En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

Elmore Leonard

Bandidos

Bandits, 1987

A Joan, Jane, Peter y Julie,

Christopher, Bill y Katy,

Joan, Beth y Bobi, Shannon,

Megan, Tim, Alex y Joan.

1

Cada vez que les llamaban de la leprosería para que fuesen a recoger un cadáver, Jack Delaney se sentía como si tuviese, de pronto, gripe o algo así. Leo Mullen, su jefe, se decidió finalmente a advertírselo:

– ¿Te das cuenta? Llaman, generalmente una de las hermanas, y un rato después pones voz de quejica y dices: «Oh, tío, no sé qué me pasa, estoy un poco chungo.»

– ¿Chungo? No he usado la palabra chungo en mi vida. ¿Cuándo fue la última vez? Quiero decir, la última vez que llamaron. Espera un momento. ¿Cuántas veces habrán llamado desde que estoy aquí? ¿Dos?

Leo Mullen apartó su mirada del cuerpo que yacía en la mesa de preparación.

– ¿Quieres que te lo diga exactamente? Es la cuarta vez que te he pedido que vayas en los casi tres últimos años.

Leo llevaba guantes de látex y un delantal de plástico desechable por encima de su conjunto de camisa, corbata y chaleco.

Jack Delaney estaba de pie junto a la doble puerta de entrada a la habitación embaldosada, a unos dos metros de la cabecera de la mesa de porcelana -ligeramente inclinada hacia un fregadero- sobre la cual Leo preparaba un cadáver. Parecía un hombre pequeño, calvo, pero con mucho pelo en el cuerpo. El pobre individuo, que yacía con sus pies dirigidos el uno hacia el otro, tenía una etiqueta enganchada en el dedo gordo del izquierdo. Cuando entraba allí, Jack nunca miraba directamente al cadáver. Echaba sólo rápidos vistazos para protegerse de los que pudieran afectarle, los muertos en accidente, imágenes que podían quedar grabadas en su mente para siempre. Aquél no parecía de ésos. Jack miró. «Oh, mierda.» Apartó la mirada. Aquel tipo debía de haber muerto en un accidente de coche. No era calvo, sino que había perdido todo el pelo de la frente, se le habían formado entradas de repente, por culpa del parabrisas de un coche. Jack se pasó una mano por su propia cabellera. La apartó antes de que Leo se diera cuenta y le dijese que tenía que cortarse el pelo. Se quedó mirando a Leo, que estaba insuflando Dis-Spray, un desinfectante, por todos los agujeros del fulano, la nariz, la boca, las orejas, todos sus negros agujeros.

– Creo recordar -dijo Leo- que las tres veces que han llamado, hasta hoy, te ha atacado algún tipo de bacilo durante veinticuatro horas. Eso es todo lo que digo. ¿Tengo razón o no?

– Ya he estado en Carville. Cuando trabajaba para Rivés, subíamos allí una o dos veces al año para afinar el órgano. Uno de ellos, generalmente Uncle Brother, se ponía al teclado a tocar unas notas. Y me subía a la plataforma de los tubos, por aquella escalera que se tambaleaba, y hacía los ajustes en las mangas. Era yo quien tenía oído.

Parecía como si Leo estuviese afinando el órgano del tipo de la mesa de preparación, levantando sus partes íntimas para poder desinfectarlo a fondo, mientras Jack miraba y pensaba que seguramente algún día aquel hombre estuvo orgulloso de su paquete. Un fulano pequeño, pero potente.

– ¿Acaso he dicho que estuviera enfermo, o que no me encontrase demasiado bien? -preguntó Jack.

– No. Todavía no. Acaban de llamar. -Cogió una manguera que estaba conectada al fregadero y abrió el grifo-. Aguántame esto, ¿quieres?

– No puedo -le contestó Jack-. No tengo licencia.

– No te denunciaré. Venga, sólo tienes que enjuagar la mesa. Pásale la manguera desde la incisión.

Jack se inclinó para coger la manguera sin mirar el cadáver.

– Hay otras muchas cosas que preferiría hacer antes que manosear el cadáver de un muerto de lepra.

– Enfermedad de Hansen -puntualizó Leo-. De eso no se muere, mueren por otras cosas.

– Si no recuerdo mal, la última vez que nos llamaron de Carville hiciste que recogiera el cadáver una compañía de transportes.

– Porque tenía ya tres cuerpos aquí, dos de ellos en esta misma habitación, y tú quejándote de lo chungo que te encontrabas.

– ¡Y una mierda! Tienes tan pocas ganas como yo de tocar a un leproso muerto.

Jack Delaney podía hablar así a su jefe porque eran bastante amigos, porque era su cuñado -estaba casado con su hermana Raejeanne- y porque la madre de Jack vivía con ellos parte del año, los cuatro o cinco meses que pasaban al otro lado del lago, en Bay St. Louis, en Misisipí.

Leo era el último representante de Mullen e Hijos, Funeraria. Era el nieto cincuentón del fundador, había trabajado para su padre y para un tío, y ahora era el dueño, el final de la rama familiar. Dentro de diez años vendería el negocio y se retiraría a la bahía, a tender redes para capturar cangrejos y leer novelas históricas. Hasta entonces parecería triste, ofrecería palabras de consuelo, dirigiría rosarios si hiciera falta y nunca se escaparía a tomarse una copa en el piso de arriba mientras no se hubiesen retirado los familiares. Hubo clientes que creyeron que era el tío de Jack. En una ocasión, en el Mandina, Jack le había dicho a Leo:

– Nunca tendrías que haberte dedicado al negocio de las pompas fúnebres.

– Y tú que lo digas -había contestado Leo.

Jack Delaney tenía ya cuarenta años, pero parecía más joven. Su madre decía siempre que era su chico bueno, o su niño guapo. Nunca mencionaba Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana donde su niño había cumplido treinta y cinco meses de condena, trabajando en los campos de algodón y soja y rastrillando la maleza. Jack le había dicho a su mami que había traído con él lodo del Misisipí al salir. Su mami tenía siete fotos suyas enmarcadas, algunas de cuando hizo de modelo para la Maison Blanche. Tenía también una foto de Raejeanne, la orla del día de su graduación en la Dominican. A las chicas les encantaba el cabello alborotado de Jack, su enjuta constitución y su sonrisa de buen chico. Exclamaban «¡Oh guau!» cuando les contaba que había sido modelo, principalmente de ropa deportiva. Y decían «Oh, Dios mío», si les contaba que había estado en la cárcel. Arrugaban la nariz, pensando qué habría hecho aquel tipo tan mono para que lo enviaran a la cárcel. Él les decía que era una historia muy larga, pero que, bueno, en otro tiempo había sido ladrón de joyas. Ellas se empeñaban en conocer la historia y él les refería en voz baja las situaciones más escabrosas, pues había aprendido que a algunas chicas les excitaban los ex presidiarios decentes.

Cuando estuvo en la prisión de seguridad media de Angola, quien más hizo por él fue Leo. Habló con las personas adecuadas de Baton Rouge y les explicó que su cuñado era un poco salvaje, inmaduro. Claro, se creía el número uno, el sueño de todas las mujeres. Leo les explicó que Jack era inteligente, pero que durante la infancia le había faltado la disciplina necesaria, pues su padre había muerto en Honduras, cuando trabajaba para la United Fruit y Jack estaba en noveno curso, con los jesuitas. Había sido el tipo de niño que lleva dentro al diablo. Por ejemplo, se iba a Manchac, cazaba serpientes y las soltaba en las piscinas de los clubes. Pero no de las venenosas. Leo dijo a aquellas personas de Baton Rouge que le daría a Jack un trabajo que brindaba advertencias diarias acerca de la realidad de la vida y sobre sus consecuencias, lo que le pondría en el buen camino. Eso después de que Jack pasara algún tiempo de rehabilitación, tres años menos un mes, en vez de los entre cinco y veinticinco que señalaba la sentencia.

Así que trabajar en Mullen e Hijos, calle del Canal, 3600, era parte del acuerdo de libertad condicional de Jack. No le parecía que trabajar con muertos fuese mejor carrera que recoger algodón en Angola; pero ahí estaba, viviendo en el segundo piso de una funeraria, al otro lado del vestíbulo de la sala de embalsamamiento, conduciendo el furgón, recogiendo muertos en los hospitales y en los depósitos de cadáveres parroquiales, vigilando la puerta en las horas de visita, enganchando banderitas en los coches destinados a los cortejos fúnebres… Cuando lo contrató, Jack le dijo a su cuñado:

– ¿Estás seguro de que sabes lo que haces?

Y Leo contestó:

– Lo que sé es que a ninguno de los dos nos va bien beber solos.

En aquel momento, Leo decía:

– Pues si no has estado en Carville desde que trabajaste en la Rivés, debe de hacer de eso seis o siete años.

– Más que eso.

– No están muy seguros de cómo se contrae la lepra, quiero decir la enfermedad de Hansen, pero he leído que te la puede contagiar un armadillo. Así que aléjate de los armadillos.

Jack no dijo nada.

– Que yo sepa, ninguna de las hermanas la ha cogido, y están allí desde que abrieron el hospital, hace casi cien años. Son las mismas del Charity Hospital. ¿Recuerdas si conociste a la hermana Teresa Víctor?

Jack no contestó ni dijo absolutamente nada, porque estaba mirando la cara del hombre que yacía en la mesa de preparación, reconociendo formas que le eran familiares bajo las heridas, dándose cuenta de que lo conocía, incluso sin el pelo negro que en otros tiempos se rizara sobre su frente.

– Es Buddy Jeannette, ¿no? -dijo, sorprendido pero tranquilo, un poco atónito-. Por Dios, sí que lo es, es Buddy Jeannette.

Leo se dio la vuelta para mirar el certificado de defunción, que estaba en el tablón que había junto a la máquina de embalsamar Porti-Boy.

– Denis Alexander Jeannette -leyó-. Nacido en la parroquia de Orleans, el 23 de abril de 1937.

– Es Buddy, ¡Jesús! -Jack movió la cabeza-. No puedo creerlo.

Leo conectó el cadáver a la Porti-Boy y la máquina empezó a bombear un líquido rosa llamado Permaglo a través de los tubos de plástico que serpenteaban sobre el cuerpo desnudo de Buddy y se introducían en su carótida, en la parte derecha del cuello. Leo alzó la mirada y estudió a Jack unos instantes.

– ¿Por qué dices que no lo puedes creer?

– Era tan prudente…

Leo cogió la manguera y empezó a aplicar su suave chorro sobre los hombros y el pecho de Buddy Jeannette.

– ¿Dónde lo conociste, en la prisión?

– Antes -contestó Jack. Hubo un momento de silencio, mientras Leo esperaba y le pasaba la manguera a Buddy, enjabonándolo.

Solíamos vernos en el centro. Algún sábado por la tarde nos veíamos en el bar de Roosevelt y tomábamos una copa.

– Suena como si hubierais sido bastante amigos.

Leo iba masajeando a Buddy con el jabón, amasando la carne para ayudar a que penetrase el Permaglo y tomara algo de color natural.

– Éramos amigos cuando nos veíamos. Pero si no nos veíamos, tampoco pasaba nada.

– No recuerdo que lo mencionaras nunca.

– Bueno, hace tanto tiempo…

– ¿De qué?

– De cuando lo conocí. -Estaba empezando a acostumbrarse a mirar las heridas de Buddy. La cabeza del pobre tipo, pelada al cero parecía quemada por el sol-. Un accidente, ¿eh?

– Se salió de la carretera y cayó a un canal. Esta mañana, a primera hora -dijo Leo-. En la autopista de Chef. -Volvió a mirar el certificado-. Veo que tu amigo estaba casado. Vivía en Kenner.

– ¿Ah, sí?

– Lo que pasa es que había alguien con él en el coche. Una mujer joven -dijo Leo-. Si fueras su esposa… ¿te gustaría que te dijesen eso?

– Bueno, son cosas que pasan, supongo.

– ¿Por muy prudente que seas?

– A lo mejor me equivoco -dijo Jack-. A lo mejor no era prudente. O quizá lo fue en su día, pero cambió al atravesar el parabrisas. No sé nada de él, ni qué hacía últimamente.

– Parece que tenemos un asunto delicado.

Leo se dio la vuelta para controlar la presión de la máquina Porti-Boy.

Jack sabía que debía irse inmediatamente; pero se quedó mirando a Buddy.

– ¿Qué le pasó a esa persona que iba con él?

– ¿Quieres decir a la joven que no era su esposa? Lo mismo que a tu amigo -explicó Leo-. Causa de la muerte, heridas múltiples. Escoge la que quieras. Me sorprende que no hicieran una lista en el depósito de cadáveres. Lo único que hicieron fue sacarles sangre.

»La joven está en Lakeview. ¿Sabes dónde quiero decir? En Metairie, un edificio nuevo. Deben de celebrar lo menos doscientos funerales al año. La señora Jeannette pidió que a tu amigo lo trajesen aquí. Pero parece que tú no la conoces.

– No la conozco. Ni siquiera sabía que se había casado.

– ¿Y la amiga?

– ¿Te refieres a la que estaba con él? ¿Qué intentas averiguar Leo?

– Tú conoces a muchas chicas. Simplemente, pensaba que podías conocer a la que estaba en el coche.

– Explícame por dónde vas.

– Estamos hablando de mujeres, Jack. ¿Dónde puede uno conocerlas hoy en día? -Leo se metió en la cabina de la Porti-Boy-. Tengo entendido que el bar Bayou, el del Pontchartrain, no está mal.

– Es verdad.

Leo se encaró hacia Buddy Jeannette con un trocar de cuarenta centímetros, un tubo cilíndrico de bronce cromado, con un mango en un extremo y una punta de bisturí en el otro.

– Estuviste allí hace unos días, ¿no?

– Leo, no empieces con el trocar todavía, ¿vale? Aclaremos esto. ¿De qué día estás hablando?

– Esta semana has trabajado tres noches, o sea que debió de ser el lunes. Creo que hacia las seis.

Jack asintió, pero sin admitir nada con énfasis, con su conciencia diciéndole que era inocente.

– Ajá; ¿y con quién estaba?

– Sabes muy bien con quién estabas -dijo Leo. Cogió un trozo de tubo de plástico conectado a un aspirador metálico que había en el fregadero y empalmó el tubo con el mango del trocar-. ¿Vas a decirme que no estabas con ella? ¿Con una chica a la que se puede reconocer a más de un kilómetro por su pelo rojo?

– Sí, estaba con Helene.

– ¿Lo admites?

– Quiero saber quién te lo ha dicho.

– Si lo admites, ¿qué más da?

– Leo, no estás comentando simplemente que estaba con ella, estás acusándome por eso.

– Si te lo tomas así…

– ¿Pero de qué me acusas? Ya no estoy en libertad condicional, Leo. Me han rehabilitado. No tengo que vigilar todo el día y seguir tragando mierda, ¿vale? Quisiera saber qué he hecho.

– No lo sé. ¿Te la llevaste a una habitación?

– Nos encontramos por casualidad. No la había visto desde… ya sabes desde cuándo, han pasado muchos años.

– Desde que fuiste a la cárcel.

– Tomamos una copa, eso es todo.

– ¿Pero sentiste la necesidad?

– ¿De qué?

– De llevártela a una habitación.

– Leo, no se puede mirar a una mujer como Helene y no sentir esa necesidad, así nos ha hecho Dios. -Vio que Leo se acercaba a Buddy con el trocar-. Tengo la impresión de que te preocupa que pueda estar metiéndome en algo -dijo Jack-. O que me vuelva a meter en líos porque este tipo era amigo mío hace años.

– Más o menos en la misma época que Helene.

– ¿Lo ves? Eso es lo que digo. Ellos ni siquiera se conocían. El pobre tipo se sale de la carretera de Chef con una chica que podría ser su cuñada, una amiga de la familia, vete a saber. Pero tú empiezas a imaginar historias. Yo soy culpable porque él es culpable, y en verdad no sabes si lo es. Pero resulta, Leo, que incluso si la joven del coche hubiera sido su amiga, ¿qué tiene que ver eso conmigo?

– Me preocupo por ti.

– ¿Por qué?

– No sé. Supongo que por causa de tu carácter, de tus tendencias; eso me pone un poco nervioso.

– Somos muy distintos, Leo.

– Desde luego.

– A ti te gusta este trabajo. A mí no. A ti te gusta tumbarte en la hamaca de Bay, leyendo un libro, oliendo el guiso que Raejeanne está preparando en la cocina…

– ¿Y a ti qué te gusta, Jack?

Jack no contestó. Se quedó mirando aquel trocar, que parecía una lanza, apoyada sobre el vientre de Buddy Jeannette, a unos pocos centímetros de su ombligo.

– ¿Te das cuenta? -dijo Leo-. No piensas en las cosas normales que tú mismo dirías que piensa la gente. Siempre tienes que pensar alguna locura, ¿no?

– No estaba pensando en nada. Pero, si no te importa que lo diga, Leo, creo que este negocio te hace envejecer antes de tiempo. Es tan serio… ¿Sabes?, hay pocos momentos tranquilos.

Vio, con alivio, que Leo aflojaba la presión del trocar.

– Tienes razón. Suelo precipitarme al sacar conclusiones. Oigo que estás con esa tía pelirroja e inmediatamente te veo entrando otra vez en esa rutina de bares de hotel.

– Sólo la invité a una copa.

– Ya, bueno, aun así… Después de lo que te hizo, tienes que estar loco si no le niegas hasta el saludo.

– Ella no me hizo nada Leo. Me lo hice yo mismo. El cerebro se lo plantea al deseo, ¿vale? Y el deseo dice «de ninguna manera» o dice «de acuerdo». Eso lo aprendimos en el colegio.

»Quiero decir que no hay que culpar a nadie cuando la jodes.

– Sólo espero que te des cuenta de que si empiezas a buscar otra vez ese tipo de diversiones sólo puedes acabar de dos maneras. Una de ellas ya la conoces, y la otra, Jack, está encima de esta mesa. Como la que ha encontrado tu amigo.

– Iré a Carville mañana.

– Te lo agradecería -dijo Leo. Miró hacia abajo y tocó el vientre de Buddy Jeannette con la punta aguda del trocar, a unos quince centímetros del ombligo.

Jack dijo:

– Espera. ¿A qué hora tengo que ir? -Vio que Leo se inclinaba sobre el instrumento e insistió-: Leo, espera. ¿Vale? -Y luego dijo-: Oh, mierda.

Y se dio la vuelta.

2

Uno de los camareros del Mandina, Mario, un tipo joven al que Jack Delaney conocía bastante, preguntó:

– ¿Le clavas la cosa a la persona, como si la estuvieras apuñalando?

– ¿De qué otra manera podría hacerse?

– ¿Y le pinchas por todo el cuerpo?

– No, una vez le has aplicado el trocar, lo dejas en el mismo sitio. Lo que cambia es el ángulo. O sea, lo que haces es aspirar las vísceras. Si le das al hígado y no se hunde, sabes que el fulano era un privilla, que tenía cirrosis.

– ¡Jesús! Yo nunca podría hacerlo.

– Te acabas acostumbrando.

– ¿Quieres otro?

– Sí, con tres aceitunas. Luego cambiaré.

– Tío, yo no podría hacerlo.

– Hay embalsamadores profesionales que trabajan por libre y sacan unos cien por trabajo. ¿Qué te creías? Son treinta o cuarenta de los grandes al año.

– Yo no -dijo Mario, alejándose.

Los sábados por la tarde, el café, sencillo, de techo alto, estaba casi vacío. Demasiado arriba de la calle Canal para los turistas. Mullen e Hijos estaba sólo a una manzana de distancia.

Después de los funerales, Jack y Leo solían ir al café, todavía ataviados con traje oscuro y pajarita de color gris perla, ocupaban una mesa y empezaban a hablar, tratándose el uno al otro con educación hasta que empezaba a entrarles la relajación que producía el primer martini con vodka helado. El de Jack, con aceitunas rellenas de anchoa; el de Leo, con una rodaja de limón. A Leo le brillaban los ojos cuando miraba al camarero negro con barba, uno que había salido en una película titulada Pretty Baby y que les llamaba «petimetres funerarios». Leo solía decir:

– Henry, ¿por qué no lo haces otra vez? Te aseguro que nos encantaría, Henry.

Luego se tomaban una crema de alcachofas y una ración de ostras.

Mario se acercó a la barra con el martini y lo dejó sobre el posavasos que había delante de Jack.

– Lo que no entiendo es cómo puedes hacer eso de jugar con muertos cada día de tu vida.

Jack cogió el martini, a punto de decir que al menos los muertos no se quejan ni plantean problemas. Pero esperó y pensó un momento. Luego contestó:

– No lo sé. Realmente no lo sé.

Bebió un trago, se puso una aceituna en la boca, la masticó y tomó otro trago. «Jesús, qué bueno.»

– Tengo entendido que no les ponéis bragas a las mujeres para meterlas en la caja.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– No sé, lo oí una vez.

– Las vestimos hasta los pies. Los zapatos, depende; pero todo lo demás se lo ponemos.

Mario alzó el vaso de Jack para ponerlo sobre un posavasos nuevo.

– ¿Has tenido alguna vez una chica realmente guapa, quiero decir con un cuerpo perfecto, y… ya sabes, has tenido que hacerle todas esas cosas?

– Ahora ya no te parece tan mal, ¿eh?

– Aun así, sería incapaz de hacerlo.

– ¿Sabes lo que es peor? Cuando te llega un cadáver, lo miras, y de repente te das cuenta de que se trata de un individuo que era amigo tuyo.

– Eso impresiona, ¿no? Alguien conocido…

– Incluso si hace tiempo que no has visto a esa persona. Como el fulano de hoy. Lo veo allí tendido y no me lo creo. No sólo está muerto, sino que es ocho años más viejo que la última vez que lo vi. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es otra persona. Lo miro, era un individuo que se llamaba Buddy Jeannette, lo conozco, pero no lo conozco. No sé qué ha hecho, ni dónde ha estado.

– ¿De qué ha muerto?

– Mira, el caso es que ese tipo era algo más que un amigo. Cuando lo conocí, la primera vez que lo vi, hizo que cambiara por completo mi jodida vida.

– ¿Qué era, una especie de cura?

– Era un ladrón de hoteles.

– ¡No jodas!

– Ya sabes que yo estuve preso.

– Sí, una vez lo mencionaste.

– Bueno, pues antes de eso, cuando conocí a ese tipo… Espera, antes tengo que explicarte algo. Justo cuando salí de la escuela trabajé en la Maison Blanche, y me sacaban en los anuncios. Decían que era la talla cuarenta perfecta, que tenía buena dentadura, que les gustaba mi pelo… Pero lo dejé porque era una mierda tener que estar allí, bajo todos aquellos focos. Luego, en esa época de que te hablo…

– ¿Cuando conociste al tipo?

– Sí, hace ocho años. Yo tenía entonces treinta y dos, y trabajaba para los hermanos Rivés. Apenas ganaba doscientos a la semana.

– Emile y su hermano. Vienen por aquí.

– Ya lo sé. Son mis tíos… De cualquier modo, aquella noche en concreto salí del Félix, allí en Iberville, me había tomado mis ostras y un par de cervezas, y me paró una mujer por la calle. Quería saber si alguna vez había hecho de modelo. «Sí, ¿le suena la Maison Blanche?» Supe que no era de la ciudad por su forma de hablar. Me dijo que habían venido de Nueva York para hacer un catálogo de ropa deportiva de Holanda -esa marca que lleva un tulipán pequeño en las camisas- y que me pagarían mil pavos por cuatro días. Así de simple. Los mil fijos, más horas extras. Pero, por la forma en que me miraba y me tocaba el pelo, tuve la sensación de que quería hacerme algo más que sacarme fotos.

– ¿Ah, sí? ¿Era guapa?

– Atractiva, con mucho estilo. Llevaba gafas oscuras constantemente y tenía la piel más blanca que he visto en mi vida. Debía de tener cuarenta y tres años.

– No está mal.

– Se llamaba Betty Barr, y era ejecutiva de publicidad. Sólo los demás modelos y el fotógrafo la llamaban Bettybarr, como si fuera una sola palabra. No sé por qué, pero a mí me costaba, así que no la llamaba de ninguna manera. Empezábamos por la mañana y trabajábamos todo el día, en exteriores, siempre en diferentes escenarios. La plaza Jackson, naturalmente, el parque Audubon, el faro de New Bassin Canal, los muelles de Lafitte, ¡Jesús!, con los enanos del Cajun allí, mirando. Allá nos tenías, todo el grupo posando, como si estuviésemos encantados de llevar aquella ropa: tobilleras, camisetas de rugby… A aquel tipo, Michael, que nunca me dijo una jodida palabra, parecía no importarle tener pinta de gilipollas. Veíamos cómo hacían comentarios los enanos. O las chicas, pero a ellos no les importaba, eran niñatos: dieciséis, diecisiete… -Tocó su vaso-. ¿Por qué no me lo vuelves a llenar? Vodka solo.

Mario se metió por debajo de la barra para coger la botella y Jack recordó a las chicas. A ellas no les costaba nada convertirse inmediatamente en parte de lo que hacían, mostrando su repertorio de poses con cara inexpresiva, o sonriendo, o aparentando sorpresa. Le fascinaban sus estudiadas poses. Eran chicas que cuando hacían de modelo eran capaces de olvidarse de sí mismas entre tanta pose. Una vez, en un aparte, les dijo:

– ¿Os imagináis un fulano con esta ropa?

Y las chicas contestaron:

– Verdaderamente…

Le gustaban cuando posaban, y él les gustaba a ellas cuando no lo hacía.

Mario volvió y le llenó el vaso. Jack siguió:

– Fuimos a Tulane. Yo llevaba aquellos jodidos pantalones de color verde brillante y una camiseta rosa, con el tulipán, y allí mismo, en la avenida Saint Charles, estaban los albañiles de la South Central Bell levantando la calle. En mi trabajo habitual de entonces, con los malditos tubos de órgano, trabajaba cada día tan duramente como ellos. Pero no podía acercarme y explicárselo. Eso ya era bastante malo, pero encima a Bettybarr se le ocurrió una idea: se acerca y me pone un gorrito de color amarillo. Le dije: «Perdone, pero ¿usted conoce a alguien que lleve un gorro así?» Y me contestó: «Tú lo llevas.» El domingo, el último día, estábamos trabajando en la cubierta superior del transbordador de Algiers, que navegaba arriba y abajo. Toda la gente del barco estaba allí arriba, mirándonos. Vi que había dos payasos bebiendo cerveza directamente de la botella y supe inmediatamente que iba a tener problemas. Vinieron a mi lado. Yo estaba allí, sonriendo a la cámara con aquella ropa blanca, y empezaron a hacer ruido, aspirando como si dieran besos, ya sabes, y preguntándome si estaba echando las redes o qué. Justo entonces, llega Bettybarr con un gorro de marinero y yo pienso: «Mierda, ya empezamos.» Ella estaba a punto de ponerme el gorro en la cabeza, y le digo: «Perdone.» Me vuelvo hacia los dos imbéciles de las botellas y les digo: «Si oigo una jodida palabra más, alguien va a saltar por la borda.» Betty Barr se queda atónita, como congelada, totalmente inexpresiva. Dice: «Ya basta por hoy. Recojamos y desembarquemos.»

– ¿Y qué hicieron aquellos individuos?

– Nada. El transbordador amarró y bajamos. Pero, luego, estábamos en el bar aquella noche, en el Roosevelt, y me preguntó: «¿Me lo dedicabas a mí?» Como si yo hubiera querido destacar. Le contesté: «No, era un asunto entre aquellos tipos y yo, y tenía que hacerlo.» Y ella dice: «Ya.» Se acaba su copa, me mira y dice: «¿Quieres subir a la habitación?»

– ¡No jodas!

– Subimos a su suite.

– Ya.

– Me desnudó.

– ¡No jodas!

– Me dijo: «Tienes un cuerpo maravilloso.»

– ¿Sí?

– Nadie me había dicho eso nunca. No sé qué decir del suyo. Sin ropa era más grande, ¿sabes?, más suelto. Y tenía la piel tan blanca que parecía más desnuda que las chicas que tienen la piel suave y marcas de bronceado. Luego, cuando lo hicimos, resultaba extraño oír agitarse y gemir a aquella mujer madura que olía a jabón de baño.

– Ya, pero estaría bien, ¿no?

– Estuvo bien. Después, cuando nos quedamos tumbados, volví a sacar el tema.

Mario sonrió.

– Me refiero a lo de los dos imbéciles, a por qué había tenido que decirles algo. Me pidió que apagara la luz. Yo le digo: «No entiendes cómo me sentía, ¿verdad?» Va y me contesta: «Jack, de verdad que no me importa demasiado cómo pudieras sentirte. Si no quieres que te miren, no te pongas delante de una cámara.» Intenté explicarle que si algún tipo volvía a irse de la lengua como aquéllos la iba a armar. ¿Y sabes qué me dijo?

– ¿Qué?

– Dijo: «Mientras yo te pague no lo harás. Y ahora, por favor, apaga esa maldita luz.»

– Tío, qué tía más dura.

– Tienes razón. Era una tía dura. Y también ella tenía razón. Si no me gustaba estar allí sintiéndome como un gilipollas, no tenía que hacer de modelo. Ni siquiera por el dinero que pagaban… Y sabía que podía conseguir más trabajo gracias a ella. Yo vivía en Magazine, en un cuchitril casi sin muebles, odiaba mi trabajo y estaba pensando en la posibilidad de casarme. ¿Te acuerdas de Al, el tío de Leo? No, eso fue antes de que tú entrases aquí. Fue con Maureen, la hija de Al, con quien estuve a punto de casarme. -Jack cogió su copa y tomó un trago lentamente deleitándose-. Iba a decir que, si lo hubiera hecho, ahora no estaría aquí. Pero es precisamente ahí donde estaría, en el jodido negocio de la funeraria. Ahora mismo estaría allí, con los guantes puestos. Bueno…

– Estabas en la cama con la tía.

– Bettybarr. Ella ya roncaba y yo estaba desvelado, tratando de decidir si era más importante el dinero o el respeto a uno mismo. O sea, me estaba excusando a mí mismo. Tal vez no fuera una cuestión de respeto, a lo mejor era simplemente que no me gustaba ser tímido. Estaba pensando que si hubiera hecho anuncios de camiones, o de aceite para motores, ¿sabes?, de tabaco de mascar o algo así… cuando de repente oigo un ruido junto al tocador. Levanto la cabeza y, ¡joder!, había un tío en la habitación. -Jack hizo una pausa y tocó su vaso-. ¿Por qué no me lo llenas otra vez?

Mario le llenó de nuevo el vaso rápidamente.

– ¿Quieres más hielo?

– No, ya está bien. -Bebió un trago-. No me lo podía creer, un tío allí, de pie, junto al tocador. Veo que pasa por delante de la ventana y se mete en la sala. Espero, y no oigo nada, así que bajo de la cama, me pongo los pantalones y me acerco de puntillas a la puerta. El fulano había encendido la luz de la mesita y estaba sacando cosas de la maleta de la señora y metiéndolas en una bolsa que llevaba. Así que empecé a acercarme a él.

– ¡No jodas!

– Era más o menos de tu altura. ¿Cuánto mides tú, metro sesenta y cinco?

– Metro setenta.

– No era demasiado grande. Tal vez sesenta kilos.

– Yo peso setenta y cinco.

– Así que me pareció que no habría ningún problema mientras no llevara pistola.

– Ya. ¿Y la llevaba?

– Precisamente en aquel momento se dio la vuelta y nos quedamos mirándonos. El tipo dijo, con mucha calma: «Seguro que me he equivocado de habitación. Ésta no es la 1515, ¿verdad?» Y yo le dije: «Ni de lejos.» Y entonces, ¿sabes qué hizo? Se sentó en una silla, sacó un cigarrillo y me preguntó: «¿Le importa si fumo?» Y yo le dije: «¿Por qué, está nervioso?» Y él dice: «Nunca me había pasado antes.» Enciende su cigarro. Le pregunto si nunca le habían sorprendido. «Sí, pero no me han condenado. ¿Y a ti?» Le digo que me han cogido una vez por robar entradas en el Superdome y que me han puesto una multa de doscientos pavos. Él dice: «No quiero parecer un llorica, no me gustan los lloricas, pero éste iba a ser mi último trabajo. Quieren que me dedique a la venta de coches con mi cuñado.» Por la forma de decirlo, se notaba que no le apetecía nada. O sea, el asunto era mi propio cuñado. Me refiero a Leo. Ya entonces estaba intentando convertirme en enterrador. Era como si tuviésemos algo en común.

– Tú y aquel tipo.

– Sí, Buddy y yo. Porque se trataba de él, Buddy Jeannette, el fulano que acabo de ver muerto.

– Pero, si no era demasiado fuerte, ¿por qué no lo agarraste?

– ¿Para qué?

– Y luego llamabas a la policía.

Jack hizo una pausa y bebió un trago.

– Era como si… ¿nunca has conocido a alguien que te gustara desde el primer momento y con quien te sintieras de acuerdo, como si tuvieras algo en común?

– Sí, pero aquel individuo se había colado en la habitación.

– Y empezó a hablar como si estuviésemos en el vestíbulo. Era algo nuevo, como un juego, y yo quería ver adónde nos llevaba. Llegados a ese punto, ¿por qué no?

– ¿Se llevó algo tuyo?

– No tenía nada que valiese la pena. Me dijo que había estado siguiendo a Bettybarr porque llevaba ropa cara y alguna pieza de oro interesante. Entonces me contó que aquella tarde ya había estado en la habitación. Le pregunté por qué había vuelto. Me dijo: «Cuando la gente sale, nunca deja nada en la habitación. Así es como lo hacemos, tío, estudiando el plan. Mira, hay que volver cuando ella está en la habitación, durmiendo, y tiene la cartera y las joyas en el armario, y no tropezar con nada.» Incluso sabía que yo no estaba con el grupo cuando llegó de Nueva York. Le pregunté: «¿Qué haces, sigues a la gente?» Y me contestó: «La controlo. Abajo, en el bar, en diversos sitios. Generalmente puedes adivinar quién tiene algo. Esta está en el límite, pero aun así vale la pena. Tiene uno de los grandes, en metálico.» Le pregunté cómo había entrado en la habitación y me dijo que con una llave. Entonces cambió de tema. Me dijo: «¿Qué pasa si la tía sale de la habitación?» Y yo digo: «Lo tendrías jodido.» «¿Y si no sale?» «Eso cambiaría las cosas. Pero cuéntame lo de esa llave mágica que tienes.»

– La había cogido en recepción.

– No, lo que hacía era alquilar una habitación. Luego, por la noche, desmontaba la cerradura y se las arreglaba para hacer una llave maestra.

– ¿Qué es una llave maestra?

– Una llave que sirve para abrir cualquier puerta de un hotel, en caso de incendio o de cualquier accidente que les obligue a abrir todas las habitaciones. Aquel fulano había sido cerrajero. Así que le pregunté: «¿Cuántas llaves maestras tienes?» Y me dijo: «¿Sabes que cierta gente pagaría hasta cinco de los grandes o más?» Yo le dije: «Sí, pero también podría ser que quisieras dársela a alguien que pudiera ayudarte.» Me contestó: «Creía que tenías otras intenciones. Tú te metes el dinero en el bolsillo, yo me largo con todo lo demás, y ella se piensa que el bulto de tus tejanos es porque la deseas.»

Jack sonrió, agitando la cabeza.

– Aquel tipo era una especie de ladrón profesional de primera, llevaba traje y corbata… Era como encontrarte con una estrella de cine y descubrir que habla y obra como cualquier persona.

– Así que te quedaste con la llave del tipo -dijo Mario- y lo dejaste marchar.

Jack alzó la mano.

– Le dije: «Primero, devuélvelo todo.» Y él insistió: «Tú podrías quedarte el dinero y yo unas cuantas piezas.» Yo dije: «Y luego aparecería mi nombre en la denuncia de un robo, ¿eh? Registrado en un archivo de la policía al cual se podría recurrir algún día en el futuro. No, que va.» Y Buddy dijo: «Podría irte bien, porque no eres tonto. Pero ¿tienes huevos para entrar en una habitación en la que sabes que hay gente durmiendo?»

Mario negó con la cabeza:

– Yo no, tío.

– Ya, pero tenía gracia, el tío hablando de huevos cuando yo le tenía el derecho en mi bolsillo. De todas formas, no le amenacé con un «Dame las llaves o te denuncio». No, ni una palabra de eso. Más adelante, la siguiente vez que lo vi, me dijo que le había impresionado que yo no intentase hacerme el duro. Tenía clase.

– ¡Jesús!

– Y ahora está muerto.

– ¿Te lo vuelvo a llenar?

– No, voy a cambiar.

Jack se encontraba junto a una mesa, cansado de estar de pie. Alzó la vista, vio que venía Leo desde la barra y se dio cuenta de que habían encendido las luces. Estaba lloviendo y la luz griseaba en la calle del Canal. Leo se detuvo y tomó un trago del martini, cuidando de que no le cayera nada. Tenía su fino cabello pegado a la cabeza, llevaba el impermeable empapado y, según observó Jack, estaba muy serio, aparentemente preocupado.

– ¿Estás bien?

Jack estuvo a punto de decir «¿Comparado con qué?». Pero simplificó y dijo, insinuando una inocente sorpresa:

– Bien…

Sintió que se ponía en guardia, que su cuerpo flotaba cómodamente mientras su mente zumbaba, llena de palabras e imágenes, totalmente alerta. Preguntó:

– ¿Qué tal Buddy?

– Ya he acabado con él -dijo Leo-. Está listo para recibir visitas. -Observó el vaso de Jack-. ¿Qué bebes?

– Un Sazerac.

– ¿Desde cuándo tomas Sazerac?

– Creo que desde hace una hora. No sé… ¿qué hora es? Está oscureciendo.

– Las cinco y media -dijo Leo. Dejó su martini sobre la mesa, cogió una silla y se sentó-. Me voy, le he dicho a Raejeanne que iría a cenar. -Mantenía su expresión seria-. ¿Seguro que estás bien?

– Aquí me siento seguro -contestó Jack-. Si salgo podría atropellarme un coche.

– Mañana has de ir a Carville. No te olvidarás, ¿verdad?

– Lo estoy deseando.

– Volveré hacia las siete. Se rezará un rosario por tu amigo Buddy. Un cura de Kenner, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

– Es lo que él siempre había deseado. Un rosario.

– Ah, hace un rato ha llamado la hermana Teresa Victor, de Carville. Alguien quiere ir contigo a recoger el cadáver. No te importa, ¿verdad? Te hará compañía.

– Oh, mierda, Leo -dijo Jack-. No soporto hablar con los parientes, se ponen de una manera… Me estás pidiendo que recorra doscientos cincuenta kilómetros, entre la ida y la vuelta, con la cabeza hirviéndome para encontrar palabras de consuelo. Jesús, nada de sonreír. Cuando vas al cementerio es distinto, porque no tienes que decir nada. A veces, hasta parecen alegres. Mierda, Leo.

Leo bebió un trago de su martini.

– ¿Has acabado? -dijo, y volvió a beber-. La persona que va a ir contigo no es pariente, es una hermana, una monja que conoció a la muerta cuando estuvo en Nicaragua y que creo que la trajo aquí para que la tratasen. Todavía estaba arreglando a tu amigo cuando la hermana Teresa Victor me ha explicado eso. Luego debe de haber pasado algo, porque de repente ha tenido que colgar.

– ¿La que tengo que llevar es una monja? ¿La muerta?

– Mira -explicó Leo-, la muerta es una joven nicaragüense de veintitrés años. He apuntado su nombre. Está en la tabla de la sala de preparación. Y también el nombre de la persona que te va a acompañar, una tal hermana Lucy. ¿Te enteras?

– ¿De qué murió?

– Fuera de lo que fuese, no te lo puede pegar, ¿vale? Recoges a la hermana Lucy en la misión de la Sagrada Familia, en la calle Camp, mañana a la una en punto. Está cerca de Julia.

– ¿Allí donde dan sopa?

– Allí mismo. Te estará esperando.

– Bueno, si no sabemos de qué hablar, rezaremos un rosario.

– ¡Ya empezamos! -Leo se acabó su martini-. ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien.

– No te olvides. A la una.

– De acuerdo.

– No sería mala idea que esta noche no salieras.

– ¿Sigues preocupado por mí?

– Ves a tu antiguo compañero sobre la mesa, y lo siguiente que sé de ti es que estás trompa. ¿Quién bebía Sazerac, Buddy o Helene?

Jack sonrió. Se sentía tranquilo, despabilado, seguro; era su lugar preferido para beber a última hora del día. Dijo:

– Quieres que te explique lo de Helene, ¿no?, lo que sentí al volver a verla. Te mueres de ganas de saberlo, ¿verdad?

– Ya te lo he dicho -insistió Leo-. Cuando lo supe me produjo cierta aprensión.

– En ese caso te alegrará saber que mi corazón permanece en su sitio.

– ¿Y qué hay de otras partes de tu cuerpo?

Jack negó con la cabeza.

– Su atractivo ha desaparecido. Ahora lleva el pelo rizado, y eso cambia su aspecto. Eh, Leo, pero… -Jack sonrió- ¡qué bien olía! Llevaba un perfume que sé que es caro porque una vez cogí una botella de un armario, una noche, en el hotel Peabody, en Memphis, y se la regalé a Maureen.

– Eso es complejo de culpabilidad.

– Tal vez. Maureen dijo: «Jack, esto va a ciento cincuenta dólares la onza. ¿Lo has comprobado? Dime la verdad.» Fue cuando ya había dejado lo de Uncle Brother y Emile.

– Cuando ya te habían echado.

– Y todo el mundo pensaba que yo iba carretera adelante vendiendo café. Un amigo mío lo hacía, representaba a La Louisianne. Le decía adiós a Maureen el domingo por la noche y no volvía a verla hasta el viernes. Y yo ya había regresado a Nueva Orleans o a Bay cuando el tío de Nashville le preguntaba a los vigilantes del hotel: «Pero ¿cómo ha podido entrar alguien en la habitación si la cadena estaba puesta cuando nos hemos despertado?»

– ¿Y cómo lo habías hecho?

Jack oyó el entrechocar de los cubiertos de plata -Henry, el camarero, estaba poniendo una mesa-, y durante la pausa se dio cuenta de que nunca le había explicado detalles a Leo. Ni tampoco había contado a nadie cómo había conocido a Buddy Jeannette. Bueno, Buddy estaba muerto. No pasaba nada por explicar lo de aquella noche. Pero ¿no estaría hablando demasiado? Le dijo a Leo:

– Lo que quería decir es que siempre sentí que Maureen sospechaba que me dedicaba a otras cosas. Yo no sabía ni una mierda sobre café, aparte de que se bebe. Pero sé que nunca dijo nada.

– No como otra chica a la que podríamos mencionar y de la que de hecho estamos hablando.

– Lo que pasa, Leo, es que llevas algo entre ceja y ceja.

– Jack, siempre has estado un poco loco, pero nunca has sido idiota. Los jesuitas te enseñaron a pensar hasta cierto punto, a poner las cosas en su sitio. Lo que nunca entenderé es cómo pudiste dejar que esa pelirroja te tuviera agarrado por tus partes…

– No era eso.

– … cuando tenías a una chica maravillosa como Maureen muriéndose de ganas de casarse contigo. Una chica que lo tiene todo: belleza, inteligencia, una buena educación católica, e incluso cocina mejor que tu madre y que Raejeanne.

– Te vi trabajar para tu padre y para el suyo, Leo -dijo Jack-. Vi que si me casaba con ella me convertiría en un yerno de Mullen e Hijos, y no me hacía falta una educación jesuítica para darme cuenta de que me habría quedado enganchado, condenado. Habría sido como estar en prisión.

– A Maureen no le habría importado cómo te ganaras la vida. Estaba loca por ti.

– Maureen necesita seguridad y que todo vaya bien. Por eso se ha casado con un médico, ese gilipollas con corbata y bigotito. Pero eso ya es otra cosa -siguió Jack-. ¿Quieres saber por qué no me casé con Maureen? No es porque fuera tan dulce y buena, qué va, eso lo habría podido cambiar, habría podido obligarla a distanciarse y darse cuenta de la diferencia entre la mierda y la verdadera vida. ¿Quieres saber la auténtica razón? Ya que te estoy contando mis más sagrados secretos…

»Quieres decir que ya estás como un piano -puntualizó Jack- y que no puedes ni acordarte.

Jack miró a su alrededor y luego se inclinó sobre la mesa.

– Tenía la sensación de que Maureen, una vez casada e instalada, tendría tendencia a engordar. Intuía que podía cambiar su actitud vital, pero no su metabolismo.

Leo se quedó mirándole.

– ¿Hablas en serio?

– Lo digo a sabiendas de que mi hermana, Raejeanne, no es un peso ligero. Cuando se metía conmigo le decía: «Raejeanne, ¿sabes lo que pareces? Un sofá con zapatillas de deporte.»

– No era muy galante por tu parte.

– No. Y no pretendo ofenderte, como si fuera algo terrible. Sólo que intuía que Maureen iba a ganar peso.

– No he oído una idiotez igual en toda mi vida -dijo Leo.

– Nuestros gustos son distintos, Leo, eso es lo que estoy intentando explicarte -dijo Jack-. Nuestros gustos y disgustos, lo que nos divierte, lo que hace que se te iluminen los ojos… ¿Quieres que te diga lo que me atrajo de Helene? ¿La primera vez que la vi? ¿Lo primero que observé en ella?

– Me muero de ganas de saberlo.

– Su nariz.

Leo le miró.

– Aquella nariz clásica, que podrías calificar de aristocrática. La nariz más perfecta que he visto en mi vida, Leo.

– ¿Te oyes a ti mismo? -preguntó Leo. Y luego siguió, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo oyesen Henry y Mario, que miraban desde la barra-: ¿Te vas a quedar ahí sentado diciéndome que fuiste a la cárcel por la nariz de esa tía?

– No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

Aun estando medio borracho, hablando demasiado, no le importaba mencionar aquella fina línea de pecas, o tratar de describir aquel contoneo impertinente, aquella belleza frágil, sus ojos castaños…

O las desnudas piernas falda arriba. Piernas largas y esbeltas, con un empeine cuya delicada línea realzaba cuando dejaba que el zapato le colgase de un dedo, cruzadas las piernas de la joven dama sentada sobre el taburete de la barra del salón Sazerac, en el hotel Roosevelt. O en el Monteleone, el Pontchartrain, el Peabody de Memphis o el Baltimore de Atlanta. No era sólo la nariz. Pero ¿para qué intentar explicarle todo aquello a un hombre que arreglaba cadáveres, leía novelas que ocurrían en tiempos pasados y no le entristecía abandonar a alguna chica en el bar de un hotel?

Leo habría dicho lo que igualmente dijo:

– Nunca te harás mayor, ¿verdad?

3

Los vagabundos que estaban delante de la Sagrada Familia, parpadeando bajo la luz del sol y tapándose los ojos, decían:

– Eh, si es el de la funeraria. ¿Quién ha muerto? No será por mí, ¿no? Yo todavía no me he muerto. Lárgate con esa cosa, joder. Ven dentro de un tiempo. Eh, colega, vuelve cuando la hayamos palmado. Éste está casi muerto. Toma, llévatelo.

Jack les dijo que no tocaran el coche. «Apartaos, ¿vale?» Caminó entre ellos con su traje azul marino, su camisa blanca, su corbata a rayas y sus gafas de sol, moviendo la cabeza, con una pequeña sonrisa, teniendo cuidado de respirar por la boca. Uno de los vagabundos dijo que la sopa iba a ser buena. La mayoría parecían alcohólicos sin remedio. Estaban en lo más profundo de ninguna parte, un día de primavera, abatidos, pero podían hacer comentarios, e incluso intentaban agarrarlo.

– Eh, señor, déme un dólar. Vigilaré que nadie se mee en su coche de muertos.

Cuando entró en el edificio de la misión, sólo un par de ellos seguían pegados a él.

Había otros vagabundos inclinados, hombro con hombro, sobre dos filas de mesas que daban a un mostrador, donde dos señoras rollizas, de pelo cano, que llevaban gafas y delantales blancos, iban sirviendo las comidas. Jack se dirigió a un negro pequeño que llevaba un babero y un abrigo intemporal, demasiado grande para él:

– ¿Quién es la hermana Lucy?

El hombre salía de la fila. Miró hacia atrás por encima del hombro y luego se dio la vuelta y señaló a la fila que se acercaba al mostrador.

– Está ahí mismo. ¿La ve?

– ¿Seguro?

El hombre mostró una sonrisa casi desdentada al ver cómo la miraba Jack.

– Es como para creer en Jesús, ¿eh? Y además cocina bien. Venga un domingo a probar las judías y el arroz.

Jack vio el perfil de una mujer que llevaba el pelo oscuro recogido por detrás de las orejas. Se quitó las gafas de sol. Vio que llevaba una chaqueta beige de doble cuerpo, muy elegante, de lino o de algodón fino, y que se movía entre aquella fila de desgraciados, que incluso los tocaba. Él había posado con chicas en tejanos, pero en este caso se trataba de una monja que llevaba unos ceñidos pantalones Calvin y un bolso colgado del hombro que tenía unas piernas largas y esbeltas que parecían aún más largas a causa del calzado plano. En medio de aquella habitación, en un centro donde se repartía sopa para los pobres… ¡fíjate! Tocándolos, tocando sus brazos cubiertos de harapos, tomando sus manos, hablando con ellos…

La mujer se acercó con una mirada tranquila y le dio la mano. Él dijo:

– ¿Hermana? Soy Jack Delaney. De Mullen.

Y le sorprendió encontrar callos en su mano, porque no encajaban con su apariencia. Aunque su rostro sí que encajaba. Su cara le impresionó. La nariz esbelta, delicada; el cabello oscuro, cepillado hacia atrás, aunque se le alborotaba en la frente, y la profundidad de los ojos azules, mirándole. De cerca parecía más baja, lo cual le sorprendió. «Sólo un metro sesenta -pensó-, sin tacones.» Ella dijo:

– Soy Lucy Nichols. Estoy lista, si quiere.

Los vagabundos del exterior le dijeron que no se fuese con él.

– No entre en ese coche, hermana. Es un viaje sin retorno. ¡Eh, hermana, qué guapa está!

Les sonrió, se puso una mano en la cadera y movió los hombros como si fuera modelo. «No está mal, ¿eh? ¿Le gusta?» Ella se paró para mirar el coche fúnebre y luego a Jack, y dijo:

– ¿Sabe una cosa? Siempre he deseado probar un coche así.

Tocó la bocina al salir y los vagabundos que quedaban bajo el sol en la calle Camp saludaron.

– ¿Puede dominarlo?

– Es estupendo. Yo solía conducir un camión de tonelada y media que tenía las ballestas rotas. El mes pasado, cuando tuvimos que huir a toda prisa, me las arreglé para comprar un Volkswagen en León y conducir hasta Cozumel. ¡Vaya viaje!

Jack tuvo que pensar un minuto. Pero no le sirvió de nada.

– ¿Desde dónde condujo?

– Desde León, en Nicaragua, hasta Guatemala, a través de Honduras. Vestíamos lo que podía pasar por hábitos y nuestros documentos indicaban que íbamos a la escuela de idiomas Maryknoll, en Huehuetenango. Luego, tuvimos que falsificar más papeles para entrar en México. Después ya fue más fácil: desde Cozumel hasta Nueva Orleans, y de allí a Carville. Podíamos haber cogido un avión de Managua a México, pero en aquellos días parecía arriesgado acudir al aeropuerto. Teníamos la sensación de que no debíamos quedarnos quietos. Mi única preocupación era sacar a Amelita de allí rápidamente y proseguir la terapia. Es la que vamos a recoger, ¿sabe?

– ¡Oh! -dijo Jack.

La que iban a recoger. Una forma poco delicada de referirse a la muerta. Pero ése era el nombre que Leo había apuntado. Amelita Sosa. Se preguntó si la hermana Lucy creía que sabía más sobre ella de lo que en realidad sabía. ¿Qué debía de hacer por aquellos pagos? Se preguntó qué había hecho con el Volkswagen, si quizá lo había vendido. Era como irrumpir en una conversación mediada. No quería parecer idiota. Dijo:

– Dé la vuelta a Lee Circle para entrar en la interestatal. Cójala hasta la salida de Saint Gabriel. Si se cansa, avíseme.

– No sabe cuánto aprecio lo que está haciendo -dijo ella.

Se quedó callado. ¿Qué estaba haciendo? Su trabajo. Luego pensó que tal vez Leo les hubiera dicho que no les cobraría. Le costaba imaginarlo. Luego se puso a mirar por la ventanilla, intentando encontrar temas que tuvieran algo que ver con las monjas.

– Durante toda la escuela primaria, tuve monjas.

– ¿Ah, sí?

– En Incarnate Word. Luego fui a los jesuitas. -Oyéndose a sí mismo, le sonaba como si todavía estuviera allí-. Estuve en Tulane un año, pero no sabía qué escoger, quiero decir, qué me convenía más. Así que lo dejé.

– Yo también. Estuve un año en Newcomb.

– ¿De veras?

Jack se sintió un poco mejor.

– Antes de eso estuve un año en un convento, el del Sagrado Corazón.

– Ah, yo conocía algunas chicas que también estuvieron allí, pero debió de ser antes que usted. Bueno, había una… ¿no conocerá, por casualidad, a Maureen Mullen?

– Creo que no.

– Salió en, veamos… en el setenta.

La hermana Lucy no dijo en qué año había salido ella.

Calculó que debía de tener algo menos de treinta años. Era más joven que Maureen.

– Estuve a punto de casarme con esa Maureen Mullen.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, no sé. Todo el mundo lo esperaba, en nuestras familias. Supongo que me sentí presionado, o que no me preocupaba el futuro. Así que me escapé.

Ella le miró y sonrió. Luego volvió a mirar hacia la carretera y dijo:

– A mí casi me pasó lo mismo, estuve en una situación parecida. Me desperté en mi propia fiesta de prometida.

– ¿De veras?

– Mi familia y la de él estaban a punto de fijar la fecha de nuestra boda.

– ¿Y se sintió presionada?

– Desde luego. Pensé: «Un momento. Yo no quiero esto de casarme y asociarme a un montón de clubes.» Supongo que, a mi manera, también me escapé. De repente todo quedó desmontado.

Jack apoyó un brazo en el respaldo del asiento y la miró de reojo. Tenía una nariz magnífica. Joder, y uno de esos labios superiores que invitan a morder. Su nariz no era tan fina y delicada como la de Helene, pero era preciosa. Le gustaba su cabello oscuro. El pelo rojo también le gustaba mucho, pero no desordenado como lo llevaba ahora Helene.

– ¿Y qué fue de ese hombre con quien no se casó?

– Conoció a otra. Es un neurólogo bastante conocido.

– ¿De veras? Maureen se casó con un urólogo.

Aquella hermana Lucy no parecía en absoluto una monja; parecía rica. Llevaba una blusa fina a rayas blancas y beige, como una camiseta, debajo de la chaqueta de lino. Llevaba, pensó Jack, unos trescientos dólares en ropa. Le hubiera gustado preguntarle por qué se había hecho monja.

Curiosamente, cuando pensaba eso, ella le miró y dijo:

– ¿Cómo es que se dedica al negocio de la funeraria?

– En realidad no me dedico a eso. Sólo ayudo a mi cuñado de vez en cuando. Es el marido de mi hermana.

– ¿Y qué otra cosa preferiría hacer?

Jack se puso más tieso.

– Eso es difícil de contestar. No he hecho demasiadas cosas que me parezcan interesantes, y la mataría de aburrimiento. -Esperó, preguntándose si debía explicárselo, y luego se decidió sin saber la razón-. Salvo una profesión en la que me metí cuando me escapé del matrimonio. Desde luego, eso no tenía nada de aburrido.

Ella mantuvo la mirada puesta en la carretera.

– ¿Qué era?

– Ladrón de joyas.

Entonces sí que le miró. Jack estaba preparado, con su expresión resignada, de debilidad, con una sonrisa bonita.

– ¿Forzaba las puertas de las casas?

– Habitaciones de hotel. Pero nunca forcé ninguna. Usaba una llave.

Hubo un momento de silencio en el coche fúnebre mientras ella pasaba a un camión a ciento diez kilómetros por hora.

– Ladrón de joyas… ¿Quiere decir que sólo robaba joyas?

Otras chicas, con los ojos en blanco, no habían preguntado eso. Se estremecían y le preguntaban si tenía miedo y si alguna vez alguien se había despertado y le había pescado. Contestó:

– Cogía dinero si me tentaba, si estaba allí esperándome.

Y siempre lo estaba.

– ¿Sólo robaba a los ricos?

– No se obtiene ningún beneficio de robar a los pobres. ¿Qué me iba a llevar, sus cartillas de racionamiento?

Ella dijo, sin mirarle:

– Usted nunca ha estado en Centroamérica. Allí sólo se roba a los pobres. Y se les asesina.

Eso le detuvo, hasta que pensó en decir:

– ¿Cuánto tiempo ha estado allí?

– Casi nueve años, sin contar un par de viajes que hice a Estados Unidos, a Carville, para preparar seminarios. No hay otro lugar como ése. Si su propósito en la vida es cuidar leprosos, y eso es lo que hacen las Hermanas de San Francisco, entonces uno tiene que ir a Carville cada varios años, para mantenerse enterado de las posibles novedades.

– ¿Las Hermanas de San Francisco?

– Hay un montón de órdenes que se acogen bajo su nombre, por el carisma que tenía ese hombre. Quizás estuviera un poco loco también, pero no importa. Esta orden es la de las Hermanas de San Francisco del Estigma.

Jack no lo había oído nunca. Estuvo a punto de decir que le gustaba el hábito, pero cambió de idea.

– ¿Y estaban establecidas en Nicaragua?

– El hospital de la Sagrada Familia estaba cerca de Jinotega, no sé si sabrá dónde está. Hay un lago muy pintoresco. Pero ya no existe, ha desaparecido.

– ¿Usted es enfermera?

– No exactamente. Lo que hacía era practicar la medicina sin licencia. Hacia el final, ya no teníamos equipo médico. Nuestros dos doctores nicaragüenses desaparecieron, uno después del otro. Fue sólo cuestión de tiempo. No estábamos de ningún lado, pero ellos sabían contra quién estábamos.

Desaparecieron.

Eso se lo guardaría para después.

– ¿Y ahora ha vuelto a casa por una temporada?

Ella tardó unos instantes en contestar:

– No estoy segura. -Luego le miró-. ¿Y usted qué, Jack, sigue siendo ladrón de joyas?

Le gustó la facilidad con que había dicho su nombre.

– No, lo dejé por otro tipo de trabajo. Me metí en la agricultura.

– ¿De verdad? ¿Se hizo granjero?

– De otra clase. En Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana.

Ella de nuevo le miraba, mostrando sus hoyuelos al sonreír. Eso le inspiraba.

– Se va por la interestatal de Baton Rouge, luego la Sesenta y uno casi hasta llegar al Misisipí, entonces se gira hacía el río y se llega a la entrada principal. Una vez dentro, se cruza una verja blanca. Cuesta verlo, a través de las redes metálicas que ponen en las ventanas de los autocares, pero parece una granja caballar. Hasta que se ven las torres de vigilancia.

– ¿Pero es verdad que estuvo usted preso?

– Tres años menos un mes. Conocí a gente interesante, allí dentro.

– ¿Cómo era estar allí?

– Hermana, no le gustaría oírlo.

Ella dijo, con voz pensativa:

– San Francisco estuvo en la cárcel… -Entonces miró a Jack y preguntó-: Pero ¿cómo se siente uno? Me refiero al hecho de haber cometido crímenes y que te encierren por ello.

– Eso se hace y se olvida. -No sabía que san Francisco hubiera estado en la cárcel… pero en aquel momento estaba hablando de sí mismo-. Tengo una actitud muy saludable, con respecto a la culpabilidad. No resulta buena para uno.

Vio que sonreía, no demasiado, pero le devolvió la sonrisa, sintiéndose mejor, pensando que tal vez deberían detenerse a tomar un café. Era agradable, buena conversadora, y él todavía estaba un poco cortado. Pero cuando mencionó el café, la hermana Lucy frunció el ceño, pensativa, y dijo que realmente no tenían tiempo.

– Yo he descubierto que en este negocio hay muy poca prisa -dijo Jack-. Cuando vas a buscar un muerto, y no quisiera parecer irrespetuoso, seguro que te espera.

– Oh -dijo ella, con su tono tranquilo, pausado y con mirada relajada-, nadie se lo ha dicho.

– Ya tenía yo la sensación de que pensaba que yo sabía algo. ¿Qué es eso que nadie me ha dicho?

– Me parece que le va a gustar -dijo ella.

Tuvo que admitir la idea de que estaba jugando con él, cuando vio el brillo que había en sus ojos al volver a mirarle, a punto de hacerle partícipe de un secreto.

– La chica que vamos a recoger…

– Amelita Sosa.

– Sí. No está muerta.

Siete años antes, cuando Amelita tenía quince o dieciséis y vivía en Jinotega con su familia, un coronel de la Guardia Nacional le había llenado la cabeza de pájaros. Aquel individuo, que era amigo íntimo de Somoza, le dijo a Amelita que con la belleza de ella y las influencias de él podría ganar el primer premio del concurso de Miss Nicaragua y luego el de Miss Universo; que aparecería en la televisión de todos los países y que en poco tiempo se convertiría en una famosa estrella de cine.

– Por supuesto, usted sabe lo que tenía en mente -dijo Lucy.

Eso había sido durante la guerra. Antes de que los sandinistas ocuparan el gobierno.

Jack entendió lo que pretendía el coronel, pero no estaba tan seguro en lo concerniente a la guerra. Sabía que por allí abajo siempre había revoluciones y que había una en marcha en aquella época. Recordaba que, cuando él era pequeño, su padre había vuelto una vez de Honduras diciendo que estaban todos locos, que les ardía la sangre; que cuando no peleaban por una mujer, mordían la mano que les alimentaba. Jack se imaginaba individuos con los ojos inyectados en sangre, armados de machetes, con sombreros de paja y cananas en bandolera, preparando una emboscada a un tren de la United Fruit cargado de plátanos. Pero luego aparecían Marión Brando y un puñado de mexicanos armados y soldados gubernamentales disparando desde el tren. Era difícil precisar la historia y las fronteras. No quería interrumpir la historia de la hermana Lucy formulando preguntas idiotas. Escuchó y archivó los datos esenciales, imaginando algunos caracteres. El coronel, uno de esos jodidos pringosos que llevan una cigarrera de oro para ofrecerle un puro al pobre hijo de puta al que van a fusilar, justo lo que quiere en los últimos momentos de su vida, fumar. A Amelita la veía como una cosa pequeña con ojos de Bambi, y luego tuvo que aumentarle el pecho y ponerla sobre tacones altos, con un bañador que dejase ver las caderas para el concurso de Miss Universo.

Pero una vez se la había llevado a Managua, el coronel ya no volvió a mencionar los concursos de belleza. Lo único que sentía por Amelita era lujuria. Una buena palabra, lujuria. Jack no recordaba si la había utilizado alguna vez, pero no le costó nada imaginarse al coronel, el muy hijo de puta, lujurioso. Le añadió unos veinte kilos para la escena de cama: el coronel quitándose el uniforme lleno de medallas, con el vientre colgando, mirando viciosamente a Amelita, que se cubría en la cama. Jack le vio desgarrar el camisón por delante, liberando sus pechos perfectos…

– ¿Me está escuchando? -dijo la hermana Lucy.

– Palabra por palabra. ¿Y luego qué?

Y luego, cuando los rebeldes llegaron a Managua, el coronel se fue a Miami y Amelita volvió a casa, segura por el momento.

La parte siguiente se acercaba más al tiempo presente, pero era más difícil de seguir, ya que la hermana Lucy hablaba de la situación política de allá abajo como si él supiese de qué iba. Resultaba confuso, porque quienes habían gobernado antes, según parecía, eran ahora los rebeldes, los contras, y quienes habían empezado la revolución en los años setenta eran ahora los que llevaban el país.

Hasta ahí lo entendía. Pero ¿quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos?

Mientras seguía intentando descubrirlo, la hermana Lucy explicó que el coronel volvió a Nicaragua como comandante de la guerrilla en el norte, apareció en busca de Amelita en la oscuridad de la noche y se la llevó a las montañas.

Una cosa sí tenía el coronel, que nunca abandonaba.

– A lo mejor le gustaba de verdad -dijo Jack, reservándose su juicio porque todavía no estaba seguro de en qué lado estaba el coronel, quitándole incluso los kilos de más que le había puesto. Recibió una mirada de la hermana Lucy. «Tío, qué mirada tan dura»-. O le llevaba su lujuria incombustible -añadió Jack-. Eso es más probable, ¿no? Una lujuria que no conocía fronteras.

– ¿Ha terminado? -dijo ella. Le sonó como cuando Leo usaba aquel tono tan seco. Le dijo que sí, que había terminado, y ella dijo «Bien». Era una nueva experiencia, la sensación de que podía decirle lo que quisiera a una monja, mira por dónde, y ella lo entendería porque estaba preparada -podía advertirlo en sus ojos- y no se iba a sentir sorprendida ni ofendida. Él había estado en la cárcel, pero aquella dama había estado en la guerra.

Llegaron a cuando Amelita descubrió que tenía la enfermedad de Hansen. Entonces todavía estaba en las montañas con el coronel. Empezaron a aparecerle manchas de color marrón en los brazos y en la cara. Se llevó un susto de muerte. Un médico del campamento diagnosticó la enfermedad y le dijo al coronel que Amelita tendría que ir al hospital de la Sagrada Familia inmediatamente, aquel mismo día, para empezar un tratamiento a base de sulfonas. No había pérdida de sensibilidad, por lo que podrían detener la enfermedad en su inicio, y el doctor confiaba en que no llegaría a desfigurarse.

– Es difícil imaginar a una joven guapa como ésa… -dijo Jack.

– Escúcheme, ¿quiere? -interrumpió la hermana Lucy. Le sorprendió y se calló-. ¿De dónde se cree que era el médico para poder establecer este diagnóstico de una sola mirada? Sí, incluso antes de hacer la biopsia y ver que indicaba M. leprae bacilli y confirmarlo: tenía lepra tuberculosa. Jack, era nuestro médico, el del hospital Sagrada Familia. Uno de los desaparecidos.

Otra vez.

– Bueno, pues entonces es que no desapareció simplemente.

– Por supuesto que no. Se lo llevaron a la fuerza, apuntándole con armas a la cabeza. Lo secuestraron.

– ¿Entonces por qué dice que desapareció?

– Dios mío, ¿dónde ha estado usted? No es sólo en Nicaragua y en El Salvador, es una costumbre de toda la América latina. Ocurre en Guatemala y es popular por todo el continente, hasta Argentina. ¿Es que usted no lee? Se llevan a la gente de su casa, la raptan, y hablan de «desaparecidos». Y cuando aparecen muertos, ¿sabe quién lo ha hecho? Desconocidos.

Jack negó con la cabeza.

– No estoy seguro de haberlo oído.

– ¡Escúcheme! -le espetó ella. Y luego siguió en un tono más tranquilo-. El médico de nuestro hospital, Rodolfo Meza, le dijo al coronel que Amelita estaba todavía en la primera fase de la lepra. ¿Y sabe qué hizo el coronel? Sacó la pistola y le disparó cuatro tiros en el pecho. Lo asesinó desde tan cerca que podía tocarlo con el cañón del arma. Me lo dijo una testigo, una mujer de la contra que desertó unos días después y se vino con nosotros. Amelita estaba allí, por supuesto. Lo vio…

– Se lo iba a preguntar.

– … y huyó corriendo. Las mujeres de la contra la ayudaron a llegar a Jinotega y luego vinieron al hospital a avisarnos de que el coronel había jurado matar a Amelita… Y usted cree que a lo mejor le gustaba de verdad, ¿no?

Estaba allí sentado, con su traje azul marino y su corbata a rayas, y no se le ocurría ni una maldita cosa que contestarle. La dama, al fin, no era tan simpática como parecía: también tenía su lado duro. Habían dejado la interestatal y se acercaban al río, pasando cerca de industrias químicas que veían y olían a distancia.

– Mató al médico por decírselo. Luego vino al hospital en busca de Amelita. Decía que ella le había deshonrado. Que le había dejado que la penetrase para pegarle la enfermedad, y que iba a matarla por eso, por intentar convertirlo en un leproso.

4

Cruzaron la entrada principal y ella pareció despertar al explicarle que en otros tiempos se había llamado Leprosería de Louisiana. Su tono de voz volvía a ser natural, tranquilo y ahora era el Centro Nacional de la Enfermedad de Hansen. Él lo sabía pero se quedó callado porque todavía estaba intentando imaginar a un hombre que pretendía matar a una chica porque creía que le había querido contagiar la lepra. ¿Era posible? Ella le explicó que el edificio de la administración era anterior a la guerra de Secesión, que había sido la mansión de una plantación de caña de azúcar y que aquellos robles musgosos debían de datar de entonces.

También él lo sabía.

Y ahora la misma chica, Amelita, iba a salir de allí en el coche fúnebre. Por el mismo precio podían haber alquilado una limusina. Debía de ser porque les vigilaban. O porque no querían arriesgarse. Hacerles creer que Amelita estaba muerta… Pero ¿lo sabrían los del hospital? ¿Cómo se las arreglarían?

Mientras tanto, su guía turística le estaba comentando que era curioso que el centro de tratamiento e investigación de la enfermedad de Hansen más avanzado del mundo estuviese en Estados Unidos. ¿Y cuánta gente lo sabría?

Bueno, al menos todo el mundo en Nueva Orleans. Había oído contar historias según las cuales antiguamente llevaban a los leprosos en un tren con las ventanas cubiertas y atornilladas, totalmente vigilado para que no pudiesen salir y esparcir la enfermedad. Algún familiar suyo por parte de madre, el suegro de su tía, había tenido que venir…

Ella estaba diciendo entonces que le recordaba el campus de un pequeño colegio. Allí, aquella vista de los edificios.

A Jack Delaney le recordaba más bien un correccional federal de mínima seguridad, una vez pasados los viejos edificios con el estilo propio de Nueva Orleans. Los edificios principales eran bloques de tres pisos, dispuestos en filas, todos unidos entre sí por corredores cubiertos que parecían muros con ventanas. Los dormitorios, la enfermería, el comedor, el edificio de recreo, todos unidos por corredores. ¿Por qué sería? ¿Para que nadie viese a los leprosos?

Ella le explicó que la última vez que había estado allí había unos trescientos residentes.

La chica, imaginó Jack, estaría en el piso superior de la enfermería. Si es que querían hacer como que aquello era verdad. Allí estaba el depósito de cadáveres.

Llegaban nuevos pacientes para recibir tratamiento de sulfonas y sólo tenían que quedarse durante un mes. Pero algunos se habían quedado años y años, temerosos de salir. Algunos estaban desfigurados, otros habían perdido algún miembro y necesitaban sillas de ruedas. Por eso estaban unidos todos los edificios.

Oh.

¿Y sabía que había un campo de golf? Sí, lo sabía, y se quedó estudiando su expresión, la sonrisa que apareció en su rostro al cruzarse con un par de hermanas con uniforme blanco. Ella saludó…

Mientras tanto, él estaba sentado allí, como atado, intentando adivinar lo que pasaba. Incluso estaba un poco molesto. La hermana no hacía más que contarle historias de leprosería, como un guía, mientras una chica esperaba a que se la llevasen en un coche fúnebre para que un nicaragüense pirado creyera que estaba muerta. Tenía que ser eso. Ahora ella saludaba a un individuo con bata de laboratorio…

Y él pensó: «Ya, pero ella sacó a la chica de Centroamérica sin ayuda, en medio de la guerra, y la trajo hasta aquí, ¿no? Así que déjala a su aire. No la atosigues. Sabe lo que se hace. Mírala, ¡Jesús!, con esa nariz de estrella de cine y ese labio que no te importaría morder…»

Entonces ella le miró y Jack dijo:

– Una tía de mi madre que se llamaba Elodie se casó con un tipo al que nunca conocí, pero su padre estuvo aquí en los años treinta. Era un contratista de obras y le contagió la enfermedad, según la tía de mi madre, un colega negro que trabajaba para él. Ella decía que tenía un corte en la mano, precisamente aquí. Recuerdo cómo me lo explicaba cuando era pequeño. Ella vivía en la avenida Esplanade, en una casa grande que siempre estaba oscura. Dejaba las persianas bajadas durante el día y olía a viejo y a mohoso. La recuerdo, puedo oler la casa. Se creía que la lepra se cogía así, de un negro. Había que tener cuidado, decía ella, cuando se estaba con negros y se tenía algún corte. Solía pensar en ese viejo, su suegro… Murió el mismo año en que nací yo. No podía imaginar a un hombre de bien, en Nueva Orleans, con lepra. Los leprosos eran siempre nativos de África o de Asia. Había una película, que vi en la escuela, sobre una colonia de leprosos en Burna, que nunca olvidaré. Ahora, cuando pienso en los leprosos, veo a aquella gente. O sea, estaban tan mal como pueda imaginar, de verdad, con una pinta horrible. Algunos, me acuerdo, no tenían nariz. -Hizo una pausa, y prosiguió-: Pero lo que más recuerdo era el misionero italiano que dirigía la colonia. Un individuo con una barba espesa, muy larga, que llevaba un guardapolvo blanco y una boina. Pero lo curioso del tipo era que estaba todo el día tocando a los leprosos, no importa lo deformes que fueran. No dejaba de tocarlos. Les cogía los muñones que tenían por manos, la cara…

Jack volvió a hacer una pausa. Habían llegado a la zona sombreada que llevaba al edificio de la enfermería y la hermana Lucy tenía la mirada concentrada en la entrada, directamente enfrente de ellos.

– Usted también los tocaba, ¿no? -prosiguió Jack-. No sólo a los borrachos del sitio ese de la sopa, quiero decir, también a los leprosos, en ese hospital donde trabajaba.

Ella detuvo el coche y paró el motor antes de mirarle con aquellos ojos tranquilos y despiertos.

– Eso es lo que hay que hacer, Jack, tocar a la gente.

Se quedaron sentados en el coche fúnebre a la sombra de un viejo roble, mientras ella fumaba un cigarrillo y Jack pensaba que eso no era más extraño en una monja que su forma de vestir. Le había ofrecido uno, un Kool con filtro. Le dijo que había dejado de fumar tres años atrás.

– ¿En la cárcel?

– Cuando salí. Mientras estuve dentro no paré de fumar.

Antes de encenderlo le preguntó si le importaba, y él pensó en Buddy Jeannette en la suite del hotel, la noche en que cambió su vida: «¿Le importa si fumo?» Y se preguntaba si podía ocurrir lo mismo con una monja, después de haber visto la semana anterior dos películas en televisión en las que salían tipos con monjas en situaciones extrañas…

– Le he interrumpido. Ver esto me impresiona.

– Es mucho mayor de lo que uno cree que puede ser.

– Lo que debo recordar es que también es un hospital público.

– ¿Y por qué ha de recordar eso?

– Lo dirige el gobierno federal. Cualquiera que tenga un enchufe puede averiguar ciertas cosas.

– ¿Y…? -dijo él. Y esperó.

– No ve la relación, ¿verdad?

– Al principio usted creía que yo sabía cosas que en realidad desconocía. Bueno, pues si sigue bajo esa impresión, lo siento, pero no puedo ayudarla. Yo sólo soy el conductor, y ni siquiera estoy haciendo eso. -Quería mostrarle su irritación. ¿Por qué no? Era una hermana, pero no iba a dejar que le dejaran fuera para limpiar las huellas-. Quiere hacer creer al coronel que está muerta, eso puedo entenderlo; pero ¿por qué montar semejante bollo si él está en Nicaragua?

– No está en Nicaragua -contestó la hermana Lucy con voz tranquila, controlada-. Está en Nueva Orleans.

– ¿Ese tipo está luchando en la guerra y lo deja todo para venir a buscar a la chica que le… cómo lo ha dicho antes, le deshonró?

– Jack, era el agregado militar de la embajada de Nicaragua en Washington. Vino en el setenta y nueve a Miami, cuando cayó el gobierno de Somoza, y sabemos que estuvo en Nueva Orleans antes de volver a Nicaragua. Tiene amigos por aquí. Usted ya sabrá que están obteniendo toda clase de ayuda de Estados Unidos. -Hizo una pausa, y continuó-: ¿No lo sabía? -Frunció un poco el ceño. Soltó una bocanada de humo y volvió a hablar-. Lo que sabemos es que el coronel nos siguió hasta México y luego hasta aquí. Ahora está aquí, y ha investigado acerca de Amelita. No ha enviado flores, Jack; quiere matarla.

«Vaya con la monja.» Jack la vio aplastar el cigarrillo en el cenicero y cerrarlo.

– Hay un médico de aquí, del hospital, que pasó unos años en Nicaragua y entabló amistad con Rodolfo Meza…

– Aquel al que disparó el coronel…

– Al que asesinó. Cuando llegué con Amelita le conté toda la historia. Así que él conocía la situación, y se puso en contacto conmigo en cuanto se enteró de que el coronel había llamado preguntando por ella. Poco después vino un visitante, no el mismo coronel, sino un nicaragüense. La hermana Teresa Victor le dijo que no podía ver a nadie.

– ¿Y el hospital entero está metido en esto? ¿En lo que estamos haciendo?

– No, la administración no; parte del equipo médico. Creo que unos cuantos médicos y por supuesto las hermanas. No habrá certificado de defunción. Pero si alguien pregunta, las hermanas dirán que no pueden dar información sobre los fallecidos, aparte de que se la llevaron a una funeraria.

– Un momento…

– Entonces, todo lo que usted tiene que hacer es publicar un anuncio en la prensa dando a conocer que Amelita Sosa ha sido incinerada. Ella no conoce a nadie aquí, así que cualquiera que pregunte algo tiene que ser el coronel o alguno de los suyos.

– ¿Tengo que poner un anuncio en la prensa?

– ¿No es eso lo que suele hacerse? Yo lo pagaré.

– ¿En qué lío me está metiendo?

– No creo que haya ninguna posibilidad de que sufra daño físico -dijo ella.

– No es el daño físico lo que me preocupa.

– La hermana Teresa Victor habló con el señor Mullen… -Pero de repente no se sintió tan segura a ese respecto-. O al menos dijo que lo haría.

– ¿Le contó toda la historia a Leo?

– Quizá sin muchos detalles.

– O quizá sin detalle alguno. Eso que me está proponiendo, ¿no le parece que es ilegal?

– Un hombre ha jurado matar a una joven inocente y usted quiere discutir la legalidad, si le he entendido bien, de publicar una nota de defunción en el periódico.

Eso le gustaba, aquella oratoria inexpresiva.

– Bueno, no creo que te puedan meter en la cárcel por eso -dijo Jack.

– ¿Quién se iba a enterar?

– Tiene razón -asintió.

¿Qué más puedo decirle?

Pensó durante un momento y le preguntó, devolviéndole el tono inexpresivo:

– Si viera al coronel en este mismo momento, ¿qué le haría?

Ella le contestó, con la mínima insinuación de una sonrisa:

– Se lo está pasando bien, ¿verdad?

– No es eso -dijo Jack, con la misma sonrisa que ella-. ¿Cómo se llama el tipo ése, el coronel?

– Dagoberto Godoy.

– ¿Es más bien gordo y lleva un bigote estrecho?

– Lleva bigote, pero tiene buen tipo. Podría decirse que es guapo.

– Oh -dijo Jack.

Sacó a Amelita en un saco de plástico sobre una camilla mortuoria con ruedas, pasando junto a los coches vacíos que había en la parte trasera del edificio de la enfermería hasta llegar al coche fúnebre, que tenía la puerta de detrás abierta. Con la camilla pegada al estribo, dobló primero las patas anteriores, luego las posteriores, y la empujó hacia dentro. Bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.

Jack miró a la hermana Lucy, con sus pantalones Calvin y sus tacones, que hablaba con el médico que había estado en Nicaragua y con dos hijas de la caridad una de las cuales, que tenía las piernas arqueadas, era la hermana Teresa Victor, que llevaba allí unos cincuenta años. Jack se quedó mirando unos instantes, con las manos unidas por detrás del traje oscuro, en actitud de paciente director de funeraria, pensando que la chica que había metido dentro del saco era bastante atractiva, no como las leprosas que había visto en algunas películas. La había tocado al subir la cremallera del saco, asegurándose de que no se enganchase con su camisa de flores. No había visto ninguna mancha en la cara ni en los brazos. Volvió a mirar a la hermana Lucy antes de dirigirse al lado del conductor y entrar en el coche. Cuando lo hubo puesto en marcha y calentado un poco, se abrió la puerta del lado derecho y entró la hermana Lucy.

– No quisiera meterle prisa, pero Amelita está ahí detrás, dentro del saco de plástico.

– ¡Oh, Dios mío!

La hermana Lucy se dio la vuelta.

– Todavía no. Cuando hayamos salido.

– ¿Puede respirar?

– Lo suficiente, supongo.

Apareció un coche que venía de la parte delantera de la enfermería y se puso detrás de ellos. Había tres coches aparcados en línea cuando pasaron junto a la puerta de entrada. Jack los miró por el retrovisor.

– Vale, ahora.

La hermana Lucy se dio la vuelta para abrir la separación de cristal y luego se giró del todo y se puso arrodillada.

– ¿Llega?

– Casi.

– Tire de la camilla.

– Ahora -dijo ella.

Entonces empezó a hablar en castellano con Amelita, inclinada sobre el asiento trasero, con la chaqueta levantada y la curva de su cadera dentro de los apretados tejanos muy pegada a él. Eso era distinto, desde luego. Echó un vistazo a su cadera, a su ajustada redondez, sin mirar abiertamente. Era ella quien le tocaba. ¿Qué haría si fuera él quien la tocase? Había formas y formas de tocar. Él podría tocar a las chicas que conocía cuando se inclinaban en el asiento y ninguna de ellas pensaría nada especial. Alguna quizá diría «¡Eh!», pero ninguna se sorprendería. No significaría nada. Un palmeo cariñoso. Tal vez un pellizquito.

Mantuvo los ojos en la carretera y empezó a pensar en las dos películas que había visto por televisión la semana anterior. En una, Richard Burton y otros dos tipos están en un bote de salvamento con Joan Collins después de que un submarino japonés torpedeara el barco en que viajaban. Parece que a ella le gusta Richard Burton, pero le rechaza cuando él lo intenta y Richard no puede entender por qué le desprecia esa chica que lleva una ropa tan extraña. Sólo al final de la película se sabe que Joan Collins es una monja y que esa extraña ropa es probablemente la ropa interior del hábito. Joan Collins estaba muy guapa. En la otra película, Deborah Kerr, vestida con un hábito totalmente blanco que le enmarca el rostro, con su bella nariz, está con Robert Mitchum, un marine de Estados Unidos, en una isla del Pacífico durante la guerra. Se pasan la mayor parte del tiempo escondiéndose de los japoneses en una cueva, Deborah y Robert Mitchum solos, mirándose. Sabes que tarde o temprano él lo va a intentar, pero no sabes qué hará ella. Las dos películas eran sobre tipos y monjas en situaciones íntimas, enfrentados al peligro. Algo más se le ocurrió a Jack mientras pensaba. Recordó que, según los créditos, ambas películas eran del cincuenta y siete. No sabía por qué lo recordaba, pero se había dado cuenta. Y en 1957, cuando tenía doce años, se había enamorado de su profesora de séptimo curso, la hermana Mary Lucille, ¿Lucille? ¿Lucy? Y todavía más. Diez años después se había enamorado de Sally Field, que tenía una naricilla muy mona y que aparecía entonces en la serie televisiva «La monja voladora», y llevaba un griñón con alas en la cabeza no muy distinto del que llevaban las hijas de la caridad, las mismas que había en Carville.

Sirviera para lo que sirviese.

Conocía a algunas chicas a las que les encantaba especular con los signos, Helene diría «¡Ey, qué guai!», si se lo contara. Sobre todo si estaban fumando algo de costo.

Las piernas en los tejanos se dieron la vuelta sobre el asiento.

– Amelita tiene que ir al lavabo.

– Acabamos de salir.

– ¿Quiere eso decir que no piensa parar?

Ni siquiera habían llegado a Saint Gabriel. Estaba precisamente delante de ellos, un montón de almacenes y unos pocos coches, la ciudad medio muerta en la tarde dominical. Circuló lentamente por el cruce principal y siguió adelante hasta que vio la gasolinera de Exxon a la derecha. No había ningún coche junto a los depósitos y Jack se dirigió a la sombra del toldo. Los servicios debían de estar al otro lado de la gasolinera. Daría la vuelta, haría un poco de marcha atrás, como si fuera a poner aire en las ruedas, y metería a Amelita en el lavabo.

Había un café al otro lado de la carretera. Cuatro individuos estaban de pie entre un coche y un camión, mirando hacia allí. Daría que hablar a la gente de Saint Gabriel: «La tía, te lo juro por Dios, salió por detrás del coche de muertos…»

– Creo que no está abierto.

Frenó en seco al llegar a la fila de surtidores y la hermana Lucy se cogió al salpicadero.

– ¿Ve a alguien alrededor?

No, no veía a nadie y las puertas de los servicios estaban destrozadas. Tendría que habérselo imaginado, pero no importaba; no había nadie en casa. Pudo verlo a través de las letras big spring tire special que había en la ventana. En la puerta de cristal había adhesivos de tarjetas de crédito y otro logotipo que él conocía bien, VAS, en letras negras sobre fondo dorado, Vidette Alarm Systems vigilando el lugar contra robos y allanamientos. Aquello parecía viejo, medio abandonado, como si nadie lo cuidara.

¿Y ahora qué? Había un café al otro lado de la carretera, y los cuatro granjeros seguían mirando. Echó un vistazo al retrovisor y le llamó la atención un coche aparcado entre ellos y los surtidores de gasolina.

Era un Chrysler negro. Uno de los coches que les había seguido al salir del hospital. Un individuo con un traje marrón salió de detrás del volante. Luego se le unió otro, delante del coche. Tipos de cabello oscuro, latinos. Los perdió luego de vista, cuando se pusieron detrás del coche fúnebre.

– Dígale a Amelita que se haga la muerta, y ponga el seguro de su puerta. Ahora mismo. Rápido.

La hermana Lucy hizo lo que le decía, sin mirarle ni preguntar nada. Se puso tiesa cuando uno de los latinos apareció junto a su ventana, mirando hacia dentro. Tocó la ventana y dijo algo en castellano. Ella contestó en inglés:

– No le oigo, ¿qué quiere?

Aquel tipo empezó a hablar en castellano otra vez, mientras la hermana Lucy le miraba, a menos de un metro de distancia, escuchando.

Jack se dio la vuelta al ver que el otro iba hacia su lado, pasaba junto a él y se quedaba delante del coche. Ambos eran pequeños, pesarían unos sesenta kilos. A Jack le gustó. Lo que no le gustaba tanto eran sus trajes y sus camisas deportivas abiertas. No eran cacahueteros emigrados, ¿verdad? El que estaba en el lado de la hermana Lucy llevaba una camisa de seda y el cabello cuidadosamente peinado. El otro tenía pinta de criollo, con la piel oscura, pómulos algo sobresalientes y cabello alisado. Se quedó mirando al parabrisas mientras la hermana Lucy seguía hablando con el otro tipo en castellano.

– Quiere que abra detrás. Dice que son amigos de la muerta y que les gustaría verla antes de que la entierren. Tiene que ser ahora porque tienen cosas que hacer y no pueden ir al funeral.

– ¿Y cómo sabe a quién llevamos ahí detrás? -preguntó Jack.

Esperó mientras la hermana Lucy volvía a hablar con la cara con gafas de sol. El tipo dijo algo, una palabra, y se inclinó, intentando ver algo en la parte trasera del coche fúnebre, bizqueando, entrecerrando los ojos para evitar su propio reflejo en el cristal.

La hermana Lucy miró rápidamente a Jack, a punto de decir algo, pero el rostro con gafas de sol empezó a hablar otra vez, con expresión solemne.

– Dice que quieren rezar una oración por la muerta. Dice que están decididos a hacerlo, porque si no, no podrían vivir en paz consigo mismos.

Jack esperó, porque ella seguía mirándole, con vivacidad, como si quisiera decir algo más pero no pudiera, con aquella cara tan cerca de ella. Jack asintió, ganando tiempo para tomar una decisión.

– Dígale que me encantaría poder ayudarle, pero que la ley prohíbe enseñar cadáveres en la calle. -Y cuando ella se iba a dar la vuelta, añadió-: Espere, dígale que verá un cadáver si su compañero no se aparta, porque nos vamos a ir. -Vio que sus ojos se abrían más por un momento y vio la cara del tipo, mirándole. Siguió hablando-. Ya me ha entendido, pero dígaselo de todas formas. Dígaselo con sus palabras.

– Jack -dijo ella en voz baja-, míreme. Tiene un revólver. -Se metió los dedos por dentro de la chaqueta, a la altura de la cintura-. Aquí.

El hombre volvió a hablar y ella le escuchó, sin dejar de mirar a Jack.

– Quiere saber por qué ponemos dificultades -iba traduciendo a medida que la cara hablaba al otro lado de la ventana-. Dice que será sólo un minuto. Quiere que pare el motor y salga con la llave. -Volvió a escuchar y añadió-: Que si intentamos irnos habrá algún muerto en este coche, si no lo hay ya.

Vio sus ojos y vio que ella se daba la vuelta y le contestaba algo en un castellano fluido, con cierta dureza en el tono. El rostro quedaba enmarcado en la ventana, con las letras big spring tire special detrás, grabadas en la puerta de la gasolinera, con la luz encendida y los adhesivos enganchados.

– No le ponga nervioso, ¿vale? -dijo Jack. Sacó la llave y ella le dio la espalda mientras él abría la puerta-. Pero siga hablando con él.

Salió, bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.

Los granjeros del otro lado de la carretera seguían abriendo cervezas al sol, mirando, y uno de ellos movió la cabeza para señalar, bromeando, con la visera de su gorra de tractorista. Intentaban alegrar una tarde de domingo en Saint Gabriel. Jack conoció a algunos granjeros en Angola que habían matado a algún tipo con una botella de cerveza, borrachos.

También había conocido a fulanos como el del rostro con gafas de sol y que le parecía criollo, que seguía delante del coche fúnebre, dándose la vuelta para mirarle a medida que se acercaba. Solían ponerse igual en el patio de recreo, esperando a que apareciese algún novato para dirigirle aquella mirada dura que significaba que no se iban a apartar. «Pasa por mi lado.» Pero sabía que quien lo hiciera podía cogerse las pelotas, porque ya las había perdido. Podía pasar al lado de éste; no pasaba nada por probarlo. Pero no había que pasar al lado de los del patio si podías pasar por encima de ellos, o bien si usabas la cabeza. Si ya sabías que intentaban pasarse contigo tenías que ser más listo que ellos, como mínimo más listo que el noventa y cinco por ciento de los prisioneros…

Más listo que aquellos dos gilipollas que le miraban de aquella forma tan familiar. Joder, esperaba serlo, si algo de valor había aprendido en aquellos treinta y cinco meses. Una buena regla era que siempre que uno estuviese con individuos de cuya intención dudaba, lo primero que tenía que hacer era buscar una forma de escaparse o algo con que pegarles.

Asintió y sonrió al tipo que parecía criollo, el de pelo alisado, al pasar junto a él.

– ¿Qué tal, colega?

Y luego se dirigió al de las gafas de sol, que se apartaba del coche:

– Esto no me había pasado nunca en todo el tiempo que llevo en este negocio.

Siguió andando hacia la gasolinera.

– ¿Eh, dónde va? -dijo el fulano. Detrás de él se acercaba también el tipo de aspecto criollo.

Jack se detuvo ante la puerta, se volvió y dijo:

– Necesito algo.

El de las gafas de sol se le acercó y dijo:

– No. No puede entrar ahí, mire. -Se adelantó a Jack e intentó girar el pomo de la puerta de cristal con marco de madera-. ¿Lo ve? No puede entrar.

– Sí, supongo que tiene razón -contestó Jack. Miró alrededor, frunciendo el ceño, y añadió-: Mierda, ¿y ahora qué hago? Tengo que ir al lavabo y la llave está ahí dentro. ¿Lo ve? Sobre la mesa. Está atada a un pedazo de madera para que nadie la robe. Como las llaves del lavabo son tan valiosas…

El rostro con gafas de sol dijo:

– Vaya a cualquier otro sitio. Para usted eso no es ningún problema.

Estaban cerca el uno del otro. Jack, con voz tranquila, dijo:

– Me parece que los dos tenemos un problema. Usted quiere la llave de mi coche, y yo quiero la llave del lavabo. Vaya par de desesperados, ¿no? Desesperados. ¿Entiende lo que le digo? -El rostro con gafas de sol le miraba sin contestar-. Sólo que yo estoy más desesperado que usted, colega. Si no lo cree, se lo demostraré.

Jack se dio la vuelta y se puso de cara a la puerta. Dio un paso corto para situarse, con los ojos fijos en el adhesivo de vidette alarm systems, y golpeó la superficie de una barra oscura que había al otro lado del cristal.

El sonido de la alarma antirrobo fue tan fuerte e inmediato que casi no tuvo tiempo de oír cómo se rompía el cristal. Sonaba incluso más fuerte de lo que esperaba. Miró alrededor y vio que el tipo de las gafas de sol se alejaba. El que parecía criollo no se movía, y el otro tuvo que llamarle con gestos. Jack vio cómo corrían, se dio la vuelta, y allí estaba la hermana Lucy, con el rostro pegado a la ventana, mirando. Y por detrás del coche fúnebre, los granjeros del otro lado de la carretera levantaban la cabeza para seguir al Chrysler negro cuyas ruedas chirriaban al arrancar, pasando de la sombra a la luz y desapareciendo en dirección a la interestatal. Jack también miró, pensando que habría otras carreteras para llegar a casa, con lavabos en el camino. No se había sentido tan bien desde… no podía recordar cuándo.

La hermana le miró con otros ojos cuando se volvió a sentar tras el volante. No exactamente con los ojos en blanco, pero como sorprendida, con los labios separados, mirándole con algo que a él le gustaba pensar que era sorpresa admirativa. No dijo ni una palabra. Él tampoco habló hasta que se hubieron alejado del sonido agobiante de la alarma y pudo mirarla con su sonrisa de buen chico:

– Por eso sólo entraba en habitaciones de hotel.

5

Nada más tomar la calle Camp, Jack vio el largo Cadillac blanco aparcado frente al sitio de la sopa.

Inmediatamente intentó hallar alguna salida ocurrente, un comentario ligero e improvisado. Si hubiera estado con Helene, habría dicho lo primero que se le ocurrió: «¡Vaya! Pues sí que cocina bien.» Pero con Lucy tenía que esforzarse más.

Pero entonces, cuando vio que ella miraba el coche sin sorprenderse en absoluto, la curiosidad le impidió concentrarse. Así que no dijo nada. Circuló por la calle de un solo sentido hasta dejar el coche fúnebre detrás del cochazo. Luego, justo al mismo tiempo que la hermana Lucy decía «Es mi padre», salió del coche un negro con traje marrón de chófer.

Eso le brindó a Jack otra oportunidad de improvisar una salida. Una era obvia. Pero se contuvo, pensando que si su padre se movía en un coche de aquel tamaño, la monja debía de pertenecer a una familia muy rica. Lo cual no sabía antes. Pero eso explicaba por qué había comprado aquel Volkswagen en Nicaragua, algo que no había dejado de preguntarse. Sólo que ella debía de haber hecho el voto de pobreza al mismo tiempo que los de castidad y obediencia… Y ya era demasiado tarde para pensar en alguna salida inteligente. La hermana Lucy había salido del coche y su padre había aparecido.

Se apeó de un salto del coche, rápido y ágil como esos hombres que llegan a los cincuenta y siguen teniendo un carácter muy infantil.

Jack advirtió su energía, y luego apreció su seguridad en su postura relajada: los brazos abiertos para recibir a su hija, la cabeza levantada, manteniendo la actitud mientras la llamaba. «Aquí está mi niña. Sor, tengo que decírtelo, estás maravillosa.» Parecía fácil de clasificar, viéndolo salir de aquel cochazo, con su chaqueta de piel de becerro, sus tejanos hechos a medida y sus botas de vaquero. Pero Jack no estaba muy seguro de si parecía una estrella del rodeo retirada o un productor de cine. Había visto productores de cine en Nueva Orleans, los había visto en el Quarter y había pensado, mierda, que eso era lo que él tenía que haber sido, actor.

Resultaba extraño ver a la hermana Lucy acogerse en los brazos de un hombre y besarle en la mejilla. Él la abrazó, palmeándole la espalda con sus manos, grandes para un hombre de su estatura, en las que brillaba un anillo que Jack observó para poderlo valorar. Ahora hablaban entre sí -ella no había heredado la nariz de él- y el padre la tomaba del brazo.

Jack se dio la vuelta para abrir la separación de cristal. Se veía la coronilla de Amelita, cuyo cuerpo seguía encajado en el saco de plástico.

– ¿Estás bien?

Ella murmuró algo y Jack vio que se movía.

– Aguanta, no queda mucho.

Amelita parecía una chica muy paciente. No tenía ojos de Bambi. Pero eran muy bonitos, de un castaño líquido.

El plan era dejar a Lucy para que pudiera coger su coche. Ella había dicho «mi coche», lo cual parecía extraño, no acorde con el voto de pobreza; ésa era otra de las muchas cosas que algún día tendría que preguntarle. Él llevaría a Amelita a la funeraria y la hermana Lucy llamaría más tarde para instruirle acerca del siguiente paso. Leo llegaría a las siete. En aquel momento eran las…

La hermana Lucy se estaba acercando a él, y su padre les miraba. Jack salió a su encuentro.

– Jack Delaney; mi padre.

Así, sin más.

El padre alargó la mano y dijo:

– Dick Nichols, Jack. -Una mano dura y un rostro que, visto de cerca, también lo era; tenía el cabello largo, rizado y gris, pero el bigote era oscuro. Estrella de rodeo, no productor de cine-. No envidio su trabajo, tratar con muertos, pero supongo que alguien tiene que hacerlo. Un agente y un contable que tuve fueron enterrados por Mullen. Supongo que habrá oído hablar de los de la funeraria de Saint Claire, en Lafayette…

– No me suena -dijo Jack.

El chófer, junto al coche, le estaba mirando. Era un joven negro de anchos hombros embutido en un traje con chaleco.

– Con la cantidad de infartos que está provocando el negocio del petróleo, esa gente debe de estar muy ocupada, aunque no hace falta que se lo diga.

– Papá se dedica al petróleo -dijo la hermana Lucy-. Y construye plataformas de ésas, en el mar.

– Ajá, me libré de eso, sor, antes de tener que comérmelo. -Sonrió, moviendo la cabeza, y miró a Jack-. Hubo una época… veamos, yo empecé vendiendo arrendamientos de petrolíferas, después me metí en la perforación y perdí dos de lo que la gente considera fortunas antes de cumplir los treinta. En ambas ocasiones me quedé sin blanca. Pero volví a empezar: rebusqué por todas partes, pedí dinero, firmé hipotecas por todo lo que teníamos para poder meter doscientos cincuenta mil en el negocio de un arrendamiento. La madre de Lucy dijo: «Pero querido -Dick Nichols cambió el tono para que sonara distinto-, ¿qué comeremos si el asunto falla?» Y yo contesté: «Nos comeremos el susto, cariño. Así son los negocios.»

Entonces, la hermana Lucy dijo:

– ¿Cómo está mamá?

– Clovis la ha llevado a coger el avión para Nueva York esta mañana. Va tirando.

La hermana Lucy pareció animarse. Jack se dio cuenta.

– A comprar ropa, supongo -dijo ella.

– No querrás que vaya hasta allí para comprar pasta de dientes -dijo Dick Nichols-. Si es tarde y ves la luz de mi despacho encendida, es que estoy sacando billetes de cien dólares. Pero resulta divertido ¿eh? Ahora me dedico al negocio de los helicópteros. -Se dirigió a Jack-. Le diré una cosa, le vendo un Super-Transport Bell-214 por noventa y cinco de los grandes al mes. ¿Qué le parece? Mullen podría ser la primera funeraria de Nueva Orleans que ofreciese entierros en el mar. Se lleva al cadáver unas millas golfo adentro, el cura lee una oración y hace unas aspersiones de agua bendita y se deja ir al muerto. Oiga, yo preferiría eso antes que ser llevado a Saint Louis y encerrado en un panteón. Toda la gente amontonada allí dentro con sus estatuas y monumentos… ¡Puaj! A mí me gusta el campo, sor, siempre me ha gustado.

– Mi padre vive en Lafayette y mi madre aquí, en Nueva Orleans -le dijo ella a Jack.

– Tengo privilegios de visita. Si llamo antes y soy simpático.

– Mi padre le puede meter en el Galatoire sin tener que hacer cola -dijo la hermana Lucy dirigiéndose a Jack.

Le miraba con tranquilidad, con algo que se había establecido entre ellos y que él podía percibir, al tiempo que su padre consultaba el reloj y decía que habían quedado a las siete, que él y la sor se iban al Paul a comer unos cangrejos y unos camarones y a hablar un poco; si no hablaban de política, a lo mejor encontraban algo en que pudiesen estar de acuerdo -su padre sonreía-, ahora que había vuelto a sentar la cabeza. ¿Qué quería decir? Jack quería mirarla, hacer algún gesto, alguna seña, pero el padre se interpuso para darle la mano y decir que estaba encantado de haber hablado con él y que esperaba que volviesen a hacerlo pronto. Y punto. Cuando hubo acabado, Jack pudo finalmente volverse hacia ella, que seguía mirándole de igual modo.

– Mi padre también puede ir al Paul sin tener que hacer cola. -Tocó la mano de Jack y añadió-. ¿Qué le parece?

El rosario por Buddy Jeannette, un arrullo mecánico de cincuenta avemarías recitadas por la familia y por quienes no habían conseguido escabullirse a tiempo, se rezaba en la sala pequeña. Jack, que esperaba en el vestíbulo, contó treinta y siete movimientos de levantarse y arrodillarse mientras el cura dirigía el rosario desde el reclinatorio junto al ataúd -un Batesville de nogal trabajado a mano, con el interior de Carneo Crepe-. Parecía que Buddy había dejado a su viuda en buena situación. Era mayor de lo que Jack había imaginado; una cosa pequeña, sentada en el borde de una silla, rezando, un poco descoordinada con los demás. ¿Qué estaría pensando, con aquella mirada perdida, casi sin mover los labios? Quería cogerla de la mano y decirle algo. Había visto a más de mil personas en aquellas salas mortuorias y nunca estaba seguro de quién lo sentía realmente y quién no. Quería decirle lo buen tipo que era Buddy, y que caía bien a todo el mundo, mucho…

– ¿Me quieres explicar qué está pasando? -preguntó Leo.

Jack se apartó de la puerta.

– ¿Pasa algo malo?

– Voy al lavabo y me encuentro a una chica, que se supone que está muerta, cepillándose el pelo. Nunca me había ocurrido algo parecido.

– Si no recuerdo mal -le dijo Jack-, fuiste tú quien me envió a recogerla. Me dijiste que habías hablado con la hermana Teresa Victor.

– Sí, ayer. Mientras preparaba a tu amigo.

– Bueno -dijo Leo-, pues es mejor que vuelvas a hablar con ella.

Jack empezó a irse.

– Jack, estoy ocupado. Tengo gente ahí dentro.

– Pues llámala más tarde. Si te explico por qué recogí a una persona que no estaba muerta, dirás que fue idea mía. Habla con la hermana. Te veré luego.

Jack se fue caminando por el recibidor y subió las escaleras. Encontró a Amelita en la sala de selección de ataúdes, pasando la mano sobre el acabado de madera de un Batesville de sólido roble.

– Ése es el modelo Homestead, con el interior en beige leonado. Podemos ofrecerlos de fibra, plástico, metal o contrachapado, de sesenta a dieciséis mil dólares, según las posibilidades de cada uno y la pena que le dé ver que desaparece el ser querido. Estoy contentísimo de no tener que meterte en uno de éstos, porque pareces muy saludable.

Y realmente lo parecía. El resplandor de la lámpara del techo hacía brillar su cabellera oscura, larga, que le llegaba hasta la mitad de la camisa floreada, y se reflejaba en sus ojos al mirarle.

– Son tan bonitos por dentro. -Ella tocaba la tela leonada-. Y tan suaves…

– Como si se pudiera dormir en ellos para siempre, ¿eh? ¿Ya sabes dónde te vas a instalar?

– Algún día iré a Los Ángeles, pero no sé cuándo. Espero que sea pronto, siempre he querido ir allí.

– ¿A Los Ángeles?

– Sí, tengo dos tías allí, y mi abuela. Tengo entendido que es muy bonito. Cuando metéis a la gente en esto, ¿lleva la ropa puesta?

– Sí, completamente vestida. ¿Te ha dicho la hermana Lucy dónde ibas a vivir en Nueva Orleans?

– Dijo que encontraría algún sitio. Me gusta el color rosa del interior, es muy bonito.

– Bueno, parece que la hermana Lucy sabe lo que se hace. Hace unos cuantos años que la conoces, ¿no es así?

– Sí, hace mucho tiempo.

– Me ha explicado lo que te pasó. ¡Qué horrible, que ese tipo se te llevara de casa! Dos veces, de hecho, ¿no? La primera vez debías de ser una chiquilla.

– ¿Te refieres a Bertie?

– Como se llame, el coronel.

– Sí, Bertie, coronel Dagoberto Godoy Díaz. Era muy importante en el gobierno. Hablo de antes, del verdadero gobierno. Él podría comprar uno de esos que ha dicho, los de sesenta mil.

– Dieciséis mil, no sesenta. Ese coronel mató a un tío. Al médico.

– Ya lo sé. Estaba tan enfadado… Fue terrible.

– Y tú lo viste.

– Eso es lo que quiero decir, que fue horrible verle tan enfadado. -Se frotó los brazos y pareció sentir escalofríos-. No era el mismo a quien yo había conocido en Managua. -Metió la mano dentro del ataúd para tocar la almohada, tranquila de nuevo-. Me iba a meter en el concurso de Miss Universo, pero la guerra se puso mal y tuvo que irse, así que me volví a casa.

Parecía fascinada por la tela plisada de la almohada.

Jack hizo una pausa. Luego dijo:

– Amelita, pero ahora, según tengo entendido, quiere matarte.

– Eso le dijo ella, ¿verdad? Sí, estaba tan enfadado que se creía que iba a coger la lepra, pero no la cogerá. No se pega de esa forma, ¿sabes?, como esa enfermedad que ahora es tan popular, o como el chancro. Alguien tiene que explicarle a Bertie que no la cogerá. Aunque he oído que el comandante Edén Pastora, que también está con los contras, tiene la lepra de montaña, pero no sé qué clase es ésa. A lo mejor es sólo por picaduras de insectos.

– Espera, ¿vale? -dijo Jack-. Ese individuo te raptó. Quiero decir, antes. Te desapareció, llegó por la noche y se te llevó a la montaña. ¿No es verdad?

– Sí, claro. -Se volvió hacia él con mirada de sorpresa-. Quiere que esté con él. -Su mirada se suavizó al seguir hablando-. Cuando te gusta mucho una chica, ¿no quieres que esté contigo? Tú tienes novias, me juego algo a que tienes varias. -Sonrió, acercándose-. Un tipo guapo, que lleva ropa cara… -Cogió la corbata rayada de siete dólares entre sus dedos, para apreciarla-. He visto tus bonitas habitaciones, con una gran nevera en la que hay cerveza y una botella de vodka. Seguro, me juego algo a que traes chicas por la noche. A lo mejor se quedan a dormir… Oh, pareces sorprendido. En Managua conocí a algunos chicos norteamericanos que hacían eso, que abrían mucho los ojos. «¿Quién, yo?» Como niños pequeños. Creo que eso sólo lo hacen los norteamericanos, pero no estoy segura. Quieren hacerte creer que siempre son muy buenos. Pero tú traes chicas aquí, ¿no? Dime la verdad.

– Alguna vez lo he hecho.

– Dime otra cosa, ¿vale? ¿Te has metido alguna vez en uno de éstos con una chica?

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Jack.

– Me lo preguntaba. Es tan bonito y suave…

Volvió a tocar el interior de beige leonado.

– Amelita, eso es un ataúd.

– Ya sé lo que es. Pero nunca había visto uno por dentro, ni lo había tocado. Es como una cama pequeña, ¿eh?

– ¿Por qué no vamos a sentarnos, con un poco de calma?

Ella le dedicó una mirada maliciosa por encima del hombro.

– ¿En tu habitación? Sí, creo que no estaría mal.

Se quedó pensativo un momento y dijo:

– Si fuera yo quien te hubiese sacado de la situación en que estabas…

– ¿Qué?

– Pensaría muy seriamente en devolverte.

Ella frunció el ceño.

– ¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué?

No, en realidad no lo estaba. Pero sólo dijo:

– Vamos.

Y apagó las luces de la habitación de selección de ataúdes. Fueron por el vestíbulo, pasaron por delante de su habitación y de la sala de preparación y llegaron al despacho de Leo.

– La hermana Lucy se pondrá en contacto con nosotros en cuanto esté libre. Si no, tendrás que dormir ahí.

Señaló un sofá desvencijado, tan viejo como Mullen e Hijos. Amelita se sentó en él y dijo:

– ¿Por qué la llamas así?

– ¿Qué? -dijo Jack, contemplando el desorden que había en la mesa de Leo, llena de cartas, facturas y papeles para recados telefónicos, intactos. Nada nuevo.

– Digo que por qué la llamas hermana Lucy. Ya no es hermana. Es sólo Lucy. O Lucy Nichols, si quieres utilizar el nombre completo.

Jack alzó la vista y se quedó mirando a la chica, que estaba sentada en el desvencijado sofá de Leo. Tardó un tiempo en reaccionar.

– ¿De qué estás hablando? ¿Que ya no es hermana? Yo la he llamado así… -Se tomó otro instante para pensarlo-. Sí, seguro que la he llamado así y no ha dicho que no lo fuera.

– A lo mejor es porque está acostumbrada.

– Y todos los tipos de la misión, cuando he ido a recogerla, la llamaban hermana. Y Leo, el fulano para quien trabajo…

Jack hizo una pausa. No estaba seguro de que pudiera contar a Leo. A lo mejor había dado por hecho que era una monja porque había estado en una misión de Nicaragua.

– No sé de quién me hablas, pero sí sé que ya no es monja. Lo dejó. ¿Crees que puede ser una hermana, vestida así, con esos pantalones Calvin? Yo me compraré unos cuando vaya a Los Ángeles.

– Ya me extrañaba a mí.

– Seguro, en cuanto llegue.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo?

– Cuando salimos de Nicaragua en el coche. Me dijo: «No voy a seguir siendo monja. No puedo más.»

– ¿Eso dijo?

– Te acabo de decir que lo dijo.

– Quiero decir… ¿estás segura?

Amelita se encogió de hombros.

– Pregúntaselo a ella, si no me crees. -Repasó el despacho con la mirada, hasta llegar a la licencia funeraria de Leo, colgada en la pared, y luego volvió a mirar a Jack, que estaba de pie junto a la mesa-. Cuando era monja era muy buena. Era la mejor de todo Sagrada Familia.

– ¿Y ahora piensas que no lo es?

– Sí, pero es distinta. Creo que le pasa algo.

Cuando por fin llamó, dijo:

– ¿Jack? Soy Lucy.

Él esperó, y ella volvió a preguntar:

– ¿Jack?

– ¿Que tal la comida?

– Me gustaría explicárselo.

– ¿Camarones hervidos y cerveza?

– Puede ser que no vuelva a ver a mi padre. ¿Cómo está Amelita?

– Está bien. ¿Qué ha pasado?

– De verdad que me gustaría explicárselo. -Era su misma voz, pero sonaba distinta, más tensa, aunque la controlaba-. Si pudiera traer a Amelita aquí… Estoy en casa, en casa de mi madre, en el número 101 de la calle Audubon, en la parte de arriba del parque.

– Sí, sé dónde está. ¿Está sola?

– El ama de llaves está aquí, Dolores… Si pudiese venir enseguida… Pero no con el coche fúnebre. Por si acaso…

– No, tengo un coche -contestó él.

Esperó un momento, y por primera vez dijo:

– ¿Lucy?

– ¿Qué?

– Ahora vamos.

6

Lo condujo a través de un recibidor lleno de retratos deslucidos y fotografías enmarcadas de bailes de carnaval, y luego por el cuarto de estar y por el comedor, oscuros y serios, hasta una sala brillante cuya atmósfera resultaba súbitamente tropical al mirar las paredes, empapeladas con fulgor de plátanos verdes y dorados. La luz de la lámpara se reflejaba en una fronda verde y en los almohadones verdes del sofá, e iluminaba un ventilador en el techo, las macetas con helechos y un mueble bar lleno de botellas que reposaban sobre un cristal de color. En la mesita de café, de mimbre, había un vaso de jerez. Lucy se mostraba tranquila, cortés. Llevaba una blusa blanca, pantalones marrones y sandalias. Le dijo que se sirviera algo si quería, y le preguntó sí estaba seguro de no tener hambre -mientras él se servía un vodka con hielo-, porque Dolores estaba preparando algo para Amelita y no habría ningún problema. Negó con la cabeza. Le dijo que Dolores acababa de llegar de la iglesia. Le explicó que Dolores iba a la Iglesia Bautista Africana de Esplanade desde siempre. También que Dolores solía ensayar himnos y que a su madre le molestaba oír cánticos protestantes en su casa.

Jack bebió un trago, la miró y dijo:

– Tú ya no eres monja.

– No, no lo soy -contestó ella.

– Te llamé «hermana».

– Una o dos veces.

– Pareces distinta.

Ella pareció sonreír.

– Quiero decir, desde esta tarde.

Concentrándose en su bebida, ella dijo:

– Déjame probarla. -Bebió un trago de vodka y le miró, con el labio inferior temblándole al tragar. Luego agitó la cabeza-. Sigue sin gustarme.

– ¿Estás volviendo a probar cosas distintas?

– El día en que volví a Nueva Orleans llamé a mi madre para que me diera el nombre de un peluquero. Después de dudarlo durante un año, había decidido hacerme la permanente. Rizarme el pelo y cambiar de imagen. Sentía que lo necesitaba para animarme. Así que pedí hora… Pero cuando estuve sentada en la silla y me miré en el espejo, me di cuenta de que una permanente no bastaba.

– ¿Para qué?

– Quiero decir que no era necesario. Ya había cambiado. Has dicho que parecía distinta. Lo soy; no soy la misma persona que era hace años, o esta tarde, ni la misma persona que voy a ser desde ahora.

Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla; no parecía tan alta como por la tarde, con tacones. Dijo:

– Creo que tomaste una decisión adecuada. Así es como tiene que ser el cabello, natural. -Pensó un instante y siguió-: El día en que salí de Angola y volví a casa, lo primero que iba a hacer era vestirme y acercarme al bar del Roosevelt, como si no me hubiese ido. Pero no lo hice. Me concedieron la libertad condicional al mismo tiempo que a un amigo mío llamado Roy Hicks. -Jack notó que empezaba a sonreír-. Roy tenía una forma de mirar, con frialdad, como si nada le importara, pero como si te estuviera preguntando si querías morir. Tampoco es que fuese muy fuerte.

Lucy empezó a sonreír porque lo hacía él, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos.

– Pensaba que habías dicho que erais amigos.

– Lo éramos. Roy me enseñó a vivir en la cárcel. No, a mí no me miraba de aquella manera, era a quienes se le echaban encima o le ponían nervioso… ¿sabes qué quiero decir?

– Creo que sí.

Empezó a sonreír otra vez, porque sabía lo que iba a explicar a continuación y estaba seguro de que Lucy le iba a devolver la sonrisa. Eso le daba valor: no estaba mal hacer una pequeña demostración, asumir con ella un papel cómodo, natural; experimentar la sensación de que podía decirle lo que quisiera.

– Llegamos a Nueva Orleans y Roy me dijo que tenía que atender unos negocios y que quería que le acompañase. Cogimos un taxi hasta la zona de viviendas, ¿sabes?, la de Rampart. Llegamos a una puerta, Roy golpea con el puño… Me olvidaba de explicar que Roy Hicks había sido policía de Nueva Orleans, pero eso es otra historia.

– ¿Y qué hacía en la cárcel?

– A eso me refiero cuando digo que es otra historia: una buena historia. Estábamos en esa zona de viviendas. Me pareció reconocer al negro que abrió la puerta. No nos invitó a entrar, pero nos conoció y nos dejó pasar y vi que había otros tres negros sentados dentro. Aquel lugar, como supe luego, era un centro de venta de drogas. Estaba pensando qué hacía yo allí dentro cuando Roy le dijo al negro que lo llevaba: «Choca esos cinco, colega.» Pero el tipo no quería. Entonces estuve seguro de que lo conocía: había estado en Angola y lo habían soltado unos seis meses antes que a nosotros. Tenía un alambique dentro de la prisión y hacía un brebaje casero con una mezcla de frutas, arroz, pasas, y todo lo que encontrara. Era horrible. Lo vendía y le daba una parte a Roy, algo así como la mitad, porque Roy le había dado permiso para hacerlo. -Vio que Lucy fruncía el ceño y siguió explicando-: Roy dirigía nuestro dormitorio, en Big Stripe, una penitenciaría de seguridad media. -No sabía qué más decirle-. Así es como funciona, es parte de la estructura social.

»… De cualquier forma, Roy le dijo: “Choca esos cinco, colega.” Lo dijo un par de veces más, y al final el tipo alargó la mano. Roy la coge, le hace una llave y le saca un revólver de los pantalones, un treinta y ocho, con los otros tres allí sentados, mirando. Roy le dijo al tipo que tenía sujeto con la llave que se había ido debiéndole dinero y que, con los intereses, ya eran dos mil dólares. El tipo le dijo que estaba loco, ¿no se daba cuenta de que ya estaban fuera? Aquel trato ya se había acabado. Roy le dijo: “No se acabará hasta que yo lo diga. Paga, colega”, sin levantar la voz para nada, ni amenazarle, y aquel tío al final le dio el dinero. -Lucy le estaba mirando.

– Increíble.

– ¿Entiendes? el tipo podía deberle unos cuantos pavos, pero aquello era un chantaje. O, por la pistola, podría decirse que era un atraco ligeramente disimulado. Nos metemos en el taxi y le pregunto a Roy si se ha vuelto loco. Va y dice: «Es como cuando te caes de una bicicleta. Tienes que volver a montarte enseguida.» Y yo le dije: «Sí, nos hemos caído, pero no me parece que atracar un centro de venta de drogas sea volver a lo que hacíamos antes.» Porque ninguno de los dos, estrictamente hablando, había participado antes en ningún atraco a mano armada. Roy dijo: «¿Qué más da que el artículo que quebrantes sea el B o el E, o el que prohíbe ir armado? ¿Crees que vas a poder vivir como un ciudadano normal?» Le dije que había tomado la firme decisión de intentarlo. Y dijo: «Bueno, pues toma, para empezar.» Contó la mitad del dinero, unos mil pavos, y me lo pasó.

– Increíble -repitió Lucy.

– Estaba pensando que basta una escena como ésa para que se te rice el pelo si no quieres pagar una permanente.

Lucy alzó los ojos.

– Ahora lo llevas bastante estirado.

– Sí, bueno, es de trabajar en la funeraria y ver cosas inesperadas; eso te lo va estirando.

– ¿Qué hace ahora tu amigo Roy?

– Es camarero. Trabaja en el Quarter.

Ella le cogió el vaso y le sirvió otro vodka antes de volver a mirarle.

– Sentémonos. Quiero explicarte algo.

– Cuando mi padre levantó su nuevo edificio de oficinas en Lafayette, me lo ha explicado en la comida, le iba a costar poco más de tres millones de dólares. Pero tenían que talar un roble vivo que contaba ciento cincuenta años. Así que mi padre cambió los planos. Construyó el edificio con una planta angular, alrededor del árbol, y le costó medio millón más… ¿Qué crees que dice eso de él?

La habitación estaba silenciosa. Jack notaba el vodka, una agradable sensación bajo aquella luz. Le gustaba aquella silla de mimbre con amplios almohadones; uno podía quedarse dormido en ella. Lucy esperaba, no muy lejos de él, en el extremo del sofá que había junto a su silla, con las piernas cruzadas. Se inclinó hacia delante para coger su jerez, él pensó distintas contestaciones, movió el brazo lentamente, levantó el vaso y se quedó mirando un plátano antes de dar un trago.

– Que le gusta la naturaleza.

– ¿Y por eso está contaminando el golfo?

– Creía que vendía helicópteros.

– Está metido en el negocio del petróleo. Lo ha estado toda su vida. Mi madre le llama «El Crudo de Tejas». Los hombres de su familia vestían trajes de lino blanco y eran dueños de plantaciones de caña de azúcar en Plaquemines.

– No sé mucho de medio ambiente -dijo Jack. Podía haberse quedado dormido tan sólo cerrar los ojos-. O… ¿cómo es esa otra palabra? Ecología. Estoy un poco flojo en esas materias.

– Tú consideras a mi padre un buen tipo.

– Creo que intenta serlo. Ésa es la impresión que quiere dar, la de que es un chico más.

– Al menos sabes que no es sólo el bueno del viejo Dick Nichols. Él es la empresa Dick Nichols. Canta canciones Cajun, come ardillas y cola de cocodrilo, pero también ha ido a la Casa Blanca a almorzar, dos veces. Le encanta la naturaleza, siempre que él y sus amigos puedan sacarle petróleo, y el árbol le importa un comino. Lo utilizará. Será el tipo del Club del Petróleo que tiene un árbol que le costó medio millón de dólares. No un yate, o un avión. Eso lo tienen todos, incluso mi padre. Pero él tiene también un árbol.

– Bueno, ser rico está bien.

– Y poder comprarte lo que quieras -añadió Lucy-. Mi padre vino a visitarme a Nicaragua, hace siete años. Llega un cochazo de la embajada, un Cadillac negro enorme, y sale mi padre, la última persona que hubiera esperado ver allí. Sólo que le encanta sorprender y actuar de modo casual. «Eh, sor, ¿cómo estás? Hace buen día, ¿no?» Sabe que es espontáneo, o sea, que es divertido. Le enseñé el hospital y pareció interesado, estuvo cordial. Pero hizo como que no veía a los leprosos, a los que estaban inválidos o desfigurados.

– No les iba a dar la mano.

– Ni siquiera al equipo médico. Mantuvo las manos detrás de la espalda. Dijo: «Sor, esto es horroroso. ¿Qué necesitas?» Y yo contesté: «¿Qué tal si llevas a los enfermos a dar una vuelta en tu coche?» En vez de eso, me dio un cheque de cien mil dólares.

Jack bebió un trago, preguntándose si su padre la había besado al llegar. Podía entender que su padre no fuera un tío dado a tocamientos. ¿Cuántos lo eran? Dijo:

– Ya sé por dónde vas.

– No, no lo sabes -contestó ella.

– Es más fácil darles algo que acercarse a ellos.

– Jack -dijo ella sin reaccionar, manteniendo su tono tranquilo, segura de lo que iba a decir-, la semana pasada firmó otro cheque, éste de sesenta y cinco mil.

– ¿Para el hospital?

– Para el hombre que destruyó el hospital, el hombre lo hizo arder hasta los cimientos y mató a diez pacientes a puñaladas. Yo estaba allí, Jack. Los vi llegar en un camión. Saltaron los hombres y empezaron a disparar, todos con armas automáticas. Dispararon a los perros, a los cristales de las ventanas… Salí de la casa de las hermanas, le oía gritar y pensé que estaba intentando detener el tiroteo. Efectivamente, estaba gritando en castellano: «¡Con los machetes! ¡Hacedlo con los machetes!» Algunos de los pacientes se escaparon o pudieron esconderse. Yo metí a alguno en nuestra casa. Pero los que estaban en tratamiento, los que no podían correr, fueron apuñalados hasta morir en sus propias camas, gritando… Ya sabes de quién hablo, de Dagoberto Godoy y sus contras. Cuando vino a matar a Amelita y no la encontró… -Hizo una pausa, y añadió-: Antes de eso, nunca le había puesto los ojos encima y ahora no podría olvidarle. -Volvió a interrumpirse, y luego dijo, levantándose-: Le daré las buenas noches a Amelita y te prepararé algo de comer, si tienes hambre.

Volvió con un paquete de Kool, sacando un cigarrillo. Jack cogió el encendedor de plata de la mesa y le ofreció fuego. La vio sentarse, exhalando un fino hilo de humo, relajándose sobre los almohadones del sofá, y dijo:

– ¿Te importa?

Cogió un cigarrillo -«sólo fumaría uno»- y aspiró el humo por primera vez en casi tres años, mientras le decía que seguía sin tener nada de hambre, ni siquiera un poco. Estaba alterado, y le dijo que se sentía un poco confuso, intentando aclarar una serie de cosas en su mente. Dijo que le parecía que cada vez que ella le explicaba algo surgían en su mente nuevas preguntas y no sabía por dónde empezar.

– ¿Qué te gustaría saber? -dijo ella.

– Ese tipo intenta matar a Amelita y ella dice que bueno, que estaba muy enfadado, pero que quiere que ella esté con él. Incluso le llama Bertie.

La cabeza de Lucy permanecía apoyada en el almohadón.

– Ya lo sé. Amelita es un poco retorcida. Bertie… Me gusta. Cambió su vida y ella no quiere creer que es un asesino. Pero no estaba en el hospital cuando vino él. Estaba con su familia. Por eso pude sacarla de allí.

– Eso no tiene mucho sentido.

– Claro que no.

– ¿Los mató porque eran leprosos?

– A machetazos… no necesitaba razón alguna. Se cargó a tiros al doctor Meza. Asesinó a un cura mientras estaba celebrando misa y ejecutó formalmente a seis catequistas en Estelí. Mataron a un trabajador de la reforma agraria con las bayonetas, le dispararon a su mujer en la columna vertebral y la dejaron abandonada para que muriera… Ella vio cómo estrangulaban a su hijo, que sólo tenía un año. Pregúntale a Bertie por qué dejó hacer eso a sus hombres. Rajaron la garganta a nueve granjeros cerca de Paiwas, violaron a varias de sus hijas y violaron y decapitaron a una chica de catorce años en El Guayaba. Mataron a cinco mujeres, seis hombres y nueve niños en El Jorgito… ¿Quieres una lista completa? Te la daré. ¿Quieres ver fotos? También te las enseñaré. ¿Has visto alguna vez la cabeza de una niña empalada?

Hubo un momento de silencio en la habitación, que en aquellos momentos a Jack le parecía un gran escenario, con el telón de fondo del papel de la pared, lleno de plátanos, mientras ella le contaba una historia de muertos de ambiente tropical.

– ¿Todo eso hizo?

– Y no cuento a los desaparecidos -dijo Lucy-. Ni a los que torturaron. Ni a quienes asesinaron con métodos más refinados. Un cura de Jinotega abrió el maletero de su coche y voló en pedazos. Fue Bertie quien lo asesinó. Se había enterado de que ese cura nos había llevado a León a comprar el coche cuando huimos. Tengo una carta de una de las hermanas; algún día te la leeré, cuando tenga tiempo.

Jack se sentía molesto; no sabía qué decir.

– ¿Qué le vas a hacer? Así es la guerra.

– ¿A eso le llamas guerra? ¿Matar niños y gente inocente?

– Quiero decir que no puedes hacer que lo arresten.

– No, ni siquiera si estuviese aún en Nicaragua. Pero ahora está aquí, reuniendo dinero para comprar armas y pagar a sus hombres. Hace tres días, en Lafayette, mi padre almorzó con Bertie, oyó el sermón del tipo y extendió un talón de sesenta y cinco mil dólares.

– ¿Tu padre le ayuda? ¿Por qué?

– Hay gente, Jack, que cree que si no estás con Bertie estás con los comunistas. Es como si dijeras que si no te gusta la cerveza Dixie, entonces tiene que gustarte el vodka. -Volvía a hablar con aquel tono seco, con la mirada tranquila, con la cabeza apoyada en el cojín.

»Mi padre y sus amigos sacando a Bertie de paseo, invitándole a sus casas… Es una celebridad. Tiene una carta del presidente, y eso le proporciona un talón cada vez que la enseña.

– ¿El presidente de qué? ¿Te refieres al Presidente?

– De Estados Unidos de América. Trata a los contras como hermanos. «Luchadores por la libertad.» Una cita: «El equivalente moral de nuestros padres fundadores.» Y si crees en eso puedes unirte al club de mi padre. Pero hay una parte que no podrás creer.

Vio que Lucy se levantaba de la silla para aplastar su cigarrillo en el cenicero, con la luz resbalando sobre su cabellera oscura. Estaba encantado de que hubiera decidido no hacerse la permanente.

– Cuando comíamos, mi padre ha empezado a contarme lo del antiguo agregado militar de la embajada nicaragüense, un héroe de guerra al que había invitado a comer, amigo personal de varios personajes importantes de la Casa Blanca. -Volvió a sentarse y siguió hablando-. Y cualquiera que pertenezca a esa sociedad es amigo íntimo de mi padre, sin más averiguaciones. Mi padre no me había dicho el nombre del héroe, pero yo ya sabía que era Bertie. Primero, me cuenta que ese tipo es un comandante de la guerrilla, que mantiene una intensa lucha contra los comunistas. Y luego, como quien no quiere la cosa, me dice: «Ah, por cierto, me dijo el coronel que os habéis visto alguna vez en algún sitio.» Yo todavía no había abierto la boca. Pero estaba segura de que si lo hacía me lo iba a cargar. Sentía que me iba poniendo tensa. Y mi padre ha dicho: «Sí, está buscando a una chica que está por aquí, una amiga suya, o que era su novia, y se pregunta si tú podrías ayudarle a encontrarla.» -Lucy hizo una pausa-. ¿Te va gustando?

Jack aguardó en silencio.

– Yo le he dicho: «¿Te ha explicado el coronel dónde nos conocimos?» Y mi padre ha negado con la cabeza: «No, no lo ha hecho.» Le he preguntado si el coronel le había dicho por qué quería encontrar a la chica. Y mi padre ha contestado: «No, creo que no me lo explicó.» Le he dicho entonces: «¿Quieres que te lo diga yo?» Y ha contestado: «Sí, claro.» -Lucy hizo una pausa-. «Porque quiere matarla. Sólo por eso.»

Hubo un silencio. Jack no se movió. Ella se quedó mirándole y él le dijo:

– Así que le has metido una bronca.

– Le he referido todos los asesinatos y atrocidades que recuerdo. Y mi padre ha dicho: «No creerás esas historias, ¿verdad?» «Papá -le he dicho-, yo estaba allí. Vi cómo pasaba.» Eso no le ha gustado, y me ha dicho: «Ya, pero así es la guerra, sor. Pasan cosas terribles en la guerra.» Y yo le he preguntado: «¿Y tú qué sabes? Tú no luchas en las guerras, sólo las financias.» -Levantó el vaso y tomó un sorbo de jerez-. Por el almuerzo con papá… he comido cangrejos de río.

– Lucy Nichols, te has alejado mucho del monjerío.

– Pero no de Nicaragua, él la ha traído aquí.

– Bertie sabía que era tu padre, ¿no?

– Le proporcionaron una lista de ricachones del negocio del petróleo. Él consultó los nombres, sabía que Amelita y yo habíamos volado a Nueva Orleans, y se enteró de que vivía aquí. Creo que no se trata de una coincidencia, creo que la idea de utilizar a mi padre le resultó muy atrayente. Podía haber ido a colectar fondos a Hudson, pero no, está aquí. Nueva Orleans es un centro de embarque para los contras: tienen armas y material almacenado esperando a poder sacarlo.

Jack sintió necesidad de levantarse y moverse. En lugar de eso, cogió un cigarrillo. Uno más. Si volvía a fumar, no sería Kool. Se recostó, mirando las piernas de la mujer, en aquel momento estiradas sobre la mesilla de café, con los pies cruzados. Llevaba una sandalia suelta, y pudo verle el puente del pie. Se preguntó cómo sería de niña, antes de hacerse monja.

– Cuando pueda, en los próximos días, tengo que meter a Amelita en un avión y enviarla a Los Ángeles.

– No parece muy difícil.

Se preguntó si alguna vez habría ido a bañarse impremeditadamente con alguien, en ropa interior, en el golfo de México o en Pass Christian.

– Supongo que no, si soy prudente.

Vio cómo daba una chupada al cigarrillo y volvía ligeramente la cabeza para soltar un hilillo de humo.

– Y de alguna manera, antes de que Bertie esté listo para largarse con su dinero, he de pensar en una forma de detenerlo.

Jack esperó un momento y dijo:

– Y… -sintiéndose animado, pero sin querer moverse, para no romper el encanto- te estás preguntando si una persona con mi experiencia, por no mencionar a la cantidad de gente que conozco, podría ayudarte.

Lucy movió los ojos, recuperando su mirada tranquila, y dijo:

– Se me había ocurrido.

Se preguntó si alguna vez habría hecho el amor en la playa, o en la cama. O en cualquier lugar.

– Por lo que estás diciendo, veo que no te importa que Bertie se largue…

– Mientras el dinero se quede aquí.

Jack aspiró el humo, sin prisas. Joder, se apuntaría. Ese juego le iba.

– ¿Qué hace con los talones?

– Son nominativos, a favor de… creo que el Comité de Liberación de Nicaragua, o algo así.

– ¿Los ingresa en el banco?

– Eso creo.

– ¿Y luego? ¿Dónde comprará las armas?

– Supongo que aquí o en Honduras, porque es allí donde tiene sus depósitos de armas y sus centros de entrenamiento. Pero estoy segura de que sacará los dólares y los cambiará por córdobas para pagar a sus hombres.

– ¿Cómo, en un avión privado?

– O en barco.

– ¿Desde dónde?

– No tengo ni idea.

– Pregúntaselo a tu padre.

– No nos hablamos.

– ¿No os habláis, o no le hablas tú?

– Ya veré qué puedo averiguar.

– Pregúntale dónde se aloja Bertie.

– Está en un hotel de Nueva Orleans.

– ¡No jodas!

– Pero no sé en cuál.

– Tendrás que darle besitos a tu padre y reconciliarte con él antes de que empecemos a movernos.

Lucy dudó.

– ¿Estás diciendo que vas a ayudarme?

– Si quieres que te diga la verdad, nunca he oído una historia como ésta. Estás quebrantando la ley, una ley es importante. Pero, mirándolo de otra manera, también estás haciendo algo por la humanidad. -Jack hizo una pausa al darse cuenta de que nunca en su vida había utilizado la palabra humanidad-. O sea, si te hace falta racionalizarlo. Ya me entiendes, decirte a ti misma que lo que haces está bien.

– No creo que nos haga falta justificación moral alguna -dijo Lucy-. Puedo justificar esto mentalmente sin necesidad de pensarlo dos veces. Pero si la idea de salvar vidas no te basta, piensa en lo que podrías hacer con tu parte. A mí me gustaría usar la mitad del dinero para reconstruir el hospital. Para mí, basta eso como justificación. Pero la otra mitad sería para ti, si te parece bien.

Jack esperó. Quería estar seguro.

– ¿Me estás diciendo que nos lo vamos a quedar?

– No sería fácil devolverlo.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– Le dijo a mi padre que quería conseguir cinco millones.

– ¡Jesús! -exclamó Jack.

Los ojos de Lucy sonrieron.

– Nuestro Señor.

7

Jack condujo hasta la entrada principal del Centro de Salud Carrollton. Ya había salido del coche fúnebre cuando un joven de piel ligeramente oscura, vestido de blanco, apareció corriendo por la puerta giratoria, haciendo gestos con los brazos y diciéndole:

– ¡Saque eso de ahí! Hombre, si alguno de esos viejos mira por la ventana le va a dar un ataque y se va a morir, o se va a caer y se romperá la cadera.

Jack leyó el nombre de aquel individuo en la placa que llevaba prendida en la camisa blanca.

– Cedric, he venido a recoger a… -Tuvo que sacar la tarjeta del bolsillo de la chaqueta y mirarla-. He venido a recoger a un tal señor Louis Morrisseau.

– Está listo, pero tendrá que hacerlo por detrás.

– ¿Y el certificado de defunción?

– Lo tiene Miz Hollenbeck.

– ¿Y dónde está Miz Hollenbeck?

– Ahí, en el despacho de enfrente.

– ¿Por qué no entras, coges el certificado y llevas el coche a la parte trasera? ¿Qué te parece?

– Pero eso es lo que me ha dicho Miz Hollenbeck que le diga -explicó Cedric, encogiéndose de hombros y dando la espalda al edificio. Y luego movió la cabeza, con una ligera inclinación hacia un lado-. ¿Ve a una persona que mira por la ventana como un cocodrilo? Es Miz Hollenbeck.

Jack repasó con la vista la hilera de ventanas.

– ¿Quiere que se muera alguien? ¿Quiere que esa mujer me haga polvo?

– Eh, Cedric, date la vuelta.

– ¿Está mirando?

– Mira, ¿quieres? En la segunda ventana hay un tipo con un albornoz marrón, ¿sabes cómo se llama?

– ¿Dónde? -preguntó Cedric, dándose la vuelta como quien no quiere la cosa-. Con albornoz… Sí, es el señor Cullen.

– ¡Lo sabía! -dijo Jack, sonriendo, y gritó-: ¡Eh Cully, viejo hijo de puta!

– Pero hombre -dijo Cedric-, ¿quiere hacer el favor de irse?

Jack se ocupó del señor Louis Morrisseau, lo metió en una camilla y lo dejó dentro del coche, que había aparcado en la entrada de servicio. Miró hacia la puerta, volvió a entrar deprisa, y allí estaba Cullen, esperándole.

El ladrón de bancos. Una celebridad en Angola.

– ¡Estás fuera! -dijo Jack-. ¡No puedo creerlo!

Se abrazaron.

– Mi chico quería que me quedara con ellos, o sea, que viviese allí -explicó Cullen-. El problema era Mary Jo. Desde que Joellen se largó a Muscle Shoals para hacerse artista musical había estado pensando que tendría un ataque de nervios… Ya ves, lo único que sabe hacer Mary Jo es cuidar de la casa. No ve la tele, siempre está encerando los muebles o haciendo galletas o cosiendo botones. Nunca había visto a una mujer que pasara tanto tiempo cosiendo botones. Le dije a Tommy Junior. «¿Qué hace, arrancarlos para poder volver a coserlos?» Tengo grabada su imagen cuando mordía el hilo. El primer día que pasé allí, miro a mi alrededor y no veo ningún cenicero. Hay uno, pero está lleno de botones. Voy a usarlo, y Mary Jo me dice: «Eso no es un cenicero. En esta casa no hay ceniceros.» Le digo que bueno, que por qué no me da una lata de café o algo que pueda utilizar. Y me dice que si he de fumar tendrá que ser en la parte trasera. Allí no. Tenía miedo de que me viesen los vecinos y tuviera que presentarme. «Ah, éste es el padre de Tommy. Ha estado en el talego los últimos veintisiete años.» Mira, ya es bastante malo que Joellen se haya largado con ese tipo que dice que la va a convertir en estrella. Mary Jo me ve durmiendo en la habitación de su niña, llena de animalitos y Barbie y Ken, y no lo puede soportar, ni siquiera cosiendo botones todo el día. No para de pincharse con la jodida aguja, y es por mi culpa. Así que me tengo que ir. Tommy Junior dice: «Papá, Mary Jo te quiere, pero…» Todo lo que dice acaba en «pero». «Ya sabes que queremos que seas feliz, pero Mary Jo piensa que estarías mucho mejor en el lugar que te corresponde, con gente de tu edad.» ¿Qué te parece? Este es el lugar que me corresponde.

Cullen y Jack Delaney andaban por un ancho pasillo, pasando junto a puertas abiertas de las que salía el ruido de la televisión, que llegaba hasta la sala del asilo. Cullen llevaba un albornoz aterciopelado encima de la camisa y los pantalones, e iba pasando la mano por la barandilla fijada a la pared; Jack se sentía tenso, reteniéndose para mantener el lento paso de Cullen. A Jack le pareció que el pasillo olía a retrete.

Se acercaron a una mujer postrada en una silla de ruedas. Jack vio que extendía la mano, una mano que parecía una garra en la que se marcaban las venas y manchas en la piel. Se deslizó junto a ella con un giro de cadera y vio a otra que esperaba, también en silla de ruedas.

– ¿Qué quiere decir «gente de tu edad»?

– Tengo sesenta y cinco. Mary Jo cree que eso ya es ser viejo.

Jack tocó la manga del albornoz aterciopelado de Cullen.

– ¿Para qué llevas esto?

– No me puedo arriesgar. Llevo el albornoz y me muevo despacio para parecer enfermo. A ti te concedieron la libertad condicional. A mí, un permiso médico. Lo llaman «descarcelamiento» en vez de fin de condena. Es para que suene oficial. Pero no sé si me pueden volver a encerrar si estoy bien.

– Cully, si te dieron un permiso firmado, estás fuera. ¡Por Dios, si tuviste un infarto!

– Sí, y me llevaron al Charity con grilletes en los pies y esposas en las manos y un cierre de seguridad sobre las esposas por si acaso intentaba abrirlas mientras estaba allí tumbado con la máscara de oxígeno, intentando recuperar la respiración. Mientras estuve en el hospital me tuvieron sujeto a la cama con cadenas y grilletes, hasta que me pusieron el marcapasos. Así es como lo hacen. No importa lo mal que estés.

Llegaron a la sala, que era como el atrio de una iglesia, con el suelo embaldosado, muebles desvencijados y carteles dibujados a mano pegados en la pared de cemento; un puñado de cabezas grises, algunas de ellas dormidas, y otras viendo la televisión.

– Hospital General -dijo Cullen-. Es su favorita. A mí me gusta El joven y el inquieto, porque se meten en historias.

Jack acompañó a Cullen hasta un sofá. A su lado había una mesa de arce, con un cenicero lleno de colillas. Cuando Jack sacó su paquete de cigarrillos, Cullen dijo:

– Dame uno. ¿Kool, eh? Tanto me da; mierda, tendría que dejarlo, pero de algo hay que morirse. Cuando me puse enfermo allí, escribí a Tommy. Le dije: «Prométeme que si me muero aquí me llevarás a Nueva Orleans, no quiero que me entierren en Point Lookout, ¡Jesús!, y que nadie me visite nunca.» Lo siguiente que supe fue que estaba en el Charity.

– ¿Viene Tommy a verte?

– Sí, viene. Sólo llevo aquí… mañana va a hacer un mes. Mary Jo no viene nunca. Creo que debe de estar rezando novenas para que yo no la joda aquí y tengan que volver a llevarme a casa. Con mis cigarrillos.

– ¿No puedes irte si quieres?

Cullen se lo pensó, desviando la mirada.

– No estoy seguro. Supongo que sí. Pero ¿adónde iba a ir?

Jack dudó antes de contestar:

– A lo mejor tengo algo que te podría interesar… El viejo profesional, ¿eh? No me pareces muy enfermo.

– No, me encuentro bastante bien. -Cullen se inclinó hacia Jack, bajando el tono de voz para seguir hablando-. Te diré una cosa. En un lugar como éste, hay más oportunidades de polvo de las que podrías aguantar.

Jack repasó la sala con la mirada y no vio más que viejecitas encorvadas de pelo gris, algunas de ellas postradas en sus sillas de ruedas.

– Me parece que estoy a punto de echar uno -dijo Cullen-. ¿Ves a esa que está justo al otro lado, la que está leyendo la revista? Es Anna Marie; está en una habitación individual. ¿Has visto cómo se sienta con las piernas abiertas y puedes ver el panorama? Eso es lenguaje corporal, Jack. He leído un libro sobre eso. Puedes mirar a la gente y saber lo que llevan en mente. Como si el cuerpo te hablara.

Jack miró a la pequeña Anna Marie, que debía de tener al menos setenta y cinco años.

– ¿Y qué te dice su cuerpo, Cully?

– ¿Estás de broma? Mira. Está diciendo: «Métemela, chaval, ya ha pasado mucho tiempo.» ¿Sabes cuánto tiempo hace que no echo un polvo?… La última vez fue el 22 de diciembre de 1958. Entré en el último banco el 3 de enero de 1959. Art Dolan, el muy cabrón, se rompió la pierna al saltar el mostrador (tenía que haberme dado cuenta de que ya estaba demasiado viejo) y me pasé los siguientes cinco meses en el depósito de detenidos, sin fianza. Sabían que me caerían entre cincuenta años y cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional, y no se equivocaron. Bueno, eso es lo que me pasó por ayudar a un amigo.

Cullen exhaló un suspiro; parecía cansado. La barriga le llenaba la camisa bajo el abierto albornoz.

– A lo mejor tengo que hablarte de una cosa -dijo Jack-. Depende de si te interesa.

Cullen, mirando todavía a Anna Marie, empezó a sonreír y se inclinó otra vez hacia Jack.

– Hay una mujer, una nueva, que vino el otro día. Contó una historia de un joven que se coló en su casa, le robó diecisiete pavos que llevaba en el bolso y la violó tres veces en tres sitios distintos. O sea, en diferentes habitaciones; en el suelo, en la cama y en algún otro sitio. Esa mujer tiene setenta y nueve años. Yo las oía cuando hablaban de eso. Anna Marie dijo: «Bueno, por diecisiete pavos, merecía la pena.» ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo tiene metido en la cabeza.

– Es interesante, Cully. No tengo la menor duda de que conseguirás que Anna Marie se pierda por ti. Tienes muy buena pinta.

– Bueno, intento no irle a la gente con mierdas. ¿Qué ganaría? -Su mirada se desvió y se detuvo-. ¿Sabes quién es ése? Mira, Jack. Ese tipo con la camisa de lana colgando. Es Maurice Dumas. Seguro que has oído hablar de él: Mo Dumas, uno de los mejores trombonistas de todos los tiempos. Tocó con Papa Celestin, con Alphonse Picou, con Armand Hug… Los podrías ver a todos en el bar Caledonia, en Saint Philip. Ve después de un funeral y los verás a todos. ¿Sabes lo que hace ahora? Entra en las habitaciones, roba ropa y se la pone. Acércate y obsérvalo, seguro que lleva lo menos tres camisas y dos pantalones. Se cree que nadie se da cuenta.

– Busco a alguien más profesional, Cully. ¿Cuántos bancos habrás hecho en tu vida, unos cincuenta? Ya ves, es curioso, si no me hubiera parado delante y no te hubiese visto en la ventana…

– Creo que sesenta y pico. Cuando te mezclas con esta gente empiezas a olvidarte de las cosas. El hijo de un viejo viene a verlo y el viejo le mira y le pregunta: «¿Y tú quién coño eres?» «Soy yo, papá, Roger. ¿No me conoces?» Creo que ese hombre en concreto finge. Es una posibilidad. Si no, empiezas a excusar a tus hijos. Tommy Junior está vendido, está asustado por su mujer, una tía que se pasa la vida cosiendo botones por hacer algo. Pero yo no digo nada. ¿Qué ganaría? Se cree que me muero de ganas de ir allí y llenarle de humo la jodida casa.

– Tú conoces a la gente, Cully.

– Siempre supe salir por patas de un banco que no me gustaba. Y siempre parecí un cliente. Nada de eso de entrar con la pistola y una máscara de goma. Eso queda para los aficionados locos. Entran y se ponen a gritar y todo el mundo se gira. Los miran bien y luego los reconocen.

– A eso es a lo que voy -dijo Jack-. Tú eres un profesional.

– Sí, pero ya no me dedico a los bancos. Ahora tienen trucos, te pasan un montón de billetes atados vacío por dentro y con una tinta que lleva algo así como un temporizador. No sé cómo funciona. Me lo explicó un tipo. Aquí no, por Dios, en Angola. El cajero saca el montón de una bandeja de su cajón y dice el tipo ése que «empieza a pensar». Te metes el botín en la ropa o en una bolsa, y en cuanto sales, en unos veinte o treinta segundos, la cosa explota y te mancha todo de tinta. Y gas lacrimógeno, y mierdas de ésas. Es como si salieras de allí con un cartel: «Acabo de robar este jodido banco.»

– Cully -dijo Jack-, no hablo de robar ningún banco. Es algo mucho más grande que un banco.

– Pensaba que eras enterrador.

– Voy a pedir una excedencia, o lo voy a dejar. Todavía no lo sé.

– Tampoco me dedico a los coches blindados. Por Dios, si tengo sesenta y cinco años.

– Cully, estoy pensando en un plan que, si lo preparas con cuidado, como tú sabes hacer, sin ninguna sorpresa, nos dará cinco millones. En efectivo.

– Jack, ¿qué es el dinero? Tengo lo suficiente para lo que me queda de vida, si me muero el martes. -Cullen hizo una pausa-. No puedo hacer otros veintisiete años. Al salir tendría… ¡joder!, noventa y dos. Las tías dirían: «Mirad a Cullen. No ha echado un polvo desde hace cincuenta y cuatro años.»

– Me informaré mejor y entonces… creo que te podré hacer una propuesta. Si todo va bien. Pero creo que tienes cabeza para un negocio así.

– Hablando de eso… -dijo Cullen.

– ¿De qué?

– De la cabeza. A ver si Anna Marie me deja meterla en algún sitio. Parece que eso les gusta a las tías, a las que están buenas.

– Vas muy salido, ¿verdad?

Cullen se volvió para mirarle.

– Jack, sácame de aquí, ¿quieres?

Cuando se acercaba a la puerta trasera haciendo marcha atrás, la puerta de Mullen e Hijos se abrió y Jack vio que Leo le esperaba. Lo vio por el retrovisor. Leo gesticulaba para que entrase y se diera prisa. Cuando Jack hubo aparcado el coche, el rostro de Leo ya estaba pegado a la ventanilla, tenso, todo ojos.

– ¿Quieres salir de una vez?

– Lo haría, Leo, si pudiese abrir la puerta sin romperte la nariz. -Leo dio un paso atrás y Jack salió de detrás del volante-. ¿Qué pasa?

– Acaban de llegar dos individuos. Quieren ver a Amelita Sosa.

– No está.

– ¡Por Dios! Ya sé que no está.

– Cálmate, Leo. ¿Qué les has dicho?

– Que no estaba.

– ¿Y qué problema hay?

– Que no se lo creen. Quieren registrar.

– ¿Un par de latinos?

– No sé lo que son.

– Canijos y de pelo negro…

– Por Dios, ¿quieres entrar y hablar con ellos?

– Espera. Primero, ¿qué les has dicho? ¿Que no está y que no ha estado nunca? Espero que hayas dicho eso.

– Les he dicho que no sé nada, que ayer no estuve aquí. Que me había ido al lago. Que me fui el sábado por la tarde y no volví hasta ayer por la noche.

– ¿Has sudado mucho para decirles todo eso?

– ¿Te parece divertido? Podríamos meternos en un buen lío por hacer eso.

– ¿Por hacer qué? Ni siquiera hemos oído hablar de Amelita. ¿Amelita qué? No, lo siento, aquí no ha entrado nadie con ese nombre.

– A ti no te importa… Ése es el problema, por eso nos hemos metido en una locura como ésta. No te importa este negocio ni sientes nada por él.

– Leo, llevaba tres años intentando explicártelo.

Encontró al coronel Dagoberto Godoy en el velatorio de Buddy Jeannette. Lo vio de espaldas y luego de perfil, y supo que era él aun sin haberlo visto nunca antes. Fue por la manera de moverse, con gesto confiado, perezoso, como si estuviera revisando el local y tuviera que llevar una fusta bajo el brazo. Incluso su traje marrón, cortado a medida, su corbata negra y sus gafas de aviador tenían cierto aire militar.

Quieto allí, aquel hombre no parecía malo o malvado. En todo caso, se parecía a Harby Soulé, el marido de su antigua novia, Maureen, y Harby, con su fino cabello y su bigote recortado, siempre le había parecido a Jack más un camarero que un urólogo. El coronel debía de medir metro setenta y pesaría unos setenta quilos. Si una cosa había a su favor en aquella historia era que, de momento, los malos eran todos canijos.

En aquel momento, el coronel estaba examinando a Buddy Jeannette, mirando con renovado interés el interior del ataúd abierto. Estaba tan concentrado que dio un salto cuando Jack dijo:

– Un buen trabajo, ¿eh? Tenía que haberlo visto cuando lo trajeron. -Jack, mirando el rostro de cera de Buddy, se puso cerca del coronel-. Creo que le hemos quitado diez años de encima, por no mencionar cómo tuvimos que arreglarlo, ¿sabe?

Muy cerca de él, la voz del coronel dijo:

– ¿Es con usted con quien tengo que hablar?

– Su funeral es mañana por la mañana. Luego, al cementerio de Metarie para encontrar su descanso definitivo.

– Le he hecho una pregunta.

Jack se dio la vuelta y se fijó en un mechón de pelo brillante antes de bajar la vista hacia las gafas de sol con filtro rosa.

– Ya le he oído. Tiene que hablar conmigo si eso es lo que pretende. ¿De qué quiere hablar? ¿Algún muerto en su familia?

– Una amiga -dijo el coronel-. Usted mismo la trajo aquí ayer de Carville, del hospital de leprosos.

– ¿Yo? ¿No sería otro?

– Usted u otra persona. ¿Qué más da? Quiero verla. Amelita Sosa.

– Aquí no tenemos a nadie con ese nombre. Tenemos a este caballero y basta. No, lo retiro; también tenemos al señor Morrisseau. Pero no a Amelita Sosa. Lo siento.

El coronel le dirigió una mirada amenazadora y dijo:

– Si no lo siente, ya lo sentirá.

Cruzó la sala. Al llegar a la puerta abierta gritó un nombre que sonó como Frank y algo más. ¿Frank Lynn? Jack le siguió, sin estar seguro.

Al llegar al umbral vio al individuo con pinta de criollo de la gasolinera de Exxon, que salía de otro velatorio. «Mierda, seguro que era él.» El del pelo alisado que se había puesto el otro día delante del coche fúnebre y no había dicho nada.

El coronel volvió a llamarlo por su nombre. Era «Franklin». Y luego empezó a hablar deprisa en castellano, acabando con una pregunta. El tipo frunció el ceño sin cambiar mucho la expresión y dijo en castellano:

– ¿Cómo?

El coronel volvió a hablar en castellano y luego se interrumpió y dijo en inglés:

– ¿Es éste el que trajo a Amelita de Carville, o no?… Amelita, la chica, ayer.

Jack vio que aquel tipo fijaba los ojos en él y le sostenía la mirada, tan inexpresivo como el día anterior, cuando había salido del coche y había pasado junto a él, con aquella mirada muerta que no decía nada.

Franklin finalmente dijo:

– Sí, es el mismo que conducía el coche. Pero no sé si dentro iba la chica.

Había algo extraño. Aquel individuo tenía un acento distinto. Jack no abrigaba la menor duda de que era de algún lugar de Nicaragua. Pero ¿por qué le costaba entender al coronel en castellano, si ambos eran de allí?

– No nos dejó mirar dentro del coche para ver si estaba.

– ¡Ya basta! -El coronel le hizo callar y se encaró con Jack-. Usted fue a Carville. Recogió un cadáver. Bueno, ¿dónde está?

– ¿Quién dice que fui a Carville?

– Lo dice Franklin. Le acaba de oír.

– Creo que Franklin se equivoca. ¿De dónde es?

– ¿Cómo que de dónde es? De Nicaragua. ¿De dónde pensaba que era?

– No lo sé -dijo Jack-. Por eso se lo he preguntado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Franklin iba mirando al uno y al otro.

– ¿De qué está hablando? ¿Qué más da?

– A lo mejor, ya sabe, todos le parecemos iguales. A lo mejor el fulano al que vio se parecía a mí.

Jack creía que al coronel le gustaría pegarle con algo.

– ¿Pretende que era un tipo igual que usted, pero en otro furgón, quien fue ayer a Carville?

– Bueno, ya sabe, todos lo furgones, como usted los llama, se parecen mucho. ¿Me equivoco? ¿Por qué no podía haber sido otro tipo que se pareciera a mí?

– Porque no lo era.

– Sin embargo, no está seguro.

– ¿Esto es Mullen e Hijos?

– Efectivamente.

– Entonces era usted, y no otro.

– Le diré una cosa, jefe: si hubiera ido a Carville, me acordaría. ¿Dice que fue ayer? No, me parece que estuve aquí todo el día.

– Está mintiendo.

Jack le dedicó su mirada de callejero, fría y dura, preparó su tono más grave y preguntó:

– ¿Qué ha dicho?

El coronel lo aguantó, no se inmutó, y le devolvió la mirada a través de sus cristales oscuros. Jack empezó a pensar si no habría equivocado la táctica con aquella mierda de estilo callejero. Cuando el coronel dijo: «Franklin, enséñale tu pistola», Jack comprobó que se había equivocado. Miró y vio la pistola de acero azulado en la mano tendida de Franklin.

– Bueno, me parece que será mejor llamar a la policía -dijo Jack.

– ¿Y cómo va a hacerlo? -preguntó el coronel.

A Jack no se le ocurrió ninguna respuesta, pero no importaba: el coronel estaba ansioso por repetir las palabras que le había dicho antes.

– Por si no me ha oído, he dicho que es un jodido mentiroso. ¿Qué le parece?

Eso no era estilo callejero; era otra cosa. No se trataba de hacer una demostración de virilidad. Lo que tenía que hacer era llevar el asunto con tacto, simplemente.

– Me parece -dijo Jack-, o sea, que tengo que asumir que está usted desolado por la muerte de esa persona. He visto a mucha gente en su estado, desesperada por una trágica pérdida, y puedo entenderlo. Al fin y al cabo, es mi trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Le importaría decirme su nombre?

La mente suspicaz del tipo que se escondía tras las gafas rosadas no le iba a dejar salirse tan fácilmente con la suya.

– Si no le importa. Sé que éste es Franklin. ¿Qué tal, Franklin? -El hombre parecía no saber qué contestar. Jack se encaró con el coronel y siguió-: Y usted es…

– El coronel Dagoberto Godoy.

«Tío, y qué orgulloso está.» El tipo se estiró y se oyó un ruido débil pero seco, como si hubiera juntado los tacones. No había oído un saludo con entrechocar de tacones desde que salió de la escuela primaria. Eso le hizo pensar que aquellos individuos venían de un mundo del cual no sabía nada. Lo único que podía hacer era sacarlos de allí.

– Coronel -dijo Jack-, si su compañero aparta su pistola, le enseñaré el local, le dejaré mirar en todas las salas y si ve esa persona que ha dicho… ¿Cómo se llamaba?

El coronel no quería decirlo, pero lo hizo:

– Amelita Sosa -dijo, golpeando el nombre.

– Si la ve, será la primera vez en la historia funeraria que una muerta haya entrado por su propio pie. Si quieren hacer el favor de seguirme…

Leo había llevado al señor Morrisseau arriba y estaba trabajando sobre él en la sala de embalsamamiento, con la cabeza inclinada, concentrándose para encontrar la carótida en el cuello del viejo. Los dedos engomados de Leo hurgaban en la incisión que había hecho. Sorprendió la mirada del coronel. Se acercó a la puerta desde el pasillo, donde Jack y el que parecía criollo, Franklin, esperaban. Leo no levantó la mirada. Ni siquiera cuando el coronel le preguntó qué estaba haciendo y se lo explicó.

– Así que aspirando la sangre ¿eh? -comentó el coronel-. Siempre me he preguntado cómo lo hacen. No entiendo por qué no hacen más agujeros, sería más rápido.

Leo murmuró algo. El coronel dijo, al tiempo que se acercaba:

– ¿Qué? Veo que este hombre es muy viejo. Pero ayer hubo una chica muy joven, ¿no? Una muy guapa.

– Ayer no estuve aquí, ya se lo he dicho.

Seguía sin levantar la vista, con los hombros inclinados, y trabajando con los dedos enguantados.

– Pero a veces les traen chicas jóvenes que han muerto.

– De vez en cuando.

El coronel miró por encima del hombro a Franklin y le ordenó por gestos que se fuera al fondo del pasillo:

– Mira si está escondida en alguna habitación.

Jack se dio la vuelta para seguir a Franklin. Oyó que el coronel le decía a Leo:

– Cuando mete a una chica joven en la caja, no la viste del todo, ¿verdad?

– ¿Quieres guardar esa pistola, por favor? -le dijo Jack a la espalda de Franklin.

Se alegraba de que Leo no la hubiera visto. Podría haberse hundido y les habría contado cualquier cosa que quisieran saber. Observó a Franklin registrar con la mirada el despacho de Leo y volver por el pasillo, hacia su apartamento de dos habitaciones. La puerta estaba cerrada. Franklin se apartó para que Jack la abriese. Eso le sorprendió. Esperó en el umbral mientras Franklin miraba el viejo sofá y la nevera. Al entrar en el dormitorio, Jack se acercó a la nevera, la abrió y miró dentro. Luego esperó a que Franklin curioseara en el baño y saliera otra vez.

– ¿Quieres una bien fría?

El tipo le miró.

– Quiero decir cerveza. ¿Quieres una? ¿Te gusta la cerveza?

El tipo asintió, y Jack cerró la nevera. Aquel tío tenía un pelo verdaderamente raro. No muy alisado por arriba, redondeado en un estilo semiafro, le caía sobre las orejas como si llevara un casco, y no llevaba patillas. Parecía alguien a quien nada más desembarcar de un carguero de plátanos, le hubiesen dado un traje sin conocer su talla: un traje negro, con hombreras puntiagudas, que pretendía ser moderno y elegante, pero al cual le sobraba por lo menos una talla, así que los puños le llegaban casi a los nudillos. Aquel fulano tenía manos de albañil, y las uñas estaban rotas y arrugadas. Era difícil adivinar su edad, aparte de que a Jack, que entonces tenía tiempo para mirarle, le parecía distinto del día anterior, cuando se lo imaginó en plan callejero. Aquel tío parecía salir de la Edad de Piedra, con aquella camisa blanca abotonada hasta el cuello, pero sin corbata. Jack pensó en preguntarle quién le vestía, pero le salió una pregunta mejor:

– ¿Para qué llevas esa pistola?

– Me la han dado para que la use.

Aquel acento seguía sin encajar. Si aquel individuo tenía problemas con el castellano, ¿de dónde era? A lo mejor de Jamaica. Pero no era exactamente el mismo acento, y el coronel había dicho que era de Nicaragua.

– ¿Para usarla cómo?

– Usarla, dispararla.

– Ya, claro, eso es lo que pregunto. ¿A quién vas a disparar en Nueva Orleans?

– No lo sé. No me han dicho si tendré que hacerlo.

– Por Dios, ¿quieres decir que si el coronel Godoy te dijera que disparases a alguien, lo harías?

– Para eso me han dado la pistola. Tengo que usarla.

– Sí, pero eso va contra la ley. No puedes disparar a quien te dé la gana.

Pareció como si el tipo tuviera que pensárselo. Finalmente contestó:

– Si me dicen que dispare… Ya me entiendes, no es lo mismo que si disparo porque quiero, ¿eh? Sería sólo si tuviera que hacerlo.

– Si tuvieras que… Comprenderás que me es difícil entender eso que dices.

– ¿Por qué?

Una simple pregunta. El tipo esperaba una respuesta.

– Bueno, supongo que porque aquí las cosas son distintas que en Nicaragua.

– Sí, muy distintas. Pero me gusta.

– Bueno, eso está bien.

Aquel individuo parecía un conversador fácil, pero no lo era. Aquello no tenía sentido.

En aquel momento le estaba estudiando y empezaba a asentir:

– El de ayer eres tú.

– ¿Eso crees?

– Sí, el del furgón. Eras tú.

Como un simple hecho, nada más que eso, sin cambio alguno en su expresión… El tipo de aspecto criollo se le quedó mirando y luego se fue.

Jack esperó. Miró hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa que había junto al sofá. Se acercó, puso la mano en el auricular y lo descolgó. No se le ocurría nadie a quien pudiera llamar para pedir ayuda. Pensó en los trocares de Leo, en la cabina de la sala de preparación.

El día anterior había estado muy bien, muy espabilado. Pero en esta ocasión había fallado. Estaba lento. No conseguía pensar. «Bueno -decidió-, será mejor empezar ahora, rápido. Pensar. Cógelos. Cógelos y jódelos, eso es todo. Cuando los veas, golpea. Primero al tipo de la pistola. Salvo que los dos vayan armados. Mierda.» Tendría, pues, que volver a empezar, prepararse… El silencio era enorme, hasta que le llegó el ruido desde el pasillo, los pasos que se apresuraban en dirección a él.

– ¡Eh! -dijo Leo. Se paró de repente y alzó los brazos al entrar en la habitación-. ¿Qué te pasa?

– ¿Dónde están?

– ¿Qué ibas a hacer, pegarme?

– Leo, ¿dónde están?

– Un taxi les esperaba. Se han ido. ¿Cómo se llamaba el coronel? Parecía simpático.

8

Lucy dijo:

– Creo que están vigilando la casa. Hemos estado sentadas junto a la ventana casi todo el día. Dolores y yo nos turnamos. Ahora está ella, escribiendo lo que pasa. No hay mucha… la calle no lleva a ningún sitio. El problema es que todos los coches parecen iguales. Son todos nuevos.

– El de ayer era un Chrysler Fifth Avenue. Estoy seguro. Pero tienes razón, parecen todos iguales. Era negro.

– ¿Estás trabajando?

– Ya no. Ahora estoy en el Mandina. Quería llamarte antes, pero Leo no me soltaba. ¿Conoces el Mandina, en Canal?

– He pasado por ahí. Espera un momento.

Oyó la voz de Lucy, separada del teléfono, llamando a Dolores. Y luego oyó unos pasos fuertes sobre el suelo de madera. Dolores les había abierto la puerta la noche anterior, cuando llevó a Amelita: era una negra delgada, que llevaba un vestido estampado de flores y tacones altos. No parecía en absoluto un ama de llaves. Cuando Lucy les presentó, dijo: «Jack Delaney, Dolores Wilson.» Y Dolores le saludó con la cabeza, cerrando los ojos, y luego miró con extrañeza a Lucy. «¿Qué está pasando aquí?» Sin duda, era la primera vez que le presentaban a las visitas. Volvió a oír pasos sobre la madera y otra vez la voz de Lucy:

– ¿Jack? El Chrysler negro. Ha pasado dos veces y luego ha aparcado al final de la calle, hacia el río.

– ¿Cuánta gente iba dentro?

– Dolores cree que sólo uno.

– Podrías decírselo a la policía.

– No creo que sea una buena idea. Si monto una escena no estoy segura de lo que podría pasar. No quiero que el tipo del coche piense que, bueno, ya sabes, que estoy pegada a la ventana. ¿Y tú? ¿Ha ido alguien a la funeraria?

– Sólo el coronel en persona. Es canijo, ¿eh?

– ¿De verdad, Jack? ¿Qué le has dicho?

– Estaba allí cuando he vuelto de recoger un cadáver. Oye, creo que podría conseguir otro tipo…

– Jack…

– Le he dicho que no teníamos a ninguna Amelita Sosa. Y me ha contestado: «¿Pero qué dice? Recogió usted mismo su cadáver ayer en Carville.» Yo le he dicho que no, que no éramos nosotros. Que tenía que haber sido otra funeraria.

– Pero ¿pusiste la nota en el periódico?

– No, mira, eso sería admitir que la tienes, o que la has tenido. Entonces quieren saber qué has hecho con el cadáver. Si dices que lo has incinerado o que lo has enviado a algún sitio, lo pueden comprobar. Hay muchos controles de por medio. He descubierto que es mejor hacerlo así, abrir mucho los ojos y hacerte el idiota. No sabes nada. ¿Amelita Sosa? No, lo siento, se equivoca de sitio.

– Pero si lo comprueban en Carville…

– Bueno, una de las hermanas se equivocó al apuntar el nombre de la funeraria. Son humanas, ¿no? Y pueden equivocarse. Yo nunca he conocido a ninguna hermana que lo hiciera, pero debe de ser posible.

– ¿Qué ha dicho el coronel?

– Iba con un tío. ¿Te acuerdas del otro de ayer, el que no decía nada?

– Se quedó delante del coche.

– Sí, ¿lo miraste bien?

– Lo vi, eso es todo.

– Es un tipo muy raro. ¿No te fijaste en su pelo? ¿Como si fuera medio negro?

Hubo una pausa por parte de Lucy.

– Sí, me di cuenta. Parecía distinto.

– Se llama Franklin. ¿Has oído alguna vez de un nicaragüense que se llame Franklin?

– Claro, es posible. -Volvió a esperar-. O a lo mejor es indio. Viven en la costa del este, cerca de Honduras.

– Parecía más negro.

– Bueno, hay criollos caribeños mezclados con indios. Y algunos tienen nombres poco corrientes, que vienen de los misioneros moravos. En el hospital había un misquito que se llamaba Armstrong Diego. Pero, cuando le has dicho al coronel que ella no estaba allí, ¿qué ha hecho?

– Bueno, no me ha creído. Sobre todo cuando aquel fulano, Franklin, ha dicho que había sido yo, que me había visto. Pero no ha hecho nada.

– ¿Que quieres decir?

– Le he dicho que bueno, que lo mirasen. Hemos subido, el coronel ha visto a Leo preparando un cadáver y se ha olvidado de Amelita.

– No se ha mareado…

– No, le ha encantado. Pero sólo ha durado unos minutos. Luego se ha ido. Le ha dicho a Leo que tenía una cita. Mira, cuando he llegado he pensado que a Leo le iba a dar un infarto. Había hablado por teléfono con la hermana Teresa Victor esta mañana, y luego ha venido a hablar conmigo, y no sabía cómo llevar el asunto. Cuando ha llegado el coronel, Leo se ha llevado un susto de muerte. Hasta le daba miedo mirarle. Se va el coronel y Leo dice: «Parece simpático.»

– No le…

– Tienes que entender que cualquiera que desee ver un embalsamamiento se convierte en amigo de Leo para toda la vida.

– ¿Y eso ha sido todo? ¿Se han ido?

– Supongo que tendría que ir a algún sitio. Pero ese tipo, Franklin, es tan estrambótico…

– Tengo que aprender a mentir -dijo Lucy.

– Hay que soltarlas muy gordas. Cuanto más gorda sea una mentira, más posibilidades tienes de que te crean.

– Pero si creen que está viva y no está allí, entonces tiene que estar aquí. Bertie y los suyos. Me parece menos peligroso si pienso en él como Bertie. Me he enterado de que está en el Saint Louis. ¿Sabes dónde queda?

– En el Quarter. Un hotel muy bonito, pequeño.

– ¿Has… robado joyas allí alguna vez?

– Creo que entonces no era hotel. -Se imaginaba los pasillos abiertos en cada piso, encaminados hacia un vestíbulo central. ¿Por qué no habría escogido aquel tipo el Roosevelt?-. Has hablado con tu padre, ¿eh?

– Le he llamado esta mañana y le he pedido perdón. Probablemente es la mayor traición que me he hecho a mí misma en la vida.

– Ya, ¿pero has estado convincente?

– Me ha dicho: «No lo pienses más, sor.» Y yo le he contestado: «Si decidiese pedirte una de tus armas para pegarle un tiro al hijo de puta, ¿dónde podría encontrarle?» Lo ha encontrado gracioso, su hija monja convertida en revolucionaria. O en lo que sea, no sé. Le descalifico, critico sus negocios, su política; pero usé su dinero para comprar el coche en León.

– Eso no debería crearte problemas. No tiene que gustarte porque sea tu padre.

– Pero me gusta, es un tipo simpático… Sólo que tiene los valores retorcidos.

– Pues verás cuando conozcas a Roy Hicks.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono.

– Si dudas, puedo entenderlo.

– No; quiero conocerle.

– También podría conseguir otro. El único problema es que no tiene dónde vivir. Pero podemos hablar de eso más adelante. Si el tipo del Chrysler aparece en la puerta, no la abras.

– No lo haré. Pero me gustaría sacar a Amelita de aquí esta noche, si es posible. Hay un vuelo a Los Ángeles tarde, con escala en Dallas. Pero tendría que salir de aquí a las nueve y media.

– Ya nos las arreglaremos. Te llamaré a las ocho.

Jack tomó un par de cervezas y unas ostras y habló con Mario de todo y de nada, mientras seguía pensando en aquel fulano, Franklin, con su automática de acero azulado. Era un tipo muy raro. Jack terminó de comer y se fue al centro.

Roy Hicks estaba preparando una bandeja de bebidas de color pastel, detrás de la barra, poniéndoles guindas, rodajas de naranja y parasoles en miniatura. Jack le miró desde el principio de la barra, junto a la entrada del Salón Internacional. «Hoy: Danzas Exóticas del Mundo.»

Por la forma en que se concentraba Roy, con una mueca en los labios, a Jack no le hubiera extrañado ver que, al acabar de preparar las bebidas, las lanzaba a lo largo de la barra con uno de sus peludos brazos. Roy siempre llevaba camisas de manga corta, incluso con la pajarita negra y la faja roja de satén. El dueño del club, Jimmy Linahan, le había dicho a Roy que tenía que llevar manga larga con gemelos, pero Roy no lo hacía; siguió yendo a trabajar con manga corta. Jimmy Linahan le dijo: «No quiero tener que decírtelo otra vez.» Y Roy le contestó: «Pues no me lo diga», y siguió preparando bebidas.

Jack recordó aquel día. Él estaba sentado en aquel mismo taburete cuando llegó Jimmy Linahan. Se conocían desde que tenían quince años y se bañaban en el estanque del parque Audubon y se peleaban con los negros, o con los italianos, o con el primero que pasara por allí. Jimmy Linahan dijo: «¿Qué hay de ese tipo?» Roy había dado el nombre de Jack como referencia.

Aquella vez, Jack le dijo: «Jimmy, yo de ti le dejaría llevar un sostén con lentejuelas si es lo que se quiere poner. En un local como éste, necesitas más a Roy de lo que él te necesita a ti. Y no lo digo porque haya sido policía y sepa cómo utilizar una porra, sino porque tiene cierto gancho para hacer que la gente esté de acuerdo con él.»

Jimmy Linahan acabó apreciando a Roy: nunca recibía quejas ni tenía que hacer devoluciones. Roy podía preparar una bebida de la que nunca hubiera oído hablar sin necesidad de recurrir a la Guía del Barman. Y si el cliente decía: «Esto no es un green hornet», Roy le miraba y contestaba: «Así es como los preparo yo, colega. Bébaselo.» Y el cliente veía los ojos de Roy, las piedras oscuras que había en su mirada, y decía: «Mmmm, es distinto, pero está bueno.» O si el cliente le pagaba a una de las bailarinas de las Danzas Exóticas del Mundo una copa de champaña y luego montaba un escándalo cuando le llegaba la nota de sesenta y cinco dólares, Roy le miraba y decía: «Apuesto a que es capaz de sacar el dinero, más la propina, antes de que yo salga de la barra, ¿verdad?»

Jack oía a los asistentes a una convención divertirse detrás de él, en varias mesas llenas de hombres de mediana edad y mujeres con grandes placas de identificación. Había unos miles más en la calle Bourbon y todavía no eran las ocho. Aquella semana Roy hacía el turno de día y salía a las ocho.

Una de las chicas del Salón Internacional cogió el taburete que estaba al lado de Jack, diciéndole:

– Eh, ¿qué tal? -Su acento la convertía en bailarina exótica de la parte del mundo que queda al este de Tejas-. Me llamo Darla. ¿Quieres besarme el felpudo?

Roy estaba junto a la caja registradora, apretando teclas. Miró por encima del hombro y dijo:

– Eh, Darla, quítale la mano del nabo. Es un amigo mío.

Apretó unas cuantas teclas más, sacó el ticket de la caja y fue hacia la zona de servicio, alejándose de la barra.

– Es un viejo monísimo, ¿eh?

Le sonrió al decírselo. La había visto actuar, en el escenario del fondo del bar, la «Exótica Darla», desnuda, cubierta sólo por un tanga plateado y unos emplastes rosa sobre aquellos pechos fatigados, impersonales, que parecían demasiado viejos para ella. La pobre chica intentaba ganarse la vida.

– Siempre le digo a la gente -explicó Jack- que si está detrás de Roy en un semáforo y ve que no arranca al ponerse verde, no toque la bocina.

– ¿Ah sí? -preguntó Darla, y esperó a que continuase.

– Una vez íbamos en un 747 hacia Las Vegas, con uno de esos billetes que lo incluyen todo, el vuelo, el hotel… Habíamos estado bebiendo unas dos horas. Roy decide que tiene que ir al servicio, así que yo, al levantarme, pienso que bueno, que yo también podría ir. Vamos hacia la parte posterior del avión y vemos esa señal pequeña que hay en todos los baños: «Ocupado.» Roy va al otro extremo del avión, donde hay otros tres, pero también están ocupados, así que vuelve. Yo estoy allí y sabe que los tres baños están ocupados, puede ver el signo, pero intenta abrir igualmente. Mueve el pomo durante medio minuto, y de repente le da una patada a la puerta junto a la que estoy yo. Le da una patada y grita: «Venga, dése prisa.» La puerta se abre sólo unos segundos después. Sale el tipo, un tío enorme, y me dirige la mirada más sucia que hayas podido ver en tu vida. A mí, no a Roy, porque soy yo quien está al lado de la puerta. Se va andando por el pasillo y Roy dice: «¿Y a éste que le pasa?»

La «Exótica Darla» dijo:

– ¿Ah, sí?

– Aquí se acaba la historia.

– No me vas a pagar una copa, ¿verdad?

– No -contestó Jack-. ¿Quieres oír otra historia de Roy?

Se lo pensó un momento. Al menos, eso le pareció a Jack, aunque no estaba muy seguro.

– No, gracias -dijo finalmente.

Giró sobre el taburete, echando un vistazo al local, levantó los brazos para ajustarse el sujetador que le sostenía los fatigados pechos, y se fue.

Roy llegó a la barra llevando una botella de vodka por el cuello. Vertió un chorro en el vaso de Jack, luego otro, mientras éste decía:

– Darla tiene cardenales en el brazo, ¿te has dado cuenta?

– Por liarse con quien no debe. Es un saco de cardenales.

– Leí en el periódico que en Estados Unidos, creo que es sólo en este país, se pega a una mujer o se abusa físicamente de ella cada dieciocho segundos.

– ¡No me digas! -contestó Roy.

– Alguien ha hecho un estudio.

– No te creerás que muchas mujeres también se pasan, ¿no?

Y se fue.

Jack contempló a Roy mientras preparaba una bebida al fondo de la barra. Se preguntó por qué recordaría un suelto del periódico sobre los abusos que se cometen con las mujeres y prácticamente nada sobre Nicaragua.

Al volver, Roy le dijo:

– Delaney, ¿sabes lo que hacen las mujeres cuando se marean? No falla, vomitan en la papelera. Nunca en el retrete, como debe hacerse.

– Muy interesante -dijo Jack-. ¿Por eso les pegan?

– ¿Quién sabe por qué? Todas son distintas y todas son iguales.

– Sigues odiando a las mujeres, ¿eh?

– Me encantan. Pero no me fío de ellas.

– He conocido a una de la que puedes fiarte.

– ¿Sí? Mejor para ti.

– Y he oído una historia muy curiosa que no te vas a creer.

– Pero aun así me la vas a contar.

– Te sentaría mal si no lo hiciera. Harías pucheros y probablemente no volverías a hablarme en la vida. Es la historia de una oportunidad, una de esas que sólo se presentan una vez en la vida.

– ¿Es sobre dinero?

– Cinco millones, pavo más, pavo menos.

– Ya es dinero, ya. ¿Dónde está?

– Estás llegando a la mejor parte. Pertenece a una clase de persona, Roy, que si puedes robárselo no sólo no tendrás que volver a trabajar en tu vida sino que además le harás un servicio a la humanidad. Es de esa clase de cosas que te hacen sentir bien.

– Comprenderás que yo me paso ocho horas al día sirviendo a la humanidad, y eso no me hace sentir mejor que una mierda. Viene un tipo que quiere un Sazerac. No tiene ni la menor idea de lo que es un Sazerac, pero está en Nueva Orleans. Le pongo algo con muchas cosas amargas. Llega otro tipo, mira alrededor y me susurra: «¿Tiene absenta? En la Casa de la Absenta no tienen, me han dicho que está prohibido servirla.» Y yo le digo al tipo: «¿Y cómo sé que no es un poli?» Me demuestra que es de Fort Wayne, Indiana. Repaso la barra con la mirada, saco cualquier botella haciendo como que tiene Pernod y se lo cree como un tonto. El gilipollas se bebe cinco, a cinco billetes la copa. Servir a la humanidad… Yo les sirvo cualquier chorrada que quieran.

– Por eso te lo digo a ti, Roy, porque eres una persona sensible, comprensiva. Cuando ese tipo consiga reunir sus cinco millones, es muy probable que se meta en su avión privado y abandone el país con el dinero. Nosotros nos quedaríamos con la mitad de la pasta, a repartir entre tres.

– ¿Quiénes somos nosotros?

– Tú y yo, y tal vez Cullen.

– ¿Cullen? ¿Le han soltado?

– Permiso médico, para que pueda echar un polvo.

– ¿Cuánto tiempo ha estado a la sombra, veinticinco años?

– Veintisiete.

– Por Dios, a mí me hubieran tenido que echar por encima de la verja.

– Bueno, ha salido y se encuentra bien.

– Por el amor de Dios, ¿de qué estamos hablando, de un banco?

– Nada de eso.

– ¿Entonces para qué necesitas a Cullen?

– Creo que se divertiría. ¿Por qué no?

– Tu sí que te lo estás pasando bien, ¿no?

– He vuelto a nacer. Desde ayer tengo una nueva forma de vida.

– Dices que ese tipo va a reunir unos cinco kilos, más o menos… ¿Estamos hablando de dinero en efectivo, en fajos de banco?

– Es algo que no habrás oído nunca, Roy. Algo que no se ha hecho jamás.

– Tendrá algo que ver con las pompas fúnebres.

– No, a no ser que le peguen un tiro a alguien.

– Eso no es muy propio de ti, Delaney.

– Ya te he dicho que ahora soy una persona diferente. ¿Quieres saber de qué se trata, o prefieres adivinarlo?

– Conozco cualquier clase de palo o de atraco que hayan intentado hacer hombres maduros, aunque se hayan dejado el culo en él.

– Todos menos éste.

– ¿Has visto al tipo? ¿Sabes quién es?

– Lo he conocido hoy.

– ¿Sí?… Bueno, ¿y cómo es?

– Es un coronel nicaragüense.

Roy se quedó mirando a Jack. Luego se dio la vuelta, caminó hasta el otro extremo de la barra, preparó una bebida, la entregó y volvió.

– Así que has conocido a una mujer de la cual dices que puedes fiarte y que te ha largado un rollo que no me voy a creer, cómo conseguir cinco kilos.

– Más o menos.

– ¿Y cómo es que ella se lleva la mitad? ¿Acaso ese tío es su marido?

– Lo necesita para construir un hospital para leprosos.

Roy hizo una pausa y luego asintió:

– Ya, una leprosería. Es una buena idea. ¿Sabes por qué los leprosos nunca acaban una partida de cartas?

– Porque la dejan cuando ganan una mano -dijo Jack. Miró a Roy con gesto inexpresivo, porque sabía que ya le había ganado y que esa partida la iban a ganar juntos y a lo mejor hasta se lo pasaban bien jugándola-. De momento, lo que necesito es un oficial de policía. O alguien que sepa cómo hablar de esa manera desagradable, obscena, que utilizan ellos para dirigirse a los delincuentes.

9

La mirada de asesino de Roy no servía de nada en las puertas de los lavabos ni en los atascos de tráfico, así que se dedicó a dar patadas y a machacar el tablero del Volkswagen Scirocco de Jack con el puño. Era un Scirocco marrón del setenta y ocho, un poco deslucido pero todavía imponente, que Jack Delaney había comprado de segunda mano y tenía ya doscientos veinticinco mil kilómetros en el contador. No le preocupaba que Roy pudiese dañarlo con sus golpes, pero dio un salto cuando éste gruñó «muévelo, maldita sea» con aquella impaciencia que brotaba de él inesperadamente, a borbotones; luego se quedaba tranquilo durante un rato. Jack salió de las estrechas calles del Quarter, cruzó Canal y se metió en el centro nuevo, que parecía otra gran ciudad. Se dirigían hacia la parte alta por la avenida Saint Charles, otra vez en Nueva Orleans. Mientras, Jack le explicaba a Roy el asunto, el porqué aquel tipo estaba reuniendo los cinco millones de dólares. Roy decía de vez en cuando: «Oye, espera un momento», y le hacía preguntas. Jack las contestaba o le decía: «¿Es que no lees los periódicos? ¡Por Dios! ¿Nunca has oído hablar de los sandinistas?» Lucy le había dado un libro titulado Nicaragua con fotografías en color en las que aparecían unos individuos jóvenes con camisetas de deporte y gorras de béisbol que llevaban máscaras, capuchas con agujeros, o pañuelos atados a la cara, y toda clase de armas: Saturday Night Specials, rifles del veintidós. Un ejército mercenario que luchaba contra tropas bien armadas y uniformadas que llevaban cascos. Era impresionante ver aquellas fotografías de tipos en camiseta y enmascarados como bandoleros. Jack se veía a sí mismo como uno de ellos si hubiera sido nicaragüense y hubiera estado allí en el setenta y nueve. También había fotos de cadáveres, muerte y destrucción, incendios, refugiados que corrían y multitudes de personas mostrando banderas rojas y blancas. Había una foto del tío al que odiaban y al que finalmente expulsaron del país, Somoza, con traje blanco y fajín. Viendo a Somoza, Jack podía decir que era el tipo de persona que tiene los días contados y no se entera.

Roy dijo que una vez había tenido un soplón que era de Nicaragua, cuando trabajaba de paisano en la brigada criminal. Dijo también que Nueva Orleans estaba lleno de nicaragüenses. Llevaban las ventanillas bajadas y tuvieron que dejar de hablar cuando Jack adelantó a un ruidoso y traqueteante tranvía que circulaba por la avenida Saint Charles. Era su calle favorita, llena de robles y toda clase de arbustos y palmeras en los jardines de las casas. Cuando era pequeño se subía al tranvía por diversión. Los raíles recorrían todo el camino hasta el dique y luego subían por la avenida Carrollton hasta un punto en que el conductor cambiaba la posición de los respaldos de los asientos, se dirigía al otro extremo del coche y lo conducía de vuelta hacia Canal.

– Espero que algunos tíos que conozco no se enteren de lo que pretende ese nicaragüense -dijo Roy-. Harían cola para darle un bocado. ¿Es realmente tan malo como dices ese tipo?

– Pregúntaselo a Lucy. Ella te lo contará.

– Quiero decir que ese tipo es malo.

– Por eso es bueno robarle el dinero.

– Pero si es malo…

– ¿Sí?

– Entonces, ¿por qué no se queda con el dinero? ¿Es que es malo sólo en ciertos aspectos?

– Yo también he estado pensando sobre eso -dijo Jack-. A lo mejor tiene todo el dinero que necesita.

– ¿Y para qué necesita volver y arriesgarse a que lo maten?

– ¿Tú por qué eras policía?

– No era por dinero, eso seguro.

– Pues entonces -contestó Jack.

Hizo circular el Scirocco en segunda por la calle Audubon, llena de árboles y oscurecida por las sombras de las casas grandes, en cuyas ventanas brillaba de vez en cuando alguna luz. También las luces de algunos porches podían verse a través de los setos y arbustos.

– Ahí, a la izquierda. Esa es la casa de Lucy, de su madre.

– Pídele a Lucy que te compre un silenciador. Creo que puede permitírselo -dijo Roy.

– Ahí está el coche. ¿Qué hago?

– Sigue.

– Es el mismo, el Chrysler… ¡Jesús!, ese tipo del volante es el que se llama Franklin. El negro, o lo que sea. Criollo, yo qué sé.

– Baja hasta al final y da la vuelta.

– El otro tipo me parece que no es el coronel. -Jack tenía ganas de hablar-. Pero Franklin, joder, es el que estaba con él y me puso la pistola encima.

– Ésos me encantan -dijo Roy-. Venga, da la vuelta.

– Antes tengo que llegar al final, ¿no?

En el extremo de la calle que daba al río, la masa oscura de árboles se abría y dejaba ver los desnudos postes de teléfono y los solares abandonados, hasta el dique, un grasiento muro que se alzaba contra el cielo nocturno. Jack dio la vuelta rodeando uno de los postes de teléfonos y sus faros iluminaron de nuevo la avenida arbolada.

– Ponte detrás de ellos -dijo Roy.

– ¿Salgo yo también?

– Tú cubrirás ese lado. Quédate cerca del coche, pero unos pasos más atrás, para que noten tu presencia pero no te vean. Si no, podrían confundirse. ¿Qué es ese tipo, un policía o un atracador? Antes de salir, anota la matrícula.

– No tengo bolígrafo.

– ¡Por Dios! -dijo Roy. Sacó uno del bolsillo interior de su chaqueta de pana, sacó también un montón de papeles doblados, los miró y le dio a Jack el bolígrafo y un sobre en el que ponía: «El Salón Internacional presenta “Danzas Exóticas del Mundo”»-. A partir de hoy llevarás un bolígrafo y una libreta. Y llevarás traje o ropa deportiva cada vez que nos tengamos que dedicar a esta mierda.

– ¿Y qué te crees que llevo, pijama?

Llevaba un blazer marrón y pantalones vaqueros.

– Pareces un federal de paisano intentando pasar por un jodido yuppie. Les cojo los carnets y te los paso. Tú vuelves al coche como si fueses a llamar para comprobar si son delincuentes o si se les busca por algo, y anotas los nombres. Mañana haré que me los comprueben.

– Todavía tienes amigos en South Broad.

– Y también tengo confidentes, en caso de necesidad.

– ¿Les vas a enseñar una insignia, o qué?

– ¿Por qué no esperas a verlo? Venga, frena justo detrás de ellos.

– ¿Les doy un toque?

– Sí, ráyaselo. Eso les hará más cooperadores.

Jack vio que los dos individuos del coche estaban mirando hacia atrás, a los faros de su coche.

– Matrícula de Louisiana -dijo.

Paró muy cerca del brillante maletero del Chrysler y apuntó el número mientras Roy, al salir, decía:

– Es de alquiler.

Cuando Jack se acercó al lado contrario del coche, Roy ya le estaba pidiendo al conductor que le enseñara su permiso de conducir, al tipo con pinta de criollo. El otro estaba inclinado hacia delante, diciéndole a Roy:

– No tiene que enseñarle ningún carnet. Tenemos permiso. ¿Quién coño es usted, que no se ha enterado?

Era el que había llevado la voz cantante en la gasolinera Exxon. El tipo de las gafas de sol, aunque en aquel momento no las llevaba.

Jack oyó que Roy decía:

– Señor, a lo mejor no quiere enseñármelo él mismo. Pero voy a verlo, de una manera o de otra. ¿Está claro?

El que parecía criollo sacó la cartera diciéndole al otro individuo algo que Jack no pudo oír. Y luego Roy le dijo al otro:

– Usted también, señor, si no le importa. Tengo curiosidad por saber quiénes son los gilipollas que se han creído que pueden quedarse aquí todo el tiempo que quieran.

Aquel tío empezó a contestar algo acerca del «permiso» de nuevo, enfadado. Jack no captó todas las palabras. Los dos tipos hablaban entonces entre ellos, en castellano, y Roy esperaba. Finalmente, el del asiento de la derecha sacó una cartera de la chaqueta y Jack miró hacia la casa de Lucy.

El plan era que ella saliera con Amelita mientras ellos entretenían a los dos tipos. La había llamado para exponerle el plan después de hablar con Roy, y Lucy había dicho que estaba bien, siempre que pudieran salir antes de las nueve y media. En aquel momento eran las nueve y veinte.

Roy le pasó los dos carnets de conducir y el sobre del alquiler del coche por encima del techo del Chrysler mientras el que había estado hablando decía algo de llamar al comisario de policía del distrito y que ya se enteraría.

Jack fue a su coche y entró, dejando la puerta abierta a fin de tener luz para ver lo que hacía. Apuntó el nombre de Crispín Antonio Reyna. Ese era el jefe, no el conductor. Tenía treinta y dos años y vivía en el cayo de Biscayne, en Florida.

«Algo en que pensar, ¿eh? ¿Por qué se habrá traído el coronel a estos fulanos desde Florida?»

El alquiler de la National Rental estaba también a su nombre. Parecía que Crispín Antonio Reyna era el jefe. Tenía sentido, era el que llevaba la voz cantante. El tipo con pinta de criollo, que se llamaba Franklin de Dios -«¿Cómo diablos puede haber un nombre así?»-, tenía cuarenta y dos años. Su dirección habitual era de Miami.

Jack salió y se acercó al Chrysler. Vio que Roy miraba hacia atrás y luego se apartaba del coche para encontrarse con él en la parte trasera.

– Los dos son de Florida.

A Roy no pareció sorprenderle. Dijo:

– Están intentando explicarme que es un asunto de inmigración y que tienen permiso policial para estar aquí todo el tiempo que quieran.

– ¿Y tú qué crees?

– Eso es lo de menos. Daremos por hecho que es todo pura mierda. No digas ni una palabra si te preguntan si has hablado con el capitán, ¿vale?

Roy volvió a acercarse al conductor, mientras Jack se dirigía al lado contrario. Miró hacia la casa de Lucy, la tercera detrás de la densa arboleda. No se veía ni una luz. Oyó que Roy le decía al conductor:

– Pretende que me trague esa mierda, ¿eh? Será mejor que salga del coche.

Jack oyó la voz de Roy, con aquel tono de policía que le era tan fácil simular, y vio un coche que de repente encendía las luces y salía de entre los arbustos de la entrada de casa de Lucy, un Mercedes oscuro. Jack lo vio enfilar la calle y alejarse hacia Saint Charles, y cómo las luces rojas se iban empequeñeciendo en la oscuridad, casi hasta desaparecer, cuando Crispín Antonio Reyna empezó a gruñir en castellano. Jack se dio la vuelta y vio que Franklin de Dios, de Miami, se inclinaba sobre el volante y buscaba la llave de contacto.

No cabía duda de que se iban a escapar, porque además no había nada delante que pudiera retenerlos. Hasta que Jack vio que Roy metía la mano, agarraba un puñado de cabellos, tiraba de la cabeza de Franklin de Dios y la apoyaba contra la base de la ventanilla.

– ¿Pretendes escaparte? -dijo Roy. Volvió a meter la mano, esta vez la izquierda, y la sacó con una pistola-. Oh, oh, ¿qué tenemos por aquí?

En aquel momento Jack se acercaba al otro, a Crispín Reyna, después de haber visto cómo se hacía. Oyó que Roy le decía a Franklin de Dios que podía salir del coche por sus propios pies o esperar a que lo sacara por la ventanilla, y al mismo tiempo que lo oía vio la mano de Crispín Reyna sobre la guantera, apretando el botón para abrirla. Jack metió la mano, agarró del pelo a Crispín Reyna y tiró con fuerza hacia el respaldo del asiento. Luego cambió de mano, aprendiendo a medida que lo hacía, y presionó con la palma de la mano sobre la cara del individuo para mantenerle quieto, al tiempo que tanteaba en la guantera con la otra mano. Jack se apartó del coche con una automática de acero azulado, sosteniéndola con ligereza, contemplando su brillo mortecino a la luz de la calle. Le resultaba agradable al tacto. Volvió a acercarse al coche cuando vio que Crispín Reyna se daba la vuelta para mirarle. Le indicó que mirase hacia delante y le puso el cañón de la pistola en la oreja.

Roy había hecho salir a Franklin de Dios y le había dicho que se apoyara contra el coche, con las piernas abiertas.

– Venga, ábrelas.

El tipo hacía lo que le decían, inexpresiva su cara de criollo, con aquellos pómulos sobresalientes que parecían grabados sobre alguna madera dura y suave.

– ¿Nos llevamos a estos cabrones a comisaría?

– Odio el papeleo -respondió Jack.

– A mí también me fastidia. ¿Qué te parece? El río está aquí mismo.

Jack vio que los tranquilos ojos de Franklin de Dios le miraban, y se llevó la mano a la cara, apoyando el codo en el techo del coche.

– El Misisipí, eso es, buena idea. La corriente los llevaría a Pilot Town. Eso si saben nadar.

– ¿No te gustaría añadirles un poco de peso?

– Creo que tendríamos que darles una oportunidad.

Quien se puso a hablar fue Crispín Reyna, diciendo que eran unos cabrones locos y que sería mejor que llamaran a sus superiores inmediatamente.

– Ya les he dicho que tenemos permiso para estar aquí.

– O cambiando de idea… -dijo Jack-, ¿qué tal si los tiramos al Outlet Canal? Llegarían al golfo antes del amanecer.

Vio que Roy, más alto que Franklin de Dios, asentía:

– A no ser que quieras llevarlos al cementerio de los desconocidos.

– ¿Dónde está eso?

– En la parroquia de San Juan Bautista, en el pantano. Dicen que si algún día se levantasen la mitad de los cadáveres de ahogados que hay allí, habría gente suficiente para llenar el Superdome.

– Es duro, ¿no? -dijo Jack.

Lo que no podían hacer era simplemente soltarlos. Lucy necesitaría poco más o menos una hora libre de preocupaciones y sin tener que mirar hacia atrás. Así que metieron a Franklin de Dios y a Crispín Reyna en el maletero del Chrysler, entre las protestas bilingües de Crispín. Finalmente consiguieron apretar al uno contra el otro, como si fueran dos amantes del gran dormitorio de Angola, mientras Roy les decía que perdonasen y que los sacaría al cabo de un rato.

Durante un rato hablaron de las armas, dos pistolas Beretta de nueve milímetros. Roy comentó que eran bonitas, mejores que aquellas Smith de seis tiros que tenían que llevar los polis cuando él estaba en el cuerpo. Metieron las pistolas bajo el asiento delantero del coche de Jack y luego discutieron el mejor sitio donde dejar el Chrysler con la llave puesta. Jack mencionó el City Park, en West End. Roy dijo: «Bueno, ¿y luego adónde vamos?» Jack dijo que creía que también podían empezar el espectáculo. Aparcar junto al hotel Saint Louis, averiguar en qué habitación se alojaba el recaudador de fondos y comprobar cómo estaba el escenario. Roy dijo: «Bueno, mierda, soltaremos a los tipejos por el camino.»

Y eso hicieron. Roy condujo el Chrysler y Jack le siguió. Lo dejaron en Tchoupitoulas, cerca de Callicope, donde solían aparcar los coches de la Feria Mundial. Cuando Roy entró en el Scirocco, Jack sonreía, esperándole para decir:

– Es una pena que no podamos quedarnos a mirar. Vendrá algún tipo, se llevará el Chrysler, e irá por la calle preguntándose qué diablos será ese ruido procedente del maletero. Un ruido como si alguien golpeara para salir. U oirá una voz que le llamará como si viniera de muy lejos: «¡Socorro, señor, socorro!»

– Delaney, eres un loco cabrón, ¿sabes?

Jack no dijo nada. Se sentía muy bien, contento de cómo iban saliendo las cosas.

10

Aparcaron en una parada de taxis en Bienville. Roy, que no podía olvidar que había sido policía, dijo que no pasaba nada; conocía a los taxistas, y si no les gustaba, que se jodiesen. El hotel Saint Louis estaba justo enfrente.

Jack se sentó a una mesa y pidió un vodka con whisky cuando por fin apareció el camarero. Le preguntó si la noche estaba floja. El camarero dijo que eso parecía. ¿Dónde estaba la gente? El camarero dijo que debía de haber salido a divertirse.

Fuera, en la calle Bourbon, entrechocando, un montón de gente sin dirección alguna, probablemente pensando «Así que es esto, ¿eh?». La calle, un camino sembrado de exhibiciones de carne y de tiendas de novedades decoradas con colores estridentes. Los pobres tíos del Preservation Hall y los demás desgraciados que tocaban dixieland, interpretando temas como When the Saints una y otra vez para los turistas que se quedaban en la puerta. Había algo de buena música si Al Hirt estaba en la ciudad, o si encontrabas un grupo con el que Bill Huntington tocara su contrabajo, o si estaba por ahí Ellis Marsalis. Su hijo Wynton había abandonado la ciudad para irse a tocar por el mundo.

No importaba, había bastante que ver, y siempre se podía comer. Tal vez porque vivía allí, Jack no entendía por qué a la gente le interesaba la calle Bourbon. Si él fuera de otra ciudad, se sentaría allí mismo y miraría las luces de la fuente mientras bebía algo, tranquilo, con todo el jardín bañado por la luz naranja.

Si fuera de otra ciudad, miraría hacia los pisos altos, a los toldos de los porches blancos, que ocupaban los cuatro lados, y se fijaría en las puertas de las habitaciones y en las persianas que decoraban las ventanas. Todos los recibidores daban al patio central. Se sentaría allí tal como estaba ahora, y decidiría que no necesariamente tenía que verle nadie si se metía en alguna habitación, pero que podía provocar una sensación extraña, estar así expuesto, dando la espalda a todo.

La habitación del recaudador de fondos era la 501, último piso, una suite en el rellano inmediato a la salida del ascensor. El recepcionista le había dicho que no estaba.

Roy estaba comprobando si conocía a alguien que pudiera ayudarles. De no ser así, sería el único hotel en que eso sucediera. Roy decía que era bueno tener amigos. Sobre todo si te debían algo. Había tenido una amiga que vivía en Bienville, justo al lado del Arnaud, una chica que se llamaba Nola. Roy decía que cocinaba mejor que los del restaurante. Decía que era una belleza y que fue dulce hasta que la vida se cerró sobre ella. Ése era el problema con las tías. Por un lado, eran las mejores confidentes, habían nacido para informar, sobre todo las putas. Pero, por otro lado, se emocionaban y no sabían cuándo tenían que callarse. «¿De qué coño me sirve saberlo ahora que estoy aquí?», le había dicho a Jack cuando se conocieron en Angola y se hicieron amigos y le contó su historia.

– Te estoy hablando de una monada de niña. No parecía una puta en absoluto. Era un bombón, con una voz suave. «Oh, Roy, si no te tuviera como amigo, estaría colgada las veinticuatro horas del día.»

– ¿Sólo erais eso?

– Eh, los amigos pueden irse a la cama juntos, ¿no? Dos personas liaban la cosa. Mi vieja mujer, Rosemary, no hacía más que protestar porque yo nunca estaba en casa. Si la vieras sabrías por qué. Y Nola estaba casada con un tipo de medio pelo que se dedicaba a las apuestas. Probablemente lo conocerás, Dickie Duschene, a veces le llamaban Dudu, tenía un local en Dauphine. Él apostaba y ella hacía la calle, así que no tenían eso que llaman vida familiar. El trato era que yo pasara a verla y entonces ella me contaba sus problemas o cualquier cosa que hubiera oído que pudiera interesarme, ¿sabes?, historias que sacaba de la calle, o de Dickie. Y mi parte del trato era protegerla y no molestar a ninguna de ellas, dejarlas que siguieran con su trabajo. Un día, cuando llegué, la encontré temblando y muy nerviosa, como si estuviera histérica o se hubiera muerto alguien. Le pregunto: «¿Qué pasa, preciosa?» Nola saca una bolsa de basura del lavabo, con treinta de los grandes dentro, todo en billetes de cien y de cincuenta. Le digo: «Vaya, has estado moviendo mucho la cola, ¿no?» Y ella dice que se lo había dado Dickie, pero que le daba miedo guardarlo en el apartamento. A veces tenía clientes que curioseaban sus cosas. Dijo que algún tipejo era capaz de robarle, así que era mejor que se lo guardase yo. Dijo que el dinero era de las apuestas y partidas de cartas de Dickie en aquel local de Dauphine que parecía cerrado. De acuerdo, pero algo no olía bien. ¿Cómo le iba a dejar él que guardara treinta de los grandes en una habitación donde entraban y salían tipos desconocidos? Le dije: «Eh, Nola, y una mierda.» Ella dijo que lo había hecho, de verdad. Pero también dijo algo más. Se había enterado de que Dickie iba a dejarla por una enfermera del Charity, y le había dado un ataque. Había empezado a romper cosas en su local, hasta que él le dio los treinta de los grandes para que se calmara. Sólo que funcionó al revés, la puso aún más nerviosa.

– Si le dio treinta, debía de tener mucho más.

– Exactamente, y el local de apuestas que llevaba tampoco era tan grande. Pero me llevé el dinero a casa y lo escondí en un buen sitio, porque se me había ocurrido una idea tremenda. Poner el dinero a trabajar, en cuanto tuviera ocasión, en mi continua lucha contra el crimen. Como usar un coche confiscado para vigilar. Usar algo de la pasta para pagar a los confidentes. Hacer que aquellos gilipollas se pelearan entre ellos para pasarme la información.

– ¿No te mentían?

– Claro, por naturaleza. A los chivatos hay que apretarlos, ponerlos contra la pared. Si el tipo quiere evitar una caída, te canta dónde va a estar el otro colega, cargado de droga, sólo que luego resulta que no está allí. Entonces le dices al tipo: «La próxima vez que no esté donde me hayas dicho, gilipollas, te empapelaré y te enviaré a Angola.» El caso es que corrió la voz de que pagaba, mierda, y hacían cola como si yo fuera un confesor. Oye, recibía llamadas por teléfono a medianoche, a las que contestaba Rosemary porque su jodido carácter amargo la mantenía despierta. Y si era una tía, lo tenía claro, porque Rosemary ni siquiera me miraba durante una semana. Casi todo eran fantasmadas, pero no todo.

– ¿Tienes hijos, Roy?

– Mis niñas crecieron y se largaron. Dos buenas chicas, pero no vienen a verme.

Se refería a Angola.

– Sigue con la historia.

– Hablábamos de soplones… Trabajé una vez en un caso de asalto a la Wells Fargo en Jackson, Misisipí, en que apareció parte del dinero en Nueva Orleans. Los federales tenían ya la pista de cuatro tipos de aquí, y los estaban vigilando. Pero los federales no tienen experiencia como policías. Usan ordenadores, y el ordenador no vale ni una mierda para obtener información en la calle. Tienes que bajar a meterte en el fregado con los gilipollas, y hablar con ellos de hombre a hombre. Uno de mis confidentes me dijo que fuera a ver a un tipo que estaba internado en el Charity con una herida de bala que según él era de un accidente de caza. Los federales le preguntan si caza con balas del 38, de un revólver Smith & Wesson. O sea, ellos sabían que uno de los tipos del atraco de la Wells Fargo había recibido un disparo en la huida. El fulano del hospital tenía una herida de entrada y salida, pero no lo sabía. O sea, no tenían el cartucho, sólo estaban intentando joderle. Cuando fui a verle era demasiado tarde. Por la noche, un tipo había entrado, le había puesto una almohada sobre la cabeza y le había disparado cinco tiros a través de la almohada. Dejó la pistola y se largó. El tío de la cama de al lado lo vio todo. La enfermera me dijo que tenían que cambiarle las sábanas cada vez que entraba en la habitación algún desconocido. Yo me dije: «Eh, esta enfermera se enrolla.» Empiezo a pensar en ella, y una semana después quedo con la tía para tomar algo, en un sitio que está cerca de Gravier, al acabar su turno. Utilicé lo que llamamos técnica de trabajo policial ACPL (Aproximación Científica en Plan Loco). Nos sentamos, pedimos manhattans, llegan las bebidas y le digo: «Oye, ¿cómo va tu amigo Dickie Duschene?» Casi se le atraganta la guinda, no podía creérselo. La enfermera enrollada ya no se enrolla. Llegamos a un trato cuando ya iba por el cuarto manhattan y me comenta que el tipo que se cargaron en el hospital ya se lo esperaba, lo veía venir, mientras se enamoraba de ella y le cantaba que había escondido ciento cincuenta de los grandes en una consigna del aeropuerto. Ella no sabía qué hacer con esos billetes, así que se los dio a su amigo Dickie, para que los guardase. ¿Entiendes lo que viene ahora? Te lo juro por Dios. Dickie le dio a Nola los treinta para mantener la paz en la familia. Como ella me los dio a mí, resultó que yo estaba utilizando parte del botín del mismo crimen que estaba investigando.

– Una historia curiosa.

– Todavía no he terminado. Me di cuenta de dónde me había metido, y de que tenía que salir rápidamente de en medio de toda aquella mierda en que estaba. Pero la enfermera enrollada que ya no se enrollaba se fue inmediatamente a los federales, que ya habían entrado en contacto con ella, y la pescadilla se muerde la cola. Dickie canta. Nola grita que ella no hizo nada, que se lo dio a la policía, a mí. Los federales y la poli vienen a mi casa. Preguntan dónde está el dinero. Sí lo admito, he pisado mierda. Nadie va a creer que lo he usado sólo para pagar a los confidentes. Esos gilipollas administrativos no comprenden el valor de los confidentes. Y quieren cogerme de todos modos, porque nunca les he informado de lo que hacía y eso hiere el orgullo que sienten por su situación de dominio. Así que contesto: «¿Qué dinero?»

– Te hiciste el tonto.

– Claro; ¿pero sabes lo que hicieron? Se llevaron a Rosemary aparte y la interrogaron. Yo no le había dicho nada del dinero, de modo que pensé que estaba seguro. Pero entonces, joder, le explicaron mi relación con Nola, los sucios bastardos, que era Nola quien me había dado el dinero. Rosemary dijo: «Ah, ¿de verdad?» Le explicaron que eran treinta mil. Podían haber sido trescientos, hubiera dado lo mismo. Rosemary abre su caja de costura y saca un puñado de envoltorios de paquetes de banco, los que yo tiraba a la basura cada vez que abría un paquete para pagar a los chivatos. Y cada vez, Rosemary los recogía. Luego esperó el momento oportuno para refregármelo por la cara. El momento oportuno fue cuando se enteró de lo de Nola. Pudieron relacionar los paquetes de dinero con el atraco de la Wells Fargo y me juzgaron por acusaciones secundarias, posesión de dinero robado, mierda, y me echaron de diez a veinticinco años. Rosemary tenía lágrimas en los ojos durante el juicio. Una mujer del telediario le preguntó cómo se sentía. Rosemary se frotó los ojos y contestó: «Llevo trece años casada con ese hijo de puta y apenas me hablaba. Veamos si le gusta, ahora que nadie le hablará a él.» Se refería a aquí -le explicó Roy a Jack en Angola-. Un poli intentando sobrevivir en el talego.

Llegó Roy apareciendo por detrás de la fuente iluminada. Se sentó al otro lado de la mesa, bebió un trago de su whisky e inclinó el cuerpo hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.

– ¿Tienes llave maestra de este hotel?

Jack negó con la cabeza, sentado cómodamente en la silla del jardín.

– Cuando yo trabajaba, esto no era un hotel. No recuerdo qué era; creo que lo han transformado hace poco. Es bonito, ¿eh? Agradable.

– Pues si no tienes llave, ¿cómo pretendes entrar en la habitación de ese hombre?

– A lo mejor no nos hace falta.

– Entonces ¿para qué necesitamos a un ladrón? -preguntó Roy-. ¿Cuál es tu parte en el trato?

– ¿Temes tener que hacer tú todo el trabajo?

– De momento, así ha sido.

¿Hablaba en serio? Jack no estaba seguro. Sacó un cigarrillo y raspó una cerilla para encenderlo. El tono de voz de Roy era siempre el mismo, salvo que estuviera en un atasco o ante una puerta de lavabo, de modo que era difícil decirlo. ¿Pero hablaba en serio en aquel momento, o no?

– Yo seguiré a ese tipo -dijo Jack- y lo averiguaré todo sobre él. Desde dónde ingresa su dinero hasta qué toma para cenar… Si tengo que entrar en su habitación ya encontraré la manera, así que no te preocupes, ¿vale?

– No me preocupo -contestó Roy-. Ya te he encontrado la manera. -Tomó un trago, sin apartar la mirada de Jack, y luego esgrimió una sonrisa para seguir-: ¿Empiezas a ponerte nervioso?

Eso le confirmó a Jack que Roy había hablado en serio un momento antes y comenzó a darle vueltas a la cuestión. Roy era un amigo, pero había que llevarlo con cuidado, con un par de guantes como los de Leo.

– Has encontrado a algún conocido que trabaja aquí -dijo Jack, y vio que Roy ensanchaba su sonrisa.

– Adivina quién es.

– ¿Hombre o mujer?

– Hombre.

– ¿Blanco o negro?

– Marrón oscuro. Te daré una pista… un negro enorme.

– ¿Lo conozco?

– Podría haberte matado si no hubiera sido por mí.

Roy estaba manteniendo su protagonismo. Jack dijo:

– Me sorprendería que yo hubiera sabido hacer la o con un canuto antes de conocerte, Roy. Estás hablando de cuando estábamos en la granja. Déjame pensar… Aquella vez que estaba viendo la tele y llegaron aquellos cerdos y cambiaron el canal.

Vio que Roy asentía. Había sido una de las primeras noches en la prisión. Las luces se apagaban a las diez y media en el dormitorio, pero la televisión podía quedar encendida en la sala de las sillas plegables hasta las doce.

Aquel mismo día, justo antes de que a las seis abandonasen el trabajo y se fuera cada uno a donde fuese, el preso negro se le había acercado haciendo ruido de besos y diciendo:

– Eh, putón, me parece que tú eres mi tipo, desde luego.

Y repitió el sonido de besos y Jack le pegó en la fruncida boca, se dio media vuelta y le lanzó el golpe con todo el peso de su cuerpo. Cogió al individuo por sorpresa y le pegó tal como hacía cuando tenía quince o dieciséis años y peleaba a la orilla del río, aunque entonces era por diversión, no por librarse del acoso de un tipo cuando las luces se apagan. Había oído a unos con otros en la oscuridad, ¡Jesús!, y no podía creerlo. Inmediatamente después de golpear al tipo y de que le rodease una multitud, Roy se destacó y dijo:

– ¿Piensas pelearte con cualquiera que te quiera como compañero?

Jack tenía toda la adrenalina a mano y contestó:

– ¿Quieres comprobarlo?

– Me necesitas, Delaney -dijo Roy. Y sabía su nombre-. Ellos son setenta y uno y nosotros dieciocho. -Se refería a blancos y negros en el dormitorio-. Si no te importa formar parte de un matrimonio mixto diles que eres del círculo de Roy Hick. ¿Entiendes? Que eres amigo mío de la vida civil. Eso te librará de romperte las manos o de morir, una de dos.

Sentado a la mesa del jardín del hotel, Roy le dijo:

– Estabas viendo «Vidas de ricos y famosos», y aquellos tres cerdos aparecieron y cambiaron de canal para ver Bugs Bunny o cualquier otra gilipollez.

– «Vidas de ricos y famosos» el programa preferido de todos los ladrones, todavía no lo hacían. Estaba viendo una película, te diré cuál era, era The Big Bounce, una película horrible, pero salía Lee Grant y entonces yo estaba enamorado de ella. Esa mujer tiene una nariz maravillosa. Y aquellos cerdos vinieron y lo cambiaron por «Vacaciones en el mar», que yo no soportaba. Así que me levanté y lo volví a cambiar.

– Entonces llegué yo -dijo Roy-. ¿Y quién fue el que volvió a poner «Vacaciones en el mar»?

– El negro más grande que haya visto en mi vida, incluso contando cuando el Refrigerator jugaba con los bears en la Superbowl. ¿Pretendes decirme que Little One trabaja en este hotel?

– Es camarero -le explicó Roy-. Lo acabo de ver metiendo una mesa en el ascensor. Little One… Aquella noche volvió a cambiar el canal y tú no sabías qué hacer.

– ¿De qué estás hablando? Yo iba a cambiar en cuanto se sentara. Tú entraste, me miraste y dijiste: «¿Por qué estás viendo esta mierda?» Yo no la estaba viendo, yo estaba viendo la película.

– Te hubiera matado.

– Podía haberlo intentado.

– Le dije: «Little One, siéntate», ¿te acuerdas? Le dije: «Si no te portas bien, no te dejaré entrar en Dale Carneggie Club.» Joder, yo estaba en el comité ejecutivo y Little One lo sabía. Se moría de ganas por entrar en el club, porque ya sabes que le encantaba hablar. Pero no le dejaban porque era un mamón.

– Recuerdo que intentaste que me apuntara yo.

– Tendrías que haberlo hecho. El Dale Carneggie cambió la vida de Little One. Incluso le dejaron entrar en algunos grupos de Angola.

– ¿Le has hablado del recaudador de fondos?

– Claro que sí. Lo conoce. Dice que ese tipo está amontonando una cuenta increíble, pero que no da una jodida propina.

– Me pregunto cuándo volverá.

– El recepcionista piensa con el culo. Ese tío no ha salido. Está sentado ahí mismo, en el bar. -Roy asintió-. En aquella puerta de la esquina. El comedor y el bar.

Jack no se movió.

– ¿Ha dicho Little One que está allí?

– La última vez lo ha visto.

– ¿Me lo ibas a decir, o te lo ibas a guardar para ti?

– Te lo acabo de decir, ¿no? -Roy se recostó en la silla y siguió hablando-. Jack, si no nos divertimos, no vale la pena hacerlo. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso.

Jack se sentía descentrado, tenso, pero pensaba que no se le notaba. Dio una chupada al cigarrillo, exhaló un fino chorro de humo y dijo:

– Lo olvidaba. Hagámoslo fácil.

– Como jugamos con los dos tipos del coche. Sin problemas.

– Está en el bar, ¿eh?

– Creo que no deberías meter la cabeza ahí dentro y dejar que te viese -dijo Roy-. No tendría mucha gracia, ¿verdad? Podríamos tomarnos otra copa y esperar a que salga. Es imposible que te reconozca, con esta mierda de luz. Aunque podrías poner tu silla un poco más atrás, detrás del árbol.

– Buena idea -dijo Jack.

Roy le sonrió:

– Sabía que te gustaría.

Tenían ya otras bebidas sobre la mesa cuando Jack vio que Roy levantaba la mirada, abriendo los ojos con expectación. Jack volvió la cabeza tanto como pudo mientras los pantalones negros y la chaquetilla blanca aparecían junto a él.

– Little One, ¿eres tú?

– Señor Delaney, es un placer volver a verle, pero será mejor que no nos demos la mano. Ese hombre está a punto de salir y yo no los conozco, señores, ni a ningún otro tipejo presidiario que venga por aquí -contestó Little One yendo hacia el vestíbulo.

– Debe de ser él -dijo Roy.

Jack miró por encima del hombro, y quedó sorprendido de ver a dos figuras: el clown y el augusto. El coronel llevaba el mismo traje marrón y la misma corbata negra, se movía con el mismo aire seguro, perezoso, y hablaba gesticulando mucho con las manos.

– El bajo -dijo Jack.

– Ya lo sé, pero ¿quién es el gringo?

Era un individuo de unos cincuenta años; llevaba traje oscuro y camisa de vestir, pero sin corbata, y gafas oscuras. Su fino cabello era trigueño. Little One les abrió la puerta, miró hacia atrás y les siguió al vestíbulo.

Hubo un momento de silencio en la mesa hasta que, en voz baja, Jack dijo:

– A lo mejor es un contribuyente, un petrolero.

– No -dijo Roy-. Es la ley. No podría decir de qué rama del gobierno, pero puedes apuntar que es un federal.

11

El martes por la mañana, Jack tuvo que recoger un cadáver en el hotel Dieu, una mujer de ochenta y cinco años que se había pasado el último mes de su vida en el hospital del hotel. La encontró ligera como una pluma cuando la puso en la camilla mortuoria. Cuando volvió a Mullen e Hijos, metió la camilla en el montacargas, apretó el botón y la vio elevarse por el agujero del techo hasta el segundo piso. Jack subió por las escaleras traseras, sacó la camilla del montacargas y la metió en la sala de preparación, donde Leo estaba llenando de Permaglo la máquina de embalsamar.

– Ha llamado un tipo que se llama Tommy Cullen. Le he dicho que habías salido.

– Luego quisiera hablar contigo. Me gustaría tomarme un descanso.

– ¿Cuánto tiempo, unos días, una semana?

– Pienso dejar esto.

Leo estaba poniendo el cadáver en la mesa de preparación. Alzó la vista desde su posición inclinada, con la vieja en brazos.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Vas a dejarme?

– Leo, hay tíos jóvenes que se mueren de ganas de ser enterradores. Encontrarás ayuda, seguro.

– ¿Después de que te saqué de la cárcel?

– Me ayudaste, y te lo agradezco, pero no me sacaste, exactamente. Llevo tres años aquí, y sabes que nunca he planeado quedarme.

– ¿Qué vas a hacer?

– Buscaré algo.

Oyó sonar el teléfono, el de su habitación, no el de la empresa.

– Te estás metiendo en algo, ¿no?

Jack no contestó. Se dirigió deprisa a su apartamento, se sentó en un sofá que se había pasado treinta años en un velatorio antes de ir a parar allí, y cogió el teléfono.

La voz de Cullen dijo:

– Jack, me van a echar de aquí, dicen que tengo que irme. En cuanto localicen a Tommy Junior tendrá que venir a buscarme. Han hablado con Mary Jo y ella les ha dicho que llamen a la cárcel, porque no piensa aceptarme en su casa.

– ¿Qué has hecho?

– No he hecho nada. No sé qué está pasando.

– ¿Qué te han dicho?

– Un fulano, uno de los ayudantes, ha venido a mi habitación esta mañana y me ha dicho que haga las maletas porque me voy. Yo le he dicho: «¿Qué dice, que me voy?» Y me ha contestado que Miz Hollenbeck le ha ordenado que me lo diga. Es esa tía que dirige el local. Voy a su oficina, para averiguar qué pasa. Salta y dice: «No entre. Quédese donde está.» Y le dice a su secretaria: «Evelyn, llama a Cedric.» Es el tipo que me ha dicho que tenía que hacer las maletas. Uno de los negros que hace el trabajo sucio aquí. Yo he dicho: «¿Qué es esto? ¿No ha recibido el cheque de la asistencia médica, o qué?» Miz Hollenbeck parecía asustada de que pudiera acercarme a su mesa, y me decía que me quedara donde estaba, que no me moviera.

– ¿Tiene esto algo que ver con Anna Marie? -preguntó Jack.

– Bueno, sí, más o menos. Pero en ese momento sólo me ha dicho que Tommy Junior firmó un contrato en el cual consta que, de observar una conducta impropia, tengo que irme, y que están intentando localizarle. Ya sabes que es pintor a domicilio. Sólo que últimamente ha tenido algún problema con la bebida, y no siempre está donde dice que va a estar. Creo que la culpa es de estar siempre entre el olor a pintura y de estar casado con Mary Jo.

– ¿Qué le has hecho a Anna Marie?

– ¿Cómo que qué le he hecho? Nada que ella no estuviera deseando.

– ¿Cuándo fue, anoche?

Oyó el timbre de la escalera. Eso significaba que había entrado alguien.

– Hice que el negro, Cedric, me trajera una botella de vino; es bueno, cuesta cuatro dólares, y le di un pavo a Cedric. Me tomé un par de vasos y luego pasé por la habitación de Anna Marie, a ver si le apetecía un vaso.

Jack encendió un cigarrillo con las cerillas del hotel, escuchando, contemplando un grabado enmarcado colgado en la pared, encima de la nevera: dos chicas jóvenes en un bosque primaveral, jugando en un columpio, en una época que Jack no podía ni imaginar. No había nada en la habitación que fuera suyo: podía recogerlo todo en una bolsa y salir de Mullen e Hijos en cinco minutos.

– Le dije que su habitación era muy bonita. Anna Marie dijo que bueno, que si me gustaba… Miró arriba y abajo del pasillo y yo entré. En cuanto serví el vino, sacó el álbum. «Éste es Robbie, y éstos son Rusty, Laurie y Timmy», me enseña sus niños, sus nietos, sus biznietos, y me dice todos sus nombres. Yo le dije: «Anna Marie, eres demasiado joven para tener biznietos, ¿eh? Venga.»

– Cully, no sé si quiero oír esa historia -dijo Jack.

– De verdad. No aparenta la edad que tiene. Aparenta setenta… tal vez setenta y dos. ¡Qué diablos, yo tengo sesenta y cinco! ¿Dónde está la diferencia? Le dije: «Anna Marie, es una familia excelente y tú eres una mujer muy guapa.» Estábamos sentados uno al lado del otro en aquellas dos sillas que había juntas. Vi que eso le gustaba, lo que le había dicho. Así que me incliné y le di un besito en la oreja. Pegó un salto, yo me cagué de miedo, y lanzó un grito. Lo que había pasado es que le había dado el beso en el audífono. Le dije: «Anna Marie, eso no te hace falta, quítatelo.» Lo hizo. Le di otro beso y le dije: «Vaya, qué guapa estás» y toda esa mierda. Y luego le dije: «¿Por qué no nos sentamos en la cama? Estaremos más cómodos.» A todo lo que yo decía, ella contestaba «¿Qué? ¿Qué?» La rodeé con el brazo, la levanté y la acerqué a la cama. Nos sentamos al borde de la cama, ¿sabes? y no se movió ni dijo una sola palabra. O sea que no puso objeciones a nada de lo que yo hacía.

Jack no quería preguntar, pero algo le impulsó a hacerlo:

– ¿Como qué?

– Como besarla. ¿Sabes?, la rodeé con el brazo… Le abrí la bata, y llevaba un camisón de franela debajo. La besé un poco más. Ella se quedó sentada. Yo pensaba: «Joder, hace demasiado tiempo y ya no se acuerda de lo que ha de hacer. Pero no tengo prisa.

Cuando te pasas veinticinco años sin echar un polvo, ¿qué más da unos minutos más cuando ya estás a punto?» ¿Verdad? Pero no sé, pensaba que o hacía demasiado tiempo o era frígida. Metí la mano bajo la bata…

Jack notó que se ponía tenso.

– Le toqué una teta. No, primero tuve que buscarla. No estaba donde suelen estar. Puse la mano encima y Anna Marie se puso como si se hubiera vuelto de piedra, con los ojos muy abiertos, mirando directamente hacia delante. Así que lo envié todo al diablo, ésa no era mi noche.

Jack notó que se relajaba.

– No hiciste nada.

– Ya te lo he dicho.

– Entonces, ¿por qué te echan? -Vio a Leo en el umbral de la habitación, con la misma expresión que Jack imaginaba en la cara de Anna Marie cuando se volvió de piedra, y dijo-: Espera un momento Cully.

– Hay un hombre abajo que pregunta sobre la visita que hiciste el domingo a Carville.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Le he dicho que el domingo tuve el día libre, pero que ya me enteraría. No sabía qué decirle.

– ¿Qué pinta tiene?

– Parece… No sé qué parece. Una persona normal y corriente.

– Tranquilo, Leo. ¿Es norteamericano o latino?

– Norteamericano -contestó Leo sorprendido.

– ¿Te ha enseñado alguna identificación?

– No se la he pedido.

– De acuerdo, ya me encargaré yo.

– Está en el salón… ¿Hablarás con él?

– Sí, en cuanto acabe.

Jack esperó con la mano sobre el auricular. Vio que Leo agitaba la cabeza antes de irse. Se llevó el teléfono al oído.

– Cully, ¿dónde estábamos? Ah, sí, ¿por qué te echan?

– ¿Recuerdas que te he dicho que se quitó el audífono?

– Sí.

– Lo puse en un bolsillo de mi bata mientras estábamos allí sentados. Al irme, me olvidé de devolvérselo, y esta mañana le ha dicho a Miz Hollenbeck que le robé el jodido aparato.

– ¿Eso es todo?

– Eso es lo que le he dicho a Miz Hollenbeck: «¿Habla en serio? ¿Para qué coño necesito yo un audífono? Puedo oír mejor que usted y le doblo en edad.» Eso no le ha gustado.

– ¿Has hecho las maletas?

– Todavía no.

– Bueno, pues prepárate. Te recogeré.

– Jack, creo que aquí no se puede echar un polvo.

– No, supongo que no.

– Jack, no quiero vivir en una funeraria.

– ¿Y quién sí? -contestó Jack.

El hombre que esperaba en la sala de Mullen e Hijos era el mismo que había abandonado el hotel con Dagoberto Godoy. Jack se dio cuenta al llegar por el pasillo y verlo desde la misma distancia, aproximadamente, que la noche anterior, con las mismas gafas de montura gruesa y el mismo traje oscuro, pero esta vez con corbata. Desde cerca, el hombre era como había dicho Leo: normal y corriente. No exactamente de la misma estatura que Jack, unos centímetros más bajo, pero con unos doce kilos más bajo la chaqueta abrochada.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo Jack.

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado, recibiéndole con una sonrisa agradable, pero con la mirada fija tras las gafas. Contestó:

– ¿Me preguntas si puedes hacerlo? Creo que sí, Jack. Y añadiría que si lo hicieras sería en tu propio interés.

Jack inclinó la cabeza con el mismo ángulo que el hombre y le devolvió la mirada con su propia sonrisa, pensando que Roy tenía razón: aquel fulano debía de ser la ley, pero no la local, sino de alguna agencia del gobierno, con iniciales. Los policías de Nueva Orleans podían venirte con mierdas, pero nunca lo harían en plan simpático, Jack también pensaba que podía vencer al hombre en ese juego, y tenía razón.

El hombre tendió la mano y dijo:

– Soy Wally Scales, del Servicio de Inmigración.

Jack le dio la mano sin fuerza alguna, con fingida sorpresa en los ojos:

– Nunca he emigrado de ningún sitio. Siempre he vivido aquí.

– Excepto los tres años que pasaste allí. -Wally Scales había rectificado la posición de su cabeza, pero seguía sonriendo-. ¿Verdad, Jack?

– Supongo que se refiere al tiempo que estuve preso.

– Preso, eso es. Bueno, parece que has disfrutado de una feliz rehabilitación.

Jack le brindó una sonrisa razonablemente estúpida a Wally Scales y dejó escapar un ligero acento de la parroquia de West Feliciana en sus palabras:

– Bueno, yo no diría que la he disfrutado, pero he pasado por ella, sí, señor.

– Tienes un buen trabajo aquí. ¿Te gusta?

– Sí. Trabajo para mi cuñado.

– He hablado con él. -Wally Scales empezó a fruncir el ceño-. Le he preguntado acerca de una visita que hiciste a Carville el domingo y la pregunta parecía ponerle un poco nervioso. ¿Por qué será?

– ¿Y qué le ha parecido?

– Que estaba aprensivo…, nervioso.

– Bueno, así es como es él. Leo es del tipo de persona nerviosa. Siempre está preocupado.

– Pero si es el jefe, debe de saber lo de la visita.

– Sí, debería.

– A no ser que la petición llegara el domingo por la mañana y tú te encargaras sin avisarle.

Jack esperó. No había ninguna pregunta que contestar.

– ¿Es eso lo que pasó?

– ¿Qué pasó?

– ¿Te llamaron y fuiste a Carville?

– No llamaron, al menos que yo sepa.

– Ellos dicen que sí.

– Bueno, debía de estar en el servicio o en algún otro sitio, porque yo no oí el teléfono.

– Dicen que fuiste a recoger el cuerpo de una tal Amelita Sosa, muerta.

Jack negó con la cabeza.

– No, señor. Yo no. Tiene que haber sido otra funeraria y debieron de apuntar mal el nombre. El domingo estuve aquí todo el día. Lavé el coche fúnebre. Eh, a lo mejor fue entonces. Estuve fuera un rato.

Wally Scales volvió a inclinar la cabeza, esta vez sin sonreír.

– Podríamos acercarnos allí, Jack. A preguntarle a la monja si eras tú.

– Bueno, si a Leo le parece bien, no me importa. Solía ir cuando trabajaba para Uncle Brother y Emile en la empresa de órganos. Tenía que subirme hasta arriba, ¿sabe?, hasta los tubos, mientras ellos los afinaban.

– Jack, déjame hacerte una pregunta -dijo Wally Scales-. Quiero que me des una respuesta directa y sincera. ¿De acuerdo? Porque no quiero verte metido en problemas y convertido otra vez en recluso. -Wally Scales hizo una pausa-. ¿Me estás tomando el pelo?

Jack frunció el ceño y luego negó con la cabeza.

– No, señor.

– ¿Juras que no fuiste a Carville?

– Fui con mi tío y con Emile.

– Me refiero al domingo.

– No, señor. Estuve aquí.

Jack dejó que se le abrieran los ojos un poco más para que Wally Scales, mirándole con dureza, pudiera ver la verdad en ellos. Era difícil no reírse de aquel gilipollas, pero Jack pudo evitarlo.

Wally Scales miró detrás de él, hacia el pasillo. Dio un paso, se volvió lentamente para mirar por la ventana hacia el aparcamiento vacío, y volvió.

– ¿Quién más hay aquí, aparte de tú y tu cuñado, Jack?

– Hay una mujer muerta arriba.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo se llama?

– No lo sé. Es una vieja.

– ¿Me la enseñas?

Jack sintió que ya podía sonreír tranquilamente, y le dio un toque al tipo diciéndole:

– Le gusta mirarlas, ¿eh? Sobre todo cuando tienen el cuello desnudo. Sí, Leo está arriba aspirándola. Si quiere mirar, venga.

Wally Scales se le quedó mirando con la misma expresión, aunque con una mueca alrededor de la nariz y la boca, como si hubiera mordido un níspero verde. Dijo:

– ¿Por qué será que no te creo, Jack?

– Está arriba. Se la enseñaré.

– Tal vez tendría que hablar otra vez con tu cuñado.

Era una amenaza.

– Muy bien, venga.

– O podría hablar con Lucy Nichols.

Era un golpe bajo, pero no era ninguna pregunta, así que Jack le devolvió la mirada insinuando una sonrisa, esperando. Se estaba poniendo difícil.

– La conoces, ¿verdad?

– ¿Quién es?

– Vas a seguir haciéndote el estúpido, ¿no? Hasta que yo me vaya.

– ¿Quiere ver a la muerta o no?

Vio que el hombre negaba con la cabeza y abandonaba; tal vez no le importase tanto, en el fondo. Ésa fue la sensación que tuvo Jack, además de la de relajación.

Acompañó a Wally Scales a la salida y llamó a Roy al bar.

– ¿Te has despedido?

– Sí, pero aún puedo cambiar de opinión -dijo Roy-. Según los números, según cuánto meta en el banco el tipo.

– ¿Qué hay de Crispín Reyna y Franklin de Dios?

– ¿Quién?

– Franklin de Dios. ¿Te has enterado de algo?

– Se supone que son de Inmigración y están aquí en busca de pistas. De hecho, las patrullas del distrito segundo recibieron la orden de no hacer caso del Chrysler si lo veían aparcado en Audubon.

– Pero esos dos tipos son de Florida.

– ¿Y qué? Si son federales pueden ir a donde quieran.

– Ya, pero no alquilarían un coche. Cogerían cualquier coche oficial de aquí, ¿no?

– Sí, probablemente.

– ¿Lo comprobarás?

– Podría hacerlo.

– No quiero presionarte, Roy, si estás ocupado sirviendo a la humanidad.

– Vete a la mierda.

– Pero si vamos a jugar con esos individuos, será mejor que sepamos sus nombres, sus medidas y cuánto pesan. No quiero ir a ciegas, Roy, no quiero, que me corten la jodida cabeza sin que me dé tiempo a enterarme. Me gustaría saber por qué el recaudador de fondos se trajo de Florida a dos tipos armados. ¿A ti no?

– No te preocupes por eso.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya me encargaré.

– Todavía no me has dicho nada.

– Ya me enteraré, por Dios.

– Estás hecho una mierda, Roy.

– Bueno, ¿hay alguna novedad?

– Investiga sobre un tío llamado Wally Scales, que también parece ser de Inmigración. Ha venido en busca de la chica, Amelita, ¿y sabes quién es? El tipo que estaba anoche con el coronel.

– Podría ser de Inmigración -dijo Roy-. O del Departamento del Tesoro.

– ¿Lo comprobarás? Llámame a casa de Lucy. Ahora iré a recoger a Cullen y le llevaré allí.

– Te diré adónde vas a ir esta noche, por si no lo sabes. Irás a trabajar, para variar. A echarle un vistazo a la habitación de ese tipo.

– Roy, te pasa algo. ¿No te ha venido la regla, o qué?

– Tengo que irme de este jodido bar.

– Eso es hablar.

Llamó a Lucy y le preguntó si le parecía bien que apareciese con Cullen. Ella dijo que muy bien, que cuando quisiera. Le preguntó si la había visitado un individuo llamado Wally Scales.

– Ha llamado esta mañana y me ha dicho quién era. Me ha dicho: «Tengo entendido que estuvo en Carville el domingo, para recoger el cuerpo de una amiga suya que había muerto.» Le he dicho que no era verdad.

– Tu primera mentira.

– La primera importante. Le he preguntado de dónde había sacado esa información.

– ¿Qué ha dicho?

– Que era igual, que sentía haberme molestado.

– Bien. También ha estado aquí, pero me ha dado la impresión de que sólo estaba entrando en contacto con el tema. Todavía no se ha metido a fondo.

– Pero luego me ha dicho: «La próxima vez que vea a su padre, déle recuerdos de mi parte.»

12

Lucy dijo:

– Intentaré explicároslo, pero ya lo he intentado otras veces, y cuando me oigo a mí misma, bueno, nunca es exactamente lo mismo que quiero decir. Supongo que eso se debe a que se siente una fuerza que te lleva a hacerlo. Llevas a cabo una elección. Si no lo haces, puedes enumerar las razones, razones de todo tipo. O puedes decir: «¿Qué? ¿Crees que estoy loca?» Pero si te decides, si lo haces… eso ya es otra cosa.

Se encontraban en la sala de estar de la casa de la madre de Lucy, la habitación de los plátanos, a la pálida luz del atardecer, mientras fuera caía la lluvia. Lucy se apartó de las grises ventanas para sentarse frente a Jack y Cullen, que estaban en el sofá.

– Me hice monja por causa de una historia de amor que tuvo lugar hace ocho siglos. Por causa de un hombre que estaba enamorado de una chica de dieciocho años llamada Clara, la cual, estoy convencida, estaba enamorada del hombre. Y yo me enamoré de toda la idea. Tenía diecinueve años, una edad en la que podía ponerme en el lugar de la pobre chica rica que no era feliz y que no sabía por qué. Sus padres le prepararon un matrimonio, le planificaron la vida. Me metí, bueno, entré en lo que creía que era una experiencia mística. Incluso pensaba que si hubiera vivido alrededor del año 1210 habría podido ser esa chica. Habría ido a misa a la catedral de San Rufino y habría oído a un hombre que se llamaba Francisco hablar de amor de Dios, tranquilamente pero con gran pasión, y mi vida habría cambiado. Podía verme allí mismo, olía las velas, el incienso, y me imaginaba enamorándome de aquel hombre con oscura vestimenta de franciscano.

Cullen estaba hundido en el sofá, con las manos sobre las rodillas. Jack le oía respirar por la nariz, y los dos estaban cautivados por el ambiente creado, por el bajo tono de voz de Lucy, que estaba sentada con su suéter y sus tejanos, con una luz gris detrás de ella, hablándoles de una experiencia mística.

– Cinco o seis años antes hubiera acabado por irme a una comuna. -Lucy miró directamente a Jack-. Pero para cuando estuve dispuesta a largarme, la generación de las flores ya había vuelto a casa. Me alegro de eso, porque hubiera sido una huida de algo, más que hacia algo. Lo que hizo Clara, bajo la influencia de Francisco y de una combinación salvaje, o sea extraordinaria, de amor romántico y universal, fue alejarse y fundar una orden de monjas, las clarisas. El mismo Francisco se encargó de la tonsura y le cortó su rubia cabellera. Había hablado antes con ella, la aconsejaba, pero nunca a solas. Creo que porque Clara era una bomba, dicen que era increíblemente bella y supongo que él vería en sus ojos algo más que amor divino. Sus biógrafos dicen que no, que no sintió tentaciones. Pero él tenía otra amiga en Roma. Jacqueline de Settesoli, a la que solía visitar cuando iba a ver al Papa, y nunca hubo el menor indicio de escándalo con Jackie, porque creo que era muy masculina y no tenía ningún atractivo, de modo que no se originaba ningún problema. Él incluso la llamaba hermano Jacqueline. Tengo la sensación de que se miraban a los ojos y ahí estaba todo, en los ojos, sin necesidad de hablar.

Esto había empezado cuando Cullen conoció a Lucy y entabló una conversación casual con una antigua monja, diciéndole que había pensado en entrar en el seminario cuando tenía catorce años, en el de la avenida Carrollton. Y Jack dijo que él había entrado: vivían en la acera de enfrente y había ido con su madre y su hermana durante una alerta por causa de un huracán, cuando tenía dos años. Entonces Cullen había saltado con su pregunta: «¿Cómo una chica tan guapa como tú…?»

– Ya sabéis que antes de adquirir la imagen del san Francisco pobre, con los pájaros revoloteando sobre él, había pertenecido a una familia rica y se codeaba con los poderosos. Pero cuando la abandonó, lo hizo con todas las consecuencias. Se desnudó en la plaza del pueblo, en Asís, y repartió todas sus ropas entre los mendigos. Creyeron que se había vuelto loco: le llamaban pazzo, loco, y le tiraban piedras. Pero captó su atención. A lo mejor estaba en un estado de delirio metafísico, o de intoxicación divina, pero creo que eso no importa. Predicaba el amor incondicional, el amor a Dios a través del amor al hombre, el amor sin límites, sin el lenguaje de la teología, y tocaba a la gente… Besaba las llagas de los leprosos.

– ¡Jesús! -exclamó Cullen.

– Exactamente. En su nombre -contestó Lucy. Miró a Jack y, por un momento, pareció sonreír-. Tomó dinero del negocio de su padre, incluso podría decirse que lo robó, porque una voz le dijo: «Francisco, repara mi casa.» Le ofreció el dinero a un cura para que reconstruyese la iglesia, que se estaba cayendo, pero el cura no lo aceptó. Tal vez por temor al padre de Francisco. De modo que éste devolvió el dinero. Pero la iglesia, San Damiano, se convirtió en el primer convento de las hermanas clarisas.

– ¿Es verdad que besaba a los leprosos? -preguntó Cullen.

– Bañó a un leproso que maldecía a Dios y le culpaba de su estado, y aquel hombre sanó.

– ¿Tú te crees eso? -dijo Jack.

Lucy le miró.

– ¿Por qué no? Él decía que no podía soportar ni siquiera mirar a los leprosos, pero que Dios le llevó a ellos. Y lo que le había parecido amargo se le tornó dulce. -Lucy hizo una pausa-. Así que, poco después, abandoné el mundo.

La habitación se llenó de silencio. Jack sintió un estremecimiento en la base del cuello. La vio cruzar las piernas y advirtió que la sandalia colgaba sólo de un dedo. No parecía en absoluto intimidada. Podía estar tranquilamente sentada en casa de su madre y hablar de una experiencia mística, de sentirse como si viajara a ocho siglos atrás, de sentir lo mismo… Vio que miraba a Cullen.

– Lavó a un leproso. ¿Pero sabes sobre qué discuten los expertos en san Francisco? Sobre si eso fue antes o después de haber recibido los estigmas. Parece que fue después. Pero, entonces, ¿cómo pudo lavar al leproso y limpiarle las llagas si llevaba las manos vendadas?

– Me he perdido -dijo Cullen.

– Eso es lo que ocurre -contestó Lucy-. Perdemos de vista el acto de amor que había en lo que hizo y nos dejamos llevar por detalles. Dicen que tenía los estigmas, las heridas de Cristo, que le sangraban las manos, los pies y el costado. Pero, tuviera o no los estigmas, ¿cambia eso su personalidad? No necesitaba las manos para tocar a la gente.

– A ti te tocó y te hiciste monja -dijo Cullen.

– Me salí de mí misma, de mi papel de niñita rica, para encontrarme a mí misma. Se trata de que te toquen y de que toques tú a los demás.

– Eso está bien -dijo Jack, asintiendo para que ella se diera cuenta de que la entendía. Tal vez sí que la entendía. Existía aquel Jack Delaney y existía otro Jack Delaney, el modelo, el que posaba… Se interrumpió allí, sorprendido por la claridad de su mirada interior, y sacó algo que había estado pensando:

– El otro día dijiste que san Francisco había estado a la sombra.

Eso interesó a Cullen:

– ¿Qué?

– Cuando todavía era un adolescente -explicó Lucy-. Asís estaba en guerra con otra ciudad. Hubo una batalla, bueno, una escaramuza, le hicieron prisionero y se pasó un año en un calabozo.

– El agujero -dijo Jack-. He visto a más de uno salir de él con su manta blanca, resucitado.

– O sea que no ha cambiado tanto -dijo Lucy-. Él estuvo enfermo el resto de su vida. Tuberculosis ósea, malaria, conjuntivitis, hidropesía. Ahora ya no lo llaman así. ¿Qué es eso?… Pero su pobre salud no parecía preocuparle, porque nunca estuvo en sí mismo.

Esperó y Jack pudo ver cómo se concentraba, deseando decir todo aquello de aquel hombre que había cambiado su vida de forma que pudieran entenderla.

– Era como un niño. Atraía especialmente a los jóvenes porque nunca fue pretencioso, no soltaba sermones teológicos. Aceptaba a la gente como era, incluso a los ricos, y nunca criticaba… algo que yo aún tengo que practicar. Lo que decía él es que si no necesitas nada lo tienes todo.

Cullen se estremeció y se pasó una mano por la cara.

– El primer paso para encontrarse a uno mismo es no ligarse a las cosas. Y cuando yo tenía diecinueve años eso parecía muy fácil.

– Perdona -dijo Cullen-, ¿puedo usar el lavabo?

– De vuelta al mundo real después de veintisiete años -dijo Jack.

Aguardó mientras Lucy acompañaba a Cullen al recibidor y le indicaba el camino. Cuando volvió, le preguntó:

– ¿Y qué pasó con Clara? ¿Volvió a verla alguna vez?

– Ella le invitaba a San Damiano, pero no fue nunca, hasta casi el final.

– No se fiaba de sí mismo.

– Les decía a sus franciscanos que si alguna vez sentían tentaciones buscaran un arroyo de agua helada y se sumergieran en él.

– ¿Y qué hacían en verano?

Lucy sonrió.

– No lo sé… Yo solía imaginarme a un puñado de hombres con ropa marrón corriendo entre la nieve, tirándose al río…

– Clara recorrió todo el camino -dijo Jack- y llegó a santa. Pero tú decidiste no intentarlo, ¿no?

– Cuando se pretende llegar a santo, Jack, no hay la menor posibilidad.

– Bromeaba.

– ¿Seguro? -dijo ella sin dejar de mirarle.

Él no supo qué decir y tuvo que pensar algo.

– ¿Cuánto tiempo estuviste, nueve años?

– Once, en total.

Según eso, tendría treinta.

– Bueno, pues alguna decisión debiste de tomar. Te saliste.

– Volví al mundo. Ha cambiado mucho.

– Sí, pero no has vuelto mal. Conoces la ropa que llevan las mujeres mucho mejor que la mayoría de ellas.

– Esa parte es fácil, se saca de las revistas. Pero es sólo una máscara, Jack, mientras busco algo nuevo para cambiar.

– No hablas de ropa.

– No, es más como cambiar de piel, de identidad.

– ¿Hablas de otra experiencia mística?

– No lo sé.

– ¿En qué crees que te vas a convertir?

– Tampoco lo sé.

Ella seguía mirándole de un modo extraño. O tal vez era el ambiente, la tranquilidad, la lluvia, la tenue luz que se asomaba a las ventanas. Pero él notaba algo.

– Cada vez que te veo eres distinta.

– Igual que tú.

– ¿Por qué lo dejaste?

– Estaba quemada.

– ¿Qué quieres decir?

– Tocaba sin sentir.

– Te estabas ocupando de gente que te necesita.

– Siempre hay gente que te necesita. Están por dondequiera que mires.

– Pensaba que lo habías dejado por causa de Amelita.

– Ésa era una razón para irme cuando lo hice. Dejé una vida cuando me hice franciscana, y dejé otra cuando salí de Nicaragua.

– ¿Estás segura?

Ella asintió:

– Tengo que acostumbrarme.

Jack nunca sabía lo que iba a decir ella.

– Necesito perderme en algo.

– ¿Y no te parece que este asunto en el que estamos metidos, eso de hacernos con los cinco millones, va a exigirnos concentración?

– Sí, pero ¿cuál es mi papel? No estoy haciendo nada.

– Eres el cerebro.

Su reacción, una mirada de sorpresa controlada, se produjo lentamente.

– A ti esto te parece un juego.

– Pues no es como ir a la oficina.

– Pareces asustado por la idea. Pero quieres hacerlo. ¿Por qué?

– Por dinero.

– No. Ya tenías ganas de participar cuando aún no sabías que nos lo íbamos a quedar. ¿Te acuerdas? Dijiste que íbamos a hacer algo por la humanidad. ¿Hablabas en serio?

– No lo sé…

– ¿Hablas en serio alguna vez?

– Claro que sí. Sólo que no veo muchas cosas por las que merezca la pena ser serio.

Lucy empezó a sonreír, al otro lado de la mesilla de café, en la pálida luz del atardecer, y eso sorprendió a Jack. Ella dijo:

– Jack, me encantas. ¿Sabes por qué?

Él volvió a sentir el estremecimiento en la nuca.

– Me recuerdas a alguien.

El estremecimiento cesó.

– Lo que estamos haciendo es serio, nuestro motivo. Pero cómo lo hagamos ya es otra cosa, ¿no? Cómo lo consideremos, nuestra actitud.

– Cómo lo consideremos dentro de un año -dijo Jack-, pensando que fue divertido. Si sale bien, y no lo recordamos metidos en el talego. Hay que ser optimista, dar por hecho que lo vamos a conseguir. Y tienes que considerarlo como un juego, porque así atemoriza menos.

Podía ver luces en sus ojos, labios separados en aquella nueva sonrisa que Lucy le dedicaba. Deseaba preguntarle a quién le recordaba, pero volvió Cullen, seguido por el ama de llaves.

– Hay una llamada para el señor Delaney.

La voz de Roy dijo:

– Crispín Antonio Reyna fue condenado en Florida en 1982 por falsificación de cheques y se pasó nueve meses en el penal de South Dade.

– ¿Qué tipo de falsificación?

– Como pasar moneda falsa, pero con más clase. Le volvieron a pescar por falsificar su 4473 para una compra de armas, también en el condado de Dade. Pretendía comprar cinco docenas de Berettas modelo 92 diciendo que eran para un club de tiro. La sentencia le libró. Los federales fueron tras él, intentando pillarlo por tráfico de drogas, desde Florida hasta Baton Rouge. Decían que la vendía a los estudiantes en la universidad. Tampoco lo consiguieron en esa ocasión. Crispín Antonio es de origen cubano. Su familia se trasladó a Nicaragua en el cincuenta y nueve. Llegó a oficial de la Guardia Nacional, y emigró a Miami en el setenta y nueve. De Franklin de Dios dicen que es indio misquito y que nació en Musawas, Nicaragua. Llegó a Miami hace un año y fue el sospechoso de un caso de triple homicidio, pero no llegaron a juzgarle.

– No parece que puedan ser de Inmigración.

– Pero los coches del distrito Segundo recibieron la orden de dejarlos en paz. Puede que trabajen como agentes federales.

– Puede… ¿Pero de qué tipo?

– Llama a Wally Scales y pregúntaselo a él. Su número es el 226-5989.

– Roy, y ése ¿qué es?

– Es un cabrón de la CIA, Jack. Y yo quiero saber de qué lado estamos, si del de los buenos o del de los malos.

13

Era imposible dejar de reconocer a Little One, incluso de noche, cuando su enorme figura aparecía por Bienville, saliendo del hotel en dirección a la calle Royal, cerca de cuya esquina le estaba esperando Jack.

Little One tendió la mano, soltó la llave de la habitación en la de Jack y dijo:

– Ese jodido de Roy… Bueno, ahora estamos en paz. Díselo.

– Te lo agradecemos.

– Sí, será mejor que lo agradezcáis. Deja la llave en la parte de abajo de la cesta de la ropa, donde pueda encontrarla la chica de la limpieza. O sea, como si ese tío la hubiese tirado. Está siempre borracho, divirtiéndose. No se enterará.

– Tal vez tenga que volver a intentarlo.

– Venga, Jack. -Little One ladeó la cabeza, dolorido-. ¿Has visto en qué estado estoy?

– No me llevaré nada. Ese tipo ni siquiera se enterará de que he entrado. Entrar y salir me llevará sólo unos diez minutos.

– Ya, eres muy listo. Eso es lo que todos los tíos de Angola solían pensar de sí mismos, unos tipos calculadores, sí. Si la memoria no me falla, Jack, tú y yo nos conocimos allí, ¿no?

– Cometí una locura una vez -contestó Jack-. Tenía que haberlo evitado. Pero esto es distinto. Sólo otra vez, eso es todo.

– Ya, como dice Count, «otra vez, una vez más». Sólo que eso era en April in Paris y esto es abril en Nueva Orleans; tío, aquí todo se pone caliente y pegajoso.

– No he vuelto a las andadas, ni nada de eso.

– Sólo quieres revisar su habitación.

– Eso es todo. Echar un vistazo.

– El hombre de piel cubana y trajes de quinientos dólares. Barrer su habitación, y ver si tiene alguna chapa o alguna pista antes de reemprender el negocio.

– Nada de eso.

– Jack, cuando vuelvas a la granja, dale recuerdos de mi parte a Smoke y a Too Good, y al pequeño cabrón de Minne Mo, si todavía está. Déjame pensar quién más…

Jack pasó por el vacío vestíbulo y cruzó uno de los jardines que daban al bar, de colores pastel bajo la suave luz, elegante y sin un alma. El camarero oriental volvió a la vida y le sirvió un vodka.

Si esto hubiera sido en la época en que se dedicaba a aquel negocio, habría echado un vistazo, se habría vuelto y se habría ido a buscar un hotel del centro, lleno de ruido, de turistas y de gente con placas con su nombre divirtiéndose en el bar. Se habría transformado al percibir el brillo, al respirar el perfume de las mujeres en traje de noche, aquellas chicas que seguían su propio juego mientras Jack buscaba mujeres que llevaran diamantes respetables, maridos que llevaran talonarios en la chaqueta o carteras con montones de billetes. Se tomaba un par de días para seleccionar: entonces subía en el ascensor con alguna pareja interesante, se bajaba un piso antes del que ellos hubieran indicado y subía corriendo la escalera para ver en qué habitación entraban. Una hora después comprobaba si ponían la cadena en la puerta. Al día siguiente entraba en la habitación mientras ellos sacaban fotos en Jackson Square, revisaba los armarios, las maletas y los neceseres, miraba en los zapatos y tanteaba entre las ropas colgadas en el lavabo. Luego se encargaba de la cadena. Si la pareja la ponía, la cambiaba por una suya, que tenía tres o cuatro eslabones más. Aquella noche, la pareja pondría la cadena sin advertirlo. Él volvería después, abriría la puerta con la llave maestra y podría meter la mano y descorrer la cadena. Luego, al salir, la volvía a poner si había obtenido un botín fuera de lo normal y estaba contento. Si no, la cortaba. Hacer todo eso, salirse con la suya, ¡y no poder decírselo a nadie!

Si oía a algún vendedor que vacilaba a las chicas e intentaba impresionarlas con la cantidad de ordenadores que había vendido, se sentaba a la barra o intentaba algo como: «¿Tú y yo no hicimos de modelos en un anuncio el año pasado?» O les decía que estaba aprendiendo inglés y hablaba con fingido y estúpido acento francés.

Lo intentó con Helene la primera vez que la vio en el bar del Roosevelt, impresionado por su perfil y sus piernas desnudas, cruzadas, dentro de una falda verde corta. Le dijo que era de «Paguís» y Helene contestó:

– ¿No estará cerca de Morgan City, por casualidad?

Entonces le dijo que no había sido un mal intento, que resultaba original, pero que hasta dónde podía llevarlo. ¿O acaso su vida era tan aburrida que tenía que pretender ser quien no era?

Él le dijo, sin el acento francés, que tenía la nariz y los ojos castaños -enfatizó lo de los ojos- más bonitos que había visto en su vida, y que su vida, su profesión, estaba muy lejos de ser aburrida.

– ¿A qué te dedicas?

– A ver si lo adivinas.

– ¿Vives aquí?

– Sí.

– ¿Tienes mucho dinero?

– Bastante.

– Vendes drogas.

– No vendo nada.

– Compras.

– No.

– Robas.

– Exacto.

Ella dudó.

– ¿Qué robas?

– Adivínalo.

– ¿Coches?

– No.

– Joyas.

– Exacto.

– Ya, seguro -dijo ella-. ¿De verdad? ¡Venga, hombre! ¿Y qué haces con ellas?

– Se las vendo a un tipo por cerca de una cuarta parte de su valor.

– No sé si creerte -dijo ella con un tono de voz diferente, más suave, dubitativo.

Jack se dio media vuelta en el taburete, miró hacia la sala y se volvió a Helene:

– ¿Qué haces mañana?

– Trabajo. Con una abogada.

– Pasa por aquí a la hora de comer. Estoy en la 610.

– ¿Y si no tengo apetito?

– ¿Ves a esa mujer con el traje azul de malla?

– De gasa.

– El tipo que está con ella lleva esmoquin.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Ves el anillo que lleva?

Hacia la una y cuarto del día siguiente, en el silencio de la habitación, turbado sólo por los débiles ruidos de la calle, Helene movió su cabeza sobre la almohada y dijo:

– Me parece que me estoy enamorando de ti.

Buddy Jeannette le había dicho: «Ve siempre bien vestido y coge siempre el ascensor. Si te encuentras con alguien en la escalera te recordará, porque normalmente no se ve a nadie por las escaleras. Pero en un ascensor, tío, estás demasiado cerca de la gente para que se te pueda ver.»

Así que Jack subió en un ascensor vacío al quinto piso del hotel Saint Louis, con su traje de trabajo azul marino, salió y encontró la habitación 501 junto a la puerta del ascensor, invisible desde el jardín de la planta baja. Se acercó a la puerta y llamó tres veces, esperando, dándole tiempo al hombre por si estaba dentro. Entonces hizo uso de la llave y entró.

El recaudador de fondos había dejado todas las luces encendidas, incluso la del baño. Little One le había dicho a Roy que había llamado a las siete para ver si podía recoger la mesa de servicio y que no le habían contestado, pero que a las cinco y media, cuando les llevó champaña y licores, estaban él y otros dos latinos, y que entonces habían llegado dos blancas con pinta de putas.

El desorden resultante de la fiesta se notaba en la sala de estar de la suite, llena de botellas y vasos. Había una bandeja con unos cuantos canapés sobrantes, emparedados, huevos duros, un recipiente con hielo derretido y colas de gamba. Había colas de gamba en los ceniceros, servilletas en el suelo, manchas de humedad reciente en la moqueta roja… Varios sobres dirigidos al «Cor. Dagoberto Godoy / Hotel Saint Louis», con remite de Tegucigalpa, Honduras. Las cartas estaban escritas a máquina, en castellano. Al cruzar la sala para acercarse al teléfono, que estaba sobre la mesa, Jack se vio reflejado en el espejo que había encima del sofá. Recordó las cartas de su padre con el matasellos de Honduras. Había recortado los sellos y los había guardado. No había nada junto al teléfono, sólo unas cuantas colas de gamba.

Aquello era como en las visitas de preparación de la tarde, no tenía nada que ver con la viva sensación que provocaba entrar cuando sabías que había gente en la oscuridad, cuando oías su respiración y una cantidad inimaginable de variedades de ronquidos. Se lo había explicado a Helene:

– ¿Sabías que las mujeres roncan tanto como los hombres? Incluso he hecho un estudio. Las mujeres no resultan tan sonoras, pero son más originales. Algunas hacen «chit… chit», como un ligero estornudo. Otras al espirar, hacen «pisssssss».

– Eres fascinante -había dicho Helene, intensificando la mirada de sus ojos castaños, con el mentón apoyado sobre la mano en que estaba la piedra azul, el zafiro.

Jack le dijo que era la única persona del mundo, aparte de Buddy Jeannette, que sabía lo que él hacía. Eso le gustó a ella; alzó los hombros. Jack le dijo que había sabido que se lo iba a contar; que ya lo supo aquella misma noche en que empezaron a hablar. Ella contestó que desde el principio se había dado cuenta de que había algo distinto en él, algo misterioso.

– Tiene que dar mucho miedo hacer eso, ¿no? -preguntó Helene.

Jack le explicó que a veces, cuando todo estaba en silencio, se imaginaba que el hombre y la mujer estaban tumbados escuchándole y que eso era lo que daba miedo de verdad.

– Por eso lo haces, ¿eh? Porque da miedo.

Contestó que no pensaba demasiado en el porqué de lo que hacía. Pero sí pensaba, de vez en cuando, que a lo mejor si lo hubieran enviado al Vietnam no lo haría. Lo declararon inútil en las pruebas físicas: tenía mononucleosis. Luego no volvieron a llamarlo. Le explicó que a veces, cuando ya había salido de la habitación con su bolsa y tenía que esperar a que llegara el ascensor, le entraba más miedo que cuando estaba en la habitación. Lo mejor era cuando llegaba a su habitación y cerraba la puerta, o cuando salía del hotel, si no se alojaba allí. ¡Jesús, qué tranquilidad!

– Como si no hubieses robado a nadie -dijo Helene.

Y él contestó que, bueno, tenía que haber algo que ganar: no ibas a jugarte el cuello sólo por la emoción. Eso era lo bueno, hacerlo. Sí, porque él nunca pensaba en eso como, bueno, como un robo. ¿Tenía sentido, todo eso?

– Quiero ir contigo. ¡Sólo una vez, por favor! -imploró Helene.

Durante unas cuantas semanas no quiso ni oír hablar de eso. Después se pasó los siguientes treinta y cinco meses preguntándose cómo podía haber sido tan jodidamente loco. Cuando se lo explicó a Roy, éste le dijo:

– Jesús, te tienes merecido el estar aquí. Has caído simplemente por estúpido.

Entraron en la suite a las tres de la madrugada y ni siquiera había cruzado la sala cuando Helene tropezó con algo y gruñó. «¡Por Dios!», y una voz preguntó desde la cama «¿Quién hay ahí?», y se encendió una luz y huyeron bajando por las escaleras desde la decimoquinta planta, y los agentes de seguridad del hotel les esperaban en el vestíbulo. Jack abrió mucho los ojos y dijo «¿De qué va esto?», haciéndose el sorprendido. «Se están equivocando.» Puso cara de ofendido y dijo: «Nosotros nos alojamos aquí.» Y el tipo de la bata insistió: «Sí, estoy seguro de que son ellos». Jack le dijo a los de seguridad del hotel que ya oirían a su abogado. El único abogado a quien oyeron fue el de Helene, el tipo para quien trabajaba, un abogado especialista en divorcios que no sabía ni una mierda sobre cómo negociar con la justicia en cuestiones de derecho criminal. Pero eso es lo que hizo, meter la nariz, y les ofreció un trato cuando no tenía que haberlo hecho, la inmunidad para Helene si ella declaraba contra Jack Delaney, y los polis del fiscal del distrito pudieron engancharlo. Consiguieron una orden judicial de registro y encontraron sus llaves maestras y un maletín con las iniciales RDB que había robado unos meses antes y que había olvidado que estaba en su lavabo. Querían endosarle los treinta robos cometidos en los dos últimos años, así que Jack y su abogado de Broad Street propusieron su propio trato.

De acuerdo, confesaría los treinta y podrían cerrar esos casos a cambio de una acusación de allanamiento, unos cinco años y la posibilidad de salir a los tres si se portaba bien. Helene dijo: «Jack, lo siento muchísimo».

Había toallas mojadas en el suelo del cuarto de baño, y un par de calzoncillos, ambos de color rojo vivo; cinco billetes de cien dólares enrollados y un carrete de treinta y cinco milímetros lleno de cocaína en el neceser del coronel. Su cama estaba deshecha, parecía devastada, con las sábanas y la almohada tiradas por el suelo. Había al menos una docena de calzoncillos, todos del mismo rojo vivo, en el armario. Escondida entre las camisas, una Beretta automática.

Lo más interesante estaba en la mesa de la habitación, junto al teléfono. Resguardos de depósitos bancarios, un montón de ellos en diferentes tonos pastel… Un momento. Algunos eran resguardos de reintegros. Aparecía la misma cantidad ingresada, reintegrada y vuelta a ingresar en fechas distintas… y Jack advirtió que se trataba de operaciones en cuatro o cinco sucursales distintas de Whitney e Hibernia. Aquel tipo no lo estaba metiendo todo en la misma cuenta. Jack copió los datos, con sus signos más y menos en un papel del hotel. En otro papel del hotel había un nombre y un teléfono: «Alvin Cromwell (601) 682-2423.» Jack lo anotó también, extrañado por el prefijo de Misisipí. En una carpeta había una docena o más hojas grapadas, con nombres de personas y empresas, la mayoría de ellas de Nueva Orleans, Lafayette y Morgan City. R. W. Nichols, Nichols Enterprises, era uno de los nombres señalados con una marca… Y había una hoja en la carpeta que Jack empezó a leer al ver impreso en la cabecera «La Casa Blanca, Washington, D.C.».

Era una carta para el coronel, de… ¡Jesús!, de Ronald Reagan. Decía:

Querido coronel Godoy:

Para apoyarle en su misión de llevar un mensaje de libertad a todos mis buenos amigos de Louisiana, he escrito personalmente a cada uno de ellos para garantizar sus credenciales como auténtico representante del pueblo nicaragüense, y para ayudarle a confirmar su determinación de obtener una gran victoria en favor de la democracia. Porque sé que es usted de la madera de que están hechos los héroes, tengo la seguridad de que su modestia no le permitiría describir personalmente la extrema importancia de su liderazgo en esta lucha a muerte contra los marxistas que tienen ahora estrangulado a su amado país.

He solicitado a mis amigos del Estado del pelícano que le concedan su generosa ayuda, ayuda que usted convertirá en una victoria sobre el comunismo. Les he pedido que le ayudaran a cargar con la lucha por medio de su ayuda y que en su corazón se den cuenta de que «no es pesado, es mi hermano».

Y allí, debajo de «Sinceramente», la firma del presidente.

Sorprendente. Escribía como hablaba. O hablaba como alguno de sus asesores, que creía en eso o que podía hacerlo con una sola mano o con la mitad de la boca, escribir o hablar. Todos decían lo mismo, los presidentes: todos parecían presidentes de algo. Pero allí estaba su autógrafo. Jack se humedeció un dedo con la lengua, tocó «Ronald Reagan» y vio que la tinta se corría, aunque no mucho.

Empezó a leer la carta otra vez, inclinado sobre la mesa, llegó hasta «una gran victoria en favor de la democracia», y oyó que se encendía la televisión en la sala de estar.

Voces. Un hombre y una mujer que hablaban casi al mismo tiempo, soltando frases rápidamente, sin pausas, con voces irritantes. ¿De qué iba la cosa? Un tío y una tía, detectives…

Visualizó mentalmente la habitación. Desde la puerta del dormitorio a la de entrada, que estaba a su izquierda, cerrada, había unos tres metros. El televisor estaba a la derecha, en el rincón, detrás de la mesa. Escuchó. No se oía ninguna otra voz, aparte de las de la televisión. A lo mejor era la chica de la limpieza. Debía de encender la televisión mientras limpiaba. «Seguro -pensó Jack-, ha de ser ella.» Rodeó la cama para acercarse a la puerta y mirar hacia la sala de estar.

No era la chica de la limpieza.

Tampoco un nicaragüense. Era un individuo que estaba de perfil, con cabello negro peinado hacia atrás y apariencia enfermiza, vestido con un traje viejo de lana gris que a Jack le hizo pensar en el de los mendigos de la sopa de Lucy y que le dijo que aquel tipo no pertenecía al hotel. Estaba a un par de metros del televisor, mirando cómo la detective y su compañero se gruñían el uno al otro en broma, haciéndose los chiflados. El tipo de la chaqueta de espiga soltó una risa entrecortada y se frotó un ojo.

En aquel momento, Jack habría apostado diez pavos a que aquel fulano había estado alguna vez a la sombra; veinte pavos a que no era de los nicaragüenses. Aunque parecía saber muy bien lo que hacía.

Entonces Jack saltó hacia el armario y sacó la pistola del coronel, una Beretta del mismo modelo que las que habían confiscado la noche anterior. No comprobó si estaba cargada: no pensaba disparar. No le importaría pegarle un tiro al televisor, o a los agobiantes ruidos, pero no al tipo. Por algún motivo, le daba pena. Jack volvió a la puerta del dormitorio y se quedó aguardando, con la Beretta a un lado. Aquel hombre parecía rondar los cuarenta años, vestido con aquel traje ajado cuyos pantalones llegaban al suelo, cubriendo casi sus destrozados zapatos. Cuando empezó un anuncio se dio la vuelta.

Se quedó parado y dijo:

– ¡Oh, vaya! Me he equivocado de habitación, ¿verdad?

Buddy Jeannette había dicho que estaba seguro de que se había equivocado de habitación. La frase del tipo era parecida, y en cualquier caso requería mucho equilibrio. «Oh, me he equivocado de habitación», decía el tipo al tiempo que salía con su ropa ajada. Jack le vio dudar, con la mano en el pomo de la puerta, y mirar hacia atrás por encima del hombro, con el ceño fruncido y una pregunta en el gesto.

– ¿O no? -preguntó-. Puede que nos hayamos equivocado los dos.

Su acento era de alguna isla británica. ¿Qué era, irlandés?

– Apártate de la puerta y date la vuelta -dijo Jack.

El hombre abrió los brazos y mostró la barriga, escondida tras una corbata horrible.

– Como quieras, pero, créeme, no ando por tu ciudad con armas.

Era irlandés. Jack dijo:

– Quítate la chaqueta.

– Encantado de obedecerte.

Se quitó la chaqueta, y bajo ella aparecieron una camisa blanca arrugada y sucia y una corbata de dibujos en rojo y gris. Tiró la chaqueta al suelo al tiempo que daba una vuelta completa para encararse de nuevo con Jack.

– Ya está. Dime que no eres un poli, por favor, es todo lo que pido.

– ¿Acaso tengo pinta de poli?

Vio que el rostro del hombre se relajaba y empezaba a sonreír.

– No, la verdad es que no la tienes. Das la sensación de ser un actor, hay una tonalidad suave en tu voz. Eso me hace pensar que eres un hombre razonable, no un chiflado animal, y lo digo por experiencia. La última vez que hablé con un tipo de la pasma fue en Belfast, un salvaje de la RUC. Me preguntó cómo me llamaba y le contesté en irlandés. El cabrón contestó: «Habla en el inglés de la reina», y me pegó con un palo. Te enseñaré las marcas.

– ¿Cómo te llamas?

Sonrió.

– Tú lo preguntas de otra forma. Primero me pegó, luego me detuvo por alteración del orden. Me llamo Jerry Boylan. ¿Me vas a decir cómo te llamas tú?

Jack estaba a punto de decírselo. Desde el momento en que había abierto la boca, Jack sintió que tenían algo en común, que aquel hombre le resultaba familiar. No como alguien conocido, sino como si fuese un redivivo personaje de una fotografía: imágenes de una merienda familiar en Bayou Barataria en los años veinte, antes de que él naciera; las mujeres cubiertas con sombreros de paja, y aquellos vestidos que parecían de papel; pero lo que en aquel momento recordaba eran los hombres, aquellos hombres con el cabello peinado como Jerry Boylan, hombres que posaban en camisa blanca sin cuello, con rostro de bobalicón irlandés sonriendo a la cámara en un día soleado; el padre de su padre, o algún tío, se llevaba musgo a la cara para simular una barba. Aquel hombre, Jerry Boylan, podría ser cualquiera de ellos, redivivo en el hotel Saint Louis.

– Jack Delaney.

Vio que esgrimía aquella sonrisa que le resultaba familiar porque aparecía en las fotos -apenas una hendidura la boca, los ojos brillantes por un instante-, y luego la deshacía para preguntar:

– ¿En serio que eres un Delaney? ¿De dónde?

– Creo que de Kilkenny, el abuelo de mi padre…

– Claro -dijo Boylan-. De Castlecomer, en North Kilkenny. Hubo un Ben Delaney que tocaba la trompeta en la Castlecomer Brass Band… Ah, espera, también podía ser en Ballylinan. Seguro, Michael Delaney era de allí. Dios mío, fue segundo comandante de la brigada de North Kilkenny, del IRA, entre 1918 y 1921, antes de la tregua, cuando jodían a la corona. Hacían bombas con cacerolas de acero llenas de gelignita. Antes de que salieran las bombas de plástico -se le inflamaba la voz al explicarlo- y esos lanzacohetes que se pueden esconder debajo del abrigo…

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Soy de allí. De Swan, un lugar de paso, junto a la carretera, no sé si habrás oído hablar de él.

– Me refiero a lo que pasaba hace tantos años. ¿Cómo sabes eso de un Delaney, y toda esa historia del IRA?

– ¿Que cómo lo sé? Porque es mi jodida vida. Pregúntame dónde he estado este último mes, ya que no estaba volando patrullas británicas ni dándoles palos a los malditos polizontes. -Boylan frunció el ceño-. ¿Sabes de qué estoy hablando? La pasma de Belfast, Jack, la Royal Ulster Constabulary. Su idea de un gran golpe es acorralar a cualquiera como yo en solitario. Pero tú hablas de «historias del IRA» y de «hace mucho tiempo», como si no supieras de qué va. Todavía existe, Jack, más que nunca. Dios mío, ¿es que no lees los periódicos?

El hombre modulaba su voz como un sistema de alta fidelidad, por arriba y por abajo, los agudos y los graves. En aquel momento estaba callado, tranquilo, pasando la vista por la mesilla de café, las botellas, los vasos y la bandeja de restos de canapés. Jack le vio cruzar la habitación para inclinarse sobre la bandeja y estudiar los emparedados antes de escoger uno.

Míralo.

Despreocupado, se dio la vuelta para mirar la televisión y se metió un emparedado en la boca, se chupó dos dedos y se los secó en la camisa, mientras las voces chirriaban.

Aquel individuo creía que ya eran colegas, como si hubieran marchado juntos un mes antes en el día de San Patricio. Cierto era que Jack sentía que tenía lazos comunes con él, que le había recordado a los Delaneys que le precedieron, pero aquel fulano asumía demasiadas cosas. Jack se acercó al televisor, en el cual aún competían aquellas voces agobiantes, y las acalló.

Boylan, inclinado sobre la bandeja, alzó la vista.

– ¿Qué haces ahí?

– Siéntate en el sofá.

Boylan se metió medio huevo duro en la boca.

– Si lo hago, seguro que me quedo dormido. Son las nueve y media, y el tío de esta habitación debe de estar a punto de llegar.

Jack se acercó hasta él levantando la Beretta y se la puso en la cara. Boylan movió la cabeza, todavía inclinado, abrió los ojos, y Jack pudo ver el huevo duro dentro de su boca cuando dejó de masticar y se quedó mirándole.

– Claro, Jack, encantado.

Bajó el arma hasta sentirla apoyada contra su pierna.

– Has estado a la sombra, ¿verdad?

El hombre dio la vuelta a la mesilla de café para dejarse caer con cuidado sobre el sofá, cubierto por un zaraza. Suspiró.

– En Long Kesh. Allí llenábamos las paredes de mierda y los colegas de la galería H despertaron al mundo con su huelga de hambre. «El laberinto maldito», lo llamaban algunos.

– ¿Por qué te encerraron?

– Por hablar en la iglesia -dijo Boylan-. A un hijo de puta que me estaba soltando un pregón. Llegaron por la noche, como siempre, le partieron los dientes a mi mujer al abrir de golpe la maldita puerta, encontraron un revólver entre la colada y ése fue mi pecado. Me echaron cinco avemarías y cinco años en Kesh. -Boylan se inclinó hacia delante y escogió sin prisas un canapé-. ¿Cómo es que sabes algo de esto, Jack? ¿Cuál fue tu pecado? No me digas que sólo eres un ladrón. Has venido aquí con tu mejor ropa y oliendo a espliego… ¿Qué robarías, sus camisas? Joder, pues tiene unas cuantas.

– Tú ya habías estado aquí.

– Alguna vez. -Boylan se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas-. Si vamos a hablar, podríamos hacerlo abajo. Viendo bailar a las chicas desnudas y tomando una cerveza. ¿No te gustaría?

– Estás lejos de casa, ¿eh?

– Veo que prefieres poner mis nervios a prueba. Mantenerme sobre ascuas hasta que te diga lo que pretendo. A ver quién de los dos aguanta más. ¡Oh, Jack, me encantaría saber a qué juegas tú antes de decirlo! -Le dirigió una mirada y asintió-. Me gustaría poder creer que políticamente estamos muy cerca. -Y sus ojos volvieron a abrirse con un brillo esperanzado-. ¿Me habías visto antes? ¿Me habías oído hablar en los desayunos de la Holy Name Communion?

– ¿Quieres dejarte de mierdas y decirme qué haces aquí?

Boylan soltó un suspiro.

– De acuerdo, me arriesgaré y te lo diré claramente. El nicaragüense ha venido en busca de armas, ¿lo sabías?

Jack asintió.

– Bueno, pues yo también he venido en busca de armas.

– Sólo que él las va a comprar.

Jack había dejado caer la frase y vio nacer una sonrisa en el rostro del irlandés.

– Ah, pero nuestras mentes corren juntas, ¿verdad, Jack?

14

Estaban en el comedor de arriba, sentados cerca de la cristalera que daba al jardín de palmeras, al verde follaje iluminado por focos de luz. Dick Nichols dijo, dirigiéndose a sus invitados, el coronel y su silencioso amigo de Miami:

– Es como estar todo el año en Navidad, ¿eh?

– Feliz Navidad -dijo en castellano Dagoberto Godoy, con un tono seco, aparentemente no demasiado feliz-. Quisiera pasar las próximas Navidades en Managua, pero creo que no podrá ser.

Dick Nichols miró a Crispín Reyna, sentado frente a él, enmarcado por la cristalera, y le dijo, tratando de lograr que hablara:

– ¿Cómo es eso? ¿No les va bien a tus chicos?

El tipo de Miami se encogió de hombros, pero no abandonó su expresión fría ni dijo nada, lo cual podía significar que no lo sabía o que no le importaba una mierda. Así que Dick Nichols se volvió hacia el coronel:

– ¿Qué problema tenéis, Dagaberta? Creía que teníais la guerra casi ganada.

– Habrás leído en los periódicos que tenemos diecisiete mil luchadores por la libertad -dijo Dagoberto-. Pero debemos de tener unos catorce mil. Los comunistas tienen setenta mil, más de los que están en la reserva, y todos los «chicos plásticos» de Managua, chicos que no trabajan, que no tienen nada que hacer y que pueden meterlos en el ejército cuando quieran. Y tienen helicópteros de combate, Mi-24 soviéticos. Necesitamos misiles tierra-aire, los SA-7, muchos. Pero sobre todo necesitamos algunos de esos monstruos voladores, los helicópteros.

– Eso ya son palabras mayores. -Alzó la vista y casi entabló contacto visual con una bella mujer de una mesa vecina, pero el camarero, al acercarse, se interpuso-. Eh, Robert, creo que tomaremos otros tres de lo mismo. Mira, sírvenoslos dobles y así te ahorras un viaje, ¿vale? ¿Qué te parece?

– ¿Chivas, señor Nichols?

– Claro, Robert. Oye, haz una cosa, ven por aquí cada doce minutos y medio a ver cómo vamos. -Inexpresivo, esperó a que Robert le mostrara su sonrisa de camarero arrogante-. ¿Te parece bien?

– Sí, señor Nichols, será un placer -contestó el camarero con una sonrisa apenas insinuada y sin mirar a los nicaragüenses.

Dick Nichols bebía whisky escocés con ellos porque le parecía que se lo agradecían. Solía beber whisky escocés o bourbon con los hombres de negocios, cerveza con los guías de pesca de Cajun, y whisky con cerveza cuando se sentaba con los perforadores de Morgan City. Era la mejor forma de enterarse de las cosas. Beber y sonreír, tirarles de la lengua y escuchar. Les dijo a Dagoberto y a su compañero de Miami, a quien se moría de ganas de llamar «Crispy», que conseguir el dinero para comprar un helicóptero ya era mucho, pero que luego tenías que mantenerlo, al muy hijo de puta.

– Una revisión del motor te cuesta ya ciento veinticinco mil dólares, o más. Diablos, si te meten una bala en el sistema de control de combustible, que es como el carburador, te vas a los cuarenta y cinco de los grandes para cambiarlo, y eso en un modelo de cuatro plazas.

Le dijo a Dagoberto que era hablar de muchos pavos si quería mantener una flotilla de helicópteros. ¿Iba a conseguir dinero suficiente para financiar una auténtica guerra o no?

– ¿Quieres que te diga lo que cuesta financiar una guerra? -contestó Dagoberto-. Pagar veintitrés dólares al mes a cada luchador por la libertad antes de poder comprar una sola bala… Un amigo tuyo bien situado, de riqueza inconmensurable, me da un cheque de cinco mil. Lo miro… ¿Sabes para qué servirá? Para comprar arroz para unas cuantas semanas y tal vez veinte mil cartuchos de munición AK-47. ¿Quieres que te diga lo que es comprar armas a los israelíes? ¿Contratar un embarque hacia Honduras y tener que pagar a todos los intermediarios?

– No, si eso te va a deprimir, Dagaberta -dijo Dick Nichols. La mujer de la mesa vecina tenía una cara muy bella pero se concentraba en su comida y no parecía que pudiera sacársele mucho jugo; era del tipo de mujer que antes iría a una reunión de un club que se escaparía con un desconocido.

»Eh, ¿no podéis más? -dijo Nichols. Y contempló cómo se ocupaban de sus bebidas. Un par de machos bananeros-. Una vez tuve un geólogo que examinó un terreno y me dijo: “Señor Nichols, si es capaz de sacar petróleo de ese terreno, me lo beberé.” El miope hijo de puta no lo había examinado lo suficientemente a fondo -dirigió su mirada al coronel, que jugueteaba ociosamente con la cubertería de plata-. Pero nunca he forzado a nadie a beber algo que no quisiera.

Miró hacia el camarero y dijo:

– Robert, llegas a tiempo. -Esperó a que les sirviera y se fuese. Luego se volvió hacia el coronel-. Dagaberta, mi niña dice que te gusta matar a la gente. ¿Es eso cierto?

El coronel dejó de toquetear los cubiertos e intentó dirigirle una mirada tranquila y reposada a Dick Nichols.

– Tu hija veía la guerra desde el punto de vista de un civil. Naturalmente, no lo entendía. En una guerra, el propósito es matar enemigos.

– Dice que matabas mujeres y niños.

– ¿Acaso no lo hacíais vosotros cuando bombardeabais ciudades en vuestras guerras? Son cosas que pasan.

– No sabía que tu gente dispusiera de aviación.

– Quiero decir que es lo mismo. En la guerrilla se trata de disparar y correr, disparar y correr. Como no tenemos prisiones, no hacemos prisioneros. Pero no puedes dejarlos libres, ¿no? Si no, al día siguiente intentarán matarte ellos a ti.

– Hay muertes y hay crímenes a sangre fría, que no es lo mismo.

– Y hay asesinatos, separados de una y otra cosa por una fina línea en la guerra -dijo Dagoberto-. Mira, tu propio gobierno, la CIA, nos instruye en el uso selectivo de la violencia para neutralizar a nuestros enemigos. ¿Qué significa neutralizar? Tu propio presidente, Reagan, nos dice lo que significa: «Bueno, sólo tenéis que decirle al tipo que está sentado en el despacho que ya ha dejado de estarlo.» Qué bonito, ¿no? Él cree que es así de fácil. Me gustaría que tu presidente hubiera estado con nosotros en Ocotal. Vi a uno de los nuestros tan asustado que no podía moverse y se estaba cagando de miedo, pegado a la pared. Le dije: «Venga, hombre, vamos.» Pero no se movía, y había otros detrás, mirándonos. Cogí su revólver y vi que el cargador estaba lleno. «Hombre -le grité-, no has disparado ni un solo tiro.» Por el amor de Dios, ¿qué ejemplo estaba dando aquel hombre? Lo neutralicé con su propio revólver y neutralicé a varios enemigos hasta que arrancamos la bandera sandinista y la quemamos. Lo que quiero decir, es que lo único neutral es el revólver. No le importa a quién mata.

– ¿Cuántos años tenía el hombre al que disparaste?

– Los suficientes para morir por la libertad.

– ¿Qué libertad? Mi hija dice que en Nicaragua nos hemos equivocado de bando y que llevamos setenta y cinco años equivocándonos.

– El 21 de junio de 1979 -dijo Dagoberto-, un hombre de la Guardia Nacional mató en Managua a un periodista de la ABC y todo el jodido mundo lo vio filmado. Eso no tenía que haber pasado, pero pasó y por esa razón no les gustamos a algunos. El 9 de julio los sandinistas tomaron León, y el 16 de julio, el mismo día en que asaltaron la guarnición de Jinotepe, Estelí. Me encontré con un M-16 ante la cara, negándome a cerrar los ojos, mientras Somoza volaba a Miami con su familia y sus jefes y los ataúdes de su padre y su hermano. Nos abandonó a la muerte.

Dick Nichols vio que el nicaragüense miraba a su amigo de Miami.

– Del mismo modo que abandonó a la familia de Crispín a la muerte, en su cafetal, al llevarse a la Guardia Nacional. Anastasio Somoza Debayle, Jefe Supremo y Comandante de la Guardia Nacional, Inspirado e Ilustre Caudillo, Salvador de la República. ¿Quieres más títulos? ¿Qué opinas tú de ese hijo de puta que nos abandonó a la muerte?

Dick Nichols le miró.

Caramba, un poco de Chivas bastaba para inflamarlo. Dick Nichols le vio alzar el vaso, inclinar la cabeza hacia atrás para echar un trago de macho, y golpear un par de vasos de vino vacíos al volver a posar su bebida en la mesa. Su compañero permanecía impasible. Pero en aquel momento la mortecina expresión de Crispín correspondía a la de un hombre enriquecido por los cafetales y bien acostumbrado. Dick Nichols hubiera apostado algo a que había volado de Nicaragua con una razonable cantidad de dinero que ya estaría invertida en alguna aventura en Miami. ¿No era interesante?

Y fue todavía más interesante cuando Dagoberto dijo:

– Volví a Nicaragua para hacer la guerra. Pero te diré algo que podrás entender, Dick. Tú afirmas que en América los negocios son los negocios…

– ¿Yo he dicho eso?

– Si no lo dices, lo sabes. Bueno, pues conmigo pasa lo mismo. Lo que hago, no lo hago en nombre del nacionalismo ni del somocismo, por lealtad a un hombre muerto. Lo que hago es cuestión de economía. Quiero lo mismo que tú. Y lo que es bueno para ti, Dick, lo es para mí.

Wally Scales siguió a Dagoberto al lavabo, vio cómo el coronel casi perdía el equilibrio y tenía que apoyar una mano en la pared para sostenerse. Muy cerca de él, por detrás, Wally Scales dijo:

– ¿Notas que alguien te sopla en el cuello?… ¡Eh! Cuidado dónde apuntas.

– ¿Qué haces aquí?

– Traigo una información muy importante. -Wally Scales se fue al siguiente urinario, porque no le gustaba la etílica mirada del coronel-. ¿Te encuentras bien?

– Después de esto, me siento un poco mejor. ¡Uf, hombre!

Un escalofrío agitó los hombros del coronel.

– ¿Has sabido algo de tu chica?

– Al diablo con ella. No voy a preocuparme por la lepra.

– Yo no me preocuparía. Me preocuparía más agarrar enfermedades venéreas, si me dedicara a entretener a las putas francesas del Quarter como tú. O me preocuparía si un tipo me soplara Bushmill en el cuello. Eso es lo que beben en Irlanda. Les encanta: vino y cerveza Guinness, esa que es negra. Si hueles cualquiera de las dos bebidas en tu habitación, sabrás que ha vuelto a ir. Bueno, nosotros también hemos entrado en la suya; se aloja en tu hotel. Hemos encontrado sus útiles de ladrón, pero no tiene armas, a no ser que las lleve encima. Aunque lo dudo, en su situación legal… No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Sacúdela, pero no la rompas. Eh, te estás meando en los zapatos… Eso es. Ahora, lávate las manos.

El pequeño nicaragüense con ojos vidriosos y bigote de gigoló se subió la cremallera y se impulsó en la pared para acercarse al lavabo.

– No lo sabes, pero llevas un agente del IRA pegado al culo, un terrorista que vive en tu mismo hotel. Le hemos detectado a través de la oficina de Inmigración de Nueva Orleans, desde Shanon pasando por Managua, una de las rutas del IRA. Se detuvo a visitar a sus camaradas, ahora los micks se acuestan con los marxistas latinos. ¿Por qué? Jerry Boylan tragaría incluso a Gaddafi a cambio de un lanzacohetes. Cinco años en Long Kesh, el penal del Ulster, luego voló a los trópicos como mercenario y ahora aparece en Nueva Orleans. Pregúntale, y te dirá que te dirijas a las Holy Name Societies y dones unas cuantas libras para el Sinn Fein y la unificación de la maldita Irlanda. Pero te sigue por todas partes y entra en tu habitación cuando sales a cenar. En fin, ¿qué supones que quiere, además de los dólares de la libertad que tú estás reuniendo?

Dagoberto se echó agua a la cara y se la frotó con fuerza con una toalla, pero eso no mejoró mucho su apariencia.

– ¿Ese tipo es irlandés?

– Irlandés negro… y está cargado de mierda. Se le puede oír en todo el salón contándoles historias a los camareros. Es su tapadera. Nadie tan bocazas podría ser un agente.

– ¿Qué le harás?

– Qué le haré yo, no. Las tres próximas semanas las voy a pasar en Hilton Head, lejos de esta maldita humedad, sin hacer otra cosa que sentirme orgulloso de mí mismo, del papel vital que estoy desempeñando en el destino manifiesto de mi país. ¿Te gusta cómo suena? En cualquier situación puedo brindar una respuesta flexible, hasta cierto punto. Pero una cosa como ésta, pienso que entra dentro de tu labor de oposición a un gobierno opresivo y a sus agentes. Si te joden, yo no tengo nada que perder, salvo un poco de autoestima; podré superarlo, es una pérdida transitoria. Tú, en cambio, te arriesgas a echar a perder tu misión y perderlo todo.

Dagoberto escuchó con atención hasta que tiró la toalla a la papelera y el fuego le subió a los ojos, inyectándoselos en sangre.

– ¡Maldita sea! Si tienes algo que decirme, dímelo.

– Se llama Gerald Boylan y está en la 305.

– ¿Quieres que lo neutralice?

Wally Scales posó su mano en el hombro de Dagoberto.

– ¿Has oído que yo dijera eso? No, sería inaceptable que yo dijera una cosa así. Tienes que habérselo oído a otro.

Clovis, el chófer de Dick Nichols, se apartó del cochazo blanco y se acercó a donde estaba un tipejo con traje oscuro, al otro lado de la calle, junto al cementerio. El tipejo se había quedado inmóvil junto al Chrysler negro, y luego se había situado en la puerta del cementerio, también inmóvil, en la misma calle del restaurante, más arriba. Al tipejo se le daba bien eso de quedarse quieto. Clovis le abordó:

– ¿Qué tal?

El tipejo le saludó con la cabeza; una especie de afirmación. Visto de cerca parecía un hermano de piel más clara con un poco de chino, o algo así. Un tipejo de apariencia extraña: chino, con el pelo lanudo.

– ¿Cansa, eh?

El tipejo no dijo si le parecía cansado o no estar allí, como si fuera una estatua del cementerio. Clovis se volvió hacia el restaurante, una vieja mansión con una marquesina rayada en la parte frontal y luces de neón en el tejado.

– Parece un barco, ¿no? Sí, a mí me lo parece, desde luego. -Clovis se volvió hacia el tipejo y siguió hablando-: Me llamo Clovis. Creo que el hombre para quien trabajas, uno de esos dos tipos, o los dos que han salido del Chrysler, están con el hombre para el que trabajo yo. -Clovis esperó un momento, mirando al tipejo, que seguía quieto como la muerte en la entrada metálica del lugar adonde van a parar los muertos-. ¿Hablas inglés? Si no, tranquilo. Pero si hablas inglés me gustaría saber si te han metido algo en el culo que te impide abrir la jodida boca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Franklin de Dios sonrió.

– Bueno, mierda -dijo Clovis-. El hombre por fin ha renacido.

Franklin de Dios asintió y dijo:

– Aprendí inglés desde la cuna, pero no lo he usado mucho, ni lo he oído, hasta el año pasado. La gente para la que trabajo no lo usa.

– Eres de Nicaragua.

– Sí, soy de allí. Aprendí castellano, pero antes aprendí inglés, en casa y en el colegio.

– Un momento. ¿Quieres decir que eres de allí abajo, pero que no aprendiste castellano de pequeño?

– No, nos obligaron a aprenderlo. Soy misquito. ¿Entiendes? Indio. Los sandinistas nos obligan a aprenderlo, pero yo aprendí antes el inglés.

– ¿No es coña, eres indio?

– No es coña.

– Di algo en indio.

– N’ksaa.

– ¿Qué significa?

– ¿Qué tal?

– Ya. -Clovis sonrió-. No es coña, eres indio de verdad.

– No es coña.

– Tío, ¿y por qué no me hablabas cuando te he dicho hola y te he soltado el rollo antes?

– No sé quién eres.

– Ya te lo he explicado. ¿Eres tímido o qué? Tío, cuando te he visto de cerca he pensado que eras un hermano. ¿Sabes lo que quiero decir? He pensado que eras negro.

– Sí, una parte de mí. El resto, misquito.

– Y el hombre para el que trabajas, ¿también es indio?

– No, era cubano, pero ahora es nicaragüense. El otro también es de Nicaragua, el coronel. Todos luchamos contra los sandinistas, pero no juntos. No sé por qué no le gustan a él. A mí no me gustan porque fueron a mi casa, en Musawas, y mataron a algunas personas, mataron a los animales, las vacas, con ametralladoras, y nos hicieron marchar. Incendiaron todos los poblados misquitos y nos hicieron ir a los asentamientos… Así es como llaman a los campos de concentración, ¿sabes?

– Tío, eso está mal.

– Así que algunos nos fuimos a Honduras, a un sitio… ¿Conoces Rus Rus?

– No, creo que no.

– Pues allí se está mal. Así que me metí en la guerra. ¿Conoces a la CIA?

– Sí, claro, la CIA.

– Nos dieron armas, nos enseñaron a luchar contra los sandinistas. Buenas armas, disparan bien. Pero la guerra no me gustaba, así que me fui a Miami, a Florida.

– Ya, joder, si no te gustaba la guerra… ¿Cómo fuiste?

– Cogiendo el avión. Les dices que volverás, y no vuelves.

– Ajá -dijo Clovis, pensando: «Inteligente; ¿cómo sabrá tanto un indio de Nicaragua?»

– Pero cuando llegué a Miami no me gustó demasiado. Allí también tienen una guerra, pero de otro tipo. Una vez me arrestaron y querían deportarme.

Pasó un coche por la calle en dirección al restaurante y Clovis pudo ver la cara del indio iluminada por los faros. Luego volvió a hacerse la oscuridad junto al cementerio, pero había podido ver lo suficiente como para darse cuenta de que el hombre hablaba porque le apetecía, no para demostrar que estaba tranquilo.

– Así que intentaron deportarte.

– Sí, pero el tipo para el que trabajo habló con alguien… no sé. Dijeron que no pasaba nada, y entonces vinimos aquí… Esta ciudad me gusta. Es un poco como la ciudad de Honduras, la que tiene aeropuerto. No como Miami. Podría vivir aquí. Pero se necesita dinero para comer.

– Se necesita en cualquier sitio -dijo Clovis-. Me estaba preguntando si mataste a alguien en la guerra.

– A unos cuantos.

– ¿Sí? ¿Lo suficientemente de cerca como para verlos?

– A algunos sí.

– ¿Con un revólver?

– Sí, claro, con un revólver.

– Yo nunca he pasado por esa experiencia. -Clovis miró hacia el restaurante-. Entonces, ¿sólo eres su chófer?

Franklin de Dios dudó.

– ¿O tienes que hacer cosas en la casa? Ya sabes a qué me refiero, limpiar el garaje, acompañar a los niños, cosas así.

– No tiene garaje, ni niños. Tiene mujeres.

– Ya sé qué quieres decir. Pero lo tuyo es conducir y esperar, ¿eh? Esperar y volver a conducir.

– Conduzco, pero no espero tanto. Voy con él… O a veces voy solo.

Hubo un momento de silencio. Clovis tenía una pregunta lista. ¿Iba solo adónde? ¿Qué quería decir?

Pero entonces el indio preguntó:

– ¿Te gusta el hombre para el que trabajas?

– Está bien -dijo Clovis-. Está lleno de mierda, pero no puede evitarlo. Tiene tanto dinero que nadie puede negarle nada.

Allí estaba, como por arte de magia, llamándole desde el coche. Y ése fue el fin de la charla con el indio.

Generalmente, Dick Nichols se sentaba delante, y el enorme espacio de los asientos traseros quedaba libre, salvo cuando trabajaba o hablaba por teléfono.

– El chófer del que estaba con usted es indio -dijo Clovis-. Misquito. He intentado hablar con él, y no soltaba ni una palabra, como si fuera un indio de madera. Pero luego, fíjese, luego sí, luego ha estado simpático. Le he dicho: «¿Cómo es que no me has dicho nada cuando te hablaba antes?» Y me ha contestado que, bueno, que no me conocía, que ésa era la razón. No, lo que ha dicho es: «No sé quién eres.» Y yo le he dicho: «Hombre, si te lo he explicado.» ¿Sabe lo que quiero decir, señor Nichols? ¿Por qué habrá cambiado de idea de repente?

– Ha dicho que no te conocía.

– Exacto: «No sé quién eres.»

– Yo diría que estaba mostrándose educado -dijo Dick Nichols-. No quería que tú supieras quién era él.

– Ya, pero me ha contado muchas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Pues que ha estado en la guerra y que ha matado gente. Y que se fue a Miami…

– ¿Qué hace ahora?

– Conduce para uno de esos colegas nicaragüenses.

– ¿Y a qué se dedica el colega nicaragüense?

– No lo ha dicho.

– Entonces, ¿qué has averiguado de verdad?

Clovis cerró la boca y se pegó al volante. Dick Nichols enseguida inclinaría la cabeza y se dormiría hasta que llegaran a Lafayette, soñando con lo inteligente que era. Aquel hombre veía las cosas desde su elevada posición, desde el nivel del jefe. Demasiado alto para notar las cosas del suelo que no andaban bien.

Hubo un rato de silencio, mientras la carretera se estiraba delante de ellos bajo el brillo de las luces.

Surgiendo de la oscuridad, la voz del hombre preguntó:

– ¿Cómo llegó el indio a Miami?

Clovis sonrió. Porque, realmente, aquel hombre era sorprendente.

– Señor Nichols, ésa es una buena pregunta.

15

A la una de la tarde, Jack y Lucy estaban en el Quarter, paseando hacia el río por la calle Toulouse, esquivando los grupos de turistas. Jack intentaba explicarle cómo era Jerry Boylan:

– No sabía qué hacer con él. Teníamos que irnos de allí, así que le llevé al bar de Roy.

– Para tener una segunda opinión -dijo Lucy.

– Ayer era el último día de Roy. Nos íbamos a encontrar igualmente cuando yo acabase de registrar la habitación del coronel… Esta mañana he visto a Cullen y le he dado todos los datos.

– Me dijo que iba a quedar contigo. Y algo de controlar las cuentas bancarias.

– Sí, se ingresan diez pavos para ver si aún están abiertas, o se consigue algún otro dato. Cullen estaba un poco nervioso, después de veintisiete años. ¿Te dio algún problema?

– Se pasa la mayor parte del tiempo en la cocina, con Dolores. No ha hecho una comida decente en todos esos años.

– No es eso lo único que no ha hecho. Dile a Dolores que si se pasa le dé con una cacerola.

– Me gusta. Creo que es simpático.

– A ti te gusta todo el mundo. -Le dedicó una sonrisa. Pero ella estaba mirando unas figuras de escayola que representaban a la Madre y el Niño, a María con el pie sobre la serpiente, al Sagrado Corazón, imágenes cubiertas de polvo en un escaparate deslucido. Al pasar por delante, dijo:

– Todo esto te ayudaba a creer, ¿verdad? Te atrapaban con el ritual, con la solemnidad.

– Algún día hablaremos de eso.

Y por fin la vio sonreír; compuesta aquella tarde como la hermana Lucy, con una sencilla blusa azul de algodón y una falda caqui, dispuesta a conocer a Jerry Boylan en el papel de una monja de Nicaragua y no distraerlo con otras cosas. Este le había dicho a Jack que el mes anterior había estado en Nicaragua, y Lucy lo comprobaría.

– Así que me llevé a Boylan al International, ¿sabes?, un espectáculo de mujeres desnudas. Bailarinas exóticas de todo el mundo, Shreveport y East Texas. Entramos, y Roy estaba con Jimmy Linahan, el dueño del local. Roy bebía y Jimmy le servía las copas, intentando convencerle de que se quedase. Le estaba ofreciendo más sueldo, una parte de los beneficios… Cuando llegamos a la mesa, Jimmy le estaba diciendo a Roy que había nacido para ese trabajo. Decía que Dios le había concedido un don especial para tratar con turistas y con borrachos.

– ¿Cuándo lo conoceré?

– Más tarde, probablemente esta noche. Así que nos sentamos. Enseguida pudo verse que Boylan y Jimmy Linahan se iban a llevar bien. Linahan es una especie de irlandés profesional, ¿sabes?, y ésa era la cuestión. Se prendó de todo lo que dijo Boylan, se lo tragó todo. Boylan empezó a hablar de los mundialmente famosos pubs de Dublín, y Roy le interrumpía: «¿Famosos por qué? ¿Por sus borrachos?» Roy ya estaba medio mona, con esa mirada dura que se le pone. Boylan dijo: «¿A qué se va a esos sitios, si no es a agarrar una turca?» Recuerdo que mencionó el Mulligan y el Bailey, pubs que según él eran famosos por Joyce. Roy tal vez sepa quién es James Joyce, no estoy seguro, pero no importa. Si le hablas de libros, se cree que vas de superior. En cuanto Boylan empezó a hablar, se notó que Roy iría a por él. Roy me miró y dijo: «Me voy a ir antes de que coja el nuevo tipo de sida.» Boylan preguntó: «¿Qué tipo?» Y Roy dijo: «El sida de oído. Se coge por escuchar a los gilipollas.»

– ¿Delante de él? -preguntó Lucy.

– Directamente a él. Luego me miró y preguntó: «¿De dónde has sacado a este tipo?» Y Roy contestó: «En este momento no me creo absolutamente nada de él, ni siquiera esa mierda de zapatos que se ha puesto para nosotros.»

– ¿Qué dijo Boylan?

– Boylan siempre te sale con rollos de ésos. Si le da por hablar de los pubs de Dublín, puedes creerle. Pero en lo demás, no sé, a lo mejor tú puedes sacar algo en claro. Sólo cuando habla de haber estado en la cárcel. Eso lo supe en cuanto le vi.

– ¿Cómo?

– Es algo que sólo sabe quien ha sido presidiario. -Estaban llegando a la entrada de Ralph & Kacoo’s. Jack se detuvo, tomando a Lucy del brazo-. No sabe qué hacemos nosotros, pero te pinchará para intentar enterarse.

– Seré dulce e inocente -dijo Lucy.

– La cuestión es si nos sirve o no. A ver qué opinas.

Jerry Boylan se comía las ostras con limón: despegaba la carne, se llevaba la concha a la boca, dejaba caer la ostra y, al empezar a masticar, tomaba un trago de cerveza. Jack y Lucy le contemplaban, después de haber acabado sus ostras y su pastel de cangrejo, y, mientras, Lucy removía su té helado, fascinados ambos por el ritual del hombre: a lo largo de dos docenas de ostras masticar, beber, hablar, mover la lengua por la boca… Hasta que finalmente se dirigió a Lucy:

– Hermana, me está poniendo a prueba, ¿no? Quiere saber por qué fui a Nicaragua, pero no se atreve a preguntar. Yo tenía una prima que se hizo monja y tomó el nombre de Virginella. Le dije -Boylan frunció el ceño-: «¿Por qué diablos quieres que te conozcan como la virgen pequeña? Chica, ya que vas a ser una virgen, considérate como una gran virgen, una virgen de clase mundial.» Pero ¿se da cuenta de la paradoja, hermana? Un voto supone un impedimento para el otro. La humildad le impide proclamar su virginidad.

Un trozo de pan untado con mantequilla desapareció en su boca.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Jack.

– Por favor.

– ¿Qué hacías en Nicaragua?

– Al grano, ¿eh, Jack? Claro, te lo explicaré. -Boylan se recostó con el vaso de cerveza en la mano-. El domingo de Ramos, apenas hace un mes, yo estaba en el cementerio de Miltown. En la carretera de Falls, saliendo de Belfast hacia Antrim. -Pasó la mirada de Jack a Lucy-. Yo estaba allí en observancia del septuagésimo aniversario del levantamiento de 1916. Allí, bajo el frío mordiente y la lluvia, para honrar a nuestros muertos…

– ¿Eso es lo que hacías en Nicaragua?

– Pregunta lo que quieras, ahora no llevas una pistola en la mano -dijo Boylan, y sonrió-. Ah, Jack, eres una monada, pero te dejas llevar por las alas de la impaciencia, si no te juzgo mal. No sabes qué hacer conmigo en la actual situación, así que te traes a esta encantadora hermana para que me eche un vistazo, ¿eh? Pero luego tu inseguridad te lleva a interrumpirme cuando estoy a punto de explicarte cómo entré en contacto con los nicaragüenses. -Se volvió de nuevo hacia Lucy-. Podría parecer, hermana, que me ando por las ramas, que soy amigo de la retórica, lo cual suele ser propio de los revolucionarios; pero les ahorraré la paja. Lo que usted espera saber es qué hacían los sandinistas en Irlanda en un frío domingo de Ramos.

– O cuando fuera -contestó Lucy.

– Si oye decir que tratamos con terroristas, es mentira. Hay un grupo de músicos nicaragüenses que se llama Héroes y Mártires; son unos revolucionarios que libraron su lucha y vencieron en ella y vienen a contárnoslo con sus canciones, sus baladas. Bueno, es lógico que un hombre que está luchando por su propia causa se sienta inspirado. Yo quería saber más. Así que me las arreglé para ir a Nicaragua con los Héroes y Mártires. De paso tendría la oportunidad de visitar a un hermano mayor al que no había visto en casi diez años. Un humilde jesuita que cumple su misión en el pueblo de León.

Lucy le interrumpió:

– Yo no llamaría a León exactamente «pueblo».

Y Jack aprovechó:

– Ni yo he conocido nunca a un jesuita que fuera especialmente humilde.

La satisfacción fue muy breve. Boylan, impasible, dijo:

– Todo es relativo. Las ciudades, los clérigos, incluso los revolucionarios, según de qué lado se mire. Ahora, los contras son los rebeldes, y yo pienso: «¿No es ése un nombre precioso para los carniceros, los malditos asesinos de gente inocente?» Luego me enteré de que gente que vive muy cómodamente está financiando sus atrocidades.

Llevaba la misma chaqueta deformada de espiga, la misma corbata de dibujos grises y rojos, probablemente la misma camisa… En aquel momento miraba a Jack, y su cabello, peinado hacia atrás, brillaba bajo el efecto de las luces del techo del restaurante.

– ¿Has visto asesinar a gente inocente, Jack, como lo hemos visto la hermana y yo? ¿Sabes lo que es eso? -Boylan se echó hacia atrás para mirar a Lucy-. La primera vez, hermana, hará doce años el mes que viene. Estaba sentado en el Mulligan, tomándome una cerveza, cuando oí estallar la bomba, el terrible, duro e irredento «bang»… Aún hoy lo recuerdo, como recuerdo, muy vivamente, lo que vi en la calle Talbot cuando doblé la esquina y oí los gritos entre el humo, espeso como la maldita niebla.

Jack paseó la vista por detrás del rostro grave de Boylan. Sus ojos volvieron a centrarse en él cuando siguió hablando, volvieron a desplazarse… y se quedaron fijos mirando detrás.

– Había otra cosa, además: el olor, que quedó implantado para siempre en mi nariz. No ese olor de la muerte del que se habla, sino el olor de las vísceras de la gente expuestas en el pavimento. Vi a una mujer sentada contra una farola, mirándome a mí, o a nada, con las dos piernas amputadas por la explosión.

Jack se levantó de la mesa.

– No tienes estómago para esto, ¿eh, Jack?

– Ahora vuelvo.

– Tienes que verlo, como yo y esta hermana. ¿No es cierto, hermana?

Jack recorrió un pasillo hasta el fondo de la gran sala, llena de gente ocupada en su comida, saludando a los camareros que conocía mientras se acercaba a una mesa situada junto a la pared del fondo.

Helene estaba sentada delante de una taza de café, los platos ya recogidos, con la cabeza inclinada sobre un libro abierto. El cabello pelirrojo, ensortijado por la permanente, le caía a ambos lados de la cara.

– ¿Qué lees?

Sus ojos castaños se alzaron, reflejando la luz, y ahí estaba la nariz que le fascinaba, la tierna y delicada nariz. Helene cerró el libro dejando un dedo dentro y miró la cubierta antes de volver a alzar la vista, con una expresión distinta, casi astuta, de chica con un secreto.

– El amor a uno mismo y la sexualidad.

– ¿Es bueno?

– No está mal. Dice que si no te gustas a ti mismo no puedes estar bien en la cama. O que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a nadie.

– Si no se gusta uno a sí mismo… ¿Y por qué no? Quiero decir que todo lo que uno tiene es uno mismo.

– No sé, Jack. Habrá gente que no se gustará a sí misma.

– ¿Crees que los que son gilipollas se dan cuenta? No, piensan que están bien. Pero incluso si fuera posible no gustarse a uno mismo, te acuestas con alguien. ¿Qué estás haciendo, analizarte a ti misma?

– Agradezco que me aconsejes en ese terreno -dijo Helene-. ¿A qué te dedicas ahora?

– Ya no trabajo en la funeraria. -Helene esperó, y Jack siguió-: Ya encontraré algo.

Ella mantuvo la mirada fija en él, esperando todavía. En el escote abierto de su blusa, Jack podía ver pecas que en otro tiempo había recorrido con un dedo, inventando constelaciones, bajando hasta sus soles gemelos y desde allí al centro de su universo. Algo sucedido entre dos personas que se gustaban a sí mismas y que tal vez se habían amado mutuamente y ahora lo recordaban… ambas, si había de dar crédito a lo que le decían sus ojos.

– Es muy guapa, la chica que está contigo.

– Pensaba que no nos habías visto.

– Al entrar.

– Antes era monja.

– ¿De verdad? ¿Y ahora qué es?

– Está buscando algo.

– Supongo que como todo el mundo. Me pasé la mitad de mi vida en entrevistas. Acabé pasando cartas a máquina para un tipo que ni siquiera sé exactamente qué hace. Los despachos están llenos de gente que hace esas cosas ya que si no las hicieran daría lo mismo. O la empresa está haciendo cualquier chorrada que no le importa a nadie y ellos, los de arriba, se creen que le están haciendo un favor a la humanidad. He pensado en ti, Jack -añadió-. Desde el día en que corrimos el uno hacia el otro. Bueno, incluso antes de eso… Te echo de menos.

Había algo en la facilidad con que sus ojos castaños cambiaban de expresión, del chispeo a la tristeza, pasando por una especie de luz llena de fuerza… Sus ojos le iban trabajando, le ablandaban.

– Pero todavía me culpas, ¿verdad?

– Nunca te he culpado. Culpé al payaso del abogado para el que trabajabas.

– Eso es lo que dices. Sea como fuere, Jack, eres educado. -Dejó arder la fuerza de sus ojos a fuego lento-. ¿Me llamarás algún día?

Jack sonrió. Estaba bien dejarse ablandar -y se lo decía la sonrisa que ella le dedicaba- mientras ella se diera cuenta de que él sabía lo que estaba haciendo. Helene era divertida. Dijo que sí, que la llamaría.

Y volvió a su mesa.

Lucy alzó la mirada. Boylan seguía hablando, diciéndole que en la revolución había algo más que asaltar palacios, poner las botas sobre la mesa del rey y beberse su vino. Dejó de hablar, mirando a Jack cuando éste se sentó.

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien.

Luego se volvió de nuevo hacia Lucy, diciendo:

– Ésa es la parte de la gloria. Luego viene el trabajo de cambiar las costumbres de la gente, empeñada en mantener vetustas tradiciones. Perdone, hermana, pero piense que hay gente que ha llegado a creer que no pasa nada por volarle las piernas a una mujer con una bomba, pero que considera un pecado mortal abrírselas.

– Pero vosotros todavía no habéis asaltado el palacio -dijo Lucy.

Boylan se recostó y por primera vez pareció cansado.

– Ya llegará.

– Lo seguiréis intentando.

– Se ha convertido en un ritual, hermana. Si no lo observo, ¿qué hago? ¿Barrer basura y vaciar papeleras? -Se quedó unos instantes mirando a la mesa, en silencio, y prosiguió-: Jack, visitaré el lavabo si me indicas la dirección.

– Junto a la entrada.

Vio levantarse a Boylan con esfuerzo y echar a andar. Entonces se volvió hacia Lucy, que mantenía su expresión tranquila. Ella le estaba mirando, lo cual le sorprendió.

– Bueno, ¿qué opinas?

– Anoche ibas armado. Boylan ha dicho: «Esta vez no llevas pistola.»

– Sí, tenía que averiguar quién era.

– ¿Llevabas pistola?

– No, era del coronel. La volví a dejar donde estaba. -Jack hizo una pausa-. Pero cuando lo hagamos, no será pedirle el dinero y que nos lo dé. ¿Entiendes? Tendremos que ir armados. No hay otra forma de hacerlo.

Ella pareció pensárselo antes de decir, en voz baja:

– No. No la hay, ¿verdad?

Franklin de Dios, junto a la puerta de acceso, vio entrar a Boylan en el lavabo. Lo había seguido desde el hotel, lo había visto sentarse a una mesa y había visto llegar al hombre y la mujer que recordaba del coche fúnebre y la gasolinera de Saint Gabriel y sentarse con él. El hombre del traje oscuro, se acordaba bien, el que había hablado con él en la funeraria y le había ofrecido cerveza. Se había preguntado si era el mismo de aquella noche, uno de los policías que los habían metido en el maletero del coche hasta que otros dos policías de uniforme los sacaron, escucharon con paciencia a Crispín y luego les desearon buenas noches. ¿Pero cómo podía ser que éste fuera policía? No… aunque tenía la sensación de que era uno de los dos primeros policías, que eran como los de Miami. O quizá, como pensaba Crispín, los dos primeros no tenían nada que ver con la policía. En tal caso, ése podría ser el de la funeraria. Le había dicho a Crispín que no entendía nada de eso y Crispín le había contestado: «No te hace falta pensar ni saber nada. Haz lo que te digan.»

Lucy estaba inclinada hacia la mesa. Dijo:

– ¿Cuando robabas en las habitaciones de los hoteles, ibas armado?

Jack estaba a punto de levantarse, con las manos apoyadas en la mesa.

– Nunca jamás. ¿No pensarás que si alguien se despertaba le iba a pegar un tiro?

Ella asintió, pensativa:

– Pero esto es diferente. Necesitaremos armas.

– Es un delito más grave, robo a mano armada. Si quieres considerarlo así. Y con tu permiso, me voy al lavabo.

Vio su expresión sorprendida al levantarse.

– No estamos planeando ningún robo, Jack.

Parecía sinceramente sorprendida.

– ¿Cómo lo llamarías tú?

– No somos bandidos.

– Pues ya me dirás qué somos. Pero cuando vuelva.

Franklin de Dios se situó detrás de Jerry Boylan, que estaba de pie ante la taza del urinario. Tendió la Beretta para colocar la boca del cañón en la mitad de la chaqueta de lana de espiga y la empujó hasta notar la espina dorsal, mientras el hombre volvía la cabeza para mirar por encima del hombro y decía:

– ¿Qué…?

Y le disparó. Cuando el cuerpo del hombre se retorció y luego se aflojó y empezó a desplomarse sobre la taza del urinario, Franklin de Dios alzó la pistola, la colocó en la nuca, apretó la boca del cañón contra ella, volvió a disparar y se apartó, volviéndose, sin ganas de ver la pared manchada de sangre o el hombre que caía muerto al suelo.

Franklin de Dios se metió la Beretta en la cintura del pantalón, junto a la cadera izquierda, se abrochó la chaqueta y se la alisó. Oía un silbido en sus oídos, pero ningún sonido procedente de detrás de la puerta, del restaurante. En la guerra registraban a quienes mataban, si les daba tiempo: si había suerte, encontraban unos cuantos córdobas. Éste podía llevar dinero o no, era difícil adivinarlo por su apariencia, pero no tenía tiempo para comprobarlo. Crispín le había dicho que lo matara porque «quiere robar un dinero que es para tu gente, los contras». Franklin de Dios había contestado: «No son mi gente.» Y Crispín había dicho: «Hazlo, o te enviamos a Nicaragua.» N o había manera de abandonar la guerra.

«Ahora, a caminar», se dijo a sí mismo.

Abrió la puerta. Salió del lavabo. Vio al hombre del traje oscuro de la funeraria ir hacia él, sin quitarle los ojos de encima. Se tocó la chaqueta para desabrocharla y el hombre de la funeraria se detuvo a unos pasos de él.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

El hombre no contestó, ni se movió. Así que Franklin de Dios se alejó de él, salió del restaurante y se mezcló con los turistas que se dirigían a ver la Jackson Square y el cabildo y la catedral de San Luis.

16

Jack presentó a Roy Hicks a Lucy esperando alguna reacción. Por fin el hombre que tan ansiosa estaba por conocer. Pero ella parecía contenerse, más callada que otras veces. Era una Lucy distinta, la de aquella noche, después de haber muerto a tiros Boylan aquella misma tarde. Lo de Boylan la había afectado.

Al principio, los cuatro permanecieron callados.

Jack contempló a Roy sentarse en silencio con una bebida, sin hacer comentarios, y recorrer la sala con la vista: guardaría sus observaciones para luego. Cullen se acomodó en una silla cubierta de almohadones, estiró las piernas sobre el diván que tenía enfrente y cogió un Vogue. Le había explicado a Jack que la criada se había ido. No, no por su culpa. Se había ido a Algiers a pasar el resto de la semana, a visitar a su hermana. Jack dejó su bebida y un jerez para Lucy en la mesilla de café y se sentó con ella en el sofá. Puso sus manos sobre las de ella y le preguntó si se encontraba bien. Ella asintió, fumando, encerrada en sí misma. Notaba que Roy estaba aguardando a tomar el mando, hacer preguntas y convertirse una vez más en el policía que interroga a los testigos.

– Sólo he mirado, eso es todo. No he llegado a entrar -dijo Jack.

– Pero eras el primero.

– Estaba allí, con la puerta abierta, y un camarero se me ha adelantado. Ha echado un vistazo y se ha dado la vuelta.

– ¿Te ha dicho algo?

– A mí no. Pero se acercaba gente, y he oído que decía: «No entren. Han matado a un hombre.»

– ¿Cómo sabía que Boylan estaba muerto si se ha dado la vuelta nada más entrar?

– Supongo que por la sangre.

– ¿Qué más ha dicho?

– No me he quedado para seguir oyéndole. Nos hemos ido.

– ¿Habéis hablado con alguien?

– Con nadie.

– ¿Te conoce el camarero?

– Creo que no, ése en particular no.

– Esperas que no.

– Te digo que nadie se ha interesado por mí.

Jack cogió su bebida. Necesitaría otra en un par de minutos. Roy se sentó frente a ellos, al otro lado de la mesilla de café. Frente a Lucy, sobre la mesilla, había unas páginas arrancadas de revistas nuevas, un cuaderno, un bolígrafo, varias cartas metidas en sus sobres y una copa de jerez intacta. Roy le preguntó:

– ¿Has oído los disparos?

Ella negó con la cabeza.

Jack le oyó decir que no casi en un susurro. Le dijo a Roy:

– Cuando he vuelto a la mesa la gente se estaba levantando, todo el mundo, mirando hacia la entrada. Nos hemos levantado y hemos salido. Nadie se ha fijado en nosotros.

– ¿Podrías identificar al tipo, al nicaragüense, en un reconocimiento?

– Ya te he dicho quién era, Franklin de Dios, el indio que parece negro.

– A lo que voy -dijo Roy- es a que él también podría identificarte, ¿no? ¿Estabas bastante cerca?

– Claro que podría identificarme. Por Dios, me conoce. Estuvimos hablando en la funeraria. Le pregunté para qué llevaba la pistola. Bueno, ahora ya lo sé. Dijo que por si tenía que usarla, y no bromeaba. A ti te conocería, Roy, de la otra noche, por la forma en que lo sacaste del coche. Tío, lo que yo digo, ese tipo… Salió del lavabo, y en cuanto me vio hizo un ademán como si fuera a meter la mano dentro de la chaqueta. Nos quedamos allí… ¿Sabes lo que dijo? Dijo: «¿Qué tal?»

Cullen apartó la vista de la revista.

– ¿Eso dijo el tipo? ¡No jodas!

– Luego se fue. Para cuando salimos, ya se había ido. Tampoco es que lo buscásemos mucho.

– Entró para cargarse a Boylan, o sea que antes os debió de ver a los tres en la mesa -dijo Roy-. ¿Habéis pensado que si Boylan no llega a ir al lavabo el tipo podría haberle atacado en la mesa? Quiero saber si creéis que deberíais denunciarle. Para protegeros. Pero si os convertís en los testigos principales, nuestro negocio se va a pique. ¿Lo entendéis? Si los de Homicidios se meten en esto, también la meterán a ella. -Roy miraba a Lucy. Como ésta no dijo nada, le preguntó directamente-: ¿Crees que tendrías que ir a la policía?

– No -contestó Lucy.

– ¿A pesar de que conocías a Boylan? ¿A pesar de que conoces al indio negro y el indio negro te conoce a ti?

Lucy encendió otro cigarrillo. Le miró y negó con la cabeza.

Roy le devolvió la mirada y Jack preguntó:

– Roy, ¿qué estás haciendo?

– No te preocupes de lo que haga yo -dijo Roy-. Preocúpate de lo que haga el indio. ¿Habrá huido? No lo creo. Puedes denunciar que estaba allí, pero no con una pistola humeante. El indio podría decir que entró, que advirtió que Boylan estaba muerto, que un tipo salió corriendo y que sólo lo vio él. Bueno, se han cargado a Boylan porque sabían quién era y qué buscaba. No saben que tú también lo buscas. Pero te estás entrometiendo en su camino y podría ser que quisieran sacarte de en medio. ¿Entiendes? Y ahora me gustaría saber si eso le crea algún problema a ella. Si es así, ya podemos olvidarnos de todo esto.

– ¿Quieres saber si tengo algún problema? -dijo Lucy.

Sonó el teléfono. Uno que Lucy había traído y conectado a un empalme de la pared del fondo de la habitación, lejos de donde estaban sentados. Se levantó y rodeó el sofá.

Jack se acercó más a la mesilla de café, mirando a Roy. Esperó a que el teléfono dejara de sonar para estar seguro de que Lucy lo había cogido.

– Roy… Cuando he vuelto a la mesa para llevármela… Cully, escucha esto. Le he dicho: «Tenemos que irnos.» Eso es todo. Ella no ha dicho ni una palabra. Todo el mundo miraba hacia el lavabo y preguntaba qué había pasado. Ella se ha levantado, sin decir ni una palabra hasta que estábamos fuera, de hecho ya estábamos andando por la calle Chartres hacia el Canal cuando se lo he explicado. Ha preguntado: «¿Quién ha sido?» Y después de eso no ha vuelto a abrir la boca hasta que hemos llegado al coche. ¿Quieres saber si es capaz de desenvolverse? Roy, ha visto más muertos y asesinatos que tú… Gente de su hospital asesinada a machetazos, gente a la que ella misma cuidaba…

Vio que Roy alzaba la vista. Lucy llegó hasta el sofá y se volvió a sentar.

– Era mi madre. No puede decidir entre un Claude Montana o un De la Renta. Le he dicho: «Vaya problema, mamá. Déjame que lo piense y ya te llamaré.»

Jack mantuvo la vista fija en Roy. ¿Te das cuenta, te enteras? ¿Lo ves? Notaba que Roy quería decir algo, mantenerse al mando, que no quería que le superase una chica que había sido monja. Roy tomó un largo trago de su bebida, agitó el hielo y volvió a beber, tomándose tiempo. Jack se dirigió a Lucy:

– Parece que todo el mundo tiene problemas, ¿eh? -Y volvió a mirar a Roy-. ¿Y tú?

– ¿Quieres decir además de cómo vamos a organizar esto? ¿Además de que ellos saben quién eres, pero que yo aún no sé quiénes son ellos, ni de qué lado estamos nosotros?

Lucy se inclinó sobre la mesilla de café y empezó a revisar sus papeles y carpetas, mientras Cullen decía:

– Roy, al dinero no le importa de que lado está. ¿Quieres saber cuánto dinero tiene ya el coronel?

Lucy le pasó a Roy las páginas arrancadas.

– Lee la cita del estratega militar de los contras, Enrique Bermúdez. «Hemos aprendido dolorosamente que los chicos buenos no ganan las guerras.» Alfonso Robelo, otro de sus líderes, dice: «Bueno, en todas las guerras civiles ocurren atrocidades.» Mira esa foto en que hay un hombre dentro de una fosa, vivo, con los ojos abiertos, mientras uno de la contra le pasa el cuchillo por la garganta. Mírala.

Abrió una de las cartas.

– Es de una hermana que trabajaba conmigo en Nicaragua. Escucha esto. -Sus ojos se movieron por la página-: «Los contras asaltaron un camión con treinta personas que iban a recoger café. Los que no murieron por las explosiones de las granadas fueron tiroteados o quemados vivos en el camión. Incluso un niño y cuatro mujeres… Y aún tenemos que dar gracias porque luchan por la democracia, contra los comunistas antirreligiosos… Matan a los cosechadores de café, a los trabajadores de las líneas telefónicas, a los granjeros de las cooperativas. ¿Quién les paga? El dinero sale de nuestro gobierno. Ahora he oído que son compañías privadas de Estados Unidos. Hay tanta muerte… No había visto tanta muerte en mi vida.» -Lucy siguió leyendo en silencio. Cuando acabó la página, se dirigió de nuevo a Roy-: ¿Quieres oír más? Concepción Sánchez estaba embarazada de cuatro meses. Le pusieron una pistola en la boca y dispararon. Luego usaron una bayoneta para abrirle el vientre. A Paco Sevilla lo torturaron delante de su mujer y sus siete hijos. Le cortaron las orejas y la lengua y se las hicieron comer. Luego le cortaron el pene y finalmente lo mataron… ¿Más?

– Si estos tipejos luchan contra los comunistas -dijo Roy-, entonces no hay ninguno bueno, todos están salpicados.

– Si eso te satisface -le dijo Lucy-, perfecto. Contamos contigo.

Estaba encendiendo un cigarrillo cuando sonó el teléfono.

Roy esperó a que Lucy se levantara y fuera a cogerlo.

– Si he de decir la verdad, no os veo haciéndolo sin mí. Mierda, un ladronzuelo y un viejo ladrón de bancos. -Se dio impulso para levantarse de la silla y miró hacia el bar-. ¿Qué tal si me sirvo algo, eh?

– Eres el protagonista, así que puedes hacer lo que quieras -dijo Jack.

– Si no lo fuera yo, ¿quién lo sería? ¿Tú?

Se acercó al bar.

– ¡Jesús!, le cortaron el rabo -dijo Cullen. Miró al otro lado de la habitación, donde estaba Lucy, abrió el Vogue y dijo-: ¡Eh, Jack!

Jack se volvió y se encontró mirando a cinco modelos en traje de baño, en una foto a todo color, que salían riendo de entre las olas, pasándoselo bien.

– ¿Cuál escogerías?

– ¿Para qué?

– ¿Cómo que para qué? Para acostarte con ella.

– Cully, ya has salido, no necesitas hacer eso.

– Creo que la del pelo oscuro. ¡Jesús!

– Déjame ver -dijo Roy. Cullen le mostró la revista-. Ninguna. Entre todas no tienen suficiente pecho para hacer un buen paquete. -Roy se sentó con su bebida en la mano-. Pero ahora el viejo Cully se tiraría a un pollo si entrara volando por la ventana.

Jack miró a Lucy por encima del hombro, al otro lado de la habitación. Cuando volvió la cabeza, Roy le estaba mirando.

– ¿Estás nervioso, Jack? No puede oírme. ¿Ya la has seguido a su habitación, para enseñarle lo que se ha perdido?… Ni hablar, ¿eh? Si la deseas, no me meteré. No es mi tipo.

– Gracias, Roy -dijo Jack.

Se levantó y se dirigió al bar. Lucy estaba a unos seis metros, apoyada contra la pared, con sus vaqueros y un suéter negro, fumando un cigarrillo, diciendo pocas palabras al teléfono, de perfil contra los verdes plátanos. Jack contempló cómo se pasaba la mano por su cabellera corta y oscura.

Roy esperó a que volviese con su bebida.

– He hablado con los de Homicidios, les he dicho que había oído algo. Tienen una víctima que recibió un disparo en la espina dorsal y otro en la nuca mientras treinta y siete personas comían sin enterarse de nada. Pero te he conseguido algo. -Sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueta de pana y siguió hablando mientras pasaba las páginas-. Alvin Cromwell.

Jack cogió un cigarrillo de Lucy, el primero de la tarde. Alvin Cromwell era el nombre que había copiado en la habitación del coronel. El número de teléfono con el prefijo de Misisipí.

– Aquí está. Ropa y artículos deportivos Cromwell. Gulfport. Dime, ¿por qué iría un nicaragüense a Gulfport a comprarse ropa?

– ¿Por qué iría cualquiera?

– Eso es. Yo te he conseguido el nombre; ahora ve tú y descubre quién es.

– A lo mejor Alvin vende armas.

– Podría ser.

Jack se volvió al aparecer Lucy. La vio coger el jerez y tomar un buen trago.

– Era mi padre. Anoche cenó con el coronel.

Tomó otro trago y se sentó en el borde del sofá, dejando el vaso sobre la mesilla.

Jack la miró. Compuesta, encerrada en sí misma, inalcanzable.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Nada, de momento. Se trata de lo que podría pasar. Mi padre dice que si pudiera impedir el cobro de su cheque, probablemente lo haría. Cree que es muy posible que el coronel se largue con todo el dinero. Y luego ha dicho que, esto es bueno, «por supuesto, me seguiría desgravando». Dice que aunque sólo sea un presentimiento, les va a decir a todos sus amigos que aún no han contribuido que se lo piensen dos veces. Dice que es sólo una intuición… Pero mi padre se hizo rico siguiendo sus intuiciones.

– ¿Te ha llamado por eso?

– Quería decirme que probablemente tengo razón y que no tendría que haberle dado ni un centavo. Pero luego se cubre diciendo que el coronel lleva unas buenas credenciales, una carta del presidente y la legitimación del fondo. Dice que tienen una cuenta en Hibernia.

– En Hibernia y Whitney -dijo Cullen-. Por el momento, cuatro cuentas distintas.

– Nena, ¿cuánto le dio tu padre a ese tipo? -preguntó Roy.

– Sesenta y cinco mil.

– ¡Joder! -dijo Roy-, a mí me cuesta dos años de trabajo ganar eso.

«O incluso tres», pensó Jack, mientras Lucy seguía:

– El coronel empieza sugiriendo un mínimo de cien mil. Luego, si tiene que rebajarlo, les cuenta lo de la mujer de Austin, que dio sesenta y cinco mil y le pusieron su nombre a un helicóptero. Lady Ellen. Claro, un gran petrolero de Louisiana tiene que igualar eso, por lo menos.

– Es como jugar al Blackjack con una mujer -dijo Jack-. Tendremos que pensar en eso. Pero, si es verdad, podría ser incluso mejor. Ese tipo, Bertie, si fuera honrado, podría hacer que la CIA, o incluso los militares, le llevaran la pasta. Pero si se va a fugar con ella, eso ya es otra cosa. Está solo. O, hasta donde sabemos, sólo con Bertie y los otros dos tipos. -Pensó un momento-. Eso explicaría incluso por qué se trajo al de Florida, ¿cómo se llama? Crispín Antonio Reyna. ¿Entendéis por dónde voy? El tipo estuvo metido en líos de droga, tiene un expediente… -Miró a Roy-. ¿Cómo era? ¿Falsificación de cheques?

– Utilización de fondos fraudulentos -le dijo Roy-. Pasó nueve años a la sombra. Luego lo pescaron pasando narcóticos de Florida a aquí, pero en esa ocasión no pudieron encerrarlo.

– Y el tipo que mató a Boylan, Franklin de Dios, que no parecía en absoluto ser de Dios, te lo digo yo, cuando salió de ese lavabo. Lo detuvieron en Miami por triple homicidio.

– Era el principal sospechoso, pero no lo juzgaron -dijo Roy-. De manera que tenemos un traficante y un pistolero.

– ¿Lo veis? -dijo Jack-. ¿Adónde podría ir a parar el dinero con socios de esa calaña? Directamente a Miami, por aire o por tierra, como sea. Si lo examinas así -hablaba para Lucy-, la intuición de tu padre tiene mucho sentido.

– Será mejor que compruebe si Alvin Cromwell tiene antecedentes -dijo Roy.

– O si tiene un avión -contestó Jack-. O un barco.

Lucy le estaba mirando.

– ¿Sabes quién es?

– Alvin tiene un almacén de ropa de hombre en Gulfport. Me pasaré por allí cuando lo hayas controlado -le dijo a Roy.

– Jack, también tendrás que volver a entrar en la habitación del coronel -dijo Cullen.

– ¿Para qué?

– ¿Por qué tiene el dinero en cuatro sucursales distintas? Eso me da que pensar. Bueno, una ventaja de tenerlo en cuentas pequeñas es que lo puedes sacar más deprisa. Además de lo que decías tú. Por si tiene que largarse corriendo. Lo que tienes que averiguar, Jack, es si lo está moviendo, si tiene los comprobantes.

– ¿Qué más da si lo está moviendo de Hibernia a Whitney?

No le gustaba la idea de volver a entrar allí.

– Eres tú quien ha hablado de Miami -dijo Cullen-. ¿Qué pasa si no meten la pasta en una caja, sino que la transfieren directamente allí, de banco a banco?

– No lo harán, si van a usar el dinero ilegalmente.

– Jack, esos tipos, los que están metidos en el negocio de la droga, manejan los bancos. Tienes que ir y echar un vistazo. Y también a la lista, a ver cuántos están ya señalados. Si el padre de Lucy les dice a sus amigos que no suelten la pasta, a lo mejor se queda en lo que haya reunido hasta ahora y no consigue más.

– Mañana -dijo Jack.

La idea no le gustaba ni una pizca.

– Lo que no entiendo -dijo Cullen- es que estemos aquí sentados trazando un plan… Es la primera vez que lo he hecho sin que nadie haga la gran pregunta, la más importante de todas.

– ¿La de cuánto será el botín?

– Hombre, por fin. -Cullen le sonrió-. De momento, te diré que tal como van las cosas ese individuo nunca conseguirá los cinco millones.

– Nunca esperé que los consiguiera -dijo Roy.

– Ni siquiera se acercará -dijo Cullen-. Hasta el momento sólo tiene dos millones doscientos.

Hubo un instante de silencio hasta que Roy dijo:

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– Nada -dijo Jack. Y miró a Lucy. Ella no dijo nada.

Metió la mano bajo la pantalla de la lámpara para apagarla, pero entonces se detuvo y miró a Jack, que estaba en el sofá.

– Será mejor que espere a que vuelvan.

– Si quieres irte arriba, yo les abriré.

Roy y Cullen habían ido a buscar algo de comer, Cullen tenía verdadera obsesión por las gambas hervidas, después de veintisiete años de pescado congelado. Encontrarían algo abierto en el Magazine, y al volver controlarían la calle, darían un paseo por los alrededores. Había sido idea de Roy. Dijo que sería mejor que se quedasen los tres. Había que vigilar si los nicaragüenses y el indio negro serpenteaban por allí durante la noche.

– No sabrás dónde dormir.

– Puedo tumbarme aquí mismo, se está bien.

– Hay siete dormitorios arriba, sin contar las habitaciones del servicio -dijo Lucy-. A mi madre ni se le ocurre mudarse. Tiene una mujer para la limpieza que viene cada día, y un jardinero dos veces por semana. Le pregunté a Dolores qué hacía todo el día. Me dijo: «Principalmente, cuidar de la casa.» Le pregunté qué hacía mi madre y me contestó: «Se arregla para salir.»

La vio coger su vaso y acercarse al bar, esbelta en sus vaqueros y su suéter negro. Una Lucy distinta. ¿Pero en qué? Había algo en sus ojos. O faltaba algo en sus ojos.

– ¿Cómo está tu bebida?

– Ya he tomado bastante -dijo Jack-. Gracias.

Ella se sirvió jerez.

– ¿Te has fijado en las fotografías de carnaval de la entrada? Es mi madre.

– Parece increíblemente joven para ser tu madre.

– Las máscaras no cambian tanto. -Lucy se volvió con su jerez en la mano-. Esas fotos son de hace unos treinta años. Mamá fue la Reina de Como y no lo ha superado. Se arregla y sale para que la vean. Mi padre gana dinero y se rodea de posesiones. Tiene prisionero a un roble de quinientos mil dólares. En otro tiempo poseyó a mi madre.

La nueva Lucy estaba apoyada en el mueble bar, en una posición que resaltaba sus caderas, enfundadas en los vaqueros. Podía preguntarle cómo los había comprado…

– Ven, siéntate y dime qué te pasa.

Ella lo hizo sin prisa. Se sentó en el borde del sofá, bebió un poco de su jerez y dejó el vaso en la mesilla antes de acomodarse. Estaba cerca, pero desviaba la mirada. No importaba, así podía contemplar su perfil, la nariz y las largas pestañas, aquel labio inferior que le gustaría morder, y seguir preguntándose si alguna vez se había acostado con un hombre… No llevaba los labios pintados, aquella noche no llevaba nada de maquillaje.

– No me gusta tu amigo Roy.

– ¿Es eso lo que te preocupa?

– No, tanto da. Pero me extraña que pueda ser amigo tuyo.

– No sé… Supongo que no es una persona muy agradable. -Jack se interrumpió. ¡Agradable!-. Parece salido de la edad de piedra. Es difícil de tratar, es de mente estrecha, tiene un carácter fatal… No sé, ahora que lo dices…

– Cuando hablas de él, parece como si estuvieras orgulloso de él.

– No, creo que más que nada es fascinación. ¿Sabes?, él es como es. Tampoco nos vemos tanto.

– Pero te gusta.

– Yo no diría tanto como que me gusta. Lo acepto. ¿No es eso lo que hay que hacer?

Ella se volvió para mirarle.

– No pretendo excusarle -dijo Jack-. Y tampoco le critico. No me atrevería.

– Pero confías en él -dijo Lucy.

– Si Roy dice que va a hacer algo -dijo Jack al cabo de un rato-, puedes apostar todo tu dinero a que lo hará. Es el tipo de persona que conviene tener como amigo. Tanto si te gusta como si no.

– Porque hay tipos de la misma calaña en el otro bando. No hay ninguna diferencia, ¿verdad?

Jack posó la mano sobre su brazo y apretó hasta sentir la carne y el hueso bajo la suave lana. Dijo:

– Soy un ex presidiario, ya lo sabes. Roy es un ex presidiario que había sido policía. Es un tipo vulgar y miserable, pero me mantuvo intacto durante tres años. Cullen es un individuo que solía robar bancos. ¿Y tú qué eres? En este preciso momento, ¿qué eres?

Ella le estaba mirando y no apartó los ojos, pero tampoco contestó.

– ¿Has cambiado ya de piel?

Sin apresurarse, se acercó, cerró los ojos al besarla y ella le retuvo, moviendo la boca para acoplarla a la suya. Vio sus ojos entre las pestañas oscuras; los vio abrirse y vio sus labios ligeramente separados.

– Ya no eres una monja.

– No. -Volvió a besarla del mismo modo, suavemente, con ternura.

– Te has convertido en otra cosa.

– Una nueva identidad -dijo ella.

Y pareció que casi sonreía, sin dejar de mirarle. Luego le tocó, posó su mano en su pierna para levantarse. Dijo:

– Quiero enseñarte una cosa.

Y salió de la habitación.

Era distinta… o tal vez volvía a ser la de antes. Porque en aquel momento, al pensarlo, le recordaba más a la que él veía como hermana Lucy, la del domingo en el coche fúnebre, la que le contaba lo de Nicaragua, metiéndose a fondo para que él pudiera sentirlo. O la de aquella otra noche, cuando se dio cuenta de que ella le estaba atrapando y le gustó -incluso le encantó-, y dijo: «Te preguntas si yo podría ayudarte.» Y ella le había mirado con aquellos ojos tranquilos y había contestado: «Se me había ocurrido.» Volvía a ser la misma Lucy. Metida a fondo en algo, sintiéndolo. Pero no lograba que él también lo sintiera. En esa ocasión, no.

«Tal vez seas tú el que está distinto -pensó-. El que está cambiando. Y ella es la misma chica que se fue de casa para cuidar a los leprosos.»

Decidió que podía tomarse otro vodka, uno más, y estar así preparado para lo que fuese. Pero entonces la oyó detrás de él, se volvió, y la vio bajo la luz de la lámpara, sosteniendo algo en la mano, apoyado en la pierna. Se agachó casi delante de él, mirándole, y dejó un revólver plateado encima de la mesita de café.

– Ya formo parte de esto -dijo.

Él guardó silencio, mirando el arma. Tenía que ser de su padre. Un treinta y ocho con cañón de dos pulgadas. Se preguntó si estaría cargada. Miró a Lucy.

Ella le miraba.

– Aprendí algo de Jerry Boylan -dijo ella-. O algo suyo se me pegó. No fue algo que dijera, sino el hombre en sí, lo que era y la forma en que murió.

– ¿Te caía bien?

– Sí, me caía bien.

– ¿Te fiabas de él?

– No, pero eso forma parte de lo que digo. ¿Para qué iba a querer ayudarnos? Tenía su propia causa, eso es lo que aprendí de él. Hay que tomar partido, Jack. No puede uno quedarse fuera y entrar cuando le convenga. Hay que comprometerse. Tú y yo hablamos de lo que éramos, ¿te acuerdas? En el restaurante. Mientras asesinaban a Jerry Boylan por lo que era.

– ¿Quieres saber por qué murió? -dijo Jack-. Porque no miró hacia atrás. Eso es lo que tenía Jerry Boylan, que era despistado.

– Pero estaba allí porque creía en algo. Y no era sólo por el dinero.

– ¿Qué nos dijo? Que si no hiciera eso, estaría recogiendo basura. Y si yo no estuviera aquí estaría recogiendo cadáveres. Tú estarías dándoles medicinas a los leprosos y Roy estaría preparando bebidas para los turistas. Pero, si no estamos en esto por el botín, ¿entonces qué somos? ¿Tú cómo nos ves?

– No nos hacen falta etiquetas, Jack, ni siglas, como a los del IRA. -Se sentó, con las piernas dobladas, mirándole-. O los del FDN, los contras. Basta con decir que estamos en contra de eso, de lo que ellos defienden.

– Y llevar un arma. -Jack miró el revólver.

– Hay una gran diferencia entre simplemente llevar un arma y participar en una causa política contrarrevolucionaria, y no son sólo palabras, son hechos. -Hizo una pausa y prosiguió-: ¿Dónde ha quedado lo de hacer algo por la humanidad? Lo dijiste tú mismo, ¿te acuerdas? De eso se trata.

– En cualquier caso, suena bien.

– Es cierto.

– Pero ¿matarías por eso, Lucy?

17

Little One salió de la cocina del hotel hacia la sala trasera, donde Jack estaba hablando por el teléfono público. Little One decía que era un primo, que se estaban aprovechando de su buen carácter. Jack alzó la palma de la mano mientras decía al teléfono:

– Te agradecería que vinieras rápidamente.

– ¿Que me lo agradecerías? No estás hablando de una simple copa, ¿verdad?

– Después podemos cenar, si no lo has hecho ya.

– ¿Después de qué? ¡Me llamas a las… ¿qué hora es?… casi las ocho y media, y me preguntas si ya he cenado!

– ¿Has cenado o no?

– No tengo hambre. He comido mucho.

– Te iba a llamar antes, pero he tenido que ir a Gulfport.

– Un tipo me ha llevado al Arnaud -explicó Helene-, para entrevistarme para un trabajo. Cuando estábamos tomando el café ha empezado a contarme lo importante que era la compatibilidad, y que podíamos parar en el Royal Sonesta después de comer para continuar la entrevista en una atmósfera relajada. Lo cual significaba que si me acostaba con él conseguía un despacho con cortinas, alfombra y un microprocesador. He dicho: «¡Guau, un microprocesador, lo que siempre había deseado!»

– ¿Te han dado el trabajo?

– Mira, me he sentido tentada. Tengo que comprar mi apartamento o abandonarlo antes de diez días: van a convertir el edificio en una comunidad de propietarios. Tengo treinta y dos años y carezco de un lugar donde vivir.

Le dio pena que ella tuviera lástima de sí misma, la pobre chica. No tenía treinta y dos, sino treinta y cinco; casada por lo menos una vez antes de conocerle a él, y casada de nuevo durante un año mientras él estaba en la cárcel. ¿Qué habían aprendido ambos?

– Nos encontramos en el bar. Y ponte un vestido, ¿vale?… ¿Helene?

– Te noto distinto. Eres el mismo, pero hay algo, no sé qué, distinto.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo Jack. Le pidió que se diera prisa y colgó.

Little One, que había seguido esperando, dijo:

– Bueno, ¿qué?

– No devolví la llave porque tengo que usarla otra vez. Ya te dije que tal vez pasaría eso, ¿te acuerdas? -contestó.

– Y yo te contesté que estábamos en paz, que ya no le debo nada a Roy y que no necesito que me echéis mierdas inesperadas en mi vida.

– No pasará nada. Es imposible, te lo prometo.

– También es imposible que entres en esa habitación -dijo Little One- porque él está dentro.

– Tendré que resolver eso… ¿Ha pedido que le subieran la comida?

– Sólo una botella de vino y unas gambas. A ese hombre le encantan las gambas. Dice que está esperando un coche.

– ¿Van a venir a recogerle?

– No, se ha comprado un coche nuevo, un Mercedes. Me ha dicho que lo ha pagado al contado y que, o se lo daban esta noche, o no había trato. Al hombre le gusta hablar de sí mismo en ese plan.

– ¿Ha dicho que se iba?

– No, pero lo parece.

– ¿Y los otros dos tipos?

– No los he visto. No se alojan aquí, sólo pasan de vez en cuando.

– ¿Puedes averiguar si va a abandonar la habitación?

– ¿No te parece que los de recepción se extrañarían? ¿Cómo crees que puedo preguntar tal cosa?

– Yo diría que eso no le ha de crear ningún problema a un graduado del Dale Carnegie.

Little One les sirvió las bebidas en el jardín del hotel, mirando a Helene, que llevaba un vestido negro cruzado por pequeñas bandas. Luego le dirigió una mirada a Jack, pero no dijo nada. Se fue.

Y Helene dijo:

– Te has vuelto loco.

Él estaba pensando que aquél era el sitio ideal para empezar una noche, en el ambiente creado por el suave brillo de la luz y el sonido de la fuente y con unas cuantas bebidas… Pero dijo:

– Sólo te pido que le mantengas fuera de la habitación durante diez minutos.

– ¿Qué tengo que hacer, sacarle tirándole del pelo?

– Podrías, es canijo.

– Ésos son los peores; son más violentos.

– Subes a la 501. -Jack alzó los ojos-. En la última planta, el quinto piso. ¿Ves las habitaciones que se extienden desde la puerta del ascensor? Es su suite. Llamas a la puerta. Él abre. Le dices: «Oh, vaya, lo siento, me he equivocado de habitación.»

– «¿Oh, vaya, lo siento?»

– «Me he equivocado de habitación.»

– Estás prácticamente metido en el árbol. ¿Por qué no mueves un poco la silla para que te pueda ver?

– Estoy bien así.

– Te estás escondiendo, ¿verdad? -Cogió su whisky con agua y siguió mirándole-. ¿En qué andas metido, Jack?

– Te lo contaré después.

– Me dijiste que lo habías dejado.

– Y es verdad. Esto es otra cosa. Bueno, le dices «lo siento», vuelves y empiezas a andar.

– No lo haces por diversión, estoy segura.

– Empiezas a andar, das un par de pasos, te vuelves… ¿me estás escuchando?

– Me vuelvo.

– Y le dices: «Ah, si viene otra chica, será una amiga mía. Le dije que nos encontraríamos aquí, pero creo que me equivoco de habitación.» ¿Entiendes? Y luego le dices: «La esperaré abajo. Pero si por casualidad no la veo, ¿le puede decir que estoy en el jardín? Si no, estaré en el bar.»

– ¿Tengo que repetirlo palabra por palabra, Jack, o puedo improvisar un poco?

– Hazlo como quieras, mientras sepas lo que haces. No puedes irte, simplemente. Tienes que hacerle saber dónde vas a estar, para que vaya a buscarte.

– ¿Y qué pasa si no viene?

– Irá.

– Pero ¿y si no lo hace?

– Hará lo que tú quieras. Con esa mirada… Tampoco quiero decir que pongas los ojos en blanco, ni nada de eso.

– ¿Le saco la lengua?

– Tú ya sabes cómo hacerlo. Siempre has tenido tíos que te iban detrás.

– Pero no les hago nada.

– Venga, si podrías ser actriz, con tu variedad de miradas.

– ¿Es latino?

– De Nicaragua.

– ¿Es mono?

– Un muñeco, parece un camarero del Antoine… Lleva calzoncillos rojos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando baje, estarás en esta mesa. Te ofrecerá una copa, pero tú le dices: «No, gracias.»

– ¿Y por qué iba a decir eso?

– ¿Por qué? Porque no le conoces. Pero seguirá apretándote, y al final dices: «Bueno, de acuerdo, sólo una.» Habláis de todo y de nada, de cómo van las cosas de Nicaragua… Ah, intenta hacerle hablar de coches. Averigua si se acaba de comprar un Mercedes, sí, y hasta cuándo se queda, qué día se va del hotel. Menciona Miami, si puedes, a ver qué dice.

– Creía que sólo tenía que mantenerle ocupado.

– Bueno tendrás que hablar con él, no pensarás hacerle juegos de manos, ¿no?

– Podría bailar un zapateado. Encima de la mesa.

– Sólo necesito diez o quince minutos. O hasta que me veas allí arriba. Me quedaré en la galería un minuto. Le dices al tipo que vas al lavabo o lo que quieras, y nos encontramos en la acera de enfrente, en el bar del Sonesta… ¿De acuerdo?

– Pero ¿qué pasa si no baja?

– No puedo creer que seas tú quien dice eso. Con tu belleza, esos enormes ojos castaños…

– Mi nariz. Siempre te ha gustado mi nariz.

– Me encanta. Me encanta tu nariz.

– ¿Te gusta mi cabello así?

– Eres tú. -Lo era. Su rojo cabello, con pequeños rizos, estaba empezando a gustarle-. Helene, no puedo pensar en nada que pudiera impedirle bajar tras de ti.

– Ya, supongo.

El coronel Dagoberto Godoy abrió la puerta en calzoncillos rojos y con un ceño que en seguida desapareció.

Entonces Helene dijo:

– Oh, lo siento. Vaya, me he equivocado de habitación.

El coronel alargó la mano, la tomó del brazo con un agarrón que la sorprendió, y le hizo dar la vuelta para que le mirara.

– No te has equivocado de habitación. Ésta es la que buscabas. Venías a ver a un hombre, ¿no?

– Da la casualidad -dijo Helene- de que me alojo en este hotel. -Fría, pero no del todo enfadada-. Ahora veo que me he equivocado de piso al bajar del ascensor. Si tiene la amabilidad de soltarme el brazo y comportarse, no tendré que denunciarlo a la dirección.

Podía, pensaba Helene, darle un rodillazo en la entrepierna. Quitarle el gallito al arrogante canijo gilipollas.

Pero con eso no conseguiría que la invitara a una copa, ¿verdad?

Dejó que el coronel le dijese:

– Oh, por favor, perdóneme. Déjeme que le demuestre que soy un buen tipo de verdad…

Jack salió del ascensor hacia el recibidor y miró al jardín de la planta baja. Helene estaba sentada otra vez a la mesa. El coronel estaba de pie junto a ella, hablando, agobiándola, cogiéndole la mano, besándosela -¡por Dios!-, agarrándose a su mano mientras ella se sentaba, tomándoselo con calma.

Se volvió y pasó por delante del ascensor, de camino hacia la 501. Pegó el oído a la puerta, y usó su llave para entrar. Todavía estaba allí la botella de vino que había subido Little One, abierta, metida en una cubitera de plata. Un recipiente lleno de hielo derretido y colas de gamba. Colas de gamba en los ceniceros. Cartas en la mesita del televisor, las mismas que había visto la vez anterior.

Dos paquetes de ropa de la lavandería encima de la cama. Eso podría significar algo. La luz del cuarto de baño, encendida. Toallas en el suelo. Una botella de colonia sin tapón en el lavabo. Junto a ella, un secador de cabello con el cable enchufado. A Jack no le gustaba estar allí. Ya no le había gustado la otra noche. Pero en esa ocasión la urgencia por apresurarse y largarse era más fuerte, sentía una sensación aún más intensa de estar cometiendo una locura. Era demasiado viejo para eso. Ya no era el mismo. Lo notó al acercarse al armario. Su cuerpo le decía que no tenía que estar allí. Se sentía lento. Se había sentido vivo al entrar en todas aquellas otras habitaciones para llevarse el dinero, pero también simplemente por hacerlo, por el placer de estar allí dentro y conseguirlo. Pero eso ya no tenía sentido en absoluto.

Era un espectáculo que sólo podía representarse delante de gente dormida.

Abrió el armario de las camisas del coronel, metió la mano entre los pliegues de seda y notó la pistola y dos cargadores de repuesto. Los sacó, cerró su mano sobre la empuñadura de la Beretta, sintiendo su sólida textura mientras se dirigía hacia la mesa. Junto a los resguardos de depósitos y reintegros bancarios había una copia rosa de la factura del alquiler de un coche.

Helene tenía que coger su whisky con agua con la mano izquierda. El coronel, inclinado sobre la mesa, con su chaqueta oscura de seda, no le soltaba la mano. La sostenía entre las suyas, con la que llevaba el diamante encima. Parecía un gángster de película. O un promotor de discos de rock duro. Salvo cuando hablaba.

– Le diré algo en lo que tengo experiencia. Nunca en mi vida he visto una mujer tan atractiva como usted.

– Oh, no le creo -dijo Helene-. Está exagerando, ¿verdad?

– He estado asociado con mujeres muy bellas. Una de ellas iba a participar en el concurso de Miss Universo. ¿Lo conoce? En el que eligen a la mujer más guapa del mundo. Pero se puso enferma.

– Yo fui reina de la promoción en Fortier -dijo Helene-, en mi último curso. Podría haber sido reina del Sugar Bowl, pero no lo intenté con demasiado interés, ¿sabe? ¿Para qué preocuparse? Tengo entendido que cuando una se mete en esos grandes concursos todo se reduce a política. ¿Sabe?, depende de con quién se acueste una, y yo no soy de ésas. Me respeto demasiado a mí misma.

– Política, sí, claro. He dedicado mi vida entera al gobierno de mi país. Sí, estuve en Washington, conozco muy bien a su presidente. Me escribió una carta que me gustaría enseñarle. La firmó «Ronald Reagan, presidente». Oiga, tengo que enseñársela.

– No hace falta, Dagoberda. ¿Cómo le gusta que le llamen, Dago?

– No, prefiero que mis amigos me llamen Bertie.

– ¡Qué mono! Me gusta, Birdy.

– No, Birdy no. Bertie. Ber-tie.

– También es mono así.

– Usted sí que es mona. Oiga, ¿está de visita? ¿De dónde viene?

– De Miami.

– ¡No!, ¿de verdad? ¿Es de Miami?

– ¿Ha estado allí alguna vez?

– Claro que sí. Y voy a volver muy pronto.

– ¿De verdad? ¿Cuándo?

– Así que de Miami… ¿Sabe qué es esto, eso de que haya venido a mi habitación? Es el destino. Iba a suceder, y nosotros no lo sabíamos. Fíjese, y no hay manera de evitarlo.

– Es curioso -dijo Helene-. ¿Y cuándo se va?

– Me tiene que dar su número de teléfono y su dirección para cuando vaya.

– ¿Por qué no me da usted el suyo?

– Todavía no lo sé. -Alzó la vista y se puso derecho, soltándole la mano-. Ah, pero ahora podré enseñársela. -Y llamó-: ¡Crispín!

Helene se volvió lo suficiente para ver a dos hombres que venían del vestíbulo, dos latinos con trajes a medida con hombreras sobresalientes. El que iba delante, con las manos en los bolsillos, llevaba gafas de sol. El coronel le dijo:

– Crispín, esta bella dama es de Miami. Helene, Crispín, mi socio, también es de allí. Crispín, siéntate con nosotros y toma algo.

– Oigan -advirtió Helene-, tengo que irme dentro de un par de minutos.

Y el coronel negó con la cabeza y le dijo que no quería ni oírlo. Vio que chasqueaba los dedos, una sola vez, y el otro latino, que se había quedado aparte con las manos enlazadas delante del cuerpo, se acercó a ellos. El coronel le dijo en castellano algo que sonó como una orden y le tiró la llave de la habitación para que la cogiese. «Toma, hazlo.» Luego se volvió hacia ella con una sonrisa. Otra vez Bertie.

– Va a buscar la carta del presidente Reagan para que se la pueda enseñar.

– No hace falta -dijo Helene-. Realmente, preferiría que no lo hiciese.

Pero el coronel estaba ya chasqueando los dedos para que viniera el gigantesco camarero negro, y el que se llamaba Crispín volvió hacia ella sus gafas de sol.

– ¿En qué parte de Miami vive?

Jack repasó los comprobantes de ingresos y reintegros y no vio nada que pareciese una transferencia a una cuenta en Miami. Sí vio que habían abierto una nueva cuenta y apuntó los datos para asegurarse. Había algunos nombres más señalados en la lista de prospección del coronel. Llegó a la carta con membrete de la Casa Blanca y empezó a leerla una vez más, intentando memorizar sus partes preferidas, como cuando el presidente le decía al coronel lo de obtener una gran victoria para la democracia y cuando decía lo de sus amigos del Estado del pelícano. ¡Por Dios, el Estado del pelícano! Y aquel final… Jack había imaginado más o menos el significado de aquellas palabras castellanas.

Concentrado, en silencio, oyó los ruidos que venían de la otra habitación. La llave en la cerradura. Alguien que entraba, o lo intentaba. Alguien que empujaba la puerta, pero con alguna dificultad. Lo volvía a intentar. Jack cogió la Beretta de la mesa. Pasó al otro lado de la cama, junto a la ventana, y se agachó, apoyándose en la pared, encajado entre la cabecera y unos cuantos cojines. Pero no le gustó. Le daba la sensación de estar acorralado. Prefería estar de pie, y pensó en el cuarto de baño, de puertas correderas, en aquel momento cerradas. Hacían algo de ruido al abrirlas. Tendría que cruzar la habitación para llegar hasta allí. Tendría que darse prisa.

Entonces, lo hizo todo de golpe. Se levantó, cruzó hasta el cuarto de baño mirando hacia la entrada y vio que el pomo se movía, que daba la vuelta. Siguió andando, entró en el cuarto de baño, apagó la luz, dejó la puerta medio cerrada y se metió detrás. Se quedó a la escucha con la Beretta alzada, casi tocándole la cara.

Delante de él todo estaba oscuro, sólo entraba algo de luz por la rendija de la puerta, a su lado. Esperó. No oyó nada hasta que se movió la puerta.

La puerta se movió hacia él. Se encendió la luz del baño. La puerta volvió a alejarse de él, cerrándose, y se encontró mirando una cabeza cuyo cabello oscuro, alisado, espeso, cubría los ángulos agudos de la chaqueta del traje del hombre, inclinado sobre el espejo. Se vio a sí mismo al bajar la Beretta del rostro y tenderla, hasta casi tocar al hombre que se echaba colonia en las manos. El indio nicaragüense de nombre estrambótico se frotó las manos y se las llevó a la cara, al tiempo que levantaba la cabeza. Entonces Franklin de Dios, el indio que parecía criollo, quedó enmarcado con Jack en el espejo. Se quedó mirando, con las manos sobre los pómulos sobresalientes, a la media cabeza que asomaba por encima de la suya. Bajó las manos y empezó a darse la vuelta.

Jack puso la Beretta en el hueco de la nuca del indio, metió el cañón entre su pelo y le obligó a seguir mirando hacia delante.

Al principio, Jack dobló un poco las rodillas, intentando quedarse detrás él para esconderse. Pero, mierda, había visto los ojos del indio. El indio sabía quién era. De modo que se puso derecho para ir al grano, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer, salvo fingir, intentar conseguir que el hombre que había matado a Boylan estuviera más asustado de lo que lo estaba él mismo. Mierda. Pero ni con su pistola apoyada contra la cabeza del tipo se sentía Jack dueño de la situación. No estaba seguro de que aquel fulano fuera a hacer lo que él le ordenase.

– Pon las manos sobre el espejo.

El indio obedeció, se apoyó en el lavabo y posó las manos, planas, sobre el cristal. Volvió a mirar al espejo, más allá de su propio reflejo, y pareció resignarse. Jack se puso tras de él, le pasó la mano por el cinturón y luego bajó los brazos, donde percibió sudor, pero no armas. Tanteó en los bolsillos de la chaqueta. Se agachó, bajó la mano por una pierna y, al empezar con la otra, el indio se movió, intentó volverse. Jack presionó la Beretta contra el culo del tío, oyó un gruñido y vio que se apretaba contra el lavabo y se ponía de puntillas. Adueñarse de la situación no era tan difícil como parecía.

En la pierna derecha, a la altura, de los tobillos, llevaba una pistolera que alojaba un revólver del treinta y ocho con cañón de dos pulgadas. Jack se lo metió en el bolsillo de la chaqueta al levantarse. Se miraron el uno al otro en el espejo: la expresión del indio, como la de Jack, un tanto intrigada, nada más. Nada podía ayudarle a decidir qué iba a hacer con el indio para poder largarse de allí. Sería más fácil dispararle que golpearle en la cabeza con un kilo de metal. ¿Con cuánta fuerza tendría que golpearle? Mierda, podría matarlo, al indio del nombre estrambótico, romperle la cabeza. Jack había pegado a algunos individuos antes de que ellos le pegasen a él; había que hacerlo cuando era necesario. Jack era capaz de enfurecerse. Se encendía en dos segundos y de repente le entraba la necesidad, la urgencia agresiva de pegar, y se oía a sí mismo gritar cuando se lanzaba y golpeaba; un grito cargado de energía, algo más que un gruñido. También podía darle la vuelta al tipo y atarlo con el cinturón, o romperle la mano. Hacía al menos cinco años que no le pegaba a nadie.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

Jack le oyó. El indio con pinta extraña estaba justo delante de él. Le vio decirlo. Igual que cuando salía del lavabo del restaurante.

Esta vez, Jack preguntó.

– ¿Qué?

– Me pregunto si eres policía.

Jack siguió mirándole.

– Pero no lo creo. Tío, ahora no sé quién eres. Conduces ese coche… ¿Me dirás una cosa? La chica iba dentro, ¿verdad?

Jack no contestó. Aquel individuo hablaba con un acento extraño, pero sin ningún tipo de tensión ni emoción. Parecía que realmente quisiera saberlo. Aquello no tenía sentido.

– Verás, nunca me dijeron qué había hecho la chica, por qué querían cogerla… Si tampoco me lo dices tú, no importa. Me vas a disparar, ¿no?

– Tú sólo haces lo que te dicen, ¿no?

– Dicen que hay que cumplir las órdenes.

– Y no parece que eso te cree demasiados problemas, ¿verdad? Dispararle a Boylan por la espalda no tiene demasiada importancia.

– ¿Quién es Boylan?

– ¿O sea que mataste a un tipo del que no sabes ni el nombre?

Cierta expresión de sorpresa, un mínimo sobresalto, pasó por el rostro del indio y desapareció.

– Después de hacerlo -dijo el indio-, a lo mejor puedes saber a quién has matado. Si tienes tiempo de mirar si lleva comida o dinero en los bolsillos.

– ¿Comida?

– Sí, y a veces ves el nombre. Cuando llevan la cartilla militar. ¿Pero qué más da? El tampoco te conoce a ti. Si te hubiera fallado la suerte, sería él quien estaría mirando en tus bolsillos.

– ¿De qué estás hablando?

– Me vas a matar… ¿Sabes mi nombre?

– Eres un jodido tipo raro, Franklin -dijo Jack, y volvió a ver el asomo de sorpresa en el rostro reflejado en el espejo-. Quítate la ropa y métete en la ducha.

Franklin de Dios asintió y se movió hacia la ducha mientras se quitaba la chaqueta.

– Me vas a disparar en la bañera para que no haya sangre.

Se quitó los pantalones y se encontraron mirándose de frente por primera vez.

– Nosotros les atamos las manos, les hacemos arrodillarse. Ellos, los sandinistas, también lo hacen. Creo que todo el mundo lo hace así.

– Estás hablando de la guerra, de cuando matáis a los prisioneros.

– Sí, claro. Eso es lo que se hace. -La camisa del indio cayó, desvelando un torso musculado y unos calzones de boxeador a rayas verdes. Volvió a mirar-. Dime, ¿cómo es que sabes mi nombre?

– Escucha -dijo Jack-. Voy a salir un minuto. Abre el agua y métete dentro. Vuelvo enseguida.

– Tengo que quitarme los zapatos.

– ¿Qué más da si se mojan?

– Claro, tienes razón. Nosotros siempre les hacemos quitarse los zapatos. Pero éstos no los va a necesitar nadie. A no ser que los quieras tú.

– ¿Te quieres meter en la jodida ducha?

Jack salió del cuarto de baño, cerró la puerta y esperó. Unos instantes después oyó el ruido del agua. Se imaginó a Franklin de Dios en la ducha con sus calzones verdes, ajustando los grifos: ni muy fría, ni muy caliente… Jesús, el tipo lo aceptaba, esperaba morir.

Pasó los diez segundos siguientes junto al armario, abriendo los cajones, metiendo la Beretta y los cargadores bajo las camisas del coronel y cerrando luego el armario, yéndose, volviendo porque no tenía demasiado sentido devolver la pistola -igualmente el tipo iba a saber que había estado allí-… Y perdió otros diez segundos pensándoselo, joder, oyendo el agua que seguía cayendo en la ducha. «Olvídate de la jodida pistola», se dijo a sí mismo; volvió a ponerse en marcha, tiró la llave al suelo y la metió debajo de la cama de una patada.

No volvería a colarse en una habitación de hotel; nunca jamás.

18

Jack dijo:

– Lo único que podía pensar era que ya había tenido bastante. He mirado por la galería y todavía estabas allí.

– Sí, pegada a esos tipos. Ese borde preguntándome cosas de Miami. Si he estado en el Mutiny, en Neon Leon’s… Quería saber a qué bares voy, si he ido alguna vez al cayo de Biscayne. ¿Dónde está el cayo de Biscayne? Sólo he estado en Miami una vez en mi vida, cuando tenía dieciocho años.

Estaban en el Scirocco de Jack, aparcando al principio de la calle Toulouse. Cerca de ellos se veía el río, más allá del muelle de cemento y de la silueta de una draga que se destacaba contra el cielo nocturno.

– Ha sido la última vez. Nunca más -le dijo Jack-. Ni siquiera sé si podré volver a alojarme alguna vez en un hotel. -Puso el coche en marcha-. Mejor que vayamos a tu apartamento.

– No, es demasiado deprimente… Está algo desordenado.

– Dime qué ha dicho el tipo al volver.

– No ha dicho nada, así que he dado por hecho que, bueno, que al menos no te había pescado. Que te habrías ido ya o estarías debajo de la cama, o en el baño…

– ¿No me has visto salir?

– ¿Cómo iba a verte? Me estaban mirando.

– Ese tipo tiene que haber dicho algo. El indio. Eso es lo que es, un indio misquito.

– Le ha dado la carta a Bertie y éste ha empezado a abroncarle en castellano. Supongo que por haber tardado tanto.

– ¿Qué carta?

– La del presidente Reagan. Primero la ha leído en voz alta, y luego me la ha hecho leer a mí. No he entendido la última frase, estaba en castellano.

– Y ese tío cuando ha vuelto, ¿estaba mojado?

– ¿Mojado? ¿Y por qué iba a estar mojado?

– ¿No ha dicho nada de nada?

– Nada, ni una palabra, simplemente se ha quedado allí de pie. El coronel le ha gritado y luego el otro tipo también se ha metido con él.

– ¿Crispín?

– Sí. A esos canijos arrogantes les encanta gritar. He mirado al piso superior mientras gritaban. Sabía que estabas bien, pero no dónde estabas. Entonces el coronel ha empezado a tocarme, pasándome la mano arriba y abajo por el brazo y diciéndome lo bien que nos lo íbamos a pasar. Jack, tenía que largarme de allí. Le he dicho: «Bertie, lo siento pero no puedo salir contigo.» Y me ha preguntado: «Pero ¿por qué?» Yo le he dicho: «Porque eres un jodido tapón», y me he ido.

Saliendo del aparcamiento hacia la calle Canal, Jack preguntó:

– ¿Y aquel tipo no tenía el pelo mojado?

Tomaron una copa en el Mandina mientras él le explicaba lo de la aparición del indio, Franklin de Dios, en la habitación. Luego tuvo que contarle lo de los fondos que estaba recaudando el coronel. Hasta ahí. Ya le contaría el resto en algún bar tranquilo. Dejaron el coche en el Mandina y se fueron caminando. Ella le preguntó adónde iban y contestó que esperara y lo vería.

Cuando llegaron a Mullen e Hijos, Helene dijo:

– Ah, no, qué va. Yo no entro aquí por la noche. ¿Estás de broma? -Alzó la vista para mirar el edificio gris con forma de torreón, iluminado por las farolas-. Antes vivía alguien, ¿no?

Se quedó en el vestíbulo central, iluminado, sin moverse, mientras Jack miraba en los velatorios. Volvió agitando la cabeza, la tomó del brazo al dirigirse a la escalera y ella repitió:

– Ah, no, qué va.

– Cuando yo no estoy, si hay algún cadáver Leo hace venir a alguien. Llama a alguna agencia de seguridad para que le envíen un tío.

– Jack no quiero ver ningún muerto.

Estaban en el vestíbulo de arriba.

– Aquí no hay ninguno.

Se metió por una puerta y encendió una luz.

– Ésta es la sala de embalsamar. Si hubiera algún cadáver, estaría sobre la mesa.

– Oh, Dios mío -dijo Helene. No se movió-. ¿Qué es eso?

– Es la máquina de embalsamar.

– ¿Porti-Boy? Oh, Dios mío… ¿cómo funciona?

– Vamos.

Jack apagó la luz y la llevó por el pasillo hasta su apartamento.

– ¿Qué es esto?

– El lugar donde he vivido durante los últimos tres años.

– ¡Guau, qué bonito! ¿Quién es tu decorador?

– Helene -dijo Jack-, yo estaba en el cuarto de baño con un tipo a quien pensaba que iba a matar. Intenta imaginarte algo así. No ha llorado, no ha dicho «no, por favor…». Era el mismo fulano de ayer, en el restaurante. Tú estabas allí.

– Seguramente me fui justo antes.

– Bueno, era el mismo tipo. Está allí, en el cuarto de baño, creyendo que le voy a matar, y me pregunta si quiero sus zapatos. ¿Puedes decirme qué clase de persona haría una cosa así?

Helene no contestó. Le vio sacar una botella de vodka de la nevera que había en la habitación pobremente amueblada; se sentó con él en el viejo sofá que procedía del piso de abajo y no dijo nada, ni una palabra, hasta que acabó de contarle todo lo que había pasado desde la visita a Carville hasta aquel jueves por la tarde en el hotel Saint Louis.

– Creo que te has dejado unas cuantas cosas -dijo ella.

– Quizá. No lo sé.

Helene estaba encogida en el sofá, de cara a él.

– ¿Te quedaste en su casa anoche?

– Nos quedamos los tres.

– Ya…

– Ya te lo he dicho. Ese fulano nos vio en el restaurante y sabe dónde vive ella. Pensamos que podría aparecer…

– Pero no lo hizo.

– No. Luego me lo vuelvo a encontrar hoy. Sabe quién soy. Es la tercera vez que me ha visto, empezamos a conocernos. Pero no le ha dicho nada al coronel ni a Crispín. Se lo podía haber dicho después, pero no, ¿pescándome en la habitación? Mierda, se lo hubiera dicho inmediatamente. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué?

– ¿Dónde dormiste?

– ¿Qué?

– Anoche, en su casa. ¿Dónde dormiste?

– En una cama, ¿qué creías? En esa casa hay nueve o diez camas, en el piso de arriba.

– ¿Con quién?

– Roy y Cullen tenían una habitación, yo otra… ¿Por qué, crees que me colé en su habitación por la noche?

– Podía haber ido ella a la tuya.

– De hecho, lo hizo -dijo Jack-. Quería hablar conmigo.

– ¿Se metió en la cama contigo?

– Se sentó en el borde, ¿sabes?, a un lado.

– Eh, Jack, y una mierda.

– Ella no es como tú te crees. Es una persona muy devota.

– ¿Quieres decir que la gente devota no lo hace?

– Quiero decir que de hecho no lo sé, ya que es mi primera experiencia con gente que le importa una mierda algo que no sea ella misma.

– Probablemente ella lo llamará «meterse a fondo».

– Helene, no es como una monjita dedicada a la enseñanza primaria. Se pasó nueve años cuidando leprosos. Y ahora lleva un revólver. Le pregunté si deseaba usarlo. Contestó que eso no se puede planear. Pero que si hubiera tenido un revólver cuando el coronel mató a los leprosos, no tenía la menor duda de que habría intentado cargárselo. A pesar de saber que sus hombres le habrían disparado a matar.

– A lo mejor -dijo Helene- quiere llegar a mártir. O sea, un mártir de verdad, para ir directamente al cielo.

– Lo dirás en broma, pero podría ser.

– No lo decía en broma.

– Pero no es una fanática. A veces parece rara, pero sabe las cosas que pasan, está muy enterada. Dice que tienes que tomar partido, comprometerte, y luego… no sé, que pase lo que pase. Como el tipo del cuarto de baño. Está en el otro bando. Desea matar, pero también desea morir por aquello en lo que cree. Lo ve venir y lo acepta. Dios mío, ni siquiera ha pataleado, ni ha gritado, ni nada.

Helene le pasó su vaso vacío.

– ¿Por qué me cuentas todo esto, Jack? ¿Por qué no has llamado a Lucy o a cualquiera de tus colegas?

– Les veré mañana.

– Creo que quieres oírte a ti mismo -dijo Helene-, para ver cómo suena en voz alta.

– Tal vez.

– No me lo estás contando para impresionarme. Como la primera vez que nos vimos, cuando te estabas muriendo de ganas de contarle a alguien tu vida secreta. Esto es muy distinto.

– Por supuesto que lo es. Esos tipos están despiertos.

– Pero tú no estás en esto sólo por dinero, ni por diversión.

– No sé… -Jack se levantó, se acercó a la nevera con los vasos, sirvió otros dos vodkas helados y se quedó allí, con los vasos en la mano-. Esta tarde, en las noticias, Tom Brokaw le ha preguntado a Richard Nixon, ¡por el amor de Dios!, qué opinión le merecía que diéramos cien millones de dólares a los contras. A Nixon, que tenía una banda de ladrones trabajando para él y que no pasó ni un jodido día en el talego. Nixon dice: «Por supuesto, necesitan nuestra ayuda.» Brokaw le pregunta: «¿Pero no podría eso provocar que nos involucremos militarmente?» Y Nixon contesta: «No, eso nos evitará tener que enviar a nuestros jóvenes allí más adelante.» Y Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.» No le dice: «¿Se ha vuelto usted loco? ¿Y por qué íbamos a enviar a nuestros jóvenes? Si quiere ir usted, vaya. Y llévese a todos esos asesores gilipollas de la Casa Blanca con usted.» No, Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.»

– ¿Y qué quieres que diga?

– Ya lo sé, pero me ha cabreado. Preguntarle su opinión a ese jodido chorizo… Ni siquiera recogió basuras en una granja penitenciaria.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo Helene.

– ¿Qué?

– Que ya has tomado partido.

Jack abrió los ojos y se encontró con una visión que, fantaseada, hubiera bastado para ayudar a cualquier preso a sobrellevar días y noches: Helene saliendo del cuarto de baño cubierta sólo por su braguita. Le dijo que sería mejor que se metiera enseguida en la cama si no quería coger un catarro.

– ¿No has de recoger a alguien a las diez?

– A Cullen. Nos vamos a Gulfport.

– Creía que habías ido ayer.

– Fuimos, pero el tipo no estaba. Ven.

Levantó la sábana.

– Son menos veinte. -Empezó a hacer ejercicios gimnásticos, con los pies separados, las manos sobre las caderas, los pechos a medio palmo de sus hombros-. ¿Te das cuenta de que no hicimos el amor? Nos quedamos dormidos. No me lo puedo creer. Me parece que te estás haciendo viejo, Jack.

– Yo estoy listo… Eres tú quien se ha levantado.

– ¿Sabes que es la primera vez que hemos dormido juntos sin hacerlo?

– Me parece que tienes razón.

– Como si estuviésemos casados.

– Hay una cocinita al fondo del recibidor, junto a la sala de embalsamar…

– Oh, cielos, allí.

– Por si quieres hacer café.

Jack se duchó, se puso una camisa y unos pantalones de algodón y salió al vestíbulo. La cocina estaba a oscuras. Advirtió que las puertas de la sala de preparación estaban abiertas, las luces encendidas, y vio a Helene al tiempo que oía la voz de Leo:

– No, ése es arterial, el Permaglo. Se pone en lugar de la sangre. Ahora, lo que estoy inyectando con el trocar es fluido para las cavidades. Es un producto químico que se usa para endurecer los órganos.

Leo tenía un cuerpo sobre la mesa de embalsamar. Un hombre, según parecía. Helene estaba junto a la cabecera de la mesa, con su vestido negro, mirando.

– También se les puede inyectar en la boca, para que no se les hunda.

– Es fascinante -dijo Helene.

– ¿Ves esto? Es un trocar.

– Ah, para rellenar el agujero.

– Exacto, así no tienes que suturar cuando haces incisiones o laceraciones. Luego se cubren con una cera especial.

– Supongo que nadie ha hecho café -dijo Jack.

– Eh, ahí está Jack -dijo Leo-. Le estaba explicando a tu amiga cómo preparamos a los muertos.

– Leo, ésta es Helene.

– Sí, ya nos hemos presentado.

– Si nadie ha hecho café -dijo Jack-, me tengo que ir.

– ¡Oh, qué rollo! Yo quiero ver cómo los maquilláis.

– Quédate -dijo Leo-. Luego te llevaré. Seguro, no hay problema.

– Me voy a Gulfport -dijo Jack.

Salió de la habitación mientras Helene decía: «¿Y eso qué es?» y Leo le contestaba: «Son tapas oculares. Se ponen bajo los párpados.»

La gente actuaba de forma extraña. Todos sus conocidos. O serás tú, pensó Jack, tu forma de verlos.

Franklin de Dios, que vigilaba la casa de Lucy Nichols, vio llegar el viejo coche, el de color claro que él creía que era un Volkswagen que necesitaba reparación, algo que lo hiciera más silencioso. Sabía de quién era el coche.

Éste se metió por el camino. Pasaron treinta y cinco minutos. Luego, el Mercedes azul oscuro salió por el camino y giró hacia Saint Charles. Franklin de Dios estaba aparcado en una bonita calle, Prytania, cerca de la esquina con Audubon. Le dio al Mercedes una manzana de ventaja antes de salir tras él: hacia la avenida Clairbone, y luego por la interestatal, la número diez, dirección este… Se alejó bastante de la ciudad y cruzó el lago, en un día precioso, siguiendo al Mercedes en el Chrysler Fifth Avenue de alquiler. Si pudiera comprarse el coche que quisiera, se compraría uno como aquél. O como el Cadillac que había conducido para Crispín Reyna en Florida. Nunca había conducido un Mercedes. Había llevado un camión y un vehículo armado de transporte de tropas desde que, en 1981, había aprendido a conducir. Un hombre que trabajaba para el señor Wally Scales le había enseñado a conducir, y le había dicho delante de él al señor Wally Scales que era un conductor nato, respetuoso con el vehículo, no como aquellos otros que se volvían locos cuando estaban tras el volante y destrozaban cualquier cosa que condujeran.

El señor Wally Scales había dicho que se olvidaran de Lucy Nichols, pero el coronel había insistido: «Vigila su casa. Si sale el coche, síguelo.»

En aquel momento cruzaban la frontera del estado de Misisipí.

Franklin había perdido confianza en el señor Wally Scales, en su habilidad para calar a la gente; pero se fiaba de él y podía hablar con él. No podía hablar con el coronel Godoy ni con Crispín. El motivo era sencillo: no le escuchaban cuando les decía algo. Era socialmente inferior a ellos, estaba mucho más abajo, con su sangre mezclada de indio y de negro.

Pero era Wally Scales, el hombre de la CIA, quien le había llevado a Miami; en cierto modo, eran amigos. O podían serlo. El señor Wally Scales le escuchaba si le decía algo. Le había escuchado aquella misma mañana, cuando le había dicho que ya no se fiaba de la palabra del coronel, ni de Crispín Reyna. El señor Wally Scales le había contestado:

– ¿Cómo es eso, Franklin?

– Siempre hablan de Miami, pero no de la guerra.

– Ah, ¿de veras? -había contestado el señor Wally Scales, intentando mostrar que le interesaba-. Bueno, entonces será mejor que no los pierdas de vista.

¿Lo ves? Era agradable y escuchaba, pero no tenía intuición con respecto a la gente. O no le importaba.

Cuando Franklin de Dios le preguntó sobre Lucy Nichols, el hombre dijo:

– Ah, es una pacifista. Uno de esos corazones enormes. Se la tenía jurada al coronel, así que probablemente se llevó a su novia del pueblo. Nada importante.

Cuando le preguntó sobre el tipo de la funeraria, el señor Wally Scales dijo:

– ¿Jack Delaney? Ella le debe de haber comido el coco, eso es todo. Lo utiliza. Es un ex presidiario duro sin cerebro.

Entonces fue cuando Franklin de Dios se dio cuenta de que podía confiar en el hombre de la CIA como amigo, pero que no debía fiarse de su juicio. Decidió no hacer más preguntas ni decirle a Wally que se había encontrado al tío sin cerebro cinco veces en la última semana.

Y tal vez la sexta estaba cercana.

El tipo, Jack Delaney, iba con otro individuo en aquel coche, el Mercedes azul oscuro, que en aquel momento salía de la autopista por la segunda salida de Gulfport.

Cualquier otra cosa que quisiera saber tendría que preguntársela al propio tipo de la funeraria.

Preguntarle por qué no lo mató.

Preguntarle qué estaba haciendo.

Preguntarle en qué bando estaba.

Siguió al Mercedes a lo largo de unos diez kilómetros. Cuando la carretera se convirtió en calle principal, Vigesimoquinta avenida, de cuatro carriles y limitada al fondo por un edificio alto que se recortaba contra el cielo, Franklin de Dios se preguntó si estaba seguro en cuanto a los bandos se refería. Si estaba en el bando que a él le parecía, o en otro. Empezaba a tener la creciente sensación de estar solo.

19

En el rótulo vertical que había sobre la acera ponía Crom Well’s. Horizontalmente, cruzando la parte inferior, con letras mucho menores, se leía: «Ropa de hombre * Artículos deportivos * Artículos militares nuevos y usados.»

Mientras Jack y Cullen miraban, Alvin Cromwell les preguntó:

– Eh, colegas, ¿queréis buena ropa? ¿Necesitáis ropa de recambio? Decidme en qué puedo ayudaros.

Al dirigirse al fondo del almacén, Jack echó un vistazo a su alrededor. Parecían los únicos clientes. Por decir algo, preguntó si tenía ropa deportiva Hollandia, la que llevaba unos tulipanes pequeños en la etiqueta.

Alvin Cromwell se detuvo a pensar:

– Tengo de esas camisetas que llevan distintos animales. Voy a ver… -Llevaba barba y parecía un levantador de peso, con aquella camiseta negra con unas letras blancas que decían «Olvídese del perro. Preocúpese del dueño». Sin embargo, parecía buen tío-. Creo que no tengo nada con tulipanes -le dijo a Jack.

– Seguro que tienes armas, apuesto algo.

– ¿Sabéis algo de armas?

– Me juego algo -dijo Cullen- a que todavía puedo desmontar un M-1 en la oscuridad y volver a montarlo.

Fue una sorpresa para Jack, pero enseguida se encontró mirando las armas, ordenadas en hileras contra la pared de madera de pino de la trastienda: rifles, pistolas, y unas armas que parecían subfusiles, todos con una etiqueta roja.

Para llegar hasta allí, habían pasado por delante de unas estanterías metálicas que contenían equipos de camuflaje, chaquetas y pantalones. «¡En venta! Rebajado de $29.95 a $24.95.» Había chaquetas de vuelo de la USAF, chalecos de los rangers, «Bonitos y funcionales», camisetas de camuflaje para niños, sombreros de instructor de ala dura, gorras de ranger, de combate y de paseo, pistoleras, prismáticos, cantimploras, cuchillos y bayonetas con el filo dentado…

Al acercarse a los estantes de madera, Alvin Cromwell dijo:

– Si habéis estado en la guerra o sabéis algo de armas de asalto, esto tendría que emocionaros.

– Estuve con el Primero de Caballería en la gran guerra -dijo Cullen-, en la Segunda Guerra Mundial. El primer golpe en la historia del Primero fue cuando saltamos de nuestros caballos y tomamos una isla del Almirantazgo, Los Negros.

Jack le miró. Nunca había oído que Cullen hubiera estado en el ejército. En aquel momento, Alvin Cromwell le daba la mano a Cullen. Así que Jack dijo:

– Yo quería ir al Vietnam al precio que fuese, maldita sea, pero me declararon inútil.

Alvin Cromwell asintió, pero no le dio la mano. Preguntó:

– ¿Sois vosotros los dos colegas que estuvieron aquí ayer preguntando por mí?

– Pasamos por aquí -le dijo Jack-. Mi amigo perdió las llaves del coche. Hemos vuelto para ver si se las había dejado aquí.

– Los tipos de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego también se dejan cosas por aquí y vienen luego a buscarlas. Les explico que sólo vendo armas deportivas y de recreo, semiautomáticas como máximo.

– Si crees que somos agentes -dijo Jack-, saldremos ahora mismo a denunciarte por difamación. Sólo estamos mirando, eso es todo, y ni siquiera sabemos qué miramos.

– No hay nada malo en eso -dijo Alvin Cromwell-. A ver qué hay por aquí… De izquierda a derecha: ésa es la Ruber Mini-14, la Uzi, la Tech-9. Al lado, el H y el K 91. Para disparar el 672 de la OTAN, o un Winchester 308. ¿Habéis reconocido el Thompson? Se hizo famoso entre la gente de la Segunda Guerra Mundial, que pagaría con gusto por tenerlo. Al lado, el AR-15 Armalite de mano. Con un equipo de conversión se puede hacer de él un M-16, si se quiere. Os diré una cosa: en Vietnam duraba menos que una lata de cerveza. «Ya los tenemos» pensaba todo el mundo. «Ah, tío, aquí tengo mi automático de gas.» Pero ¿veis?, el gas se amontonaba en el orificio de salida y volvía hacia atrás y te jodía. O sea, que lo que teníamos que hacer era cargarnos a un vietnamita y apropiarnos de su AK-47, porque, tío, ésa sí que es un arma, sólo inferior a la FN-FAL de los belgas. No sé cómo saben hacerla tan bien, pero, mierda, es buena. Los ingleses la usan y cualquiera puede echarle las manos encima, como esos locos gilipollas del Líbano. Hemos conseguido algunas para los contras, pero no muchas.

– En Nicaragua -dijo Jack.

– Sí, mierda. Tío, necesitan toda la ayuda que se les pueda prestar. Si los contras no lo consiguen, tío, tendremos que ir nosotros allí abajo.

– ¿Tú crees?

– Yo ya he estado -dijo Alvin Cromwell-. Te diré lo que me hizo ir. Cuando pienso en el Vietnam, lloro de vergüenza de acordarme de cómo esos mamones nos sacaron de allí. Cuando volví, no sabía qué dirección tomar. Probé en el Klan, pero son una partida de tíos negativos, nada más. Nombras cualquier cosa, negros, judíos, católicos, y ellos están en contra. Les dije: «¿Sabéis cuál es el único diablo al que hay que detener en el mundo? El comunismo.» Odio a los comunistas, siempre los he odiado. Pero el odio no te sirve de nada si no puedes orientarlo. Fue a través de una convención de un club de propietarios de armas como me uní al CVP, el Civilian Volunteer Program, y encontré una nueva orientación para mi vida. Lo que hacemos es ayudar a los luchadores por la libertad allí abajo. Les llevamos suministros, alimentos y equipo, y los entrenamos tácticamente. En el Vietnam estuve de ametrallador en un Cobra… Nos dieron en el aire, en la ofensiva del Test, y me pasé seis meses en el hospital luchando por que mis piernas volvieran a funcionar. En cualquier caso, caí allá… Mira, me he gastado una cuarta parte de mi dinero enseñando a los indios misquitos a disparar una ametralladora M-60. Una mierda de arma, pero es lo único que tenemos. Me los llevé de Honduras a Nicaragua en lo que llamamos «ejercicios de aplicación práctica», ya me entendéis. Pero nunca digáis que os lo he contado. Del mismo modo que no he mencionado para nada a la CIA en este asunto, ¿verdad? Bien, pues en siete semanas con los misquitos perdí catorce kilos, comiendo judías y arroz, lo poco que tenían. Pero, tío, al volver a casa me sentía muy bien. Sé que la cosa se mueve y que nos va a costar ganar ahí abajo. Ya veis, es muy distinto de lo del Vietnam. Aquí los malos tienen las armas y los jodidos helicópteros.

– Estuviste con los indios -dijo Jack.

– Sí, señor, y me di cuenta de que ya no tengo veintiún años. Esos tipos lo están pasando mal, con lo que les hacen los sandinistas.

– ¿No son una gente algo rara?

– Son buena gente. Están allí desde antes de Colón y hasta que llegaron los sandinistas y los jodieron, sólo se metían en sus cosas. ¿Sabéis a quién me recuerdan los comunistas? A los del Klan, porque tampoco son capaces de ver más allá de su nariz. Pienso que son tan malos los unos como los otros.

– ¿Vas a volver?

Alvin Cromwell miró hacia la parte delantera de su vacía tienda.

– Mi mujer no quiere que vaya. Yo le dije: «Cariño, tengo mucho más que hacer allí que aquí.» Tengo dos señoras y un colega que trabajan para mí y ni siquiera los necesito. Ahora se han ido a comer y les he dicho que se estén todo el rato que quieran. Que luego se vayan a casa y echen una siesta. Mi padre siempre se iba a casa a echarse una siesta después de comer. Pero los tiempos cambian, ¿eh? -Volvió a mirar hacia la tienda y luego a Jack-: Te diré una cosa si no te vas de la boca. Tengo la oportunidad de ir este fin de semana y, mierda, la voy a aprovechar. Para hacer algo bueno en este mundo.

Jack dudó.

– ¿Vais en avión?

– Demasiado caro. Tenemos una carga de equipo y suministros y hay una flota de botes bananeros que sale desde aquí mismo. Cogen cualquier carga antes que hacer el viaje en balde.

– Parece que llevas una vida muy excitante -dijo Jack.

– Cuando no estoy aquí -contestó Cromwell.

Cuando salieron, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz, Jack dijo:

– ¡Por Dios, qué tío más increíble!

La respuesta de Cullen le sorprendió:

– Jack, tú no has ido a la guerra, así que no digas nada, ¿vale?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Si te parece increíble que haya gente como Cromwell, eres idiota, simplemente. Ésos son los tipos que se convierten en ejército regular y que están dispuestos cuando llega el momento de librar una guerra. Son los que nos salvan el culo.

– ¿Por qué te cabreas conmigo?

– Porque te crees muy listo. Crees que los tipos que, como éste, creen en su país y están dispuestos a dar la vida por él, son unos bordes. ¿Dónde estabas tú durante la guerra del Vietnam?

– Intenté alistarme, ya te lo he dicho.

– Y una mierda.

– No huí a Canadá, ni quemé mi cartilla. Me llamaron y me declararon inútil.

– Lo cual te encantó.

– Bueno, claro, por supuesto. Cully, ¿qué te pasa? Sólo he dicho que era increíble.

– Ya sé lo que has dicho.

Llegaron al Mercedes, abrieron las puertas y esperaron a que el aire circulara por dentro. Jack miró a Cullen por encima del brillo ardiente del techo del coche.

– ¿Estuviste allí toda la guerra?

– Tres años y medio -dijo Cullen.

Y se quedó recorriendo la calle con la mirada, más allá de los pocos coches que había, aparcados en batería frente a los bloques comerciales. Luego, se dio la vuelta, despacio, para mirar hacia la zona del puerto, los cargueros pequeños y los pesqueros comerciales. Luego, con inquietud en la voz, dijo:

– Por Dios.

– ¿Qué pasa?

– El primer banco que atraqué en mi vida, y solo, estaba aquí, en Gulfport.

– ¿De veras?

– Pero ya no está. No lo veo.

– Ese edificio grande por el que hemos pasado al venir era un banco.

– No, era un banco viejo.

Jack se acercó protegiéndose los ojos del sol con la mano.

– Mira allá arriba, Cully, a aquel lado del edificio nuevo. El Hancock Bank.

Cullen se puso detrás del coche.

– Ah, Dios mío, ése es. Hemos pasado justo por delante.

Jack volvió al coche, repasando con la mirada la amplia Vigesimoquinta avenida. Se detuvo y volvió a mirar hacia abajo, al hombre que había en la acera, a unos quince metros, detrás de un coche aparcado al mismo lado de la calle que el suyo. Le costó un momento darse cuenta de que era el indio con pinta de criollo, que le devolvía la mirada.

– Sí, eso es -dijo Cullen-. Recuerdo las columnas de la entrada.

Franklin de Dios, con traje oscuro y camisa blanca, con la chaqueta abierta, se quedó quieto, sin moverse, mirándoles.

– Cully, vámonos -dijo Jack.

Se metieron en el coche e hicieron marcha atrás. Entonces lo veía por la ventana trasera. No se había movido. Cuando pasaron junto a él, les siguió con la mirada. Allí estaba, en el retrovisor, mirando todavía.

– ¿Cully? -dijo Jack.

– Si lo pienso, creo que la mejor época de mi vida fue cuando estuve en el ejército -dijo Cullen.

Condujeron por la zona del puerto y giraron hacia la derecha, junto a los camiones vacíos que llenaban el aparcamiento de camiones bananeros. Siguieron por delante del almacén de la Standard Fruit y luego pasaron por el muelle de cargueros pequeños y pesqueros. Enseguida se encontraron con la arena blanca y limpia que se extendía por el golfo de México, y Jack empezó a mirar por el retrovisor a uno que hacía surf en el golfo, una vela azul y naranja que levantaba espuma, y otra vez al espejo.

Cullen seguía hablando:

– En aquella isla vi morir a tíos que eran colegas míos. Mierda, sólo tendría unos once kilómetros, no sé para qué queríamos aquella isla de mierda. Pero estábamos juntos, en la misma guerra. Era una sensación que nunca he vuelto a experimentar, porque estábamos haciendo algo. O sea, algo importante. El tamaño de la jodida isla no importaba para nada.

– Ahora también estamos haciendo algo -dijo Jack.

– Tengo mis dudas de que salga bien. ¿Pero sabes una cosa? Creo que ni siquiera me importa.

– Quiero decir que ahora mismo tenemos algo en que pensar. Nos están siguiendo.

– ¿Un poli? No has hecho nada.

– Un poli no, el indio. El… ya sabes.

– ¿Sí? -dijo Cullen. Pero no pareció lo suficientemente interesado para volverse y mirar. Sin embargo, preguntó-: ¿Y qué vas a hacer?

– Llegaremos al otro lado de Pass Christian…

Jack calló y volvió a mirar por el retrovisor.

– Me encantaban las casas grandes que había allí -dijo Cullen-. Siempre pensaba: «Sí, chico, éste sería un buen lugar para vivir.»

– Luego apretaré -dijo Jack-. Lo pondré a doscientos por hora…

– ¿En esa curva? -dijo Cullen-. Hay una curva larga antes de llegar a la bahía.

– Mierda -le dijo Jack-. Tienes razón. Bueno, pues pasaré la curva y luego apretaré. Vamos a volar por encima del puente. Luego giraremos de golpe a la derecha en North Beach y lo perderemos de vista.

Y eso hicieron.

20

Jack llegó a la sombra de los árboles y de los destartalados edificios de los muelles, y fue costeando por la carretera vacía: a un lado, viejas estructuras arquitectónicas bajo robles musgosos; al otro, las gastadas escaleras de cemento del malecón, desde las cuales la gente echaba al agua, poco profunda allí, redes de pescar cangrejos. Vio el entablado que se metía en la bahía. Se estaban acercando a una casa que había soportado más de cien años de huracanes.

– El Camille arrancó el porche frontal -explicó Jack-. Dejó un metro y medio de lodo dentro.

Cogió la calle adyacente -fijándose por primera vez en el nombre, Leopold- y aparcó en la parte trasera de la casa, detrás del Chevette de Raejeanne y de uno de color azul brillante, nuevo, que en vez de nombre tenía una serie de números y la palabra «Turbo». Una mujer les miraba desde el sombreado porche trasero. Luego otra mujer, cuya figura resultaba más amplia en la penumbra, pasó junto a ella y empujó la puerta. Su hermana Raejeanne.

– ¿Quién es, amigo o enemigo? -dijo ella.

Y al salir del coche oyó que añadía:

– Es Jack, mamá.

Se quedaron en la mesa del porche trasero, puesta para cinco. Jack presentó a Cullen. Abrazó a su madre, frágil y empequeñecida, y oyó que le preguntaba «¿Cómo está mi gran chico?» al tiempo que él le palmeaba la espalda y encontraba un tono de interés en su voz para preguntarle cómo estaba ella. «Tirando.» Para ella, a los setenta y cinco, todo iba «tirando», con su cabello ondulado rubio y gris, el brillo de sus gafas y aquellos pendientes que parecían cuentas de rosario… Pero era una mujer de setenta y cinco años de las de antaño, y en aquel momento parecía alarmada. Jack le preguntó qué le pasaba.

– No hemos puesto suficientes platos en la mesa.

Jack le pidió que le explicara qué hacía y cómo se encontraba.

Su madre dijo:

– Estuve bien hasta la semana pasada, que me metí en cama con amigdalitis.

– ¿Quién es ese griego? -replicó Jack.

Ella sonrió, intentando no enseñar la dentadura, y le dijo que era igual que su padre, su irlandés. Cullen estaba cerca de ellos, oliendo la comida y haciendo mmmmmmmm cuando Raejeanne le dijo que había gambas hervidas y que había sobrado un poco de su sopa preferida.

– Tenemos invitados. ¿A que no sabes quién, Jack? -dijo Raejeanne.

Lo supo por su manera de preguntarlo. No hacía falta que se lo dijera su madre, con mirada triste:

– Maureen y su marido.

– Salgamos al porche y os prepararé algo de beber -dijo Raejeanne.

– Maureen ha preguntado mucho por ti -dijo su madre-. Le he dicho que estabas trabajando mucho con Leo, y Maureen ha dicho que eso estaba muy bien. Su marido, ese doctor, está con ella.

– Harby -dijo Jack.

– Es la chica más dulce… -empezó a decir su madre. Pero Raejeanne la interrumpió para explicar que Leo intentaría venir lo antes posible. Le dijo a Jack:

– Leo mencionó que te habías encontrado con Helene. ¿Estáis saliendo otra vez?

– ¿Te dice todo lo que sabe?

– Eso espero.

– ¿A quién dice que te has encontrado? -preguntó su madre.

Anduvieron por el pasillo de suelo cubierto de linóleo hasta llegar al porche frontal. Maureen y Harby Soulé se levantaron de sus sillas. Maureen sonrió y le dio la mano:

– No sé por qué, pero sabía que eras tú el de ese coche tan bonito.

Tomó su mano, tan familiar, y le dio un beso en la mejilla, mientras Harby esperaba a un lado con su traje milrayas su corbatita y su bigotillo. Jack pensó que le hubiera pegado llevar el menú bajo el brazo -¡por Dios, cómo se parecía al coronel!-. Jack se sentía animado y seguro, encantado de estar allí. Había un indio criollo asesino dando vueltas por las calles de la bahía de Saint Louis en aquel mismo momento, mientras Raejeanne le servía un vodka con una guinda y su madre le preguntaba si notaba la brisa. Dijo que siempre se levantaba una brisa agradable por las tardes.

– ¿Recuerdas cómo os gustaba ir a navegar a ti y a Maureen? Ahora ya no tienen barco. Raejeanne, ¿qué pasó con aquel barco que tanto les gustaba a Jack y a Maureen?

– Se hundió, mamá.

– ¿Cómo va el trabajo, Jack? -dijo Maureen.

Miró su cuerpo esbelto bajo el limpio vestido azul, sus brazos esbeltos, sus esbeltas piernas cruzadas, sus fuertes manos que aguantaban la copa en su regazo; las mismas manos que cogían la suya cuando, tumbados en la hamaca de la pared que quedaba detrás de Jack, él la sacaba de entre las ropas de ella.

– Igual. Nunca cambia.

– Al menos no necesitáis seguro de responsabilidad civil -dijo Harby.

– No, nunca se queja nadie -dijo Jack.

Allí siempre decía cosas que no decía en ningún otro sitio. Maureen le miraba y lo sabía. Si una vez no le hubiera sacado la mano de entre la ropa y hubieran hecho el amor… No se la podía imaginar haciendo el amor con Harby Soulé.

Harby estaba diciendo que trabajaba dos meses al año para pagar a la dichosa compañía de seguros. Cullen le preguntó a qué se dedicaba. Harby contestó que era urólogo. Cullen frunció el ceño y Raejeanne explicó que cuidaba vejigas. Cullen preguntó si eso era verdad. Dijo que tenía una pregunta pero que sería mejor que se la ahorrase.

Si hubieran hecho el amor… estarían sentados ahí en aquel mismo momento, sólo que no estaría Harby, ni Cullen, y no habría ningún indio criollo llamado Franklin de Dios dando vueltas, ni nicaragüenses… Igualmente podría haber conocido a Lucy Nichols.

– ¿Has oído hablar alguna vez de las monjas franciscanas?

– No estoy segura -dijo Maureen-. ¿Por qué?

– He conocido a una. Cuidan leprosos.

– Oh -dijo Maureen, asintiendo.

– ¿Te puedes imaginar a ti misma haciendo eso?

– Lo dudo. ¿Dónde la has conocido?

– En Carville. ¿Has estado allí?

Notó que la estaba presionando, y no sabía bien por qué.

– Nunca he tenido ganas de ir.

– Es increíble. Parece más un campus universitario que un hospital.

– Harby, tú si que has ido, ¿no?

– ¿Adónde?

– A Carville.

– No, no he ido nunca. Pero algunos de mis colegas sí. ¿Por qué?

«Colegas -pensó Jack-, Harby Soulé, el urólogo, tiene colegas…»

– Porque lo preguntaba Jack.

– Bueno, si quiere ir -dijo Harby-, no puedo imaginar por qué, pero podría conseguirlo.

Sonó el teléfono dentro de la casa. Raejeanne se levantó y abandonó el porche.

– Creo que Jack ya ha ido -dijo Maureen-. ¿Fuiste a recoger un cadáver?

– Sí, el domingo pasado -dijo Jack.

Y hubiera querido añadir: «Pero estaba viva. O sea, hay un nicaragüense que quiere matarla, por eso la metimos en el coche fúnebre, y nos paró otro nicaragüense que en realidad es cubano y un indio misquito que luego mató a un tipo en Ralph & Kacoo, seguro que lo habéis leído, porque se cree que está aquí para luchar en la guerra para la cual esos tipos están buscando dinero y nosotros queremos robárselo…» Por Dios, intentar explicarles eso, aunque sólo fuera la primera parte…

– No recuerdo que el barco se hundiera -dijo su madre-. ¡Era tan bonito! Solíais recorrer la bahía, ¿verdad?, Maureen y tú.

Raejeanne apareció en la puerta.

– Era Leo. Dice que empecemos, que no podrá venir hasta más tarde. Mamá, ¿quieres ayudarme en la cocina?

Maureen hizo un esfuerzo para levantarse.

– Dime en qué puedo ayudarte.

Jack vio que tomaba a su madre del brazo y las tres mujeres se fueron a cocinar.

– Raejeanne, ¿qué ha dicho Leo?

Ella se dio la vuelta para mirarle.

– Te lo acabo de decir. Creo que ha ingresado un cadáver.

– Ya tenía uno esta mañana.

– Bueno, supongo que habrá llegado otro. Odio decirlo, pero así lo espero. Necesitamos cortinas nuevas urgentemente. -Empezó a darse la vuelta, pero volvió a mirarle-. Eh, ¿y cómo es que tú no estás ayudándole?

– Es mi día libre.

Al irse, ella comentó:

– Pobre Leo, solito con su muerto mientras nosotros nos divertimos.

Jack se levantó. Sentía ganas urgentes de irse y miró a Cullen. Éste, con los codos sobre las rodillas, estaba inclinado hacia Harby Soulé.

– Ya no se ve mucho la cordee, ¿verdad?

– ¿La qué? -preguntó Harby.

– La cordee. Es cuando la polla se curva hacia arriba, cuando se hace como un nudo. Dicen que sólo hay una manera de soltarla. Un tío me dijo una vez que la había tenido. Decía que lo que había que hacer, la mejor manera, era poner la polla en el marco de una ventana, cerrar los ojos, y cerrarla de golpe. El tipo decía que duele la hostia, pero que es la única manera de soltarla cuando tienes la cordee.

– Nunca lo había oído -dijo Harby.

– No, de hecho, ya no se habla de eso. El fulano que me lo contó… Era cuando estábamos en el ejército, en la Segunda Guerra Mundial. Pero en Angola no conocía a nadie que lo tuviera y allí había un montón de gente. Supongo que ahora lo arreglan con medicamentos. Tienen medicamentos para casi todo, seguro que tienen alguno para la cordee. Me pregunto si… no, no puede ser. Me preguntaba si las mujeres podían tenerla. Usted también trata mujeres, ¿no?

– Bueno, claro, por supuesto.

– Tío, debe de ver muchos conejos, ¿eh? Si le digo que no he visto un triángulo de pelo en veintisiete años, no se lo creerá. Yo estoy listo, sólo que… Supongo que habrá oído eso de «el que no la usa la pierde».

Jack se imaginaba a Harby como un hombre recién embalsamado al que se hubieran olvidado cerrarle los ojos y pegarle la boca.

Cullen le estaba diciendo que iba a volver a actuar después de tantos años, que un amigo se lo estaba preparando; pero que ahora tenía problemas con su próstata y que se preguntaba si antes de que se pusieran a comer el doctor podría darle un repaso…

Al entrar en la casa con su vaso, Jack oyó que Cullen decía «… para que el viejo dedo se levante», pero no oyó lo que Harby pensaba de eso. En aquel momento, Jack estaba en el pasillo que corría por el centro de la casa. Se detuvo al ver salir a Maureen de una habitación. Ella alzó la vista, al mismo tiempo que cerraba de golpe su bolso. Todo estaba en penumbra y en silencio.

– ¿Cómo te va, Maureen?

– Bien.

Alzó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. Se había puesto algo de maquillaje y pintado un poco los ojos.

– Estás guapísima.

– Bueno, gracias.

– No has cambiado nada.

– ¿De verdad? Bueno, he de confesar que nuestro trabajo nos cuesta. Harby y yo corremos seis kilómetros cada mañana, haga sol o llueva, antes de que él se vaya a Oschner.

– ¿Tú y Harby?

– Y vigilamos lo que comemos. Ya sabes, nada de salsas. Es un palo. He tenido que volver a aprender a cocinar. Ni siquiera me atrevo a usar salsa roux. Imagínate, una chica de Nueva Orleans.

– Tiene que ser duro.

– Ni tampoco a comer carne roja. Se acabaron las parrilladas, la pasta y las albóndigas. -Le dirigió una débil sonrisa-. Tienes buen aspecto, Jack. ¿Te trata bien la vida?

Jack dudó:

– Sí, creo que sí.

Le pasó por la cabeza la visión de Maureen y Harby en la cama haciéndolo rítmicamente, uno dos, uno dos…

Maureen arrugó la nariz.

– ¿Por qué sonríes?

– No sé, me apetece, sencillamente.

– Tú tampoco has cambiado nada, ¿sabes? Sigues pareciendo como…, bueno, distinto. Si ésa es la palabra.

– Es tan buena como cualquier otra -dijo Jack, sonriendo todavía.

Al salir de la autopista, el sol les daba en los ojos. Cullen dijo:

– Los días se hacen largos, pero yo ya no soy joven. Espero que Roy me haya preparado algo.

– ¿Ya sabes qué tipo de mujeres conoce?

– Claro que sí.

– Podrías coger algo horrible.

– Qué más da.

– Tienes que ir a ver a Harby. ¿Te ha repasado la próstata?

– Dice que vaya a su consulta con treinta y cinco pavos.

– Espera y haz que te mire las dos cosas.

– ¿Quieres que te diga lo que me importa y lo que no me importa una mierda a mis sesenta y cinco años?

Lucy había salido del salón al jardín enlosado. Volvía a vestir de negro. «Una nueva costumbre -pensó Jack-, la nueva Lucy revolucionaria interpreta su papel.» Mantuvo la mirada en su figura delgada, las manos enfundadas en los bolsillos de sus tejanos. Siguió a Cullen a lo largo de una pared de ladrillo a través del jardín trasero, caminando sobre las ramas y las flores que habían caído con las lluvias de primavera. Bajo la alta cobertura de los árboles, el patio quedaba en penumbra. El rostro de Lucy parecía pálido a la luz evanescente.

– Roy ha llamado dos veces -dijo ella-. Hoy han ido a cinco bancos y han salido de cada uno con un saco.

Cullen hizo un ruido que parecía un gemido.

Jack lo oyó, sin dejar de mirar a Lucy mientras se acercaban a las escaleras del patio. Vio que estaba tensa, aguantando; lo de las manos en los bolsillos era simple pose.

– ¿Dónde están ahora?

– Han regresado al hotel. Ha vuelto a llamar hace unos minutos. Dice que han metido el coche en el garaje del Royal Sonesta, enfrente…

– ¿El nuevo?

– Sí, ya lo tienen. Un Mercedes de color crema. El 560 SEL, el más potente.

– Supongo que se lo pueden permitir.

– Roy dice que han subido los sacos a la 501, han pedido champaña y no han vuelto a salir. Volverá a llamar dentro de una hora. Ha dicho que «para informar».

– ¿Dónde está él?

– Allí. Tiene una habitación en el hotel, en el mismo piso que el coronel. ¿Cómo la habrá conseguido?

– No lo sé -dijo Jack-. A lo mejor ha tenido suerte. Nunca se sabe con qué va a salir Roy. Por eso está con nosotros y le queremos tanto.

Lucy no cambió la expresión de su rostro ni dijo cosa alguna. Finalmente dio la vuelta, y la siguieron hacia el interior de la casa.

21

Dagoberto Godoy y Crispín Reyna tomaron champaña con sus gambas y hablaron entre sí en castellano, ignorando al hombre de la CIA, Wally Scales. Estaban comentando las películas familiares de Ferdinand Marcos que aparecían en las noticias de televisión.

En aquella película en concreto, de una fiesta, su mujer, Imelda, le cantaba «Feelings» mientras el dictador masticaba un trozo de pizza.

– Ni siquiera deja de comer -dijo Dagoberto- mientras la vaca canta. He oído que ha dejado miles de vestidos y de pares de zapatos…

– Robó miles de millones de dólares, o más -comentó Crispín.

– Escucha -dijo el coronel-. Tenía tantos pares de zapatos que podía llevar uno distinto cada día durante ocho años sin repetirlo jamás. Tenía quinientos sujetadores, casi todos negros, para levantarse esos enormes pechos. Mira -dijo entonces-, ése es Bong Bong, el hijo de Marcos, el que canta ahora. Creo que es maricón.

– El que canta es George Hamilton -le dijo Crispín.

– No, ése no. El otro, el de la cara pintada, el maricón.

– El jodido de Marcos tenía cojones, para ser tan canijo.

– Sabía cómo vivir -añadió Dagoberto-. He oído que tenía más mujeres que Somoza. Bueno, claro, casado con esa vaca… Mírala.

– Sí, y ahora tienen que conectarle los riñones a una máquina -dijo Crispín.

– A veces se acaba pagando. Nadie puede decir lo que le va a pasar. Pero hasta el final… Tío, sabía vivir.

Dagoberto tomó un trago de champaña con una gamba en la boca, luego miró hacia el otro lado de la habitación, y dijo:

– Por favor, Wally, come algo con nosotros, que es nuestra última noche.

Wally Scales se quedó mirando el televisor. Se volvió, meneando la cabeza, se ajustó las gafas y se acercó a la mesa de servicio. Cogió una gamba del plato que había sobre una bandeja llena de hielo picado.

– Probablemente podríamos haberle salvado el culo a Ferdinand, pero se le acabó el tiempo. Hasta el presidente tuvo que admitirlo y pasar el trago. Pero el jodido espabilado sabía vivir, ¿eh?

– Eso le decía a Crispín -explicó el coronel-. Sí, está bien que te diviertas si tu gente no se está muriendo de hambre. Pero llevarse todo lo que él se llevó, todo el dinero, y meterlo en este país, eso es una vergüenza. -Cogió una botella de champaña de la cubitera que tenía junto a la silla y le sirvió una copa a Wally Scales-. Si miro esta mesa, pienso: «Sí, yo también me lo estoy pasando bien.» Ah, pero es distinto. Podría ser mi última comida de este tipo. Dentro de pocos días estaré en las montañas, comiendo cosas enlatadas y luchando por la libertad. -Levantó la copa-. Quién sabe, tal vez ésta sea la última copa de champaña que beba en mi vida.

– Entonces, mejor que te tomes unas cuantas -dijo Wally Scales-. Alegra tu última noche. Eh, pero no te olvides de pagar la cuenta cuando te vayas. -Miró hacia los cinco sacos que había encima del sofá, tres de ellos llenos, dos vacíos, doblados-. ¿Cuánto has dicho que habías conseguido, dos millones y medio?

– No, Wally, dos millones ciento sesenta y cuatro mil -dijo Dagoberto-. Bastante quizá para comprar un helicóptero, a no ser que lo podamos conseguir a mitad de precio. Ya sabes que estamos ofreciendo un millón de dólares al piloto sandinista que nos traiga un Mi-24.

– Y tú sabes por qué no ha picado nadie, ¿verdad? Saben que les pegaríais un tiro.

– No, Wally, nunca haríamos eso.

– Yo sé dónde podríais conseguir algún M-16 por medio millón menos. En el ejército filipino tienen toda clase de sistemas de armas y mierdas de ésas. -Se acabó el champaña y volvió a mirar los sacos-. ¿Crees que es seguro dejarlo aquí por la noche?

– Lo vigilaremos con nuestras vidas -dijo Dagoberto. Levantó la botella de champaña, ofreciéndole más.

– No, basta -dijo Wally Scales dejando su copa sobre la mesa-, tengo que irme, pero me llamarás mañana desde Gulfport, ¿verdad? Antes de subir al barco. Me llamas por la línea privada y luego te comes el papel donde te he apuntado el número. -Wally Scales vio que el coronel ponía una expresión de idiota y siguió-: Es broma, Bertie; un poco de humor negro. Todo el mundo sabe lo que estamos haciendo. Podría añadir que algunos de los nicaragüenses residentes aquí están cabreados porque no les has llamado. -Dagoberto inclinó la cabeza hacia Crispín.

– Utilizo a aquellos en quienes confío. Claro, conozco a algunos, pero la gente puede cambiar de idea. Crispín es leal, y conozco a su familia.

– ¿Confías en Franklin?

– Sí, claro. Hace lo que le dicen.

– Bueno, él no se siente muy seguro con respecto a vosotros por vuestra forma de actuar.

– ¿Qué? ¿Te lo ha dicho él?

– Dice que sólo habláis de Miami, de lo grande que es, de lo lleno que está de felpudos rubios.

– ¿Eso ha dicho Franklin?

– Os diré un par de cosas, chicos. Primera, que tenéis una persona que os vigila, un chico en el que yo puse mucho interés y que me quiere como a un hermano blanco. ¿Entendéis lo que significa eso? El chico es constante, come lo que le den y nunca protesta. Segunda, que creo que tendríais que daros cuenta de lo solo que se siente Franklin. Creo que el único motivo por el que os la tiene jurada es que no le habláis bastante. ¿Entiendes? Invítale a subir y ofrécele unas copas, por el amor de Dios, si el dinero no es tuyo. ¿Qué opinas?

Dagoberto se encogió de hombros:

– Claro, ¿por qué no?

Wally Scales empezó a darse la vuelta, miró hacia el televisor y se detuvo.

– ¿Sabéis lo que me parece más interesante de ese número de las Filipinas? Me refiero a cómo echaron a Marcos. Lo pensaba ayer mientras leía lo de Jerry Boylan, ese tipo al que asesinaron en el lavabo. Hace tiempo, cuando su gente, los del IRA, se rebelaron contra los británicos, en 1916 (el Levantamiento, como lo llaman ellos), asaltaron y tomaron la oficina de Correos de Dublín. Pero cuando los filipinos se levantaron contra Marcos, ¿qué tomaron? La jodida emisora de televisión. Los tiempos han cambiado, señores; vivimos en la era de la inteligencia electrónica instantánea. Si la cámara de vídeo no te coge, te cogerá la computadora.

En aquel momento, el coronel nicaragüense y el nicaragüense cubano de Miami hablaban otra vez en castellano y seguían bebiendo champaña, y comiendo gambas. Dagoberto se quedó mirando el televisor. Por un momento, pensó que seguían dando películas familiares de los Marcos, pero era la serie «La rueda de la fortuna».

– ¿Crees que Franklin le cuenta cosas? -preguntó Crispín.

– Creo que Wally se lo ha inventado -contestó el coronel- para que pensemos que la CIA nos controla. Tendría que haberle dicho que eso era insultarnos. Tendría que haberme ofendido, quizás incluso haber montado en cólera.

– Olvídalo -dijo Crispín-. Hoy, en el periódico, un hombre que escribía sobre la ayuda a los contras hacía esta pregunta: ¿irá el dinero a los patriotas anticomunistas, o a cuentas privadas en Miami? Yo creo que es mejor que no protestemos, que les demos algo en que pensar.

– Mañana le diré que me he sentido insultado.

– Mañana sólo tienes que decirle a Wally una cosa: «¡Me han robado!» Con sentimiento. Practícalo: «¡El muy hijo de puta se ha llevado el dinero!» Así.

Dagoberto estaba pensando, mirando hacia la ventana que destacaba bajo la luz del atardecer en un balcón del Hotel Royal Sonesta, al otro lado de la calle.

– Mañana, Nacio cogerá un billete en el aeropuerto, a nombre de Franklin de Dios. -Estaba pensando en voz alta-. A las nueve y diez de la mañana, embarcará en el vuelo a Atlanta. Luego, cambiará el billete por otro para Miami.

– Nacio no se parece en nada a Franklin.

– Tanto da. Nos llamará desde Atlanta, cuando esté seguro de que sale el avión hacia Miami. Justo antes.

– Mientras te fíes de él…

– Nacio estuvo en la Guardia Nacional, fue mi ayudante hasta 1979, y entonces se vino aquí. No hace preguntas… Está bien. Franklin irá mañana al aeropuerto, a la misma hora, a devolver el coche.

– ¿Reconocería a Nacio si lo viera? -preguntó Crispín.

– No hay ninguna posibilidad de que se conozcan. Nacio es de Managua. Bueno, Franklin vuelve al hotel en taxi y nosotros nos vamos con el Mercedes nuevo. Sí. Sí -dijo Dagoberto-, antes de que Franklin se vaya al aeropuerto podría llamar a Wally y decirle que ha sido un insulto.

– Si no te olvidas de eso, es que estás loco -dijo Crispín. Estaba tranquilo, con la pierna estirada sobre el brazo del sillón-. Escucha, lo único que tienes que decirle es que Franklin estaba vigilando el dinero en la habitación mientras nosotros desayunábamos abajo. Cuando hemos vuelto, se había ido con el dinero. Y con el coche, el Chrysler.

– No le digo que Franklin lo ha devuelto a la compañía de alquiler en el aeropuerto.

– ¡Madre de Dios! -dijo Crispín-. El aeropuerto, ni lo menciones. Le dices que se ha llevado el dinero y el Chrysler, el amigo fiel del hombre de la CIA, ¡maravilloso!, y que nos vamos a buscarle.

– Wally me preguntará adónde.

– No lo sabes. Estás histérico, tío, excitado. Entonces sí que montas en cólera. Le dices a Wally que le volverás a llamar.

– ¿Y qué pasa si avisa a la policía?

– Que busquen, qué más da. Luego, cuando le vuelvas a llamar, ya sabremos que tu hombre, Nacio, habrá abandonado Atlanta, ¿eh? Le dices a Wally que has llamado a varias líneas aéreas, pero que nadie te puede dar información sobre Franklin de Dios, así que exiges que investigue él y le dices que le volverás a llamar.

– Por tercera vez.

– Sí, estás muy ansioso.

– ¿Desde dónde le llamo?

– Desde donde estemos, no sé. Ya habremos salido de aquí. Supongo que estaremos en el estado de Misisipí.

– ¿Le llamo cuando hayamos matado al indio?

– Por supuesto, después.

– De acuerdo, llamo a Wally por tercera vez…

– Y te dirá que Franklin se ha ido a Miami.

– ¿Y si todavía no lo sabe?

– Lo sabrá, no te preocupes. Le dices que nos vamos inmediatamente hacia allí y cuelgas el teléfono. ¿Sencillo, no? Eso es todo lo que tienes que hacer.

– Sí, pero no te adelantes. Hemos matado al indio… ¿qué hacemos con el cadáver?

– Eso es nuevo para ti, ¿eh? -dijo Crispín-. Cuando lo hacéis vosotros, dejáis los cadáveres tirados por ahí, ¿no?

– Quiero saber dónde lo meteremos.

– Ya lo veremos. En Misisipí, en algún bosque.

– No quiero sangre en el coche.

– Si se mancha, te compras otro.

– Hombre, me ha costado sesenta mil dólares.

Crispín alzó su copa y bebió champán, dejando que pasara un momento de silencio.

– ¿Qué es lo que te preocupa por matar a ése?

– El indio me tiene sin cuidado. No significa nada para mí.

– Entonces, ¿qué te preocupa?

– Soy un soldado. Esto no es como luchar en la guerra.

– Bueno, dentro de poco ya no serás un soldado -dijo Crispín, y sonrió-. Puedes considerar esto como un aprendizaje de nuevos negocios.

Dagoberto guardó silencio durante un rato.

– Necesitaremos una pala.

– ¿Para qué?

– Para enterrar al indio.

– Sólo enterraremos las manos y la cabeza. Para eso no hace falta una pala.

– Necesitamos un hacha.

– La conseguiremos.

– O un machete.

– Será más fácil conseguir el hacha.

– Ese jodido indio, mira que irse de la boca.

– Has dicho que creías que Wally se lo había inventado.

– En parte. Pero sé que ese jodido indio se ha ido de la boca. Es una vergüenza que no podamos fiarnos de nadie, ¿no?

Wally Scales salió del hotel y cruzó la calle Bienville para llegar hasta Franklin de Dios, que estaba junto al Chrysler negro, con su traje negro, con el cuello abotonado pero sin corbata; el chófer indio, salido de las tierras salvajes de Río Coco, vía Miami, para llegar a una calle de barrio francés. «Vaya, vaya -pensó Wally Scales-, y no hay manera de saber qué ronda por su cabeza.»

– ¿Por qué no nos tomamos una copa de despedida, amigo?

– Tengo que estar aquí.

– Es posible que tengan compañía, pero dudo que salgan hoy, con tanta pasta ahí dentro.

– Me han dicho que tengo que quedarme aquí fuera.

– Y usar la puerta de atrás, ¿eh? Y sacudirte el polvo de los pies.

– ¿Qué?

– Nada, hablaba por hablar. ¿Te has de quedar aquí toda la noche?

– Me han dicho que vigile, eso es todo.

– ¿Para qué?

– No lo sé.

– No he notado que estuviesen preocupados por nada. ¿Y tú?

– Sólo se ven a sí mismos.

Ahí, por un segundo, el indio se mostró abierto.

– ¿Me quieres decir algo, Franklin?

Wally Scales percibió cierta duda en el indio, antes de que éste negara con la cabeza.

– ¿Nada extraño o inusual? ¿Adónde has ido hoy? -preguntó.

– He seguido el coche de la mujer.

– ¿Sí? ¿Adónde ha ido, a algún sitio especial?

– Por ahí.

– Puedes decirme lo que quieras, amigo, cualquier cosa que te preocupe. -Wally Scales le dio tiempo para que se descargara, pero no lo consiguió. Siguió hablando en tono cálido, de confesión-. Supongo que fuiste tú quien tuvo que cargarse a ese hombre. Al del lavabo.

Franklin no dijo nada.

– Siento que tuvieras que hacerlo. Ya debes de saber que era un tipo muy peligroso. Hubiera intentado robaros el dinero. De eso estoy seguro, y hubiera matado a quien se interpusiera en su camino. De hecho, sabemos que estuvo en Managua… Bueno, tanto da.

»En fin, ¿estáis preparados? ¿Listos para el viaje en el barco bananero?

– Sí, creo que ya es hora de volver a casa y ver a la familia.

– ¿Y volver a tu guerra?

Franklin movió los hombros, como encogiéndolos, de nuevo encerrado en sí mismo.

– Si quieres quedarte, puedo arreglarlo.

– Quiero ir a casa.

– Si eso es lo que quieres, Franklin, lo tendrás. Tendrás a los malditos murciélagos golpeando en tu ventana, malaria, hepatitis, diarrea (la venganza de Somoza, el hijo de puta) e insectos. Todos los insectos que el hombre conoce y algunos más. Nunca en mi vida he visto tantos insectos. Parecen bestias salvajes más que bichos. Pasé dos años allí abajo y no volveré nunca. Ni por un sueldo ni a punta de pistola. Cuando oigo a esos dos luchadores por la libertad decir que podría ser su última comida de trescientos dólares, se me rompe el corazón. El coronel, hablando con la boca llena…

Wally Scales miró hacia la calle Bourbon, a los turistas, se quedó un rato mirando mientras ponía orden en sus ideas, y siguió hablando:

– Te diré una cosa, Franklin, ya que es posible que nunca volvamos a vernos. Hablo bastante buen castellano y casi puedo entender todo lo que oigo, pero nunca lo he dicho. Si te haces el idiota y escuchas, siempre se aprenden cosas. Por ejemplo, he oído al coronel decir una cosa en castellano y otra totalmente distinta en inglés. Incluso su tono de voz, según hable con uno u otro, le delata, y él no se da ni cuenta. No he conseguido enterarme de ningún auténtico secreto, pero he observado que ese hombre es avaricioso y te lo diré claro, Franklin: mantén los ojos muy abiertos. Si no te han incluido en su conversación puede ser por algo más que por simple esnobismo. Tal como se lo pasan esos dos cowboys, cuesta mucho imaginárselos luchando en los bosques. Son capaces de dejarte tirado en una esquina y desaparecer. Si esos sucios cabrones te dejan colgado, llámame. Te voy a dar un número de Hilton Head, en Carolina del Sur. Mira, puedo hacer que te recojan y llevarte a casa de alguna manera. Te lo prometo. O, por otro lado, si te llevan con ellos, pero dicen que van a Miami o algún sitio así, al cayo de Biscayne, por ejemplo, te agradecería que también me lo dijeras. Me importa una mierda el dinero que se llevan, no lo han sacado precisamente de viudas y huérfanos, pero odio pensar que se me utiliza. ¿De acuerdo? ¿Me llamarás?

Franklin asintió.

– ¿Te han enseñado el dinero?

Franklin negó con la cabeza.

– Ahí arriba hay cinco sacos de banco, tres de ellos, según dicen, llenos de dólares americanos. -Wally Scales frunció el ceño y se ajustó las gafas-. Un momento… ¿se han vuelto locos? Dudo que sepan cuál es la capital de Nebraska, pero no están pirados, ¿verdad? Dejar dos millones de pavos tirados en el sofá e irse a la cama… Si tú fueras el coronel, Franklin, ¿cómo los guardarías?

– ¿Quiere decir si no fuera sentándome encima con el arma en la mano? -preguntó Franklin.

– Sí, ¿hay alguna forma mejor?

– ¿Esconderlo?

– Podría ser, pero ¿dónde?

Wally Scales le dio tiempo para que lo pensara.

– Franklin, ¿recuerdas cómo te enseñamos a utilizar una granada? Abres una puerta o una persiana, y… ¡pumba…! Creo que el coronel neutralizó a un cura mediante esa técnica. El cura abrió el maletero de su coche y encontró su premio. ¿Sabes por qué te digo esto? Si te entra la curiosidad, amigo mío, y esos dos no te dicen nada, ten muchísimo cuidado con lo que abres, ¿entiendes? Di que sí.

Franklin asintió.

– Me han dicho que tienen algo más de dos millones de pavos. ¿Cuánto es eso en córdobas? Añádele unos cuantos ceros y llévalo al mercado negro. Mierda, eso serviría para comprar algunas latas y plátanos fritos, ¿verdad? Si no fueran a comprar armas y municiones.

El indio ni siquiera pestañeó.

– Pero en eso estamos, Franklin, en el asunto de la guerra silenciosa. -Wally Scales volvió a mirar hacia la esquina al oír débilmente la música dixieland que salía de algún lugar de la calle Bourbon. Mirando de nuevo a Franklin, dijo con el tono de voz más bajo posible:

»Te diré algo más. Sólo entre nosotros, ¿vale?… Voy a dejar este jodido trabajo. El hombre que me contrató ha ido ascendiendo hasta director, el mayor nivel profesional en la agencia, y ha presentado la dimisión. Lo ha dejado porque estaba hasta el moño de toda esta mierda, y eso es exactamente lo que voy a hacer yo. ¿Sabes por qué?

Esperó a que Franklin de Dios, mirándole con sus ojos oscuros y solemnes, negara con la cabeza.

– Porque, hagamos lo que hagamos, siempre tenemos la jodida razón. ¿Sabes qué quiero decir?

– Está cansado -dijo el indio.

– Hombre, que si lo estoy.

22

Lucy le explicó que había vivido en aquella casa toda la vida, hasta que se fue, y que aunque cada varios años cambiaban el papel de la pared y la decoración, siempre parecía igual, salvo el salón galería. Dijo que sin entrar en esa galería era posible vivir en aquella casa durante varias generaciones y no cambiar nunca de actitud. Dijo que había que tener cuidado, con aquel clima de Nueva Orleans, de no dejar que a uno le creciera musgo, aunque eso no era sólo por la humedad. Dijo que no tenía idea de lo que opinaba su madre; tal vez se lo preguntaría algún día, se acercaría a ella como en cumplimiento de una obra piadosa. Dijo que por alguna razón estaba empezando a entender más a su padre y considerarlo por primera vez como hombre, y no como padre.

Se quedaron en el vestíbulo principal, en la puerta del cuarto de estar, formal y oscuro.

– He empezado a darme cuenta de que no sé demasiado sobre los hombres. Nunca me he imaginado a mí misma como hombre.

– Tampoco yo me he imaginado como mujer -dijo Jack. Esperó un momento y siguió-: No, me parece imposible.

– Pero tú no pareces muy consciente de estas cosas.

– Bueno, de vez en cuando me pesco posando.

– Te das cuenta cuando no eres tú mismo.

– No sé muy bien de qué estamos hablando.

– Los únicos hombres que conocí antes de irme eran mis amigos y algunos de sus padres. Los chicos bebían mucho y tenían un sentimiento trágico acerca de ellos mismos que veo que era teatral, exagerado, si lo pienso.

»Supongo que querían llamar la atención. No aprendí nada de ellos. Conocí chicos y padres, pero no conocí hombres. ¿Entiendes lo que quiero decir? No pensé en ningún hombre como ser individual hasta que te conocí y empecé a observarte con Roy y Cullen. Nunca había estado tan cerca de hombres como para considerarlos individualmente como tales.

– ¿Me has estado observando?

– Sí… lo he hecho. Conoces a muchas mujeres, ¿verdad? Estoy segura de que siempre ha sido así. Aquella con la que fuiste a hablar en el restaurante… era Helene, ¿no?

– ¿Cómo lo sabías?

– Me habías dicho que era pelirroja.

– Sí, pero ahora lo lleva distinto de cuando solíamos vernos. Me refiero a su cabello. Se ha hecho la permanente.

– Me fijé en ella cuando entró, por su forma de mirarte… Le explicaste lo que estábamos haciendo, ¿no es así?

– Tenía que decirle algo, después de la ayuda que nos prestó.

– ¿Pasaste la noche con ella?

– De hecho… -dijo Jack-. Sí. Pero no hicimos nada. «¡Por Dios!» Se oyó a sí mismo y no lo podía creer. Dar esa sensación de culpabilidad, con todas las cosas que podría haber dicho.

– ¿Te fías de ella?

– Sí, claro, me fío de ella. Si no, no se lo hubiera dicho.

– ¿Querías saber su opinión? ¿Era por eso?

– Bueno, tal vez. No lo sé.

– ¿Quieres salirte de esto? Puedes. Sólo tienes que hacerlo. Desde luego, no me debes nada.

– Estoy aquí. -Ella esperó, mirándole.

– ¿Sí? -Él posó sus manos sobre la curva de los hombros de ella y besó sus labios, tiernos y ligeramente separados.

– ¿Seguro que estás aquí? -insistió ella.

Esperó, y él volvió a besarla, porque quería hacerlo, mirando su cara delicada, que resaltaba en la oscuridad de la habitación, y porque no sabía qué decir.

– ¿Qué significa esto?

– Lo analizas todo.

– ¿Quieres acostarte conmigo? ¿Quieres hacer el amor conmigo?

– Un momento. ¿Quieres decir que si lo he pensado? ¿O me estás diciendo que lo hagamos?

– Siempre he pensado -dijo Lucy- que había que tomárselo muy en serio. Que había que ser arrastrado por el deseo.

– Ya, a veces pasa. El caso es que… verás, antes tienes que gustarte a ti misma. Si te gustas, entonces lo tienes todo. No hace falta ser serio, puede resultar muy divertido.

– Nunca he hecho el amor.

– ¿De veras? -preguntó él. Y quiso retirarlo; no quería parecer sorprendido-. Bueno, no, tampoco pensaba que lo hubieras hecho. Con tu voto de castidad, claro que no.

– Realmente, nunca pensé mucho en eso.

– No, te mantenías pura… ¿Pero has estado pensando en ello últimamente?

– ¿Sabes cuándo fue la primera vez?

– Dímelo.

– La otra noche, en el dormitorio, cuando me senté en el borde de tu cama. Luego estuve pensando y me pregunté si había ido a verte por eso, porque quería que pasara.

– Pensé que sólo querías hablar.

– Y así era. Pero cuando estaba allí sentada me sentí muy consciente de que estábamos solos en una habitación oscura. Me di cuenta de que así era como se llegaba a la intimidad. Era el principio, y la sensación me agradó mucho. Quería que me tocaras, pero estaba muerta de miedo.

– Bueno, escucha…

– Aprendí algo de mí misma que antes no conocía.

– Vaya, has salido de las monjas, pero volando.

Ella le sonreía de nuevo. Dijo:

– Nunca te olvidaré, Jack. Me lo recuerdas tanto…

Sabía a quién se refería. El otro día, cuando lo dijo por primera vez, no. Pero en esta ocasión… le bastaba con ver su cara, su sonrisa, para sentir escalofríos en la nuca.

– Antes de que se quitara la ropa y le llamaran pazzo y le tirasen piedras -dijo ella-. Francisco de Asís. Seguro que era igual que tú.

Roy llamó a las diez menos cinco. Lucy habló con él durante un minuto y luego le pasó el teléfono a Jack, con una mirada de recelo, diciendo:

– Está en el hotel.

Y siguió mirándole cuando él cogió el auricular.

– ¿Roy?

– Oye, estoy casi enfrente de la habitación del tipo, al otro lado del patio. Estoy sentado en la oscuridad dejando una rendija entre la puerta y el marco, mirando hacia el ascensor. Casi puedo ver la 501. Han metido el coche en el garaje y han subido cinco sacas de banco a la habitación, y no han salido desde entonces. Little One ha entrado y salido varias veces, y dice que se han bebido tres botellas de champaña y que ahora le dan al coñac y se han puesto a hablar de tías. Si pudieras hacer que, ¿cómo se llama?, Helene, les hiciera salir un par de minutos, lo tendríamos todo hecho.

– No, de ninguna manera.

– Que llame desnuda a la puerta; cuando abran viene corriendo hasta aquí, y los cogemos.

– Ella no está metida en esto.

Vio que Lucy le estaba mirando y oyó que Roy le decía:

– Bueno, mierda, todo el mundo está metido en esto menos ella, y resulta que ha hecho más que muchos.

Permanecían en la galería. Cullen, al otro lado de la habitación, estaba sentado en su sillón favorito, mirándole por encima de la revista.

– Jack, ¿es Roy?

Jack asintió y, mientras Cullen decía «Quiero hablar con él», siguió hablando por el teléfono:

– ¿Y el indio?

– Ha estado un rato abajo, pero ahora debe de haberse llevado el Chrysler. La última vez que he mirado ya no estaba.

– Nos ha seguido a Gulfport.

– ¿Sí? ¿Y qué ha pasado?

– Nada, le he despistado.

– Bueno, ¿qué habéis averiguado?

– Alvin Cromwell tiene preparado un barco bananero. Cree que irá con ellos mañana.

– Vaya, os ha ido bien, ¿eh?

– Así que esta noche no saldrán… Roy, ¿has bebido?

– Unas copas. ¿Cómo lo sabes?

– Porque todavía no has insultado a nadie.

– Bueno, escucha. Si no te gusta mi primera idea, tengo otra. Cuando entre Little One a llevarles algo o a recoger, entramos con él. Mierda, detrás de Little One cabríamos los cuatro.

– Roy, un vez entré en la suite presidencial de un hotel. Había seguido a una pareja durante cinco noches y estaban cargados: la mujer llevaba un conjunto de joyas distinto cada vez que la veía. Se anunciaba a sí misma. Miradme, qué rica soy. Entré en su habitación, y ¿sabes qué encontré?

– Quieres decir algo -dijo Roy-, pero todavía no veo por dónde vas.

– No encontré nada. Ella había metido las joyas en la caja fuerte del hotel. Y él había encerrado también hasta el dinero suelto. La moraleja es: «Si parece demasiado bueno para ser cierto, es porque no lo es.»

– Jack, no se pueden meter cinco sacas de banco en una caja, ni siquiera en la del hotel.

– ¿Has mirado dentro de las sacas, Roy?

– De acuerdo, ¿dónde pueden haberlo metido?

– No lo sé; pero cuando lo hacen tan a las claras, montando el espectáculo con las sacas, ya sabes que no está en la habitación. Si entramos detrás de Little One y no encontramos nada, ¿qué? Se acabó. Nos largamos, los polis cogen a Little One, examinan su expediente, hacen un trato con él y volvemos a la granja. Llegaremos a tiempo para plantar soja.

– Quiero saber dónde podrían esconderlo -dijo Roy.

– Esperemos hasta mañana -dijo Jack-, y ya veremos. No utilices a Little One para nada, ¿de acuerdo? Está limpio y quiere seguir estándolo.

– ¡Qué aburrido eres! -dijo Roy-. Mierda. Escucha, envíame a Cullen para que me ayude y luego venís tú y Lucy, después de medianoche, con los dos coches. Así estaremos a punto en cuanto amanezca. Dile al tipo de la recepción que tenemos una fiesta aquí arriba, en el 509. Mierda, también podríamos tenerla.

En cuanto Jack colgó, Lucy dijo:

– ¿Soy yo la que no está metida en esto?

– Hablaba de Helene, de utilizarla otra vez como cebo.

– ¿Y no te ha gustado la idea?

Desde el otro lado de la habitación, Cullen dijo:

– Yo quería hablar con él.

– ¿Te has servido de ella y se lo has contado todo, y no está metida en esto?

– Lo hizo como un favor, eso es todo. Voy a llevar a Cully y luego pasaré por Mullen para cambiarme. ¿Qué tal si nos encontramos en el hotel dentro de un par de horas? Aparca en el garaje subterráneo que hay al otro lado de la calle.

– ¿Haría cualquier cosa que le pidieras?

Observó su cara, alzada ante él, y dijo:

– ¿Qué quieres saber, Lucy, lo que ella haría por mí o lo que yo estoy dispuesto a pedirle?

El cadáver que Leo había preparado aquella mañana ocupaba un Batesville de precio moderado en uno de los velatorios pequeños. Jack estudió el rostro del hombre bajo la luz de la lámpara, sorprendido por su extraño aspecto y por la forma en que su escaso pelo aparecía peinado y lacado sobre la frente, como si fuera un senador romano. No era obra de Leo.

Pero Leo tenía que estar allí. O alguien del servicio de seguridad. Jack buscó en los otros velatorios. Raejeanne había dicho que Leo había recibido otro cadáver; si no, ¿por qué había llegado tarde a comer? Sin embargo, parecía que el hombre del velatorio era el único cliente, salvo que el segundo estuviera arriba, en la sala de preparación, y Leo estuviera en su despacho. Jack había entrado por la puerta principal. Podía asegurarse, mirar si el coche de Leo estaba en la parte de atrás. O podía subir corriendo y buscarlo. De todas formas, tenía que subir. Había alguien. Jack lo sabía. Tenía que haber alguien. Lo que no entendía era por qué, después de haber vivido allí tantos años, sentía la urgente necesidad de mirar atrás. De volverse rápidamente.

El agente de seguridad debería estar allí mismo, en el vestíbulo, o en la pequeña sala de recepción, y sus termos de café sobre la mesa. Pero como no estaba…

Jack subió las escaleras, llegó al oscuro pasillo y se detuvo al oír el ruido. Como una puerta que se cerrara con cuidado, con un débil «clic». La doble puerta de la sala de preparación estaba cerrada. También lo estaban las puertas de la sala de selección de ataúdes. Pensó en la Beretta que le había quitado a Crispín Reyna, debajo del asiento de su coche, y en la Beretta del coronel, por Dios, la que había tenido en sus manos y había devuelto al armario mientras el indio estaba en el cuarto de baño y él juraba que nunca volvería a entrar en una habitación de hotel, nunca jamás. Entonces estaba en casa, pero sentía la misma sensación de que no debería estar allí. O de que alguien no debería estar allí. Encendió la luz del pasillo. No le sirvió de mucho.

Revisó primero la sala de presentación, porque en la de selección de ataúdes… mierda, era demasiado fácil esconderse allí. Nunca le había gustado aquella habitación, con todos aquellos ataúdes forrados de crepé esperando a la gente.

Abrió la puerta de la sala de preparación, entró de un salto haciendo un extraño ruido de succión y:

– ¡Oh, mierda! -dijo al ver a Helene allí, de pie, con una expresión de clara sorpresa en su cara. Helene en tejanos y con una camiseta con el brillo de la luz reflejado en su cabello al salir de la oscuridad.

– Eh, Jack, ¿pasa algo? -dijo ella.

– ¿Qué haces aquí?

– Me toca trabajar este fin de semana, hasta el lunes.

– Andas detrás de algo, estoy seguro. ¡Por Dios!

– Ya no ando enganchada a las drogas, Jack. Estoy limpia.

– Venga… ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Y a ti qué te parece, histérico? Trabajo aquí. El lunes tendrás que llevarte todo lo tuyo, porque me voy a mudar.

– ¿Te ha contratado Leo?

– Ya sabes que buscaba a alguien desde que tú le dejaste. He maquillado al tipo ése, y le ha encantado. Me refiero a Leo. Me ha llevado a casa para que recogiera un par de cosas, hemos vuelto, y me ha preguntado si consideraría la posibilidad de trabajar aquí, y yo le he dicho que claro que sí, que estaba dispuesta a empezar inmediatamente.

– Anoche ni siquiera querías entrar.

– Sí, bueno, ya lo he superado. Sabes, en el fondo tal vez creía que estaba asustada. Pero en cuanto te acostumbras… Cuando vi que te ibas pensé: «A ver cómo está lo del viejo Jack.» ¿Quieres beber algo? Pasemos a mi apartamento. No es nada del otro mundo, pero lo voy a arreglar. También haré algo con el despacho de Leo. En el piso de arriba parece como si todo estuviera condenado. Leo dice que en un año o así podremos empezar también con el piso de abajo, vender esos muebles asquerosos. Es simpático, ¿no? Jovial.

– Es todo un tío. ¿Cuánto te paga?

– Me temo que eso no te incumbe. De hecho, me ha preguntado cuánto necesitaba.

– ¿Leo?

– Le he contestado que ya le diría algo. También me encargaré del maquillaje y del cabello, no sólo de conducir.

– Helene, éste no es un lugar para una chica como tú.

– ¿Y cómo soy yo, Jack?

– Espera que entre uno de los malos, alguien que haya muerto en un terrible accidente. O que tengas que ir al depósito de cadáveres a recoger a algún ahogado que hayan sacado del río, descompuesto, comido por los peces…

– Jack, te vas a marear. ¿Quieres beber algo o no?

– Quiero ducharme y cambiarme.

– Espero que eso mejore tu humor, Dios mío.

Helene le siguió al apartamento.

Al entrar en el dormitorio, dejó su copa sobre la mesa, se apoyó en él y le miró mientras se quitaba la ropa.

– Tienes dos botellas y media de vodka en el congelador, pero no tienes cerveza.

– Suele ocurrir.

– Todavía tienes un cuerpo bonito, Jack.

– ¿Qué significa «todavía»?

– No estás precisamente joven, muchacho.

– Estoy encantado de haber venido.

– Cuando te hayas duchado, ¿querrás que seamos amigos?

Lo preguntó con un tono que le resultaba familiar, con aquella disposición en sus ojos, mientras le miraba. Tiró su camisa sobre la cama y se acercó a ella.

– Ya lo somos.

– ¿Buenos amigos?

– Creo que somos algo mejor que buenos amigos.

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no hacemos el amor?

– Mucho.

– Dos mil doscientos quince días… más o menos.

– Desde luego, estoy dispuesto.

Cerca de él, ella dijo:

– Claro que lo estás. Te he echado mucho de menos, Jack -añadió-. ¡Chico, cuánto te he echado de menos!

Se afeitó bajo la ducha caliente, se lavó el pelo, cerró el grifo y salió al lavabo, al espejo lleno de vapor. Aún les quedaba una hora, por lo menos. Al sacar la toalla del toallero abrió la puerta, esperando ver a Helene en la cama, aguardándole con alguna afectada pose seductora, tal como la recordaba de aquella misma mañana -sólo de aquella misma mañana, cuando hacía sus ejercicios gimnásticos y sus pechos luchaban por mantenerse levantados…-. No estaba en la habitación.

Mientras se frotaba el pelo con la cara tapada por la toalla oyó su voz. Luego volvió a oírla. «Jack.» Se quitó la toalla de la cabeza y se sorprendió de su expresión, sus ojos, en los que no había la menor traza de seducción.

– Hay alguien abajo.

– ¿Estás segura?

– He oído que se rompía un cristal.

23

Franklin se había decidido por el camino: no entres en ningún sitio como entraste en aquel cuarto de baño. Ni anuncies tu llegada. Entra rápido y apunta al tipo con tu pistola antes de que se entere de lo que está pasando.

Pero no le salió como quería. Había pensado que la puerta estaría abierta para que la gente pudiera entrar a ver a los muertos; alguna mujer que echara de menos a su marido al acostarse, claro, y quisiera volver a estar con él. Pero la puerta estaba cerrada. De modo que tuvo que romper uno de los pequeños cristales con la empuñadura de su pistola y luego darse prisa, porque había hecho mucho ruido, para coger al tipo antes que se diera cuenta de lo que pasaba y sacara su propia arma.

En aquel momento, Franklin estaba en la escalera.

Llegó al rellano, donde la escalera daba la vuelta, miró hacia lo alto y vio a un tipo arriba de todo, con la camisa desabrochada, bajo la luz del techo. Su cabello parecía mojado. Franklin le apuntó con la pistola porque tenía algo en las manos que brillaba bajo la luz, algo que parecía una pieza de metal. El tipo lo bajó lentamente, viendo que no podía usarlo, lo tiró al suelo sin que nadie se lo pidiera y se quedó con las manos a los costados, sin levantarlas.

– Se supone que has de unir las manos detrás de la cabeza -dijo Franklin.

Pero el tipo no lo hizo. Se cogió la camisa desabrochada, en la parte de arriba de la escalera, y dijo:

– Mira, no llevo nada. Soy tu prisionero, ¿vale? Pero no voy a poner las manos detrás de la cabeza, ni me voy a poner en cuclillas, ni ninguna de esas mierdas. ¿Quieres mis zapatos? No los llevo puestos, pero si ésa es la costumbre te daré un par. Venga.

El tipo se alejaba y Franklin tuvo que subir las escaleras corriendo para alcanzarlo. El tío andaba por el pasillo diciendo:

– ¿Te crees que todavía estás en esa jodida guerra? Tendré que ponerte al día, Franklin, si es que puedo saber de dónde has salido.

Entraron en la habitación del tipo, donde habían hablado por primera vez cinco días antes. Pero en esta ocasión había una mujer pelirroja, con los ojos muy abiertos, la misma mujer que estaba con el coronel la noche anterior en el hotel. El tipo dijo:

– Franklin, ésta es Helene. Creo que ya os conocéis. Siéntate, Franklin. Beberemos algo y aclararemos unas cuantas cosas.

El tipo abrió la nevera, pero luego se volvió hacia él, diciendo:

– Eh, Franklin, pero antes tienes que guardar esa pistola, ¿vale?

– Lo llamaron cena pro luchadores de la libertad, o algo así. Fue en Miami, en un gran hotel. Había gente en todas las mesas de la sala y yo estaba en una mesa larga que había al principio -dijo Franklin-. Primero nos dieron una cena que costaba quinientos dólares por persona. Creo que era pollo. Bastante bueno. Luego oímos los discursos. Un tipo soltó el rollo, dijo mi nombre a todo el mundo y explicó que era un indio misquito que luchaba por la libertad de mi pueblo, y todo el mundo aplaudió. Luego regalaron esculturas de águilas a gente que había dado mucho dinero. Luego, algunas personas, otras, vinieron a hablar conmigo. Uno de ellos, un indio de Estados Unidos, me dijo que no me lo creyese, que todo lo que me decían era pura mierda. Vino gente rica a darme la mano. ¿Sabes lo que me decían? «Buen chico.» ¿Que querría decir eso?

– Significa -explicó Jack- lo que te dijo el indio. Te estaban envainando con el pollo a la reina.

– Un hombre rico me dijo que había dado veinticinco mil dólares y que le encantaría unirse a mí en la lucha por la libertad, pero que su mujer no le dejaría ir. Le contesté que se trajera a su mujer. Podría trabajar en el campo con la mía.

– Buen chico -dijo Jack.

– No puedo creerlo -dijo Helene.

Franklin frunció el ceño, mirando de Helene, sentada al otro lado del sofá, a Jack, que estaba de pie junto a la nevera.

– Quiere decir que es una historia muy curiosa -explicó Jack-. Sigue.

– Había unas personas que un hombre dijo que eran refugiados que habían huido de la tiranía comunista. Les dijo que alzaran las manos y todo el mundo aplaudió.

– ¿Sí? ¿Quiénes eran?

– Algunos de los camareros que trabajan allí.

– ¿Te dieron una medalla o algo?

– Me dieron un uniforme nuevo de combate para que lo llevase en la cena, uno de esos de distintos colores. Me dijeron que me lo podía quedar. Me dieron aquella cena, con pollo, pero yo no tuve que pagar los quinientos dólares. También nos dieron helado.

– ¿Te trajeron de Nicaragua para una cena de recaudación de fondos?

– De Honduras. Me trajo en avión un hombre de la CIA. Luego tenía que volver. -Franklin se estiró y sacó la Beretta de la cintura de sus pantalones-. Me hace daño, cuando me siento se me clava -dijo dejando la pistola en el sofá, entre él y Helene.

Jack vio que Helene miraba la automática azul metálica, fascinada o temerosa de moverse, era difícil adivinarlo. Le gustaba verla allí, a la vista. El tipo empezaba a sentirse cómodo.

– Quítate la chaqueta, si quieres.

– No, estoy bien.

– Así que te trajo un tipo de la CIA. ¿Fue Wally Scales?

– No, otro tipo. -Franklin abrió aún más los ojos-. ¿Pero conoces a Wally?

– Lo conozco -dijo Jack, dirigiéndole una sonrisa estúpida y dejando que se lo pensara mientras salía de la habitación.

Volvió con una silla de aluminio y plástico que había comprado tres años antes por 9,95 dólares. Sirvió otro vodka para Franklin. Al sentarse miró a Helene y se dio cuenta de que ella le observaba. Helene le conocía. Cruzó las piernas y jugueteó con los dedos de sus pies descalzos. Estaba seguro de que si volvía a mirar a Helene ella pondría los ojos en blanco.

– Entonces te quedaste y empezaste a trabajar con Crispín.

– Me dijo que no volviera, que le iría bien un luchador por la libertad porque Miami estaba lleno de sandinistas.

– Tengo entendido que una vez disparaste a tres tipos. O que tuviste algo que ver con eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Wally Scales lo sabía, ¿no?

Vio que Franklin se tomaba unos segundos para contestar, mirándole.

– Quizá sí. Pero creo que tú sabes más que Wally.

Jack tomó un trago de su vodka y le dejó que dudara.

– Crispín me dijo que aquellos tipos eran sandinistas. Dijo que teníamos que matarlos o que nos matarían ellos a nosotros. Pero la policía me dijo que no, que eran de Colombia y que hacía mucho tiempo que se dedicaban al tráfico de drogas con Crispín. Dijeron que era un delincuente.

– Eso también lo sabía -dijo Jack-. Pero no llegaste a ir a la cárcel…

– Nunca en mi vida.

– Disparas a la gente… Pero eso es lo que se hace en la guerra, cuando se es soldado, ¿eh?

– Sí, por supuesto. Ya te lo he dicho antes. He venido aquí, quería saber por qué no me mataste. Pero ahora ya lo entiendo.

– Yo no estoy en la guerra.

– Sí, como Wally. Él tampoco puede matar a nadie.

– No, te tienen a ti. Te pasan a ti el trabajo asqueroso y se quedan con las manos limpias. Pero ¿por qué no me denunciaste cuando me cogiste en la habitación del coronel?

Franklin pareció sorprendido.

– Porque no me habías matado. O sea, entonces supe que no eras sandinista. Si no lo eres, entonces no me incumbe pensar en ello.

– ¿Se lo has dicho a Wally?

– Si le interesara, ya lo sabría. Y si no le interesa, ¿para qué iba a decírselo? Te veo más a ti que a él.

– ¿Y él qué te dice, Franklin?

– Yo no sabía si eras de la funeraria o de la policía, o qué. Pero ahora, bueno, vale. No trabajas en el mismo sitio que Wally, pero… Bueno, a mí me parece bien, lo entiendo. -Miró a Helene-. La vi en el hotel con el coronel y pensé que era amiga suya. Pero ahora veo que trabaja para ti. De acuerdo, no tienes que explicarme nada. -Franklin se inclinó hacia delante para levantarse del sofá-. ¿Puedo usar tu lavabo?

– Está allí.

Franklin se levantó y se dirigió al dormitorio.

Jack miró la pistola, que había quedado sobre el sofá. Y luego miró a Helene, cuando ella le dijo:

– Jack, eres de miedo. Tendrías que haber sido actor.

– Ya lo sé.

– Confía en ti.

– Está confundido. Sé tanto de él… Cree que debo de ser una especie de agente secreto.

– Incluso le caes bien.

– ¿En serio?

– Jack, tal como le tratan esos gilipollas arrogantes… Debes de ser la única persona que conoce que al menos habla con él.

– ¿Tú crees?

– Le tratan fatal.

– No es mal tipo.

– Parece simpático.

– Sí, cuando se le conoce.

– Son todos bajitos, ¿verdad?

– Pero es duro, te lo aseguro.

– El traje le va demasiado grande.

– Si les falla algo, se las cargará él.

– Pobre tipo.

– Primero lo utilizan, y luego lo dejarán tirado.

– Pero tú no lo harás, ¿eh?

– Estoy intentando ayudarle.

– Eh, Jack…

– De verdad.

– Acaba de tirar de la cadena.

– Bien, me alegro de que sepa hacerlo.

– Chico, si alguien ha nacido para actor, eres tú.

– ¿Lo crees de verdad?

– Es una pena, tantos años perdidos.

– No me va mal.

Al volver, Franklin se paró y se quedó mirando su arma, sobre el sofá, antes de sentarse. Luego miró a Jack e insinuó una sonrisa. Jack se levantó y le sirvió otro vodka.

– ¿Estás contento, Franklin?

– Me siento bien.

– Mañana, de vuelta a casa, ¿eh?

Jack supo que el vodka estaba empezando a funcionar por la forma en que Franklin le sonrió.

– Déjame que te pregunte una cosa, Franklin. ¿Entiendes de qué va la guerra, allí en Nicaragua?

– Claro, luchamos contra los sandinistas.

– Ya. ¿Pero tenéis motivos para ello?

– Son gente de la peor calaña -dijo Franklin-. Queman nuestras casas, nos roban la tierra, matan a nuestra gente y nos hacen vivir donde no queremos.

– ¡Oh! -exclamó Jack.

Hubo un momento de silencio y Franklin siguió mirándole.

– Déjame que te haga otra pregunta -le dijo Jack-. ¿Crees que el coronel va a coger mañana el bananero, con esas sacas llenas de millones?

Le cogió con el vaso levantado, a punto de beber.

– ¿Y con su Mercedes nuevo de color crema? ¿Tú crees que es posible?

Franklin siguió mirándole, pero no contestó.

– Si no puede meter el coche en el barco, ¿crees que lo llevará por carretera hasta Nicaragua? Le ha costado sesenta y cinco mil dólares. No lo va a dejar aquí. Mierda, si lo compró ayer.

– Creía que a lo mejor era de Crispín.

– Eso creías, ¿eh? ¿Y entonces por qué está a nombre del coronel? Lo compró él, Franklin, y eso significa que es suyo… ¿Qué ha dicho Wally de eso?

– Wally sólo ha dicho que le llame si me dejan aquí.

Jack tuvo que pensar sobre eso.

– Tómate una copa y te contaré otra cosa.

Vio que Franklin se tragaba la mitad del vodka, gesticulaba, abría y cerraba los ojos y se pasaba la mano por la boca.

– Wally se interesa personalmente por ti, y me alegro de saberlo -dijo Jack-. Eres un buen tipo, Franklin. No queremos verte metido en ningún lío. Pero creo que será mejor que no esperes.

Franklin se aclaró la garganta y preguntó:

– ¿Que me vaya?

Jack se mordió el labio inferior.

– Maldita sea, me gustaría poderte explicar exactamente cómo trabajo. Supongo que te confundirás, con todas las entradas y salidas que tiene esta especie de juego. ¡Uf, hasta yo me confundo a veces! -Miró de reojo a Helene, su audiencia, que le observaba con la boca ligeramente abierta, sin mover ni un músculo.

Jack volvió a morderse el labio inferior-. Franklin, si te digo algo que no debería, ¿me prometes que no se lo repetirás a nadie, ni siquiera a Wally?… Me has de dar tu palabra de honor.

Franklin asintió.

– Dilo.

– Sí, lo prometo.

– Por tu honor.

– Sí, por mi honor.

– Vale. Primero, ¿sabes dónde está el dinero?

– A lo mejor está en la habitación del hotel.

– ¿Tú crees?

– A lo mejor.

– ¿En qué otro sitio podría estar? Estaba pensando que a lo mejor está en el coche, pero eso no sería tan seguro como tenerlo en la habitación, ¿verdad?

Franklin no contestó. Pareció encoger los hombros y Jack no estaba seguro de que le gustara la forma en que le miraba ahora.

– Tanto da. Éste es el trato, Franklin. Parece que el coronel y su compinche se van a largar a Miami con la pasta. Creemos que será mañana. -Jack le dirigió una pequeña sonrisa-. Tú también lo sospechabas, ¿eh? ¿Hablaste con Wally de esa posibilidad? Pero estoy seguro de que él no te dijo lo que les va a pasar a ese par de gilipollas, ¿no? Comprenderás que no te puedo dar detalles, Franklin, porque son confidenciales. Pero sí te diré algo. Si no quieres pasarte el resto de tu vida en la cárcel, condenado por un delito serio, tendrás que hacerme otra promesa ahora mismo. ¿Lo harás, por tu propio bien?

Pareció que Franklin iba a asentir, estaba a punto de hacerlo, pero esperó.

– Una vez visité una prisión estatal y te puedo decir que no son muy divertidas -dijo Jack-. Sólo te pido que me prometas que mañana por la mañana subirás a ese bananero y te irás directamente a casa a ver a tu familia.

Esta vez asintió.

– ¿No te parece bien? Librarte de este follón y volver a casa… Hombre, claro que está bien. Te deseo buen viaje, Franklin.

Seguía asintiendo.

– Y que Dios te bendiga.

Jack mantuvo su mirada reverente en el indio misquito. No se atrevió a mirar a Helene.

24

Roy abrió la puerta, desnudo hasta la cintura, mostrándole a Lucy el vello que cubría su pecho. Trazó un pequeño círculo sobre él con la mano mientras hablaba:

– Bueno, parece que va en serio, ¿eh? -Miró hacia detrás de ella, hacia la habitación de los nicaragüenses-. ¿Has oído algo al salir del ascensor? ¿Alguna mujer que gritara pidiendo ayuda?

– Música -dijo Lucy-. Nada más.

– Entonces siguen de fiesta. Hace un rato que se les han unido un par de mujeres de la calle.

Al entrar con él en la 509, Lucy comentó:

– Pensaba que dejabas la puerta abierta para poder vigilar.

– Para lo que hay que ver… No irán a ninguna parte. Vaya, pero da que pensar. Ese par de payasos, sentados encima de dos millones de pavos. Pero son típicos, ¿sabes? La mayoría de los delincuentes apenas podrían rellenar una nota para el empleado del banco. Incluso los que parecen más inteligentes se vuelven estúpidos en la desesperación. Como esos dos. No me extrañaría que les estuvieran contando su asunto a las putas; que estuvieran vanagloriándose. Sigo creyendo que tenemos una buena oportunidad en la habitación. Joder, si estuviese mínimamente seguro, podríamos entrar tú y yo y acabar con esto.

Se metió en el cuarto de baño.

Lucy miró la cama de matrimonio, hecha pero arrugada, con las almohadas fuera de su sitio, y trozos de periódico y una camisa de punto negra tirados encima de la colcha. Se sentía en alerta por estar sola con Roy; lo notaba, y se notaba también tensa mientras esperaba allí de pie, con sus sandalias, su chaqueta de lino y un bolso colgado del hombro.

Roy estaba de cara al lavabo con un bote de talco, con la puerta abierta. Lucy le vio frotarse las manos y levantarlas luego para acariciarse el mentón y el cuello mientras se miraba en el espejo.

– Creía que Cullen estaba aquí.

– Ha salido.

– ¿Puedo preguntar adónde ha ido?

– Puedes -dijo Roy-. Pero podría ser que lo que está haciendo no te pareciese bien, y no quiero chivarme. Odio a los chivatos aunque tienen su utilidad.

– ¿Se lo has arreglado?

– No se te escapa nada, ¿eh? -Roy la miró desde el cuarto de baño-. ¿No iba a venir Jack contigo?

– Ahora vendrá. Se ha ido a cambiar.

– Todo el mundo se prepara para la acción -dijo Roy, mientras se frotaba el talco por el cuerpo, por debajo de los brazos, y salía del cuarto de baño-. No te habrás olvidado la pistola, ¿no?

Lucy miró su pecho, gris por el polvo, mientras él se acercaba.

– La llevo en el bolso.

– Déjame echarle un vistazo.

Sacó la treinta y ocho enfundada en una pistolera de piel, rodeada por los cordones.

– Ten cuidado, está cargada.

– ¿O sea que no es sólo para asustar? -Cogió la pistolera, sopesándola, y siguió-: Oh, Dios mío, si es una pistolera de hombro, como la de los polis de la tele. ¿De dónde diablos has sacado esto?

– Es de mi padre -contestó Lucy-. Tengo que llevarla en algún sitio, ¿no?

De nuevo se sintió tensa ante la sonrisa de Roy, que estaba soltando los cordones.

– Sí, es lo que usan los polis de la tele, para que se sepa que son polis y no agentes de seguros. ¿Te la has probado? Es la cosa más incómoda que puedas llevar. -Sacó la Smith & Wesson plateada, abrió la recámara y la volvió a poner en su sitio de un golpe-. ¿La has disparado alguna vez?

– Sé cómo funciona.

– Eso no es lo que te he preguntado.

– Mi padre me enseñó a dispararla.

– ¿Cuánto hace de eso? Tuvo que ser antes de meterte monja.

– Cuando iba a la universidad.

– Cuando eras una niña. ¿Y desde entonces nada? Uf, tía, esto es demasiado, de verdad. Estoy ansioso por saber qué llevará Jack. Tú apareces con tu nueva colección de primavera y una pistolera. Vete a saber lo que es capaz de traer Jack. Botas de combate y ropa interior antibalas, y la cara pintada de negro. ¿Habéis estado todos viendo la tele? Y mientras tanto, Cully estará refrescando sus cenizas y le tendrá sin cuidado que consigamos el botín o no.

Roy tiró la pistola y la pistolera sobre la cama, cogió la camisa negra de punto y se la enfundó por la cabeza, bajándola hasta la cintura, ceñida. Luego sacó pecho, se soltó el botón de los pantalones y bajó la cremallera.

– Perdona -dijo-, pero si no miras no te enseñaré nada.

– Roy -contestó ella-, a veces te sobrevaloras demasiado.

– Ya he podido ver que en dos días has tenido bastante conmigo. Cuando me dejé convencer para entrar en esto… no sé, debía de estar en malas condiciones. Viene Jack y me dice: «En tu vida has visto nada como esto.» Y eso se lo concedo: nadie ha visto nada como esto. Pero en el fondo sabes que no tendrías la menor posibilidad de detener a esos tipos si yo os dejara. Igual que sabes que no vas a disparar a matar con ese revólver, porque disparar contra una diana y disparar contra un ser humano son cosas muy distintas. Eso es otra cosa que tendrás que dejar en mis manos. No me imagino a Jack ni a Cullen haciéndolo. Dudo que ninguno de ellos tenga suficiente estómago. Jack es rápido con las manos, te podría robar algo sin que te dieras ni cuenta; pero nunca ha usado armas contra nadie, estoy seguro.

– ¿Y tú?

– ¿Que si alguna vez he disparado a alguien? Tuve que hacerlo dos veces, y ambos están muertos. Pero ¿tienes idea de lo que va a pasar mañana?

– No más que tú -contestó Lucy-. Sólo sé que lo vamos a conseguir.

– Si te tienes que tirar delante de su coche… -dijo Roy-. A ver, descríbemelo. Salen de su habitación mañana, van al garaje, se meten en el coche, supongamos, y se largan. ¿Y luego qué?

– Tienen dos coches -dijo Lucy-. Supongo que abandonarán el Chrysler.

– Supongamos que lo hacen.

– Se meten en el coche, se largan y nosotros les seguimos.

– ¿Qué pasa con el dinero, si no está en la habitación?

– Dijiste que ayer habían ido a cinco bancos y que volvieron directamente al hotel. Si sacaron el dinero tiene que estar en su habitación o en el coche.

– Si lo sacaron -dijo Roy-. Has estado pensando, ¿no? Pero yo les vigilé. Salieron de cada banco con una saca llena. Se notaba.

– O salieron con algo dentro de las sacas -dijo Lucy-, pero no necesariamente el dinero. ¿Y si lo de hoy fuera sólo un ensayo, para ver si es seguro? Si no pasa nada, mañana sacan el dinero y se ponen en camino.

– Eso suena muy bien. Has hecho algo más que rezar tus oraciones, ¿eh? De acuerdo, y entonces ¿qué? Estamos llegando a lo bueno. Les seguimos…

– Y esperamos una oportunidad.

– ¿Cómo la reconoceremos cuando llegue?

– En algún momento tendrán que detenerse.

– De acuerdo, paran en alguna zona de descanso para hacer pipí. O en una gasolinera. Nos pegamos a ellos. Nos ven. Lo siguiente que ves es que el indio negro sale del coche con su pistola. Sabemos que es su pistolero, ¿no? Entonces, ¿vas a dejar que el indio negro te dispare, o vas a esperar a que lo haga yo, sabiendo que si esperas demasiado la palmas? ¿O te vas a encontrar en la típica situación de disparo o no disparo, necesitando reflexionar? ¿Es una pistola lo que lleva en la mano? ¡Bang! No, era una linterna, pero hay un hombre muerto. Ésas son algunas de las preguntas que te has de hacer a ti misma.

Roy caminó hacia el armario, se echó unas monedas en la mano y cogió su monedero.

– ¿Vamos a ir hasta Miami en persecución de nuestro sueño? Porque, en ese caso, tendré que llevarme el traje de baño y algo de ropa de repuesto. ¿Y tú?

– Te gusta la idea -dijo Lucy.

Roy cogió una chaqueta de popelín que había en el respaldo de la silla.

– ¿Qué idea? Eso es lo único que me mantiene en este asunto, que como ni siquiera tenemos un plan, no podemos pensar que no saldrá bien, ni fijarnos en los inconvenientes. Nos vamos dejando llevar, eso es todo. Todavía estamos jugando. Uf, tía, ¿no es emocionante? Esto es algo serio. Hasta tenemos armas de verdad, cargadas con balas de verdad. -Se puso la chaqueta-. Me voy hasta la esquina a tomar algo, recoger unas cuantas cosas que podemos necesitar y ver cómo va Cullen… Ah, y déjame las llaves de tu coche. Me sentaré en él a vigilar el suyo, ya que hoy tengo que hacerlo todo yo. Mientras tanto, tú y Delaney decidid si sois capaces de mirarle a la cara al hombre y dispararle.

– Yo ya lo he decidido.

– Bueno, pues entonces piensa en él disparándote a ti. Si es que vale la pena. Para mí, no -dijo Roy-. Te diré una cosa: si en un momento dado me da por pensar que no tengo nada que ganar en este asunto, me largo. Desde luego, no estoy dispuesto a morir por un montón de leprosos a los que ni siquiera conozco.

Estaban en el apartamento de Darla, situado encima de una tienda de antigüedades de Conti.

– ¿Sabes lo que te costaría eso? -preguntó ella-. ¡Toda la noche y todo el día! Nunca lo he hecho.

– No me importa -le contestó Cullen-. Tú di cuánto. Eres la cosa más mona que he visto en mi vida.

– Bueno, gracias. Normalmente, durante el día descanso. Me arreglo el cabello y las uñas…

– Eres una damita ociosa.

– ¿Estás de broma? Me dejo el culo trabajando allí. Mañana tengo que ir a las seis.

– Me quedaré hasta entonces. Podemos hacer que nos traigan comida china, o lo que tú quieras.

– Me dijo Roy que acabas de salir de la cárcel, o algo así.

– Sí, pero preferiría no hablar de eso, para no arruinar esta maravillosa noche.

– Quiero decir que de dónde vas a sacar tanto dinero.

– He trabajado. He trabajado en los campos por un centavo la hora. Trabajé en la tienda de recambios de automóvil, y me subieron a siete centavos. Luego, por el mismo sueldo, trabajé en la imprenta. Me compré un par de cosas que necesitaba, de vez en cuando algo para la casa, y ahorré cuanto pude. En veintisiete años, cariño, se puede reunir algo.

– Bueno, pues te fue bien, ¿no?

– Ponte otra vez las medias negras.

– Creía que te gustaba desnuda.

– Sólo las medias y las ligas, nada más.

– ¿Crees que funcionará?

– Esta mañana me he despertado empalmado a las seis treinta y cuatro. Y sigue así.

– Eso espero, jolín.

– Sí, funcionará. Eh, si viene alguien, no abras la puerta.

– No vendrá nadie.

– Podría ser, nunca se sabe. Y tampoco contestes al teléfono.

– Bueno, a veces recibo llamadas, no soy una ermitaña.

– Claro que no. Uf, tía, mira. Ven y cuéntame cómo es que eres tan mona, ¿cómo, eh?

– Soy así, supongo.

Tal como Lucy se había imaginado hasta aquella noche, veía escenas de acción que tenían lugar en alguna carretera rural.

No hay ninguna casa a la vista, sólo pastizales, pinares, y hierbajos en la cuneta en que se han detenido los dos coches. El Mercedes azul, cruzado delante del Mercedes crema, con el aire aún lleno de polvo bajo la luz del sol. Ella está de pie en la carretera, algo apartada de los demás, y hace salir al indio y al de Miami apuntándoles, todo mediante gestos, sin palabras. Entonces, los dos desaparecen de la escena. Se los llevan a un lado, los desarman, les obligan a tumbarse en la cuneta -eso, o lo que haya que hacer-. Pero ella se ve a sí misma a solas con el coronel, que acaba de salir del coche. Ella espera mientras él aparece con cautela, mirando a su alrededor, extrañado -no puede creer lo que está ocurriendo-, hasta que la ve en la carretera, sola, mirándole. Ella lleva la chaqueta de lino encima de una camisa de algodón, pantalones, gafas de sol, la pistola de su padre en la mano, a un lado. O la pistola en la pistolera. No, en la mano, pero sin apuntarle. Sus miradas se encuentran. El coronel la mira y frunce el ceño. No la reconoce, porque no se imagina que ella pueda estar allí. Sólo una vez se han encontrado cara a cara, en el hospital Sagrada Familia, cuando ella llevaba uniforme y una cofia blanca sobre el cabello. Él frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «¿Quién eres?» O, si no, frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «Dime quién eres… por favor.» Hay un momento de silencio en la escena, el polvo ya se ha posado en el suelo. Ella le mira inexpresivamente, se quita las gafas de sol y, en su día de la venganza, dice tranquilamente: «La monja de los leprosos.»

La pistolera fue lo primero que desapareció.

Luego la carretera rural, convenientemente despoblada.

La pistolera volvió a aparecer dentro de su bolso y la carretera se convirtió en una autopista interestatal con tráfico en ambos sentidos, coches, caravanas, camiones… Y luego el lugar donde todo iba a ocurrir, un área de servicio, o el aparcamiento de algún McDonald’s… Empezó a ver infinitas variaciones de lugares reales. La parte importante, la de mirar al coronel de la contra a solas durante el tiempo suficiente para que se diera cuenta de que era ella quien le hacía eso y por qué se lo hacía, todavía era posible. Se las arreglaría para que ocurriera así, porque esa confrontación era más importante para ella que todo lo demás.

Pero entonces, al intentar imaginárselo más cercano a la realidad en cuanto al lugar y al tiempo, viendo objetos reconocibles, rótulos -Exxon, McDonald’s-, la escena empezó a ampliarse, y entraron en ella otras cosas, además de la confrontación, lo importante.

Sentada en la habitación del hotel, vio al coronel de pie junto al coche. Ella ha soltado su frase. Está con Jack, Roy y Cullen y se van con el dinero. Pero en esa ocasión mira hacia atrás y ve que el coronel sigue allí, de pie junto a su coche, mientras ellos se van.

Jack miró cómo Lucy iba de la cama a uno de los dos armarios emparejados junto a la ventana, que tenía las cortinas corridas; la vio sentarse y coger un cigarrillo de la mesa baja que había entre las sillas. La lámpara de la mesa esparcía una luz suave por la habitación. Le gustaba el ambiente de la habitación, con el débil sonido de música proveniente del exterior. Sin embargo, no se sentía muy seguro con respecto a Lucy, que había vuelto a cambiar y estaba silenciosa precisamente cuando él había pensado que estaría habladora. Quería contarle lo de Franklin, quizás una preocupación menos. Estaba ansioso por explicarlo, todavía con el gusto del vodka reciente. Luego pensó en Roy, ¡Jesús!, si les habría abandonado, y se lo preguntó. Ella dio una chupada a su cigarrillo, sin prisa. Dijo que no, que volvería…

– ¿Y qué pasaría si nos hubiera abandonado?

– Yo me lo pensaría muy seriamente -le dijo Jack-. ¿Es eso lo que te preocupa?

No. Era otra cosa. Se lo explicó:

– Paramos a Bertie y cogemos el dinero. Pero eso no es necesariamente el fin del asunto.

Con aquel tono tranquilo… sonaba bien.

– Quieres saber qué pasa si saca la pistola y uno de nosotros tiene que dispararle -dijo Jack.

Ella negó con la cabeza antes de que terminase de hablar.

– No. ¿Qué pasa si no le disparamos? ¿Si nos vamos con el dinero y le dejamos allí?

– Aún mejor, ¿eh? No quieres matarlo, ¿verdad?

– Pero entonces todo esto no acabaría.

Jack se acercó a la otra silla. Se sentó y cogió un cigarrillo.

– ¿No habías pensado en eso?

– Tal como yo me lo imagino -dijo Lucy-, te ahorraré los detalles, nos veo sacándolos del coche, veo a Bertie de pie en la carretera… Se da cuenta de lo que está pasando… Lo veo sin principio ni final. Del mismo modo que recuerdo las fotografías de la gente que él torturaba y las escenas que presencié cuando mató a los leprosos. ¿Entiendes lo que quiero decir? No hay nada antes ni hay nada después. Mata a la gente, o siembra el terror, y desaparece. Ahí se acaba. A él no le pasa nada. De acuerdo, veo que lo paramos y le quitamos el dinero… Pero eso no es el final del asunto. Tiene que seguir de alguna manera, y no sé qué diablos hará.

Jack se tomó cierto tiempo. Había diferentes maneras de enfocarlo.

– Bueno -dijo-, ¿qué es lo primero que se te ocurre? Llama a la poli y les dice que le han robado, si no te importa que use esa palabra, pero así es como ellos lo llamarían y como lo escribirían en su informe. Robo a mano armada cometido en tal sitio a tal hora…

– Pero no lo es.

– Si no te cogen, puedes llamarlo como quieras. Pero este juego es como cualquier otro, tienes que jugar según las normas. Un delincuente honesto, si le cogen, asumirá que ha actuado contra la ley y que le van a encerrar. He llegado a aprender que ésa es la forma de ir por la vida sin darte contra las paredes y hacerte daño a ti mismo: asumir los hechos de cualquier circunstancia, sea cual fuere. ¿No lo sabías? Creía que lo habrías experimentado al prepararte para monja. En el talego conocí a un ladrón muy famoso, un especialista en cajas fuertes, que incluso había pagado a su abogado por adelantado, lo tenía en nómina.

Lucy le escuchaba, pero parecía costarle cierto esfuerzo. Luego dijo:

– No voy a discutir contigo sobre la ley. No somos criminales.

– A mí tampoco me gusta considerarlo así -dijo Jack-. De hecho, estoy convencido de que estamos en el bando de los ángeles, al menos de los vengadores. Pero si nos juzgan, no te sorprendas si es en un juzgado de lo criminal. Supongo que podría plantearse una cuestión de jurisdicción, según donde ocurra. Si los pillamos en Misisipí y volvemos a Nueva Orleans con el dinero, eso lo convertiría en un delito federal, cruzar una frontera estatal para cometer un delito. No sé, pero ¿qué más da? En cualquier caso, diríamos «¿Qué dinero? ¿De qué me está hablando?» a quienquiera que lo preguntase. Acepto la posibilidad de que nos detengan sin pensármelo demasiado, y no sólo porque me produzca sudor frío.

– Porque no crees que vaya a pasar -dijo Lucy.

– Exacto. ¿Y sabes por qué?

– Porque es probable que no llame a la policía.

Jack le sonrió.

– Eso es. En primer lugar, porque puede ser que esté muerto. Y en segundo lugar, ¿cómo iba a explicar qué hacía en la autopista con los dos millones de pavos? Teóricamente tiene que salir desde Gulfport en un barco bananero. ¿Qué le dice a Wally Scales, su colega de la CIA? Bueno, a lo mejor le dice que ha cambiado de idea y que ha decidido salir desde Miami. Que el hombre de la CIA le crea o no, ya es otra cosa. Pero una vez entras en ese terreno, surge otra pregunta: si Bertie pretende quedarse el dinero, ¿qué va a decir que ha pasado? Salvo que planee desaparecer…

Lucy negó con la cabeza.

– Tiene formada una imagen de sí mismo en la que se ve lleno de medallas. A ese hombre le gusta que le vean.

– Es la misma impresión que tengo yo. O sea, que tendría que fingir algo e inventarse alguna historia para explicar que le han robado. Sandinistas de Nueva Orleans, o alguien como Jerry Boylan. Se detiene en algún lugar camino de Gulfport, hace unos cuantos agujeros de bala en su coche, llama a Wally… No sé. Supongo que haría algo así. Sólo que, si le roban de verdad y eso ocurre pasado Gulfport, tendrá que pensárselo muy seriamente antes de llamar a Wally. Por otro lado, si nos reconoce por algún motivo, creo que a quien llamaría sería a ti. Y entonces tendríamos un problema.

– Un momento. ¿Por qué no habría de reconocernos? Sabe quiénes somos.

– Sí, pero en realidad no nos verá. ¿Recuerdas ese libro que me dejaste, Nicaragua, con aquellas fotos de los jóvenes pistoleros sandinistas con gorras de béisbol y camisas deportivas? Todos llevan máscaras, pañuelos o bufandas en la cara, con agujeros para los ojos. Si no quieres que te identifiquen, y nosotros desde luego no queremos, eso es lo que hay que hacer.

– Pero yo quiero que me vea. Es parte del juego.

– ¿Y eso por qué?

– Tiene que darse cuenta de que no le están simplemente robando, de que es parte de una retribución.

– Si nos cubrimos los rostros -dijo Jack-, es un asalto. Si no, resulta que el mismo hecho ya es otra cosa y somos los buenos de la película.

– Mira -le dijo ella-, tú puedes hacer lo que quieras. Pero él tiene que saber quién soy. Si no, se lo diré.

– ¿Cómo es que no lo habías dicho antes?

– Lo daba por hecho.

– ¿Has hablado con Roy?

– ¿Si hemos hablado de eso? No.

– Roy iba a buscar máscaras de Carnaval. Le gusta la idea de que llevemos las caras oscuras para que el coronel crea que somos negros.

– Jack, lo digo en serio. Para mí es muy importante.

– Bueno, tú sabrás. Pero si se lo dices a Roy, estoy seguro de que lo deja.

– ¿Por qué?

– Venga, ¿de qué hemos estado hablando? Podrían cogerte, serías la única que él identificaría. Lo primero que te pregunta la pasma es quién más había contigo. Luego te dicen qué condena te espera en algún correccional de mujeres. Y luego te la rebajan, te ofrecen un trato, y te vuelven a preguntar quién más había contigo.

– ¿Crees que cantaría?

– Roy no correría ese riesgo.

– Te lo estoy preguntando a ti -dijo Lucy-. ¿Crees que cantaría?

– Hemos tenido toda la semana para hablarlo. Ahora, de repente… resulta que es otra cosa.

– Jack, ¿crees que cantaría?

Le miró fijamente, esperando, hasta que él dijo:

– Creo que aunque te arrancaran las uñas no dirías nada. Pero tendrás que convencer a Roy.

– Si ocurriera -dijo Lucy-. Pero, si confías en mí, ¿no es suficiente?

Le estaba poniendo en evidencia, allí sentado, con un pañuelo azul en el bolsillo de la chaqueta y una Beretta automática encajada en la cintura, listo para salir.

– Tal vez sí. -Habían llegado muy lejos-. ¿Sabes cómo vas a llevar el dinero allí abajo?

– A través de la hermandad. Haré una transferencia a un banco de León donde las hermanas tienen una cuenta corriente.

– ¿Vas a volver?

– ¿A Nicaragua? Me lo estoy pensando.

– No, me refería a la orden.

– No, estoy muy segura de lo que soy, pero ya no soy una hermana de San Francisco…

– Del Estigma -añadió Jack.

Ella pareció sonreír al recordar.

– Cuando tenía diecinueve años, si pronunciaba la palabra estigma suspiraba y me entraban escalofríos -dijo mirándole, pero ensimismada.

Dijo que solía rezar pidiendo una visión, una experiencia mística realmente sincera, y creía, cuando tenía diecinueve años, que le iba a ocurrir inesperadamente, pero pronto. Le dijo que nunca se lo había explicado a nadie, que solía concentrarse, imaginarse que no pesaba, y luego levantaba los brazos y se ponía de puntillas intentando levitar como san Francisco, para quedarse suspendida en el aire por el amor divino.

Le contó que intentaba imaginarse cómo sería una experiencia extática y que pensaba: «Si es mental, entonces se tiene que experimentar con los sentidos, con el cuerpo.» Luego se decía: «Si es física, ¿tendrá algún parecido con el amor físico, será como hacer el amor con un hombre?» Por su manera de mirarle, Jack supo lo que iba a añadir:

– Pero no sé cómo es eso. Tendré que averiguarlo.

Se lo dijo tranquilamente, en aquella habitación del hotel Saint Louis, a la una y media de la noche, sin quitarle los ojos de encima, esperando.

– Lucy… -dijo él.

Se puso de pie, devolviéndole la mirada. Pareció pasar mucho tiempo hasta que le ofreció su mano y la atrajo hacia sus brazos con una sensación de ternura, una sensación agradable. Dijo:

– Te abrazaré. Déjame que te abrace.

Pegada a él, Lucy dijo:

– ¿Podemos tumbarnos?

25

Roy estaba dormido en el asiento trasero del Mercedes de Lucy, en el garaje subterráneo del hotel Royal Sonesta. Cuando Jack abrió la puerta y se metió en el asiento delantero, se despertó de golpe y preguntó qué hora era.

– Las ocho menos cuarto. ¿Dónde está su coche?

– Detrás de la segunda columna, tras otros seis coches -dijo Roy-. He movido éste para que quede bien orientado. ¿Qué hacen los bananeros?

– Nada, de momento.

– ¿Se han quedado toda la noche, las tías?

– No, se fueron. Las oímos.

– Joder, todavía las ocho menos cuarto. La jodida vigilancia. Pensaba que nunca tendría que volver a hacerlo.

– Estabas como un tronco. No habrá sido tan malo.

– ¿Y tú que sabes? Nada.

– ¿Dónde está Cullen?

– Y yo qué mierda sé. Fui a buscarle al antro de Darla y llamé a la puerta. No contestaron. O le dio un ataque de corazón a medio polvo y ella tuvo que llevarlo al Charity, o es que se ha rajado.

– No tiene adónde ir.

– Ya es mayorcito -dijo Roy-. Está como un jodido cencerro, pero ya es mayorcito. Le llevé a que conociese a Darla. Le dije: «Ahí tienes, monada, a ver si le puedes limpiar el polvo al viejo.» Me contestó: «No hace falta que uses ese lenguaje.» Y yo le dije: «Sí que hace falta, porque si no, no te enteras.» ¿Y tú qué tal? ¿Os lo habéis pasado bien, tú y la hermana, ahí arriba, mientras yo estaba en el garaje? ¿Dónde está?

– Preparando café.

– Bueno, espero que me traiga un poco.

– Eso es lo que está haciendo, prepararnos café.

– ¿Habéis ido a pegar la oreja a la puerta?

– Desde las cinco de la mañana. Están dentro, durmiendo.

– No me cuesta nada creerlo.

– El bananero sale esta mañana, no sé a qué hora -dijo Jack-. Incluso si no quieren cogerlo, tendrán que moverse pronto, para hacerlo bien.

Roy miraba más allá de Jack, hacia la salida de la calle Bienville, un cuadrado de luz solar contra la planta baja del hotel Saint Louis, al otro lado de la calle. Un empleado se sentó en un taburete a la entrada del garaje.

– Creo que ya tienen el dinero -dijo Roy-. Y creo que tendríamos que hacerlo aquí mismo. Eso de atacarles en algún lugar de la autopista es pura mierda, y tú lo sabes.

– Coge las máscaras.

– Que se jodan las máscaras.

– Eso significa que te has olvidado.

– No voy a llevar ninguna jodida máscara. Si no la llevo en Carnaval, menos aún para esto. Ese tipo no sabe quién soy. Si quieres, átate tú un pañuelo en la cara, y a Lucy la esconderemos en el coche. Total, no nos va a servir de nada. Éste es el lugar adecuado, mierda, aquí mismo. Creo que lo tienen en el coche. Si tuviera un alambre, lo averiguaría en dos minutos.

– Nadie sería tan idiota como para dejarlo en el coche.

– Nadie cree que sean tan idiotas. Por eso podría estar allí.

– ¿Has mirado por las ventanillas?

– Sí, Delaney, claro que lo he hecho. Pero no he mirado en el jodido maletero, porque el jodido maletero no tiene ventanillas.

– Me alegra que hayas dormido tan bien.

– Si no lo tienen ahí, a la mierda. Me voy a casa y me meto en la cama. Cullen podría ser más despabilado de lo que yo pensaba… Ahí viene Lucy. Espero que traiga algún bollo.

– Mira quién hay detrás de ella -dijo Jack.

Franklin de Dios pasó del sol a la sombra, bajando por la rampa del garaje, mientras Lucy se acercaba al coche con dos bolsas de comida para llevar, concentrada, presurosa. Al llegar junto a ellos, les dio las bolsas por la ventanilla y dijo:

– Franklin acaba de salir del hotel.

– Está aquí mismo -le dijo Jack-. Ahora se ha ido.

– Se ha metido por el primer pasillo. Mira -dijo Roy, inclinándose hacia Jack-. Si se va, será mejor que lo sigas. ¿Dónde tienes tu coche?

Jack tuvo que pensarlo.

– Está en el mismo pasillo.

– ¿Has oído eso? -dijo Roy-. Está poniendo un coche en marcha. -Lucy estaba entrando en el coche y Roy tuvo que estirarse, levantándose-. Por el amor de Dios, ¿quieres esperar? Jack… Ahí está. Es el Chrysler. ¿No es el Chrysler? Jack, ¿te vas a quedar ahí sentado, o te vas a mover?

Para cuando hubo salido a Bienville, acelerando el Scirocco entre camiones que descargaban y coches aparcados, el Chrysler ya había desaparecido, perdido en algún lugar de la calle de un solo sentido, fuera de la vista, hasta que Jack creyó verlo girando por Rampart, lo cual le sorprendió. ¿Adónde iba Franklin? La calle Rampart desembocaba en la avenida Tulane y luego se convertía en la autopista del aeropuerto, lo cual parecía contestar a su pregunta. Franklin iba al aeropuerto de Kenner. Sí, efectivamente, parecía que Franklin había aceptado su consejo de la noche anterior y se iba de la ciudad. Si prefería hacerlo en un avión mejor que en un barco bananero, daba igual. Probablemente querría pasar antes por Miami para recoger ropa y otras cosas.

Jack empezó a advertir que hacía un día muy bonito: cielo limpio, y no demasiada humedad. Se sacó la Beretta de la cintura del pantalón, buscándose por la entrepierna, y la echó debajo del asiento. Era muy posible que aquella misma tarde volviera a conducir, en esa ocasión con un maletín lleno de dinero, después de una semana de actividad que había resultado nueva y distinta. Vaya, cada día algo distinto. Había conocido gente rara. Había dormido, exactamente dormido, con dos mujeres jóvenes. Lo que le confundía en el caso de Lucy era la ternura. Podía imaginarse a los dos quitándose la ropa y todavía sentía la ternura. Pero si intentaba imaginarse a sí mismo tumbado entre sus piernas, le resultaba imposible, se convertiría en otra cosa y la sensación de ternura desaparecería. Se encontraría actuando, y observando su propia actuación, consciente de ella, claro, mirándola, besándola, pero más consciente de sí mismo mientras lo hacía, simplemente haciéndoselo, y eso no era lo que eran el uno para el otro… Mientras ella dormía, la había abrazado y había estado escuchando su respiración. Le bastaba la ternura. Ella parecía extraña, porque sobre ella no había nada impuesto; era como una niña y sabía más cosas que él, sabía cómo entrar en sus sueños. Podía hablar con ella, pero tenía que escucharla con atención y pensar. Helene, cuando hablaba con Helene, las cosas simplemente le salían. Con ella podía hacer locuras. Podía hacer locuras mientras le hacía el amor. O bastaba con que la mirase de cierta manera para que ella le entendiese. Tenía la sensación de que Lucy y Helene se gustarían mutuamente. Sí, seguro. Y, en general, todo eran buenas sensaciones mientras seguía al Chrysler hacia el aeropuerto, y luego hasta el aparcamiento de devolución de coches de la National. Jack aparcó a un lado de la carretera y vio que Franklin salía del Chrysler.

El tipo sólo llevaba una pequeña bolsa de vuelo.

Jack pensó salir del coche, llamarle y decirle adiós con un gesto. Rápido, justo cuando fuera a entrar en el autobús. O también podía llevar a Franklin hasta la terminal, desearle un buen viaje… aunque eso ya lo había hecho. «No -pensó-, déjalo en paz.»

Y luego pensó: «Pero ¿qué hace?»

Porque Franklin estaba saliendo del aparcamiento en dirección a él. Franklin con su traje negro, cargado con su bolsa marrón de vuelo, se acercó a la carretera, llegó al coche, se inclinó para asomar la cabeza por la ventanilla, con sus pómulos sobresalientes y su cabello alisado. ¡Por Dios, sonriendo!

– ¿Qué tal? ¿Vas a volver?

Jack tuvo que asentir.

– Tal vez podrías llevarme.

– No sé si el barco va a Honduras o a Costa Rica -dijo Franklin-. No se lo he oído a Wally Scales, ni a ese otro tipo. ¿Cómo se llama? Ese que vive en la ciudad de donde sale el barco.

– ¿Alvin Cromwell?

– Sí, por supuesto lo sabías. Sí, Alvin. Podría ir a Costa Rica. Nuestro líder, Brooklyn Rivera, está allí. Me apetece verlo, pero prefiero ir directamente a Honduras.

– ¿Por qué, Franklin?

– Para poder volver a Nicaragua con mis amigos y ver a la gente que conocemos allí.

– De visita, ¿eh?

– Viven en un campo de concentración en la provincia de Jinotega, un sitio llamado Kusu de Bocay.

– Jinotega…

– A lo mejor los podemos sacar de allí… Ayudarles para que tengan casas nuevas y arroz y judías para comer.

Estaban en la autopista del aeropuerto, de vuelta hacia Nueva Orleans. Jack dijo:

– ¿Te acuerdas de aquella mujer de Carville, la que iba conmigo en el coche? Se llama Lucy Nichols.

– Sí, he oído mencionar ese nombre al coronel Godoy.

– Trabajó en un hospital de leprosos cerca de Jinotega, la ciudad.

– La ciudad de Jinotega, creo que está lejos de Kusu de Bocay.

– El coronel fue al hospital, mató a los leprosos y lo incendió.

– Lo creo.

– Lucy quiere reconstruir el hospital.

– Sí, eso es bueno.

– Es una buena mujer.

Franklin no dijo nada y condujeron en silencio durante algo más de un kilómetro. Jack iba pensativo.

– Yo estaba seguro de que ibas a coger el avión. Pero sólo has ido a devolver el coche, ¿eh?

– Me han llamado y me han dicho que lo devuelva. Está bien, tengo tiempo.

– Pero ahora tienes que ir a Gulfport.

Franklin no dijo nada y Jack pensó, en lo que hacía a su encuentro con Wally Scales, que mantendría cerrada la boca si el tipo no hacía ninguna pregunta directa.

– ¿Sabes cómo ir hasta allí?

– Sí, lo sé.

Vaya, cómo costaba.

– ¿Vas a coger un coche de línea?

– No, un coche de línea no.

– Pero vas a coger el barco.

– Sí, claro. Para irme a casa.

– Pero el coronel Godoy y Crispín, ahora ya estarás convencido, no van a coger el barco.

– Sí, lo sé. Es lo que tú y Wally Scales me habíais dicho.

Jack tuvo que pensar. Si se suponía que sabía tantas cosas, debía tener cuidado con lo que preguntaba. Llegaron a la avenida Tulane y siguieron hasta la calle Rampart.

– Bueno, me alegra que todo te esté saliendo bien, Franklin.

– Sí, creo que sí.

– Yo pensaba que te ibas.

– Enseguida.

– Te he seguido hasta el aeropuerto.

– Ya lo sé. Ha sido muy amable por tu parte.

– Quería despedirme de ti. Y a lo mejor, tomar una taza de café. Eh, ¿te encuentras bien, después de todo el vodka que bebimos ayer?

– Sí, bien.

Jack giró por Rampart hacia Conti, la entrada al Quarter, hacia el río.

– Ya casi hemos llegado. ¿Dónde te dejo?

– Donde quieras. Tengo que volver al hotel.

«Oh, mierda.» Jack esperó un momento.

– No estoy seguro que eso sea una buena idea, Franklin. -Y luego empezó a pensar que, de hecho, podía ser una idea excelente-. ¿Para qué quieres volver a verlos?

– Tengo que decirles que lo dejo, y despedirme.

– No les digas que te vas en el barco… Yo de ti no lo mencionaría.

– No, les diré que lo dejo y me despediré.

– A lo mejor están durmiendo.

– No, me han llamado. Crispín.

– Se han quedado toda la noche -dijo Jack-. Han hecho subir a unas mujeres para una fiesta.

– Ah, ¿lo sabías?

– Eh, Franklin, sé hasta lo que todavía no han hecho -Franklin le miraba, sonriendo. Llevaba un diente de oro-. Te lo dije como un favor especial, aunque no debería haberlo hecho. Pero está bien, somos amigos, ¿no?

– Sí, amigos.

– Escucha, cuando subas a la habitación estarán recogiendo. Supongo. O tal vez estén vomitando en el lavabo después de su gran noche, ¿eh? -Eso le valió una sonrisa-. Escucha, mientras estés allí, si ellos no te miran, podrías hacerme un favor a cambio.

– Ya ha vuelto -dijo Lucy, y se quedó viendo entrar en el garaje el Scirocco de Jack por la entrada de la calle Conti, circular por delante de la hilera de coches donde estaba aparcado el de Lucy y detenerse.

Desde detrás de ella, Roy dijo:

– ¿Quién es ese que va con él? Joder, se ha traído al tipo de vuelta.

Lucy vio que Franklin salía del Scirocco y se iba andando hacia la salida de la calle Bienville con su bolsa de viaje. Luego salió Jack y se quedó junto al coche, con la puerta abierta.

– Anoche tuvieron una larga conversación.

– ¿Quién?

– Jack y Franklin.

– ¿Sobre qué?

Jack le estaba diciendo algo a Franklin. Lucy vio que Franklin miraba hacia atrás y saludaba con la mano. Luego salió a la calle por la rampa y Jack se quedó mirándolos, por encima de su propio coche.

– ¿Sobre qué tuvieron una larga conversación?

Vio que Jack cerraba la puerta de su coche y se acercaba a ellos rodeándolo por detrás, sin prisa y con una expresión que era buena señal, animado, casi ansioso. Mientras tanto, Roy, muy cerca de ella, gritó:

– ¿Quieres venir de una vez, por el amor de Dios?

Jack miró a Roy, pero no estaba dispuesto a que le presionaran. Lucy se volvió hacia él cuando se inclinó y asomó la cabeza por la ventanilla, junto a ella.

– Es posible que lo tengamos hecho -dijo, y luego miró a Roy-. Si vas al hotel, quédate en el patio. Cuando baje Franklin, vigila al coronel. Si sale volando de la habitación, deténlo. Suéltale un poco de mierda oficial durante unos minutos. Si es que sale. A lo mejor no.

– ¿Puedo preguntarte por qué tengo que hacer eso, Jack?

– Porque eres nuestro héroe, Roy, y el coronel no lo sabe.

– ¿Y tú qué vas a hacer, si es que haces algo?

– Echarle un vistazo a su coche. Franklin ha ido a ver si puede traernos las llaves.

26

Franklin salió del ascensor, con su bolsa de viaje, se encaró hacia la 501, inmediatamente a la izquierda, y llamó a la puerta. Esperó, volvió a llamar, esperó y volvió a llamar. No se oía ningún ruido dentro. Pero estaban allí, o tal vez abajo, en el comedor, o en algún otro sitio, porque el coche seguía en el garaje. Se volvió y vio a una negra delgada vestida con un uniforme de la limpieza que le colgaba, sin forma, con las manos apoyadas en una carretilla llena de toallas y sábanas, un cubo de plástico y varias botellas de detergente. Franklin le dijo:

– Déjame que te pregunte, madre, ¿les has visto salir por aquí?

La mujer se quedó ladeada, mirándole como si en realidad no le estuviera mirando, con la cabeza sólo un poco girada.

– Trabajo para ellos -explicó Franklin-. Pero lo voy a dejar y quiero decírselo.

La mujer se apartó de la carretilla para mirarle directamente. Tenía en la mejilla algo que Franklin pensó que sería rapé o tabaco.

– Lo vas a dejar, ¿eh?

– No me gusta trabajar para ellos.

Dio unos pasos hacia ella, hasta llegar al ascensor.

– ¿No te tratan bien?

Franklin negó con la cabeza.

– No me gustan. ¿Crees que están dentro?

– Creo que sí. ¿De dónde eres?

– De Nicaragua.

– Ya. Imaginaba que eras de por allí, por tu manera de hablar. Te vas, ¿eh? -Cuando Franklin asintió, ella siguió-: ¿Ellos también se van? -Franklin volvió a asentir-. Bien. Nunca había visto tanto follón como lo que he tenido que ordenar por ese hombre, Por su culpa, no me da tiempo a acabar.

– Son así -dijo Franklin-. Me pregunto, madre, si podrías abrir la puerta.

– Claro, cariño. Encantada.

Franklin le dio un dólar.

Dentro, oyó música y les oyó hablar en el dormitorio mientras echaba un vistazo. Vio la mesa de servicio, el desorden de vasos y platos sucios, los cojines del sofá en el suelo. Notó el olor a tabaco concentrado. Cruzó la sala de estar hasta llegar a la mesa de la esquina. El maletín del coronel estaba allí, pero las llaves del coche no. Las sacas de los bancos, lo advirtió entonces, estaban en el suelo, detrás de la mesa. Dejó su bolsa sobre la silla y se agachó para tocar una de las sacas redondas y observar la grapa metálica que la cerraba. No le costaría abrirla. Se puso de pie, mirando de nuevo la mesa, preguntándose si debería abrir el maletín del coronel, de piel de cocodrilo.

La voz del coronel dijo, en castellano:

– ¿Qué haces aquí?

Franklin se dio la vuelta. El coronel estaba de pie, no lejos de la puerta del dormitorio, con su ceñida ropa interior brillante.

– ¿Cómo has entrado?

– He estado una hora llamando a la puerta.

– ¿Cómo has entrado? -repitió el coronel, esta vez en inglés.

– La camarera. Ha abierto con su llave -explicó Franklin-. He llamado a la puerta, pero nadie me oía.

Miró a aquel hombre, con su ropa interior, sacando pecho, con el ceño fruncido. Entonces apareció Crispín, procedente del dormitorio, con una toalla atada a la cintura. Franklin deseaba preguntarles qué hacían oyendo la música de la radio. ¿Estaban bailando? Casi sonrió sólo de pensarlo.

– Dice que la camarera le ha abierto -le explicó el coronel a Crispín.

Éste parecía enfermo, muy delgado; le sobresalían los huesos. Cruzó la habitación para llegarse hasta la mesilla de café, sin decir nada, y cogió un paquete de cigarrillos. Franklin volvió a mirar al coronel, que seguía sin quitarle los ojos de encima.

– ¿Has devuelto el coche?

Franklin asintió.

– ¿Qué? No te he oído.

– Sí, he devuelto el coche.

– ¿Dónde está mi resguardo?

– No lo tengo. No me dijiste nada.

– Te dije que cogieras el resguardo. ¿Eres estúpido?

En castellano, Crispín dijo:

– No nos hace falta.

– Tanto si lo necesitamos como si no, le he dicho que lo cogiese.

– No sabe nada de resguardos -dijo Crispín-. No reconocería un jodido resguardo ni aunque le mordiera.

– Le dije que lo cogiera… Quería que vieran quién había devuelto el coche.

– Sí, por un momento lo había olvidado.

Franklin miró a uno y a otro. Al coronel, que decía:

– Porque bebes demasiado, y luego hablas demasiado. No sabes nada de autodisciplina. ¿Sabes cuánto durarías en la jungla?

A Crispín, que decía:

– Cuéntame lo que quieras acerca de la vida de campaña, no oí bastante de eso anoche. ¡Madre de Dios, contarle a esas putas toda esa historia de tu vida militar! ¿Sabes lo que eso les importaba? Nada. ¿Sabes adónde quieren ir? A Miami, ahí es adonde quieren ir.

Al coronel, que decía:

– Claro, por supuesto. Tú invitaste a esas putas a venir con nosotros. No te acuerdas, ¿verdad?

Franklin vio que el coronel se volvía y se le quedaba mirando, como pensando en algo que decir. Pero al parecer sólo se le ocurrió preguntar:

– Bueno, ¿qué quieres?

– ¿Llevo algo al coche?

– Todavía no he hecho mi maleta.

Franklin, sentado en el borde de la mesa, miró hacia abajo y tocó una de las sacas con el pie.

– ¿Y si me llevo una de éstas?

El coronel seguía mirándole.

– ¿Por qué? ¿Crees que el dinero está ahí?

– No lo sé.

– Nunca sabe nada -dijo Crispín, caminando por la habitación.

Cuando se metió en el dormitorio, dejándolos solos, Franklin dijo:

– Pero no lo creo. Creo que lo tenéis en el coche nuevo.

El coronel se puso las manos en las caderas, sobre los ceñidos calzoncillos rojo brillantes.

– ¿Ah, sí? Eres bastante despabilado, Franklin. ¿Dónde aprendiste? Con las misioneras, ¿eh? -El coronel habló por encima del hombro hacia el dormitorio, elevando la voz-: Franklin dice que cree que el dinero está en el coche.

Franklin oyó correr el agua en el cuarto de baño y la voz de Crispín, que decía:

– Pregúntale cómo lo sabe.

– ¿Cómo lo sabes, Franklin?

– Sé que no lo podéis guardar aquí.

– ¿Y lo guardamos en el coche, sin nadie que lo vigile?

– Creo que tenéis algo que lo vigila.

El coronel volvió a gritar hacia detrás:

– Dice que cree que tenemos algo que lo vigila.

– ¿Qué? -se oyó que decía la voz de Crispín.

Franklin esperó a que el coronel se lo repitiera y luego volvió a oír a Crispín.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

«Están locos -pensó-. No lo saben y no lo sabrán nunca.»

El coronel, todavía con las manos en las caderas y con sus disparatados calzoncillos, le preguntó:

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Y qué más da? -contestó Franklin-. Dejo de trabajar para vosotros.

Franklin vio cómo al coronel le cambiaba la cara, se volvía fría y como de piedra, y se acercó a su bolsa de viaje, que seguía sobre la silla. Luego oyó la voz del coronel:

– ¿Qué has dicho? ¿Qué?

Franklin sacó la Beretta de la bolsa de viaje y vio que la expresión del coronel volvía a cambiar y que sus ojos se abrían desmesuradamente cuando le apuntó con la pistola de nueve milímetros al centro del pecho.

– He dicho que lo dejo -repitió Franklin.

Le disparó y lo vio caer hacia atrás y girar los brazos al derrumbarse. Se acercó al coronel, dijo «adiós», volvió a disparar y le vio agitarse. Oyó a Crispín antes de que apareciese en la puerta de la habitación con la toalla anudada a la cintura, también con los ojos muy abiertos. Franklin dijo:

– Lo dejo, Crispín.

Le disparó al pecho y luego tuvo que entrar en el dormitorio para decirle «adiós» y volver a dispararle.

Las llaves del coche estaban en el armario.

Roy se había situado en un lugar desde el cual podía mirar hacia el vestíbulo a través de la puerta de cristal y ver el ascensor. Si giraba la cabeza unos cuarenta y cinco grados, veía también la galería de la quinta planta, que era como una valla que daba la vuelta al patio. Estaba mirando hacia arriba, desde que había oído el débil pero claro «pop»; luego nada, luego otro «pop», y luego dos más, espaciados, de procedencia indefinida. Él ruido no había sido fuerte, pero lo había oído venir de alguna parte, y creyó que podía ser de arriba. Aunque también podía haber venido de la calle y haber sonado en el patio entrando por arriba. Ninguna de las personas que estaban desayunando en el hotel miró hacia arriba o pareció hacer comentarios al respecto.

Había una sirvienta negra allí arriba -le pareció que era negra-, que se había quedado junto a la carretilla y miraba hacia el ascensor. Roy la observó. Si los disparos venían de allí, los habría oído. Pero en aquel momento parecía haber perdido el interés en lo que estaba mirando o esperando, y se movió con su carretilla, alejándose del ascensor y del rellano de la 501. Arriba no había ni un alma. No se abrió ninguna puerta, ni nadie sacó la cabeza para ver qué había pasado.

Podían haber pescado al indio negro cogiendo las llaves del coche, pero no le iban a disparar por eso.

El ruido podría haber venido de fuera del hotel. Roy aceptó esa posibilidad, pero no lo creyó. Se dio cuenta de que algunos de los comensales también miraban hacia arriba, porque miraba él. Necesitaba un lugar más adecuado para vigilar. Podía subir a la habitación que habían reservado, la 509, y quedarse allí con la puerta abierta. Mierda, pero necesitaría una llave.

Franklin vio a la sirvienta al otro lado del pasillo mientras esperaba el ascensor. No se acercó a la galería para mirar hacia abajo y comprobar si alguien estaba mirando; no oyó ruidos ni voces. Llegó el ascensor, bajó en él hasta el vestíbulo y salió. Vio a un hombre y una mujer con sus maletas en el suelo, hablando con el conserje. Se dirigió a la puerta de cristal para mirar hacia el patio. En las mesas, todo el mundo parecía estar ocupado con el desayuno. Miró hacia el mostrador de recepción, se dio la vuelta y siguió moviéndose al ver a un tipo que esperaba al conserje, que estaba hablando por teléfono. El tipo tenía las manos apoyadas en el mostrador de recepción. Era el individuo que había estado con Jack Delaney. El fulano duro de pelo oscuro que debía de ser de la policía, seguro, por su forma de hablar. Franklin se apresuró y no miró hacia atrás, esperando que el tipo no le viera. No quería que le siguiera hasta el garaje. Con ése podía tener problemas, y no quería dispararle a nadie más. Aunque, si tenía que hacerlo, lo haría.

Estaban esperando en el coche de Lucy, mirando ambos hacia el cuadrado de luz más allá de la rampa. Ella dijo:

– Puede ser que ya lo haya dicho un par de veces, pero no veo adónde puede llevarnos esto.

– Es para tener contento a Roy -dijo Jack-. Se despierta gruñendo, pero tiene instinto de policía. No siempre las cosas son lo que parecen. O al revés.

– Nadie que estuviera en sus cabales dejaría dos millones dentro de un coche en un garaje público. Aunque el coche estuviera cerrado.

– Ya se lo he dicho.

– Entonces tendremos que devolverles las llaves.

– No nos preocuparemos de eso. Las podemos tirar en el vestíbulo. Siempre he creído que tenía paciencia, pero no la tengo.

– Yo también pensaba que la tenías.

– En cuanto empecemos, probablemente, tendré que ir al baño. Una vez estaba en una habitación de un hotel, con el tipo y su mujer durmiendo, y de repente tuve que ir. Ni siquiera había cogido nada todavía. Me fui corriendo abajo. Y eso fue todo, allí se me acabó la noche. -Se tocó la chaqueta-. ¿Sabes que he hecho? He dejado la pistola debajo del asiento. Será mejor que la coja.

Lucy le vio abrir la puerta.

– De momento no la necesitarás, ¿no? -Desvió la vista hacia la entrada del garaje, hacia el cuadrado de luz-. Jack, ahí está.

Franklin entró por la calzada del garaje, pasó delante de la primera fila de coches, delante de la segunda… Vio el viejo coche de Jack Delaney, con la puerta abierta, al fondo de la siguiente fila, y el coche azul de la mujer aparcado a su lado. Luego apareció Jack Delaney; se levantó junto a su coche, miró hacia él y levantó el brazo. Franklin no le devolvió el saludo. Giró en la fila donde estaba el Mercedes nuevo de color crema y caminó hacia él, sin mirar a Jack Delaney, pero sabiendo que no le daría tiempo a entrar en el coche y largarse. Jack Delaney se pondría delante del coche. No quería atropellado, pero lo prefería antes que dispararle. Volvió a mirar hacia atrás y vio que sería difícil incluso si lo intentaba. Jack Delaney se acercaba con una pistola en la mano.

– ¡Franklin, espera!

El tipo llevaba la bolsa de viaje en una mano y estaba abriendo el coche con la otra. Cuando Jack llegó junto él, ya lo había abierto y estaba entrando.

– Espera un momento, ¿quieres?

Franklin dudó y finalmente salió, dejando la bolsa sobre el asiento y levantando las manos a la altura de los hombros.

Jack cerró la puerta.

– Franklin, ¿qué estás haciendo?

– Me iba.

– ¿Con ellos? ¿Después de lo que te he contado?

– No, con ellos no. Tengo que coger el barco.

– ¿Le vas a robar el coche al tipo? ¿Qué harás con él?

– Lo dejaré por ahí… no sé.

– Un momento… ¿Qué les has dicho?

– Les he dicho que lo dejaba y me he despedido.

– ¿Sí? ¿Y qué han dicho?

– Nada.

– Franklin, por Dios…

Lucy se estaba acercando. Jack oyó el sonido de sus sandalias sobre el cemento, andando deprisa. Miró hacia atrás.

– Franklin se va a llevar su coche. ¿Podrías creerlo?

– No nos conocemos -dijo Lucy, mirando a Franklin al pasar junto a Jack, entre el Mercedes y el coche que había aparcado a su lado, extendiendo la mano para saludarle. Él bajó lentamente las manos, y Lucy le tomó una entre las suyas.

– He oído hablar mucho de ti, Franklin. Yo tenía un amigo que era misquito. Le hicimos un tratamiento en el hospital Sagrada Familia. ¿Lo conoces? El hospital de leprosos. Se quedó mucho tiempo con nosotros. Se llama Armstrong Diego. ¿Le conoces?

Jack vio que Franklin negaba con la cabeza. El tío parecía un tanto asustado o sorprendido.

– Le mataron los hombres del coronel Dagoberto Godoy -dijo Lucy-, al igual que a otros pacientes, con sus machetes.

– No nos quedemos hablando aquí -intervino Jack-. Franklin, ¿qué hace el coronel?

– Nada.

– ¿Qué quieres decir?

– Están tumbados, eso es todo.

– De acuerdo, Franklin, el dinero, ¿está en el coche?… Te lo llevas todo, ¿verdad? -Franklin parecía más resignado que molesto. Jack le vio asentir dos veces. Así era. Le hacías una pregunta, y te respondía-. ¿Sí? -Y le vio asentir de nuevo-. Tengo que creerte, Franklin, eres un tipo muy frío. -Jack sacó la Beretta y la alzó a la altura de su cara de indio criollo-. Ahora, danos las llaves. Pásaselas a Lucy.

Los ojos de Franklin no se apartaron del cañón de la pistola. Le dio las llaves a Lucy sin mirarla, dejando que ella se las quitase de la mano. Jack tampoco la miró, concentrado en los ojos del hombre, en su expresión solemne, hasta que vio a Lucy por detrás de Franklin, en la parte trasera del coche. Lucy estaba mirando el llavero, tratando de encontrar la llave que abría el maletero.

– Si lo abre… -dijo Franklin.

– ¿Qué?

– Morirá.

– Lo mismo que tú si te mueves -contestó Jack.

Se oyó la voz de Lucy:

– Tiene un montón de llaves.

– No morirá por mí -insistió Franklin-, pero morirá.

Se miraron a los ojos. Jack intentó mantener quieta la pistola.

– Lo digo en serio. No te muevas.

Pero Franklin ya se estaba dando la vuelta, y tuvo que gritarle:

– ¡Franklin, maldita sea!

Le apuntó la automática a la espalda y miró a Lucy, que, inclinada, alzó la vista y se levantó al ver llegar a Franklin. Éste le dijo algo y la tomó del brazo. Jack vio los ojos de Lucy, sorprendidos. Se acercó al maletero. Ella le estaba dando las llaves, mirando a Jack, que llegó a la parte trasera justo a tiempo de ver cómo Franklin metía la llave en la cerradura.

– Jack, no le toques -dijo ella.

Franklin, de rodillas, apoyó la palma de su mano en el extremo curvado de la tapa del maletero, hizo girar la llave con la otra mano y dejó que la tapa se abriera gradualmente unos pocos centímetros.

– Podría estar preparado para explotar -explicó Lucy, casi suspirando.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cree que lo está -dijo Lucy-. Ya lo han hecho otras veces. Había un cura de Jinotega que abrió su maletero y voló en pedazos.

– Iba a dejar que lo abrieras tú.

– Sí, pero no me ha dejado.

Vieron que Franklin levantaba la tapa del maletero lentamente, aguantándola, dejándola subir un poco más, notando la tensión del mecanismo. Cuando la abertura fue de unos veinte centímetros, metió el brazo hasta el hombro, su cara quedó apretada contra el metal de color crema, y empezó a tantear sin ver, trabajando con los dedos. Luego empezó a estirarse, poniéndose de pie, y levantó la tapa con el hombro al levantarse. Se volvió para enseñarles lo que tenía en la mano, una granada con un trozo de percha estirado y atado a la anilla.

– Mk-dos -dijo Franklin-. Las llaman «pifias». -Miró a Jack, le ofreció la granada y sonrió-. ¿No la quieres? Bueno.

Se la metió en el bolsillo.

– Eres bromista, ¿eh, Franklin? -dijo Jack.

No sabía qué más decir, con aquel tipo delante con una granada en su bolsillo; aquel individuo podía haber dejado que Lucy volara. Eso es lo que ella le estaba diciendo:

– ¿Por qué me has detenido?

Franklin, manteniendo un resto de su sonrisa, agitó la cabeza, mientras Jack seguía mirándole. El tipo tampoco sabía qué decir. Se volvió hacia el maletero abierto para levantar del todo la tapa. Lucy miró y llamó a Jack. Éste se acercó y vio dos maletas de aluminio dentro del maletero.

27

Roy salió del ascensor y se quedó en el rellano, mirando hacia la 501. Miró con atención, pero la maldita puerta no le decía absolutamente nada. Así que se metió por el pasillo que daba al otro lado del patio, llegó a la 509 y oyó sonar el teléfono. Entonces le costó hacer girar la maldita llave. Dentro, el teléfono seguía sonando. Roy golpeó la puerta con el dorso de la mano, le dio patadas, estiró el pomo hacia sí al hacer girar la llave y la puerta cedió y se abrió. La dejó sin cerrar, se acercó a la mesilla de noche y cogió el teléfono.

– ¿Quién es?

Se oyó la voz de Cullen:

– ¿Roy? Soy yo. Todavía estáis ahí, ¿eh?

– Creo que sí -contesto Roy-. Déjame que lo mire… Sí, todavía estamos aquí.

Apartó el teléfono de la mesilla, hasta donde se lo permitió el cable, para poder mirar por la puerta hacia el ascensor.

– ¿Todavía no ha pasado nada?

– Qué va, estamos aquí, pelando la pava, Cully. Supongo que lo mismo que tú, ¿no, Cully? ¿Cómo está la encantadora Darla?

– Mejor que nunca.

– Lávate bien después, ¿me oyes?

– Estaba pensando -dijo Cullen- que tendría que preguntarle a un médico si le parece…

Roy vio aparecer a la sirvienta al otro lado del pasillo, con su carretilla cargada de toallas.

– … que a lo mejor, si me meto en alguna actividad que me ponga muy nervioso, de esas que te ponen el culo pequeño, ¿sabes?, si a lo mejor… nunca se sabe lo que puede pasar.

La sirvienta se arrastraba hacia el ascensor, como si fuera una serpiente. Volvió la cabeza, mirando hacia la 501. Se quedó parada, esperando.

– ¿Entiendes lo que quiero decir, Roy? Estoy seguro de que el médico me diría que no tengo que hacerlo, a mi edad. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya no soy el que era. Claro, pero tampoco quiero abandonaros… ¿Roy?

– Si has de morir, Cully, también podrías hacerlo aquí.

Colgó el teléfono, sin dejar de mirar a la sirvienta, lo dejó al pie de la cama y salió de la habitación.

Una de las maletas de aluminio estaba en el suelo, junto al bar del salón de la casa de la madre de Lucy. Jack tocó el pulido metal. Cogió su bebida, el tercer vodka desde que había llegado con Lucy. Los dos primeros se los había tomado mientras Lucy contaba el dinero y ambos discutían, de pie, hasta llegar a un acuerdo. En aquel momento estaba solo en la habitación. Muy probablemente por última vez.

Había dejado su coche en el garaje, para Roy. Luego, se dijo a sí mismo que era un mal momento para arrepentirse; pero se dio cuenta de que no importaba. Roy llegaría pronto, tanto si cogía el coche como si venía en tranvía.

Habían abierto las dos maletas de aluminio dentro del maletero del coche nuevo del coronel. En ambas, un chaleco cubría las sacas de dinero; chalecos de un material grueso, de varias capas. A Franklin le pareció que eran los chalecos militares, a prueba de balas, que usaban algunos de la contra. Jack recordó que había tenido ganas de irse de allí. Tenía la sensación de estar esperando que apareciese el coronel. Deseaba saber qué hacían allí Franklin y Lucy hablando, y luego, cuando Franklin sacó una de las maletas y se la dio a ella, se dio cuenta de que habían hecho un trato. Era algo entre ellos dos y nadie más: la mitad para los misquitos y la otra mitad para los leprosos. Jack se preguntó si tenía sentido. Después de aquello, seguía preguntándose quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

Antes de que Lucy apareciese en la puerta, Jack oyó sus pasos sobre la madera del suelo.

– Ha llegado Roy.

Ella se dio la vuelta, y Jack volvió a oír sus pasos, debilitándose progresivamente.

La casa estaba en silencio. Se quedó escuchando. Ella no volvió inmediatamente. Probablemente, al entrar Roy habría preguntado qué había pasado, y ella se lo estaría explicando. O tal vez mientras caminaban por el pasillo, Roy habría escuchado, se habría parado… Jack sirvió un whisky y se fue con él hacia la puerta. Para dárselo a Roy en cuanto entrase, para quitarle el genio -si aparecía con aquella mirada mortal en los ojos-. Era una de esas situaciones en las que Jack, si no sabía qué hacer, buscaba algo que le sirviese. Su pistola estaba sobre el bar. Si le amenazaba con ella, Roy lo encontraría gracioso. Había un candelabro de bronce en la mesa del teléfono que parecía interesante… Oyó sus pasos en el pasillo, y luego la voz de Roy:

– ¿Qué?

Sólo una palabra. No cabía la menor duda: Lucy se lo estaba contando… Venían hablando mientras se acercaban a la habitación. Jack intentó darle el whisky.

Roy lo apartó de un golpe.

– ¿Has dejado que ese indio negro se llevara la mitad de la pasta?

En sus ojos había aquella expresión mortal.

Jack dejó el vaso en la mesa del teléfono, con la mano y parte de la manga de su camisa mojadas.

– Ha sido al revés, Roy. Ha sido Franklin quien le ha dado la mitad a Lucy. La tenía él.

Roy se dirigió hacia la maleta que había en el suelo.

– ¿Que la tenía él? ¿Qué significa eso? También la tenían los tipos de la habitación, ¿y sabes lo que les ha hecho el negro? ¿Te lo ha dicho? Les disparó, tío. Dos veces, en el pecho.

– ¿Franklin? -preguntó Jack.

– Tu amiguito, con el cual tuviste una larga conversación, te iba a hacer un gran favor. Subir y coger las llaves. Efectivamente, cogió las llaves, y se los cargó. ¿Y tú le has dejado que se largue con un millón de pavos? Un jodido indio que nunca ha tenido ni para zapatos. Joder, Jack, ¿en qué pensabas?

– No nos ha dicho… -empezó Lucy.

Roy la miró.

– ¿Si lo hubieras sabido se lo hubieras dado todo? Me gustaría saber cómo pensáis. Se ha ido, ¿no? Joder, si hasta se ha llevado el coche del tipo, y vosotros os habéis quedado mirando. -Se volvió hacia la maleta y siguió hablando-. Entonces, ¿cuánto nos queda? Supongo que me vas a decir que ella se queda con la mitad… -Abrió la maleta y se quedó mirando los montones de billetes-. ¿Cuánto hay, un millón justo?

– Un millón cien mil -dijo Lucy. Fue a coger su bolso, que estaba en el sofá, y sacó un paquete de cigarrillos.

Roy miró a Jack, detrás de ella, y preguntó:

– ¿Nos lo vamos a partir tú y yo, o hacemos tres partes? Cullen que se joda, no ha hecho nada.

– Tal como han salido las cosas -dijo Jack-, tú y yo tampoco hemos hecho demasiado. Ya te lo he dicho: Franklin le ha dado el dinero a Lucy. Yo estaba allí. Lo he visto. No me lo ha dado a mí, ni ha dicho: «Toma, esto es para Roy.» Qué va, se lo ha dado a Lucy. Ella pensaba que nosotros teníamos que quedarnos algo, pero yo la he convencido de lo contrario. Que se lo lleve a Nicaragua porque, de todas formas, de eso se trataba.

– Si la mierda tuviera algún valor, Jack, barrerías el mercado de abonos -dijo Roy-. Lo que yo veo es que otra vez el cazador ha salido cazado. Diablos, si puedo imaginármelo: «Vamos a ver si podemos joder al viejo Roy. Digámosle que todo el dinero es para los leprosos.»

Lucy meneó la cabeza.

– Así es, Roy. Es para el hospital.

– Ya lo sabe -intervino Jack-. Sólo busca excusas.

– ¿Para qué hablar de eso? -dijo Roy. Cerró la maleta y la levantó-. Si soy capaz de quitárselo a los nicaragüenses, también lo soy de quitároslo a vosotros, que sois un par de casos perdidos. -Pasó por delante de Lucy-. Si tenéis alguna queja, contádsela a la policía. Explicadles lo que habéis hecho.

Jack cerró su puño sobre el candelabro, lo quitó de la mesa del teléfono y lo sostuvo a un lado del cuerpo.

Roy se detuvo a unos pasos de él y se abrió la chaqueta.

– ¿Qué vas a hacer, golpearme? Jack, por un millón de pavos dispararía a mi madre.

Detrás de él, Lucy dijo:

– Yo también.

Estaba junto al sofá, sosteniendo el revólver plateado del treinta y ocho con ambas manos, con los brazos extendidos.

Jack la vio cuando Roy, delante de él, se dio media vuelta para mirarla.

– Oh, mierda, me olvidaba. ¿Llevas la pistolera? Enséñanosla. Jack, es como las que llevan los polis de la tele.

– Si intentas irte con eso -amenazó Lucy-, te prometo que dispararé.

– Hermana, si te atrevieses merecerías el dinero.

Se volvió y dio dos pasos hacia la puerta.

Lucy disparó y Roy gritó.

28

Helene tenía la puerta del coche fúnebre abierta, y la carretilla medio fuera. Intentaba plegar las malditas patas. Jack se acercó a ella, dijo «ahora» y quitó el seguro.

– Yo lo cogeré -dijo Jack.

Tan tranquilo. Helene le vio alejarse empujando la carretilla por el camino enladrillado que daba al jardín. Cuando llegó a la sombra de los árboles, se abrió una puerta y Lucy la mantuvo abierta. No tardó mucho. Helene le vio volver con un hombre tumbado en la carretilla. Entonces se detuvo, le dijo algo a Lucy y la besó en la mejilla. Cruzó por el jardín hasta la entrada de la casa y llegó a la parte trasera del coche. Helene no se dio cuenta de que el hombre no estaba muerto hasta que Jack ya casi había metido la carretilla en el coche.

Tenía los ojos abiertos. Llevaba toallas enrolladas entre el brazo y el costado. Decía cosas feas, haciéndose el bruto y llamando a Jack por un nombre que Helene no quiso escuchar, normalmente utilizado para mujeres. A Jack no parecía importarle. Acabó de meter al hombre en el coche y cerró la puerta.

– Jack, no se puede recoger a alguien que no esté muerto, ¿no? -dijo ella.

Le dijo que se diera prisa y saludó a Lucy, que seguía en el patio, Lucy devolvió el saludo.

Se metieron en el coche y se fueron. Conducía Helene, y Jack se reclinó en el asiento y encendió un cigarrillo, como si no le preocupase nada en absoluto. Lo primero que Helene quiso saber fue por qué no habían llamado a una ambulancia. Jack le explicó que hubieran preguntado cómo había recibido el tiro, y se acercó a ella y la tocó encima de la cadera. Justo allí. Sólo que en ese lugar Roy tenía algo de grasa. Jack dijo que Roy se inventaría una historia en el hospital.

– Bueno, ¿y no está cabreado? -le preguntó Helene.

Jack dijo que no importaba, que Roy no podía denunciar a nadie sin denunciarse a sí mismo. Le pidió que guardase las preguntas para más tarde.

– Llevemos al viejo Roy al Charity.

Al llegar a la entrada de emergencia del hospital, lo pusieron en una camilla, y Jack eludió las preguntas del camillero.

– Ponte bien pronto, ¿me oyes? -le dijo a Roy. El camillero ya se lo estaba llevando, por lo cual Helene no pudo oír su respuesta.

Se fueron en el coche fúnebre. Jack dijo:

– Sube por Canal. Nos pararemos en el Mandina a tomar algo, ¿qué te parece? Leo y yo solíamos pasar por allí después de los funerales, para descargarnos.

– Si crees que vas a recuperar tu trabajo, estás loco -dijo Helene.

– Es tuyo -contestó Jack-, si eso te hace feliz.

Helene le miró. Parecía tan inocente, allí, sentado, contemplando la vista de la calle Canal en una tarde de sábado…

– Nunca he salido con una chica que trabajara en una funeraria; será una nueva experiencia.

Un momento después, añadió:

– Es posible que mañana me vaya a Gulfport, a recoger un coche. Un tipo me ha ofrecido que me quede su Mercedes de sesenta mil dólares, recién comprado, todo el tiempo que quiera. Las llaves estarán en la oficina de la Standard Fruit.

– Aunque no lo tengas, fíngelo. Eso no va contigo, Jack.

– O podría vender el coche…

– Eso sí es de tu estilo.

– … y enviarle el dinero a Lucy a Nicaragua.

Helene le miró.

– ¿Lo dices en serio?

Jack no contestó. No estaba seguro de si lo decía en serio o no.

Elmore Leonard

***