Inscritos en la tradición de la literatura utópica y extrapolativa, estos relatos presentan un panorama de peligrosas posibilidades en un futuro tan cercano que es casi nuestro presente llevado un poco más allá. Un tiempo de violencia, de superficialidad, de sueños (belleza eterna, juventud, salud, longevidad...) que, una vez realizados, se revelan corruptos y destruyen tanto a los individuos como a la sociedad. Elia Barceló transforma situaciones aparentemente imposibles en episodios inquietantemente probables. Los relatos incluidos son «El deseo de tu corazón», «El hombre de cristal», «Viejos», «Mil euros por tu vida», «Fumando espero», «Muertos» y «Noche de sábado».

©2008, Barceló, Elia

©2008, Edelvives

Colección: Alandar, 100

ISBN: 9788426367006

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A los que no cierran los ojos frente al futuro ni creen que no se puede hacer nada para cambiarlo.

A los jóvenes, en cuyas manos está el poder de crear un futuro mejor para todos, un futuro luminoso donde no tengan espacio la violencia y la banalidad.

Claro que me interesa el futuro; es ahí donde voy a pasar el resto de mi vida.

Woody Allen

Se había quitado el casco para tratar de distinguir a alguno de sus compañeros entre el gentío, aunque sabía que era casi imposible. Debía de haber más de cinco mil personas en las diferentes entradas del Circo Massimo dispuestos a matarse por conseguir un buen sitio para el macro concierto al que él no iba a poder asistir. El día antes, en el Liceo, viendo que no llegaba la sorpresa que había esperado por parte de sus padres («encima de tu mesa hay algo que te interesará»), esa sorpresa con la que él ya contaba y que solía llegar en el último momento, había intentado comprar una entrada de reventa para no ser el único de la clase de 2.° de Bachillerato en perderse el acontecimiento. Pero le habían pedido doscientos euros, y eso, que en otro momento no habría sido inconveniente, se había revelado imposible: no le quedaban más que treinta euros de su asignación mensual, su hermano Jacobo no tenía nada que prestarle y además le había pedido los veinte que le había dejado hacía dos semanas, y su padre, con la voz firme de los temas inamovibles, le había largado una disertación insoportable sobre la responsabilidad que un muchacho casi adulto debe tomar con respecto al manejo de sus finanzas.

Ni siquiera sabía qué rayos hacía allí, por qué había decidido acercarse al Circo sabiendo que no iba a poder entrar, y tendría que tragarse la humillación si se encontraba con alguno de sus compañeros de clase o mentir descaradamente diciendo que el concierto no le interesaba.

Era injusto. Era profundamente injusto que por un simple despiste con el dinero no pudiera ahora limitarse a cerrar la moto, colgarse el casco al brazo y entrar por la puerta grande. Dinero era lo único que había en su familia en abundancia, pero sus padres, que tan pocas veces estaban de acuerdo, coincidían con toda precisión en hacerle la vida imposible en cuestiones económicas. «Cuando uno va a heredar una fortuna, tiene que saber cómo manejarla, Álvaro.» ¿Para qué narices servía el dinero si no era para gastarlo en lo que a uno le gustaba? ¿Qué le importaban a él la macroempresa y los millones en la Bolsa si no podía pagarse la entrada del concierto del año porque se le había acabado la asignación?

Como siempre que pensaba en esos asuntos, sintió cómo el estómago empezaba a contraerse, como un puño de hierro, como si se hubiese tragado una bola metálica que no podía digerir. Iba a cumplir dieciocho años, la mayoría de edad oficial, y sin embargo no era más que un pelele en manos de sus padres, un niño pequeño que tenía que pedir permiso para pasar la noche fuera, que no podía presentarse en casa acompañado sin avisar, que no podía moverse libremente por falta de dinero, que tendría que pasar aún años y años encerrado en alguna universidad estudiando derecho

o economía, «una carrera sólida», como decía su padre, antes de poder disponer de su vida. Aunque lo de disponer de su vida era un decir. En cuanto terminara la carrera le esperaba un puesto de directivo en la empresa para poder heredarla más tarde.

Le pareció ver a Flavia en un grupo que estaba entrando en ese momento y el estómago se le apretó de nuevo. No era ella, pero también tenía el pelo largo y liso, de color miel. La imbécil de Flavia con sus preciosos ojos azules y sus brillantes notas y su perpetua amabilidad para todo el mundo, menos para él. Él, que era el único elemento valioso de la clase, el único que heredaría un título nobiliario y una fortuna, entre todos aquellos muertos de hambre, pura clase media con aspiraciones, puro quiero y no puedo.

Había sido una desgracia tener que pasar aquel año en Roma, en un Liceo público. Él estaba acostumbrado al colegio británico, al duro juego masculino entre iguales, a la admiración de las colegialas de los internados vecinos, a sentirse parte de la clase dominante. En Roma se sentía rebajado, igualado, a la fuerza, a aquella masa de estúpidos que no reconocían su valor su liderazgo natural. Y la culpa era de su madre, que 'había decidido que era necesario para su educación que pasara un año en contacto con todas las capas sociales «como había hecho también Su Alteza, el Príncipe».

. Ahora, cuando todo el mundo hubiera entrado por fin, pasaría un par de horas dando vueltas con la moto por la ciudad y tendría que volver a casa, donde no estaba más que Giulianna, porque sus padres y su hermano habían ido a pasar el fin de semana a casa de unos amigos en Castelgandolfo. Todo el que era alguien en Roma, y muchos que no eran nadie, en el Circo Massimo, disfrutando de la noche primaveral; y él, como un perro sin amo, como un macarra de barrio subiendo al Fontanone, sin más perspectiva que mirar las luces de la ciudad y hacer planes de futuro que nunca se realizarían.

—¿Quieres ir al concierto?

La voz lo sacó de sus cavilaciones, haciéndole el mismo efecto que una zambullida en una piscina helada. Se volvió y por un momento no pudo contestar. Era una mujer la que había hablado. Una mujer joven aún, pero adulta, con experiencia del mundo; unos veinticinco años, calculó. Paseó la vista por su figura como para demostrarle que no le intimidaba: tan alta como él, sobre un metro ochenta, delgada, largo pelo rubio, largas piernas, cara de modelo eslava, de pómulos altos y boca sensual, enfundada en un traje de motorista de cuero negro que destacaba su pecho y le afinaba la cintura.

—¿Tienes dos entradas? —preguntó por fin a modo de respuesta.

—¡Ah! ¿Quieres que te acompañe?

El diálogo empezaba a resultar cada vez más estúpido, pero a la vez era estimulante, una sorpresa, como encontrarse en un gimnasio de barrio con un compa

ñero de esgrima que sabe manejar el florete y te obliga a emplearte a fondo.

Claro que quería entrar con ella. Y encontrarse con gente de su curso y pasar por su lado sin mirarlos, ignorando los codazos, las sonrisas torcidas y las miradas de envidia.

—Buena máquina —comentó, mientras ella terminaba de cerrar su moto, una poderosa Yamaha negra como la que a él le hubiera gustado tener y que, según su padre, no era propia de su edad ni de su clase.

—¿Quieres una igual? —preguntó la mujer mirándolo a los ojos.

Álvaro se echó a reír en lugar de responderle. Aquella tipa debía de estar loca, pero original sí que lo era.

—¿Cómo te llamas? —preguntó para cubrir su desorientación.

—Elige tú.

Contestó sin dudar:

—Flavia. Yo soy Álvaro.

—Lo sé.

Álvaro volvió a reírse y, con un gesto para que lo precediera, la siguió en dirección a la entrada. No era la primera vez que una mujer mayor demostraba interés por él, pero hasta ese momento siempre habían sido hermanas de sus compañeros de clase, alguna madre joven que se había limitado a servirle té frío y sonreírle por encima del vaso. Pero esto era otra cosa. Era la primera vez en su vida que una mujer trataba de ligar con él tan descaradamente. Se rió él solo de su ocurrencia. No es que tratara; lo había conseguido sin la más mínima resistencia por su parte. Tampoco se da todos los días que una modelo se interese por un chaval de instituto.

Si alguien le hubiera preguntado después del concierto quién había actuado, no habría podido decírselo. Lo único que recordaba era el cuerpo de Flavia pegado al suyo, sus ojos como dos pozos de color azul noche clavados en los de él, su voz caliente susurrándole «¿qué quieres, Álvaro?, ¿qué quieres?».

Primero había pensado que se trataba de una pregunta que no espera respuesta, esas «preguntas retóricas» de las que les hablaba el profesor de latín, pero cuando al salir del concierto, mucho antes de que terminara, se lo volvió a preguntar, muy seria, tensa, como pendiente de sus deseos, empezó a ponerse realmente nervioso. No sabía lo que quería. Todo iba demasiado deprisa; no había juego, no había sutileza, no había más que aquella pregunta que lo volvía loco: ¿Qué quieres, Álvaro?

—Vamos a cenar —había dicho sin saber bien por qué, para salir del paso.

Eran casi las dos de la madrugada, pero Roma en primavera es una fiesta. Si aquella mujer tenía la experiencia del mundo que él le suponía, se le ocurriría algo.

Se le ocurrió. A las dos y veinte, aparcaban las motos delante de una villa en penumbra. Las altas lanzas de los cipreses se recortaban contra la luna como en la ilustración de un libro antiguo; olía a flores dulces y en alguna parte una fuente cantaba sin prisa una canción eterna.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Es un buen sitio. Te gustará. Se llama Noi Due.

Álvaro se quedó como clavado junto a la verja:

—¿Noi Due?

Era el local más exclusivo de Roma, un restaurante donde su padre, con todo su dinero y sus contactos aún no había conseguido cenar. Las reservas se hacían con dos años de antelación porque la villa atendía sólo a una pareja por noche. Sintió cómo se le derramaba la sonrisa por el rostro imaginando la cara de sus padres al día siguiente cuando les contara dónde había cenado. No pensaba decirles con quién.

—¿No es muy tarde? —preguntó, indeciso. Se acababa de dar cuenta de la hora que era, de que la casa estaba a oscuras.

—No. Mira.

Una de las ventanas de la villa se iluminó y apareció un mayordomo portando una vela en una alta tulipa de cristal.

Cuando volvieron a salir al jardín, la mente de Álvaro, nublada por el vino que no tenía costumbre de beber, era un torbellino de imágenes: una biblioteca como la del abuelo, una terraza a la luz de las velas, música de Chopin.

El filo del horizonte estaba lleno de luz rosada. Flavia llevaba también un vestido rosa pálido, de lentejuelas, ajustado al cuerpo como la cola de una sirena. No recordaba cuándo se había cambiado de ropa.

—¿Qué quieres, Álvaro?

—Tener dinero —se oyó responder—, mucho dinero, para vivir siempre así, para poder repetir esta noche todas las veces que quiera.

Ella sonrió. Una sonrisa de triunfo que iluminó el jardín como si acabara de salir la luna. En la calle, frente a la verja, esperaba un coche de caballos y en su oscuro interior un hombre algo mayor que él, de la edad de Flavia, les sonreía.

—Vamos a hacerte feliz, Álvaro —dijo el desconocido—. El mundo es tuyo.

* * *

Llegó a su casa sin saber bien cómo, perdido en los recuerdos de una noche que no podía ser suya. No era posible que sucedieran esas cosas, no era posible que todo aquello le hubiera pasado a él. Ni siquiera podría contarlo porque nadie se lo creería. Jacobo le diría que no tenía interés en escuchar sus fantasías machistas , su madre telefonearía a uno de los muchos médicos que le recomendaban sus amigas y su padre apretaría los labios y le diría que empezaba a resultar preocupante que un muchacho de su edad no fuera capaz de mantener claras las fronteras entre los deseos y las realidades. Y Giulianna no era más que el ama de llaves. Se limitaría a servirle una taza de café y preguntarle si quería tomar una tostada.

En la cocina inundada de sol, Giulianna lloraba en el hombro de Gino, el mayordomo que apenas hacía dos meses que trabajaba para ellos. Se volvieron hacia él, tensos y pálidos, como si acabaran de ver un fantasma.

—Álvaro —balbució Giulianna—. ¡Dios mío, Álvaro, no sé cómo decírselo! Gino lo hizo por ella:

—Sus padres... —dijo muy despacio, como si le costara un gran trabajo pronunciar dos palabras—sus padres y su hermano... un accidente de tráfico. Ha debido de ser muy rápido. No han sufrido nada, señorito. Nos lo acaban de comunicar.

Tuvo la impresión de que los colores se hacían insoportablemente brillantes, que las cosas tomaban un halo irisado en los bordes, como si estuvieran a punto de desvanecerse. Se apoyó contra la pared y se dejó resbalar lentamente hasta el suelo.

—Hemos avisado al dottore Zenna. Él sabrá qué hacer, señorito.

Stefano Zenna, el abogado de su padre, su hombre de confianza, un viejo arrogante con el que nunca se había llevado bien. Pero Giulianna tenía razón, él sabría qué hacer.

La cabeza le daba vueltas y la mirada de aquellos dos estaba empezando a provocarle dolor de cabeza. ¿Qué querían de él? ¿Por qué estaban allí como pasmarotes mirándolo con esa cara? Ahora él era el señor de la casa, el dueño de todo, el que pagaba sus sueldos.

—Dejadme solo —dijo—. ¡Quiero estar solo! ¿No me habéis oído?

Meneando la cabeza, salieron de la cocina, y Álvaro, para su propia sorpresa, se encontró tirado en el suelo de losetas, riendo, riendo sin poderse contener.

—Es la histeria, Gino. Pobre muchacho. Aún no tiene dieciocho años —oyó decir a Giulianna, antes de que sus propias carcajadas le impidieran oír la respuesta del mayordomo.

* * *

—Querido muchacho —Zenna acababa de cerrar la carpeta y lo miraba como si fuera un escarabajo pinchado en un corcho en la vitrina de un museo de historia natural—, soy consciente de que la situación no es fácil para ti, pero los dos últimos días deberían haber servido para que te hagas una idea del estado de la cuestión. Ya no eres un niño y, aunque ha sido un golpe muy duro, pronto serás mayor de edad y te harás cargo de los asuntos de tu padre. De momento todo está en buenas manos, descuida. Puedes ocuparte de tu propio dolor, terminar el curso, irte de vacaciones a casa de tus tíos o a la nuestra de Capri, si lo prefieres, descansar, pensar qué quieres hacer, en qué universidad quieres matricularte. Yo lo arreglaré por ti. Al fin y al cabo, hasta tu mayoría de edad, yo soy tu tutor legal. Puedes estar tranquilo de que seguiré la línea que tu padre hubiera aprobado. Era mi mejor amigo.

Se quitó las gafas y, con toda parsimonia, pasó un pañuelo replanchado por ambos cristales. Tenía los ojos brillantes de lágrimas, o de simple vejez.

—¿Quiere eso decir —la voz de Álvaro temblaba de rabia, pero Zenna debió pensar que era pena, porque le puso una mano en el hombro— que no puedo disponer de lo que es mío?

—Pero, hijo —la mirada desnuda de Zenna, sin la protección de los cristales, era extrañamente dura, a pesar del suave tono de su voz— ¿cómo que «disponer»? ¿Qué pretendes hacer?

—Necesito dinero. —Odiaba tanto las largas parrafadas de Zenna que, cuando hablaba con él, usaba el estilo telegráfico que lo sacaba de quicio.

—Tienes tu asignación, por supuesto. Todo va a seguir igual para ti. —Yo no hablo de asignación. Hablo de dinero. Big money, capisce?

Zenna volvió a colocarse las gafas, se echó hacia atrás en el sillón y comenzó a reírse suavemente:

—¡Ah! Big money —en su dicción italiana las palabras inglesas sonaban casi obscenas—. ¿Puedo saber para qué?

—Eso no le importa. El dinero de mis padres es mío.

—Parte de ese dinero será tuyo el catorce de septiembre, Álvaro. Hay otra parte, una gran parte, que yo controlaré hasta que tengas veinticinco años y hayas terminado tus estudios. No nos engañemos, hijo, tu padre te conoce —se interrumpió con una mueca de dolor que podría haber sido auténtica—, te conocía bien. Se aseguró de que no entraras en posesión de ciertas cosas hasta que supieras apreciarlas.

—¿Qué cosas? —la garganta de Álvaro se había cerrado hasta tal punto que las palabras le salieron roncas.

—Muchas que ahora ni siquiera comprenderías. —Volvió a inclinarse hacia él y trató de ponerle de nuevo la mano en el hombro, pero Álvaro se levantó, alejándose de él—. Confía en mí, hijo, como siempre lo hizo tu padre. Estás en buenas manos.

—¿Esta casa es mía? —preguntó de espaldas al abogado, sin volverse a mirarlo.

—Por supuesto.

—Entonces márchese de aquí y déjeme pensar.

Zenna se levantó lentamente, recogió sus documentos, los metió en el maletín y buscó la mirada de Álvaro reflejada en el espejo de la chimenea:

—No te lo tomo a mal, hijo. No sabes lo que dices. Ha sido una pérdida terrible. Llámame cuando me necesites, a cualquier hora.

—Es usted un viejo detestable —dijo Álvaro a media voz antes de que Zenna alcanzara la puerta. El abogado se volvió hacia él y sus labios se tensaron:

—Nunca me has gustado, Álvaro, pero a pesar de lo que puedas pensar de mí, soy un hombre íntegro y un buen profesional. No tenemos que querernos para trabajar juntos.

Después de unos segundos de silencio, Zenna se encogió de hombros y salió del salón.

Cuando se quedó solo, trató de relajar los músculos de los hombros, que le dolían de pura tensión. Se sentía alejado de sí mismo, levemente mareado, con un principio de náusea. Subió las escaleras hacia su cuarto pensando en tumbarse un rato y desde el pasillo vio a Giulianna y a una de las muchachas metiendo las cosas de Jacobo en grandes cajas de cartón.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó desde la puerta.

—El dottore ha pensado que sería mejor que no tuviera usted que ocuparse personalmente de las cosas de su hermano, señorito —dijo Giulianna con los ojos llenos de lágrimas—. Lo pondremos todo en el sótano para cuando se encuentre usted mejor y pueda decidir lo que quiere conservar.

Giulianna tenía en las manos el álbum de monedas del mundo, la colección estrella de Jacobo que, en sus trece años, había vivido en siete países. La habitación estaba como siempre, limpia, ordenada, estructurada con toda lógica, como la mente de su hermano menor.

Sintió una ola de angustia pasarle por encima. Nunca más se pelearía con Jacobo, nunca volvería a pedirle dinero, nunca volvería a ganarle al tenis. El enano se había ido para siempre yeso, que a veces había sido uno de sus más ardientes deseos, ahora lo llenaba de horror, como si se hubiera abierto un inmenso agujero en su pecho que nada podría colmar.

La habitación de sus padres parecía un cuarto de hotel esperando un nuevo ocupante. Por primera vez desde que podía recordar, no había flores frescas en la mesita de su madre, no había periódicos apilados en el pequeño escritorio Luis XV donde su padre trabajaba a veces a altas horas de la noche, cuando no podía dormir.

Se sentó en la cama y metió la mano bajo la almohada. El camisón de su madre, que tanto lo había consolado en su niñez con su olor a rosas de Pentecostés, ya no estaba.

Oyó la voz de Gino y la de Lucca, el jardinero, preguntando a las mujeres qué cosas estaban listas para bajar al sótano y de repente todo le pareció una conjura para hacer desaparecer lo último que quedaba de su familia.

Dos horas después, Álvaro despidió a Gino, Giulianna y el resto del personal. Esa misma noche, Flavia y Paul, su misterioso compañero, se instalaron en la casa.

* * *

La vida de Álvaro se convirtió en una fiesta sin fin. Los días sucedían a las noches sin que nada cambiara, salvo la luz ocasionalmente entrevista a través de los visillos de un hotel o de los cristales ahumados de una limusina negra. Todo lo que había deseado alguna vez en su cama de adolescente se había hecho realidad: las hermosas mujeres, el champán descorchado a bordo de un yate de lujo a medianoche, la música, los amigos que reían sus chistes con los ojos brillantes de admiración ante su ingenio, las largas tardes de compras en las tiendas más elegantes, las prendas que se amontonaban en el suelo de su dormitorio, llevadas una vez y descartadas para siempre, las mañanas de tenis que siempre acababan con su victoria absoluta.

No sabía dónde estaba y no le importaba demasiado. Flavia y Paul lo protegían de las llamadas de los amigos, de los intentos de presentar condolencias al joven heredero; se anticipaban a sus deseos y le ofrecían en bandeja de plata todo lo que pasaba por su mente. Ni siquiera había tenido que acudir al entierro en Madrid; uno de los muchos médicos de la familia había firmado un certificado que lo declaraba temporalmente incapacitado para soportar la tensión. Salvo por la pérdida de sus padres y su hermano, nunca había vivido más libre y más a su gusto.

Sólo había dos cosas que no había podido conseguir: librarse de la tutela de Zenna, que llamaba y llamaba y dejaba mensajes en el contestador y lo acosaba como un mosquito tropical, y la admiración de Flavia. No la mujer que compartía sus días y sus noches y vivía pendiente de sus deseos, sino la otra, la arrogante compañera de Instituto que había llamado al principio para darle el pésame por sus padres y se había negado a quedar con él para tomar un café.

—¿Qué quieres, Álvaro? —La mano de Paul se enroscó en su pelo. Su aliento le hacía cosquillas en la oreja.

—Quiero que el imbécil de Zenna me deje en paz.

Paul y Flavia, que estaba tumbada en el sofá con la cabeza apoyada en el regazo de Álvaro, cambiaron una mirada, y Paul, sonriendo, salió de la habitación.

—¿Quiénes sois? —preguntó Álvaro por enésima vez. Todas las otras veces no había recibido más respuesta que una sonrisa, un guiño malicioso u otra pregunta: «¿No eres feliz?».

—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó esta vez Flavia.

—Sí.

—¿Quién crees tú que somos? ¿Qué crees tú que somos, Álvaro?

Estaba a punto de contestar, cuando a él mismo le sonó demasiado estúpido lo que iba a decir y acabó sacudiendo la cabeza.

—Sí, querido, justo lo que estás pensando.

—¿Sabes lo que estoy pensando?

Ella lo miró a los ojos y Álvaro tuvo la completa seguridad de que así era.

—Por eso siempre sabes lo que quiero —dijo él, perplejo. Ella asintió despacio, sin separar sus ojos de los de él:

—Sí. Pero tienes que pedirlo, tienes que formular tu deseo, ¿comprendes?

Álvaro se sintió otra vez como el primer día: aturdido, mareado, incapaz de comprender en profundidad todo lo que la respuesta de ella implicaba.

—¿Vosotros concedéis deseos? ¿Como el genio de Aladino?

—El deseo de tu corazón —dijo ella rozando su pecho con una uña larga y pulida, de color marfil.

—¿Y cuántos me quedan? —De alguna manera no sabía qué otro tono usar, más que el ligero, incrédulo, frente a aquella revelación.

—Los que quieras, si de verdad lo deseas. El poder crece con los deseos.

—¿Por qué yo? —preguntó, cada vez más perplejo.

—Porque tienes la fuerza. No hay muchos como tú.

—¿Puedo pedir lo que quiera? ¿Sin limitaciones?

Ella asintió sonriendo. La sonrisa de una gata.

—¿Podéis resucitar a los muertos? ¿Podéis conseguir que alguien se enamore de mí?

La película de Aladino que había visto años atrás, cuando Jacobo tenía la edad de ver dibujos animados, aún estaba fresca en su mente. Se había pasado semanas tratando de decidir cuáles serían sus tres deseos si alguna vez encontraba una lámpara mágica.

—Podemos hacer que tú lo creas.

Flavia se puso de pie, se estiró como una pantera y de repente su cuerpo pareció replegarse, transformarse, como en un truco de cine. Sus ojos se encogieron y cambiaron de color, su pelo largo se acortó hasta quedar por debajo de las orejas, le nacieron dos perlas en los lóbulos, el olor a rosas de Pentecostés inundó el salón. Su madre lo miraba dulcemente, abriéndole los brazos.

Álvaro la abrazó con desesperación, sollozando como un niño, dándose cuenta por primera vez del alcance de su pérdida.

—Puedes tenerlos a todos si quieres —dijo la voz de Flavia a su oído y el encanto se rompió. Álvaro se separó de ella, rígido como una estatua—. Somos muchos. Seremos lo que tú quieras. Nunca estarás solo.

—¿Sois todos... son todos... como tú? —pensaba en los nuevos amigos con los que había jugado al tenis, con los que había salido a cabalgar, las preciosas muchachas de los yates y los hoteles de las últimas semanas.

—Somos djinns y estamos a tu servicio.

El timbre de su móvil lo sacó de la parálisis en la que se encontraba. Sólo Flavia, Paul y sus más recientes amigos tenían ese número.

—Álvaro, querido, se acabaron tus problemas con Zenna. Le acaba de dar un infarto. Está en la clínica, pero no pasará de hoy Mi más sentido pésame por adelantado —la voz de Paul sonaba como siempre, elegante, algo fría, algo irónica, hermosamente británica.

—Yo... yo no quería ... yo sólo quería que me dejara en paz.

—Ambos vais a estar en paz, querido amigo. All's well that ends well.

Flavia estaba radiante, cada vez más joven, cada vez más hermosa. Le quitó el móvil de la mano y lo abrazó. Esta vez no había nada de maternal en el abrazo.

—Esto no puede ser real—murmuró Álvaro, sintiéndose casi enfermo.

—¿No te parezco real? —Flavia cogió la mano de Álvaro y la pasó deliberadamente por su cadera, haciéndole notar la redondez de la carne, la firmeza del hueso que la carne cubría. Él se separó como si hubiera recibido un choque eléctrico.

—Quiero estar solo.

—Tú mandas... amo. —Flavia se ovilló en el sofá con la mirada baja—. ¿Quieres que desaparezca? —añadió sin levantar la vista—. ¿Quieres otra compañía?

—¡Quiero pensar! —rugió Álvaro—. ¡Quiero que me dejéis pensar por mí mismo!

—La empresa del padre de tu Flavia depende para su supervivencia de la empresa de tu padre —dijo la djinn en voz baja, sedante—. Estoy segura de que se podía convencer a la muchacha de salvar a su familia casándose contigo. Tiene un alto sentido del deber y de la responsabilidad. Estaría dispuesta a hacerlo.

—¡Aún no tengo dieciocho años, maldita sea! ¿Eres imbécil?

Ella volvió a alzar los ojos, enormes, cada vez más violáceos. Su mirada era como un remolino que tragaba su voluntad; no conseguía apartar sus ojos de aquel torbellino morado.

—Puedes tener veinte, veintidós, veinticinco... los que quieras. Ni siquiera es necesario ser un djinn para arreglar eso hoy en día. Tienes la edad que consta en tus documentos. Pídelo y lo tendrás: el control del imperio de tu padre, la mujer que deseas... cualquier cosa. Pídemelo, amo.

Paul, elástico y hermoso como un caballo de pura raza, apareció en la puerta del salón, vestido de blanco, con su eterna sonrisa de diablo.

—Muéstranos el deseo de tu corazón, Álvaro. Dinos qué quieres.

Álvaro miró de uno a otro, tratando de comprender, sintiendo que algo estaba empezando a aclararse en su mente.

—Me necesitáis, ¿verdad? Vivís de mis deseos.

—Vivimos de cierto tipo de deseos, querido —Paul seguía relajado, apoyando un hombro contra la jamba de la puerta, jugueteando con las llaves de su Porsche negro.

—Sois diablos.

—¿Te sientes en el infierno? —Flavia sonreía, provocativa.

—Yo no he hecho ningún pacto —se defendió Álvaro—, no he firmado con sangre, no he vendido mi alma. No he hecho nada malo.

Los dos djinns se miraron y, perfectamente sincronizados como un par de robots, fijaron su mirada en él:

—¿Y el asesinato de tus padres y de tu hermano menor? —La voz de Paul era suave, fluida, como si acabara de hacer un comentario sin trascendencia.

—¿Asesinato? —Álvaro tenía la boca seca y las cosas habían empezado a girar a su alrededor.

—No hay muchas posibilidades de matarse a las cinco de la mañana en la carretera de los Castelli Romani sin una cierta ayuda.

—No es verdad. Me estáis mintiendo para que haga lo que queréis.

—Tú eres quien pide los deseos. Nosotros nos limitamos a obedecer.

—¿Y si os pido que os marchéis para siempre?

—Desapareceremos. Nunca nos volverás a encontrar.

—¡Dejadme solo! ¡Quiero estar solo en mi casa!

Por primera vez desde que los conocía, Flavia y Paul se desmaterializaron allí mismo, frente a sus ojos atónitos.

* * *

Le parecía que habían pasado años desde la última vez que había ido solo en moto por Roma. Todo era diferente: las calles, las casas, la tienda, la gente, los grupos de turistas. Era diferente porque era real, porque no estaba sujeto a los caprichos de alguien con el poder necesario para controlar la magia.

Aparcó en un callejón discreto junto a la Via del Corso y llegó a El Greco cinco minutos antes de lo convenido para darse un poco de tiempo antes de que ella apareciera, pero ya desde la puerta vio que se le había adelantado y lo esperaba sentada al fondo de la sala. Tuvo la sensación de que se le nublaba la vista y todo lo que pensaba decirle se confundía en su mente. Nunca lograría que lo creyera. A pesar de que el relato de Flavia, el que había ganado el Certamen literario de Navidad había sido una historia de fantasmas, y era famosa por su interés en la literatura fantástica, era imposible que creyera lo que él tenía que contarle.

Era mucho más hermosa de lo que él recordaba: el largo pelo rubio formaba una cortina que ocultaba su rostro, inclinado sobre el libro. Llevaba un vestido de verano verde musgo con flores azules como sus ojos. Se le cortaba la respiración al pensar que un segundo después alzaría hacia él esos ojos que siempre lo habían mirado con desprecio y frialdad. Pero había venido; eso era lo importante, que sin ayuda de ningún poder más que su voz y su sinceridad había convencido a Flavia de encontrarse con él en un café.

Se saludaron cortésmente, pero la sonrisa de Flavia no alcanzó sus ojos. Cerró el libro, lo metió en el bolso para que él no pudiera saber lo que estaba leyendo, cruzó los brazos contra el pecho como si tuviera frío, y habló antes de que él pudiera articular palabra:

—Álvaro, antes de que digas nada quiero que sepas que no he venido sólo porque me lo hayas pedido tú. Mi padre tiene serios problemas en su empresa y quiere que te hable de ello. No debería decírtelo, claro, pero no soy capaz de hacer de Mata-Hari, así que prefiero que lo sepas antes de que me cuentes qué querías de mí.

Dios mío, pensó Álvaro, ya han empezado. Han empezado sin que yo les haya pedido que hagan nada. Tienen tanta fuerza que pronto dejarán de necesitarme y no seré más que un pelele en sus manos.

—También he venido porque desde que te conozco —continuó ella y su mirada se dulcificó— es la primera vez que suenas como un ser humano normal. Pensé que podía ser un truco, pero se nota que te pasa algo grave. Lo de tus padres, supongo.

Pensó en preguntarle «¿tan mal me encuentras?» ofreciéndole su mejor sonrisa de conquistador, pero sabía que eso empeoraría mucho las cosas y optó por guardar silencio y asentir con la cabeza.

—En parte sí, Flavia. En gran parte, pero hay más. y sólo tú puedes ayudarme.

—¡No digas tonterías! El señor conde debe de tener mucha gente dispuesta a ayudarlo.

Por un segundo se quedó perplejo. Ni se le había pasado por la cabeza que ahora que su padre había muerto, él era el decimotercer conde de Valdellano y al parecer todos daban por sentado que el título se le habría subido a la cabeza.

—No. El señor conde no tiene a nadie, Flavia. No tengo un solo amigo en esta ciudad. Ni en ninguna otra parte... —terminó, con una amargura que Flavia no le conocía—. Claro que tengo mucha gente a la que acudir, tengo docenas de compañeros de estudios que me acogerían con gusto en sus· casas de verano en Inglaterra, en el Caribe, en Suiza... pero para ir de picnic, a montar, a jugar al tenis, a cualquier cosa menos a escuchar mis problemas. Y yo necesito a alguien que crea en la magia.

Mientras los ojos de Flavia se iban abriendo cada vez más, Álvaro le contó todo lo que le había sucedido desde el día del concierto, omitiendo sólo algunos detalles que habrían podido ofenderla.

—¡Y yo que creía que eras un cretino sin imaginación! —suspiró ella cuando Álvaro terminó de contar—. Necesito otro café.

En otras circunstancias habría llamado al camarero con el delicado e imperioso gesto que había aprendido en sus años de educación británica, pero ahora prefirió levantarse, ir a la barra y pedirlo allí. Necesitaba unos segundos antes de continuar.

—¿No vas a decir nada? —preguntó sin poder dominar su impaciencia mientras ella removía el azúcar en la taza.

—¿Qué quieres que diga? ¡Chapeau! Ya te lo he dicho. Hacía tiempo que nadie me contaba una historia tan buena.

—O sea, que no me crees.

—Pues claro que no te creo. ¿Piensas que soy imbécil? Lo que no me explico es qué pensabas conseguir largándome ese cuento. —Se bebió el café de un solo trago y se quedó mirando hacia la ventana, como una reina que da por terminada una conversación irritante.

—Flavia, te juro que es verdad. Lo que me has contado de tu padre es obra de ellos, fue idea de ellos para que tú accedieras a...

—¿A qué? —se volvió como una furia y el pelo le azotó la cara.

—A casarte conmigo, a hacerme caso, llámalo como quieras, pero yo no lo pedí, yo no quería de esa manera, tienes que creerme.

—Vale, entonces yo hago como que te creo y tú le dices a tu jauría de abogados que dejen de acosar a mi padre.

—Haré lo que me pidas, pero tienes que ayudarme a salir de ésta, a librarme de ellos. Flavia, por favor...

No volveré a llamarte, no te molestaré, pero ayúdame a pensar. Yo solo ya no puedo y no hay nadie más.

—Pues a mí me parece sencillo, Álvaro. Diles que se vayan, sin más. Tienen que obedecerte, ¿no, amo?

—No lo sé. Mis deseos los han hecho cada vez más fuertes; no creo que se resignen a desaparecer sin más. No creo que me hayan dicho toda la verdad.

Ella se quedó callada, pensando, con la cabeza inclinada hacia la ventana.

—No me lo puedo creer, Álvaro, lo siento. Pero voy a hacer como si fuera una novela, ¿vale? Puro pensamiento hipotético, si me das tu palabra de ayudar a mi padre.

—Me parece bien. Sigue.

—Diles que tu deseo es volver al principio, volver a empezar desde la noche del concierto. Entonces, cuando te pregunten qué deseas, les dices que tienes todo lo que quieres, que eres perfectamente feliz y que no compras.

—Eso sería mentira.

Ella se echó a reír:

—¡Vaya, hombre! Después de todo lo que ha pasado, resulta que Álvaro tiene una conciencia escrupulosa.

—No, quiero decir que ellos saben que es mentira. Ellos leen mis deseos, no los puedo engañar.

—Entonces tiene que ser verdad.

—Pero si vuelvo al principio, no recordaré lo que me ha pasado y volveré a sentirme como me sentía, con todos mis deseos y mis frustraciones. Todo volverá a ser igual y volveré a dejarme atrapar por ellos.

Ella guardó silencio unos minutos, pensando. Álvaro la veía pensar, olvidada de su presencia, dándole vueltas al problema en su interior como frente a una pregunta particularmente difícil en un examen, organizando los conocimientos. Nunca había creído que pudiera gustarle una mujer intelectual, y sin embargo ahora...

—El tipo ése... Paul, te dijo que ellos se hacen más fuertes con ciertos deseos, ¿no es eso?

Él asintió con la cabeza.

—¿A qué deseos se referiría? ¿Por qué unos sí y otros no?

—Ni idea.

—¿No recuerdas algún momento en el que te haya dado la impresión de que al pedir tú algo ellos se hicieran... no sé, más fuertes, más... algo?

—Algunas veces sonríen de un modo inquietante, como si supieran mucho de algo que yo no me puedo ni imaginar.

—¿Cuándo?

Álvaro pasó revista a sus recuerdos. ¿Cuándo había visto esa mirada, esa sonrisa especial como si hubieran ganado un par de puntos, como si fueran los orgullosos padres de un hijo que siempre había parecido tonto y de repente hace algo genial? No podía recordarlo.

—Dime, ¿de dónde han salido todos esos otros que hacían de amigos tuyos, los de las fiestas y demás?

—No sé qué quieres decir.

—Sí. ¿Tú pediste amigos?

—No exactamente. Yo pedí ese tipo de vida, ya sabes, fiestas, chicas, amigos, ropa... —su voz iba bajando de tono mientras notaba cómo se le calentaban las orejas de pura vergüenza, pero se daba cuenta de que Flavia estaba dispuesta a ayudarlo y había que contarlo todo.

—¿Y si surgieran a la vida con cada uno de tus deseos digamos... negativos? —sugirió ella, casi para sí misma.

—¿Te parecen negativos esos deseos? —preguntó Álvaro, picado.

—Me parecen simplemente idiotas y en general muy propios de ti, pero no se trata de eso. Si de verdad se reproducen a partir de deseos que justifican un crimen, por ejemplo, entonces podrías tratar de debilitarlos con deseos positivos.

—¿Como qué?

—¿No se te ocurre nada positivo? —Flavia sonaba casi escandalizada.

—¿Como un asilo para huérfanos o algo así, quieres decir?

—Como cualquier cosa que haga feliz a alguien que no sea Álvaro de Valdellano.

—No sé si puedo pedir deseos para otros.

Ella soltó un bufido y; por un momento, Álvaro temió que se levantara y lo dejara plantado en el café.

—¿Ves? Ése es justamente el problema: que no te puedes ni imaginar que algo que haga feliz a otra persona pueda hacerte feliz a ti también, que no ves la utilidad de nada que no te resulte útil a ti en primer lugar.

—Puedo pedirles que arreglen lo de la empresa de tu padre. Eso os haría felices a vosotros y a mí también.

—A ti porque pensarías que con eso vas a conseguir lo que quieres de mí. Y eso es lo que pensarían ellos también. No es un deseo particularmente altruista y, considerando los métodos que utilizan para cumplir tus deseos, no creo que la cosa saliera bien.

—¿Entonces?

—Eres casi mayor de edad y te las has arreglado hasta ahora para conseguir todo lo que te ha dado la gana. Yo no soy tu padre, Álvaro, tú verás. Eres tú quien tiene el problema; no me agobies.

Álvaro tragó saliva.

—Perdona.

Hubo un largo silencio que Álvaro sobrellevó levantándose otra vez a traer un zumo para Flavia y un té con limón para él.

—¿Y si te limitas a no pedirles nada? —sugirió ella por fin—. Tenerlos a tu alrededor, pendientes de tus deseos, pero hacerlo todo por ti mismo, sin pedir nada, y estar atento a ver si eso los debilita.

—Podría probar, pero no sé si tendré los nervios de verlos a mi alrededor todo el tiempo, mirándome, esperando que pida algo.

—No los llames. Quizá sólo vengan si los convocas.

—Probaré. ¿Puedo llamarte?

Ella dudó un instante:

—Si crees que es necesario... —se puso de pie y Álvaro la imitó sin haber probado su té.

—Hoy mismo arreglaré lo de tu padre, antes de volver a casa, te lo prometo.

Flavia le dedicó una pequeña sonrisa.

—¿Te acompaño a algún sitio?

—¿Hacia dónde vas?

—A la clínica, a ver a Zenna. Quizá aún llegue a tiempo.

—Déjame en el puente de Trastevere.

* * *

Cuando volvió a casa, le costó un auténtico esfuerzo de voluntad abrir la reja y cruzar el jardín. De repente se sentía aterrorizado, y la simple idea de encontrarse con la pareja que lo esperaba en alguna parte del chalet le producía sudores fríos.

No había llegado a tiempo de hablar con el viejo, sólo de abrazar a Anna, su mujer, y de llorar juntos unos minutos, cada uno por su propia pérdida, hasta que la habían llamado para ocuparse de los trámites de la defunción.

Luego había telefoneado a Wilson, se había asegurado de que concederían al padre de Flavia el tiempo que necesitaba para salir del embrollo en el que al parecer se había metido, y había vuelto a casa directamente, dispuesto a hacer lo posible para salir del propio, pero la simple idea de encontrarse con Paul y con aquel ser que había llamado Flavia le daba terror.

El salón de la planta baja estaba vacío y no se atrevió a llamarlos en voz alta por miedo a que se sintieran convocados y aparecieran con su eterna pregunta: «¿Qué quieres, Álvaro?» «¿Qué podemos hacer por ti?».

Recorrió la casa buscándolos y temiendo encontrarlos, pisando cada vez más firme ante el silencio y la ausencia evidente de los dos djinns. ¿Qué era lo último que les había dicho? Quiero estar solo. Eso era. Estaban cumpliendo su deseo. Era lo único que deseaba en ese momento.

Marcó el número de Flavia pero su móvil no se encendió. Cogió el teléfono de la cocina y la línea estaba muerta. En el fax no brillaba ninguna luz. El ordenador no conseguía entrar en la red. Sólo parecía tener acceso a sus propios archivos: trabajos del colegio, alguna carta, diagramas que había hecho en un cursillo de Bolsa, unos cuantos dibujos de cuando había pensado que podía interesarle el diseño.

Empezó a sentirse inquieto. No era normal que no funcionaran ni el acceso a la red, ni el teléfono, ni el fax. y no tenía a quién preguntarle porque hacía semanas que no había personal en la casa. Todo se limpiaba por arte de magia, la comida llegaba y desaparecía sin que nunca se hubiera preguntado si la traía un servicio de catering o si era como en los cuentos orientales. Álvaro convertido en Aladino. ¿Sería «Al» una sílaba mágica, como el Aleph?

Apagó el ordenador y el repentino silencio convirtió la casa en una tumba. Se le caía el techo encima. Tenía que salir de allí, coger la moto y dar una vuelta sin meta por la ciudad para aclararse las ideas: subir al Pincio, o dar un largo paseo por los jardines de Villa Borghese, o mezclarse con los turistas en San Pedro o ir a comer algo a cualquier pizzería.

Salió al jardín y lo que vio lo dejó sin aliento: una espesa niebla encerraba la casa al otro lado de la verja. Arriba el cielo brillaba aún con el sol de las seis, pero a su alrededor el mundo había desaparecido. La niebla, negra como un humo inmóvil, se había tragado la calle, las casas vecinas, los altos árboles de los jardines colindantes. Estaba solo en casa. Los djinns habían cumplido su deseo.

Empezó a reírse descontroladamente hasta que le dolió la mandíbula y tuvo que obligarse a parar dando golpes contra el suelo de terracota hasta que la sangre y el dolor de los nudillos lo forzaron a controlar los espasmos histéricos de su pecho. Estaba atrapado y lo sabía. No había nada que hacer. Había perdido la partida.

—¡Paul! ¡Flavia! —gritó a pleno pulmón—. ¡Quiero veros!

La mujer se solidificó en una tumbona de la terraza. El hombre se materializó detrás de ella. Los dos vestían de blanco. Los dos sonreían.

—¿Nos llamabas, amo? —La voz de Paul era dulcemente irónica, ofensiva. Sintió deseos de destrozarle la cara a puñetazos con su mano herida.

—Mátame, amo —dijo—, si es tu deseo. Pégame, tortúrame, soy tuyo. No tienes más que decirlo. Dejó caer el puño, asqueado. La mujer se levantó, sinuosa, y se acercó a él con un paso elástico, leve, como si apenas tocara las losetas del suelo. Algo en su forma fantasmal de caminar le llamó la atención. Quizá fuera cierto que se debilitaban si él no expresaba ningún deseo, y hacía casi un día completo que no había pedido nada.

Lanzó una mirada nerviosa hacia la niebla que encerraba el mundo exterior. ¿Era posible que aquella sombra que se retorcía al fondo fuera el álamo del jardín vecino o era algo más ominoso, algo que no quería conocer?

—Pídenos algo, amo. Estamos aquí para servirte, es nuestra razón de ser. Deja que hagamos lo que deseas, déjanos conocer el deseo de tu corazón. Llevamos mucho tiempo esperando —dijo la mujer, casi anhelante.

Le parecía increíble que hubiera querido llamarla Flavia, como a la otra, como a la muchacha real que a pesar de todo había intentado ayudarlo a salir de la pesadilla en la que se había convertido su vida.

—Llámala Shaladdine, si lo prefieres —dijo Paul, apareciendo a sus espaldas sin tomarse la molestia de recorrer físicamente los metros que los separaban—. Dale un nombre, el que tú quieras, fórmala a tu gusto, tómala, úsala, destrúyela. Es tuya, Álvaro. Somos tus hijos, tus creaciones, tus sueños hechos realidad.

La mujer estaba frente a él y le acariciaba las mejillas mientras las manos de Paul pasaban suavemente por su pelo.

—No nos abandones, Álvaro. No somos nada sin ti.

Pensó pedirle que lo dejaran solo de nuevo, pero sabía que no serviría de nada, que su propia soledad lo llevaría a la desesperación y lo forzaría a convocarlos una y otra vez.

Entonces recordó las palabras de Flavia, de la auténtica: «pide volver al principio, pide que todo vuelva a empezar», y de repente supo lo que tenía que hacer, la única posibilidad de que quizá desaparecieran para siempre; porque ahora sabía que si conseguía volver a aquella noche en la que había empezado el horror, si conseguía regresar sin olvidar lo que ahora sabía, podría salvarse, todos podrían salvarse.

—¡Quiero volver al principio! —dijo—. ¡Quiero empezar de nuevo conservando todos los recuerdos de las últimas semanas durante cinco minutos! ¡Quiero empezar una nueva vida!

Cuando terminó de hablar se sintió como nunca en toda su existencia: feliz, triunfante, poderoso. La mirada de espanto que cruzaron entre ellos fue suficiente para convencerlo de que había acertado. Los había vencido.

—Oigo y obedezco, amo —dijeron los dos a coro en una voz que ya no era una voz humana.

La niebla pareció tragarlo. Una vorágine de negrura absoluta, de vacío total, lo envolvió arrastrándolo consigo a un lugar que no era un lugar donde no había tiempo, ni pensamientos, ni apenas sensaciones. El mundo como lo conocía desapareció. Sólo algunas imágenes nadaban en el vacío: la pequeña sonrisa de Flavia, el cuenco de palomitas que compartía con Jacoba frente al televisor, sus padres, elegantemente vestidos en el prado de su colegio inglés, el lazo rojo sobre su moto nueva.

Entonces empezó a sentir calor, una molestia física, estrechez, opresión, unas paredes palpitantes que se cerraban contra su cuerpo, una luz deslumbrante frente a sus ojos, sonidos estridentes, un olor punzante que no conseguía reconocer, voces chillonas hablando ¿en portugués? ¿en portugués brasileño? ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué rayos le estaba pasando? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba?

Abrió los ojos y volvió a cerrarlos, espantado. Una vieja desgreñada lo miraba desde muy cerca. Una voz:

—Para ser el sexto ha costado mucho, pero aquí está. Un chico fuerte y sano, por lo que parece. Si tienes una buena subida de leche, sobrevivirá.

Abrió de nuevo los ojos y todos los recuerdos de las últimas semanas se agolparon en su cabeza: Roma, el concierto, los djinns, la muerte de sus padres y su hermano, la vida de lujo, la sonrisa de Flavia, Zenna en la clínica, la niebla negra, sus últimas palabras: «quiero empezar una nueva vida».

A su alrededor, varias mujeres harapientas rodeaban a la mujer que acababa de parirlo. Por la puerta abierta de la Javela se adivinaba en la distancia la silueta del Cristo Redentor del Corcovado que había conocido en un viaje con sus padres dos veranos atrás. Un segundo después, coincidiendo con su desesperado grito de terror, los recuerdos lo abandonaron para siempre.

* * *

En Roma, en el jardín de una espléndida villa que acababa de quedarse desierta, dos figuras semitransparentes se abrazaban hasta fundirse encima del cadáver de Álvaro.

—¿Qué fue lo que salió mal? —preguntó una de ellas, sin palabras.

—No era lo bastante fuerte. Quizá su juventud...

—Podía haberlo tenido todo. El poder absoluto. La eterna juventud. El placer inacabable. ¡Estúpido!

—Fue un tiempo hermoso.

—Habrá otros. Siempre ha habido otros. Quizá la próxima vez. Esperaremos.

—Esperaremos. Siempre hemos sabido esperar.

Matías Hernández cambió su peso de un pie a otro mientras esperaba que se abriera la puerta para dar paso al entrevistador.

El lujo de aquella oficina lo incomodaba y la sensación de estar siendo observado le hacía cosquillas en la nuca de un modo físico. No se trataba de una vaga idea, sino que sabía positivamente que los minutos que aún tardaría en aparecer el entrevistador estarían dedicados —por uno o varios especialistas en comportamiento humano y selección de personal— a observar el menor de sus movimientos, la más leve de sus miradas; a calibrar si era adecuado que se tocara el pelo con la mano izquierda como estaba haciendo en ese momento o si se podía confiar en un hombre que no se sienta en ninguna de las obviamente cómodas butacas azules, a pesar de los varios minutos transcurridos desde su entrada en el opulento despacho.

Recordó todos los consejos que había leído sobre el comportamiento idóneo: «el aspirante debe aparecer relajado, seguro de sí mismo, curioso sin exageración», «podrá sentarse, si así lo desea, siempre que se ponga inmediatamente de pie en cuanto entre la persona que deba entrevistarle»; «cuando sobre una mesa haya varias revistas para elegir, tomará la que más se acerque a su especialidad y pasará las hojas con calma, demostrando que le interesa el tema y no la ha cogido solamente para tener algo entre las manos».

Pero en aquel despacho no había mesa de revistas. La única mesa era el inmenso plano pulido donde supuestamente trabajaba alguien y que no tenía más que un calendario electrónico y un paquetito de pastillas de menta. Pensó por un instante si estarían ahí para ver si él se atrevía a coger una, pero decidió ignorarlas. Al fin y al cabo nunca le había gustado la menta. Podía interpretarse como timidez, pero también podía ser muestra de firmeza de carácter. Todo dependía del observador, como siempre. Ya había perdido la cuenta de las entrevistas de trabajo que llevaba realizadas en los últimos quince años yen ocasiones él mismo se asombraba de seguir intentándolo. Al fin y al cabo, como le decían sus padres, «si este país ha alcanzado un nivel económico con el que puede permitirse pagar un sueldo mínimo a todo ciudadano por el mero hecho de estar vivo, ¿qué necesidad tienes de buscar un trabajo? Antes sí que era angustioso, cuando el que no trabajaba no comía, pero ahora, ¿qué más te da?».

Pero le daba. Llevaba demasiados años leyendo, estudiando, amontonando masters, seminarios, cursillos, aprendiendo más y más cosas sin ponerlas nunca en práctica, sin saber para qué. Por eso estaba hoy aquí. Porque, después de haber pasado tres controles de selección, esta vez tenía que ser la definitiva. Esta vez le iban a dar un trabajo y por fin, a los treinta y siete años, se incorporaría a las filas de los profesionales que se ganaban el sueldo que cobraban.

La puerta se abrió con suavidad —armónicamente, pensó Matías, consciente de lo ridículo de la expresión— y entró un hombre algo más joven que él, irreprochablemente vestido de traje y corbata, que sujetaba una lujosa carpeta de cuero auténtico donde, con toda probabilidad, reposaban su expediente completo y su solicitud de empleo, a mano para el examen grafológico y con copia impresa para el archivo.

—Póngase cómodo, señor Hernández —dijo el hombre tendiéndole la mano que él estrechó con la fuerza justa—. Mi nombre es Javier Serra.

Se instalaron en dos butacas enfrentadas, en la zona más alejada de la mesa gigante. «Buena señal», pensó Matías.

—Verá —comenzó Serra, después de haberse alisado delicadamente las cejas con la yema del dedo corazón—, de hecho no hay mucho que hablar, señor Hernández.

Matías sonrió interiormente. Lo había conseguido.

—Tengo el penoso deber de comunicarle —siguió diciendo Serra—que no ha sido usted seleccionado para el puesto. Pero —atajó la inminente respuesta—, en esta empresa tomamos muy en serio a nuestros aspirantes y deseamos oir cualquier cosa que tenga que decirnos frente a la decisión que hemos tomado.

—¿Por qué? —fue todo lo que preguntó Matías, que aún no se había repuesto de la noticia.

Serra sonrió, casi condescendiente.

—Realmente es usted quien tiene ahora ocasión de hablar, señor Hernández. No se trata de que me haga preguntas, sino de que me ofrezca algún argumento en el que quizá no hayamos pensado.

—¿Cómo vaya saber en qué argumentos no han pensado si no me dice por qué me rechazan?

—Tranquilícese, señor Hernández. Y modere su vocabulario. No le hemos rechazado a usted —el «usted» pareció haber sido pronunciado con mayúsculas y se quedó flotando en el elegante despacho—; hemos rechazado su solicitud.

—Tengo que saber por qué antes de ofrecerle algún argumento. Por favor —añadió Matías, sintiéndose rastrero y pueril a la vez.

—Bien, de acuerdo. Es algo irregular, pero su perfil psicológico muestra a las claras que tiene usted una necesidad algo infantil de explicaciones y por eso estoy dispuesto a dárselas. —Abrió la carpeta meneando levemente la cabeza, como si lamentara haber tenido que llegar a tal punto—. Veamos. Usted autorizó a nuestra empresa a consultar sus datos personales.

—Los públicos —interrumpió Matías.

—Por supuesto. Aunque, como no ignora, su historial clínico puede y debe ser consultado por cualquier empresa que piense contratar sus servicios —Serra paseó la vista por uno de los documentos de la carpeta—. Los datos referentes al análisis de su código genético predicen con bastante claridad que tiene usted más de un ochenta por ciento de posibilidades de desarrollar cáncer de hígado antes de los sesenta años. ¿No lo sabía? Lo lamento. Le suponía informado. Si a eso le añadimos su consumo alcohólico habitual...

—¿Qué narices saben ustedes de mi consumo alcohólico? —Matías se había enderezado en la butaca tratando de digerir la última información.

—Los pagos realizados mediante tarjeta en el supermercado de Los Alisos, donde usted compra todos los sábados por la mañana indican que un veinte por ciento del importe de su compra se dedica con regularidad a productos como vinos, cervezas, cavas y bebidas alcohólicas de mayor graduación. Y, dicho sea de paso, que las cantidades totales son claramente superiores a sus ingresos. Pero sabemos que comparte usted su vivienda con sus padres, los cuales disfrutan de una buena pensión y posiblemente le ayudan en sus gastos. A esto hay que añadir, por supuesto, las filmaciones de las cámaras de vigilancia de las distintas tiendas del centro de compras donde se encuentra el supermercado, que lo muestran interesándose por drogas más blandas, como el tabaco, los dulces y los productos alimenticios con alto contenido de grasa.

—¿Han estudiado ustedes esas grabaciones? —preguntó Matías con la boca seca.

—Son públicas. y teníamos su permiso, recuerde. Además, la búsqueda por la Red nos ha llevado a descubrir varias fotos que le muestran en diferentes fiestas en compañía... digamos... poco recomendable. —Serra se miró la raya de los pantalones y retiró un hilillo que sólo debía de ser visible para él—. En una de ellas estaba usted disfrazado de mujer.

—Era Carnaval—dijo a media voz—. Una fiesta entre amigos. No sabía qué ponerme, estaba mal de dinero y me arreglé con el vestido de una amiga. Fue ella la que puso la foto en la Red.

—Es comprensible, señor Hernández, pero ésta es una empresa seria. No podemos permitirnos según qué. Nuestros empleados tienen que estar a salvo de cualquier tipo de rumor.

—¿Rumor? ¿Qué rumor? —Matías estaba empezando a alterarse, a pesar de que sabía que su única posibilidad era conservar la calma.

—Hay ciertas cosas... —comenzó Serra, y volvió a interrumpirse como si le resultara profundamente desagradable lo que iba a decir; lo que se veía forzado a decir—. Le daré un ejemplo: el servicio de limpieza pública nos ha informado de que su separación de basuras... en fin... no es enteramente satisfactoria.

—¿Cómo pueden estar seguros de que era mi basura? Esto es un insulto. Es un atropello. Yo... soy una persona consciente. Tengo varias licenciaturas, dos másters...

Serra abrió las manos en un gesto de impotencia que casi parecía auténtico:

—Comprobamos los envoltorios con la lista de productos comprados en el supermercado la semana anterior, señor Hernández. No hay duda. Usted tiró un envase de yogur en la basura orgánica.

Matías abrió la boca y la volvió a cerrar. Era posible. Últimamente tenía la cabeza llena de manuales sobre entrevistas de trabajo y a veces tomaba un yogur antes de acostarse... podía ser que, pensando en otra cosa...

—Pero... —casi tartamudeó— no es posible que por ese pequeño fallo, ustedes...

—También tenemos otra filmación del aparcamiento de un centro de ocio donde se le ve a usted... me pone en un compromiso señor Hernández... ya a altas horas de la noche... en fin... usted sabe de qué hablo.

—¡No! ¡No lo sé, pero lo quiero saber! ¡Yo no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme!

Serra le mostró durante unos segundos, con infinita delicadeza, una foto muy contrastada, obviamente tomada de la película de una cámara de seguridad, en la que se le veía mirando por encima del hombro mientras orinaba contra la pared del aparcamiento. Matías enterró la cabeza entre las manos.

—Es usted una persona antisocial, señor Hernández, una lacra. ¿No comprende que con esas características no podemos darle un puesto de trabajo? Es usted un primitivo.

Matías levantó la cabeza y miró a Serra a los ojos, desafiante:

—¿Cómo me ha llamado, gilipollas?

—No se altere, señor Hernández.

—¡Yo me altero todo lo que me da la gana! ¡Y si me da la gana te doy un par de hostias aquí mismo! —dijo agarrándolo por la corbata de marca.

—No hay por qué ponerse agresivo. Tiene usted que aceptar la realidad.

—¿La realidad? ¿La realidad, guaperas, niñato, hijo de puta? —Matías había empezado a zarandear a Serra y cada insulto llegaba puntuado por una sonora bofetada en las mejillas perfectamente afeitadas del entrevistador.

—Señor Hernández, ya basta, se lo ruego, ya basta —gemía Serra.

—¡Bastará cuando se te ponga la cara morada!

Entraron dos hombretones como armarios con el uniforme de la seguridad de la empresa y Matías, al verlos, soltó a Serra y se puso de pie esperando el ataque. Los gorilas siguieron quietos en la puerta. Cuando volvió a mirar a Serra, éste sonreía dulcemente.

—Eso era lo que pretendía demostrar, señor Hernández. Que a pesar de todo, lo más negativo en su perfil psicológico es ese componente soterrado de agresividad que suele usted mantener bajo control. Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias. —Miró hacia un rincón del cuarto, donde debía de estar la cámara—. Tenía yo razón, colegas. Cuando se le pone contra las cuerdas, muerde. Y esta empresa no puede permitirse contratar a un portero agresivo. ¡Qué dirían nuestros clientes! Señor Hernández, supongo que conoce el camino de salida. Le deseo mucha suerte en su próxima solicitud.

Por el rabillo del ojo vio que el viejo lo estaba esperando en un banco al sol, enfrente del edificio de oficinas donde trabajaba, el mismo viejo de siempre, el que había dado en seguirlo desde la noche del cóctel de Fishermann, dos semanas atrás.

Estuvo tentado de volver a entrar en el edificio y esperar adelantando trabajo hasta que se hiciera de noche, pero sabía que no serviría de nada. El viejo era realmente tozudo y, como todos los viejos, no tenía nada que hacer, de modo que se quedaría donde estaba, leyendo el diario o echándole migas a las palomas hasta que él no tuviera más remedio que salir para marcharse a casa.

Maldijo en voz baja, englobando en esa maldición general no sólo a ese viejo sino a todos los viejos del mundo y a las nuevas leyes de tráfico que prohibían entrar en el casco urbano con un vehículo privado y al inmenso garaje subterráneo, ahora vacío, que unos años antes habría sido su salvación porque en lugar de tener que salir a la calle a tomar el metro, podría haber bajado directamente desde su despacho sin que aquel viejo lo viera.

Enrique odiaba a los viejos, lo que no resultaba nada original. Prácticamente todos los cepés de ambos sexos odiaban a los viejos y a los niños, no podía ser

de otra manera. Pero aquel viejo era particularmente odioso porque ni siquiera lo parecía: no estaba débil, ni caminaba apoyado en un bastón, ni llevaba gafas siquiera. De hecho, si no hubiera sido un viejo, Enrique lo habría encontrado atrayente porque se parecía a uno de sus actores favoritos, al Clint Eastwood de las últimas películas que protagonizó de vivo, no al actor virtual que construyeron después para la serie policíaca que veía los jueves su mujer.

Era alto, flaco, elegante, de pelo grisáceo y rostro marcado de arrugas de carácter. Alguien que podría haber sido su jefe unos años atrás. Pero ahora era un viejo que se empeñaba en seguirlo a todas horas y eso era bastante para que el odio le cerrara la garganta al pasar a su altura por la acera de enfrente y ver por el rabillo del ojo cómo desplegaba sus casi dos metros de indolencia y echaba a andar en la misma dirección.

Enrique apretó la marcha, confiando en despistarlo en algún punto del laberinto del Metro, sin muchas esperanzas reales porque el viejo sabía perfectamente dónde vivía; más de una vez se lo había encontrado a las seis de la mañana vestido de chándal y con la toalla al cuello, después de una sesión de jogging, esperando que él saliera hacia el trabajo.

Las calles estaban abarrotadas de gente, como casi siempre a esa hora, eepés agotados que salían del trabajo, viejos parlanchines cargados de bolsas de zapaterías y tiendas de ropa, jovencitos con cascos digitales tirados por las esquinas, grupitos de niños acompañados por sus educadores, con la sempiterna mueca de desdén que parecía connatural a la infancia. Pero esta vez el esfuerzo de cruzar la Plaza de la Humanidad evitando ser atropellado por los deslizadores de los adolescentes o por los zapatos de muelle de las muchachitas, le pareció descomunal. En el césped, varios grupos de estudiantes de unos treinta y cinco años jugaban una partida interconectada de Resolución, el juego de moda para intelectuales que consistía, al parecer, en resolver complejísimos problemas sociales en el mínimo tiempo y con la máxima eficacia. «Prepárate para la vida real» , era el slogan publicitario que había lanzado la compañía rival de la suya, quedándose así con uno de los mejores contratos del siglo.

Bajó las escaleras rezongando, preguntándose, como siempre que veía estudiantes, por qué demonios se había ampliado la edad estudiantil a treinta y nueve años cuando él había tenido que dejarlo a los treinta y dos. y desde entonces, quince años siendo un cepé, un «ciudadano productivo», pilar de la sociedad y soporte de niños, jóvenes y viejos. ¡Malditos viejos!

Toda la ciudad estaba llena de ellos. Setenta por ciento de la población, según la última estadística. Y eso que habían subido otra vez la edad de la jubilación a setenta y cinco años, con lo cual a él le faltaban veintiocho para el retiro. ¡Era increíble lo sanos que estaban, lo fuertes, las ganas que tenían aún de viajar, de comprar, de matricularse en cursos, de empezar carreras, de hacer deporte! ¿Por qué diablos no se les podía obligar a trabajar como a cualquier cepé, si estaban mejor que él, con sus trastornos intestinales y sus dolores de cabeza?

Enrique se detuvo un instante frente al mapa holográfico de la red de suburbano y, con una ligera cabezada, decidió volver a casa por la ruta más corta. ¡Qué más daba el viejo! No había nada que hacer. No conseguiría sacudírselo. Y así, volviendo rápido, podría quizá llegar a casa antes que Lara y disfrutar de unos minutos de soledad después de las doce horas de tra

bajo. Su perseguidor subió al mismo vagón y se sentó en la zona reservada a los alces mientras que él tenía que aguantar de pie la hora y media de trayecto, apretujado entre docenas de cepés que, con las gafas digitales puestas, lo que los hacía parecer una pandilla de zombis, veía películas o repasaba documentos o se enteraba por el canal de noticias de cuánta gente había liquidado el último tifón o cuántos goles había marcado el equipo de casa. Por lo menos la fiebre del teléfono había pasado ya y en el vagón reinaba un agradable silencio; los cepés habían decidido hacía tiempo que en sus pocos ratos libres no tenían interés en hablar con nadie y la música ambiental había sido prohibida por considerarse ofensivo para la libertad individual el tener que escuchar una música que no fuera de elección personal, como los perfumes, como el comer y beber en lugares no especificados para ese uso. La sociedad se había vuelto muy considerada con las libertades individuales.

Aguantó una media hora de empujones hasta que la desesperación y el agotamiento lo llevaron a ocupar el asiento menos conspicuo de la zona reservada y colocarse la mascarilla de cromo terapia que siempre llevaba en la mochila. Necesitaba un descanso y recuperar un poco, aunque sólo fuera un poco, la confianza en sí mismo que solía desvanecerse en cuanto salía de la oficina y se mezclaba con la gente de fuera de su profesión.

Apenas había empezado a notar los efectos sedantes del azul y el violeta cuando una voz grave y educada lo sacó de su incipiente satisfacción:

—Disculpe, caballero. Está usted ocupando indebidamente un asiento reservado a Adultos Libres de Cargas. Le ruego tenga la amabilidad de trasladarse a la sección destinada a Ciudadanos Productivos.

El controlador era aproximadamente de su edad y parecía tan cansado como él.

—Es que estaba libre —balbució.

—Sí, lo siento, son las normas. Quizá ahora, pasado Valdelagua, se quede libre algún asiento en su zona.

—Yo voy a Sotomonte.

—Entonces aún le quedará una buena media hora. Gracias por su comprensión. Le deseo un feliz regreso a casa.

Como no había nada que decir, no dijo nada, se puso en pie y volvió a la barra. Otros cepés se ponían gruesos zapatos magnéticos, cortesía del servicio de transportes, para permanecer fuertemente anclados al suelo mientras duraba el viaje, pero a él no le gustaba la sensación de sentirse atrapado en aquella lata de conservas.

Una vez en Sotomonte, caminó los veinte minutos reglamentarios hasta la urbanización donde estaba su casa, Campos del Edén, esforzándose por no girar la cabeza para comprobar si el viejo lo seguía. Detestaba profundamente aquella caminata diaria, aunque reconocía que el Ministerio de Sanidad no se había equivocado al prohibir que las urbanizaciones de profesionales se instalaran cerca de los medios de transporte público: era la única manera de obligar a los cepés a hacer un poco de ejercicio físico sin tener que gastar fondos del estado en instalar gimnasios, como habían tenido que hacer en el centro de la ciudad.

Cuando llegó a casa, su ánimo mejoró un poco. Aunque hacía ya ocho meses que vivían allí, aún le daba satisfacción ver lo que era suyo: el césped impoluto, salpicado de florecillas, el edificio de dos plantas con tejado canadiense y amplias ventanas, el invernadero de cristal lleno de plantas exóticas con su sistema de irrigación automática, el garaje doble, que abrió ya desde la verja para disfrutar un instante de la vista de los dos coches con los que, una vez al mes, hacían una excusión por los alrededores y alguna noche ocasional servían de marco a un rato de sexo, intenso y rápido como le gustaba a Lara. Mirando con rapidez por encima del hombro antes de volver la vista a la placa de identificación retinal, se dio cuenta de que el viejo había desaparecido y entró, orgulloso y feliz, al vestíbulo de suelo ajedrezado blanco y negro preguntándose si ya habría sobrepasado su cuota de alcohol semanal. Si aún le quedaba algo, pediría un gin-tonic, se instalaría delante de la pantalla y pensaría cómo plantearle a Lara lo que se le acababa de ocurrir. La casa le sirvió una tónica con limón y disculpas, la pantalla le ofreció unas vistas supuestamente relajantes de unas playas que no llegaría a conocer hasta la jubilación porque estaban a más de cuatro horas de viaje y su cerebro se negó a funcionar hasta el mismo momento en que oyó la puerta de la entrada y los zapatos de Lara taconeando sobre las losas. Entonces, en lugar de empezar por lo más importante y decirle que un viejo lo seguía, se encontró empezando por el otro extremo:

—He estado pensando —le dijo en cuanto su mujer se dejó caer en el sillón personalizado, con un vaso de agua mineral escocesa.

—Para eso te pagan, muchacho —contestó ella con los ojos clavados en las palmeras que se balanceaban en la brisa del atardecer mientras, con la mano libre, tironeaba de la barbilla para desprender la sutilísima máscara de maquillaje que alisaba sus facciones y la al cabo un viejo es un ser adulto, o la ha sido hasta hacía parecer diez años más joven.

—En serio, Lara. He estado pensando que quizá fuera ya momento de tener un hijo.

Ella se quedó mirándolo con la mascarilla a medio quitar:

—¿Ahora? Estábamos de acuerdo en dejarlo para más adelante. Sólo tengo cuarenta y dos años y estoy en lo mejor de mi carrera. Según mi ginecóloga, cincuenta y cinco es la edad ideal. Además, me acaban de decir que empiezo el lunes en Lisboa.

—¿En Lisboa?

—Podría ser peor. Así podremos vernos los domingos. Acuérdate de los dos años de Oslo en que nos gastamos medio sueldo en videollamadas y sexo virtual. Tengo hambre, vaya preguntar qué toca hoy; aunque me temo que, como ayer fue carne, hoy tocan verduras o legumbres.

—¿No podríamos saltarnos la dieta una noche? Ella le sonrió desde la puerta de la cocina y desapareció.

—¡Lara! —tuvo que alzar la voz para que lo oyera—. Hace dos semanas que me sigue un viejo. La mujer volvió a aparecer en la puerta apretándose el estómago:

—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?

Él siguió mirándola en silencio.

—Por eso decías lo del niño, ¿verdad? —agitó la corta melena rosada—. No, Enrique, eso no es solución, no es momento. Y además... puestos a elegir... al fin y hace poco. Un niño es... no sé. ¿Te ha hablado?

—No. Se limita a seguirme a donde voy.

—Quizá quiera otra cosa. Anda, ven a cenar. Tengo que arreglar aún un montón de cosas para el traslado. Ya pasará lo que tenga que pasar.

Enrique durmió mal a pesar del sedante y llegó al trabajo con la sensación inconcreta pero angustiosa de que su vida, tal como la conocía, estaba a punto de hacerse pedazos. El hecho de que el viejo no hubiera estado esperándolo apoyado en el tilo del jardín de enfrente le pareció más ominoso que tranquilizador y sus aprensiones se vieron confirmadas cuando, nada más abrir la puerta del despacho, se lo encontró sentado en la silla de enfrente de su mesa. No había nada que hacer; tenía derecho y había decidido hacer uso de él.

El viejo se puso en pie y le tendió una mano fina y fuerte que él estrechó con la palma sudada:

—Esteban Aguirre.

—Es un placer. Supongo que ya conoce mi nombre.

—Su nombre, su currículum, su estado de salud, su nivel de ingresos, alergias, hobbies y manías. Soy un hombre cuidadoso, metódico, podríamos decir.

—¿Y cuál ha sido su conclusión?

Aguirre sonrió:

—Lo acepto, Enrique. He venido a decírselo.

—«Lo acepto». ¡Qué extraño eufemismo! Quiere decir que se me queda.

—No voy a discutir de formulación con un profesional de la publicidad.

—¿No tiene usted hijos, señor Aguirre?

El hombre alzó levemente las cejas, como si lo lamentara:

—Uno solo, como tantas parejas de mi edad, pero lo ha reclamado su madre.

—Pero usted parece un hombre solvente. ¿No se preocupó de asegurarse una pensión privada? Enrique sabía que no tenía defensa, pero tenía que intentarlo, aunque sólo fuera por salvar su dignidad ya que no podía salvar su vida.

—Por supuesto, ¿por quién me toma? Yo fui un gran profesional con unos excelentes ingresos hasta que me obligaron a jubilarme.

—¿Le obligaron?

—Hace ya siete años. Antes era así. —Pasó por su rostro una expresión ofendida, airada, que desapareció con rapidez—. En cualquier caso, e independientemente del estado de mis finanzas particulares, la ley me da derecho y no pienso renunciar. Hace un par de semanas que le sigo; tengo acceso legal a toda la información sobre usted disponible en la Red: es usted solvente, sin padres vivos, casado con una mujer que no ha sido reclamada —con lo cual sus ingresos son dobles—, sin hijos —lo que no le ofrece el motivo de descargo más evidente—, y su análisis genético demuestra que no está sujeto a enfermedades hereditarias ni a una muerte temprana por causas médicas. Es sencillamente perfecto. Lo que no me explico es que siga usted libre, la verdad.

Enrique apretó los labios para no decirle lo que le llenaba la boca, para no maldecirlo, ni hablarle de los infinitos cuidados que había puesto en no relacionarse públicamente, en no aparecer jamás en fotos o periódicos on-line, para hacerse lo más invisible que la sociedad de la comunicación permitía.

—Su jefe nos está esperando para acompañarnos al Juzgado. No le ocupará más de media hora.

Enrique se levantó despacio, notando cómo las rodillas se le iban poniendo blandas con cada paso que daba. «Más vale un viejo que un niño», había dicho Lara, pero ya no estaba seguro.

Aguirre le echó un brazo por los hombros, un brazo fuerte, nervudo, un brazo de escalador:

—No ponga esa cara, hombre. Y vamos a empezar a tutearnos; ahora vaya ser de la familia. Pero no sufras, yo tengo muchos intereses, no os molestaré demasiado. Casi no notaréis el cambio.

Enrique se dejó llevar por el pasillo, preguntándose cuándo podría comprar otra casa, no ya de un nivel superior como había soñado, sino simplemente como la que tenía, cuánto tiempo tendría que seguir con el mismo coche, qué porcentaje de sus ingresos desaparecería en manos de aquel salteador legal, ¿un diez por ciento, un quince?

—Como bien sabes, Enrique, en tu caso concreto —estaba diciendo el viejo—, la ley me autoriza a solicitar hasta el cincuenta por ciento de tus ingresos netos, pero no soy un monstruo; recuerdo aún los sueños y las necesidades de una pareja joven. Y supongo que antes o después alguien descubrirá también a tu mujer y la reclamará. De modo que he pensado que un treinta y cinco por ciento sería decente.

Ya en el suelo, segundos antes de desmayarse, oyó decir al viejo:

—¡Qué barbaridad, muchacho! ¡Qué falta de temple! Los viejos también tenemos derecho a la vida y, con el cincuenta y dos por ciento de impuestos que pagas al Estado, no puedes pretender que se ocupe de todo.

La luz del amanecer entraba sesgada a través de los toldos verdeazules creando en la sala un efecto de cueva submarina. Un reloj marcaba los minutos y, con cada clac, las dos personas que ocupaban el cuarto miraban en derredor, como sorprendidos, para perder de nuevo la vista en los sedantes paisajes que adornaban las paredes.

Ambos llevaban la bata azul claro de las instituciones hospitalarias europeas; ambos tenían la piel oscura, él más que ella; ambos sufrían obviamente de una tensión casi insoportable que los hacía removerse en la silla de plástico y girarse hacia la puerta cada vez que el silencio era interrumpido por un mínimo ruido.

El hombre —joven, alto, musculoso—se puso en pie con un suspiro y dio unos pasos hasta los ventanales que miraban al jardín. Ella lo siguió con la vista, sin hablar, y lanzó la mirada hacia afuera, hacia el césped verde y húmedo, salpicado de flores, hacia las palmeras que se balanceaban suavemente en la brisa que venía del mar. Le habría gustado estar ahí, poder posar los pies descalzos sobre la hierba, caminar hasta la playa, sentir las olas cachetearle las piernas cubriéndolas de carne de gallina.

Se preguntó si, después de lo que iban a hacer con ella, podría volver a sentir el sol en su piel, el agua en su pelo. Tendría que preguntárselo al doctor Mendoza, que le diría que sí, seguro, había limitaciones por supuesto, ella lo sabía, pero no iba a perder tanto como ella misma se figuraba, no era tan trágico al fin y al cabo, existían leyes que regulaban sus prestaciones y en Europa la ley se tomaba muy en serio.

Todo en Europa se tomaba muy en serio, particularmente el euro, el rey y dios del viejo mundo. Y del nuevo. y de todos los mundos posibles.

Eso era lo que la había llevado allí. Lo que los había llevado allí, se corrigió, mirando de reojo al hombre que compartía su espera. Era guapo, de piel oscura y rasgos casi occidentales, con la nariz estrecha y recta y los pómulos altos; caminaba erguido como una lanza y era tan alto que ella tenía que echar la cabeza atrás para verle el pelo, que le llegaba hasta los hombros, peinado en centenares de pequeñas trenzas. Se preguntó de qué país sería, sabiendo que en la base no importaba. Vendría, como ella, de uno de los muchos países africanos en vías de extinción. Su familia, como la de ella, habría llegado al límite absoluto de la miseria y él habría llegado también a la conclusión de que lo único que podría darles una oportunidad de seguir con vida era la de vender lo poco que poseían, lo que aún tenía valor en el mercado europeo, si uno era lo bastante joven, lo bastante guapo y lo bastante sano como para que alguno de los muchos millonarios de Europa quisiera comprarlo. Y, sobre todo, si, por un capricho del destino, tus engramas cerebrales se ajustaban al diseño de los engramas del otro; algo casi milagroso que, sin embargo, sucedía de vez en cuando, como le había ocurrido a ella, como le tenía que haber ocurrido también a él, si estaba allí ahora, con la bata azul y la mirada perdida en el horizonte del mar.

Cuando la aceptaron en el programa eran más de setecientas muchachas, entre africanas y asiáticas. Al cabo de un mes, su número se había reducido a cincuenta. Ahora, después de cuatro meses de pruebas y análisis, sólo quedaban ella y Yasmina, la chica marroquí con la que compartía la habitación a la que habían sido trasladadas cuando decidieron poner en lista de espera a Yayo y a Adita. Y el día anterior, el doctor Mendoza le había pedido que se presentara en ayunas a primera hora y la había informado de que posiblemente hoy se llevaría a cabo la operación definitiva. Si tenía éxito, su familia, que ya había recibido mil euros cuando fue aceptada para el proyecto, recibiría la vertiginosa cantidad de diez mil euros y nunca más tendrían que preocuparse de sobrevivir en Etiopía.

Se pasó la mano por la frente, que se le había puesto húmeda, y suspiró. Le habría gustado poder mirarse al espejo y recordar cómo era su rostro el día final, pero en toda la clínica no había ni espejos ni superficies reflectantes. Hacía medio año que no se había visto a sí misma y, si en el mundo exterior, habría podido juzgar su aspecto por la reacción de los demás frente a ella, aquí era imposible. Los médicos la trataban amablemente, pero como si fuera una pieza de equipo sofisticado y no un ser humano. Los otros participantes en el proyecto apenas reaccionaban; todos estaban demasiado ocupados con sus propios terrores, con el trabajo agotador de hacerse conscientes de lo que habían decidido hacer y de lo que estaba a punto de pasarles. Sólo con Yasmina, últimamente, había llegado a una intimidad que les permitía describirse la una a la otra diciéndose cosas como «hoy te brilla más el pelo» o «tienes los ojos preciosos» o «esta mañana has amanecido guapísima». No siempre era del todo cierto, pero se habían habituado a saber cuándo la otra necesitaba una palabra amable y ambas sabían que no importaba que no fuera siempre la verdad. Iba a echar mucho de menos a Yasmina cuando saliera del complejo hospitalario. A su familia hacía ya tiempo que no la echaba realmente de menos porque, desde el mismo día en que se marchó, había empezado conscientemente a olvidar. Sabía que no regresaría, como lo sabían todos ellos: sus padres, su abuela, sus siete hermanos... Para todos los efectos, ella había muerto el día de su ingreso en el Sanatorio Punta Azul.

Se abrió la puerta con suavidad y una mano enguantada empezó a hacerle señas al muchacho, que se apartó de los ventanales con un espasmo. Vio su frente perlada de sudor y, sin saber por qué, se levantó de la silla, clavó sus ojos en los de él —amarillos, dilatados—y le estrechó las manos tratando de pasarle su fuerza. Antes de salir de la habitación, seguido por la mirada de ella, el muchacho se giró y se abrazó a ella durante unos segundos, como un hermano. Ella tuvo apenas tiempo de hacerle en la frente la señal de la cruz —podía no ser cristiano, pero eso no importaba—, antes de que la enfermera se lo llevara a enfrentarse con lo desconocido.

Tres minutos después, cuando le llegó el turno a ella, no había nadie a quien poderse abrazar, nadie que la bendijera en su partida.

En el despacho del doctor Mendoza —ambiente mediterráneo, amplios ventanales sobre el mar, flores frescas en el escritorio— el monitor se apagó con un susurro y quedó en punto muerto. Hubo unos largos segundos de silencio. Luego, con una sonrisa, Mendoza se giró hacia sus clientes:

—Y bien, señor Peyró, señora Saladriga, ¿qué me dicen? ¿No son perfectos?

—La muchacha es preciosa —dijo el hombre, después de un carraspeo—. Etíope, ¿no?

—No debería decírselo —siguió sonriendo Mendoza—, pero sí. Etíope. De donde vienen algunas de las mujeres más bellas del planeta.

—¿Y él? —preguntó la mujer—. Ya que estamos... —lanzó una mirada hacia su marido.

—Él es de Mali.

—¿No es muy... negro? —preguntó el señor Peyró, consciente de lo poco políticamente correcto de su pregunta.

—Sus rasgos son occidentales, si se ha fijado. Si el color de su piel le parece un problema, podemos arreglarlo más tarde, cuando se haya realizado la transferencia.

—¿Tú qué dices? —preguntó Peyró a su esposa.

—Yo lo encuentro atractivo, a pesar del color.

—Y hay que tener en cuenta que su configuración cerebral es perfecta. Han tenido ustedes mucha suerte. Estéticamente son irreprochables y además son, ya lo he dicho, perfectos. No podríamos desear nada mejor.

—¿Saben lo que les va a pasar? —preguntó la mujer.

—Han sido debidamente informados y han firmado todos los documentos necesarios. Ahora la decisión es de ustedes.

—¿Y si no nos decidimos?

—Se quedarán aquí hasta que encontremos otros clientes idóneos, pero, permítanme decirles, es casi imposible encontrar un grado de ajuste tan alto como el suyo. En cualquier caso, antes o después, serán adjudicados.

El doctor Mendoza se puso en pie:

—Quizá sea mejor que les deje solos unos momentos. Ustedes querrán hablar un poco, antes de tomar la decisión definitiva.

—No, doctor, no se vaya. Ya hemos hablado todo lo necesario —dijo el hombre mirando a su mujer, que apartó rápidamente la vista.

—Entonces, quizá tengan aún alguna pregunta —Mendoza volvió a ocupar su puesto tras el escritorio.

—A ver si lo he entendido todo —continuó el señor Peyró—. A partir de mañana mi mujer y yo tendremos pleno dominio del cuerpo de esos dos africanos...

—Unos cuerpos jóvenes, sanos y bellos —intercaló Mendoza.

—Durante veinte a veintidós horas diarias —continuó el cliente—. Mientras nosotros dormimos, ellos podrán, por así decirlo, vivir su vida, sin que nosotros tengamos acceso a lo que hacen, ni recuerdo de sus actividades.

Mientras el marido hablaba, la señora retorcía la cadena dorada de su bolso de marca, y se iba poniendo visiblemente nerviosa.

—Nosotros podremos hacer nuestra vida normal y conservaremos todas nuestras habilidades y recuerdos.

—Por supuesto, señor Peyró. Aunque, claro está, necesitarán un periodo de adaptación a la nueva... herramienta, por así decirlo.

—¿Y cómo sabemos que ellos no se despertarán de golpe en medio de nuestra vida cotidiana? —preguntó la mujer.

Todas las preguntas, hasta el momento, habían sido contestadas decenas de veces en las muchas entrevistas que los Peyró habían celebrado con el doctor Mendoza, pero la paciencia era una de sus virtudes más desarrolladas y una de sus más útiles herramientas profesionales, de modo que el médico volvió a sonreír; una sonrisa tranquilizadora, paternal.

—Eso es de todo punto imposible, señora. Ustedes tomarán puntualmente los fármacos necesarios para que la personalidad de su anfitrión sea correctamente reprimida durante su tiempo de vigilia. Luego, durante su descanso cerebral, normalmente durante la noche, ellos se despertarán y serán ellos mismos de dos a cuatro horas. Transcurrido ese plazo, la personalidad de ellos volverá a difuminarse y ustedes despertarán descansados y renovados para el día siguiente.

—¿Y si durante esas horas han hecho algo agotador o se han herido?

—Los fármacos que ustedes toman en sus horas de vigilia los mantienen a ellos en un estado de equilibrio mental satisfactorio. Les aseguro que no van a hacer nada peligroso, aunque por supuesto cabe dentro de lo posible que se den un golpe contra un mueble o que cojan frío en el jardín ya la mañana siguiente amanezcan ligeramente resfriados. Pero para evitar esos pequeños contratiempos, siempre pueden contratar a un guardaespaldas que vigile su actuación y evite cualquier tipo de despropósito. Ustedes tienen personal de seguridad en cualquier caso, ¿no es cierto?

Los dos asintieron con la cabeza. Hubo otro largo silencio que a Mendoza, a pesar de los años de hábito, se le hizo eterno.

—Me hace mal efecto —dijo la mujer—. Es prácticamente quedarnos con su vida. Mendoza rió suavemente, como invitándolos a compartir su buen humor:

—Lo comprendo, señora Saladriga, lo comprendo. Es usted una mujer sensible. Pero no tiene que preocuparse por ello. De hecho, se trata prácticamente de un acto de caridad. Sin ustedes, esos jóvenes no tendrían ninguna posibilidad. Por no hablar de sus familias. Y así, con el dinero que ustedes les ceden, sus padres y hermanos podrán sobrevivir, estudiar, labrarse un porvenir. Y todo ello honradamente.

—Unos euros por una vida humana —susurró la mujer.

—Podemos permitírnoslo, Anna —dijo el marido, poniendo su mano sobre el brazo de ella.

Anna lo miró. Llevaban cincuenta años casados. Conocía su cuerpo y su mente tan bien como se conocía a sí misma y sabía que detrás de esa fachada de hombre viejo, calvo, con papada, barriga y bolsas bajo los ojos, estaba el mismo muchacho con el que se había casado tantos años atrás en la iglesia de Ripoll: ambicioso, trabajador, amante de su familia. Ella también era igual que entonces, por dentro, cuando no se miraba al espejo y se daba cuenta de lo que los años habían hecho con su cuerpo.

Al día siguiente, si se decidían a dar el paso, su espíritu se habría trasladado a una carne joven y firme. Podrían volver a bailar, a navegar, a hacer el amor en el inmenso dormitorio del chalet de la costa. Él podría disfrutar del cuerpo de la muchacha etíope y ella volvería a abrazar a un hombre joven y duro, a su marido de siempre envuelto en la carne del muchacho de Mali. Siempre que consiguiera superar los remordimientos y la sensación de estar cometiendo un adulterio con su propio esposo.

Suspiró y apretó la mano de Tòfol.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Qué dices?

—Lo que tú quieras —contestó, bajando la vista.

—¿Nos atrevemos?

Hubo una pequeña pausa.

—Sí —dijo por fin, sonriéndole a su marido con los ojos y apretando su mano.

Mendoza soltó suavemente el aire que llevaba conteniendo un par de minutos y les sonrió como un patriarca bíblico:

—Han tomado ustedes la decisión correcta. Hagan el favor de firmar aquí —dijo, ofreciéndoles una carpeta de piel de color burdeos.

Anna Saladriga terminó de arreglarse en su dormitorio y, antes de bajar a reunirse con sus invitados, dedicó unos segundos a contemplar su imagen en el espejo del vestidor. Estaba radiante. Bellísima. Como nunca en su vida. No había por qué engañarse; en su antiguo cuerpo no había estado tan hermosa ni a los quince años, el día de su puesta de largo. Pero entonces había sido una muchacha gordita, pechugona, demasiado grande, algo torpe de movimientos, que se pasaba la vida tratando de disimular su cara de luna y sonreía poco para que no se viera que sus dientes de delante estaban algo separados.

Sin embargo ahora, con el nuevo vestido de Valentino, una fantasía de gasa y encajes en color marfil que prestaba un suave brillo a su piel morena, y el collar de perlas auténticas de tres vueltas, estaba arrebatadora. y lo mejor de todo era que por dentro seguía siendo ella, la misma de siempre; sólo que con veinte años y un cuerpo y un rostro de modelo de alta costura.

Suspiró de felicidad y, antes de bajar definitivamente, se acercó a la ventana a espiar entre los visillos. El jardín, decorado como para una boda, iba llenándose de invitados elegantemente vestidos que conversaban entre risas y tintineos de cristal. La mejor sociedad de Cataluña, completada y enriquecida por la elite industrial europea, reunida en su casa para asistir al milagro en el que ellos, como tantas otras veces en tantos otros campos, habían sido pioneros. Y entre todos ellos, destacándose por su altura y su paso elástico, estaba él: Tòfol, su marido, el hombre no sólo más valiente, más inteligente, más ambicioso de la reunión, como siempre, sino también, por primera vez en su vida, el más guapo de la concurrencia.

Lo miró durante unos minutos, como hipnotizada, sin poderse creer aún la suerte que habían tenido al encontrar a la pareja de anfitriones ideales. Él caminaba de grupo en grupo, saludando, posando la mano con ligereza en un hombro, en un brazo, palmeando la espalda de un viejo amigo, sonriendo con su nueva sonrisa blanca, resplandeciente en su cara oscura, moviendo con soltura sus dos metros de fuertes músculos en un cuerpo delgado y ágil de corredor, cubierto ahora por el traje de seda oscura de estilo Mao que resaltaba sus hombros y lo grácil de su cuello. Pero lo que más la impresionaba, además de su belleza, era que en todos los gestos, en la forma de inclinar de la cabeza, incluso en algo indefinible que tenía su sonrisa, seguía siendo él mismo, su marido desde hacía cincuenta años. Del aspecto original del muchacho ya no quedaba tanto, excepto el color de la piel; Tòfol se había cortado el largo cabello recogido en trencitas que llevaba el africano y el nuevo corte destacaba la limpieza de curvas de su cráneo, haciendo además sus ojos más grandes.

Ella, por el contrario, se había quedado con la larga melena rizada de la chica, un lujo que nunca se había podido permitir anteriormente con su cabello escaso y quebradizo, y disfrutaba cada vez que movía la cabeza o se pasaba una mano por la masa sedosa que se extendía por encima de sus hombros casi hasta la cintura. A Tòfol también le encantaba, y las primeras semanas se habían dedicado, como dos adolescentes, a explorar las posibilidades de sus nuevos cuerpos, gozando de cada instante, de cada caricia como si fuera la primera de sus vidas.

Ahora hacía ya casi dos meses desde que habían salido del Sanatorio y poco a poco todo comenzaba a ser normal. Los escrúpulos de los primeros tiempos se iban diluyendo junto con la sensación aterradora y excitante de estar cometiendo una transgresión, aunque de vez en cuando aún volvían como relámpagos ciertos instantes de pánico o de delicia que los dejaban débiles y temblorosos.

Se miró una vez más al espejo, admirando el brillo de sus ojos jóvenes, la firmeza de sus pechos, que ya no necesitaban sujetador, la curva de sus caderas sin un gramo de grasa superflua y se maravilló de nuevo; pero esta vez el asombro estaba también en el hecho de mirar esa figura extraña y reconocerla como propia, con orgullo de dueña, con la leve preocupación de si las sandalias no serían quizá demasiado altas y marcarían demasiado los músculos de las pantorrillas.

—Señora —dijo Emilia, después de dar unos golpes discretos en la puerta—. Pregunta el señor que si ya está lista.

—Bajo volando, Emilia. Dime, ¿estoy bien?

—Está usted preciosa, señora. La de Ribas se va a morir de envidia cuando la vea.

Bajaron riéndose y se separaron al llegar a la planta baja; Emilia en dirección a la cocina y Anna hacia el jardín.

Tòfol la vio llegar bordeando la piscina y, por un momento, todo lo que estaba a su alrededor se desdibujó hasta desaparecer en la nada. Anna seguía caminando como una reina, pero ahora era una reina joven, la reina más bella del mundo, la reina de África. Y era su mujer.

En la periferia de su visión difuminada notaba las miradas de deseo de los hombres a su paso, las miradas de envidia de las otras mujeres que aún no sabían que estaban viendo a la dueña de la casa, a Anna Saladriga, la misma que unos meses atrás era una señora de edad, robusta y con varices en las piernas.

Se besaron ante la sorpresa de sus invitados que, sólo unos segundos más tarde, empezaron a reaccionar, con risas y grititos las señoras, con gruñidos y palmadas los caballeros.

Un hombre gordo, con la cara enrojecida y la nariz surcada de venillas besó la mano de Anna, después de haberle lanzado una mirada casi obscena y se giró hacia Tòfol, echando la cabeza atrás para mirarlo a los ojos:

Estás desconegut, nano! —dijo con voz estentórea, antes de echarse a reír con su propio chiste—. Els dos esteu desconeguts!

Tòfol se rió también y, poniéndole una mano en el codo, lo guió entre los grupos hasta el bar, donde pidió dos whiskys con agua. Joan Mercader era uno de los más antiguos amigos del matrimonio y, cincuenta años atrás, también socio del primer negocio de construcciones de Tòfol Peyró.

—Bueno, Joan, ahora que ha pasado la primera impresión, ¿qué me dices?

—Que no me lo puedo creer, noi. Te miro, hablo contigo y sé que debajo de todo eso —Mercader hizo un gesto general hacia el cuerpo del otro— está mi viejo amigo Tòfol, pero mira que es difícil de aceptar. ¿Cuántos años tienes ahora?

—Los mismos que tú. Ochenta y dos.

—No, hombre, tú me entiendes.

—No nos dan detalles exactos, pero según mi médico, unos veintisiete o veintiocho.

—¿Y Anna?

—Quizá dos o tres menos.

—¡Quién los pillara!

—Pues ahora está a tu alcance —dijo Tòfol displicentemente, mientras seguía con la vista la figura de Anna, que flotaba de un grupo de señoras a otro, como si fuera una joya que se iban pasando de mano en mano para apreciarla de cerca—. N o me dirás que no te lo puedes permitir. Tú, precisamente.

—¿Qué te cuesta?

Mercader y Peyró habían hablado de dinero toda su vida; por eso, lo que en otra persona habría sido de mal gusto, en el caso de Mercader era natural.

—Un millón por barba.

Mercader se frotó la nariz con el dedo índice.

—No parece excesivo.

—Es una buena inversión, te lo aseguro.

—Y ellos ¿cuánto se llevan? Quiero decir... los... en fin... no sé cómo llamarlos.

—Los anfitriones —ayudó Peyró.

—Eso. ¿Qué ganan ellos?

—Ellos nada. Pero sus familias reciben medio millón de euros. El resto es para el Sanatorio. Así que, ya ves, de hecho, además de ser un negocio para nosotros, es una manera de ayudar al tercer mundo.

Mercader lo miró con los ojos entrecerrados por encima del borde de su vaso de whisky:

—No te hacía yo tan ingenuo, Tòfol. ¿No pensarás de verdad que a los negros del país que sea les dan medio millón?

—Todo está dentro de la más perfecta legalidad —dijo Tòfol, molesto.

—Me corto el cuello si les llegan más de veinte mil. y creo que me quedo largo. ¿Quieres que me entere?

—Haz lo que te parezca, pero si quieres un consejo, ponte en cola cuanto antes a ver si aún llegas a tiempo de trasferirte a un cuerpo nuevo. Considerando cómo has tratado al tuyo toda la vida, no tienes un minuto que perder.

Mercader volvió a soltar una risotada, apuró el vaso y; con una palmada a Peyró, se giró hacia una de las mesas del buffet, rebosante de exquisiteces, eligió un canapé de caviar iraní y preguntó con la boca llena:

—Y los hijos ¿qué dicen?

Peyró sonrió:

—Están escandalizados. Pero ellos aún son jóvenes, claro.

—Andarán por los sesenta, ¿no?

—Más o menos. Tenemos ya bisnietos.

—Imagínate si les trajerais ahora un hermanito. ¡Cómo se iban a poner!

—Estaríamos en nuestro derecho —dijo Peyró, muy serio. Lo cierto era que la posibilidad no se le había pasado por la cabeza. Era increíble lo rápido que pensaba Mercader.

—Podríais, ¿no? Al fin y al cabo, ahora habéis vuelto a ser jóvenes.

—Claro que podríamos —contestó Peyró con firmeza, a pesar de que no tenía la más remota idea de si era realmente posible o si los cuerpos que habían comprado habían sido esterilizados antes de realizar la transferencia. Se hizo una nota mental para consultarlo cuanto antes con el doctor Mendaza.

—Oye, dime —Mercader volvió a echarse un canapé a la boca—. ¿Qué habéis hecho con... bueno... ya me entiendes...? —dejó la pregunta sin terminar mientras miraba fijamente a su viejo, ahora joven, amigo.

Peyró le sostuvo la mirada esperando que acabara la frase.

—Con los cuerpos de antes, joder. Hay que dártelo todo mascado, noi.

—¡Ah! Ya —hizo una corta pausa—. Han sido incinerados ante notario después de haber hecho la trasferencia legal. Nos han tenido días haciéndonos fotos con el nuevo aspecto, autentificando las firmas... todo lo que te puedas imaginar.

—¿Sabes, Tòfol? Me están entrando ganas de informarme del asunto. Te llamo el lunes para que me des los datos de ese Sanatorio. Lo mismo la próxima vez que nos veamos tengo cara de chino —dijo, soltando de nuevo la carcajada—. Porque me figuro que todos los... ¿cómo los llamabas?... los anfitriones... serán tercermundistas, claro.

Peyró se metió un canapé en la boca para no tener que contestar. El tono que usaba Mercader le resultaba profundamente desagradable.

—Me temo —continuó el anciano, sin esperar respuesta— que nuestros hijos van listos si creen que van a heredar pronto porque, cambiando de cuerpo, podemos durar otros cincuenta años sin exagerar, ¿no?

Peyró asintió con la cabeza, ya francamente molesto. Esa conversación la había llevado varias veces con Montse y Quim, sus propios hijos, y en todas las ocasiones le había dejado un desagradable sabor de boca el darse cuenta de que, a pesar del cariño y la buena relación que habían tenido siempre, la idea de que sus padres pudieran vivir cincuenta años más no les había gustado en absoluto. Que ahora se lo recordara Mercader le parecía de pésimo gusto.

—Me vas a perdonar, Joan. Tengo que atender a los belgas; parecen un poco perdidos.

—Sí, noi, sí, por mí no te preocupes. Ya sabes que yo, teniendo de comer y de beber, ya no necesito nada. —Le dio una palmada en la espalda y se quedó mirando su alta silueta atravesando el jardín en dirección a poniente, hacia la piscina, donde un pequeño grupo parecía realmente perdido. Encogiéndose de hombros, se echó otro canapé a la boca y se quedó pensando cómo sería la sensación de sentirse dueño de un nuevo cuerpo. Como la de sentarse en un Ferrari recién estrenado, probablemente. Quizá mejor.

Se despertó, como siempre, en una penumbra plateada, en un silencio tan profundo que el mar se oía con claridad sobre el siseo de las hojas de las palmeras moviéndose en la brisa nocturna. Estiró todos los músculos y se dio la vuelta en la cama disfrutando de la sensación de las sábanas de seda en su piel desnuda, una sensación que seguía resultándole nueva y excitante. Pensó, como otras veces, que resultaba curioso que un anciano hubiera querido tener de nuevo un cuerpo joven para dormir solo noche tras noche, sin una mujer al alcance de su deseo; pero la cama siempre estaba vacía cuando él despertaba. Si había una mujer en la casa, debía de dormir en otra habitación, quizá precisamente para que él no la encontrara al despertar.

Se levantó sigilosamente y caminó hasta el mueble donde había un calendario. Veinte pasos dentro de la misma habitación pisando una alfombra de seda que alguna muchacha árabe habría tardado cinco o seis años en anudar. Comprobó que la fecha era la del día siguiente y eso, como todas las noches, le tranquilizó. De alguna manera, a pesar de las explicaciones del doctor Mendoza, seguía teniendo miedo de que su despertar empezara a tener huecos, que no se produjera noche tras noche como le habían asegurado. En sus pesadillas se veía mirando fijamente el calendario de donde habían desaparecido semanas y hasta meses en los que no había sido consciente de su existencia. Suspiró de alivio, se envolvió en una bata que podría haber sido propiedad de un rey y, bajando las amplias escaleras, bajó al salón que daba al jardín. No tenía hambre, ni sed, ni sentía ningún tipo de cansancio.

Recorrió despacio la enorme estancia cogiendo y dejando en su sitio varios de los objetos que adornaban las mesas y las estanterías, piezas indudablemente valiosas que para él no significaban nada.

Se quedó un rato plantado delante del gran espejo que ocupaba una de las paredes, mirando su reflejo, reconociéndose, saludándose a sí mismo, embriagado en la contemplación de la prueba fehaciente de su existencia, perdido en una costumbre que iba convirtiéndose en uno más de los ritos de su soledad nocturna, de su vida solitaria y silenciosa.

La luz de la luna entraba como mercurio helado por los grandes ventanales convirtiendo el mundo en una fotografía en blanco y negro, convirtiéndolo a él en una sombra entre sombras, en un negativo sin revelar, en una mera posibilidad de existencia que nunca se realizaría.

Se arrancó de su contemplación, subió las escaleras de dos en dos, entró en el vestidor, abrió el armario y se puso unos pantalones y una camisa, prendas de calidad que le sentaban perfectamente pero que no eran suyas, como no lo eran los objetos preciosos, ni la cama donde dormía, ni la casa donde despertaba todas las noches como un vampiro sin sed de sangre.

Necesitaba salir a caminar, salir al mundo, aunque el mundo se redujera a la playa solitaria al final del inmenso jardín, a un puñado de calles desiertas flanqueadas por altas tapias y artísticas rejas de hierro forjado, erizadas de cámaras de seguridad. Sabía que en cuanto se pusiera en marcha, dos hombres uniformados lo seguirían de lejos, pero hacía tiempo que había dejado de importarle. Ellos también habían sido comprados por el hombre que habitaba aquella mansión y, si su compra había sido menos drástica, porque ellos podían despedirse cuando quisieran, no por ello era menos exigente su trabajo. Si le ocurría algo a su cuerpo, lo pagarían muy caro.

Se metió en el bolsillo las llaves que siempre estaban en una pequeña bandeja de plata en la mesilla, junto a la cama y bajó de nuevo, cuidando de no hacer ruido, aunque sabía —y el saberlo le daba risa algunas veces— que el dueño de la casa no iba a despertarse por mucho ruido que él hiciera, que hasta cierto punto, el dueño de la casa era él mismo, no otro cuerpo que estuviera durmiendo bajo las sábanas de seda que él acababa de abandonar.

La luna creaba un camino ilusorio sobre la superficie quieta del mar y la arena parecía fosforescente bajo su luz. No había un alma. Sólo, apenas al alcance de su vista, como un movimiento fugaz al límite de su visión periférica, las siluetas de los dos guardaespaldas que lo seguían sin entrometerse. Otra noche se traería una toalla y se daría un baño en el mar, riéndose solo al imaginar las dudas de los dos gorilas sobre la necesidad de vigilarlo más de cerca y tener que tirarse también al agua.

Paseó durante una hora y decidió volver a casa para tener tiempo de servirse una copa o ir a la cocina a buscar algo de comer, más que por hambre, que no lo tenía, por el deseo de masticar conscientemente un alimento que despertara sensaciones gustativas en su lengua.

Cruzando bajo los enormes ombúes del jardín delantero, creyó percibir una sombra luminosa al borde de la piscina y, sin decidirlo, se quedó oculto tras un tronco, observando. Era efectivamente una persona, una silueta plateada a la luz de la luna, vestida con una bata de casa. La figura se despojó de la bata y, muy lentamente, empezó a bajar los peldaños de las amplias escaleras de mármol que permitían entrar en la piscina. Era una mujer. Una muchacha joven, morena, de largo pelo ensortijado.

Sintió que se le secaba la boca. Había una mujer en la casa. La mujer para la que el viejo deseaba tener un cuerpo joven como el suyo.

En completa inmovilidad, confundido entre las sombras, la miró jugar en el agua durante unos minutos, inocente y natural como una criatura marina, deseando que acabara cuanto antes para poder mostrarse e intentar hablar con ella y, a la vez, que no terminara nunca, que la noche fuera eterna para seguir viéndola retozar sacando chispas de plata al agua de la piscina.

La muchacha salió del agua, de espaldas a él y él se vio avanzando a su encuentro, temiéndolo y deseándolo al mismo tiempo.

Bon soir! —dijo en francés, la única lengua extranjera que hablaba.

La mujer se volvió, confundida y asustada.

Bon soir, madame! —repitió él, tratando de que su voz, ronca por la falta de uso, no sonara amenazadora.

Ella se cubrió precipitadamente con la bata y, cuando ya parecía que iba a huir sin contestarle, se giró de nuevo hacia él y sonrió.

—Nos conocemos, ¿no recuerdas? —dijo también en francés, dejándolo perplejo—. Nos conocemos del Sanatorio. Yo estaba en la misma sala de espera cuando tú... cuando te llevaron, ¿te acuerdas ahora?

—Tú me hiciste la señal de la cruz al separarnos, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—Me habría gustado poder hacer lo mismo contigo —dijo él, incómodo—. Pero en aquel momento no lo pensé. ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que tú.

Las sombras de los guardaespaldas se movían al límite de la luz, bajo los árboles, indecisas.

—Ven, vamos a sentarnos ahí —propuso él, señalando las tumbonas blancas bajo la pérgola cubierta de buganvillas—. Es la primera vez que hablo con alguien en dos meses.

—Yo también —sonrió ella y le tendió la mano.

El contacto fue como un chispazo eléctrico. Hasta ese momento no se había dado cuenta cabal de la falta que le hacía tocar a otra persona, que otra persona lo tocara. Tiró de la mano de ella hasta que estuvieron muy cerca.

—¿Puedo abrazarte? Por favor.

Ella asintió sin palabras y se abrazaron en silencio durante un rato, concentrándose en la increíble sensación de otro cuerpo caliente y vivo apretándose contra el propio. La cabeza de ella le llegaba apenas al hombro y su cuerpo, tan frágil, era sin embargo un ancla que lo sujetaba a la realidad.

—Lo necesitaba mucho —dijo él en voz baja, aflojando el abrazo, sin querer deshacerlo todavía.

—Yo también —susurró ella.

—Ven. Siéntate ahí. Voy a traer algo de beber, ¿quieres?

Volvió en un minuto con una botella de champán y dos copas de un cristal tan fino que parecían hechas de pompas de jabón.

—¿Vivimos los dos en esta casa? —preguntó él después del primer trago, que bebieron sin brindar, mirándose a los ojos.

—Sí. Durante el día somos un viejo matrimonio. Cristòfol Peyró y Anna Saladriga.

—¿Cómo sabes tú eso? —El pánico se apoderó de él sin lucha. Si ella sabía esas cosas, era porque tenía acceso a la mente de la otra mujer, mientras que él, durante el día, no sabía nada ni de sí mismo ni del otro hombre. Ella pareció adivinar su terror y sonrió de nuevo:

—Anna lleva un diario. Yo lo leo todas las noches. Por eso sé que son millonarios; el marido, tú —volvió a sonreír—, tiene empresas de toda clase. Tienen dos hijos mayores, varios nietos, incluso dos bisnietos. Ella tiene remordimientos a veces, pero es tan feliz desde que ha vuelto a ser joven que los escrúpulos van desapareciendo. Se consuela pensando que han hecho bien a muchas personas desconocidas. A nuestras familias.

Él sintió un nudo en la garganta y desvió la vista hacia las sombras del jardín. Ella siguió hablando:

—¿Sabes cuánto han pagado por la... operación?

Él sacudió la cabeza en una negativa.

—Un millón de euros cada uno.

Él se quedó mirándola, con los ojos dilatados y la boca entreabierta, hasta que pudo reaccionar:

—¡A mi familia le prometieron diez mil euros si la transferencia se llevaba a cabo con éxito!

Ella sonrió de nuevo. Una sonrisa tensa, amarga.

—A la mía también. Y lo hice. Lo hice por diez mil euros. Para que pudieran tener un futuro. Y si no nos hubieran aceptado, de todas formas ya lo había hecho por los primeros mil euros que nos dieron. ¿Te das cuenta? Mil euros, una vida.

Él estrelló la copa sobre las baldosas de la marquesina y se puso en pie, furioso.

—¡Es un crimen!

—Sí. Pero no podemos hacer nada.

—¿Todo bien por ahí? —se oyó una voz masculina desde las sombras.

—Todo bien, Ricard —contestó ella en catalán—. No se preocupe. El señor, que es muy temperamental, ya lo sabe usted.

—¿Por qué entiendo la lengua? —preguntó.él, abrumado, dejándose caer de nuevo en la tumbona.

—No sé. Supongo que igual que ellos adquieren habilidades que nosotros tenemos. Si Anna quisiera, sabría anudar alfombras, igual que yo ahora, si quiero, sé tocar el piano como ella. ¿Qué te pasa?

Él se había reclinado en la tumbona y boqueaba.

—Creo que tengo que volver arriba. Debe de haber pasado ya el tiempo.

—Te acompaño.

—¿Vendrás mañana? —preguntó él agarrándola de la mano con desesperación, mientras notaba que el mareo de la próxima pérdida de conciencia lo invadía.

—Mañana aquí mismo, en cuanto despierte.

Subieron las escaleras abrazados, ayudándose el uno al otro. Se separaron en el descansillo del primer piso:

—Mi cuarto está ahí, a la izquierda —dijo ella en un susurro. Y antes de que él cruzara su puerta preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Abraham. ¿Y tú?

—Sarah.

Le habría gustado decir que era una hermosa coincidencia, pero las piernas se le estaban volviendo de goma y apenas podía enfocar la mirada en la figura de ella.

Bonne nuit, Abraham. ¡Que Dios te bendiga! —la oyó decir, antes de sumergirse en la nada.

Cristòfol Peyró era un extraordinario hombre de negocios: ambicioso, tenaz, innovador, un luchador nato, pero a pesar del nuevo cuerpo que habitaba desde hacía más de tres meses, su mente seguía teniendo ochenta y dos años y eso hacía que algunas cosas se le desdibujaran ocasionalmente, que no siempre hiciera lo que se había propuesto hacer, a menos que estuviera anotado en su agenda o que su secretaria personal tuviera conocimiento de ello. Por eso, casi cinco semanas después de la fiesta del jardín, aún no se había puesto en contacto con el doctor Mendoza. De vez en cuando algo le decía que tenía que llamarlo, pero como nunca acababa de recordar con precisión para qué quería hacerlo, lo archivaba pensando que se trataba de la inquietud natural en su situación y que todas las preguntas pendientes surgirían y serían contestadas en la siguiente visita de control, el cinco de septiembre.

La mañana del día tres, al despertarse, estiró una larga pierna hacia el lado opuesto de la cama, tropezó con el cuerpo dormido de Anna y se sobresaltó ligeramente. No recordaba que se hubieran ido juntos a dormir. Cada vez con más frecuencia se encontraba a su mujer al abrir los ojos, unas veces en su dormitorio, otras en el de ella. Y eso sólo podía significar que sus anfitriones, aprovechando las horas nocturnas, se habían conocido y habían decidido sacar provecho de la situación que los había colocado en la misma casa.

Era inquietante. Por un lado era inquietante y por otro dejaba un cierto regusto de humillación en la garganta el que durante unas cuantas horas su cuerpo fuera movido por otra voluntad, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Se apoyó sobre un codo, se inclinó hacia Anna y la contempló largamente pensando cómo sería ella cuando no fuera Anna, cuando fuera la muchacha africana de nombre desconocido; cómo sería su sonrisa, cómo brillarían sus ojos cuando al verlo no lo viera a él sino al otro, al hombre de Mali que, con el mismo cuerpo, le haría el amor como él hacía con Anna. ¿O de otra manera? ¿Cuántas maneras distintas hay de hacer el amor?

Le pasó la mano por la curva de la cadera y Anna se removió un poco hasta que entreabrió los ojos y le regaló su sonrisa blanca.

—Me encanta despertarme a tu lado —le dijo en un susurro.

—A mí no —Tòfol saltó de la cama y, como siempre, fue a plantarse frente al espejo.

—¡Jesús, Tòfol! Después de tantos años te estás volviendo grosero. —Su sonrisa había desaparecido.

—¿Es que no te das cuenta de lo que significa que nos despertemos en la misma cama?

Ella lo miró fijamente, sin comprender.

—Significa —siguió él, alzando cada vez más la voz —que esos dos negros que nos ocupan durante la noche se dedican a follar cuando tú y yo estamos durmiendo. Por eso te he pedido ya varias veces que te encierres con llave en tu dormitorio cuando te acuestas.

—Pero... pero eso no sirve de nada, hombre, ¿no te das cuenta? Cuando la otra se despierta, no tiene más que girar la llave y ya está.

—Si la guardaras en un sitio bien oculto, no pasaría.

—La guardé en un sitio dificilísimo, Tòfol. Ni tú la encontrarías. Pero parece que ella sí. Y además —añadió levantándose y acercándose a acariciarle la espalda—¿a ti qué más te da, cariño? Nosotros nos hemos quedado con sus cuerpos, con sus vidas... en el fondo es una suerte que se lleven bien, que a lo mejor se hayan enamorado. Imagínate si se odiaran, si él le pegara por las noches...

—Tenemos que decirle a los de seguridad que no los dejen estar juntos.

Ella suspiró, se sentó al tocador, y dejó pasar unos minutos en silencio. Sabía por experiencia que eso calmaría a su marido y después podrían seguir hablando civilizadamente. Tòfol se encendió un habano y abrió los ventanales para salir a la terraza a mirar el mar.

—No te parece una buena idea, ¿verdad? —preguntó él, aún de espaldas.

—Me parece innecesariamente cruel y además, los muchachos de la seguridad no pueden distinguir si son ellos o nosotros.

—¡Faltaría más! —el antiguo rostro de Tòfol estaría ya enrojecido y las venas de su cuello habrían empezado a marcarse; el rostro actual apenas había cambiado en color, salvo los ojos, que aparecían desorbitados.

—No te enfades, Tòfol, pero los muchachos me han dicho que muchas noches nos han visto tomando una copa en la terraza y hablando en catalán, como siempre. ¿Cómo van a saber ellos quién es quién?

Tòfol se dejó caer en un sillón de mimbre, anonadado:

—¿Desde cuándo hablan en catalán?

—No sé. Desde el principio, supongo. Igual que tú el otro día descubriste que puedes correr como un gamo.

—Eso es porque he vuelto a ser joven.

—Y porque al parecer es algo que ese chico sabe hacer. —Hubo una larga pausa que Anna aprovechó para cepillarse el pelo. Sabía que a su marido había que darle tiempo para digerir ciertas noticias y ahora era importante que hubiera digerido ésa, antes de darle la siguiente, la que llevaba días queriendo comunicarle y nunca encontraba el momento ideal para hacerlo.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué dices tú?

—Nada, cariño. No hacemos nada. Dejamos que ellos usen sus pocas horas del modo que mejor les parezca. Al fin y al cabo, no hacen nada dañino. Hacen justamente lo mismo que nosotros. En la base es igual, ¿no crees?

No, pensó Tòfol. ¿Qué iba a ser igual? ¿Cómo iba a ser igual que él estuviera con Anna, con su mujer de toda la vida, o que un desconocido estuviera con ella? Claro que, bien mirado, con quien estaba el desconocido no era con su mujer, sino con otra desconocida que, casualmente, compartía el mismo cuerpo. Era demasiado difícil para un hombre nacido en 1950, para un hombre acostumbrado a pensar que cada cuerpo tiene un alma y sólo una. ¿Serían escrúpulos religiosos ahora, después de una vida de negar todo tipo de boberías teológicas? ¿O eran simplemente celos, el sentimiento más vulgar y primitivo de la humanidad?

Anna se levantó del tocador, salió a la terraza y se acuclilló a los pies de su marido, tomándole las manos. El puro humeaba, azul, en el aire de la mañana, abandonado en el cenicero de marfil.

—Tòfol, querido, escúchame. Quiero decirte algo desde hace ya unos días y creo que tengo que decírtelo ahora. ¿Me escuchas?

Él asintió con la cabeza, sintiendo un nudo ganarle la garganta. Cuando Anna empezaba así, siempre eran malas noticias. Llevaban cincuenta años juntos y lo sabía.

—Estoy embarazada.

—¡¿Quéee?! —No tenía ni idea de lo que pensaba que le iba a decir Anna, pero desde luego, no era eso lo que se había imaginado. Aquello era absurdo, ridículo, impensable—. No digas estupideces, Anna. Tienes casi ochenta años.

—Ya no —dijo ella en voz suave.

—¿Estás segura de...?

—Claro.

Hubo una pausa en la que se limitaron a mirarse a los ojos: él hacia abajo, ella hacia arriba.

—Bien. Pues habrá que abortar. No veo otro remedio.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué?

—Sí. ¿Por qué? Ahora somos jóvenes, sanos, fuertes. Nos queremos. Tenemos más dinero del que podríamos gastar en tres vidas. ¿Por qué vamos a negarnos a tener este hijo?

Él boqueó durante unos instantes, incapaz de comprender que ella no fuera de su opinión.

—¡Porque ni siquiera sabemos de quién es! —explotó por fin.

Ella le cogió la cabeza entre las manos y le acarició el pelo, como solía hacer en los momentos de crisis.

—¿De quién va a ser, hombre de Dios? Nuestro —dijo suavemente—. Tuyo y mío.

—Y de ellos —dijo Tòfol entre dientes—de esa pareja de negros que nos hemos comprado como si fueran un par de zapatos, sin pensar en las consecuencias. Ésa es su venganza.

—¡No digas tonterías! —Arma se puso en pie, ofendida—. Ese niño es mío. Y tuyo. Y ha venido como tienen que venir los hijos, con toda naturalidad, sin tener que matarnos a visitas al ginecólogo de Suiza, sin tener que hacer de todo para conseguirlo, como nos pasó con Quim y con Montse. ¿O te has olvidado ya de lo que nos costó tenerlos?

Tòfol enterró la cabeza entre las manos y se quedó muy quieto, mirando al suelo, sin saber qué pensar.

—Lo tendremos —continuó Anna— y le daremos todo lo que unos padres pueden dar a su hijo. A lo mejor éste es lo que siempre has deseado, el que se haga cargo de la dirección de tus empresas porque con Quim, ya lo sabes tú, nunca se ha podido contar. Ni con ninguno de los dos nietos varones.

—Sí, mujer —dijo Tòfol sin levantar la vista, con la voz llena de desprecio—. Un negro dirigiendo lo que he tardado una vida en construir.

—Ahora es también un negro el que lo dirige, ¿no?

—¡Pero soy yo!

—¡Pero eres negro! Igual que yo. No tienes más que ir al primer espejo.

Lo tomó violentamente de la mano y lo arrastró hasta el dormitorio:

—¿Lo ves? Pero eso no es lo importante, Tòfol, lo importante es lo que está dentro. Tú. Yo. Él. O ella —añadió con una pequeña sonrisa—. Pero creo que va a ser chico. Lo siento aquí —se llevó la mano al vientre plano.

—Déjame pensarlo, por Dios, Anna. Dame un poco de tiempo. Por favor. Anna lo abrazó y, juntos, se tumbaron en la cama, con los ojos húmedos.

Abraham se puso violentamente en pie, fue a la entrada del salón y encendió de golpe todas las lámparas. La habitación se iluminó como si fuese mediodía.

—¡Ni pensarlo! —gritó, fuera de sí—. ¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás! Antes te mato y me mato yo después.

Sarah tenía costumbre de ver hombres enfurecidos. A lo largo de su infancia y juventud había visto muchas veces que la reacción masculina ante la impotencia, ante las situaciones sin salida, era la rabia, la furia destructora, el golpear ciegamente sin pensar, sin calcular los daños. Le asustaba un poco, pero más por el niño que por ella misma. Su padre también le había pegado algunas veces, pero nunca era muy grave: un par de moretones, algunos rasguños quizá, nada importante. Pero era la primera vez que estaba embarazada y no sabía hasta qué punto una paliza podría afectar a su hijo, de modo que se encogió en el sofá esperando que gritara y rompiera cosas hasta que se hubiera tranquilizado lo suficiente para hablar otra vez.

—¡No sólo nos han comprado como bestias en la feria, sino que ahora quieren quedarse también con nuestros hijos! Creen que tienen todos los derechos porque tienen dinero. El euro es su único dios. ¡Pero no se saldrán con la suya! ¡No lo consentiré!

Se acercó al sofá en unas zancadas, la cogió de la mano y tironeó de ella para ponerla en pie:

—¡Vamos! ¡Vamos a darnos un baño al mar! Dicen que es una muerte dulce. No sentiremos nada. Ella se aferró al sofá con todas sus fuerzas, llorando y negando con la cabeza.

—¡No, no, no! Por favor, Abraham, por Dios te lo pido. ¡Es suicidio, es asesinato, no puedes hacernos eso! ¡No puedes matar a tu hijo!

—No es mi hijo, ¿no lo entiendes? Es hijo de esos blancos que nos han comprado por un puñado de euros, que nos han estafado a nosotros y a nuestras familias, es un hijo del diablo.

—Todos los niños vienen de Dios.

Él lanzó una carcajada cruel:

—Sí. Así nos va en África con esas ideas. «Todos los niños vienen de Dios». ¿Para qué? ¿Para morirse corno animales antes de cumplir los dos años, de hambre o de enfermedad?

—Éste no morirá de hambre, Abraham. Se criará corno un príncipe en Europa, en una familia de millonarios. Nuestro hijo tendrá lo que nosotros nunca pudimos tener. Quizá, cuando crezca, pueda ayudar a los nuestros.

—Cuando crezca, será negro por fuera pero blanco por dentro, Sarah, no te engañes. Será como ellos y se comprará un cuerpo cuando el suyo ya no le valga. Pero para entonces habrán hecho leyes para que la compra sea definitiva, para suprimir la personalidad original.

—¿Tú crees? —preguntó Sarah, muy bajito.

—Yo no soy tan ingenuo corno tú.

Un carraspeo en las puertas de la terraza los hizo volverse:

—Disculpen, señores, ¿ocurre algo? —preguntó el agente de seguridad que, con cada noche que pasaba, se volvía más inseguro.

—¡No se le ocurra volver a molestar o puede ir buscándose otro trabajo! —gritó Abraham en español.

—Perdone, don Cristóbal. Yo trataba de cumplir sus órdenes, pero es que... es que cada vez es más difícil.

—No sufra, Ricard. El señor y yo estarnos teniendo una vulgar discusión matrimonial. Nada grave. Haga usted su ronda tranquilo —intervino Sarah.

—Sí, señora. Disculpen otra vez. Abraham se dejó caer en un sillón frente a ella, agotado y confuso.

—Nosotros lo educaremos durante cuatro horas al día, Abraham. No es mucho, ya lo sé, pero la mayor parte de los hijos ven a sus padres mucho menos tiempo. Haremos que comprenda de dónde viene, quién es, cuál es su responsabilidad.

—No podemos ganar, Sarah —dijo él, cansado, apoyando la frente en las manos entrelazadas—. Ellos lo tienen todo; nosotros no tenemos nada.

—Tenemos tiempo y amor. Callaron durante unos momentos, en un silencio que vibraba con la tensión. —¿Sabes que hace ya dos semanas que Anna y yo nos escribimos?

Él levantó la cabeza, perplejo.

—Se me ocurrió de repente, después de leer la anotación del diario donde Anna había escrito sobre el embarazo. Ella también lo quiere, ¿sabes? Él no.

—¿Qué? —otra vez el chispazo de furia en sus ojos.

—¿No se te había ocurrido? Nosotros no tenemos más salida que la muerte, pero ellos tienen muchas posibilidades. Si no lo quisieran, podrían ir a una clínica privada a abortar. Es cuestión de un cuarto de hora. Y no nos lo consultarían, claro.

—No pueden hacernos eso —dijo él, casi tartamudeando—. Es nuestro hijo. No pueden decidir por nosotros.

—Sí pueden, Abraham. Tú sabes que sí. Pero ella lo quiere, así que yo le dejo notas por la noche y nos damos ánimos una a otra. Ella cree que lo convencerá. Y yo quiero convencerte a ti.

—¿Por qué no lo quiere él?

Sarah dio un corto resoplido, echando la cabeza atrás en el sofá:

—¿Por qué crees tú? Él siguió en silencio. Ella continuó:

—Porque es negro lo primero. Luego porque tiene toda nuestra dotación genética. De ellos no tendrá más que la educación, parte de la educación. No lo quiere, sencillamente, porque no es hijo suyo.

—¿No?

—Es tuyo, Abraham. Y mío. Es de Dios. —Hizo una pausa para dejar que las ideas se fueran filtrando en la cabeza del hombre—. Le he pedido a Anna que lo llamen Isaac, si es niño. El regalo de Dios a una pareja de ancianos y, a la vez, el hijo de Sarah y Abraham. Nuestro hijo.

Isaac Peyró Saladriga nació el 7 de abril de 2033 en la Clínica de Nuestra Señora de la Concepción, en Barcelona. Ojos negros, piel oscura. Tres kilos quinientos gramos. Cincuenta y cuatro centímetros. Parto natural.

Fue el primer niño europeo nacido de padres ocupantes de un cuerpo anfitrión.

En la actualidad, la Unión Europea cuenta con tres mil trescientos ochenta y seis transferidos y hay quinientos catorce niños nacidos de este tipo de parejas, sin contar los nacimientos de parejas mixtas en las cuales sólo uno de los progenitores es un transferido. Todos los nacidos pertenecen socialmente a las clases más elevadas. Las leyes que regulan la transferencia no han sufrido modificaciones, aunque continúan los debates en el Parlamento europeo para aumentar las horas de prestación al comprador.

La población del continente africano sigue disminuyendo; la del continente asiático se mantiene estacionaria. La media de edad en Europa ha aumentado significativamente gracias a los nuevos desarrollos de la técnica, a pesar de que el precio de las transferencias se ha incrementado en un cincuenta y cinco por ciento.

En un noventa y seis por ciento de los casos hay procesos judiciales abiertos por los herederos de la pareja original para reclamar la exclusión de la herencia de los nuevos nacidos alegando que no comparten con ellos dotación genética, aunque sean hijos jurídicamente legítimos de los mismos padres. Ninguno de los nuevos nacidos ha llegado todavía a la mayoría de edad.

En todas las universidades europeas se ha creado una rama de estudios jurídicos especializada en Derecho de Transferencia Personal y todas las facultades de medicina cuentan con una especialización en Transferencias. La Iglesia Católica sigue rechazando la transferencia, aunque aún no ha entrado en vigor la propuesta de los obispos del Tercer Mundo para excomulgar a quienes la practican. Socialmente, la aceptación de esta práctica es cada vez mayor.

Abrió los ojos apenas los primeros rayos del sol empezaron a colarse por entre las lamas de la persiana y lo primero que percibió junto a la cascada de luz violentamente amarilla fue un revuelo de gorriones en las ramas del árbol que crecía junto a su ventana. ¡Malditos gorriones, qué ganas de vivir!

Oía los trabajosos ronquidos de Abilio en la cama de al lado mezclados con los gorjeos y el claqueteo de los zuecos por el pasillo junto con el estrépito de los carritos que parecían empujar un ofensivo olor a desinfectante hacia su cama. Dentro de nada la voz chillona y malhumorada de Mati los traería de vuelta a un día más, a otro día sin sentido en un mundo que ya no era el suyo. ¡Maldita Mati, maldito mundo!

Como casi siempre, no se acordaba de lo que había soñado, pero tenía la sensación de que había sido algo bueno, algo que lo había hecho sentirse de nuevo como si tuviera setenta años, no los noventa y ocho que cada vez le pesaban más en cada fibra de su cuerpo.

Giró la cabeza a la derecha, lentamente para no marearse, y la volvió de nuevo hacia la ventana, disgustado. Abilio dormía con la boca abierta; su dentadura estaba en la mesita entre los dos; sus mejillas hundidas y sin afeitar eran un paisaje desolado.

Muchos, muchos años atrás, cuando abría los ojos veía el rostro suave de Magdalena, con su pelusilla de melocotón y su pelo abundante, sembrado de finas mechas rubias. Luego empezaba a hacer planes para el día que empezaba y se estiraba entre las sábanas temiendo que las siguientes dieciocho o veinte horas no fueran suficientes para todo lo que había que hacer. Ahora, sin embargo, la jornada se extendía como un desierto infinito frente a él vacía de actividades de intereses, de contenidos. La televisión había dejado de interesarle hacía ya mucho; la comida no merecía su nombre porque, para colmo de males, el médico había decidido que a su edad todo resultaba peligroso para su salud; su vista no le permitía más que hojear muy por encima los diarios que, de todos modos, sólo traían noticias de catástrofes, atentados y desastres que parecían repetirse eternamente como una cinta sin fin; y no quedaba ya nadie que pudiera visitarlo: su único hijo, ya jubilado, llevaba meses en una residencia de Almería a donde se había retirado mientras aún se sentía fuerte, para que le diera tiempo a hacer nuevas amistades ya ir familiarizándose con su entorno; sus dos nietos vivían lejos, el economista en Shanghai y la informática en Mumbay; a sus bisnietos no los había visto más que en foto. ¡Si hubiera tenido más hijos, como Abilio! Pero Marcos nació demasiado pronto, cuando él aún no se había situado en la vida, y luego Magda quiso terminar la carrera y empezar a trabajar y, cuando se dieron cuenta, tenían un hijo crecido y una existencia montada donde no quedaba ya sitio para nada más.

Aunque al pobre de Abilio tampoco lo visitaban demasiado. Aquello se había convertido en una especie de trastero donde se arrumbaban los deshechos de la clase productiva que se empecinaban en seguir vivos gracias a una férrea política de sanidad que en su juventud le había parecido extremadamente razonable.

¡Cuántas veces había pensado «me ha tocado una buena época, cada vez se vive más y, teniendo la mente clara, no me importaría cumplir cien años»! ¡Tonterías que uno piensa a los cuarenta, cuando todo está tan lejos y la jubilación sólo se ve como una eternidad de tiempo libre, sin obligaciones de ningún tipo!

Al principio no había estado tan mal, a pesar de lo que le había costado superar la muerte de Magda y de los continuos disgustos con Marcos, que no veía con buenos ojos que su padre se estuviera gastando su herencia en una residencia de lujo. Pero lo que Marcos veía como su herencia, era para él, con todo el derecho del mundo, el dinero que tanto le había costado ganar y que ahora le servía para poder pagarse un retiro en condiciones. Luego, el dinero había ido desapareciendo un mes tras otro tragado por las horrendas mensualidades de Años Dorados hasta que no había tenido más remedio que trasladarse a esta «residencia para mayores» que de hecho no era más que un asilo de ancianos, donde ni siquiera tenía una habitación individual.

Al oír la voz de Mati en el pasillo, acercándose ominosa, pensó como tantas veces de qué le había servido dejar de fumar a los cuarenta y dos años, hacer deporte regularmente, privarse de alcoholes fuertes, grasas y excesos de sal y de azúcar. Entonces había parecido una decisión razonable para ampliar su esperanza de vida. Ahora la perspectiva de encontrarse otra vez con su cara de foca malhumorada, con su voz de vidrio molido llamándole abuelo sin el menor respeto, con las gachas insípidas que eran todo su desayuno, le hacía querer morirse en aquel mismo instante, antes de que se abriera la puerta.

Pero se abrió y él siguió vivo, como todos los días.

—¿Qué, Jaime? ¿A que se está bien aquí al sol de mayo?

El chico le acababa de poner una manta sobre las rodillas, después de haberlo dejado en la silla de ruedas debajo del castaño del jardín, entre sol y sombra.

Gruñó algo indistinto para no tener que darle la razón. Le reventaba ser un viejo, parecer un viejo, que lo trataran como un viejo, a pesar de que el muchacho, Tony, un voluntario que ayudaba por horas en la residencia, era de lo mejor que había en la casa.

—¡Venga, Jaime, alegra esa cara! —insistió el chaval—. Hoy hay paella.

—Para mí no. El médico dice que no me conviene la carne.

—Tampoco ponen tanta. Y además, total...

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada, hombre. —Tony sabía que acababa de cometer un desliz y estaba deseando largarse.

—Soy viejo, pero no estoy senil. Te he entendido.

—Sólo quería decir —se explicó el muchacho— que por comerte un pedazo de pollo no te vas a morir.

—Lo que es seguro es que de joven ya no me muero.

Los dos rieron un poco y Tony se dio la vuelta para marcharse.

—Tony, espera. Quiero hacerte una pregunta. ¿Tú fumas?

—¿Qué? —Tony miró suspicazmente a un lado y a otro, como si pensara que los estaban filmando.

—Que si fumas.

—No, claro. Ya no fuma nadie.

—Pero sigue habiendo tabaco, ¿no?

—Bueno... sí. Si sabes de dónde sacarlo.

—¿Y whisky?

—¿Whisky?

—Pareces sordo, hijo.

—Jaime, mira, yo comprendo que estando encerrado aquí todo el día, no te enteras mucho de cómo está el mundo, pero todo eso son cosas de la prehistoria, ¿sabes? Siguen existiendo, claro, pero en el mercado negro, para los viciosos sin remedio. Ahora está prohibido todo lo que acorte la vida. La gente está más sana desde la prohibición. Se ha aumentado la edad de la jubilación a los ochenta años y han bajado los gastos médicos.

—¿Y cuánto han aumentado los gastos de mantener a los de más de ochenta años que ya no sirven para nada pero no acaban de morirse?

—¡Qué cosas tienes, Jaime! —Tony estaba profundamente molesto y no veía el momento de dejar solo al viejo y marcharse a seguir con su vida.

—En este asilo somos más de trescientos, y casas de éstas las hay por todas partes.

—Vamos a dejarlo, Jaime. Tengo mucho que hacer.

—Ya. Yo no, ya ves.

Hubo un silencio incómodo que Jaime estiró lo que pudo porque, últimamente, le daba cierta satisfacción incomodar a los jóvenes con su mera existencia.

—¿Me harías un favor? —preguntó por fin, al darse cuenta de que se estaba pasando demasiado.

—Sí, hombre, claro.

—¿Me conseguirías unos cigarrillos y una botellita de whisky o de coñac o de lo que sea?

Tony se quedó mirándolo, perplejo. Abrió la boca, la volvió a cerrar y terminó optando por la ironía:

—¿Algo más? —preguntó alzando una ceja.

—Y un pedazo de pan con tocino y un pastelito de chocolate.

—¡Venga, hombre! ¿No lo dirás en serio?

—Lo juro por mi madre.

—Todo lo que quieres es mercancía prohibida; me costaría la cárcel, Jaime. O una larga terapia reconductiva, lo que es mucho peor.

—La comida podrías comprarla; tú eres joven y no sería problema. Lo otro... aún me queda algo de dinero. Te pagaré lo que me pidas.

—No puedo, Jaime.

Jaime bajó la vista a la manta de cuadros que cubría sus piernas enflaquecidas, que ya casi no lo sostenían y sus ojos se llenaron de lágrimas. Allí estaba él, hecho un pingajo, suplicando a un niño que podría ser su bisnieto, cuando lo único que había pedido era algo a lo que cualquier ser humano tenía derecho. Le habían quitado la libertad, la posibilidad de decidir sobre su vida. Aquella nueva sociedad decidía por su bien, sin preguntarle cuál era ese bien.

Cayeron dos lágrimas sobre la manta sin que él hiciera ningún esfuerzo por enjugarlas. ¡Qué más daba! Ahora no era más que un viejo con el grifo flojo, una especie de gran bebé arrugado e inútil sin futuro, forzado a vivir una vida que no le gustaba por unas persanas que no habían nacido cuando él se jubiló.

Tony le puso la mano sobre el hombro frágil y huesudo, como de pájaro.

—¿Tan importante es para ti? ¿Tanto como para arriesgar tu vida?

—Esto no es vida, Tony. Si no hubiera dejado de fumar, ni de beber, ni de comer todo lo que me gustaba, habría sido mucho más feliz.

—Durante menos tiempo —dijo Tony con voz suave.

Jaime sacudió la cabeza afirmativamente, con entusiasmo.

—Exacto. De eso se trata. Me habría muerto a los setenta y nueve, como mi mujer, y me habría ahorrado todas estas humillaciones. Mi hijo habría tenido algo que heredar y habría llorado en mi entierro. Y yo ahora no estaría pidiéndole a un chaval de veinte años que me haga sentir vivo por última vez.

—Veré lo que puedo hacer, pero no te prometo nada.

Jaime lo vio alejarse entre el arco iris que las lágrimas fingían en sus pestañas.

Dos días antes de fin de año, Tony fue a despedirse de Jaime. Acababa de ser aceptado en un programa de ayuda a Estados Unidos y se marchaba el 1 de enero. Durante los meses de verano y otoño aquella primera conversación se había repetido con frecuencia y el viejo y el joven habían acabado por hacerse amigos, aunque ambos habían evitado referirse directamente a la petición de Jaime.

Después de un abrazo sincero por ambas partes, Tony sacó un paquetito de su mochila y se lo entregó sonriendo:

—Toma, vicioso. Tu regalo de Navidad, con algo de retraso.

A Jaime le brillaron los ojos:

—¿Es...?

—Es. ¿Qué planes tienes?

—Esperar a que se duerma Abilio. Primero pensé que me gustaría estar yo solo en la cocina, sentado a una mesa, como Dios manda, pero a pie no llegaría y yo solo no me puedo subir a la silla de ruedas, así que no me queda más remedio que hacerlo en la cama.

—Lujo total. —La sonrisa de Tony era esplendorosa.

—A mi madre la tuvimos en casa hasta que murió, ¿sabes? Pero ahora ya no es lo mismo... Quizá si yo estuviera en casa de mi hijo, celebrando la Navidad en familia, como antes... no sé.

—No tienes que darme ninguna explicación, Jaime. Ya lo hemos hablado bastante. Es tu vida. Me has convencido. Y tampoco es como si te fueras a suicidar.

—Te lo agradezco con toda el alma, Tony

—Ya me lo dirás cuando empieces a vomitar, viejo.

Le guiñó un ojo, volvió a estrecharle la mano con fuerza y se marchó, moviéndose al ritmo de una música que sólo él podía oír, mientras Jaime acariciaba el paquetito y por primera vez desde hacía años empezaba a hacer planes.

El 31 de diciembre, después del simulacro de fiesta, los metieron en la cama a las nueve para dar tiempo al personal de marcharse a casa a disfrutar de su Nochevieja. A las nueve y media Abilio roncaba ya como una ametralladora. Sobre la mesita destacaba la postal que Marcos le había enviado, disculpándose por no poder acercarse a visitarlo y felicitándole las fiestas; pero ahora ya no le importaba; ahora tenía algo mejor en qué pensar.

Abrió el paquete y pasó la vista codiciosamente por sus nuevas posesiones: una barrita de pan blanco, un pedazo diminuto de tocino que olía a gloria, un donut de chocolate, un frasco de cristal lleno de un líquido ambarino y dos cigarrillos liados a mano, sin filtro y sin marca.

Fue acercando aquellas delicias a su nariz, una tras otra, reconociendo aromas ya olvidados que le traían imágenes de tiempos más felices, de otras Nocheviejas pasadas con Magda, entre amigos, con montones de comida sobre la mesa y copas y tabaco y hermosos escotes de mujer y palmadas en los hombros y música y cuerpos flexibles y jóvenes que se movían a su ritmo.

Hacía tanto tiempo que no comía nada sólido que al principio tuvo grandes dificultades para morder el pan, aunque era fresco y crujiente. El tocino, a falta de cuchillo, tuvo que ir mordiéndolo poco a poco, royéndolo como un ratón, disfrutando minuciosamente de su sabor y su textura. ¿Cómo se podía ser tan idiota de querer prolongar la vida de un hombre a costa de privarlo de aquel placer? ¿Para qué? Pero su venganza sería que todos tendrían que pasar por aquello que habían creado; todos los que ahora eran jóvenes y se creían inmortales serían alguna vez viejos decrépitos, ninguneados y humillados por la siguiente generación de psicópatas sanos y biempensantes.

El primer trago de whisky le quemó la garganta e hizo acudir lágrimas a sus ojos. Antes se habría tomado cuatro o cinco en una sola noche y ahora aquel brebaje ardía en su estómago como un ácido, pero sólo era cuestión de costumbre. Estaba recuperando su libertad, su derecho a ser un hombre completo.

Tomó otro sorbo y estuvo a punto de vomitar, pero se forzó a tragarlo y masticó un poco más de aquel pan maravilloso hasta que no quedaron más que migas que fue recogiendo con el dedo y metiéndose golosamente en la boca. Sentía el estómago como si tuviera una bola de hierro dentro, pero aún le faltaba comerse el postre, aquel donuts de chocolate que le traía recuerdos de sus apresurados almuerzos de media mañana. Sabía a gloria: dulce, pegajoso, intenso. Más intenso que cualquier otra cosa que hubiera comido desde que vivía allí. Decidió guardar la mitad para otra vez, junto con el tocino sobrante. Ahora era el momento de encender por fin un cigarrillo, la culminación de toda comida. Llevaba cincuenta años sin probarlo. Podía recordar todas las veces que había mirado con envidia a los que aún fumaban, a pesar del orgullo que le llenaba cuando se hacía consciente de que había conseguido liberarse de un vicio mortal. Era un fumador que se había pasado media vida sin fumar. Siempre había sido un fumador, y ahora era el momento de demostrarlo.

Por fortuna, Tony se había acordado de poner también un pequeño encendedor de plástico que, por su aspecto, debía de tener más años que él.

Prendió el cigarrillo echando una mirada de reoj o a Abilio, que seguía roncando. El ataque de tos fue inmediato. Sintió de golpe como si le fueran a estallar la cabeza, la garganta y el corazón. O el tabaco actual había cambiado o quien había cambiado era él. Miró el cigarrillo engarfiado entre sus dedos con estupefacción. Él había fumado cuarenta de ésos todos los días. Llevaba años añorándolo, deseándolo, echando la culpa de todos sus males al hecho de haber tenido que dejarlo.

Lo intentó de nuevo y de nuevo sintió que se moría, que aquello era un veneno, que no era posible que aquello que humeaba plácidamente frente a él le produjera aquel ahogo, aquel asco mortal que lo embargaba.

Sintió una poderosa arcada desde lo más profundo del estómago y todo lo que había masticado con tanto trabajo quedó esparcido frente a él, sobre la colcha. La cabeza empezó a darle vueltas. Nunca se había sentido tan mal, nunca en toda su vida.

Habían ganado. Aquellos hijos de puta habían ganado.

Las lágrimas acudieron sin previo aviso, seguidas de unos sollozos hondos y desgarradores que le iban arrancando la dignidad. Abilio se removió en la cama, entre sueños.

El botón de llamada colgaba como un insecto muerto al alcance de sus manos, pero no iba a darles el gusto de que lo humillaran más. Aquello pasaría, tenía que pasar. Todas las resacas de su vida habían acabado pasando.

Antes de perder el conocimiento, recordó en un viejo impulso que había que apagar el cigarrillo para no morir quemado en la cama. Lo aplastó en la mesita de noche con un vago suspiro de satisfacción pensando en la cara de Mati cuando viera la quemadura y se dejó llevar a un pozo sin fondo del que esperaba no volver a salir.

Una voz vagamente recordada lo sacó de su sueño, la voz de Miguel, su médico.

—Has tenido suerte, Jaime. Por esta vez vas a vivir para contarlo, pero de momento te he puesto alimentación intravenosa; ya no tienes quince años. Luego ya se verá. ¿Me oyes?

Se negó a abrir los ojos, pero no pudo impedir que una lágrima le resbalara mejilla abajo.

Cuando me enamoré de Mabel, no sabía que estaba muerta. Supongo que el hecho de tener veinte años recién cumplidos, ser de clase media baja y acabar de volver a casa después del periodo obligatorio de trabajos exteriores podría aceptarse como justificación de mi ceguera. Eso y mi inocencia. Y mi ignorancia. Y su misteriosa belleza.

En el 2043 nadie que no fuera un especialista genético o un neurólogo de primera fila había oído hablar de biogares ni del proyecto Thanatos Plus; nadie sabía que en cinco lugares de este planeta se había conseguido cumplir el mayor sueño de la humanidad: vencer a la muerte.

Yo me había pasado catorce meses en Burundi, colaborando en un proyecto de las Naciones Unidas que consistía sobre todo en enterrar a los muertos que el sida iba dejando por caminos y aldeas y en una segunda fase, cuando ni mis compañeros ni yo podíamos más, recoger y concentrar a todos los niños que habían quedado huérfanos y aún estaban sanos para que alguien, quién sabe dónde, decidiera qué se podía hacer con ellos, a qué futuro podían aspirar.

Para mí, en aquel entonces, todo el que no estaba muerto, pudriéndose en una fosa africana, estaba vivo. Sin términos medios, sin dudas, sin sospechas. Así de fácil.

Cuando regresé a Madrid, con el olor de la muerte pegado a la nariz y a la ropa, como un perfume que no me abandonaría jamás y el alma tatuada para siempre por los horrores de los que había sido testigo, me sentía como un veterano de aquellas guerras antiguas que presentaban los documentales de la televisión: algo en mí se había endurecido, algo que por un lado me empujaba a disfrutar de la vida sin tasa mientras que por otro lado me dejaba indiferente frente a lo que la vida podía ofrecerme.

En el cóctel que nos ofreció el Ministro de Relaciones Exteriores, con discurso de felicitación del Presidente y breve asistencia del Príncipe de Asturias, entre sonrisas, palmadas en los hombros y champán francés —Europa ya era una realidad, todo quedaba en casa—, lo único que yo quería era tener a mano una ametralladora y masacrarlos a todos. O meterme en el primer avión, volver a Burundi y olvidarme de que en otros lugares del mundo había gente que no había visto lo que para mí era la realidad cotidiana: muertos y más muertos, miseria, hambre, sequía, enfermedad, dolor; olvidarme de que había gente que con todo aquello hacía discursos y expresaba felicitaciones por el gran trabajo que los jóvenes habíamos hecho en países «menos. favorecidos». Me daban asco el champán francés, los canapés artísticos, los vestidos de las mujeres hechos de telas africanas para colaborar en el desarrollo económico del tercer mundo que, mientras tanto, se había convertido en el último y bajando.

—¡Qué sabrán ellos de la muerte! —dijo una voz femenina a mis espaldas.

Suponiendo que se trataba de una compañera, me giré hacia ella y, por un instante, tuve la sensación de que todo el salón, con sus alfombras y sus lámparas de cristal de roca, desaparecía en un torbellino. Era un poco más alta que yo, muy delgada, vestida de negro, con el pelo corto de color marfil y unos ojos oscuros, velados, como el remanso de un río lento, profundo, quizá peligroso.

—¿Has estado en África? —le pregunté.

Negó despacio con la cabeza:

—No. En otra parte.

Los discursos continuaban a nuestro alrededor como una llovizna tibia que no calara y yo sólo era consciente de la tenue vibración de su cuerpo junto al mío, como un calor eléctrico que emanara su hombro y se transmitiera por mi brazo derecho hasta las vísceras.

—Vámonos de aquí —susurró, sin mirarme.

Nos fuimos.

Yo aún no sabía quién era ella y no comprendo que no me extrañara la presencia de los dos guardaespaldas trajeados que nos siguieron al salir del salón. Subimos en un coche con chófer y recorrimos Madrid sin destino aparente, en silencio, cogidos de la mano en el asiento trasero de aquel coche de cristales ahumados.

La ciudad resultaba fantasmal con sus semáforos de colorines, los gestos sin voz de la gente que se arracimaba en terrazas y bares de copas, los árboles que se balanceaban silenciosamente recortados en negro contra el cielo color canela de las aglomeraciones urbanas, los gigantes edificios de oficinas donde aún brillaban las luces.

—El contacto con la muerte te hace pasar al otro lado —dijo ella—. Lo difícil es volver.

No había nada que decir y no dije nada. Entonces ella sonrió. O quizá no. Quizá fuera sólo una mueca, una tensa mueca de dolor que yo interpreté como una sonrisa. Ahora que han pasado casi veinte años aún veo esa sonrisa, como una foto fija en una película antigua, y sigo sin saber interpretarla.

Los seis meses siguientes se me pierden en una maraña de recuerdos confusos: paseos con Mabel a altas horas de la madrugada por alamedas de árboles sombríos, noches de velas y alcohol en su apartamento, largas conversaciones en las que la muerte era a la vez tema y presencia, discusiones en casa con mis padres que querían obligarme a aprovechar las inmensas posibilidades educativas que la Unión Europea ponía a mi disposición como pago a mis servicios en África. Y yo cada vez más desligado de la vida, cada vez más prendido en el fuego frío de Mabel, encerrado como uno de esos peces semiciegos que entran en una trampa y no consiguen encontrar la salida.

Tardó mucho en contarme su secreto y nunca supe si lo hizo sólo al darse cuenta de que yo no comprendía su situación o si quería estar segura de mi entrega antes de decírmelo. Fue una noche, la última noche en que nos vimos. Estábamos borrachos los dos, de ginebra y de angustia, de falta de sentido. Ella llevaba un vestido de seda roja, como una túnica árabe, y en la penumbra de la habitación su figura brillaba como una hoguera en el desierto.

—¿Quieres morir conmigo? —me preguntó—. ¿Morir de verdad y para siempre?

Mis padres llevaban meses diciéndome que desde que había vuelto de África estaba muerto en vida; por eso no me extrañó lo que me decía, aunque la proposición me pareció vulgar viniendo de ella. Después de tanta metafísica, un trillado pacto de suicidio, como dos adolescentes descerebrados. Me eché a reír y acabé revolcándome por la alfombra china disfrutando de una sensación que creía muerta como todas las demás.

—No me entiendes —dijo al cabo de un rato, cuando empecé a serenarme—. No sabes de qué te hablo, es natural.

Se levantó y empezó a caminar por el salón, con las manos a la espalda, lo que me produjo otro ataque de carcajadas que ella cortó de pronto con una simple mirada.

—Yo ya estoy muerta —me dijo y esta vez, incomprensiblemente, no sentí ninguna necesidad de reír—. Hace dos años que me maté en un accidente de tráfico y me trajeron de nuevo a la vida en un biogar de Suiza. El más caro, el más exclusivo, el mejor que pudo encontrar mi padre cuando firmó mi clonación el día de mi nacimiento.

He recordado tantas veces esta escena que la veo como desde fuera de mí, me veo abriendo la boca sin haber pensado qué vaya decir y la boca sigue abierta sin que salga de ella ningún sonido.

—¿Qué es un biogar? —digo por fin. Ella se sienta en el suelo frente a mí con las piernas cruzadas:

—Es un lugar silencioso y secreto donde se crían los clones de los vivos que pueden permitirse el tratamiento. Quizá el 0,005 de la población mundial. Cuando un hombre como mi padre tiene un hijo, decide que su hijo no puede ser como los demás, que su dinero le da derecho a ir contra la muerte, así que firma un documento y ese hijo es clonado dos veces. Los dos ejemplares crecen en una especie de sarcófago y son mantenidos en un estado que ellos llaman crepuscular y que se parece al coma, desligados del mundo, esperando el momento de entrar en servicio. El donante lleva su vida normal y sólo se distingue de los demás en un pequeño implante neuronal que se ocupa de transmitir a los cerebros crepusculares todos los impulsos del cerebro vivo original, millones de millones de impulsos, de día y de noche, despierto y dormido. Todo lo que he aprendido, sentido, percibido a lo largo de mi vida ha sido enviado a Suiza, a aquella cripta donde reposa mi clan. Todo lo que ahora vivo, lo que te estoy diciendo, mi percepción del brillo de tus ojos, del color de tu pelo, del olor del sándalo que se quema en ese cuenco... todo es recogido por el cerebro que espera en aquel sarcófago para cuando mi cuerpo actual se deteriore o se rompa y decida trasladarme al nuevo.

—Eso es una obscenidad —creo que dije.

Ella asintió con la cabeza.

—Cuando... cuando sufrí ese accidente y supe que era el final, mi único recuerdo es de un pánico total, absoluto. Nada de túnel con luz brillando al otro lado, nada de ángeles y figuras maternales. Oscuridad y terror. Vacío. Y dolor. El dolor de sentir que tu cuerpo se rompe, que tus huesos se astillan y atraviesan la carne y la tela, que nunca volverás a ser tú, a pensar, a reír, a cantar.

Hizo una larga pausa. El silencio era tan profundo que la crepitación del sándalo en el cuenco llenaba el cuarto.

—No sé. Quizá la paz habría venido después. Quizá no me dieron tiempo de morir realmente antes de hacerme regresar a este mundo. Quiero pensar que es así, que no morí realmente... pero es difícil.

Cuando desperté en mi nuevo cuerpo y conseguí hacerlo funcionar, vi el otro, la otra yo que me espera en la cripta, para cuando vuelva a ser necesario. Es lo peor que me ha pasado en la vida. En las vidas.

—¿Hay más gente como tú? —pregunté.

—¿Muertos? Sí, claro. No muchos, pero los hay. Quizá dos o trescientos. El sistema empezó a funcionar en 2020 o 21; desde entonces no debe de haber muerto mucha gente de Thanatos Plus. Somos demasiado jóvenes.

—¿No os relacionáis?

Ella pareció pensarlo un momento:

—No sabemos bien si estamos vivos o muertos, ¿comprendes? Es un concepto demasiado nuevo. Nos mandamos mensajes a veces, pero nos parece macabro hacer una reunión de muertos y todos tratamos de seguir adelante a nuestro modo, en secreto.

Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente antes de continuar:

—Somos diferentes. Lo has notado, ¿verdad? No somos ya como éramos antes. No somos como los vivos y no sabemos cuál es nuestro lugar. Hay una teoría que dice que nos falta el alma.

—¿El alma?

—Sí. Eso tan absurdo que nadie ha sido nunca capaz de encontrar y, sin embargo, a veces pienso que tienen razón. Tenemos los recuerdos, las percepciones, algunos sentimientos, pero hay algo que se ha ido, algo como lo que te pasó a ti al volver de África, pero más profundo, más intenso, un agujero infinito que no se puede llenar.

Se quedó callada un rato, mirándome fijamente como hipnotizada, sin llorar, sin sonreír, sin que su rostro dejara traslucir una mínima emoción humana.

—¿Quieres morir conmigo? Podríamos ir a Suiza y destruir mi clan. Luego esos dos estúpidos que me acompañan a todas partes para protegerme de mí misma e informar del desarrollo del proyecto no tendrían nada que hacer. Si no queda otro clan al que pasar, moriría definitivamente y sabría qué hay más allá.

No se me ocurrió nada que decir. Cogí la botella más cercana y la vacié de un trago. Era agua mineral y me quemó la garganta con su suavidad.

—Podríamos estar juntos —susurró ella—. Dos muertos pueden estar juntos.

Me levanté, salí del salón, de su casa y de su vida. No fue una decisión, fue una simple huída de algo que escapaba a mi comprensión. Fue también la repugnancia, que veinte años atrás se consideraba natural y saludable, de un ser vivo por un muerto; la simple idea de que volviera a tocarme me ponía los pelos de punta.

Bajé las escaleras a toda carrera, sin molestarme siquiera en encender la luz y en algún punto del descenso tropecé, caí y me golpeé la cabeza en la baranda. Antes de perder el conocimiento pensé con espanto que me alcanzaría, que habría oído el ruido y bajaría para abrazarme y pedirme de nuevo que muriera con ella, que la acompañara en ese viaje final, pero cuando desperté estaba a la puerta de mi casa, sano y salvo, dejado caer como un trapo de fregar por sus gorilas.

Al día siguiente me matriculé en diseño textil en una universidad sueca, dos meses después conocí a Svietta y me fui a vivir a su piso.

Desde entonces mi vida fue normal. Todos los años las revistas se llenaban de nuevos descubrimientos, de nuevos avances de la técnica que yo seguía, esperando encontrar noticias sobre el proyecto Thanatos y que iban apareciendo primero de forma esporádica, luego cada vez con más frecuencia. Lentamente se informaba al público de que, aunque aún estábamos muy lejos de alcanzar la inmortalidad, los que pudieran pagarlo tenían acceso a una vida tres veces más larga porque el envejecimiento de los clones era infinitamente más lento, dado que su cuerpo no sufría agresiones ni desgastes mientras se conservara en la cripta del biogar.

De vez en cuando aparecían noticias de estrellas de cine y grandes financieros que habían firmado la clonación de sus hijos; otras veces se hablaba de la «reaparición» de alguno de los pioneros que había vuelto a la vida después de un accidente o de una enfermedad terminal. Empezó a ponerse de moda invitar a esos «reaparecidos» a programas de televisión, a fiestas particularmente esplendorosas, a actos sociales.

Era fácil reconocerlos. Los muertos habían desarrollado una estética particular que casaba con su aspecto distante: pálidos, vestidos con cuero y pieles auténticos, sutiles cicatrices en lugares visibles que evidenciaban su desprecio por un cuerpo que podían abandonar.

El público, incomprensiblemente para mí, lo tomaba bien, como un capricho inalcanzable para los mortales de a pie, como la grifería de oro de los yates, el constante cambio de sexo de los cantantes de moda

o las mansiones totalmente informatizadas.

Al cabo de unos años los muertos seguían siendo una excentricidad, pero ya no eran noticia y yo empezaba a sentirme mejor cuando, en un viaje de negocios a Madrid, me encontré con un antiguo amigo.

Después de la cena, con un guiño malicioso, me invitó a tomar una copa en un sitio «muy especial», sin querer decirme de qué se trataba. Yo me dejé llevar como un imbécil y, a pesar de que el local se llamaba Averno, no me di cuenta de dónde me había metido hasta que al final de una inmensa escalera sumida en la oscuridad registré que estábamos en una discoteca de reaparecidos, un lugar angosto, de altísimos techos, donde sonaba a toda potencia una cantata de Bach y dos docenas de muertos de ambos sexos se paseaban semidesnudos frente a mis ojos atónitos.

Habría salido corriendo dando aullidos de terror, pero un segundo antes de que mis músculos respondieran a mis deseos, una mujer se levantó de la mesa y se me plantó delante. Era Mabel y estaba bellísima. Los veinte años transcurridos no parecían haberla marcado como a mí. Ahora vestía cuero negro y el pelo marfil le llegaba casi a la cintura, una cintura que habría podido abarcar con las dos manos. Tenía una fina cicatriz sobre el pómulo izquierdo.

—Has vuelto —me dijo sonriendo.

Sus ojos seguían muertos, pero veinte años de práctica habían restaurado su sonrisa. La besé.

Luego todo sucedió muy deprisa. Recuerdo un coche de cristales oscuros, su mano en mi muslo, un aeropuerto en la noche, un jet privado, un helicóptero después.

No sé por qué no me defendí. No sé si me drogaron en algún momento. He llegado a la conclusión de que tengo que aceptar que fue una decisión que no recuerdo haber tomado.

Cuando entramos en la cripta del biogar —hormigón, acero, cristal, silenciosas moquetas gris oscuro—, vi mi cuerpo de veinte años en el sarcófago transparente y no sentí nada. Un cosquilleo de curiosidad, tal vez, un amago de histeria pronto controlada, la boca repentinamente seca.

—¿Recuerdas nuestra última noche? —me preguntó.

—Hace tanto tiempo... —creo que musité.

—Los muertos tenemos tiempo.

—Me caí por las escaleras. Desperté en mi portal.

Ella había adquirido una expresión soñadora, lejana.

—No podía dejar que te fueras, eras mi ancla en esta nueva vida, mi única seguridad, mi único... —creo que dijo «amor», pero su voz se había hecho tan baja que podía haber sido otra cosa—. Mis hombres te trajeron aquí. Te clonamos, te implantamos el neurotransmisor. Ahora serás como nosotros.

—¿Tú no querías morir conmigo, morir de verdad y para siempre?

No contestó. Me tomó delicadamente de la mano y me llevó a otra sala. Allí, en otro sarcófago de cristal, como Blancanieves, había una Mabel de veinte años, de pelo corto y piel sin marcas.

—Ahora empezaremos juntos, desde el principio —me susurró al oído.

—Pero yo no estoy muerto.

—Aún no.

Sentí el frío del cañón del revólver en la sien, media eternidad antes de oír la explosión. Luego me pareció oír una segunda. Ahora soy un muerto.

Vanessa Rodríguez dejó el último plato en la mesita baja del salón, echó una mirada para asegurarse de haber traído todas las salsas, de que no faltaran las servilletas de papel y de que hubiera bastante bebida para no tener que ir a la cocina durante el programa, y miró de nuevo el reloj: faltaban diecisiete minutos para que empezara la emisión y aún tenía que cambiarse de ropa porque al idiota de Mariano se le había ocurrido invitar a cenar a un colega brasileño que estaba de viaje de negocios. ¡Con lo que a ella le gustaba acomodarse delante de la tele en pijama, y ahora tenía que vestirse y hacer de anfitriona durante el programa más importante de la temporada, precisamente la Gran Final!

Pensó pedirle a su marido que se pasara por el cuarto del niño para asegurarse de que tenía todo lo que pudiera necesitar y que no los llamara una vez empezado el concurso, pero, con un suspiro, decidió hacerlo ella misma porque Mariano estaba otra vez al teléfono, dándole instrucciones a Fernando sobre cómo llegar a la casa. Lo que faltaba era que se retrasara y que, con la murga de los saludos y demás, tuvieran que perderse la presentación de los candidatos.

En la habitación de Boris la oscuridad era casi total, sólo aliviada por la luz cambiante que proyectaba la pantalla donde unas extrañas figuras muy maquilladas se contorsionaban al ritmo de una música machacona y chirriante.

—¿Tienes todo lo que necesitas, cariño? —preguntó desde la puerta, paseando la mirada automáticamente por la mesita donde se amontonaban cantidades industriales de los comestibles favoritos de su hijo: nachos, patatas fritas, varias salsas, una bandeja de hamburguesas recién sacadas del horno, costillitas de cerdo y alitas de pollo a la barbacoa, pan con mantequilla de ajo, palomitas, cacahuetes y dulces de todas clases.

—Sólo me has traído seis latas de Red Bull —sonó la voz de Boris desde el sillón anatómico, quejumbrosa, como siempre.

—Es que dice el médico que no te conviene; ya lo sabes. Pero también tienes cuatro litros de Coca-Cola. Light, como a ti te gusta.

—Hoy es la gran final, mamá. Ya podías hacer una excepción.

—Bueno, ahora veré si nos quedan más. Tengo que cambiarme.

—¿Para qué?

—Porque tenemos visita.

—Aquí que no entre. Ya he elegido un candidato para la primera ronda y dentro de media hora estaré on-line.

—Hijo...

—No empecemos otra vez, mamá. Me paso la vida entre estas cuatro paredes y para una vez que tengo la posibilidad...

—Vale, vale, ya me callo. Vendré a verte en los anuncios, ¿vale?

—Vale.

Vanessa salió del cuarto con un ligero sabor amargo en la boca. Sabía que lo de Boris no era tan raro; casi el treinta por ciento de los chicos de su edad sufría de un sobrepeso que los imposibilitaba para llevar una vida activa en el mundo real, pero siempre se sentía vagamente culpable por no haber tenido la fuerza de imponerle la dieta que el médico les había aconsejado diez años atrás. ¿Cómo iba a matar de hambre a su único hijo, con lo importante que era la comida para ellos mismos? Y, además, no sólo era cosa de la alimentación; era más bien una cuestión genética y metabólica. Al fin y al cabo, cada uno es como es y no hay que darle más vueltas, pensó. Por otro lado, Boris era un hijo cariñoso y brillante, que nunca les había dado problemas, ni de rebelión, ni de malas compañías, ni de drogas... ¿Qué problemas iba a dar, si se pasaba la vida en casa, estudiando on-line, y lo más que hacía era salir un rato al jardín apoyado en su andador?

Tenía que darse prisa. Mariano estaba ya en la entrada y dentro de un momento empezaría a llamarla.

Abrió el armario, sacó el primer vestido que encontró, una batita ligera de verano, y se lo puso a toda velocidad, mientras echaba una mirada rápida al espejo del tocador: necesitaba un tinte urgentemente; las raíces negras contrastaban demasiado con el color marfil del resto del pelo, pero por suerte se había maquillado antes de meterse en la cocina y los nuevos productos permanentes aguantaban bastante bien, sobre todo el azul de los ojos y el rojo de labios, aunque no acababan de combinar con los colores pastel del vestido. Daba igual; ya no quedaba tiempo.

A lo que definitivamente no estaba dispuesta era a ponerse tacones. Si a Fernando no le gustaban sus zapatillas de peluche, que mirara para otro lado. Aquélla era la mejor noche del año y no iba a permitir que nada se la estropeara.

* * *

Fernando Moraes de Souza pagó un precio escandalosamente alto por la carrera y se bajó del taxi frente a una casita adosada perdida en un océano de casitas iguales. Si no hubiera sido por las explicaciones de Mariano, que lo había guiado por móvil durante casi quince minutos, no la habría encontrado jamás. Incluso con el taxi la cosa no había sido fácil porque los dos primeros taxistas a quienes había dado la dirección se habían negado a llevarlo a aquella zona por algo que no había conseguido captar bien y que al parecer estaba relacionado con algún concurso televisivo, pero lo importante era que había llegado.

La zona estaba excepcionalmente tranquila. Desde que habían entrado en el barrio no había visto a nadie paseando a un perro, haciendo jogging o celebrando una fiesta en el jardín, a pesar de que la noche era cálida y agradable. Todas las ventanas tenían rejas, se oían ocasionales ladridos en el silencio y el ambiente era, de algún modo, opresivo, como a la espera de algo que él no podía imaginar.

—¡Fernando! ¡Por fin, hombre! ¡Pasa, pasa!

La descomunal figura de Mariano ocupaba el hueco de la puerta, impidiendo que la luz del interior iluminara los pocos peldaños de la entrada.

Se estrecharon la mano en el umbral y enseguida pasaron a un estrecho vestíbulo del que arrancaba una escalera.

—Ven por aquí, al salón, el programa está a punto de empezar.

—Parece que toda España está revolucionada con ese programa; en el aeropuerto y en el hotel no se hablaba de otra cosa, pero la verdad es que no me he enterado bien.

—Ahora lo verás. Ya te lo iré explicando. Mira —dijo, haciendo un gesto de invitación hacia una sala grande y bien iluminada—, voy a presentarte a mi mujer, Vanessa.

Le costó un instante reaccionar y tender la mano hacia ella. Si Mariano era grande y gordo, Vanessa era inmensa, con un algo de montaña, desde el pelo cardado rubio platino, pasando por un amplio paisaje de prados floridos hasta los anchos pies embutidos en unas pantuflas moteadas de blanco y negro como la piel de algunas vacas. Sus labios rojos sonreían pero sus ojos se desviaban constantemente hacia la pantalla extraplana que cubría media pared del salón.

Sobre la mesa baja, frente a los sofás, se amontonaban unas cantidades de comida suficientes para alimentar a un colegio.

—Siéntate, Fernando, ponte cómodo, estás en tu casa —animaba Mariano—. Quítate los zapatos, si quieres, sin cumplidos.

—Habéis sido muy amables invitándome a vuestra casa.

—No, hombre; no iba a dejarte tirado en el hotel en una noche como ésta. Y precisamente hoy, que le toca a nuestro barrio. Hoy sí que lo vas a vivir en directo. Tendrás mucho que contar cuando vuelvas a Rio.

—Venga —interrumpió Vanessa—, deja ya de darle explicaciones; si es sencillísimo... ahora lo verás, Fernando. Ya verás como lo entiendes enseguida. ¡Ah!, y la comida, ya veis, ahí está todo; cada uno se sirve lo que quiere —cogió el mando y subió la voz hasta el límite de lo soportable mientras se acomodaba a la romana en uno de los tres sofás que rodeaban la pantalla.

La cámara mostraba una muchedumbre enfervorizada que, con botellas en la mano, saltaba y reía, brindando hacia los espectadores, como si estuvieran celebrando una Nochevieja en pleno junio. Los presentadores, vestidos de etiqueta —él con esmoquin blanco y ella con un ajustado vestido rojo prácticamente inexistente en la parte superior— sonreían animando al público mientras aparecían las palabras «Noche de Sábado: la Gran Final» y sonaba la fanfarria introductoria que la gente coreó de inmediato.

—Parece que gusta el programa —comentó Fernando, que, a imitación de Mariano, se acababa de servir una cerveza de la neverita portátil.

—Es lo mejor que han hecho en los últimos veinte años —dijo Vanessa con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya no podíamos más con tantas tonterías de quién se acuesta con quién. Eso es asunto de cada uno.

Fernando pensó que, a pesar de su estrafalario aspecto, Vanessa no era tonta, yeso hizo que se sintiera un poco más cómodo. Sólo conocía a Mariano de dos viajes que él había hecho a Rio y, si había aceptado su invitación había sido, más que nada, por lo que había insistido, diciéndole que era algo de importancia nacional, algo que debía conocer para poder tratar con los clientes españoles.

Después de saludar a los telespectadores, la esplendorosa pareja anunció que, antes de presentar a los candidatos que defenderían el nombre de las cincuenta y dos provincias de España, iban a mostrar unas breves secuencias del Desembarco del año anterior, el que había permitido a los concursantes participar en las eliminatorias locales y provinciales. La pantalla se oscureció y, para el asombro de Fernando, empezaron a aparecer planos del océano al amanecer o al crepúsculo.

Al cabo de unos momentos, ayudado por los gestos de sus anfitriones, empezó a distinguir unos puntitos oscuros y cabeceantes entre las olas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Pateras. Bueno, ahora ya no son pateras como las de antes; ahora son barcos en muy buen estado, la mayor parte bastante rápidos, pero se siguen llamando pateras. Por la tradición, ¿sabes? Ahora verás. Ahora viene lo bueno.

Antes de que pudiera preguntar qué era lo bueno, se oyó un silbido, hubo una explosión y una de las pateras explotó en una nube de llamas.

—¿Qué está pasando?

—Ha empezado la caza —dijo Vanessa, sin apartar los ojos de la pantalla. Ya conocía las imágenes, pero le seguían resultando apasionantes.

—Una vez al año —explicaba Mariano, también sin dejar de mirar la televisión— hay un Desembarco legal. Todos los inmigrantes que quieren probar suerte pueden subirse gratis a esas pateras y tratar de llegar a nuestras costas. Saben que corren un riesgo, claro, porque los están esperando con cañones y sólo se permite la entrada a las tres pateras supervivientes.

—Pero... pero ¿ellos pueden disparar también? Ahora los dos se volvieron hacia él, mirándolo horrorizados. —¡Pues sí, hombre! —comentó Vanessa, ofendida—. ¡Faltaría más! —Ellos pueden intentar esquivar los disparos y ser lo más rápidos posible para ganar las aguas del puerto de donde se celebre el Desembarco. Los que lo consiguen siguen siendo ilegales, claro, pero tienen la posibilidad de que los contraten en diferentes ciudades de España para las competiciones locales. Ese año viven como Dios. Si son buenos, los subvenciona todo el mundo, esperando que pasen a la liga provincial y de ahí a la final.

La pantalla seguía mostrando la destrucción de las pateras conforme se acercaban a la costa. Cada vez había más luz y ya se distinguían las formas de los ocupantes de los distintos barcos, cargados a rebosar.

—Ahora, cuando ya queden pocas, saldrán los helicópteros y tendremos mejores imágenes —explicó Mariano entre bocados a su tercera hamburguesa.

De vez en cuando, la pantalla también mostraba planos de las playas y el puerto, abarrotados de gente que había madrugado para asistir al Desembarco.

—No te puedes hacer una idea de la cantidad de dinero que se mueve ahí, Fernando. También se hacen apuestas por Internet, pero a la gente le sigue gustando apostar en directo. Y luego, claro, están todos los sobornos y los regalitos a éste y a aquél para asegurarse de que gana la patera que a uno le conviene, pero eso a la gente de a pie nos da lo mismo. Lo importante es que la economía funciona y que la gente se lo pasa bien. Un día de Desembarco, bueno un par de días antes y después, los hoteles y los restaurantes hacen su agosto, y las tiendas de recuerdos y de ropa. Vamos, y de todo. La gente, cuando sale de casa, gasta dinero. Y se compran buenos prismáticos y los mejores modelos de móviles y de cámaras... de todo.

Ahora las imágenes mostraban ya con relativa claridad a los pasajeros de las pateras, hombres de piel oscura, con los ojos dilatados por la tensión a medida que se iban acercando a la costa. De repente, uno de ellos cayó por la borda sin que nadie hiciera el mínimo ademán de prestarle ayuda.

Fernando se volvió hacia Mariano:

—¿Qué ha pasado?

Mariano rió entre dientes:

—Algunos, cuando ya se ven cerca, empiezan a quitarse de encima a sus competidores. Son rápidos con la navaja y saben que nadie se va a preocupar de lo que le pase al que se haya descuidado. Ése es bueno, ya lo verás. Es Albacete.

—¿Albacete? ¿Eso no es una ciudad?

—Sí. Ese tío es el candidato de Albacete. Lo compraron en cuanto vieron las imágenes y se dieron cuenta de que los tiene bien puestos. Yo he apostado por él. Modestamente, claro, pero le da más gracia a la cosa cuando te comprometes con alguien, ¿entiendes? Mi hijo también apuesta, pero es que él lo vive.

—¿Cómo que lo vive?

—Los jóvenes... ya sabes... no tienen bastante con verlo por la tele como nosotros. Por Navidad nos gastamos una pasta para regalarle lo que más ilusión le hacía: un equipo de RV con el que puede elegir a un candidato y vivir en directo lo que él vive. Yo probé uno de los programas de entrenamiento y casi me da un pasmo. ¿Tú no has probado nunca la Realidad Virtual? Fernando negó con la cabeza mientras volvía a servirse cerveza.

—Pues no te has perdido nada.

—Hombre —intervino Vanessa—, según se mire y según sea el programa. En la biblioteca de la Asociación tenemos unos cuantos de ésos para mujeres que están bastante bien. —La última de las tres pateras ganadoras había llegado a la playa y, al parecer, a Vanessa ya no le interesaba tanto el recibimiento de los malagueños a los africanos—. Hay uno que está pero que muy bien; se llama algo así como «Un día en la vida de Barbara Polak», ya sabéis, la supermodelo.

Estuvo a punto de decir que por una vez en la vida se había sentido feliz pasándose la mano por la curva de sus caderas y bailando la salsa con Matt Sparks, el novio supermillonario de la modelo, pero decidió callarse, no fuera a ser que Mariano empezara a pensar cosas raras. De hecho, la parte que más le había gustado no era la de la cena íntima en el yate, con las rosas, el champán y el besuqueo, sino simplemente, las escenas en las que Barbara, después de su work-out cotidiano, sale de la ducha y se acaricia el cuerpo mirándose al espejo. Aquello había sido lo mejor que había probado en su vida y ya estaba en lista para cuando le volviera a tocar la cabina de RV porque, aunque hubiera podido hacerlo en casa con el aparato del niño, no le parecía decente que su marido y su hijo supieran lo que le gustaba.

En ese momento llegó la pausa de la publicidad y Vanessa salió del salón para darse una vuelta por el cuarto de Boris, como le había prometido. Las provisiones de la mesa habían mermado considerablemente y tres latas vacías de Red Bull estaban tiradas a su alrededor, pero no podía reñirle por su desidia porque la lucecita verde del aparato dejaba bien claro que su hijo ya no estaba allí; se habría conectado con su candidato para vivir de primera mano la emoción de los aplausos del público y la tensión de la espera.

Se acercó al sillón, le acarició el pelo con ternura y se quedó mirando su rostro de niño grande iluminado por la pantalla del televisor. A pesar del enorme visor que le cubría la mitad de la cara, se notaba que estaba disfrutando. Le dio un beso en la frente, recogió las latas y unos cuantos envoltorios de papel y fue a tirarlos a la cocina. La pausa para los anuncios era tan larga que le daría tiempo de ir al lavabo e incluso podría fregar alguno de los muchos cacharros que se amontonaban en la pila, pero también podía dejarlo para el día siguiente. Los domingos el tiempo sobraba, aunque ese domingo era especial porque, al haber sido precisamente su barrio el escenario del concurso, todo el mundo saldría a ver lo que aún quedara del espectáculo nocturno y ella no pensaba perdérselo tampoco.

Cogió otro paquete de seis latas de Red Bull, lo dejó junto al sillón de Boris, volvió a acariciarle la mejilla —estaba muy caliente—, abrió un poquito la ventana enrejada del cuarto para que entrara la brisa nocturna y volvió al salón.

—¿Cómo está el niño? —preguntó Mariano.

—Bien. On-line.

—¿Ha cenado?

—Un poco. Cuando se desconecte tendrá hambre, pero aún queda mucho de todo. Y toma sus bebidas energéticas, no te preocupes.

—¿Nos queda mayonesa? Los langostinos tienen buena cara, pero sin mayonesa ...

—Sí, hombre, ahora la traigo. ¿Quieres tú algo más, Fernando?

Fernando paseó la vista por la mesa. Lo que de verdad le habría gustado habría sido un tomate natural, o pepino o algo fresco, pero aquella casa no daba la impresión de estar provista de ese tipo de alimentos, así que sacudió la cabeza, sonriendo.

—Aquí hay de todo, Vanessa, gracias. Además, yo como poco.

«Así estás tú de flaco y de birrioso», pensó mientras volvía a la cocina. Siempre le habían parecido sospechosas las personas que alardeaban de comer poco, como si comer estuviera por debajo de su dignidad. N o eran más que unos desagradecidos que no apreciaban lo que la civilización ponía en bandeja a los ciudadanos del primer mundo. ¡Tanta gente muriéndose de hambre y él diciendo que comía poco! ¡Gilipollas! Lo mismo ni siquiera le gustaba el concurso.

Cuando regresó al salón, la pareja de moderadores estaba empezando a presentar a los candidatos. Uno tras otro aparecían sus rostros tensos, sonrientes, decididos a dar lo mejor de sí mismos: Albacete, Alicante, Almería, Badajoz, Barcelona, Burgos... todos con los mejores y más sofisticados equipos, con las gorras y las sudaderas llenas de logos de las empresas que los patrocinaban, con el correaje del GPS que hacía posible su localización constante, que haría que los cámaras pudieran seguirlos en sus desplazamientos por el barrio y que permitiría que cada concursante supiera en todo momento dónde se escondían sus competidores. De vez en cuando, los presentadores contaban historias simpáticas de provincias donde se había discutido hasta el desgaste el nombre que ostentaría el representante de la provincia, como en Asturias, donde el ganador había sido de Gijón y la opinión pública se negaba a que llevara el nombre de Oviedo, o Alicante que por fin se había impuesto, a pesar de que el concursante había conseguido su triunfo luchando por Elche.

—Señoras y señores —dijo el moderador con una esplendorosa sonrisa cuando todos los candidatos hubieron sido presentados—, ha llegado el momento que todos llevamos un año esperando. En este incomparable marco de la urbanización residencial La Rosaleda, junto a la ciudad del Turia, vamos a dar comienzo a la Gran Final de Noche de Sábado. ¡Todos los participantes están listos y deseando mostrarnos lo que valen! ¡El público que abarrota el recinto está listo! —la muchedumbre rugió su aprobación, lo que arrancó una sonrisa a la bella presentadora rubia—. ¡Los telespectadores en sus casas están listos! —Vanessa palmoteó, excitada—, y todos nuestros jinetes electrónicos, un quince por ciento más que en la última edición, casi trescientos mil usuarios de RV, están listos. ¡Bienvenidos, jinetes! Carla, ¿quieres dar la señal?

Con un mohín de modestia, la moderadora sonrió a la cámara en primer plano, levantó la pequeña pistola plateada, dejó que pasaran unos segundos para que subiera la tensión y dijo:

—¡Buena caza a todos! ¡Uno, dos, tres! El tres coincidió con el pistoletazo de salida y con el rugido de la masa. Unos instantes después, la zona donde los concursantes habían estado esperando las tres últimas horas, estaba desierta y el barrio empezaba a poblarse de sombras fugitivas.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Fernando, con el estómago encogido.

—Ahora se cazan unos a otros —contestó Mariano como si fuera evidente—. Tienen ocho horas. Al amanecer sólo debe quedar uno.

—Pero... pero eso no es posible —tartamudeó el brasileño.

—Claro que es posible —dijo Vanessa—. A ver si enseñan de una vez el plano, a ver si hay alguno por aquí cerca.

—No pueden haber llegado por aquí tan pronto, cielo. Pero a lo mejor hay suerte y alguno se deja caer dentro de un rato. —Mariano sacó un fusil de debajo del sofá—. Si se me pone alguno a tiro, no se me escapa.

—Pero ¿qué dices? —a Fernando habían empezado a su darle las manos.

—La población del barrio donde se celebra el encuentro tiene derecho a disparar a cualquiera de los concursantes. Son las reglas. No te das una idea de la cantidad de vecinos que tienen un arma a mano, como yo. Si lo consigo, mañana salimos en la tele —añadió, dirigiéndose a su mujer.

En la pantalla, los moderadores habían empezado a repetir unas reglas que, al parecer, eran bien conocidas para el público, pero que permitían llenar el tiempo necesario hasta que empezaran a producirse los primeros enfrentamientos. Fernando no lo entendía todo porque, a pesar de que su español era bueno, el nivel de ruido era muy alto y algo en él se negaba a comprender lo que estaba sucediendo. «Todas las técnicas están permitidas», acababa de decir la bella Carla con su eterna sonrisa. «Rogamos a la población que en ningún momento abandone la seguridad de su hogar para evitar malentendidos con consecuencias fatales», decía ahora el hombre. «Para garantizar la seguridad de los jinetes, los concursantes tienen que evitar una excitación excesiva que pueda transmitirse al ritmo cardiaco de los usuarios de RV» «Si al amanecer quedara más de un concursante en activo, se entablaría un duelo en el recinto reducido preparado para la ocasión y gentilmente ofrecido por La Barraca, la genuina horchata valenciana.»

Mientras ellos hablaban, turnándose en el uso de la palabra, había aparecido en el ángulo superior derecho un plano del barrio moteado de puntitos de color rubí que parpadeaban mientras se movían por las calles. El tableteo de las hélices de los helicópteros, que antes sólo oían desde la pantalla, se había doblado al añadirse el sonido real de los que volaban sobre su mismo tejado.

—¡Mira, Mariano, mira! Deben de andar muy cerca. ¡Ya se oyen los helicópteros por aquí! —Vanessa tenía el rostro enrojecido y sudaba copiosamente—. ¡Mira el plano! Hay alguien en la calle de los Álamos.

—Me voy arriba —dijo Mariano agarrando el rifle y poniéndose de pie—. ¿Vienes, Fernando?

El brasileño se levantó como un muñeco de palo y siguió a su anfitrión que resoplaba por las escaleras.

—Arriba prácticamente no subimos nunca. La vida la hacemos abajo; por eso nos compramos las dos casas contiguas, pero en una ocasión así... No. No enciendas luces. El factor sorpresa, ¿entiendes? Siento no tener un arma para ti, pero si fallo el primer tiro, te dejo probar.

Se agazaparon junto a una ventana, también enrejada como las de la planta inferior, y escrutaron la oscuridad.

—Esos hijos de puta van vestidos de negro. Y como ellos son también tan negros... —soltó una carcajada cuidando de no subir mucho el tono—. Pero van llenos de pegatinas de los patrocinadores y ésas son reflectantes. Fíjate a ver si ves brillar algo.

—¡Mariano! —gritó Vanessa desde el salón—. ¡La primera baja! Palencia, en Castaños, por Murcia.

—Si quieres bajarte un rato, por mí no lo hagas —susurró Mariano—. Aquí no vas a ver mucho, a menos que se acerque alguno. Vanessa te dirá si vale la pena subir.

Igual que había subido sin pensarlo, Fernando volvió a bajar. Lo que más deseaba en esos momentos era estar en su casa, a diez mil kilómetros de lo que estaba pasando allí. O al menos en su hotel, viendo cualquier película idiota, sin saber nada de aquella monstruosidad de la que, con cada minuto que pasaba se sentía más cómplice. Pero ¿qué podía hacer él solo contra aquella locura que se había apoderado, al parecer, de toda la población?

Al llegar a la planta baja decidió buscar un lavabo antes de entrar de nuevo en el salón, pero no había llegado aún a probar ninguna puerta cuando le llamó la atención una luz parpadeante y se asomó a un cuarto sumido en la oscuridad. La luz venía de una enorme pantalla de televisión en la que se retransmitía el concurso. Dos hombres vestidos de negro, con un arma cruzada a la espalda, luchaban cuerpo a cuerpo sobre las flores de un jardín. Una escena que había visto miles de veces en miles de películas de acción. Sólo que ésta era realidad. Esos dos hombres se estaban matando de verdad, ante los ojos de millones de telespectadores que comían palomitas en sus casas.

En un sillón reclinable de mando automático, un adolescente obscenamente obeso resoplaba como una morsa con los ojos cubiertos por un visor de RV y las manos enfundadas en gruesos guantes transmisores. El olor que emanaba de su cuerpo era tan fuerte que sintió un principio de náusea y se acercó a la ventana a respirar. El tableteo de los helicópteros seguía siendo ensordecedor y los reflectores iluminaban la noche con haces amarillos que podrían haber sido hermosos.

Se giró de nuevo hacia el cuerpo del muchacho, avergonzado por la fascinada repugnancia con la que contemplaba aquel informe montón de carne sudorosa que de vez en cuando se sacudía en espasmos transmitidos por uno de aquellos pobres diablos que morían y mataban en la noche, a unos cientos de metros de donde él se encontraba.

* * *

Boris estaba oculto junto a la tapia del polideportivo haciendo inspiraciones profundas para recuperarse de la carrera que lo había llevado hasta allí. Siempre que se conectaba le resultaba curioso registrar con tanta definición las percepciones de su montura y no ser capaz, sin embargo, de acceder a los pensamientos, los sentimientos o los planes que estarían atravesando la mente del otro. Tendrían que seguir trabajando en la RV para arreglar esos fallos, aunque quizá luego fuera muy complicado distinguir qué era lo que sentía uno mismo, sobre todo en situaciones de extrema tensión. Que Madrid tenía miedo estaba claro por cómo le sudaban las manos y por el envaramiento de todos sus músculos, pero lo que no acababa de comprender era por qué se había tirado siglos corriendo entre las sombras para llegar al polideportivo, casi en el límite de la zona marcada. Él había apostado por Madrid porque siempre le había parecido especialmente inteligente —el combate de Vallecas había sido inolvidable— y sin embargo ahora daba la impresión de que lo único que estaba haciendo era esconderse. Aunque quizá ésa fuera precisamente su estrategia: ocultarse casi hasta el final y dejar que los demás se mataran entre sí. Boris sonrió sin boca y, con los ojos de su montura, examinó la oscuridad circundante buscando el guiño de algún reflectante que delataría la presencia de un rival. Nada. Todo estaba en calma. Vio sus manos morenas destapando un biberón energético y lamentó de nuevo que la RV aún no hubiera incorporado sensaciones gustativas. A él también le habría gustado echar un trago de aquello, pero no podía hacerlo a menos que se desconectara y volviera a su sillón. Y eso sería un terrible anticlímax. Después de haber corrido durante más de tres kilómetros con un cuerpo enjuto, fuerte y sano, de haber probado la maravillosa sensación de saltar, agacharse sin esfuerzo, tumbarse de bruces en la hierba fresca con el oído aguzado para captar los sonidos de la noche, le producía una repugnancia invencible volver a su cuerpo fofo, a sus casi doscientos kilos de carne blanda.

A veces podía comprender eso que decían los médicos de que la RV era decididamente peligrosa por lo que tenía de adictivo y porque, una vez de regreso, el cuerpo propio se empeñaba en recuperarse de los excesos y pedía a gritos grasas y azúcares.

Desde que tenía el equipo, aparte de los programas de entrenamiento, había podido asistir a siete combates en los que siempre había resultado ganador yeso era definitivamente adictivo. La sensación de luchar cuerpo a cuerpo con un rival, el sentarse a horcajadas sobre su torso y clavar una y otra vez la navaja hasta que el otro se desmadejaba y sus ojos se perdían en las cuencas era lo más sublime que había experimentado nunca. y luego el sudor resbalando por la piel, enfriándose al aire de la noche, la respiración calmándose poco a poco, la viscosidad de la sangre caliente, el temblor de triunfo que acababa explotando en el cerebro como un fogonazo azulo intensamente rojo a veces...

Pero ahora aquel imbécil de Madrid no se movía del sitio. Acababa de sacar una foto del bolsillo trasero del pantalón y le pasaba los dedos por encima como si fuera ciego mientras las lágrimas le escurrían por la barba hasta que decidió limpiárselas con el dorso de la mano y volvió a guardar los rostros oscuros y borrosos de unas negras con trapos en la cabeza.

De pronto un chasquido a su izquierda lo hizo volverse, temblando como una hoja, y Boris se tensó. Por fin empezaban a pasar cosas.

* * *

Probó varias puertas hasta que dio con el baño. La voz de Vanessa informaba: «Otra baja. Tenerife, por Cáceres; ésos estaban lejos.» Pasó el pestillo, se bajó los pantalones y se sentó en la taza con la cabeza entre las manos, sintiéndose como si no pudiera despertar de una pesadilla. Se le había descompuesto el vientre, a pesar de que no había comido más que una hamburguesa y ni siquiera había probado los langostinos, y el olor era espantoso, pero por fortuna había una pequeña ventana, también enrejada, que podría abrir cuando terminara.

Al darse cuenta de lo que había pensado, torció la boca en una sonrisa amarga. Los condicionamientos de toda una vida seguían en pie a pesar de lo que estaba sucediendo en el barrio. Su anfitrión estaba en el piso de arriba esperando con ansiedad la ocasión de asesinar a un hombre, su anfitriona estaba en el salón viendo la masacre mientras se ponía morada de nachos con salsa picante, el hijo «lo estaba viviendo», como decía su mismo padre, y él, sentado en el váter, se preocupaba por la molestia que podrían causarles sus gases intestinales. Para echarse a llorar. Pero de todos modos, abrió la ventana, se lavó bien las manos y salió de nuevo al salón donde Vanessa lo recibió con un gesto vago pidiéndole que se acomodara.

—Está un poco floja la cosa —comentó—. Parece que todos han decidido reservarse para el final. Y ya llevamos tres pausas de anuncios.

Efectivamente, la pantalla mostraba coches relucientes de los que te llevan al fin del mundo en un suspiro, cosméticos que rejuvenecen diez años a la mujer que los usa, comida para gatos servida en platos de cristal finamente decorados con un ramita de perejil para la aristocracia felina, seguros de pensión para parejas fuertes y hermosas que manejan veleros en atardeceres caribeños, bebidas energéticas, alimentos que no engordan, tarjetas de crédito con las que se pueden comprar todos los sueños, masajes de afeitar que vuelven irresistible al hombre, créditos instantáneos, clínicas de estética, perfumes de todas clases...

—¿Perdón? —Vanessa había dicho algo que él no había captado.

—Habría que subirle algo a Mariano. Lleva allí casi una hora. Aunque, bueno, no creo que se muera de hambre —añadió, echando una mirada a lo que faltaba en la mesa—. Tampoco hay que exagerar, pero es que yo me preocupo mucho por mi familia, ¿sabes? No lo puedo evitar. Estoy educada a la antigua.

La televisión seguía mostrando milagros cotidianos al alcance del ciudadano de a pie.

—Oye, Vanessa, mientras hacen los anuncios, ¿qué pasa con esas personas?

—¿Cuáles? ¿Los concursantes? —Fernando asintió, aunque algo se le retorcía en las tripas oyéndola llamarlos «concursantes»—. Tienen ese tiempo de pausa, para que no nos perdamos nada.

—Y... esto... ¿por qué lo hacen?

—¿La pausa?

—No. Eso... el... concurso.

—Pues ¿por qué lo van a hacer, hombre? Por lo que todo el mundo. Por la pasta.

—¿Les pagan por eso? ¿Como a los gladiadores romanos?

—Bueno, no exactamente. —Echó otra mirada a la tele, vio que seguían con la publicidad, se sirvió un cuenco de nata con nueces, que Fernando rechazó, y empezó a explicarle—. Durante el primer año después del Desembarco, ya te lo he dicho, viven como dios. Los alcaldes los tratan a cuerpo de rey, los entrenan, los miman, las tías se los rifan, aunque sean moros o negros, fíjate, dicen que da mucho morbo el saber que se los van a cepillar cualquier noche y que todos han matado alguna vez, viven en los mejores hoteles... lo que te imagines. Y las casas patrocinadoras sueltan una pasta que ellos envían a sus familias casi siempre. Luego, si llegan a la final, la cosa ya es el colmo —levantó la mano izquierda y, con la derecha, fue contando los dedos a medida que enumeraba—. El ganador se lleva un piso de ochenta metros en la ciudad donde se haya celebrado la final, un contrato indefinido de trabajo de lo suyo —de albañil o carpintero o lo que sea—, la nacionalidad española, eso sí, no hereditaria, y el poder traerse a tres miembros de su familia a vivir con él. No es moco de pavo, ¿eh? Fíjate que hay gente, yo el otro día lo oí en el bar de aquí al lado y no era la primera vez, que se está mosqueando porque sólo se pueden presentar los ilegales. —Fernando abrió mucho los ojos, pero Vanessa lo interpretó como una confirmación de que ambos pensaban lo mismo—. Los españoles no podemos presentarnos y, al fin y al cabo, no te vayas a creer, aquí, en este mismo barrio, casi nadie tiene un contrato indefinido y la mayor parte de la población vive en pisos de menos de ochenta metros. La verdad es que justo no es. Llegan los últimos y se quedan con todo, mientras que nosotros, los de aquí de toda la vida, nos lo tenemos que ganar paso a paso trabajando como bestias y con unos contratos que para qué te cuento. Y las mujeres tampoco pueden participar, ni negras ni blancas. En mi Asociación ya hemos firmado una carta de protesta que no nos va a servir de nada, pero es cuestión de principios y, ¿quién sabe?, lo mismo con el tiempo hacen un concurso femenino, como en las Olimpiadas. Planes hay muchos. Se dice que en otros países de Europa se están planteando comprar el programa y organizar una final europea. ¡Eso sí que sería la leche!, ¿no crees? ¡Ya sigue!

Vanessa se calló como si le hubieran dado al botón de off y se concentró en el plano que mostraba a toda pantalla la ubicación de los luchadores.

—¡Hombre, por fin! Ya parece que se animan. ¿Ves cómo se van acercando a un centro? Hay tres en el polideportivo, pero los otros han empezado a buscarse de verdad. ¡Mira, mira, hay dos por nuestra zona! ¿Te importa subir y decírselo a Mariano? Están ya muy cerca y no quiero gritar. Súbele una bolsa de cortezas y una cerveza, anda. O mejor no, las cortezas hacen mucho ruido. Llévale estos bombones y un whisky con agua.

Fernando volvió a subir la escalera llamándose imbécil a cada peldaño y preguntándose cómo un hombre como él podía estar viviendo una situación así.

* * *

Había otro concursante a unos diez metros de ellos, encañonándolos con un arma. Madrid ni se había dado cuenta de que se acercaba porque había estado mirando aquella sarnosa foto como el imbécil que era en lugar de estar atento al GPS. Esta vez ni siquiera iba a haber combate porque habría que ser gilipollas para liarse en un cuerpo a cuerpo con armas blancas pudiendo disparar tranquilamente desde donde estaba.

Con la vista fija en el hombre del arma, Madrid empezó a temblar descontroladamente. Sabía que era el final. Los tres lo sabían.

Boris maldijo en su interior, tanto por la apuesta que estaba a punto de perder como porque le acababan de arrebatar la sensación que más le gustaba y porque aquello de estar esperando el tiro no tenía ninguna gracia. Notaba la sangre rugiendo en sus oídos y los salvajes latidos del corazón que reverberaban por todo su cuerpo. Y sin embargo... sin embargo tenía su morbo eso de estar seguro de que a él no le iba a pasar nada y que por unos segundos, quizá algo más, sabría aunque fuera de segunda mano cómo era morir.

El disparo sonó como una avalancha y Madrid se echó a tierra. Boris estaba perplejo. No había caído, se había tirado al suelo por propia voluntad, y no estaba herido porque no había ningún tipo de sensación de dolor.

El que estaba herido era el otro, que ahora trastabillaba hacia ellos, como si no supiera adónde dirigirse, hasta que un nuevo disparo lo abatió.

Madrid gateó hacia él, sacó el cuchillo de la pernera y se lo clavó profundamente en el pecho, asegurándose de que estuviera muerto y de que en todo momento su cuerpo se encontrara entre él y el tirador desconocido. No era tan tonto, después de todo.

Sonó otro disparo, peligrosamente cerca, y Madrid rodó hasta el relativo abrigo de unos arbustos, sabiendo que de todas maneras, incluso a ciegas, el tirador sabía dónde se encontraba. Siguió rodando por la pendiente que llevaba al riachuelo hasta que consiguió parapetarse tras un murete y pudo echar un vistazo al plano que llevaba en el antebrazo. El muerto había sido Burgos, el tirador era Bilbao y ya estaba bajando del tejado del edificio desde donde había hecho los disparos, buscándolo.

Sonó un suave pitido de aviso en el micro de Madrid informándole de que su frecuencia cardiaca empezaba a ser excesiva para sus jinetes, pero él lo ignoró y echó a correr doblado sobre sí mismo en la dirección que le llevaría hasta Bilbao. «¡Con un par!», se dijo Boris, alborozado. Al fin y al cabo, no había hecho mala elección.

* * *

Fernando abrió con cuidado la puerta de la habitación y la cerró enseguida tras de sí, como Mariano le había recomendado, para que la luz del pasillo no delatara su presencia frente a la ventana. Se quedó quieto un momento pegando la espalda a la madera, con el vaso de whisky en la mano y la cajita de bombones que llevaba metida en el bolsillo del pantalón presionándole la vejiga.

—¡Shhh! —oyó sisear a Mariano desde la ventana. Sin pensarlo, se acuclilló allí mismo y aguzó el oído. Algo se movía abajo, en el jardín, como cuando paseas por el bosque y distingues los sonidos que hace un animalillo entre la hojarasca. Dejó el vaso en el suelo, se libró de la maldita caja, y se restregó las manos en las perneras de los pantalones. ¿Era posible que uno de los participantes en aquel juego macabro estuviera tratando de ganar la terraza de la casa subiéndose primero a la pérgola? En ese caso, en cuanto se pusiera de pie, estaría a metro y medio de Mariano y su rifle de caza o lo que fuera aquello que tenía entre las manos.

Pensó levantarse, abrir la puerta de golpe y gritar con todas sus fuerzas para avisar al intruso, pero sus músculos no lo obedecían y tenía miedo de que, si sucedía algo de pronto a sus espaldas, Mariano se volviera con el fusil y disparara sin más, sin pararse a distinguir contra quién hacía fuego.

Vio una silueta negra contra el fondo oscuro de la noche, perfectamente recortada en la ventana, rayada por las barras de hierro; luego un fogonazo, el estampido del arma y una voz, la voz de Mariano, diciendo con un estallido de euforia «ya eres mío, cabrón». Después otros dos disparos y un fuerte olor a pólvora o a lo que fuera. Y las risas de Mariano que, tambaleándose, avanzaba hacia él en la oscuridad gritando: «¡Vanessa, le he dado, le he dado! ¡El muy maricón venía a por nosotros!».

Tropezó contra él, que aún estaba de rodillas junto a la puerta, y lo cogió con una mano por el cuello de la camisa.

—¡Le he dado, Fernando! Ahora mismo están aquí los de la tele, ya verás.

Trastabillando como un oso borracho, se perdió por las escaleras sin dejar de llamar a su mujer para que compartiera su alegría.

* * *

Junto al polideportivo, sin enterarse de la hazaña protagonizada por su padre, Boris estaba disfrutando de su actividad favorita: un combate cuerpo a cuerpo disputado con toda la ferocidad de la desesperación absoluta. Sin que él pudiera de momento recordar cómo había sucedido, de pronto el cuerpo de su montura se había visto aplastado por el peso de un contrincante que le había caído desde las alturas, y ahora ambos habían conseguido sacar sus cuchillos y rodaban por un suelo de cemento tratando de clavar el arma en la carne del contrario.

Era una sensación arrebatadora, la mejor de su vida, la que le volvía noche tras noche en sueños, con más frecuencia incluso que las que conocía a través de las películas pornográficas que se había descargado de la red. Si él hubiera tenido un cuerpo como el de aquellos dos ilegales, se habría enrolado en el ejército o se habría hecho mercenario, guerrillero o terrorista o cualquier cosa que le hubiera dado la oportunidad de vivir de ese modo: rápido, doloroso, intenso, exaltante.

Lamentó una vez más que su voluntad no pudiera dirigir los movimientos de su montura. Era ridículo que los usuarios de RV se llamaran jinetes si no podían más que asistir como meros espectadores al combate a vida o muerte que estaba teniendo lugar. Él no habría permitido que Madrid estuviera como estaba, debajo de aquel nudo de serpientes con forma humana que le estaba clavando en los riñones algo que quemaba y desgarraba y rompía, y hacía aullar a su montura como un lobo enloquecido.

Sabía que tenía que salir, que tenía que romper la conexión ahora, cuanto antes, porque aquello dolía de verdad y se estaba quedando sin impulsos visuales, pero la curiosidad era terrible. Nunca había podido aguantar tanto tiempo con alguien que estaba perdiendo y se había jurado a sí mismo que hoy, la noche de la gran final, si derrotaban a su montura, se quedaría todo lo posible porque tenía que saber qué pasaba después de que en el pectoral del ganador se encendía la marca amarilla que confirmaba la muerte del otro y su propia victoria.

El dolor era espantoso y el ruido del pitido de aviso, por encima del que hacía la sangre en los oídos lo estaba volviendo loco. No podría aguantar mucho más, pero quizá aún tres segundos, dos, uno...

* * *

—¡Se ha apagado la luz de Cáceres! —chillaba Vanessa desde la puerta del salón mientras su marido bajaba las escaleras poniendo los dos pies en cada peldaño—. ¡Ése era el nuestro, Mariano! ¡Eres un héroe! ¡Mira, mira! ¡Otra baja! Madrid, por Bilbao, junto al polideportivo. ¡Boris! ¡Boris! ¡Papá ha abatido a uno! ¡Despierta, cariño!

—¡No le grites, joder! ¿No ves que no te oye? —Mariano acababa de llegar al vestíbulo y, con una sonrisa de orgullo, abrazaba a su mujer sin soltar el arma, mirando por encima del hombro de ella su propio reflejo en el espejo de la entrada. Así era como se había sentido siempre en su interior, como un conquistador de tiempos pasados, un recio y sombrío guerrero que vuelve a casa ensangrentado y satisfecho, cargado de trofeos arrebatados al enemigo para ponerlos a los pies de su esposa.

Vanessa se apretaba contra él, orgullosa de su hombre, sintiendo la vida correr por sus venas.

—Ahora mismo estarán aquí los de la tele —dijo él, mirándola a los ojos húmedos.

Ella asintió con la cabeza, sin poder hablar de momento, hasta que consiguió deshacer el nudo que le apretaba la garganta:

—Eres el único espectador de esta noche que ha abatido a un concursante, Mariano. —De repente soltó un gritito que a Fernando, que contemplaba la escena desde la baranda, le provocó escalofríos por la columna—. ¡Tengo que ir a ponerme los zapatos! No puedo recibir a la prensa en zapatillas.

Mariano le dio una palmada en el trasero mientras se alejaba y entró en el salón, pletórico, dispuesto a beberse dos o tres cervezas de golpe. Tenía mucha sed.

Fernando entró con la cabeza baja para no ver la pantalla, ahora dividida en cuatro secciones, en las que se mostraban cuatro combates que estaban teniendo lugar a la vez en escenarios distintos.

—¡Menuda noche! —dijo Mariano, después de eructar sonoramente y arrugar la lata en el puño—. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. ¿Quieres una?

Fernando se dejó caer en un sillón, junto a la ventana, y negó con la cabeza.

—Perdona, soy un animal. No me había dado cuenta de que debes de estar hecho polvo con lo del jet-lag. Anda, túmbate ahí y duerme un rato. Ya te despertaré para el combate final; calculo que debe de quedar una hora o dos. A lo mejor convenzo a Vanessa de que haga tortitas con miel para el desayuno. Túmbate, hombre, tienes una cara que ni los zombis de las películas; estás blanquísimo.

—¡Mariano! —se oyó la voz de Vanessa desde las profundidades del pasillo—. ¡Mariano, por Dios, ven rápido!

Los dos hombres se miraron un instante sin saber qué decir, porque la voz de Vanessa había sonado aterrorizada.

—Tú eres más ágil. Coge el rifle —ordenó Mariano.

Sin saber cómo, Fernando se encontró con el arma en la mano enfilando el pasillo, seguido por la mole bamboleante de su anfitrión. Vanessa había empezado a gemir; unos sonidos entrecortados que sólo podían ser producidos por alguien muerto de miedo.

Caminó con cuidado pegado a la pared, temiendo que en cualquier instante saltara de una de las habitaciones un asesino armado al que él se veía incapaz de enfrentarse.

En la habitación de Boris todas las luces estaban encendidas y Vanessa lloraba, histérica, sobre el corpachón de su hijo.

—¡No respira! ¡No respira, Mariano! —consiguió articular en cuanto vio a su marido ocupando el hueco de la puerta.

Una lucecita roja parpadeaba impertérrita en la consola y algo emitía un pitido que ponía los pelos de punta.

—Tranquila, tranquila, mujer —ordenó Mariano, con voz temblorosa—. Será una sobrecarga... ya ha pasado otras veces... nada grave.

Ella se restregaba los ojos, incrédula y deseando creer, mientras la pintura se iba extendiendo por su rostro.

—A ver, déjame a mí.

Mariano se inclinó sobre el muchacho y le buscó el pulso, primero en la muñeca, luego en el cuello.

—Prueba tú, Fernando —dijo, con un hilo de voz. —Yo... no, Mariano, yo... nunca... , no tengo experiencia.

—¡Prueba, joder! ¡Y tú, llama a la ambulancia! ¡Malditos negros de mierda! ¡Como le haya pasado algo a mi hijo, os empapelan a todos! —el tono de voz iba subiendo, mientras empezaba a dar puñetazos a todo lo que se ponía en su camino y Fernando trataba desesperadamente de hacerle el boca a boca a Boris, a pesar de que sabía que no había nada que hacer.

—¡Sólo tiene dieciocho años, cabrones! —gritaba Mariano. ¡No puede estar muerto! ¡No es más que un civil, un mocoso civil de dieciocho años jugando en noche de sábado con su RV!

Fernando siguió con el boca a boca y el masaje cardiaco porque le daba horror la idea de levantar la cabeza y encontrarse con la mirada de Mariano, de modo que continuó hasta el agotamiento, hasta que llegaron los paramédicos y lo apartaron del cadáver del muchacho.

Acurrucado en el cuarto de Boris, junto al andador, donde se había dejado caer exhausto, oyó los gritos de Vanessa y Mariano durante lo que le pareció una eternidad —«cabrones...», «malditos...», «nosotros...», «ciudadanos decentes...», «noche de sábado...», «esto no quedará así...», «los llevaré a los tribunales», «una indemnización de cojones»—, mientras las alegres voces de los presentadores jaleaban a los últimos concursantes y se alternaban con las musiquillas de los anuncios.

En algún momento comprendió que se había quedado solo en la casa, que Vanessa y Mariano se habían marchado a acompañar a su hijo al hospital o al tanatorio o adonde llevaran en España a los difuntos, y que debían de haberse dejado la puerta abierta, porque no recordaba haber oído el portazo.

Se levantó, entumecido, y cerrando los oídos a los comentarios que salían del salón, fue a la entrada y se apoyó en el quicio de la puerta, abierta a un amanecer nacarado como el interior de una caracola. Los primeros pájaros habían empezado a cantar; se oía algún ladrido en la distancia; el jardín olía bien: a nuevo, a tierra húmeda, a flores de verano. En algún lugar del jardín había un cadáver que pronto alguien se llevaría discretamente, como si fuera basura.

Se apartó un par de pasos y vomitó sobre un macizo de petunias. Entonces empezaron a llegar los camiones de la televisión.