Gene Wolfe
La Ciudadela del Autarca
A las dos de la mañana si abres la ventana y escuchas
Oirás los pies del viento que va a llamar al sol.
Y susurran los árboles en sombras y relucen los que alumbra la luna.
Y aunque sea noche profunda y cerrada, te parece.
Que la noche se ha acabado.
I — El soldado muerto
Yo nunca había visto la guerra, ni siquiera había hablado largamente de ella con alguien que la hubiera visto, pero era joven y sabía algo de la violencia, y por eso creía que la guerra sólo sería una experiencia nueva para mí, como muchas otras cosas: mi autoridad en Thrax, digamos, o mi huida de la Casa Absoluta.
La guerra no es una experiencia nueva; es un nuevo mundo. Sus habitantes son más diferentes de los seres humanos que Famulimus y sus amigos. Sus leyes son nuevas y hasta su geografía es nueva, porque es una geografía en la cual colinas y hondonadas se elevan a la importancia de ciudades. Así como nuestra familiar Urth contiene monstruosidades como Erebus, Abaia y Arioc, en el mundo de la guerra acechan esos monstruos llamados batallas, cuyas células son individuos pero tienen vida e inteligencia propias, y a los cuales uno se aproxima por entre un cada vez más denso despliegue de portentos.
Una noche me desperté mucho antes del amanecer. Todo parecía en calma y yo temí que se hubiera acercado algún enemigo, como si su malignidad me hubiera agitado la mente. Me incorporé y miré alrededor. Las colinas se perdían en la oscuridad. Yo estaba en un nido de hierba alta, un nido que había apisonado para dormir. Cantaban los grillos.
Lejos, al norte, mi ojo captó algo: un relámpago violeta, pensé, justo en el horizonte. Miré el punto de donde parecía haber venido. Acababa de convencerme de que lo que creía haber visto no era sino una deficiencia de la visión, quizás un efecto tardío de la droga que me habían dado en la casa del atamán, cuando un poco a la izquierda del punto que había estado mirando hubo un fulgor magenta.
Seguí allí de pie durante una guardia o más, recompensado de vez en cuando con esos misterios de luz. Al fin, convencido de que estaban a mucha distancia y no se acercaban, y de que no parecían cambiar de frecuencia, cuyo promedio era de uno por cada quinientos latidos de mi corazón, me eché de nuevo. Y porque a esas alturas estaba despierto del todo, advertí que la tierra temblaba muy ligeramente debajo de mí.
Cuando por la mañana volví a despertarme el temblor había cesado. Mientras andaba, estuve un rato observando diligentemente el horizonte pero no vi nada perturbador.
Hacía dos días que no comía y se me había pasado el hambre, pero era consciente de que no tenía mi fuerza de costumbre. En esa jornada encontré dos casitas en ruinas, y entré en cada una en busca de comida. Si algo había quedado, se lo habían llevado largo tiempo atrás; hasta las ratas se habían ido. En la segunda casa había un poso, pero hacía mucho que habían tirado allí algo muerto, y de todos modos no había forma de llegar al agua hedionda. Seguí mi camino, deseando beber algo y también un bastón mejor que la serie de varas podridas que había estado usando. En las montañas, valiéndome de Terminus Est, había descubierto cuánto más fácil es caminar con un bastón.
Hacia el mediodía encontré un sendero y lo seguí, y poco después oí ruido de cascos. Me oculté en un lugar desde donde podía mirar el camino; un momento después un jinete repechó la colina próxima y pasó frente a mí como un rayo. Por lo que vislumbré, llevaba una armadura semejante a la de los dimarchi de Abdiesus, pero la capa rígida al viento no era roja sino verde y el yelmo parecía tener una visera como las de las gorras. Quienquiera que fuese, iba magníficamente montado: aunque su destriero tenía la boca barbada de espuma y los flancos relucientes, volaba como si la señal de partir hubiera sonado hacía sólo un instante.
Habiendo encontrado un jinete en el sendero, esperé otros. No hubo ninguno. Caminé largo rato en calma, oyendo los cantos de los pájaros y viendo muchos rastros de caza. Luego (para mi inexpresable placer) el sendero vadeó un joven arroyo. Di una docena de pasos hasta un paraje donde la corriente era más profunda y serena sobre un lecho de grava blanca. Unos pececillos huyeron de mis botas casi en la superficie del agua (signo de que era buena), que aún guardaba el frío de los picos y el recuerdo dulce de la nieve. Bebí una y otra vez, y una vez más, hasta que ya no pude, y luego me quité la ropa y por muy fría que estuviese me lavé. Una vez que hube terminado de bañarme y vestirme, y vuelto al sendero que cruzaba el arroyo, vi al otro lado dos marcas de arcilla donde un animal se había agachado a beber. Se superponían a las de los cascos de la montura del oficial, y cada una era grande como una fuente de mesa, sin rastros de garras más allá de las suaves huellas de los dedos. Una vez el viejo Midan, que había sido cazador de mi tío cuando yo era la niña-muchacho Thecla, me había contado que los esmilodontes sólo bebían después de haberse atiborrado, y que una vez atiborrados y bebidos no eran peligrosos si no los molestaban. Seguí adelante.
El sendero serpeaba por un valle boscoso y luego subía a un paso entre las colinas. Cuando estaba cerca del punto más alto, descubrí un árbol de dos palmos de diámetro que (parecía) alguien había partido por el medio más o menos a la altura de mis ojos.
Tanto el extremo del tocón como el del tronco caído estaban mellados, no como los hubiera dejado el trabajo parejo de un hacha. A lo largo de las dos a tres leguas siguientes vi varias docenas así. A juzgar por la falta de hojas en las partes caídas, y en ciertos casos de corteza, y los brotes nuevos que habían generado los tocones, el daño había sido hecho al menos hacía un año, tal vez más.
Por fin el sendero desembocó en un verdadero camino, del cual yo algo había oído hablar muchas veces, pero que nunca había encontrado excepto entre ruinas. Se parecía mucho al viejo camino que bloqueaban los ulanos cuando al salir de Nessus yo me había visto separado del doctor Talos, Calveros, Jolenta y Dorcas, pero me sorprendió la nube de polvo que colgaba encima. No crecía en él ninguna hierba, pero era más ancho que la mayoría de las calles de ciudad.
No tenía alternativa; decidí seguirlo. Los árboles del borde eran achaparrados, y la maleza asfixiaba los espacios entre ellos. Al principio tuve miedo, porque me acordé de las lanzas ardientes de los ulanos; sin embargo era probable que allí ya no rigiera la ley que prohibía usar los caminos, o que en éste ya no hubiera tanto tránsito como en otro tiempo; y cuando poco después oí detrás voces y un ruido de muchos pies en marcha, lo único que hice fue apartarme uno o dos pasos hacia los árboles y observar abiertamente cómo pasaba la columna.
Delante iba un oficial montado en una hermosa bestia azulenca que tascaba el freno, y en cuyos colmillos sin limar se habían engarzado piedras de color turquesa, como en las bardas y la empuñadura del estoque del dueño. Los hombres que lo seguían eran antepilanos de la infantería pesada, de hombros anchos y cintura angosta, con caras bronceadas e inexpresivas. Llevaban korsekes de tres puntas, escarcinas y alabardas de pesada cabeza. Esta mezcla de armamentos, así como ciertas discrepancias entre las insignias y equipos, me indujo a creer que en sus filas había restos de formaciones anteriores. Si ése era el caso, los combates que debían haber visto los habían dejado flemáticos. Avanzaban balanceándose, unos cuatro mil en total, sin entusiasmo, reticencia ni muestra alguna de fatiga, con barbas descuidadas, pero no desaseados, y parecían mantener el paso sin pensar ni esforzarse.
Los seguían carretas tiradas por trilofodontes que gruñían y trompeteaban. Al verlos me arrimé al borde del camino, pues gran parte de la carga que llevaban era claramente comida; pero hombres montados flanqueaban las carretas, y uno me llamó, me preguntó a qué unidad pertenecía y luego me ordenó que me acercara. En vez de hacerlo huí, y aunque estaba bien seguro de que él no podía cabalgar entre los árboles ni abandonaría el destriero para perseguirme a pie, corrí hasta perder el aliento.
Cuando por fin me detuve, fue en un claro en calma donde una luz verdosa se filtraba entre las hojas de árboles altos y flacos. El musgo que cubría el suelo era tan espeso que tuve la impresión de que caminaba sobre la densa alfombra de la oculta sala de pinturas, donde había encontrado al Señor de la Casa Absoluta. Por un momento apoyé la espalda en uno de los troncos delgados, escuchando. No se oía ningún ruido salvo el jadeo de mi respiración y el rugido de marea de la sangre en mis oídos.
Con el tiempo advertí un tercer sonido: el zumbido de una mosca. Me enjugué la cara empapada con el borde de la capa de mi gremio. La capa estaba tristemente gastada y descolorida, y de pronto recordé que era la misma que el maestro Gurloes me había puesto sobre los hombros cuando yo emprendí mi viaje, y que era probable que muriera envuelto en ella. El sudor que había absorbido estaba frío como el rocío, y un olor de tierra húmeda colmaba el aire.
El zumbido de la mosca cesó y luego volvió a empezar: acaso fuera más insistente, acaso sólo lo pareciese porque yo había recobrado el aliento. Distraído, la busqué con la mirada y la vi perforar un haz de luz que había a unos pasos, y luego posarse en un objeto marrón que asomaba por detrás de uno de los árboles.
Una bota.
Yo no tenía ningún tipo de arma. Por lo común no habría temido enfrentarme a un solo hombre sin nada más que las manos, sobre todo en un lugar así, donde manejar una espada habría sido imposible; pero sabía que me faltaba buena parte de las fuerzas, y estaba descubriendo que el ayuno también destruye parte del coraje; o acaso sólo consume una parte, dejando el resto para otras exigencias.
Como fuera, avancé con cautela, de lado y sin hacer ruido, hasta que lo vi. Estaba tumbado con una pierna doblada bajo el cuerpo y la otra extendida. junto a la mano derecha había una cimitarra, y la atadura de cuero le ceñía aún la muñeca. El sencillo barbote había rodado a un paso de la cabeza. La mosca trepó por la bota hasta llegar a la carne desnuda, justo antes de la rodilla, y luego echó de nuevo a volar con un ruido de sierra pequeña.
Supe que estaba muerto, por supuesto, y pese al alivio sentí que la impresión de aislamiento volvía como una tromba, aunque no había advertido que se alejara. Lo tomé por el hombro y lo di vuelta. El cuerpo aún no se había hinchado pero, aunque débil, el olor de la muerte ya estaba allí. La cara se había ablandado como una máscara de cera al calor de las llamas; era imposible saber con qué expresión había muerto. Había sido joven y rubio, con una de esas caras agradables y cuadradas. Busqué una herida pero no la encontré.
Las correas de la mochila estaban tan ajustadas que no pude quitársela ni aflojar siquiera las ataduras. Al fin le saqué el cuchillo que llevaba en el cinturón y las corté; luego clavé la punta en un árbol. Una manta, un trozo de papel, una sartén ennegrecida, dos pares de toscos calcetines (muy bien recibidos) y, lo mejor de todo, una cebolla y media hogaza de pan negro envueltos en un trapo limpio, y cinco lonjas de carne y un pedazo de queso envueltos en otro.
Primero comí el pan y el queso, obligándome, cuando advertí que no podía comer despacio, a levantarme cada tres bocados y caminar. El pan ayudaba porque había que masticarlo mucho tiempo; sabía precisamente como el pan duro que solíamos dar a nuestros clientes en la Torre Matachina, pan que, mas por travesura que por hambre, yo había robado una o dos veces. El queso era fuerte, seco y salado, pero de todos modos me pareció excelente; pensé que nunca había probado un queso semejante, y sé que desde entonces no he vuelto a probarlo. Era como si estuviera comiendo vida. Me dio sed, y aprendí que la cebolla la apacigua estimulando las glándulas salivales.
Cuando llegué a la carne, que también estaba muy salada, empecé a preguntarme si debía reservarla para la noche, y decidí comer una lonja y guardar las otras cuatro.
Desde el amanecer el aire había estado quieto, pero ahora soplaba una brisa débil que me refrescaba las mejillas, agitaba las hojas, y castañeteando por el musgo, envió contra un árbol el papel que yo había sacado de la mochila del soldado muerto. Masticando todavía y tragando, lo fui a buscar y lo levanté. Era una carta; supongo que no había tenido tiempo de enviarla, o quizá de completarla. La escritura era sesgada, y más pequeña de lo que yo habría imaginado, aunque tal vez sólo se debiera al deseo de acumular muchas palabras en la pequeña hoja, que parecía haber sido la última que él tenía.
Ah, mi amor, estamos cientos de leguas al norte del lugar de donde te escribí la última vez, ya que hemos avanzado a marchas forzadas. Tenemos suficiente comida y de día está cálido, aunque por la noche a veces pasamos frío. Makar, de quien te hablé, se ha enfermado y le han permitido quedarse atrás. Entonces muchísimos otros alegaron que estaban enfermos y fueron obligados a marchar delante de nosotros sin armas y llevando doble peso y vigilados. En todo este tiempo no hemos visto ninguna huella de los ascios, y los rastreadores nos han dicho que todavía están a varios días de camino. Durante tres noches los sediciosos mataron centinelas, hasta que pusimos tres hombres en cada puesto y unas patrullas que vigilaban nuestro perímetro. La primera noche me asignaron a una de esas patrullas y me resultó muy inquietante, porque temía que alguno de mis camaradas me degollara en la oscuridad. Me pasé el tiempo apurando el paso sobre raíces y escuchando cómo cantaban junto al fuego:
«El sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada.
Bebamos hoy a placer, que corra la capa amiga.
Amigo, ojalá cuando disparen los tiros pasen lejos;
te deseo un buen botín, pero conmigo a tu lado.
Bebamos hoy a placer, que corra la copa amiga;
el sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada.”
Naturalmente no vimos a nadie. Los sediciosos se llaman a sí mismos vodalarios, por el nombre deljefe, y se dice que son combatientes escogidos. Ybien pagos, porque tienen el apoyo de los ascios…
II — El soldado vivo
Dejé a un lado la carta a medio leer y miré al hombre que la había escrito. El disparo de la muerte no le había pasado lejos; ahora miraba el sol con ojos azules sin lustre, guiñando casi uno, el otro del todo abierto.
Mucho antes de ese momento yo habría debido acordarme de la Garra, pero no lo había hecho. Tal vez, ansioso por robar las provisiones del muerto, había suprimido la idea sin pensar que él podría haber compartido su comida con quien lo había rescatado de la muerte. Ahora, a la mención de Vodalus y sus seguidores (quienes, pensaba, me ayudarían sin duda si yo fuera capaz de encontrarlos), me acordé de ella en seguida y la saqué. Al sol del verano parecía chispear, más brillante por cierto de lo que yo la había visto nunca en su caja de zafiro. Lo toqué con la Garray luego, urgido por no sé qué impulso, se la puse en la boca.
Como tampoco esto obró nada, la tomé entre el pulgar y el índice y apreté la punta contra la suave piel de la frente. El soldado no se movió ni respiró, pero una gota de sangre, fresca y viscosa como la de un vivo, manó y me manchó los dedos.
Los retiré, me sequé la mano con unas hojas y habría vuelto a la carta si no hubiera oído crujir una rama a cierta distancia. Por un momento no pude decidir si esconderme, huir o luchar; pero era difícil hacer lo primero con éxito, y de lo segundo yo ya estaba harto. Recogí la cimitarra del muerto, me envolví en mi capa y aguardé.
No se presentó nadie; al menos nadie visible para mí. El viento suspiró levemente entre las copas de los árboles. Al parecer la mosca se había ido. Tal vez yo sólo había oído a un ciervo que saltaba entre las sombras. Había viajado tanto sin ninguna arma útil que me permitiera cazar que casi había olvidado la posibilidad. Ahora, examinando la cimitarra, me encontré deseando que fuera un arco.
A mis espaldas se agitó algo y me volví a mirar. Era el soldado. Temblaba de pies a cabeza; de no haber visto el cadáver, yo habría creído que se estaba muriendo. Me incliné y le toqué la cara; seguía estando fría, y tuve la necesidad impulsiva de encender una fogata.
En la mochila yo no había visto nada para hacer fuego, pero sabía que no faltaba en el equipo de ningún soldado. Le hurgué los bolsillos y encontré unos aes, un cuadrante de los que marcan el tiempo, un pedernal y un percutor. Bajo los árboles había leña menuda en abundancia: el riesgo era incendiarlo todo. Limpié un espacio con las manos apilando lo barrido en el centro, lo encendí y luego junté unas ramas podridas, las partí y las puse al fuego.
Brillaba más de lo que había esperado: el día estaba acabando y pronto sería de noche. Miré al hombre muerto. Ya no le temblaban las manos; estaba en silencio. La carne del rostro parecía más tibia. Pero sin duda era por el calor de las llamas. Aunque la mancha de sangre en la frente casi se había secado, parecía captar la luz del sol agonizante y brillaba como una especie de gema carmesí, un rubí de sangre de paloma caído del montón de un tesoro. Aunque nuestra fogata daba poco humo, me pareció fragante como incienso, y como incienso se alzaba recto hasta perderse en la oscuridad creciente, sugiriendo algo que yo no podía recordar del todo. Me sacudí y busqué más leña, que partí y amontoné hasta tener una pila que consideré suficiente para la noche.
Los anocheceres en Orithya no eran ni con mucho tan fríos como en las montañas, o incluso en los alrededores del lago Diuturna, así que aunque me acordé de la manta que había encontrado en la mochila del muerto no llegué a necesitarla. Mi tarea me había calentado, la comida me había dado vigor y por un rato me paseé en la penumbra, blandiendo la cimitarra cuando esos ademanes guerreros convenían a mis pensamientos pero siempre manteniendo el fuego entre el muerto y yo.
Como a menudo he dicho en esta crónica, los recuerdos siempre se me han aparecido casi como alucinaciones. Esa noche sentí que podía perderme en ellos para siempre, haciendo de mi vida no una línea recta sino un rizo. Todo cuanto les he descrito volvió en tumulto, y un millar de cosas más. Vi la cara de Eata y su mano pecosa cuando intentaba deslizarse entre los barrotes de la necrópolis, y la tormenta que había contemplado una vez en las torres de la Ciudadela, debatiéndose y restallando en relámpagos; sentí la lluvia que me corría por la cara, mucho más fresca que el tazón matinal en nuestro refectorio. La voz de Dorcas me murmuró al oído: «Sentada en una ventana… platillos y una reja. ¿Qué harás, convocar Erinias para que me destruyan?» Sí. Claro que sí, de haber podido lo habría hecho. De haber sido Hethor, las habría traído desde algún horror escondido tras el mundo, aves con cabeza de bruja y lengua de víbora. A mi orden habrían segado los bosques como si fueran trigo y arrasado ciudades con sus grandes alas… y con todo, de haber podido, a último momento yo habría aparecido para salvarla: no para alejarme después fríamente como deseamos todos cuando, de pequeños, nos imaginamos rescatando y humillando al ser querido que nos hizo una supuesta ofensa, sino para alzarla en mis brazos.
Entonces, creo que por primera vez, supe qué terrible tenía que haber sido para ella, que al llegar la muerte había sido apenas una niña, y que habiendo estado muerta tanto tiempo, la hubieran hecho volver.
Y pensándolo recordé el soldado muerto cuyas provisiones había comido y cuya espada estaba empuñando, y me detuve a escuchar si respiraba o se movía. Pero tan perdido estaba en los mundos de la memoria que me parecía que la blanda tierra del bosque que pisaba había surgido de la tumba que Hildegrin había saqueado para Vodalus, y que el murmullo de las hojas era el susurro de los cipreses en nuestra necrópolis y el rumor de los rosales florecidos de púrpura, y que esperaba, esperaba en vano oír el aliento de la mujer muerta que Vodalus había levantado con una soga por debajo de los brazos, que había levantado envuelta en la mortaja blanca.
Dorcas pertenecía, ahora me daba cuenta, a ese vasto grupo de mujeres (que, por cierto, tal vez las incluya a todas) que nos traicionan; y a ese tipo especial que nos traiciona no por un rival presente sino por el tiempo pasado. Así como Morwenna, la que yo había ejecutado en Saltus, asesinó a su marido recordando sin duda el tiempo en que era libre y quizá virginal, Dorcas me había dejado porque yo no había existido (no había, así debía verlo ella inconscientemente, conseguido existir) en el tiempo en que la perdición había caído sobre ella.
(Para mí, ésa es la época dorada. Creo que, en gran medida, debo de haber atesorado el recuerdo del muchacho tosco y amable que me traía libros y capullos a la celda porque sabía que iba a ser el último amor antes de la perdición, la perdición que no era, como aprendí en esa cárcel, el momento en que me arrojaron encima el tapiz para ahogar mi grito, ni mi llegada a la Ciudadela Antigua de Nessus, ni el portazo con que se cerró la celda a mis espaldas, y ni siquiera el momento en que, bañada en una luz como en Urth no brilla nunca, sentí que el cuerpo se me rebelaba, sino el instante en que me pasé por la garganta la hoja, fría y despiadadamente aguda, del grasiento cuchillo de mondar que él había traído. Es posible que a todos nos llegue un tiempo así, y que sea voluntad de las Catanias que cada cual se castigue por lo que haya hecho. Y sin embargo, ¿se nos puede odiar tanto? ¿Se nos puede odiar en absoluto? No cuando aún recuerdo los besos que me daba en los pechos, no como para aspirar el perfume de mi carne —como los de Afrodisius, y los de aquel joven, el sobrino del chiliarca de los Compañeros— sino como si tuviese verdadera hambre de mi carne. ¿Había algo observándonos? Ahora él ha comido de mí. Despertada por el recuerdo, alzo la mano y mis dedos le acarician el pelo.) Dormí hasta tarde, envuelto en la capa. Hay un pago de la Naturaleza a los que sobrellevan privaciones; es que las menores, de las que gente de vida más fácil se quejaría, les parecen casi reconfortantes. Varias veces antes de levantarme, desperté y me felicité de pensar en lo fácil que había pasado esa noche comparada con las que había soportado en las montañas.
Por fin el sol y el canto de los pájaros me devolvieron a mí mismo. Al otro lado de nuestra fogata extinta, el soldado se movió y, creo, murmuró algo. Me senté. Había apartado la manta y yacía cara al cielo. Era una cara pálida, de mejillas hundidas; con sombras oscuras bajo los ojos y unas líneas profundas alrededor de la boca. Los ojos estaban bien cerrados, y en la nariz le siseaba el aliento.
Por un momento estuve tentado de huir antes de que despertase. Yo aún tenía la cimitarra; iba ya a devolverla, pero la retuve temiendo que la usara para atacarme. El cuchillo seguía clavado al árbol, recordándome la daga curva de Agia en el postigo de la casa de Casdoe. Se lo puse de nuevo en la vaina del cinturón; me avergonzaba pensar que yo, armado con una espada, pudiera tenerle miedo a un hombre con un cuchillo.
Sus ojos parpadearon y yo me retiré, recordando una vez que Dorcas, al despertar, se había asustado al encontrarme inclinado sobre ella. Para no parecer una silueta oscura, eché la capa atrás descubriendo los brazos y el pecho, bronceados ahora por los soles de tantos días. Oía el siseo de su respiración; y cuando pasó del sueño al despertar, él me pareció algo casi tan milagroso como el tránsito de la muerte a la vida.
Con la mirada en blanco como un niño, se sentó y miró alrededor. Se le movieron los labios pero sólo salió un sonido absurdo. Le hablé, procurando que el tono fuera amistoso. El escuchaba pero parecía no entender, y me acordé del aturdimiento del ulano que yo había revivido en el camino a la Casa Absoluta.
Me hubiera gustado ofrecerle agua, pero no tenía. En cambio, tomé una lonja de la carne salada que yo había sacado de su mochila, la corté en dos y la compartí con él.
Masticó y dio la impresión de sentirse mejor. —Levántate —dije—. Tenemos que encontrar algo de beber.
Aunque me tomó la mano y dejó que yo tirase de él hasta enderezarlo, apenas podía mantenerse en pie. Los ojos al principio tan serenos, se volvieron más alertas y a la vez más violentos. Tuve la impresión de que temía que los árboles se nos abalanzaran como un grupo de leones, pero no sacó el cuchillo ni intentó reclamar la cimitarra.
Habíamos dado tres o cuatro pasos cuando trastabilló y por poco se cae. Dejé que se apoyara en mi brazo, y juntos atravesamos el bosque rumbo al camino.
III — A través del polvo
Yo no sabía si era mejor ir hacia el norte o hacia el sur. Al norte, en algún lugar, estaba el ejército ascio, y si nos acercábamos mucho podíamos quedar atrapados en una maniobra rápida. Pero cuanto más al sur fuéramos menos probable era que encontrásemos a alguien que nos ayudase, y más que nos arrestaran por desertores. Al fin me dirigí al norte; en gran medida actué por costumbre, y todavía no estoy seguro de que haya hecho bien.
Sobre el camino ya se había secado el rocío y en la superficie polvorienta no había ninguna huella. A un lado y a otro, a lo largo de algo más de tres pasos, la vegetación era de un gris uniforme. Pronto salimos del bosque. El camino, ondulando, bajaba una colina y pasaba por un puente arqueado sobre un riachuelo en el fondo de un valle cubierto de rocas.
Lo abandonamos para bajar al río a beber y lavarnos la cara. Yo no me había afeitado desde que dejara atrás el lago Diuturna, y aunque al tomar el pedernal y el percutor del bolsillo del soldado no había notado que llevara, me aventuré a pedirle una navaja.
Menciono este incidente trivial porque fue la primera vez que yo dije algo y me pareció que él comprendía. Asintió, y metiendo la mano en la cota, sacó una de esas navajas que usan los campesinos: mitades afiladas de herraduras de buey. La pasé por la piedra de amolar que todavía llevaba y la templé en la caña de mi bota; luego le pregunté al soldado si tenía jabón. Si lo tenía, no me entendió, y al cabo de un momento, recordándome mucho a Dorcas, se sentó en una roca para mirarse en el agua. Yo ansiaba preguntarle por los campos de la Muerte, aprender todo lo que él recordara de ese tiempo que acaso sólo sea oscuro para nosotros. En vez de eso me lavé la cara en el agua fría y me afeité las mejillas y el mentón lo mejor que pude. Cuando enfundé la navaja e intenté devolvérsela, me pareció que no sabía qué hacer con ella, así que me la guardé.
La mayor parte del resto del día lo pasamos andando. Varias veces nos pararon para hacernos preguntas; más a menudo fuimos nosotros los que paramos a alguien. Poco a poco fui desarrollando una mentira compleja: era el lictor de un juez civil que acompañaba al Autarca; habíamos encontrado a ese soldado en el camino y mi señor me había ordenado ocuparme de que lo asistieran; como no hablaba, yo no sabía de qué unidad era. Esto último era muy cierto.
Cruzamos otros caminos y a veces los seguimos. Dos veces llegamos a grandes campamentos donde decenas de miles de soldados vivían en ciudades hechas de tiendas. En ambas, los que atendían a los enfermos me dijeron que si mi compañero hubiera estado sangrando le habrían vendado las heridas, pero en este caso no podían responsabilizarse. Cuando hablé con el segundo ya no le pregunté por el paradero de las Peregrinas; sólo le pedí que nos condujese adonde pudiéramos abrigarnos. Era casi de noche.
—A tres leguas de aquí hay un lazareto que tal vez os reciba. —Mi informante movió la mirada de uno a otro y pareció compadecerse casi tanto de mí como del soldado, que permanecía mudo y atónito.— Id hacia el oeste y el norte hasta que a la derecha veáis un camino menos ancho que pasa entre dos árboles grandes. Doblad por ahí. ¿Estáis armados?
Sacudí la cabeza; había vuelto a envainar la cimitarra del soldado.
—Me vi obligado a dejar la espada con los criados de mi señor: no habría podido arreglármelas con ella y con este hombre a la vez.
—Pues tened cuidado con las bestias. Os convendría llevar algo que disparase, pero yo no puedo daros nada.
Me volví para partir, pero me detuvo poniéndome una mano en el hombro.
—Si os atacan, abandónalo dijo—. Y si tienes que abandonarlo no te preocupes tanto. Yo he visto otros casos así. No es probable que se recupere.
—Ya se ha recuperado —le contesté.
Aunque el hombre no dejó que nos quedáramos ni me prestó un arma, nos dio algo de comer; y partí más animado de lo que me había sentido durante un tiempo. Estábamos en un valle donde las creciente colinas occidentales habían oscurecido el sol hacía algo más de una guardia. Mientras caminaba junto al soldado descubrí que ya no necesitaba sostenerlo por el brazo. Pude soltarlo, y siguió andando a mi lado como cualquier amigo. En realidad no tenía la cara como la de Jonas, que había sido alargada y angosta, pero una vez, mirándolo de reojo, vislumbré a alguien tan parecido a Jonas que creí haber visto un fantasma.
A la luz de la luna el camino gris era de un blanco verdoso; los árboles y las matas de los costados parecían negros. Sin pararme, me puse a hablar. Admito que en parte fue porque me sentía solo; sin embargo tenía también otras razones. Hay bestias sin duda, como el alzabo, que atacan al hombre como el zorro a las aves, pero me han dicho que hay muchas otras que esquivan la presencia humana. Pensé, además, que si le hablaba al soldado como a un hombre cualquiera, los malintencionados que pudiesen oírnos no imaginarían que él no tenía fuerzas para resistirse a un ataque.
—¿Te acuerdas de anoche? —empecé—. Dormiste muy profundamente.
No hubo respuesta.
—Quizá no te lo dije nunca, pero yo tengo la facilidad de recordarlo todo. No en cualquier momento; pero está siempre ahí; ¿sabes?, ciertos recuerdos son como clientes fugados que vagan por la mazmorra. Quizás uno no pueda mostrarlos por reclamo, pero están siempre ahí, no hay manera de que escapen.
»Aunque si lo pensamos no es del todo cierto. El cuarto y más bajo nivel de nuestra mazmorra ha sido abandonado; de todos modos nunca hay suficientes clientes para llenar los tres de arriba, y puede que a la larga el maestro Gurloes termine por abandonar el tercero. Ahora sólo los mantenemos abiertos para esos locos que ningún oficial baja a ver. Si estuvieran en alguno de los niveles superiores, el ruido perturbaría a los demás. Claro que no todos son ruidosos. Algunos son callados como tú.
Tampoco hubo respuesta. A la luz de la luna yo no veía si me prestaba atención, pero acordándome de la navaja perseveré.
—Una vez yo anduve por ahí. Por el cuarto nivel, quiero decir. Tenía un perro y lo escondía allí, pero se escapó. Fui detrás de él y descubrí un túnel que partía de nuestra mazmorra. Al fin, arrastrándome por encima de un pedestal roto, salí a un lugar llamado Atrio del Tiempo. Estaba repleto de cuadrantes de sol. Me encontré con una muchacha que era mucho más hermosa que todas las que he visto desde entonces: incluso más hermosa que Jolenta, creo, aunque no de la misma manera.
El soldado no dijo nada, pero algo me decía ahora que estaba oyendo; quizá no fuera más que un leve movimiento de cabeza visto por el rabillo del ojo.
—Se llamaba Valeria, y parecía más joven que yo, aunque quizás era mayor. Morena, de pelo rizado como Thecla, y también de oscuros. Los de Thecla eran violetas. Tenía la mejor piel que he visto, como leche espesa mezclada conjugo de fresas y granadas.
»Pero no quería hablar de Valeria sino de Dorcas. Dorcas también es hermosa, aunque muy delgada, casi como un chico. Tiene cara de peri, y la tez pecosa con pecas como motas de oro. Antes de cortárselo, llevaba el pelo largo; siempre se ponía flores.
Hice otra pausa. Había seguido hablando de mujeres porque al parecer le llamaba la atención. Ahora no podía decir si todavía me escuchaba.
—Antes de marcharme de Thrax fui aver a Dorcas. La encontré en su habitación, en una posada llamada El Nido del Pato. Estaba en la cama, desnuda, pero se tapaba con la sábana, como si nunca hubiéramos dormido juntos: nosotros, que habíamos andado y cabalgado tantas leguas, acampando en lugares donde no se había oído ninguna voz desde que la tierra asomó desde el mar, y subiendo colinas que ningún pie había pisado nunca excepto los del sol. Me iba a dejar, y yo a ella, y ninguno de los dos deseaba otra cosa, aunque al final ella se asustó y me pidió que fuera con ella.
»Dijo que pensaba que la Garra tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre Inire sobre la distancia. Entonces no le hice mucho caso a la observación. En realidad, supongo, no soy muy inteligente, para nada un filósofo; pero ahora me resulta interesante. Dorcas me dijo: “Cuando devolviste al ulano a la vida fue porque la Garra dobló el tiempo para él hasta el punto en que todavía vivía. Cuando curaste a medias las heridas de tu amigo, dobló el momento sobre otro en que estarían casi curadas”. ¿No te parece interesante? Un poco antes de que te pinchara la frente con la Garra tú hiciste un ruido extraño. Creo que puede haber sido el castañeteo de tu muerte.
Aguardé. El soldado no habló, pero cuando menos lo esperaba, sentí su mano en el hombro. Yo había estado hablando casi frívolamente; el gesto me hizo comprender la seriedad de lo que había dicho. Si era verdad —o incluso una aproximación insignificante a la verdad—, había jugado con poderes que no comprendía, así como el hijo de Casdoe, a quien había tratado de hacer hijo mío, no había comprendido el anillo gigante que le quitó la vida.
—No me asombra que estés aturdido. Tiene que ser terrible retroceder en el tiempo, y más terrible hacerlo pasando por la muerte. Iba a decir que sería como nacer de nuevo; pero creo que sería mucho peor, porque el niño ya vive en el vientre de la madre. — Titubeé.— Yo… es decir, Thecla… nunca di un hijo a luz.
Tal vez sólo porque había estado pensando en la confusión de él, descubrí que era yo quien estaba confundido, tanto que apenas sabía quién era. Al fin dije mansamente: — Debes perdonarme. Cuando estoy cansado, y a veces antes de quedarme dormido, casi llego a convertirme en otra persona. —Por alguna razón, cuando lo dije, su mano me apretó más el hombro.— Es una historia larga que no tiene nada que ver contigo. Quería decir que cuando en el Atrio del Tiempo se rompió el pedestal los cuadrantes solares quedaron ladeados, de modo que lo que señalaban los gnomons ya no era cierto, y he oído que en ese caso las guardias del día se detienen, o corren hacia atrás durante una parte de cada día. Tú, que llevas un cuadrante de bolsillo, sabes que para saber el tiempo verdadero has de dirigir el gnomon hacia el sol. El sol permanece estacionario mientras Urth baila en torno, y es por esta danza que conocemos el tiempo, así como un sordo podría marcar el ritmo de una tarantela observando el balanceo de los bailarines. Pero ¿qué pasaría si se pusiera a bailar el sol? Quizás entonces la marcha de los momentos se volvería retirada.
»No sé si crees en el Sol Nuevo; yo no estoy seguro de haber creído alguna vez. Pero si llega a existir, será el regreso del Conciliador, y por tanto Conciliador y Sol Nuevo son dos nombres del mismo individuo, y podemos preguntarnos por qué a ese individuo habrá que llamarlo Sol Nuevo. ¿Qué opinas? ¿No será tal vez porque puede mover el tiempo?
La verdad, yo ahora sentía que el tiempo mismo se había detenido. A nuestro alrededor los árboles se alzaban oscuros y silenciosos; la noche había refrescado el aire. No se me ocurría nada más que decir, y me daba vergüenza decir disparates porque sentía que de algún modo el soldado me había estado escuchando con atención. Delante, al borde del camino, vi dos pinos mucho más separados que los demás; entre ellos se abría paso un pálido sendero blanco y verde.
—¡Allí! —exclamé.
Pero cuando los alcanzamos tuve que parar al soldado y tomarlo por los hombros y hacerlo girar para que me siguiera. Noté en el polvo una mancha oscura y me agaché a tocarla. Era sangre coagulada.
Vamos por buen camino —le dije—. Por aquí han traído a los heridos.
IV — Fiebre
No puedo decir qué distancia recorrimos, ni cuánto había pasado de la noche cuando llegamos a nuestro destino. Sé que cierto tiempo después de apartarnos del camino principal empecé a tambalearme, y que eso se volvió una especie de enfermedad; así como algunos enfermos no pueden evitar que les tiemblen las manos, yo tropezaba, y pocos pasos más adelante tropezaba una vez más, y luego otra. A menos que no pensara en otra cosa me pisaba el talón del pie derecho con la punta del izquierdo, y no podía concentrarme: con cada paso se me escapaban los pensamientos.
A los lados del sendero las luciérnagas destellaban en los árboles, y si durante un tiempo no apuré el paso, fue porque supuse que las luces que se veían adelante eran también insectos. En seguida, me pareció que de repente, nos encontramos bajo techo; hombres y mujeres con lámparas amarillas se movían de un lado a otro entre largas filas de catres velados. Una mujer en ropas que me parecieron negras se hizo cargo de nosotros y nos llevó a otro lugar con sillas de cuero y asta y un brasero con fuego. Entonces vi de cerca la túnica de la mujer, de color escarlata, como también la capucha, y por un momento pensé que era Cyriaca.
—Su amigo está muy enfermo, ¿no? —dijo—. ¿Sabe qué le ocurre?
Y el soldado sacudió la cabeza y contestó: —No. Ni siquiera estoy seguro de quién es.
Yo estaba demasiado atónito como para hablar. Ella me tomó la mano, luego la soltó y tomó la del soldado.
—Tiene fiebre. Usted también. Ahora que ha llegado el calor del verano vemos cada día más enfermedades. Habrían debido hervir el agua y despiojarse todo lo posible.
Se volvió hacia mí: —Usted también tiene muchos cortes leves, y algunos están infectados. ¿Esquirlas de piedra?
—El que está enfermo no soy yo —me las arreglé para decir—. Vine a traer a mi amigo.
—Están enfermos los dos, y sospecho que se trajeron uno a otro. Dudo de que alguno hubiera llegado solo. ¿Fueron esquirlas de piedra? ¿Algún arma del enemigo?
—Sí, esquirlas de piedra. Un arma de un amigo. —Me han dicho que es lo peor: quedar bajo el fuego del propio bando. Pero lo que más me preocupa es la fiebre. —Vaciló, volviendo la mirada del soldado a mí y de nuevo a él.— Me gustaría meterlos ahora mismo en cama, pero antes tendrán que bañarse. Dio unas palmadas para llamara un hombre fornido de cabeza rapada. Tomándonos del brazo, nos alejó de allí y luego se detuvo y me alzó, para cargarme en brazos como una vez yo había cargado a Severian chico. En unos momentos estuvimos desnudos y sentados en una tina de agua calentada con piedras. El hombre fornido nos echó más agua encima, y luego nos hizo salir por turno para cortarnos el pelo con una tijera. Después nos dejaron remojarnos un rato. —Ya puedes hablar —le dije al soldado.
A la luz de la lámpara vi que asentía. —Entonces, ¿por qué no hablaste en el camino? Titubeó, y se le movieron un poco los hombros. —Pensaba en muchas cosas, y tú tampoco hablabas. Parecías muy cansado. Una vez te pregunté si no era mejor que parásemos, pero no contestaste.
—A mí no me pareció así —dije—, pero quizá tenemos razón los dos. ¿Recuerdas qué te pasó antes de encontrarme?
Hubo una nueva pausa. —Ni siquiera recuerdo que te haya encontrado. Andábamos por un sendero oscuro y tú ibas conmigo.
—¿Y antes?
—No lo sé. Música, quizás, y una marcha muy larga. Primero al sol pero después en la oscuridad. —Esa marcha la hiciste conmigo —dije—. ¿No te acuerdas de nada más?
—De huir por la oscuridad. Sí, estaba contigo, y llegamos a un lugar donde el sol colgaba justo arriba de nosotros. Luego hubo una luz al frente, pero cuando entré en ella se volvió una especie de tiniebla.
Asentí. —No estabas muy en tus cabales, ¿comprendes? En los días cálidos a uno puede parecerle que tiene el sol encima, y cuando se pone tras las montañas tener la impresión de que la luz se hace sombra. ¿Te acuerdas de tu nombre?
Eso lo hizo pensar unos momentos, y al fin sonrió desconsolado.
—Lo perdí por el camino. Eso dijo el jaguar que había prometido guiar al carnero.
El fornido de cabeza rapada había vuelto sin que ninguno de los dos lo notáramos. Me ayudó a salir de la tina y me dio una toalla para secarme, un manto para ponerme y un saco de lona con mis posesiones, que ahora olían fuertemente al humo de la fumigación. Un día antes casi me habría torturado no tener la Garra durante un instante. Esa noche apenas advertí que me faltaba hasta que no retornó a mí, y sólo verifiqué que me la habían devuelto cuando ya estaba en uno de los catres bajo un velo tejido. Entonces la Garra brilló en mi mano, suave como la luna: y tenía la forma que la luna tiene a veces. Sonreí pensando que esa corriente de luz verde pálida es un reflejo del sol.
La primera noche en Saltos, yo me había despertado creyendo que estaba en el dormitorio de aprendices de nuestra torre. Ahora tuve la misma experiencia al revés: dormía, y en el sueño descubría que el oscuro lazareto de figuras silenciosas y lámparas en movimiento no habían sido más que una alucinación diurna.
Me senté y miré alrededor. Me sentía bien —mejor, en realidad, de lo que me había sentido nunca—; pero tenía calor. Era como si resplandeciese por dentro. Roche dormía de costado, el pelo rojo enmarañado y la boca entreabierta, la cara relajada e infantil, como si no tuviera detrás la energía de la mente. Por las portillas veía las ráfagas de nieve en el Patio Viejo, nieve recién caída que no mostraba huellas de hombres ni de animales; pero se me ocurrió que en la necrópolis habría ya cientos de huellas porque las criaturas que se refugiaban allí, las mascotas y compañeros de juegos de los muertos, habrían salido a buscar comida y divertirse en el paisaje nuevo que la Naturaleza les había concedido. Me vestí rápida y silenciosamente, llevándome un dedo a los labios cuando otro de los aprendices se movió, y bajé aprisa la empinada escalera de caracol en el centro de la torre.
Parecía más larga que de costumbre, y descubrí que me era difícil pasar de un peldaño a otro. Cuando subimos escaleras siempre tenemos conciencia de que la gravedad es un impedimento, pero cuando bajamos descontamos la ayuda que nos presta. Ahora me habían retirado esa ayuda, o casi. Tenía que forzar cada pie hacia abajo, pero impidiendo que al dar con el peldaño me enviara disparado hacia arriba, como habría sucedido si hubiese pisado con fuerza. De ese modo misterioso en que sabemos las cosas en los sueños, comprendí que al fin todas las torres de la Ciudadela se habían alzado y viajaban más allá del círculo de Dis. Saberlo me hacía feliz, pero todavía deseaba ir a la necrópolis y seguir el rastro de los coatíes y los zorros. Estaba apresurándome todo lo posible cuando oí un gemido. En vez de bajar como debía, ahora la escalera llevaba a una cámara; como las escaleras del castillo de Calveros se había estrechado al bajar por los muros de las cámaras.
Era el cuarto de enfermo del maestro Malrubius. Los maestros tienen derecho a habitaciones espaciosas; ésta, con todo, era mucho más amplia de lo que había sido el cuarto real. Como yo recordaba, había dos portillas, pero eran enormes: los ojos del monte Tifón. Aunque la cama del maestro Malrubius era muy grande, parecía perderse en la inmensidad del cuarto. Inclinadas sobre él había dos figuras. Llevaban ropas negras, pero se me ocurrió que no eran del color fulígeno del gremio. Fui hacia las figuras, y cuando estaba tan cerca que oía la trabajosa respiración del enfermo, se enderezaron y se volvieron a mirarme. Eran la Cumana y su acólita Merryn, las brujas que habíamos encontrado arriba de la tumba en la ciudad de piedra en ruinas.
—Ah, hermana, al fin has llegado —dijo Merryn. Cuando habló me di cuenta de que yo no era el aprendiz Severian, como había creído. Era Thecla, tal como había sido cuando tenía la altura de él, es decir a la edad de trece o catorce años. Me sentí muy embarazado: no por el cuerpo de muchacha o porque llevara ropa masculina (lo que en realidad más bien me gustaba) sino porque hasta entonces no lo había advertido. También sentí que las palabras de Merryn habían sido un acto de magia; que hasta ese momento habíamos estado presentes tanto Severian como yo, y que por algún medio ella lo había relegado a él a segundo término. La Cumana me besó en la frente, y luego se limpió los labios de sangre. Aunque no dijo nada, supe que era una señal de que en cierto sentido también me había convertido en el soldado.
—Cuando dormimos —me dijo Merryn— pasamos de la temporalidad a la eternidad.
—Cuando despertamos —susurró la Cumana— perdemos la capacidad de ver más allá del momento presente.
—Ella nunca está despierta —alardeó Merryn.
El maestro Malrubius se agitó y gimió, y la Cumana tomó una garrafa de agua de la mesita de noche y virtió un poco en un vaso. Cuando volvió a apoyarla, en la garrafa se agitó algo vivo. Por alguna razón pensé que era la ondina; retrocedí, pero era Hethor, no más alto que mi mano, la cara gris y brotada de barba, apretada contra el vidrio.
Oí su voz como se oiría el chillido de un ratón: —Arrastrado a veces a tierra por las tormentas de fotones, por el remolino de las galaxias, girando hacia la derecha y hacia la izquierda, bajando en tictacs de luz por los oscuros corredores marinos donde se alinean nuestras velas de plata, nuestras velas-espejo habitadas por demonios, nuestros mástiles de cien leguas finos como hilos, finos como agujas de plata que urden los hilos de la luz de las estrellas, bordando las estrellas en terciopelo negro, húmedos de los vientos del Tiempo que pasa corriendo. ¡El hueso en los dientes de ella! La espuma, la voladora espuma del Tiempo, arrojada sobre esas playas donde los viejos marineros ya no pueden guardar sus huesos del intranquilo, del incansable universo. ¿Adónde ha ido ella, mi señora, mi compañera del alma? Se ha ido cruzando las incesantes mareas de Acuario, de Piscis, de Aries. Se ha ido. Se ha ido en su barca pequeña, los pezones apretados contra el dosel de terciopelo negro; ha zarpado para siempre de las costas bañadas por las estrellas, los secos bajíos de los mundos habitables. Ella es su propia nave, ella es el mascarón de su nave, y la capitana. Bosun, Bosun, ¡baja la chalupa! Velero, ¡haz una vela! Ella nos ha dejado atrás. Nosotros la hemos dejado atrás. Está en el pasado que no conocimos nunca y en el futuro que no veremos. Más vela, Capitán, que el universo nos está dejando atrás…
En la mesita, al lado de la garrafa, había una campanilla. Merryn la hizo sonar como para cubrir la voz de Hethor, y cuando el maestro Malrubius se hubo mojado los labios con el vaso, lo recibió la Cumana, arrojó al suelo el agua restante y lo invirtió sobre el cuello de la garrafa. Hethor quedó en silencio, pero el agua se extendió por el piso, burbujeando como nutrida por una primavera oculta. Estaba helada. Pensé vagamente que mi aya se enojaría porque me había mojado los zapatos.
Una doncella venía a responder a la llamada: la doncella de Thecla, cuya pierna desollada yo había inspeccionado al día siguiente de salvar a Vodalus. Era más joven, tan joven como tenía que haber sido cuando Thecla era realmente una chica, pero ya tenía la pierna desollada y chorreante de sangre.
—Lo siento tanto, Hunna… —dije—. Lo siento tanto… No lo hice yo: fue el maestro Gurloes, y unos viajeros.
El maestro Gurloes se sentó, y por primera vez observé que la cama estaba realmente en una mano de mujer con dedos más largos que mi brazo y uñas como garras.
—¡Estás bien! —dijo, como si el moribundo hubiera sido yo—. O al menos casi bien. — Los dedos de la mano empezaron a cerrarse sobre él, pero saltó de la cama y vino a pararse a mi lado, en el agua que ya le llegaba a la rodilla.
Al parecer un perro —mi viejo perro Triskele— había estado escondido bajo la cama, aunque quizá sólo estuviera echado en la otra punta, fuera de mi vista. Ahora se nos acercó, chapoteando con su única pata delantera, cortando el agua con su ancho pecho y ladrando de alegría. El maestro Malrubius tomó mi mano derecha y la Cumana la izquierda; juntos me condujeron a uno de los grandes ojos de la montaña.
Vi lo que había visto cuando Tifón me había llevado allí: el mundo enrollado como una alfombra y enteramente visible. Esta vez era mucho más majestuoso. Teníamos el sol detrás: los rayos parecían haberse multiplicado. Las sombras se transformaban en oro alquímico, y a medida que yo miraba, todo lo verde se hacía más oscuro y más fuerte. Podía ver el grano madurando en los campos y hasta la miríada de peces del mar doblándose y redoblándose junto con las pequeñas plantas de superficie que los alimentaban. El agua del cuarto que estaba a nuestras espaldas se derramó por el ojo, y capturando la luz, cayó en un arco iris.
Entonces desperté.
Mientras dormía, alguien me había envuelto en sábanas cargadas de nieve. (Más tarde supe que mulas de paso seguro la habían traído de las cumbres.) Entre temblores deseé volver al sueño, aunque ya era a medias consciente de la distancia que nos separaba. Tenía en la boca un amargo sabor a medicina, la lona extendida debajo de mí era dura como el suelo y Peregrinas de hábito escarlata se movían por todos lados con lámparas, atendiendo a hombres y mujeres que gemían en la oscuridad.
V — El lazareto
No creo que esa noche haya vuelto a dormir de veras, aunque tal vez haya dormitado. Cuando amaneció, la nieve se había fundido. Dos Peregrinas retiraron las sábanas, me dieron una toalla para que me secara y trajeron mantas limpias. Yo quería entregarles la Garra en ese momento —tenía mis pertenencias en la bolsa, debajo del catre— pero no parecía el más apropiado. En cambio me acosté de nuevo, y ahora que era de día, dormí.
Volví a despertarme a eso del mediodía. En el lazareto había una calma como no se ha visto nunca; en algún lugar distante dos hombres hablaban y otro llamó, pero sus voces sólo acentuaban la quietud. Me senté y miré alrededor, esperando ver al soldado. A mi derecha yacía un hombre cuyo pelo cortado al ras me hizo pensar que era un esclavo de las Peregrinas. Lo llamé, pero cuando se volvió a mirarme vi que me había equivocado.
Tenía los ojos más vacíos que yo haya visto en un ser humano: parecían mirar espíritus invisibles para mí.
—Gloria al Grupo de los Diecisiete —dijo.
—Buen día. ¿Sabes algo de cómo está organizado este lugar?
Pareció que una sombra le cruzaba la cara, y sentí que en cierto modo mi pregunta le había parecido sospechosa. Respondió: —Todos los empeños se conducen bien o mal en la precisa medida en que se conforman al Pensamiento Correcto.
—Conmigo trajeron a otro hombre. Me gustaría hablar con él. Es amigo mío, más o menos.
—Los que hacen la voluntad del populacho son amigos, aunque nunca hayamos hablado con ellos. Los que no hacen la voluntad del populacho son enemigos, aunque de niños hayamos estudiado juntos.
El hombre que estaba a mi izquierda me llamó: —No le sacarás nada. Es un prisionero.
Me giré a mirarlo. El rostro parecía casi una calavera, pero conservaba algo de humor. El pelo rígido, negro, daba la impresión de no haber visto un peine en muchos meses.
—Se lo pasa hablando así. Nunca de otra forma. jEh, tú! ¡Te vamos a dar!
El otro contestó: —Para los Ejércitos del Populacho, la derrota es el trampolín de la victoria y la victoria la escalera a otra victoria.
—De todos modos es mucho más sensato que la mayoría de ellos —dijo el que estaba a mi izquierda. —Dices que es un prisionero. ¿Qué hizo?
—¿Qué hizo? Bueno, no murió.
—Me temo que no comprendo. ¿Lo seleccionaron para alguna misión suicida?
El paciente que estaba más allá del hombre de mi izquierda se sentó: era una mujer de cara flaca pero bonita.
—A todos ellos —dijo—. Al menos no pueden volver a casa hasta que no se gane la guerra, y saben que realmente no se ganará nunca.
—Cuando los combates internos se conducen por el Pensamiento Correcto las batallas externas ya están ganadas.
Dije: —Entonces es un ascio. Eso es lo que queréis decir. Nunca he visto ninguno.
—La mayoría muere —dijo el hombre de pelo negro—. Lo que dije es eso.
—No sabía que hablaban nuestro idioma.
—No lo hablan. Unos oficiales que vinieron a verlo dijeron que debía ser un intérprete. Probablemente interrogaba a los nuestros cuando los capturaban. Sólo que hizo algo mal y lo mandaron de nuevo a filas.
La joven dijo: —Yo no creo que esté loco de veras. La mayoría de ellos sí. ¿Cómo te llamas?
—Lo siento, debí presentarme. Soy Severian. —Casi agrego que era lictor, pero sabía que entonces ninguno de los dos me hablaría.
—Yo soy Foila, y éste es Melito. Yo era de los Húsares Azules; él, hoplita.
—No digas tonterías —gruñó Melito—. Yo soy hoplita. Tú eres húsar. —Pensé que él parecía mucho más cerca de la muerte que ella.
—Lo único que espero es que cuando nos recobremos y podamos irnos de aquí nos den la licencia —dijo Foila.
—¿Yentonces qué haremos? ¿Ordeñar las vacas de otro y cuidarle los cerdos;, — Melito se volvió hacia mí.No dejes que te engañe: fuimos voluntarios, los dos. Cuando caí herido, estaban a punto de ascenderme, y cuando me asciendan podré mantener una esposa.
—¡No he prometido casarme contigo! —gritó Foila. A varias camas de distancia, alguien dijo en voz alta: —¡Llévatela, a ver si acaba de una vez!
El paciente de la cama al lado de la de Foila se sentó bruscamente.
—Se casará conmigo. —Era corpulento, de piel rubia y pelo pálido, y hablaba con la deliberación típica de las islas heladas del sur.—Yo soy Hafvard.
Para mi sorpresa, el prisionero ascio proclamó: —Unidos, hombre y mujer son más fuertes; pero la mujer valiente no desea maridos sino hijos.
Foila dijo: —Pelean hasta cuando están preñadas. Yo he visto sus cadáveres en el campo de batalla.
—El populacho es la raíz del árbol. Las hojas caen, pero el árbol permanece.
Les pregunté a Melito y Foila si el ascio componía sus observaciones o citaba alguna fuente literaria que me era desconocida.
—¿Si se las inventa, quieres decir? —preguntó Foila—. No. Eso no lo hacen nunca. Todo lo que dicen procede de un texto aprobado. Algunos no abren la boca. El resto se sabe de memoria miles de esos dichos; en realidad, supongo, decenas o cientos de miles.
—Es imposible —dije yo.
Melito se encogió de hombros. Se las había arreglado para alzarse sobre un codo.
—Y sin embargo es así. Al menos es lo que dice todo el mundo. Foila sabe de ellos más que yo.
Foila asintió. —En la caballería ligera salimos mucho a explorar, y a veces nos envían específicamente a tomar prisioneros. No es que hablando con la mayoría te enteres de gran cosa, pero el Estado Mayor saca sus propias conclusiones observando el equipo que llevan y la condición física de todos ellos. En el continente del norte, de donde vienen, sólo los niños más pequeños hablan a veces como nosotros.
Pensé en el maestro Gurloes dirigiendo los asuntos de nuestro gremio.
—¿Cómo pueden hacer para decir, por ejemplo, «Toma tres aprendices y descarga esa carreta»? —Nunca algo así: simplemente agarran a la gente por el hombro, señalan la carreta y les dan un empujón. Si se ponen a trabajar, bien. Si no, el jefe cita algo sobre la necesidad de esforzarse para asegurar la victoria, con varios testigos presentes. Si después de eso la persona a quien le habló se niega a trabajar, hace que la maten; probablemente señalándola y citando algo sobre la necesidad de eliminar a los enemigos del populacho.
El ascio dijo: —Los gritos de los niños son los gritos de la victoria. No obstante, la victoria requiere sabiduría.
Foila interpretó: —Eso significa que aunque los niños son necesarios, lo que dicen no tiene sentido. La mayoría de los ascios nos consideraría mudos por más que aprendiéramos el idioma, porque para ellos los grupos de palabras que no son textos aprobados no significan nada. Si admitieran, aun íntimamente, que significan algo, oirían quizá comentarios desleales e incluso los dirían ellos mismos. Como sólo entienden y citan textos aprobados, nadie puede acusarlos.
Volví la cabeza hacia el ascio. Era claro que había estado escuchando atentamente, pero aparte de eso el rostro del ascio me pareció inescrutable.
—Los que escriben los textos aprobados —dije— no pueden escribirlos citando textos aprobados. Por lo tanto hasta en un texto aprobado puede haber elementos de deslealtad.
—El Pensamiento Correcto es el pensamiento del populacho. El populacho no puede traicionar al populacho ni al Grupo de los Diecisiete.
Foila me dijo: —No insultes al populacho ni al Grupo de los Diecisiete. Podrían tratar de matarte. A veces lo hacen.
—¿Alguna vez se volverán normales?
—He oído que con el tiempo algunos llegan a hablar más o menos como nosotros, si te refieres a eso. No se me ocurrió nada que decir, y estuvimos un rato callados. Descubrí que en lugares como aquél; donde casi todo el mundo está enfermo, hay largos períodos de silencio. Sabíamos que las guardias se sucederían una tras otra; que si no decíamos esa tarde lo que deseábamos decir tendríamos otra oportunidad por la noche y otra más a la mañana siguiente. La verdad es que si alguien hubiera hablado como lo hace normalmente la gente sana —después de una comida, por ejemplo— se habría vuelto intolerable.
Pero lo que habíamos hablado me hizo pensar en el norte, y descubrí que sabía poco más que nada. En mi infancia, cuando fregaba suelos y hacía recados en la Ciudadela, la guerra misma me había parecido infinitamente remota. Sabía que la mayoría de los matrusos que manejaban las baterías principales habían participado, pero lo sabía como sabía que la luz que me daba en la mano había estado en el sol. Yo iba a ser torturador, y como torturador no tenía ninguna razón para entrar en el ejército y ninguna razón para temer que me obligaran. Nunca esperé ver la guerra a las puertas de Nessus (de hecho las propias puertas eran para mí apenas más que una leyenda), y nunca esperé dejar la ciudad, ni siquiera dejar el sector de la ciudad que encerraba la Ciudadela.
El norte, Ascia, era entonces algo inconcebiblemente remoto, un lugar tan lejano como la más lejana galaxia puesto que ambos serían por siempre inalcanzables. Mentalmente lo confundía con el agonizante cinturón de vegetación tropical que separaba nuestra tierra de la de ellos, aunque si el maestro Palaemon me lo hubiera preguntado en el aula, los habría distinguido sin dificultad.
Pero de la propia Ascia no tenía ninguna idea. Ignoraba si había allí grandes ciudades o ninguna. No sabía si era montañosa como las zonas del norte y el este de nuestra Mancomunidad o plana como nuestras pampas. Tenía, sí, la impresión (aunque no estaba seguro de que fuese correcta) de que era una sola masa de tierra y no una cadena de islas como nuestro sur; y, más nítida que ninguna, tenía la impresión de un pueblo innumerable —el populacho de nuestro ascio—, un enjambre inagotable que, como las colonias de hormigas, llegaba a ser casi una criatura. La idea de esos millones de millones sin habla, o limitados a emitir frases proverbiales que seguramente no significaban nada desde hacía tiempo, era más de lo que yo podía soportar. Hablando casi conmigo mismo, dije: —Seguro que es un truco, o una mentira, o un error. No puede haber una nación así.
Y el ascio, en voz no más alta que la mía y acaso aun más baja, respondió: —¿Cómo será más vigoroso el Estado? Será más vigoroso cuando no haya conflictos. ¿Cómo será para que no haya conflictos? Cuando no haya desacuerdo. ¿Cómo será proscrito el desacuerdo? Proscribiendo las cuatro causas del desacuerdo: las mentiras, el habla insensata, el hablajactanciosa y el habla que sólo sirve para incitar disputas. ¿Cómo se prohibirán las cuatro causas? Diciendo sólo el Pensamiento Correcto. Entonces en el Estado no habrá desacuerdo. No habiendo desacuerdos, no habrá conflicto. No habiendo conflicto, será vigoroso, fuerte y seguro.
Me habían respondido, y con creces.
VI — Miles, Foila, Melito y Hallvard
Esa noche caí presa de un miedo que por un tiempo había intentado apartar de la mente. Aunque desde que Severian niño y yo habíamos escapado de la aldea de los hechiceros no había vuelto a ver señales de los monstruos que Hethor trajera de más allá de las estrellas, no había olvidado que él me buscaba. Mientras viajaba por el yermo o sobre las aguas del lago Diuturna no había temido que me diera alcance. Ahora ya no viajaba y sentía la debilidad de mis miembros, porque pese a la comida estaba más débil de lo que había estado nunca mientras pasaba hambre en las montañas.
Además, casi temía más a Agia que a los nótulos, salamandras y proyectiles de Hethor. Conocía el valor, la inteligencia y la malicia de Agia. Era posible que cualquiera de las sacerdotisas de las Peregrinas que se movían entre los catres vestidas de escarlata fuese ella, con un estilete envenenado bajo la túnica. Esa noche dormí mal; pero aunque soñé mucho, los sueños fueron confusos y no intentaré relatarlos aquí.
Me desperté menos que descansado. La fiebre, de la que apenas había sido consciente al llegar al lazareto, y que el día anterior había parecido descender, volvió a subir. Sentía el calor en todos los miembros —me daba la impresión de que yo reverberaba, y que si me metía entre los glaciares del sur, se derretirían. Saqué la Garra y la apreté contra mí, e incluso la tuve un rato en la boca. La fiebre bajó otra vez, pero me dejó débil y mareado.
Esa mañana vino a verme el soldado. En vez de la armadura llevaba una túnica blanca que le habían dado las Peregrinas, pero se había recuperado del todo, y me dijo que esperaba marcharse al día siguiente. Le dije que me gustaría presentarle las amistades que había hecho en esa parte del lazareto y le pregunté si se acordaba de mi nombre.
Sacudió la cabeza. —Me acuerdo de muy poco. Cuando vuelva al ejército recorreré las unidades y espero que alguien me conozca.
Lo presenté de todos modos, llamándolo Miles porque no se me ocurría nada mejor. Tampoco sabía el nombre del ascio, y pronto descubrí que nadie lo sabía, ni siquiera Foila. Cuando se lo preguntamos, lo único que dijo fue: —Soy leal al Grupo de los Diecisiete.
Foila, Melito, el soldado y yo estuvimos un rato conversando. Me pareció que a Melito el soldado le caía muy bien, aunque quizá sólo porque el nombre que yo le había puesto se parecía al suyo. Luego el soldado me ayudó a sentarme y bajando la voz dijo: —Ahora tengo que hablarte en privado. Como te dije, creo que me iré de aquí por la mañana. Por tu aspecto, pienso que tú no saldrás hasta dentro de varios días, quizá no antes de un par de semanas. Quizá no vuelva a verte nunca.
—Esperemos que no sea así.
—Yo también lo espero. Pero si consigo encontrar mi legión, es posible que cuando tú estés bien me hayan matado. Y si no logro encontrarla, probablemente entraré en otra para que no me arresten por desertor.
Hizo una pausa. Yo sonreí.
—Y puede que yo muera aquí, de fiebre. No querrías decir eso. ¿Se me ve tan mal como al pobre Melito?
Sacudió la cabeza. —No, no tan mal. Creo que conseguirás…
—Eso cantaba el zorzal mientras el lince perseguía a la liebre alrededor del laurel.
Ahora le tocaba a él sonreír. —Tienes razón; iba a decir eso.
—¿Es una expresión común en la región de la Mancomunidad donde te criaste?
La sonrisa se desvaneció. —No lo sé. No recuerdo dónde está mi hogar, y en parte es por eso que tengo que hablar contigo. Recuerdo que anduve contigo por un camino y que era de noche: eso es lo único que recuerdo antes de haber llegado a este lugar. ¿Dónde me encontraste?
—En un bosque, calculo que a unas cinco o diez leguas de aquí. ¿Te acuerdas de lo que te conté de la Garra mientras caminábamos?
Sacudió la cabeza. —Creo recordar que mencionaste algo así pero no lo que dijiste.
—¿Qué reAerdas? Dime todo, y yo te diré lo que sé y lo que puedo adivinar.
—Andar contigo. Mucha oscuridad… Caer, o a lo mejor volar a través de eso. Ver mi cara multiplicada, una y otra vez. Una muchacha de pelo como oro rojo y ojos enormes.
—¿Una mujer hermosa?
Asintió. —La más hermosa del mundo.
Alzando la voz, pregunté si alguien tenía un espejo para prestárnoslo un momento. Foila sacó uno de entre las cosas que guardaba bajo el catre y se lo tendió al soldado.
—¿Ésta es la cara? Dudó. —Creo que sí. —¿Ojos azules?
—… No puedo estar seguro. Le devolví el espejo a Foila.
—Volveré a contarte lo que te conté en el camino; ojalá tuviéramos un lugar más privado. Hace un tiempo llegó a mis manos un talismán. Me llegó inocentemente, pero no me pertenece y es muy valioso:
a veces, no siempre, sino a veces, tiene el poder de curar a los enfermos, e incluso de revivir a los muertos. Hace dos días, viajando hacia el norte, me crucé con el cadáver de un soldado. Fue en un bosque, lejos del camino. Hacía menos de un día que había muerto; yo diría que probablemente durante la noche anterior. En ese momento yo tenía mucha hambre, y corté las correas de su mochilay comí la mayor parte de la comida que llevaba. Luego me sentí culpable y saqué el talismán e intenté devolverlo a la vida. Muchas veces ha fracasado, y por un rato pensé que fracasaría de nuevo. Pero no fracasó, aunque él revivió lentamente y por mucho tiempo pareció no saber dónde estaba ni qué le sucedía.
—¿Y el soldado era yo?
Asentí, mirándolo a los sinceros ojos azules. —¿Me dejas ver el talismán?
Lo saqué y se lo acerqué en la palma de la mano. Él lo tomó, examinó cuidadosamente ambos lados y la yema de un dedo.
—No parece mágico —dijo.
—No estoy seguro de que mágico sea el término adecuado. He conocido magos, y nada de lo que hacían me llevó a pensar en esta gema o en cómo actúa. A veces despide luz; ahora es muy débil, dudo que la veas.
—No la veo. Parece que no lleva nada escrito. —Quieres decir conjuros o plegarias. No, no he advertido ninguna escritura, y hace mucho que lo tengo. En realidad no sé nada de él salvo que a veces actúa; pero pienso que es una de esas cosas con que se hacen los conjuros y las plegarias.
—Dijiste que no te pertenecía.
Volví a asentir. —Pertenece a las sacerdotisas de aquí, las Peregrinas.
—Llegaste aquí hace poco. Hace dos noches, lo mismo que yo.
—Llegué buscándolas a ellas, para devolver el talis mán. Se lo quitaron hace un tiempo, en Nessus, pero no fui yo.
—¿Y lo vas a devolver?—Me miró como si lo dudara. —Sí, tarde o temprano.
Se levantó, alisándose la túnica con las manos. Yo dije: —No me crees, ¿no? Ni una parte. —Cuando vine aquí me presentaste a los que te nías cerca, las personas con las que habías conversado desde tu catre. —Hablaba despacio, como si sopesara cada palabra.— Donde me pusieron a mí, por supuesto, también conocí gente. Hay uno que realmente no está muy herido. Es sólo un muchacho, un jovencito de algún dominio lejano, y se pasa casi todo el tiempo sentado en el catre mirando el suelo. —¿Nostalgia? —pregunté.
El soldado sacudió la cabeza. —Tenía un arma de energía. Un korseke, eso es lo que alguien me dijo. ¿Las conoces?
—No mucho.
—Proyectan un rayo adelante, y al mismo tiempo dos en ángulo recto, uno a la derecha y otro a la izquierda. El arco no es muy grande, pero dicen que son muy buenos para enfrentar ataques en masa, y supongo que es cierto.
Miró un momento alrededor para ver si escuchaba alguien, pero en el lazareto es cuestión de honor desentenderse por completo de toda conversación ajena. De no ser así, los pacientes no tardarían en estrangularse unos a otros.
—La centuria de este joven fue blanco de uno de esos ataques. La mayoría rompió filas y huyó. Él no, y no lo prendieron. Otro hombre me contó que tenía delante tres muros de cadáveres. Los había derrumbado, hasta que los ascios treparon a la cumbre y le cayeron encima. Entonces retrocedió y volvió a apilarlos.
—Supongo que lo habrán condecorado y ascendido —dije—. No estaba seguro de si me volvía la fiebre o era el mero calor del día, pero me sentía pegajoso y un poco sofocado.
—No, lo mandaron aquí. Ya te dije que era sólo un muchacho del campo. En aquel día había matado mucha gente, más de la que nunca había conocido hasta hacía unos pocos meses, antes de alistarse. Todavía no se ha recobrado, y quizá no se recupere nunca.
—¿De veras?
—Me parece que tú podrías ser así. —No te entiendo —dije.
—Hablas como si acabaras de llegar del sur, y supongo que si abandonaste tu legión es la forma de hablar más segura. De todos modos, cualquiera ve que no es cierto: nadie que no haya estado en combate tiene las heridas que tienes tú. A ti te alcanzaron esquirlas de piedra. Eso es lo que te pasó, y la Peregrina que habló con nosotros la noche que llegamos se dio cuenta en seguida. Por eso pienso que has estado en el norte más tiempo de lo que admites, y tal vez más de lo que crees. Si has matado a muchos, podría serte agradable pensar que tienes una manera de revivirla.
Intenté sonreírle. —¿Yeso adónde te lleva? —Adonde estoy ahora. No estoy tratando de decir que no te debo nada. Tenía fiebre y tú me encontraste. Puede que delirara. Me parece más posible que estuviera inconsciente, y por eso pensaste que estaba muerto. Probablemente habría muerto si no me hubieras traído aquí.
Empezó a levantarse; le toqué el brazo para detenerlo.
—Antes de que te vayas debería decirte ciertas cosas —dije—. Sobre ti mismo.
—Dijiste que no sabías quién era. Sacudí la cabeza.
—No, no lo dije. Dije que te encontré en un bosque hace dos días. En el sentido en que lo dices tú, no sé quién eres; pero en otro sentido creo que tal vez sí. Creo que eres dos personas, y que sólo conoces a una. —Nadie es dos personas.
—Yo lo soy. Yo ya soy dos personas. Acaso hay muchos otros que también son dos. Sin embargo, lo primero que quiero decirte es bastante más simple. Escúchame. —Le indiqué cómo podría volver al bosque, y cuando estuve seguro de que me había entendido, dije:— Es probable que aún esté tu mochila con las correas cortadas, así que si encuentras el lugar no puedes equivocarte. En la mochila había una carta. Yo la saqué y leí un fragmento. No llevaba el nombre de la persona a quien le estabas escribiendo; pero si la habías terminado y esperabas una ocasión de enviarla, al final tendría que leerse al menos una parte de tu nombre. La dejé en el suelo, voló un poco y quedó atrapada contra un árbol. Quizás aún puedas encontrarla.
Se le había estirado la cara. —No deberías haberla y no deberías haberla tirado.
—Creí que estabas muerto, ¿no te acuerdas? El caso es que en ese momento estaban pasando muchas cosas, la mayoría en mi cabeza. Tal vez empezaba a afiebrarme; no lo sé. Y ahora la otra parte. No me querrás creer, pero sería importante que escucharas. ¿Me oirás?
Asintió.
—Bien. ¿Has oído hablar de los espejos del padre Inire? ¿Sabes cómo funcionan?
—He oído hablar del Espejo del padre Inire, pero no sabría decirte dónde. Se supone que uno puede entrar, como entra en un umbral, y salir a una estrella. No creo que sea real.
—Los espejos son reales. Yo los he visto. Hasta ahora siempre los he imaginado como tú: como si fueran una nave, pero mucho más rápidos. Como sea, cierto amigo mío se metió entre esos espejos y desapareció. Yo lo estaba mirando. No fue ningún truco ni superstición; se fue adonde sea que los espejos lleven. Se fue porque amaba a cierta mujer, y no era un hombre entero. ¿Comprendes?
—¿Había tenido un accidente?
—El accidente lo había tenido a él, pero eso no importa. Me dijo que volvería. Dijo: «Volveré por ella cuando me hayan enmendado, cuando esté cuerdo y entero». En ese momento no supe bien qué pensar, pero ahora creo que ha regresado. Fui yo quien te revivió, y he estado deseando que regresara: tal vez eso tuvo algo que ver.
Hubo una pausa. El soldado miró la tierra apisonada donde se habían instalado los catres y luego se volvió hacia mí.
—Es posible que cuando un hombre pierde a su amigo y encuentra otro sienta que vuelve a tener al amigo de antes.
Jonas —se llamaba así— se había acostumbrado a hablar de una manera especial. Cada vez que tenía que decir algo desagradable lo ablandaba, lo convertía en chiste refiriéndolo a alguna situación cómica. Nuestra primera noche aquí, cuando te pregunté tu nombre, dijiste: «Lo perdí por el camino. Eso dijo el jaguar que había prometido guiar al carnero». ¿Te acuerdas?
Sacudió la cabeza. —Digo muchas tonterías.
—A mí me resultó extraño; porque era el tipo de cosa que decía Donas, pero él no la habría dicho así a menos que quisiera sugerir algo más. Pienso que él habría dicho: «Es la historia de la cesta que habían llenado con agua». Algo por el estilo.
Esperé en vano a que hablara.
—El jaguar, claro, se comió al carnero. En algún punto del camino quebró los huesos y se tragó la carne.
—¿Nunca se te ha ocurrido que podía ser una característica de cierta ciudad? Quizá tu amigo era del mismo lugar que yo.
—Me parece que era un tiempo y no un lugar —lije—. Hace mucho, alguien tuvo que desarmar al miedo: el miedo que los hombres de carne y hueso sienten al mirar un rostro de acero y vidrio. Donas, sé que estás escuchando. No tse culpo. Ese hombre estaba muerto, y tú sigues vivo. Eso lo entiendo. Pero Donas, Jolenta se ha ido: yo la miré morirse, e intenté traerla de nuevo con la Garra, pero fracasé. Tal vez era demasiado artificial, no puedo saberlo. Tendrás que encontrar otra.
El soldado se levantó. Ya no tenía la cara enfadada, sino vacía como la de un sonámbulo. Dio media vuelta y se fue sin una palabra más.
Durante alrededor de una guardia estuve en el catre con las manos bajo la cabeza, pensando en muchas cosas. Hallvard, Melito y Foila hablaban entre ellos, pero yo escuchaba lo que decían. Cuando una Peregrina trajo la comida del mediodía, Melito me llamó la atención con un golpecito de tenedor en el plato y anunció: —Severian, tenemos que pedirte un favor.
Yo deseaba dejar atrás mis especulaciones, y le dije que los ayudaría en todo lo que pudiese.
Foila, que tenía una de esas sonrisas radiantes que la naturaleza concede a ciertas mujeres, me sonrió de pronto.
—Así es. Estos dos se han pasado la mañana porfiando por mí. Si estuvieran bien podrían luchar, pero para que se recuperen falta mucho tiempo y yo no sé si podré aguantar tanto. Hoy estuve pensando en mi madre y mi padre, y en cómo solían sentarse ante el fuego en las largas noches de invierno. Si me caso con Hallvard, o con Melito, algún día haremos lo mismo. Así que he decidido casarme con el que cuente mejores historias. No me mires como si estuviera loca: es lo único sensato que he hecho en mi vida. Los dos me quieren, los dos son muy guapos, ninguno tiene propiedades, y si no zanjamos esto se matarán entre ellos o los mataré yo a los dos. Tú eres un hombre instruido: se ve por tu manera de hablar. Escucha y juzga. Empieza Hallvard, y las historias tienen que ser originales, no sacadas de los libros.
Hallvard, que podía caminar un poco, se levantó de su catre y fue a sentarse a los pies del de Melito.
VII — La historia de Hallvard: Los dos cazadores de focas
—Esta historia es verdadera. Conozco muchas historias. Algunas son inventadas, aunque tal vez las historias inventadas fueron verdaderas en tiempos ya olvidados. También conozco muchas verdaderas, porque en las islas del sur pasan cosas raras que vosotros los del sur ni siquiera soñáis. Elijo ésta porque estuve donde pasó y oí tanto como cualquiera.
»Vengo de la más oriental de las islas del sur, que se llama Glacies. En nuestra isla vivían un hombre y una mujer, mis abuelos, que tenían tres hijos. Se llamaban Anskar, Hallvard y Gundulf. Hallvard era mi padre, y cuando yo crecí y pude ayudarlo en la barca, dejó de cazar y pescar con sus hermanos. En vez de eso salíamos los dos para poder llevarlo todo a casa, donde esperaban mi madre, mis hermanas y mi hermano menor.
»Como mis tíos no se casaron nunca, siguieron compartiendo una barca. Lo que cazaban lo comían ellos o se lo daban a mis abuelos, que ya no eran fuertes. En verano trabajaban la tierra de mi abuelo. Tenía la mejor de la isla, el único valle donde nunca soplaba el viento helado. Allí se plantaban cosas que no maduraban en ningún otro lugar de la isla, pues en ese valle la estación de cultivo duraba dos semanas más.
»Cuando ya empezaba a brotarme la barba, mi abuelo reunió a los hombres de la familia: es decir, mi padre, mis dos tíos y yo. Cuando llegamos a la casa mi abuela había muerto y el sacerdote de la isla grande estaba amortajando el cadáver. Los hijos lloraron, y yo también.
»Aquella noche, sentados a la mesa con el sacerdote en un extremo y él en el otro, mi abuelo dijo: “Ha llegado el momento de que me libre de mis propiedades. Bega se ha ido. Su familia ya no tiene derechos y yo la seguiré dentro de poco. Hallvard está casado y conserva la parte que le vino de su mujer. Con eso provee a su familia, y aunque poco les sobra no pasan hambre. Tú, Ánskar, y tú, Gundulf: ¿os casaréis algún día?”.
»Mis dos tíos negaron con la cabeza.
»“Entonces he aquí mi voluntad. Llamo al Todopoderoso para que me oiga, y llamo también a los sirvientes del Todopoderoso. Cuando muera, todo lo que tengo será para Anskar y Gundulf. Si uno de ellos muere, será para el otro. Cuando ambos mueran, será para Hallvard, y si Hallvard ha muerto se dividirá entre sus hijos. Si pensáis que mi voluntad no es justa, os digo a los cuatro, hablad ahora.”
»Nadie dijo nada, y así se decidió.
»Pasó un año. Un barco de Erebus atacó por sorpresa desde las nieblas y dos barcos recalaron en busca de pieles, marfil marino y pescado en salazón. Mi abuelo murió y mi hermana Fausa dio a luz una niña. Después de almacenar la cosecha, mis tíos salieron a pescar con los demás hombres.
»Cuando en el sur llega la primavera aún es muy temprano para plantar, pues quedan por delante muchas noches heladas. Pero cuando los hombres ven que los días empiezan a alargarse con rapidez, buscan los criaderos de las focas. Están en rocas alejadas de cualquier playa, hay allí mucha bruma, y aunque se estén alargando, los días aún son cortos. A menudo son los hombres quienes mueren, y no las focas.
»Yasí sucedió con mi tío Anskar, pues mi tío Gundulf volvió sin él en la barca.
»Debéis saber que cuando nuestros hombres van en busca de focas, peces o cualquier otro tipo de presa marina, se atan a las barcas. La soga es de cuero de morsa trenzado, y lo bastante larga para que el hombre pueda moverse a bordo, pero no más larga. El agua del mar es muy fría y mata en seguida a los que caen en ella, pero nuestros hombres se visten con pieles de foca muy ceñidas y a menudo un compañero puede subirlos tirando de la soga y salvarles la vida.
»Ésta es la historia que contó mi tío Gundulf. Se habían alejado mucho, en busca de un criadero que los demás no habían visitado, cuando Anskar vio un macho en el agua. Arrojó el arpón; pero se le había enredado la línea en el tobillo, de modo que cuando la foca se sumergió, lo arrastró al mar. El, Gundulf, intentó rescatarlo, porque era muy fuerte. Pero entre los tirones de él y los que daba la foca a la línea del arpón, que estaba atada a la base del mástil, la barca se volcó de costado. Gundulf se salvó remontando la soga palmo a palmo hasta encaramarse de nuevo y cortar la línea con el cuchillo. Después de enderezar la barca, había intentado arrastrar a Anskar, pero la cuerda de la vida se había roto. Nos enseñó el cabo deshilachado. Mi tío Anskar estaba muerto.
»Entre mi gente, las mujeres mueren en tierra pero los hombres en el mar, y por lo tanto a vuestras tumbas las llamamos “barcas de mujer”. Cuando un hombre muere como el tío Anskar, estiran y pintan una piel y la cuelgan en la casa donde se reúnen los hombres a hablar. No se la retira mientras haya alguien que recuerde al hombre honrado de ese modo. Para Anskar se preparó una de esas pieles, y los pintores iniciaron su tarea.
»Una mañana luminosa mi padre y yo estábamos preparando los arados para la nueva siembra —¡bien lo recuerdo!— cuando unos niños a quienes habían mandado a buscar huevos volvieron corriendo a la aldea. En el pedregal de la bahía del sur, dijeron, había una foca. Como todos saben, las focas no salen del agua cuando hay hombres. Pero a veces hay alguna que muere en el mar o por alguna razón queda herida. Pensando en eso, mi padre y yo y muchos otros corrimos a la costa, porque la foca sería del primero que la traspasase con un arma.
»Yo era el más rápido de todos y llevaba una horquilla. No era lo más fácil de lanzar pero otros jóvenes ya me pisaban los talones, así que cuando estuve a cien zancadas, la arrojé. Recta y certera voló y se enterró en el lomo de la bestia. Luego vino un momento como espero no ver otro. El peso del largo mango de la horquilla desequilibró el cuerpo, que el mango se apoyó en el suelo.
»Vi la cara de mi tío Anskar, conservada por el frío del agua salada. En la barba tenía una maraña de kelp verde oscuro, y la soga de la vida, de fuerte cuero de morsa, estaba cortada a sólo unos palmos del cuerpo.
»Mi tío Gundulf no lo había visto, pues estaba de viaje en la isla grande. Mi padre levantó a Anskar, y yo lo ayudé, y lo llevamos a la casa de Gundulf y pusimos el cabo de la cuerda sobre el cajón, para que Gundulf lo viese, y con otros hombres de Glacies nos sentamos a esperarlo.
»Cuando vio a su hermano soltó un grito. No fue un grito como los de las mujeres, sino como el bramido de una foca macho cuando previene a otros machos de la manada. Huyó a la oscuridad. Nosotros pusimos una guardia en las barcas y esa noche lo perseguimos por la isla. En todo este tiempo las luces de los espíritus ardieron en el sur más extremo, y por eso supimos que Anskar era de nuestra partida. Y más brillantes que nunca ardieron antes de extinguirse, cuando lo encontramos entre las rocas de Punta Radbod.
Hallvard guardó silencio. En verdad, se había hecho un silencio completo a nuestro alrededor. Todos los enfermos próximos habían estado escuchándolo. Por fin Melito dijo: —¿Lo matasteis?
—No. Antes no se hacía así, y para mal. Ahora la ley del continente venga las culpas de sangre, lo cual está mejor. Lo atamos de pies y manos y lo dejamos en su casa, y yo me senté con él mientras los mayores preparaban las embarcaciones. Me contó que había amado a una mujer de la isla grande. Yo no la vi nunca, pero me dijo que se llamaba Nennoc y que era bella, y más joven que él, pero que nadie la habría aceptado porque había tenido un niño de un hombre que había muerto el invierno anterior. En la barca, le dijo a Anskar que llevaría a Nennoc a la casa, y Anskar lo había llamado rompejuramentos Mi tío Gundulf era fuerte. Agarró a Ánskar y lo tiró por la borda; luego se enroscó la soga de la vida en las manos y la rompió con los dientes como rompe su hilo una costurera.
»Dijo que entonces se había quedado de pie, con una mano apoyada en el mástil como hacen los hombres, mirando a su hermano en el agua. Había visto el destello del cuchillo, pero había pensado que Anskar sólo buscaba amenazarlo con él o tirárselo.
Hallvard volvió a callar, y cuando me di cuenta de que no hablaría dije: —No entiendo. ¿Qué hizo Anskar?
Una sonrisa, la sonrisa más diminuta, torció los labios de Hallvard bajo el bigote rubio. Al verla sentí que veía las islas de hielo del sur, azules y crudamente frías.
—Se cortó la soga de la vida, la soga que Gundulf ya había roto. Así los que encontraran el cuerpo sabrían que lo habían asesinado. ¿Comprendes?
Comprendía, y por un momento no dije más. —De modo —le gruñó Melito a Foila— que las maravillosas tierras del valle quedaron para el padre de Hailvard, y con esta historia se las ha arreglado para decirte que aunque no tiene propiedades hay perspectivas de que herede alguna. También te ha dicho, claro, que viene de una familia asesina.
—Melito me cree más listo de lo que soy —retumbó la voz del rubio—. Yo no pensé nada parecido. Lo que ahora importa no es la tierra, las pieles o el oro, sino quién cuenta la mejor historia. Y yo, que conozco muchas, he contado la mejor que conozco. Como él dice, es cierto que cuando mi padre muera quizá comparta la propiedad familiar. Pero una parte será para las dotes de mis hermanas solteras, y sólo lo que quede se dividirá entre mi hermano y yo. Todo eso no importa, porque yo no llevaría a Foila al sur, donde la vida es tan dura. Desde que tengo una lanza he visto lugares mejores.
Foila dijo: —Me parece que tu tío Gundulf debía de amar mucho a Nennoc.
Hallvard asintió. —El dijo lo mismo mientras estaba atado. Pero todos los hombres del sur aman a sus mujeres. Es por ellas que se enfrentan con el mar de invierno, las tormentas y las brumas heladas. Se dice que cuando un hombre empuja su barca por el pedregal, el ruido rechinante del casco contra los guijarros dice mi mujer, mis hijos, mi mujer; mis hijos.
Le pregunté a Melito si quería contar la historia en ese momento; pero meneó la cabeza y dijo que estábamos todos llenos de la de Hallvard, así que esperaría al día siguiente. Entonces todos preguntaron a Hallvard sobre la vida en el sur y compararon lo que habían aprendido con la manera en que vivía su propia gente. Sólo el ascio estuvo callado. Yo me acordé de las islas flotantes del lago Diuturna y les conté de ellas a Hallvard y los demás, aunque no describí el combate en el castillo de Calveros. De este modo hablamos hasta que llegó la hora de la comida vespertina.
VIII — La peregrina
Cuando terminamos de comer empezaba a hacerse de noche. En ese momento siempre estábamos más silenciosos, no sólo porque nos faltaba fuerza sino porque, sabíamos, era más probable que los heridos que no iban a vivir muriesen después de la puesta del sol, y especialmente entrada la noche. Era el momento en que las batallas pasadas cobraban sus deudas.
En otros sentidos, la noche también nos hacía más conscientes de la guerra. A veces —y las de esa noche las recuerdo en especial— las descargas de las grandes armas de energía fulguraban en el cielo como relámpagos de calor. Se oía a los centinelas que marchaban a sus puestos, de modo que la palabra guardia, que tan a menudo usábamos sin más significado que el de una décima parte de la noche, se convertía en una realidad, una actualidad de pasos pesados y órdenes ininteligibles.
Llegó un momento en que ya nadie hablaba, y que se alargó y se alargó, sólo interrumpido por los murmullos de los sanos —las Peregrinas y sus esclavos— que se acercaban a preguntar por el estado de este o aquel paciente. Una de las sacerdotisas vestidas de escarlata vino a sentarse junto a mi catre, y mi mente se había vuelto tan lenta, estaba tan adormilada, que tardé un rato en darme cuenta de que la mujer se había traído un taburete.
—¿Es usted Severian —dijo—, el amigo de Miles? —Sí.
—Él ha recordado cómo se llama. Pensé que le gustaría saberlo.
Le pregunté cómo se llamaba. —Bueno, Miles, claro. Ya se lo dije.
—Recordará más, supongo, a medida que pase el tiempo.
Asintió. Parecía una mujer mayor, de cara austera y agradable.
—Estoy segura de que sí. La casa y la familia. —Si tiene.
—Sí, hay quien no las tiene. A algunos les falta incluso la capacidad de establecer un hogar.
—Se refiere a mí.
—No, en absoluto. De todos modos, no es una falta para la que haya remedio. Pero es mucho mejor tener un hogar, sobre todo para los hombres. Como el hombre del que habló su amigo, la mayoría piensa que hace el hogar para la familia, pero en verdad hacen el hogar y la familia para ellos mismos.
—Entonces estuvo escuchando a Hallvard. —Varias lo escuchamos. Era una buena historia. Una hermana fue a buscarme y me trajo en el momento en que el abuelo del paciente dictaba su voluntad. Oí todo el resto. ¿Sabe cuál era el problema del tío malo? ¿De Gundulf?
—Supongo que estaba enamorado.
—No, eso estaba bien. Las personas son como plantas, ¿sabe? Hay una parte verde y hermosa, a menudo con flores o frutos, que crece hacia arriba, hacia el sol, el Increado. También hay una parte oscura que crece alejándose, por túneles a donde no llega la luz.
—Nunca he estudiado los escritos de las iniciadas —dije—, pero hasta yo soy consciente de que encontraría en todos el bien y el mal.
—¿He hablado yo del bien y el mal? Aunque no sepan nada de la planta, son las raíces las que le dan fuerzas para trepar hacia el sol. Suponga que una guadaña, silbando a ras del suelo, separa el tallo de las raíces. El tallo caerá y morirá, pero las raíces pueden engendrar un nuevo tallo.
—Está diciendo que el mal es bueno.
—No. Estoy diciendo que las cosas que amamos en los demás y admiramos en nosotros brotan de cosas que no vemos y en las que rara vez pensamos. Como a otros hombres, el instinto llevaba a Gundulf a ejercer la autoridad, que crece mejor cuando se funda una familia; y también las mujeres tienen un instinto parecido. En Gundulf ese instinto había estado mucho tiempo frustrado, como en tantos de los soldados que vemos aquí. Los oficiales al menos mandan, pero los soldados sin mando sufren y no saben por qué. Algunos, por supuesto, se vinculan con otros de sus filas. A veces varios comparten una sola mujer, o un hombre que es como una mujer. Otros convierten a los animales en mascotas, y otros se hacen amigos de niños que la lucha dejó sin hogar.
Recordando al hijo de Casdoe, dije: —Comprendo por qué ustedes se oponen.
—No nos oponemos; no a eso, sin duda, y no a cosas mucho menos naturales. Sólo hablo del instinto de ejercer autoridad. Al tío malo lo llevó a amar a una mujer, y específicamente una mujer que ya era madre de un niño, de modo que no bien tuviera una familia, la familia sería más grande. De ese modo recuperaría parte del tiempo que había perdido, ¿comprende? Hizo una pausa, y yo asentí.
—Pero el tiempo que se había perdido era demasiado; el instinto irrumpió en otra dirección. Se vio como señor legítimo de tierras que administraba para un hermano, y como señor de la vida. Una visión engañosa, ¿no?
—Supongo que sí.
—Hay otros que tienen visiones igualmente engañosas, aunque no entrañan tanto peligro. —Me sonrió.— ¿Se atribuye usted alguna autoridad especial?
—Soy viajero de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, pero es un cargo que no conlleva ninguna autoridad. Los de mi gremio sólo hacemos la voluntad de los jueces.
—Yo creía que el gremio de los torturadores estaba abolido desde hace mucho. ¿Se ha convertido entonces en una especie de hermandad para lictores? —Todavía existe —le dije.
—No lo dudo. Pero hace unos siglos era un gremio de verdad, como el de los plateros. Eso al menos he leído en ciertas historias que conserva nuestra orden.
Por un momento, mientras la oía, sentí una violenta exaltación. No es que supusiese que de algún modo ella estaba en lo cierto. Es posible que en ciertos aspectos yo esté un poco loco, pero conozco bien esos aspectos y no incluyen engaños de este tipo. De todos modos me parecía maravilloso —aunque sólo fuera por un momento— existir en un mundo donde alguien podía creer esas cosas. Entonces me di cuenta, realmente por primera vez, de que en la Mancomunidad había millones de personas que no sabían nada de las formas superiores de castigo judicial ni de los círculos concéntricos de intriga que envuelven al Autarca; y me sentó como vino, o más bien coñac, y me dejó aturdido en un mareo de dicha.
La Peregrina, que no había notado nada, dijo entonces: —¿Cree tener alguna otra forma de autoridad especial?
Negué con la cabeza.
—Miles me dijo que usted cree tener la Garra del Conciliador, y que le enseñó una pequeña garra negra, tal vez como de ocelote o de caracará, y que le contó que valiéndose de ella había levantado a muchos de entre los muertos.
Había llegado pues el momento; el momento en que tendría que cederla. En el tiempo que había pasado en el lazareto había sabido siempre que llegaría muy pronto, pero había esperado demorarlo hasta que me dispusiese a partir. Ahora saqué la garra, creí que por última vez, y apretándola contra la mano de la Peregrina le dije: —Con esto puede salvar a muchos. Yo no la robé, y siempre he buscado devolvérsela a su orden.
—¿Y ha revivido con ella a muchos muertos? —me preguntó en voz baja.
—Hace unos meses yo mismo habría muerto de no haberla tenido —le dije, y empecé a relatarle la historia del duelo con Agilus.
—Espere —dijo ella—. Tiene que guardársela —y me devolvió la Garra—. Como verá, yo ya no soy joven. El año próximo celebraré mi decimotercer aniversario como miembro pleno de las Peregrinas. Hasta la primavera pasada, en cada una de las cinco fiestas del año vi la Garra del Conciliador cuando la elevaban a nuestra adoración. Era un gran zafiro, grande más o menos como una oricreta. Debe de haber valido muchas villas, y sin duda fue por eso que la robaron.
Traté de interrumpirla pero me silenció con un gesto.
—En cuanto a que obra curas milagrosas y hasta devuelva la vida a los muertos, ¿cree que de ser así habría enfermas en nuestra orden? Somos pocas; demasiado pocas para el trabajo que tenemos. Pero si hasta la primavera pasada no hubiera muerto ninguna, seríamos mucho más numerosas. Aún estarían con nosotras muchas que yo quería, maestras y amigas. La gente ignorante ha de tener sus propios prodigios, aunque se les obligue a limpiar el barro de las botas de un epopta. Si todavía existe, como espero, y no la han dividido en gemas menores, la Garra del Conciliador es la última reliquia del más grande de los hombres buenos, y nosotros la atesoramos porque aún atesoramos la memoria de ese hombre. De haber sido el tipo de cosa que usted cree tener, todo el mundo la habría considerado preciosa, y los autarcas nos la habrían arrebatado hace mucho.
—Es una garra… —empecé.
—Sólo era una grieta en el corazón de la joya. El Conciliador era un hombre, lictor Severian, no un gato ni un ave. —La mujer se levantó.
—Se estrelló contra las rocas cuando el gigante la tiró desde el parapeto…
—Esperaba calmarlo, pero veo que sólo lo estoy excitando —dijo ella. Inesperadamente sonrió, se inclinó y me dio un beso—. Aquí hay muchos que creen cosas que no son. No muchos tienen creencias que los acrediten, no tanto como a usted las suyas. Ya hablaremos de esto otra vez.
Miré la pequeña figura vestida de escarlata hasta que se perdió de vista en la oscuridad y el silencio de las hileras de camas. Mientras hablábamos, la mayoría de los enfermos se había dormido. Unos pocos roncaban. Entraron tres esclavos, dos de ellos trayendo un herido en camilla mientras el tercero les alumbraba el camino con una lámpara. La luz brillaba en las cabezas rapadas, cubiertas de sudor. Pusieron al herido en un catre, le estiraron los miembros como si estuviese muerto, y se fueron.
Miré la Garra. Mientras la Peregrina la miraba, había estado negra e inerte pero ahora, unos mudos destellos de fuego blanco la recorrían de la base a la punta. Me sentía bien: en verdad, me encontré preguntándome cómo había soportado el día entero echado en ese colchón angosto; pero cuando intenté levantarme, las piernas apenas me sostuvieron. Temiendo a cada momento caer sobre algún herido, di tambaleándome los veinte pasos que había hasta el hombre que acababan de traer.
Era Emilian, a quien yo había conocido como hombre galante de la corte del Autarca. Tanto me asombró verlo que lo llamé por su nombre. —Thecla —murmuró él—. Thecla…
—Sí. Thecla. Me recuerdas, Emilian. Ahora cúrate. —Lo toqué con la Garra.
Abrió los ojos y gritó.
Yo escapé hacia mi catre, pero a mitad de camino me caí. Estaba tan débil que no habría podido, creo, continuar a gatas, pero me las arreglé para esconder la Garra y perderme de vista rodando bajo el catre de Hallvard.
Cuando volvieron los esclavos, Emilian estaba sentado y podía hablar, aunque no pienso que lo que decía se entendiera mucho. Le dieron hierbas, y uno se quedó con él mientras las masticaba y después se fue sin hacer ruido.
Rodé para salir de mi escondite y apoyándome en el borde pude ponerme en pie. Todo estaba de nuevo en calma, pero yo sabía que muchos heridos tenían que haberme visto antes de que me cayera. En vez de dormir, como yo había supuesto, Emilian parecía aturdido.
—Thecla —murmuraba—. Oí a Thecla. Dijeron que había muerto. ¿Qué voces hay aquí de la tierra de los muertos?
—Ya ninguna —le dije—. Has estado mal, pero pronto te pondrás bien.
Alcé la Garra bien alta e intenté concentrar los pensamientos en Melito y en Foilay también en Emi y en todos los enfermos del lazareto. Parpadeó y se oscureció.
IX — La historia de Melito: El gallo, el ángel y el águila
—Hace no mucho tiempo, y no muy lejos del lugar donde nací, había una vez una magnífica granja. Era especialmente célebre por sus aves: bandadas de patos blancos como la nieve, gansos casi tan grandes como cisnes y tan gordos que a duras penas andaban, y pollos coloridos como loros. El granjero que la había construido tenía muchísimas ideas raras sobre su trabajo, pero estas ideas raras le habían dado tanto más provecho que las ideas sensatas a sus vecinos, que pocos tenían el coraje de decirle lo loco que estaba.
»Una de sus nociones extrañas concernía al tratamiento de los pollos. Todo el mundo sabe que cuando se ve que los pollitos son gallos pequeños hay que caparlos. En el gallinero se necesita un solo gallo, y dos se pelearían.
»Pero este granjero se ahorraba el problema. “Déjalos que crezcan decía—. Déjalos que se peleen, y déjame decirte una cosa, vecino. Ganará el gallo me jor, el más gallo, y él será el que dé más pollitos a mi corral. Más aún: sus pollitos serán los más resistentes para superar cualquier enfermedad. Cuando se te mueran los pollos, ven a verme y te venderé unas crías a mi propio precio. En cuanto a los gallos vencidos, nos los podemos comer, mi familia y yo. No hay capón más tierno que un gallo que murió peleando, así como la mejor carne es la del toro que murió en la arena y la del venado que los sabuesos persiguieron todo el día. Además, comer capón mina la virilidad.”
»Este extraño granjero creía también que si necesitaba un ave para la cena, era tarea suya elegir la peor del corral. “Cualquiera que tome la mejor es un impío —decía—. Hay que dejarlas prosperar bajo la mirada del Pancreador, que tanto como al hombre y la mujer hizo al gallo y la gallina.” Quizá porque actuaba con sinceridad, su corral era tan bueno que a veces parecía que no hubiese en él un ave peor que las otras.
»De todo lo que he dicho quedará claro que el gallo de ese corral era excelente. Joven, fuerte y bravo. Tenía una cola magnífica, como la de muchos faisanes, y sin duda habría tenido también una magnífica cresta si no se la hubiera desgarrado en los muchos combates desesperados en que se había metido. Las plumas del pecho eran de un escarlata reluciente —como las túnicas de las Peregrinas—, pero contaban los gansos que había sido blanco antes de teñirse en su propia sangre. Las alas eran tan fuertes que volaba mejor que cualquiera de los patos blancos, los espolones más largos que el dedo medio de un hombre, y el pico filoso como mi espada.
»Ese hermoso gallo tenía mil mujeres, pero la preferida de su corazón era una gallina hermosa como él, hija de una noble raza y reina reconocida de las gallinas en leguas a la redonda. ¡Con qué orgullo se paseaban entre la esquina del granero y el agua del estanque de los patos! Imposible ver nada mejor, no, ni aunque uno viera al mismo Autarca exhibiéndose con su favorita en la Fuente de las Orquídeas; menos aún considerando que, según he oído, el Autarca es capón.
»Para esa feliz pareja todo era vino y rosas hasta que una noche una terrible barahúnda despertó al gallo. Un gran búho orejero había irrumpido en el granero donde dormían los pollos y se abría paso entre ellos en busca de algo para cenar. Por supuesto: se lanzó sobre la gallina favorita del gallo; y llevándola entre las garras abrió las anchas alas silenciosas. Los búhos ven maravillosamente bien en la oscuridad, y aquél tuvo que haber visto al gallo volando hacia él como una furia emplumada. ¿Alguien ha visto nunca un búho con expresión perpleja? Y con todo, seguro que esa expresión tuvo el búho aquella noche en el granero. Los espolones del gallo se movieron más rápido que pies de bailarín, y el pico martilló los ojos redondos ybrillantes como martillaun tronco el pico del pájaro carpintero. El búho dejó caer la gallina, huyó del granero y nunca lo volvieron a ver.
»No hay duda de que el gallo tenía derecho al orgullo, pero se volvió demasiado orgulloso. Habiendo vencido al búho en la oscuridad, le pareció que podía vencer a cualquier ave en cualquier sitio. Empezó a hablar de rescatar a las presas de los halcones y atacar al teratornis, la más grande y terrible de las aves voladoras. Estoy seguro de que si se hubiera rodeado de consejeros sabios, en particular la llama y el cerdo, a quienes la mayoría de los príncipes eligen para conducir sus asuntos, con eficacia y cortesía pronto habrían puesto coto a sus extravagancias. Es una pena, pero no lo hizo. Escuchaba únicamente a las gallinas, que estaban todas locas por él, y a los gansos y los patos, que sentían que como prójimos suyos en el corral compartían en cierto grado la gloria que él ganaba. Hasta que llegó el día, como les llega siempre a los demasiado orgullosos, en que se pasó de la raya.
»Era el amanecer, siempre el momento más peligroso para el que no da un buen paso. El gallo voló más y más y más alto, que pareció que iba a traspasar el cielo, y al fin se posó en la veleta del gablete más encumbrado del granero: el punto más alto de toda la granja. Desde allí, mientras el sol salía de las sombras con trazos de oro y carmesí, gritó una y otra vez que él era el señor de todas las criaturas emplumadas. Siete veces cantó aquello, y habría debido detenerse entonces, pues siete es un número propicio. Pero no pudo conformarse. Una octava vez hizo el mismo alarde, y luego voló abajo.
»No había aterrizado aún entre los suyos cuando en lo alto del cielo, directamente por encima del granero, empezó un fenómeno de lo más maravilloso. Cien rayos de sol parecieron enredarse, como un gatito enmaraña un ovillo de lana, y enrollarse juntos una mujer la masa en una fuente de hornear. Luego ese conjunto de luz gloriosa desarrolló patas, brazos, una cabeza y por fin alas y descendió directamente sobre el granero. Era un ángel con alas de rojo y azul y verde y dorado, y aunque parecía no más voluminoso que él, no bien el gallo lo miró a los ojos supo que por dentro era mucho más grande.
»“Ahora —dijo el ángel—, oye a la justicia. Dices que no hay criatura con plumas que se te pueda oponer. Aquí estoy yo, criatura visiblemente emplumada. He dejado atrás todas las armas poderosas de los ejércitos de la luz, y lucharemos tú y yo.”
»Ante eso el gallo abrió las alas y se inclinó tanto que su maltrecha cresta barrió el polvo. “Me honrará hasta el fin de mis días que se me haya creído digno de un desafío — dijo—, que ninguna otra ave había hoy. Lamento profundamente tener que deciros que no puedo aceptar, y esto por tres razones, la primera de las cuales es que, aunque vos tenéis plumas en las alas, como decís, no es contra vuestras alas que yo lucharía sino contra vuestra cabeza y vuestro pecho. De modo que a los fines del combate no sois una criatura con plumas.”
»El ángel cerró los ojos y se pasó las manos por el cuerpo, y cuando las retiró el pelo de la cabeza se le había convertido en plumas más brillantes que las del canario más hermoso, y el hilo de la túnica en plumas más blancas que las de la más brillante paloma.
»“La segunda de las cuales —continuó el gallo sin arredrarse un ápice—, es que teniendo, como se ve claramente, el poder de transformaros, vos podríais elegir en el curso del combate cambiaros en alguna criatura que no tuviera plumas: por ejemplo, una gran serpiente. De modo que si luchara contra vos, no tendría garantía de juego limpio.”
Al oír eso el ángel se rasgó el pecho y, exhibiendo a las reunidas aves del corral todas las cualidades que contenía, extrajo la facultad de cambiar de for ma. Se la entregó al ganso más gordo para que la tuviera mientras durase el encuentro, y el ganso en seguida se transformó en un ganso de color sal gris, como los que van de un polo a otro. Pero no voló, y cuidó de la facultad del ángel.
»“La tercera de los cuales —continuó el gallo desesperado—, es que sois claramente un oficial al servicio del Pancreador y al llevar adelante la causa de ¡ajusticia, como hacéis, estáis cumpliendo vuestro deber. Si yo luchara contra vos como pedís, cometería un grave crimen contra el único gobernante que los pollos valientes reconocen.”
»“Muy bien —dijo el ángel—. Es una posición legal sólida, y crees, supongo, que te has ganado la libertad. Lo cierto es que con ese argumento te has ganado la muerte. Yo sólo iba a retorcerte un poco las alas y arrancarte las plumas de la cola.” Entonces alzó la cabeza y lanzó un grito extraño y salvaje. De inmediato un águila planeó desde el cielo, y como un trueno se dejó caer en el corral.
»Por toda la granja lucharon, y junto al estanque de los patos, y por el prado ida y vuelta, porque el águila era muy fuerte pero el gallo era valiente y rápido. Apoyada en una pared del granero había una vieja carretilla con una rueda rota, y debajo de ella, donde el águila no pudiera atacarlo desde arriba, y él pudiera reanimarse un poco en la sombra, el gallo buscó el lance final. Pero sangraba de tal modo que antes que el águila, que sangraba casi tanto como él, pudiera acercársele, se tambaleó, cayó, intentó levantarse, y volvió a caer.
»“Ya habéis visto —dijo el ángel dirigiéndose a las aves reunidas— cómo se cumple la justicia. ¡No seáis orgullosos! No hagáis alardes, pues es seguro que se os impondrá una retribución. Creisteis que vuestro campeón era invencible. Helo ahí, víctima no de esta águila sino del orgullo, derrotado y destruido.”
»Entonces el gallo, a quien todos habían creído muerto, levantó la cabeza. “Sin duda eres muy sabio, Ángel —lijo—. Pero de gallos no sabes nada. Ningún gallo está vencido hasta que no dobla la cola y muestra la pluma blanca que hay debajo de las otras plumas. Me han fallado las fuerzas, que yo solo me hice volando y corriendo y en muchas batallas. Pero no me ha fallado el espíritu, que recibí de manos de tu amo el Pancreador. Águila, no te pediré clemencia. Ven y mátame ya. Pero si valoras tu honor, no digas nunca que me has derrotado.”
»Al oír lo que había dicho el gallo el águila miró al ángel, y el ángel miró al águila. “El Pancreador está infinitamente lejos de nosotros —dijo el ángel—. Ypor lo tanto infinitamente lejos de mí, aunque vuele mucho más alto que vosotros. Sus deseos los imagino; nadie puede hacer otra cosa.”
»Una vez más se abrió el pecho y volvió a guardar la facultad que había rendido por un tiempo. Luego él y el águila se alejaron volando, y por un rato el ganso gris los siguió. Así acaba la historia.
Melito había hablado tendido de espaldas, mi extendida arriba. Tuve la sensación de que estaba demasiado débil para apoyarse aun en un codo. Los demás heridos habían guardado tanto silencio como durante la historia de Hallvard. yo dije: —Es un hermoso cuento. Me será muy difícil juzgar entre los dos, y si a Hallvard y a ti os parece bien, y a Foila, me gustaría darme tiempo para pensar.
Foila, que estaba sentada con el mentón sobre las rodillas dobladas, dijo: —No juzgues. El torneo todavía no ha acabado.
Todo el mundo la miró.
—Mañana me explicaré —dijo—. Tú simplemente no juzgues, Severian. Pero ¿qué piensas de esa historia? —Te diré lo que pienso —gruñó Hallvard—. Pienso que Melito es listo, como dijo que era yo. Está menos sano, menos fuerte que yo, y de este modo se ha atraído la simpatía de una mujer. Muy astuto, gallito. La voz de Melito sonó más débil que mientras contaba el combate de las aves. —Es la peor historia que conozco.
—¿La peor? —pregunté. Todos estábamos sorprendidos.
—Sí, la peor. Es un disparate que les contamos a nuestros niños, que no conocen nada más que el polvo y los animales de la granja y el cielo que tienen encima. Eso está bien claro en cada palabra.
Hallvard preguntó: —¿No quieres ganar, Melito? —Por supuesto que sí. Tú no amas a Foila como yo. Yo moriría por poseerla, pero preferiría morir antes que decepcionarla. Si la historia que he contado puede ganar, entonces no la decepcionaré nunca, al menos con mis historias. Tengo cien mejores que ésa. Hallvard se levantó y vino a sentarse en mi catre como el día anterior, y yo descolgué las piernas por el borde para sentarme a su lado.
—Lo que dice Melito es muy inteligente —dijo—. Todo lo que dice es muy inteligente. Pero tú debes juzgarnos por los cuentos que contamos, no por los que no contamos pero decimos conocer. Yo también conozco muchas historias. Nuestras noches de invierno son las más largas de la Mancomunidad.
Le contesté que según Foila, que había tenido la idea del torneo y era el premio, aún no debía juzgar en absoluto.
El ascio dijo: —Todo el que habla según el Pensa miento Correcto habla bien. ¿Dónde está pues la superioridad de ciertos estudiantes sobre otros? En el modo de hablar. Los estudiantes inteligentes hablan el Pensamiento Correcto con inteligencia. El oyente sabe que comprenden por la entonación de las voces. Por este modo de hablar superior de los estudiantes inteligentes, el Pensamiento Correcto se transmite de uno a otro como el fuego.
Creo que nadie se había dado cuenta de que nos había escuchado. Estábamos todos un poco atónitos al oírlo hablar. Al cabo de un momento, Foila dijo: —Quiere decir que no debes juzgar el contenido de las historias sino lo bien que cada cual contó la suya. No sé si estoy de acuerdo; y sin embargo, habría que pensarlo.
—Yo no estoy de acuerdo —gruñó Hallvard—. Los trucos del narrador cansan rápido a los que escuchan. La mejor manera de contar es la más sencilla.
Otros apoyaron el argumento, y estuvimos largo rato hablando de eso y del gallito.
X — Ava
Mientras estaba enfermo nunca me había fijado mucho en los que nos traían la comida, aunque si reflexionaba podía recordarlos con claridad, como recuerdo todo. Una vez nos había servido una Peregrina, la que había hablado conmigo la noche anterior. Otras habían sido los esclavos rapados, o postulantes de hábito marrón. Esa noche, la del día en que Melito había contado su historia, nos trajo la cena una postulante que yo no había visto hasta entonces, una muchacha delgada de ojos grises. Me levanté y la ayude a repartir las bandejas.
Cuando terminamos me dio las gracias y dijo: —Usted no se quedará mucho más.
Le dije que tenía algo que hacer allí, y ningún otro lugar adonde ir.
—Tiene una legión. Y si a la suya la han destruido, le asignarán otra.
—Yo no soy soldado. Vine al norte con la vaga idea de alistarme, pero antes de tener una oportunidad me enfermé.
—Habría podido esperar en su ciudad natal. Me dicen que los piquetes de reclutamiento pasan por todas, al menos dos veces al año.
—Me temo que mi ciudad natal es Nessus. —La vi sonreír.—Pero me fui de allí hace algún tiempo, y no me habría gustado sentarme a esperar medio año en cualquier sitio. De todos modos, nunca se me ocurrió. ¿Usted también es de Nessus?
—Le cuesta estar de pie.
—No, estoy bien.
Me tocó el brazo, gesto tímido que en cierto modo me hizo pensar en el ciervo domesticado del jardín del Autarca.
—Se está tambaleando. Aunque se le haya ido la fiebre, no está acostumbrado a caminar. Tiene que comprenderlo. Se ha pasado varios días en cama. Ahora quiero que vuelva a acostarse.
—Si lo hago sólo podré hablar con los mismos con que he hablado todo el día. El hombre que tengo a la derecha es un prisionero ascio, y el de la izquierda viene de una aldea que ni usted ni yo hemos oído nombrar.
—De acuerdo, si se acuesta me sentaré a que conversemos un rato. De todos modos hasta el toque de silencio no tengo nada que hacer. ¿De qué sector de Nessus es?
Mientras me escoltaba hasta mi catre, le dije que no quería hablar sino escuchar; y le pregunté de qué sector era el hogar de ella.
—Cuando una vive con las Peregrinas, el hogar está donde se plantan las tiendas. La orden pasa a ser la familia y las amigas, como si de pronto todas las amigas de una fueran también hermanas. Pero antes de venir aquí vivía en la punta noroeste de la ciudad, a la vista del Muro.
—¿Cerca del Campo Sanguinario? —Sí, muy cerca. ¿Conoce el lugar? —Una vez luché allí.
Se le agrandaron los ojos. —¿De veras? Nosotras íbamos allí a mirar. Se suponía que no debíamos, pero íbamos de todos modos. ¿Ganó?
Nunca había pensado en eso y tuve que considerarlo. —No —dije—. Perdí.
—Pero sobrevivió. Seguro que es mejor perder y vivir que quitarle la vida a otro.
Me abrí la túnica y le mostré la cicatriz que la hoja de averno de Agilus me había dejado en el pecho.
—Tuvo mucha suerte. Aquí llegan muchos soldados con heridas así, pero pocasveces podemos salvarlos. —Titubeando, me tocó el pecho. Había en su cara una dulzura que no he visto en otras caras de mujer. Me acarició un momento la piel, hasta que retiró la mano de un tirón.— No pudo ser muy profunda.
—No lo fue —le dije.
—Una vez vi un combate entre un oficial y un exultante enmascarado. Como armas usaban plantas envenenadas; quizá porque con la espada el oficial habría tenido una ventaja injusta. El exultante murió y yo me fui, pero después se armó una barahúnda enorme pues el oficial perdió la cabeza. Se abalanzó contra mí blandiendo la planta, pero alguien le arrojó una porra a los pies y lo derribó. Creo que nunca vi un combate más emocionante.
—¿Lucharon con valor?
—No mucho. Discutieron un montón de cuestiones legales… Ya sabe, como hacen los hombres cuando no quieren empezar.
—«Me honrará hasta el fin de mis días que se me hayacreído digno de un desafío que ninguna otra ave había recibido hasta hoy. Lamento profundamente tener que deciros que no puedo aceptar, y esto por tres razones, la primera de las cuales es que, aunque vos tenéis plumas en las alas, como decís, no es contra vuestras alas que yo lucharía.» ¿Conoce esta historia? Sonriendo, ella negó con la cabeza.
—Es muy buena. Alguna vez se la contaré. Si vivía tan cerca del Campo Sanguinario, la familia de usted tiene que ser importante. ¿Era armígera?
—Prácticamente todas nosotras éramos armígeras o exultantes. Me temo que es una orden bastante aristocrática. De vez en cuando admiten a una hija de optimate como yo, cuando el optimate es viejo amigo de la orden; pero sólo somos tres. Algunos optimates, me han dicho, piensan que para que acepten a sus hijas bastará que hagan donaciones más cuantiosas, pero en realidad no es así: tienen que haber ayudado de varias maneras, no sólo con dinero, y haberlo hecho durante muchos años. ¿Sabe?, el mundo no está tan corrompido como a la gente le gusta creer.
Pregunté: —¿Cree que está bien limitar así la orden? Ustedes sirven al Conciliador. ¿Les preguntó él a los que levantó de entre los muertos si eran armígeros o exultantes?
Ella volvió a sonreír: —Esa cuestión se ha discutido en la orden muchas veces. Pero hay otras órdenes abiertas del todo a los optimates, y también a y conservándonos como somos conseguimos dinero abundante para nuestro trabajo y tenemos mucha influencia. Si únicamente cuidáramos y alimentáramos a cierto tipo de gente, le daría la razón. Pero no es así: si podemos, ayudamos incluso a los animales. A Conexa Epicharis le gustaba decir que nuestro límite eran los insectos, pero luego encontró a una de nosotras, una postulante, quiero decir, intentando emparcharle el ala a una mariposa.
—¿No les molesta que estos soldados hayan estado haciendo lo posible por matar ascios?
La respuesta fue muy diferente de lo que esperaba: —Los ascios no son humanos.
—Ya le he dicho que el paciente que tengo al lado es un ascio. Ustedes lo están cuidando, y por lo que he visto tan bien como nos cuidan a nosotros.
—Yyo le he dicho a usted que cuando podemos nos ocupamos de animales. ¿No sabe que los seres humanos pueden perder su humanidad?
—Se refiere a los zoántropos. Me he cruzado con alguno.
—Ellos, claro. Abandonan su humanidad deliberadamente. Pero hay otros que la pierden sin querer, a menudo pensando que van a ampliarla o a elevarse por encima del estado en que nacieron. Y a otros más, como los ascios, se la arrancan.
Pensé en Calveros zambulléndose en el lago Diuturna desde la pared del castillo.
—Sin duda esas… criaturas merecen nuestra compasión.
—Los animales merecen nuestra compasión. Por eso en la orden nos ocupamos de ellos. Pero matar uno no es asesinato.
Me senté y le aferré el brazo con un entusiasmo que apenas podía contener. ¿Cree usted que si algo existiera, un brazo del Conciliador, digamos, capaz de curar a los humanos, con los no humanos podría fracasar?
—Habla de la Garra. Cierre la boca, por favor, que cuando la deja abierta así me hace reír y se supone que no debemos hacerlo con gente que no es de la orden.
—¡Lo sabe!
—Me lo contó su enfermera. Dijo que estaba loco, pero de una manera agradable, y que no creía que pudiera hacer daño. Entonces le pregunté más, y me contó. Usted tiene la Garra, y aveces cura a los enfermos y resucita a los muertos.
—¿Usted piensa que estoy loco? Sonriendo aún, ella asintió.
—¿Por qué? No importa lo que le dijo la Peregrina. ¿He dicho esta noche algo que le hiciera pensarlo? —Tal vez hechizado. No es nada que haya dicho. O al menos no mucho. Pero usted no es sólo un hombre.
En seguida hizo una pausa. Creo que esperaba que yo lo negase, pero no dije nada.
—Está en su cara y en la forma como se mueve: ¿sabe que ni siquiera sé su nombre? Ella no me lo dijo.
—Severian.
—Yo soy Ava. Severian es uno de esos nombres para hermano y hermana, ¿no? Severian y Severa. ¿Tiene una hermana?
—No sé. Si tengo una, es bruja.
Ava lo lo pasó por alto. —La otra, ¿tiene nombre? —Entonces sabe que es una mujer.
—¡Hum! Cuando estaba sirviendo la comida, por un momento pensé que había venido a ayudarme una de las hermanas exultantes. Entonces me volví y era usted. Primero me pareció que sólo había sido al verlo de reojo, pero ahora, sentados aquí, a veces la veo incluso cuando lo miro de frente. Hay momentos, cuando aparta los ojos, en que usted desaparece y hay una mujer y pálida que usa su cara. Por favor, no me diga que ayuno demasiado. Lo mismo me dicen todas y no es verdad, y aunque lo fuera, aquí no se trata de eso.
—Se llama Thecla. ¿Recuerda lo que acaba de decir sobre la pérdida de la humanidad? ¿Intentaba hablarme de ella?
Ava sacudió la cabeza.
—Creo que no. Pero quería preguntarle una cosa. Había aquí otro paciente como usted, y me han contado que llegaron juntos.
—Se refiere a Miles. No, son casos totalmente diferentes. No le contaré nada de él. Tiene que hacerlo él mismo o nadie. Pero le contaré algo de mí. ¿Ha oído hablar de los comedores de cadáveres?
—Usted no es de ellos. Hace unas semanas tuvimos tres cautivos insurgentes. Sé cómo son.
—¿En qué se diferencian?
—Con ellos… —buscó las palabras a tientas—. Con ellos no hay control… Hablan consigo mismos, claro que mucha gente lo hace, y miran cosas que no están ahí. Eso tiene algo de solitario, y algo de egoísta. Usted no es de ellos.
—Pero lo soy —dije. Y, sin entrar en grandes detalles, le conté el banquete de Vodalus.
—Lo obligaron —dijo ella cuando hube acabado—. Si hubiera dicho lo que pensaba lo habrían matado.
—Eso no importa. Bebí el alzabo. Comí la carne de ella. Yal principio fue repugnante, como usted dice, aunque la había amado. Ella estaba en mí, y yo compartía la vida que había sido suya, y sin embargo estaba muerta. La sentía pudrirse allí dentro. La primera noche tuve de ella un sueño maravilloso; es uno de los recuerdos que más atesoro. Después empezó a haber algo horrible, y a veces tenía la impresión de soñar despierto: creo que son las conversaciones y las miradas que usted mencionó. Ahora, y por mucho tiempo, parece que ha vuelto a vivir, pero dentro de mí.
—Creo que para los otros no es lo mismo.
—Yo también. Al menos por lo que he oído. Hay muchísimas cosas que no entiendo. La que le he contado es una de las principales.
Ava estuvo callada un momento. Luego se le dilataron los ojos.
—Esa cosa en la que cree, la Garra. ¿Entonces la tiene?
Asentí.
—¿Pues no lo ve? Claro que la ha revivido. Antes dijo que a veces incluso actuaba sin que usted lo supiera. Usted tenía la Garra, y la tenía a ella, como dijo, pudriéndose dentro de usted.
—Sin el cuerpo.
—Como todos los ignorantes, es materialista. Pero no por eso el materialismo es verdad. ¿No lo sabe? En definitiva, lo que importa es el espíritu y el sueño, el pensamiento y el amor y los actos.
Las ideas que se agolpaban sobre mí me tenían tan pasmado que por un rato, en vez de hablar, permanecí envuelto en especulaciones. Cuando por fin volví en mí, me sorprendió que Ava no se hubiera ido e intenté agradecérselo.
—Era apacible estar aquí con usted, y si hubiera venido alguna hermana le habría dicho que me había quedado por si los enfermos llamaban.
—Todavía no me he decidido sobre lo que dijo de Thecla. Tendré que pensarlo, quizá durante varios días. La gente me dice que soy algo tonto.
Sonrió, y la verdad es que, al menos en parte, yo había dicho lo que había dicho (aunque era verdad) para que ella sonriese.
—Yo no lo creo. Concienzudo, en todo caso. —Como sea, pero tengo otra pregunta. A menudo, mientras trato de dormirme o cuando me despierto de noche, intento encontrar alguna relación entre mis fracasos y mis éxitos. Hablo de las veces que usé la Garra y reviví a alguien, y de las veces en que lo intenté pero la vida no volvió. Me parece que no se trata de un mero azar, aunque acaso el vínculo sea algo que yo no puedo conocer.
—¿Cree que ahora lo ha encontrado?
—Lo que usted dijo sobre la gente que pierde su humanidad: tal vez en parte sea eso. Hubo una mujer así, me parece, aunque era muy bella. Y un hombre, mi amigo, que sólo se curó en parte. Si es posible que alguien pierda su humanidad, sin duda es posible también que la encuentre otro que no la tenía. Por todas partes lo que pierde uno lo encuentra otro. Me parece que él era así. Claro que también el efecto siempre parece menor cuando la muerte esviolenta… —Yo diría que sí —dijo Ava.
—La Garra curó al hombre-mono a quien yo había mano. Quizá fue porque lo había hecho yo mismo. Yayudó a jonas, pero los látigos aquellos los había usado yo, Thecla.
—El poder de curar nos protege de la Naturaleza. ¿Por qué el Increado habría de protegernos de nosotros mismos? De eso podríamos encargarnos nosotros. Quizás él nos ayude cuando nos arrepintamos de lo que hemos hecho.
Asentí, todavía pensando.
Ahora voy a la capilla. Usted está lo bastante bien como para andar unos pasos. ¿Vendrá conmigo?
Durante el tiempo que había estado debajo, el ancho techo de lona me había parecido el lazareto entero. Ahora veía, aunque sólo débilmente y de noche, que había muchas tiendas y pabellones. Como el nuestro, casi todos tenían las paredes recogidas para dejar pasar el fresco, plegadas como las velas de un barco anclado. Sin entrar en ninguno, caminamos entre ellos por senderos sinuosos que me parecieron largos, hasta que llegamos a uno con las paredes bajas. Era de seda, no de lona, y las luces de dentro le daban un brillo carmesí.
—En un tiempo —me dijo Ava— tuvimos una gran catedral. Cabían diez mil, y sin embargo se podía cargarla en un solo vagón. La Domnicellae la hizo incendiar justo antes de que yo entrara en la orden. —Lo sé —dije—. Yo lo vi.
Dentro de la tienda de seda nos arrodillamos ante un sencillo altar colmado de flores. Ava rezó. Yo, que no sabía ninguna oración, hablé en silencio con alguien que a veces estaba dentro de mí, y a veces, como había dicho el ángel, parecía infinitamente remoto.
XI — La historia del leal al Grupo de los Diecisiete: El hombre justo
A la mañana siguiente, cuando ya habíamos comido y todo el mundo estaba despierto, me atreví a preguntarle a Foila si ya me tocaba juzgar entre Melito y Hallvard. Ella meneó la cabeza, pero antes de que pudiera hablar el ascio anunció: —Todos deben hacer lo suyo al servicio del populacho. El buey arrastra el arado y el perro cuida las ovejas, pero el gato caza ratones en el granero. Así el hombre, la mujer y hasta el niño pueden servir al populacho.
Foila hizo relampaguear esa sonrisa deslumbrante. —Nuestro amigo también quiere contar una his —¿Cómo?—Por un momento pensé que realmente Melito iba a sentarse.— Vais a dejar que… dejar que uno de ellos… tener en cuenta…
Ella hizo un gesto, y él farfulló hasta callarse. —Pues sí. —Algo le estiró las comisuras de los labios.—Sí, me parece que lo dejaremos. Por supuesto, yo tendré que haceros de intérprete. ¿Es correcto, Severian?
—Si tú lo deseas —dije yo.
—Eso no estaba en el trato original —gruñó Hallvard—. Me acuerdo de cada palabra.
—Yo también —dijo Foila—. Pero tampoco lo contraviene, y de hecho está de acuerdo con el espíritu del trato, que era que los candidatos a mi mano, ni muy suave ni muy hermosa, me temo, aunque algo está mejorando desde que me han confinado aquí, compitieran por ella. Si el ascio creyese que tiene alguna posibilidad, sería mi pretendiente: ¿no habéis visto cómo me mira?
El ascio recitó: —Unidos, hombres y mujeres son más fuertes; pero la mujer valiente no quiere maridos sino hijos.
—Quiere decir que le gustaría casarse conmigo pero no cree que sus atenciones sean aceptables. Se equivoca. —Foila miró a Melito y luego a Hallvard, y la sonrisa se le volvió irónica.— ¿De veras tenéis miedo de que participe en el torneo? En el campo de batalla tenéis que haber huido como conejos al toparos con un ascio.
Ninguno de los dos contestó; al rato el ascio empezó a hablar: —En tiempos pasados, en todas partes había leales a la causa del populacho. La voluntad del Grupo de los Diecisiete era la voluntad de todos. Foila interpretó: —Érase una vez…
—Que nadie sea indolente. Si alguien es indolente, que se asocie con otros que también lo sean y busquen una tierra indolente. Que cualquiera que encuentren los dirija. Mejor es caminar mil leguas que sentarse en la Casa del Hambre.
—… había una granja lejana trabajada por un grupo de gente que no era una familia.
—Uno es fuerte, el otro hermoso, un tercero un artífice sagaz. ¿Cuál es mejor? El que sirve al populacho.
—En aquella granja vivía un buen hombre.
—Que el trabajo lo reparta un repartidor de trabajo sabio. Que el alimento lo reparta un repartidor de alimento justo. Engorden los cerdos. Mueran de hambre las ratas.
—Los otros le escamotearon la parte que le tocaba.
—El pueblo reunido en consejo puede juzgar, pero nadie recibirá más de cien golpes.
—El se quejó, y le pegaron.
—¿Cómo se alimentan las manos? Por la sangre.
¿Cómo llega la sangre a las manos? Por las venas. Si las venas se cierran, las manos se pudrirán.
—El hombre abandonó la granja y se echó a los caminos. —Allí donde se asienta el Grupo de los Diecisiete, se hace la justicia final.
Fue a la capital y se quejó de cómo lo habían tratado. —Para los que se esfuerzan haya agua clara. Haya para ellos comida caliente y cama limpia.
—Volvió a la granja, cansado y hambriento tras el viaje. —Nadie ha de recibir más de cien golpes. —Volvieron a pegarle.
—Detrás de cada cosa se encuentra algo más, siempre; así el árbol detrás del pájaro, la piedra bajo la tierra, el sol detrás de Urth. Detrás de nuestros esfuerzos, nuestros esfuerzos.
—El hombre justo no se rindió. De nuevo dejó la granja y fue a la capital.
—¿Serán oídos los demandantes? No, porque gritan todos juntos. ¿Quién será oído pues? ¿Quién grite más fuerte? No, porque todos gritan fuerte. Se los que griten más tiempo, y a ellos se les hará justicia.
—Al llegar a la capital, acampó ante el umbral mismo del Grupo de los Diecisiete y rogó a todos los que pasaban que lo escuchasen. Al cabo de largo tiempo fue admitido en el palacio, donde los que ejercían la autoridad escucharon y atendieron sus quejas.
Así dice el Grupo de los Diecisiete: A los que roban, quitadles lo que tienen, pues nada es suyo.
—Le dijeron que regresara a la granja y, en nombre de a los hombres malos que debían irse. —Como el buen hijo para la madre, así es el ciudadano para el Grupo de los Diecisiete.
—El hizo lo que le habían dicho.
—¿Qué es el habla necia? Un viento. Ha entrado oídos y sale por la boca. Nadie ha de recibir más de cien golpes.
—Se burlaron de él y le pegaron.
—Que detrás de nuestros esfuerzos se encuentren nuestros esfuerzos.
—El hombre justo no se rindió. Una vez más volvió a la capital.
—El ciudadano restituye al populacho lo que al populacho es debido. ¿Qué es debido al populacho? Todo.
—Estaba muy cansado. Llevaba la ropa hecha harapos y los zapatos gastados. No tenía comida ni nada para comerciar.
—Mejor es ser justo que ser bondadoso, pero sólo el buen juez puede ser justo; quien no puede ser justo que sea bondadoso.
—En la capital vivió mendigando.
En este punto tuve que interrumpirlos. Le dije a Foila que en mi opinión era maravilloso que entendiera tan bien lo que cada frase trillada significaba en el contexto de la historia, pero no llegaba a entender cómo lo hacía: como sabía, por ejemplo, que la frase sobre la bondad y la justicia quería decir que el héroe era ahora un mendigo.
—Bueno, imagina que otro está contando una historia, Melito, quizás, y en cierto punto alarga la mano pidiendo dinero. Sabrías lo que significa, ¿no? Asentí.
—Aquí es lo mismo. A veces encontramos soldados ascios demasiado hambrientos o enfermos para seguir a los demás, y cuando comprenden que no vamos a matarlos lo que sueltan es ese asunto de la bondad y la justicia. En ascio, claro. Es lo que en Ascia dicen los mendigos.
—Serán oídos los que griten más tiempo, y a ellos se les hará justicia.
—Esta vez tuvo que esperar mucho antes de ser admitido en el palacio, pero al fin lo dejaron entrar y oyeron lo que tenía que decir.
—Los que no quieren servir al populacho habrán de servir al populacho.
—Dijeron que meterían a los hombres malos en la cárcel —Haya para los que se esfuerzan agua clara. Haya para ellos comida caliente y cama limpia.
—El hombre volvió a su casa.
—Nadie ha de recibir más de cien golpes. —Volvieron a pegarle.
—Que detrás de nuestros esfuerzos se encuentren nuestros esfuerzos.
—Pero no se rindió. Una vez más partió hacia la capital a quejarse.
—Los que luchan por el populacho luchan con mil corazones. Los que luchan contra el populacho luchan sin corazón.
—Entonces los hombres malos tuvieron miedo.
—Nadie se oponga a las decisiones del Grupo de los Diecisiete.
—Se dijeron: «Ha ido una y otra vez al palacio, y todas las veces les habrá dicho a los gobernantes que no les obedecimos. Seguro que esta vez mandan soldados a matarnos».
—Si tienen las heridas en la espalda, ¿quién les restañará la sangre?
—Los hombres malos huyeron.
—¿Dónde están los que en el pasado se opusieron a las decisiones del Grupo de los Diecisiete? —Nunca se los volvió a ver.
—Haya agua clara para los que se esfuerzan. Haya comida caliente y cama limpia. Entonces cantarán en el trabajo, y el trabajo será para ellos luz. Entonces cantarán en la cosecha, y la cosecha será abundante.
—Entonces el hombre justo regresó a su casa y vivió feliz para siempre.
Todos aplaudimos la historia, conmovidos por la historia misma, por la ingenuidad del prisionero ascio, porque nos había permitido vislumbrar cómo era la vida en Ascia y sobre todo, pienso, por la gracia con que Foila había hecho la traducción.
No tengo manera de saber si a ustedes, que al fin leerán este relato, les gustan o no las historias. Si no les gustan, sin duda habrán vuelto destraídamente estas páginas. Confieso que a mí me encantaron. La verdad, a menudo me parece que las únicas cosas buenas del mundo, las únicas que puede atribuirse la humanidad, son las historias y la música; las demás, piedad, belleza, sueño, agua clara y comida caliente (como hubiera dicho el ascio) son todas obra del Increado. Así, las historias son cosas ciertamente pequeñas en el plan del universo, pero es difícil no preferir lo que nos pertenece; al menos es difícil para mí.
Pienso que, aunque fue la más corta y la más simple que he registrado en este libro, de esa historia aprendí varias cosas de importancia. Ante todo, cuánto de lo que decimos, y que creemos recién acuñado en nuestras bocas, consiste en locuciones establecidas. Parecía que el ascio sólo hablaba con frases que había aprendido de memoria, aunque hasta ese momento nunca las había oído. Foila parecía hablar como hablan comúnmente las mujeres, y si me hubieran preguntado si empleaba expresiones hechas, yo habría respondido que no; y sin embargo muy a menudo el principio de estas frases habría permitido predecir el final.
Segundo, aprendí lo dificil que es eliminar la necesidad de expresarse. El pueblo de Ascia hablaba sólo con la voz de sus amos; pero de esa voz habían hecho una lengua nueva, y después de oír al ascio, no tuve dudas de que a él le servía para expresar cualquier pensamiento.
Y tercero, aprendí una vez más qué cosa polifacética es narrar un cuento. Seguramente, no habría podido haber ninguno más simple que el ascio; y sin embargo, ¿qué quería decir? ¿Pretendía elogiar al Grupo de los Diecisiete? El mero terror de este nombre había puesto en fuga a los malvados. ¿Pretendía condenarlo? Había oído las quejas del hombre justo, pero no habían hecho más por él que apoyarlo con palabras. No había habido la menor sugerencia de que alguna vez fueran a hacer más.
Pero escuchando al ascio y a Foila no había descubierto lo que más quería saber. ¿Qué motivo había tenido ella para permitir que el ascio compitiera? ¿Mera malicia? Por sus ojos risueños me era fácil creerlo. ¿Se sentía en realidad atraída por él? Dar crédito a esto me resultaba más arduo, pero sin duda no era imposible. ¿Quién no ha visto mujeres atraídas por hombres faltos de la menor cualidad? Estaba claro que Foila había tenido mucho que ver con el ascio, y que él no era unrsoldado corriente, ya que le habían enseñado nuestro idioma. ¿Esperaba extraerle algún secreto?
Y él, ¿qué? Melito y Hallvard se habían acusado uno a otro de contar cuentos con propósitos ulteriores. ¿Había hecho él lo mismo? Si era así, sin duda su propósito había sido decirle a Foila —y también a los demás— que nunca se daría por vencido.
XII — Winnoc
Esa noche tuve otro visitante más: uno de los esclavos rapados. Yo estaba sentado, intentando hablar con el ascio, cuando vino y se sentó junto a mí.
—¿Se acuerda de mí, lictor? —preguntó—. Me llamo Winnoc.
Negué con la cabeza.
—Fui yo quien lo bañó y lo cuidó la primera noche —me dijo—. He estado esperando que se repusiera lo suficiente para hablar. Habría venido anoche, pero lo vi conversando muy enfrascado con una de las postulantes.
Le pregunté de qué deseaba hablarme.
—Hace un momento lo llamé lictory no lo negó. ¿Es realmente lictor? Aquella noche iba vestido así. —He sido lictor —dije yo—. Ésa es la única ropa que tengo.
—¿Pero ya no lo es?
Sacudí la cabeza. —Vine al norte para entrar en el ejército.
—Ah —dijo. Por un momento desvió la mirada. —Seguro que hay otros que hacen lo mismo.
—Sí, unos pocos. La mayoría se enrolan en el sur, o los obligan a enrolarse. Unos pocos vienen al norte como usted, porque buscan cierta unidad donde ya tienen un amigo o un pariente. La vida del soldado… Esperé a que continuara.
—Se parece mucho a la del esclavo, pienso. Yo nunca he sido soldado, pero he hablado con muchos.
—¿Tan desgraciada es tu vida? Habría dicho que las Peregrinas son amas bondadosas. ¿Les pegan?
Al oír eso sonrió y se dio vuelta para que le viese la espalda.
—Usted ha sido lictor. ¿Qué opina de mis cicatrices?
En la luz declinante apenas podía verlas. Las recorrí con los dedos.
—Sólo que son muy viejas y que fueron hechas con un látigo —dije.
—Me las hicieron antes de los veinte, y ahora tengo casi cincuenta. ¿Fue lictor mucho tiempo?
—No, no mucho.
—¿Entonces no conoce bien el oficio? —Lo suficiente para practicarlo.
—¿Yeso es todo? El hombre que me azotó me dijo que era del gremio de los torturadores. Pensé que tal vez usted supiera algo de ellos.
—Sé algo.
—¿De veras existen? Hay gente que me ha contado que desaparecieron hace mucho, pero el hombre que me azotó no decía lo mismo.
Le dije: —Por lo que yo sé, todavía existen. ¿Por casualidad recuerda el nombre del que lo flageló? —Se llamaba Aspirante Palaemon… ¡Ah, usted lo conoce!
—Sí. Durante un tiempo fue mi maestro. Ahora es un anciano.
—¿Entonces todavía está vivo? ¿Volverá a verlo? —Creo que no.
—A mí me gustaría verlo. Quizás alguna vez pueda. Al fin y al cabo el Increado lo ordena todo. Ustedes los jóvenes viven vidas desbocadas… Sé que yo a su edad vivía así. ¿Ya sabe que él moldea todo lo que hacemos?
—Tal vez.
—Es así, créame. He visto mucho más que usted. Es posible entonces que yo nunca vuelva a ver al Aspi— rante Palaemon, y que a usted lo hayan traído aquí para que sea mi mensajero.
Exactamente en ese punto, cuando yo esperaba que me transmitiera el mensaje, se quedó callado. Los pacientes que con tanta atención habían escuchado la historia del ascio conversaban ahora entre ellos; pero, en algún lugar de la pila, uno de los platos sucios que había recogido el esclavo cambió de posición con un leve chasquido, y yo lo oí.
—¿Qué sabe de las leyes de la esclavitud? —al fin me preguntó—. Quiero decir, ¿qué sabe de las maneras en que la ley puede convertir a un hombre o una mujer en esclavos?
—Muy poco —dije—. A cierto amigo mío (pensaba en el hombre verde) lo llamaban esclavo, pero sólo era un extranjero con mala suerte que había sido capturado por gente inescrupulosa. Yo sabía que eso no era legal.
Asintió en señal de acuerdo. —¿Era de piel oscura? —Podría decirse que sí.
—En los tiempos de antes, al menos eso he oído, la esclavitud dependía del color de la piel. Cuanto más oscuro era un hombre, más esclavo lo hacían. Es dificil de creer, lo sé. Pero en la orden teníamos una chatelaine que sabía mucho de historia, y ella me lo contó. Era una mujer sincera.
—Eso se explica sin duda porque a menudo los esclavos deben trabajar al sol — observé—. Muchos usos del pasado hoy nos parecen meros caprichos.
Eso lo enfadó un poco.
—Créame, joven, he vivido en los tiempos de antes y en los de ahora, y sé mucho mejor que ustedes cuáles fueron mejores.
—Lo mismo solía decir el maestro Palaemon. Como yo esperaba, el comentario lo devolvió al tema principal. —Sólo hay tres maneras de ser esclavo —dijo—. Para la mujer, sin embargo, es diferente, con el casamiento y cosas así.
»Si a un hombre, un esclavo, lo traen a la Mancomunidad de un lugar extranjero, esclavo se queda, y el amo que lo trajo puede venderlo si quiere. Esa es una. Los prisioneros de guerra, como este ascio, son esclavos del Autarca, Señor de los Señores y Esclavo de los Esclavos. Si quiere, el Autarca puede venderlos. Muchas veces lo hace, y como la mayoría de los ascios no sirven de mucho salvo en trabajos tediosos, a menudo uno los encuentra remando en los ríos superiores. Ésa es la segunda.
»La tercera es que un hombre se venda al servicio de alguien, porque un hombre libre es amo de su propio cuerpo: ya es su propio esclavo, por así decir.
—A los esclavos —señalé— rara vez los azotan los torturadores. ¿Qué falta hace, cuando pueden hacerlo los mismos amos?
—En aquel entonces yo no era esclavo. Eso es parte de lo que quería preguntar al Aspirante Palaemon. Yo era sólo un jovencito que habían sorprendido Una mañana, cuando iban a darme los azotes, el Aspirante Palaemon vino a hablar conmigo. Me pareció que era una amabilidad, aunque fue entonces cuando me dijo que era del gremio de los torturadores.
—Siempre que podemos preparamos al cliente —dije.
—Me dijo que no intentara evitar los gritos: si cuando cae el látigo uno grita, eso me dijo, no duele tanto. Me prometió que no habría más golpes que los indicados por el juez, así que si quería podía contarlos y de ese modo sabría cuándo estaba a punto de acabar. Yme dijo que no golpearía más fuerte de lo necesario; sólo cortaría la piel, y no me rompería ningún hueso.
Asentí.
—Le pregunté si me haría un favor, y dijo que si le era posible lo haría. Le pedí que después volviese a hablar conmigo, y dijo que lo intentaría cuando me hubiese recobrado un poco. Luego entró un caloguero a leer la oración.
»Me ataron a un poste, con las manos por encima de la cabeza y la sentencia clavada arriba de las manos. Probablemente usted lo ha hecho muchas veces.
—Hartas —le dije.
—Dudo de que conmigo fuera diferente. Todavía llevo las cicatrices, pero como usted dice se han debilitado. He visto muchos hombres que las tenían peores. Los carceleros me arrastraron hasta la celda como se acostumbra, pero creo que habría podido andar. No dolía tanto como perder una pierna o un brazo. Aquí he ayudado a los cirujanos a cortar muchos.
—¿Era flaco en aquella época?
—Muy flaco. Creo que se me habrían podido contar las costillas.
—Pues tuvo una gran ventaja. En la espalda de los gordos el látigo entra muy hondo, y sangran como cerdos. La gente dice que a los comerciantes no se los castiga lo suficiente por pesar mal y cosas parecidas, pero los que hablan así no saben cómo sufren. Winnoc asintió.
—Al día siguiente me sentía casi tan fuerte como de costumbre y el Aspirante Palaemon vino a verme como había prometido. Le conté de mí, cómo vivía y eso, y le pregunté un poco por él. Le parecerá raro, supongo, que hablara así con un hombre que me había azotado.
—No. Muchas veces he oído cosas semejantes. —Me contó que había hecho algo contra el gremio. No quiso decirme qué, pero lo habían desterrado por esa razón. Me contó lo que sentía y qué solo estaba. Dijo que había intentado animarse pensando en cómo vivía otra gente, advirtiendo que tampoco ellos eran de algún gremio. Pero lo único que sentía por ellos era pena, y muy pronto también sintió pena por él mismo. Dijo que si quería ser feliz, y no volver a vivir algo parecido, buscara alguna clase de hermandad y me uniera a ella.
—¿Y bien? —pregunté.
—Decidí hacer lo que me había dicho. Cuando me dejaron marchar, hablé con los maestros de un montón de gremios, primero escogiendo bien, luego acudiendo a cualquiera que pudiera aceptarme, como los carniceros y los candeleros. Ninguno quería tomar un aprendiz de tanta edad, o que no podía pagarse la comida, o que tenía mal carácter; me miraban la espalda, ¿se da cuenta?, y decidían que era un alborotador.
»Pensé en emplearme en un barco o unirme al ejército, y desde entonces he deseado muchas veces haber hecho una de las dos cosas, aunque quizás entonces hoy desearía lo contrario o no viviría para de Entonces, no sé por qué, se me ocurrió la idea de entrar en alguna orden religiosa. Hablé con un puñado, y dos se ofrecieron a aceptarme aunque les dije que no tenía dinero y les enseñé la espalda. Pero cuanto más rumores oía de cómo era la vida allí dentro, menos me parecía que pudiera aguantarlo. Yo había sido muy bebedor y me gustaban las muchachas, y en realidad no quería cambiar.
»Un día estaba en una esquina y vi un hombre que, me pareció, pertenecía a una orden con la que yo no había hablado aún. Por ese entonces pensaba emplearme en un barco, pero faltaba casi una semana para que zarpara, y un marinero me había dicho que mucho del peor trabajo se hacía durante los preparativos, y que si yo esperaba hasta que levaran anclas me lo evitaría. Todo era falso, pero yo no podía saberlo.
»El caso es que seguí al hombre aquel, y cuando se paró, lo habían mandado a comprar verdura, me acerqué y le pregunté de qué orden era. Me dijo que trabajaba como esclavo de las Peregrinas y que era igual que estar en la orden pero mejor. Uno podía beber una o dos copas y nadie se oponía mientras a la hora de trabajar estuviera sobrio. También podía acostarse con las muchachas, y de eso había muchas posibilidades porque las muchachas pensaban que los esclavos eran santos, más o menos, y que viajaban por todas partes.
»Le pregunté si pensaba que me aceptarían, y dije que no podía creer que viviera tan bien como él lo pintaba. El dijo que estaba seguro de que sí, y que si bien no podía demostrar allí mismo lo que había dicho sobre las muchachas, demostraría lo que había dicho sobre la bebida compartiendo conmigo una botella de tinto.
»Fuimos a una taberna junto al mercado y nos sentamos, y el hombre cumplió su palabra. Me contó que la vida aquella se parecía mucho a la del marinero, porque lo mejor de ser marinero era ver distintos lugares, y eso ellos lo hacían. También era como ser soldado, porque cuando la orden atravesaba regiones salvajes ellos iban armados. Además de todo eso, les daban dinero. Las órdenes reciben una ofrenda de cada uno que toma los votos. Si más tarde uno decide irse, le devuelven una parte, según el tiempo que haya estado. Para nosotros los esclavos, me explicó, era al revés. Al esclavo le pagaban cuando firmaba el contrato. Si después quería irse tenía que comprar la libertad, pero si se quedaba podía guardarse todo el dinero.
»Yo tenía madre, y aunque nunca fuera a verla sabía que no le sobraban los aes. Si pensaba en las órdenes religiosas, tenía que ser más religioso yo mismo, y no veía cómo iba a servir al Increado con ella en la mente. Firmé el papel. Naturalmente, Goslin, el esclavo que me había metido, se ganó una recompensa, y yo llevé el dinero a mi madre.
—Para ella fue una alegría, estoy seguro —dije—, y para usted también.
—Pensó que era alguna artimaña, pero el caso es que se lo dejé. Yo tenía que volver en seguida a la orden, naturalmente, y me habían acompañado. Ahora hace treinta años que estoy aquí.
—Habrá que felicitarlo, espero.
—No lo sé. Ha sido una vida dura, pero claro, por lo que he visto, todas las vidas son duras.
—Lo mismo he visto yo —dije. A decir verdad, me estaba entrando sueño y tenía ganas de que se fuera—. Gracias por contarme su historia. Me pareció muy interesante.
—Quiero preguntarle algo —dijo él— y quiero que si vuelve a ver a Palaemon se lo pregunte por mí. Asentí, aguardando.
—Usted dijo que le parecía que las Peregrinas debían ser amas bondadosas, y supongo que es cierto. Algunas han sido muy buenas conmigo, y aquí nunca me han azotado; nada que pasara de unas bofetadas. Pero tiene que saber cómo es la cosa. A los esclavos que no se portan bien los venden, eso es todo. Quizá no me siga.
—Creo que no.
—Muchos hombres se venden a la orden pensando, como yo, que todo va a ser vida fácil y aventura. Y en general es así, y es reconfortante ayudar a curar enfermos y heridos. Pero a los que no se entienden los venden, y por cada uno sacan mucho más de lo que pagaron. ¿Se da cuenta ahora de cómo es la cosa? De esta manera no tienen que a nadie. Casi el peor castigo es tener que fregar el retrete. Sólo que si uno no les cae bien, se puede encontrar con que lo llevan a una mina.
»Lo que todos estos años quise preguntarle al Aspirante Palaemon… —Mordiéndose el labio de abajo, hizo una pausa.— Era torturador, ¿no? Eso —Sí, lo era. Todavía lo es.
—Lo que quiero saber, entonces, es si me lo dijo para atormentarme. ¿O me estaba dando el mejor consejo posible? —Se volvió ocultándome la cara.¿Le preguntará esto por mí? Puede ser que alguna vez vuelva a verlo.
Dije: —Estoy seguro de que lo aconsejó lo mejor que podía. Si usted se hubiera quedado donde estaba, tal vez habría muerto hace mucho tiempo ejecutado por él o por otro torturador. ¿Alguna vez ha visto una ejecución? Pero los torturadores no lo saben todo.
Winnoc se levantó. —Tampoco los esclavos. Gracias,joven.
Le toqué el brazo para detenerlo un momento: —¿Puedo yo pedirle algo, ahora? Yo mismo he sido torturador. Si ha pasado tantos años temiendo que el maestro Palaemon se lo hubiera dicho sólo para hacerle daño, ¿cómo sabe que yo no acabo de hacer lo mismo?
—Porque habría dicho lo contrario —me dijo—. Buenas noches, joven.
Pensé un rato en lo que había dicho Winnoc, y en lo que el maestro Palaemon le había dicho tanto tiempo atrás. También él había sido vagabundo, entonces, unos diez años antes de que yo naciera. Y sin embargo había regresado a la Ciudadela para ser maestro del gremio. Recordé cómo Abdiesus (a quien yo había traicionado) había deseado que yo fuera maestro. Cualquiera fuese el crimen que el maestro Palaemon había cometido, sin duda más tarde había sido ocultado por todos los hermanos del gremio. Ahora era maestro, aunque, como yo había visto toda mi vida, demasiado acostumbrado para sorprenderme, quien dirigía los asuntos del gremio, pese a ser mucho más joven, era el maestro Gurloes. Fuera, los tibios vientos del verano norteño jugaban entre las cuerdas de las tiendas; pero yo tenía la impresión de que volvía a subir los empinados peldaños de la Torre Matachina y oía cantar los vientos fríos entre los alcázares de la Ciudadela.
Por fin, con la esperanza de volver la mente a asuntos menos dolorosos me levanté y estiré y fui el catre de Foila. Estaba despierta y conversamos un rato, y le pregunté si ya podía juzgar las historías; pero ella me dijo que tendría que esperar al menos un día más.
XIII — Historia de Foila: La hija del armígero
—Hallvard, Melito y aun el ascio tuvieron todos su oportunidad. ¿No creéis que a mí también me corresponde una? Hasta el hombre que corteja a una doncella pensando que no tiene rivales, tiene uno: la propia doncella. Es posible que ella se le entregue, pero también que elija guardarse para sí misma. Él tiene que convencerla de que será más feliz con él que consigo misma, y aunque a menudo los hombres convencen de eso a las doncellas, no siempre es cierto. Voy a participar en esta competencia, y si puedo me ganaré para mí misma. Ya que me caso por cuentos, ¿voy a casarme con alguien que los cuente peor que yo?
»Cada uno de los hombres ha contado una historia de su propio país. Yo haré lo mismo. Mi tierra es la tierra de los horizontes lejanos, del cielo ancho. Es la tierra de la hierba y el viento los cascos al galope. En verano el viento puede ser caliente como el aliento de un horno, y cuando se incendian las pampas la línea de humo se extiende por cien leguas, y los leones, que entonces parecen demonios, huyen atropellando el ganado. Los hombres de mi país son bravos como toros y las mujeres, fieras como halcones.
»Cuando mi abuela era joven, había en mi país una villa tan remota que nadie la visitaba. Pertenecía a un armígero, vasallo del señor de Pascua. Las tierras eran ricas y la casa, excelente, aunque para traer las vigas tuvieron que arrastrarlas con bueyes todo un verano. Los muros eran de barro cocido, como en todas las casas de mi país, y tenían un grosor de tres pasos. Los que viven en los bosques se burlan de esos muros, pero son frescos, y encalados tienen muy buen aspecto, y no se incendian. Había una torre y una amplia sala de banquetes, y un artilugio de sogas y ruedas y cubos, y dos regaderas que se movían en círculo mojaban el jardín del techo.
»El armígero era un hombre gallardo y tenía una mujer adorable, pero de todos sus hijos sólo uno había vivido más de un año. Era una muchacha alta, morena como el cuero pero suave como el aceite, con pelo de color vino pálido y ojos oscuros como nubes de tormenta. Con todo, la villa donde moraban estaba tan remota que nadie lo sabía y nadie iba a verla. Muchas veces cabalgaba todo el día, sola, cazando con su peregrina o lanzándose tras unos manchados gatos de caza que habían avistado un antílope. Muchas otras veces se pasaba todo el día en su aposento, oyendo cantar a la alondra enjaulada y hojeando los viejos libros que la madre había traído.
»Por fin el padre decidió que debía casarse, pues estaba cerca de cumplir veinte años, y después pocos la querrían. Entonces envió a sus criados por doquier en tres leguas a la redonda, a vocear la belleza de la muchacha y prometer que cuando él muriese su heredaría lo que era suyo. Acudieron muchos jinetes magníficos, con sillas guarnecidas de plata y coral en los pomos de las espadas. Él los recibió a todos, y su hija, con el pelo bajo un sombrero de hombre y un largo cuchillo en un cinturón también de hombre, fingió ser uno de ellos y entre ellos se mezcló para oír cuál alardeaba de tener muchas mujeres cuál robaba cuando creía que no lo observaban. Cada noche se reunía con su padre y le decía quiénes estos hombres, y cuando se había retirado él los y les hablaba de las estacas adonde no va nadie, donde hombres atados con cuero crudo mueren al sol; y a la mañana siguiente los pretendientes ensillaban sus caballos y se alejaban.
»Pronto no quedaron más que tres. Entonces la hija del armígero ya no pudo mezclarse con ellos, pues temía que siendo tan pocos la reconocieran. Fue a su aposento y se soltó el pelo y lo cepilló, y se quitó la ropa de caza y se bañó en agua perfumada. Se puso anillos en los dedos y ajorcas en los brazos y anchos pendientes de oro en las orejas, y en la cabeza ese fino aro del mejor oro que llevan las hijas de los armígeros. En suma, hizo todo cuanto sabía para embellecerse, porque era de corazón animoso, y quizá no hubo nunca doncella más hermosa.
»Una vez vestida como deseaba, mandó a la criada a que llamara a su padre y a los tres pretendientes. “Miradme —dijo—. Veis que llevo un aro de oro en la frente y otros más pequeños colgados de las orejas, y en mis dedos hay anillos más pequeños aún. Abierto ante vosotros está mi cofre de joyas, y no hay en él más anillos que encontrar; pero en este cuarto hay un anillo más: un anillo que no llevo puesto. ¿Puede alguno de vosotros descubrirlo y dármelo?”
»Los tres pretendientes buscaron por todas partes, detrás de los tapices y debajo de la cama. Por fin el más joven descolgó la jaula de la alondra y se la llevó a la hija del armígero; pues allí, ciñendo la pata derecha del pájaro, había un diminuto anillo de oro. “Ahora oídme —dijo ella—. Mi esposo será el hombre que me traiga de vuelta este pajarillo marrón.”
»Y diciendo eso abrió la jaula y metió la mano, y llevando la alondra hasta la ventana, la lanzó al aire. Los tres pretendientes vieron cómo el anillo de oro refulgía un momento al sol. La alondra se elevó hasta que sólo fue una mota contra el cielo.
»Entonces los pretendientes se precipitaron escaleras abajo y salieron llamando a sus monturas, los amigos de pies ligeros que ya los habían transportado tantas leguas por las pampas desiertas. Les echa ron al lomo las sillas guarnecidas de oro, y en menos de un momento se perdieron los tres de vista para el armígero y la hija del armígero, y cada uno para los otros también, pues uno se dirigió hacia las selvas del norte, otro hacia las montañas del este y el más joven hacia el oeste, donde estaba el mar incesante.
“Después de cabalgar unos días, el que iba hacia el norte llegó a un río demasiado rápido para cruzarlo a nado y anduvo por la orilla, atendiendo siempre al canto de los pájaros que allí moraban, hasta que encontró un vado. En aquel vado había un jinete vestido de marrón que montaba un destriero marrón. Un pañuelo marrón le enmascaraba la cara, marrones eran el capote, el sombrero y todas sus ropas, y en torno al tobillo de la marrón bota derecha llevaba un anillo de oro.
»“¿Quién eres?” —dijo el pretendiente. La figura de marrón no respondió.
»“En la casa del armígero había entre nosotros cierto joven que desapareció la víspera del último día —dijo el pretendiente—, y creo que ese joven eres tú. De alguna manera has sabido de mi búsqueda, y impedírmela. Pues bien, apártate de mi camino o muere donde estás.”
»Y con eso sacó la espada y espoleó el destriero el río. Por un tiempo lucharon como luchan los hombres de mi país, con la espada en la mano derecha y el largo cuchillo en la izquierda, pues el pretendiente era fuerte y valeroso y el jinete de marrón, rápido y ducho en filos. Pero al fin éste cayó, y su sangre manchó el agua.
»“Te dejo tu montura —dijo el pretendiente—, por si te alcanza la fuerza para subirte de nuevo a la silla. Pues soy un hombre compasivo.” —Y se alejó.”Después de cabalgar unos días, el pretendiente que se había encaminado hacia las montañas llegó a un puente de los que construyen los montañeses, una cosa angosta de soga y bambú, tendida sobre el abismo como una telaraña. Sólo a los locos se les ocurre cabalgar sobre semejantes artilugios, de modo que se apeó y llevó su montura por las bridas.
»Cuando empezaba a cruzar le pareció que el puente estaba vacío, pero no había hecho un cuarto del camino cuando en el centro apareció una figura. Por la forma se parecía mucho a un hombre, pero era toda marrón salvo por un destello blanco, y parecía tener plegadas unas alas marrones. Cuando estuvo aún más cerca, el segundo pretendiente vio que llevaba un anillo de oro en el tobillo de una bota, y que las alas marrones no parecían ahora más que una capa de ese color.
»Entonces trazó en el aire un signo para protegerse de los espíritus que han olvidado al creador, y gritó: “¿Quién eres?!Di cómo te llamas!”.
»“Ya me ves —respondió la figura—. Acierta quién soy y tu deseo será mi deseo.”
»“Eres el espíritu de la alondra que soltó la hija del armígero —dijo el segundo pretendiente—. Puedes cambiar de forma, pero el anillo te delata.”
»A eso, la figura de marrón desenvainó la espada, y presentó la empuñadura al segundo pretendiente. “Has acertado dijo—. ¿Qué quieres que haga?”
»“Regresa conmigo a la casa del armígero —dijo el pretendiente—, para que pueda mostrarte a su hija y así obtenerla.”
»“Si eso deseas, regresaré contigo de buena gana —dijo la figura de marrón—. Pero te prevengo que si ella me ve, no verá en mí lo que ves tú.”
»“No importa, ven conmigo” —respondió el pretendiente, pues no sabía qué otra cosa decir.
»En los puentes que construyen los montañeses, un hombre puede dar media vuelta sin gran dificultad, pero para una bestia cuadrúpeda esto es casi imposible. Por lo tanto tuvieron que seguir hasta el otro lado para que el segundo pretendiente pudiera dirigir otra vez su montura hacia la casa del armfgero. “Qué tedioso es esto —pensó mientras recorría la gran catenaria del puente—, y sin embargo qué difícil y peligroso. ¿No podré sacarle algún provecho?” Al fin llamó a la figura de marrón. “Tengo que cruzar este puente y luego volver a cruzarlo. ¿Pero hace falta que tú también lo hagas? ¿Por qué no vuelas al otro lado y me esperas allí?”
»Al oír eso la figura de marrón rió, con un prodigioso gorjeo. “¿No has visto que tengo un ala vendada? Revoloteé demasiado cerca de uno de tus rivales y me hirió con la hoja.”
»“¿O sea que no puedes volar?” —preguntó el segundo pretendiente.
»“En verdad que no. Cuando te acercaste a este puente estaba descansando en el pasaje marrón, y al oír tus pasos me faltó fuerza para alzar vuelo.”
»“Ya”, dijo el segundo pretendiente, y nada más. Pero por dentro pensó: “Si cortara el puente, la alondra se vería obligada a cobrar de nuevo forma de pájaro; pero no podría volar lejos, y la mataría seguramente. Entonces podría llevarla y la hija del armígero la reconocería.”
»Cuando llegaron al otro lado, palmeó el cuello de su montura y le hizo dar media vuelta, pensando que iba a morir, pero que el mejor de estos animales valía muy poco comparado con la propiedad de grandes rebaños. “Síguenos”, le dijo a la figura de marrón, y condujo la montura de nuevo hasta el puente, de modo que él iba primero sobre el abismo ventoso y gemebundo, y el destriero marchaba detrás de él, y por último la figura de marrón. “Cuando el puente se derrumbe la bestia retrocederá —pensaba—, y el espíritu de la alondra tendrá que retomar su forma de pájaro o perecer.” Estos planes provenían de las creencias de mi tierra, ¿sabéis?, donde los que aprecian a los aparecidos os dirán que, como los pensamientos, una vez hechos prisioneros ya no cambian de forma.
»Curva abajo por el largo puente avanzaron los tres, y subieron hasta el lado de donde venía el segundo pretendiente, y en cuanto éste hizo pie en la roca sacó la espada, que había afilado con empeño. Dos pasamanos de cuerda tenía el puente, y dos cables de cáñamo para aguantar la pasarela. Tenía que haber cortado primero esos cables, pero perdió un momento en los pasamanos, y la figura de marrón saltó desde atrás a la silla del destriero, picó espuelas y lo arrolló. Así el pretendiente murió bajo los cascos de su propia montura.
»Después de cabalgar también unos días, el pretendiente más joven, que había ido hacia el oeste, llegó a la orilla del mar. Allí en la playa, junto a las olas inquietas, se encontró con una figura de capote marrón, sombrero marrón, pañuelo marrón tapándole boca y nariz, y un anillo de oro en el tobillo de la bota marrón.
»“Aquí me ves —dijo la persona de marrón—. Acierta quién soy y tu deseo será mi deseo.”
»“Eres un ángel —replicó el pretendiente más joven—, enviado para guiarme hasta la alondra que busco.”
»A eso el ángel marrón desenvainó una espada, y presentó la empuñadura al pretendiente más joven diciendo: “Has acertado. ¿Qué quieres que haga?”
»Jamás intentaré contrariar la voluntad del señor de los Angeles —respondió el pretendiente más joven—. Puesto que te envían para guiarme hasta la alondra, mi único deseo es que lo hagas.”
»“Y lo haré —dijo el ángel—. ¿Pero quieres ir por el camino más corto o por el mejor?”
»Al oír eso el pretendiente más joven pensó: “Aquí hay alguna trampa. Aun los poderes del empíreo censuran la impaciencia de los hombres, cosa que por ser inmortales pueden permitirse fácilmente. Seguro que el camino más corto pasa por horrores y cavernas subterráneas, o cosas parecidas.” Por lo tanto le contestó al ángel: “Por el mejor. ¿No sería ir por otro una deshonra para aquella que desposaré?”
»“Algunos dicen una cosa y otros otra —replicó el ángel—. Ahora déjame montar a tu grupa. No lejos de aquí hay un puerto de mercancías, y allí acabo de vender dos destrieros tan buenos como los tuyos o mejores. Venderemos también el tuyo, y el anillo de oro que llevo en la bota.”
»En el puerto hicieron lo que el ángel había indicado, y con el dinero compraron un barco, no grande pero rápido y robusto, y para trabajarlo contrataron tres marinos expertos.
»Al tercer día de haber zarpado, el pretendiente más joven tuvo uno de esos sueños que los jóvenes tienen de noche. Al despertarse tocó la almohada que tenía junto a la cabeza y la encontró tibia, y cuando se echó a dormir de nuevo aspiró un perfume delicado: el olor, podría haberse dicho, de las hierbas en flor que las mujeres de mi tierra secan en primavera para trenzárselas en el pelo.
»Llegaron a una isla a donde no iba hombre alguno, y el pretendiente más joven desembarcó en busca de la alondra. No la encontró, pero al morir el día se despojó de sus ropas para refrescarse en el mar espumoso. Allí, cuando ya brillaban las estrellas, se le unió otro joven. Juntos nadaron, y juntos se echaron en la playa a contarse historias.
»Un día, mientras oteaban sobre la proa del barco en busca de algún otro navío (pues a veces comerciaban y a veces también combatían), se alzó una gran ráfaga de viento que arrastró el sombrero del ángel al mar devorador, y el pañuelo marrón que le cubría la cara no tardó en unírsele.
»Al fin se cansaron del mar incesante y empeza— ron a pensar en mi tierra, donde en otoño los leones atropellan el ganado cuando arden los pastos, y los hombres son bravos como toros y las mujeres fieras como halcones. Al barco lo llamaban Alondra, y ahora el Alondra surcaba aguas azules, empalando cada mañana el sol rojo en su bauprés. Lo vendieron en el puerto donde lo habían comprado y recibieron tres veces el precio, pues se había vuelto un velero famoso, renombrado en canciones e historias; y en verdad que todos cuantos llegaban al puerto se asombraban de lo pequeño que era, un casco marrón de apenas doce pasos de la roda al codaste. El botín también lo vendieron, y las mercancías que habían obtenido comerciando. Las gentes de mi tierra guardan para ellas los mejores destrieros que crían, pero es a ese puerto adonde llevan los mejores de los que venden, y allí el pretendiente más joven y el ángel compraron buenas monturas y llenaron las alforjas con gemas y oro, y partieron hacia la casa del armígero que está tan alejada que nunca va nadie.
»Muchas escaramuzas tuvieron por el camino, y muchas veces ensangrentaron las espadas que habían lavado a menudo en el mar limpiador y habían secado en las velas o la arena. Pero a la larga llegaron. Con gritos el armígero dio la bienvenida al ángel, y con llanto su mujer, y con parloteo todos los sirvientes. Yallí el ángel se quitó las ropas marrones y una vez más se convirtió en la hija del armígero.
»Se planeó una gran boda. En mi tierra esas cosas ocupan muchos días, pues hay que cavar de nuevo los pozos de asar, y matar ganado, y los mensajeros deben viajar días enteros para avisar a invitados que también viajarán días enteros. Al tercer día, mientras esperaban, la hija del armígero mandó su criada a que dijera al pretendiente más joven: “Hoy mi ama no saldrá a cazar. En cambio, os invita a su aposento a hablar de los tiempos pasados en el mar y la tierra.” El pretendiente más joven se vistió con las mejo res ropas que había comprado al volver al puerto, y pronto estuvo a la puerta de la hija del armígero. “La encontró sentada en el banco de la ventana, hojeando uno de los viejos libros que la madre había traído y oyendo cantar una alondra enjaulada. A esa jaula se acercó, y vio que la alondra tenía un anillo de oro en una pata. Luego miró a la hija del armígero, intrigado.
»“¿No te prometió el ángel que encontraste en la playa que te guiaría hasta esta alondra? —dijo ella—. ¿Ypor el mejor camino? Todas las mañanas le abro la jaula y la echo a volar para que ejercite las alas. Pronto ella regresa a donde tiene comida, agua limpia y seguridad.”
»Dicen algunos que la boda del pretendiente más joven y la hija del armígero fue la mejor que se ha visto en mi tierra.
XIV — Mannea
Esa noche se habló mucho de la historia de Foila, y esta vez fui yo quien pospuso tomar cualquier decisión entre los relatos. La verdad, había desarrollado una especie de horror a juzgar, residuo acaso de mi educación con los torturadores, que desde la infancia enseñan a los aprendices a ejecutar las órdenes de los jueces señalados (como no ocurre con ellos) por los funcionarios de nuestra Mancomunidad.
Por añadidura tenía en la mente algo más apremiante. Había esperado que Ava nos sirviera la comida de la noche pero, cuando vi que no era así, me levanté de todos modos, me vestí con mi ropa y me escabullí en la oscuridad creciente.
Fue una sorpresa —una sorpresa muy agradabledescubrir que mis piernas eran fuertes otra vez. Aunque hacía varios días que no tenía fiebre, me había acostumbrado a considerarme enfermo (tal como me había acostumbrado antes a considerarme sano) y me había quedado en el catre sin quejarme. No cabe duda de que muchos hombres que andan por ahí y hacen su trabajo se están muriendo y lo ignoran, y muchos que yacen todo el día en cama están más sanos que los que le llevan la comida y los lavan.
Intenté recordar, mientras seguía los sinuosos senderos entre las tiendas, cuándo me había sentido tan bien por última vez. No en las montañas o en el lago: allí, las penurias me habían quitado poco a poco la vitalidad hasta enfermarme. No al huir de Thrax, pues ya estaba agotado por las tareas de lic tor. No al llegar a Thrax; en el campo sin caminos, con Dorcas, habíamos pasado privaciones casi tan severas como las que yo iba a pasar solo en las montañas. Ni siquiera mientras había estado en la Casa Absoluta (período que ahora me parecía tan remoto como el reino de Ymar), porque aún sufría los efectos del alzabo y por haber ingerido los recuerdos muertos de Thecla.
Por último lo entendí: me sentía como me había sentido la mañana memorable en que había partido con Agia hacia el Jardín Botánico, mi primera mañana después de dejar la Ciudadela. Aquella mañana, aunque no lo supiese, había obtenido la Garra. Por primera vez me pregunté si no había sido una maldición, tanto como una bendición. Quizá sólo fuera que había necesitado todos esos meses para recobrarme totalmente de la herida que la misma noche me había hecho la hoja de averno. Saqué la Garra y contemplé su resplandor plateado, y cuando la alcé hasta mis ojos vi el escarlata brillante de la capilla de las Peregrinas.
Oía los cánticos, y sabía que iba a pasar un tiempo antes de que la capilla se vaciara, pero no obstante avancé y al fin me deslicé por la puerta y ocupé un lugar al fondo. Nada diré de la liturgia de las Peregrinas. Esas cosas no siempre se pueden describir bien, y aun en ese caso es siempre menos que correcto. El gremio llamado los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, al cual yo pertenecí en un tiempo, tiene también sus ceremonias, una de las cuales he descrito con cierto detalle en otra parte. Sin duda tales ceremonias les son peculiares, y tal vez las de las Peregrinas les fuesen peculiares también, aunque una vez pudieran haber sido universales.
Hablando en lo posible como observador desprejuiciado, diría que eran más bellas que las nuestras pero menos teatrales, y quizá por eso a la larga menos conmovedoras. Los trajes de las participantes eran antiguos, estoy seguro, y sorprendentes. Los cánticos tenían un raro atractivo que no he encontrado en otras músicas. Nuestras ceremonias estaban destinadas sobre todo a imprimir el papel del gremio en las mentes de los miembros jóvenes. Es posible que las de las Peregrinas tuvieran una función similar. De no ser así, estaban ideadas para captar la atención particular de El Que Todo Lo Ve, e ignoro si lo conseguían. En este caso, la orden no recibía protección especial.
Cuando acabó la ceremonia y las sacerdotisas cubiertas de escarlata salieron en fila, agaché la cabeza fingiendo que me sumía en la plegaria. Muy pronto, descubrí, lo simulado se hizo cierto. Mantenía la conciencia del cuerpo arrodillado, pero sólo como carga periférica. Mi mente estaba entre los páramos estrellados, lejos de Urth y en verdad lejos del archipiélago de Urth, y me parecía que aquel a quien me dirigía estaba aún más lejos: por así decir, yo había llegado a los muros del universo, y por entre los muros le gritaba ahora a alguien que esperaba fuera.
«Gritaba», he dicho, pero quizás éste no sea el verbo adecuado. Más bien susurraba, como quizá Barnoch, emparedado en su casa, le haya susurrado a un transeúnte compasivo a través de una grieta. Hablé de lo que había sido cuando usaba una camisa raída y observaba a las bestias y los pájaros por la angosta ventana del mausoleo, y de lo que había llegado a ser. Hablé también, no de Vodalus y de su lucha contra el Autarca, sino de los motivos que tontamente le había atribuido una vez. No me engañaba con la idea de que yo fuera capaz de conducir a millones. Sólo pedí poder conducirme a mí mismo; y mientras lo hacía tuve la impresión, con una visión cada vez más clara: a través de esa grieta en el universo veía un nuevo universo bañado en una luz de oro, donde quienes me oían se arrodillaban a escucharme. Lo que había parecido una hendedura en el mundo se había expandido hasta dejarme ver un rostro y unas manos enlazadas y la abertura, como un túnel, que se hundía en una cabeza humana que por un tiempo pareció más grande que la cabeza de Tifón labrada en la montaña. Estaba susurrando a mi propio oído, y cuando me di cuenta entré en él, volando como una abeja, y me levanté.
Se habían ido todos, y junto con el incienso, flotaba en el aire uno de los silencios más hondos que he oído. Frente a mí se alzaba el altar, modesto en comparación con el que habíamos destruido con Agia, y sin embargo hermoso con sus luces y nítidas líneas, y sus paneles de venturina y lapislázuli.
Entonces fui hasta él y me arrodillé. No era preciso que un estudioso me dijera que no tenía ahora más cerca al Teologúmenon. Y sin embargo parecía más cercano, y —por última vez— fui capaz de sacar la Garra, algo que había temido no poder hacer. Pensé entonces: «Te he transportado por muchas montañas, a través de ríos y a través de pampas. Has dado vida a Thecla dentro de mí. Me has dado a Dorcas, y has devuelto a jonas a este mundo. En verdad no tengo quejas contra ti, aunque tú de mí debes tener muchas. De una no seré merecedor. No se me que no hice lo que podía para remediar el daño que he causado».
Yo sabía que si dejaba abiertamente la Garra en el la robarían. Subiendo al palio, busqué entre los accesorios un escondite seguro y permanente, y al fin noté que la propia losa estaba sujeta desde abajo por cuatro pernos que seguramente no se habían aflojado desde la construcción del altar, y que probablemente seguirían en su sitio mientras se mantuviese en pie. Tengo manos fuertes y conseguí que la mayoría de los hombres no hacerlo. Debajo de la piedra habían burilado las maderas para que se sostuviera sólo en los bordes y no se balanceara: era más de lo que me había atre— vido a esperar. Con la navaja de Jonas corté un cuadradito de tela del borde de la ya maltrecha capa de mi gremio. Envolví en ella la Garra, la dejé bajo la losa y volví a ajustar los pernos, ensangrentándome los dedos en el afán de asegurarme que no se aflojaran por accidente.
Mientras me alejaba del altar sentí una pena profunda, pero no había hecho la mitad del camino hasta la puerta de la capilla cuando me invadió una dicha violenta. Me había sido retirada la carga de la vida y la muerte. Volvía a ser nada más que un hombre, y deliraba de placer. Me sentí como me había sentido de niño cuando las largas clases del maestro Malrubius se terminaban y yo era libre de ir a jugar en el Patio Viejo o gatear entre los baluartes rotos para correr entre los árboles y los mausoleos de nuestra necrópolis. Estaba en desgracia y proscrito y sin hogar, sin un amigo y sin dinero, y acababa de abandonar el objeto más valioso del mundo, que en definitiva quizá fuera el único objeto valioso del mundo. Ysin embargo sabía que todo iba a marchar bien. Había bajado al fondo de la existencia y lo había tocado con las manos; había descubierto que había un fondo, y que de allí en adelante sólo podía subir. Arremoliné a mi alrededor la capa, como había hecho en mis tiempos de actor pues sabía que yo era un actor y no un torturador, aunque lo hubiese sido antes. Di saltos en el aire y brinqué como las cabras en las laderas, porque sabía que yo era un niño y que el hombre que no lo sea no es hombre.
Fuera, el aire fresco parecía hecho expresamente para mí, una creación reciente y no la antigua atmósfera de Urth. Me bañé en él, primero abriendo la capa y luego alzando los brazos a las estrellas, me llené los pulmones como quien se ha salvado de ahogarse en los fluidos del nacimiento.
Todo esto tomó menos tiempo que el que ha re querido describirlo, y me disponía a volver a la tienda del lazareto de donde yo había salido cuando advertí que a cierta distancia una figura inmóvil me observaba desde las sombras de otra tienda. Desde que escapara con el chico de la ciega criatura rastreadora que había destruido la aldea de los magos, había temido que volviera a perseguirme alguno de los sirvientes de He thor. Ya iba a huir cuando la figura salió a la luz de la luna, y vi que era sólo una Peregrina.
—Espere —dijo. Y luego, acercándose—: Me temo que lo he asustado.
La cara era un óvalo terso que parecía casi asexuado. Era joven, pensé, aunque no tanto como Ava y buenas dos cabezas más alta que ella: una verdadera exultante, alta como había sido Thecla.
Dije: —Cuando uno ha convivido mucho con el peligro…
—Lo comprendo. Yo no sé nada de la guerra, pero sé mucho de los hombres y mujeres que la han visto. —¿Yahora en qué puedo servirla, chatelaine? —Primero debo saber si está bien. ¿Lo está?
—Sí dije yo—. Mañana me iré de aquí.
—Estaba en la capilla, pues, agradeciendo haberse recuperado.
Vacilé. —Tenía mucho que decir, chatelaine. Pero sí, una parte era eso.
—¿Puedo caminar con usted? —Por supuesto, chatelaine.
He oído que las mujeres altas parecen más altas que cualquier hombre, y tal vez sea cierto. La estatura de esa mujer era mucho menor que la de Calveros, y no obstante a su lado yo me sentía casi enano. Recordé también cómo se había inclinado Thecla al abrazarnos, y cómo yo le había besado los pechos.
Cuando hubimos dado unas dos docenas de pasos, la Peregrina dijo: —Camina usted bien. Tiene y me parece que han recorrido mu ¿No es soldado de caballería?
—He montado un poco, pero no con la caballería. Vine por las montañas a pie, si a eso se refiere, chatelaine.
—Eso está bien, porque no tengo montura para darle. Pero creo que no le he dicho mi nombre. Soy Mannea, señora de las postulantes de nuestra orden. Como la Domnicellae está de viaje, por el momento estoy a cargo de nuestra gente.
—Yo soy Severian de Nessus, un vagabundo. Ojalá pudiera darles mil chrisos para ayudar la buena obra de ustedes, pero sólo puedo agradecerles las gentilezas que he recibido.
—Si hablé de montura, Severian de Nessus, no fue para ofrecerle una venta ni para darle fina con la esperanza de ganar su gratitud. Si no tenemos su gratitud ahora, ya no la obtendremos nunca.
—Como he dicho, la tienen —repliqué—. Como también he dicho, no me demoraré aquí abusando de su gentileza.
Mannea me miró desde arriba.
—No pensé que fuera a hacerlo. Esta mañana una postulante me contó que hace dos noches uno de los enfermos había ido con ella a la capilla y lo describió. Esta noche, cuando lo vi quedarse después de que los demás salieran, supe que era usted. Tengo una tarea, ¿sabe?, y nadie para llevarla a cabo. En días más tranquilos mandaría una partida de esclavos, pero están entrenados para cuidar enfermos y los necesitamos a todos y más. Sin embargo, dicen que Él da bastón al ciego y flecha al cazador.
—No deseo ofenderla, chatelaine, pero creo que si confla en mí porque fui a la capilla se equivoca. Usted no sabe si no he estado robando joyas del altar.
—Quiere decir que a menudo los ladrones y los embusteros van a rezar. Que el Conciliador los bendiga por eso. Créame, Severian, vagabundo de Nessus: nadie más lo hace, ni en la orden ni fuera de ella. Pero usted no tocó nada. Nosotras no tenemos ni la mitad del poder que supone la gente común; de todos modos, los que piensan que no tenemos poder son todavía más ignorantes. ¿Hará un recado para mí? Le daré un salvoconducto para que no lo tomen por desertor.
—Si está dentro de mis poderes, chatelaine.
Me puso la mano en el hombro. Era la primera vez que me tocaba y sentí una ligera conmoción, como si de improviso me hubiera rozado el ala de un pájaro.
—A unas veinte leguas de aquí —dijo— está la ermita de cierto anacoreta sabio y santo. Hasta ahora ha es a salvo, pero el Autarca ha estado retrocediendo durante todo el verano, y pronto la furia de la guerra arrollará el lugar. Alguien tiene que ir a persuadirlo: que venga con nosotras; y si no es posible persuadirlo, tiene que obligarlo avenir. El Conciliador, creo, ha indicado que el mensajero ha de ser usted. ¿Puede hacerlo?
—No soy diplomático —le contesté—. Pero puedo decir con sinceridad que para ese otro asunto me han entrenado largamente.
XV — La Ultima Casa
Mannea me había dado un tosco mapa con la localización del retiro del anacoreta, haciendo hincapié en que si no seguía correctamente el curso indicado, era casi seguro que no lo encontraría.
En qué dirección estaba la casa respecto del lazareto es algo que no puedo decir. El mapa mostraba las distancias de acuerdo con los vericuetos del camino, ajustados a las dimensiones del papel. Empecé caminando hacia el este, pero pronto descubrí que la ruta que seguía había doblado hacia el norte, luego hacia el oeste por un estrecho cañón donde corría un arroyo rápido, y por fin hacia el sur.
En el primer trecho del viaje vi muchos soldados: una vez una doble columna a ambos lados del camino, mientras las mulas transportaban a los heridos por el centro. Dos veces me pararon, pero me bastó exhibir el salvoconducto para que me permitieran seguir. Estaba escrito en pergamino color crema, el mejor que yo había visto, y llevaba estampado en oro el sello de la orden con un nártex. Decía:
A Los Que Sirven:
La carta que leéis identificará a nuestro servidor Severian de Nessus, joven de pelo y ojos oscuros, pálido de rostro, delgado, y de estatura bien por encima de la media. Puesto que honráis la memoria que nosotras cuidamos, y en su momento quizá necesitéis socorro, y llegado el caso un sepelio honorable, os rogamos no obstaculizar al dicho Severian en el cumplimiento del asunto que le hemos confiado, sino antes bien proveerle la ayuda que pueda requerir y podáis suministrarle.
Una vez que hube entrado en el estrecho cañón, sin embargo, fue como si desaparecieran todos los ejércitos del mundo. No vi más soldados, y el clamor del agua ahogó el trueno distante de las moyanas y culebrinas del Autarca, aunque no sé si en ese sitio habrían podido oírse.
Me habían descrito la casa del anacoreta, y habían completado la descripción con un dibujo en el mapa; además, me habían dicho que me harían falta dos días para llegar. Me sorprendí considerablemente, por lo tanto, cuando al atardecer alcé la vista y la vi en la punta del risco que se cernía sobre mí.
No había manera de confundirse. El dibujo de Mannea había captado perfectamente el gablete alto y puntiagudo, ligero y fuerte. En un ventanuco ya brillaba una lámpara.
En las montañas yo había subido muchos riscos; algunos eran mucho más altos que éste y algunos —en apariencia al menos— más abruptos. No era mi intención acampar entre las rocas, y en cuanto vi la casa del anacoreta decidí que dormiría allí esa noche.
El primer tercio del ascenso fue fácil. Escalé el frente de roca como un gato, y antes de que se extinguiera la luz ya estaba a más de medio camino.
Siempre he tenido buena visión nocturna; me saldría pronto y seguí adelante. En eso me equivocaba. La luna vieja había muerto mientras yo estaba en el lazareto, y para que naciera la nueva aún faltaban varios días. Las estrellas daban alguna luz, aunque unos grupos de nubes rau— das las cruzaban una y otra vez; pero era una luz engañosa, que me parecía peor que la oscuridad salvo cuando dejaba de tenerla. Me descubrí recordando cómo Agia y sus asesinos habían esperado a que yo volviera a emerger del mundo subterráneo de los hombres-mono. Se me erizó la piel de la espalda, como si presintiera los flechazos ardientes de las hallestas.
Pronto me sobrevino una nueva dificultad: perdí el sentido del equilibrio. No quiero decir que estuviera enteramente a merced del vértigo. Sabía, de modo general, que abajo estaban mis pies y arriba las estrellas; pero me era imposible ser más preciso, y nunca alcanzaba a saber cuánto podía inclinarme para buscar un nuevo asidero.
Justo cuando esta sensación arreciaba, las raudas nubes cerraron filas y me quedé totalmente a oscuras. A veces me parecía que el risco era ahora una pendiente más suave, de modo que casi hubiera podido erguirme y caminar, y otras veces tenía que aferrarme a la pared de detrás para no caer. A menudo tenía la certeza de no haber estado escalando, sino desviándome largamente a la derecha y la izquierda. Una vez me encontré casi cabeza abajo.
Por fin descubrí un reborde, y en él decidí quedarme hasta que volviera la luz. Me envolví en la capa, me eché y moví el cuerpo para apretar firmemente la espalda contra la roca. No encontró resistencia. Me moví un poco más pero tampoco sentí nada. Empezaba a temer que además del sentido del equilibrio me hubiese abandonado el de la dirección, y que de algún modo me hubiese dado vuelta y estuviera bordeando el precipicio. Después de tantear la roca a un lado y a otro, rodé sobre la espalda y extendí los brazos.
En ese momento hubo un relámpago de luz sulfurosa que tiñó los vientres de todas las nubes. No muy lejos, alguna gran bombarda había soltado una car ga de muerte, y en esa iluminación hética me di cuenta de que yo había ganado la cumbre del risco, y que la casa que había visto no estaba en ninguna parte. Yo me encontraba en una extensión de roca desierta y sentía en la cara el golpeteo de las primeras gotas de lluvia.
A la mañana siguiente, desgraciado y con frío, comí algo de lo que me habían dado en el lazareto y empecé a bajar por el lado opuesto de la alta colina de la que el risco era parte. Allí la pendiente parecía más leve, y yo tenía la intención de doblar el lomo de la colina hasta llegar de nuevo al valle estrecho indicado en el mapa.
No pude hacerlo, aunque no porque el camino estuviese bloqueado. Cuando después de mucho andar, llegué a lo que habría debido ser el paraje que buscaba, me encontré un lugar del todo diferente, un valle menos profundo y un arroyo más ancho. Tras varias guardias de búsqueda, descubrí el punto desde el cual (me parecía) había divisado la casa del anacoreta en la cima del risco. No hace falta decir que ya no estaba, ni que el risco era tan alto ni tan abrupto como en mi recuerdo.
Fue entonces que volví a sacar el mapa, y estudiándolo noté que bajo la imagen de la morada del ana había escrito, con letra tan fina que apenas podía creerse que la hubiera hecho con una pluma, las palabras LA úLTIMA CASA. Por alguna razón esas palabras y el propio dibujo de la casa sobre la roca me recordaron la casa que habíamos visto con Agia en el jardín de la jungla, donde marido y mujer estaban escuchando al hombre desnudo llamado Isangoma. Agia, conocedora de las cosas del jardín Botánico, me había dicho que si seguía el sendero e intentaba volver a la cabaña, no la encontraría. Reflexionando sobre el incidente, descubrí que, si ahora no lo creía, en aquel momento lo había creído. Podía ser, claro, que la pérdida de creduli— dad no fuese sino una reacción a la felonía de Agia, de la cual ahora tenía sobradas muestras. O bien meramente que yo era mucho más ingenuo entonces, a menos de un día de haber dejado la Ciudadela y el cobijo del gremio. Pero también era posible —así me parecía ahora— que entonces le hubiera creído porque yo mismo acababa de ver la cosa, y que esa visión, y el conocimiento de aquella gente, conllevaran su propia convicción.
Se decía que el Jardín Botánico lo había construido el padre Inire. ¿No compartiría acaso el anacoreta parte de ese conocimiento? El padre Inire había construido también la habitación secreta de la Casa Absoluta que parecía una pintura. Yo la había descubierto por casualidad pero sólo porque había seguido las instrucciones del viejo limpiador de cuadros, que quería que la descubriese. Ahora ya no estaba siguiendo las instrucciones de Mannea.
Rehice mi camino por el lomo de la colina y subí la leve pendiente. Ante mí se abrió el abrupto risco que yo recordaba; en el fondo corría un arroyo rápido cuyo canto llenaba todo el angosto valle. La posición del sol indicaba que me quedaban a lo sumo dos guardias de luz, pero era mucho más fácil bajar por el risco iluminado que trepar por él de noche. En menos de una guardia me encontraba abajo, en el valle estrecho que había dejado la tarde anterior. No vi lámpara en ninguna ventana, pero la última Casa estaba donde había estado, sobre la roca que mis botas habían pisado esa mañana. Meneé la cabeza, me di vuelta y usé la luz agonizante para leer el mapa que Mannea me había dibujado.
Antes de seguir avanzando, quiero aclarar que en modo alguno estoy seguro de que hubiera en lo que he descrito algo sobrenatural. Así pues, vi la Última Casa en dos ocasiones, pero en ambas bajo una luz similar, la primera al final del crepúsculo y la segunda al comienzo. Sin duda es posible que lo que vi no fuera sino una creación de las rocas y las sombras, y la ventana iluminada una estrella.
En cuanto a la desaparición del valle angosto cuando intenté llegar por el otro lado, no hay accidente geográfico que se oculte tanto a la vista como esos declives estrechos. El menor desnivel basta para esconderlos. Algunos pueblos autóctonos de las pampas llegan a construir sus aldeas de esa forma, para protegerse de los merodeadores. Primero cavan un pozo a cuyo fondo se llegará por una rampa; luego excavan casas y establos en las paredes. No bien la hierba cubre la tierra amontonada, lo cual ocurre muy rápidamente tras las lluvias de invierno, uno puede estar a media cadena de un lugar así sin advertir que existe.
Pero aunque puedo haber sido tan tonto, creo que no lo fui. El maestro Palaemon solía decir que lo sobrenatural existe para que el pavoroso viento nocturno no nos humille; pero yo prefiero creer que en torno a aquella casa había un elemento realmente extraño. Hoy lo creo más firmemente que entonces.
Como fuese, en adelante seguí el mapa que me habían dado, y antes de que la noche cumpliese dos guardias me encontré subiendo un sendero que llevaba a la puerta de la última Casa, que se alzaba al borde de un risco que parecía el que yo había visto antes. Como había dicho Mannea, el viaje había durado dos días.
XVI — El anacoreta
Había una galería. Era apenas más alta que la piedra en que se apoyaba, pero se extendía a ambos lados de la casa y alrededor de las esquinas, como esas galerías largas que a veces se ve en las mejores casas de campo, donde hay poco que temer y en el fresco de la tarde los dueños se sientan a mirar cómo Urth cae bajo Luna. Golpeé a la puerta, y como no contestaba nadie, anduve por el porche, primero a la derecha, luego a la izquierda, espiando por las ventanas.
Dentro estaba demasiado oscuro para ver algo, pero descubrí que la galería rodeaba la casa hasta el borde del risco, y allí terminaba sin una baranda. Golpeé de nuevo tan en vano como antes, y me había echado a dormir en la galería (pues, teniendo techo, era mejor que cualquier lugar que pudiese encontrar entre las rocas), cuando oí unos pasos débiles.
En alguna parte en lo alto de esa alta casa caminaba un hombre. Al principio los pasos eran lentos, y pensé que debían de ser de un anciano o un enfermo. Pero a medida que se aproximaban se volvieron más firmes y más rápidos, hasta que al acercarse a la puerta parecieron el paso regular de un hombre resuelto, como el que podría comandar, quizás, un manípulo o una línea de caballería.
Por entonces yo ya me había incorporado y sacudiéndome la capa intenté ponerme presentable, pero apenas estaba preparado para lo que vi cuando se abrió la puerta. Llevaba una vela gruesa como mi muñeca, y a su luz miré un rostro como los de los hieródulos que había conocido en el castillo de Calveros, excepto que éste era un rostro humano; ciertamente, sentí que así como los rostros de las estatuas de los jardines de la Casa Absoluta habían imitado los de seres como Famulimus, Barbatus y Ossipago, los rostros de éstos sólo eran imitaciones, en un medio ajeno, de rostros como el que yo veía ahora. A menudo en este relato he dicho que lo recuerdo todo, y así es; pero cuando intento esbozar ese rostro junto con estas palabras descubro que no lo consigo. Ningún dibujo que haga se le parece. Sólo puedo decir que las cejas eran espesas y rectas, los ojos profundos y hondamente azules como los de Thecla. La piel era fina, como de mujer, pero no había en él nada femenino, y la barba que le caía hasta la cintura era del negro más oscuro. La túnica parecía blanca, pero cuando captaba la luz de la vela, reverberaba como un arco iris.
Me incliné como me habían enseñado en la Torre Matachina y le dije mi nombre y quién me enviaba. Luego agregué: —¿Yusted, sieur, es el anacoreta de la Última Casa?
Asintió. —Soy el último hombre de aquí. Puede llamarme Ash.
Se hizo a un lado, indicándome que entrase, y me llevó a una sala en la parte trasera de la casa, donde una ventana amplia daba al valle de donde yo había subido el día anterior. Había sillas y una mesa de madera. Baúles de metal, que brillaban débilmente a la luz de la vela, descansaban en los rincones y en los ángulos entre el suelo y las paredes.
—Debe perdonar el aspecto de todo esto —dijo—. Es aquí donde recibo a los visitantes, pero tengo tan pocos que he empezado a usarlo como almacén.
—Cuando uno vive solo en un lugar tan solitario, está bien parecer pobre, maestro Ash. Sin embargo esta sala no lo parece.
Yo no había pensado que aquel rostro fuera capaz de sonreír, pero sonrió.
—¿Quiere ver mis tesoros? Mire. —Se levantó y abrió un baúl, alzando la vela para que alumbrara el interior. Había hormas cuadradas de pan duro y paquetes de higos secos. Viendo mi expresión me preguntó: ¿Tiene hambre? Si le dan miedo esas cosas, le diré que no es comida embrujada.
Sentí vergüenza, porque yo había llevado comida para el viaje y aún me quedaba algo para la vuelta; pero dije: —Querría un poco de ese pan, si le alcanza.
Me dio media horma ya cortada (y con un cuchillo muy afilado), queso envuelto en papel de plata y vino blanco seco.
—Mannea es una buena mujer —me dijo—. Y usted, me parece, es uno de esos hombres buenos que no saben que lo son; hay quien dice que son los únicos. ¿Piensa ella que puedo ayudarlo en algo?
—Piensa, en todo caso, que yo puedo ayudarlo a usted, maestro Ash. Los ejércitos de la Mancomunidad están retrocediendo, y pronto los combates asolarán toda esta zona del país; y tras los combates, los ascios. Volvió a sonreír.
—Los hombres sin sombra. Uno de esos nombres, tan abundantes, que son erróneos y sin embargo perfectamente correctos. ¿Qué pensaría si un ascio le dijera que realmente no echa sombra?
—No sé —dije—. Nunca oí nada semejante.
—Es una vieja historia. ¿Le gustan las viejas historias? Ah, veo una luz en sus ojos, y ojalá pudiera contarla mejor. Ustedes llaman a sus enemigos ascios, que por supuesto no es así como se llaman, pues los padres de esta gente pensaban que venían de la cintura de Urth, donde al mediodía el sol está exactamente sobre las cabezas. La verdad es que su hogar se encuentra mucho más al norte. Y sin embargo son ascios. En una fábula inventada en el alba de nuestra raza, un hombre vendía su alma y lo echaban de todas partes. Nadie quería creer que fuese humano.
Sorbiendo vino, pensé en el prisionero ascio cuyo catre había estado junto al mío.
—Ese hombre, ¿recuperó alguna vez su sombra, maestro Ash?
—No, pero durante un tiempo viajó con un hombre que no tenía sombra.
El maestro Ash guardó silencio. Luego dijo: —Mannea es una buena mujer; me gustaría complacerlo. Pero no puedo ir y, no importa cómo marchen sus columnas, aquí la guerra no llegará nunca. —Tal vez —dije— le sea posible venir conmigo y tranquilizar a la chatelaine.
—Tampoco puedo hacer eso.
Comprendí entonces que tendría que forzarlo a acompañarme, pero de momento no parecía haber razón para apelar a la dureza; por la mañana habría muchas oportunidades. Encogí los hombros como si me resignara y pregunté:
—¿Puedo al menos pasar la noche aquí? Tendré que volver a informar de su decisión, pero son quince o más leguas y hoy no podría caminar mucho más.
Otra vez vi su tenue sonrisa, como la que aparecería en una talla de marfil si el movimiento de una antorcha le alterara las sombras de los labios.
—Esperaba oír de usted noticias del mundo —comentó—. Pero veo que está cansado. Cuando acabe de comer venga conmigo. Le enseñaré su cama.
—No tengo modales de corte, maestro, pero tampoco soy tan maleducado como para dormir cuando mi anfitrión desea que converse; aunque me temo que tengo pocas noticias que dar. Por lo que me contaron en el lazareto mis compañeros de sufrimiento, la guerra continúa y cada día se enciende más. Nosotros contamos con legiones y medias legiones; ellos con ejércitos enteros enviados desde el norte. Ellos tienen también mucha artillería, y por tanto noso— tros dependemos sobre todo de nuestros lanceros montados, que pueden cargar con rapidez y comprometer al enemigo antes de que logre apuntar las piezas pesadas. También tienen más naves volantes que las que exhibían el año pasado, aunque les hemos destruido muchas. El Autarca en persona ha venido a tomar el mando, trayendo muchas de sus tropas personales de la Casa Absoluta. Pero… —encogiéndome otra vez de hombros, hice una pausa para comer un bocado de pan con queso.
—El estudio de la guerra siempre me ha parecido lo menos interesante de la historia. Aun así, hay varias pautas. Cuando en una guerra larga un bando muestra una fuerza repentina, comúnmente hay tres razones. La primera es que ha hecho una nueva alianza. Los soldados de esos ejércitos nuevos, ¿difieren en algo de los del viejo?
—Sí —dije—. He oído que son más jóvenes y menos fuertes en conjunto. Hay entre ellos hombres y mujeres.
—¿No hay diferencias de lengua o vestimenta? Meneé la cabeza.
—Entonces podemos descartar una alianza, al menos por el momento. La segunda posibilidad sería la conclusión de otra guerra. En este caso, los refuerzos serían veteranos. Como usted dice que no lo son, sólo nos queda la tercera. Por alguna razón el enemigo necesita una victoria inmediata y está echando el resto.
Yo había acabado el pan, pero ahora tenía verdadera curiosidad.
—¿Yeso por qué?
—Sin saber más no puedo decirlo. Tal vez los gobernantes teman al pueblo, que se ha hartado de la guerra. Tal vez todos los ascios sean sólo siervos, y sus amos amenacen con actuar por sí mismos.
—Usted da esperanzas en un momento y al siguiente las arrebata.
—Yo no: la historia. ¿Usted ha estado en el frente? Sacudí la cabeza.
—Eso está bien. En muchos aspectos, cuanto más ve un hombre la guerra menos la conoce. ¿Qué ocurre con el pueblo de la Mancomunidad? ¿Está unido detrás del Autarca, o la guerra lo ha agotado tanto que clama por paz?
Al oír eso me reí, y como un torrente volvió el viejo rencor que me había llevado hacia Vodalus. —¿Unido? ¿Clamar? Sé, maestro, que usted se ha aislado para fijar la mente en cuestiones más altas, pero no hubiera pensado que alguien podía conocer tan poco la tierra donde vive. La guerra la hacen arribistas, mercenarios y jóvenes aspirantes a aventureros. Cien leguas al sur es apenas un rumor, salvo en la Casa Absoluta.
El maestro Ash frunció los labios. —Entonces la Mancomunidad es más fuerte de lo que hubiera creído. No me extraña que el enemigo esté desesperado.
—Si eso es fortaleza, que el Misericordioso nos guarde de la debilidad. Maestro Ash, el frente puede desmoronarse en cualquier momento. Sería sensato que viniera conmigo a un lugar más seguro.
Dio la impresión de que no había oído. —Si los propios Erebus, Abaia y los demás entran en la liza, será una lucha nueva. Si entran y cuando entren. Interesante. Pero usted está cansado. Venga conmigo. Le mostraré su cama y las altas cuestiones que, como dijo hace un momento, vine aquí a estudiar.
Subimos dos tramos de escalera y entramos a la estancia en la que yo debía de haber visto luz la noche anterior. Era una amplia cámara de muchas ventanas yocupaba todo el piso. Había máquinas, pero menos y más pequeñas que las que yo había visto en el castillo de Calveros, y también había mesas, y papeles, y muchos libros, y cerca del centro una cama angosta.
—Aquí duermo un rato —explicó el maestro Ashcuando el trabajo impide que me retire. No es has— tante grande para un hombre de su tamaño, pero creo que le resultará cómoda.
La noche anterior yo había dormido sobre piedra; realmente, parecía muy atractiva.
Una vez que me mostró dónde aliviarme y lavarme, se fue. Lo último que atisbé de él antes de que apagara la luz fue la misma sonrisa perfecta que había visto antes.
Un instante después, cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, advertí que del otro lado de las ventanas brillaba un ilimitado resplandor de perla. «Estamos más alto que las nubes —me dije (sonriendo a medias yo también)—, o bien unas nubes bajas han venido avelar la cumbre de esta colina, inadvertidas por mí en la oscuridad pero de algún modo conocidas de él. Ahora veo las cumbres de esas nubes, sin duda muy altas cuestiones, como vi las cumbres de las nubes desde los ojos de Tifón.» Y me acosté a dormir.
XVII — Ragnarok: el invierno final
Parecía extraño despertarse sin un arma aunque, por alguna razón que no sé explicar, aquélla era la primera mañana que lo sentía. Tras la destrucción de Terminus Est yo había dormido sin miedo en las ruinas del castillo de Calveros, y sin miedo había viajado después hacia el norte. La noche anterior había dormido inerme y sobre roca desnuda en la cima del risco, y —quizá sólo porque estaba tan cansado— no había tenido miedo. Ahora pienso que todos esos días, y de hecho todos los días desde que abandonara Thrax, había estado dejando el gremio atrás y persuadiéndome de que era aquello por lo que me tomaban quienes se cruzaban conmigo: la especie de aspirante a aventurero que la noche anterior le había mencionado al maestro Ash. Como torturador, no había considerado la espada tanto un arma como una herramienta y una insignia de mi oficio. Ahora, retrospectivamente, se me había convertido en arma, y estaba desarmado.
Pensé en esto mientras yacía de espaldas en el cómodo colchón del maestro Ash, con las manos debajo de la cabeza. Si me quedaba en las tierras arrasadas por la guerra tendría que conseguir otra espada, y lo más sensato era tener una, aunque regresase al sur. La cuestión era: regresar al sur o no. Si permanecía donde estaba, corría el riesgo de ser arrastrado al combate, donde bien podían matarme. Sin duda Abdiesus, el arconte de Thrax, había puesto precio a mi cabeza, y era casi seguro que el.
gremio procuraría asesinarme si se enteraba de que me había acercado a Nessus.
Después de vacilar un rato ante la decisión, como hace uno cuando sólo está medio despierto, recordé a Winnoc y lo que me había dicho de los esclavos de las Peregrinas. Porque es una desgracia que un cliente se nos muera tras el tormento, en el gremio nos enseñan muchas artes de curanderos; a mí me parecía saber ya por lo menos tanto como ellas. Haber curado a la chica aquella de la choza, me había reanimado de inmediato. La chatelaine Mannea ya tenía de mí buena opinión, y la tendría mejor cuando volviera con el maestro Ash.
Unos momentos antes, me había inquietado no tener un arma. Ahora ya la tenía: una decisión y un plan son mejores que una espada, porque en ellos el hombre templa sus propios filos. Aparté las mantas, notando por primera vez, creo, lo suaves que eran. La gran estancia estaba fría pero colmada de luz; era casi como si hubiera soles en los cuatro costados, como si todas las paredes dieran al este. Fui desnudo hasta la ventana más próxima y vi el ondulante campo de blancura que vagamente había advertido la noche anterior.
No era una masa de nubes sino un llano de hielo. La ventana no se abría, o en todo caso yo no sabía resolver el acertijo del mecanismo; pero apoyé la cabeza en el vidrio y atisbé hacia abajo lo mejor posible. La última Casa se alzaba, como yo había visto, en una alta colina de piedra. Ahora sólo esa cumbre permanecía por encima del hielo. Recorrí todas las ventanas, y desde todas se veía lo mismo. Volviendo a la cama que había sido mía, me puse pantalones y botas y me eché la capa a los hombros sin saber casi qué hacía.
Justo cuando acababa de vestirme apareció el maestro Ash.
—Espero no entrometerme —dijo~. Lo oí caminar.
Negué con la cabeza.
—No quiero que se sienta molesto.
Sin que yo lo quisiera, las manos se me habían subido a las mejillas. Alguna parte tonta de mí había tomado conciencia de las cerdas de mi barba.
—Pensaba afeitarme antes de ponerme la capa —dije—. Fue una estupidez. No me he afeitado desde que salí del lazareto. —Era como si mi mente anduviera penosamente por el hielo, dejando que la lengua y los labios se las arreglaran como pudiesen. —Aquí hay agua caliente, y jabón.
—Qué bien —dije. Y luego—: Si voy abajo…
De nuevo la sonrisa: —¿Si será lo mismo? ¿El hielo? No. Usted es el primero que lo adivina. ¿Puedo preguntarle cómo lo hizo?
—Hace mucho tiempo… No, en realidad hace sólo unos meses, aunque parece que ha pasado mucho, fui al Jardín Botánico de Nessus. Había un lugar llamado Lago de los Pájaros, donde los cuerpos de los muertos parecían conservarse intactos. Me dijeron que era una propiedad del agua, pero incluso entonces me extrañó que hubiera en un agua semejante poder. También había otro lugar que llamaban Jardín de la jungla, donde las hojas eran del verde más intenso que he conocido: un verde no brillante sino oscuro de verdor, como si las plantas no pudieran usar nunca toda la energía solar. La gente de allí no parecía de nuestro tiempo, aunque no sabría decir si eran del pasado, del futuro o de una tercera cosa que no es ninguna de las dos. Había una casita. Era mucho más pequeña, pero ésta me la ha recordado. entonces he pensado a menudo en el jardín Botánico, y a veces me pregunto si el secreto no era que en el Lago de los Pájaros el tiempo no cambiaba nunca, y que recorriendo el sendero del Jardín de la jungla uno avanzaba o retrocedía. ¿Estoy hablando demasiado, quizás?
El maestro Ash negó con la cabeza.
—Después, cuando venía hacia aquí vi su casa en la cumbre. Pero cuando llegué arriba, había desaparecido, y el valle de abajo no era como lo recordaba. No sabía qué mas decir, y me callé.
—Tiene razón —me dijo el maestro Ash—. He sido puesto aquí para observar lo que ahora ve a su alrededor. Los pisos inferiores de mi casa, con todo, llegan a períodos anteriores, el más antiguo de los cuales es el de ustedes.
—Parece un gran prodigio.
Sacudió la cabeza. —Más prodigioso es que los glaciares hayan respetado este espolón de piedra. Cumbres de pisos mucho más altos han quedado sumergidas. Está protegido por una estructura geográfica tan sutil que sólo podría conseguirse por accidente. —¿Pero al final quedará cubierto? —Sí.
—¿Y entonces qué?
—Me iré. O más bien me iré un tiempo antes de que ocurra.
Sentí un arranque de cólera irracional, la misma emoción que experimentaba de niño cuando no conseguía que el maestro Malrubius entendiera mis preguntas.
—Quería decir qué será de Urth.
Se encogió de hombros. —Nada. Lo que usted ve es la última glaciación. Ahora la superficie del sol está opaca; pronto se volverá brillante de calor, pero el sol en sí se encogerá, dando menos energía a sus mundos. Al fin, si alguien viene a pararse sobre el hielo, sólo lo verá como una estrella centelleante. El hielo que usted pise no será el que ve ahora sino la atmósfera de este mundo. Y lo seguirá siendo por largo tiempo. Tal vez hasta la llegada del día universal.
Fui hasta otra ventana y volví a mirar la extensión de hielo.
—¿Sucederá pronto?
—La escena que ve está a muchos miles de años en elfuturo.
—Pero antes el hielo tendrá que haber venido del sur.
El maestro Ash asintió. —Ybajado de las cumbres. Venga conmigo.
Descendimos al segundo nivel de la casa, que la noche anterior yo apenas había notado. Había muchas menos ventanas, pero el maestro Ash puso unas sillas delante de una e indicó que nos sentáramos a mirar. Era como él decía: el hielo, hermoso en su pureza, se arrastraba montañas abajo para guerrear con los pinos. Le pregunté si también eso era en un futuro lejano, y una vez más asintió: —No vivirá para verlo de nuevo.
—¿Pero tan cercano que la vida de un hombre llegará casi a él?
Se encogió de hombros y sonrió por debajo de la barba.
—Digamos que es cuestión de grados. Usted no lo verá. Tampoco sus hijos, ni los hijos de ellos. Pero el proceso ya ha comenzado. Comenzó mucho antes de que usted naciera.
Yo no sabía nada del sur, pero me encontré pensando en los isleños de la historia de Hallvard, en esos preciosos, pequeños lugares abrigados, en la caza de la foca. Esas islas no albergarían hombres y sus familias mucho tiempo más. Los botes rasparían por última vez las playas de guijarros. «Mi mujer, mis hijos, mis hijos, mi mujer.» —En esta época muchos de los suyos ya se han ido —continuó el maestro Ash—. Los que ustedes llaman cacógenos los han trasladado compasivamente a mundos más benévolos. Muchos más partirán antes de la victoria final del hielo. Yo mismo, ¿ve?, desciendo de esos refugiados.
Le pregunté si podrían escapar todos. Sacudió la cabeza.
—No, no todos. Algunos se negarán a irse, a otros no se los podrá encontrar. Para otros más no se conseguirá casa.
Durante un rato estuve mirando el valle sitiado e intentando ordenar los pensamientos. Finalmente dije: —Siempre me ha parecido que los hombres de religión dicen cosas consoladoras que no son ciertas, mientras que los hombres de ciencia dicen verdades odiosas. La chatelaine Mannea dijo que usted era un santo, pero parece que fuera un hombre de ciencia, y dijo que su gente lo había enviado a nuestra Urth muerta a estudiar el hielo.
—La distinción que menciona ha perdido vigencia. Religión y ciencia siempre han sido cuestiones de fe. Es la misma cosa. Usted, por su parte, es un hombre de ciencia, así que de ciencia le hablo. Si aquí estuviera Mannea con sus sacerdotisas, les hablaría de otro modo.
Tengo tantos recuerdos que a menudo me pierdo entre ellos. En ese momento, mirando cómo se balanceaban los pinos en un viento que yo no sentía, me pareció oír el redoble de un tambor.
—Una vez conocí otro hombre que decía venir del futuro dije—. Era verde, casi tan verde como esos árboles, y me contó que su tiempo era un tiempo de sol más reluciente.
El maestro Ash asintió. —Sin duda decía la verdad. —Pero usted me dice que lo que veo ocurrirá dentro de pocas vidas, que es parte de un proceso ya iniciado, y que ésta será la última glaciación. O es un falso profeta o lo era él.
—Yo no soy profeta —respondió el maestro Ash— y él tampoco. Nadie puede conocer el futuro. Estamos hablando del pasado.
Volví a enojarme. —Me dijo que esto ocurriría dentro de pocas vidas.
—Eso dije. Pero para mí usted y esta escena son eventos del pasado.
—¡Yo no soy una cosa del pasado! Pertenezco al presente.
—Desde su punto de vista tiene razón. Pero olvida que yo no puedo ver desde su punto de vista. Ésta es mi casa. Es por sus ventanas que usted ha mirado. Mi casa hunde sus raíces en otros tiempos. Si no, aquí me volvería loco. El caso es que leo estos viejos siglos como si fueran libros. Oigo las voces de los que murieron hace mucho, entre ellas la suya. Usted piensa que el tiempo es un solo hilo. Es un tejido, un tapiz que se extiende por siempre en todas direcciones. Yo sigo un hilo hacia atrás. Usted trazará un color hacia adelante, qué color yo no puedo saberlo. Acaso el blanco lo lleve hasta mí, el verde a su hombre verde.
No sabiendo qué decir, sólo pude balbucear que yo había concebido el tiempo como un río.
—Sí… Usted vino de Nessus, ¿no es cierto? Y esa ciudad está construida en torno a un río. Pero una vez fue una ciudad junto al mar, y más le valdría pensar en el tiempo como un mar. Las olas fluyen y refluyen, y por debajo de ellas hay corrientes.
—Me gustaría ir abajo —dije—. Regresar a mi tiempo. —Lo comprendo —dijo el maestro Ash.
—No estoy seguro. Su tiempo, si lo he oído bien, es el del piso más alto de la casa, y allí tiene una cama y otras cosas necesarias. Pero, según lo que me ha dicho, cuando sus tareas no lo abruman duerme aquí. Sin embargo dice que esto está más cerca de mi tiempo que del suyo.
Se puso en pie. —Quería decir que yo también huyo del hielo. ¿Vamos? Necesitará alimento antes de emprender el largo viaje de regreso a Mannea.
—Lo necesitaremos los dos —dije.
Se volvió a mirarme desde el borde de la escalera. —Ya le dije que no podría ir. Usted mismo ha descubierto lo bien escondida que está la casa. Para todo el que no sigue el sendero correctamente, hasta el piso más bajo está en el futuro.
Con una llave le apresé los dos brazos a la espalda y usé la mano libre para tocarlo y buscar un arma. No llevaba ninguna, y aunque parecía un hombre fuerte, no lo era tanto como yo había temido.
—Piensa llevarme hasta Mannea. ¿Correcto?
Sí, maestro, y tendremos muchos menos problemas si viene voluntariamente. Dígame dónde encontrar una cuerda; no quiero tener que usar el cinturón de su túnica.
—No hay ninguna —me contestó.
Como había planeado en el primer momento, le até las manos con el cinturón.
—Si me da su palabra de portarse bien —dije— lo soltaré cuando estemos a cierta distancia.
—Le di la bienvenida a mi casa. ¿Qué daño le he hecho?
—No poco, pero no importa. Usted me gusta, maestro, y lo respeto. Espero que no esgrima contra mí esto que hago, más de lo que yo esgrimo contra lo que usted me hizo. Pero las Peregrinas me enviaron a buscarlo y pienso que soy cierta clase de hombre, si entiende lo que quiero decir. Bien, no baje demasiado rápido. Si se cae no podrá parar.
Lo llevé hasta la sala en donde me había recibido y tomé un poco de pan duro y un paquete de frutos secos.
—Aunque considero que ya no lo soy —continué—, fui educado como… —en mis labios estaba decir torturador, pero comprendí (por primera vez, creo) que el término no era del todo correcto para las actividades del gremio, y en vez de él utilicé el oficial—:… como Buscador de la Verdad y la Penitencia. Hacemos lo que nos dicen que hagamos.
—Tengo tareas que cumplir. En el nivel superior, donde usted durmió.
—Me temo que quedarán incumplidas.
En silencio, cruzó la puerta hacia la cima rocosa. Luego dijo: —Iré con usted, si puedo. He deseado muchas veces salir por esta puerta y no detenerme.
Le dije que si juraba por su honor lo desataría en seguida.
Sacudió la cabeza. —Podría usted creer que lo iraiciono.
No entendí qué quería decir.
—Tal vez esté por ahí la mujer que he llamado Vina. Pero el mundo de ustedes es de ustedes. Allí yo sólo puedo existir si la probabilidad de que exista es alta.
—Yo existí en su casa, ¿no? —dije.
—Sí, pero porque su probabilidad era completa. Usted es parte del pasado del cual mi casa y yo hemos venido. La cuestión es si yo soy el futuro hacia el que usted se dirige.
Me acordé del hombre verde de Saltus, que era bastante sólido.
—¿Entonces estallará como una burbuja? —pregunté—. ¿O se perderá como el humo?
—No lo sé —dijo—. No sé qué me pasará. Ni adónde iré cuando suceda. Quizá deje de existir en todos los tiempos. Por eso no he partido hasta ahora.
Lo tomé de un brazo, pensando —supongo— que así podía impedir que escapase, y echamos a andar. Seguí la ruta que me había trazado Mannea, y la Ultima Casa quedó atrás tan sólida como cualquiera. Yo tenía la mente ocupada con todo lo que él me había dicho y mostrado, así que por espacio de unos veinte o treinta zancadas no lo miré. Por fin la observación sobre el tapiz me hizo pensar en Valeria. La sala donde habíamos comido pasteles estaba cubierta de tapices, y lo que el maestro Ash había dicho sobre los hilos de la trama me sugería el laberinto de túneles que yo había recorrido antes de encontrarme con ella. Empecé a contárselo, pero había desaparecido. Mi mano aferró un puñado de aire. Por un momento me pareció que la última Casa flotaba como un barco sobre un océano de hielo. Luego se fundió en la cumbre oscura donde se había alzado; el hielo no era más que aquello con lo que yo una vez lo había confundido: un banco de nubes.
XVIII — El pedido de Foila
Durante otras cien zancadas o más el maestro Ash no desapareció del todo. Yo sentía que estaba allí, a mi lado y medio paso atrás, y a veces incluso lo veía cuando no intentaba mirarlo directamente. Cómo era posible que en un sentido estuviese presente y en otro ausente, no lo sé. Enjambres de partículas, como un billón, como billones de soles nos lanzan a los ojos una lluvia de fotones sin masa ni carga: esto me había enseñado el maestro Palaemon, que era casi ciego. Por el impacto de esos fotones creemos ver a un hombre. A veces el hombre que creemos ver puede ser tan ilusorio como el maestro Ash, o aún más.
También sentía conmigo su sabiduría. Había sido una sabiduría melancólica pero real. Me encontré deseando que hubiera podido acompañarme, aunque eso habría significado, me di cuenta, que la llegada del hielo era cierta.
—Estoy solo, maestro Ash —dije, sin atreverme a mirar atrás—. Hasta ahora no había comprendido lo solo que yo estaba. También usted estaba solo, me parece. ¿Quién era la mujer que llamó Vine?
Puede que únicamente haya imaginado la voz: —La primera mujer.
—¿Mesquiana? Sí, la conozco, y era muy hermosa. Mi Mesquiana era Dorcas, y siento que me falta, pero también los demás. Cuando Thecla se volvió parte de mí pensé que ya nunca volvería a estar solo. Pero se ha fundido tanto conmigo que somos una sola persona, y puedo sentir la falta de otros. De Dorcas, de Pía la muchacha isleña, de Drotte y de Roche. Si estuviera aquí Eata, podría abrazarlo.
»Más que a nadie me gustaría ver a Valeria. jolenta era la mujer más bella que conocí, pero la cara de Valeria tenía algo que me partía el corazón. Yo era apenas un niño, supongo, aunque pensaba que no. Salí a gatas de la oscuridad y me encontré en un lugar que llamaban Atrio del Tiempo. Por todos lados se alzaban torres, las torres de la familia de Valeria. En el centro había un obelisco cubierto de cuadrantes de sol, y aunque recuerdo su sombra en la nieve, allí el sol no habría podido brillar durante más de dos o tres guardias por día; la mayor parte del tiempo lo tapaban las torres. El entendimiento de usted, maestro Ash, es más hondo que el mío: ¿puede decirme por qué lo habrán construido así?
Un viento que jugaba entre las rocas atrapó mi capa y me la hinchó en los hombros. La aseguré de nuevo y me subí la capucha.
—Yo iba siguiendo un perro. Lo llamaba Triskele e incluso me decía a mí mismo que era mío, aunque no me permitían tener perros. Lo encontré un día de invierno. Habíamos estado en la lavandería —lavando las sábanas de los clientes— y el tubo de desagúe se taponaba con harapos y gasas. Yo estaba esquivando el trabajo y Drotte me dijo que saliera y lo desatascara con una vara del tendedero. Soplaba un viento terriblemente frío. Supongo que era el hielo que ya se acercaba, maestro, aunque entonces yo no lo supiera; los inviernos eran cada vez peores. Y, por supuesto, cuando desatasqué el tubo, un chorro de agua mugrienta me mojó las manos.
»Yo me enfadé porque era el mayor, aparte de Drotte y Roche, y pensaba que ese trabajo les correspondía a los aprendices más jóvenes. Estaba atizando el caño con mi palo cuando lo vi al otro lado del Patio Viejo. Supongo que la noche anterior los vigías de la Torre del Oso habían tenido una pelea privada, y las bestias muertas estaban junto al portón esperando al deshollador. Había un arsinoite y un esmilodonte, y varios lobos malos. Encima de la pila estaba el perro. Calculo que había sido el último en morir, y por las heridas pienso que lo había matado un lobo. Por supuesto, no estaba muerto de veras; sólo parecía muerto.
»Me acerqué a mirarlo; era una excusa para interrumpir lo que estaba haciendo y echarme aliento en los dedos. Era… bueno, la cosa más dura y fría que he visto. Una vez maté un toro con la espada, y muerto y ensangrentado aún parecía un poco más vivo que Triskele aquel día. De todos modos alargué la mano y le acaricié la cabeza. Era grande como la de un oso, y le habían cortado las orejas de modo que sólo le quedaban dos puntas pequeñas. Cuando lo toqué, abrió los ojos. Crucé el patio corriendo y hundí el palo con tal fuerza que casi lo rompo, porque temía que Drotte enviara a Roche a ver qué estaba haciendo.
»Cuando vuelvo a pensarlo, veo que fue como si hubiera tenido la Garra un año antes de encontrarla. No puedo describir la expresión del perro cuando alzó un ojo para mirarme. Me tocó el corazón. Con la Garra nunca reviví animales, pero tampoco lo intenté. Estando entre ellos, por lo general deseé matar a alguno, porque necesitaba comer. Ahora ya no sé si matar animales para comer es o no inevitable. Me he fijado que no había carne entre sus provisiones; sólo pan y queso, vino y frutos secos. Sea cual sea el mundo en que vive, ¿la gente de usted piensa lo mismo?
Hice una pausa esperando una respuesta. Todas las cumbres habían caído ahora bajo el sol; yo ya no estaba seguro de si me seguía alguna tenue presencia del maestro Ash o sólo mi sombra. Al fin dije: —Con la Garra en mi poder descubrí que no revivía a quienes habían muerto por obra de los hombres, aunque pareció curar al hombre-mono a quien yo había cortado la mano. Dorcas creía que fue porque lo había hecho yo. No sé: nunca pensé que la Garra supiera quién la tenía, pero a lo mejor sí.
Una voz, no la del maestro Ash sino una voz que yo no había oído nunca, exclamó: — ¡Feliz año nuevo!
Levanté los ojos y vi, a unos cuarenta pasos, un ulano igual al que las nótulas de Hethor habían matado en el camino verde a la Casa Absoluta. Sin saber qué hacer, agité la mano y grité: —¿O sea que es Año Nuevo?
El ulano espoleó su destriero y fue acercándose al galope.
—Hoy es solsticio de verano, comienzo de un nuevo año. Un año glorioso para el Autarca.
Intenté recordar alguna de esas frases que tanto gustaban a Jolenta.
—Cuyo corazón es el altar de sus súbditos.
—¡Bien dicho! Soy Ibar, de la septuagésima octava xenagia, con la mala suerte de patrullar el camino hasta la noche.
—Imagino que está permitido usarlo. —Totalmente. Siempre y cuando, claro, esté dispuesto a identificarse.
—Sí —dije—. Por supuesto. —Casi había olvidado el salvoconducto de Mannea. Lo saqué y se lo di. Cuando me habían detenido en el camino a la Última Casa, yo no había estado seguro de que los soldados que me interrogaban supieran leer. Todos habían mirado el pergamino con un aire sapiente, pero era muy posible que sólo hubiesen identificado el sello de la orden y la escritura de Mannea, regular y vigorosa, aunque ligeramente excéntrica. Era incuestionable que el ulano sabía. Yo veía cómo sus ojos recorrían las líneas, e incluso imaginé, creo, que se detenían un instante en «sepelio honorable».
Volvió a doblar cuidadosamente el pergamino, pero lo retuvo.
—De modo que sirve usted a las Peregrinas. —Tengo el honor, sí.
—Entonces estaba rezando. Cuando lo vi pensé que hablaba solo. No soy amigo de tonterías religiosas. Nosotros tenemos a mano el estandarte de la xenagia y el del Autarca a cierta distancia, y con eso hay suficiente de reverencia y misterio; pero he oído que son buenas mujeres.
Asentí. —Creo que sí; quizás algo más que ustedes. Pero sin duda son buenas.
—Y lo han enviado a hacer algo. ¿Hace cuántos días?
—Tres.
—¿Vuelve ahora al lazareto de Media Pars?
Asentí de nuevo. —Espero llegar antes del anochecer.
Meneó la cabeza. —No llegará. Le aconsejo que se lo tome con calma. —Me tendió el pergamino.
Lo tomé y volví a guardarlo en el talego.
—Viajaba con un compañero, pero nos hemos separado. Me pregunto si no lo habrá visto. —Le describí al maestro Ash.
El ulano negó con la cabeza. —Estaré alerta y si lo veo le diré por dónde ha ido. Y ahora… ¿quiere contestarme algo? No es oficial, así que puede decirme que no me entrometa.
—Le contestaré si puedo.
—¿Qué hará cuando deje a las Peregrinas?
Me sorprendí un poco. —Vaya, no tenía planeado dejarlas. Tal vez algún día.
—Bien, tenga en cuenta la caballería ligera. Parece usted tener buenas manos, y eso nunca nos viene mal. Vivirá la mitad de tiempo que en la infantería, y el doble.
Lanzó adelante la montura, y yo me quedé sopesando lo que había dicho. No dudaba de que me ha— bía dicho en serio que durmiera en el camino; pero esa misma seriedad hizo que me apresurara todavía más. Como he sido bendecido con un par de piernas largas, si es necesario puedo caminar tan rápido como otros al trote. En aquel momento las usé, desprendiéndome de todo pensamiento sobre el maestro Ash y mi revuelto pasado. Quizá todavía me acompañara una débil presencia del maestro; tal vez hoy me siga acompañando. Pero si era así, nunca lo supe, ni lo sé tampoco ahora.
Urth no había apartado aún su rostro del sol cuando llegué al camino angosto que apenas una semana atrás había tomado con el soldado muerto. Seguía habiendo sangre en el polvo, mucha más que la que había visto antes. Las palabras del ulano me habían hecho temer que las Peregrinas estuviesen acusadas de algún crimen; ahora entendía: un gran flujo de heridos había llegado al lazareto, y el ulano pensaba que me merecía una noche de descanso, antes de ponerme a trabajar. Me sentí muy aliviado. La superabundancia de pacientes me daría oportunidad de mostrar mis habilidades y hacer más probable que Mannea me aceptara cuando ofreciera venderme a la orden, si conseguía fraguar alguna historia que explicase mi fracaso en la Ultima Casa.
Cuando enfilé el último recodo del camino, sin embargo, lo que vi fue totalmente diferente.
Donde había estado el lazareto, el suelo parecía arado por una hueste de locos; arado y excavado: el fondo ya era una laguna de aguas bajas. Arboles destrozados bordeaban el círculo.
Hasta que cayó la noche anduve por allí de un lado hacia otro. Buscaba algún signo de mis amigos, y también algún rastro del altar que guardaba la Garra. Encontré una mano humana, una mano de hombre cortada por la muñeca. Habría podido ser de Melito, de Hallvard, del ascio, de Winnoc. No supe decirlo.
Esa noche dormí junto al camino. Cuando amaneció empecé mis investigaciones, y antes del anochecer había localizado a los supervivientes, a media docena de leguas del lugar original. Anduve de catre en catre, pero muchos estaban inconscientes y con las cabezas tan vendadas que no los habría reconocido. Es posible que entre ellos estuvieran Ava, Mannea y la Peregrina, que había acercado un taburete a mi catre, aunque yo no las descubrí.
La única mujer que reconocí fue Foila, y sólo porque ella me reconoció a mí y exclamó «¡Severian!» mientras yo me movía entre heridos y moribundos. Me acerqué e intenté interrogarla, pero estaba muy débily poco me pudo contar. El ataque había llegado de improviso y había destrozado el lazareto como un rayo; todos sus recuerdos eran de las secuelas: gritos que por mucho tiempo no habían atraído salvadores, y unos soldados que la arrastraban y que sabían poco de medicina. La besé lo mejor que pude y le prometí que volvería a verla; promesa, creo, que ambos sabíamos que yo no podría mantener.
—¿Te acuerdas de cuando todos contamos historias?—me dijo—. Pensé en eso.
Le dije que lo sabía.
—Cuando nos traían aquí, quiero decir. Melito y Hallvard y los demás han muerto, creo. El único que recuerde serás tú, Severian.
Le dije que recordaría siempre.
—Quiero que le cuentes a otros. En días de invierno, o una noche que no haya nada que hacer. ¿Recuerdas las historias?
—«Mi tierra es la tierra de los horizontes lejanos, del cielo ancho.”
—Sí —dijo ella, y pareció que se dormía.
La segunda promesa la he cumplido, primero copiando todas las historias en las páginas en blanco del final del libro marrón, luego dándolas aquí tal como las oí en los largos y cálidos mediodías.
XIX — Guasacht
Los dos días siguientes los pasé vagando de aquí para allá. No diré mucho de esos días, pues hay poco que decir. Habría podido, supongo, alistarme en varias unidades, pero no estaba seguro. Me habría gustado volver a la Ultima Casa, pero era demasiado orgulloso para entregarme a la caridad del maestro Ash, suponiendo que pudiera encontrarlo otra vez. Me decía que de buena gana habría vuelto al cargo de lictor de Thrax, pero no sé si lo hubiera hecho, aun cuando fuese posible. Yo dormía en lugares hoscosos y agarraba la comida que podía, que era poca.
Al tercer día descubrí una cimitarra herrumbrada, extraviada en alguna campaña del año anterior. Saqué mi redoma de aceite y la piedra de amolar rota (cosas que, junto con la vaina, yo había guardado después de tirar al agua los restos de TerminusEst) y pasé una guardia feliz limpiándola y afilándola. Una vez que hube acabado, continué mi penosa marcha y pronto di con un camino.
Retirada de hecho la protección del salvoconducto de Mannea, me resistía a mostrarme en campo abierto, más que cuando había ido a la casa del maestro Ash. Pero a esas alturas era probable que el soldado muerto que la Garra había despertado, y que se hacía llamar Miles aunque yo supiera que parte de él era jonas, se hubiese incorporado a alguna unidad. En ese caso, si no estaba realmente en combate, estaría en un camino o un campamento cercano al frente; y yo quería hablarle. Como Dor cas, él había descansado un tiempo en el país de los muertos. Ella había pasado allí más tiempo, pero yo esperaba, si conseguía interrogarlo antes de que un lapso demasiado largo le borrara los recuerdos, saber quizás algo que —si no me permitía recuperarlame ayudara al menos a reconciliarme con el hecho de haberla perdido.
Porque descubría que ahora la amaba como nunca la había amado mientras cruzábamos el campo hacia Thrax. Entonces había tenido los pensamientos demasiado puestos en Thecla; no dejaba de volverme hacia dentro para encontrarla. Ahora, aunque más no fuese porque hacía tanto que era parte de mí, tenía la impresión de haberla alcanzado con un abrazo más final que cualquier acoplamiento. Así como la semilla del hombre penetra en el cuerpo de la mujer para producir (si es la voluntad de Apeirón) un nuevo ser humano, ella, entrándome por la boca, se había combinado con el Severian que iba a establecer un hombre nuevo: yo, que aún me llamo Severian pero soy consciente, por así decir, de mi doble raíz.
No sé si Miles-Donas me hubiera revelado lo que perseguía. Nunca lo encontré, aunque he continuado buscándolo desde aquel día hasta hoy. Hacia media tarde entré en un dominio de árboles rotos; de vez en cuando pasaba junto a cuerpos en un estado más o menos avanzado de descomposición. Al principio probé despojarlos como había hecho con el cadáver de Miles-Donas, pero otros habían pasado antes, y sin duda los pequeños fenecos habían venido de noche a saquear la carne con sus pequeños dientes afilados.
Algo después, cuando las energías empezaban a flaquearme, me detuve frente a los restos humeantes de un carro vacío. Los animales de tiro, que al parecer no habían muerto hacía mucho, yacían en el camino, con el conductor caído boca abajo entre ellos; y se me ocurrió que había cosas peores que quitar de los flancos de los animales toda la carne que yo necesitara y llevármela a un lugar aislado donde pudiera encender un fuego. Había hundido la punta de la cimitarra en el anca de un animal cuando oí un redoble de cascos, y suponiendo que pertenecían al destriero de un estafeta, me moví al borde del camino para dejarlo pasar.
Era, en cambio, un hombre bajo, fornido y de aspecto enérgico en una montura alta y maltratada. Al verme tiró de las riendas, pero algo en su expresión me dijo que no había necesidad de huir o luchar. (De haberla habido, habría luchado. El destriero le habría valido de poco entre los tocones y los troncos caídos, y pese a que llevaba cota de malla y gorro de cuero ceñido de latón, creo que yo podría haberlo superado.) —¿Quién eres? —exclamó. Y cuando se lo dije—: Conque Severian de Nessus. Entonces eres civilizado, del todo o a medias; pero parece que no has estado comiendo muy bien.
—Al contrario —dije—. Recientemente, mejor que de costumbre. —No quería que me creyera débil. —Pero no te sobraría algo más… Eso que hay en tu espada no es sangre de ascio. ¿Qué eres? ¿Un eschiavoni? ¿Un irregular?
—En los últimos tiempos mi vida ha sido bastante irregular, sin duda.
—Pero ¿no estás unido a ninguna formación?
Con asombrosa destreza se apeó de la silla, echó las riendas al suelo y se acercó a grandes pasos. Era levemente patizambo y tenía una de esas caras que parecen modeladas en arcilla y que achatan por arriba y abajo antes de cocerlas, de modo que frente y mentón son bajos pero anchos; los ojos, ranuras, y la boca, alargada. Ysin embargo me gustó en seguida por su nervio, y por lo poco que se esforzaba en esconder su deshonestidad.
Dije: —No estoy unido a nada ni a nadie… salvo a los recuerdos.
—¡Ahh! —suspiró, y por un instante volvió los ojos hacia arriba—. Ya sé… Ya sé. Todos tenemos nuestras dificultades, todos y cada uno. ¿Qué fue, una mujer o la ley?
Yo nunca había considerado mis problemas en esa perspectiva, pero tras pensarlo un momento admití que un poco de cada cosa.
—Pues has llegado al lugar justo y has encontrado al hombre adecuado. ¿Qué te parece una buena comida esta noche, un montón de amigos nuevos y mañana un puñado de oricretas? ¿No suena bien? ¡Bien!
Volvió a su montura, y rápida como un sable de espadachín, disparó una mano para agarrar la brida antes de que el animal se alejara. Cuando tuvo de nuevo las riendas, saltó de nuevo a la silla tan prestamente como había bajado.
—Y ahora móntate aquí detrás —ordenó—. No es e jos, y le será fácil llevarnos a los dos.
Hice lo que decía, aunque con considerable dificultad, porque no tenía estribos para apoyarme. En cuanto estuve sentado, el destriero me atacó la pierna como una culebra; pero su amo, que había previsto la maniobra, le dio tal golpe con el mango metálico del puñal que la bestia se tambaleó y casi se cae.
—No le hagas caso —dijo. Como el cuello corto no le permitía mirar por sobre el hombro, para dejar en claro que me hablaba a mí, torcía el lado izquierdo de la boca—. Es un animal excelente y corajudo en la lucha; sólo quiere que comprendas cuánto vale. Como una iniciación, ¿sabes? ¿Sabes qué es una iniciación?
Le dije que me creía familiarizado con el término. —Ya verás que allí adonde vale la pena pertenecer siempre hay una… Yo ya lo he descubierto. No conozco ninguna que un muchacho corajudo no pueda manejar y después no le haga reírse.
Con esa críptica frase de aliento, clavó las enormes espuelas en los ijares del animal, como si quisiera eviscerarlo allí mismo, y nos lanzamos por el camino seguidos de una nube de polvo.
En mi inocencia, desde la vez que montara el corcel de Vodalus fuera de Saltus, yo había supuesto que las monturas podían dividirse en dos clases: las de raza y rápidas, y las de sangre fría y lentas. Las mejores, pensaba, corrían casi con la graciosa soltura de los gatos; las peores, con tal pesadez que apenas importaba cómo lo hacían. Uno de los tutores de Thecla tenía la máxima de que todo sistema de dos valores es falso, y en aquella cabalgata renové mi respeto por él. La montura de mi benefactor pertenecía a esa tercera clase (harto extensa, según he descubierto desde entonces) compuesta por animales que superan en rapidez a los pájaros pero parecen correr con patas de hierro sobre un camino empedrado. Si bien los hombres tienen innumerables ventajas sobre las mujeres, y por eso se les encarga justamente protegerlas, hay una muy grande de la que las mujeres pueden jactarse: no hay mujer alguna cuyos órganos de generación se hayan aplastado entre la propia pelvis y el espinazo de una de esas bestias galopantes. A mí esto me sucedió unas veinte o treinta veces antes de que frenáramos, y cuando al fin me deslicé de la grupa y salté a un lado para evitar una coz, no estaba de muy buen humor.
Nos habíamos detenido en uno de esos prados perdidos que hay a veces entre las colinas, un área más o menos plana de unas cien zancadas de ancho. En el centro se alzaba una tienda grande como una cabaña, ante la cual flameaba una desteñida bandera negra y verde. Varias docenas de monturas maneadas pastaban alrededor, y un número igual de hombres harapientos, con un puñado de mujeres desaseadas, haraganeaba limpiando armaduras, durmiendo yjugando a las cartas.
—¡Atended! —gritó mi benefactor, desmontando para ponerse a mi lado—. ¡Un nuevo recluta! —Ya mí me anunció:— Severian de Nessus, te encuentras en presencia del Decimoctavo Bacele de Contarü Irregulares, en donde todos somos combatientes de valor intrépido, cuando es posible ganar una pizca de dinero.
Los hombres y mujeres harapientos ya se habían levantado y venían hacia nosotros, muchos de ellos con francas sonrisas. Abría la marcha un hombre alto y muy flaco.
—¡Camaradas, os entrego a Severian de Nessus!”Severian —continuó mi benefactor—, yo soy tu condottiero. Llámame Guasacht. Esta caña de pescar que ves aquí, más alto incluso que tú, es mi segundo, Erblon. Los demás se presentarán solos, estoy seguro.
»Erblon, quiero hablar contigo. Mañana habrá patrullas. —Tomó del brazo al hombre alto y lo llevó a la tienda, dejándome con la hueste que a esas alturas me había rodeado.
Uno de los más grandes, un hombre ursino de casi mi altura y al menos el doble de peso, señaló la cimitarra.
—¿No tienes una vaina para eso? Déjame verla.
La rendí sin discutir; pasara lo que pasase, estaba seguro de que no habría ocasión de matar.
—Así que eres jinete, ¿eh?
—No —dije—. He montado un poco, pero no me considero un experto.
—¿Pero sabes manejarlos?
—Conozco mejor a los hombres y las mujeres. Todo el mundo se rió y el grandote dijo: —Pues magnífico, porque probablemente no montarás mucho, pero te servirá comprender bien a las mujeres… y los destrieros.
Mientras él hablaba, oí ruido de cascos. Dos hombres conducían un pío musculoso y de ojos violen— tos. Le habían dividido y alargado las riendas, de modo que los hombres pudieran estar a los costados de la cabeza, cada uno a tres pasos. Una mujerzuela de pelo color de zorro y cara sonriente se mantenía fácilmente en la silla, y en vez de riendas llevaba en cada mano una fusta. Los coraceros y sus mujeres vivaban y aplaudían, y a ese clamor el pío reculó como un remolino y manoteó el aire, revelando los tres desarrollos de cada pata delantera que llamamos cascos como lo que realmente eran: talones adaptados casi tanto para el combate como para aferrarse a la hierba. Las fintas eran más rápidas que mi vista.
El grandote me palmeó la espalda: —No es el mejor que he tenido, pero es bastante bueno y lo entrené yo mismo. Mesrop y Lactan van a pasarte las riendas, y todo lo que tienes que hacer es montarte. Si lo consigues sin derribar a Daria, puedes tenerla hasta que te alcancemos. —Alzó la voz:— Yo había esperado que los dos hombres me pasaran las riendas. En vez de eso me las tiraron a la cara, y no alcancé a agarrarlas. Alguien azuzó al pío por detrás, y el grandote soltó un silbido peculiar y penetrante. Al pío le habían enseñado a pelear, como a los destrieros de la Torre del Oso, y aunque no le habían alargado los dientes con hojas de metal, los habían dejado crecer naturalmente y asomaban por la boca como cuchillos.
Esquivé el relámpago de una pata delantera e intenté asir el cabestro; un golpe de una de las fustas me dio en plena cara y el empellón del pío me dejó tendido en el suelo.
Los coraceros deben de haberlo retenido o me habría pisoteado. A lo mejor también me ayudaron a levantarme; no puedo estar seguro. Tenía la garganta llena de polvo y la sangre de la frente me goteaba en los ojos.
Fui de nuevo por él, con un rodeo hacia la derecha para evitar los cascos, pero se volvió más rápido que yo y la muchacha llamada Daria intentó alejarme chasqueando las fustas ante mi cara. Más por rabia que por cálculo atrapé una. Ella tenía la correa del mango sujeta a la muñeca; cuando tiré del látigo se vino con él y me cayó en los brazos. Me mordió la oreja, pero la agarré por el pescuezo, le di la vuelta, hundí los dedos en una nalga firme y la levanté. Pateando el aire, sus piernas parecieron sorprender al pío. Lo hice retroceder entre la turba hasta que uno de sus torturadores lo aguijoneó contra mí, y entonces pisé las riendas.
Después fue fácil. Dejé caer a la muchacha, aferré el cabestro del pío, le torcí la cabeza y con una patada en los pies delanteros, como nos enseñaban a hacer con los clientes díscolos, lo dejé sin apoyo. Con un agudo grito el animal se estrelló en el suelo. Sin darle tiempo a enderezar las patas me subí a la silla y desde allí, con las largas riendas, le azoté los flancos y como un rayo lo lancé por entre la turba; después lo hice girar y cargué de nuevo.
Aunque toda mi vida había oído hablar de la excitación de este tipo de combate, nunca la había experimentado. Ahora todo me parecía más que cierto. Los coraceros y sus mujeres aullaban y corrían, y unos pocos blandían espadas. Bien habrían podido desafiar una tormenta: de una sola pasada derribé media docena. La muchacha huía con el pelo rojo ondeando como un estandarte, pero no había piernas humanas capaces de aventajar a ese animal. Cuando pasamos junto a ella, la agarré por el estandarte y la puse ante mí sobre el arzón.
Un sendero sinuoso llevaba a un barranco oscuro, y ese barranco a otro. Adelante corrían unos ciervos; en tres saltos dimos alcance a un gamo aterciopelado y de un topetazo lo apartamos del camino. Siendo lictor de Thrax, había oído que los eclécticos solían perseguir la caza y saltar de la montura para apuñalarla. Ahora creía esas historias: yo podría haber degollado al gamo con un cuchillo de carnicero. Lo dejamos atrás, trepamos una nueva colina y nos lanzamos hacia un valle boscoso y callado. Cuando el pío terminó de desfogarse lo dejé encontrar su propia senda entre los árboles, que eran los más grandes que yo había visto desde Saltus; y cuando se paró a tascar la hierba dispersa y tierna que crecía entre las raíces, hice un alto y arrojé las riendas al suelo como le había visto hacer a Guasacht; luego desmonté y ayudé a la pelirroja a bajarse.
—Gracias —dijo ella. Y luego—: Lo conseguiste. No creí que pudieras.
—¿De lo contrario no habrías accedido? Yo suponía que te obligaban.
—No te habría hecho ese tajo con la fusta. Querrás cobrártelo, ¿no? Con las riendas, supongo.
—¿Qué te hace pensarlo? —Yo estaba cansado y me senté. En la hierba crecían flores amarillas, cada capullo no mayor que una gota de agua; arranqué algunas y descubrí que olían a calambuco.
—Pareces de ésos. Además, me cargaste culo arriba, y los hombres que lo hacen, siempre quieren zurrarlo.
—No lo sabía. Es una idea interesante.
—Tengo a montones, de ésos. —Rápida y graciosa se sentó a mi lado y me puso una mano en la rodilla.Escucha, fue una iniciación, nada más. Nos turnamos, y me tocaba a mí y se supone que debía pegarte. Ahora se ha terminado.
—Comprendo.
—¿Entonces no me harás daño? Maravilloso. Podemos pasarlo muy bien aquí, de veras. Lo que quieras y cuanto quieras, y no volveremos hasta la hora de comer.
—No dije que no fuera a hacerte daño.
Aflojó la cara, que se había retorcido en sonrisas, y miró el suelo. Le sugerí que escapase.
—Eso sólo aumentará tu diversión, y antes de que acabemos me habrás lastimado más. —Mientras hablaba iba deslizando la mano por mi muslo.— Eres guapo, ¿sabes? Tan alto, y con esos ojos brillantes… —Sin levantarse se inclinó hacia mí, apretándome el rostro en el regazo para darme un beso cosquilleante, y enderezándose en seguida.— Podría ser bonito. De veras.
—También podrías matarte. ¿Tienes un cuchillo? Por un instante la boca se le abrió en un círculo pequeño y perfecto.
—Tú estás loco, ¿no? Debí haberlo sabido. —Se puso en pie de un salto.
La agarré de un tobillo y quedó tendida sobre el blando suelo del bosque. Las mañas de ella estaban podridas de tanto usarlas: un tirón y caían.
—Dijiste que no ibas a escapar.
Me miró por encima del hombro con los ojos dilatados.
—No tenéis poder sobre mí, ni tú ni ellos —le dije—. No temo el dolor ni la muerte. Hay una sola mujer viva que deseo, y no quiero a ningún hombre salvo a mí mismo.
XX — Patrulla
Ocupábamos un perímetro de no más de doscientos pasos de ancho. La mayoría de nuestros enemigos sólo tenía cuchillos y hachas —las hachas y las ropas astrosas recordaban a los voluntarios contra los que yo había ayudado a Vodalus en nuestra necrópolis— pero ya había centenares, y seguían llegando.
El bacele había ensillado y había dejado el campamento antes del amanecer. Las sombras todavía eran largas cuando en algún punto del inestable frente, un explorador le mostró a Guasacht los profundos surcos de un coche que viajaba hacia el norte. Durante tres guardias seguimos el rastro.
Los infantes ascios que lo habían capturado lucharon bien, girando al sur para sorprendernos, luego al oeste, luego de nuevo al norte como una serpiente que se retuerce; pero dejando siempre un rastro de muertos, capturados entre nuestro fuego y el de los guardias del coche, que les disparaban por las troneras. Sólo en el final, cuando los ascios ya no pudieron seguir huyendo, advertimos que había otros cazadores.
Hacia el mediodía, el pequeño valle estaba rodeado. El reluciente coche de acero con prisioneros muertos y agonizantes se había hundido en el barro hasta los ejes. Delante se acuclillaban nuestros prisioneros ascios, custodiados por los heridos. El oficial ascio hablaba nuestro idioma, y una guardia antes Guasacht le había ordenado que liberara el coche, y había matado a varios ascios cuando el oficial fracasó; quedaban treinta o mas, casi desnudos, apáticos, con la mirada vacía. A cierta distancia se apilaban sus armas, cerca de nuestros caballos atados.
Ahora Guasacht recorría nuestras filas, y lo vi detenerse en el tocón que protegía al coracero próximo a mí. A cierta altura de la ladera, una enemiga asomó la cabeza por detrás de una mata de arbustos. Mi contus le dio con un rayo ardiente; saltó por reflejo y luego se encrespó como una araña arrojada a las ascuas de una fogata. Bajo la bandana roja había tenido el rostro pálido, y súbitamente comprendí que la habían hecho mirar: que detrás de aquella mata había quienes no la querían, o al menos no la valoraban, y la habían obligado a asomarse. Volví a disparar, castigando la vegetación con el rayo y levantando una vaharada de humo acre que flotó hacia mí como el fantasma de la mujer.
—No derroches cargas dijo Guasacht a mi lado. Más por costumbre, creo, que por miedo, se había echado cuerpo a tierra.
Le pregunté si disparando seis veces por guardia agotaría las cargas antes de la noche.
Se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Así he estado disparando esta cosa, según juzgo por el sol. Y cuando llegue la noche…
Lo miré, y Guasacht encogió de nuevo los hombros.
—Cuando llegue la noche —continué— no podremos verlos hasta que estén a unos pasos. Dispararemos más o menos al azar y mataremos unas docenas; luego sacaremos las espadas y aguantaremos hombro con hombro, y nos matarán.
—Antes llegarán auxilios —me dijo, y cuando vio que no le creía, escupió—. Ojalá no hubiera mirado nunca el maldito surco. Ojalá no hubiera oído hablar de ese trasto.
Me tocaba a mí encoger los hombros. —Devuélveselo a los ascios y nos libraremos.
—¡Te digo que es dinero! Oro para pagar a nuestras tropas. Pesa demasiado para ser otra cosa.
—El peso de la coraza me parece considerable. —No tanto. He visto antes coches así, y es oro de Nessus o de la Casa Absoluta. Pero ésos que hay dentro… ¿Quién ha visto criaturas así?
—Yo.
Guasacht me miró fijamente.
—Cuando atravesé la Puerta de la Piedad de la Muralla de Nessus. Son hombres- bestia, productos de las mismas artes perdidas que hicieron a nuestros destrieros más rápidos que los vehículos a motor de antaño. —Intenté recordar qué más me había contado Jonas, y concluí diciendo, débilmente:—El Autarca los emplea en tareas demasiado laboriosas para el hombre, o para las cuales el hombre no es de fiar.
—Supongo que tendrá razón. No ha de ser fácil robar el dinero. ¿Adónde van a ir? Oye, te he estado observando.
—Lo sé —dije—. Lo he sentido.
—Te he estado observando, digo. Sobre todo desde que hiciste que ese pío tuyo atacara al que lo había entrenado. Aquí en Orithya vemos muchos hombres fuertes y montones de valientes, sobre todo cuando pisamos sus cadáveres. También vemos muchos listos, y diecinueve de cada veinte son demasiado listos para servirle a alguien, incluidos ellos mismos. Los que valen son los hombres, y a veces las mujeres, que tienen una especie de poder, el poder que logra que los demás quieran hacer lo que ellos dicen. No pretendo alardear, pero yo lo tengo. Tú también lo tienes.
—Hasta ahora no había sido demasiado obvio.
—A veces hace falta la guerra para que aflore. Es uno de los beneficios de la guerra, y ya que no tiene muchos deberíamos apreciarlo. Severian, quiero que vayas hasta el coche y pactes con esos hombres-animales. Has dicho que sabes algo de ellos. Consigue que salgan y nos ayuden. A fin de cuentas estamos del mismo lado.
Asentí.
—Y si consigo que abran las puertas, podemos repartir el dinero entre nosotros. Tal vez escapemos algunos, al menos.
Sacudió la cabeza, disgustado. —¿Qué te dije hace un rato sobre los demasiado listos? Si fueras listo de verdad no lo habrías pasado por alto. No: les dices que aunque sólo sean tres o cuatro, todo combatiente es importante. Además, hay cuando menos una posibilidad de que estos malditos piratas se espanten al verlos. Déjame tu contus, y te cubriré hasta que vuelvas.
Entregué la larga arma. —¿Y quién es esa gente, por cierto?
—¿Ésos? Vivanderos. Trapicheros y prostitutas, las mujeres y los hombres. Desertores. Cada tanto el Autarca o algún general los arrea y los pone a trabajar, pero al poco tiempo escapan. Son especialistas en escabullirse. Habría que azotarlos.
—¿Tengo tu autorización para pactar con nuestros prisioneros del coche? ¿Me cubrirás?
—No son prisioneros… Bueno, sí, supongo que lo son. Diles lo que he dicho y haz el mejor trato posible. Yo te cubriré.
Lo miré un momento, intentando decidir si era sincero. Como tantos hombres de edad mediana, llevaba en la cara al viejo que sería, agrio y obsceno, mascullando ya las objeciones y quejas que diría en la escaramuza final.
—Te doy mi palabra. Ve.
—De acuerdo. —Me alcé. El coche acorazado se parecía a los carruajes que traían clientes importantes a nuestra torre de la Ciudadela. Las ventanas eran estrechas, con barras, y las ruedas traseras altas como un hombre. Los lisos flancos de acero sugerían esas artes perdidas que le había mencionado a Guasacht, y yo sabía que los hombres- bestia de dentro tenían mejores armas que las nuestras. Extendí las manos para mostrar que iba desarmado y avancé hacia ellos con toda la firmeza de que fui capaz hasta que en la reja de una ventana apareció una cara.
Cuando uno oye hablar de estas criaturas, se imagina algo estable, a medio camino entre la bestia y el humano; pero cuando realmente las ve —como veía yo ahora al hombre-bestia, como había visto a los hombres-mono de la mina cerca de Saltus—, no son así en absoluto. Yo los compararía con el titilar de un abedul plateado en el viento. En un momento parece un árbol común y al siguiente, cuando aparecen los dorsos de las hojas, una creación sobrenatural. Con los hombres-bestia es lo mismo. Primero pensé que lo que me oteaba entre los barrotes era un mastín; luego me pareció un hombre, noblemente feo, de cara atezada y ojos de ámbar. Pensando en Triskele, llevé una mano a la reja para dársela a oler.
—¿Qué quieres? —Era una voz dura pero no desagradable.
—Salvaros la vida —dije. Era un error, y lo supe en el momento en que las palabras me salieron de la boca. —Nosotros queremos salvar nuestro honor. Asentí. —El honor es la vida más alta.
—Si puedes decirnos cómo salvar nuestro honor, habla. Te escucharemos. Pero no cederemos nunca. —Ya habéis cedido —dije yo.
Se apagó el viento, y al instante reapareció el mastín, dientes fulgurantes, ojos en llamas.
—No fue para salvaguardar el oro de manos ascias que se os puso en este coche, sino para salvaguardarlo de aquellos de la Mancomunidad que lo robarían si pudiesen. Los ascios están vencidos: míralos. Nosotros somos humanos leales al Autarca. Los que os ordenaron rechazar no tardarán en abrumarnos.
—Antes de llegar al oro tendrán que matarme a mí y a mis compañeros.
De modo que era oro. Dije: —Lo harán. Salid y ayudadnos a luchar mientras haya posibilidades de vencer.
Titubeó, y no supe entonces si me había equivocado del todo al hablar primero de salvarles la vida. —No —dijo—. No podemos. Quizá lo que dices sea razonable, no lo sé. Nuestra ley no es la ley de la razón. Nuestra ley es el honor y la obediencia. Nos quedaremos.
—Pero ¿sabéis que no somos vuestros enemigos? —Cualquiera que pretenda lo que cuidamos es nuestro enemigo.
—También nosotros lo estamos cuidando. Si esos vivanderos y desertores se os ponen a tiro, ¿haréis fuego?
—Sí, por supuesto.
Fui hasta el desganado racimo de ascios y pedí hablar con el comandante. El hombre que se alzó era sólo un poco más alto que el resto; tenía en la cara esa inteligencia que se ve a veces en los locos astutos. Le dije que Guasacht me había enviado a pactar en su nombre porque yo había hablado mucho con prisioneros ascios y conocía sus hábitos. Como yo pretendía, esto lo oyeron sus tres guardias heridos, que veían a Guasacht observando mi posición en el perímetro.
—Saludos en nombre del Grupo de los Diecisiete —dijo el ascio.
—En nombre del Grupo de los Diecisiete. El ascio pareció sorprenderse pero asintió. — Estamos rodeados por súbditos desleales de nuestro Autarca, que en consecuencia son tan enemigos del Autarca como del Grupo de los Diecisiete. Nuestro comandante, Guasacht, ha ideado un plan que nos permitirá salir vivos y libres.
—Los servidores del Grupo de los Diecisiete no han de exponerse porque sí.
—Precisamente. He aquí el plan. Nosotros engancharemos unos destrieros al coche de acero; todos los necesarios para desatascar el coche. Usted y los suyos también trabajarán. Cuando esté liberado, les devolveremos las armas y los ayudaremos a romper ese cerco. Los soldados de usted y los nuestros irán al norte, y ustedes se quedarán con el coche y el dinero que transporta para llevárselo a las autoridades, como esperaban cuando lo capturaron.
—La luz del Pensamiento Correcto penetra toda oscuridad.
—No, no nos hemos pasado al Grupo de los Diecisiete. A cambio tienen que ayudarnos. Primero, ayudarnos a sacar el coche del barro. Segundo, ayudarnos a romper el cerco. Tercero, proporcionarnos una escolta para que podamos volver a nuestras líneas.
El oficial ascio echó una mirada al coche reluciente.
—No hay fracaso que sea perpetuo. Pero la victoria inevitable puede exigir planes nuevos y mayores fuerzas. —¿Entonces aprueba mi plan? —Yo no había advertido que estaba sudando, pero ahora el sudor me escocía los ojos. Me sequé la frente con el borde de la capa, como hacía a veces el maestro Gurloes.
El oficial ascio asintió.
—El estudio del Pensamiento Correcto revela al fin la senda de la victoria.
—Sí —dije—. Bien, yo lo he estudiado. Que detrás de nuestro esfuerzo se encuentre nuestro esfuerzo. Cuando volví al coche, se acercó a la ventana el mismo hombre-bestia que había visto antes, esta vez no tan hostil. Yo dije: —Los ascios han aceptado que intentemos desatascar el coche. Tendremos que descargarlo.
—Imposible.
—Si no lo hacemos, el oro se perderá cuando caiga el sol. No os estoy pidiendo que os rindáis: bajadlo, simplemente, y montad guardia. Tenéis vuestras armas, y si se os acerca algún humano armado podéis matarlo. Yo estaré con vosotros, con las manos vacías. Podéis matarme a mí también.
Hubo que hablar mucho más, pero al fin accedieron. Ordené a los heridos que vigilaban a los ascios que bajaran las armas, hice enganchar al coche ocho destrieros y distribuí a los ascios para que tiraran de los arneses y levantaran las ruedas. Entonces se abrió la puerta que había a un lado del coche de acero y dos hombres-bestia bajaron unos pequeños cofres de metal, mientras el que había hablado conmigo montaba guardia. Eran más altos de lo que me esperaba y tenían fusiles, y pistolas en los cintos: las primeras pistolas que yo veía desde que en los jardines de la Casa Absoluta había observado a los hieródulos que rechazaban las cargas de Calveros.
Cuando todos los cofres estuvieron fuera y los hombres-bestia rodeándolos con las armas listas, di un grito. Los coraceros heridos azotaron a los destrieros de la recua, los ascios tiraron de los arneses hasta que los se les salieron de las órbitas… y justo cuando pensábamos que todo era inútil, el coche se alzó del barro y avanzó pesadamente media cadena antes de que los heridos lo frenaran. Guasacht, que se precipitó desde el perímetro agitando mi contús, por poco logra que nos maten a los dos, pero los hombres- bestia eran bastante cuerdos y advirtieron que sólo estaba excitado y no era peligroso.
Mucho más se excitó al ver que los hombres-bestia volvían a cargar el oro en el coche, y oír lo que yo había prometido a los ascios. Le recordé que me había autorizado a actuar en su nombre.
—Cuando yo actúo —barbotó— es con la idea de vencer.
Confesé que carecía de experiencia militar, pero le dije que en ciertas ocasiones, había descubierto vencer consistía en desenredarse.
—De todos modos, esperaba que se te ocurriera algo mejor.
Elevándose inexorablemente, los picos del este ya rasguñaban el borde inferior del sol; se los señalé. De pronto Guasacht sonrió: —Al fin y al cabo son los mismos ascios a quienes se lo quitamos antes.
Llamó al oficial ascio y le dijo que nuestros jinetes dirigirían el ataque, y que sus soldados podían seguir el coche de acero a pie. El ascio aceptó, pero cuando sus soldados se rearmaron insistió en colocar media docena sobre el coche y ponerse él al frente con los demás. Guasacht accedió con una aparente mala gana que me pareció totalmente fingida. Pusimos un coracero armado sobre cada uno de los ocho destrieros del nuevo tiro, y vi que Guasacht conversaba gravemente con su corneta.
Yo le había prometido al ascio que romperíamos el cerco de desertores por el norte, pero en esa dirección el suelo resultó inadecuado para el coche y al final se acordó una ruta hacia el noroeste. La infantería ascia avanzó a paso redoblado, disparando sobre la marcha. El coche los siguió. Los cerrados y firmes golpes de los conti alcanzaron a la turba harapienta que intentaba rodearlos, y los arcabuses de los ascios apostados en el techo les lanzaban gotas de energía violeta. Los hombres-bestia dispararon los fusiles desde las ventanas de barrotes, matando media docena de una sola descarga.
Habiendo mantenido nuestras posiciones después de que el coche partiera, el resto de nuestras tropas (yo entre ellas) avanzó detrás. Para ahorrar cargas preciosas, muchos dejaron los conti en los aros de las sillas, sacaron las espadas, y acometieron a los rezagados remanentes que los ascios y el coche habían dejado detrás.
Luego el enemigo quedó superado, y el terreno se aclaró. En seguida los coraceros espolearon las monturas que tiraban del coche, y Guasacht, Erblon y varios más que los seguían de cerca barrieron a los ascios del techo con una nube de llamas rojas y humo.
Los que iban a pie se dispersaron, y luego se volvieron a disparar.
Sentí que yo no podía participar en ese combate. Tiré de las riendas y por eso vi — antes que cualquiera de los otros, creo— a la primera de las anpiels: se dejaba caer, como el ángel de la fábula de Melito, desde las nubes tintas en sol. Eran hermosas; parecían mujeres jóvenes de cuerpos delgados y desnudos; pero las alas extendidas eran más grandes que las de cualquier teratornis, y cada anpiel llevaba en la mano una pistola.
Tarde esa noche, de vuelta en el campamento y curados ya los heridos, le pregunté a Guasacht si volvería a hacer lo que había hecho.
Lo pensó un momento. —Nadie podía prever la llegada de esas muchachas voladoras. Aunque en verdad es bastante natural: en el coche había quizá bastante oro para pagar a medio ejército, y no vacilaron en mandar tropas de élite a buscarlo. ¿Pero te lo hubieras imaginado antes de que pasara?
Sacudí la cabeza.
—Oye, Severian, no debería hablarte así. Pero hiciste lo posible, y eres el parásito más grande que yo haya visto. El caso es que al final todo salió bien, ¿no? Ya viste lo amistosa que era esa serafma. Al fin y al cabo, ¿qué vio? Muchachos corajudos intentando arrebatarles el coche a los ascios. Diría yo que nos van a condecorar. Quizá nos den una recompensa.
—Cuando bajaron el dinero del coche —dije—, po haber matado a los hombres-bestia y a los ascios. No lo hiciste porque yo también habría muerto. Creo que te mereces una condecoración. Al menos de mi parte.
Se restregó con las manos la cara ojerosa.
—Bien, estoy igual de contento. Podría haber sido el fin del Decimoctavo; una guardia más y nos habríamos matado entre nosotros por el dinero.
XXI — Despliegue
Antes de la batalla hubo otras patrullas y días de ocio. La mayoría de las veces no veíamos ascios, o sólo veíamos sus muertos. Nuestro supuesto deber era arrestar desertores y expulsar de la zona a los buhoneros y vagabundos que suelen vivir a costas de un ejército; pero si nos parecía que eran como la turba que había rodeado el coche, los matábamos, no en ejecuciones formales sino abatiéndolos desde la silla.
La luna, que había vuelto a crecer, colgaba del cielo como una manzana verde. Coraceros experimentados me contaron que los peores combates ocurrían siempre con la luna llena, que alimenta la locura, dicen. Supongo que en realidad es porque el fulgor permite a los generales traer refuerzos de noche.
El día de la batalla, el rebuzno del cuerno nos sacó de las mantas al amanecer. Marchábamos en la niebla en una doble columna despareja, con Guasacht a la cabeza y Erblon siguiándolo con el estandarte. Yo había supuesto que las mujeres se quedarían atrás —como la mayor parte cuando íbamos de patrulla—, pero más de la mitad sacaron unos conti y vinieron con nosotros. Las que tenían casco, noté, escondían la cabellera, y muchas llevaban corseletes que les achataban los pechos. Se lo mencioné a Mesrop, que cabalgaba a mi costado.
—Podría haber problemas con la paga dijo—. Quizás algún avispado esté contándonos, y por lo general los contratos exigen hombres.
—Guasacht dijo que hoy habría más dinero —le recordé.
Se aclaró la garganta y escupió; la flema blanca desapareció en el aire viscoso como si se la hubiera tragado la misma Urth.
—No, no pagarán hasta que se termine. Nunca lo hacen.
Guasacht dio un grito y agitó el brazo; Erblon hizo una señal con la bandera y partimos; los cascos sonaron como el repique de cien tambores con sordina.
—Supongo que así no tienen que pagar por los que mueren.
—Pagan el triple; una paga porque el hombre luchó, otra por el seguro de sangre y otra por despido. —O luchó la mujer, supongo.
Mesrop volvió a escupir.
Cabalgamos cierto tiempo y luego paramos en un lugar que no parecía diferente de otros. Mientras la columna callaba, oí un siseo o murmullo en las colinas de alrededor. Un ejército disperso, esparcido sin duda por razones sanitarias y para privar al enemigo ascio de un blanco concentrado se juntaba ahora como las partículas de polvo de la ciudad de piedra en los cuerpos de los bailarines resucitados.
No inadvertidos. Así como antes de llegar a aquella ciudad nos habían seguido aves rapaces, ahora nos perseguían formas de cinco brazos, girando como ruedas sobre las nubes dispersas que se atenuaban y fundían en la lisa luz roja del amanecer. Al principio, cuando se mantuvieron en las alturas, nos parecieron meramente grises; pero mientras mirábamos empezaron a bajar hacia nosotros, y vi que eran de un matiz para el que no encuentro nombre, pero que es al ácromo como el dorado al amarillo, o el plateado al blanco. El aire rugía con sus vueltas.
Otra que no habíamos visto surgió en nuestro camino, apenas más alto que las copas de los árboles.
Cada rayo era del largo de una torre, horadado de ventanillas y troneras. Aunque se mantenía plano en el aire, parecía avanzar dando zancadas. El viento sibilante que nos lanzaba era como para arrancar árboles. Mi pío relinchó y corcoveó, lo mismo que muchos otros destrieros, y algunos cayeron bajo aquel viento extraño.
En el lapso de un latido se acabó. Las hojas que se habían arremolinado como nieve cayeron al suelo. Guasacht dio un grito y Erblon hizo sonar el cuerno y agitó la bandera. Serené al pío y galopé de un destriero a otro, sujetándolos por los ollares hasta que los jinetes volvieron a dominarlos.
Del mismo modo rescaté a Daria, de quien ignoraba que estuviera en la columna. Estaba muy bonita y varonil vestida de coracero, con un contus y un sable fino a cada lado del borrén. Mirándola, me fue imposible no preguntarme qué les habría ocurrido en la misma situación a otras mujeres que yo había conocido: Thea una teatral doncella guerrera, hermosa y dramática pero esencialmente una figura de mascarón; Thecla — ahora parte de mí—, una vengadora burlesca blandiendo armas envenenadas; Agia a horcajadas de un alazán de patas finas, de coraza ajustada, y con el pelo ondeando al viento; Jolenta una reina florida con una armadura de púas, los grandes pechos y los muslos carnosos sacudiéndose de un modo absurdo no bien aceleraba un poco el paso, sonriendo con aire soñador en cada alto e intentando reclinarse en la silla; Dorcas una náyade montada, pasajeramente elevada como una fuente destellante de sol; Valeria, tal vez, una Daria aristocrática.
Cuando vi dispersarse a nuestra gente pensé que sería imposible reagrupar la columna; pero poco después de que el pentadáctilo que andaba por el aire hubiera pasado sobre nosotros, volvíamos a reunirnos. Galopamos una legua o más —sobre todo, sospecho, para disipar parte de la energía nerviosa de los destrieros—, y luego hicimos alto junto a un arroyo y permitimos que se mojaran las bocas. Cuando pude apartar al pío de la orilla, fui hasta un claro desde donde podía observar el cielo. Pronto Guasacht se me acercó trotando y preguntó jocoso: —¿Buscando otro?
Asentí y le dije que nunca había visto un aparato semejante.
—Imposible que lo vieras salvo cerca del frente. Si intentaran ir al sur no volverían nunca.
—Eso no lo pueden parar soldados como nosotros. De pronto se puso serio, los ojitos meros tajos en la carne curtida.
—No. Pero unos muchachos con coraje pueden rechazar sus incursiones. Los cañones y aerogaleras no.
El pío se agitó y piafó de impaciencia.
—Soy de una parte de la ciudad —dije— de la que probablemente no hayas oído hablar, la Ciudadela. Allí hay cañones que dominan todo el sector, pero nunca supe que los dispararan salvo en alguna ceremonia. —Mirando aún el cielo, imaginé a los pentadáctilos rodantes sobre Nessus, y un millar de explosiones partiendo no sólo de la Barbacana y el Torreón Grande sino de todas las torres; y me pregunté con qué armas responderían los pentadáctilos.
—Vamos —dijo Guasacht—. Sé que es una tentación echarles otro vistazo, pero no sirve de nada.
Lo seguí de vuelta al arroyo, donde Erblon alineaba la columna.
—Ni siquiera nos dispararon. Seguro que llevan cañones.
—Somos pesca muy menuda. —Guasacht, comprendí, quería que me reincorporase a la columna, aunque se resistía a ordenármelo directamente.
Por mi parte, sentía que el miedo me aferraba como un espectro, más fuerte alrededor de las pier— nas, pero hundiéndome unos fríos tentáculos en las tripas, tocándome el corazón. Quería callarme pero no podía parar de hablar.
—Cuando entremos en el campo de batalla… (Creo que yo imaginaba ese campo como la afeitada extensión de hierba del Campo Sanguinario, donde había peleado con Agilus.) Guasacht rió. —Cuando entremos en combate, a nuestros artilleros les encantará ver que esos aparatos nos persiguen. —Sin darme tiempo a adivinar lo que iba a hacer, golpeó al pío con la espada de plano y me lanzó al galope.
El miedo es como esas enfermedades que desfiguran la cara con regueros de llagas. Uno tiene casi más miedo de que alguien las vea que de su origen, y llega a sentirse no sólo desgraciado sino sucio. Cuando el pío dejó de correr, le clavé los talones y me puse en línea al final de la columna.
Apenas un rato antes había estado a punto de reemplazar a Erblon; ahora me veía relegado, no por Guasacht sino por mí mismo, a la última posición. Y sin embargo, cuando había ayudado a reagrupar los coraceros dispersos, aquello que yo temía ya había pasado; de modo que el drama entero de mi elevación se había representado después de culminar en el envilecimiento. Era como ver que un joven que haraganeaba en un parque público recibía una puñalada, y luego, sin saberlo, entablaba una relación con la voluptuosa mujer de su asesino, y por fin, habiéndose cerciorado, según creía, de que el marido estaba en otra parte de la ciudad, la apretaba contra él hasta que el mango del puñal que le sobresalía del pecho la hacía gritar de dolor.
Cuando la bamboleante columna se puso en marcha, Daría se despegó y esperó hasta quedar a mi lado.
—Tienes miedo —dijo. No era una pregunta sino una afirmación, y no un reproche sino casi una con trasena, como las ridículas frases que yo había aprendido en el banquete de Vodalus.
—Sí. Vas a recordarme el alarde que hice en el bosque. Sólo puedo decir que cuando lo hice no sabía que no era nada. Una vez cierto hombre sabio intentó enseñarme que aun después de que un cliente ha dominado un tormento, de modo que se lo puede quitar de la mente aunque grite y se retuerza, otro tormento muy diferente puede quebrarle la voluntad tan eficazmente como a un niño. Aprendí a explicar todo esto cuando él me lo pedía, pero hasta hoy nunca supe aplicarlo, como debiera, a mi propia existencia. Claro que si yo soy el cliente, ¿quién es el torturador?
—Quien más, quien menos, todos tenemos miedo —dijo ella—. Por eso Guasacht te alejó: sí, lo vi. Fue para impedir que aumentaras el miedo de él. Si le creciera, no podría dirigir. Cuando llegue el momento harás lo que te corresponda, y eso es lo que hace cualquiera de ellos.
—¿No es mejor que vayamos? —pregunté. El final se movía ondulando como la cola de todas las líneas largas.
—Si vamos ahora, varios se darán cuenta de que estamos al final porque tenemos miedo. Si esperamos sólo un poco más, muchos de los que te vieron hablar con Guasacht pensarán que te mandó atrás a apresurar a los rezagados, y que yo vine contigo.
—De acuerdo —dije.
Deslizó sobre la mía una mano húmeda de sudor y Hasta ese momento yo había estado seguro de que no era su primera batalla. Ahora le pregunté: —¿Tú tampoco has luchado antes?
—Puedo hacerlo mejor que la mayoría —declaró—, que me llamen ramera.
XXII — Batalla
Primero los vi como un puñado de motas de color en el extremo lejano del ancho valle, contendientes que parecían moverse y mezclarse, como burbujas que danzan en la superficie de una jarra de sidra. íbamos al trote por un monte de árboles destrozados; la madera blanca y desnuda parecía un hueso expuesto en una fractura múltiple. Ahora nuestra columna era mucho más grande, acaso la totalidad de los contarü irregulares. De un modo más o menos dilatorio, hacía alrededor de media guardia que marchábamos bajo el fuego. Algunos caraceros estaban heridos (uno, cerca de mí, muy gravemente) y varios habían muerto. Los heridos cuidaban de sí mismos e intentaban ayudarse entre ellos; si había para nosotros asistencia médica, estaba demasiado atrás para que yo la descubriese.
De vez en cuando veíamos cadáveres entre los árboles; por lo general en pilas de dos o tres, y a veces como meros individuos solitarios. Vi uno que al morir se las había ingeniado para enganchar el cuello de la brigantina a la astilla saliente de un árbol roto, y sentí el horror de que estando muerto no pudiera descansar, y luego se me ocurrió que en el mismo apuro estaban esos miles de árboles, árboles que habían muerto pero no podían caer.
Más o menos en el mismo momento en que advertí al enemigo, me di cuenta de que a los dos lados teníamos tropas de nuestro ejército. A la derecha una mezcla, por así decir, de hombres mon tados e infantes, los jinetes sin casco y desnudos hasta la cintura, con enrolladas mantas rojas y azules que les cruzaban el pecho bronceado. Pensé que iban mejor montados que la mayoría de nosotros. Llevaban lanzagayas no más largas que un hombre, muchos de ellos al sesgo sobre el arzón. Cada uno tenía un pequeño escudo de cobre atado por encima del codo izquierdo. Yo ignoraba totalmente de qué parte de la Mancomunidad podían ser estos hombres; pero por alguna razón, quizá sólo por el pelo largo y el pecho desnudo, estaba seguro de que eran salvajes.
Si lo eran, los infantes que se movían entre ellos parecían algo todavía inferior: morenos, encorvados e hirsutos. Sólo alcancé a verlos por entre los árboles rotos, pero pienso que a veces andaban en cuatro patas. De tanto en tanto alguno parecía aferrarse al estribo de un jinete, como me había aferrado yo al de Jonas cuando montaba el perigallo; y cada vez que pasaba eso, el jinete le golpeaba la mano con la culata del arma.
A nuestra izquierda, por terreno más bajo, corría un camino; y por él, y a ambos bordes, se movía una fuerza mucho más numerosa que la suma de nuestra columna y los jinetes salvajes: batallones de peltastas con lanzas deslumbrantes y grandes escudos transparentes; hobileros en monturas que corveteaban, con arcos y aljabas terciados a la espalda; cherkajis ligeramente armados cuyas formaciones eran mares de plumas y banderas.
Yo nada podía saber del valor de esos soldados extraños que de pronto eran mis camaradas, pero asumí inconscientemente que no sería mayor que el mío, y la verdad es que parecían una floja defensa contra los puntos móviles del otro extremo. El fuego que soportábamos recrudeció, y hasta donde yo veía, ninguno caía sobre el enemigo.
Apenas unas semanas antes (aunque ahora pare— cía por lo menos un año), la idea de que me dispararan con un arma como la que había usado Vodalus en la necrópolis, la brumosa noche en que empecé a narrar estar historia, me hubiera aterrorizado. Al lado de las descargas que nos caían alrededor, aquel simple haz parecía tan infantil como las bolitas brillantes que disparaba el arco del atamán.
Yo no tenía idea del tipo de dispositivo que proyectaba esas descargas, ni de si eran energía pura o alguna clase de misil; pero aterrizaban entre nosotros con una explosión que se alargaba en algo así como una vara. Y aunque era imposible verlas hasta que golpeaban, llegaban silbando, y por esa nota silbada, que apenas duraba un parpadeo, no tardé en aprender cuán cerca caerían y qué poder tendría la detonación. Si el tono era invariable, de modo que sonaba como la nota de un corifeo en el diapasón, la descarga daba a cierta distancia. Pero si subía con rapidez, como si la nota que podía dar un hombre se transformara en una de mujer, el impacto era cercano; y aunque de las monótonas descargas sólo eran peligrosas las más agudas, cada una de las que subía hasta el grito se llevaba al menos uno de los nuestros y a menudo varios.
Parecía una locura avanzar al trote. Tendríamos que habernos dispersado, o desmontar y refugiarnos entre los árboles; y creo que si alguno lo hubiese hecho, el resto lo habría seguido. A cada descarga que caía yo estaba a punto de ser ese hombre. Pero una y otra vez, como si tuviera la mente encadenada en un pequeño círculo, el recuerdo del miedo que había mostrado antes me ayudaba a mantenerme en mi puesto. Que corrieran los demás y yo correría con ellos; pero no sería el primero.
Inevitablemente, una descarga cayó junto a nuestra columna. Seis coraceros se partieron como si ellos mismos hubieran contenido pequeñas bombas, la cabeza del primero con un chorro escarlata, el cuello y los hombros del segundo, el pecho del tercero, los vientres del cuarto y el quinto y la ingle (o acaso la silla y la grupa de su destriero) del sexto, antes de que el rayo diera en el suelo levantando un geyser de polvo y piedras. Los hombres y animales que iban al costado, también murieron, demolidos por la fuerza de la explosión y bombardeados por los miembros y armaduras de los otros.
Lo peor de todo era mantener el pío al trote, y a menudo al paso; ya que no podía huir, yo quería echarme adelante, que empezara la batalla, morir si en verdad iba a morir. Ese golpe me dio cierta oportunidad de aliviar mis sentimientos. Haciéndole a Daría señas de que me siguiera, apuré al pío para sortear el grupo de sobrevivientes que avanzaba entre nosotros y el último coracero muerto, y entré en el hueco de la columna que habían dejado las bajas. Mesrop ya estaba allí, y me sonrió.
—Buena idea. Hay posibilidades de que por un rato aquí no caiga otro.
Me abstuve de desengañarlo.
Durante un tiempo, de todos modos, pareció que tenía razón. Después de haber acertado, los artilleros enemigos desviaron el fuego hacia los salvajes de nuestra derecha. Alcanzada por las descargas, la tambaleante infantería lanzó aullidos y parloteos, pero los jinetes reaccionaron, eso parecía, invocando una protección mágica. A menudo los cánticos sonaban con tal claridad que yo oía las palabras, aunque eran de un idioma desconocido para mí. En un momento uno se puso realmente en pie sobre la silla, como un artista en una exhibición, con una mano alzada al sol y la otra extendida hacia los ascios. Cada jinete parecía disponer de un conjuro personal; y era fácil comprender, viéndolos menguar bajo el bombardeo, cómo las mentes primitivas llegan a creer en esos hechizos, pues los supervivientes no podían dejar de pensar que los había salvado la taumaturgia, y el resto no podía lamentar haber fracasado.
Aunque avanzábamos sobre todo al trote, no fuimos los primeros en trabarnos con el enemigo. En el terreno de abajo, los cherkajis habían cruzado raudamente el valle, estrellándose contra un cuadro de infantes como una ola de fuego.
Yo había supuesto vagamente que el enemigo contaría con armas muy superiores a todo lo que tuviéramos los contad-pistolas y fusiles, quizá, como las de los hombres- bestia— y que cien combatientes armados destruirían fácilmente a la caballería más nutrida. No pasó nada parecido. Varias filas del cuadro cedieron, yyo estaba bastante cerca como para oír los gritos de guerra de los jinetes, lejanos pero distintos, yver la desbandada de los soldados de a pie. Algunos arrojaban a un lado unos escudos inmensos, más grandes aún que los escudos vítreos de los peltastas, aunque brillaban con un lustre metálico. Sus armas ofensivas parecían ser unos venablos de cabeza sesgada y no más de tres codos de largo; las hojas de fuego eran penetrantes pero de alcance corto.
Un segundo cuadro de infantería surgió detrás del primero, y luego otro y otro, cada vez más al fondo del valle.
Justo cuando pensé que íbamos a cargar en ayuda de los cherkajis, nos dieron la orden de alto. Mirando a la derecha, vi que los salvajes ya se habían detenido un poco más atrás, y estaban desplegando las peludas criaturas que los acompañaban hacia el lado más alejado de nosotros.
Guasachtgritó:—¡Cerrando filas! ¡Tranquilos, muchachos!
Miré a Daría, que me devolvió una mirada igualmente perpleja. Mesrop agitó un brazo apuntando al extremo oriental del valle.
—Tenemos que cuidar el flanco. Si no viene nadie, hoy deberíamos pasarlo bastante bien.
—Salvo los que ya murieron —dije. El bombardeo, que había ido decreciendo, ahora parecía haber cesado. El silencio nos envolvía por completo, casi más intimidante que el ulular de las descargas.
—Supongo. —Se encogió de hombros, anunciando con elocuencia que habíamos perdido unas docenas de una fuerza de centenares.
Los cherkajis se habían retirado, cubriéndose tras una pantalla de hobileros que lanzaron una lluvia de flechas contra la primera línea enemiga. Pareció que la mayoría rebotaba en los escudos, pero unas pocas debieron hundir las puntas en el metal, que empezó a arder con llamas no menos brillantes y un sinuoso humo blanco.
Cuando amainaron las flechas, los primeros cuadros volvieron a avanzar en espasmos mecánicos. Los cherkajis habían seguido retrocediendo y ahora estaban a la retaguardia de la línea de peltastas, muy poco por delante de nosotros. Les vi claramente los rostros oscuros. Todos eran hombres y con barba; pero en medio tenían algo así como una docena de mujeres enjoyadas que iban en howdahs de oro a lomos de acorazados arsinoites.
Eran mujeres de ojos oscuros y tez morena, como los hombres, pero sus figuras lujuriosas y sus miradas lánguidas me hicieron pensar en Jolenta. Se las señalé a Daría y le pregunté si sabía qué armas llevaban, porque yo no les veía ninguna.
—Querrías una, ¿no? O dos. Apuesto a que te gustan incluso desde aquí.
Mesrop guiñó un ojo y dijo: —A mí no me importaría tener un par.
Daría rió. —Si cualquiera de vosotros intentara meterse con ellas, pelearían como alrunas. Son sagradas y prohibidas: las Hijas de la Guerra. ¿Alguna vez has visto de cerca los animales que montan? Negué con la cabeza.
—Cargan con facilidad y no hay nada que los de— tenga, pero van siempre hacia el mismo lado: derecho a lo que los moleste, y una o dos cadenas más allá. Luego se paran y regresan.
Observé. Los arsinoites tienen dos cuernos grandes-cuernos no abiertos como los de los toros, sino divergentes como el pulgar y el índice de un hombre, bien abiertos. Como no tardé en ver, cargaban cabeza abajo, con los cuernos horizontales, y hacían exactamente lo que había dicho Daria. Los cherkajis se repusieron y volvieron a atacar con las lanzas y las espadas bifurcadas. Siguiendo la violenta arremetida, los arsinoites avanzaron pesadamente, gachas las cabezas grises y negras y las colas en punta, con las morenas doncellas de grandes pechos, en pie bajo los doseles, erguidas y aferradas a los postes. Por la forma en que se aguantaban era evidente que tenían muslos plenos como ubres de vacas lecheras y redondos como troncos.
La carga atravesó el torbellino de la lucha y se hundió —aunque no mucho— en los cuadros de los ascios. Los infantes atacaron los costados de las bestias, que parecían ser de asta cocida o cuir boli; intentaron montarse a las cabezas y salieron arrojados al aire; se afanaron por trepar a los flancos grises. Los cherkajis se precipitaron a rescatarlos, y la tropa onduló y perdió terreno y un cuadro.
Mirándolo desde esa distancia, recordé mis propias ideas de la batalla como juego de ajedrez, y sentí que en algún lugar otro había tenido las mismas ideas e inconscientemente había permitido que influyeran en sus planes.
—Son preciosas —siguió provocándome Daria—. Las eligen a los doce años y las alimentan con miel y aceites puros. He oído que tienen la carne tan tierna que si se echan en el suelo se magullan. Duermen sobre sacos de plumas que transportan para ellas. Si los sacos se pierden, tienen que acostarse en un barro que se les amolde a los cuerpos. Los eunucos que las cuidan lo mezclan con vino tibio, para que no pasen frío mientras duermen.
—Tendríamos que desmontar dijo Mesrop—. Para reservar los animales.
Pero yo quería mirar la batalla y me negué a bajar, aunque de todo nuestro bacele sólo Guasacht y yo permanecimos montados.
Los cherkajis habían sido rechazados otra vez, y ahora soportaban el bombardeo fulminante de una artillería oculta. Los peltastas se echaron al suelo y se cubrieron con los escudos. Nuevos cuadros de infantería ascia surgieron del bosque que había en la ladera norte del valle. Parecían no tener fin; sentí que habíamos tropezado con un enemigo inagotable.
La sensación se intensificó cuando los cherkajis atacaron por tercera vez. Un rayo alcanzó a un arsinoite, y el animal y la hermosa mujer que llevaba estallaron en despojos sangrientos. Ahora la infantería disparaba contra esas mujeres; una se encogió, y howdah y dosel se desvanecieron en una llamarada. Los cuadros de infantería avanzaban sobre cadáveres relucientes y destrieros muertos.
Con cada paso que da en la guerra, el vencedor pierde. El terreno que habían ganado los cuadros ascios nos dejaba abierto el flanco de la tropa principal, y para mi asombro se nos ordenó que montásemos; nos desplegamos en una línea y nos dirigimos contra él, primero al trote, luego al galope, y por fin, con todas las cornetas gritando como gargantas de bronce, en un embate desesperado que casi nos reventó la piel de las caras.
Si las armas de los cherkajis eran someras, las nuestras lo eran más todavía. Pero había en nuestra carga una magia más poderosa que los cánticos de nuestros salvajes aliados. El fuego de nuestras armas como una guadaña que Fustigué al pío con las riendas para que no lo adelantaran los tronantes cascos que oía detrás. Pero no pude evitarlo, y vi pasar a Daria como un tiro, la llama de la cabellera al viento, el contus en una mano y en la otra un sable, las mejillas más blancas que los espumantes flancos del destriero. Comprendí entonces cómo habían empezado las costumbres de los cherkajis e intenté cargar aún más rápido para que ella no muriese, aunque mis labios riesen entonces con la risa de Thecla.
Los destrieros no corren como las bestias comunes. Por un instante el fuego de la infantería ascia que estaba a media legua se alzó ante nosotros como un muro. Un momento después nos encontrábamos entre ellos; las patas de las monturas estaban ensangrentadas hasta las rodillas. El cuadro que parecía sólido como un bloque de piedra se había convertido en una muchedumbre de soldados frenéticos con grandes escudos y cabezas rapadas, soldados que en su afán de matarnos más de una vez se mataban entre ellos. En el mejor de los casos el combate es una estupidez; pero permite aprender ciertas cosas, la primera de las cuales es que el número importa sólo con el tiempo. La lucha inmediata es siempre de un individuo contra otro o contra dos. En esto los destrieros nos daban ventaja —no sólo por la altura y el peso sino porque mordían y atacaban con las patas delanteras, y los golpes de los cascos eran más poderosos que los de cualquier hombre, salvo Calveros, armado con una maza.
El fuego me atravesó el contus. Lo solté pero seguí matando, hundiendo la cimitarra a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda de nuevo, casi sin notar que el disparo me había abierto la pierna.
Creo que debo de haber derribado media docena de ascios antes de darme cuenta de que parecían todos iguales; no es que tuvieran la misma cara (como sucede con los hombres de ciertas unidades nuestras, que por cierto parecen hermanos), pero las di ferencias eran accidentales y triviales. Yo lo había observado en nuestros prisioneros cuando recuperamos el coche de acero, pero en realidad no me impresionó demasiado. Lo recordé en la locura de la batalla, pues era como parte de esa locura. Las figuras frenéticas eran hembras y machos: las mujeres tenían pechos pequeños pero oscilantes y medían media cabeza menos, pero no había otra distinción. Todas tenían ojos brillantes y violentos, el pelo cortado casi hasta el cráneo, rostros famélicos, bocas gritonas y dientes prominentes.
Nos libramos de la lucha como habían hecho los cherkajis; habíamos mellado los cuadros pero sin romperlos. Mientras nuestras monturas tomaban aliento volvieron a formarse, con los livianos y lustrosos escudos al frente. Un lancero rompió filas y corrió hacia nosotros agitando el arma. Al principio pensé que era un simple alarde; después, cuando se fue acercando (pues un hombre normal corre mucho menos rápido que un destriero), que deseaba rendirse. Por fin, cuando casi había alcanzado nuestras líneas, disparó y un coracero lo abatió de un tiro. En sus convulsiones arrojó la lanza ardiente al aire; recuerdo cómo se torció contra el azul profundo del cielo.
Guasacht se acercó al trote. —Estás sangrando mucho. ¿Podrás llegar a montar cuando ataquemos de nuevo?
Nunca me había sentido más fuerte y se lo dije. —De todos modos será mejor que te vendes esa pierna.
La carne chamuscada se había cuarteado, y sangraba. Daria, que estaba ilesa, hizo el nudo.
La carga para la que me había preparado no tuvo lugar. Muy de improviso (al menos por lo que me concernía) llegó la orden de dar la vuelta, y trotando subimos al noreste, a un campo abierto y ondulado susurrante de pastos toscos.
Al parecer los salvajes se habían desvanecido. En su lugar apareció una nueva fuerza, sobre el flanco que ahora era nuestro frente. Primero creí que era caballería montada en centauros, criaturas que yo había visto dibujadas en el libro marrón. Veía las cabezas y hombros de los jinetes por encima de las cabezas humanas de las monturas, y unos y otros parecían llevar armas. Cuando se acercaron, comprendí que no era nada tan romántico: meros hombres pequeños —enanos, en realidad— a hombros de otros muy altos.
Nuestras direcciones de avance eran casi paralelas pero poco a poco convergieron. Los enanos nos observaban con lo que podríamos llamar una atención arisca. Los hombres altos ni nos miraban. Por fin, cuando ambas columnas estuvieron a no más de dos cadenas, hicimos altos y nos volvimos a enfrentarlos. Con un horror que nunca había sentido, comprendí que esos extraños jinetes y extraños corceles eran gente ascia; nuestra maniobra había estado destinada a impedir que tomaran a los peltastas por el flanco, y ahora tendrían que atacar, si podían, a través de nosotros. Parecían ser unos cinco mil, una cantidad que sin duda no podíamos enfrentar.
Sin embargo no hubo ataque. Habíamos parado y formado en una línea densa, estribo contra estribo. Pese al número, ellos se agitaban nerviosamente de un lado a otro como atraídos primero por la idea de atravesarnos por la derecha, luego por la izquierda, luego otra vez por la derecha. Estaba claro, no obstante, que no podrían pasar a menos que parte de su fuerza comprometiera a nuestro frente e impidiera que cayéramos sobre el resto por detrás. Como esperando posponer la lucha, no disparamos.
En eso vimos repetirse la conducta del solitario lancero que había dejado su cuadro para atacarnos. Uno de los hombres altos se lanzó hacia adelante. En una mano llevaba una pica delgada, poco más que una vara; en la otra, una espada de las llamadas shotel, que tiene una larguísima hoja de dos filos con la mitad superior curvada en semicírculo. A medida que se acercaba redujo el paso, y vi que tenía los ojos desenfocados; que en realidad era ciego. El enano que lo montaba tenía una flecha ajustada en la cuerda de un arco corto y curvo.
Cuando estuvieron los dos a una cadena de nosotros, Erblon destacó a dos hombres para que los rechazaran. Antes de que pudieran cerrarse sobre él, el ciego rompió a correr tan rápido como, un destriero, pero en un silencio pavoroso, y se precipitó hacia nosotros. Ocho o diez coraceros dispararon, pero entonces comprendí lo difícil que es darle a un blanco que se mueve a tal velocidad. La flecha cayó, estallando en un fogonazo de luz naranja. Un coracero intentó esquivar la vara del ciego: el shotel relampagueó y la hoja ganchuda le partió el cráneo.
Entonces un grupo de tres ciegos con tres jinetes se desprendió de la masa del enemigo. Antes de que llegaran a nosotros ya se acercaban racimos de cinco o seis. En un punto lejano de la línea nuestro hiparca levantó el brazo; Guasacht nos dio la señal y Erblon tocó a la carga, con ecos a diestra y siniestra: una nota ondulante que parecía contener grandes campanas.
Aunque entonces yo no lo sabía, es axiomático que los encuentros entre caballerías degeneran rápidamente en meras escaramuzas. Así fue con aquél. Los atacamos, y aunque perdimos veinte o treinta, los atravesamos al galope. En seguida nos volvimos para embestirlos otra vez, tanto para impedir que flanquearan a los peltastas como para unirnos de nuevo a nuestro ejército. Ellos, por supuesto, se giraron a enfrentarnos; y a poco ni nosotros ni ellos teníamos nada que pudiera llamarse frente, ni táctica alguna más allá de la que cada combatiente forjaba para sí mismo.
Las mías eran desviarme de todo enano que pareciera dispuesto a disparar y tratar de caer sobre otros por la espalda o el costado. Cuando conseguía aplicarlas funcionaban muy bien, pero pronto descubrí que, aunque los enanos quedaban casi desamparados cuando los ciegos que montaban rodaban por el suelo, los altos corceles sin jinete enloquecían y atacaban con una energía frenética cuanto les cerraba el paso, de modo que se volvían más peligrosos que nunca.
Muy pronto las flechas de los enanos y nuestros conti habían encendido docenas de hogueras en los pastos. Con el humo asfixiante la confusión se hizo peor. Poco antes yo había perdido de vista a Daria y Guasacht, a todos los que conocía. Entre la acre bruma gris sólo alcanzaba a ver una figura: un destriero corcoveante que se defendía de cuatro ascios. Fui hacia ella, y aunque un enano volvió su corcel ciego y disparó una flecha que me silbó junto a la oreja, los arrollé y oí el crujido de los huesos del ciego bajo los cascos del pío. Detrás del otro par, una figura peluda surgió del pasto en ascuas y los cortó como si abatiera un árbol: tres o cuatro golpes de hacha en el mismo lugar hasta que el ciego se derrumbó.
El soldado montado que yo había ido a rescatar no era un coracero de los nuestros, sino uno de los salvajes que antes habían marchado a nuestra derecha. Lo habían herido, y cuando vi la sangre recordé que me habían herido a mí también. Tenía la pierna rígida y estaba casi sin fuerzas. Yo habría vuelto a la cresta sur del valle y a nuestras líneas si hubiera sabido por dónde ir. Tal como estaban las cosas, solté el freno del pío y le di un buen golpe de riendas, pues había oído que estos animales suelen regresar al último lugar donde bebieron y descansaron. Rompió en un paso rápido que pronto se hizo galope. Una vez dio un salto, despidiéndome por poco de la silla, y mirando abajo vi un destriero muerto con Erblon muerto junto a él, y la corneta de bronce y el estandarte negro y verde tirados en la hierba quemada. Habría hecho doblar al pío y regresado a buscarlos, pero cuando pude frenarlo ya no reconocí el lugar. A mi derecha, entre el humo, había una línea de jinetes, oscura y casi amorfa, pero dentada. Lejos, atrás, se cernía una máquina que disparaba fuego, una máquina como una torre andante.
En un momento se hicieron casi invisibles; al siguiente estaban sobre mí como un torrente. No puedo decir quiénes eran los jinetes ni qué bestias montaban; no porque lo haya olvidado (pues yo no conozco el olvido) sino porque no vi nada claramente. No era cuestión de luchar, sólo de intentar sobrevivir de alguna manera. Esquivé el golpe de un arma retorcida que no era espada ni hacha; el pío reculó y vi una flecha saliéndole del pecho como un cuerno de fuego. Un jinete chocó contra nosotros y rodamos en la oscuridad.
XXIII — La carraca pelágica avista tierra
Cuando recobré el conocimiento, lo primero que sentí fue el dolor en la pierna. Estaba aplastado bajo el cuerpo del pío, y traté de liberarla casi antes de saber quién era yo o cómo me encontraba allí. Costras de sangre me cubrían las manos, la cara, y el suelo mismo donde estaba tirado.
Y había silencio, mucho silencio. Escuché el retumbo de los cascos, al repique del tambor que se sirve de Urth como tambor. No estaba allí. Ya no estaban los gritos de los cherkajis, ni los gritos estridentes, enloquecidos que venían de los cuadros de la infantería ascia. Intenté girar para apoyarme en la silla, pero no pude.
En algún lugar lejano, sin duda uno de los filos que bordeaban el valle, un lobo desesperado alzó sus fauces hacia la luna. Aquel aullido inhumano, que Thecla ya había oído una o dos veces cuando la corte había ido de caza cerca de Silva, me hizo comprender que la debilidad de mi vista no se debía al humo de los pastos incendiados durante el día ni, como yo había temido, a una lesión en la cabeza. La tierra estaba en penumbras, aunque no podía decir si de amanecer o de ocaso.
Descansé y tal vez dormí; luego un ruido de pasos volvió a despertarme. Estaba más oscuro de lo que recordaba. Los pasos eran lentos, suaves y pesados. No el ruido de la caballería en movimiento, ni el tranco medido de la infantería en marcha: un andar más pesado que el de Calveros y más lento. Abrí la boca para pedir auxilio y la volví a cerrar, pensando que podía convocar algo más terrible que lo que una vez despertara en la mina de los hombres-mono. Tiré para zafarme del pío muerto hasta que temí quedarme sin pierna. Otro lobo, tan horrendo como el primero y mucho más cercano, le aulló a la alta isla verde.
De niño, muchas veces me decían que me faltaba imaginación. Si alguna vez fue cierto, Thecla debe de haberla aportado a nuestro nexo, pues ahora yo veía lobos en mi mente, formas negras y silenciosas, enormes como onagros, derramándose por el valle; y oí cómo partían los huesos de los cadáveres. Grité y volví a gritar antes de saber qué estaba haciendo.
Me pareció que los pesados pasos se detenían. Sin duda avanzaban hacia mí, hubieran estado antes viniendo en mi dirección o no. Oí un crujido en los pastos, y un pequeño fenócodo, rayado como un melón, surgió aterrado por algo que yo aún no veía. Al verme se asustó y un momento después había escapado.
He dicho que la corneta de Erblon había callado. Ahora, a lo lejos, otra tocó la nota más honda, larga y violenta que yo había oído. Contra el cielo oscurecido se recortó el perfil de una orficleida inclinada. Cuando la música concluyó, vi la cabeza del músico eclipsando el brillo de la luna a una altura tres veces mayor que la del yelmo de un coracero montado: una abombada cabeza hirsuta de pelo.
La orficleida sonó una vez más, profunda como una cascada, y esta vez vi cómo se elevaba; vi los curvos colmillos blancos que la defendían a cada lado y supe así que yo estaba en el camino del símbolo mismo de la dominación, la bestia llamada mamut.
Guasacht había dicho que yo tenía cierto poder sobre los animales, incluso sin la Garra. Pugné entonces por usarlo, murmurando no sé qué, concen me estallaron las sienes. La trompa del mamut se acercó a indagarme, la punta a casi un codo.
Ligera como una mano de niño me tocó la cara, inundándome con un aliento caliente y húmedo, dulce como el heno. El cuerpo del pío fue apartado; intenté enderezarme pero por alguna razón me derrumbé. El mamut me sostuvo, enrollándome la trompa alrededor de la cintura, y me alzó por encima de su cabeza.
Lo primero que vi fue la boca de un triloén con una lente abultada y oscura del tamaño de una bandeja. Estaba equipado con un asiento para el operador, pero en él no había nadie. El artillero había desmontado y estaba de pie sobre el cuello del mamut como podría estar un marinero en la cubierta de un barco, con una mano en el cañón para mantenerse en equilibrio. Por un momento una luz me dio en la caray me cegó.
—Eres tú. En nosotros confluyen milagros. —La voz no era en verdad ni de hombre ni de mujer; casi podría haber sido de niño. Yo estaba tendido a los pies del que hablaba, y él dijo: Estás herido. ¿Te sostendrá esa pierna?
Me las arreglé para decir que no lo creía.
—Éste es mal lugar para acostarse, pero bueno para rodar por el suelo. Hay una góndola más atrás, pero me temo que Mamiliano no llegue con la trompa. Tendrás que sentarte aquí, apoyando la espalda en la silla giratoria.
Sentí sus manos pequeñas, suaves y húmedas bajo los brazos. Quizá fue el tacto lo que me dijo quién era: el andrógino que había encontrado en la nevada Casa Azur, y más tarde en aquel cuarto hábilmente escorzado que pasaba por una pintura colgada en un pasillo de la Casa Absoluta.
El Autarca.
En los recuerdos de Thecla lo veía en una túnica de joyas. Aunque él había dicho que me reconocía, en mi aturdimiento yo no podía creer que fuera cierto, y le di la contraseña que él me había dado una vez: «La carraca pelágica avista tierra».
—Llega. Claro que llega. Pero si ahora te caes, me temo que Mamiliano no tendrá tiempo de atraparte… aunque su sabiduría es indudable. Ayúdalo todo lo que puedas. Yo no soy tan fuerte como parezco.
Aferré con una mano parte de la montura del triloén y pude treparme a la pequeña alfombra que era parte del pellejo del mamut y olía a moho.
A decir verdad —le dije—, nunca me parecisteis fuerte.
—Tú tienes ojo profesional y debes saberlo, pero mi fuerza no es suficiente. Por otro lado, tú siempre me pareciste una construcción de asta y cuero hervido. Ydebes serlo; de lo contrario ya estarías muerto. ¿Qué te pasó en la pierna?
—Está quemada, me parece.
—Tendremos que conseguirte algo para eso. —Alzó levemente la voz.— ¡A casa! ¡De vuelta a casa, Mamiliano!
—¿Puedo preguntaros qué hacéis aquí?
—Echo un vistazo al campo de batalla. Entiendo que hoy tú combatiste.
Asentí, aunque me pareció que la cabeza se me iba a caer de los hombros.
—Yo no… O en todo caso no personalmente. Comandé la acción de ciertos cuerpos de auxiliares ligeros, con una legión de peltastas como apoyo. Imagino que tú eras uno de los auxiliares. ¿Mataron a algún amigo tuyo?
—Yo tenía una amiga. La última vez que la vi estaba bien.
Los dientes le destellaron a la luz de la luna: —Mantienes tu interés por las mujeres. ¿Era la Dorcas de quien me hablaste?
—No. No importa. —Yo no sabía bien cómo anunciar lo que iba a decir. (Es de la peor educación de— clarar abiertamente que uno ha descubierto a un incógnito.) Por último me las ingenié:— Veo que ocupáis un alto rango en nuestra Mancomunidad. Si no me vais a tirar del lomo de esta bestia, ¿podéis decirme qué hacía un comandante de legiones en ese lugar del Barrio Algedónico?
Mientras yo hablaba la noche se había cerrado rápidamente, y las estrellas se apagaban una tras otra como los cirios de un salón cuando ha acabado el baile y los criados caminan entre ellas con cañas y matacandelas que colgaban como mitras de oro. A gran distancia oí que el andrógino decía: —Tú sabes quiénes somos. Somos la cosa en sí, el que se gobierna a sí mismo, el Autarca. Sabemos discernir. Sabemos quién eres.
Antes de morirse, ahora me doy cuenta, el maestro Malrubius era un hombre muy enfermo. Por entonces yo no lo sabía, porque la idea de la enfermedad me era ajena. Al menos la mitad de los aprendices, y quizá más, moría antes de ascender a oficial; pero nunca se me ocurrió que nuestra torre pudiera ser insalubre, o que las aguas inferiores del Gyoll, donde nadábamos tan a menudo, fueran poco más puras que una letrina. Los aprendices siempre habían muerto, y cuando los aprendices vivos abríamos sus tumbas sacábamos pequeñas pelvis y cráneos que volvíamos a enterrar una y otra vez, hasta que la espada los dañaba tanto que las partículas de yeso se perdían en esa tierra como de brea. Yo, con todo, nunca tuve más que dolor de garganta y la nariz chorreante, formas de enfermedad que sólo sirven para inducir en los sanos la falsa creencia de que saben en qué consiste estar enfermo. El maestro Malrubius sufría una enfermedad real, lo cual es ver la muerte en las sombras.
Observándolo de pie ante su mesita, uno sentía que era consciente de que alguien estaba detrás de él. Miraba derecho al frente, sin girar nunca la cabeza y moviendo apenas los hombros, y hablaba tanto para nosotros como para ese testigo desconocido.
—He hecho todo lo posible, muchachos, para enseñaros los rudimentos del saber. Son las semillas de unos árboles que deberían desarrollarse y florecer en vuestras mentes. Severian, mira tu Q. Tendría que ser redonda y plena como la cara de un niño feliz, pero tiene una mejilla tan hundida como la tuya. Todos, todos habéis visto, muchachos, cómo la columna vertebral, alzándose hacia su culminación, se expande y al fin florece en la miríada de senderos del cerebro. Yésta con una mejilla redonda y la otra consumida y reseca.
Su mano temblorosa buscó el lápiz de pizarra, pero se le escapó de los dedos, rodó hasta el borde de la mesa, y tableteó contra el suelo. No se agachó a levantarlo, temiendo, me parece, que el movimiento le hiciera entrever la presencia invisible.
—He pasado gran parte de mi vida, muchachos, tratando de plantar esas semillas en los aprendices de nuestro gremio. He tenido uno que otro éxito, pero no muchos. Había un muchacho, pero…
Fue hasta la tronera y escupió, y como yo estaba sentado cerca vi las formas retorcidas de la sangre rezumada y supe que si no veía la figura oscurísima que lo acompañaba (pues la muerte es de color más oscuro que el fulígeno) era porque él la tenía dentro.
Así como había descubierto que en una nueva forma, la de la guerra, la muerte podía atemorizarme, aunque ya no en las formas de antes, ahora aprendía que la debilidad de mi cuerpo podía afligirme con la desesperación y el terror que debía de haber sentido mi viejo maestro. La conciencia iba y venía.
La conciencia iba y venía como los vientos errantes de primavera, y yo, que siempre había tenido dificultad para dormirme entre las asediantes sombras del recuerdo, ahora luchaba por seguir despierto como lucha un niño por alzar con una cuerda a un gatito tambaleante. A ratos me olvidaba de todo salvo de mi cuerpo maltrecho. La herida de la pierna, que casi no había sentido al recibirla, y cuyo dolor tan fácilmente había apartado mientras Daria me vendaba, latía con una intensidad que era como el fondo de todos mis pensamientos, como el retumbo de la Torre del Tambor durante el solsticio. Me volvía a un lado y otro, siempre creyendo que yacía sobre esa pierna.
Oía sin ver y a veces veía sin oír. Despegué la mejilla del alfombrado pellejo de Mamiliano y la apoyé en un cojín tejido con diminutas, aterciopeladas plumas de colibrí.
Una vez vi antorchas con bailoteantes llamas de escarlata y oro reluciente, sostenidas por simios solemnes. Un hombre con cuernos y hocico de toro se inclinaba sobre mí, como una constelación surgida a la vida. Le hablé y me encontré diciéndole que no estaba seguro de la fecha precisa en que había nacido, que si su benigno espíritu de pradera y fuerza indomable había gobernado mi vida, tenía que agradecérselo; luego recordé que sabía la fecha, que hasta su muerte mi padre me había dado un balón por cada año, y que yo había nacido bajo el signo del Cisne. Él escuchaba atentamente, volviendo la cabeza para mirarme desde un ojo marrón.
XXIV — La nave voladora
Sol en mi cara.
Intenté sentarme, y al fin conseguí afincarme en un codo. Un orbe coloreado reverberaba a mi alrededor: púrpura y ciano, rubí y azur, con el oropimente del sol perforando como una espada esos matices encantados para caerme en los ojos. Luego se eclipsó, y la extinción reveló lo que el esplendor había oscurecido: yo estaba en un pabellón de seda jaspeada, con una puerta abierta.
El jinete del mamut venía hacia mí. Llevaba una túnica azafrán, como siempre que yo lo había visto, y en la mano una vara de marfil demasiado ligera para ser un arma.
—Te has recobrado —dijo.
—Intentaría decir que sí, pero temo que el esfuerzo de hablar termine conmigo.
Sonrió, aunque la sonrisa no era más que un pliegue en la boca.
—Como deberías saber mejor que nadie, los sufrimientos que soportamos en esta vida hacen posibles los crímenes felices y las agradables abominaciones que cometeremos en la próxima… ¿No deseas reponerte?
Sacudí la cabeza y volví a apoyarla en la almohada. La suavidad olía levemente a almizcle.
—Lo mismo da, porque te llevará cierto tiempo. —¿Es eso lo que dicen vuestros médicos?
—Soy mi propio médico, y te he estado tratando. El principal problema era la conmoción. Suena co— mo un desorden de viejas, como sin duda pensarás. Pero mata a muchos hombres heridos. Si todos los míos que mueren de eso vivieran, de buena gana consentiría la muerte de quienes reciben un lanzazo en el corazón.
—Mientras erais médico de vos mismo, y de mí, ¿decíais la verdad?
Sonrió más ampliamente. —Siempre la digo. En mi posición hay que hablar mucho y así poner orden en las madejas de mentiras; por supuesto, has de comprender que la verdad… las pequeñas verdades corrientes de las que hablan las campesinas, no la Verdad última y universal, que no soy más capaz de enunciar que tú… esa verdad es más engañosa.
—Antes de perder la conciencia os oí decir que erais el Autarca.
Se echó en el suelo a mi lado como un niño; su cuerpo golpeó la pila de alfombras.
—Eso dije. Lo soy. ¿Estás impresionado?
—Estaría más impresionado —dije— si yo no recordara tan vívidamente nuestro encuentro en la Casa Azur.
(Aquel porche, cubierto de nieve, un cúmulo de nieve que amortiguaba nuestros pasos, se alzaba en el pabellón de seda como un espectro. Cuando los ojos azules del Autarca encontraron los míos, sentí que Roche estaba junto a mí en la nieve, los dos vestidos con ropas desconocidas y no muy adecuadas. Dentro, una mujer que no era Thecla se estaba transformando en Thecla como más tarde yo me volvería Mesquia, el Primer Hombre. ¿Quién puede decir en qué grado un actor asume el espíritu de la persona que representa? Interpretar al familiar no fue nada para mí, porque estaba demasiado cerca de lo que yo era en la vida, o al menos lo que había creído ser; pero como Mesquia tuve a veces pensamientos que jamás se me habrían ocurrido de otro modo, pensamientos tan ajenos a Severian como a Thecla, pen samientos sobre los comienzos de las cosas y el amanecer del mundo.) —Nunca te he dicho, recordarás, que fuera solamente el Autarca.
—Cuando os conocí en la Casa Absoluta parecíais un oficial menor de la corte. Admito que nunca me dijisteis eso, y en realidad siempre supe quién erais. Pero fuisteis vos quien le dio el dinero al doctor Tales, ¿no?
—Te lo habría dicho sin sonrojarme. Es completamente cierto. De hecho, soy varios de los oficiales menores de mi corte… ¿Ypor qué no? Tengo la autoridad para elegirlos, y bien puedo elegirme a mí mismo. A menudo una orden del Autarca es un instrumento demasiado pesado, ¿comprendes? Nunca deberías haber intentado rajar una nariz con aquella gran espada de verdugo. Hay un tiempo para el decreto del Autarca y un tiempo para la carta del tercer tesorero, y yo soy los dos y muchos más.
—Yen esa casa del Barrio Algedónico… —También soy un delincuente… lo mismo que tú. La estupidez no tiene límites. Se dice que el espa cio mismo está confinado en su propia curvatura, pero la estupidez continúa más allá del infinito. Yo, que siempre me había creído, aunque no inteligente de verdad, al menos prudente y rápido para aprender cosas simples, que viajando con jonas o con Dorcas siempre me había considerado el práctico y previsor, nunca hasta ese instante había relacionado la posición del Autarca en el ápice mismo de la estructura legal con el conocimiento cierto de que yo había penetrado en la Casa Absoluta como emisario de Vodalus. En ese momento habría saltado de la cama y huido del pabellón, pero mis piernas parecían de agua.
—Todos lo somos; tenemos que serlo, todos los que imponemos la ley. ¿Piensas que tus hermanos de severos, y mi agente infor— ma que muchos deseaban matarte, si hubieran sido culpables de algo parecido? Para ellos eras un peligro a menos que recibieras un castigo terrible, porque de otro modo alguna vez podían verse tentados. Un juez o un carcelero sin ningún delito propio es un monstruo: cuando no está hurtando el perdón que sólo pertenece al Increado, practica un rigor letal que no pertenece a nadie ni a nada.
»Así que me hice delincuente. Los crímenes violentos ofendían mi amor a la humanidad, y me falta la rapidez de mano y mente que un ladrón necesita. Después de cavilarlo un tiempo… sería alrededor del año en que tú naciste… encontré mi verdadera profesión. Satisface ciertas necesidades emotivas que ahora no puedo atender de otro modo… y tengo un verdadero conocimiento de la naturaleza humana. Sé cuándo ofrecer un soborno y cuánto dar, y lo que es más importante: cuándo no ofrecerlo. Sé cómo lograr que las muchachas que trabajan para mí se sientan bastante felices como para seguir adelante, y bastante descontentas con sus destinos… Son khaibits, desde luego, crecidas de células corporales de mujeres exultantes, de modo que el intercambio de sangre prolonga la juventud de esas exultantes. Sé cómo hacer sentir a mis clientes que los encuentros que arreglo son experiencias únicas yno algo a medio camino entre el romance ingenuo y el vicio solitario. Tú sentiste que vivías una experiencia única, ¿verdad?
—Nosotros también los llamamos así —dije—. tes. —Tanto como a las palabras yo había prestado atención al tono con que él me hablaba. Me pareció que estaba contento, como no lo había estado en ninguna de las ocasiones en que nos habíamos encontrado, y oírlo era como oír hablar a un zorzal. Casi se hubiera dicho que él mismo lo sabía, viendo cómo alzaba la cara y extendía el cuello para gorjear en el sol las erres de —Además es útil. Me mantiene en contacto con la cara oculta de la población, y así sé si se recaudan o no los impuestos y si se los considera justos, y qué elementos suben en la sociedad y cuáles bajan.
Sentí que se estaba refiriendo a mí, aunque no tenía idea de lo que quería decirme.
—Esas mujeres de la corte —dije—, ¿por qué no os hacéis ayudar por las verdaderas? Una fingía ser Thecla cuando Thecla estaba encerrada debajo de nuestra torre.
Me miró como si hubiera dicho algo particularmente estúpido, como sin duda era el caso. —Porque no puedo confiar en ellas, claro. Algo así tiene que quedar en secreto… Piensa en las oportunidades de asesinato. ¿Crees que porque todos esos personajes dorados de familias antiguas se agachan tanto en mi presencia, y sonríen, y susurran bromas discretas y pequeñas invitaciones lascivas, sienten alguna lealtad? Ya verás que no es así, puedes estar seguro. Tengo en la corte pocos de confianza, y ninguno entre los exultantes.
—Decís que veré que no es así. ¿Significa que pensáis hacerme ejecutar? —Llegué a sentir el pulso en el cuello y vi la gota escarlata de sangre.
—¿Porque ahora sabes mi secreto? No. Para ti tenemos otros usos, como te dije cuando hablamos en el cuarto que estaba detrás del cuadro.
—Porque me juramenté con Vodalus.
Ante eso se mostró divertido. Echó la cabeza atrás y rió, niño rollizo y feliz que acaba de descubrir el secreto de un juguete inteligente. Cuando por fin la risa menguó en un gorgoteo alegre, batió las palmas. Blandas como parecían, el sonido era notablemente fuerte.
Entraron dos criaturas con cuerpo de mujer y cabeza de gato. Tenían los ojos separados un palmo y grandes como ciruelas; andaban en puntillas como hacen a veces las bailarinas, pero con mas gracia que que yo hubiera visto, con algo en el movimiento que era como parte de un paso normal. He dicho que tenían cuerpo de mujer, pero no era del todo así; porque vi puntas de garras envainadas en los dedos cortos y suaves que me vistieron. Maravillado, tomé la mano de una y la apreté como a veces he apretado la pata de un gato amistoso, y vi las garras rayadas. Se me humedecieron los ojos, porque esas garras tenían la forma de la Garra, oculta en un tiempo en la gema que yo, en mi ignorancia, llamaba la Garra del Conciliador. El Autarca advirtió que lloraba y les dijo a las mujeres-gato que me estaban haciendo daño y debían meterme en cama. Me sentí como un pequeño que acaba de saber que nunca volverá a ver a su madre.
—No le hacemos daño, Legión —protestó una en una voz que yo no había oído nunca.
—¡Acostadlo, he dicho!
—Ni siquiera han llegado a rozarme la piel, sieur —le dije.
Con el apoyo de las mujeres-gato pude caminar. Era el alba, cuando todas las sombras huyen en cuanto ven el sol; la luz que me había despertado era la más temprana del nuevo día; una luz fresca que me llenaba ahora los pulmones. El rocío de la tosca hierba que pisábamos me oscurecía las viejas botas; una brisa débil como las tenues estrellas me agitaba el pelo.
El pabellón del Autarca estaba en la cumbre de una colina. Alrededor se extendía el vivac del ejército: tiendas negras y grises, y otras como hojas muertas; chozas de hierba y pozos que llevaban a refugios subterráneos, de los cuales salían ahora ríos de soldados, como hormigas de plata.
—Hemos de tener cuidado, ¿sabes? —dijo él—. Aunque aquí estamos por detrás de las líneas, si el lugar fuera más llano invitaría a atacarlo desde arriba.
—En un tiempo me preguntaba por qué vuestra Casa Absoluta estaba debajo de sus propios jardines, sieur.
—Ya hace mucho que no es necesario, pero lo era cuando arrasaron Nessus.
Debajo y alrededor de nosotros sonaron los labios de plata de las trompetas.
—¿Fue sólo la noche? —pregunté—. ¿O he dormido un día entero?
—No. Solamente la noche. Te di remedios para aliviar el dolor e impedir que se te infecte la herida. No te habría levantado esta mañana, pero cuando entré vi que estabas despierto… y no queda más tiempo.
Yo no estaba seguro de lo que quería decir. Antes de que pudiera preguntar, vi seis hombres casi desnudos tirando de una soga. Mi primera impresión fue que estaban bajando un enorme globo, pero era una nave voladora, y el casco negro me trajo vívidos recuerdos de la corte del Autarca.
—Esperaba a… ¿cómo se llamaba? Mamiliano. —Hoy nada de mascotas. Mamiliano es un camarada excelente, silencioso y sabio y capaz de pelear con una mente distinta de la mía, pero en verdad monto en él por placer. Algún día le birlaremos una cuerda al arco de los ascios y usaremos un mecanismo. Ellos nos roban muchos.
—¿Es cierto que para aterrizar consume energía de ellos? Creo que uno de vuestros aeronautas me lo dijo una vez.
—Cuando eras la chatelaine Thecla, quieres decir. Thecla, solamente.
—Sí, claro. ¿Sería poco político, Autarca, preguntaros por qué me hicisteis matar? ¿Y cómo me reconocéis ahora?
—Te reconozco porque veo tu cara en la de mijoven amigo y oigo tu voz en la de él. Tus ayas también te reconocen. Míralas.
Las miré, y vi las caras de las mujeres-gato torcidas en gruñidos de miedo y estupor.
—En cuanto a por qué moriste, de eso te hablaré, le hablaré a él, a bordo de la nave… si tenemos tiempo. No te cuesta hablar porque él está débil y enfermo, pero ahora yo he de tenerle miedo a él, no a ti. Si no te vas, hay medios.
—Siem…
—¿Sí, Severian? ¿Tienes miedo? ¿Has entrado alguna vez en un artefacto así?
—No —dije—. Pero no tengo miedo.
—¿Te acuerdas de lo que preguntaste sobre la energía? En cierto sentido es cierto. La fuerza de ascenso la proporciona un equivalente antimaterial del hierro, guardado en una cámara magnética. Como el antihierro tiene una estructura magnética inversa, el promagnetismo lo repele. Los constructores de la nave la han rodeado de magnetos, de modo que cuando se desvía de su posición, entra en un campo más fuerte y es enviada hacia atrás. En un mundo antimaterial ese hierro pesaría como un pedrusco, pero aquí en Urth contrarresta el peso de la promateria de la nave. ¿Me sigues?
—Eso creo, sieur.
—El problema es que nuestra tecnología no sabe cómo cerrar herméticamente la cámara. Siempre se filtra algo de aire —unas pocas moléculas— por la porosidad de las junturas, o a través de los cables magnéticos. Cada una de esas moléculas neutraliza una porción equivalente de antihierro y produce calor, y en estos casos la nave pierde una cantidad infinitesimal de poder. La única posibilidad es mantenerla lo más alto posible, donde no hay presión aérea efectiva.
Ahora la nave había bajado el morro, y estaba bastante cerca como para que yo apreciara el hermoso bruñido. Tenía precisamente la forma de una hoja de cerezo.
—No entendí todo dije—. Pero pensaría que los cables tienen que ser inmensamente largos para que las naves puedan flotar tan alto, y que si se acercaran de noche los pentadáctilos ascios podrían cortarlos y dejar las naves a la deriva.
Al oír esto, las mujeres-gato sonrieron con minúsculos, secretos pliegues de los labios.
—El cable es sólo para aterrizar. Sin él, volando en línea recta nuestra nave sólo requiere una cierta distancia para que la velocidad la lleve hacia abajo. Entonces, sabiendo que hemos descendido, deja caer el cable así como un hombre en una laguna extiende la mano a quien pueda sacarlo fuera. No es una mente como la que hicimos para Mamiliano, pero le alcanza para eludir las dificultades y bajar cuando recibe nuestra señal.
La mitad inferior de la nave era de metal negro opaco, la superior una cúpula casi invisible de tan transparente: de la misma sustancia, supongo, que el techo del Jardín Botánico. De la popa surgía un cañón como el que llevaba el mamut, y otro el doble de grande asomaba por la popa.
El Autarca se llevó una mano a la boca y pareció murmurar algo en la palma. En la cúpula apareció una abertura (fue como si se abriera un agujero en una pompa de jabón) y un tramo insustancial de peldaños plateados bajó hacia nosotros, como una escalerilla de hilo de araña. Los hombres de pecho desnudo habían dejado de tirar.
—¿Crees que puedes subir por aquí? —preguntó el Autarca.
—Si puedo usar las manos… —dije yo.
Primero subió él, y yo trepé detrás ignominiosamente, arrastrando la pierna herida. Los asientos, largos bancos que seguían a los lados la curva del casco, estaban tapizados de piel; pero hasta esa piel me pareció más fría que el hielo. A mis espaldas la abertura se redujo y desapareció.
—Cualquiera sea la altura que alcancemos, aquí tendremos presión de superficie. No te preocupes, no te ahogarás.
—Me parece que soy demasiado ignorante para tener ese miedo, sieur.
—¿Te gustaría ver tu antiguo bacele? Están muy a la derecha, pero intentaré localizártelo.
El Autarca se había sentado a los controles. Yo casi nunca había visto otra maquinaria excepto las de Tifón y Calveros, y la que el maestro Gurloes manejaba en la Torre Matachina. Eran las máquina, no morir sofocado, lo que me daba miedo; pero lo dominé.
—Anoche, al rescatarme, indicasteis que no sabíais que estaba en vuestro ejército.
—Hice averiguaciones mientras dormías. —¿Y fuisteis vos quien nos ordenó atacar?
—En cierto sentido… Di una orden, y tú te moviste, y nada tuve que ver con tu bacele. ¿Estás resentido por lo que hice? ¿Qué pensabas cuando te alistaste? ¿Que nunca tendrías que luchar?
Nos remontábamos proa hacia arriba. Como una vez yo había temido, caíamos en el cielo. Pero recordé el humo y el grito metálico de la corneta, las sibilantes descargas que convertían a los coraceros en pasta roja, y todo mi terror se convirtió en rabia.
—Ya no sabía nada de la guerra. ¿Cuánto sabéis vos? ¿Alguna vez habéis estado de veras en una batalla?
Me miró por encima del hombro con ojos relampagueantes.
—He estado en mil. Tú eres dos, contando como de costumbre. ¿Cuántos crees que soy yo?
Pasó mucho tiempo antes de que le respondiera.
XXV — La piedad de Agia
Al principio pensé que no había nada más raro que ver un ejército estirándose por la superficie de Urth hasta tenderse ante nosotros como una guirnalda, coruscante de armas y armaduras, multicolor; con los alados anpiels planeando arriba, casi tan alto como nosotros, trazando círculos y elevándose en el viento del amanecer.
Luego divisé algo aún más curioso. Era el ejército de los ascios, un ejército de sombras grisáceas y blancos acuosos, tan rígido como fluido era el nuestro, desplegado hacia el horizonte del norte. Me adelanté a contemplarlo.
—Podría mostrártelos más de cerca —dijo el Autarca—. Sin embargo sólo verías caras humanas. Comprendí que me estaba probando, aunque no sabía cómo.
—Dejadme verlos —dije.
Combatiendo junto a los eschiavoni, viendo a nuestras tropas entrar en acción, me había impresionado lo débiles que parecían, el flujo y reflujo de los jinetes, como una ola que rompe con gran fuerza y luego se retira como una superficie de agua, demasiado débil para soportar el peso de un ratón, pálida materia que un niño podría recoger con las manos. Incluso los peltastas, de hileras dentadas y escudos de cristal, habían parecido apenas más formidables que juguetes sobre una mesa. Ahora yo veía qué rígidas se presentaban las formaciones del enemigo, rectángulos que contenían máquinas grandes como fortalezas y cien mil soldados hombro con hombro.
Pero una pantalla que había en medio del panel de mandos me dejó ver bajo las viseras, y toda esa rigidez y toda esa fuerza se fundían en una especie de horror. En las líneas de infantería había viejos y niños, y algunos que parecían idiotas. Casi todos tenían esos rostros enloquecidos, famélicos que yo había observado el día antes, y recordé al hombre que había salido de su cuadro y había arrojado la lanza al aire al morir. Volví la cara.
El Autarca rió. Ya no había alegría en la risa; era un sonido seco, como el chasquido de una bandera en un viento fuerte.
—¿Viste a soldados que se mataban?
—No —dije.
—Tuviste suerte. Yo los veo a menudo, cuando los miro. No les permiten llevar armas hasta que están a punto de enfrentarnos, y muchos aprovechan la oportunidad. Los lanceros apoyan las culatas en suelo blando, por lo general, y se vuelan la cabeza. Una vez vi dos espadachines, un hombre y una mujer, que habían hecho un pacto. Se apuñalaron el vientre uno a otro, y los observé primero contar, moviendo las manos… uno… dos… tres, y morir.
—¿Quiénes son? —pregunté.
Me echó una mirada que no pude interpretar. —¿Qué has dicho?
—Pregunté quiénes son, sieur. Sé que son enemigos nuestros, que viven al norte en países calientes, y se dice que Erebus los tiene esclavizados. Pero ¿quiénes son?
—Dudo de que ahora supieras que no sabías. ¿Sabías?
Sentí la garganta reseca, aunque no hubiera podido decir por qué.
—Supongo que no. Nunca había visto ninguno hasta que llegué al lazareto de las Peregrinas. En el sur la guerra parece muy lejana.
Asintió. —Los hemos empujado hacia el norte tanto como ellos nos han empujado hacia el sur, a nosotros, los autarcas. Quiénes son lo descubrirás en el momento oportuno… Lo que importa es que deseas saberlo. —Hizo una pausa.—Los dos podrían ser nuestros. Los dos ejércitos, no sólo el del sur… ¿Me aconsejarías tomarlos a ambos? —Mientras hablaba manipuló uno de los mandos y la nave se escoró hacia adelante, la popa apuntando al cielo y la proa a la tierra verde, como si quisiera derramarnos en el suelo en disputa.
—No entiendo qué queréis decir —le dije.
—La mitad de lo que has dicho de ellos es incorrecto. No vienen de los países calientes del norte, sino del continente que está al otro lado del ecuador. Pero tienes razón en llamarlos esclavos de Erebus. Se consideran aliados de los que esperan en las profundidades. En realidad, Erebus y sus aliados me los darían si yo les diera nuestro sur. Si te diera a ti y todos los demás.
Tuve que aferrarme al respaldo del asiento para no caer hacia él.
—¿Por qué me contáis esto?
La nave se enderezó como un barco infantil en un charco, cabeceando.
—Porque pronto necesitarás saber que otros han sentido lo que tú sentirás.
Yo no lograba articular una pregunta que deseaba hacer. Por fin aventuré: —Dijisteis que ibais a decirme por qué matasteis a Thecla.
—¿No vive ella en Severian?
Un muro sin ventanas se hizo escombros en mi mente. Grité: —¡Yo morí! —Y sólo me di cuenta de lo que había dicho cuando las palabras ya se alejaban de mis labios.
El Autarca sacó una pistola de debajo del panel de mandos y se la puso sobre los muslos mientras se volvía a mirarme.
—No la necesitaréis, sieur —dije—. Estoy demasiado débil.
—Tienes un notable poder de recuperación… Ya lo he comprobado. Si, la chatelaine Thecla ya no está, salvo tal como perdura en ti, y aunque los dos estáis siempre juntos, también estáis solos. ¿Todavía buscas a Dorcas? ¿Recuerdas?, me hablaste de ella cuando nos encontramos en la Casa Secreta.
—¿Por qué matasteis a Thecla?
—Yo no la maté. Tu error estriba en pensar que en el fondo de todo estoy yo. No está nadie… Ni yo, ni Erebus ni ningún otro. En cuanto a la chatelaine, tú eres ella. ¿Te arrestaron abiertamente?
El recuerdo me llegó más vívido de lo que hubiera creído posible. Andaba por un pasillo en cuyas paredes se alineaban tristes máscaras de plata y entraba en uno de los cuartos abandonados, de techo alto y mohoso de colgaduras viejas. El mensajero con quien debía encontrarme aún no había llegado. Como sabía que los polvorientos divanes me ensuciarían el vestido, tomé una silla, un mueble espigado de marfil y oropel. De la pared que había a mis espaldas se desprendió un tapiz; recuerdo que levanté la vista y vi al Destino coronado en cadenas y a la Insatisfacción con su vara y su vaso, todo urdido en lana de colores, cayendo sobre mí.
El Autarca dijo: —Te apresaron ciertos oficiales, enterados de que le pasabas información al amante de tu hermanastra. Te apresaron en secreto, porque en el norte tu familia es muy influyente, y te transportaron a una cárcel casi olvidada. Cuando llegué a saber lo que había ocurrido, habías muerto. ¿Debería haber castigado a los oficiales por actuar en mi ausencia? Son patriotas, y tú eras una traidora.
—Yo, Severian, también soy un traidor —dije, y le conté, por primera vez con detalle, que una vez ha bía salvado a Vodalus, y le hablé del banquete que más tarde había compartido con él.
Cuando concluí, él asintió con lentos movimientos de cabeza. —Buena parte de la lealtad que sentiste hacia Vodalus viene de la chatelaine, no hay duda. Algo te impartió cuando aún vivía, más después de morir. Ingenuo como has sido, estoy seguro de que no eres tan ingenuo como para pensar que si los comedores de cadáveres te sirvieron justamente la carne de ella fue una mera coincidencia.
Protesté: —Aunque hubieran estado al tanto de nuestra relación, no hubo tiempo de llevar su cadáver desde Nessus.
El Autarca sonrió. —¿Has olvidado que hace un momento me dijiste que cuando lo salvaste huyó en un aparato como éste? De ese bosque, que a lo sumo está a doce leguas del Muro de la Ciudad, pudo haber volado al centro de Nessus, desenterrado un cadáver que se conservaba en el suelo frío de comienzos de primavera, y luego volver en menos de una guardia. En realidad no hace falta que supiera tanto ni se moviera con tanta rapidez. Quizá, mientras tú estabas preso en tu gremio, se haya enterado de que la chatelaine Thecla, que le había sido fiel hasta la muerte, ya no vivía. Sirviendo a sus seguidores la carne de ella ratificaría la lealtad de todos ellos. No necesitaba ningún motivo adicional para robar el cadáver, y sin duda volvió a sepultarla en la nieve acumulada en alguna bodega o en cualquiera de las minas abandonadas que abundan en la región. Llegaste tú, y deseando tenerte atado, él mandó que la sacaran.
Algo pasó demasiado rápido para ser visto; un instante después la nave se bamboleó con violencia. Unas chispas se movieron en la pantalla.
Sin que el Autarca tuviera tiempo de retomar los mandos, salimos impulsados hacia atrás. Hubo una detonación tan fuerte que me creí paralizado, y el cielo reverberante se abrió en una flor de fuego amarillo. He visto golondrinas, alcanzadas por piedras de la honda de Eata, vacilar en el aire y caer, como nosotros, aleteando de costado.
Desperté a la oscuridad, a un humo picante y un olor a tierra fresca. Por un momento o una guardia olvidé el rescate y creí yacer en el campo donde Daría y yo habíamos combatido a los ascios junto con Guasacht, Erblon y los otros.
Había alguien cerca, oía el silbido de su respiración y los roces y crujidos que delatan movimientopero al principio no les hice caso, y más tarde llegué a creer que eran ruidos de animales carroñeros y me asusté; más tarde aún, recordé lo que había pasado, y supe que seguramente los hacía el Autarca, que debía haber sobrevivido conmigo al choque, y lo llamé.
—Así que todavía estás vivo. —Hablaba con voz muy débil.—Temí que hubieras muerto… aunque habría podido figurármelo. No conseguía reanimarte, y tenías el pulso muy débil.
—¡Lo he olvidado! ¿Os acordáis de cuando volamos sobre los ejércitos? ¡Por un momento lo olvidé! Ahora sé lo que es olvidar.
Hubo en su voz una pálida risa. —De lo cual ahora te acordarás siempre.
—Eso espero, pero incluso mientras hablamos se va apagando. Se desvanece como niebla, que en sí misma debe de ser un olvido. ¿Qué era esa arma que nos derribó?
—No lo sé. Pero escucha. Estas palabras son las más importantes de mi vida. Escucha. Has servido a Vodalus y a su sueño de un imperio renovado. Todavía deseas que la humanidad regrese a las estrellas, ¿no?
Recordé algo que Vodalus me había dicho en el bosque y dije: —Hombres de Urth, que navegan entre las estrellas, que saltan de galaxia en galaxia, señores de las hijas del sol.
—Eso fueron una vez… y llevaron con ellos todas las viejas guerras de Urth, y en los soles jóvenes encendieron guerras nuevas. Hasta ellos han de comprender que no puede volver a pasar. —Yo no alcanzaba a ver al Autarca, pero por el tono supe que se refería a los ascios.— Ellos quieren que la raza sea un solo individuo… el mismo, duplicado hasta el fin de los números. Nosotros queremos que cada uno lleve en sí mismo toda la raza y sus añoranzas. ¿Has reparado en la redoma que me cuelga del cuello?
—Sí, muchas veces.
—Contiene un fármaco como el alzabo, ya mezclado y en suspensión. Yo ya estoy frío por debajo de la cintura. Moriré pronto. Antes de que muera… debes usarlo.
—No os veo —dije—. Yapenas puedo moverme. —De todos modos encontrarás cómo. Tú lo recuerdas todo, y recuerdas sin duda la noche en que viniste a la Casa Azur. Aquella noche vino a mí alguien más. En un tiempo yo fui sirviente, en la Casa Absoluta… Por eso me odian. Como te odiarán a ti por lo que fuiste una vez. Paeón, el que me instruyó a mí, fue cincuenta años libador de miel. Yo sabía qué era en realidad, porque lo había conocido antes. Él me dijo que eras tú… el próximo. No pensé que iba a ser tan pronto…
La voz se apagó, y arrastrándome, empecé a buscarlo a tientas. Mi mano encontró la suya, y él susurró: —Usa el cuchillo. Estamos detrás de las líneas ascias pero he llamado a Vodalus para que te rescate… Oigo los cascos de los destruurls.
Las palabras eran tan débiles que apenas se oían, aunque yo tenía la oreja a un palmo de su boca. —Descansad —dije. Sabiendo que Vodalus lo odiaba y quería destruirlo, creí que deliraba.
—Soy espía suyo. Es otro de mis oficios. El atrae a los traidores… Yo averiguo quiénes son y qué hacen, qué piensan. Ése es uno de los suyos. Ahora le he di— el Autarca está atrapado en esta nave y le he dado nuestra posición. Antes de esto… El me ha servido… como guardaespaldas.
Ahora oía incluso un ruido de pasos fuera, en el suelo. Me incorporé, buscando alguna manera de hacer señas; mi mano tocó una piel y comprendí que la nave había volcado, dejándonos debajo como sapos escondidos.
Hubo un chasquido y el grito del metal rasgado. Una cascada de luz de luna, clara al parecer como el día pero verde como hojas de sauce, se derramó por una rajadura en el casco que se abrió ante mis ojos. Vi al Autarca, el fino pelo blanco oscurecido de sangre seca.
Y por encima de él, siluetas, sombras verdes que nos miraban desde arriba. Las caras eran invisibles; pero yo sabía que esos ojos relucientes y esas cabezas angostas no pertenecían a ningún seguidor de Vodalus. Frenéticamente busqué la pistola del Autarca. Me aferraron las manos. Me alzaron, y mientras emergía no pude dejar de pensar en la mujer muerta que habían arrancado de su tumba en la necrópolis, pues la nave había caído en suelo blando y estaba medio enterrada. El rayo ascio había destrozado un flanco, dejando una maraña de cables en ruinas. El metal estaba quemado y retorcido.
No tuve mucho tiempo de mirar. Mis captores me hicieron dar vueltas y vueltas a medida que uno tras otro me tomaban la cara entre las manos. Señalaban mi capa como si nunca hubieran visto una tela. De grandes ojos y mejillas hundidas, esos evzonos me recordaron la infantería contra la cual habíamos luchado pero, aunque había mujeres entre ellos, no vi niños ni viejos. Vestían capas plateadas y camisas en vez de armaduras, y llevaban unos jezeles de forma extraña, de cañón tan largo que cuando apoyaban la culata en el suelo, la boca quedaba por encima de la cabeza del dueño. Al ver que sacaban al Autarca de la nave, dije: —Creo que interceptaron vuestro mensaje, sieur.
—De todos modos llegó. —Estaba demasiado débil como para señalar, pero me volví hacia donde miraba y al cabo de un momento vi formas volantes contra la luna.
Casi pareció que se deslizaban por los rayos hacia nosotros, tan rápida y directamente llegaron. Tenían cabezas como cráneos de mujer, redondas y blancas, tocadas con mitras de hueso, y las mandíbulas como picos curvos con hileras de dientes puntiagudos. Las alas eran tan grandes, de una envergadura de veinte codos, que parecía que ellos no tuviesen cuerpo. Las batían sin hacer ruido, pero muy abajo yo sentía el aire agitado.
(Una vez yo había imaginado criaturas así azotando los bosques de Urth y arrasando las ciudades. ¿Había ayudado mi pensamiento a traerlas?) Pareció que los evzonos ascios tardaban mucho en verlas. Luego dos o tres dispararon al mismo tiempo y los rayos convergentes la hicieron trizas, y después a otra, y a otra más. Por un instante no hubo luz, y algo frío y fláccido me golpeó en la cara y me derribó.
Cuando pude ver de nuevo, media docena de ascios habían huido y el resto disparaba al aire a unas figuras para mí casi imperceptibles. De esas figuras caía algo blancuzco. Pensé que iba a estallar y bajé la cabeza, pero en cambio el casco de la nave en ruinas sonó como un címbalo. Había caído un cuerpo —un cuerpo humano quebrado como un muñeco—, pero no había sangre.
Uno de los evzonos me puso el arma en la espalda y me obligó a caminar. Otros dos sostenían al Autarca como las mujeres-gato me habían sostenido a mí. Descubrí que había perdido todo sentido de orientación. Aunque todavía brillaba la luna, masas de nubes velaban la mayoría de las estrellas. Busqué en vano la cruz y esas tres estrellas que por razones que nadie comprende se llaman Las ocho, y penden eternamente sobre los hielos del sur. Varios evzonos disparaban aún cuando cayó entre nosotros una flecha o una lanza fulgurante que estalló en una masa de cegadoras chispas blancas.
—Eso bastará —murmuró el Autarca.
Yo me frotaba los ojos mientras seguía trastabillando, pero me las arreglé para preguntarle qué quería decir.
—¿No ves? Ya no pueden. Nuestros amigos de arriba… los de Vodalus, creo… no sabían que nuestros captores estuviesen tan bien armados. Ahora ya no habrá más tiroteos, y no bien esa nube se aparte del disco de la luna…
Tuve frío, como si un helado viento de montaña hubiera cortado el aire tibio de alrededor. Un momento antes me había desesperado encontrarme entre esa soldadesca macilenta. Ahora habría dado lo que fuera por alguna garantía de quedarme con ellos.
El Autarca estaba a mi izquierda, colgando flojamente entre dos evzonos que se habían terciado los jezeles a la espalda. Lo estaba mirando cuando la cabeza le cayó a un lado y comprendí que estaba inconsciente o muerto. «Legión», lo habían llamado las mujeres- gato, y no hacía falta mucha inteligencia para combinar el nombre con lo que él me había dicho en la nave. Así como en mí se habían unido Thecla y Severian, sin duda en él se unían muchas personas. Desde la noche en que lo había visto por primera vez, cuando Roche me había llevado a la Casa Azur (cuyo extraño nombre quizás ahora empezaba a entender), había percibido la complejidad de su pensamiento como percibimos, incluso con mala luz, la complejidad de un mosaico, la miríada de astillas infinitesimales que se combinan para prodecir el rostro iluminado y los ojos observadores del Sol Nuevo.
Había dicho que yo estaba destinado a sucederlo, pero por un reinado ¿de qué duración? Ridículo como era en un prisionero, y en un hombre tan herido y tan débil que una guardia de descanso en la hierba tosca le hubiera parecido el paraíso, la ambición me consumía. Me había dicho que comiera de su carne ybebiera la droga mientras él aún estuviese vivo; y, amándolo, yo me habría librado de mis captores, si hubiera podido, para reclamar lujo y pompa y poder. Yo era ahora Severian y Thecla unidos, y acaso el harapiento aprendiz de torturador, sin saberlo del todo, hubiese anhelado esas cosas más que la joven exultante cautiva en la corte. Entonces conocí lo que la pobre Cyriaca había sentido en los jardines del arconte; pero si ella hubiese sentido todo lo que yo sentía en ese momento, le habría estallado el corazón.
Un instante después había perdido las ganas. Una parte de mí apreciaba la intimidad en la que ni siquiera Dorcas había entrado. Muy en el fondo de los repliegues de mi mente, en el abrazo de las moléculas, estábamos enlazados Thecla y yo. Para otros — una docena o un millar, tal vez, si al absorber la personalidad del Autarca yo absorbería también a los que él había incorporado—, entrar en donde estábamos sería como si la multitud de un bazar entrase en un cenador. Abracé el corazón de mi compañera, y me sentí abrazado. Me sentí abrazado, y abracé el corazón de mi compañera.
La luna se apagaba como una lámpara oscura cuando se cierra el iris de la placa hasta que no queda sino un punto de luz y luego nada. Los evzonos ascios disparaban los jezeles en una trama de lilas y heliotropos, rayos que se separaban en lo alto de la atmósfera y al fin pinchaban las nubes como alfileres de colores; pero sin efecto. Hubo un viento, tórrido y repentino, y lo que sólo puedo llamar relámpago oscuro. Luego el Autarca desapareció y algo enorme se me lanzó encima. Me tiré al suelo boca abajo.
Es posible que golpeara el suelo, pero no puedo acordarme. En un instante, pareció, estaba precipitándome en el vacío, girando, sin duda subiendo, y el mundo de abajo era sólo una noche más oscura. Una mano escuálida, dura como piedra y tres veces más grande que una mano humana, me aferraba por la cintura.
Nos zambullimos, dimos vueltas y bandazos, resbalamos de lado por una pendiente de aire, y luego, tomados por un viento ascendente, trepamos hasta que el frío me aguijoneó y endureció la piel. Cuando estiré el cuello para mirar hacia arriba, vi las blancas fauces inhumanas de la criatura que me llevaba consigo. Era la pesadilla que había tenido meses antes al compartir la cama con Calveros, aunque en mi sueño iba montado a horcajadas en el lomo. Desconozco el porqué de esa diferencia entre sueño y realidad. Grité (no sé qué) y arriba de mí, la cosa abrió en un siseo el pico de cimitarra.
Desde arriba, también, oí que una voz de mujer decía: —Ya te he pagado lo de la mina… Todavía estás vivo.
XXVI — Sobre la jungla
Aterrizamos a la luz de las estrellas. Fue como despertar; sentí que no era el cielo lo que dejaba atrás sino el país de las pesadillas. Como una hoja que cae, en círculos cada vez más angostos, la inmensa criatura bajó por regiones de aire paulatinamente más cálido hasta que sentí el olor del Jardín de la Jungla: la mezcla de vida verde y madera podrida con un perfume de anchos, encerados capullos sin nombre.
Un zigurat alzaba su oscura cabeza por encima de los árboles; pero llevaba los árboles encima, pues le brotaban de las ruinosas paredes como hongos de un árbol muerto. Nos posamos ingrávidamente en él y en seguida aparecieron antorchas y voces excitadas. Yo aún estaba débil por el aire fino y helado que había respirado hasta un momento antes.
Manos humanas reemplazaron a las garras que me habían aferrado tanto tiempo. Bajamos por sinuosos rebordes y escaleras de piedra rota hasta que al fin me pararon delante de un fuego y al otro lado vi la cara hermosa y seria de Vodalus y la forma de corazón de la de su consorte, nuestra hermanastra Tea.
—¿Yéste quién es? —preguntó Vodalus.
Intenté levantarlos brazos, pero me tenían sujeto. —Señor —dije—, debéis conocerme.
Por detrás de mí, la voz que había oído en el aire respondió: —Es el hombre del precio, el asesino de mi hermano. Por él te he servido, y te ha servido Hethor, que me sirve a mí.
—¿Entonces por qué me lo traes? —preguntó Voda— lus—. Es tuyo. ¿Creías que cuando lo viera me arrepentiría de nuestro acuerdo?
Tal vez yo estuviera más fuerte de lo que pensaba. Tal vez sólo sorprendí al hombre de mi derecha desequilibrado; de cualquier modo, conseguí torcerme y empujarlo al fuego, donde hizo volar las ascuas rojas.
Agia estaba detrás, desnuda hasta la cintura, y detrás de ella Hethor, mostrando los dientes podridos mientras le palpaba los pechos. Luché por escapar. Ella me abofeteó con una mano abierta: sentí un tirón en la mejilla y la corriente tibia de la sangre.
Desde entonces he aprendido que aquella arma se llama lucivea, y que Agia la tenía porque Vodalus no permitía que nadie excepto su escolta llevara armas delante de él. No es más que una barrita con anillos para el pulgar y el cuarto, y cuatro o cinco hojas curvas que pueden esconderse en la palma; pero pocos han sobrevivido al golpe.
Uno de esos pocos fui yo; me desperté dos días después y me encontré encerrado en un cuarto vacío. Es posible que en cada vida haya una habitación que se debe conocer mejor que cualquier otra; para los prisioneros siempre es una celda. Yo, que había trabajado fuera de tantas, pasando bandejas de comida a los desfigurados y los dementes, volvía a ahora a conocer una celda propia. Nunca llegué a adivinar qué habría sido el zigurat en un tiempo. Acaso una prisión, ante todo; acaso un templo, o el atelier de un arte olvidado. Mi celda era casi dos veces más grande que el cuarto bajo la torre de los torturadores: seis pasos de ancho y diez de largo. Apoyada en la pared había una puerta de una aleación antigua y brillante, inútil para los carceleros de Vodalus porque no podían cerrarla; una nueva, toscamente hecha con la dura madera de algún árbol selvático, clausuraba el umbral. Dando luz a la celda, un ventanuco alto perforaba la descolorida pared; no había sido pensada para mí; era sólo un agujero circular apenas más grande que mi brazo.
Pasaron tres días más antes de que tuviera fuerzas para saltar, y aferrándome con una mano al borde inferior, subir y mirar afuera. Cuando amaneció, vi un ondulante campo verde, moteado de mariposas: un lugar muy distinto de lo que había esperado. Pensé que podía estar loco, y en mi perplejidad me solté y caí. Era, como al cabo me di cuenta, el campo de las copas de los árboles, donde quebrachos de diez cadenas extendían un prado de hojas, rara vez visto excepto por los pájaros.
Un viejo de cara inteligente y maligna me había vendado la mejilla y cambiado los emplastos de la pierna. Más tarde trajo un chico de unos trece años cuya corriente sanguínea conectó con la mía hasta que los labios se le volvieron del color del plomo. Le pregunté al viejo curandero de dónde era, y él, al parecer creyéndome nativo de esos lugares, me dijo: —De la gran ciudad que está al sur, en el valle del río que enjuaga las tierras frías. Es un río más largo que el de ustedes, es el Gyoll, aunque la corriente no es tan violenta.
—Es usted muy hábil —dije—. Nunca había visto un médico tan eficiente. Ya me siento bien, y me gustaría que parase antes de que este chico se muera.
El viejo le pellizcó la mejilla. —Se recobrará en seguida: a tiempo para calentarme la cama esta noche. A esta edad es así. No, no es lo que usted piensa. Sólo duermo con él porque para quienes tienen mis años el aliento nocturno de los jóvenes actúa como un restaurador. La juventud es una enfermedad, ¿sabe?, y ojalá nos pesquemos un caso benigno. ¿Cómo va la herida?
Nada —ni siquiera una admisión, que podría haberse fundado en el perverso deseo de no pasar por impotente— me habría convencido tanto como esta negativa. Le dije la verdad, que tenía la mejilla izquierda insensible, excepto por un vago ardor tan irritante como una picazón, y me pregunté cuál de sus deberes le molestaba más al infeliz muchacho.
El viejo me quitó las vendas y me untó las heridas con una segunda capa del fétido ungúento marrón que había usado antes.
—Volveré mañana —me dijo—. Aunque no creo que vuelva usted a necesitar a Mamas. Se está reponiendo estupendamente. La exultante —un tirón de la cabeza indicó que se refería irónicamente a la estatura de Agia— estará de lo más complacida.
Yo le dije, tratando de parecer espontáneo, que esperaba que todos sus pacientes mejoraran. —¿Habla del delator que trajeron con usted? Está lo mejor que puede esperarse. —Mientras hablaba se volvió para ocultarme una expresión de miedo.
En el albur de que pudiera tener sobre él alguna influencia, que me permitiera ayudar al Autarca, elogié de un modo excesivo el conocimiento que tenía de su oficio y acabé diciendo que no alcanzaba a comprender por qué un médico de tanta capacidad se asociaba con gente malvada.
Me miró entornando los ojos y la cara se le puso seria.
—Por saber. No hay lugar donde un hombre de mi profesión pueda aprender tanto como yo aprendo aquí.
—¿Se refiere a comer muertos? Yo también he participado, aunque quizá no se lo hayan dicho.
—No, no. Eso los estudiosos, sobre todo los de mi profesión, lo practicamos en todas partes, y generalmente con mejores resultados, ya que seleccionamos mejor los sujetos y nos limitamos a los tejidos más retentivos. El saber que yo busco no puede aprenderse así, porque no lo ha tenido ningún muerto reciente, y acaso nadie lo haya tenido nunca.
Se había apoyado en la pared, y parecía hablar tanto para mí como para una presencia invisible. —La estéril ciencia del pasado no condujo más que al agotamiento del planeta y la destrucción de las razas. Había nacido del mero deseo de explotar las energías brutas y las sustancias materiales del universo, sin considerar sus atracciones, rechazos y destinos finales. ¡Mire! —Metió la cabeza en el rayo de sol que entraba entonces por mi alto ventanuco circular.— He aquí la luz. Usted dirá que no es un ente vivo, pero no advierte que no es algo más, sino menos. No ocupa espacio y llena el cosmos. Lo alimenta todo, pero ella misma se nutre de la destrucción. Creemos dominarla, pero ¿no nos cultivará ella como una fuente de alimentación? ¿No será acaso que todo bosque crece para poder incendiarse, y que hombres y mujeres nacen para alimentar hogueras? Pretender que dominamos la luz, ¿no será tan absurdo como que el trigo pretenda que nos domina porque nosotros le preparamos el suelo y lo atendemos mientras se une a Urth?
—Todo está muy bien dicho —le contesté—. Pero nada va al grano. ¿Por qué sirve a Vodalus?
—Un saber semejante no se obtiene sin experimentos. —Sonrió al hablar, y tocó el hombro del chico, y yo tuve una visión de niños en llamas. Espero haberme equivocado.
Eso había sido dos días antes de que me subiera hasta el ventanuco. El viejo curandero no volvió; si había caído en desgracia, enviado a otro lugar o resuelto simplemente que yo no necesitaba más atenciones, no tuve manera de saberlo.
Una vez vino Agia, y de pie entre dos hombres armados de Vodalus, me escupió la cara mientras describía los tormentos que Hetbor y ella habían pergeñado para cuando yo estuviera fuerte y pudiese soportarlos. Cuando acabó, le dije con toda sinceridad que me había pasado la mitad de la vida ayu— dando en operaciones más terribles, y le aconsejé que consiguiera asistentes ejercitados; entonces se marchó.
A partir de ese momento, por la mayor parte de varios días me dejaron solo. Cada vez que me despertaba me sentía casi una persona diferente, pues en esa soledad bastaba que mis pensamientos se aislaran en los oscuros intervalos del sueño para que yo perdiera mi conciencia de individuo. Pero todos esos Severian y Thecla buscaban la libertad.
Retirarse en la memoria era fácil; lo hacíamos a menudo, reviviendo los días idílicos en que Dorcas y yo viajábamos hacia Thrax, los juegos en el laberinto entre setos que había detrás de la mansión de mi padre y en el Patio Viejo, el largo paseo por los Peldaños de Adamnian que había dado con Agia, antes de saber que era mi enemiga.
Pero no menos a menudo dejaba el recuerdo y me obligaba a pensar, a veces cojeando por la celda, a veces sólo esperando que por el ventanuco entraran insectos para divertirme cazándolos al vuelo. Planeaba fugarme, aunque parecía imposible mientras no cambiaran las circunstancias; meditaba en ciertos pasajes del libro marrón y procuraba contraponerlos a mis experiencias, a fin de producir, dentro de lo posible, una teoría general de la acción humana que pudiera beneficiarme, si alguna vez volvía a ser libre.
Porque si el curandero, que era un hombre de edad, podía aún buscar el conocimiento pese a la certeza de una muerte inminente, ¿no podía yo, cuya muerte era más inminente todavía, consolarme un poco con la seguridad de que era menos cierta?
Así buscaba yo en la conducta de los magos, y del hombre que me había abordado al salir de la choza de la chica enferma, y de muchos otros hombres y mujeres que había conocido, una llave maestra que abriese todos los corazones.
No encontré ninguna que pudiera expresar en pocas palabras: «Hombres y mujeres hacen lo que hacen por esto y aquello…» Ninguno de los mellados trocitos metálicos encajaba allí: ni el ansia de poder, ni la lujuria amorosa, ni el deseo de seguridad, ni el gusto por sazonar la vida con la aventura. Pero sí encontré un principio, que di en llamar Principio Primitivo, de aplicación general, y que si no inicia la acción al menos parece influir en las formas que adopta. Lo formularía así: Las muchas chiliadas que duraron las culturas prehistóricas moldearon nuestra herencia de tal manera que nos hace comportarnos como si hoy prevalecieran aquellas condiciones.
Por ejemplo: la tecnología que una vez habría permitido a Calveros observar todas las acciones del atamán de la aldea del lago, era polvo desde miles de años atrás; pero durante eones había impuesto sobre él un hechizo, por así decir, de manera que todavía era efectiva, aunque no hubiera sobrevivido.
Del mismo modo, todos llevamos dentro fantasmas de cosas desaparecidas hace mucho, de ciudades caídas y máquinas maravillosas. La historia que le había leído a jonas cuando estábamos prisioneros (con cuánta menos ansiedad y cuánto más compañerismo) lo mostraba claramente, y en el zigurat volví a leerla entera. Necesitado de un villano nacido del mar como Erebus o Abaia, en un marco mítico, el autor le atribuía una cabeza grande como un barco —cabeza que era todo su cuerpo visible, estando el resto bajo el agua— para alejarlo así de la realidad protoplásmica y convertirlo en la máquina que los ritmos de su mente exigían.
Mientras me entretenía con estas especulaciones, empecé a darme cuenta del carácter transitorio con que Vodalus ocupaba la antigua construcción. Aunque el curandero no venía más, como he dicho, y Agia nunca volvió a visitarme, con frecuencia oía ruido de carreras en el pasillo al que daba mi puer— ta, y de vez en cuando unas cuantas palabras dichas a gritos.
Cada vez que llegaban a mí esos sonidos, ponía contra las tablas la oreja no vendada; y en realidad a menudo los anticipaba, sentado mucho tiempo y esperando captar un retazo de conversación que me dijera algo sobre los planes de Vodalus. No pude entonces evitar, mientras escuchaba en vano, pensar en los cientos que en nuestra mazmorra me habrán escuchado cuando le llevaba a Drotte la comida, y en cómo se habrán esforzado por captar los fragmentos de conversación que desde la celda de Thecla se filtraban al pasillo, y así a las celdas de ellos, cuando yo iba a visitarla.
¿Y los muertos qué? He de confesar que a veces me creía casi muerto. ¿No están ellos, millones de millones, encerrados bajo tierra en cámaras más pequeñas que la mía? No hay ninguna actividad humana en que los muertos no superen muchas veces en número a los vivos. La mayoría de los niños hermosos están muertos. La mayoría de los soldados, la mayoría de los cobardes. Las mujeres más bellas y los hombres más cultos: todos están muertos. Por todas partes, bajo tierra, los cuerpos reposan en ataúdes, en sarcófagos, entre arcos de piedra ruda. Sus espíritus nos acosan, apretando las orejas contra las paredes de nuestros cráneos. ¿Quién sabe con cuánta atención escuchan lo que decimos, o buscando qué palabra?
XXVII — Ante Vodalus
En la mañana del sexto día vinieron por mí dos mujeres. La noche anterior yo había dormido muy poco. Por la ventana había entrado uno de esos murciélagos comunes en las junglas del norte, y aunque yo había logrado echarlo y restañar la sangre, una y otra vez había vuelto, supongo que atraído por el olor de mis heridas. Aún hoy no puedo mirar esa vaga tiniebla verde que es la luz difusa de la luna sin imaginarme al murciélago arrastrándose allí como una gran araña y luego saltando al aire.
Tanto como a mí verlas, a las mujeres las sorprendió encontrarme despierto; acababa de amanecer. Hicieron que me levantase, y una me ató las manos mientras la otra me ponía un puñal contra la garganta. Me preguntó si la mejilla cicatrizaba, y agregó que, según le habían dicho, cuando me habían llevado allí yo era un hombre guapo.
—Estaba casi tan cerca de la muerte como ahora —le dije. Lo cierto era que aunque estuviera curado de la contusión del choque con la nave, tanto la pierna como la cara me seguían doliendo.
Las mujeres me llevaron ante Vodalus; no, como más o menos esperaba yo, en algún lugar del zigurat o en el reborde donde había estado majestuosamente junto a Thea, sino en un claro que una lenta agua verde abrazaba por tres lados. Tardé uno o dos momentos —tuve que esperar de pie a que concluyeran no sé qué asunto— en darme cuenta de que el río aquel corría fundamentalmente hacia el norte y el este, y de que hasta entonces nunca había visto agua fluyendo en esa dirección; todos los arroyos, en mi experiencia previa, corrían hacia el sur o el sureste para unirse al curso sureste del Gyoll.
Por fin Vodalus inclinó la cabeza hacia mí y me hicieron avanzar. Al ver que apenas me mantenía en pie, ordenó a las guardias que me acercaran y luego les indicó que retrocediesen adonde no pudieran oír.
—Tu entrada es algo menos impresionante que la que hiciste en el bosque de las afueras de Nessus. Estuve de acuerdo. —Pero como entonces, señor, vengo como servidor vuestro. Lo mismo era la primera vez que me visteis, cuando salvé vuestro cuello del hacha. Si aparezco ante vos en harapos sangrientos y maniatado es porque así tratáis a vuestros servidores.
—Concuerdo, ciertamente, en que en tu estado resulta un poco excesivo sujetarte las muñecas. —Sonrió levemente.— ¿Duele?
—No. Ya no hay sensación.
—De todos modos no hacen falta cuerdas. —Vodalus se levantó, sacó una hoja delgada, e, inclinándose sobre mí, cortó las ataduras con la punta.
Flexioné los hombros y me libré de las últimas hebras. Fue como si mil agujas me perforaran las manos.
Una vez que hubo vuelto a sentarse, Vodalus preguntó si no iba a agradecerle.
—Vos nunca me agradecisteis, señor. En cambio me disteis una moneda. Creo que por aquí tengo una. —Hurgué en mi talego en busca de la moneda que me había pagado Guasacht.
—Puedes guardártela. Lo que voy a preguntarte vale mucho más. ¿Estás dispuesto a decirme quién eres?
—Siempre he estado dispuesto a eso, señor. Soy Severian, ex aspirante del gremio de torturadores.
—Pero ¿no eres nada más que un ex aspirante de ese gremio?
—No.
Vodalus lanzó un suspiro y sonrió; luego se reclinó en la silla y volvió a suspirar.
—Mi servidor Hildegrin siempre insistía en que eras importante. Cuando le preguntaba por qué, me respondía con un sinnúmero de especulaciones, ninguna de las cuales me parecía convincente. Pensaba que pretendía obtener dinero a cambio de espiar un poco. Ysin embargo tenía razón.
—Sólo he sido importante para ti una vez, señor. —Siempre que nos encontramos me recuerdas que una vez me salvaste la vida. ¿Sabías que Hildegrin te la salvó a ti? Fue él quien le gritó «¡Corre!» a tu oponente cuando os batisteis en la ciudad. Tú estabas caído, y el otro podría haberte apuñalado. —¿EstáAgiaaquí? —pregunté—. Si se entera, tratará de mataros.
—Nadie más que yo te está oyendo. Díselo más tarde, si quieres. Nunca te creerá.
—De eso no podéis estar seguro.
Sonrió más francamente. —Muy bien, te pasaré a ella. Podrás probar tu teoría contra la mía.
—Como deseéis.
Rechazó mi aquiescencia con un elegante gesto de una mano.
—Piensas que tu voluntad de morir puede acorralarme. En realidad me ofreces una salida fácil a un dilema. Tu Agia vino a verme trayendo consigo un taumaturgo muy valioso, y como precio de sus servicios y los de ella misma sólo pidió que tú, Severian de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, fueras puesto en sus manos. Ahora dices que eres Severian el Torturador y nadie más, y es con gran embarazo que me niego a sus demandas. —¿Yquién deseáis que sea? —pregunté.
—En la Casa Absoluta tengo, o debería decir tenía, un sirviente harto excelente. Tú lo conoces, desde luego, pues fue a él a quien diste mi mensaje. —Vodalus hizo una pausa y volvió a sonreír.— Hace alrededor de una semana recibimos uno de él. No estaba dirigido a mí abiertamente, por cierto, pero yo me había encargado no mucho antes de que él pudiera localizarnos, y no estábamos lejos. ¿Sabes qué decía? Sacudí la cabeza.
—Es raro, porque por entonces debías estar con él. Decía que estaba en una nave derribada; y que con él estaba el Autarca. Habría sido una idiotez mandar semejante mensaje en una situación corriente, porque nos dijo dónde había caído, y tiene que haber sabido que se encontraba detrás de nuestras líneas. —¿Entonces sois parte del ejército ascio?
—Los servimos, sí, en ciertas exploraciones. Veo que te inquieta saber que Agia y el taumaturgo mataron algunos soldados para capturarte. Pierde cuidado. Los señores los valoran aún menos que yo, y no era momento de negociar.
—Pero no capturaron al Autarca. —No soy bueno mintiendo, pero estaba demasiado exhausto, creo, como para que Vodalus me leyera fácilmente la cara.
Se inclinó hacia adelante y por un momento los ojos le fulguraron como si en el fondo ardieran velas.
—O sea que estaba allí. Qué maravilloso. Lo has visto. Has volado con él en la nave real.
Asentí una vez más.
—Mira, por ridículo que suene temí que fueras él. Nunca se sabe. Muere un autarca y otro ocupa el puesto, y el nuevo autarca puede estar allí medio siglo o quince días. ¿Entonces erais tres? ¿No más?
—No.
—¿Cómo era el Autarca? Dame todos los detalles. Hice lo que pedía, describiendo al doctor Talos tal como había aparecido en el papel.
—¿Escapó de los ascios y de las criaturas del taumaturgo? ¿O lo tienen los ascios? Quizás esa mujer y su amante estén guardándolo para ellos.
—Os dije que los ascios no lo capturaron.
Vodalus volvió a sonreír, pero debajo de los ojos fulgurantes y la boca plegada sólo había dolor. —Mira —repitió—, por un momento pensé que podías ser tú. Tenemos a mi servidor, pero lo han herido en la cabeza y nunca está consciente más de unos minutos. Me temo que morirá dentro de muy poco. Pero siempre me ha dicho la verdad, y Agia dice que el único que había con él eras tú.
—¿Pensáis que soy el Autarca? No.
—Sin embargo no eres el mismo que conocí antes. —Vos mismo me disteis el alzabo, y la vida de la chatelaine Thecla. Yo la amaba. ¿Creéis que pude ingerir la esencia de Thecla sin que eso me afectara? Ella siempre está conmigo, de modo que soy dos en un solo cuerpo. Pero no soy el Autarca, que en un cuerpo es mil.
Vodalus no contestó; entornó los ojos como temiendo que yo viera el fuego que le ardía dentro. No se oía nada más que el chapoteo del agua y las voces muy apagadas del corrillo de hombres y mujeres armados, que a cien pasos hablaban entre ellos y de vez en cuando nos echaban una mirada. Chilló un guacamayo, aleteando de un árbol a otro.
—Si vos lo permitierais —le dije a Vodalus— os seguiría sirviendo. —No estuve seguro de que era una mentira hasta que las palabras salieron de mis labios, y entonces quedé perplejo, procurando entender cómo esas palabras, que en el pasado habrían sido ciertas para Thecla y para Severian también, ahora eran falsas para mí.
—«El Autarca, que en un cuerpo es mil» —me citó Vodalus—. Correcto, pero qué pocos lo sabemos.
XXVIII — En marcha
En el día de hoy, último antes de que abandone la Casa Absoluta, participé en una solemne ceremonia religiosa. Estos rituales se dividen en siete órdenes según su importancia o, como dicen los heptarcas, su «trascendencia»: algo que en la época sobre la cual escribía hace un momento yo ignoraba por completo. En el nivel más bajo, el de la Aspiración, están las piedades íntimas, incluidas las oraciones privadas, la puesta de una piedra sobre un túmulo, y cosas así. Las reuniones y peticiones públicas que cuando yo era niño me parecía que eran toda la religión organizada, están en realidad en un segundo nivel, el de la Integración. Lo que hicimos hoy pertenecía al séptimo y más alto, el nivel de Asimilación.
De acuerdo con el principio de circularidad, se prescindió de muchos de los agregados sumados a lo largo de los primeros seis. No hubo música, y las ricas vestimentas de Afirmación fueron reemplazadas por túnicas almidonadas de pliegues escultóricos que nos daban a todos un aire de iconos. Ya no nos es posible llevar a cabo la ceremonia, como en un tiempo, envueltos en el cinturón brillante de la galaxia; pero para conseguir un efecto lo más parecido posible se excluyó de la basílica el campo de atracción de Urth. Para mí fue una sensación nueva, y aunque no tenía miedo, recordé otra vez aquella noche entre las montañas en que sentí que iba a caerme del mundo; algo que mañana llevaré a cabo con serena gravedad. Por momentos el techo pare cía un piso o (lo que me perturbaba mucho más) una pared se convertía en techo, de modo que uno miraba hacia arriba por las ventanas abiertas y veía una ladera herbosa que se alzaba siempre hacia el cielo. Por asombrosa que fuera, la visión no era menos verdadera que lo que vemos comúnmente.
Cada uno de nosotros se volvió un sol; los circundantes cráneos de marfil eran nuestros planetas. Dije que habíamos prescindido de la música; pero no es del todo cierto, pues mientras los cráneos giraban, llegaba a nosotros un tenue y dulce murmullo y un silbido, causados por el paso del aire a través de los orificios de los ojos y entre los dientes; los de órbita casi circular mantenían una nota sostenida, que sólo variaba levemente con la rotación; el canto de los de órbita elíptica crecía y declinaba, elevándose cuando se me acercaban, hundiéndose en un gemido cuando estaban lejos.
Qué estupidez la nuestra, ver solamente muerte en esos ojos vacíos y casquetes de mármol. ¡Cuántos amigos hay entre ellos! El libro marrón, que traje hasta aquí, la única posesión que aún sigue conmigo de las que tomé de la Torre Matachina, fue cosido e impreso y compuesto por hombres y mujeres con esos rostros huesudos; y nosotros, hundidos entre sus voces, en nombre ahora de los que son el pasado, nos ofrecimos y ofrecimos el presente a la luz fulgurante del Sol Nuevo.
Y sin embargo en ese momento, rodeado por el simbolismo más significativo y magnífico, no pude sino pensar en lo diferente que era la realidad cuando, al día siguiente de mi entrevista con Vodalus, partimos del zigurat para marchar (yo custodiado por seis mujeres, que a veces se veían obligadas a transportarme) por una jungla pestilente durante lo que debe de haber sido una semana o más. Yo no sabía —y aún no sé— si huíamos de los ejércitos de la Mancomunidad o de los ascios que habían sido alia— dos de Vodalus. Quizá sólo buscáramos reunirnos con la parte mayor de la fuerza insurgente. Mis guardias se quejaban de la humedad que goteaba de los árboles y les comía las armas y armaduras como un ácido, y del calor sofocante; yo no sentía ninguna de las dos cosas. Recuerdo que una vez me miré el muslo y me sorprendió que se me hubiera caído la carne, de modo que los músculos parecían cuerdas y las partes móviles de la rodilla se veían como se ven las ruedas y varas de un molino.
El viejo curandero iba con nosotros, y ahora me visitaba dos o tres veces al día. Al principio intentó mantenerme seco el vendaje de la cara; cuando vio que el esfuerzo era inútil, lo quitó todo y se conformó con untarme las heridas. Después de eso algunas de mis guardianas se negaron a mirarme, y cuando me hablaban bajaban los ojos. Otras parecían enfrentarse orgullosamente con mi cara desgarrada, de pie con las piernas abiertas (una pose que al parecer consideraban militar) y la mano izquierda descansando con estudiada indiferencia en la empuñadura del arma.
Yo hablaba con ellas siempre que podía. No porque las deseara —la enfermedad que acompañaba a mis heridas me había quitado ese deseo, sino porque en medio de la dispersa columna yo estaba solo como nunca lo había estado en el norte asolado por la guerra o incluso entre las rayas de moho de la antigua celda del zigurat, y porque en un absurdo rincón de mi mente todavía esperaba poder huir. Las interrogaba sobre todo asunto del cual pudiese concebirse que supieran algo, y con incesante asombro descubría en cuán pocos puntos coincidían nuestras mentes. Ni una de las seis se había unido a Vodalus porque apreciara la diferencia entre la restauración del progreso que él procuraba representar y el estancamiento de la Mancomunidad. Tres se habían alistado sólo para seguir a un hombre; dos tenían la esperanza de vengarse de una injusticia personal, y una había huido de un padrastro detestado. Ahora, salvo la última, todas deseaban no haberse alistado nunca. Ninguna sabía con precisión dónde habíamos estado ni tenía la menor idea de adónde íbamos.
Los guías de la columna eran tres salvajes: un par de jóvenes que habrían podido ser hermanos y aun gemelos, y un hombre mucho mayor, torcido, pensaba yo, tanto por deformaciones como por la edad, que mostraba perpetuamente una máscara grotesca. Pese a la diferencia de edad, los tres me recordaban al hombre desnudo que yo había visto una vez en el jardín de la jungla. Estaban tan desnudos como él y tenían la misma piel oscura, de aspecto metálico, y el mismo pelo lacio. Los jóvenes llevaban cerbatanas más largas que dos brazos y dardos con algodón trenzado a mano y teñido de ocre, sin duda con el jugo de alguna planta salvaje. El viejo tenía un bastón tan torcido como él, coronado por una cabeza de mono disecada.
Un palanquín cubierto cuyo lugar en la columna era considerablemente más avanzado que el mío, llevaba al Autarca; el curandero me dio a entender que aún vivía; y una noche, mientras mis guardianas charlaban entre ellas y yo estaba acuclillado frente a la fogata, vi que al guía viejo (la figura encorvada y la apariencia de una cabeza enorme que le daba la máscara eran inconfundibles) se acercaba al palanquín y se deslizaba por debajo. Tardó cierto tiempo en volver a salir. Se decía que aquel viejo era un uturuncu, un chamán capaz de adoptar una forma de tigre.
A los pocos días de haber dejado el zigurat, sin encontrar nada que pudiera llamarse camino o sendero, dimos con una hilera de cadáveres. Eran ascios y les habían arrancado las ropas y el equipo, de modo que parecían cuerpos famélicos que hubiesen caído del aire. A mí me pareció que habían muerto hacía una semana; pero sin duda la humedad y el calor habían acelerado la corrupción, y el tiempo real era menor. En raros casos la causa de la muerte era aparente.
Hasta entonces habíamos visto pocos animales más grandes que los grotescos escarabajos que de noche zumbaban en torno al fuego. Los pájaros que cantaban en las copas de los árboles eran en gran medida invisibles, y si nos visitaban los murciélagos, las alas de tinta se perdían en la oscuridad sofocante. Ahora, al parecer, nos movíamos entre un ejército de bestias que los cadáveres atraían como una mula muerta atrae a las moscas. Apenas pasaba una guardia sin que oyéramos un ruido de huesos quebrados por grandes mandíbulas, y durante la noche unos ojos verdes y escarlata, brillaban fuera de los breves círculos de luz. Aunque era absurdo suponer que esos depredadores ahítos de carroña fueran a molestarnos, mis guardianas doblaron la vigilancia; las que dormían lo hacían con corselete y empuñando el alfarje.
Con cada nuevo día los cadáveres eran más frescos, hasta que al fin no todos fueron cadáveres. Una loca con el pelo corto y ojos fijos entró trastabillando en la columna, chilló unas palabras que nadie entendía y huyó por entre los árboles. Oíamos gritos de auxilio, alaridos y delirios, pero Vodalus no permitió que nadie se apartara, y en la tarde de ese día —así como antes nos habíamos zambullido en la selvanos zambullimos en la horda ascia.
Nuestra columna consistía en una tropa de mujeres, provisiones, el propio Vodalus y su séquito y unos pocos ayudantes con sus retenes. En total no sumaba seguramente más que una quinta parte de las fuerzas de Vodalus, pero, aunque hubieran estado allí todos los posible insurgentes, y cada combatiente se hubiera convertido en cien, habrían sido en la multitud como un tazón de agua en el Gyoll.
Los que primero encontramos eran infantes. El Autarca, recordé, me había dicho que les retenían las armas hasta el momento de la batalla; pero de ser así, los oficiales parecían pensar que el momento estaba próximo o casi. Vi a miles armados con espontones, de modo que al fin llegué a creer que toda la infantería estaba equipada así; luego, cuando caía la noche, alcanzamos a otros muchos que llevaban escarcinas.
Como marchábamos más rápido, penetrábamos cada vez más entre ellos, pero acampamos antes (si es que ellos acampaban) y toda la noche, hasta que al fin me dormí, oí los gritos roncos y un sordo ruido de pies. A la mañana siguiente estábamos de nuevo entre muertos y moribundos, y pasó una guardia antes de que alcanzáramos las filas tambaleantes.
Aquellos soldados ascios tenían una rigidez, un desganado apego al orden que nunca he visto en otra parte. Era como si obedecieran porque no concebían otro modo de actuar. Nuestros soldados casi siempre llevaban varias armas: en el peor de los casos un arma de energía y un cuchillo largo (entre los eschiavoni era excepcional que yo no tuviera ese cuchillo además de mi cimitarra). Pero nunca vi un ascio con más de una, y la mayoría de los oficiales no las llevaban, como si despreciaran las vicisitudes de un verdadero combate.
XXIX — Autarca de la Mancomunidad
Mediado el día nos adelantamos de nuevo a los que habíamos dejado atrás la tarde anterior y dimos alcance al tren de equipaje. Creo que a todos nos pasmó descubrir que la enorme fuerza que habíamos visto no era más que la retaguardia de un ejército inconcebiblemente mayor.
Como bestias de carga los ascios utilizaban uintaítes y platibelodontes. Mezclados con ellos había máquinas de seis patas, máquinas al parecer construidas con ese propósito. Por lo que pude ver, los conductores no distinguían entre los artefactos y los animales; si una bestia se echaba y era imposible conseguir que se levantase, o una máquina caía y no se enderezaba, distribuían la carga entre las que estuvieran más a mano. A nadie se le ocurría matar a las bestias para aprovechar la carne ni reparar las máquinas o guardar alguna pieza.
Entrada la tarde, una gran excitación recorrió nuestra columna, aunque ni mis guardianas ni yo logramos descubrir a qué se debía. El propio Vodalus y varios tenientes vinieron apresurados, y luego hubo muchas idas y venidas entre el final de la columna y la cabeza. Cuando oscureció no acampamos; seguimos andando pesadamente por la noche junto con las tropas ascias. Desde adelante nos pasaron antorchas, y como yo no tenía armas y estaba algo más fuerte, me encargué de llevarlas, sintiendo casi que comandaba las seis espadas de alrededor.
Nos detuvimos a eso de la medianoche. Mis guar dianas encontraron unas varas de leña y las encendimos con una antorcha. Estábamos por acostarnos cuando vi que un mensajero despertaba a los portadores del palanquín que teníamos delante y los despachaba a tropezones hacia la oscuridad. No bien se fueron corrió hasta nosotros y mantuvo una rápida conversación susurrada con la sargenta de mis guardianas. Casi en seguida me desataron las manos (lo que no había sucedido desde mi encuentro con Vodalus) y nos apresuramos detrás del palanquín. Pasamos sin detenernos ante la cabeza de la columna, señalada por el pequeño pabellón de la chatelaine Thea, y pronto vagábamos entre la miríada de soldados ascios del cuerpo principal.
El cuartel general era una cúpula metálica. Supongo que de algún modo debía caer o doblarse como las tiendas, aunque parecía sólida y permanente como cualquier edificio, negra por fuera pero, cuando el costado se abrió para admitirnos, reluciendo por dentro con una pálida luz sin origen. Estaba allí Vodalus, rígido y deferente; al lado el palanquín, con las cortinas abiertas, mostraba el cuerpo inmóvil del Autarca. En el centro de la cúpula había tres mujeres sentadas alrededor de una mesa pequeña. Ni en ese momento ni después nos dedicaron a Vodalus, al Autarca tendido en el palanquín ni a mí, cuando hicieron que me adelantase, más que alguna mirada ocasional. En la mesa había pilas de papeles, pero tampoco los miraban: sólo se miraban entre ellas. Eran muy semejantes de aspecto a los otros ascios que yo había visto, salvo que tenían los ojos más serenos y parecían menos consumidas.
—Aquí está —dijo Vodalus—. Ya tenéis a los dos ante vosotras.
Una de las ascias dijo algo a las otras dos en su idioma. Ambas asintieron y la que había hablado dijo: —Sólo el que actúa contra el populacho necesita esconder la cara.
Hubo una prolongada pausa, hasta que Vodalus me susurró: —¡Contéstale!
—¿Que conteste a qué? No hubo ninguna pregunta.
La ascia dijo: —¿Quién es amigo del populacho? El que ayuda al populacho. ¿Quién es enemigo del populacho?
Hablando rápidamente, Vodalus preguntó: —Con toda franqueza, ¿sois tú o este hombre que está aquí inconsciente el jefe de los pueblos de la mitad sur del hemisferio?
—No —dije. Era una mentira fácil porque, por lo que yo había visto, el Autarca gobernaba a unos pocos miembros de la Mancomunidad. En voz baja añadí para Vodalus—: ¿Qué tontería es ésta? ¿Creen que si fuera el Autarca se lo diría?
—Todo lo que decimos se transmite al norte. Ahora hablaba una de las ascios, que hasta entonces habían callado. En un momento nos señaló. Al fin las tres se quedaron quietas como muertas. Tuve la impresión de que oían una voz para mí inaudible, y de que mientras esa voz hablaba no se atrevían a moverse; pero puede haber sido mera imaginación. Vodalus estaba inquieto; yo cambié de posición para aliviar el dolor de la pierna herida, y el Autarca respiraba con un aliento entrecortado; pero las tres mujeres permanecían inmóviles, como figuras pintadas.
Al fin la que había hablado primero dijo: —Todas las gentes pertenecen al populacho. —Y me pareció que las otras se tranquilizaban.
—Este hombre está enfermo —dijo Vodalus mirando al Autarca— y me ha servido con utilidad, aunque supongo que esa utilidad ya se ha agotado. El otro se lo he prometido a una de mis seguidoras.
—El mérito del sacrificio recae en aquel que sin pensar en lo que le conviene, se pone al servicio del populacho. —El tono de la ascia dejó claro que no había más discusión.
Vodalus me miró y se encogió de hombros; luego dio media vuelta y salió de la cúpula. Casi en seguida entró una fila de oficiales que empuñaban látigos.
Los ascios nos encerraron en una tienda quizás el doble de grande que mi celda del zigurat. Había un fuego pero no catres, y los oficiales que cargaban al Autarca lo habían dejado en el suelo. Una vez que conseguí desatarme las manos, intenté ponerlo cómodo, de espaldas, como lo había visto en el palanquín, y con los brazos a los costados.
Alrededor, el ejército estaba en calma, al menos tan en calma como está siempre un ejército ascio. De vez en cuando alguien gritaba a lo lejos —en sueños, parecía—, pero en general no había otro ruido que los lentos pasos de los centinelas. No puedo expresar el horror que me provocaba la idea de ir a Ascia. No ver más que las desbocadas, famélicas caras de los ascios y tropezar, sin duda por el resto de mi vida, con aquello que los había enloquecido, fuera lo que fuese, me parecía un destino más espantoso que el de cualquiera de los clientes de la Torre Matachina. Intenté levantar la pared de la tienda, pensando que los centinelas no podían hacer nada peor que quitarme la vida; pero habían fijado los bordes al suelo por un medio que no comprendí. Las cuatro paredes eran de una sustancia resbaladiza y recia que no pude romper con las manos, y las seis guardianas me habían quitado la navaja de Miles. Iba ya a lanzarme por la puerta cuando la recordada voz del Autarca susurró:—Espera.
Caí de rodillas a su lado, temiendo de pronto que nos oyesen.
—Pensé que estabais… durmiendo.
—Supongo que la mayor parte del tiempo he estado en coma. Pero cuando no lo estaba, fingía, para que Vodalus no me interrogara. ¿Vas a huir?
—No sin vos, sieur. Ahora no. Os había dado por muerto.
—No errabas por mucho… sin duda no por más de un día. Sí, creo que es lo mejor; debes escapar. Con los insurgentes está el padre Inire. Él iba a ayudarte a escapar. Pero ya no estamos allí, ¿no? Tal vez no pueda ayudarte. Abre mi túnica. Lo primero que necesitas está en mi faja.
Hice lo que decía; la carne que rozaron mis dedos estaba fría como la de un cadáver. Cerca de la cadera izquierda vi una empuñadura de metal plateado, no más gruesa que un dedo de mujer. Saqué el arma; la hoja apenas medía medio palmo, pero era gruesa y fuerte y tenía un filo letal como yo no tocaba desde que la maza de Calveros había destrozado Terminus Est.
—Todavía no debes irte —susurró el Autarca.
—No me iré mientras estéis vivo —dije—. ¿Dudáis de mí?
—Viviremos los dos, y los dos nos iremos. Tú conoces esa abominación… —Cerró la mano sobre la mía—. Comerse los muertos, devorar sus vidas muertas. Pero hay otra manera que no conoces, y otra droga. Tienes que tomarla y beber las células vivas de mi cerebro anterior.
Quizá me aparté, porque me apretó más fuerte la mano.
—Cuando yaces con una mujer, hundes tu vida en la de ella para que quizás haya una vida nueva. Cuando hagas lo que te ordeno, continuarán en ti mi vida y las vidas de todos los que en mí viven. Las células entrarán en tu sistema nervioso y se multiplicarán. La droga está en la redoma que llevo en el cuello, y esa hoja me partirá el hueso del cráneo como si fuera de pino. He tenido ocasión de usarla y te lo prometo. ¿Recuerdas que cuando cerré el libro juraste servirme? Ahora usa el cuchillo y vete cuanto antes.
Asentí y prometí que lo haría.
—Es la droga más poderosa que hayas conocido, y habrá cientos de personalidades… Somos muchas vidas.
—Comprendo —dije.
—Los ascios se ponen en marcha al amanecer. ¿Le quedará a la noche más de una guardia?
—Espero que la sobreviváis, señor, y a muchas más. Que os recobréis.
—Debes matarme ya, antes de que Urth vuelva el rostro hacia el sol. Entonces viviré en ti… no moriré nunca. Ahora vivo por un acto de voluntad. Estoy cediendo la vida con cada palabra.
Sorprendido, advertí que un torrente de lágrimas me brotaba de los ojos.
—Os he odiado desde que era niño, señor. No os he hecho daño, pero de haber podido lo habría hecho, y ahora me da pena.
La voz de él se había ido apagando hasta ser más leve que el chirrido de un grillo.
—Tenías razón en odiarme, Severian. Yo defiendo… como defenderás tú… tantas cosas malas… —¿Por qué? —pregunté—. ¿Par qué?—Estaba de rodillasjunto a él.
—Porque todo lo demás es peor. Hasta que llegue el Sol Nuevo sólo podemos elegir entre varios males. Todo se ha probado y todo ha fracasado. Bienes en común, el gobierno del pueblo… todo. ¿Deseas el progreso? Los ascios lo tienen. El progreso los ha dejado mudos, la muerte de la naturaleza los ha enloquecido tanto que aceptarían a Erebus y los demás como dioses. La humanidad se ha estacionado… en la barbarie. El Autarca protege al pueblo de los exultantes, y los exultantes… lo protegen del Autarca. Los religiosos lo consuelan. Hemos cerrado los caminos para paralizar el orden social…
Se le cerraron los ojos. Le puse la mano en el pecho para sentir el corazón tenuemente agitado.
—Hasta el Sol Nuevo…
Era de eso de lo que yo había querido huir, no de Agia ni de Vodalus.
Con toda la suavidad posible le saqué la cadena del cuello, abrí la redoma y bebí. Luego, con la hoja corta y dura, hice lo que había que hacer.
Cuando acabé, lo cubrí de la cabeza a los pies con su propia túnica azafranada y me colgué del cuello la redoma vacía. El efecto de la droga fue violento como él me había advertido. Ustedes que leen esto, que acaso nunca hayan tenido más de una conciencia, ignoran lo que es tener dos o tres, no digamos ya cientos. Vivían en mí y estaban felices, cada una a su modo, de descubrirse con una vida nueva. El Autarca muerto, cuyo rostro enrojecido yo había visto unos momentos antes, volvía a vivir. Suyos eran mis ojos y mis manos; yo conocía la labor de los panales de abejas en la Casa Absoluta, que se guían por el sol y extraen oro de la fertilidad de Urth. Conocía cómo llegaban hasta el Trono del Fénix, y hasta las estrellas, y el regreso. La mente del Autarca era mía, y me colmaba con saberes cuya existencia yo nunca había sospechado, y conocimientos que le habían llegado de otras mentes. El mundo fenoménico parecía tenue yvago como un dibujo esbozado en arena, sobre la que sopla y gime un viento errante. No habría podido concentrarme en ese mundo, aunque lo deseara, y no lo deseaba.
La tela negra de nuestra prisión era ahora gris, y los ángulos del techo giraban como los prismas de un calidoscopio. Sin darme cuenta yo había caído y yacía cerca del cuerpo de mi predecesor. Intenté incorporarme pero sólo conseguí golpear las manos contra el suelo.
No sé cuánto tiempo estuve tendido allí. Había limpiado el cuchillo —ahora, aún, mi cuchillo—, y, como él, lo había escondido. Imaginé nítidamente una docena de figuras superpuestas que rasgaban la pared y se deslizaban a la noche. Severian, Thecla, miríadas de otros que huían. Tan real era el pensamiento que varias veces creí haber escapado; pero siempre, cuando tendría que estar corriendo entre los árboles, evitando a los exhaustos durmientes del ejército ascio, volvía a encontrarme en la tienda, con el cuerpo amortajado no lejos del mío.
Unas manos me apretaron las manos. Supuse que los oficiales de los látigos habían vuelto, e intenté levantarme para que no me golpearan. Pero cien recuerdos azarosos se entrometieron, como los dibujos que el dueño de una galería nos pone delante en rápida sucesión: una carrera a pie, los empinados tubos de un órgano, un diagrama con ángeles rotulados, una mujer en una carreta.
Alguien dijo: —¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Sentí que la saliva me chorreaba de los labios, pero no me salieron palabras.
XXX — Los corredores del Tiempo
Algo me golpeó la cara dejando un hormigueo. —¿Qué ha pasado? Está muerto. ¿Estás drogado? —Sí. Drogado. —Había otro más que hablaba y al cabo de un momento supe quién era: Severian, el joven torturador.
Pero ¿quién era yo? —Levántate. Tenemos que salir. —Centinela.
—Centinelas —nos corrigió la voz—. Había tres. Los matamos.
Bajaba por una escalera blanca como la sal que llevaba a nenúfares y agua estancada. A mi lado iba una muchacha bronceada, de ojos largos y sesgados. Por encima del hombro atisbaba el rostro esculpido de uno de los epónimos. El tallista había trabajado en jade, y el rostro parecía de hierba.
—¿Se está muriendo? —Nos ve. Fíjate en los ojos.
Sabía dónde estaba. Pronto el voceador metería la cabeza por la puerta de la tienda para decirme que me fuera.
—Arriba de la tierra —dije—. Me dijiste que la vería arriba de la tierra. Pero fue fácil. Está aquí. —Tenemos que irnos.
Caminamos rápido un largo trecho, como yo había imaginado, pasando a veces por encima de ascios dormidos.
—No vigilan mucho —susurró Agia—. Vodalus me dijo que los jefes son tan obedientes que apenas conciben el ataque a traición. En la guerra, nuestros soldados los sorprenden a menudo.
Yo no entendía, y como un niño repetí «Nuestros soldados…»
—Hethor y yo ya no lucharemos para ellos. ¿Cómo vamos a hacerlo, después de haberlos visto? Lo mío es contigo.
Yo estaba empezando a reencontrarme: las mentes que formaban mi mente volvían a donde habían estado. Una vez me habían dicho que autarca significaba «el que se gobierna a sí mismo», y ahora vislumbraba la razón de ese título.
—Querías matarme —dije—. Ahora me liberas. Habrías podido apuñalarme. —Vi una curva daga de Thrax clavada en el postigo de Casdoe.
—Habría podido matarte más fácilmente. Los espejos de Hethor me han dado un gusano, no más grande que una palma, que brilla con un fuego blanco. Me basta con arrojarlo, y mata y vuelve conmigo; así acabé con los centinelas uno a uno. Pero este hombre verde no lo permitiría, y no es lo que yo deseo ahora. Vodalus me prometió que tu agonía iba a durar semanas y no me conformaré con menos.
—¿Me llevas de nuevo a él?
Sacudió la cabeza, y en el tenue amanecer gris que se deslizaba entre las hojas, vi que los rizos castaños se le balanceaban sobre los hombros como la mañana en que había quitado las rejas de la tienda de harapos.
—Vodalus ha muerto. Con el trabajo a mi mando, ¿piensas que iba a dejar que me engañara y siguiera vivo? Ellos te habrían llevado de aquí. Ahora yo te dejaré en libertad, porque algo me dice adónde quieres ir, y al final volverás a caer en mis manos, como caíste cuando los pteriopos te salvaron de los evzonos.
—O sea que me rescatas porque me odias —dije, y ella asintió. De la misma manera Vodalus, supongo, había odiado esa parte de mí que había sido el Autarca.
O más bien había odiado su idea del Autarca, porque hasta donde era capaz había sido fiel al Autarca real, a quien suponía servidor suyo. Cuando yo era niño en las cocinas de la Casa Absoluta, había un cocinero que despreciaba tanto a los armígeros y exultantes, a quienes les preparaba la comida, que para no tener que soportar nunca la indignidad de un reproche, hacía todo a la perfección. A la larga lo nombraron jefe de las cocinas de esa ala. En aquel momento pensé en él, y mientras pensaba, la sensación de la mano de Agia, que cuando huíamos se había vuelto casi imperceptible, desapareció del todo de mi brazo. Cuando la busqué, ya no estaba; me había quedado solo con el hombre verde.
—¿Cómo es que estás aquí? —le pregunté—. En este tiempo por poco te mueres, y sé que bajo nuestro sol no podréis medrar.
Él sonrió. Aunque tenía labios verdes, los dientes eran blancos; relucían en la luz tenue.
—Somos hijos vuestros, y no menos honrados que vosotros, aunque no matamos para comer. Tú me diste la mitad de tu piedra, la piedra que royó el hierro y me dejó libre. ¿Qué pensabas que haría cuando la cadena ya no me atara?
—Supuse que ibas a regresar a tu propio día —dije. El influjo de la droga se había atenuado lo suficiente para hacerme temer que la charla despertara a los soldados de Ascia. Y sin embargo no veía ninguno; sólo los altísimos troncos oscuros de los quebrachos selváticos.
—Nosotros recompensamos a nuestros benefactores. He trajinado de un lado a otro los corredores del Tiempo, buscando un momento en que estuvieras prisionero tú también para poder liberarte.
Cuando oí eso no supe qué contestar. Por fin le dije: —No te imaginas qué extraño me siento al saber que alguien ha estado investigando mi futuro, buscando una oportunidad de beneficiarme. Pero no dudo de que ahora, ahora que estamos a mano, comprenderás que si te ayudé no fue porque pensara que tú me ayudarías.
—Lo pensabas; querías que te ayudara a encontrar la mujer que acaba de dejarnos, la mujer que desde aquella ocasión te has encontrado varias veces. Con todo, debes saber que no estuve solo: hay allí otros que buscan: te enviaré dos. Y todavía no estamos a mano, pues aunque te encontré cautivo aquí, la mujer también te encontró y te hubiese liberado sin mi ayuda. Así que volveré a verte.
Con estas palabras me soltó el brazo y retrocedió en esa dirección que yo no había visto nunca hasta que observé cómo la nave se perdía desde la cumbre del castillo de Calveros, y que yo sólo podía ver, parece, cuando allí había algo. De inmediato se volvió y echó a correr, y pese a la penumbra del amanecer vi durante un rato la silueta en fuga, iluminada por relámpagos intermitentes pero regulares. Por fin se redujo a un punto oscuro; pero entonces, justo cuando yo esperaba que el punto desapareciera del todo, empezó a crecer, de modo que tuve la impresión de que algo enorme se precipitaba hacia mí por ese túnel de ángulo extraño.
No era la nave que conocía sino una embarcación mucho más pequeña. Y sin embargo era tan grande que cuando al fin entró del todo en nuestro campo de conciencia, las regalas tocaron varios de los gruesos troncos a la vez. El casco se dilató y una pasarela, mucho más corta que la escalera surgida de la nave del Autarca, se deslizó hasta tocar el suelo.
Por allí bajaron el maestro Malrubius y mi perro Triskele.
En ese momento recuperé el dominio de mí mismo; en realidad no lo había tenido desde que bebie— ra el alzabo con Vodalus y comiera la carne de Thecla. No era que Thecla se hubiese marchado (y no era lo que yo quería, por más que en muchos aspectos hubiera sido una mujer cruel y alocada), o que hubiesen desaparecido mi predecesor y las cien mentes envueltas en la suya. La vieja y simple estructura de mi personalidad única se había perdido; pero la estructura nueva y compleja ya no me obnubilaba ni confundía. Era un laberinto, pero de ese laberinto yo era el propietario y hasta el constructor, y cada pasillo llevaba la marca de mi pulgar. Malrubius me tocó, y tomando mi mano maravillada se la llevó a la mejilla fresca.
—Entonces es real —dije.
—No. Somos casi lo que tú nos consideras: poderes del otro lado de la escena. Sólo que no exactamente deidades. Tú eres actor, tengo entendido.
Negué con la cabeza. —¿No me reconoce, maestro? Usted me enseñó cuando yo era niño, y he llegado a aspirante del gremio.
—Pero también eres actor. Tienes tanto derecho a verte de ese modo como del otro. Cuando te hablamos en el campo cerca de la muralla venías de representar, y la siguiente vez que te vimos, en la Casa Absoluta, estabas actuando de nuevo. Era una buena obra; me habría gustado ver el final.
—¿Usted estaba entre el público?
El maestro Malrubius asintió. —Como actor que eres, Severian, seguramente conoces la frase a que aludí hace un momento. Se refiere a cierta fuerza sobrenatural que suele personificarse y salir a escena en el último acto para que la obra pueda acabar bien. Dicen que eso es de mal dramaturgo, pero quienes lo dicen olvidan que es mejor tener un poder sometido en una cuerda, y una obra que acaba bien, que no tener nada aparte de una obra que acaba mal. Aquí está nuestra cuerda; muchas cuerdas y también una nave robusta. ¿Vendrás a bordo?
—¿Por eso son como son? —dije—. ¿Para que confíe en ustedes?
—Sí, si quieres. —El maestro Malrubius asintió y Triskele, que se había sentado a mis pies y me miraba la cara, soltó su torpe galope de tres piernas hasta la mitad de la pasarela y se volvió a mirarme, agitando el muñón de la cola y con los ojos suplicantes de los perros.
—Sé que no puede ser lo que parece. A lo mejor Triskele sí, pero a usted lo vi enterrado, Maestro. La cara de usted no es una máscara, pero alguna hay por ahí, y bajo esa máscara está lo que la gente común llama cacógeno, aunque una vez el doctor Talos me explicó que ustedes prefieren que los llamen hieródulos.
De nuevo Malrubius me tomó la mano. —Si nosotros pudiéramos no te engañaríamos. Pero espero que para bien tuyo y de toda Urth, te engañes tú mismo. Ahora te nubla la mente una droga, más de lo que crees, así como cuando te hablamos en aquel prado cerca de la muralla te dominaba el sueño. Tal vez si no estuvieras drogado te faltaría valor para venir con nosotros aunque nos vieras, aunque encontraras razones convincentes.
Yo dije: —Hasta el momento no me he convencido, no de eso ni de nada. ¿Adónde quieren llevarme y por qué? ¿Es usted el maestro Malrubius o un hieródulo?—Mientras hablaba vi claramente los árboles, que se alzaban como soldados esperando a que los oficiales discutan alguna cuestión estratégica. Todavía era de noche, pero incluso allí se había convertido en una oscuridad más tenue.
—¿Sabes qué significa esa palabra que usas, kieródulo? Yo no soy un hieródulo; soy Malrubius. En todo caso sirvo a quienes sirven los hieródulos. Hieródulo significa esclavo sagrado. ¿Crees que puede haber esclavos sin amos?
—Y me lleva…
—Al océano, a conservarte la vida. —Como si me hubiera leído el pensamiento, continuó:— No, no te llevamos a las amantes de Abaia, las que te salvaron porque habías sido torturador e ibas a ser autarca. De todos modos tienes cosas peores que temer. Los que te tenían cautivo aquí, los esclavos de Erebus, descubrirán pronto que te has escapado; y Erebus lanzará ese ejército y muchos otros iguales al abismo para capturarte. Ven.
Me llevó hacia la pasarela.
XXXI — El Jardín de Arena
A esa embarcación la manejaban manos que yo no veía. Yo había imaginado que subiríamos flotando como la nave voladora o desapareceríamos por un corredor del tiempo como el hombre verde. En cambio nos elevamos tan rápido que me sentí mareado; en la borda se oía un ruido de grandes brazos y piernas que se entrechocaban.
—Eres el Autarca ahora —me dijo Malrubius—. ¿Lo sabes? —La voz parecía mezclarse con el silbido del viento en las jarcias.
—Sí. Mi predecesor, cuya mente es una de mis mentes, llegó al cargo como yo. Conozco los secretos, las palabras de la autoridad, aunque todavía no he tenido tiempo de pensarlo. ¿Me llevarán de vuelta a la Casa Absoluta?
Sacudió la cabeza. —No estás preparado. Crees que ya dispones de lo que sabía el viejo Autarca. Tienes razón; pero todavía no lo dominas, y cuando lleguen las pruebas te encontrarás con muchos que en cuanto titubees te matarán. Te criaron en la Ciudadela de Nessus; ¿cuál es la palabra para citar al castellano? ¿Cómo se dan órdenes a los hombres-mono de la mina del tesoro? ¿Qué frases abren las bóvedas de la Casa Secreta? No hace falta que las digas porque estas cosas son los arcanos de tu posición, y de todos modos las sé. Pero ¿las sabes tú sin pensar demasiado?
Aunque las frases que requería estaban en mi mente, cuando intenté pronunciarlas, fracasé. Se escurrían, como peces pequeños, y al final sólo pude encogerme de hombros.
—Y hay una cosa más que tienes que hacer. Una aventura más, al borde de las aguas.
—¿Qué es?
—Si te lo dijera no sucedería. No te alarmes. Es simple, dura un respiro. Pero tendría que explicarte muchas cosas, y no me alcanza el tiempo. ¿Crees en la llegada del Sol Nuevo?
Tal como había buscado dentro de mí las frases de mando, busqué la creencia; y tampoco pude encontrarla.
—Eso me han inculcado toda la vida —dije—. Pero creo que ni siquiera mis maestros, y uno de ellos era el verdadero Malrubius, creían de veras. Por eso no puedo decir si creo o no.
—¿Quién es el Sol Nuevo? ¿Un hombre? Si es un hombre, ¿cómo explicas que con su llegada todo lo verde vaya a reverdecer, y los graneros a llenarse?
Era desagradable que me arrastraran de vuelta a cosas oídas a medias en la infancia, cuando empezaba a entender que había heredado la Mancomunidad.
—Será el Conciliador renacido: su avatar, portador de paz y justicia. Las pinturas lo muestran con la cara brillante, como el sol. Yo fui aprendiz de torturador, no acólito, y eso es todo lo que puedo decirle. —Me embocé en la capa para cubrirme del viento frío. Triskele estaba encogido a mis pies —¿Y qué necesita más la humanidad? ¿Justicia o paz? ¿O un Sol Nuevo?
Intenté sonreír. —Se me ha ocurrido que aunque es imposible que usted sea mi viejo maestro, quizás él está en usted así como la chatelaine Thecla estuvo en mí. En ese caso, ya sabe la respuesta. Cuando se lleva a un cliente al peor extremo, lo que necesita es calor, comida y alivio del sufrimiento. La paz y la justicia vienen después. La lluvia simboliza la compasión y el sol la caridad, pero la lluvia y el sol son me jores que la compasión y la caridad. De lo contrario degradarían las cosas que simbolizan.
—En gran medida tienes razón. El maestro Malrubius que conociste vive en mí, y tu viejo Triskele en este Triskele. Pero no es eso lo que ahora importa. Si hay tiempo, antes de que nos vayamos lo entenderás. —Malrubius cerró los ojos, y exactamente como yo recordaba haber visto cuando estaba entre los aprendices más jóvenes, se rascó el vello gris del pecho.—Aunque te dije que no te sacaría de Urth, ni siquiera de tu continente, tuviste miedo de subir a esta barquita. Imagina que dijera… no te lo digo, pero imagina cómo sería si yo te llevara fuera de Urth, más allá de la órbita de Faleg, que vosotros llamáis Verthandi, más allá de Bethor, y de Aratron, y al £m a la oscuridad exterior, y a través de ella a algún otro sitio. ¿Tendrías miedo, ahora que has navegado con nosotros?
—A nadie le gusta decir que tiene miedo. Pero sí, lo tendría.
—Con miedo o no, ¿irías si sirviera para traer el Sol Nuevo?
Entonces me pareció que un espíritu del abismo me apretaba el corazón con unas manos heladas. No era una alucinación, ni creo que él pretendiera que lo fuese. Vacilé, en silencio excepto por el clamor de mi propia sangre en mis oídos.
—No hace falta que respondas ahora si no puedes. Ya te lo preguntaremos otra vez. Pero hasta que respondas no puedo decirte nada más.
Estuve mucho tiempo en esa extraña cubierta, a veces paseándome de una punta a otra, echándome aliento en los dedos bajo el viento helado mientras alrededor se me apiñaban los pensamientos. Las estrellas nos miraban y me pareció que los ojos del maestro Malrubius eran dos estrellas más.
Por fin volví y le dije: —Hace mucho que quiero… Si sirviera para traer el Sol Nuevo, sí, iría.
—No puedo asegurártelo. ¿Irías, entonces, si ayudara a traer el Sol Nuevo? Justicia y paz, sí… pero ¿y un torrente de calor y energía como el que Urth conoció antes de que naciera el primer hombre?
Entonces sucedió lo más extraño que tengo que contar en este relato ya excesivo; pero en esta ocasión no vi nada ni oí nada, no hubo bestias parlantes ni mujeres gigantescas. De pronto, mientras lo oía, sentí una opresión en el pecho, como había sentido en Thrax al comprender que debía marchar al norte con la Garra. Recordé a la joven de la choza.
—Sí —dije—. Si sirviese para traer el Sol Nuevo, iría. —¿Y si fueras a soportar una prueba? Conociste al que era Autarca antes que tú, y acabaste por amarlo. Él vive en ti. ¿Era un hombre?
—Era un ser humano… como usted no lo es, maestro, creo.
—Sabes tan bien como yo que no has respondido a mi pregunta. ¿Era un hombre como tú? ¿Media díada hombre y media mujer?
Negué con la cabeza.
—En eso te convertirás si fracasas. ¿Todavía quieres ir?
Triskele apoyó en mi rodilla la cabeza llena de cicatrices, embajador de todo lo mutilado, del Autarca que había llevado una bandeja en la Casa Absoluta y había yacido inmóvil en el palanquín esperando transmitirme las murmurantes voces que tenía dentro de Thecla retorciéndose bajo el Revolucionario y de la mujer que hasta yo, que me había jactado de no poder olvidar nada, había casi olvidado, sangrando y muriendo en la mazmorra de nuestra torre. Después de todo quizás haber encontrado a Triskele, que según he dicho no cambiaba nada, fue lo que al final lo cambió todo. Esta vez no tenía respuesta; el maestro Malrubius me vio la respuesta en la cara.
—Tú sabes de los abismos del espacio, que algunos llaman Agujeros Negros, de los que nunca vuelve ninguna partícula de materia ni destello de luz. Pero lo que hasta ahora no sabías es que esos abismos tienen una contraparte: las Fuentes Blancas; desde ellas la materia y la energía rechazadas por un universo superior se vierten aquí en una catarata incesante. Si pasas la prueba, si juzgan a nuestra raza preparada para reingresar en los anchos mares del espacio, una fuente así se creará en el corazón de nuestro sol.
—¿Y si fracaso?
—Si fracasas, te quitará la virilidad para que no puedas legar el Trono del Fénix a tus descendientes. Tu predecesor también aceptó el desafío.
—Yfracasó. Por lo que dice está claro.
—Sí. Sin embargo era más valiente que muchos de los llamados héroes, el primero que entró en muchos reinos. El último antes que él fue Ymar, de quien acaso hayas oído algo.
—Pero Ymar también tuvo que ser juzgado inepto. ¿Ya partimos? Sólo veo estrellas detrás de la regala. El maestro Malrubius sacudió la cabeza. —No miras con tanta atención como crees. Estamos cerca de nuestro destino.
Bamboleándome, fui hasta la regala. Parte de mi inestabilidad, creo, se debía al movimiento de la embarcación; pero otra parte venía de los efectos duraderos de la droga.
La noche aún cubría Urth, porque habíamos navegado velozmente hacia el oeste y allí no había despuntado el débil amanecer que sorprendiera al ejército ascio en la jungla. Un momento después las estrellas que había más allá de la banda parecieron deslizarse y resbalar en el cielo con un movimiento incierto y oscilante. Era casi como si algo corriera entre ellas, como un viento por un campo de trigo. Entonces pensé: Es el mar… y en ese momento el maestro Malrubius dijo:
—Es el gran mar llamado océano.
—Había deseado tanto visitarlo…
—Dentro de poco estarás en la orilla. Preguntaste cuándo ibas a dejar este planeta. No partirás hasta que tu gobierno esté seguro. Hasta que la ciudad y la Casa Absoluta te obedezcan y tus ejércitos hayan rechazado las incursiones de los esclavos de Erebus. Dentro de unos años, tal vez. Pero tal vez no durante décadas. Vendremos a buscarte, nosotros dos.
—Esta noche me lo han dicho dos veces: que volveré a verlo —dije.
Estaba hablando cuando hubo un leve choque, como un barco que atraca diestramente en un muelle. Bajé por la pasarela hasta una playa, y el maestro Malrubius y Triskele me siguieron. Les pregunté si iban a quedarse un tiempo a aconsejarme.
—Sólo un rato. Si tienes más preguntas, has de hacerlas ahora.
La lengua de plata de la pasarela ya se deslizaba de nuevo en el casco. Pareció que apenas acababa de desaparecer cuando la embarcación se alzó y salió proyectada por una abertura en la realidad, la misma por la que se había alejado el hombre verde.
—Habló de la paz y la justicia que el Sol Nuevo ha de traer. ¿Es justo que me llame desde tan lejos? ¿Qué prueba me aguarda?
—No es él quien te llama. Los que te llaman esperan convocar el Sol Nuevo hacia ellos —dijo el maestro Mahubius, pero no lo entendí. Luego volvió a contarme en breves palabras la historia secreta del Tiempo, que es el mayor de los secretos y que consignaré aquí en el lugar apropiado. Cuando acabó sentí un remolino en la mente y temí olvidar lo que había dicho, porque parecía demasiado grande para que un hombre vivo lo supiera y porque al fin había aprendido que las brumas se cierran sobre mí como sobre otros hombres.
—Tú no olvidarás; sobre todo tú. En el banquete de Vodalus dijiste que estabas seguro de poder olvidar las tontas contraseñas que él te había enseñado: imitaciones de palabras de autoridad. Pero no las olvidaste. Lo recordarás todo. Y acuérdate también de no tener miedo. Es posible que la épica penitencia de la humanidad esté terminando. El viejo Autarca te dijo la verdad: no iremos de nuevo a las estrellas hasta que vayamos como divinidades, pero acaso el díaya no esté lejos. Puede que en ti se hayan sintetizado todas las tendencias divergentes de nuestra raza.
Como acostumbraba, Triskele se alzó un momento en las patas traseras; luego corrió en círculos y galopó a lo largo de la playa alumbrada por los astros, las tres patas dispersando las garras de gato de las olas. Cuando estaba a cien zancadas se volvió a mirarme como si quisiera que lo siguiese.
Di unos pasos hacia él pero el maestro Malrubius dijo:
—No puedes ir adonde va él, Severian. Sé que nos consideras alguna especie de cacógenos y por un tiempo pensé que no sería sensato desengañarte; pero ahora debo hacerlo. Somos acuástores, seres creados y alimentados por el poder de la imaginación y la concentración del pensamiento.
—He oído hablar de esas cosas —le dije—. Pero a usted lo he tocado.
—No es ninguna prueba. Somos tan sólidos como la mayoría de las cosas verdaderamente falsas: una danza de partículas en el espacio. A estas alturas deberías saber que sólo lo que no puede tocarse es verdadero. Una vez conociste una mujer llamada Cyriaca, que te contó historias de las grandes máquinas pensantes del pasado. En la nave en donde navegamos hay una máquina así. Tiene el poder de leerte la mente.
—¿Entonces usted es esa máquina? —pregunté. Una sensación de soledad y de vago temor creció en mí.
—Yo soy el maestro Malrubius, y Triskele es Triske— le. La máquina revisó tus recuerdos y nos encontró. La vida que tenemos en tu mente no es tan completa como la de Thecla y la del viejo Autarca, pero de todos modos estamos allí y viviremos mientras vivas tú. Pero en el mundo fisico nos mantiene la energía de la máquina, y el alcance no supera unos pocos miles de años.
Dijo esas últimas palabras mientras la carne ya se le disolvía en polvo brillante. Por un momento reverberó a la fría luz de las estrellas. Luego desapareció. Triskele permaneció conmigo unos pocos instantes más, y lo oí ladrar cuando el pelo amarillo ya era de y se dispersaba en la brisa suave.
Luego me quedé solo a la orilla del océano que tanto había deseado ver; pero aunque estaba solo me sentí reanimado, y respiré ese aire que no se parece a ningún otro, y sonreí oyendo la suave canción de las olas. La tierra —Nessus, la Casa Absoluta y lo demás— estaba al este; al oeste estaba el mar; caminé hacia el norte porque no me avenía a dejarlo tan pronto y porque en esa dirección había corrido Triskele, a lo largo de la orilla. Allí el gran Abaia podía revolcarse con sus amantes, y sin embargo el mar era mucho más viejo y más sabio que él; como toda la vida de la tierra, los seres humanos proveníamos del mar; y porque no podíamos conquistarlo era siempre nuestro. El viejo sol rojo se alzó a mi derecha y su mustia belleza tocó las olas, y oí el llamado de las aves marinas, las aves innumerables.
Las sombras se habían hecho cortas cuando me sentí cansado. Me dolían la cara y la pierna herida; desde el mediodía anterior no había comido nada y exceptuando el trance en la tienda ascia tampoco había dormido. De haber podido habría descansado, pero el sol calentaba y la línea de acantilados que había más allá de la playa no proyectaba ninguna sombra. Por fin seguí la huella de una carreta de dos ruedas y llegué a un macizo de rosas silvestres que crecía en una duna. Allí paré y me senté a la sombra para quitarme las botas y vaciarlas de la arena que había entrado por las costuras desgarradas.
Una espina se me enganchó en el brazo, y desprendiéndose de la rama, se me incrustó en la carne con una gota de sangre escarlata en la punta, una gota no más grande que un grano de mijo. La arranqué y me cayó en las rodillas.
Era la Garra.
La Garra perfecta, con un brillo negro, tal como yo la había colocado bajo la piedra del altar de las Peregrinas. Todo ese arbusto y todos los que crecían con él estaban cubiertos de pimpollos blancos y de esas Garras perfectas. La que yo tenía en la palma ardía bajo mis ojos con una luz translúcida.
Yo me había desprendido de la Garra, pero había conservado el saquito de cuero de Dorcas. Lo saqué de la alforja y me lo colgué del cuello al modo de antes, con la Garra de nuevo dentro. Sólo después de haberla guardado recordé que al comienzo de mi viaje, en el jardín Botánico, había visto un arbusto exactamente así.
Nadie puede explicar estas cosas. Desde que llegué a la Casa Absoluta he conversado con el heptarca y con varios acaryas; pero lo que han sido capaces de decirme es poco salvo que, antes de esto, el Increado eligió manifestarse en esas plantas.
En aquel momento, lleno de asombro como estaba, no lo pensé, pero ¿no será acaso que nos guiaron hasta el inacabado Jardín de Arena? Ya entonces yo llevaba la Garra, aunque no lo sabía; Agia me la había deslizado bajo el cierre de la alforja. ¿No será que llegamos al jardín inacabado para que la Garra, volando por así decir contra el viento del Tiempo, pudiera despedirse? La idea es absurda. Pero claro, todas las ideas son absurdas.
Lo que en la playa me sacudió —y me sacudió de verdad, tanto que trastabillé como bajo un golpefue que, si el Principio Eterno habitaba la espina curva que yo había llevado en el cuello a lo largo de tantas leguas, y ahora habitaba la nueva espina (tal vez la misma) que acababa de poner en el saquito, podía habitar cualquier cosa, todas las espinas de todos los arbustos, todas las gotas de agua del mar. La espina era una Garra sagrada porque todas las espinas eran Garras sagradas; la arena de mis botas era arena sagrada porque venía de una playa de arena sagrada. Los cenobitas atesoraban las reliquias de los sanyasenos porque los sanyasenos se habían acercado al Pancreador. Pero todo se había acercado al Pancreador, y hasta lo había tocado, porque todo había caído de él. Todas las cosas eran reliquias. El mundo entero era una reliquia. Me quité las botas, que habían viajado conmigo hasta allí, y las tiré a las olas para no andar calzado en tierra sagrada.
XXXII — El Samru
Y seguí andando como un ejército poderoso, pues me sentía acompañado por todos los que andaban en mí. Iba rodeado por una numerosa escolta; y yo era la escolta que rodeaba la persona del monarca. En mis filas había mujeres, sonrientes, torvas, y niños que corrían y lanzaban risas, y desafiaban a Erebus y Abaia arrojando caracolas al mar.
En medio día llegué a la boca del Gyoll, tan ancha que la otra orilla se perdía a lo lejos. Había islas triangulares, y entre ellas barcas de velas flameantes se abrían paso como nubes entre picos de montaña. Le hice señas a una que pasó por donde yo estaba y pregunté si me llevarían a Nessus. Debo haber parecido una figura terrible, con la cara marcada, la capa harapienta y las costillas casi a la vista.
De todos modos el capitán me mandó un bote, gentileza que no he olvidado. En los ojos de los remeros vi miedo y reverencia. Quizá sólo fuera el aspecto de mis heridas, que no se habían curado del todo; pero heridas aquellos hombres habían visto muchas, y recordé lo que había sentido en la Casa Azur al ver por primera vez el rostro del Autarca, aunque él no era un hombre alto y en verdad ni siquiera un hombre.
Veinte días con sus noches navegó el Samru remontando el Gyoll. Aprovechábamos el viento cuando se podía, y cuando no usábamos los remos, doce por banda. Para los marineros el trayecto era pesado porque, si bien la corriente es casi imperceptiblemente lenta, fluye día y noche, y los meandros del canal son tan largos y anchos que a menudo un remero ve al atardecer el punto donde empezó a trabajar cuando el primer tambor despertó a la guardia.
Para mí era tan agradable como una excursión en velero. Aunque me ofrecí a tender velas y remar con los demás, no me hicieron caso. Entonces le dije al capitán, un hombre de cara socarrona que daba la impresión de vivir tanto de la navegación como del trapicheo, que cuando llegáramos a Nessus le pagaría bien; pero se negó a oírme e insistió (tirándose del bigote, cosa que hacía cada vez que pretendía parecer sincero) en que para él y su tripulación mi presencia era pago suficiente. No creo que adivinaran que yo era el Autarca, y por miedo a que alguno fuera lo que había sido Vodalus me cuidé de no dar ningún indicio; pero de mis ojos y maneras parecían deducir que yo era un adepto.
El incidente de la espada del capitán tuvo que haber fortalecido esa superstición. Era un craquemarte, la más pesada de las espadas marinas, de hoja ancha como mi palma, y muy curva y grabada con estrellas y soles y otras cosas que el capitán no entendía. Él se la colgaba cuando nos acercábamos a alguna aldea ribereña o a otro barco y pensaba que la ocasión exigía dignidad; pero por lo demás la dejaba en el pequeño alcázar. Allí la encontré yo, y como no tenía nada que hacer excepto mirar palitos y cáscaras meciéndose en el agua verde, saqué mi media piedra y la afilé. Al rato él me vio probando el filo con el pulgar y empezó a jactarse de su destreza. Considerando que el craquemarte pesaba al menos dos tercios menos que Terminus Fst, y tenía pomo corto, oírlo era divertido; durante alrededor de media guardia lo escuché encantado. Resultó que enrollado por ahí había un cable de cáñamo del grosor de mi muñeca, y cuando las invenciones del hombre comenzaron a decaer, le pedí que entre él y el ayudante sostuvieran unos tres codos. El craquemarte cortó el cable como si fuera un pelo; luego, sin darles tiempo a recobrar el aliento, lo arrojé relampagueando hacia el sol y lo atrapé por la empuñadura.
Como el episodio muestra, quizá sobradamente, me empezaba a sentir mejor. El descanso, el aire fresco y la comida sencilla no tienen nada que pueda subyugar al lector; pero las heridas y el agotamiento obran prodigios.
Si lo hubiese dejado, el capitán me habría dado su camarote, pero yo dormía en la cubierta envuelto en mi capa, y en la única noche de lluvia me refugié bajo el bote, que iba izado casco arriba en medio del barco. Como aprendí a bordo, las brisas tienden a morir cuando Urth da la espalda al sol; así que la mayoría de las noches me dormí con el canto de los remeros en los oídos. Por la mañana me despertaba el traqueteo de la cadena del ancla.
Algunas veces, sin embargo, me despertaba antes del amanecer, cuando estábamos cerca de la ribera con un solo vigía soñoliento en la cubierta. Y otras me despertaba con la luna y veía cómo nos deslizábamos bajo velas recogidas, con el ayudante al timón y la guardia dormida junto al foque mayor. Una noche de ésas, poco después de que traspusiéramos la Muralla, fui a popa y vi la fosforescencia de la estela como fuego frío en el agua oscura y por un momento pensé que los hombres-mono de la mina venían a que la Garra los curase, o a cobrarse una vieja venganza. No era, por supuesto, algo realmente extraño: apenas el necio error de una mente todavía en duermevela. Lo que sucedió a la mañana siguiente tampoco fue realmente extraño, pero me afectó mucho.
Los remeros trabajaban a ritmo lento para llevarnos por un recodo de una legua hasta un punto donde pudiéramos embolsar el poco viento que había.
El sonido del tambor y el chapoteo del agua que cae de los largos filos de los remos son hipnóticos, creo que porque se parecen mucho al latido del corazón en el sueño y el ruido que hace la sangre cuando en camino hacia el cerebro pasa junto al oído interior.
Yo estaba en la regala mirando la costa, pantanosa todavía allí donde el Gyoll sofocado de cieno inundó las llanuras de antaño; y en los montes y altozanos me parecía ver formas, como si ese vasto páramo blanco tuviera (como ciertos cuadros) un alma geométrica que se desvanecía cuando la miraba fijamente, para reaparecer cuando apartaba los ojos. El capitán vino a pararse a mi lado; le conté que, según había oído, las ruinas de la ciudad se extendían largo trecho río abajo y le pregunté cuándo íbamos a avistarlas. Él se rió y me explicó que hacía dos días que estábamos entre ellas, y me prestó el catalejo para dejarme ver que lo que yo había tomado por un tronco de árbol era en realidad una columna rota y torcida cubierta de musgo.
En seguida pareció que todo salía de la sombra —muros, calles, monumentos— así como se había reconstruido la ciudad de piedra mientras la mirábamos con las dos brujas desde el techo de la tumba. Fuera de mi mente no había cambiado nada, pero, mucho más rápido que en la embarcación del maestro Malrubius, yo había sido transportado del campo desolado al centro de una ruina inmensa y antigua.
Aún hoy no puedo dejar de preguntarme cuánto de lo que vemos está frente a nosotros. Semanas enteras mi amigo Jonas me había parecido sólo un hombre con una mano protésica, y estando con Calveros y el doctor Talos, había pasado cien claves que debieran haberme dicho que el amo era Calveros. Cómo me impresionó en la Puerta de la Piedad que Calveros no aprovechara la oportunidad de escapar del doctor.
A medida que declinaba el día, las ruinas se fue ron haciendo más y más claras. Con cada rizo del río los muros verdes, cada vez más altos, se asentaban en un suelo cada vez más firme. A la mañana siguiente, cuando desperté, algunos de los edificios más fuertes conservaban los pisos superiores. No mucho después vi un bote pequeño, recién construido, amarrado aun antiguo muelle. Se lo señalé al capitán, que sonrió y explicó: — Hay familias que de abuelo a nieto viven de cribar estas ruinas.
—Eso me han contado, pero el bote no puede ser de ellos. Con ese tamaño no puede transportar mucho botín.
Joyas o monedas. Aquí no desembarca nadie más. No hay ley: los saqueadores se matan entre ellos y acaban con cualquiera que pise la costa.
—Tengo que ir allí. ¿Puede esperarme?
Me miró como si estuviera loco. —¿Cuánto tiempo?
—Hasta el mediodía. No más.
—Mire —dijo él, y señaló—: adelante está el último recodo largo. Bájese aquí y reúnase con nosotros allí, donde el canal vuelve a dar una curva. Nosotros no llegaremos hasta la tarde.
Estuve de acuerdo, y él hizo bajar el bote del Samru y le dijo a cuatro remeros que me llevaran a la costa. Cuando estábamos por partir se quitó el eraquemarte del cinto y me lo dio.
—Ha estado conmigo en muchos combates lúgubres —dijo solemnemente—. Búsqueles la cabeza, pero cuídese de que el filo no choque contra las hebillas de los cinturones.
Se lo acepté agradecido y le dije que siempre me había inclinado por el cuello.
—Eso está bien —dijo—, si no se arriesga a herir a un compañero de barco, cuando mueve así la hoja. —Y se tiró del bigote.
Sentado en la popa tuve ocasión de observar las caras de mis remeros, y me quedó claro que tenían casi miedo de la costa como de mí. Atracaron junto al bote y en la prisa por alejarse casi vuelcan el nuestro. Después de determinar que no me había equivocado cuando creí ver desde la regala una marchita amapola roja en el único asiento, los miré remar de nuevo hasta el Samru y noté que, aunque un viento leve favorecía ahora a las velas mayores, los remos estaban bajos y batían el agua a ritmo vivo. Presumiblemente el capitán planeaba rodear el largo meandro lo más rápido posible; si yo no estaba en el punto indicado, podría seguir sin mí, diciéndose (y diciendo a otros, en caso de que otros preguntaran) que era yo y no él quien había fallado a la cita. Separándose del craquemarte se sentía aún más aliviado.
A los costados del muelle había unas escaleras de piedra muy parecidas a aquellas desde las que yo me había zambullido de chico. Arriba, la explanada estaba vacía, y era casi tan frondosa como un parque, con la hierba que crecía entre las lajas. Ante mí se alzaba en calma la ciudad en ruinas, mi ciudad de Nessus, aunque fuera la Nessus de un tiempo muerto hacía mucho. Unos pájaros giraban arriba, pero tan silenciosos como las estrellas veladas por el sol. Gyoll, que susurraba en medio de la corriente, ya parecía apartado de mí y de los vacíos cascos de las construcciones entre las que yo cojeaba. No bien sus aguas me perdieron de vista calló, como un visitante inseguro que deja de hablar cuando alguien entra de pronto en el cuarto.
Pensé que diñcilmente era ése el barrio del cual (como me había dicho Dorcas) se tomaban muebles y utensilios. Al principio miré muchas veces por puertas yventanas, pero no había allí más que despojos y hojas amarillas, caídas de los árboles jóvenes que ya levantaban los adoquines del pavimento. Tampoco vi ningún signo de saqueadores humanos, aunque había deposiciones de animales y algunas plumas y huesos dispersos.
No sé cuánto me adentré. Pareció una legua, aunque acaso haya sido mucho menos. Perder el Samm no me molestaba mucho. Había hecho andando la mayor parte del camino desde Nessus hasta la guerra en las montañas, y aunque aún se me doblaban las piernas, la cubierta me había endurecido los pies. Como en realidad nunca me había acostumbrado a llevar una espada en la cintura, saqué el craquemarte y me lo puse al hombro como a menudo había hecho con TerminusEst. Un atisbo de frío se había infiltrado en el aire matutino y el sol del verano tenía una especial tibieza lujuriosa. Yo lo disfVutaba, y lo habría disfrutado más, y también al silencio y la soledad, si no hubiera estado pensando en lo que le diría a Dorcas, si la encontraba, y en lo que ella me diría a mí.
De haberlo sabido, me habría librado de esa preocupación. Di con ella antes de lo que razonablemente cabía esperar, y no le hablé; ni ella me habló y, hasta donde pude juzgar, ni siquiera me vio.
Hacía mucho que las construcciones, que cerca del río eran amplias y sólidas, habían dado paso a estructuras menores y desmoronadas que en un tiempo tenían que haber sido casas y comercios. No sé qué me guió hasta ella. No se oía ningún llanto, aunque quizás haya habido algún ruido leve, inconsciente, el chirrido de un gozne o el rasguño de un zapato. Quizá fue sólo el perfume de la flor que llevaba, porque cuando la vi tenía prendido un jaro en el pelo, moteado de blanco y dulce como había sido ella misma. Sin duda lo había llevado allí para eso, y se había quitado la amapola y la había dejado en el momento de atar el bote. (Pero me he adelantado a mi historia.) Intenté entrar en el edificio por el frente, pero en los sitios en que los arcos se habían derrumbado, el suelo podrido había caído a los cimientos. El depósito del fondo era más accesible; el silencioso pasaje en sombras, verde de helechos, había sido una vez un callejón peligroso, y las ventanas de las tiendas eran todas pequeñas. No obstante encontré una puerta estrecha oculta bajo la hiedra, una puerta cuyo hierro la lluvia había comido como si fuera azúcar, cuyo roble se deshacía en polvo. Una escalera casi firme llevaba al piso de arriba.
Estaba arrodillada de espaldas a mí. Siempre había sido delgada; ahora los hombros me hicieron pensar en una silla de madera con un jubón de mu jer colgado del respaldo. El pelo, como oro palidísimo, era el mismo: no había cambiado desde que la viera por primera vez en el Jardín del Sueño Infinito. Ante ella, en un féretro, yacía el cuerpo del viejo que había impulsado el esquife hasta el muelle, la espalda tan recta, la cara tan joven en la muerte, que apenas lo reconocí. Cerca, en el suelo, había una cesta —no pequeña pero tampoco grande— y un botellón de agua con corcho.
No dije nada, y después de mirarla un tiempo me marché. Si ella hubiera llevado mucho tiempo allí, la habría llamado para abrazarla. Pero acababa de llegar y me di cuenta de que era imposible. Todo el tiempo que yo había pasado viajando desde Thrax al lago Diuturna y del lago a la guerra, y todo el tiempo que había estado prisionero de Vodalus y remontando el Gyoll, ella había estado regresando a esa casa, donde había vivido hacía cuarenta años o más aunque ahora fuese una ruina.
Lo mismo que yo: un anciano en que zumba la antigtiedad como un enjambre de moscas en un cadáver. No era que las mentes de Thecla y del Autarca muerto, o los centenares de mentes que contenía la de él, me hubieran envejecido. No eran sus recuerdos sino los míos los que me envejecían mientras pensaba en Dorcas temblando a mi lado en el rastro marrón de las juncias flotantes, ambos fríos y empapados, bebiendo juntos de la botella de Hildegrin como dos niños, cosa que en realidad éramos entonces.
Después de aquello no me fijé adónde iba. Caminé derecho por una larga calle viva de silencio, y cuando al fin terminó, doblé al azar. Después de un rato llegué al Gyoll, y mirando corriente abajo vi al Samru anclado en el lugar previsto. No me hubiera dejado más atónito ver un basilosaurio surgiendo de alta mar.
Unos momentos después me encontré entre marineros sonrientes. El capitán me retorció la mano diciendo: —Temí que hubiéramos llegado demasiado tarde. Con el ojo de la mente lo veía defendiendo su vida a la vista del río, y nosotros todavía a una legua.
El ayudante, un hombre tan estúpido que consideraba al capitán un caudillo, me palmeó la espalda y exclamó:
—¡Les ha enseñado cómo se pelea!
XXXIII — La Ciudadela del Autarca
Aunque con cada legua que me separaba de Dorcas el corazón se me desgarraba más, era muchísimo mejor estar en el Samru que ver el sur desierto y silencioso.
Las cubiertas del barco eran del color blanco impuro pero hermoso de la madera recién cortada; todos los días las fregaban con una gran bayeta llamada oso, una especie de pulidora tejida con cordaje viejo y cargada con los gruesos cuerpos de los dos cocineros, a quienes antes del desayuno la tripulación tenía que arrastrar hasta por el último palmo de tabla. Las junturas estaban selladas con brea, de modo que las cubiertas parecían terrazas pavimentadas con un dibujo atrevido y fantástico.
Era alto de proa, con una roda que se curvaba hacia arriba. Los ojos, cada uno con una pupila grande como un plato y un iris pintado de celeste, oteaban el agua verde ayudando a encontrar el camino; el ojo izquierdo lloraba el ancla.
Delante de la roda, sostenido por una riostra triangular, ella misma grabada, perforada, dorada y pintada, estaba el mascarón, el ave de la inmortalidad. Tenía cabeza de mujer, cara larga y aristocrática y ojos negros, pequeños, inexpresivos, con esa calma sombría de los que nunca conocerán la muerte. Unas plumas de madera pintada le crecían del cuero del cráneo vistiéndole los hombros y ahuecándose para dar sitio a los pechos hemisféricos; los brazos eran alas abiertas hacia atrás y hacia arriba; las puntas llegaban más alto que la culminación de la roda, y las primeras plumas, doradas y carmesíes, oscurecían en parte la riostra triangular. Si no hubiera conocido los anpiels del Autarca, me habría parecido una criatura totalmente fabulosa, como sin duda les parecía a los marineros.
Entre las alas del Samm, a estribor de la roda, pasaba un largo bauprés. El palo del trinquete, sólo apenas más largo que este bauprés, se alzaba en el castillo de proa. Estaba inclinado hacia adelante como si el estay y el esfuerzo del foque lo hubieran desequilibrado. El palo mayor se erguía derecho como el pino que había sido una vez, pero el de mesana se inclinaba hacia atrás, de modo que las puntas de los tres palos estaban considerablemente más separadas que las bases. Cada palo sostenía una verga oblicua con dos varas ahusadas, que habían sido ramas de arbustos, y cada una de esas vergas llevaba una sola vela triangular del color de la herrumbre.
El casco estaba pintado de blanco por debajo del agua y de negro por arriba, salvo el mascarón y los ojos que ya he mencionado y la regala del alcázar, pintada de escarlata para simbolizar tanto la alta jerarquía del capitán como su historial sanguinario. En realidad el alcázar no ocupaba más que una sexta parte de la longitud del Samru, pero el timón y la bitácora estaban allí y desde allí se tenía la mejor perspectiva, exceptuando la que permitían los cordajes. También estaba allí el único armamento verdadero del barco, un cañón giratorio no mucho más grande que el de Mamiliano, tan preparado contra saqueadores como contra amotinados. Justo detrás de la barandilla de popa, dos postes de hierro delicadamente curvos como cuernos de grillo, sostenían sendas linternas facetadas, una del rojo más pálido, otra iridiscente como la luna.
La noche siguiente estaba junto a esas linternas, escuchando el retumbar del tambor, el suave chapoteo de las palas y el canto de los remeros, cuando vi las primeras luces en la ribera. Allí estaba el agonizante confín de la ciudad, hogar de los más pobres de los más pobres de los pobres; lo que sólo quería decir que allí estaba el confín vivo de la ciudad, que allí acababan los dominios de la muerte. Allí había seres humanos preparándose a dormir, quizá compartiendo aún la comida que marcaba el final del día. En cada una de esas luces yo veía mil bondades, y oía mil historias junto al fuego. En cierto sentido estaba de nuevo en casa; y la misma canción que me había impelido adelante en la primavera me traía ahora de vuelta.
¡Remad, hermanos, remad!
A contracorriente vamos.
¡Remad, hermanos, remad!
Dios está de nuestro lado.
¡Remad, hermanos, remad!
En contra del viento vamos.
¡Remad, hermanos, remad!
Dios está de nuestro lado.
No pude evitar preguntarme quién estaría emprendiendo viaje esa noche.
En cualquier historia larga, si está verazmente contada, se encontrarán todos los elementos que han contribuido al drama humano desde que una nave primitiva llegó a las costas de la Luna; no sólo gestas nobles y emociones tiernas sino cosas grotescas, ridículas y otras semejantes. Me he esforzado por consignar aquí la verdad despojada, sin la menor preocupación de que ustedes, mis lectores, considerarán ciertos pasajes inverosímiles y otros insípidos; y si la guerra en las montañas fue escena de proezas (patrimonio más de otros que mío), y mi aprisionamiento por Vodalus y los ascios un período de horror, y mi viaje en el Samru un interludio de tranquilidad, ahora hemos llegado al intervalo cómico.
Nos acercamos a la zona de la ciudad donde está la Ciudadela —hacia el sur pero no en el extremo— de día y con las velas desplegadas. Observé con gran cuidado la ribera oriental dorada por el sol, e hice que el capitán me dejara en los viscosos escalones donde en un tiempo había nadado y peleado. Esperaba pasar por la puerta de la necrópolis y entrar en la Ciudadela por la brecha en el muro cerca de la Torre Matachina; pero la puerta estaba cerrada con llave, y ninguna partida providencial de voluntarios se presentó a admitirme. Me vi obligado, pues, a caminar muchas cadenas por el borde de la necrópolis y varias más a lo largo del muro de la barbacana.
Allí me topé con una tropa numerosa que me llevó ante el oficial de guardia. Cuando le dije que era torturador, me tomó por uno de esos desgraciados que en los primeros fríos invernales intentan que los acepten en el gremio. Decidió (muy apropiadamente, si hubiera tenido razón) ordenar que me azotaran; y para evitarlo me vi forzado a romperles los pulgares a dos de sus hombres, y luego, mientras lo sujetaba a la manera llamada gatito y bola, que me llevara ante su superior, el castellano.
Admito que me inhibía un poco pensar en ese oficial, a quien apenas si había visto en mis tres años de aprendizaje en la fortaleza que él comandaba. Me encontré con un soldado viejo, de pelo plateado y tan cojo como yo. El oficial balbuceó sus acusaciones mientras yo esperaba a un lado: yo lo había atacado e insultado (falso), había lastimado a dos de sus hombres, etcétera. Cuando acabó, el castellano me miró unos instantes; luego se volvió hacia él, lo despidió, y me dijo que me sentara.
—Estás desarmado —dijo. Tenía una voz ruda pero suave, como si la hubiera agotado gritando órdenes. Concedí que así era.
—Pero has combatido, y has estado en la jungla, al norte de las montañas, donde no hay batallas desde que ellos atacaron nuestro flanco, cruzando el Uroboros.
—Es verdad —dije—. ¿Cómo puede saberlo?
—Esa herida que tienes en el muslo es de un venablo de ellos. He visto tantas que ya las reconozco. El rayo te abrió el muslo y el hueso lo reflejó. Quizás estuvieras subido a un árbol y un hastatus te tiró al suelo, supongo, pero lo más probable es que fueras montado y cargaras contra infantes. No eras catafracto, o no te hubieran pillado tan fácilmente. ¿Mediolancero?
—Sólo un irregular de la ligera.
—Tendrás que contármelo más tarde, porque por el acento eres de la ciudad, y la mayoría de los irregulares son eclécticos o gente así. También tienes una cicatriz doble en el pie, limpia y blanca, con marcas muy separadas. Te mordió un murciélago, y sólo en la verdadera jungla de la cintura del mundo los hay tan grandes. ¿Cómo llegaste allí?
—Nuestra nave cayó. Me tomaron prisionero. —¿Yescapaste?
Un momento más y me habría visto obligado a hablar de Agia y el hombre verde, y del viaje desde la jungla hasta la boca del Gyoll, y ésas eran cuestiones de altura que no deseaba revelar tan informalmente. En vez de hablar, pronuncié las palabras de autoridad que se aplican a la Ciudadela y su castellano.
El hombre era cojo, y yo hubiera preferido que no se moviese, pero se puso en pie de un salto y saludó, y luego se arrodilló a besarme la mano. Así, aunque no lo supiera, fue el primero en rendirme homenaje, distinción que le da derecho a tener audiencia privada una vez al año: una audiencia que aún no ha pedido y tal vez no pida nunca.
Desde ese momento me era imposible seguir adelante vestido como estaba. El viejo castellano habría muerto de un infarto si se lo hubiera exigido, y estaba tan preocupado por mi seguridad que cualquier paseo de incógnito hubiera incluido al menos un pelotón de acechantes alabarderos. Pronto me encontré ataviado con jazarán de lapislázuli, coturnos y estefana, todo coronado por un báculo de ébano y una voluminosa capa de damasco adornada con perlas gastadas. Todas estas cosas, indescriptiblemente antiguas, habían salido de un depósito conservado desde el tiempo en que los autarcas residían en la Ciudadela.
De modo que en vez de entrar en la torre con la misma capa con que había partido, como era mi intención, regresé como un personaje irreconocible de lujoso atuendo ceremonial, esquelético, y con abominables cicatrices. Así entré en el estudio del maestro Palaemon, y estoy seguro de que lo asusté, porque sólo unos momentos antes le habían dicho que el Autarca estaba en la Ciudadela y quería hablarle.
Me pareció que había envejecido mucho. Quizá yo no lo recordaba tal como era en el momento de mi exilio, sino como lo había visto en la pequeña aula de mi infancia. Con todo, me gusta pensar que estaba afligido por mí, y en realidad no era tan improbable: yo siempre había sido su mejor alumno y su favorito. El voto de Palaemon, sin ninguna duda, había contrarrestado el del maestro Gurloes para salvarme la vida; me había dado su espada.
Pero afligido o no, tenía las líneas de la cara más profundas que antes; y el pelo escaso, que yo había creído gris, era de ese tono amarillo que cobra el marfil viejo. Se arrodilló y me besó los dedos, y me miró sorprendido cuando lo invité a sentarse de nuevo detrás de la mesa.
—Sois demasiado amable, Autarca —dijo. Y luego, usando una vieja fórmula—: Vuestra piedad se extiende de sol a Sol.
—¿No nos recuerdas?
—¿Estuvisteis confinado aquí? —Me oteó a través del curioso dispositivo de lentes, único que le permitía ver algo, y decidió que los agotados mucho antes de nacer yo en la borrosa tinta de los archivos del gremio, se le habían deteriorado todavía más.Veo que habéis sufrido tormento. Pero es demasiado tosco, espero, para ser obra nuestra.
—No fue cosa vuestra —dije, tocándome las cicatrices de la mejilla—. Sin embargo, estuvimos un tiempo confinados en la mazmorra de debajo de esta torre.
Suspiró —un corto aliento de viejo— y bajó los al gris desorden de papeles. No pude oír lo que decía y tuve que pedirle que repitiera.
—Ha llegado —dijo—. Sabía que iba a pasar, pero esperaba que estuviese muerto y olvidado. ¿Nos despediréis, Autarca? ¿O nos daréis otra tarea?
—Aún no hemos decidido qué haremos contigo y con el gremio al que sirves.
—No valdrá de nada. Si os ofendo, Autarca, os pido indulgencia a mi edad… pero de todos modos no valdrá de nada. Al fin descubriréis que alguien ha de hacer lo que hacemos nosotros. Podéis llamarlo curación, si deseáis. Eso se ha hecho a menudo. O ritual, también eso se ha hecho. Pero descubriréis que con esos disfraces, se vuelve todavía más terrible. ¿Encarcelaréis a los que no merezcan morir? Os encontraréis con un poderoso ejército encadenado. Descubriréis que estáis manteniendo prisioneros cuya fuga sería una catástrofe, y que necesitáis servidores que inflijan justicia a quienes han causado a docenas una muerte espantosa. ¿Qué otros lo harán?
—Nadie infligirá justicia como vosotros. Dices que nuestra piedad se extiende de sol a Sol, y espero que así sea. Pero nuestra piedad garantizará una muerte rápida incluso al más vil. No porque les tengamos lástima, sino porque es intolerable que hombres buenos se pasen la vida administrando dolor. Levantó la cabeza y las lentes fulguraron un instante. Por única vez en todos los años que lo había tratado, pude vislumbrar al joven que había sido. —Deben hacerlo hombres buenos. ¡Estáis mal aconsejado, Autarca! Lo intolerable es que lo hagan hombres malos.
Sonreí. En ese momento la cara de Palaemon me recordó algo que unos meses antes yo me había arrancado de la mente. Era que ese gremio era mi familia, y mi único hogar: nunca tendría otro. Si no podía tener amigos allí, nunca encontraría un amigo en el mundo.
—Entre nosotros, Maestro —le dije—, hemos decidido que no ha de hacerse en absoluto.
No respondió, y vi en su expresión que ni siquiera había oído mis palabras. En cambio me había estado escuchando la voz, y en el rostro viejo, gastado, duda y alegría parpadearon como sombra y fuego.
—Sí —dije—. Es Severian. —Y, mientras él luchaba por volver a dominarse, fui hasta la puerta y tomé mi alforja, que un oficial me había traído. La había envuelto en lo que fuera la capa fulígena del gremio, deslucida ahora a un mero negro mohoso. Extendiendo la capa sobre la mesa del maestro Palaemon, abrí la alforja y vacié el contenido.
—Esto es todo lo que hemos traído de vuelta —dije. Él sonrió como acostumbraba sonreír en el aula cuando me pillaba en alguna cuestión menor. —¿Eso y el trono? ¿Me lo querréis contar?
Ylo hice. Requirió un rato largo, y más de una vez mis protectores llamaron a la puerta como para corroborar que estaba ileso, y al final ordené que nos llevaran una comida; y cuando el faisán era meros huesos y habíamos comido los pasteles y bebido el vino, aún seguíamos hablando. Fue entonces cuando concebí la idea que al cabo ha resultado en esta crónica de mi vida. La intención original fue empezar por el día en que partí de la torre y terminarla con el de mi regreso. Pero pronto comprendí que aunque una construcción así tendría sin duda la simetría que tanto valoran los artistas, sería imposible que alguien entendiera estas aventuras sin saber nada de mi adolescencia. Del mismo modo, ciertos elementos de la historia quedarían incompletos si no la extendiera (como me propongo) hasta unos días después de mi regreso. Tal vez he urdido un Libro de Oro para alguien. Bien puede ser, por cierto, que todas mis andanzas no hayan sido más que un invento de los bibliotecarios para reclutar ayudantes; pero quizás aun esto sea esperar demasiado.
XXXIV — La llave del universo
Después de haber oído todo, el maestro Palaemon fue hasta el pequeño montón de mis posesiones y tomó la empuñadura, el pomo y la guarda de plata que eran todo lo que quedaba de Terminus Est.
—Era una buena espada —dijo—. Por poco os doy la muerte, pero era una buena espada.
—Siempre nos enorgullecimos de llevarla y nunca nos dio motivos de queja.
Él suspiró, y el aliento pareció atascársele en la garganta. —Se ha ido. Es la hoja lo que hace la espada, no las guarniciones. El gremio las preservará en algún lugar, junto con la capa y la alforja, porque han sido tuyas. Muchos siglos después de nuestra muerte, viejos como yo se las mostrarán a los aprendices. Es una pena que no tengamos también la hoja. Yo la usé mucho, años antes de que tú llegaras al gremio; nunca pensé que iba a quedar destruida combatiendo con un arma diabólica. —Dejó el pomo de ópalo y me miró frunciendo el ceño.— ¿Qué os inquieta? He visto a algunos sobresaltarse menos cuando les arrancaban los ojos.
—Hay muchas clases de armas diabólicas, como las llamas, que el acero no puede resistir. Algo de ellas vimos en Orithya. Y hay decenas de miles de soldados nuestros rechazándolas con lanzas y jabalinas de fuego artificial y espadas no tan bien forjadas como TerminusEst. Dentro de todo tienen éxito porque las armas de energía ascias no son numerosas, y los ascios no tienen con qué producirlas. ¿Qué pasará si a Urth se le concede un Sol Nuevo? ¿No serán capaces los ascios de usar esa energía mejor que nosotros? —Puede que sí —reconoció el maestro Palaemon. —Hemos estado pensando con los autarcas que nos han precedido; nuestros hermanos, por así decir, en un nuevo gremio. El maestro Malrubius dijo que en los tiempos modernos sólo nuestro antecesor se atrevió a enfrentar la prueba. Cuando indagamos a los otros, a menudo descubrimos que se negaron porque pensaban que el enemigo tendría aún más ventaja siendo más versado que nosotros en ciencias antiguas. ¿No es posible que tuvieran razón?
El maestro Palaemon pensó mucho tiempo antes de responder.
—No lo sé. Me consideráis sabio porque en un tiempo os enseñé, pero no he estado en el norte como vos. Vos habéis visto ejércitos ascios y yo nunca. Me halaga que me pidáis mi opinión. Con todo… por lo que decís parecen rígidos, esquemáticos. Diría que no son muchos los que piensan.
Me encogí de hombros. —Eso es cierto en cualquier multitud, Maestro. Pero, como dices, posiblemente sea más cierto entre ellos. Y lo que llamas rigidez es terrible, un inverosímil estado de muerte. Individualmente parecen hombres y mujeres, pero juntos son como una máquina de madera y piedra.
El maestro Palaemon se levantó, fue hasta la tronera y miró el tropel de torres. —Aquí somos demasiado rígidos —dijo—. Demasiado rígidos en el gremio, demasiado en la Ciudadela. Para mí es revelador que los hayáis visto de ese modo, vos, que os educasteis aquí; realmente tienen que ser inflexibles. Pienso que pese a esa ciencia, que a lo mejor no es como creéis, la gente de la Mancomunidad quizá sea más capaz de aprovechar las nuevas circunstancias.
—Nosotros no somos flexibles o inflexibles —dije—. Aparte de una memoria excepcional, somos apenas un hombre común.
—¡No, no! —El maestro Palaemon dio un golpe en la mesa y las lentes relampaguearon de nuevo.— Sois un hombre fuera de lo común en tiempos comunes. Cuando erais aprendiz y pequeño, una o dos veces os pegué; sé que lo recordáis. Pero aunque os pegara, yo sabía que llegaríais a ser un personaje extraordinario, el maestro más grande que ha tenido nuestro gremio. Yseréis maestro. ¡Os elegiremos aunque destruyáis el gremio!
—Ya te hemos dicho que nuestra intención es reformar el gremio, no destruirlo. Ni siquiera tenemos la seguridad de poder conseguirlo. Tú nos respetas porque hemos llegado al puesto más alto. Pero hemos llegado por azar, y lo sabes. También nuestro antecesor llegó por azar, y salvo una o dos excepciones, las mentes que nos entregó, y a las que apenas llegamos ahora, no son mentes geniales. La mayoría son hombres y mujeres corrientes, marinos y artesanos, granjeras y libertinos. En el resto hay una mayoría de esos excéntricos eruditos de segunda de los que siempre se reía Thecla.
—Vos no acabáis de llegar al puesto más alto —dijo el maestro Palaemon—: os habéis convertido en él. Vos sois el Estado.
—No. El Estado son los demás: tú, el castellano, los oficiales que hay fuera. Nosotros somos el pueblo, la Mancomunidad. —Ni yo mismo lo había sabido hasta que lo dije. Tomé el libro marrón.— Lo guardaremos. Era una de las cosas buenas, como tu espada. Se alentará otra vez la escritura de libros. No hay bolsillos en estas ropas, pero a lo mejor es útil que nos vean llevarlo cuando salgamos.
—¿Llevarlo adónde? —El maestro Palaemon alzó la cabeza como un cuervo viejo.
—A la Casa Absoluta. Hace más de un mes que perdimos el contacto, o si prefieres lo perdió el Autarca. Tenemos que averiguar qué ocurre en el frente, y tal vez despachar refuerzos. —Pensé en Lomer y Nicara— te y los demás prisioneros de la antecámara.— También tenemos allí otros deberes —dije.
El maestro Palaemon se acarició la barbilla. —Antes de que os vayáis, Severian… Autarca… ¿os gustaría dar una vuelta por las celdas, en honor a los viejos tiempos? Dudo que esos mozos de fuera sepan de la puerta que se abre a la escalera oeste.
Es la escalera menos usada de la torre y acaso la más antigua. Sin duda es la que mejor se conserva. Los escalones son empinados y angostos, y bajan rodeando una columna central, negra de corrosión. La puerta de la cámara en donde, como Thecla, me habían sometido al dispositivo llamado el Revolucionario estaba entreabierta, y aunque no entramos, vi los viejos mecanismos: terroríficos, sí, aunque para mí menos espantosos que las cosas relucientes pero mucho más viejas del castillo de Calveros.
Entrar en la mazmorra fue regresar a algo que desde mi huida de Thrax creía haber perdido para siempre. Sin embargo los pasillos de metal con sus largas filas de puertas no habían cambiado, y cuando espié por uno de los ventanucos, vi rostros familiares, rostros de hombres y mujeres que yo había alimentado y custodiado como aspirante.
—Estáis pálido, Autarca —dijo el maestro Palaemon—. Siento que tembláis.
Yo lo sostenía, tomándolo por el brazo.
—Sabes que los recuerdos nunca se nos borran —dije—. Para nosotros la chatelaine Thecla sigue ahí y el aspirante Severian en otra celda.
—Me había olvidado. Sí, tiene que ser terrible. Iba a llevarte a la que ocupó la chatelaine, pero tal vez prefieres no verla.
Insistí en que la visitáramos; pero cuando llegamos había dentro un cliente nuevo y estaba cerrada. Hice que el maestro Palaemon llamara al hermano de servicio, y cuando éste nos abrió me quedé un momento mirando la cama angosta y la mesita. Por último me volví hacia el cliente, que estaba sentado en la única silla con los ojos dilatados y una expresión indescriptible, mezcla de esperanza y asombro. Le pregunté si me conocía.
—No, exultante.
—No somos un exultante. Somos tu Autarca. ¿Por qué estás aquí?
Se incorporó y cayó de rodillas. —¡Soy inocente! ¡Creedme!
—Muy bien —dije—. Te creemos. Pero queremos que nos cuentes de qué te acusaron y de cómo llegaste a convicto.
Entre temblores, empezó a verter uno de los relatos más complejos y confusos que he oído en mi vida. La madre y una cuñada habían conspirado contra él. Dijeron que pegaba a su mujer, que la descuidaba aunque estaba enferma, que le había robado un dinero que ella guardaba para fines con los que él no estaba de acuerdo. Explicó todo esto (y mucho más) alabando su propia inteligencia mientras censuraba los fraudes, argucias y mentiras ajenas que lo habían mandado a la mazmorra. Dijo que el oro en cuestión no había existido nunca, y que su suegra había usado una parte para sobornar al juez. Dijo que no había sabido que su esposa estaba enferma y que le había buscado el mejor de los médicos.
Después de dejarlo entré en la celda de al lado y escuché al cliente, y luego a la otra y la otra, y así hasta visitar catorce. Once clientes alegaron inocencia, algunos mejor que el primero, otros incluso peor; pero no encontré ninguno cuyas protestas me convencieran. Tres admitieron que eran culpables (si bien uno juró —sinceramente, creo— que, aunque había cometido la mayoría de los delitos que le adjudicaban, le habían adjudicado también varios que no había cometido). Dos de los hombres prometieron de corazón que, si los liberaba, no iban a hacer nada que los llevara de nuevo a la mazmorra; y los dejé en libertad. La tercera —una mujer que después de robar niños los había forzado a hacer de muebles en una habitación, en un caso clavando las manos de una niña al dorso de un tablero de mesa, como para que sirviera de pedestal— me dijo, en apariencia con igual franqueza, que estaba segura de que volvería a lo que llamaba su pasatiempo porque era la única actividad que le interesaba. No pedía que la liberasen, sólo que le cambiaran la sentencia por encarcelamiento simple. Yo tenía la certeza de que estaba loca; y sin embargo, ni en la conversación ni en los claros ojos azules había nada que lo indicara, y me dijo que antes del juicio la habían examinado y declarado cuerda. Le toqué la frente con la Garra Nueva, pero permaneció tan inerte como la anterior, cuando intenté usarla para ayudar a Jolenta y Calveros.
No logro rehuirme a la idea de que el poder de las Garras mana de mí, y que por eso el resplandor que ellas emiten, y que otros declaran cálido, siempre me ha parecido frío. La idea es el equivalente psicológico de aquel doloroso abismo del cielo en el que temía caer cuando dormía en las montañas. La rechazo y la temo porque deseo fervientemente que sea cierta; y siento que aunque no fuera más que un eco de la verdad, la detectaría dentro de mí. No la detecto.
Por lo demás, aparte de esta falta de resonancia hay objeciones profundas, la más importante, convincente y al parecer insalvable es que incuestionablemente la Garra reanimó a Dorcas después de muchas décadas de muerte; y lo hizo antes de que yo supiese que la tenía.
Este argumento parece concluyente; y con todo no estoy seguro de que sea así. ¿Lo sabía yo en realidad? ¿Qué significa saber, en sentido propio? He asu mido que cuando Agia me deslizó la Garra en la alforja yo estaba inconsciente; pero puede que estuviera simplemente aturdido, y en cualquier caso, muchos creen desde hace tiempo que las personas inconscientes perciben lo que las rodea y responden internamente a las palabras y la música. ¿Cómo explicar si no los sueños dictados por sonidos externos? A £m de cuentas, ¿qué porción del cerebro está inconsciente? No todas, porque de lo contrario el corazón no latiría, ni respirarían los pulmones. Gran parte de la memoria es química. Fundamentalmente, todo lo que tengo de Thecla y del Autarca anterior es eso; las drogas sólo sirven para permitir que los complejos compuestos de información entren en el cerebro. ¿No será que cierta información derivada de fenómenos externos se nos imprime químicamente en el cerebro aunque haya cesado la actividad química de la que depende el pensamiento consciente?
Además, si las energías se originan en mí, ¿por qué tenía que ser consciente de la presencia de la Garra? Lo mismo podría decirse si la energía proviniese de la Garra. Sin duda nuestra zozobrante invasión del recinto sagrado de las Peregrinas y el modo en que Agia yyo salimos indemnes del accidente que mató a los animales podrían sustentar una hipótesis semejante. De la catedral fuimos al Jardín Botánico y allí, antes de entrar en el Jardín del Sueño Infinito, vi un arbusto cubierto de garras. Entonces yo creía que la Garra era una gema, pero ¿no es posible que me lo hubieran sugerido? La mente suele jugarnos estos trucos. En la casa amarilla encontramos tres personas que nos creían presencias sobrenaturales.
Si el poder sobrenatural es mío (y sin embargo está claro que no), ¿cómo llegué a tenerlo? He encontrado dos explicaciones, ambas muy improbables. Una vez hablamos con Dorcas del significado simbólico de las cosas reales, que en las enseñanzas de los filósofos representan cosas superiores, y en un nivel inferior son verdaderos símbolos. Por tomar un ejemplo absurdamente simple, supongamos a un artista en una buhardilla dibujando un melocotón. Si ponemos al pobre artista en el lugar del Increado, diremos que el dibujo simboliza el melocotón, y por tanto los frutos de la tierra, mientras que la reluciente curva del melocotón mismo simboliza la belleza madura de la femineidad. Si una mujer tal entrara en la buhardilla del artista (improbabilidad que mantendremos en pro de la explicación), sin duda no advertiría que la plenitud de sus caderas y la dureza de su corazón están representadas también en esa cesta que hay en la mesa, junto a la ventana, aunque quizás el artista no pueda pensar en otra cosa.
Pero si realmente el Increado está en el lugar del artista, ¿no es posible que conexiones como éstas, muchas de las cuales los seres humanos no imaginan nunca, tengan profundos efectos en la estructura del mundo, así como la obsesión del artista colorea el dibujo? Si es a mí a quien toca renovar la juventud del sol con la Fuente Blanca de que me han hablado, ¿no habré recibido casi inconscientemente (si la expresión corresponde) los atributos de vida y luz que pertenecerán al sol nuevo?
La otra explicación que mencionaré es apenas más que una especulación. Pero sí, como dijo el maestro Mahubius, aquellos que me juzguen en las estrellas me quitarán la virilidad si yo fracaso, ¿no es posible también que me confirmen en un don de igual valor si, como representante de la Humanidad, cumplo mi misión? Me parece que sería lo justo. Si éste es el caso, ese don ¿no trascenderá el tiempo como lo trascienden ellos mismos? Los hieródulos que conocí en el castillo de Calveros dijeron que yo les interesaba porque obtendría el trono, pero ¿habrían mostrado tanto interés si yo hubiera sido un mero señor de castillo, en una parte de este conti nente, uno de los tantos señores de castillo de la larga historia de Urth?
En conjunto, pienso que la primera explicación es la más probable; pero la segunda no es del todo inverosímil. Ambas parecen indicar que la misión que voy a emprender tendrá éxito. Iré con buen ánimo.
Yno obstante hay una tercera explicación. No hay ser humano o casi humano capaz de concebir mentes como las de Abaia, Erebus y los demás. Tienen un poder que excede la posibilidad de comprensión, y sé que ellos nos aplastarían en un día si no fuera porque la única victoria que toman en cuenta no es la aniquilación del otro, sino su esclavitud. La gran ondina que vi era criatura suya, y menos que una esclava: un juguete. Es posible que el poder de la Garra, la Garra tomada de algo que crecía tan cerca del mar, provenga de ellos en última instancia. Ellos conocían mi destino tan bien como Ossipago, Barbatus y Famulimus, y para que lo cumpliera me salvaron de niño. Cuando partí de la Ciudadela me encontraron de nuevo, y en adelante la Garra torció mi trayecto. Tal vez esperen triunfar elevando un torturador al autarcado, o a ese puesto más alto que el del Autarca. Ahora pienso que es tiempo de referir lo que me explicó el maestro Malrubius. No puedo avalar su veracidad pero creo que es cierto. No sé más que lo que consigno aquí.
Así como una flor se abre, deja caer su semilla, muere y se alza de la semilla para florecer otra vez, así el universo que conocemos se difunde hasta la nulidad en el espacio infinito, junta sus fragmentos (que a causa de la curvatura del espacio acaban por encontrarse en el punto de partida) y de esa semilla florece de nuevo. Cada uno de estos ciclos de florecimiento y declinación marca un año divino.
Tal como la flor que llega es igual a la flor de don— de viene, el universo que llega repite a aquel cuya ruina le dio origen; y esto es tan cierto para los rasgos más delicados como para los más groseros. Los mundos que surgen no son diferentes de los que perecieron, y están poblados por razas similares, aunque, lo mismo que de un verano a otro la flor evoluciona, todas las cosas avanzan un paso diminuto.
En cierto año divino (un tiempo francamente inconcebible para nosotros, aunque ese ciclo del universo no fue más que uno en una serie infinita), nació una raza tan parecida a la nuestra que el maestro Malrubius no tuvo escrúpulos en llamarla humana. Se expandió entre las galaxias del universo como se dice que hicimos nosotros en el pasado remoto, cuando Urth fue por un tiempo el centro, o al menos el hogar y el símbolo, de un imperio.
Estos hombres encontraron en otros mundos muchos seres inteligentes, o al menos de una inteligencia potencial, y a partir de esos seres —para tener camaradas en la soledad de las galaxias, y aliados en los enjambres de mundos— hicieron seres como ellos.
El trabajo no fue rápido ni fácil. Incontables millones sufrieron y murieron, dejando recuerdos indelebles de dolor y de sangre. Cuando el universo envejeció, y las galaxias se separaron tanto unas de otras que ya nadie veía a la más cercana ni como una débil estrella, y las naves tuvieron que guiarse por viejos recuerdos, el trabajo quedó concluido. La obra superaba lo que se había imaginado. No se había hecho una raza nueva parecida a la Humanidad, sino una raza que la Humanidad deseaba como propia: unida, compasiva, justa.
No me contaron qué se hizo de la Humanidad de aquel ciclo. Tal vez sobrevivió hasta la implosión del universo y pereció con él. Tal vez evolucionó hasta un estado irreconocible para nosotros. Pero los seres que la Humanidad modelara de acuerdo con lo que quería ser, huyeron abriendo un pasaje a Yesod, el universo superior al nuestro, donde crearon mundosadecuados.
Desde ese punto privilegiado miraron atrás y adelante, y mirando así nos descubrieron a nosotros. Tal vez no seamos sino una raza como la que los modeló a ellos. Tal vez los modelamos nosotros; o nuestros hijos, o nuestros padres. Malrubius dijo que no lo sabía, y creo que dijo la verdad. Como sea, ahora nos modelan como fueron modelados ellos; es al mismo tiempo una recompensa y una ventaja.
También han encontrado a los hieródulos, y los cambiaron con rapidez para que los sirvan en este universo. Bajo sus instrucciones, los hieródulos construyen naves, como la que me llevó de la jungla al mar, para que acuástores como Malrubius y Triskele también los sirvan. Con estas tenazas nos mantienen en la forja.
El martillo que empuñan amenaza con hacernos retroceder por los corredores del tiempo o precipitarnos al futuro. (En esencia, este poder es el mismo que les permitió escapar a la muerte del universo: entrar en los corredores del tiempo es dejar el universo.) En Urth al menos, el yunque es el imperativo de vida: la necesidad de luchar contra un mundo cada vez más hostil con los recursos de unos continentes agotados. El método es tan cruel como el que usaron para forjarlos a ellos, y así hay cierta justicia; pero la aparición del Sol Nuevo significará que al menos las primeras operaciones de la forja están ya terminadas.
XXXV — La carta del padre Inire
Las habitaciones que me asignaron se encontraban en la parte más antigua de la Ciudadela. Habían estado tanto tiempo vacías que el viejo castellano y el mayordomo encargado de mantenerlas supusieron que las llaves se habían perdido, y con muchas excusas y gran reticencia, se ofrecieron a romper las cerraduras. No me permití el lujo de mirarles las caras, pero los oí respirar hondo cuando pronuncié las sencillas palabras que gobernaban las puertas.
Esa noche fue fascinante ver qué diferentes de las nuestras eran las modas del período en que se amueblaron aquellas cámaras. Se las arreglaban sin sillas como las que conocemos ahora, y de asiento usaban complicados cojines; las mesas carecían tanto de cajones como de la simetría que hemos llegado a considerar esencial. Según nuestros patrones, además, había demasiada tela e insuficientes madera, cuero, piedra y hueso; el efecto me resultó a la vez sibarítico e incómodo.
Pero me era imposible ocupar otra suite que la antiguamente reservada a los autarcas; e imposible también reamueblarla de un modo que implicase criticar a mis predecesores. Ysi los muebles eran más recomendables para la mente que para el cuerpo, qué delicia fue descubrir los tesoros que esos mismos predecesores habían dejado: había papeles relativos a asuntos hoy totalmente olvidados y no siempre identificables; dispositivos mecánicos ingeniosos y enigmáticos; un microcosmos que al calor de mis manos se agitaba de vida, y cuyos habitantes parecían volverse más grandes y humanos, un laboratorio que contenía el fabuloso «banco esmeralda» y muchas otras cosas. La más interesante era una mandrágora en alcohol. La retorta en la que flotaba tenía unos nueve palmos de alto y la mitad de anchura; el homúnculo en sí no medía más de dos palmos. Cuando di un golpecito en el vidrio, volvió hacia mí unos ojos como cuentas empañadas, en apariencia mucho más ciegos que los del maestro Palaemon. Aunque no oí ningún sonido cuando arrugó los labios, en seguida adiviné las palabras; y de una manera inexplicable sentí que el pálido fluido en que estaba sumergida la mandrágora se había transformado en mi propia orina teñida de sangre.
—aPor qué, Autarca, me llamas desde la contemplación de tu mundo?
Yo pregunté: —¿Es realmente mío? Ahora se que hay siete continentes, y sólo una parte obedece las frases sagradas.
—Tú eres el heredero —dijo la mustia criatura y se volvió, no sé si por accidente o por voluntad, hasta no darme más la cara.
Volví a golpear la retorta: —¿Y tú quién eres?
—Un ser sin progenitores, que se pasa la vida inmerso en sangre.
—¡Caramba, yo he sido lo mismo! Entonces tú y yo deberíamos ser amigos, como suele hacer la gente de origen semejante.
—Te burlas.
—En absoluto. Siento verdadera simpatía por ti; creo que nos parecemos más de lo que crees.
La pequeña figura se volvió de nuevo hasta mirarme.
—Ojalá pudiera creerte, Autarca.
—Lo digo en serio. Nadie me ha acusado nunca de ser un hombre honrado, y he dicho hartas mentiras cuando pensé que podían servirme, pero ahora soy muy franco. Si puedo hacer algo por ti, dime qué es. —Rompe el vidrio.
Vacilé. —¿No te morirás?
—Nunca he vivido. Dejaré de pensar. Rompe el vidrio. —Pero vives.
—No crezco, ni me muevo ni respondo a ningún estímulo excepto el pensamiento, que no se considera una respuesta. Soy incapaz de propagarmi especie o cualquier otra. Rompe el vidrio.
—Si de verdad no vives, preferiría encontrar una forma de darte vida.
—Te agradezco la fraternidad. Cuando estabas encarcelada aquí, Thecla, y aquel muchacho te llevó el cuchillo, ¿porqué no buscaste más vida?
La sangre se me encrespó en las mejillas y alcé el báculo de ébano, pero no di el golpe.
—Vivo o muerto, tienes una inteligencia penetrante. Thecla es mi parte más propensa a la ira.
—Si junto con sus recuerdos hubieras heredado sus glándulas, habrías triunfado.
—Y tú lo sabes. ¿Cómo puedes saber tanto, tú que eres ciego?
—Los actos de las mentes groseras crean minúsculas vibraciones que agitan el agua de esta botella. Te oigo los pensamientos.
—Yo noto que oigo los tuyos. ¿Cómo es posible que los oiga y no los de algún otro?
Ahora que miraba directamente la cara afligida, iluminada por el último rayo de sol que entraba por un tronera polvorienta, no estaba seguro de que los labios se moviesen.
—Como de costumbre, te oyes a ti mismo. No puedes oír a los demás porque tu mente está siempre chillando, como un niño que llora en una cesta. Ah, veo que eso lo recuerdas.
—Recuerdo una vez, hace mucho, en que tenía frío y hambre. Estaba de espaldas, entre paredes marrones, y oía el sonido de mis propios gritos. Sí, era un niño sin duda. Ni siquiera sabía gatear, creo. Eres muy listo. ¿Ahora qué estoy pensando?
—Que sólo soy un ejercicio inconsciente de tu poder, como la Garra. Es verdad, por supuesto. Yo era deforme, y morí antes de nacer, y desde entonces me han guardado aquí en coñac blanco. Rompe el vidrio.
—Primero preferiría interrogarte —dije yo. —Hermano, en tu puerta hay un viejo con una carta. Presté atención. Era extraño, después de haber oído nada más que esas palabras en mi mente, oír de nuevo ruidos reales: el canto de los mirlos soñolientos entre las torres y los golpecitos en la puerta.
El mensajero era el viejo Rudesind, que me había guiado a la sala de cuadros de la Casa Absoluta. Lo hice pasar (para sorpresa de los centinelas, pienso) porque quería hablar con él y no necesitaba cumplir con la etiqueta.
—No he estado aquí en toda mi vida —dijo él—. ¿Cómo puedo ayudaros, Autarca?
—Con sólo verte nos damos por servidos. Sabes quiénes somos, ¿no? Nos reconociste la otra vez que nos encontramos.
—Aunque no conociera tu cara, Autarca, de todos modos la reconocería dos docenas de veces. Me lo han dicho a menudo. Aquí parece que nadie hablara de otra cosa. Cómo te pusieron en cintura. Cómo te veían por cualquier lado. Cómo eras y qué decías. No hay cocinero que no te haya convidado con un pastel. Todos los soldados te contaron historias. Te diré que hasta conocí una mujer que te besó y te remendó los pantalones. Tenías un perro…
—Eso sí que es cierto —dije.
—Yun gato y un pájaro y un cotí que robaba manzanas. Y trepabas a todos los muros de este lugar. Y después saltabas, o te descolgabas por una soga, o te escondías y simulabas haberte escondido. Eres todos los niños que se han visto por aquí, y te han atribuido historias de hombres que ya eran viejos cuando yo era un crío, y hasta cosas que hice yo mismo setenta años atrás.
—Ya hemos aprendido que el rostro del Autarca está siempre oculto tras la máscara que le teje el pueblo. Sin duda es mejor así; no hay nada de qué enorgullecerme cuando se comprende que poco nos parecemos a eso que provoca reverencias. Pero queremos oír de ti. El antiguo Autarca nos dijo que eras centinela de la Casa Absoluta, y ahora nos enteramos de que sirves al padre Inire.
—Así es —dijo el viejo—. Tengo el honor, y la carta que traigo es de él. —Tendió un sobre pequeño y algo sucio.
—Ynosotros somos el señor del padre Inire.
Hizo una reverencia de campesino. —Lo sé, Autarca.
—Pues te ordenamos que te sientes y descanses. Tenemos preguntas que hacerte, y no queremos mantener de pie a un hombre de tu edad. Cuando éramos el chico de quien dices que todos hablan, tú nos llevaste a las estanterías del maestro Ultan. ¿Porqué?
—No porque supiera algo que los demás no sabían. Tampoco porque me lo ordenara mi amo, si es eso lo que pensáis. ¿No vais a leer la carta?
—Dentro de un momento. Después de que me respondas sinceramente, en pocas palabras.
El viejo dejó caer la cabeza y se tiró de los pelos de la barba. Vi cómo la seca piel de la cara se le alzaba en minúsculos conos cóncavos, como queriendo seguir a los pelos blancos.
—Autarca, creéis que ya entonces yo sospechaba algo. Quizás algunos lo imaginaran. Quizá mi amo; no lo sé. —Los reumáticos, bajo las cejas, se movieron para mirarme y volvieron a caer.— Erais joven y parecíais un chico con futuro; por eso quise que vierais.
—¿Que viera qué?
—Yo soy viejo. Era viejo entonces y soy viejo ahora. Vos habéis crecido. Lo veo en vuestra cara. Yo soy apenas más viejo, porque para mí un tiempo así no importa. No podría compararse con las horas que me he pasado subiendo y bajando mi escalera. Quería que vierais cuánto había habido antes de vos. Que aun antes de que fuerais concebido habían vivido y muerto miles y miles, algunos mejores que vos. Quiero decir, Autarca, mejores que como erais vos entonces. Pensaréis que cualquier criado de la vieja Ciudadela nace sabiendo todo eso, pero he descubierto que no lo saben. Por más que estén siempre alrededor, no lo ven. Pero a los más inteligentes, bajar a los recintos del maestro Ultan, les abre los —Eres el abogado de los muertos.
El viejo asintió. —Sí. La gente habla de ser bueno con éste y el otro, pero de hacerles bien a ellos nunca oí hablar a nadie. Tomamos todo lo que tenían, lo cual es correcto. Y la mayoría de las veces escupimos en sus opiniones, lo cual también es correcto, supongo. Pero de vez en cuando deberíamos recordar cuántas cosas hemos heredado. Pienso que mientras esté aquí he de defenderlos con mi palabra. Yahora, Autarca, si no os importa, dejaré la carta en esta curiosa mesa…
—Rudesind… —¿Sí, Autarca? —¿Vas a limpiar tus pinturas?
Volvió a asentir. —Es una de las razones de que quiera irme, Autarca. Estuve en la Casa Absoluta hasta que mi amo… —hizo una pausa y pareció tragar saliva, como hacen los hombres cuando creen haber hablado de más—… se marchó al norte. Tengo que limpiar un Fechin, y estoy atrasado.
—Rudesind, ya sabemos las respuestas a lo que tú crees que vamos a preguntar. Sabemos que tu amo es lo que la gente llama un cacógeno, y por el motivo que sea, uno de los pocos que ha elegido compartir enteramente lo suyo con la humanidad, quedándose en Urth como ser humano. Lo mismo es la Cumana, aunque esto quizá no lo sabías. Incluso sabemos que tu amo estuvo con nosotros en las junglas del norte, donde intentó rescatar a mi predecesor hasta que fue tarde. Sólo queremos decir que si estando tú en la escalera, vuelve a pasar por delante un joven con una misión, debes enviarlo al maestro Ulian. Es nuestra orden.
Cuando se hubo ido abrí el sobre. La hoja que había dentro no era grande pero estaba cubierta de hilos minúsculos, como si alguien hubiera apretado contra la superficie un montón de nidos de araña.
¡Su servidor Inire saluda al novio de Urth, Señor de Nessus y la Casa Absoluta, Jefe de la Raza, Oro del Pueblo, Mensajero del Alba, Helios, Hiperion, Surya, Savitar y Autarca!
Me apresuro, y llegaré a vos en dos días.
Hace poco más de un día que sé lo que ha ocurrido. Buena parte de la información provino de la mujer de nombre Agia, quien al menos en su propio relato ayudó a liberarte. También me dijo algo de vuestros tratos con ella, pues como sabéis tengo medios de extraer información.
Os habré puesto al corriente de que el exultante Vodalus está muerto por obra de ella. Su amante, la chatelaine Thea, intentó primero dominar a los mirmidones que lo acompañaban cuando murió; pero como en modo alguno era idónea para esa tarea y menos aún para tener en vara a los del sur, he urdido poner a esta Agia en el lugar que le corresponde. Dada vuestra piedad anterior por ella, con6o en contar con vuestra aprobación. Ciertamente es deseable mantener en actividad un movimiento que nos fue tan útil en el pasado, y mientras los espejos del llamado Hethor no se rompan, ella será un comandante plausible.
Acaso la nave que convoqué en auxilio de mi señor, el Autarca de su momento, os parezca inadecuada —como por cierto me parece a mí—, pero era la mejor que pude obtener, y yo tenía gran urgencia. Yo mismo me he visto obligado a viajar de otro modo al sur, y con mucha más lentitud; ojalá llegue pronto el día en que mis primos se dispongan a alinearse no simplemente con la humanidad sino con nosotros; mas de momento perseveran en considerar a Urth algo menos significativa que muchos de los mundos colonizados, y a nosotros a la par de los ascios, y por tantojunto con los xantodermos y muchos otros.
A lo mejor ya habréis recibido nuevas más recientes y precisas que las mías. En caso de que no sea así: la guerra marcha bien y mal.
La maniobra enemiga no penetró mucho, y el embate septentrional, particularmente, sufrió tales bajas que en rigor puede decirse que ha sido destruido. Sé que la muerte de tantos miserables esclavos de Erebus no os alegrará, pero al menos nuestros ejércitos tienen un respiro.
Es algo que necesitan desesperadamente. Entre los paralianos hay una sedición que debe ser erradicada; pues los tarentinos, vuestros antrustiones y las legiones ciudadanas, los tres grupos que soportaron el peso de la lucha, han sufrido casi tanto como el enemigo. Hay entre ellos cohortes que no podrían reunir un centenar de soldados aptos.
No necesito deciros que deberíamos conseguir más armas pequeñas, y en especial artillería, si fuera posible persuadir a mis primos de desprenderse de ellas a un precio a nuestro alcance. Entretanto, hay que reclutar nuevas tropas, y con tiempo, para que en la primavera los reclutas ya estén entrenados. Lo que hoy hace falta son unidades ligeras capaces de entrar en escaramuzas sin dispersarse; pero si el año próximo los ascios irrumpen, necesitaremos piqueneros y pilani a centenares y miles, y quizá convenga llamar a armas ahora mismo al menos a una parte.
Cualquier nueva que tengáis de las incursiones de Abaia será más fresca que las mías; desde que dejé nuestras líneas yo no he tenido ninguna. Hormisdas se ha ido al sur, creo, pero tal vez Olaguer pueda informaros.
Con prisa y reverencia,
XXXVI — Oro falso y quemazón
No queda mucho por contar. Como sabía que en pocos días iba a tener que irme de la ciudad, lo que esperaba hacer aquí tenía que hacerlo rápido. El gremio no tenía amigos de confianza aparte del maestro Palaemon, y para lo que yo planeaba él no me serviría. Mandé llamar a Roche, sabiendo que si lo tenía delante no iba a engaitarme mucho tiempo. (Esperaba ver un hombre mayor que yo, pero el aspirante pelirrojo que acudió a mi orden era poco más que un muchacho; cuando se fue, estuve un rato estudiándome la cara en el espejo, algo que no había hecho antes.) Me contó que él y algunos otros que habían sido amigos míos más o menos íntimos, habían objetado mi ejecución cuando la mayoría del gremio se inclinaba por matarme, y le creí. También admitió con toda soltura que él había propuesto que me mutilaran y expulsaran, pues pensaba que era la única manera de salvarme la vida. Creo que esperaba que de algún modo lo castigase: tenía las mejillas y la frente, por lo general rubicundas, tan blancas que las pecas resaltaban como manchas de pintura. La voz era firme, sin embargo, y no dijo nada que pareciera destinado a excusarse echándole la culpa a otro.
La verdad era, por supuesto, que yo tenía intención de castigarlo junto con el resto del gremio. No porque les tuviera inquina, sino porque sentía que una temporada de encierro bajo la torre les despertaría cierta sensibilidad a ese principio de justicia del que había hablado el maestro Palaemon, y porque sería la mejor manera de asegurar que se cumpliese la orden que pensaba impartir, prohibiendo la tortura. Es improbable que a quien haya pasado unos meses en el pavor de ese arte le moleste dejarlo.
Pero sin decirle nada a Roche, le pedí que más tarde me trajera un hábito de aspirante y con Drotte y Eata se prepararan para ayudarme a la mañana siguiente.
Poco después de vísperas volvió con la ropa. Quitarme el rígido traje que había estado usando yvestirme de nuevo de £ulígeno fue un placer indescriptible. De noche, ese oscuro abrazo es lo más parecido que conozco a la invisibilidad, y después de escabullirme por una de las salidas secretas, me moví entre las torres como una sombra que llegué al sector derrumbado del muro.
El día había sido cálido; pero la noche era fresca, y había niebla en la necrópolis, como cuando yo había salvado a Vodalus saliendo de detrás de un monumento. El mausoleo donde había jugado de niño estaba como lo había dejado, con la puerta atascada un cuarto antes de cerrarse.
Llevaba una vela, y una vez dentro la encendí. Los bronces funerarios cuyo lustre yo había mantenido en otro tiempo, estaban de nuevo verdes; por todas partes el viento había repartido hojas, que nadie había pisado. Un árbol había metido una rama delgada por entre los barrotes del ventanuco.
Quédate donde te pongo,
que ningún extraño espíe.
Sé como hierba a de otros,
pero no a los míos.
Quédate aquí a salvo,
no te vayas, si viene una mano,
engáñala, que extraños
no lo crean hasta que yo te vea.
La piedra era más pequeña y ligera de lo que yo recordaba. Debajo, la humedad había deslucido la moneda; pero todavía estaba allí, y un momento después la tenía en la mano y recordaba al niño que yo había sido, mientras a través de la niebla volvía conmovido al muro roto.
Ahora he de pedirles, a ustedes que tantos desvíos y disgresiones me han perdonado, que excusen una más. Es la última.
Hace unos días (es decir, mucho tiempo después de la conclusión real de los hechos que me he puesto a narrar) me dijeron que un vagabundo se había presentado aquí, en la Casa Absoluta, diciendo que me debía dinero y se negaba a pagárselo a cualquier otra persona. Sospechando que iba a ver a algún viejo conocido, le dije al chambelán que me lo trajera.
Era el doctor Talos. Tenía aspecto de hombre rico, y se había vestido para la ocasión con un capote de terciopelo rojo y un chaleco de la misma tela. Seguía teniendo cara de zorro embalsamado; pero por momentos me daba la impresión de que se le había filtrado un atisbo de vida, de que algo o alguien oteaba a través de las gafas.
—Os habéis superado —dijo, y me saludó inclinándose hasta que la borla de la gorra barrió la alfombra—. Quizá recordéis que yo afirmé invariablemente que sería así. La honradez, la integridad y la inteligencia no se pueden mantener sometidas.
—Los dos sabemos que no hay nada más fácil de someter —dije yo—. Mi antiguo gremio se encargaba de someterlas todos los días. Pero me alegra volver a verte, aun si vienes como emisario de tu amo.
Por un momento pareció que no entendía. —Ah, os referís a Calveros. No, me temo que me ha despedido. Después de la batalla. Después de bucear en el lago.
—Entonces crees que sobrevivió —dije.
—Vaya, estoy seguro de que sobrevivió. Vos no lo conocisteis como yo, Severian. Para él respirar agua no habrá sido nada. ¡Nada! Tenía una mente maravillosa. Era un genio supremo de una especie única: todo se le volvía hacia dentro. Combinaba la objetividad del estudioso con el arrobamiento del místico.
—Con lo cual —interrumpí— queréis decir que experimentaba consigo mismo.
—Oh, no, en absoluto. ¡Él invirtió la cosa! Hay quienes experimentan con ellos mismos para deducir alguna norma aplicable al mundo. Calveros experimentaba con el mundo, y si puedo decirlo groseramente, gastaba los resultados en su persona. Dicen… —aquí miró nerviosamente en torno para asegurarse de que sólo yo lo oía—… dicen que soy un monstruo, y es cierto. Pero Calveros era más monstruoso que yo. En cierto sentido era mi padre, pero se había construido a sí mismo. Es ley de la naturaleza, y de aquello más alto que la naturaleza, que cada criatura tenga un creador. Pero Calveros era su propio creador; detrás de él estaba él, y así se separó de la línea que nos une a los demás con el Increado. Pero me estoy desviando de mi asunto.—El doctor llevaba en el cinto un saquito de cuero escarlata. Aflojó las cuerdas y se puso a hurgar. Oí un tintineo metálico.
—¿Ahora llevas dinero? —pregunté—. Antes se lo dabas todo a él.
La voz bajó hasta hacerse casi inaudible.
—¿Vos no haríais lo mismo en mi situación actual? Ahora dejo monedas cerca del agua, pequeñas pilas de aes y oricletas. —Alzó la voz:— No hace daño, y me recuerda los grandes días. ¡Pero soy honrado!, ¿comprendéis? El siempre me lo exigió. Ytambién él era honrado, a su manera. De cualquier modo, ¿os acordáis de aquella mañana, antes de que cruzáramos la puerta? Yo estaba repartiendo los beneficios de la noche anterior cuando nos interrumpieron. Quedaba una moneda, y te correspondía a ti. La guardé con la idea de dártela después, pero me olvi dé, y cuando llegaste al castillo… —Me miró de soslayo.— Pero a buenos negocios cuentas claras, como dicen, y aquí la tenéis.
La moneda era precisamente como la que yo había sacado de debajo de la piedra.
—Ahora veis por qué no se la podía dar a vuestro hombre: seguro que me tomaría por un loco.
Tiré la moneda al aire y la atrapé. Daba la sensación de que la habían engrasado levemente. —A decir verdad, doctor, nosotros no.
—Porque es falsa, claro. Ya os lo dije aquella mañana. Pero ¿cómo iba a decirle a él que había venido a pagarle al Autarca y luego darle una moneda mala? ¡Os tienen pánico, y me habrían abierto las entrañas buscando una auténtica! ¿Es cierto que aquí tienen un explosivo que tarda días en abrirse, de modo que pueden hacer trizas a la gente poco a poco?
Yo miraba las dos monedas. Tenían el mismo brillo de latón y parecían hechas en el mismo cuño. Pero, como he dicho, esa breve entrevista tuvo lugar mucho después del verdadero fin de mi relato. Volví por el mismo camino a mis habitaciones en la Torre de la Bandera, y una vez allí, me quité la capa chorreante y la colgué. El maestro Gurloes solía decir que lo peor de pertenecer al gremio era no llevar camisa. Aunque lo decía irónicamente, en cierto sentido tenía razón. Después de haber atravesado las montañas con el pecho desnudo, unos pocos días con atuendo de autarca me ablandaban tanto como para temblar en una noche brumosa de otoño.
En todos los cuartos había hogares, y junto a cada uno una pila de leña tan vieja y seca que sospeché que de sólo golpearla contra un morillo se pulverizaría. Yo nunca había encendido una chimenea; pero ahora decidí hacerlo, calentarme y poner a secar en una silla la ropa que había traído Roche. Cuando busqué el yesquero, sin embargo, descubrí que en el entusiasmo me lo había dejado con la vela en el mausoleo. Pensando vagamente que el Autarca que había habitado esos cuartos antes que yo (un gobernante muy fuera del alcance de mi memoria) debía haber tenido algún medio de encender a mano los numerosos fuegos, me puse a buscar en los cajones de los armarios.
En gran parte estaban llenos de los papeles que tanto me habían fascinado antes; pero en vez de pararme a leerlos, como hiciera durante la primera inspección de los cuartos, los levantaba de cada cajón para ver si no había debajo algún eslabón, encendedor, jeringa o amadú.
No encontré ninguno; pero en cambio, en el cajón más grande del armario más grande, escondida bajo un estuche de plumas filigranado, descubrí una pequeña pistola.
Había visto antes armas como ésa: la primera, cuando Vodalus me había dado la moneda falsa que acababa de recuperar. Pero nunca había tenido una en la mano, y ahora descubría que era muy diferente que verla en manos de otros. Una vez, viajando con Dorcas hacia Thrax, habíamos caído en una caravana de vendedores ambulantes y caldereros. Aún teníamos casi todo el dinero que el doctor Talos había dividido en el encuentro del bosque al norte de la Casa Absoluta; pero dudábamos de hasta dónde podría llevarnos y cuánto tendríamos que viajar, de modo que yo ofrecía mi oficio, preguntando en cada pueblo si no había algún malhechor que mutilar o decapitar. Para los vagabundos éramos como ellos, y aunque algunos nos adjudicaban un rango más o menos saliente porque yo sólo trabajaba para las autoridades, otros presumían de despreciarnos como instrumentos de la tiranía.
Una noche, un amolador que había sido más amistoso que la mayoría, y nos había hecho varios favores insignificantes, se ofreció para afilar a Terminus Est. Le dije que yo la mantenía lo suficientemente afilada para el trabajo y lo invité a probarla con un dedo. Después de cortarse levemente (como yo había anticipado) se aficionó mucho a ella, admirando no sólo la hoja sino la suave vaina, la guarda labrada y lo demás. Una vez que le hube respondido a innumerables preguntas respecto a la forja, la historia y los usos de Terminus Est, me preguntó si le permitía empuñarla. Lo previne sobre el peso de la hoja y el peligro de descargar el filo más fino contra algo que pudiera dañarlo; luego se la pasé. Sonriendo, aferró la empuñadura como yo le había dicho; pero no bien empezó a alzar la larga y brillante herramienta de muerte, se puso muy pálido y los brazos se le echaron a temblar tanto que se la arrebaté antes de que la dejara caer. Después de aquello, lo único que decía una y otra vez era Yo he afilado la espada de muchos soldados.
Ahora yo comprendía lo que el hombre había sentido. Dejé la pistola en la mesa tan rápido que casi se me cae, y di vueltas y vueltas alrededor como si fuera una serpiente preparada para atacar.
Era más corta que mi mano, y de una factura tan delicada que parecía una joya; pero cada una de sus líneas hablaba de un lejano origen, de más allá de las estrellas cercanas. El tiempo no había amarilleado la plata, que bien podría haber acabado de salir de la pulidora. Estaba cubierta de ornamentos que acaso fueran escritura: realmente no podía decirlo, y para ojos como los míos, habituados a motivos de líneas rectas y curvas, a veces parecían sólo reflejos complicados y brillantes, pero reflejos de algo que no estaba presente. Incrustadas en el mango había piedras negras cuyo nombre yo ignoraba, gemas como turmalinas pero más luminosas. Al cabo de un rato noté que una, la más pequeña, parecía desvanecerse a menos que yo la mirara con fijeza, y entonces destellaba con un fulgor de cuatro rayos. Examinándola más de cerca, descubrí que no era una gema sino una lente diminuta a través de la cual brillaba un fuego interior. La pistola, pues, conservaba su carga después de tantos siglos.
Por ilógico que fuera, saberlo me tranquilizó. Hay dos maneras en que un arma puede ser peligrosa para quien la usa: hiriéndolo por accidente o fallándole. La primera era aún posible; pero cuando vi el resplandor de ese punto luminoso supe que la segunda podía descartarse.
Debajo del cañón había un botón corredizo que al parecer controlaba la intensidad de la descarga. Mi primera idea fue que quienquiera la hubiese manejado la última vez probablemente la había puesto al máximo, y que invirtiendo la posición podría probarla con cierta seguridad. Pero no era así: el botón estaba en el centro de la guía. Por fin decidí, por analogía con un arco, que probablemente la pistola fuera menos peligrosa cuando el botón estaba lo más adelante posible. Alcé la pistola, apunté el arma al hogar y apreté el gatillo.
El ruido de un disparo es lo más horrible del mundo. Es el grito de la materia misma. Ahora el estampido no fue fuerte sino amenazador, como un trueno lejano. Por un instante —tan breve que casi pude haber creído que lo soñaba— un angosto cono violeta relampagueó entre la boca de la pistola y la leña apilada y desapareció. La madera ardía y láminas de metal quemado y retorcido caían del fondo del hogar con un ruido de campanas rotas. Un riachuelo de plata se derramó hasta la alfombrilla chamuscándola y alzándose en un humo nauseabundo.
Guardé la pistola en la alforja de mi nuevo traje de aspirante.
XXXVII — Cruzando de nuevo el río
Antes del amanecer Roche estaba en mi puerta con Drotte y Eata. Aunque Drotte era el mayor de nosotros, la cara y los ojos relampagueantes lo hacían parecer más joven que Roche. Todavía era el retrato mismo de la fuerza nerviosa, pero no pude dejar de notar que ahora yo era dos dedos más alto que él. Eata, el más bajo, ni siquiera había llegado aún a aspirante; de modo que después de todo yo sólo había estado fuera un verano. Cuando me saludó parecía un poco aturdido, y supongo que le costaba creer que ahora yo fuese el Autarca, especialmente porque no me había visto hasta ese momento, en que una vez más yo vestía las ropas del gremio.
Yo le había dicho a Roche que los tres debían ir armados; él y Drotte llevaban espadas parecidas a (aunque de manufactura muy inferior), y Eata una clava que yo recordaba haber visto exhibida en nuestras fiestas del Día de la Máscara. Antes de haber visto batallas en el norte los habría creído bien equipados; ahora los tres, no sólo Eata, me parecían niños dispuestos a jugar a la guerra con palos y piñas.
Por última vez pasamos por la brecha en el muro y pisamos las senderos de hueso que se curvaban entre los cipreses y las tumbas. Las rosas muertas que yo había dudado en arrancar para Thecla mostraban todavía unos capullos de otoño, y me encontré pensando en Morwenna, la única mujer cuya vida había tomado, y en su enemiga Eusebia.
Cuando cruzamos el portal de la necrópolis y en— tramos en las escuálidas calles de la ciudad, pareció que mis compañeros se ponían casi alegres. Pienso que inconscientemente habían temido que el maestro Gurloes los viera y de algún modo los castigase por obedecer al Autarca.
—Espero que no planees ir a nado —dijo Drotte—. Con estas cuchillas nos hundiríamos.
Roche soltó una risita. —La de Eata flota, sin duda. —Vamos muy al norte. Necesitaremos un barco, pero creo que si recorremos la ribera podremos alquilar alguno.
—Si alguien nos lo alquila… Ysi no nos arrestan. Ya sabéis, Autarca…
—Severian —le recordé—. Mientras lleve esta ropa. —… Severian, que se supone que estas herramientas sólo podemos llevarlas al tajo, y costará mucho convencer a los peltastas de que hacemos falta tres. ¿Sabrán quién eres tú? Yo no…
Esta vez fue Eata quien lo interrumpió señalando hacia el río.
—¡Mirad, allí hay un barco!
Roche lo siguió, los tres agitaron las manos y yo saqué uno de los chrisos que me había prestado el castellano, volviéndolo para que reluciera al sol que detrás de nosotros empezaba a mostrarse sobre las torres. El hombre que iba a la caña agitó la gorra, y alguien que parecía un muchachito flaco saltó adelante para poner la chorreante tarquina en la otra amura.
Era un barco de dos palos, algo estrecho de manga y bajo de francobordo: ideal, sin duda, para transportar mercancía no sellada y burlar a las balandras de patrulla que de repente se habían vuelto mías. El timonel, un viejo raposo grisáceo, parecía capaz de cosas mucho peores, y el «muchachito» flaco era una chica de ojos risueños y facilidad para mirar de soslayo.
—Vaya, parece que hoy es mi día —dijo el timonel cuando vio nuestros hábitos—. Pensé que estabais de duelo, hasta que os vi de cerca. ¿Ojos? Ni idea de lo que son, no más que un cuervo en un tribunal.
—Estamos de duelo —le dije mientras subía. Me dio un placer ridículo descubrir que yo no había perdido las piernas de marino que había adquirido en el Samm, y mirar cómo Drotte y Roche se agarraban de los paños cuando el lugre se balanceaba.
—¿Le molesta si le echo un vistazo a ese rubio? Sólo para ver si es de veras. En seguida lo mando a casa.
Le tiré la moneda, que frotó y mordió y por fin rindió con una mirada respetuosa.
—Quizá necesitemos el barco todo el día.
—Por un rubio se lo puede quedar también toda la noche. Como le dijo el funerario al fantasma, a los dos nos alegrará tener compañía. Hasta que amaneció hubo cosas en el río. Quizá porque los optimates han bajado al agua esta mañana, ¿no?
—Zarpe —dije yo—. Si quiere, me puede contar qué eran esas cosas raras mientras navegamos.
Aunque él mismo había sacado el tema, el timonel parecía rehacio a entrar en detalles; quizá sólo porque le era dificil encontrar palabras para describir lo que había sentido y lo que había visto y oído. Había un ligero viento del oeste, así que con las enceradas velas del lugre bien tensas, navegamos río arriba. La muchacha morena tenía poco más trabajo que estar sentada en la proa y cambiar miradas con Eata. (Es posible que, con su camisa y sus pantalones grises y sucios, lo tomara por un ayudante a sueldo de nosotros tres.) El timonel, que se decía tío de ella, hablaba sin aflojar la presión en la caña, para evitar que el lugre se desviase.
—Les contaré lo que vi yo, como el carpintero cuando tenía el postigo abierto. Estábamos ocho o nueve leguas al norte de donde ustedes nos llamaron. De carga llevábamos almejas, ¿entienden?, y con esos bichos no es cuestión de pararse, al menos cuando la tarde pinta calurosa. Bajamos por el río y se las compramos a los cavadores, ¿entienden?, después las subimos rápido por el canal, para que se pudieran comer antes de estropearse. Si se estropean lo pierdes todo, pero si las vendes bien ganas el doble o mas.
»Me he pasado más noches en el río que en cualquier otro lugar de mi vida; es mi cuarto, se puede decir, y este barco mi cuna, aunque en general hasta la mañana no me voy a dormir. Pero anoche… A veces me daba la impresión de que no era el viejo Gyoll sino otro río, un río que subía al cielo o corría bajo tierra.
»Dudo que lo hayan notado si no estuvieron despiertos hasta tarde, pero era una noche tranquila con unas rachas de viento que soplaban lo que dura un juramento, luego se apagaban y luego volvían a soplar. También había niebla, espesa como algodón. Colgaba sobre el agua, como hace siempre la niebla, y a nivel del agua quedaba un espacio como para hacer rodar un pequeño barril. La mayoría del tiempo no veíamos luces en las orillas, sólo la niebla. Antes yo tenía un cuerno y lo hacía sonar para los que no vieran nuestras luces, pero el año pasado se me fue por la borda y como era de cobre se hundió. Así que anoche, cada vez que sentía que se nos acercaba un barco o cualquier cosa, daba unos gritos.
»Como una guardia después de que empezara la niebla dejé que Maxellindis se fuera a dormir. Tenía izadas las dos velas, y con cada bocanada de aire remontábamos un poco el río, y luego volvía a echar el ancla. A lo mejor ustedes no lo saben, optimates, pero la norma del río es que quien lo sube bordea una orilla y quien lo baja navega por el medio. Nosotros íbamos subiendo y tendríamos que haber bordeado la orilla este, pero con la niebla yo no sabía.”Entonces oí remos. Busqué en la niebla, pero no veía luces y grité para que se desviaran. Me incliné sobre la regala y acerqué la cabeza al agua para oír mejor. La niebla absorbe los ruidos, pero cuando mejor oye uno es cuando mete la cabeza debajo, porque el ruido corre derecho sobre el agua. Bueno, el caso es que lo hice, y aquello era grande. Cuando los remeros son buenos no se puede contar cuántas palas hay, porque se hunden al mismo tiempo y salen todas juntas, pero cuando un barco grande avanza rápido se oye el agua rompiendo bajo la proa, y aquél era de los grandes. Me subí a la caseta para tratar de verlo, pero ni así había luces, aunque yo sabía que estaba cerca.
»Justo estaba bajando cuando la divisé: una galeaza de cuatro palos y cuatro bancadas, sin luces, remontando el canal, por lo que podía juzgar. Alguien se apiade del que viene en contra, pensé yo para mí, como dijo el buey cuando se soltó del yugo.
»Claro que sólo la vi un minuto y se perdió de nuevo en la niebla, pero todavía la oí un rato largo. Verla así me dio una impresión tan rara que me puse a gritar de vez en cuando aunque no hubiera ningún otro barco por ahí. Habíamos hecho una media legua más, me supongo, o quizá no tanto, cuando oí que alguien me contestaba los gritos. Sólo que no era como si me contestara, más bien pedía que le echaran un cabo. Volví a gritar, y cada vez él me contestaba, y era un hombre que conozco llamado Trason, que tiene un barco como yo. “¿Eres tú?”, me preguntó, y yo le dije que era yo y le pregunté si estaba bien. “¡Amarra!”, me dice él.
»Le dije que no podía. Llevaba almejas, y aunque la noche estuviera fresca quería venderlas lo antes posible. “Amarra”, me vuelve a gritar Trason. “Amarra y bájate.” Así que yo le digo: “¿Por qué no te bajas tú?” En eso lo veo, y me sorprendió que pudiera llevar tanta gente, pándores, habría dicho yo, pero todos los pándores que he visto tenían la cara morena como la mía, o casi, y la de éstos era blanca como la niebla. Tenían gusanos y escorpiones: se veían las cabezas asomándoles por las crestas de los cascos.
Lo interrumpí para preguntarle si los soldados que había visto parecían hambrientos y tenían ojos grandes.
Sacudió la cabeza torciendo una comisura de la boca.
—Eran hombres grandes, más grandes que usted o que cualquiera de los que vamos aquí, le llevaban a Trason una cabeza. El caso es que en un momento desaparecieron, igual que la galeaza. Fue el único otro barco que vi hasta que se abrió la niebla. Pero… Yo dije: —Pero vio algo más. O lo oyó.
Asintió. —Pensé que usted y su gente estaban aquí por eso. Cierto, vi y oí cosas. Había cosas en el agua, cosas que yo no había visto nunca. Cuando se despertó y se lo conté, Maxellindis dijo que eran manatíes. A la luz de la luna son pálidos y si uno no se acerca mucho parecen bastante humanos. Pero yo los conozco desde pequeño y nunca me confundieron. Yhabíavoces de mujer, altas no, pero fuertes. Yalgo más. Yo no le entendía nada a ninguno, pero oí el tono. ¿Saben cómo es cuando uno escucha gente hablando sobre el agua? Ellas decían esto y lo otro y lo de más allá. Luego la voz más profunda —no puedo decir que fuera de hombre porque no lo creo—, la voz más profunda decía ve y haz así y asá. Oí tres veces las voces de las mujeres y dos veces la otra. No me van a creer, optimates, pero a veces daba la impresión de que las voces salían del río.
Con eso se quedó en silencio, mirando más allá de los nenúfares. Habíamos dejado bien atrás el trecho del Gyoll que bordea la Ciudadela, pero los nenúfares aún se amontonaban más densamente que flores silvestres en cualquier llano a este lado del paraíso.
La Ciudadela misma se veía ya entera, y pese a su vastedad parecía un rebaño reverberante agitándose en la colina, con las mil torres de metal listas a saltar al aire a la primera palabra. Debajo, la necrópolis extendía un bordado de trama verde y blanca. Sé que es de buen tono hablar con leve disgusto de la «insalubre» proliferación de hierba y árboles en tales lugares, pero yo nunca he observado que fuese algo realmente insalubre. Lo verde muere para que vivan los hombres, y los hombres mueren para que lo verde viva, incluso aquel hombre ignorante e inocente que hace tanto tiempo yo maté con su propia hacha. Se dice que todo nuestro follaje está mustio, y no hay duda de que así es; y cuando llegue el Sol Nuevo, su novia, la Nueva Urth, lo glorificará con hojas como esmeraldas. Pero en el tiempo presente, el tiempo del sol viejo y la vieja Urth, yo nunca he visto un verde tan intenso como el de los grandes pinos de la necrópolis cuando el viento mece las ramas. Extraen fuerza de las partidas generaciones de la humanidad, y los mástiles de los navíos, que se construyen con muchos árboles, no son tan altos como ellos.
El Campo Sanguinario está lejos del río. Atrajimos miradas extrañas, los cuatro, mientras íbamos hacia allí, pero nadie nos detuvo. La Taberna de los Amores Perdidos, que alguna vez me pareciera la menos permanente de las casas de los hombres, seguía alzándose allí como la tarde en que yo había llegado con Agia y Dorcas. El gordo tabernero por poco se desmaya cuando nos vio aparecer; le pedí que llamara a Ouen, el camarero.
Aquella tarde, cuando entró con una bandeja para los tres, en realidad no lo había mirado. Ahora lo hice. Era un hombre calvo tan alto como Drotte, flaco y con aire afligido; los ojos eran de un azul profundo, y en la forma de los párpados y de la boca había una delicadeza que reconocí en seguida.
—¿Sabes quiénes somos? —le pregunté. Meneó lentamente la cabeza.
—¿Nunca has tenido que servir a un torturador? —Una vez, sieur, esta primavera — dijo—. Ysé que estos dos hombres de negro son torturadores. Pero usted no es torturador, sieur, aunque vista como ellos. Lo pasé por alto. —¿Alguna vez me has visto?
—No, sieur.
—Muy bien, tal vez sea así. (Qué extraño era darme cuenta de que yo había cambiado tanto.) Ouen, ya que tú no me conoces, sería bueno que yo te conociera a ti. Dime dónde naciste y quiénes eran tus padres, y cómo llegaste a emplearte en esta taberna.
—Mi padre era tendero, sieur. Vivíamos en Puertavieja, en la ribera oeste. Cuando yo tenía unos diez años, creo, me mandó a una taberna a hacer de mozo, y desde entonces siempre he trabajado en alguna.
—Tu padre era tendero. ¿Y tu madre?
La cara de Ouen seguía manteniendo una deferencia de camarero, pero los ojos parecían confundidos.
—No la conocí, sieur. La llamaban Gas, pero murió cuando yo era pequeño. En el parto, decía mi padre.
—Pero sabes cómo era.
Asintió. —Mi padre tenía un relicario con su imagen. Yo tendría veinte años cuando una vez quise verlo y descubrí que lo había empeñado. Por entonces yo había hecho un poco de dinero ayudando en sus asuntos a cierto optimate… Llevándoles mensajes a las damas, quedándome de guardia fuera y cosas así; y fui a la casa del prestamista y pagué la prenda y lo retiré. Todavía lo llevo, sieur. En un lugar como éste, donde todo el tiempo entran y salen tantos, es mejor tener los objetos valiosos encima.
Metió la mano dentro de la camisa y sacó un relicario de esmalte tabicado. Los retratos de dentro eran de Dorcas de frente y perfil, una Dorcas apenas más joven que la que yo había conocido.
—Dices que a los diez te hiciste mozo, Ouen. Pero sabes leer y escribir.
—Un poco, sieur. —Parecía incómodo.— Varias veces le he preguntado a la gente que me leyera algo escrito. No olvido muchas cosas.
—Cuando esta primavera estuvo el torturador tú escribiste algo —le dije—. ¿Te acuerdas de lo que escribiste?
Asustado, sacudió la cabeza. —Sólo una nota para prevenir a la chica.
—Yo me acuerdo. Decía: «La mujer que la acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella. Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha vuelto».
Ouen se metió el relicario dentro de la camisa. —Es que se parecía mucho a ella, sieur. Cuando yo era joven, siempre pensaba que un día iba a encontrar una mujer así. Me decía, ¿sabe?, que yo era mejor hombre que mi padre, y a fin de cuentas él la había encontrado. Pero yo no, y ahora no estoy seguro de ser mejor.
—Esa vez tú no sabías cómo era el hábito de los torturadores —le dije—. El que sabía era tu amigo Trudo, el palafrenero. Sabía mucho más que tú de torturadores, y por eso se escapó.
—Sí, sieur. Cuando oyó que un torturador preguntaba por él se escapó.
—Pero tú viste que la chica era una inocente y quisiste prevenirla contra el torturador y la otra mujer. Quizá tenías razón sobre los dos.
—Si usted lo dice, sieur…
—¿Sabes, Ouen?, te pareces un poco a ella.
El tabernero gordo había estado escuchando más o menos abiertamente. Ahora soltó una risita. —¡Más se parece a ustedl Me temo que me volví a clavarle los ojos.
—No quería ofenderlo, sieur, pero es verdad. Él es un poco mayor, pero mientras hablaban vi las dos caras de perfil, y no hay ni un lunar de diferencia.
Estudié de nuevo a Ouen. No tenía los y el pelo oscuros como yo, pero dejando de lado el color, su cara podría haber sido casi la mía.
—Dices que nunca encontraste una mujer como Dorcas… como la del relicario. Sin embargo encontraste una mujer, pienso.
Evitó mirarme a los —Varias, sieur. —Y tuviste un hijo.
—¡No, sieur! —Estaba atónito.— ¡Nunca, sieur! —Qué interesante. ¿Alguna vez tuviste dificultades con ¡ajusticia?
—Varias, sieur.
—Está bien que hables en voz baja, pero no hace falta que sea tan baja. Y cuando me hables mírame. Una mujer que amabas… o quizás ella te amaba a ti… una mujer morena… ¿La detuvieron una vez?
—Una vez, sieur —dijo—. Sí, sieur. Se llamaba Catherine. Es un nombre anticuado, me dicen. Como usted dice, sieur, hubo problemas. Se había escapado de una orden de monjas. La detuvo la justicia y no la vi nunca más.
Él no quería venir, pero cuando volvimos al lugre nos los llevamos.
Cuando yo había remontado el río con el S¢mru, de noche la línea entre la ciudad viva y la muerta había sido como la que separa la curva oscura del mundo y la estrellada cúpula celeste. Ahora, con tanta luz, había desaparecido. Líneas de estructuras medio en ruinas bordeaban las riberas, pero no pude determinar si eran los hogares de nuestros ciudadanos más miserables o meras cáscaras vacías hasta que vi tres trapos flameando en una cuerda.
—En el gremio tenemos el ideal de la pobreza —le dije a Drotte mientras nos apoyábamos en la regala—. Pero esa gente no necesita el ideal: lo ha realizado.
—Yo pensaría que lo necesitan más que nadie —respondió él.
Se equivocaba. El Increado estaba allí, algo más alto que los hieródulos y que aquellos a quienes servían; incluso en el río yo sentía su presencia como se siente la del señor de una gran casa, aunque esté en un cuarto a oscuras de otro piso. Cuando bajamos a tierra, me pareció que en cada uno de los umbrales que yo cruzara, sorprendería a una brillante figura; y que el comandante de todas esas figuras parecía invisible sólo porque era demasiado grande.
En una de las calles invadidas de hierba encontramos una sandalia de hombre, gastada pero no vieja. —Me han dicho que por aquí andan saqueadores. Es una de las razones por las que os pedí que vinierais. Si sólo se tratara de mí, me las arreglaría solo.
Roche asintió y sacó la espada, pero Drotte dijo: —Aquí no hay nadie. Tú te has vuelto mucho más sabio que nosotros, Severian, pero pienso que te has acostumbrado un poco en exceso a cosas que aterran a la gente común.
Le pregunté qué quería decir.
—Tú sabías de qué hablaba el barquero. Te lo vi en la cara. A ti también te dio miedo, o al menos te preocupó. Pero no miedo como el que tuvo él anoche, o como el que habríamos tenido Roche, Ouen o yo si hubiésemos estado cerca del río sabiendo lo que pasaba. Anoche los saqueadores que dices anduvieron rondando, y han alertado a los guardacostas. Hoy no se acercarán al agua, y no lo harán por varios días.
Eata me tocó el brazo. —¿Crees que esa chica… Maxellindis… corre peligro, allí en el barco?
—Corre menos peligro que tú con ella —dije. Eata no sabía qué estaba diciendo, pero yo sí. Su Maxellindis no era Thecla; su historia no podía ser la mía. Pero tras la cara traviesa y los risueños castaños yo había visto los corredores del Tiempo. Para los torturadores el amor es un trabajo largo; y aunque yo fuera a disolver el gremio, Eata sería un torturador, como todos los hombres, maniatado por el desprecio a la riqueza sin el cual un hombre es menos que un hombre, infligiendo dolor por naturaleza lo quisiera o no. Me apenaba, y más aún Maxellindis la marinera.
Ouen y yo fuimos hacia la casa, dejando a Roche, Drotte y Eata de guardia a cierta distancia. Cuando estábamos en la puerta oí dentro el blando sonido de los pasos de Dorcas.
—No te diremos quién eres —le dije a Ouen—. Yno podemos decirte qué puede ser de ti. Pero somos tu Autarca y te diremos qué debes hacer.
No tenía palabras para él, pero descubrí que no me hacían falta. Como el castellano, se arrodilló en el acto.
—Nos hemos hecho acompañar por torturadores para que supieras qué te estaba reservado si nos desobedecías. Pero no deseamos que nos desobedezcas, y ahora, habiéndote conocido, dudamos de que hicieran falta. En esta casa hay una mujer. Dentro de un momento entrarás. Has de contarle tu historia como nos la contaste a nosotros, y te quedarás con ella y la protegerás aunque intente rechazarte.
—Haré todo lo posible, Autarca dijo Ouen. —Cuando puedas, aconséjale que abandone esta ciudad de muerte. Hasta entonces, te damos esto. —Saqué la pistola y se la puse en la mano.— Vale una carretilla de chrisos, pero mientras esté aquí los chrisos te servirán mucho menos que ella. Cuando estéis los dos a salvo, si deseas te la compraremos de nuevo. —Le mostré cómo se manejaba la pistola y lo dejé. Entonces me quedé solo, y no dudo de que algunos, leyendo este relato demasiado breve de un verano turbulento, dirán que es así como he estado casi siempre. Jonas, mi único amigo de veras, era a sus propios ojos una mera máquina; Dorcas, a quien todavía amo, es a sus propios ojos una especie de espectro.
Yo no lo siento así. Elegimos —o no elegimos— estar solos cuando decidimos a quién aceptar como camaradas y a quiénes rechazar. Así, en su cueva de la montaña, el eremita tiene compañía porque sus compañeros son los pájaros y los conejos, los iniciados cuyas palabras viven en los «libros del bosque» y los vientos, mensajeros del Increado. Otro hombre puede estar solo aunque viva entre millones, porque no tiene alrededor más que enemigos y víctimas.
Agia, a quien yo habría podido amar, había elegido en cambio ser una Vodalus femenina, oponiéndose a todo lo que en la humanidad hay de más vivo. Yo, que podría haber amado a Agia, que amaba profundamente a Dorcas, pero no tanto como yo creía, ahora estaba solo porque me había vuelto parte de su pasado, que ella amaba más de lo que nunca (salvo, creo, al principio) me había amado a mí.
XXXVIII — Resurrección
No queda casi nada por contar. Ha llegado el alba, con el sol rojo como un ojo ensangrentado. Por la ventana entra un viento frío. Dentro de muy poco un criado traerá una bandeja humeante; con él, sin duda, estará el viejo y encorvado padre Inire, que quiere hablar conmigo durante los pocos momentos que quedan; el viejo padre Inire, que ha vivido mucho más que los de su efímera especie; el viejo padre Inire, que, me temo, no sobrevivirá al sol rojo. Cuánto lo contrariará descubrir que me he pasado toda la noche escribiendo aquí, en el triforio.
Pronto deberé vestir ropas de argento, ese color más puro que el blanco. No importa.
En la nave habrá días largos, lentos. Leeré. Todavía tengo mucho que aprender. Dormiré, dormitaré en mi litera, escucharé la fricción de los siglos contra el casco. Este manuscrito se lo enviaré al maestro Ultan; pero mientras esté en la nave, cuando no pueda dormir y me canse de leer, lo escribiré de nuevo —yo, que no olvido nada— todo, cada palabra, tal como lo he escrito aquí. Lo llamaré El Libro del Sol Nuevo porque se dice que ese libro, perdido desde hace tantas eras, ha profetizado su propio advenimiento. Ycuando esté otra vez terminado, sellaré esa copia en un cofre de plomo y lo dejaré a la deriva en los mares del espacio y el tiempo.
¿Les he dicho todo lo que prometí? Soy consciente de que en varios lugares de mi narración he prometido que la trama final de la historia dejaría en claro tal o cual punto. Los recuerdo todos, estoy seguro, pero también recuerdo mucho más. Antes de pensar que los he engañado, vuelvan a leer, como yo volveré a escribir.
Para mí hay dos cosas claras. La primera es que no soy el primer Severian. Los que andan por los corredores del Tiempo lo vieron ganar el Trono del Fénix, y así fue que el Autarca, a quien le habían contado de mí, sonrió en la Casa Azur y la ondina me empujó hacia arriba cuando al parecer tenía que ahogarme. (Pero seguramente con el primer Severian no fue así; algo había empezado ya a dar nueva forma a mi vida.) Ahora dejadme imaginar, aunque es sólo imaginación, la historia del primer Severian.
Él también fue criado por los torturadores. También lo enviaron a Thrax. También huyó de Thrax, y aunque no llevaba la Garra del Conciliador, se encaminó a la guerra del norte: sin duda esperaba escapar del arconte escondiéndose en el ejército. Cómo se encontró allí con el Autarca no puedo decirlo; pero se encontraron y así, como yo, él (que en sentido último era y es yo mismo) llegó a su vez a ser autarca y navegó allende las velas de la noche. Luego los que andan por los corredores del Tiempo volvieron a la época en que él era joven, y comenzó mi historia, tal como la he escrito aquí en tantas páginas.
La segunda cosa es ésta. No fue devuelto a su tiempo: se convirtió en un vagabundo de los corredores. Ahora conozco la identidad del hombre llamado Cabeza del Día y sé por qué Hildegrin, que estaba demasiado cerca, murió cuando nos encontramos, y por qué huyeron las brujas. También sé de quién era el mausoleo en donde me quedaba de niño, esa pequeña construcción con grabados en la piedra: una rosa, una fuente y una nave voladora. He perturbado mi propia tumba, y ahora voy a yacer en ella.
Cuando volví a la Ciudadela con Drotte, Roche y Eata, me llegaron mensajes urgentes del padre Inire y de la Casa Absoluta, y pese a todo me demoré. Le pedí al castellano que me llevara un mapa. Después de mucho buscar encontró uno, grande y antiguo, agrietado en muchas partes. El muro aparecía entero, pero los nombres de las torres no eran los que yo conocía —ni los que conocía el castellano, por cierto—, y en el mapa había torres que no están en la Ciudadela, y en la Ciudadela torres que no estaban en el mapa.
Luego ordené una nave y estuve medio día flotando entre las torres. Sin duda vi muchas veces el lugar que buscaba, pero en todo caso no lo reconocí.
Por fin, con una lámpara brillante y segura, bajé una vez más a nuestra mazmorra, un tramo de escalones tras otro hasta llegar al último nivel. ¿Qué es, me pregunto, lo que da a los lugares subterráneos el poder de conservar el pasado? Todavía estaba allí uno de los tazones en que había llevado sopa a Triskele. (Triskele, que había vuelto a la vida bajo mi mano dos años antes de que yo llevara la Garra.) Una vez más seguí las huellas de Triskele hasta la abertura olvidada, como cuando aún era aprendiz, y desde allí mis propias huellas en el oscuro laberinto de túneles.
A la luz firme de la lámpara vi ahora dónde había perdido el rastro, por seguir en línea recta cuando Triskele había doblado. Tuve la tentación de seguirlo, en vez de seguirme a mí mismo, para saber dónde había salido, y acaso descubrir quién lo había aceptado y a quién solía volver después de saludarme a veces en los caminos apartados de la Ciudadela. Posiblemente lo haga cuando regrese a Urth, si es que en verdad regreso.
Pero una vez más no doblé. Seguí al niño-hombre por un corredor angosto de suelo de barro, y de vez en cuando atravesado por puertas y ventanas ominosas. El Severian que yo perseguía llevaba zapatos mal ajustados con tacones gastados y suelas raídas; al volverme y alumbrar con la lámpara hacia atrás, observé que el Severian que lo perseguía llevaba botas excelentes, pero caminaba con pasos de longitud desigual y uno de los pies arrastraba la punta. Pensé: un Severian tiene buenas botas, el otro buenas piernas. Y me reí solo, preguntándome quién iría allí años después, y si imaginaría que los dos rastros eran de los mismos pies.
No puedo decir con qué fin se construyeron una vez esos túneles. Varias veces vi escaleras que habían descendido aún más, pero siempre desembocaban en oscuras aguas en calma. Encontré un esqueleto, los huesos desparramados por los apresurados pies de Severian, pero era sólo un esqueleto y no me dijo nada. En ciertos lugares las paredes tenían inscripciones, escritas en naranja desteñido o negro robusto; pero eran caracteres que yo no sabía leer, ininteligibles como los rasguños de las ratas en la biblioteca del maestro Ultan. Unas pocas de las habitaciones que miré tenían paredes en donde habían palpitado más de mil relojes de varias clases, y aunque ahora estaban todos muertos, las campanas calladas y las manecillas corroídas en horas que no volverían nunca, los consideré signos propicios para alguien que buscaba el Ypor fin lo encontré. La pequeña mancha de sol estaba justo donde yo recordaba. Sin duda fue una locura, pero apagué la lámpara y por un momento me quedé a oscuras, mirándola. Todo era silencio, y el brillante cuadrado desparejo parecía al menos tan misterioso como antes.
Yo había temido que me fuera difícil deslizarme por la angosta grieta, pero si el Severian presente era algo más grande de huesos, también era más flaco, de modo que una vez metidos los hombros, el resto los siguió con facilidad.
La nieve que recordaba había desaparecido, pero había un temblor frío en el aire anunciando que pronto iba a volver. Unas hojas muertas, que sin duda una corriente ascendente había llevado y acosado muy arriba, descansaban ahora entre las rosas moribundas. Los cuadrantes torcidos seguían proyectando unas sombras enloquecidas, inútiles como los relojes muertos que estaban detrás aunque no tan quietos. Los animales grabados los contemplaban, inmóviles, sin pestañear.
Crucé hasta la puerta y llamé. Apareció la temerosa anciana que nos había servido, y entrando en la mohosa sala en donde en otro tiempo me había calentado, le dije que fuera a buscar a Valeria. Se alejó deprisa, pero, antes de que desapareciera, algo había despertado en las paredes roídas por el tiempo y unas voces desencarnadas, de mil lenguas, pedían que Valeria se presentara a un personaje de título antiguo que, comprendí sobresaltado, debía ser yo mismo.
Aquí se detendrá mi pluma, lector, aunque no yo. Te he transportado de puerta en puerta: de la cerrada puerta de la necrópolis de Nessus, con su mortaja de bruma, a esa puerta barrada de nubes que llamamos cielo, la puerta que, espero, me llevará más allá de las estrellas cercanas.
Mi pluma se detiene; yo no. Lector, ya no caminarás conmigo. Es tiempo de que los dos retomemos nuestras vidas.
A este relato, yo, Severian el Cojo, Autarca, pongo mi rúbrica en el que será llamado último año del sol viejo.
Apéndice — Las armas del Autarca y las naves de los hieródulos
No hay nada tan oscuro en el manuscrito de El libro del Sol Nuevo como el tratamiento de las armas y la organización militar.
La confusión relativa al equipo de los aliados y adversarios de Severian parece derivar de dos fuentes; la primera es la marcada tendencia del autor a dar nombre propio a cada variante de diseño o utilidad. Al traducir estos nombres, he procurado tener en mente tanto el sentido radical de las palabras como la función de las armas mismas. Así cimitarra, fascina y muchas más. En un punto he puesto en manos de Agia el athame, la espada del hechicero.
La segunda fuente de dificultades es, al parecer, que se habla en el libro de tres grados de tecnología muy diferentes. El más bajo podría denominarse nivel de herrería. Las armas son en este caso espadas, cuchillos, hachas y picas, como las que habría podido forjar cualquier diestro artesano del, digamos, siglo quince. Se tiene la impresión de que el ciudadano medio puede obtenerlas fácilmente y representan la capacidad tecnológica del conjunto de la sociedad.
El segundo grado podría denominarse nivel de Urth. A este grupo pertenecen indudablemente las armas largas de caballería que he elegido llamar alabardas, conti y así, como también las «lanzas llameantes» con que los hastarii amenazan a Severian en la puerta de la antecámara y otras armas usadas por la infantería. La medida en que eran accesibles no se desprende con claridad del texto, que en un pasaje dice que en Nessus se ofrecen a la venta «flechas» y «keteneslargos». Parece seguro que a los irregulares de Guasacht se los provee de conti antes del combate, y que luego éstos se recogen y almacenan en algún lugar (posiblemente la tienda del jefe). Tal vez debiera señalarse que de este modo se repartían y almacenaban las armas en los barcos de los siglos dieciocho y diecinueve, aunque en tierra podían comprarse libremente puñales y armas de fuego. Los arbalestos usados por los asesinos de Agia fuera de la mina son sin duda lo que he llamado armas de Urth, pero es probable que esos hombres fueran desertores.
Las armas de Urth, por lo tanto, parecen representar la tecnología más alta que pueda encontrarse en el planeta, y acaso en el sistema solar. Es difícil decir si eran tan eficientes como las nuestras. Da la impresión de que la armadura no era del todo ineficaz para contrarrestarlas, aunque precisamente lo mismo puede decirse de nuestros rifles, carabinas y fusiles subautomáticos.
Al tercer grado lo llamaría nivel estelar. La pistola que Vodalus le da a Thea y la que Severian le da a Ouen son incuestionablemente armas estelares, pero de muchas otras mencionadas en el manuscrito no podemos estar tan seguros. Estelar quizá sea también parte de la artillería usada en la guerra de las montañas, e incluso toda. Los fusiles y jezeles de que disponen las tropas especiales de ambos bandos pueden o no pertenecer a este grado, aunque yo me inclino a pensar que sí.
Parece bastante claro que las armas estelares no podían producirse en Urth y debían obtenerse de los hieródulos a un costo muy elevado. Es interesante la pregunta —a la cual no puedo dar respuesta cierta— sobre el intercambio de bienes. Según nuestros patrones, la Urth del sol viejo parece carecer de materias primas; cuando Severian habla de minería, se estaría refiriendo a lo que nosotros llamaríamos saqueo arqueológico, y entre los atractivos de los nuevos continentes preparados para surgir, se dice, con la llegada del Sol Nuevo, están «el oro, la plata, el hierroy el cobre…» (La cursiva es mía.) Algunas otras posibilidades podrían ser ropa para esclavos —sin duda hay cierta esclavitud en la sociedad de Severian—, carne, y otros alimentos y productos del trabajo intensivo como las joyas manufacturadas.
Nos gustaría saber más sobre casi todo lo que este manuscrito menciona; pero sobre todo, sin duda, nos gustaría saber más sobre las naves que vuelan entre las estrellas, comandadas por hieródulos pero a veces tripuladas por seres humanos. Dos de las figuras más enigmáticas del manuscrito, Jonas y Hethor, parecen haber sido en un tiempo tripulantes de estas naves. Pero aquí el traductor tropieza con una grave dificultad: la incompetencia de Severian, incapaz de distinguir claramente entre las embarcaciones espaciales y las marítimas.
Por irritante que sea, parece muy natural dadas las circunstancias. Si un continente lejano es tan remoto como la luna, la luna no será más remota que un continente lejano. Por lo demás, las naves interestelares parecen moverse por la presión de la luz en inmensas velas de láminas metálicas, de modo que ambas clases de embarcaciones tienen en común una ciencia aplicada de mástiles, cables y vergas. Presumiblemente, dado que en ambos casos se requerirían muchas capacidades iguales (y quizá sobre todo la de soportar largos períodos de aislamiento), ciertos tripulantes de naves que sólo nos provocarían desprecio, embarcarán en otras que nos asombrarían. Es notable que el capitán del lugre de Severian comparta ciertos hábitos verbales con Jonas.
Y ahora un comentario final. Tanto en mis traducciones como en estos apéndices, he intentado evitar toda especulación; pienso que ahora, a punto de concluir siete años de trabajo, quizá se me permita una. Quizá la capacidad de estas naves que atraviesan horas y eones no sea sino una consecuencia natural, tras haber penetrado en el espacio interestelar y aun intergaláctico, y haber escapado a las angustias de muerte del universo. Viajar de este modo en el tiempo tal vez no sea un asunto tan complejo y difícil como tendemos a suponer. Es posible que Severian tuviera desde el comienzo algún presentimiento de su futuro.