Después de la Gran Victoria del Valle de los Tres Ríos, todos se sienten a salvo: los minotauros han sido eliminados de la faz de la tierra.
Pero un día, más allá del mar del abismo, un humano y un minotauro vuelven a cruzar una mirada. Como si el futuro se hubiera puesto en marcha. ¿Podrá ese cachorro humano sobrevivir entre los clanes táuricos? ¿Será aquel de quien hablan las Piedras altas, aquel guerrero capaz de unir a humanos y minotauros bajo un mismo estandarte? Tal vez… pero antes deberá sobrevivir a la peor de las batallas: aquella que se libra dentro de uno mismo.
Gabriel García de Oro
MINOTAURO
LA BATALLA DEL LABERINTO
Minotauro I
En memoria de José Cruz Cuesta
En el laberinto, la verdadera batalla
se libra en nuestros corazones.
El laberinto somos nosotros.
Proverbio táurico.
Hasta que el último minotauro no hubo derramado hasta la última gota de sangre, los humanos no dieron por terminada la batalla. No podían permitirse dejar uno solo con vida. No. Habían sufrido demasiado. Habían tenido demasiado miedo. Y habían perdido demasiados combates. Tenía que ser entonces o nunca, y fue entonces. En ese valle que se teñía de sangre como si millones de flores rojas hubieran sido arrancadas de su tallo. Y fue entonces, bajo aquella marea de soldados que cubría todo el Valle de los Tres Ríos, ahogando a los guerreros táuricos que trataban en vano de mantenerse a flote. Imposible. Eran demasiados. Y los habían sorprendido.
No había un solo minotauro que no fuera consciente de su fatal destino. Ni uno solo que pensara que podría salir de allí con vida. Era demasiado tarde para escapar. Sólo aspiraban a morir como habían vivido: con honor. Porque, como decía un antiguo proverbio táurico, los valientes se levantan decenas de veces antes de morir; los cobardes sólo mueren.
En el bando de los ejércitos humanos, los Cuatro Reyes contemplaban sus ejércitos mientras éstos devoraban a las bestias táuricas. Satisfechos, entornando los ojos para intentar vislumbrar lo que sucedía tan lejos. Llenándose de orgullo por la alianza que habían forjado entre ellos. Sintiéndose a salvo para siempre, como si después de ese combate, ya nunca más ningún humano hubiese de morir.
Mientras, Kriyal, el Gen AgKlan táurico, defendía su estandarte del espíritu. No quería que cayese, no quería que tocase el suelo. No a manos de esos seres siniestros, débiles y traicioneros. Pero era inevitable. Ya no podía hacer nada. Los estandartes del espíritu de las otras tribus y de los otros clanes iban desplomándose, sucumbiendo a una derrota inevitable. Uno por uno, iban desapareciendo en un mar de acero, tragados por los tiempos, sin dejar rastro.
Dicen las antiguas sagas que el Gen AgKlan miró al frente con sus peculiares ojos de distinto color, uno rojo y otro verde. Alzó la vista al cielo, levantó su hacha de doble filo y derribó su propio estandarte. Luego, embistió por última vez, llevándose consigo la vida de más de cien soldados antes de morir. Al exhalar el último suspiro, tenía clavadas doce espadas, como las heridas que Karbutanlak recibió de Sredakal en la primera batalla de los tiempos. Realidad o ficción, la cuestión es que cuando terminó el combate no quedó ni un minotauro en pie ni un cuerno en sus cabezas. Los soldados se los cortaron para llevárselos a casa como recuerdos o regalos. Para demostrar su valor. Para ponerlos encima de las estanterías o venderlos en los mercados ambulantes. Incluso para vaciarlos y usarlos como jarras y brindar por la victoria.
Y en efecto, asi lo hicieron.
Porque la amenaza táurica había terminado. Porque habían sufrido demasiado y habían tenido demasiado miedo. Porque habían perdido demasiados combates y porque entre entonces o nunca, fue entonces.
Por fin los minotauros habían desaparecido de la faz de la tierra. Pasados casi trescientos años desde la Gran Victoria del Valle de los Tres Ríos, los hombres se sabían vencedores y a salvo, dueños de todas las tierras que los dioses de Nígaron habían creado bajo el Cielo Azul Eterno.
Sin embargo, hubo una época en que los humanos temblaban ante la simple mención de la palabra «minotauro». Un tiempo en que para enfrentarse a un guerrero de las tribus táuricas, era necesario un destacamento especial formado por cuatro soldados y dos caballeros armados hasta los dientes y escudados con todo su coraje. O se precisaban finas flechas de plata apuntadas certeramente al entrecejo de las bestias. O incluso, en ocasiones, había que descabellar a los minotauros por la espalda, con sigilo, aprovechando el descuido de las víctimas al amparo de las sombras de la noche. Eso sí, los que alguna vez habían empleado este método de dudosa valentía, primero hubieron de embadurnarse por completo con excrementos de caballo, pues los minotauros poseían un agudo olfato capaz de captar la presencia de un humano a gran distancia.
Éstos sólo son algunos ejemplos de cómo los humanos habían recurrido a la mentira, la traición, la trampa y la propia humillación cuando las circunstancias lo habían requerido. Pero lograron sobrevivir. Vencieron. Destruyeron a un enemigo más fuerte que un farallón, más robusto que los sagrados robles milenarios. Incansable en la batalla, sanguinario en la venganza, inflexiblemente noble.
Con su rigurosa gallardía, los minotauros nunca entendieron las argucias ni los recovecos en el comportamiento, ni el regateo en el precio del honor. Y no cabe duda de que pagaron caro su intachable sentido del orgullo. Carísimo: con el desgaste constante de su pueblo, el goteo incesante de vidas en medio de treguas que sólo ellos respetaban, el vencer batalla tras batalla y, pese a ello, acabar sucumbiendo en el ya mítico combate del Valle de los Tres Ríos.
¡Las trece tribus táuricas vencidas por los reinos humanos! Los trece estandartes táuricos pisoteados, quemados, arrastrados por el polvo. Arrasados. Aniquilados. Exterminados. Desaparecidos. Y, trescientos años más tarde... ¿olvidados?
Mejor dicho: casi olvidados.
El profesor Ühr los tenía muy presentes. No creía en las versiones triunfalistas de los humanos. Era el mayor especialista en las Antiguas Guerras Táuricas y no pensaba como todos los demás. Se negaba a pensar como todos los demás.
Observaba la historia con la ventaja que proporciona el tiempo. Los años transcurridos le permitían juzgar con objetividad, sin miedo, ajeno al temor o la superstición. El procuraba trillar los relatos legendarios para separar los acontecimientos históricos de la ficción. Así se acercaba de puntillas a una realidad que apenas había dejado rastro. Con su increíble olfato, como habría hecho un auténtico guerrero táurico, rastreaba la historia en busca de la verdad de lo sucedido.
Ühr había invertido mucho tiempo en tratar de entender al gran enemigo: reconstruir la vida nómada de los poblados táuricos, conocer sus ritos, traducir su escritura esculpida en gigantescas piedras, sentir el poder de los estandartes de las tribus guerreras, conocer a sus dioses que tanto tiempo llevaban huérfanos, sin una oración que los alabase, sin una súplica que atender...
Al frente del Consejo de Sabios había conseguido avances impresionantes, como la creación del primer alfabeto para traducir las sagradas Piedras táuricas o la ordenación de sus deidades por categorías de poder.
Todo cambió de la manera más inesperada. De repente, el rey Adhelón VI prohibió cualquier tipo de investigación relacionada con los minotauros y las guerras táuricas, tras lo cual acusó a los miembros del Consejo, en especial a Ühr, de haber traicionado el espíritu con el que su padre, el rey Arim-Adhelón el Largo, lo había creado.
Según Adhelón VI, el Consejo se había desviado del honorable cometido que su predecesor le había confiado. No se trataba, como estaba haciendo Ühr, de resucitar los dioses de esas bestias, sino de compilar toda la información posible acerca de los héroes humanos y clasificar el folclore popular surgido en su honor. Y, en opinión del rey, al Consejo no parecía importarle demasiado esa línea de investigación.
Para Ühr, el decreto fue como un mazazo. Para la mayoría de la gente pasó inadvertido, porque a muy pocos les importaba. Los súbditos del reino de Nueva Adhelonia no entendían que alguien se dedicara al estudio de unas bestias monstruosas y sanguinarias que afortunadamente ya habían dejado de existir. Nadie dudaba de que las canciones y las viejas historias ya contaban todo lo que un humano necesitaba saber. Y si no lo contaban las canciones y las viejas historias... ¿para qué saberlo?
Pero Ühr había dedicado tantos, tantos esfuerzos... que la orden real no hizo más que sorprenderle, irritarle e indignarle profundamente. No podía comprender el repentino interés por destruir un tipo de conocimiento tan lejano en el tiempo y tan inofensivo para el poder del rey.
¿O no tan inofensivo?
Desde la publicación del decreto, Ühr empezó a sospechar que, tal vez y a pesar de todos sus años de estudio, el rey Adhelón y su inseparable Kor, el nigromante, sabían más que él mismo y, sin duda, mucho más de lo que aparentaban.
Pero ¿qué les podía preocupar tanto? ¿Qué sabían ellos que él aún no había logrado descubrir? ¿Por qué el rey y el nigromante no contaban con sus conocimientos? Si realmente sabían o sospechaban algo, podrían compartir puntos de vista y teorías y... no era así.
El rey no quería compartir nada, al contrario. En una ocasión, se limitó a mandar a su guardia personal para confiscar gran parte del material que con tanta dedicación Ühr había compilado, clasificado y ordenado.
Sin embargo, el profesor era testarudo por naturaleza. Persistente y cabezota, por lo visto su voluntad había acaparado toda la fuerza de la que en apariencia carecía su cuerpo, que se encaramaba enjuto hasta llegar a un rostro siempre serio y demacrado, como si en todo momento tuviese un ataque incontrolable de hambre. Por eso, a pesar de las advertencias y las intimidaciones, seguía investigando. Con cautela. Con prudencia y precaución. Y con una gran, grandísima, sorpresa cuando llegó a encajar todas las piezas de una desconcertante teoría que explicaba a la perfección el repentino miedo de Adhelón VI.
La versión oficial siempre había presentado la Gran Victoria del Valle de los Tres Ríos como la mayor gesta de la humanidad. Los acontecimientos podían resumirse como sigue: los Cuatro Reyes humanos habían averiguado el lugar donde se habían reunido todos los minotauros para celebrar el Jugh-I-Del, la ceremonia que cada ochenta lunas negras, denominación táurica para la luna nueva, reunía a las trece tribus para honrar al dios Karbutanlak, Primer Guerrero y creador de la Tierra.
Contando con la ventaja del factor sorpresa, los Cuatro Reyes atacaron con todas las fuerzas y armamento de que disponían. Fuese hombre, mujer o niño, si podía sostenerse en pie y empuñar un arma acudió a pelear.
Según las antiguas sagas, la batalla fue digna de los dos hijos del dios supremo Kia-Kai, creador de los primeros dioses táuricos. Se decía que el valle quedó tan encharcado de sangre, que si un guerrero tropezaba podía morir ahogado por el lago rojo que iba creciendo a los pies de ambos ejércitos. Y que los tres ríos del valle se convirtieron en venas abiertas en el brazo de la tierra. Y que las noches se iluminaban por las centellas de las espadas enfrentadas, de los cuernos cercenados, de la fuerza de los hombres inspirados por los mismos dioses de Nígaron que aquella noche ayudaron a los hombres en la Tierra... Muchas cosas se cuentan y otras muchas se cantan en los festejos que año tras año conmemoran la Gran Victoria.
Ühr tenía la ligera sospecha de que la realidad había sido muy distinta. Para empezar, le parecía ilógico que los hombres, aunque su número hubiese sido el triple, hubieran podido derrotar a las trece tribus. Igual de ilógico se le antojaba que los minotauros hubiesen sido tan descuidados y se hubiesen dejado sorprender tan candidamente. Nunca se había sabido ni por casualidad el lugar de las celebraciones del Jugh-I-Del. ¿Cómo pudieron enterarse los Cuatro Reyes? Además, según algunas inscripciones que él había traducido, en el Jugh-I-Del no participaba toda la población de los minotauros, como siempre se había creído. Sólo merecían tal honor los jefes y los que serían nombrados nuevos guerreros de las tribus.
El profesor cada día estaba más convencido de que antes de la batalla los minotauros habían querido proponer un tratado, una tregua. Una solución que no significara la desaparición de una de las dos especies. Sin embargo, los reyes antiguos habían aprovechado la situación para emboscar al enemigo en una trampa mortal.
Pero la teoría no acababa ahí. También pensaba que como mínimo cuatro de las trece tribus no habían seguido a Kriyal, elegido Gran Guerrero por los trece jefes.
Los disidentes lo acusaron de iluso por creer que los humanos iban a respetar un tratado de paz cuando nunca antes habían respetado más que su propia supervivencia. Por primera vez en toda la tercera eternidad táurica, las trece tribus se separaban del cuerpo de Karbutanlak.
Las cuatro tribus rebeldes habrían buscado la primera tierra, lugar donde, según las leyendas táuricas, se hallaba clavado el cuerno de Sredakal, gemelo de Karbutanlak, como símbolo de la victoria de este último en la lucha que durante las dos primeras eternidades de los tiempos los había enfrentado a muerte por el amor de la bella diosa Miomene.
Sin duda, la del profesor era una teoría arriesgada. No había humano que no supiera que más allá del mar del abismo sólo existía la oscuridad protegida por demonios y monstruos que únicamente dejaban entrar a los muertos. La puerta de Nígaron...
Ühr no creía demasiado en los dioses de Nígaron ni en nada parecido. Por eso consideraba probable que más allá del mar del abismo existiese una tierra verde y fértil en la que los cuatro estandartes ondearan esperando el momento de vengarse de la traición.
De ser eso cierto, trescientos años después de la Gran Victoria del Valle de los Tres Ríos los humanos no estaban totalmente a salvo, y las guerras táuricas no eran algo tan antiguo como todo el mundo pensaba.
En ese momento, el profesor Ühr regresaba de un extraño viaje que lo había alejado de su casa durante veintitrés días. Su hijo Yaruf ya se había acostado y Harat, la niñera, estaba muy preocupada porque el profesor no había dado señales de vida en todo ese tiempo. Es aquí donde empieza esta increíble aventura que tiene como gran protagonista a...
Como una sombra que ha huido de su cuerpo. Al amparo de la oscuridad nocturna. Escondiéndose bajo una espesa capa negra, Kor abandonaba las callejuelas para adentrarse en el bosque.
—Malditos sean sus huesos. Podría tener su pocilga en un lugar menos apartado —refunfuñaba el nigromante mientras las puntiagudas botas se manchaban con un barro denso y pegajoso—. Llevo un buen rato caminando. Espero haber seguido el camino correcto y que todo esto sirva para algo.
Sin embargo, no había transcurrido tanto tiempo desde que Kor abandonó sigilosamente sus magníficos aposentos ubicados en el ala más lujosa del castillo de Adhelón, aunque a él el trayecto se le estaba haciendo larguísimo. ¿Era por la impaciencia? ¿Por la incertidumbre? ¿Por los nervios que le atenazaban la garganta? Tal vez por todo un poco. Tenía tantas ganas como miedo de encontrarse con Qüídia. Y eso le enfurecía.
¡Él era Kor, el nigromante! El mismo que no dudaba en manejar a reyes y príncipes a su antojo. El que había sabido deslizarse por las rendijas del poder para que éste le sirviera en bandeja de plata cuanto se le antojara. El que hacía bailar a los personajes más ilustres del reino al ritmo hipnótico de sus engaños y mentiras.
Y él, justamente él, estaba nervioso por tener que hablar con una hechicera que había aparecido en el reino como una tormenta de verano. Repentina. Dañina. Arrebatadoramente poderosa.
¿Quién era? ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Dónde había estado escondida durante todo ese tiempo? ¿Por qué nadie había oído hablar antes de ella? ¿De dónde sacaba ese poder luminoso, diamantino? ¿Cómo conseguía dejar a todos boquiabiertos? ¿Cómo había logrado que la gente acudiera a ella desde los rincones más apartados del reino?
¡Él era el nigromante del rey! Heredero de una larga saga de adivinos, hechiceros y magos. En los textos sagrados de Nígaron incluso se mencionaba su dinastía como la elegida por los tiempos para escudriñar los designios del destino y así ayudar a los hombres y sus reinos a alcanzar las metas que se propusieran y, en definitiva, la plenitud.
Sin embargo, la realidad era muy distinta.
Kor llevaba demasiado tiempo sumido en la desgracia, padeciendo el peor tormento imaginable en la más honda de las desdichas. Porque él, el gran nigromante, hacía ya años que había perdido su poder.
¿Podía, entonces, seguir considerándose tal?
Los espíritus ya no acudían a él. Las apariciones se habían esfumado como el humo en la niebla. Las líneas de las manos se le antojaban escritas en un idioma olvidado. La melodía de la realidad había enmudecido.
Por suerte, nadie se había percatado de su tragedia.
Seguía manejando a su antojo al rey Adhelón VI y a los nobles de la corte: todos ellos seguían creyendo en él sin reservas. Nadie sospechaba. Nadie imaginaba lo que estaba pasando. Afortunadamente, porque eso habría significado su ruina, el fin de sus días como nigromante del reino de Nueva Adhelonia: una ofensa imborrable para todo su linaje. No podía tolerar que eso ocurriera, y si para ello tenía que pedir, incluso suplicar, la ayuda de una bruja recién llegada de ninguna parte, lo haría. Estaba dispuesto a todo por recuperar su don. Se negaba a perder sus dotes, se resistía a que el destino se los arrebatara como se aparta de las armas a los niños pequeños.
Tenía la sensación de que aquella hechicera, cuyos logros y clarividencia todos cantaban, podría darle una respuesta. Una pequeña pista. Un nuevo principio... Si era la mitad de buena de lo que se decía, le ayudaría a encontrar una respuesta para sus dos grandes preguntas: ¿Por qué había perdido su poder? ¿Qué significaba aquella pesadilla que se repetía noche tras noche y que atormentaba sus sueños?
Allí estaba la cabaña.
Por fin había llegado.
«Es un milagro que se mantengan en pie esas cuatro telas mal cosidas», pensó sorprendido mientras avanzaba a paso lento hacia la pequeña lumbre que apenas lograba espantar la oscuridad de la noche.
Cuando se encontró frente a la entrada dudó. No sabía si pasar directamente o advertir desde fuera su llegada. Por lo general no prestaba atención a ese tipo de cosas. Una voz se adelantó a su decisión.
—¡Pasa! Sé quién eres. Supongo que habrás venido para entrar. Cruzar la oscuridad para quedarte a las puertas sería un poco estúpido, ¿no crees?
A Kor le dio un vuelco el corazón, que empezó a latir desbocado al tiempo que un temblor seco le recorría la espalda, sacudiéndolo con la intensidad de un rayo.
No esperaba que le invitasen a entrar. O, mejor dicho, que casi se lo exigieran. La voz, quebradiza como el sonido de cien vasijas al caer al suelo, volvió a alzarse en una mezcla alquímica de grito y susurro:
—¡Vamos, Kor! ¿Vas a dar media vuelta ahora? No dispongo de mucho tiempo. Así que pasa y terminemos con esto. Se supone que soy una hechicera, una persona que conoce la urdimbre de la realidad... No te sorprendas por que diga tu nombre... Ni te pongas la mano detrás de la nuca.
El nigromante se sintió estúpido, observado. Podía tratarse de un truco barato.
No vaciló. Obedeció como nunca en su vida lo había hecho.
El interior de la tienda estaba invadido por una nube espesa que olía a limón podrido. En el suelo, una gran alfombra mostraba sus múltiples colores desvaídos. Al fondo, sobre unos cojines mullidos, descansaba una mujer que bien podía tener cuarenta o cien años, con la cabeza cubierta por un pañuelo del color de las violetas marchitas, una tonalidad que parecía robada a la luz. Llevaba infinidad de pulseras adornadas con cientos de cascabeles que tintineaban ante cualquier movimiento, incluso el del corazón. Sus manos, manchadas de ocre por el extracto de hammala, se movían temblorosas.
Antes de hablar, Qüídia derramó unos polvos en su mano para luego lamerlos lentamente, tal como los animales se lamen las heridas.
—Bueno, bueno. Aquí está. El nigromante. El heredero de la saga de la que hablan las Escrituras de Nígaron. ¡Qué gran honor! Siéntate, por favor. Te estaba esperando. Por favor, bájate la capucha y descubre tu rostro para que pueda verlo. Aquí no tienes nada que ocultar.
Kor se sentó lentamente. Desde que había tomado la decisión de ir a visitar a la hechicera, había imaginado muchas veces cómo sería entrar en aquella tienda. La realidad superaba con creces hasta sus más fantasiosas suposiciones. Sentía una fuerza poderosa, antigua e indomable; una energía que se concentraba en el frágil cuerpo que tenía ante sí.
Con parsimonia descubrió su rostro delgado y sumamente pálido. Unos ojos negros destacaban bajo las gruesas cejas ligeramente canosas. Tenía los pómulos muy marcados y los labios, ásperos como si siempre estuvieran cortados por el frío, no alcanzaban a cubrir del todo los dientes. Se pasó la mano por la cabeza afeitada que mostraba una cicatriz en el lado derecho y dijo, tratando de mostrarse seguro de sí mismo:
—¿No sabes que la hammala te puede matar?
—El extracto de hammala es peligroso, muy... peligroso. ¿Sabes por qué? No porque te pueda matar, al fin y al cabo todo puede hacerlo. No. Lo peligroso de la hammala es que a veces ofrece respuestas. Ya nadie se atreve a usarla. Este tiempo que nos ha tocado vivir huye despavorido de las respuestas. No queremos saber. No queremos mirar, por si acaso vemos algo. No mata la hammala, sino las respuestas, ¿verdad, amigo? Aunque en tu caso son las preguntas las que te están matando.
—¿A qué te refieres, bruja?
—Me tomaré eso de «bruja» como un cumplido, sobre todo viniendo de ti. Pero ya sabes a qué me refiero. Esas preguntas que gotean como la ropa recién lavada en las aguas del río de los tiempos: ¿por qué he perdido mi don? ¿Se habrá ido para siempre? ¿Podré recuperarlo alguna vez?
Kor tragó saliva y sintió que le retumbaban los oídos. No daba crédito a lo que oía. ¿Cómo era posible que...? Él no lo había contado a nadie. Se levantó de un salto.
—¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo ha dicho? Es imposible... Totalmente imposible...
—Siéntate. No seas tonto. —Qüídia hablaba con una tranquilidad perturbadora—. No puedo creer que precisamente tú me preguntes eso. Has venido hasta aquí, hasta esta apartada cabañ destartalada. Y lo has hecho en plena noche, como los ladrones o los que esconden un gran secreto.
La hechicera guardó silencio. De nuevo derramó el polvo en la mano derecha para lamer el extracto de la planta de hamma.
—Y digo yo que si has venido es porque piensas que algo sé. ¿No? Será porque piensas que tengo algún poder... Algo parecido a lo que tú poseíste. Sí... era un poder bello, excepcional y luminoso. ¿Sabes qué sucede con las cosas que son demasiado luminosas, demasiado brillantes? Generan sombras. Una oscuridad tan intensa como la luz que desprenden. Tú te dejaste llevar por las sombras, querido Kor. El poder no te ha abandonado. Simplemente ya no sabes reconocerlo en ti. Las sombras deslumban más que los mediodías de los dioses.
Qüídia calló.
Kor quiso decir algo, pero no pudo. Se limitó a bajar la mirada en algo parecido a una humildad autoimpuesta. Duró poco. Al cabo de un momento alzó la cabeza con brusquedad.
—Vieja bruja miserable —dijo en tono amenazador—. No sé quién te habrá contado todo esto, pero ahora eso no me preocupa. Si lo encuentro ya me encargaré de él personalmente. He venido hasta aquí para comprobar si eras una charlatana... una embaucadora...
—¿Como tú? —lo interrumpió la hechicera, simulando una ingenuidad que desmentían sus ojos—. Porque tú te has convertido en eso. Y no lo soportas. Te ves... ¿Sabes cómo te ves? Como un parlanchín. ¿Y yo? ¿Sabes qué veo yo? Te veo a ti, Kor. Te veo delante de las velas y las visceras de reses sacrificadas. Te veo alzar los brazos. Cerrar los ojos y... no ver nada. No logras interpretar nada: estás en blanco, tan en blanco como la nieve virgen. Entonces te veo recurrir a tu imaginación. Te veo mentir. Día tras día. Te veo inventar patrañas para que nadie descubra que el gran Kor ya no es un nigromante. Que el gran Kor ha sucumbido a las sombras de su luminoso poder. Que el gran Kor ya no es nada. ¡Ya no es nadie!
—¡Calla! ¡Calla! ¡Calla, maldita bruja! ¿De qué infierno has salido? ¿Qué oscuro dios te protege y te susurra al oído los secretos del destino?
Kor, fuera de sí, se levantó y agarró a Qüídia por el pescuezo. Ella no se inmutó.
—Cálmate. Siéntate y escucha. No puedes hacer nada. Todo ha empezado y habrás de desempeñar un importante papel. Por O y Karbutanlak no podemos permitir que el héroe más pequeño se convierta en el más grande. Y además, está a punto de encontrar sus ojos. Los ojos que lo vinculan a su destino. Los ojos de Kriyal. Debemos impedir que ese destino se cumpla. Si se abre... estaremos perdidos.
Kor se encontraba atónito. No entendía de qué le estaba hablando. ¿Alucinaba la bruja? ¿Por qué mencionaba a O, primer dios, dueño y señor del Tiempo? ¿Acaso la hammala hablaba por su boca? En el torbellino de palabras y nombres aparentemente inconexos, Kor reconoció uno... pero era el de un minotauro. ¿Qué tenían que ver los hijos de Ghrab con él?
—¿Kriyal? ¿No es ése el nombre de un minotauro? Pero si han desaparecido... ¿No te acuerdas? En la batalla del Valle... Vamos..., no he venido hasta aquí para que me cuentes historias de niños.
—¡Por favor! No me ofendas o ya puedes irte. ¡Ahora mismo! No sé con quién te crees que estás hablando... Sabes tan bien como yo que no es así, que no han desaparecido de la faz de la tierra, sino que siguen bajo la protección de sus dioses. Tú los has visto. ¿No te acuerdas? —preguntó en son de burla—. Claro que sí. Es una de las últimas cosas que viste antes de perder el don que habías heredado de tus antepasados. Sin embargo, siempre has dudado de ello. ¿Será cierto? ¿Será el último suspiro de un poder herido de muerte? No lo sabías. Pero por si acaso, convenciste al rey para que prohibiera el Consejo de Sabios, el mismo que investigaba y recopilaba información a las órdenes de ese profesor obstinado. ¿Te acuerdas ya? Algo en ti te decía que ya tenías suficientes problemas con haber perdido lo único que te gustaba de tu persona como para que apareciesen esos hijos de Ghrab. Mejor esperar, pensabas. Muy bien. Ya se ha acabado la espera. Ha llegado el momento de actuar, de cerrar la puerta para siempre.
Kor asintió torciendo el gesto.
—Veo que eres tan buena como dicen —añadió—. Lo admito, no me interesaba remover el asunto. Todos conocemos a nuestro queridísimo rey —dijo en tono burlón—. No hace falta chupar la maldita hammala para saber que si Adhelón sospecha que escaparon minotauros a través de las aguas del mar del abismo... Bueno, si descubre que el abismo del mar del abismo no es tal... se enfadará mucho con la religión. No necesito ningún poder para saber que en ese caso la pondría en duda. Y no sólo la religión, también a todos los que nos dedicamos, de una forma u otra, a ella. ¡La eliminaría! Perderíamos nuestros privilegios... Y además emprendería una batalla absurda...
—No. No. No. Ésa no es la razón —dijo Qüídia haciendo un gesto despectivo con el brazo—. Estoy convencida de que sabrías manipularlo para acabar saliéndote con la tuya y convencer a todos de que tú ya lo decías... Y bla, bla, bla... No. El motivo es ese sueño que se repite noche tras noche. Unas paredes estrechas. Una mano ensangrentada. ¿Voy bien, de momento?
Kor entornó los ojos en un gesto de rabia y arqueó una ceja. Qüídia siguió hablando:
—Ese sueño en el que aparece un minotauro con un cuerno de oro. Se acerca lentamente. Te mira y... entonces despiertas. Ése es el motivo. El miedo. ¿No quieres saber qué pasa después? ¿Tan asustado estás?
—¿Acaso tú sabes qué ocurre en mi sueño?
—No, claro que no. No se puede saber lo que va a pasar, sólo qué puede pasar. Se puede saber qué está pasando, qué ha pasado. Porque cada acción deja un rastro en el tiempo. Un eco lejano que yo puedo captar. Una roca que está a punto de caer... segundos mágicos, místicos... Eso es magia... Tú la has perdido y no lo soportas. Kor, ¿por qué me preguntas lo que ya sabes? Como que has de encontrar al niño y evitar que cumpla con su destino. Debemos cerrar la puerta para siempre o estaremos perdidos.
—¿Qué niño?
—El que tiene los ojos de Kriyal. Está a punto de abrirse el cofre de la alianza.. Está a punto de empezar todo. Debemos evitarlo.
—¿Y qué tiene de especial ese niño cuya identidad ignoro? —preguntó con sarcasmo, tratando de mantener una posición digna y no ser un mero sirviente de los planes de la hechicera.
—Es complicado y muy sencillo a la vez. Sin él no se podrá salir del Laberinto de la Alianza... Y si él logra salir con el poder completo... Bueno, más nos vale a todos los hombres que no lo haga. Créeme.
—¡Por favor! No me digas que crees esa pamplina —soltó Kor, mirando a Qüídia con algo parecido al miedo.
—El laberinto esconde un gran poder. Será para el niño, o tal vez no: nuestra misión es impedir que lo consiga. Porque si el niño cumple con su destino, estaremos en apuros —añadió, prescindiendo de la interrumpción del nigromante.
—Está bien, supongamos que existe ese Laberinto de la Alianza, documentado únicamente en un solo pergamino de Nígaron, que nadie ha visto jamás y del que que no se han tenido noticias. Bien. Vamos a suponerlo... ¿Cuál es el destino del niño? ¿Cuál es ese poder? ¿Por qué me necesitas? No sé, creo que me estás embaucando con trucos de taberna. Si intentas engañarme lo pagarás caro.
Kor se levantó y se dirigió a la salida.
—No me convences, bruja. No hay ningún Laberinto de la Alianza: nunca ha existido y nunca existirá. Y en caso de que haya quedado algún minotauro, no representa ninguna amenaza... Dices que un niño puede encontrar un gran poder... ¿Un niño? ¿Minotauros liderados por un niño humano? ¡Eso no se lo cree nadie!
—No es ningún engaño, te necesito. Tu destino va unido al de ese niño. De hecho, ambos estáis enfrentados, porque tu antiguo poder resurgirá con él. ¿No es curioso que naciera exactamente cuando tu don empezó a debilitarse? Ahora el niño ya habla y tu poder guarda silencio. ¿Sorprendido? Si no me crees, busca al humano cuyo ojo tiene el color de la sangre cuando se mezcla con el agua. Repasa las Sagradas Escrituras de Nígaron, repásalas de verdad.
Cuando Ühr apareció en la puerta, Harat casi se desmaya del susto.
El profesor estaba más flaco que de costumbre y una descuidada barba canosa había florecido en su rostro demacrado. Se encontraba totalmente empapado y los goterones de lluvia resbalaban de su frágil figura para estrellarse contra el suelo. Respiraba con dificultad, como si hubiese corrido una larga distancia perseguido por un espíritu de las sombras. Parecía a punto de desmoronarse.
La niñera llegó a pensar que aquél no era el profesor en carne y hueso, sino su fantasma, expulsado del mar del abismo por Demora o Aromed, a saber cuál de las dos... Pero cuando el profesor empezó a hablar como si nunca hubiese estado veintitrés días ausente sin dar noticias, la niñera entendió que no se trataba de ningún espectro. Aquél era el despistado, distraído, olvidadizo y deliciosamente insoportable profesor de siempre.
—Está lloviendo mucho. ¿Cómo está Yaruf? ¿Ha preguntado por mí? —soltó él a bocajarro—. ¡Bueno, qué! ¡Cualquiera diría que has visto a un fantasma...!
Harat no sabía si indignarse o darle un fuerte abrazo, pero sentía tanto cariño por el profesor que le resultaba extremadamente difícil enfadarse con él. Pero sin duda aquella ocasión lo merecía. ¿Cómo se le ocurría dudar de si Yaruf había preguntado por él? ¡Por supuesto que lo había hecho! Para el pequeño su padre lo era todo, pues no tenía a nadie más: su madre había fallecido en el parto, de modo que el primer aliento de Yaruf había sido el último de su madre. Y desde que empezó a hablar diciendo «papá», no había conseguido aprender una palabra que fuese más importante ni tuviera mayor sentido.
Harat, que pasaba muchas horas cuidando del pequeño, era consciente de la admiración que Yaruf sentía por su padre. Por eso le dolía tanto que el profesor, arrastrado por sus estudios, se olvidara de que en casa tenía algo mucho más importante que los malditos minotauros.
—¡Claro que ha preguntado por usted, profesor! —replicó elevando el tono de voz para demostrar que estaba dolida por su comportamiento—. Y yo también me he preguntado muchas cosas. No creo suficiente explicación una nota que diga: «Me he ido, ya volveré. No sufráis.» ¿Cómo esperaba que no lo hiciésemos?... Y ahora se presenta en casa como si tal cosa y ¿ya está? Como si nada hubiera cambiado, como si se hubiese marchado esta misma mañana...
Harat se refería a la nota que Ühr había dejado clavada en la puerta, cuando salió de madrugada siguiendo una pista que por entonces ni él mismo sabía adonde le conduciría.
—Eh... Es cierto —respondió Ühr secándose el pelo con la mano y bajando la mirada—. Pero es que tenía prisa... y me dio la impresión de que los dos estaríais más seguros si no conocías ni el menor detalle de mi viaje. De verdad, te agradezco mucho tu labor. De todo corazón. Yaruf está encantado contigo. Por supuesto, te pagaré tu trabajo de estos días y unos krops extra por la preocupación. —El profesor intentó ofrecerle la sonrisa más encantadora que pudo.
—No quiero sus malditos krops, profesor —replicó ella. Parecía mentira, pero con su torpeza el profesor sólo estaba consiguiendo que se enfadara aún más—. Lo único que quiero es que sea responsable, que se ocupe de su hijo y...
Harat no pudo terminar el discurso que había preparado durante aquellos días de eterna espera. En ese momento se oyeron unos gritos de terror desesperado en la habitación de Yaruf.
Ühr y Harat se miraron.
Yaruf tenía otra pesadilla.
Los dos adultos corrieron hacia la habitación y vieron que el niño se retorcía como si quisiera escapar de unas cuerdas invisibles: movía la cabeza de un lado a otro, estiraba los brazos, pataleaba y sudaba como si estuviera trabajando a pleno sol, además de hablar atropelladamente, dejando escapar palabras sin vocales en un idioma incomprensible.
Ühr zarandeó a Yaruf. Con cuidado la primera vez, con más insistencia la segunda, susurrándole al oído un mensaje tranquilizador la tercera:
—Hijo, despierta. Soy tu padre. He vuelto. —Le acarició la cabeza arremolinándole el pelo—. No temas. Sólo es una pesadilla, nada más.
Funcionó.
Yaruf entreabrió los ojos y se dio cuenta de que sólo era un sueño. Al ver que su padre estaba a su lado, una sonrisa le iluminó el rostro. Los dos se fundieron en un estrecho abrazo.
—Papá, ¿has encontrado lo que buscabas? —preguntó Yaruf con inquietante inocencia.
—Creo que sí, hijo —contestó sin conceder importancia a la intuitiva pregunta de Yaruf.
Ühr miró al pequeño a los ojos. Cada vez que lo hacía, sentía una enorme fascinación hipnótica. No era para menos. Mientras el derecho era verde azulado, como el color que tendría la hierba si pudiera crecer en el cielo, el izquierdo era rojizo, un velo de sangre aguada. Los médicos dijeron que era muy extraño. Ninguno de los que visitaron a Yaruf había oído hablar de un niño con los ojos de distinto color. Tal vez, decían confundidos, había que buscar la causa en la muerte de su madre en el parto.
Cuando el profesor consiguió apartar la vista de la de su hijo, se fijó en su tez morena y en su pelo de un azabache furioso que se derramaba sobre unos hombros delgados y huesudos. Sólo sus labios, gruesos y rojos, otorgaban una nota de color en su hermoso rostro ligeramento afilado. Tenía además un marcado hoyuelo en la barbilla, como si el mismísimo O hubiese sellado el secreto de los tiempos en su boca.
Ühr abruzó a su hijo y le dio un sentido y cariñoso beso en la mejilla bajo la atenta mirada de Harat, que dejó escapar un ligero suspiro.
—Descansa. Mañana te contaré mi último descubrimiento, creo que te va a gustar —añadió con un guiño.
A pesar de lo tarde que era, cuando el profesor salió de la habitación empezó a impacientarse y a revolotear del comedor a su despacho sin motivo aparente. Recogió el poco equipaje que se había llevado y, con suma delicadeza, dejó en la mesa de su escritorio un pequeño fardo recubierto por una tela mugrienta.
Harat conocía muy bien aquellas señales y sabía qué anunciaban: al profesor le rondaba algo por la cabeza. Muy pronto se sumergiría en sus teorías, se hundiría en sus reflexiones y de poco serviría intentar llamar su atención. En esos momentos se abstraía por completo, se perdía entre sus pergaminos y sus jeroglíficos hasta tal punto que no atendía a otra cosa que no fueran sus propios pensamientos.
Harat quiso adelantarse para intentar convencerle de que descansara un poco, pues su aspecto le estaba pidiendo a gritos una tregua, pero no le dio tiempo.
—Bueno, manos a la obra —dijo Ühr—. Sí. Tengo mucho que hacer. Puedes irte a casa, si quieres. Aunque también puedes quedarte aquí, faltaría más. Sí, ya es muy tarde, será mejor que te quedes. Buenas noches... Cierra las ventanas... antes de irte. Ciérralo todo. No quiero que nadie nos vea. Apaga los candelabros... —añadió, remarcando sus palabras con aspavientos antes de frenar en seco, morderse el labio y cambiar de opinión—. Bueno, no. Necesito luz. Deja los candelabros en paz. ¿Hay algún martillo en esta casa? No, olvida lo del martillo. Voy a ver si en la cocina tenemos algo que nos sirva... ¿Y mi maldito alfabeto táurico? ¡Ah, no! Lo tienen los esbirros del rey. Malditos carroñeros intelectuales. Da igual, no te preocupes, lo tengo aquí, Harat —comentó, señalándose la cabeza—. Aquí dentro. Y esto no me lo pueden confiscar.
El profesor se detuvo con una sonrisa al percatarse de la preocupación que se plasmaba en la cara de la niñera. Como había hecho con su hijo momentos antes, le dio un fuerte y exagerado beso en la mejilla. Con un tono que intentaba ser pausado y suave, añadió:
—Tranquila. Creo que tengo algo. No me he vuelto loco, si es eso lo que temes. Pero ahí —dijo señalando el fardo que descansaba en su escritorio—, ahí hay un nuevo comienzo para nosotros. Te lo aseguro... Un nuevo comienzo. Confía en mí.
La conversación había terminado: el profesor se encerró en el despacho.
Harat se quedó inmóvil frente a la puerta y aguzó el oído para intentar captar lo que sus ojos no podían ver. No consiguió gran cosa: algún que otro ruido, un improperio aislado, ligeros gruñidos de desaprobación... nada más.
Cuando ya estaba a punto de rendirse y dejar al profesor entregado a sus locuras táuricas, Ühr salió del despacho.
Harat aprovechó que la puerta había quedado abierta para asegurarse de que no hubiese nada extraño. Aunque no sabía muy bien qué buscar, si echaba un vistazo se quedaría más tranquila.
Con el ceño fruncido comprobó que en la estancia reinaba casi el mismo desorden controlado de siempre. Solamente una cosa había cambiado: el fardo mugriento que el profesor había traído de su viaje estaba tirado en el suelo. Se fijó también en un pequeño cofre de piedra que había sobre el escritorio. Quiso entrar y ver más de cerca el hallazgo del profesor, pero no se atrevía, así que permaneció inmóvil frente a la puerta mientras él iba registrando toda la casa entre murmullos y quejas.
De pronto Yaruf apareció por allí y entró en el despacho.
—Yaruf, ¿qué haces levantado a estas horas? —gritó Harat, sin atreverse a seguirlo—. ¿No sabes que es muy tarde? Es muy tarde. Sal ahora mismo del despacho y vete a la cama inmediatamente antes de que tu padre se enfade. Sabes que no puedes entrar en esta habitación. ¡Ven aquí inmediatamente!
—Quiero ver esto —dijo el pequeño, señalando el cofre.
—No, señor. Si tu padre te encuentra...
Demasiado tarde.
Ühr apareció cargado con pergaminos, un cuchillo y un pequeño cincel.
—¿Qué hacéis aquí?
—Papá, quiero ver tu tesoro... —protestó Yaruf—. ¿Qué pone en la tapa? ¿Dónde está la llave?
—Ojalá lo supiera, hijo mío —contestó en lugar de regañarle—. No puedo abrirlo, aunque no tiene cerraduras... —explicó, aliviado de poder compartir su dilema con alguien, aunque fuese un niño de seis años—. Esto es de ellos, hijo. De los minotauros. Creo que...
—Profesor Ühr —interrumpió Harat, indignada, y entró en la habitación para agarrar al pequeño del brazo—. No le diga esas cosas al niño, que después no puede dormir. ¡Y no me extraña, si le habla de esos monstruosos hijos de Ghrab!
—¡No es verdad! ¡Yo quiero quedarme! Quiero abrir el tesoro —insistió Yaruf al tiempo que se liberaba de la mano de la niñera—. Deja que me quede contigo, por favor, no diré nada.
El pequeño miró a su padre con aquel gesto suplicante que tan buenos resultados le había dado en numerosas ocasiones.
—Está bien... —dijo el profesor, alargando mucho la frase—. Tranquila. Déjalo aquí conmigo. Se quedará quieto y callado y no me molestará. ¿Verdad? El pobre no tiene culpa de haber heredado la curiosidad de su padre. Mañana ya dormirá más rato.
Yaruf asintió exageradamente con la cabeza mientras Harat lanzaba uno de sus suspiros acusadores antes de irse.
El profesor se pasó un buen rato yendo de la caja a los pocos apuntes que había conseguido salvar de los registros de los soldados. De tanto en tanto, anotaba palabras sueltas.
—Sí, eso es —decía concentrado—. A ver... Maldito cofre. ¿No quieres abrirte...? ¡Claro! Esta inscripción es la clave de todo. A ver... Esta letra es... Aquí... No...
Hubo un silencio hasta que de pronto Ühr exclamó como si pensara en voz alta, y sin dar importancia a que su hijo estuviera presente recibiendo tan extraña información:
—¡Por los dioses de Nígaron! Creo que he encontrado el cofre de la alianza y... esto demostraría que es posible que exista el Laberinto de la Alianza. ¿Sabes? Cuando yo era más pequeño que tú, mi abuelo ya me contaba que un antepasado nuestro fue un fiel servidor del arquitecto del Laberinto de la Alianza. Yo siempre creí que se trataba sólo de una leyenda familiar... Nadie ha creído nunca que el laberinto existiese... Pero cuando decidí estudiar a los minotauros, hijo, en parte fue atraído por este mito... Si no me equivoco aquí dice:
EL HÉROE MÁS PEQUEÑO
POR O Y POR KARBUTANLAK
SERÁ EL MÁS GRANDE
PARA VOLVER A CONFIAR
EL UNO DEBE SER EL OTRO,
EL OTRO DEBE SER EL UNO
Ühr estaba tan excitado que se llevó las manos a los labios, casi como si fuera a gritar, para luego seguir simulando calma:
—Y en las Sagradas Escrituras de Nígaron, en el único lugar donde se menciona el laberinto, se dice que el último gran rey táurico dejará las llaves con las que entrar en el laberinto...
Yaruf miraba a su padre tratando de entender de qué hablaba mientras éste intentaba forzar la caja sin éxito, la agitaba con suavidad, la golpeaba con cuidado con el cincel. Ühr leyó la inscripción como si recitara un conjuro mágico. Nada.
—Si éste es el cofre de la alianza, debería contener algo. No sé qué, pero alguna de esas pistas... Pero no se abre. Y si no se abre no me sirve... Así sólo tengo un trozo de piedra con una inscripción enigmática, nada más —protestó decepcionado.
—Déjame probar a mí —dijo Yaruf, asomando la cabeza entre su padre y el cofre.
—¿Cómo? —contestó Ühr con un sobresalto, como si se hubiese olvidado de la presencia de su hijo—. Eh... No, no, ni hablar. Además, ¿por qué crees que tú podrás abrirlo?
—Por favor, papá, déjame a mí. Déjame, déjame. Sólo un intento y me voy a dormir.
—¿A dormir? ¿Seguro? ¿Y sin protestar?
—Sin protestar.
—Es una buena oferta, sobre todo para que Harat no se enfade conmigo —dijo con aire de complicidad, guiñando un ojo—. Está bien. Pero imagina que la abres, ¿cómo les explico yo a los sabios de la corte que un niño tuvo que ayudarme en mis investigaciones? Lo que le faltaría a mi imagen...
—Bueno, yo no digo nada y tú me das una parte del tesoro. La que yo elija —contestó Yaruf muy serio.
—Uh... buena idea. Eres un buen negociante.
—¿Trato hecho?
—Trato hecho.
Yaruf estrechó la mano de su padre con todas sus fuerzas mientras éste se preguntaba dónde aprendería esas cosas.
Sin perder tiempo, el niño se situó frente al escritorio, reclamando un poco de espacio para poder concentrarse mejor. Primero acarició el cofre como si se tratara de un animal que debía ser domesticado. Luego pasó la mano por el relieve de la inscripción. Inspiró con parsimonia, imitando la solemnidad de su padre. Cerró los ojos y, aparentemente sin el menor esfuerzo, abrió sin más el supuesto cofre de la alianza, como si nunca hubiese estado cerrado.
Tras la sorpresa inicial, Yaruf y Ühr se precipitaron a mirar en el interior. Dos objetos descansaban dentro del cofre de piedra: una máscara de minotauro, similar a las que los niños utilizaban en los desfiles que festejaban la Gran Victoria, pero de mayor belleza si cabe que las más bellas de los desfiles, y una piedra circular en cuya superficie aparecía un texto grabado.
—Papá, esta máscara se parece a mí.
Yaruf, emocionado, sacó la máscara del cofre para colocársela del mismo modo que un rey se pone su corona.
Un ojo verdoso, el otro del color del sol cuando atardece. A Ühr no le costó comprobar que en la barbilla estaba el símbolo del estandarte de Kriyal, el Gran Guerrero traicionado, lo que venía a reforzar la teoría de que había encontrado el mítico cofre de la alianza.
Su alegría duró poco. De pronto, un estrépito retumbó en toda la casa. Harat chilló con todas sus fuerzas antes de interrumpir bruscamente su grito.
Como un vendaval, cuatro soldados entraron en el despacho.
Ühr intentó defenderse, pero fue en vano. Le golpearon y cayó al suelo, inconsciente. Dos hombres se lo llevaron detenido, pero no sólo a él: Yaruf también fue arrestado, aunque se negó a separarse de aquella máscara de minotauro que ya sentía como suya.
Ühr recobró el conocimiento en un suelo húmedo y frío.
Ni por un segundo dudó de que estaba prisionero. Y pese a que nunca había puesto el pie allí, no le costó demasiado darse cuenta de que se encontraba en una de las antiguas mazmorras del castillo de Adhelón VI. Hacía tiempo que el rey había ordenado construir unas nuevas, más alejadas de su real persona, para evitar la molestia que le ocasionaban los gritos de los condenados. Aun así, todo el mundo conocía tétricas historias de torturas, de arrestados que pasaban años y años esperando a que se les comunicara de qué se les acusaba, o de retorcidos túneles que no llevaban a ninguna parte, o del tono rojizo desgastado, oscuro, desesperado de sus paredes, que los habitantes de Nueva Adhelonia achacaban a la sangre de los condenados. ¡Las viejas mazmorras! ¿Por qué le habían encerrado allí?
El profesor se llevó la mano a los labios hinchados. Le dolían bastante y notó el sabor de la sangre reseca. Tenía frío y hambre. Y, enseguida, sintió miedo.
Antes de perder el conocimiento vio que uno de los soldados agarraba también a su hijo.
¿Estaría bien Yaruf? ¿Lo habrían maltratado? ¿Se hallaría también en una mazmorra, o en casa con Harat? ¿Y la niñera? ¿Para qué iban a detener a una jovencita y a un niño? ¡Demasiadas preguntas!
«¡Malditos salvajes!», pensó, indignado.
Intentó tranquilizarse, recopilar los acontecimientos y ordenarlos mentalmente: necesitaba pensar con claridad. Llegó a la conclusión de que su descubrimiento era mucho más importante de lo que había imaginado. De lo contrario, el rey no se habría molestado en enviar a sus soldados.
Sin embargo, no comprendía cómo lo habían descubierto, puesto que había extremado las precauciones. ¡Pero si no había comunicado su viaje ni en su propia casa!
¿Acaso lo estaban vigilando? ¿Lo habían seguido? La respuesta parecía obvia, aunque desde luego Ühr no se consideraba tan importante. Todos sus estudios terminaban en meras teorías, puras conjeturas; nada que mereciese la atención del rey y ni mucho menos nada que justificara su encierro en una mazmorra como un vulgar conspirador, un asesino, o un ladronzuelo sin fortuna.
Además, si alguien pensaba que él sabía algo de interés para la humanidad, con preguntárselo bastaba. No tenían más que volver a convocar el Consejo de Sabios de las Guerras Táuricas.
Pero... ¿y si no le buscaban a él? ¿Y si buscaban a...?
¡No!
Era una idea de locos. ¡No estaba dispuesto a creer en supersticiones! Sin embargo, en su cabeza no dejaba de resonar el grito de la comadrona que asistió al parto de Yriat cuando el niño salió de su vientre: «¡Dioses sagrados de Nígaron, acaba de nacer el duodécimo Príncipe Oceánico!»... Y es que Yaruf, como había ocurrido eternidades antes con Harion, nieto de Rambutén e hijo de la bruja blanca Dione y el guerrero Ktulu, nació aferrando un coágulo de sangre en la mano derecha. El mismo Harion que, según relatan las Sagradas Escrituras de Nígaron, desafió a Ghrab y unió a los dispersos pueblos humanos, conquistó la tierra de mar a mar y se convirtió en el primero de los once míticos Príncipes Oceánicos.
Lo más sorprendente de la historia de Harion, recordaba Ühr, era que se había aliado con las trece tribus táuricas para derrotar al dios Ghrab. Los minotauros aceptaron unirse contra su malvado creador para liberarse de su propio destino. Y ahora, encerrado en las mazmorras del castillo y para ser sincero consigo mismo, Ühr no podía negar que en alguna ocasión había pensado (incluso tal vez fantaseado con ello) que su pequeño Yaruf era «un niño especial». Incluso había imaginado que la comadrona tenía razón. Al fin y al cabo, pocos niños nacen aferrando un coágulo de sangre en la mano derecha y, menos aún, con un ojo de cada color.
...Pero esos momentos le duraban poco. Aquellos cuentos de viejas no le interesaban. Eran simples patrañas.
¿Cómo iba a ser su pequeño e indefenso Yaruf un héroe?
Nunca había demostrado habilidad alguna en el manejo de las armas. Si se peleaba, volvía a casa llorando y con las rodillas peladas de caerse tantas veces al suelo. Tampoco era un líder entre los niños de su edad, ni tan siquiera un gran orador. Únicamente decía cosas extrañas de vez en cuando, palabras misteriosas que al parecer sólo él entendía. Como en la ocasión en que lo vio jugando solo en la callejuela de enfrente de casa. No hacía mucho tiempo de ello, pero hasta entonces no había vuelto a pensar en cómo Yaruf alzó la pequeña espada de madera y pronunció unos sonidos profundos, guturales y desconocidos. Ühr siempre había pensado que la lengua táurica debía de sonar parecida.
«¿Qué estás diciendo? ¿Qué significa ese juramento?», le había preguntado el profesor, disimulando su curiosidad. «Nada —había contestado el niño como saliendo de un sueño profundo—. Sólo que he vencido a mis enemigos.» «Ah, muy bien, pobres... sí, ya. Ahí están, es verdad, tumbados en el campo de batalla, no ha quedado ni uno. Muy bien. Eres un héroe», respondió para seguirle la corriente. «No, papá. No los he matado. He hecho que se enfrenten a mí para conseguir un ejército más fuerte y liberarnos de nuestro enemigo.»
Ühr recordaba perfectamente la cara de su hijo, como la de un verdadero héroe. Un líder. Una respuesta muy poco habitual, ya no en un niño, sino en cualquier persona.
Pero no... La mera idea le parecía una bobada.
Aunque, por otra parte, el niño también había abierto el cofre. ¡Y sin el menor esfuerzo! «¡Por los dioses sagrados de Nígaron! Ni hablar. Es pura casualidad», intentaba convencerse.
Sin haber conseguido poner orden a sus pensamientos, y con el corazón encogido, oyó el eco lejano de unos pasos decididos. Venían a por él.
La espera había terminado.
Unas llaves produjeron un tintineo metálico en la puerta. Un giro. Dos giros.
Una silueta vieja y encorvada empujó la puerta con dificultad. Detrás sobresalían, imponentes, dos soldados de la guardia personal del rey.
—Vienen a buscarte —dijo el improvisado carcelero con voz tan débil que parecía a punto de apagarse.
Ühr asintió. Salió de la mazmorra sin prisa. Inclinó la cabeza con respeto y preguntó:
—¿Sabéis dónde está mi hijo y su niñera?
Los soldados no se inmutaron.
—¿Es usted el profesor Ühr, descendiente de la casa del inigualable arquero Gad, hijo de Dag?
—Sí, yo soy —contestó lacónicamente el profesor.
—Debe acompañarnos de inmediato.
—¿Podéis decirme dónde está mi hijo, por favor? —insistió en un tono más suplicante y desesperado.
—Acompáñenos, profesor. No es conveniente hacer esperar a Su Majestad.
¿Su Majestad? ¡Por fin! Esos dos soldados lo sacaban de la mazmorra para llevarlo de nuevo ante la presencia de Adhelón VI. Era una buena noticia...
Había pasado mucho tiempo desde que el rey había tenido la deferencia de recibirlo, ¡y cuántas vueltas le había dado a la última conversación que habían mantenido! Aún recordaba con cuánto orgullo había confiado en sus posibilidades de ascender en la corte cuando salió de la audiencia. Adhelón lo trató con cercanía, en determinado momento incluso con cierta familiaridad. La mayor parte del tiempo el monarca se dedicó a alabar su trabajo, sus estudios, avances y audacia para comprender la manera de pensar del enemigo.
«Será una información extraordinariamente útil si volvieran los viejos y oscuros tiempos. ¿Te imaginas? Despertar al héroe adormecido que todos llevamos dentro en tiempo de paz. Otro Gavalán, otro Serius-Gasé, otro Jaster tumbando de un solo hachazo a tres minotauros... Ay, Ühr, existen tantos héroes entre nosotros que aún no saben que lo son...», había dicho con nostalgia el monarca.
Sin embargo, en poco tiempo todo cambió, como si aquella conversación jamás hubiese existido, como si hubiera sido un suspiro de la imaginación del profesor... Desde que salió del salón del trono todo había ido de mal en peor. Hasta ese momento, claro. Porque el profesor estaba convencido de que Adhelón VI el Unificador estaba dispuesto a volver a reunir el Consejo de Sabios. Y era muy posible que pensara seriamente que podían llegar a revivirse aquellos tiempos pasados que el monarca recordaba con nostalgia. Porque si lo habían seguido, era lógico que conocieran sus hallazgos, sus recientes descubrimientos y sus últimas y aventuradas hipótesis.
¡Claro! El rey quería saber lo que había sucedido en la Gran Victoria del Valle de los Tres Ríos. Quería conocer el contenido del cofre de la alianza, el significado de la piedra circular, el sentido de la enigmática frase y la utilidad de la máscara...
Con cierta emoción ante la idea de volver a ser aceptado en la corte, Ühr iba pensando en todo esto mientras los dos soldados lo escoltaban. Pero cuando se encontró delante de la puerta del salón del trono, la inquietud y la preocupación de nuevo lo invadieron por completo.
La puerta cedió lentamente ante el esfuerzo contenido de los soldados. Ühr inspiró profundamente. Después de cuatro años, volvía a hallarse ante el largo y célebre pasillo de oro que desembocaba en los siete peldaños que subían hasta el opulento trono de Adhelón VI. Sin embargo, cualquier pretensión de mostrarse a la altura de la solemnidad del momento se derrumbó cuando el profesor vio a su hijo sentado a los pies del rey.
—¡Yaruf, hijo! —exclamó, arrodillándose, incapaz de encontrar otras palabras menos obvias.
Al ver que su padre cruzaba la puerta, el niño se levantó de un salto y cruzó a la carrera el pasillo con la cara cubierta por la máscara de minotauro.
—¡Papá! ¡Papá! Estoy aquí con el rey —dijo sin darle demasiada importancia mientras se abrazaba a su padre.
—¿Estás bien? —preguntó Ühr.
—Sí, claro. Estoy con el rey. —Entonces Yaruf se acercó a la oreja de su padre y le susurró—: No les he dicho que encontramos esta máscara en el tesoro. Piensan que me la has hecho tú. —Y le dio un beso en la mejilla.
Ühr se levantó aupando a su hijo en brazos.
—Bonita escena, profesor. Tienes un hijo muy inteligente. Digno de su padre, sobre todo por la obstinación y determinación de carácter. No hay quien le quite esa estúpida máscara de minotauro de la cara. ¿De dónde la ha sacado? Realmente es preciosa, muy trabajada y con un realismo extraordinario...
Era la afectada voz de Adhelón VI que, sentado de forma apática en su trono, observaba con desidia a Ühr mientras éste se acercaba y se arrodillaba ante él.
—Se la he dado yo —dijo Ühr, eludiendo la mentira.
—Vaya, no sabía que tuvieses unas manos tan hábiles. Debo confesar que con ella puesta, tu hijo tiene un aspecto algo... cómo expresarlo... inquietante —respondió el rey, que se había creído la media verdad de Ühr—. Ya sé que es un juego de niños, pero esta máscara parece especial, tiene algo que... no sé... que me preocupa. ¿Seguro que la has hecho tú? Tal vez sería mejor que me la quedara yo... A ver, dámela —exigió, dirigiéndose al niño—. Y esta vez obedece, si es que no quieres que me enfade.
En ese momento, intervino Kor, que estaba tras el trono.
—Majestad, esa máscara no es auténtica. Estoy seguro de ello.
El rey miró sorprendido al nigromante. No era habitual en él esa falta de protocolo y educación.
—Bueno, si tú lo dices... Que se la quede...
—Si os molesta puedo hacer que se la quite... —dijo el profesor.
—¿No has oído lo que he dicho antes? ¿No me escuchas, profesor? —gruñó Adhelón torciendo el gesto en un ademán de indignación exagerada antes de seguir marcando mucho las pausas y los golpes de voz de sus frases—. Si a mí, el Unificador de los cuatros reinos humanos, este niño no me ha obedecido cuando le he pedido con toda amabilidad que se la quitase... ¿qué te hace pensar que tendrás más poder que yo en este salón? Porque en ese caso, siéntate aquí mientras yo te suplico clemencia —acabó riendo su propia gracia con desdén.
—Perdonad el atrevimiento —se disculpó el profesor, apresurándose a cambiar de tema—. ¿Me permitiría Su Majestad preguntar si Harat se encuentra bien?
—Te permitiría, sí. Y la respuesta también es sí. Se encuentra perfectamente. ¿Acaso piensas que soy un asesino despiadado? Se ha ido con su hermano. Ya no la necesitarás más. La he despedido por ti, me he tomado esa libertad. —Adhelón se levantó y se puso a pasear pensativamente alrededor de su trono. Al cabo de un rato añadió—: Y a propósito de matar, ¿sabes que podría matarte ahora mismo? ¿A ti y a tu mocosa cría de Ghrab? Y lo haría sin más, como este juego de máscaras de hombres contra minotauros.
Ühr tragó saliva y permaneció en silencio, con la mirada fija en el suelo.
—Y no sería una injusticia —prosiguió el rey—. Tal vez dejarlo con vida sí que lo sea. Porque me has desobedecido. Has seguido investigando cosas que yo, Adhelón VI, prohibí explícitamente.
—Majestad...
—¡No me interrumpas! Si quieres conservar la cabeza sobre los hombros, no me interrumpas. A ver... Es que esto me tiene muy intrigado. Porque no me explico que una persona, tan lista y con tantos conocimientos como tú, no entendiera una orden tan sencilla. Dime, profesor, ¿qué no entendiste de la frase: «Queda prohibido bajo pena de muerte dinástica seguir investigando acerca de las Antiguas Guerras Táuricas»? No tengo ningún problema en explicarte lo que no hayas comprendido —dijo con sarcasmo Adhelón, aludiendo a su edicto, que elevaba su incumplimiento al rango de alta traición y extendía la pena de muerte tanto al transgresor como a su descendencia.
—Os pido disculpas.
—Disculpas, disculpas... —lo imitó el rey con desprecio—. Está bien. No te he llamado a mi presencia para oír tus disculpas. —Adhelón volvió a sentarse en su trono. Se inclinó hacia delante y dijo—: ¿Este hijo tuyo tan despierto e inteligente no es el mismo que mató a su madre durante el parto?
—¡Majestad! —protestó Ühr sin apenas levantar la mirada.
—¿Majestad? ¿Tienes algo que objetar?
—Su madre murió en el parto —contestó resignado el profesor.
—¿Y es cierto que nació agarrando un coágulo de sangre en la mano derecha, tal y como dicen las Escrituras que nació Harion?
—En efecto. Aunque creo que en el caso de mi estirpe, Majestad, es signo de desgracia y no de grandeza.
—Sí, claro. Esos ridículos ojos que tiene el crío... pobre, parece un lobo herido. Pero no subestimes el destino ni sus extraños caminos. Caminos que, por ejemplo, te han llevado a descubrir esta caja de piedra.
El rey hizo una leve señal con la mano y un soldado le acercó el cofre de la alianza.
—Efectivamente —continuó el rey—, esto parece una caja. Juraría que es una caja. Pero no se abre, no tiene cerradura... Creo que encontraste este extraño objeto en tu viaje.
Ühr supuso que el cofre se había cerrado en el momento de su detención. Eso le mantenía con vida. Si no fuera porque Adhelón pensaba que él era capaz de abrirla, ya estaría muerto.
—A mí también me ha sido imposible abrirla —contestó Ühr, sin decir de nuevo ninguna mentira.
—Tal vez mis soldados te interrumpieron demasiado pronto. ¿Has descifrado la inscripción? Yo sí, gracias al alfabeto que te confisqué. Muy útil, por cierto, y muy bien hecho.
—Gracias, Majestad —dijo Ühr, confiando que las amables palabras del rey no fueran la antesala de otro arrebato de crueldad.
—De nada, es justo y de grandes reyes reconocer los méritos de cada cual. En fin, en la caja pone esto: EL HÉROE MÁS PEQUEÑO POR O Y POR KARBUTANLAK SERÁ EL MÁS GRANDE. PARA VOLVER A VENCER UNO DEBE SER EL OTRO, EL OTRO DEBE SER EL UNO. ¿Tienes idea de qué puede significar esta frase, profesor?
—Lo ignoro todavía, Majestad. Aunque si me permitís la osadía, debo advertiros de que hay un pequeño error en la traducción de los símbolos. Pequeño, pero crucial. —Empezó a hablar con entusiasmo, olvidando por algunos momentos la situación en la que se encontraba—. «Vencer» debería traducirse por «confiar». Fíjese en cómo se curva hacia arriba el símbolo: eso es una inflexión, recuerde que se trata de un lenguaje tonal... Y esas dos palabras están íntimamente ligadas de manera conceptual en su vocabulario. Digamos que provienen de la misma familia etimológica, y por eso se diferencian por la pronunciación, que ellos marcan así —dijo dibujando la forma de un caracol en el aire— en lugar de así —y garabateó algo similar a una flecha retorcida en su punta.
—Eres un gran maestro en semiótica táurica —asintió convencido de la explicación el monarca—. Sin duda no me he equivocado al asignarte la misión que te tengo reservada.
El rey se levantó de su trono. Acarició la cabeza de Yaruf, que había permanecido mudo durante toda la conversación, y añadió, al tiempo que señalaba a un hombre alto y fuerte:
—El general será el responsable de que se cumplan mis deseos. Y eso es todo. Adiós y buen viaje. —Adhelón VI abandonó el salón sin permitir más preguntas.
Ong-Lam se mantuvo inmóvil. Con el protagonismo que le había concedido el rey, su espectacular figura parecía ocupar todo el salón. Era un hombre de piel oscura y brillante. Sus mandíbulas eran poderosas, sus gruesos labios tenían el color del fuego que se apaga y su barbilla expresaba firmeza, como su mirada. A pesar de su exagerada corpulencia, tenía un aspecto más noble que brutal, de guerrero justo y compasivo en la victoria, íntegro y honorable en la derrota.
—Tome, profesor —dijo el general extendiéndole un pergamino lacrado con el sello de la dinastía de Adhelonia—. El rey quiere que lea este decreto antes de que abandone el salón.
—Pero...
—Lea el decreto, profesor —lo interrumpió Ong-Lam—. No tenemos demasiado tiempo. Hay mucho que hacer.
—¿Qué es lo que hay que hacer? —repitió el profesor sin dar crédito.
—Si lee el decreto lo sabrá. Yo me limito a cumplir órdenes —contestó con sequedad el general Ong-Lam.
—Está bien. Déme el decreto... Y que el eterno pastor Hüon me ayude a suavizarlo si es muy malo —murmuró como pensando en voz alta el profesor.
Despacio y con cuidado, Ühr desenrolló el pergamino y empezó a leer, mientras Ong-Lam pensaba en la orden que Kor le había dado: «Protege a ese niño como si fuera tuyo. Si le pasa algo a él, a tu familia le ocurrirá lo mismo. Pero si cuidas de ese niño, yo velaré por tu familia. Te aseguro que hay tierra más allá del mar del abismo. Debes procurar que llegue allí. El profesor... da igual, si quieres mátalo. No es importante...»
Su excelencia Adhelón VI, portador de todas las virtudes de su estirpe y antepasados, comunica, ordena y decreta a Ühr, descendiente de la casa del arquero Gad, hijo de Dag y antiguo miembro del hasta hoy prohibido Consejo de Sabios de las Guerras Táuricas, las siguientes consideraciones, reflexiones y disposiciones obligatorias:
Profesor Ühr, desde hace tiempo ha llegado a mi conocimiento que estás dispuesto a arriesgar tu vida para defender unas extrañas e inquietantes teorías que, de ver la luz o simplemente ser juzgadas como probables, causarían el más violento de los temores en mis súbditos, poniendo mi poder, así como el honor de todos los héroes de la dinastía a la que pertenezco, en una posición de peligrosa debilidad.
Sin embargo, si estás en lo cierto, mi pueblo se enfrenta a una gran amenaza que sería irresponsable e impropio de mi real criterio menospreciar. Así, basándome en las siguientes hipótesis, te conmino a las disposiciones ulteriores:
Si es cierto que, después de nuestra grandísima y honorabilísima victoria, los minotauros no fueron aniquilados y exterminados...
Si es cierto que el malvado y sanguinario Pruj'Hy consiguió huir con varias de las tribus táuricas más poderosas traicionando de este modo a Kriyal...
Si es cierto, a pesar de la opinión y de todas las revelaciones recibidas por los sacerdotes y sacerdotisas de la Sagrada Congregación de Nígaron, que los minotauros consiguieron cruzar el mar del abismo encontrando allí una tierra verde y generosa...
Si es cierto todo esto, no puedo más que exigir sin reservas ni excusas que se traigan ante mi presencia pruebas fehacientes de ello.
Así, con datos irrefutables en mi poder, me veré obligado a restablecer el Consejo de Sabios. Una mente brillante como la tuya sin duda servirá de gran ayuda para preparar al reino ante la nueva guerra contra los minotauros que se nos avecinaría.
Pero si te equivocas, no seré yo quien habrá de ejecutarte. Tan desagradable acto lo realizarán Demora y Aromed.
Para este decisivo viaje he dispuesto que te acompañen, junto a la tripulación, quince de mis mejores hombres en una gran barcaza de vela tríada, una copia exacta de las que usaban los minotauros, y de las que te declaras ferviente admirador. Según tus afirmaciones, la capacidad de estas naves de navegar en las peores condiciones y adaptarse a los más violentos oleajes las convierten en la herramienta ideal para cruzar un mar que hasta la fecha ningún humano ha sido capaz de atravesar. Si las bestias lo consiguieron fue con una embarcación muy similar a la que yo generosamente te entrego. Quiero que tanto tú como los hombres que pongo a tu disposición tengan las mismas oportunidades. Ni más, ni menos.
También he decidido que tu hijo Yaruf te acompañe en esta aventura. Conociendo la desgracia que afligió al pequeño al perder a su madre en el parto, no quisiera ahora separarlo de su padre.
Mi fiel y leal Ong-Lam estará al mando de la expedición y te acompañará en todo momento con el fin de que mis deseos y órdenes se cumplan tal como aquí dejo escrito. Si te negaras a aceptar mis órdenes, serás ejecutado inmediatamente, y tu único hijo Yaruf correrá igual suerte.
Asi lo deseo.
Así se cumpla.
ADHELÓN VI
Gran Señor y Unificador de los cuatro antiguos reinos humanos para la gloria de los dioses de Nígaron
Kor llegó a lomos de su precioso caballo.
Aquel animal, de un negro tan opaco que parecía devorar con avidez cualquier rayo de sol, era el único ser vivo al que apreciaba sinceramente de entre todos los que habitaban Adhelonia. A él le susurraba sus planes, como si pudiera entenderlo. Con él compartía secretos que con ningún humano se habría atrevido a compartir.
Si el caballo estaba nervioso, él sabía que algo iba a suceder. Si estaba relajado, él lo estaba también. Sólo con acariciar su lomo o peinar su crin amarillenta, sentía una paz interior que no hallaba en ningún otro rincón de la tierra.
En una ocasión, al bajar a las cuadras reales, había visto a uno de los mozos dar una patada despectiva al caballo para que el animal se apartara y de este modo limpiar mejor el suelo. Al ver el desdén soberbio con el que el mozo trataba a su caballo, se dirigió hacia el criado y, sin mediar palabra, le propinó tal paliza que lo dejó medio muerto, convulsionándose en el suelo. No contento con el castigo infligido al chico, empleó sus energías en procurarle todo tipo de problemas, inconvenientes y desdichas. No descansó hasta que el mozo, triste y arrepentido, abandonó las tierras de Adhelonia para ir a buscarse la vida más allá de las fronteras de los antiguos reinos del norte.
En el fondo, Kor era consciente de que aquélla no era una actitud demasiado normal. Aun así, no podía evitarlo.
Su caballo, al que no había puesto ningún nombre porque ninguno le parecía suficientemente bueno y al que solía llamar con un agudo silbido, representaba su único punto de conexión con los sentimientos más nobles y puros que había sentido siendo niño. No estaba dispuesto a dejar que ningún villano pateara ese nexo como si se tratara de un guijarro en el suelo que hay que apartar del camino.
No, ni hablar.
El animal le había advertido en más de una ocasión de alguna amenaza en la sombra, de un peligro oculto que intentaba sorprenderlo. Con el tiempo, ir con su caballo a las citas importantes se había convertido en algo muy parecido a una superstición. Y su cita con Qüídia era, a su entender, verdaderamente importante.
Había llegado pronto al lugar indicado en la nota.
¿Pertenecía a la hechicera el mensaje que había recibido? ¿Se trataba de una trampa? ¿Se presentaría? ¿Cómo había logrado dejar en su alcoba la notita con los detalles de su encuentro? ¿Tenía un aliado en el palacio de Adhelón? ¿Un espía?
En el reino se decía que la hechicera había desaparecido. Que su tienda en mitad del bosque se había quemado. Que tal vez ella estuviera dentro cuando se produjo el extraño incendio. Que había muerto. Las lenguas más maliciosas incluso aseguraban que había sido Kor quien había acabado con ella.
Lo cierto era que el nigromante tenía que esperar a que ella diera el primer paso. Eso le molestaba bastante. «¡Qué se ha creído! —pensaba indignado—. Puede que un día me llame y yo no acuda. ¿Acaso cree que habré de obedecer siempre como un perro hambriento?»
Cuando estaba a punto de echar pie a tierra, notó que el caballo se asustaba. Kor se puso en guardia. Desde el cielo bajaba un espléndido halcón con sus alas en forma de flecha. Instintivamente, el nigromante hizo ademán de protegerse la cara, pero el halcón se posó mansamente sobre el antebrazo con el que se cubría los ojos.
«Maldita bruja, éste debe de ser otro de sus trucos.»
Los ojos del halcón parecían dos soles pequeños y desgastados, como si hubieran estado brillando desde el principio de los tiempos. Súbitamente alzó el vuelo y Kor entendió que siguiéndolo llegaría hasta Qüídia.
Así fue.
Sentada junto a un pequeño riachuelo por el que bajaba un hilillo de agua, estaba sentada la hechicera. Junto a ella, el halcón esperaba su recompensa en forma de carne cruda.
—Bueno, veo que el pequeño Noc te ha guiado perfectamente. Me alegro. ¿Sabes que estos animales son más listos y leales que cualquier soldado? También pueden ser crueles cuando se lo proponen, por eso son más valiosos. Los minotauros los usan para la caza. Tienen una relación muy especial con los halcones. Deberíamos aprender de ellos.
—De quién, ¿de los halcones o de los minotauros? —preguntó el nigromante irónicamente—. Da igual. No me contestes. Me indignaría cualquier respuesta. No creo que me hayas hecho venir hasta aquí para hablar de los halcones y sus relaciones con el mundo táurico.
—Qué perspicaz. Oye, no habrás recuperado tu poder, ¿verdad?
—Muy graciosa.
—Anda, siéntate aquí. Tenemos que hablar.
Kor ató las riendas con desgana a un fuerte roble que inclinaba ligeramente sus ramas hacia el riachuelo. Luego se sentó al lado de Qüídia, procurando mostrar el mayor grado de fastidio posible.
—¿Cómo entraste en mis aposentos para dejarme la nota?
—Pareces sorprendido. La verdad es que eres muy gracioso. Te sorprende cualquier cosa. Acabas de ver que tengo un halcón tan perfectamente amaestrado que incluso te guía hacia mí... y te preguntas cómo. Por favor, eso nada tiene que ver con la hechicería, sino con la relación entre los hombres y los animales. Tú ya lo sabes... ¿verdad? ¿No viste que estaba tu ventana abierta? El pequeño Noc entiende perfectamente las órdenes que le doy y es un excelente mensajero. Si le anudo una notita a la pata, él la lleva a su destino y la deja picoteando la cuerda. ¿No te parece fascinante? No te preocupes, dentro del castillo te tengo a ti, solamente a ti —terminó exagerando la frase.
—A mi no me tienes.
—No creo que sea el momento de discutir esas cosas de enamorados.
Kor miró el rostro de la hechicera que, en la penumbra, parecía rejuvenecer. Dominaba las palabras con una maestría que a él le agotaba la paciencia. A nadie le hubiera tolerado semejante impertinencia, semejante altanería a la hora de hablar, de contestar, de dirigirse a él. Por mucho menos, muchos hombres habían probado su ira y su crueldad.
—Encontraste al chico —prosiguió Qüídia como si le estuviera divirtiendo el enfadar a Kor.
—Sí, lo encontré. Hice lo que me dijiste. Convencí al rey de que era conveniente que ese díscolo profesor demostrara de una vez por todas sus teorías. Le hice ver que era la mejor manera de quitárselo de encima y de que el pueblo comprobara que las órdenes reales no se desobedecen así como así. Además, le aseguré que más allá del mar del abismo puede haber cualquier cosa. Insistí mucho en hacerle comprender que el hecho de que exista tierra firme más allá del mar del abismo no tiene por qué significar que no exista en otra parte del mar la puerta hacia Nígaron.
—¿Cómo reaccionó?
—No entendía qué estaba diciendo. Me gritó: «¿Qué quieres decir con "cualquier cosa"? ¿No me estarás diciendo que pueden ser ciertos los cuentos del profesor? ¿Es posible que aún existan minotauros?» —dijo Kor imitando la voz cantarína de Adhelón VI—. Yo le contesté que la bruma que cubre el mar del abismo impide que ningún nigromante, ni tan siquiera yo mismo, vea lo que hay. Y que es posible que existan muchas cosas...
—No mentiste.
—¿A qué te refieres?
—No es posible ver a través de la bruma del mar del abismo. Yo nunca he podido y dudo de que nadie pueda.
—Vaya, la gran hechicera vencida por un poco de niebla. Me alegra comprobar que no eres tan poderosa.
—Uno es tan poderoso como creen los demás. En mi caso, los demás, incluso tú mismo, piensan que soy tremendamente poderosa. —Qüídia hizo una pausa y miró a Kor. Sus ojos tenían el color de las lagunas habitadas por monstruos—. Bueno, deja tu orgullo aparte. El niño lo acompaña, supongo.
—Sí, y va con su máscara. Me extraña que tus alucinaciones de hammala no te hayan mostrado que me encargué de hacer creer al rey que se trataba de una de esas estúpidas máscaras que los niños se ponen para jugar.
—Veo lo que quiero ver. ¿Les acompaña alguien de tu confianza?
—Sí. De toda confianza. Pondría las dos manos en el fuego por que el pobre me va a obedecer en todo lo que le he mandado. Sería capaz de matar al rey si yo se lo ordenara. Créeme.
Kor guardó silencio esbozando una media sonrisa.
Ong-Lam le obedecería en todo. ¡Desde luego!
Fugazmente recordó cuando el general fue a visitarlo. Volvió a ver su rostro desesperado, totalmente desencajado, mientras le suplicaba que curase a su mujer. «Por favor, se lo ruego, mi mujer lo es todo para mí. Ayúdeme. Nadie sabe qué le pasa. Dicen que ya no se puede hacer nada, que está en manos de los dioses. Yo no quiero que se vaya con los dioses, no quiero que se la lleven, pero a mí no me obedecen. Usted es mi última esperanza, maestro nigromante.» A pesar de que el orgullo de Kor se llenó al oír la palabra «maestro», se hizo el ofendido. «¿Por qué no has acudido a mí antes? ¿Por qué has consultado a esos médicos que sólo saben sanar las patas que se rompen las ovejas? ¿Tanto te desagrado como para que no confíes en mí incluso cuando tu mujer cae tan enferma?» Disfrutó mucho viendo a un hombre tan noble y recto hundido a sus pies, arrodillado y con los ojos vidriosos, luchando consigo mismo para no llorar.
Al fin, fingiendo una bondad que le era ajena, le dio un pequeño frasco que contenía unos polvos negruzcos. «Prepara una sopa y antes de que tu esposa la tome, mezcla todo el contenido. Repito: todo. Asegúrate de que se tome toda la sopa.» «¿Funcionará?», le había preguntado Ong-Lam con el rostro iluminado de esperanza. «Por supuesto que funcionará, ¿qué más tengo que hacer para que creas en mí?»
Y funcionó. Por supuesto. Y Ong-Lam le juró a Kor que estaba en deuda con él y que a partir de ese momento le debía lealtad al hombre que había salvado la vida a la mujer que más amaba en el mundo. «Ya tendrás tiempo para pagarlo, tranquilo», había dicho él con una sonrisa.
Pero lo que Ong-Lam ignoraba era que había sido el propio Kor quien había envenenado a su esposa. ¿Por qué? Kor era perfectamente consciente de que necesitaba contar con el apoyo del general. Controlando al ejército, controlaba al rey. Un rey que no controla al ejército no es más que un niño mimado con una corona de oro en la cabeza. Nada más. Y a través de Ong-Lam, Kor controlaba el ejército.
Al principio le había costado convencer a Adhelón de que enviase a su general más valioso a la expedición, pero finalmente Kor se salió con la suya: «Majestad, si encuentran algo más allá del mar del abismo, será mejor tener a bordo a un hombre de la valentía y la templanza de Ong-Lam. Y os aseguro que yo sólo me fío de él para una misión de tanta importancia.»
—Bueno, te has quedado embobado —dijo Qüídia, interrumpiendo sus pensamientos—. El plan se va cumpliendo. Necesitamos que el niño encuentre el laberinto, pero no todavía. Ahora es el momento de que sobreviva entre las bestias. Luego ya encharcaremos su corazón... Por cierto, he estado en los reinos del norte.
—¿En tan poco tiempo? Es imposible.
—Tengo mis propios métodos para ir de acá para allá, ya deberías saberlo. Escucha. Ya te dije que todo había empezado. Y los antiguos reinos del norte también van a tener su papel. Se están uniendo y convenciendo de que poco a poco pueden librarse del yugo de Adhelón. Las gentes de esas tierras ya no pueden más con los fuertes impuestos y la escasez de alimentos. Hace años que las cosechas no son demasiado buenas, pero las exigencias de Adhelón y sus gobernadores siguen aumentando. Tarde o temprano tenía que aparecer un líder que les mostrara el camino de la rebelión. Y ha aparecido con el nombre de Oroar, una de las constelaciones de los dioses. Nadie sabe demasiado acerca de él o de ella, pero supongo que si Oroar es medianamente inteligente, sabrá que con lo que tiene no puede hacer nada. Necesitará alguna ayuda extra, digamos. Y, según mis fuentes, ha encontrado la respuesta en las Escrituras. Sí. No me mires así. También busca el Laberinto de la Alianza. Y pronto enviará a sus espías. Al final acabará descubriéndolo, acabará sabiendo que no basta con conocer dónde está el laberinto...
—La verdad, me sorprende que los antiguos reinos quieran rebelarse. La última vez que lo intentaron no les salió nada bien. En realidad aún están pagando por ello, así que más vale que no se quejen de los impuestos: es la única manera de asegurarnos de que no van a formar un ejército y que seguirán acatando el poder de Adhelón. Pero lo que no me encaja en todo tu plan es pensar que el niño estará bien si llega a la otra orilla del mar del abismo. Si es verdad lo que dices, si es verdad la teoría del profesor y los minotauros se instalaron allí después de la batalla de los Tres Ríos... cuando Yaruf ponga un pie en esa tierra los minotauros acabarán con él. No creo que guarden demasiado amor a los humanos, precisamente.
—Es un riesgo que debemos asumir. En realidad es la única manera para saber si se trata del elegido. Si no lo es, morirá. Pero es necesario que se vaya cuanto antes.
—Ya te he dicho que me he encargado de ello. El profesor y su hijo ya deben de estar en medio de la bruma. Se les dio un decreto real.
—Vaya, un decreto real y todo. Muy bien. Ahora sólo nos queda esperar. Si es quien debe ser... deberemos actuar. Si no, tanto mejor.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Cuando sea necesario. Sigue con tu vida.
La hechicera desapareció en las tinieblas, pues ya era noche cerrada. Kor se quedó pensativo, mirando un cielo tan iluminado como si a algún dios torpe se le hubiera desparramado el bote de estrellas.
¿Oroar? ¿Los antiguos reinos del norte preparando una rebelión? Esa información podía ser importante. Podía decirle a Adhelón que sus poderes le habían revelado que un nuevo líder se había alzado y que sería conveniente aplastarlo antes de que consiguiese más poder. Sí, eso estaría bien. Le daría credibilidad. Ganaría más tiempo para recuperar su poder. Porque ahora estaba convencido de que en el laberinto encontraría la respuesta a lo que le sucedía. Pero no sólo la respuesta, también un nuevo don, renacido y espléndido, superior a todos los que había habido en su estirpe. Había hecho caso a la hechicera y había releído las Sagradas Escrituras de Nígaron y los pasajes donde se hablaba del misterioso Laberinto de la Alianza:
Separadas estarán las dos razas por abismos insalvables hasta que se vuelva a abrir el Laberinto de la Alianza. Separadas estarán hasta que regrese el arquitecto y construya un puente entre ambas. Separadas estarán hasta que se encuentren los cinco enemigos para sellar una nueva alianza que traiga un nuevo rey y un nuevo poder inmortal.
Dos días de navegación sin sobresaltos. Nada más. Al tercero, una espesa niebla rodeó la embarcación de vela tríada.
A bordo, tanto los soldados como la tripulación permanecían en silencio. Apenas una orden por aquí, una queja por ahí, un carraspeo nervioso por allá... Nada más.
Era como si todos aguzaran el oído para captar lo que sus ojos no alcanzaban a distinguir. Cualquier palabra podía distraerlos de alguna señal de peligro. Sin duda habrían preferido enfrentarse a un ejército poderoso, por superior que fuera; a un enemigo imbatible, sanguinario, brutal, un monstruo de tres mil cabezas y dientes afilados dispuesto a saciar el hambre de los tiempos. O al ímpetu que crea las tormentas. Así, como mínimo tendrían algo a lo que temer y contra quien luchar. Pero ese mar les inquietaba. Los marineros contaban historias terribles y, aunque todos conocían alguna, como la de Dui el retornado, nadie se atrevía ni tan siquiera a pensar en ellas.
La bruma enturbiaba la luz confiriendo al agua un aspecto perverso y lúgubre, al igual que los rumores y las historias que corrían a bordo acerca del profesor. Algunos aseguraban que tenía un pacto secreto con los dioses de Nígaron y que sus vidas eran el pago que Ühr había prometido a cambio de rescatar del reino de los no-vivos a su difunta esposa. Otros no dudaban en acusarle de insistir e insistir al rey para que le dejara ir en busca de la mítica isla de Darcalion, que las Sagradas Escrituras sitúan justo antes de las puertas de Nígaron. Según la leyenda, innumerables tesoros esperaban en Darcalion a quien tuviera la osadía de arribar a sus costas de agua negra; riquezas de una belleza tal que no había ojos humanos capaces de resistir su brillo, tan dorado y persistente como la luz del sol. El rey habría accedido a financiar la expedición a cambio de una generosa parte del botín. También había quien hacía a Yaruf protagonista de sus habladurías acusándole de estar marcado por los dioses. El miedo del propio monarca, que habría conocido unos tétricos augurios de parte de Kor, le habría impulsado a organizar toda la expedición para deshacerse del niño, que amenazaría su poder en un futuro.
Paradójicamente, la única esperanza de la tripulación era que el motivo de la expedición fuera, en efecto, encontrar el camino que los minotauros habrían utilizado para salir con vida del Valle de los Tres Ríos. De este modo, tendrían una posibilidad. Pequeña y ridicula, sin duda, pero una posibilidad al fin y al cabo. Porque si el mar del abismo llevaba a la gran catarata defendida por Demora y Aromed, capaces incluso de devorar el nombre que dio Moramed a las aguas que surcaban, nadie iba a salvarse. Si, por el contrario, el mar del abismo terminaba en tierra firme y habitable donde habían desembarcado los minotauros, como mínimo podrían defenderse, pelear o escapar.
Debido a toda esta inquietante atmósfera algunos perdieron los nervios. Dos soldados tuvieron que ser arrestados para que no se arrojaran al agua: se sentían tan indefensos que preferían perecer ahogados antes que seguir con aquella navegación en la que solamente se oía, de vez en cuando, el crujir de la nave, como si se estuviera quejando o tiritando de miedo.
Ajeno a todo este clima, estaba el pequeño Yaruf.
Al principio Ühr le regañaba por correr, por asomarse a ver las delicadas olas que creaba la barcaza, o por gruñir con su máscara de minotauro a algún soldado. Después pensó que no valía la pena y decidió vigilarlo desde lejos, sin interrumpir su juego ni su diversión. Pero no era el único que observaba al niño. Ong-Lam tampoco le quitaba el ojo de encima. Fuera a donde fuese, el general estaba cerca. Una vigilancia que empezaba a ir más allá de sus obligaciones. Al general no le inquietaba el mar sin nombre, ni la niebla, ni el abismo, ni tan siquiera los monstruos o los minotauros. Era Yaruf quien le tenía hipnotizado.
Cualquier otro niño habría permanecido agarrado a las piernas de su padre sin atreverse a dar un solo paso. Sus soldados temblaban de miedo al ver la niebla mientras que él blandía una improvisada espada de juguete como queriendo partirla por la mitad. Se plantaba ante cualquiera y le miraba fijamente esbozando una sonrisa. Movía su pequeño cuerpo con una elegancia natural. La misma nobleza que mantiene un rey, aunque haya sido desterrado. Una grandeza tal, que cualquier monarca habría matado por tener tan sólo la mitad o una tercera parte de ella. Además, Ong-Lam seguía preguntándose por qué era tan importante para Kor. Y, si era tan importante, por qué lo exponía a un viaje tan peligroso.
—Profesor, ¿cuánto calcula que tardaron los minotauros en cruzar el mar del abismo? —preguntó Ong-Lam con respeto.
—No lo sé exactamente. Tengo algunas dudas, pero no creo que fuera más de siete días.
—¿Y eso por qué?
—Después de la Gran Derrota no pudieron hacer acopio de grandes cantidades de provisiones. Tal vez, Pruj'Hy empezó a evacuar a sus gentes días antes de la batalla. Aun así no creo que fuese muy organizada. Con toda probabilidad hacía tiempo que los minotauros conocían la existencia de tierra firme más allá de esta amenazadora apariencia que nos rodea, y justamente por eso, Kriyal, el Gran Jefe, quiso firmar el tratado de paz. Ellos se retirarían más allá del mar y nosotros nos quedaríamos en la otra orilla. Pero claro, de demostrarse la existencia de tierra firme... quedarían en entredicho los cuentos de la serpiente, de Demora y Aromed y todas esas historias con las que la Sagrada Congregación de Nígaron trata de asustarnos.
—Sabe que como general del rey, representante del gran dios O en la tierra y máxima autoridad de la Congregación, no puedo permitir ese tipo de comentarios —le reprochó el general como obligado por su cargo y sin demasiada convicción en sus palabras.
—Con todos mis respetos, general, ha sido usted quien me ha preguntado. Aunque admito que puedo estar equivocado.
—Intente ser más prudente y siga, por favor.
—Los minotauros son seres fuertes y corpulentos. Necesitan ingerir enormes cantidades de alimento. Más de siete u ocho días con el estómago vacío y con raciones de agua escasas y hubiesen perecido en el mar. Imagínese esta barca repleta de minotauros hambrientos y sedientos... No pudieron tardar muchos días en cruzar el mar. Estoy convencido de que antes de embarcarse ya sabían exactamente cuánto iban a tardar.
—¿Y esta insoportable niebla a qué se debe? Mis hombres están nerviosos... ¿De veras cree que detrás hay una tierra donde abastecerse?
Ühr se disponía a contestar cuando Yaruf, que se había acercado corriendo, se adelantó:
—Tendrá su oportunidad. Pero no será fácil. Ya sabe que cuando O hizo el tiempo, lo hizo en abundancia.
Ong-Lam no supo qué responder.
—Lo siento, general —se disculpó Ühr—. Yaruf tiene una imaginación... Se pasa el día inventando juegos que, sospecho, sólo él entiende.
Yaruf se bajó la máscara y se alejó de su padre y del general lanzando unos gruñidos más propios de un cachorro de bestia salvaje.
—Creo que en el fondo lo que le pasa es que echa de menos a su madre, como me repetía la niñera una y otra vez —prosiguió Ühr—. Puede ser, qué sé yo... supongo que una madre siempre es una madre.
El general y el profesor se sonrieron. Ühr suspiró y carraspeó. Quiso añadir algo más, pero una sacudida de la embarcación se lo impidió.
Los dos saltaron por los aires. Ühr miró alrededor. La última vez que había visto a su hijo estaba asomándose por la borda.
—¡Yaruf, Yaruf! —gritó señalando al mar—. ¿Dónde está mi hijo?
Pero su voz se perdió en el caos que reinaba en la embarcación. Ong-Lam se puso en pie. Otra embestida, aunque esta vez de menor intensidad. El general logró mantener en equilibrio su oscura figura.
—¡Vigía, vigía! ¡Qué demonios nos está atacando!
—No estoy seguro, general. No se ve nada. Desde aquí no alcanzo ni siquiera a ver el agua.
—Busca al chico —ordenó.
El vigía puso delante de sus ojos el cristal de navegación.
—¿Dónde está mi hijo? —repitió impaciente Ühr, que había conseguido ponerse en pie.
—Lo estamos buscando, profesor —contestó el general, que inmediatamente gritó—: ¡Todos a cubierta!
Ong-Lam procedió a hacer el recuento de la tripulación. Estaban todos menos Yaruf. Algún rasguño, un par de magulladuras... Además, parecía que la embarcación tampoco había sufrido daños importantes. Ong-Lam mandó a tres soldados que registraran el barco. A los demás los dispuso alrededor de la cubierta para que le buscaran en el mar.
Al'Jyder, el segundo de a bordo, protestó:
—Deberíamos dar media vuelta y regresar. Creo que ha llegado el momento de volver a casa.
El general miró a Al'Jyder, mantuvo la calma y le dijo:
—Yo soy el único que puede decir cuándo es la hora de volver a casa, segundo. ¿Queda claro?
El segundo frunció el cejo y dijo con un tono irónicamente amable:
—Está muy claro, señor. Pero esta expedición es una estupidez. ¿No ve que aquí se acaba el mundo, mi general? —replicó exagerando las dos últimas palabras.
—Cada día el mundo se acaba para alguien, segundo de a bordo Al'Jyder. En esta embarcación sólo yo digo cuándo se acaba el mundo, ¿entendido? —dijo exagerando igualmente el cargo de aquél para demostrarle que no pensaba amilanarse bajo ningún concepto.
Sin embargo, la tripulación había estado atenta a la conversación, y el argumento de Al'Jyder causó un gran revuelo. Todos le daban la razón y tenían la esperanza de que Ong-Lam aceptara y diese por concluida la misión. Pero la esperanza les duró poco. El general desenvainó la espada. Puso el filo en el cuello de su segundo de a bordo y dijo:
—Tengo unas órdenes que cumplir y no voy a permitir que nadie me contradiga —afirmó mirando a los marineros—. No toleraré una sola insubordinación, si alguien quiere discutir... que lo haga. No vacilaré en cortarle el cuello. ¿Me he explicado?
—Se ha explicado perfectamente, general —contestó con cierta impertinencia Al'Jyder.
—Entonces busquen a ese niño. ¡Ahora! —ordenó el general.
La tripulación obedeció resignada. Después de un rato que a Ühr se le hizo eterno, volvieron los tres soldados que habían registrado el barco.
—No hemos encontrado nada, general —dijo el más alto y flaco de los tres mientras se rascaba la barbilla—. En el barco no está, hemos mirado en todos los rincones.
Ong-Lam asintió con la cabeza y miró al profesor con preocupación para decirle algo que quedó cortado por la voz gruesa de uno de los ayudantes de cocina.
—Disculpe, general, pero ahí me parece ver algo.
Ühr fue corriendo. Empezó a gritar hacia donde señalaba el dedo gordezuelo y calloso del ayudante. Una sombra flotaba en el mar.
—Yaruf, Yaruf —gritó el profesor con todas sus fuerzas—. ¿Me oyes?
No hubo respuesta. Volvió a intentarlo, esta vez con tanta fuerza que le costó acabar la frase. Cuando estaba recuperándose del esfuerzo se oyó la débil voz de Yaruf:
—Papá..., estoy aquí.
—Es él. Es él —gritó el ayudante de cocina—. Mirad, intenta mover la mano. No está muy lejos... Es esta bruma.
—Media vuelta. Media vuelta. ¡Hombre al agua! —ordenó Ong-Lam.
La barcaza de vela tríada empezó a virar lentamente, pero justo cuando ya se dirigían a rescatar al pequeño, Al'Jy-der dijo:
—Nos vamos a casa. Dejen al niño ahí y detengan al general. —Ahora era él quien desenvainaba la espada y ordenaba con autoridad.
Ong-Lam no pudo reaccionar. Dos soldados lo desarmaron y apresaron antes de que pudiera darse cuenta siquiera de que se había producido un motín, seguramente planeado desde que la embarcación partió de la costa del abismo.
—Esto es un insulto, una traición que no quedará impune. Todos los que participen en esto quedarán marcados por el deshonor. ¡En esta embarcación soy el representante del rey! Exijo que me soltéis de inmediato —exclamó, forcejeando inútilmente.
—No, no. Ya no. Ahora soy yo quien tiene órdenes del rey. Lo siento, general. Nuestra misión era deshacernos del chico, nada más.
—No, no es cierto —replicó el general—. Mi misión era llevarlo a tierra firme, donde los minotauros...
Ong-Lam quedó mudo ante la mirada de Ühr, que no entendía lo que estaba pasando:
—¿Cómo sabes... cómo estás tan seguro de que hay tierra al otro lado del mar del abismo? ¿Y por qué mi hijo ha de llegar allí?
Ong-Lam guardó silencio. No podía responder a esa pregunta o su mujer correría peligro...
Sin embargo, el profesor sí entendió que no llegaría a Adhelonia: antes acabarían con su vida. Los marinos dirían que habían llegado muy cerca del abismo, pero que lograron escapar, y que solamente habían sufrido dos bajas. El niño y el profesor no habían aguantado la dureza del viaje y habían sido víctimas de Demora y Aromed. Así se pondría fin a los rumores, las suposiciones y los estudios. Ése era el cruel castigo que el rey le tenía reservado.
—Se lo ruego —dijo el profesor, arrodillándose—. Es pequeño. No aguantará demasiado. Míreme, se lo pido de rodillas, si quiere tíreme a mí por la borda, pero permita que mi hijo llegue a salvo.
El profesor no encontró a quién suplicar. Todos desviaban la vista, esquivaban sus súplicas y miraban hacia otro lado. Al'Jyder sonrió con desprecio y dio media vuelta. No había nada que hacer.
Ühr se levantó e intentó zafarse de sus captores, en vano. Sin embargo, Ong-Lam sí que pudo. Dos hombres no eran suficientes para él. En un inesperado movimiento saltó por la borda y desapareció en las grisáceas aguas del mar del abismo.
Solo.
Aislado en un mar sin nombre.
Ong-Lam se sentía como un continente a punto de ser engullido por una maldición ancestral, en unas aguas que aun calmadas inquietaban.
¿Cómo se había dejado arrastrar por semejante locura? ¿Quién había retorcido su destino para acabar de ese modo?
Aunque..., ¿acaso había tenido otra opción?
La culpa era suya y sólo suya. Había perdido el control de sus hombres por el miedo, el terror... Ese traidor implacable que espera pacientemente para dominar a los hombres, por poderosos que sean. Tal vez había sobrestimado a sus soldados. Pero una vez declarados en rebeldía, ¿qué podría haber hecho?
Obedecer al impulso. Nada más. Sin pensar. Acatando una extraña voz interior, profunda, abisal. Oída por primera vez, pero como si la hubiera estado esperando durante largo tiempo.
¡Maldita sea!
Dio un puñetazo en el agua mientras la gran barcaza de vela tríada se alejaba. Eso no le servía demasiado. Si Kor no tenía pruebas de que había salvado al crío, se enfadaría de verdad y lo pagaría con su mujer y el niño que estaba esperando. En un destello recordó cuando le anunciaron que pronto tendría un bebé y las palabras de su mujer: «Deja el ejército. Es peligroso. No quiero que el pequeño crezca sin padre.» Pequeño... o pequeña. Aún no lo sabían, no lo podían saber, aunque cuando Kor se enteró de la noticia había dicho: «Será un niño, sin duda.» Y claro, como el nigromante lo sabía todo, no dudó ni por un instante de que se trataría de un varón.
El destello desapareció. La barca había cambiado el rumbo. Volvían a casa.
Seguramente lanzarían al profesor por la borda. Seguramente dirían que el valiente general Ong-Lam había muerto en cumplimiento de su deber..., siempre que el ambicioso Al'Jyder no decidiera engrandecer su carrera empequeñeciendo la suya. Pero si existía alguna piedad en ese traidor, hablaría bien de él.
«Se ha lanzado al agua para salvar al niño. Ignoramos si lo ha conseguido, ya sabemos cómo es ese Ong-Lam... Tal vez haya estrangulado a las serpientes y nos haya abierto a todos las puertas de Nígaron.»
¿Bastaría con eso? Intentar cumplir una misión y cumplirla eran dos cosas distintas. Aunque mientras no estuviera muerto, lo cierto era que podía seguir cumpliendo con el deber que le había sido asignado.
Ese pensamiento lo apaciguó y fortaleció su postura. Llegó a la conclusión de que volvería a hacer lo mismo. Si su vida se repitiera y se volviese a repetir infinitamente, seguiría lanzándose por la borda para rescatar al pequeño Yaruf. Y no porque se lo hubiera encargado Kor. No porque el nigromante le hubiese amenazado. No dudaba de que si no hubiese existido esa presión, lo hubiese hecho igual. Porque ese niño le había embrujado. Porque poseía la fuerza de los nombres repetidos en voz baja, y la extraña heroicidad de los que son vencidos en defensa de la tierra en la que sus antepasados han sido enterrados. Ese niño que le había llevado a un final entre aguas veladas y monstruos de leyenda, era el camino que había escogido. La senda que, en el fondo, siempre había sabido que tenía que recorrer. Como si ya lo hubiera vivido antes, como si O hubiera tropezado en su línea de vida una y otra vez.
Ahora ya era tarde para lamentarse, tenía una misión que cumplir.
Pataleó tratando de elevarse un poco en las aguas para tener más visibilidad.
Acertó.
No muy lejos parecía haber un pequeño bulto. Gritó. Un sonido infantil contestó algo parecido a «¿papá?».
Nadó en esa dirección.
El general se acercaba.
A cada brazada distinguía con mayor claridad la figura deYaruf.
De repente, Ong-Lam notó que algo le rozaba. Dio un manotazo nervioso tratando de espantar lo que fuese, pero no le sirvió de nada, al contrario. Sentía cada vez más aquel roce frío y viscoso en las manos, en los pies. Se estaba enredando con algo.
Eran algas que se enmarañaban por todo su cuerpo. Pegajosas e incómodas, pero entre ellas flotaba con más facilidad.
Por fin llegó a donde estaba Yaruf. El niño estaba completamente envuelto de algas que lo mantenían a flote. Sólo tenía libre el brazo derecho, el mismo que al nacer había sostenido el coágulo de sangre. En aquel escenario, con la máscara, el cielo desdibujado y el silencio que solamente rompía el vaivén del agua, Yaruf parecía un héroe, un mito inventado para provocar en el corazón de la gente un estado de ánimo a medio camino entre la admiración y el coraje.
—¿Estás bien, Yaruf? He venido a rescatarte —dijo Ong-Lam, y una media sonrisa se le dibujó en los labios por lo absurdo de su promesa.
—Estoy bien, señor. Gracias. —Yaruf tiritó y se mordió el labio inferior—. Las algas impiden que me hunda —añadió.
A Ong-Lam le extrañó que no preguntara por su padre.
—Te gusta mucho esta máscara, ¿no?
—Es mi juguete de la suerte —contestó.
—¿De verdad? ¿Y crees que podría darnos un poco de suerte ahora mismo?
Yaruf no contestó. La piel de la máscara estaba totalmente empapada. Tenía el aspecto de un minotauro triste o enfermo, tal vez las dos cosas al mismo tiempo. Un cuerno se había astillado y era bastante más corto que el otro.
—Bueno, si salimos de ésta yo te regalaré otra máscara, mejor que la que tienes.
—Vale —contestó el niño tiritando de nuevo.
Yaruf llevaba bastante en el mar del abismo. Nunca había estado tanto tiempo dentro del agua y sentía un frío que se le filtraba hasta la médula, haciéndole temblar como si estuviese muy asustado. Pero no lo estaba. Se encontraba tranquilo y eso transmitía al general, que de alguna manera se contagiaba de aquella seguridad.
Los dos permanecieron un rato callados. Ong-Lam quería decir algo, romper el silencio que, en medio de ese ocaso, tenía algo de tenebroso. Pero no fue él, sino Yaruf el que quebró la mudez.
—¿Estará bien mi padre?
«¡Qué torpe!», pensó Ong-Lam; no le había dicho nada acerca de su padre, ni una palabra de consuelo, ni una mentira piadosa...
—¡Ah, sí! —exageró el general—. Tu padre me ha dicho que está muy bien y que te espera en casa para cenar... —dijo intentando sacar algo de humor a una situación tan poco propicia para ello—. Oye, es una suerte que estés aquí. Tu padre me ha asegurado que eres muy listo; seguro que se te ocurrirá la forma de salir de ésta y liberarnos de estas malditas algas que se enredan por todo el cuerpo. Parece que sea la piel vieja de la serpiente de tres cabezas y dos...
A media frase Ong-Lam se arrepintió de sacar el tema de Demora y Aromed. Las algas, que iban enredándolos cada vez más y más, también les ayudaban cada vez más a mantenerse a flote. Y a medida que llegaba la noche empezaron a abrigarles eliminando los temblores; esas algas les protegían.
Ong-Lam procuraba mantenerse despierto, pero la batalla contra el sueño no la puede ganar ni el mejor de los soldados. Aunque los dos consiguieron resistir atrincherándose en un suave duermevela.
En un momento en que Ong-Lam abrió los ojos no sabía dónde estaba. La media luna brillaba enorme, aureolada y tan cercana que uno podía pensar que bastaba con alargar el brazo para rozar lo que quedaba de su barriga plateada. Al final el general recordó que se hallaba en medio del mar del abismo. Tenía el cuerpo entumecido.
De repente oyó algo parecido al romper de las olas. Sí. Aquél era el sonido de la costa.
—Yaruf, despierta. Sigúeme. O muy profundo es este sueño o eso de ahí es la orilla —dijo Ong-Lam intentando deshacerse de las algas que lo envolvían.
Yaruf abrió los ojos.
Con movimientos lentos empezó a seguir al general, aunque al principio no era demasiado consciente de lo que estaba pasando.
El cielo se había desenmarañado. Brillaban las estrellas y ya no había algas flotantes más allá de las que ellos se habían desprendido del cuerpo.
Yaruf tragó agua y empezó a toser mientras el general jaleaba el esfuerzo que estaban haciendo:
—Vamos, vamos. Ánimo, la costa cada vez está más cerca.
Yaruf se detuvo. Seguía tosiendo, tratando de sacarse el sabor áspero de la sal en la garganta. Ong-Lam añadió:
—Súbete. Yo te llevaré.
El niño se encaramó a las fuertes espaldas del general, que hizo acopio de todas sus fuerzas para nadar tan rápido como le permitían sus brazos y piernas.
«Maldito profesor —pensó el general—. ¡Tenía razón! Más allá de la bruma hay tierra firme. Y no le ha hecho falta recurrir a la magia para saberlo. ¡Si hubiésemos seguido podríamos contárselo a todo el mundo! ¡Estúpidos! Ahora seguirán pensando en monstruos marinos, grandes abismos y serpientes de tres cabezas y dos nombres. Yo no sé si existe o no la tierra de Nígaron, pero dudo de que sea ésta.»
Ong-Lam estaba excitado, pero su pensamiento fue interrumpido cuando Yaruf exclamó:
—¡Señor, cuidado, un monstruo se acerca!
Era la primera vez que Yaruf hablaba con la voz tomada por el miedo.
—Tranquilo, nos queda poco para llegar a la orilla.
Apenas terminó de pronunciar la última palabra cuando cien dientes afilados se le clavaron en la pierna. Se llevó la mano a la cintura. Aún conservaba el puñal. Una criatura que no había visto en su vida estaba mordiéndole en la pierna. Era una bestia alargada con unas grandes escamas que cortaban la superficie del mar, y unos ojos saltones, furiosos y de grandes pupilas desgastadas. El general vio que su propia sangre enrojecía el agua plateada. El dolor era insoportable. Yaruf se cayó de su espalda y se hundió momentáneamente en el agua.
—¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Nada lo más rápido que puedas y no mires atrás!
Yaruf obedeció. Nadó y nadó como nunca lo había hecho. Lejos se oían los gritos de Ong-Lam y los chillidos de la bestia marina. El niño no miró atrás hasta que reinó el silencio en las aguas. Hasta él llegaba el olor de la muerte: la bestia y el general, los dos habían muerto.
Yaruf, como las olas en la orilla, rompió a llorar, pero siguió nadando hasta que sus brazos sucumbieron al esfuerzo. La orilla estaba cerca... Se dejó llevar hasta tierra firme.
Luego, lentamente, tambaleándose primero, gateando después, salió del agua. La máscara le colgaba del cuello. Se la puso como había hecho en el sueño. Yaruf estaba exhausto... Quería dormir, pero no podía.
Con la mirada recorrió la larga costa que se perdía en la noche negra. Intuyó la presencia de un bosque, espeso y profundo, que empezaba donde terminaba la playa. La brisa le acariciaba la cabeza, enfriando sus cabellos, y le rozaba la piel, arrugada después de haber pasado tanto tiempo en el agua. En otras circunstancias habría pensado que no existía lugar más bonito en toda la tierra conocida por los hombres. De pronto retumbaron unos pasos. No le sorprendió descubrir que lo estaban esperando.
La arena se revolvió, nerviosa, entre sus manos. Un soplido profundo inundó el bosque. Algo corría. Algo estaba a punto de salir a su encuentro.
Yaruf se puso en pie, se dirigió a la entrada del bosque y se subió a una pequeña roca. Instintivamente se aseguró de llevar puesta la máscara. Respiró hondo, ocultando el miedo en un lugar tan profundo que ya no volvería a encontrarlo jamás. Una enorme figura emergió de entre la espesura como una maldición.
Entonces... por primera vez en trescientos años, un humano y un minotauro volvieron a cruzar una mirada.
Humano y minotauro se quedaron inmóviles.
Respiraban, se observaban... Una misma curiosidad les empujaba a acercarse. Un mismo recelo les mantenía a distancia.
Yaruf estaba impresionado por la nobleza de la figura del minotauro que, erguido sobre sus robustas patas, se mantenía clavado en el suelo como si hubiese salido de las entrañas de la tierra. Sus enormes ojos negros eran como hondos lagos en penumbra: inquietaban tanto como fascinaban, asustaban tanto como atraían. Sus manos se aferraban a un hacha de doble hoja tan grande como el propio Yaruf que, sin apenas pestañear, recorría los afilados cuernos que se perdían en la noche.
Así estuvieron los dos, reconociéndose, contemplándose. Intentando adivinar en el otro el terror que su especie había causado a sus antepasados.
De pronto, con sumo cuidado, el minotauro acercó la mano hacia Yaruf y señaló la máscara. Un grave gruñido salió de su boca rasgada, parecida a una profunda grieta en la montaña. Yaruf tensó las mandíbulas y aguzó la mirada, mientras el minotauro se acercaba aún más. El débil cuerpo de Yaruf se mantenía tan firme como la roca en la que se erguía.
La mano del minotauro acarició la máscara como si fuese una cicatriz que trajera a su memoria antiguos recuerdos, viejas pesadillas y jóvenes amenazas. A través de la ella, Yaruf sintió el tacto de unas fortísimas manos que, a pesar de intentar mantenerse inexpresivas, transmitían duda, temor y desconcierto. Finalmente, un movimiento enérgico la arrancó de su cara.
Al ver el rostro desnudo de Yaruf, el minotauro arrojó la máscara al suelo y se golpeó el pecho emitiendo unos bramidos tan profundos que retumbaron dentro del pecho del niño, antes de empujarlo con desprecio. Yaruf tuvo que dar un paso atrás para mantener el equilibrio. La situación se descontrolaba por momentos. El minotauro iba envalentonándose frente a la aparente pasividad de Yaruf que, sin embargo, sentía que aquella agresividad era fruto de la desconfianza, no de la crueldad. Tal vez gracias a esta corazonada el pequeño humano decidió comunicarse con el minotauro. Y pensó que la mejor manera sería imitar sus gestos bruscos, su mirada noble, su expresión decidida. Así, hinchando el pecho y alzando la cabeza, dijo:
—¡Soy Yaruf, hijo de Ühr!
El minotauro lo miró fijamente, estiró su grueso cuello, irguió la espalda, olfateó con nerviosismo el aire. La voz de Yaruf, un tanto cantarina aunque llena de valentía y atrevimiento, le había sorprendido.
—Soy Yaruf, hijo de Ühr —insistió el niño para recalcar su voluntad de entendimiento.
Repitió su nombre tres veces más y luego extendió la mano. El minotauro entendió el gesto. En una mezcla de exhalación y murmullo, intentó repetir:
—Yuf... Yuf...
Yaruf, esforzándose por vocalizar lo más claramente posible, repitió de nuevo su nombre y el minotauro fue añadiendo los sonidos que le faltaban hasta poder pronunciar el vocablo completo.
—¡YARUF! ¡YARUF! —En su voz, el nombre sonó como un conjuro.
El pequeño sonrió con timidez al principio y un poco más abiertamente después, cuando el minotauro le devolvió satisfecho la sonrisa.
Luego llegó el turno de que Yaruf aprendiera un nombre que a partir de entonces habría de acompañarle en buenos y en malos momentos: Worobul.
El minotauro recogió la máscara que antes había lanzado con desprecio y se la ofreció a Yaruf. Éste, agradecido, la alzó hacia las estrellas que tintineaban agujereando la oscuridad del cielo. Lo hizo sin pensar. Fue un acto reflejo que simplemente agradecía el gesto de su nuevo amigo. Sin embargo, el minotauro bajó la cabeza e hizo una pequeña genuflexión.
No fue la única sorpresa.
Al instante se oyó el resonar de unos pasos que se acercaban. Worobul abandonó su reverencia.
Lanzó un bufido, alzó la cabeza hacia el cielo y levantó el hacha antes de mirar a Yaruf. Vaciló. Volvió la cabeza hacia la playa, hacia la orilla, hacia el bosque... Con su enorme y peludo pie derecho rascó la arena, como si quisiera enterrar el menor atisbo de miedo que pudiera tener, al tiempo que lanzaba un sonoro bramido. La respuesta no tardó en llegar: una, dos y hasta tres atronadoras voces lanzaron lo que parecían consignas de batalla.
Corriendo furiosos como caballos salvajes, tres minotauros aparecieron de las profundidades del bosque hasta plantarse estupefactos delante de Yaruf. Esa noche, la playa pareció hundirse bajo la marea de los prejuicios y el temor.
Yaruf comprobó que al lado de los tres minotauros recién llegados, Worobul parecía un adolescente que se hubiese escapado del hogar en busca de su primera aventura. Mucho más corpulentos y con unos gruesos y majestuosos cuernos, desenvainaron el hacha que llevaban colgada a la espalda. Uno de ellos empezó a gritar a Worobul, alzando el brazo desarmado. Parecía el más peligroso de los tres, ya fuera por la mancha negra que le cruzaba todo el lado derecho de su rostro de pelaje blanquecino, o por su manera excitada de resoplar antes de emitir unos sonidos que el humano no entendió, pero que decían:
—¡Maldito seas tú y tu estandarte! ¿Es esto lo que creemos que es? ¿Has traído a un humano a la isla? ¿Sabes lo que significa? ¡Estas malditas criaturas nunca vienen solas! ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¡Responde! —bramó.
Worobul, manteniéndose sereno y orgulloso, respondió:
—No lo sé, HuKlio, ¿cómo quieres que yo haya traído aquí a un humano? Piensa un poco antes de acusarme sin razón. Desconozco el mal espíritu que le ha hecho cruzar el mar.
—Peor, joven Worobul —interpeló Gálorion, el minotauro más robusto y el único de pelaje parduzco—. Mucho peor. Tus palabras brillan como la luna. HuKlio te acusa impulsado por el miedo, sin duda. Pero si esta cría ha llegado hasta aquí significa que nos han encontrado, que han cruzado el mar y han vencido sus falsos dogmas... Tal vez hayan dejado de creer que la tierra termina allí donde sus temores y sus dioses no les permiten llegar. Tarde o temprano descubrirán que más allá de la bruma del mar hay tierra firme.
—Con todos mis respetos, honorable Gálorion —replicó Worobul, bajando la mirada en señal de humildad—, esta cría tiene el aspecto de haberse perdido. No parece ser la avanzadilla de ninguna expedición de reconocimiento. No creo que las bestias humanas hayan conseguido vencer esas creencias que les envenenan el corazón y les enferman el espíritu.
—Espero que estés en lo cierto, joven Worobul —respondió Gálorion, cuya preocupación asomó a sus enormes ojos del color de la miel recién sacada de la colmena.
—Si se me permite añadir algo en mi defensa —dijo Worobul—, tampoco sé qué espíritu maligno me ha atraído hasta él, pero está claro que esta noche es mi Ang-Al, y nada de lo que suceda es casual. ¡Vosotros lo sabéis mejor que yo! Todo lo que encuentre esta noche es para mí, y a mí deberá servirme para ser un guerrero honorable, justo y distinguido. Ha sido el jefe de mi tribu, mi propio padre, quien me puso la prueba. Consultó las estrellas, la sangre de Sredakal que tiñe el cielo oscuro. Consultó a la hechicera Sadora, incluso los humos de las hogueras altas... Y decidió que aquí debía empezar mi Ang-Al. Y aquí he encontrado algo que ni las estrellas esperaban... Si el Ang-Al es mi destino, esta cría también lo es. Nadie que se diga hijo de Karbutanlak puede renunciar a él.
Muy excitado, Worobul terminó de hablar, resoplando y señalando a Yaruf, que se mantenía en la roca sin pestañear apenas, como si entendiera palabra por palabra lo que estaba diciendo Worobul. Y aunque no era así, estaba seguro de que el minotauro le estaba defendiendo ante los otros tres, sobre todo ante el de la mancha en el rostro, que le lanzaba miradas más hirientes que las hojas de su hacha. Y precisamente fue éste quien tomó la palabra.
—Es posible que me haya precipitado un poco al acusarte de haber traído a un animal de éstos a la isla —se excusó HuKlio—. De acuerdo. Pero no me cabe duda de que la ley de nuestros antepasados no incluye a humanos. ¡El Ang-Al no incluye humanos! ¿Cómo podría un humano hacerte mejor guerrero?
—No lo sé, HuKlio, todos desconocemos los caminos del Ang-Al, incluso tú —replicó Worobul con impertinencia.
—Darruil, coge a esa cría humana antes de que se escabulla y nos apuñale por la espalda, como es costumbre en su especie —dijo HuKlio al otro minotauro que aún no había intervenido, y haciendo caso omiso de las palabras de Worobul.
—¡Alto! Ni se os ocurra mover un solo dedo, si en algo valoráis vuestros poderosos cuernos —dijo con autoridad Worobul.
—Muy atrevido me pareces, Worobul —replicó HuKlio—. Nadie diría que aún no eres un guerrero con estandarte propio. Es posible que tu padre te mandara aquí para que empezase tu prueba, pero el Ang-Al se completará cuando termines tu Ang-aladé. Lamento tener que recordarte que hasta entonces no tendrás estandarte propio. Aún no eres un guerrero...
—La cría me pertenece —insistió Worobul.
—No lo creo —replicó HuKlio haciendo rodar el hacha en su mano.
—Worobul, HuKlio... —intervino Gálorion para evitar el combate—. El Ang-Al es lo más importante en la vida de cualquier minotauro. Pero con vuestra actitud estáis haciendo que esta noche pierda todo el sentido. —Hizo una pausa y envainó el hacha en una gruesa funda de piel que llevaba colgada a la espalda. Luego, respiró profundamente y añadió—: Deberíamos llevar a la criatura frente al estandarte que no debe tocar la tierra. Que se decida allí.
Un silencio siguió a las palabras de Gálorion: se había mencionado el estandarte, el primero de todos, aquel que nació de la sangre de la primera de las trece heridas que Sredakal infligió a Karbutanlak; la sangre que cayó sobre la propia mano del Primer Guerrero y no llegó a tocar el suelo. De esa herida brotó el primero y más importante de los estandartes, el que no debe tocar la tierra, el que une a todas las tribus bajo su influencia y poder, el que según cuenta la leyenda, si cae y toca el suelo, haría desaparecer a la especie de los minotauros por siempre.
—Yo, como parte del triunvirato encargado de que el futuro guerrero cumpla con el Ang-Al —dijo Gálorion, retomando su discurso—, pienso que el hallazgo de la cría humana indica la voluntad de las estrellas de que a partir de ahora mismo tengas tu propio estandarte del espíritu ligado al estandarte de la tribu de Worfratan, y así puedas fundar tu propia familia y ser considerado dentro de la tribu como guerrero.
—Estoy de acuerdo —dijo HuKlio, deteniendo el movimiento del hacha—. Llevaremos ante los sabios a la bestia humana. Pero la llevaremos muerta. No podemos fiarnos. ¿Habéis olvidado cómo consiguieron vencer a nuestros antepasados?
Worobul no tuvo tiempo de reaccionar. HuKlio hizo girar el hacha en el aire, la agarró por la hoja y la lanzó contra Yaruf, que no pudo esquivar el potente golpe que le propino la empuñadura. Cayó fulminado sobre la piedra junto a su máscara de minotauro.
—Podría haber acabado con él con el filo —gritó HuKlio alzando los brazos con orgullo—. Pero no quiero mancharlo con sangre despreciable que ofenda nuestra tierra. Lo mataré como se mata a un animal... ¡a golpes!
Con un movimiento rápido recuperó el arma y agarró a Yaruf por el pelo, bajándolo de la piedra con brusquedad. El niño contuvo las lágrimas y ahogó los gritos; se limitó a patalear en el aire para intentar escapar de las garras del minotauro de rostro manchado, aunque todos sus esfuerzos fueron en vano. Justo cuando HuKlio se disponía a matar al niño de un golpe seco con el mango, el hacha de Worobul le sorprendió golpeándole y arrancándole la suya de las manos.
—¡Cómo te has atrevido, mocoso! —gritó HuKlio, arrojando a Yaruf sobre la arena.
—Este humano no es como los otros, aquellos de los que nos han hablado nuestros padres... No puedes matarlo.
—¿Qué tiene de especial? —preguntó con desprecio.
—Eso —dijo señalando la máscara que había quedado encima de la roca donde antes había estado Yaruf—. Si mucho no me equivoco ésa es una de las máscaras de la alianza de las que tanto nos han hablado... Y sus ojos... si te fijas en sus diminutos ojos verás que tienen el color de Kriyal.
Los tres minotauros se quedaron petrificados al ver la máscara y al comprobar que lo que decía acerca de los ojos era cierto. Hubo un largo y reflexivo silencio que se rompió con estas palabras de HuKlio:
—Puede ser una trampa. Recuerda lo que nos han dicho siempre: los humanos son traidores y cobardes; se sirven de cualquier ardid para vencer... Tal vez lo han enviado para empezar otra guerra y engañarnos de nuevo con la ilusión de un pacto...
—«Un nuevo humano vendrá con una nueva alianza» —recitó Worobul recordando el vaticinio de las Piedras sagradas—. ¿No lo veis? ¡Puede que estemos ante el humano del que hablan las Piedras! —exclamó en un tono casi suplicante.
—Tu padre te ha enseñado todo lo que debe saber un gran guerrero, sin duda. —Era la voz de Darruil, el tercer minotauro que apareció del bosque y el único que aún no había intervenido. Tan negro era su pelaje que parecía una sombra erguida en la noche. Sin embargo, sus ojos agujereaban la oscuridad de su rostro con una mirada sosegada y un semblante relajado y paciente—. Me congratula que conozcas las palabras de las Piedras altas. Y justo por eso debemos actuar con prudencia. Coincido con Gálorion en llevar a la cría ante los jefes de las tribus.
Darruil también enfundó el hacha. Y miró al humano con una expresión pensativa.
Yaruf, que intentaba seguir la maraña de bramidos como si para él pudieran tener algún significado, intentó incorporarse. No pudo. HuKlio le agarró con rabia del pescuezo, alzándole del suelo como si se tratara de un trofeo. Luego empezó a gritar fuera de sí:
—¡Ningún humano es el elegido! ¡Ninguno! Y me da igual lo que digan las Piedras. Esa vieja profecía fracasó en su día y causó tanta muerte como el más salvaje de los guerreros. Por culpa de esas supersticiones llevamos escondidos como ratas tanto tiempo que hasta nuestros propios dioses nos han dado la espalda. ¿Por qué? Porque están avergonzados de nosotros. ¡Somos guerreros! Y los guerreros pelean, luchan, matan... Pero no pactan. Si el débil de Kriyal hubiese querido pelear, Pruj'Hy le hubiera dado todo el apoyo. Pero él fue un cobarde, quiso rendirse sin alzar tan siquiera las armas... Éste es su vergonzoso resultado. Querido Worobul —HuKlio cambió de tono súbitamente, simulando una calma que ni en los momentos de tranquilidad poseía—, espero que entiendas que no tengo nada contra ti, ¡toda mi furia es contra esto y contra los suyos! —bramó mientras agitaba a Yaruf en el aire, para luego lanzarlo contra el suelo. Yaruf perdió el conocimiento.
HuKlio alzó el hacha con tanta fuerza que bien podría parecer que la media luna que se balanceaba en el cielo la había cortado él mismo. Worobul estaba demasiado lejos para intentar pararle, y ya había arrojado el hacha.
—Está bien. Es mi hacha. Yo mataré al humano —dijo el joven minotauro antes de resignarse a que mataran a Yaruf.
HuKlio alargó la mano ofreciendo el hacha a Worobul, que la agarró con fuerza. Sin embargo, el primero no soltó el arma, desconfiando de las intenciones del joven minotauro al que la situación le había encendido la mirada.
—¿Estás seguro de que eres capaz de matar a un humano? —preguntó HuKlio, que estrangulaba el hacha por la empuñadura.
—Ahora mismo lo averiguarás, gran guerrero —contestó Worobul, que sostenía el hacha por una de las afiladísimas hojas de acero.
—Si sigues haciendo tanta fuerza te vas a lastimar. El hacha no se agarra por el filo —dijo con ironía.
Worobul no hizo caso de las advertencias de HuKlio y se aferró con más fuerza a la hoja. Miró su mano. Unas espesas gotas de sangre caían en la arena oscurecida por la noche. En un arrebato dio un fuerte tirón al hacha. Pudo notar cómo el filo se hundía en su pezuña, pero consiguió hacerse con el arma, dejando a HuKlio asombrado por la determinación de su adversario.
Worobul se plantó frente a Yaruf. El golpe causado por el hacha de HuKlio le había producido una profunda herida en la frente. La sangre le dibujaba un río que zigzagueaba por su cara. El minotauro se arrodilló y le puso la mano debajo de la nariz. «Aún respira», pensó, y volvió a ponerse en pie para dirigirse a HuKlio.
—No voy a matar a una cría, indefensa. No en la noche de mi Ang-Al, no en mi Ang-aladé —dijo el joven minotauro contundentemente—. Si lo hiciera, esto me marcaría, como guerrero y... no querría llevar en mi estandarte «El que mata a crías indefensas». Esta noche debe convertirme en un guerrero honorable, defensor de las leyes y las costumbres de nuestra especie, no en un asesino.
—Me sentiría defraudado en el caso de haberme creído que cumplirías con tu palabra —replicó HuKlio—. ¿Acaso prefieres llevar inscrito en tu estandarte «El amigo de los traidores»? —Levantó la mirada hacia el cielo—. Está bien —afirmó con determinación—. Lo haré por ti, y tú no me lo vas a impedir, Worobul. No eres tan estúpido. Sabes que si usas tu hacha contra mí serás castigado. Tú aún no eres un guerrero, y yo sí.
HuKlio sonrió maliciosamente a Worobul. Pero en su sonrisa había una duda: ¿alzaría el hacha contra un minotauro para defender a un maldito humano? No. No sería capaz. ¡No podía ser capaz! Seguro que fingía aquella actitud para impresionar en el día de su Ang-Al.
Mirando fijamente a Worobul, HuKlio avanzó hacia el cuerpo de Yaruf. Levantó el hacha. Con todas sus fuerzas descargó un poderoso golpe sobre la cabeza del pequeño. Pero antes de alcanzarla se encontró con el hacha de Worobul, que paró el golpe. Tal fue la violencia del encontronazo entre las armas que un puñado de chispas diminutas centellearon en el aire.
—Maldito amigo de los humanos. No te creí capaz de llegar tan lejos. Tendrás que enfrentarte al estandarte que no debe tocar el suelo. Pero antes habrás de vértelas conmigo.
—¡HuKlio, Worobul! —exclamó con autoridad Gálorion—. Pensad muy bien lo que estáis a punto de hacer. Creo que los dos deberéis contestar delante del estandarte como sigáis por este peligroso sendero que todos sabemos adonde lleva. Os lo pido a los dos... Ni Darruil ni yo podremos intervenir durante la batalla. Todos los presentes conocemos la ley —el minotauro cerró los ojos y entonó uno de los versos inscritos en las Piedras a la vez que alzaba sus manos—: «Sólo quienes deciden empezar la batalla deciden cuándo debe terminar.»
Pero ni los versos sagrados pudieron calmar los ánimos de los dos adversarios. HuKlio se lanzó sobre Worobul y los dos rodaron por el suelo perdiendo sus hachas. Sin tiempo para tomar aliento, se agarraron de los brazos y se inmovilizaron mutuamente. En ese breve instante se clavaron los ojos, mostrando el fuego que ardía en sus entrañas. HuKlio resopló para tomar fuerzas y consiguió zafarse de Worobul dándole un cabezazo en plena frente. Con Worobul aturdido, HuKlio se levantó de la arena, no sin antes asestar una potente cornada que rasgó la mejilla de su rival.
La herida era profunda, y Worobul pudo acariciar su propia sangre esparciéndosela por toda la cara. Intentó levantarse sin éxito, porque HuKlio le agarró de los cuernos, colocó medio cuerpo debajo del de Worobul y le hincó la rodilla en el pecho para voltearlo en el aire y lanzarlo de espaldas contra el suelo.
El golpe fue sordo, brutal. Worobul lanzó un bramido. Apretó los ojos y rechinó los dientes para amortiguar el dolor. Sin tiempo para recuperarse, sintió el pie de HuKlio en la garganta. Le costaba respirar. Intentó escapar, pero fue inútil. Se limitó a dar violentas patadas al aire para seguir peleando, para ser un rival digno, para no perder todavía. Sin embargo, HuKlio no mostraba el menor signo de piedad. Cada vez apretaba con más y más fuerza. Las patadas al aire de Worobul cada vez eran más débiles. Las fuerzas le estaban abandonando. De repente notó cómo su garganta se liberó. HuKlio había apartado el pie, no por compasión sino para recrearse en la victoria. Enseguida propinó a Worobul una fuerte patada en el costado. Rodó por el suelo. Worobul intentaba ganar tiempo para no volver a estar debajo de la pezuña de su enemigo. Porque eso era en lo que les había convertido la pelea. Ni en adversarios, ni en rivales, sino en enemigos a muerte. ¡Por un humano! Este pensamiento invadió su cabeza. ¿Qué tenía aquella cría humana para que Worobul estuviese peleando contra uno de los mejores guerreros de todas las tribus? Algo le empujaba a no matar a la cría. A averiguar si la máscara que llevaba era una de las antiguas máscaras de la alianza. Según se estaba desarrollando el combate, era posible que jamás llegase a saberlo.
Desde el suelo vio que HuKlio había cogido el hacha.
—¿Es esto lo que querías? —gritó fuera de sí mientras se acercaba—. ¿Querías morir hoy, traidor? Puedo matarte. Nadie me va a reprochar nada. Las Piedras hablan de cómo deben ser los combates. Y deben ser como cuando Karbutanlak mató a Sredakal. ¡Su propio hermano! Y ese combate fue justo, limpio y honorable. Igual que éste. ¿Me equivoco, Gálorion? ¿Me equivoco, Darruil?
Gálorion asintió. No había duda acerca de lo que dictaba la ley. Una pelea justa era una pelea justa. Y HuKlio había sido mejor que Worobul. La ley era clara al indicar que solamente él podía perdonarle la vida, aunque a decir verdad ningún minotauro era demasiado magnánimo con los rivales, puesto que Karbutanlak no había tenido piedad de su propio hermano.
Sin embargo, el discurso vengativo y triunfalista permitió a Worobul incorporarse. Su cuerpo se tambaleaba, y a pesar de que intentaba clavar los pies en la arena para mantener el equilibrio, no lo consiguió.
Era como si Worobul se estuviera preparando para recibir el golpe de gracia. HuKlio levantó el hacha. Worobul dio un paso atrás. Preparó su cuerpo para el impacto. El filo bajó del cielo cortando el aire como una maldición. Worobul esperó el momento preciso para esquivar el golpe letal. Lo consiguió. Pero la hoja le rozó el hombro y le produjo otra herida. El hacha se clavó con tanta energía en la arena que HuKlio salió despedido por su propia fuerza. Worobul aprovechó para agarrarle por las robustas patas, levantarlo y voltearlo en el aire. A HuKlio le sorprendió ver que se encontraba en el suelo. Intentó agarrar el hacha de nuevo, pero la pezuña de Worobul se lo impidió al pisarle la mano. Un grito de dolor. Worobul se la había roto.
—Me llevo al niño —dijo erguido el joven minotauro mientras trataba de recuperar el aliento—. No quiero matarte. Déjame marchar. Me presentaré ante mi tribu y llevaré a la cría ante el estandarte que no debe tocar la tierra. Si la cría debe morir allí mismo, morirá.
—Si quieres llevarte a la cría, deberás matarme —contestó HuKlio sin resignarse a ser vencido.
—Déjale que se vaya. Esto está llegando demasiado lejos. Y es posible que luego no sepáis desandar el camino. —Era la voz de Darruil, que observaba la pelea preocupado por su desenlace y la enemistad que podría causar entre las tribus—. El joven Worobul ha hablado con sabiduría. Que se decida bajo el estandarte. No es necesario que muera hoy.
—No os metáis. —HuKlio se levantó tambaleándose—. Éste es un asunto entre él y yo.
—No, HuKlio. Nosotros también somos parte de esto —intervino Gálorion con la misma serenidad que su compañero—. Antes Darruil ha recitado lo que hablan las Piedras: «Sólo quienes deciden empezar la batalla deciden cuándo debe terminar.» Worobul ha ganado. Sólo él decide cuándo debe terminar la pelea. Has tenido tu oportunidad y la has desperdiciado. Ahora, déjale que se vaya con la cría. Ha dicho que se presentará ante el estandarte y su palabra es suficiente. Y si la cría debe morir, morirá. No te quepa la menor duda.
Worobul se sintió satisfecho al oír a los otros dos miembros del triunvirato. Le dio la espalda a HuKlio y se dirigió hacia Yaruf. Pero HuKlio vendería cara su derrota. Sacó un cuchillo de hoja medialunada y de empuñadura de cuero blanco de una de sus muñequeras de acero que llevaba grabada el águila bicéfala de su tribu. Worobul notó cómo la arena se movía, y con ella su enemigo. Se giró agarrando el hacha con las dos manos. Mientras HuKlio consiguió hundirle el cuchillo muy cerca del corazón, Worobul le cortó el cuerno derecho.
Los dos cayeron heridos en la arena manchada de sangre. Worobul se levantó retorciéndose, se arrancó el cuchillo y lo lanzó con desprecio. Sabía que había vencido. La mayor de las deshonras había caído sobre HuKlio. Había perdido uno de sus cuernos y esto sería para él motivo de vergüenza y oprobio, como quedó marcado desde la lucha entre Karbutanlak y Sredakal.
Worobul cogió a Yaruf, que seguía malherido en el suelo. Se lo cargó al hombro y dijo:
—Mañana emprenderé el viaje para presentarme ante el primer estandarte que brotó de la sangre de Karbutanlak.
Worobul intentó abandonar el escenario de su primera pelea de la manera más digna posible. Pero la herida chillaba mordiéndole las fuerzas, haciendo que todo el cuerpo le flojeara. El peso de Yaruf, incluso, empezaba a ser una carga insoportable. Tal vez una responsabilidad que no le correspondía. Pero ya era tarde para eso. Había tomado una decisión. No podía volver atrás. Debía seguir. Dar un paso tras otro manteniendo el equilibrio. Pero para cada paso necesitaba una energía que había dejado en la lucha. Ahora peleaba también contra su propio cuerpo.
Y el mundo empezó a moverse.
El cielo se vino abajo. El suelo arriba. Se vio caminando entre las estrellas. Mientras caía, en un acto impulsivo, se deshizo de Yaruf para no aplastarlo con su cuerpo. Luego, una gran y profunda inconsciencia le venció sobre la arena.
Cuando Worobul despertó se encontró recostado en un cómodo jergón de paja cubierto con una fina y suave tela amarilla, el color que indicaba que se encontraba bajo los cuidados de Sadora, la hechicera más joven de todas las tribus y que entró de repente en la habitación.
Lanzó al herido una mirada traviesa e inteligente, mientras se tocaba tímidamente los pequeños cuernos decorados con pulseras de plata antigua:
—Bueno, ¿qué tenemos aquí? A todo un guerrero —dijo—. Y tiene los ojos prácticamente abiertos... Por fin has regresado. Bienvenido a tu clan. Todos estábamos preocupados por ti.
Worobul se situó enseguida.
Construida de adobe, la casa de la hechicera tenía una sola gran estancia. Frente a sí se alzaba una estantería de madera de roble rojo abarrotada de remedios, mejunjes y ungüentos para heridas. Una bonita alfombra representaba a Miomene, la diosa creadora de los ríos y la primera que en la tierra atendió a un herido, su esposo Karbutanlak. Cerca de la cama, apoyado en un saliente de piedra, descansaba con la cabeza tapada Yuyuy, uno de los mejores halcones de su padre y que le prometió sería suyo cuando superara el Ang-Al. Al ver al animal, Worobul comprendió el significado de ánimos e intentó sonreír, aunque enseguida se dolió de las heridas.
—Sadora... —contestó intentando volver a esbozar una sonrisa a pesar del dolor que le invadía todo el cuerpo—. Sí, ya he regresado. No sé de dónde ni con qué fin. He llegado a pensar que Hímone se ha estado burlando de mí en una pequeña muerte tan real como la vida.
—¡Te has equivocado de hermana! Has estado en brazos de la vieja Hámera. La encargada de sanar a los dioses decidió servirse de la salud del nuevo guerrero Worobul, y creo que le ha costado un poco dejarle marchar de su servicio a los dioses... —Sadora rio rascándose el pequeño y oscuro hocico—. Bueno, gran guerrero. Toda la tribu está esperando. Quieren saber lo que ha pasado.
—¿Cómo está la cría? —preguntó impaciente Worobul.
Sadora cambió el semblante y le miró de forma inquisitiva.
—No lo sé. Creo que Hámera no está tan dispuesta a dejarlo marchar. Eso, o sus dioses están más enfermos que los nuestros.
—¿Está vivo?
—Por el momento parece que sí. En realidad todos quieren que despierte para poder matarlo. Aunque eso dependerá en parte de ti. Pero ahora descansa. Yo me preocuparé de que Yaruf llegue vivo al estandarte que no debe tocar la tierra. Aunque sus dioses no lo quieran, ahora está bajo mi protección.
Sadora se giró hacia el gran estante lleno de cuencos de barro. Cada uno de ellos guardaba plantas, hierbas, tierra de distintos suelos, agua de lluvia de cada una de las estaciones... Seleccionó dos de los cuencos y se dispuso a salir. Pero en ese momento, Worobul la detuvo con una pregunta.
—¿Yaruf? ¿Cómo sabes su nombre? ¿Has podido hablar con él?
—No, la cría no habla ni en sueños. Pero aunque sea un poco más joven que tú soy una hechicera, tengo mis propios medios.
Sadora sonrió entornando sus ojos del color de la tierra recién mojada y abandonó la tienda con los cuencos sin dar opción a Worobul a seguir interrogándola.
Durante todo el tiempo que Worobul estuvo recuperándose de sus heridas sólo recibió las visitas y cuidados de Sadora. Como ordena Hámera, la joven hechicera era la única minotauro que podía tener contacto con el enfermo. Ni tan siquiera su padre Worfratan, el jefe de la tribu, podía entrar en la tienda. Tampoco su madre, Jadomed. Ni su hermana mayor Selimed, o su hermano menor Worfrasen. Nadie excepto ella le podía contar lo que pasaba fuera de la tienda. Pero cuando Worobul insistía ella respondía con un antiguo proverbio táurico: «Ahora es el momento de recuperarse, luego será momento de actuar. Preocuparse no te dejará hacer ni una cosa ni la otra.» Y así terminaban casi todas las conversaciones entre los dos. Hasta que por fin, un día Sadora entró en la tienda y dijo:
—Guerrero Worobul, Hámera ya no te necesita. Ya puedes abandonar esta casa. Como gratitud a la fortaleza que le has facilitado con tus heridas, ella te hace más peligroso para tus enemigos y más valioso para tus amigos. Ahora, sal y enfréntate a tu destino.
Aún no había cruzado el umbral cuando se topó con su padre, el poderoso Worfratan, que había venido acompañado por los otros tres jefes de tribu.
—Hijo —dijo con una voz profunda y llena de autoridad—, estamos muy felices de que Hámera te haya permitido seguir con nosotros.
Los dos se saludaron afectuosamente agarrándose con fuerza de los cuernos. Worfratan le susurró al oído:
—No sé cómo vamos a solucionar el embrollo en el que estamos metidos. Pase lo que pase quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.
—Gracias por Yuyuy, padre. Sabes que me encanta ese halcón desde que nació —dijo en un susurro emocionado Worobul antes de añadir—: ¿Sabes cómo está la cría de humano?
Worfratan no contestó. Se separó de su hijo y se dirigió hacia los jefes para decirles:
—Ahora que mi hijo se ha recuperado podemos sentarnos las cuatro tribus que deberían ser doce alrededor del estandarte. ¡Jefes! —gritó con autoridad la fórmula sagrada para convocar al consejo—. Os emplazo esta noche bajo el escudo y la sangre de Sredakal. Sentados sobre el cuerno que nos ofreció Karbutanlak como morada. Iluminados por la sangre que salpicó las alturas para iluminarnos con su ejemplo. Que todas las decisiones anteriores nos permitan tomar el mejor camino. ¡Por las eternidades!
—¡Por las eternidades! —respondieron los tres jefes.
Solamente cuatro de las doce tribus nacidas de las doce heridas de Karbutanlak sobrevivieron a la traición acaecida en el Valle de los Tres Ríos. Mucho se discutió acerca de volver a fundar, a partir de las cuatro, las tribus fundamentales. Sin embargo, los estandartes se habían perdido. Habían sido destruidos. Quemados por las hordas humanas que no dejaron un minotauro por matar. Un cuerno por cercenar. Un pellejo por arrancar... Al llegar a la nueva tierra, ninguno de los cuatro jefes estuvo dispuesto a ver reducida su tribu y pensaron que sería mejor tener cuatro tribus fuertes que doce tribus débiles. Pero muchos anhelaban, para gloria y honra del Primer Guerrero, volver a ser doce jefes bajo el estandarte que no debe tocar la tierra y que se alzaba en ese momento al lado de una gran hoguera, reinando desde su altura sobre los cuernos de los jefes sentados en semicírculo.
Había caído la noche. El kalanue estaba en manos de Sadora, que lo había preparado cuidadosamente con agua de mar, tierra roja, agua de lluvia de verano y de invierno y sangre del brazo izquierdo de los cuatro jefes. Servido en una vasija de madera con los símbolos de cada una de las tribus presentes: el águila bicéfala, las hachas cruzadas, el triángulo de estrellas de la constelación de las eternidades y el halcón atrapando una serpiente. Quien tuviese la palabra debía dar un sorbo, enjuagarse la boca y escupir en la hoguera. De este modo todos demostraban que sus palabras salían puras. Sin mentiras. Sin intenciones secretas. Palabras nuevas, aliento nuevo purificado por la ancestral fórmula del kalanue.
Bajo el estandarte, con el torso desnudo, de rodillas y con las manos atadas a un gran tronco que le cruzaba la espalda, estaba Yaruf. No había duda en sus ojos, ni miedo, ni rabia, sino un toque salvaje, de animal acorralado que, entendiendo de repente el frágil equilibrio de los mortales, guarda un último zarpazo. Todos, excepto Worobul, apartaban sus miradas cuando se cruzaban con sus ojos, como si fueran una maldición o la entrada a un laberinto del que no podrían salir jamás. Como si no quisieran reconocer en ellos los ojos de Kriyal.
Los primeros en entrar dentro del círculo fueron Gálorion y Darruil. Rodeados por los jefes de las tribus, relataron todo lo sucedido, evitando tomar parte por una de las dos tribus enfrentadas. Luego le tocó el turno a HuKlio, que habló lleno de odio, acusando a Worobul de tramposo y desleal por defender la vida a un humano. ¿Cómo si no se podía explicar su derrota?
Al final llegó el turno de Worobul, que tomó la vasija, la brindó a todos los presentes y escupió con fuerza en la hoguera, consciente de que lo que iba a proponer al consejo provocaría un gran revuelo:
—Cuando se me designó el Ang-aladé, pensé que se trataba de una broma. Yo quería una prueba difícil. Un desafío que pusiera a prueba mi valor. En cambio, se me dijo que fuera hacia la estrella de Gasarde y cuando llegara al mar, en la playa del nuevo comienzo, me quedase toda la noche en vela, enfrentándome a mis propios miedos. Pero, ¿qué miedo podía tener yo por pasar una noche ante el mar? Llegué a enfadarme con mi padre. Le acusé de querer protegerme, de darme un trato de favor absolutamente inaceptable. Él —dijo señalándole con la vasija— me contestó que nunca menospreciara lo que una noche puede esconder. Y así fue. En la playa encontré a una pequeña cría de humano que nos ha hecho estremecer a todos. Ha producido peleas. Enfrentamientos. Hasta que, finalmente, hemos tenido que reunirnos bajo este sagrado estandarte.
»Creedme. Yo no sé si este humano que encontré en la playa es el que traerá la nueva alianza. Desconozco los designios del señor de las eternidades. Sin embargo, sí sé que fue durante mi Ang-Al. —Se acercó a Yaruf y se arrodilló a su lado, provocando el murmullo de los presentes—. Por eso os pido que me permitáis fundar un clan bajo mi propio estandarte, que estará a las órdenes del de la tribu de mi padre, como mandan las Piedras. Y que como primer miembro permitáis llevarme al humano. Eso os pido. Sé que algunos de vosotros no estaréis de acuerdo, pero algo me dice que esta cría cuando crezca será importante para nosotros. Que el kalanue purifique vuestras palabras y haga que habléis con sabiduría.
Worobul terminó su parlamento y alargó su brazo ofreciendo la vasija para quien quisiese hablar. Los cuatro jefes se miraron. Ninguno se atrevía a tomar la palabra. Después de un silencio que para el joven minotauro se hizo eterno, Worfratan agarró la vasija de kalanue y habló:
—Mentiría si os dijese que las palabras de mi hijo no me han sorprendido tanto como a vosotros. Normalmente, un joven que quiere fundar su propio clan propone la unión con alguna minotauro. Eso es lo normal. Mi hijo no ha pedido eso. Seguro que ahora muchos de vosotros estaréis decepcionados. Sé que tú, por ejemplo —dijo señalando a Orjakan, el jefe de la tribu de HuKlio—, tenías mucha ilusión de que la amistad de mi hijo con tu preciosa hija Júnane se convirtiera en un nuevo y poderoso clan. Créeme, yo también lo esperaba y me consta que Worobul antes de su Ang-Al tenía esa intención. Pero con esta petición que nos ha propuesto a todos los jefes de tribu, el guerrero Worobul —dijo intentando evitar decir «mi hijo»—, porque a ojos de mi tribu ha superado su Ang-Al, demuestra lo importante que cree que es ese humano para el devenir de todos nosotros. ¿Acaso no sería más sencillo para él despeñar al humano desde el trono de los dioses y seguir con su vida? ¿No os hace pensar que si está dispuesto a anteponer a la cría a su amada Júnane es porque el humano es...
—Es que mi hija le importaba muy poco —interrumpió con rabia Orjakan—. Tan poco como arrancarle un cuerno a HuKlio como si fuera un vulgar traidor.
—No haré caso de tus palabras —replicó Worfratan—. No están purificadas por el kalanue. Solamente os digo que si para él es tan importante la cría de humano para mí también lo es —dijo señalando a Yaruf, que se mantenía atento a todo lo que ocurría como si entendiese las palabras que se estaban diciendo bajo el estandarte.
Orjakan pidió el kalanue a Worfratan y con un gesto brusco se lo arrebató.
—Yo me opongo a cualquier otra solución que no pase por matar al humano. Son ellos los que nos traicionaron. Son ellos los que nos empujaron a atravesar el mar. Son ellos los que nos expulsaron de las tierras en las que nacieron y murieron nuestros antepasados... —Se dirigió hasta Yaruf y le agarró del pelo, estirándolo hacia arriba y obligándole a ponerse en pie—. Las Piedras altas hablan de muchas cosas... pero, ¿de verdad alguien de aquí cree que esta cría delgaducha y mortecina es la elegida para algo? ¡Por favor! Seguramente ellos la abandonaron en el mar para que sus dioses la devoraran... No tiene más valor que para morir en el trono de los dioses...
«Llevémosla ahí y despeñémosla y sigamos con nuestras vidas, eso sí, preparémonos para la guerra, porque esta paz ficticia durará muy poco... Cuando llega uno, tarde o temprano llegan más detrás. Lo sabéis. Los humanos son así. No tienen raíces, son como árboles arrancados. No les importa nada más que caminar y caminar, arrasando todo a su paso. Sin asentarse. Sin sentirse nunca en su tierra. No en vano ellos creen que pertenecen a otra tierra... A Nígaron, si no me equivoco... Para ellos esta tierra es un tránsito. No la sienten como suya y no la respetan. Pues si tanto les gustan las llanuras que existen tras la muerte... hagámosle un favor al maldito cachorro humano y mandémoslo ahí desde lo más alto del trono de los dioses. ¡He dicho!
Al terminar soltó a Yaruf con desprecio. Entre Worfratan y Orjakan había demasiadas diferencias como para llegar a un acuerdo. Los otros dos jefes de tribu, Gadiluan y Erdirer, no querían tomar parte por uno de los dos bandos enfrentados, y prefirieron no coger el kalanue.
Según la ley, si los jefes no encontraban juntos una solución, el responsable de tomarla sería el miembro más viejo de todas las tribus. Y ésta era Nárena, una mínotauro que pertenecía a la tribu de HuKlio, aunque nadie dudaba de su sabiduría y su imparcialidad. Todos los presentes miraron alrededor para averiguar dónde estaba la anciana. De repente salió de la casa de Sadora la hechicera, y no hubo quien no hiciera una mueca de extrañeza. Lo normal era que hubiese estado presenciando el consejo bajo el estandarte.
Nárena entró en el semicírculo acompañada de dos minotauros adolescentes que la sujetaban de los brazos, de tanto que le costaba andar. Orjakan apartó a uno de los acompañantes y la acompañó hasta el estandarte mientras le decía en voz baja:
—Espero que seáis consciente de lo importante que es esta decisión para nuestra tribu. Espero que...
No pudo acabar la frase. La minotauro se lo sacó de encima con un movimiento despectivo y le gritó delante de todos:
—Déjame en paz. Parece que a ti los cuernos te crezcan para dentro. Dame el maldito brebaje... Diré lo que tenga que decir y punto. Si no has sabido llegar a un acuerdo no es mi culpa. Ahora me toca hablar a mí... Si querías decidir tú, haber sido más viejo.
La minotauro, de pelaje grisáceo y con los cuernos desgastados, pero con una mirada brillante y despierta, se enjuagó la boca y escupió torpemente en la hoguera antes de empezar a hablar mientras Orjakan, avergonzado, regresaba a su sitio.
—He estado en la tienda de la hechicera Sadora. Una minotauro muy inteligente. Muy joven. Y a pesar de ello, muy buena conocedora de los secretos de los dioses y de sus caminos ocultos. Siempre me ha resultado simpática.
Nárena se detuvo para tragar saliva. Todos los que estaban alrededor de la hoguera se miraron extrañados, preguntándose si la anciana estaría desvariando. Pero ella siguió hablando sin inmutarse.
—Sí... A esa joven, Hámera la quiere más que a los demás hechiceros. Nunca había visto, ni oído hablar de algo semejante. Tiene, no sé cómo decirlo... una relación especial con los tiempos, con las eternidades. Pero vayamos a la piel del asunto. Si no pensaréis que esta vieja minotauro ha perdido la cabeza... He podido oír vuestros bramidos. Vuestra discusión. Y enseguida me he puesto a pensar. Sabía que al final tendría que intervenir yo. Porque sois incapaces de llegar a ningún acuerdo. Si no os peleáis no sabéis acabar las discusiones. Oye, tú, dame de esta cosa que tengo la boca seca —le ordenó a Worobul señalando el kalanue.
El minotauro le acercó la vasija y ella se enjuagó de nuevo la boca.
—Muy bien, pero quédate aquí a mi lado. Quiero decirte algo. En definitiva... Tú, Worobul, serás desterrado. Sí, hijo, no me mires así. Tendrás que vivir, como mínimo, a cuatro tiros de arco de cualquier clan, de cualquier tribu. Cada uno de los jefes lanzará una flecha y donde caiga la cuarta... Ahí vivirás con el humano como si fuera tu propio hijo.
Worobul miró a la anciana estupefacto, con los ojos abiertos como dos lunas llenas sobre el mar cuando es de noche. Pero a Nárena no le importó. Se dirigió hacia Yaruf y con mucha dificultad se sentó a su lado, luego siguió diciendo.
—Tranquilo, no viviréis solos. Sadora os acompañará. Olvídate de Júnane, es una minotauro tan bella como manipuladora. Las tres diosas prefieren que Sadora y tú os unáis. Ella curó a la cría humana y te arrancó a ti de los brazos de Hámera. Y todo porque la hechicera que debía atenderte cayó enferma justo antes de que tu cuerpo apareciese en el poblado. Ya ves, vuestros caminos se han unido, ahora deberéis caminar juntos. Esto es lo que decido. Sé que ninguno estaréis contentos ni satisfechos. Todos diréis que soy una vieja con los cuernos comidos por el poco tiempo que me queda en esta tierra. Eso me asegura que mi decisión ha sido justa.
Cuando la minotauro estaba saliendo del círculo bajo la atenta e incrédula mirada de todos añadió:
—Por cierto, una cosa más. Nadie podrá acercarse a este nuevo clan hasta que la cría de humano sepa nuestra lengua y, como mínimo, doble su altura. Si alguien incumple esto, dicto ahora y que quede escrito en una de las Piedras sagradas, perderá los dos cuernos. Ahora sí. Apagad la hoguera, apartad el estandarte, todo ha sido resuelto.
Cuando Nárena acabó de hablar se produjo un revuelo descomunal. Efectivamente, tal y como había advertido, nadie estaba contento. Unos querían la muerte del humano, otros pensaban que el castigo para Worobul era exagerado y otros, incluso, reclamaban que HuKlio tenía derecho a una revancha para salvar su honor.
Orjakan, por su parte, se levantó furioso para renegar de las antiguas leyes, insultar a la anciana y encararse con cualquiera que intentara apaciguar sus ánimos. También acusó a Sadora de entrometerse entre Worobul y su hija y de haber hechizado a la anciana para que dijese semejantes tonterías. Worfratan, en cambio, ni protestó. Se limitó a hundir la cara entre sus manos, llegando incluso a dudar de la decisión que había tomado al imponer el Ang-Al a su hijo: «Si le hubiese hecho remontar el río Retra como todos me aconsejaban, ahora no estaría pasando todo esto.»
HuKlio, indignado, advirtió a todo el mundo que tarde o temprano el clan maldito de Worobul las pagaría, así como todo aquel que se atreviera en algún momento a prestarles cualquier tipo de ayuda.
—Mi cuerno fue cortado a traición —mintió señalando a Worobul—, y a traición vengaré mi honor. ¡Más vale que el humano no aprenda a hablar, porque cuando aprenda una sola palabra ahí estaré para cortarle la cabeza!
Pero Worobul estaba demasiado sorprendido como para prestar atención a las amenazas de su enemigo. Su mirada se había enmarañado con la de Sadora, que seguía preguntándose cómo era posible que ni las runas, ni las raíces de hujil, ni las visiones de la hoguera de las lunas oscuras le hubiesen adelantado nada de lo que estaba sucediendo. Aun así, desde un lugar íntimo y secreto algo se encendió entre los dos con una intensidad que les hizo sonreír, sincera y tímidamente. Luego, la hechicera advirtió que Yaruf seguía inmovilizado, atado al tronco y mirando la escena sin comprender nada. Worobul entendió la señal y logró llegar hasta el humano, lo liberó e intentó apartarlo llevándolo en brazos. Pero en el camino se topó con HuKlio, que resopló contrariado y dijo:
—¡Aparta, traidor! Llévate a esta criatura de mi vista. Lárgate al destierro. No queremos verte por aquí, o yo mismo te mataré. Entonces no habrá minotauro, por vieja que sea, que pueda salvarte mandándote lejos de mi hacha.
Worobul no contestó. No quería entrar en la discusión, ni dar motivos a HuKlio para empezar otra pelea. Se limitó a seguir su camino. Pero HuKlio no estaba dispuesto a ponerle las cosas tan fáciles.
—¿Crees que esto va a quedar así? —le recriminó señalándose la base del cuerno cortado—. Un día esta criatura me pedirá clemencia, y lo hará en mi propia lengua, para que yo pueda entenderlo.
Sin poder controlar la cólera que le consumía, empujó con violencia a Yaruf contra el pecho de Worobul, que tuvo que retroceder para no perder el equilibrio. Con pasos cortos e inseguros intentó seguir en pie. Cuando ya pensaba que tenía la situación controlada, tropezó con el estandarte que no debe tocar la tierra y cayó mientras Yaruf salía despedido de entre sus brazos. Worobul alzó la vista y vio cómo el estandarte se había partido por la base y amenazaba con desplomarse. Nadie podía creer que la mayor de las maldiciones estuviera a punto de suceder. Y ningún minotauro estaba lo bastante cerca como para evitar el desastre. Worobul intentó alargar el brazo, pero el estandarte se inclinaba lentamente lejos de su alcance. Poco a poco fue cediendo hasta que con un tétrico silbido arañó el aire para caer justo encima de donde se encontraba Yaruf. Éste, para evitar que el estandarte le cayera encima, levantó las piernas y lo retuvo con las plantas de los pies. A un suspiro del suelo, el humano impedía el mayor de los desastres imaginables. Nunca el estandarte había estado tan cerca del suelo como en aquel momento. Estupefactos, conscientes de lo que significaría una desgracia así, todos estaban pendientes de Yaruf.
Worobul se levantó y le hizo gestos con las palmas hacia abajo para que no se moviera. Yaruf entendió que aquello era muy importante para el minotauro que se había peleado para salvarle la vida e intentó aguantar en aquella posición. Pero estaba cansado, apenas había comido y las piernas le fallaban, le temblaban y el estandarte con ellas. Worobul logró llegar a tiempo, levantar el estandarte y clavarlo con fuerza al suelo. Incluso HuKlio respiró aliviado, mientras Worobul decía:
—¡Maldita sea! Solamente quiero cumplir con lo que ha dicho la más anciana de todos nosotros, tal y como mandan las leyes que escribieron nuestros padres, y los padres de nuestros padres. ¡Todos sabemos que nada es casualidad! Y esto que acaba de pasar aquí tampoco lo es. Mientras algunos —reprochó señalando a HuKlio y a toda su tribu— son menos fuertes que su rabia y sus impulsos de vengar una pelea tan justa, limpia y honorable como la de los hijos del señor de las eternidades, otros, como esta criatura a la que muchos queréis dar muerte, sin saber por qué, ha evitado lo único que sabemos que no puede ocurrir: que este estandarte, rojo como la sangre que derramó Karbutanlak después de esa pelea, toque la tierra. Ahora me iré allí donde marquen las cuatro flechas. Sadora y el humano serán mis acompañantes hasta que éste aprenda a hablar.
Acompañado por el silencio más respetuoso, Worobul levantó a Yaruf y se fue en busca de la joven hechicera. Sin saber muy bien por qué, los dos unieron sus frentes, agarrándose de los brazos, como si supieran que a partir de aquel momento no tendrían ningún lugar mejor en el que descansar.
Yaruf hundió los pies en el agua del río. Él ya no se acordaba, pero hubo una noche que los cuatro jefes de tribu lanzaron cuatro flechas, y dispusieron que Worobul, Sadora y el mismo tuvieran que establecerse en el valle que se encontraba en la cara norte del elevado monte del trono de los dioses, el lugar que los minotauros escogieron para hacer los rituales y celebraciones en honor a sus dioses una vez establecidos en las nuevas tierras situadas más allá del mar del abismo. Muchos protestaron y exigieron que se volviera a repetir el ritual, pero Nárena se negó en redondo, recitando como única respuesta uno de los himnos táuricos: «A veces, nuestro deseo y nuestro destino están tan lejos como el cielo y la tierra. Elimina tus deseos; acepta tu destino.»
Sin duda, de todo el valle del trono de los dioses, aquel emboscado recodo era su rincón favorito. Tal vez porque los árboles, de nombres que apenas conseguía recordar, se alzaban hacia el cielo como si tuvieran las raíces de puntillas. O porque desde ese paraje podía ver el pequeño huerto mágico, como a él le gustaba llamarlo, en el que Sadora obtenía raíces y plantas con las que elaborar pócimas y remedios para casi todo. O, simplemente, porque era en ese lugar donde dejaba volar su imaginación y recordaba todo lo que le contaba Worobul.
No se cansaba nunca.
Una y otra vez Yaruf pedía, casi suplicaba por volver a escuchar la historia de cómo se habían encontrado en la playa. De cómo se habían hablado por primera vez. De lo cruenta que había sido la pelea con HuKlio. Pero, sobre todo, le encantaba escuchar el momento en el que él, y sólo él, había impedido que el estandarte que no debe tocar la tierra cayera al suelo y, en contra de lo que prohibía su nombre, se viniera definitivamente abajo como la fruta que cae de las ramas para ser comida por el ganado.
«Nunca, ni en las más cruentas batallas que se recuerdan, ni tan siquiera en los dolores más fuertes de Sredakal cuando la tierra tiembla al recordar su derrota en la batalla, nunca, en ningún momento, el estandarte estuvo tan cerca del suelo —evocaba emocionado y un tanto exagerado Worobul—. Tú, sólo tú de entre todos los que estábamos allí, lograste detenerlo con estas pezuñas que parecen tan débiles y que, por el contrario, soportaron todo el peso de nuestra historia.»
Todas estas y muchas cosas más le explicaba Worobul, mientras Sadora asentía con la cabeza y añadía pequeños detalles a la narración. Pero por más que insistían sus padres, como los consideraba sin reserva alguna, era incapaz de recordar el más mínimo detalle de aquellas cosas extraordinarias que le contaban. Para él era como imaginarse protagonista de una antigua leyenda inscrita en la gran piedra del clan, aquella en la que se esculpen los grandes logros conseguidos por sus miembros y en la que Worobul narró la historia de la playa y del juicio y todo lo que sucedió cuando se establecieron en sus nuevas tierras (además, para que quedara a la vista de los dioses, esculpió que Yaruf era un miembro táurico del clan, y que quien le ofendiera a él, ofendía a todos los antepasados del clan y, por ende, de la tribu). ¡Él era incapaz de ser el héroe de historias semejantes! Porque si lo había sido, ¿por qué nadie se lo agradecía? ¿Por qué había tantos que insistían en expulsarlo? ¿Por qué su clan seguía viviendo apartado de todos los demás?
Pero si estas preguntas le parecían de casi imposible respuesta, aún le resultaba más extraño imaginarse viviendo entre humanos.
¿Realmente había sucedido algo semejante?
Era obvio que por más que se sintiera tan parte de la tribu como el más cornudo de sus miembros, él no era un minotauro. Tampoco es que tuviese dudas de que él era humano. No. Sabía perfectamente que habría más como él en la otra orilla del mar del abismo. De que no era el último hombre en las tierras de los dioses. Aunque una cosa era saberlo y la otra no sentirse extraño. Y se sentía muy raro al tratar de imaginarse lejos de la protección de Worobul, de las enseñanzas de Sadora, del valle de los dioses; de su casa.
Su pasado, a lo largo de siete años había quedado velado en algo mucho más lejano que el recuerdo de un sueño intranquilo al llegar la mañana. Por más que se esforzaba era incapaz de arrancar una sola imagen, un solo recuerdo o una sola palabra... y entonces, sin poder evitarlo, le invadía una enorme tristeza.
Worobul no se cansaba de repetirle que en la playa, como bienvenida, HuKlio le había propinado un golpe muy fuerte con el hacha. Seguramente, el brutal impacto había hecho saltar sus recuerdos de la memoria. Pero a Yaruf el hachazo no le resolvía los problemas, los interrogantes ni las dudas.
¿Quiénes habían sido sus padres? ¿Le habían abandonado? ¿Le habían querido alguna vez? ¿Por qué lo mandaron a vivir con los minotauros? ¿Se habría perdido y estarían buscándole? ¿Se habría portado mal? ¿Habría hecho algo tan espantoso que le habían castigado expulsándolo de su tribu humana?
Demasiadas preguntas.
Ni tan siquiera Sadora, con sus conocimientos que conseguían arrancar a la oscuridad la poca luz que le pudiera quedar, sabía iluminarle con una respuesta:
«Hay cosas que los dioses ni a mí me cuentan —aseguraba muy seria—. A veces los dioses parecen caprichosos. Pero nos lo parecen a nosotros que no entendemos los planes que tienen marcados en las estrellas. No olvides que las preguntas nos hacen fuertes, nos empujan hacia delante. Y algunas respuestas nos paralizan como el agua que se congela. Seguro que a ti, el agua congelada te parece muy fuerte, muy dura. No lo es. Se rompe. Si lo piensas bien, el agua congelada es muy, pero que muy débil. ¡Hasta la puedes agarrar! Es el agua que se mueve, la que baja por los torrentes que es fuerte y no hay en la tierra un señor que la domine», le decía, recordándole uno de los más populares himnos táuricos: «El fuego tiene señor, el agua no.»
¡Débil! ¡Débil! ¡Débil!
De eso sí que podía hablar. Esa sí que era una palabra de la que conocía su significado más profundo y verdadero. Todo gracias a su propia experiencia.
Desde que Worobul clavó el estandarte delante de la que iba a ser su casa, los dioses habían tardado muy poco tiempo en honrar al clan con el nacimiento de los gemelos Yased y Desay. Casi al mismo tiempo, Yaruf había empezado a ser consciente de que cuanto más crecieran sus hermanos, más pequeño se sentiría él.
Ahora que ambos ya le superaban ampliamente en fuerza, altura y brutalidad, sus días se habían vuelto todos de invierno. Y el más frío de los dos gemelos era, sin duda, Yased, que intentaba por todos los medios hacerle la vida imposible. «Por tu culpa estamos aislados de las demás tribus. Has traído la vergüenza a nuestro clan. No entiendo por qué no te mataron en la playa, que es lo que hubiera hecho cualquier minotauro que hubiera querido servir a sus dioses. Pero te aprovechaste de la debilidad de mi padre. En realidad estoy seguro de que tú le contagiaste la debilidad. Él podía haber sido un gran guerrero y ahora sólo es un marginado que no puede estar con los suyos. Si le quieres, vete, déjanos en paz y vuelve con tus padres de verdad, si es que tienes», se esforzaba en repetir siempre que se enfadaban, afilando su crueldad todo lo que le permitía su ingenio.
Así, no es de extrañar que cada vez se hicieran más frecuentes las peleas entre ambos. Al principio no pasaban de las palabras. Luego vinieron los empujones. Alguna que otra torta y, pocos días atrás, los dos habían entrado en un territorio peligroso al empezar una pelea en la que tuvo que intervenir Worobul para separarlos. «Algún día, bestia humana, no estará mi padre para defenderte. Mi padre. ¿Oyes? Aquel día te mataré y limpiaré el nombre de mi estirpe», le había dicho Yased con los ojos bañados en odio.
Worobul escuchó estas palabras y castigó a Yased severamente, aun sabiendo que no podía hacer nada para frenar la furia de su hijo. Sobre los gemelos no pesaba ninguna prohibición. Ellos podían estar en contacto con las otras tribus y clanes. Y allí habían escuchado muchas opiniones acerca del gran tema de conversación: Yaruf.
Obviamente, muy pocos estaban a favor de que el humano siguiera vivo. Apenas nadie hablaba de la gran ayuda que podría proporcionarles si algún día los de su especie conseguían cruzar el mar del abismo. La mayoría prefería hablar de abominación. De ofensa. De catástrofe. Y de que mientras no desapareciese de la tierra, todos los clanes estaban ofendiendo a los dioses.
Worobul era consciente de ello. Inútilmente intentaba no darle demasiada importancia. Pero sabía que Yased era influenciable y que aquellos comentarios actuaban como un veneno que le endurecía el corazón. El joven minotauro casi se sentía con la misión divina de hacer la vida imposible al humano. Cualquier otra actitud era desleal para con su estirpe y sus antepasados. Por desgracia, Worobul sabía que cuanto más intentara convencerle de que cambiase de actitud, más odiaría al humano, por lo que intentaba actuar como si todo fuera bien.
Por el contrario, Desay, de naturaleza más sosegada, no tenía estos problemas. Incluso, en alguna que otra ocasión, conseguían pasarlo bien juntos. Pero la beligerancia de su hermano le impedía pasar demasiados buenos ratos con el humano. Si tenía que elegir entre los dos, se sentía con el deber de respaldar a su gemelo, con independencia de que tuviera o no razón.
Para apartarse de todo esto, Yaruf se refugiaba en aquel rincón en el que ahora hundía los pies. Allí se sentía a salvo.
Protegido. Seguro de poder pasar unos momentos en paz en los que fantasear libremente con la posibilidad de ser un príncipe desterrado por un brujo malvado. Sí. Lo podía ver con claridad. Se acercaba el tiempo de recuperar su trono y unir a minotauros y humanos en un solo reino. Y cuando llegara el momento todos le tratarían con respeto. Y al pasar no habría quien no se inclinara pensando: «Ahí va Yaruf, el gran príncipe. Cuerpo de humano, corazón de minotauro.»
Justamente en eso estaba pensando cuando un potente silbido le hizo salir de sus ensoñaciones reales.
No se sobresaltó.
Cada vez que descansaba cerca del río esperaba oír aquel sonido, y siempre se alegraba cuando lo hacía.
Para Yaruf, Hanunek era el hermano que no encontraba en los gemelos Yased y Desay.
Hanunek también había sido el centro de comentarios maliciosos. Su malformación en la pezuña derecha era entendida como una señal catastrófica para su tribu.
No podía correr. Ni saltar. Ni perseguir a aquellos que le insultaban y se reían de él. En realidad, no podía ni andar sin arrastrar aparatosamente la pierna. Para tratar de disimular ese gesto que tanto angustiaba a los suyos, Hanunek usaba una enorme muleta, aparato reservado para los heridos en combate. Esto le valió el malintencionado apodo de «raser lajun», que en lenguaje de los humanos podría traducirse como «herido sin batalla».
La verdad era que la suerte se había aliado con ellos aquel día en el que Hanunek pastoreaba las ovejas de su clan, un trabajo que solía encargarse a las hembras de cada tribu. El destino quiso que una de las ovejas se escapara y que Hanunek no pudiese hacer nada para evitarlo. Yaruf, que lo observaba desde la distancia, no dudó en salir tras ella como un rayo. Atrapó a la oveja descarriada y la devolvió al rebaño.
Así empezó una amistad que había ido creciendo día a día, incluso cuando no estaban juntos, que era el momento en el que se daban cuenta de lo mucho que se echaban de menos. Todo, a pesar de que Hanunek pertenecía a la tribu de HuKlio, que se había erigido como el jefe después de que su padre Orjakan renunciara a su puesto despertando ciertas suspicacias, pues era un hecho inusual, y aunque muchos lo achacaban a que «estaba demasiado viejo para afrontar los nuevos tiempos», también se rumoreaba que fue su propio hijo quien le obligó a retirarse bajo amenaza de retarle a un combate a muerte.
Otro factor que ayudó a la amistad entre Yaruf y Hanunek fue que las prohibiciones impuestas por Nárena, con el paso de los años y especialmente con la muerte de la anciana, se suavizaron. Era bastante habitual que Worobul y Sadora recibieran visitas de familiares y amigos de su tribu. Y, por supuesto, todos querían ver de cerca al humano del que hablaban las Piedras altas.
Yaruf se levantó para recibir a su amigo, pero le sorprendió que viniese sin sus ovejas, arrugando el morro en una expresión entre preocupada y nerviosa, y clavando su muleta impetuosamente en la tierra aún mojada por la lluvia de la noche anterior.
—¿Qué te pasa? No me digas que ahora has perdido a todo el rebaño —gritó desde lejos en un intento de hacer un comentario gracioso que cambiara el semblante de su amigo.
Hanunek no contestó. Apresuró el paso tambaleándose en la gran muleta, casi tan alta como el propio Yaruf. Cuando por fin llegó, Yaruf le saludó de forma afectuosa agarrándole de los cuernos, mientras que Hanunek, a falta de ellos, le puso las manos sobre la cabeza.
—Bueno, bueno, qué es esa cara, parece que hayas encontrado el cuerno de Sredakal fuera de su sitio...
—No, no es eso, pero casi, amigo —contestó intentando recuperar el resuello—. Me temo que no traigo demasiadas buenas noticias...
Yaruf miró a Hanunek de manera interrogativa, y luego, para quitar dramatismo a sus palabras, dijo:
—Vaya... No me digas que me vas a contar que Yased no me soporta... Eso sí que sería in-so-por-ta-ble —exageró bromeando.
—Pues va por ahí —respondió sin dar lugar a más bromas.
—Habla, amigo.
—Pues bien... Resulta que HuKlio va diciendo que lo que quedó grabado en una de las Piedras altas... Recuerdas...
—Sí, sí que lo recuerdo. Mi padre me lo ha explicado muchas veces... Nadie puede verme o pelear conmigo o tocarme un pelo hasta que no domine perfectamente la lengua táurica y doble la estatura que tengo. Incluso se hicieron dos señales en aquella Piedra. Una marca la altura que yo tenía entonces y otra marca la altura necesaria para...
Hanunek se quedó callado para que fuese el propio Yaruf quien meditara acerca de lo que acababa de decir.
—Oh, oh.
—Exacto. Oh. Oh. «Para que cualquier minotauro te pueda retar a un duelo» —terminó la frase que su amigo había dejado a la mitad.
Hubo un silencio incómodo.
Yaruf mordió su labio inferior con nerviosismo. Frunció el ceño y luego, a pesar de que temía conocer la respuesta, preguntó:
—¿Por casualidad has visto la marca en la Piedra?
—Sí, sí que la he visto. Yo y todos. En la tribu no se habla de otra cosa.
—¿Y doy la talla? —intentó preguntar como si no le importara y como si no conociera de antemano la respuesta.
—Siento decirte que de sobra, Yaruf. Hasta agachándote la sobrepasas. Me temo que has crecido bastante desde que estás con nosotros. Demasiado, si lo que querías era no pelear. Ahora HuKlio va diciendo que la prohibición escrita en la Piedra ha desaparecido. No se cansa dé remarcar que él ha sido de los pocos que han cumplido escrupulosamente con ella y que ahora nada le impide retarte en un duelo a muerte.
—¿Y crees que lo va a hacer?
—Al principio pensé que no, que un gran guerrero como él no se rebajaría a retar a un humano que puede aplastar con los cuernos forrados de paja...
—¡Eh! —protestó Yaruf—. Que a lo mejor no le resulta tan sencillo...
Los dos se miraron y, a pesar de que las noticias no invitaban demasiado al buen humor, soltaron una sonora carcajada.
Luego, el minotauro siguió diciendo:
—No sé, amigo. No creo que apostara por tu victoria. En tu vida has levantado un hacha. Y él es uno de los mejores, ya lo sabes...
—Pero a lo mejor no me reta...
—Ya te he dicho que yo pensaba que no lo haría, pero...
Hanunek dejó la frase en el aire y miró al suelo.
—¿Pero? —inquirió Yaruf—. Vamos, no me dejes así...
Hanunek resopló y dijo en un tono bastante más bajo al que había utilizado en toda la conversación:
—Pero de adivinación también debo de andar bastante mal... porque si he venido lo más deprisa que he podido ha sido porque...
—Por favor, suéltalo ya —protestó Yaruf por tener que aguantar tanto misterio.
—Pues nada, lo digo y ya está. En estos momentos HuKlio está viniendo hacia aquí, acompañado de los jefes de cada clan que pertenecen a la tribu. Así quiere formalizar el reto y demostrar que toda su tribu le apoya.
—¿Ahora?
—Ahora.
—¿Ahora mismo? —volvió a repetir Yaruf sin creer lo que estaba contando Hanunek.
—Sí, Yaruf. Ahora mismo. De hecho, si fuésemos altos como estos árboles podríamos ver cómo se acercan portando los estandartes de cada clan.
Hanunek no había terminado la frase y Yaruf ya estaba trepando por el grueso tronco de uno de los árboles, el que mejor orientado se encontraba a la entrada del valle.
—¡Vaya! —exclamó sorprendido el minotauro—. Nunca te había visto subir como una ardilla...
—Tengo golpes escondidos. Alguna ventaja debía tener ser humano —dijo sin cesar de trepar hasta llegar allí donde las ramas empiezan a ser más delgadas.
A Hanunek le costaba adivinar en qué punto del árbol se encontraba su amigo, de lo espesa que era su copa. Pero entendió que no dijese nada. El silencio de Yaruf significaba que había podido ver cómo la comitiva se acercaba.
Así era.
Encaramado al árbol, manteniendo el equilibrio entre las ramas, podía distinguir unos cincuenta estandartes.
Hanunek estaba en lo cierto. Habían venido todos los clanes que formaban parte de la tribu que HuKlio lideraba. Y en medio de ellos se levantaba, soberbio, el estandarte de la tribu que lucía un águila bicéfala bordada con hilo de oro sobre un rojo poderoso, igual que si hubiese sido arrancado de un atardecer de otoño.
Yaruf no podía mover ni el dedo pequeño del pie.
¡Todos aquellos clanes querían que él muriera! De acuerdo que pertenecían a la misma tribu, pero eran tantos... que impresionaría a cualquiera. «Ésos —pensaba Yaruf— no quieren un duelo, quieren que muera, y ya está. Pretenden disfrazarlo de un duelo justo, pero no lo es. ¿Qué posibilidad tengo en un combate? ¡Si no puedo ni levantar un hacha de estas que mis hermanos ya manejan con destreza!»
Paralizado por la impresión, siguió observando, con la absurda esperanza de que aquel grupo brutal diese media vuelta en el último momento y abandonase sus intenciones.
Pero parecía muy difícil. Sobre todo cuando se plantaron enfrente de la casa, clavaron los estandartes en el suelo y uno de ellos rugió algo que Yaruf no pudo entender.
«Vaya, así que ése debe de ser HuKlio», murmuró Yaruf.
—¿Qué dices? —gritó Hanunek, pensando que su amigo se dirigía a él—. ¿Ves algo?
—Sí —contestó por fin Yaruf.
Como parecía que el humano no explicaba nada más, el minotauro tuvo que insistir en un tono de queja:
—¿Y qué ves? Me tienes en ascuas aquí abajo.
—Perdona. Ahora estoy viendo cómo todos los clanes de tu tribu han clavado sus estandartes justo enfrente de mi casa. También puedo ver que el que lleva el estandarte de la tribú, que supongo que es HuKlio...
—¿Tiene una mancha negra que le cruza la cara y un cuerno de oro? —preguntó Hanunek esperando un «sí» por respuesta.
—Apenas puedo distinguir la cara, pero sí lleva un cuerno de oro.
—Pues es él. Tuvo que ponerse el cuerno de oro para sustituir el que tu padre le arrancó en la pelea que tuvieron por ti.
—Ya lo sabía... Parece tonto con esa cosa brillante en la cabeza... Está esperando a que salga mi padre de la casa.
—¿Y?
—A ver... A ver... Ahora se abre la puerta. Sí, ahí está mi padre. No lleva su hacha. Ha salido desarmado. Mi madre también ha salido...
—No puede retarte si no te encuentra. Aún estás a tiempo de escapar.
—¿Y esconderme durante toda mi vida?
—Es una opción.
—No lo creo. Ofendería a mi tribu —dijo indignado para apartar esa tentación de su cabeza—. Ellos han sufrido mucho por mi culpa. No creo que después de todo merezcan tal deshonra. Sabes que no aceptar un combate justo es lo peor que puede hacer un minotauro.
A Yaruf le sorprendieron sus propias palabras. ¿Realmente se consideraba un minotauro? ¿Tenía la obligación de aceptar el duelo? ¿Tenía que morir en la arena de los dioses, donde se celebran los combates por la honra?
—¿Y qué vas a hacer entonces? —insistió Hanunek cortando la reflexión de Yaruf.
—No lo he decidido todavía. Lo pienso mientras bajo del árbol.
Sadora entró en su huerto, cuidadosamente cultivado en un círculo casi perfecto. Con pasos cortos y delicados se abrió paso hasta el centro exacto, donde examinó los cuatro montículos de piedras que marcaban en la tierra la constelación que más intensamente brillaba en el cielo.
La noche no tardaría en llegar.
Era el momento perfecto. Ella lo sabía.
Seleccionó dos piedras. El cuarzo blanco, como una nube cristalizada, sería para Worobul: una piedra poderosa reservada para trabajos poderosos. El jade, afilado y verduzco, para Yaruf: tonificaría sus nervios, suavizaría sus emociones extremas, atraería la buena suerte y canalizaría sus pensamientos hacia un mayor conocimiento interior. Las sumergió en un cuenco de madera de roble con agua de mar y, alzándolo al cielo, elevó su cántico:
Guardáis inmutables la energía de los tiempos.
Calláis los secretos revelados.
Estáis en las entrañas de la tierra.
Viviendo en el mar, no os ahogáis.
Chocáis entre vosotras y dais a luz al fuego.
Estuvisteis en el principio.
Estaréis en el final.
Luego lo depositó en la tierra húmeda, muy atenta de que no se derramase ni una sola gota. Allí, en la intemperie de la noche y bañadas por la potente luz de la luna llena, las dos piedras se cargarían de la energía positiva que tanto Worobul como Yaruf iban a necesitar en su viaje.
Estaba nerviosa, alterada; muy preocupada. Todo había empezado. Por fin. Después de aquello nada iba a ser igual. Y no sólo para Yaruf. Algo iba a quebrarse por la mitad. Era una sensación de alerta, del momento definitivo. Una intuición de que la presa está cerca, de que el lobo del cambio se acerca babeando entre sus dientes afilados. De que la montaña estaba a punto de convertirse en volcán. Todo llega. Y ahora, había llegado. Pero además, estaba indignada y ofendida.
No entendía cómo HuKlio había caído tan bajo. Para Sadora, aquella actitud era impropia, indigna de un minotauro. Ofendía a los dioses y a los antepasados. ¡Utilizar la arena de los dioses para satisfacer su orgullo herido! Por más que se ajustara a las leyes escritas en las Piedras altas, aquello no estaba bien. No, por Karbutanlak que no estaba nada bien.
«Tan fuerte que se cree —pensaba la hechicera, contrariada— y con qué facilidad se deja arrastrar por la vanidad y el rencor. En su día no pudo vencer al padre y tantos años después, quiere humillar al hijo.»
—Vengo a retar a la bestia humana —había dicho HuKlio bramando con toda la fuerza de sus pulmones ante un impasible Worobul—. El cachorro ha crecido y, según dicen, habla perfectamente nuestra lengua. Ya no existe ninguna prohibición. La ley está de mi parte. Así lo ordenó aquella vieja loca bajo el estandarte que no debe tocar la tierra. He cumplido. He obedecido la ley escrita en las Piedras altas. Ahora, haz lo que debes y no te opongas a que termine aquello que tú no quisiste hacer.
En la cabeza de Sadora aún retumbaban aquellas palabras pronunciadas con un odio espeso y reseco por el paso del tiempo. Tampoco podía sacarse de encima las voces de los demás jefes de tribu, plantados frente a su casa, con sus estandartes engalanados para una ocasión que consideraban tan importante, jalonando a su AgKlan mientras blandían sus hachas al aire.
—HuKlio, jefe de todos los clanes que están bajo la protección de tu estandarte, seas bienvenido a mis tierras —había contestado Worobul utilizando la fórmula tradicional de dirigirse a un jefe de tribu—. Ha pasado mucho tiempo y sólo espero que podamos llegar a una solución que no suponga la muerte para ninguno de los que estamos aquí.
—No, Worobul. Ni hablar. A mí no me engatusas con viejas normas de cortesía. Pero tranquilo, que ninguno de los aquí presentes va a morir. A mí sólo me interesa retar al humano y... por aquí parece que no está... Vamos, haznos un favor a todos y dinos que lo has enviado de una cornada al otro lado del mar...
Sadora recordaba cómo Worobul se limitó a seguir mirando fijamente a los ojos del AgKlan. Inmóvil. Casi sin respirar. Plantado como un roble centenario en tiempo de sequía.
—No puedes negarme un duelo al que tengo derecho por ley —había insistido HuKlio al ver que sus comentarios no causaban efecto alguno—. Todos estos estandartes son testigos. Los espíritus que en ellos habitan te observan. Así que pido, ¡exijo!, un duelo justo con ese al que tú has adoptado como si fuera un hijo propio, ofendiendo con esa inaceptable actitud a tus auténticos hijos.
Sadora entendió perfectamente que se refería a Yased. Ella había intentado por todos los medios que los dos hermanos se llevaran bien, que intentaran ver más allá de sus apariencias tan distintas. Porque si ambos se hubieran visto con sus ojos, se hubieran dado cuenta de que eran mucho más parecidos de lo que imaginaban. Y, seguramente, de lo que hubieran deseado. Orgullosos. Inquietos. Observadores. Inteligentes. Algo caprichosos y bastante engreídos.
Todos sus esfuerzos habían caído en saco roto. Cuanto más intentaba que se acercaran, más se alejaban. Y a tanta distancia estaban ya, que Yased había hablado con una tribu rival como era la de HuKlio sólo para perjudicar a Yaruf. Sadora recordó el gesto de la cara de Worobul ante aquellas palabras. Le habían dolido más que una embestida, pero aguantó y dijo enderezando su voz:
—No sé cómo puede ser un duelo justo peleando contra un cachorro de bestia humana, como le llamas tú, que ni siquiera ha pasado el Ang-Al y, por tanto, no es un guerrero. Si quieres puedes pelear conmigo. De este modo será una pelea justa. Y además te propongo: si yo gano el niño se queda; si pierdo, el niño se va.
—¿Habéis oído? —había dicho girándose hacia los jefes de tribu—. ¡Quiere volver a pelear contra mí! ¿Será que tiene una nueva trampa preparada para vencerme? No, Worobul. Lo siento pero yo no peleo con tramposos. Y con respecto a tu hijito, la ley lo dice muy claro: «Si un minotauro se siente ofendido por otro miembro de una tribu, sea o no sea guerrero, tiene derecho a un duelo.»
—No sé cómo te ha podido ofender, teniendo en cuenta que os habéis visto una sola vez en la vida y que, además, por aquel entonces aún no hablaba nuestra lengua.
—¡Me ofende sólo con existir! Me ofende a mí. Ofende a mis antepasados y ofende a los dioses a los que tú dices servir. No sé por qué estamos hablando de esto. El duelo tiene que celebrarse...
—Además —había seguido insistiendo Worobul con la intención de que HuKlio perdiese los nervios, le atacara y así poder retarse con él—, olvidas que la ley que mencionas hace referencia a nosotros, a los minotauros. Y según te he oído decir y repetir hasta que se te ha secado la boca, Yaruf, mi hijo... no es un minotauro...
Worobul no había podido terminar la frase cuando la voz de Yaruf gritó desde lejos:
—Sí, padre. Sí que lo soy. Y un día tendré un estandarte propio. El más poderoso que se habrá visto en las tierras que quedan entre agua y agua.
Todos se giraron hacia el humano que había bajado corriendo la pequeña cuesta que protegía la casa del viento del norte. Detrás, intentando seguir los pasos de su amigo, se podía adivinar la figura de Hanunek.
—¡Vaya, por fin! —había exclamado HuKlio levantando los brazos—. Pensaba que habrías ido a esconderte como una rata. Pero no. Aquí estás... y además acompañado. El cachorro y el raser lajun... ¡Qué bonita escena! Estoy muy contento de volver a verte, hace mucho tiempo que espero este momento... Yaruf —había dicho como si en lugar de pronunciar el nombre lo escupiera—.Y tú ¿qué haces aquí? —preguntó a Hanunek.
—Está conmigo... gran AgKlan —había contestado Yaruf con ironía—. Y por lo que puedo comprobar, el destino ha sido más generoso contigo que con Hanunek al darte un cuerno de oro... Ah, no. Qué va. Si el que te dieron los dioses te lo arrancó mi padre. Perdona mi torpeza.
Cuando Sadora escuchó con qué sarcasmo e impertinencia Yaruf ofendía a HuKlio, supo que ya no había vuelta atrás. Era él. Yaruf debía enfrentarse con todo lo que le tenía guardado el destino. La respuesta de HuKlio fue cruel.
Incluso ahora, recordándolo, Sadora se estremecía sólo con pensar cómo HuKlio se había acercado a Hanunek y le había dado una patada en la muleta, haciéndolo caer al suelo al tiempo que le decía:
—Estás con una bestia humana. Te has hecho amigo de un salvaje... De uno de esos que aniquilaron a nuestros antepasados. Que les traicionaron y les obligaron a abandonar las tierras en las que fueron plantados nuestros primeros estandartes. ¡Vergüenza debería darte! Pero no sufras. Te aseguro que cuando tu amiguito muera, tú serás el próximo. Primero quiero que veas cómo muere. Has desobedecido a tu AgKlan y eso se paga con la vida y el honor... aunque como de esto último nunca has tenido, sólo te pediré la vida.
HuKlio le propinó otra fuerte patada en el costado, haciéndole gemir lamentablemente.
Ni Sadora ni Worobul habían podido hacer nada. Cada tribu, cada clan, soluciona sus problemas según disponga su AgKlan. Sin embargo, Yaruf no había podido evitar hacer lo que hizo.
En un movimiento ágil y veloz levantó con el pie la muleta de su amigo, se la llevó a la mano y detuvo la segunda patada que HuKlio iba a propinar a Hanunek. El gran AgKlan se había quedado perplejo. Por unos instantes le costó entender que el humano hubiera sido capaz de moverse de tal manera. Cuando ya estaba a punto de reaccionar, Worobul se había interpuesto entre ellos:
—¡Basta! Habrá duelo. Pero ya que tanto te gusta la ley... será según la ley. De aquí a dos lunas negras será la pelea en la arena de los dioses. Todos los jefes de tribu tendrán que acudir. No te preocupes, Yaruf estará preparado. Será un buen duelo. Digno de los antepasados de las dos tribus que se enfrentan. Pero para que hasta entonces Hanunek no sufra ningún daño por ser amigo de Yaruf, se quedará a nuestro cuidado. Si ganas el combate, podrás matarle como antes has anunciado. Mientras, si quieres matarle, deberás pelear conmigo.
Worobul se había expresado con contundencia.
HuKlio sabía que no podía negarse. Se le estaba dando lo que pedía. Seguir insistiendo en pequeños detalles le podría quitar popularidad entre sus clanes.
—De acuerdo —había accedido, altivo—. Así será. Por mí mejor que te quedes con el lisiado. De este modo no tendremos que desperdiciar nuestra comida con él.
Acto seguido había dado media vuelta haciendo una señal con el brazo y había abandonado las tierras del valle acompañado de todos sus jefes.
Sadora, recordando lo sucedido, lanzó un profundo suspiro que se vio interrumpido por un:
—¿Qué te ocurre, madre? ¿Qué haces aquí fuera?
Era la inconfundible voz de Yaruf, que había salido a contemplar cómo se asomaban las estrellas, símbolo de la victoria del Primer Guerrero y protectoras de la tercera eternidad de los tiempos, nacidas de la sangre de Sredakal que manchaba los filos del hacha de su gemelo.
—No eres un hechicero, pero estoy segura de que adivinas lo que me pasa —contestó Sadora tocando los largos y negros cabellos de Yaruf.
—No te preocupes. Worobul dice que siempre es posible vencer y que el agua...
—Sí, y que el agua más calmada desgasta la montaña más alta y robusta. Conozco ese himno táurico, pero no me tranquiliza demasiado. Ganes o pierdas, ya no volverás a ser el mismo.
—No voy a perder —dijo Yaruf simulando una seguridad que no tenía—. Además, es posible que el combate no se celebre, todos sabemos que no es justo.
Sadora miró al humano sorprendida por su ingenuidad. Worobul y HuKlio habían dado su palabra de que el duelo iba a celebrarse y eso era lo justo: hacer lo que se acordó hacer. Prefirió no insistir y dejar que estuviese tranquilo, aunque fuera esa noche.
Pero a Yaruf le costó mucho conciliar el sueño.
Rodó por la cama como una piedra cuesta abajo.
Las imágenes de su enfrentamiento con HuKlio se arremolinaban en su cabeza. Debería haber dicho eso... Debería haber hecho lo de más allá... Debería haber suplicado, peleado, escupido, mordido, llorado... Por más absurda que fuera la alternativa, él la representaba en su cabeza, tan ocupada que era incapaz de dormirse.
Sin embargo, lo que más le tranquilizaba era pensar que Worobul no permitiría el enfrentamiento. Casi estaba seguro de ello. De haberlos tenido, se hubiera jugado los dos cuernos.
¡Sí! Worobul sólo había aceptado para ganar tiempo, para pensar alguna manera de detener aquella injusticia. Un duelo en el que uno de los dos contrincantes no tiene la mínima opción no es justo ni es un duelo. Es una ejecución, y él no había hecho nada para merecer ser ajusticiado. Al contrario, él era el que había conseguido que el estandarte que no debe tocar la tierra no lo hiciera. Y ese punto, pensaba Yaruf, decantaría la balanza a su favor. Seguro. Y tan seguro estaba que, acunado por esta posibilidad, consiguió sumirse en un sueño profundo en el que descansar de los problemas, aunque fuera de forma momentánea. Porque cuando Worobul le despertó y le zarandeó para que se levantara de la cama, a Yaruf le pareció que acababa de cerrar los ojos.
—¿Qué... qué ocurre? —murmuró sin estar demasiado seguro de si aquella situación era parte de un sueño.
—No tenemos tiempo que perder. Debes venir conmigo —susurró Worobul para no despertar a los demás.
Cuando se percató de que aquello era tan real como las ganas que tenía de dormir, se frotó los ojos y protestó:
—¿Cómo consigues levantarte tan pronto?
—No me he levantado pronto.
—Pero si aún no ha amanecido...
—Primera lección. Que sea aparente no quiere decir que sea cierto. No me he levantado pronto, simplemente no me he ido a dormir. Vamos, levántate. Tenemos mucho por hacer.
Yaruf obedeció sin conseguir averiguar a qué venía tanta prisa. Pero no era el momento de discutir.
Con el sueño bajándole las pestañas, se lavó un poco en la jofaina de piedra. Se puso sus desgastados pantalones de tela marrón y salió. Sintió cómo el aire se entretenía por su torso, haciendo que lamentara no hallarse en la cama.
Worobul le estaba esperando.
—Sigúeme.
—Pero ¿adonde vamos? —insistió de nuevo Yaruf.
—Cada cosa tiene su tiempo. Ahora es tiempo de seguirme, luego de saber.
¡Maldita sea! ¿A qué venía tanta frase profunda? Yaruf Se enfadó tanto que se detuvo y de la rabia pegó una fuerte patada a un árbol que se había cruzado en su camino. Inmediatamente se arrepintió. Worobul se dio la vuelta y le miró. No dijo nada, pero Yaruf entendió que lo que acababa de hacer era una estupidez. Ni el árbol tenía la culpa ni parecía ser una buena solución.
—Lo siento —asumió Yaruf.
—Por mí no lo sientas, sino por el árbol y por tu pie.
Dicho esto Worobul siguió andando bosque a través hasta llegar a un pequeño claro.
Había amanecido y el sol, aunque se estaba despertando, empezaba a abrir su gran ojo amarillo. A Yaruf le extrañó que su padre fuese con el hacha en la mano.
—Ya hemos llegado. Aquí es donde empieza tu camino —dijo con seriedad Worobul.
—¿Adonde voy? —preguntó sin lograr entender absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo desde que se había levantado.
—Creo recordar que tienes una pelea en la que te juegas la vida y, por añadidura, el honor de Sadora, los gemelos y el mío propio. Cuando un miembro de la tribu se enfrenta en un duelo, lo hace toda la tribu en su nombre.
Yaruf se quedó helado. No podía creer que se celebrara el duelo. No era justo. ¿Cómo podía él, que no podía ni con sus hermanos pequeños, derrotar a HuKlio?
—Sé que ahora piensas que es imposible derrotar a un AgKlan brutal como HuKlio —dijo Worobul adivinando los pensamientos de Yaruf—. La victoria empieza en los pensamientos, mucho antes de entrar en la arena de los dioses, la batalla se libra en tu cabeza. Eso es lo que debemos entrenar primero. Y la noche me ha dado la solución. Desde que te encontré en la playa he cuidado de ti. Sabía que tenía que hacerlo. No puedo explicarlo, pero no dudé de que era mi deber. Como si un dios desconocido me lo hubiera susurrado al oído. Sin embargo, ahora ya no puedo seguir protegiéndote como lo hacía. Antes peleaba por ti porque no tenías fuerza alguna. Antes hablaba por ti porque no conocías nuestra lengua. Antes te protegía porque tú eras incapaz de hacerlo. Ahora la mejor manera de seguir protegiéndote es enseñándote a hacerlo por ti mismo. Y para ello debes empezar a creer. Toma, intenta levantarla.
Worobul lanzó el hacha al suelo, clavándola en la tierra.
Yaruf se quedó mirando, con una ceja alzada. Sabía lo que intentaba: da igual la edad que tenga un minotauro, cuando es capaz de levantar el arma empieza una educación guerrera que terminará en la prueba final del Ang-Al. Pero nunca antes su padre había tenido la intención de enseñarle a pelear. A él no le preocupaba. Lo encontraba razonable. Se sentía cómodo así. ¿A qué venía ese cambio de actitud? ¿Levantar un hacha? Imposible. Pero también sabía que Worobul no le iba a dejar en paz hasta que lo intentara. Así que avanzó hasta ponerse ante el hacha. El mango quedaba a la altura de su barbilla partida. Alzó los brazos. Agarró el arma e hizo toda la fuerza de la que era capaz. Mientras tanto, Worobul le observaba pensativo. Yaruf sólo miraba el hacha. Su largo pelo negro le resbalaba por la frente. El esfuerzo perfilaba los músculos de sus brazos tostados por el sol. Todo su cuerpo se encontraba en tensión. Se mordía los labios, rojos y brillantes como sí de ellos pudiera sacar algo más de fuerza. Ya no pensaba en levantarla, sólo en desclavarla de la tierra.
El hacha no cedía. Yaruf tampoco. Insistió. En un último esfuerzo logró arrancarla del suelo con tanta violencia que hacha y humano salieron despedidos por los aires.
—Cada guerrero tiene su arma. Pero no es el guerrero el que escoge, sino el arma —dijo Worobul mientras Yaruf se incorporaba para intentar esta vez alzar el hacha—. ¿No acabas de oír lo que te he dicho?
—Sí, pero ¿cómo puedo vencer a un minotauro si no puedo ni levantar un arma? —preguntó para demostrar que era una estupidez aceptar el combate.
—No puedes levantar esta arma. Pero hay otras que seguro que te eligen para llevarte a la victoria.
Worobul dio un salto y arrancó una rama de un fuerte roble. La lanzó hacia Yaruf, que la agarró al vuelo en un acto reflejo.
—¿Lo ves? Ésta es tu arma. Ha ido hacia ti, tú has ido hacia ella. El arma te ha elegido.
—Pero si es una rama... —protestó Yaruf.
—Corrígeme si me equivoco, pero creo que era algo muy similar a una rama con lo que lograste detener el golpe de HuKlio.
—Ya, bueno, pero...
—Pero qué... No crees que tenga el aspecto de un arma, ¿verdad? Sin embargo, mira...
Worobul desapareció detrás del roble para salir con un fardo alargado.
—Toma, es para ti. Hace tiempo que la hice. Yo nunca la he usado. Siempre pensé que no había explicación para haber fabricado algo así. Me equivocaba. Todo lo que hacemos, aunque pensemos que no tiene sentido, se conecta. Tarde o temprano todo queda conectado. Se unen los puntos, como pasa con las estrellas. Solas, únicamente son las salpicaduras de la sangre de Sredakal, pero si se unen con líneas imaginarias... nos sirven para guiarnos, para mostrarnos secretos que sólo se escriben en el cielo.
Impaciente, Yaruf desenvolvió el fardo y descubrió un precioso palo negro, brillante y cuatro puños más alto que él. En medio se encontraba laminado con un mango de robusta plata gastada que llevaba forjado su nombre en lengua táurica y una inscripción que decía:
EL ARMA MAS PODEROSA
ES EVITAR USARLA
Sin pensarlo, empezó a voltear su nueva arma entre los dedos para acabar agarrándola con las dos manos, dándole un aspecto de guerrero que hizo sonreír a Worobul.
—¿Crees que esta hutama será suficiente para derrotar a HuKlio? —preguntó Yaruf no muy convencido de que el regalo que acababa de recibir fuera un arma letal, sino más bien una hutama, literalmente «palo quemado».
—Una de las cosas que debe hacer cualquier guerrero que recibe un arma es ponerle un nombre. Tú se lo acabas de dar. Hutama. Espero que sirva para encender el fuego que necesitas para convertirte en un rival temible. Yo voy a enseñarte cómo piensa un guerrero y dónde reside su auténtica fuerza, que no es precisamente en la fuerza de sus músculos.
—No me gusta mucho el nombre, pero bueno... ¿Entrenaremos aquí cada día? —cambió de tema sin darle mayor importancia.
—No. Nos vamos a marchar de estas tierras. Volveremos para el combate.
—¿Estaremos dos lunas fuera de casa? —preguntó incrédulo.
—Sí. Y casi podremos ver las tierras del Ordamidón.
Yaruf se quedó callado. Nunca había escuchado a su padre pronunciar el nombre de ese espíritu antiguo al que ya nadie rendía culto. Sí que lo había escrito sobre la arena, o se había referido a él como «el dios sin oraciones». Todos sabían que nadie podía adentrarse a las regiones del Ordamidón sin jugarse la vida; ésta y la otra, pues así lo fijó el pacto que con él hizo Karbutanlak: el Ordamidón propiciaría que los hijos del Primer Guerrero vivieran en paz, lejos de las guerras con los hombres, pero nadie podía penetrar en sus tierras ni nombrarlo, salvo los sacerdotes y hechiceros, los mortales sagrados. Si alguien pronunciaba su nombre la maldición de los siglos caería sobre él, y, sin embargo, Worobul...
—¡Cuidado, detrás de ti...!
El cambio de tono fue brutal.
Yaruf no sabía si se trataba de otra de las lecciones misteriosas de su padre. No tuvo tiempo de pensar más. Igual que si fuera el propio Ordamidón que bajase del cielo, Yaruf notó cómo unas uñas afiladas como la mentira se clavaban en su espalda.
—¡Ah! Por los dioses... ¿Qué... qué pasa?
Es lo único que pudo decir antes de caer al suelo y ver a un halcón salir disparado y sumergirse en el cielo.
—¿Qué ha sido eso? —dijo tocándose la espalda y comprobando que su mano se manchaba con su propia sangre.
—No lo sé... Tal vez alguien está cazando por aquí... Tal vez ha sido un halcón sin dueño que te ha confundido con una presa fácil.
—¡Maldita sea!
—No te preocupes... Por eso no me gusta demasiado pronunciar el nombre de ese dios extraño que estaba aquí antes que nosotros. Trae mala suerte —dijo Worobul tratando de no parecer todo lo extrañado y preocupado que le había dejado ver a un halcón atacando a un humano.
«Esto es un mal presagio», pensó el minotauro para sus adentros.
«La nieve que se deshace al llegar la primavera deja más rastro que esa maldita bruja», pensaba Kor cada vez que se acordaba de Qüídia.
Había pasado tanto tiempo desde su último encuentro, que en ocasiones casi llegaba a creer que todo había sido un sueño, un producto de su imaginación; un monstruo surgido de sus propias ganas de recuperar el poder perdido. ¿Por qué tenía que destruir el poder? Podía quedárselo para él. Matar al niño y convertirse él mismo en el peligro de la humanidad si hacía falta. Convertirse en un peligro para cualquiera que se atreviera a discutir su posición y su autoridad. Convertirse, en definitiva, en el nuevo rey. Si su plan hubiese salido bien... ¡Ay!, entonces sí que habría tenido una oportunidad de recuperar su don. Una opción pequeña. Diminuta. Escondida en los profundos pasillos del mítico Laberinto de la Alianza, pero una opción al fin y al cabo. Pero aquella ocasión que le había brindado el destino y que se le había anunciado en el enmarañado sueño que durante tantas y tantas noches le había inquietado se había ido. Todo se había esfumado junto a la hechicera. Sueño y esperanza por igual.
Sin embargo, no le había costado demasiado acostumbrarse a vivir simulando. Sobrevivir con unas habilidades que nadie le podía arrebatar porque formaban parte de él. Como la piel. Las uñas. Como la respiración.
Saber lo que la gente necesita escuchar en cada momento o desea no volver a oír. Usar las palabras en beneficio propio. Darse cuenta de que no hay pócima ni hechizo más poderoso que una frase dicha a tiempo.
¿Acaso una palabra no puede hacer llorar al más fuerte de los hombres? ¿Acaso no puede provocar un ataque de risa que deje al más valiente tumbado en el suelo sin fuerzas para defenderse? ¿No es cierto que una frase puede destruir la seguridad en uno mismo y en los demás, sembrar la semilla de la duda y que de ella broten los celos y la desconfianza? Y todo sin usar las manos. Sin tener, tan siquiera, que tocar al adversario.
¡Claro que sí!
¿Y a quién le importaba la verdad o mentira? Eso sólo eran conceptos para que él los usara a su favor. Sencillas artimañas que convenientemente hilvanadas le habían dado muchos, pero que muchos beneficios.
«Suerte que la voluntad de los hombres es maleable como la arcilla. Si hubiera en la corte un nigromante de verdad, ¡uno solo!, me desenmascararía en un suspiro. Pero no lo hay. Yo soy el único. El último. El heredero de las sombras. O yo, o ninguno», se decía a sí mismo en una combinación de sinceridad y triunfalismo.
No, no lo había, por supuesto que no.
Se había encargado de ello personalmente. Porque todo aquel que despuntaba en las artes de las sombras, el infeliz que demostraba ser capaz de recorrer los atajos de la realidad, o el insensato que se atrevía a balbucear la lengua con la que se pronuncian los nombres verdaderos de las cosas... a todos, sin excepción, la desgracia les empujaba hasta la muerte. Un trágico accidente, una absurda y mortal trifulca de taberna, la aparición de una repentina y fulminante enfermedad... Sin dejar pistas. Sólo un funesto resultado. No había ni uno que se salvase. Todos eran eliminados antes de conseguir desarrollar su poder.
Kor había entendido a la perfección que la única forma de mantener su poder de mentira consistía en impedir que alguien tuviese uno de verdad.
Además, desde que años atrás advirtiera a Adhelón VI de que los reinos del norte estaban preparando una rebelión para alzarse en contra de los que consideraban excesivos impuestos reales, su capacidad para mirar de frente al destino y adivinar sus serpentinos movimientos había quedado fuera de toda duda. Y si bien era cierto que los ejércitos reales no habían podido arrestar al esquivo y desconocido líder Oroar, la información de Qüídia le había servido para ganarse por muchos, muchos años la admiración de la corte e incluso el respeto del ejército, que ahora comandaba con mano de hierro un impetuoso Al’Jyder.
Por supuesto, tampoco había tenido demasiadas dificultades a la hora de tener bajo su influencia al sustituto de Ong-Lam. Le bastaron, como en la mayoría de las ocasiones, algunas palabras bien dichas. Palabras que aunque sonaban amigables, tenían el corazón forrado de una amenaza violenta y agria:
«Felicidades por tu ascenso. Créeme si te digo que he hecho todo lo posible para que al fin se produjera. Era de justicia. Y aunque, ciertamente, sólo le debas esta alegría a tu talento y determinación, en ocasiones es importante que alguien pregone las virtudes de un individuo para que los oídos más duros atiendan a razones. Sin embargo, desde este momento sólo espero, deseo y confío que no olvides el funcionamiento de las cosas. El verdadero. El real. ¡He visto a tantos como tú despeñándose por los acantilados de los acontecimientos...! Pero me caes bien. No me gustaría que algo así te pasase. Por eso quiero hacerte un regalo que me sirva para desearte la fortuna que, gracias a tus impresionantes dotes de mando, coraje y valentía no vas a necesitar. De este modo, no me cabe la menor duda de que nuestra joven y sorprendente amistad quedará fuertemente sellada. Fíjate, escucha con atención y no olvides nunca que los reyes van y vienen. A veces son derrocados por sus propios hijos. Otras, por íntimos amigos. Si las cosas no funcionan, el pueblo, al que le encanta dramatizar y señalar con sus dedos sucios a un culpable de todos sus males, puede llegar a pedir su cabeza. Rebelión, revuelta, sublevación, revolución... Todos se vuelven como locos. Pero con los consejeros en la sombra es distinto... Al igual que pasa con los buenos generales, que pueden sobrevivir a los destellos cegadores de estos cambios. Para ello, uno sólo debe saber mantenerse en cada momento en el lado correcto de esa línea imaginaria que hay trazada entre la lealtad y la estupidez.»
Estas cosas le había dicho Kor a Al’Jyder al poco tiempo de llegar de las aguas del mar del abismo.
¡El mar del abismo!
¿Habría acabado con Ong-Lam?
¿Habría devorado a aquel niño que tenía que ser la puerta del legendario Laberinto de la Alianza?
¿Habría terminado con la profecía, con el camino para que él recuperara el poder? ¿Con el destino que él mismo se fabricaría para ser, simplemente, invencible para siempre?
¡Por favor!
Kor nunca había tenido dudas.
Yaruf, Ong-Lam y el profesor Ühr estaban muertos. Qüídia lo sabía. Era consciente de que su trabajo había concluido. El laberinto se había hundido en el mar junto a ellos. Por eso desapareció sin dejar rastro.
Eso pensaba hasta aquella mañana, cuando al levantar la vista vio cómo un halcón, que más tarde entendió que se trataba de Noc, dejaba caer de sus garras un pequeño trozo de pergamino.
¡Por los dioses!
Después de tanto tiempo volvía a tener noticias de Qüídia. Desenrolló el mensaje con exquisito cuidado, como si estuviera manipulando un potente veneno. Luego, leyó y releyó las siguientes palabras, intentando escudriñar el significado profundo y misterioso de las palabras de la hechicera.
El laberinto no está cerrado. El camino sigue.
Reúnete conmigo en el lugar en el que nos vimos por última vez. Mañana, antes del alba, cuando las cosas se empiezan a iluminar y adquieren su verdadera forma, olvidando los engaños de las sombras.
Por un lado, a Kor le molestaba que Qüídia le diese órdenes. Que pensara que podía disponer de él cuando a ella le viniera en gana. Pero por otro lado... el mensaje era prometedor.
¿No estaban cerradas las puertas del laberinto? ¿Seguía teniendo alguna oportunidad? ¿O sería alguna jugarreta de la bruja? ¿Alguna nueva alucinación producida por la hammala? No lo parecía. El mensaje sonaba preocupado. Sincero.
No había más que hablar. Tenía que acudir a la cita. No había tiempo que perder. Sólo una cosa le preocupaba, ¿qué quería decir con «los engaños de las sombras»? ¿Era una simple forma de hablar, o se habría dado cuenta de sus planes? Bueno, era cuestión de ir y averiguarlo, y en el peor de los casos hacer lo que hacía siempre: negarlo todo.
Aquella noche, como en cada ocasión que tenía algún evento importante al día siguiente, Kor prefirió no dormir. Según sus propias palabras, esto se debía a lo siguiente: «La falta de sueño te nubla la razón, te entorpece la mente, y así, emergen las cosas importantes. Se desvanece lo superficial y puedes mirar, cara a cara, la verdadera naturaleza de las cosas.»
Fiel a sus costumbres se mantuvo alerta toda la noche. Preparándose. No quería sorpresas, y sospechaba que Qüídia podría intentar algún golpe de efecto de esos que tanto le gustaban.
Mucho antes de la hora señalada Kor partió hacia el lugar de la cita. Quería llegar antes que ella, como si de este modo pudiera adelantarse a aquello tan importante que le tenía que decir. Como si así pudiera estar preparado.
No consiguió ni una cosa ni la otra.
Qüídia estaba sentada justo en el lugar en el que se habían visto por última vez. Kor tuvo las sensación de que no había pasado el tiempo, sobre todo cuando ella empezó a hablar como si siguiera una conversación que hubiera sido interrumpida, por ejemplo, por algo tan insignificante como un carraspeo inoportuno.
—Yaruf vive. Impresionante, ¿verdad?
Kor no podía creer lo que acababa de oír.
Intentó digerir aquella frase que le daba esperanzas como si no le importara demasiado, al tiempo que imitaba una conversación típica entre dos personas que hace mucho tiempo que no se ven:
—¿Cómo estás, Kor? ¿Cómo te ha ido en todo este tiempo que ha pasado? Bien, Qüídia, muy bien. ¿Y tú, dónde has estado? Me tenías preocupado, tanto tiempo sin saber de ti... ¡Uy!, buen nigromante... es una larga historia. Ya sabes que yo soy una hechicera y que voy de aquí para allí y que soy muy misteriosa. Por cierto, amigo Kor, ¿sabes aquel chico, sí, hombre, aquel que fue junto a su padre más allá del mar del abismo?... Pues está vivo... ¿Quién lo iba a decir, verdad? ¿Sabes cómo sé que está vivo? Porque seguro que te extraña que lo sepa, pues como tienes tan buena memoria no habrás olvidado que mis poderes no llegan a ver qué es lo que ocurre o deja de ocurrir más allá de esa espesa niebla... Pero aun así he vuelto entre la niebla de los años que han pasado para decírtelo...
Kor hizo un gesto abriendo las manos y dio por finalizada su imitación. Luego añadió:
—¿Qué te parece, Qüídia? ¿Te gusta mi conversación? No hace falta que sea exactamente de este modo... Con algo parecido habría bastado... ¿No crees?
—Exacto. Tú lo has dicho.
—Me alegro de que me des la razón... —interrumpió, para ser interrumpido nuevamente.
—Mis poderes no alcanzan a ver nada de lo que ocurre en aquel mar —siguió sin más, como si la conversación que Kor había tenido consigo mismo hubiera sucedido realmente, y como si Kor no la hubiese interrumpido—. Pero las alas de Noc son poderosas. A él no hay niebla que le detenga. Desde hace algún tiempo estoy notando una fuerza poderosa que no cesa de crecer. Al principio no podía creerlo. Según el relato de Al’Jyder, Ong-Lam y Yaruf murieron en el mar del abismo. Algo no me encajaba. Había un no sé qué que estaba fuera de lugar. No lo dudé. Envié a Noc. Mi alado amigo ha ido haciendo viajes más allá del mar del abismo. Él ha sido mis ojos, mis oídos, mi olfato, mis manos, mis brazos... Una prueba. Necesitaba una prueba para saber si esa sensación que día a día crecía en mi interior era un aviso o una simple falsa alarma.
—La hammala, ya te dije que no era nada buena para la cabeza.
—Por supuesto, mi querido Noc es mucho más listo que la mayoría de bípedos que se hacen llamar humanos, incluido tú, que desde que has llegado no paras de decir tonterías. Pero yo seguiré como si fueras inteligente. Noc sabía a la perfección lo que yo necesitaba...
—Y seguro que el bueno, el buenísimo de Noc te ha traído un mechón de pelo o un trocito de uña de Yaruf —ironizó Kor para tratar de mantener una posición digna en la conversación y no verse absolutamente sometido a Qüídia.
—¿Lo ves? Si ya lo digo yo... Si como bípedo no eres gran cosa, como halcón serías un desastre. ¡No seas tonto! Con eso no tengo ni para empezar. ¿Acaso crees que soy una doncella enamorada que quiere preparar una pocimita de amor? ¡Por favor! Noc me trajo la única cosa que habla por sí misma y dice todo lo que se quiera saber de una persona: un poco de sangre. La sangre siempre dice la verdad. Con una gota me bastaba. Y me trajo varias... Gotas de una herida de Yaruf, que vive y se está convirtiendo en un auténtico guerrero táurico.
—Vaya, no me digas que al chico le está saliendo pelo en las piernas y le están creciendo los cuernos... Eso sí que sería divertido.
—Aún piensas que esto es un juego. No lo es. Todo nuestro mundo, todo lo que hemos conseguido está a punto de volar por los aires. Ya deberías saber que cada siete años no hay nada en nuestro cuerpo que sea viejo. Todo ha sido sustituido. Hasta el más mínimo detalle, hasta la última pestaña, hasta la parte más pequeña de nosotros ya no existe. Y, sin embrago, no dejamos de ser nosotros. Renovados. Eso es magia. Y mágico es que cada momento que Yaruf pasa con los minotauros se vuelva más uno de ellos. Sí. Cada día se aleja de los hombres. Les tiene menos aprecio. Los ve como distantes. Como otra especie. Si él abre el laberinto y es él quien se queda con el poder... entonces, tal vez seamos los humanos los que tengamos que retirarnos, vencidos y humillados a algunas tierras en las que podamos vivir ocultándonos. Temerosos siempre de que nos encuentren. En definitiva, como han vivido ellos durante tantos años.
—De acuerdo, y ¿qué podemos hacer? Me da a mí que si has venido hasta aquí será porque sabes qué hacer.
—Claro. ¿No has oído? Cada día, cada insignificante momento que pasa, por desagradable que sea, se siente más y más parte de su tribu. Casi ha olvidado por completo su esencia humana. Da igual que lo que le suceda entre los minotauros sea agradable o desagradable. ¿No es cierto que hasta el más desdichado y desafortunado de los hombres sigue sintiéndose hombre? Pues eso le pasa a Yaruf con los que considera sus iguales. Su padre es un minotauro, su madre es una minotauro, sus hermanos son minotauros, ¿por qué no debería entonces sentirse minotauro?
—¿Todo eso sabes? ¿Que tiene padre y madre? ¿Que tiene hermanos? ¿Tanto te cuentan unas pocas gotas de sangre? —le preguntó el nigromante para tratar de averiguar si todo aquello era cierto o una simple estratagema.
—Te lo he dicho y te lo repito: la sangre nunca miente. ¿Sabes por qué? Porque nos conoce. Recorre todo nuestro cuerpo, fluyendo en los ríos que pueblan nuestro interior. Hay sangre por todas partes. No podemos huir de ella. Está en nuestra cabeza, en nuestro corazón, en nuestras piernas, en nuestros ojos. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Tú eres un nigromante... De acuerdo que has perdido tu poder...
Qüídia hizo una incómoda pausa. Kor no supo qué replicar. La hechicera prosiguió:
—Pero cuando lo tenías tu especialidad era preguntar a los muertos, ver en las entrañas de los cuerpos de los animales, recorrer el sendero estrecho que va desde la vida a la muerte, y en él hacer las preguntas, formular las respuestas. Pero mis caminos son distintos. Yo no ejerzo la nigromancia. Yo hablo con la esencia de las cosas. Con este mundo. Con la sustancia. Y la sustancia de los seres vivos es el agua y la sangre. Fluidos divinos. Respuestas y preguntas que en los caudales de los ríos y de las venas se enmarañan y se confunden. Yo los escucho. ¿No te has dado cuenta de lo similares que son los ríos y las venas? En definitiva, sí. La sangre me cuenta mucho de las personas, y el agua de la tierra y de los designios de los dioses, ¿acaso no es el agua la única parte del cielo que podemos tocar en la tierra?
—Muy bien, bravo. Excelente exposición. Si todo lo que dices es cierto, ¿qué debemos hacer ahora?
—Muy fácil. Debemos hacer que el niño tenga contacto con los humanos. No podemos dejar ningún cabo suelto. Debemos despertar el humano que de tan dormido está a punto de desaparecer. Debemos generarle dudas. Muchas dudas. Porque ellas llevan al recelo, y el recelo a la ansiedad y la ansiedad a la autodestrucción... Así, de este modo, tal vez fracase dentro del laberinto... si consigue entrar, claro. Pero tranquilo, de eso ya me encargo yo. Tú debes hacer la segunda cosa importante, y verdadera razón por la que te he traído hasta aquí. Debes salvar al rey.
—¿Qué? ¿Salvar a Adhelón? ¿De qué? ¿De quién? —dijo casi sin poder creer lo que acababa de oír y del giro que había dado la conversación.
—Salvarlo de sí mismo. De su cuerpo que está enfermo. Es una enfermedad silenciosa. Le ha rodeado.
Qüídia hizo aparecer en su mano un pequeño frasco transparente con unas pocas gotas de un líquido espeso y blanco.
—Es importante que pongas en la primera comida del día todo el contenido de este frasco.
—Pero... es imposible que esté enfermo. No lo parece, en absoluto. Ahora sería una tragedia. No tiene descendencia. Si muere será la guerra.
—¿Quieres ayudarle? —dijo Qüídia alargando de nuevo el frasco hacia Kor.
—¿No será alguno de tus trucos? —preguntó desconfiado pero arrebatando el frasco de la mano de la hechicera—. ¿Qué es? ¿Por qué quieres ayudarle? —Kor estaba desconcertado y sus preguntas eran desconcertadas.
—Él también es importante. Tiene su papel en todo esto. Cuando se abra el laberinto aparecerá un nuevo reino. Lo dicen las Sagradas Escrituras. Y él está enfermo. Si quieres entrar en el laberinto, es muy, pero que muy importante que hagas lo que te digo.
—Y tú, ¿cómo vas a ayudar a Yaruf?
—Con mis propios medios. Tú te encargas de este rey, yo me encargo del otro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Decir con qué?
—Con lo de este rey y el otro.
—¿He dicho eso?
—Sí, Qüídia, lo has dicho. Has dicho: «Tú encárgate de este rey, yo me encargo del otro.» He perdido mi poder, no mis orejas. Me gustaría saber con quién estás tú. No me gustan tus palabras a medias, tus sutilezas. Tus insinuaciones.
Qüídia calló durante un momento y arqueó la mirada. Solemne e inquietante. Luego dijo con una inocencia que no era suya:
—Bueno, no me hagas demasiado caso. Tal vez quería decir que tú te encargas de uno y yo del otro. A ver si vas a tener razón y esto de la hammala va a ser malo para mi cabeza. Es una pena que no me creas. Porque salvar al rey... eso sí que es definitivo...
Kor se quedó callado, mirando a la hechicera, sin saber qué habría querido decir realmente.
Yaruf y Worobul empezaban a andar con el sol y sólo paraban con la luna. Paso a paso recorrían, asombrados, caminos nuevos. Contemplaban, boquiabiertos, paisajes majestuosos con montañas que coronaban la tierra. Descansaban, agotados, a orillas de ríos de plata transparente. Y dormían, tranquilos, bajo un cielo que les contemplaba con sus infinitos ojos brillantes.
Para Yaruf, las primeras jornadas fueron de una dureza extraordinaria. No estaba acostumbrado a esas caminatas interminables. Cada amanecer, cuando llegaba la hora de ponerse en marcha, notaba que le dolían hasta las pestañas. Por si fuera poco, Worobul sólo le dejaba comer aquello que él mismo fuera capaz de conseguir con su arco. Cosa que le había traído más de un disgusto. Por ejemplo, en una ocasión, con el estómago pegándosele a la espalda, y cansado de malgastar flechas para tratar de pescar desde la orilla, cogió su hutama y empezó a golpear frenéticamente el lomo del río. En su cara se dibujó una enorme sonrisa al comprobar que, en uno de sus furiosos golpes, había conseguido que un gran pez yaciera coleteando encima de la hierba. La alegría duró poco. Worobul, implacablemente estricto, antes de que Yaruf pudiese llegar a su trofeo, agarró al pescado con suavidad y lo devolvió al agua. Yaruf, incrédulo, protestó de forma airada.
—¡No tenías derecho! ¡Me estoy muriendo de hambre! Ese pez era mío. Lo he pescado yo.
—El que no tiene derecho eres tú —replicó Worobul sin atender a las protestas.
—¡Qué dices! Eso no es así...
—No me interrumpas. No cuando has desobedecido una de las pocas cosas que debe saber un guerrero o el que quiere convertirse en tal.
—¿Qué? —dijo más humildemente Yaruf y temiendo que tal vez hubiera hecho algo que no debía.
—El arco y el halcón. ¿Has oído hablar de ellos? Seguro que sí.
Yaruf asintió con la cabeza y bajó la mirada. Worobul tenía razón. La costumbre táurica sólo permite cazar desde la distancia; en ningún caso permite pelear contra aquello que uno debe comer. El cuerpo a cuerpo se reserva para los enemigos, y los animales no lo son: su sacrificio sirve para alimentarse. Por eso, sólo el halcón puede entrar en contacto con la presa. Yaruf sabía que había errado al emplear el arma para cazar, cuando su misión es proteger. Solamente las pieles de las vestimentas rituales de combate deben pertenecer a un animal cazado con violencia, pues de ese modo el valor de la presa se transmite al guerrero que viste con ella.
—Yaruf, no dejes que el hambre sea tu excusa para saltarte las leyes o hacerlas a tu gusto —le dijo Worobul—. Porque entonces siempre encontrarás una buena razón para saltártelas. Hoy será porque tienes hambre. Mañana porque tienes frío. Pasado, tal vez, porque simplemente te apetece. Y así, poco a poco, te convertirás en algo que te aseguro no quieres ser. Pero si llegas a serlo, ya será tarde para dar media vuelta y desandar el camino recorrido. Créeme. Y no olvides que el arco y el halcón son para procurarte comida. No el arma.
—¡Pero yo no tengo halcón! —replicó intentando buscar una última oportunidad de justificarse.
—Porque aún no te lo has ganado. Primero debes aprender a usar el arco, luego el halcón.
—Pues vaya... Creo que los halcones me tienen un poco de manía. Aún me duele el zarpazo de ese maldito hijo de Sredakal.
En aquel momento, tan hambriento y cansado, Yaruf estuvo muy cerca de abandonar. De dar media vuelta. De volver a su casa. Pero era consciente de que si regresaba sin haberse convertido en un guerrero capaz de cuidarse por sí mismo, HuKlio le mataría en el combate. Si se escapaba y decidía ocultarse en los bosques y las llanuras... ¿de qué iba a comer si era incapaz de acertar con el arco a unos peces que apenas se movían? Y volver con los humanos era una posibilidad que ni siquiera se le pasaba por la cabeza.
Por suerte, después de este episodio, consiguió afinar su puntería y comprender las palabras que en cada error le repetía Worobul: «No aciertas porque piensas en la presa. Debes pensar en la flecha. No respires. Manten el pulso firme. Afila tu mente. Tensa tu pensamiento. Así acertarás en todo aquello que pienses. Y eso no vale sólo para la comida.»
Una vez empezó a comer de su propia caza, Worobul aseguró: «Ahora que eres capaz de alimentarte, serás capaz de entender.»
Así, a partir de aquel momento, aprovechaba cualquier pequeño detalle para contarle algún mito, alguna leyenda o el origen de alguna ley táurica. A Yaruf le encantaba escuchar aquellas historias, aunque se sorprendía de que nadie le hubiese hablado antes de ellas.
—¿Por qué no me habías contado nunca estas cosas? Me hubiera gustado saberlas —protestaba Yaruf maravillado por todo lo que iba descubriendo.
—Todo tiene su tiempo. Cuando a alguien se le regala algo que no necesita, ¿sabes lo que ocurre? No lo usa. Y si no lo usa, lo olvida. ¿Para qué iba a contarte algo que ibas a olvidar al poco tiempo de haberlo aprendido?
El cuento, como Yaruf les llamaba, que más le gustaba era el del halcón y Gasadiel, el último Gen AgKlan que habían escogido las tribus táuricas y el que había dado origen al estandarte de su tribu. En boca de Worobul sonaba más o menos así:
—Gasadiel fue el más grande de todos los Gen AgKlan. Fuerte como las montañas, ágil como el viento que se mezcla entre la cebada y tan inteligente que, incluso, no dudaba en rectificar cuando había sido injusto. Tal era su grandeza. Y tal fue que en una ocasión, después de una cacería con su fiel halcón Faqüua, decidió parar a descansar a la sombra de una piedra de la que emanaba una pequeña fuente. Cansado y sediento por la cacería, quiso llenar su vasija de oro con aquella agua tan transparente que bien podía parecer que se trataba de aire fresco. Lentamente se la acercó a los labios rajados por el frío y el fuerte sol cuando desde el cielo descendió su halcón, agarró la vasija y la lanzó al suelo, dejando a Gasadiel sorprendido por la reacción de su amigo.
»Los generales que acompañaban al Gen AgKlan se quedaron sorprendidos. ¡Imagínate! Nadie se atrevía a llevar la contraria a Gasadiel. Y aquel halcón había hecho algo tan inaudito que bien podía costarle la vida. Pero Gasadiel decidió recoger la vasija y volver a llenarla. De nuevo, al intentar beber, el halcón bajó de las nubes como un relámpago para tirar la vasija de oro al suelo. Se oyó exclamar a los generales.
»Gasadiel, ofendido por el comportamiento del que había sido su halcón durante tanto y tanto tiempo, gritó: "Si alguien, sea o no halcón, sea o no compañero de cacerías, sea o no sea mi amigo... si alguien, repito, vuelve a arrebatarme la vasija de las manos y me impide beber esta agua de esta fuente le atravieso con esta flecha. Os doy por avisados." Así, intentó beber de nuevo, pero en esta ocasión, desconfiando de su amigo Faqüua, miraba de reojo al cielo. Al ver que, efectivamente y tal y como temía, una vez más el halcón se lanzaba desde el cielo, cogió el arco y lo atravesó con su flecha. Faqüua, como un peso muerto, cayó al otro lado de la piedra de la que manaba la fuente. ¡Cuál fue la sorpresa de Gasadiel al ir a buscar el cadáver de Faqüua y comprobar que, a su lado, una serpiente de cascabel envenenaba el agua con su boca abierta! Entonces, cuando Gasadiel entendió que Faqüua se había atrevido a enfadarle sólo para salvarle la vida, rompió a llorar. Y lo hizo, Yaruf, por dos razones. La primera porque había matado injustamente al halcón que tanto le había ayudado. Y la segunda, por desconfiar y no entender que si un amigo se comporta de manera extraña es porque tiene sus razones, aunque nos cueste comprenderlo o, incluso, en un principio nos ofenda. Recuerda los hechos de esta historia, pero sobre todo, no olvides lo que significan.
Esta historia le encantaba a Yaruf. A pesar de que no eran pocos los que aseguraban que todas aquellas historias, las muhar haluks, nunca habían sucedido, a él le daba igual. Le gustaba imaginarse a Gasadiel arrepentido por su desconfianza y agradecido por la valentía de su amigo, embalsamándolo y recubriéndolo de oro para clavarlo encima del estandarte del espíritu de su clan, llorando desconsolado y, a pesar de ello, sin perder ni un trocito de su majestuosidad de Gen AgKlan.
Sin embargo, la historia que más le inquietaba era la de la expedición de Yaduvé y el Ordamidón. Existen varias versiones, llenas de matices y de pequeños detalles que se entrecruzan y en algunos casos se contradicen, pero se podría resumir así:
Lo primero que hicieron los minotauros al llegar a sus nuevas tierras fue alejarse de la costa. No era conveniente dejar demasiadas pistas, por si los humanos descubrían su plan y decidían perseguirlos para darles caza. Así, se dirigieron al interior y llegaron a las tierras en las que ahora estaban asentados. Pero querían saber qué había más allá, por eso enviaron a una gran expedición, liderada por Yaduvé. Esta expedición, que contaba con más de un centenar de minotauros de todas las tribus, partió con la misión de comprobar si en el interior existían mejores tierras. O si, por el contrarío, algún peligro acechaba. Pero el legendario hechicero Malen-Daben, antepasado de Sadora, justo a los pocos días que partió la expedición de Yaduvé tuvo una visión en su cabaña de tránsito en la que se le presentó por primera vez el Ordamidón y le explicó su pacto con Karbutanlak.
Mucho tiempo aguardaron noticias de la expedición de Yaduvé, confiando en que los malos augurios de Malen-Daben no se cumplieran. Pero aún seguían esperando. Y ya nadie dudaba que el Ordamidón se había hecho con los espíritus de aquella primera y última expedición al interior de las nuevas tierras táuricas.
Yaruf era incapaz de entender por qué Worobul deseaba acercarse a esas tierras de las que nadie quería saber nada, y de haber podido, hasta el nombre habrían olvidado.
—¿Por qué quieres ir hasta las tierras del Ordamidón? ¿Crees que es posible que alguno de los nuestros sobreviviera al espíritu?
—No vamos a adentrarnos, tranquilo. Merodearemos por la frontera de la montaña que marca su principio, nada más. Aquí seguro que nadie nos encontrará y podremos estar tranquilos.
Y así, caminando, iban pasando los días.
Yaruf practicaba y practicaba con su hutama, mientras Worobul comprobaba, maravillado, con qué facilidad la hacía girar entre sus manos y cómo arma y humano se iban convirtiendo en una misma cosa.
Cada día Worobul retaba a Yaruf para enseñarle a moverse, a aprovechar su agilidad frente a la envergadura. «Los defectos —le repetía una y otra vez— usados a tu favor pueden ser tus principales virtudes. Si eres pequeño, sé rápido. Si no eres fuerte, sé ágil. Si eres distinto a los demás, sé único.»
Worobul fue aumentando el nivel de los combates hasta que un día tuvo que esforzarse de verdad para vencer a Yaruf, que había entendido a la perfección todo lo que día a día le había ido enseñando. Fue entonces que el minotauro decidió que había llegado el momento de cambiar de maestro.
—Mira al cielo, Yaruf. La luna está negra, lo que significa que ya hemos gastado la mitad del tiempo que le robamos a HuKlio para el combate. Hoy he tenido que esforzarme mucho para vencerte. Estoy impresionado por tus progresos.
—Estoy convencido de que la próxima vez mi hutama vencerá a tu hacha —bromeó el humano satisfecho por las felicitaciones.
—No creo que haya una próxima vez, o como mínimo eso espero.
—¿Qué quieres decir? No me gusta cómo suenan esas palabras...
—Suenan satisfechas. Felices. Convencidas. Suenan a que ha llegado el momento de cambiar de maestro.
—Pero si sólo hace una luna que estamos juntos, tú lo acabas de decir...
—Y también acabo de decir que aprendes rápido. Los demás tardan mucho, mucho tiempo en avanzar todo lo que tú has recorrido como si supieras el camino. Como si siempre hubiera formado parte de ti.
—Creo que no acabo de entender nada de nada. Además, aquí no hay ningún maestro más que tú. No sé, no entiendo —dijo Yaruf, que se estaba enfadando.
—Vaya, pensaba que eras más listo —bromeó Worobul—. A partir de mañana, seguirás tú solo. Cuando la luna vuelva a estar negra, deberás acudir a la arena sagrada para enfrentarte a HuKlio y que los dioses te ayuden.
—Pero... —intentó protestar airadamente Yaruf sin acabar de encontrar las palabras ni los argumentos—. Eso no es así. ¡No puede ser así! ¿Solo? ¿Yo? ¡No puedo quedarme solo! Pensaba que me ibas a ayudar a seguir con mi entrenamiento. Aún no soy un guerrero. Ahora no soy capaz de vencer a HuKlio, ni a nadie... ¿Qué clase de maestro es éste? Me has dicho que iba a cambiar de maestro, no que iba a dejar de tenerlo.
—¿Ves cómo sí que eres listo? Tú mismo lo has dicho. «Ahora no puedes vencer a nadie.» ¡Exacto! Y mientras yo siga acompañándote seguirás sin poder vencer a nadie. Tu principal enemigo es tu miedo a vencer. Porque cuando uno sabe que puede alzarse con el triunfo debe preguntarse... «Ahora que puedo vencer. Ahora que puedo enfrentarme con todos y ganar a muchos. Ahora, ¿qué hago yo con este poder?» Responde a esa pregunta y vuelve a casa cuando aparezca la próxima luna negra.
—No. No. Espera. Yo no puedo ganar a muchos. Además, ése no sería el problema. Porque tal vez pueda vencer a algunos, pero no a HuKlio, y si no venzo a ése, la verdad, creo que ya no tendré más oportunidades. Además... ¿Y si me pasa algo malo? ¿Y si me mata alguna fiera salvaje? ¿Y si me equivoco y sin querer pongo los pies en tierras del Ordamidón? ¡Aún necesito aprender!
—Me conmoverían tus palabras si fueran fruto de la humildad. Pero pertenecen a la incertidumbre. Y la mejor manera de vencerla es dando luz a esa incertidumbre. Las cosas realmente importantes se aprenden de uno mismo. El mejor maestro de uno mismo es uno mismo. No te canses nunca de oír esto, porque es una verdad de esas que hacen fuerte al que la conoce. Y en cuanto a si mueres por ahí... Mira, si pasa eso, que no lo creo, significará que no tienes ninguna posibilidad de vencer a HuKlio. Y, francamente, prefiero que te mate una bestia salvaje que un minotauro estúpido —dijo sonriendo Worobul—. Tampoco te preocupes por el Ordamidón. ¿Ves aquella montaña?, mientras no quede a tu espalda, no tienes por qué sufrir. Es el límite de las tierras que nos pertenecen por el pacto que hicieron los dioses. Ahora, a dormir.
—Pero, ¿qué significa que prefieres que me mate una bestia salvaje? Eso es una estupidez. Tú eres mi padre... No deberías preferir que me matara nadie...
—Buenas noches, Yaruf. Tengo sueño y mañana me espera un largo viaje de vuelta a casa y a ti te espera aún un viaje más largo que el mío. Será mejor que los dos descansemos.
—Pero espera un momento. Uno pequeño y ya está...
—¿Sabes cuál es tu problema en estos momentos? —dijo Worobul mientras empezaba a recostarse.
—Sí, sí que sé cuál es. Que me vas a dejar aquí en medio de estas tierras que ni son las mías ni quiero que lo sean. Si aquel día que me diste la hutama me hubieras dicho que me ibas a abandonar, me hubiera ido a casa.
—¿De verdad? No lo creo, sinceramente. Pero bueno, yo no te obligo. Puedes volver a casa cuando quieras. Tú mismo.
Worobul dijo esto y se acostó para empezar a dormir, dando la espalda a Yaruf, que no podía estar de peor humor. No podía creer que eso estuviera pasando. ¡Claro que no volvería a casa! Aquellas palabras eran una trampa. «Tú mismo.» ¡Eso era trampa!
¡Maldita sea!
Se enfadó con todo y con todos. Dioses. Minotauros. Ordamidones. HuKlio... Sí, sobre todo con él. ¿Por qué estúpida razón le había retado? Él no quería estar allí. Quería estar en su casa. No quería entrar en la arena sagrada. No quería matar ni morir. Su vida había sido relativamente tranquila. Sin duda, prefería un millón de veces tener que pelearse con sus hermanastros y sentirse apartado de todos que tener que estar allí. En medio de nada. Solo. A solas.
Mientras Worobul le había ido enseñando, le había parecido divertido. Una aventura. Algo distinto. Pero ahora ya estaba bien de estar lejos de casa. Quería volver. No le gustaba la idea de despertarse y comprobar que Worobul le había abandonado.
¿Qué podía aprender? ¿A cazar conejos? Eso ya lo sabía hacer. Y dudaba de que HuKlio peleara igual que un conejo. Un conejo con un cuerno de oro... Al imaginarse a HuKlio como un conejo gigante, Yaruf soltó una carcajada involuntaria, sorprendido por la imagen y lo absurdo de toda la situación, aunque pronto regresó a su estado de enfado y decidió que no iba a dormir.
No. No se lo pondría tan fácil a Worobul, que esperaba marcharse sin hacer ruido.
Intentó mantenerse despierto toda la noche. Pero estaba cansado, tan cansado... que no se dio cuenta de que el sueño iba acercándose de puntillas, rodeándole lentamente para acabar durmiéndole sin piedad.
Yaruf se despertó sobresaltado.
Había dejado el camino libre a Worobul para abandonarle.
Estaba excitado, nervioso. Su respiración se entrecortaba mientras con la mirada buscaba a su padre.
No encontró nada, salvo un círculo dibujado en la tierra donde yacía un collar con un precioso jade verde en el centro. Una inscripción hecha con pequeñas piedras advertía:
«Quienes no se encuentran están perdidos.»
Yaruf se enfadó.
¡Otro estúpido acertijo! Estaba harto. En un arranque estuvo a punto de dar un fuerte puntapié a una roca. Se contuvo. No era la manera. Eso ya lo había aprendido. Hacerse daño en el pie más que una solución sería añadir dolores y molestias a sus problemas. No era la mejor solución.
¿Adonde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo pasar el tiempo?
Hasta el momento se había limitado a seguir el rumbo marcado. Le había dado igual ir aquí o allá. Ahora se suponía que él era su propio maestro. Y los maestros saben adonde ir. Él, no.
Se puso el colgante entendiendo que era Sadora quien se lo había hecho llegar a través de Worobul.
Con el pie, y con cierta rabia, borró la inscripción del suelo. Miró en derredor. Suspiró profundamente. No podía regresar hasta que la luna volviese a estar negra y faltaba bastante como para quedarse quieto sin hacer nada. Tenía que estar mucho tiempo solo.
Le aburría la idea de aburrirse. Mucho. Estuvo bastante rato perdido, inmóvil, perplejo entre el paisaje sereno. Casi sin pensar en nada, como si de este modo el tiempo hubiera de transcurrir más aprisa. Pero entonces vio la montaña que no debía tener a su espalda si no quería adentrarse en los territorios del Ordamidón y empezó a pensar...
Parecía una idea absurda, pero en aquel momento era la única que tenía, así que decidió dar vueltas alrededor de ella. Y pensó en la infinita soledad de aquel dios antiguo. Sin un pueblo escogido. Sin sacrificios en su honor. Sin súplicas. «Los dioses necesitan a los mortales tanto como nosotros a ellos», sentenció Yaruf sin dejar de mirar hacia la cima.
Le entraron unas ganas irremediables de coronar la montaña. De mirar más allá. Worobul sólo le había advertido de no pisar aquellas tierras. No dijo nada de no echarles un vistazo. Al fin y al cabo, dios y humano estaban solos. Tal vez encontrara algún rastro de la expedición de Yaduvé. Y si regresaba con noticias... ¿Quién sabe?, tal vez las otras tribus empezaran a pensar que su existencia valía para algo más que para ser el centro de los comentarios maliciosos y funestos.
No lo dudó.
Ya tenía adonde ir. Un objetivo. Un camino por hacer.
Con el ánimo renovado empezó a andar.
Pero era como si por cada paso que él diera, la montaña retrocediera dos, y dos días enteros necesitó para llegar a su base y empezar la subida. Sin embargo, el camino más largo lo hizo en su cabeza.
Mientras sus pies recorrían una senda sin peligros aparentes y de una belleza virginal, su mente anduvo por lugares oscuros y angostos; ladrones que le asaltaban en forma de preguntas en mitad del camino.
¿Cómo eran los que habían sido sus dioses? No Karbutanlak. No Miomene. No Sredakal. Los suyos propios. Los humanos. ¿Le habrían abandonado también los dioses entre los que nació? ¿Le habrían adoptado los dioses táuricos como había hecho Worobul? ¿Se había olvidado todo el mundo de él? ¿Era un mortal sin ningún dios que le protegiera, al que recorrer en la aflicción y agradecer en la dicha? ¿Un dios ante el que arrepentirse? Y peor aún fue cuando empezó a preguntarse si también Worobul le había abandonado allí a su suerte. Como un sacrificio para el Ordamidón. Como una ofrenda. ¿De quién se podía fiar?
Nunca había pensado en eso. Y si bien en el fondo sabía que era imposible, que era una tontería... a pesar de todo eso, el simple hecho de pensarlo le hacía daño. Y empezó a sentirse mal.
Le pesaba el pecho. El estómago se le revolvía. Una violencia desconocida se mezclaba con su sangre. Una fuerza que no había sentido nunca. Negra. Pesada. Lúcida y agresiva como el sol de las tormentas. Una rabia que en algún momento le hizo llorar, pero no de pena. Era algo muy distinto a la pena. Se sentía tan solo... que incluso empezó a echar de menos a sus padres humanos. A aquellos a los que ni cara podía poner en sus recuerdos, pero que mientras recorría el camino fabulaba en encontrarles, en pedirles que no le volviesen a abandonar. En que unos brazos humanos le abrazaran fuerte. Se sentía tan solo... como si nunca más hubiese de dejar de estarlo.
A ratos se tranquilizaba e intentaba razonar. Recordar a Worobul. A Sadora. A su amigo Hanunek. Volver a los buenos ratos, los momentos divertidos. Incluso a las peleas con sus hermanos. Algo real, al fin y al cabo.
Pero cuando pensaba que ya se le había pasado y que su cuerpo había rechazado aquella fuerza como una enfermedad, le volvía a temblar la tierra. Se le volvía a nublar la cabeza. Y no podía encontrar ni una sola cosa positiva, ni un solo lugar al que agarrarse para no precipitarse en el abismo desde el que temblaba. Sudaba. Y respiraba como si el aire se estuviera acabando.
Así pasó los dos días que le acercaron a la montaña.
Llegó al atardecer.
Estaba cansado. Agotado de pensar. Harto de que su cabeza diese vueltas alocadamente en círculos cada vez menores, como una oveja acorralada en la fiesta del Kadasta Resta.
Decidió que lo mejor sería hacer noche allí y dejar para el día siguiente el ascenso. «Sin sol tampoco podré ver mucha cosa», se dijo a sí mismo tratando de pensar como lo haría Worobul.
Buscó un lugar al resguardo del viento y de la posible lluvia. El cielo estaba espeso. Fue a buscar leña para preparar un fuego que le protegiera de los lobos y disuadiera a las bestias del bosque más atrevidas.
La cena no sería un problema.
A medía tarde había cazado un precioso conejo blanco. Ya podía empezar a cocinarlo como lo había visto hacer a su padre durante todo el tiempo que habían estado viajando juntos.
Todo estaba listo. Era el momento de sacar las piedras de los pequeños soles, las hatamatuya, y encender un buen fuego con ellas.
Un poco más tranquilo de lo que había estado durante todo el día, Yaruf dejó que el fuego cocinara, mientras su mirada se perdía en el baile de unas llamas que deslumbraban a la noche. Consiguió poner su mente en blanco. Como un cuerpo al sol.
Lo único que quería era comer algo antes de ir a dormir. «Mañana será otro día, y faltará un día menos para volver.»
Cuando estuvo la cena lista, ofreció el primer trozo de comida y el primer trago de agua a la tierra, siguiendo la tradición que glorifica con ese gesto al Primer Guerrero, Karbutanlak, y le agradece a ella que alimente a los animales y recoja el agua para que los minotauros puedan alimentarse. Pero antes de poder dar un solo mordisco escuchó que algo se movía entre los arbustos.
¿Sería un lobo?
Cogió su hutama. Dejó el arco en el suelo. Se levantó. Se plantó frente a los arbustos e intentó escudriñar la oscuridad.
«¿Será el viento que ha tropezado con alguna rama?», pensó Yaruf dándose la vuelta. Inmediatamente volvió a escuchar un sonido. Esta vez pudo distinguirlo mejor. Era pesado y con un leve tintineo metálico. «Eso no es el sonido de los pasos del viento.»
—¿Hay alguien ahí?
No esperaba una respuesta. Sólo trataba de asustar a aquello que merodeaba por su campamento. Aunque empezaba a dudar de que fuera un animal.
¿Qué podría ser?
¿El Ordamidón?
No lo creía. Los espíritus divinos no hacen ruido. ¿Worobul? Ni hablar. No tendría sentido, además, estaba seguro de que si su padre decidía seguirle, lo haría con mayor sigilo y disimulo.
«Estás exagerando —intentó convencerse al no volver a oír los pasos—. Habrá sido mi imaginación, los bosques de noche cuentan muchas cosas», se dijo, recordando uno de los himnos táuricos más poéticos y amables; uno de los primeros que aprenden los más pequeños para arrancar de sus mentes el miedo a los bosques de noche. Luego elevó su voz hasta un murmullo, y recitó para acallar el miedo:
Los bosques hablan por la noche,
los ríos cantan por el día.
Los bosques cuentan por la noche
lo que los ríos les cantan por el día.
Cuando prácticamente estaba convencido de ello, volvieron a sonar aquellos pasos. Esta vez fuertes, descarados, sin ningún tipo de disimulo. Cada vez más cerca. Más decididos. Más metálicos.
«Maldita sea, ¿qué tipo de animal tiene las pezuñas de metal?» Yaruf retrocedió. Se puso en situación de defensa.
Su hutama señalaba a los arbustos que ahora se agitaban nerviosos.
Estaba preparado para enfrentarse a cualquier animal, por feroz que fuera. Lo que no esperaba era ver cómo aparecía, fantasmalmente alumbrado por la hoguera del campamento, un altísimo y descomunal minotauro.
Los dos se quedaron paralizados.
Yaruf adelantó un poco la pierna izquierda, la derecha preparada para la embestida y su arma bien agarrada con las dos manos apuntando al enemigo. Pero bajó su hutama al darse cuenta de que el sonido metálico que tanto le había inquietado no era otra cosa que dos pesados grilletes que el minotauro llevaba en las pezuñas. Estaban viejos. Carcomidos por el óxido, tanto, que parecía ya que formaran parte de él. «¿Quién ha osado atar a un hijo de Karbutanlak como si se tratara de...?» Yaruf, totalmente desconcertado, no supo cómo terminar la frase, porque, sin duda, en los clanes táuricos no se usaban las cadenas ni para atar a los animales. Sólo, en ocasiones, y para que sirviera de escarmiento, para llevar a algún prisionero delante del estandarte que no debe tocar la tierra, pero eso era algo que no se veía muy habitualmente. Y sin duda, él nunca lo había presenciado.
Se hacía esta pregunta, aunque era incapaz de imaginar la respuesta. Era algo tan sabido, tan aceptado que ni tan siquiera estaba escrito en ninguna Piedra. A ningún minotauro se le podía pasar por los cuernos tratar de ese modo a cualquier miembro de otro clan, de otra tribu, por mucha enemistad que hubiera de por medio.
Al fin, Yaruf decidió presentarse:
—Soy Yaruf, del clan de Worobul, de la tribu de Worfratan. Estoy aquí porque tengo una cita en la arena de los dioses y quiero estar bien preparado. ¿Quién eres tú?
El minotauro abrió los ojos como si se sorprendiera de escuchar al humano hablar en su lengua. Pero no hubo respuesta.
Luego se abalanzó sobre Yaruf, que no tuvo problemas para esquivar la embestida. El minotauro no iba armado.
Sólo sus cuernos, grandes y afilados. Pero eran suficientes para matar.
Yaruf se resistía a la lucha. Las leyes táuricas eran claras al respecto: cuando un miembro de un clan tiene un combate en la arena de los dioses, no puede pelear hasta que la arena no imponga un ganador. Si un minotauro se siente ofendido por otro que está citado en la arena de los dioses su opción pasa por retarlo para cuando el primer combate quede resuelto, corriendo el riesgo de que la afrenta quede pendiente para siempre por muerte de su contrincante.
—¿Quién eres? —insistió—. ¿De dónde sales? ¿A qué tribu perteneces? Yo no puedo pelear, tengo un combate en la arena de los dioses y eso debes respetarlo. ¡Vamos, habla!
Yaruf había sido capaz de esquivar el primer ataque. En el siguiente detuvo el golpe, se revolvió y consiguió ganar la posición y tener la espalda del minotauro de frente, dándole un fuerte golpe con la hutama. El minotauro, sorprendido, cayó de rodillas al suelo a la vez que lanzaba un fuerte alarido.
—Vamos, no puedes ganarme —dijo altivo Yaruf—. Y yo no quiero hacerlo. Vamos a hablar...
El minotauro se levantó tambaleándose y volvió a ponerse en posición de ataque.
—¡Y dale! —gritó Yaruf decepcionado, aunque sintiéndose por primera vez en su vida muy superior a su rival.
—Vuelve a Nígaron, de donde no deberías haber venido. No vas a entrar.
¡Nígaron!
Un fogonazo sacudió la cabeza de Yaruf. Esa palabra... ese nombre lo había oído... antes... en su vida anterior a la playa... antes de ser encontrado por Worobul... antes de todo... «Nígaron.»
Paralizado mientras intentaba recorrer en su memoria el camino que había dejado abierta aquella palabra mágica, el minotauro aprovechó para lanzar otro ataque.
Yaruf reaccionó tarde. Los cuernos de su oponente sacudieron el aire como un rayo, y uno de ellos le rozó el costado, provocándole una superficial pero aparatosa herida.
Yaruf se llevó la mano al golpe. Sus dedos se tiñeron de espesa sangre roja como no había visto nada antes, y como no volvería a ver nada parecido después. Sólo su sangre.
Algo oscuro y profundo hizo temblar sus piernas.
Recordó una de las lecciones que le había dado Worobul, una de esas a las que no le dio demasiada importancia mientras las escuchaba. Ahora, en mitad de una batalla, alcanzaban todo su valor: «A un guerrero de verdad se le conoce después de la primera herida. Después de ella, muchos tienen miedo, lo que les convierte en unos cobardes. A otros les gusta y viven pendientes de esa excitación, lo que les vuelve temerarios. Solamente aquellos que están en el centro, en el medio del miedo, tienen valentía frente a los peligros y prudencia frente a la temeridad. Con tu primera herida lo entenderás.»
Reforzado por las palabras que manaban de su cabeza como el agua fresca de una fuente inesperada, volvió a concentrarse en el combate. La herida le dolía. Ya tendría tiempo para eso.
Otra embestida del minotauro. Lenta, sin fuerza. Totalmente previsible.
Yaruf sabía que si acertaba un par de veces en sus golpes podía derrotarlo rápidamente. Así fue que pudo esquivar el golpe del minotauro y poner su hutama entre sus piernas, haciéndole tropezar. El minotauro cayó de bruces al suelo. Quiso levantarse. No lo consiguió.
Yaruf pudo darse cuenta de que en la espalda del minotauro se hundían lo que parecían unas cicatrices profundas y dolorosas, igual que si hubiese sido castigado a latigazos como el peor de los criminales. Eso le extraño y no pudo evitar decir, con cierta compasión:
—¿Quién te ha hecho esas cicatrices en la espalda? ¿Quién te ha puesto cadenas? Habla.
Un soplido por respuesta.
—Te he ganado, ¡ríndete! Dime, ¿qué es Nígaron?
El minotauro endureció la mirada, apretó la mandíbula y sacó de un lugar remoto las fuerzas suficientes como para revolverse en el suelo y lanzar a Yaruf por los aires.
Tumbado, el humano no podía creer cómo había sido tan estúpido para confiarse. En un soplido las cosas habían cambiado. El minotauro tenía la hutama, estaba en pie y se acercaba hacia él. Yaruf se arrastró hacia atrás. Quería incorporarse, pero no tenía tiempo. El minotauro alzó el arma y descargó un potente golpe que se estrelló en el suelo porque Yaruf fue lo suficientemente hábil como para esquivarlo. Sin embargo, lo que no pudo evitar fue que su rival le pusiera una de sus pezuñas sobre el cuello y apretara fuerte. Yaruf, con sus manos diminutas al lado de esas patas enormes, intentaba aliviar la presión que amenazaba con ahogarle. No podía.
Imposible.
En fuerza bruta, hasta un minotauro enfermo era superior a él. Cuando Yaruf, impotente, ya estaba a punto de abandonarse a la derrota, el minotauro cayó fulminado por una gran flecha, casi una lanza, que le atravesó la espalda.
¿Quién andaba ahí?
Yaruf se levantó de un salto. Miró al minotauro. Estaba muerto. Miró al cielo por si otra flecha llovía desde allí. Algo a sus espaldas. Quiso dar media vuelta. Antes de lograrlo, algo golpeó su cabeza por detrás.
Yaruf perdió el conocimiento desplomándose en el suelo.
Cloc, cacloc, cloc, cacloc...
¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel ruido repetitivo y constante? ¿Por qué se movía el suelo?
Yaruf abrió los ojos.
Le dolía la cabeza. Estaba rodeado de una luz suave, casi como la primera caricia que se da a un animal recién domesticado.
¿Qué había ocurrido?
En un primer momento sólo pudo recordar la pelea que había perdido por culpa de su falta de concentración, por su estúpido exceso de confianza.
«Estaba a punto de ganar. ¡Lo había ganado! Y me relajé... Si Worobul estuviera aquí me regañaría y con razón —remugó muy enfadado consigo mismo por la posibilidad perdida de haber conseguido su primera victoria—. No me lo esperaba, ¡por el Primer Combate! Parecía que se había rendido. Que la pelea ya se había acabado.»
También le vinieron a la cabeza unas palabras que Sadora le repetía bastante a menudo: «Hijo, no seas impaciente ni precipitado en la victoria. No olvides que hasta la última y más insignificante de las astillas de un cuerno sigue siendo cuerno todavía. Te puede vencer la parte del enemigo que menos te esperes. Aquel momento al que menos importancia des... ése puede ser crucial. Nada está hecho hasta que no está terminado.»
Luego recordó la flecha que acabó con la vida de su adversario. Y los grilletes. Y el momento en el que alguien, o algo, le había golpeado por detrás dejándolo fuera de combate.
«¡Qué cobarde!», rechinó indignado entre dientes.
¿Pero quién...? ¿Quién había matado al minotauro? ¿Quién lo había encerrado allí? ¿A qué se estaba enfrentando? ¿Tenía que dar las gracias? Justo antes de que el minotauro cayera fulminado por una enorme flecha, él estaba a punto de ser vencido, atacado por su propia arma. Alguien le había salvado o alguien le había mantenido con vida para... ¿qué? No se le ocurría nada.
Se retorció en el suelo. Trató de levantarse. Al intentarlo se mareó. ¡Aquel movimiento le hacía bailar la cabeza!
Cloc, cacloc, cloc, cacloc...
¡CATACLOC!
El suelo se vino arriba.
Yaruf perdió el poco equilibrio que había conseguido. De rodillas escupió al suelo con rabia. Tenía la boca reseca. Empezaba a ponerse furioso.
Sin embargo, el salto le había despabilado y, por fin, consiguió que sus ojos se despertaran del todo.
Ahora sí.
Estaba rodeado de madera. Madera y madera. Madera por todas partes. El suelo, el techo... era como estar dentro de un árbol que hubiera decidido empezar a andar. «Estoy en un carromato, como si fuera alimento para llevar al poblado.»
¿Quién tiraba de él?
Cuando el ritmo del cloc catacloc volvió a la normalidad y pudo ponerse en pie, averiguó que el sol y el aire se colaban por unas finas grietas. Yaruf se tambaleó para llegar hasta la mayor de ellas y vio cómo el día transcurría tranquilo, apacible. ¿Quién diría que alguien estaba encerrado tras ser derribado a traición?
Desde allí no podía ver más que el paisaje. Ninguna pista de qué estaba ocurriendo. Lo que sí pudo ver fue la otra cara del monte que marcaba el inicio de las tierras del Ordamidón.
«¡Oh, oh! ¡Por todos los dioses!», se lamentó Yaruf, sin encontrar palabras mejores.
No había duda. Se estaba adentrando en la tierra prohibida. Estaba haciendo lo único que Worobul le dijo que no hiciera.
¡No era su culpa! ¡Él no quería estar allí! Sólo era un prisionero de... Sintió un nudo en el estómago. Tensión e impaciencia.
Aquello no le gustaba nada.
Se estaba alejando de la protección de sus dioses, si alguna vez la había tenido. Pero sobre todo se alejaba de la protección de cualquier minotauro que quisiera venir a rescatarlo. Ese camino le llevaba a un lugar al que nadie se atrevería a ir a buscarlo.
Un territorio sin ley, sin normas, sin inscripciones en las Piedras altas... Debía salvarse por sí mismo.
No había tiempo que perder. Tenía que huir. Correr sin mirar atrás. No era cobardía. Él se enfrentaría con quien fuera, y nadie volvería a sorprenderle. Se sentía preparado para vivir o morir en la arena de los dioses. Pero, ¿contra el Ordamidón? Para eso no creía estar preparado.
Fuera como fuese debía volver a las tierras de Karbutanlak.
Con furia se lanzó contra la pared que parecía tener más rendijas, más sol en su superficie. Aquélla era la débil. «Cuando se ataca, hazlo contra el punto más débil o contra el más fuerte —le había enseñado su padre—, no ataques al punto medio, conseguirás resultados mediocres.»
Una vez. Dos. Tres veces.
Con el hombro por delante intentaba que las maderas cedieran. En cada carga se movía todo como en un pequeño terremoto. El ritmo se alteraba. El balanceo se volvía temblor. Pero tardaba poco en volver a la normalidad.
Una. Dos y tres veces más.
Todo igual.
El brazo, enrojecido por los fuertes golpes, le dolía. ¿A quién le importaba eso? Le daba igual. Sólo quería salir. Como fuera, y si para ello debía herirse el hombro, estaba dispuesto a pagar el precio. Ya se lo curaría Sadora con sus mejunjes y ungüentos.
Se dispuso a lanzarse de nuevo.
Esta vez cogió toda la carrerilla que pudo. Se tiró el pelo hacia atrás. Agachó la cabeza. Levantó la mirada. Con el pie derecho hizo el gesto de escarbar en el suelo, como tantas veces había visto hacer a Worobul.
Preparó su cuerpo para el golpe. Llenó los pulmones de aquel aire retenido. Aguantó la respiración, convencido de conseguir derrotar a la madera.
Estaba preparado y, sin embargo, su sencillo plan se vino abajo. Algo falló en sus cálculos.
No pudo dar ni un paso. Todo se detuvo de repente en una quietud nerviosa.
—¡Eh! Aquí dentro. ¿Alguien puede sacarme? Soy Yaruf, hijo de Worobul, de la tribu de Worfratan. ¡Eh! Estoy aquí dentro.
No hubo respuesta.
Volvió a lanzarse contra la pared, con violencia y rabia. Esperaba que alguien le dijera algo. Que le regañaran. Que le tranquilizaran. Que le amenazaran. Que le mandaran estar quieto. ¡Algo! No aguantaba no saber qué estaba ocurriendo.
Otra vez. Y otra vez más.
Nada.
Unos ligeros rumores, casi inaudibles, pero nadie se dirigía a él.
Un chasquido, un golpe seco en el lomo de algún animal. Volvió a sonar el cloc, cacloc, cloc, cacloc...
Yaruf se sentó en el suelo enfadado. Impotente. No podía hacer nada. Las maderas aguantaban sus envestidas. Los de fuera no le hacían caso. Volvía a estar en camino hacia no sabía dónde. Por lo menos, con el movimiento, su hutama había rodado hasta sus pies. «Bueno, no he perdido mi arma, y eso que antes estuvo a punto de herirme. ¡Mi propia arma!» Yaruf se aferró a ella y pensó que en cuanto alguien decidiera entrar allí le pediría explicaciones.
Pasó el tiempo.
¿Cuánto? Yaruf no lo sabía.
Todo parecía igual. Monótono. Circular. Envolvente.
No ocurría nada. Sólo el maldito balanceo.
De tanto en cuanto se pegaba a una de las grietas para comprobar si algo variaba en el paisaje. Y cada vez que comprobaba que todo seguía igual, se tranquilizaba pensando en que si seguía habiendo aquella frondosidad que se perdía en el horizonte, el lugar al que se dirigía no podía ser tan malo.
Si era cierto lo que contaban, Yaruf esperaba encontrar un paisaje desolado. Un ambiente cruel, negruzco, un sitio en el que todo indicara que en las entrañas de aquel lugar vivía el dios insaciable y solitario que se suponía que era el Ordamidón.
Lo que vio fue peor.
En un momento, el aire empezó a oler a piel quemada. La luz se iba agrisando de forma sutil, pero irremediable. Había en el ambiente algo inhóspito, salvaje; voraz. Incluso llegó a ver una gran extensión de árboles cortados que resistían mutilados y avergonzados sobre el terreno empobrecido. Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo. Era un espectáculo triste que de repente se volvió despiadado y brutal cuando aparecieron al borde del camino unos gigantescos palos que atravesaban cabezas de minotauro descornados.
No había uno, ni dos, ni siete... Decenas y decenas de minotauros decapitados, con los ojos perdidos en un infinito que no conseguían encontrar, decoraban de manera macabra el camino.
¿Quién había hecho eso?
¿Quiénes eran esos desgraciados que habían encontrado tan cruel fortuna? ¿El Ordamidón? ¿Era capaz un dios de hacer semejante locura, tal barbaridad?
Después del horror, la calma.
El paisaje volvió a la normalidad, y así llegó la noche.
Yaruf no quería dormir. Primero porque le había impresionado lo que había visto a través de las rendijas del carro. Y segundo porque tenía que estar atento a cualquier ruido, a cualquier alteración de la tranquilidad de la noche.
«Tengo que estar preparado —pensaba para darse ánimos y mantenerse en vela—, puede que tenga una oportunidad de escapar. Pero como me duerma, si se me ocurre dormir, estaré a merced de esta cosa que me ha atrapado.»
Yaruf se sentó, atento, intentando ver con los oídos. Traspasar las paredes. Trataba de descubrir a qué o a quién pertenecía el más mínimo ruido, el más ligero murmullo o el más leve movimiento que se produjera fuera.
Así, pudo adivinar que por más que sus captores intentaran no hacer ningún tipo de ruido, había dos minotauros como el que le había atacado. Sus grilletes rompían la oscuridad. «Deben de ser compañeros del minotauro que me atacó, sus pasos suenan igual de metálicos.» Pudo adivinar, también, que habían encendido fuego y que estaban cocinando algo. Tal vez un conejo, o un jabalí... eso no podía saberlo. Por la forma en la que murmuraban pudo adivinar que estaban asustados. Tal vez lo estuvieran por su culpa.
«Creo que esos de ahí no esperaban encontrarse con un humano, seguro que están más extrañados que yo. Lo más lógico es que me lleven ante su jefe. Allí podré explicar quién soy y por qué estaba merodeando por estas tierras.»
La única cosa que no le cuadraba a Yaruf era que esos dos no supieran quién era él, pero sobre todo, que estuvieran en medio de las tierras del Ordamidón. «¿Serán descendientes de la expedición de Yaduvé? ¿Por qué no se unen a los demás clanes? ¿Cómo es que nadie ha tenido noticia de ellos, si realmente sobrevivieron a la expedición? ¿Serán espíritus de aspecto táurico? ¿Siervos del Ordamidón? ¿Un clan maldito por todas las eternidades?
Era difícil de saber. Pero el hecho de haber identificado el mismo sonido metálico de los grilletes en los pies le había tranquilizado. Estaba convencido de que si eso de ahí fuera eran minotauros, tal y como todo parecía indicar, podría entenderse con ellos o vencerlos con su hutama. En realidad, Yaruf tenía ganas de volver a enfrentarse a un minotauro. Había estado a punto de ganar. Había sido ágil de movimientos, rápido de reflejos, inteligente con su arma. Solamente su exceso de confianza le había hecho perder, sólo sus ganas de vencer le habían traicionado.
«Ya me lo decía Worobul, mi peor enemigo soy yo mismo. Si no pierdo la atención, si me mantengo atento, seguro que gano a cualquiera, y quién sabe, incluso puede que gane aHuKlio.»
En eso estaba pensando Yaruf cuando los murmullos suaves se convirtieron en un potente grito:
—¿Quién anda ahí? Somos miembros de la Orden de los Cinco Enemigos. ¡Alto! Sal de la oscuridad en la que te escondes.
Era una voz profunda, táurica, algo excitada y con cierto miedo. ¿La Orden de los Cinco Enemigos?
A Yaruf le sorprendió que aquel minotauro se presentara de ese modo. No había citado su clan, o su tribu, como era costumbre. No. Por el contrario había pronunciado la Orden de los Cinco Enemigos como si eso bastara para ahuyentar al merodeador. La voz, envalentonada por la falta de respuesta, continuó diciendo:
—Te hemos oído. Lárgate o servirás de comida para la bestia.
«Hemos —pensó orgulloso Yaruf—. Eso significa que hay más de uno... Me jugaría el arma a que son dos. Pero ¿quién será la bestia? ¿No se estará refiriendo a mí?»
—Bueno, cálmate, a lo mejor ha sido el viento o vete tú a saber. —Era la otra voz. Más calmada y como si estuviera acabando de masticar algo—. Terminemos de comer. Si es una fiera no se acercará. Tenemos un buen fuego. Ahora sigamos en silencio.
—De acuerdo, pero sabes que no me gusta estar en estas tierras. Quiero volver a la Orden... Nunca se sabe lo que por aquí puede rondar. Ya sabes las historias que cuentan...
—Son cuentos para asustar a los pequeños. ¿No irás a creer en todo eso...
—Ah, sí, y si estas tierras son tan normales qué me dices de lo que llevamos ahí dentro... Eso no es normal...
Yaruf no pudo resistir y como si formase parte de la conversación protestó:
—¡Eh! Yo sí que soy normal... Soy Yaruf, hijo de Worobul, y tengo que volver con los mios. Tengo una pelea contra HuKlio en la arena de los dioses... Debéis dejarme ir.
—¡Chsss! Cállate ya —le dijo la Primera voz a la segunda—. Mira lo que has hecho. No podemos hablar con eso o ya sabes lo que nos puede pasar.
—¿Qué os puede pasar? ¡Eh! Contestadme. O como mínimo dadme de comer algo. Tengo hambre y sed... Dejadme salir de aquí.
Nada. Los dos minotauros habían vuelto a callar y Yaruf se quedó frustrado en silencio, enfadado y hambriento hasta que sonó un fuerte golpe, un chillido y la primera voz que decía:
—¡Gátere, Gátere! Lo han matado. Amigo. ¡Cobardes! ¡Quiénes sois! Salid de las sombras. Venia aquí si os atrevéis. ¡Mi hacha os espera!
Yaruf se puso en pie. Cogió su hutama. ¿Sería la misma cosa que había matado a su rival en el bosque? No podía saberlo. Lo único que podía hacer era oler la sangre del minotauro muerto y el miedo del minotauro Vivo. Sonaron unas pezuñas, un animal que Yaruf no era capaz de identificar. Pero era veloz, ágil y brutal.
El minotauro había cogido su hacha y gritaba:
—¿Quién eres? ¿De dónde sales?
No hubo respuesta. Sonó el acero en la noche tranquila. Los alaridos de batalla. Los gruñidos de ataques, de defensas.
¿Quién estaba ganando?
¿A favor de quién ir?
Dentro de su prisión enjaulada. Yaruf se movía como una fiera enjaulada. Esperaba el resultado de la batalla. ¿Vendrían a por él?
Volvió a reinar el silencio. Sonaron unos pasos, más ligeros que los de un minotauro, pero mucho más fuertes que los del propio Yaruf. De un potente golpe alguien rompió la madera.
Yaruf no esperó, salto fuera, con la hutama por delante, atacando a aquel que había matado a sus dos secuestradores. No sabía por qué, pero se sentía más cerca de los minotauros muertos que de ese que ahora quería entrar en su prisión.
Estaba confuso.
Tenía que luchar primero, preguntar después.
En su posición de defensa pudo ver una figura tapada con una larga túnica que se movía en la noche como una maldición.
No era un minotauro. Mo era nada de lo que recordara haber visto. Era una sombra dentro de las sombras de la noche. No se presentó. Se lanzó en un ataque feroz, pero la sombra se desplazó ágil, esquivando perfectamente el envite. La sombra alzaba una gran hacha, pero parecía como si no quisiera atacar con ella, se limitaba a esquivar los golpes.
Yaruf empezaba a cansarse. No podía darle. No podía encontrar una posición de ataque que le diera ventaja. Aquella figura cubierta con la túnica y alumbrada por la hoguera que habían encendido los dos minotauros le daba a todo un aspecto de sueño, irreal. La túnica se bamboleaba con la suave brisa, de ella salía una mano que no parecía táurica, ¿era humana? De pronto, aquel ser salido de las tripas de la noche pronunció una frase en un idioma que a Yaruf le pareció lejano... la lengua de su infancia. El recuerdo de un hogar perdido. De un hombre enjuto y unos papeles. De una habitación con una pequeña ventana. Aquélla era la lengua de sus padres. Aquella sombra era un hombre.
—Creo que deberíamos parar de pelear. Podríamos hacernos daño, Yaruf.
¿Yaruf? Ése era su nombre y escucharlo le inmovilizó.
—No sabes quién soy, ¿verdad?
Yaruf negó con la cabeza. Estaba paralizado. Vencido. De la túnica apareció un rostro negro como la noche en la que estaban peleando.
—Un día te salvé la vida. Soy Ong-Lam.
«Cuando te juegas la vida, el sigilo es tu mayor aliado. Si quiero conservar la cabeza sobre los hombros debo moverme en el silencio, sin levantarlo, sin que ni él se dé cuenta de que estoy aquí.»
No paraba de repetirse estas frases para animarse a no cometer el más mínimo fallo, a no provocar el más ligero de los sonidos. Efectivamente, si algún centinela descubría que Kor estaba en la biblioteca del castillo de Adhelón VI, le mataría sin previo aviso. Luego, no tenía dudas de que colgarían su cuerpo del palo más alto de la plaza pública. Como a un vulgar ladronzuelo de ganado, como a un traidor. Y si no lo mataba el centinela, aún sería peor. Le harían preso. Luego le torturarían. Le arrancarían la piel a tiras; finas, largas, muy dolorosas. Nadie le ahorraría el más mínimo sufrimiento.
«¡Miserables! ¿Dónde estaban esas ratas antes? ¡Antes nadie se atrevía ni a mirarme a los ojos por miedo a que les fulminase o los convirtiera en piedras en mitad del camino! ¡Cobardes! Ahora sí que os sentís fuertes. Pero ya veremos, ya veremos quién acaba colgado por los pies.»
La mente de Kor era un torbellino de ira y fuego, indignación y violencia contenida. Hubiera dado puñetazos en la tierra hasta partirla en dos. Aún no era el momento. Ya tendría tiempo para hacer temblar el suelo. ¡Por los dioses que lo haría!
Ya llegaría la dulce hora de la venganza. Ahora era preciso batirse en retirada para atacar después. Retroceder, no para escapar sino para tomar impulso. Fuerza. Energía. Y cuando lo hiciera, cuando en sus manos concentrara el poder, todo el poder, se estremecerían los cielos como jamás lo hicieran con una tormenta. Para siempre.
Sin embargo, si pensaba en su situación, aún le costaba creerlo. Hacerse a la idea de que en tan sólo cinco días, cinco días demoníacos, se había derrumbado todo, absolutamente todo aquello que había tardado toda una vida en construir. No quedaba rastro de sus días de gloria tranquila. No había quedado piedra sobre piedra. Aquellos tiempos habían terminado.
No quería lamentarse. ¿Para qué? En parte se sentía un poco culpable de todo lo que le había sucedido. Lo mejor, lo más práctico, lo más inteligente era apuntar la lección y procurar que nunca más el destino le sorprendiera distraído. Tendría toda una eternidad para resarcirse. Para cambiar las cosas. Y es lo que iba a hacer a partir de ya. Buscar la eternidad, y una vez encontrada, regocijarse en ella, jugar en sus campos como un muchacho lo hace en los campos recién llovidos.
Era capaz de seguir. Se sentía con fuerzas de andar el camino. Era el momento de reunir los pedazos de la vida que se le había desmoronado y construir otra. Más fuerte. Más sólida. Capaz de aguantar las embestidas de los tiempos.
«Mi error ha sido acomodarme. Desdeñar el verdadero poder. La verdadera magia. Es una señal. Mis antepasados me gritan para que de una vez por todas lleve a mi estirpe a lo más alto. No al servicio de un rey. No a las órdenes de nada ni de nadie. Sólo al servicio de mi voluntad y de mi linaje.»
¿Cómo había podido dejarse engañar de semejante modo?
El frasco que le había dado aquella bruja, y que ahora llevaba siempre consigo para acordarse de que no podía confiar más que en sí mismo, no era ninguna cura para el rey.
Adhelón no estaba enfermo. Sin embargo, estaba muerto.
Había sido envenenado y él había sido la mano que había puesto, delante de todos los médicos de la corte, el veneno en la comida del rey. Aún podía verse, presumido y orgulloso, anunciándoles a todos:
—Nuestro querido rey, el gran Adhelón VI, está tremendamente enfermo. Me lo han dicho las voces secretas de los muertos. Me lo ha revelado el sueño de los demonios y esos espíritus que Demora y Aromed escupen a este mundo para terror de los descreídos y beneficio de los nigromantes. Escuchad, pues, lo que os digo. Aquí, dentro de este frasco de cristal, y sólo aquí dentro, hay el remedio para Nuestra Majestad.
—Nosotros somos médicos y no vemos que Su Excelencia esté enfermo. Al contrario, la última sangría que le hemos realizado nos dice casi sin lugar a dudas que goza de una gran salud, digna de un dios —habían protestado airadamente los médicos.
—Vuestras zalamerías no van a salvar al rey, ilusos. Vosotros no podéis ver más que este mundo que no es real, que es una mera sombra de la realidad. Un destello de Nígaron. Como un árbol se refleja en un charco en un día de tormenta. ¡Bufones! Si no me equivoco, y corregidme si lo hago, vosotros no sois nigromantes. Desconocéis los atajos y los escondrijos que usa la tragedia. Yo no. ¡Estúpidos! Soy el nigromante del rey. Decís que le habéis liberado su cuerpo de la sangre sobrante y que ésta tiene un color rojo propio de quien no está enfermo. ¿No tiene a veces el cielo el color azul de los días tranquilos y de repente se torna oscuro? Vosotros no sabéis nada de la sangre. Más que lo que ella os quiera contar, que es, creedme, necios, muy poca cosa.
Eso les había dicho.
Seguro, alzando el frasco que le había dado Qüídia. Creyendo en aquella bruja como el mismo rey creía en él. Sí, porque delante de todos, Adhelón VI había dicho:
—Confío en Kor. Me ha servido fielmente durante todos estos años. Si dice que estoy enfermo, estoy enfermo. Que me dé la cura. No quiero morir. Pero si esto es una jugarreta... Si es una trampa, que no lo creo, no dudes, Kor, que mis perros se comerán tus entrañas como si fueran tripas de cerdo. Ésa es mi voluntad y que aquí quede dicha para su cumplimiento en caso de que no me cure de la enfermedad que Kor asegura que tengo.
Los médicos protestaron todo cuanto pudieron, hasta que al fin, impotentes, obedecieron las órdenes de Adhelón.
—Como mínimo nos quedaremos aquí para ser testigos de todo lo que hace este al que llaman nigromante —habían dicho rodeando al rey.
Y así hubo siete testigos que vieron cómo el nigromante vertía el líquido sobre la comida de Su Majestad. Siete testigos que vieron cómo el rey, justo al tragar el último trozo de faisán, empezaba a convulsionar. A temblar. A toser como si fuese a echar el alma por la boca. En cuestión de pocos segundos cayó al suelo. Frío. Inerte. Muerto.
«Debería haberlo imaginado. Esa bruja se ganó mi confianza. Me dijo lo de la rebelión para que creyese en ella. Y cuando me ha tenido de rodillas... me ha cortado la cabeza.»
Por suerte, mientras los médicos se abalanzaron sobre el rey para tratar de reanimarlo, Kor se había podido escabullir del salón. Tenía que salir del reino, pero no quería hacerlo sin las Sagradas Escrituras de Nígaron.
«Allí reside el poder. A Qüídia le daba terror que el laberinto fuese abierto. Seguramente adivinó mis intenciones de querer hacerme con el poder que reside dentro. Descubrió que se la quería jugar, por eso me ha tendido esta trampa. Piensa que me ha eliminado y que así tiene un rival menos. Se equivoca. Voy a ser su pesadilla. Voy a abrir el laberinto. Cueste lo que cueste. Me haré con el poder. Y cuando lo tenga... la chafaré como se chafa a un gusano. Me da igual con la ayuda de quién. Con la ayuda de los minotauros o de los dioses caídos voy a ser el próximo rey. Me da igual cuál sea la escalera para subir al trono. Subiré de todos modos.»
Por fin, en una de las estanterías más altas de la biblioteca, encontró la caja de oro que encerraba los más de cien pergaminos que componían las Sagradas Escrituras de Nígaron. «Aquí estáis —suspiró en voz alta—. El manuscrito original, la voz de O anotada por los primeros hombres que habitaron la tierra. Si hay un camino hacia el laberinto, sin duda lo encontraré entre estas palabras.»
Sin perder tiempo se esfumó y salió de las murallas de Adhelonia por un pasillo subterráneo que él mismo había mandado construir tiempo atrás.
«Tengo que admitir que la bruja tenía razón en algunas cosas. Todo lo que hacemos en nuestras vidas son puntos que si se unen... ¿Quién me iba a decir ayer que este túnel me iba a ser de tanta ayuda hoy? ¿Quién me iba a decir a mí que conseguiría salvar la vida gracias a él?»
Protegido por la oscuridad de la noche se dirigió hacia la profundidad del bosque. Lejos de la curiosidad de los hombres. De sus envidias y venganzas. Lejos de ellos para volver como su rey.
En un pequeño y tenebroso rincón había podido levantar una cabaña para resguardarse y leer tranquilo las Escrituras. Estudiarlas. No perder detalle. De ello dependía su vida a partir de ese momento. Necesitaba poder concentrarse, y estaba seguro de que nadie le vendría a buscar allí. No en las tierras en las que, según asegura la leyenda, el pastor Asda sigue a día de hoy cumpliendo con su castigo.
Día tras día. Noche tras noche estuvo escudriñando las Escrituras. Tomando notas y más notas. De entre los más de cien pergaminos, tan sólo uno hacía referencia al Laberinto de la Alianza.
No pocos estudiosos, sacerdotes, hechiceros e incluso reyes habían dicho que el laberinto no era más que una fábula simbólica a la que era casi imposible dar una explicación. Hubo quien incluso había propuesto que ese pergamino, extraño en el conjunto de las Escrituras, fuera apartado, extraído, cercenado de los demás pergaminos:
«No tiene sentido que los antepasados nos hablen de una alianza con los enemigos. Ni el laberinto, ni su arquitecto, ni la presencia de sus custodios se vuelven a mencionar en ningún otro pasaje de las Escrituras. Alguien lo colocaría entre los pergaminos originales para destruir el significado real de las Escrituras: debemos acabar con los minotauros.»
Ésta era una opinión que se había dado más de una vez, aunque por una razón o por otra, el pergamino del laberinto seguía formando parte de las Sagradas Escrituras. Y no menos cierto era que costaba mucho dar una explicación a unas palabras que parecían juntadas al azar, contradictorias y herméticas.
A pesar de que Kor se concentraba y apenas pestañeaba, no lograba descifrar frases como:
EL LABERINTO DE LA ALIANZA ES LA DESUNIÓN,
LA ESPADA, LA GUERRA. EL ÚLTIMO FIN DE LA SANGRE.
ES LA SANGRE MISMA. QUIEN ENTRA SE QUEMA, QUIEN
SE ALEJA SE HIELA. PERO EL FUEGO VENCE AL HIELO.
SE EQUIVOCA TODO AQUEL QUE PIENSE QUE LOS
ENEMIGOS SE ABRAZARÁN. QUE LOS TIEMPOS SEAN
TESTIGOS DE QUE LOS ENEMIGOS LO SERÁN PARA
SIEMPRE. CINCO PUERTAS.
LOS ENEMIGOS NO PUEDEN COMPARTIR
NI LA MISMA ENTRADA.
ABRAZA A TU ENEMIGO, ENFRÉNTATE A TU AMIGO.
PARA UNO SERÁ EL PODER.
PARA ÉL, LA GLORIA Y LA DESDICHA.
EL REINO Y LA SOLEDAD.
UNO SE ENCONTRARÁ. LOS DEMÁS...
¿ACASO NO ENTRARON PERDIDOS?
ENCERRADO EN ESTE PERGAMINO ESTÁ EL CAMINO
AL LABERINTO.
ENCERRADO EN EL LABERINTO
ESTÁ EL QUE ENTRARÁ BAJO EL SIGNO
DE LOS PRÍNCIPES.
SIN ÉL, SIN LA LÍNEA DEL HORIZONTE QUE UNE
CIELO Y MAR,
NADIE PODRÁ SALIR, NI LOS QUE YA ESTÁN FUERA.
De entre todas las frases sin sentido, esta última le había hecho perder mucho tiempo. No entendía. Era incapaz. En el texto no había nada que se pareciese ni de lejos a un camino ni a nada parecido.
Pero una noche en la que estaba embobado leyendo una y otra vez esta última frase, como si a fuerza de poner sus ojos encima pudiese encontrar una pista, se le resbaló de entre los dedos el frasco del veneno y se rompió justo encima del pergamino.
«¿Será posible ser más torpe?», se lamentó Kor.
En ese instante vio cómo una pequeñísima gota que había quedado dentro del frasco se expandía sobre el pergamino. Se expandía y se expandía como si en lugar de una gota hubiese caído todo un vaso lleno de agua.
«¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Por todos los dioses!»
¡La tinta se estaba borrando!
¡Las letras estaban desapareciendo!
Kor sopló, refregó, intentó parar esa tragedia.
«¡Se está destruyendo un pergamino tan antiguo como el hombre!» No pudo hacer nada, sólo ver cómo al final habían desaparecido casi todas las letras. Casi todas las líneas.
Movió la cabeza. Pasó suavemente sus manos por encima del pergamino, como para curarlo.
«¡Frasco maldito! Ha borrado el pergamino del mismo modo que borró la vida Adhelón. Juro que si...»
No pudo continuar, porque de repente se dio cuenta de que las letras que habían quedado tenían más sentido que las que se habían borrado:
LO SUPERFLUO HA SIDO BORRADO.
EL CAMINO REVELADO.
ENTRE LA NIEBLA SE ERIGE UNA ISLA.
EN LA ISLA SE ERIGE EL LABERINTO.
CRUZA LAS SERPIENTES QUE PUEBLAN LAS CABEZAS
DE LOS HOMBRES.
TU DESTINO TE ESPERA.
De un salto se puso en pie.
Lo había encontrado. Ahora todo tenía sentido. Las serpientes que pueblan las cabezas de los hombres... las supersticiones. Los miedos. ¡El mar del abismo! Cruzarlo para encontrar la isla de Darcalion. Ahí estaba la clave. Ahí estaba el laberinto. Ahí tenía que ir.
Al alba Ong-Lam despertó a Yaruf.
—Bueno, ya hemos descansado suficiente. No es prudente seguir por aquí. Seguro que los otros minotauros echarán de menos a sus compañeros y vendrán a buscarlos. Será mejor esconderse y quitarse de en medio. Es preferible que piensen que todo lo malo que sucede por estas tierras es por culpa del Ordamidón. Además, en mi refugio tengo una cosa que es tuya y quiero dártela.
—¿Qué cosa? —preguntó Yaruf sorprendido.
Ong-Lam tardó en contestar. No porque no supiera la respuesta. No. Aquel chico con el ojo del color de un atardecer de verano seguía hipnotizándole con la mirada. A pesar del tiempo, Yaruf mantenía intacta la inocencia y la nobleza del niño que cruzó con él el mar del abismo. Y eso transportó al general a unos días pasados. Antes de embarcarse. Antes de empezar una aventura de la que no estaba seguro de poder salir con vida. Antes de todo. Y recordó a su mujer y a su hijo. Inevitablemente se hizo la pregunta que tantas y tantas veces se había hecho en la soledad de aquellas tierras para él salvajes e inhóspitas. Después de tanto tiempo la incertidumbre seguía estrangulándole el corazón: ¿estarían bien, a salvo? ¿O Kor, dando por hecho que no había cumplido con su misión de cuidar a Yaruf, los habría eliminado?
No podía saberlo. El nigromante era imprevisible, tanto en la alegría como en el enfado. Sólo podía seguir con la duda.
—¿Qué cosa? —insistió Yaruf al ver que Ong-Lam se había quedado inmóvil—. ¿Qué cosa tienes que sea de mí?
La incorrección de la frase de Yaruf hizo sonreír a Ong-Lam. Si bien hablaba perfectamente la lengua de los hombres, en ocasiones se atrancaba, se equivocaba, por no hablar del tono mucho más profundo y gutural que usaba; sin duda influencia del táurico que durante tanto tiempo había hablado con el clan que le adoptó.
De todos modos, para el general era sorprendente ver cómo la memoria de los hombres puede permanecer dormida mucho tiempo, pero no para siempre. Y estaba seguro de que tarde o temprano Yaruf lo acabaría recordando todo acerca de sus días en Adhelonia.
—Eh... es una sorpresa. Así harás con más ganas el camino, que ya te advierto aquí y ahora: no es nada fácil.
Yaruf asintió con la cabeza con autoridad. Miró al precioso caballo de piel azabache tostado y se sintió un poco tonto por no haberlo reconocido cuando salió del carro hutama en mano.
Podía recordar perfectamente a los hombres a lomos de estos nobles animales. Podía ver en la claridad de unos recuerdos casi cercanos que los humanos eran más ágiles, más veloces, más fuertes gracias a los caballos. Pero hacía tanto tiempo que no había visto a uno... En los clanes táuricos no se domesticaban. No era de extrañar. Ningún caballo, por robusto que fuera, podía soportar la descomunal figura de un minotauro.
—Es precioso, ¿verdad? Hay varias manadas de caballos salvajes más al norte. Iremos a ver si hay alguno para ti. Éste es una maravilla. No hay animal mejor que el caballo. Tanto que nos hemos peleado los hombres y los minotauros para determinar cuál de las dos es la mejor especie... y el único animal que realmente vale la pena es el caballo. En fin, la verdad es que no le he puesto ningún nombre, pero él tampoco me lo ha puesto a mí, así que estamos en paz. Je, je... Con unos pocos silbidos nos entendemos. —Ong-Lam le acarició la crin y le dio dos golpes secos en el lomo. Luego hizo un agudo silbido y el animal se puso sobre sus cuartos traseros, como si se alegrara de escuchar aquel sonido—. ¿Te gustaría montar? Aquí no tengo sillas, pero cuando te acostumbras es mucho mejor así. La relación es más estrecha, más de tú a tú. Ya sé que ignoras de qué te hablo, pero si subes lo entenderás. Ya verás.
Por el momento Yaruf prefería mirar al caballo que encaramarse a sus lomos. Así que declinó la invitación y los tres empezaron a andar.
Tal y como había advertido Ong-Lam, no era un trayecto sencillo. El terreno parecía no querer visitantes inoportunos. Se alzaba, se retorcía. Se erguía impertinente como una serpiente de cascabel a punto de atacar a una presa hipnotizada.
Sólo después de una buena caminata, y de varias bifurcaciones que desorientarían al mejor de los viajeros, se llegaba a un vertiginoso paso que sorteaba un precipicio profundo y vertical en el que se despeñaba la vista. Aquélla era la única forma de acceder a la espesa y blanca catarata tras la que se ocultaba la entrada a la cueva en la que Ong-Lam había vivido durante todos aquellos años.
—Aquí no te encontraría ni el mejor de los rastreadores táuricos —exclamó impresionado Yaruf antes de cruzar la imponente cortina de agua.
—Ni táurico ni no táurico. La vida en estas tierras no es nada sencilla. Aquí, como mínimo, puedo dormir tranquilo. Descansar. Relajarme y dejar de estar en la tensión constante que es la lucha por la supervivencia. —Él mismo se rio de lo profundas y solemnes que habían sonado aquellas palabras—. Bueno, dejémonos de grandes frases. Mira, desde aquí hay una vista excelente, casi como desde una torre de vigilancia. Si alguien quiere subir de día, le veo. Y nadie se atrevería a hacer este camino de noche. La oscuridad puede traicionar tus pasos. Al menor descuido puedes acabar bajando por el camino más rápido.
Cuando Yaruf entró en la cueva pudo ver que las paredes se hallaban repletas de símbolos que, si bien le resultaban vagamente familiares, no podía reconocer ni interpretar. Ong-Lam se dio cuenta de la cara extrañada que ponía Yaruf y dijo:
—Escritura humana. Veo que la has olvidado. Bueno, es normal. Si yo no lo he hecho es porque he practicado mucho. ¿Sabes?, antes, cuando estaba al mando de los ejércitos de Adhelón, no le daba demasiada importancia a escribir ni a nada parecido. Pero aquí he aprendido muchas cosas. Escribir las húmedas paredes de esta cueva ha sido para mí la única compañía durante todos los años que he estado solo. Sí, lo reconozco, eres la primera visita que recibo —bromeó Ong-Lam enmarañándole el pelo a Yaruf en un gesto cariñoso, casi paternal—. Puede que te parezca una locura, pero cuando escribo con esta pequeña piedra afilada es como si hablase con otra persona. Como si, incluso, descubriera cosas de mí que no podía ni imaginar que se encontraban.
—El mejor maestro de uno mismo es uno mismo... Esas cosas me enseñó Worobul.
—Exacto, muy bien dicho. Sabio guerrero ese tal Worobul.
—Los minotauros sólo pueden leer, la escritura está reservada para los hechiceros de cada tribu que escriben según les dicta el jefe de cada tribu o de cada clan.
—Mira, ves este símbolo de aquí... Eres tú. Aquí pone tu nombre: Ya... ruf. Luego escribiré que te he encontrado.
Yaruf se quedó mirando la pared, hechizado por aquel símbolo que hablaba de él, que era él. No podía reconocerlo, reconocerse. Algo en su cabeza bailaba intentando encontrar el ritmo de sus recuerdos... pero... no podía. Abandonó sus intentos y dijo:
—¿Qué es eso que tienes mío y que es una sorpresa?
Ong-Lam afirmó con la cabeza.
—Tienes toda la razón del mundo. Te he prometido algo y tengo que cumplirlo.
Dicho esto desapareció en la profundidad de la cueva mientras gritaba:
—Espera aquí, ya verás como te va a gustar. Todo este tiempo he estado esperando, pero hasta ahora no he encontrado el momento para dártelo...
Al cabo de un rato Ong-Lam regresó con un bulto harapiento en la mano.
—Toma, ábrelo. A ver si te acuerdas. No tengo ninguna duda de que cuando lo abras sabrás de qué se trata.
Con mucho cuidado Yaruf apartó aquella tela sucia y vieja y de ella emergió... su máscara de minotauro.
La misma que había llevado el día en el que conoció a Worobul. La misma que HuKlio había lanzado al mar con ira. Aquella máscara que... sí, recordaba a un hombre delgado que abría una caja... ¿o era él quien la abría? Luego, alboroto, gritos, insultos. Guerreros entrando en su casa. Él aferrándose a aquella máscara como si de ella dependiese su salvación. Un hombre en un trono. Las imágenes iban tan veloces que apenas podía retenerlas un instante en su cabeza.
No pudo remediarlo. Con las manos temblorosas se la puso. Lentamente, con solemnidad. Tras ella sentía algo muy fuerte que le empujaba. No sabía hacia dónde pero era como si la realidad se hubiese desenmascarado y le mostrase un rostro inquietante que sólo él podía ver.
—Así es como llegué a estas tierras —dijo Yaruf tras la máscara.
—Se parece a ti. Un ojo de cada color. Tal vez signifique algo.
Yaruf sabía que efectivamente significaba algo, pero no sabía el qué.
Detrás de aquella máscara se sentía protegido de cualquier mal. Seguro de cumplir con algo que tenía que hacer. Ningún mal podía sufrir con esa máscara. «Ha vuelto a mí en el momento en que más la necesito», pensó casi sin querer.
—Pareces un rey antiguo con esta máscara. Una leyenda de las que se cuentan en las Sagradas Escrituras de Nígaron. Yo, si quieres que te diga la verdad, tengo mis sospechas. Mis propias teorías de lo que estamos haciendo tú y yo aquí. He tenido mucho tiempo para pensar. Todo llegará.
Después de eso Ong-Lam encendió un fuego y preparó unas hierbas para «beber algo caliente que al cuerpo siempre le sienta bien», mientras hablaba y hablaba.
—Después de tanto tiempo callado a uno le alegra hablar con otro ser humano.
Ong-Lam hablaba de Adhelonia. Del rey. De Kor el nigromante. Nombres que para Yaruf no significaban nada. Pero también le hablaba de Ühr, el que fuera su padre y que ahora no sabía si podía recordarlo o era, simplemente, su cabeza que formaba una imagen distorsionada, casi ideal.
—Era un gran estudioso, un erudito. Nadie ha sabido más que él acerca de los minotauros. Estoy seguro de que conocía mejor la cultura táurica que muchos minotauros. Él fue el que advirtió que aquí, justo donde nos encontramos ahora, existían minotauros. Y él fue el primero que habló de la posibilidad de que existiera realmente el Laberinto de la Alianza.
—Hablas de él como si ya no existiera —protestó Yaruf, que se negaba a pensar que aquel hombre por el que sentía un incompresible afecto fuera de toda duda estuviera muerto.
—Bueno, perdona. Tienes razón. Es solamente una forma de hablar. El que realmente está muerto, como mínimo para todos los hombres, excepto tú, soy yo. Ya te he dicho que él se quedó en el barco y que no tengo ni la menor idea de si está vivo, muerto o... vete a saber tú, tal vez ahora sea el nuevo rey...
—¿Has estado todo este tiempo buscándome? —cambió radicalmente de tema Yaruf—. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Y este que dices que es mi padre? ¿Cómo es la tierra de los hombres?
Yaruf tenía tantas dudas... Ong-Lam ya le había ido explicando muchas cosas, pero no tenía suficiente. Apenas podía escuchar una respuesta sin plantear nuevas preguntas.
Ong-Lam, con la paciencia que sólo tienen los que han vivido solos durante muchos años, iba desgranando el relato de sus solitarios días en aquellas tierras. De los descubrimientos que había hecho, de los peligros a los que había sobrevivido y de las dificultades que había tenido que superar, empezando por el monstruo marino que le atacó en las aguas del mar del abismo.
—Cuando desperté mecido bajo la cúpula celeste oí cómo las olas rompían en la orilla. ¡Qué alegría! ¡Estábamos salvados! Como mínimo, pensaba lleno de optimismo, moriremos con un pie en tierra, como hacen los guerreros. Me negaba a que el destino me tuviera reservada una muerte en el mar, como a un pescador. Yo era un soldado, Yaruf. Un general de los ejércitos reales de Adhelonia. Si tenía que morir, si tenía que entrar en Nígaron, quería hacerlo por la puerta grande: peleando contra un minotauro. Y no por la puerta de atrás oliendo a pescado. Gloria para mi linaje y mis antepasados. Pero ahogado... No. Estuve a punto, créeme. Aquella bestia marina me atacó con su boca afilada. Te grité que nadaras sin mirar atrás. Y te vi. Nadar y nadar. Entonces estuve tranquilo. Mi misión era protegerte. Y mientras ese monstruo abisal estuviese entretenido con mi pierna, tú estarías a salvo. Por suerte, pude revolverme y agarrar el pequeño puñal que siempre llevo sujeto a la pantorrilla, mira, es éste, lo he conservado durante todo este tiempo... Con un arma en la mano volví a sentirme poderoso. Se lo clavé a la bestia en medio de los ojos. Pude penetrar su espesa piel de piedra. Él flotó, fulminado y muerto, con sus ojos en blanco que ya no volverían a ver nada. Yo, exhausto, me dejé arrastrar por el mar hasta la orilla. Te busqué. No te encontré. Intenté andar. No pude. Había perdido mucha sangre. Me desplomé. Al despertar no había ni rastro de ti. Pero encontré la máscara.
—Y mi padre se quedó en el barco...
—Exacto. Trató de zafarse de sus captores, pero no pudo escapar. Lo sujetaban varios hombres, mucho más fuertes que los que me sujetaban a mí.
Ong-Lam estaba convencido de que Ühr había muerto a manos de Al'Jyder. Tal vez lo hubieran lanzado por la borda. Tal vez lo hubieran entregado al rey o al nigromante. No podía saberlo, pero no quería decirle al chico que casi con total seguridad ya estaba campando por las eternamente fértiles tierras de Nígaron. Tampoco quería hacer creer al chico que su padre había sido un cobarde, o que le había faltado valor para lanzarse a las aguas del mar del abismo. El general trató de contestar, lo mejor que pudo, todas las preguntas que Yaruf hizo acerca de Ühr, sobre todo cuando con insistencia preguntó:
—Pero no me abandonó, ¿verdad? Él me quería, ¿verdad?
—No puedes ni imaginarte cuánto. Esté donde esté, se encuentre donde se encuentre, no dudes de que no ha dejado de pensar en ti ni un solo momento.
Yaruf se alegraba de escuchar esas palabras. No sabía la razón, pero para él era muy importante.
—¿Y mi madre? ¿Sabes algo acerca de ella?
—Murió cuando tú naciste —dijo Ong-Lam, breve y conciso.
—Vaya. Qué más pasó después de que vencieses a ese pececillo —cambió sorprendentemente de tema.
—Bueno, pues... Pasaron los días —siguió relatando Ong-Lam liberado de decir malas noticias a Yaruf—. Estaba vivo y eso significaba que seguía teniendo una misión: protegerte. Como una vez me recordó tu padre: «Un segundo más de vida es vida.» Así, hasta que no me demostrara a mí mismo que estabas muerto, no pararía de buscarte. Al fin, un día llegué a un asentamiento táurico muy pequeño. Era como si estuvieran apartados de los demás. ¡Por fin te había encontrado! Mi primera reacción fue raptarte y llevarte conmigo. Luego pensé. ¿Para qué? No tenía manera de salir de aquí. Y aquellos minotauros te cuidaban y te trataban como a uno más. Así que decidí dejarte con ellos. Eras miembro de un clan. Apartado, pero un clan al fin y al cabo. De tanto en tanto te iba a ver. Te vigilaba. Me muevo muy bien entre las sombras, créeme. He tenido que aprender a ser ligero, a no hacer ruido. A confundirme con las rocas. A veces, como la otra noche, he peleado contra minotauros, pero nunca han sabido que yo era un humano. Nunca me ha gustado hacerlo, pero no podía permitirme ser descubierto. En fin... Les he espiado y poco a poco he aprendido su lengua. Y si bien no la hablo, la entiendo bastante. Me aproveché de las historias que se cuentan acerca del Ordamidón, por eso decidí quedarme a este lado del monte. Aquí hay muchos menos minotauros y puedo estar más tranquilo. Los que te raptaron son los descendientes de una antigua expedición...
—¡La expedición de Yaduvé! —interrumpió excitado Yaruf.
—Exacto. Ése es el nombre que he oído más de una vez. La expedición, por lo que yo he entendido, estaba destinada a reconocer el terreno y buscar mejores tierras o amenazas que pusieran en peligro a los otros clanes. Pero encontraron algo que les hizo no volver. Una cosa que les mantiene apartados de los demás...
—¿Qué es? ¿Por qué no han dicho nada? ¿Cuál es...?
—Tranquilo, tranquilo —dijo sonriendo Ong-Lam—. Una pregunta después de otra. No dudes de que voy a contarte todo lo que sé, y si me olvido de algo seguro que tus preguntas harán que lo recuerde de inmediato. Según he podido saber, encontraron una extraña construcción. Un antiguo laberinto al que no pueden entrar... es el Laberinto de la Alianza. ¡El que buscaba tu padre! Encontrarlo, para Yaduvé, fue su mayor alegría a la vez que su mayor desgracia. Porque en la entrada hay una piedra enorme que dice que la tribu hecha con otras tribus que encuentre el laberinto tendrá que guardarlo hasta que lleguen los cinco enemigos...
—¿Has estado allí?
—No. Nunca lo he visto. Hay una enorme vigilancia. Son como una orden, una religión que adora al laberinto como si estuviera vivo. No dejan entrar a nadie. Creo que con el tiempo han hecho del laberinto una especie de Dios. Se llaman a sí mismos el clan maldito. Dicen que dentro del laberinto hay un gran poder, que se oyen gritos, y rumores que hacen estremecer los corazones... No sé, repito lo que he oído. ¿Has visto que estos de aquí llevaban grilletes? Es una especie de prueba. Para ser guardián del laberinto se encadenan durante varios días y varias noches. Los grilletes les recuerdan que están unidos al laberinto. Que tienen una misión que cumplir. También sacrifican a su gente. Los empalan en el camino, es una especie de ritual...
En ese momento de entre la cortina de agua apareció un halcón. Los dos humanos se asustaron ante la visita tan inesperada.
—Ese halcón me atacó hace algunos días —dijo Yaruf poniéndose en pie y agarrando su hutama para tratar de derribar al animal.
No pudo. En un aleteo furioso, el animal agarró la vasija en la que estaba bebiendo Ong-Lam y se largó.
—¿Qué significa eso? —preguntó Yaruf—. A mí me ataca. A ti te quita la vasija.
—Me gustaría estar equivocado, pero eso parece cosa de nigromantes y hechiceros. Creo que ya saben que estamos aquí. Tampoco es la primera vez que lo veo. De hecho le estaba persiguiendo a él cuando te encontré peleando con ese minotauro... Juraría que alguien ha querido que nos reencontrásemos definitivamente.
Yaruf estuvo varios días junto a Ong-Lam sin apenas pensar en su clan, y sólo recordando vagamente alguna de las historias, proverbios o himnos táuricos que le habían enseñado sus padres. No es que no los echase de menos. No. Era distinto. Era algo que le recorría las entrañas reptando desde un lugar muy profundo, tanto que no podía explicarlo, pero que le acercaba a un estanque calmado, de aguas limpias y transparentes. Al estar lejos de sus hermanastros, de HuKlio y de todos los minotauros que darían un cuerno por verle muerto, sentía algo muy similar a la alegría. Al reposo. A la tranquilidad. Todo ello a pesar de que la vida junto a Ong-Lam era más dura y sacrificada que en la tribu. Siempre escondiéndose. Todo el tiempo atento de no ser visto. Descubierto. Oculto de día, silencioso de noche. Sin embargo, hasta le parecía divertido. Porque le gustaba estar con Ong-Lam y cualquier cosa que hiciera a su lado le resultaba divertida, diferente y especial. Daba igual qué, si estaba Ong-Lam cerca todo parecía nuevo y excitante. Además, junto a aquel hombre del color de la hoguera cuando se apaga en plena noche, podía hacer miles y miles de preguntas acerca de los humanos. Eso le encantaba. Cualquier cosa que pudiera preguntar, por tonta que pudiese parecer, la preguntaba con una fascinación exagerada:
«¿En Adhelonia también encienden el fuego con unas hatamatuya?» O también: «El único amigo que tengo entre los minotauros decirme a mí que los hombres sangre beben de perros muertos, ¿es cierto?» «¿Los hombres hacen miedo de los minotauros?» Incluso preguntas que no tenían una respuesta exacta: «¿Quién ganaría en batalla? ¿Los hombres embisten con la cabeza pelear?»
Daba igual el momento o el lugar, Yaruf siempre encontraba alguna pregunta que hacer. Y fuera cual fuese la respuesta, siempre le interesaba y le hacía sentir un poco más parte de los hombres, un poco más miembro del reino de Adhelonia. Muchas veces suspiraba con la melancolía del exiliado:
—Qué suerte has tenido de estar poder en Adhelonia. Allí me gustaría volver. No estar demasiados años allí. Seguro que me gustaba mucho. Algo me dice de esto mi cabeza. Y ya, seguro que nadie quiere matarme por el simple aspecto que tenga o deje de tener.
Ong-Lam le escuchaba pacientemente. De vez en cuando le corregía algunas cosas de su particular manera de hablar. Tampoco abusaba. No quería cortarle. Se había acostumbrado al torbellino incorrecto del lenguaje de Yaruf. Sin embargo, sí procuraba que no idealizara a los hombres. Después de tantos años de soledad, después de tanto tiempo observando a aquellos majestuosos y descomunales seres, había llegado a la conclusión de que no había tantas diferencias entre humanos y minotauros. Unos y otros mostraban las mismas carencias y virtudes. Bondades y maldades se alternaban sin razón aparente. Desde fuera, como observador, él podía ver con la claridad del sol del mediodía que ambas especies repetían las mismas luchas por el poder. Las mismas desconfianzas. Las mismas lealtades e idénticas traiciones. Quería que Yaruf valorase las cosas en su justa medida:
—No pienses que los hombres son sólo buenos y nobles y que los minotauros son bestiales, despiadados y asesinos. No es así. Para nada. Me atrevería a decir que al contrario. Mira. Sólo quiero que pienses una cosa. Imagínate que en lugar de haberte pasado esto a ti, le hubiese pasado a un minotauro. Lo mismo. El mismo caso que el tuyo, pero al revés. No sé, fíjate lo que te digo..., no sé si hubiese habido una sola familia en cualquier reino humano que te hubiese adoptado como han hecho Worobul y Sadora. Lo raro no es que algunos quieran matarte, lo auténticamente increíble, y que dice mucho a su favor, es que no lo hayan hecho todavía. Créeme. Un minotauro entre los humanos no hubiera durado ni dos días. Estaría muerto o dentro de una jaula para que todos pudieran ver «al auténtico monstruo del que hablan las Sagradas Escrituras de Nígaron». Y no creas que contigo ahora sería mucho mejor... No. Si ahora mismo te encontrasen... quién sabe lo que te harían. Te meterían en una mazmorra. Te harían miles de preguntas. Te acusarían de ser amigo de las bestias, de haber traicionado a las Sagradas Escrituras... Cualquier cosa es posible. Porque la imaginación que los hombres tienen, la creatividad que les hace superar el hecho de ser muy inferiores físicamente a los demás animales, también los traiciona.
Yaruf no quería escuchar eso. No entendía exactamente de qué le estaba hablando. Sí. Entendía las palabras, pero no alcanzaba a comprender a qué hacían referencia. No. No quería saber nada de eso. Prefería que Ong-Lam le hablase de las grandes gestas humanas. De los impresionantes palacios. De la elegancia de los reyes y la opulencia de los ejércitos. Esos mundos que a él le parecían sacados de los sueños, de la fantasía. Todo tan maravilloso que cualquier otro tipo de vida le resultaba ridicula.
Otra cosa que le gustaba hacer era cazar de noche. Nunca lo había hecho, y le resultaba mucho más fascinante que por el día. Al principio no lo entendió, pero el general se lo explicó de este modo:
—Los que te vieron a ti ahora están muertos, cazando junto a sus dioses si es que en vida lo merecieron. Por ésos no tenemos que preocuparnos. Pero sí por todos los demás, que son bastantes. Créeme. No dudo que tarde o temprano se extrañarán por su ausencia. Enviarán a alguien a buscarlos. Y en ese caso, es imprescindible que no nos vean. Debemos hacer creer que todo lo malo que pasa es cosa del Ordamidón. Para nosotros es muy importante mantenernos ocultos. Así podemos seguir manteniendo una cierta ventaja. Si llegan a imaginar que hay humanos por aquí, vendrían a por nosotros. Empezaría la cacería. Y nuestra vida se complicaría.
Otra de las cosas que le fascinaba a Yaruf de su nueva y corta vida junto a Ong-Lam era montar a caballo. Al principio dudaba. Se resistía. Le parecía mal subirse a lomos de otro animal para ser más veloz. Pero Ong-Lam insistió tanto que un día, cuando Yaruf aún estaba durmiendo, apareció con un precioso caballo. Fuerte, de robustas patas, castaño manchado por extensos lagos de pelo blanco. Era un caballo joven, descarado y de pronto fácil. También era rápido y testarudo.
—Es como tú —le decía Ong-Lam—. Si os habéis encontrado es para hacer un gran equipo. Cuando lo descubrí pastando en las praderas que hay más al norte, pensé en ti. Fue repentino. Pensé: «Si Yaruf fuera caballo, sería este caballo. Seguro.» Lo encontré lejos de su manada, creo que está solo. Y no me costó demasiado que me acompañase. Únicamente tuve que decirle: «Conozco a un chico que es como tú pero en humano» —terminó entre risas.
Entre Yaruf y el animal nació casi al instante una relación muy especial. Se entendían. Se complementaban. Se querían. Tal vez porque, como había dicho Ong-Lam, aquél era un caballo solitario que quería dejar de serlo. Tal vez porque, como le había pasado a Yaruf, se había visto obligado a abandonar su manada. Y una vez solo, sin la protección de los suyos, había preferido irse con el general sin rechistar.
Lo cierto es que Ong-Lam no recordaba un caso en el que un hombre se hubiese convertido tan rápidamente en tan buen jinete:
—Mírate, parece que hubieras nacido a lomos de un caballo. Has entendido perfectamente de qué trata este sagrado arte. Sí, sagrado. Es una historia larga y algo compleja que ya te contaré, pero créeme si te digo que en la relación entre el hombre y el caballo no hay dioses de por medio, como mínimo que se conozcan, y aun así, de forma misteriosa, es una relación más sagrada de lo que pueda ser cualquier otra que el hombre entable con cualquier otro animal. Lo mejor, lo que más me ha alegrado es que no hayas cometido... ¡el gran error! Ese que cometen hasta los más grandes jinetes. ¿Cuál es? Mira, muchos hombres se sienten amos, casi propietarios del animal. Quieren mandar y que el animal obedezca. No es así. ¿Quién domestica a quién? Sí, tú dirás que es el hombre el que domestica al caballo porque le hace ir a donde quiere y eso lo convierte en su amo. Pero ¿acaso no lo cuidamos, le procuramos comida, le frotamos el pelo, le sanamos las heridas? ¿Quién domestica a quién? Nadie. Es un pacto, una relación de amistad desde el principio de los tiempos bajo el Cielo Azul Eterno. Una alianza indestructible. Sólo los jinetes, no los buenos o los malos, sino los de verdad, los auténticos, pueden entenderlo. Créeme, en el campo de batalla puede fallarte la persona que menos te imaginarías, pero tu caballo no. Siempre está allí, preparado para atacar cuando es necesario y huir si hace falta. Cuídalo y él cuidará de ti.
Yaruf, siguiendo el ejemplo de Ong-Lam, no le había puesto nombre al caballo: «Nombrar es otra forma de poseer las cosas. Lo aprendí en la corte de Adhelón. Si él no te dice su nombre, tal vez no le apetezca tener ninguno.» Pero Yaruf tenía un problema: como las características físicas de los minotauros les impedían silbar, tampoco él se había planteado jamás aprender a hacerlo. Por más y más que lo intentase no había sido capaz de hacer ese sonido agudo con la boca, como de un pájaro escondido entre nubes muy altas. Sin embargo, desarrolló una serie de ruidos con los labios que le bastaban para comunicarse con el caballo.
Entre cazar, montar a caballo, preguntar cosas acerca de los hombres y entrenar y entrenar con la hutama, a Yaruf se le pasaron los días. O mejor dicho, se le escaparon como agua entre los dedos. Todo era perfecto. Como en un sueño... Pero, precisamente, fueron los sueños los que devolvieron a Yaruf a la realidad cuando esa noche se despertó sobresaltado y gritando:
—¡Dentro! Todos están dentro. ¡Dentro!
Ong-Lam se acercó al rincón en el que dormía Yaruf e intentó calmarlo:
—Tranquilo, estás soñando. No pasa nada. Soy Ong-Lam. ¿Me oyes?
Yaruf se ubicó. Estaba en la cueva, junto a su amigo. Se incorporó aturdido y algo mareado. Sin saber por qué, fue en busca de su máscara. Teniéndola entre sus dedos se sentía un poco más tranquilo.
—Parecía muy real. Perdona si te he despertado.
—No pasa nada, pero...
—Tengo que ver laberinto —interrumpió Yaruf sin importarle nada de lo que le pudiese decir Ong-Lam—. Tengo que hasta allí. Este sueño real para no hacerle caso.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué cosa?
—¿Has soñado con unas paredes escarbadas en piedra viva? ¿Te has visto formando parte de cinco siluetas? Tú eras una silueta, ¿verdad? ¿Has soñado en todo esto? Bajo un estandarte propio...
Yaruf se sorprendió por todo lo que sabía Ong-Lam acerca de su sueño. Se echó hacia atrás. Escudriñó la cara del general. ¿Cómo era posible? Por primera vez desde su reencuentro dudó de él:
—¿Quién ha contado todo esto? ¿Quién eres?
Ong-Lam se dio cuenta de la desconfianza del chico:
—No, por favor. No te pienses que soy un hechicero ni nada parecido. La respuesta es mucho más sencilla. Llevo tiempo soñando cosas extrañas, y ésta, de la que acabas de despertar, es una de las más frecuentes. Al principio me levantaba sudando, excitado y gritando, pero ahora ya no. Es el maldito Laberinto de la Alianza. Supongo que sentimos su poder. Estamos cerca de él, y eso lo notan nuestros sueños. Pero no sé qué significa. No soy un nigromante.
—Creo que ir hasta el laberinto. Estoy seguro —dijo apretando la mirada como solía hacer cuando hablaba de cosas serias.
—Sí, puede que sí, pero hay algo que se te olvida...
—¿Qué cosa?
—No sé dónde está el laberinto.
—Pues que habrá buscarlo.
Ong-Lam se quedó mirando a Yaruf. Había pronunciado esa frase con tanta seguridad... con tanta autoridad... que bien podría pensarse que había sido Yaruf y no él quien había dirigido los ejércitos de Adhelón VI.
—Bien. Busquémoslo. Yo te acompañaré. Ya sabes que tengo una misión y quiero seguir cumpliéndola. Pero no sé si antes deberías hacer algo.
—¿Qué quieres decir?
—No es la primera vez que gritas por la noche. En realidad eres bastante escandaloso —bromeó el general para intentar que Yaruf se relajara un poco y no estuviera con esa tensión en la cara.
—Perdona si te molesto... —contestó de muy mala gana Yaruf.
—No seas tonto. Ven aquí y siéntate a mi lado. Creo que no me has hablado de algo que para ti es muy importante. Tan importante que tratas de esconderlo bajo las palabras. Cualquier intento es en vano. Mi madre siempre me decía que lo que intentamos escondernos a nosotros mismos siempre vuelve en forma de pesadilla. Si no persigues lo que debes hacer, al final lo que debes hacer te persigue a ti.
—Te no entiendo. Qué suerte que conociste a tu madre.
—Bueno, no seas injusto. Sabes que no quería decir esto. Bien, es posible que me esté liando. Te lo diré muy claramente para que me entiendas: tienes un combate en la arena de los dioses. Pero parece que le tienes miedo a un tal HuKlio.
—Yo no le tengo miedo a nadie —dijo en esta ocasión sin equivocar ni una palabra de la frase, como si hubiera brotado de la parte más amargamente humana de su ser.
—Entonces...
—Entonces ¿qué? —dijo Yaruf enfadado como nunca antes lo había estado—. Déjame en paz. No sé... No me creo lo decir. No nada. Eres brujo.
—Tranquilízate, Yaruf. No soy brujo. Ya te lo he dicho. Soy tu amigo. Soy yo, Ong-Lam. Si tienes una pelea, tienes una pelea. Y ya está. Si no quieres ir, no vayas. Pero no estoy seguro de que no quieras ir.
—Déjame en paz. Yo no tengo nada miedo.
—Puedes ganar. Te he visto pelear con tu arma, la hutama. Eres bueno. Eres rápido e inteligente. Te mueves con facilidad y sabes leer muy bien al contrincante. En los entrenamientos que hemos hecho me has ganado varias veces... Sólo tienes que querer ganar.
—¡No quiero volver con bestias! No soy de ellos. ¿Tú decir tienes misión protegerme a mí? No creo. Quieres que me maten. Como todos.
—No es verdad. No quiero que te maten. ¿Cómo puedes decir esto? Te estás comportando como un niño malcriado. Hay cosas que hay que hacer. Si tienes un duelo y no te presentas... ¿qué van a pensar de ti? ¿Qué van a pensar de todos los hombres? Que somos unos cobardes, claro. Nunca, jamás, ningún hombre ha entrado en la arena de los dioses, que yo sepa. Y no pongas esa cara. ¡Claro que sé lo que es la arena de los dioses! No hay que ser brujo para ello. Los humanos sabemos ciertas cosas de los minotauros, ¿sabes? Peleamos contra ellos. Vencimos...
—¡Con traición!
Yaruf no podía creer lo que acababa de decir. ¿Estaba defendiendo a los minotauros? ¿Estaba justificando su derrota?
—Puede que sí —respondió Ong-Lam—. Pero lo que está claro es que un guerrero no huye. No le da la espalda a los retos. Se enfrenta a ellos.
—Déjame paz. No tengo explicaciones a ti. No eres nada. Voy a buscar laberinto.
—Pero...
No hubo tiempo para más. La conversación había terminado.
Yaruf salió de la cueva. Estaba tan enfadado... ¿Quién se había pensado que era ese humano? Nadie le tenía que decir lo que debía hacer o dejar de hacer. Nadie le tenía que decir a él qué era el honor o la cobardía. Él había sobrevivido con esas bestias malditas. No quería entrar en la arena de los dioses. Nadie podía obligarle. ¿Quién iba a hacerlo? ¿Quién tenía autoridad sobre él? Su madre había muerto nada más nacer él. Y su padre, su verdadero padre... era un cobarde que no se había ni atrevido a lanzarse al agua del mar del abismo cuando había hecho falta. Cuando le había necesitado le había fallado. Como todos. ¿Quién podía obligarle a nada? ¿Sus dioses? ¿Quiénes eran sus dioses? Él no tenía dioses. Era libre de esos seres caprichosos y mezquinos que se pasaban las eternidades pensando en cómo castigar a sus propias creaciones. La vida eterna... Él estaba fuera de eso. Excluido. Qué pasaría si muriese. ¿Qué dios se haría cargo de su alma? ¿Qué dios le protegía a él? De nuevo, como cuando Worobul le dejó en medio del bosque, se sintió en una soledad total. Miró hacia el cielo. Tan estrellado como si a los seres eternos se les hubiera desparramado un cuenco lleno de estrellas. Tan inmenso y oscuro... Nadie le comprendía.
Tenía que ir al laberinto. Él era como el laberinto. Perdido entre sus propias paredes. Sólo y sin la esperanza de que nadie pudiese encontrar un camino enrevesado y engañoso que tal vez no llevara a ninguna parte, sólo vueltas y más vueltas sin sentido. Una soledad estéril. Sin fruto ni esperanza de nada.
Se tumbó un momento sobre la hierba humedecida por la noche. Quiso estirarse boca arriba. Sólo quería estar un poco tranquilo. Pero notó que al estirarse algo se le clavaba en la espalda.
¡Maldita sea!
Se incorporó rápidamente. ¿Qué se le había clavado? ¿Una ramita?
No. Era el colgante que le había dejado Worobul cuando le había abandonado en mitad del bosque. Le había dado la vuelta al cuello y se le había clavado en la espalda. Su piedra de jade. La que le había preparado Sadora.
Pensó en Sadora.
«¡Bah! —dijo, intentando destruir cualquier tipo de sentimiento—, otra bruja que seguro que quiere que muera.» Aunque estas palabras no las creyó del todo y se sintió un poco estúpido.
Decidió ir a por su caballo y largarse. Iría a buscar el laberinto. Ya estaba decidido. No acudiría a pelear contra HuKlio. No era justo. Si quería pelear, que viniese a buscarle. Y si Worobul se enfadaba, que no le hubiese dejado tirado en mitad del bosque. En mitad de camino de nada. En medio de ninguna parte.
Rápidamente montó a lomos de su caballo y empezó a caminar hacia el noreste. «Vamos a ver qué hay en ese laberinto. Y pienso matar a todos los minotauros que me salgan al paso.» ¿Matar? ¿Minotauros?
Como cuando se lanza una piedra plana sobre las aguas de un río, sus pensamientos saltaron hasta Hanunek. Su amigo. El raser lajun. Si no iba a pelear, moriría. Si no ganaba, moriría.
«¡Por las eternidades!» ¿Era su responsabilidad? Sólo se trataba de un minotauro más. Un tullido. Un marginado. Un débil que no podía defenderse solo. Casi como un humano en medio de minotauros.
Casi como él.
Frenó al caballo.
Hacia delante estaba el laberinto. Hacia atrás la arena de los dioses. Faltaban sólo dos días para la luna negra. Para el combate.
Dos caminos.
¿Qué hacer?
No podía forzar más la vista.
Aupado en una gran roca, Worobul intentaba ver algún cambio en el paisaje, algún detalle, por pequeño que fuese, que le diese la esperanza de que Yaruf volvía a casa. De que el joven humano estaba preparado para entrar en la arena de los dioses. De que había aceptado el desafío.
El paisaje permanecía inmutable ante las esperanzas del minotauro. No su cabeza, donde las preguntas se arremolinaban furiosas e indomables, una estampida salvaje que le hacía temblar el corazón: ¿habría huido?, ¿habría decidido esconderse para siempre?, ¿habría tomado el camino de los cobardes, el del deshonor, el de faltar a la palabra dada?, ¿estaría bien?, ¿le habría pasado algo?, ¿habría terminado sus días devorado por los lobos?
Todo podía ser.
Ya no estaba seguro de nada.
Incluso empezaba a dudar de que abandonarle en el bosque hubiese sido la mejor opción. Pero ¿qué podría haber hecho? Ya no podía seguir enseñando a aquel humano.
No se había visto capaz. Le superaba en mucho. Y además, no tenían demasiado tiempo.
Yaruf tenía que ser el maestro de Yaruf. Yaruf tenía que descubrir el poder que se atesoraba en el interior de Yaruf. Un poder descomunal. Profundo y transparente. «Algunas almas encharcan sus aguas para parecer profundas», decía el viejo himno táurico; pero no era ése el caso de Yaruf. No. Su poder era insondable y radiante al mismo tiempo.
Desde que le encontró en la playa no había dudado de que en el humano existía el destello de los dioses. Esa aura de la que hablaban las viejas historias. Un no sé qué perturbador; clamoroso.
Worobul había renunciado a todo por esa corazonada que le había acompañado desde aquella noche, desde su Ang-Al. Por eso, ahora, estaba tan nervioso. Por eso quería y temía al mismo tiempo que el paisaje escupiese la silueta de su hijo.
Si Yaruf perdía en la arena de los dioses, si HuKlio le derrotaba, todos aquellos años habrían sido en vano. Todo su sacrificio. Esa voz que le repetía una y otra vez que estaba haciendo lo correcto habría sido una falsedad. Una mentira. Por esa certeza se había enfrentado a su clan. ¡A todos los clanes de todas las tribus! Había soportado irse a vivir apartado, fuera de la inspiración de las Piedras sagradas. Fuera de todo. ¡Había aguantado tanto! Incluso que uno de sus hijos le reprochase con la mirada, que le despreciara con los gestos. Con el tono de voz. Con todo su ser. Pero Worobul siempre se había mantenido firme en su decisión.
Nunca había dudado de que estaba haciendo lo correcto.
Pero... ¿y si el humano era sólo eso, un humano cualquiera?, ¿uno más que había llegado a la playa por envidias y estrategias traicioneras típicas de los hombres, que poco tenían que ver con el destino de las razas?... Todo se vendría abajo. Y dudaba tanto.
Además, ¿qué destino? ¿Creía en eso? Nunca nadie había visto ni oído decir que existía el Laberinto de la Alianza. Esa era una historia extraña. Embarullada. Una vieja leyenda. Una falsa esperanza. Y la máscara... ¿quién sabe? Lo había dado todo por una intuición. Tal vez él sólo creyese en Yaruf. Nada más. Y, sin embargo, desde aquellos días, nada había vuelto a indicar que Yaruf tuviese nada que ver con ninguna alianza. Al contrario. Su sola presencia no había traído más que desunión, peleas y reproches. Nada que pudiese hacer pensar, ni remotamente, en nada parecido a una alianza.
Tal vez HuKlio tenía razón.
Tal vez todos tenían razón y deberían haberlo matado en esa playa. Con el mar de testigo. Punto final a todos sus problemas. Porque si después de todo Yaruf moría en la arena de los dioses...
Sólo el cariño y el amor de padre que le había dado durante todos esos años tendría sentido. Pero un guerrero, un minotauro no debía entender de esas cosas. Debía estar por encima de esos sentimientos. ¿Acaso el mismo Karbutanlak no había matado a su propio hermano?
Pero si no se presentaba a la batalla, al duelo, a su desafío, sería mucho peor. Peor que si muriese en manos de HuKlio. No se lo podría perdonar. ¡Faltar a la arena de los dioses! Esquivar el deber era digno de la peor calaña. Seguramente, y eso hizo estremecer al guerrero, era digno de un humano.
—Vendrá. No te preocupes. Seguro que vendrá.
Worobul arrancó su mirada del paisaje y vio a Sadora, plantada bajo la piedra, vestida con una túnica amarilla que le recordó a la que llevaba en la tienda años atrás, cuando él estuvo herido y había llevado a Yaruf al poblado.
—Te has vestido con tus colores —dijo Worobul, abandonando su atalaya y plantándose firmemente en la tierra.
—Exacto. Eso lo has adivinado. Lo otro no. Ésta es la misma túnica con la que te curé. La he guardado durante todo este tiempo para una ocasión especial. Y hoy creo que vamos a vivir una ocasión especial. No pasa nada. Perdono tu despiste porque entonces, si no recuerdo mal, estabas un poco herido —dijo bromeando.
—No estoy seguro de que se presente esta noche.
—Yo sí.
—¿Lo has visto en las Piedras? ¿Te lo ha dicho la sangre de Sredakal? ¿Sabes si está bien? ¿Por qué no me has dicho que has usado tus poderes?
—No he usado mis poderes. Sé que está bien. Lo sé porque es un chico fuerte, inteligente y testarudo. Sé que va a venir esta noche porque confío en él. Y la confianza es un poder de adivinación muy superior a cualquier otro, créeme.
—Yo también confío en él —protestó Worobul.
—Entonces, ¿qué haces subido a esa roca?
—Bueno, es que no sé...
—Tú mismo me lo has dicho una y otra vez. Su arma y él parecen una misma cosa. Casi te gana. Es inteligente. Sabe cazar. Conoce los peligros del bosque.
—Sadora, no es el bosque lo que me preocupa. Es él. Es muy joven aún. No sé si está preparado. No sé qué le habrá rondado por la cabeza todo este tiempo... ¿Sabes? Siempre he pensado que el peor enemigo de Yaruf es él mismo.
—Claro que está preparado. Tú has sido su maestro, ¿no? No es necesario ser una hechicera para saberlo, ni hace falta consultar nada para darse cuenta. Yaruf se presentará en la arena...
—¿Y ganará?
—Eso no depende de la magia. Eso depende de él.
—¿Cómo están los gemelos?
—Bien, creo que Yased está dudando. Empieza a temer que Yaruf gane en la arena de los dioses.
—¿Porqué?
—Obvio. Si Yaruf vence al gran HuKlio, significará que él estaba equivocado y que actuó mal. Que debería haberle dado una oportunidad. Pero si pierde... tampoco le gusta la idea, me temo. Perder a un miembro de tu tribu, por mucho que lo odies, va en contra del honor, del estandarte.
—Entiendo. Todos tenemos nuestros laberintos.
Worobul se quedó callado, viendo cómo el sol iba apagando su luz lentamente. Se acercaba la noche. Se acercaba el momento y ni rastro de Yaruf.
—Padre, padre. Todo está preparado, deberíamos ir a la arena de los dioses. Cuando desaparezca el último rayo de sol empezará el combate.
Era la voz excitada de Desay, que había venido a buscarles.
—¿Crees que llegará a tiempo?
—Sí, seguro que sí—dijo Worobul agarrando cariñosamente a su hijo de uno de los cuernos—. ¿Dónde está tu hermano?
—Ya está allí. Hace bastante rato que partió. Quería llegar pronto.
—Muy bien, pues vamos. Yaruf no tardará en llegar —afirmó mirando a Sadora.
Worobul, acompañado de Sadora y de Desay, llegó al escenario de la batalla. Todo estaba listo. Una increíble multitud de minotauros se agolpaba alrededor de la arena de los dioses. Los bramidos y la algarabía retumbaban en el crepúsculo del día, que se apagaba de forma irremediable.
La arena de los dioses estaba perfectamente marcada en el suelo. Un gran círculo quedaba señalado en el suelo por piedras de distintas formas que explicaban las historias de los dos contrincantes. El ganador podría destruir la historia del perdedor. Borrarla de la Historia. Arrancarla de la memoria de los demás minotauros.
Worobul se abrió paso entre la multitud y fue a sentarse junto a su padre, Worfratan, que esperaba bajo el estandarte de la tribu.
—Si no viene tu protegido, no sólo quedará manchado el nombre de tu clan, quedará toda mi tribu bajo la irreversible sospecha de cobardía. ¿Eres consciente de que se necesita toda una eternidad para construir una reputación y sólo un segundo para destruirla para siempre?
—Sí, padre. Soy consciente. Créeme, vendrá. Estoy convencido. Ahora sí.
—¿Y por qué estás tan convencido, si puede saberse?
—Porque yo he sido su maestro, padre.
Worfratan enmudeció ante la contundente respuesta de su hijo. Y justo cuando quiso añadir algo, todos los minotauros presentes empezaron a gritar tan fuerte que hubieran silenciado a la más violenta de las tormentas.
Worobul se puso en pie. Sadora también. ¿Sería que habían visto llegar a Yaruf?
No.
Era HuKlio que avanzaba por el camino de antorchas reservado para los que iban a entrar en la arena. Altivo, soberbio y pisando tan fuerte como si tuviese la intención secreta de que nada volviese a crecer a su paso, entró en la arena ante el delirio de todos los presentes. Se plantó en el centro. Alzó su hacha y se dirigió a Worobul diciéndole:
—¿Dónde está el humano? Debí imaginármelo. Es un cobarde, pero no me extraña, es como tú. Tú no tuviste el valor de degollarlo en la playa, de cortarle la cabeza sin más, como se hace con los enemigos. Ahora él no tiene las agallas suficientes para entrar aquí, en este lugar sagrado. Que los dioses sean testigos de cómo tu estandarte queda manchado para siempre y de paso, el de tu tribu, Worfratan.
Worobul calló. Prefirió no contestar. Sólo esperaba la llegada de Yaruf. No pensaba caer en las provocaciones de HuKlio.
—A ti —dijo HuKlio señalando a Hanunek, que permanecía nervioso, vigilado por dos minotauros, uno de la tribu de HuKlio y otro de la tribu de Worfratan— los días en esta tierra se te han acabado. Como dije, primero mataré a Yaruf y luego a ti.
Hanunek no contestó, se limitó a buscar la protectora mirada de Worobul y Sadora, que le habían protegido y cuidado durante las dos largas lunas negras.
Pero enmudeció la tierra.
Al final del camino de antorchas apareció una silueta magnífica, acariciada tenuemente por los últimos rayos de sol que se desvanecían.
Era Yaruf, montado a lomos de su caballo y con una máscara de minotauro que Worobul y HuKlio reconocieron al instante.
Los pocos minotauros que estaban sentados se pusieron en pie. Entre un silencio denso, caballo y jinete avanzaron lentamente por el camino crepitante de fuego hasta llegar al pie de la arena de los dioses. Yaruf nunca había visto a tantos minotauros juntos, agolpados a su alrededor, resoplando, murmurando... Podía oír sus pezuñas, su fuerza y sus ganas de que empezara el combate. Era como cruzar un pasillo entre los dioses. Le gustaba. No sabía por qué.
De un salto descabalgó, desenvainó la hutama que llevaba sujeta a la espalda para voltearla ágilmente en su mano. Luego se sacó la máscara. HuKlio movió el morro nervioso y escarbó la tierra con su pezuña derecha. Siempre pensó que el humano no se atrevería a entrar en la arena de los dioses. Desde que Worobul pidiera dos lunas negras de plazo, no había dudado de que sólo pretendía ganar tiempo para que su protegido escapase todo lo lejos posible. Incluso no había rechazado la posibilidad de que Worobul mandara a la cría de vuelta con los suyos, más allá del mar del abismo. De todos modos, siempre había pensado que tendría que perseguir al humano y matarlo en algún lugar apartado de toda gloria y honor. Pero no. Ahora, el humano estaba allí. En una actitud desafiante. Preparado para pelear como un auténtico minotauro. O mejor aún, como un héroe. Como una de las leyendas de las que hablaban las viejas canciones. Como un guerrero de verdad. En cuestión de un instante, el poderoso jefe de tribu había dejado de sentirse tan seguro. Sin llegar a comprenderlo, estaba intimidado por la figura bajita y enjuta de aquella bestia sin pelos ni cuernos ni honor.
—He venido para saldar deudas contigo, gran AgKlan —dijo Yaruf señalándole con la hutama y lanzando su máscara directamente a los brazos de Worobul.
HuKlio se quedó mudo viendo cómo Yaruf entraba en la arena poniendo cuidadosamente el pie derecho antes que el izquierdo. Luego, hizo un ruido con la boca y su caballo desapareció por el mismo camino de antorchas por el que había llevado a su jinete.
—Ya que tú, HuKlio, pediste el combate. Ya que tú estableciste la pena para mi amigo Hanunek en caso de que esta noche yo perdiese la vida... también quiero yo exigir mis condiciones. Puesto que como marca la ley dentro de estos límites somos iguales y nada nos diferencia... Quiero pedir la recompensa de mi victoria.
—No vas a ganar —dijo HuKlio alzando amenazadoramente su hacha y reaccionando por fin ante la aparición del humano.
—Entonces no te importará que pida mi premio.
Antes de que HuKlio pudiese contestar, y en un claro acto de desprecio, Yaruf prosiguió:
—Lo que voy a pedir es de muy sencillo cumplimiento y si todos los aquí presentes escucháis con atención, podréis comprobar que es justo... En primer lugar quiero que mi clan y todos sus miembros, sólo en caso de alzarme con la victoria, sean de una vez por todas readmitidos en la tribu. Ya basta de vivir apartados. Si puedo entrar en la arena, mi clan puede vivir con los demás clanes de la tribu.
Hubo un murmullo afirmativo, como si la muchedumbre estuviera de acuerdo con aquella propuesta.
—Luego, exijo un estandarte propio, con un lugar propio para instalarme. Quiero las tierras en las que ahora vive mi clan, ya que ellos se irán con los clanes de Worfratan.
El murmullo fue distinto. De sorpresa y de cierta indignación ante la propuesta de aquel humano descarado. ¿Cómo iba a tener un estandarte táurico un humano?
—¿Y para qué quieres un estandarte propio, si se puede saber? No vas a tener descendencia. Nadie va a querer estar bajo tu protección, por favor... Es una ridiculez...
—Quiero un estandarte para entrar en el Laberinto de la Alianza. Así lo dice mi sueño, y así tiene que ser.
Los murmullos se convirtieron en chillidos de indignación y en abucheos. ¿De qué estaba hablando ese humano? ¿A qué oscura estrategia obedecía?
—Sé que el laberinto existe. Sé que lo protege un clan maldito... Sí, el mismo que en otros tiempos liderara el gran Yaduvé.
HuKlio, haciendo un gesto para calmar los ánimos de los demás minotauros, dijo:
—Debí suponer que intentarías un truco así. Ahora vienes y nos hablas del laberinto. Nos dices que sabes dónde se encuentra el clan de Yaduvé... ¡Patrañas! No lograrás despistarme, ni distraer la atención. Vas a morir.
Worobul miraba extrañado a Yaruf. No lo conocía. Era otro. Seguro y casi tan soberbio como HuKlio. ¿De qué estaba hablando? ¿Qué le había sucedido en aquella luna negra? ¿Sería verdad lo que decía o era una simple trampa de humano?
—Pues que así sea. Si tengo que morir, ésta es una gran noche.
Los dos minotauros tomaron posiciones.
Sadora y Frasera, la hechicera de la tribu de HuKlio, vertieron la sal en la arena.
Ambos contrincantes alzaron sus armas al cielo, se señalaron, agacharon la cabeza y empezó el combate.
«Ni el más valiente de los soldados que he tenido bajo mis órdenes se atrevería a entrar en ese círculo. Yo mismo, después de haberme enfrentado a tantos y haber vencido a todos los que se interpusieron en mi camino, no me atrevería ni a levantar el arma por miedo a ofenderles. Él es distinto.»
Ong-Lam lo supo desde el primer día que se habían reencontrado. Desde que Yaruf salió del carromato, hutama en mano, dispuesto a pelear contra el Ordamidón si era necesario. Y pudo estar del todo seguro en el momento en el que abandonó precipitadamente la cueva, con un enfado tan exagerado y visceral.
Ya podía protestar cuanto quisiese, o echar tantas maldiciones como fuera capaz. Por más que intentara disimular sus convicciones con palabras gruesas y malsonantes... le resultaba imposible actuar de otro modo. Era incapaz de hacer lo contrario.
Se presentaría al combate.
¡Por supuesto! Y lo haría porque pertenecía a un clan. Porque se sentía vinculado a una tribu. Porque había aprendido qué significa el honor; qué caminos sigue y qué atajos están prohibidos.
Ong-Lam era consciente: Yaruf era un minotauro.
No tenía dudas.
Durante los días en los que habían compartido cueva, historias, cacerías, comidas... Durante todo ese tiempo, tan largo y efímero a la vez, como sucede con los fugaces instantes que duran para siempre en la memoria, le había quedado muy claro.
Yaruf miraba como un minotauro. Pensaba como un minotauro. Resoplaba como un minotauro. Y, por encima de todo, peleaba como un minotauro.
A Ong-Lam seguía fascinándole.
Tal vez ésa fuera la razón por la que decidió seguirle sigilosamente, sin interrumpir sus pensamientos ni entorpecer su preparación.
Sin molestar.
Sólo quería verlo en combate. Contemplar sus movimientos. Sus ataques. Sus defensas. Quería verlo danzar con la hutama. Quería estar presente en el momento en el que por fin Yaruf liberara toda esa energía acumulada durante tantos años, a lo largo de tantas decepciones y silencios prudentes.
Pero, sobre todo, quería ver vencer a Yaruf.
Sí, vencer. Una voz en su cabeza le susurraba que el chico de la mirada enrojecida no podía caer derrotado. Daba igual lo bueno que fuese el tal HuKlio. No tendría ninguna oportunidad. Porque Yaruf había vencido a sus dudas, y eso le preparaba para vencer a cualquier enemigo.
Ahora, Ong-Lam estaba allí, encaramado en las ramas de un árbol que hundía sus profundas raíces en la tierra. Estaba a punto para no perderse detalle de un acontecimiento que no había sucedido nunca antes en la historia, y que era muy probable que nunca más volviese a ocurrir: ¡un humano peleando en la arena de los dioses!
Había encontrado un buen asiento.
Desde lo alto de aquellas robustas ramas podía contemplar casi a la perfección el campo de batalla. Su instinto de superviviente en las sombras le decía que mientras los minotauros estuvieran distraídos con el combate, no sería descubierto. Podía estar tranquilo y disfrutar del espectáculo. Porque aquello tenía mucho de eso, de gran acto. De descarga emocional para todos los presentes que, de alguna manera, ponían sus predilecciones en uno u otro contrincante.
La figura de HuKlio, con su cuerno de oro, destacaba frente a la pequeña silueta de Yaruf, que, sin embargo, apabullaba con su tranquilidad y asueto. Ong-Lam sabía lo que la mayoría de los minotauros estaba pensando al ver al humano: esa aparente relajación en el rostro y en el gesto sólo era fruto del gran nerviosismo que sentía Yaruf al ser consciente de que, en breve, iba a morir y enfrentarse dios sabe a qué dioses.
Él conocía la verdad.
En todas las ocasiones en que se habían entrenado le había sorprendido la calma, la quietud de sus formas que, sin embargo, en un instante, eran capaces de convertirse en un viento poderoso y destructor. En un conjunto de movimientos veloces y certeros que desarmaban la defensa del enemigo y le dejaban a su merced...
Ya no había tiempo para más.
Empezaba el combate.
HuKlio tomó la iniciativa.
Al parecer, el AgKlan no estaba dispuesto a dejarse amedrentar ni por la entrada triunfal del humano, ni por las noticias que había traído y que hablaban de cómo los descendientes del clan de Yaduvé se habían convertido en los guardianes del laberinto. Fuera verdad o mentira, a HuKlio le había hecho dudar.
¿Sería finalmente esa bestia humana la portadora de la alianza? Ong-Lam pudo adivinar las incómodas preguntas en el gesto de HuKlio. En su modo de hurgar la tierra con la pezuña y en la manera en que corneaba al aire mientras resoplaba.
Para despejar cualquier incertidumbre, el minotauro decidió atacar. Lo hizo con una embestida impetuosa e imponente, pero fue un ataque precipitado, sin pensar, movido más por las ganas de terminar la pelea lo antes posible que por el ataque en sí. Yaruf estaba totalmente concentrado. Nada le distraía. Para él, todo el alboroto y los mugidos de alrededor no existían, sólo el minotauro con el cuerno de oro.
Con un ligero movimiento de cuerpo, casi sin mover los pies del suelo, esquivó a su contrincante. No se dejó sorprender. El «ohhh» de todos los minotauros presentes llegó con fuerza hasta los oídos del general.
Buena señal. Era una exclamación a la vez de sorpresa y de admiración. Lógicamente, nadie se había planteado siquiera la posibilidad de apostar por la victoria del humano, y esa primera respuesta había dejado claro que el combate no sería un paseo triunfal para HuKlio.
Poco a poco, Yaruf iba sembrando la duda en todos.
Las ubicaciones en la arena cambiaron.
Yaruf quedó a la izquierda de los estandartes.
HuKlio se detuvo un momento. Esperaba a que fuese Yaruf quien atacase. No lo hizo. Se mantuvo firme, plantado en la arena como si formase parte de ella, agarrando la hutama con ambas manos y esperando a que su rival decidiera tomar de nuevo la iniciativa.
Así fue.
HuKlio volvió a lanzarse al ataque alzando el hacha a media altura y cambiando de dirección en mitad de la embestida. Una buena maniobra que casi alcanza su objetivo. Yaruf trastabilló. Casi cae al suelo. En el último momento encontró el equilibrio. Otra exclamación del público. Sin tiempo para la reacción, y viendo que Yaruf no se había puesto en una postura de defensa correcta, HuKlio giró sobre sí mismo, lanzó el hacha al aire y la agarró, sorprendentemente, por la hoja para propinar un fuerte golpe con el mango a Yaruf, que cayó de espaldas al suelo. Todos los minotauros, menos Hanunek, que prefería no mirar el combate, se pusieron en pie y Ong-Lam perdió la visión de la arena.
Por unos segundos estuvo a ciegas con la única visión de sus pensamientos:
«Vamos, Yaruf, levántate. Si te quedas en el suelo estás perdido. No cometas ese error. Levántate. Malditos minotauros... ¡sentaos de una vez!»
Sólo podía ver siluetas cornudas en la noche que se iba cerrando y los gritos de entusiasmo de los seguidores del AgKlan, que por el momento eran casi todos. No sabía qué estaba ocurriendo y no sabía qué significaban los murmullos.
Sonaron unos extraños instrumentos que el general no había escuchado antes y, afortunadamente, todos los minotauros volvieron a sentarse en el suelo.
«Menos mal... A ver...»
Según pudo adivinar, Yaruf se había levantado rápido del suelo y había evitado un nuevo ataque de HuKlio poniéndole la zancadilla con la hutama. Porque cuando volvió a aparecer en su campo de visión la arena de los dioses, HuKlio se estaba levantando del suelo contrariado y sorprendido.
«Así se hace. ¡Bien!»
Yaruf estaba cogiendo confianza.
Había caído una vez pero había hecho caer otra a su adversario. Estaban empatados.
Por fin, Yaruf inició un ataque desde el principio.
Golpeó arriba y se encontró con el hacha, sabía que HuKlio respondería así. Sólo notar el contacto de las dos armas, dio media vuelta, bajó la hutama y lanzó un potente golpe en el costado de HuKlio, que se tambaleó pero siguió en pie para acto seguido arrear un golpe de zarpa en la cara del humano, que empezó a sangrar por la ceja. Otra vez el alboroto y de nuevo los instrumentos que parecían ordenar a todos los presentes que tomasen asiento.
HuKlio, al ver la sangre de su enemigo, bramó con tanta fuerza que sus palabras llegaron sin dificultad a los oídos del general:
—Mira bien esa sangre, bestia humana. Mírala cómo mancha la sagrada arena de los dioses. Mírala bien porque es la única que verás... ¡tu sangre!
Volvía a sentirse seguro y poderoso, a no dudar de su victoria. Había repelido un ataque con contundencia, haciendo sangrar a su rival. Sin duda esperaba que eso hiciera dudar al humano.
Yaruf no se inmutó.
Volvió a su posición habitual de defensa: pie izquierdo ligeramente avanzado en relación a los hombros, pierna derecha soportando el peso de un posible impulso y la hutama cruzada en el aire en diagonal, coincidiendo la dirección de sus puntas con la de sus piernas.
Esperó.
HuKlio entendió que aquélla era una burda estrategia de alargar el combate, de permanecer a la defensiva:
—¡Vamos! ¿No te atreves? Antes lo has intentado y mírate ahora, sangras como Sredakal... ¿No quieres?
HuKlio decía esto mientras se paseaba altivo de lado a lado. Mirando al público y arrancándole algunos gritos de ánimo. Sabiéndose ganador. Disfrutando y esperando el error de Yaruf, es decir, que intentase atacar pensando que mientras hablaba se encontraba distraído. No era así. Yaruf lo sabía.
«No lo hagas. Aguanta. Aún no», pensaba entre murmullos Ong-Lam como si Yaruf le pudiese oír.
—Bueno, ya que no me atacas, tendré que hacerlo yo. Lo habéis visto todos, ¿verdad? Después no quiero que venga su papá y diga que he sido muy duro con el cachorro humano, ¿verdad, Worobul?
«Aguanta. Estás cubierto. Recházale el ataque. No te impacientes.»
—Muy bien. Atacaré yo.
HuKlio escarbó con su pezuña la arena de los dioses. Esta vez no era un acto de nervios. Era el anuncio de un ataque brutal.
«¿Qué haces, Yaruf? ¿Te has vuelto loco?»
Ong-Lam abrió los ojos como sin creer lo que estaba viendo. Cuando HuKlio empezó su embestida, Yaruf abandonó su posición de defensa y salió corriendo en dirección al minotauro. De frente. Cara a cara. HuKlio apretó más el hacha entre sus robustas garras. Pero Yaruf, un poco antes de que se produjera el encontronazo, clavó la hutama en la arena y se sirvió de ella para dar un gran salto y sortear al minotauro. Cayó de pie, con agilidad. El minotauro se frenó, sorprendido, momento en el que Yaruf hundió uno de los cantos de la hutama en la espalda de HuKlio, haciéndole gemir de dolor y dejándolo de rodillas en el suelo. Sin tiempo para que éste pudiese reaccionar, pasó la hutama entre sus cuernos e hizo una fuerte palanca, inmovilizando a su rival y tirándole la cabeza hacia atrás. Luego, le liberó y regresó a su posición de defensa.
Por primera vez en todo el combate, los minotauros se admiraron de la capacidad del humano, e incluso algunos lanzaron tímidos gritos de ánimo hacia Yaruf.
HuKlio se levantó aturdido. No sabía qué estaba pasando.
Ong-Lam, al ver la acción de Yaruf, casi se cae de la rama. Nunca le había visto saltar ayudado por la hutama, y era tan original, tan bello el movimiento, que no supo ni qué pensar. En un solo momento, en una simple maniobra, las cosas habían cambiado mucho. HuKlio volvió a llenarse de dudas, a estar más preocupado en preguntarse cómo un rival tan inferior físicamente podía estar tuteándole de semejante manera que en la pelea en sí.
De nuevo Yaruf estaba plantado. Sin hacer nada. Sin moverse. Esperando el momento. Esperando aprovechar la fuerza de su contrincante en beneficio propio.
HuKlio embistió.
Esta vez sin tanta decisión. Yaruf volvió a correr hacia él. Hizo el mismo movimiento. HuKlio, aprendida la lección, alzó el hacha cuando vio cómo Yaruf clavaba la hutama en la arena, quería cazarlo en el aire. Atravesarlo. Cortarlo por la mitad.
«No repitas dos veces...»
Yaruf no saltó, usó el arma para agacharse, deslizarse por el suelo, pasar por entre las piernas del minotauro y volverle a ganar la espalda ante los bramidos de júbilo del público que se lo estaba empezando a pasar en grande. En esta ocasión, Yaruf no propinó ningún golpe, no hundió su hutama en la espalda de HuKlio, se limitó a esperar a que HuKlio se diese la vuela. Y lo hizo. Furioso, lanzó un cabezazo que rozó ligeramente el torso descubierto de Yaruf. Sólo le hizo una herida superficial. Pero Yaruf reaccionó y sorprendió a todos con un certero golpe en el centro de los cuernos de HuKlio que le hizo vacilar hacia atrás.
De nuevo cada uno en sus posiciones.
HuKlio ya no sabía qué hacer.
¿Atacar? ¿Defender?
Ong-Lam podía verlo perfectamente. Podía adivinar que el gran minotauro, tres veces más alto que Yaruf, estaba dubitativo. No sabía cómo iniciar las maniobras. En realidad no sabía si iniciarlas siquiera. Sin duda, el AgKlan era el tipo de guerrero que si no es capaz de llevar la iniciativa durante en combate se siente perdido y confuso. Tal y como se sentía a esas alturas del duelo.
Pero esta vez fue Yaruf quien empezó.
Corrió hacia HuKlio, que intentó golpearle con el hacha, la paró, luego, en tres rápidos movimientos, desarmó a su enemigo, que no sabía ni cómo había perdido su hacha. Una vez desarmado le propinó otro golpe en el centro de la cabeza. Y volvió a apartarse.
—¡Ríndete!
Era la primera vez que Yaruf hablaba durante el combate en la arena de los dioses. Su voz sonó potente y autoritaria.
A Ong-Lam se le dibujó una sonrisa en el rostro.
«Será posible que se atreva a exigirle eso... No te confíes.»
—Ni lo sueñes...
Fue la nerviosa respuesta de HuKlio, que volvió a recuperar su arma. Sin mediar palabra volvió a precipitarse sobre Yaruf, que ya no tuvo problemas en esquivar una y otra vez los ataques sin orden ni sentido del AgKlan.
Los minotauros empezaban a creer en la victoria del humano, y muchos empezaban incluso a desearla. Aquel chico estaba demostrando en el lugar sagrado de la arena de los dioses que podía ser un gran guerrero. ¡Que era un gran guerrero!
«Remata la faena, chico. Si le tienes, acaba con él.»
HuKlio se acercó a Yaruf. Con el hacha bajada, como si no fuera a atacar.
«Puede ser un truco. Cuidado. No te fíes.»
Cuando estuvo cerca, HuKlio hizo un gesto como si se dispusiera a hablar.
No fue así.
Con una de sus pezuñas levantó un montón de arena del suelo para lanzarla en la cara de Yaruf, que nunca habría esperado un acto tan desleal y traicionero.
Sonó un «uhhh» de desaprobación.
—¡Quién es ahora el humano traidor, miserable! —gritó Ong-Lam, olvidando que estaba escondido y que era preferible no llamar la atención si no quería ser descubierto.
HuKlio no se dejó intimidar por los abucheos.
Aprovechó que Yaruf intentaba sacarse la arena de los ojos y que no podía ver apenas, y le dio una fuerte patada en el centro del estómago que dejó al humano tumbado y retorciéndose de dolor.
—Con los humanos no valen las reglas...
Era un modo de justificarse, pero los minotauros no estuvieron demasiado de acuerdo y dedicaron al AgKlan más gritos de desaprobación.
«Levanta. Vamos. Olvídate del dolor. Si no te levantas...»
HuKlio volvió a ir a por el humano, esta vez con el hacha por todo lo alto.
Yaruf agarró su hutama y pudo parar el golpe que se le iba a clavar en medio de la cara. Ágilmente dio una voltereta para atrás y quedó agazapado a la espera. Había vuelto a recuperar el margen necesario para defender o atacar. Decidió atacar. Se lanzó contra su rival. Repitió, por tercera vez, la maniobra de clavar la hutama. En esta ocasión decidió usarla para impulsarse y saltar, HuKlio adivinó sus intenciones y alzó el hacha. Pero Yaruf no quería sortear al minotauro. Al tiempo que esquivaba el hacha en el aire, conectó con los pies una potente patada en el cuerno de oro de HuKlio, que dio dos vueltas antes de caer al suelo y soltar su hacha. Yaruf lanzó despectivamente su hutama. «Qué haces... Coge el arma... Si se levanta...» Fue directo hacia el hacha, una muy parecida a esa que no pudo levantar dos lunas negras antes, cuando empezó su camino hacia la arena de los dioses. En esta ocasión hizo tanta fuerza que su herida de encima de la mejilla sangró con más ímpetu, dibujando una línea de rojo espesa que le cruzaba la cara. Alzó el hacha. Se subió encima del torso del minotauro, que estaba aturdido en el suelo. Entonces, Yaruf gritó un himno táurico mientras bajaba el hacha con fuerza:
—¡Que aquello que hicieron los padres lo repitan los hijos!
Casi todos los minotauros que se agolparon alrededor de la arena de los dioses quedaron, en parte, un poco decepcionados por el resultado final del combate.
No porque Yaruf venciese. No porque el humano se alzase con el triunfo. No. Eso entusiasmó a muchos, sobre todo a aquellos que durante tanto tiempo estuvieron humillados por HuKlio y sus secuaces. Incluso, a decir verdad, la victoria de Yaruf provocó que sus más acérrimos detractores empezaran a ver a aquella cría humana, de aspecto frágil e indefenso, como a un verdadero guerrero que ni era tan cría ni tan humana.
Había sido el mejor combate que se había visto en aquellas tierras, sin duda. Digno de los grandes combates de los que habían oído hablar los más ancianos de cada tribu. Algunos de los comentarios que más se repitieron a lo largo de la larga noche de fiesta y de celebración en honor de Kia-Kai que, como marcaba la tradición, siguió al enfrentamiento así lo demostraban:
«¡Cómo se nota que se ha criado con un gran guerrero como Worobul! ¡Este combate tendría que estar inscrito en las Piedras altas! ¡Qué sabiduría en la manera de moverse, seguro que la ha sacado de Sadora! ¡Ningún humano pelea así, no se puede negar, tiene más de nosotros que de ellos... No en vano ha vivido más tiempo entre los clanes que en sus sucios reinos.»
Si la mayoría quedó vagamente decepcionada fue porque nadie murió sobre la arena. Era algo inusual. Si bien estaba permitido que el ganador perdonase la vida del perdedor, no acababa de estar del todo bien visto. Si Karbutanlak no perdonó la vida de su hermano...
Yaruf no mató a HuKlio cuando tuvo la oportunidad.
Se limitó a recitar el himno táurico que había oído tantas veces a sus padres para luego cortarle, de un potente hachazo, el cuerno sano que le quedaba. Lo hizo por la raíz, con un golpe tan duro y seco que dejó a todos sumidos en un silencio sepulcral. Incapaces de reaccionar. Luego, recogió su hutama y salió de la arena de los dioses con la misma decisión con la que había entrado.
Entonces sí. Todos explotaron en un bullicio de mugidos, alaridos y bramidos que hubiese dejado sorda a la misma luna si hubiese aparecido en el cielo.
Yaruf, ajeno a todas las muestras de entusiasmo, se acercó a Worobul y sin decir nada se abrazó a él. Luego, emocionado pero manteniéndose firme, dijo:
—Padre, creo que por fin he entendido todo lo que me contabas. Sin ti, seguro que no podría haber vencido. Gracias.
—Lo he visto. Felicidades. Y si has vencido es porque has tenido a un gran maestro —murmuró muy, muy bajito el minotauro poniéndole la mano en la frente.
—Me enfadé un poco cuando me dejaste... —intentó justificarse Yaruf.
—Equivocarse es parte del proceso.
—Yo sí me he equivocado.
Era la voz de Yased, que había estado durante todo el combate atento a los movimientos, inclinándose nervioso cuando Yaruf recibía un golpe, resoplando cuando conseguía conectar una buena combinación con la hutama. Dándose cuenta de que, a pesar de todo lo hecho y de todo lo dicho, Yaruf era de su tribu. Era de su clan. Y encima, había demostrado ser un guerrero excepcional.
—Pocos, muy pocos de los que hoy nos hemos reunido aquí podríamos haber vencido a HuKlio. Tú lo has hecho. A pesar de las trampas que ha intentado, dejando el honor de su estandarte por los suelos. Pero tú has seguido hasta la victoria. Quiero felicitarte, de todo corazón, hermano.
Yased agarró de la frente a Yaruf, como si tuviese cuernos. Con este sencillo gesto, aceptaba que era un minotauro. Yaruf lo agradeció y apretó con fuerza sus cuernos repitiendo una vieja fórmula que le había enseñado Sadora:
—Nunca contra nosotros.
—Nunca contra nosotros —repitió el joven minotauro.
Mientras tanto, a HuKlio lo retiraron de la arena miembros de su tribu. Había perdido el sentido, aunque respiraba. Para él la derrota sería muy difícil de digerir. Pero no más que para Yaruf la victoria. Había ganado, pero se sentía extraño. Todos venían a verle, con cierto temor, como si les pudiese hacer daño. Le alababan y le recordaban lo bien que había luchado, remarcando que a HuKlio no se le había visto perder ningún combate.
—Worobul le venció en la playa. Yo le he vencido aquí. Siempre os ha convencido de que mi padre hizo trampas, yo he demostrado que no. Se le puede vencer sin matarlo, sólo cortándole un cuerno. Lo hizo mi padre y lo he hecho yo.
Contestaba con una impertinencia que inquietaba a Worobul, porque ahora que Yaruf se sentía fuerte, corría el gran peligro de convertirse en un ser arrogante con los demás y destructivo consigo mismo. Prefirió no decirle nada. Ya habría tiempo para eso. Ahora era preciso que disfrutara de su gran noche de gloria. Aunque lo cierto era que si hubiese querido hacerlo, si hubiese querido advertir a su hijo de los peligros de la vanidad, tampoco hubiera podido. Yaruf desapareció de la fiesta, de la celebración que todos estaban haciendo en honor de Kia-Kai y en el suyo propio.
Se escabulló a lo más profundo de la noche.
No quería compañía. No quería más felicitaciones. Se sentía aturdido. Quería estar solo, no sentirse solo. Y entre tanta admiración se empezaba a sentir en una soledad asfíxiante. Quería respirar. El bosque, la oscuridad, eran el oxígeno que necesitaba para poner en orden su cabeza.
Enseguida oyó un silbido que le resultaba cercano y familiar:
—¿Qué tal te sientes? Habías soñado despierto que llegase este momento durante mucho tiempo, ¿verdad? Pues aquí lo tienes, no olvides que todo pasa. La gloria y el fracaso.
Era la voz de Ong-Lam.
Apoyado en el tronco del mismo árbol en el que había estado encaramado, acariciaba al caballo de Yaruf.
—Creo que esto es tuyo. Lo encontré pastando tranquilamente por aquí. Él y yo estábamos tan seguros de tu victoria que preferimos esperarnos un poco apartados. Ya sabes que no nos gustan las multitudes... y menos de minotauros. En fin, menuda entrada has hecho, pero la salida... eso sí que ha sido triunfal.
Ong-Lam se quedó mirando a Yaruf, que intentaba mantener el semblante serio e inexpresivo con el que había estado durante todo el combate. La herida le sangraba menos, pero había dejado su cara marcada de rojo por todas partes.
—¡Vamos, no me digas que no te alegras de verme! O como mínimo que no te alegras de verle a él. ¡Es tu caballo! ¿Recuerdas?
Pero Yaruf no reaccionaba.
—Ah, ya sé. Es la herida. Te duele la herida.
Ong-Lam se quedó mirando el rostro oscurecido por la noche de Yaruf, que trató de decir algo. No pudo. Su barbilla partida empezó a temblar. La respiración se le aceleró y en un momento empezó a llorar como si fuera la primera vez que lo hiciera.
El general lo abrazó, y entendió que los nervios y la excitación salían del cuerpo de Yaruf en forma de unas lágrimas sinceras que manaban de una fuente secreta.
Cuando estuvo más calmado, se frotó los ojos con la mano derecha y dijo con la voz algo entrecortada todavía:
—Perdona. Esto no guerrero. Estoy llorando como cachorro.
—Pensaba que habías perdido la lengua en el combate. Me alegra tanto volver a oír mi lengua tan mal hablada como sólo... hacer sabes tú.
Yaruf recuperó la sonrisa. Se disculpó.
Se había portado de modo injusto. No estaba bien marcharse en mitad de la noche, ésas no eran maneras de comportarse. Después de todo lo que Ong-Lam había hecho por él...
—No pasa nada, necesitabas hacerlo. Hay momentos en los que todos necesitamos estar a solas con nosotros mismos. Recuerda lo que tú mismo me dijiste: «El mejor maestro de uno mismo es uno mismo.»
—Eso decir Worobul que dijo Worfratan...
—Grandes guerreros, sí señor. A mí me lo has dicho tú. Otro gran guerrero.
—Gracias. ¿Tú qué hacer ahora?
El cambio fue radical, como casi siempre pasaba con Yaruf, que parecía que estuviera dos frases adelantado a la conversación y se saltara los trozos que no le interesaban. En esa ocasión estaba justificado. Era una buena pregunta. De no fácil respuesta.
Ong-Lam era consciente de que Yaruf necesitaba algo de tiempo antes de partir en busca del laberinto. Y durante ese tiempo, él no podía quedarse merodeando en esas tierras, no sin ser descubierto. En realidad, había sido una imprudencia muy grande seguir a Yaruf hasta el combate. Por más que él no lo supiera, si era descubierto otro humano, muchos volverían a sospechar. Yaruf desandaría todo el camino que con tanto esfuerzo y sacrificio había hecho.
—Creo que me voy a ir a mi cueva.
—No venir a laberinto.
—¿Vas a ir mañana?
Yaruf se quedó pensativo. Por un lado quería emprender su expedición inmediatamente, pero por otro sabía que necesitaba tiempo. No tenía que dejarse arrastrar por la impaciencia.
—Una luna negra. En una luna negra voy a laberinto. Reunir varios minotauros. No poder ir solo.
—Muy bien, así me gusta. Empiezas a pensar como un verdadero líder.
—Tú decir que muchos minotauros vigilando. Tú y yo solos...
—Exacto. No creo que nos dejaran pasar tan fácilmente, aunque de ti ya empiezo a esperármelo todo. De acuerdo. En una luna espero que vengas a buscarme, aunque cuando te adentres en las tierras del Ordamidón, creo que te encontraré antes de que tú puedas dar conmigo. Deberás ir preparando a tus seguidores de que voy a unirme al grupo... No quiero tener que matar a nadie de tu clan.
—No preocupes. Yo encargo de eso.
—Eso espero.
Yaruf y Ong-Lam se fundieron en un fuerte abrazo y luego el general desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiese estado allí. Yaruf puso la lengua entre los dientes algo manchados de sangre e hizo un agudo chasquido.
Su caballo apareció de entre la noche. De un potente salto, el humano montó en su lomo.
Pasaron varios días en los que Worobul se dedicó a intentar convencer a Yaruf de que le acompañara, de que olvidara lo de quedarse solo, apartado en aquellas tierras.
—¿Por qué no te vienes con nosotros? Ahora no tienes necesidad de quedarte aquí. Podemos vivir con los demás. Allí tendremos más protección. Estamos muy cerca de las Piedras altas...
—Es mejor así. Quiero quedarme aquí. Me gusta esta tierra. Y, además, tengo un estandarte propio. Y ya sabes que un clan necesita sus tierras.
El estandarte de Yaruf era sencillo.
Sobre un fondo de tela roja se dibujaba una circunferencia en negro. Dentro relucía un círculo bordado con una piedra de jade verde. No cualquier piedra. Su piedra, la que le había preparado Sadora y Worobul le dejó con esa misteriosa frase escrita en el suelo.
Yaruf decía que prefería no poner animales en su estandarte, porque el único que le gustaba era su caballo. No todos. Sólo el suyo. Ese símbolo para él representaba la unidad. No sólo de hombres y minotauros, sino de la armonía en la que deben estar todos los guerreros. Pero no sólo tenía un estandarte, también tenía doce minotauros que decidieron unirse a su clan y abandonar a HuKlio, sobre todo por las artimañas que había intentado durante la batalla. Entre ellos, Hanunek, que, según sus agradecidas y algo exageradas palabras: «Te debo muchas más cosas que la vida.»
—Además, pronto tendré que irme. Tengo que ir a buscar el Laberinto de la Alianza.
—Yo te acompañaré —aseguró su padre.
—Me gustará que lo hagas. Necesito a más minotauros. No va a ser sencillo.
—Al principio, cuando lo contaste en medio de la arena, pensé que era un truco. No me gustó que usaras trucos para hacer dudar a tu contrincante...
—Decía la verdad. Y nunca quise hacer dudar a HuKlio. Yo pensaba que al escuchar esa noticia todo se pararía. Que todos decidirían ir a buscar al clan de los descendientes de Yaduvé, al clan maldito, como ellos se denominan.
—Veo que aún no conoces a los minotauros de estas tribus. No quieren ni oír hablar de la alianza. No quieren saber nada de pactos con humanos... Éstas no son sus tierras. No son la primera tierra ni nada parecido. Aquí no está el cuerno de Sredakal. Eso se lo inventaron para que casi todos aceptaran retirarse aquí. Esto no deja de ser una humillación. Antes éramos nómadas, ahora no nos movemos demasiado. Estamos algo paralizados. Creo que lo de raser lajun nos lo podríamos aplicar todos. En el fondo tienen miedo de los hombres. Nunca lo aceptarán, pero todos nos sentimos algo inferiores a ellos...
—Eso cambiará. Ya verás. Y mírame a mí... Ahora me aceptan. Todo ha cambiado...
—Es distinto. Para ellos eres uno más. Ahora ya no ven lo de fuera, ven sólo el interior que les interesa. En realidad, nada ha cambiado.
—Cambiará cuando entre en el laberinto.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Debo ir allí. Debo empezar a prepararlo todo. ¿Sabes algo de HuKlio?
Worobul explicó a Yaruf que HuKlio había sido visto por las tierras cercanas a la playa del mar del abismo. Una vez recuperado había abandonado el territorio. Le siguieron unos doscientos minotauros. Juró vengarse y regresar para ser su Gen AgKlan.
—Sí, pero por ahora no debes preocuparte.
Lo que no quiso decir Worobul era que HuKlio creyó las palabras de Yaruf una por una. Había decidido ir en busca del laberinto y hacerse con el poder que, según todas las leyendas que antes no creía, podía convertirlo en el ser más poderoso de cuantos habitaban la tierra.
Al ladrón le beneficia la tormenta.
Rayos. Truenos. El golpeteo incesante de las enormes gotas de agua aplastándose contra las ventanas. Los ladridos de los perros asustados... Cualquier ruido se diluye. Cualquier fallo del ladrón pasa inadvertido. De todo se culpa a la lluvia.
Kor se sentía así.
En el reino de Adhelonia llovía, y mucho. Había tenido suerte.
No sólo por haber podido descifrar de manera tan casual e inesperada el pergamino de las Sagradas Escrituras de Nígaron, no. La fortuna le había acompañado un poco más allá en el camino. Sólo esperaba que siguiese fiel a su lado.
Efectivamente, si el trono de Adhelón VI hubiese tenido un claro sucesor, si un hijo, por ejemplo, hubiese ocupado inmediatamente el lugar del rey muerto, la persecución hubiese sido implacable. Se hubiesen lanzado contra él como lobos famélicos. Aunque fuese sólo para disimular, o para quedar bien ante sus súbditos, aunque el nuevo rey hubiese deseado con todas sus fuerzas la muerte de Adhelón... Kor no tenía dudas de que el recién coronado hubiese tenido como primera prioridad de su reinado colgar al nigromante traidor del palo más alto de la plaza. Sin ahorrar el más mínimo horror en la ejecución. Ordenando al verdugo que fuese todo lo despiadadamente desagradable que pudiera. Sería el modo de advertir a sus enemigos. De dar una lección. De no dejar lugar a dudas de que el nuevo rey era implacable y que sería mejor no intentar nada contra sus intereses.
Pero el destino se había aliado con Kor.
La orden de búsqueda y captura que le mantuvo en vilo los primeros días se había esfumado. A nadie parecía importarle ya. Todos tenían cosas más importantes en qué pensar, como pelearse por el trono, por ejemplo. Nadie se fijaba en él.
Porque no había hijos. Ni esposa. Porque no existía descendencia alguna y no había órdenes claras que hablasen de qué hacer en el caso de muerte repentina, y eso había traído una época de tormentas.
«Ese estúpido se sentía inmortal. El muy iluso se creía que si no pensaba en su propia muerte, nunca iba a morir. Cretino.»
Estos pensamientos provocaban que Kor sonriese maliciosamente. Luego, recordaba algunas de las conversaciones que habían tenido, Adhelón y él, años atrás y que le confirmaban que el destino tiene su propio sentido del humor:
«Majestad, con todos mis respetos, he estado pensando que, si a Su Excelencia le apeteciera, tal vez sería conveniente convertir a alguna de esas chicas que tiene rendidas a sus pies... en su reina. Ya sabe, Majestad, un heredero siempre aporta estabilidad y tranquilidad al reino. Además... al populacho las bodas y los grandes festejos reales le enloquecen.»
«¿Qué, qué, qué quieres decir? —respondía irritado, mostrando un nerviosismo supersticioso—. ¿Crees que me voy a morir? ¿Has visto algo en las sombras? ¿Te han comentado los espíritus de los muertos noticias de mi incumbencia? Vamos, habla, habla, habla...»
«No, Excelencia. Sólo era una sugerencia, nada más... Disculpe si yo...»
«Calla. No quiero oír hablar más del tema. Calla. Guárdate tus sugerencias para ti, si tanto te gustan. Eres mi nigromante y tu función es escudriñar el futuro... no casarme ni elegirme una esposa. ¿Entendido?»
«Entendido, Majestad. Disculpe, Majestad.»
Nunca hubo manera de hacerle entrar en razón. El rey tenía miedo. Mucho miedo de tener a un sucesor que se cansara de esperar su turno y decidiese adelantar el ritmo de la naturaleza. Kor estaba convencido de que esperaría a ser un viejo carcamal para tener el heredero que asegurase el linaje de los Adhelón.
Menos mal. Sus manías le habían salvado.
Si Adhelón VI hubiese seguido sus consejos ahora estaría en un apuro mucho mayor. Y no podría moverse por el reino con tanta facilidad entre la tempestad de egos y ambiciones que estaba cayendo en Nueva Adhelonia.
Muchos eran los que querían disputar el trono que había dejado vacío Adhelón VI. Poco importaba si los aspirantes tenían o no la más remota legitimidad para ello. La única condición era poder empuñar un arma, disponer de dinero suficiente como para pagar a un ejército y ser bueno en la mentira, la traición, las alianzas inesperadas y los pactos incumplidos.
El reino iba a la deriva.
Hasta que no se alzase alguien con el poder, el único rey sería el caos, el desorden y la barbarie más despiadada. No fueron pocos los que prefirieron irse a vivir fuera de las murallas de Adhelonia, hartos de que no pasara día sin una reyerta entre soldados de distintos bandos. Nadie ponía orden. Nadie tenía ni autoridad ni ganas para hacerlo.
Era triste ver cómo el ejército, ¡el gran ejército de Adhelón VI!, se había roto en mil pedazos. Desmoronado por completo. De él ya sólo quedaban infinitas facciones que apoyaban a uno u otro aspirante, en el mejor de los casos. En otros, se dedicaron a organizarse y aprovechar la situación para lanzarse a los caminos y saquear tierras y ganados.
Para todo el mundo esta situación era una verdadera tragedia. Para todos, menos para Kor, que encontró la oportunidad perfecta para acercarse a Al´Jyder y convencerle de que le acompañase en su búsqueda de la isla de Darcalion:
—Sabes que siempre te he admirado como general, que siempre te he apoyado en todo lo necesario. Si ha estado en mi mano ayudarte, lo he hecho. Ahora quiero darte un consejo de amigo. No... no quiero que me ayudes tú, quiero ayudarte yo a ti. Tómatelo como un regalo de alguien que te aprecia, simplemente.
—No creo que tú estés en una posición ideal como para prestarme ayuda. Pero habla de todos modos, creo que después de todo lo que has hecho por mí, te lo debo —había dicho el general mostrando cierta desconfianza por un hombre del que últimamente no se hablaba demasiado bien.
—Bien, muchas gracias... Vente conmigo. Acompáñame. Así de claro. Sin más rodeos estúpidos, porque no queda tiempo. Vente conmigo y ayúdame a buscar lo que pondrá fin a toda esta locura. Créeme. Da igual a quién le des tu apoyo, te equivocarás. La única opción que tenemos está escondida en un lugar remoto. Yo sé dónde está. Ven conmigo, no te arrepentirás.
Al´Jyder no pudo ocultar su sorpresa ante la propuesta del que creía su mentor. Empezó a titubear y el nigromante entendió que el pez estaba merodeando su red.
—No... No sé si puedo creerte. Tú mataste al rey. Tú mataste al hombre que mantenía el reino en paz y en orden. Dime, ¿por qué debería creerte? Él creyó en ti y le mataste.
Cuando Kor escuchó la respuesta de Al'Jyder, supo que ya estaba, ya lo tenía en la red. Sólo necesitaba levantarla y llevarse la pesca a casa:
—¿Acaso no crees que yo sabía todo lo que pasaría? Porque si piensas eso, significa que crees que mi poder no es real o que soy muy, muy estúpido...
—No, no es eso, nigromante....
El pez pescado coleteando en la red.
—No, no me interrumpas, por favor —había dicho haciéndose el ofendido—. Por supuesto que yo maté a rey. Ahora dime, si lo hice... ¿no crees que era por una buena razón? No, no hace falta que me contestes. Calla y escucha. Yo ya sabía que ocurriría todo esto. Voy por delante de las cosas que suceden... por si no te has dado cuenta. Por si no te bastó cuando adiviné la rebelión que se estaba preparando en los antiguos reinos del norte. ¿Te acuerdas? Vamos, haz memoria. Por eso te digo que vengas conmigo. Que reúnas a varios de tus más leales hombres y me acompañes en busca de la isla de Darcalion. Allí nos espera una aventura de la que no te arrepentirás. Si te he elegido a ti es porque sé que tú eres el hombre perfecto para acompañarme. Pero descuida, tengo otros candidatos que...
No hizo falta decir más. Al'Jyder se unió al nigromante.
En poco tiempo estuvo todo listo.
La misma embarcación de vela tríada que años atrás usaran para hacer la incursión en el mar del abismo les esperaba en la costa. A Al'Jyder no le costó demasiado esfuerzo convencer a un pequeño ejército de unos ciento cincuenta hombres bien armados y leales a su general y a las promesas del nigromante:
—Os aseguro, fieles guerreros... —decía exagerando los gestos para darse el aspecto tétrico y solemne que tan bien tenía ensayado— que vamos en busca de un tesoro que os hará mucho más ricos de lo que nunca habíais llegado a imaginar. ¡Todos los que estáis aquí sois dignos de regresar de este viaje cubiertos de oro!
A los soldados les encantaba escuchar aquellas palabras. Sonaban a triunfo, a éxito. Pero Kor, que no quería que nadie se echase atrás en los momentos decisivos, cuando hubiese que cruzar el mar del abismo, jugó con sus reacciones, convenciéndoles así:
—Pero ya sabéis, porque os lo ha enseñado la vida con sus peores modales, que sin correr peligros no se puede perseguir la gloria. Y vamos a correr peligros. ¡Y tanto que sí! Pero vosotros sois los mejores, por eso os ha escogido Al'Jyder, por eso leo vuestros destinos y en ellos puedo ver el destello dorado de los grandes guerreros. Por eso sé que no tendréis miedo de cruzar el mar del abismo y encontrar la isla de Darcalion. Sí, la mítica isla. La que ciega a los hombres por la cantidad de riquezas que se agolpan en su superficie. La misma isla de la que hablan las leyendas. Existe. Sólo debemos ser capaces de orillar nuestras embarcaciones en sus aguas negras. Entonces, todo será nuestro. Creedme y seréis ricos.
Tal vez la respuesta no había sido tan entusiasta como antes, pero fue suficiente. Por si acaso, Kor había añadido:
—Y por si en algunos de vosotros intenta anidar el temor, sólo quiero que recordéis que Al'Jyder ya navegó las espesas aguas del mar del abismo y regresó con vida. Si no encontró la isla de Darcalion fue porque no tenía esas órdenes. Nada tenéis que temer. Creedme. Olvidad las supersticiones.
Ya no había hecho falta decir más.
En el corazón de los mercenarios, la esperanza del oro siempre puede más que la promesa de grandes peligros y amenazas. Lo único que calló fue el minúsculo detalle de que tal vez deberían pelear contra minotauros. No era el momento.
Se pusieron en marcha.
Siguieron el camino correcto hacia el mar del abismo hasta que Kor decidió desviarse un poco.
Desde que salieron tenía pensado en dar aquel pequeño rodeo. En realidad desde que descifró el pergamino le rondaba esa idea por la cabeza.
No sabía si lo conseguiría. No podía estar seguro de si las informaciones que recibió tiempo atrás serían o no ciertas. Pero tenía que intentarlo de todos modos. Y él deseaba con todas sus fuerzas que los que le habían hablado de él estuvieran en lo cierto.
De cara al ejército de Al'Jyder prefirió seguir con su teatralidad. Una mañana, antes de volver a retomar la marcha, los reunió a todos para anunciarles su ligero cambio de planes:
—¡Oh, sí! ¡Dioses misericordiosos de Nígaron! Esta noche me ha sido revelado... Necesitamos a un hombre más... Falta uno entre nosotros. Me lo han dicho las voces que traen los ecos de la tierra que hay después de esta vida... No podemos ir todavía hacia las aguas sagradas del abismo. Los dioses quieren que nos acompañe un hombre. Uno especial que nos abrirá los secretos y nos dará su sabiduría. Por eso debemos acercarnos al poblado de Hader, allí encontraremos a ese elegido.
Todos aceptaron. Ni siquiera Al´Jyder puso inconvenientes. Además, no se trataba de un gran desvío en el camino. Solamente un par de días. Podían soportarlo.
El poblado de Hader era el último asentamiento humano antes de llegar a las aguas del mar del abismo. Como en todos los rincones del reino, allí también se había dejado notar el efecto de las guerras de Adhelonia, y como en tantos otros poblados, los habitantes se habían armado para defenderse de los asaltantes y de todos aquellos que aprovechaban el vacío de poder en la corte para campar a sus anchas tomando todo lo que les apetecía.
Cualquier visita extraña era, de entrada, sospechosa de traer problemas. Y no querían problemas.
Por supuesto, si la visita tenía la forma de un ejército de ciento cincuenta hombres, el recelo se convertía en una desconfianza total que podía degenerar en agresiones y reyertas que para nada le interesaban a Kor. Así se lo comunicó al general:
—Será mejor que vaya yo solo a buscar a ese hombre. Esperadme aquí. No debería tardar más de un día, tal vez las cosas se me compliquen un poco y tarde dos. Pero no creo que necesite tu ayuda. Te necesito aquí, con los hombres. No quiero que se desmadren.
—No sé... No me gusta nada todo esto. No me estarás tendiendo una trampa, ¿verdad? ¿Por qué no me has dicho que tenías previsto desviarte?
—No tenía previsto nada. Ya me has oído. Simplemente lo he visto en sueños. Necesitamos a alguien que está en ese poblado.
—¿De quién se trata?
—No lo sé. Los dioses me han dicho que cuando le vea le reconoceré. Por eso necesito ir solo. Sin soldados. Necesito que esas gentes tan asustadas confíen en mí. Y si llevo a un general tan famoso como tú... ¿crees que alguien confiaría en mí?
—De acuerdo. Te esperaremos aquí. Pero si en dos días no has vuelto, entraremos en el poblado y lo arrasaremos. No dejaremos nada sin arder.
—Como desees. Si no he vuelto en dos días, poco me importará que arda toda la tierra. Tú, por el momento, preocúpate de que tus hombres no causen demasiados problemas. Si queremos terminar con éxito nuestra misión, es necesario que... seamos discretos.
Montado en su caballo, Kor entró en las polvorientas callejuelas del poblado. Se cruzó con pocas personas y todas le hicieron saber con las miradas que no se lo iban a poner fácil. Pero Kor era paciente, encontraría la manera de ganarse a esas gentes y de que le dieran la información que necesitaba.
«Espero que las informaciones que me dieron sean ciertas. Y espero que aún viva. En estos tiempos que corren nunca se puede saber nada. Luego ya me encargaré de que venga conmigo. Bueno, eso no creo que sea muy difícil. Lo peor será cuando me vea, seguro que querrá matarme. Tendré que ser rápido.»
En sus tiempos, cuando había sido el hombre de confianza del rey, cuando era el gran nigromante del reino de Nueva Adhelonia, Kor se encargó de tener a su servicio una extensa red de informadores y espías que le contaban cuantas cosas sucedían en las posesiones del rey. Para él, estar informado era crucial. Si no podía ver a través de las visceras de los animales muertos, tenía que buscarse otra manera igual de efectiva para saber cómo se movían las cosas.
La mayoría de las veces le contaban temas de escasa relevancia, pequeñas rencillas entre terratenientes. Algunos chismes más o menos escandalosos, el robo de caballos... Pero un día, al poco tiempo de regresar la expedición del mar del abismo, su informador cercano al poblado de Hader le había contado que había tenido lugar un acontecimiento que estaba en boca de todos. Un hombre, exhausto y sin fuerzas, había llegado al pueblo tambaleándose. Medio desnudo, sucio y con la energía suficiente como para desmayarse justo en la entrada del pueblo. Muchos pensaron que se trataba de un espíritu vomitado por las serpientes del mar del abismo. Démora o Aromed, a saber cuál.
Cuando esta historia llegó a los oídos de Kor sospechó que aquel hombre era Ühr. No dijo nada. Ahí, apartado en esas tierras no le molestaría y tal vez algún día podría necesitarlo.
Ese día había llegado.
Con mucha suavidad, Yaruf enmarañaba la mano por la crin de su caballo, que con el sol reciente de la mañana crepitaba en destellos amarillos.
El animal estaba tranquilo. Arrancaba bocados de hierba para masticarlos lentamente como si jugase a llevar la comida de un lado a otro de la boca. De tanto en tanto sacudía la cola, rompiendo el aire de forma improvisada y volviendo casi de inmediato a su pacífica manera de empezar el día.
Yaruf, por el contrario, estaba intranquilo.
Había pasado una mala noche. No se acordaba de qué o con qué había soñado, pero lo cierto era que se había levantado más cansado de lo que se fue a dormir.
«Parece que esta noche me haya peleado con mis sueños. Lástima que no me acuerdo de nada, seguro que han sido muy movidos.»
Además se había levantado con la extraña sensación de que algo se le escapaba, de que, tal vez, se estaba precipitando en todo. ¿Debería ser más calculador? ¿Estaba haciendo los preparativos correctos, o se estaba perdiendo en los detalles sin llegar a solucionar lo verdaderamente importante? Aunque, ¿qué era lo verdaderamente importante? No sabía muy bien con qué se iba a encontrar durante el viaje. ¿Iba a encontrar a un verdadero ejército de minotauros, o iba a encontrarse con algunos pocos locos atados con grilletes a un laberinto? Ong-Lam le había dicho que eran bastantes... pero ¿cuántos son bastantes?
¿Debería replantearse su manera de iniciar la búsqueda del laberinto? Su cabeza le decía que sí, que necesitaba un plan más elaborado que el que tenía, es decir, empezar a caminar, adentrarse en las tierras del Ordamidón e ir improvisando sobre la marcha.
Pero el resto de su ser le pedía lo contrario, casi le exigía que se lanzase a la aventura inmediatamente si no quería llegar tarde.
Había tantas cosas por hacer... Tantos cabos sueltos...
Lo que más le preocupaba era que, por el momento, había sido incapaz de encontrar un grupo de guerreros fuertes y valientes que estuvieran dispuestos a acompañarle. Minotauros que no sólo supieran manejar su hacha, sino que también estuvieran dispuestos a superar sus temores, sus supersticiones y el miedo exagerado por el Ordamidón.
—Vamos, yo he estado allí... y miradme. Aquí estoy. Salí con vida, ¿verdad? No podéis tenerle miedo a ese espíritu. Respeto, tal vez. Pero miedo... ¡Somos minotauros! Además, estoy seguro de que nos dejará pasar por sus posesiones. ¿Sabéis por qué? Porque vamos en una misión que puede devolvernos el honor y la gloria que los hombres nos arrebataron en la batalla del Valle de los Tres Ríos. Karbutanlak está con nosotros. Miomene y sus hermanas también. ¡Todos los dioses lo están!
Insistía. Una y otra vez. De clan en clan. De tribu en tribu trataba de convencer, de persuadir, de apelar a las Piedras altas o al orgullo táurico o a un destino glorioso... Nada. No conseguía hacerles cambiar de opinión. Para la mayoría, de hecho, que Yaruf hubiese vuelto convertido en un guerrero capaz de vencer a HuKlio era la clara muestra de que algo extraño había pasada la frontera que marcaba el monte de los dioses. Poco les importaba que hubiera un clan o no. Incluso, había quien pensaba que Yaruf había hecho un pacto secreto con el Ordamidón para que le enseñase a pelear con las artes secretas de los dioses. Era una manera como otra de explicar su habilidad con aquel palo que aparentemente no tenía ningún peligro.
«Tal vez es una argucia para convencernos... Si la expedición de Yaduvé hubiese sobrevivido... seguro que hubiese venido algún emisario a decirnos algo. Es imposible que lo que diga sea cierto. Quién sabe, tal vez el humano lo ha soñado o le han encargado que nos engañe...»
Para desesperación de Yaruf, la mayoría de los minotauros se contentaban con eso. A pesar de que Worobul ya le había advertido de la parálisis que se había establecido entre los clanes, Yaruf seguía desesperándose. Sabía que todo sería mucho más difícil.
«Si los guardianes quieren ponerme las cosas difíciles... no sé ni si llegaré a ver la entrada del laberinto. Necesito ir acompañado por guerreros de verdad. No puedo emprender este viaje solo.»
Sin embargo, y aunque Yaruf no contase con él en esos términos, no estaba solo. Un minotauro sí había decidido darle todo su apoyo y acompañarle, hasta el fin del mundo si hacía falta. Era Hanunek.
—Te debo la vida, amigo. Y no una vida cualquiera... no. Una vida libre, tranquila bajo la protección de tu honorable estandarte. Lejos de la tiranía de ese AgKlan descornado. Ahora nadie se atreve a meterse conmigo... no sea que entonces te ofendan a ti... ¡Cobardes! A mí me da igual ser cojo. Me da igual morir en combate si es para defenderte. Es más, no sería un mal modo de abandonar estas tierras... Yo muriendo en un combate... ¡Eso sería grande! Y si estás pensando que mi cojera puede retrasar al grupo, no sufras. Con mi muleta, si me lo propongo, puedo ir tan deprisa como cualquiera. Si no es así, yo mismo te doy permiso para que me abandones en mitad del bosque.
Yaruf agradecía el gesto de su amigo. Lo agradecía de verdad, pero sabía que de poco le iba a servir en caso de que las cosas se pusieran feas.
Otro de los puntos que le preocupaban era, propiamente, encontrar el laberinto. Todas las pistas llegaban hasta las tierras del Ordamidón. Luego no sabía ni por dónde empezar a buscar... Ni Ong-Lam lo sabía.
Justo cuando su cabeza pasaba de puntillas por aquel pensamiento, el caballo se puso nervioso. Yaruf sacó la mano de entre su crin y le susurró al oído:
—Tranquilo... ¿Qué ocurre?
Yaruf escrutó el horizonte. Todo parecía estar en calma hasta que apareció la lejana silueta de un halcón que planeaba dibujando círculos perfectos, como si señalase una zona concreta del cielo.
—Parece que quiera cazarnos a nosotros —bromeó palmeando el lomo del animal para calmarlo.
Pero por si acaso, Yaruf agarró su hutama. En ningún momento pensó que el halcón pudiera hacerle nada. Simplemente se sentía más seguro con el arma entre sus manos. Si el caballo se ponía nervioso, él también se ponía nervioso.
Pensó en el halcón que le hirió en la espalda, el que luego había entrado en la cueva de Ong-Lam para llevarse la vasija. ¿Sería el mismo?
Yaruf siguió con la vista su elegante vuelo.
El caballo relinchó.
—Tranquilo, sólo es un halcón, no va a hacernos daño... Somos demasiado grandes para él.
Sabía que el caballo no estaba inquieto por pensar que el halcón se lo iba a comer. No era tonto. ¿Intuía algo que a él se le escapaba? Se quedó embobado, mirando hacia arriba y con la boca abierta mientras contemplaba el precioso descenso del halcón, ligero como una hoja caída desde lo alto de un árbol enraizado en el cielo.
Cuando finalmente se aferró a la tierra como si se la pudiese llevar entre sus garras, el halcón permaneció quieto, mirando a Yaruf desde unos ojos negros intensamente aureolados de amarillo.
—¡Eres tú! Eres el halcón malo que me arañó la espalda. ¡Vaya! ¿Ves? —dijo dirigiéndose al caballo—, ha venido a disculparse.
El halcón miraba fijamente a Yaruf. Sin pestañear. Hipnotizado. Como si hubiese muerto de pie. No movía ni una de sus plumas que se alternaban del blanco más intenso al negro más nocturno, dibujando unas líneas verticales que parecían un lenguaje secreto escrito en el plumaje.
—¡Ya me acuerdo!
Había soñado con ese halcón, con ese momento, con ese preciso instante. Exactamente igual. El halcón, el sol, la brisa, incluso el olor de tierra seca... Por un instante todo había encajado en su cabeza. Desapareció tan rápido como había venido.
—Me he pasado la noche persiguiéndote... ¡Sí! He soñado contigo.
Dijo esto en voz alta, pero entonces el halcón, abandonando su inmovilidad que parecía imposible de romper, agitó las alas y se elevó para sobrevolar a Yaruf y volver a aterrizar un poco más allá.
¿A qué jugaba? ¿Qué quería de él?
Yaruf se mantuvo en su puesto, pegado al caballo, que seguía impaciente y excitado. De nuevo el halcón estiró sus alas para posarse unos pasos más lejos de Yaruf y volver a mirarle.
—¿Quieres jugar? ¿Quieres que te siga? ¿Qué te parece, le seguimos?
Al caballo pareció no gustarle demasiado la propuesta de su jinete porque empezó a patear el suelo como si tuviese algo contra él.
—Vamos, sólo es un halcón, no creo que pueda hacernos demasiado daño, ¿no? Somos dos contra uno... y si he ganado a HuKlio, yo creo que podré defenderme de este pájaro.
Yaruf abandonó sus recelos hacia el halcón. En tierra, era una belleza tan fuera de lugar... Algo tan bello no podía acarrearle ningún mal. También supuso que, tal vez, el nerviosismo del caballo se debiese tan sólo a que el ave había interrumpido su momento de tranquilidad matutina.
Así, se acercó lentamente al halcón, que dio pequeños pasos hacia atrás. Yaruf corrió y el halcón levantó el vuelo y se alejó.
—Mantienes las distancias, muy bien —dijo Yaruf divertido—. No sé adonde quieres llevarme. Pero vamos a ver... Sólo me acuerdo de que he soñado con un halcón, hoy precisamente apareces tú... ¿Has volado desde mis sueños hasta la realidad? ¿Te ha enviado Sadora para que me des algún mensaje?
A Yaruf empezaba a gustarle aquella situación tan inusual. Nunca le había pasado algo similar y, en cierto modo, se alegraba de que aquella mañana empezase de un modo distinto. Un paseo con un halcón le vendría bien para no preocuparse, aunque fuera por poco tiempo, de su búsqueda del Laberinto de la Alianza.
Se montó en el caballo, que pareció protestar, como si no quisiera ir con su compañero en esa aventura, como si tratara de advertir a Yaruf de algo.
—Bueno... me da igual cómo te pongas. Vamos a ir de todos modos. Sé que te ha fastidiado la comida, pero ya comerás luego. Ese halcón quiere que le sigamos. Tómalo como un juego... Y quién sabe, a lo mejor recibimos el mensaje de algún dios... del Or-da-mi-dón tal vez... —gritó exagerando y alzando los brazos—. Recuerda la historia del halcón y la flecha... No quiero cometer el mismo error que Gasadiel.
El caballo pareció resignarse. Dejó de oponerse y empezó un paso arrastrado y cansino, como quien acaba jugando obligado por las circunstancias.
El halcón volaba distancias cortas. Nadie hubiese dudado de que se preocupaba por que Yaruf pudiese seguirle en todo momento. En ocasiones se detenía en el suelo, pero por lo general se posaba en las ramas de los árboles que encontraba por el camino. De vez en cuando lanzaba unos sonidos agudos que parecían decir wa-co... wa-co... Abría su afilado pico y dirigía el sonido hacia el humano.
—Ya voy, tranquilo. Tampoco tenemos prisa.
Yaruf había empezado a perseguir al halcón como un juego, sin acabar de creer que el animal fuera capaz de llevarlo a ningún lado. Si fuese así, el juego ya no le hacía tanta gracia... Porque significaría que había sido entrenado, y no parecía haber señales de amaestramiento... por lo menos no por un minotauro.
¿Podía estar seguro de ello? Tampoco se había fijado tanto. En sus ojos sí. Le encantaban los ojos de los halcones en general, y los de éste en particular. Cuando le clavaba esa mirada, infinitamente más afilada que sus garras o su pico, era como si pudiese ver los lugares más recónditos y profundos de su ser. Aquellos lugares que sólo los animales y los hechiceros conocen.
Empezaba a no gustarle tanto el juego.
El halcón seguía con su plan. Alejarse y pararse. Pararse y alejarse para siempre tener a Yaruf a la misma distancia. Esperándole. Guiándole. Lentamente le llevaba por donde quería y el camino se iba volviendo cada vez más impreciso. Difuminado. Inexacto. Una neblina velaba los ojos de Yaruf. Una fina tela que lo enturbiaba todo.
—¿Adonde me llevas, condenado?
Yaruf trataba de observarlo bien. Buscar esa señal que le indicara que, efectivamente, había sido amaestrado por alguien.
«Tampoco nos estamos dirigiendo a los territorios de ninguna tribu...»
Pensó en HuKlio. ¿Sería cosa de él? ¿Le estaría preparando una emboscada para vengarse de la humillación que había recibido en la arena de los dioses? No podía creer algo así. Ni de HuKlio. Demasiado ruin y asqueroso. Pero después de haberle lanzado arena en los ojos... ¿no tenía motivos suficientes para esperarse cualquier cosa?
Yaruf se preparó para lo peor.
Se aferró a la hutama. No quería que el peligro le sorprendiera en mitad del camino. Un riachuelo apareció de repente. A Yaruf no le sonaba. De pronto era como si se encontrara en otro lugar, lejos de todo. La radiante luz del sol había desaparecido, pero tampoco estaba oscuro. Los sonidos se multiplicaban. No podía identificarlos. Tan acostumbrado al bosque como estaba, a su lenguaje, a su manera de sonar... y era incapaz de reconocer esas tierras. ¿Era posible que nunca hubiese estado allí?
Ya no hablaba con el caballo. Ya no le decía cosas. Ni bromas, ni comentarios de ningún tipo, aunque el caballo parecía más tranquilo ahora que Yaruf se inquietaba porque le estaba entrando sueño y tenía que esforzarse por abrir los ojos que querían cerrarse.
«Maldita sea... Si es por la mañana. ¿De dónde aparece este sueño? ¿Por qué me estoy durmiendo?»
Yaruf se pellizcó la cara y la pierna en un intento de hacer reaccionar a su cuerpo y que no se dejara embaucar por ese velo que le estaba aturdiendo.
Sonó una voz lejana.
«¡Alguien está cantando! ¿Quién será? ¿Los dioses están jugando conmigo?»
El halcón se dirigía hacia la melodía. Suave, aterciopelada... transparente, preciosa... dulce y protectora, como si una madre estuviera acunando a un cachorro. Pero también había algo que le evocaba el hecho de lamerse una herida, como el recuerdo del dolor pasado.
La melodía cesó. La canción se detuvo; el halcón también.
Todo se detuvo.
El cielo estaba más oscuro, como si fuese a llegar la noche de inmediato. El halcón se posó tranquilo en el antebrazo de Yaruf y se quedó mirando fijamente en una dirección, esperando que apareciese alguien.
Y, en efecto, alguien apareció. Poco faltó para que Yaruf se cayera del caballo.
Era una humana.
De la misma edad que él... Tanta hermosura concentrada en un ser... En un gesto, en un cuerpo en mitad del bosque. Yaruf nunca había visto nada tan perturbador. Le dolían los ojos. Le saltaba el corazón. Era como si llevase el perfume de todos los días buenos. Iba vestida con una túnica del color de las violetas que acaban de nacer. Colores radiantes, bajados por los dioses para satisfacer la sed de los mortales. Porque algo le decía que podía beber de ella. Era un río de lluvia sagrada. Podría haberse quedado allí para siempre. Quieto. Mirando. Sin hablar. Podía dejar de respirar, porque ella ya respiraba por los dos.
—Hola, Yaruf. Tenía muchas ganas de conocerte.
No pudo contestar.
¡Le estaba hablando a él! Sabía su nombre. Se sintió afortunado por que le dirigiese la palabra. ¿Era un sueño? Si lo era, estaba dispuesto a dormir el resto de su vida.
—¿No me hablas?
La humana se movió y todo se estremeció. Era como si se arrancara un trozo del paisaje de una forma violenta. Irremediable. Brutal.
¡Hablarle! ¿Cómo? ¿Qué decir? ¿En qué lengua?
Entonces Yaruf cayó en la cuenta. ¡La humana estaba hablando táurico! ¿Cómo era posible?
—¡Hablas mi... lengua...! ¿Quién eres?
Fue todo lo que pudo decir, y lo hizo con humildad, con total sumisión y entrega a aquel ser.
—Soy Oroar, reina de los antiguos reinos del norte. Vengo a ayudarte y a pedirte ayuda.
Sadora tenía un presentimiento. ¿Bueno? ¿Malo? No podía saberlo. Normalmente no tenía ningún problema en identificar las alarmas que saltaban en su interior. Los fugaces destellos de su intuición jamás le habían fallado. Sabía cuándo estar preparada para las malas noticias y cuándo para las buenas, cuándo preocuparse y cuándo dejarse llevar, mecida suavemente por las circunstancias.
Aquella mañana fue distinto.
Había sentido un escalofrío que le cruzó la espalda como un hilo de agua helada, erizando su pelaje, poniendo todo su cuerpo sobre aviso, sintiendo la repentina necesidad de ir a visitar a Yaruf. Verlo. Abrazarlo. Estar con él. Tal vez se encontraba envuelto en algún peligro oscuro. O, en el mejor de los casos, simplemente necesitaba que ella estuviera a su lado.
No podía esperar.
Quería salir de dudas cuanto antes, y para ello lo mejor sería acercarse y comprobar, por sí misma, si todo iba bien.
—Voy a ver a Yaruf —dijo a Worobul intentando no parecer demasiado preocupada—. Por cierto, ¿has decidido si vas a acompañarle? Sé que a él le gustaría. Se acerca el momento. Ya estará a punto de partir hacia el laberinto y aún no te has decidido.
—¿Le pasa algo malo? —Acabó la frase en seco. Trató de adivinar la respuesta por la expresión de los ojos de Sadora, que, sin embargo, permanecían inexpresivos. Insistió—: ¿Está bien? ¿Has visto algo?
—No, no he visto nada. Y sí, supongo que está bien. Ya ha demostrado que sabe cuidar de sí mismo. ¿No crees? Ya no es aquel cachorro indefenso que encontraste en la playa... Sólo sé que he de ir a verlo. No creo que esté mal, aunque eso no significa que esté bien... ¿Vas a acompañarle?
—Sí...
—Yo también.
—¿Tú también qué?
Worobul sabía perfectamente a qué se refería, pero le había sorprendido. Sadora nunca había hablado de sumarse a la expedición, y necesitaba un poco de tiempo para determinar si era la mejor opción. No obstante, ella ya lo había decidido.
—¡Por favor! No me vengas con ésas —protestó Sadora para adelantarse a las más que probables objeciones de Worobul—. Sabes que Yaruf no sólo necesita guerreros. Digo yo que una hechicera no le va a venir mal, sobre todo cuando se trata de encontrar un laberinto construido no se sabe ni cuándo, con unos minotauros que creíamos desaparecidos pero que resulta que lo custodian desde hace mucho, mucho tiempo...
—Está bien. Como prefieras. Pero...
—¿Pero? Pero nada. Ya está decidido. Ahora voy a hacerle una visita. Si quieres puedes venir. Yo no soy como tú... y no voy a poner ningún reparo en que me acompañes. Tal vez no me venga mal la compañía de un guerrero.
—Está bien, vamos. Te acompaño.
Worobul se sentía más seguro así. Si Sadora estaba inquieta, él estaba inquieto. Prefería acompañarla. Con HuKlio suelto por ahí, se quedaba más tranquilo. Y respecto a lo otro, simplemente no quería exponer inútilmente a Sadora a peligros innecesarios. Si la perdiese... preferiría arrancarse los dos cuernos de raíz con sus propias manos. Pero ella tenía razón, como casi siempre. Tal vez en la búsqueda necesitaran de sus habilidades, de sus conocimientos y hechicerías para resolver las trampas que el destino quisiera ponerles delante.
Gran parte del camino lo hicieron en silencio.
Sadora zanqueaba deprisa, nerviosa. Su ritmo, agigantado por la impaciencia, sorprendió a Worobul.
—Bueno, con este paso no me cabe la menor duda de que no tendrás problemas para seguirnos. Sí, sí... Te dejo que vengas.
Sadora le lanzó una mirada envenenada. No estaba para bromas. Quería llegar cuando antes y no aminoró su marcha hasta poder ver...
—¡Yaruf,Yaruf!
El paso rápido se convirtió en una carrera.
Yaruf estaba tumbado en el suelo, boca abajo, como si hubiese caído fulminado. Un halcón permanecía a su lado, inmóvil, con la cabeza erguida hacia algún punto lejano del horizonte. Su caballo pastaba tranquilamente al lado del cuerpo de Yaruf.
Worobul llegó antes. Le puso la mano debajo de la nariz.
—Está vivo, respira.
Con suavidad trató de despertarlo.
Miró su cuerpo. No había señales de lucha. Ni arañazos. Ni golpes. Ni sangre a su alrededor.
—No creo que esto sea cosa de HuKlio —dijo reflexionando en voz alta—. Quién sabe... Tal vez ha perdido el conocimiento. Simplemente eso. Los nervios... No sé, no conozco demasiado la salud de los hombres ni qué dioses están al cuidado de estos cuerpos.
Worobul, aún al lado de Yaruf, levantó la mirada buscando que Sadora le contestara o le diera alguna pista. Ella ya había cuidado del humano, tal vez tuviera una respuesta mejor. Pero Sadora estaba callada. Se mantenía casi de puntillas, irguiendo su ancho cuello, estirando el hocico, oliendo el aire.
Del mismo modo que él había buscado restos de lucha, ella estaba tratando de encontrar algún rastro de hechicería, algo que le indicase que allí había tenido lugar algún tipo de encantamiento.
—¿Alguna pista de qué ha ocurrido aquí?
—No. No noto nada. Todo parece estar en calma. Si alguien ha hecho algún encantamiento por aquí... Si alguien ha usado algún tipo de hechizo... debe de ser muy bueno, porque no ha dejado rastro alguno.
—Ya... Una batalla seguro que no ha sido. Yaruf no tiene ninguna herida... Nada remotamente parecido a un signo de lucha.
—Eso es lo que me preocupa —afirmó mirando el cuerpo de Yaruf—. Las heridas que no sangran son las más peligrosas. Tampoco me gusta ese halcón.
—No lo sé... Tal vez sea de Yaruf. Recuerdo que cuando estábamos entrenando en el bosque me pidió uno... Creo que siempre ha querido tener uno...
Worobul dijo estas palabras sin demasiada convicción. Sabía que era imposible que Yaruf hubiese atrapado a un halcón salvaje y lo hubiese domesticado en tan poco tiempo.
—Hay algo de él que me inquieta. No sé qué es, pero nunca me acabo de fiar de... —dijo Sadora como quien se come las palabras para no decir más de lo conveniente.
Worobul, que no escuchó la última frase de Sadora, se acercó hacia el animal lentamente para después dar una fuerte patada en el suelo. Quería asustarlo. Que levantara el vuelo, que se largara. El halcón se limitó a retroceder, sin darle demasiada importancia a la intimidación del minotauro.
—Es valiente y testarudo como Yaruf. No parece que le asusten demasiado mis amenazas. A lo mejor es un enviado de los dioses.
—No lo creo. ¿No me dijiste que le atacó un halcón por la espalda? ¿Que le hizo una herida y luego se fue sin más?
—Sí. Es verdad. No me acordaba. Crees que...
—No lo sé, pero parece que esté velando este sueño profundo y misterioso...
Dicho esto, Sadora se agachó y agarró la cabeza de Yaruf. Cerró los ojos y sopló con suavidad en el rostro tranquilo del humano, que reaccionó.
—¡Se mueve, se mueve! Está despertando —bramó Worobul entre la sorpresa y la alegría.
En efecto, Yaruf empezó a desperezarse. Abrió los ojos lentamente y se topó con los de Sadora, enormes lagos dibujados en su cara que le examinaban y buscaban respuestas sencillas a preguntas complicadas.
—¿Qué... qué hacéis aquí? ¿Dónde estoy?
Yaruf reaccionó con un impulsivo salto. Salió de entre los brazos de Sadora. Se puso en pie. Miró a su alrededor, sin acabar de creerse que estaba en casa. Vio su estandarte ondear ligeramente con el roce de un viento tranquilo e invisible. Luego se fijó en el halcón.
—Bueno... entonces no ha sido un sueño. O tal vez sí...
Empezó a recordar, y se sorprendió a sí mismo pensando que lo daría todo por volver a ver la diamantina figura de Oroar. Se quedó embobado, con la mirada enredada entre el plumaje del halcón.
—Si ha sido un sueño... no quiero volver a estar despierto nunca más.
Esto lo dijo bajito, tanto que ni Worobul ni Sadora consiguieron entenderle, aunque los dos sospecharon que aquella frase la había pronunciado en otra lengua. ¿Humana?
Yaruf abandonó precipitadamente el aturdimiento con el que había despertado y empezó a hablar, hablar y hablar en un torbellino lúcido de palabras y palabras que si hubieran sido gotas de agua, se hubieran convertido en un aguacero de verano:
—Ya. Ya. Ya. Tenemos que ponernos en marcha de inmediato. No podemos perder más tiempo. Se ha acabado esperar. Es mejor precipitarse que llegar tarde. Vamos, vamos. Supongo que los dos vais a venir conmigo, ¿me equivoco? No, creo que no. Por supuesto que no. Tú, Worobul, no soportarías quedarte aquí mientras otros están acabando con un misterio que ha durado tanto tiempo... ¿Qué ha sido del clan de Yaduvé? En pocos días lo verán tus propios ojos... Sé que estás preparado. Y tú, Sadora, no puedes negarte. Un laberinto... Un dios protegiendo sus tierras... La realidad que se vuelve del revés. Ésta es la expedición de tu vida. No puedo negarme. Tienes que venir. Ya somos tres... y con Hanunek, seremos cuatro. Bien, sí, de acuerdo, lo reconozco. Al principio no quería que nos acompañara, pero ahora sé que debe. Es necesario, y su destino así lo dice. Falta uno. Uno solo...
—¿Uno? ¿Te has vuelto loco? —exclamó Worobul atónito por el cambio de planes de Yaruf—. Pero si te has pasado casi una luna negra intentando convencer a los demás de que si no tenías un ejército sería imposible regresar con vida de...
—Ya, ya lo sé. No es así. Con cinco bastará. Sé quién ha de ser el otro... Entrará también. Sí, entrará también, seguro.
—¿Entrara dónde? ¿Quién?
—El quinto enemigo. Pero no está aquí. Ya lo encontraremos. Está de camino. Tranquilo. Déjalo en mis manos. Sé lo que estoy haciendo. Créeme. Solamente quiero que cuando lo encontremos confiéis en mí. Que no os dejéis llevar por vuestros miedos ni por vuestras desconfianzas.
—El quinto enemigo... —murmuró Sadora, tratando de encontrar un significado a aquellas palabras.
—Tú dijiste... —trató de insistir Worobul.
—Yo dije muchas cosas que debemos olvidar. El camino empieza ahora y empieza aquí. Voy a buscar a Hanunek y nos vamos al mediodía. Es importante partir...
—... cuando el sol no produzca sombras.
Sadora acabó la frase para sorpresa de todos.
—¿Cómo sabías...?
—Yaruf, ve a buscar a Hanunek —dijo tajantemente la hechicera sin querer dar explicaciones—. Y acabemos con la espera.
No hubo tiempo para más, porque una vez que Yaruf regresó con Hanunek, la expedición se puso en marcha sin perder más tiempo. El humano, a lomos de su caballo, dirigía los pasos del grupo. Los demás no tenían problemas en seguir al caballo, al contrario, en una carrera entre ambas especies sería difícil determinar quién ganaría.
—¿Dónde está el halcón? —preguntó Sadora.
—Vendrá cuando lo necesitemos. Por ahora, me conozco el camino. Es el mismo que hice con Worobul.
Durante la primera parte del trayecto el silencio fue aquel quinto compañero al que había hecho referencia Yaruf. Invadía a todos. Solamente Hanunek, de vez en cuando, trataba de hacer alguna broma o algún comentario que deshiciera la tensión que se había instalado en el grupo. Nunca lo consiguió. Cada uno estaba preocupado por una cosa distinta, y así pasaron la mayoría del tiempo de la primera jornada.
En la segunda fue distinto.
Se estaban acercando a la frontera y a partir de ese punto todos eran conscientes de que dejarían de sentirse seguros; ya no se hallarían bajo la protección de Karbutanlak. Era como si todos buscasen en la conversación un punto de unión, una cuerda que los uniera fuertemente ante los distintos peligros que cada uno se imaginaba en su cabeza. Sin embargo, Yaruf era el que más callado estaba. A ratos parecía del todo ausente, muy lejos de allí. Sólo contestaba con palabras secas y distraídas a algunas de las gracias de Hanunek o a alguna de las preguntas directas e inevitables de su padre. Por lo demás, no participaba de ninguna de las conversaciones intrascendentes de sus compañeros de viaje.
«Estará concentrado. Él es el líder de este grupo, y hace bien en andar con mil ojos para adelantarse a cualquier amenaza», decía Worobul cuando alguien destacaba el mutismo del humano.
El halcón volvió a aparecer una vez que dejaron a sus espaldas el monte del Ordamidón. Sadora no le quitaba el ojo de encima. Había algo en ese animal...
En la quinta noche, ya inmersos del todo en las tierras prohibidas, Yaruf empezó a impacientarse.
«Ong-Lam ya tendría que habernos interceptado. No es normal que tarde tanto. Me dijo que vendría a nuestro encuentro... Es posible que por la noche aparezca... Tal vez prefiere primero hablar conmigo y que sea yo quien le presente al grupo...»
No sucedió nada.
Mientras los cuatro estuvieron sentados alrededor del fuego, cenando la caza que se habían procurado, Yaruf estuvo muy atento a cualquier ruido. Pero todo fueron falsas alarmas. Su amigo seguía sin aparecer.
Tanto Worobul como Sadora le preguntaron si le pasaba algo, si todo andaba bien. Él respondía que sí, aunque su gesto dijera lo contrario.
Prefería no adelantar los acontecimientos. No les había hablado del guerrero humano y quería que lo viesen por ellos mismos. Pero no aparecía. Todos se fueron a dormir, menos Yaruf, que se quedó un rato más al lado del fuego, mirando y mirando en el vientre de la noche, esperando que sonase un silbido de esos que solamente sabía hacer el general. Nada.
—¿Tú no sabrás qué está pasando?
Se dirigió al halcón como si le pudiese oír. El halcón ni se inmutó, se limitó a observar a Yaruf con sus ojos que brillaban con la anaranjada luz de la hoguera.
¡Por fin!
Unos pasos. Yaruf se puso en pie. Eran de caballo. Tenía que ser Ong-Lam. A Yaruf la espera se le hizo insoportable. Vio una sombra. En la oscuridad empezó a dibujarse una silueta, allí donde la luz arañaba la noche con las puntas de su luz. Sí, no había duda. Era un caballo. No distinguía si había un jinete. Más cerca. Más iluminada. Hasta que vio una figura que no estaba erguida orgullosamente encima del animal, sino desplomada, vencida, a punto de caerse.
¡Era Ong-Lam! Estaba herido.
Yaruf corrió hacia su amigo. Detuvo al caballo.
—Amigo, amigo... Qué te pasa... Por todos los dioses...
Las manos de Yaruf se tiñeron con la sangre de Ong-Lam. Tenía una flecha clavada en el omoplato y una profunda herida en el costado. Rasguños y golpes por la cara. La pelea debió de ser brutal.
Yaruf desmontó al general y lo tumbó en el suelo.
No estaba muerto. Le quedaba un poco de fuerza. Intentaba decir algo.
—Tranquilo, amigo. Ya hablarás. No te vas a morir. No hoy. No esta noche. ¡Sadora! ¡Sadora! Por favor, date prisa. Traed agua.
Yaruf pidió auxilio. Si su amigo tenía alguna posibilidad, ésa sería Sadora.
Ong-Lam seguía tratando de balbucear alguna frase. Pero casi no le quedaban energías. Hablaba tan bajito... Yaruf se acercó a la boca del general y por fin pudo entender:
—Vienen a por ti... No he podido pararlos, perdona.
Dicho esto, el general perdió el conocimiento, rindiéndose y dejándose arrastrar por una muerte que le reclamaba.
Muerto, o mucho peor.
Enterrado en vida. Escarbando la tierra con las uñas, tratando de cavar el agujero más profundo que nadie hubiese hecho jamás. Llegar a las entrañas de la tierra, quedarse en ellas. Esconderse en ellas. Para siempre. Un millón de años deambulando entre los vivos. Estando con ellos, hablando con ellos, comiendo con ellos, pero sin sentirse parte. Ajeno. Extraño. Una eternidad sin tener ni un día soleado. Una esperanza. Una luz al final de la cueva. ¡Eternidades! Él sí que sabía qué significaban.
Cuando Ühr logró salir del mar del abismo con vida, supo que ése sería su mayor castigo, su más grande pena. Nadie, bajo ningún concepto, debería sobrevivir a sus hijos. Nunca. Si a los dioses de Nígaron les importaban los humanos, no lo permitirían. Jamás.
Después de tanto tiempo, aún no sabía ni cómo había logrado arribar a la orilla. Aguantar. Flotar. Mantenerse encima de la superficie cuando lo único que quería era dejarse arrastrar hasta el estómago de la profundidad perpetua de las aguas. Ser digerido. No lo consiguió. ¿Sería, como en el cuento, el pájaro que sale del pozo tras confundir con palabras de ánimo los gritos que le decían que se rindiese, que todo estaba perdido? Eso le hacía gracia, porque él sentía que había salido de uno para caer en otro aún más grande, más sucio y más embarrado. Pero allí estaba.
Cuando cayó frente a las puertas del poblado de Hader, pensó que allí acababa todo. Que por fin moriría. Que tal vez le enterrarían, o tal vez no. No le importaba. Nadie le conocía. Nadie sabía nada de él. En el mejor de los casos no pensarían que era un espíritu. Conociendo las supersticiones populares, tan arraigadas en aquel poblado, no le hubiera extrañado que le hubieran devuelto a las aguas del mar del abismo. No había sido así.
Una mujer había cuidado de él.
Se llamaba Yasa y en el poblado todos la tenían por loca. Sin duda, el haberse encargado del profesor les dio razones para creer que estaban en lo cierto.
Yasa era rubia, esquelética y con los ojos encharcados de un azul sucio, revelador. Era joven, pero su cuerpo parecía gritar que había vivido demasiado. Era algo así como una mujer de doscientos años que hubiese bebido un elixir de la eterna juventud hecho por un aprendiz de brujo. Funcionaba, pero no del todo.
Pasaron los días. El profesor se recuperó. Sintió algo muy parecido al amor, y Yasa le correspondió. Eran dos amantes involuntarios. Ninguno quería estar allí, pero ya que estaban preferían estar juntos. No se unieron en matrimonio. No hicieron ceremonia. Esas cosas eran para los vivos. Y ellos no lo estaban.
El profesor nunca dijo nada. Nunca explicó su historia. Ni a Yasa ni a nadie. Simplemente, decidió quedarse allí, con la mujer que le había salvado la vida y que le daba una segunda oportunidad que los dos iban, irremediablemente, a desaprovechar.
No volvió a investigar. Quería olvidar todo acerca de los minotauros, de las guerras. Ya no le importaban. Él había perdido la suya. Tampoco pensaba en vengarse. ¿Para qué? ¿De quién exactamente? El rey había muerto. Yaruf había muerto. Punto y final. Sólo esperaba que el destino le llevara. Él no haría ningún esfuerzo. Iría donde la corriente.
Pero las cosas se habían confabulado en contra de sus planes. Nunca esperó volver a ver a aquel hombre siniestro, al que el profesor culpaba de todos sus males. Nunca se había planteado que sus caminos se volviesen a cruzar. Nunca supo predecir su reacción. Porque no contemplaba tan siquiera la posibilidad. Tal vez por eso, cuando abrió la puerta de su casa y vio la tétrica figura del tétrico nigromante, solamente pudo decir, apretando tan fuerte los dientes como si le estuvieran abriendo en canal:
—Kor... Maldito seas.
Inmediatamente cerró la puerta, como si lo que hubiese visto no fuera real. Como si al volver a abrirla hubiese desaparecido su pesadilla. No fue así.
—Por fin te encuentro, profesor. He estado tanto tiempo buscándote, que casi había perdido la esperanza.
El nigromante mentía de tal modo, había sofisticado tanto la difícil tarea de no decir la verdad, que en el momento en el que mentía hasta él llegaba a creérselo. No quería dar tiempo a que Ühr reaccionara. Tenía que atizarle, ahora sí, con la verdad.
—Yaruf vive.
Kor esperaba que la contundente noticia dejara al profesor absolutamente conmocionado. Sin reacción. Estupefacto. Congelado.
Fue lo contrario.
Ühr se abalanzó con violencia hacia Kor, lo derrumbó, se puso encima de él, agarrándolo por el cuello y apretando y apretando, privándole del aire. Kor casi no podía ni hablar. Tuvo que esforzarse para decir las palabras mágicas:
—Vamos... sigue... mátame... pero no sabrás dónde se encuentra tu hijo.
Ühr aflojó un poco. Todavía era suficiente como para estrangularle. Aquellas palabras le habían hecho dudar. El nigromante tenía razón. ¿Sería una trampa? ¿Por qué? ¿Para qué tantas molestias? Él ya estaba fuera de todo. No molestaba a nadie.
Kor vio la debilidad. La duda. Otra vez tenía a la presa al alcance de una última frase. Precisa. Certera. Era su especialidad. Otro esfuerzo y...
—Vamos... aprieta. Mátame y mata así la esperanza de encontrarlo. ¿Por qué crees que he venido? Yo sé dónde está y he venido a buscarte para que me acompañes... Ahhh...
No pudo. Fue incapaz.
Aquellas palabras podían ser falsas, pero prefería una falsedad esperanzadora que la desolación de no tener ninguna. Soltó el cuello del nigromante y se echó a llorar, acurrucado en el suelo como un niño pequeño. Había sufrido tanto, había soñado tantas veces con tener una posibilidad de ver a su hijo con vida que no pudo soportarlo. Algo se rompió en su interior. Esa esperanza era el final de una vida. Pasara lo que pasase, ya nada sería lo mismo. Sería mejor o tremendamente peor aún. Porque dentro de él había florecido la ilusión de que Yaruf estuviera vivo. De acuerdo, una flor tal vez enraizada en una tierra mentirosa, pero una flor al fin y al cabo.
Kor se levantó. Se sacudió la túnica negra y empezó a dominar la situación. Mintió cuanto pudo. Sabía que el profesor no creía la mitad de las palabras que decía, pero siempre le quedaría la duda. También aprovechó para felicitarle y halagar sus conocimientos y sus teorías. Él tenía razón. Había tierra firme más allá de las aguas del mar del abismo. Había minotauros, y su hijo había sobrevivido entre ellos, porque era un humano especial. Era el encargado de abrir la puerta del laberinto y bla, bla, bla... Todas las cosas que quería escuchar el profesor juntas en un mismo discurso, en una misma conversación.
—Bueno, vas a acompañarme. ¿Vas a ayudarme a encontrar a Yaruf?
—Sí, lo haré. Pero como sea otra de tus asquerosas estrategias te juro que será mejor que me mates porque si no te mataré yo a ti.
—De acuerdo. Sólo hay un problema. Nos acompañará Al´Jyder. Ese bastardo me ha conseguido un buen ejército y por ahora le necesito. Tranquilo, profesor, cuando todo esto acabe yo mismo le mataré por haber tenido la osadía de tirarte por la borda.
—Primero, no me llames profesor. Segundo, me da igual, seguro que el desgraciado solamente cumplía con las oscuras órdenes que le había dado algún oscuro nigromante, ¿verdad?
—Cree lo que quieras, pero de haber sido así, ¿por qué estoy ahora en este maldito poblado? ¿No crees que yo sabía que tú podías ser importante para mí?
Cuando Ühr y Kor llegaron hasta donde estaba apostado el ejército, Al'Jyder se quedó sin habla. ¡Ühr! ¿Era ése el hombre que había ido a buscar? ¿El que había aparecido en los sueños del nigromante? ¡Por todos los dioses de Nígaron! No sabía muy bien por qué pero tenía miedo. Algo estaba fuera de lugar. ¿A qué estaba jugando Kor?
—¿Qué significa esto? —le preguntó con violencia.
—No me vuelvas a hablar así o te fulmino —fue la contundente respuesta de Kor, que no estaba dispuesto a que nadie le pidiese explicaciones de nada—. Necesito a este hombre. No hay ningún humano que sepa tanto de minotauros como él. No hay nadie que haya dedicado tantos esfuerzos como él a entender a esas bestias, así que le quiero a mi lado... Y por cierto, me ha pedido que te diga que si te acercas a él, que si le miras o si te atreves a dirigirle la palabra, te matará. Créeme, no subestimes a un padre dolido. Así que manten las distancias si quieres mantener la vida.
—¿Minotauros? —gritó Al´Jyder, asustado—. Nunca me dijiste que íbamos a encontrarnos con...
—Sí, hombre, muy bien. Tú chilla más. Que te oigan todos y que nos abandonen aquí... ¿Eres tonto o qué te pasa? Creo que me he equivocado en confiar en ti. Eres una gallina que no tiene agallas. ¿Te dan miedo esos cornudos, general?
Al´Jyder se quedó callado, sin saber exactamente qué responder. Al final dijo:
—No, no me dan miedo, pero creo que deberíamos decírselo a los demás, para que estén preparados. Para que no se queden clavados si llega la hora de pelear.
—¿Sabes por qué, a pesar de todo, aún conservo la vida? ¿Lo sabes? Porque sé que hay un tiempo para cada cosa, y cada cosa hay que hacerla a su tiempo. Anda, apunta esta lección, es gratis. Tú preocúpate de lo tuyo, yo me encargo de lo mío.
La actitud de Kor había cambiado tanto con respecto a Al'Jyder que éste no sabía qué pensar. Se sentía tan inferior, tan entre sus garras, que solamente podía obedecer sin rechistar.
La travesía por el mar del abismo fue mucho más tranquila de lo esperado. A pesar de que aún había niebla, no era tan espesa como en el primer viaje.
Ühr no hablaba con nadie. Solamente, de vez en cuando, respondía a algunas de las preguntas del nigromante acerca de la posible ubicación de la isla de Darcalion. Nada más. Kor sabía que tarde o temprano aparecería entre la niebla.
—¿Cómo puedes estar seguro de adonde vamos? —le preguntaba el general Al'Jyder.
—Lo sé. Llegaremos. Porque así lo dicen las Escrituras.
Kor tenía en su poder la piedra circular que Ühr había encontrado en el cofre de la alianza. La guardaba como un tesoro. Sabía que esa piedra podría sacarle de algún apuro. Por el momento, le servía para seguir el rumbo correcto hacia Darcalion. Para su sorpresa, en la piedra se hallaban, intercaladas con otros símbolos, las coordenadas correctas para guiarse por la niebla. La confianza del nigromante era tanta que ni siquiera se sorprendió cuando el vigía gritó como sin dar crédito a sus ojos:
—Tierra a la vista. ¡Hay tierra! Por las Sagradas Escrituras de Nígaron... ¡Tierra a la vista!
Se armó un gran revuelo a bordo. Los soldados se pusieron a gritar, como si ya hubieran encontrado un gran tesoro. Kor entendió que aquél era el momento justo para decir:
—Hemos llegado. Felicidades a todos. Tengo que deciros que sois el primer ejército que cruza la bruma... que vence a la niebla y que desembarca en la isla de Darcalion. Solamente quiero advertiros de un peligro. Es muy probable, como en su día anunció el gran profesor Ühr, al que por suerte tenemos a bordo, que existan pequeños grupos de minotauros que escaparon con vida de la batalla del Valle de los Tres Ríos...
Kor tuvo que interrumpir su parlamento por el gran revuelo que se alzó entre la tropa. Con las manos hizo un gesto de calma y elevó la voz por encima del barullo de los soldados:
—Tranquilos... no tenéis nada que temer. Somos más y más fuertes. De todos modos, si nos encontramos con ellos, por favor, que nadie haga nada hasta que yo lo indique. Creedme, si queréis regresar a casa con el tesoro... esperad mis órdenes.
Lo del tesoro volvió a dar a aquellos mercenarios las agallas suficientes.
Desembarcaron sin más problemas y formaron en la playa. Estaba atardeciendo.
Kor pensó que lo mejor sería quedarse allí y esperar al próximo día para adentrarse en el bosque y comenzar a buscar el laberinto.
No creía que los minotauros estuvieran cerca. Pensó que si esperaba aquella noche en la playa tendría tiempo para que sus hombres se acostumbraran a la presión, a la probabilidad de tener que enfrentarse a unos minotauros. Kor se equivocaba. Aún no habían acabado de instalar el campamento, cuando uno de los soldados gritó enloquecido:
—Una bestia... un minotauro. ¡Ya están aquí!
Todos cogieron sus armas. Kor trató de gritar que nadie hiciese nada. Al'Jyder se adelantó:
—Vosotros seis, a por él. No dejéis que escape.
—¡Qué haces, estúpido! ¡Vosotros, estaos quietos, no...!
Sus gritos no sirvieron para nada.
Tal y como había ordenado su general, el grupo de seis cogió sus espadas y fue corriendo hacia el minotauro, mientras los otros ya estaban formando para proteger las posiciones en caso de que vinieran más.
Fue un desastre. Absoluto. Ninguno de los presentes había visto nunca una carnicería semejante.
El minotauro, armado con un hacha enorme, destrozo a los seis, que apenas tuvieron tiempo ni para reaccionar. Visto y no visto. A uno lo corneó y lo lanzó por los aires, haciendo que la tierra crujiese con sus huesos rotos. A otros cuatro los atravesó con su hacha casi con un solo golpe, mientras que al más afortunado lo agarró por el cuello, levantándolo del suelo y estrangulándole en el aire para luego lanzarlo como si fuera una rama seca.
No tuvieron ninguna oportunidad. No llegaron ni a rozar al minotauro. Los demás soldados retrocedieron con las piernas temblorosas. Ninguno se atrevía a entrar en la batalla.
Sonaron unos pasos y en la playa aparecieron cuatro, seis, doce... hasta veinticuatro minotauros.
Ante la incapacidad de Al'Jyder para reaccionar ante tal desastre, a Kor le fue mucho más sencillo tomar las riendas de la situación. Tenía que hacerlo, si no quería quedarse sin ejército.
—Todos quietos. Que nadie se mueva. Que nadie levante la espada o seré yo mismo quien le mate.
Kor se acercó lentamente hasta los minotauros. Se quedó plantado ante ellos, alzando las manos e inclinando la cabeza. No parecía que ellos tuviesen interés en seguir matando a los soldados.
El minotauro que parecía estar al mando se adelantó. Se puso ante Kor. Parecía una montaña con cuernos al lado del nigromante que, sin embargo, no perdía la compostura. No tenía que demostrar miedo. Es mucho más fácil atacar a un hombre con miedo que a uno que se siente absolutamente seguro, que transmite que controla la situación, por desesperada que parezca.
El minotauro bufó. Bajó el hacha.
Kor le miró fijamente a los ojos, procurando que no pareciese un desafío sino la muestra de que quería parlamentar. En esos enormes espejos oscuros, el nigromante pudo ver que estaba dispuesto a entenderse. Así fue como empezó a hablar, pero para sorpresa de todos, incluidos Ühr y Kor, que no esperaban algo semejante, lo hizo en lengua humana:
—No queremos pelear. Ha sido un error. Hace tiempo que os estamos esperando. Bienvenidos a Darcalion.
La fiebre le hacía desvariar.
Sudaba. Balbuceaba. Revivía la encerrona. Trataba de encontrar la victoria que le había sido negada por la desigualdad del combate.
Ong-Lam sólo era capaz de pronunciar claramente un nombre, y lo hacía una y otra vez: HuKlio, HuKlio, HuKlio...
Era posible que fuera sólo un recuerdo retenido. Pero tal vez era más que eso, era una advertencia que emergía de su inconsciencia, un último esfuerzo para poner sobre aviso a su amigo. Como quien a pesar de estar con la vida pendiente de un hilo, utiliza ese hilo para tejer un último mensaje.
Yaruf no se inmutó. En ningún momento pareció sorprendido. No le preocupaba en absoluto. Ni HuKlio ni ningún enemigo. Tenía un problema mucho mayor que resolver.
¿Qué se suponía que tenía que hacer con Ong-Lam? No se podían permitir esperar a que se recuperase. Tampoco podía dejarlo allí. Abandonarlo en el bosque era lo mismo que condenarlo a muerte. Si después de todo tenía que morir... podría haber muerto en la batalla. A Yaruf le resultaba penoso ver al mejor guerrero que había conocido, incluso mejor que Worobul, librando esa penosa batalla contra las ganas de morir de su propio cuerpo.
Consultó con Sadora.
Quería saber su opinión. Ella dudaba. Durante toda la noche estuvo tratando de bajarle la fiebre, de preparar, con algunas hierbas que había traído y otras que había recogido por el camino, ungüentos para desinfectar y acelerar la recuperación, si es que era posible. De todos modos, necesitaba más tiempo.
—No sé si podrá recuperarse o no, lo que es seguro es que no lo hará de un día para otro. Yo no conozco a sus dioses, ¿me entiendes? Y los nuestros no moverán ni una gota de agua por él. En realidad no sé si estoy haciendo bien tratando de curarlo. No sé si estoy ofendiendo a Hámera...
—Yo estuve bajo tus cuidados y ningún dios se enfadó contigo por eso. A no ser que pienses que yo fui tu castigo...
Yaruf hizo una pausa, tratando de que la hechicera desmintiera sus palabras con alguna frase del tipo «pero cómo puedes decir esto, sabes que eso es mentira». No fue así. Se limitó a observarle fijamente, sin entrar en el juego de Yaruf, que decidió terminar con una contundente frase:
—Los dioses no pueden separarnos, deben unirnos. Cualquier otra actitud nos ha llevado a esto y nos conducirá al desastre definitivo.
Ahora sí. Sadora no tuvo respuesta para la frase del humano. Tenía toda la razón. Bajó la mirada, avergonzada por sus propios comentarios.
—¿Puede moverse? —preguntó Yaruf cambiando de tema e intentando ocultar cualquier tipo de escrúpulos, como si hablase de un animal.
—¿Cómo? ¿No le ves? Si hasta le cuesta respirar. ¿Cómo quieres que pueda moverse?
—No me refiero por sí mismo, sino a si puede ser trasladado.
Sadora dudó. Miró a Ong-Lam y respondió:
—No lo sé. Depende de la importancia. ¿Es él el quinto enemigo del que hablabas?
—No. Él no es ninguno de los cinco. No entrará en el laberinto. Simplemente es mi amigo. No puedo dejarlo aquí. Estoy seguro de que ninguno de vosotros querrá quedarse para cuidar de él. Tú serías perfecta, pero no me gustaría hacerte esto. Quieres venir. Necesitas venir. Además, tal vez te necesite. Así que creo que lo mejor será llevarlo con nosotros.
—Pero está muy débil... No aguantará...
—Lo sé. Iremos con cuidado. He tenido un idea que puede funcionar. Prepararemos una camilla con unas ramas y unas cuantas hojas... Vosotros sois lo suficientemente fuertes como para tirar de él, y si no está mi caballo. Sólo nos retrasará un poco, podremos recuperar el tiempo haciendo las jornadas más largas.
Sadora se quedó impresionada por la forma de pensar del humano. «Sin duda esto le distingue, no sólo de nosotros, sino también de los demás humanos. No quiere elegir. No quiere resignarse, quiere imponer sus propias reglas.»
Todo se hizo como Yaruf ordenó.
Al alba, volvían a estar en marcha y antes del mediodía ya habían llegado hasta la hilera de cabezas de minotauros empaladas al borde del camino.
—Por todas las eternidades... —gritó Hanunek después de conseguir controlar las arcadas que le produjo el macabro escenario—. Si Kia-Kai vuelve y se entera de esto... nos va a condenar a todos... ¿Quién ha sido capaz de cometer algo así?... No puedo creer que HuKlio haya tenido el valor...
—No, no ha sido HuKlio —interrumpió Yaruf—. Sin duda, visto así, desde el desconocimiento, esto nos parece injustificable. Pero si conocemos la verdad y su profundo significado... La verdad es que hubo un momento en que yo también pensé que eran sacrificios. También me indigné y maldije al Ordamidón y todos los dioses que habían permitido algo así. Pero me equivocaba. Las apariencias engañan. Worobul me lo enseñó. Para los descendientes de Yaduvé, para el clan maldito, ésta es una manera de honrar a los guardianes más importantes del laberinto. Así aún pueden vigilar y seguir cumpliendo con la misión que creen tener asignada. No son unos salvajes. No es un sacrificio, es un reconocimiento.
Las explicaciones de Yaruf tranquilizaron a todos, aunque una vez superado el choque inicial, Worobul no pudo evitar preguntar:
—¿Cómo lo sabes? Has dicho que ahora estás seguro de que son guardianes importantes... ¿Cómo estás seguro?
—Porque lo sé. Dejémoslo aquí. Por favor, no me preguntes más o me veré obligado a mentirte.
Efectivamente, Yaruf conocía la verdad de las cabezas que vigilaban el camino. Se lo había dicho Oroar, al igual que lo del quinto enemigo y algunas cosas más.
¡Oroar!
Desde que la había visto no había podido dejar de pensar ni un segundo en ella. No podía sacársela de la cabeza. Ella estaba en todas las cosas. Emergía de todas las cosas. Ella le veía, ella le acompañaba, desde la distancia. Era imposible liberarse. Pensar era volver a verla. Pensar era volver a estar cerca de ella. Por eso le gustaba tanto estar solo. Si no hablaba con nadie podía recrearla infinitamente en su cabeza:
«¿Cuándo podré hablar contigo de nuevo?», le había preguntado Yaruf absolutamente rendido.
«Cuando llegue el momento. No debes impacientarte. Ahora debes ir a buscar el laberinto. No puedes llegar tarde. No puedes llegar temprano. Debes llegar justo a tiempo. Te quedan muchas dificultades que superar, dentro y fuera del laberinto. Tu padre táurico te lo dejó escrito en el suelo una vez. Tú lo borraste con el pie, con rabia. Tenía razón: quienes no se encuentran están perdidos. No lo olvides. Ahora, márchate. Descansa. Estás muy cansado, muy cansado...»
Lo siguiente que recordaba era que estaba en el suelo, con Sadora a su lado, soplándole la cara, intentando reanimarlo.
Yaruf no había querido hablar con nadie de su encuentro en el bosque. Tal vez por vergüenza, tal vez porque no quería escuchar a Sadora advirtiéndole que tuviese cuidado. Él ya lo sabía. Debía tener cuidado con Oroar, pero era tan... Cualquier palabra que pensara, fuera humana o táurica, estaba muy lejos de cómo era ella, porque ella estaba fuera de las palabras.
Esas tierras ya no las había visto Yaruf. Eran nuevas.
En un momento el halcón se esfumó, elevó el vuelo y desapareció entre unas nubes que arañaban el azul del cielo, dejándole unas feas cicatrices grisáceas.
—Mirad, allí, hay una columna de humo negro... ¿Hemos llegado? ¿Ahí está el laberinto?
Hanunek había sido el primero en verlo. Todos giraron sus cabezas en dirección a la señal del raser lajun.
—No. No es el laberinto. Deben de ser un grupo de guardianes. Tienen puestos por todas estas tierras para que nadie se acerque tan siquiera...
Yaruf frunció el entrecejo.
Aquello no le gustaba. Aquel humo no era de estar cocinando, ni de una hoguera de vigilancia. No pertenecía a un fuego controlado hecho con las hatamatuya. Además, como pasó con Ong-Lam, ninguno de los minotauros del clan maldito había salido a su encuentro. Ya deberían haberlo hecho.
—Vamos hasta allí. Seguro que ellos nos pueden guiar.
—Puede ser una trampa —dijo Worobul, a la vez que desenvainaba el hacha de la funda que llevaba colgando a la espalda.
—Tendremos que arriesgarnos. Estad todos alerta.
La humareda, que se alzaba serpenteante como un mal presagio, no estaba muy lejos, y el grupo no tardó demasiado en llegar a ver siete u ocho cabañas de madera, con el tejado de paja. Este tipo de construcciones se alejaban mucho de las que los minotauros empezaron a hacer cuando llegaron a la isla. Pero esto no les sorprendió tanto como comprobar cómo ardían todas. Caían devoradas por unas llamas que una vez hecho su trabajo se extinguían lamiendo el suelo húmedo.
—Me temo que llegamos tarde.
Yaruf estaba enfadado.
Dio una patada al suelo y se mordió el labio inferior con rabia. Casi se hizo una herida. Sin duda era cosa de HuKlio. No había tenido piedad. Los cuerpos de unos treinta minotauros yacían en el suelo. Muertos. Desgarrados. Con los ojos abiertos por el espanto.
—Estas tierras están malditas... ¡Malditas! —gritó Hanunek asustado.
Mientras tanto, Sadora se agachaba al lado de los cuerpos, uno por uno, cerrándoles los ojos y recitando en sus oídos una antigua oración fúnebre que se usaba en los tiempos de las grandes batallas contra los humanos para que sirviera a sus espíritus de consuelo y de guía.
Descansa, bravo guerrero.
Deja el cuerpo en esta tierra
para que él mismo sea tierra.
Que tu espíritu descanse
por las tres eternidades,
y hasta el fin de las eternidades,
en los brazos de los dioses.
Worobul se acercó hasta el estandarte de aquel clan. Estaba roto, pisoteado, pero no había ardido.
—No conozco este estandarte.
Era un estandarte blanco, con unas líneas que se entrecruzaban, haciendo lo que parecía un laberinto.
—Supongo que los descendientes de Yaduvé decidieron crear un nuevo estandarte del espíritu para demostrar que todos estaban en la misma misión.
Worobul hablaba sin esperar respuesta alguna. No se dirigía a nadie en concreto, solamente reflexionaba en voz alta. Agarró el estandarte, arrancó la parte que colgaba moribunda para volverlo a clavar en el suelo.
Yaruf se quedó en pie, contemplando el desastre. Intentaba permanecer sereno. No podía hacer ya nada por ellos. Trataba de mantener la cabeza fría, pero fue en la cabeza donde de repente recibió un golpe tan fuerte que lo hizo tambalear.
—¿Quién...?
¡Era una piedra!
Alguien le estaba lanzando piedras a la cabeza. Miró alborotado alrededor para descubrir al cobarde. No vio nada.
—¡Cobardes! ¿Quién hay ahí que quiere cazarme como a un animal?
Yaruf, enfadado, cogió la piedra que de tan grande que era no le cabía en la mano. Se tocó la cabeza. Se enfadó como un chico y fue a tirar la piedra, de vuelta al bosque, como queriendo darle en su escondite a quien se la hubiese tirado. Worobul lo impidió:
—No se te ocurra lanzar esa piedra. La culpa es mía. Demasiado rápido. Se me olvidó enseñarte esto, pero hace tanto que no se utiliza este sistema... Nadie te ha atacado. No hay un enemigo escondido en el bosque, sino un amigo invisible que trata de advertirte de algo. Por el motivo que sea, no puede mostrarse. Seguramente está lejos y te la ha lanzado con una honda.
—¿De qué me estás hablando? —protestó Yaruf.
—Mira la piedra.
Yaruf obedeció y se llevó una gran sorpresa al ver que en ella había escrito un mensaje:
«Yaruf, vete de aquí. Ahora mismo. Es una trampa. No dejes que te atrapen.»
¿Yaruf? ¿Sabían su nombre? ¿Cómo era posible? Yaruf miró. A derecha y a izquierda. Vio cómo venía una flecha. Hizo caso a la piedra:
—¡Cuidado, es una trampa! Salid todos de aquí. Vamos al bosque.
Todos hicieron caso al instante. Pero ya era tarde. Aparecieron dos minotauros. Corrían hacia Yaruf. Worobul trató de salirles al paso, Yaruf no quiso y volvió a repetir:
—Salid de aquí. Es una trampa.
—¿Qué trampa?
Efectivamente, los dos minotauros eran un señuelo para distraer a Worobul. Al instante aparecieron, de repente, como si hubieran estado escondidos bajo las piedras, tres minotauros más que rodearon a Yaruf. Worobul trató de pelear, pero no podía.
—Déjame. Debes proteger a Ong-Lam —gritó Yaruf viendo que Worobul estaba dispuesto a luchar—. Escapa de aquí. Sé cuidarme solo.
Worobul se sorprendió ante la reacción de Yaruf. ¿No quería pelear? ¿Qué pretendía?
—Confía en mí. No pelees. Os encontraré en el bosque.
—Hazle caso, Worobul —dijo el minotauro que parecía liderar al grupo—. Le queremos vivo. No nos interesa pelear. Le hemos de llevar vivo. Es necesario para entrar en el laberinto. Él lo sabe. Todos lo saben.
Worobul calló.
Conocía a aquel minotauro, era Jusvader, un joven guerrero demasiado influenciable por las promesas de poder de HuKlio y con un gran problema: su ambición estaba muy por encima de su talento.
Tampoco acababa de fiarse de la actitud de Yaruf.
¿Sería un plan? Pero sus palabras eran tan sinceras, parecían tan convencidas que le hacía dudar.
—Dejadle pasar. Que se vaya. Si se retira no le toquéis. Pero si intenta cualquier tontería, no lo dudéis, acabad con su vida y que su sangre ofenda estas tierras.
Los dos minotauros obedecieron y apoyaron sus hachas en el suelo.
—Por favor, hazles caso. Yo me encargo —volvió a insistir Yaruf.
Worobul bajó la mirada, resopló con violencia tratando de ocultar el enfado. «Maldito humano testarudo. ¿Qué cuernos se trae entre manos?»
—De acuerdo, está bien. Me voy al bosque. Pero Jusvader, te estás equivocando de bando...
—Cada uno escoge lo que puede, amigo —replicó severamente.
—Como tú quieras, pero no somos amigos. Tu tribu ya no es bienvenida en mi tribu. Y no dudes, tú y estos tres esbirros que te has traído para atrapar a un solo humano, de que si le hacéis un rasguño, uno solo, os mataré. Uno a uno, aunque sea la última cosa que haga en mi vida... Mi hacha no tendrá descanso hasta que os mate.
A nadie pareció importarle sus amenazas.
Worobul se marchó resignado, pero algo le decía que hacía lo correcto.
Si Yaruf no quería que estuviese, tendría sus motivos. En ningún momento pensó que vería lo que estaba a punto de ver cuando, oculto desde el bosque, comprobó cómo Yaruf, en contra de lo que parecía, sí que estaba dispuesto a pelear en tal inferioridad de condiciones.
—Yaruf, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?
Fueron las últimas palabras que pudo gritar Worobul antes de que empezara el combate entre Yaruf y cinco minotauros.
Dudaba. No estaba seguro de qué hacer. No sabía cuál era el camino que debía seguir.
Por un lado quería atacar. Defenderse de la indignante emboscada que le había preparado HuKlio. Sin embargo, también quería llegar cuanto antes a las puertas del laberinto, y parecía que HuKlio ya las había encontrado, o como mínimo eso creía Yaruf.
«Es un cobarde. No se atreve a venir a buscarme. Con su actitud ofende a todos los miembros de su tribu y a su estandarte. No me puedo creer que a estas alturas aún exista un solo minotauro que quiera seguir bajo sus órdenes. ¡Parecen ganado en busca de tierras verdes en las que pastar! Seguro que antes de matarlos los ha obligado a decirles dónde está el laberinto.»
Por lo menos había logrado que Worobul se fuera hacia el bosque. Eso le tranquilizaba. No lo quería metido en la pelea. Alguien debía cuidar del grupo.
«A mí me necesitan con vida, pero a él le tienen ganas desde hace tiempo. Desde que se hizo cargo de mí en la playa. Nunca se lo han perdonado. En cambio... HuKlio se enfadaría mucho si me llevan muerto. ¿De qué les serviría yo entonces? Todos piensan que estoy destinado a abrir las puertas del laberinto. Tiene gracia —pensaba mientras se le escapaba una sonrisa maliciosa—, el gran AgKlan se ha pasado media vida deseando mi muerte y ahora me necesita vivo.»
Yaruf se detuvo en este último pensamiento y se le encendió la mirada con una luz que alumbraba la remota posibilidad de salir victorioso de aquel círculo maldito.
¡Exacto!
Ésa era su fortaleza. Ése era el punto débil de los cinco minotauros que le rodeaban amenazándolo con las hachas a media altura. Porque, precisamente, sólo podían hacer eso: amenazarle, no matarle. Si lo hacían, tendrían que vérselas con HuKlio.
Sólo había un problema... Estaba completamente rodeado y así no podía ni empezar a pelear sin que se le lanzasen encima, le redujeran al instante y se lo llevaran como si fuera la caza del día. Tenía que encontrar una manera de poder pelear, pero... ¿cuál?
—Vamos, ven con nosotros y no hagas ninguna tontería —dijo Jusvader con un tono en la voz que revelaba que deseaba acabar con esa situación cuanto antes y sin que se complicara.
—Cinco... Qué número más bonito —dijo con ironía Yaruf—. Parece que me persigue esa cifra. Últimamente el cinco está por todas partes. Lo que nunca creí ver es esto: ¡cinco para un humano! ¿No os da vergüenza? Siempre se os llena ese enorme morro que tenéis hablando de cómo en otro tiempo eran necesarios varios hombres para acabar con un minotauro por mal guerrero que fuera. Sí, supongo que eran otros tiempos, ¿verdad?
Yaruf trataba de sembrar la duda entre los cinco. Buscar el poco honor que les pudiera quedar para usarlo en su contra. Y lo hacía girando la hutama entre sus dedos mientras él mismo también giraba para retarles mirándoles a los ojos, uno a uno.
No encontró nada de lo que buscaba. Los minotauros lentamente iban estrechando el círculo. Yaruf se enfadó por la determinación de sus enemigos:
—Creéis que soy un animal o algo parecido... ¿Pensáis que estáis en el Kadasta Resta?... No me gusta que me rodeéis como a un animal.
—Yaruf —insistió Jusvader con un respeto que gustó e hinchó de orgullo al humano—. No queremos hacerte daño. Solamente queremos llevarte ante HuKlio... Es nuestro deber.
—¿Deber? Vosotros no sabéis qué significa esa palabra. ¿Era vuestro deber matar a estos pobres minotauros? Míralos. ¿Os lo habéis pasado bien? ¿Qué os habían hecho?
—Eran unos traidores.
No era Jusvader, sino Fujdar, el minotauro que quedaba a la espalda de Yaruf. Fujdar era impetuoso y violento. Siempre había seguido a HuKlio y no parecía que estuviera dispuesto a decepcionarle. Siguió hablando mientras el pendiente de oro que le atravesaba el hocico brillaba salvajemente con los reflejos del sol.
—Nos han engañado durante mucho tiempo. Hicieron creer a nuestros antepasados que habían sido devorados por el Ordamidón...
—¡Basta! Cállate ya —bramó Jusvader, que no quería que aquello se convirtiera en un debate acerca de la legitimidad de haber matado a aquellos traidores—. Yo estoy al mando. Dejémonos ya de estupideces. Entrégate o...
—O... ¿qué? No me amenaces, Jusvader. Juro por mi estandarte que si vuelves a hacerlo te vas a ir con el cuerno de Sredakal. ¿HuKlio ha encontrado el laberinto? —añadió como si no acabara de lanzar esa advertencia.
Jusvader vaciló. El humano le ponía nervioso, y no estaba seguro de si estaba preparando una estrategia de combate o realmente quería sacarle una información que no sabía si estaba autorizado a dar. A él sólo le habían exigido que trajera al humano con vida. Dudó. Mantuvo el silencio. Lo que no pudo mantener fue la mirada de Yaruf que se le clavaba en los ojos como un puñal ya ensangrentado. ¿Qué estaría pensando el maldito humano? Jusvader no podía saberlo. No podía ni imaginarse que Yaruf hacía girar su cabeza del mismo modo que hacía girar su hutama. Vuelta tras vuelta pensando en cómo salir de ese círculo de minotauros que le impedía pelear.
«Vamos, vamos... Debo encontrar una solución. ¿Qué me diría Worobul si estuviera aquí...?»
En ese momento recordó unas palabras que le dijo en medio del bosque cuando estaban entrenando: «Los defectos usados a tu favor pueden ser tus principales virtudes. Si eres pequeño, sé rápido. Si no eres fuerte, sé ágil. Si eres distinto a los demás, sé único.»
¡Claro!
Ya lo tenía. Ya sabía qué hacer. Tenía que usar todo lo que había a su alrededor. Usarlo en su favor... Ya fueran los minotauros vivos que le rodeaban o los muertos que estaban sembrando la tierra. Debía hacerlo de forma ágil y rápida.
Los cinco minotauros intuyeron que algo iba a suceder cuando vieron cómo Yaruf detuvo en seco el giro de la hutama, puso un pie delante de otro en posición de ataque y dijo:
—¿No lo sabes o no me quieres contestar? Vamos, Jusvader, si quieres que os acompañe amablemente, tendrás que decirme adonde vamos. No quiero encontrarme con alguna trampa... Quién sabe sí me estáis preparando una emboscada como ésta... Ya sabes que HuKlio no pudo vencerme en la arena de los dioses, y no sé, tal vez ahora quiera vengarse y matarme sin honor, sin que pueda defenderme.
—No es eso. Nadie quiere matarte... No hagas nada de lo que luego te arrepientas.
—Pues tal vez tendré que hacerlo. Porque no pienso acompañaros. Así que... ¿cómo lo solucionamos?
—No nos obligues... Sabes que tu situación no es precisamente buena. Somos cinco y vamos muy bien armados con estas hachas. No nos des un motivo para tener que usarlas.
—Ya, ya me he dado cuenta de que estáis armados, gracias.
Yaruf acabó de decir esto y sin dar más tiempo empezó una carrera hacia Jusvader, como queriéndole embestir.
«Espero que esta vez también me salga bien...»
Yaruf sabía que ésa era la parte más débil de su plan. Y solamente pedía que la sorpresa fuera su mejor aliada y que Jusvader no tuviese tiempo de recordar los movimientos de ataque que había hecho en la arena de los dioses.
No tenía mucho espacio. Tenía que decidir. Arriba o abajo...
Fue por abajo.
Yaruf salió del círculo de los minotauros por debajo de las piernas de Jusvader. La maniobra dejó boquiabiertos a los cinco, que tardaron en reaccionar, sobre todo Jusvader, que se sintió estúpido por dejarse engañar con el mismo truco que Yaruf había hecho a HuKlio.
En esta ocasión había una diferencia importante, porque el humano no había aprovechado para atacar a nadie. Se limitó a correr. Correr y correr. Tan deprisa como si estuviera escapando de los dioses.
Una vez reaccionaron los cinco minotauros, deshicieron el círculo y empezaron a perseguirle. Eran rápidos. Mucho más que Yaruf. Pero el humano serpenteaba, cambiaba el rumbo inesperadamente. Sin sentido. Era como si sólo quisiera correr, nada más. Daba vueltas, no se adentraba en el bosque. Era como si no quisiera escapar. Y, además, saltaba por encima de los cadáveres de los minotauros del clan maldito con la agilidad que les faltaba a los que le perseguían. Por un momento sus perseguidores pensaron que se había vuelto loco.
—Vamos, atrapadme si podéis —dijo altivo Yaruf—. Porque los muertos vuelven para vengarse de los vivos.
Los minotauros le seguían preguntándose hacia dónde iba el humano, ¿qué pretendía? Difícil de averiguar.
Al cabo de un buen rato de carrera, los dos minotauros más lentos tropezaron con uno de los cadáveres. Hubo un estruendo espantoso. Eran Hasdad y Trekolar, dos guerreros recientes que no destacaban precisamente por su virtuosismo en el combate ni en la lucha. Hasdad pudo levantarse, pero Trekolar había caído con tan mala suerte que se había clavado en la planta del pie un puñal que un minotauro muerto aún sostenía en la mano, como queriendo realmente ayudar al humano desde el quicio de las puertas de la eternidad. No podía seguir la persecución.
Jusvader se dio cuenta y gritó furioso:
—Vamos, estúpidos. La verdad es que los tiempos de paz crean a guerreros torpes y holgazanes.
Yaruf supo que había llegado el momento. El grupo se había roto. Sólo Jusvader le seguía de cerca.
El humano se detuvo, se giró como un viento repentino y se plantó en el suelo con fuerza. Sabía que tenía poco tiempo.
Jusvader se acercó. Yaruf atacó primero. Con violencia. Sabiendo lo que hacía. El minotauro trató de defenderse. No conseguía adivinar por dónde le vendría el siguiente golpe de hutama. En un momento Yaruf puso el arma entre las robustas patas de Jusvader y la levantó con todas sus fuerzas. Cayó al suelo. Yaruf aprovechó para darle un potente golpe en medio de los cuernos. Jusvader perdió el conocimiento al instante.
—Esto te va a doler cuando despiertes.
Se acercaba el segundo perseguidor. Era Fujdar. Pero Yaruf prefirió seguir corriendo. Los minotauros se estaban agotando. Yaruf también, pero sabía que ésa era la única manera. Empezaba a lamentar no ir a lomos de su caballo.
Fujdar se detuvo ante el cuerpo tumbado de Jusvader, que se había derrumbado, fulminado por un rayo en forma de hutama.
—¡Que los dioses te detesten en tu muerte! Me da igual lo que haya dicho HuKlio. Yo voy a matarte —dijo escupiendo al suelo.
Yaruf siguió corriendo y gritó con un tono despreocupado y burlón:
—Primero tendrás que alcanzarme.
El minotauro aceleró el paso. Detrás de él venía Tradero, que no podía seguir el ritmo. Yaruf se detuvo ante uno de los cadáveres del clan maldito, agarró un puñal y lo lanzó tan fuerte que era difícil tan siquiera de ver. Pero Fujdar lo esquivó sin problemas girando el cuerpo, demostrando que tenía unos buenos reflejos.
—¡Has fallado, bestia humana! Conmigo no te van a...
Fujdar no pudo acabar su frase. Un grito de dolor le hizo girar la cabeza. Tradero había sido alcanzado en el muslo y se retorcía sin acabar de decidirse a dejarse caer al suelo, aunque fuese lo único que deseara.
—Cuando te lance a ti un puñal, no sufras, te daré en el corazón —dijo Yaruf parándose para pelear.
—Te vas a arrepentir de esto, aunque HuKlio me arranque los cuernos por ello, te lo prometo.
Fujdar estaba furioso. Atacó primero, sin dar tiempo a Yaruf, que a pesar de haber perdido la iniciativa pudo esquivar la embestida con seguridad y algo de temeridad. Pero el minotauro logró dar un giro inesperado a su cabeza cuando parecía que ya había fallado el ataque y enganchó en el costado a Yaruf, haciéndolo volar por los aires.
—No eres tan difícil de vencer. Has tenido suerte, pero la suerte también se acaba.
Yaruf estaba en el suelo. Tenía una herida bastante profunda. Le dolía. Mucho. Sangraba. Era como si de pronto se le escaparan las fuerzas por la brecha que le había abierto el minotauro. Respiró profundamente con el rostro desencajado. Por primera vez dudó. ¿Era aquél su final?
«Mi hutama, tengo que encontrar mi hutama, sin ella se acabó todo. No puede ser...»
Pero su arma estaba lejos, y su rival se acercaba con pasos que hacían un ruido como si el suelo fuese a volverse del revés, como si todas las raíces de todos los árboles fuesen a salir de las profundidades de la tierra.
Se incorporó como pudo. Pero el dolor le doblegaba.
Fujdar se acercaba con su hacha en alto. Iba a partirlo por la mitad. Yaruf deseó por un momento que Worobul no le hubiese hecho caso y que apareciese de detrás de alguna roca y le salvara de aquella difícil situación.
No fue así.
Fujdar se puso delante de él. Muy cerca. Tapaba la luz del sol y cubría al humano con su sombra. El humano nunca había sentido tanto frío en una sombra.
—Ha llegado tu final.
Yaruf pudo ver cómo el minotauro alzaba el hacha. No podía correr. No tenía escapatoria, sólo un minotauro agigantado por la posibilidad de la victoria.
—¿Cómo vas a salir de ésta?
Pero el humano, a pesar de su debilidad, tuvo suficientes energías como para intentar un último ataque encomendándose, por primera vez en su vida, a los dioses táuricos.
Así, cuando Fujdar tenía el hacha en todo lo alto, Yaruf se lanzó hacia su enemigo. No lo atacó. No intentó golpearlo. Se abrazó a él como quien se reencuentra con un viejo amigo. El minotauro quedó perplejo ante la reacción de su víctima. ¿Qué significaba?
—¿Qué haces? ¡Quita de aquí! Si algo has aprendido de los minotauros, trata de morir con dignidad.
La única respuesta de Yaruf fue abrazarse con más fuerza. Parecía como si quisiera rodearlo enteramente con sus brazos. Fujdar se puso nervioso. No sabía qué hacer.
—¡Sal de aquí!
Trataba de golpearlo con los codos, pero apenas tenía espacio para que el golpe tuviese la fuerza necesaria.
—Muy bien, morirás en mi regazo... Aunque tu sangre me salpique en la cara voy a matarte. Sin honor. Como un humano, como lo que eres.
Alzó el hacha, dispuesto a partirle la espalda al humano, que cerró los ojos y mantuvo la respiración, porque quería escuchar en el interior del minotauro. Tenía que saber cuándo empezaba a bajar el hacha, cuándo iba a matarle. Era su única opción.
El corazón de Fujdar empezó a acelerase.
Yaruf pudo notar la fuerza de su sangre recorriendo todo su cuerpo. Estaba a punto de darle el golpe definitivo, de sacarlo de un hachazo de la tierra, del mundo de los vivos.
Era el momento.
Ahora. Estaba bajando. Yaruf hizo un rápido movimiento para quitarse de en medio. El hacha le rozó pero consiguió esquivarla para que se hundiese en el estómago de un minotauro que con la lengua fuera y la sangre saliendo como una fuente de lava, cayó al suelo sin entender qué había ocurrido.
Había vencido. Yaruf había vencido.
Fujdar estaba muerto. Jusvader seguía inconsciente. Tradero, herido, no parecía querer pelear, como Trekolar. Sólo quedaba Hasdad, que había seguido la pelea sin atreverse a entrar en ella.
—Sólo faltas tú —dijo Yaruf señalando a Hasdad con el dedo goteando de sangre.
—No sería un combate justo.
No era la voz de Hasdad. Era Worobul, que venía acompañado del caballo.
—Vete, Hasdad. Vete de aquí.
Hasdad no dijo nada y se fue bajando la cabeza. Vencido sin pelear.
—¿Estás bien, Yaruf?
—Perfectamente.
Yaruf dijo esto y se desplomó en el suelo, manchándolo con su sangre.
Eran tranquilos y pacientes.
No habían hecho otra cosa en sus vidas que esperar, estaban acostumbrados. Como lo estuvieron sus padres. Como los padres de sus padres... Desde que nacieron se habían dedicado a prepararse, a estar listos para cuando llegara el gran momento, sin estar demasiado seguros de que ellos fueran los elegidos para vivirlo. Ahora, se encontraban tan cerca que en sus ojos se alborotaba la ilusión en forma de destello.
Lo único que deseaban era ver, por fin, cómo se abrían las descomunales puertas de oro del laberinto. Pero todos eran conscientes de que para ello, cómo no, tendrían que esperar a que llegase el legítimo portador de la máscara de la alianza.
A Kor le pasaba lo contrario.
No quería esperar. ¡No podía! En cada soplo de tiempo la impaciencia le devoraba un poco más. Después del largo camino, de todo lo que había pasado, de todo lo que había tenido que hacer, no soportaba no poder entrar. Estar a las puertas y no tener nada más que hacer que esperar.
Lo había intentado. ¡Por O que lo había intentado! Y lo había hecho porque en su interior albergaba la pequeña esperanza de no necesitar a nadie para abrir el laberinto. Estaba dispuesto a lanzarse a él como quien se lanza al mar cuando se quema su nave.
Una y otra vez leía las grandes piedras que, como enormes soldados encantados, vigilaban las puertas. Trataba de darles un significado, una finalidad. Presionaba a su inteligencia para encontrar la menor pista que le dijese cómo abrir una rendija. Pero cada vez que pasaba sus ojos por las cicatrices grabadas en la piedra, más se desesperaba al pensar que no hablaban de él.
Esas frases le excluían. Le dejaban fuera, sobre todo las últimas cinco, que parecían el resumen del pasado y la apuesta por el futuro:
LOS ENEMIGOS ENTRARÁN DESPUÉS DEL HIJO DEL ARQUITECTO DEL LABERINTO.
ESPERARÁN AL QUE A CINCO HA DERROTADO.
EL CÍRCULO SI NO SE CIERRA NO ES UN CÍRCULO.
EL QUINTO ROMPE LOS CÍRCULOS POR LOS QUE SE
MAREA EL DESTINO.
HAY LUGARES TAN PROFUNDOS DONDE NI LAS ÁGUILAS
SE ATREVEN A CAZAR, POR MIEDO A NO PODER
REMONTAR EL VUELO. ALLÍ BAJARÁ EL QUINTO.
SÓLO ÉL PUEDE VENCER, POR ESO SÓLO ÉL PUEDE DERROTARSE.
Cuando se hartaba le hacía leer a Ühr.
Le interrogaba. Le dirigía miles de preguntas. La mayoría de las respuestas Ühr las desconocía, y las que sabía se las guardaba para él. No estaba dispuesto a ayudar en lo más mínimo al nigromante, que lo sospechaba y se enfurecía gritándole:
—Si hubiese sabido que no me ibas a servir de nada, me hubiese encargado yo mismo de matarte. La culpa es mía por ser demasiado generoso.
Ühr no se dejaba intimidar.
No se sentía amenazado. Kor no tenía poder para eso. Los minotauros del clan le protegían. No permitirían que le ocurriese nada. Ni a él ni a nadie.
«Éste es un lugar sagrado. Está prohibido que la sangre salga con violencia del cuerpo. Ofendería al laberinto y a los dioses de ambos lados. Si alguien tiene la intención de pelear, deberá hacerlo fuera de este territorio, o tendrá que vérselas con todos nosotros y las leyes que estableció Yaduvé.»
Ésta había sido la única prohibición explícita de Sasaren, la minotauro que había sido elegida como Gran Poseedora de la Sabiduría del Laberinto, cargo que dentro del territorio del clan maldito sustituía al tradicional AgKlan.
Por lo demás, todos los miembros del clan, sin excepción, se habían esforzado para tratar con cordialidad a los humanos, y hacían lo posible para que se sintieran cómodos. Los trataban como invitados. De igual a igual. Incluso habían ofrecido, sin reservas, sus cabañas de madera y techo de paja para que pasaran las noches. Pero los soldados humanos, con Al'Jyder a su cabeza, estaban tan asustados e impresionados por cómo habían perdido a sus compañeros, que apenas se mezclaban, apenas hablaban o se dejaban ayudar. Preferían tener a esas bestias lejos. Se habían instalado fuera de la interminable explanada del laberinto donde se agolpaban sin orden las cabañas de todos los miembros del clan.
No era el caso del profesor.
Los minotauros no le habían causado ningún dolor, los humanos le habían arrancado el corazón y le habían dejado vivir sin él durante tanto tiempo... Sasaren le había ofrecido instalarse en su casa y sin dudarlo lo había aceptado.
Para Ühr aquello era un sueño. Aún no estaba seguro de si se trataba de un sueño bueno o de la peor de las pesadillas, pero un sueño al fin y al cabo.
«Prefiero correr el riesgo de que todo esto sea una pesadilla que renunciar a soñar», se repetía en las largas noches de insomnio que le invadía y que le había sobrecogido al poner los pies en Darcalion.
No poder dormir le daba igual. No poder comer le daba igual. Todo le daba igual. Estaba maravillado.
Se dejaba arrastrar por la fascinante atracción de haber encontrado el Laberinto de la Alianza. ¡Sus teorías hechas realidad! Él tenía razón. Él estaba en lo cierto. Los demás se habían dejado llevar por el miedo a ofender al difunto Adhelón VI y a su peligroso nigromante. Había pagado un precio muy caro, de acuerdo, pero como mínimo no había sido en vano.
Pasaba los días hablando con Sasaren, sacándole cualquier información, cualquier historia. En aquellos pocos días sus investigaciones habían avanzado más que lo que hubiera logrado en tres vidas.
Sasaren le contó todo lo que sabía. Confiaba en el profesor, en el padre humano de Yaruf.
—Desde que llegamos aquí hablamos las dos lenguas. Yaduvé era un gran conocedor de todo lo referente a los humanos. ¡Éste es el Laberinto de la Alianza! Nosotros creemos en un futuro en paz, en el que nos entendamos y podamos compartir el mismo Cielo Azul Eterno. Para ello, es necesario conocerse, hablarse. Para volver a confiar, el uno debe ser el otro y el otro debe ser el uno.
—Esta frase estaba en el cofre de la alianza...
Al profesor, aquellos recuerdos le quedaban tan lejanos como si no los hubiera vivido de verdad, como si fueran una historia que un día alguien le contó. Nada más.
—¿Crees que Yaruf, mi hijo, es realmente el quinto enemigo?, ¿sabes si está bien?, ¿sabes si va a llegar pronto?
Cuando se trataba de preguntar acerca de su hijo, Ühr se ponía nervioso. Las palabras salían atrancadas de una boca un tanto perfilada por unos delgados labios pobremente enrojecidos. Deseaba tanto volver a ver a su hijo... pero tenía miedo. Había pasado tanto tiempo que no sabía qué se encontraría.
¿Le reconocería?
¿Le reprocharía el haberle abandonado en aquellas tierras?
Sasaren le respondía intentando tranquilizarle:
—No lo sé, amigo. Yo soy más como tú que como el oscuro nigromante con el que has llegado. Me eligieron Gran Poseedora de la Sabiduría del Laberinto, no gran hechicera. Mi poder no es conocer lo que pasará en el futuro, sino ser consciente de lo que sucedió en el pasado. Puede parecer un poder pequeño, insignificante. No lo es. Los que olvidan el pasado llegan al futuro sin saber nada, sin ver nada, y todo les sorprende y les supera. Sólo puedo decirte que sé que hay un humano, al que todos llaman Yaruf, que está viniendo hacia aquí. Pero también me han contado que ha habido una pelea, un combate... No sé más. Si está vivo o si ha muerto antes de llegar lo sabremos enseguida.
—¿Un combate? ¿Está bien? Mi hijo no puede pelear contra minotauros, no está preparado...
Sasaren sonrió y se quedó mirando fijamente a Ühr antes de decirle:
—No tienes ni idea de lo que es capaz de hacer tu hijo. Me han llegado historias extraordinarias acerca de él. Ha sobrevivido mucho tiempo entre minotauros. Se ha convertido en uno de ellos. Y no sólo eso. También ha hecho amigos y enemigos. Ha reído y ha llorado. Ha sido valiente y aceptado con valor y orgullo desafíos que hubieran hecho temblar de miedo al mejor de vuestros guerreros. Sólo le queda enfrentarse al laberinto. Él es nuestra esperanza. Si él no es el quinto enemigo, si él no es el legítimo portador de la máscara de la alianza, deberemos seguir esperando.
—Pero a vuestro lado es tan pequeño...
—Profesor, parece mentira que digas eso —dijo con un tono de reproche—. Los humanos inteligentes saben que sólo los estúpidos confunden la grandeza con el tamaño. Tú eres inteligente. Yaruf es grande. Enorme. Descomunal como las puertas enormes de este laberinto. Sólo tiene un problema, sólo tiene un rival...
Sasaren hizo una pausa como queriendo que Ühr terminara la frase, pero el humano estaba tan absorto, tan metido en las palabras, que esperó a que la minotauro sentenciara:
—Él mismo. Lo dicen las Piedras, por eso creo que Yaruf es el quinto enemigo. Debe ser el quinto enemigo. Por los dioses, espero que lo sea.
—Pero ¿qué hay dentro del laberinto? ¿Cuál es el gran poder? ¿Cuál es su fuerza? No lo entiendo.
—Nadie lo sabe. Nadie lo entiende. El laberinto está dentro de cada uno. El laberinto somos todos nosotros. Ni tan siquiera a Yaduvé le fue revelado el significado de las palabras que gritan las Piedras. Solamente cuando entren los cinco enemigos lo sabremos. Por el momento su poder es que un minotauro y un humano estén aquí, tranquilamente sentados, compartiendo una conversación. Sólo por eso ya merecería llamarse el Laberinto de la Alianza. Para mí siempre ha sido una esperanza. Ese es el gran poder. ¿Hay alguno mayor que la esperanza? Porque...
Sasaren no pudo terminar la frase. La noche empezó a rugir con gravedad. Solemne.
—¡Son los cuernos de los dioses! Los vigilantes nos avisan. Alguien está llegando a la isla.
Ühr se puso en pie. Le costó poder decir:
—¿Es mi hijo? ¿Es Yaruf?
—Creo que no... Espera...
Sasaren escuchaba el sonido de los cuernos vacíos como si fuera un lenguaje que entendiese a la perfección, y en realidad así era.
—No, aún no. Es una tropa de minotauros, es HuKlio, el del cuerno de oro y sus secuaces.
El profundo sonido volvió a sonar tan grave que hasta las estrellas reverberaron.
—Unos desembarcan, pero otros ya están en el mar.
—¿Qué? —preguntó Ühr sin tener idea de qué estaba hablando Sasaren y sin entender por qué sonreía a medias.
—Ése sí. Ahí viene. Ése es Yaruf. Está...
—¿Está bien?...
—Está herido. Me temía algo así. Hazme caso, ve a las puertas de oro y espera ahí, los llevaremos directamente a la entrada.
—¿Llevaremos? ¿Son más de uno?
—Creo que ha llegado el momento.
Ühr no pudo hacer más preguntas a la Gran Poseedora, que salió corriendo como si se hubiese declarado un incendio. No podía hacer otra cosa que obedecer.
Acompañado por la noche fue hasta la entrada del laberinto que en la oscuridad era como la boca de un león dormido. Era imposible adivinar dónde llevaba ese camino, porque las puertas estaban delante de una montaña.
«A no ser que el laberinto sea la misma montaña o baje hasta las mismas tripas de la tierra, no entiendo su forma.»
El profesor pensaba en esas cosas para tratar de despistar su mente. No lo conseguía. Andaba en círculos, atento a cualquier ruido. No podía más. Se le hacía insoportable. Todo su cuerpo se movía, todo su ser estaba impaciente. De pronto escuchó unos pasos. Se giró hacia ellos. Era Kor.
—¿Qué haces tú aquí? —Preguntó con desprecio el nigromante.
—Esperar al hijo que tú me arrebataste —contestó con todo el asco saliéndole por la boca.
—Ésas no son maneras de tratar a un viejo amigo, ¿no crees? En fin. Me da igual.
Los dos se quedaron callados y atentos hasta que empezaron a escuchar un escándalo que se expandía por el aire como el agua que se desparrama en el suelo.
No entendían nada. Estaban hablando en táurico y parecía que se estaban peleando, aunque sólo con palabras; las hachas, por el momento, seguían mudas.
En un momento, el profesor pudo identificar la potente voz de Sasaren. Luego, todos callaron y no tardó mucho rato en aparecer un minotauro.
—Ya somos tres. Sólo faltan dos según las Piedras. Encantado de conocerte, bonito cuerno de oro.
Kor se acercó a HuKlio con la mano extendida mientras Ühr miraba al minotauro con recelo, desconfianza y un profundo e inexplicable odio.
HuKlio no le dio la mano al nigromante sino que lo apartó de un potente empujón que hizo rodar por el suelo a Kor; éste se levantó inmediatamente al tiempo que sacudía su túnica y decía:
—Acabas de ganarte a un enemigo.
Los tres se quedaron callados de nuevo. Se miraban de vez en cuando. Se examinaban. Trataban de adivinar los pensamientos de los demás.
Durante un buen rato no hubo novedades.
La noche, silenciosa, no daba ningún nuevo aviso y así estuvo hasta que empezó a deshacerse la oscuridad con el despertar del sol.
HuKlio, Kor y Ühr estaban sentados en el suelo, atentos y sin sueño. Esperaban. Y así estuvieron hasta el alba, cuando apareció la sombra de Worobul y un caballo que arrastraba una camilla hecha con ramas y hojas verdes. En ella estaba Yaruf, con la máscara de minotauro puesta, parecía el entierro de un gran rey.
Ühr se quedó parado, congelado, parecía un hermano de las Piedras altas. Worobul y HuKlio se miraron. Sólo eso. Ni una palabra. Kor parecía divertirse con la situación.
El profesor se levantó lentamente y se fue hacia el caballo. Se puso al lado de su hijo, que estaba inconsciente, dormido. Se echó a llorar. Era tanta la emoción que cayó de rodillas al suelo, al lado del caballo. Sus lágrimas eran espesas, manaban de las fuentes perdidas que nacen en las penas imborrables. No podía soportar ver a su hijo así. No quería que muriese. No estaba dispuesto a perderlo de nuevo. Era demasiado cruel.
Worobul entendió que aquél debía de ser el padre de Yaruf. Le puso una mano en el hombro y le levantó. Ühr entendió que aquel minotauro había cuidado de su hijo. Se abrazó a él. Luego volvió a mirar a Yaruf y preguntó con la voz anegada:
—¿Está vivo?
Worobul no entendió las palabras del humano, pero sabía perfectamente qué le estaba preguntando. Afirmó con la cabeza. Un gesto y sonrió.
—Bueno, ya somos cinco. ¿Ahora qué hacemos? Las puertas no se abren. Es porque el niño ha muerto... Pues vaya.
Kor interrumpió la escena. Nadie le hizo caso. El nigromante era el único que seguía sentado en el suelo con una actitud desafiante.
—Bueno, ¿entramos o qué?
HuKlio se giró hacia Kor y le amenazó con el hacha. Surtió efecto. El nigromante calló de inmediato.
—Dejadme al herido.
¿De dónde había salido esa joven humana?
Todos la miraron. Iba con un halcón que descansaba paciente en su hombro. Era muy bella, casi cristalina. Su túnica blanca bamboleaba con un viento que no existía. Era como una aparición. Como una falsa y maravillosa promesa. Hasta los minotauros entendieron que era preciosa, un tesoro encontrado cuando no lo esperas. Un lugar soleado para descansar al lado del camino.
—¿Quién eres? —gritó Kor desde el suelo.
—Soy una amiga de Yaruf. Soy Oroar, aunque tú me conoces como Qüídia.
Cuando la joven pronunció esas palabras, a Kor le pareció ver cómo cambiaba de aspecto. Fue fugaz pero vio a Qüídia, a la hechicera, a la que le había engañado.
—¿Cómo, cómo es posible?
Por primera vez en toda su vida, Worobul y HuKlio hicieron algo juntos. Se unieron, impulsiva e involuntariamente, en un objetivo común. Si alguien les hubiese preguntado, no hubiesen sido capaces de dar una explicación convincente a su reacción. Simplemente lo hicieron. Cuando vieron cómo Kor se levantaba como si la tierra, de pronto, se hubiera convertido en brasas y se lanzaba hacia la joven para cogerla del pescuezo, supieron que tenían que impedir que la matase.
Kor había perdido los nervios por completo.
En sus ojos se podía ver la sangre hervir, burbujear de rabia en finos ríos que teñían el blanco de sus ojos. Consiguió ser rápido y aferrarse al cuello de aquélla tan distinta a Qüídia, pero que él sabía que era ella.
—¡Eres tú! Hija de los dioses expulsados de Nígaron. Encantadora de las sombras. ¡Bruja! ¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres? Me has destrozado la vida... ¿Qué oscuras artes te han sido reveladas?
A Kor no parecía importarle la imponente presencia de los dos minotauros. Estaba dispuesto a matarla aunque fuese la última cosa que hiciera en la vida. Aunque para ello tuviera que renunciar a entrar al laberinto. Estaba dispuesto a todo. Pero era débil. Tuvo que sucumbir a la fuerza. Rendirse a la evidencia y ver, impotente, cómo Worobul separaba dedo a dedo sus manos del cuello de la hechicera, que no parecía demasiado impresionada por la reacción del humano.
Sólo Noc, el halcón de pequeños soles en los ojos, había levantado el vuelo del hombro de su ama, como no queriendo tomar parte en todo eso.
—¡Qué dramático eres, nigromante! Ése es tu problema —dijo Oroar alisándose la túnica—. Eres impulsivo y actúas sin pensar. Tu orgullo no te permite ver que en realidad te hice un favor mucho más grande de lo que nunca has merecido. Casi se podría decir que todo esto a quien más ha beneficiado es a ti. ¡Mírate! Aquí estás, a las puertas del Laberinto de la Alianza, a punto de vivir algo que sólo hace algún tiempo ni te hubieras atrevido a soñar. Aquí dentro, tras estas puertas de oro, puede que exista un nuevo comienzo para todos. Y existe la remota posibilidad de que tú seas el principal protagonista.
»Lo que es seguro es que los que estáis aquí seréis testigos de un poder como ningún otro se ha paseado bajo el Cielo Azul Eterno. Pero tú... tú sólo lloras como un niño que se ha perdido. ¿Te preocupas del miserable Adhelón? No me lo puedo creer. Ni tú mismo puedes. ¿Acaso vivías a gusto en su regazo, como un animal amaestrado? Si ha muerto es porque tenía que morir. Le mataste porque deseabas con todas tus fuerzas que muriese. No hice nada. Lo hiciste todo tú. Ya lo descubrirás. Pero para ello deberás ser capaz de salir del laberinto. La entrada es grande, la salida no tanto.
Kor no contestó.
A decir verdad, no había escuchado con demasiada atención. De haberlo hecho se hubiera extrañado mucho, muchísimo, de las últimas palabras de la hechicera. Pero estaba tan furioso... No podía. Tragaba aire del mismo modo que un hambriento come después de muchos días sin probar bocado. Seguía teniendo ganas de lanzarse y romperle el cuello.
—¿Quién eres? —dijo al fin con la boca espesa por la ira.
La hechicera respiró profundamente y dijo estas palabras que, aunque nadie se diese cuenta, cada uno escuchó en su propia lengua:
—Soy Oroar, hija de los antiguos reinos del norte y...
—... y Gran Poseedora de la Sabiduría del Laberinto.
Era la voz de Sasaren, que apareció acompañada de una treintena de minotauros armados, de Sadora y de un medio recuperado Ong-Lam que se sostenía lastimosamente agarrándose del brazo de Hanunek.
—Hace tiempo que está con nosotros. A veces creo que forma parte del laberinto. Ella se ha encargado de traeros aquí. Ha alterado el curso de los tiempos... Ha creado un nuevo curso por donde las aguas de los acontecimientos se precipitan en una gran cascada.
Apenas Sasaren había terminado de pronunciar sus enigmáticas palabras, cuando en la explanada irrumpió el ejercito humano de Al'Jyder, que se puso tras de Kor.
—Hemos oído gritos —dijo el general—. Aquí estamos, preparados para morir con honor. Lo que ocurrió en la playa no volverá a suceder. Simplemente nos dejamos arrastrar por la sorpresa. Nuestros antepasados vencieron a estas bestias y ahora nosotros honraremos...
Al'Jyder tuvo que frenar en seco sus palabras al darse cuenta de la presencia de Ong-Lam.
—General, le hacía muerto. Cuánto me alegro de verle. No es que tenga muy buen aspecto, pero sin duda mucho mejor de lo que cabría esperar.
Ong-Lam, débil y respirando con dificultad, pudo encontrar la fuerza necesaria para sacar un hilo de voz que le sirvió para tejer unas pocas palabras:
—Si no fuera por Sadora, así lo estaría. Muerto, como me querías. Pero parece ser que, como diría Sasaren, los tiempos me tienen reservado un camino más largo de lo previsto antes de poder descansar en Nígaron. Me gustaría alegrarme de verle, segundo de a bordo Al'Jyder. Pero no es así. Tarde o temprano, usted y yo vamos a tener que solucionar alguna cuenta pendiente. Traidor.
Al'Jyder quiso exagerar y hacerse el ofendido. Desenvainó su espada. Kor le detuvo.
—Deten tu acero. Ahora no es el momento. Permaneced aquí y no hagas nada si yo no te lo ordeno. No vuelvas a cometer una estupidez y no hagas como en la playa. Esta vez, hazme caso.
—No puedo tolerar una ofensa así —quiso protestar Al'Jyder para no perder la autoridad delante de sus hombres.
—No tienes ni idea del aguante que puede tener un hombre. De las ofensas que es capaz de soportar. Espera tu momento y guarda la espada. Tratemos de ser inteligentes.
Ong-Lam no se atrevía a preguntar.
Ahí estaba el hombre que le había prometido que si no cumplía con su misión, su mujer lo padecería. Ahí estaba el nigromante, que con sus poderes había salvado a su mujer de una muerte segura hacía ya tantos años. Desde sus ojos cansados miraba al nigromante, rogándole una respuesta espontánea. Una frase del tipo: «Hombre, si eres tú, el antiguo general de los ejércitos de Adhelón VI. Por cierto, tu mujer y tu hijo están sanos y salvos y siguen esperando que regreses a casa.»
Nada de eso. Era como si no se conociesen, como si fuera la primera vez que se vieran. Kor, inmune a sus interrogativas miradas seguía hablando con Al'Jyder, tratando de que no se precipitara y le obedeciera. Y Ong-Lam prefería seguir teniendo esperanza que saber la verdad. No aguantaría una respuesta ambigua. No aguantaría una respuesta negativa, pero tampoco estaba seguro de no enloquecer en el caso de que le dijeran que su mujer seguía con vida. Prefirió callar.
—Basta ya. No estamos aquí para solucionar estas menudencias.
Sasaren gritó con autoridad. Todos callaron. Se acabó la discusión.
La Gran Poseedora táurica estaba cansada de tantas tonterías. Hizo una señal y los minotauros del clan maldito marcaron un círculo con grandes antorchas cuya luz se perdía en el tímido amanecer. El círculo era amplio y cubría casi toda la explanada, rodeando a todos los que se habían dado cita delante de las puertas de oro. Una vez puesta la última antorcha, le dijo a Oroar:
—Haz lo que debas hacer con Yaruf. Está herido. He intentado sanar sus heridas, Sadora también, pero me temo que ése no es el problema. Es como si se dejase llevar río abajo por las aguas negras de la muerte. Es como si ya no le interesara luchar. Como si justo ahora quisiera dar media vuelta y dejarlo todo. He hecho todo lo posible, pero mis conocimientos no llegan a más. Te necesito a ti. Sin él, no podremos abrir la puerta del laberinto. Estaremos perdidos. Si él no es el quinto enemigo, el que falta, tendremos que esperar otra eternidad a que los cielos vuelvan a estar preparados como hoy. Y las dos sabemos que no nos queda tanto tiempo.
Oroar se abrió paso hasta la camilla.
Apartó de su lado a Ühr, que acariciaba el brazo de su hijo en un vano intento de despertarlo del profundo sueño en el que se encontraba.
La hechicera apoyó la cabeza encima del pecho de Yaruf, como si así pudiese escuchar los lugares más recónditos del cuerpo del humano. Luego apartó la máscara de la alianza y descubrió un rostro tranquilo, sereno. Empezó a murmurar unos cánticos que ninguno de los que estaba dentro del círculo de fuego lograba entender. Era una lengua extraña, ancestral, de origen divino. El cielo oscureció y empezó a chispear finas gotas de lluvia.
Todos los ojos estaban encima de Oroar. Nadie se atrevía a decir nada. Nadie quería molestar a la misteriosa joven que lentamente besó las mejillas de Yaruf y le sopló en el rostro, como un tiempo atrás hiciera Sadora.
Yaruf pareció moverse.
Ühr se acercó lentamente.
Si su hijo despertaba quería que le viese nada más abrir los ojos. Mientras, Oroar siguió con sus cánticos secretos.
En el cielo el chisporroteo se convirtió en una fina cortina de agua que, sin embargo, no conseguía apagar las antorchas.
Yaruf abrió los ojos.
Miró en derredor. Se levantó y se quedó mirando fijamente las puertas de oro, tan lisas que cuando se encaramaba la mezcla del sol con el brillo de las antorchas uno podía pensar que ardían rabiosas, impacientes por ser abiertas.
Como si no hubiese nadie más, como si se encontraran en casa de nuevo, sin equivocarse en la construcción de las frases, como si recordase todo perfectamente, como si nunca hubiesen estado separados, Yaruf dijo a su padre:
—Papá... hemos encontrado el Laberinto de la Alianza.
Ühr se abrazó a su hijo con fuerza.
—He despertado a Yaruf —dijo Oroar—, pero debe ser el laberinto el que lo acabe de curar. Si en tres días no ha salido de las entrañas de piedra, el humano morirá.
Ninguno supo qué contestar, excepto Yaruf:
—Si no logro salir del laberinto, todos estaremos muertos.
Sasaren no entendía nada.
Trató de pedir explicaciones a Oroar, pero no consiguió más que unas palabras que lo único que hicieron fue poner más dudas en el corazón de la Gran Poseedora:
—Querida Sasaren, Yaruf debe entrar en el laberinto. Si consigue hacerse con el poder, las heridas que tiene por dentro, muy por debajo de la piel, sanarán. Si no... no volverá a ver la luz del sol. Se convertirá en laberinto.
Oroar se marchó, desapareció y dijo:
—Mi trabajo aquí concluye.
—No, no te vayas... —gritó Yaruf con la voz entrecortada, como si hubiese hecho una gran carrera desde el fondo de su cabeza hasta la punta de su lengua.
—No te preocupes, Yaruf, nos volveremos a ver, y tal vez entonces seas tú quien haga algo por mí. Y si no nos vemos, algún día entraré también en este laberinto.
—Pero yo...
Oroar no dio tiempo a más. Se difuminó con la lluvia. Cuando ella desapareció, dejó de llover.
—Bueno, ¿y qué? El mocoso humano está vivo, o medio vivo, pero las puertas del laberinto aún continúan cerradas como cuando llegamos.
Yaruf se puso la máscara de minotauro y le dijo a Ühr:
—Creo que lo recuerdo todo. He visto cosas. Te he visto salir del mar del abismo. Te he visto llorar por mí. He visto cómo sufrías. Gracias, papá.
Se volvieron a abrazar.
Yaruf se apartó y añadió:
—No quiero que entres en el laberinto. No me gustaría que te pasara nada. No sé por qué, pero creo que si entras, algo no va a salir bien.
—Tiene que entrar —interrumpió Sasaren, que estaba escuchando la conversación de los dos humanos—. Él es uno de los cinco.
—Pero Ong-Lam podría...
—Sabes que no. Sabes que Ühr ha llegado hasta aquí porque el laberinto parece que así lo ha querido. El hijo y los dos padres. Uno humano. Uno minotauro.
Yaruf entendió que no podía hacer nada. Entonces se acercó a Kor y le dijo:
—Te recuerdo también a ti. Sé quién eres. Sé de qué está hecho tu corazón.
Kor se quedó callado, tratando de mantener una actitud digna, pero algo en ese crío le hacía temblar.
—Dame la piedra que mi padre y yo encontramos dentro del cofre de la alianza.
Kor dudó.
—No me gustaría tener que arrancártela.
Sin duda, el chico tenía autoridad.
—Está bien, mocoso. Aquí la tienes.
Hurgó por debajo de su túnica y sacó la piedra. Yaruf, con la piedra circular en una mano y en la otra la máscara de la alianza, se acercó a las grandes puertas de oro.
Del mismo modo que si hiciera una ofrenda al laberinto, dejó la máscara y la piedra en el suelo. Luego, simplemente, empujó con fuerza y las puertas, sin oponer la más mínima resistencia, se abrieron, liberando un extraño perfume a verano y hierba recién mojada. Se encendieron cientos de antorchas que iluminaron un pasillo de oro inacabable.
Yaruf se giró y dijo:
—Aquí empieza el camino.
Sin esperar a nadie traspasó las puertas de oro y empezó a recorrer el largo pasillo. Worobul, HuKlio, Kor y Ühr le siguieron. Ellos eran los que debían entrar, ninguno tenía dudas al respecto.
Era como si el laberinto los llamara y ellos se dejaran arrastrar.
Dentro; por fin.
Sintiéndose parte... ¡Siendo parte de todo! De las paredes, del suelo, del techo... Avanzando impaciente por sus venas del mismo modo que la sangre fatigada trata de llegar al corazón. Un nuevo impulso le estaba esperando. Lo necesitaba. Tenía la impresión de que sin él no tendría energía suficiente como para seguir. ¿Hacia dónde? Imposible de adivinar. No podía saberlo. Tampoco le preocupaba.
Pero a pesar de todo... por fin dentro.
Yaruf andaba con pasos decididos. Respetuosos, pero fuertes. Sin vacilar. Encabezaba al grupo. Se sentía el líder, el encargado de sus vidas. Recordaba un viejo himno táurico: «Cuando seas el líder de un grupo debes ser justo. Y debes serlo tanto para los que están de acuerdo contigo como para los que no lo están. Para los que quieren que triunfes, para los que desean que fracases. Si no entiendes eso, deja el mando antes de que una sublevación te quite la vida.»
Lo aceptaba. Creía en ello. Si tenía que pelear por HuKlio o, incluso, por Kor, esperaba ponerle las mismas ganas con las que lo haría por Ühr o Worobul.
Así, convencido y sintiéndose capaz de superar cualquier obstáculo, abría un camino que había estado demasiado tiempo oscurecido por la leyenda. Avanzaba sabiendo que ya no podía dar marcha atrás. Sabía que estaba donde tenía que estar. Dentro del Laberinto de la Alianza.
No sabía qué iba a pasar. Por más que lo intentaba era incapaz de imaginar qué era lo que había venido a buscar. Qué era lo que se le exigía que encontrara. Cuál sería el gran poder del que tanto había oído hablar. Sin embargo, estaba seguro de que algo habría y de que ese algo le iba a sorprender. Algo había. Aunque fuera una razón, una excusa, un motivo. ¿Acaso el destino se hubiera tomado tantas molestias para llevarlo hasta allí? No. Es posible que al destino le guste jugar, pero nunca pierde el tiempo.
En ocasiones había llegado a pensar que el laberinto sería su tumba. Su última aventura. El final de sus días. Ahora le daba igual. No era lo importante.
«Si tengo que morir en algún lugar, ¿por qué no aquí? Es un lugar como cualquier otro.»
Este pensamiento sólo le valía para sí mismo. Ni para Ühr ni para Worobul. Si a ellos les pasara algo... No lo podría soportar. Tal vez eso le hacía débil, pero se negaba a ser más fuerte a costa de renunciar a sus seres queridos.
Yaruf tenía todas esas cosas revoloteando por su cabeza mientras seguía avanzando por el interminable pasillo de paredes de oro puro. En un mutismo respetuoso que no sólo él guardaba. Los demás también preferían no perder detalle alguno del monótono paisaje dorado que aparecía ante sus ojos como una repetición sin sentido. Sin final. ¿Cuánto llevaban ya? ¿Cuánto sin haber dado tan siquiera el menor giro? ¿Sin encontrar una sola bifurcación, un solo desvío? Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Que los pasos flotasen para desaparecer en un eco lejano, débil. Se podía sentir la magia. Un poder extraño, ancestral, antiguo. Una mezcla de paz y violencia similar al paseo del general por un campo de batalla después de la batalla. Sus respiraciones eran absorbidas por el aire espeso, caluroso y pesado. Sudaban. Las gotas resbalaban por las frentes de los humanos y se enredaban en el pelaje grueso de los minotauros. No sólo se ahogaba la respiración. El pasillo era lo suficientemente estrecho como para que todos se sintieran atrapados, asfixiados en sus movimientos. Sobre todo los minotauros, que si se desviaban un poco del centro rozaban el oro con sus hombros. Una sensación fría, desagradable a pesar del calor que las antorchas escupían en el ambiente como serpientes de lenguas ardiendo. El techo estaba más arriba. ¿Cuánto? No alcanzaban a ver su final. La luz no llegaba a tanto. Se oscurecía en lo que parecía una bóveda de piedra viva, rugosa y ennegrecida por el humo de las antorchas que subía para tratar también de escapar del laberinto.
Todo olía a tierra muerta que lleva tiempo sin dar un solo fruto. Era un olor que se impregnaba en la nariz, la ofendía, y llegaba hasta el cerebro incomodando las ideas, extrañando al olfato. El oro y ese olor no se llevaban bien. Eran contradictorios. Una mala mezcla. A HuKlio y a Worobul, especialmente, les ponía nerviosos, a punto de estallar. Su agudo sentido del olfato, muy superior al de los humanos, les hacía estar en una tensión continua. Pero nadie se quejaba. Seguían avanzando sin detenerse, sin querer descansar. Traspasando la luz nueva, recién encendida. Como prendida expresamente para que vieran el camino. Y el oro. ¿Quién se había encargado de alumbrarles? ¿O era un fuego inextinguible fruto de alguna potente hechicería?
—Nunca imaginé que este metal de reyes acabase hartándome así, tan de golpe. Si salgo de aquí coronado rey, os juro que usaré más la plata.
Kor había roto el silencio con un comentario típico de su boca, es decir, entre irónico y ofensivo. Nadie hizo caso a su contenido. Sin embargo, todos se sobresaltaron, incluso los dos minotauros, que no habían entendido absolutamente nada de lo que había dicho el nigromante. Nadie había dicho ni media palabra desde que traspasaron las puertas del laberinto. Y la voz sonó apagada, engullida por las paredes. Seca. Sin vida. Mortecina. Inquietante.
Yaruf quiso comprobar si la suya sonaba del mismo modo, es decir, casi como si estuviera hablando con una mano delante de la boca o desde el interior de una prisión de piedra y sin ventanas.
—Ya. Es raro.
La respuesta fue seca. No tenía ganas de entablar una conversación. Sólo quería comprobar si a su voz le ocurría lo mismo. Y sí. Y no le gustó. Se giró. Le seguía Ühr. Le preguntó:
—¿Has oído cómo suenan aquí las palabras? Es como si... alguien quisiera robarlas... Como si llegaran haciendo mucho esfuerzo... No sé si logro explicarme.
—Sí, sí que lo haces —asintió el profesor, consciente de la preocupación de Yaruf—. Parece que se las trague el laberinto y que a nosotros nos lleguen los restos...
—No me gusta.
—Es inquietante, pero no pasa nada. He estado en otros lugares de piedra que suenan más o menos así, incluso peor. Las antiguas mazmorras del rey Adhelón VI, por ejemplo. No creo que sea una amenaza. En ocasiones los sonidos actúan de forma extraña, como el gorgoteo de una fuente en medio de un bosque... ¿Sabes? Cuando parece que lo inunda todo y sumerge a los demás ruidos, por fuertes o bellos que sean.
Yaruf no podía saber por qué, pero oír a Ühr le hacía sentirse tranquilo. Todo lo que le decía estaba lleno de algo tan especial que no encontraba la expresión exacta. Si él le decía que no se preocupara, inmediatamente dejaba de hacerlo. Era lo más parecido a la magia que había sentido nunca.
Todos siguieron avanzando en silencio.
Recto. Recto. Y recto. Y plano y recto y más pasillo de oro. Y más pasos. Y pasos y recto y recto y pasillo de oro. Repetición, tras repetición, tras repetición. Uno podía dormirse y seguir avanzando sin miedo a chocar con ningún obstáculo... Pero si alguien lo hubiese hecho se hubiera equivocado. Porque por fin, a lo lejos, un giro, un cambio de sentido, total. La pared hacía un codo perfecto. Apenas se podía ver la continuación del laberinto. Si Yaruf se hubiera distraído bien se podría haber dado con la pared en las narices.
—¡Bueno, como mínimo esto se anima! Tal vez ahora empiece la acción de verdad —dijo Yaruf en táurico.
—¿Qué, qué, qué pasa? —preguntó el nigromante que cerraba la fila y no podía ver nada—. ¿Qué hay? Solamente puedo ver a estos salvajes delante de mí.
—Hay un giro.
Fue la respuesta de Yaruf. Rápida y sin esforzarse por ser amable, es más, esforzándose por no parecerlo. Tenía otras preocupaciones que la de tratar con simpatía a aquel que tanto daño había tratado de hacer a su padre. Puede que si tuviera que desenvainar su hutama por aquel humano lo hiciese, pero ningún himno hablaba de la necesidad de ser simpático con los enemigos.
—¿Un giro? Un giro hacia dónde. Hacia el norte, hacia el sur... ¡Chico!, podrías ser más explícito. Con lo metódico que es tu padre...
—Un giro. ¿No eres tú el que adivina cosas? Pues deberías saberlo, ¿no? —respondió con fastidio y con ganas de devolver la ofensa soterrada que le había lanzado Kor.
—Sí, muy bien. Así te pudras.
El solo hecho de escuchar al nigromante le hacía hervir la sangre de rabia.
«Si no fuera porque estamos en este lugar sagrado y porque es un cobarde y porque no es el momento... me gustaría arrancarle los dientes de un puñetazo», pensaba Yaruf mientras se acercaba al cambio de sentido.
Antes de girar se asomó. Lentamente. Igual que cualquiera haría antes de entrar en una casa en apariencia deshabitada. Yaruf no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios. Se negaba a dejarse llevar por la impaciencia. Quería estar preparado para cualquier peligro. Era su responsabilidad.
Todo tranquilo... Más oro. Más pasillo. Pero más corto, mucho más corto, porque se adivinaba un nuevo cambio de sentido unos pocos pasos más allá. No tan pronunciado. Yaruf se precipitó primero hacia el nuevo pasillo. Luego Ühr, Worobul, HuKlio y...
¿Kor?
No estaba.
—Oye, humano, uno de los tuyos no nos sigue.
Era HuKlio. Se había detenido. Trataba de no parecer sorprendido. No lo conseguía. Se había quedado plantado y mirando hacia atrás.
—¿Qué quieres decir? —Yaruf hizo una pregunta de la que conocía la respuesta, pero quería oírla.
—Que no está. Venía justo detrás de mí... El tonto se acercaba tanto que podía notar su asqueroso aliento en mi pelaje. Ya no.
—Kor... ahí te quedas —amenazó en lengua humana Yaruf esperando oír alguna ironía hiriente del nigromante—. Vamos a seguir sin ti. ¿Oyes? A mí me da igual, pero juntos somos más fuertes que solos... Tú mismo.
Nada.
—Será algún truco. Sigamos avanzando —añadió Worobul.
Yaruf se sorprendió de que nadie quisiese asomarse para comprobar si le había pasado algo o si, simplemente, estaba jugando con ellos.
—¿Nadie va a mirar si está en el otro pasillo?
Yaruf repitió en táurico la pregunta. Nadie se dio por aludido. Todos esperaban a que otro tomase la iniciativa.
—Bueno, ya voy yo. No sé qué pensáis que puede haber pasado, pero seguro que no es verdad.
—Eso, ve tú —contestó HuKlio, que, sin saber por qué, tenía el mismo miedo que se puede tener al estar cara a cara y de puntillas frente a un precipicio abismal—. Con tal... es un humano y por mí como si quiere reventarse la cabeza dándose con la pared de oro.
Yaruf no contestó, le hubiese sido fácil encontrar alguna ofensa hacia el minotauro. No era el momento. Mostrando su fastidio se abrió paso entre la fila y volvió a doblar la esquina de oro.
¡Nada!
Ni rastro. ¿Dónde se había metido? ¿Cómo podía ser? No había gritado. No había dado la voz de alarma. No era posible que desapareciese sin más. No había ningún otro camino. ¿Sería alguna estrategia? ¿Algún truco, como había dicho precipitadamente HuKlio?
Yaruf miró y miró. Palpó las paredes. Tenía que haber alguna entrada a alguna otra sala, a algún otro pasillo. No. El nigromante había desaparecido sin dejar rastro. El humano giró para reencontrarse con el grupo. Todos le miraban. Esperaban una explicación. Querían saber qué le había pasado al nigromante, por si también les podía pasar a ellos. Yaruf no tenía la respuesta.
—No está. Ha desaparecido.
—Eso no puede ser... No hay ningún camino más que éste —dijo Worobul negándose a creer y temiendo que el nigromante sólo fuera el primero en desaparecer—. No hemos oído nada de nada... ¿Seguro que las paredes no ocultan una puerta secreta? Voy a mirar.
—Haz lo que quieras pero te digo que allí no hay nada —replicó Yaruf sin poder evitar que Worobul fuera a ver con sus propios ojos lo que le había contado.
—¿Hay o no hay una entrada? —preguntó el humano desde el otro lado del giro.
Nadie contestó.
—¿Worobul? No tiene gracia. ¿Worobul?
Silencio.
HuKlio, Ühr y Yaruf se miraron sin atreverse a decir lo que todos estaban pensando.
—¿Worobul?
Sin respuesta. Yaruf renegó un par de veces. De nuevo volvió a doblar aquella esquina que tantos problemas les estaba dando. Se le paró la respiración. Tragó saliva. Se quedó de piedra. ¡No había nadie! Worobul también había desaparecido. No se lo podía creer. Había sido engullido. Sin más. Sin rastro. Ya iban dos.
—¡Worobul! ¡Worobul! ¿Dónde estás? Si puedes oírme haz algún sonido... Por favor... Te sacaré de donde estés. Dime algo.
No le gustaba todo aquello. No quería perder a Worobul. No quería quedarse sin su guerrero más valioso. Si tenían que pelear contaba con su experiencia, con su modo de ver las cosas. Volvió a buscar, aunque no sabía qué. No había ni una rendija. Ni una grieta. Ni en el suelo ni en las paredes. Nada de nada. Miró hacia arriba. El techo estaba oscurecido. No podía ver nada, pero dudaba que hubieran salido por los aires. No, eso sí que era imposible.
—Worobul también ha desaparecido... Aquí no está... ¿Papá? ¿Me oyes?
¿Otra vez?
No, no era posible. Eso sí que no. No le contestaban. ¡Qué estaba ocurriendo! Giró una vez más con el peor de los presentimientos. Se hizo realidad. HuKlio y Ühr no estaban donde tenían que estar. También habían desaparecido. Ahora estaba solo. Los había perdido a todos.
«¡Menudo líder que estoy hecho!»
—Si es una broma no tiene gracia. Por favor...
Yaruf no sabía por qué había dicho eso. Porque tenía aspecto de todo menos de ser una broma. Se sentía frustrado. Tenía ganas de llorar. De patalear. De dar patadas al suelo, puñetazos a las paredes. Había perdido a todo el grupo. El estómago le dio una voltereta. Todos habían desaparecido. No tenía palabras. Ni una sola explicación. Ahora estaba solo y no le gustaba. ¿Qué hacer?
«Tranquilo. Debe de ser una de las pruebas del laberinto. No puedo dejarme llevar por los nervios.»
No estaba tan seguro como en sus pensamientos. Se descolgó la hutama de la espalda. Teniéndola a mano se sentía más seguro. Esperaba no perderla también y esperaba no tener que usarla, pero si tenía que pelear, no dudaría en hacerlo.
«No sé qué les ha pasado, pero tengo que seguir avanzando. Pueden haber sido raptados... A lo mejor no los he perdido yo a ellos, sino ellos a mí. Quién sabe. Puede que estén todos juntos en otro pasillo, o en alguna sala y me estén buscando... No puedo saberlo. Debo seguir avanzando. ¿Qué es eso? ¿Alguien está cantando?»
Apareció una voz llena de armonía. Preciosa. Amplia, como si cantase al aire libre. Seductora. Transparente como si se pudiese ver el fondo de su alma. Se deslizaba por las paredes como la lluvia encima del hielo. Yaruf no pudo remediarlo.
Siguió el hilo de la canción.
No entendía qué decía. No podía asegurar si tenía o no tenía letra. Era más que eso. La entendía de todos modos. Sabía qué estaba diciendo. ¿Humano? ¿Táurico? No había esas barreras. No en esa voz. Fue hacia ella. Hipnotizado y sin preocuparle si estaba solo o no lo estaba. Ya no se sentía así. La melodía le acompañaba, le llevaba mecido en su regazo embriagador. Aceleró el ritmo. Cada paso seguido más de cerca que el siguiente. Cada zancada más pegada a la que estaba a punto de llegar. Al final, sin casi darse cuenta, estaba corriendo por pasillos de oro cada vez más cortos. Giros cada vez más pronunciados. A derecha. A izquierda. A izquierda y nuevamente a derecha y a derecha y a izquierda. Los cambios se sucedían como si estuviera bordeando un peligroso acantilado. El nuevo camino empezaba a pronunciarse en una pendiente que le obligaba a tirar el cuerpo hacia atrás si quería seguir manteniendo el equilibrio y no caer rodando. No le hubiera importado caer. Lo haría si era necesario, si era para seguir yendo hacia la voz, y cada vez la oía más a su lado. Tan cerca de su oído que podía notar el aliento dulce en su oreja. Quien fuera estaba cantando sólo para él. Sólo para que él le escuchase. Las antorchas se apagaron de repente.
Yaruf frenó como un caballo que se niega a cruzar el río. La voz cesó. Se hizo de nuevo la luz. No estaba en ningún pasillo. Estaba delante de tres puertas.
Nada de oro. Nada de canciones.
«¿Qué me ha pasado? ¿Dónde estoy?»
Era como despertar de un sueño del que no se quiere despertar jamás. Y estaba ante su primera elección. Había llegado el momento de escoger un camino.
Pero no podía hacerlo sin equivocarse, no sin antes leer la extraña inscripción que estaba arañada en la pared.
«No es posible, esto es... ¿un acertijo? Con lo mal que se me dan...»
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
Dos frases mentira,
una verdadera.
Piensa bien y mira,
no elijas cualquiera.
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
Dos sendas mortales
te quitan la vida,
te llenan de males,
no tienen salida.
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
Que tu arma haga fiesta
sal del entresijo.
La buena respuesta
en este acertijo.
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
La sala inundada,
el agua la llena.
¿No contestas nada?
Te ahogas de pena.
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
Sólo el elegido
sabrá responder,
hallará el sentido,
el valor y el poder.
Tres frases, tres puertas
tres sendas abiertas.
Justo cuando Yaruf acabó de leer la última palabra del último verso del acertijo, sonó un estruendo impresionante. Una descomunal piedra, salida directamente de la nada, de la no realidad, se desplomó haciendo temblar el suelo para encajarse a la perfección en el hueco circular de entrada a la sala. Ni una rendija. Ni un solo hilo de luz se colaba desde fuera. De allí, ni el aire podía escapar. La respiración se le aceleró. Se giró sobresaltado. Se esperaba algo así, pero sin ese ruido escandaloso como si una montaña se partiera por la mitad. Tenía la sensación de que era el primero en haber entrado allí. Una corazonada le decía que aquella sala le había estado esperando durante mucho, mucho tiempo. Y que de alguna manera él también había estado esperando. Estaba hecho sólo para que él entrara. Había nacido sólo para entrar. O puede que ya hubiera estado allí. La realidad se le mezclaba con la imaginación. El pasado con el presente. Los dioses estaban tropezando y no controlaban el orden de las cosas. Era una danza preparada desde que Karbutanlak clavó el cuerno de Sredakal para sujetar la tierra al vacío. Todo había sido preparado para que él se girara y viera la piedra barrándole el paso. Para ser encerrado. Prisionero. Para, como decía la inscripción esculpida en la rugosa piedra, saber si era capaz de salir de allí escogiendo la puerta correcta. Y eso estaba dispuesto a hacer. Salir.
No había tiempo para distracciones. Tenía que ponerse manos a la obra. Por suerte, en la sala había quedado una antorcha, huérfana, solitaria, que proyectaba más sombras que luces. Pero era suficiente para iluminar el verso y las frases que cada una de las puertas llevaba inscritas.
Antes, quería volver a leer lo que decía la piedra. No quería distraerse, ni perderse en la forma y el ritmo del verso. Tenía que estar atento, concentrarse al máximo. Lo intentó pensando en lo que le dirían sus padres táuricos, sobre todo Sadora, una gran experta en todo tipo de adivinanzas y acertijos.
No pudo.
El agua pretendía engañarle. Despistarle. Subía y subía. Fría y transparente. Agua pura del deshielo de las cumbres. Le dolía la piel. Se le disparaba su corazón, se le aguaba la cabeza. Se le agarrotaba el gesto. Necesitaba agallas. La sala se estaba inundando, hundiéndose en medio del mar. Una isla condenada a desaparecer. Salía a borbotones furiosos. De todos lados. No podía tardar demasiado en escoger el camino, en abrir la puerta, si no, tal y como amenazaba la inscripción, se moriría en esa sala pequeña y oscurecida.
Yaruf trató de animarse.
«No es tiempo de pensar en el agua, piensa en el acertijo... Que nada te despiste. Atento a lo importante, atento a lo importante. Lee con atención. No tengas prisa, no más que el agua que quiere ahogarte.»
Repasó los versos escritos en táurico. Y pensó que era una suerte que estuvieran en su lengua, como la consideraba, porque el lenguaje humano lo había olvidado. Por completo. Era como si la prueba estuviera hecha para un minotauro... o alguien como él. Ese pensamiento le animó. Él o nadie.
Ahora, sí.
Se plantó en medio de las tres puertas, una de piedra casi blanca, la del medio de piedra gris y la otra de piedra oscura, como calcinada. Leyó cada una de las frases con los ojos bien abiertos para no perderse ni el más mínimo detalle. Para absorber toda la información, pretendiendo ver a través de las palabras. Más allá de ellas. Esto es lo que vio:
Se quedó rato y rato mirando, pero su mente estaba en otro lugar. Desbocada corría por otros pensamientos. No se concentraba. Estaba despistado y se sorprendió pensando en Sadora. No era el momento, pero no pudo evitarlo. Si ella hubiera estado allí... seguro que no tendría problemas en elegir. Pero él... él era mejor con la hutama que con la cabeza. Mucho mejor. Nunca había tenido la paciencia necesaria y Sadora le regañaba cuando se equivocaba.
«Eres tan listo como impaciente. Espera. Piénsatelo bien. Es la cabeza la que debe ir a toda velocidad, no la lengua. Enseguida contestas y ni piensas lo que dices.»
Tenía toda la razón.
Se arrojaba a cualquier posibilidad que le pareciese más o menos lógica, la primera que encontraba, y si no encontraba ninguna se rendía. Entonces se enfadaba. Quería que Sadora le diese la solución. La minotauro se negaba. En eso era inflexible.
«Los acertijos están para resolverlos, no para que te los cuenten. ¿Qué gracia tendrían entonces? Sería como si decidiera masticarte la fruta para que tú no tuvieras que hacer el esfuerzo. ¿Te sabría igual de buena? ¿Querrías algo así? ¿A que no? ¿A que prefieres morder tú la fruta madura, la recién caída del árbol?»
Sí, claro que lo prefería. Pero para Yaruf las frutas y las adivinanzas no se parecían en nada, eran cosas distintas. Sin embargo, allí, entre la penumbra de la sala, con el agua subiéndole por las pantorrillas, recordó aquella vez que Sadora le dijo:
«¿De qué puedes llenar una vasija para que pese menos que vacía?»
Yaruf no supo contestar.
Nunca había podido, y Sadora nunca le dio la respuesta, por más que insistió e insistió, permaneció fiel a su compromiso de no darle fruta masticada:
«Algún día se te ocurrirá. La solución aparecerá, brillante, en tu cabeza. Tal vez será en el momento menos adecuado, puede que en la situación que consideres menos oportuna, pero lo acabarás resolviendo. Entonces, te llenarás de una sensación increíble. Reconocerás el sabor de haber resuelto por ti mismo el acertijo. Es dulce, azucarado y quema tanto que te recorre todo el cuerpo... ya me entenderás.»
¡Claro! Ya lo sabía. Eso era. Había resuelto el acertijo de Sadora... ¿Cómo era posible? Por todos los dioses conocidos y desconocidos todavía... Qué caprichoso es el pensamiento. Qué ilógico. ¿Por qué ahora se le había ocurrido la respuesta al acertijo de Sadora?
«¡Maldita sea! No debo pensar en esto. Yaruf, por favor, concéntrate, ahora no me sirve de nada saber de qué se puede llenar una vasija para que pese menos que vacía. Ahora me interesa salir por la puerta adecuada para que la sala no se llene de agua conmigo dentro... Tengo que salir de aquí, aunque sea solamente para decirle a Sadora la respuesta.»
Resopló. Movió la cabeza de lado a lado y volvió a mirar las tres puertas. Leyó las frases escritas. ¿Cuáles mentían? ¿Cuál decía la verdad?
La primera intención de Yaruf fue ir directo a la puerta de piedra blanca. No lo hizo. Se lo pensó mejor. Volvió a leer las palabras del verso táurico: «Dos frases mentira, una verdadera.» Eso no encajaba con su elección. Porque si la salida estaba en la puerta blanca, tal y como anunciaba su frase, la puerta de piedra gris también diría la verdad...
«No, no puede ser la de piedra blanca, estoy seguro, pero tengo que darme prisa si no quiero ahogarme aquí dentro.»
El agua seguía subiendo a un ritmo espantoso. Pronto ya le llegaría por encima de las rodillas. Le costaba andar. Pero como mínimo había descartado un camino. Ahora sólo tenía dos opciones. Si la puerta de piedra blanca quedaba descartada... entonces tenía que escoger entre la de piedra gris y la de piedra negra... ¡Estaba claro! Sólo podía ser la puerta de en medio.
«La salida no está aquí.» Mentía esa frase. Y si ésa mentía, eso quería decir que la blanca también mentía, pero que la negra decía la verdad. Estaba seguro. ¿Seguro? No podía tomar riesgos. Sólo tenía una oportunidad de empujar la puerta correcta, de encontrar la salida adecuada. Aún podía repasar una vez más. El agua le llegaba hasta el ombligo y ya amenazaba con subir más arriba.
«Busca mi boca para meterse dentro de mí y ahogarme. Ya lo dice el himno: el fuego tiene señor, el agua no.»
Debía seguir pensando. No despeñarse por la primera elección. Esta vez iba en serio. No tenía a Sadora para regañarle ni para decirle si la elección que había hecho era la correcta o no. Sólo lo sabría si se mantenía con vida. Así de cruel.
Como mínimo tenía una elección, ahora solamente tenía que comprobar que fuera la correcta. Casi estaba convencido. Pero...¿tanto como para jugarse la vida en ello?
El agua seguía subiendo.
A Yaruf cada vez le costaba más tener los pies sobre el suelo. El agua le levantaba, le hacía flotar, le empujaba hacia un techo cada vez más cerca de su cabeza. El tiempo se estaba agotando, ahogándose. Además, tenía frío. Mucho.
«No puedo esperar más, o me muero ahogado, o me muero congelado o salgo de aquí.»
Estaba decidido. Escogía la puerta de en medio, la de piedra gris. Se lo jugaba todo. Para empujar la puerta tenía que sumergirse y bucear. Así lo hizo. ¡Qué frío! Notó el agua acariciándole el cabello, erizándole el cuero cabelludo, haciendo que la sangre retumbara en sus sienes.
El agua burbujeaba desde el suelo. Quería arrancar la piedra. Grandes bolas transparentes subían para estallar en la última frontera entre el agua y el aire. Le impedía ver con claridad la puerta correcta. Los ojos le picaban, y tenía que parpadear una y otra vez. No era un experto nadador, pero tampoco se defendía mal. Tuvo que salir para coger aire.
Ahhhh... Ahhhh...
Se llenó los pulmones del aire viciado. Volvió a sumergirse.
Abrió bien los ojos. Aguantó la mirada al agua. Mantuvo sus párpados arriba. Encontró la puerta gris. Puso sus manos sobre ella, pataleando para mantener su posición. Para no subir. Para no dejarse arrastrar. No cedía. Lo trató hasta quedarse sin aire. No podía más. Siempre pensó que la puerta se abriría con más facilidad. ¿Se estaba equivocando? No era momento de dudar. No tenía tiempo para pensar en otra respuesta. Era demasiado tarde.
Salió para respirar. Volvió a desaparecer entre el agua que se había enturbiado por la tierra que arrastraba.
Un nuevo intento. Con todas sus fuerzas empujó la puerta. Pero su cuerpo no quería seguir sumergido y se le iba hacia arriba. No podía concentrar toda la fuerza en un punto. De nuevo se le acababa el aire. De nuevo tuvo que salir, pero ya no había demasiado espacio, apenas le cabía la cabeza. El agua ya llegaba hasta el techo. Se apagó la antorcha.
Cogió tanto aire como pudo porque ya sólo le quedaba un intento. Buceó hasta la puerta de piedra gris. Conocía el camino. Su tacto. Podía distinguir tres siluetas negras. La del medio era la suya. Empujó y empujó. No se detuvo. No podía. El agua había llegado hasta el techo. Todo era agua. Una prisión sumergida. Cada vez tenía menos fuerza. Cada vez le faltaba más aire. Ya no podía salir a la superficie, ya no había superficie.
En el último suspiro, justo antes de tener que abrir la boca desesperadamente y respirar agua, la puerta cedió y se balanceó hacia arriba, dando una vuelta y volviéndose a cerrar, pero dejando a Yaruf en el otro lado, en una sala con el suelo de mármol que se encharcó enseguida. El humano se golpeó la cabeza contra el suelo y rodó tres o cuatro veces sobre sí mismo. Estaba salvado.
¡Había resuelto el acertijo!
Yaruf tomó aire.
Estaba feliz de poder respirar. Por un momento había pensado que no volvería a hacerlo. Respiró varias veces seguidas, llenando los pulmones y vaciándolos lentamente para volverlos a llenar.
Cuando estuvo recuperado examinó el sitio donde se encontraba. No había antorchas. Una luz muy suave entraba desde una abertura brillante y cegadora. Yaruf pensó que era probable que fuera luz natural, luz directa del sol. ¿De dónde si no? El sonido rebotaba, resbalaba sobre el mármol blanco.
«Hola», gritó como si alguien hubiera de responderle.
«Hola, ola, la, la...», fue la respuesta que encontró.
Había un pequeño camino que quedaba cortado por una cortina hecha de hojas verdes, recién cortadas. En el suelo había un mensaje del laberinto.
«Sólo tú puedes derrotarte. Sólo tú puedes vencerte. Tú eres tu peor enemigo.»
No había ninguna duda de que debía cruzar esa cortina. Pero la frase era misteriosa, no le encontraba sentido.
Estaba agotado por el esfuerzo. Seguía teniendo frío. No tenía ganas de más retos. Quería secarse junto al fuego. Pero no podía quedarse allí. Sólo podía seguir avanzando.
¿Qué le esperaba detrás de ella?
No podía saberlo.
Tampoco hubiera sido capaz de imaginarlo.
Yaruf apartó con cuidado la tupida cortina de hojas verdes, tan frescas como si hubieran sido recién arrancadas. No se fijó a qué especie de árbol pertenecían, estaba demasiado inquieto. Quería salir de allí. Ver qué le tenía reservado ahora el laberinto. Esperaba una nueva prueba, un nuevo desafío, un reto que le siguiera poniendo a prueba.
Nada de eso.
Yaruf se decepcionó. Volvía a estar... No le gustaba volver a estar allí. ¿Empezar de nuevo? Eso parecía. Porque se encontraba en un pasillo de oro puro. Una sola dirección. Una gran recta que parecía interminable. Casi igual al pasillo que se había tragado a sus cuatro compañeros de viaje, al que le había separado de Ühr y de Worobul. ¿Casi igual? ¿El mismo? ¿Sólo parecido? Difícil respuesta. Pero temía que ésa fuera otra de las bromas pesadas del laberinto.
De nuevo las antorchas, de nuevo las paredes relucientes. De nuevo el inquietante sonido opaco como una tormenta espesa. De nuevo en el mismo camino. Y no conseguía responder a una pregunta: ¿era una buena o una mala señal?
Al leer el acertijo no había dudado de que si conseguía abrir la puerta significaría que lo había resuelto. Que estaba salvado. No era exactamente así. Porque el verso táurico decía que sólo un camino era el bueno, pero no decía que las otras dos puertas no se pudieran abrir. No. De hecho podía recordar estrofa por estrofa, símbolo por símbolo, lo que el agua se había tragado. A pesar de haberlo leído sólo tres o cuatro veces, podía recitarlo de memoria, como si lo hubiera aprendido de pequeño. En una de las estrofas quedaba claro que:
Dos sendas mortales
te quitan la vida,
te llenan de males,
no tienen salida.
Dos sendas llevan a la muerte, y una no... Por tanto, no podía saber si estaba en peligro. Si estaba salvado o podía empezar a encomendarse a algún dios que quisiera atenderle. No podía estar seguro de si ese camino le llevaba a la vida o a la muerte.
Con mucho cuidado dio un paso. Dudaba de todo. Esperaba que sucediera algo... Nada.
Dio otro, tampoco.
Otro y otro y así Yaruf empezó a avanzar con la hutama desenvainada, preparado para usarla si era necesario. No pudo. Todo sucedió muy deprisa, y sin saber cómo, se vio en el suelo. Algo le había golpeado por sorpresa. En medio del camino, un gran bloque de madera le barraba el paso.
«¿De dónde ha salido esto?»
Yaruf se tocó la nariz, estaba sangrando.
Justo en mitad de la madera un único mensaje escrito en lengua táurica:
¿ACASO SE PUEDE REGRESAR AL MISMO CAMINO?
ES MÁS SENCILLO IR QUE VOLVER,
ENTRAR QUE SALIR.
CAMBIAMOS DURANTE EL CAMINO,
¿POR QUÉ NO DEBERÍA CAMBIAR EL CAMINO?
Ya estaba claro. Había vuelto al inicio. Al mismo camino, pero distinto.
Después de todo lo que había sucedido en tan poco tiempo, volvía a hallarse en el mismo lugar. Pero como mínimo le estaban advirtiendo de que el camino podía cambiar. De que, en realidad, había cambiado. Y lo hacían mediante otro himno táurico, otra conexión con Sadora. ¡Sadora estaba en todas partes de ese laberinto!
«Lástima que se haya quedado fuera. A Sadora le encanta recitar este himno. Hay tantas cosas que ella hubiera entendido sin tener que esforzarse demasiado. Me extraña que ella no fuera una de los cinco enemigos, porque es como si esperaran que también estuviera aquí...»
No le dio más importancia. Casualidad, seguramente. Se levantó del suelo pensando:
«No me viene nada mal el trompazo. Ni he visto de dónde ha salido este tablón, si hubiese sido otro tipo de trampa no lo cuento... Es un detalle que me avisen.»
A pesar de la situación en que se encontraba, su pensamiento le hizo sonreír. Se animó un poco y recuperó algo de energía.
«Bueno, se acabó el entretenimiento. Es hora de seguir.»
Yaruf tuvo que arrimarse mucho a la pared para poder esquivar la madera. A pesar de lo delgado que era, hubo un momento en que sufrió por quedarse atascado, incluso la pared le hizo un rasguño en el lado, que le escoció bastante más que el golpe en la nariz.
«Laberinto estúpido —protestó de una manera un tanto infantil mientras se acariciaba la estrecha línea de sangre punteada que se había hecho—. Por aquí un minotauro no pasa... Pero bueno, podría haberlo derribado de un hachazo...»
Una vez salvado el obstáculo reemprendió su marcha.
Y no transcurrió demasiado tiempo cuando volvió a escuchar un leve, levísimo crujido. Casi imperceptible. Pero recordó que antes de verse en el suelo con la nariz sangrando había escuchado algo parecido. Pensó entonces que había sido la hutama al tocar contra el suelo o la pared. Ahora sabía que no. De nuevo, algo quería derribarle. Se agachó de forma instintiva. Una enorme hoja de hacha le pasó rozando la cabeza. Esperó a que regresara. Atento al balanceo. Pero no lo hizo. Desapareció sin más, hundiéndose en el techo.
El humano, lentamente, se puso en pie.
Estaba claro que el camino era una trampa. Miró a su alrededor. Ya no estaba tan seguro de haber resuelto el acertijo.
¿Sería posible que aquél fuera uno de los dos caminos que le conducirían a una muerte anunciada? Si era así estaba dispuesto a pelear. Si tenía que hacerlo contra el laberinto, lo haría. Le daba igual, pero vendería cara su vida. Hubiese o no acertado.
Observó las paredes como si fueran enemigos que estuviesen a punto de atacarle. Luego gritó al tiempo que alzaba los brazos:
—Vamos, venga... ¡Aquí estoy! Si quieres puedes venir. Atácame. Que estoy preparado.
Yaruf dijo eso más para desahogarse que creyendo que realmente algo o alguien podía aceptar el desafío.
El laberinto lo aceptó.
Otro ruido. En esta ocasión escuchó a la perfección que procedía del suelo. No era un chasquido como los dos anteriores. Era más largo, un runrún cansino y metálico: el anuncio de lo que iba a pasar.
Del suelo empezaron a emerger espadas en busca de unas plantas de pies en las que clavarse. No había una, ni dos ni tres... eran cientos de ellas. Aparecían y desaparecían por entre las grietas del suelo, como repentinas espinas sin flores. Yaruf empezó a saltar y a saltar esquivándolas. Aterrizando de puntillas y volviendo a saltar. Sabía que si fallaba y una le atravesaba un pie, estaba perdido y nadie iba a venir a rescatarle.
Avanzaba en zigzag. Empezaba a entender. Había encontrado una cierta repetición, una constancia en la subida y bajada de las afiladas hojas. Saltaba sabiendo qué hacer en el próximo salto... Pero empezaba a cansarse. Notó cómo una espada le rozaba la pantorrilla por detrás. A duras penas pudo aguantarse. Tenía que seguir. Caer era hacerlo para siempre.
Siguió saltando y saltando, esquivando y esquivando hasta que por fin el suelo del laberinto dejó de escupir espadas. Yaruf se tiró al suelo, exhausto por el esfuerzo que había tenido que hacer. Resoplaba, intentaba llenarse los pulmones de aire fresco que no encontraba en ese pasillo. Estaba sudando. Le costaba recuperarse. Tosió. Escupió en el suelo.
«Será posible... No sé qué alianza quiere este laberinto, pero conmigo no quiere ninguna. A mí quiere matarme. ¿Cuál será la próxima?»
Trató de levantarse, pero acabó tumbado boca arriba, con los brazos extendidos, como si flotara en el mar. Aún necesitaba descansar un poco más. Miraba el techo. No muy alto. Cerró los ojos y al volver a abrirlos el techo aún estaba más cerca. No podía creerlo, pero era cierto. Pudo notar cómo empezaba a subir el suelo. El laberinto quería aplastarle.
Yaruf empezó a correr como un condenado, como no había corrido en su vida. Estaba agotado, pero si se quedaba quieto no volvería a correr nunca más.
Tenía que cerrar los ojos y soportar el dolor de sus muslos que, de tan tensos, parecía que podían reventarle en cualquier momento. Pero los forzaba. Apretaba los ojos, movía la cabeza como lo hacía su caballo en las subidas, ayudaba a sus piernas con todo el cuerpo. Estaba sufriendo de verdad. Notaba que cada zancada que daba le costaba una fuerza que ya no tenía. El suelo seguía subiendo. Cada vez estaba más cerca del techo, pronto tendría que empezar a avanzar en cuclillas y no sabía si sus piernas iban a resistirlo.
«Vamos, vamos, seguro que hay una salida. Seguro que hay algo...»
Trataba de pensar, de encontrar alternativas, de usar su ingenio que de tantos apuros le había sacado. Alguna estrategia. No podía. Estaba demasiado preocupado por agachar la cabeza para no darse un trompazo contra el techo. Por más que se esforzaba, no lograba correr más deprisa. Al final cayó al suelo y empezó a arrastrarse. Al cabo de un momento notó cómo la hutama rozaba el techo haciendo un ruido muy desagradable. Hubo un estallido de luz, un ruido de madera rota, un olor a pelo quemado y vino la oscuridad más absoluta.
Se quedó quieto. Si el suelo seguía subiendo lo chafaría, lo aplastaría como un grano de trigo. Se acabaría todo. Pero por fortuna parecía que había dejado de acercarse.
Apenas podía moverse. Pero seguía avanzando. Culebreando. Arrastrándose como una serpiente. Hiriéndose los codos con las piedras. Pero no pensaba parar.
«Si tengo que morir aquí, no quiero que quede un cuerpo que diga que no peleé lo suficiente.»
Pelear.
Por el momento, el laberinto estaba ganando. ¿Cuántas sorpresas más tenía preparadas para torturarle? No era justo. Estaba convencido de que había respondido bien el acertijo. Que había cruzado la puerta correcta... El suelo se inclinó y Yaruf empezó a rodar y a rodar. Podía notar su cuerpo rebotando contra el oro de las paredes, cada vez más deprisa.
¿Era el final?
Estaba en manos del laberinto, a su merced y ya no podía defenderse. Rodó y rodó hasta caer con todo su peso resonando en otra sala.
Se levantó. Ya no estaba seguro de si estaba vivo o muerto... Alzó la vista y vio... a él mismo una y otra vez.
Un Yaruf. Dos Yaruf. Yaruf y Yaruf por todas partes. Era una sala llena de espejos y de más espejos que lanzaban su imagen como una amenaza o como una maldición. Se miró. Estaba realmente fatal. Rasguños allá donde mirase. El pelo húmedo y desplomado de cualquier manera por encima de su frente. La mirada cansada. El gesto contusionado. La boca hinchada, los labios resecos. Parecía que se acabara de despertar del sueño de la muerte.
No le gustaba lo que estaba viendo. Los espejos se reían de él, y en esa sala sólo había espejos. Sólo burla. Ninguna salida.
Miró hacia arriba y vio el agujero por el que había caído. No podía llegar. Entendió las palabras del mensaje que le había dado el laberinto: «Sólo tú puedes derrotarte. Sólo tú puedes vencerte. Tú eres tu peor enemigo.»
¿Tenía que pelear contra los espejos?
Le parecía una tontería. Por más que reflejasen todos sus movimientos, ellos no tenían movimiento propio.
«Me voy a destrozar la imagen —bromeó sin tener ganas de reír, agarrando la hutama que había caído a su lado y preparándose para empezar a romperlo todo—. Pero puede ser bastante divertido.»
De un solo golpe rompió un espejo que se hizo añicos en el suelo.
Bien. Iba a ser sencillo.
Repitió la maniobra.
Otro. Y otro. Y otro. Y muchos más.
Empezaba a animarse. A dar ritmo a sus golpes. A romper y a romper espejos salidos de todos los rincones, incluso de algunos que no existían. Por todas partes Yaruf. Igual que si un ejército de yarufes le hubiera preparado una emboscada. Como si él mismo se hubiera tendido una trampa para terminar con todo.
Ya no parecía tan sencillo.
A medida que iba destrozando espejos se iba poniendo más y más furioso. No era divertido. La media sonrisa con la que había iniciado esa batalla tan peculiar se le había borrado de la cara, como el viento se lleva las huellas en la arena fina y descubre una roca llena de aristas y cicatrices.
Poco a poco se fue apoderando de él una mezcla de ira y violencia. Nunca había dado tantos golpes seguidos con la hutama. Y nunca con tantas ganas de sólo destrozar. Porque ése era su objetivo. Destruirse. Odiaba su imagen. Quería aniquilar lo que veía, y se veía moviéndose, girando, haciendo rodar la hutama entre sus manos. Presuntuoso y presumido. Estúpido. Ridículo. ¿Qué se había creído? ¿Que era mejor que los demás? ¿Realmente pensaba que era el elegido para algo? Estaba avergonzado. No se aguantaba. Sentía pena y repulsa.
Durante mucho tiempo había pensado que él era mejor que nadie. Que merecía más. Que el destino lo había elegido para algo importante. Que por eso lo había mantenido con vida tanto tiempo. Pero él no quería. No había pedido ser nada. ¿Alguien le había preguntado? Sólo quería volver con su padre, con su madre, la que nunca había conocido. La que se marchó cuando él salió de su vientre. La que él mató sin querer. Siendo tan pequeño. Estaba destinado a destruir lo que quería. A perderlo. La echaba de menos. Tanto... que podría convertirse en el peor ser de la tierra si con ello pudiese verla una sola vez. Quería irse con ella. Quería que volviera. No quería ser el líder de nada ni de nadie. Quería que le devolviesen la vida que le habían quitado. Si los humanos y los minotauros se odiaban... ¿qué podía hacer él? Que se matasen y que ganara el mejor. Pero que le dejaran en paz.
La rabia era tanta que a cada golpe le saltaban las lágrimas. ¡Estaba llorando! ¿De pena? Tal vez. No sabía por qué o por quién sentía esa pena. Era universal, cósmica y divina. Una pena por todo y por todos. En general nada valía nada. Las lágrimas no eran lo único que saltaba en aquella sala. Porque de los espejos también saltaban pequeños trozos que iban directos a herirle. La mayoría no lo conseguía, pero caía al suelo. Tenía que ir con cuidado con los pies... Había cristales por todas partes.
Había perdido el cuidado. No le importaba que se le clavaran. Era como un castigo de los dioses. Cuantos más espejos rompía, más se llenaba él de trozos de ellos. Se convertía en espejo. ¿Quién reflejaba a quién?
Seguía golpeando y golpeando y rompiendo y rompiendo. Había entrado en una repetición, en un bucle sin fin, en una espiral que cada vez giraba más y más deprisa hasta que por fin en un golpe saltó un gran trozo de espejo que no pudo esquivar.
Se le clavó en el costado. Abrió los ojos y despertó del hechizo. Llorando, con las lágrimas resbalándole por la cara. Respiró profundamente, se puso la mano en la herida. Sangraba mucho. Sangre roja sobre espejos rotos goteaba en el suelo.
Empezaba a marearse. La sala daba vueltas en su cabeza, difuminándose, apareciendo y desapareciendo, engañándole otra vez. Se puso de rodillas. Se sacó el trozo de espejo y fue como arrancarse el corazón, como extirpar una parte de sí mismo, una parte vital para seguir. Trató de resbalar por el suelo, apartando los trozos que había. Ya no podía más, estaba tan cansado... Algo le llamaba desde el fondo de él mismo.
No tenía miedo, solamente sentía esa pena que le encharcaba los ojos y le inundaba las venas.
Algún Yaruf había vencido, pero no era él. ¿Cuál, entonces?
Con cuidado Yaruf intentó abrir los ojos, como si le tuviese que doler o como si no tuviera demasiadas ganas. Dormido estaba bien.
Los párpados le pesaban, no conseguía darles el impulso necesario. Se cerraban solos. No tenía las fuerzas necesarias, aquello era pedir demasiado. No quería exponerse. No quería mostrar sus ojos cansados al mundo.
Suspiró. Se dio una tregua.
«Luego volveré a intentarlo.»
Otra vez la oscuridad, y con ella la seguridad de tener su mirada a salvo. ¡Estar solo! No sentir ninguna responsabilidad, no tener que responder a las expectativas que los demás habían puesto sobre sus hombros. Sí. Quería descansar, tranquilamente seguir durmiendo un millón de años más. O aún mejor, tres eternidades. Cuando volviese Kia-Kai, que lo encontrase allí, meciéndose en la nada. Sin sueños, porque soñar es tener la responsabilidad de cumplir con lo soñado. No quería eso. Eternidades enteras sin despertar. Estaba tan cansado... Estaba tan perdido. ¿Cuál era su vida antes de encontrarse en ese lugar frío, húmedo y silencioso; tan silencioso que el sonido de su respiración era un ruido ensordecedor?
Trató de hacer un esfuerzo sin conseguir gran cosa. Si en aquel momento alguien le hubiese preguntado cómo se llamaba, hubiese tenido que pensar muy bien la respuesta. Tenía la cabeza flotando en un mar de agua turbia, espesa. Sin vida. Pero no se estaba tan mal, al fin y al cabo nada le atacaba. Nadie quería matarle...
¿Matarle? ¿Atacar? Las imágenes empezaron a desfilar ante sí, un ejército vencedor que volvía del olvido.
De nuevo miró a su alrededor. No podía moverse, tampoco lo intentó. Por fin, encima de su cabeza, una imagen. Una pared de roca desnuda, manchada por la humedad, irregular y salpicada de aristas puntiagudas y amenazadoras.
¿Una cueva?
¡Eso era! Estaba en el interior de una cueva mal iluminada. Muy poca luz, pero suficiente. Aunque no estaba al alcance de sus ojos, supuso que se debía a la temblorosa llama de una vela. Desperezó su cuerpo, siguió sin poder moverse. Un rayo alcanzó su cabeza para activar su memoria y todo tomó sentido. Reaccionó.
¡Estaba atado! Unas gruesas cadenas de hierro le sujetaban las manos en cruz y le separaban las piernas, como si fuera una estrella de mar. En aquella posición era totalmente vulnerable. Estaba en manos de... ¿De qué? Trató de liberarse, arrancar las cadenas de un golpe seco de brazos. Como si le hubiera vuelto la fuerza multiplicada por cien. Pura ilusión. Ya no hacía falta que nadie le dijera cómo se llamaba ni dónde estaba. Podía recordarlo todo.
El laberinto. El pasillo de oro. El agua. El acertijo. La sala de los espejos. Todo. Se sentía como si hubiera vuelto a la vida y tuviera una nueva oportunidad. Si no estuviera atado...
Retorciéndose pudo mirarse el costado. Notaba la herida, y como el ritmo de su corazón se detenía en ella, lo marcaba acompasadando el dolor. La piel estaba haciendo un esfuerzo por regenerarse, por tapar el corte. Alguien le había curado. Una venda blanca y radiante se enrojecía con la sangre que aún se negaba a permanecer dentro de su cuerpo.
Los espejos habían ganado la partida. ¿Sería ése su castigo final? ¿Significaba que no era el elegido? ¿Que no saldría con vida del laberinto? ¿Por que curarlo, entonces? ¿Para atarlo como si fuera el más peligroso de los enemigos? Y hablando de enemigos... ¿Había alguien dentro del laberinto además de los cinco enemigos que habían entrado? ¿Quién? ¿Por qué? No podía responder a ninguna pregunta. Además, no le gustaban las respuestas que se imaginaba.
Un escalofrío recorrió su espalda. Sintió la piedra helada en la que le habían estirado para inmovilizarlo. Yaruf estaba elevado del suelo como en una mesa ritual de sacrificios. ¿Alguien iba a ofrecerle a los dioses? ¿Ése era su final dentro del Laberinto de la Alianza? Volvió a forzar su posición todo lo que le permitían las cadenas. Quería ver más del interior de la cueva.
No había gran cosa. De hecho, casi nada. Sólo la vela que había intuido, en un saliente de la piedra. Nada más. Bueno, sí, su hutama estaba recostada en una de las paredes. Esperándole.
«Malditos sean todos los dioses que se ríen de mí —dijo ofendiendo sus creencias para no sentirse tan impotente como se sentía—. Si pudiera, como mínimo, tener mi arma cerca, estaría mucho mejor».
Imposible.
Demasiado lejos. Ahí tumbado la habitación parecía pequeña, estrecha. Más parecida a una mazmorra escarbada en las tripas de la montaña que un lugar al que llevar a un herido para que se recuperase. Tampoco había entrada, como mínimo ninguna que él pudiese ver.
«No creo que me hayan traído hasta aquí atravesando las paredes.»
Supuso que la puerta estaría justo detrás de su cabeza. Bien podría estar HuKlio con un hacha alzada a punto de cortarle el cuello y él no habría visto nada. Esta idea le inquietó. No por creer que HuKlio estuviera detrás, sino por estar a merced de cualquiera. Sin posibilidad de defenderse. Sin poder hacer ni intentar nada para salvar la vida. Se sorprendió a sí mismo teniendo un diálogo con nadie tratando de no parecer preocupado.
—¿Hay alguien aquí detrás? Lo digo porque si estás a punto de matarme, por favor, ten la delicadeza de avisarme antes. Me gustaría saber cuándo llega mi hora. Me gustaría tener tiempo para pensar en manos de qué dioses pongo mis esperanzas. Ya sabes... Si me conoces entenderás que no acabo de decidir si mis dioses son los táuricos o los humanos, nunca me han demostrado demasiado afecto, ni los unos ni los otros.
Cuando terminó se dio cuenta de que había hablado en lengua táurica. ¿Era ésa la que sentía más cercana? ¿La que consideraba como propia? O, simplemente, se imaginaba antes a un minotauro matándole que a un humano. O tal vez porque se sentía más cómodo hablando en esa lengua.
No podía saberlo. Tampoco se detuvo demasiado tiempo en pensar en ello.
Sí que pensó, de repente, en sus cuatro compañeros de aventura. Ühr, Worobul, HuKlio y Kor... ¿Dónde estarían? ¿Prisioneros, quizá? ¿Muertos, ya? ¿Sacrificados a los dioses? Las expectativas no eran buenas, pero tal vez estuvieran cerca, en una cueva igual que él. Tal vez si chillaba podría conseguir una respuesta. No serviría de mucho, pero las situaciones desesperadas, acompañadas, parecen menos desesperadas. Y si no, como mínimo, advertiría a sus captores que ya estaba despierto y que ya podían empezar a hacer lo que tuvieran pensado hacer. Lo que no soportaba era no hacer nada. No escuchar nada. No conocer nada de lo que le deparaba el laberinto, si es que aún se encontraba en él. No es que lo dudara, pero tampoco estaba seguro de muchas cosas.
—Worobul, Ühr, ¿podéis oírme? ¿Dónde estáis? Yo estoy aquí, prisionero. ¿Me oís?
No hubo ninguna respuesta.
Volvió a tomar aire y con todas sus fuerzas insistió:
—¡Si alguien puede oírme, por favor, que me diga algo de una vez!
Gritó tanto que le entraron ganar de vomitar. Un espasmo le recorrió el esófago, pudo controlarlo. Yaruf no esperaba ningún resultado. Por eso se sorprendió tanto que dio un salto horizontal cuando justo detrás de él oyó una voz que decía:
—Yo puedo oírte. No hace falta gritar con tanta fuerza. Guárdalas para cuando las necesites. Que va a ser muy pronto.
Helado. Frío. Congelado. De piedra. Pero piedra mucho más fría que la mesa de piedra en la que se encontraba. Esperó a que la voz dijera algo más. Que le mandase callar o que le dijera que había sido hecho prisionero por tal o por cual motivo. Pero la respuesta se había apagado.
Aquella voz no era táurica. ¿En qué le había hablado? No conseguía recordarlo.
—¿Quién eres? ¿Por qué no dejas que te vea? —fue la tímida pregunta de Yaruf.
—Ya sabes quién soy.
Tenía razón.
Aquella voz... la conocía. Era humana. Era bella a la vez que peligrosa e inquietante, como la verdad cuando sale a la luz. Era... Oroar. No había duda.
Aquella bruja, hechicera, reina de la magia... aquella que le provocaba que el corazón se le pusiera en la barriga sólo con aparecer en sus pensamientos. Yaruf no contestó. No dijo ni una palabra. Pero ella sí.
—Exacto. Lo has adivinado. Soy Oroar. Aunque tengo muchos más nombres, éste es el que yo te he dado a ti para que lo uses en mí. Y aunque tengo más aspectos de los que podrías imaginar, éste es el que he elegido para ti. Y sí, sigues estando dentro del Laberinto de la Alianza. Has pasado las primeras pruebas. Has vencido... Enhorabuena.
¿Enhorabuena?
Si algo no esperaba es que le felicitasen, sobre todo por algo que no había conseguido.
—No he vencido a nada ni a nadie. Si no me equivoco perdí el conocimiento. Un espejo me hirió como ningún mortal ha podido. Si no estoy muerto debe de ser por... No lo sé. Además, estoy aquí, soy tu prisionero... —añadió de mala gana y con un deje de impertinencia fingida en su voz.
—¿Por qué crees que no has vencido?
—¿Por qué? Te lo acabo de decir. ¡Por los dioses!
—¿Qué dioses? ¿Ya has escogido?
Yaruf suspiró.
Enfadado. Estaba muy enfadado y cada vez que pensaba en su situación se enfadaba aún más. No quería preguntas estúpidas. Quería respuestas. Porque él ya tenía preguntas. Muchas. Muchísimas preguntas.
—¿Por qué? —insistió Oroar.
—¿Por qué, qué? ¿Por qué no me decido a estar entre estos o esos dioses, o por qué sé que no he vencido? La primera pregunta no puedo responderla. La segunda es muy clara. No he vencido. Eso es todo. Cuando uno vence no está en la posición en la que ahora me encuentro, ¿no crees?
—No piensas, Yaruf. Hablas como si perdieras aire por la boca. No piensas. No uses las palabras en vano. Son poderosas. Si un poder lo usas para hacer cosas sin sentido, el poder pierde todo el sentido. Si no me equivoco, tú has venido a buscar un gran poder en este laberinto y...
—¿De verdad? No estoy seguro de ello —contestó Yaruf con sinceridad, invadido por un tono triste—. Creo que es el poder el que hace tiempo me está buscando a mí. Yo era muy feliz con mi familia.
—No, no es verdad. No eras tan feliz. Las dudas te asaltaban. Apenas te hablabas con nadie. Estabas a muchas, muchas jornadas de camino de ser algo remotamente parecido a ser feliz. Tan sólo estabas cómodo. Te habías acostumbrado. Los humanos tenéis una gran habilidad para confundir la felicidad con la comodidad. Son dos cosas muy distintas. Una casa en mitad del camino no es haber llegado al destino.
Yaruf meditó aquellas palabras lanzadas por Oroar. No quería reconocerlo, pero la hechicera tenía razón.
—Bueno, muy bien. Pero ¿qué hago atado? Nos conocemos. Yo no soy un peligro para ti. No te voy a atacar...
—No, a mí no.
Fue la enigmática respuesta de Oroar. Luego, silencio. Y un poco más tarde, sus pasos. Suspendidos en el aire. Seguros. Lentos. Implacables. Y Oroar se mostró. Llevaba un largo cuchillo entre sus manos. Con la empuñadura de oro y piedras de muchos colores incrustadas en ella.
—¿Qué... qué vas a hacer con eso?... No querrás matarme...
—¿Te parece bonito? ¿Crees que es un cuchillo bonito? —contestó Oroar como si no hubiese escuchado a Yaruf.
—Sí... Bueno... Depende de lo que hagas con él... Si me lo vas a clavar no creo que me parezca demasiado bonito.
—Las armas nunca son bonitas. No pueden parecerte bonitas, porque entonces matar se puede convertir en algo bello. Y no lo es. Aunque mates a tu enemigo es un acto que no está bien. Es injusto y no tienes derecho. Le robas algo a la vida. Porque la vida no te pertenece. Cuando alguien mata contrae una deuda con la vida que es difícil de asumir.
—Bueno, pero a veces necesitamos comer.
—Sí. Por eso todos tenemos una deuda impagable con la vida. Una deuda tan grande que se paga con la vida misma. Y tarde o temprano, se acaba pagando. Por eso nadie sale con vida de este mundo. Aprende esto. Que sea parte de ti. Porque si sales de este laberinto, me gustaría creer que tienes esto metido en la cabeza.
Oroar se acercó lentamente. Yaruf se puso nervioso. Si ella quería arrancarle el corazón, no podría evitarlo. Se movió. Quería liberarse.
—¿Por qué sufres? ¿No confías en mí?
—La verdad es que no confío en nadie que me tenga atado y se acerque a mí con un cuchillo en la mano. Y me gustaría saber qué haces aquí. Tú estabas fuera. Nadie podía entrar en el laberinto... salvo los cinco enemigos. Y tú no eras una de los cinco. Así que no se me ocurre qué estás haciendo aquí.
—Creo que sí.
—Que sí, ¿qué?
A Yaruf le sacaban de quicio las respuestas de la hechicera.
—Sí que se te ocurre. Lo sabes desde que me viste por primera vez. Algo en ti lo sabía. Una parte de ti ha venido a buscarme. Yo soy una de las dos Destinarias del Laberinto. Nuestra función es empujar al destino para que se cumpla, y así lo hemos hecho generación tras generación. Destinatarias que han entregado su vida esperando vivir este momento. Tu momento. Sasaren es la Gran Poseedora de la Sabiduría del laberinto, tu la llamarías AgKlan, y se encarga de dirigir al clan maldito para que cumpla con su misión en la tierra. Nosotras nos cuidamos del laberinto para que cumpla su destino por el que fue edificado. Somos las únicas personas que pueden entrar sin renunciar a nada para salir, porque ya hemos renunciado a bastantes cosas... Pero ahora se ha acabado nuestra misión, o mejor dicho, está a punto de acabar. Contigo acaba todo, empieza todo de nuevo. El poder debe salir de estas paredes. Y la única pregunta es... ¿serás tú quien lo saque?
Yaruf no sabía qué contestar a eso. Le sorprendía que Oroar le diese tantas explicaciones, que se empeñase en contarle las estructuras de poder del clan maldito, era como si tratara de prepararle para algo. Eso le ponía nervioso. La hechicera estaba en pie. A su lado. Él la miraba y no podía dejar de mirarla. Sus ojos eran de un azul despejado, como cuando el cielo está a punto de tornarse tormentoso. Pero cuando notó la hoja del cuchillo sobre su corazón, la piel se le erizó hasta el espíritu.
—No sé qué vas a hacer, pero hazlo ya.
—Como desees.
Dicho esto, Oroar hizo un pequeño y profundo corte en la piel de Yaruf, que no chilló ni protestó. No quería pedir clemencia. Ni piedad. Ni nada. Si quería matarle, que lo hiciera.
Oroar rebanó la sangre que salía de la herida con la mano y una vez teñida de rojo se la miró.
—Roja. Valiente. Vigorosa. Un tanto engreída, aunque capaz de actuar con justicia. Eres impulsivo. Un torrente furioso que busca un río en el que fundirse. Eres el hermano de Kriyal. Pero no sé si podrás...
—Si podré qué.
—Perdonar.
—¿A quién?
—A mí.
Una voz sonó detrás de él. Táurica. Profunda. Tan conocida que no podía creer que se tratara de ella. Yaruf no dijo nada. Se limitó a quedarse quieto y esperar a que ella se mostrase.
—Hola, Yaruf.
—Supongo que tú eres la segunda Destinataria del Laberinto de la Alianza.
—Así es —respondió Sadora acariciándole la cabeza como solía hacer en aquellos tiempos que quedaban tan lejanos.
—Todo ha sido una gran mentira —dijo Yaruf al tiempo que escupía en la cara a la que siempre había considerado su madre.
La rabia le corría por las venas, Desbocada y Salvaje; imparable. No podía domarla. Era muy superior a él. Era una fuerza tan grande, tan descomunal... que no le cabía dentro y notaba que su cuerpo quería sacarla, expulsarla en forma de violencia. En aquel momento incluso se alegró de estar atado. De que algo le frenara y le impidiera lanzarse contra Sadora. Hubiese acabado con ella sin pensar.
¡Sí! De haber estado libre, de no haber tenido esas cadenas aferrándose a sus piernas y a sus brazos, le hubiera arrancado los cuernos con sus propias manos. ¡Maldita minotauro tramposa! Tenía ganas de agarrarse a su pelaje, de tirar fuerte de él. De arrancárselo a tiras, de cuajo, de raíz. Era como si sólo quisiera hacerle daño. Sin más objetivo que el daño mismo. Porque sí, sólo para que ella pudiera sentir el dolor que él estaba sintiendo. Y se negaba a escuchar. No quería oír ninguna explicación, ni ninguna excusa. No había ninguna que pudiera convencerle. No quería dar la oportunidad a Sadora de que se defendiera, de que se explicase. No quería recibir nada de ella. Ni una palabra, ni una mirada. ¡Nada!
Para Yaruf todo estaba muy claro. No había más.
Ella le había engañado, utilizado, traicionado y vendido como todos. Y él, que siempre había pensado que sus abrazos eran su último refugio, su lugar al que volver. Su verdadera casa. ¿Casa? ¡Prisión! Todo se había quemado y las cenizas olían mal. Nunca hubiera imaginado que ella pudiese haber jugado así con él.
Se sentía tan tonto, tan inocente y tan estúpido por haberse entregado a una traidora... Él, que durante tantos años había creído que Sadora se preocupaba por él desinteresadamente... que le quería como se quiere a un hijo. Sin ningún plan oculto. Sin la obligación de tener que hacerlo.
Mentira, mentira. Todo mentira. ¡Falso!
Sólo había querido estar cerca de él para vigilarle. Para comprobar si era o no era especial. Él no quería ser especial por tener los ojos de colores distintos, ni por parecerse a Kriyal, ni por ser el encargado de entrar en ese laberinto y conseguir ningún poder. Quería ser especial para Sadora porque sí. Sin más razón que la de que una madre siente único a un hijo.
—Yaruf, escúchame...
—¡No quiero escucharte! —gritó girando la cara para no cruzarse con los ojos de Sadora—. No quiero hablarte. No quiero nada contigo. Si queréis matarme, adelante. Pero ¡cállate!
—No, Yaruf. No voy a hacerlo —respondió la hechicera, abalanzándose sobre Yaruf y buscando su mirada esquiva—. No voy a callar. Y tendrás que escucharme. Estás atado y no te queda otra opción...
—Así que soy tu prisionero, al final te has descubierto —dijo Yaruf haciendo el amago de volver a escupir pero pensándoselo dos veces.
—Piensa lo que quieras. Y si te sientes mejor, adelante. Escúpeme. Cuantas veces quieras. Si eso te consuela... Sólo puedo decirte que me duele tanto como si me clavaras un puñal en los ojos. Pero adelante, tú mismo.
—Te los clavaría si pudiese. Porque eres una traidora que ha estado engañando a todos, ¿o tal vez Worobul también lo sabe? Confiesa... ¿él también me ha mentido?
—No metas a tu padre en esto...
—No es mi padre... Mi padre se llama Ühr y es un humano como yo.
—Worobul te quiere como si lo fuera.
—Ya veo... Él también es un maldito traidor. Es como tú, ¿verdad? Ha estado engañándome todo este tiempo haciendo ver que le importaba, pero supongo que también era falso. Traidor, traidor, traidor...
—¡Basta ya!
Sadora, sin avisar, le dio una sonora bofetada a Yaruf.
El humano se quedó mudo. No se lo esperaba. Abrió los ojos y notó que estaba a punto de llorar de la rabia que sentía. No quería hacerlo. No delante de ella. Se mordió el labio inferior. Lo hizo con tanta fuerza que empezó a sangrar. Le dolía un poco, pero como mínimo se calmaba el otro dolor que tenía por dentro.
—Basta ya. No hables así de Worobul. Es el mejor ser al que he conocido jamás, y dudo que tú conozcas a uno mejor, aunque vivas tres eternidades enteras. No creo que tengas el derecho de hablar así del minotauro que ha hecho tanto por ti..., que aceptó separarse y enfrentarse a su propio clan, a su propio estandarte, sólo por protegerte. No sé cómo puedes dudar de él.
Yaruf se calmó un tanto, el bofetón le había bajado de las nubes. Pensó un poco. No tenía respuesta para eso. Simplemente era cierto. Si alguien había hecho algo por él, ése era sin duda Worobul. No tenía ningún derecho a dudar. Sintió que se había merecido esa bofetada, y tal vez veinte más.
—Y ¿dónde está? ¿Está bien?
Yaruf esperaba una respuesta distinta al silencio reflexivo de Sadora. Un «cómo te atreves a decir eso», o «no me creo que puedas pensar que yo he podido matar a tu padre», por ejemplo. Pero no hubo nada semejante. Se limitó a callar. A mirar al suelo y apartar la vista.
—¿Dónde están los demás? ¡Contéstame! —insistió nervioso y con la sangre de los labios manchándole los dientes—. Si les ha pasado algo... Eso no creo que pudiese perdonártelo. Te juro que... —Yaruf no se atrevió a decir «te mataré», no a Sadora. Por muy enfadado y decepcionado que se sintiera—. Vamos, dime dónde están. ¿Qué les has hecho a Worobul y a Ühr?
—Yaruf, no podemos hacer nada por ellos. —Oroar se unió a la tensa conversación. Hasta el momento había permanecido en un segundo plano, como distraída, dedicada a mirar la escena desde lejos, como si no le importase demasiado. Ahora, se había acercado hasta la mesa de piedra en la que Yaruf seguía atado, tratando de forzar su posición para intentar incorporarse—. El laberinto quiere que sea el elegido el que les salve o les condene. Nosotras no tenemos ese poder. No podemos hacer nada. Cuando entrasteis aquí ya lo sabíamos. Pero si tú eres el elegido, si tú eres aquel que va a salir victorioso del laberinto, ellos no van a correr ningún peligro.
—Sadora, ¿qué está queriendo decir? —preguntó Yaruf con miedo de que la respuesta fuera demoledora.
—Ya lo verás, hijo. Pero puedes estar seguro de una cosa: no están muertos...
—¿Así que están vivos? Todos los...
—He dicho que no están muertos. Esto no significa que estén vivos... Tendrán su oportunidad y ésa eres tú.
—¿Y si yo no soy ese del que habláis? ¿Si resulta que todos os habéis equivocado? No podéis hacerme responsable de eso. Yo nunca he dicho que fuera el elegido para nada. No podéis hacerme algo así.
—Pero lo eres. Estoy segura —contestó Sadora mirándole fijamente a los ojos, como si quisiera ver a través de ellos.
—¿Cómo le has podido tender una trampa así a Worobul? Él te quiere. Confía en ti... No puedo creer que le hayas engañado así...
—En esta vida he tenido que hacer muchas cosas de las que no me siento precisamente orgullosa. Pero yo pertenezco al clan maldito. Y eso pasa por encima de todo. Lo mismo les ocurrió a mis padres... y a los padres de mis padres... Muchos de los minotauros que están al otro lado del monte del Ordamidón son miembros del clan, son vigilantes de la alianza, aliados del laberinto. Nadie lo sabe. Nadie lo sospecha, pero no hay otro modo, la única manera de poder llevar a cabo la misión que el destino nos ha encargado y que puede que ahora llegue a su fin.
«Nosotros hemos hecho prosperar el mito del Ordamidón. Nosotros hemos provocado que nadie quiera traspasar esas tierras, convenciendo a los demás de que una terrible maldición pesaba sobre ellas. De que un dios sin pueblo había pactado con nuestros dioses. No te puedo decir si lo que hicimos es correcto o no. No te puedo asegurar que cuando vuelva Kia-Kai no nos castigue a todos los miembros del clan maldito. Pero si se hizo así fue pensando en el bien de todos los minotauros, en el bien de todos y de cada una de las tribus, de los clanes, de los estandartes. No podíamos permitir que encontraran el laberinto, que empezaran a hacer preguntas, que quisieran penetrar en sus profecías legendarias. Que empezásemos entre nosotros una guerra para conseguir el poder. Ya bastante divididos estamos, bastante mermadas están nuestras tribus como para empezar una cruel guerra entre nosotros. No. Yaduvé lo sabía. Así tenía que ser. Y que los dioses nos perdonen si les hemos ofendido al mentir usando sus nombres.
Sadora siguió hablando. Desvelando todos los secretos que durante tanto tiempo había guardado en su corazón y que tanto daño le habían hecho.
—Cuando te encontraron en la playa, todos los miembros del clan maldito supimos que podías ser tú. Yo sentí que el momento que durante tanto tiempo habíamos estado esperando había llegado. Porque tú habías llegado. Y cumplías con todas las señales, con todas las profecías: atravesaste el mar del abismo, traías contigo la máscara de la alianza, y por si eso fuera poco, tenías esos ojos... como las Piedras describen los de Kriyal. El mismo color. El mismo tono. Rojo bañado en agua. ¿Qué más pruebas necesitábamos para impedir que los miedos y las venganzas estúpidas acabaran contigo? Pero de no haber sido por Worobul toda esperanza se hubiera desvanecido. Él, sin saber la razón, no permitió que HuKlio acabara contigo... Actuó porque sí. Porque lo sentía. Se enfrentó a él. Se jugó la vida por ti y casi la pierde. Y cuando llegaste, cuando te vimos... Cuando cuidé de ti... Supimos que teníamos que hacer algo. Actuar rápidamente. Muchos no aceptarían jamás que te criaras entre nosotros. Nárena, la vieja hechicera que tuvo que decidir bajo el estandarte que no debe tocar la tierra, también era una maldita. De hecho yo heredé su puesto de Destinataria, hasta que ella murió fui su aprendiz. Así funciona. No fue difícil separarte de los demás. Prohibirles que se acercaran a ti. Impedir que nadie te hiciera daño, no hasta que crecieras y estuvieras preparado para entrar en el laberinto. Y aquí estás. Has superado las pruebas. El laberinto te ha abierto sus puertas. Te ha dejado avanzar y ahora estás muy cerca del gran poder que tanto tiempo lleva esperando a ser liberado...
—¿Cuál es ese poder? ¿De qué se trata? —interrumpió Yaruf, que había estado escuchando a Sadora sin apenas respirar, para no perderse nada del relato.
—Ya lo verás. No puedo avanzarte nada. Son las reglas. Y no las ponemos nosotras.
—Pero ¿para qué sirve ese poder? ¿Qué se supone que debo hacer con él? ¿Cómo debo utilizarlo?
—Lo sabrás cuando estés delante de él —insistió Sadora—. Sólo puedo decirte que el laberinto fue creado hace muchos, muchos años, cuando el tiempo era joven y todas las cosas nuevas, hombres y minotauros convivían en paz... Sé que es difícil de creer, pero hubo un tiempo en que algo así ocurrió y algunos queremos que eso vuelva a ocurrir. Sin embargo, dos magos, un humano y uno táurico, predijeron que la convivencia se rompería. Que los tiempos cambiarían. Se volverían violentos, peligrosos, oscuros. Adivinaron que el odio se iría instalando lentamente en los corazones de las dos especies y que ambas querrían destruirse y ser la única en la tierra. Sobra decir que los dos tenían toda la razón. Acertaron de lleno.
—Entonces crearon el laberinto...
—Exacto... Lo crearon para encerrar en él un gran poder. Unieron sus conocimientos, sus artes. Trabajaron conjuntamente para, primero, crear un poder tan grande que pudiera devolver el equilibrio. Para unir de nuevo a hombres y minotauros. Para que volviesen a convivir en paz. Una vez terminado su trabajo vieron que si el poder caía en malas manos podía ser utilizado para aniquilar al enemigo. Eso no podía suceder. Por eso crearon el Laberinto de la Alianza. Sólo el elegido cabalgaría encima de ese poder. Sólo él estaría preparado para unir a humanos y minotauros. Ése eres tú. Y ésa es tu misión. Pero antes el poder deberá reconocerte y decidir estar a tu servicio...
—¿Y si no lo consigo?
—Si no lo consigues deberemos esperar... Seguir esperando a que venga el gran unificador, el Príncipe Oceánico del que hablan tanto las Piedras táuricas como las Sagradas Escrituras de Nígaron. El ser capaz de unirnos. Yaruf, si tú no eres el que va a sacar el poder a la luz, seguramente a los minotauros no nos queda mucho tiempo bajo este sol.
—¿Por qué? Sois fuertes... y valientes... y... podríais pelear. Plantar cara.
—Te olvidas de que somos muy pocos. Nada comparable con los ejércitos humanos. Por más fuertes que seamos no somos invencibles. Mírate a ti. Pareces frágil y has vencido a todos los minotauros con los que te has enfrentado. A todos. Incluso pudiste con cinco a la vez. No, no se trata de tener más o menos fuerza, se trata de saber usarla de forma inteligente, y tú, por ejemplo, nos has dado una lección a todos.
—Pero si seguimos viviendo aquí, lejos de los hombres... —dijo Yaruf, que había cambiado mucho la actitud. Tanto, que ahora ya no estaba enfadado con Sadora, o si lo estaba ya no le importaba tanto. Todo lo que le había explicado, lo que le había contado, le hacía pensar en que tal vez la hechicera nunca tuvo una opción. Con total seguridad, ella era una víctima más del laberinto. Por algo se llamaba el clan maldito.
—No, es imposible. Ahora ya hay muchos que saben que nos ocultamos aquí. Hasta Kor ha podido llegar, con ayuda, pero ya sabes que los hombres son como una maldición. Primero llega uno. Luego tres. Luego una expedición. Y al final reclaman el territorio como suyo. Porque ellos piensan que la tierra les pertenece. Los minotauros, por el contrario, sabemos que somos nosotros los que pertenecemos a la tierra. Por tanto, es sólo cuestión de tiempo que lleguen y acaben lo que empezaron en la batalla del Valle de los Tres Ríos...
—Por suerte —añadió Oroar— ahora se están peleando entre ellos. Lo que nos da un poquito más de tiempo. Por eso era necesario que Adhelón muriera. Por eso tuve que engañar a Kor. Sin su ayuda, aunque involuntaria, no hubiéramos podido ganar este tiempo que nos queda y que es más valioso que todo el oro que has visto en el pasillo del laberinto...
—Kor es repugnante...
—Pero no olvides, pequeño humano —siguió hablando Oroar—, que le necesitas. Que le vas a necesitar. Éste es el Laberinto de la Alianza, lo que quiere decir que aquí dentro se hacen extraños aliados. Impensables fuera. Pero aquí dentro las cosas son distintas. De acuerdo, es tu enemigo, pero si odias a tus enemigos eso te hace más vulnerable.
—¿Y por qué me habéis hecho prisionero?
—Era necesario —se apresuró a contestar Oroar—. Eres impetuoso. Salvaje en algunas de tus reacciones, necesitábamos poderte contar todo esto. Y además estabas herido.
—Sadora, ¿no podrías haberme contado todo esto antes? Si yo soy el elegido, si sospechabas eso, podrías haberme...
—Lo que pertenece al laberinto, en el laberinto debe resolverse. Son las normas. No podía. ¿Crees que no quería? ¿Crees que no me he tenido que morder la lengua hasta sangrar, como tú ese labio?
Sadora, con una vasija llena de un líquido verdoso, mojó los labios de Yaruf, que estaba más calmado y casi había llegado a comprender los motivos de la hechicera. Al ver la vasija, dijo con un tono tranquilo:
—Agujeros.
—¿Agujeros? —respondió Sadora sin entender.
—Sí, vale. Soy una adivina, pero no sé de qué está hablando tu hijo, te lo aseguro —dijo Oroar sin saber si era una broma del humano, una amenaza o, simplemente, una impertinencia.
—¡Agujeros! ¡Agujeros! ¿No te acuerdas? —insistió excitado Yaruf.
—No —respondió Sadora intrigada.
—¿De qué puede llenarse una vasija para que pese menos que vacía? ¿Te acuerdas de este acertijo? Lo he resuelto. ¡De agujeros!
Sadora sonrió. Hacía tanto, tantísimo tiempo de aquello. Pero ahora la imagen había vuelto a su cabeza como si hubiera sido ayer por la tarde. ¡Exacto! Agujeros.
—Respuesta correcta.
Sadora desató a Yaruf, que bajó de la mesa de piedra y fue rápidamente a agarrar la hutama. Sadora y Oroar se miraron, aunque ninguna de ellas pensaba que pudiera atacar.
—¿Dónde está ese poder?
—Acompáñanos. Pero cuidado, puedes ver cosas que no te gusten. No te dejes llevar por los primeros sentimientos, esos que surgen como una reacción, esos que una vez los liberamos no estamos muy seguros de sentir realmente. Son una reacción, un impulso, pero muchas veces no son reales. Debes ser prudente. Si no, puede que no salgas de aquí nunca más.
Sadora, Yaruf y Oroar. Este orden. Uno detrás del otro. Manteniendo la distancia. Acompasados. Rítmicos. Los tres avanzaban por dentro del laberinto.
Las antorchas se encendían y se apagaban a medida que entraban o abandonaban un nuevo pasillo. Un ruido similar a un seco plof acompañaba la explosión de luz. Un algo muy parecido a un suspiro precedía la oscuridad.
Yaruf lo examinaba todo, como si tuviera que memorizar el camino de vuelta. Pero si a las dos guardianas se les hubiera ocurrido dejarle solo, no estaba muy seguro de tan siquiera poder regresar a la cueva en la que había pasado... ¿cuánto tiempo? No lo sabía. Quería preguntarlo pero ni Sadora ni Oroar hablaban demasiado. En realidad, nada.
En silencio siguieron avanzando por pasillos escarbados en la roca, en ese vacío ganado a la piedra. Espacio hueco. Estrechos caminos abiertos por manos humanas y táuricas. Calurosos. Cada vez más. Y algo bajos, sobre todo para Sadora, que tenía que agacharse para no rozar el techo con sus cuernos. No eran demasiado largos, y las sombras se proyectaban irregulares sobre la rugosidad de las paredes. Deslizándose y deformándose, cambiando de sentido según la llama de las antorchas, teas de mangos de plata. Irregulares todas, como hechas con desgana.
Los tres subían y bajaban sin aparente sentido. Algún peldaño de tanto en cuanto rompía el compás. Eran peldaños sueltos, olvidados y perdidos para siempre en el laberinto. Yaruf pensó que un peldaño no es una escalera, y que si no había ninguna, ¿por qué poner entonces un peldaño? Pero la distracción le duraba poco. Vuelta a observar. A fijarse en los detalles. A contemplar el interior de aquella serpiente de piedra que se retorcía sobre sí misma. Hipnotizándoles con su veneno. Confundiéndoles con ese olor cerrado. Hermético. Que nunca ha tocado el sol. Un olor triste, pero necesario, como la añoranza o la esperanza en un futuro mejor. Un olor que... cambio de repente. Inesperadamente se borraron las sensaciones y una brisa acariciaba el rostro de Yaruf. Era nueva, sincera, eufórica aunque sin chillar. Y venía acompañada de un murmullo alegre. Era un... ¿río? Sí. No podía ser otra cosa. Podía notarlo. Oírlo charlar con la piedra, correr subterráneamente, humedeciéndolo todo a su paso. Le tranquilizaba saber que había agua cerca. ¡Agua! Tenía sed y hambre. No podía recordar cuánto llevaba sin comer ni beber. ¿Había comida dentro del laberinto? Era una buena pregunta que lanzar.
—Tengo hambre y sed. ¿Vosotras no? No sé ni cuánto tiempo llevo aquí sin probar un triste bocado.
La minotauro y la humana se miraron. Ninguna tenía prisa por contestar. Tal vez no conociesen la respuesta. Tal vez, simplemente, no les preocupaba responder. Después de un rato en el que Yaruf había perdido toda esperanza de respuesta y abandonado toda tentativa de insistir, Oroar dijo:
—No creo que haya comida por aquí...
—¿Y vosotras? Sadora, tu cuerpo de minotauro necesita mucha más comida que el mío, y el mío está protestando. Si sois las guardianas...
—¿Nosotras? —interrumpió Oroar con su voz suave como la flor del algodón y su tono constante de nana—. Tú lo has dicho. Durante toda nuestra vida hemos cuidado del laberinto, lejos de las avaricias de humanos y minotauros. Preparándote el camino, pero ésta no es nuestra casa. Nos está permitido entrar una vez cada doce lunas, no más. Nuestra misión aquí dentro es comprobar que todo esté en orden y dispuesto para cuando venga el elegido. Nada más. Así que no necesitamos grandes cosas. El laberinto siempre te acaba dando todo lo que uno necesita. Sé que suena raro, pero este lugar lo es, ya te habrás dado cuenta.
Yaruf recordó que Sadora, justamente una vez cada doce lunas, se marchaba para, según decía, poder reflexionar y sólo oír las cosas que se escuchan cuando uno está solo. «Debemos apartarnos del día a día para permitir que los dioses nos aconsejen y nos guíen.» Ahora entendía que ésa no era más que otra mentira. Pero no dijo nada. Se limitó a esbozar una ligera sonrisa y a seguir mirando a Oroar, porque le gustaba que fuera ella quien le contestara. Así que insistió.
—Pero oigo un río... Hay agua por aquí y yo... —En este punto se interrumpió, sorprendiéndose de la belleza enrojecida de sus labios y perdiendo el hilo de la conversación por un instante—. Y yo quiero beber un trago —acabó de golpe mientras volvía la vista hacia delante.
—Yaruf, tenemos cosas más importantes que hacer. Aguanta un poco —fue la respuesta de Sadora.
—No me parece bien que tenga que hacer las cosas con el estómago vacío y con la boca seca —protestó, empezando a ponerse impertinente.
—Yaruf, eso no es propio de un líder —replicó Oroar deteniendo sus pasos, adelantando al humano y plantándose frente a él, que no podía sostener esa mirada que le provocaba un acelerón del pulso y le hacía sentir que podía hacer cualquier locura para que le siguiera prestando atención.
—¿Los líderes se mueren de sed? —Trató de sacar una respuesta ingeniosa para zafarse de esos ojos.
—Si hace falta sí. Porque un líder solamente come una vez que sus tropas ya lo han hecho, sólo bebe una vez sus soldados han saciado su sed y sólo duerme cuando la última llama de la última tienda se ha apagado. Un líder es el primero en levantarse cuando hay problemas, y el último en apuntarse a la celebración cuando hay motivo.
—Pero yo no tengo tropas...
—No, y desde luego, si sigues así, no las vas a tener nunca.
—No me importa —mintió bajando la mirada.
—Sí, sí que te importa. Mírame.
A Yaruf le costó obedecer, pero sabía que no podía negarse. A ella no le podía negar demasiadas cosas. Levantó la cabeza y la miró, al tiempo que se mordía nerviosamente el labio inferior, dolorido aún e hinchado, y se tocaba la punta de la nariz con la mano izquierda.
—Así está mejor. Yaruf, si no me equivoco no sabes dónde se encuentran los cuatro compañeros que entraron contigo. Sólo sabes que no están muertos, pero tampoco sabes si están vivos. Es difícil de imaginar un estado intermedio, pero aquí pueden pasar cosas mucho más difíciles de creer. Sadora y yo te hemos asegurado que depende de ti, de tus acciones. Tus actos pueden hacer que los cuatro salgan del laberinto o se queden aquí para siempre, para formar parte de él durante una nueva eternidad. Así que tu única preocupación debería ser acabar con todo esto. Aunque tengas que hacerlo con el estómago pegándosete a la espalda. Aunque se te seque la boca más que la tierra del desierto al mediodía. Ésa tendría que ser tu preocupación. La única. No deberías querer parar hasta conseguirlo. Ahora, tú decides. Seguimos o nos paramos a buscar agua.
Oroar acabó su discurso. Se giró y siguió andando por los estrechos pasillos del laberinto. Yaruf estaba un poco avergonzado. No sabía qué contestar. No sabía cómo replicar a la hechicera. Le daba mucha rabia tener que darle la razón. Si hubiera sido Sadora hubiera sido distinto. Pero frente a ella... Quedar como un niño pequeño caprichoso con una humana de su edad, como mínimo de aspecto, era humillante. Se tragó todo lo que iba a decir. Dio por perdido cualquier intento de quedar por encima de Oroar. Era el momento de obedecer y tragarse el orgullo. Una retirada a tiempo era más digna que seguir con aquella actitud. Así que siguió por el pasillo. El orden había cambiado. Ahora él cerraba el grupo y Oroar se interponía entre él y Sadora.
Durante un buen rato nadie dijo nada. Ni un comentario. Ni un resoplido tan siquiera. Todos llevaban las bocas selladas como si se trataran de cámaras secretas que había que proteger a toda costa. Hasta que por fin Yaruf vio una pequeña desviación en el camino que Sadora y Oroar pasaron de largo, tratando de no darle importancia. Pero la tenía y Yaruf lo notó. Decidió poner en apuros a las dos hechiceras.
—¿Adonde lleva este camino de aquí?
Esta vez no hubo un largo silencio antes de la respuesta. Era como si las dos hubieran estado esperando a que la curiosidad del humano tomara la forma de una pregunta. Sadora fue la encargada de contestar:
—Ése no es nuestro camino. Debemos seguir por éste para llegar cuanto antes a la cueva de las maravillas.
—¿La cueva de las maravillas? ¿Qué es eso? —protestó Yaruf, deteniéndose frente al pasillo—. Ese nombre te lo acabas de inventar. ¿Crees que soy un cachorro al que se le puede enredar con nombres pomposos?
—No es ningún truco. Allí vamos. Siempre se ha llamado así y así está escrito en las Piedras altas. La cueva de las maravillas es el lugar en el que tu destino tomará forma. Buena o mala ya no lo podemos saber. Sólo depende de ti.
—Pues me parece que la cueva va a tener que esperar.
—No, Yaruf, hazme caso. Por favor. Por aquí no vamos a ningún lugar interesante...
A Yaruf no le gustó en absoluto que no le dejaran avanzar por aquel otro camino. Tampoco le importaba demasiado, o como mínimo no le importaba al principio, pero la reacción de Sadora le había hecho dudar. La curiosidad había echado raíces en su interior. Ya sólo se preguntaba la razón por la que no podía ir allí.
«Si no quieren que vaya por este camino, será mejor que me den un buen motivo.»
Hizo el amago de adentrarse.
Oroar le cogió del brazo. Yaruf se estremeció. Era la primera vez que sentía el tacto de aquella hechicera en sus propias carnes. Se hubiese lanzado a un precipicio con tal de que ella volviera a agarrarle del brazo. Yaruf la miró a los ojos tratando de parecer seguro de sí mismo.
—¿Por qué no me detienes con tus poderes de hechicera? Podrías haberme paralizado desde la distancia.
—Estás entrando en un territorio peligroso —contestó mientras dibujaba una media sonrisa en su rostro.
—¿Lo dices por el pasillo?
Oroar no contestó. Aún tenía agarrado al humano del brazo. Con firmeza, pero sin apretar. Sintiendo la extraordinaria energía que emanaba de él, siendo consciente de que un día se tendría que enfrentar con ella, y casi estando segura de que no iba a poder controlarla. Yaruf vio en los ojos de Oroar esa chispa de duda, de emoción, de algo que no sabía describir. Se sintió bien, se envalentonó. Le dio la energía necesaria para decir:
—¿Cuántos años tienes? ¿Cuál es tu aspecto real? ¿Por qué pareces de mi edad? ¿Por qué te presentas ante mí así, tan...? —Yaruf no se atrevió a decir «bella». Dejó la frase colgada y acabó haciendo una pregunta de la que no esperaba ninguna respuesta—. ¿Qué quieres de mí?
Cuando terminó a Yaruf le pareció increíble que hubiese sido capaz de decirle eso. Que hubiese reunido el valor suficiente para lanzarse así. Pero Oroar le hacía perder la cabeza. Era el vaivén de su túnica amarilla. Era el color de su piel. Era todo lo que fuera de ella. Hasta el más leve de los suspiros. Hasta el gesto más insignificante. Lo más pequeño se volvía gigantesco. Perturbador. Y empezaba a estar asustado. Desde que cruzó el mar del abismo, desde que consiguió poner pie en tierra, desde los instantes antes de aparecer Worobul en aquella playa, no había tenido esa sensación de estar indefenso, de no controlar la situación, de estar en manos de los acontecimientos. De tener miedo.
Oroar no contestó. Se limitó a soltar el brazo de Yaruf, y éste sintió que perdía una parte que ya se había vuelto parte de él mismo.
Yaruf aguantó la mirada, del mismo modo que si le hubiera ido la vida en ello. Al final fue, increíblemente, ella la que se retiró del duelo, moviendo la cabeza y diciendo:
—Sigamos por donde nos marca Sadora. Vamos a la cueva de las maravillas.
—¿Y si no quiero? —siguió tensando la situación.
—Ni tu madre táurica ni yo vamos a impedírtelo. Si sigues por ese camino...
—¿Qué? ¿Me estáis amenazando? Sólo necesito una buena razón, y no me estáis dando ninguna. Sólo una... Un motivo, pero estoy harto de hacer caso porque sí.
—Yaruf—dijo ahora Sadora con una mirada de preocupación en los ojos que inquietó al humano—, no podemos negarte que vayas por ese camino. Al final encontrarás un lago circular. En las Piedras altas se refieren a él con ese nombre.
—Así que es importante. Si las Piedras altas hablan de él... es porque es importante.
—Sí, sí que lo es.
—¿Por qué?
—Si vas lo verás. Si me sigues a mí, lo descubrirás un poco más tarde.
—Creo que prefiero saberlo ahora.
—Tú mismo. Si tiene que ser así, será porque así lo quiere el laberinto.
—Pero no puede... —trató de protestar Oroar.
—Si él es el escogido, podrá —le contestó de muy mala gana la hechicera táurica, dejando a Oroar muda.
—¿Qué es lo que podré?
—Seguir adelante a pesar de todo.
—Estoy harto de acertijos y de frases ambiguas. Si queréis seguirme, hacedlo. Pero yo me voy al lago circular.
—Adelante.
—Será mejor que... —insistió en sus protestas Oroar.
—No podemos hacer nada. A él no se le puede obligar a nada. Que hable su destino.
Lentamente Yaruf se adentró en el pasillo, camino del lago circular. No sabía por qué era tan importante hacer su camino, pero lo era.
Sadora y Oroar se miraron.
—No podemos hacer nada —dijo la minotauro.
—Me preocupa su reacción cuando lo descubra —dijo la humana.
—A mí me preocupa qué quieres de él —lanzó con aridez la minotauro.
—No te entiendo —dijo la humana, tratando de desviar la pregunta que le lanzó Sadora tan directa como se lanza un halcón a su flecha.
—Sí, claro que me entiendes. Sé que tal vez ahora no es el momento de hablar de esto. Pero Yaruf tiene razón. Sus palabras me han hecho pensar... ¿Por qué tienes este aspecto?
—Ante ti siempre me he presentado con este aspecto.
—Sí, siempre con la edad que tendría Yaruf en el momento de entrar al laberinto. No creo que haya sido casualidad. No te presentaste con este aspecto ante Kor. Ni ante los humanos del reino de Adhelonia.
—Con un aspecto así sabes que no me habrían creído. Sabes que los hombres no escuchan a la belleza, sólo la contemplan, embobados. No pueden ver nada más. No me interesaba.
—Entonces aclárame por qué has elegido justo una hembra de su edad para presentarte ante él. Sabes que él no está acostumbrado a la belleza humana y que eso le hace débil ante ti. La verdad es que empiezo a dudar de tus intenciones.
—Como siempre, eres clara como el agua del lago que está a punto de encontrar el humano.
—No olvides que es mi hijo. Lo siento como tal. Y voy a estar alerta.
—Haz lo que te convenga. Pero ahora creo que tenemos una misión que cumplir.
Sadora frunció el ceño y resopló, mirando a la otra guardiana del laberinto con desconfianza.
—Vamos —añadió entrando en el pasillo.
Pero apenas habían avanzado por él, oyeron la voz de Yaruf. Chillando. Maldiciendo. Desesperado. Insultando a Sadora y a Oroar por igual.
—¡Brujas malvadas! ¡Asquerosas compañeras de las sombras! Por todos los dioses, ¿qué les habéis hecho?
Su voz llegaba a través del pasillo rebotando en las paredes.
—Sadora, no deberías haber permitido que entrara en el lago circular. Eso le va a despistar. No está preparado.
—Si crees que no lo está...
La minotauro no pudo terminar la frase. Una zambullida la detuvo. Yaruf se había tirado al agua.
Cuando Yaruf salió del pasillo no pudo más que abrir los ojos tanto como la boca, del mismo modo que si pretendiera abarcar todo el espectáculo que permanecía inmóvil ante sí. No queriendo perder detalle, aunque fuera consciente de que se trataba de una tarea del todo imposible. Aun sabiendo que fracasaría.
Después de tanto corredor estrecho y angosto, después de tanta monotonía que hartaba a la vista y atontaba los demás sentidos, después de todo, ahora el laberinto se abría en una espectacular cámara, generosamente, agradeciendo el esfuerzo.
Una cueva, si podía llamarse así, inmensa y preciosa esculpida en el interior de la tierra por el paso de los años, de los siglos, de los milenios. ¿Hay mejor arquitecto que el eterno paso de los días? ¿Alguna imaginación, por fecunda que sea, puede igualársele? Yaruf tenía claras estas respuestas.
Al humano le sorprendió la altura del techo, que no parecía techo sino un cielo petrificado encima de su cabeza, con estrellas incluidas, pero sin luna que rompiese el conjunto. Sin embargo, no se acababa ahí. Porque lo que realmente silenció sus pensamientos fue ver cómo en lo que parecía el centro exacto de aquel espacio casi divino, tal como si se tratara de una joya expuesta por algún rey orgulloso, yacía el lago circular. Tumbado. Despreocupado. Descansando en su castillo secreto. Un espejo de agua cristalina, transparente, tan lisa que bien podría parecer que alguien hubiese tensado la superficie, como en los tambores de guerra táuricos.
Impenetrable. Insondable. Insumergible en sí mismo; increíble. Yaruf estaba maravillado.
«¿Por qué aquellas dos no me dejaban ver esto? Un lugar así no puede esconder nada malo. Si ésta no es la cueva de las maravillas, no sé cómo puede ser superada.»
Con estos pensamientos el humano trataba de espantar la intranquilidad que le producían las palabras y la reacción de Sadora. No quería pensar en ella. Si lo hacía, podía llegar a la conclusión de que en el fondo ella siempre acababa teniendo razón. Y si Sadora había reaccionado de aquel modo... entre triste y melancólica, preocupada e impotente. Sabiendo que tal vez no podía hacer nada para impedir lo que le hubiese gustado impedir.
Yaruf se convenció de que todo era fruto de las prisas de la hechicera. Del querer terminar cuanto antes con la duda de si él sería o no el elegido. Desde que Sadora le había confesado que pertenecía al clan maldito, que había sacrificado tantas cosas sólo para comprobar si ese humano era o no de quien hablaban las piedras... Yaruf comprendió que ella estaba tan metida como él. Más. Porque ella había renunciado a todo por cumplir con su obligación. Por el deber de seguir con el legado de sus antepasados. Y Yaruf, criado entre minotauros, sabía perfectamente que ella siempre se traicionaría a sí misma, a sus sentimientos, a sus sueños y su voluntad, antes que a la memoria de los suyos. De su estandarte. De su clan. De su árbol de la vida.
«Yo no sé qué poder habrá en este laberinto, pero dudo que sea más bello que este lugar. Si pudiera quedarme aquí para siempre, lo haría. Me olvidaría de todo. De ser o no el elegido.»
Cada vez que por su cabeza pasaba esa palabra, «elegido», se sentía mal. Tenso. Extraño de sí mismo. Por un lado no quería defraudar a nadie, deseaba con todas sus fuerzas ser el elegido. Pero por otra, no quería serlo.
En ese perfecto equilibrio se mantenía. Cruzando un desfiladero tan estrecho que apenas cabían los pies. Y en ese equilibrio se había instalado hasta llegar a sentirse algo así como estable. Pero el desfiladero llegaba a su fin. Se acercaba el momento de la verdad. Descubrirla era lo que trataba de retrasar. Cualquier opción era mala. Cualquier respuesta peor que la contraria.
«El problema de verdad lo voy a tener cuando salga de aquí», se repetía, dejándose hipnotizar por la quietud del lugar.
Yaruf se acercó al lago. Quería tocar su lomo oscurecido por el reflejo de las paredes, que a su vez destellaban por sus múltiples reflejos.
«Quien hiciera este laberinto sabía dominar la luz del sol.»
En efecto, a Yaruf le sorprendía la cantidad de luz que había en ciertos puntos del laberinto. Y especialmente en ése. Y pensó en las viejas formas de iluminación que le había contado Worobul alguna vez, cuando no se podía usar el fuego. La más llamativa e ingeniosa de todas era la que se ayudaba de espejos para guiar al sol hasta los lugares más remotos e insospechados.
Yaruf estuvo un rato de pie frente al lago. Respirando profundamente. Disfrutando de aquellos momentos que tanto se parecían a la tranquilidad. No le venía nada mal algo de descanso. Un tiempo para detenerse y beber un poco de agua.
¿Sería potable? ¿Estaba permitido beber de ella?
Supuso que sí.
«Un agua así no puede ser mala», pensaba convencido, seguro de que de no haber podido beber Sadora se lo hubiera advertido. De Oroar dudaba más, pero de su madre en el fondo no podía dudar.
Hincó las rodillas en el suelo. Apoyó las palmas de las manos en el suelo con cuidado, casi haciendo una reverencia. Acercó su boca como para desencantar el agua mediante un beso y se quedó... ¿de piedra?
No, de piedra no. Porque de piedra estaban Worobul, Ühr yHuKlio.
Se levantó de un salto, se echó atrás. ¿El lago se estaba riendo de él? ¿Qué significaba eso? ¿Otro truco? ¿Una alucinación? ¿Un engaño?
En el fondo del lago circular, claramente, podía ver a los dos minotauros y a su padre humano convertidos en estatuas de piedra. Tres grandes bloques con sus formas, sus facciones, sus... todo. Eran ellos.
¿Qué clase de lugar era aquél? ¿Bajo la tutela de qué dioses estaba?
Volvió a asomarse. No había duda. ¡Eran ellos! No eran estatuas. Eran sus cuerpos convertidos en piedra. ¿Habían sido engañados? ¿Habían sido hechizados por el lago circular por haber bebido de sus aguas? ¿Habían sido hechos prisioneros con las artes oscuras de Sadora y Oroar? No lo sabía. ¿Era aquélla la razón por la que las dos hechiceras no habían querido que se acercara a refrescar sus resecos labios en aquellas aguas tan bellas, tan profundas y tan claras?
Se enfadó. Mucho.
Empezó a chillar. A maldecir desesperado. Insultando a Sadora y a Oroar por igual. En voz alta para que le escuchasen allí donde se hubieran quedado.
—¡Brujas malvadas! ¡Asquerosas compañeras de las sombras! Por todos los dioses, ¿qué les habéis hecho?
Volvió a asomarse.
Trató de calmarse.
Respiraba rápido. Tenía los ojos encendidos. Si tenía que enfrentarse al lago, lo haría. Si tenía que pelear contra él para sacar a Ühr y a Worobul de su fondo, lo haría. No tenía miedo. Sólo Oroar le daba miedo y era un miedo muy distinto al que se le puede tener a un enemigo, era el miedo de... No quería decirlo, ni pensarlo.
Ahora no.
Pudo ver más claramente las tres enormes piedras llenas de vida. Entendió lo que le habían dicho las dos Destinatarias. Aquellas palabras reverberaron en su cabeza. Podía recordarlas exactamente como habían sido dichas.
«No sabes dónde se encuentran los cuatro compañeros que entraron contigo. Sólo sabes que no están muertos, pero tampoco sabes si están vivos. Es difícil de imaginar un estado intermedio, pero aquí pueden pasar cosas mucho más difíciles de creer, te lo aseguro.»
Ahora sí que lo sabía.
Tres de ellos estaban convertidos en piedra.
¿Y Kor? ¿Dónde estaba el nigromante? Él había sido el primero en desaparecer.
Su ausencia le hizo dudar. Dio una vuelta alrededor del lago. Rápida. Investigando el fondo. No estaba. ¿Sería él el culpable? ¿Habría sido el nigromante quien los había convertido en piedra para seguir buscando el poder que escondía el laberinto? ¿Estaba el nigromante aliado con Sadora y Oroar?
Como tantas otras cosas, no podía saberlo. Lo único que sabía era que tenía que hacer algo. No podía girar la vista hacia otro lado. No podía disimular. Oroar se lo había dejado bien claro: «Tus actos pueden hacer que los cuatro salgan del laberinto o se queden aquí para siempre, para formar parte de él durante una nueva eternidad.»
Sin vacilar. Sin calcular las probabilidades de éxito de su acción ni los riesgos que suponía para él, se lanzó al agua.
«Si soy el famoso elegido no me pasará nada, si no lo soy, mi destino está unido al de ellos.»
El impacto fue tremendo. El agua estaba tan helada que por un momento Yaruf pensó que también se estaba convirtiendo en piedra, que estaba todo perdido. Se movió en el agua, tan deprisa como si tratara de derribar al lago. Consiguió calentar su cuerpo y se alegró de ver que se iba acostumbrando al frío penetrante del agua.
Seguía siendo de carne y hueso.
Se sumergió para bucear braceando con fuerza. Fue hacia la de Ühr. Si quería sacar a los tres a la superficie el humano era el menos pesado. Si con él no podía, no podría con ninguno.
Ühr estaba clavado en el fondo, como si el lago quisiera ocultarlo entre su suelo de arena y piedras afiladas. Tragarlo para siempre.
Se fijó en sus ojos tan penetrantes como la piedra blanca en que se habían convertido. Y gritaban, pedían ayuda. O tal vez que se apartara de él, que estaba maldito. Por más que todo el resto de su padre fuese de piedra, sus ojos tenían aquel no sé qué de vida irreductible.
Yaruf salió a la superficie.
Cogió tanto aire como pudo.
Volvió a bucear hacia su padre. Lo agarró de la cintura y trató de tirar de él. Imposible. Pesaba mucho. Por más que Yaruf pataleaba con todo lo que había en su interior no conseguía nada. Tan inútil como si tratara de arrancar la cima a una montaña. Cada esfuerzo era en vano. Cada fuerza desperdiciada.
No quería, no podía rendirse. No en ese combate. No por Ühr. No por Worobul.
«¡Maldita sea! Les perdí en los pasillos de oro, y ahora están aquí, maldecidos para siempre, convertidos en piedra.»
Empezaba a saber que estaba librando una batalla perdida. ¿Acaso le importaba? No. Para nada. Le daba igual. No podía dejar las cosas así. Tenía que intentarlo hasta que se quedara sin oxígeno, hasta que le reventaran los pulmones si era necesario.
Una y otra vez salía a la superficie para tomar aire y una y otra vez era imposible conseguir el más mínimo resultado.
En una de esas subidas a la superficie, pudo ver los pies de Sadora, quietos frente al lago. Mirando el esfuerzo de Yaruf, sin hacer nada. Yaruf emergió y tomó el aire necesario para reprochar:
—No sé de qué va todo esto, pero los voy a sacar de aquí. Si quieres puedes ayudarme.
—¿No crees que si pudiera lo hubiese hecho?
—¡Mira, maldita bruja! Ahí abajo está Worobul. Luego no me digas que le quieres y que le respetas más que a nada en este Cielo Azul Eterno.
—Si pudiera hacer algo lo haría, pero solamente tú puedes.
—Te equivocas. Yo no tengo fuerza.
Oroar se unió a Sadora en el borde de las aguas calmadas, sólo movidas por el cuerpo cansado de Yaruf que se mantenía a flote.
—Será mejor que salgas —dijo la humana.
—No quiero. Tú cállate. No puedo dejarlos aquí. Decidme qué está ocurriendo. Necesito saberlo.
—Ya te dije —respondió Sadora cortando la intervención que estaba a punto de empezar Oroar— que tenías que ir primero a la cueva de las maravillas. Tú decidiste venir al lago circular. Muy bien. Ya está. Ya lo has visto. Ya sabes qué se esconde en él. Pero si quieres arreglar esta situación, si quieres sacarlos de aquí, no lo vas a conseguir de este modo. Ni aunque yo tratara de ayudarte. No podríamos. Ni aunque doscientos minotauros se lanzaran al agua... El lago no los va a soltar. Nunca. Jamás...
—A no ser... —continuó Oroar provocando que Sadora la mirase con una desconfianza muy similar a aquella con la que una presa contempla a su perseguidor una vez está a salvo—... que vengas con nosotras hasta esa cueva. Allí tendrás la oportunidad de arreglarlo todo. Allí está el gran poder.
—¿Y cómo sé que no es otro engaño?
—No lo sabes —dijo Sadora.
—No quiero dejarlos aquí. Necesitan mi ayuda.
—Pues ayúdalos. Acompáñanos a Oroar y a mí...
—Me has engañado muchas veces, Sadora. Toda la vida me has estado engañando. ¿Por qué debería creerte ahora?
—Porque he sacrificado toda mi vida para este momento. Tú lo sabes. No trates de castigarme más. Yo ya lo hago por mí misma. Acompáñame. Ven a la cueva de las maravillas. Enfréntate al poder. Pero no les uses como excusa.
—¿Qué quieres decir?
—Que te da miedo venir con nosotras. Que temes enfrentarte por fin al poder. Yo no puedo decirte que no te va a pasar nada. No lo sé. Sólo sé que si tú no sales de aquí, ninguno de los que aquí estamos lo hará.
—¿Qué quieres decir? —repitió la pregunta que hacía un rato había hecho con ganas de demostrar que cada pregunta traía consigo una nueva pregunta y una nueva pregunta y una nueva pregunta...
—Que nosotras hemos decidido que entraras. Nosotras hemos querido que el laberinto te recibiera. Pero si tú no eres el que nosotras pensamos que eres, tampoco saldremos de aquí...
—Lo dices para que confíe en vosotras.
—No, lo digo porque es verdad. Lo digo porque si esos ojos no son los de Kriyal, si tu mirada es fruto de la casualidad, si todo lo que has vivido no significa nada, nosotras dos nunca jamás podremos salir de aquí. Igual que todos los que contigo han entrado.
—Vaya, así que el destino está escrito.
—No. No es exactamente así.
—Bueno, ¿pues qué es?
—Es que tienes que aceptar el poder, es que el poder tiene que aceptarte a ti. Yo no sé de qué se trata. Sólo tú puedes entrar en la cueva.
—Yaruf, sal de ahí. Acompáñanos. Acabemos con esto. Salva a los tuyos, por favor.
Era la primera vez que Oroar se mostraba humilde, casi aceptando que todo estaba en las manos del humano.
—Y no me pidas que use mis poderes para sacarte de aquí. Mis poderes contigo no funcionan como yo quiero. Por eso creo que tú vas a abrir la puerta de la cueva de las maravillas. Por eso creo que vas a salir de ella victorioso y por eso creo que eres la única esperanza para volver a equilibrar las fuerzas. Para que humanos y minotauros vivan en paz.
Yaruf escuchaba a las dos y sabía que si quería tener la más mínima oportunidad tendría que salir y acompañarlas.
No podía negarse.
Con un rápido gesto abandonó el lago. El agua se deslizaba por su cuerpo, como lágrimas recientes por un abandono. Oroar se dio cuenta.
—Al lago le cuesta dejarte ir. No me extraña.
—¡Oroar! —replicó Sadora—. No confundas a Yaruf. No ahora.
—No entiendes nada.
—Pues ya me lo explicarás.
—¿Se puede saber de qué estáis hablando?
—De nada —dijeron las dos casi a la vez.
—¿Por dónde vamos?
Sadora puso las manos en los hombros de Yaruf. Luego le agarró fuerte de la cabeza y le dijo:
—Vamos, hijo. La cueva de las maravillas te espera.
—A partir de aquí deberás seguir solo. Nosotras no podemos acompañarte. Buena suerte, hijo. Si hemos de volver a vernos, lo haremos fuera de este lugar. Aquí termina el trabajo por el que he estado sufriendo toda mi vida. Ya no podemos hacer nada más por ti.
¿Hacer algo por él? Eso tenía gracia. ¿Qué se suponía que habían hecho hasta el momento? Yaruf no tenía demasiado claro que hubieran hecho nada por él. Ni ellas ni nadie, sin contar a Worobul, con el que siempre estaría en deuda por salvarle cuando llegó a la playa. Pero los demás... Pero ellas... Pero dentro del laberinto...
¿Acaso habían estado a su lado cuando casi se ahoga antes de resolver el acertijo? ¿Acaso le habían ayudado, incluso, a resolverlo? ¿Y cuando aquel pasillo un poco más y lo aplasta, o le corta los pies, o le despedaza? ¿Ellas habían estado allí?
Él no las vio. Y no creía que estuvieran ocultas detrás de alguna de las paredes.
No. No creía que hubiesen hecho demasiado. Engañarlo y hablarle con indirectas. Eso sí.
Seguir solo. ¡Pues claro! Como casi siempre. Porque solo era como durante tanto tiempo había estado, como siempre acababa sintiéndose. Y sospechaba que por más minotauros o humanos que hubiera a su alrededor, siempre se acabaría sintiendo solo. Siempre acabaría estando solo.
«Mi árbol de la vida tiene las raíces fuera de la tierra.»
No quería lamentarse. Ya lo haría cuando estuviera fuera, si es que alguna vez volvía a estarlo. Si es que alguna vez volvía a ver la luz del sol. Ahora sólo quería entrar en la cueva de las maravillas y estaba a una única puerta de distancia.
Descomunal. Gigante. Construida con dos enormes bloques de piedra sorprendentemente lisa. La vista se podía deslizar sin encontrar la más mínima interrupción. Sin obstáculos. Sin alteraciones producidas por el error. Como si el que las hubiera construido se hubiese esforzado mucho para que el visitante pudiera concentrarse en la decoración, en los dibujos perfectamente delimitados, cuidadosamente perfilados.
Dos ojos. Avellanados, algo rasgados, exagerados, ilusorios y aun así más verdaderos que los ojos de cualquiera.
Uno tenía el iris de color rojo; el otro verde oscuro. El pigmento se aferraba a la piedra con intensidad. Recién hechos. Tal vez porque el efecto era de una mirada nueva, luminosa. Para nada cansada por el paso de los tiempos. Recién abiertos.
Yaruf llegó a pensar que si apoyaba las manos en ellos se mancharía. No fue así.
No había duda. Eran los ojos de Kriyal. Eran sus ojos. Era como mirarse a un espejo.
Encima de la mirada de la puerta, coronando la entrada, en lengua táurica, unas letras dibujadas con lo que parecía tinte de oro, que se reproducía abajo en lo que Yaruf supuso que eran los signos en los que escribían los humanos. Los símbolos de trazo firme y seguro, sin estridencias.
Leyó, y agradeció el consejo, porque eso es lo que era, un consejo. Por suerte no se trataba de un acertijo o de una extraña frase. Yaruf entendió que el mensaje era similar a algún himno táurico, auque ése no lo conocía ni lo había oído nunca. Pero le gustó. Reflejaba bastante los valores que siempre le habían intentado inculcar Sadora y Worobul. Por tanto, se sintió por primera vez desde mucho tiempo como en casa, o como mínimo en un lugar vagamente conocido desde siempre.
Yaruf se quedó bastante rato mirando la inscripción, para no olvidarla, para que le sirviera en caso de necesitar un buen consejo:
NO HA PRODUCIDO JAMÁS BUEN RESULTADO
PENSAR «NO SABRÉ HACERLO».
PENSAR «PROBARÉ A HACERLO»
A VECES HA CONSEGUIDO COSAS GRANDES.
«LO HARÉ» CONSIGUE MARAVILLAS.
Una vez se cansó de mirar y mirar, Yaruf puso sus manos en la piedra. Cada una de las manos encima de un ojo, le parecía que así tenía que hacerlo.
Estrelló su mirada contra los ojos de piedra. Tensó todo su cuerpo. Miró sus manos. Empujó con fuerza, pensando en que la necesitaría toda para poder mover esos dos grandes bloques.
No fue así.
Suaves. Dóciles como el animal que reconoce a su dueño, las dos tremendas hojas cedieron.
Yaruf se hallaba dentro de la cueva de las maravillas, y entendió perfectamente su nombre.
Desde la entrada podía ver a sus pies un foso en el que se encontraba inmóvil, apostado, esperando órdenes... un gran ejército de piedra compuesto por humanos y minotauros.
Desde allí arriba era como si hubiese salido al balcón de un castillo para hablar a sus tropas. Para arengarlas, para darles ánimos e infundirles valor.
Podía ver estandartes, banderas, pendones. Tambores, timbales y trompetas. Todo de piedra. Podía ver los uniformes de los soldados humanos. Sus armaduras, sus lanzas, sus espadas envainadas, sus yelmos con sus morriones, viseras y baberas, sus caballos con sus riendas, sus corazas y sus escudos. Todo de piedra. Podía ver a los minotauros con sus hachas de doble filo, sus cuernos afilados, sus petos, sus muñequeras, sus halcones, sus arcos y sus flechas. Todo de piedra. Podía verlos dispuestos en grupos de diez que se unían en grupos de diez y hacían compañías. Todo de piedra. Podía verlos. Minotauros y humanos petrificados, unidos en un ejército inmóvil que bien podría parecer que aguardaban allí, pacientes y disciplinados, a que llegara su general. Su líder. Para que les guiara. Para que les hiciese una señal y empezaran la marcha hacia el campo de batalla. Hacia la victoria.
Las estatuas eran perfectas. Con más realismo que la realidad misma. Además, la cueva de las maravillas estaba iluminada torpemente por unos tragaluces situados en lo alto, altísimo de la cúpula, lo que realzaba el espectacular efecto.
¿Era ése el gran poder? ¿Un ejército de piedra? ¿Cómo se suponía que iba a moverlo? ¿Qué se suponía que debería hacer con él?
Yaruf bajó por la escalera de caracol. Se plantó delante del soldado que estaba más avanzado. Era un hombre alto, robusto, de músculos perfilados y ojos ligeramente rasgados. Un gran bigote tapaba las comisuras de su boca. La mano derecha la tenía apoyada en la empuñadura de la espada; la izquierda se mantenía extendida y firme, sosteniendo una tabla con un escrito en ambas lenguas. Yaruf miró a los ojos de aquel general al mando.
Luego, leyó:
Si has llegado hasta aquí es porque has demostrado que tienes una gran fortaleza, una fuerza interior que sabes usar en los momentos decisivos. Tienes la valentía necesaria para encarar los problemas sin miedo.
Enhorabuena, has hecho la mitad del camino.
La fuerza no es suficiente para liderar a un ejército.
No basta con ser valiente para que tus soldados lo sean. No basta con ser fuerte para que tu ejército lo sea. No basta con confiar en uno mismo para que tus soldados confíen en ti. No basta con nada de eso para que te obedezcan en la batalla y te respeten en la paz. Para que no duden en seguirte. En morir si es necesario.
La fuerza no basta con tenerla, hay que saber transmitirla. ¿Serás capaz?
¿Serás digno de conseguir el poder del ejército de piedra?
¿De que se mueva por ti?
¡Pruébalo!
Hablales. Convénceles. Porque quien no consigue convencer con las palabras no vencerá con las armas. Quien no logra conmover con un discurso no conseguirá mover a los suyos a la victoria.
Pero cuidado, si no lo consigues antes de que el último grano de arena del reloj caiga, te convertirá en piedra. Te unirás al ejército. A su eterna espera. A que llegue el que sí sabrá moverlos, conmoverlos con las palabras.
Si lo consigues, todo lo que en el Laberinto de la Alianza se convirtió en piedra será liberado. Pero deberás procurar que el poder no se vuelva en tu contra y deberás recordar siempre que el mejor general es el que logra vencer sin tener que entrar en batalla.
Que el arma más poderosa es no tener que usarla.
Yaruf terminó de leer y miró la hutama, leyó su inscripción. Era la misma con la que acababa el escrito del soldado humano. El mismo himno táurico. Pero no dudó de Worobul. Pensó que el destino había coincidido en aquel himno. Y si lo había hecho era, sin duda, porque era importante tener en cuenta esas palabras.
Las puertas de la cueva de las maravillas se cerraron.
Un gran reloj, ubicado en uno de los rincones oscuros de la cueva, empezó a gotear arena.
La cuenta atrás había empezado. Cada grano de arena anunciaba un final más cercano.
Yaruf no sabía muy bien qué decirles a las tropas. Cómo actuar. De hecho, se sentía ridículo teniendo que hablar a unos bloques de piedra, por más reales que pareciesen. Pensó en los suyos sumergidos bajo las seductoras aguas del lago circular. Era distinto. Si les hubiera tenido que hablar a ellos, lo hubiera hecho con la sinceridad de la desesperación por salvarlos. Porque a ellos los conocía, a dos los quería y al otro... bueno, a HuKlio no, pero por salvar a Worobul y a Ühr pactaría con su peor enemigo si era necesario.
Yaruf insistió en mirar a su alrededor esperando encontrar algún rastro de vida. Pero no la había.
Volvió a subir por la escalera de caracol y se plantó en aquel balcón improvisado para ver mejor a las tropas.
No sabía qué decir. Tampoco se acababa de creer que se fuera a convertir en piedra. No, a él no le podían pasar aquellas cosas. De algún modo se sentía invulnerable.
Suspiró. Trató de ponerse en el papel. Probó algo:
—Vamos, venga. ¡Salgamos de aquí! Seguidme.
No pasó nada.
No le extrañaba.
No hacía falta ser de piedra para no hacer caso a unas órdenes tan poco creíbles. Ni él se había movido demasiado. Pero es que se sentía tan extraño... Falso. Nunca había hablado en público. Nunca había tenido que convencer a nadie. Él ya tenía bastante con sus cosas como para liderar a todo un ejército. Bastante hacía con ponerse de acuerdo consigo mismo.
¡Por los dioses! Nunca hubiera podido imaginar que lo que encerraba el laberinto era eso... un ejército. Siempre pensó en algún tipo de objeto. Un anillo, un arma, un medallón... algo que le diese de inmediato un gran poder. Que lo hiciese invencible. Como en las leyendas y los cuentos que se explican a los niños. Pero eso de tener que estar siempre atento de que el poder no se vuelva en contra de uno... Eso de que la alianza fuese de verdad: hombres y minotauros aliados en un objetivo común, eso no lo esperaba. Además, ¿cuál debía ser ese objetivo? ¿Vivir en paz? ¿No molestarse? ¿Cada uno por su lado? ¿Ese era el objetivo? Yaruf no lo creía. La ignorancia mutua es otra forma de desprecio. No una alianza real y duradera. No. Si existía algún objetivo común debería encontrarlo. Pero no sabía cómo.
Volvió a la carga:
—Por favor... Quiero salir de aquí... Si me acompañáis os prometo que... que...
¿Que qué? No sabía continuar. No sabía qué prometerles. Ninguna promesa. ¿Qué se le promete a un ejército de piedra? ¿Riquezas? ¿Grandes botines? ¿Batallas sangrientas? ¡Él qué sabía!
Agarró la hutama con ambas manos. Hizo fuerza con ella. Empezaba a ponerse nervioso. El reloj de arena iba gastando el tiempo. Era un reloj muy grande, de la altura de cuatro o cinco minotauros uno encima de otro. Pero la arena caía rápidamente. No sabía con exactitud cuánto tiempo le quedaba. Cada vez menos, eso estaba claro, y aún se sentía muy, pero que muy lejos de conseguir algo parecido a un discurso.
Se sentó en el suelo. No quería mirar al ejército. Cerró los ojos. Trató de buscar en su interior algo que le sirviera, algo que realmente le valiese, algo que le emocionara a él. Porque si conseguía encontrar las palabras que a él le convencían, podría convencer a cualquiera. Sin embargo... ¿en qué lengua? Allí había humanos y minotauros... ¿Debería hablar en las dos? ¿Cómo comunicarse?
Yaruf estuvo sentado un buen rato. Nervioso. Con los ojos cerrados para no ver nada. Solamente unos pequeños puntos de luz se movían en la negrura. Pequeños y juguetones. Divertidos. Moviéndose sin sentido. Flotando en su falta de visión. Se distraía con ellos, pensando en cómo era posible que los viera, que pudiera seguir sus movimientos con los ojos tan cerrados como si nunca más tuviera que volver a abrirlos.
«El cuerpo es un misterio para nosotros mismos», se puso a filosofar Yaruf.
Quiso levantarse.
Le costó. Mucho. Una sensación extraña le invadía las piernas. Eran pesadas. No podía moverlas con facilidad. Miró el reloj. Había caído mucha arena ya. No podía ser, pero era. No había duda. Sus piernas se estaban convirtiendo en piedra. Se asustó un poco. Tenía que reaccionar. Se apoyó en la hutama, convirtiendo su arma en un bastón improvisado.
Era como si por sus venas corriera granito. Era la sensación más desagradable que había tenido jamás, se estaba empezando a desesperar. Estaba muy preocupado por el reloj. Ni se le había pasado por la cabeza que las amenazas de convertirlo en piedra pudieran ser ciertas. Lo peor era que si no lograba despertar al ejército, tampoco lo harían Ühr y Worobul.
Los pies los tenía completamente petrificados. Las pantorrillas iban por el mismo camino y amenazaba con llegar hasta las rodillas. El proceso cada vez iba más rápido. Ya no podía moverse. Se había quedado clavado allí. De cara al ejército. El reloj seguía impasible, depositando en el bulbo inferior la arena que caía del superior. Imparable.
Tenía que hacer algo. Y tenía que hacerlo ahora. Las piernas ya estaban del todo petrificadas. Incluso la piel se había tornado blanquecina. Muerta. Sin vida aparente. Sólo podía moverse de cintura para arriba.
—Por favor, despertad. Vamos, salgamos de aquí. ¡Por favor!
No conseguía seguir. Se quedaba callado sólo empezar. No encontraba las palabras exactas de lo que sentía.
—Si queréis seguir siendo piedras, allá vosotros, pero ¡yo no quiero estar aquí dentro!
Yaruf golpeó con la hutama en el suelo con rabia.
La piedra seguía avanzando en su cuerpo. Subía y subía. Se golpeó las piernas y sonaron a pura roca.
¿Estaba todo perdido? ¿Era ése su final? El reloj de arena decía que sí, pero Yaruf no quería. Se negaba. Recordó unas palabras que un día le dijo su amigo Hanunek: «Las palabras son pura magia, seguro que tu madre te lo ha enseñado. No, no me mires así. Porque lo son. Con las palabras puedes hacer reír o llorar, poner triste o alegre. Hacer daño o hacer sentir bien. Y sin tocar. A distancia. Por escrito, si hace falta. Quien tuviese siempre una palabra a tiempo, en el momento adecuado, no necesitaría tener armas ni riquezas de ningún tipo, porque ya lo tendría todo. Tú tienes esa magia, amigo, porque siempre que estoy contigo me dices las cosas que me hacen sentir bien. No lo dudes, cuando tengas que usar las palabras, hazlo con respeto. Son poderosas.»
El bueno de Hanunek. Su amigo. Su leal amigo. Con sus reflexiones extrañas. Con sus ideas nacidas de no haber podido ser como los demás. El raro. El raser lajun. Su amigo, al que quería como a un hermano. Se acordó de él. De su casa. De todo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar, pero no consiguió que la poca piel que le quedaba se erizara.
«Sí, las palabras son pura magia. El raser tiene razón. Debo dejar que fluyan, directas. Así lo haré.»
La piedra ya le llegaba por encima del ombligo. Ya le daba igual. Miró al ejército. A su ejército. Y empezó a decir alto y claro:
—No sé si podéis oírme. La verdad, tampoco sé si a estas alturas importa demasiado. Lo que tengo que decir, sobre todo, tengo que decírmelo a mí mismo. Sin secretos. Sin engaños. Y justamente por eso, como no quiero que haya secretos ni engaños entre nosotros, si verdaderamente debo lideraros, lo voy a decir en voz alta. Y en voz alta quiero que sepáis una cosa: ¡os envidio! Mucho. Muchísimo. Tanto, que si esta envidia que siento se pudiese convertir en fuerza bruta, no me haríais falta. Ni vosotros ni vuestras armas. No os necesitaría para nada. Pero desde pequeño me han enseñado que la envidia no sirve, es una fuerza contra uno mismo. Nada más.
»¿Por qué os envidio? Es una buena pregunta. Yo no lo tenía muy claro. Dudaba. Ya no. Ahora ya lo sé. Ahora sé que daría lo que fuera por quedarme aquí, por formar parte de vosotros. Para dejar que esta piedra que ahora me corre por las venas llegue hasta mi corazón y lo petrifique. Que lo deje inmóvil. Sin vida. Sin sentimientos ni preocupaciones...
»Os aseguro que por pesada que sea la piedra, más pesada es la preocupación por aquellos que quieres. Por eso no puedo. Por ellos no puedo. Y por eso os envidio. Porque vosotros sí que podéis. A mí no me está permitido quedarme al margen, a un lado del camino de este odio que tanto daño nos ha hecho. De esta incomprensión. De esta ignorancia mutua... ¡No puedo! Porque yo soy Yaruf, hijo de Ühr, un humano. Porque yo soy Yaruf, hijo de Worobul y de Sadora, dos minotauros. Y no puedo mantenerme al margen... Soy parte de los dos. Porque si una de las dos especies desaparece, desaparecerá algo de mí. Si una aniquila a la otra, una parte de mí morirá. Y no quiero morir, no todavía. Ni un rato. Quiero vivir entero o morir para siempre. No sé muy bien cómo hemos de hacerlo. No estoy muy convencido de cómo actuar para vencer el miedo que hombres y minotauros se tienen entre sí. No sé cómo se cierran esas heridas, cómo se hace para que la sangre no siga manchándolo todo.
»Sólo sé que si hoy no salgo de aquí con vosotros a mi lado, volverán los tiempos oscuros. Los tiempos en que se reza a los dioses no para pedir salud para aquellos a los que se ama, sino desgracias para aquellos a los que se odia. Los tiempos en los que ya no se trabaja el campo para que las cosechas den sus frutos, sino que se convierten en campos de batalla donde florecen los cadáveres. Y así hasta que uno acabe con el otro. No digo que no tendremos que pelear. No digo que no tendremos que morir. Tendremos, y lo haremos cuando sea necesario. Pero nuestro enemigo no serán los humanos, ni los minotauros, sino el miedo. No pelearemos buscando la victoria, sino la alianza. Y cuando termine, si es que lo hace algún día, viviremos juntos. Si alguno de vosotros quiere seguirme, que lo haga ahora, porque el tiempo a mí se me acaba, pero fuera de este laberinto, también.
Yaruf terminó.
Exhausto. Sin aliento. Con la boca seca. Había dicho todo lo que tenía que decir. Ya no le quedaban más cosas dentro. Miró el reloj de arena. Pudo ver cómo el último grano caía justo cuando la piedra estaba a punto de llegarle al corazón. Ya no había más que hacer. Sólo esperar a que pasara lo que tuviera que pasar.
Un ruido. Otro. Y otro más.
El ejército estaba despertando, desperezándose del hechizo. La piedra se estaba moviendo. Los soldados empezaban a liberarse. No podía creerlo.
Su discurso había funcionado. Se miró las piernas. Volvían a ser de carne y hueso. Un estruendo. Polvo en el ambiente. Y sonó un coro que gritaba un «ehhhh» sincero y profundo, acompañado de su nombre. Los soldados alzaban sus armas, ofreciéndolas al viento, saludando a su líder. Celebrando que la espera había terminado.
Yaruf les imitó.
Con la mano derecha alzó su hutama. Más gritos de júbilo. Era una visión espectacular. Hasta allí donde alcanzaba la vista se podían ver armas blandidas al viento. Con furia. Con rabia. Convencidos de la tarea que estaban a punto de emprender.
El general al mando, el que cuando estaba de piedra le había mostrado las instrucciones del laberinto, subió por las escaleras de caracol y presentó sus respetos.
—Yaruf, soy Uderká, y hace mucho tiempo que estamos esperando este momento. Tú eres este momento. En nombre de todos quiero expresarte nuestra lealtad. En todo lo posible vamos a ayudarte a cumplir con tu misión, que es la de todos.
—Uderká, dile a los soldados que soy yo quien les presenta mis respetos —dijo solemnemente el humano—. Ahora, dime, ¿quién os creó? Me gustaría saber todo acerca de vosotros. Durante mucho tiempo la historia de este lugar ha sido ocultada por el poder del mito, de la leyenda, de los rumores y de la fantasía.
—Como gustes, general.
Uderká hizo una breve pausa antes de proseguir:
—A nosotros nos crearon los dioses. Como a ti y como a cualquier criatura que vive bajo el Cielo Azul Eterno.
—Pero no sois el fruto de un hechizo de los sabios...
Uderká sonrió.
—Señor, no es exactamente así.
—Explícate.
—Como seguramente ya sabrás, hubo un tiempo en que los minotauros y los humanos convivíamos en paz. Y no sólo eso. Muchos de nosotros éramos vecinos. Amigos. Trabajábamos juntos. Cantábamos juntos. Nos reíamos juntos. Pero las cosas empezaron a cambiar. Despacio. Poco a poco. Sin darnos cuenta empezamos a culpar de nuestros males a la otra especie. Si una cosecha era mala, culpa de los minotauros. Si una familia se arruinaba, culpa de los minotauros. Si una casa ardía, culpa de los minotauros. Y para ellos lo mismo. Todo era culpa de los otros. El odio iba enraizándose en los corazones, y en la desconfianza encontraba el abono perfecto. Así fue que cinco sabios decidieron adelantarse a los tiempos. Eran conscientes de lo que iba a suceder. Y no porque fueran adivinos. Ni hechiceros. Sino porque además eran conocedores del funcionamiento de las mentes, fueran táuricas o humanas...
—Y decidieron crearos... —interrumpió Yaruf muy metido en la conversación.
—No. Para nada. Lo que decidieron crear fue el laberinto. Y encerrar en él un gran ejército de hombres y de minotauros que creyesen en la vida en común, en que el Cielo Azul Eterno es lo suficientemente eterno y azul como para cubrir a ambas razas. Pero para ello tuvieron que convertirnos en grandes bloques de piedra. Sólo así podríamos llegar al tiempo adecuado en el momento adecuado. Sólo así podíamos llegar hasta ti. Era una forma de viajar por el tiempo. Para nosotros fue ayer cuando renunciamos a muchas cosas...
—¿Teníais familias? —preguntó casi afirmativamente Yaruf sorprendido.
—Sí, claro que teníamos familias. Y amigos. Y esposas. Y un hogar... Renunciamos a todo eso para que ni humanos ni minotauros desaparecieran de la faz de la tierra. Ha sido el precio que todos los que ahora ves a tus pies ya hemos pagado.
Yaruf se quedó pensativo. Se sintió injusto. Eso le puso triste. Pero lo peor es que se sentía ridículo. Ridículo de haberse quejado tanto en tantas ocasiones.
Aquellos soldados, esos que ahora le entregaban su lealtad para que él hiciera el mejor uso, sí que habían pagado un precio muy alto. Renunciar a todo. Sin tener siquiera la certeza de que algún día serían liberados. Sin saber si su esfuerzo serviría para algo.
Yaruf miró a Uderká y dijo:
—Pero ¿y si no conseguimos la victoria? ¿Si fracasamos en nuestros objetivos?
—Si pasa eso... la vida que vivimos hace tanto tiempo no habría servido para nada. Porque, ¿de qué sirve vivir si sabes que todo aquello en lo que crees va a desaparecer?
—Pero si no hubieses decidido ser convertido en piedra hubieras vivido tu vida. Con tu familia. Con los que quieres.
—Sí y entre otras cosas ya estaría muerto. Y no sólo yo, sino todo lo que representó la época en la que viví. No. Nosotros somos soldados y juramos mantener la paz entre las razas allí donde estuviera amenazada. Y si lo está hoy, aquí estamos.
Yaruf asintió con la cabeza.
—¿Y por qué tantas precauciones, tantos secretos?
—Los creadores del laberinto debían asegurarse de que el ejército no cayera en malas manos. Debían asegurarse de que estuviera del lado de la alianza, no de los intereses particulares. Por eso fueron muy cuidadosos en la elección de sus miembros. Por eso pusieron mucho esmero en preparar las pruebas, en que el destino se aliara con nuestra misión, en que fueras tú el que nos liderara.
—Pero yo no sé si estoy preparado para...
—Yaruf, uno nunca sabe si está o no preparado para hacer las cosas que debe hacer. Pero ¿qué es estar preparado? No pongas esas trampas en tu cabeza, son excusas. Recuerda la inscripción que leíste antes de entrar en la cueva: «"Lo haré" consigue maravillas.»
Yaruf asintió con la cabeza y luego añadió:
—¿Sabes si los que estaban en el laberinto circular se encontrarán bien?
—Sí, sin duda. A estas horas ya deben de estar fuera del laberinto.
—¿Ya? ¿Y nosotros? ¿Cómo vamos a salir de aquí?
—Ésa es una buena pregunta.
Yaruf esperó a que Uderká acabase de responder. No lo hizo.
—¿Y?
—Espera un segundo a que aparezca.
—¿A que aparezca quién?
—El que tiene el mapa para salir.
—Pero... ¿necesitamos un mapa?
—Claro. Para salir de un laberinto siempre se necesita un mapa. Ahora estamos justo en el centro. En su corazón de piedra, que éramos nosotros. Debemos salir rápido de aquí. En breve, el laberinto se derrumbará.
—¿Cómo?
—Ahora que somos libres, el laberinto ya no tiene razón de ser. Debe desaparecer. Fue elevado en la tierra y en la tierra desaparecerá.
—¿Y si no conseguimos salir? Pensaba que ya se habían acabado las pruebas —dijo algo contrariado por las preocupantes noticias a las que Uderká no daba demasiada importancia.
—Sí y nunca.
—¿Cómo?
—Sí, conseguiremos salir. Nunca se acaban las pruebas. Ni para ti ni para nadie.
—Pero ¿quién lleva ese mapa? ¿Dónde está?
—No debe de faltar mucho para que cruce la puerta por la que tú has entrado.
Yaruf dio media vuelta. La puerta estaba cerrada.
—¿Y los demás? ¿Ühr, Worobul y HuKlio? ¿No necesitarán también un mapa?
—No.
—¿Porqué?
—Porque ellos no han llegado hasta aquí. Hasta el corazón del laberinto. Cuando despierten de su sueño de piedra se encontrarán fuera del laberinto. En un momento dudarán de si lo vivido aquí dentro ha sido un sueño o ha sido realidad.
Yaruf notó que el suelo empezaba a temblar. Levemente. Pero todo se movió.
—Ya empieza. Espero que no tarde demasiado en llegar.
—¿En llegar quién? Aquí dentro ya hay bastante gente... ¿Nadie conoce la salida?
—No. Sólo el que...
Uderká no pudo terminar la frase. Las puertas empezaron a abrirse. El suelo volvió a moverse.
—Ya está aquí. ¿Cuánto tiempo nos queda?
—Espero que el suficiente —contestó Uderká.
Yaruf no podía apartar los ojos de la puerta. Un poco más y ya podría ver al que faltaba. Un poco más y...
—¿Kor? Por los dioses, ¿qué estás haciendo aquí?
Yaruf y Kor mantuvieron sus miradas fijas. Atentas. La una sobre la otra. Pero sin desafiarse. Sin vigilarse. Incluso sin reprocharse nada. Por un momento era como si en el otro vieran una parte de sí mismos que hiciera tiempo hubieran perdido, que hiciera tiempo que hubieran buscado en lugares equivocados. ¿La tenían enfrente? ¿Se tenían enfrente? ¿O sus miradas estaban comprendiendo? ¿Entendiendo que el laberinto iba a pedirles precio? Fuera lo que fuese, los dos temían que no les iba a gustar.
—Bienvenido. Supongo que tú eres el último que entró en el laberinto. El primero que desapareció, pero el que encontró el camino apenas sin ayuda y renunciando a su anterior vida —dijo Uderká con una amabilidad que estuvo a punto de ofender a Yaruf.
—Así es.
Ésta fue la escueta respuesta de Kor. Sin comentarios ofensivos de por medio.
El nigromante se limitó a callar, pensativo, y moviendo la mirada hacia la multitud de soldados que esperaban órdenes apostados en el foso. Era una mirada relajada, como si no le sorprendiera verlos allí. Cualquiera hubiera sentido algo muy distinto a la aparente indiferencia al ser testigo de aquel maravilloso espectáculo. Él no. Y precisamente eso sorprendió a Yaruf. Porque algo en la cara de Kor había cambiado. En apariencia todo en él seguía igual. Ni un rasguño. Ni una herida. Ni un gesto cansado en el rostro. Nada que dijese que hubiera pasado en el laberinto la mitad de penurias de las que había pasado Yaruf. ¿Cómo era posible? ¿El laberinto le había tratado bien? ¿A ese traidor? ¿A ese emponzoñador? ¿A esa víbora cobarde?
Yaruf no podía creerlo. ¿Por qué?
Kor pareció adivinar los pensamientos del humano:
—Parece que el laberinto nos tenía cosas reservadas a los dos. Me alegra ver que tú te has llevado la peor parte.
—Gracias. No esperaba más de tu amabilidad —dijo Yaruf, notando que el suelo volvía a temblar, cada vez con un poco más de fuerza—. ¿Cómo te libraste del lago circular? ¿Por qué no estás con los demás? ¿Dónde has estado?
—La verdad, a juzgar por tu lamentable aspecto, en un lugar mejor que tú. Pero no creo que esto importe demasiado ahora. Ahora solamente importa salir de aquí. ¿Y qué es eso del lago circular?
Yaruf tardó en contestar la pregunta. Le parecía increíble que Kor ni supiese qué era el lago circular. Era como si hubiese estado en un laberinto muy distinto a aquel en el que él había estado. Sin embargo, los cada vez más frecuentes temblores de tierra hicieron que perdiese el interés por eso.
—¿Tienes alguna idea? ¿Sabes algo que nos pueda ayudar? Tal vez a ti el laberinto te ha contado cosas que a mí no.
—No, tranquilo. Eso no ha pasado. Pero creo que esto no va a tardar mucho en venirse abajo. No me gustaría estar aquí cuando pase.
Otra vez. Con violencia. El suelo se movió. La lejana cúpula notó el nuevo temblor y dejó caer amenazante polvo marrón oscuro. Era el principio. El anuncio de que era inevitable que el techo y el suelo se uniesen en un estruendo aplastante.
—¡Vale ya! Así no vamos a arreglar nada. Ninguno de los dos sabe nada de lo que se debe hacer. Además, el laberinto ha tratado a cada uno como se merecía ser tratado. Como el destino dictaba.
—Eso sí me gusta oírlo.
Yaruf pensó que no era justo, que él no merecía pasar por todo lo que había pasado. No era justo. Prefirió no decir nada. No quería patalear como un niño pequeño. Optó por asentir con la cabeza, como si estuviera totalmente de acuerdo con lo que había dicho Uderká.
—Éste es el Laberinto de la Alianza. Cinco tuvisteis que poneros de acuerdo para entrar hasta aquí. Dos lo vais a tener que hacer para salir. Y para sacar al ejército.
—Vaya, vaya... Así que debemos pactar... Esto es interesante —dijo Kor en un tono que no gustó nada a Yaruf.
—Más que eso.
—¿Más que pactar? Tampoco hace falta que seamos amigos, ¿no? El crío este no creo que quiera. Turerká o como te llames.
—¡General Uderká! —gritó impaciente Yaruf, que veía cómo el laberinto poco a poco se venía abajo—. Se llama Uderká y es primer general de mi ejército. Del que el laberinto ha decidido darme a mí. Ya sabes lo que dicen... el laberinto da a cada uno lo que se merece.
—Sí. Sí. Lo que quieras —dijo pensativamente, como si empezase a planear algo.
—Deberéis confiar el uno en el otro y el otro en el uno —siguió como si nunca hubiese habido ninguna interrupción entre frase y frase—. Si no sois capaces de hacer eso, moriremos aquí todos. Todos. Hasta el último de los soldados. No habrá valido la pena todo el esfuerzo y todo el sacrificio que hemos hecho. Todo aquello por lo que renunciamos a tanto quedará aquí sepultado. Para siempre.
—¿Y cómo debemos hacerlo? ¿Cómo podemos salir de aquí? Creo que el laberinto empieza a enfadarse.
—Sí. Eso ha estado bien, Yaruf. Vamos Tuterká —se equivocó expresamente Kor con el único objetivo de molestar— dinos qué debemos hacer. Empiezo a estar un poco cansado de tanta pared y tanta piedra.
—Es muy sencillo. Uno de vosotros tiene el mapa. —Señaló a Kor con el dedo índice.
—¿Yo? ¿Crees que si tuviera el mapa estaría aquí? Me habría largado sin mirar atrás. Oye, Yaruf, este tipo no sabe lo que dice.
Uderká esperó pacientemente a que Kor terminara con sus ironías para seguir diciendo:
—Y uno de vosotros —dijo en esta ocasión señalando a Yaruf— tiene la facultad de poder leer el mapa. Por tanto, os necesitáis el uno al otro. Y nosotros os necesitamos a los dos.
Hubo un silencio demoledor roto por Yaruf.
—Pero dónde está el mapa.
—Si quisiera poner a prueba tu inteligencia te respondería con un acertijo que diría...
—Uderká, por favor. No creo que sea el momento de acertijos —cortó tajantemente Yaruf haciendo cuadrar al primer general.
—Disculpa, señor. Tienes razón —respondió con humildad y tanto respeto que incluso hizo sentir incómodo a Yaruf—. El mapa lo lleva él inscrito en sus ojos. Lo ha llevado siempre. De generación en generación desde que fue creado el laberinto. Su estirpe es una de las elegidas, aunque él no lo crea. Yaruf, él es el portador de la salida del Laberinto de la Alianza.
—Gracias. Me gusta tu general. —Kor hizo una reverencia exagerada.
—¿Y yo? ¿Qué debo hacer?
—Sólo uno puede leer el mapa que él lleva inscrito en los ojos...
Uderká tuvo que parar. El movimiento del suelo fue tan fuerte que del techo se desprendió una roca que cayó en medio de las tropas. Por suerte no acertó en la cabeza de nadie, pero empezaban a ponerse nerviosos. A revolverse. A murmurar. La intranquilidad se estaba adueñando de ellos. Un minotauro colosal, mucho más alto, robusto y corpulento que ninguno de los que Yaruf hubiese visto antes, gritó saliendo de las filas:
—Debemos salir de aquí, debemos irnos ya. Si no encontramos rápidamente el camino, todos moriremos.
Yaruf, sin pensar, dijo en una profunda y autoritaria lengua táurica:
—Si no vuelves a la fila, tú morirás ahora. Me encargaré de ello personalmente. Aunque si quieres puedes subir aquí arriba y retarme. Estoy preparado. Pero si decides quedarte, si decides que no, que es mejor seguir allí abajo mientras yo trato de averiguar cómo salir de aquí, puedes irte ahora mismo. ¿Entendido? ¿Sí? Pues todos a sus formaciones. Que nadie se mueva aunque se derrumbe el cielo sobre nuestras cabezas. Eres un soldado, compórtate como tal.
La orden fue tan rotunda que el minotauro resopló algo humillado y todos volvieron a formar ordenadamente. Uderká asintió con la cabeza, satisfecho de la autoridad que mostraba el joven líder, que dirigiéndose a Kor dijo:
—Parece que esto lo deberíamos resolver nosotros. Creo que si nos agarramos de los brazos mientras yo leo el mapa en tus ojos podremos guiar a todos.
—Sí, claro. Qué bien.
Yaruf entendió que aquélla era la peculiar manera de Kor de dar su consentimiento a su plan. Así que se acercó y extendió los brazos, pero el nigromante los rechazó:
—Señorita, no quiero bailar en este baile.
—Pero qué te pasa, estúpido.
Otro pequeño terremoto.
—¿No ves que todo se acaba? —insistió Yaruf.
—Sí, claro. Mira cómo tiemblo. Ah, no. No soy yo. Son estas estúpidas piedras. Tan estúpidas como debes de pensar que soy, ¿no?
—No te entiendo. Pero no creo que tengamos tiempo.
Otra piedra se desprendió del techo. Esta vez acertó en la cabeza de un minotauro que se desplomó en el suelo. Sin embargo, en esta ocasión ninguno de los soldados se atrevió a mover un solo dedo. Yaruf se percató y dijo:
—Los tres que estén más cerca de él, mirad si se encuentra vivo o muerto. Los demás, aguantad. Y a partir de ahora los tres que estén más cerca de los que sean derribados deberán atenderle. Y tú —dijo a Kor—, ¿qué te crees que...?
—Para, caballo, para. No soy ninguno de tus soldados. ¿Sabes? Ése no es el mejor tono para llegar a un acuerdo, a una alianza. Y no sé, a mí no me interesa salir de aquí. No a cualquier precio.
—No, no... no sé qué... —A Yaruf le desconcertaron tanto las palabras del nigromante que no encontraba las suyas para pedirle explicaciones.
Otro temblor. Mucho más fuerte. Más heridos. Más ruido.
—No, no te pongas nervioso. Pero si quieres leer esto que tengo aquí, en estos ojos que se van a comer los gusanos tarde o temprano, deberás darme algo. Mira tú... Si parece que te haya atropellado un ejército entero de minotauros... ¿He dicho ejército? Sí, lo he dicho. Pues eso... tú tienes un ejército y yo... nada.
—Es mi ejército. Me he ganado su confianza...
—Muy bonito. Pero yo no pienso salir de este laberinto con las manos vacías. Si quieres una alianza, deberemos pactar...
—Pero vamos a morir...
—¿Y? No me digas que le tienes miedo al viaje a Nígaron... Ah, no, que a lo mejor los dioses humanos no te aceptan... Bueno, sea como sea... quiero que me des la mitad de tus hombres. Si no... me quedo aquí, sentado. Y con los ojos cerrados.
—¡Pero no puedo!
Otro temblor.
—El laberinto se mueve, querido. No sé si de alegría o de pena al ver lo tonto que eres. ¿Por qué no puedes? Es tu ejército.
—Pero... Es imposible. Imposible del todo. Estos soldados han renunciado a muchas cosas para llegar hasta aquí, hasta hoy. Son soldados de honor... no puedo pedirles esto. No soy quién. No creo ni que me obedecieran.
—Ja, ja, ja —rio exageradamente Kor—. Qué bonito queda esto... sobre todo si fuera cierto, que no lo es... bueno, en parte sí y en parte no. Porque muchos de aquí sí que son honorables y todo eso que tú dices, pero muchos, muchísimos, no.
—¿Qué quieres decir? —preguntó desconcertado Yaruf.
—Pues que muchos son delincuentes y asesinos que fueron castigados a servir a este ejército tan... no sé cómo decirlo... pintoresco.
—Eso es mentira. ¿Verdad, Uderká?
Pero Uderká bajó la vista.
—¿Verdad, Uderká? —insistió Yaruf.
—El nigromante demuestra su poder. Es verdad lo que dice.
—Pero... ¿por qué me has mentido?
—Señor, yo he intentado que...
—Uderká será el primero que se vaya contigo, Kor.
—Pero... —trató de protestar el general.
—Pero nada. Cállate. Yo no quiero a mi lado un general que me dulcifique las cosas, quiero alguien que me diga la verdad, siempre, por desagradable y dolorosa que pueda resultarme. Y tú, Kor, tendrás tu ejército. Todos aquellos que estén en esta cueva que hayan sido obligados, se irán contigo, nigromante.
—Entonces, tú podrías venir conmigo.
Yaruf no contestó.
Esta vez el temblor duró mucho más rato. Hubo un buen número de heridos.
Más heridos. Más piedras. Una gran grieta empezaba a amenazar con abrir el suelo, marcándolo. Yaruf gritó a las tropas:
—Quienes hayan sido obligados a estar en este ejército, que se pongan a la izquierda de la grieta que se ha abierto. Los que no, a la derecha.
Pareció casi como si el laberinto entendiese lo que le estaba diciendo Yaruf a Kor, porque la grieta se hizo más profunda. Marcando claramente dos lados. Los soldados rompieron filas y obedecieron a Yaruf. Dos ejércitos. Yaruf se dirigió a los nuevos soldados de Kor:
—Vosotros ya no estáis bajo mis órdenes. Kor será el que os dirija a partir de este momento. Saludad a vuestro líder.
Todos alzaron sus armas, como si realmente estuvieran contentos con el cambio. Kor sonrió complacido.
—¿Ya podemos salir de aquí?
—Sí, podemos.
—¿Cómo sé que no me vas a traicionar?
—Eso, joven Yaruf, es la esencia de una alianza. Uno nunca puede estar seguro de si le van a traicionar o no. ¿Qué gracia tendría entonces?
—¿Para qué los quieres? ¿Para que quieres a un ejército tan numeroso?
—Para lo mismo que tú. Para unir a las tierras en un solo reino... el mío. No preguntes cosas que ya sabes y salgamos de aquí. No quiero morir —dijo exageradamente afectado Kor.
—Vamos.
Yaruf agarró los brazos de Kor y miró en sus ojos. Sus ojos negros, encharcados por un brillo de inteligencia mal usada.
—No veo nada —advirtió preocupado.
—Señor, fíjate bien —dijo con resentimiento Uderká.
Kor abrió más los ojos. El suelo temblaba y temblaba. Yaruf se fijó más y más. Dejándose arrastrar por la oscuridad de los ojos del nigromante. Y de pronto, apareció en el reflejo de sus pupilas un mapa perfectamente dibujado. Yaruf no pudo entender ni cómo ni por qué, pero de repente pudo entender todo el laberinto. Pudo entender hacia dónde dirigirse. Cómo salir de aquí. Empezó a tirar de los brazos de Kor. Un gran ruido sonó en el foso. Unas grandes compuertas se abrían en los laterales. Yaruf bajó por las escaleras de caracol arrastrando al nigromante.
—Por aquí, por esta entrada. Seguidme todos en orden. Primero el ejército de Kor, luego el mío.
Así fue. Yaruf y Kor. Casi abrazados. Colaborando para salir del laberinto. Andando juntos. Unidos en una alianza que parecía imposible. Un pacto que nadie hubiera creído.
Derecha. Izquierda. Izquierda. Derecha. A Yaruf no le hacía falta mirar nada más que los ojos de su peor enemigo para salir del laberinto, y a Kor no le hacía falta nada más que seguir a ese humano al que tanto daño había hecho. Confiando. Porque los dos tenían mucho que perder. Los dos mucho que ganar. Yaruf, absorto en los ojos del nigromante, recordó cuando Worobul le decía: «Si uno se encarga de poner la comida en los cuencos, el otro elegirá el cuenco. Así, el que reparte será muy cuidadoso y no querrá equivocarse ni ser injusto. Si todos tienen miedo o un objetivo común, el pacto es fácil». Y lo era.
Así llegaron por fin a dos pasillos que según el mapa llevaban a dos salidas distintas. En la pared había escrito:
DOS SALIDAS.
DOS EJÉRCITOS.
CADA UNO POR UNA.
CADA UNA PARA UNO.
—Así que el laberinto ya lo tenía preparado, sabía que el poder se dividiría —dijo Yaruf tan bajo que nadie entendió lo que había dicho.
Kor, saliendo de la fascinación que le había provocado la magia del camino, dijo:
—Aquí se separan nuestros caminos. Mi ejército y yo saldremos por aquí. Me gustaría poder desearte buena suerte, pero eso tal vez significaría mala suerte para mí. Adiós.
No dijo nada más. Hizo un gesto y salió del laberinto acompañado de su ejército.
Yaruf suspiró y dijo a su ejército:
—Salgamos de aquí.
El ejército empezó a recorrer el pasadizo que por fin les permitiría abandonar las entrañas de la tierra. Yaruf sentía que llevaba toda una eternidad allí metido. No se sentía distinto a sus soldados. Ellos habían dejado atrás una vida esperando ese momento; él también, aunque no sabía a ciencia cierta si había sido por decisión propia o si el destino había escogido por él. ¿Cómo estar seguro? Imposible.
Ahora, Yaruf era consciente de que ahí fuera, todo lo hecho, todo lo vivido, ya no servía para nada. Al contrario. Nuevas aventuras y nuevos peligros aguardaban en las oscuridades de los días para abalanzarse sobre él como lobos hambrientos. Y dudaba de si tendría fuerzas suficientes para vencer, para seguir, para simplemente empezar de nuevo.
Estos pensamientos se interrumpieron bruscamente.
Se detuvo en su camino y el ejército le imitó.
Colgada en la pared había una máscara de minotauro que parecía esperarle. Le recordaba la que había dejado a las puertas del laberinto, aunque las diferencias saltaban a la vista. Esta era de oro nuevo, recién pulido, flamante. Al igual que la suya, también tenía un ojo de cada color, pero uno estaba recubierto con una esmeralda y el otro con un precioso rubí. Un ojo verde, el otro rojo. Era la máscara de Kriyal. Como la que él y su padre habían encontrado en el interior del cofre de la alianza, pero de verdad. Como si la primera hubiese sido sólo un juguete, un entrenamiento para poder lucir ésta con orgullo y autoridad.
Sabía que si estaba allí era para que él la cogiera. No le cabía la menor duda.
La descolgó y, como si le hubiese pertenencido desde siempre, se la puso. Todos sus soldados sintieron el impulso de arrodillarse en su presencia, y él no se lo impidió. Porque no se arrodillaban ante su persona, sino ante la historia, ante el propio Kriyal, ante sus antepasados. Y él, en aquel pasillo representaba todo eso, y algo en su interior se regocijaba y se enaltecía.
Worobul, Sadora, Ühr, Ong-Lam, Oroar, Al´Jyder y su ejército de mercenarios... todos aguardaban ante las puertas del laberinto, que temblaban como si estuvieran a punto de venirse abajo. Pese a ello, siguieron esperando a que Yaruf saliese, pues estaban seguros de que lo conseguiría. Sabían que no podía fallar. Por eso, cuando de nuevo se abrieron las puertas del laberinto y vieron que Yaruf salía enarbolando la hutama, la espectacular máscara de oro, seguido de un gran ejército de hombres y minotauros, todos saltaron de alegría, incluso Al´Jyder.
—Hijo, hijo, ¿cómo estás? —gritó Ühr antes de acercarse a él para abrazarlo, como hicieron Worobul y Sadora.
—Bien, estoy bien —dijo zafándose del abrazo y alzando su máscara—. ¿Habéis visto a Kor?
—No, ni rastro de él. ¿Está vivo? —preguntó Al´Jyder sin atreverse a acercarse demasiado.
—Más que nunca, me temo.
—Ése es el gran poder, ¿verdad? —dijo Ühr.
—Sí, pero...
—Pero nada. No te preocupes. Todo ha terminado. Se acabó. Estamos a salvo —insistió Ühr.
—No, papá, no. Esto no ha hecho más que empezar.
FIN
Acuw-acuyas: instrumentos táuricos usados solamente para ceremonias y rituales de gran importancia. En un combate de honor en la arena de los dioses, se utilizan para poner orden entre los espectadores y obligarles a volver a sentarse. Según las normas, solamente los que están peleando pueden estar en pie defendiendo su honor. Los demás, al ser meros espectadores, tienen que intentar guardar silencio y permanecer sentados para no distraer a los contrincantes.
Adhelón VI el Unificador: hijo de Arim-Adhelón el Largo y rey de Nueva Adhelonia. Fue capaz de unificar los reinos humanos más importantes y poderosos, sobre todo los antiguos reinos del norte, aniquilando a sus reyes y quedándose con todo lo que había en aquellas ricas tierras. Sin embargo, los habitantes de estos reinos no quieren estar bajo la corona de Adhelón y son frecuentes los alborotos, protestas y revueltas.
AgKlan: titulo que recibe cada jefe de tribu táurico. De entre éstos se elige al Gen AgKlan, el minotauro que gobierna sobre todos los demás. Sin embargo, desde que las tribus supervivientes atravesaron el mar del abismo ninguno ha tenido ese privilegio.
Al'Jyder: segundo de a bordo del general Ong-Lam.
Ang-Al: ceremonia táurica de iniciación. Superar la prueba del Ang-Al supone ser considerado como guerrero.
Abg-aladé: prueba que un minotauro ha de superar para culminar su Ang-Al. Normalmente consisten en pruebas físicas, como remontar el río Retra o ser capaz de sobrevivir solo y sin armas en el bosque. Pero su principal dificultad es psicológica. Cada aspirante a guerrero se enfrentará consigo mismo. En todo momento un triunvirato compuesto por un miembro de cada una de las tres tribus táuricas restantes acompaña al iniciado (al que jamás presta ayuda), para valorar si su actitud es noble, valerosa y digna.
Árbol de la vida: Junto al estandarte del espíritu, el árbol de la vida es lo más sagrado para un minotauro. Se trata de las raíces que les unen con todo lo que han sido antes de ser. Es equivalente al árbol genealógico de los humanos, pero su significado de honor es mucho más profundo.
Arena de los dioses: lugar en el que se celebran los combates por la honra de una tribu o clan que se haya sentido ofendida por otra. Normalmente se trata de un círculo circunscrito con pequeñas piedras bendecidas por una hechicera de cada una de las partes que se enfrentan. Se considera que cada hechicera colocará las piedras que más y mejor energía aporte a su protegido. Antes de empezar el combate, se lanza sal en la arena para que no crezca nada más que el honor y la victoria en un combate justo. Cuando dos miembros de distintos clanes táuricos entran en los límites de la arena de los dioses, se eliminan automáticamente las diferencias de cualquier tipo. De este modo se asegura que el combate sea justo y sin miedo a represalias. Como reza un célebre himno táurico: «Todo lo que sucede dentro de la arena deben juzgarlo los dioses y admirarlo los mortales.»
Forman parte de la ceremonia los acuw-acuyas.
Después de una pelea de honor en la arena de los dioses se celebra una gran fiesta alrededor del fuego en honor de Kia-Kai, para que vea, esté donde esté, que el combate ha sido justo y se ha realizado bajo las reglas que él mismo dio a sus hijos, Karbutanlak y Sredakal. Para ello, se enciende una hoguera en medio del campo de batalla.
Aromed: nombre de una de las tres cabezas de la serpiente creada por Moramed para custodiar las puertas de Nígaron, en los límites del mar del abismo.
Asda: protagonista de una de las leyendas más antiguas entre los humanos, el pastor Asda perdió su rebaño por culpa de las tremendas lluvias que anegaron la tierra en la juventud de los tiempos. Hambriento y enfadado por la suerte que los cielos le habían repartido, convenció a su hermana pequeña para ir a robar en el templo de los sacrificios donde había carne, verduras, monedas de oro y un sinfín de bienes que los fieles ofrecían a las deidades para que les protegiera de las adversidades. «Yo no he recibido de los dioses más que pena y desdicha. Es hora de pasar cuentas con ellos», se justificaba el joven pastor. Así, por la noche, Asda y su hermana Dasa se escabulleron dentro del templo, aprovechando que el sacerdote encargado de la vigilancia dormía profundamente. Mientras Dasa hacía un faldón con su túnica, Asda la rellenaba con todo lo que encontraba en el templo. Sin embargo, el sacerdote se despertó y pilló a los dos ladronzuelos. «Ladrones, devolved todo lo que habéis robado.» Asda, que era muy inteligente, dijo: «Ni yo tengo las ofrendas ni mi hermana las ha robado», cosa que era totalmente cierta.
El sacerdote los dejó marchar, turbado por la fuerza del argumento del pastor. Los dioses se enfadaron mucho con el pastor, más por su astucia que por el acto en sí. Queriendo darle una lección a Asda le convirtieron en árbol y le sujetaron con unas profundas y enrevesadas raíces. Dicen que cada noche su hermana va hasta ese rincón del bosque, conocido como Raíces de Asda, para tratar de deshacer el enredo que su hermano tiene en las raíces. Cuando lo consiga, ambos serán libres.
Cabaña de tránsito: en las cabañas de tránsito, o Trema-Dikhé, los hechiceros táuricos entran en éxtasis gracias a una hoguera que llena de humo espeso el pequeño receptáculo y a las hierbas sagradas que o bien ingieren o bien se aplican por el cuerpo. Así, entran en contacto con los dioses que les advierten y aconsejan cómo actuar en el futuro inmediato. Supuestamente fue en una Trema-Dikhé donde Malen-Daben fue advertido por los dioses de que más allá del mar del abismo había una tierra en la que poder vivir en paz por algún tiempo, y «por algún tiempo» fue recalcado en varias ocasiones por el hechicero. Desde la muerte de Malen-Daben no se ha vuelto a usar una cabaña de tránsito.
Cofre de la alianza: A lo largo de los tiempos el cofre de la alianza ha buscado a aquel del que hablan las piedras. En su interior, una piedra circular y una máscara que recuerda al legendario Kriyal, elementos imprescindibles para entrar en el laberinto.
Consejo de Sabios de las Guerras Táuricas: Consejo creado por Arim-Adhelón el Largo, padre de Adhelón VI, con la misión de compilar toda la información posible acerca de los héroes humanos de las Antiguas Guerras Táuricas y clasificar todo el folclore popular surgido en su honor. Esto incluye saber tanto como sea posible de los minotauros, sus dioses, sus costumbres, su alfabeto... O al menos así lo entendía Ühr, uno de sus miembros más destacados.
Cuatro Reyes, los: Olma el grande, Lura el heredero, Guejo el negro y Riman Adhelón, del linaje de los Adhelón, fueron los Cuatro Reyes que en la batalla del Valle de los Tres Ríos se unieron los reyes humanos más poderosos para terminar de una vez por todas con la amenaza táurica.
Darcalion, isla de: Las Sagradas Escrituras sitúan a la isla de Darcalion justo a las puertas de Nígaron. Según la leyenda, quien consiga arribar a sus orillas verá el tesoro más grande que ningún ser vivo puede ver jamás. Durante mucho tiempo se pensó que Darcalion no era más que eso, una leyenda.
Darruil: minotauro de la tribu de Erdirer y miembro del triunvirato que acompaña a Worobul en su Ang-aladé.
Dasa: hermana de Asda.
Demora: nombre de una de las tres cabezas de la serpiente creada por Moramed para custodiar las puertas de Nígaron, en los límites del mar del abismo.
Deray: hermano gemelo de Yared, hijos de Worobul y Sadora. Aunque en ocasiones se da el caso, es muy poco habitual el nacimiento de gemelos en el seno de una familia táurica. Este hecho es recibido como una señal de gran prosperidad. Para señalar el acontecimiento, se nombra a los recién nacidos con un palíndromo (es decir, que se lea igual de derecha a izquierda que de izquierda a derecha: en este caso, «yaredderay»). Luego, el nombre se escribe en la arena y simbólicamente los padres lo parten con sus manos y le entregan a cada gemelo uno de los trozos. Se considera que si compartieron el vientre de la madre, también deben compartir el nombre.
Dui el retornado: la suya es la más popular de las muchas historias tétricas que atemorizan a todo aquel que se lanza al mar del abismo. Dui partió en su pequeña barca para faenar cerca de la costa del abismo. Era consciente de que no debía adentrarse demasiado, de lo contrario sería presa fácil de monstruos, maldiciones y serpientes gigantes, por no hablar de Demora y Aromed, pero quiso el infortunio que se quedara dormido profundamente. El mar, con su suave vaivén, lo fue apartando de la orilla. Cuando el pobre pescador despertó se encontró perdido en medio de una espesa bruma, escalofriante y aterradora. Dui empezó a remar y a remar con todas sus fuerzas, incluso con alguna que no tenía y tomaba prestada de las ganas de volver a encontrarse con su esposa y su hija de siete años. El corazón del pescador se alivió al ver la costa. «¡Salvado!», pensó el marinero. Así, orilló cerca del lugar del que había partido hacía tan sólo unas horas. En ese momento una extraña sensación le invadió. No reconocía a ninguna de las personas con las que se cruzó de camino a su pequeña casa. Cuando por fin llegó, llamó a la puerta esperando ver a su bella mujer y a su preciosa hija. Pero en su lugar apareció una mujer muy, pero que muy anciana. Encorvada y débil, mantenía su precario equilibrio en un retorcido bastón. «¿Dónde está mi mujer?», preguntó ansioso el pescador. Ella le miró y empezó a llorar. «Te hemos estado esperando ochenta años», replicó la vieja. Dui no podía creerlo. Aquélla no podía ser su mujer. Aquélla debía de ser una bruja que quería embaucarlo. Y en una cosa tenía razón. Porque aquélla no era su mujer sino su hija. Lo que para él habían sido unas pocas horas, en tierra firme habían supuesto ochenta años. La vieja murió al poco tiempo y Dui no pudo soportarlo. Sin esposa. Sin hija. Sin ninguno de sus amigos... Aquél no era su tiempo. Aquél no era ya su lugar. Así, por última vez se echó a la mar para adentrarse en la espesa bruma y pedir a Demora y Aromed que le dejasen pasar a Migaron, puesto que ésa ya no era su tierra.
Erdirer: jefe de tribu táurica.
Estandarte de la tribu: en el duelo que enfrentó al Primer Guerrero con su gemelo Sredakal, Karbutanlak recibió trece heridas. Para recuperarse decidió descansar en la tierra que él había creado. De la sangre de sus heridas que cayeron al suelo, brotaron los doce estandartes de las futuras doce tribus táuricas. Cada tribu engloba a varios clanes, con sus respectivos estandartes del espíritu.
Estandarte que no debe tocar la tierra: nace dela sangre de la primera herida del Primer Guerrero que cayó sobre la mano de éste y no regó la tierra. Alrededor de este estandarte se reúnen los jefes de las tribus y toman aquellas decisiones que afectan el devenir de los minotauros. Se dice que si el estandarte cae y toca el suelo, la noble especie de los minotauros desaparecerá de la faz de la tierra.
Estandarte del espíritu: cada núcleo familiar táurico tiene su propio estandarte, conocido como estandarte del guerrero o, también, del espíritu. Allí residen las almas y las fuerzas de los antepasados de cada familia o clan, inspirando las acciones heroicas de cada miembro del núcleo. A su vez, cada uno de estos estandartes familiares está bajo la autoridad del gran estandarte de la tribu, y éste responde ante el estandarte que no debe tocar la tierra.
Faqüua: halcón de Gasadiel. Dentro del mundo táurico, los halcones ocupan un lugar importante. Los minotauros son expertos en el arte de la cetrería, y además los hechiceros táuricos emplean a sus halcones como mensajeros para comunicarse con los dioses. En sus alas se pintan mensajes y símbolos secretos para el exclusivo conocimiento de los dioses, que de este modo pueden atender las plegarias y las peticiones de los hechiceros. La historia de Faqüua da origen al estandarte de la tribu de Worfrutan.
Frasera: hechicera del clan de Orjakan.
Fujdar: minotauro impetuoso y violento de la tribu de Orjakan.
Gasadiel: último de los Gen AgKlan, a su muerte predijo que las tribus táuricas serían incapaces de volver a escoger por consenso a un líder que uniera a todos los minotauros por encima de tribus y clanes. Y predijo que o sería alguien que viniese de otras tierras quien se alzaría con ese gran honor, o no sería nadie. La leyenda de Gasadiel y su halcón, Faqüua, ha ido pasando de generación en generación.
Gad: antepasado lejano de Ühr. Sin lugar a dudas, el mejor arquero de todos los tiempos y uno de los grandes héroes de las Antiguas Guerras Táuricas. Con su insólita puntería era capaz de clavar una flecha entre los ojos de un minotauro a una distancia impresionante. Aún en Nueva Adhelonia se sigue respetando a los linajes que (como este de Gad, el de Gavalán, Serius-Gasé, o Jaster) tanto aportaron a la victoria, según la tradición.
Gadiluan: jefe de tribu táurica.
Gálorion: miembro de la tribu de Gadiluan y del triunvirato que acompaña a Worobul en su Ang-aladé.
Gátere: minotauro miembro de la Orden de los Cinco Enemigos.
Gen AgKlan: jefe de todas las tribus, elegido entre todos los jefes de tribu táuricos. El último Gen AgKlan fue Gasadiel.
Ghrab: por su culpa el hombre fue expulsado de Nígaron, pues el dios temía su sabiduría y lo envidiaba porque había sido creado por el propio O, el primer dios, dueño y señor del tiempo. Para acabar con los hombres, Ghrab creó a los minotauros, llamados popularmente «hijos de Ghrab». Su creación hizo que también Ghrab fuese expulsado de Nígaron, pero no se fue solo: otros dioses le acompañaron y juraron no detenerse hasta que muriese el último humano y limpiaran el bello azul, como se conocía a la tierra, de la repugnante presencia de los hombres.
Gran Victoria, la: la que tuvo lugar tras la batalla del Valle de los Tres Ríos, que declaró vencedores a los humanos sobre los hijos de Ghrab. Los humanos siempre creyeron que gozaron de la ayuda de los dioses de Nígaron y, de hecho, uno de los romances humanos más populares empieza justamente con esta idea:
De Nígaron los dioses han salido,
los guían plegarias de auxilio y dolor.
De Nígaron a la tierra han venido,
se arman los hombres con un gran valor.
Cada año se festeja la Gran Victoria recreando las batallas entre humanos y minotauros. Un gran desfile inunda las calles principales de Nueva Adhelonia. Por sorteo se dictamina quién hará de minotauro y quién de humano. Los primeros se disfrazan convenientemente para dar más realismo y espectacularidad a los desfiles y cubren sus cabezas con unas máscaras que representan con enorme fidelidad a los minotauros. A los niños les gusta jugar a las Antiguas Guerras Táuricas y son pocos los que no tienen una máscara en su casa para cuando les toca hacer de minotauros. Las máscaras de los desfiles están cuidadosamente trabajadas y su realismo es impresionante.
Hámera: diosa de la enfermedad y hermana mayor de Miomene, se encarga de sanar a los dioses que por distintos motivos caen enfermos. Un dios táurico puede caer enfermo cuando los mortales ya no se preocupan de hacer sacrificios en su honor, por ejemplo, o cuando ya no se le conceden oraciones, súplicas o actos de gratitud. Entonces enferman y traen desgracias y muy malos presagios. Hámera es la encargada de sanarlos y para ello se sirve de la salud de los minotauros guerreros. Por tanto, en la cultura táurica, la enfermedad es vista como un servicio a los dioses.
Hámera no permite que nadie, salvo la hechicera de cada tribu, atienda a aquellos minotauros que enferman en la tierra. Solamente en el campo de batalla o entre miembros de un ejército existe la obligación y la posibilidad de auxiliar a los heridos.
Esta prohibición se debe a que la diosa manda señales a través de las enfermedades o de las heridas que solamente una hechicera iniciada en los secretos que se esconden más allá del pelaje sabe interpretar. El deseo de Hámera es servirse de la salud de los minotauros de manera que salgan de la enfermedad más fuertes y poderosos, agradeciéndoles así el servicio prestado a los dioses.
Hammala: la planta de hamma produce un tipo de hongo empleado desde tiempos inmemoriales con fines esotéricos. Sin embargo los tallos de la planta de hamma tienen otras utilidades, sobre todo para sazonar ciertas comidas o hacer sopas en tiempos de frío. Esto produce que en muchas ocasiones, si los tallos no están perfectamente lavados y «descontaminados» se produzcan graves intoxicaciones de lo que popularmente se conoce como fuego de los dioses. En estos casos las gentes empiezan a sentir un gran ardor en la piel, acompañado de alucinaciones. La creencia popular atribuye que estos casos de locura colectiva se deben a que los malos espíritus castigaban, por un motivo u otro, a los habitantes de una región.
En definitiva, es una sustancia muy peligrosa que ya en tiempos de Adhelón VI pocos hechiceros se atrevían a utilizar.
Hanunek: gran amigo de Yaruf, una malformación en la pezuña derecha le convirtió en el centro de múltiples comentarios maliciosos dentro de su tribu, que la entendía como una señal catastrófica para su tribu y le valió el malintencionado apodo de «raser lajun» que vendría a significar, literalmente, «herido sin batalla». Si la cojera de Hanunek se hubiera producido en un combate, se habría visto como una señal de grandeza y enaltecimiento para el clan al que pertenecía. Si hubiera perdido una pierna en la batalla no hubiera habido quien se metiera con él. El apodo de raser lajun es mucho más ofensivo de lo que pueda imaginarse en un primer momento, puesto que había sido herido sin combatir y, además, la herida le impediría combatir en un futuro. En ese doble significado radica la verdadera naturaleza maliciosa del apodo que colgaron a Hanunek.
Harat: niñera de Yaruf. Ühr la contrató poco después de la muerte de Yriat.
Harion: primero de los once míticos Príncipes Oceánicos, nieto de Rambutén e hijo de la bruja blanca Dione y el guerrero Ktulu. Nació aferrando un coágulo de sangre en su mano derecha. Según relatan las Sagradas Escrituras de Nígaron, desafió a Ghrab y unió en su desafío a los dispersos pueblos humanos hasta conquistar la tierra de mar a mar. Otras versiones de la leyenda cuentan que en su pelea contra Ghrab le acompañaban miles de minotauros que no querían estar bajo la autoridad tiránica de un creador al que poco le importaban los minotauros. Él sólo pensaba en vengarse de los hombres. Así, y siempre según esta versión de la leyenda, los minotauros prefirieron ser dueños de su destino y de sus motivaciones.
Hasdad: minotauro de la tribu de Orjakan.
Hata-matuya: literalmente, «piedras de los pequeños soles». Es la primera herramienta que se le regala a un minotauro y la que antes sabe usar con total destreza. Las piedras de los pequeños soles deben su metafórico nombre a que con su buen uso se puede calentar y alumbrar las noches más frías y oscuras, así como cocinar y preparar los alimentos. El sistema es tan sencillo como funcional: dos piedras, una muy plana y la otra con los cantos irregulares que golpeadas convenientemente producen las chispas adecuadas como para encender un fuego. No hay minotauro que salga de su casa sin ellas, bien atadas a la cintura, porque nunca se puede estar seguro ni de dónde te va a llevar el día, ni en qué lugar tendrás que hacer noche.
Hímone: hermana de Hámera, diosa de la enfermedad. Hímone es la diosa del sueño, o pequeña muerte. En la tradición táurica los sueños son pequeñas muertes que a lo largo de la vida nos van preparando y anunciando el paso a la otra vida.
HuKlio: hijo de Orjakan, su carácter temperamental y agresivo despertaba tantos respetos como rechazos entre los demás clanes. Estaba considerado como uno de los mejores guerreros de entre todas las tribus y era conocida su destreza con el hacha.
Hüon: las Sagradas Escrituras de Migaron recogen su historia en el libro del profeta Lahj-Lam: Hüon, como cada día después de comer, dejó a su rebaño pastoreando en las ricas y verdes tierras situadas en el profundo valle de Edsa. Como solía hacer, se situó bajo la sombra que daba un risco afilado. Aquella tarde durmió muy profundamente y soñó que en aquel mismo lugar le caería una gran roca que acabaría con su vida. Cuando despertó, asustado, fue a orar a la anciana sacerdotisa del templo de Meromed para saber qué tenía que hacer. La sacerdotisa le dijo que ante los decretos de los dioses no se podía hacer nada, pero que, sin embargo, con el sacrificio de la mitad de su rebaño tal vez conseguiría suavizarlo. Además, la sacerdotisa le insistió en que por ninguna razón dejase de hacer su siesta en aquella sombra, bajo aquel risco empinado y afilado. Si los dioses pensaban que quería escapar del decreto le castigarían a él y a todas sus futuras generaciones. El pastor Hüon hizo todo lo que le indicó la sacerdotisa. Día a día fue a echarse la siesta en el mismo lugar en el que había soñado le caería la roca. Pero al despertar, en sus hombros había arenisca que Hüon se sacudía de los hombros con cuidado. La piedra, durante años, fue cayendo encima del pastor. Poco a poco y sin provocarle daño alguno. Tal y como le había anunciado la sacerdotisa, los decretos divinos pueden ser suavizados, pero nunca eliminados.
Se cree que Hüon, fue el único humano que O dejó salir con vida de Nígaron para que, de este modo, pudiese llevar las enseñanzas de los dioses a los hombres y enseñarles el camino de virtud que lleva a entrar en Nígaron para vivir por siempre al lado de los dioses.
Hutama: nombre que da Yaruf al arma que le regala Worobul. Hutama, en su sentido más popular, significa «palo quemado», en referencia al color de las ramas que se calcinan en las hogueras. También puede utilizarse para designar a todas aquellas cosas, especialmente que se encuentran en el hogar, estropeadas o de imposible arreglo y que ya sólo pueden servir para hacer un buen fuego. En el caso del arma de Yaruf, es una vara negra, brillante y cuatro puños más alto que el humano. En medio se encuentra laminada con un mango de robusta plata gastada que llevaba forjado su nombre en lengua táurica y una inscripción misteriosa...
Jadomed: compañera de Worfratan, madre de Worobul, Selimed y Worfrasen.
Jugh-I-Del: ceremonia que cada ochenta lunas negras, tal es la denominación táurica para la luna nueva, reunía a las trece tribus táuricas para honrar al dios Karbutanlak.
Júnane: hija de Orjakan, hermana de HuKlio.
Jusvader: joven minotauro del clan de Orjakan.
Kadasta Resta: fiesta táurica que se celebra con la llegada del verano. Las hembras de cada clan se reúnen haciendo un enorme círculo alrededor de las tierras en las que pastorean sus rebaños. Al ritmo de los tambores y los huesos huecos de buey, cantan y bailan mientras van cerrando el círculo. De este modo, reúnen a todas las ovejas. Los machos de cada clan las esquilarán y recogerán la lana. Después el círculo se rompe y empieza una gran fiesta en honor a los días de sol que los dioses les regalan.
Kalanue: cuando las tribus se reúnen bajo el estandarte que no debe tocar la tierra se prepara la ancestral receta del kalanue. Todos los que tomen la palabra y decidan intervenir deberán enjuagarse la boca y escupir en la hoguera para demostrar que sus palabras son puras, sin intenciones secretas o dobles sentidos. La fórmula es una mezcla de agua de mar, tierra roja, agua de lluvia de verano y de invierno y sangre del brazo izquierdo de los cuatro jefes. Servido en una vasija de madera con los símbolos de cada una de las tribus presentes, en este caso: el águila bicéfala, las hachas cruzadas, el triángulo de estrellas de la constelación de las eternidades y el halcón atrapando una serpiente.
Karbutanlak: según la mitología táurica, Karbutanlak fue el Primer Guerrero y el creador de la Tierra. Se enfrentó a su hermano gemelo Sredakal para conseguir a la bella diosa Miomene. Pelearon incansablemente durante las dos primeras eternidades de los tiempos. Karbutanlak luchó armado con un hacha de doble filo y de escudo se procuró el sol. Sredakal lo hizo con una espada de filo cruzado y como escudo la luna creciente. Karbutanlak venció y descornó a Sredakal. Con la base del cuerno derecho creó la Tierra y arrojó la sangre que manchaba los filos de su hacha hacia las profundidades del cielo, creando las estrellas, símbolo de la victoria del Primer Guerrero y protectoras de la tercera eternidad de los tiempos. Con el cuerno izquierdo de Sredakal, Karbutanlak atravesó la Tierra para sujetarla al cielo.
En el duelo con su hermano, Karbutanlak recibió trece heridas. Para recuperarse decidió descansar en la tierra que él había creado. De la sangre de sus heridas brotaron los estandartes de las futuras tribus táuricas. Miomene, al verlo tumbado y creyéndole muerto, lloró los mares y los ríos.
Kia-Kai: dios supremo y creador de los primeros dioses táuricos, Karbutanlak y Sredakal, a los que regaló siete eternidades antes de partir a otros universos. En la religión de los minotauros se espera que Kia-Kai vuelva algún día y muestre su forma a los que en él han creído y por él han luchado, sean dioses o simples mortales.
Kriyal: elegido Gran Guerrero por los trece jefes de las trece tribus táuricas, trató de llegar a un pacto con los humanos, pero sus planes fracasaron y acabó sucumbiendo en la batalla del Valle de los Tres Ríos. Muchos son los que creen que él era consciente de que el tiempo de los minotauros en la Tierra estaba a punto de terminar. Las antiguas leyendas dicen que un humano tendrá sus ojos, su mirada, es decir, que tratará de establecer un pacto con las dos razas y que tal vez saldrá victorioso, o tal vez vuelva a fracasar como él fracasó...
Krop: moneda de Nueva Adhelonia. El krop, de oro y de forma cuadrada para representar los cuatro reinos antiguos, equivale a treinta kles, que son de plata y de forma octogonal para representar los ocho extremos de la tierra habitable.
Laberinto de la Alianza: Mucho se ha hablado de la existencia del Laberinto de la Alianza, tanto en los reinos humanos como en las tribus táuricas. Para algunos es solamente una leyenda. En las Sagradas Escrituras de Nígaron sólo se cita en un pergamino, y muchos estudiosos consideran que se trata de una fantasía, de un símbolo o de una metáfora que poco o nada tiene que ver con la realidad. Para otros, como para el profesor Ühr, el laberinto existe y en él se encierra un gran poder que podría unir a humanos y minotauros.
Malen-Daben: legendario hechicero táurico, antepasado de Sadora, trató de prevenir a la expedición liderada por Yaduvé de la existencia de un extraño y malvado dios llamado Ordamidón.
Mar del abismo: para los humanos el mar del abismo desemboca en las cataratas de Demora y Aromed, puerta de entrada a Nígaron, tierra de la que los hombres fueron expulsados y tierra a la cual regresarán una vez que cumplan el castigo de la vida. En varios pasajes de las Sagradas Escrituras de Nígaron se hace referencia al mar del abismo como «el mar sin nombre» o «el mar que no se puede nombrar». Moramed le puso un nombre al mar, pero Demora y Aromed, demostrando su voracidad, engulleron el nombre y lo escondieron en lo más profundo de sus aguas, para que sólo las almas de los muertos pudiesen conocerlo en su viaje hacia la tierra eterna de Nígaron.
Melastania: es la voz de O. Se dice que O tiene una voz tan potente que si un hombre la escucha se vuelve loco primero y le explota la cabeza después. Por eso, O, para poder revelar sus secretos a aquellos humanos que por su especial devoción, valor o integridad se lo merezcan, utiliza la Melastania, una diosa que habla a los hombres en su nombre y de la que poco más se conoce, porque su única función es transmitir las palabras del dios supremo.
Moramed: diosa encargada de llevar las almas de los muertos hasta el mar del abismo para que se purifiquen antes de estar preparadas para regresar a Nígaron.
Miomene: diosa por la que batallaron Karbutanlak y Sredakal durante dos eternidades. Mióme, al ver a Karbutanlak herido, lloró los mares y los ríos. Es hermana de las diosas Hámera e Hímone.
Muhar haluks: se conoce con este nombre al compendio de historias célebres de antepasados ilustres que con su ejemplo pueden iluminar a los miembros de los clanes táuricos. Estas historias se transmiten oralmente. Si bien cada narrador pone énfasis en algún punto que quiera destacar, se mantuvieron durante siglos y siglos sin apenas alteraciones.
Por poner dos ejemplos:
Una de las más conocidas muhar haluks cuenta la historia del gran jarrón de madera, que se podría resumir del siguiente modo: una vez, un minotauro recibió un regalo de su padre que estaba muriendo: «Toma este gran jarrón de madera, puede ayudarte en los tiempos difíciles.» El hijo no entendió cómo podía ayudarle un viejo y pesado jarrón de madera medio podrida, pero aceptó el regalo para no disgustar a su padre moribundo. Sin demasiado entusiasmo, lo guardó en su casa. Pasaron los años y el minotauro se arruinó. No tenía qué comer. Sus armas se habían oxidado y no tenía nadie que le ayudara a salir de aquella situación. Día tras día se lamentaba, y día tras día veía el viejo jarrón que tiempo atrás le diera su padre. «Estúpido viejo, ya me podría haber dejado algo de valor. Qué voy a hacer con esta porquería.» En un ataque de ira le dio un fuerte manotazo. El jarrón cayó al suelo y se rompió. Cuál fue la sorpresa del minotauro al comprobar que estaba lleno de pepitas de oro con una nota que decía: «Las cosas y los minotauros a veces son más valiosas por lo que no son que por lo que aparentan ser.» Efectivamente, el valor del jarrón estaba en el vacío que dejaba. Un vacío precioso repleto de oro.
También es muy conocida la muhar haluk que cuenta la historia de los dos pájaros; en ocasiones cambian los animales o el escenario. Pero sin duda, su mensaje ha permanecido inmutable por el paso del boca a boca. Su versión más pura y popular cuenta que dos pájaros distraídos, sin saber muy bien cómo, cayeron en un profundo pozo donde las aguas estaban marrones de la cantidad de barro, lodo y suciedad que había en él. Al principio, los dos intentaron agitar frenéticamente sus alas, una y otra vez, para tratar de remontar el vuelo y salir de aquella trampa mortal. Pero no había forma. El barro era tanto, y se había impregnado de tal manera en sus plumas, que apenas podían aletear un par de veces antes de volver a caer. Los demás animales, que escucharon los gritos de los dos desafortunados pajarillos, se asomaron. Viendo sus inútiles esfuerzos, les gritaban: «No os esforcéis. Es imposible que salgáis de ahí. Será mejor que abandonéis. Todo es inútil.» Tanto lo repitieron, y tantos fueron los esfuerzos frustrados de los pájaros, que uno de ellos hizo caso a los otros animales y se abandonó, muriendo entre el lodo de aquel profundo pozo. Sin embargo, el otro pájaro seguía y seguía en su empeño. «No lo vas a conseguir. Ríndete ya. Déjalo. Será mucho peor si sigues.» Pero el pájaro seguía y seguía. Sin hacer caso a los otros animales. Y tanto se esforzó, tanto aleteó y aleteó que al final deshizo todo el barro de sus alas y pudo salir del pozo. Los otros animales le dijeron: «¿No nos escuchabas? ¿No oías cómo te decíamos que abandonaras?» El pajarillo, sorprendido, respondió: «¡No, qué va! Soy un poco sordo. Pensaba que me estabais animando. Por eso no paré de intentarlo.» Así es que se debe tener mucho cuidado con las palabras que se dicen —concluye el muhar haluk—, pueden acabar de hundir. Y también es importante no hacer demasiado caso a los que, desde fuera del pozo, ven las cosas imposibles. Porque cuando se está dentro, la posibilidad es la única esperanza capaz de hacerte salir del pozo.
Nárena: minotauro perteneciente a la tribu de Orjakan, es la más anciana de todas las tribus.
Nígaron: paraíso original del que el hombre fue expulsado por la envidia de Ghrab. Custodia sus puertas una serpiente de tres cabezas cuyas dos primeras testas responden a los nombres de Demora y Aromed, y una tercera cuyo nombre sólo conoce Moramed, la diosa creadora de la serpiente encargada de llevar almas de los muertos al mar del abismo. Si algún humano consiguiese adivinar el nombre de la tercera cabeza, podría transitar entre los dos mundos sin problema alguno, convirtiéndose así prácticamente en un semidiós. Pero solamente se tiene un intento. Si alguien pronuncia el nombre equivocado, su alma es devorada por las otras dos cabezas: Demora y Aromed. Según la leyenda, la función de Démora y Aromed también es vomitar de regreso a este mundo a los muertos que en el momento de saltar la catarata vacilan y dan marcha atrás. A Nígaron se debe entrar creyendo en Nígaron.
La creencia popular, por su parte, asegura que un fantasma vomitado por Demora no ha querido saltar por tener en este mundo un tema pendiente; mientras que si es vomitado por Aromed, el muerto no ha tenido el valor ni la fe suficiente para precipitarse por la catarata. Aunque es preciso señalar que este aspecto de la serpiente no está recogido en las Sagradas Escrituras de Nígaron.
El único humano al que el propio O permitió entrar y salir con vida de Nígaron para así llevar las enseñanzas de los dioses a los hombres fue Hüon.
Noc: halcón de Qüídia.
Nueva Adhelonia: Ubicada entre los ríos Maseron y Ardelid, y bajo la protección del monte Crasto, la ciudad se abastece de los campos del valle de Asió. Muchos son los campesinos que abandonan los campos para ir a buscar fortuna a Adhelonia, la ciudad humana que los dioses hubieran hecho en la Tierra, como reza un dicho popular muy de moda entre las clases cercanas al rey. Y es que la ciudad, con Adhelón VI, goza de unas reformas arquitectónicas y urbanísticas, así como de un esplendor que sólo gozarán las clases privilegiadas y sufrirán los más desfavorecidos, que llevan con resignación su estatus. Al fin y al cabo, durante los tiempos de Adhelón VI no hay guerras y la amenaza táurica ha desaparecido...
O: primer dios y creador de la raza humana. Se enamoró de la primera Madre, Rambutén. También es el creador del tiempo. Se dice que la paramnesia (es decir, cuando alguien piensa que eso ya lo ha vivido en alguna ocasión) se debe a un pequeño traspiés de O, que si bien no hace que se desplome en el suelo, sí que produce este tipo de alteraciones.
La envidia de Ghrab le llevó a expulsar a los humanos de Nígaron, y dispuso que ningún dios debía ayudar a los hombres en su destierro, como mínimo durante los primeros siete mil años.
Ong-Lam: general del ejército de Adhelón VI.
Ordamidón: espíritu antiguo al que desde hace mucho, mucho tiempo ya nadie rinde culto. Habita en las nuevas tierras antes de la llegada de las tribus táuricas. Desde que los minotauros consiguen cruzar el mar del abismo, el Ordamidón atemoriza a los minotauros. Según la creencia, el Ordamidón hizo un pacto con Karbutanlak para que los hijos de éste vivieran en paz, lejos de las guerras con los hombres. El pacto incluía también que no podía ser nombrado más que por los sacerdotes y hechiceros, los mortales sagrados, y que todos aquellos que muriesen en sus posesiones le pertenecerían para siempre.
Orjakan: jefe de la tribu de HuKlio y padre de éste.
Oroar: líder de los antiguos reinos del norte.
Piedras, las: también conocidas como «Piedras sagradas» y «Piedras altas». Nombre habitual con el que la cultura táurica designa a los gigantescos bloques de piedra donde se graban las leyes y todos aquellos acontecimientos que de alguna manera han marcado el devenir de su historia, para que permanezcan, inmutables, en el recuerdo de las generaciones presentes y sirvan de inspiración o advertencia a las generaciones futuras. Están ubicadas en el centro desde donde parten todas las viviendas. Las más cercanas son de los jefes de los cuatro clanes y así hasta llegar a la última (cuanto más lejos se ubica el emplazamiento de la tribu, más alejada de las leyes y por tanto de los dioses, y menos importancia tienen a la hora de opinar sobre las decisiones que afectan a todos). Además, cada núcleo familiar tiene su «gran piedra» en la que se inscriben los grandes logros conseguidos por sus miembros o cualquier detalle que valga la pena conservar para las futuras generaciones. Normalmente se sitúa en la cara noreste de la casa, por creer que los dioses observan desde esa posición desde las alturas.
Primer Guerrero: véase Karbutanlak.
Príncipes Oceánicos: hasta el momento han sido once los príncipes oceánicos que han visto la luz de la historia. El último de ellos fue Harion.
Pruj'Hy: minotauro que se reveló contra Kriyal y separó por primera vez a las trece tribus desde su mítica creación. El profesor Ühr tenía la ligera sospecha de que Pruj'Hy llevaba tiempo preparando la huida más allá del mar del abismo, asegurando incluso que decenas de miles de minotauros ya habían desembarcado en la otra orilla en el momento en que empezó la batalla del Valle de los Tres Ríos. Esto indicaría que los minotauros ya conocían la existencia de tierra habitable más allá de las supersticiones humanas. Estas teorías sentaron muy mal al orgullo humano, que siempre consideró a los hijos de Gharb como bestias desposeídas de cualquier posibilidad de conocimiento superior al humano.
Qüídia: misteriosa hechicera que irrumpe en Nueva Adhelonia para sacudir los cimientos de la existencia de Kor el nigromante.
Rambutén: según las Sagradas Escrituras de Nígaron, Rambutén fue el primer ser humano creado por O. Se trató de una mujer de una belleza incomparable (indescriptible, según las Escrituras) de la que el dios se enamoró perdidamente. Sin embargo, y a pesar de ser el señor del Tiempo, no pudo conquistar el corazón de Rambutén. Sin éxito, O lo intentó todo, hasta que al final, desesperado, decidió ofrecerle el gran secreto de las Tres Puertas del Tiempo como muestra de su incombustible amor. Para que no pudiera revelar el secreto a nadie, O puso su dedo índice encima de la boca de Rambutén, doblando sus labios y partiendo su barbilla. Así el secreto quedó sellado para siempre. Cualquier humano que ponga su propio dedo índice sobre su boca, podrá comprobar que coincide perfectamente con la posición de guardar silencio. Justo debajo de la nariz, existe un pequeño hueco, si puede llamársele así, como si el dedo de un dios hubiese mandado guardar silencio. Es la marca de Rambutén, la primera Madre, que todos los humanos, sin excepción, poseen.
Raser lajun: véase Hanunek.
Sadora: hechicera táurica de la tribu de Worfratan.
Sasaren: minotauro heredera del poder y de la misión Yaduvé.
Sagrada Congregación de Nígaron: representa la máxima autoridad religiosa. La Congregación ordena los deseos de los dioses y una profunda influencia ante todos los monarcas de las distintas épocas de los reinos humanos. Sin embargo, Adhelón se había erigido como principal autoridad de la Congregación y representante directo de O en la tierra. Para ello se deshizo de los sacerdotes y sacerdotisas que protestaron su decisión y puso a títeres que obedecían sin pensar todas sus órdenes. Kor el nigromante, a pesar de no ser de la Congregación, ejercía a su vez un papel fundamental en su influencia sobre el rey.
Sagradas Escrituras de Nígaron: los primeros hombres que poblaron la tierra recibieron de los dioses las enseñanzas y secretos que se esconden tras las puertas de Nígaron, un compendio de normas y alabanzas a la verdadera tierra de los hombres y a la que la humanidad volverá cuando esté preparada. Cuando eso suceda, según las Escrituras, la Tierra será destruida porque ya no hará falta, puesto que es una mera prisión, un castigo infligido por los dioses. Aquellos primeros hombres decidieron que lo mejor para no perder unas palabras que habían sido dictadas por la voz de O, llamada también la Melastania, sería escribir cien copias. La más antigua de ellas se guarda en la biblioteca real del castillo de Adhelonia. Véase también mar del abismo, Darcalion.
Selimed: hermana menor de Worobul, hija de Worfratan.
Sredakal: hermano gemelo de Karbutanlak. En la tradición táurica, los terremotos y movimientos violentos de tierra se atribuyen a Sredakal y su cuerno, aquel que Karbutanlak clavó en la tierra para sujetarla al cielo. Dice la leyenda que cuando Sredakal recuerda la batalla desde el lugar de los dioses muertos, le duele el cuerno cortado y del enfado hace temblar toda la tierra.
Tradero: miembro de la tribu de Orjakan.
Trece tribus: las que nacieron de la sangre de las trece heridas de Karbutanlak en su lucha fratricida que ocupó las dos primeras eternidades de los tiempos. Cada tribu tiene un jefe y un estandarte.
Trekolar: miembro de la tribu de Orjakan.
Tres Puertas del Tiempo, las: pasado, presente y futuro. Ésas son las tres puertas del tiempo. Cuando se traspasa la O puerta del presente, la puerta se sella para siempre con los cerrojos del pasado, y cuando se cruza la puerta del futuro se da un portazo, el del presente. Se dice que quien conozca el secreto de las tres puertas podrá entrar y salir de ellas tantas veces como quiera, pudiendo de este modo pasar por el presente el pasado o el futuro a su antojo. O desvela este secreto a Rambutén, pero nunca ha sido desvelado.
Trono de los dioses: ubicado en la parte más alta del monte sagrado, el trono de los dioses fue el lugar escogido para hacer los rituales y celebraciones en honor a los dioses táuricos una vez establecidos en las nuevas tierras situadas más allá del mar del abismo.
Ühr: padre de Yaruf, miembro del Consejo de Sabios de las Guerras Táuricas.
Valle de los Tres Ríos, la batalla del: última gran batalla que enfrentó a humanos y minotauros y que terminó en la Gran Victoria. (Véase Kriyal; los Cuatro Reyes; Pruj'Hy.)
Worfrasen: hermano menor de Worobul, hijo de Worfratan.
Worfratan: jefe de tribu y padre de Worobul, Worfrasen y Selimed.
Worobul: minotauro hijo del jefe de tribu Worfratan que jugará un papel esencial en la vida de Yaruf.
Yaduvé: líder de la gran expedición que partió para ver qué había más allá de las tierras en las que se asentaron los minotauros tras cruzar el mar del abismo. Esta expedición, que contaba con más de un centenar de minotauros de todas las tribus, partió con la misión de comprobar si en el interior existían mejores tierras o si, por el contrario, algún peligro acechaba. Jamás regresaron. (Véase Ordamidón; Malen-Daben.)
Yared: hermano gemelo de Deray, hijos de Worobul y Sadora.
Yaruf: hijo de Ühr, ya su nacimiento tuvo tintes de leyenda... y tal vez esté destinado a convertirse en una.
Yasa: mujer del poblado de Hader con fama de loca y excéntrica.
Yriat: madre de Yaruf, no llegó a conocer a su hijo ya que murió en el parto.
Yuyuy: halcón de Worfratan, éste se lo regala a Worobul tras su Ang-Al.