– Buenos días, Carl -lo saludó, sin ganas de continuar. Le dirigió una mirada profesional que le decía con total claridad que en aquel momento no había nada entre ellos. Así que a Carl no le quedó más remedio que sonreír, y no pudo decir ni pío.
El resto del día podría haber transcurrido al ralentí entre frustraciones causadas por su machacada vida sentimental; pero Yrsa tenía otros planes.
– Puede que hayamos encontrado algo en Ballerup -dijo, mirándolo con un regocijo apenas oculto y con restos de bollo entre las paletas-. Estos días estoy teniendo una suerte extraordinaria. Justo como dice mi horóscopo.
Carl alzó la vista hacia ella con ojos esperanzados. De ser así, tal vez levitara hacia la estratosfera, para que él pudiera quedarse en paz y tranquilidad meditando sobre su funesto destino.
– Ha sido bastante complicado conseguir esas informaciones -continuó-. Primero hablé con el director de la escuela de Lautrupgård, pero solo llevaba allí desde 2004. Después encontré una maestra que estaba desde que construyeron la escuela, y tampoco ella sabía nada. Después hablé con el bedel, que tampoco sabía nada, y luego…
– ¡Yrsa! Por favor, vete al grano y ahórrate los detalles introductorios. Estoy ocupado -la reconvino, frotándose el brazo, que se le había quedado dormido.
– Ya. Pues hoy he llamado a la Escuela de Ingenieros, y ahí he conseguido algo.
Fue como si se le despertara el brazo.
– ¡Fantástico! -exclamó-. ¿Cómo lo has hecho?
– Muy sencillo. Estaba en el despacho una profesora, Laura Mann, que esta mañana acababa de incorporarse al trabajo tras haber estado de baja. Me ha contado que llevaba en la escuela desde que empezó, en 1995, y que solo podía haber un caso así, por lo que ella recordaba.
Carl se incorporó en la silla.
– Ah, ¿sí? ¿Cuál?
Yrsa lo miró con la cabeza ladeada.
– Vaya. Crece el interés del hombrecillo -se cachondeó, dándole una palmada en el peludo antebrazo-. ¿Te gustaría saberlo?
¿Qué diablos era aquello? Llevaba resueltos por lo menos cien casos complicados, y ahora tenía que jugar a las adivinanzas con una sustituta con pantis de color verde claro.
– ¿Qué caso recordaba? -repitió Carl, saludando levemente con la cabeza a Assad, que asomaba por la puerta. Parecía pálido.
– Ayer llamó Assad a la oficina para preguntar por el caso. Hoy los profesores hablaban de ello mientras tomaban café, y la mujer lo ha oído -continuó.
Assad escuchaba con interés; había recuperado su aspecto habitual.
– Ha recordado el caso de inmediato -dijo Yrsa-. En aquella época tuvieron un alumno superdotado. Un chico con un síndrome de algo. Era bastante joven, pero algo extraordinario en matemáticas y física.
– ¿Un síndrome? -preguntó Assad, sin comprender.
– Sí, es algo así como ser muy hábil para algunas cosas y un negado para otras. No es autismo, pero algo parecido. ¿Cómo se dice?
Frunció el entrecejo.
– ¡Ah, sí! Era el síndrome de Asperger, eso es lo que tenía.
Carl sonrió. Seguro que Yrsa se identificaba con él sin problemas.
– ¿Y qué le pasaba al chaval? -inquirió.
– Pues que sacó sobresalientes el primer trimestre y después dejó la escuela.
– ¿Y eso…?
– Vino la víspera de las vacaciones de Navidad con su hermano pequeño para enseñarle la escuela, y desde entonces no volvieron a verlo.
Tanto Assad como Carl entornaron los ojos. Ahora venía lo bueno.
– ¿Cómo se llamaba? -quiso saber Carl.
– Se llamaba Poul.
Carl se quedó helado.
– ¡Eso es! -exclamó Assad, agitando brazos y piernas como un pelele.
– La profesora ha dicho que lo recordaba muy bien porque Poul Holt era el candidato más seguro a un premio Nobel que iban a tener jamás en la escuela. Por otra parte, desde entonces no ha vuelto a encontrar alumnos con aquel tipo especial de síndrome de Asperger en la Escuela de Ingenieros. Era algo bastante fuera de lo común.
– ¿Se acordaba de él por eso? -preguntó Carl.
– Sí, por eso. Y porque estuvo en la primera promoción de la escuela.
Media hora más tarde, Carl repitió la pregunta en la Escuela de Ingenieros y obtuvo la misma respuesta.
– Hombre, de alguien así te acuerdas -le dijo Laura Mann con una sonrisa amarillo marfil-. Usted también recordará su primera detención, ¿verdad?
Carl asintió en silencio. Un pequeño alcohólico sucio que se había tumbado en medio de la carretera en Englandsvej. Carl aún veía el escupitajo que salió volando y aterrizó en su placa de policía cuando intentó poner a salvo a aquel idiota. No, la primera detención no se olvidaba así como así, era verdad. Con o sin escupitajo.
Miró a la mujer sentada frente a él. A veces salía en la tele dando su opinión como experta en fuentes energéticas alternativas. En su tarjeta de visita ponía «Laura Mann, doctora ingeniera», seguido de un montón de títulos. Carl se alegró de no ser así.
– Era una especie de autista, ¿no?
– Sí, supongo que sí, pero una variante suave. La gente con SA suele ser muy, muy inteligente. La mayoría los llamaría frikis. Tipo Bill Gates. Einsteins. Pero Poul tenía también un talento práctico. En realidad, era muy especial en muchas cosas.
Assad sonrió. También él se había fijado en que ella llevaba gafas de concha y moño. Sí, seguro que fue la profesora más adecuada para Poul Holt. Lo más parecido a un friki es otro friki, que se dice.
– Dice que Poul trajo aquí a su hermano pequeño aquel 16 de febrero de 1996, y que ya nadie volvió a verlo. ¿Cómo es que sabe que fue precisamente aquel día? -preguntó Carl.
– Los primeros años pasábamos lista. Simplemente, sabemos cuándo dejó de venir. No volvió después de las vacaciones. Si quieren ver el libro de asistencias, está en el despacho contiguo.
Carl miró a Assad. Tampoco él parecía estar demasiado interesado.
– No, gracias, nos fiaremos de su palabra. Pero después se pondrían en contacto con la familia, ¿no?
– Sí, pero se pusieron muy a la defensiva. Sobre todo cuando les propusimos visitarlos y hablar del asunto con Poul.
– Entonces, ¿habló con él por teléfono?
– No. La última vez que hablé con Poul Holt fue aquí, en la escuela, y eso fue una semana antes de navidades. Cuando más tarde llamé a su casa, su padre dijo que Poul no quería ponerse al teléfono. Y a partir de ahí no hubo nada que hacer. Acababa de cumplir dieciocho años, así que el joven estaba capacitado para decidir qué deseaba hacer con su vida.
– ¿Dieciocho? ¿No era mayor?
– No, era muy joven. Terminó el bachillerato con diecisiete, así que iba muy adelantado.
– ¿Tienen algún dato sobre él?
La mujer sonrió. Ya los tenía preparados, por supuesto.
Carl leyó en voz alta mientras Assad asomaba la cabeza tras su hombro.
– Poul Holt, nacido el 13 de noviembre de 1977. Bachiller científico en el Instituto de Birkerød. Media: 8.
Luego venía la dirección. No estaba lejos. A lo sumo, tres cuartos de hora en coche.
– Una media bastante modesta para un genio, ¿no? -aventuró Carl.
– Sí, es lo que pasa cuando tienes dieces en las asignaturas de ciencias y cincos en las de humanidades -respondió la profesora.
– Dice que el danés no era lo suyo entonces, ¿verdad? -quiso saber Assad.
Ella sonrió.
– Al menos la ortografía, no. Sus trabajos eran bastante pobres desde el punto de vista gramatical. Pero suele ocurrir. Incluso oralmente se expresaba de forma algo primitiva si el tema no le interesaba lo bastante.
– ¿Puedo llevarme esta copia? -preguntó Carl.
Laura Mann asintió con la cabeza. De no ser por sus dedos manchados de nicotina y su piel grasienta, le habría dado un abrazo.
– Fantástico, Carl -declaró Assad cuando se acercaban a la casa-. Teníamos un problema y lo hemos resuelto, o sea, en una semana. Sabemos quién escribió el mensaje. Y ahora estamos ante la casa familiar.
Dio un golpe en el salpicadero para subrayar el éxito.
– Sí -asintió Carl-. Esperemos que todo fuera una broma.
– Si lo fue, vamos a reñir a ese Poul.
– ¿Y si no, Assad?
Assad movió la cabeza arriba y abajo. Entonces habría otro problema que resolver.
Aparcaron junto a la verja del jardín y se dieron cuenta enseguida de que el nombre de la placa no era Holt.
Cuando llamaron a la puerta, y tras un buen rato, abrió un hombrecillo en silla de ruedas que les aseguró que en la casa no había vivido nadie aparte de él desde 1996, un sexto sentido hizo que Carl torciera el gesto y se sintiera cabreado.
– ¿Compró usted la casa a la familia Holt, quizá? -preguntó.
– No, de hecho se la compré a los Testigos de Jehová. El hombre de la casa era una especie de sacerdote. El salón grande solía ser una sala de reuniones. ¿Quieren entrar a verla?
Carl sacudió la cabeza.
– Así que ¿nunca conoció a la familia que vivía aquí?
– No -repuso el hombre.
Carl y Assad le dieron las gracias y se fueron.
– Assad, ¿a ti no te ha dado de pronto la impresión de que aquí hay algo más que travesuras?
– Bueno, Carl, solo porque se hayan mudado…
Se detuvo en el sendero del jardín.
– Vale, ya sé en qué estás pensando entonces, Carl.
– Sí, ¿verdad? A un chico con la personalidad de Poul ¿se le ocurriría algo así? Y un par de chavales que eran Testigos de Jehová ¿podían pensar en montar ese número? ¿Tú qué dices?
– No lo sé. Lo único que sé es, o sea, que pueden decir mentiras. Aunque no entre ellos.
– ¿Conoces a alguien que sea Testigo de Jehová?
– No, pero suele pasar con la gente muy religiosa. Los miembros de la comunidad se defienden unos a otros ante el mundo exterior con lo que haga falta. También con mentiras.
– Exacto. Pero lo del secuestro habría sido una mentira innecesaria. No era de recibo. Creo que todos los Testigos de Jehová dirían lo mismo.
Assad asintió en silencio. En eso estaban de acuerdo.
Y ahora ¿qué?
Yrsa deambulaba como un ejército de hormigas en el sendero que separaba su despacho del de Carl. En aquel momento, el secuestro era su caso, y quería saberlo todo, y a ser posible en pequeños bocados. ¿Qué aspecto tenía la profesora de Poul? ¿Qué decía Laura Mann sobre Poul? ¿Cómo era la casa donde habían vivido? ¿Qué sabían de la familia, aparte de que eran Testigos de Jehová?
– Tómatelo con calma, Assad está investigando en el registro civil. Ya los encontraremos.
– ¿Te importa salir al pasillo un momento, Carl? -preguntó Yrsa, y lo arrastró hasta la enorme copia de la pared. Había añadido el nombre de Poul y un par de palabras cortas.
SOCORRO
El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B – Nos ha amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
POULHOLT
– Es decir, que lo han secuestrado junto con su hermano -resumió Yrsa-. Se llama Poul Holt y escribe que han ido en coche casi una hora, y también parece que dice que se dirigen a la costa.
Plantó los puños en sus caderas estrechas. Ahora venía su punto de vista.
– Si el chico sufría de Asperger o algo parecido, no creo que se le ocurriera inventar algo así como que se dirigían a la costa -aseveró. Después se volvió hacia él-. ¿No?
– Puede que se le ocurriera a su hermano pequeño. En realidad no sabemos nada de eso.
– No, pero Carl, la verdad: Laursen encontró una escama de pez en el mensaje de la botella. Si el que escribía era el hermano pequeño, ¿metió también la escama para hacer la historia más creíble? ¿Y la mucosidad de pescado?
– Puede que fuera igual de listo que su hermano mayor. Solo que para otras cosas.
Yrsa dio una patada en el suelo y el eco resonó desde la rotonda de la escalera, al otro extremo del pasillo.
– Diablos, Carl, escucha. Pon en marcha tus células grises. ¿Dónde los secuestraron?
Le cepilló el hombro con la mano, como para suavizar un poco la dureza del tono.
Carl observó que el movimiento levantaba algo de caspa.
– En Ballerup -contestó.
– Sí, y ¿en qué piensas si los secuestraron en Ballerup y necesitaron casi una hora para llegar hasta el agua? Si iban a Hundested, no pudieron tardar una hora ni por el forro para llegar desde Ballerup. ¿En cuánto tiempo se llega a Jyllinge desde Ballerup? Como mucho media hora, te lo digo yo.
– Pero, por ejemplo, podrían haber ido hasta Stevns, al sur, ¿no?
Gruñó un poco para sí. A nadie le gustaba que arrastrasen por el fango su capacidad intelectual. Tampoco a él.
– ¡SÍ! -Yrsa volvió a dar un pisotón en el suelo. Si hubiera habido ratas en el subsuelo, habrían desaparecido. Después continuó-. Pero si el mensaje de la botella es pura invención, ¿por qué ponerlo tan difícil? ¿Por qué no escribir sin más que tras un trayecto de media hora llegaron al agua? Eso es lo que escribiría un chaval que se inventa una buena historia. Por eso estoy convencida de que no es una invención. Tómate el mensaje en serio, Carl.
Carl hizo una inspiración profunda. No quería hacerla partícipe de su punto de vista sobre la gravedad del caso. Tal vez a Rose sí, pero no a Yrsa.
– Vale, vale -dijo bajando la voz-. Bueno, veremos cómo va todo cuando encontremos a la familia.
– ¿Qué pasa aquí?
La cabeza de Assad asomó por la puerta de su diminuto despacho. Era obvio que deseaba sondear el ambiente. ¿Estaban discutiendo, o qué?
– Ya tengo la dirección, Carl -dijo, y le puso un papel en la mano-. Se han mudado cuatro veces desde 1996. Cuatro veces en trece años, y ahora, o sea, viven en Suecia.
Mierda, pensó Carl. Suecia, el país con los mosquitos más grandes y la comida más aburrida del mundo.
– ¡Santo cielo! -exclamó-. Así que se han mudado adonde se pierden los renos. ¿A Luleå, a Kebnekaise o algo así?
– A Hallabro. Se llama Hallabro y está en Blekinge. A unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí.
Doscientos cincuenta kilómetros. Por desgracia, bastante accesible. Otro fin de semana al carajo.
Trató de quitarse el marrón de encima.
– Bien. Pero no van a estar en casa cuando vayamos. Y si llamamos antes, seguro que no están en casa. Y si están en casa, seguro que hablan en sueco, ¿y quién coño entiende eso cuando eres de Jutlandia?
Assad entornó un poco los ojos. Demasiada palabrería para su gusto.
– Los he llamado. Y estaban en casa.
– Ah, ¿sí? Bueno, pues desde luego no van a estar mañana.
– Sí, porque no he dicho quién era, entonces. He colgado enseguida.
Desde luego, aquellos dos tenían un talento especial para dar cortes.
Carl se arrastró hasta su despacho y llamó a casa. Dio unas breves instrucciones a Morten acerca de qué hacer si aparecía Vigga mientras él estaba fuera. A saber qué se le podría ocurrir.
Después dio instrucciones a Assad sobre la investigación posterior del caso de los incendios y para que controlara a Yrsa en su trabajo.
– Dale una buena lista de sectas religiosas, para empezar. Y luego sube donde Laursen y dile que llame al Instituto Forense y les meta prisa con las pruebas de ADN, ¿me harás el favor? -solicitó.
Después metió la pistola reglamentaria en el bolso. Con los suecos nunca se sabe.
No, al menos, cuando son daneses emigrados.
Capítulo 15
Por la noche del día siguiente, se encargó de que su patrona y amante provisional no llegara al orgasmo. En los segundos previos a que ella echara la cabeza hacia atrás y aspirase hondo hasta el diafragma, retiró sus hábiles dedos de su entrepierna y la dejó tumbada con la tensión chisporroteando en su interior y la mirada a la deriva.
Se levantó rápido y dejó a Isabel Jønsson a solas para que decidiera la mejor manera de descargar el cuerpo. Parecía confusa, y eso era justo lo que él quería.
Sobre la casita adosada de Viborg, la luz de la luna intentaba abrirse paso entre las densas nubes aborregadas. Se quedó desnudo en la terraza mirándolas, mientras el humo del cigarrillo surgía de sus fosas nasales.
A partir de ahora todo iba a seguir un patrón conocido.
Primero, la riña. Luego la amante querría una explicación de por qué había terminado lo suyo, y por qué entonces. Suplicaría, discutiría y volvería a suplicar, y él respondería, y después ella le pediría que recogiera sus cosas, y entonces saldría de la vida de la mujer.
Mañana a las diez de la mañana dejaría las colinas de Dollerup con los niños a su lado en el asiento delantero, y cuando se extrañaran porque se desviaba demasiado pronto, los anestesiaría. Sabía con exactitud dónde podía hacerlo sin problemas, lo había pensado bien. Entre unos árboles frondosos, que esconderían el coche y sus propósitos durante los escasos minutos que necesitara para neutralizarlos y esconderlos en la parte trasera de la furgoneta.
Cuatro horas y media después, incluyendo una visita para almorzar con su hermana, que vivía en Fionia, habría llegado a la caseta de botes junto a Nordskoven, en Jægerspris. Ese era el plan. Solo quedarían veinte pasos a través de matorrales hasta el local de techo bajo con las cadenas. Veinte pasos con las dos figuras tambaleantes a su lado.
Antes ya había oído gritos de súplica durante el paseíto. Ahora volvería a oírlos.
Después empezarían las negociaciones con los padres.
Vació de humo los pulmones y arrojó el cigarrillo al pequeño trozo de césped. En suma, lo aguardaban una noche y un día atareados.
Las terribles sospechas de que en su casa ocurría algo que podía poner toda su vida patas arriba tendrían que esperar. Si su mujer le era infiel, peor para ella.
Oyó un chirrido en la puerta de la terraza y se volvió hacia el rostro perplejo de Isabel. La bata apenas cubría su tembloroso cuerpo desnudo. Dentro de un par de segundos iba a decirle que la dejaba porque era demasiado vieja, aunque no era verdad. Su cuerpo era excitante y sabroso, irradiaba algo que apelaba a lo insaciable que había en él. Era una pena, por varias razones, que la relación tuviera que terminar, pero había pensado lo mismo muchas veces antes.
– Estás aquí sin ropa con este frío, ¿estás loco? Hace un frío que pela -dijo ella ladeando la cabeza, pero sin mirarlo-. Dime, ¿qué diablos pasa?
Él se colocó ante ella y asió el cuello de la bata.
– Eres demasiado vieja para mí -dijo con frialdad mientras cerraba la bata en torno al cuello desnudo.
Por un instante pareció quedarse paralizada. Dispuesta a pegarle o gritarle a la cara el cabreo y la frustración que le producía. Las maldiciones se apelotonaban en su lengua, pero él sabía que no diría nada. Las mujeres educadas, divorciadas y empleadas del ayuntamiento no montan escenas cuando tienen ante sí en la terraza a un hombre desnudo.
La gente pensaría mal. Ambos lo sabían.
Cuando despertó temprano, a la mañana siguiente, ella ya le había recogido sus cosas y se las había metido en la bolsa. No había mesa puesta para el desayuno, solo una serie de preguntas certeras, prueba de que la mujer aún no estaba hundida.
– Has andado en mi ordenador -dijo con voz controlada, aunque su rostro mostraba una palidez amenazadora-. Has buscado información sobre mi hermano. Has dejado más de cincuenta huellas de elefante en mis archivos. ¿No podías haberte hecho el favor, ya puestos, de investigar en qué trabajo en el ayuntamiento? ¿No ha sido algo estúpido e irrespetuoso no hacerlo?
Mientras tanto, él pensó que tendría que utilizar la ducha, aunque ella protestara. Que la familia de Stanghede no iba a dejar a sus niños en manos de un hombre sin afeitar y apestando a sexo.
Pero cuando ella siguió hablando se vio obligado a movilizar todos sus sentidos.
– Soy la experta en informática, con E mayúscula, del ayuntamiento de Viborg. Soy la encargada de la seguridad de los ordenadores y de las soluciones informáticas. Y claro, por eso sé lo que has hecho. Para mí es un juego de niños ver los registros del navegador desde mi portátil, ¿qué te pensabas?
Lo miró a los ojos. Con total tranquilidad. Había superado su primera crisis. Le quedaban cartuchos que la ponían muy por encima de la autocompasión, el llanto y la histeria.
– Has encontrado mis claves bajo la carpeta del escritorio -informó-. Pero las has encontrado porque las dejé ahí a propósito. Te he acechado estos últimos días para ver qué hacías. Un hombre que dice tan poco sobre sí mismo es siempre raro. Muy extraño. Verás, a los hombres les suele encantar hablar sobre todo de sí mismos, ¡pero igual no lo sabías!
Sonrió con ironía cuando se dio cuenta de su estado de alerta.
– Este hombre ¿por qué no me avasalla con datos sobre sí mismo?, me preguntaba. La verdad es que me parecía interesante.
Él relajó el entrecejo.
– Y ahora ¿crees que sabes todo acerca de mí porque no he dicho nada de mis asuntos privados y he sentido curiosidad por los tuyos?
– Curiosidad; sí, ya lo creo. Entiendo que quieras ver mi perfil para las citas de internet, pero ¿por qué quieres saber nada de mi hermano?
– Creía que era tu ex. A lo mejor descubría qué fue lo que salió mal.
Ella no picó. No le importaban sus motivos. Había metido la pata hasta el fondo, no cabía la menor duda.
– Aunque debo decir en tu favor que no has vaciado mi cuenta por internet -admitió a continuación.
Él trató de sonreír, indulgente, ante aquella salida. En realidad esa expresión debería haber sido su mímica inicial antes de ducharse, pero no fue así.
– Pero ¿sabes?, me parece que somos tal para cual -continuó Isabel-. También yo he husmeado en tus cosas. Y ¿qué encontré en los bolsillos y en la bolsa? Nada. Ni carné de conducir, ni tarjeta de la Seguridad Social, ni tarjeta de crédito, ni cartera ni llaves del coche. Pero ¿sabes qué, amiguito? Así como las mujeres siempre dejan sus claves en sitios fáciles de encontrar, los hombres dejan con la misma seguridad las llaves del coche sobre la rueda delantera si no quieren llevarlas encima. Vaya bolita de bolos más chula tienes en tu llavero. ¿Juegas a bolos? No me lo habías dicho. Lleva un «1» impreso. ¿Tan bueno eres?
Él empezó a transpirar lentamente. Hacía mucho tiempo que no perdía el control de aquella manera. No había nada peor que eso.
– Tranquilo, hombre. He vuelto a dejar las llaves en su sitio. También tu carné de conducir. Y el permiso de circulación del coche y tus tarjetas de crédito. Todo, tranquilo. Está todo donde lo encontré en el coche. Bien escondido bajo las esterillas de goma.
Miró al cuello de ella. No era delgado, así que habría que agarrar bien. Harían falta un par de minutos, pero tenía tiempo de sobra.
– Es cierto que soy una persona muy retraída -dijo, avanzando un paso mientras le colocaba con cuidado la mano en el hombro-. Escúchame bien, Isabel. Estoy muy enamorado de ti, de verdad, pero no he podido actuar con franqueza, ¿sabes? Verás, es que estoy casado, tengo hijos, y la situación se me estaba yendo de las manos. Por eso tengo que dejarte, ¿no lo entiendes?
Ella alzó la cabeza, orgullosa. Herida, pero no vencida. Estaba seguro de que ya habría conocido a hombres casados que mentían. Tan seguro como de que ahora iba a tener que encargarse de ser el último hombre de su vida que pudiera engañarla.
Isabel apartó su mano.
– No sé por qué nunca me has dicho tu verdadero nombre, y tampoco sé por qué todo lo que me has contado era mentira. Intentas convencerme de que era porque estabas casado, pero ¿sabes qué? Tampoco me lo creo.
Después se retiró un poco, como si le hubiera leído la mente. Como si estuviera dispuesta a coger un arma ya preparada.
Cuando tienes la sensación de estar en una placa de hielo a la deriva junto a un oso polar babeante, hay que sopesar las posibilidades. En aquel momento veía cuatro.
Saltar al agua y nadar.
Saltar a alguno de los otros témpanos.
Analizar la situación y ver si el oso estaba hambriento o saciado.
Y, finalmente, matar al oso.
Todas las posibilidades tenían sus evidentes ventajas e inconvenientes, y en aquel momento no le cabía la menor duda de que la cuarta posibilidad era la única viable. La mujer que tenía ante sí estaba herida, y dispuesta a defenderse con todos sus medios. Seguramente porque él había conseguido que se enamorase. Debería haberse dado cuenta antes. Porque la experiencia le decía que en tales situaciones las mujeres se vuelven fácilmente irracionales, lo que muchas veces tiene consecuencias funestas.
En aquel momento no era capaz de ver los daños que ella podía causarle, y por eso tenía que deshacerse de ella. Meter el cadáver en la furgoneta. Quitarla de en medio como había hecho antes con otras. Romper su disco duro, pasar la aspiradora para borrar las huellas de su estancia allí.
Miró en la profundidad de sus bonitos ojos verdes, preguntándose cuánto tiempo tardarían en perder el brillo.
– He enviado un mensaje a mi hermano diciendo que te había conocido -dijo ella-. Tiene el número de tu matrícula, tu número de carné de conducir, tu nombre, tu número de registro civil y la dirección que aparece en el permiso de circulación. En su quehacer diario no trabaja con esas pequeñeces, pero es curioso por naturaleza. Así que si resulta que me has robado de alguna manera, te encontrará. ¿De acuerdo?
Se quedó paralizado un instante. Por supuesto que no llevaba encima papeles o tarjetas que pudieran desvelar su verdadera identidad. La parálisis se debía a que nunca hasta entonces le había ocurrido que alguien pudiera vincularlo con nada, y desde luego no con la Policía. Por un instante, no comprendió cómo había llegado a esa situación. ¿Qué había dejado de hacer, en qué había fallado? ¿Era la respuesta algo tan sencillo como que no le había preguntado qué hacía en el ayuntamiento? Pues parecía que sí.
Y ahora estaba en apuros.
– Perdona, Isabel -dijo bajando la voz-. Me he pasado, ya lo sé. Perdona. Pero es que estoy loco por ti, es por eso. No pienses en lo que te dije anoche. Es que no sabía qué hacer. ¿Debía decirte que tenía mujer e hijos, o soltarte una mentira? Mi vida doméstica iba a irse al carajo si me enamoraba perdidamente de ti, y estaba a punto. Pero me sentía tentado. Tan tentado que debía saberlo todo respecto a ti. No podía resistirme, ¿no lo entiendes?
Ella lo miró desdeñosa mientras él sopesaba qué hacer en la placa de hielo. Seguramente el oso no se abalanzaría sobre él sin motivo. Si se marchaba de allí y no volvía a aparecer por aquellos parajes, ella no iba a molestar a su hermano pidiéndole información sobre él, ¿por qué habría de hacerlo? Si, por el contrario, la mataba o la secuestraba, habría motivo para una investigación. Incluso una limpieza muy minuciosa no podría hacer desaparecer el último vello púbico, el último resto de semen, una huella dactilar. Obtendrían un perfil de él a pesar de que no lo encontrasen en los registros. Podría prender fuego a la casa, pero tal vez llegaran los bomberos a tiempo, alguien podría haberlo visto marchar. Era demasiado aventurado. Y ahora un agente de la policía, Karsten Jønsson, tenía el número de matrícula de la furgoneta. Así que también tenía una descripción de su vehículo. Era posible también que Isabel hubiera proporcionado a su hermano de la pasma detalles de su persona.
Miró al frente mientras ella inspeccionaba sus movimientos. Aunque era experto en cambiar sus rasgos y siempre actuaba con alguna forma de disfraz, era posible que el mensaje contuviera una descripción exacta de su altura y corpulencia, color de ojos e incluso detalles más íntimos. En suma, no podía saber qué le habría contado a su hermano en aquel mensaje, y aquello daba un giro radical a la situación.
La miró a los ojos implacables, y le chocó que no fuera un oso polar. Era un basilisco. Serpiente, gallo y dragón a la vez. Y si mirabas a los ojos a un basilisco te volvías de piedra. Si te cruzabas en su camino, te morías por efecto del veneno de la serpiente. Nadie podía cacarear su versión de la verdad a los cuatro vientos como el basilisco. Nadie. Y solo su propio reflejo podía matar a aquel animal, ya lo sabía.
Por eso dijo:
– Digas lo que digas, siempre pensaré en ti, Isabel. Eres tan guapa y tan fantástica, que me gustaría haberte conocido cuando era más joven. Ahora es demasiado tarde. Lo siento y te pido perdón. No era mi intención herirte. Eres una persona maravillosa. Perdona.
Y le acarició suavemente la mejilla. En apariencia funcionó. Al menos, los labios de ella se estremecieron un poco.
– Creo que debes irte ahora. No quiero verte más. -Fue lo que dijo Isabel, pero no hablaba en serio.
La tristeza por que todo hubiera terminado la acompañaría para siempre. No iba a tener muchas experiencias como aquella a su edad.
Entonces saltó de su placa de hielo a otra placa de hielo. Ni el basilisco ni el oso polar lo seguirían.
Ella lo dejó marchar; aún no eran las siete.
Capítulo 16
Como siempre, llamó a su mujer hacia las ocho. Evitó hacer preguntas conflictivas y habló sin parar de vivencias que no había tenido y de sentimientos hacia ella que en aquellos momentos no albergaba. A la salida de Viborg se detuvo junto a un supermercado y se lavó rápidamente cara, axilas y entrepierna en los servicios para los clientes antes de partir para Hald Ege y después a Stanghede, donde lo esperaban Samuel y Magdalena.
Nada iba a detenerlo ahora. Hacía buen tiempo. Llegaría a su destino, como muy tarde, antes de oscurecer.
La familia lo recibió con olor a bollos recién horneados y grandes expectativas. Samuel había estado entrenándose por la mañana a pesar de su rodilla mala, y a Magdalena le brillaban los ojos y su espesa cabellera estaba cuidadosamente cepillada.
Estaban de lo más preparados.
– ¿Os parece que pase antes por el hospital para que le miren la rodilla a Samuel? Tenemos tiempo.
Engulló el último pedazo de bollo y consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto, y sabía que se opondrían.
Los discípulos de la Iglesia Madre no frecuentaban hospitales a menos que fuera necesario.
– Gracias, pero no, solo es una torcedura.
Rakel le pasó una taza de café y señaló la leche sobre la mesa. No tenía más que servirse.
– Bueno, y ¿dónde es ese encuentro de kárate? -preguntó Joshua-. Igual me paso por allí más tarde si tengo tiempo.
– Tonterías, Joshua -intervino Rakel, dándole una manotada-. Sabes muy bien cuándo tienes tiempo y cuándo no tienes tiempo.
Probablemente nunca, por lo que veía.
– En el polideportivo de Vinderup -respondió, no obstante, al hombre de la casa-. Es el club Bujutsukan quien lo organiza. Puede que haya información en internet.
No la había, pero por otra parte estaba seguro de que no tenían internet en la casa. Era uno más de los inventos sacrílegos que rechazaba la Iglesia Madre.
Se tapó el rostro con la mano.
– Perdonad, qué tonto soy. Por supuesto que no tenéis internet. Perdón. La verdad es que es algo diabólico.
Intentó parecer compungido, y observó que el café era descafeinado. En aquella casa no había nada políticamente incorrecto.
– Pero eso, es en el polideportivo de Vinderup -concluyó.
Los despidieron. Toda la familia en fila ante la casa, que a partir de entonces nunca más conocería la paz y armonía de tiempos pasados. Personas sonrientes que pronto aprenderían con dolor que la maldad del mundo no se deja controlar con misas semanales y la renuncia a los goces de los nuevos tiempos.
Y no le daban lástima. Fueron ellos quienes eligieron el camino que deseaban hollar, y que se cruzaba con el suyo.
Miró a los dos niños sentados junto a él en el asiento delantero y devolvió el saludo a la familia.
– ¿Vais cómodos? -preguntó mientras pasaban junto a franjas de terrenos yermos cubiertos de rastrojos de maíz marrón oscuro. Metió la mano en el bolsillo lateral de la puerta. Sí, su arma estaba debidamente preparada. Poca gente sospecharía que aquel cachivache era lo que era. Tenía la misma forma que el asa de un maletín.
Les sonrió cuando hicieron un gesto afirmativo. Iban cómodos, sus pensamientos volaban. No estaban acostumbrados a grandes fluctuaciones en su tranquila y limitada vida cotidiana. Les esperaba el gran acontecimiento del año.
No, aquello lo solventaría sin dificultad.
– Iremos por Finderup, es un camino muy bonito -aseguró, ofreciéndoles una chocolatina. Lo tenían prohibido, sí, pero era también una forma de crear una sensación de complicidad entre ellos. Y la complicidad producía confianza. Y la confianza proporcionaba tranquilidad en el trabajo.
– Ah, bueno -dijo cuando vio que vacilaban-. También tengo algo de fruta. ¿Preferís una clementina?
– Creo que prefiero el chocolate -sentenció Magdalena con una sonrisa irresistible que dejó al descubierto su aparato dental. No cabía duda de que era la misma chica que tenía secretos ocultos bajo el césped del jardín.
A continuación puso por las nubes el paisaje del páramo y les dijo que estaba deseando mudarse para siempre a la región. Y cuando llegaron al cruce de Finderup reinaba el ambiente que él quería: distendido, lleno de confianza y camaradería. Allí tomó la desviación.
– Eh, me parece que te has desviado demasiado pronto -dijo Samuel, acercándose al parabrisas-. La desviación para Holstebro era la siguiente.
– Sí, ya lo sé. Pero ayer, cuando andaba por aquí en busca de una casa, encontré este atajo a la carretera nacional 16.
Volvió a desviarse doscientos metros más allá del monumento a Erik Klipping.
«Hesselborgvej», ponía.
– Tomaremos esta carretera. Tiene baches, pero es un atajo magnífico -continuó.
– ¿De verdad? -dudó Samuel, leyendo un cartel al pasar al lado. «Prohibido el tráfico militar por carreteras secundarias», se leía-. Yo creía que no tenía salida -dijo el chico, recostándose en el asiento.
– No, ahora tenemos que pasar junto a la granja amarilla de la izquierda, y llegaremos a una granja en ruinas a la derecha, y después volvemos a desviarnos a la izquierda. Me parece que no conoces esta carretera.
Asintió para sí en silencio cuando avanzaron otros doscientos metros y la gravilla del terreno empezó a escasear. Ahora venía un paisaje ondulado de bosque y tocones. El destino final estaba tras la siguiente curva.
– Ahí va -dijo el muchacho, señalando al frente-. No podrás pasar por ahí, no creo.
Se equivocaba, pero no era cuestión de discutir. Por eso dijo:
– Pues vaya, Samuel, tienes razón. Así que tendré que dar la vuelta aquí. Lo siento, oye. Pues estaba seguro de que…
Atravesó la furgoneta frente al camino estrecho, y luego dio marcha atrás entre los árboles.
Cuando el coche se detuvo, sacó raudo el arma de electrochoque del portaobjetos lateral, quitó el seguro, la puso contra el cuello de Magdalena y disparó. Era un aparato diabólico que metía 1,2 millones de voltios en el cuerpo de la víctima y la paralizaba temporalmente. El grito de dolor y sobre todo el sobresalto que provocó en la chica hicieron que Samuel se asustara. Al igual que la hermana, estaba desprevenido. La expresión de la mirada del chico reflejaba angustia, pero también que estaba dispuesto a pelear. En el breve segundo transcurrido desde que su hermana cayó sobre él hasta que se dio cuenta de que el chisme que apretaban contra él era peligrosísimo, todos los mecanismos de defensa del muchacho despertaron.
Por eso el hombre tardó en percibir que el chico apartaba a su hermana de un empujón, tiraba de la manilla de la puerta, conseguía abrirla y saltaba fuera del coche. Por eso la descarga del arma no penetró lo suficiente.
Dio otra sacudida a la chica y saltó en pos de su hermano, que seguía avanzando por la pista forestal verduzca cojeando por la rodilla mala. Atraparlo sería cuestión de segundos.
Cuando llegó a los pinos, el chico se volvió de repente.
– ¿Qué es lo que quieres? -gritó, e imploró ayuda a los dioses, como si de las filas perfectas de árboles fuera a surgir una cohorte de ángeles que lo defendieran. Cojeando, dio un paso a un lado y asió un garrote de pino con las ramas rotas peligrosamente afiladas.
Mierda, pensó fugazmente. Pues era verdad, debía haberse encargado del chico primero. ¿Por qué diablos no había escuchado a su instinto?
– ¡No te acerques! -rugió el chico blandiendo el garrote. No había duda de que iba a usarlo. Samuel iba a pelear con todas sus fuerzas.
Fue entonces cuando pensó que debía comprar una Taser C2 por internet. Con ella podría disparar corriente a sus víctimas a varios metros de distancia. En ciertas ocasiones no había un segundo que perder, como ocurría ahora. Solo había unos cientos de metros hasta las granjas. Pese a que el lugar estaba escogido a conciencia, un campesino o un trabajador forestal podrían aparecer de repente. Dentro de pocos segundos la hermana pequeña del joven se habría recuperado lo suficiente como para poder escapar ella también.
– No te valdrá de nada, Samuel -lo amonestó, lanzándose hacia los garrotazos febriles del chico. Notó que el garrote golpeaba su hombro de lleno en el mismo instante en que disparó el arma contra el brazo del chico, y los rugidos que emitieron fueron simultáneos.
Pero el combate era desigual, y con la siguiente descarga el chico se desplomó.
Se miró el hombro, donde lo había golpeado Samuel. Joder, pensó, mientras la sangre se extendía como si fueran estrellas por el hombro de la chaqueta.
– Sí, antes de la próxima vez tengo que comprarme una Taser -murmuró mientras arrastraba al chico a la parte trasera de la furgoneta y colocaba en sus narices un trapo con cloroformo. Solo fue un momento, luego Samuel dirigió una mirada vacía a ninguna parte y perdió el conocimiento.
Un momento después ocurría lo mismo con su hermana.
A continuación les vendó los ojos, les ató con cinta adhesiva las manos, los pies y les tapó la boca, tal como solía hacer, y los dejó tumbados en postura fetal en medio de la gruesa alfombra que cubría el suelo.
Se mudó de camisa, se puso otra chaqueta y se quedó un rato mirando a los niños para estar seguro de que no iban a marearse, vomitar y ahogarse en su propio vómito.
Cuando se sintió seguro de su estado arrancó.
Su hermana y su cuñado se habían establecido en una pequeña granja a las afueras de Årup. Blanca y pegada a la carretera. A unos pocos kilómetros de la iglesia donde su padre ejerció su misión final.
Era el último lugar del mundo en que se le ocurriría vivir.
– ¿De dónde vienes esta vez? -preguntó su cuñado con desgana mientras señalaba las zapatillas gastadas que había siempre en el recibidor y que todos los visitantes debían calzar para andar por la casa. Como si sus suelos fueran algo del otro mundo.
Siguió el sonido hasta la sala y encontró a su hermana canturreando en un rincón, envuelta en una manta escocesa roída por el tiempo y la polilla.
Eva siempre lo reconocía por el caminar, pero no decía nada. Había engordado muchísimo desde la última vez que se vieron. Por lo menos veinte kilos. Su cuerpo se desparramaba en todas direcciones, y la imagen de su hermana bailando con entusiasmo en el jardín de la casa del pastor pronto se desvanecería.
No se saludaron, nunca lo hacían. Tampoco las frases de cortesía eran moneda corriente en el hogar de su infancia.
– Va a ser una visita corta -dijo, poniéndose en cuclillas ante ella-. ¿Qué tal estás?
– Willy me cuida bien -respondió su hermana-. Vamos a almorzar dentro de poco. ¿Quieres acompañarnos?
– Bueno, tomaré un bocado. Y luego me voy.
Eva asintió con la cabeza. En realidad le daba igual. Desde que la luz de sus ojos se apagó, también había perdido las ganas de oír noticias de sus semejantes y del mundo exterior. Puede que fuera necesario. Puede que de pronto las imágenes descoloridas del pasado ocuparan demasiado en su interior.
– Os he traído dinero.
Sacó un sobre del bolsillo y se lo puso en la mano.
– Son treinta mil. Con eso podréis apañaros hasta mi próxima visita.
– Gracias. ¿Cuándo?
– Dentro de unos meses.
Eva asintió en silencio y se levantó. Él fue a ayudarla, pero ella retiró el brazo.
En la mesa de la cocina, cubierta por un hule que había conocido días más felices en décadas pasadas, completaban el bodegón sendos moldes de aluminio conteniendo paté barato y unos pedazos indefinibles de carne frita. Willy conocía a gente de la comarca que cazaba más de lo que podía comer, así que no les faltaban calorías.
Su cuñado jadeaba, asmático, cuando hincó la cabeza en el pecho y rezó un padrenuestro. Tanto él como su hermana tenían los ojos cerrados con fuerza, pero todos sus sentidos estaban dirigidos hacia el extremo de la mesa donde estaba sentado él.
– ¿Todavía no has encontrado a Dios? -preguntó después su hermana dirigiéndole su mirada muerta jaspeada de blanco.
– No -replicó-. Mi padre me lo sacó a golpes.
Su cuñado alzó lentamente la cabeza y lo miró con odio. En otros tiempos había sido un tipo guapo. Bromista y lleno de ambiciones de navegar y conocer los rincones más recónditos y las mujeres de piel más suave del mundo. Cuando conoció a Eva, ella lo deslumbró con su vulnerabilidad y sus hermosas palabras. Él siempre había conocido a Jesucristo, pero no era su mejor amigo.
Eva lo hizo cambiar de parecer.
– Habla con respeto de mi suegro -dijo su cuñado-. Era un santo.
Miró a su hermana. Su rostro carecía por completo de expresión. Si hubiera tenido algún comentario que hacer al respecto, podría haberlo dicho entonces, pero no lo hizo. Por supuesto que no.
– Entonces, ¿crees que nuestro padre se encuentra en el Paraíso?
Su cuñado entornó los ojos. Esa fue su respuesta. Más le valía no seguir en esa dirección, fuera o no hermano de Eva.
Sacudió la cabeza y devolvió la mirada a su cuñado. Pobre desgraciado, pensó. Si la idea de un Paraíso donde tuviera sitio un pastor de tercera, embrutecido y con estrechez de miras, era tan importante para él, lo ayudaría con sumo gusto a alcanzarlo en un santiamén.
– Deja de mirarme así, cuñado -dijo-. He dejado treinta mil coronas para ti y para Eva. A cambio exijo que te controles durante la media hora que voy a estar aquí.
Miró al crucifijo colgado de la pared sobre el rostro cabreado de su cuñado. Era más pesado de lo que parecía.
Había sentido su peso encima.
Escuchó ruidos en la parte trasera de la furgoneta cuando atravesaba el puente del Gran Belt, y se detuvo antes de llegar a la cabina de peaje para abrir la puerta trasera y volver a rociar con cloroformo los dos cuerpos que forcejeaban.
No se puso en marcha hasta que la quietud regresó a la parte trasera, y esta vez bajó las ventanillas, porque tenía la sensación de que la última dosis había sido excesiva.
Cuando llegó a la caseta de botes del norte de Selandia había demasiada luz para meter a los jóvenes. Los primeros veleros del año y los últimos del día volvían a los puertos de recreo de Lynæs y Kignæs. Bastaba un alma curiosa con un par de prismáticos para que todo se fuera al garete. El problema era que en la parte trasera de la furgoneta reinaba excesivo silencio, y aquello empezaba a inquietarlo. Si los niños morían por la dosis de cloroformo, habría echado por la borda meses de preparativos.
Vete de una puta vez, pensó con la vista clavada en el obstinado coloso celeste que, de color rojo intenso, parecía atascado en el horizonte bajo las nubes arreboladas.
Entonces cogió el móvil. La familia de Dollerup ya habría empezado a extrañarse de que no hubiera vuelto con los niños. Les había prometido entregarlos antes del descanso y no había mantenido su promesa. Se los imaginaba en aquel momento esperando sentados en torno a la mesa con sus velas, sus túnicas y las manos juntas. Iba a ser la última vez que confiaban en él, estaría diciendo en aquel momento la madre.
Y en eso estaba dolorosamente en lo cierto.
Tecleó el número. No se presentó. Dijo sin más que exigía un millón de coronas de rescate. Billetes usados en un pequeño saco que debían arrojar del tren. Les dijo cuándo salía el tren, dónde y cuándo tenían que hacer transbordo, y en qué tramo iban a ver una luz estroboscópica y a qué lado del tren. La llevaría en la mano y destellaría como un flash. No tenían que dudar, solo había una oportunidad. Después de arrojar el saco, pronto volverían a ver a sus hijos.
Más les valía no tratar de engañarlo. Tenían el fin de semana y el lunes para reunir el dinero. Y el lunes por la noche debían coger el tren.
Si no estaba todo el dinero, los niños morirían. Si se ponían en contacto con la Policía, los niños morirían. Si hacían algo extraño tras la entrega del dinero, los niños morirían.
– Recordad -dijo-. El dinero volveréis a ganarlo, pero los niños se perderán para siempre.
Tras decir eso siempre dejaba a los padres un momento para que jadearan en busca de aire. Para que superasen la conmoción.
– Y recordad también que no podréis proteger a los demás hijos todo el tiempo. Si tengo la mínima sospecha, viviréis en la inseguridad. De lo único que podéis estar seguros es de eso y de que nunca podréis localizar este móvil.
Luego cortó la comunicación. Era así de sencillo. Dentro de diez segundos el móvil habría desaparecido en la bahía. Siempre había sido hábil tirando piedras.
Los niños tenían una palidez cadavérica, pero estaban vivos. Los encadenó en el interior de la caseta de botes, a cierta distancia uno del otro, les soltó las ligaduras y se aseguró de que no devolvieran lo que les dio de beber.
Tras la habitual escena de súplicas, llantos y miedo comieron algo, y él tenía la conciencia tranquila cuando les tapó la boca con cinta adhesiva y se marchó con la furgoneta.
Hacía quince años que era propietario del lugar y nunca se había acercado a la caseta nadie aparte de él. La granja a la que pertenecía la caseta estaba oculta tras los árboles, y el trayecto hasta la caseta siempre había estado cubierto por vegetación. El único sitio desde el que podía divisarse era desde el agua, y aun así había obstáculos. ¿Quién querría amarrar en la masa maloliente llena de algas que crecía sobre la red de pesca? La red la había extendido entre las estacas de la masa aquella vez que una de sus víctimas arrojó algo al agua.
No, los niños podían gimotear cuanto quisieran.
Nadie los oiría.
Volvió a mirar la hora. Hoy no iba a telefonear a su mujer como tenía por costumbre cuando se ponía rumbo a Roskilde. ¿Por qué darle una idea de cuándo podía esperarlo de vuelta?
Ahora se dirigiría a la pequeña propiedad rural de Ferslev, dejaría la furgoneta en el granero y a continuación saldría con el Mercedes. En menos de una hora estaría en casa, y el tiempo diría qué se traía entre manos su mujer.
Los últimos kilómetros antes de llegar a casa logró una especie de paz interior. ¿Qué era lo que había alimentado la sospecha respecto a su mujer? ¿No era acaso un fallo de él? Aquellas sospechas infundadas e ideas sombrías ¿no se alimentaban acaso de todas las mentiras que él escupía y de las que vivía? Todo aquello ¿no era sencillamente consecuencia de su propia vida encubierta?
Bueno, la verdad es que lo pasamos bien juntos, fue su último pensamiento antes de reparar en la bici de hombre apoyada en el sauce llorón de la entrada.
Fue antes de reparar en ello, y en que la bici no era la suya.
Capítulo 17
Hubo una época en que las conversaciones telefónicas que mantenía con él por la mañana le daban energía. El mero sonido de la voz de él bastaba para aguantar un día sin ningún otro contacto humano. Solo pensar en su abrazo hacía que lo soportara todo.
Pero ya no sentía eso. La magia había desaparecido.
Mañana llamaré a mamá y haré las paces con ella, se decía. Y pasaba el día y llegaba la mañana siguiente y no lo hacía.
Porque ¿qué iba a decirle? ¿Que sentía que se hubieran distanciado? ¿Que tal vez se había equivocado? ¿Que había conocido a otro hombre que se lo había hecho ver? ¿Que la llenaba de palabras y no era capaz de oír nada más? Por supuesto que no podía decírselo a su madre, pero era la verdad.
El vacío interminable en el que la había dejado su marido se había llenado.
Kenneth había estado en la casa más de una vez. Tras dejar a Benjamin en la guardería, lo encontraba allí. A pesar del caprichoso marzo, siempre en camisa de manga corta y pantalones de verano prietos. Ocho meses destinado en Irak y otros diez en Afganistán lo habían endurecido. Solía decir que los duros inviernos, tanto interiores como exteriores, atemperaban el deseo de comodidades de los soldados daneses.
Era sencillamente irresistible. Y también sencillamente espantoso.
Había oído a su marido preguntar por Benjamin y extrañarse de que se le hubiera pasado el catarro tan pronto. También lo había oído decir por el móvil que la quería y que tenía ganas de llegar a casa. Que tal vez llegara antes de lo previsto. Y no se creyó ni la mitad de lo que le contaba; esa era la diferencia. La diferencia entre antes, cuando sus palabras la deslumbraban, y ahora, que solo la molestaban.
Y le tenía miedo. Tenía miedo de su ira, miedo de su poder. Si la echaba de casa no tenía nada, ya se había ocupado él de eso. Sí, tal vez un poco, pero ni eso. Puede que ni siquiera tuviera a Benjamin.
Y es que hablaba tan bien… Era muy hábil con las palabras. ¿Quién iba a creerla cuando dijera que Benjamin estaba mejor con su madre? ¿No era acaso ella la que deseaba marcharse? Y su marido, ¿no sacrificaba acaso su vida y tenía que viajar para poder proporcionarles sustento? Los estaba oyendo. La gente del ayuntamiento, de la administración. Todos aquellos profesionales que solo se fijarían en la madurez de él y en los fallos de ella.
Estaba convencida.
Después llamaré a mamá, pensó. Me comeré el orgullo y se lo contaré todo. Es mi madre. Me ayudará. Claro que sí. Seguro.
Pasaron las horas y las ideas la agobiaban. ¿Por qué se sentía así? ¿Era porque en unos pocos días se había sentido más cerca de un extraño de lo que se sintiera nunca de la persona con quien estaba casada? Porque era verdad. Lo único que sabía de su marido era lo que hablaban periódicamente en las pocas horas que pasaban juntos en casa. ¿Qué sabía, aparte de eso? Su trabajo, su pasado, todas las cajas del primer piso, todo aquello era territorio vedado.
Pero una cosa era perder los sentimientos y otra justificarlo. Porque ¿acaso su marido no se portaba bien con ella? ¿No era solo su propia ceguera lo que la impedía ver?
Pensaba en cosas así. Y por eso volvió a subir al primer piso y se quedó mirando a la puerta donde estaban las cajas de mudanza. ¿Era el momento de conocer más? ¿De traspasar los límites? ¿De no poder retroceder? Sí, lo era.
Sacó las cajas de cartón una a una y las colocó en el pasillo en orden inverso. Cuando las volviera a colocar en su sitio tenían que estar exactamente como antes, bien cerradas y con los abrigos encima. Solo así veía factible la empresa.
Eso esperaba.
Las primeras diez cajas, las que habían estado al fondo, bajo la ventana Velux, corroboraban lo que le había dicho su marido. Viejos trastos de familia que habían terminado en sus manos. Productos típicos de herencias, iguales a los que dejaron sus abuelos para la familia: piezas de porcelana, todo tipo de papeles y cachivaches, mantas de lana, manteles de encaje, vajilla para doce y diversos cortapuros, relojes de mesa y baratijas.
La imagen de una vida familiar ya pasada y camino del olvido. Así es como se lo describió él.
Las siguientes diez cajas añadían detalles que corrían un velo desconcertante sobre esa imagen. Allí estaban los marcos de foto dorados. Carpetas con recortes de periódico ampliados. Álbumes con acontecimientos y recuerdos pegados. Todo ello de su infancia, todo ello apuntalando la idea de que la mentira y los silencios siempre están presentes en la mirada retrospectiva hacia las sendas de la infancia.
Porque, contrariamente a lo que siempre había sostenido, su marido no era hijo único. De hecho, no cabía la menor duda de que tenía una hermana.
En una de las fotografías aparecía vestido de marinero, cruzado de brazos, mirando con ojos tristes hacia la cámara. No tendría más de seis o siete años. Piel suave y cabellera espesa con raya a un lado. Junto a él había una niña pequeña de largas trenzas y sonrisa inocente. Podría ser la primera vez que la fotografiaban.
Era un bonito retrato de dos niños bien diferentes.
Dio la vuelta a la foto y aparecieron tres letras. EVA, ponía. También había algo más escrito, pero estaba tachado a bolígrafo.
Estuvo hojeando las fotografías y dándoles la vuelta a todas. Otra vez las tachaduras.
Ningún nombre, ninguna indicación del lugar.
Todo estaba tachado.
¿Por qué tachar los nombres?, pensó. Así desaparece la gente para siempre.
Cuántas veces no había estado en su casa mirando fotos antiguas de gente sin nombre.
Igual su madre le decía «Es tu bisabuela, se llamaba Dagmar», pero no estaba escrito en ninguna parte. Y cuando su madre muriera ¿qué iba a pasar con los nombres? ¿Quién había insuflado vida a quién, y cuándo?
Pero aquella niña tenía nombre. Eva.
Seguro que era la hermana de su marido. Los mismos ojos, la misma boca. En dos de las fotos en que estaban solos miraba a su hermano con admiración. Era conmovedor.
Eva parecía una chica de lo más normal. Rubia, limpia y con una mirada al mundo en la que, aparte de aquella primera foto, siempre había más inquietud que valor.
Cuando los hermanos aparecían con los padres estaban todos apretados, como si se defendieran del resto del mundo. Nunca se abrazaban, solo se ponían muy juntos. En las escasas fotos en que aparecían los cuatro, la disposición era siempre la misma. En primer plano los niños, con los brazos caídos, y la madre detrás con las manos posadas en los hombros de su hija, y las manos del padre en los del hijo.
Era como si aquellos dos pares de manos apretaran a los niños contra la tierra.
Trataba de entender a aquel chico con mirada de viejo que se convirtió en su marido. Era difícil. Y es que había demasiada diferencia de edad entre ella y él, se dio cuenta con más claridad que nunca.
Volvió a cerrar las cajas con las fotos y abrió las carpetas con la convicción recién adquirida de que habría sido mejor que ella y su marido nunca se hubieran conocido. De que, en realidad, había nacido para compartir el destino con un hombre como el que vivía a cinco manzanas de ella. No con el hombre cuyas fotos había estado viendo.
El padre de él fue pastor protestante, era algo que él nunca le contó, pero se veía en varias fotografías.
Un hombre sin sonrisa y con una mirada que expresaba soberbia y poder.
La madre de su marido no tenía la misma mirada. La suya era inexpresiva.
En aquellas carpetas se intuía por qué. Porque el padre mandaba en todo. Había hojas parroquiales en las que despotricaba contra el ateísmo, predicaba la desigualdad y denunciaba a las almas descarriadas. Panfletos que trataban sobre poseer la palabra de Dios y solo soltarla cuando podía arrojarse a la vista de los descreídos. En aquellos escritos se veía con nitidez que su marido había crecido en un ambiente muy diferente al que ella conoció.
Demasiado diferente.
Era un ambiente nauseabundo, de exaltación patriótica, opiniones siniestras, intolerancia, profundo conservadurismo y chovinismo el que se traslucía de aquellos libelos amarillentos. Claro que era el padre y no su marido quien era así. Pero, de todos modos, se daba perfecta cuenta, tanto ahora como -tras pensarlo- a diario, de que las maldiciones del pasado habían creado en él unas tinieblas que solo desaparecían del todo cuando hacía el amor con ella.
Y no debía ser así.
Bien pensado, en aquella infancia algo había ido muy mal. Cada vez que aparecía algún nombre o lugar estaba tachado con bolígrafo. Siempre con el mismo bolígrafo.
Cuando fuera a la biblioteca iba a buscar en internet al abuelo paterno de Benjamin. Pero primero tenía que averiguar su nombre. Alguno de aquellos recortes tenía que ayudarla a saber cómo se llamaba. Y si encontraba algo en ellos, debía de existir todavía alguna huella de aquella persona tan singular e innoble. Incluso en estos tiempos de amnesia.
En tal caso, quizá pudiera hablar de eso con su marido. Quizá hablar lo hiciera sincerarse.
Luego abrió un montón de cajas de zapatos apiladas en una de las cajas de mudanza. En la parte de abajo había diversos efectos de escaso interés, así como un mechero Ronson que accionó, y que curiosamente funcionaba de forma intachable, unos gemelos, un cortaplumas y viejos artículos de oficina de otros tiempos.
El resto de las cajas desvelaban una época completamente diferente. Recortes, folletos y panfletos políticos. Cada caja descubría nuevos fragmentos de la vida de su marido, que en conjunto ofrecían la imagen de una persona deshonrada y herida que creció para ser un fiel reflejo de su padre, pero también su polo opuesto. El muchacho que de forma inevitable iba en la dirección opuesta a la prescrita por los maestros de su infancia. El adolescente que sustituyó la reacción por la acción. El hombre de las barricadas que apoyaba todo totalitarismo que no tuviera que ver con la religión. El que buscaba el bullicio de Vesterbrogade cuando los okupas se reunían. El que cambió el traje de marinero por el grueso jersey de punto, la casaca del ejército y el pañuelo palestino. Y el que se cubría el rostro con el pañuelo cuando llegaba el momento.
Era un camaleón que sabía de qué color camuflarse y cuándo. Ahora se estaba dando cuenta.
Se quedó un rato pensando si debía colocar las cajas en su sitio y olvidar lo que había visto. Porque en aquellas cajas había cosas que sin duda su marido no quería recordar.
¿No había deseado acaso hacer tabla rasa con su vida anterior? Sí que lo había deseado. Si no le habría contado todo, sin hacer todas aquellas tachaduras.
Pero ella ¿cómo iba a detenerse ahora?
Si no se sumergía en la vida de él, nunca llegaría a entenderlo de verdad. Nunca llegaría a saber quién era realmente el padre de su hijo.
Así que se volvió hacia el resto de su vida, embalado con pulcritud en el pasillo. Cajas de zapatos convertidas en archivadores y metidas en cajas de mudanza. Todo ordenado por fechas.
Ella esperaba años en los que terminara teniendo problemas en las barricadas, pero algo debió de hacer que cambiara el rumbo. Como si por una temporada hubiera sentado la cabeza.
Cada época tenía su carpeta de plástico con su año y mes. Por lo visto, pasó un año ocupado estudiando derecho. Otro, filosofía. Un par de años de mochilero en países de Centroamérica, donde según otros documentos vivía de pequeños trabajos en hoteles, viñedos y mataderos.
Parece ser que no fue hasta volver a Dinamarca cuando empezó a convertirse de veras en la persona que ella creía conocer. Otra vez carpetas ordenadas con esmero. Folletos del servicio militar. Apuntes garabateados sobre una escuela de suboficiales, la Policía Militar y las fuerzas especiales del Ejército. Ahí terminaban los apuntes personales y la colección de pequeñas reliquias.
Nunca nombres ni indicaciones concretas de lugares y relaciones personales. Solo aquellos grandes esbozos de años que habían pasado.
Lo último que decía algo sobre la dirección que seguiría era un taco de folletos en diversas lenguas. Sobre estudios de consignatario marítimo en Bélgica. Propaganda de reclutamiento en la Legión Extranjera con bonitas fotos del sur de Francia. Diversos formularios de inscripción en escuelas de comercio.
Nada indicaba qué camino había tomado. Solo qué cosas ocupaban su mente por aquella época.
Desde luego, aquello parecía de lo más caótico.
Y mientras colocaba en su sitio aquel grupo de cajas, empezó a sentir miedo. Ya sabía que su trabajo era algo secreto, al menos es lo que él le contaba. Y hasta entonces había sido una verdad tácita que aquello era por el bien de todos. Actividades de inteligencia, trabajo con la Policía secreta o algo parecido. Pero ¿por qué era tan seguro que fuera por el bien de todos? ¿Tenía acaso alguna prueba?
Lo único que sabía era que su marido nunca había llevado una vida normal. Se mantenía aparte. Siempre había vivido en el borde.
Y ahora que había trillado los primeros treinta años de su vida seguía sin saber nada.
Por último, llegaron las cajas que habían estado arriba del todo. En algunas ya había mirado antes, pero no en todas. Y ahora que las abría sistemáticamente una a una y las examinaba al detalle surgía la espantosa pregunta de por qué esas cajas habían estado tan al alcance de la mano.
Era una pregunta espantosa, porque ya conocía la respuesta.
Las cajas habían podido estar allí porque era impensable que ella fuera a revolver en ellas, así de sencillo. ¿Qué podía poner mejor de relieve el poder que había ejercido sobre ella? ¿Que ella había aceptado sin más que era su territorio? ¿Que estaban cargadas de tabúes?
Un poder así sobre alguien lo tiene solo una persona que desea ejercerlo.
Abrió las cajas presa de una violenta agitación y tensión. Con los labios apretados, la respiración agitada y sintiendo el aire cálido en las fosas nasales.
Las cajas estaban llenas de carpetas. Cuadernos de anillas de todos los colores, pero el interior parecía negro como el carbón.
Las primeras carpetas desvelaban un período en el que, por lo visto, buscó retractarse de su vida impía. Otra vez folletos. Folletos de todo tipo de movimientos religiosos, ordenados en archivadores. Pasquines que hablaban de la eternidad, de la luz eterna de Dios y de cómo se podía llegar hasta ella con absoluta seguridad. Opúsculos de comunidades y sectas de nuevas religiones que aseguraban tener la respuesta definitiva a las adversidades del ser humano. Nombres como Sathya Sai Baba, Cienciología, Iglesia Madre, Testigos de Jehová, Sociedad de los Eternos y los Niños de Dios se mezclaban con el movimiento Tongil, la Cuarta Vía, la Misión de la Luz Divina y un montón más de los que tampoco sabía gran cosa. Y fuera cual fuese la orientación que tuvieran las religiones, todas se reclamaban poseedoras del único camino verdadero hacia la salvación, la armonía y el amor al prójimo. El único camino verdadero, tan seguro como la muerte.
Sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que había buscado? Él, que con tal ahínco se despojó de la sombría escuela de su infancia y de los dogmas cristianos. Por lo que ella sabía, ninguna de aquellas numerosas ofertas había merecido la atención de su marido.
No, las palabras Dios y religión no eran palabras de uso corriente en su villa de piedra caliza roja, a la poderosa sombra de la catedral de Roskilde.
Tras recoger a Benjamin de la guardería y jugar un poco con él, lo sentó ante el televisor. Con tal de que hubiera colores y la imagen no estuviese quieta, se daba por satisfecho.
Subió al primer piso, pero pensó si no sería mejor no seguir adelante. Meter las últimas cajas sin mirar en ellas y dejar en paz la atormentada vida de su marido.
Veinte minutos más tarde se alegraba de no haber seguido el impulso. De hecho, se sentía tan mal que en aquel momento sopesaba seriamente si debería recoger sus cosas, levantar la tapa de la lata con el dinero para la casa y coger el primer tren que partiera.
Seguramente esperaba encontrar en las cajas cosas relacionadas con la época y la vida de la que ella se había convertido en parte, pero no que de pronto se revelara que también ella era uno de sus proyectos.
Le dijo que se había enamorado perdidamente de ella la primera vez que charlaron, y así lo sintió ella también. Ahora sabía que eran falsas apariencias.
Porque ¿cómo podía haber sido casual su primer encuentro en el café cuando veía ahora recortes del concurso hípico de Bernstorffsparken en el que por primera vez subió al podio? Eso fue muchos meses antes de que se conocieran. ¿De dónde había sacado aquellos recortes? Si los hubiera encontrado después, se los habría enseñado, ¿no? Además, tenía programas de torneos en los que participó mucho antes de eso. También tenía fotos de ella sacadas en lugares en los que, desde luego, no había estado con él. Así que la había vigilado de manera sistemática durante un tiempo antes de su supuesto primer encuentro.
Lo único que hizo él fue esperar el momento adecuado para golpear. Ella había sido la elegida, pero no se sentía halagada, a la vista de cómo había ido todo; no se sentía halagada en absoluto.
Le producía escalofríos.
Y también sintió escalofríos cuando abrió después un archivador de madera que estaba en la misma caja de mudanzas. A primera vista no era nada especial. Una simple caja con listas de nombres y direcciones que no le decían nada. Pero cuando examinó los papeles con más detenimiento sintió desagrado.
¿Por qué era tan importante aquella información para su marido? No lo entendía.
A cada nombre de la lista correspondía una página donde se habían anotado, de manera ordenada, datos de la persona y de su correspondiente familia. Primero ponía a qué religión pertenecían. Después cuál era el rango que ocupaban en la comunidad, y luego cuánto tiempo llevaban siendo miembros. Entre las informaciones más personales destacaban las correspondientes a los niños de la familia. Nombre, edad y, lo que era inquietante, también sus rasgos característicos. Por ejemplo, ponía:
«Willers Schou, quince años. No es el favorito de su madre, pero está muy unido al padre. Un chico rebelde que no participa regularmente en las reuniones de la comunidad. Pasa resfriado la mayor parte del invierno y debe guardar cama dos veces.»
¿Para qué quería su marido aquella información? ¿Y qué le importaba a él lo que ganaran al año? ¿Era un espía de la Seguridad Social, o qué? ¿Lo habían destinado a infiltrarse en sectas danesas para poner al descubierto casos de incesto, violencia u otras barbaridades, o qué?
Era aquel «o qué» lo que la atormentaba de forma tan desagradable.
Parecía ser que trabajaba por todo el país, así que era imposible que estuviera empleado en el ayuntamiento. En buena lógica, no podía estar empleado en el sector público, porque ¿quién guarda en su casa, metida en cajas de mudanza, ese tipo de información confidencial?
Pero ¿entonces? ¿Detective privado? ¿Estaba al servicio de algún ricachón para incordiar en los círculos religiosos daneses?
Tal vez.
Y se quedó tranquila con aquel «tal vez» hasta que llegó a un folio donde, bajo la información sobre la familia, ponía: «1,2 millones. Ningún problema».
Estuvo un buen rato con el papel en el regazo. Como en el resto de los apuntes, se trataba de una familia numerosa vinculada a una secta religiosa. Lo único que los hacía diferentes del resto era aquella última línea y otro detalle más: uno de los nombres de los niños estaba marcado. Un chico de dieciséis años, de quien se decía solo que todo el mundo lo quería.
¿Por qué había un asterisco junto a su nombre? ¿Porque todos lo querían?
Se mordió el labio sin saber qué hacer. Lo único que sabía era que su fuero interno le gritaba que se marchara de allí. Pero ¿sería la decisión correcta?
Tal vez todo aquello, bien utilizado contra él, la ayudara a quedarse con Benjamin. Pero no sabía cómo.
Después colocó en su sitio las dos últimas cajas, cajas anodinas con las cosas de él para las que no habían encontrado uso en su hogar común.
Luego puso con cuidado los abrigos encima. El único rastro de su indiscreción era la abolladura que hizo en el cartón de una de las cajas cuando anduvo buscando el cargador del móvil, y apenas se notaba.
Está bien así, pensó.
Entonces llamaron a la puerta.
Kenneth estaba en la penumbra con la mirada risueña. Igual que las veces anteriores, hizo justo lo convenido. Se plantó con un periódico del día arrugado, dispuesto a preguntar si les faltaba el periódico en la casa. Solía decir que lo había encontrado en medio de la carretera, y que los repartidores de periódicos eran cada vez más descuidados. Todo ello por si la expresión del rostro de ella indicaba que había moros en la costa, o si, en contra de lo esperado, era su marido quien abría la puerta.
Aquella vez le costó decidir qué debía expresar su rostro.
– Entra, pero solo un rato -se limitó a decir.
Miró a la calle. Estaba bastante oscuro y llevaba tiempo así. Todo estaba en calma.
– ¿Qué ocurre? ¿Va a volver a casa? -preguntó Kenneth.
– No, no creo; habría llamado.
– ¿Entonces…? ¿No te sientes bien?
– No.
Se mordió el labio. ¿De qué iba a servirle contárselo todo? ¿No sería mejor que lo dejaran durante una temporada para que él no se viera envuelto en lo que por fuerza iba a ocurrir? ¿Quién iba a poder probar ninguna relación entre ellos si interrumpían el contacto una temporada?
Asintió en silencio para sí.
– No, Kenneth, en este momento estoy confusa.
Se quedó mirándola en silencio. Bajo las cejas rubias había unos ojos vigilantes que habían aprendido a calibrar el peligro. Enseguida se habían dado cuenta de que aquello no era normal. Habían observado que eso podría tener consecuencias en unos sentimientos que ya no deseaba refrenar. Y el instinto de defensa estaba alerta.
– Vamos, dime qué te pasa, Mia.
Ella lo llevó de la puerta a la sala, donde Benjamin estaba sentado tranquilamente frente al televisor como solo los niños pequeños pueden estarlo. Era en aquel pequeño ser en quien debía concentrar sus energías.
Iba a volverse hacia él para decirle que no se pusiera nervioso, pero que tenía que estar fuera un tiempo.
En aquel preciso instante el brillo de los faros del Mercedes de su marido se deslizó por el jardín delantero.
– Tienes que marcharte, Kenneth. Por la puerta de atrás. ¡Ya!
– ¿No podemos…?
– ¡AHORA, Kenneth!
– Vale, pero tengo la bici en el camino de entrada. ¿Qué hago?
Empezó a sudar. ¿Debía marcharse con él ahora? ¿Salir sin más por la puerta principal con Benjamin en brazos? No, no se atrevía. No se atrevía en absoluto.
– Ya le contaré una historia, vete. Sal por la cocina, ¡que no te vea Benjamin!
Y la puerta de atrás se cerró un milisegundo antes de que la llave girase en la puerta de entrada y esta se abriera.
Ya estaba sentada en el suelo ante el televisor con las piernas a un lado y abrazaba afectuosa a su hijo.
– ¡Mira, Benjamin! -exclamó-. Ya ha llegado papá. Ahora sí que lo vamos a pasar bien, ¿a que sí?
Capítulo 18
En un viernes brumoso de marzo como aquel no hay gran cosa que decir de la carretera E-22, que atraviesa la región sueca de Escania. Aparte de las casas y los postes indicadores, podría haber sido un tramo entre Ringsted y Slagelse, en Dinamarca. Bastante llano, sobrecultivado, totalmente falto de interés.
Pero aun así había al menos cincuenta de sus compañeros de Jefatura a quienes les brillaban los ojos en cuanto la ese de Suecia pasaba por sus labios. Según ellos, todas las necesidades podían satisfacerse en cuanto la bandera azul y amarilla ondeaba en el paisaje. Carl miró por el parabrisas y sacudió la cabeza. Debía de faltarle un sentido, sería eso. Aquel gen especial que llevaba al júbilo en cuanto las palabras arándano, albóndigas y arenque salían a relucir.
El paisaje empezó a ser más variado y desigual cuando llegó a Blekinge. Algunos decían que a los dioses les temblaban las manos cuando separaron las piedras de la tierra y al fin llegaron a Blekinge. El paisaje era mucho más bonito a la vista, pero aun así… Muchos árboles, muchas piedras, mucho tiempo entre diversión y diversión. La Suecia de siempre.
No hay muchas tumbonas ni vermús, pensó cuando llegó a Hallabro y dio una vuelta por la habitual combinación de quiosco, estación de servicio y taller mecánico especializado en trabajos de chapa, antes de seguir por Gamla Kongavägen.
La casa lucía bien al crepúsculo, alzada sobre la ciudad. Una cerca de piedra marcaba los límites del terreno, y tres luces encendidas señalaban que la familia Holt no se había alarmado ni mucho menos por la llamada de Assad.
Llamó a la puerta con un aldabón maltrecho y no oyó ninguna actividad especial en el interior.
Joder, pensó. Es viernes. Los Testigos de Jehová ¿celebraban el sabbath? Sí, los judíos celebraban el sabbath los viernes, seguro que lo ponía en la Biblia, y los Testigos de Jehová seguían al pie de la letra lo que ponía en la Biblia.
Volvió a llamar. A lo mejor no le abrían porque lo tenían prohibido. El día de fiesta ¿estaría prohibido moverse? Y en tal caso, ¿qué podía hacer? ¿Echar la puerta abajo a patadas? No era una idea muy buena, allí todo el mundo tenía una escopeta de caza bajo el colchón.
Miró un rato alrededor. La ciudad estaba silenciosa y adormecida a aquella hora gris en que lo mejor que podía hacerse era poner los pies encima de la mesa sin pensar en el día que había pasado.
¿Dónde diablos habrá un sitio para dormir en este rincón del mundo?, estaba pensando cuando se encendió la luz del pasillo tras el cristal de la puerta.
Un chico de quince o dieciséis años asomó su rostro serio y pálido por la puerta entreabierta y lo miró sin decir palabra.
– Hola -saludó Carl-. ¿Están tu padre o tu madre en casa?
Entonces el chico se limitó a cerrar la puerta y echar el pestillo. Su rostro estaba en calma. Por lo visto ya sabía lo que debía hacer, y no estaba entre sus obligaciones invitar a pasar a gente desconocida.
Después transcurrieron unos minutos en los que Carl miró fijamente a la puerta. Algunas veces solía funcionar cuando eras lo bastante obstinado.
Un par de vecinos que paseaban bajo las farolas de la calle clavaron en él una mirada que decía «¿quién eres tú?». Sabuesos leales de la ciudad provinciana, siempre hay gente así.
Por fin apareció un rostro de hombre tras el cristal de la puerta, así que la táctica de quedarse esperando había vuelto a funcionar.
Era un rostro inexpresivo el que escudriñaba a Carl, como si hubiera estado esperando a una persona concreta.
Abrió la puerta.
– ¿Sí…? -dijo en sueco, y se quedó esperando a que Carl tomara la iniciativa.
Carl sacó la placa.
– Carl Mørck, del Departamento Q de Copenhague -se presentó-. ¿Es usted Martin Holt?
El hombre miró la placa con cara de pocos amigos y asintió con la cabeza.
– ¿Puedo pasar?
– ¿De qué se trata? -replicó el hombre con voz queda, en un danés impecable.
– ¿No podemos hablar de ello dentro?
– No creo -dijo el hombre. Retrocedió e hizo ademán de cerrar la puerta, pero Carl asió el pomo.
– Martin Holt, ¿puedo hablar un rato con su hijo Poul?
El hombre vaciló.
– No -dijo después-. No está aquí, así que es imposible.
– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
– No lo sé.
Miró con fijeza a Carl. Con demasiada fijeza para no saberlo.
– ¿No tiene ninguna dirección de su hijo Poul?
– No. Y ahora me gustaría que nos dejara en paz. Tenemos clase de catequesis.
Carl enseñó su papel.
– Tengo aquí la lista del registro civil de los que habitaban en su casa de Græsted el 16 de febrero de 1996, cuando Poul dejó de asistir a la Escuela de Ingenieros. Como ve, aparecen usted, su mujer Laila y sus hijos Poul, Mikkeline y Tryggve, Ellen y Henrik.
Miró en la parte inferior de la hoja.
– Por los números de registro deduzco que sus hijos tendrán hoy, respectivamente, treinta y uno, veintiséis, veinticuatro, dieciséis y quince, ¿estoy en lo cierto? [1]
Martin Holt asintió en silencio y ahuyentó a un chico que miraba con curiosidad a Carl por encima de su hombro. El mismo chico de antes. Seguro que era el que se llamaba Henrik.
Carl siguió al chico con la vista. Tenía en la mirada esa expresión apagada de la gente a la que solo se le permite decidir cuándo hacer de vientre.
Carl levantó la vista hacia el hombre que parecía llevar con firmeza las riendas de la familia.
– Sabemos que Tryggve y Poul estuvieron juntos aquel día en la Escuela de Ingenieros, donde Poul fue visto por última vez -informó-. O sea que si Poul no vive en casa, ¿quizá pudiera hablar con Tryggve? ¿Solo un momento?
– No, no nos hablamos con él.
Lo dijo con total frialdad y voz neutra, si bien la lámpara de la puerta de entrada desveló la piel grisácea característica de quienes cargan con muchas responsabilidades. Demasiado que hacer, demasiadas decisiones y demasiadas pocas vivencias positivas. Tenía la piel grisácea y los ojos sin brillo. Y aquellos ojos fueron lo último que vio Carl antes de que el hombre cerrara dando un portazo.
Pasó un segundo, se apagó la luz de encima de la puerta y la del recibidor, pero Carl sabía que el hombre estaba al otro lado, esperando a que se marchara.
Carl dio unos pasos sin moverse, para que pareciera que estaba bajando los escalones.
En el mismo instante se oyó con claridad que el hombre del otro lado de la puerta empezaba a rezar.
«Refrena nuestra lengua, Señor, para que no digamos las palabras feas que son inciertas, las palabras ciertas que no son toda la verdad, toda la verdad cuando sea cruel. En nombre de Jesucristo», rezó en sueco.
Había dejado atrás hasta su lengua materna.
«Refrena nuestra lengua, Señor», había dicho, y «no nos hablamos con él». ¿Cómo diablos se podía decir eso? ¿No se permitía hablar para nada de Tryggve? ¿Tampoco de Poul? ¿Sería que ambos chicos fueron expulsados a causa de lo que ocurrió? ¿Habían demostrado ser indignos del reino de Dios? ¿Se trataba de eso?
Porque, de ser así, aquello no le interesaba en absoluto a un funcionario público.
Y ahora ¿qué?, pensó. ¿Debería aun así telefonear a la Policía de Karlshamn para que lo ayudasen? Y en ese caso, ¿cómo diablos iba a argumentarlo? Al fin y al cabo, la familia no había hecho nada que no debiera. Al menos que a él le constara.
Sacudió la cabeza, bajó los escalones con sigilo y se metió en el coche, dio marcha atrás y retrocedió un poco en el camino hasta poder aparcar en un sitio donde no lo molestaran.
Desenroscó la tapa del termo y observó que el contenido estaba frío. Fantástico, pensó en un arranque de sarcasmo. Habían pasado al menos diez años desde la última vez que tuvo que trabajar de noche, y aquella vez tampoco fue por voluntad propia. Noches frías y húmedas de marzo en un coche sin un reposacabezas como es debido y con café frío no eran precisamente lo que había esperado cuando consiguió trabajo en Jefatura. Y ahora estaba allí. Con la cabeza completamente vacía, a excepción de aquel puñetero sentido común que le decía cómo debía interpretar las reacciones de la gente y a qué podían conducir.
El hombre de la casa de la colina no había reaccionado con naturalidad, era algo evidente. Martin Holt estuvo demasiado a la defensiva, tenía el rostro demasiado gris, demasiado indiferente al hablar de sus dos hijos mayores y, al mismo tiempo, demasiado displicente con lo que un subcomisario de la Policía de Copenhague pintara en aquel paisaje rocoso. Lo que desvelaba si algo no iba bien no solía ser lo que preguntaba la gente, sino más bien lo que no preguntaba. Y esta vez estaba claro.
Miró hacia la casa al otro lado de la curva y dejó la taza de café entre sus muslos. Ahora iba a cerrar los ojos con mucho cuidado. Las siestas cortas eran el elixir de la vida.
Solo dos minutos, se dijo, y despertó veinte minutos más tarde para darse cuenta de que una taza de café le estaba refrescando los genitales.
– ¡Mierda! -rugió, apartando con la mano el café de los pantalones. Volvió a jurar al segundo siguiente, cuando los faros delanteros de un coche salieron de la casa y bajaron la carretera que llevaba a Ronneby.
Dejó que el café calara el asiento y apretó el acelerador a fondo. No se veía un carajo. En cuanto salieron de Hallabro, solo quedaron las estrellas y el coche de delante en el paisaje rocoso de Blekinge.
Descendieron diez o quince kilómetros, hasta que los faros del coche de delante rozaron una casa de color amarillo chillón, situada en una colina y tan cerca de la carretera que bastarían unas ráfagas moderadas de viento para que aquel feo edificio provocase un caos en el tráfico.
El otro coche torció en ese punto y se quedó en el camino de entrada diez minutos; entonces Carl dejó el Peugeot al borde de la carretera y avanzó sin prisa hacia la casa.
Fue entonces cuando vio que el otro coche estaba lleno de gente. Figuras inmóviles y tétricas. Cuatro en total, de diversos tamaños.
Esperó unos minutos, mirando bien alrededor. En aquella casa, aparte del color, que lucía en la oscuridad, no había nada que alegrara la vista.
Basura, hierros viejos y aperos gastados. Parecían bienes de una herencia que llevaban muchos, muchos años sin tocar.
Hay una gran diferencia entre la casa elegante que tenía la familia en el mejor barrio de viviendas unifamiliares de Græsted y este desierto, pensó, y siguió los conos de luz de un coche procedente de Ronneby que se deslizaron carretera arriba para barrer el lateral de la casa y el coche aparcado en la entrada. La ráfaga de luz desveló por un segundo el rostro lloroso de la madre, de una joven y dos adolescentes en el asiento trasero. Todos los del coche parecían estar muy afectados por la situación. Callados, pero con una expresión nerviosa y asustada en el rostro.
Carl se acercó sigiloso al lateral y pegó la oreja a la pared de madera podrida. Entonces se dio cuenta de que lo único que mantenía aquello en pie era la pintura.
Allí dentro ocurría algo. Estaba claro que eran dos hombres discutiendo acaloradamente, y estaba claro también que la concordia no era lo que caracterizaba la situación. Parecían gritos y voces violentos y llenos de hostilidad.
Cuando se callaron, Carl apenas llegó a ver al hombre que le había cerrado la puerta dando un portazo y casi se lanzó al asiento de conductor del coche que aguardaba.
Las ruedas chirriaron cuando la familia Holt dio marcha atrás y salió zumbando hacia el sur, y Carl se decidió.
Era como si aquella horripilante casa amarilla le susurrara.
Y él escuchaba con los oídos bien abiertos.
En el letrero ponía «Mami Bengtsson», pero la mujer que abrió la puerta amarilla no era ninguna mami. Veintipocos años, rubia, las paletas algo cruzadas y de lo más encantadora, como se decía antes.
Pues sí, Suecia tenía algo.
– Bueno, supongo que en cierto modo me esperaban -dijo, enseñándole la placa-. ¿Está Poul Holt en la casa?
La joven sacudió la cabeza, pero sonrió. Si la gresca de antes iba en serio, había sabido mantenerse a una distancia de seguridad.
– ¿Y Tryggve?
– Acérquese -respondió en sueco, señalando la puerta más cercana. Después gritó en sueco hacia la sala-. ¡Ya ha llegado, Tryggve! Yo voy a acostarme, ¿vale?
Sonrió a Carl como si fueran viejos amigos y lo dejó a solas con su novio.
Era flaco y más largo que un día sin pan, pero ¿qué se había imaginado? Carl tendió la mano y recibió un fuerte apretón.
– Tryggve Holt -se presentó el hombre-. Ha venido mi padre a prevenirme.
Carl asintió con la cabeza.
– Por lo demás, creía que no os hablabais.
– Es verdad. Estoy expulsado. Llevaba cuatro años sin hablar con ellos, pero los he visto varias veces parados en la carretera frente a la entrada.
Tenía la mirada sosegada. No parecía afectado por la situación ni por el alboroto anterior, así que Carl fue directo al grano.
– Hemos encontrado un mensaje en una botella -comenzó, y percibió enseguida un movimiento en el rostro seguro de sí mismo del joven-. Bueno, de hecho la pescaron en Escocia hace varios años, pero no llegó a la Jefatura de Copenhague hasta hace ocho o diez días.
Se produjo una transformación. Fue bastante llamativa, y la provocaron las palabras «un mensaje en una botella». Como si justo aquellas palabras hubieran sido barridas a conciencia de su interior. Tal vez había estado temiendo que alguien las dijera. Tal vez fueran la clave de todos los enigmas que agitaban su fuero interno. Era lo que parecía.
Se mordió el labio.
– ¿Dice que han encontrado un mensaje en una botella?
– Sí. ¡Este!
Tendió una copia del mensaje al joven.
En dos segundos Tryggve redujo su estatura medio metro, mientras giraba en torno a sí, echando al suelo cuanto alcanzaban sus brazos. De no ser por los reflejos de Carl, se habría caído.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Era la novia. Estaba en el vano de la puerta con el pelo suelto y una camiseta que tapaba algo los muslos desnudos. Preparada para acostarse.
Carl señaló el mensaje.
Ella lo cogió. Le echó un vistazo y se lo tendió a su novio.
Después nadie dijo nada durante un buen rato.
Cuando el tipo se repuso, al fin, miró de reojo al papel, como si fuera un arma secreta que pudiera apuntarlo y aniquilarlo. Como si el único antídoto fuera volver a leerlo, palabra por palabra.
Cuando alzó el rostro hacia Carl no era el mismo de antes. El sosiego y la seguridad en sí mismo habían quedado absorbidos por el mensaje de la botella. Notaba palpitaciones en el cuello, tenía la cara roja, sus labios temblaban. No cabía duda de que el mensaje de la botella le recordaba una vivencia sumamente traumática.
– Oh, Dios mío -dijo bajando la voz, cerró los ojos y se tapó la boca con la mano.
Su novia le cogió la mano.
– Tranquilo, Tryggve -lo sosegó en sueco-. Tenía que saberse. Ahora ya ha pasado y en adelante todo irá bien.
El joven se secó las lágrimas y se volvió hacia Carl.
– Nunca había visto ese mensaje. Solo vi que lo escribían.
Cogió el papel y volvió a leerlo mientras sus agitados dedos se dirigían sin cesar a sus ojos llorosos.
– Mi hermano era el más listo y el más majo del mundo -declaró con labios trémulos-. Lo que pasa es que le costaba expresarse.
Luego colocó el mensaje sobre la mesa, cruzó los brazos y se inclinó algo hacia delante.
– De verdad, le costaba.
Carl iba a ponerle la mano en el hombro, pero Tryggve sacudió la cabeza.
– ¿Podemos hablar mañana? -ofreció-. Ahora no puedo. Puede dormir en el sofá. Mami traerá la ropa de cama, ¿de acuerdo?
Carl miró al sofá. Era algo corto, pero tenía un tapizado magnífico.
El chirriar de ruedas sobre una calzada mojada despertó a Carl. Se enderezó un poco desde su postura y se dirigió a las ventanas. Era una hora indefinida, pero seguía estando bastante oscuro. Frente a él estaban los dos jóvenes agarrados de la mano, sentados en sendas sillas gastadas de Ikea, saludándolo con la cabeza. El termo estaba ya sobre la mesa, y el mensaje estaba al lado.
– Como sabe, fue mi hermano mayor Poul quien escribió eso -afirmó Tryggve al ver que Carl empezaba a reanimarse tras los primeros sorbos-. Y lo escribió con las manos atadas a la espalda.
La mirada de Tryggve vagó de un lado para otro al decirlo.
¡Con las manos atadas a la espalda! Por lo tanto, la idea de Laursen se acercaba a la verdad.
– No entiendo cómo pudo hacerlo -continuó Tryggve-. Pero Poul era muy concienzudo. Era bueno dibujando. También en eso.
El joven sonrió melancólico.
– No sabe usted cuánto significa para mí que haya venido. Que pueda tener este mensaje en la mano. El mensaje de Poul.
Carl miró al mensaje. Tryggve Holt había escrito algunas letras más en la copia. Desde luego, era el más indicado para hacerlo.
Después tomó un buen sorbo del café. De no haber sido por su relativamente buena educación, se habría llevado las manos al cuello y habría emitido sonidos guturales.
Aquel café estaba caliente de pelotas. Veneno cafeínico negro como el betún.
– ¿Dónde está Poul ahora? -preguntó mientras apretaba los labios y las nalgas con fuerza-. ¿Y por qué escribisteis ese mensaje? Nos gustaría saber eso; así podríamos seguir adelante con otros casos.
– ¿Que dónde está Poul?
Miró a Carl con ojos tristes.
– Si me lo hubiera preguntado hace muchos años, le habría contestado que estaba en el Paraíso junto a los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos. Ahora le digo sin más que Poul está muerto. Ese mensaje es lo último que escribió. Su última señal de vida.
Tragó saliva con dificultad y calló un momento.
– A Poul lo mataron apenas dos minutos después de arrojar la botella al agua -dijo en voz tan baja que apenas se oyó.
Carl se enderezó en el sofá. Se habría sentido más a gusto si le hubieran dado la noticia estando vestido.
– ¿Dices que lo mataron?
Tryggve hizo un gesto afirmativo.
Carl frunció las cejas.
– El secuestrador ¿mató a Poul y te perdonó la vida a ti?
Mami extendió sus dedos delgados hacia su novio y detuvo las lágrimas de sus mejillas. Tryggve volvió a asentir en silencio.
– Sí, aquel cabrón me salvó la vida, y desde aquel día lo he maldecido mil veces por ello.
Capítulo 19
Si tuviera que destacar algo acerca de sí mismo, sería su habilidad para captar miradas falsas.
Cuando su familia se reunía con los platos llanos sobre el mantel y rezaban el padrenuestro con rostro devoto, siempre sabía cuándo había pegado su padre a su madre. No eran signos visibles, nunca pegaba a nadie en la cara, era demasiado listo para eso. Y es que había que tener en cuenta a la comunidad. Y su madre le seguía el juego y cuidaba siempre, con aquel rostro impenetrable y santurrón, de que sus hijos guardaran los modales en la mesa y comieran la prescrita cantidad de patatas y la prescrita cantidad de carne. Pero tras aquellos ojos parpadeando sosegados había miedo, odio y una profunda impotencia.
Eso era lo que veía.
A veces veía también aquella mirada falsamente inocente dibujarse en los ojos de su padre, pero raras veces. De hecho, la expresión facial de su padre era casi siempre la misma. Hacían falta cosas mucho más graves que el castigo corporal diario para agrandar las penetrantes y frías pupilas de aquel hombre.
Así es como captaba las miradas de niño, y ahora le pasaba lo mismo.
En el mismo instante en que entró en casa captó algo extraño en la mirada de su mujer. Sonreía, por supuesto, pero la sonrisa temblaba, y su mirada se detuvo en el vacío, justo delante de su rostro.
Si no tuviera a su hijo entre sus brazos sentada en el suelo, tal vez él habría pensado que estaba cansada o que le dolía la cabeza, pero estaba allí con su hijo en brazos y parecía ausente.
No era lógico.
– Hola -dijo, aspirando el conglomerado de olores de la casa. En el aroma familiar había un rastro que se le hacía desconocido. Un leve tufo a problemas y a límites rebasados.
– ¿Me preparas un té? -preguntó, acariciándola en la mejilla. La tenía caliente, como si tuviera fiebre-. Y a ti ¿cómo te va, campeón?
Tomó en brazos a su hijo y lo miró a los ojos. Estaban brillantes, alegres y cansados. La sonrisa apareció al instante.
– Pues ahora tiene buen aspecto -admitió.
– Sí. Pero ha tenido un montón de mocos hasta ayer, y de pronto esta mañana estaba como nuevo. Ya sabes cómo es eso.
Esbozó una pequeña sonrisa, y también aquello le pareció raro.
Era como si su mujer hubiera envejecido varios años durante los pocos días que él había estado ausente.
Mantuvo la palabra dada. Hizo el amor con ella con la misma pasión de la semana anterior. Pero duró más de lo habitual. Ella tardó más en abandonarse y separar el cuerpo de la mente.
Después la atrajo hacia sí y la dejó estar sobre su pecho. Habitualmente ella habría deslizado sus dedos entre los pelos del pecho y le habría acariciado la nuca con sus dedos finos y sensuales, pero esta vez no lo hizo. Se concentraba en bajar la respiración a un ritmo normal y en estar callada.
Por eso la interrogó directamente.
– Hay una bici de hombre en la entrada. ¿Sabes de quién es?
Ella se hizo la dormida, pero no lo estaba.
Por eso daba igual lo que hubiera podido responder.
Un par de horas después estaba tumbado con las manos tras la nuca, observando el amanecer de aquel día de marzo y la perezosa luz deslizándose por el techo en su empeño por ensanchar el espacio tramo a tramo.
El sosiego había vuelto a su mente. Tenían un problema, pero iba a resolverlo de una vez por todas.
Cuando ella despertara, iba a desnudar su mentira capa tras capa.
El interrogatorio empezó en serio cuando dejó al niño en el corralito. Justo como ella esperaba.
Llevaban cuatro años viviendo juntos sin desafiar su confianza mutua, pero ahora iban a tener que hacerlo.
– La bici está candada, así que no es robada -dijo, mirándola con ojos demasiado inexpresivos-. Alguien ha debido de dejarla a propósito, ¿no te parece?
Ella sacó hacia delante el labio inferior y se alzó de hombros. ¿Cómo iba a saberlo?, expresó por señas; pero el hombre desvió la mirada.
Poco a poco notó unas gotas traicioneras en las axilas. Dentro de poco el sudor se le notaría en la frente.
– Podríamos averiguar quién es el dueño, si queremos -dijo él y volvió a mirarla. Esta vez inclinando la cabeza.
– ¿Tú crees?
Trató de parecer sorprendida, no pillada en falta. Después se llevó la mano a la frente e hizo como si algo la molestara. Sí, estaba sudando ya.
Él la miró con intensidad. De pronto la cocina parecía muy estrecha.
– ¿Cómo podemos averiguarlo? -continuó ella.
– Podríamos preguntar a los vecinos si han visto a alguien dejarla ahí.
Ella respiró hondo. Estaba segura de que él no iba a hacerlo.
– Sí -admitió-. Podríamos hacerlo. Pero ¿no crees que se la llevarán en algún momento? Podemos dejarla junto a la carretera.
Se apoyó en el respaldo. Estaba más relajado ahora. Ella, no. Volvió a llevarse la mano a la frente.
– Estás sudando -dijo él-. ¿Te pasa algo?
Ella afiló los labios y expulsó el aire con lentitud. Conserva la serenidad, se dijo.
– Sí, creo que tengo algo de fiebre. Benjamin debe de haberme contagiado.
Él asintió en silencio y ladeó la cabeza.
– Por cierto, ¿dónde encontraste el cargador? -preguntó.
Ella cogió otro bollo y lo cortó por la mitad.
– En la cesta de los gorros, en el pasillo.
Se sentía en terreno más seguro. Ahora se trataba de seguir ahí.
– ¿En la cesta?
– No sabía qué hacer con él después de cargar el móvil, así que volví a dejarlo ahí.
Él se levantó sin decir palabra. Dentro de poco iba a preguntarle cómo era posible que hubiera un cargador de móvil allí. Y ella iba a decirle, tal como había planeado, que debía de llevar años allí.
En aquel momento se dio cuenta de su error.
La bici que había en la entrada lo echaba todo a perder. Iba a asociar ambas cosas, así era él.
Se quedó mirando a la sala, donde Benjamin sacudía los barrotes del corralito como si fuera un animal luchando por salir de allí.
También tenían eso en común.
El cargador de móvil parecía más pequeño en la mano de él. Como si pudiera aplastarlo con un solo apretón.
– ¿De dónde ha salido? -preguntó.
– Creía que era tuyo -respondió ella.
Él no dijo nada. O sea, que se llevaba el cargador cuando salía.
– Venga, dilo -la apremió-. Sé que estás mintiendo.
Trató de hacerse la indignada. No le costó gran cosa.
– Oye, ¿por qué dices eso? Si no es el tuyo, será de alguien que se lo ha dejado. Seguro que lleva ahí desde el bautizo.
Pero se sentía insegura.
– ¿Desde el bautizo? Eso fue hace año y medio. ¿Desde el bautizo, dices?
Era evidente que le parecía risible, pero no se rio.
– Tuvimos diez o doce invitados. La mayoría viejas. Nadie se quedó a dormir y pocos tendrían móvil, de eso estoy seguro al cien por cien. Y si lo tenían, ¿por qué llevar el cargador a un bautizo? No tiene ninguna lógica.
Ella iba a protestar, pero la detuvo con un movimiento de la mano.
– No, mientes -dijo, señalando la bici al otro lado de la ventana-. ¿Es el cargador de él? ¿Cuándo ha estado por última vez?
La reacción de las glándulas sudoríferas de las axilas llegó de inmediato.
La asió con fuerza del brazo, tenía la mano cubierta de sudor frío. Ella había tenido sus dudas cuando vio el contenido de las cajas del primer piso, pero aquella presa de su brazo, tan firme y segura como un tornillo de banco, las despejó todas. Ahora me pegará, pensó ella; pero no la pegó. Al contrario, cuando vio que ella no respondía se volvió, cerró la puerta que daba al recibidor dando un portazo y no ocurrió nada más.
La mujer se levantó para ver si la sombra de él se deslizaba por el sendero del jardín. Tan pronto como supiera que él había salido iba a coger a Benjamin y escapar. Atravesar el jardín hasta el seto, encontrar el agujero que habían hecho los hijos de los anteriores propietarios y escabullirse por allí. Tardarían cinco minutos en llegar a la casa de Kenneth. Su marido jamás sabría adónde habían ido.
Y después tendría que volver a empezar de cero.
Pero no apareció la sombra del sendero del jardín; eso sí, se oyó un golpe sordo en el piso de arriba.
Dios mío, pensó. ¿Qué está haciendo ahora?
Miró a su hijo, que saltaba y reía. ¿Podría llevarlo hasta el seto sin que su marido los oyera? Las ventanas de arriba ¿seguirían abiertas? ¿Estaría vigilando por una de ellas para no perderlos de vista?
Se mordió el labio y miró al techo. ¿Qué hacía allí arriba?
Entonces tomó su bolso y vació en él el contenido de la lata con el dinero para los gastos de la casa. No se atrevía a salir al pasillo a por su abrigo y el de Benjamin, pero todo iría bien si Kenneth estaba en casa.
– Ven, cielo -dijo, atrayendo hacia sí al pequeño. Cuando la puerta del jardín estaba abierta, no hacían falta más de diez segundos para llegar al seto. La cuestión era si el agujero seguía estando allí. El año anterior lo había visto.
Al menos entonces tenía un tamaño considerable.
Capítulo 20
Cuando nacieron, él y su hermana Eva vivían en un mundo completamente diferente. Cuando su padre cerraba la puerta del despacho la mente se sosegaba. Entonces podían ir a sus habitaciones y dejar que Dios se ocupara de sus cosas.
Pero también otras veces, cuando acudían a las clases obligatorias de catequesis o cuando estaban en el servicio religioso rodeados de la multitud de manos alzadas al cielo, gritos de júbilo y adultos en éxtasis, volvían la mirada hacia su interior y se centraban en su propia realidad.
Cada uno tenía su propio estilo. Eva contemplaba a escondidas los zapatos y vestidos de las mujeres y se acicalaba. Apretaba con encanto los pliegues de la falda plisada entre las puntas de los dedos hasta dejarlos bien marcados y brillantes. En su interior era una princesa. Libre de los ojos severos y palabras duras del mundo. O un hada de livianas alas traslúcidas que el menor soplo de viento podía elevar por encima de la realidad gris y las obligaciones de su casa.
Cuando estaba en ese estado canturreaba en su interior. Canturreaba con la mirada embelesada y los pies inquietos, y los padres estaban convencidos de que se encontraba en las manos protectoras de Dios, y de que aquellos movimientos ágiles eran su forma característica de rezar.
Pero él ya sabía que no. Eva soñaba con zapatos y vestidos y un mundo hecho a base de espejos admiradores y palabras cariñosas. Era su hermano, y cosas así las sabía.
Él soñaba con un mundo de personas que supieran reír.
Donde vivían ellos nadie reía. Las sonrisas eran algo que solo veía en la ciudad, y le parecían feas. No, en su vida no había risas, no había alegría. No había oído reír a su padre desde la vez que, teniendo él cinco años, habló de un pastor de la Iglesia nacional al que había expulsado entre juramentos y maldiciones de su iglesia. Y por eso su alma infantil tardó años en entender que la risa podía expresar otras cosas que no fueran la alegría por el mal ajeno.
Cuando al final cayó en la cuenta, se hizo el sordo ante los sermones y las burlas de su padre, y aprendió a protegerse.
Guardaba secretos que podían alegrarlo, pero también hacerle daño. Debajo de su cama, bien oculto bajo un armiño disecado, estaban sus tesoros. Ejemplares de Hogar y La voz de la familia con dibujos y relatos delirantes. Catálogos de los grandes almacenes Daell con mujeres casi desnudas que lo miraban y sonreían. Tenía también revistas con nombres tan desquiciados que solo eso lo hacía reír. Antiguas revistas desechadas, con lamparones de grasa y las esquinas abarquilladas. Media hora de humor, Daffy, Scooby Doo. Revistas que excitaban y desafiaban, y que nada exigían a cambio. Solía encontrarlas en la basura de los vecinos cuando salía sigiloso por la ventana después de anochecer, cosa que hacía a menudo.
Luego pasaba la noche riendo con una risa ahogada bajo el edredón.
Fue en aquel período de su vida cuando empezó a ocuparse de que todas las puertas estuvieran entreabiertas, para saber dónde se encontraban los diversos miembros de la familia. Fue entonces cuando aprendió a asegurarse de que no había moros en la costa para poder volver con sus trofeos sin peligro.
Fue entonces cuando aprendió a escuchar como los murciélagos cuando salen de caza.
Desde el momento en que dejó a su mujer en la sala hasta que la vio salir furtivamente por la puerta del jardín con el niño en brazos apenas transcurrieron dos minutos. Más o menos lo que había esperado.
No era tonta. Desde luego, era joven e ingenua, y fácil de calar, pero tonta no era. Por eso sabía que él sospechaba algo, y por eso también tenía miedo. Lo leía en su cara y lo oía en el tono de su voz.
Y ahora quería huir.
Iba a actuar tan pronto como se sintiera a salvo de él. Era solo cuestión de tiempo, lo sabía. Por eso estaba ahora junto a la ventana de la primera planta golpeando el piso de madera con el pie, y no paró hasta que ella casi alcanzó el seto.
Así de fácil era conocer sus intenciones, y aquello dolía, pese a que hacía tiempo que se había acostumbrado a que la gente lo defraudara. Te acostumbrabas, eso era todo.
Miró a la mujer y al niño. Se le escapaba una vida. Dentro de poco habrían pasado por el agujero.
El seto estaba bien crecido, así que esperó un momento para bajar las escaleras en dos saltos y salir al jardín.
Aquella mujer guapa con vestido rojo y el niño en brazos llamaba la atención, así que era facilísimo seguirla, aunque ya había avanzado un buen trecho por la carretera para cuando él logró atravesar el seto.
Cuando llegó a la calle principal la mujer torció por una lateral y después volvió a adentrarse en la frondosa paz del barrio de villas.
No esperaba que sucediera eso.
Estúpida mujer, pensó. ¿Me pones los cuernos en mi propio territorio?
El verano que cumplió once años, la comunidad de su padre alquiló una tienda de campaña y la plantó en la feria de ganado. «Si esos diablos rojos pueden hacerlo», sentenció, «también podemos hacerlo las iglesias libres».
Trabajaron duro toda la mañana para terminar a tiempo. Era un trabajo pesado, pero otros niños los ayudaron, también obligados. Cuando terminaron de colocar el suelo de la tienda, su padre dio una palmada en la cabeza a todos los demás niños.
Sus hijos se quedaron sin palmada; eso sí, los puso a desplegar sillas.
Y había muchas.
Se abrió al público la plaza del mercado. Cuatro focos amarillos iluminaban la entrada a la tienda, y una estrella mensajera colgaba del mástil central. «Abraza a Jesús, ábrele tu corazón», ponía en el lateral de la tienda.
Apareció la comunidad en pleno y todos aplaudieron la organización; eso fue todo. A pesar de los folletos de colores que Eva y él habían repartido a todo quisqui, no se presentó nadie que no perteneciera a la comunidad.
Su padre solía descargar su cabreo y frustración en su madre cuando nadie lo veía.
– Salid otra vez, críos -dijo entre dientes-, y esta vez hacedlo como Dios manda.
Se perdieron en la esquina de la feria de ganado, justo al lado de los puestos de baratijas. Eva se quedó prendada de los conejos, pero él siguió adelante. Era la única forma de ayudar a su madre.
«Cojan un folleto», mendigaban sus ojos mientras la gente pasaba de lado. Si lo cogían, tal vez su madre se librara de la paliza cuando llegaran a casa. Tal vez no pasara toda la noche llorando.
Y anduvo buscando un rostro amable que pareciera querer compartir con otros su religiosidad. Tratando de escuchar una voz que encerrase la dulzura que predicaba Jesucristo.
Entonces oyó a unos niños riendo. No eran las risas que oía cuando pasaba junto a una escuela a la hora del recreo o cuando se atrevía a ver algo de televisión infantil frente a la tienda de electrodomésticos. No, reían como si las cuerdas vocales fueran a desgarrarse y todo el mundo debiera dirigir sus miradas hacia ellos. Él nunca había reído así bajo el edredón, y aquello lo atrajo.
Su voz interior ya podía susurrar cuanto quisiera sobre la ira y la penitencia. No pudo pasar de largo.
Un pequeño grupo se había reunido delante del puesto. Niños y adultos entremezclados. En una banderola de lona blanca alguien había escrito con torpes letras rojas «BIDEOS APASIONANTES A MITAZ DE PRECIO SOLO OY», y sobre la mesa hecha con tablones había un televisor, el más pequeño que había visto en su vida.
En la pantalla se veía uno de esos vídeos de imagen centelleante en blanco y negro, los niños reían y pronto rio él también. Rio hasta que le dolió el diafragma y la parte de su alma que por primera vez había salido al mundo en todo su esplendor.
– Desde luego, no hay nadie como Chaplin -dijo uno de los adultos.
Y todos reían con aquel hombre que hacía piruetas y boxeaba en la pantalla. Reían cuando hacía girar su bastón y alzaba su sombrero negro. Reían cuando hacía muecas a todas aquellas señoras gordas y señores con enormes ojeras. También él rio, y sintió calambres en el vientre y una sensación maravillosa, incontrolada e inesperada, y nadie le dio un pescozón ni se fijó en él por ello.
Aquella experiencia, siguiendo una lógica retorcida, iba a transformar su vida y la de muchos otros.
Su mujer no miró atrás. En realidad, no miraba a ninguna parte. Dejaba que sus pies tirasen de ella y del niño a través del barrio de villas, como si fuerzas desconocidas decidieran el rumbo y la velocidad.
Y cuando la gente pretende prescindir en tal grado de la realidad, hace falta poca cosa para que se produzca la catástrofe.
Como un tornillo que se desprende de las alas del avión, como la gota de agua que cortocircuita el relé del pulmón de acero.
Reparó en la paloma que se posó en el árbol justo encima de su mujer e hijo cuando iban a pasar la calle, y también se fijó en el excremento de ave que golpeó las baldosas como dedos fantasmales. Vio que su hijo lo señalaba y que su mujer miraba al suelo. Y en el momento en que salieron a la calzada un coche torció en la esquina y se dirigió hacia ellos con precisión asesina.
Pudo haber gritado. Pudo chillar y silbar a modo de aviso, pero no hizo nada. No era momento para eso. Sus sentimientos no alcanzaban para tanto.
Los frenos del coche chirriaron, la sombra tras el parabrisas dio un volantazo y el mundo se detuvo.
Vio a su mujer y a su hijo temblando del susto y girando la cabeza a cámara lenta. Y el pesado vehículo derrapó a un lado y dejó la marca de las ruedas en la calzada como un carboncillo sobre papel de dibujo. Después se enderezó, la parte trasera agarró bien y todo terminó.
Su mujer se quedó paralizada en la calzada cuando el coche siguió volando, y él se quedó rígido y con los brazos colgando, a medio metro del seto. Los sentimientos de ternura luchaban contra una extraña forma de embriaguez que solo había experimentado la primera vez que mató. No era un sentimiento que deseara experimentar.
Dejó escapar lentamente el aire comprimido en sus pulmones mientras el calor se extendía por su cuerpo. Y se quedó allí demasiado tiempo, porque Benjamin lo vio cuando giró la cabeza para esconder el rostro en el cuello de su madre. Se veía que tenía miedo, porque se asustó de verdad cuando su madre reaccionó con energía. Pero el arqueo de cejas y el temblor de labios desaparecieron en cuanto vio a su padre y levantó las manos, riendo.
Entonces ella dio la vuelta y lo vio, y la expresión de susto del segundo anterior volvió a su rostro.
Cinco minutos después estaba sentada frente a él en la sala con el rostro vuelto. «Vuelve a casa voluntariamente», le había dicho él. «De lo contrario, no volverás a ver a nuestro hijo.»
Y ahora la mirada de ella estaba llena de odio y aversión.
Si quería saber adónde había querido ir ella, iba a tener que sacárselo por la fuerza.
Su hermana y él conocieron pocos momentos maravillosos.
Cuando se colocaba bien en el dormitorio, podía dar diez pasos cortos hasta el espejo. Con los pies bien hacia fuera, la cabeza balanceándose de lado a lado y el bastón girando en el aire. Diez pasos en los que él era otro, allí, dentro del espejo. No el chico que no tenía compañeros de juego. No el hijo de quien hacía y deshacía en la pequeña ciudad. No era la oveja elegida del rebaño, que debía portar la palabra de Dios y dirigirla como un rayo contra la gente. Solo era el pequeño vagabundo que hacía que todos rieran, él el primero.
– Me llamo Chaplin, Charlie Chaplin -se presentaba, haciendo muecas con los labios bajo su bigote imaginario mientras Eva estaba a punto de caerse de la cama de sus padres al suelo de la risa. Solía reaccionar así cuando él hacía su número, pero aquella vez fue la última.
Eva nunca volvió a reír.
Un segundo después sintió un ligero golpe en el hombro. Un simple dedo bastó para que se le cortara el aliento y se le secara la garganta. Cuando se volvió, el golpe de su padre iba ya camino de la boca de su estómago. Unos ojos abiertos como platos bajo unas cejas pobladas. Ningún ruido aparte del golpe y de los que siguieron.
Cuando los intestinos empezaban a arderle y los jugos gástricos le quemaban la garganta, dio un paso atrás y miró a su padre a los ojos con obstinación.
– Vaya, así que ahora te llamas Chaplin -susurró su padre mientras lo miraba con la mirada de Viernes Santo, cuando relataba con detalle el duro ascenso de Jesucristo al Gólgota. Todo el pesar y el dolor del mundo cargaban sus hombros dispuestos, no tenías la menor duda al respecto aunque fueras solo un niño.
Entonces volvió a pegar. Esta vez tuvo que alargar el brazo para llegar. No iban a obligarlo a avanzar un paso hacia aquel niño terco.
– ¿Cómo se te ha metido esa idea endiablada en la cabeza?
Él miró a los pies de su padre. En lo sucesivo solo respondería a las preguntas que le diera la gana. Su padre podía pegarlo cuanto quisiera, no iba a responder.
– Vaya, no respondes. Pues tendré que castigarte.
Lo arrastró de la oreja hasta su cuarto y lo empujó con fuerza contra la cama.
– Ahora te quedas aquí hasta que vengamos a buscarte, ¿entendido?
Tampoco respondió a aquello, y su padre lo miró un rato con ojos asombrados y los labios entreabiertos, como si la terquedad de aquel niño anunciara la hora del Juicio Final y la llegada del Diluvio Universal. Después se calmó.
– Coge todas tus cosas y déjalas en el pasillo -le ordenó.
Al principio no entendía qué quería decirle su padre, pero después sí.
– Salvo tu ropa, tus zapatos y tu ropa de cama. Todo lo demás.
Apartó al niño de la vista de su mujer, y la dejó sola en la pálida luz rayada que filtraban las persianas sobre su rostro.
Ella no iría a ninguna parte sin el niño, lo sabía.
– Se ha dormido -dijo él cuando volvió a bajar del primer piso-. Oye, ¿qué ocurre?
– ¿Cómo que qué ocurre?
Su mujer giró la cabeza poco a poco.
– ¿No debería ser yo quien lo preguntara? -preguntó con mirada sombría-. ¿En qué trabajas? ¿Dónde ganas ese montón de dinero? ¿Haces algo ilegal? ¿Chantajeas a la gente?
– ¿Chantajear a la gente? ¿Qué te hace pensar eso?
Ella desvió la vista.
– Da igual. Solo quiero que nos dejes marchar a Benjamin y a mí. No quiero seguir viviendo aquí.
El hombre frunció el entrecejo. Estaba planteándole preguntas. Le imponía condiciones. ¿Había pasado algo por alto?
– Te he dicho: ¿qué te hace pensar eso?
Ella se encogió de hombros.
– ¡Pues todo! Siempre estás fuera. No dices nada. Guardas unas cajas de mudanza en un cuarto, como si fuera un santuario. Mientes sobre tu familia. No…
No fue él quien la interrumpió. Se calló por sí misma. Miró al suelo, incapaz de recoger las palabras que jamás debieran habérsele escapado. Arrepentida de su temeridad.
– Has andado en mis cajas, ¿verdad? -preguntó tranquilo, pero bajo su piel la seguridad ardía como fuego.
Así que sabía sobre él cosas que no debería saber.
Si no se desembarazaba de ella estaba perdido.
Su padre se encargó de que todas las cosas de su cuarto fueran al montón. Juguetes viejos, libros de Ingvald Lieberkind con imágenes de animales, cosas que había recogido por aquí y por allá. Una buena rama para rascarse la espalda, un bote con pinzas de cangrejo, esqueletos de erizos de mar y fósiles. Todo al montón. Y cuando terminó, su padre apartó la cama de la pared y la inclinó hacia un lado. Allí estaban sus secretos, bajo el armiño aplastado. Las revistas, los tebeos y todos los momentos despreocupados.
Su padre le echó un vistazo rápido. Después hizo una pila con las revistas y se puso a contar. Cada revista era un voto. Y cada voto, un golpe.
– Veinticuatro revistas. No voy a preguntarte de dónde las has sacado, Chaplin, eso no me interesa. Ahora vuélvete, que voy a darte veinticuatro golpes, y en adelante no quiero volver a ver esas porquerías en esta casa, ¿está claro?
No respondió. Se limitó a mirar a la pila y despedirse de sus revistas una por una.
– ¿No respondes? Pues te llevarás doble ración de azotes. Así aprenderás a responder otra vez.
Pero no aprendió. A pesar de las marcas alargadas de la espalda y de los grandes moratones de la nuca, dejó que su padre volviera a ponerse el cinturón sin pronunciar una palabra. Sin un gemido.
Pero lo más difícil fue no llorar diez minutos más tarde, cuando le ordenaron que prendiera fuego a todas sus cosas amontonadas en el patio.
Eso fue lo más difícil.
Estaba encorvada, mirando las cajas de mudanza. Su marido había hablado sin interrupción mientras tiraba de ella escalera arriba, pero ella no decía nada. Nada en absoluto.
– Tenemos que aclarar dos cosas -dijo su marido-. Dame tu móvil.
Ella lo sacó del bolsillo, sabiendo que no iba a servirle de nada. Kenneth le había enseñado a borrar la lista de llamadas.
Él tecleó y miró a la pantalla sin ver nada, y eso la alegró. La alegró que se quedara con las ganas. ¿Qué iba a hacer ahora con su sospecha?
– Parece que has aprendido a borrar la lista de llamadas. ¿Es verdad?
Ella no respondió. Se limitó a quitarle el móvil de la mano y volver a metérselo al bolsillo.
Después el hombre señaló el cuarto estrecho con las cajas de mudanza.
– Está superordenado, lo has hecho bien.
Ella respiró aliviada. Tampoco en eso tenía pruebas de nada. Al final tendría que dejarla marchar.
– Pero no lo bastante, ¿sabes?
Ella pestañeó un par de veces mientras trataba de abarcar todo el cuarto. Los abrigos ¿no estaban en su sitio? La abolladura de la caja ¿no la había corregido?
– Mira estas rayas.
Se agachó y señaló un pequeño cuadrado en la parte frontal de dos de las cajas. Una rayita en uno de los bordes de la caja y otra en el otro. Casi seguidas, pero no del todo.
– Cuando coges estas cajas y vuelves a apilarlas, quedan colocadas de otra manera, ¿ves?
Señaló otras dos rayas que no coincidían.
– Has sacado las cajas y has vuelto a meterlas, es así de sencillo. Ahora vas a decirme qué has encontrado en ellas, ¿entendido?
Ella sacudió la cabeza.
– Estás loco. No son más que cajas de cartón, ¿por qué habría de interesarme en ellas? Han estado aquí desde que nos mudamos. Simplemente han cedido por el peso.
Ha estado bien, pensó. Ha sido una buena explicación.
Pero él sacudió la cabeza. La explicación no lo había convencido.
– Bien, vamos a comprobarlo -propuso, y la apretó contra la pared. «No te muevas, si no va a ser peor para ti», decía su fría mirada.
Ella miró al pasillo mientras él se ponía a tirar con cuidado de las cajas del medio. No era tarea fácil en aquel cuarto tan estrecho. Un taburete junto a la puerta del dormitorio, un jarrón en el alféizar de la ventana de la buhardilla, la pulidora bajo el techo abuhardillado.
Si le doy con el taburete en la nuca, entonces…
Tragó saliva y apretó los puños. ¿Con qué fuerza debía pegar?
Mientras tanto, su marido salió del hueco de la puerta y dejó caer con un ruido sordo una de las cajas a los pies de ella.
– Bueno, vamos a ver esta. Pronto vamos a saber de una vez por todas si has revuelto en ellas, ¿vale?
Ella se quedó mirando cuando él abrió la tapa. Era la caja que estaba debajo del todo, hacia la mitad del cuarto. Dos hojas de cartón de la cámara funeraria que contenía los secretos más íntimos de su marido. El recorte en que aparecía ella en Bernstorffsparken. El archivador de madera con abundantes direcciones e informaciones sobre familias y sus hijos. Él sabía exactamente dónde estaban.
Ella cerró los ojos y trató de respirar con sosiego. Si existía Dios, tenía que ayudarla ahora.
– No sé para qué sacas todos esos papeles viejos. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
Él puso una rodilla en el suelo, tiró del primer montón de recortes y lo puso a un lado. No quería arriesgarse a que viera el recorte de ella a caballo en caso de no encontrarla culpable.
Ella lo tenía calado.
Después sacó con cuidado el archivador. Ni siquiera necesitó abrirlo. Dejó caer la cabeza y habló con suavidad.
– ¿Por qué no podías dejar mis cosas en paz?
¿Qué es lo que había visto? ¿Había pasado ella algo por alto?
Se quedó mirando la espalda de él; después miró al taburete, y de nuevo a su espalda.
¿Qué significaban aquellos papeles de la caja de madera? ¿Por qué tenía él los puños apretados y los nudillos blancos?
La mujer se llevó las manos al cuello y sintió el pulso desbocado.
Él se volvió hacia ella con los ojos entornados. Era una mirada espantosa. Reflejaba una repugnancia tan condensada que apenas la dejaba respirar.
El taburete seguía estando a tres metros.
– No he andado en tus cosas -replicó ella-. ¿Qué te hace creerlo?
– No es algo que crea. ¡Lo sé!
La mujer dio un pasito hacia el taburete. Él no reaccionó.
– ¡Mira! -exclamó entonces, volviendo hacia ella la parte frontal de la caja de madera. No se veía nada.
– ¿Qué tengo que mirar? -preguntó ella-. No se ve nada.
Cuando el aguanieve cae majestuosa se puede ver cómo se evaporan los copos mientras caen al suelo. Cómo lo bello y ligero es absorbido de nuevo en el aire, de donde había surgido, y el momento mágico termina.
Se sintió igual que uno de aquellos copos cuando él la agarró de las piernas y la hizo caer. Mientras caía, vio que su vida se disolvía y que todo cuanto conocía se pulverizaba. Lo único que sintió cuando su cabeza golpeó el suelo fue que él la seguía agarrando.
– No, no se ve nada en la caja, pero debería verse -dijo él entre dientes.
Ella sintió que manaba sangre de la sien, pero no le dolía.
– No sé a qué te refieres -se oyó decir.
– Había un hilo en la tapa -dijo su marido, bajando la cabeza hasta ella-. Y ahora no está.
– Suéltame. Déjame ponerme en pie. Seguro que se ha caído solo. ¿Cuánto tiempo llevas sin mirar en las cajas? ¿Cuatro años? ¿Sabes cuántas cosas pueden suceder en cuatro años?
Después hinchó sus pulmones de aire y gritó con todas sus fuerzas.
– ¡QUE ME SUELTES!
Pero no la soltó.
Cuando la arrastró al interior del cuarto de las cajas, vio que la distancia al taburete se hacía cada vez mayor. Vio el rastro de sangre que quedó en el suelo. Oyó sus juramentos y resoplidos cuando él le pisó la espalda para que no se levantara.
Quiso gritar otra vez, pero le faltaba aire.
Entonces él aflojó la presión del pie, la agarró de pronto con fuerza de las axilas y la arrastró hasta el cuarto. Allí se quedó, sangrando y paralizada en el pasillo de cajas de mudanza.
Tal vez hubiera podido reaccionar, pero lo que ocurrió no pudo preverlo.
Solo registró las piernas de él dando dos pasos rápidos a un lado, y que levantaban la caja de mudanzas que tenía encima.
Después él dejó caer con pesadez la caja sobre el pecho de ella.
Por un momento se quedó sin aire, pero instintivamente se retorció un poco a un lado y consiguió cruzar una pierna sobre la otra. Después llegó volando la segunda caja de cartón, que bloqueó su antebrazo contra las costillas y no la dejaba mover el cuerpo. Y para terminar, otra caja encima.
Tres cajas de mudanzas que pesaban demasiado.
Veía algo de la abertura de la puerta y el pasillo en el extremo de sus pies, pero también aquello desapareció cuando él cerró el hueco con una pila de cajas sobre su pantorrilla y finalizó con una última pila de cajas en el suelo, justo contra la puerta.
Su marido no dijo nada mientras lo hacía. Tampoco dijo nada cuando cerró la puerta con llave y la dejó completamente encerrada entre cajas.
No tuvo tiempo ni de gritar pidiendo ayuda. Claro que ¿quién iba a ayudarla?
¿Pensará dejarme aquí?, se preguntó mientras el diafragma se encargaba de la respiración del pecho. Solo llegaban unos resquicios de luz procedentes de la ventana Velux de arriba, y únicamente veía superficies marrones de cartón.
Cuando al fin llegó la oscuridad, sonó el móvil de su bolsillo trasero.
Sonó y sonó, hasta que también eso terminó.
Capítulo 21
En los primeros veinte kilómetros camino de Karlshamn, Carl fumó cuatro cigarrillos para superar los temblores producidos por el terrorífico café de Tryggve Holt.
Si hubiera terminado el interrogatorio la víspera, habría podido volver a casa justo después, y en aquel momento estaría calentito en su cama con el periódico sobre la tripa y el olor penetrante de los buñuelos de arroz de Morten en las fosas nasales.
Saboreó su propio mal aliento.
Sábado por la mañana. Dentro de tres horas estaría en casa. Mientras tanto, tendría que apretarse los machos.
Acababa de sintonizar a duras penas con Radio Blekinge cuando el timbre del móvil interrumpió un vals ejecutado por violines noruegos.
– ¡Vaya! ¿Dónde estás, Charlie? -dijo la voz al otro extremo de la línea.
Carl volvió a mirar el reloj. Solo eran las nueve, aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuál fue la última vez que su hijo postizo había estado levantado tan temprano un sábado?
– ¿Qué ocurre, Jesper?
El joven parecía cabreado.
– No aguanto más en casa de Vigga. Voy a volver a casa, ¿vale?
Carl bajó el volumen de la radio.
– ¿A casa? Oye, Jesper, escucha. Vigga acaba de darme un ultimátum. También ella quiere volver a casa, y si me parece mal prefiere vender la casa y quedarse con la mitad. ¿Dónde coño vas a vivir entonces?
– No puede hacer eso.
Carl sonrió. Era asombroso lo mal que conocía aquel chico a su madre.
– ¿Qué pasa, Jesper? ¿Por qué quieres volver a casa? ¿Te has cansado de los agujeros del techo de la cabaña de tu madre? O ¿es que te hizo fregar los platos anoche?
Sonrió para sí. El sarcasmo les venía bien a las contracciones del diafragma.
– El insti de Allerød queda en el quinto pino. Una hora para ir y otra para volver, es una putada. Y Vigga está chillando todo el tiempo. Estoy harto de oírla.
– ¿Chilla? ¿A qué te refieres? -preguntó, pero era una pregunta estúpida-. Deja, olvídalo, Jesper. No tengo ninguna gana de oír eso.
– ¡No, hombre! ¡No me refiero a eso! Chilla cada vez que no hay un tío en casa, y en este momento no hay ninguno. Es un coñazo, ni más ni menos.
¿No tenía ningún tío? Entonces, ¿qué coño había pasado con el poeta de gafas de concha? ¿Había encontrado una musa con más dinero en la cartera? ¿Una que fuera capaz de cerrar el pico de cuando en cuando?
Carl miró al paisaje empapado. El GPS decía que tenía que pasar por Rödby y por Bräkne-Hoby, y parecía un terreno accidentado y embarrado. Joder, cuántos árboles había en aquel país.
– Por eso quiere volver a Rønneholtparken -continuó el muchacho-. Allí al menos te tiene a ti.
Carl sacudió la cabeza. Menudo cumplido.
– Bueno, Jesper. Vigga no puede volver a casa de ninguna de las maneras. Escucha: te doy mil coronas si le quitas la idea de la cabeza.
– Vaya. ¿Y cómo voy a hacerlo?
– ¿Cómo? Encuéntrale un novio, chaval, ¿es que no tienes ideas? Dos mil si lo consigues antes del fin de semana. Entonces podrás volver a casa; si no, no.
Dos pájaros de un tiro, Carl estaba satisfecho de sí mismo. El joven al otro extremo de la línea estaba estupefacto.
– Y otra cosa: si vuelves a casa, no quiero volver a oírte refunfuñar porque Hardy vive con nosotros. Si no te gustan las reglas no tienes más que seguir viviendo en la casita de la pradera.
– ¿Cómo?
– ¿Está claro? Te doy dos mil si lo arreglas antes de este fin de semana.
Hubo un momento de silencio. La idea tenía que atravesar un filtro adolescente compuesto de falta de voluntad, pereza y una buena dosis de torpeza resacosa.
– Dos mil, dices -se oyó después-. Vale. Pegaré algunos anuncios por ahí.
– Vaya.
Carl dudaba de la bondad del método. Él había imaginado más bien que Jesper debía invitar a un montón de pintores frustrados a la cabaña con huerta. Así verían con sus propios ojos el magnífico -y sobre todo gratuito- taller que podían conseguir por la adquisición de una hippy bien usada.
– ¿Y qué vas a escribir en esos anuncios?
– Ni puta idea, Charlie.
Se quedó cavilando un momento. Seguro que se le ocurría algo especial.
– Podría ser algo de este estilo: «Hola, mi madre está buena y busca un tío bueno. Abstenerse amargados y pobretones» -declamó, y se rio.
– Vaya. Igual deberías pensar alguna otra cosa.
– ¡Pues claro! -Jesper volvió a reír con voz ronca por la resaca-. ¡Charlie, tío! Ya puedes ir sacando el dinero del banco.
Luego cortó la comunicación.
Carl miró algo desconcertado al salpicadero y al paisaje de casas pintadas de rojo y vacas que pacían bajo el aguacero.
No había nada como la tecnología moderna para amalgamar los elementos de la vida.
Hardy dirigió a Carl una mirada triste y mustia cuando este entró en la sala.
– ¿Dónde has estado? -preguntó en voz baja mientras Morten le retiraba puré de patata de la comisura de los labios.
– Bueno, dando una vuelta por Suecia. He ido a Blekinge y he pasado la noche allí. De hecho, esta mañana me he plantado en la puerta de una comisaría bastante bonita de Karlshamn y he llamado, en vano. Esos son casi peores que nosotros. Como ocurra algún delito en sábado, mala suerte.
Se permitió reír con ironía, pero a Hardy no le hizo gracia.
Pero lo que decía Carl no era del todo cierto. En la comisaría había de hecho un portero automático. «Apriete B y diga qué quiere», ponía en un letrero al lado. Y él lo intentó, pero no entendió ni jota cuando el guardia le respondió. Luego debió de chapurrear en inglés con fuerte acento sueco, y Carl no entendió ni papa de lo que decía. Así que se marchó.
Carl dio una palmada en el hombro de su corpulento inquilino.
– Gracias, Morten. Ya me encargo yo de darle la comida. ¿Me haces mientras tanto un café? Pero que no esté muy fuerte, por favor.
Siguió con la vista el majestuoso trasero de Morten dirigiéndose hacia la zona de la cocina. ¿Había estado comiendo tarta de queso día y noche las dos últimas semanas? Sus glúteos parecían ruedas de tractor.
Después volvió la cabeza hacia Hardy.
– Pareces triste. ¿Ha ocurrido algo?
– Morten me está matando poco a poco -susurró Hardy, jadeando ligeramente en busca de aire-. Me obliga a comer todo el día, como si no hubiera otra cosa en que ocuparse. Comida grasienta que me hace cagar todo el tiempo. No entiendo que se tome la molestia; joder, luego me tiene que limpiar el culo él. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? ¿Al menos de vez en cuando?
Sacudió la cabeza cuando Carl quiso meterle otra cucharada en la boca.
– Y no para de hablar todo el santo día. Me vuelve loco. Paris Hilton y la nueva ley de sucesión al trono, el pago de pensiones y chorradas así. ¿Qué me importa a mí? Los temas de conversación vuelan por el aire como en una corriente espesa de banalidades varias.
– ¿No puedes decírselo tú?
Hardy cerró los ojos. Vale, por lo visto lo había intentado. A Morten no era fácil hacerlo cambiar de parecer.
Carl asintió con la cabeza.
– Claro que se lo diré, Hardy. ¿Cómo va todo, por lo demás? -preguntó con el mayor cuidado. Era una de esas preguntas que estaban rodeadas de un campo de minas.
– Tengo dolores fantasma.
Carl vio la nuez de Hardy luchando por tragar saliva.
– ¿Quieres agua?
Cogió la botella de agua del soporte lateral de la cama e introdujo con cuidado la pajita doblada entre los labios de Hardy. Si Hardy y Morten se enfadaban, ¿quién iba a hacer aquello todo el día?
– ¿Dolores fantasma, dices? ¿Dónde? -quiso saber Carl.
– En la parte trasera de la rodilla, creo. Joder, no es fácil de saber. Pero me duele como si alguien me estuviera pegando con un cepillo metálico.
– ¿Quieres una inyección?
Asintió en silencio. Se la pondría Morten enseguida.
– Lo de la sensibilidad del dedo y el hombro ¿cómo va? ¿Aún puedes mover la muñeca?
Las comisuras de Hardy se hundieron. Fue respuesta suficiente.
– Oye, ¿tú no estuviste colaborando en un caso con la Policía de Karlshamn?
– ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?
– Verás, es que me hace falta un dibujante de la Policía para que haga el retrato de un asesino. Tengo un testigo en Blekinge que puede describirlo.
– ¿Y…?
– Me hace falta el dibujante ahora mismo, y la puñetera Policía sueca es tan hábil a la hora de cerrar sus comisarías locales como nosotros. Pues eso, que a las siete de la mañana estaba frente a un edificio amarillo enorme en la Erik Dahlsbergsvägen de Karlshamn, leyendo un letrero. «Cerrado sábados y domingos. Resto de la semana, abierto de 9.00 a 15.00», nada más. ¡Un sábado!
– Ya. ¿Y qué quieres que haga?
– Podrías pedir a tu amigo de Karlshamn que le hiciera un favor al Departamento Q de Copenhague.
– Joder, vete a saber si mi amigo sigue trabajando en Karlshamn. De aquello hace por lo menos seis años.
– Entonces estará en otro sitio. Lo buscaré en la red, basta que me digas el nombre. Seguramente seguirá en la Policía sueca, ¿no era un alumno modelo? Lo único que tienes que pedirle es que levante el receptor y llame a un dibujante de la Policía. Solo se trata de eso. ¿No lo harías acaso por nuestro compañero sueco si él te lo pidiera?
Los pesados párpados de Hardy no anunciaban nada bueno.
– Sale caro haciéndolo en fin de semana -informó después-. Y eso si es que hay algún dibujante cerca de tu testigo que quiera tomarse la molestia.
Carl miró a la taza de café que le había dejado Morten en la mesilla. Si no fuera porque sabía que no, podría pensarse que había cogido una lata de aceite y la había consumido al fuego para oscurecerlo más.
– Menos mal que has venido -comentó Morten-. Así puedo salir.
– ¿Salir? ¿Adónde vas?
– Al cortejo fúnebre de Mustafá Hsownay. Sale de la estación de Nørrebro a las dos de la tarde.
Carl asintió con la cabeza. Mustafá Hsownay, una víctima inocente más de la lucha por el mercado de hachís entre los círculos de moteros y las bandas de inmigrantes.
Morten levantó el brazo e hizo ondear por un breve segundo una bandera que seguramente sería iraquí. A saber de dónde diablos la había sacado.
– Fui a clase con uno que vivía en Mjølnerparken, donde mataron a tiros a Mustafá.
Otros quizá habrían vacilado ante la debilidad de los argumentos solidarios.
Pero Morten estaba hecho de otra pasta.
Estaban tumbados muy cerca uno del otro. Carl en el sofá con los pies en la mesa baja, y Hardy en la cama de hospital con su largo cuerpo paralizado vuelto de costado. Había tenido cerrados los ojos desde que Carl encendió el televisor, y la expresión amarga de su boca se había difuminado poco a poco.
Eran como un matrimonio de ancianos que por fin se abandonan al final del día en la compañía insustituible de noticias y presentadores maquillados. Durmiendo en paz un sábado por la noche. Solo faltaba que se cogieran de la mano para que la imagen fuera perfecta.
Carl levantó con trabajo sus pesados párpados y observó que el noticiario que estaba viendo era el último del día.
Así que ya era hora de preparar a Hardy para dormir y meterse en la cama como es debido.
Se quedó mirando la pantalla, donde el cortejo de Mustafá Hsownay se movía con lentitud por Nørrebrogade con digna calma y en silencio. Miles de rostros silenciosos pasaron ante las cámaras, mientras desde los balcones arrojaban tulipanes de color rosa hacia el coche fúnebre. Inmigrantes de todo tipo, y otros tantos daneses de segunda generación. Muchos cogidos de la mano.
El hervidero de Copenhague había perdido furor por un momento. Todos estaban contra la guerra entre bandas.
Carl asintió en silencio. Estaba bien que Morten estuviera allí. Seguro que no había muchos de Allerød. Joder, tampoco estaba él.
– Mira, Assad -se oyó decir a Hardy en voz baja.
Carl lo miró. ¿Había estado despierto todo el tiempo?
– ¿Dónde?
Miró a la pantalla y vio enseguida la cabeza redonda de Assad asomando entre la gente de la acera.
Al contrario que los demás, no dirigía la mirada hacia el coche fúnebre, sino más atrás, hacia el cortejo. Su cabeza se movía imperceptiblemente de lado a lado como la de una fiera que sigue con la mirada a su presa entre la espesura. Estaba serio. Después la imagen desapareció.
¿Qué coño…?, se dijo Carl.
– Ostras, parecía del Servicio de Información -gruñó Hardy.
Carl despertó en su cama hacia las tres con el corazón martilleándolo y un edredón que pesaba doscientos kilos. No se sentía bien. Era como una fiebre repentina. Como si una horda de virus lo hubiera atacado y paralizado su sistema nervioso simpático.
Jadeó en busca de aire y se llevó la mano al pecho. ¿Por qué siento pánico?, pensó, mientras echaba en falta una mano que agarrar.
Abrió los ojos en la habitación negra.
Esto me ha pasado antes, pensó, y recordó el ataque mientras el sudor le pegaba la camiseta al cuerpo.
Lo que lo provocó la vez anterior fue el tiroteo a que los sometieron a él, a Anker y a Hardy en Amager.
¿Podría ser lo mismo?
«Trata de recordar el episodio para poder distanciarte», solía decirle Mona durante el tratamiento.
Apretó los puños y recordó los temblores del suelo cuando alcanzaron a Hardy y la bala que le rozó la frente a él. La sensación de cuerpo contra cuerpo cuando Hardy lo arrastró en su caída y lo pringó de sangre. El intento heroico de Anker por detener a los atacantes pese a estar herido de gravedad. Y el último disparo mortal que dejó impresa para siempre la sangre del corazón de Anker en las sucias tablas del suelo.
Lo repasó todo varias veces. Recordó su vergüenza por no haber hecho nada, y el asombro de Hardy ante lo sucedido.
Y el corazón de Carl seguía martilleando.
– Me cago en la puta -dijo entre dientes varias veces mientras encendía la luz y un cigarrillo. Mañana mismo iba a telefonear a Mona para decirle que volvía a tener problemas. La llamaría y se lo diría del modo más encantador posible, añadiendo una pizca de impotencia. Puede que así ella correspondiera con más de una consulta. La esperanza es lo último que se pierde.
Sonrió al pensar en ello y se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Luego cerró los ojos y volvió a sentir el corazón percutiendo como un taladro. ¿Estaba enfermo grave, o qué?
Se levantó con dificultad y bajó las escaleras tambaleándose. Mierda, no iba a quedarse solo allí arriba con un ataque al corazón.
Entonces se desplomó, y despertó en el mismo sitio para ver a Morten zarandeándolo con restos de una bandera iraquí pintada en la frente.
Las cejas del médico de guardia expresaban que Carl le había hecho perder el tiempo. El comunicado era breve: exceso de trabajo.
¡Exceso de trabajo! Una ofensa poco habitual, a la que siguieron unas observaciones tópicas del doctor sobre el estrés, y después un par de pastillas que noquearon a Carl y lo enviaron al país de los sueños.
Cuando despertó el domingo a la una y media tenía la cabeza pesada, llena de imágenes horribles, pero el corazón latía normal.
– Que llames a Jesper -dijo Hardy desde su camilla cuando finalmente Carl consiguió bajar del dormitorio-. ¿Estás bien?
Carl se encogió de hombros.
– Me rondan por la cabeza cosas que no puedo controlar -respondió.
Hardy trató de sonreír, y Carl se podía haber mordido la lengua. Era lo jodido de tener a Hardy tan cerca. Había que pensar las cosas antes de abrir la boca.
– He estado pensando en lo de Assad ayer -comentó Hardy-. ¿Qué sabes realmente de él? ¿No deberías conocer a su familia? ¿No es hora de que le hagas una visita?
– ¿Por qué lo dices?
– Es normal que uno se interese por los colegas, ¿no?
¿Colegas? ¿Ahora iba a resultar que Assad era su colega?
– Te conozco, Hardy -dijo-. Algo te traes entre manos. ¿En qué estás pensando?
Hardy torció los labios hacia abajo en una especie de sonrisa. Desde luego, estaba bien que te entendieran.
– Bueno, es que de pronto lo vi diferente en la tele. Como si no lo conociera. ¿Tú conoces a Assad?
– Podrías preguntarme si conozco a alguien por completo. ¿Quién conoce a quién en realidad?
– ¿Dónde vive? ¿Lo sabes?
– En Heimdalsgade, por lo visto.
– ¿Por lo visto?
¿Dónde vive? ¿Cómo es su familia? Aquello parecía un interrogatorio a fondo. Y por desgracia, Hardy tenía razón. Seguía sin saber un carajo sobre Assad.
– ¿Dices que llame a Jesper? -cambió de tema.
Hardy asintió ligeramente con la cabeza. Estaba claro que no había terminado con el asunto de Assad. Sirviera para lo que sirviese.
– ¿Has llamado? -preguntó a Jesper por el móvil justo después.
– Ya puedes ir aflojando la pasta, Charlie.
Un parpadeo reflejo se apoderó de Carl. Ostras, el chaval parecía seguro.
– ¡Carl! Me llamo Carl, Jesper. Si vuelves a llamarme Charlie, voy a quedarme temporalmente sordo en momentos decisivos; estás avisado.
– Vale, Charlie -rio de forma casi visible-. Pues a ver si puedes oír esto. He encontrado a un pavo para Vigga.
– Vaya. ¿Y vale los dos mil, o lo va a echar a la calle mañana como al poeta rechoncho? Porque entonces no vas a oler la guita.
– Tiene cuarenta años. Conduce un Ford Vectra, tiene una tienda de ultramarinos y una hija de diecinueve años.
– Bueno, bueno. ¿De dónde lo has sacado?
– Puse un anuncio en su tienda. Era el primero que ponía.
¡Joder! Desde luego, no le había costado nada ganar el dinero.
– ¿Y por qué crees que el tendero mercachifle va a ganarse a Vigga? ¿Se parece a Brad Pitt?
– Tú lo flipas, Charlie. Para eso Pitt tendría que quedarse roncando bajo el sol durante una semana.
– ¿Me estás diciendo que es negro?
– Negro no, pero poco le falta.
Carl contuvo el aliento mientras le contaban el resto de la historia con todo lujo de detalles. El hombre era viudo y tenía unos tímidos ojos castaños. Justo lo que Vigga necesitaba. Jesper lo había llevado a la cabaña con huerta, y el tipo alabó los cuadros de Vigga y exclamó embelesado que la cabaña con huerta era el lugar más acogedor que había visto en toda su vida. No hizo falta más. En aquel momento, al menos, estaban almorzando en un restaurante del centro.
Carl sacudió la cabeza. Debería estar más contento que unas pascuas, pero en su lugar volvía a notar una molesta sensación en el estómago.
Cuando Jesper terminó, Carl apagó el móvil a cámara lenta y dirigió la vista hacia Morten y Hardy, que lo miraron como un par de chuchos callejeros esperando las sobras de la comida.
– Toquemos madera, puede que nos hayamos salvado en última instancia. Jesper ha conseguido aparear a Vigga con el hombre ideal, así que tal vez podamos seguir viviendo aquí.
Morten abrió la boca, entusiasmado, y juntó las manos con cuidado.
– ¡No me digas…! -exclamó-. Y ¿quién es el príncipe azul?
– ¿Azul? -Carl trató de sonreír, pero era como si tuviera agarrotados los músculos faciales-. Por lo que dice Jesper, Gurkamal Singh Pannu es el indio con la tez más oscura al norte del Ecuador.
¿Había oído un estremecimiento sofocado de ambos?
Aquel día el azul, el blanco y las caras tristes dominaban en la periferia de Nørrebro. Carl nunca había visto tantos forofos del Copenhague F. C. esparcidos por las aceras con una pinta tan alicaída. Las banderolas estaban en el suelo, las latas de cerveza parecían pesar demasiado para llevarlas a la boca, los himnos combativos habían enmudecido, solo de vez en cuando surgía algún rugido frustrado que pendía sobre la ciudad como el grito de dolor de los antílopes de la sabana tras el ataque de una manada de leones.
Su equipo favorito había perdido 0-2 contra el Esbjerg. Catorce victorias en casa seguidas de una derrota contra un equipo que no había ganado ni un solo partido a domicilio en todo el año.
La ciudad estaba noqueada.
Aparcó hacia la mitad de Heimdalsgade y miró alrededor. Desde los tiempos en que patrullaba allí, las tiendas de inmigrantes habían crecido como setas. Había ambiente incluso en domingo.
Encontró el nombre de Assad en el letrero de la puerta y apretó el timbre. Más valía que le pusiera mala cara que un «no, gracias» por teléfono. Si Assad no estaba en casa, iría a casa de Vigga para indagar qué le rondaba por la cabeza.
Pasados veinte segundos seguían sin abrir la puerta.
Dio un paso atrás y miró a los balcones. No era un edificio característico de los guetos, como había esperado. De hecho, había muy pocas antenas parabólicas, y tampoco había ropa tendida.
– ¿Quieres entrar? -preguntó una voz desenfadada por detrás, y una chica rubia de las que te dejan sin habla con solo una mirada abrió el portal.
– Gracias -murmuró, y entró con ella en la caja de hormigón.
Encontró la vivienda en el segundo piso y observó que, a diferencia de sus dos vecinos árabes, cuyos letreros rebosaban de nombres, en la puerta de Assad solo había uno.
Carl apretó el timbre un par de veces, pero para entonces ya sabía que había hecho el viaje en balde. Luego se agachó y abrió del todo el buzón de la puerta.
El piso parecía vacío. Aparte de propaganda y un par de sobres de ventanilla, no se veía nada más que un par de sillones de cuero gastados a lo lejos.
– Eh, tío, ¿qué haces?
Carl enderezó la nuca y se encontró frente a un par de pantalones de entrenamiento blancos con rayas en las costuras.
Se levantó hacia el culturista, que tenía sendas mazas marrones por brazos.
– Quería visitar a Assad. ¿Sabes si ha estado hoy en casa?
– ¿El chiita? No ha estado.
– ¿Y su familia?
El tipo ladeó un poco la cabeza.
– ¿Estás seguro de que lo conoces? No serás el cabronazo que anda robando en esta casa, ¿verdad? ¿Para qué mirabas por la rendija del buzón?
Golpeó con su pecho de roca el costado de Carl.
– Eh, un momento, Rambo.
Apretó la mano contra el trenzado de abdominales y rebuscó en su bolsillo interior.
– Assad es amigo mío, y tú también lo serás si respondes aquí y ahora a mis preguntas.
El tipo se quedó mirando la placa de policía que Carl sostenía ante él.
– ¿Quién crees que quiere ser amigo de alguien con una placa tan jodidamente fea? -lo amonestó torciendo el gesto.
Iba a darse la vuelta, pero Carl lo agarró de la manga.
– Igual te dignas responder a mis preguntas. Eso estaría…
– Ya puedes limpiarte ese culo blanco con tus estúpidas preguntas, gilipollas.
Carl asintió con la cabeza. Dentro de tres segundos y medio iba a enseñar a aquel fulano sobrecrecido tragapolvos proteínicos quién era el gilipollas. Puede que fuera ancho, pero desde luego no lo bastante como para un par de presas en el cuello seguidas de amenazas de arresto por obstruir la acción policial.
Entonces se oyó una voz por detrás.
– ¡Eh, Bilal!, ¿de qué vas? ¿No has visto la placa del señor?
Carl giró y se topó con un tipo aún más ancho, que a ojos vista se dedicaba también al levantamiento de pesas. Una auténtica exhibición de ropa de deporte por todas partes. Desde luego, si aquella camiseta enorme la había comprado en una tienda normal, la tienda aquella estaba bien surtida.
– Sí, perdone a mi hermano, toma demasiados esteroides -se disculpó y tendió una manaza del tamaño de una pequeña capital de provincia-. No conocemos a Hafez el-Assad. De hecho, solo lo he visto dos veces. Un tipo curioso de cara redonda y ojos saltones, ¿verdad?
Carl asintió en silencio y soltó la manaza.
– No, en serio -continuó el tipo-. Creo que no vive aquí. Y desde luego que no con ninguna familia.
Sonrió.
– Tampoco sería muy cómodo en un piso de una habitación, ¿verdad?
Tras haber marcado en vano el número del móvil de Assad varias veces, Carl salió del coche y aspiró hondo antes de avanzar a paso rápido por el sendero del huerto hacia la cabaña de Vigga.
– Hola, cielo -canturreó ella, mientras salía a su encuentro.
De los minúsculos altavoces que tenía en la sala surgía una música que no se parecía a nada que hubiera oído en su vida. Aquello que se oía ¿era el sonido de sitares o algún pobre animal atormentado?
– ¿Qué ocurre? -preguntó, sintiendo un deseo irresistible de taparse los oídos con las manos.
– ¿A que es bonita? -aseguró, dando un par de pasos de baile que ningún indio con un mínimo de respeto hacia sí mismo llamaría apropiados-. Gurkamal me ha regalado el CD, y va a darme más.
– ¿Está aquí?
Pregunta idiota en una casa con dos habitaciones.
Vigga exhibió una sonrisa espléndida.
– Está en la tienda. Su hija tenía curling y ha ido a sustituirla.
– ¿Curling? Vaya. Desde luego, hay que buscar bien para encontrar un deporte indio más típico.
Ella le dio un golpecito.
– Indio, dices. Yo digo que de Punjab, porque él es de allí.
– No me digas. O sea que es pakistaní, no indio.
– No, es indio; pero no te preocupes por eso.
Se dejó caer sobre una butaca gastada.
– Vigga, esto es insoportable. Jesper anda de un lado a otro, y tú amenazas con esto y aquello. No sé a qué santo encomendarme en la casa donde vivo.
– Sí, es lo que pasa cuando sigues casado con la que es dueña de media casa.
– A eso me refiero. ¿No podríamos llegar a un acuerdo razonable para que te pague tu parte poco a poco?
– ¿Razonable?
Alargó la palabra hasta que llegó a sonar odiosa.
– Sí. Si tú y yo pidiéramos un préstamo hipotecario de, digamos, doscientas mil, podría pagarte dos mil coronas al mes. No te vendría mal, ¿no?
Se podía ver su maquinaria interna haciendo sumas y restas. Cuando se trataba de cantidades pequeñas podía equivocarse, pero en el caso de sumas con muchos ceros por detrás era una auténtica eminencia.
– Cariño -empezó, y con ello Carl perdió la batalla-, una cosa así no se decide en el té de media tarde. Tal vez más adelante, y quizá por una cantidad bastante superior. Pero ¿quién sabe lo que nos depara la vida?
Después echó a reír sin motivo, y la confusión volvió a su cauce habitual.
A Carl le habría gustado hacer acopio de fuerzas para decir que en ese caso tendrían que contratar a un abogado que se ocupara del asunto, pero no se atrevió.
– Pero mira, Carl. Somos familia y debemos ayudarnos entre nosotros. Ya sé que tú y Hardy, Morten y Jesper estáis contentos de vivir en Rønneholtparken, así que sería una lástima daros un disgusto. Lo comprendo.
Mirándola, vio que dentro de nada haría una propuesta como un puñetazo que iba a dejarlo sin aliento.
– Y por eso he decidido dejaros en paz a ti y a los demás.
Bien podía decirlo. Pero ¿qué iba a suceder cuando Carcamal se cansara de su parloteo interminable y sus calcetines de punto?
– Pero, a cambio, has de hacerme un favor.
Una declaración así, procediendo de quien procedía, podía significar problemas del todo insuperables.
– Creo… -alcanzó a decir antes de que lo interrumpieran.
– Mi madre quiere que la visites. Habla mucho de ti, Carl, sigues siendo su gran favorito. Por eso he decidido que la visites una vez por semana. ¿Te parece bien? Pues empiezas mañana.
Carl volvió a tragar saliva. Eran cosas como aquella las que dejaban a un hombre con la garganta seca. ¡La madre de Vigga! Aquella señora extraña que tardó cuatro años en darse cuenta de que Carl y Vigga se habían casado. Una persona que vivía convencida de que Dios creó el mundo solo para el disfrute de ella.
– Sí, sí, ya sé en qué estás pensando, Carl. Pero ya no está tan mal. Desde que está senil.
Carl respiró hondo.
– No sé si podrá ser una vez por semana, Vigga.
Observó enseguida que los rasgos de ella se agudizaban.
– Pero lo intentaré.
Ella le tendió la mano. Era curioso que siempre acordaran algo que él estaba obligado a mantener y que para ella era un arreglo provisional.
Aparcó el coche en una calle lateral del pantano de Utterslev y se sintió muy solo. En casa había vida, sin duda, pero no era la suya. También en el trabajo se perdía en ensoñaciones. No tenía aficiones ni practicaba deporte alguno. No le gustaba andar con extraños ni estaba lo bastante sediento para ahogar su soledad en los tentadores bares.
Y ahora un hombre con turbante se había armado de valor y se había cepillado a su casi exmujer en menos tiempo del necesario para alquilar una peli porno.
Su supuesto colega ni siquiera vivía en la dirección que le había dado, o sea que tampoco podía andar de juerga con él.
No era de extrañar que lo estuviera pasando mal.
Aspiró poco a poco el oxígeno del terreno pantanoso entre sus labios afilados y volvió a notar que se le ponía carne de gallina en los brazos mientras sudaba a chorros. ¿Iba a volver a estar tan jodido otra vez? Dos veces en menos de un día.
¿Estaba enfermo?
Cogió su móvil del asiento del copiloto y miró un buen rato el número que había buscado. Solo ponía «Mona Ibsen». ¿Sería peligroso?
Cuando a los veinte minutos notó que su ritmo cardíaco iba a más, apretó el botón de llamada y rezó por que la noche del domingo no fuera tabú para una psicóloga de emergencias.
– Hola, Mona -dijo en voz baja cuando oyó la voz de ella-. Soy Carl Mørck. Me s…
Habría querido decir que se sentía mal. Que tenía necesidad de hablar. Pero no llegó a decirlo.
– ¡Carl Mørck! -lo interrumpió Mona. No sonaba muy sociable, que se diga-. Llevo esperando tu llamada desde que volví a Dinamarca. Desde luego, ya era hora.
Estar sentado en su sofá, en una sala con tanto aroma de mujer, era como cuando en otros tiempos estuvo tras unos barracones de madera, en una excursión escolar, con la mano de una chica de piernas largas bien metida en sus pantalones. De lo más desconcertante, y a la vez de lo más excitante y transgresor.
Y Mona tampoco era ninguna pecosa hija del panadero de la calle Mayor; las reacciones de su cuerpo así lo confirmaban. Cada vez que oía los pasos de ella en la cocina sentía aquel martilleo amenazante a la altura del bolsillo del pecho. Desagradable a más no poder. Solo le faltaba caerse redondo ahí mismo.
Habían intercambiado frases corteses y hablado un poco de su último ataque. Bebieron un Campari con soda y, animados por eso, bebieron otro par. Hablaron de su viaje a África y estuvieron a punto de besarse.
Tal vez fuera la idea de lo que debería ocurrir lo que desencadenó la sensación de pánico.
Mona entró en la sala con unos triangulitos que llamó bocados de medianoche, pero ¿quién podía pensar en ellos cuando estaban solos y ella llevaba la blusa tan condenadamente ajustada?
Vamos, Carl, pensó. Si un hombre que se llama Carcamal y lleva trenzas en la barba puede, también tú puedes.
Capítulo 22
Había encerrado a su mujer en una cárcel de cajas pesadas, y allí iba a seguir hasta que todo terminara. Sabía demasiado.
Durante un par de horas oyó ruido de raspado contra el suelo del piso de arriba, y cuando volvió a casa con Benjamin oyó también algún gemido sofocado.
Ahora que había metido todas las cosas del niño en el coche, se hizo el silencio en el trastero.
Puso un CD de música infantil en el equipo del coche y sonrió a su hijo por el retrovisor. Cuando llevara una hora conduciendo llegaría la calma. Un paseo así por Selandia siempre funcionaba.
Su hermana sonaba medio dormida al teléfono, pero enseguida espabiló cuando le dijo cuánto se proponía darles por cuidar de Benjamin.
– Sí, has oído bien -le dijo-. Te daré tres mil coronas a la semana. Pasaré de vez en cuando para comprobar que lo estáis haciendo bien.
– Tendrás que pagar un mes por adelantado -advirtió ella.
– Vale. Lo pagaré.
– Y además tienes que seguir pagándonos como antes.
Asintió en silencio. Aquella exigencia tenía que llegar.
– Tranquila, no voy a cambiar nada.
– ¿Cuánto tiempo va a estar ingresada tu mujer?
– No lo sé. Ya veremos cómo evoluciona. Está muy enferma. Puede llevar mucho tiempo.
Ella no expresó ninguna empatía o pesar.
Eva no era así.
– Ve adonde tu padre -ordenó su madre con voz áspera. Tenía el pelo revuelto y el vestido como retorcido en el talle. Así que su padre había vuelto a darle bien.
– ¿Por qué? -preguntó él-. Tengo que terminar la Epístola a los Corintios para los rezos de mañana, lo ha dicho papá.
En su ingenuidad infantil, pensó que ella lo salvaría. Que se interpondría. Que lo apartaría del abrazo ahogador de su padre y por una vez lo dejaría marchar. Lo de Chaplin no era más que un juego que le gustaba. No era nada que molestara a nadie. También Jesús jugaba de niño, lo sabían.
– ¡Entra ahí ahora mismo!
Su madre apretó los labios y lo agarró del cuello. Era la presa que tantas veces lo había acompañado camino de los golpes y humillaciones.
– Entonces diré que miras al vecino cuando se quita la camiseta en el prado -dijo.
Ella se estremeció. Ambos sabían que no era verdad. Que el menor guiño hacia la libertad y una vida diferente eran el camino directo al infierno. Lo oían en la comunidad, en las oraciones de la mesa y en cada palabra surgida del libro negro que su padre llevaba siempre dispuesto en el bolsillo. Satanás estaba en las miradas de la gente, decía el libro. Satanás estaba en la sonrisa y en cualquier forma de contacto físico. Lo ponía en el libro.
Y no, no era cierto que su madre mirase al vecino, pero su padre tenía siempre la mano suelta, nunca daba a nadie el beneficio de la duda.
Entonces su madre dijo aquello que habría de separarlos para siempre.
– Hijo del Diablo -declaró con frialdad-. Ojalá Satanás te arrastre abajo, de donde vienes. Que las llamas del infierno carbonicen tu piel y te causen dolor eterno.
Movía la cabeza arriba y abajo.
– Sí, pareces asustado, pero Satanás te tiene atrapado ya. No vamos a preocuparnos más de ti.
Abrió la puerta y lo empujó a la habitación que apestaba a oporto.
– Ven aquí -lo instó su padre mientras enrollaba el cinturón en torno al puño.
Las cortinas estaban corridas, así que entraba muy poca luz.
Tras el escritorio estaba Eva como una estatua de sal con su vestido blanco. Al parecer no la había pegado, pues no estaba remangado, y el llanto de ella era controlado.
– Vaya, así que sigues jugando a Chaplin -se limitó a decir su padre.
Al instante reparó en que la mirada de Eva evitaba mirar hacia donde estaba él.
Aquello iba a ser duro.
– Estos son los papeles de Benjamin. Es mejor que los tengáis vosotros mientras esté aquí. Por si se pone enfermo.
Entregó los documentos a su cuñado.
– ¿Crees que va a ponerse enfermo? -preguntó su hermana, angustiada.
– Claro que no. Benjamin es un chaval fuerte y sano.
Lo vio ya entonces en los ojos del cuñado. Quería más dinero.
– Un chico de la edad de Benjamin come mucho -dijo. Después añadió-: solo los pañales vienen a salir por unas mil coronas al mes.
Si alguien tenía alguna duda al respecto, no tenía más que mirar en internet.
Y el cuñado se frotaba las manos como el codicioso Scrooge del Cuento de Navidad. Un pago único de cinco mil coronas podría arreglarlo, repetían monótonas aquellas manos.
Pero su cuñado no lo consiguió. De todas formas iban a ir a parar a las manos de algún predicador de los que no reparaban en qué comunidad pagaba y por qué.
– Si surgen problemas contigo y con Eva, nuestro acuerdo puede revisarse, ¿está claro? -advirtió.
Su cuñado accedió a regañadientes, pero su hermana estaba ya muy lejos. Dedos no demasiado bien acostumbrados analizaron a conciencia la suave piel del niño.
– ¿De qué color tiene el pelo? -preguntó con los ojos ciegos llenos de gozo.
– El mismo color que tenía yo de pequeño, si es que te acuerdas -contestó, y observó que la mirada sin brillo de su hermana se desviaba. Antes de darles el dinero añadió-: Y ahorrad a Benjamin vuestros putos rezos, ¿entendido?
Los vio asentir con la cabeza, pero no le gustó su silencio.
Dentro de veinticuatro horas caería el dinero. Un millón de coronas en billetes usados, no tenía la menor duda.
Ahora iba a ir a la caseta de botes para comprobar que los niños estaban más o menos bien, y mañana, cuando se hubiera hecho el intercambio, regresaría y mataría a la chica. Al chico lo neutralizaría con cloroformo y el lunes por la noche lo dejaría en un campo cerca de Frederiks.
Daría instrucciones a Samuel acerca de lo que debía decir a sus padres, para que supieran a qué atenerse. Que el asesino de su hermana tenía informadores y siempre sabría dónde estaba la familia. Que aún les quedaban hijos, que podía volver a hacerlo, que no se sintieran demasiado seguros. Si tenía la menor sospecha de que se iban de la lengua, iba a costarles otro hijo, eso tenía que decirles Samuel. La amenaza no tenía límite en el tiempo. Además tenían que saber que solía disfrazarse. La persona que creían conocer no existía en absoluto, y nunca usaba el mismo disfraz dos veces.
Siempre había funcionado. Las familias tenían una fe en la que refugiarse, y en ella se cobijaban. Lloraban al niño muerto y los demás quedaban protegidos. La historia de las pruebas de Job era su referencia.
Y en el círculo de sus amistades explicarían la desaparición del niño como si se hubiera tratado de una expulsión. En aquel caso concreto, esa explicación sería creíble, pues Magdalena era especial y casi demasiado brillante, y eso no era ninguna ventaja en aquellos círculos. Sus padres dirían que la habían dejado en manos de alguna familia. Así la comunidad no se preocuparía más de ello y él estaría a salvo.
Sonrió en silencio.
Así quedaría otro menos de los que ponen a Dios por delante de la persona para infectar el mundo.
El desastre se cebó en la familia del pastor un día de invierno, un par de meses después de que él cumpliera los quince años. En los meses previos habían sucedido en su cuerpo cosas extrañas e inexplicables. Las ideas pecaminosas, contra las que advertía la comunidad, empezaron a asaltarlo. Vio a una mujer de falda ajustada inclinarse hacia delante, y aquella misma noche, en unos pocos segundos, tuvo su primera polución con aquella imagen en la retina.
Notaba que las manchas de sudor se extendían por sus axilas y que su voz desafinaba en todas direcciones. Los músculos de la nuca se contraían y el vello corporal surgía por todas partes, recio y oscuro.
De pronto, se sintió como una topera en medio de un campo llano.
Cuando hacía un esfuerzo podía reconocerse en los chicos de la comunidad que habían sufrido la misma transformación antes que él, pero no tenía ni remota idea de qué se trataba. No era de ninguna manera un tema que se discutiera en el hogar que su padre llamaba de «los elegidos de Dios».
Sus padres llevaban tres años sin dirigirle la palabra a menos que fuera necesario. No veían los esfuerzos que hacía, nunca se daban cuenta cuando trataba de satisfacerlos en las reuniones para orar. Para ellos no era más que un reflejo de Satanás llamado Chaplin. Lo que hiciera y lo que se le ocurriera carecía de importancia.
Y la comunidad lo llamaba diferente y poseído, y oraban juntos para que los niños no salieran como él.
Solo le quedaba Eva. Su hermana pequeña, que de vez en cuando lo traicionaba y declaraba, presionada por su padre, que calumniaba a sus padres y que no deseaba obedecer, ni a ellos ni la palabra de Dios.
En consecuencia, su padre hizo de doblegarlo su segunda misión en la vida. Órdenes interminables sin objeto. Una dieta diaria de desprecio e insultos, y de postre golpes y terror psíquico.
Al principio había en la comunidad un par de personas en quienes buscar consuelo, pero aquello también terminó. En aquellos ambientes, la ira y las maldiciones de Dios superaban por mucho la compasión humana, y en tales tinieblas la persona temerosa de Dios solo se tiene a sí misma y a Dios.
Le daban la espalda y tomaban partido. Al final no podía hacer otra cosa que poner la otra mejilla.
Justo como prescribía la Biblia.
Y en medio de aquel hogar de tinieblas en que nada podía respirar, la relación entre Eva y él fue languideciendo poco a poco. ¿Cuántas veces ella le había pedido perdón y cuántas veces él se había hecho el sordo?
Al final ya no la tenía de su parte, y aquel día de invierno todo se torció.
– Con esa voz pareces un cerdo chillando -dijo su padre justo antes de sentarse a la mesa en la cocina-. Y por lo demás también. Pareces un cerdo. Mira en el espejo qué repugnante y torpe eres. Husmea con tu feo morro y verás cómo apestas. Ve a lavarte, ser abominable.
Era justo así como solían llegar las infamias y las órdenes. Con esa astucia. De una en una. Una tras otra. Pequeñeces como la orden de lavarse, que con el tiempo se multiplicaban, y al final quedó muy claro. Cuando su padre terminara de sermonearlo seguramente exigiría que lavara todas las paredes de su cuarto para poder dominar el hedor.
Así que ¿por qué no poner manos a la obra?
– Para cuando termines con tus desquiciadas órdenes tendré que lavar las paredes del cuarto con lejía, ¿verdad? ¡Pues lávalas tú, viejo chiflado! -gritó.
Fue entonces cuando su padre empezó a sudar, y fue entonces cuando su madre empezó a protestar. ¿Quién creía que era para hablar así a su padre?
Su madre quería ponerlo entre la espada y la pared, la conocía bien. Le pediría que desapareciera de sus vidas, hasta que él, harto de despropósitos, terminara dando un portazo para pasar la mitad de la noche fuera de casa. Su madre había empleado aquella táctica a menudo con fortuna cuando la situación se agravaba, pero aquella vez no.
Sintió que su nuevo cuerpo se tensaba. Sintió que las venas del cuello latían con más fuerza y los músculos se tonificaban. Si su padre se le acercaba demasiado con el puño cerrado, iba a enterarse de lo que es bueno.
– Déjame en paz, monstruo infernal -advirtió a su padre-. Te odio como a la peste, ojalá escupas sangre, hijo de la gran puta. Mantente alejado de mí.
Ver al hipócrita de su padre descomponerse ante aquella nube de barbaridades diabólicas fue demasiado para Eva. La tímida violeta que se escondía tras el delantal y los quehaceres diarios avanzó hacia él y lo zarandeó.
Le pidió que no arruinara sus vidas más de lo que había hecho ya, gritó a su hermano mientras su madre trataba de separarlos, y su padre cogió un par de botellas de debajo del fregadero.
– Ahora vas a lavar las paredes de tu cuarto con lejía, tal como has propuesto, pequeño Chaplin-Satanás -dijo entre dientes con el rostro lívido-. Y si no lo haces, ya me ocuparé yo de que no te levantes de la cama durante varios días, ¿entendido?
Después su padre le escupió a la cara y le dio una de las botellas. Miró con desdén a la saliva que le goteaba de la mejilla.
Entonces él desenroscó la tapa de la botella y empezó a vaciar su contenido corrosivo en el suelo de la cocina.
– Pero ¿qué demonios haces, chaval? -gritó su padre, agarrándolo con fuerza y tratando de quitarle la botella, de forma que un chorro de material corrosivo salpicó toda la estancia.
El rugido de su padre fue profundo y estremecedor, pero no fue nada comparado con el chillido de Eva.
Todo el cuerpo de su hermana se agitó, sus manos temblaban ante su rostro como si no se atreviera a tocarlo. Fue durante aquellos segundos cuando la lejía se le metió en los ojos y veló su mirada hacia el mundo.
Y mientras la estancia se llenaba con los lloros de la madre, los gritos de Eva y su propio espanto por lo que había causado, su padre se miraba las manos burbujeantes de líquido corrosivo y el color de su rostro pasaba del rojo al azul.
De pronto abrió desmesuradamente los ojos y se llevó la mano al pecho, se dobló hacia delante, boqueó en busca de aire con un gesto sorprendido e incrédulo en los labios. Y cuando por fin cayó al suelo, su vida se había agotado.
– Jesucristo nuestro Señor, Dios Padre Todopoderoso, descanso en tus manos -dijo entre estertores con su último aliento, y se murió. Con las manos cruzadas en el pecho y una sonrisa en los labios.
Él se quedó un rato mirando la sonrisa de la helada máscara mortuoria de su padre, mientras su madre imploraba la gracia divina y Eva chillaba.
La sed de venganza, que lo había sostenido los últimos años, se había quedado de pronto sin sustento. Su padre había muerto de un ataque al corazón con una sonrisa y el nombre de Dios en los labios.
No era lo que él había soñado.
Cinco horas más tarde, la familia se había dividido. Eva y su madre estaban en el hospital de Odense, y él en un reformatorio. De ello se encargaron los miembros de la comunidad, y aquel fue el pago por vivir a la sombra de Dios.
Ahora solo le faltaba devolver el golpe.
Capítulo 23
Hacía una noche impresionante. Oscura y silenciosa.
Sobre el fiordo brillaban aún un par de luces de veleros, y en el prado, al sur de la casa, la hierba susurraba, preparada para la primavera. Pronto estarían pastando las vacas, y el verano estaba cerca.
Así era Vibegården en sus mejores momentos.
Le encantaba aquel lugar. Cuando llegara el momento oportuno, iba a pulir el ladrillo rojo, derribar la caseta de botes y despejar la vista hacia el fiordo.
Era una buena granja la que tenía. Le gustaría envejecer allí.
Abrió la puerta del anexo, encendió la lámpara que colgaba de un poste, y después vació la mayor parte del bidón de diez litros en el depósito del generador.
Normalmente solía tener una buena impresión de haber hecho bien su trabajo cuando llegaba a esa fase del proceso en que tiraba de la cuerda para poner en marcha el generador.
Encendió la luz del techo y apagó la lámpara. Tenía ante sí el enorme y viejo depósito de gasoil que le hablaba de los viejos tiempos, y ahora iba a emplearlo otra vez.
Se estiró sobre el depósito y levantó la tapa metálica que había recortado en la parte superior. Sí, el interior estaba seco y en condiciones, así que la última vez lo vació bien. Todo estaba en orden.
Después bajó la bolsa que estaba en la estantería, encima de la puerta. Su contenido le había costado más de quince mil coronas, pero valía su peso en oro. Con un Gen HPT 54 Night Vision así la noche se convertía en día. Gafas de combate para uso nocturno, idénticas a las que usaban los soldados en la guerra.
Ajustó las correas en la cabeza, se puso las gafas de visión nocturna ante los ojos y encendió el aparato.
Después salió al exterior, atravesó el sendero de baldosas pisando la papilla de cuerpos de babosas vivas y muertas y tiró de la manguera que asomaba al extremo del anexo hasta la orilla. Con aquellas gafas podía vislumbrar sin problemas la caseta de botes a través de los juncos y matorrales, incluso podía ver toda su propiedad.
Edificios gris verdoso y ranas que saltaban para salvar la vida cada vez que daba un paso.
Aparte del tenue cabeceo del agua y el ronroneo del generador, todo estaba en calma cuando se metió en el agua con la manguera.
El eslabón más débil de todo el proceso era aquel generador. Antes solía funcionar de forma continua durante todo el proceso, pero al cabo de unos años empezó a chirriar en el eje, así que ahora debía hacer una visita más a la casa para ponerlo en marcha. De hecho, estaba pensando en cambiarlo.
La bomba de agua, por el contrario, era fantástica. Antes solía tener que llenar el depósito a mano, pero ya no era necesario. Hizo un gesto afirmativo, satisfecho, y escuchó el eficaz chapoteo de la manguera, acompañado del murmullo del generador. Ahora solo tardaba media hora en llenar el depósito con agua del fiordo, tenía tiempo suficiente.
Fue entonces cuando oyó ruidos procedentes de la caseta suspendida sobre estacas.
Desde que se compró el Mercedes, podía sorprender sin dificultad a los que estaban encadenados dentro. Había costado bastante, pero era el precio a pagar por la comodidad y un motor silencioso. Ahora podía acercarse sigilosamente a la caseta de botes sabiendo que los que estaban dentro no sabían nada de su proximidad.
Esta vez fue igual.
Samuel y Magdalena eran especiales. Samuel, porque le recordaba a sí mismo con su edad. Elástico, rebelde y explosivo. Magdalena era más bien lo contrario. La primera vez que la observó por la mirilla de la puerta de la caseta se quedó conmocionado por lo mucho que le recordaba a un enamoramiento prohibido y a las consecuencias que tuvo. Los sucesos que cambiaron toda su vida. Sí, recordaba demasiado bien a la chica cuando miraba a Magdalena. La misma caída de ojos, la misma expresión atormentada, la misma piel fina bajo la cual se entrelazaban unas venas sutiles.
Dos veces antes se había acercado con sigilo a la caseta y retirado la tira de tela asfáltica que tapaba la mirilla.
Cuando se acercaba mucho a la mirilla podía ver todo lo que sucedía dentro. Los niños separados por un par de metros de distancia. Samuel en la parte trasera y Magdalena junto a la puerta.
Magdalena lloraba mucho, pero en silencio. Cuando sus frágiles hombros empezaban a temblar bajo la débil luz, su hermano tiraba de su correa de cuero para atraer la atención de su hermana, para poder consolarla con su mirada cálida.
Era su hermano mayor y haría cuanto pudiera por liberarla de las correas ceñidas, pero no podía. Por eso lloraba también él, pero no lo mostraba. Su hermana no debía verlo así. Desviaba la cabeza un momento, se recuperaba y volvía a girar hacia ella y hacía el payaso moviendo la cabeza arriba abajo y sacudiendo el torso.
Igual que su hermana y él cuando solía imitar a Chaplin.
Había oído reír a Magdalena tras la cinta adhesiva. Rio durante un breve instante, después la realidad y el miedo volvieron. La noche en que fue a la caseta para que saciaran la sed por última vez, oyó desde lejos el tenue canturreo de la chica.
Puso el oído contra las planchas de la caseta de botes. Pese a la cinta adhesiva, se apreciaba bien lo clara y nítida que era su voz. Ya conocía la letra. Lo había acompañado durante la infancia, y la odiaba con toda su alma.
Cerca de ti Señor,
quiero morar,
tu grande y tierno amor
quiero gozar.
Llena mi pobre ser,
limpia mi corazón,
hazme tu rostro ver
en la aflicción.
Después retiró con cuidado la tela asfáltica y aplicó las gafas nocturnas a la mirilla.
La cabeza de ella estaba inclinada hacia delante, y sus hombros caídos, así que parecía más pequeña de lo que era. Su cuerpo se balanceaba lentamente de lado a lado al compás del salmo que estaba cantando.
Y cuando terminó se quedó aspirando por las fosas nasales a intervalos cortos. Como ocurre con los animalitos asustados, casi podía intuirse lo duro que debía trabajar el corazón para seguir el paso de todo. De los pensamientos, de la sed y el hambre, del miedo por lo que podía ocurrir. El hombre dirigió su mirada hacia Samuel, y comprendió enseguida que Samuel no estaba tan resignado como su hermana.
Al contrario, retorcía el torso sin cesar contra la pared inclinada. Esta vez no para hacer el payaso.
No, ahora incluso oía lo que era. Antes había creído que era una discordancia más del generador.
Era evidente qué estaba haciendo el chico. Restregaba la correa de cuero contra las tablas del techo inclinado. La desgastaba para que cediera.
A lo mejor había encontrado algún pequeño saliente en la tabla contra el que desgastar la correa. A lo mejor era un nudo de la madera.
Ahora veía con mayor nitidez el rostro del chico. ¿Estaba sonriendo? ¿Habría progresado tanto que tenía razones para hacerlo?
La chica tosió un poco. Las últimas noches habían sido húmedas, y eso la había minado.
El cuerpo es débil, estaba pensando cuando ella se aclaró la garganta tras la cinta adhesiva y empezó a tararear de nuevo.
Dio un respingo. Aquel salmo era la introducción invariable de su padre a todos los funerales.
¡Permanece junto a mí! Ahora que cae la tarde,
pronto imperará la sombra, ¡no te separes de mí!
Cuando no valgan la ayuda y consuelo ajenos,
¡ayuda de los desvalidos, permanece junto a mí!
Mis días terrenos pronto se acabarán,
todo brillo y júbilo mundano marchito,
aquí todo se desvanece y transforma;
¡tú que no cambias, permanece junto a mí!
Se dio la vuelta con asco y volvió al anexo. Bajó dos pesadas cadenas de metro y medio que colgaban de un clavo y encontró dos candados en el cajón del banco de carpintero. La última vez que estuvo allí reparó en que las correas de cuero en torno a la cintura de los niños parecían algo desgastadas, claro que también las había utilizado bastante. Si Samuel seguía trabajándolas con la misma intensidad que hasta ahora, haría falta reforzarlas.
Los niños lo miraron confusos cuando encendió la luz y entró en la caseta. El chico, que estaba en la esquina, tiró una vez más de sus cadenas, pero de nada le valió. Pataleó y protestó con furia tras la cinta adhesiva cuando el hombre le rodeó la cintura con la cadena y luego la unió con candado a la cadena de la pared. Pero ya no le quedaban fuerzas para oponer resistencia. Los días de hambre y la postura forzada habían dejado su huella. Tenía un aspecto lastimoso, sentado allí sobre sus piernas dobladas.
Igual que las demás víctimas.
La chica había dejado de cantar de pronto. La presencia de él absorbía toda su energía. Quizá había pensado que los esfuerzos de su hermano valdrían para algo. Ahora ya sabía que no podía estar más equivocada.
Llenó la taza de agua y arrancó la cinta adhesiva de su boca.
Magdalena jadeó un par de veces, pero después alargó el cuello y abrió la boca. A pesar de todo, el instinto de supervivencia estaba intacto.
– No bebas tan rápido, Magdalena -susurró.
Ella alzó el rostro y lo miró un momento a los ojos. Confusa y aterrada.
– ¿Cuándo volvemos a casa? -preguntó con labios trémulos. Nada de arrebatos impetuosos. Solo aquella pregunta simple, y después un tirón para pedir más agua.
– Pasarán un día o dos -repuso.
Había lágrimas en los ojos de la chica.
– Quiero volver con papá y mamá -dijo llorando.
Él sonrió y levantó la taza hasta sus labios.
Tal vez ella notara lo que estaba pensando. Lo cierto es que dejó de beber, lo miró un momento con ojos húmedos y luego dirigió su rostro hacia su hermano.
– Va a matarnos, Samuel -dijo con voz temblorosa-. Estoy segura.
El hombre giró la cabeza y miró a los ojos al hermano.
– Tu hermana está confusa, Samuel -aseguró en voz baja-. Claro que no voy a mataros. Todo va a ir bien. Vuestros padres tienen dinero y no soy ningún monstruo.
Se volvió de nuevo hacia Magdalena, que estaba con la cabeza colgando, como si estuviera ya ante el fin de su vida.
– Sé muchas cosas de ti, Magdalena -aseguró, acariciándole el pelo con el dorso de la mano-. Ya sé que te gustaría cortarte el pelo. Que te gustaría poder decidir más cosas.
Metió la mano en el bolsillo interior.
– Tengo una cosa para enseñarte -dijo, sacando el papel de colores-. ¿Lo reconoces?
Percibió el sobresalto de la chica, aunque ella lo ocultó bien.
– No -se limitó a contestar.
– Sííí, Magdalena, claro que lo reconoces. Te he espiado cuando te sentabas en el rincón del jardín y mirabas en el agujero. Lo hacías a menudo.
Ella apartó la cabeza. Su inocencia había sido ultrajada. Sentía vergüenza.
Sostuvo el papel ante el rostro de ella. Era una página arrancada de una revista.
– Cinco mujeres famosas de pelo corto -empezó a leer-. Sharon Stone, Natalie Portman, Halle Berry, Winona Ryder y Keira Knightley. Bueno, no las conozco a todas, pero deben de ser artistas de cine, ¿verdad?
Tomó a Magdalena de la barbilla e hizo que girase el rostro hacia él.
– ¿Por qué está prohibido verlo? ¿Es porque todas tienen el pelo corto? Porque en la Iglesia Madre no se puede llevar el pelo así, ¿es por eso?
Asintió en silencio.
– Sí, ya veo que es por eso. A ti también te gustaría tener el pelo así, ¿verdad? Sacudes la cabeza, pero creo que sí, que es lo que quieres. Escucha, Magdalena. ¿He contado acaso a tus padres que tienes este pequeño secreto? No, no se lo he contado. Entonces no soy tan malo, ¿no?
Retrocedió un poco, sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Siempre limpia y afilada.
– Con esta navaja puedo cortarte el pelo en un santiamén.
Cogió un mechón y lo cortó, mientras la chica daba un brinco y su hermano tiraba en vano de la cadena para acudir en su auxilio.
– ¿Lo ves? -confirmó.
La chica reaccionó como si le hubiera dado un tajo en la carne. El pelo corto era un auténtico tabú para una chica que había vivido toda su vida con el dogma religioso de que el pelo era sagrado; era algo evidente.
La chica se echó a llorar mientras él volvía a cerrarle la boca con cinta adhesiva. Los pantalones y la hoja de periódico del suelo se mojaron.
El hombre se volvió hacia el hermano y repitió la sesión de la cinta adhesiva y la taza de agua.
– Y también tú tienes tus secretos, Samuel. Miras a las chicas que no son de la comunidad. Te he visto hacerlo cuando volvías de la escuela a casa con tu hermano mayor. ¿Eso te está permitido, Samuel? -preguntó.
– Pongo a Dios por testigo de que te mataré en cuanto pueda -respondió el chico antes de que volviera a taparle la boca con cinta adhesiva. No quedaba mucho por hacer.
Sí. La elección era la correcta. Era la chica la que debía morir.
A pesar de sus sueños, ella era la más devota. La que más dominada estaba por la religión. La que, tal vez, se convirtiera en una nueva Rakel o en una nueva Eva.
¿Qué más necesitaba saber?
Después de tranquilizarlos diciendo que volvería para liberarlos cuando su padre hubiera pagado, volvió al anexo y comprobó que el depósito estaba bien lleno. Luego apagó la bomba, enrolló la manguera, enchufó el serpentín calefactor al generador, introdujo el serpentín en el depósito y encendió. Sabía por experiencia que la lejía funcionaba mucho más rápido cuando la temperatura estaba por encima de veinte grados, y todavía podía haber heladas nocturnas.
Cogió el bidón de lejía del palé del rincón y se dio cuenta de que necesitaría más provisiones para la próxima vez. Luego puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el depósito.
Cuando matara a la chica y arrojara su cadáver al depósito, se descompondría en un par de semanas.
Después, únicamente se trataba de meterse veinte metros fiordo adentro con la manguera y vaciar el contenido del depósito.
A poco que soplara algo de viento aquel día, los restos desaparecerían muy rápido.
Enjuagaría un par de veces el depósito, y todas las pistas desaparecerían.
Simple cuestión de química.
Capítulo 24
Era una pareja de lo más variopinta la del despacho de Carl. Yrsa con los labios encarnados, y Assad con una belicosa barba de días, un arma temible en caso de abrazo.
Assad parecía muy descontento. De hecho, Carl no recordaba haberlo visto nunca mostrar tanta reprobación como en aquel momento.
– ¡Esperemos, o sea, que no sea verdad lo que dice Yrsa! ¿No vamos a traer a ese Tryggve a Copenhague, Carl? ¿Y el informe, entonces?
Carl guiñó los ojos. La imagen de Mona abriendo la puerta del dormitorio se deslizó por su retina y lo arrancó de la realidad. De hecho, llevaba toda la mañana sin poder pensar en otra cosa. Tryggve y la locura del mundo tendrían que esperar hasta que volviera a estar listo.
– Esto… ¿qué? -Carl se enderezó en la silla del despacho. Hacía bastante tiempo que no sentía el cuerpo tan dolorido-. ¿Tryggve? No, sigue en Blekinge. Le pedí que viniera a Copenhague, de hecho le ofrecí traerlo en coche, pero no se veía con fuerzas para ello, me dijo, y tampoco podía obligarlo. Recuerda que vive en Suecia, Assad. Si no quiere venir por propia voluntad no podremos traerlo sin ayuda de la Policía sueca, y estamos en el principio del caso, ¿no?
Había esperado que Assad le hiciera un gesto afirmativo, pero no lo hizo.
– Voy a escribir un informe para Marcus, ¿vale? Después ya veremos. Y aparte de eso, no sé qué podemos hacer en este momento. Se trata de un caso de hace trece años que nunca ha sido investigado. Tenemos que dejar que Marcus Jacobsen decida de quién es el caso.
Assad frunció las cejas e Yrsa hizo lo propio. ¿Iba a llevarse el Departamento A la gloria por el trabajo que habían hecho ellos? ¿Lo decía en serio?
Assad consultó su reloj.
– Podemos subir ahora mismo a aclararlo, entonces. Jacobsen empieza a trabajar temprano los lunes.
– Vale, Assad -concedió Carl, enderezándose-. Pero antes debemos hablar.
Miró a Yrsa, que meneaba las caderas llena de expectación por lo que iba a desvelarse.
– Solo Assad y yo, Yrsa -advirtió Carl-. Tengo que hablar con él a solas.
– Oh…
Parpadeó un par de veces.
– Cosas de hombres -dijo, dejándoles un vaho de perfume.
Miró a Assad con las cejas arqueadas. Tal vez bastara para que el hombre le diera alguna explicación; pero Assad se limitó a mirarlo como si justo después fuera a ofrecerle una pastilla contra la acidez.
– Ayer estuve en tu casa, Assad. En el 62 de Heimdalsgade. No estabas.
En la mejilla de Assad se formó una fina arruga que, de forma prodigiosa, se convirtió al instante en una sonrisa.
– Qué lástima. Deberías haber llamado antes.
– Intenté llamar, pero no cogiste el móvil, Assad.
– Podría haber estado bien. Bueno, otra vez será.
– Ya, pero entonces tendrá que ser en otro sitio, ¿no?
Assad asintió con la cabeza. Trató de alegrar la cara.
– Te refieres a citarnos en el centro, o sea. Podría ser divertido.
– Entonces trae a tu mujer, Assad. Tengo muchas ganas de conocerla. Y a tus hijas.
Uno de los ojos de Assad se entornó un poco. Como si su mujer fuera lo último que quisiera llevar a un lugar público.
– Hablé con algunas personas en Heimdalsgade, Assad.
El otro ojo se entornó también.
– No vives allí, hace tiempo que no lo haces. Y en cuanto a tu familia, nunca ha vivido allí. ¿Dónde vives, entonces?
Assad hizo un amplio gesto con los brazos.
– Era un piso muy pequeño, Carl. No cabíamos allí.
– ¿No deberías haberme comunicado la mudanza y cancelar el alquiler del pisito?
Assad pareció reflexionar.
– Sí, tienes razón. Lo haré.
– ¿Y dónde vives ahora, entonces?
– Hemos alquilado una casa, ahora es barato. Ahora muchos tienen dos casas a la vez. Ya sabes, el mercado inmobiliario.
– Bien, suena estupendo. Pero ¿dónde, Assad? Me hace falta una dirección.
Assad inclinó la cabeza un poco.
– Oye, Carl, hemos alquilado la casa en negro, si no sale demasiado caro. ¿No podemos guardar la vieja dirección como domicilio postal, entonces?
– ¿Dónde está, Assad?
– Pues en Holte. Es una casita de Kongevejen. Pero ¿llamarás antes, Carl? A mi mujer no le gusta que la gente se presente sin más.
Carl asintió en silencio. Ya volverían a tratar de todo aquello otro día.
– Otra cosa. ¿Por qué has dicho en Heimdalsgade que eras musulmán chiita? ¿No decías que eras sirio?
El asistente sacó hacia abajo su labio carnoso.
– Sí. ¿Y…?
– ¿En Siria hay musulmanes chiitas?
Las cejas pobladas de Assad dieron un salto hasta media frente.
– Oye, Carl -dijo sonriendo-, musulmanes chiitas los hay en todas partes.
Media hora más tarde estaban en la sala de reuniones con quince compañeros malhumorados por ser lunes, con Lars Bjørn y Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, en medio del círculo.
Era evidente que nadie estaba allí por diversión.
Fue Marcus Jacobsen quien reprodujo lo que Carl había contado, porque así funcionaban las cosas en el Departamento A. Si había alguna duda, no había más que preguntar.
– El hermano pequeño del asesinado Poul Holt, Tryggve Holt, ha contado a Carl Mørck que la familia conocía al secuestrador, o quizá debiéramos decir al asesino -dijo Marcus Jacobsen algo más adelante en su presentación del caso-. El asesino frecuentó en una época las sesiones de rezos que el padre, Martin Holt, celebraba para los miembros locales de los Testigos de Jehová, y todos esperaban que aquel hombre pidiera ingresar en la comunidad.
– ¿Tenemos fotografías del hombre? -preguntó la subcomisaria Bente Hansen, una de las viejas compañeras de grupo de Carl. El subinspector Bjørn sacudió la cabeza.
– No, pero tenemos una descripción de su aspecto, y tenemos un nombre: Freddy Brink. Seguramente falso, el Departamento A ya lo ha mirado, y en la pantalla no aparece nadie que se ajuste a la edad descrita. Hemos logrado que unos compañeros de Karlshamn enviaran un dibujante de la Policía donde Tryggve Holt; veremos qué sale de ahí.
El inspector jefe de Homicidios se colocó frente a la pizarra blanca y escribió las palabras clave.
– O sea, que secuestra a los niños el 16 de febrero de 1996. Es viernes, el día que Poul ha invitado a su hermano pequeño Tryggve a visitar la Escuela de Ingenieros de Ballerup. El supuesto Freddy Brink pasa junto a ellos en su furgoneta azul celeste y bromea porque se hayan encontrado tan lejos de Græsted. Les ofrece llevarlos a casa. Por desgracia, Tryggve no pudo dar más detalles del coche, aparte de que era redondo por delante y cuadrado por detrás.
»Los jóvenes se sientan en el asiento delantero, y algo más tarde el hombre se detiene en un área de descanso vacía y los paraliza con una descarga eléctrica. No tenemos ninguna descripción de cómo lo hace, pero probablemente con algún tipo de arma de electrochoque. Después los mete en la parte trasera y les restriega la cara con un trapo, lo más seguro empapado con cloroformo o éter.
– Déjame añadir que Tryggve Holt no estaba seguro del curso de los acontecimientos -intercaló Carl-. Estaba semiinconsciente por la descarga eléctrica, y después su hermano mayor no pudo decirle gran cosa, ya que tenían la boca tapada con cinta adhesiva.
– Eso es -continuó Marcus Jacobsen-. Pero si he entendido bien, Poul dio a su hermano pequeño la impresión de que habían conducido una hora más o menos, claro que no es un dato fiable al cien por cien. Poul padecía un tipo de autismo y no captaba bien la realidad, pese a ser un superdotado.
– ¿Síndrome de Asperger, tal vez? Lo digo por el texto del mensaje, y porque Poul llegó a escribir la fecha exacta en aquella situación espantosa. Eso ¿no es sintomático? -preguntó Bente Hansen con el rotulador preparado.
– Sí, tal vez.
El inspector jefe asintió en silencio.
– Después del viaje en coche metió a los chicos en una caseta de botes que apestaba a alquitrán y agua podrida. Era una caseta bastante pequeña donde se podía estar justo de pie con la espalda muy encorvada. No era para botes de remo o veleros, sino más bien para canoas y kayaks. Y estuvieron encerrados allí cuatro o cinco días antes de que Poul fuera asesinado. Las indicaciones temporales son de Tryggve, pero no olvidemos que en aquella época tenía trece años y mucho miedo. Por eso pasó casi todo el tiempo dormido.
– ¿Tenemos alguna pista para reconocer el lugar? -preguntó Peter Vestervig, uno de los chicos del grupo de Viggo.
– No -respondió el inspector jefe de Homicidios-. Los chicos tenían los ojos vendados al entrar en la casa. Pero, aunque no vieron nada del exterior, Tryggve dijo que oían un ronroneo grave, que sonaba como los molinos de viento. Oían el sonido a menudo, pero otras veces no tan alto. Seguramente dependía de la dirección del viento y de las condiciones meteorológicas.
El inspector jefe fijó la vista un momento en el paquete de cigarrillos que tenía en la mesa. Últimamente le bastaba con eso para recuperar la energía. Suerte que tenía.
– Sabemos -continuó- que la caseta estaba al borde del agua, puede que estuviera construida sobre estacas, porque se oía el chapoteo de las olas justo debajo del suelo de tablas. La puerta debía de estar a medio metro por encima del suelo, así que había que trepar para entrar a la estancia de techo bajo. Tryggve es de la opinión de que debieron de construirla para guardar kayaks o canoas, porque dentro había pagayas. Y también cree que no estaba hecha con un tipo de madera que se asocia normalmente con la tradición escandinava, porque era de color marrón más claro y de diferente veta, pero luego sabremos más sobre eso. Laursen, nuestro viejo amigo de la Científica, encontró en el papel del mensaje una astilla, procedente del pedazo de madera que usó Poul a modo de pizarrín. En estos momentos está en manos de los expertos. Tal vez pueda ayudarnos a identificar de qué clase de madera estaba hecha la caseta.
– ¿Cómo mataron a Poul? -preguntó alguien en la parte de atrás.
– Tryggve no lo sabe. El secuestrador le había cubierto la cabeza con un saco de tela. Oyó algo de alboroto, y cuando le quitaron el saco su hermano había desaparecido.
– ¿Cómo sabe, entonces, que su hermano está muerto? -insistió el que había hecho la pregunta.
Marcus aspiró hondo.
– Los sonidos no dejaban lugar a dudas.
– ¿Qué sonidos?
– Jadeos, alboroto, un golpe sordo y nada más.
– ¿Un golpe con un objeto romo?
– Es posible, sí. ¿Te importa seguir, Carl?
Todos lo miraron. Aquello fue un gesto por parte del inspector jefe de Homicidios, que no aprobaban muchos de los reunidos. Si de ellos dependiera, Carl debería salir de la sala sin hacer ruido y perderse en algún rincón lejano.
Llevaban años bastante hartos de él.
A Carl le daba igual. En medio de su hipófisis aún bullía el oleaje hormonal de una noche salvaje. Eran sensaciones placenteras que, a juzgar por la expresión amuermada de los reunidos, era el único en experimentar.
Se aclaró la garganta.
– Tras el asesinato de su hermano mayor, Tryggve recibió instrucciones sobre lo que debía decir a sus padres: que Poul estaba muerto y que el hombre no dudaría en golpear de nuevo si contaban a alguien lo que había ocurrido.
Captó la mirada de Bente Hansen. Fue la única de la sala que reaccionó. La saludó con la cabeza. Siempre había sido una tía legal.
– Debió de ser un trauma terrible para un chico de trece años -dijo Carl dirigiéndose directamente a ella-. Después, cuando Tryggve volvió a casa, le dijeron que el asesino se había puesto en contacto con los padres antes del asesinato, exigiendo un millón de rescate. Dinero que de hecho pagaron.
– ¿Pagaron? -quiso saber Bente Hansen-. ¿Antes o después del asesinato?
– Que yo sepa, antes del asesinato.
– No entiendo nada de todo esto, Carl. ¿Puedes explicarlo en pocas palabras? -preguntó Vestervig. En aquella casa la gente muy pocas veces decía con tal franqueza que no entendía algo. Tenía su mérito.
– Con mucho gusto. La familia conocía la fisonomía del asesino, al fin y al cabo había participado en sus reuniones. Es probable que pudieran identificar con bastante seguridad al hombre, el coche y muchas otras cosas. Pero el asesino se prevenía para evitar que acudieran a la Policía, y el método era simple y atroz.
Algunos de los presentes se apoyaron en la pared. Sus mentes estaban ya en los casos que tenían sobre sus mesas de trabajo. Los moteros y las bandas de inmigrantes parecían estar de la olla. En las últimas horas había habido otro tiroteo en Nørrebro, el tercero en una semana, así que a la gente del Departamento no le faltaba trabajo. Ahora ni las ambulancias se atrevían a entrar en la zona. Había amenazas continuas. Algunos de los compañeros habían invertido en chalecos antibala ligeros, y en aquel momento había un par que lo llevaban puesto debajo del jersey.
Carl los entendía hasta cierto punto. ¿Qué coño les importaba un mensaje en una botella de 1996 cuando estaban hasta el cuello con tantas otras cosas? Pero el exceso de trabajo ¿no era acaso culpa suya? La mitad de la gente reunida allí ¿no había votado acaso a los partidos que habían arrojado el país a aquel cenagal? Una reforma policial y una política de integración desafortunada. Qué carajo, ellos se lo habían buscado. A saber si lo recordaban en el coche patrulla a las dos de la mañana mientras su mujer soñaba con tener un hombre a su lado.
– El secuestrador escoge una familia con muchos hijos -continuó Carl mientras buscaba rostros a quienes mereciera la pena dirigirse-. Una familia que en muchos sentidos vive aislada de la sociedad. Una familia con costumbres muy arraigadas y un régimen de vida muy estricto. En este caso, una familia acaudalada miembro de los Testigos de Jehová. No muy acaudalada, pero sí lo bastante. Entonces el asesino elige a dos de los hijos de la familia que por alguna razón ocupan una posición especial. Secuestra a los dos y, después de que se pague el rescate, asesina a uno de ellos. Para que la familia sepa que está dispuesto a todo. Después el asesino los amenaza con que en lo sucesivo está dispuesto a matar a otro de los hijos sin más aviso en caso de tener la menor sospecha de que se han aliado con la Policía o la comunidad, o de que intentan descubrirlo. La familia recupera al otro hijo. Son un millón de coronas más pobres, pero el resto de los hijos está a salvo. Y la familia calla su desdicha. Callan para evitar que las amenazas del asesino se materialicen. Callan a fin de poder vivir una vida más o menos normal.
– ¡Pero un niño ha desaparecido para siempre! -interrumpió Bente Hansen-. ¿Y sus vecinos? Alguien debería darse cuenta de que de pronto falta el niño, ¿no?
– Exacto, alguien debería darse cuenta. Pero no muchos reaccionarían en unos círculos tan restringidos como esos si se les dice que han rechazado a un hijo por motivos religiosos, pese a que una decisión así suele tomarla un comité especial nombrado para tal función. La explicación de la expulsión es suficiente en ciertas sectas religiosas. De hecho, en muchas de ellas está prohibido tener contacto con un expulsado, y por eso suele evitarse. La comunidad se muestra siempre solidaria en esa cuestión. Tras su asesinato, Poul Holt fue declarado como expulsado por sus padres. Lo habían enviado lejos para que reflexionara; y entonces cesaron las preguntas.
– Ya, pero ¿y fuera de la comunidad? Debe de haber habido alguien.
– Sí, sería lo lógico. Pero a menudo no suelen tener ningún contacto con nadie que no sea de la comunidad. Ahí está el lado diabólico del asesino cuando elige víctimas así. De hecho, solo la tutora de Poul se puso en contacto con la familia, pero en vano. No puede obligarse a un estudiante a que vuelva a las aulas si él no quiere, ¿verdad?
Se podía oír el vuelo de una mosca. Todos lo habían comprendido.
– Sí, ya sabemos lo que pensáis, y también nosotros pensamos lo mismo.
El subinspector Lars Bjørn paseó la mirada por el grupo. Como siempre, trató de aparentar más trascendencia de la que tenía.
– Como este grave delito nunca se denuncia, y como sucede en ambientes tan herméticos, podría haber sucedido más veces.
– Es nauseabundo -comentó uno de los nuevos.
– Pues sí; bienvenido a Jefatura -repuso Vestervig, pero se arrepintió en el instante en que la mirada de Jacobsen lo partió en dos.
– Insisto en que todavía no podemos sacar conclusiones drásticas -dijo el inspector jefe de Homicidios-, pero de todas formas no diremos nada a la prensa hasta que sepamos más, ¿de acuerdo?
Todos asintieron en silencio, sobre todo Assad.
– Lo que sucedió después con la familia muestra a las claras el control que ejercía el asesino sobre ella -afirmó Marcus Jacobsen-. ¿Sigues, Carl?
– Bien. Según Tryggve Holt, la familia emigró a Suecia, a Lund, una semana después de que Tryggve fuera liberado. Luego todos los miembros de la familia recibieron la orden de no mencionar nunca más a Poul.
– No debió de ser fácil para el hermano pequeño -intercaló Bente Hansen.
Carl vio ante sí el rostro de Tryggve. Seguro que no lo fue.
– La paranoia de la familia por la amenaza del asesino se ponía de relieve cada vez que oían a alguien hablar danés. Y se marcharon de Escania a Blekinge, y volvieron a mudarse otras dos veces hasta que encontraron el sosiego en su casa actual de Hallabro. Pero todos los miembros de la familia recibieron instrucciones del padre para no dejar entrar en su casa a nadie que hablase danés y para no mantener relación alguna con nadie que no fuera Testigo de Jehová.
– Y Tryggve ¿protestó por ello? -preguntó Bente Hansen.
– Sí, y lo hizo por dos razones. Para empezar, no quería dejar de hablar de Poul, a quien quería mucho y de quien, por alguna razón, creía que había sacrificado su vida por salvarlo. Y en segundo lugar, porque estaba perdidamente enamorado de una chica que no era Testigo.
– Así que lo expulsaron -añadió Lars Bjørn. Habían pasado varios segundos desde que había oído su molesta voz.
– Sí, Tryggve fue expulsado -concedió Carl-. Y lleva expulsado tres años. Se mudó unos kilómetros al sur, su relación con la chica se afianzó y empezó a trabajar de ayudante en un almacén de madera de Belganet. La familia y la comunidad no le dirigían la palabra, pese a que el almacén estaba cerca de la casa de sus padres. Solo han hablado una vez, después de haberme puesto yo en contacto con la familia. Y su padre hizo todo lo posible por presionar a Tryggve para que cerrase el pico, y a Tryggve le pareció bien, por lo que he oído. Y no habló hasta que le enseñé el mensaje de la botella. Aquello lo dejó noqueado. O tal vez justo lo contrario. Lo obligó a volver a la realidad, por así decir.
– ¿La familia volvió a tener noticias del asesino después del secuestro? -preguntó alguien.
Carl sacudió la cabeza.
– No, y no creo que vuelvan a tenerlas.
– ¿Por qué no?
– Han pasado trece años. Tendrán otras cosas que hacer, ¿no?
Un extraño silencio volvió a reinar en la estancia. Lo único que se oía era el parloteo sistemático de Lis en la antesala. Alguien tenía que ocuparse de hablar por teléfono.
– ¿Hay algo que indique la existencia de otros casos como ese, Carl? ¿Lo habéis investigado?
Carl miró agradecido a Bente Hansen. Era la única de la sala con quien no había tenido serias discusiones a lo largo del tiempo y, seguramente, la única del grupo que nunca había tenido necesidad de alardear de nada. Era un hacha, ni más ni menos.
– He puesto a Assad y a Yrsa, la sustituta de Rose, a buscar grupos de apoyo a los renegados de las diversas sectas. Puede que así consigamos saber algo de los niños expulsados o que han escapado de algunas comunidades. Es una pista débil, pero si nos dirigimos a las diversas comunidades no llegaremos a saber nada.
Algunos de los presentes miraron a Assad, que parecía recién salido de la cama. Con la ropa puesta, claro.
– Tendréis que dejarnos el caso a los profesionales que entendemos de esas cosas, ¿no? -dijo uno.
Carl levantó la mano.
– ¿Quién ha dicho eso?
Uno de los tipos dio un paso adelante. Se llamaba Pasgård y era un bruto. Macanudo en el trabajo, pero era de los que se abrían paso a codazos y empujones para chupar cámara cuando la gente de la tele andaba cerca. Probablemente se veía en la silla del jefe en poco tiempo. Pues sería pasando por encima de su cadáver.
Carl entornó los ojos.
– Vale. Entonces, como eres tan listo, quizá tengas la amabilidad de hacernos partícipes de tu extraordinario conocimiento de sectas y grupos afines en Dinamarca que pudieran ser objeto del ataque de un hombre como el que mató a Poul Holt. ¿Puedes nombrar alguna? ¿Unas cinco, digamos?
El tipo protestó, pero la sonrisa irónica de Jacobsen lo presionaba.
– ¡Hmm! -rezongó, y miró a la sala-. Testigos de Jehová. Los baptistas no deben de ser una secta, pero la familia Tongil… La Cienciología… los satanistas y… la Casa del Padre.
Miró victorioso a Carl y buscó la aprobación de los demás.
Carl trató de simular que estaba impresionado.
– Bien, Pasgård. Desde luego, no puede decirse que los baptistas sean una secta, pero tampoco puede decirse de los satanistas, a menos que estés pensando justo en el movimiento Church of Satan. O sea que tienes que buscar un sustituto; ¿lo tienes?
El hombre torció el gesto mientras todos lo miraban. Le pasaron por la mente las grandes religiones del mundo, y las rechazó todas. Se veía cómo movía los labios en silencio. Y por fin llegó.
– Los Niños de Dios -propuso, desencadenando aplausos dispersos.
Carl hizo lo propio y aplaudió un poco.
– Muy bien, Pasgård, así que enterremos el hacha de guerra. Hay muchas sectas, e iglesias libres parecidas a sectas, en Dinamarca, y nadie puede acordarse de todas. Por supuesto que no.
Se volvió hacia Assad.
– ¿Verdad, Assad?
El hombrecillo sacudió la cabeza.
– No, primero hay que, o sea, aprenderse la lección.
– Y tú, ¿la has aprendido?
– No del todo, pero puedo mencionar algunas más, entonces. ¿Las nombro? -Assad miró al inspector jefe, que hizo un breve movimiento de aprobación.
»Bueno, pues creo que hay que mencionar a los cuáqueros, la Sociedad de Martinus, la Iglesia de Pentecostés, Sathya Sai Baba, la Iglesia Madre, los evangelistas, la Casa de Cristo, los ovni-cosmólogos, los teósofos, Hare Krishna, Meditación Transcendental, los chamanistas, la Fundación Emin, los Guardianes del Pecado, Ananda Marga, el movimiento Jes Bertelsen, los que apoyan a Brahma Kumaris, la Cuarta Vía, la Palabra de Vida, Osho, New Age, tal vez la Iglesia de la Glorificación, los Nuevos Paganos, A la Luz del Maestro, el Círculo Dorado y puede que también la Misión Interna -dicho lo cual hizo una honda inspiración para recuperar el aliento.
Esta vez nadie aplaudió. Habían comprendido que ser experto era algo muy relativo.
– Sí -Carl esbozó una sonrisa-. Hay muchas comunidades religiosas. Y muchas de ellas rinden culto a un líder o colectividad, de modo que al cabo del tiempo se convierten automáticamente en unidades cerradas. Si se dan las condiciones adecuadas, existen desde luego unos cuantos territorios de caza bien surtidos para un psicópata como el que asesinó a Poul Holt.
El inspector jefe de Homicidios dio un paso adelante.
– Lo que habéis oído es un caso que terminó en asesinato. No ocurrió en nuestro distrito policial, pero casi. Y nadie ha sabido nada de lo ocurrido. Voy a decir la última palabra por esta vez. Carl y sus ayudantes se encargarán del caso.
Se volvió hacia Carl.
– Pedid ayuda cuando la necesitéis.
Jacobsen se volvió hacia Pasgård, cuyos pesados párpados colgaban indiferentes ante sus ojos fríos.
– Y en cuanto a ti, Pasgård, déjame decirte que tu entusiasmo es digno de alabanza. Es magnífico que pienses que estamos mejor capacitados para resolver este caso, pero en Homicidios debemos intentar seguir con lo que tenemos entre manos. Que tampoco es moco de pavo, ¿verdad? ¿Qué te parece?
El payaso hizo un gesto afirmativo. Cualquier otro comentario habría supuesto una nueva estupidez.
– Pero, de todas formas, te diré que si crees que estamos más capacitados que el Departamento Q para resolver el caso, tal vez debiéramos reflexionar sobre ello. Digamos, pues, que podemos prescindir de un hombre para ese caso. Y ese has de ser tú, Pasgård, puesto que muestras tanto interés.
Carl notó que se le caía la mandíbula y el aire de los pulmones se le bloqueaba. No era posible, ¿iban a tener que trabajar con aquel inútil?
A Marcus Jacobsen le bastó una sola mirada para darse cuenta del dilema.
– Tengo entendido que se ha encontrado una escama de pez en el papel donde se escribió el mensaje. Entonces, Pasgård, ¿puedes encargarte, por una parte, de averiguar de qué pez se trata y, por otra, de saber si esa clase de pez vive en aguas que estén a una hora en coche de Ballerup?
El inspector jefe de Homicidios no hizo caso a los ojos abiertos como platos de Carl.
– Y para terminar, Pasgård: recuerda que podría haber molinos de viento cerca del lugar, o algo que suene como ellos, y que lo que provoca ese sonido debía estar allí ya en 1996. ¿Lo has entendido?
Carl respiró aliviado. No tenía ningún inconveniente en que Pasgård se encargara de aquellas tareas.
– No tengo tiempo -dijo Pasgård-. Jørgen y yo estamos yendo casa por casa en Sundby.
Jacobsen miró al mocetón que estaba en un rincón asintiendo con la cabeza. Sí, era verdad.
– Pues durante un par de días Jørgen deberá trabajar solo -decidió Jacobsen-. ¿De acuerdo, Jørgen?
El hombrachón se encogió de hombros. No estaba entusiasmado. Y seguro que la familia que deseaba aclarar el ataque a su hijo tampoco lo estaría.
Jacobsen se volvió hacia Pasgård.
– No es gran cosa, podrás hacerlo en dos días, ¿verdad?
Con ello el inspector jefe de Homicidios daba un castigo ejemplar.
Si has de mear a alguien, no lo hagas contra viento.
Capítulo 25
Había sucedido lo más espantoso que podía ocurrir, y Rakel estaba destrozada.
Satanás se había revelado entre ellos y los había castigado por su frivolidad. ¿Cómo podían haber dejado que un perfecto desconocido se llevara a sus dos preferidos, y además en un día sagrado? El día anterior debían haber leído juntos la Biblia y haberse preparado para el bendito sosiego, como solían hacer los sábados. Debían haber juntado las manos para que el espíritu de la Madre de Dios los envolviera y los apaciguara.
¿Y ahora? Ahora el brazo divino los señalaba como un rayo. Habían caído en todas las tentaciones a las que se resistió la sublime Virgen María. La adulación, el disfraz del Diablo, las palabras huecas.
Había llegado el castigo. Magdalena y Samuel estaban en manos del criminal, había pasado una noche y medio día, y no podían hacer nada.
Y Rakel sentía la humillación con suma nitidez. Igual que la vez que la violaron y nadie acudió en su auxilio. Pero entonces pudo actuar, ahora no podía.
– Tienes que conseguir el dinero, Joshua -regañó a su marido-. ¡Consíguelo!
Joshua tenía mal aspecto. El blanco de sus ojos se fundía con el color de su rostro.
– No lo tenemos, Rakel. Ya sabes que anteayer pagué por adelantado a Hacienda. Un millón a un buen interés, como siempre.
Hundió la cabeza entre las manos.
– Como siempre, en nombre de Dios. ¡Justo como solemos hacer!
– Joshua, ya has oído lo que ha dicho por teléfono. Si no pagamos el rescate los matará.
– Tendremos que recurrir a otros miembros de la comunidad.
– ¡NO! -gritó con tal fuerza que su hija más pequeña empezó a llorar en la habitación contigua-. Él se ha llevado a nuestros hijos, tú vas a hacer que vuelvan, ¿entendido? Si se lo cuentas a alguien no volveremos a verlos, estoy segura de eso.
Su marido giró la cabeza hacia ella.
– ¿Cómo lo sabes, Rakel? Puede que sea un farol. Quizá debiéramos acudir a la Policía.
– ¿A la Policía? Qué sabrás tú… Puede que haya allí alguna mala persona a sueldo del Diablo. ¿Sabes con seguridad que no va a llegar a sus oídos? ¿Lo sabes?
– Pues entonces a nuestros amigos. La gente de la comunidad no va a decir nada. Si estamos juntos en esto conseguiremos el dinero.
– ¿Y si él está allí cuando acudas adonde ellos? ¿Y si tiene entre nosotros cómplices sin que lo sepamos? Tuvo una relación muy estrecha con nosotros sin que viéramos su verdadero rostro. Entonces, ¿cómo puedes saber que no hay más como él? ¿Cómo, Joshua?
Miró a su hija pequeña, que estaba aferrada al marco de la puerta, mirándolos con ojos enrojecidos.
Tenía que encontrar una solución.
– Joshua, tienes que encontrar una solución -dijo Rakel, levantándose de la mesa de la cocina. Después se arrodilló ante su hija pequeña y abrazó su cabeza.
– No debes desesperar, Sarah. La Madre de Jesús va a cuidar de Magdalena y Samuel. Solo tienes que rezar, así los ayudarás. Y si esto ha sucedido porque hemos hecho algo pecaminoso, rezando lograremos el perdón. Solo tienes que hacer eso, cariño.
Vio que su hija se sobresaltaba al oír la palabra perdón. Que sus ojos tenían hambre de perdón. Quería decir algo, pero su boca se negaba a abrirse.
– ¿Qué ocurre, Sarah? ¿Quieres decir algo a mamá?
Las comisuras de su boca se hundieron y sus labios se pusieron a temblar. Algo pasaba.
– ¿Tiene que ver con el hombre?
La niña asintió en silencio y las lágrimas fluyeron mansas.
Rakel contuvo la respiración sin querer.
– ¿Qué es? ¡Dilo!
La niña se asustó por el tono áspero de su madre, pero su boca se desató.
– He hecho una cosa que me habíais dicho que no hiciera.
– ¿Qué has hecho? Dilo, Sarah.
– He mirado el álbum de fotos durante el descanso, mientras los demás estabais en la cocina con la Biblia. Perdona, mamá. Ya sé que he sido una tonta.
– Oh, Sarah… -dijo aliviada, dejando caer la cabeza-. ¿Solo es eso?
Su hija sacudió la cabeza.
– Y allí he visto la fotografía del hombre que se llevó a Magdalena y a Samuel. ¿Es por eso por lo que ha ocurrido? ¿No debería haberlo mirado, porque es el Diablo?
Rakel inspiró hasta el fondo de los pulmones. Eso no lo sabía.
– ¿Hay una foto de él?
Sarah se sorbió las lágrimas.
– Sí, estamos fuera de la casa comunitaria, los que fuimos a la fiesta de ingreso de Johanna y Dina.
¿Aparecía él en esa fotografía?
– ¿Dónde está la foto? Enséñamela, Sarah. ¡Ahora mismo!
La niña sacó el álbum, obediente, y señaló la foto.
¿De qué va a valer?, pensó Rakel. Si no es nada.
Miró la foto con repugnancia. La sacó de su funda de plástico. Acarició el pelo de su hija y la tranquilizó diciendo que estaba perdonada. Después llevó la fotografía a la cocina y la plantó sobre la mesa ante su marido inmóvil.
– Mira, Joshua, este es tu adversario.
Señaló una cabeza de la fila del fondo. Era muy pequeña, y el hombre tenía habilidad para esconderse tras las filas delanteras y no miraba a la cámara. Podría ser cualquiera si no supieran que era él.
– Mañana ve a Hacienda lo primero de todo y di que el pago de los impuestos ha sido un error. Que necesitamos otra vez el dinero, porque de lo contrario iremos a la bancarrota. ¿Lo entiendes, Joshua? Ve por la mañana temprano.
El lunes por la mañana Rakel miró por la ventana hacia el sol naciente tras la iglesia de Dollerup. Largos rayos temblorosos en la bruma perlada. La esencia divina desplegada en todo su esplendor. ¿Cómo podía aquella infinita belleza ordenarle que portara aquella cruz? Y ¿cómo podía permitirse hacer una pregunta así? Los caminos del Señor eran inescrutables, bien que lo sabía ella.
Puso los labios en punta para no ceder al llanto, volvió a juntar las manos y cerró los ojos.
Rakel había rezado toda la noche, como tantas veces antes en el seno seguro de la comunidad, pero esta vez no alcanzó el sosiego. Porque estaba siendo puesta a prueba, era la hora fatídica de Job, y el dolor se le hacía interminable.
Cuando el sol asomó sobre las nubes y Joshua se marchó al ayuntamiento para que lo ayudaran a que Hacienda le devolviera el pago voluntario realizado por Maquinaria Agrícola Krogh, casi no le quedaban fuerzas.
– Josef, hoy no irás al instituto y cuidarás a tus hermanas -dijo a su hijo mayor. Debía estar sola, sin Miriam y Sarah, para poder concentrarse.
Cuando Joshua volviera, más le valía tener el dinero. Habían acordado que depositaría el cheque en el Vestjysk Bank y les pediría que dividieran el total en seis partes y transfiriesen cinco de ellas a sus respectivas cuentas de Nordea, Danske Bank, Jyske Bank, la caja de ahorros Kronjylland y el Almindelig Brand Bank. Equivaldría a un pago en metálico en cada banco de unas ciento sesenta y cinco mil coronas, y ya se las arreglarían para sacarlas sin que les hicieran preguntas. Si en alguno de los bancos le entregaban billetes nuevos, iban a ensuciarlos, arrugarlos e intercalarlos entre los billetes de los demás bancos. Así garantizaban, por una parte, que recuperaban todo el dinero, y por otra que el diablo que se había llevado a sus hijos no sospechara que habían entregado billetes marcados.
Rakel reservó billetes para el intercity de la tarde que llegaba a Odense a las 19.29 para enlazar después con el que partía hacia Copenhague, y se quedó esperando a su marido. Lo esperaba de vuelta hacia las doce o la una, pero para las diez y media ya había vuelto.
– ¿Tienes el dinero, Joshua? -preguntó, aunque al primer golpe de vista se dio cuenta de que no lo tenía.
– No es tan sencillo, Rakel. Pero ya lo sabía -dijo su marido con voz débil-. En el ayuntamiento van a hacer un esfuerzo por ayudarnos, pero la cuenta en cuestión es de la Agencia Tributaria, y ahí las cosas no van tan deprisa. Es espantoso.
– Los has presionado, ¿verdad? ¿Los has presionado? No tenemos todo el día, los bancos cierran a las cuatro -hizo saber, desesperada-. ¿Qué les has dicho? Dímelo.
– Les he dicho que me hacía falta el dinero. Que había hecho el ingreso por error. Que tengo problemas con el sistema informático y que he perdido el control. Que ha habido transferencias a nuestras cuentas que no se han realizado, además de que han desaparecido facturas del sistema que no había tenido en cuenta. Luego les he dicho que hoy un par de proveedores me han reclamado pagos, y que vamos a perder los más importantes si no les pago ahora mismo. Que los proveedores están muy presionados, debido a la crisis financiera, y van a venir a llevarse sus cosechadoras para vendérselas a clientes que iban a comprarlas con una gran rebaja. Les he dicho que iba a perder nuestras ventajas de leasing y que iba a costarnos una fortuna. Que el momento también era crítico para nosotros.
– Oh, no. ¿Era necesario hacerlo tan complicado, Joshua? ¿Por qué?
– Es lo que se me ha ocurrido.
Se desplomó sobre la silla y dejó el maletín vacío encima de la mesa.
– También yo estoy presionado, Rakel. No puedo pensar como siempre. Tampoco yo he dormido esta noche.
– Dios mío. Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos?
– Pues recurrir a la comunidad. ¿Qué, si no?
Rakel apretó los labios y se imaginó a Samuel y Magdalena. Pobres niños inocentes, ¿qué habían hecho para merecer aquel amargo cáliz?
Se habían asegurado de que el sacerdote de su comunidad estaría en casa, y ya se habían puesto los abrigos para salir cuando llamaron a la puerta.
Si dependiera de Rakel no habrían abierto, pero su marido estaba algo confuso.
No conocían a la mujer que estaba en la puerta con un maletín en la mano, y tampoco deseaban hablar con ella.
– Isabel Jønsson. Vengo del ayuntamiento -dijo, entrando al recibidor.
Rakel se atrevió a abrigar esperanzas. Tal vez la mujer llevara unos papeles que debían firmar. Lo más seguro es que todo estuviera arreglado. Así que su marido no era tan tonto, después de todo.
– Entre. Podemos sentarnos en la cocina -propuso, aliviada.
– Veo que van a salir. No necesito molestarlos ahora. Puedo volver mañana, si les viene mejor.
Rakel sintió que el cielo se encapotaba mientras se sentaban en torno a la mesa de la cocina. Así que no iba a ayudarles a recuperar el dinero. En ese caso, debía saber que tenían prisa. ¿Por qué no terminar de una vez? «No necesito molestarlos ahora», había dicho. ¿Qué tontería era esa?
– Soy una técnica informática del equipo municipal asesor de empresas. Tengo entendido, por mis compañeros del ayuntamiento, que tienen serios problemas con su sistema informático. Por eso me han enviado aquí.
Sonrió y les dio su tarjeta. «Isabel Jønsson, técnica informática, Ayuntamiento de Viborg», ponía. Desde luego, era lo que menos falta les hacía en aquel momento.
– Mire -dijo Rakel, ya que su marido no parecía querer intervenir-, es muy amable por su parte, pero en este momento no es buena idea, andamos con mucha prisa.
Creía que eso inclinaría la balanza y que la mujer se levantaría, pero en su lugar se quedó de pronto quieta mirando al frente, como si estuviera clavada a la mesa. Como si a toda costa fuera a ejercer el derecho institucional a entrometerse, y no era el momento.
Así que Rakel se levantó y miró con dureza a su marido.
– Es hora de salir, Joshua. Tenemos prisa.
Se volvió a la mujer.
– Si nos disculpa…
Pero la mujer seguía sin levantarse. Fue entonces cuando Rakel vio que estaba mirando fijamente la foto que había sacado Sarah. La foto que había estado sobre la mesa de la cocina para recordarles que en todo rebaño puede encontrarse una oveja negra.
– ¿Conocen a este hombre? -preguntó la mujer.
La miraron, desconcertados.
– ¿Qué hombre? -quiso saber Rakel.
– Ese -respondió la mujer, poniendo el dedo bajo la cabeza del hombre.
Rakel presintió peligro. Igual que aquella terrible tarde en el pueblo de Baobli, cuando los soldados preguntaron por el camino.
Por el tono, por la situación.
Allí estaba pasando algo raro.
– Tiene que irse -la apremió-. Tenemos prisa.
Pero la mujer no se movió.
– ¿Lo conocen? -se limitó a decir.
Vaya, o sea que era eso. Era otro diablo azuzándolos. Otro diablo con aspecto de ángel.
Rakel cerró los puños y se puso delante.
– Ya sé quién eres, y debes marcharte. ¿Crees que no sé que te ha enviado ese cerdo? Sigue tu camino. Ya sabes que no tenemos tiempo que perder.
Entonces notó con sobresalto que su interior se resquebrajaba. Que de pronto ya no podía reprimir las lágrimas. Que la furia y la impotencia la arrastraban hasta el fondo.
– ¡VETE! -gritó con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre el pecho.
Entonces, la mujer se levantó y se acercó a ella. La tomó por los hombros y la sacudió suavemente hasta que sus miradas se cruzaron.
– No sé de qué está hablando, pero créame: si alguien odia a ese hombre, esa soy yo.
Y Rakel abrió los ojos y lo vio. Tras la mirada apacible de aquella mujer refulgía el odio. Profundo y ardiente.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó la mujer-. Díganme lo que les ha hecho y yo les diré lo que sé de él.
La mujer lo conocía, y no de nada bueno, era evidente. La cuestión era si aquello podría ayudarlos. Rakel no lo creía. Solo el dinero podía ayudarlos, y pronto sería demasiado tarde.
– ¿Qué sabe de él? Dígalo rápido, o nos vamos.
– Se llama Mads Fog. Mads Christian Fog.
Rakel sacudió la cabeza.
– A nosotros nos dijo que se llamaba Lars. Lars Sørensen.
La mujer movió lentamente la cabeza arriba y abajo.
– De acuerdo. Entonces no es seguro que se llame una cosa ni la otra. Tenía otro nombre cuando lo conocí, Mikkel Laust. Pero he visto algunos de sus documentos. Tengo una dirección, y el dueño de esa casa es un tal Mads Christian Fog. Creo que es su verdadero nombre.
Rakel jadeó en busca de aire. ¿Habría escuchado sus plegarias la Madre de Dios? Miró a la mujer a lo más profundo de sus ojos. ¿Podían confiar en ella?
– ¿De qué dirección habla? ¿Dónde? -Joshua tenía el rostro blanco azulado. Era obvio que no lograba comprenderlo.
– En un lugar del norte de Selandia, cerca de Skibby. Se llama Ferslev. Tengo la dirección en casa.
– ¿De dónde sabe todo eso? -exclamó Rakel con voz temblorosa. Deseaba creerlo, pero ¿acaso podía?
– Ha estado viviendo en mi casa hasta el sábado. Lo eché de casa el sábado por la mañana.
Rakel se cubrió la boca con la mano para no hiperventilar. Pero era espantoso. Así que había ido directamente de la casa de la mujer a la suya.
Miró la hora con una terrible inquietud, pero se obligó a escuchar cómo se había aprovechado el hombre de la mujer que tenía delante. Cómo la había embelesado con su naturaleza en apariencia amable. Cómo había cambiado de personalidad en un momento.
Rakel asentía con la cabeza en reconocimiento de todo cuanto decía, y cuando la mujer terminó su relato Rakel miró a su marido. Estuvo un momento ausente, como si tratase de ver todo desde otra perspectiva, pero después asintió en silencio. Sí, tenían que contarle lo suyo, decían sus ojos. Tenían una causa común.
Rakel tomó la mano de Isabel.
– Lo que voy a contarle no puede contárselo a nadie en el mundo, ¿entendido? Al menos ahora, no. Se lo voy a decir porque creo que puede ayudarnos.
– Si tiene que ver con algún delito no puedo garantizar nada.
– Tiene que ver. Y no somos nosotros los delincuentes. Es el hombre que usted echó. Y es… -respiró hondo y fue entonces cuando reparó en que le temblaba la voz-, para nosotros es lo peor que podía ocurrir. Ha secuestrado a dos de nuestros hijos, y si usted se lo cuenta a alguien los va a matar, ¿comprende?
Habían transcurrido veinte minutos, e Isabel nunca había pasado tanto tiempo en estado de conmoción. Ahora veía todo tal y como era. El hombre que había vivido en su casa, y que ella por un breve y fervoroso período había considerado candidato probable para convertirse en su pareja, era un monstruo que sin duda estaba dispuesto a todo. Ahora se daba cuenta. De cómo le pareció que sus manos le apretaban el cuello un poco en exceso, con profesionalidad. De cómo el acecho a que había sometido su vida podría haber tenido un desenlace fatal con un poco de mala suerte. Y sentía sequedad en la boca cuando pensaba en el momento en que le desveló que había estado recogiendo información sobre él. ¿Y si la hubiera dejado inconsciente en ese instante? ¿Si no hubiera tenido tiempo de decir que había dado aquellas informaciones a su hermano? ¿Y si él se había dado cuenta de que era un farol? ¿De que jamás en la vida habría involucrado a su hermano en sus chapuzas sexuales?
No se atrevía a pensarlo.
Y cuando miraba a aquellas personas conmocionadas sufría con ellas. Ah, cómo odiaba a aquel hombre. Hizo un pacto consigo misma: costara lo que costase, el tipo no iba a escapar.
– De acuerdo, los ayudaré. Mi hermano es agente de policía. Bien es verdad que está en Tráfico, pero podemos hacer que emita una orden de busca y captura. Hay posibilidades. Podemos distribuir el mensaje por todo el país en nada de tiempo. Tengo la matrícula de su furgoneta. Puedo describirlo todo con bastante exactitud.
Pero la mujer que tenía delante sacudió la cabeza. Deseaba hacerlo, pero no se atrevía.
– Le he dicho antes que no podía decírselo a nadie, y lo ha prometido -dijo por fin-. Quedan cuatro horas para que cierren los bancos, y para entonces debemos reunir un millón en metálico. No podemos quedarnos más tiempo aquí.
– Escuche: se tarda menos de cuatro horas en llegar a su casa si salimos ahora.
Rakel volvió a sacudir la cabeza.
– ¿Por qué cree que habrá llevado allí a los niños? Sería la mayor estupidez que podría cometer. Mis hijos pueden estar en cualquier parte de Dinamarca. Puede haber pasado la frontera con ellos. En Alemania tampoco hay nadie que controle nada. ¿Comprende lo que quiero decir?
Isabel asintió con la cabeza.
– Sí, tiene razón.
Miró al hombre.
– ¿Tiene un móvil?
El hombre sacó un teléfono del bolsillo.
– Este -dijo.
– ¿Y está cargado?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
– Y usted ¿tiene también otro, Rakel?
– Sí -respondió la mujer.
– ¿Y si nos dividimos en dos grupos? Joshua intenta conseguir el millón y nosotras dos salimos en coche para Selandia. ¡Ya!
Los dos cónyuges se miraron un momento. Qué bien entendía a aquella pareja. Isabel no tenía hijos, y aquello le causaba pesar. ¿Qué debía de sentirse, entonces, al confrontarse con perder quizá los que se tenían? ¿Qué debía de sentirse cuando la decisión dependía de uno mismo?
– Nos hace falta un millón -dijo el hombre-. La empresa vale mucho más, pero no podemos ir sin más al banco y hacer que nos den el dinero, y desde luego no en metálico. Quizá fuera posible hace uno o dos años, cuando corrían mejores tiempos, pero no ahora. Por eso tenemos que recurrir a la comunidad, y es muy arriesgado; aun así, es lo único que podemos hacer para reunir esa suma.
La miró con ojos penetrantes. Su respiración era irregular, tenía los labios algo azulados.
– A menos que pueda ayudarnos. Creo que podría hacerlo, si quisiera.
En aquel momento, Isabel vio por primera vez al hombre oculto detrás de aquel que era conocido por lo bien que lleva su negocio. Uno de los mejores ciudadanos del Ayuntamiento de Viborg.
– Llame a sus superiores -continuó con la mirada triste- y pídales que llamen a la Agencia Tributaria. Diga que hemos pagado por error y que tienen que volver a transferir el dinero a nuestras cuentas inmediatamente. ¿Puede hacerlo?
Y de pronto tenía la pelota sobre su tejado.
Cuando tres horas antes entró a trabajar seguía sintiéndose desorientada. Indispuesta y de mal humor. La autocompasión había sido su fuerza motriz. Ahora no podía ni recordar aquellos sentimientos, aunque lo hubiera querido, porque en aquel momento lo podía todo, lo quería todo. Aunque le costara el empleo.
Aunque le costara más que eso.
– Voy a ponerme aquí al lado -dijo-. Procuraré hacerlo tan deprisa como pueda, pero va a llevar su tiempo.
Capítulo 26
– Bien, Laursen -dijo Carl, a modo de conclusión, al antiguo especialista de la Policía-. Así que ahora ya sabemos quién escribió el mensaje.
– Uf, vaya historia más espantosa -admitió Laursen, y respiró hondo-. Dices que has conseguido algunos efectos de Poul Holt; pues si hay en ellos alguna huella de su ADN, podemos intentar documentar si al menos podemos relacionarlo con la sangre con que se escribió el mensaje. Si así fuera, junto con la palabra del hermano de que no hay duda de que lo mataron, podríamos sostener una acusación siempre que encontráramos a un culpable. Claro que un caso sin cadáver siempre es un asunto problemático, tú lo sabes bien.
Miró las bolsas de plástico transparente que Carl sacó del cajón.
– El hermano pequeño de Poul Holt me dijo que aún guardaba algunos efectos de su hermano. Estaban muy unidos, y Tryggve se llevó las cosas cuando lo echaron de casa. Conseguí que me entregara esto.
Laursen extendió un pañuelo en su manaza y cogió las bolsas.
– Esto no lo podemos usar -dijo, separando un par de sandalias y una camisa-, pero a lo mejor esto sí.
Examinó la gorra a fondo. Era una gorra normal y corriente con visera azul, en la que se leía «¡JESÚS ANTE TODO!».
– Poul no se la podía poner en presencia de sus padres. Pero le encantaba, según Tryggve, así que la escondía debajo de la cama durante el día y se la ponía para dormir.
– ¿Se la ha puesto alguien que no fuera Poul?
– No. Por supuesto, se lo pregunté a Tryggve.
– Bien. Entonces tiene que estar su ADN -aseveró Laursen, apuntando con uno de sus anchos dedos un par de pelos escondidos en el interior de la gorra.
– Qué bien, entonces -dijo Assad, deslizándose tras ellos con una pila de papeles en la mano. Su rostro resplandecía como un tubo fluorescente, y no era a causa de la presencia de Laursen. A saber qué se le habría ocurrido esta vez.
– Gracias, Laursen -dijo Carl-. Ya sé que bastante trabajo tienes ya con las hamburguesas ahí arriba, pero las cosas marchan mucho mejor, no hay color, cuando eres tú el que llevas las riendas.
Le dio la mano. Tenía que arreglárselas para subir a la cantina a decir a los nuevos compañeros de trabajo de Laursen que tenían a un tipo cojonudo en el equipo.
– ¡Hombre! -dijo Laursen mirando al frente. Luego giró su brazo ampuloso y cerró el puño en el aire. Estuvo un rato sonriendo con el puño cerrado, y después hizo un gesto parecido a lanzar una pelota contra el suelo. En una fracción de segundo su pie aplastó el suelo, y luego sonrió.
– Odio esos bichos -declaró, y levantó el pie, dejando a la vista el enorme moscón aplastado en medio de una mancha considerable.
Después se marchó.
Assad se frotó las manos cuando el sonido de los pasos de Laursen fue desvaneciéndose.
– Esto marcha, o sea, como la seda, Carl. Mira esto.
Echó sobre la mesa el montón de papeles y señaló el primer folio.
– Aquí está el común que denomino de los incendios, Carl.
– El ¿qué?
– El común que denomino.
– El común denominador, Assad. Se dice así. ¿Qué común denominador?
– Mira. Me di, o sea, cuenta mientras estudiaba la contabilidad de JPP. Pidieron un crédito a una empresa financiera llamada RJ-Invest, y eso es muy importante.
Carl sacudió la cabeza. Demasiadas siglas para su gusto. ¿JPP?
– JPP ¿no era la empresa de herrajes que ardió en Emdrup?
Assad asintió en silencio y volvió a rozar el nombre con el dedo mientras se volvía hacia el pasillo.
– Eh, Yrsa, ¿vienes? Voy a enseñar a Carl lo que hemos encontrado.
Carl notó que su frente se arrugaba. ¿La tal Yrsa se había dedicado una y otra vez a hacer de todo, excepto lo que le había pedido él?
La oyó avanzar por el pasillo con fuerza suficiente para hacer que un regimiento de marines americanos sintiera complejo de inferioridad. ¿Cómo era posible? ¡Si solo pesaba unos cincuenta y cinco kilos!
Entró por la puerta y sacó los papeles antes de quedarse quieta.
– ¿Le has dicho lo de RJ-Invest, Assad?
Este asintió en silencio.
– Son los que prestaron dinero a JPP un poco antes del incendio.
– Ya se lo he dicho, entonces -hizo saber Assad.
– Vale. Y en RJ-Invest tienen mucho dinero -continuó-. En este momento llevan una cartera de créditos por más de quinientos millones de euros. No está mal para una empresa que no se registró hasta 2004, ¿no?
– Quinientos millones, ¿quién no los tiene hoy en día? -intervino Carl.
Tal vez pudiera enseñarles la cantidad total de pelusa de sus bolsillos.
– Pues, desde luego, RJ-Invest no los tenía en 2004. Pidieron el dinero a AIJ, S. L., que a su vez lo había pedido como capital fundacional en 1995 a MJ, S. A., quien a su vez pidió créditos a TJ Holding. ¿Te das cuenta de qué es lo que las une a todas?
¿Qué se pensaba esa? ¿Que era tonto?
– No, Yrsa; aparte de la jota. ¿Qué significa?
Sonrió. Seguro que no lo sabía.
– Jankovic -respondieron a coro Yrsa y Assad.
Assad esparció ante sí el montón de papeles. Las cuatro empresas en que se había declarado un incendio con resultado de muerte estaban ante Carl. Contabilidades anuales desde 1992 hasta 2009. Y los prestamistas estaban resaltados con rotulador rojo en las cuatro contabilidades.
Prestamistas que empezaban por jota.
– ¿Estáis queriendo decirme que, a fin de cuentas, era la misma entidad financiera la que estaba tras todos los créditos a corto plazo que suscribieron las empresas poco antes de que sus propiedades ardieran?
– ¡Sí!
Otra vez a coro.
Estuvo un rato examinando con más detalle las contabilidades. Aquello era todo un descubrimiento.
– Bien, Yrsa -dijo-. Recoge toda la información que puedas sobre esas cuatro entidades financieras. ¿Sabéis a qué corresponden las iniciales?
Yrsa sonrió con ironía, como una artista de Hollywood que no tuviera otra cosa que hacer.
– RJ: Radomir Jankovic; AIJ: Abram Ilija Jankovic; MJ: Milica Jankovic, y TJ es Tomislav Jankovic. Cuatro hermanos. Tres chicos y la hermana Milica.
– Bien. ¿Viven en Dinamarca?
– No.
– ¿Dónde viven?
– Podría decirse que en ninguna parte -dijo Yrsa, alzando los hombros hasta las orejas.
En aquel momento, Yrsa y Assad parecían dos escolares que tuvieran un secreto común: llevaban dos kilos de petardos en la mochila.
– No, Carl -objetó Assad-, hablando en plata para ti: los cuatro han muerto hace varios años.
Pues claro que estaban muertos. ¿Qué otra cosa podía, casi, exigirse?
– Se hicieron conocidos en Serbia al estallar la guerra -tomó el relevo Yrsa-. Cuatro hermanos que siempre estaban en condiciones de entregar la mercancía, armas, y sacaban un buen beneficio. Menudos angelitos.
Emitió un gruñido que pretendía ser una carcajada, y Assad tomó las riendas.
– Sí, el eufemismo fomenta el entendimiento, que se dice -concluyó Assad, poniendo la guinda.
Era difícil estar más desacertado.
Carl observó el cuerpo carcajeante de Yrsa. ¿De dónde puñetas había sacado aquel ser singular tanta información? ¿Sabía también hablar serbio?
– Probablemente queréis llegar a que una fortuna de origen muy dudoso se canalizó mediante empresas de crédito legales en Occidente, supongo -aventuró Carl-. Escuchad bien los dos. Si este caso va por ahí, creo que debemos pasárselo a nuestros compañeros del segundo piso, que saben algo más sobre delitos económicos.
– Antes tienes que ver esto, Carl -se apresuró a decir Yrsa, rebuscando en su montón-. Tenemos una foto de los cuatro hermanos. Es vieja, pero da igual.
Y le puso delante la fotografía.
– Vaya -dijo Carl, impresionado por aquellas cuatro vacas escocesas sobrealimentadas-. Desde luego, están fortachones los hermanitos. ¿Eran luchadores de sumo, o qué?
– Fíjate bien, Carl -dijo Assad-, y verás lo que queremos decir.
Siguió la mirada de Assad a la parte inferior de la foto. Los cuatro hermanos estaban sentados educadamente en torno a una mesa con mantel blanco y copas de cristal. Todos con las manos apoyadas en el borde de la mesa, como si hubieran recibido instrucciones de una madre severa que no salía en la foto. Cuatro pares de manos fuertes, y todos llevaban un anillo en el meñique de la izquierda. Anillos que se habían incrustado en la piel.
Carl miró a sus compañeros -dos de los individuos más extraños que habían puesto el pie en aquellos edificios imponentes-, que acababan de darle una nueva dimensión al caso. Un caso que en realidad no les correspondía.
Joder, qué surrealista era aquello.
Una hora más tarde la distribución de tareas hecha por Carl se vio trastornada una vez más. Era el subinspector Lars Bjørn quien llamaba. Uno de sus hombres había bajado al archivo y había oído un intercambio de palabras entre Assad y la nueva. ¿Qué pasaba? ¿Habían encontrado alguna conexión entre los casos de incendio?
Carl explicó en pocas palabras en qué consistía, mientras al otro lado de la línea el zoquete secundaba con un murmullo cada palabra para mostrar que lo seguía.
– Hazme el favor de mandar a Hafez el-Assad a Rødovre para que oriente a Antonsen. Ya seguiremos nosotros con los incendios del centro, pero podéis encargaros del caso antiguo, ya que habéis empezado -propuso el subinspector.
Se acabó la paz.
– Si he de ser sincero, no creo que Assad tenga ganas de hacer eso.
– Pues entonces tendrás que hacerlo tú.
Aquel jodido de Bjørn lo conocía demasiado bien.
– No lo dices, o sea, en serio, ¿verdad, Carl? Estás de coña, ¿no? -aventuró Assad, mostrando unos enormes hoyuelos en la barba de días que desaparecieron enseguida.
– Llévate el coche de servicio, Assad. Cuidado con acelerar en Roskildevej. La Policía de Tráfico ha salido a poner multas hoy.
– A mí si me parece algo, me parece una majadería. O nos encargamos de todos los casos de incendio o no nos encargamos de ninguno -aseveró con énfasis, moviendo la cabeza arriba y abajo.
Carl no reaccionó. Se limitó a tenderle las llaves del coche.
Cuando la retahíla de tacos y juramentos de Assad se desvaneció por fin junto con sus pisotones escaleras arriba, Carl se quedó de mala gana tragándose las serenatas que canturreaba Yrsa en cinco octavas chillonas. Ay, cómo echaba de menos el mutismo más que ocasional de Rose en momentos así. Y ¿qué coño estaría haciendo ahora?
Se levantó con pesadez y salió al pasillo.
Por supuesto. Una vez más estaba allí, mirando el repajolero mensaje de la pared.
– Andas algo retrasada, Yrsa -dijo-. Tryggve Holt nos ha dado su interpretación del mensaje. ¿No crees que es el más indicado para ello? Y ¿no crees que sabemos bastante ya? ¿Qué más puede poner que vaya a ayudarnos en la investigación? Nada, ¿verdad? Entonces entra y haz algo de provecho, algo de lo que hemos visto.
Ella siguió cantando tranquilamente hasta que Carl terminó de hablar.
– Ven, Carl -pidió, llevándolo hasta su reino de los cielos de color rosa.
Lo dejó frente al escritorio de Rose, donde había una copia de la interpretación de Tryggve del mensaje de la botella.
– Mira. En las primeras líneas estamos todos de acuerdo.
SOCORRO
– El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto
– ¿De acuerdo?
Carl asintió en silencio.
– Después Tryggve propone lo siguiente:
Tiene ojos oscuros pero azules – Tiene una cicatriz en la… derrecha
– Sí, pero seguimos sin saber dónde tiene la cicatriz -intervino Carl-. Tryggve no se había fijado en eso, y tampoco habló con Poul sobre ello. Era el tipo de cosas en que reparaba Poul, dijo Tryggve. Los pequeños defectos de los demás hacían desaparecer quizá los suyos. Pero sigue.
Yrsa asintió con la cabeza.
conduce una furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Freddy y algo con una B- Nos ha amenazado si van a la poli nos matara-
– Sí, todo suena bastante probable.
Carl miró al techo. Había allí arriba otro moscón repulsivo riéndose de él. Lo miró con atención. ¿Llevaba una salpicadura de tippex en un ala? Sacudió la cabeza, confuso. Pues sí, la llevaba. Era la mosca a la que había arrojado el frasco de tippex. ¿Dónde diablos había estado escondida?
– Estamos de acuerdo en que Tryggve estuvo presente durante los hechos, y en que estaba consciente -continuó Yrsa, infatigable-. Esta parte del mensaje versa sobre los rasgos del hombre, y, si lo unimos a la descripción hecha por Tryggve, tendremos una descripción bastante buena. Ahora solo nos falta ver el dibujo que han hecho los suecos.
Señaló las líneas del final.
– No sé qué pensar de las siguientes frases del mensaje. La cuestión es si realmente pone lo que creemos. Léelo en voz alta, Carl.
– ¿En voz alta? Léelo tú misma.
¿Qué se había pensado? ¿Que era un artista a las órdenes del rey?
Ella le palmeó el hombro y, para rematar la faena, le dio un pellizco en el brazo.
– Venga, Carl. Así captarás mejor el contenido.
Carl sacudió la cabeza, resignado, y se aclaró la garganta. Aquella bruja estaba loca.
Nos apretó un trapo en la cara primero a mí y luego a mi hermano Fuimos en coche casi 1 hora y estamos junto al agua Hay molinos de viento cerca Aquí uele mal – Daros prisa Mi ermano es Tryggve -13 años y yo soy Poul 18 años
POULHOLT
Yrsa aplaudió la interpretación en silencio, con las puntas de los dedos.
– Magnífico, Carl. Sí, ya sé que Tryggve está seguro de casi todo, pero lo de los molinos ¿no podría ser otra cosa? También alguna de las otras palabras. Imagínate si esos puntos esconden más de lo que podemos adivinar.
– Poul y Tryggve no hablaban en absoluto sobre el ruido, claro que tampoco podían hacerlo con la boca tapada con cinta adhesiva; pero Tryggve recordaba que, de vez en cuando, oían un sonido grave, ronroneante -explicó Carl-. Además, Tryggve dijo que Poul era hábil para esas cosas técnicas y para los sonidos. Pero, en resumidas cuentas, el ruido puede ser de cualquier cosa.
Carl vio ante sí a Tryggve cuando, después de llorar y en silencio, leyó por segunda vez el mensaje de la botella a la luz de la mañana sueca.
– El mensaje impresionó mucho a Tryggve. Dijo varias veces que todo lo escrito era típico de su hermano mayor. Que había una falta absoluta de puntuación, a excepción de algún guion, y que Poul siempre escribía igual que hablaba. Que leer el mensaje era como oírselo decir a él.
Carl dejó escapar la imagen de Tryggve. Cuando se hubiera recuperado de la experiencia tenían que traerlo a Copenhague.
Yrsa arrugó el entrecejo.
– Por cierto, ¿le preguntaste a Tryggve si durante los días que pasaron en la caseta hubo viento? ¿Habéis mirado tú o Assad en el almanaque? ¿Habéis preguntado en el Instituto Meteorológico?
– ¿A mediados de febrero? Desde luego que habría viento. Y no hace falta mucho para que los generadores se pongan en marcha.
– De todas formas, ¿habéis preguntado?
– Esa pregunta trasládasela a Pasgård, Yrsa. Es él quien investiga lo de los molinos de viento. En este momento tengo otro trabajo para ti.
Yrsa se sentó en el borde de la mesa.
– Ya sé qué vas a decirme. Que ahora tendré que ser yo quien hable con los grupos de apoyo a los renegados de las sectas religiosas, ¿verdad?
Echó mano del bolso y sacó una bolsa de patatas fritas. Y antes de que Carl pudiera responder, la bolsa estaba abierta y su contenido parcialmente devorado.
Desconcertante de narices.
En cuanto entró en su despacho miró la página web del Instituto Meteorológico y observó que solo había archivos a partir de 1997. Entonces llamó por teléfono, se presentó y formuló una pregunta sencilla, esperando recibir una respuesta igual de sencilla.
– ¿Pueden decirme qué tiempo hizo los días posteriores al 16 de febrero de 1996? -preguntó.
Pasados unos segundos llegó la respuesta.
– El 18 de febrero de 1996 se abatió sobre Dinamarca una fuerte tormenta de nieve que dejó el país casi paralizado durante tres o cuatro días. Incluso cerraron la frontera con Alemania por la violencia del embate -dijo la mujer al otro lado de la línea.
– ¿De verdad? ¿También el norte de Selandia?
– Todo el país, aunque fue peor en el sur. En el norte, pese a todo, las carreteras estuvieron transitables en amplias zonas.
¿Por qué coño no habían preguntado antes por la meteorología?
– Así que ¿dice que hubo mucho viento?
– Ya lo creo que hubo viento.
– ¿Qué pasa con los molinos de viento en esas circunstancias?
La mujer estuvo callada un rato.
– ¿Me pregunta si el viento era demasiado fuerte como para generar energía eólica?
– Eh… sí, supongo que me refería a eso. ¿Cree que los generadores estarían parados aquellos días?
– Sí. No soy experta en aerogeneradores, pero sí. Por supuesto que se detuvieron los aerogeneradores aquellos días. De lo contrario se habrían descoyuntado.
Carl sacó un cigarrillo del paquete y dio las gracias. Entonces, ¿qué diablos era lo que oían los chicos desde la caseta de botes? Parte de ello se debería a la tormenta de nieve, claro. Estaban helados dentro de la caseta, pero no podían ver el exterior, así que era una posibilidad. Porque ¿sabían ellos que había tormenta?
Carl buscó el número de móvil de Pasgård y lo tecleó.
– Sí -respondió el hombre. Sonó de lo más desagradable, a pesar de ser una sola palabra. El tipo parecía ser especialista en eso.
– Soy Carl Mørck. ¿Has mirado qué tiempo hizo durante los días en que los chicos estuvieron secuestrados?
– Todavía no. Lo haré ahora.
– No hace falta. Hubo una tormenta de nieve en los tres últimos días de los cinco que estuvieron en cautiverio.
– No me digas.
¿No me digas? Era la típica observación de Pasgård.
– Olvida los molinos de viento, Pasgård. Soplaba demasiado viento.
– Ya, pero hablas de tres de los cinco días. ¿Y los dos primeros?
– Tryggve me dijo que hubo un ronroneo durante los cinco días. Tal vez menos durante los tres últimos. Eso podría explicarse por la tormenta, que amortiguaría el sonido.
– Sí, tal vez.
– Pensaba que debías saberlo.
Carl rio para sus adentros. Seguro que Pasgård estaba mordiéndose los huevos por no haber sido el primero en descubrirlo.
– Tienes que buscar otra fuente sonora que no sean los molinos de viento -continuó-. Pero que sea un ronroneo. Por cierto, ¿qué hay de la escama de pez? ¿Has encontrado algo?
– Paciencia. En este momento está en el Instituto Biológico, para que la analicen al microscopio en la sección de Biología acuática.
– ¿Al microscopio?
– Sí, o como diablos lo llamen. De momento sé que es una escama de trucha. La gran cuestión es si se trata de una trucha de mar o de fiordo.
– Supongo que son peces bastante diferentes.
– ¿Diferentes? No, no creo. La trucha de fiordo es, por lo visto, una trucha de mar que pasaba de nadar y se quedó donde estaba, en el fiordo.
Uf, pensó Carl. Yrsa, Assad, Rose, Pasgård. Aquello era casi demasiado para un subcomisario de policía.
– Una última cosa, Pasgård: creo que deberías llamar a Tryggve Holt y preguntarle si sabe qué tiempo hizo durante los días en que estuvieron encerrados.
Un segundo después de colgar sonó el teléfono.
– Antonsen -se limitó a decir la voz. Solo el tono bastaba para provocar inquietud.
– Tu ayudante y Samir Ghazi acaban de pelearse en nuestra comisaría. Si no fuera porque somos la Policía, tendríamos que haber llamado al 112. ¿Quieres hacer el favor de venir enseguida y llevarte a ese diablillo repelente?
Capítulo 27
Las raras veces que se le pedía a Isabel Jønsson que hablara de sus orígenes, siempre decía que había crecido en el país del Tupperware. Educada por unos padres encantadores con un Vauxhall y una casa unifamiliar de ladrillo ocre. Tenían una formación normal, modesta, y sus opiniones pocas veces divergían de las de otros burgueses con maletín. Tuvo una infancia protegida con esmero, libre de bacterias y envasada al vacío. Todos contribuían como podían en la pequeña familia. Nada de poner los codos en la mesa, y las cartas de bridge en la cómoda. Sus padres asintieron con la cabeza, le desearon buen provecho y le dieron la mano el día que Isabel aprobó el último curso de secundaria, y su hermano hizo el servicio militar pese a haberse librado por sorteo.
Patrones muy interiorizados que solo dejaba que se llevara el suave viento de su vida cuando, sudando a mares, se abalanzaba a los brazos de algún hombre competente, o en momentos como aquel, en que iba sentada al volante de su Ford Mondeo de 2002 repintado. Se suponía que la velocidad máxima de ese modelo era doscientos cinco, pero el suyo llegaba a los doscientos diez, y dejó que los alcanzara cuando Rakel y ella pasaron a toda pastilla de la nacional 13 a la autopista E-45.
El GPS decía que llegarían a su destino a las 17.30, pero ya se encargaría ella de cambiar el programa.
– Tengo una propuesta -anunció a Rakel, que estaba aferrada a su móvil-. No debes perder la cabeza, ¿me lo prometes?
– Lo intentaré -dijo por toda respuesta.
– Si no lo encontramos, a él o a tus hijos, en la dirección de Ferslev, entonces probablemente no podemos hacer otra cosa que darle lo que ha pedido.
– No, de eso ya hemos hablado.
– A menos que deseemos ganar tiempo.
– ¿A qué te refieres?
Isabel no hizo caso a los dedos de dedos corazón tiesos cuando siguió avanzando en medio del tráfico con las luces largas y sin reducir la velocidad.
– A que… a que ahora es cuando no tienes que perder el control. Me refiero a que no sabemos si tus hijos estarán a salvo aunque le demos el dinero. ¿Lo entiendes?
– Yo creo que están a salvo -Rakel recalcó cada palabra-. Si le damos el dinero los soltará. Sabemos demasiado sobre él, no se atrevería.
– Espera, Rakel. Es justo lo que quiero decir. Si entregáis el dinero y recuperáis a vuestros hijos, ¿por qué no ibais a denunciarlo a la Policía? ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Estoy segura de que estará fuera del país a la media hora de recibir el dinero. No le importará lo que vayamos a hacer después.
– ¿Tú crees? No es ningún tonto, Rakel. Lo sabes tan bien como yo. Huir del país no es ninguna garantía para él. Ostras, de todas formas detienen a casi todos.
– Pero ¿entonces qué? -preguntó Rakel, removiéndose inquieta en el asiento. Después rogó-: ¿Te importa conducir algo más despacio? Si nos pillan en un control de carretera van a quitarte el carné.
– Qué le vamos a hacer. Si ocurre eso, cogerás tú el volante. Tienes carné de conducir, ¿verdad?
– Sí.
– Vale -dijo Isabel mientras adelantaba por la derecha un BMW cromado lleno de chicos de piel oscura con la visera de la gorra de béisbol hacia atrás. Después continuó-. No hay tiempo que perder, porque lo que digo yo es que no sabemos qué va a hacer si consigue el dinero, y tampoco estamos seguros de lo que pueda hacer si no lo consigue. Por eso debemos ir siempre un paso por delante de él. Somos nosotras las que marcamos el ritmo, no él. ¿Entiendes?
Rakel sacudió la cabeza con tal vigor que hasta Isabel se dio cuenta, pese a tener la mirada fija en la autopista.
– No, no entiendo nada.
Isabel se humedeció los labios. Si aquello salía mal iba a ser por su culpa. Y al contrario, en aquel momento tenía la impresión de que todo lo que hacía y decía no solo era valioso, sino que además era necesario y urgente.
– Si resulta que ese cabrón vive en la dirección a la que nos dirigimos, entonces estaremos mucho más cerca de él de lo que pudiera imaginar en sus peores pesadillas. Tendrá que ponerse a rebuscar en su mente psicópata para descubrir dónde ha cometido un fallo. Eso hará que se sienta inseguro sobre el siguiente paso que vayáis a dar, ¿vale? Y eso lo hará vulnerable, que es lo que nos hace falta.
Adelantaron quince coches antes de que Rakel respondiera.
– Podemos hablar de eso después, ¿no? En este momento me gustaría estar un rato en paz.
Isabel la miró un momento cuando irrumpieron en el puente del Pequeño Belt. Los labios de Rakel no emitían sonido alguno, pero, si te fijabas, se movían sin cesar. Tenía los ojos cerrados y las manos aferradas al móvil con tal fuerza que sus nudillos relucían blancos.
– ¿De verdad crees en Dios? -preguntó Isabel.
Pasó un rato; lo más seguro es que no abriera los ojos hasta terminar su rezo.
– Sí, creo en Dios. Creo en la Madre de Dios, y en que ella está para proteger a mujeres desdichadas como yo. Por eso le rezo, y ella me escuchará, estoy segura.
Isabel arqueó las cejas, pero asintió en silencio y se quedó callada.
Cualquier otra cosa habría resultado mezquina.
Ferslev estaba en medio de una extensa red de campos junto a Isefjord, e irradiaba una sensación mucho más despreocupada e idílica de lo que sospechaban que se ocultaba en alguna parte del pueblo.
Isabel notó que sus latidos se aceleraban a medida que se acercaban a la dirección. Y cuando vieron de lejos que la casa apenas se veía desde la carretera, por la abundancia de árboles, Rakel la tomó del brazo y le pidió que parase el coche.
Tenía la cara blanca y se acariciaba las mejillas sin cesar, como si con el masaje quisiera poner en marcha la circulación sanguínea. Tenía la frente perlada de sudor y apretaba los labios con fuerza.
– Para aquí, Isabel -indicó cuando llegaron al seto. Después salió del coche vacilante y se arrodilló en el borde de la carretera. No había duda de que no se sentía bien. Gemía cada vez que vomitaba, y los vómitos continuaron hasta que debió de vaciársele el estómago.
– ¿Estás bien? -preguntó Isabel mientras un gran Mercedes pasaba al lado a gran velocidad.
Como si no supiera la respuesta; al fin y al cabo, había vomitado. Pero son cosas que se preguntan.
– Bueno -dijo Rakel mientras volvía al asiento del copiloto y se secaba las comisuras de los labios con el dorso de la mano-. Y ahora ¿qué?
– Vamos directamente a la casa. Él cree que mi hermano el policía está al corriente de todo. Así que si ese cabrón está en casa va a soltar a los niños en cuanto me vea. No se atreverá a nada. Pensará que tiene que marcharse cuanto antes.
– Aparca el coche de manera que no piense que le hemos cortado el camino -propuso Rakel-. Si no, corremos el riesgo de que haga algo a la desesperada.
– No. Creo que te equivocas. Al contrario, vamos a colocar el coche atravesado. Así tendrá que salir a través de los prados. Si puede escaparse en coche, podría llevarse a tus hijos.
Pareció que Rakel iba a vomitar de nuevo, pero tragó saliva un par de veces y se repuso.
– Lo sé, Rakel. No estás acostumbrada a nada así, tampoco lo estoy yo. Tampoco yo estoy a gusto. Pero tenemos que hacerlo.
Rakel la miró. Sus ojos estaban húmedos, pero fríos.
– En mi vida he conocido más cosas de las que crees -aseguró con una dureza sorprendente-. Tengo miedo, pero no por mí. Tiene que salir bien.
Isabel dejó el coche atravesado en el camino y después se colocaron en medio del patio de la granja, bajo los árboles, a la espera de lo que ocurriera.
Del tejado llegaba el arrullo de las palomas, y una débil brisa hacía susurrar a la hierba marchita de los bordes. Aparte de aquello, el único signo de vida provenía de la respiración profunda de las dos mujeres.
Las ventanas de la casa parecían negras. Quizá porque estaban muy sucias, quizá porque estaban cubiertas por algo en el interior, era difícil saberlo. A lo largo de la pared se veían aperos de jardín viejos y oxidados, y la pintura del maderamen estaba cuarteada por todas partes. Parecía un lugar abandonado y deshabitado. Ciertamente inquietante.
– Vamos -ordenó Isabel, y se encaminó directa hacia la puerta de entrada. La golpeó con fuerza a intervalos. Después se hizo a un lado y golpeó con los nudillos el cristal de la entrada, pero no hubo ningún movimiento tras las paredes.
– ¡Santa Madre de Dios! Si están ahí dentro, a lo mejor están intentando ponerse en contacto con nosotras -dijo Rakel, saliendo de su estado de trance. Acto seguido, con un coraje sorprendente, agarró una azada con el mango roto que había sobre los adoquines junto a la pared y golpeó con fuerza la ventana contigua a la puerta principal.
Quedó claro que su vida cotidiana estaba llena de tareas prácticas cuando después colgó la azada del hombro y desenganchó la ventana con las manos. Todo indicaba que estaba dispuesta a emplear la herramienta contra el hombre, si es que estaba dentro con los niños. Dispuesta a enseñarle que iba a tener que meditar sus siguientes pasos con detalle.
Isabel caminó tras ella mientras recorrían la casa. En la planta baja, aparte de cuatro o cinco bombonas de gas colocadas en fila junto a la entrada y unos pocos muebles estratégicamente colocados ante las rendijas de las cortinas para que pareciera que vivía alguien, no había absolutamente nada. Polvo en el suelo y sobre las superficies horizontales; por lo demás, nada. Ningún papel, nada de publicidad, ningún utensilio de cocina, ropa de cama o embalaje vacío. No había ni papel higiénico.
Estaba claro que en aquella casa no vivía nadie.
Luego vieron la escalera empinada que llevaba a la primera planta, y subieron con cautela, a paso lento, hasta llegar arriba.
Las recibieron las paredes cubiertas de corcho y papel pintado con todo tipo de colores y motivos. Los tabiques parecían de papel de lo delgados que eran. Variopinta mezcla de estilos y manifiesta falta de dinero. Solo había un mueble en los tres cuartos: un tosco armario de color verde claro con la puerta entreabierta.
La tenue luz del atardecer penetró e iluminó la habitación cuando Isabel descorrió las cortinas. Abrió la puerta del armario y dio un grito ahogado.
El hombre acababa de estar allí, porque la mayor parte de la ropa colgada de las perchas la había vestido mientras vivía en su casa. Estaba la cazadora de gamuza, los Wranglers gris claro y las camisas de Esprit y Morgan. Desde luego, no eran prendas que pudiera esperarse ver en un lugar tan humilde como aquel.
Rakel dio un respingo, e Isabel comprendió. El olor de su loción de afeitado bastaba para ponerte enferma.
Sacó una de las camisas y le echó un vistazo rápido.
– La ropa no está lavada, así que ya tenemos su ADN si nos hace falta -aseguró, señalando un pelo debajo del cuello de la camisa. No podía ser de ella con aquel color. Después continuó-. Vamos a llevarnos casi todo. Aunque no lo creo, puede que encontremos algo en los bolsillos.
Tras hacerse con las cosas, Isabel miró hacia el edificio del granero, y después bajó la vista al patio de la granja. Antes no se había fijado en los dibujos de la gravilla del patio, pero desde arriba se veían con nitidez. Ante la puerta del granero los guijarros estaban aplastados formando dos líneas paralelas, y parecían ser muy recientes.
Después corrió las cortinas.
Dejaron los cascos de cristal de la entrada, cerraron la puerta tras de sí y dirigieron una mirada veloz alrededor. No había nada especial en la huerta, nada en el prado y tampoco parecía haber nada entre los numerosos árboles. Así que se concentraron en el candado que colgaba de la puerta del granero.
Isabel señaló la azada que seguía colgada del hombro de Rakel, y esta asintió con la cabeza. Tardó menos de cinco segundos en desgajar el herraje de donde colgaba el candado.
Ambas se sobresaltaron cuando la puerta se abrió.
Tenían ante ellas la furgoneta. Una Peugeot Partner azul celeste con la matrícula correcta.
A su lado, Rakel empezó a rezar en voz baja.
– Dulce Madre de Dios, haz que mis hijos no estén muertos dentro del coche. Que no estén dentro. Que no estén.
Isabel no tuvo la menor duda. El ave de rapiña había volado con su presa. Asió la manilla de la puerta trasera y abrió. El hombre se sentía tan seguro de su escondite que ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar con llave.
Luego puso la mano sobre el capó. Estaba aún caliente. Muy caliente, de hecho.
A continuación, salió al patio y miró a través de los árboles a la carretera donde Rakel había vomitado. Una de dos, o el hombre se había marchado por allí o si no hacia el fiordo. Desde luego, en aquel momento no podía estar lejos.
Habían llegado demasiado tarde. Por un pelo.
A su lado, Rakel echó a temblar. Toda la emoción contenida durante su largo viaje en coche, todo el asco que no podía expresarse con palabras, todo el dolor acumulado en sus rasgos faciales y en la postura de su cuerpo se unieron en un único grito que hizo que las palomas alzasen el vuelo con batir de alas y desapareciesen en los setos. Cuando terminó de gritar, le colgaban mocos de la nariz y las comisuras de sus labios estaban blancas de saliva. Había caído en la cuenta de que su única carta segura había fallado.
El secuestrador no estaba en la casa. Los niños habían desaparecido. Pese a los rezos.
Isabel asintió en silencio. Era espantoso.
– Rakel, siento mucho decirlo. Pero creo que he visto el coche mientras estabas vomitando -anunció con cautela-. Era un Mercedes. Negro. De los que existen millones.
Estuvieron un buen rato en silencio mientras la luz celeste iba desapareciendo.
Y ahora ¿qué?
– No debéis darle el dinero -dijo por fin Isabel-. No debéis permitirle que dicte las condiciones. Tenemos que ganar tiempo.
Rakel miró a Isabel como si fuera una renegada que escupía a todo en lo que ella creía y representaba.
– ¿Ganar tiempo? No tengo ni idea de qué estás hablando, y no estoy segura de querer saberlo.
Rakel miró la hora. Estaban pensando lo mismo.
Dentro de poco, Joshua subiría al tren en Viborg con un saco lleno de billetes, y para Rakel allí terminaba todo. Entregarían el dinero y los niños quedarían en libertad. Un millón era mucho dinero, pero lo superarían. Pese a todo. Isabel no debía poner palos en aquella carreta. Era el mensaje claro que irradiaba Rakel.
Isabel suspiró.
– Escucha, Rakel. Ambas lo hemos conocido, y es lo más espantoso que pueda imaginarse. Recuerda que nos ha engañado. Que todo lo que decía y expresaba no podía estar más lejos de la verdad.
Asió a Rakel de las manos.
– Tu fe y mi fascinación infantil por él han sido instrumentos en sus manos. Nos engañó donde éramos más vulnerables. En los sentimientos más íntimos; y lo creímos. ¿Entiendes? Lo creímos y nos mintió, ¿vale? No puedes negarlo. Entonces, ¿sabes adónde quiero ir a parar?
Por supuesto que lo sabía, no era ninguna tonta. Pero Rakel no se podía permitir venirse abajo en aquel momento. No podía permitirse perder su fe ciega, Isabel se daba cuenta. Por eso tenía que explorar las profundidades de donde proceden los instintos primarios, para poder pensar con libertad y apartar por completo los argumentos y conceptos de este mundo. Un terrible viaje al conocimiento de sí misma. E Isabel la compadecía.
Cuando Rakel volvió a abrir los ojos, era evidente que ya sabía lo cerca que estaba del abismo. Sabía que tal vez sus hijos ya no vivieran. Que existía la posibilidad.
Aspiró hondo y apretó las manos de Isabel. Estaba preparada.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó.
– Haremos lo que él ha dicho -anunció Isabel-. Cuando encienda la luz arrojaremos la bolsa del tren, pero sin dinero. Y cuando la recoja y la abra encontrará objetos de esta casa que prueban que hemos estado aquí.
Se agachó, recogió del suelo el candado con el herraje y lo sopesó en la mano.
– Vamos a meter en el saco esto y parte de su ropa, y le dejaremos una nota diciendo que le seguimos la pista. Que sabemos dónde vive, que conocemos su nombre falso y que tenemos el lugar bajo vigilancia. Que cada vez estamos más cerca de él y que cazarlo es solo cuestión de tiempo. Vamos a escribir que recibirá su dinero, pero que debe pensar en una solución que nos dé una seguridad total de que vamos a recuperar a los niños. No le pagaremos hasta entonces. Debemos presionarlo, para que no sea él quien lleve la iniciativa.
Rakel dejó caer la vista.
– Isabel -dijo-, estamos en el norte de Selandia con el candado y la ropa, ¿lo has olvidado? No llegaremos al tren de Viborg. No vamos a estar en el tren cuando encienda la luz en el tramo entre Odense y Roskilde.
Después miró a los ojos a Isabel y cargó contra ella toda su frustración.
– ¿Cómo vamos a arrojarle el saco? ¿CÓMO?
Isabel tomó su mano. La tenía helada.
– Rakel -dijo con calma-. Llegaremos. Vamos a ir en coche a Odense y nos encontraremos con Joshua en el andén. Tenemos tiempo de sobra.
Entonces, Isabel tuvo una visión fugaz de una Rakel que desconocía. No era una madre que hubiera perdido a sus hijos, no era la mujer de un granjero que viviera en las colinas de Dollerup. Ya no había en ella nada provinciano o familiar. Ahora era alguien diferente. Alguien que Isabel no conocía.
– ¿Has pensado en por qué quiere que cambiemos de tren en Odense? -preguntó Rakel-. Había muchas otras posibilidades, ¿verdad? Estoy segura de que es porque nos están vigilando. Hay alguien en la estación de Viborg y alguien en la de Odense.
La expresión desapareció. Sabía hacer preguntas, pero era incapaz de responderlas.
Isabel se quedó pensativa.
– No, no lo creo. Lo único que quiere es estresaros. Estoy segura de que no tiene cómplices.
– ¿Cómo puedes saberlo? -preguntó Rakel sin mirarla.
– Él es así. Tiene un control total. Sabe exactamente lo que debe hacer y cuándo. Es también muy calculador. No llevaba más que unos segundos en un bar cuando me eligió como víctima. A las pocas horas fue capaz de provocarme orgasmos en el momento adecuado. Fue capaz de preparar el desayuno y decir cosas que mantuvieron ocupada mi mente el resto del día. Cada movimiento era parte de su plan, y lo hizo a la perfección. No es capaz de colaborar con otros; además, si fuera así el rescate sería demasiado pequeño. No quiere compartir nada con nadie.
– ¿Y si no fuera así?
– Entonces, ¿qué? Da igual, ¿no? Somos nosotras quienes esta noche vamos a plantear un ultimátum, no él. El saco no hace más que corroborar que hemos estado en su escondite, como decimos.
Isabel miró alrededor del edificio destartalado. ¿Quién era aquella persona maliciosa? ¿Por qué hacía aquello? Con su buen aspecto, su magnífica mente y su talento manipulador podría haber llegado muy lejos.
Era muy difícil de comprender.
– ¿Vamos? -propuso Isabel-. Mientras tanto tú puedes llamar por teléfono a tu marido y ponerlo al corriente de la situación. Y también podemos decidir qué vamos a escribir en el mensaje que dejaremos en la bolsa.
Rakel sacudió la cabeza.
– No sé. Todo esto me da miedo. Vamos, que estoy de acuerdo en casi todo, pero ¿no va a ser demasiada presión para el secuestrador? ¿No va a darlo todo por perdido y largarse?
Sus labios se estremecieron.
– ¿Y qué va a ser de mis hijos? ¿No se vengará con Magdalena y Samuel? Puede que los amenace con acuchillarlos o cualquier otra atrocidad. Se oye cada cosa…
Brotaron lágrimas de sus ojos.
– Y si lo hace, ¿qué vamos a hacer, Isabel? ¿Qué hacemos? ¿Me lo puedes decir?
Capítulo 28
– ¿Qué diablos ha pasado en Rødovre, Assad? En la vida había oído vociferar así a Antonsen.
Assad se removió en el asiento.
– No te preocupes por eso, Carl. No ha sido más que un malentendido.
¿Un malentendido? Entonces, también la Revolución francesa estalló por un malentendido.
– En ese caso, explícame cómo un supuesto malentendido puede dar como resultado que dos hombres adultos rueden por el suelo de una comisaría danesa mientras se castigaban el morro a conciencia.
– Se castigaban el ¿qué…?
– El morro, la cara. Ostras, tío, ya sabrás dónde pegabas a Samir Ghazi, ¿no? Al grano, Assad. Tienes que darme una explicación como es debido. ¿De qué os conocéis?
– No nos conocemos.
– No me vengas con milongas, Assad. No te das de hostias con un desconocido sin más. Si tiene que ver con una reunificación familiar en Dinamarca, con alguna boda forzada o con putas cuestiones de honor, ya puedes ir desembuchando. Esto hay que aclararlo; de lo contrario, no puedes quedarte aquí. Recuerda que el policía es Samir, no tú.
Assad dirigió la vista hacia Carl con expresión herida.
– Puedo irme ahora mismo si es eso, o sea, lo que quieres.
– De verdad que espero por ti que mi vieja amistad con Antonsen le impida tomar esa decisión por mí -anunció Carl, inclinándose sobre la mesa-. Pero Assad, cuando te pregunto sobre algo tienes que responder. Y si no lo haces sabré que hay algo raro. Puede que tan raro que llegue a tener consecuencias para tu estancia en el país, aparte de perder este puto currelo fantástico, si quieres saber mi opinión.
– Así que vas a acosarme -se quejó. Decir que estaba destrozado sería una forma demasiado suave de describir su expresión.
– Samir y tú ¿habéis tenido algún encontronazo antes? ¿En Siria, por ejemplo?
– No, en Siria no. Samir es iraquí.
– O sea, que ¿reconoces que tenéis algún pique? ¿Pese a que no os conocéis?
– Sí, Carl. Por favor, ¿quieres dejar de hacerme preguntas?
– A lo mejor. Pero si no quieres que pida una explicación de esa pelea al propio Samir Ghazi, vas a tener que decirme algo que pueda tranquilizarme. Y en adelante, pase lo que pase, mantente apartado de Samir.
Assad se quedó un rato mirando al frente antes de asentir en silencio.
– Un familiar de Samir murió por mi culpa. No fue queriendo, entonces, de verdad, Carl. Ni siquiera lo supe.
Carl cerró los ojos.
– ¿Has cometido algún delito en Dinamarca alguna vez?
– No, te lo seguro, Carl.
– Aseguro, Assad. Me lo aseguras.
– Bueno, pues eso hago.
– Entonces, ¿hace tiempo que sucedió?
– Sí.
Carl asintió con la cabeza. Puede que Assad contara más cosas sobre sí mismo otro día.
– ¿Hay alguien que quiera ver esto? -quiso saber Yrsa, que entró sin llamar y por una vez parecía seria, enseñándoles un papel-. Es un fax que han enviado de la Policía sueca hace dos minutos. Así debía de ser el secuestrador.
Dejó el fax frente a ellos. No era un retrato-robot de los que se forman combinando elementos de diversos rostros por ordenador. Este era un retrato de verdad. Estaba muy bien hecho, con sombras y todo. Era un bonito dibujo en colores del rostro de un hombre que, en el mejor de los casos, podría parecer armónico, pero que observado con más detalle también reflejaba falta de armonía.
– Se parece a mi primo -observó Yrsa con sequedad-. Cría cerdos en Randers.
– En mi cabeza no lo veía exactamente así -opinó Assad.
Tampoco Carl. Patillas cortas. Bigote oscuro, pronunciado y bien recortado sobre el labio. Cabello algo más rubio peinado con raya, cejas pobladas, casi juntas, labios normales, algo carnosos.
– No olvidemos que este dibujo puede alejarse bastante de la realidad. Recordad que Tryggve solo tenía trece años cuando ocurrió, y que han pasado otros tantos desde entonces. A eso hay que añadir que el hombre habrá cambiado bastante. Pero ¿qué edad le echaríais vosotros?
Iban a decir algo, pero Carl los interrumpió.
– Fijaos bien. Puede que el bigote lo haga más viejo de lo que es. Y escribid aquí la edad que le echáis.
Arrancó un par de hojas de su bloc y las tendió a sus ayudantes.
– Y pensar que ha matado a Poul -comentó Yrsa-. Es casi como si hubiera matado a alguien que conocemos.
Carl escribió su estimación y recibió la de ellos dos.
En dos de ellas ponía veintisiete, y en la última treinta y dos.
– Nosotros decimos que veintisiete, Assad. ¿Por qué crees tú que es mayor?
– Es por esto, entonces -alegó, poniendo el dedo en una raya perpendicular a la ceja del ojo derecho-. Eso no es una arruga natural.
Señaló su rostro con el dedo, desplegó una sonrisa enorme y señaló sus pronunciadas patas de gallo.
– Mirad. Se extienden, o sea, hasta las mejillas. Y mirad ahora.
Torció las comisuras de los labios hacia abajo y volvió a adoptar el gesto de antes, bajo el interrogatorio de Carl.
– ¿No ha aparecido una raya aquí? -preguntó, señalando un punto junto a su ceja.
– Sí, pero no es fácil de ver -declaró Yrsa, mientras imitaba la expresión y se palpaba la zona de la ceja.
– Eso es porque soy un hombre feliz, entonces. Y el asesino, no. Una arruga así es una de dos: o algo con lo que naces, o aparece también porque no eres feliz. Pero tarda tiempo en aparecer. Mi madre no era tan feliz, y aun así no le salió hasta los cincuenta años.
– Puede que tengas razón, puede que no -concedió Carl-. Pero estamos de acuerdo en que puede tener más o menos la edad que nos ha parecido. Era también la que le echaba Tryggve. O sea, que hoy tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco, si es que sigue vivo.
– ¿No podemos escanear la imagen al ordenador y envejecerlo unos años? -quiso saber Yrsa-. ¿No se puede hacer eso con el ordenador?
– Sí, claro, pero puede tener el efecto contrario y ser más engañosa que antes. Atengámonos a lo que tenemos. Un hombre bastante guapo. Más que medianamente atractivo y bastante masculino. Pero, al mismo tiempo, tiene un estilo algo sobrio y conservador, como el de un oficinista.
– Pues a mí me parece un soldado o un policía -añadió Yrsa.
Carl asintió en silencio. Podía ser cualquier cosa. Así solía ser casi siempre.
Miró al techo, allí estaba la puta mosca otra vez. Tal vez debiera dejar que el Estado invirtiera en un espray matamoscas para la ocasión. Seguro que preferían eso a que le metiera un balazo.
Se sacudió la idea de encima y miró a Yrsa.
– Haz copias y mándalas a todos los distritos policiales. ¿Sabes cómo hacerlo?
Yrsa se encogió de hombros.
– Y déjame ver el texto antes de enviarlo.
– ¿Qué texto?
Carl dio un suspiro. Para algunas cosas era fantástica, pero desde luego no era ninguna Rose.
– Tienes que describir el asunto, Yrsa. Decir que sospechamos que esa persona ha cometido un asesinato y que nos gustaría saber si alguien conoce a un hombre con ese aspecto que haya tenido algún encontronazo con la ley.
– ¿Adónde nos lleva esto, Carl? ¿Qué relación hay? ¿Se te ocurre algo? -Lars Bjørn arrugó el ceño y empujó la foto de los cuatro hermanos Jankovic hacia el inspector jefe de Homicidios.
– ¿Que adónde nos lleva? Nos lleva a que si queréis seguir con vuestros casos de incendios provocados tendréis que buscar en las fichas de delincuentes a serbios con un anillo como el de estas cuatro bolas de grasa. Tal vez encontréis uno así en los archivos daneses, pero yo que vosotros me pondría en contacto con la Policía de Belgrado.
– ¿Estás diciendo que los cadáveres que encontramos en los edificios calcinados son serbios relacionados con la familia Jankovic y que los anillos expresan esa relación de pertenencia? -inquirió el inspector jefe.
– Sin duda. Y creo que esos deben de llevar el anillo desde su nacimiento, porque hay malformaciones en el hueso del meñique.
– ¿Una hermandad de delincuentes? -concluyó Bjørn.
Carl lo miró con una sonrisa mema. Estaba de lo más despierto para ser lunes.
Marcus Jacobsen, junto a Bjørn, miró con expresión hambrienta su paquete de tabaco, que yacía aplastado en la mesa.
– Sí, hay que ponerse en contacto con nuestros colegas serbios. Si las cosas son como crees, esa gente pertenece a la hermandad casi desde que nace. ¿Sabes quién se encarga de esas actividades de préstamo hoy en día? Los cuatro fundadores ya no viven, por lo que veo.
– Yrsa está en ello. Es una sociedad anónima, pero la mayoría de los accionistas se apellidan Jankovic.
– O sea, una mafia serbia que presta dinero.
– Sí. Sabemos que las empresas incendiadas debieron dinero a la familia en algún momento. Lo que no sabemos es por qué estaban allí los cadáveres. Eso os lo dejamos a vosotros.
Carl sonrió y puso el dibujo sobre la mesa.
– Y aquí está el supuesto autor del asesinato de Poul Holt y el secuestro de su hermano. Un tipo encantador, ¿verdad?
Marcus Jacobsen lo miró como a los demás. Había visto a cantidad de asesinos en su vida.
– Tengo entendido que Pasgård ha hecho un descubrimiento referente al caso -dijo después Jacobsen con sequedad-. Así que al final os ha venido bien un poco de ayuda.
Carl frunció el ceño. ¿De qué coño hablaba el tío?
– ¿Qué descubrimiento? -quiso saber.
– Ah, ¿todavía no lo ha comunicado? Seguro que está escribiendo el informe en este momento.
A los veinte segundos Carl estaba en el despacho de Pasgård. Un cuarto sombrío que la foto de su pequeña familia de tres debería haber iluminado, pero que en su lugar recordaba lo poco acogedor que puede ser el cubículo de un funcionario así.
– ¿Qué pasa? -preguntó Carl mientras Pasgård tecleaba como loco.
– Tendrás el informe dentro de dos minutos, y yo habré acabado con este caso.
Aquello sonaba efectivo de pelotas, pero aun así el hombre giró la silla después de dos minutos exactos y dijo:
– Mira, puedes leerlo en pantalla antes de que lo imprima. Así puedes corregir algo si crees que no queda claro.
Pasgård y Carl habían entrado en Jefatura por la misma época, pero aunque Carl, en honor a la verdad, nunca intentó agradar a nadie, era a él a quien pasaban la mayoría de los trabajos buenos. Una evidente espina clavada para un lameculos como Pasgård.
Por eso la sonrisa ácida de Pasgård no era más que la manifestación apenas oculta de la inmensa alegría que sentía mientras Carl leía el informe.
Después Carl se volvió hacia él.
– Buen trabajo, Pasgård -dijo sin más.
– Assad, ¿tienes que ir a casa o puedes hacer unas horas extra esta noche? -preguntó. Cien a uno a que no se atrevía a decir que no.
Assad sonrió. Seguro que lo tomó como un regalo. Ahora podrían seguir con el caso. Las discusiones acerca de Samir Ghazi y sobre dónde vivía de verdad Assad tendrían que esperar.
– Ven con nosotros, Yrsa. Te llevamos a casa. Nos pilla de paso.
– ¿Pasando por Stenløse? Ni hablar, no os coge de camino. No, iré en tren. Me encanta viajar en tren.
Se abrochó el abrigo y se echó al hombro el bolsito de imitación de piel de cocodrilo. Sin duda, una impedimenta inspirada en viejas películas inglesas, igual que sus zapatos marrones de medio tacón.
– Hoy no irás en tren, Yrsa -dijo Carl-. Quiero daros explicaciones por el camino, si no tenéis inconveniente.
Algo reacia, Yrsa se sentó en el asiento trasero, casi como una reina a la que quisieran contentar con una simple carroza tirada por cuatro caballos. Con las piernas cruzadas y el bolso en el regazo. El olor a perfume se expandió bajo el techo, amarillento por el humo.
– A Pasgård le han contestado de la sección de Biología acuática, y han salido varias cosas interesantes. Para empezar, se ha corroborado que las escamas proceden de un tipo de trucha de fiordo que, como su nombre indica, suele habitar en fiordos, en la frontera entre el agua dulce y el agua salada.
– ¿Y la mucosidad? -quiso saber Yrsa.
– Posiblemente se deba a los mejillones o gambas de fiordo. Todavía no están seguros.
Assad asintió con la cabeza en el asiento del copiloto y después miró la primera página del mapa del norte de Selandia. Al rato plantó el dedo en medio del mapa.
– Bueno, yo los veo aquí. Isefjord y el fiordo de Roskilde. ¡Ajá! Pero no sabía que se unían ahí arriba, en Hundested.
– Pero bueno… -se oyó del asiento trasero-. ¿Habéis pensado rastrear los dos fiordos? Que no os pase nada.
– Exacto -confirmó Carl, dirigiéndole una mirada por el retrovisor-. Pero nos hemos aliado con un conocido pescador del lugar que también vive en Stenløse. Assad, seguro que lo recuerdas del caso del doble asesinato de Rørvig. Thomasen. El que conocía al padre de los asesinados.
– Ah, ese. Su nombre empezaba por K. El de la barriga.
– Eso es. Se llamaba Klaes. Klaes Thomasen, de la comisaría de Nykøbing. Tiene un barco amarrado en Frederikssund y conoce los fiordos como la palma de su mano. Nos llevará de paseo. Aún quedan un par de horas para que anochezca.
– ¿Iremos en barco, entonces? -preguntó Assad, abatido.
– No queda otro remedio si buscamos una caseta para botes que sobresale en la orilla.
– Carl, o sea, no me gusta la idea.
Carl decidió hacerse el sordo.
– Aparte de ser el hábitat de truchas de fiordo, hay otra indicación de que debemos buscar la caseta de botes en las bocas de los fiordos. Aunque me duele reconocerlo, Pasgård ha hecho un buen trabajo. Después de que los biólogos marinos hicieran sus pruebas, esta mañana ha mandado el papel a la Policía Científica para que analicen las sombras que mencionó Laursen. Y en efecto, resulta que era tinta. En cantidades minúsculas, pero había.
– Creía que los escoceses ya lo habrían comprobado -opinó Yrsa.
– Claro, pero lo que más han analizado han sido las letras del papel, no tanto el papel en sí. Pero cuando los de la Policía Científica han vuelto a analizarlo esta mañana, se han dado cuenta de que había restos de tinta por toda la hoja.
– ¿Era solo tinta, o ponía algo? -preguntó Yrsa.
Carl sonrió. Una vez estuvo con uno de sus amigos tumbado en la plaza del mercado de Brønderslev examinando una huella de zapato. Algo borrada por la lluvia, pero aun así distinta a las demás, sin duda. Veían que en la punta de la suela había unas letras rayadas, pero hubo de pasar algo de tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que la huella del zapato escribía las letras invertidas en el suelo. Ponía PEDRO. Y pronto se propagó que debía de ser uno de los trabajadores de la fábrica de maquinaria Pedershaab, que temía que le robasen el único par de zapatos de trabajo. Así que cuando los chicos metían la ropa en la taquilla cuando iban a la piscina al aire libre en la otra punta de la ciudad, siempre pensaban en el pobre Pedro.
Así fue como empezó el interés de Carl por el trabajo de detective, y ahora podía decirse que en cierta medida había vuelto al punto de partida.
– Resulta que la tinta correspondía a un texto invertido. El papel de la pescadería no llevaba nada impreso, de modo que debió de pasar algo de tiempo junto a un periódico, y su tinta se calcó.
– Hala… -reaccionó Yrsa, inclinándose hacia delante cuanto lo permitían sus piernas cruzadas-. ¿Y qué ponía?
– Bueno, si no fuera porque las letras eran grandes, no lo habríamos conseguido, pero por lo que he entendido han llegado a la conclusión de que ponía «Frederikssund Avis», que he averiguado que es un semanario gratuito.
Pensaba que en ese punto Assad se partiría de regocijo, pero no dijo nada.
– ¿No lo entendéis? Eso reduce muchísimo las posibilidades geográficas, si creemos que el pedazo de papel proviene de la zona donde se recibe ese semanario gratis en el buzón. Si no, habríamos tenido que tomar en consideración toda la costa del norte de Selandia. ¿Os dais cuenta de cuántos kilómetros son?
– No. -Fue la seca reacción desde el asiento de atrás.
Tampoco él lo sabía.
Entonces sonó su móvil. Miró un momento la pantalla y se puso contento.
– Mona -dijo en un tono completamente distinto al empleado antes-. Me alegro de que hayas llamado.
Notó que Assad se removía en el asiento del copiloto. A lo mejor ya no pensaba que su jefe estaba perdido para siempre.
Carl trató de invitarla a su casa aquella misma noche, pero no lo llamaba por eso. No, esta vez era por cuestiones profesionales, le dijo riendo, y el pulso de Carl se desbocó. Resulta que tenía de visita a un colega a quien le gustaría mucho hablar con Carl de sus traumas.
Carl frunció el ceño. ¡Vaya! Así que le gustaría, ¿eh? ¿Qué diablos les importaban sus traumas a los colegas de Mona? Los había estado guardando con celo para ella.
– Me siento estupendo, Mona, o sea que no es necesario -dijo, y se imaginó su cálida mirada.
Mona volvió a reír.
– Sí, claro, estoy segura de que te subió la moral que ayer pasáramos la noche juntos, ya me doy cuenta, pero hasta entonces no estabas tan animado, ¿verdad? Y tampoco puedo estar día y noche de servicio.
Carl volvió a tragar saliva. De solo pensarlo echaba a temblar. Estuvo a punto de preguntarle por qué no podía hacerlo, pero se contuvo.
– Vale, entonces de acuerdo.
Estuvo a punto de decir «cariño», pero reparó en la atenta mirada burlona de Yrsa por el retrovisor. Y se controló.
– Tu colega puede venir mañana. Pero andamos con mucho trabajo y tendrá que ser solo un momento, ¿vale?
No quedaron en su casa para aquella noche. ¡Mierda!
Tendrían que dejarlo para mañana. Eso esperaba.
Apagó el móvil y dirigió a Assad una sonrisa fingida. Cuando aquella mañana se miró en el espejo se sentía como un auténtico Don Juan. Ahora le costaba más.
– Oh, Mona, Mona, Mona, ¿cuándo llegará el día en que te coja de la mano? ¿Cuándo podremos… escaparnos? -canturreó Yrsa.
Assad se sobresaltó. Si no la había oído cantar antes, ahora sí que la había oído. Tenía una voz ciertamente especial.
– No la conocía -dijo Assad. Se volvió un segundo hacia atrás, asintiendo con la cabeza. Después se quedó callado.
Carl sacudió la cabeza. ¡Ostras! Ahora que Yrsa sabía lo de Mona, iban a saberlo todos. Tal vez no debiera haber respondido la llamada.
– Imagínate -dijo Yrsa desde el asiento trasero.
Carl miró por el retrovisor.
– ¿Qué tengo que imaginar? -dijo, preparado para el contraataque.
– Frederikssund. Imagínate si asesinó a Poul Holt aquí, cerca de Frederikssund -continuó Yrsa, mirando al frente.
Bueno, al menos las relaciones de Carl y Mona ya no ocupaban su mente. Y claro que sabía a qué se refería ella. Frederikssund no estaba lejos de donde vivía Yrsa.
La maldad no hacía distingos entre ciudades.
– Entonces ahora vais a intentar encontrar una caseta de botes en la boca de uno de los fiordos -siguió diciendo Yrsa-. Da miedo pensarlo, si es que es verdad. Pero ¿por qué no crees que pueda ser más al sur? Allí también leen prensa local de vez en cuando, ¿no?
– Tienes razón. Puede haberlo llevado de la zona de Frederikssund a otra parte, por alguna razón. Pero por algo hay que empezar, y eso parece lógico. ¿Verdad, Assad?
Su copiloto no dijo nada. Puede que estuviera ya medio mareado.
– ¡Aquí! -dijo Yrsa, señalando la acera-. Puedes dejarme aquí.
Carl miró el GPS. Bastaba continuar por Byvej y Ejner Thygesens Vej para llegar a Sandalparken, donde ella vivía. ¿Por qué dejarla allí?
– Enseguida llegamos, Yrsa. No es ninguna molestia.
Se dio cuenta de que ella estaba a punto de declinar la oferta. Lo más probable era que dijera que tenía que hacer compras, pero en ese caso tendría que dejarlo para más tarde.
– Te acompaño un momento si no te importa, Yrsa. Quiero saludar a Rose y decirle una cosa.
Carl vio sin dificultad las arrugas que se formaron en la piel encalada del rostro de Yrsa.
– Solo un momento -repitió, para quitarle la iniciativa.
Aparcó ante el número 19 y salió del coche.
– Tú quédate aquí, Assad -ordenó, mientras abría la puerta a Yrsa.
– Creo que Rose no está en casa -informó Yrsa en las escaleras, con una expresión facial que Carl no le había visto antes. Más apagada y laxa de lo habitual. Como la expresión que pones cuando sales del aula de examen sabiendo que has hecho un examen mediocre.
– Espera fuera un momento, Carl -lo instó Yrsa mientras abría con llave la puerta del piso-. Puede que esté todavía en la cama. Estos días hay veces que no se levanta.
Carl observó el cartel de la puerta mientras Yrsa llamaba a gritos a Rose en el interior. Solo ponía «Knudsen».
Yrsa dio un par de gritos más, y después volvió a la puerta.
– No, Carl. En este momento no está, a lo mejor ha salido a hacer unas compras. ¿Quieres que le diga algo cuando vuelva?
Carl empujó un poco la puerta y logró meter el pie en el recibidor.
– No, ya sé qué hacer: le escribiré una nota. ¿Tienes por ahí un pedazo de papel?
Con la práctica y destreza adquiridas durante años, se adentró algo más en el territorio. Como una babosa que mueve su cuerpo deslizándose de manera imperceptible. No se veía que moviera los pies, pero de pronto había recorrido varios metros, y ahora era imposible echarlo.
– Está algo revuelto -se disculpó Yrsa, todavía con el abrigo puesto-. Rose lo revuelve todo cuando está así. Sobre todo cuando pasa sola todo el día.
Tenía razón. El pasillo era un revoltijo de ropa, embalajes vacíos y montones de revistas viejas.
Carl miró a la sala. Si aquello era el dominio de Rose, desde luego no se parecía en nada a como se imaginaba Carl que viviría una roquera con pelo punki y cantidad de bilis fluyendo por su cuerpo. No, si alguien se había encargado de los interiores, solo podía ser una hippy de pura cepa, recién vuelta de un trekking por Nepal con la mochila llena de baratijas. No había visto nada igual desde la época en que se acostaba con una chica de Vrå. Varas de incienso, grandes fuentes de latón y cobre con elefantes y todo tipo de figuras esotéricas labradas. Paños de batik en las paredes, pieles de buey en las sillas. Solo faltaba una bandera de Estados Unidos desgarrada para volver a mediados de los setenta. Todo ello bien condimentado con una capa de polvo más que gruesa. Aparte de los montones de revistas no había nada, nada en absoluto, que le dijera que las hermanas Yrsa y Rose pudieran ser las arquitectas de aquel desbarajuste anacrónico.
– Bueno, tampoco está tan revuelto -argumentó, dejando deslizar la vista por los platos sin fregar y las cajas de pizza vacías-. ¿Qué superficie tiene el piso?
– Ochenta y tres metros cuadrados. Aparte de la sala, tenemos un cuarto cada una. Pero tienes razón, esto no está tan mal, pero deberías ver los cuartos.
Soltó una carcajada, aunque tras su fachada estaba dispuesta a sacudirle un hachazo antes que dejarlo acercarse ni diez centímetros a las puertas de sus refugios íntimos. Esa era la información que transmitía de aquella manera suya tan retorcida. Pero Carl tenía la suficiente experiencia con mujeres.
Exploró la sala con la mirada y trató de encontrar un par de cosas que destacaran. Si querías conocer los secretos de la gente, siempre había que fijarse en las cosas que destacasen.
Lo encontró enseguida. Una cabeza de corcho sintético, de las que se usan para guardar sombreros o pelucas, y después un cuenco de porcelana lleno hasta arriba de frascos de pastillas. Avanzó un paso para ver los nombres de los medicamentos y a nombre de quién estaban expedidos, pero Yrsa se interpuso y le tendió el papel.
– Puedes sentarte ahí a escribir, Carl -propuso, señalando una silla libre de ropa-. Ya se lo daré a Rose cuando vuelva.
– Bueno, Carl, tenemos a lo sumo hora y media de luz; otro día tendréis que venir algo antes.
Carl asintió con la cabeza ante Klaes Thomasen, y después miró a Assad, que estaba en la cabina del barco como un ratón acurrucado en una esquina. Parecía perdido dentro del chaleco salvavidas rojo fosforito. Igual que un niño nervioso ante su primer día en la escuela. Sin ninguna confianza en que el viejo marino gordo, que daba chupadas a su pipa mientras tiraba del timón, pudiera librarlo de la muerte segura a la que lo condenaban las olitas de cinco centímetros.
Carl miró el mapa cubierto de plástico.
– Hora y media -observó Klaes Thomasen-. Bueno, y ¿qué es lo que buscamos en concreto?
– Tenemos que encontrar una caseta de botes suspendida sobre el agua, pero que debemos suponer aislada de los caminos habituales y que quizá sea imposible de ver desde el agua. Creo que la primera vez podemos navegar desde el puente del Príncipe Frederik hasta Kulhuse. ¿Crees que podemos llegar más lejos?
El policía jubilado sacó hacia fuera el labio inferior y mordió la pipa con fuerza.
– Esto no es una embarcación de regatas, solo es un barco normal y corriente -gruñó-. Apenas llega a los siete nudos, pero creo que nuestro marinero lo apreciará. ¿Qué dices, Assad? ¿Cómo va todo ahí dentro?
La tez de Assad, por lo general oscura, parecía haberse dado un baño de agua oxigenada. Aquello iba a ser duro.
– Siete nudos, dices. Eso es como trece kilómetros por hora, ¿no? -comentó Carl-. Entonces, no vamos a poder llegar a Kulhuse y volver antes de anochecer. Yo esperaba que pudiéramos pasar al otro lado de la península de Hornsherred, hasta Orø, y después volver.
Thomasen sacudió la cabeza.
– Puedo decirle a mi mujer que nos recoja en Dalby Huse, al otro lado, pero no llegaremos más lejos. Y navegaremos medio a oscuras el último trecho.
– ¿Y el barco?
Se encogió de hombros.
– No sé, si no encontramos hoy lo que buscamos, mañana puedo seguir la búsqueda, por pasar el rato. Ya sabes: un viejo policía nunca muere con viento en contra.
Debía de haberlo inventado él.
– Hay otra cosa, Klaes. Los dos hermanos que estuvieron en la caseta oían una especie de ronroneo. Como de un molino de viento o algo por el estilo. ¿Te suena de algo?
Sacó la pipa de la boca y dirigió a Carl una mirada de sabueso inglés.
– Ha habido bastante revuelo en la zona con eso que llaman infrasonidos. Será verdad, pues la discusión viene desde mediados de los noventa.
– ¿Qué son los infrasonidos?
– Pues una especie de ronroneo. Sonidos muy graves y muy enervantes. Durante mucho tiempo se pensó que el culpable podría ser la acería de Frederiksværk, pero el argumento perdió fuerza cuando cerraron la fábrica por un tiempo y aun así los sonidos continuaron.
– La acería. ¿No está en una península?
– Sí, más o menos, pero los infrasonidos pueden percibirse muy lejos de la fuente. Algunos sostienen que pueden notarse hasta a veinte kilómetros de distancia. Al menos, había quejas tanto de Frederiksværk y Frederikssund como de Jægerspris, al otro lado del fiordo.
Carl observó la superficie de agua salpicada de gotas de lluvia. Todo parecía estar en paz. Casas acurrucadas al abrigo de la espesura, prados y sembrados fértiles. Barcos anclados en el agua quieta y gaviotas volando en bandadas cuando se juntaban las suficientes. Y en medio de aquel paisaje húmedo y empalagoso se oía un profundo ronroneo. Tras las fachadas de aquellas casas tan encantadoras había gente que estaba de la olla.
– Si no sabemos cuál es la fuente del ronroneo ni su extensión, no nos vale de nada -hizo saber Carl-. Había pensado investigar si había muchos molinos de viento en la zona, pero es que no sabemos ni siquiera si se trata de eso. Parece ser que todos los molinos de viento de Dinamarca estuvieron parados esos días. Esto va a ser bastante complicado.
– Entonces ¿no es mejor, o sea, volver? -se oyó desde el camarote.
Carl se volvió a mirar a Assad. ¿Era aquel el mismo hombre que se había revolcado por el suelo pegándose con Samir Ghazi? ¿El que era capaz de romper puertas a patadas y una vez le salvó la vida? En ese caso, había perdido mucho fuelle los últimos cinco minutos.
– ¿Quieres vomitar, Assad? -preguntó Thomasen.
Assad sacudió la cabeza. Aquello mostraba lo poco que sabía sobre las delicias de estar mareado.
– Toma -dijo Carl, pasándole unos prismáticos-. Respira con calma y sigue los movimientos del barco. Y después trata de observar la costa.
– No pienso moverme de aquí, o sea -advirtió Assad.
– Vale, de acuerdo. Puedes ver la costa por la ventana.
– Creo que podéis pasar por alto estas orillas -aconsejó Thomasen, dirigiendo el barco hacia el centro del fiordo-. Ahí hay algo de playa, y a veces los sembrados llegan hasta la costa. Creo que tendremos que subir hacia Nordskoven si queremos encontrar algo. Allí el bosque tupido llega hasta la costa, pero también vive mucha gente, así que no está nada claro que una caseta de botes pudiera pasar desapercibida.
Señaló hacia la carretera que discurría por el lado este del fiordo en dirección norte-sur. Pueblos que daban paso a tierras llanas de labranza, que a su vez daban paso a otros pueblos. Desde luego, el asesino de Poul Holt no podría haberse escondido en aquel lado del fiordo.
Carl miró el mapa.
– Para que la tesis de que las truchas de fiordo se encuentran en la boca de los fiordos se sostenga, y no es el caso del fiordo de Roskilde, entonces debe de ser al otro lado de Hornsherred, en Isefjord. Pero ¿dónde? Mirando el mapa no veo muchas posibilidades. Hay demasiados campos de siembra que bajan hasta el fiordo. ¿Dónde se puede ocultar una caseta de botes ahí? Y en el otro lado, en el lado de Holbæk, o en la región de Odsherred, tampoco puede ser, ya que tardaría bastante más de una hora en llegar hasta allí desde el lugar del secuestro, Ballerup.
De pronto le entró la duda.
– Es así, ¿no?
Thomasen se alzó de hombros.
– No, no creo. Se tardará cerca de una hora en llegar hasta allí.
Carl inspiró hondo.
– Pues esperemos que la teoría del periódico local, el Frederikssund Avis, se sostenga, porque si no va a ser muy, pero que muy difícil.
Entró en la cabina y se sentó junto a un Assad bastante tocado. Tembloroso y con la tez gris-verdoso. Su papada, en constante agitación por las arcadas, y aun así los prismáticos bien prietos contra los ojos.
– Dale algo de té, Carl. La parienta se va a cabrear si vomita en su tapizado.
Carl acercó la cesta de provisiones y sirvió té sin preguntar.
– Toma, Assad.
Este apartó un poco los prismáticos, miró al té y después sacudió la cabeza.
– No voy a vomitar, Carl. Lo que me sube lo vuelvo a tragar.
Carl abrió los ojos como platos.
– Sí, suele pasar lo mismo, entonces, cuando montas en dromedario por el desierto. Allí también puede cansarse el estómago. Pero si vomitas, pierdes demasiada agua. En el desierto es una estupidez. Por eso, o sea.
Carl le dio unas palmadas en el hombro.
– Bien, Assad. Tú vigila, a ver si ves una caseta de botes. Te dejo en paz.
– No busco la caseta, porque, o sea, no la vamos a encontrar.
– ¿Por qué lo dices?
– Creo que estará bien camuflada. No hace falta que esté rodeada de árboles. Puede estar en un montón de tierra y arena, entonces, o bajo una casa o junto a unos matorrales. No tenía mucha altura, no lo olvides.
Carl cogió los otros prismáticos. Su compañero no era del todo fiable. Tendría que mirar él.
– Si no buscas la caseta, ¿qué es lo que buscas, Assad?
– Algo que pueda ronronear. Un molino de viento u otra cosa. Cualquier cosa que pueda provocar ese ronroneo.
– Va a ser difícil, Assad.
Assad lo miró un momento, como si estuviera bastante cansado de su compañía. Después le dio una fuerte arcada, de modo que Carl retrocedió un poco, por si acaso. Y cuando terminó, hablaba casi en susurros.
– Carl, ¿sabías que el récord de estar contra una pared como si fueras una silla son doce horas y no sé cuántos minutos?
– No me digas. -Carl se dio cuenta de que su expresión se hacía inquisitiva.
– ¿Sabías que el récord de estar de pie sin interrupción está en diecisiete años y dos meses?
– ¡Imposible!
– Pues es verdad, o sea. Era un gurú indio, y por la noche dormía de pie.
– Ajá. Pues no lo sabía, Assad. ¿Qué quieres decir con eso?
– Pues que algunas cosas parecen más difíciles de lo que son, y otras parecen más fáciles.
– Ya. ¿Y…?
– Así que vamos a buscar el sonido ronroneante y después dejaremos de hablar de eso.
Joder con el razonamiento.
– Bien. Pero, de todas formas, no me creo lo del que estuvo diecisiete años de pie -replicó Carl.
– Vale. Y ¿sabes qué, Carl? -inquirió, mirándolo serio y conteniendo una arcada.
– No.
Assad acercó los prismáticos a los ojos.
– Allá tú, o sea.
Se pusieron a escuchar y oyeron el zumbido de los veleros a motor y pesqueros, de las motos de la carretera, de los aviones monomotores que fotografiaban las propiedades de alrededor, para que Hacienda tuviera algo que evaluar y poder desollar vivos a los ciudadanos. Pero ningún sonido que fuera lo bastante constante, y tampoco sonidos que pudieran soliviantar a la Liga de Enemigos de los Infrasonidos.
La mujer de Klaes Thomasen fue a buscarlos a Hundested, y él prometió preguntar a todo quisqui si tenían conocimiento de una caseta como la descrita. El guardabosque de Nordskoven era una posibilidad, dijo; los clubes de vela, otra. Él iba a continuar la caza al día siguiente, que iba a estar soleado y sin lluvia.
Assad seguía teniendo mal aspecto cuando, ya en su coche, regresaron a casa.
En aquella situación, era fácil solidarizarse con la mujer de Thomasen. Ostras, tampoco a él le gustaría que nadie vomitase en la elegante tapicería de su coche.
– Tú avisa si tienes ganas de devolver, ¿vale, Assad? -advirtió Carl.
Assad asintió en silencio con expresión ausente. No parecía poder controlar algo así.
Carl repitió la pregunta cuando pasaron por Ballerup.
– Igual me viene bien un descanso, o sea -reconoció Assad pasado un rato.
– Vale, ¿puedes esperar dos minutos? Es que tengo que hacer una cosa por el camino. De todos modos tenemos que pasar por ahí camino de Holte. Después puedo llevarte a casa.
Assad no respondió.
Carl miró a la carretera. Había oscurecido. La cuestión estaba en si lo dejarían entrar.
– Verás, es que quiero visitar a mi suegra. Lo he acordado con Vigga. ¿Te parece bien? Su madre vive en una residencia cerca de aquí.
Assad asintió con la cabeza.
– No sabía que Vigga tuviera una madre. ¿Cómo es? ¿Es, o sea, simpática?
Aquella pregunta, dentro de su simpleza, era tan complicada de responder que Carl casi se saltó el semáforo en rojo de la calle Mayor de Bagsværd.
– Cuando salgas, ¿puedes dejarme en la estación, Carl? De todas formas tú vas al norte, y yo tengo un autobús que me deja en la puerta de casa, entonces.
Sí, Assad sabía bien cómo proteger su anonimato y el de su familia.
– No, no puede visitar a la señora Alsing ahora, es demasiado tarde. Vuelva mañana antes de las dos, a ser posible hacia las once de la mañana, que es cuando está más espabilada -dijo la enfermera de guardia.
Carl sacó su placa de policía.
– No he venido solo por cuestiones privadas. Este es mi asistente, Hafez el-Assad. Solo será un momento.
La enfermera miró extrañada la placa, y después a aquel ser medio tambaleante junto a Carl. El personal de la residencia no estaba acostumbrado a aquello.
– Creo que está dormida. Su salud ha decaído bastante últimamente.
Carl miró la hora. Las nueve y diez. Era la hora de empezar el día para la madre de Vigga, ¿de qué coño hablaba la enfermera? No en vano había sido camarera en los bares de copas de Copenhague durante más de cincuenta años. No, nunca llegaría a estar tan senil.
Con amabilidad, pero también de mala gana, los condujo al ala de los seniles y los dejó frente a la puerta de Karla Margrethe Alsing.
– Avísennos cuando quieran salir -informó la enfermera, señalando con el dedo-. Hay personal ahí.
Encontraron a Karla en un mar de cajas de bombones y pasadores de pelo. Con su indómita cabellera cana y un kimono desaliñado, parecía una artista de Hollywood que no había comprendido que su carrera había terminado. Reconoció enseguida a Carl y se quedó posando inclinada hacia atrás mientras gorjeaba su nombre y le contaba lo fantástico que era que estuviera allí. A Vigga le venía de familia, sin duda.
Ni se dignó mirar a Assad.
– ¿Café? -preguntó, sirviendo un poco de un termo sin tapa a una taza que había sido usada más de una vez. Carl iba a protestar, pero se dio cuenta de que era una empresa arriesgada. Luego se volvió hacia Assad y le pasó la taza. Si alguien necesitaba un café frío y enmohecido, era él.
– Vaya, esto está bien -dijo Carl observando el paisaje de muebles que lo rodeaba. Marcos dorados, muebles de caoba con adornos recargados y brocados. En la vida de Karla Margrethe Alsing nunca faltaron símbolos de estatus.
– ¿En qué empleas el tiempo? -preguntó, esperando una lección sobre lo difícil que se le hacía leer y lo malos que eran ahora los programas de televisión.
– ¿El tiempo? -preguntó con mirada ausente-. Bueno, aparte de tener que cambiar este trasto de vez en cuando…
Se detuvo en medio de la frase, rebuscó bajo la almohada y sacó un consolador anaranjado lleno de botones.
– … ya casi no puedo hacer nada.
Carl oyó detrás el tintineo de la taza de café de Assad.
Capítulo 29
A cada hora que pasaba, sus fuerzas iban agotándose. Trató de gritar a voz en cuello cuando el coche se fue, pero cada vez que vaciaba los pulmones era casi imposible recuperar el aliento. El peso de las cajas era sencillamente excesivo. Su respiración iba haciéndose más y más superficial.
Avanzó un poco su mano derecha y sus uñas arañaron la caja que colgaba sobre su rostro. El mero hecho de oír el raspar contra el cartón daba esperanzas. Así que podía hacer algo.
Después de pasar así varias horas, sus fuerzas para gritar se habían agotado. Ahora se trataba solo de mantenerse viva.
Tal vez él se apiadara de ella.
Tras un par de horas, recordó con excesiva claridad la sensación de estar a punto de asfixiarse. Aquella sensación mezcla de pánico, impotencia y en cierto modo también alivio. La había experimentado por lo menos diez veces antes. Cada vez que el irreflexivo de su padre, un hombrachón, se sentaba a horcajadas sobre ella cuando era pequeña y la dejaba sin aire.
– ¿A que no puedes soltarte? -decía siempre con una carcajada. Para él no era más que un juego, pero para ella era espantoso.
Pero, como quería mucho a su padre, no decía nada.
Y un buen día desapareció. Se acabaron los juegos, pero el alivio no llegaba. «Se ha largado con una golfa», decía su madre. Su adorable padre se había largado con una golfa. Ahora retozaba con otros niños.
Cuando conoció a su marido dijo a todo el mundo que le recordaba a su padre.
– Entonces no te conviene de ninguna manera, Mia -replicó su madre. Eso fue lo que dijo.
Cuando llevaba veinticuatro horas aplastada bajo las cajas, supo que iba a morir.
Había oído los pasos de él al otro lado de la puerta. Se quedó escuchando un rato, y después se marchó.
Deberías haber jadeado, pensó. Tal vez así te habría quitado de en medio.
El hombro izquierdo, en el que se apoyaba, había dejado de dolerle. Lo tenía insensible, igual que el brazo; pero la cadera, que soportaba casi todo el peso, la martirizaba sin cesar. Durante las primeras horas de aquel abrazo claustrofóbico sudó, pero ya no sudaba. La única secreción corporal que registró fue el silencioso fluir de orina caliente contra el muslo.
Allí estaba, en un charco de pis, tratando de girar un poco para que la presión de la rodilla derecha, sobre la que se apoyaban las cajas, se repartiera por el muslo. No lo consiguió, pero notó la sensación. Como aquella vez que se rompió un brazo y solo podía rascar el exterior de la escayola.
Y pensó en los días y semanas en que su marido y ella fueron felices juntos. En los primeros tiempos, cuando aún la adoraba y podía hacer lo que ella quería.
Y ahora la mataba. La mataba sin más, sin sentimientos y sin vacilar.
¿Cuántas veces lo habría hecho antes? No lo sabía.
No sabía nada.
No era nada.
¿Quién se acordará de mí cuando haya muerto?, pensó, extendiendo los dedos sobre su brazo izquierdo, como si acariciara a su hijo. Benjamin, no, es demasiado pequeño. Mi madre, por supuesto, pero ¿qué pasará dentro de diez años, cuando ella ya no esté? Entonces ¿quién va a acordarse de mí? ¿Nadie, aparte de quien me quitó la vida? Nadie más que él, y tal vez Kenneth.
Aquello era lo peor, aparte del hecho de morir. Era lo que, pese a la boca reseca, la impulsaba a tragar saliva, lo que hacía que su dolorido diafragma se estremeciera de llanto sin lágrimas.
Pasados unos años, nadie la recordaría.
El móvil sonaba de vez en cuando. Y las vibraciones de su bolsillo trasero hacían renacer su esperanza.
Cuando dejaba de sonar podía pasar una hora o dos, atenta a los sonidos del exterior de la casa. ¿Y si Kenneth estaba allí fuera? ¿Si había sospechado algo? Tuvo que sospechar. Ya había visto lo alterada que estaba la última vez que se vieron.
Había dormido un rato y despertó de golpe con el cuerpo insensible. Solo le quedaba el rostro. En aquel momento, era un rostro. Las fosas nasales secas, escozor en los ojos, parpadeo en la penumbra. Eso era lo que le quedaba.
Entonces cayó en la cuenta de qué la había despertado. ¿Era Kenneth o era algo que había soñado? Cerró los ojos y escuchó concentrada. Había algo.
Contuvo el aliento y volvió a escuchar. Sí, era Kenneth. Sus labios se abrieron con un gemido. Estaba abajo, frente a la puerta de entrada, gritando. La llamaba a gritos, así que todo el barrio lo estaría oyendo; ella notó que una sonrisa se abría en sus labios y se concentró en dar el último grito que iba a salvarla. El grito que haría reaccionar al soldado que estaba abajo.
Y gritó con todas sus fuerzas.
Fue un grito tan apagado que no lo oyó ni ella.
Capítulo 30
Los soldados llegaron a última hora de la tarde en un jeep desvencijado, y uno de ellos gritó que los partidarios locales de Doe habían escondido armas en la escuela del pueblo y que ella debía decirles dónde.
Su piel brillaba, pero reaccionaron con gelidez cuando les aseguró que ella no tenía nada que ver con el régimen krahn de Samuel Doe, y que no sabía nada de armas.
Rakel -o mejor dicho, Lisa, que es como se llamaba entonces- y su novio llevaban todo el día oyendo tiros. Los rumores decían que la retaguardia de la guerrilla de Taylor se estaba empleando a fondo con la población, y por eso se habían preparado para huir. ¿Quién iba a quedarse a esperar a ver si la sed de sangre del nuevo régimen liberaba a la gente según el color de su piel?
Su novio había subido a la primera planta a por el rifle de caza, y los soldados la cogieron desprevenida mientras trataba de llevar algunos de los libros de la escuela a los anexos. Aquel día habían quemado muchas casas, lo hacía por precaución.
Y allí estaban ellos, los que llevaban todo el día matando, que ahora debían liberar las descargas eléctricas que hormigueaban por su cuerpo.
Se dijeron algo que no entendió, pero los ojos lo decían todo. Estaba en el lugar equivocado. Demasiado joven y demasiado accesible en el aula vacía.
Saltó con todas sus fuerzas a un lado e intentó huir por la ventana, pero la agarraron por los tobillos. La arrastraron de vuelta y le dieron un par de patadones hasta que se quedó quieta.
Tres cabezas bailaron en el aire un momento ante su mirada, y después dos cuerpos se abalanzaron sobre ella.
La superioridad numérica y la arrogancia hicieron que el tercer soldado apoyara su Kalashnikov en la pared y ayudara a los otros dos a abrirle las piernas. Le taparon la boca y la penetraron uno tras otro mientras reían histéricos. Respiraba con dificultad por las narices medio taponadas, y en un momento dado oyó a su novio gemir en el cuarto de al lado. Tuvo miedo por él. Miedo de que los soldados lo oyeran y lo remataran.
Pero su novio gemía en voz baja. Aparte de eso no reaccionó.
Cuando cinco minutos más tarde, tumbada en el suelo polvoriento, miró a la pizarra, donde apenas dos horas antes habían escrito «I can hop, I can run» [2], su novio había desaparecido con el arma. No le habría costado disparar y matar a los soldados sudorosos, tumbados con los pantalones desabrochados y resoplando junto a ella.
Pero él no estuvo para defenderla, y tampoco estaba cuando ella se puso en pie de un salto, agarró el Kalashnikov del soldado, disparó una larga ráfaga que descuartizó los cuerpos de los negros y salió dejando tras de sí un eco de gritos y un vaho de humo de pólvora y sangre caliente.
Su novio había estado con ella cuando todo iba bien. Cuando la vida era fácil y el futuro prometedor. No cuando llevó a rastras los cuerpos descuartizados hasta el estercolero y los cubrió con hojas de palma, y tampoco cuando limpió las paredes de pedazos de carne y sangre.
Por eso, entre otras cosas, tenía que escapar.
Era la víspera de que se confesara ante Dios y se arrepintiera profundamente de sus pecados. Pero la promesa que se hizo por la noche cuando se arrancó el vestido y lo quemó, la noche en que se lavó la entrepierna hasta despellejarse, no la olvidó jamás.
Si el Diablo volvía a cruzarse en su camino, tomaría cartas en el asunto.
Si ella quebrantaba los mandamientos del Señor, sería una cuestión entre ella y Él.
Mientras Isabel apretaba el acelerador a fondo y su mirada deambulaba entre la carretera, el GPS y el retrovisor, Rakel dejó de sudar. El temblor de sus labios disminuía a cada segundo que pasaba. Los latidos de su corazón se sosegaron. Por un instante recordó cómo puede transformarse el miedo en furia.
El pavoroso recuerdo del aliento satánico y los ojos amarillos de los soldados del NPFL, que no mostraron compasión, se propagó por su cuerpo e hizo que apretara las mandíbulas.
Antes había actuado, o sea que podría volver a hacerlo.
Se volvió hacia su chofer.
– En cuanto entreguemos las cosas a Joshua me pongo al volante. ¿Entendido, Isabel?
Isabel sacudió la cabeza.
– No va a resultar, Rakel, no conoces mi coche. Hay un montón de cosas que no funcionan. Las luces de posición. El freno de mano está flojo. Tiene la dirección muy sensible.
Mencionó un par de cosas más, pero a Rakel le daba igual. Puede que Isabel no creyera que la beata Rakel pudiera estar a su altura al volante. Pero pronto saldría de su error.
Encontraron a Joshua en el andén de la estación de Odense: tenía el semblante gris y un aspecto lastimoso.
– ¡No me gusta lo que decís!
– No, pero Isabel tiene razón, Joshua. Lo haremos así. Debe notar nuestro aliento en su nuca. ¿Llevas el GPS, como hemos convenido?
Joshua asintió en silencio y la miró con ojos enrojecidos.
– El dinero me importa un bledo -aseguró.
Rakel lo asió del brazo con fuerza.
– No tiene nada que ver con el dinero. Ya no. Tú sigue sus instrucciones. Cuando él emita el destello de luz tú arroja el saco, pero deja el dinero en la bolsa de deportes. Mientras tanto, intentaremos seguir el tren lo mejor que podamos. No tienes que pensar en nada, solo debes orientarnos sobre dónde está el tren si te lo preguntamos, ¿de acuerdo?
Su marido hizo un gesto afirmativo, pero era evidente que no estaba de acuerdo.
– Dame la bolsa con el dinero -dijo Rakel-. No me fío de ti.
Él sacudió la cabeza; así que Rakel estaba en lo cierto. Y es que estaba segura.
– ¡Dámela! -gritó, pero Joshua seguía reacio. Entonces ella le cruzó una bofetada seca y fuerte bajo el ojo derecho y asió la bolsa de deportes. Para cuando Joshua se dio cuenta de lo que ocurría, la bolsa había pasado a manos de Isabel.
Entonces Rakel agarró el saco vacío y metió en él la ropa del secuestrador, a excepción de la camisa con los pelos. Y puso encima el herraje, el candado y la carta escrita por Joshua.
– Toma. Y haz lo que hemos convenido. De lo contrario no volveremos a ver a nuestros hijos. Créeme, lo sé.
Seguir la marcha del tren fue más difícil de lo que había creído. Al salir de Odense llevaban ventaja, pero para cuando llegaron a Langeskov esta empezó a disminuir. Los informes de Joshua eran inquietantes, y los comentarios de Isabel al comparar la situación por GPS del coche y del tren se hicieron cada vez más impacientes.
– Déjame coger el volante, Rakel -graznó Isabel-. No tienes temple para esto.
Pocas veces habían tenido unas palabras tanto efecto en Rakel. Apretó el acelerador hasta el fondo y, al cabo de unos cinco minutos, el rugido del motor acelerado al máximo fue el único sonido que se oía.
– ¡Ya veo el tren! -gritó Isabel, liberada, cuando la autopista E-20 cortó la línea de ferrocarril. Entonces apretó una tecla del móvil y a los pocos segundos oyó la voz de Joshua al otro lado de la línea.
– Tienes que mirar a la izquierda, Joshua, estamos algo más adelante -advirtió-. Pero la autopista hace una curva muy abierta de varios kilómetros, así que dentro de poco nos habrás adelantado. Intentaremos alcanzarte en el puente del Gran Belt, pero va a ser difícil. Después tendremos que pasar por la cabina de peaje.
Isabel escuchó el comentario de Joshua.
– ¿Te ha llamado él? -preguntó después, antes de cerrar el móvil.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Rakel.
– Que aún no había hablado con el secuestrador. Pero no sonaba bien, Rakel. Se niega a creer que podamos llegar a tiempo. Ha dicho entre tartamudeos que a lo mejor daba igual que lleguemos o no. Que bastaba con que el secuestrador comprendiera el mensaje de la carta.
Rakel apretó los labios. «Da igual», decía su marido. Pues de eso nada. Tenían que llegar antes de que el secuestrador emitiera un destello hacia el tren. Tenían que llegar antes, y entonces iba a enterarse aquel cabrón que se había llevado a sus hijos de lo que ella era capaz.
– No dices nada, Rakel -comentó Isabel a su lado-. Pero lo que dice Joshua es verdad. No podemos llegar a tiempo.
La tía volvía a tener la vista pegada al velocímetro. No podía subir más.
– ¿Qué vas a hacer en el puente, Rakel? Hay un montón de cámaras y el tráfico es denso. Y ¿qué vas a hacer cuando tengamos que pagar el peaje al otro lado?
Rakel estuvo un rato sopesando las preguntas mientras avanzaba por el carril de adelantamiento con el intermitente puesto y las luces largas encendidas.
– Tú no te preocupes de nada -dijo después.
Capítulo 31
Isabel estaba aterrorizada.
Aterrorizada por la demencial conducción de Rakel y por su propia falta de capacidad para poder hacer algo al respecto.
Doscientos, trescientos metros más adelante llegaron a las barreras del puesto de peaje del puente del Gran Belt, y Rakel no reducía la velocidad. Dentro de pocos segundos tendrían que conducir a treinta por hora, y ahora iban a ciento cincuenta. Ante ellas el tren con Joshua atravesaba zumbando el paisaje, y aquella mujer quería alcanzarlo.
– ¡Tienes que frenar, Rakel! -gritó cuando estaban frente a las cabinas de pago-. ¡FRENA!
Pero Rakel estrujaba el volante entre sus manos, inmersa en su propio mundo. Debía salvar a sus hijos.
Lo que pudiera ocurrir, por lo demás, carecía de importancia.
Vieron que los vigilantes de la cabina de peaje para camiones agitaban los brazos, y un par de coches que tenían delante se hicieron bruscamente a un lado.
Entonces atravesaron la barrera con un enorme estruendo y una nube de fragmentos salió volando por los aires.
Si su antigualla de Ford Mondeo hubiera tenido un par de años menos, o al menos hubiera estado mejor de lo que estaba, las habría detenido la explosión de un par de airbags. «No funcionan, ¿los cambio?» fue lo que preguntó el mecánico la última vez, pero era carísimo. Isabel se arrepintió muchas veces de haber dicho que no, pero ahora no se arrepentía. Si se hubieran desplegado los airbags mientras conducían a aquella velocidad, la cosa podría haber sido muy grave. Pero lo único que podría recordar aquel inadmisible ataque a la propiedad pública era una gran abolladura en el radiador y un corte feo en el parabrisas que iba ensanchándose poco a poco.
Tras ellas había una gran actividad. Si la Policía no estaba ya al corriente de que un coche matriculado a su nombre había atravesado a toda velocidad una barrera del puente sobre el Gran Belt, alguien andaba despistado.
Isabel respiró con fuerza y volvió a teclear el número de Joshua.
– ¡Ahora estamos en el puente! ¿Dónde estás tú?
Joshua dio sus coordenadas de GPS e Isabel las comparó con las suyas. No podía estar muy lejos.
– No me siento bien -se quejó Joshua-. Creo que lo que estamos haciendo es un error.
Isabel trató de tranquilizarlo como pudo, pero no pareció lograrlo.
– Llama en cuanto veas el destello -dijo, y apagó el móvil.
Justo antes de la salida 41 divisaron el tren, a la izquierda. Un collar de perlas luminoso deslizándose por el paisaje negro. En el tercer vagón iba un hombre con el corazón oprimido.
¿Cuándo puñetas se iba a poner aquel demonio en contacto con ellos?
Isabel se aferró al móvil mientras circulaban a toda velocidad por el tramo de autopista entre Halsskov y la salida 40 y seguían sin ver destellos azules.
– La Policía va a pararnos en Slagelse, puedes estar segura, Rakel. ¿Por qué has tenido que destrozar la barrera?
– Ahora vemos el tren. Y no lo veríamos si hubiera reducido la velocidad y nos hubiéramos detenido, aunque fueran veinte segundos. ¡Por eso!
– No veo el tren -se alarmó Isabel, mirando el mapa de su regazo-. Ostras, Rakel. La vía del tren hace una curva al norte y después entra en Slagelse. Si le hace la señal a Joshua entre Forlev y Slagelse, no vamos a poder hacer nada, a no ser que salgamos de la autopista ¡AHORA!
La salida 40 desapareció tras ellas mientras Isabel giraba la cabeza. Se mordió el labio.
– Rakel, si las cosas son como yo creo, existe la probabilidad de que Joshua vea la luz dentro de un instante. Hay tres carreteras que atraviesan la vía férrea antes de llegar a Slagelse. Sería un lugar perfecto para echar el saco del dinero. Pero ahora no podemos salir de la autopista porque acabamos de rebasar la salida.
Vio que el mensaje calaba. La mirada de Rakel volvió a adquirir tintes de desesperación. El teléfono móvil sería lo último que querría oír durante los próximos minutos.
De pronto dio un fuerte frenazo y se metió en el arcén.
– Iré marcha atrás -informó.
¿Se había vuelto loca? Isabel apretó las luces de emergencia y trató de bajar el ritmo cardíaco.
– Escucha, Rakel -dijo con tanta calma como pudo-. Joshua ya se las arreglará. No hace falta que estemos allí cuando eche el saco. Joshua tiene razón. Ese cabrón se pondrá de todas formas en contacto con nosotras en cuanto vea el contenido del saco.
Pero Rakel no reaccionaba. Tenía unos planes diferentes por completo, e Isabel la entendía.
– Iré marcha atrás por el arcén -volvió a decir Rakel.
– Ni se te ocurra, Rakel.
Pero lo hizo.
Isabel se soltó el cinturón de seguridad y giró en su asiento. Tras ella se precipitaban columnas de faros de coche.
– ¿Te has vuelto loca, Rakel? Vas a matarnos. ¿Y de qué va a servir eso a Samuel y Magdalena?
Pero Rakel no respondió. Estaba tras un motor que chirriaba en marcha atrás arañando el arcén.
Fue entonces cuando Isabel vio los destellos azules en lo alto de una loma, unos quinientos metros más atrás.
– ¡PARA! -chilló, y Rakel levantó el pie del acelerador.
Rakel alzó la vista hacia las luces azules y se dio cuenta del problema al instante. La caja de cambios protestó con furia cuando cambió de marcha atrás a primera. A los pocos segundos, iban otra vez a ciento cincuenta.
– Ya podemos rezar por que Joshua no llame enseguida para decir que ya ha echado el saco; en ese caso podríamos alcanzarlo. Pero tienes que coger la salida 38, no la 39 -gimió Isabel-. Corremos el peligro de que haya coches patrulla esperando en la salida 39. Puede que estén allí ya. Coge la 38, así seguiremos por la carretera nacional, que está más cerca de la vía del tren. Desde aquí hasta Ringsted la vía discurre entre sembrados, muy lejos de la autopista.
Se puso el cinturón de seguridad y durante los siguientes diez kilómetros pegó la mirada al velocímetro. Los destellos azules de detrás por lo visto no estaban dispuestos a conducir de forma tan arriesgada como ellas. Desde luego que lo entendía muy bien.
Cuando llegaron a la salida 39, hacia el centro de Slagelse, la carretera que venía de la ciudad estaba iluminada por los reflejos de los destellos azules. De modo que los coches patrulla de Slagelse no tardarían en llegar.
Por desgracia, tenía razón.
– Están por ahí, Rakel. ¡Acelera más si puedes! -gritó, apretando el número de Joshua. Después preguntó-: ¿dónde estás ahora, Joshua?
Pero Joshua no respondió. ¿Significaba aquello que ya había arrojado el saco, o significaba algo peor aún? ¿Que el cabrón estaba en el tren? Aquella posibilidad no se le había ocurrido hasta entonces. ¿Sería posible? ¿Que todo aquello de los destellos y echar el saco por la ventana no fuera más que una maniobra de distracción? ¿Que tuviera ya el saco en su poder y supiera que no había dinero dentro?
Giró la cabeza y miró por un segundo a la bolsa de deportes del asiento trasero, donde estaba el dinero.
¿Qué haría entonces aquel cabrón con Joshua?
Llegaron a la salida 38 justo en el momento en que aparecían las luces azules de los coches patrulla, bastante lejos, en el carril contrario. Y Rakel no tocó el freno cuando con chirrido de neumáticos salieron a la carretera nacional 150, y estuvieron a punto de comerse un coche. De no ser por la maniobra de evasión del otro conductor, habría ocurrido algo irremediable.
Isabel notó el sudor resbalando por su espalda. La mujer sentada a su lado no estaba locamente desesperada. Estaba loca, y punto.
– En la carretera no vas a poder escabullirte, Rakel. ¡Cuando la Policía llegue a la carretera nacional van a poder seguir tus luces traseras sin problemas! -gritó.
Rakel sacudió la cabeza y se pegó tanto al coche que tenía delante, y que aún daba bandazos, que casi chocaron con su parachoques trasero.
– No -repuso con calma y apagó las luces-. Ahora ya no.
Fue una decisión inteligente. Menos mal que las luces automáticas de posición no funcionaban.
Por el cristal trasero del coche de delante veían con claridad a dos personas de edad. Decir que estaban espantados era poco, a la vista de sus gestos.
– Cojo una lateral en cuanto pueda -anunció Rakel.
– Entonces, tendrás que encender las luces.
– Ya decidiré yo. Tú mira el GPS. ¿Cuándo hay una carretera transversal que no sea sin salida? Hay que salir de aquí, veo a la Policía detrás.
Isabel miró hacia atrás. Era verdad. Los destellos se acercaban. Estaban a unos quinientos metros, en la salida de la autopista.
– ¡Ahí! -gritó Isabel-. Mira el letrero de delante.
Rakel asintió en silencio. Los conos de luz del coche de delante habían iluminado una señal indicadora. Ponía Vedbysønder.
Entonces apretó el freno y giró. Entró en la oscuridad con las luces apagadas.
– Vale -dijo, pasando en punto muerto junto a un granero y varios edificios-. Vamos a esperar detrás de esta granja, así no nos verán. Y ahora llama a Joshua, ¿vale?
Isabel miró hacia atrás, donde el resplandor de los destellos azules destacaba sobre el paisaje con un aura siniestra.
Luego tecleó el número de Joshua, esta vez con un mal presentimiento.
Escuchó un par de tonos y después Joshua atendió la llamada.
– Sí -fue lo único que dijo.
Isabel asintió en silencio para indicar que Joshua había cogido el teléfono.
– ¿Has entregado el saco? -le preguntó.
– No -respondió, molesto.
– ¿Pasa algo, Joshua? ¿Hay gente a tu lado?
– Hay una sola persona en el vagón aparte de mí, pero está trabajando con los auriculares puestos. No hay problema. Pero no me siento bien. No puedo dejar de pensar en los niños, es espantoso.
Parecía asfixiado y cansado. No era de extrañar.
– Trata de calmarte, Joshua -le aconsejó, aunque sabía que era más fácil decirlo que hacerlo-. Dentro de poco todo habrá terminado. ¿Dónde está el tren ahora? Dame las coordenadas del GPS.
Joshua las leyó.
– Estamos saliendo de la ciudad -dijo.
Era lo que había calculado ella. El tren no podía estar lejos.
– Agacha la cabeza -ordenó Rakel, mientras los coches patrulla pasaban a toda velocidad por la carretera junto a la que habían aparcado. Como si pudiera verlas alguien a aquella distancia.
Pero dentro de poco harían parar al matrimonio de edad. Y contarían que los locos que los seguían con las luces apagadas se habían desviado de pronto de la carretera principal. Entonces los coches de la Policía darían la vuelta.
– ¡Eh, veo el tren! -gritó Isabel.
Rakel se sobresaltó.
– ¿Dónde?
Isabel señaló con el dedo hacia el sur, lejos de la carretera principal; mejor, imposible.
– ¡Ahí! ¡Arranca!
Rakel encendió las luces, se puso en tercera en cinco segundos, atravesó las dos curvas del pueblo en un solo movimiento, y de pronto el collar de luces del tren y el cono halógeno del Mondeo se cruzaron en algún lugar del paisaje.
– ¡Dios mío, ahora veo el destello de luz! -gritó Joshua con gran agitación por el móvil-. ¡Oh, Dios mío, protégenos y ampáranos!
– ¿Lo ha visto? -preguntó Rakel al lado. También ella lo había oído gritar por el móvil.
Isabel asintió en silencio y Rakel bajó un poco la cabeza.
– Oh, Madre de Dios unigénito. Que tu luz sagrada nos abrace y nos muestre el camino hasta tu gloria. Tómanos como a tus propios hijos y que tu corazón nos temple.
Respiró con fuerza y después aspiró el aire hasta el fondo de sus pulmones mientras apretaba el acelerador.
– La luz está justo enfrente ahora, voy a abrir la ventana -se oyó por el móvil-. Eso, ahora dejo el móvil en el asiento. Dios mío, Dios mío.
Joshua resoplaba en segundo plano. Sonaba como un anciano a quien quedan pocos pasos por recorrer en la vida. Demasiadas cosas que hacer, demasiados pensamientos que ordenar.
Los ojos de Isabel giraron en la oscuridad. No veía las luces intermitentes. Así que en aquel momento él debía de estar al otro lado del tren.
– La carretera corta la vía del tren dos veces ahí, Rakel. ¡Estoy segura de que él está en la misma carretera que nosotras! -gritó, mientras Joshua, al otro lado de la línea, se afanaba por sacar el saco por la ventana.
– ¡Voy a soltarlo! -gritó en segundo plano.
– ¿Dónde está él? ¿Lo ves, Joshua? -quiso saber Isabel.
Joshua volvió a coger el móvil. Su voz era clara y nítida.
– Sí, veo su coche. Está justo antes de una espesura donde la carretera se acerca a la vía.
– Mira por la ventana al otro lado. Rakel va a dar un destello con las luces largas.
Hizo señas a Rakel, que estaba con la cabeza inclinada hacia delante tratando de divisar algo en el paisaje más allá del tren.
– ¿Nos ves, Joshua?
– ¡SÍ! -gritó él-. Os veo a la altura del puente. Vais camino de donde está el tren. Llegaréis en un mom…
Isabel oyó que Joshua emitía un gemido. Después sonó como si el móvil hubiera caído al suelo.
– ¡Veo el destello! -gritó Rakel.
Cruzó el puente a toda máquina y bajó por la estrecha carretera comarcal. Doscientos metros más y habrían llegado.
– ¿Qué está haciendo el hombre, Joshua? -gritó Isabel, pero Joshua no respondió. Puede que el móvil se apagara al caer.
– Santa Madre de Dios, perdona mis malas acciones -salmodió Rakel, cuando pasaron zumbando junto a un par de casas y una granja en la curva, y otra casa aislada más allá, cerca del terraplén de la vía, y entonces el cono de luz iluminó el coche.
Estaba aparcado en una curva a unos cientos de metros, a solo cincuenta de la vía, y detrás del coche estaba el cabrón con el saco abierto, mirando en su interior. Vestía un anorak ligero y pantalones claros. Para cualquier otra persona habría podido pasar por un turista extraviado.
En el mismo instante en que la luz larga lo bañó, levantó la cabeza. Era imposible ver su expresión a aquella distancia, pero en aquel momento debía de haber cientos de ideas atravesando su mente. ¿Qué hacía su ropa en el saco? Tal vez hubiera llegado a reparar en que había una carta encima. Desde luego, debía de saber que no había dinero dentro. Y ahora aquella luz larga acercándose a velocidad de vértigo.
– ¡Voy a embestirlo! -gritó Rakel mientras el hombre se apresuraba a meter el saco en el coche y se ponía tras el volante.
Estaban a pocos metros cuando arrancó y salió a la carretera acelerando a tope.
Era un Mercedes negro como el que había visto Isabel en la pequeña granja de Ferslev. Así que era a él a quien había visto mientras Rakel vomitaba.
Justo después la carretera atravesaba un bosque espeso, y el rugido del motor y del coche que iba delante se alzaba entre las copas. El Mercedes que perseguían era más nuevo que el Ford. No iba a ser fácil mantener su velocidad, y además ¿para qué?
Miró a Rakel, que iba aferrada al volante, bien concentrada. ¿Qué diablos pensaba hacer?
– ¡No te acerques, Rakel! -gritó-. Dentro de poco los coches patrulla que nos siguen pedirán refuerzos. Van a ayudarnos. Conseguiremos que lo cacen. Cortarán la carretera en algún sitio.
– ¿Oiga…? -sonó por el móvil que tenía en la mano. Era una voz desconocida. De hombre.
– ¿Sí…?
La mirada de Isabel estaba concentrada en las luces traseras rojas que corrían delante de ellas, pero el resto de su ser giraba en torno a aquella voz. Años de frustraciones y derrota le habían enseñado a sentir temor ante cualquier cosa. ¿Por qué no hablaba Joshua?
– ¿Quién eres? -preguntó con voz ronca-. ¿Estás conchabado con ese cabrón? ¿Lo estás?
– Perdone, pero no sé de qué habla. ¿Era usted quien estaba hablando con el propietario de este móvil?
Isabel sintió que la frente se le perlaba de sudor frío.
– Sí, era yo.
Reparó en que Rakel se movía en su asiento. ¿Qué ocurre?, parecía preguntar todo su cuerpo mientras trataba de conducir recto por la estrecha carretera y la distancia con el cabrón de delante crecía y crecía.
– Me temo que se ha desplomado -informó la voz del móvil.
– ¿Qué dice? ¿Quién es usted?
– Otro pasajero que estaba trabajando con el ordenador cuando ha sucedido. Siento mucho tener que decirlo, pero estoy bastante seguro de que está muerto.
– ¡Eh! -gritó Rakel-. ¿Qué pasa? ¿Con quién hablas, Isabel?
– Gracias -se limitó a decir Isabel al hombre del móvil, y luego apagó el suyo.
Miró a Rakel y a los árboles, que se fundían sobre sus cabezas como una masa gris por la enorme velocidad. Si aparecía algún animal en el lindero del bosque o, simplemente, si se amontonaba demasiada hojarasca resbaladiza en la carretera iban a tener un accidente. Podía suceder a la mínima. ¿Cómo iba a contarle a Rakel lo que acababa de oír? ¿Quién sabía cómo iba a reaccionar? Su marido había muerto unos segundos antes, y ella iba conduciendo como una loca por el paisaje oscuro.
Isabel solía tener ataques de depresión por la vida que llevaba. La soledad la rodeaba como un manto, y las sombrías noches de invierno generaban a menudo ideas también sombrías. Pero ahora no se sentía así. Porque ahora que el ansia de venganza impulsaba sus actos, ahora que tenía la responsabilidad sobre la vida de dos jóvenes y que su secuestrador, el diablo en persona, huía a toda pastilla ante ellas, Isabel supo que deseaba sobrevivir. Supo que, por muy espantoso que fuera este mundo, podría encontrar un lugar en él.
La cuestión era si lo encontraría Rakel.
Entonces, Rakel volvió la cabeza hacia ella.
– Vamos, dilo, Isabel. ¡¿Qué ha ocurrido?!
– Creo que a tu marido le ha dado un ataque al corazón, Rakel.
No podía haberlo dicho con más suavidad.
Pero Rakel sospechó que tras la frase había algo, Isabel se dio cuenta.
– ¿Se ha muerto? -gritó Rakel-. Dios mío, ¿ha muerto, Isabel? Dime la verdad.
– No lo sé.
– ¡DILO! Si no…
Su mirada irradiaba furia. El coche empezó a dar ligeros bandazos.
Isabel alzó la mano hacia el brazo de Rakel, pero detuvo el movimiento.
– Mantén la mirada en la carretera, Rakel -dijo-. En este momento debes pensar en tus hijos, ¿vale?
Sus palabras produjeron un estremecimiento en el cuerpo de Rakel.
– ¡NOOO! -gritó-. Nooo, no es verdad. Oh, Madre de Dios, di que no es verdad.
Estrujó el volante entre sollozos, mientras la saliva goteaba de sus labios. Por un momento, Isabel pensó que Rakel iba a rendirse y parar el coche, pero entonces se echó hacia atrás de un tirón y apretó el acelerador tanto como pudo.
«Lindebjerg Lynge», anunciaba un letrero que apareció al borde de la carretera, pero Rakel no disminuyó la velocidad. La carretera describió un arco que atravesaba el grupo de casas, y después volvió a rodearlas el bosque.
El cabrón que iba delante empezaba a tener prisa, era evidente. En una curva su coche empezó a hacer eses, y Rakel gritó que María, la Madre de Dios, le perdonara haber faltado al quinto mandamiento, pero que iba a matar a una persona por una causa justa.
– ¡Estás loca! Vas a casi doscientos por hora, Rakel, ¡esto es peligrosísimo! -gritó Isabel, y pensó por un segundo en sacar la llave de contacto.
Ostras, no, entonces se bloquea el volante, recordó, y apretó los nudillos contra el asiento, preparada para lo peor.
La primera vez que golpearon al Mercedes la cabeza de Isabel salió despedida hacia delante, y después hacia atrás, con un tirón terrible. Pero el Mercedes siguió recto por la carretera.
– Bien -rugió Rakel al volante-. Así que eso no te impresiona, maldito diablo.
Entonces volvió a arremeter contra su parachoques trasero con tal fuerza que el capó se combó. Esta vez Isabel contrajo los músculos del cuello, pero no había pensado en el fuerte tirón del cinturón de seguridad.
– ¡PARA DE UNA VEZ! -ordenó a Rakel, y sintió enseguida un dolor en el pecho. Pero Rakel no escuchaba. Su mente estaba en otra parte.
Ante ellas, el Mercedes rozó el borde de la calzada y dio un bandazo, pero después enderezó la marcha en una recta donde la carretera estaba algo iluminada por la luz amarillenta del espacioso patio de una granja.
Y entonces ocurrió.
En el momento en que Rakel iba a golpear de nuevo la parte trasera del Mercedes, el conductor dio un volantazo repentino hacia el carril contrario y apretó el freno a fondo con gran chirriar de neumáticos.
El coche de ellas pasó volando, y de repente pasaron a estar delante de él.
Isabel notó que a Rakel le entraba el pánico: de pronto la velocidad era excesiva, porque el coche que habían tenido delante ya no estaba para reducir la velocidad en las embestidas. Las ruedas delanteras derraparon a un lado y enderezó el volante, frenó un poco, pero no lo suficiente, y en aquel momento se oyó un crujido de metal en el lateral de su coche, lo que hizo que Rakel, por instinto, frenara más.
Isabel se volvió horrorizada hacia la ventanilla lateral rota y hacia la puerta trasera, que se había empotrado casi hasta el asiento, y en aquel momento el Mercedes volvió a embestir. La parte inferior del rostro del cabrón estaba en tinieblas, pero sus ojos se veían bien. Era como si hubiera visto la luz. Como si todas las fichas encajaran.
Había ocurrido todo lo que no debía ocurrir.
Entonces el Mercedes embistió por última vez; Rakel perdió el dominio, y el resto fue dolor y una mirada al mundo que daba volteretas en la oscuridad que las rodeaba.
Cuando se hizo el silencio, Isabel se vio cabeza abajo. Junto a ella estaba Rakel exánime, con su cuerpo sanguinolento doblado sobre el volante.
Isabel trató de girar el cuerpo, pero este no le obedecía. Entonces tosió y notó que brotaba sangre de su nariz y garganta.
Es extraño que no duela, pensó por un breve segundo, antes de que todo su cuerpo estallara en impulsos dolorosos. Quería gritar, pero no podía. Voy a morir, pensó, y escupió más sangre.
Vio que en el exterior una sombra se acercaba al coche. Los pasos sobre los cascos de cristal eran acompasados y decididos. No presagiaban nada bueno.
Después trató de enfocar la vista, pero la sangre que manaba de su boca y nariz la cegaba. Al parpadear, era como si tuviera papel de lija bajo los párpados.
Cuando él se acercó lo bastante pudo oír lo que decía, y también percibir el objeto metálico que llevaba en la mano.
– Isabel -dijo-. Eres la última persona que esperaba ver hoy. ¿Para qué tenías que mezclarte en esto? Ya ves el resultado.
Se puso en cuclillas y miró por la ventanilla lateral, lo más seguro para ver la mejor manera de asestarle un golpe mortal. Isabel trató de girar la cabeza para poder verlo con más claridad, pero sus músculos se negaban a obedecerla.
– Hay otros que te conocen -gimió, mientras notaba unos tirones violentos en la mandíbula.
El hombre sonrió.
– Nadie me conoce.
Luego sus pasos dieron la vuelta al coche y se quedó mirando el cuerpo de Rakel desde el otro lado.
– De esta ya no tengo que preocuparme. Menos mal. Podría haberse convertido en una amenaza.
Después se puso en pie de repente. Isabel oyó sirenas. Los reflejos azules en las piernas del hombre lo obligaron a retroceder unos pasos.
Y los ojos de Isabel se cerraron.
Capítulo 32
El tufo a goma quemada iba haciéndose más penetrante, así que se metió en un área de descanso justo antes de Roskilde. Después de separar de la rueda el guardabarros delantero derecho dañado, dio unos pasos en torno al coche para evaluar el alcance de los daños. No estaba intacto, por supuesto, pero aun así se quedó asombrado de lo poco que se apreciaban a simple vista las consecuencias de las embestidas.
Cuando las cosas se calmaran tendría que ocuparse de la carrocería. Había que borrar las huellas, todas las huellas. Con un mecánico de Kiel o Ystad, lo que le viniera mejor.
Prendió un cigarrillo y leyó la carta que había en el saco.
Este solía ser el momento especial que esperaba siempre. Estar en alguna parte, a oscuras, con coches que pasaban zumbando al lado, y saber que una vez más había hecho lo que debía hacer. Coger el dinero del saco, ir a la caseta de botes y terminar el trabajo.
Pero aquella vez no se sentía así. Aún permanecía en él la sensación de estar en la carretera junto a la vía férrea y mirar dentro del saco con la carta y su propia ropa.
Lo habían engañado. El dinero no estaba, no era una buena noticia.
Vio ante sí el Ford Mondeo destrozado y pensó que menos mal que la campesina santurrona se había llevado su merecido, pero la cuestión de Isabel era una espina clavada.
Los acontecimientos se habían desarrollado así por su propia culpa desde el principio. Si hubiera seguido su instinto, Isabel también habría muerto cuando lo desenmascaró en Viborg.
Pero ¿quién podía sospechar que hubiera una relación entre Rakel e Isabel? Porque había bastante distancia entre Frederiks y la casita adosada de Isabel en Viborg. ¿Qué carajo había pasado por alto?
Dio una intensa calada al cigarrillo y aguantó cuanto pudo el humo en los pulmones. Nada de dinero, y todo por errores estúpidos. Estúpidos errores y coincidencias que señalaban una dirección: Isabel. En aquel momento no sabía ni si estaba muerta. Si hubiera tenido diez segundos más junto al puto coche, le habría destrozado la nuca con el gato.
Entonces habría estado seguro.
Ahora esperaba que la naturaleza siguiera su curso. El accidente había sido muy violento. El Mondeo se había precipitado contra un árbol, y después dio por lo menos diez vueltas de campana. El chirriante sonido de metal retorcido contra el suelo todavía se oía cuando salió del Mercedes. ¿Cómo iban a poder sobrevivir?
Se llevó la mano a los palpitantes músculos del cuello. Putas brujas. ¿Por qué no habían seguido sus instrucciones?
Catapultó con los dedos la colilla hacia un seto, abrió la puerta del copiloto y se sentó en el asiento, cogió de un tirón el saco y extrajo su contenido.
El candado y el herraje del granero de Ferslev. Ropa suya sacada del armario y la carta. Eso era todo.
Volvió a leerla. Había que reaccionar con energía, sin duda. Quienes habían escrito la carta sabían demasiado, y ya está.
Pero se habían sentido seguras, y ese fue su error. Convencidas de que las tornas habían cambiado y de que ahora eran ellas quienes lo presionaban. En ese momento estarían muertas, casi seguro, claro que tendría que comprobarlo.
Así que ahora solo podían ser una amenaza el marido, Joshua, y tal vez el hermano de Isabel, el poli.
Tal vez. Una expresión odiosa.
Por un instante sopesó la situación, mientras la luz de las lámparas halógenas del flujo de coches de la autopista iluminaba a ráfagas los servicios del área de descanso.
No temía que los coches patrulla lo siguieran. Para cuando llegaron, él estaba ya a cientos de metros del lugar del accidente, y aunque antes de alcanzar la autopista se cruzó con un par de ellos con las luces y sirenas encendidas, nadie se interesó por un solitario Mercedes circulando a paso de tortuga.
Desde luego que encontrarían huellas de choques en el coche de Isabel, pero ¿de quién? ¿Cómo iban a poder encontrarlo?
No, ahora debía ocuparse ante todo del marido de Rakel, el Joshua aquel, y después conseguir la pasta. Y, además, debía borrar toda huella que pudiera poner a sus perseguidores sobre su pista. Tendría que volver a edificar su negocio partiendo de cero.
Dio un suspiro. Había sido un mal año.
Se había propuesto dar diez golpes más como aquel antes de retirarse. Y había trabajado bien. Los millones de los primeros años los empleó con prudencia y dieron mucho de sí, pero luego vino la crisis financiera y su cartera de valores se hizo añicos.
Hasta un secuestrador y asesino estaba sometido a los mecanismos del libre mercado, y ahora iba a tener que empezar casi de cero.
Hostias, masculló cuando lo asaltó otra posibilidad.
Si su hermana no recibía su dinero como siempre, iba a tener otro problema más. Había viejos asuntos de la infancia que podía remover. Nombres que no debían salir.
Había que contar con ello.
Cuando regresó a casa del orfanato, su madre ya tenía otro marido, que el más anciano de la comunidad había elegido entre los viudos. Deshollinador, con dos chicas de la edad de Eva; «un hombre gallardo», dijo el nuevo pastor sin dejarse cegar por la realidad.
Al principio su padrastro no lo pegaba, pero cuando su madre reducía la dosis de somníferos y lo complacía en la cama, su temperamento ampliaba su campo de acción.
«Que el Señor alce su rostro hacia ti y la paz sea contigo.» Siempre terminaba con esas palabras tras haber dado una paliza a sus hijas, y eran palabras frecuentes. Si una de ellas ofendía la palabra del Señor, que aquel payaso estaba convencido de tener el derecho exclusivo de interpretar, castigaba a su propia descendencia. Por regla general, nunca eran ellas las que hacían algo malo, sino su hermanastro. A lo mejor se le olvidaba decir amén, a lo mejor sonreía un poco mientras rezaban antes de comer. Raras veces iba más allá. Pero el padrastro no se atrevía a tocar a aquel chico grande y fuerte. Su físico no le daba para tanto.
Luego venía el remordimiento, y era casi lo peor. Su padre nunca se había preocupado por eso, siempre sabías a qué atenerte. Y su padrastro acariciaba las mejillas de sus hijas y les pedía perdón por su irascibilidad y por su hermanastro malo. Entonces entraba a su despacho, se ponía la Capa de Dios, que es como llamaba su padre a sus vestiduras sacerdotales, y pedía a Dios que protegiera a aquellas niñas vulnerables e inocentes, como si fueran unos angelitos.
En cuanto a Eva, nunca se dignaba dirigirle la palabra. Aborrecía aquellos ojos ciegos, blancos y brillantes, y ella se daba cuenta.
Ninguno de los niños lo entendía. No entendían por qué tenía que castigar a sus propias hijas, y menos aún cuando era al hijastro a quien odiaba y a la hijastra a quien despreciaba. Tampoco entendía nadie por qué su madre no intervenía, y por qué podía mostrarse Dios tan malvado y tan escandalosamente injusto mediante los actos de aquel hombre.
Durante una época Eva defendió a su padrastro, pero dejó de hacerlo cuando las marcas de golpes de sus hermanastras se hicieron tan ostensibles que las sentía en su propia piel.
Su hermano daba tiempo al tiempo. Estaba acumulando fuerzas para la rebelión final, que iba a llegar cuando menos lo esperasen.
Entonces eran cuatro niños, marido y mujer. Ahora solo quedaban Eva y él.
Sacó de la guantera la carpeta de plástico con la información sobre la familia, y enseguida encontró el número del móvil de Joshua.
Iba a llamarlo y confrontarlo con la realidad. Que su mujer y su cómplice estaban neutralizadas, y que ahora les tocaba a sus hijos, a no ser que entregara el dinero en otro lugar antes de veinticuatro horas. Iba a decirle a Joshua que era hombre muerto si había hablado del secuestro con alguien, además de Isabel.
No le costaba imaginar el rostro rubicundo de aquel tipo bonachón. El hombre se desmoronaría y cedería.
Eso era lo que le decía la experiencia.
Marcó el número y esperó lo que pareció una eternidad hasta que respondieron.
– ¿Sí…? ¿Diga…? -oyó decir a una voz que no relacionaba con la de Joshua.
– ¿Puedo hablar con Joshua? -preguntó, mientras una serie de conos de luz barrían tras él el edificio del área de descanso.
– ¿Con quién hablo? -quiso saber la voz.
– ¿No es ese el móvil de Joshua? -preguntó él.
– No, no lo es. Ha debido de equivocarse de número.
Miró su móvil. El número era el correcto. ¿Qué había pasado?
Entonces cayó en la cuenta. ¡El nombre!
– Ah, claro, perdone. He dicho Joshua porque así es como lo llamamos todos, pero se llama Jens Krogh. Perdone, se me había olvidado. ¿Puedo hablar con él?
Se quedó en silencio mirando al frente. El hombre al otro lado de la línea no hablaba. Mala señal. ¿Quién coño sería?
– Ya veo -dijo la voz, por fin-. ¿Con quién hablo, entonces?
– Con su cuñado -reaccionó con rapidez-. ¿Puedo hablar con él?
– No, lo siento. Está usted hablando con el agente Leif Sindal, de la Policía de Roskilde. Dice usted que es su cuñado. ¿Cómo se llama?
¿La Policía? ¿Los había llamado aquel imbécil? ¿Es que se había vuelto loco de atar?
– ¿La Policía? ¿Le ha pasado algo a Joshua?
– No puedo decirle nada si no me da su nombre.
Algo marchaba mal. ¿Qué sería esta vez?
– Soy Søren Gormsen -informó. Era la regla de oro. Dar siempre un nombre especial a la Policía. Se lo creen. Saben que pueden comprobarlo.
– Bien -fue la respuesta-. ¿Puede describirnos a su cuñado, Søren Gormsen?
– Claro que puedo. Es un hombre grande. Casi calvo, cincuenta y ocho años, siempre lleva puesto un chaleco verde oliva y…
– Søren Gormsen -lo interrumpió el policía-. Nos han llamado porque han encontrado a Jens Krogh muerto en un vagón de tren. Tenemos al cardiólogo aquí al lado, y siento comunicarle que su cuñado ha fallecido.
Dejó que la palabra «fallecido» resonara un momento antes de formular la pregunta.
– Oh, no, eso es terrible. ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sabemos. Según otro pasajero, se desplomó de repente.
¿Será una trampa?, pensó.
– ¿Adónde van a llevarlo? -preguntó.
Oyó que el policía y el médico hablaban en un segundo plano.
– Va a venir una ambulancia a por él. Todo parece indicar que habrá que hacer una autopsia.
– Entonces, ¿van a llevar a Joshua al hospital de Roskilde?
– Sí, bajaremos del tren en Roskilde.
Dio las gracias, se disculpó y salió del coche para limpiar las huellas del móvil y arrojarlo a un seto. Si se trataba de una trampa, no iban a cazarlo siguiendo la pista del teléfono.
– Eh -oyó por detrás. Dio la vuelta y vio a dos hombres saliendo del coche que acababa de aparcar. Matrícula de Lituania, ropa de deporte desgastada y unos rostros demacrados que no le deseaban nada bueno.
Fueron directos hacia él. El propósito era claro: en un visto y no visto lo derribarían y le vaciarían los bolsillos; era evidente que vivían de eso.
Alzó la mano en señal de aviso y señaló el móvil de su mano.
– ¡Toma! -gritó, arrojándolo con fuerza contra uno de los hombres mientras saltaba en diagonal y daba una patada en la entrepierna al otro, de modo que su cuerpo huesudo cayó al suelo gimiendo y soltó la navaja de muelle.
En menos de dos segundos asió la navaja, asestó dos cuchilladas en el vientre al hombre tumbado y una en el costado al otro.
Después recogió su teléfono móvil y lo arrojó junto con la navaja tan lejos como pudo, entre los matorrales.
La vida le había enseñado a golpear primero.
Abandonó a su suerte a aquellos dos engendros sanguinolentos y tecleó la estación de Roskilde en el GPS.
Se pondría allí en ocho minutos.
La ambulancia llevaba cierto tiempo parada cuando aparecieron con la camilla. Se puso a la cola de miradas curiosas dirigidas al contorno del cuerpo de Joshua, cubierto por una manta. Cuando vio al policía de uniforme que abría paso a la camilla con el abrigo y la bolsa de Joshua en brazos, estuvo seguro.
Joshua había muerto. El dinero se había esfumado.
– ¡Mierda puta! -Estuvo jurando sin parar mientras dirigía el rumbo del Mercedes hacia Ferslev, donde había tenido su domicilio-tapadera durante años. Su dirección, su nombre, su furgoneta, todo cuanto le proporcionaba seguridad, estaba unido a aquella casa. Y ahora se había terminado. Isabel tenía la matrícula de la furgoneta y se la había pasado a su hermano, y el dueño del coche estaba vinculado a la casa. Ya no era un domicilio seguro.
Cuando llegó al pueblo y se dirigió a través de los árboles hasta la pequeña propiedad rural, la zona estaba en calma. Hacía un rato que la pequeña comunidad había llegado al estado de sopor al que invitaba la pantalla del televisor. Solo el edificio principal de una granja situada más allá de los sembrados tenía un par de ventanas iluminadas. De modo que la voz de alarma la darían desde allí.
Comprobó que Rakel e Isabel se habían colado en el garaje y en la casa, echó un vistazo a todo y puso aparte algunos objetos. Cosas que pudieran resistir al incendio. Un espejito, una caja de costura, el botiquín de primeros auxilios.
Luego sacó la furgoneta del granero anexo, fue marcha atrás hacia el otro lado de la casa y embistió con fuerza contra el gran ventanal de la sala, desde donde había buenas vistas hacia los descampados.
El ruido de cristales rotos hizo que un par de pájaros alzaran el vuelo asustados, pero eso fue todo.
Entonces dio la vuelta a la casa y entró con la linterna encendida. Perfecto, pensó cuando vio la furgoneta con las ruedas traseras deshinchadas y la parte delantera plantada sobre el parqué del suelo. Caminó sobre los cristales rotos, abrió la puerta del maletero, cogió el bidón de reserva y esparció la gasolina desde la sala hasta la cocina, sobre el suelo del pasillo y en la primera planta.
Después desenroscó la tapa del depósito de la furgoneta, arrancó un pedazo de cortina, empapó la mitad en la gasolina del suelo y metió el otro extremo en la entrada al depósito.
Se quedó un rato en el patio exterior y miró alrededor antes de dar fuego al resto de la cortina y lanzarlo al charco de gasolina del pasillo, que llegaba hasta las bombonas de gas.
El Mercedes iba ya a toda velocidad por la carretera cuando el depósito de gasolina de la furgoneta explotó con un enorme estruendo. Pasado minuto y medio llegó el turno de las bombonas de gas. Parecía que el tejado se elevaba, de lo violenta que fue la explosión.
Tras pasar por el centro de la ciudad y volver a divisar los descampados, paró en el arcén y miró atrás.
Como una hoguera de San Juan chisporroteando hacia el cielo, la casa ardía con estruendo tras los árboles. Se veía ya desde leguas de distancia. Dentro de poco las llamas llegarían hasta los árboles y todo ardería.
Por ese lado no tenía ya nada que temer.
Cuando llegaran los bomberos estimarían que no podía salvarse nada.
Dirían que había sido una broma pesada.
Era lo que solían decir los campesinos.
Se puso ante la puerta del cuarto donde su mujer estaba enterrada bajo las cajas y comprobó una vez más, con una extraña mezcla de melancolía y satisfacción, que reinaba un silencio de muerte. Lo habían pasado bien los dos. Ella era guapa, dulce y una buena madre que bien podría haber terminado de otra manera. Una vez más debía agradecerse a sí mismo que no fuera así. Antes de volver a buscar a alguien con quien vivir, se encargaría de borrar lo que se ocultaba en el cuarto. Hasta entonces el pasado se había impuesto sobre su vida, pero no iba a hacerlo con su futuro. Haría un par de secuestros más, vendería la casa y se establecería lejos de todo aquello. Puede que para entonces hubiera aprendido a vivir. Pasó unas horas tumbado en el sofá esquinero reflexionando sobre lo que tenía que hacer en adelante. Podría conservar Vibegården y la caseta de botes; era un sitio seguro. Pero tendría que encontrar una sustituta para la casa de Ferslev. Una casita apartada de los caminos frecuentados. Un sitio donde no llegara la gente y cuyo dueño, a ser posible, fuera un paria en la zona. Un vejete que cuidara de sí mismo y no supusiera una carga para nadie. Tal vez tendría que buscar más hacia el sur esta vez. Ya había visto un par de casas apropiadas en la zona de Næstved, pero la experiencia le decía que la elección final no iba a ser fácil.
El dueño de la pequeña propiedad rural de Ferslev había sido perfecto. Nadie se interesaba por él y tampoco él se interesaba por nadie. Había trabajado la mayor parte de su vida en Groenlandia, y por lo visto tenía una novia en Suecia, se decía entonces en el pueblo. «Por lo visto.» Aquel maravilloso, vago, «por lo visto» lo puso sobre la pista. Se creía que era un hombre que se las arreglaba con el dinero que había ganado en una vida anterior. Lo llamaban «el raro», y con eso firmó su sentencia de muerte.
Habían pasado ya diez años desde que mató «al raro», y desde entonces se había preocupado de pagar todas las facturas que de vez en cuando llegaban al buzón de la casita rural. Pasados un par de años, se dio de baja en la compañía eléctrica y en el servicio de basuras, y desde entonces nunca aparecía nadie por allí. El pasaporte y el permiso de conducir a nombre del muerto, con otras fotos y una fecha de nacimiento más plausible, se los hizo un fotógrafo de Vesterbro. Un hombre bueno y cumplidor para quien la falsificación se había convertido en un arte igual al que, por iniciativa de su maestro, adoptaron los alumnos de Rembrandt. Un auténtico artista.
El nombre Mads Christian Fog lo había acompañado durante diez años, pero también eso se acabó.
Volvía a ser Chaplin.
Con dieciséis años y medio se enamoró de una de sus hermanastras. Era muy vulnerable, etérea, de frente lisa y despejada y con finas venas en las sienes. No tenía nada que ver con el tosco material genético de su padrastro ni con la corpulencia de su madre.
Quería besarla y abrazarla, perderse en su mirada y sumergirse en su interior, y sabía que estaba prohibido. A los ojos de Dios eran hermanos de verdad, y la mirada de Dios vigilaba todos los rincones de aquella casa.
Al final se entretenía con los placeres pecaminosos que practicaba en soledad bajo el edredón o con miradas furtivas, ya de noche, bajo el techo abuhardillado, por los resquicios del entarimado del suelo de su cuarto.
Allí lo pillaron un día con las manos en la masa, por así decir. Tumbado en el suelo, llevaba tiempo observando a la belleza de abajo vestida con un delgado camisón cuando por un breve segundo ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. El choque fue tan violento que él levantó como el rayo la cabeza y se dio contra una viga del techo, donde un clavo saliente se incrustó tras su oreja derecha y casi llegó al hueso.
Lo oyeron berrear en la buhardilla, y allí se acabó todo.
Su hermana Eva, en un arranque de puritanismo, se chivó a su madre y al padrastro. Lo que sus ojos ciegos no podían ver era la furia rayana en odio con que se desfogaron su padrastro y su madre ante aquel ultraje.
Al principio, lo interrogaron amenazándolo con la maldición eterna, pero no quiso reconocer nada. Que había estado espiando a su hermanastra. Que solo quería ver la imagen de sus sueños sin ropa. ¿Cómo iban las amenazas a hacerle reconocer aquello? Las había oído muchas veces, demasiadas.
– ¡Pues tú lo has querido! -gritó su padrastro, saltando sobre él por detrás. Tal vez no fuera más fuerte, pero la firme llave que le hizo lo cogió desprevenido, y le apresó la nuca y los brazos.
– ¡Coge la cruz! -gritó a su mujer-. ¡Saca a golpes a Satanás de su cuerpo infecto! ¡Golpéalo hasta que los diablos del pecado lo abandonen!
Vio el crucifijo alzado por encima de la mirada demente de su madre y sintió su mohoso aliento en el rostro cuando golpeó.
– ¡En nombre de la Gloria! -gritó ella, volviendo a levantar el crucifijo. Perlas de sudor poblaban su labio superior, y el padrastro la presionaba más aún, gimiendo y susurrando «en nombre del Todopoderoso» una y otra vez.
Después de veinte golpes en hombros y brazos, su madre retrocedió. Jadeante y agotada.
Desde aquel momento ya no hubo marcha atrás.
Sus dos hermanastras lloraban en el cuarto contiguo. Lo habían oído todo y parecían asustadas de verdad. Eva, sin embargo, no reaccionó, aunque no cabía duda de que también lo había oído todo. Siguió imperturbable con sus ejercicios de sistema Braille, pero no pudo ocultar la amargura de su rostro.
Después de cenar metió a escondidas un par de somníferos en el café de su padrastro y de su madre. Y al caer la noche, cuando dormían profundamente, disolvió todo el frasco de pastillas en agua. Tardó en ponerlos boca arriba, y también tardó en meterles por la boca la papilla de somníferos. Pero tenía tiempo de sobra.
Secó el frasco de somníferos, apretó en torno a él los dedos de la mano de su padrastro, cogió dos vasos y cerró las manos de los dos dormidos alrededor de ellos; después colocó los vasos en sus respectivas mesillas de noche, los llenó a medias con agua y cerró la puerta.
– ¿Qué hacías ahí dentro? -oyó una voz en el exterior.
Miró en la penumbra. En esa situación, Eva jugaba con ventaja, porque era amiga de la oscuridad y tenía un oído tan fino como el de un perro.
– No he hecho nada, Eva. Solo quería disculparme, pero están dormidos. Creo que han tomado somníferos.
– Pues espero que duerman bien -se limitó a comentar su hermana.
A la mañana siguiente se llevaron los cadáveres. En el pueblo se montó un escándalo por los suicidios, y Eva callaba. Tal vez barruntase ya entonces que el suceso, y el hecho de que su hermano pequeño también tuviera la culpa de su ceguera y penara por ello a su modo, iban a ser su seguro frente a una existencia de inmovilidad y miseria.
En cuanto a las hermanastras, buscaron la eternidad un par de años más tarde. Se dirigieron al lago cogidas de la mano, y el lago las recibió con dulzura. Así se liberaron de recuerdos dolorosos, pero Eva y él no se liberaron.
Habían pasado ya más de veinticinco años desde la muerte de sus padres, y aun así cada vez eran más los que, en las variadas contingencias del fanatismo, malinterpretaban la palabra «caridad».
No, a la mierda con ellos. Eran los que más odiaba. Los que creían estar por encima de los demás ayudados por las manos de Dios.
Debían desaparecer de la faz de la tierra.
Sacó del llavero la llave de la furgoneta y la de la casita rural y las echó al cubo de basura del vecino, debajo de la primera bolsa del montón, mientras miraba alrededor con detenimiento.
Después entró en su casa y vació el buzón.
La publicidad fue directamente a la basura, y el resto lo tiró sobre la mesa de la sala. Un par de facturas, los dos periódicos de la mañana y una nota escrita a mano con el logo del club de bolos.
En los periódicos no venía nada, claro, había sucedido tras el cierre de la edición. Pero la radio regional estaba al día. Dijeron algo sobre dos lituanos malheridos en una pelea, y después vino lo del accidente de las mujeres. No dijeron gran cosa, pero era suficiente. Informaciones sobre el lugar del accidente, la edad de las mujeres, que ambas estaban heridas graves, tras varias horas de conducción temeraria, en la que, entre otras cosas, habían arremetido contra una barrera de peaje del puente. No mencionaron ningún nombre, pero sí dijeron que podría haber otro conductor que se dio a la fuga.
Entró en internet y buscó más noticias del suceso. En la página web de uno de los periódicos matutinos añadían que ambas mujeres, tras haber sido operadas durante la noche, seguían entre la vida y la muerte, y que nadie entendía por qué cruzaron a tanta velocidad el puente del Gran Belt. Un médico de la unidad de Traumatología del Hospital Central manifestó su pesimismo acerca de su estado.
Aun así, sintió una profunda inquietud.
Vio en internet un vídeo sobre la unidad de Traumatología, qué hacían y dónde, y después miró el plano general del hospital con la localización de sus secciones. Ahora estaba preparado.
De momento tenía que ocuparse de mantenerse informado sobre el estado de las mujeres.
Entonces cogió la nota con el logo del club de bolos y el número de distrito, y la leyó.
«He pasado hoy, pero no había nadie en casa. La prueba por equipos del miércoles a las 19.30 la han adelantado a las 19.00. ¡Recuerda la bola ganadora después! O ¿es que tienes ya suficientes bolas? Ja, ja. ¿Vais a venir los dos? ¡Ja, ja otra vez! Saludos del Papa», ponía.
Alzó la vista hacia el techo, donde yacía su mujer. Si esperaba un par de días más para llevar el cadáver a la caseta de botes, podría librarse de los tres a la vez. Otro par de días sin agua, y los jóvenes estarían muertos; y así debía ser, era lo que habían decidido sus padres.
Una auténtica estupidez. Tanto esfuerzo para nada.
Capítulo 33
Había oído que estaban teniendo una noche agitada abajo, en la sala, pero no que el médico de guardia hubiera vuelto.
– Hardy tiene algo de agua en los pulmones -hizo saber Morten-. Le cuesta respirar.
Parecía preocupado. Era como si su alegre rostro rechoncho se hubiera hundido.
– ¿Es grave? -preguntó Carl. Sería muy lamentable.
– El médico quiere tener a Hardy un par de días en observación en el Hospital Central, para mirarle bien el corazón y esas cosas. También temen una pulmonía. Sería muy peligroso para un hombre en el estado de Hardy.
Carl asintió en silencio. Por supuesto, no debían correr ningún riesgo.
Acarició el pelo de su amigo.
– Joder, Hardy, vaya movida. ¿Por qué no me habéis despertado?
– Le he dicho a Morten que no -susurró con mirada triste; más triste de lo normal-. Me dejaréis volver cuando me den el alta, ¿verdad?
– Pues claro, viejo amigo. La vida aquí no merece la pena sin ti.
Hardy esbozó una leve sonrisa.
– No creo que Jesper esté de acuerdo. Cuando vuelva por la tarde le encantará que la sala esté como solía estar.
¿Por la tarde? Carl lo había olvidado por completo.
– Pero eso, que no voy a estar cuando vuelvas del trabajo, Carl. Morten va a acompañarme al hospital, así que estoy en buenas manos. Quién sabe, quizá vuelva un día de estos -se animó, tratando de sonreír, mientras jadeaba en busca de aire. Después se sinceró-. Carl, hay algo que me da vueltas en la cabeza.
– Ah, ¿sí? Cuéntame.
– Te acuerdas del caso de Børge Bak en el que encontraron el cadáver de una prostituta bajo el puente Langebro? Parecía que se hubiera ahogado por accidente, tal vez un suicidio sin más, pero no lo era.
Sí, Carl lo recordaba con nitidez. Una mujer de color. Poco más de dieciocho años. Estaba desnuda, a excepción de una anilla de hilo de cobre trenzado en torno a un tobillo. No era algo en lo que uno se fijara de modo especial, muchas mujeres africanas lo llevaban. De modo que se fijaron más en las numerosas marcas de pinchazos que tenía en los brazos. Típico de putas heroinómanas, pero no tan habitual entre las chicas africanas de Vesterbro.
– La había matado su chulo, ¿verdad? -comentó Carl.
– No, la mataron más bien los que la vendieron al chulo.
Sí, ahora lo recordaba.
– Ese caso me recuerda al caso que lleváis ahora, el de los cuerpos carbonizados en incendios.
– Vaya. ¿Te refieres a la anilla de cobre que llevaba la africana en el tobillo?
– Exacto.
Cerró los ojos con fuerza dos veces. Aquello equivalía a una afirmación.
– La chica no quería seguir haciendo la calle. Quería volver a casa, pero no había ganado suficiente dinero, así que no podía ser.
– Y entonces, la mataron.
– Sí. Las chicas africanas creen en el vudú, pero aquella no, y eso ponía en peligro todo el sistema. Tenía que desaparecer.
– Entonces usaron la anilla con ella para recordar a las demás putas que rebelarse contra sus amos o contra el vudú tiene su castigo.
Hardy volvió a cerrar los ojos dos veces.
– Eso es. Alguien trenzó plumas, pelo y todo tipo de chismes en la anilla. El resto de las chicas africanas captó el mensaje.
Carl se secó la boca. No cabía duda de que Hardy había descubierto algo.
Jacobsen estaba de espaldas a Carl, mirando a la calle. Lo hacía a menudo cuando estaba concentrado.
– Dices que Hardy está convencido de que los cadáveres de los incendios eran cobradores. Que su trabajo consistía en administrar y cobrar las cuotas de las tres empresas y que no lo hicieron bien. Que no se cobró lo que se debía y que por eso los mataron.
– Sí. La organización daba un castigo ejemplar para el resto de cobradores. Y las empresas que habían pedido el préstamo satisfacían la deuda con la indemnización del seguro. Dos pájaros de un tiro.
– Si esos serbios se llevaron las indemnizaciones de las aseguradoras, va a haber un par de empresas sin fondos para volver a montarlas -aseveró Jacobsen.
– Sí.
El inspector jefe de Homicidios hizo un gesto afirmativo. Las explicaciones sencillas daban muchas veces soluciones sencillas. Era algo bestial, sin duda, pero las bandas del Este de Europa y las de los Balcanes tampoco se caracterizaban por su sensiblería.
– ¿Sabes qué, Carl? Vamos a seguir esa teoría -dijo, moviendo la cabeza arriba y abajo-. Voy a hablar con la Interpol enseguida. Tendrán que ayudarnos a conseguir alguna respuesta de los serbios. Da las gracias a Hardy de mi parte. Por cierto, ¿cómo le va? ¿Se va haciendo a tu casa?
Carl meneó la cabeza de lado a lado. «¿Se va haciendo?» Tampoco era para tanto.
– Por cierto, información confidencial. -Marcus Jacobsen lo detuvo cuando salía por la puerta-: hoy vais a tener visita de la Inspección de Trabajo.
– Ah, ¿sí? Y tú ¿cómo lo sabes? Creía que sus visitas solían ser por sorpresa.
El inspector jefe de Homicidios sonrió.
– Qué coño, al fin y al cabo somos la Policía, ¿no? Lo sabemos todo.
– Yrsa, hoy tienes que trabajar en el segundo piso, ¿vale?
Ella no pareció oírlo.
– Gracias por la nota que nos dejaste ayer. Es decir, de parte de Rose -dijo.
– Bien. ¿Y qué ha respondido? ¿Va a volver al trabajo pronto?
– La verdad es que no me ha dicho nada sobre eso.
No podía decirse de forma más explícita.
Tendría que arreglárselas con Yrsa.
– ¿Dónde está Assad? -preguntó.
– En su despacho, telefoneando a miembros de sectas expulsados. Yo me encargo de los grupos de apoyo.
– ¿Hay muchos?
– No. Tendré que hacer como Assad y llamar a exmiembros de la comunidad.
– Buena idea. ¿Dónde los encontráis?
– En viejos recortes de prensa. Hay montones de ellos.
– Cuando subas al segundo piso llévate a Assad. Los de la Inspección de Trabajo están al llegar.
– ¿Quiénes?
– Los de la Inspección de Trabajo. Los del amianto.
No pareció registrarlo en su mollera.
– ¡Hola! -saludó, chasqueando los dedos-. ¿Estás despierta?
– Hola, tu padre. Voy a decirlo con todas las letras, Carl. No tengo ni idea de qué es lo del amianto. ¿No te estás confundiendo con Rose?
¿Había sido Rose?
Santo cielo, ya no sabía quién era quién ni dónde estaba.
Tryggve Holt telefoneó a Carl mientras este pensaba si poner una silla en medio del suelo para poder rematar a la mosca la próxima vez que se posara en su sitio preferido, en medio del techo.
– ¿Les ha gustado el dibujo? -preguntó Tryggve.
– Sí, ¿y a ti?
También a él le había gustado.
– Lo llamo porque hay un policía danés, un tal Pasgård, que no deja de llamarme. Ya le he dicho lo que sé; ¿no podría decirle que es muy irritante y que me deje en paz?
Con gusto, pensó Carl.
– ¿Te importa si te hago antes un par de preguntas, Tryggve? -propuso-. Ya me encargaré de que te deje en paz.
El tipo no quedó muy contento, pero tampoco se negó.
– No creemos que sean molinos de viento, Tryggve. ¿No podrías describir mejor el sonido?
– ¿Cómo voy a describirlo?
– ¿Cómo era de grave?
– La verdad es que no sé. ¿Qué quiere que diga?
Carl emitió un sonido grave.
– ¿Era así de grave?
– Sí, algo parecido.
– No ha sido muy grave.
– Pues, entonces, no sería un sonido grave. Aunque yo lo llamaría así.
– ¿Sonaba a metálico?
– ¿Cómo, metálico?
– Era un sonido suave, ¿o más bien agudo?
– No lo recuerdo. Algo agudo, creo.
– O sea, ¿como una especie de motor?
– Sí, puede. Pero sonó sin parar durante días.
– ¿Y no disminuyó con la tormenta?
– Sí, un poco, pero no mucho. Oiga, ya le he contado esto a Pasgård. Bueno, casi todo. ¿No puede hablar con él? No soporto tener que pensar más sobre aquello.
Pues vete a ver a un psicólogo, pensó Carl.
– Te comprendo, Tryggve -fue lo que dijo.
– Llamaba también por otra cosa. Mi padre está hoy en Dinamarca.
– No me digas -se sorprendió Carl, y cogió el bloc-. ¿Dónde?
– Tiene reunión de los Testigos de Jehová en la sede central de Holbæk. Parece que quiere que lo manden a otra parte. Creo que usted le ha metido miedo. No puede aceptar que se hurgue en aquella cuestión.
Entonces estáis de acuerdo, amigo mío, pensó.
– Ya. ¿Y qué pueden hacer los Testigos de Jehová de Dinamarca? -preguntó.
– ¿Que qué pueden hacer? Pues, por ejemplo, podrían mandarlo a Groenlandia o a las islas Faroe.
Carl arrugó el entrecejo.
– ¿Cómo lo sabes, Tryggve? ¿Vuelves a hablar con tu padre?
– No. Lo sé por mi hermano pequeño, Henrik. Y no se lo diga a nadie, porque si no las va a pasar canutas.
Después Carl miró la hora. Dentro de una hora y veinte minutos iba a llegar Mona con su meticuloso superpsicólogo. Pero ¿por qué quería hacerle pasar ese trago? ¿Creía que de repente iba a echar a saltar como una liebre de primavera diciendo «aleluya, ya no me entran sofocos por que mataran a mi compañero delante de mis ojos sin que yo hiciera nada»?
Sacudió la cabeza. Si no fuera por Mona, ya se encargaría él de neutralizarle las ganas de preguntar a aquel aprendiz de psiquiatra.
Llamaron suavemente a la puerta. Era Laursen, con una bolsita de plástico en la mano.
– Cedro -se limitó a decir, depositando ante él la astilla encontrada en la botella del mensaje-. Tienes que buscar una caseta de botes hecha de cedro. ¿Cuántas crees que habrán levantado en el norte de Selandia antes del secuestro? No muchas, te lo digo yo, porque en aquella época todos usaban madera tratada. Fue antes de que Silvan y el resto de hipermercados de material de construcción dijeran al señor y a la señora Dinamarca que aquello ya no era lo bastante fino.
Carl miró el pedazo de madera. ¡¿Cedro?!
– ¿Quién dice que la caseta está hecha del mismo material que el pedazo que encontró Poul Holt para escribir? -preguntó.
– Nadie. Pero existe la posibilidad. Creo que vas a tener que hablar con los carpinteros de la zona.
– Muy buen trabajo, Tomas, pero la caseta puede que sea del año de la polca. Casi seguro que incluso de antes. En Dinamarca debemos guardar la contabilidad de los últimos cinco años. Ningún hipermercado ni tienda de materiales de construcción sabe quién compró madera de cedro en cantidad considerable hace diez años, y todavía menos hace veinte. Eso solo funciona en las películas. En la vida real nunca ocurre.
– Pues podía haberme ahorrado el trabajo -sonrió Laursen. Como si el zorro de él no supiera la pregunta que daba vueltas y más vueltas en el coco de su antiguo compañero. ¿Cómo emplear aquella información? ¿Cómo?
– Oye, por cierto, en el Departamento A están eufóricos -continuó.
– ¿Y eso…?
– Han conseguido que el dueño de una de las empresas que han sufrido incendios últimamente se desmoronase. Está en una de las salas de interrogatorio, cagado de miedo. Teme que los que le prestaron el dinero vayan a matarlo.
Carl procesó la información.
– Yo también creo que no le faltan razones para temerlo.
– Bueno, Carl, vas a estar unos días sin noticias mías. Tengo un cursillo.
– Ajá. ¿Qué, tienes que aprender a cocinar para instituciones?
Puede que riera demasiado alto.
– Pues sí. ¿Cómo lo has adivinado?
Carl vio la mirada de Laursen, una mirada que había visto antes. En las escenas del crimen, donde encontraban al muerto y casi todos iban vestidos con monos blancos.
La mirada triste que Laursen debía haber dejado atrás seguía presente.
– ¿Qué ocurre, Tomas? ¿Te han despedido?
Laursen asintió en silencio, breve.
– No es lo que piensas. Es que la cantina no da para pagar gastos. Aquí trabajan ochocientas personas, y pasan de comer en la cantina. Así que van a cerrarla.
Carl arrugó el entrecejo. No pertenecía a la élite que, tras largo tiempo de lealtad, eran premiados con una rodaja más de limón sobre el filete de pescado empanado, pero bueno. Si cerraban el refectorio, la fonda, la central de papeo, el restaurante del personal, la cantina o como diablos quisieran llamar al montón de mesas cojas y techo abuhardillado con el que te dabas un coscorrón a las primeras de cambio, entonces las cosas iban mal de verdad.
– ¿Van a cerrarla? -preguntó.
– Sí. Pero la directora de la Policía exige que haya una cantina, así que van a subcontratar el negocio. Lone y todos los demás, entre ellos yo, tendremos que preparar bocadillos hasta que algún tipo, en nombre del liberalismo, nos mande al desempleo o nos ponga a picar cebolla sin descanso.
– Entonces, ¿te largas ya?
Una sonrisa arrugada asomó a su rostro curtido.
– ¿Largarme? Ni por el forro. No, me han dado permiso para participar en un cursillo y cualificarme para poder presentar el pliego de condiciones para llevar la cantina. Qué cojones.
Acompañó un rato a Laursen escaleras arriba y encontró a Yrsa en el segundo piso, en acalorada discusión con Lis sobre quién estaba más bueno, George Clooney o Johnny Depp. Quienesquiera que fuesen.
– Hay que ver cómo se trabaja aquí -comentó agrio, y pilló a Pasgård en plena carrera de la máquina de café a su despacho.
– Gracias por la ayuda, Pasgård -dijo, entrando al despacho-. Quedas liberado del caso.
El tipo lo miró incrédulo. Siempre imaginaba que los demás estaban tan llenos de jueguecitos como él.
– Una última misión, Pasgård, y después tú y Jørgen podéis seguir con el afinado de timbres en Sundby. Hazme el favor de ocuparte de que lleven al padre de Poul Holt a Jefatura para interrogarlo. Martin Holt debería estar en este momento en la sede central de Holbæk de los Testigos de Jehová. En Stenhusvej 28, por si no lo sabías.
Miró el reloj.
– Me vendría bien interrogarlo dentro de dos horas justas. Seguro que protesta, pero al fin y al cabo es testigo clave de un caso de asesinato.
Giró sobre los talones. Estaba oyendo ya las protestas de la Policía de Holbæk. ¡Irrumpir en el momento más sagrado de los Testigos de Jehová! ¡Santo cielo! Pero Martin Holt los acompañaría sin problemas. Al fin y al cabo, de dos males el peor era deber reconocer sus mentiras sobre la expulsión de su hijo a sus almas gemelas de los Testigos de Jehová.
Una cosa era haber mentido a los que estaban fuera de la secta, otra hacerlo a los iniciados.
Encontró a Assad en el escritorio del pasillo frente al despacho de Jacobsen. Un triste ordenador de los que habían retirado cinco años antes ronroneaba sobre la mesa. Eso sí, le habían dado un teléfono móvil relativamente nuevo para que se pudiera comunicar con el exterior. Desde luego, unas condiciones fantásticas.
– ¿Cae algo, Assad?
Este levantó la mano en el aire. Por lo visto, tenía que terminar de escribir algo. Poner en orden las ideas antes de que se esfumaran. Carl conocía bien el problema por experiencia propia.
– Es extraño, Carl. Cuando hablo con gente que ha abandonado una secta, todos creen que quiero engancharlos a otra. ¿Crees que será por el acento?
– ¿Tienes acento? No me había dado cuenta.
Assad alzó la vista con un guiño.
– Ah, me tomas, o sea, el pelo. Ya me he dado cuenta -advirtió, levantando un dedo en señal admonitoria-. A mí no me toman el vacile tan fácil.
– O sea, que no hay nada que nos haga avanzar -convino Carl asintiendo con la cabeza. Desde luego, no era culpa de Assad-. Pero, a lo mejor, es porque no hay gran cosa que buscar. Tampoco podemos estar seguros de que el secuestrador haya cometido el crimen más que esta vez, ¿no?
Assad sonrió.
– Ja, ya estás otra vez tomando el vacile. Por supuesto que el secuestrador lo ha hecho más de una vez. He leído en tu mirada que lo sabías.
Tenía razón. Sobre aquella cuestión no podía haber grandes dudas. Un millón de coronas era mucho dinero, pero tampoco era tanto. Al menos, si vivías de eso.
Pues claro que el secuestrador lo había hecho más veces. ¿Por qué no iba a hacerlo?
– Tú sigue con lo tuyo. De todas formas, de momento no hay gran cosa que hacer.
Cuando llegó al mostrador tras el cual Yrsa y Lis seguían sin cortarse con su parloteo sexista acerca de qué físico debían tener los hombres de verdad, golpeó discretamente con los nudillos el cristal.
– Tengo entendido que Assad está él solo llamando por teléfono a los miembros expulsados de sectas, y por eso tengo otro cometido para ti, Yrsa. Y si fuera un bocado demasiado grande, ya la ayudarás un poco, ¿verdad, Lis?
– No lo hagas, Lis -se oyó decir con amargura a la señora Sørensen en el rincón-. Este señor Mørck pertenece a otro departamento. En la descripción de tus tareas no pone que debas echarle una mano.
– Bueno, eso depende -objetó Lis, enviando a Carl una de esas miradas en que, por lo visto, su marido la había convertido en especialista durante su tórrido viaje por Estados Unidos. Mona debería haberla visto mirarlo así. De haberlo hecho, quizá luchara con más tesón por su nueva captura.
Como autodefensa, dirigió la mirada a los labios rojos de Yrsa.
– Yrsa, mira a ver si puedes encontrar esa caseta de botes en alguna fotografía aérea. Mira todas las fotos que se usan en los registros de inmobiliarias de los municipios de Frederikssund, Halsnæs, Roskilde y Lejre. Lo más seguro es que las tengan en su página web, pero si no las tienen pídeselas por correo electrónico. Fotos aéreas de alta resolución en las que aparezcan todas las zonas de playa de la península de Hornsherred. Y de paso pide también algunos mapas que marquen dónde hay molinos de viento en la región.
– Creía que habíamos convenido que estuvieron desconectados por la tormenta.
– Ya, joder, pero hay que mirarlo.
– Eso va a ser pan comido para ella -aseguró Lis-. ¿Y qué tienes para mí?
Le lanzó una mirada que fue directa a su bajo vientre. ¿Qué diablos iba a responder a aquella pregunta equívoca? ¡Y además en público! Las respuestas atrevidas se le amontonaban.
– Esto… Podrías preguntar a los departamentos técnicos de esos municipios si han dado licencia para construir casetas de botes en esa costa antes de 1996 y, en caso afirmativo, dónde.
Lis meneó las caderas.
– ¿Solo eso? No es gran cosa.
Después volvió hacia él su fascinante trasero y corrió hacia el teléfono.
Una vez más había dicho la última palabra.
Capítulo 34
La provincia de Helmand fue el infierno personal de Kenneth. El polvo del desierto, su pesadilla. Una vez en Irak y dos en Afganistán. Era más que suficiente.
Sus compañeros le enviaban mensajes de correo electrónico todos los días. Palabras y más palabras sobre la camaradería y los buenos tiempos, nada sobre lo que ocurría en realidad. Lo único que querían todos era seguir vivos. Era su único objetivo.
Se dio cuenta de que por eso lo había dejado. Un montón de trastos junto a una carretera. Un mal sitio en la oscuridad. Un mal sitio de día. Porque había bombas. El ojo acercándose a la mira telescópica. La suerte no era un compañero de quien te pudieras fiar.
Y por eso estaba ahora en su casita de Roskilde, tratando de relajar sus sentidos, olvidar y seguir adelante.
Había matado y no se lo había dicho a nadie. Ocurrió en una breve escaramuza. No lo vieron ni sus compañeros. Un cadáver algo alejado de los demás, era su cadáver. Alcanzado en la tráquea; un jovencito. En su caso, la espantosa característica de los guerrilleros talibán no era más que algo de pelusa en barbilla y mejillas.
No, no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Mia.
No es lo primero que te sale por la boca cuando suspiras por lo enamorado que estás.
La primera vez que vio a Mia supo que ella sería capaz de hacer que se rindiera sin condiciones.
Lo miró al fondo de los ojos cuando la tomó de la mano. Sucedió ya entonces. Aquella rendición total. Deseos y esperanzas reprimidos que se liberaban de pronto. Se escucharon mutuamente con los sentidos alerta y supieron que el encuentro debía repetirse.
Ella se estremeció al decirle cuándo esperaba que volviera su marido. También ella estaba dispuesta a una vida nueva.
La última vez que se vieron fue el sábado anterior. Llegó espontáneamente, y, tal como habían convenido, llevaba un periódico bajo el brazo.
Ella estaba sola, pero agitada, lo dejó entrar con reticencia y no quiso decirle qué había ocurrido. Tampoco parecía tener ni idea de lo que le iba a deparar el día.
Si hubieran tenido unos pocos segundos más, habría pedido a Mia que se marchara con él. Que hiciera las maletas con lo imprescindible, tomara a Benjamin en brazos y se fuera con él.
Ella no se habría negado si su marido no hubiera llegado en ese momento; estaba convencido. Y en su casa habrían tenido tiempo para desatar cada uno los nudos de una vida plagada de malas experiencias.
Pero tuvo que marcharse porque ella se lo pidió. Por la puerta trasera. Salir a la oscuridad como un perro asustadizo. Sin llevarse la bici.
Desde entonces no había podido apartar aquello de su mente ni por un segundo.
Habían transcurrido ya tres días. Era martes, y desde la desagradable sorpresa del sábado había vuelto allí varias veces. Pudiera ser que se encontrara con el marido de Mia. Que surgiera una situación desagradable de forma involuntaria. Pero las demás personas ya no le daban miedo, solo él se daba miedo. Porque ¿qué iba a hacer con aquel hombre si resultaba que había hecho daño a Mia?
Pero la casa estaba vacía cuando volvió. También lo estuvo la vez siguiente, y aun así lo atraía sin cesar. Crecía en él un presentimiento fruto de un instinto cultivado. Como la sensación que se apoderó de él la vez que uno de sus amigos señaló una calle donde luego fueron asesinados diez habitantes locales. Sabía que no debían transitar por aquella calle, y también sabía que aquella casa encerraba secretos que jamás saldrían a la luz sin su ayuda.
Se plantó ante la puerta principal y la llamó por su nombre. Si se hubieran marchado de vacaciones, ella se lo habría dicho. Si ya no estaba interesada en él, habría desviado su mirada brillante.
Ella estaba interesada en él, y había desaparecido. Ni siquiera respondía al móvil. Por unas horas pensó que no se atrevería a responder porque su marido estaría cerca. Después se imaginó que el marido se lo había quitado y que ya sabía quién era él.
Si sabe dónde vivo, no tiene más que venir a casa, se dijo. Iba a ser un combate desigual.
Así pasó los días hasta la víspera, cuando por primera vez tuvo la sensación de que la respuesta podía encontrarse en otra parte.
Porque había un sonido que lo había sorprendido, y eran precisamente los sonidos sorprendentes los que el soldado que había en él estaba entrenado para oír. Sonidos muy débiles que podían hacer que el segundo siguiente fuera decisivo. Sonidos que podían significar la muerte si nadie los oía.
Y fue un sonido así el que oyó cuando, estando frente a la puerta, la llamó al móvil.
Un móvil que sonaba muy amortiguado tras el tabique.
Entonces apagó el móvil y volvió a escuchar. No se oía nada.
Marcó otra vez el número de Mia y esperó un momento. Entonces oyó el sonido. El móvil de ella, al que acababa de llamar, se encontraba en alguna parte detrás de la ventana inclinada y cerrada, y estaba sonando.
Meditó durante un rato.
Existía la posibilidad de que ella lo hubiera dejado a propósito, pero no creía que fuera así.
Solía llamarlo su único medio de contacto con el resto del mundo, y un medio de contacto no se deja a desmano sin más.
Bien que lo sabía él.
Después volvió allí otra vez y oyó el móvil en la habitación que estaba encima de la puerta principal, la de la ventana inclinada. Nada nuevo. ¿Por qué, entonces, esa sospecha continua de que algo iba mal?
¿Sería porque el sabueso de su interior husmeaba peligro? ¿El soldado que había en él? O ¿era solo que estar enamorado lo cegaba ante la posibilidad de que no fuera ya más que un paréntesis en la vida de ella?
Y a pesar de todas las preguntas, a pesar de todas las respuestas posibles, seguía teniendo aquella sensación.
Tras las cortinas de la casa de enfrente, un par de ancianos lo observaban. Aparecían en cuanto gritaba el nombre de Mia. Tal vez debiera preguntarles si habían visto algo.
Abrieron al cabo de un buen rato, y no parecieron muy contentos de ver su rostro.
La mujer le preguntó si no podía dejar en paz a los vecinos de enfrente.
Kenneth trató de sonreír, y luego les mostró cómo temblaban sus manos. Mostró el miedo que tenía y que necesitaba ayuda.
Le dijeron que el marido había estado en la casa varias veces durante los últimos días, porque al menos su Mercedes estuvo allí, pero que no habían visto en ningún momento a la mujer ni al niño.
Les dio las gracias y les pidió que lo mantuvieran al corriente, después de darles su número de teléfono.
En cuanto cerraron la puerta supo que no iban a llamarlo. Ella no era su mujer. Eso era lo que importaba.
La llamó por última vez, y por última vez oyó los tonos de llamada en la habitación de la primera planta.
Mia, ¿dónde estás?, pensaba con inquietud creciente.
A partir del día siguiente, iría por la casa varias veces al día.
Si no ocurría algo que lo tranquilizara, acudiría a la Policía.
No porque tuviera nada concreto.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Capítulo 35
Paso elástico. Arrugas masculinas en los lugares apropiados del rostro. Ropa cara evidente.
Una combinación genial de todo lo que hacía que Carl se sintiera como un trapo.
– Este es Kris -lo presentó Mona, correspondiendo al beso de Carl con cierta frialdad.
– Kris y yo estuvimos juntos en Darfur. Es especialista en traumas de guerra, y trabaja de forma más o menos permanente para Médicos Sin Fronteras, ¿verdad, Kris?
«Estuvimos juntos en Darfur», había dicho. No «trabajamos juntos en Darfur». No hacía ni puta falta ser psicólogo para entender lo que significaba. Odiaba ya a aquel imbécil que apestaba a perfume.
– Conozco bastante bien tu caso -dijo Kris, mostrando unos dientes demasiado regulares y demasiado blancos-. Mona ha recibido permiso de sus superiores para informarme.
Recibido permiso de sus superiores, vaya chorrada, pensó Carl. ¿Por qué no preguntarme a mí?
– ¿Te parece bien?
Aquello llegaba ligeramente tarde. Miró a Mona, que le dirigió una mirada de lo más dulce y conciliadora. Joder con la tía.
– Sí, claro -respondió-. Estoy segurísimo de que Mona hace lo mejor para todos.
Devolvió la sonrisa al hombre, y Mona lo registró. En el momento oportuno.
– Me han concedido treinta horas para tratar de enderezarte. Según tu jefe, vales tu peso en oro.
Rio un poco. En ese caso, le pagaban demasiado la hora.
– ¿Treinta horas, dices? -preguntó sorprendido. ¿Iba a tener que estar con aquel San Dios más de un día en total? Ese tío estaba de la olla.
– Bueno, veremos cómo estás de tocado. Pero en la mayoría de los casos treinta horas suelen ser más que suficientes.
– ¡No me digas! -Aquello le tocaba las pelotas.
Se sentaron frente a él. Mona, con una puñetera sonrisa encantadora.
– Cuando piensas en Anker Høyer, Hardy Henningsen y tú en la cabaña de Amager, donde te dispararon, ¿cuál es la primera sensación que te viene? -preguntó el hombre.
Carl sintió escalofríos en la espalda. ¿Que qué sintió? Trance. Cámara lenta. Parálisis en los brazos.
– Que pasó hace mucho tiempo -respondió.
Kris hizo un gesto afirmativo y mostró cómo había conseguido sus patas de gallo.
– A la defensiva, ¿eh, Carl? Ya me habían advertido. Solo quería ver si era cierto.
¿Qué coño…? ¿Quería jugar a boxeadores? Aquello prometía ser interesante.
– ¿Sabes que la mujer de Hardy Henningsen ha presentado una solicitud de separación?
– No, Hardy no me ha dicho nada de eso.
– Por lo que he entendido, debía de tener cierta debilidad por ti. Pero tú rechazaste sus insinuaciones. Que habías ido a mostrarle tu apoyo, creo que dijo. Eso desvela una faceta tuya que va algo más allá de tu fachada de duro. ¿Qué te parece?
Carl arrugó el entrecejo.
– Pero ¿qué tiene que ver Minna Henningsen con esto? Oye, ¿estás hablando con mis amigos a mis espaldas? No me hace ni puta gracia.
El tipo se volvió hacia Mona.
– Ya ves. Justo lo que había previsto.
Se sonrieron, cómplices.
Una pasada más y le iba a enroscar a aquel gilipollas la lengua al cuello. Iba a quedar pintoresco junto a la cadena de oro que colgaba de su cuello de pico.
– Tienes ganas de pegarme, ¿verdad, Carl? De darme un par de soplamocos y mandarme a hacer puñetas, ya veo -comenzó, mirando a Carl a los ojos tan fijamente que el azul claro de su mirada casi lo envolvió.
Después su mirada cambió. Se puso serio.
– Tranquilo, Carl. En realidad estoy de tu lado, y tú estás bien jodido, lo sé -lo sosegó, alzando la mano para frenarlo-. Y tómalo con calma, Carl. Si piensas con quién de los dos me gustaría echar un polvo, sería contigo.
Carl se quedó boquiabierto.
Tómalo con calma, decía. Siempre era tranquilizador saber por dónde tiraba el tío, pero nunca estaba bien del todo.
Se despidieron tras haber acordado el calendario de consultas, y Mona acercó tanto su rostro al de él que notó que le fallaban las piernas.
– Entonces nos vemos a la noche en mi casa, ¿verdad? ¿Qué tal hacia las diez? ¿Puedes escaparte de casa o tienes que cuidar de tus chicos? -susurró.
Carl vio en su imaginación el cuerpo desnudo de Mona deslizarse hasta tapar el careto obstinado de Jesper.
Era una elección la mar de sencilla.
– Sí, ya me imaginaba que encontraría a alguien aquí -observó el tipo de la carpeta mientras extendía hacia él su minúscula mano de rata de oficina, para después presentarse-. John Studsgaard, Inspección de Trabajo.
El tipo aquel ¿pensaba que estaba senil? Si no hacía ni una semana que había estado allí.
– Carl Mørck -se presentó Carl-. Subcomisario del Departamento Q. ¿A qué debo el honor?
– Bueno, una cosa es el amianto -informó el de la carpeta, señalando el pasillo en dirección al tabique provisional-. Otra es que estos locales no están homologados como lugar de trabajo para empleados de Jefatura, y vuelvo a encontrarme con usted aquí.
– Oiga, Studsgaard, vamos a poner las cosas claras. Desde la última vez que vino ha habido diez tiroteos en la calle. Dos personas han muerto. El mercado de hachís está fuera de control. El ministro de Justicia ha destinado doscientos agentes, que no tenemos. Hay dos mil desempleados más, la reforma fiscal castiga a los pobres, los alumnos pegan a los maestros de escuela, hay jóvenes cayendo destrozados en Afganistán, la gente no tiene para pagar la hipoteca, las pensiones no valen un carajo ya y los bancos quiebran si no pueden seguir engañando a la gente. Y mientras tanto, el primer ministro va de aquí para allá tratando de buscarse otro trabajo a cuenta del contribuyente. ¿Por qué diantre se preocupa de que yo esté aquí o a doscientos metros, en otra parte del sótano donde todo está permitido? ¿Y acaso no importa -aspiró hondo- TRES COJONES dónde esté, siempre que haga mi trabajo?
Studsgaard había escuchado la perorata con paciencia. Después abrió su carpeta y sacó un folio.
– ¿Puedo sentarme? -preguntó, señalando una de las sillas al otro lado de la mesa. Después habló con sequedad-. Voy a tener que elaborar un informe. Es posible que el resto del país descarrile, pero está bien que algunos mantengamos derecho el rumbo.
Carl dio un profundo suspiro. Joder, al hombre no le faltaba razón.
– Vale, Studsgaard. Perdone que le haya chillado. Es que estoy con un estrés increíble. Tiene razón, por supuesto.
La rata de oficina alzó la cabeza y lo miró.
– Me gustaría colaborar con usted. ¿Puede decirme qué tenemos que hacer para que esto sea reconocido como lugar de trabajo?
El hombre dejó el bolígrafo. Ahora le echaría un largo discurso acerca de por qué era imposible, y le diría que gran parte de la sobrecarga de los hospitales se debía a un entorno laboral deficiente.
– Es muy simple. Tiene que decir a su jefe que lo pida. Después vendrá otra persona a inspeccionar y dar instrucciones.
Carl adelantó la cabeza. Aquel hombre era de lo más sorprendente.
– ¿Puede ayudarme con la petición? -preguntó Carl, con más humildad de la que se creía capaz.
– Bueno, habrá que mirar en la carpeta -informó sonriente, tendiendo un formulario a Carl.
– ¿Cómo te ha ido con la Inspección de Trabajo, entonces? -quiso saber Assad.
Carl se alzó de hombros.
– Le he leído la cartilla al tío, y se ha quedado manso, manso.
¿La cartilla? Era evidente que aquella expresión no servía de gran cosa a Assad. Seguro que estaría preguntándose qué tenía que ver aquello con la escuela.
– ¿Cómo te ha ido a ti, Assad?
Este movió la cabeza arriba y abajo.
– Yrsa me ha dado un nombre, y he llamado allí. Era un hombre que había sido miembro de la Casa de Cristo. ¿Conoces la Casa de Cristo?
Carl sacudió la cabeza. No le decía nada en particular.
– Esos también son bastante raros, a mi entender. Creen que Jesucristo va a volver a la tierra en una nave espacial con vida de todo tipo de mundos con los que los humanos crearemos.
– Procrearemos; creo que quieres decir procrearemos, Assad.
Assad se encogió de hombros.
– Este me ha dicho que muchos se habían salido por su propio pie de la Iglesia el año pasado. Que hubo un follón enorme. Dice que nadie de sus conocidos fue expulsado. Pero me ha dicho que había oído hablar de una pareja que seguían siendo miembros de la Iglesia y que tenían un hijo que fue expulsado. Cree que pasó hace unos cinco o seis años.
– ¿Y qué tiene de especial esa información?
– El chico tenía solo catorce años.
Carl se imaginó a su hijastro Jesper. También aquel era testarudo cuando tenía catorce años.
– Bien, puede que no sea normal. Pero veo que hay alguna otra rondándote la cabeza, Assad.
– No sé, Carl. Es como una sensación en el estómago -declaró, golpeándose su rollizo abdomen-. ¿Sabías, o sea, que de hecho ocurren pocas expulsiones en las sectas religiosas de Dinamarca, aparte de los Testigos de Jehová?
Carl se alzó de hombros. ¿Qué diferencia había entre ser expulsado y ser ignorado? Conocía a algunos de su patria chica que no eran bienvenidos en sus hogares de la Misión Interior. En todas partes cuecen habas.
– Pero el caso es que ocurren -aseveró después-. De manera oficial o no oficial.
– Sí, no oficial -intervino Assad levantando el dedo-. Los de la Casa de Cristo son unos fanáticos que amenazan a la gente con barbaridades, pero por lo que me han dicho nunca expulsan a nadie.
– ¿Entonces…?
– Fueron los propios padres quienes expulsaron al niño, me ha dicho, o sea, la persona con quien he hablado. Los padres recibieron críticas de la comunidad, pero no reconsideraron su postura.
Sus miradas se cruzaron. Carl también empezó a percibir sensaciones en el estómago.
– ¿Tienes la dirección de esa gente?
– He conseguido una antigua, pero ya no viven allí. Lis lo está investigando.
A las dos menos cuarto llamaron a Carl del puesto de guardia. La Policía de Holbæk acababa de traer a un hombre para interrogarlo a petición suya. ¿Qué tenían que hacer con él? Era el padre de Poul Holt.
– Enviádmelo al sótano, pero cuidado, que no escape.
A los cinco minutos aparecieron por el pasillo dos agentes novatos y algo desorientados con el hombre.
– Ya nos ha costao encontrar esto… -dijo uno de ellos en el dialecto pausado del oeste de Jutlandia.
Carl los saludó con la cabeza e hizo señas a Martin Holt para que tomara asiento.
– Siéntese, por favor -ofreció.
Se volvió hacia los agentes.
– Si vais al pequeño despacho del otro lado, veréis a mi asistente. Os hará con gusto una taza de té; no recomiendo su café. Supongo que os quedaréis hasta que haya terminado. Después podéis llevar de vuelta a Martin Holt.
Ni el té ni la espera parecieron hacerles tilín, como se dice en buen jutlandés.
Martin Holt no tenía el mismo aspecto que aquella vez a la puerta de su casa en Hallabro. Entonces estaba cabreado, y ahora parecía más bien asustado.
– ¿Cómo han sabido que estaba en Dinamarca? -fue lo primero que dijo-. ¿Estoy bajo vigilancia?
– Martin Holt: ya me imagino lo que han debido de pasar usted y su familia durante los últimos trece años. Ha de saber que en el departamento sentimos gran compasión por usted, su mujer y sus hijos. No les deseamos nada malo, bastante han sufrido ya. Pero ha de saber también que no vamos a escatimar medios para capturar a quien mató a Poul.
– Poul no ha muerto. Está en alguna parte, por América.
Si aquel hombre supiera cuánto se le notaba que estaba mintiendo, se habría quedado callado. Las manos, encorvadas. La cabeza, inclinada hacia atrás. La pausa que había hecho antes de decir América. Eso y otros cuatro o cinco detalles que los años de trabajo con esa parte de la población danesa, para quienes decir la verdad no era una opción natural, habían enseñado a Carl a reaccionar.
– ¿Ha pensado alguna vez que otros pueden haber estado en la misma situación que usted? -preguntó Carl-. El asesino de Poul sigue suelto. Puede haber matado a otros tanto antes como después de Poul.
– Ya he dicho que Poul está en América. Si tuviera algún contacto con él diría dónde está. ¿Puedo irme ya?
– Escuche, Martin Holt. Vamos a olvidarnos del mundo exterior. Ya sé que ustedes tienen algunos dogmas y reglas, pero sé también que, si pudiera librarse de mí para siempre, seguro que aprovecharía la oportunidad. ¿Me equivoco?
– Ya puede llamar a los agentes. Todo esto es un gran malentendido. Traté de hacer que lo comprendiera en Hallabro.
Carl asintió en silencio. El hombre seguía asustado. El miedo de trece años lo había encallecido ante cualquiera que intentara abrir un agujero en la campana de cristal en cuyo interior se habían metido él y su familia.
– Hemos hablado con Tryggve -notificó Carl mientras colocaba el retrato ante el hombre-. Como ve, ya tenemos una imagen del secuestrador. Quisiera convencerlo para que nos dé su versión del caso, tal vez nos haga avanzar. Sabemos que se siente amenazado por ese hombre.
Apretó el dibujo con el dedo, con tal fuerza que Martin Holt se sobresaltó.
– Le aseguro que nadie de fuera sabe que le pisamos los talones, así que tranquilo.
El hombre arrancó la mirada del dibujo y miró a Carl a los ojos. Su voz temblaba.
– ¿Cree que va a ser fácil explicar a los interventores de distrito de los Testigos de Jehová por qué me detuvo la Policía? Desde luego, no es de extrañar que otros sepan lo que está pasando. No son ustedes muy discretos, que digamos.
– Si me hubiera dejado entrar en su casa de Suecia, se habría librado de esto. Hice el viaje hasta allí para que usted me ayudara a capturar al asesino de Poul.
Martin Holt abatió los hombros y volvió a mirar el dibujo.
– Sí que se parece -apreció-. Pero no tenía los ojos tan juntos. No tengo más que decirle.
Carl se levantó.
– Voy a enseñarle algo que no ha visto nunca -dijo, haciéndole señas de que lo siguiera.
Se oían risas procedentes del despacho de Assad. Aquella resonante carcajada tan típica del oeste de Jutlandia, cuyo objetivo original sería, sin duda, tapar el ruido del motor de un pesquero un día de tormenta. Sí, Assad era capaz de entretener a cualquiera, qué bien. Así que Carl no tenía prisa.
– Fíjese cuántos casos sin esclarecer tenemos aquí -exclamó, dirigiendo la mirada de Martin Holt hacia el sistema de expedientes colgados de la pared-. Tras cada uno de esos casos se esconde un suceso terrible, y el dolor que han provocado seguramente no será diferente al suyo.
Miró a Martin Holt, pero estaba frío como un témpano. Esas cosas no le concernían, y esas personas no eran sus hermanos y hermanas. Lo que caía fuera del círculo de los Testigos de Jehová le resultaba tan extraño que no existía para él.
– Podríamos haber decidido trabajar en cualquiera de esos casos, ¿comprende? Pero escogimos el caso de su hijo. Y voy a mostrarle por qué.
El hombre lo acompañó reticente los últimos metros. Como un condenado a muerte camino del cadalso.
Entonces, Carl señaló la enorme copia que habían hecho Rose y Assad del mensaje de la botella.
– Por esto -se limitó a decir, retrocediendo un par de pasos.
Martin Holt estuvo un buen rato leyendo el mensaje. Su mirada se deslizaba por las líneas con tal lentitud que se veía en qué parte del mensaje estaba clavada. Y cuando terminó de leerlo volvió a empezar. Era una figura imponente que poco a poco iba encorvándose. Una persona para quien los principios estaban por encima de todo. Pero también una persona que intentaba proteger a los hijos que le quedaban a base de silencios y mentiras.
Ahora estaba asimilando las palabras de su hijo muerto. Torpes como eran, le encogían el corazón. Y en un arranque súbito retrocedió un paso, echó manos y brazos hacia atrás y se apoyó en la pared. Sin ella se habría derrumbado. Porque el grito de ayuda de su hijo sonaba tan fuerte como las trompetas de Jericó. Y él no había podido prestarle aquella ayuda.
Carl dejó que Martin Holt llorase un rato en silencio. Después el hombre avanzó y apoyó con cuidado la mano en el mensaje de su hijo. Sus manos se estremecían al contacto cuando fue deslizando los dedos hacia atrás, palabra por palabra, hasta llegar a lo más alto que pudo.
Después su cabeza se ladeó un poco. Había redimido trece años de dolor.
Cuando Carl lo llevó de vuelta a su despacho, pidió un vaso de agua.
Luego dijo todo lo que sabía.
Capítulo 36
– ¡Bueno, ya se han reunido las tropas! -rugió Yrsa desde el pasillo un segundo antes de que su cabeza asomara por la puerta de Carl. Debía de haber bajado al sótano a toda prisa, porque sus rizos se disparaban en todas direcciones.
– Decidme que me queréis -gorjeó, dejando caer un montón de fotografías aéreas sobre la mesa.
– ¿Has encontrado la casa, Yrsa? -gritó Assad mientras volvía a todo correr del armario de las escobas.
– No. He encontrado varias casas majas, pero sin caseta de botes. Las fotos están ordenadas como las pondría yo, según su interés, si estuviera en vuestro lugar. He rodeado con un círculo las casas más interesantes.
Carl cogió el montón y contó las hojas. Quince hojas, y decía que ninguna caseta de botes, vaya putada.
Comprobó las fechas. La mayoría de las fotografías eran de 2005.
– Oye -indicó-. Estas fotos están hechas nueve años después del asesinato de Poul Holt, Yrsa. Desde entonces pueden haber derruido la caseta mil veces.
– ¿Mil veces? -intervino Assad-. No, o sea, no es posible, Carl.
– Es una manera de hablar, Assad -lo tranquilizó Carl. Después inspiró hondo-. ¿No tenemos fotos aéreas más antiguas?
Yrsa pestañeó un par de veces. Debía de querer preguntar si le estaba tomando el pelo.
– ¿Sabes qué, señor subcomisario? -reaccionó-. Si mientras tanto han derruido la caseta de botes, tampoco importa, ¿no?
Carl sacudió la cabeza.
– Sí, Yrsa, sí que importa. Porque podría suceder que el asesino viviera aún en la casa, y entonces podría ser que pudiéramos capturarlo, ¿no? Venga, ve arriba, donde Lis, y encuentra fotos más antiguas.
– ¿De esas quince parcelas? -preguntó Yrsa, señalando el montón.
– No, Yrsa. Necesitamos fotos de toda la costa alrededor de los fiordos, anteriores a 1996. No es tan difícil de comprender.
Yrsa tiró un poco de sus rizos, no estaba tan altiva como antes cuando sus zapatones giraron y volvió a perderse escalera arriba.
– Te va a costar hacer las paces con ella, o sea -advirtió Assad sacudiendo la mano en el aire como si se hubiera quemado con algo-. ¿Te has dado cuenta del cabreo que tenía porque no se le ha ocurrido a ella lo de la fecha?
Carl oyó un zumbido y vio el moscón posándose en el techo. O sea, que volvía a tomarle el pelo.
– Chorradas, Assad, se recuperará.
Assad sacudió la cabeza.
– Ya, pero por muy bien que estés sentado en una estaca, cuando te levantas te duele el culo.
Carl arrugó el entrecejo. No estaba seguro de haber entendido la imagen.
– Oye, Assad -dijo con voz suave-. ¿Todos tus refranes tienen que ver con el culo?
Assad sonrió.
– También me sé algún otro. Pero son malos.
Vale. Si aquel era el tipo de humor que usaban en Siria, no iba a sonreír mucho si tenía la mala suerte de que lo invitaran al país.
– ¿Qué te ha contado, entonces, Martin Holt en el interrogatorio, Carl?
Carl acercó el cuaderno. No había escrito mucho, pero lo que había era útil.
– Martin Holt no es, al contrario de lo que esperaba yo, un hombre nada antipático -aseveró Carl-. Vuestro mensaje ampliado hizo que bajara al mundo real.
– Entonces ¿ha hablado de Poul Holt?
– Sí. Sin parar, durante media hora, y le costaba controlar la voz.
Carl sacó un cigarrillo del bolsillo de la pechera y lo manoseó un rato.
– Joder, vaya necesidad de hablar tenía el tío. Llevaba muchos años sin hablar de su hijo mayor. Del dolor que le provocaba.
– Y ¿qué pone en tu hoja?
Carl encendió el cigarrillo con fruición mientras pensaba en la necesidad de nicotina que tenía Jacobsen sin cubrir. Había veces que podías llegar a tener tanta categoría que ya no te estaba permitido hacer lo que quisieras. Él no deseaba llegar a esas alturas.
– Martin Holt ha dicho que nuestro dibujo se parecía algo, pero que los ojos del secuestrador estaban demasiado juntos. El bigote era demasiado grande, y el pelo sobre las orejas, algo más largo.
– Entonces ¿vamos a rehacerlo, Carl? -preguntó Assad mientras agitaba los brazos para alejar el humo.
Carl sacudió la cabeza. La interpretación de Tryggve podía ser tan acertada como la de su padre. Cada uno ve las cosas a su manera.
– Lo más importante de la declaración de Martin Holt como testigo ha sido que podía decir con exactitud dónde y cómo recibió el dinero el secuestrador. Consistió, sencillamente, en que arrojaron el dinero metido en un saco desde el tren. El hombre hizo unas señales con una luz estroboscópica y…
– ¿Qué es una luz estroboscópica?
– ¿Que qué es? -Carl dio una honda calada-. Sí, hombre, es una luz intermitente como las de las discotecas. Emiten destellos como flashes.
– Aaah… -Assad sonrió-. Ah, sí, que parece que te mueves a sacudidas, como en las pelis antiguas, ya sé, o sea, lo que es.
Carl miró el cigarrillo. ¿Sabía a almíbar, o qué?
– Holt ha podido señalar con precisión dónde se produjo la entrega. Fue en un tramo de carretera que discurría junto a la vía del tren entre Slagelse y Sorø.
Carl sacó su mapa y señaló.
– Justo aquí, en ese tramo entre Vedbysønder y Lindebjerg Lynge.
– Parece un buen sitio -comentó Assad-. Cerca de la vía y no muy lejos de la autopista, para poder marcharse rápido después.
Carl deslizó la vista por la vía del mapa. Sí, Assad tenía razón. Era un sitio perfecto.
– ¿Y cómo consiguió el secuestrador llevar hasta allí al padre de Poul? -quiso saber Assad.
Carl cogió el paquete de tabaco y miró dentro. Ostras, era verdad: en el fondo había una especie de engrudo almibarado.
– Le dijo que cogiera un tren determinado entre Copenhague y Korsør, y que esperase el destello. Debía ir en un vagón de primera, en el lado izquierdo, y cuando viera la luz debía arrojar por la ventanilla el saco con el dinero.
– ¿Cuándo supo entonces que habían matado a Poul?
– ¿Cuándo? Recibió instrucciones por teléfono para recoger a sus hijos. Pero cuando llegaron él y su mujer solo estaba Tryggve, tumbado en el suelo. Le habían dado algo que lo dejó inconsciente, seguramente cloroformo. Fue Tryggve quien contó a sus padres que el secuestrador había matado a Poul y que perderían más hijos si se les ocurría contar algo sobre el secuestro. Aparte de la espantosa noticia de la muerte de Poul, el trauma de Tryggve por lo sucedido causó una impresión imborrable en Martin Holt y su mujer.
Assad alzó los hombros hasta las orejas y un escalofrío pareció recorrerlo.
– Si hubieran sido mis hijos…
Pasó el dedo índice por la garganta y dejó caer la cabeza a un lado.
Carl no dudó que hablaba en serio. Después volvió a mirar al cuaderno.
– Ah, sí, al final Martin Holt me contó una cosa que tal vez podamos aprovechar.
– ¿Qué?
– Que en el llavero con las llaves del coche el secuestrador tenía una bolita con un número 1 pintado.
Sonó el teléfono de la mesa de Carl. Sería Mona, para agradecerle su complacencia.
– Subcomisario Mørck -dijo el vozarrón que resultó pertenecer a Klaes Thomasen-. Carl Mørck, solo es para decirte que, aprovechando el buen tiempo de la mañana, mi mujer y yo hemos recorrido el resto del itinerario. No nos ha parecido que se viera nada desde el agua, pero en varios sitios había una vegetación bastante espesa en la costa, así que hemos marcado los sitios probables.
No habría estado mal que hubieran tenido algo de auténtica suerte.
– ¿En qué zona crees que hay mayor probabilidad? -preguntó Carl, apagando el cigarrillo almibarado en el cenicero.
– Bueno… -Al otro lado de la línea se oía tirar de la pipa. Así que seguro que estaba todavía con traje de agua en el malecón-. Lo mejor será que nos concentremos en el bosque de Østskov a la altura de Sønderby, así como en Bognæs y el bosque de Nordskov. La vegetación espesa llegaba hasta la costa en varios lugares, pero eso, que no hemos encontrado nada con seguridad. De aquí a unas horas iré a hablar con el guarda forestal de Nordskov. A ver si por ahí podemos sacar algo.
Carl apuntó los tres lugares y le dio las gracias. Prometió dar recuerdos a varios antiguos compañeros de Thomasen que hacía años que no estaban en Jefatura, pero tampoco era cosa de decírselo, y así se acabó el intercambio de cortesías.
– Nada -dijo Carl, volviéndose hacia Assad-. Nada concreto de Thomasen, pero sí ha sugerido que podría haber alguna posibilidad en estas tres zonas.
Las señaló en el mapa.
– A ver si Yrsa nos viene con algo que sea más sólido que lo encontrado hasta ahora y podemos comparar los datos. Tú, mientras tanto, sigue con lo tuyo.
Siguió media hora de relajación reconfortante con los pies sobre la mesa, hasta que una sensación de cosquilleo en el puente de la nariz lo devolvió a la realidad. Sacudió la cabeza, abrió los ojos y se vio en el epicentro de una horda de moscones verdeazulados brillantes a la caza de un lugar donde poner huevos que no fuera el adorno azucarado del paquete de tabaco.
– Me cago en la mar -se desfogó, dando manotazos a diestro y siniestro; un par de moscones cayeron al suelo con las seis patas al aire.
Ya estaba bien.
Miró en su papelera. Hacía semanas que había arrojado algo, y todavía seguía allí, pero no había restos orgánicos que pudiera pensarse que tentaran a una mosca parturienta.
Carl miró al pasillo; había otra condenada mosca. A saber si en alguna de las comidas exóticas de Assad había vuelto a generarse vida. ¿Sería su tahín, que empezaba a tener vida propia, o sus delicias turcas que apestaban a agua de rosas, que habían parido bichos de importación?
– ¿De dónde han salido todas estas moscas? -espetó ya antes de entrar en la caja de cerillas de Assad.
En el interior había un olor penetrante. Nada que ver con el estándar de azúcar habitual. Parecía más bien que hubieran andado jugando con un mechero Zippo.
Assad levantó la mano en el aire. Estaba de lo más concentrado, con el receptor pegado al oído.
– Sí -dijo varias veces por el teléfono. Después continuó con voz más profunda y aire más autoritario de lo normal-. Pues entonces habrá que ir a comprobarlo.
Concertó una cita y colgó.
– Te preguntaba de dónde han salido estas moscas -informó Carl, señalando a un par que se habían posado en un póster precioso con dromedarios y un mogollón de arena.
– Carl, me parece, o sea, que he encontrado una familia -informó Assad. Su rostro expresaba incredulidad. Como alguien que mira un billete de lotería y comprueba que los números coinciden con el ganador de diez millones de coronas. Como el que, casi con dolor, debe reconocer que el sueño de su vida acaba de hacerse realidad en ese momento.
– ¿Una qué?
– Una familia que estuvo en manos de nuestro secuestrador, creo.
– ¿Son los de la Casa de Cristo de los que hablaste?
Assad asintió en silencio.
– Los ha encontrado Lis. Es otra dirección y otro apellido, pero son ellos. Hizo comprobaciones con los números de registro civil. Cuatro hijos, y el más joven, Fleming, tenía, o sea, catorce años hace cinco.
– ¿Has preguntado dónde está el chico actualmente?
– No me ha parecido conveniente, o sea.
– ¿Qué es eso que has dicho de que habrá que ir a comprobarlo?
– Bueno, le he dicho a la señora que éramos de Hacienda y que nos parecía extraño que su hijo más joven, que por lo visto es el único de sus hijos que no ha emigrado, no hubiera enviado su declaración de la renta pese a hacer mucho que cumplió los dieciocho.
– Assad, no puede ser. No podemos hacernos pasar por funcionarios que no somos. Y por cierto, ¿de dónde sabes eso de la declaración de renta?
– De ninguna parte. Se me ha ocurrido, sin más -indicó, llevándose el dedo a la nariz.
Carl sacudió la cabeza, pero Assad tenía cierta razón. Si la gente no había cometido un delito de verdad, no había como Hacienda para que fliparan y perdieran la cabeza.
– ¿Adónde tenemos que ir, y cuándo?
– Es un pueblo que se llama Tølløse. La mujer me ha dicho que su marido volvería a casa a las cuatro y media.
Carl miró la hora.
– Vale, iremos juntos. Buen trabajo, Assad, muy bien por tu parte.
Carl sonrió un milisegundo y luego señaló el festival de moscas pegadas al póster.
– Assad, venga: ¿tienes aquí algo que esos putos bichos puedan llamar su casa?
Assad abrió sus cortos brazos.
– No sé de dónde vienen.
Su rostro se paralizó un instante.
– Pero ese sí que sé de dónde viene -dijo, señalando un diminuto insecto solitario bastante más pequeño que los moscones. Un ser frágil e ingenuo que murió de repente al entrar en contacto con las nervudas manos morenas de Assad.
– ¡Te agarré! -gritó Assad, triunfante, mientras barría la polilla con el cuaderno-. De esos he encontrado un montón ahí.
Señaló su alfombra de orar y miró arrepentido la sentencia de muerte de la alfombra, escrita en la mirada de Carl.
– Pero ya no quedan tantos insectos en la alfombra, y era de mi padre, le tengo mucho cariño. La he sacudido esta mañana, antes de que vinieras. Junto a la puerta del amianto.
Carl levantó las esquinas de la alfombra. La operación de salvamento se había producido justo a tiempo. Lo cierto es que apenas quedaban más que los flecos.
Durante un sugerente segundo se imaginó los archivos policiales en el país del amianto. A saber si la reputación de uno o dos delincuentes se salvaría gracias a aquellas polillas codiciosas, si es que les gustaba el papel amarillento.
– ¿Has echado algo a la alfombra? -preguntó-. Esto apesta.
Assad sonrió.
– Petróleo, es efectivo.
El hedor no parecía molestarlo. Tal vez una de las ventajas involuntarias de crecer con petróleo burbujeando en el subsuelo. En caso de que hubiera algo así en Siria.
Carl sacudió la cabeza y dejó el tufo atrás. Así que dentro de dos horas en Tølløse. Aún quedaba tiempo para desentrañar el misterio de las moscas.
Se quedó un rato quieto en el pasillo. Un leve zumbido se plantó en la tubería bajo el techo. Alzó la vista y volvió a vislumbrar su mosca preferida, decorada con tippex líquido. Joder, estaba en todas partes.
– ¿Qué haces, Carl? -oyó el gorjeo de Yrsa por detrás. Después lo cogió del brazo y le dijo-: ven un momento.
Arrastró hasta el borde de la mesa un montón de frascos de esmalte de uñas, reblandecedor de cutícula, quitaesmalte, laca para el pelo y muchos otros productos disolventes que había en el escritorio.
– Mira -indicó-. Aquí tienes tus fotos aéreas, pero ha sido una pérdida de tiempo, para que lo sepas.
Yrsa arqueó las cejas y, por un momento, le recordó a su anciana tía Adda, la avinagrada.
– Es todo igual a lo largo de la costa, nada nuevo bajo el sol.
Carl vio que un moscón entraba zumbando por la abertura de la puerta y maniobraba por el techo.
– Lo mismo pasa con los molinos de viento -continuó Yrsa, empujando a un lado una taza de café medio llena con graciosos cercos-. Si dices que las ondas sonoras de baja frecuencia pueden oírse en un radio de veinte kilómetros, entonces esto no nos vale para nada.
Señaló la serie de cruces marcadas en el mapa.
Carl comprendió a qué se refería. Aquello era el país de los molinos de viento. Había demasiados para poder ayudarlos a simplificar la búsqueda.
Un destello rápido ante los ojos de Carl, y la mosca se posó en el borde de la taza de café de Yrsa. Era la descarada del tippex. Desde luego, vaya garbeos se daba.
– Largo de aquí -ordenó Yrsa. Y casi mirando a otra parte, aplastó la mosca contra la taza con sus largas uñas pintadas de un rojo vivo. Después siguió como si nada-. Lis ha estado llamando a muchos ayuntamientos, y por lo visto no se han concedido licencias de construcción para casetas de botes en las zonas en que nos hemos concentrado. Ya sabes, medidas para proteger el medio ambiente y esas cosas.
– ¿Desde cuándo llevan sin concederlas? -quiso saber Carl, mientras observaba a la mosca nadando de espaldas en el infierno de cafeína. Desde luego, era increíble lo eficaz que podía ser Yrsa. Y él, que llevaba todo el día…
– Desde la reforma municipal de 1970.
¡1970! Hacía siglos de eso. Así que ya podía irse olvidando de buscar proveedores de madera de cedro.
Se quedó observando con cierta melancolía los espasmos agónicos de la mosca y llegó a la conclusión de que el problema estaba resuelto.
Entonces Yrsa dio un fuerte manotazo contra una de las fotos aéreas de la mesa.
– ¡Yo creo que hay que buscar ahí!
Carl miró el círculo que había trazado Yrsa en torno a una casa de Nordskoven. Vibegården, ponía. Una casa bonita en apariencia, próxima al camino que atravesaba el bosque, pero allí no veía ninguna caseta de botes. Tenía una localización perfecta, rodeada de setos y pegada a la costa, pero… No había caseta de botes.
– Ya sé lo que estás pensando, pero podría estar ahí -indicó, golpeando sobre una zona verde al extremo del terreno de la casa.
– ¿Qué coño…? -explotó Carl. De pronto varias moscas revoloteaban en torno a ellos. Tanta palmada sobre la mesa las había molestado.
Entonces, Carl dio un fuerte puñetazo en la mesa, y la atmósfera se llenó de vida.
– ¿Qué haces? -exclamó Yrsa, irritada, y aplastó un par de moscas que había en la alfombrilla del ratón.
Carl se agachó y miró bajo la mesa. Pocas veces había visto tanta vida en tan poco espacio. Si aquellas moscas se ponían de acuerdo, podrían levantar con facilidad la papelera que las había incubado.
– ¿Qué diablos tienes en esa papelera? -preguntó, alarmado.
– Ni idea. No la utilizo. Es de Rose.
Vale, pensó. Ahora al menos ya sabía quién no recogía las cosas en el piso de Yrsa y Rose, si es que alguien las recogía.
Miró a Yrsa, que, con expresión concentrada, aplastaba moscas a diestra y siniestra, a puñetazos y con admirable precisión. Aquello iba a suponer bastante trabajo de limpieza para Assad.
Dos minutos más tarde estaba con sus guantes de goma verdes puestos y una enorme bolsa de basura, donde se suponía que iban a terminar las moscas y el contenido de la papelera.
– Qué asco -protestó Yrsa, mirando la masa de moscas de sus dedos, y Carl tuvo que darle la razón.
Yrsa cogió uno de los frascos de quitaesmalte, empapó un trozo de algodón y se puso a desinfectarse las manos. Al poco olía como una fábrica de barniz tras un prolongado ataque con morteros. Carl confió en que la Inspección de Trabajo no pensara hacerles una visita aquel día.
En ese momento observó que el esmalte de uñas desaparecía de los dedos medio e índice de la mano derecha de Yrsa, y, sobre todo, lo que había debajo.
Se quedó un rato con la mandíbula colgando, hasta que vio que Assad se incorporaba del infierno de moscas bajo la mesa y cruzaba la mirada con la suya.
Los dos se quedaron con los ojos abiertos como platos.
– Ven -ordenó a Assad, arrastrándolo al pasillo después de que cerrara la bolsa de basura-. Lo has visto también, ¿no?
Assad asintió en silencio con la boca algo torcida, como cuando los intestinos están en revuelta permanente.
– Bajo el esmalte de uñas tiene las uñas negras de rotulador de Rose. Con las marcas de rotulador del otro día. ¿Te has fijado?
Assad volvió a asentir en silencio.
Era increíble que no se hubieran dado cuenta hasta entonces.
A menos que una moda universal de pintarse cruces negras en las uñas estuviera invadiendo el país, no cabía la menor duda.
Yrsa y Rose eran la misma persona.
Capítulo 37
– Mirad lo que tengo para vosotros -dijo Lis, tendiendo a Carl un enorme ramo de rosas envuelto en papel de celofán.
Carl colgó el teléfono. ¿Qué puñetas era aquello?
– ¿Estás pidiendo mi mano, Lis? Ya era hora de que apreciaras mis cualidades.
Lis hizo un guiño coqueto.
– Las han entregado en el Departamento A, pero Marcus cree que os las merecéis vosotros.
Carl frunció el ceño.
– ¿Por qué?
– Venga, Carl. Ya lo sabes.
Carl se alzó de hombros y sacudió la cabeza.
– Han encontrado la última falange de meñique con un estrechamiento. Volvieron a inspeccionar el lugar del incendio y la encontraron en un montón de ceniza.
– ¿Y por eso nos regalan las rosas?
Carl se rascó la nuca. ¿Las habrían encontrado también en un montón de ceniza?
– No, no es por eso. Pero ya te lo contará Marcus en persona. Este ramo es de parte de Torben Christensen, el de la compañía de seguros. Gracias a la investigación policial su empresa ha ahorrado muchísimo dinero.
Dio un suave pellizco en la mejilla a Carl, como lo haría un tío que no conoce mejor manera de mostrar cariño, y salió contoneándose.
Carl se estiró hacia un lado. Tenía que disfrutar un poco de aquel hermoso trasero.
– ¿Qué pasa? -preguntó Assad desde el pasillo-. Tenemos que salir dentro de un rato.
Carl asintió en silencio y marcó el número del inspector jefe de Homicidios.
– Assad quiere saber por qué nos han regalado las rosas -inquirió en cuanto el inspector jefe cogió el teléfono.
Al otro lado se oyó algo así como una explosión de alegría.
– Carl, acabamos de interrogar a los tres propietarios de las empresas incendiadas, y tenemos tres declaraciones potentes. Teníais toda la razón. Los atosigaron para que pidieran préstamos a un alto interés, y cuando no pudieron pagar los intereses los cobradores se pusieron duros y exigieron la devolución del principal. Acoso, amenazas telefónicas. Graves amenazas. Los cobradores estaban cada vez más desesperados, pero ¿qué podían hacer? Hoy las empresas que tienen problemas de liquidez no pueden dirigirse a otra parte para pedir dinero prestado.
– ¿Qué pasó con los cobradores?
– No lo sabemos, pero nuestra teoría es que los que estaban detrás los liquidaron. La Policía serbia estaba acostumbrada al procedimiento. Comisiones elevadas para los cobradores que lograban el dinero a tiempo, y el cuchillo para los que no lo conseguían.
– ¿No podían haber prendido fuego a las instalaciones sin matar a su fuerza de trabajo?
– Sí, pero según otra teoría mandan a los peores cobradores a Escandinavia, porque el mercado de aquí tiene fama de ser más fácil de manejar. Y cuando vieron que no era el caso, había que dar ejemplo para que se enterasen en Belgrado. Para los dueños del dinero, no hay cosa más peligrosa que un mal cobrador o alguien que no se deje llevar o en quien no pueda confiarse. Así que pequeños asesinatos por aquí y por allá ayudan a mantener la disciplina.
– Hmm. Matan a su mano de obra defectuosa en Dinamarca. Y si capturasen a los autores, por supuesto que en un Estado de derecho lo más apropiado sería condenarlos a penas leves, me imagino.
Estaba viendo a Jacobsen alzar el pulgar con gesto afirmativo.
– Bueno, Carl -concretó el inspector jefe de Homicidios-. Al menos hoy hemos conseguido demostrar que las compañías de seguros tienen un par de casos en los que no puede exigirse una indemnización por el total. Se trata de mucho dinero, y por eso la aseguradora ha enviado rosas. Y ¿quién las merece más que vosotros?
No debió de resultarle fácil reconocerlo.
– Qué bien. Así tendréis más personal para otros quehaceres -aventuró Carl-. Pues creo que deberían bajar a ayudarme.
Al otro lado de la línea se oyó algo parecido a una carcajada. Así que no era exactamente lo que había pensado el inspector jefe.
– Claro, Carl. Por supuesto que aún queda mucho por hacer en esos casos. Nos falta encontrar a los responsables. Pero tienes razón. Claro que, en este momento, tenemos también el conflicto de las bandas, así que habrá que encomendárselo a los que estén libres, ¿no?
Assad estaba en la puerta cuando Carl colgó. Por lo visto, al fin había comprendido el clima danés. Desde luego, el plumífero que llevaba puesto era el más grueso que había visto Carl en el mes de marzo.
– Estoy listo -anunció.
– Un momento -pidió Carl, y marcó el número de teléfono de Brandur Isaksen. Lo llamaban «El témpano de Halmtorv», en referencia a que, en su caso, la amabilidad brillaba por su ausencia. Sabía todo lo que ocurría en la comisaría del centro, que era donde había estado Rose antes de que la trasladaran al Departamento Q.
– ¿Sí…? -contestó Isaksen, escueto.
Carl le explicó la razón de su llamada, y antes de terminar el hombre se partía de risa.
– No sé qué coño le pasa a Rose, pero era rara. Bebía demasiado, se acostaba con los alumnos jóvenes de la Academia de Policía. Ya sabes, una tigresa dispuesta a todo. ¿Por qué?
– Por nada -respondió Carl, y colgó. Después entró en la página del registro civil. Sandalparken, 19, escribió junto a la casilla del nombre.
La respuesta fue de lo más clara. «Rose Marie Yrsa Knudsen», ponía junto al número de registro.
Carl sacudió la cabeza. Carajo, esperaba que la tal Marie no apareciera por allí en cualquier momento. Ya tenían bastante con dos versiones de Rose.
– Vaya -reaccionó Assad detrás de su hombro. También él lo había visto.
– Dile que venga, Assad.
– No irás a decírselo en su cara, entonces, ¿verdad, Carl?
– ¿Estás majara? Prefiero meterme en una bañera llena de cobras -respondió. ¿Decirle a Yrsa que ya sabía que era Rose? Entonces sí que iban a ponerse las cosas feas de verdad.
Cuando volvió la pareja, Yrsa ya estaba vestida para irse. Abrigo, manoplas, bufanda y gorro. Las dos personas que estaban delante tenían sus propias interpretaciones de cómo competir con las portadoras del burka a la hora de ocultar el cuerpo.
Carl miró la hora. Era normal. Eran las cuatro. Yrsa se marchaba a casa.
– ¡Tenía que decirte…! -empezó, pero se detuvo al ver el ramo entre los brazos de Carl-. ¿Qué son esas flores? ¡Qué bonitas!
– Lleva este ramo a Rose de parte de Assad y mía -propuso Carl, tendiéndole la orgía multicolor-. Deséale una pronta recuperación. Dile que esperamos verla de nuevo muy pronto. Puedes decirle que son rosas para una rosa. Hemos pensado mucho en ella.
Yrsa se puso rígida y se quedó callada un rato, mientras su abrigo se deslizaba poco a poco hombro abajo. Su manera de mostrarse abrumada, lo más seguro.
Y terminó la jornada de trabajo.
– ¿Está, o sea, enferma de verdad, Carl? -preguntó Assad mientras en la autopista de Holbæk se formaban retenciones interminables.
Carl se encogió de hombros. Era especialista en muchas cosas, pero el único desdoblamiento de personalidad que conocía era la transformación de la que era capaz su hijo postizo: en diez segundos pasaba de ser un chico amable y sonriente, a quien hacían falta cien coronas, al malaleche que se negaba a limpiar su puto cuarto.
– No se lo diremos a nadie -fue su respuesta.
Pasaron el resto del viaje inmersos cada uno en sus pensamientos, hasta que apareció el cartel indicador de Tølløse. La ciudad famosa por su estación de tren, una fábrica de zumo de manzana y el ciclista que no tenía la conciencia limpia y perdió el maillot amarillo del Tour.
– Algo más adelante, entonces -indicó Assad, señalando la calle Mayor, centro absoluto de Tølløse y arteria principal de cualquier ciudad de provincias. Aunque, en aquel momento, la arteria no parecía llevar mucha sangre. Los habitantes quizá estuvieran en el cuello de botella del supermercado económico Netto, o quizá se hubieran mudado. No cabía duda de que aquella ciudad había conocido tiempos mejores.
– Frente al terreno de la fábrica -continuó, señalando una casa de ladrillo rojo que irradiaba tanta vida como una lombriz muerta en un paisaje invernal.
Les abrió la puerta una mujer de metro cincuenta con ojos aún más grandes que los de Assad. Al ver la barba oscura y de varios días de este se retiró asustada al pasillo y llamó a su marido. Seguro que había oído hablar de robos en casas y se veía como una víctima potencial.
– Sí -farfulló el hombre, sin la menor intención de ofrecerles café ni hospitalidad.
Será mejor que siga un poco con el rollo de Hacienda, pensó Carl, y volvió a meter la placa de policía en el bolsillo.
– Tiene usted un hijo, Flemming Emil Madsen, que vemos que no ha pagado nunca impuestos. Y como no está en contacto con las autoridades de asuntos sociales ni con la institución escolar, hemos decidido venir para discutirlo en persona con él.
– Usted es verdulero, señor Madsen -intervino Assad-. ¿Trabaja Flemming con usted?
Carl se dio cuenta de la táctica. Trataba de arrinconar al hombre cuanto antes.
– ¿Eres musulmán? -replicó el hombre. La pregunta lo pilló por sorpresa, magnífico contraataque. Por una vez, parecía que a Assad le habían dado jaque mate.
– Creo que eso es asunto de mi compañero -respondió Carl.
– En mi casa, no -aseguró el hombre, disponiéndose a cerrar la puerta.
Entonces, Carl tuvo que sacar la placa.
– Hafez el-Assad y yo estamos trabajando para esclarecer varios asesinatos. Como hagas el menor ademán de desprecio, te detengo aquí mismo por el asesinato de tu propio hijo Flemming hace cinco años. ¿Qué te parece?
El hombre no dijo nada, pero era evidente que estaba conmocionado. No como alguien acusado de hacer algo que no ha hecho, sino como si de hecho fuera culpable.
Entraron en la casa y los hicieron pasar hasta una mesa de caoba marrón, de las que fueron el sueño de todas las familias cincuenta años atrás. No parecía haber mantel, pero a falta de ello rebosaba de mantelitos individuales.
– No hemos hecho nada malo -se defendió la mujer mientras manoseaba la cruz que le colgaba del escote.
Carl miró alrededor. Había por lo menos tres docenas de fotos de niños de todas las edades desplegadas por los muebles de roble. Hijos y nietos. Seres sonrientes bajo un cielo límpido.
– ¿Son vuestros otros hijos? -preguntó Carl.
Asintieron en silencio.
– ¿Han emigrado todos?
Volvieron a asentir con la cabeza. No era gente muy locuaz, observó Carl.
– ¿A Australia, o sea? -intervino Assad.
– ¿Eres musulmán? -volvió a preguntar el hombre. Joder, qué cabezón. ¿Temía que la presencia de alguien de otra religión lo convirtiera en piedra?
– Soy lo que me ha hecho Dios -replicó Assad-. ¿Y tú? ¿Tú también?
Los ojos del hombre chupado se achicaron. Puede que estuviera acostumbrado a sostener esa clase de discusiones en la puerta de casa de otros, pero no en su propia casa.
– Preguntaba si tus hijos, o sea, habían emigrado a Australia -repitió Assad.
La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza. De modo que la cabeza funcionaba.
– Mirad -propuso Carl, enseñándoles el retrato del secuestrador.
– Santo cielo -susurró la mujer, santiguándose, y el hombre apretó los labios.
– Nunca hemos dicho nada a nadie -contestó el hombre con aspereza.
Carl entornó los ojos.
– Si crees que tenemos que ver con él, te equivocas. Le seguimos la pista. ¿Nos ayudaréis a capturarlo?
La mujer jadeó en busca de aire.
– Perdonad los malos modos, pero teníamos que sacaros la verdad -se disculpó Carl. Después señaló la imagen-. ¿Podéis confirmar que es quien secuestró a vuestro hijo Flemming y seguramente a otro de vuestros hijos, y que mató a Flemming después de que pagarais al secuestrador un rescate elevado?
El hombre palideció. Toda la energía que había movilizado durante años para mantenerse a flote lo abandonó. La energía para aguantar el dolor, la energía para mentir a sus correligionarios, la energía para huir de todo, para aislarse, para decir adiós a los demás hijos, para perder su riqueza. Y también la energía para poder vivir sabiendo que el asesino de su querido Flemming seguía libre y los vigilaba.
La energía para hacer todo aquello lo abandonó.
Llevaban un rato en silencio en el coche cuando Carl tomó la palabra.
– Creo que no he visto en la vida a gente tan destrozada como esos dos -declaró.
– Ha sido duro para ellos sacar del cajón la foto de Flemming. ¿Crees que no la habían visto desde que se lo llevaron? -preguntó Assad, quitándose el plumífero. Claro, al final le daba demasiado calor.
Carl se encogió de hombros.
– No lo sé. Pero desde luego no querían arriesgarse a que alguien husmeara lo mucho que seguían queriendo al chico. Porque fueron ellos quienes lo expulsaron.
– ¿Husmear? No entiendo, entonces, ¿qué quieres decir, Carl?
– Sí, olisquear. Un perro husmea su presa.
– ¿Presa?
– Olvídalo, Assad. Mantenían en secreto el amor que sentían por su hijo. Los demás no debían saberlo. No sabían quién era amigo y quién enemigo.
Assad se quedó un rato callado, con la vista dirigida a sembrados marrones que bullían de vida bajo la superficie.
– ¿Cuántas veces crees, o sea, que lo ha hecho, Carl?
¿Qué coño iba a responder? No había respuesta.
Assad se rascó las mejillas negro azabache.
– Vamos a cogerlo, entonces. ¿Verdad, Carl? Lo cogeremos.
Carl apretó los dientes. Sí, lo cogerían. La pareja de Tølløse les dio otro nombre, para ellos se llamaba Birger Sloth. De ese modo, y por tercera vez, corroboraron más o menos la descripción. Martin Holt tenía razón. Debían buscar a alguien cuyos ojos estuvieran más separados. En cuanto al resto, bigote, aspecto, no podían fiarse. Solo sabían que era un hombre de rasgos marcados que, aun así, parecía algo difuso. Lo único que sabían con total seguridad sobre él era que en dos casos había recibido el dinero en el mismo lugar. En un pequeño tramo recto entre Slagelse y Sorø, ya sabían dónde. Martin Holt lo había descrito con toda precisión.
Podían llegar en menos de veinte minutos, pero estaba demasiado oscuro. Una lástima, joder.
De todas formas, era lo primero que debían hacer a la mañana siguiente.
– ¿Qué hacemos con Yrsa y Rose? -preguntó Assad.
– No haremos nada. Intentaremos acostumbrarnos.
Assad hizo un gesto afirmativo.
– Es como un camello de tres jorobas -sentenció.
– Un ¿qué?
– Es lo que decimos en mi tierra. Algo especial, o sea. Difícil de montar, pero gracioso de ver.
– Un camello con tres jorobas; bueno, pues así será. También suena más aceptable que esquizofrénica.
– ¿Esquizofrénica? En mi tierra llamamos así al que está sentado en una tribuna sonriendo, mientras te está cagando encima.
Ya estaba otra vez.
Capítulo 38
Sonaba como un murmullo muy vago y muy lejano. Como el final de los sueños que nunca terminan. Como la voz de una madre que cuesta recordar. «Isabel, Isabel Jønsson, ¡despierta!», retumbaba. Como si su cabeza fuera demasiado grande para atrapar las palabras.
Torció un poco el cuerpo y solo sintió el abrazo opresivo del sueño. La sensación somnolienta de estar suspendida entre el antes y el ahora.
Le sacudieron el hombro. Repetidas veces, con suavidad y dulzura.
– ¿Estás despierta, Isabel? -preguntó la voz-. Intenta respirar hondo.
Percibió los chasquidos de unos dedos desplazándose frente a su rostro, pero no acertaba a entender la razón.
– Has tenido un accidente, Isabel -dijo alguien.
En cierto modo, ya lo sabía.
¿No acababa de ocurrir? Una sensación vertiginosa y después el monstruo acercándose a ella en la oscuridad. ¿Fue así?
Sintió un pinchazo en el brazo. ¿Era real, o estaba soñando?
De pronto notó que la sangre irrigaba su cerebro. Que su mente se concentraba y que las ideas traían orden al caos. Un orden que Isabel no deseaba.
Entonces se acordó. ¡Él! ¡El hombre! Lo recordó vagamente.
Emitió un grito sofocado. Notó que le picaba la garganta, y que las ganas de toser le provocaban una sensación de ahogo.
– Tranquila, Isabel -la sosegó la voz. Notó que una mano agarraba la suya y la apretaba-. Te hemos dado una inyección para que despiertes un poco. Solo es eso.
Y la mano volvió a apretar la suya.
Sí, decía todo su interior. Aprieta tú también, Isabel. Muestra que estás viva, que todavía estás aquí.
– Has sufrido lesiones graves, Isabel. Te encuentras en Cuidados Intensivos del Hospital Central. ¿Entiendes lo que te digo?
Contuvo la respiración y concentró sus fuerzas en asentir con la cabeza. Solo un pequeño movimiento. Solo por notarlo.
– Muy bien, Isabel. Ya lo hemos visto -se oyó, y volvieron a apretarle la mano-. Estás inmovilizada, no puedes moverte aunque lo intentes. Te has roto muchos huesos, pero te pondrás bien, Isabel. En este momento hay mucho trabajo, pero en cuanto tengamos tiempo vendrá una enfermera a prepararte para llevarte a otra unidad. ¿Entiendes lo que digo, Isabel?
Isabel contrajo un poco los músculos del cuello.
– Bien. Ya sabemos que te cuesta comunicar, pero con el paso del tiempo podrás volver a hablar. Te has fracturado la mandíbula, así que también la hemos inmovilizado, por si acaso.
Notó las grapas de la cabeza. Las bolsas colocadas en torno a las caderas, como cuando te enterraban en la arena. Trató de abrir los ojos, pero no obedecían.
– Veo por tus cejas que estás intentando abrir los ojos, pero hemos tenido que vendártelos. Tenías muchos fragmentos de cristal incrustados. Pero ya verás, dentro de un par de semanas el sol volverá a brillar.
¡Un par de semanas! ¿Dónde estaba el problema? ¿Por qué ese hormigueo del cuerpo, que protestaba? ¿Porque tiempo era justo lo que les faltaba?
Venga, Isabel, susurraba su fuero interno. ¿Qué es lo que no debe ocurrir? ¿Qué ha ocurrido? El hombre, sí. Y ¿qué más?
Pensó que la realidad son muchas cosas. El novio que nunca llegó pero que vivía en sus sueños. Las sogas colgadas del techo del viejo gimnasio, que nunca llegó a trepar hasta arriba. Y la realidad era también lo que aún no había sucedido. La presión de las sienes era la misma. La sensación, igual de concreta.
Respiró con lentitud y escuchó aquellos impulsos que conformaban su conciencia. Primero sintió malestar; después, inquietud, y al final un estremecimiento que introdujo rostros, sonidos y palabras en su batiburrillo de ideas.
Volvió a sentir el grito sofocado mecánico que acompañó su conciencia de lo sucedido.
Los niños.
El hombre, que también era un secuestrador.
Y Rakel.
– Hmmmm -oyó que decía tras su dentadura cerrada.
– ¡Di, Isabel!
Notó que la mano se soltaba y que una bocanada de aire caliente rozaba su rostro.
– ¿Qué dices? -dijo el rostro pegado a ella.
– Aaaaeee.
– ¿Entiende alguien lo que dice? -preguntó el rostro a cierta distancia.
– Aaarrglll.
– ¿Has dicho Rakel, Isabel?
Emitió un breve sonido. Sí, era lo que había dicho.
– ¿Llamas así a la mujer que ha ingresado contigo?
Y el sonido se repitió.
– ¡Rakel vive, Isabel! Está en la cama de al lado -dijo otra voz desde los pies de la cama-. Ha salido peor parada que tú. Mucho peor. No sé si saldrá adelante, pero está viva, y parece tener un cuerpo fuerte. Esperemos que lo consiga.
Podía ser una hora o un minuto, pero también podía haber pasado todo un día desde que habían estado con ella, así de elástico sentía el tiempo. A su alrededor se oían máquinas silenciosas y el débil pitido de su corazón. Sentía un sudor frío debajo, y hacía calor en la habitación. A lo mejor era algo que le habían inyectado lo que la hacía sentirse así. A lo mejor era cosa suya.
Fuera, en el pasillo, se oía el traqueteo de carros, y las voces también parecían traquetear. ¿Era la hora de comer, o era de noche? No tenía ni idea.
Gruñó algo, pero no ocurrió nada. Entonces se concentró en el intervalo entre su latido y la palpitación del dedo medio, donde tenía una especie de dedal. No sabía si transcurrían milisegundos o segundos.
Pero sí que sabía una cosa. El pitido de la máquina que oía medir los latidos no medía sus latidos. No coincidían para nada con los suyos, estaba lo suficientemente consciente como para saberlo.
Estuvo un rato conteniendo la respiración. Se oyó el pitido de la máquina. Pi-pi, hacía. Después, de otra máquina salió un ruido quedo como de chapoteo. Una succión que de pronto se interrumpía y volvía a empezar, como la presión de una puerta de autobús.
Aquel sonido lo había oído antes. En horas interminables junto al lecho de su madre, hasta que al final desconectaron la respiración asistida y la dejaron en paz.
Así que la paciente con quien compartía habitación no podía respirar sin ayuda. Y la paciente era Rakel. ¿No es lo que le habían dicho?
Quería darse la vuelta. Abrir los ojos y atravesar la oscuridad. Mirar a aquella persona que luchaba por vivir.
Rakel, le diría si pudiera. Rakel, saldremos adelante, añadiría, aunque sin convicción.
Tal vez Rakel no tuviera nada a lo que despertar. Lo recordó con demasiada nitidez.
Que su marido había muerto.
Que en alguna parte había dos niños esperando. Y que el secuestrador ya no tenía razones para no matarlos.
Era espantoso, y ella no podía hacer nada.
Notó que manaba un líquido del rabillo del ojo. Más denso que las lágrimas, aunque fluía con facilidad. Notó que la gasa que le cubría la cabeza de pronto se hacía pesada en sus párpados.
¿Estaré llorando sangre?, pensó, y trató de no ceder a su dolor e impotencia. Porque ¿de qué le valían los sollozos? No, aquello le provocaba un dolor que todo lo que le habían dado no era capaz de aliviar.
Oyó que la puerta se abría con suavidad y notó que el aire y los sonidos del pasillo se colaban en la estancia silenciosa.
Unos pasos avanzaron por el duro suelo. Mesurados y vacilantes. Casi demasiado vacilantes.
¿Sería algún médico preocupado observando el ritmo cardíaco de Rakel? ¿Alguna enfermera viendo cuándo dejaba de cumplir su función la respiración asistida?
– ¿Estás despierta, Isabel? -susurró una voz atravesando el bombeo constante de la máquina.
Sintió un sobresalto. No sabía por qué.
Entonces asintió en silencio de forma imperceptible pero suficiente.
Notó que le cogían la mano. Como cuando de pequeña se sentía marginada en el patio de la escuela. Como la vez que estuvo frente a la escuela de danza sin atreverse a traspasar el umbral.
La mano que le daba consuelo entonces era la misma de ahora. Una mano cálida, amorosa y generosa. La de su hermano. La de su hermano mayor, tan maravilloso y protector.
Y justo en el momento en que supo que por fin se podía sentir segura, sintió la necesidad de gritar.
– Eso es -dijo su hermano-. Llora, Isabel. Llora sin miedo. Todo va a arreglarse. Las dos saldréis adelante, tú y tu amiga.
¿Saldremos adelante?, pensó ella, mientras intentaba controlar su voz, su lengua, su respiración.
«Ayúdanos», quería decir. «Registra mi coche. Encontrarás la dirección de él en la guantera. Podrás ver por el GPS dónde hemos estado. Podrás conseguir la detención más sonada de tu vida.»
Quería arrodillarse ante el Dios de Rakel en el cielo para que le diera el don de la palabra solo un momento. El tiempo de una sola aspiración.
Pero yacía muda, escuchando sus propios estertores. Palabras que se disolvían en consonantes, consonantes que se disolvían en silbidos y espumarajos de saliva entre los dientes.
¿Por qué no llamó a su hermano mientras pudo hacerlo? ¿Por qué no hizo lo que debería haber hecho? ¿Creía acaso que era un ser superior, que podía detener al mismísimo Diablo?
– Menos mal que no conducías tú, Isabel. Pero no podrás evitar las consecuencias judiciales, aunque no creo que te consideren culpable de colaboración en la conducción temeraria que provocó el accidente. Eso sí, tendrás que comprarte otro coche -trató de bromear su hermano entre risas tenues.
Pero no había nada de qué reír.
– ¿Qué ha pasado, Isabel? -preguntó su hermano, sin mostrarse afectado por que ella no hubiera dicho nada aún.
Isabel puso los labios ligeramente en punta. Quizá su hermano pudiera entender algo.
Entonces se oyó una voz grave procedente de la cama de Rakel.
– Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede bajar a la cafetería. Ya le diremos adónde la hemos trasladado cuando vuelva. ¿Puede volver dentro de media hora?
A Isabel le pareció que la voz no era de nadie de los que habían pasado antes.
Pero cuando la voz repitió la solicitud y su hermano se levantó y con un apretón en el brazo le hizo saber que volvería algo más tarde, Isabel supo que no serviría de nada.
Porque la voz, la única que se oía ahora en la habitación, le era conocida.
Sí, la conocía demasiado bien.
Por un instante, creyó que aquella voz le daría algo por lo que vivir.
Ahora ya sabía que no podía haber estado más equivocada.
Capítulo 39
Carl había pasado la noche en casa de Mona y todavía notaba todo su cuerpo descoyuntando. Esta vez ella no esperó palabras dulces ni declaraciones de que para él era la única. Sencillamente, lo sabía, mientras se sacaba la blusa por la cabeza y se quitaba las bragas haciendo equilibrismos incomprensibles.
Después, tardó media hora en comprender dónde estaba, y otra media hora en sopesar si sobreviviría a otro intento.
Era una mujer diferente de la que se fue a África. De golpe, tan visible y cercana. Finas patas de gallo que lo dejaban sin respiración al contraerse. Pequeños pliegues en el borde del labio superior, que pronto se desplegarían en una sonrisa que vaciaba su cerebro de ideas.
Si había una mujer para él, entonces era aquella, pensó cuando ella volvió a acercarse con su cálido aliento y lo arañó con suavidad.
Cuando lo despertó a la mañana siguiente, ya estaba vestida y preparada para el día. Sensual, sonriente y como flotando.
¿Qué más prueba hacía falta estando como estaba con el edredón clavado encima y las piernas como si fueran de plomo?
Aquella mujer lo superaba por completo.
– ¿Qué te pasa, entonces? -preguntó Assad cuando coincidieron en el coche patrulla.
Carl pasó de contestar. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía el cuerpo como si lo hubieran apaleado y sentía en los huevos unas palpitaciones dolorosas como las de un flemón?
– Ya estamos, o sea, en Vedbysønder -anunció Assad tras mirar embobado durante media hora la raya central de la calzada.
Carl desplazó la mirada del GPS a un minúsculo grupo de granjas y casas, y, más allá, al paisaje de campos. Pocas casas, una carretera comarcal bien asfaltada. Árboles y arbustos en grupos variados. El sitio no estaba nada mal para recoger el dinero del rescate.
– Tienes que ir hasta el edificio -advirtió Assad señalando más adelante-. Hay que pasar el puente y tener los ojos bien abiertos.
Tan pronto como apareció la primera granja a la altura del puente del tren, Carl reconoció lo que había descrito Martin Holt. Casas a ambos lados de la carretera. La vía férrea tras las casas, a la derecha. Algo más allá, un par de edificios aislados, y después la carretera secundaria que llevaba hacia la vía. Más adelante había una delgada hilera de árboles, y justo en la curva, vegetación más espesa. Aquel era el lugar donde al menos dos de las víctimas del secuestrador habían arrojado el dinero por la ventanilla del tren.
Aparcaron en la carretera secundaria que llevaba a un estrecho viaducto y encendieron las luces de emergencia para estar seguros de que otros automovilistas los verían en la nebulosa luz matinal.
Carl salió del coche con dificultad y pensó en fortalecerse con un cigarrillo, mientras Assad tenía ya la vista pegada a las matas de hierba que había a sus pies.
– Está algo húmedo, entonces -sentenció Assad, casi hablando para sí-. Algo húmedo. Ha debido de llover hace poco, pero no mucho, o sea. Mira.
Señaló unas huellas de ruedas impresas en el suelo.
– ¿Ves? Ha llegado hasta aquí, o sea, tranquilamente -explicó Assad, poniéndose en cuclillas-. Y aquí ha arrancado de repente, como si tuviera prisa.
Carl asintió en silencio.
– Sí, o porque las ruedas giraban sin poder agarrarse al asfalto mojado.
Carl encendió el cigarrillo y miró alrededor. Sabían de dos hombres que arrojaron sus sacos con el dinero del rescate desde el tren a este descampado, pero ninguno de ellos vio el coche. Solo los destellos de la luz.
En ambos casos el tren venía del este, de modo que el saco podía haber caído en cualquier parte del trecho que había hasta la casa aislada, a unos doscientos metros de allí. Parecía que habían renovado la casa, así que sus ocupantes tal vez se instalaran después de 2005, cuando el padre de Flemming Emil Madsen arrojó su saco. Fuera como fuese, el caso es que apenas habían encontrado nada que los hiciera avanzar; esa fue su impresión.
Carl se llevó las manos a la nuca y se estiró, mientras el humo del cigarrillo que colgaba de la comisura de los labios se mezclaba con la humedad que el calor de marzo hacía brotar de la tierra. Sus fosas nasales guardaban aún el perfume de Mona. Así ¿cómo coño iba a pensar con fuste? ¿Cómo iba a pensar en algo que no fuera volver a verla?
– Mira, Carl. Ha salido un coche de la casa -informó Assad, señalando hacia el edificio aislado-. ¿Lo hacemos parar?
Carl arrojó la colilla y la aplastó sobre el asfalto.
La mujer que conducía pareció asustada cuando la hicieron detenerse en el arcén, tras el coche patrulla.
– ¿Qué ocurre? -preguntó-. ¿Tengo mal las luces?
Carl se encogió de hombros. ¿Y él qué sabía?
– Nos interesa ese terreno de ahí. ¿Es vuestro?
La mujer asintió con la cabeza.
– Sí, hasta los árboles de allí. ¿Por qué?
– Hola, me llamo Hafez el-Assad -hizo saber Assad, tendiéndole su mano peluda por la ventanilla abierta-. ¿Has visto a alguien lanzar algo desde el tren aquí?
– No. ¿Cuándo ha sido eso? -preguntó. Sus ojos se iluminaron un poco. Así que no la habían parado por haber hecho algo mal.
– Varias veces. Hace unos años, quizá. ¿Has visto, por casualidad, un coche aparcado aquí, esperando?
– Si fue hace varios años, no. Acabamos de mudarnos -aseguró, sonriendo aliviada-. Acabamos de terminar la obra. Todavía podéis ver los andamios en la parte trasera.
Señaló tras de sí y miró a Carl a los ojos. Tal vez él tuviera aspecto de saber más de andamios que Assad.
Carl iba a darle las gracias por la ayuda. Hacerse a un lado como un aduanero y dejarla seguir su camino. Encender otro cigarrillo y volver a pensar en Mona.
– Pero sí que hubo un coche aparcado anteayer, cuando sucedió el espantoso accidente de tráfico en Lindebjerg Lynge -continuó la mujer.
Carl asintió en silencio, satisfecho. Por eso se veían las huellas de ruedas en la tierra.
La mujer mudó la expresión de su semblante.
– He oído que hubo una persecución en coche. Las mujeres de uno de los coches quedaron malheridas. Mi cuñado es primo de uno del servicio de ambulancias. Dijo que no creía que sobrevivieran.
Sí, pensó Carl. El tráfico podía ser peligroso por las carreteras secundarias. ¿Qué iba a hacer la gente, sino apretar el acelerador hasta el fondo?
– Y ese coche que estuvo parado ¿qué aspecto tenía, entonces? -preguntó Assad.
La mujer hizo un gesto de desconocimiento.
– Solo vimos las luces rojas traseras; después las apagó. Cuando estamos en la sala viendo la televisión, desde allí se ve esta zona. Mi marido pensó que sería alguna pareja de besuqueo.
Movió la cabeza a un lado y al otro. Debía de querer decir que a las parejas había que dejarlas besarse así, porque también ella lo había hecho.
– Pero, de pronto desapareció -continuó-. Vimos los faros de otro coche, y luego desaparecieron los dos. Mi marido dijo más tarde que a lo mejor uno de ellos era el que tuvo el accidente -sonrió con aire de disculpa-. Mi marido tiene tendencia a dramatizar.
– ¿Dices que ocurrió el lunes? -preguntó Carl, mirando las huellas de los coches. El que estuvo parado allí se había plantado en un lugar estratégico en muchos sentidos. Un buen panorama general. Cerca de la vía del tren. Y en caso de ocurrir algo inesperado, podía ponerse en la carretera en un santiamén. Después siguió preguntando-. Has hablado de un accidente. ¿Dónde has dicho que ocurrió?
– Al otro lado de Lindebjerg Lynge. Mi hermana vivía a unos cientos de metros de allí -informó, meneando la cabeza-. Pero ha emigrado a Australia.
La mujer dijo que ella iba en aquella dirección, y que podían seguirla.
Atravesó el bosque a menos de cincuenta por hora, con Carl pegado a su parachoques.
– ¿No es mejor apagar las luces azules? -preguntó Assad pasados un par de kilómetros.
Carl sacudió la cabeza, resignado. Pues claro. ¿En qué estaba pensando? Aquel cortejo a paso de tortuga debía de resultar bastante cómico, a decir verdad.
– Mira ahí.
Assad señaló un tramo de calzada donde el sol se aprestaba a evaporar el rocío matutino.
Carl también lo vio. Marcas de frenado en el carril contrario, y diez metros más allá otras marcas, pero en su mismo carril.
Assad se inclinó hacia el parabrisas y entornó los ojos. Lo más seguro es que, en su mente, estuviera imaginando una persecución ficticia en coche. Parecía que tuviera el volante en sus manos y pisara el acelerador hasta la alfombrilla de goma.
– ¡Ahí también! -gritó, señalando otras marcas que sugerían un frenazo brusco.
La mujer de delante detuvo el coche y salió.
– Ocurrió aquí -concretó, señalando el tronco de un árbol completamente descortezado.
Anduvieron de un lado para otro y encontraron algunos cascos de cristal de los faros y fuertes raspados en el asfalto. Un accidente violento y bastante incomprensible. Tendrían que hacer comprobaciones con sus compañeros de Tráfico.
– Vamos -instó Carl.
– Y ahora ¿qué? ¿Me dejarás conducir?
Carl miró a su colega. Los recuerdos de su temerario empleo del acelerador no hablaban en favor de su ayudante moreno. En absoluto.
– Primero, haremos las comprobaciones con los de Tráfico -decidió, sentándose al volante.
No conocía a quien había estado al cargo del caso y había hecho las mediciones, pero no tenía un pelo de tonto.
– Llevamos el coche a los garajes de Kongstedsvej para inspeccionarlo más a fondo -dijo el compañero de Tráfico-. Encontramos restos de pintura de otro vehículo en algunos de los puntos de colisión, pero todavía no sabemos de qué pintura se trata. Es de color oscuro, tal vez gris grafito, pero es posible que la fricción del momento de la colisión haya influido en el tono.
– ¿Y las víctimas? ¿Están vivas?
Le dieron dos números de registro civil. Con eso podría seguir investigando.
– Así que, ¿crees que hubo otro coche implicado en el accidente? -preguntó Carl.
Su compañero rio al otro lado de la línea.
– No, no es que lo crea: lo sé. Lo que pasa es que aún no lo hemos hecho público. Hay indicios claros de una persecución en coche en un tramo de por lo menos dos kilómetros y medio antes del lugar del accidente. Conducían muy rápido, como salvajes. Así que si las dos mujeres salen vivas va a ser un milagro.
– ¿No hay rastro del otro conductor, el que se dio a la fuga?
El hombre lo confirmó.
– Pregúntale por las mujeres, Carl -susurró Assad a su lado.
Y eso hizo. ¿Quiénes eran? ¿Qué relación había entre ellas? Ese tipo de cosas.
– Sí -replicó su interlocutor-. Las dos mujeres eran de la zona de Viborg, así que es bastante raro que colisionaran en una carretera secundaria perdida del sur de Selandia. Vemos que atravesaron el puente del Gran Belt varias veces aquel día, pero eso no es lo más raro.
Carl se dio cuenta de que el tipo se guardaba lo mejor para el final. Típico de los agentes de Tráfico. Para que los de la Brigada criminal aprendieran que no eran los únicos que tenían un trabajo emocionante.
– ¿Qué es lo más raro? -quiso saber Carl.
– Lo más raro es que poco antes habían destrozado la barrera de control del puente y después hicieron todo lo posible por evitar que la Policía las detuviera.
Carl miró de nuevo a la calzada. ¡Anda la osa!
– ¿Puedes mandarme el atestado para que lo reciba en el ordenador del coche?
– ¿Ahora? Tendré que consultarlo con mis superiores.
Y colgó.
A los cinco minutos estaban leyendo el relato policial acerca de la conducción de las mujeres, y desde luego que cosas así no se leían todos los días. Los radares habían sacado cuatro fotos, dos con cada conductora, en el mismo día. Destrozar la barrera de control del puente sobre el Gran Belt. Conducción caótica por la E-20. Perseguidas por varios coches patrulla en el mismo tramo. Parece ser que condujeron un buen trecho con las luces apagadas para luego terminar en un accidente inevitable en una carretera forestal.
– ¿Por qué van de Viborg a Selandia, vuelven a Fionia y después otra vez a Selandia a todo gas? ¿Lo sabes tú, Assad?
– No lo sé, entonces. En este momento estoy mirando esto.
Señaló la lista de las fotos del radar. Estaban hechas en sitios tan diferentes como la E-45 al sur de Vejle, la E-20 a mitad de camino entre Odense y Nyborg, y otra vez en la E-20, al sur de Slagelse.
El dedo de Assad bajó a la siguiente línea del atestado.
Carl vio la dirección de la localidad que señalaba. Al parecer, las mujeres también fueron detectadas por una instalación experimental de radares en una zona rural. Al menos, él nunca había oído el nombre del pueblo. Se llamaba Ferslev, y lo habían atravesado a ochenta y cinco kilómetros por hora donde el límite de velocidad era cincuenta. Si se calculaban todos los delitos cometidos y se añadía que había habido dos conductoras, tenía dos mujeres a las que, como mínimo, aquel día se les había retirado el carné de conducir.
Carl tecleó Ferslev en el GPS y examinó el mapa. Estaba en las afueras de Skibby. A mitad de camino entre Roskilde y Frederikssund.
Vio que Assad ponía el dedo en el mapa y lo iba deslizando hacia Nordskoven. El mismo lugar en el que Yrsa creía que podía haber una caseta de botes.
Aquello era muy extraño.
– Llama a Yrsa -ordenó a su ayudante mientras arrancaba el coche-. Dile que reúna información acerca de esas dos mujeres. Dale los números de registro civil y dile que se dé prisa. Dile también que vuelva a llamar para saber dónde están ingresadas y cuál es su estado. Esto me da mala espina.
Oyó hablar a Assad, pero estuvo un rato ausente. No podía quitarse de la cabeza la carrera desenfrenada que habían hecho las dos mujeres por todo el país.
Debían de ser drogadictas, susurró su sensato yo. Drogadictas, o al menos camellos. Algo así, y seguramente estarían bajo los efectos de la droga. Asintió en silencio para sí. Por supuesto que era algo de ese tipo. Si no, no habrían tenido el accidente. ¿Quién decía que había otro coche implicado que se dio a la fuga? ¿Por qué no podía ser un pobre asustado que se había visto acosado por unas descerebradas con droga en la sangre? Un pobre hombre que se asustó y solo quiso escapar de allí.
– Vale -oyó que decía Assad antes de colgar.
– ¿Has hablado con ella? -preguntó-. ¿Ha entendido lo que tiene que hacer?
Trató de captar la mirada muy pensativa de Assad.
– Oye, y ¿qué ha dicho Yrsa?
– ¿Que qué ha dicho Yrsa? -repitió Assad, levantando la cabeza-. No lo sé. Es que he hablado con Rose.
Capítulo 40
No estaba satisfecho. No lo estaba en absoluto.
Apenas habían transcurrido dos días desde el accidente y, según las noticias de la radio, una de las accidentadas estaba mejorando. A la otra no le daban muchas posibilidades, pero no decían quién era quién.
Fuera lo que fuese, su respuesta no podía esperar más.
La víspera reunió información sobre otra familia potencial, y después estuvo pensando en ir a la casa de Isabel en Viborg y hacer desaparecer el ordenador, pero ¿de qué iba a servirle si ya había enviado la información que tenía sobre él a su hermano?
Y luego estaba la cuestión de cuánto sabía Rakel. ¿Le habría contado todo Isabel?
Por supuesto que sí.
Estaba claro, las mujeres debían morir.
Alzó la vista hacia el cielo. Seguía existiendo una lucha entre Dios y él, siempre había sido así. Desde su niñez.
¿Por qué no lo dejaba Dios en paz?
Se concentró, abrió el ordenador, encontró el número de la unidad de Traumatología del Hospital Central y habló con una secretaria prepotente que no tenía muchas novedades que ofrecer.
Ambas mujeres habían sido trasladadas a la unidad de Cuidados Intensivos, eso era lo que sabía.
Él se quedó un rato mirando el cuaderno de notas.
Cuidados Intensivos. UCI 4131.
Teléfono: 35454131.
Tres pequeños datos que significaban la muerte para algunas y la vida para él. Podía reducirse a algo así de sencillo, sin importar qué ojos lo observaban desde el cielo todopoderoso.
Tecleó en Google el número de la Unidad y casi lo primero que salió en la lista de búsquedas fue la página web de la llamada Clínica de Terapia Intensiva del Hospital Central.
Era una web clara. Limpia y esterilizada como el propio Hospital Central. Pinchó en «Información práctica» y después en «Información para familiares.pdf», y consiguió un manual que le decía cuanto deseaba saber.
Recorrió la página.
Cambio de turno: 15.30-16.00, ponía. Así que era entonces cuando debía golpear. En el momento de mayor agitación.
En aquellas instrucciones increíbles ponía que las visitas y presencia de familiares podían ser un gran consuelo y apoyo para el paciente. Sonrió. Bueno, pues en adelante sería un familiar. Compraría un ramo de flores, eso sí que era reconfortante. Y su rostro exhibiría la expresión adecuada, para que vieran a las claras lo afectado que estaba.
Siguió leyendo. Aquello iba cada vez mejor. Ponía que todos los familiares o amigos cercanos de un paciente ingresado allí eran bienvenidos a cualquier hora del día o de la noche.
¡Amigos cercanos a cualquier hora del día o de la noche!
Lo pensó bien. Iba a ser mejor que se hiciera pasar por un amigo cercano, era más difícil de comprobar. Amigo cercano, e íntimo de Rakel. Uno de su comunidad. Adoptaría el dialecto cerrado del centro de Jutlandia, que justificaría que se quedara tanto tiempo. Tanto tiempo como le hiciera falta. Al fin y al cabo, había venido de muy lejos.
Todo eso y más ponía en las instrucciones para las visitas. Cuándo había que esperar en la sala de familiares. Dónde se podía tomar té y café. Que las consultas con los médicos podían hacerse durante el día. También incluía bonitas fotos del interior de las habitaciones, indicaciones precisas sobre lo que podía esperar de las sondas y de los aparatos de supervisión.
Miró las fotografías de aquellos aparatos y se dio cuenta de que se trataba de matar rápido y salir de allí lo antes posible. En el momento en que un paciente muriera en una unidad de cuidados intensivos como aquella, todos los aparatos darían la alarma. El personal de la sala de observación se enteraría enseguida. Estarían allí en nada de tiempo. Los intentos de reanimación se pondrían en marcha en pocos segundos. Eran profesionales, y así debían actuar.
De manera que no solo tendría que matar rápido, debería ser también una muerte certera, para que no pudieran revivir a las muertas, y lo más importante de todo era que no surgieran sospechas inmediatas de que la causa de la muerte pudiera no ser natural.
Pasó media hora delante del espejo. Se dibujó arrugas en la frente, se cambió de peluca y transformó el contorno de los ojos.
Cuando terminó miró satisfecho el resultado. Tenía ante sí a un hombre abatido por el pesar. Un hombre entrado en años con gafas, pelo canoso y mal cutis. Cosa bastante alejada de la realidad.
Abrió la puerta con espejo de su botiquín. Tiró de un cajón y sacó cuatro embalajes de plástico de entre muchos otros.
Jeringuillas corrientes, de las que podían comprarse en la farmacia sin receta. Agujas corrientes, como las que emplean a diario miles de adictos para pincharse con la bendición de la sociedad.
No necesitaba más.
Llenar la jeringa de aire, meterla en una vena y apretar el émbolo. La muerte sería rápida. Le daría tiempo para ir de una sala a otra y cargarse a las dos antes de que sonara la alarma.
Era cuestión de cronometrar bien.
Buscó la sección 4131. Rótulos directivos y un ascensor casi hasta la puerta, creía él. Bastaba con saber el número de sección, de ahí se sacaba la entrada, el piso y la unidad, según ponía en la guía del hospital.
Entrada 4, piso 13, unidad 1. Así debía ser, pero el ascensor solo subió hasta el piso 7.
Miró el reloj. El cambio de turno se acercaba, no había tiempo que perder.
Adelantó a un par de ancianos con muletas y buscó información en la entrada principal. El hombre de la ventanilla parecía venir de un empleo mejor, pero era efectivo y amable.
– No, no hay que leerlo así. Es la entrada 4.1, piso 3, unidad 1. Vaya a la entrada 4.1 y coja el ascensor.
Señaló la dirección, y por si acaso pasó un papel fotocopiado por debajo de la ventanilla, donde había escrito los números a bolígrafo. «El paciente está en la habitación…», ponía, y después las cifras.
Qué forma tan perfecta de conducirlo al lugar del crimen. ¡Bravo!
Salió en la tercera planta y comprobó enseguida que allí estaba el letrero de la sección 4131 de la Unidad de Cuidados Intensivos. Una puerta doble con cortinas blancas conducía al interior. De no haberlo sabido, habría pensado que era una funeraria.
Sonrió. De hecho lo era, en cierto sentido.
Si allí dentro había la misma actividad que en el pasillo, donde no se veía un alma, excepto varios carros de ropa vacíos, aquello iba a ser pan comido.
Empujó las puertas de vaivén.
La estancia no era grande, aunque lo pareciera. Lo que no había previsto era la energía que se desplegaba allí dentro. Se había imaginado una gran concentración y trabajo en silencio, pero no era el caso. Al menos en aquel momento, no.
Tal vez la hora elegida no era tan adecuada como había pensado.
Atravesó dos pequeñas salas para visitas y se encaminó directo a recepción. Un mostrador curvo multicolor capaz de detener a cualquiera.
La secretaria lo saludó con la cabeza; estaba ordenando sus papeles.
Mientras tanto, él miró alrededor.
Había médicos y enfermeras por todas partes. Algunos dentro de las habitaciones; otros se afanaban en los cubículos provistos de ordenadores, colocados a la entrada de las habitaciones de los pacientes. Y después, estaban los que se desplazaban por el pasillo con paso decidido.
Puede que sea por el cambio de turno, se dijo para sí.
– ¿He venido en un mal momento? -preguntó a la secretaria en un jutlandés cerrado.
Ella miró su reloj de pulsera y después lo miró con amabilidad.
– Bueno, un poco. ¿A quién busca?
Entonces afloró el semblante preocupado que había estado ensayando.
– Soy amigo de Rakel Krogh -dijo.
La secretaria ladeó la cabeza.
– ¿Rakel? Aquí no hay ninguna Rakel Krogh; querrá decir Lisa Krogh, ¿verdad? -aventuró, y miró a la pantalla-. Aquí pone Lisa Karin Krogh.
¿En qué diablos estaba pensando? Rakel era el nombre que empleaba en la comunidad, no su nombre verdadero. Si ya lo sabía.
– Ah, sí, perdone. Lisa, por supuesto. Verá, es que pertenecemos a la misma comunidad, y allí empleamos nuestros nombres bíblicos. Para nosotros, Lisa se llama Rakel.
La expresión facial de la secretaria se transformó ligeramente, pero no gran cosa. ¿No creía lo que estaba contándole o es que sentía aversión por la gente religiosa? ¿Iba a pedirle su documentación?
– Sí, y también conozco a Isabel Jønsson -añadió, antes de que ella reaccionara-. Somos amigos los tres. Las han ingresado juntas, por lo que tengo entendido, en la unidad de Traumatología, ¿no es así?
Ella asintió en silencio. Una sonrisa un tanto forzada, pero algo es algo.
– Sí -admitió-. Ahora están aquí las dos.
Señaló la sala y dijo el número.
En la misma habitación. Mejor, imposible.
– Tiene que esperar un momento. Vamos a trasladar a Isabel Jønsson a otra unidad, y los médicos y enfermeras están preparándola. Por cierto, ha venido otra visita para Isabel Jønsson, así que deberá esperar hasta que se haya marchado él. Preferimos que solo haya un grupo a la vez en la habitación -informó, señalando la sala de espera cercana a la salida-. Está esperando ahí. Puede que lo conozca.
Una información inquietante.
Se volvió rápido hacia la sala de espera. Sí, en la sala había un hombre cruzado de brazos, estaba solo. Llevaba uniforme de la Policía. Casi seguro que era el hermano de Isabel; sí, no cabía duda. Los mismos pómulos salientes, la misma nariz y el mismo rostro. No era una buena noticia.
Miró a la secretaria con expresión esperanzada.
– Isabel ¿está mejorando?
– Parece ser que sí -respondió ella-. No solemos hacer traslados a planta a menos que haya mejoría.
«Parece ser que sí», decía. Por supuesto que lo sabía con seguridad. Pero no sabía cuándo iba a hacerse el traslado, y seguro que podía ser en cualquier momento.
Muy desafortunado. Además, estaba el hermano de Isabel.
– Entonces, ¿podré hablar con Rakel? ¿Está consciente? Perdón, quiero decir con Lisa.
La mujer sacudió la cabeza.
– No, Lisa Krogh sigue en coma.
Él inclinó la cabeza.
– Pero Isabel está consciente, ¿verdad? -preguntó con voz queda.
– No lo sé, pregúntele a esa enfermera -dijo la secretaria, señalando a una mujer rubia de aspecto cansado que pasó trotando con un fajo de expedientes bajo el brazo. La secretaria se volvió hacia otro visitante que se había acercado al mostrador. La audiencia había terminado.
– Perdone -dijo a la enfermera con el brazo a media altura. En su chapa ponía «Mette Frigaard-Rasmussen»-. ¿Sabe si Isabel Jønsson está consciente? ¿Puedo entrar a hablar con ella?
Puede que no fuera su paciente, puede que no fuera su turno, puede que no fuera su día, o puede que estuviera exhausta; lo cierto es que lo miró por las delgadas rendijas de sus ojos y respondió abriendo unos labios igual de finos.
– ¿Isabel Jønsson? Ah, sí. Está… -Se quedó un momento mirando al frente-. Está consciente, pero la tenemos muy medicada y tiene la mandíbula rota, así que no habla muy bien. De hecho, por ahora no puede comunicar nada, pero todo llegará.
Después le sonrió haciendo un esfuerzo, y él dio las gracias y dejó que siguiera con su dura jornada.
Isabel no podía comunicar: por fin una buena noticia. Así que se trataba de aprovechar la situación.
Apretó los labios, se alejó de la sala de espera y continuó por el pasillo. Pronto tendría que salir rápido de allí. Prefería tomar el ascensor al exterior con total tranquilidad, pero si había otras posibilidades debía conocerlas.
Pasó junto a varias habitaciones donde yacían pacientes en situación extrema rodeados de médicos y enfermeras trabajando con esmero y de forma pausada. En la sala de observación, había varias personas con bata mirando concentradas a las pantallas y hablando en voz baja. Todo estaba controlado.
Un auxiliar pasó junto a él y tal vez se preguntó qué hacía allí. Después se sonrieron y él siguió adelante.
Las paredes estaban pintadas de colores. Colores y cuadros intensos. También cristal coloreado. Todo irradiaba vida. La muerte allí no era bienvenida.
Torció al llegar a una pared roja y observó que había un pasillo que discurría paralelo por el que había venido. La parte izquierda parecía componerse de una serie de pequeños cuartos para uso del personal. Al menos había rótulos con nombres y titulaciones junto a las puertas. Miró a su derecha y pensó que podría volver a bajar a recepción por allí, pero al acercarse vio que no tenía salida. Eso sí, había un ascensor. Tal vez su medio de huida.
Vio la bata colgada tras la puerta en un cuarto donde había ropa de cama y diversos utensilios en estanterías. Debía de ser para lavar, al menos había otras cosas para lavar allí.
Dio un paso lateral, cogió la bata, se la colgó del brazo y esperó un momento antes de volver a dirigirse a recepción.
En el camino saludó al mismo auxiliar de antes, y palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar si estaban las jeringas.
Desde luego que estaban.
Se sentó en un sofá azul en la primera y más pequeña de las salas de espera sin que el policía que estaba en la sala más grande de atrás levantara la cabeza. A los cinco minutos exactos el policía se levantó de su asiento y se dirigió a la recepción. Dos médicos y un par de ayudantes acababan de salir de la habitación donde estaba su hermana, y mientras tanto los nuevos rostros del personal se distribuían entre sus respectivos puestos.
Estaban en pleno cambio de turno.
El policía saludó con la cabeza a la secretaria y ella le devolvió el saludo. Sí, había vía libre. El hermano de Isabel Jønsson podía entrar.
Lo siguió con la vista y lo vio desaparecer en la habitación. Dentro de poco llegaría un celador a por su hermana. No era el mejor inicio para su plan.
Si Isabel estaba tan recuperada como para que la trasladaran, debía matarla a ella primero. Puede que no hubiera tiempo para más.
Todo dependía de que tuviera el tiempo suficiente. Por eso debía hacer salir al hermano enseguida, aunque fuera peligroso. No le gustaba nada la idea de tener que acercarse a aquel hombre. Puede que Isabel le hubiera contado algo, es lo que le había dicho. Y puede que supiera demasiado. Entonces tendría que cubrirse el rostro cuando se acercara a él.
Esperó hasta que la secretaria empezó a recoger sus cosas y cedió su puesto a una persona más descansada.
Se puso la bata.
Era el momento.
Al entrar no reconoció a las mujeres enseguida, pero en la cama más alejada el policía hablaba a su hermana Isabel mientras le cogía la mano.
Entonces la mujer que estaba junto a la puerta, con una telaraña de máscaras, sondas y goteros alrededor, debía de ser Rakel.
Tras ella había un muro de sofisticados aparatos emitiendo destellos y pitidos. Su rostro estaba cubierto casi por completo, igual que su cuerpo. Bajo la manta se adivinaban lesiones graves y daños irreparables.
Miró hacia Isabel y su hermano.
– ¿Qué ha pasado, Isabel? -acababa de preguntar el hermano.
Entonces él se colocó entre la pared y la cama de Rakel y se agachó.
– Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson -anunció, mientras se inclinaba sobre Rakel y levantaba sus párpados como si estuviera examinando sus pupilas. La verdad es que parecía estar en un coma profundo. Después continuó-. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede ir a la cafetería. Cuando vuelva le diremos adónde han trasladado a su hermana. ¿Puede volver dentro de media hora?
Oyó que el policía se levantaba y decía un par de frases de despedida a su hermana. Un hombre acostumbrado a obedecer.
Hizo un breve saludo de perfil al policía cuando este abrió la puerta y se marchó, y luego se quedó un momento mirando a la mujer de la cama. Raro sería que aquella mujer pudiera constituir jamás una amenaza para él.
En aquel momento, Rakel abrió los ojos. Se quedó mirándolo como si estuviera del todo consciente. Le dirigió una mirada vacía, pero tan intensa que sería muy difícil de olvidar. Después sus ojos volvieron a cerrarse. Esperó un momento para ver si aquello se repetía, pero no ocurrió tal cosa. Puede que se debiera a algún tipo de reflejo. Escuchó los pitidos de los aparatos. Seguro que el pulso se le había acelerado en el último minuto.
Entonces se volvió hacia Isabel, cuyo pecho se alzaba y se hundía cada vez más rápido. Así que ya sabía que él estaba allí. Le habría reconocido la voz, pero ¿de qué iba a servirle? Tenía la mandíbula inmovilizada y los ojos tapados por la gasa. Estaba bien sujeta, conectada a varios goteros y aparatos de medida, pero en su boca no había ninguna sonda, tampoco tenía respiración asistida. Pronto podría hablar. En realidad, ya no estaba en peligro de muerte.
Qué irónico que ninguna de esas señales de vida vayan a valerle para esquivar la muerte, pensó mientras se acercaba y buscaba una vena de su brazo que latiera con suficiente fuerza.
Sacó una jeringa del bolsillo. Extrajo una aguja de su embalaje y la montó. Después retiró el émbolo hacia atrás y la jeringa se llenó de aire.
– Deberías haberte conformado con lo que te daba, Isabel -la amonestó, y observó que tanto la respiración como el ritmo cardíaco de la mujer se aceleraban.
No me gusta, pensó; se deslizó al otro lado de la cama y retiró la almohada que tenía Isabel bajo el brazo. Podían ver las reacciones de Isabel desde la sala de observación.
– Tranquila, Isabel -la sosegó-. No voy a hacerte nada. He venido para decirte que no voy a hacer nada a los niños. Los cuidaré bien. Cuando estés mejor te haré saber dónde están. Créeme. Era por el dinero. No soy un asesino. Es lo que he venido a decirte.
Observó que la respiración seguía siendo violenta, pero que el ritmo cardíaco había disminuido algo. Menos mal.
Después dirigió la vista hacia los aparatos de Rakel. De pronto dejaron de sonar los pitidos. Su corazón parecía haber enloquecido de repente.
Hay que darse prisa, fue la idea que cruzó su mente.
Cogió de un tirón el brazo de Isabel, encontró una vena palpitando y metió la aguja. Entró con facilidad.
Ella no reaccionó en absoluto. Estaba tan dopada de medicación que habría podido atravesarle el brazo sin que reaccionara.
Trató de apretar el émbolo, pero no lo consiguió. Debía de haber pinchado al lado de la vena.
Sacó la aguja y volvió a pinchar. Esta vez Isabel se sobresaltó. Ya sabía qué le quería hacer. No era nada bueno. El ritmo cardíaco subió de nuevo. Volvió a apretar el émbolo, pero este se resistía a avanzar. Por todos los diablos, tendría que buscar otra vena.
De pronto se abrió la puerta.
– ¿Qué pasa aquí? -gritó una enfermera, mirando a los aparatos de Rakel y a aquel desconocido vestido con bata de médico con una jeringa apuntando al brazo de Isabel.
Él se guardó la jeringa en el bolsillo y ya se estaba levantando para cuando la enfermera comprendió lo que iba a suceder. El golpe contra su garganta fue breve y violento, y la mujer se derrumbó ante la puerta abierta.
– Ocúpate de ella, se ha desvanecido. Creo que está demasiado fatigada -gritó a la enfermera que entró corriendo desde la sala de observación para controlar los datos de los aparatos de las dos mujeres. En un segundo, la habitación pareció un hormiguero. Gente de blanco que se amontonó en la puerta mientras él se retiraba a paso rápido hacia la zona del ascensor.
Aquello iba mal, y era la segunda vez que Isabel se salvaba por los pelos. Con solo diez segundos más habría acertado una vena y la habría llenado de aire. Solo diez segundos. Diez putos segundos. No hizo falta más para estropearle el plan.
Oyó gritos enérgicos a sus espaldas cuando la puerta se cerró. Frente al ascensor estaba sentado un hombre flaco con ojeras esperando para entrar en Cirugía plástica. Hizo un breve saludo con la cabeza cuando vio la bata. Así funcionaban las batas en un hospital.
Apretó el botón del ascensor y miró a las escaleras de incendios cuando el ascensor se detuvo en la planta. Saludó con la cabeza a un par de hombres en bata y un par de visitas de rostro compungido que estaban en el ascensor, y después se puso de cara a la pared para que no se dieran cuenta de que no llevaba placa de identificación.
En la planta baja estuvo a punto de chocar con el hermano de Isabel frente al ascensor. No había ido muy lejos, no.
Estaba claro que los dos hombres con quienes conversaba eran sus compañeros. Bueno, puede que el moreno pequeño no, pero el danés, sí. Parecían serios.
Tampoco él estaba nada alegre, carajo.
Ya en el exterior vio el helicóptero revoloteando sobre el edificio. Más problemas para la unidad de Traumatología.
Venid, venid, pensó. Cuantos más problemas se amontonaran, menos recursos tendrían para ocuparse de quienes estaban allí por su culpa.
No se quitó la bata hasta estar bajo la sombra de los árboles del aparcamiento, donde tenía el coche.
La peluca la arrojó al asiento trasero.
Capítulo 41
Apenas llegaron Assad y él al sótano, Carl registró los cambios, que no habían sido para mejor. Ya desde la plataforma al final de la escalera había cajas de cartón y todo tipo de trastos por el suelo. Montones de estanterías de acero se apilaban junto a las paredes, y el tintineo procedente del fondo sugería que aquello no era lo único que iban a poner patas arriba aquel día.
– ¿Qué coño…? -explotó cuando miró a su pasillo. ¿Dónde puñetas habían metido la puerta de entrada al infierno de amianto? ¿Dónde diablos estaba el tabique de separación que acababan de construir? ¿Serían aquellas placas apoyadas en sus expedientes y en la copia gigante del mensaje de la botella?
– ¿Qué ocurre? -gritó cuando Rose asomó la cabeza de su despacho. Gracias a Dios, al menos ella no había cambiado. Pelo negro azabache cortísimo, el rostro adornado con polvos blancos y un montón de sombra de ojos. Deliciosa mirada mordaz a la que los tenía más acostumbrados.
– Están vaciando el sótano. El tabique les estorbaba -informó, indiferente.
Fue Assad quien se acordó de darle la bienvenida de vuelta a casa.
– Me alegro de verte, Rose. Estás… -Estuvo un rato buscando la palabra adecuada. Después sonrió-. Estás magnífica en tu papel.
Tal vez no fuera la frase idónea.
– Gracias por las rosas -replicó. Sus cejas arqueadísimas se alzaron ligeramente. Debía de ser algo así como un arrebato emocional.
Carl lució una breve sonrisa.
– De nada. Te hemos echado de menos. No porque pasara nada con Yrsa -se apresuró a añadir-, pero ya sabes.
Señaló el pasillo.
– Eso del tabique va a significar que los de Inspección de Trabajo van a volver -dedujo-. ¿Qué diablos ocurre ahí? Dices que están vaciando el sótano. ¿A qué te refieres?
– Se llevan todo. Aparte de nosotros, el Archivo, el trastero, el departamento de Correos y la Funeraria. La reforma de la Policía, ya sabes. Cambia, que algo queda.
Joder, así iban a tener sitio de sobra.
Carl se volvió hacia ella.
– ¿Qué tienes para nosotros? ¿Quiénes son las dos mujeres del accidente, y cómo están?
Rose se encogió de hombros.
– Ah, eso. No he llegado aún, tenía que retirar de la mesa los cachivaches de Yrsa. ¿Corría prisa?
Carl registró en segundo plano a Assad agitando la mano en el aire en señal de advertencia. Cuidado, que se nos larga otra vez, quería decir; así que Carl contó para sí hasta diez.
Joder con la tía. ¿No había hecho lo que le había pedido? ¿Iba a ponerse otra vez en ese plan?
– Ya me perdonarás, Rose -dijo, en lucha consigo mismo-. En lo sucesivo precisaremos con claridad nuestras necesidades. ¿Serías tan amable de conseguirnos esa información? Porque sí que corre cierta prisa.
Hizo una vaga señal con la cabeza a Assad, que correspondió levantando el pulgar.
Rose ladeó la cabeza sin saber qué responder.
Bueno, por fin habían aprendido a manejarla.
– Por cierto, Carl, tienes cita con el psicólogo dentro de tres minutos, ¿lo habías olvidado, quizá? -observó, mirando el reloj-. Sí, no cabe duda de que andas justo de tiempo.
– ¿A qué te refieres?
Rose le tendió la dirección.
– Si vas corriendo, llegarás justo. Ah, y saludos de Mona Ibsen; dice que está orgullosa de que sigas adelante.
El mensaje era claro: no le quedaba otro remedio.
Anker Heegaardsgade solo estaba a dos manzanas de Jefatura, pero la distancia fue suficiente para que Carl sintiera que le habían metido en el paladar una bomba de vacío que se afanaba en lograr que sus pulmones se colapsaran. Si era así como Mona quería hacerle un favor, no le importaría que fuera más comedida.
– Me alegro de que hayas venido -le dijo aquel psicólogo que se hacía llamar Kris-. ¿Te ha costado encontrarlo?
¿Qué se suponía que debía responder? Dos manzanas de distancia. El Departamento de Extranjería, donde había estado cientos de veces antes.
Pero ¿qué hacía el psicólogo allí?
– Bromas aparte, Carl. Ya sé que eres capaz de encontrar lo que sea. Y ahora estarás pensando qué hago yo en este edificio. Pero en el Departamento de Extranjería tenemos muchas cuestiones que precisan de un psicólogo. Ya te puedes imaginar.
Aquel tipo era siniestro de verdad. ¿Leía los pensamientos o qué?
– Solo tengo media hora -anunció Carl-. Trabajamos en un caso urgente.
Además, era la pura verdad.
– Vaya -comentó Kris, y escribió algo en su informe-. La próxima vez debes tratar de guardar para la consulta el tiempo acordado, ¿vale?
Sacó un expediente cuyo fotocopiado debió de llevarle por lo menos dos horas.
– ¿Sabes qué es esto? ¿Te han informado sobre esto?
Carl sacudió la cabeza, pero se hacía una idea.
– Ya veo que sospechas qué es. Son los datos de tu expediente, y además están los informes del caso que provocó que disparasen contra ti y tus compañeros en la cabaña de Amager. En relación con eso, has de saber que dispongo de información de la que por desgracia no puedo hacerte partícipe.
– ¿Qué información?
– Tengo informes tanto de Hardy Henningsen como de Anker Høyer, con quienes investigaste el caso. Por lo que pone aquí, tú estabas más al tanto del caso que ellos.
– Ah, ¿sí? Pues no creo. ¿Por qué dicen eso? Estuvimos juntos en el caso desde el principio.
– Bien, será una de las cosas en las que tal vez podamos avanzar en las consultas. Creo que quizá tengas alguna relación con el caso, que has reprimido o quizá no deseas contar.
Carl sacudió la cabeza. ¿Qué carajo era aquello? ¿Lo estaba acusando de algo?
– No tengo ninguna relación especial -protestó, sintiendo que la irritación acaloraba su rostro-. Era un caso de lo más corriente. Aparte de que nos disparasen. ¿Adónde quieres llegar con eso?
– ¿Sabes por qué reaccionas de forma tan vehemente ante el tiroteo cuando ha pasado tanto tiempo?
– Sí; también tú lo harías si hubieras estado a un puto milímetro de morir y dos de tus mejores amigos no hubieran salido tan bien parados.
– ¿Me estás diciendo que Hardy y Anker eran dos de tus mejores amigos?
– Eran mis colegas, sí. Buenos compañeros.
– Creo que eso cambia las cosas.
– Puede. No sé si tú querrías tener a un paralítico en tu sala de estar, pero es lo que tengo yo. En ese caso, ¿no dirías que soy un buen amigo?
– No me malinterpretes. Estoy seguro de que eres un tipo majo en muchos aspectos. Seguro que también has tenido mala conciencia por lo de Hardy Henningsen, así que comprendo que tuvieras que hacer un esfuerzo extra con él. Pero ¿estás seguro de que cuando trabajabais juntos también había una sana camaradería entre vosotros?
– Me gustaría pensar que sí.
Joder, qué tipo más insoportable.
– Anker Høyer tenía cocaína en la sangre cuando le hicieron la autopsia. ¿Lo sabías?
Entonces Carl se hundió en algo que se suponía era un sillón. No, no tenía ni repajolera idea.
– ¿Has tomado cocaína también tú, Carl?
Cada vez había menos amabilidad en aquellos ojos azul claro que lo atenazaban. Había estado flirteando con él sin ningún disimulo mientras Mona estaba presente. Guiñitos gay y labios en punta que sonreían al mismo tiempo. Ahora parecía casi estar haciendo un interrogatorio de tercer grado.
– ¿Cocaína? Desde luego que no. Detesto esa basura.
El psicólogo Kris levantó la mano.
– Vale, vayamos en otra dirección. ¿Tenías contacto con la mujer de Hardy antes de que se casara con él?
¿Tenemos que hablar otra vez de ella? Miró al tipo, que esperaba hierático.
– Sí, lo tenía -reconoció al poco-. Era amiga de la chica con la que salía entonces. Fue así como Hardy y ella se conocieron.
– ¿No mantuvisteis relaciones sexuales?
Carl sonrió. Desde luego, era minucioso el tío. Le costaba entender que aquello pudiera ayudarlo contra la presión del pecho.
– Dudas. ¿Qué respondes?
– Respondo que esta es la terapia más extraña en la que he participado. ¿Cuándo vas a apretarme las clavijas? Pero no, aparte de manosearnos no hubo nada.
– Manosearnos. ¿Qué abarca eso?
– Ostras, Kris. Aunque seas gay, podrás imaginarte un poco de investigación corporal heterosexual, ¿no?
– O sea, que…
– Oye, mira, paso de darte detalles. Nos besamos y manoseamos un poco, pero no follamos. ¿Vale?
También lo apuntó.
Entonces dirigió su mirada azul claro hacia Carl.
– En relación con el caso que llamamos «el caso de la pistola clavadora», de los apuntes de Hardy Henningsen se desprende que tal vez tuvieras contacto después con quienes te dispararon. ¿Es eso cierto?
– Ni por el forro. Debe de ser un malentendido.
– Vale -admitió, mirando a Carl con una expresión que debería exhortarlo a mostrar más confianza-. Es lo que pasa, Carl: que si te pica el culo al acostarte, te huelen los dedos al despertar.
Ahí va la virgen. ¿También este iba a empezar en ese plan?
– ¿Qué…? ¿Te has curado? -preguntó Rose desde el pasillo cuando volvió. Sonreía al decirlo, una sonrisa quizá demasiado amplia.
– Muy graciosa, Rose. A ti tampoco te vendría mal inscribirte en un cursillo de buenos modales.
– Ya -se atrincheró-. No puedes esperar que sea amable y políticamente correcta a la vez.
¡¿Amable?! Santo cielo.
– ¿Qué has averiguado sobre las dos mujeres, Rose?
Ella le dio sus nombres, direcciones y edades. Ambas eran mujeres de mediana edad, sin ningún contacto con círculos de delincuentes: gente corriente y moliente.
– Todavía no he logrado ponerme en contacto con la unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Central. Es cuestión de tiempo.
– ¿De quién era el coche accidentado? Se me ha olvidado preguntar.
– ¿No has leído el atestado del accidente? Era de Isabel Jønsson, pero era la otra quien conducía, Lisa Karin Krogh.
– Eso ya lo sé. Esas mujeres, ¿sabes si pertenecen a la Iglesia nacional?
– Tus preguntas van algo descaminadas hoy, ¿no?
– ¿Lo sabes?
Rose se encogió de hombros.
– Pues averígualo. Y si no pertenecen, entérate de qué fe profesan.
– ¿Qué te piensas, que soy periodista?
Carl iba a cabrearse, pero lo interrumpió un griterío terrible en el departamento de Correos.
– ¿Qué ocurre? -gritó Assad.
– Ni idea -replicó Carl. Solo vio que al fondo del pasillo había un hombre blandiendo el larguero de una estantería de acero, y que un agente uniformado se le echaba encima desde un pasillo lateral. El larguero le dio de lleno y el agente cayó de espaldas.
En ese momento el atacante vio al trío del Departamento Q, y sin vacilar dio la vuelta y echó a correr en su dirección blandiendo el larguero. Rose retrocedió, pero Assad se quedó quieto junto a Carl, esperando.
– Habrá que dejar que se encargue de él el cuerpo de guardia, ¿no, Assad? -propuso Carl mientras el hombre se ponía a gritar algo que no entendían.
Pero Assad no respondió. Se inclinó hacia delante y adelantó los puños como un luchador. Por desgracia, la pose no desanimó al atacante, cosa de la que pronto se arrepentiría. Porque en el momento en que el hombre estaba cerca, y levantaba el larguero de acero sobre su cabeza, Assad saltó en diagonal y asió el arma con las dos manos. El efecto fue asombroso a más no poder.
Los brazos del atacante crujieron a la altura del codo, el larguero de acero retrocedió y cayó con enorme fuerza en los hombros del atacante; se oyó con claridad el crujido de uno de sus huesos.
Assad, por si acaso, terminó su contraataque dando una patada con la puntera en pleno abdomen de aquella masa de músculos. No fue agradable de ver. Los sonidos que emitía aquel hombre desesperado no eran, desde luego, de los que deseas volver a oír. Nunca se había visto algo tan amenazador doblegarse en tan poco tiempo.
El hombre se quedó tumbado sobre un costado con la clavícula rota y terribles retortijones en el bajo vientre, y al punto llegaron corriendo más agentes.
Fue entonces cuando Carl reparó en la esposa que colgaba de la muñeca derecha del hombre.
– Acabábamos de entrar con él en el patio 4 porque tenía que declarar ante el juez de guardia -dijo uno de los agentes mientras le colocaban las esposas-. No sé cómo coño se ha quitado las esposas, pero saltó por la compuerta de carga al departamento de Correos.
– De todos modos, no iba a escapar -dijo el otro agente. Carl lo conocía. Un tirador excelente.
Los agentes dieron unas palmadas en el hombro a Assad. No los preocupó el hecho de que casi con total seguridad hubiera enviado a su presa directo al hospital.
– ¿Quién es ese pavo? -quiso saber Carl.
– ¿Este? Todo indica que es el que se ha cepillado a tres cobradores serbios durante las últimas dos semanas.
Fue entonces cuando Carl divisó el anillo hundido en la carne del dedo meñique del hombre.
La mirada de Carl se cruzó con la de Assad. Tampoco entonces pareció sorprendido.
– Lo he visto todo -dijo una voz detrás de Carl, mientras los agentes se llevaban al serbio jadeante al lugar de donde venía.
Carl se volvió. Era Valde, uno de los agentes jubilados que se encargaba de la Funeraria. Vicepresidente, por lo que sabía Carl.
– ¿Qué diablos haces aquí un miércoles, Valde? ¿No os reunís los martes?
El hombre rio y se frotó la barba.
– Sí, pero ayer estuvimos todos en el cumpleaños de Jannik. Setenta años, tú. Y hemos tenido que relajar un poco la tradición.
Se volvió hacia Assad.
– Ostras, compañero, has estado imponente. ¿Dónde has aprendido esos trucos?
Assad se alzó de hombros.
– Acción y reacción, no es más que eso.
Valde asintió en silencio.
– Ven a visitarnos. Te mereces un Gammel Dansk [3].
– ¿Gammel Dansk? -repitió Assad, sin entender.
– Assad no bebe alcohol, Valde -intervino Carl-. Es musulmán. Pero yo lo beberé con gusto.
Estaba toda la banda. La mayoría, antiguos agentes de tráfico, pero también el jefe de máquinas Jannik y uno de los antiguos chóferes de la directora de la Policía.
Bollos, cigarrillos, café y Gammel Dansk. Los jubilados se lo pasaban de puta madre en Jefatura.
– ¿Te has recuperado ya, Carl? -preguntó uno de ellos. Un tipo con quien alguna vez había tenido contacto en el distrito policial de Gladsaxe.
Carl hizo un gesto afirmativo.
– Mal asunto lo de Hardy y Anker. Muy mal asunto. ¿Lo has resuelto?
– Por desgracia, no -respondió, volviéndose hacia la ventana que había tras los escritorios-. Qué suerte la vuestra, que tenéis una ventana. No nos vendría mal una.
Vio que los cinco fruncían el entrecejo a la vez.
– ¿Qué pasa? -quiso saber.
– Ya perdonarás, pero hay ventanas en todos los despachos del sótano -respondió uno de ellos.
– En el nuestro, no -aseguró Carl.
El jefe de máquinas Jannik se levantó.
– Llevo aquí treinta y siete años y me conozco todos los rincones de esta casa. ¿Te importa enseñarme ese despacho enseguida? Tengo que irme pronto.
Hubo una ronda rápida de Gammel Dansk.
– Aquí -indicó Carl al rato, señalando la pared de donde colgaba la pantalla plana-. ¿Dónde está la ventana?
El jefe de máquinas se inclinó un poco a un lado.
– ¿Cómo llamas a esto? -preguntó, señalando la pared.
– E… ¿pared?
– Placas de pladur, Carl Mørck. Son placas de pladur, joder. Las puso mi gente cuando usábamos los cuartos como almacén de piezas de recambio. Entonces todo esto estaba lleno de estanterías. Esto y el despacho de tu amable secretaria. Las estanterías que después usamos para las viseras y los cascos de la Unidad de Intervención Rápida y que ahora están por todas partes -explicó, riendo-. No andas muy perspicaz, Carl Mørck. ¿Quieres que te haga un agujero para que puedas mirar a la calle, o lo harás tú?
Ahí va la pera…
– ¿Y el del otro lado? -preguntó, señalando el cuchitril de Assad.
– ¿Eso? Eso no es ningún despacho, Carl. Es un armario para las escobas. Por supuesto que no tiene ninguna ventana.
– Vale. Creo que Rose y yo podremos prescindir de la ventana. Tal vez más tarde, cuando terminen de sacar cosas del sótano y Assad consiga otro sitio.
El jefe de máquinas sacudió la cabeza y rio para sí.
– Esto está patas arriba -se quejó cuando salieron al pasillo-. ¿Qué diablos habéis hecho?
Señaló los restos de tabique alineados desde la pared de Assad con sus expedientes hasta el despacho de Rose.
– Pusimos un tabique por esas tuberías. Desprenden amianto. Los de la Inspección de Trabajo se han quejado.
– ¿Esas tuberías? -preguntó el jefe de máquinas señalando el techo mientras se daba la vuelta y volvía a su Gammel Dansk-. Joder, no tenéis más que quitarlas. Los tubos de la calefacción están en los pasillos laterales. Esos de ahí no cumplen ninguna función.
Su risa retumbó por todo el sótano.
Carl apenas había terminado de soltar juramentos cuando apareció Rose. Vaya, parecía que por una vez había hecho su trabajo.
– Las dos están vivas, Carl. Una de ellas, Lisa Karin Krogh, sigue muy grave, pero la otra saldrá adelante, están seguros.
Carl asintió en silencio. Bien, tendrían que ir al hospital a hablar con ella.
– Y en cuanto a su pertenencia religiosa, Isabel Jønsson pertenece a la Iglesia nacional, y Lisa Krogh es miembro de algo llamado la Iglesia Madre. He hablado por teléfono con su vecino de Frederiks. Por lo visto es algo bastante raro, una especie de secta muy cerrada. Por lo que decía la mujer del vecino, fue Lisa Krogh la que convenció a su marido para entrar. También cambiaron de nombre. El hombre pasó a llamarse Joshua, y la mujer Rakel.
Carl aspiró hondo.
– Pero eso no es todo -continuó Rose, sacudiendo la cabeza-. Nuestros compañeros de Slagelse han encontrado una bolsa de deportes entre la maleza del lugar del accidente. Parece ser que la arrojaron con fuerza del coche. Y ¿qué creéis que había dentro? Un millón de coronas en billetes usados.
– Lo he oído todo -se oyó la voz de Assad detrás de Carl-. ¡Alá es grande!
Alá es grande, justo lo que iba a decir Carl.
Rose ladeó la cabeza.
– Por otra parte, me he enterado de que el marido de Lisa Karin Krogh murió en el tren entre Slagelse y Sorø el lunes por la noche. Más o menos al mismo tiempo que su mujer tuvo el accidente. La autopsia dice que de un ataque al corazón.
– Me cago en la puta -exclamó Carl. Aquello le daba muy mala espina. Lo asaltaron todo tipo de temores. Incluso sintió un sudor frío bajándole por la espalda.
– Antes de subir a la habitación de Isabel Jønsson vamos a ver cómo está Hardy -propuso Carl. Cogió la luz azul de emergencia de la guantera y la puso tras el parabrisas. Una forma excelente de ahuyentar a los vigilantes de aparcamiento cuando aparcabas en un lugar no muy legal.
– Va a ser mejor que esperes fuera, ¿te importa? Es que debo hacerle algunas preguntas.
Encontró a Hardy en una habitación con vistas, como suele decirse. Amplias ventanas con panorámicas de las nubes, que se separaban unas de otras como piezas de un rompecabezas revuelto.
Hardy dijo que estaba bien. Sus pulmones se habían resecado y las exploraciones terminarían pronto.
– Pero no me creen cuando les digo que puedo girar la muñeca -protestó.
Carl no hizo ningún comentario. Si era una idea fija que tenía Hardy, no sería él quien se la quitara de la cabeza.
– Hoy he estado con el psicólogo, Hardy. No con Mona, sino con un tiparraco que se llama Kris. Me ha contado que habías escrito cosas sobre mí en un informe que no me habías enseñado. ¿Recuerdas algo de eso?
– Solo escribí que conocías el caso mejor que Anker y que yo.
– ¿Por qué escribiste eso?
– Porque era verdad. Conocías al viejo que encontramos asesinado, Georg Madsen.
– Qué voy a conocerlo, Hardy. No tenía ni idea de quién era Georg Madsen.
– Sí que lo conocías. Lo habías utilizado de testigo en algún caso, no recuerdo en cuál, pero es verdad.
– Te equivocas, Hardy -declaró, sacudiendo la cabeza-. Pero no importa. Estoy aquí por otro caso, solo quería saber cómo te iba. Recuerdos de Assad, está aquí conmigo.
Hardy arqueó las cejas.
– Antes de que te vayas tienes que prometerme una cosa, Carl.
– Dime, viejo amigo, veré qué puedo hacer.
Hardy tragó saliva un par de veces antes de hablar.
– Tienes que dejarme volver a tu casa cuando salga de aquí. Si no lo haces, moriré.
Carl lo miró a los ojos. Si había una persona que a base de fuerza de voluntad era capaz de acelerar su propia ascensión a los cielos, era Hardy.
– Pues claro, Hardy -dijo con voz queda.
Vigga tendría que seguir con su Carcamal aturbantado.
Estaban esperando el ascensor en la entrada 4.1 cuando se abrió la puerta y salió uno de los antiguos instructores de Carl en la Academia de Policía.
– ¡Karsten! -exclamó Carl, tendiendo la mano. El otro sonrió al reconocerlo.
– Carl Mørck -dijo el policía tras unos segundos de reflexión-. Veo que has envejecido con los años.
Carl sonrió. Karsten Jønsson. Otra carrera prometedora que había terminado en un departamento de Tráfico. Otro hombre que sabía cómo evitar el desgaste en aquel mundo.
Estuvieron hablando un rato de los viejos tiempos y de lo difícil que se estaba poniendo ser policía, y después se dieron la mano para despedirse.
El apretón de manos de Karsten Jønsson le provocó una sensación extraña en el cuerpo antes de que su cerebro llegara a registrar la razón. Era una sensación indefinible pero inquietante que frenaba todo lo demás. Primero la sensación, y después la conciencia de que algo estaba a punto de revelarse.
Llegó de repente. Por supuesto. Era demasiada coincidencia para tratarse de una casualidad.
El hombre parece triste, pensó Carl. Había salido del ascensor que llevaba a la Unidad de Cuidados Intensivos. Se apellida Jønsson. Pues claro que tiene que haber alguna relación, dedujo.
– Dime, Karsten: ¿estás aquí por Isabel Jønsson? -preguntó.
El policía asintió en silencio.
– Sí, es mi hermana pequeña. ¿Llevas tú el caso? -quiso saber, mientras sacudía la cabeza sin comprender-. ¿No trabajabas en el Departamento A?
– No, ya no. Pero tranquilo. Solo tengo un par de preguntas que hacerle.
– Creo que te va a costar. Tiene la mandíbula inmovilizada y está muy medicada. Acabo de estar con ella, y no ha dicho ni palabra. Me han hecho salir, porque iban a pasarla a planta. Me han dicho que esperase media hora en la cafetería.
– Ya veo. Pues entonces creo que subiremos antes de que la trasladen. Me alegro de haberte visto, Karsten.
Uno de los ascensores anunció su llegada, y un hombre con bata salió de él.
Les dirigió una sombría mirada fugaz.
Después entraron al ascensor y subieron.
Carl había estado en aquella unidad muchas veces antes. A menudo terminaba allí gente que había tenido la mala suerte de cruzarse con imbéciles armados. Aquella era la segunda consecuencia grave de la delincuencia violenta.
Allí sí eran competentes. Aquel era el lugar de la tierra donde querría que lo llevasen si le pasaba algo grave.
Assad y él abrieron la puerta y se quedaron mirando el ajetreo del personal sanitario. Al parecer, se había producido una situación de emergencia. Se dio cuenta de que no era el mejor momento para personarse allí.
Enseñó su placa en el mostrador y presentó a Assad.
– Hemos venido a hacer unas preguntas a Isabel Jønsson. Lo siento, pero corre prisa.
– Y yo siento decirle que será imposible por ahora. Lisa Karin Krogh, que está en la misma habitación que Isabel Jønsson, acaba de fallecer, e Isabel Jønsson tampoco está bien. Además, han atacado a una enfermera. Podría tratarse de un hombre que ha intentado asesinar a ambas mujeres, todavía no lo sabemos. La enfermera sigue inconsciente.
Capítulo 42
Llevaban media hora en la sala de espera, mientras el caos reinaba en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Entonces Carl se levantó y fue al mostrador. Ya no podían esperar más.
– No tendrás información sobre la fallecida Lisa Karin Krogh, ¿verdad? -preguntó a la secretaria del mostrador, mostrándole la placa de policía-. Necesito el número de teléfono de su casa.
Al cabo de un rato tenía un papel en la mano.
Sacó su móvil y volvió adonde Assad, que tamborileaba el suelo con los pies, nervioso.
– ¿Te quedas un rato controlando? -le pidió-. Yo estaré en la zona de ascensores. Cuando nos dejen entrar en la habitación ven a decírmelo, ¿vale?
Luego telefoneó a Rose.
– Quisiera alguna información correspondiente a este número de teléfono. El nombre y número de registro civil de todas las personas que viven en la casa, ¿de acuerdo? Y Rose, a toda velocidad, ¿entendido?
Rose rezongó un poco, pero dijo que vería qué podía hacer.
Carl apretó el botón del ascensor y bajó a la planta baja.
A lo largo del tiempo había pasado por lo menos cincuenta veces junto a la cafetería sin detenerse. Bocadillos con demasiada mantequilla, precios demasiado elevados para su sueldo de funcionario. Esta vez sucedía lo mismo. Tenía hambre, pero tenía otras cosas que hacer.
– ¡Karsten Jønsson! -gritó, y vio que el hombre rubio alargaba el cuello para localizar el origen del grito.
Le pidió que lo acompañara, y por el camino le contó lo ocurrido en la habitación desde que le pidieron que saliera a esperar.
Tras oír el relato, el gallardo agente no parecía tan gallardo. La preocupación era patente en su rostro.
– Un momento -dijo Carl cuando llegaron a la tercera planta y sonó su móvil-. Entra tú, Karsten, y ven a buscarme si hay algo.
Se arrodilló junto a la pared, acercó el teléfono a la oreja y dejó el bloc en el suelo.
– Dime, Rose, ¿qué has averiguado?
Rose le dio la dirección, y después siete nombres con sus respectivos números de registro civil. Padre, madre y cinco hijos: Josef, de dieciocho años; Samuel, de dieciséis; Miriam, de catorce; Magdalena, de doce, y Sarah de diez. Carl lo escribió todo.
Que si quería alguna otra cosa.
Carl sacudió la cabeza y apagó el móvil sin haberle respondido.
Era una información atroz.
Cinco niños huérfanos, y dos de ellos seguro que estaban en máximo peligro de muerte. El mismo esquema de otras veces. El secuestrador había golpeado a una familia numerosa relacionada con una secta. La única diferencia era que esta vez no iba a haber la posibilidad de que perdonara la vida a uno de los niños secuestrados, como tenía por costumbre. ¿Por qué había de hacerlo?
Allí estaba Carl, en un caso de vida o muerte, y todos sus instintos se lo decían a gritos. Se trataba de evitar más asesinatos y la ruina de toda una familia. No había tiempo que perder, pero ¿qué podía hacer? Aparte de los hijos de la mujer muerta y la secretaria que había atendido al asesino y que ahora se dirigía a su casa con el móvil apagado, la única persona que podía ayudarlo estaba allí, detrás de la puerta. Ciega, muda y en un estado de peligrosa conmoción.
El asesino había estado allí ese día. Una enfermera lo había visto, pero aún estaba inconsciente. La situación era más que desesperada.
Miró su bloc de notas y marcó el número de teléfono de Frederiks. En momentos como aquel su trabajo era odioso.
– Josef al aparato -dijo una voz. Carl miró el bloc. El mayor de los hijos, gracias a Dios.
– Hola, Josef. Te habla el subcomisario Carl Mørck del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. Quisiera…
Al otro extremo de la línea colgaron suavemente el receptor.
Carl estuvo un rato pensando en su fallo. No debería haberse dado a conocer de aquella manera. Seguro que la Policía ya había estado allí para contarles lo de la muerte de su padre. Josef y sus hermanos estarían asustados, sin duda.
Miró al suelo. ¿Cómo iba a llegar hasta ese chico en aquel momento?
Luego telefoneó a Rose.
– Coge el bolso -le dijo-. Pide un taxi. Ven al Hospital Central a todo gas.
– Sí, es una situación lamentable -dijo el doctor-. Hasta anteayer hemos tenido un policía destinado en la unidad, porque teníamos ingresadas víctimas de la guerra de bandas. Si hubiera estado también hoy, no habría ocurrido. Porque, por desgracia, podríamos decir, a los dos últimos criminales los enviamos a planta ayer por la noche.
Carl escuchó. El médico tenía una expresión agradable. Nada de aires de superioridad.
– Como es natural, entendemos que la Policía desee establecer la identidad del agresor tan pronto como se pueda, y también nosotros queremos ayudar en la medida de lo posible, pero el estado de la enfermera atacada sigue, por desgracia, siendo tal que, desde el punto de vista médico, debemos anteponer sus intereses a cualquier otra consideración. Lo más probable es que tenga una vértebra cervical fracturada, y se encuentra en estado de conmoción. De modo que tendrán que esperar, por lo menos, hasta mañana por la mañana para interrogarla. También esperamos localizar pronto a la secretaria que ha visto al atacante. Vive en Ishøj, así que llegará a casa dentro de veinte minutos si no se desvía.
– Tenemos ya a un hombre esperando en su casa, para no perder tiempo. Pero ¿qué hay de Isabel Jønsson? -preguntó, mirando inquisitivamente a su hermano, que asintió en silencio. No le importaba que fuera Carl quien preguntara.
– Bien. Como es comprensible, está muy agitada. Su respiración y ritmo cardíaco siguen siendo inestables, pero tenemos la impresión de que tal vez le vendría bien estar con su hermano. Dentro de cinco o diez minutos habremos terminado las exploraciones; entonces su hermano podrá entrar.
Carl oyó estrépito en la puerta de entrada. Era el bolso de Rose, que insistía en llevarse a rastras una cortina.
Vamos fuera, indicó con un gesto a Assad y Rose.
– ¿Qué quieres que haga? -quiso saber Rose en el pasillo. Era evidente que el último lugar donde quería estar era en el espacio de ascensor frente a una unidad de cuidados intensivos. Puede que tuviera algún problema con los hospitales.
– Tengo una misión difícil para ti -informó Carl.
– ¿Cuál? -preguntó Rose, dispuesta a declinar la oferta.
– Tienes que llamar a un chico y decirle que debe ayudarnos ahora mismo, porque de lo contrario van a morir dos hermanos suyos. Al menos es lo que creo. Se llama Josef y tiene dieciocho años. Su padre murió anteayer, y su madre está ingresada en Cuidados Intensivos, cosa que seguro que ya le ha dicho la Policía de Viborg. Lo que no sabe es que su madre ha muerto hace un momento. Sería una gran falta de ética decirle eso por teléfono, pero tal vez sea necesario. Depende de ti, Rose. Solo tiene que responder a tus preguntas. Pase lo que pase.
Rose se quedó estupefacta. Trató de protestar varias veces, pero las palabras se quedaban atascadas entre la inquietud y la necesidad. Porque veía por la expresión de Carl que corría prisa.
– ¿Por qué yo? ¿Por qué no Assad, o tú mismo?
Carl explicó que el chico le había colgado.
– Necesitamos una voz neutra. Una voz dulce de mujer como la tuya.
Si hubiera dicho lo de la voz en otro momento, se habría echado a reír. En aquellas circunstancias, no había razón para reír. Tenía que hacerlo, y punto.
Le explicó qué cosas quería saber, y después pidió a Assad que retrocediese un par de pasos con él.
Era la primera vez que veía temblar las manos de Rose. Puede que Yrsa lo hubiera hecho mejor. Por alguna extraña razón, muchas veces las personas más duras son las más blandas en su interior.
La vieron hablar lentamente. Levantar la mano con cuidado, como para impedir que el joven colgara. Varias veces apretó los labios mirando al techo para no romper a llorar. No se veía bien por la distancia. Muchísimas cosas se estaban derrumbando. Rose acababa de decir al chico que su vida y la de sus hermanos nunca volvería a ser la misma. Carl entendía a la perfección contra qué luchaba.
Después Rose abrió la boca y escuchó concentrada mientras se secaba los ojos. Su respiración se hizo más profunda. Iba formulando las preguntas, dando tiempo al chico para responderlas, y al rato hizo señas a Carl para que se acercara. Tapó el micrófono.
– No quiere hablar contigo, solo conmigo. Está muy, muy agitado. Pero puedes hacerle preguntas.
– Lo habéis hecho muy bien los dos, Rose. ¿Le has preguntado lo que te he dicho?
– Sí.
– ¿Tenemos una descripción y un nombre?
– Sí.
– ¿Algo que nos conduzca hasta el secuestrador?
Rose sacudió la cabeza.
Carl se llevó la mano a la frente.
– Entonces no creo que tenga nada que preguntarle. Dale tu número y dile que llame si se le ocurre algo.
Rose hizo un gesto afirmativo y Carl se retiró.
– De ahí no va a venir más ayuda -sentenció, apoyándose en la pared-. Esto es muy serio.
– Lo atraparemos, o sea -replicó Assad. Pero seguro que temía lo mismo que Carl. No iban a lograrlo antes de que los niños murieran.
– Disculpadme un momento -indicó Rose cuando terminó de hablar por teléfono.
Miró sin ver frente a sí, como si fuera la primera vez que veía el reverso del mundo y no quisiera ver más.
Estuvo en esa posición, ausente, un buen rato, con las lágrimas al borde de los ojos, y Carl trató de hacer que el segundero de su reloj se desplazara más lento a base de fuerza de voluntad.
Rose tragó saliva un par de veces.
– Vale, ya estoy lista -hizo saber por fin-. El secuestrador tiene en su poder a dos hermanos de Josef: Samuel, de dieciséis años, y Magdalena, de doce. Los secuestró el sábado, y sus padres intentaron reunir el dinero del rescate. Isabel Jønsson quiso ayudarlos; Josef ignoraba qué relación tenía con la familia, ella no fue a su casa hasta el lunes. No sabía más de aquello. Sus padres no contaron gran cosa.
– ¿Y el secuestrador?
– La descripción de Josef coincide con el hombre del dibujo. Tiene más de cuarenta años y puede que sea algo más alto que la media. No tiene un modo de caminar especial, y Josef cree que se tiñe el pelo y las cejas, y que sabe mucho de cuestiones teológicas.
Rose miró al frente.
– Como agarre a esa bestia… -No dijo más, pero su rostro era lo bastante expresivo.
– ¿Quién cuida de los niños? -preguntó Carl.
– Alguien de su iglesia.
– ¿Cómo lo ha tomado Josef?
Rose sacudió la mano frente a su rostro. No quería hablar de ello. Al menos por ahora.
– Y luego ha dicho que el hombre desafinaba al cantar -continuó, mientras sus labios oscuros como la noche se ponían a temblar-. Lo había oído cantar en las reuniones, y no sonaba bien. Conducía una furgoneta. No una de gasoil, ya se lo he preguntado. Al menos ha dicho que no sonaba como un coche a gasoil. Una furgoneta azul claro sin distintivos. No sabía cuál era la matrícula ni el modelo de coche. Los coches no le interesan gran cosa.
– ¿Eso ha sido todo?
– El secuestrador se hacía llamar Lars Sørensen, pero Josef lo llamó por su nombre una vez y no reaccionó inmediatamente, así que el chico cree que no es su verdadero nombre.
Carl apuntó el nombre en el cuaderno de notas.
– ¿Y la cicatriz?
– Josef no había reparado en ella -contestó, volviendo a apretar los labios-. Así que no podía ser muy visible.
– ¿Nada más?
Rose sacudió la cabeza con semblante triste.
– Gracias, Rose. Puedes irte a casa. Hasta mañana.
Rose asintió en silencio, pero se quedó quieta. Lo más probable era que necesitara algo de tiempo para recuperarse.
Carl se volvió hacia Assad.
– El único apoyo que nos queda está ahí dentro, Assad.
Entraron sin hacer ruido, mientras Karsten Jønsson hablaba en voz baja con su hermana. Una enfermera tomaba el pulso de Isabel Jønsson. En el monitor su ritmo cardíaco era normal, así que se había sosegado.
Carl dirigió la vista a la cama de al lado. Solo una sábana blanca con una figura debajo. No una madre de cinco hijos o una mujer que murió con una gran pena en su interior. Solo una figura bajo la sábana. Una fracción de segundo en un coche, y ahora yacía allí. Todo había terminado.
– ¿Podemos acercarnos? -preguntó a Karsten Jønsson.
Este asintió con la cabeza.
– Isabel quiere hablar con nosotros, pero tenemos problemas para entender lo que dice. No podemos usar una alfombrilla táctil, así que la enfermera está intentando liberar de vendajes los dedos de la mano derecha. Isabel tiene fracturas en ambos antebrazos y en varios dedos, así que habrá que ver si puede asir un lápiz.
Carl miró a la mujer de la cama. Se le veía parte del mentón, parecido al de su hermano; por lo demás, era difícil hacerse una idea de qué aspecto tenía aquella persona magullada.
– Hola, Isabel Jønsson. Soy el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. ¿Entiendes lo que te digo?
– Hmmmm -dijo ella, y la enfermera asintió con la cabeza.
– Voy a decirte en pocas palabras por qué estoy aquí -anunció Carl, y le habló del mensaje en la botella y del resto de secuestros, diciéndole que estaba trabajando en ese caso. Todos notaron que los aparatos reflejaban el efecto de sus palabras en ella-. Siento que tengas que oír esto, Isabel. Ya sé que estás fatigada, pero es necesario. ¿No es cierto que tú y Lisa Karin Krogh estáis muy metidas en un caso parecido al del mensaje en la botella del que te he hablado?
La mujer hizo un vago gesto afirmativo, y luego murmuró algo que tuvo que repetir varias veces, hasta que habló su hermano.
– Creo que dice que la mujer se llama Rakel.
– Es verdad -reconoció Carl-. Había adoptado otro nombre, que es el que empleaba en su comunidad. Ya lo sabemos.
La figura hizo un leve movimiento afirmativo.
– ¿Es cierto que tú y Rakel intentasteis el lunes salvar a dos hijos de Rakel, Samuel y Magdalena, y que por eso tuvisteis el accidente? -preguntó después.
Vieron que sus labios se estremecían. Volvió a asentir débilmente con la cabeza.
– Vamos a darte un bolígrafo, Isabel. Tu hermano podrá ayudarte.
La enfermera intentó que sus dedos asieran el bolígrafo, pero se negaban a obedecer. Miró a Carl y sacudió la cabeza.
– Va a ser difícil -dijo el hermano.
– Dejadme, o sea, a mí -se oyó detrás. Era Assad, que dio un paso al frente-. Disculpad. Mi padre tuvo afasia cuando yo tenía diez años. Una tramposis, y ¡zas!, sus palabras desaparecieron. Solo yo entendía lo que decía. Y así hasta que murió.
Carl arrugó el entrecejo. Entonces Assad no hablaba con su padre por Skype el otro día.
La enfermera se levantó y cedió su sitio a Assad.
– Perdona, Isabel. Me llamo Assad y soy de Siria, entonces. Soy el ayudante de Carl Mørck, y ahora, o sea, vamos a hablar tú y yo. Carl hablará y yo escucharé tus labios, ¿de acuerdo?
La cabeza hizo un movimiento minúsculo.
– ¿Viste el coche que os embistió? -preguntó Carl-. ¿De qué marca y color era? ¿Nuevo o viejo?
Assad aplicó el oído a la boca de Isabel. Sus ojos siguieron con viveza cada susurro que surgía de la boca de la mujer.
– Un Mercedes oscuro. Algo viejo -repitió Assad.
– ¿Recuerdas la matrícula, Isabel? -preguntó Carl.
Si la recordaba, quedaban esperanzas.
– La matrícula estaba sucia. Apenas podía verse en la oscuridad -respondió Assad pasado un buen rato-. Pero la matrícula terminaba en 433, aunque Isabel no está segura de esos treses. Podrían ser ochos, o ambas cosas.
Carl pensó. 433, 438, 483, 488. Solo existían cuatro combinaciones, parecía razonable.
– ¿Lo has escrito, Karsten? -preguntó-. Un Mercedes oscuro no muy nuevo, cuya matrícula termina en 433, 438, 483 o 488. Es un trabajo adecuado para un comisario de la Policía de Tráfico, ¿no?
Karsten asintió en silencio.
– Sí. Verás, Carl, podemos saber enseguida cuántos Mercedes algo viejos hay con esas últimas cuatro cifras, pero los colores no los controlamos. Y ahora los Mercedes son muy habituales en las carreteras danesas. Puede haber bastantes con esos números.
Tenía razón. Una cosa era encontrar los coches, otra investigar a los propietarios. Aquello llevaría más tiempo del que tenían.
– ¿Puedes decirnos alguna otra cosa que pueda ayudarnos, Isabel? ¿Un nombre o alguna otra cosa?
Ella volvió a hacer un gesto afirmativo. Era un proceso lento, y a ella le costaba mucho. Oyeron varias veces a Assad susurrar que repitiera lo que había dicho.
Entonces dijo los nombres, tres en total: Mads Christian Fog, Lars Sørensen y Mikkel Laust. Unidos al cuarto, que tenían por el caso de Poul Holt, Freddy Brink, y al quinto del caso de Flemming Emil Madsen, que era Birger Sloth, tenían un total de once nombres y apellidos en que basarse. Aquello no tenía buena pinta.
– Creo que ninguno de ellos es su verdadero nombre -declaró Carl-. Si queremos buscar su nombre, seguro que es cualquier otro.
Mientras tanto, Assad siguió escuchando los esfuerzos que hacía Isabel por ayudarlos.
– Dice que uno de los nombres es el que aparece en su carné de conducir. También sabe dónde ha vivido, entonces.
Carl se enderezó.
– ¿Tiene una dirección? -preguntó.
– Sí, y otra cosa -replicó Assad tras otro momento de concentración-. Tenía una furgoneta azul claro. Sabe el número de memoria.
Al cabo de un minuto, lo habían escrito todo.
– Me pondré manos a la obra -dijo Karsten Jønsson, se levantó y se marchó.
– Isabel dice que el hombre tiene una dirección en un pueblo de Selandia -continuó Assad. Se volvió otra vez hacia el rostro de Isabel-. No entiendo, o sea, cómo dices que se llama el pueblo, Isabel. El nombre del pueblo ¿termina en «løv»? No, ¿verdad? ¿En «slev»? ¿Has dicho eso?
Asintió con la cabeza cuando Isabel respondió.
El nombre del pueblo terminaba en «slev». La primera parte no pudo oírla Assad.
– Vamos a hacer un descanso hasta que vuelva Karsten, ¿podemos? -propuso Carl a la enfermera.
Esta asintió en silencio. Un descanso sería bien recibido.
– Creía que ibais a trasladar a Isabel -continuó Carl.
La enfermera volvió a hacer un gesto afirmativo.
– A la vista de las circunstancias, creo que esperaremos unas horas.
Llamaron a la puerta y entró una mujer.
– Tengo una llamada para un tal Carl Mørck. ¿Está aquí?
Carl levantó el dedo y le dieron un teléfono inalámbrico.
– ¿Diga…? -preguntó.
– Hola. Me llamo Bettina Bjelke. Creo que me estaban buscando. Soy la secretaria de la sección 4131 de Cuidados Intensivos. La que estaba de guardia en el turno anterior.
Carl hizo señas a Assad para que se acercara a escuchar.
– Necesitamos la descripción de un hombre que ha visitado a Isabel Jønsson más o menos durante el cambio de turno -indicó-. No el agente de policía, sino el otro. ¿Podrías describirlo?
Assad achicó los ojos mientras escuchaba. Cuando la secretaria terminó y colgó, se miraron y sacudieron la cabeza.
La descripción del hombre que había atacado a Isabel Jønsson coincidía en todo con la persona que salió del ascensor en la planta baja mientras hablaban con Karsten Jønsson.
Canoso, cincuenta y pico años, piel grisácea y algo encorvado, con gafas. Bastante diferente a la imagen de un hombre de unos cuarenta años, alto, ágil y con pelo recio que les había descrito Josef.
– Estaba, o sea, disfrazado -concluyó Assad.
Carl asintió en silencio. No lo habrían reconocido ni aunque hubieran visto su retrato cien veces. A pesar de que su cara era su cara. A pesar de que tenía las cejas casi juntas.
– Santo cielo -dijo Assad junto a él.
Era una manera suave de expresarse. Lo habían visto, podían haberlo tocado, podían haberlo detenido, podían haber salvado la vida a dos niños. Alargar la mano y detenerlo.
– Creo que Isabel tiene algo más que decirles -informó la enfermera-. Y después vamos a tener que dejarlo. Está muy cansada.
Señaló los monitores. La actividad había descendido un poco.
Assad avanzó hacia ella y aplicó el oído a su boca durante un rato.
– Sí -dijo después, haciendo un gesto afirmativo-. Ya se lo voy a decir, Isabel.
Dirigió la cabeza hacia Carl.
– Debe de haber algo de ropa del secuestrador en el asiento trasero del coche destrozado. Ropa con pelos. ¿Qué dices a eso, Carl?
Carl no dijo nada. Podría estar bien a largo plazo, pero no allí y en ese momento.
– Isabel dice también que el secuestrador, o sea, tenía las llaves del coche en un llavero que era una bolita con un número 1 pintado.
Carl sacó hacia delante el labio inferior. ¡La bola de jugar a los bolos! Así que todavía la conservaba. Llevaba al menos trece años con aquella bola en el llavero. Debía de significar mucho para él.
– Tengo la dirección -hizo saber Karsten Jønsson, que había entrado con un cuaderno en la mano-. Ferslev, al norte de Roskilde.
Pasó la dirección a Carl.
– El propietario se llama Mads Christian Fog, que es uno de los nombres que ha mencionado Isabel antes.
Carl se levantó enseguida.
– Pues hay que ir para allá -decidió, haciendo una seña a Assad.
– Bueno… -se oyó que Karsten vacilaba-. Por desgracia, no corre tanta prisa. También me han comunicado que los bomberos hicieron una salida a esa dirección el lunes por la noche. Por lo que he entendido a los bomberos de Skibby, la casa está calcinada por completo.
¡Calcinada! Así que la bestia les llevaba ventaja otra vez.
Carl dio un resoplido.
– ¿Sabes si el sitio que dices está junto al agua?
Jønsson sacó su iPhone del bolsillo y escribió la dirección en el GPS. Pasó un rato, y sacudió la cabeza. Pasó el móvil a Carl y señaló el lugar. No, la caseta de botes no estaba allí. Ferslev estaba a varios kilómetros de la costa.
Pues claro que no estaba allí. Pero ¿dónde, entonces?
– De todas formas, habrá que ir, Assad. Alguien debe de conocer al hombre.
Se volvió hacia Karsten Jønsson.
– ¿Te has fijado en un hombre que ha salido del ascensor justo cuando entrábamos, después de haber estado contigo en la planta baja? Tenía canas y llevaba gafas. Es el que atacó a tu hermana.
Jønsson puso cara de susto.
– ¡Cielos! No, no lo he visto. ¿Estás seguro?
– ¿No has dicho que te han dicho que salieras de la habitación porque iban a trasladar a tu hermana? Ha tenido que ser él. ¿No lo has visto?
El agente sacudió la cabeza y su rostro se entristeció.
– No, lo siento. Él estaba inclinado sobre Rakel. No he sospechado nada. Llevaba bata de médico.
Todos miraron a la figura que había bajo la sábana. Era una historia terrible.
– Bien, Karsten -concluyó Carl, tendiendo la mano-. Habría preferido volver a encontrarte en mejores circunstancias, pero te agradezco la ayuda.
Se estrecharon la mano.
A Carl se le ocurrió una idea.
– Eh, Assad e Isabel, una pregunta más. Parece ser que el hombre tenía una cicatriz visible. ¿Sabes dónde la tenía?
Miró a la enfermera, que estaba al lado sacudiendo la cabeza. Isabel Jønsson estaba ya profundamente dormida. Tendrían que esperar hasta más tarde.
– Hay tres cosas, o sea, que tenemos que hacer, Carl -informó Assad cuando abandonaron la habitación-. Hay que ir a todos los sitios, entonces, que Yrsa nos ha señalado. Y también, o sea, pensar en lo que nos dijo Klaes Thomasen. ¿No te parece? Y luego está lo de los bolos. Hay que llevar el retrato a todas las boleras, y aparte de eso preguntar a la gente que vive cerca de la casa incendiada.
Carl asintió con la cabeza. Acababa de ver que Rose seguía apoyada en la pared frente a los ascensores. Así que no había ido muy lejos.
– ¿Estás mal, Rose? -preguntó cuando se acercaron.
Rose alzó los hombros.
– Ha sido duro contarle al chico lo de su madre -susurró en voz baja. A juzgar por las rayas que se extendían desde su rímel corrido hasta las mejillas, se diría que había llorado de lo lindo.
– Oh, Rose, qué pena, entonces -la consoló Assad. La abrazó con cuidado y estuvieron un buen rato en silencio, hasta que Rose retrocedió, se secó la nariz con sus mangas largas y miró a Carl a los ojos.
– Vamos a agarrar a ese cerdo, ¿verdad? No voy a ir a casa. Dime qué debo hacer y enseñaré a ese puto cerdo lo que le espera -se desfogó con los ojos centelleantes.
Rose volvía a estar en forma.
Tras haber dado instrucciones a Rose para concentrarse en las boleras del norte de Selandia y enviarles por fax el retrato y los nombres que podían vincularse al asesino, Carl y Assad fueron al coche y teclearon Ferslev en el GPS.
La jornada laboral había terminado. El señor y la señora ratas de despacho daban mucha importancia a eso. Pero ellos no pensaban igual.
Al menos, no aquel día.
Llegaron al lugar del incendio justo cuando el sol iba a desaparecer. Media hora más y sería de noche.
Había sido un incendio muy violento. No solo se había calcinado el edificio principal hasta dejar en pie únicamente los muros exteriores; lo mismo podía decirse del granero y de todo lo que había a unos treinta o cuarenta metros del edificio principal. Los árboles que se alzaban hacia el cielo parecían tótems cubiertos de hollín, y la zona de sembrados cercana a la casa se había quemado hasta alcanzar los cultivos de invierno del vecino.
No era de extrañar que necesitasen los coches de bomberos de Lejre, Roskilde, Skibby y Frederikssund. Podría haberse convertido en una auténtica catástrofe.
Rodearon la casa un par de veces, y el chasis calcinado de la furgoneta empotrada en la sala hizo exclamar a Assad que le recordaba a Oriente Próximo.
Carl nunca había visto nada semejante.
– Aquí no vamos a encontrar nada, Assad. Ha borrado todas las huellas. Vamos a donde el vecino más cercano, a ver qué nos cuenta de ese Mads Christian Fog.
Sonó el móvil. Era Rose.
– ¿Quieres oír lo que he averiguado? -preguntó.
Carl no llegó a responder.
– Ballerup, Tårnby, Glostrup, Gladsaxe, Nordvest, Rødovre, Hillerød, Valby, Axeltorv y el Centro Gimnástico de Copenhague, Bryggen en Amager, Stenløse Center, Holbæk, Tåstrup, Frederikssund, Roskilde, Helsingør e incluso Allerød, donde vives. Esas son las boleras de la zona en que debía concentrarme. Les he enviado a todas el material por fax, y dentro de dos minutos empezaré a telefonear. Os llamaré más tarde. Tranquilos, les apretaré bien las clavijas.
Que no les pasara nada a los de las boleras.
La gente de la granja que se encontraba a unos cientos de metros de la pequeña propiedad los invitó a pasar cuando estaban en medio de la cena. Un despliegue espectacular de patatas, carne de cerdo y otras exquisiteces que seguro que cultivaban en la granja. Personas grandes con grandes sonrisas. Allí no faltaba de nada.
– ¿Mads Christian? Pues no, la verdad, hace unos cuantos años que no veo al vejestorio. Tiene una novia en Suecia, así que estará allí -informó el hombre de la casa. Uno de esos adictos a las camisas a cuadros.
– Bueno, a veces vemos su horrible furgoneta azul claro pasar por delante -intervino su mujer-. Y el Mercedes, claro. Ganó un montón de dinero en Groenlandia, así que se lo puede permitir. Libre de impuestos, ¿eh?
La mujer sonrió. Por lo visto, era experta en cosas libres de impuestos.
Carl se inclinó sobre la mesa de madera maciza apoyándose en ambos codos. Si Assad y él no encontraban pronto algún sitio para comer, la caza iba a terminar enseguida. El aroma de la cabezada al horno estaba a punto de hacerle cometer algún desmán contra la propiedad ajena.
– Vejestorio, ha dicho. ¿Estamos hablando de la misma persona? -preguntó, mientras la boca se le hacía agua-. Mads Christian Fog, ¿verdad? Según nuestras informaciones no puede tener más de cuarenta y cinco años.
Marido y mujer rieron al oírlo.
– Joder, será un sobrino, o algo así -explicó el hombre-. Pero eso lo pueden aclarar ustedes en dos minutos frente al ordenador, ¿no?
Hizo un gesto afirmativo.
– Puede que haya prestado la casa a alguien, ya hemos hablado de eso, ¿verdad, Mette?
La mujer asintió en silencio.
– Sí, solía llegar en la furgoneta, y al poco tiempo volvía a salir en el Mercedes. Después no veíamos a nadie una buena temporada, y luego llegaba el Mercedes y al poco se iba en la furgoneta.
Sacudió la cabeza.
– Pero Mads Christian Fog está demasiado viejo para esos trotes, es lo que me digo siempre.
– Nuestro hombre, o sea, es este -anunció Assad, sacando el dibujo del bolsillo.
El matrimonio miró el retrato sin el menor atisbo de reconocerlo.
No, aquel no era Mads Christian. Andaría cerca de los ochenta, creían, y era un marrano. Este otro parecía hasta guapo y noble.
– Bueno, ¿y el incendio? ¿Lo vieron? -preguntó Carl.
Sonrieron. Asombrosa reacción.
– Qué quiere que le diga -indicó el hombre-. Se veía desde Orø; qué digo, incluso desde Nykøbing, al otro lado de la bahía.
– Vaya. ¿Vieron por casualidad a alguien llegando o saliendo de la casa aquella noche?
Sacudieron la cabeza.
– Qué va -dijo el hombre, sonriendo-. Ya estábamos en la cama. No olvide que en el campo nos despertamos temprano. No como los de Copenhague, que no se levantan hasta las seis.
– Vamos a tener que parar en una gasolinera -hizo saber Carl cuando volvieron a estar en el coche patrulla-. Estoy muerto de hambre, ¿tú no?
Assad se encogió de hombros.
– No, yo, o sea, como de estos.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un par de golosinas con marcado aspecto oriental. A juzgar por los dibujos de los envoltorios, dátiles e higos eran los ingredientes principales.
– ¿Quieres uno? -ofreció.
Carl dio un suspiro de satisfacción mientras masticaba sentado tras el volante. Aquello estaba de puta madre.
– ¿Qué crees que habrá pasado con el que vivía ahí? -preguntó Assad, señalando los restos del incendio-. Para mí que nada bueno.
Carl hizo un gesto afirmativo y tragó.
– Creo que habrá que mandar a un montón de gente a investigar -replicó-. Si buscan bien, pienso que encontrarán el esqueleto de un tío que habría tenido ochenta años si hubiera estado vivo.
Assad puso los pies sobre el salpicadero.
– Justo lo que pienso yo -corroboró. Luego continuó-. Y ahora ¿qué, Carl?
– No sé. Tendremos que llamar a Klaes Thomasen y preguntarle si habló con los del club de remo y con el guardabosque de Nordskoven. Y después quizá llamar a Karsten Jønsson y pedirle que averigüe si algún radar ha pillado un Mercedes oscuro. Como pillaron el de Isabel y Rakel.
Assad asintió en silencio.
– Pero, a lo mejor, encuentran el Mercedes por la matrícula. A lo mejor tenemos suerte, aunque Isabel Jønsson no estaba segura del todo.
Carl puso el coche en marcha. Dudaba que fuera a ser tan fácil.
Entonces sonó el móvil.
¿No podía haber llamado medio minuto antes?, pensó, dejando el cambio en punto muerto.
Era Rose, y estaba muy animada.
– He llamado a todas las boleras, y nadie conocía al hombre cuyo retrato hemos enviado.
– ¡Mierda! -soltó Carl.
– ¿Qué pasa? -preguntó Assad, bajando los pies del salpicadero.
– Pero eso no es todo, Carl -continuó Rose-. Por supuesto, no había nadie con ninguno de esos nombres, aparte de Lars Sørensen, de los que había unos cuantos.
– Ya me lo imaginaba.
– Pero he hablado con un tipo listo de Roskilde. Era nuevo allí y ha llamado a uno de los veteranos, que estaba tomándose un trago. Tienen un campeonato esta noche. Creía que el del dibujo podría parecerse a varios de los que conocía; pero se había fijado en otra cosa.
– No me digas. ¿Y era…?
Joder con la tía, era especialista en alargar las cosas.
– Mads Christian Fog, Lars Sørensen, Mikkel Laust, Freddy Brink y Birger Sloth. Casi se muere de la risa al oír los nombres.
– ¿Por qué?
– Pues porque no conocía a esas personas, pero dice que en su equipo, que va a jugar esta noche, había un Lars, un Mikkel y un Birger. De hecho, Lars era él. Y unos años antes hubo también un Freddy que jugaba en otra bolera, pero se hizo viejo. No había ningún Mads Christian, pero bueno. ¿Crees que puede valer para algo?
Carl dejó media golosina de dátil en el salpicadero. Estaba muy alerta. No sería la primera vez que un criminal se inspiraba en nombres de sus conocidos. Nombres dichos al revés, una K que se convertía en C, mezclar nombres con apellidos. Seguro que los psicólogos podían explicar las razones profundas, pero para Carl era por falta de imaginación.
– Después le he preguntado si conocía a alguien que llevaba una bolita con un número 1 pintado, y ha vuelto a reír. Dice que todos los de su equipo la tenían. Por lo visto llevan la tira de años jugando juntos, y van a muchos sitios.
Carl se quedó mirando el cono de luz de su coche. La coincidencia de nombres, y ahora lo de la bola de bolera.
Dirigió la vista hacia el GPS. ¿Cuánto habría hasta Roskilde? ¿Treinta y cinco kilómetros?
– ¿Crees que puede valer de algo, Carl? Ese Mads Christian no estaba entre los que nombró.
– No, Rose. Pero ese nombre está sacado de otra parte, y ya sabemos quién es. Pero sí, ostras. Por supuesto que creo que puede valer. Joder, Rose, ya lo creo que puede valer. Dame la dirección de esa bolera.
Escuchó a Rose pasar hojas en segundo plano, mientras él apuntaba al GPS para que Assad estuviera preparado.
– Sí -concluyó-. Muy bien, Rose. Sí, te llamaré luego.
Se volvió hacia Assad.
– Københavnsvej, 51, en Roskilde -informó, apretando el acelerador-. Venga, Assad, escríbelo a toda pastilla.
Capítulo 43
Piénsalo bien, se dijo varias veces. Haz lo adecuado. Nada de prisas para luego arrepentirte.
Rodó en silencio por la calle a lo largo de las villas. Devolvió el saludo con la cabeza a las personas que lo saludaban y entró en el camino de acceso con los hombros abrumados por la sensación de catástrofe.
Estaba al descubierto. Los ojos avispados de las aves rapaces podían seguir sus movimientos a distancia. Lo del Hospital Central no podía haber salido peor.
Miró al columpio, que colgaba flojo de sus cuerdas. No hacía tres semanas que lo había instalado en el abedul. La idea de un verano en el que columpiarían al niño había saltado hecha trizas. Recogió del arenero una palita roja de plástico y sintió que la tristeza lo embargaba. Era un sentimiento que no había tenido desde niño.
Tomó asiento en el banco del jardín y cerró los ojos. Unos meses antes olía a rosas y a la presencia de una mujer.
Todavía podía sentir la alegría apacible al sentir los brazos del niño en torno a su cuello, su pausada respiración junto a su mejilla.
No sigas, se dijo, meneando la cabeza. Aquello pertenecía al pasado. Igual que todo lo demás.
Que su vida se hubiera convertido en lo que era se debía a sus padres. A sus padres y a su padrastro. Pero, desde entonces, se había vengado en repetidas ocasiones. ¿Cuántas veces había actuado contra hombres y mujeres como aquellas tres personas? ¿De qué se arrepentía, entonces?
No, toda lucha exige víctimas. También él tendría que acostumbrarse a las suyas.
Arrojó al suelo la palita de plástico y se levantó. Había más mujeres en el mundo. Benjamin iba a tener una buena madre. Si juntaba todos sus activos y los vendía, los dos podrían vivir bien en alguna parte hasta que llegara la hora en que pudiera continuar con su misión y volver a ganar dinero.
Pero ahora debía adaptarse a la realidad.
Isabel estaba viva y se recuperaría. Su hermano era policía y estaba en el hospital cuando él llegó. Era la mayor amenaza. Conocía a aquellas personas. Querrían llevar a cabo su propia misión, que consistía en encontrarlo, pero no iban a conseguirlo, ya se encargaría él de ello.
La enfermera a la que golpeó no se olvidaría de él. Cada vez que en lo sucesivo tuviera delante a una persona desconocida y de mirada extraña, se replegaría. La conmoción del golpe en la garganta iba a ser imborrable. Su confianza en los demás había sufrido un duro golpe. Él sería la última persona en el mundo a la que olvidaría, como la secretaria, quien también lo recordaría. Pero a aquellas dos no las temía para nada.
A fin de cuentas, no tenían ni idea de cuál era su aspecto real.
Se colocó frente al espejo y contempló su rostro mientras se quitaba el maquillaje.
Ya se las arreglaría. Nadie conocía como él las dotes de observación de las personas. Si las arrugas de tu rostro eran lo bastante profundas, la gente solo se fijaba en ellas. Si la mirada fija estaba tras unas gafas, no te reconocerían si no las llevabas.
Si, por el contrario, tenías una verruga grande y fea, la gente sí que se fijaba en ella, pero, aunque parezca extraño, no se daban cuenta cuando desaparecía.
Unas cosas valían para disfrazarse y otras no, pero una cosa era segura: el mejor disfraz era el que hacía que tuvieras un aspecto normal, porque lo que es normal no suele registrarse. Y él era un auténtico especialista en eso. Si te ponías arrugas en los lugares adecuados, sombras en el rostro o alrededor de los ojos; si te peinabas en otra dirección, si manipulabas las cejas o dejabas que la tez y el estado del cabello denunciaran tu edad y estado de salud, el resultado solía ser arrollador.
Hoy se había disfrazado de don cualquiera. Recordarían su edad, el dialecto y las gafas oscuras. No iban a recordar si sus labios eran delgados o carnosos, si tenía los pómulos hundidos o marcados. Así que se sentía seguro. Por supuesto que no olvidarían lo sucedido ni algunos rasgos de su rostro, pero no iban a reconocerlo tal como era en realidad.
Ya podían poner en marcha cuantas investigaciones quisieran, al fin y al cabo no sabían nada. La casa de Ferslev y la furgoneta habían desaparecido, y también él desaparecería pronto. Sería la salida de un hombre normal en un barrio de villas normal de Roskilde. Un hombre en una villa de las que había un millón en aquel pequeño país.
Dentro de unos días, cuando Isabel pudiera hablar, sabrían sin duda lo que ese hombre había estado haciendo durante aquellos años, pero seguirían sin saber quién era. Eso solo lo sabía él, y así iba a seguir siendo. Los medios hablarían de ello. Incluso en profundidad. Advertirían a víctimas potenciales de otros casos, y por eso tendría que hacer una pausa en sus actividades durante cierto tiempo. Vivir de manera ajustada con el dinero ahorrado y encontrar unas nuevas bases desde donde actuar.
Recorrió con la mirada su pulcro hogar. Pese a que su mujer lo había cuidado y atendido, y pese a que habían gastado bastante en arreglos, era un mal momento para vender casas; eran tiempos de crisis, pero había que venderla.
Su experiencia le decía que, si debías desaparecer, no bastaba con quemar algunos de tus puentes. Otro coche, otro banco, otro nombre, otra dirección, otros círculos de amistades. Había que cambiarlo todo. Si preparabas una buena explicación para que los conocidos comprendieran por qué decidías desaparecer, no había problema. Otro trabajo en un país extranjero, mucho dinero, buen clima; todos lo entenderían. Nadie se haría preguntas.
En resumidas cuentas, nada de actuar de manera repentina e irracional.
Se colocó en la puerta abierta ante la montaña de cajas de mudanza y dijo el nombre de su mujer un par de veces. Cuando al cabo de un rato vio que no daba señales de vida, dio media vuelta y se marchó.
Le venía bien. Matar a una mascota que se ha querido era algo que no le gustaba a casi nadie, y él la consideraba eso.
Pertenecía al pasado. Daba igual.
Al anochecer, cuando terminara el torneo de bolos, dejaría el cadáver en el coche, iría a Vibegården y acabaría de una vez con todo. Su mujer y los niños debían desaparecer.
Y cuando los cadáveres se hubieran disuelto y, al cabo de un par de semanas, lavase el depósito, todo estaría listo.
Su suegra recibiría una carta de despedida de su hija mojada en lágrimas. En la carta le diría que la mala relación entre madre e hija había sido una de las razones para llegar a la decisión de emigrar, y que se pondría en contacto con ella en cuanto cicatrizaran las heridas.
Cuando llegara el momento inevitable en que su suegra empezara a moverse, incluso a formular sospechas, iría a verla y la obligaría a escribir su propia carta de suicidio. No sería la primera vez que suministraba somníferos a la gente.
Pero antes que nada debía destruir las cajas de mudanza, llevar el coche al taller y venderlo, y poner la casa en venta. Buscaría en internet una cómoda cabaña en Filipinas, iría a por Benjamin, diría a su hermana que seguiría recibiendo su dinero, y luego cruzaría Europa hasta Rumanía en un viejo coche usado que podría dejar en cualquier lado, sabiendo que en poco tiempo lo habrían desguazado.
Los billetes de avión con los nuevos nombres falsos no dirían nada sobre quiénes eran en realidad. No, nadie iba a fijarse en un chavalín con su padre viajando de Bucarest a Manila. Solo se habrían fijado en el trayecto inverso.
Catorce horas de vuelo, y allí estaba el futuro.
Salió al pasillo y sacó su bolsa de bolos Ebonite. Dentro estaba el equipo fabricado para triunfar; había habido muchos triunfos a lo largo de los años. Si algo iba a echar en falta de aquella vida, sería precisamente eso.
En realidad, no le gustaba ninguno de sus compañeros de equipo. Un par de ellos eran auténticos cretinos que le gustaría cambiar por otros. Todos eran hombres simples, de ideas simples y vida simple. De aspecto normal y nombres normales. Para él podrían ser cualquiera, si no fuera porque iban bien clasificados, gracias a un tanteo medio de bastante más de doscientos veinticinco. El sonido de los diez bolos engullidos con estruendo por la máquina era el sonido del éxito, y así lo pensaban los seis.
En eso estaba el truco.
El equipo salía a la pista para conquistarla. Por eso estaba allí cada vez que aquello ocurría. Por eso y por el Papa, su amigo especial.
– Hola -saludó en la barra-. ¿Estáis aquí?
Como si fueran a estar en otra parte.
Todos levantaron la mano en el aire, y él las fue chocando una por una.
– ¿Qué bebéis? -preguntó. Era el rito de introducción.
Como los demás, solía limitarse a agua mineral antes de un encuentro. Sus oponentes no hacían lo mismo, y por eso no ganaban.
Estuvieron un rato discutiendo las ventajas e inconvenientes del equipo rival, y también hablaron de lo seguros que estaban de ganar el campeonato entre distritos el día de la Ascensión.
Entonces lo dijo.
– Pues para entonces tendréis que buscar a otro en mi lugar -comunicó, haciendo un gesto amplio con los brazos con aire de disculpa-. Lo siento, chicos.
Lo miraron con la acusación de traidor clavada en los ojos. Pasó un rato sin que dijeran nada. Svend masticaba el chicle con más vigor que de costumbre. Tanto él como Birger parecían muy cabreados. No era para menos.
Fue Lars quien rompió el silencio.
– Parece algo serio, René. ¿Qué ha pasado? ¿Alguna movida con la mujer? Joder, siempre lo mismo.
Se oyó un murmullo de unanimidad con ese punto de vista.
– No -objetó, y se permitió una risa breve-. No tiene que ver con ella. No, es que me han nombrado director administrativo de una instalación solar supermoderna en Trípoli, Libia. Pero tranquilos, que volveré dentro de cinco años: lo que dura el contrato. Y para entonces podréis meterme en el equipo de Old Boys, ¿verdad?
Nadie rio, pero tampoco él lo había esperado. Lo que había hecho era un sacrilegio. Lo peor de lo peor que se podía hacer contra el equipo antes de una partida. Porque las cosas que te roían el cerebro estropeaban el efecto de la bola.
Pidió disculpas por elegir ese momento para decirlo, pero en su fuero interno sabía bien que no podía haber otro mejor.
Estaba saliendo ya de la hermandad. Tal como deseaba.
Ya sabía el mal trago que estaban pasando. Jugar a bolos era su evasión. A ninguno lo esperaba un puesto de director al otro lado del océano. Ahora que había establecido la distancia, todos se sentían como ratones en una trampa. También él se había sentido así antes, pero de aquello hacía mucho tiempo ya.
Ahora él era el gato.
Capítulo 44
Había visto la luz del amanecer filtrarse tres veces entre las cajas de mudanza, y sabía que no la vería más.
Antes lloraba de vez en cuando, pero ya no podía. No le quedaban fuerzas ni para eso.
Cuando trataba de abrir la boca los labios se negaban a separarse. Tenía la lengua pegada al paladar. Podían haber pasado veinticuatro horas desde la última vez que pudo reunir saliva suficiente para después tragarla.
La idea de la muerte se le antojaba una liberación. Dormir eternamente, que cesara aquel dolor. Que cesara aquella soledad.
«Deja que se pronuncie sobre la vida quien está ante la muerte; quien sabe que va a ocurrir enseguida; quien ve cómo se le echa encima el momento en que todo se desvanece», dijo una vez su marido con aire burlón, citando a su padre.
¡Su marido! Él, que nunca había vivido, ¿cómo se atrevía a poner en entredicho aquellas palabras? Quizá ella muriera al instante, así le parecía, pero al menos había vivido. Ya lo creo que había vivido.
¿O no?
Trató de recordar cuándo, pero todo se confundía. Los años se le hacían semanas, y recuerdos dispersos daban saltos en el tiempo y en el espacio para fundirse en constelaciones imposibles.
Primero morirá mi cabeza, ahora ya lo sé, pensó.
Ya no notaba su propia respiración. Era tan superficial que ni siquiera notaba el temblor de las fosas nasales. Lo único que temblaba eran los dedos de su mano libre. Aquellos dedos que en días previos habían arañado el cartón de la caja superior hasta abrir un agujero y dar con algo metálico. Pasó cierto tiempo pensando qué podría ser. Pero no se le ocurría nada.
Sus dedos volvieron a temblar. Como si aquellos movimientos fueran guiados por hilos directamente unidos a Dios. Temblaban y se entrechocaban levemente como alas de mariposa.
¿Quieres algo de mí, Dios?, preguntó. ¿Es este nuestro primer contacto antes de que me lleves contigo?
Sonrió en su interior. Jamás había estado tan cerca de Dios como entonces. Ni tan cerca de nada, en general. Y no se sentía asustada ni sola, tan solo cansada. Casi ni sentía ya el peso de las cajas. Solo aquel cansancio.
De pronto sintió un dolor en el pecho. Una punzada tan asombrosamente dolorosa que abrió los ojos con furia en la oscuridad. Se acabó el día: mi último día, pensó en una fracción de segundo.
Por un momento oyó que gemía, mientras los músculos del pecho se le contraían en torno al corazón. Notó que sus dedos se estiraban por los espasmos y que los músculos de su rostro se ponían rígidos.
Ay, qué dolor. Dios mío, déjame morir, rogó una y otra vez hasta que los espasmos de muerte se detuvieron por completo provocando una punzada casi más dolorosa que cuando empezaron.
Durante los siguientes segundos estuvo segura de que su corazón había dejado de latir. De hecho, esperó que la oscuridad llegara de una vez por todas y se la tragara. Luego sus labios boquearon convulsos buscando su última inspiración con un grito sofocado. Y aquel grito sofocado se instaló en el punto de su interior donde se guardaban los últimos restos de su instinto de conservación.
Notó el pulso en la sien. Lo notó en su pantorrilla. Su cuerpo estaba demasiado fuerte para rendirse. Dios no había terminado de ponerla a prueba.
Y el miedo ante el próximo movimiento de él la llevó a rezar. Una oración breve para pedir que no le doliera y que sucediera pronto.
Oyó que su marido abría la puerta y la llamaba por su nombre, pero hacía mucho que no podía articular palabra. Además, ¿de qué iba a servirle?
Notó que sus dedos índice y medio se enderezaban y temblaban. Sintió que se metían por el agujero de la caja de encima, que la punta de sus uñas tocaba aquel objeto metálico que había notado antes. Todavía pulido e irreal, hasta que con una convulsión, que hizo que sus dedos se alargaran y se pusieran rígidos, percibió de pronto que en la fría superficie pulida sobresalía una pequeña uve.
Estuvo un rato tratando de pensar con racionalidad. Trató de diferenciar las cosas para que los impulsos nerviosos del intestino, que se habían detenido, de las células que pedían agua a gritos, de la piel que había dejado de sentir, no nublaran la imagen que intuía que debía comprender. La imagen de un objeto metálico con una pequeña uve.
Sintió una ligera modorra. Otra vez aquella nada que seguía creciendo en su cerebro. Aquel vacío que le venía a intervalos cada vez más cortos.
Luego llegaron las imágenes, impetuosas. Imágenes de objetos pulidos, el botón del menú de su móvil, la esfera de su reloj, el espejo del cajón del baño, saltaron y se pusieron a jugar a las cuatro esquinas. Todas las cosas pulidas que había registrado en su vida luchaban por ocupar un lugar en su mente donde pudieran ser reconocidas. Y de pronto lo vio. El objeto que ella nunca había usado, pero que los hombres solían sacar orgullosos del bolsillo cuando era niña. También su marido había quedado prendado de aquel símbolo de clase en un tiempo pasado, y ahora estaba allí, el mechero Ronson con una uve, abandonado en el fondo de una caja, tal vez con la única finalidad de ayudarla. De ayudarla a generar ideas, incluso a encontrar una salida definitiva a lo poco que le quedaba de vida.
Si pudiera asirlo y encenderlo todo terminaría pronto, pensó. Y todo lo que es suyo desaparecerá conmigo.
En algún lugar de su interior sonrió. La idea era extrañamente vivificante. Si todo ardía, al menos habría dejado un rastro. Habría ocasionado una pérdida en la vida de él de la que nunca podría librarse. Perdería aquello por lo que había cometido sus crímenes.
Qué ironía.
Conteniendo la respiración, siguió arañando el cartón, y se dio cuenta de lo duro que podía ser algo así. Durísimo. Iba pelando pedacitos poco a poco. Como una avispa arañando la superficie de su mesa de jardín. Se imaginaba el polvo de papel deslizándose por su cara. Partículas del tamaño de una cabeza de alfiler que, vistas en conjunto, si sus dedos lo conseguían, esperaba que pudieran hacer que el encendedor se deslizara por el agujero y, si tenía suerte, cayera en su mano.
Al final, cuando el agujero fue lo bastante grande para que el mechero se moviera un par de milímetros, ya no pudo más.
Cerró los ojos y por un instante vio ante sí a Benjamin. Mayor que ahora, ágil y sabiendo hablar. Un chico guapo que corría hacia ella. Con un buen balón de cuero y mirada traviesa. Cómo le habría gustado vivir algo así. Su primera frase bien dicha. Su primer día de escuela. La primera vez que la mirase a los ojos y le dijese que era la mejor madre del mundo.
Tal vez notara la emoción en forma de una leve humedad en el rabillo del ojo, pero estaba allí. La emoción por Benjamin. El chico que iba a vivir sin ella.
Benjamin, que iba a vivir con… él.
¡NO!, gritaba su interior, pero ¿de qué valía?
No obstante, la idea volvía sin parar. Cada vez con mayor intensidad. Él iba a vivir con Benjamin, y era lo último en que iba a pensar ella antes de que su corazón se detuviera al fin.
Sus dedos volvieron a estremecerse, y la uña de su dedo medio agarró un jirón de cartón bajo el mechero, y estuvo arañando con aquel dedo hasta que la uña se rompió. Se había quedado sin su única herramienta. Y se amodorró luchando por hacerse a la idea.
Oyó los gritos de la calle al mismo tiempo que volvía a sonar el móvil en su bolsillo trasero. Se oía más débil ahora. Pronto se agotaría la batería. Conocía los síntomas.
Era la voz de Kenneth. Tal vez estuviera su marido en casa. Tal vez abriera la puerta. Tal vez se oliera algo Kenneth. Tal vez…
Sus dedos se movieron una pizca. Era el único contacto que podía establecer.
Pero la puerta de entrada no se abrió. No hubo ninguna pelea. Lo único que registró fue el móvil sonando, el sonido cada vez más débil, y el mechero que lentamente se deslizaba y caía en su mano.
Se quedó basculando sobre su pulgar. Un movimiento equivocado y resbalaría por su brazo, para desaparecer en la penumbra que tenía debajo.
Intentó abstraerse de los gritos de Kenneth. Intentó ignorar que las vibraciones de su bolsillo trasero se debilitaban. Un pequeño empujón con el índice, y lo habría cogido.
Cuando estuvo segura de que el encendedor estaba donde debía, giró la muñeca cuanto pudo. Quizá no fuera más que un centímetro, pero le hizo bien. Aunque no quedaba vida en los dedos anular y meñique, creía que saldría bien.
Apretó cuanto pudo y cuando pulsó el dispositivo oyó el débil silbido del gas al escapar. Demasiado débil.
¿Cómo iba a poder apretar con fuerza suficiente para que saltara la chispa?
Trató de canalizar lo que le quedaba de fuerza en la punta de su pulgar. Aquel último movimiento voluntario mostraría al mundo cómo había vivido sus últimas horas y dónde había muerto.
Luego apretó. La poca vida que quedaba en ella se concentró en aquella presión. Y la chispa saltó ante ella como una estrella fugaz en la oscuridad, prendió el gas y todo quedó iluminado.
Giró la muñeca hacia atrás el centímetro que le quedaba libre y dejó que la llama lamiera perezosa el lado de la caja. Después soltó su presa y siguió la delgada llama azul que amarilleaba y se extendía. Fue desplazándose sin prisa, como un hilo de luz hacia la parte superior. Por cada centímetro que comía dejaba un rastro negro de hollín. Lo que había estado ardiendo se apagaba. Como un reguero de pólvora hacia la nada.
Al rato la débil llama llegó a la parte superior y se apagó. Solo quedó una raya de brasas grisáceas ardiendo sin llama. Después también aquello desapareció.
Lo oyó gritar y supo que todo había terminado.
No le quedaban fuerzas para volver a encender el mechero.
Cerró los ojos y se imaginó a Kenneth en la calle, delante de la casa. Qué hermanos tan guapos habría podido darle para Benjamin. Qué vida tan plena.
Olisqueó el aire ahumado, y nuevas imágenes atravesaron su mente. Excursiones al lago. Vísperas de San Juan con chicos que eran un año o dos mayores que ella. La fragancia de la fiesta del mercado de Vitrolles aquella vez que estuvo de cámping con su hermano y sus padres.
El olor se acentuó.
Abrió los ojos y vio un resplandor amarillo que en lo alto de la pila de cajas se mezclaba con un chisporroteo azulado.
Justo después, el fulgor de las llamas bajaba aleteando hacia ella.
Estaba ardiendo.
Había oído que casi todos los que morían en incendios perecían intoxicados por el humo, y que para evitarlo había que andar a cuatro patas por debajo del humo.
Ya le gustaría morir intoxicada por el humo. Parecía ser una muerte indulgente y sin dolor.
El problema era que no podía gatear, y que el humo subía también. Las llamas harían presa en ella antes que el humo. Moriría quemada.
Entonces llegó el miedo.
El miedo final, el definitivo.
Capítulo 45
– ¡Ahí, Carl! -gritó Assad, señalando un edificio de hormigón color siena en proceso de restauración que daba directamente a Københavnsvej.
«ESTÁ ABIERTO, disculpad el desorden», ponía en una banderola encima de la puerta. Por allí, desde luego, no se podía entrar.
– Carl, gira hacia la galería comercial y luego enseguida a la derecha. Así daremos la vuelta a esa zona de obras -dijo Assad, señalando una zona oscura entre las construcciones nuevas.
Dejaron el coche en el aparcamiento mal iluminado y casi lleno que había a la entrada de la bolera. Había tres Mercedes, ni más ni menos, pero ninguno de ellos tenía aspecto de haber sufrido un accidente.
¿Se puede trabajar la chapa tan rápido?, pensó Carl. Lo dudaba. Entonces pensó en su arma reglamentaria, que estaba en el armero de Jefatura. Debería haberla traído, sin duda, pero ¿quién podía haberlo sabido aquella mañana? El día había sido largo y variado.
Miró el edificio.
Aparte de un cartel con un par de bolas enormes, en la vistosa parte trasera del edificio no había nada que indicase que allí había una bolera.
Tampoco lo había cuando, una vez dentro, se quedaron mirando a una caja de escalera llena de taquillas metálicas parecidas a las consignas de las estaciones. Aparte de aquello, paredes desnudas, un par de puertas sin rótulo y unas escaleras hacia abajo con los colores de la bandera sueca. No había señales de vida en toda la planta.
– Creo que habrá que bajar al sótano, o sea -opinó Assad.
«Gracias por su visita. Vuelva cuando quiera al Club de Bolos de Roskilde: deporte, diversión y emoción», ponía en la puerta.
Las tres últimas palabras ¿se referían al juego de bolos? Por Carl bien podían borrarlas. Para él, los bolos no era ni un deporte, ni diversión ni emoción. Solo agujetas en el culo, cerveza y comida rápida.
Fueron directos a la recepción, donde las reglas de la casa, bolsas de chucherías y un cartel recordando la obligación de renovar el ticket de aparcamiento servían de marco al hombre que hablaba por teléfono.
Carl miró alrededor. El bar estaba lleno. Bolsas de deporte por todas las esquinas. Grupos de gente y actividad febril en unas veinte pistas, así debían de ser los campeonatos. Montones de hombres y mujeres con pantalones de pinzas y diversos polos de colores con logotipos de clubes.
– Queremos hablar con un tal Lars Brande. ¿Lo conoces? -preguntó Carl cuando el hombre del mostrador colgó el teléfono.
Señaló a uno de los hombres del bar.
– Es el que tiene las gafas de diadema. Grita ¡Crisálida! Y ya verás.
– ¿Crisálida?
– Sí, lo llamamos así.
Se acercaron a los hombres y notaron miradas sopesando sus zapatos, su ropa y su quehacer.
– ¿Lars Brande? ¿O debo llamarte Crisálida? -preguntó Carl, tendiendo la mano-. Soy Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Copenhague. ¿Podemos hablar un poco?
Lars Brande sonrió y extendió la mano.
– Ah, sí. Me había olvidado por completo. Es que uno de nuestros compañeros de equipo nos acaba de dar la mala noticia de que nos deja ahora, justo antes del campeonato entre distritos, así que he tenido otras cosas en que pensar.
Dio una leve palmada en la espalda del compañero más cercano. Debía de ser el descarado del equipo.
– Estos ¿son tus compañeros de equipo? -preguntó, señalando con la cabeza a los otros cinco.
– El mejor equipo de Roskilde -replicó, levantando el pulgar.
Carl hizo una señal con la cabeza a Assad. Tendría que quedarse allí sin perder de vista a los demás, para que no se escabulleran. No podían correr riesgos.
Lars Brande era un hombre alto y nervudo, pero bastante flaco. Sus rasgos faciales eran distinguidos, como los de un hombre que tuviera un trabajo sedentario, como relojero o dentista, pero su piel estaba bronceada, y sus manos, desmesuradamente grandes, curtidas. Daba una impresión de conjunto desconcertante.
Se colocaron junto a la pared del fondo y estuvieron mirando un rato a los jugadores antes de que Carl arrancara.
– Has hablado con mi ayudante, Rose Knudsen. Creo que te ha parecido divertida la coincidencia de nombres y que preguntáramos por un llavero con la bolita. Pero has de saber que no se trata de ninguna bagatela. Estamos aquí en una misión urgente y seria, y todo cuanto digas puede constar en acta.
El hombre se mostró indispuesto de pronto. Las gafas parecieron hundirse más en su pelo.
– ¿Soy sospechoso de algo? ¿De qué se trata?
Parecía alcanzado de lleno. Muy extraño, aunque Carl no tenía ninguna sospecha sobre él. ¿Por qué había estado tan amable al hablar con Rose si no tenía la conciencia limpia? No, aquello no tenía ninguna lógica.
– ¿Sospechoso? No. Solo quiero hacerte unas preguntas, ¿te importa?
El tipo miró la hora.
– Pues, en realidad, sí. Jugamos dentro de veinte minutos, ¿sabe?, y solemos cargar las pilas juntos. ¿No puede esperar hasta después? Aunque sí que me gustaría saber de qué se trata.
– Lo siento. ¿Me acompañas a la mesa de jueces?
El hombre miró desconcertado a Carl, pero asintió con la cabeza.
Los jueces mostraron la misma expresión, pero cuando Carl sacó su placa de policía se volvieron más razonables.
Volvían a la pared del fondo pasando por una hilera de mesas cuando se oyó un aviso por los altavoces.
«Van a efectuarse cambios en el orden de los equipos por razones prácticas», dijo uno de los jueces, y dio el nombre de los nuevos equipos que debían empezar en su lugar.
Carl miró al bar, donde cinco pares de ojos los observaban con rostros serios, extrañados; tras ellos estaba Assad, sin quitar la vista de encima a las nucas de las cinco personas, alerta como una hiena.
Uno de aquellos cinco hombres era el que buscaban, Carl estaba seguro de eso. Mientras esos hombres estuvieran allí, los niños estarían a salvo. Si es que aún vivían.
– ¿Conoces bien a tus jugadores? Tengo entendido que eres el capitán del equipo.
El hombre asintió en silencio y respondió sin mirar a Carl.
– Llevamos juntos desde antes de que se abriera la bolera. Entonces jugábamos en Rødovre, pero esto nos cae más cerca. En aquellos tiempos había otro par más en el equipo, pero los que vivíamos en las cercanías de Roskilde decidimos seguir aquí. Y sí, los conozco muy bien. Sobre todo el Colmena, el que lleva un reloj de oro. Es mi hermano Jonas.
A Carl le pareció que estaba nervioso. ¿Sabría algo?
– Colmena y Crisálida, vaya nombres raros, ¿no? -se extrañó Carl. Tal vez algo de distracción aligerase la atmósfera opresiva. Era preciso conseguir que el hombre empezara a hablar lo antes posible.
Lars Brande sonrió con cierta ironía; así que funcionó.
– Ya, pero es que Jonas y yo somos apicultores, o sea que de todas formas no es tan extraño -objetó-. Todos los del equipo tenemos motes. Ya sabe cómo son estas cosas.
Carl hizo un gesto afirmativo, aunque no lo sabía.
– He reparado en que sois todos tipos grandes. ¿Sois tal vez de la misma familia?
En tal caso, se cubrirían las espaldas unos a otros a toda costa.
El hombre volvió a sonreír.
– Qué va. Solo Jonas y yo. Pero sí que es verdad que todos somos algo más altos que la media. Unos brazos largos dan un buen impulso, ¿sabe? -comentó, riendo-. No, de hecho es pura casualidad. No es algo en lo que pensemos a diario.
– Dentro de poco voy a pediros el número de registro civil, pero antes quiero preguntarte algo: ¿sabes si alguno de vosotros está fichado?
El hombre pareció asustarse bastante. Quizá se había dado cuenta por fin de que aquello iba en serio.
Respiró hondo.
– No hablamos de esas cosas -se defendió. Era evidente que no era cierto del todo.
– ¿Puedes decirme cuántos de vosotros conducís un Mercedes?
Sacudió la cabeza.
– Jonas y yo, no. Lo que conducen los demás tendrá que preguntárselo a ellos.
¿Estaba encubriendo a alguien?
– Supongo que sabrás qué coches tenéis. ¿No vais a menudo por ahí de torneo?
Asintió con la cabeza.
– Sí, pero siempre quedamos aquí. Algunos de nosotros guardamos nuestras cosas en las taquillas de arriba, y Jonas y yo tenemos una furgoneta Volkswagen en la que entramos los seis. Sale más barato cuando pagas a escote.
Las respuestas eran naturales, pero el hombre parecía reaccionar con excesiva humildad.
– ¿Quiénes son los demás del grupo? ¿Me los puedes señalar?
Después rectificó.
– No, espera. Cuéntame primero de dónde habéis sacado los llaveros con bolas que tenéis. ¿Hay muchos así? ¿Son de los que pueden comprarse en todas las boleras?
El hombre sacudió la cabeza.
– Estos, no. En los nuestros hay un número 1, de lo buenos que somos -comentó con una sonrisa torcida-. No suelen llevar nada escrito, o si no aparece el número correspondiente al tamaño de bola que utilizas. Nunca el 1, porque no existen bolas tan pequeñas. No, estas las compró uno del equipo en Tailandia hace tiempo.
Sacó su llavero y enseñó la bola. Pequeña, oscura y gastada. Nada especial, aparte del número 1 grabado.
– Estas las tenemos nosotros y un par de los del viejo equipo -continuó-. Creo que compró diez en total.
– ¿Quién?
– Svend. El de la chaqueta azul. El que está mascando chicle y parece un comerciante de artículos para caballero. Creo que en el pasado lo fue.
Carl observó con detalle al hombre. Al igual que los demás, no quitaba ojo de lo que se traía entre manos su compañero con el policía.
– Vale. Estando en el mismo equipo, ¿soléis entrenaros todos juntos?
Podría ser útil saber si alguno de ellos faltaba con regularidad, pensó.
– Jonas y yo nos entrenamos juntos, pero a veces también se anima alguno de los otros. Por pasarlo bien, más que nada. En los viejos tiempos lo hacíamos casi a diario, pero ya no -explicó, sonriendo otra vez-. Sí, aparte de un par de nosotros que nos entrenamos antes de un campeonato, de hecho ya no nos entrenamos tanto. Tal vez debiéramos, pero qué diablos. Si conseguimos doscientos cincuenta puntos casi todas las veces, es que no hay problemas.
– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene alguna cicatriz visible?
El hombre se encogió de hombros. Tendrían que comprobarlo uno por uno después.
– ¿Crees que podemos sentarnos ahí? -preguntó, señalando la parte del restaurante donde había varias mesas puestas con mantel blanco.
– No creo que haya problema.
– Entonces, me sentaré ahí. ¿Te importa decirle a tu hermano que venga?
Era evidente que Jonas Brande estaba desconcertado. ¿De qué se trataba? ¿Por qué era aquello tan importante que habían tenido que cambiar el programa del torneo?
Carl no respondió.
– ¿Dónde estabas ayer por la tarde entre las 15.15 y las 15.45? ¿Puedes dar cuenta de ello?
Carl observó su rostro. Varonil. Unos cuarenta y cinco años. ¿Podría ser el que vieron fuera del ascensor en el Hospital Central? ¿El del retrato?
Jonas Brande se inclinó un poco hacia delante.
– ¿Entre las 15.15 y las 15.45, dice? Creo que no lo sé con exactitud.
– Vaya. A pesar del reloj tan chulo que tienes, Jonas. ¿A lo mejor no lo consultas a menudo?
El hombre se echó a reír de pronto.
– Sí, claro que lo consulto. Pero no lo llevo puesto cuando estoy trabajando. Uno de estos vale treinta y cinco mil coronas. Lo heredé de nuestro padre.
– O sea que ¿estabas trabajando entre las 15.15 y las 15.45, dices?
– Sí, seguro que estaba trabajando.
– Y ¿cómo es que no sabes dónde estabas?
– Bueno, no sé si estaba en el taller reparando colmenas, o si estaba en el granero cambiando la rueda dentada de nuestra centrifugadora.
No parecía el más listo de los hermanos. ¿O tal vez sí?
– ¿Vendéis mucha miel en negro?
Era un giro que no se había esperado. De modo que sí que lo hacían. No era cosa que preocupase a Carl. Aquello no era de su incumbencia. Solo quería hacerse una idea de quién tenía delante.
– ¿Estás fichado, Jonas? Ya sabes que puedo comprobarlo así. -Y trató de chasquear los dedos.
El tipo sacudió la cabeza.
– ¿Algún otro de aquí?
– ¿Por qué?
– ¿Algún otro?
El hombre se contrajo un poco.
– Creo que Go Johnny, Acelerador y el Papa sí.
Carl basculó la cabeza un poco hacia atrás. Joder con los motes.
– ¿Quiénes son?
Jonas Brandes entornó los ojos mientras miraba a los hombres de la barra.
– Birger Nielsen es el calvo, es pianista de bar, por eso lo llamamos Go Johnny. Acelerador está sentado junto a él, se llama Mikkel. Tiene un taller de reparación de motos en Copenhague. No creo que hicieran nada especial. Creo que lo de Birger fue algo de alcohol de contrabando en un bar, y lo de Mikkel, coches robados que vendía después. De eso hace ya bastante, ¿por qué?
– ¿Y el tercero que has mencionado? El Papa, ¿no? Ese debe de ser Svend, el de la chaqueta azul.
– Sí. Es católico. No sé qué fue lo que le pasó. Algo en Tailandia, creo.
– ¿Quién es el último, entonces? El que está hablando con tu hermano. ¿No es el que va a dejar el equipo?
– Sí, es René. Es nuestro mejor jugador, así que vaya putada. René Henriksen, igual que el antiguo defensa de la selección; por eso lo llamamos Tres.
– Claro, porque René Henriksen llevaría el número tres en la camiseta, ¿verdad?
– Al menos en algún momento.
– ¿Llevas alguna documentación encima, Jonas? ¿Donde aparezca tu número de registro civil?
Obediente, sacó la cartera del bolsillo y tiró del carné de conducir.
Carl escribió el número.
– Por cierto, ¿quién de vosotros tiene un Mercedes?
El hombre se alzó de hombros.
– Bueno, siempre quedamos aquí…
Carl no tenía tiempo para volver a oírlo una vez más.
– Gracias, Jonas. Dile a René, por favor, que venga.
Se estuvieron mirando el uno al otro desde el momento en que se levantó de la barra hasta el momento en que se sentó ante Carl.
Un hombre elegante. No es que fuera importante, pero se le veía bien cuidado y de mirada resuelta.
– René Henriksen -se presentó, tirando de la raya del pantalón al sentarse-. Entiendo, por Lars Brande, que hay alguna investigación en marcha. No es que me lo haya dicho, solo es una impresión. ¿Tiene que ver con Svend?
Carl lo miró con detenimiento. Con algo de buena voluntad, podría ser el que buscaban. Tal vez un rostro demasiado delgado, pero podía ser que hubiera perdido con los años la rotundez de la juventud. El pelo recién cortado dejaba las entradas al descubierto, pero las pelucas lo ocultan todo. Había algo en su mirada que le provocó un hormigueo por todo el cuerpo. Las finas arrugas junto a los ojos no eran patas de gallo sin más.
– ¿Svend? ¿Te refieres al Papa? -preguntó Carl sonriendo, aunque no tenía ganas.
El tipo arqueó las cejas.
– ¿Por qué preguntas si tiene que ver con Svend? -quiso saber Carl.
La expresión facial del hombre se transformó. No se puso alerta o a la defensiva, sino más bien al contrario. Era casi la mirada avergonzada de quien se siente descubierto sin saberlo.
– Ay -explicó-. Ha sido culpa mía, no debería haber mencionado a Svend. ¿Empezamos de nuevo?
– Vale. Vas a dejar el equipo. ¿Te mudas de casa? -preguntó Carl.
Otra vez aquella mirada que le daba la sensación de que su interlocutor se sentía desnudo.
– Así es -confirmó-. Me han ofrecido un trabajo en Libia. Voy a supervisar el montaje de una enorme instalación de energía solar en medio del desierto que va a generar electricidad mediante una sola unidad central. Es un acontecimiento revolucionario, quizá haya oído hablar de ello.
– Parece interesante. ¿Cómo se llama la empresa?
– La verdad es que no es muy comercial -reconoció sonriendo-. De momento solo está el número del Registro de Sociedades. Todavía no han decidido si el nombre será en árabe o en inglés, pero para su conocimiento le diré que la empresa actualmente se llama 773 PB 55.
Carl hizo un gesto afirmativo.
– ¿Cuántos del equipo tienen un Mercedes, aparte de ti?
– ¿Quién dice que tengo un Mercedes? -inquirió, sacudiendo la cabeza-. Que yo sepa, solo Svend tiene un Mercedes, pero suele venir andando. No vive tan lejos.
– ¿Cómo sabes que Svend tiene un Mercedes? Jonas y Lars me han dado la impresión de que siempre vais con ellos en la furgoneta.
– Así es. Pero Svend y yo solemos alternar también en privado. Llevamos años haciéndolo. Bueno, tendría que decir que solíamos hacerlo. Porque no he estado en su casa los últimos dos o tres años, ya comprenderá por qué; pero antes, sí. Y, que yo sepa, no ha cambiado de coche recientemente. Los que tienen una pensión de invalidez no pueden hacer maravillas con el dinero.
– ¿Qué es lo que debo «comprender» sobre ese Svend?
– Sus viajes a Tailandia, por supuesto. ¿No estamos hablando de eso?
Aquello parecía una maniobra de distracción.
– ¿Qué viajes? No soy del departamento de Narcóticos, si es lo que piensas.
El hombre pareció que fuera a derrumbarse, pero podía ser un gesto de cara a la galería.
– ¿Narcóticos? No, hombre -aseguró-. Joder, no quiero meterlo en un aprieto, será cosa mía, puedo estar equivocado.
– ¿Quieres ser tan amable de decirme enseguida qué es lo que piensas? De lo contrario tendré que llevarte a Jefatura para interrogarte.
El hombre ladeó la cabeza.
– Santo cielo, no, gracias. Solo quiero decir que en una de esas Svend me desveló que sus numerosos viajes a Tailandia tienen que ver con que organiza a mujeres de allí para acompañar a recién nacidos a Alemania. Niños que son dados en adopción a parejas sin hijos previamente escogidas. Se encarga del papeleo y dice que es una buena acción, pero creo que no se preocupa demasiado por cómo se consiguen los niños. Es lo que pienso yo -explicó, adelantando la cabeza-. Juega bien a los bolos, así que no me importa jugar con él, pero desde que supe lo de los niños, no he vuelto a su casa.
Carl miró al hombre de chaqueta azul. ¿Sería una cortina de humo que Svend echaba cuando no le quedaba otro remedio? Era muy posible. «Andar cerca de la verdad, pero no demasiado cerca», ese era el lema de la mayoría de los criminales. Tal vez no fuera nunca a Tailandia. Tal vez fuera el secuestrador, que necesitaba una coartada ante sus amigos de la bolera mientras él practicaba su repugnante oficio.
– ¿Sabes quién canta bien o mal en tu equipo?
El hombre se echó hacia delante con una súbita carcajada.
– No cantamos mucho, no.
– ¿Y tú?
– Canto bastante bien, gracias. En el pasado estuve de sacristán en la iglesia de Fløng. También he estado en el coro de allí. ¿Quiere que le enseñe?
– No, gracias. ¿Y Svend? ¿Canta bien?
Sacudió la cabeza.
– Ni idea. Pero ¿ha venido por eso?
Carl esbozó una sonrisa irónica.
– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene una cicatriz visible?
El hombre se encogió de hombros. Carl no podía dejarlo marchar aún. No podía.
– ¿Me puedes enseñar algún documento de identidad? ¿Donde aparezca el número de registro civil?
El hombre no respondió. Sacó del bolsillo una de esas carteritas que solo contienen tarjetas de plástico. Lars Bjørn, el de Jefatura, tenía una así. Un símbolo de su estatus, lo más seguro, vete a saber.
Carl escribió el número de registro. Cuarenta y cuatro años. Coincidía con su hipótesis.
– Oye, dime otra vez: ¿cómo se llamaba tu empresa?
– 773 PB 55. ¿Por qué?
Carl se alzó de hombros. Si hubiera sido él quien hubiera inventado de la nada un nombre tan demencial como aquel, no se habría acordado pasados dos minutos. Así que sería verdad.
– Una última cosa. ¿Qué has hecho hoy entre las tres y las cuatro?
El hombre se puso a pensar.
– Entre las tres y las cuatro. Estaba en el peluquero de Allehelgensgade. Tengo una reunión importante mañana y debo estar presentable.
El tipo deslizó los dedos por una de sus sienes para ilustrarlo. Sí, parecía recién cortado. Pero tendrían que comprobarlo en la peluquería cuando terminasen allí.
– René Henriksen, haz el favor de sentarte ahí, junto a la mesa blanca de la esquina, ¿vale? Puede que hablemos contigo después.
El tipo hizo un gesto afirmativo y dijo que lo ayudaría con sumo gusto.
Era lo que decían casi todos al hablar con la Policía.
Después indicó a Assad, con un gesto, que le enviara al hombre de la chaqueta azul. No había tiempo que perder.
No parecía para nada que aquel hombre tuviera una pensión de invalidez. Sus hombros llenaban la chaqueta, y no era por las reminiscencias de las hombreras de los años ochenta. Tenía un semblante notable, sus mandíbulas se acentuaban cada vez que mascaba su chicle. Cabeza ancha. Cejas pobladas, casi juntas. Pelo al rape y un caminar algo encorvado. Un hombre que seguro que tenía más recursos de los que aparentaba.
Olía bien, un olor neutro. Su mirada era algo vacilante, con grandes ojeras que hacían que la distancia entre los ojos pareciera menor de lo que era en realidad.
Desde luego, un perfil y un aspecto que merecían una investigación más detallada.
El tipo saludó con la cabeza a René Henriksen cuando se sentó.
A primera vista parecía un saludo cordial.
Capítulo 46
Descubrió bastante pronto en la vida que podía controlar sus sentimientos hasta hacerlos invisibles.
Su vida en casa del pastor aceleró el proceso. Allí no se vivía a la luz del Señor, sino a su sombra, y los sentimientos se interpretaban mal casi siempre. La alegría se confundía con la superficialidad, y la ira con la mala voluntad y la obstinación. Y cada vez que era mal interpretado lo castigaban. Por eso se guardaba para sí los sentimientos. Era lo mejor.
Después le vino muy bien. Cuando las injusticias lo arrastraban al desánimo, cuando llegaban las decepciones.
Por eso nadie sabía lo que ocurría en su interior.
Eso lo había salvado hoy.
Había sido una conmoción ver aparecer a los dos policías. Un susto de aquí te espero. Pero no lo dejó traslucir.
Se dio cuenta al entrar en la recepción de la bolera. Eran sin duda los dos hombres que estaban hablando con el hermano de Isabel en la planta baja del Hospital Central por la tarde, cuando él tenía prisa por largarse. Aquella pareja dispar no era tan fácil de olvidar.
La cuestión era si lo habrían reconocido.
No lo creía. Si fuera así, sus preguntas habrían sido mucho más impertinentes de lo que fueron. El policía habría podido mirarlo de una manera muy diferente a como lo hizo.
Miró alrededor. Había dos vías de salida si las cosas se ponían feas. Bajar a la sala de máquinas, salir por la puerta de atrás y subir por la escalera de incendios junto a la ridícula silla sin patas que alguien había colocado allí para advertir que por allí no se podía salir. O bien podía tomar el camino que pasaba junto al otro policía. Los servicios estaban entre la recepción y la salida, así que nada más natural que ir en aquella dirección.
Pero, en ese caso, el hombre moreno vería que pasaba junto a los servicios sin entrar. Tendría que dejar el coche, porque estaba, como siempre, aparcado algo lejos, en la planta de aparcamientos de las galerías comerciales. No iba a tener tiempo de salir del aparcamiento. Le cortarían el paso.
No, con esa solución tendría que dejar el coche y largarse corriendo de allí. Y aunque conocía muchos atajos de su ciudad, no estaba seguro de que fuera lo bastante rápido. Ni mucho menos.
Lo más probable era que el foco de atención se centrara en otro lugar, lejos de él. Por eso, si tenía que largarse y al mismo tiempo dominar la situación, y de eso no cabía la menor duda, tendría que recurrir a medios más radicales.
Una cosa era segura: debía alejarse de aquellos policías que habían sido capaces de seguir su pista hasta allí. No comprendía cómo carajo había ocurrido.
Estaba claro que sospechaban de él. ¿Por qué, si no, preguntar por el Mercedes y si tenía buena voz, y después dos veces por el nombre de la empresa que se había inventado? Menos mal que recordó el número.
Justo antes había enseñado a uno de los agentes su carné de conducir falso y le había dado el nombre falso que había empleado en el club durante años, y de momento el agente lo había dado por bueno. Al fin y al cabo, tampoco lo sabían todo.
El problema era que lo estaban arrinconando, literalmente. Algunas mentiras que acababa de decir eran muy fáciles de comprobar, y lo peor era que se le estaban agotando las identidades y las bases logísticas, y tampoco podía largarse sin más. Estaba en un local donde todos podrían verlo si intentaba huir.
Miró al Papa, que estaba sentado frente al agente de la Policía mascando como loco y parecía bastante agobiado.
Aquel hombre era el eterno chivo expiatorio que varias veces había usado como modelo de conducta. Un hombre como el Papa constituía la esencia del señor equidistante. Ese era el aspecto que debía tener uno si deseaba pasar desapercibido. Normal, como él. Bueno, de hecho se parecían en muchas cosas. Misma forma de cabeza, misma estatura, talla y peso. Ambos eran elegantes. Parecían dignos de confianza, incluso algo aburridos. Personas que sabían cuidarse, pero sin exagerar. Fue el Papa quien le dio la idea de maquillarse para que pareciera que los ojos estaban demasiado cerca y las cejas casi juntas. Y si se daba un poco de maquillaje en los pómulos, estos se ensanchaban como los del Papa.
Sí, un par de veces había empleado justo aquellos rasgos.
Pero, además de esas características, el Papa tenía otra, que era la que él se proponía emplear en su contra.
Svend viajaba a Tailandia varias veces al año, y no era por la hermosa naturaleza.
El agente de Homicidios dijo al Papa que se sentara en la mesa junto a la suya. El pobre estaba blanco, y, a juzgar por la expresión de su rostro, se sentía herido en lo más hondo.
Después fue el turno de Birger, y tras él solo quedaría uno de ellos. No había tiempo que perder antes de que terminaran los interrogatorios.
Se levantó y se sentó a la mesa del Papa. Si el policía hubiera tratado de detenerlo, aun así se habría sentado. Se habría puesto a gritar contra los métodos policiales, y si la cosa hubiera llegado más lejos, habría salido por la puerta diciendo que se pusieran en contacto con él en casa. Al fin y al cabo, tenían su número de registro civil, así que no les costaría mucho encontrar su dirección si es que tenían más preguntas que hacerle.
Era otra solución. Y es que no podían detenerlo sin una razón concreta. Y si había algo que les faltaba con seguridad, eran pruebas concretas. Porque, aunque en el país habían cambiado muchas cosas, todavía no se detenía a los ciudadanos a menos que se tuviera algún indicio sólido sobre el cual basar una acusación, y seguro que Isabel no había podido proporcionársela todavía.
Y esa prueba podía llegar; bueno, tendría que llegar, pero no ahora.
Había visto el estado de Isabel.
No, no tenían ninguna prueba. No tenían ningún cadáver, y tampoco sabían nada de su caseta de botes. El fiordo pronto se tragaría sus crímenes.
Al fin y al cabo, solo se trataba de mantenerse lejos unas semanas y de borrar su rastro.
El Papa lo miró cabreado. Con los puños cerrados, los músculos del cuello en tensión y la respiración agitada. Era la reacción adecuada, muy útil para la situación. Si hacía esto bien, todo habría terminado en tres minutos.
– ¿Qué le has contado, cabrón? -susurró el Papa cuando se sentó a su lado.
– Nada que no supiera de antes, Svend -susurró también él-. Te lo aseguro. Parece ser que lo sabe todo. Además, te tienen fichado de aquellos tiempos, recuerda.
Notó que la respiración del hombre se hacía más y más forzada.
– Pero es culpa tuya, Svend. Los pedófilos no son muy populares hoy en día -dijo en voz algo más alta.
– Yo no soy un pedófilo. ¿Le has dicho eso? -preguntó, subiendo el registro.
– Lo sabe todo. Te han seguido la pista. Saben que tienes pornografía infantil en el ordenador.
Sus manos estaban blancas.
– Eso no pueden saberlo.
Lo dijo controlando la voz, pero más alto de lo que había pensado. Miró alrededor.
Sí, era verdad. El policía de Homicidios no les quitaba ojo, tal como había pensado. Era un tipo astuto el poli aquel. Seguro que los había puesto frente a frente para ver qué podía surgir. Ambos eran sospechosos. Sin duda.
Giró la cabeza hacia el bar y no pudo ver al otro policía. Así que tampoco él podría verlo.
– El agente sabe bien que no bajas pornografía infantil de internet, Svend, sino que consigues las imágenes gracias a amigos -dijo con voz neutra.
– ¡Eso es mentira!
– Pues es lo que me ha dicho él, Svend.
– ¿Por qué os pregunta a todos si se trata de mí? ¿Estás seguro de que se trata de mí?
Por un momento olvidó mascar su chicle.
– Seguro que ha preguntado a otros conocidos tuyos. Ahora está haciendo esto en público para que te desenmascares del todo.
El Papa estaba temblando.
– No tengo nada que esconder. No hago nada que no hagan los demás. En Tailandia es así. No les hago nada a los niños. Solo estoy con ellos. No hay nada sexual. No mientras estoy con ellos.
– Ya lo sé, Svend, ya lo has dicho, pero él sostiene que comercias con los niños. Que tienes cosas guardadas en el ordenador. Que comercias con imágenes y también con los niños. ¿No te lo ha dicho? -Frunció las cejas-. ¿Hay algo de eso, Svend? Sueles tener mucho que hacer cuando estás allí, tú mismo lo has dicho.
– ¡¿Te ha dicho que COMERCIO con ellos?! -se le escapó, en voz demasiado alta, y volvió a mirar alrededor. Después se calmó-. ¿Por eso me ha preguntado a ver si se me daba bien rellenar impresos y cosas así? ¿Por eso me ha preguntado cómo podía permitirme viajar tanto con una pensión de invalidez? Es algo que le has hecho creer tú, René. Yo no cobro pensión de invalidez, como me ha dicho que le habías contado, y así se lo he dicho. Vendí mis tiendas, ya lo sabes.
– Te está mirando. No, no lo mires. Yo que tú me levantaría con tranquilidad y me iría. No creo que te detengan.
Metió la mano en el bolsillo y abrió la navaja dentro. Después la fue sacando poco a poco.
– Cuando llegues a casa destrúyelo todo, Svend. Todo lo que pueda comprometerte, ¿vale? Es un buen consejo de un buen amigo. Nombres, contactos y billetes de avión antiguos, haz desaparecer todo, ¿entiendes? Ve a casa y hazlo. Levántate y vete. Ahora mismo, si no vas a pudrirte en la cárcel. ¿Sabes lo que suelen hacer los presidiarios a hombres como tú?
El Papa lo miró un momento con los ojos muy abiertos, y después fue como si se calmara. Luego echó su silla hacia atrás y se levantó. Había captado el mensaje.
También él se levantó y tendió la mano al Papa como si fuera a estrecharla. Cerró la mano en torno a la empuñadura, tapándola con el dorso de su mano, y con la hoja vuelta hacia él.
El Papa miró vacilante la mano, y después sonrió. Todas sus reservas se desvanecieron. Era un desgraciado incapaz de controlar sus apetitos. Una persona religiosa que había luchado contra la vergüenza, con la excomunión de la iglesia católica como una espada de Damocles. Y allí estaba su amigo ofreciéndole la mano. Solo deseaba hacerle bien.
En el mismo instante en que el Papa iba a estrechar su mano, él actuó, colocó la navaja en la mano del hombre, asió sus dedos, los apretó, de manera que el Papa, sin querer, agarró el mango, y después arrastró hacia sí la mano del hombre desconcertado con un golpe que hirió el músculo sobre su cadera de manera superficial, pero limpia. No le hizo mucho daño, pero es lo que parecería.
– ¿Qué haces? ¡Ay, ay! ¡Cuidado, tiene una navaja! -chilló, y volvió a tirar del brazo del Papa. Los dos navajazos del costado eran perfectos. Ya estaba sangrando a través del polo.
El policía se levantó de un tirón y su silla cayó hacia atrás. Todos los que estaban en aquella parte del local volvieron sus rostros hacia el espectáculo.
Entonces se quitó al Papa de encima con un empujón, y el Papa echó a andar de lado mientras reparaba en la sangre de sus manos. Estaba conmocionado. Todo había sucedido muy rápido. No lo comprendía.
– Lárgate, asesino -le susurró, haciéndose a un lado.
El Papa giró sobre sus talones, presa del pánico, derribó un par de mesas en la huida y siguió avanzando hacia las pistas.
Era evidente que conocía la bolera como la palma de su mano; ahora iba a entrar en la sala de máquinas y desaparecer.
– ¡Cuidado, tiene una navaja! -volvió a gritar, mientras la gente retrocedía ante el Papa a medida que este huía.
Vio que el Papa saltaba a la pista diecinueve y que el pequeño policía moreno arrancaba de la barra como una fiera. Iba a ser una caza desigual.
Entonces se acercó al portabolas y cogió una bola.
Cuando el policía moreno alcanzó al Papa en el extremo de la pista, este se puso a agitar el brazo de la navaja como loco. Era como si hubiera sufrido un cortocircuito. Pero el policía se abalanzó contra sus pantorrillas, y los dos cayeron con estruendo en medio del surco para las bolas que había entre las dos últimas pistas.
Para entonces, el otro policía ya estaba a medio camino, pero la bola que lanzó el mejor jugador del equipo desde la última pista llegó antes.
Se oyó con claridad el golpe cuando alcanzó la sien del Papa. Como al aplastar una bolsa de patatas. Un crujido.
La navaja resbaló de la mano del Papa y cayó a la pista.
Todas las miradas se deslizaron de la figura inerte hasta él. Los que habían oído el tumulto sabían que era él quien había lanzado la bola. Un par de ellos sabían también por qué había caído de rodillas y se agarraba el costado.
Todo iba como debía.
El agente de policía parecía impresionado cuando se le acercó y lo ayudó a ponerse en pie.
– Esto es muy serio -anunció-. No parece que Svend vaya a sobrevivir a esa rotura de cráneo. Así que reza para que los de la ambulancia hagan bien su trabajo.
Miró a la pista, donde estaban dando al Papa los primeros auxilios. «Reza para que hagan bien su trabajo», le había dicho el policía, pero no tenía la menor intención.
Uno del servicio de ambulancias estaba vaciando los bolsillos del Papa y entregando su contenido al policía moreno. Estaba claro que aquellos policías trabajaban con método. Dentro de poco los dos agentes iban a pedir refuerzos y a telefonear para pedir información. Comprobar el nombre y número de registro tanto del Papa como de él. Comprobar coartadas. Llamar a un peluquero a quien no había visto nunca. Pasaría un tiempo hasta que empezaran a sospechar, y ese tiempo era lo único que tenía.
El agente de policía estaba a su lado, con el ceño fruncido y devanándose los sesos. Después lo miró a los ojos.
– Ese hombre al que quizá hayas matado ha secuestrado a dos niños. Es posible que los haya matado ya; si no lo ha hecho, van a morir de hambre o de sed a menos que los encontremos rápido. Dentro de poco vamos a ir a registrar su casa, pero tal vez puedas ayudarnos. ¿Tienes conocimiento de que tenga una casa de veraneo o algo parecido que esté en un lugar apartado? ¿Una casa con una caseta de botes?
Logró disimular la conmoción que provocó la pregunta. ¿De dónde sabía aquel policía que había una caseta de botes? Aquello lo pilló por sorpresa. La hostia, ¿cómo podía saber eso?
– Lo siento -dijo con voz controlada. Miró al hombre del suelo, que respiraba con dificultad-. Lo siento de verdad, pero no sé nada.
El policía sacudió la cabeza.
– A pesar de las circunstancias, no podrás evitar que se abra un expediente. Más vale que lo sepas.
Hizo un lento gesto afirmativo. ¿Para qué protestar por algo tan evidente? Quería mostrarse colaborador. Así se relajarían.
El policía moreno se le acercó meneando la cabeza.
– ¿Estás de la olla, o qué? -gritó, mirándolo a los ojos-. No había ningún peligro, lo había reducido ya. ¿Por qué has lanzado, entonces, la bola? ¿Te das cuenta, o sea, de lo que has hecho?
Él sacudió la cabeza y alzó sus manos ensangrentadas hacia el policía.
– Es que el tío estaba fuera de sí -dijo-. He visto que estaba a punto de clavarle la navaja.
Volvió a llevarse la mano a la cadera. Achicó los ojos para que vieran cuánto le dolía.
Después se dirigió al policía moreno con expresión ofendida y cabreada.
– Debería agradecerme que tenga tan buena puntería.
Los dos policías estuvieron hablando un rato.
– La Policía de Roskilde llegará pronto y tendrás que firmarles un informe provisional -dijo el subordinado-. Nos encargaremos de que te atiendan enseguida. Ya hay otra ambulancia en camino. Estate tranquilo y no sangrarás tanto. La verdad es que no parece tan grave.
Asintió con la cabeza y se retiró a un lado.
Quedaba tiempo para la siguiente jugada.
Se oyeron unos avisos por los altavoces. El jurado había deliberado. El torneo quedaba suspendido a causa de los violentos sucesos.
Miró a sus compañeros de equipo, que con mirada apagada apenas registraban las instrucciones del agente de que no salieran del lugar.
Sí, los policías tenían trabajo. Las cosas se habían desbocado. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus superiores antes de que terminara la noche.
Se levantó y se dirigió lentamente a lo largo de la pared exterior hacia los del servicio de ambulancias, al final de la pista veinte.
Les hizo un breve saludo con la cabeza, se agachó rápido tras ellos y recogió la navaja. Y cuando se aseguró de que nadie estaba mirando, se deslizó por el angosto pasillo a la sala de máquinas.
En menos de veinte segundos estaba en el aparcamiento al final de la escalera de incendios y se dirigía hacia la planta de aparcamientos de las galerías comerciales.
En el momento en que se encendieron a lo lejos los destellos azules de la ambulancia, en Københavnsvej, el Mercedes salió a la carretera.
Tres semáforos más y habría desaparecido.
Capítulo 47
El desarrollo de los acontecimientos había sido espantoso. Ni más ni menos.
Había dejado que los dos hombres se sentaran juntos, y había ocurrido lo peor.
Carl sacudió la cabeza. Maldita sea. Había actuado con demasiado afán, con demasiada determinación, pero ¿cómo iba a saber que las cosas iban a torcerse tanto? Solo quería estresarlos un poco.
Ambos hombres podían ser el secuestrador, pero ¿quién de ellos? Esa era la cuestión. Ambos se parecían en cierto modo al hombre del dibujo. Por eso había querido ver cómo reaccionaban al presionarlos. Él era un especialista en reconocer a personas cargadas por el peso de la culpa. O eso creía.
Y ahora todo se había complicado. El único que podía decirle dónde estaban los niños estaba al borde de la muerte, en una camilla, camino de la ambulancia, y era por su culpa. Era espantoso, ni más ni menos.
– Mira esto, Carl.
Volvió la cabeza hacia Assad, que tenía en la mano la cartera del Papa. No parecía contento.
– ¿Qué es? Te veo en la cara que no has encontrado nada. ¿No aparece la dirección?
– Sí. No es por eso, es otra cosa, Carl, y no trae nada bueno. ¡Mira!
Le tendió un bono de caja del supermercado Kvickly.
– Mira la hora.
Carl miró un momento y notó que empezaba a sudar en el cuello.
Assad tenía razón. Una vez más surgía algo que no auguraba nada bueno.
Era un bono de caja del Kvickly de Roskilde. Un recibo de una compra modesta. El cupón de Lotto, un tabloide y un paquete de Stimorol. Comprados aquel día a las 15.25. Minuto arriba, minuto abajo, el momento en que Isabel Jønsson fue atacada en el Hospital Central de Copenhague. A más de treinta kilómetros de allí.
Si aquel bono era del Papa, él no era el secuestrador. ¿Y por qué no iba a ser su bono si estaba en su cartera?
– Me cago en la puta… -gimió Carl.
– Los de la ambulancia han encontrado medio paquete de Stimorol en sus bolsillos cuando les he pedido que los vaciasen -informó Assad mientras miraba alrededor con semblante sombrío.
Luego la expresión de Assad cambió. Fue como si se pusiera alerta.
– ¿Dónde está René Henriksen? -exclamó.
Carl paseó la mirada por el local. ¿Dónde cojones se había metido?
– ¡Allí! -gritó Assad, señalando el angosto pasillo que llevaba a la sala de máquinas, donde operaban y se revisaban los dispositivos de los bolos.
Carl lo vio. Una raya de cinco centímetros de anchura en la pared. Justo a la altura de la cadera. No cabía duda de que era sangre.
– ¡Maldita sea! -exclamó, y echó a correr por encima de las pistas.
– ¡Ten cuidado, Carl! -gritó Assad por detrás-. La navaja no está sobre la pista. Se la ha llevado.
Por favor, que esté aquí dentro, pensó Carl mientras entraba en un local de un par de metros de ancho con maquinaria, herramientas y cachivaches. Todo estaba demasiado silencioso.
Pasó corriendo junto a los tubos de ventilación, escaleras y una mesa de teca con latas de espray y cuadernos de anillas, y de pronto se encontró ante la puerta trasera.
Asió la manilla con malos presentimientos, la abrió sin problemas y se quedó mirando a la oscura nada adonde llevaba la escalera de incendios.
El hombre había desaparecido.
Assad volvió a los diez minutos. Sudando y con las manos vacías.
– He visto una mancha de sangre junto al aparcamiento -informó.
Carl fue expulsando el aire poco a poco. Habían sido unos momentos terribles. Acababa de recibir una llamada del servicio de guardia de Jefatura.
– No, lo siento. No existe nadie con ese número de registro -le dijeron.
¡Nadie con ese número de registro! René Henriksen no existía, y era a quien buscaban.
– Bien, gracias, Assad -dijo con voz cansada-. He pedido una patrulla con perros, llegarán enseguida. Tendrán algo que rastrear. Desde luego, es nuestra única esperanza.
Puso a Assad al corriente de la situación. No tenían ningún dato sobre el hombre que se hacía llamar René Henriksen. Un asesino múltiple andaba suelto.
– Encuentra el teléfono del inspector jefe de Roskilde. Se llama C. Damgaard -dijo después Carl-. Mientras tanto, yo llamaré a Marcus Jacobsen.
No era la primera vez que molestaba a su jefe en casa. El número del inspector jefe de Homicidios estaba disponible día y noche. Era un acuerdo permanente.
«La violencia nunca descansa en una ciudad como Copenhague; ¿por qué habría de hacerlo yo?», solía decir.
Pero Marcus no se alegró para nada de que lo arrancaran de la sobremesa cuando oyó de qué se trataba.
– Joder, Carl, vas a tener que ponerte en contacto con C. Damgaard. Roskilde no es mi zona.
– No, Marcus, ya lo sé, y Assad está buscando el número, pero ha sido uno de tus subordinados quien la ha cagado.
– Vaya, jamás pensé que oiría a Carl Mørck decir eso -declaró, y sonó como si se alegrara por ello.
Carl se sacudió de encima la idea.
– Los periodistas estarán aquí enseguida -comentó-. ¿Qué debo hacer?
– Informa a Damgaard y cálmate. Has dejado escapar al tipo, así que tendrás que volver a cazarlo, me cago en todo. Pide ayuda a la comisaría local, ¿entendido? Buenas noches, Carl, y buena caza. Seguiremos hablando mañana.
Carl sintió algo de presión en el pecho. En resumidas cuentas, que Assad y él estaban solos y debían partir de cero.
– Este es, o sea, el número de casa del inspector Damgaard -indicó Assad. No había más que pulsar la tecla.
Carl oyó los tonos mientras notaba que la presión del pecho iba en aumento. No, joder. ¡Ahora no!
– Hola, soy Damgaard. Lo siento, no estoy en casa. Deje su mensaje -informó su voz por el contestador automático.
Carl apagó el móvil, cabreado. Aquel puto inspector de Roskilde ¿no estaba nunca disponible?
Dio un suspiro. No había nada que hacer, tendría que conformarse con los policías que aparecieran. Puede que alguno de ellos supiera cómo poner freno a aquel circo. Más les valía lograrlo antes de que periodistas de toda Selandia se apelotonaran junto a la puerta de las escaleras, desde donde un par de buitres locales estaban ya sacando fotos como descosidos. ¡Cielos! En esta sociedad multimedia, los rumores corrían más deprisa que los propios acontecimientos. Cientos de pares de ojos habían visto el incidente, y había cientos de ellos con teléfonos móviles. Y claro, los carroñeros ya estaban allí.
Saludó con la cabeza a los dos investigadores locales a quienes los agentes de recepción permitieron pasar.
– Carl Mørck -se presentó. Les mostró la placa y ambos reconocieron a la primera el nombre, aunque no hicieron ningún comentario. Los puso al corriente de la situación. No fue tan fácil.
– O sea, que buscamos a un hombre que sabe disfrazarse hasta lo irreconocible; un hombre cuyo nombre ignoramos y cuyo Mercedes es nuestra única referencia. Suena como una tarea casi imposible -dijo uno de ellos-. Tomaremos las huellas dactilares de su agua mineral, y esperemos que eso aclare algo. ¿Y el informe? ¿Hay que hacerlo ahora?
Carl dio una palmada en el hombro a su compañero y miró más allá.
– Eso puede esperar. Siempre podéis poneros en contacto conmigo. Si empezáis con la gente que trabaja aquí, yo hablaré con los cuatro compañeros de equipo.
Tuvieron que dejarlo marchar. Al fin y al cabo, tenía razón.
Carl saludó con la cabeza a Lars Brande, que parecía bastante impresionado. Dos compañeros desaparecidos de un plumazo. Navajazos y muerte. Su equipo, deshecho. Gente que creía conocer lo había traicionado de manera imperdonable.
Sí, estaba conmocionado, igual que su hermano y el pianista. Los rostros de los tres estaban mudos, tristes.
– Necesitamos saber quién es en realidad René Henriksen, así que pensad. ¿Podéis ayudarnos? Cualquier cosa vale. ¿Tiene hijos? ¿Cómo se llaman? ¿Está casado? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde hace las compras? ¿Ha traído alguna vez pasteles de una pastelería concreta? ¡Pensad!
Tres de los compañeros de equipo no reaccionaron, pero el cuarto, el mecánico, al que llamaban Acelerador, se removió un poco. No parecía tan afectado como los demás.
– De hecho, alguna que otra vez me ha extrañado que nunca hablara de su trabajo -declaró-. Los demás sí que hablábamos.
– Ya. ¿Y…?
– Pues que parecía tener más dinero que nosotros, así que debía de tener un buen trabajo, ¿no? Igual pagaba más rondas de cerveza que los demás al terminar los torneos. Sí, no cabe duda de que tenía más dinero que nosotros. Basta con mirar su bolsa.
Señaló detrás del taburete en que estaba sentado.
Carl giró la cabeza y bajó la vista a una extraña bolsa compuesta de varios compartimentos cosidos.
– Es una Ebonite Fastbreak -explicó el mecánico-. ¿Cuánto crees que vale un cacharro así? Por lo menos mil trescientas coronas. Debería ver la mía. Por no hablar de sus bolas, son…
Carl no lo escuchó más. Era sencillamente increíble. ¿Por qué no habían pensado en eso antes? La bolsa estaba allí.
Empujó el taburete a un lado y sacó la bolsa. Era como una maleta pequeña con ruedas, pero con todo tipo de compartimentos.
– ¿Estás seguro de que es suya?
El mecánico asintió en silencio. Algo sorprendido por que se tomara tan en serio esa información.
Carl hizo un gesto con la mano a los compañeros de Roskilde.
– Guantes de goma, ¡rápido! -gritó.
Uno de ellos le dio un par.
Carl notó que el sudor de su frente empezaba a gotear sobre la bolsa azul mientras la abría. Era como penetrar en una cámara mortuoria olvidada hace tiempo.
Lo primero que vio fue una bola de muchos colores. Pulida y muy moderna. Después otro par de zapatos. Una latita de polvos de talco. Un pequeño frasco de aceite de menta japonés.
Levantó el frasco ante los compañeros de equipo.
– ¿Para qué empleaba esto?
El mecánico lo miró.
– Era una costumbre suya. Antes de empezar, se metía una gota de ese mejunje en cada fosa nasal. Debía de pensar que le daba más oxígeno. Algo de la concentración; pero debería probarlo, es una mierda.
Carl fue abriendo los otros compartimentos. Una bola en uno de ellos, y el otro vacío. Eso era todo.
– ¿Puedo mirar, entonces, yo también? -quiso saber Assad cuando Carl retrocedió un poco-. ¿Y los compartimentos delanteros? ¿Has mirado ahí?
– Eso iba a hacer -replicó Carl. Con la mente ya en otra parte.
– ¿Sabéis dónde ha comprado esta bolsa? -preguntó sin mirar a nadie.
– Por internet -dijeron tres voces a la vez.
Joder, en la red. Puñetera red.
– ¿Y los zapatos y el resto? -quiso saber, mientras Assad sacaba un bolígrafo del bolsillo y empezaba a hurgar en uno de los agujeros de la bola.
– Lo compramos todo por internet, es más barato -explicó el mecánico.
– ¿Nunca hablabais de vuestra vida privada? ¿De vuestra infancia o juventud, de cuándo empezasteis a jugar? ¿De la primera vez que pasasteis de doscientos puntos?
Decid algo, cretinos. Esto no puede ser.
– No. De hecho, solo hablábamos de lo que íbamos a hacer en cada momento -continuó el mecánico-. Y al terminar la sesión hablábamos de cómo había ido.
– Toma, Carl.
Carl miró el papel que le tendía su ayudante. Estaba muy arrugado y duro como la madera.
– Estaba en el fondo del agujero para el dedo pulgar -indicó Assad.
Carl miró a su ayudante. Sentía vacío en el coco. ¿En el agujero del dedo pulgar, había dicho?
– Ah, sí -recordó Lars Brande-. Es verdad. René forraba el fondo del agujero del dedo pulgar. Sus pulgares eran bastante cortos, y tenía la obsesión de que el dedo debía estar en contacto con la base. Decía que sentía mejor la bola cuando la agarraba.
Su hermano Jonas metió baza.
– Tenía muchos rituales. El aceite de menta, forrar el agujero del pulgar, el color de las bolas. Por ejemplo, era incapaz de jugar con bolas rojas. Decía que distraían su concentración en los bolos al balancear el brazo.
– Sí -añadió el pianista, que hablaba por primera vez-. Y se quedaba tres o cuatro segundos sobre una pierna antes de coger carrerilla. No deberíamos llamarlo Tres, sino la Cigüeña. Más de una vez hemos bromeado con ello.
Rieron un poco. Después se callaron.
– Este es el de la otra bola -dijo Assad, tendiéndole otro pedazo de papel-. Lo he sacado, o sea, con mucho cuidado.
Carl alisó los dos papeles sobre el mostrador del bar.
Después alzó la vista hacia Assad. ¿Qué diablos iba a hacer sin él?
– Parecen recibos, Carl. Recibos de un cajero automático.
Carl hizo un gesto afirmativo. Algunos empleados de banco iban a tener que hacer horas.
Un bono de Kvickly y dos recibos de cajero automático del Danske Bank. Tres papelitos insignificantes.
La caza continuaba.
Capítulo 48
Respiró con tranquilidad. Así era como mantenía activos los mecanismos de defensa del cuerpo. Si la adrenalina se metía en sus venas, el corazón latía más deprisa, y no tenía ninguna necesidad de eso, ya manaba suficiente sangre de su cadera.
Analizó la situación.
Lo primero, que había escapado. No comprendía cómo se le habían podido acercar tanto, pero ya lo analizaría después. Lo más importante ahora era que no apareciera nada en el retrovisor que indicara que lo perseguían.
La cuestión era cuál sería el siguiente movimiento de la Policía.
Había miles de Mercedes como el que conducía él. Solo la cantidad de taxis reconvertidos era enorme. Pero si ponían controles en los accesos a Roskilde, sería fácil detener a todos los Mercedes.
Por eso tenía que darse prisa. Llegar a casa cuanto antes. Meter el cadáver de su mujer en el portamaletas y llevarse las tres cajas de mudanza más comprometedoras. Cerrar la casa con llave y largarse a la casa junto al fiordo.
Aquella sería su base durante las próximas semanas.
Y si debía salir al exterior, tendría que maquillarse. Solía protestar cuando ganaban trofeos y les sacaban fotos de equipo, y las más de las veces las evitaba. Pero aun así encontrarían fotos suyas si buscaban lo bastante. Seguro que las encontrarían.
Por eso, pasar un par de semanas aislado en Vibegården era de todas todas una buena idea. Descomponer los cadáveres, y largo.
Tendría que dar por perdida la casa de Roskilde, y Benjamin tendría que vivir con su tía. Cuando llegara la hora ya lo recuperaría. Dos o tres años en el archivo de la Policía, y el caso empezaría a almacenar polvo.
Había sido previsor, y en Vibegården tenía cosas para utilizar en un caso como aquel. Nueva documentación, mucho dinero. No como para poder darse la vida padre, pero suficiente para vivir bien en un lugar apartado hasta empezar algo nuevo. Tampoco le vendrían mal un año o dos de paz y tranquilidad.
Volvió a mirar por el retrovisor y echó a reír.
Le habían preguntado si sabía cantar.
– Claro que sé cantaaaaar -cantó, y la cabina se puso a retumbar. Pensó en las reuniones comunitarias de la Iglesia Madre en Frederiks. Era cierto, todos se acordaban si alguien desafinaba. Por eso lo hacía él. Así la gente creía que sabía algo importante de uno, pero no era cierto.
Porque en realidad tenía una voz mejor que la media.
Pero había una cosa que debía hacer. Debía encontrar un cirujano plástico que le quitara la cicatriz que tenía tras la oreja derecha. Donde se incrustó el clavo cuando lo sorprendieron espiando a su hermanastra. ¿Cómo diablos sabían lo de la cicatriz? ¿En algún momento no la había tapado con suficiente maquillaje? Era algo que hacía desde que el chico raro que mató una vez le preguntó cómo se la había hecho. ¿Cómo se llamaba el chico? Ya casi ni distinguía entre sus víctimas.
Olvidó aquello y se centró en lo sucedido en la bolera.
No iban a encontrar sus huellas dactilares en su agua mineral, si es lo que pensaban, porque las había borrado con una servilleta mientras interrogaban a Lars Brande. Tampoco encontrarían huellas en sillas ni mesas, ya se había cuidado bien de ello.
Sonrió para sí un momento. No, había pensado bien las cosas.
Fue entonces cuando pensó en su bolsa de bolos. Fue entonces cuando pensó que habría huellas dactilares en sus bolas, y que en los agujeros de las bolas para el pulgar había metido recibos que podían llevarlos hasta su casa de Roskilde.
Respiró hondo y volvió a tomárselo con calma para no sangrar demasiado.
Chorradas, se dijo. No van a encontrar los recibos. Al menos, no enseguida.
No, había tiempo suficiente. Tal vez encontraran su casa de Roskilde pasados uno o dos días. De momento solo necesitaba media hora.
Torció hacia el camino de entrada y vio al joven en el césped delante de su casa. Llamaba a Mia a gritos.
Otro contratiempo.
Tengo que eliminarlo rápido, pensó, y sopesó aparcar en una de las calles laterales.
Buscó a tientas la navaja ensangrentada en la guantera y la sacó.
Después pasó sin prisas ante la casa, mirando hacia el otro lado. El pavo sonaba como un gato en celo con sus gritos de añoranza. Mia ¿prefería de verdad a aquel crío?
Fue entonces cuando reparó en los dos viejos que vivían enfrente mirando por la rendija de las cortinas. Tenían muchos años a sus espaldas, pero su curiosidad seguía intacta.
En ese momento, aceleró.
No podía hacer nada. Había demasiados testigos para atacar al joven.
Tendrían que encontrar el cadáver en la casa, no había más remedio. Pero aquello no iba a servir de mucho. De todas formas, la Policía sospechaba de él por cosas graves: no sabía por cuáles, pero desde luego, graves.
Puede que encontrasen también una caja de mudanzas con catálogos de casas de veraneo en venta, pero ¿de qué les iba a servir? Si es que no sabían nada. No existían papeles que certificasen cuál de ellas había decidido comprar hacía mucho tiempo.
No, no le parecía una amenaza real. Las escrituras de Vibegården estaban allí, en la caja, junto con el dinero y los pasaportes. No se sentía presionado.
Bastaba que detuviera la hemorragia y no lo parasen en un control por el camino. Así todo saldría bien.
Cogió el botiquín de primeros auxilios y se desvistió de cintura para arriba.
Las heridas eran más profundas de lo que había creído. Sobre todo la última. Y eso que había calculado la fuerza con la que tirar del brazo del Papa, pero no la poca resistencia que opondría.
Por eso sangraba tanto. Y por eso tendría que sacrificar algo de tiempo para borrar las huellas del asiento delantero del Mercedes antes de venderlo.
Sacó la jeringa y la ampolla de anestesia local y aplicó alcohol a las heridas. Después se puso la inyección.
Estuvo un rato en la sala mirando alrededor. Esperaba que no encontrasen Vibegården. Era justo allí donde se sentía más en casa. Libre del mundo, libre de sus engaños y traiciones.
Preparó la aguja y el hilo. Pasado un minuto, pudo meter la aguja en el borde de las heridas sin notarla.
Un par de cicatrices más para el cirujano, pensó, y se echó a reír.
Cuando terminó observó lo que había cosido y volvió a reír. No quedaba muy bonito, pero había detenido la hemorragia.
Aplicó a las heridas una compresa de gasa con esparadrapo y se tumbó en el sofá. Cuando estuviera listo saldría y mataría a los niños. Cuanto antes lo hiciera, antes se descompondrían los cadáveres y antes podría marcharse otra vez.
Dentro de diez minutos iría al anexo a por el martillo.
Capítulo 49
Pasados veinte minutos ya sabían quién había sacado dinero del cajero y dónde vivía. Se llamaba Claus Larsen y vivía tan cerca que podrían llegar allí en menos de cinco minutos.
– ¿En qué piensas, Carl? -preguntó Assad cuando Carl entró en la rotonda de Kong Valdemars Vej.
– Pienso que menos mal que tenemos a unos compañeros detrás que llevan su arma reglamentaria.
– Entonces, crees que va a ser necesario.
Carl asintió con la cabeza.
Se metieron por la zona de villas y ya a cien metros de la casa vieron a un hombre gritando en la semipenumbra de la calle escasamente iluminada.
Desde luego, no era el que buscaban. Era más joven, más delgado y estaba desesperado a más no poder.
– ¡Ayúdenme, deprisa! ¡Ahí arriba hay fuego! -gritó cuando se le acercaron corriendo.
Carl vio que sus compañeros del coche de atrás frenaban y pedían ayuda, pero seguro que la pareja de ancianos vecinos que estaban con la bata puesta en la acera de enfrente ya lo habían hecho.
– ¿Sabes si hay alguien en la casa? -gritó.
– Creo que sí. En esa casa pasa algo muy raro -aseguró el joven entre jadeos-. Llevo varios días llamando a la puerta, pero no abren, y cuando llamo al móvil de mi amiga, que se llama Mia, lo oigo sonar arriba, pero no lo coge.
Señaló hacia una ventana abuhardillada y se llevó la mano a la frente, espantado.
– ¿Por qué ARDE ahora? -gritó.
Carl alzó la vista hacia las llamas, que ahora se veían con claridad en la ventana abuhardillada del primer piso, justo encima de la puerta de entrada, que había señalado el joven.
– ¿No has visto a un hombre entrar en la casa hace poco? -preguntó.
El tipo sacudió la cabeza, no podía estar quieto.
– Voy a echar la puerta abajo. ¡Yo la echo! -gritó, desesperado-. La echo abajo, ¿vale?
Carl miró a sus compañeros. Hicieron un gesto afirmativo.
Era un muchachote fuerte. Bien entrenado y que sabía lo que hacía. Cogió carrerilla, y en el instante en que llegó a la puerta saltó en el aire y golpeó fuerte la cerradura con el talón. Gimió en voz alta y soltó una sarta de juramentos cuando cayó al suelo y la puerta seguía intacta.
– Hostias, es demasiado dura para mí -soltó, y se volvió presa del pánico hacia el coche patrulla de atrás, gritando-. ¡Pero ayúdenme! ¡Creo que Mia está dentro!
Justo entonces se oyó un enorme estruendo. Carl volvió la cabeza hacia el origen del ruido y vio a Assad desaparecer por la destrozada ventana de la sala.
Carl echó a correr, y el joven lo siguió. Había sido una reacción eficaz por parte de Assad, porque los travesaños de la ventana y la contravidriera estaban hechos añicos en el suelo, bajo la rueda de repuesto que había arrojado Assad.
Saltaron al interior.
– ¡Es por aquí! -gritó el joven, y llevó a Assad y a Carl al recibidor.
No había tanto humo en las escaleras, pero sí en el primer piso. De hecho, no se veía nada a dos palmos.
Carl se cubrió la boca con el cuello de la camisa, y dijo a los demás que hicieran lo mismo. Y es que estaba oyendo la tos de Assad detrás.
– ¡Baja, Assad! -gritó, pero Assad no obedeció.
Oyeron que los coches de bomberos se acercaban, pero eso no era ningún consuelo para el joven, que avanzaba a tientas por el pasillo.
– Creo que está ahí dentro. Dice que siempre lleva el móvil encima -explicó tosiendo en la espesa humareda-. Oigan lo que pasa ahora.
Debió de marcar un número en el móvil, porque a los pocos segundos se oyó un débil tono de llamada a unos metros de ellos.
El joven dio un salto adelante y buscó la puerta a tientas. Entonces oyeron que la ventana Velux reventaba por el calor.
En aquel momento llegó uno de los compañeros de Roskilde tosiendo por la escalera.
– ¡Tengo un pequeño extintor de incendios! -gritó-. ¿Dónde está el fuego?
Lo vieron en cuanto el joven echó abajo la puerta y las llamas avanzaron hacia ellos. Después se oyó el sonido sibilante del extintor; no fue muy efectivo, aunque consiguió apagar lo bastante para poder ver el interior del cuarto.
No tenía buen aspecto. Las llamas habían alcanzado el techo y un montón de cajas de cartón que había dentro.
– ¡Mia! -gritó el joven con voz desesperada-. Mia, ¿estás ahí?
En el mismo instante un chorro de agua atravesó la ventana abuhardillada y les llegó un latigazo de vapor.
Cuando Carl se echó al suelo sintió una quemazón en el brazo y en el hombro con que había protegido su rostro de manera instintiva.
Oyeron gritos de fuera, y luego llegó la espuma.
Todo terminó en cuestión de segundos.
– Hay que abrir las ventanas -dijo entre toses el agente de Roskilde que tenía al lado, y Carl se puso en pie de un salto y buscó a tientas una puerta mientras el agente encontraba otra.
Cuando se desvaneció el humo de la primera planta, Carl pudo ver el cuarto que se había incendiado. En el hueco de la puerta, el joven, de pie sobre el suelo resbaladizo, retiraba impaciente cajas de mudanza hacia el pasillo. Varias de las cajas seguían ardiendo, pero eso no lo hizo desistir.
Justo entonces Carl tropezó con el cuerpo inerte que yacía en el rellano de la escalera.
Era Assad.
– ¡Cuidado! -gritó, y empujó a un lado a un agente.
Saltó al escalón inmediatamente inferior y asió a Assad de una pierna. Lo atrajo hacia sí de un tirón y se lo echó a los hombros.
– Reanimadlo -dijo entre dientes a un par de bomberos que estaban delante de la casa, mientras colocaban a Assad una mascarilla de oxígeno.
Reanimadlo, joder, pensó una y otra vez mientras los gritos del primer piso arreciaban.
No vio a la mujer cuando la bajaron. Solo reparó en ella cuando la acomodaron en una camilla junto a Assad. Estaba totalmente contraída, como si la rigidez post mórtem ya se hubiera instalado en su cuerpo.
Después bajaron al joven. Estaba negro de hollín y se le había quemado parte del pelo, pero tenía la cara intacta.
Estaba llorando.
Carl apartó la vista de Assad y se dirigió al joven. Parecía que fuera a derrumbarse en cualquier momento.
– Has hecho lo que has podido -se obligó a decir Carl.
Entonces el joven rompió a llorar y reír a la vez.
– Está viva -anunció, arrodillándose-. He notado que su corazón latía.
Carl oyó la tos de Assad detrás.
– ¿Qué ocurre? -gritaba, agitando brazos y piernas.
– Estate quieto -dijo el bombero-. Has sufrido una intoxicación por humo; puede ser peligroso.
– No estoy, o sea, intoxicado. Me he caído en las escaleras y me he dado un golpe en la cabeza. No podía ver ni el culo de un elefante en medio de aquella humareda.
Pasaron diez minutos hasta que la mujer abrió los ojos. El oxígeno y el suero que le suministró el médico de la ambulancia ayudaron bastante.
Mientras tanto, los bomberos habían extinguido el fuego y Assad, Carl y los compañeros de Roskilde habían registrado la casa, pero no había ni rastro de documentos relativos a René Henriksen, alias Claus Larsen. Tampoco encontraron información sobre una casa cerca de la costa.
Lo único que encontraron fueron las escrituras de la casa en que se hallaban, que estaban a nombre de otra persona diferente.
Benjamin Larsen, ponía.
Entonces indagaron si había un Mercedes relacionado con aquella dirección. Otra vez en vano.
Aquel tipo tenía más vías de escape que un zorro, era increíble.
Vieron un par de fotos de una pareja de novios en la sala. Ella sonriente con un gran ramo de flores, y él elegante e inexpresivo. Así que la mujer de la camilla era su esposa. Los nombres estaban escritos en la puerta. Mia y Claus Larsen.
Pobre Mia.
– Menos mal que estabas aquí cuando llegamos, si no habría ocurrido algo horrible -dijo al joven, que los había acompañado al interior de la ambulancia y ahora agarraba de la mano a la mujer. Después preguntó-. ¿Cuál es tu relación con la mujer? ¿Quién eres?
El joven respondió que se llamaba Kenneth, y no dijo más. La explicación tendrían que encontrarla sus compañeros.
– Hazte a un lado, Kenneth. Tengo que hacer a Mia un par de preguntas que no pueden esperar.
Miró al médico, que levantó dos dedos en el aire.
Solo iba a disponer de dos minutos.
Carl aspiró hondo. Aquella podía ser su última oportunidad.
– Mia -se presentó-. Soy agente de la Policía. Estás en buenas manos, así que no tengas miedo. Buscamos a tu marido. ¿Es él quien ha hecho eso?
Ella asintió en silencio.
– Necesitamos saber si tu marido tiene una casa o se aloja en un lugar cercano a la costa. Una casa de veraneo, tal vez. ¿Sabes algo de eso?
La mujer apretó los labios.
– Tal vez -musitó con voz apenas audible.
– ¿Dónde? -trató de preguntar Carl con voz controlada.
– No sé. Los catálogos de las cajas -anunció, señalando con la cabeza hacia las puertas abiertas de la ambulancia, en dirección a la casa.
Iba a ser una tarea imposible.
Carl se volvió hacia los agentes de Roskilde y les dijo qué deberían buscar. Una casa con caseta de botes en algún lugar a orillas del fiordo. Si encontraban un catálogo así o algo parecido en alguna de las cajas que Kenneth había sacado al pasillo, debían ponerse en contacto con él enseguida. De momento no necesitaban buscar en las cajas que habían quedado dentro. Seguro que estaban calcinadas.
– ¿Sabes si tu marido tiene más nombres que Claus Larsen, Mia? -preguntó al fin.
Ella sacudió la cabeza.
Después levantó el brazo. Muy, muy lento, y lo dirigió hacia Carl. Temblaba por el esfuerzo mientras lo hacía, y luego depositó con suavidad la mano en la mejilla de Carl.
– Encuentre a Benjamin, ¿lo hará?
Después su mano se desplomó y cerró los ojos, extenuada.
Carl dirigió al joven una mirada inquisitiva.
– Benjamin es su hijo -explicó este-. El único hijo de Mia. Tendrá cerca de año y medio.
Carl dio un suspiro y apretó con cuidado el brazo de la mujer.
Cuánto dolor había causado su marido al mundo. Y ahora, ¿quién iba a detenerlo?
Se levantó y le hicieron un último reconocimiento de las quemaduras de brazo y hombro. El médico le advirtió que iba a dolerle mucho durante un par de días.
Pues así tendría que ser.
– ¿Estás bien, Assad? -preguntó, mientras los bomberos recogían las mangueras y la ambulancia desaparecía en la carretera.
Su ayudante puso los ojos en blanco. Aparte de un ligero dolor de cabeza y hollín por todas partes, estaba bien.
– Se ha escapado, Assad.
Este asintió con la cabeza.
– ¿Qué nos queda por hacer?
Assad se encogió de hombros.
– Ahora está oscuro, pero creo que deberíamos ir al fiordo para ver los lugares, o sea, que Yrsa rodeó con un círculo.
– ¿Tenemos esas fotos?
Assad hizo un gesto afirmativo y sacó una carpeta del asiento trasero. Todas las fotos aéreas de la costa del fiordo. Quince en total. Con bastantes círculos.
– ¿Por qué crees, entonces, que Klaes Thomasen no nos ha llamado? -preguntó Assad cuando se acomodaron en el coche-. Dijo que iba a hablar con el hombre del bosque.
– Con el guardabosque, quieres decir. Sí, es lo que dijo. No lograría hablar con él.
– ¿Quieres, o sea, que llame a Klaes y le pregunte?
Carl asintió en silencio y pasó el móvil a Assad.
Assad tardó un rato en establecer la conexión. Era evidente que algo no iba bien. Apagó el móvil.
Miró a Carl con expresión sombría.
– Klaes Thomasen está muy sorprendido. Por lo visto, ayer mismo le contó a Yrsa que el guardabosque de Nordskoven había confirmado que antes había una caseta de botes en el camino que lleva al auxiliar del guardabosque -aclaró. Por un momento pareció extrañarse por su precisión con el danés. Después continuó-. Le dijo a Yrsa que nos lo dijera. Creo que fue cuando le diste las rosas, Carl. Se le olvidó decírtelo.
¿Decía que se le olvidó? ¿Cómo diablos pudo ocurrir algo así? Aquella información era importantísima. ¿Se había vuelto loca aquella mujer?
Decidió resignarse. Claro que ¿a quién coño iba a quejarse?
– ¿Dónde está esa caseta, Assad?
Assad desplegó el mapa sobre el salpicadero y señaló. El círculo era doble. Vibegården, en Dyrnæsvej, bosque de Nordskoven. Era el sitio que había apuntado Yrsa. Aquello era casi insoportable.
Pero ¿cómo iban a saber que Yrsa había dado en el blanco? Y ¿cómo carajo iban a saber entonces que corría tanta prisa? ¿Que se había producido otro secuestro?
Sacudió la cabeza. Pero se había producido otro secuestro, y en cuanto al resultado… Casi no se atrevía a llevar la idea hasta el fin.
Porque todo parecía indicar que había dos niños en la misma situación que Poul y Tryggve Holt trece años antes. ¡Dos niños en extrema necesidad! ¡En aquel preciso instante!
Capítulo 50
En el pueblo de Jægerspris se desviaron de la carretera junto a un pabellón rojo donde ponía «Esculturas y cuadros», y se adentraron en el bosque.
Rodaron un buen trecho sobre el asfalto mojado hasta llegar al letrero que decía «Prohibida la circulación de coches y motos no autorizados». Un camino perfecto si no querías que te molestaran en lo que estabas haciendo.
Conducían lento. El GPS decía que todavía quedaba un buen trecho hasta la casa, pero los halógenos de sus faros iluminaban bien el camino. Si de pronto se encontraban ante terreno abierto que diera al fiordo cerca de la casa, tendrían que apagar las luces. Dentro de pocas semanas los árboles se cubrirían de follaje, pero en aquel momento no había gran cosa para esconderse.
– Ahí empieza un camino que se llama Badevej, Carl. Tendrás que apagar las luces ahora, o sea. Después viene un tramo sin vegetación.
Carl señaló la guantera, y Assad sacó la linterna alargada.
Después apagó las luces del coche.
Avanzaron con lentitud, guiados por la luz de la linterna. Daba la luz justa para orientarse.
Divisaron un trozo de marisma que llegaba hasta el fiordo. Tal vez también algo de ganado tumbado en la hierba. Entonces apareció una pequeña estación transformadora a la izquierda del camino. Oyeron un leve ronroneo al pasar al lado.
– ¿Podría ser eso lo que ronroneaba, entonces? -preguntó Assad.
Carl sacudió la cabeza. No, el sonido era demasiado débil. Ya no se oía.
– Ahí, Carl.
Assad señaló una silueta oscura, que enseguida resultó ser un seto que se extendía desde el sendero hasta el agua. Vibegården estaba tras él.
Aparcaron el coche al borde del camino y se quedaron un rato recuperándose fuera.
– ¿En qué piensas, Carl? -quiso saber Assad.
– Pienso en lo que vamos a encontrar. Y pienso también en la pistola que he dejado en Jefatura.
Detrás del seto había un redil, y tras el redil otro bosquecillo que descendía hasta el agua. No era una propiedad grande, pero la ubicación era perfecta. Habría allí todo tipo de posibilidades para vivir una vida feliz. O para ocultar los actos más repugnantes.
– ¡Mira! -exclamó Assad, y Carl lo vio. El contorno de una casita cerca del agua. Tal vez un cobertizo o un pequeño pabellón. Después señaló un lugar entre los árboles-. Y mira ahí.
Se veía una luz tenue.
Se colaron entre las ramas del seto y vieron la casa de ladrillo rojo que había tras la vegetación. Deteriorada y algo ruinosa. Dos de las ventanas que daban a la carretera estaban iluminadas.
– Está, o sea, en casa, ¿no crees? -susurró Assad.
Carl no dijo nada. ¿Cómo iban a saberlo?
– Creo que hay una entrada algo más allá, tras la casa. Quizá debiéramos ver, entonces, si está el Mercedes -susurró Assad.
Carl meneó la cabeza.
– Seguro que está, créeme.
Entonces oyeron un ronroneo grave procedente del fondo del jardín. Como un bote a motor que regresa atravesando la pulida superficie del agua. Algo así como un leve zumbido remoto.
Carl entornó los ojos. De modo que había un ronroneo.
– Viene del anexo del extremo del jardín. ¿Lo ves, Assad?
Este gruñó. Lo veía.
– ¿No crees que la caseta de botes puede estar en esos matorrales junto al anexo? Así estaría junto al agua, o sea -explicó Assad.
– Puede. Pero me temo que él puede estar allí. También temo lo que pueda estar haciendo -confesó Carl.
El silencio del edificio principal y el extraño sonido procedente del cobertizo le daban escalofríos.
– Vamos a tener que ir ahí, Assad.
Su colega asintió con la cabeza y dio a Carl la linterna apagada.
– Úsala como arma, Carl. Yo me fío más, o sea, de mis manos.
Atravesaron la maleza, que le despellejó la quemadura del brazo. Si no hubiera sido porque su camisa y chaqueta estaban mojadas y la llovizna refrescaba, habría tenido que parar un rato y aguantar el dolor.
Según se acercaban al anexo, el sonido se hacía más claro. Monótono, grave y continuo. Como un motor recién lubricado en punto muerto.
Bajo la puerta se divisaba una delgada raya de luz. De modo que algo estaba pasando allí dentro.
Carl señaló la puerta y agarró con fuerza la pesada linterna. Si Assad abría la puerta de un tirón, él se precipitaría dentro, dispuesto a golpear. Entonces verían qué ocurría.
Se miraron un par de segundos, y después Carl dio la señal. Assad asió la manilla y abrió la puerta, y justo después Carl entró retumbando en la estancia.
Miró alrededor y dejó caer el brazo que sostenía la linterna. No había nadie. Aparte de un taburete, ropa de trabajo sobre un banco de carpintero, un gran depósito, varias mangueras y el generador, que ronroneaba en el suelo como un vestigio de la época en que las cosas se hacían para que durasen para siempre, no había nada.
– ¿A qué huele, Carl? -susurró Assad.
Sí, había un olor intenso, y Carl lo conocía. Aunque hacía tiempo que no lo olía. En la época, hacía muchos años, en que había que decapar todos los muebles y puertas de pino. Era aquel olor húmedo y frío que hacía contraer las fosas nasales. El olor de la sosa cáustica. El olor a lejía.
Se volvió hacia el depósito con la mente llena de imágenes siniestras. Acercó el taburete. Presintiendo lo peor, se subió encima y levantó la tapa del depósito. Estoy a un clic de linterna de darme un susto, pensó, y dirigió el cono de luz hacia el fondo del depósito.
Pero no vio nada. Solo agua, y un calorífero de un metro de longitud colgado en la pared interior.
No era difícil de adivinar para qué podía usarse el depósito.
Apagó la linterna, bajó con cuidado del taburete y miró a Assad.
– Creo que los niños están todavía en la caseta de botes -anunció-. Puede que estén vivos.
Prestaron atención cuando salieron del anexo, y se quedaron un rato quietos para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Dentro de tres meses habría mucha luz a aquella hora. Pero entonces solo veían unas siluetas vagas delineándose entre ellos y el fiordo. ¿Habría de verdad una caseta de botes allí, entre la maleza?
Hizo señas a Assad para que lo siguiera, y notó que en un par de metros sus pisadas resbalaban sobre grandes babosas. A Assad no le gustaba aquello nada, era evidente.
Llegaron a los matorrales. Carl se agachó un poco, apartó una rama, y allí, justo frente a sus ojos, estaba la puerta, a medio metro de altura sobre el suelo. Tocó las gruesas tablas que la componían. Estaban húmedas y escurridizas.
Olía a brea, por lo que debían de haber sellado los resquicios con ella. La misma brea con que selló Poul Holt su mensaje en la botella.
Oyeron el murmullo del agua justo ante ellos. Así que la cabaña estaba sobre el agua. No había duda de que se sostenía sobre estacas. ¡Era la caseta de botes!
Estaban en el sitio correcto.
Carl asió la manilla, pero la puerta no se abrió. Entonces avanzó a tientas hasta un pasador unido a un pestillo. Lo levantó con cuidado y a continuación lo dejó caer colgado de su cadena. Entonces aquel cabrón no estaba dentro, eso seguro.
Tiró poco a poco de la puerta y oyó enseguida una respiración lenta, contenida.
El hedor de agua podrida, orina y excrementos hirió sus fosas nasales.
– ¿Hay alguien? -susurró.
Pasado un rato, se oyó un gemido ahogado.
Encendió la linterna, y el espectáculo que vio fue desgarrador.
A dos metros una de otra, había dos figuras dobladas sobre sus propios excrementos. Los pantalones mojados, el pelo sucio. Dos cuerpecillos que habían tirado la toalla.
El chico lo miraba con los ojos abiertos como platos, desorbitados. Aplastado bajo el techo, inclinado hacia delante, atado por detrás y encadenado. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva, que palpitaba tenue con su respiración, y todo él era un grito de socorro. Carl desvió la linterna a un lado y vio a la niña inclinada sobre su cadena. Su cabeza descansaba sobre el hombro, como si durmiera, pero no dormía. Sus ojos estaban abiertos y reaccionaron a la luz parpadeando, pero no podía ni levantar la cabeza de lo exhausta que estaba.
– Venimos a ayudaros -los tranquilizó Carl, apoyándose en el suelo y entrando de rodillas-. Estaos callados y todo irá bien.
Cogió el móvil y marcó un número de teléfono. Al poco comunicaba con la comisaría de Frederikssund.
Explicó la situación y pidió refuerzos. Después apagó el móvil.
El chico dejó caer los hombros. La conversación había hecho que se relajara.
Mientras tanto, también Assad había entrado. Estaba arrodillado bajo el tejadillo, soltando la cinta adhesiva de la boca de la chica. Soltó sus correas mientras Carl empezaba a ayudar al chico. Este mostraba ganas de colaborar. No dijo nada cuando le arrancó la cinta adhesiva. Se echó a un costado para que Carl pudiera llegar a la hebilla de la correa de cuero a su espalda.
Después alejaron a los niños un poco de la pared y se afanaron con la cadena que ceñía sus cinturas y estaba unida a otra cadena sujeta a la pared.
– Ayer nos las puso y las candó. Antes la cadena de la pared solo estaba unida a las correas. Él tiene las llaves -informó el chico con voz ronca.
Carl miró a Assad.
– He visto una palanqueta en el cobertizo. ¿Me la traes, Assad?
– ¿Una palanqueta?
– Sí, joder.
Carl vio por la expresión de Assad que sabía perfectamente qué era una palanqueta. Lo que pasa es que no quería volver a pisar aquellas babosas otra vez, si podía evitarlo.
– Toma la linterna, ya voy yo.
Salió a rastras de la caseta. Tenían que haber cogido la palanqueta. Era un arma estupenda.
Volvió a pasar resbalando sobre la masa de babosas vivas y muertas y reparó en un débil fulgor en una de las ventanas del edificio principal que daba al fiordo. Antes no se veía.
En ese momento se detuvo y se quedó un rato en silencio, escuchando.
No, no se oía la menor actividad en ninguna parte.
Después volvió a avanzar hacia el cobertizo y abrió la puerta con cuidado.
La palanqueta estaba ante él en el banco de carpintero, bajo un martillo y una llave inglesa. Apartó el martillo y empujó la llave inglesa a un lado. Se sobresaltó cuando la llave basculó en el borde y cayó al suelo con un chasquido metálico.
Se quedó un rato quieto en la penumbra, escuchando.
Después asió la palanqueta y salió sin hacer ruido.
Lo miraron aliviados cuando regresó. Como si cada movimiento que habían hecho Carl y Assad desde que abrieron la puerta fuera un milagro. Era muy comprensible.
Arrancaron con cuidado las cadenas de la pared.
El chico salió enseguida a rastras de debajo de la pared oblicua, mientras la chica se quedaba quieta, gimiendo.
– ¿Qué le pasa? -quiso saber Carl-. ¿Le falta agua?
– Sí. Está agotada. Llevamos mucho tiempo aquí.
– Tú coge a la chica, Assad -susurró Carl-. Agarra bien la cadena para que no tintinee. Yo ayudaré a Samuel.
Notó que el chico se ponía rígido. Volvió su rostro sucio hacia él y se quedó mirándolo, como si Carl hubiera revelado que en su alma moraba el diablo.
– Sabes mi nombre -dijo el chico con aire de sospecha.
– Soy policía. Sé muchas cosas de vosotros, Samuel.
El chico retiró la cabeza hacia atrás.
– ¿De dónde? ¿Ha hablado con nuestros padres? -preguntó.
Carl aspiró hondo.
– No, no he hablado con ellos.
Samuel echó los brazos un poco hacia atrás. Cerró los puños un rato.
– Aquí pasa algo -aventuró-. Usted no es policía.
– Que sí, hombre. ¿Quieres ver mi placa?
– ¿Cómo ha sabido dónde estábamos? No podía saberlo.
– Llevamos tiempo trabajando para encontrar a vuestro secuestrador, Samuel. Ven, no hay tiempo que perder -alegó Carl, mientras Assad tiraba de la niña para sacarla por la puerta.
– Si son policías, ¿por qué no hay tiempo que perder?
Parecía asustado. Era evidente que no era dueño de sí. ¿Sería por la conmoción?
– Hemos tenido que arrancar las cadenas de la pared, Samuel. ¿No es bastante prueba? No teníamos la llave.
– ¿Es algo de nuestros padres? ¿No han pagado? ¿Les ha pasado algo? -lo apremió, sacudiendo la cabeza. Después volvió a preguntar, en voz demasiado alta-. ¿Qué les ha pasado a nuestros padres?
– Shhh -lo tranquilizó Carl.
Oyeron un sonido sordo fuera. Assad debía de haber dado un traspiés en el sendero resbaladizo.
– ¿Ha pasado algo? -susurró Carl. Después se volvió hacia Samuel-. Vamos, Samuel. No hay tiempo que perder.
El chico lo miró con desconfianza.
– Antes no ha hablado con nadie por el móvil, ¿verdad? Nos van a matar, ¿verdad? ¿No es eso lo que van a hacer?
Carl sacudió la cabeza.
– Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien -explicó, y salió al aire fresco.
Oyó un ruido y notó un fuerte golpe en la nuca. Después la noche lo envolvió.
Capítulo 51
Puede que fuera por el ruido del exterior, puede que fuera por el dolor de la cadera, donde se había cosido los puntos. Lo cierto es que se despertó sobresaltado y miró desconcertado alrededor.
Entonces recordó lo que había pasado y miró el reloj. Había transcurrido casi hora y media desde que se tumbó.
Sin poder quitarse el sueño de encima, se incorporó en el sofá y rodó sobre el costado para ver si había sangrado.
Asintió con la cabeza, satisfecho por su trabajo. Parecía seco y limpio. Había salido muy bien para ser la primera vez.
Se puso en pie y se desperezó. En la cocina había cartones de zumo y comida en lata. Un vaso de zumo de granada y algo de atún con pan sueco lo reconfortarían de la pérdida de sangre. Comería un bocado y luego bajaría a la caseta de botes.
Encendió la luz de la cocina y miró un poco al exterior. Después corrió la persiana hasta abajo. Nadie debía ver la luz desde el fiordo. Seguridad ante todo.
Se detuvo y frunció el ceño. ¿Había oído algo? ¿Como un tintineo metálico? Se quedó un rato quieto. Volvió a reinar el silencio.
¿Sería el graznido de un pájaro? Pero ¿los pájaros graznaban a esa hora de la noche?
Entreabrió la persiana y miró al lugar de donde creía que procedía el ruido. Achicó los ojos y se quedó quieto.
Entonces lo vio. En la oscuridad apenas se distinguía aquel contorno vago de algo negro moviéndose, pero estaba allí.
Justo frente al anexo, y luego desapareció.
Se apartó de golpe de la ventana.
Su corazón volvía a latir más fuerte de lo deseado.
Tiró con cuidado del cajón de la cocina y eligió un cuchillo largo y delgado para filetear pescado. Era imposible sobrevivir a unas cuchilladas bien dadas. La hoja era demasiado delgada y larga para eso.
Después se puso los pantalones y salió a la oscuridad descalzo, sin hacer ruido.
Ahora oía con nitidez los ruidos procedentes de la caseta. Como si alguien estuviera intentando arrancar cosas en su interior. Golpes toscos contra la madera.
Se quedó un rato escuchando. Ya sabía qué era. Estaban manipulando las cadenas. Alguien estaba arrancando los pernos con los que las había fijado a las paredes.
¿Alguien?
Si era la Policía, iba a enfrentarse a armas mejores que la suya, pero era él quien conocía el terreno. Él, quien podía aprovechar las ventajas de la oscuridad.
Pasó junto al anexo y vio que la raya de luz bajo la puerta era más ancha de lo habitual.
Sí, la puerta estaba entreabierta, pero él la había cerrado tras comprobar la temperatura del depósito, estaba seguro.
Tal vez fueran varios. Tal vez hubiera alguien allí dentro.
Se pegó rápido contra la pared y reflexionó. Conocía su anexo como la palma de la mano. Si había alguien dentro lo acuchillaría al momento. Apuntaría a la zona blanda bajo el esternón y solo pincharía una vez. Podía hacer eso varias veces en distintas direcciones en pocos segundos, y no vacilaría. Eran ellos o él.
Después entró blandiendo el cuchillo y su mirada vagó por la estancia vacía.
Alguien había estado allí. El taburete estaba cambiado de sitio, habían revuelto en las herramientas. Había una llave inglesa en el suelo. Sería el ruido que había oído.
Dio un paso a un lado y encontró el martillo sobre el banco de carpintero. Con aquello se sentía más seguro. Se podía agarrar bien. Lo había empleado muchas veces antes.
Luego dio unos pasos silenciosos por el sendero del jardín mientras las babosas se chafaban entre sus dedos. Putos bichos. Tendría que librarse de ellos cuando tuviera tiempo.
Se inclinó un poco hacia delante y divisó la débil luz de la rendija de la pequeña puerta de la caseta. Se oían voces tenues en el interior, pero no oyó qué se decía o quién hablaba. En realidad, daba lo mismo.
Cuando los que estaban dentro salieran, tendrían que pasar por allí. Solo se trataba de saltar a la puerta y echar el pasador del pestillo, y se quedarían encerrados. No les daría tiempo a liberarse a tiros antes de que fuera al coche a por el bidón de gasolina y prendiera fuego a la caseta.
Claro, desde los alrededores se vería la casa ardiendo, pero ¿qué alternativa había?
Nada, incendiaría la caseta, reuniría sus papeles y el dinero y partiría para la frontera tan pronto como pudiera. Tendría que ser así. El que no era capaz de ajustar sus planes a tiempo debía sucumbir.
Se metió el cuchillo de filetear en el cinturón y avanzó hacia la puerta, pero de pronto vio que se abría y que asomaban dos piernas.
Se hizo rápido a un lado. Tendría que eliminarlos según fueran saliendo.
Miró la figura, cuyos pies se apoyaron en el suelo, y después pasó por la puerta el resto del cuerpo.
– ¿Qué les ha pasado a nuestros padres? -dijo de pronto el chico en voz alta dentro de la caseta, y lo hicieron callar.
Fue entonces cuando el pequeño policía moreno arrastró a la niña fuera, la cogió en brazos y dio un paso atrás justo hacia él. El mismo hombre de tez oscura que estaba en la bolera. El que había derribado al Papa en la pista. ¿Cómo era posible?
¿Cómo podían saber de aquel lugar?
Giró el martillo en el aire y golpeó con la parte plana la nuca del hombre, que se derrumbó sin hacer ruido con la niña encima. La niña lo miró con ojos impasibles. Hacía mucho que se había resignado a su suerte. Después los cerró. Estuvo a punto de matarla, pero tendría que esperar. De todos modos, la niña no podía hacer nada.
Alzó la vista y esperó a que saliera el colega del policía inmigrante.
Las piernas del policía asomaron un momento por la puerta, mientras trataba de convencer al chico de que todo iba bien.
– Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien -informó al chico.
Entonces le dio con el martillo.
El agente de Homicidios se deslizó poco a poco hasta el suelo.
Soltó el martillo y miró a los dos hombres inconscientes. Escuchó un par de segundos el susurro de los árboles y la lluvia cayendo sobre las baldosas. El chico tal vez estuviera alerta en el interior, pero por lo demás no se oía nada.
Luego puso a la niña en pie de un tirón y la empujó de vuelta a la caseta, cerró la puerta y colocó el pasador en la cerradura.
Se enderezó y miró alrededor. Aparte de las protestas del chico, el paisaje seguía tranquilo. Ningún coche de refuerzo. Ningún ruido fuera de lugar. Al menos de momento.
Aspiró hondo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Llegarían más, o eran un par de vaqueros solitarios queriendo impresionar a sus superiores? Tenía que saberlo, no había otra solución.
Si los dos hombres estaban actuando por iniciativa propia, podría seguir con su plan; si no, tendría que largarse de allí. Fuera como fuese, debía deshacerse de los cuatro en cuanto supiera algo más.
Volvió corriendo al anexo y soltó el cordel que colgaba sobre la puerta.
Ya había atado a gente antes. No se tardaba mucho.
De la caseta de botes llegó un fuerte estruendo mientras ataba las manos por detrás a los dos hombres desvanecidos. Era el chico, que gritaba que les abriera la puerta. Que sus padres no iban a pagar si no los devolvía.
Era un chico duro. Hacía lo que podía.
Entonces el chico empezó a patear la puerta.
Él miró al pestillo. Hacía muchos años que lo había puesto, pero la madera estaba todavía fuerte. Aguantaría bien las patadas.
Arrastró a los hombres algo lejos de la caseta, donde la luz del cobertizo iluminaba sus rostros. Después tiró del mayor de los hombres hasta dejarlo sentado en las baldosas encorvado hacia delante.
Se arrodilló ante el agente y le dio varios cachetes fuertes.
– ¡Eh, despierta! -ordenó mientras le pegaba.
Al final funcionó.
El policía puso primero los ojos en blanco, parpadeó un par de veces y logró enfocar la vista.
Se miraron a los ojos. Los papeles habían cambiado. Ya no era el que había estado sentado junto al mantel blanco en la bolera, debiendo dar cuenta de sus idas y venidas.
– Eres un cabrón -dijo el policía con voz algo nasal-. Vamos a atraparte. Hay refuerzos en camino. Tenemos tus huellas dactilares.
Miró a los ojos al policía. El hombre estaba aún bajo los efectos del golpe. Las pupilas reaccionaban demasiado despacio cuando se hizo a un lado y la luz del anexo se posó en su rostro. Tal vez por eso estaba tan sorprendentemente tranquilo. ¿O es que pensaba que no sería capaz de matarlos?
– Refuerzos en camino, no está mal -confesó al agente-. Pues si es verdad lo que dices, que vengan. Desde aquí se ve el fiordo hasta Frederikssund -informó-. Veremos las luces azules cuando crucen el puente del Príncipe Frederik. Así que tengo tiempo de sobra para hacer lo que tenga que hacer antes de que lleguen.
– Vienen del sur, de Roskilde, no vas a ver ni hostia, payaso -dijo el policía-. Suéltanos y entrégate, así saldrás dentro de quince años. Si nos matas eres hombre muerto, eso te lo prometo. Tiroteado por mis compañeros o pudriéndote en la cárcel con la perpetua, que viene a ser lo mismo. Los asesinos de policías no sobreviven en este sistema.
Él sonrió.
– Estás diciendo chorradas y mintiendo. Si no respondes a mis preguntas vas a estar en el depósito del anexo dentro de… -miró el reloj de pulsera-…digamos que dentro de veinte minutos a partir de ahora. Tú, los niños y tu colega. Y ¿sabes qué?
Acercó su cabeza hasta quedar pegado a él.
– Escaparé.
Los golpes del interior de la caseta arreciaban. Cada vez eran más fuertes y sonaban a metálico. Por instinto miró al suelo, donde había tirado el martillo, antes de levantar a la niña.
Sus instintos no mentían. El martillo había desaparecido. La niña lo había metido dentro sin que él lo advirtiera. Lo había metido él mismo a la vez que a la niña. Qué putada. Así que no estaba tan inconsciente como él creía, la muy pilla.
Sacó poco a poco el cuchillo del cinturón. Pues tendría que usar aquello para quitarlos de en medio.
Capítulo 52
Por extraño que parezca, Carl no tenía miedo. No porque dudara de que el hombre ante él estuviera lo bastante loco para matarlo sin contemplaciones, sino porque todo parecía muy pacífico. Las nubes, que se deslizaban por el cielo ocultando la luna, el suave chapoteo del agua y las fragancias. Incluso el ronroneante generador a su espalda tenía un efecto tranquilizador, cosa bastante asombrosa.
A lo mejor era por el golpe de antes, cuyo efecto perduraba. Al menos, sentía unas terribles palpitaciones en la cabeza que ahogaban el dolor de hombro y brazo.
El chico volvió a golpear la puerta que tenía detrás. Esta vez con más fuerza aún que antes.
Miró al hombre, que acababa de sacar el cuchillo del cinturón.
– Quieres saber cómo te hemos encontrado, ¿verdad? -le preguntó mientras notaba que las manos atadas por detrás no estaban tan insensibles como antes. Levantó la vista hacia la llovizna. Era la humedad la que había aflojado el cordel. Así que se trataba de dar largas.
La mirada del hombre era dura como la piedra, pero por un instante sus labios reaccionaron con un leve movimiento.
Sí, tenía razón. Si había algo que aquel cabrón deseaba conocer, era justo el cómo.
– Había un chico que se llamaba Poul. Poul Holt, ¿lo recuerdas? -preguntó, sumergiendo las cuerdas en el charco que se había formado bajo él. Después continuó, mientras sus manos seguían trabajando-. Era un chico algo especial.
Entonces Carl calló e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No tenía ninguna prisa con el relato. Aguantara o no aguantara el cordel, cuanto más se alargara, más tiempo vivirían. Sonrió para sí. Era un método de interrogatorio al revés. Qué irónico.
– ¿Qué pasa con ese Poul? -preguntó el hombre que tenía enfrente.
Carl rio. Los golpes del interior de la caseta eran más espaciados ahora, pero parecían más precisos.
– Hace mucho de eso, ¿verdad? ¿Lo recuerdas? La chica de ahí dentro ni había nacido. Claro que a lo mejor nunca piensas en tus víctimas. No, por supuesto que no. Claro que no.
En aquel momento, la expresión facial del hombre se transformó de tal modo que produjo escalofríos a Carl.
El hombre se puso en pie de un salto y apretó el cuchillo contra el cuello de Assad.
– Responde rápido y claro, si no vas a oírlo gargajear en su propia sangre, ¿entendido?
Carl asintió en silencio y tiró con violencia de las ligaduras. No había duda de que hablaba en serio.
El tipo se volvió hacia la caseta.
– Samuel, como sigas martilleando, vas a sufrir antes de morir. ¡Créeme! -gritó.
Por un segundo cesaron los golpes. Se oía a la niña llorar dentro. Luego, los golpes reanudaron.
– Poul echó al agua un mensaje en una botella. Deberías haber elegido otro lugar para encerrar a la gente, no una casa colgando sobre el agua -advirtió Carl.
El hombre arrugó el entrecejo. ¿Un mensaje en una botella?
Las ligaduras se habían aflojado. Una de las vueltas estaba suelta.
– La pescaron en Escocia hace varios años, y al final ha terminado sobre mi mesa -continuó mientras retorcía las muñecas.
– Qué mala suerte -comentó el hombre, pero seguía sin creérselo.
Era evidente qué pensaba. ¿Qué daño podía hacerle un mensaje en una botella? Ninguno de los niños encerrados en la caseta a lo largo del tiempo sabía dónde estaban encerrados. ¿Qué podía cambiar un mensaje en una botella?
Carl advirtió un pequeño tirón en la pierna de Assad.
Sigue tumbado, Assad. Sigue durmiendo. De todas formas, no puedes hacer nada, se dijo. Lo único que podía ayudarlos era que consiguiera aflojar las ligaduras lo bastante para liberarse. Y ni siquiera así el resultado era seguro. Ni mucho menos. El tipo que tenía delante era fuerte y sin escrúpulos, y llevaba en la mano un cuchillo largo y repulsivo. El golpe de la nuca seguro que había embotado sus reflejos. No había muchas esperanzas, no. Si hubiera llamado a los compañeros de Roskilde, habrían llegado por el sur y quizá hubiera habido una posibilidad. Pero los de Frederikssund, que era a quienes había llamado, no podrían llegar sin que los viera, en eso tenía razón el cabrón. Tan pronto como los coches de refuerzo pasaran por el puente los vería. No podían tardar más de dos minutos en aparecer, y entonces todo acabaría, lo sabía. Las ligaduras seguían estando demasiado prietas.
– Lárgate, Claus Larsen, si es que puedo llamarte así. Todavía puedes huir -continuó Carl, mientras los golpes contra la puerta de la caseta de botes arreciaban.
– Tienes razón, no me llamo Claus Larsen -reconoció, y siguió en pie junto al cuerpo inerte de Assad-. No tenéis ni idea de cómo me llamo. Creo que tú y tu colega habéis venido solos. ¿Por qué habría de largarme? ¿Por qué crees que os tengo miedo?
– Te llames como te llames, lárgate. Aún estás a tiempo. Huye y cambia de vida. Te buscaremos, pero tal vez puedas transformarte mientras tanto, ¿verdad?
Otro de los nudos se aflojó.
Miró al hombre a los ojos y vio reflejos de luces azules en su ropa. Los coches de refuerzo estaban cruzando el fiordo. Aquello era el fin.
Carl enderezó la espalda y recogió las piernas cuando el hombre alzó la cabeza y miró a la luz azul, que hacía que todo el paisaje vibrara. Luego levantó el cuchillo sobre el cuerpo indefenso de Assad. En ese mismo instante, Carl se echó hacia delante y dio un cabezazo contra la pierna del tipo. Este cayó, todavía con el cuchillo en la mano, se la llevó a la cadera y miró a Carl con una expresión que le hizo pensar en un fin inminente.
Entonces los nudos se soltaron.
Carl se sacudió las ligaduras de encima y abrió los brazos. Dos brazos contra el cuchillo del tipo. ¿De qué iban a valerle? Notó lo aturdido que estaba. Por mucho que quisiera, no podía escapar. Por mucho que lo atrajera la llave inglesa del suelo del cobertizo, no podía coordinar bien sus movimientos. Era como si cuanto lo rodeaba se contrajera y expandiera a la vez.
Dio un par de pasos vacilantes hacia atrás mientras el hombre se ponía en pie apuntándolo con el cuchillo. Empezó a sentir el bombeo del corazón y las palpitaciones en las sienes. Por un instante, vio ante sí los bonitos ojos de Mona.
Apoyó bien los pies en el suelo. El sendero del jardín estaba resbaladizo, volvió a notar la papilla de babosas pegándose a sus zapatos. Luego se quedó esperando.
Los reflejos de los destellos azules del puente ya no se veían. Dentro de cinco minutos llegarían los coches patrulla. Si podía aguantar un momento, tal vez pudiera salvar la vida de los niños.
Alzó la vista hacia las ramas de los árboles que colgaban sobre el sendero. Si pudiera alcanzarlas y colgarse de ellas, pensó, mientras retrocedía otro paso.
Entonces el hombre se abalanzó con la hoja del cuchillo dirigida al pecho de Carl y la rabia pintada en el rostro.
Fue un pie menudo, un cuarenta a lo sumo, el que lo derribó.
La corta pierna de Assad hizo cabrillas sobre la masa de babosas y acertó en el tobillo del atacante. Aunque no cayó, luego resbaló, descalzo, en la sustancia escurridiza. Se oyó un chasquido al chocar su mejilla contra las baldosas, y Carl avanzó a tientas y le pateó el vientre hasta que soltó el cuchillo.
Carl lo asió, levantó al hombre con dificultad y lo miró directo a los ojos mientras apretaba el cuchillo contra su yugular. A sus espaldas, Assad quiso incorporarse sobre un costado, pero empezó a vomitar y volvió a caer. Una sarta de juramentos en árabe salió de su boca junto con algo de bilis. No sonaba muy piadoso. Así que tampoco estaba tan malherido.
– Puedes apretar -afirmó el hombre-. De todas formas, no quiero volver a verte la jeta.
De pronto se echó hacia delante en un movimiento suicida, pero Carl se dio cuenta y retiró el cuchillo hacia sí tanto que la cuchillada fue superficial.
– Ya decía yo -dijo el tipo con desdén mientras la sangre manaba de su cuello mojado por la lluvia-. No vas a hacerlo. No te atreves.
Pero se equivocaba. Si volvía a hacer un ataque así, Carl no iba a retirar el cuchillo. La mirada nebulosa de Assad sería su testigo de que el hombre era culpable de su propia muerte. Que lo intentara. Un problema menos para el sistema judicial.
En aquel momento cesaron los golpes en la caseta.
Carl miró más allá de los hombros del tipo y vio que la puerta se abría como impulsada por un resorte.
Luego el cabrón ocupó todo su campo visual.
– No me has contado cómo me encontrasteis. Tendré que esperar al juicio para saberlo -se resignó-. ¿Qué has dicho que me caería? Quince años. Sobreviviré.
Echó la cabeza atrás y se puso a reír. Puede que en cualquier momento se arrojara contra el cuchillo. En ese caso, allá él.
Carl apretó los dedos en torno al mango, consciente de que iba a ser repugnante.
Entonces se oyó un ruido, como cuando se casca un huevo. Un ruido breve que hizo que el hombre cayera de rodillas y se volcara hacia un lado en silencio. Carl miró a Samuel, que estaba ante él con el martillo en la mano y el rostro surcado por el llanto. Había roto la cerradura desde dentro con el martillo. ¿Cómo diablos se había hecho con él?
Carl bajó la vista. Después soltó el cuchillo y se agachó sobre el hombre que yacía en el suelo, temblando. Todavía respiraba, pero no iba a durar mucho.
Había sido testigo de una ejecución. Un asesinato premeditado. Porque el hombre estaba reducido. El chico tenía que haberlo visto.
– Tira el martillo, Samuel -ordenó, y miró a Assad.
– Ha sido en defensa propia. ¿De acuerdo, Assad?
Assad echó la cabeza hacia atrás y sacó hacia delante el labio inferior.
Su respuesta llegó a sacudidas, mientras vomitaba.
– Bueno, siempre estamos de acuerdo, Carl. ¿Verdad?
Carl se inclinó sobre el hombre que yacía en las baldosas resbaladizas, con los ojos desmesuradamente abiertos y la boca también abierta.
– Vete al infierno -dijo el hombre entre dientes.
– Tú sí que vas a ir al infierno -replicó Carl.
Entonces oyeron los refuerzos acercándose por el bosque.
– Si reconoces lo que has hecho, la muerte será más benigna -susurró Carl-. ¿A cuántos has matado?
El hombre pestañeó.
– A muchos.
– ¿A cuántos?
– A muchos.
Entonces fue como si su cuerpo se rindiera: la cabeza basculó a un lado y se pudo ver la terrible herida de la nuca. Eso y también la alargada cicatriz rojiza de la parte trasera de la oreja.
Se oyó un burbujeo procedente de su boca.
– ¿Dónde está Benjamin? -se apresuró a preguntar Carl.
Los párpados del hombre se fueron cerrando.
– Está con Eva.
– ¿Quién es Eva?
El hombre volvió a guiñar los ojos entreabiertos, esta vez con mayor lentitud.
– Mi fea hermana.
– Tienes que darme un nombre. Necesito un apellido. ¿Cómo te llamas de verdad?
– ¿Que cómo me llamo?
Entonces sonrió y dijo sus últimas palabras.
– Me llamo Chaplin.
Epílogo
Carl estaba cansado. Hacía cinco minutos que había dejado caer una carpeta sobre el montón de la esquina.
Resuelto, terminado y fuera del sistema.
Desde que Assad derribara al serbio en el sótano había pasado mucha agua bajo aquel puente. Los hombres de Marcus Jacobsen se hicieron cargo de los tres nuevos casos de incendio, pero el viejo caso de 1995 en Rødovre se lo quedó el Departamento Q. La guerra de bandas tenía demasiado ocupados a los del segundo piso.
Encarcelaron a gente tanto en Serbia como en Dinamarca, y solo faltaban un par de confesiones. Como si fueran a conseguirlas, decía siempre Carl. Los serbios que habían detenido preferían pudrirse quince años en una cárcel danesa que enemistarse con quienes habían organizado todo.
El resto dependía del fiscal.
Se desperezó y estuvo pensando en echar unos minutos de siesta a la luz de la pantalla plana en la que el canal de noticias no paraba de soltar disparates acerca de un ministro que no era capaz de montarse en una bici sin caerse y romperse varios huesos.
Entonces sonó el teléfono. Puñetero invento.
– Tenemos visita aquí arriba, Carl -informó Marcus por el auricular-. ¿Podéis subir un momento? ¿Los tres?
Llevaba lloviendo diez días sin parar, y era julio. El sol debía de estar hibernando. ¿Por qué diablos tenían que subir hasta el segundo piso? Allí arriba estaba casi tan oscuro como en el sótano.
Al subir las escaleras no dijo palabra a Rose ni a Assad. Putas vacaciones. Jesper se pasaba todo el día en casa, y su novia también. Morten se había ido de vacaciones en bici con un tal Preben, y no tenía prisa por volver. Mientras tanto, habían contratado a una enfermera para Hardy, y Vigga estaba dando la vuelta a la India con un hombre que ocultaba metro y medio de pelo bajo el turbante.
Y allí estaba él, mientras Mona y su familia se ponían morenos en Grecia. Si al menos Rose y Assad hubieran cogido vacaciones, habría podido poner los pies sobre la mesa y pasar la jornada laboral en compañía del Tour.
Odiaba las vacaciones. Sobre todo cuando no era él quien las cogía.
En el segundo piso miró al sitio vacío de Lis. Tal vez estuviera otra vez de vacaciones en la autocaravana con su fogoso marido. Tal vez habría sido más provechoso si se hubiera tratado de la señora Sørensen. Seguro que unos revolcones en la autocaravana podían hacer estremecerse incluso a una momia como ella.
Saludó amable a la bruja con la cabeza, y ella levantó el dedo corazón. Qué sofisticada. Desde luego, aquella arpía avinagrada estaba al día.
Al abrir la puerta del despacho de Marcus Jacobsen, Carl se topó con el rostro de una mujer que no conocía.
– Pasad -invitó Marcus desde su silla-. Mia Larsen ha venido con su marido a daros las gracias.
Carl reparó en el hombre que estaba a un lado. Lo conocía. Era el tipo que estaba frente a la casa en llamas de Roskilde. Kenneth, el que sacó a la mujer. La pobre mujer rígida de aquella vez ¿era realmente la misma que lo miraba ahora con timidez?
Rose y Assad le estrecharon la mano, y Carl hizo lo propio tras una vacilación.
– Perdonen -se disculpó la joven-. Ya sé que tienen trabajo, pero queríamos darles las gracias en persona por haberme salvado la vida.
Se quedaron un rato mirándose. Carl no tenía ni idea de qué decir.
– No puede decirse, o sea, que fuera fácil -indicó Assad.
– Más bien, o sea, lo contrario -añadió Rose.
Los demás rieron.
– ¿Estás bien? -preguntó Carl.
La mujer respiró hondo y se mordió el labio.
– Quería preguntar cómo les va a los dos niños. Se llamaban Samuel y Magdalena, ¿verdad?
Carl alzó un poco las arrugas de la frente.
– Si quieres que sea franco, nunca podremos saberlo. Los dos chicos mayores se han ido de casa, y creo que a Samuel le va bien. En cuanto a Magdalena y sus otros dos hermanos, la comunidad se ha encargado de ellos, por lo que he oído. Puede que sea mejor así, no lo sé. Es muy duro para un niño perder a sus padres.
Ella asintió con la cabeza.
– Sí, lo comprendo. Mi exmarido ha causado mucho mal. Si hay algo que pueda hacer por la niña, espero poder hacerlo.
Después trató de sonreír, pero no lo consiguió hasta que logró decir la siguiente frase.
– Es duro para un niño perder a sus padres, pero también es duro para una madre perder a su hijo.
Marcus Jacobsen le puso la mano en el brazo.
– Seguimos investigando el caso, Mia Larsen. La Policía está trabajando al máximo con la información que has traído. A largo plazo se verá si el esfuerzo es suficiente. En este país no se puede esconder a un niño para siempre.
La mujer dejó caer la cabeza cuando Marcus dijo «para siempre». Seguro que Carl habría empleado otras palabras.
Entonces habló el joven.
– Solo queríamos decirles que estamos agradecidos -explicó con la mirada posada en Carl y Assad-. Otra cosa es que la incertidumbre está a punto de destrozar a Mia.
Pobre pareja. ¿Por qué no hablar con franqueza de aquello? Habían pasado cuatro meses y seguían sin encontrar al niño. No se habían puesto los medios en los diversos departamentos, y ahora sería demasiado tarde.
– Es que no sabemos mucho -reconoció Carl-. La hermana de tu exmarido se llama Eva, eso ya lo sabemos. Pero ¿y el apellido? ¿Cómo se apellidaba tu marido? Puede ser cualquiera. Ni siquiera sabemos su verdadero nombre de pila. De hecho, no sabemos nada sobre su pasado. Solo que el padre de Eva y de tu exmarido era pastor. En cuanto a eso, puede decirse que Eva no es un nombre extraño para hijas de pastores. Bueno, sabemos que ahora debe de tener unos cuarenta años, pero eso es todo. La fotografía de Benjamin está colgada en todas las comisarías, y la última novedad es que mis compañeros han pedido a las autoridades de asuntos sociales que no pierdan de vista el caso. Es lo que tenemos, de momento.
La mujer hizo un gesto afirmativo. Era evidente que no deseaba interpretar el mensaje como algo que fuera a disminuir sus esperanzas. Por supuesto que no lo quería.
Entonces el joven sacó un ramo de rosas y dijo que Mia buscaba a diario en todas partes alguna publicación religiosa o recorte de periódico donde apareciera la fotografía del padre de su exmarido. Que se había convertido para ella en un trabajo a jornada completa, y que si averiguaba algo serían los primeros en saberlo.
Luego tendió las flores a Carl y dio las gracias.
Cuando se marcharon, se quedó un rato con mal sabor de boca y el ramo de rosas en la mano. Había por lo menos cuarenta rosas rojas. Carl habría preferido no tenerlas.
Sacudió la cabeza. No podían estar en su escritorio, no lo soportaría, pero tampoco debían terminar en casa de Yrsa y Rose. A saber qué consecuencias podría tener.
Dejó el ramo en la mesa de la señora Sørensen cuando pasaron a su lado.
– Gracias por mantenerte al timón, señora Sørensen -fue todo lo que dijo, dejándola en una vorágine de desconcierto y protestas mudas.
Se miraron entre ellos al bajar las escaleras.
– Ya sé lo que estáis pensando -dijo, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.
Ahora tendrían que enviar un escrito a todas las instancias y autoridades de Dinamarca que pudieran disponer de información sobre un niño con la edad y aspecto de Benjamin, y que podría haber aparecido en algún lugar indebido. De hecho, esa era la información que ya había hecho circular la Policía.
Pero esta vez, con el pequeño añadido de que se pedía a los responsables de las instituciones que se encargaran personalmente del caso.
Así se daría con toda seguridad prioridad a la tarea y se encomendaría de inmediato a las personas adecuadas.
Las dos últimas semanas Benjamin había aprendido por lo menos cincuenta palabras, y a Eva le costaba seguir su ritmo.
Pero también habían hablado mucho los dos, porque Eva quería a aquel niño más que a nada en el mundo. Ahora eran una pequeña familia, y su marido pensaba lo mismo.
– ¿Cuándo van a venir? -preguntó su marido por décima vez aquel día. Había pasado horas trabajando. Pasar el aspirador, hornear pan, los pequeños quehaceres para con Benjamin. Todo debía estar perfecto para aquella reunión.
Eva sonrió. Era increíble cómo había transformado sus vidas aquel niño.
– Ya las oigo llegar. ¿Me acercas a Benjamin, Willy?
Sintió la suave mejilla del niño contra la suya.
– Ahora va a venir alguien que nos va a decir si puedes quedarte con nosotros, Benjamin -le susurró al oído-. Yo creo que sí que puedes. ¿Tú quieres quedarte con nosotros, cariño? ¿Quieres quedarte con Eva y Willy?
El niño se apretó contra ella.
– Eva -dijo, y se echó a reír.
Entonces ella notó que Benjamin señalaba hacia el pasillo, donde se oían voces.
– Viene alguien -dijo.
Ella lo abrazó y le ajustó un poco la ropa. Willy le había dicho que tuviera los ojos cerrados, que así no tenía un aspecto tan intimidatorio. Después aspiró hondo, rezó una oración y dio un fuerte abrazo al niño.
– Todo saldrá bien -susurró.
Las voces eran amables, las conocía. Eran las mujeres que debían encargarse de las formalidades, y ya la habían visitado antes.
Las dos se acercaron y le dieron la mano. Manos buenas, cálidas. Dijeron algo a Benjamin y se sentaron a cierta distancia.
– Bueno, Eva, hemos estudiado vuestras circunstancias, y no puede decirse que seáis los solicitantes más típicos que hayamos tenido.
»Aun así, has de saber que hemos decidido no tener en cuenta tu discapacidad visual. Otras veces ya hemos concedido a algún invidente autorización para adoptar, y en cuanto a la operatividad y actitud básica, no pensamos que vaya a ser ningún obstáculo.
Eva sintió que una fuente brotaba en su interior. Ningún obstáculo, decían. Así que sus plegarias habían sido atendidas.
– Estamos impresionados por vuestra capacidad de ahorro con vuestros modestos ingresos: habéis demostrado que sois capaces de llevar la economía mejor que la mayor parte de la gente. Y también nos hemos dado cuenta de que has adelgazado mucho en muy poco tiempo, Eva. Veinticinco kilos en apenas tres meses, dice Willy, es bastante extraordinario. Y tienes mejor aspecto, Eva.
Eva sintió calor en el cuerpo. Su piel se estremeció. Hasta Benjamin se dio cuenta.
– Eva es buena -dijo el chico. Eva notó que saludaba con la mano a las señoras. Willy decía que quedaba enternecedor cuando lo hacía. Aquel niño era una bendición.
– Estáis bien instalados aquí. Nos damos cuenta de que puede ser un buen hogar para crecer.
– También juega en vuestro favor que Willy haya conseguido un buen trabajo -explicó la otra. Una voz algo más grave, de alguien mayor-. Pero Eva, ¿no crees que puede ser un problema para ti que ahora no vaya a estar mucho en casa?
Eva sonrió.
– ¿Porque tendría que arreglármelas sola con Benjamin? -replicó, volviendo a sonreír-. Soy ciega desde la adolescencia. Pero no creo que haya muchos de los que ven que vean tan bien como yo.
– ¿Por qué lo dices? -quiso saber la voz grave.
– ¿No se trata acaso de percibir cómo están quienes te rodean? Yo lo percibo bien. Conozco las necesidades de Benjamin antes que él. Noto por la voz cómo se siente la gente. Por ejemplo, usted está muy contenta ahora. Creo que su corazón sonríe. ¿Se siente muy feliz por algo?
Ambas rieron un poco.
– Pues ahora que lo dices, sí. Esta mañana he sido abuela.
Eva le dio la enhorabuena y respondió un montón de preguntas prácticas. Sin duda, a pesar de su incapacidad y de la edad de Willy y de ella, iban a proponerles seguir adelante con los trámites. Y eso era lo que deseaban ellos. Si lo conseguían se habrían acabado los problemas.
– De momento se trata de un reconocimiento como familia adoptiva. Mientras sigamos sin saber qué ha ocurrido con tu hermano, es natural que sea lo único que podemos hacer. Pero, teniendo en cuenta vuestra edad, debemos considerar esto como una maniobra preparatoria a la adopción.
– ¿Cuánto tiempo lleváis sin noticias de tu hermano? -preguntó la primera. Era, quizá, la quinta vez que hacía la pregunta entre las dos visitas.
– Desde marzo, cuando vino a entregarnos a Benjamin. Nos tememos que la madre de Benjamin haya muerto por alguna enfermedad. Al menos, mi hermano decía que estaba muy grave -informó, y se santiguó-. Mi hermano era de naturaleza sombría. Si la madre de Benjamin ha muerto, mucho nos tememos que él la haya seguido.
– No hemos logrado averiguar quién es la madre de Benjamin. En el certificado de nacimiento que nos disteis es imposible leer el número de su registro civil. ¿Creéis que se ha mojado?
Eva se alzó de hombros.
– Lo más seguro. Estaba así cuando nos lo dieron -dijo su marido desde el rincón.
– Por lo visto, los padres de Benjamin eran una pareja de hecho. Al menos, partiendo del número de registro de tu hermano, no podemos ver que se haya casado nunca. En general, es bastante difícil seguir la trayectoria de tu hermano. Vemos que hace bastantes años quiso ingresar en las fuerzas especiales, pero a partir de entonces es como si toda la información sobre él empezara a difuminarse hasta desaparecer.
– Así es -corroboró-. Como he dicho antes, era de naturaleza sombría. La verdad es que nunca nos confiaba nada de su vida.
– Pero sí que os confió a Benjamin.
– Eso sí.
– Benjamin y Eva -dijo el niño, deslizándose hasta el suelo.
Eva lo oyó haciendo pinitos sobre la alfombra.
– Mi coche es grande -dijo Benjamin-. Muy bonito.
– Hay que ver cómo crece -dijo la voz grave-. Va muy adelantado para su edad.
– Sí, se parece a su abuelo. Era un hombre muy sabio.
– Ya conocemos tu historia, Eva. Eres hija de pastor. Tu padre era pastor no muy lejos de aquí, lo sé. Tengo entendido que era muy apreciado.
– El padre de Eva era un hombre fantástico -dijo Willy por detrás. Eva sonrió. Era lo que decía siempre su marido, pese a no haberlo conocido.
– Mi peluche -dijo Benjamin-. Es muy bonito. Peluche tiene lazo azul.
Rieron un poco.
– Nuestro padre nos dio una buena educación cristiana -continuó Eva-. Willy y yo hemos pensado educar a Benjamin con ese espíritu, si es que las autoridades dejan que se quede con nosotros. La visión que tenía mi padre de la vida será nuestra pauta a seguir.
Notó que aquello les gustaba. El silencio daba calidez al momento.
– Ya sabéis que debéis acudir a un cursillo de dos fines de semana para prepararos para la adopción, antes de que intervenga el Consejo de adopciones para tomar una decisión de reconocimiento. Y, aunque no sabemos cuál será el resultado, creo que podréis explicar las grandes cuestiones de la vida mejor que la mayoría, así que…
Eva notó que se callaban. Como si de pronto hubieran extraído la calidez de la estancia. Hasta Benjamin dejó de corretear.
– Mira -dijo-. Luz azul. Luz azul brillante.
– Creo que es la Policía -informó Willy-. ¿Habrá habido un accidente?
Eva pensó que sería algo sobre su hermano. Fue lo que pensó hasta que escuchó las voces en el pasillo, y cómo su marido protestaba al principio y después parecía enfadarse.
Después oyó pasos en el salón, y cómo las dos señoras se retiraban educadamente.
– ¿Es él, Mia Larsen? -preguntó una voz de hombre que no reconoció.
Se oyeron unos cuchicheos. No pudo oír qué se decía. Parecía que un hombre explicaba algo a las dos señoras con quienes había estado hablando.
Su marido empezó a levantar la voz desde el pasillo. ¿Por qué no entraba a la sala?
Luego oyó llorar a una mujer joven. Primero a distancia, después más cerca.
– Por Dios, ¿qué ocurre? -preguntó.
Notó que Benjamin se le acercaba. Que la cogía de la mano y ponía una pierna sobre su rodilla. Luego tiró de él hacia arriba.
– ¿Eva Bremer? Somos de la Policía de Odense, y venimos con la madre de Benjamin, que desea llevarlo a casa.
Eva contuvo la respiración. Pidió a Dios que todos desaparecieran. Le pidió que la dejara despertar de aquella pesadilla.
Se acercaron a ella, y entonces oyó a la mujer hablar con Benjamin.
– Hola, Benjamin -lo saludó con voz temblorosa. Una voz que no debería estar allí. Que debería estar lejos-. ¿No conoces a mamá?
– Mamá -dijo Benjamin. Parecía asustado y se acurrucó en el regazo de Eva. Después continuó, aferrado a su cuello-. Mamá. Benjamin miedo.
Se hizo el silencio en la estancia. Por un momento, Eva solo oyó la respiración del chico. La respiración de aquel chico que amaba más que su propia vida.
Después percibió otra respiración. Igual de profunda y angustiada. Escuchó y sintió que sus manos empezaban a temblar tras la espalda de Benjamin.
Oyó aquella respiración y, al final, la suya.
Tres personas respirando hondo. Con miedo y angustia ante los próximos segundos.
Apretó al niño contra sí. Contuvo la respiración para no llorar. Apretó al niño tan fuerte que parecían ser uno.
Luego aflojó su presa. Tomó la manita y la apretó con fuerza. Por un momento luchó contra el llanto, pero después tendió su mano, que aún agarraba la mano del niño. Se quedó callada un breve instante, y después oyó su propia voz, lejana.
– ¿Has dicho que te llamas Mia?
Oyó un «sí» precavido.
– Ven, Mia. Ven aquí con nosotros, que te sintamos.
Agradecimientos
Muchísimas gracias a Hanne Adler-Olsen por su inspiración y estímulo diarios y por su aportación lúcida y perspicaz. Gracias también a Elsebeth Wæhrens, Freddy Milton, Eddie Kiran, Hanne Petersen, Micha Schmalstieg y Karlo Andersen por sus indispensables y minuciosos comentarios, y a Anne C. Andersen por su mirada aguda y su energía chispeante. Gracias a Henrik Gregersen, del periódico local de Frederikssund. Gracias a Gitte y Peter Q. Rannes y al Centro para Escritores y Traductores de Hald, así como a Steve Schein por su enorme hospitalidad cuando más falta hacía. Gracias a Bo Thisted Simonsen, subdirector del Departamento de Genética Forense. Gracias al comisario de policía Leif Christensen por compartir generosamente su experiencia y por sus correcciones relacionadas con la Policía. Gracias al jefe de máquinas Jan Andersen y al subcomisario de Policía René Kongsgart por las horas instructivas concedidas en Jefatura, y al agente de policía Knud V. Nielsen por su afabilidad y hospitalidad en la Asociación Funeraria de la Policía de Copenhague.
Gracias a los fantásticos lectores que habéis visitado mi página web, www.jussiadlerolsen.com y me habéis animado a seguir escribiendo en jussi@dbmail.dk.
Jussi Adler-Olsen