El especialista en vida alienígena Lennart Yarek ha sido juzgado y condenado a una terrible experiencia: veinte años de destierro en un planeta deshabitado, estéril, con la sola compañia de un ordenador, sus recuerdos y sus pesadillas.

Con este punto de partida -y un buen montón de fantásticos giros en la trama esperando a cada vuelta de página-, El mundo de Yarek nos envuelve en la experiencia extrema de un hombre que irá pasando del pánico a la frustración, la culpa, el hastío y el mesianismo.

 

Elia Barceló

EL MUNDO DE YAREK

 

© Elia Barceló

© Editorial Lengua de trapo, 1991

84-96080-55-2

 

A MI MADRE, POR EL TIEMPO.

AL REINO DEL OSO SIBERIANO, POR LA IDEA.

A CIDE HAMETE BENEGELI, POR NAIELE O.

A KLAUS, IAN Y NINA, POR SER LA CUERDA DE LA COMETA.

1

árida, como una antigua manta de campaña arrugada y raída. Un paisaje de lomas sin fin que el plastividrio del móvil de aterrizaje fingía de un violeta sucio y que de hecho sería un pardo amarronado cuando se encontrara en la superficie.

Habían dejado atrás altas cordilleras cubiertas de nieve, riscos pelados de roca calcárea, profundas barrancas sin rastro de vida; habían sobrevolado incluso un desierto de arena infinita, pura y muerta.

Estaban descendiendo. Hacia la nada. Hacia su exilio.

—Ya puede ir eligiendo el lugar de aterrizaje, Yarek. —La voz del piloto era impersonal, distante, como si ya lo hubiera abandonado en ese mundo solitario.

Yarek se pasó la mano por la frente intentando conjurar un dolor de cabeza que era ya casi parte de sí mismo y se forzó a mirar con más intensidad. ¿Qué más daba? ¿Qué más daba ya todo?

Al norte la tundra invernal, al sur los desiertos. Había estudiado los mapas y, aunque deficientes, no dejaban lugar a dudas: la única franja medio habitable del planeta era esta. Intentó interpretar el paisaje buscando una torrentera que recogiera las aguas de deshielo.

—Ahí mismo. En esa pequeña explanada, junto al río seco.

El piloto empezó a girar, descendiendo hacia el punto indicado.

Un suelo pedregoso, agostado, sin rastros de vegetación. Por encima un cielo despiadado, limpio de nubes, de un azul clarísimo, donde una mínima luna mostraba su creciente al borde de una loma en el horizonte lejano.

La maniobra fue suave. Los patines tomaron tierra y el piloto procedió a abrir el compartimiento de carga, sin apagar el motor.

Yarek permaneció sentado, inmóvil, mirándose las manos.

—La temperatura exterior es de menos treinta grados Celsius, sin viento. En cuanto monte el refugio y empiece a funcionar la calefacción se sentirá como en casa.

Notó cómo se le torcían los labios en una sonrisa amarga y no contestó. «Como en casa...». La ironía era deliberadamente cruel.

El piloto había bajado del aparato y se afanaba en la parte posterior descargando el equipo de supervivencia con una prisa insultante.

—Abajo, Yarek. Tengo que irme.

No servía de nada retrasar el momento de salir al exterior. Era cuestión de minutos el tener que enfrentarse con la realidad de aquel mundo que iba a ser el suyo.

—¡Yarek! —Esta vez la voz del piloto sonó como un ladrido.

Su nombre, ese nombre que había sido pronunciado a lo largo de su vida con ternura, con respeto, con admiración, con devoción incluso, se había convertido en un epíteto de desprecio, en un insulto incluso a sus propios oídos. Se levantó y empezó a ajustarse la mochila con toda la rapidez que le permitían sus músculos agarrotados por el miedo para no tener que volver a oír su nombre pronunciado en ese tono.

Nunca había creído que en el momento definitivo llegaría a sentir miedo. Había supuesto que la desesperación y la pena rabiosa que lo habían consumido durante los últimos meses bastarían para borrar el terror a la soledad. Pero no era cierto. La pena y la desesperación habían perdido importancia. Sólo quedaba el miedo, un miedo inhumano, bestial, paralizante.

Dio la vuelta al móvil con un esfuerzo titánico y se encontró con que el piloto ocupaba de nuevo su puesto ante los controles.

—Acuérdese de mantener en marcha el localizador, Yarek. Dentro de veinte años, si sigue con vida, podrá enviar la señal. Alguien vendrá a recogerle. Si no se recibe esa señal, asumiremos que ha muerto. ¿Todo claro?

Asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. El desprecio en los ojos azules del piloto era un puñal de hielo.

La puerta del móvil se cerró con un chasquido sordo, como la tapa de un ataúd.

—Por favor... —se oyó murmurar—. Por favor...

El piloto no podía oírlo. Daba igual. La situación no habría cambiado de todos modos. Sólo su humillación se hubiera hecho más profunda.

El ruido del motor acelerando le rasgó el estómago como un cuchillo de sierra.

—¡No me dejes aquí! —gritó sin proponérselo—. ¡No me dejeeees!

El móvil se alzó del suelo elegantemente, con suavidad ingrávida.

—¡Por favor...! ¡Por favoooor!

Al alzarse sobre las lomas, su pulida superficie reflejó por un instante la luz del sol que aún no había remontado el horizonte y, durante unos segundos, Yarek tuvo la impresión de que era una estrella la que lo había abandonado en aquel mundo sin nombre. Luego dejó de verlo y sus ojos se posaron en sus propias manos enguantadas tendidas hacia el cielo en un atávico gesto de súplica, una petición de ayuda que nunca sería atendida.

Se dejó caer sobre el suelo pedregoso y polvoriento y se echó a llorar.

Un viento repentino le heló las lágrimas sobre la cara y le hizo buscar con los ojos la loma por la que el sol estaba a punto de salir. Unos quince minutos más, calculó, y su propio cálculo le sonó ridículo, pueril. ¿Qué importancia tenían quince minutos en veinte años?

Aunque no serían veinte años. No pensaba vivir tanto tiempo. Había venido con el propósito de acabar con su vida en cuanto completara su proceso de catarsis. Tenía que comprender, aceptar, perdonarse si podía. Luego habría tiempo para morir. Tenía mucho tiempo. Era lo único que tenía en abundancia.

Empezó a desempaquetar sus pertenencias, un procedimiento tan mecánico, tantas veces repetido, que sus manos trabajaban con independencia de su cerebro. ¿Cuántas veces habría montado un refugio? Cientos, probablemente. En la oscuridad, a la luz del día, con frío, con calor, en selvas tropicales, en desiertos de hielo, en ciénagas, en playas infinitas de espumas azules, solo, en compañía.

En compañía. Rechinó los dientes. Eso era algo que nunca volvería a tener. Nunca más una mano amiga, una pelea, una discusión, un chiste. Nunca más un cuerpo cálido a su lado, una sonrisa, un insulto. Nunca más.

Empezó a montar la instalación eléctrica, los paneles solares, el calentador de agua. ¡Cuántas comodidades para un exiliado, para un futuro cadáver! O quizá no tan futuro.

«Soy un ex vivo —pensó, y la construcción lingüística le arrancó una sonrisa—. Un ex xenólogo, ex director de investigaciones, ex miembro de la Academia Interplanetaria de Estudios Ahumanos, ex especialista en vida alienígena, ex ciudadano de la Confederación de Mundos Habitados, ex esposo de Nora Freeman, de Tilda Maier y de Nakembe Dubois. ¿Ex humano, quizá? Reducido a una supervivencia animal en un mundo desierto. ¿Hasta qué punto puede eso borrar la humanidad de un ser?».

Trató de bloquear la dirección de su pensamiento. Vida animal. Vida inteligente. ¿Con qué criterios? ¿Con qué derecho podía decidirse? Se había dado cuenta demasiado tarde. Demasiado tarde para salvarse a sí mismo. Demasiado tarde para salvar a los buitres, a aquel puñado de seres desaparecidos para siempre que la Comisión Investigadora se empeñaba en llamar aarea porque un cerebro de oro se había inventado el nombre. Ellos nunca se habían llamado nada a sí mismos. O quizá sí, pero no habían querido, podido, sabido comunicarlo a los humanos que los destruyeron. «Que los destruimos», se corrigió. Tal vez él hubiera tenido razón después de todo. Tal vez no eran más que animales. Animales extintos, ahora.

Cerró la puerta aislante y se puso a trabajar en la calefacción. Era un buen refugio. El mejor modelo, el más moderno. Construido sobre raíles circulares para que pudiera orientarse hacia el sol, diseñado para aprovechar el viento y cualquier otra fuerza de la naturaleza que existiera en su entorno: mareas, corrientes de agua, movimientos sísmicos... Veinte metros cuadrados: instalación higiénica, cocina, cama, una mesa, dos sillas. Dos. Una roja y una azul. Para mejorar el ánimo de su ocupante. La mesa era verde claro, como siempre. Las paredes amarillo pastel. Un ambiente de kindergarten para un genocida convicto.

Empezó a destapar cajas: medicinas, grabaciones, un pequeño ordenador de última generación, alimentos comprimidos para más de cincuenta años, un equipo de fabricación de agua, un equipo de reciclaje de prendas de vestir. Casi doscientos kilos de mundo civilizado a su disposición en medio de un erial entre los sistemas poblados.

Llevaba horas trabajando. Se había propuesto hacerlo todo con lentitud extrema para tener algo en qué ocuparse el mayor tiempo posible y, sin embargo, ya casi había terminado. La rutina se había encargado de ello. Normalmente no había tiempo que perder, había que darse prisa en la instalación para salir a explorar, recoger datos, procesarlos, reunirse a contrastar opiniones, redactar un informe, decidir, clasificar para el archivo central, desmontar, olvidarse, cambiar de mundo, volver a montar.

Ahora no.

Ahora ya nunca.

Las lágrimas volvieron a asomar sin previo aviso y tuvo que cerrar los ojos con todas sus fuerzas para cortarles el camino.

Dio un tirón al anillo de oro con el que se había atravesado el lóbulo de una oreja, saboreando el dulce dolor del tejido de cicatrización al ser desplazado de su lugar. Era importante recordar que debía trabajar en sus heridas, las otras, las de dentro. No podía dejar que todo cicatrizara antes de haber sido limpiado. Para eso servía el aro de oro. Para recordarle lo que tenía que hacer.

Llevó la mesa junto a una de sus dos ventanas, la que ahora estaba orientada al oeste, y puso el ordenador sobre la superficie verdosa. Acercó la silla azul y acarició suavemente la tapa del aparato buscando, como siempre, un nombre para él.

—Buitre —susurró, y en su mente surgió una marea de imágenes que le devolvieron al planeta TX2 I-Radon, posteriormente conocido como Viento. Recordó la tensión de inminencia que les hizo sentir la atmósfera de Viento; algo que despertaba en ellos recuerdos olvidados de su infancia y primera adolescencia. La sensación de que todo es posible, de que uno va a ser eterno en un mundo que inaugura una primavera perpetua, de que faltan días para que la naturaleza eclosione y surjan hojas, flores, aguas y pájaros por todas partes, de que uno puede volar persiguiendo su sombra, o su sonrisa.

Nunca se habían sentido así: tan vivos, tan fuertes, tan mágicos. Un mundo que era un milagro de rocas blancas, inmensas praderas de hierba ondulante y grandes ríos perezosos y azules. Un mundo que estaba pidiendo a voces ser colonizado por humanos felices deseosos de fundar familias numerosas para que los niños corrieran libremente por sus mares de hierba infinita y volaran cometas al viento del atardecer.

«¿Cómo pude equivocarme? —pensó por millonésima vez—. ¿Cómo pudimos equivocarnos todos, equivocarnos tanto?».

«Porque queríamos creer que estaba deshabitado. Porque no deseábamos compartir aquello con nadie. Ni siquiera con un puñado de buitres carroñeros que nos contemplaban impasibles desde sus altas torres de roca con esos ojos como cuentas de cristal».

Eran hermosos aquellos buitres, a su manera. Dos veces mayores que los buitres terrestres, con una envergadura de siete metros, el cuerpo cubierto de plumas negras y azules, la cabeza casi plateada, como un yelmo de acero.

Viento estaba lleno de vida: insectos, aves, reptiles, algunos mamíferos. Todos devorando y siendo devorados en la eterna rueda de la supervivencia. Un planeta virgen brillando al sol.

Miró por la ventana, hacia las lomas que cerraban su horizonte, y la tristeza se abatió sobre él como una losa. ¡Qué distinto era Viento de este planeta sin nombre que sería su tumba! ¡Qué ironía haberse pasado los años clasificando vida para acabar aquí, en un desierto mineral sin más perspectiva que ir enloqueciendo lentamente! No. Eso nunca. Mejor muerto. Muerto y enterrado.

Sintió una carcajada histérica surgiendo del fondo del diafragma.

¿Quién iba a enterrarlo? Tendría que cavarse su propia tumba y dejarse morir dentro, con los ojos abiertos al cielo azul del atardecer, un atardecer como el de ahora, punteado de estrellas que se reirían de su impotencia y de su dolor.

Se puso en pie violentamente y decidió salir a caminar un poco. El aire de la tarde sería frío y le aclararía los pensamientos.

El silencio de la noche incipiente era sobrecogedor, la oscuridad se haría pronto total, impenetrable. Yarek caminó en círculo, girando de tanto en tanto la cabeza para confortarse con la luz del refugio, que había dejado encendida. El frío le cortaba la respiración y lo hacía temblar de rabia. Siempre había detestado el frío. Siempre había dicho que cuando se jubilara se retiraría a un planeta de eterno verano, algún lugar con playas cálidas y abundancia de vida vegetal.

Giró de nuevo la cabeza. El refugio brillaba en la negrura como una diminuta estrella caída en la nada, aguardando. Su hogar.

Volvió sobre sus pasos a toda velocidad y, demasiado hundido para comer nada, se metió en la cama.

Sus sueños estaban llenos de pájaros. Grandes pájaros que planeaban en un cielo rosado, deslizando su negra silueta sobre las nubes incandescentes. Algunas veces él volaba con ellos, sostenido por la voluntad de las aves gigantes que le mostraban su reino, los mares de hierba desde mil pies de altura, los grandes ríos que describían amplios meandros de plata como interrogantes sin respuesta sobre la superficie de Viento.

Los buitres observaban su vuelo con sus ojos de cristal, serenos, antiguos, sabios. Observaban su caída en perfecto silencio, sus vanos esfuerzos por remontar los picos que se acercaban a velocidad vertiginosa amenazando aserrar su pobre cuerpo humano con sus dientes blancos. El suelo corría a su encuentro con ansia de amante y él sabía que era el final pero no le importaba mientras los buitres estuvieran ahí, mirándolo en silencio. Y entonces alguien gritaba. Un poderoso graznido que rasgaba el amanecer con su clamor de triunfo. Y se despertaba.

Se sentó en la cama parpadeando en la oscuridad, con la boca seca y las manos húmedas y vacías.

Conciencia de sí mismos: negativo.

Capacidad de autocrítica: negativo.

Sentido del humor: negativo.

Capacidad de adueñarse de su espacio y adaptarlo a sus necesidades: negativo.

«Animales, maldita sea. Animales. Bellos. Económicos. Perfectamente adaptados a su entorno. Pero animales».

Encendió la luz y tomó un par de concentrados alimenticios y media botella de agua. Habría dado cualquier cosa por un cigarrillo pero ese era uno de los vicios que había dejado atrás. Una penitencia. Una más. Después de pensarlo un segundo, tomó un somnífero y volvió a la cama. Esta vez no soñó.

2

el sol sobre la almohada. Llevaba un solo día en el planeta y ya estaba deseando salir de allí, pero no había nada que hacer. Había venido a quedarse.

Aún acostado se puso a pensar qué podría hacer con el día que empezaba y se encontró luchando con el deseo de tomar otro somnífero y dejar que el tiempo pasara sin su participación. Rechazó la idea. Fue hasta la mesa, se sentó frente a Buitre y comenzó a elaborar una lista de posibilidades, sus eternas listas que tantos comentarios jocosos le habían valido a lo largo de su vida.

Inspeccionar el terreno.

Buscar minerales de utilidad. (De utilidad ¿para qué, para quién, Yarek?).

Buscar vida del tipo que sea: vegetal, animal, inteligente. (¿Inteligente, Yarek? ¿Aquí?).

Escribir un diario. (¡Venga ya!).

Suicidarme.

Se quedó mirando el último punto de su lista. De hecho era lo único que tenía algún sentido, pero era demasiado pronto. No iban a vencerlo en veinticuatro horas. Y además no podía matarse sin más; tenía que saber por qué. ¿Por desesperación? ¿Por aburrimiento? ¿Miedo? ¿En castigo por su crimen? ¿Qué crimen, cielo santo? ¿Qué crimen?

Genocidio. Contribución consciente al exterminio de una especie alienígena inteligente con la intención de beneficiarse a sí mismo y a la especie humana. Esa había sido la acusación.

¿Beneficiarse a sí mismo?

En el juicio se había discutido largamente su opción de compra sobre el valle de Nir, una deliciosa pradera en el hemisferio norte de Viento, mil doscientas hectáreas de rocas, hierba y río, dos cascadas y un bosquecillo ridículo de árboles enanos. Ese había sido el precio de su decisión final sobre la inteligencia de los aarea, según el fiscal del Gobierno Federado. El precio que los especuladores estaban dispuestos a pagar por el derecho a colonizar Viento con familias de granjeros.

¡Ridículo!

El equipo de abogados de la defensa había tratado de convencer al Gran Jurado de que, para tratarse de un soborno, era estúpidamente bajo. Yarek les entrega un planeta y ellos le dan a cambio mil doscientas hectáreas de terreno. Mil doscientas hectáreas que tendría que pagar de su bolsillo. ¡Absurdo!

Era cierto que el Comisionado del Gobierno, en la primera entrevista que mantuvieron en Viento, había lamentado, muy diplomáticamente, que el planeta estuviera cerrado a la colonización hasta que pudiera establecerse con seguridad si la colonia de buitres era vida inteligente o no. Que había expresado su deseo de que no lo fueran, de que los humanos pudieran instalarse allí, compartiendo el planeta con todos los animales que lo poblaban aunque cuidando, por supuesto, de no alterar su equilibrio. Que había insinuado que él, Yarek, podría construirse allí una casa donde pasar sus años de retiro, ya que el planeta parecía gustarle especialmente. Pero eso había sido todo. Nada de sobornos, ni órdenes veladas. La decisión había sido suya. Y de su equipo, cuyos miembros, después de votar unánimemente la clasificación final de los buitres como vida animal, empezaron en el juicio a expresar dudas sobre sus conclusiones y a echarle a él la responsabilidad de la decisión definitiva. Al fin y al cabo él era el jefe de la expedición, el asesor delegado del Gobierno, él tenía la última palabra, la decisiva.

Se puso a teclear furiosamente aunque sabía que Buitre podía recibir órdenes verbales. La palabra escrita siempre le había parecido más adecuada para la reflexión y, a pesar de que ahora no intentaba reflexionar sino sólo averiguar cuáles de las funciones de la máquina le estaban prohibidas, prefería que esas prohibiciones aparecieran por escrito y en silencio a que una voz anónima le informara de sus limitaciones.

Un par de horas le bastaron para darse cuenta de que la pena de ostracismo era perfectamente coherente: podía recibir todo tipo de informaciones, estar al día de las últimas publicaciones de su campo y otros doscientos más, leer las más recientes aportaciones a la Biblioteca de los Mundos sobre cualquier tema que deseara, pero no podía comunicar a nadie sus opiniones, ni enviar sus artículos, ni mostrar su existencia a ningún otro ser. Tampoco podía hacer ni recibir llamadas. Yarek había muerto para el mundo exterior.

Durante los cuatro días siguientes se mantuvo alejado de Buitre. Pasaba el tiempo fuera del refugio a pesar del frío, tratando de hacerse una idea personal de su mundo antes de contrastar los datos recogidos con los que poseía la biblioteca central. No aprendió mucho porque no estaba acostumbrado a hacer una exploración sin contar con asistentes especializados en las distintas disciplinas de interés xenológico: geólogos, biólogos, botánicos, meteorólogos..., todos los que habrían podido decidir si en algún momento las grandes extensiones nevadas del norte se fundirían y convertirían su zona por un tiempo indefinido en una especie de parque acuático. Las rocas tenían marcas de agua corriente por todas partes. Había encontrado también algo que podría ser, quizás, un atisbo de madrigueras de alguna clase de animal pequeño, tipo roedor, y que posiblemente hibernara durante los largos inviernos. Tendría que estar atento a su aparición.

Lo que se le escapaba por completo era qué podían comer aquellos animales; la región era totalmente estéril, sin rastro de vida vegetal de ningún tipo, cosa bien extraña considerando la cantidad de agua que durante un tiempo regaría la zona. Lo que le llevó a la conclusión de que quizá su refugio estuviera en peligro. Tendría que ampliar sus exploraciones buscando un lugar más adecuado para trasladarlo.

Cuando al cabo de esos cuatro días contrastó con Buitre sus impresiones, se dio cuenta de que había avanzado más en su exploración de campo que los otros humanos que le habían precedido. Y vio por qué. Los datos almacenados en la biblioteca habían sido obtenidos en dos vuelos de aproximación llevados a término en misiones separadas por un intervalo de doce años. Ninguno de las dos había tomado tierra en el planeta y sus observaciones habían sido recogidas en tres sesiones de trabajo, tiempo base. O sea, que lo único que sabían era que el planeta tenía un aire respirable, una gravedad terrestre, una ausencia lamentable de vida, cosa que a nadie parecía haberle extrañado dadas las temperaturas medias, siempre bajo cero, y una patética escasez de minerales deseables.

En un estadio de desarrollo que permitía a los humanos elegir entre millares de planetas, el suyo no podía resultar menos apetecible. La abundancia había vuelto caprichosos a los seres civilizados, que ya sólo se planteaban la colonización de mundos paradisíacos. Mundos como Viento.

Estuvo a punto de solicitar información sobre los nuevos establecimientos humanos en Viento y decidió olvidarlo. ¿Para qué? ¿De qué le iba a servir saber cuántas familias se habían instalado ya, si había empezado la producción de cereales, si habían erigido un monumento en memoria de los buitres? Ahora que ya no existían, el Gobierno había dado luz verde a la colonización: no iban a dejar perder un planeta como Viento para perpetuar el recuerdo del genocidio de Yarek.

¿Por qué se empeñaban en llamarlo así: «el genocidio de Yarek»? Él se había limitado a certificar, en su calidad de experto en la materia, que los buitres eran vida animal, no inteligente. Eso era lo que se esperaba de él. Se había limitado a cumplir con su obligación esforzándose por lograr una objetividad máxima, como siempre. Había seguido todos los criterios comúnmente aceptados y todos se habían mostrado negativos. ¿Qué más se le podía exigir?

Habían destrozado un par de nidos viejos, ya desocupados, eso lo había admitido desde el principio. Si luego Miller, la niña mimada de la lingüística actual, había presentado la tesis de que las marcas e incisiones hechas a golpe de pico en esos nidos de arcilla eran de hecho una escritura, él no tenía la culpa. Ninguno de sus lingüistas había ni remotamente sugerido tal hipótesis. Los expertos en cerámica y alfarería habían comentado una sorprendente afinidad con viejas culturas terrestres, pero nada más. Un simple comentario a la hora del café de las cuatro, el rito más antiguo del equipo Yarek, el único momento en que todos se reunían para charlar distendidamente durante una hora sin tener la impresión de que estaban presentando un informe. Algo que reforzaba el espíritu de grupo y permitía que la imaginación se echara a volar durante un rato, libre de las limitaciones del trabajo científico.

Miller se lo había inventado todo. Eso estaba claro. Pero se lo había inventado condenadamente bien. A cualquiera que no hubiera leído los viejos textos de las altas culturas desaparecidas le sonaría creíble. Pero Yarek sí los había leído. Por eso sabía que aquellos fragmentos que Miller había logrado «traducir» eran un refrito de muchos pasajes de textos olvidados. Sin embargo, a pesar de que había pasado a sus defensores toda la información pertinente, no habían conseguido convencer al Gran Jurado. Aquellos hombres y mujeres (y los cuatro miembros de otras especies inteligentes que asistían al juicio en calidad de observadores) se habían dejado llevar por la idea de que, en la base, los mitos de los distintos pueblos en los primeros estadios de desarrollo de la civilización suelen ser convergentes. Y Miller les había vuelto a vender a la diosa madre, una diosa de la fecundidad, y las genealogías inacabables de «Fulano engendró a Mengano y Mengano a Zutano» hasta el infinito, además de dos o tres líneas más sin apenas sentido «por tratarse sólo de una traducción fragmentaria debida a la dificultad de la tarea», se había excusado. Había prometido presentar los textos completos en un plazo de cinco años; tiempo suficiente para inventarse cualquier cosa, considerando, además, que en cinco años ya nadie se acordaría de los buitres ni de su mundo.

Ahora Miller estaría en Viento, instalada muy cerca del valle de Nir, junto a los restos de la mayor comunidad de buitres del planeta, disfrutando del aire y el sol, bañándose en el río, dando gracias a todos los dioses por la estupidez colectiva de una especie que le había permitido tomarse unas vacaciones de cinco años para estudiar la lengua de una comunidad muerta que no podría oponerse a sus conclusiones. Y él, en cambio, estaba aquí, en Yermo, soñando con pájaros de siete metros de envergadura que nunca más volverían a volar. Era injusto. Era terriblemente injusto.

Apagó a Buitre en un arrebato de furia, acarició levemente su tapa en un amago de disculpa y salió al exterior, a ver anochecer.

3

de dos semanas Yarek sucumbió a la tentación de la RV en contra de lo que se había prometido a sí mismo desde que recibió su sentencia. Se había jurado que no leería más que los libros antiguos que siempre le habían proporcionado la paz mental que tanto necesitaba o informes modernos sobre el desarrollo de la ciencia actual. No caería en el abismo de los seriales de tridi, no haría el amor con mujeres inexistentes, no participaría en persecuciones ficticias ni correría aventuras imaginarias. Todo eso estaba por debajo de su dignidad. Todo eso era para los desocupados y cretinos que no sabían qué hacer con su vida real. No para Yarek. Yarek estaba por encima de esa basura.

Estuvo conectado sin interrupción durante dos días, el tiempo límite de seguridad. La grabación se desconectó automáticamente avisándole con fría amabilidad de que debía alimentarse y descansar; el sistema volvería a estar a su disposición dos horas más tarde.

Fue como una patada en los testículos. Como un imbécil babeante se había colgado de una realidad falsa que le había hecho creer que estaba de nuevo entre personas, aunque el diálogo estuviera predeterminado, las mujeres no fueran de su gusto y las aventuras consistieran en miserables clichés urdidos por una máquina combinatoria de estructuras narrativas para seres con un coeficiente de inteligencia de 35.

Se levantó de la cama totalmente anquilosado, con un regusto amargo en la lengua y un profundo desprecio de sí mismo en la boca del estómago. Se tragó un comprimido alimenticio y se hizo un chequeo rutinario. "¡Magnífico, Yarek! —se dijo a sí mismo—. Has encontrado el modo perfecto de suicidarte. Lento, eso sí, pero dulce. Una muerte gloriosa y admirable. Cuando vengan, si es que vienen algún día, encontrarán el esqueleto del gran Yarek conectado a la tridi, muerto con una sonrisa en los labios, muerto entre una escena de sexo y una de asesinato, como cualquiera de esos viejos locos de las residencias para ciudadanos de avanzada edad. Y a ti ni siquiera te delatará el olor a podredumbre. Podrás empapar las sábanas gota a gota, año tras año, hasta que no queden más que huesos».

Había perdido dos kilos y la medimáquina le informaba de que necesitaba recuperar fluidos corporales. Por lo demás, su cuerpo seguía funcionando bien.

Aquella noche las pesadillas volvieron a repetirse con precisión de reloj. Volaba con los buitres. Caía. Despertaba.

Luego soñó que estaba en pie sobre uno de los riscos donde los buitres hacían sus nidos. Estaba sentado en uno de ellos. Acurrucado. Mirando fijamente a la distancia como lo había visto hacer a ellos tantas veces. Los buitres planeaban por debajo de él, apoyados en la fuerte térmica de la escarpadura, grandes alas extendidas, deslizándose sin esfuerzo, como si no pesaran.

De repente uno de ellos plegó las alas contra el cuerpo, como hacen las águilas cuando se lanzan contra su presa, y empezó a descender. Pero los buitres no cazan. No era una presa lo que buscaba aquel buitre.

Cayó como una piedra. Casi antes de que él pudiera comprender lo que estaba pasando. Y cuando lo entendió, el buitre era una mancha sanguinolenta contra las blancas rocas al pie del risco.

Luego fue otro el que plegó sus alas. Luego otro.

Yarek los miraba aterrado, incapaz de ayudar, incapaz de moverse. Ahora sabía que era un sueño pero no conseguía despertar.

Había decenas de pájaros. Cientos. Miles. Todo el cielo estaba lleno de buitres que pasaban rozando el nido desde el que él contemplaba impotente aquel suicidio en masa. Pasaban junto a él sin mirarlo, sin registrar su presencia. Y un poco más abajo plegaban las alas y caían. Como fardos lanzados desde un avión. Hasta que se estrellaban contra las rocas y las pintaban de rojo. Hasta que todo el paisaje se volvió escarlata.

Y despertó sollozando.

Era la primera vez que soñaba el suicidio de los buitres. Hasta esa noche su cerebro no le había ofrecido ese puesto de observación privilegiado, ese espectáculo de primera mano. Había habido cadáveres en sus sueños, muchos cadáveres, pero no habían sido más que eso: cuerpos sin vida, cascarones de seres cubiertos de plumas que habían perdido su brillo, ejemplares grandes y bellos en lo mejor de su edad, pollos de buitre con un plumón ralo y gris, viejos decrépitos y medio calvos, machos, hembras, nidos abandonados que el viento arrastraba, pero nunca esas imágenes de seres vivos muriendo ante sus ojos.

Sentía deseos de aullar de impotencia, de golpearse la cabeza contra las rocas hasta que el dolor anulara los recuerdos de aquellos dos años pasados en Viento estudiando a los buitres. No fue capaz. Se imaginó saliendo del refugio a dar gritos en la noche gélida con sus miles de estrellas impasibles y él mismo se sintió ridículo: eran muchos años de guardar la compostura, de ser un hombre público, de ser Lennart Yarek, el gran Yarek que había dado tres nuevas especies inteligentes a la Confederación de Civilizaciones Galácticas.

Ninguna de las tres había hecho nada por él, ninguna había pronunciado una sola frase en su descargo. Al parecer, para ellos era evidente que cualquiera hubiera sido capaz de darse cuenta de que eran especies inteligentes y civilizadas, que no habría sido necesaria la opinión de Yarek para que sus planetas no fueran ocupados y utilizados con total impunidad. Se negaban a reconocer que sólo su palabra se había interpuesto entre sus apenas reconocibles civilizaciones y la marcha arrolladora de una colonización humana.

Pasó revista a las grabaciones holográficas que había traído consigo, intentando encontrar algo que le atrajera lo suficiente como para alejarlo de la tentación de la RV.

El nombre de Macbeth jugó con su atención unos segundos: una obra antiquísima en la que se debatía el complejo de culpa, el asesinato y la ambición de poder. Negó con la cabeza contestándose a sí mismo. Demasiado cercano a su propia situación. En otro momento.

La lista parecía no tener fin, a pesar de que eran todas tan antiguas en texto y técnica de grabación que resultaba increíble que aún se conservaran tantas. Pero ninguna le interesaba. Las conocidas, por conocidas; las otras porque no se sentía con ánimos de arriesgarse. Desconectó el buscador, se tragó un somnífero y se metió en la cama deseando poder apagarse a sí mismo como se apaga una luz.

4

mucho tiempo encontrar un emplazamiento ideal para su refugio; no sabía cuánto porque había dejado de contar los días. Buitre le avisaría cuando hubieran pasado veinte años si él aún estaba ahí para recoger la señal; hasta entonces no importaba.

Le llevó mucho más tiempo trasladar todo el equipo hasta la loma elegida, y el esfuerzo muscular fue tan grande que algunas noches no había podido dormir de puro agotamiento, noches en las que todos sus músculos vibraban como si estuvieran conectados con un cable eléctrico. Pero de alguna manera se sentía mejor, menos dependiente de los somníferos, menos inclinado a la autocompasión. A pesar del frío, pasó varias noches casi en el exterior, dentro de la pequeña tienda térmica donde la temperatura era de cinco grados sobre cero en lugar de los menos veinticinco de fuera. Él, que siempre se había considerado un individuo físicamente duro, comprobó con sorpresa que empezaba a endurecerse de verdad, que hacía demasiado calor dentro del refugio, que su dependencia de máquinas y fármacos se iba borrando, que su anhelo de conversación era menos urgente. No sabía cuánto duraría ese estado de equilibrio; lo importante era que de momento se encontraba mejor, que los sueños no eran tan frecuentes ni tan angustiosos, que podía respetarse a sí mismo de nuevo.

Empezó a correr por las mañanas hasta recuperar los veinte kilómetros diarios de sus buenos tiempos y se impuso una rutina de trabajo compensando el manual con el intelectual. Un par de veces por semana se preparaba platos complicados mezclando los pocos alimentos no prensados de que disponía; una vez cada quince días se conectaba a la RV, a programas insulsos que no lo excitaran demasiado. Algunas noches dormía en el exterior para hacer de la vuelta al refugio un placer deseado. Empezó a estudiar historia de las religiones y a adentrarse tímidamente en los laberínticos senderos de la teología, una disciplina a la que siempre había prestado poca atención. «Si hay un Dios —se dijo—, es ahora cuando de verdad lo necesito». Y comenzó a buscarlo en los viejos escritos de todas las especies. Tenía la seguridad de que sería la búsqueda más larga a la que podía entregarse y disponía de mucho tiempo, días y días que iban pasando lentamente, iguales, iguales.

Una mañana, al salir de la tienda, encontró el paisaje cubierto de nieve y la visión lo dejó clavado en el lugar donde se encontraba... Por alguna extraña razón había vivido todas aquellas semanas pensando que iba de cara a la primavera, soñando con un cambio de la temperatura y del terreno. Ahora, al ver que se había equivocado, que posiblemente aquello que había tomado por invierno había sido el único verano que Yermo estaba dispuesto a ofrecerle, sintió de nuevo la rabia y la impotencia como una espumosa marea teñida de rojo. Si en el verano lo mejor que podía esperar eran veinticinco grados bajo cero, ¿qué traería el invierno? Ya ni siquiera podría correr al levantarse o pasar las noches en la tienda, su prisión se haría aún más estrecha y sus limitaciones más duras, su vida cotidiana sería la de un preso incomunicado del siglo XX, abocado a la desesperación y a la locura.

No le podían hacer eso. No le podían hacer eso a él, a Yarek. Él era uno de los más distinguidos científicos de su tiempo. Su lista de publicaciones, si hubiera aparecido impresa en papel, llenaría un volumen de más de doscientas páginas. Su opinión era recabada en todo el Sector Humano; se le consultaba en las decisiones más delicadas, en los casos más difíciles. Había dado su vida por la xenología, había prescindido de una existencia privada en favor de la ciencia. Si sus tres matrimonios habían fracasado y su único hijo había renegado de él, cambiando voluntariamente de apellido, había sido por su profesión, para poder estar siempre disponible, para que nada lo distrajera de su servicio a la humanidad.

Con su mente hubiera podido brillar en cualquier otra disciplina, pero desde muy niño supo que no había nada más importante que la xenología, que todas las demás ramas del saber eran meras auxiliares de la suya o profesiones mercenarias de utilidad inmediata que se agotaban en sí mismas.

Y este era su pago: un planeta desierto a su disposición y el olvido de su propia especie. Y el desprecio. Y el horror.

Entró en el refugio con el estómago revuelto y la lengua seca, se conectó al sistema médico de mantenimiento, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Había programado la máquina para dos meses de vida latente. Lo pensó unos instantes y la reprogramó: tres meses.

Se había asegurado de que todo funcionara a la perfección: la máquina era autosuficiente y estaba controlada por Buitre, el refugio estaba sellado como una tumba antigua, las agujas y sondas en posición, no tenía que temer ningún tipo de intrusiones y, si se había equivocado en sus cálculos y toda la nieve fundida de las montañas del norte le pasaba por encima en el caso improbable de que alguna vez llegara el deshielo, tampoco se perdería mucho. No había nadie en el universo a quien de verdad le importara su vida. Ni siquiera a él mismo.

Antes de que surtieran efecto los sedantes, se sorprendió tratando de hallar la razón por la que, en casi cincuenta años de vida, de una vida plena y activa, no había conseguido hacerse un solo amigo que mereciera ese nombre. Tenía buenas relaciones con cientos de colegas en decenas de mundos, era reconocido y respetado en multitud de instituciones y establecimientos públicos, había conseguido el amor de montones de mujeres cuyos nombres ya ni siquiera podía recordar, había sido el maestro indiscutible de gran cantidad de sus colegas más jóvenes y había luchado por ellos, apoyando sus carreras hasta que fueron capaces de sostenerse solos..., pero no tenía amigos.

Quizá fuera efecto de los sedantes pero se veía incapaz de traer a la memoria un solo nombre de una persona que lo amara desinteresadamente, por ser él mismo, no el gran Yarek, el xenólogo, el maestro incomparable, el director fuerte y seguro, el marido influyente y poderoso, el amante generoso e incansable. ¡Ingratos! ¡Ingratos todos! ¡Carroña desagradecida que no se había atrevido siquiera a enviarle un mensaje de apoyo durante la vista!

«Saldré de aquí —susurró entre dientes mientras iba perdiendo la conciencia—. Saldré de este agujero y os lo haré pagar. A todos. A todos».

5

a abrir los ojos el refugio giraba y giraba a su alrededor de forma enloquecedora. Sintió una arcada monstruosa en el fondo del estómago y trató de girarse para vomitar en el suelo temiendo ahogarse con su propia bilis. No pudo. Tuvo que quedarse donde estaba, luchando contra las náuseas, esperando a que la cama se inclinara lo suficiente en el recorrido automático que le había sido programado para evitar las úlceras de decúbito. Se tragó varias veces el líquido amargo que se le agolpaba en la boca y quemaba la garganta mientras sufría los escalofríos del despertar que ya había olvidado.

Sólo en dos ocasiones anteriores se había entregado a la animación suspendida y, ahora podía recordarlo, las dos veces había despertado jurándose a sí mismo no volver a pasar por ello a ningún precio. Había sido un imbécil. Había vuelto a caer con la esperanza de ahorrarse tres meses de cárcel, tres meses de invierno polar, como aquellos animales extintos..., los... osos, se llamaban. Y todo ¿para qué? En el exterior la nieve y el hielo seguirían cubriendo el mundo y él tendría que esperar sin esperanza a que las cosas cambiaran. A que cambiaran para convertirse en lo que ya conocía: las lomas resecas y polvorientas de sus carreras matutinas, los agujeros ocasionales que, estúpidamente, había tomado por madrigueras, el perpetuo cielo despiadado, las noches engañosas en las que las estrellas parecían estar al alcance de la mano.

Los sueños habían sido espantosos. Esa era otra cosa que también había olvidado: que en animación suspendida la vida onírica continúa y se potencia.

Había soñado en el juicio una y otra vez: pesadillas circulares que no terminaban nunca, que se enlazaban enroscándose sobre sí mismas volviendo siempre al pálido rostro del fiscal, un rostro de máscara primitiva, que le hacía preguntas y más preguntas que no podía contestar. ¿Por qué destruyó toda la evidencia antes de salir de Viento, Yarek? ¿Por qué borró todas las grabaciones con sus copias? ¿Por qué ordenó destruir todos los restos de la civilización aarea que se encontraban en poder de su equipo? ¿Por qué mintió en sus conclusiones? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Y él temblaba, sudaba, sollozaba descontroladamente mientras el fiscal crecía y crecía ante sus ojos convertido en un titán justiciero, en un gigante de fábula que lo devoraría bajo la mirada aprobadora de cientos de miles de personas que, lentamente, iban tomando aspecto de buitres.

Por fin la cama se inclinó lo suficiente como para permitirle vomitar sin riesgo, pero la náusea ya había pasado, así que dio a Buitre la orden verbal de que lo ayudara a sentarse. Tuvo que repetirla tres veces porque ni él mismo era capaz de oír su voz formulando la orden. A la tercera, Buitre obedeció convirtiendo la cama en una especie de sillón. Supuestamente, la animación suspendida ralentizaba el metabolismo y frenaba el envejecimiento; por eso había tanta gente que se sometía a ella con asiduidad para preservar su juventud. Pero el cuerpo de Yarek parecía el de un anciano.

Se miró las piernas enflaquecidas, los brazos flojos a pesar de que la máquina había ejercitado sus músculos a intervalos regulares, las venas que se marcaban en las manos, y apartó la vista, asqueado.

Vio por la ventana que las ramas del arbolillo estaban cubiertas de nieve y cerró los ojos violentamente. Aún era invierno. En el exterior aún era invierno y él estaba solo y débil y se sentía como un moribundo que, sin embargo, no consigue morir.

Abrió los ojos de nuevo, aterrorizado.

¿El arbolillo? ¿Qué arbolillo? Yermo era un planeta desértico.

Se aferró a la cama con las dos manos, parpadeando locamente. Era otra pesadilla. Había soñado que despertaba en el refugio pero seguía inconsciente y su cerebro le estaba fabricando imágenes que no conseguía distinguir de la realidad. «No importa —se tranquilizó—. No importa. Antes o después despertaré; uno siempre despierta antes de que el sueño lo destroce. Es cuestión de esperar, de aguantar».

La máquina emitió un zumbido y, con un ligero tirón, sacó las agujas y las sondas. Yarek se quedó quieto, respirando cuidadosa, concentradamente, fascinado por la gota de sangre que se iba formando en su brazo izquierdo hasta que la máquina la aplastó contra un pequeño apósito que hizo desaparecer en seguida.

Otro zumbido y la pantalla de Buitre se iluminó con un listado de constantes vitales humanas cuyas líneas terminaban todas con un OK. La medimáquina se retiró contra la pared y las puertas del armario se cerraron.

Yarek, en uno de los accesos de absurda tozudez que le habían valido su fama de inflexible, continuó mirando la pantalla de Buitre aunque su mente no registraba en aquellos signos ningún significado real. Era sólo una maniobra para no tener que mirar por la ventana y admitir que lo que había creído ver en el exterior no era parte de un sueño sino que se trataba pura y simplemente de una alucinación, una imagen de algo inexistente creada por su ansiedad y su deseo de compañía.

Le daba miedo. Siempre había sentido pánico ante la idea de no ser capaz de distinguir entre la realidad y lo inexistente. Y si ahora veía un arbolillo nevado donde él sabía perfectamente que no había ninguno, pronto tendría también alucinaciones sensoriales de todo tipo y acabaría creyéndose que Yermo era un paraíso por pura fuerza de voluntad. No. No de voluntad. Si fuera eso, podría acostumbrarse a la idea. Lo malo era que la voluntad consciente no tomaba parte en el proceso. Lo que lo dejaba impotente de miedo era que, aunque lo había deseado miles de veces, nunca había logrado ver voluntariamente cosas que no existían.

Yermo era un desierto. Esa era la realidad. La única.

En Yermo no había árboles, ni pájaros como los que le estaba pareciendo oír ahora, ni ruido de agua corriente. En Yermo no había nada y, si ahora él lo percibía de otro modo, eso sólo indicaba hasta qué punto se había deteriorado su cerebro en unos meses. Quizás en el tiempo de la animación suspendida, porque en las primeras semanas pasadas en Yermo nunca había observado ni siquiera un espejismo.

Quizás habían preparado la medimáquina para estimularle las alucinaciones. ¿Como recurso compasivo? ¿Como castigo adicional? ¿Quiénes? ¿Sus enemigos?

Se mordió el labio inferior casi hasta la sangre mientras se tironeaba de la barba. ¿Se estaba volviendo paranoico? ¿Iba a empezar ahora a hablar de «ellos», a echarle la culpa de todo lo que le estaba pasando a un colectivo anónimo de enemigos imprevisibles?

No. Si era capaz de pensar en la posibilidad de estar desarrollando una paranoia, quedaba bastante claro que aún no había sucedido. Tenía alucinaciones, de acuerdo, pero había que considerar que se acababa de despertar de la animación suspendida y aún no tenía la cabeza clara. Ahora se trataba de inspirar profundamente para oxigenar bien el cerebro, girar la cabeza despacio y con seguridad hacia la derecha, posar la vista en el pedazo de realidad que enmarcaba la ventana y comprobar que aquel arbolillo fantasma no había existido nunca.

Se acomodó mejor en el sillón, inspiró profundamente, contó hasta tres, giró la cabeza despacio, los ojos bien abiertos, y el arbolillo nevado que creía haber visto... seguía allí, frente a sus ojos, una tracería de delicadas ramas casi negras contra el pálido cielo de la mañana. Sólo que no estaba nevado. Los copos blancos, que casi ocultaban en algunos lugares la grácil curva de las ramas, eran flores.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos e inspiró hasta el límite de sus pulmones sintiendo que estaba a punto de soltar la carcajada o de echarse a llorar.

Consiguió dominarse y clavó de nuevo la mirada en la ventana, que ahora le ofrecía la imagen del árbol desde un ángulo ligeramente distinto. En una de las ramas inferiores, un pajarillo no mayor que su mano, de un marrón sedoso y brillante, picoteaba entre las flores.

Yarek se incorporó un poco, probando sus fuerzas, se dio cuenta de que aún sería incapaz de caminar hasta la puerta para ver por sí mismo aquel milagro y casi se alegró. No estaba muy seguro de querer salir al exterior antes de tener la certeza de que lo que estaba sucediendo era real.

Pidió a Buitre que le comprimiera las imágenes que la cámara exterior había recogido en los últimos meses. «Yo puedo tener alucinaciones, una cámara no», se dijo a sí mismo. La pantalla se iluminó mostrándole el paisaje que tan bien conocía: la tierra muerta, los copos de nieve cayendo pesados, verticales, cubriéndolo todo con un grueso paño, las ventiscas más tarde, terribles nevadas que casi habían cubierto el refugio durante horas antes de fundirse a su alrededor dejando un muro de hielo por toda vista. Luego, en un proceso de semanas, que en su pantalla se resolvía en segundos, la nieve volviéndose traslúcida, cristalina, goteando lentamente desde el muro a la tierra, ofreciendo poco a poco la imagen de un paisaje enfangado, de tonos chocolate, en el que iban apareciendo manchas de un verde tierno.

Yarek había participado varias veces en unas reuniones dedicadas a la confección de tests de confluencia en las que se había decidido utilizar un sistema de expresión plástica. Un artista empezaba a pintar un paisaje a la vista de todos los sujetos y lo interrumpía en un punto de su desarrollo.

Luego los sujetos continuaban la pintura teniendo a su disposición los mismos colores y, cuando habían terminado, se medía el nivel de confluencia entre las obras.

El siempre se había sentido fascinado por las grabaciones de los distintos procesos. La cámara recogía y comprimía el desarrollo de cada obra y lo mostraba en unos segundos a los espectadores que observaban el nacimiento de un paisaje pintado, desde el lienzo vacío a la obra terminada.

Era así ahora en Yermo. Como si la mano de un pintor desconocido, usando sabiamente su paleta, estuviera creando un paisaje ideal ante sus ojos alucinados. EÍ suelo marrón se iba volviendo primero verde y luego, aquí y allá, surgían puntos de color: amarillos intensos, rojos encendidos, extensiones redondeadas de un violento azul genciana, toques de blanco luminoso, flores y más flores que la cámara no captaba en detalle, talios que crecían y crecían alargándose, dividiéndose en ramas, convirtiéndose en arbolillos que se cubrían de flores y de hojas tiernas.

Pidió a Buitre que ralentizara un poco las imágenes: como si un ser invisible acabara de soltarlos de sus jaulas, la pantalla se llenaba de pájaros que cruzaban veloces por un cielo que en segundos cambiaba de color, del alba al ocaso, en un delirio de malva, rosa, melocotón, amarillo, naranja, azul, verde, violeta, negro terciopelo punteado de estrellas. Surgían grandes mariposas blancas, pequeños roedores de un marrón avellana, un animal de gran tamaño cruzando la imagen en unas décimas de segundo...

Yermo se había convertido en un paraíso en tres semanas de tiempo real. Eso decían las imágenes que había obtenido la cámara, y las cámaras no mienten, luego era eso lo que le esperaba en el exterior en cuanto tuviera la fuerza suficiente para ponerse en pie y abandonar el refugio.

Pidió la lectura del termómetro: dieciocho grados sobre cero y hacía apenas dos horas que había amanecido. Probablemente subiría a veinticinco a lo largo del día. Y habría riachuelos por todas partes, tal vez un lago o un estanque. Con peces quizá, ¿por qué no?

«Sí, Yarek, ¿por qué no? Y danzarinas desnudas con flores en el pelo que vendrán a darte la bienvenida a la puerta del refugio. ¿No ves que es ridículo? ¿No ves que es absolutamente imposible?».

Pero la grabación estaba ahí, ante sus ojos, y su ventana le mostraba otra vista del paraíso en que se había convertido Yermo, y el corazón se ¡e iba detrás de aquella naturaleza recién estrenada que se llenaba de vida por momentos. No era posible y, sin embargo, estaba ahí, al alcance de sus ojos, de sus manos, de todo su cuerpo enflaquecido por la animación suspendida.

Pasó las siguientes horas alternando entre la grabación y la realidad cambiante que le ofrecía la ventana según el recorrido circular del refugio, observando atentamente.

No creía en milagros. En todos sus años de viajes e investigación había visto fenómenos extraños e incomprensibles, pero nunca habían pertenecido a la categoría de lo milagroso. Antes o después habían sido explicados. Siempre.

Sin apartar la vista de la ventana, dio a Buitre una orden verbal:

—Busca paralelos con el desarrollo de este planeta. Quiero saber si hay algún otro lugar donde haya sido registrado este mismo fenómeno.

En otros tiempos habría sido necesario indicarle a Buitre a qué se refería exactamente con «desarrollo» y «fenómeno», darle parámetros exactos de temperatura, humedad, duración, para obtener una respuesta aproximada al problema que deseaba solucionar. Ahora ya no. Buitre sabía exactamente lo que Yarek esperaba y su velocidad era sorprendente.

—Es posible establecer un paralelo con una zona del hemisferio norte del planeta madre.

—¿Con qué grado de confluencia?

—Según mis datos actuales, noventa y dos por ciento.

—Déjame ver.

La pantalla se llenó de datos y Yarek se abismó en el estudio de una zona subpolar en un planeta que nunca había visitado.

La noche fue terrible.

El silencio de Yermo, ese silencio de tumba que había sido tan inquietante al principio, había quedado roto por la irrupción de la vida y en varias ocasiones se había despertado con un sobresalto al oír el grito de un ave nocturna, el silbido del viento, otros sonidos cuya procedencia no era capaz de identificar. Luego había vuelto a dormirse para soñar con pájaros que volaban sobre su cabeza lanzando chillidos, buscando caza. Pero esta vez no eran buitres. Sabía que no eran buitres aunque no recordaba qué otra cosa eran.

Casi al amanecer otro sonido lo había sacado del sueño, un sonido que no se atrevía a reconocer ni siquiera ante sí mismo.

Se había acurrucado en la cama como un niño que se sabe demasiado mayor para despertar a sus padres y confesar que está aterrorizado pero es demasiado pequeño como para darse la vuelta y volverse a dormir. Como un niño, se había encogido con la espalda pegada a la pared y los ojos fijos en la puerta, rezando sin palabras y sin voz para que lo que caminaba en el exterior, fuera lo que fuera, no se acercara a él.

Había tenido miedo de pasar veinte años en un mundo deshabitado, pero ahora era terror lo que sentía al pensar en enfrentarse con lo que había creído oír. Porque era imposible que existiera. Y si existía, a pesar de ser imposible, era monstruoso.

Al levantarse se sentía mejor, algo más fuerte. Hizo unos ejercicios ligeros de estiramiento, se lavó, preparó un gran desayuno y sólo después de haber recogido los restos y haberse vestido se acercó a la ventana con un vago sentimiento, mezcla de esperanza y aprensión, de que quizá los fenómenos del día anterior se hubieran desvanecido durante la noche.

Todo seguía igual, aunque daba la impresión de que la naturaleza se había desarrollado mientras él dormía, de que todo era más grande, más fuerte, más vivo.

Tendría que salir. Sabía que tendría que salir y verlo con sus ojos, sin cristal aislante, sin temperatura controlada, sin protección. El aire debía de estar lleno de polen, ¿y si resultaba alérgico? Podía haber animales peligrosos. Tendría que ir preparado. ¿Había armas con cargas anestésicas en alguna parte de su equipo? No lo habrían previsto, Yermo era un planeta estéril, pero sin armas no podría salir del refugio y enfrentarse con... ¿qué? Sus pensamientos se confundían en una maraña de curiosidad, dudas y miedos que lo llenaba de inquietud. Él nunca se había sentido así. Él siempre había tenido la mente clara, siempre había sabido qué hacer. Yarek era un organizador nato.

Pensó por un momento qué hubiera hecho Yarek, el Yarek de antes, en una situación similar, y sintió una oleada de serenidad, de control perfecto: seis equipos de dos personas, tres de botánicos, tres de zoólogos, traje de máximo aislamiento a pesar de las lecturas favorables del sistema de medición, salidas de una hora con vuelta a la base para informar, recogida de muestras de todo tipo para el resto del equipo, técnicos medioambientales pegados a sus pantallas, barrido de todas las frecuencias..., resultados de los primeros análisis a las 15.30, reunión a las 16.00, coincidiendo con el café, para informar y contrastar opiniones.

Con una lenta sorpresa, se dio cuenta de que posiblemente él no habría salido al exterior, no el primer día. El trabajo siempre era demasiado urgente como para salir a pasearse sin más; eso se hacía más tarde, cuando ya había resultados concluyentes, cuando se habían enviado los primeros informes y todo el personal tenía una pequeña pausa para plantearse la dirección de sus investigaciones, cuando se podía excluir razonablemente la posibilidad de un peligro inmediato.

"El jefe de la expedición no se pondrá en peligro físico siempre que sea evitable». Constaba así en la reglamentación del trabajo de campo. Siempre había sido así, no lo había inventado él pero le parecía razonable.

¿Cuánto tiempo hacía de la última vez que no había sido jefe de expedición? Cerca de veinte años, por supuesto. Pero eso no quería decir que no se hubiera puesto en peligro cien veces, o que le asustara hacerlo. Era sólo que...

Que el jefe era demasiado valioso para arriesgarlo sin necesidad. Botánicos había miles, lingüistas, microbiólogos..., pero ¿cuántos Yarek? Uno. Uno solo. Eso era. Todo y todos dependían de él; de su experiencia, de sus decisiones, de su palabra. Por eso no habría salido el primer día. Ni el segundo.

Se apartó de la ventana y se instaló frente a Buitre. Ahora sólo se tenía a sí mismo; no podía arriesgarse innecesariamente y aún tenía mucho que aprender; Yermo seguiría ahí cuando estuviera listo, pero todavía no lo estaba. Todavía no.

6

tarde empezó a sentirse inquieto. Le resultaba casi pueril estar encerrado en su refugio cuando fuera brillaba el sol y la brisa hacía danzar las ramas de los árboles arrancando pétalos rosados que fingían una frágil nevada. Debería salir aunque fuera sólo unos minutos para instalar la cámara un poco más lejos en un intento de recoger más información sobre aquellos sonidos que había creído escuchar durante el duermevela y que, probablemente, hubieran sido producto de su sueño. Si por la noche se repetían y la cámara no registraba nada, podría saber con seguridad que se había limitado a imaginarlos y eso lo tranquilizaría considerablemente. Pero aún no había recogido bastantes datos y no disponía siquiera de un pequeño robot auxiliar que hubiese podido hacer el trabajo por él, de modo que la cosa estaba clara: o salía y empezaba a adueñarse de su mundo o se quedaría en el refugio hasta la llegada del invierno buscando excusas para justificar su inexplicable cobardía.

Con la mano ya en el descodificador de la puerta, se arrepintió de su decisión. Si en una expedición rutinaria hubiera ordenado a su gente llevar un traje de máxima protección, era totalmente absurdo no hacerlo cuando se trataba de su propia vida, de manera que volvió sobre sus pasos y pidió a su equipo de reciclaje un traje P-10 sabiendo que no estaría listo hasta la mañana siguiente. Pero en la base no importaba, era sólo cuestión de horas. Se tumbó en la cama y solicitó la Primavera de Vivaldi, como concesión al estado de ánimo de Yermo.

Tendría que ir pensando un nuevo nombre para el planeta de las sorpresas.

Cuando se extinguieron las últimas notas, Yarek se había quedado dormido. Como de costumbre, soñó con pájaros. Buitres esta vez; pollos de buitre que aprendían a volar lanzándose temblorosos desde sus altos nidos, aterrizando penosamente unos metros más abajo ante la fija mirada de sus madres. Yarek los contemplaba también, mientras retorcía un cable ensangrentado entre las manos, un cable cuya finalidad no comprendía y del que no se podía desprender. Si desviaba un poco los ojos, veía a un par de buitres, machos adultos, afilándose el pico en sus nidos de roca y arcilla, dejando unas marcas en la superficie que le infundían un curioso desasosiego, como si tuviera que ser capaz de comprender su significado y no pudiera hacerlo. Luego los buitres levantaban los ojos hacia él en una sincronización perfecta que puso de punta todo el vello de su cuerpo y, abriendo el pico para mostrar una lengua rojiza, como un pedazo de sangre coagulada, estallaban en carcajadas. Carcajadas humanas, frescas, infantiles.

Infantiles.

Abrió los ojos de golpe como una muñeca de museo y el sonido seguía ahí, vibrando en la oscuridad del refugio, atravesando las paredes de plástico reforzado y metal, clavándose en algún punto de su cerebro como un estilete envenenado. Eran risas humanas. Risas infantiles. Lo que le llegaba del exterior, lo que ya le había parecido oír la noche antes, era real, y, aunque se trataba de algo totalmente imposible, sonaba como si varios niños se estuvieran riendo a coro con unas risas francas, frescas, desinhibidas.

Un impacto en la pared del refugio lo hizo sentarse en la cama como un antiguo juguete de resorte, todos los músculos alerta. Luego un claqueteo, como una lluvia de granizo contra las paredes, seguido de otra explosión de carcajadas.

Estaban tirando piedras contra su refugio. En el exterior, en mitad de la noche, en Yermo, un grupo de niños tiraba piedrecillas contra su refugio. Tenía que estar soñando. No había otra explicación plausible. «Pueden ser monos —le sugirió una voz interior, mucho más serena—. Algún tipo de primate».

«Los primates no se ríen. Y además, ¿de dónde iban a salir?».

No se atrevía a encender la luz. No tenía forma de saber cómo reaccionarían aquellas criaturas, fueran lo que fueran. Pero no podía ignorar los acontecimientos y darse la vuelta en la cama a pesar de que tenía la seguridad de que el refugio era inexpugnable. Su traje estaba listo, habían pasado más de ocho horas, pero en el exterior era aún noche cerrada y no le serviría de mucho salir a explorar en la oscuridad.

Se levantó de puntillas y se acercó a la ventana: la pequeña luna iluminaba apenas el paisaje y era imposible distinguir el movimiento entre las sombras. Fue a colocarse un visor nocturno y volvió a mirar: un grupo de figuras de un metro de estatura se alejaba con rapidez en dirección a las lomas del sur. Creyó ver cuatro o cinco formas pero no podía determinar qué clase de seres eran. Por lo demás, el mundo estaba tranquilo.

Pidió un informe de daños: negativo. Suspiró aliviado, se vistió, tomó un desayuno ligero y se sentó frente a Buitre a dictar una memoria de lo sucedido hasta el momento, aguardando el amanecer.

Cuando hubo corregido la primera versión del texto, el sol llevaba más de una hora en el cielo, los pájaros llenaban el aire con su algarabía y las mariposas se ajetreaban entre los campos de flores. De las figuras nocturnas no había rastro en todo lo que permitían ver sus dos ventanas.

Yarek había consultado con Buitre y había llegado a la conclusión de que podría fabricar un arma anestésica usando sus suministros médicos, pero tomaría tiempo y no había forma de predecir si sería efectiva. Como siempre, la decisión era sólo suya.

Se preparó un café y se sentó junto a la ventana a tomarlo tratando de establecer un cálculo de posibilidades. El traje estaba sobre la cama, blanco, elástico, perfecto.

Yarek dejó la taza y empezó a vestirse. Había que salir. Era lo único que tenía algún sentido.

Echó una mirada circular a su refugio como si tratara de grabarse en la memoria cada detalle de aquellos pocos objetos que eran ahora su vida, su mano enguantada se agarrotó unos segundos en la manija de la compuerta y al final, con una corta inspiración, marcó la clave descodificadora con la izquierda y dio un innecesario tirón con la derecha.

Sus pies, enfundados en botas de una sola pieza, se hundieron en un mar de hierba que le llegaba a los tobillos y estaba salpicada de margaritas naranja, apenas más grandes que la uña de su dedo meñique. Volvió a cerrar herméticamente y se giró frente al mundo primaveral que, inexplicablemente, le resultaba más ominoso que la árida desnudez que había conocido a su llegada.

Echó a andar entre las flores aplastando la hierba con sus botas blancas, siguiendo la dirección aproximada del grupo de figuras nocturnas, tratando, con su entrenamiento de años, de no pensar, de no hacerse ideas sobre el aspecto y las intenciones del grupo de estudio, de no construir barreras ni prejuicios. Cuando los encontrara, juzgaría, no antes.

Tuvo que saltar varios riachuelos de aguas rápidas, transparentes y, con toda seguridad, heladas; se detuvo en numerosas ocasiones a grabar imágenes de los árboles de unos dos metros de alto que crecían aislados aquí y allá, de flores que recordaban a los tulipanes y a los lirios de fuego.

Se sentía más y más absurdo dentro de su traje aislante porque cada vez que controlaba las lecturas en el visor del casco se le hacía evidente lo innecesario de la protección.

Al remontar una loma de poca altura vio a sus pies un lago tan perfectamente azul que parecía un cielo invertido; tendría unos cuarenta metros de diámetro y en su extremo sur se divisaba un bosquecillo de un tipo de árboles que aún no había visto en su exploración. El amplificador de su casco le acercó la imagen: entre el bosque y la orilla se extendía una estrecha playa de arena blanca salpicada de huellas de diferentes tamaños de pies humanos desnudos.

Yarek se sentó en una piedra y clavó la mirada en la playa. Aparte de las huellas no se veía nada más. Ni rastro de movimiento. El grupo debía de haber salido a cazar, a recolectar o a cualquier otra cosa en la que basaran su supervivencia, pero lo que estaba claro era que se trataba de un grupo más numeroso de lo que él había pensado. Fijó el amplificador en las huellas y pidió a Buitre una estimación.

Según patrones humanos, los individuos más grandes podían medir hasta dos metros con un peso aproximado de setenta kilos. Las diferentes huellas indicaban siete adultos y once niños. No había más datos.

Desde su posición no se observaba nada que pudiera parecer una construcción, ni objetos de uso cotidiano, ni embarcaciones, ni restos de uso del fuego. Si efectivamente eran humanos, o habían perdido todos sus conocimientos, o no los habían alcanzado aún. O todo lo que tenían estaba escondido en algún lugar. O, sencillamente, parecían humanos pero eran otra cosa.

«Bien, Yarek —se dijo—. Ahora estás en tu elemento. Tienes un misterio. Resuélvelo. Ese es tu trabajo».

..Mi ex trabajo. Ya no soy xenólogo. No soy lo bastante bueno, ¿recuerdas? Ya nadie se fiaría de mis conclusiones».

«No tienes que dar cuentas a nadie. Estás solo en Yermo. Solo con ellos. Puedes hacer lo que quieras. Ignorarlos y encerrarte en tu refugio a esperar el invierno o salir a su encuentro y establecer una relación del tipo que sea. Tú decides».

Se encogió de hombros y empezó a bajar el flanco de la loma. No tenía nada mejor que hacer.

7

media tarde, cuando las sombras empezaban a alargarse y la hierba de las colinas distantes parecía una alfombra de terciopelo. Eran veintisiete y se hallaban diseminados en una amplia zona, arrancando y comiendo unas bayas amarillas que él había visto durante todo el día y había guardado en su bolsa de muestras.

No se inmutaron al verlo aparecer. Los más cercanos a él, dos machos y una hembra, se apartaron unos metros hasta el siguiente arbusto y siguieron alimentándose. Yarek grabó sus imágenes para posterior estudio. Eran altos, delgados y de piel blanca, con cabellos abundantes, largos y lacios, de un rubio cobrizo, los ojos intensamente verdes, muy brillantes, las facciones delicadas, con pómulos altos y narices estrechas. Todos iban desnudos y todos parecían jóvenes, apenas salidos de la adolescencia.

Tenían que existir individuos viejos, era evidente, y si no estaban allí, eso podía significar que existía algún tipo de asentamiento en otro lugar y que los jóvenes se encargarían de recoger frutos para alimentarlos, pero de momento se estaban limitando a comer sin guardar nada; ni siquiera tenían ningún tipo de recipiente tejido, trenzado, de cerámica..., nada.

La luz empezó a tomar tintes anaranjados y Yarek se encontró debatiendo la cuestión de si debía regresar al refugio —unas tres horas de marcha en línea recta— o quedarse junto al grupo tratando de seguirlos cuando se retiraran. De momento no parecía molestarles su presencia, pero eso no quería decir que le permitieran acompañarlos a su guarida.

Decidió quedarse.

Si no encontraba resistencia, intentaría ganarse la confianza de los más jóvenes para acercarse al grupo. Luego ya se vería.

Poco a poco, la tribu fue replegándose, sin dejar de comer lo que encontraban a su paso, en la dirección general del bosquecillo junto al lago. Yarek los seguía sin ocultarse, caminando lentamente en su traje blanco. Había captado algunas miradas de los más pequeños pero no se atrevía a hacerles gestos hasta haberse formado una idea de su código de expresión corporal, y la mímica facial no le servía de nada porque ellos no podían ver su rostro tras el cristal del casco. Se sentía un poco ridículo y un poco sobrehumano, como un astronauta del siglo XX entre un grupo de monos. Se preguntó qué pensarían hacer ahora, si existiría algún poblado en el bosquecillo donde los más ancianos esperarían junto al fuego asando peces sacados de los torrentes o si los jóvenes se limitarían a tumbarse en cualquier lado a esperar el nuevo día. No quería que sus deseos empañaran su capacidad de juicio pero no podía evitar ilusionarse con la idea de que quizá fuera un pueblo nómada, venido de los desiertos del sur, que, aunque terriblemente primitivo, pudiera convertirse en un interlocutor.

El Gobierno Federado tendría algún sistema de vigilancia implantado en Buitre; era totalmente impensable que lo hubieran abandonado allí sin dejarse una posibilidad de ponerse en contacto con él en caso de necesidad. Él dictaría sus informes y, si sus ilusiones resultaban ciertas, y había descubierto una civilización humanoide, por primitiva que fuera, estaba claro que el Gobierno sería informado inmediatamente y enviarían a un equipo de investigación y contacto. Esa podría ser su salvación. Había perdido a una especie pero había encontrado otra. Podría ser una compensación.

Llegaron por fin al bosquecillo y lo atravesaron en silencio y en una oscuridad casi total, los pequeños caminando junto a los adultos, formando un grupo cada vez más compacto. Al poco rato se abrió un claro ante ellos y los humanoides se repartieron en grupos de cuatro o cinco individuos, se acomodaron bajo los árboles y se dispusieron a dormir. No había cabañas, ni fuego, ni nada que recordara a una primitiva civilización humana. Yarek suspiró y se dejó caer al pie de un árbol desocupado. Si sus ideas resultaban erróneas y aquellos seres no eran una especie inteligente, habría encontrado a unos animales con los que entretener sus largos años de destierro, pero nada más. Ni conversación, ni enseñanzas mutuas, ni esperanza de que el Gobierno enviara ninguna delegación. Pero era mejor que nada, en cualquier caso; por lo menos tendría algo que observar.

La noche se le hizo eterna. Dormir enfundado en el traje le resultaba incomodísimo y los sonidos del bosque, tan cerca y sin ningún tipo de protección, le causaban un enorme desasosiego. Llevaba demasiados años alejado del contacto directo con los alienígenas que estudiaba y había perdido la costumbre de estar siempre en guardia, de modo que apenas consiguió relajarse.

Al amanecer, cuando casi había logrado quedarse dormido, los humanoides se dispusieron a empezar el día.

Desde su puesto de observación, bajo el árbol, algo alejado del grupo, la escena parecía una ilustración de libro antiguo: la luz entre malva y gris, los cuerpos gráciles del pueblo desconocido, casi etéreos en la semipenumbra, como elfos legendarios, el rocío brillando sobre la hierba, las madres recorriendo con manos hábiles el cabello de los hijos, el silencio apenas roto por el piar de los primeros pájaros... Si aquellos seres hubieran vestido túnicas plateadas y alguien hubiese entonado una melodía, aquel bosque habría podido ser el Lothlórien de las antiguas baladas, la mágica corte del rey Laurin o el bosque de Galadriel.

Pero todo aquello no era más que un exceso de literatura primitiva, ecos de sueños desaparecidos, fantásticos reflejos de humanos olvidados que sólo un puñado de estudiosos como él conservaba aún en su cerebro. Aquello no era más que una mañana común en un planeta perdido en que un grupo de animales, curiosamente parecidos a una de las principales especies galácticas —la humana—, se entregaba a la rutina de su existencia cotidiana.

Se puso en pie y emprendió la marcha tras ellos. Durante todo el día observó su vida sin participar. Los vio bañarse y jugar en el lago, buscar bayas, semillas y raíces, tumbarse al sol, defecar, salir huyendo en una ocasión para escapar de una amenaza que él no llegó a registrar..., actividades que hubieran podido ser fascinantes en otras circunstancias pero que a él le dejaban un amargo sabor de boca. De todas formas grabó casi tres horas de su ciclo natural y dos más de otras especies animales que iba encontrando.

Había un tipo de roedores, de pelo casi negro listado de crema, que parecían encontrarse siempre cerca de los humanoides sin que los unos interfirieran en la vida de los otros y que atrajeron su atención por su cantidad y la curiosidad que demostraban por él. Tanta, que en una ocasión llegó a sentir miedo cuando casi dos docenas de individuos se congregaron a sus pies mirándolo con ojillos brillantes y negros. Por fortuna consiguió dispersarlos con gritos y palmadas y no volvieron a acercarse tanto a él. Los niños humanoides, que contemplaban la escena, debieron de encontrarlo muy divertido porque se pasaron el resto del día haciendo palmas como le habían visto hacer a él.

A la caída de la tarde el grupo se instaló junto a un arroyo a media hora de marcha de su refugio y Yarek decidió darse un descanso y abandonar su observación por el momento. Tenía la impresión de que no le quedaba mucho más que observar desde su punto de vista de mero curioso. Se había pasado dos días tratando de hacer coincidir alguno de los criterios universalmente aceptados para la vida inteligente con las actividades del grupo y no lo había conseguido. Ahora lo mejor sería aislarse durante un tiempo y reflexionar sobre lo observado. Tal vez en las grabaciones encontrara algo que le hubiese pasado desapercibido al natural. Y además estaba deseando quitarse el traje y las sondas de evacuación, sobre todo las sondas, y quería lavarse y dormir en su cama y comer algo sólido y escuchar música.

Entró al refugio de buen humor a pesar de todo, dando gracias al cielo por sus comodidades civilizadas. En los antiguos textos se idealizaba la vida en los bosques pero al parecer nadie se había planteado lo molesto que resultaba dormir en el suelo. Y cuando se decidiera a quitarse el traje para salir al exterior, habría que añadir la humedad y el fresco de la noche, los peligros desconocidos, la monótona dieta de bayas y raíces —los humanoides no parecían ser capaces de cazar o pescar—, y el tedio infinito de una vida orientada únicamente a la supervivencia, sin comunicación verbal, sin artesanía, sin música, sin sentimientos matizados, sin nada de lo que separa la vida animal de la inteligente.

Dictó informes durante una hora y, ya casi de noche, dejándose llevar por un impulso de autoafirmación, abrió la puerta del refugio, sacó una de sus dos sillas de plástico, y se instaló a la entrada con un vaso de agua en el que burbujeaba, deshaciéndose, un comprimido de cerveza sintética.

Por un momento el olor del mundo de afuera estuvo a punto de darle dolor de cabeza; era un olor casi olvidado a humedad, vegetación, flores abiertas, excrementos animales probablemente, agua corriente. Tardó unos segundos en identificarlo: era olor a vida. A vida en estado natural.

Sonrió para sí mismo. Lo habían enterrado en un desierto y el desierto había florecido para él. Como una mujer a la que todos desdeñan por fría y distante y que luego se revela en la intimidad de su cuarto como una amante apasionada. ¡Idiotas! ¡Confinar a Yarek en un planeta estéril sin saber que era el mundo de las dos caras, como el antiguo dios Jano!

Ianus. El dios del umbral. De la paz y de la guerra, del futuro y el pasado.

Hizo una nota mental de cambiarle el nombre a Yermo: ahora se llamaría Ianus; ahora que él era el único que sabía de su doble naturaleza. Y habría que ponerle nombre a los humanoides élficos que vagaban en las frondas. Y a los pequeños roedores curiosos.

Soltó la carcajada. Por primera vez desde el comienzo de su carrera se sentía realmente como un dios, con derecho a nombrar su mundo. Por lo común ese era trabajo de los lingüistas y de las varias comisiones encargadas de confeccionar las listas de nuevas adquisiciones. Ahora no. Ahora Yarek no tenía por qué contar con nadie; nombraría su mundo como quisiera, como en el mito de Adán y el Paraíso perdido. «El hombre dio nombre a los animales en el principio...». Tomó un largo trago de su vaso de cerveza, sintiéndose agotado y feliz, como si hubiera sido él, en persona, el que había construido todo el planeta. Un roedor se acercó a su silla desde el círculo de sombras y empezó a olfatearle los pies calzados con zuecos. Después del primer sobresalto, pensó ofrecerle alguna migaja de su comida e, inmediatamente, se decidió en contra. Si apenas había podido quitárselos de encima por la mañana, se volverían insoportables en cuanto aprendieran que el Extraño regalaba comida. Antes o después lo aceptarían como parte natural de su entorno y dejarían de molestarle. Reprimió el deseo de pasarle la mano por el pelo, suave y brillante bajo las luces exteriores del refugio, y se limitó a mirarlo. El roedor, con una cómica cara de concentración, estuvo observándolo a su vez hasta que se cansó y se puso a mirar hacia el interior de la vivienda. Yarek, alarmado de pronto al pensar que pudiera metérsele en casa, se levantó de golpe y el animalillo huyó hacia la oscuridad.

Antes de acostarse, se hizo un chequeo en la medimáquina, recogió con un suspiro de satisfacción los resultados, y decidió llamar iloi a los humanoides en un vago homenaje a un oscuro escritor del siglo xk. A los roedores los llamó sherta, sin ninguna razón, haciendo uso de su real capricho.

Cuando despertó, no recordaba lo que había soñado.

8

días viendo las grabaciones hasta que se las supo de memoria y dando cortos paseos sin traje protector para familiarizarse con la naturaleza que le rodeaba. El cambio sufrido por el paisaje era tan grande que a veces tenía la impresión de estar viviendo dentro de un sueño; ya nada recordaba a las lomas peladas que había conocido a su llegada: la vida lo había invadido todo y, con ella, los colores, los olores, los sonidos, el movimiento incesante. Los arbolillos habían perdido ya sus flores y estaban empezando a producir unos frutos pequeños y ovalados que posiblemente acabarían convertidos en algún tipo de nuez. Daba la impresión de que la naturaleza de Ianus trabajaba a marchas forzadas, como temerosa de que llegara el invierno a traición y la sorprendiera sin acabar su ciclo. Yarek se preguntaba a cada momento cuánto duraría el milagro y, sobre todo, cómo se produciría la transformación, adonde irían a parar los árboles, los lagos, los pájaros, los sherta, los iloi. Sobre todo los iloi.

¿Llegaría un día en que al despertar todo habría desaparecido como un espejismo o tendría unas semanas, unos días de otoño apresurado para despedirse del paraíso? ¿Se marcharían los iloi de la noche a la mañana para volver a las tierras del sur de donde probablemente habían salido y no regresarían hasta después del invierno, o se retirarían a alguna montaña desconocida a pasar la estación de los hielos en alguna cueva subterránea? A él no le constaba que no conocieran el fuego. Quizá lo utilizaban sólo en la época de los grandes fríos, ocultos en algún refugio natural en la frontera entre las tierras áridas y los desiertos.

Había tantas preguntas sin respuesta, tantos misterios por resolver que se sentía ignorante e inadecuado, peor que un estudiante de primer año, cargado de teorías inútiles que no podía verificar.

Al cabo de tres días de retiro voluntario volvió a acercarse a los iloi, esta vez sin traje. No hubo ningún problema para que lo aceptaran en el grupo pero tardó casi una semana en que reaccionaran frente a él. Al principio lo ignoraron, como habían hecho la primera vez, luego los más pequeños empezaron a acercársele y a tocarlo y lentamente fue haciéndose con un círculo de niños que lo seguía a todas partes imitando fielmente sus movimientos. Solía quedarse con ellos durante unas horas y luego regresaba al refugio para librarse del acoso de sus nuevos amigos y volver a sentirse humano. A veces los visitaba diariamente, otras dejaba pasar varios días, dependiendo de la fluctuación de sus esperanzas con respecto a ellos.

Llegó al lugar donde los iloi estaban comiendo hojas de una planta verde grisáceo a la que aún no le había puesto nombre y, como la última vez, cinco días atrás, los niños salieron a recibirle entre chillidos y carcajadas. Siempre le sorprendía lo que eran capaces de crecer en unos días, como los árboles, como la hierba. Ahora parecían casi pre-dolescentes mientras que los adultos de su primer encuentro habían perdido ligeramente la elasticidad de la plena juventud.

Como siempre, los contó de una ojeada: veinticinco. Una hembra estaba herida aunque no de gravedad; se apreciaban marcas de garras en su espalda y cojeaba ligeramente. Yarek sintió un escalofrío al verla: acababa de darse cuenta de que había algo en Ianus contra lo que debía estar en posición de defenderse, y no lo estaba. No poseía una sola arma. De ningún tipo.

Sacudió los hombros como para librarse de las inquietantes imágenes que se estaban formando en su mente y, al instante, todos los jóvenes iloi copiaron el gesto entre risas. Yarek sonrió también y se sentó en la hierba para su sesión de imitaciones. Era el único punto de contacto que había encontrado y estaba dispuesto a seguirlo hasta el final. Los niños, once cachorros de ambos sexos, se sentaron a su alrededor tratando de colocar las piernas en la misma posición que él. Unos metros más allá, media docena de shertas los observaban masticando parsimoniosamente las ramas tiernas de una planta cubierta de bayas azules que no parecían interesar a los iloi.

Yarek empezó la sesión del día con una sucesión de sonidos: /a/ y /o/ repetidos alternativamente hasta la saciedad con pausas de cinco segundos para permitir a los niños que los captaran y pudieran imitarlos. Los iloi, que esperaban gestos como en ocasiones anteriores, se quedaron perplejos y permanecieron en sus puestos, cada vez más inquietos pero sin hacer el menor intento de imitar a su maestro.

Pasados tres minutos sin obtener resultados, Yarek cambió de táctica, profundamente descorazonado por sus intentos fallidos de hacerles emitir sonidos humanos, y se metió un dedo en la nariz. Al momento todos le imitaron sonriendo de oreja a oreja,

"Parecen elfos de cuento pero son cretinos totales», pensó Yarek.

Luego se puso una mano sobre la cabeza, Once manos se posaron sobre cabelleras revueltas y no muy limpias. Luego otra mano. Once manos más.

Continuaron así durante casi una hora hasta que los alumnos empezaron a dar muestras de falta de atención y Yarek, poniéndose en pie, dio por terminada la clase.

«Imitación gestual. Todo lo que he conseguido ha sido una maldita imitación gestual. Con eso no llegaré jamás a ningún sitio».

Dio una patada al suelo y, por descuido, destruyó la entrada de una madriguera de shertas. Pensó por un instante agacharse a abrir de nuevo el agujero y rechazó la idea con un bufido. Se sentía demasiado frustrado para molestarse por una madriguera más o menos; iría hasta el lago a nadar un rato. El verano no iba a ser eterno y tenía que aprovecharse, así que echó a andar cuesta abajo suponiendo que los niños lo seguirían como solían hacer.

No fue así. Al darse la vuelta para ver qué estaban haciendo, se dio cuenta de que varios de ellos rodeaban el lugar que él había destruido y estaban arreglando el destrozo.

Se quedó de una pieza. Aparte de las clases de imitación, era la primera vez que veía a los iloi hacer algo que no les reportara un provecho inmediato en su lucha por la supervivencia. ¿Habría descubierto algo similar a los sentimientos humanos de ayuda y compasión o sería una muestra de una relación simbiótica entre sherta e iloi que hasta entonces le había pasado desapercibida?

Esperó donde estaba a que terminaran de arreglar la madriguera y se dirigió de nuevo hacia el lago volviendo la cabeza, pero esta vez no lo siguieron. Se limitaron a ignorar su presencia como hacían cuando algún joven miembro del grupo defecaba en el mismo lugar en que los otros estaban comiendo. Un comportamiento social en el que había puesto grandes esperanzas pero que, hasta el momento, no le había llevado a ninguna parte.

Llegó hasta el lago, se quitó chaqueta, camisa, pantalones cortos y botas, y se lanzó al agua que seguía estando helada a pesar de la cálida temperatura exterior. Si no querían acompañarlo era asunto de ellos. No se iba a molestar porque unos cuantos cachorros tuvieran algo mejor que hacer que ir a chapotear con un humano. Recorrió el lago dos veces con el corazón bombeando a toda potencia, intentando compensar su frustración con rapidez y esfuerzo físico.

Se dio la vuelta para nadar de espaldas y tuvo que salir a toda prisa porque, por primera vez desde que estaba en Ianus, el cielo se había cubierto a una velocidad de locura y estaban empezando a caer las primeras gotas. En unos minutos el mundo se había vuelto gris y en unos minutos más, Yarek, que apenas se había entretenido lo justo para vestirse, ya casi no era capaz de distinguir el camino a casa entre la cortina de agua que lo golpeaba con una fuerza inaudita.

«Ellos lo sabían —se dijo entrecortadamente mientras jadeaba colina arriba hacia el refugio—. Los malditos iloi lo sabían; por eso no han querido bajar conmigo hasta el lago. Lo sabían y no han hecho nada por impedírmelo».

Se equivocó dos veces de camino y, cuando por fin alcanzó el refugio, la lluvia comenzaba a amainar y él tenía la sensación de que estaba húmedo y helado hasta por dentro del cuerpo. Cerró la puerta, subió al máximo la calefacción, y empezó a frotarse con todas sus fuerzas, temiéndose lo peor.

Por la noche, a pesar de la medimáquina, de la calefacción y del alcohol que había ingerido, se sentía tembloroso y febril, le dolía la cabeza y tenía la sensación de que todos los huesos se le habían vuelto blandos.

Pasó la noche entre pesadillas que no podía recordar cuando despertaba cada dos o tres horas y, al amanecer, la medimáquina le informó de que sería conveniente suspender su actividad durante un período de tres a cinco días para poder luchar contra su enfermedad con mayor eficacia. Yarek se encontraba tan mal que dio la orden. En ese momento lo que menos le importaba en el mundo eran los iloi.

9

una semana cuando, aún resentido, se puso en camino hacia sus protegidos. No se habían producido cambios radicales en el paisaje, pero Yarek tenía la sensación de que la eclosión de la naturaleza había pasado ya de su punto álgido y pronto empezaría a declinar. Habían madurado los frutos que, efectivamente, se habían convertido en una especie de pistachos y habían atraído a toda clase de animales que se ocupaban en descascarillarlos y comerlos de inmediato o transportarlos al subsuelo donde servirían de aumento para el invierno.

Los sherta no eran una excepción. Había docenas de ellos al pie de cada árbol recogiendo y guardando en la boca lo que los pájaros dejaban caer.

Yarek agitó al pasar uno de los arbolillos y una granizada de pistachos marrones cubrió el suelo a su alrededor. Los sherta acudieron de todas partes para recogerlos y sus agudos chillidos le acompañaron hasta que remontó la loma.

Le resultaba curiosa la manera en que la naturaleza había dispuesto la supervivencia de las distintas especies. Si los sherta necesitaban esos frutos para sobrevivir durante el invierno, ¿por qué no habían sido dotados de alas o de un sistema trepador que les permitiera subir a los árboles? Por cuestiones de equilibrio ecológico, probablemente. Quizá no fuera necesario que sobrevivieran muchos individuos para la próxima estación.

¿Sería igual con los iloi? ¿También a ellos les habrían sido negadas las capacidades que les permitirían alcanzar lo que necesitaban? ¿Y qué había del siguiente paso en la evolución? ¿Tendrían que esperar durante generaciones sin fin hasta desarrollar un lenguaje, descubrir el uso del fuego, aprender a protegerse de la intemperie, crear mitos, forjar imperios?

No todas las especies inteligentes habían seguido la misma pauta, por supuesto. Dos de ellas no conocían la escritura y carecían de sistema jerárquico reconocible, pero en principio era un patrón bastante común y, dentro de él, los iloi estaban tan lejos del primer paso como un vulgar chimpancé terrestre. Más lejos incluso, porque varios chimpancés habían conseguido aprender a comunicarse con sus entrenadores mientras que los jóvenes humanoides no habían llegado siquiera a imitar un simple sonido vocal.

Oyó a los iloi antes de verlos y lo que creyó entender le cortó la respiración. Habían tardado más de una semana en ser capaces de imitarlo, pero lo habían conseguido. Ellos, que siempre habían sido criaturas mudas salvo algún gruñido ocasional, estaban gritando «ooos» y «aaas» totalmente inequívocos. Que eso tuviera algún significado era otra cuestión, pero la evidencia de su aprendizaje resultaba innegable.

A toda carrera, se lanzó loma abajo, con auténtico anhelo de encontrarse entre ellos. Podía tardar años, pero les enseñaría a hablar.

Los vio ya desde lejos, en una pequeña explanada junto al riachuelo Telma, uno de los tres que abastecían el lago, pero en esta ocasión ninguno de los niños corrió a su encuentro. De hecho, los niños habían desaparecido y sólo tras unos minutos de perplejidad logró aceptar que aquellos jóvenes machos que se gritaban entre sí eran los mismos preadolescentes de la semana anterior. Las niñas, ya convertidas en hembras adultas, con pechos redondos y caderas suaves, dentro de la esbeltez típica de la especie, estaban sentadas a la orilla del agua con el cabello cubierto de hojas y flores, contemplando fascinadas la lucha verbal de los machos.

No hacían falta muchos conocimientos de zoología para darse cuenta de que estaba asistiendo a un ritual de cortejo que culminaría con la elección de pareja y la copulación.

No les había enseñado nada. Aquello no era una muestra de su capacidad de imitación y aprendizaje. Era tan antiguo como el mundo. Un comportamiento genéticamente implantado que no se manifestaba hasta que los individuos estaban hormonalmente maduros para ello.

Tragándose su decepción, sacó la grabadora de la bolsa y empezó a registrar metódicamente los distintos enfrentamientos entre los machos, intercalando imágenes de las hembras excitadas, sonrientes, atentas al desarrollo y resultado de los combates sonoros.

Se recordó a sí mismo en Viento, sentado en unas rocas alabastrinas junto con Vera, la zoóloga jefe de su equipo, grabando el ritual de cortejo de los buitres, su vuelo majestuoso, sus caídas en picado para arrancar un par de plumas del yelmo de plata del contrincante, el ridículo anadeo del macho vencido para señalizar que no deseaba continuar la lucha.

Vera había creído en él. Había sido la primera en dar su opinión con toda franqueza, mirándolo a los ojos: «Son unos animales sublimes, Yarek. Si en este mundo hubiera humanos primitivos, estoy segura de que habrían representado a sus dioses en forma de buitre. Pero son animales, no me cabe la menor duda».

Luego, en el juicio, con los labios apretados y la piel cenicienta, ya no estaba segura de nada. Había contestado entrecortadamente a las preguntas del fiscal y había acabado sollozando y pidiendo perdón por su error. Y, antes de abandonar la sala, lo había mirado durante unos segundos, como implorante.

El suicidio de los buitres la había destrozado, igual que a la mayor parte de los miembros del equipo. Pero ella había confesado su error y él no. Eso era todo.

Había sido hermoso, en Viento, contemplando a los buitres en aquella roca, acariciando su nuca mientras ella grababa las imágenes de los pájaros gigantes.

Sintió cómo se tensaban todos sus músculos de pura nostalgia. Nostalgia del pasado. De Viento. De la piel de Vera. De la libertad y la belleza de su trabajo.

Aquella misma noche, o quizá hubiera sido otra, todas las noches de Viento se confundían en un diluvio de estrellas fugaces y brisas perfumadas, habían hecho el amor sobre la hierba. Él y Vera. Como hacían ahora los iloi ante el objetivo de su grabadora, al aire libre, con el cielo por sábana.

Pero no. Los iloi no hacían el amor. Copulaban. Cumplían con una exigencia reproductora que nada tenía que ver con el amor, con el mundo del sentimiento y las pasiones, reservado tan sólo a las especies más desarrolladas.

Vera se deslizaba como seda entre sus brazos. Vera y su larga melena negra. Los recuerdos se le confundían. Vera era rubia y llevaba un corte de pelo casi militar. ¿Entonces quién? ¿Sun Li, la oceanógrafa, desocupada en Viento, que se había limitado a disfrutar de unas largas vacaciones y a convertirse en fuente de placer y de alegría para sus compañeros? ¿Míreille?

Viendo a los iloi, con sus cabellos de cobre y sus largos cuerpos blancos que ningún sol parecía ser capaz de broncear, todas las mujeres de su vida se confundían en una sola, una única forma femenina sin nombre y sin rostro que ponía un ahogo en su pecho.

Guardó la grabadora y emprendió la marcha hacia el refugio deseando poder huir de sí mismo como se huye de un lugar cargado de malos recuerdos para no volver más.

Ya en la puerta de casa, encontró un montoncillo de pistachos junto a la entrada. Los deshizo de un puntapié y se encerró en su prisión deseando tener a alguien a quien dar un soberbio puñetazo.

10

evitó a los iloi estableciendo una rutina de paseos por los alrededores del refugio, estudio de los últimos informes sobre planetas recién descubiertos, sesiones de tridi, dictado de observaciones sobre Ianus y masturbación ocasional.

Sus sueños habían vuelto a llenarse de buitres y de imágenes obscenas. Su mente volvía una y otra vez a antiguos recuerdos de enamoramientos eternos, períodos de pasión, matrimonios, orgías, acompañantes profesionales pagadas por el Gobierno para relax de sus mejores especialistas en viajes de asesoramiento, la piel color café de Nakembe, su tercera esposa, las uñas doradas de Ilii, que le había enseñado la técnica del orgasmo suspendido, los pechos gloriosos, y posiblemente falsos, de aquella mujer que había conocido en Geles y cuyo nombre ya había olvidado, un desfile inacabable de fragmentos de cuerpos femeninos. Siempre eran fragmentos, imágenes apenas entrevistas, recuerdos de un contacto, de un olor. Sin palabras, sin historia, sin hilación.

Como un adolescente, no podía apartar sus pensamientos de todas las veces en que un cuerpo de mujer lo había hecho feliz y, si durante el día conseguía refrenarlos, de noche acudían en tropel disfrazados de símbolos, de plumas, de sangre, de muerte.

Vivía más de noche que de día, combinando en sus sueños fragmentos de su existencia pasada, de sus recuerdos, de sus obsesiones, de sus anhelos no cumplidos. Sus noches eran caóticas pero intensas, mientras que su vigilia estaba llena de shertas chillones que saltaban entre sus pies, pajarillos azules que había llamado pintos y que se atrevían a comer pistachos de su mano, lecturas que cada vez le interesaban menos y música barroca acompañada de cerveza sintética y frustración.

Había leído en uno de los boletines una noticia mínima que lo había dejado insomne durante casi dos días: se había descubierto un planeta riquísimo en recursos de todo tipo y, ahora que Yarek no estaba disponible, se debatía sobre el nombramiento de un xenólogo jefe de expedición que asesorara sobre la existencia de vida inteligente autóctona. Se barajaban los nombres de tres de sus alumnos: Méndez, Lundgren y Várela. La nota no decía nada más y Yarek se consumía en un delirio de impotencia.

Eran buenos profesionales los tres, sin lugar a dudas, pero incapaces de asumir una responsabilidad de ese calibre. Marta Méndez era quizá la mejor, pero su tendencia a la arrogancia y la autopropaganda la hacía prácticamente incapaz de organizar un equipo que trabajara sin fricciones. Él la conocía bien, había sido su segunda en tres ocasiones, hasta que había tenido que prescindir de ella para no quedarse sin los especialistas en quienes más confiaba. Erik Lundgren era bueno pero débil, incapaz de tomar una decisión rápida y mantenerla. Tommi Várela era justo lo contrario: irascible, imprevisible, dado a correr riesgos innecesarios y a tomar decisiones por pura intuición que, si se revelaban erróneas, no tenía escrúpulos en achacar a presión de su equipo. Ninguno de ellos valía para xenólogo jefe y los cretinos del Gobierno tenían que saberlo. Sólo a él podía habérsele encomendado esa misión, y él estaba encerrado en Ianus mojando las sábanas como un colegial al pensar en una tribu de animales malolientes con aspecto humano; pero al menos eso era algo que sus colegas nunca sabrían. Cuando lo recordaran, recordarían al gran Yarek nimbado por la luz del martirio, exiliado en un planeta muerto por haber tenido la fuerza de mantener su opinión, de defender sus creencias hasta el fin. Los buitres eran animales. Punto. Y a su modo de ver, el que se hubieran suicidado en masa no probaba en absoluto su inteligencia. En la Tierra también había existido una especie, los lemmings, que se entregaban periódicamente a suicidios en masa, y a nadie se le había ocurrido nunca defender la tesis de que fueran equiparables en inteligencia a los seres humanos. Pero ese era otro de los argumentos que había fallado en el juicio.

Pidió a Buitre que desconectara la grabación que había estado pasando incesantemente por la pantalla. Ya casi le resultaba repugnante ver a los iloi con su aspecto etéreo y legendario embistiéndose entre la hierba y las flores. Y la escena de los gritos era todavía más insoportable. Él era capaz de gritar más y mejor pero era humano y, por tanto, se encontraba muy por encima de todos ellos. No se iba a rebajar a servirse de una de aquellas hembras por mucho aspecto de elfa que tuvieran.

El pensamiento le cortó la respiración y la mano que sostenía el vaso de plástico empezó a temblarle descontroladamente. Se levantó de un salto y se lanzó a caminar por el refugio a pasos largos, como una fiera enjaulada, negándose a aceptar como propio el pensamiento que acababa de formular, aunque algo en su interior le decía que todos los sueños de las últimas noches no eran más que una manifestación de ese deseo.

Salió del refugio, aunque ya había oscurecido, tratando de calmar con ejercicio y aire fresco el ansia que sentía. Nunca se había dado tanto asco. Nunca había pensado en un animal como pareja sexual aceptable. Sin embargo ahora... Su deseo era evidente, su excitación también; resultaba absurdo negárselo a sí mismo y no había nadie ante quien tuviera que ocultarlo.

¿Iban a conseguir que cayera tan bajo después de una vida como la suya? ¿Sería eso parte del castigo de Yarek?

¿Habría un equipo de grabación esperando en alguna parte, dispuesto a recoger su humillación para mostrarla al universo? No era imposible que lo hubieran preparado todo para ensuciarlo a ojos de la opinión pública. No sería la primera vez que se preparaba una campaña de difamación contra alguien que hubiera caído en desgracia, y una cosa así acapararía los titulares de todas las agencias de información. Después de eso, Yarek estaría mejor muerto.

Llegó a uno de los bosquecillos sin ser consciente de ello, perdido en estériles pensamientos de venganza. Sus botas hacían crujir los montones de cáscaras de pistacho que cubrían el suelo, pero, por lo demás, el silencio era total. Un poco más arriba, a su derecha, las formas blancas de los iloi vagaban entre los árboles agitando las ramas con aire ausente, como si fueran sonámbulos. Le dio la impresión de que el grupo se había reducido o quizá sólo se habían disgregado de momento.

Trató de ignorarlos pero sus pasos se dirigieron hacia ellos sin intervención de su voluntad. Alzó la mano en un gesto de saludo y varias manos se alzaron en respuesta. «En imitación», se corrigió.

Los cuerpos de los iloi eran casi fosforescentes en la penumbra azul. Las hembras tenían el vientre hinchado. Todas menos una. Una que había seguido moviendo la mano cuando los otros ya habían vuelto a su tarea de agitar las ramas más altas.

De repente tenía mucho calor, un calor enfermizo.

Miró a su alrededor, sabiendo que era una locura, y empezó a desnudarse, sintiendo cómo el fresco de la noche invadía lentamente su piel. No se quitó las botas.

La hembra seguía de pie frente a él, cada vez más cerca con cada paso, mirándolo a los ojos, esperando.

Algunos machos se acercaron a ella, como arropando su soledad, y se quedaron inmóviles a dos pasos de su espalda, esperando también.

Por un instante, Yarek sintió el olor de su propio cuerpo: sudor, sexo, miedo. Luego dejó de sentir. Algo atávico, profundamente enterrado en el interior de sí mismo, rompió las barreras de cincuenta años de civilización y se apoderó de sus músculos. Echó atrás la cabeza y gritó: un alarido largo, profundo, poderoso, casi un rugido de fiera.

Los machos agacharon la cabeza y se alejaron sin contestarle.

En la oscuridad, Yarek dio los pasos finales hacia la hembra que sería suya por derecho, apretó los brazos en torno a su cuerpo, cerró los ojos, y el mínimo resto de mente civilizada que aún parpadeaba débilmente en su consciencia se apagó como una luz.

11

su vuelta al refugio se le escapaban como arena entre las manos. Le acudían imágenes de sí mismo tropezando en la oscuridad, poseído del deseo de escapar del lugar de su vergüenza, la sensación del agua helada del torrente con la que se había frotado la cara y las manos una y otra vez en un vano intento de borrar aquel contacto que quemaba como el fuego, sus manos temblorosas contando los sedantes, ya en el refugio, con la puerta herméticamente cerrada y todas las luces encendidas. Luego el sueño como un pozo inacabable y en algún momento del día siguiente, o quizá de otro día, la certeza de haber contraído una enfermedad incurable, como había sido el caso de tantos humanos en la antigüedad que, xenólogos a su manera, se habían arriesgado a tener una relación sexual con animales parecidos a otros que creían conocer. Palabras olvidadas como sífilis, sida, ross, se insinuaban en su mente y volvían a retirarse dejando tras de sí un desierto calcinado por el miedo y la vergüenza.

No se atrevía a acercarse a la medimáquina. Si de alguna manera lo estaban vigilando, lo sabrían inmediatamente y la burla no tendría límites. Cuando cerraba los ojos, oía sus carcajadas de triunfo, los cuchicheos saltando de corrillo en corrillo en cualquier acontecimiento social. Y la máquina no podría curarlo, no sin la ayuda de sofisticados sistemas médicos que lograran identificar el virus y luchar contra él.

No tenía salida. Estaba acabado. Ya ni siquiera podía respetarse a sí mismo. Sus días se consumían lentamente en los límites de sus paredes de plástico y metal, siempre atento a la aparición de los primeros síntomas.

Por las ventanas veía a los shertas acarreando montones de hierba cortada hacia sus madrigueras, preparando el largo sueño. El invierno se acercaba, hasta él lo sentía en los huesos, y traía su muerte firmemente sujeta en sus mandíbulas de hielo. El regalo de Ianus al primer humano en pisar su superficie.

Día a día la hierba se iba volviendo amarilla mientras las temperaturas bajaban, y las nieblas cubrían el paisaje hasta mucho después de salir el sol, los torrentes iban menguando de caudal y en unas semanas el lago no sería más que un hoyo de agua enfangada que acabaría por ser absorbida definitivamente, dejando sólo una hondonada pedregosa como recuerdo.

Un par de días atrás, desde la puerta del refugio, que ahora rara vez abandonaba durante más de una hora por miedo a que los síntomas se le presentaran estando demasiado lejos de casa, había visto a los iloi bailando una extraña danza desprovista de música en torno a los árboles de pistachos, ahora ya pelados. Las hembras, con el vientre deformado por la maternidad, parecían arañar el suelo con los pies mientras los machos giraban y giraban en torno a los árboles dando recias patadas al suelo como si quisieran grabar sus huellas en la tierra aún blanda. Quizá fuera un ritual de despedida antes de emprender la marcha hacia el sur en una carrera contrarreloj dificultada por los cachorros que pronto nacerían.

Resultaba profundamente absurdo que su ciclo de reproducción estuviera orientado hacia el invierno, que sus hijos nacieran en el peor momento del año, cuando el alimento era inexistente y las temperaturas feroces. Pasó por su mente el hecho de que, al principio de la primavera, había niños entre ellos, pero su cerebro no estaba en condiciones de analizar datos. Los iloi, como los sherta, como los pintos, como todos los demás animales de Ianus, conocidos y desconocidos, no eran asunto suyo. Ahora lo único que le importaba era decidir si iba a someterse al chequeo de la medimáquina y, de un modo mucho más lejano, saber en cuál de aquellos tres cretinos habría recaído finalmente la responsabilidad de la investigación. Era remotamente posible que si él sobrevivía, y una vez que los de la comisión del Gobierno se hubieran convencido de que ninguno de ellos era lo bastante fiable, enviaran una misión de rescate en su busca para ponerlo al frente del equipo. Si el planeta valía la pena, querrían tener al mejor. Y él era el mejor. Todavía. Así que tenía que estar en forma.

Sacó la medimáquina del armario y solicitó un chequeo total aunque sabía que serían varias horas de inmovilidad, de agujas y sondas y ventosas, pero no soportaba más la incertidumbre. Tenía que saber cómo se encontraba, cuánto tiempo tenía. Si le quedaba tiempo.

Cuando terminó el chequeo, Yarek tuvo la sensación de que nunca, en ninguna circunstancia de toda su vida anterior, había experimentado una felicidad tan completa y tan pura.

Estaba sano. Total y absolutamente sano. Perfecto.

Se sentía tan feliz que improvisó una danza de júbilo con Buitre y la medimáquina por únicos testigos mientras su mente se lanzaba a hacer planes y proyectos como en los buenos tiempos pasados.

Dedicaría el otoño a disfrutar de la cara yerma de Ianus, a dar paseos y a hacer ejercicio físico, y el invierno a analizar las grabaciones de la vida animal y a dictar informes a Buitre. Comería regularmente y se mantendría al tanto de los últimos desarrollos en su especialidad, continuaría sus estudios de teología, quizás empezara también a aprender un poco de lingüística, que siempre le había interesado aunque de poco le sirviera con los iloi. Trataría de hacer hipótesis sobre el ciclo vital de Ianus y verificarlas con el paso de las estaciones, haría lo posible por dar respuesta a todos los interrogantes que planteaba el planeta y quizá, al término de su permanencia en él, fuese cuando fuese, estuviera en condiciones de presentarse como único y absoluto especialista en un mundo que podría perfectamente ser colonizado. Su mundo. El mundo de Yarek.

Sonaba bien. ¿Por qué no empezar a llamarlo así? Ni Yermo, ni Ianus. Sencillamente Yarek. ¿Quién tenía más derecho que él, su primer explorador? Pero tal vez fuera un poco prematuro. De momento seguiría usando Ianus en sus informes y dejaría que el planeta recibiera su nombre auténtico una vez que él lo hubiera abandonado con todos los honores.

Miró por la ventana y, aunque el mundo se había vuelto triste y gris, con los raquíticos árboles tendiendo al cielo sus ramas desnudas y los sherta dando coletazos a la tierra que sonaba como un tambor, sintió que una sonrisa afloraba a sus labios. Aquel era su mundo.

Salió a dar un paseo por un paisaje agostado que había perdido todas las marcas del paraíso que fue. Bandadas de pájaros volaban sobre su cabeza en formaciones regulares. Los pintos habían desaparecido. Los sherta lo ignoraban. No había ni rastro de los iloi.

Sintió una ligera contracción en la garganta al pensar en los iloi, caminando hacia el sur, cada vez más debilitados por el hambre, sus cerebros llenos de gestos absurdos e incomprensibles que el Extraño había implantado en largas sesiones de aprendizaje.

Casi lamentaba no haber podido despedirse. Pero regresarían. Regresarían cuando pasara el invierno y la naturaleza volviera a llenarse de vida y color. Y entonces todo sería mejor. Ya se le ocurriría algo.

Dio por terminado su paseo y se encaminó de nuevo al refugio porque se había levantado una brisa que casi se había convertido en huracán cuando cerró la puerta. Ianus estaba lleno de sorpresas.

No pudo dormir en toda la noche porque el viento parecía querer devorar el mundo. Nunca en su vida había visto un huracán de tal magnitud y sólo gracias a la técnica humana y, muy probablemente, a la suerte y a su instinto, que le había hecho situar el refugio con una alta loma a sus espaldas, consiguió sobrevivir sin ser arrastrado por el horrendo ciclón que sopló durante dos días sin pausa.

En Viento daba la impresión de que el aire nunca estaba quieto, pero jamás pasaba de una fuerza soportable. En Ianus era asesino. Mil veces estuvo a punto de gritar al sentir el quejido de las delgadas paredes que le separaban de aquella bestia de aire que rugía en el exterior. Era imposible que los iloi sobrevivieran. Era imposible que nada sobreviviera en aquella locura que bramaba y silbaba al otro lado de sus ventanas. No se atrevía a tomar un somnífero y olvidarse de aquella pesadilla por miedo a no despertar, a no enterarse siquiera del momento en que el ciclón arrastrara por fin la débil cáscara que lo protegía; de modo que aguantó sentado alternativamente en la cama y en una de sus sillas a que el huracán cediera. Sus pensamientos, como el tumulto de la naturaleza, repetían los mismos temas: Viento y sus buitres, el nuevo planeta, los iloi, su venganza. Una y otra vez, incesantemente, hasta que la fuerza del huracán empezó a menguar y el vértigo de su mente se fue haciendo suave, lejano y, arrullado por las últimas ráfagas, se quedó dormido al fin.

12

, el paisaje se había vuelto pardo, como al principio. Las lomas brillaban desnudas contra el horizonte azul y el cielo era cristalino y lejano, igual que el día de su llegada. El viento lo había arrastrado todo: árboles, hierba, cáscaras, nidos..., todo. El milagro había durado quince semanas escasas, tiempo estándar. Pero había un atisbo de felicidad en la desolación porque ahora Yarek sabía que Ianus no estaba muerto. Ianus dormía, y bajo su superficie latía la vida en forma de semillas, de pequeños animales que' hibernaban, de aguas subterráneas que seguían fluyendo. Y sabía que en el sur, en alguna parte, los iloi, o algunos de ellos, habrían sobrevivido al huracán y volverían en la primavera, con el deshielo, El invierno sería largo pero habría un despertar y Yarek podía vivir con eso. Preparó una mochila con la tienda térmica y los objetos más necesarios y, asegurándose de que el refugio quedaba herméticamente cerrado, se dirigió hacia el sur. Ahora estaba razonablemente seguro de no ir a encontrarse con desagradables sorpresas meteorológicas; conocía el otoño de Ianus y sabía que tenía semanas por delante antes de que llegara la nieve. Para entonces estaría de vuelta en el refugio con más información y más grabaciones que procesar y el paso del tiempo tendría un sentido.

Extrañamente, se encontraba joven y fuerte en aquel paisaje yermo, más de lo que lo había estado en la plena eclosión de la naturaleza. Su cuerpo y su mente conectaban con aquella desolación infinita, con la pureza de aquel aire transparente y frío, con la absoluta soledad que calmaba como un bálsamo sus recuerdos más dolorosos.

Al cabo de una semana de caminar por lomas, estepas y pedregales, se encontró frente a una alta cordillera nevada que le cerraba el paso hacia el sur. Los iloi debían de conocer algún sendero para atravesarla o pasaban el invierno en alguna cueva en lo profundo de las montañas. Lo más probable era que se encontraran casi a su alcance, pero no tenía forma de llegar hasta ellos. Si se adentraba en las extensiones de nieve, corría el riesgo de morir allí; si daba media vuelta, no habría aprendido nada y le sobraría mucho tiempo en casa antes de la llegada del invierno a su zona.

Se colocó el visor y estudió minuciosamente la cordillera buscando un paso practicable, aunque sabía que cualquier conclusión a la que llegara podía revelarse errónea. No había el menor rastro de movimiento o habitación.

Dio un suspiro de fastidio y siguió caminando hacia las montañas buscando tan sólo un lugar donde acampar durante la noche. Era la primera vez que se encontraba en un mundo que no hubiera sido cartografiado hasta en sus menores detalles y eso volvió a infundirle el odio sordo que se había convertido ya en parte de sí mismo. Prácticamente lo habían condenado a muerte, como en los tiempos antiguos, pero ahora a la muerte lenta y sutil que correspondía a una civilización altamente tecnificada.

Los vio al remontar la primera elevación de un antiguo valle glaciar: cinco cadáveres putrefactos, tres machos, dos hembras, que sólo por el color del pelo consiguió identificar como iloi.

Sintió el vómito pugnando por franquear la frontera de su garganta y desvió la vista hacia las cimas nevadas.

Estaba claro que ese era el camino hacia el sur de los iloi. Estaba todavía más claro que no conocían ningún tipo de ritual de enterramiento.

Cuando consiguió dominarse, sacó la grabadora de la mochila y registró unas cuantas imágenes para posterior estudio. Ahora sí que tendría que regresar, aunque fuera tan sólo unos kilómetros: no iba a montar su tienda a unos cientos de metros de aquellos cadáveres.

Se ajustó la mochila y emprendió el camino de vuelta al norte con una extraña opresión en el estómago. Rápidas imágenes cruzaron por su mente: los iloi vivos y casi mágicos aquella primera vez, en el bosque, los cachorros imitando sus gestos, la hembra agitando la mano, como si lo saludara. Y ahora ya muertos. Muertos de inanición, de cansancio, de vejez, de enfermedad. ¿De enfermedad?

Se dio la vuelta hacia los cadáveres con la sensación de que una roca se había estrellado contra su pecho.

No era posible. No era posible que él hubiera tenido algo que ver con aquello. Formaba parte natural de su vida, igual que ser presa de aquellos monstruos dotados de garras que él nunca había llegado a ver. No era posible que él hubiera contagiado a aquella hembra de algo que había resultado mortal para los iloi. Esas cosas sólo sucedían en los mitos antiguos. A él no le había pasado nada a pesar de su miedo. ¿Por qué tenía que haberles ocurrido a ellos? Era absurdo pensarlo.

«Genocida —dijo una voz en su mente; una voz que creía ya muerta—. Has vuelto a hacerlo, Yarek. Has vuelto a matar. Por negligencia, por falta de información, por error, por la excusa que elijas darte a ti mismo, pero has vuelto a hacerlo».

«Los iloi volverán en la primavera —insistió la otra parte de su mente—. Todo lo que está vivo tiene que morir. No es culpa mía».

«No, Yarek, por supuesto. Tú nunca tienes la culpa de nada, ¿verdad?».

Tenía que averiguar cuál había sido la causa de su muerte. No podía volverse a casa sin más, con esa pregunta en su corazón, pero tampoco quería acercarse a aquellos cadáveres a recoger muestras de tejido putrefacto que su medimáquina pudiera analizar más tarde. No podía. No quería acercarse a esas cosas retorcidas y malolientes que habían sido sus compañeros de paraíso. Y podía ser peligroso. Él no llevaba ningún traje protector y lo ignoraba todo de aquella especie. ¿Y si habían muerto de algo contagioso?

Se pasó el dorso de la mano por la boca sabiendo que podría frotar y frotar durante horas sin conseguir borrar el asco de sus labios.

En ese momento, un ruido seco, como el rodar de una piedra, le hizo dar un salto y buscar un arma que no tenía. Se agachó a coger una roca puntiaguda, cualquier cosa con que poder defenderse de la fiera hambrienta que merodeaba por los alrededores venteando su olor a humano vivo, lleno de sangre fresca.

Su mano se cerró sobre una piedra en forma de huso, un arma ridícula, esperando con el corazón desbocado.

Desde detrás de los cadáveres una forma se alzó, vacilante. Una pobre forma de vientre hinchado y miembros esqueléticos que agitaba la mano como en un saludo.

Sintió que se le doblaban las piernas y tuvo que dar un par de pasos para no caer porque, por mucho que tratara de convencerse de que no era cierto, algo en su interior sabía que aquella iloi era la misma que había tratado de olvidar durante las últimas semanas.

Dominando el impulso de echar a correr, levantó la mano y contestó a su saludo. La hembra empezó a acercarse, tropezando en las piedras sueltas de la torrentera, mientras Yarek pensaba aceleradamente, buscando una solución. Estaba claro que era la única superviviente de su grupo, por lo menos de este lado de las montañas. Los otros o habían muerto o la habían abandonado porque no podía seguir su paso, dada su gravidez, y si él no hacía algo por ayudarla, no pasarían muchos días hasta que también ella muriera de agotamiento y desnutrición. Y con ella moriría su cachorro.

La hembra tenía los ojos hundidos en profundas ojeras amoratadas y sus costillas se dibujaban con claridad a ambos lados del vientre tenso. Al abrir la boca, en un amago de sonrisa, Yarek vio que había perdido dos dientes. Llevaba el cuerpo embadurnado de algún tipo de grasa que posiblemente le ayudaba a mantener algo de calor y que olía de un modo repugnante.

Llegó a su altura y se acuclilló a sus pies, los luminosos ojos verdes, ahora velados, fijos en los suyos, implorando una ayuda que no esperaba recibir.

Yarek acercó una mano a sus revueltos cabellos y la hembra agachó la cabeza como si temiera un golpe, pero se quedó donde estaba, temblando imperceptiblemente, esperando.

Él sacó un paquete de raciones, lo abrió y lo extendió junto a ella, buscó su manta y, tras unos segundos de deliberación, se la puso por los hombros. Luego se dio la vuelta y echó a andar a teda marcha.

No podía hacer más. Le había dejado alimentos y abrigo; ella estaba en su elemento: sabría qué hacer. No era responsabilidad suya, no podía cargarse con el peso de una hembra preñada hasta que llegara el buen tiempo, estaba fuera de toda cuestión. La no interferencia en el equilibrio natural de las especies era una de las máximas fundamentales de todo trabajo de campo. Bastante había hecho ya dándole objetos y alimentos civilizados a un animal que, probablemente, ni siquiera tendría el buen sentido de comérselos. Caminó durante más de un cuarto de hora sin volver la vista atrás, concentrado en las sombras que el atardecer pintaba de tonos sangrientos, tratando de convencerse de que su decisión había sido la correcta. Por fin la curiosidad pudo más y giró un instante la cabeza: la hembra lo seguía. A gran distancia, pero lo seguía en su marcha hacia el norte. Tendría que caminar más de lo que se había propuesto y mucho más deprisa si esperaba perderla. Pero si anochecía antes de detenerse a montar el campamento, tendría que usar una luz y ella se orientaría en su dirección. Maldijo en voz baja y siguió caminando cuesta abajo por una especie de sendero natural lleno de piedras sueltas que saltaban a su paso lastimándole los tobillos. Estaba cada vez más oscuro, pero no podía detenerse hasta llegar al terreno llano que se adivinaba a sus pies en la penumbra.

Cuando por fin llegó abajo, con unas punzadas en el flanco que le cortaban la respiración, la hembra lo estaba esperando envuelta en la manta. La ignoró mientras montaba la tienda y siguió ignorándola durante el simulacro de comida, unos concentrados que tragó con un par de sorbos de su cantimplora. Ella se limitó a quedarse donde estaba, mirándolo con ojos de animal herido, en completa inmovilidad y completo silencio. Cuando se metió en la tienda, ella trató de seguirlo, pero, ante la firmeza del rechazo de Yarek, acabó conformándose con echarse frente a la entrada.

Al día siguiente compartió con ella su agua, después de varios intentos de enseñarla a beber de un vaso, y acomodó su marcha al paso de ella. Al fin y al cabo no era más que un pobre animal debilitado por las privaciones que posiblemente no sobreviviera al otoño; podía servirle incluso de compañía.

Tardaron dos semanas en volver al refugio y, cuando por fin regresaron a la zona en que los iloi habían vivido durante la primavera, la hembra, que ahora se llamaba Jara, no dio ninguna muestra de reconocer el paisaje. Se limitó a caminar junto a Yarek mirando la tierra a sus pies.

El refugio estaba en perfectas condiciones, lo que tranquilizó a Yarek considerablemente. Hizo entrar a Jara temiendo por la seguridad de su equipo, pero la hembra se limitó a echar una ojeada a todas las maravillas desconocidas y, tras unos segundos de duda, se tumbó bajo la ventana respirando pesadamente. Al cabo de unos minutos, su olor lo había invadido todo hasta tal punto que Yarek se vio obligado a lavarla a pesar de sus gritos primero y luego de sus risas y, cuando estuvo limpia y vestida con una camisa de él, volvió a acurrucarse en su rincón con los ojos cerrados.

Las últimas semanas de otoño fueron tranquilas. Yarek se entregaba a su rutina cotidiana de paseos y estudios, y Jara pasaba casi todo el día fuera, aparentemente reconciliada con sus vestiduras, dando vueltas y más vueltas a la zona en la que había transcurrido su infancia para volver con la puesta del sol, una expresión entre perpleja y desesperada en el rostro.

Yarek se acostumbró a su figura inmóvil junto a la ventana, a sus ocasionales explosiones de alegría sin motivo comprensible para él, a su respiración durante las largas noches, a su pelo cobrizo, ahora limpio y suave, que él peinaba y acariciaba cuando el peso de la soledad se hacía excesivo. Y se acostumbró a hablar con ella sin esperar respuesta. En las noches, cada vez más oscuras y más frías, se instalaba en la cama junto al cuerpo cálido y oloroso de Jara y le contaba su vida: su infancia, sus proyectos, sus triunfos, sus ambiciones, sus fracasos, sus más íntimos recuerdos que nunca había compartido con nadie. Y ella callaba, se arrebujaba contra él, que a veces sentía en la espalda el movimiento del cachorro que llevaba en su vientre, y respiraba lenta, acompasadamente, hasta que se quedaba dormida, arrullada por el ritmo de sus palabras.

Yarek volvió a soñar pero ahora sus sueños eran diferentes. Ya no giraban sólo en torno a los sucesos de Viento sino que resultaban a veces absurdos e incomprensibles; divertidos y coherentes otras. Aparecían personas largo tiempo olvidadas, muertas incluso; lugares en los que había estado en la realidad y otros que sólo conocía de sueños anteriores. Se veía a sí mismo haciendo cosas que no había hecho durante años, algunas veces acompañado por Jara, que se había convertido en una mujer humana y le hablaba con una voz musical de cosas apasionantes que luego no conseguía recordar. Soñó también que sostenía a un bebé en sus brazos y lo presentaba a una colonia de buitres que, sentados en semicírculo en sus altos nidos de roca, lo contemplaban impasibles. Luego lo abandonaba en una piedra plana y los buitres se lanzaban contra él y lo desgarraban con sus picos hasta convertirlo en una masa sangrienta que Jara recogía sonriendo y volvía a colocarle en los brazos.

Sueños buenos. Sueños malos.

Pero al despertar siempre estaba el cuerpo caliente de Jara, cada vez más pesada, más torpe y más hermosa. Ahora que comía bien y estaba limpia y vestida, se había convertido en una belleza. Cuando volviera a recuperar su figura después del parto, encargaría a la máquina que le hiciera un traje de noche y celebrarían el nacimiento del bebé con música y champán.

Tenía grandes esperanzas en ese niño. Nacido fuera del grupo, sin nadie a quien imitar más que a él, quizá fuera posible convertirlo en un ser civilizado, enseñarle a hablar, incluso. No tenía medio de saber cuánto faltaba para el parto porque no quería pasar a Jara por la medimáquina por miedo a descalibrarla y entorpecer su funcionamiento para cuando él la necesitara en el futuro, pero daba la impresión de que el vientre de la mujer había llegado al extremo máximo de dilatación.

No se equivocaba. Una mañana lo despertaron los aullidos de Jara que, medio encogida frente a la puerta, golpeaba inútilmente el descodificador en un vano intento de copiar los movimientos de Yarek para salir al exterior.

Se levantó apresuradamente y le abrió la entrada. Jara se perdió entre las lomas y sólo mucho después se le ocurrió a Yarek que hubiera sido conveniente filmar el parto para posterior estudio, pero cuando cogió la grabadora y salió a buscarla, se la encontró ya de regreso, con la cara llena de sangre y un bebé diminuto y semioculto entre sus brazos enganchado a su pecho.

Ya en el refugio comprendió que Jara había lamido a su hijo para limpiarlo al encontrar secos todos los ríos que quizá recordara. Cuando el pequeño se quedó dormido, Yarek lo separó, con cierta dificultad, del pecho de su madre, y sólo entonces se dio cuenta de dos cosas que hasta ese momento se le habían pasado por alto: que el cachorro era hembra y que era hija suya.

Durante un momento la evidencia lo dejó anonadado, pero el parecido era innegable: el mismo pelo abundante y rizado, los mismos ojos azules, la misma piel de chocolate. La niña era tan parecida a él que casi le extrañó que Jara la hubiese reconocido como propia y la hubiese amamantado. En toda la historia jamás escrita de los iloi no debía de haber existido nunca un caso igual, digno de figurar en la categoría del mito: un poderoso dios caído del cielo que se une a la elegida y engendra una hija en ella antes de volver a su reino en las estrellas. «Pero a este dios le va a dar tiempo de conocer a sus nietos», pensó con amargura no exenta de complacencia.

La pequeña era preciosa; resultaba difícil apartar la vista de la dulce carita dormida, de sus rizos brillantes y su pequeña boca provista aún de una especie de ventosa para agarrar mejor el pezón.

Jara se había dormido en el suelo, agotada. Yarek acostó a la niña en la cama y cubrió a la madre con una de sus mantas. Luego se sentó frente a la pantalla vacía de Buitre, enterró la cabeza entre las manos y dejó que surgieran todos los sentimientos que habían estado encerrados en su interior durante tantos años. Los recuerdos se habían borrado casi todos pero los sentimientos seguían ahí, calientes y vivos, en ese oscuro rincón de la memoria del que ahora salían poderosos, desafiantes: la inesperada angustia que le causó el anuncio del nacimiento de Sven en un hospital de Débora, la inseguridad al contemplar la pálida piel de Nora contra la azulada suavidad de las sábanas, su perplejidad frente a ese pedazo de carne que no conseguía sentir como propio, su deseo de salir cuanto antes de allí, de perderse en su trabajo, en su vida, su necesidad de afirmarse como el ser independiente que siempre había sido.

Se había negado a sostener a Sven sin ninguna razón aceptable, había salido del hospital murmurando excusas y no había vuelto a verlos hasta tres años después, a la vuelta de su misión en Hantor. Recordaba su ansiedad en el viaje de regreso, la solidaridad que sentía con los otros miembros casados del equipo que hablaban y hablaban de sus familias haciéndole desear reunirse por fin con la suya y comenzar una vida normal, más reposada, más llena de todo lo que no había tenido nunca. Luego el dolor de quemadura que le produjo el rechazo de Nora y su petición de divorcio, la amarga sorpresa de saberse odiado con un odio tenaz y minucioso, la sensación de poder que experimentó cuando, tras dos años de combate jurídico, sus muchos contactos le valieron la custodia de Sven, que ya tenía casi seis y no conocía a su padre. Recordaba con toda claridad, como si lo estuviera oyendo, el llanto del pequeño en las noches, su propia rabia ante aquella intolerable conducta, aquella intrusión en su esfera privada que amenazaba destruir su vida y su necesaria serenidad, su absoluta incomprensión del mundo emocional de aquella criatura, su impotencia ante la imposibilidad de ganarse su amor, siquiera su aprecio. Recordaba el vacío helado que dejó en su vida la devolución de Sven, renunciando a todos sus derechos sobre aquel niño que nunca había dejado de ser un extraño para él, a pesar de los casi cuatro años que estuvo bajo su custodia, de los muchos regalos que le hizo, de las tantas veces que intentó convertirse en su amigo en todos los períodos de descanso entre sus viajes. Y luego él le había pagado renunciando al apellido Yarek, negándose a toda relación con él, proclamando ante el mundo que no era ni había sido nunca hijo suyo.

Desde entonces no había vuelto a pensar jamás en la paternidad, incluso cuando Nakembe, que sólo tenía veinte años cuando se casaron, se echó a sus pies llorando, mezclando como siempre cualquier asunto con el amor. «Si no quieres que tengamos un hijo es que no me amas lo bastante», le había dicho. Como si los hijos tuvieran algo que ver con el amor, como si el amor existiera realmente.

Ahí estaba ahora su hija, dormida en la cama, perdida en la felicidad de una vida sin conciencia de sí misma, de una existencia puramente animal. ¿Dónde estaba el amor? ¿Dónde había estado en el momento de concebirla?

Había sido producto de un impulso, del más poderoso instinto de la naturaleza que obliga por igual a animales y a seres civilizados. Ella estaba ahí y era su hija pero nunca esperaría de él más que la satisfacción de sus necesidades más urgentes: alimento, mientras no estuviera en condiciones de buscarlo por sí misma, quizá después defensa ante un peligro. Pero eso era todo. No esperaría jamás que le hiciera cumplidos, que le regalara juguetes caros, que abandonara su trabajo para atender a su capricho.

Él crearía una relación a su medida, una relación satisfactoria para ambos en mutua libertad, una relación nueva.

Se levantó de la mesa y la miró durante largo tiempo, buscando, sin encontrarlos, sentimientos de culpa o de vergüenza. La llamaría Nova y sería su hija. Sólo suya.

13

antes de la llegada del invierno fueron un tiempo de contradicciones con momentos de una felicidad exaltada, casi imposible, alternando con otros de furia y de frustración.

Jara salía con Nova por las mañanas, en cuanto él abría la puerta para su ronda de ejercicios, y regresaba apenas dos horas después con una expresión tan triste y desesperada que Yarek sentía lástima por ella.

Aún no lo había comprendido en todos los detalles pero estaba empezando a pensar que Jara se había quedado preñada fuera de tiempo, que posiblemente era la primera vez que un iloi nacía al final del otoño y, por tanto, toda la experiencia de su especie, genéticamente transmitida, se revelaba inoperante en las circunstancias. Jara esperaba encontrar bosques y riachuelos donde mostrar a su hija las bayas comestibles, los vados seguros para jugar con el agua. Por eso salía todas las mañanas con Nova encaramada a su hombro, y regresaba, transida de frío, de una tierra yerma de la que había desaparecido todo lo que recordaba. Buscaba a los suyos y no encontraba más que a Yarek, buscaba a los sherta y se habían ido, miraba al cielo para señalarle a la pequeña el vuelo de un pájaro y no encontraba más que la inmensidad azul. El mundo que conocía había muerto.

Nova, sin embargo, era feliz. Ya se sostenía sentada y había aprendido a reírse y a jugar con las piedrecillas que Yarek colocaba en montones delante de ella. No echaba nada de menos porque no lo conocía y sólo a veces, cuando su madre dejaba caer la cabeza sobre el pecho y se quedaba inmóvil durante horas, parecía entristecerse también hasta que empezaba a palmotear las mejillas de Jara con sus manitas morenas y conseguía hacerla sonreír.

Por las noches Jara la ponía sobre su vientre y la miraba dormir mientras ella permanecía con los ojos abiertos en la oscuridad, ajena a Yarek y al entorno, sufriendo por la pérdida del mundo.

En otras ocasiones, sin embargo, como cuando salían los tres juntos a explorar la zona y a enseñarle a Nova los agujeros donde dormían los sherta, Jara reía y Yarek tenía la impresión de que eran casi una familia, una familia de colonos en algún planeta extremo que con el tiempo se convertiría en un paraíso.

Luego volvían al refugio cuando la temperatura bajaba demasiado y si Nova empezaba a llorar a causa de cualquier molestia infantil desconocida para él y se olvidaba de hacer sus necesidades en el montoncillo de arena que le había preparado, Yarek se sentía atacado de claustrofobia, encerrado con aquellos dos seres en veinte metros cuadrados, y medía el refugio a grandes pasos dando gritos y manotazos a su alrededor. Ellas se ovillaban bajo la ventana mirándolo con los ojos desorbitados hasta que Yarek, una vez superado el ataque de furia, se sentaba frente a Buitre y se olvidaba de su presencia para enfurecerse de nuevo por asuntos lejanos que ellas no podían comprender.

14

de golpe. Una noche se fueron a la cama después de un paseo por el exterior y a la mañana siguiente el mundo se había vuelto blanco y una cortina de nieve caía de las alturas ocultando el cielo.

Yarek sintió un ahogo en el pecho al verla. La esperaba pero no podía olvidar que un año antes había pasado tres meses en animación suspendida y eso le había hecho llevadero el tiempo. Esta vez tendría que estar consciente hasta la llegada de la primavera, encerrado en el refugio con un animal cada vez más imprevisible y un cachorro que crecía a paso de gigante y a quien había que controlar constantemente para que no estropeara ninguna pieza de su equipo.

Jara, que había estado dormitando, salió a la puerta y en su rostro se reflejó una emoción que Yarek no fue capaz de interpretar. Una emoción tan intensa que todas sus facciones quedaron distorsionadas convirtiéndola en una extraña. Dio media vuelta y, abrazando fuertemente a la niña, salió al exterior, casi bailando.

Por unos minutos Yarek, de pie en el umbral, se contentó con verlas danzar alejándose del refugio, perdidas en el manso torbellino de nieve que recordaba al interior de un antiguo pisapapeles de museo. Era hermoso verlas así, echando atrás la cabeza, sonrientes, abriendo la boca para recoger los copos que les caían en la lengua, dando vueltas y más vueltas entre la nevada, sus siluetas cada vez más sutiles, más difuminadas por la distancia y la nieve. Jara no había sido hecha para pasar sus días encerrada en un refugio humano. Era una criatura salvaje, una manifestación de la naturaleza como los árboles y la lluvia.

Decidió dejarlas disfrutar de su mundo ahora que aún podían y volvió dentro.

Tres horas después no habían regresado y la nieve seguía cayendo como un diluvio silencioso, vertical, imperturbable, borrando las huellas de la danza de las últimas iloi del verano.

Se enfundó en su traje más cálido y salió a buscarlas con una linterna. El mundo era un negativo de la oscuridad, sin dirección y sin meta. Empezó a gritar sus nombres y no percibió ni siquiera un eco de su propia voz.

Con la respiración entrecortada, y sudando dentro del traje, recorrió una y otra vez el contorno del refugio llamando, gritando, tanteando el suelo con los pies, buscando una huella, una referencia. No había nada. El invierno se las había tragado, como si nunca hubieran existido.

Le empezó un dolor de cabeza que se le clavaba en los ojos y le impedía pensar. Sólo sabía que tenía que encontrarlas. Que sería su muerte si no lo conseguía, si pasaban una noche fuera del refugio. No pensó que también lo sería para él. Eso había dejado de tener importancia. En esos momentos en Ianus sólo existía su voz gritando dos nombres: Nova y Jara.

Cuando las encontró, estuvo a punto de pasarlas por alto. Tenía los ojos llenos de lágrimas que se le congelaban en las pestañas y le impedían la visión. No era más que un montón de nieve formado por el viento, uno más como muchos otros.

Lo tocó con el pie y le pareció oír que un gemido salía del interior de la nieve. Se tiró al suelo y empezó a cavar con las dos manos.

Nova estaba acurrucada contra su madre y lo miraba con los ojos entrecerrados; Jara parecía dormida. La sacudió con toda su fuerza hasta que abrió los ojos, clavando en él una mirada que era como un taladro de odio, y que lo dejaba impotente y tembloroso.

La mujer se debatió débilmente cuando Yarek arrancó a la pequeña de su abrazo y la metió dentro de su traje térmico. Luego volvió a cerrar los ojos y toda la fuerza del hombre no fue bastante para volverla a sacar de su sueño.

Sabía que tenía que volver al refugio y conseguir como fuera que Nova entrara en calor si esperaba que sobreviviera, pero no podía dejar a Jara dormida en la nieve. No sería capaz de encontrarla al volver y, si lo lograba, ya habría muerto. Y tampoco podía dejar sola a la niña en el refugio; el riesgo era demasiado alto.

Se quedó allí durante unos minutos, mirando el cuerpo inmóvil de Jara que la nieve iba cubriendo poco a poco, sin poder creerlo y sin poder llegar a una decisión. Nova se había dormido contra su pecho.

«Si la dejas ahí, te haces cómplice de asesinato».

«No es asesinato. Es suicidio. Es su voluntad. Yo no puedo hacer nada».

«¿Suicidio otra vez, Yarek? ¿Otro animal que se suicida? ¿Desde cuándo tienen voluntad los animales para poner fin a su vida?».

El cuerpo de Jara ya no era más que un bulto bajo la nieve. Yarek tenía la sensación de que la nariz se le rompería en pedazos si intentaba frotársela. Él también se estaba quedando congelado y allí ya no había nada que hacer.

Aseguró el cuerpecillo de Nova contra el suyo, echó una última mirada a lo que había sido Jara y emprendió la marcha hacia el refugio mientras las lágrimas, descontroladas, ponían un recuerdo de calor en su rostro.

15

del invierno pasaron con rapidez aunque los días, tomados uno a uno, se le antojaban eternos. Nova olvidó pronto a su madre, pero no era una criatura hecha para estar encerrada durante tanto tiempo y en ocasiones sus crisis de llanto y sus espantosas pataletas lo obligaban a salir al exterior con ella aunque sólo fuera durante unos minutos. A la vuelta, Nova se tumbaba en el rincón que había sido de Jara, apoyaba la cabeza en los brazos y lloraba bajito hasta que se dormía.

Yarek había perdido ya toda esperanza de educarla a su manera. Nova tenía toda la educación que necesitaba, una educación contenida en sus genes y que la había preparado para un mundo absolutamente distinto, un mundo de aguas y árboles y compañeros de juegos, así que ahora no podía hacer más que crecer y madurar, prisionera de unas circunstancias que jamás entendería, como el último animal de una especie vegetando en el último zoológico.

En los buenos momentos, Yarek jugaba con ella, le enseñaba a imitar gestos, le ponía vestidos que él mismo diseñaba, le mostraba imágenes en Buitre que la hacían palmotear de alegría y le permitía escoger la música que quería oír. Otras veces Yarek la olvidaba durante horas mientras trabajaba en sus informes, dictando hipótesis sobre Ianus o estudiando las últimas comunicaciones en el campo de la xenología. La dirección de los trabajos de campo en el nuevo planeta aún no había sido adjudicada y eso era algo que daba a su vida algo cercano a un sentido. Si todavía no se habían puesto de acuerdo, eso quería decir que Yarek aún tenía partidarios, que aún podía esperar por improbable que pareciera.

Yarek maldecía y confiaba, esperaba, estudiaba mientras Nova miraba por la ventana el muro de hielo que era todo lo que abarcaba la vista y se iba convirtiendo en adulta a medida que avanzaba el invierno.

A veces, como Jara antes que ella, Nova se ovillaba a sus pies y él le pasaba la mano una y otra vez por el cabello, tan diferente al de su madre, y así iban transcurriendo las horas, lentas, elásticas, como si el tiempo se estirara hasta tocar la nada. Yarek había dejado de usar la tridi porque no se atrevía a dejar a Nova tanto tiempo sin vigilancia; había dejado también de usar la medimáquina salvo para algún rápido chequeo cuando ella dormía, y ya apenas pensaba conscientemente en Viento. Tenía la sensación de que todo aquello había desaparecido entre las sombras de su pasado, como un sueño especialmente intenso que, con los años, se va desdibujando en la memoria.

Algunas noches volaba aún con los buitres, pero al despertar sólo tenía conciencia de haber estado allí, formando parte de su comunidad, en un tiempo sin tiempo: eso era todo. Tampoco quería ahondar más en ello; creía posible que la mitad rebelde de sí mismo hubiera empezado a perdonarlo y eso le proporcionaba una paz que no deseaba cuestionar en la vigilia. Como la herida de su oreja, también la de su alma se había cerrado y, con ella, un período de su vida. Todo lo que ahora tenía estaba en el presente y, aunque era poco, era suyo y no lo hacía sufrir. Él, que siempre había vivido para el futuro, incapaz de apreciar nada que no fuera la próxima realización de sus deseos, proyectos y planes, se había acostumbrado al presente de Ianus, al invierno perpetuo que parecía haberse instalado para siempre en su corazón.

Su mente se rebelaba de vez en cuando y le proporcionaba varios días de actividad intelectual en los que sentía la necesidad de sentarse frente a Buitre y reclamar su lugar en la comunidad pensante del universo. En esos días, dejando a Nova de lado, se concentraba en complejos informes de nuevos descubrimientos y nuevas teorías que lo espoleaban en su propio trabajo de campo y lo mantenían en tensión durante horas, esperando que pronto llegase la primavera y, con ella, la siguiente ocasión de estudiar a los iloi que volverían con el deshielo.

Esta vez todo iría mejor. Esta vez, apenas aparecieran, llevaría a Nova a conocer al grupo y participaría en su vida, aprendería sus costumbres, observaría minuciosamente sus prácticas, redactaría un informe definitivo sobre esa nueva especie, desconocida aún para sus colegas.

En un impulso de actividad, pidió a Buitre las grabaciones del ritual de cortejo que hacía meses que no había visto. Nova, en su rincón, se concentraba en colocarse sobre la cabeza todas las ropas que la rodeaban en un montón de colores.

En la pantalla aparecieron los rostros de las jóvenes iloi del verano adornadas con flores y hojas, atentas a la grita de los machos. Esta vez Yarek se había propuesto establecer la secuencia fonética que utilizaban, aunque siempre había tenido la impresión de que la alternancia de /o/ y /a/ era totalmente arbitraria.

En cuanto los primeros gritos resonaron en el refugio, Nova dejó caer las ropas con las que había estado jugando y clavó en Yarek una mirada de asombro sin límites.

Yarek, sorprendido a su vez, le hizo señas de que se acercara, y ella, tras un instante de duda, rompió en una sonrisa luminosa y coqueta que se correspondía punto por punto con las de las iloi que Buitre presentaba.

Caminando pausadamente, de una manera totalmente desacostumbrada en ella, Nova se acercó a él, los ojos brillantes, las manos jugando con los ridículos adornos que se había colocado en la cabeza. Yarek sintió una punzada en la boca del estómago. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué absurdo no haberse dado cuenta de que Nova había llegado a la edad en que, en un desarrollo normal de su vida, los jóvenes machos habrían empezado a competir por sus favores! Y no había hecho falta más que el sonido adecuado para que Nova adquiriera conciencia de su necesidad.

Allí estaba ahora, a su lado, mirando fascinada la pantalla donde aparecían rostros de seres que ella reconocía como iguales, llamándola, atrayéndola, hablando directamente a una fuerza enterrada en el fondo de sí misma, a la fuerza más poderosa de la naturaleza.

Nova no era capaz de distinguir entre la realidad presente y la realidad de la pantalla; para ella, lo que se estaba desarrollando ante sus ojos era tan real como la presencia de Yarek y el muro de hielo que rodeaba el refugio. La pobre criatura estaba esperando, con todo su orgullo de hembra, a que uno de los ganadores la eligiera a ella al término de su combate verbal. Era demasiado cruel. Yarek desconectó la grabación y la miró sin saber qué decirle.

Nova no separó la vista de la pantalla, ahora oscura. Siguió esperando hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas y sólo entonces desvió la mirada hacia Yarek en una muda imploración que lo llenó de ternura, impotencia y miedo. ¿Qué podía hacer él? ¿Cómo explicarle a aquel animalillo en forma humana que todo lo que acababa de ver no eran más que recuerdos almacenados de una realidad perdida en el tiempo? ¿Cómo decirle que una de aquellas jóvenes iloi era su propia madre, ahora enterrada bajo dos metros de nieve? ¿Cómo hacerle entender que para ella no habría ritual de cortejo, ni machos jóvenes con los que aparearse sobre la hierba tibia, ni baños en el lago, ni bayas dulces ni pistachos crujientes? Ella había nacido fuera de tiempo, hija del invierno y de la soledad, de piel morena y pelo ensortijado, producto de la desesperación de un humano enloquecido por el desprecio de mil mundos. ¿Cómo decirle eso?

Le acarició la melena rizada, tendida como una aureola sobre su cabeza, puso las manos sobre sus hombros, intentando que la intensidad de su mirada le comunicase la dura realidad, y acabó besándola en la frente, abrumado por la pena. No era más que un pobre animal herido, pero era también su hija y su única compañía. Y una hembra en el umbral de la vida adulta.

Dejó caer los brazos y se alejó de ella. Tendría que sufrir. No había otro remedio. Antes o después llegaría la primavera y entonces conocería a otros de su especie, vagaría con ellos por bosques y praderas, dormiría bajo el cielo, tendría un hijo, tal vez.

«Si para entonces aún es fértil —se dijo, en contra de su pensamiento consciente—. Si al ritmo que sigue su desarrollo, aún está viva cuando suceda todo eso, cuando llegue el deshielo, cuando vuelvan los suyos. Si ellos la aceptan, a pesar de ser un Yarek en versión femenina y, para entonces, vieja».

Apoyó la frente contra la ventana sintiendo el frío en la piel.

«¿Y qué puedo hacer yo? Su existencia es culpa mía, de acuerdo, pero no puedo hacerme responsable de su desgracia. Yo la salvé. Si no hubiera sido por mí, estaría muerta, como su madre. No puedo reparar un error cometiendo otro. ¿De qué serviría?».

«Quizá la harías feliz».

«¿Feliz? ¿Primero engendro una hija en un animal de forma humana y luego hago feliz al cachorro cometiendo la misma indignidad?».

Nova se había puesto a cuatro patas y. con la cabeza enterrada entre los brazos, daba gemidos cortos y agudos moviendo las ancas circularmente, muy despacio.

«Está claro lo que pide. ¿Se lo vas a dar, Yarek?».

«Es mi hija, maldita sea. Incluso si no fuera un animal, seguiría siendo hija mía. Es incesto, ¿no lo ves? El más antiguo tabú de la humanidad».

«¿Te preocupa eso, Yarek? ¿De verdad? ¿Y qué hay del genocidio? ¿Y el asesinato? ¿No son esos también antiguos tabúes de tu especie?».

«He pagado ya. He pagado y seguiré pagando durante mucho tiempo. Con soledad, con dolor, con pesadillas, con toda mi vida y mi carrera, con todo lo que soy. ¿No es bastante?».

La otra voz no contestó. Nova seguía gimiendo en el suelo, sin mirarlo. Yarek tomó la decisión que en las semanas siguientes llegó a considerar como la más heroica de su vida: le inyectó a Nova un sedante suave, sacó la medimáquina y la conectó a ella para nueve semanas de animación suspendida.

Ni siquiera se molestó en averiguar si la máquina quedaría inútil para uso humano después de haberse reajustado a las exigencias de mantenimiento biológico de un iloi; lo único que le importaba era que, cuando llegara el deshielo, Nova tendría la edad adecuada para encontrar pareja y disfrutar de Ianus con los suyos. Él sobreviviría en soledad, como siempre había hecho.

16

al refugio con una sonrisa maravillada en los labios y el corazón tan ligero que casi se sentía flotar sobre la hierba. Las maravillas del día pasado en el mundo exterior, en la primavera que había vuelto a explotar a su alrededor como un milagro, le habían derretido el alma entumecida igual que el calor del sol había fundido el hielo del invierno.

Desde la llegada de la primavera, Yarek había observado a los nuevos iloi siguiendo su evolución día a día para determinar el momento preciso en que su hija tuviera exactamente la misma edad del resto de los jóvenes y pudiera intentar unirse a ellos. Había sido un tiempo difícil, doloroso, un tiempo en el que Yarek miraba la forma dormida de la muchacha e imaginaba todas las posibilidades a su alcance rogando, sin saber a quién, que todo funcionara con ella como había funcionado con él mismo el año anterior.

Ahora sus deseos se habían cumplido: Nova había sido aceptada entre los iloi y Jara estaba viva y lo había reconocido.

Le había costado aceptar la evidencia en los primeros minutos pero había acabado por rendirse, maravillado, a los hechos: Jara había sobrevivido a su tumba de hielo. Los iloi debían de tener un ciclo vital similar al de los sherta, que también habían salido de sus madrigueras invadiendo el suelo de Ianus con su actividad. Al parecer, todo lo que estaba vivo y no emigraba, como los pájaros, se limitaba a hibernar durante el invierno. Lo que resultaba milagroso era el sistema de los iloi, que no se refugiaban en cuevas o guaridas subterráneas sino que, posiblemente, hacían como había hecho Jara y se limitaban a dejarse cubrir por las nieves hasta la llegada del deshielo. Entonces salían las hembras, ya a punto de parir los cachorros que habían sido engendrados durante el verano, y en quince o dieciséis semanas florecía una generación de iloi. Si su hipótesis era acertada, Nova tendría aún una oportunidad de procrear o por lo menos habría vivido una estación completa con su pueblo.

Se sentía tan feliz que casi lamentaba ser humano y que su maldito raciocinio se impusiera constantemente entre sus sensaciones y sus sentimientos.

Los iloi eran animales, ahora estaba totalmente seguro, pero podían ser interpretados, con un poco de habilidad, como el pueblo más natural, inocente, pacífico e ideal de todos los que se conocían. Eran como, según los mitos, debían de haber sido los humanos en el Paraíso: puros, bellos, perfectamente ignorantes, en armonía total con su entorno. Criaturas de Dios.

Imaginó por un instante lo que sucedería con ellos si sus informes llegaban a hacerse conocidos y alguien decidía que Ianus era accesible a la colonización humana. El pensamiento le dio náuseas. Los hermosos iloi, lavados, perfumados y bien vestidos, se convertirían en animales de lujo, en muñecos vivientes para ricos ciudadanos ociosos, con la ventaja, además, de que su corta vida los haría enormemente deseables. Ni los más aburridos de sus conciudadanos podrían cansarse de un nuevo juguete que dura apenas unos meses.

Su mente se llenó de imágenes del Ianus primaveral convertido en un lugar de vacaciones para grandes millonarios que invadirían sus bosques y sus lagos jugando a un mundo élfico con las criaturas de ojos verdes y cabellos de fuego, disfrazándolas de hadas, cargándolas de joyas rutilantes y sonoras, dándoles a comer bocados de productos extraños a su mundo, bañándose con ellas en ríos de temperatura controlada, plantando flores estériles para no alterar el equilibrio ecológico, de perfumes espesos y dulzones, llenando sus noches de lunas falsas en todos los colores y de luces sin fuego para iluminar las tinieblas de los bosquecillos creando un mundo de fantasía en el que pasar unas semanas al año y distraer así el eterno aburrimiento de una existencia sin finalidad. Veía ya los enormes hoteles subterráneos construidos a toda prisa durante el otoño, las infinitas extensiones herbosas convertidas en campos de golf, los caballos clonados construidos para durar un solo verano, las playas artificiales que se pondrían en seco antes de las primeras nieves, los planeadores solares invadiendo el cielo transparente de Ianus en los largos días del estío, las tiendas y pabellones de telas multicolores que salpicarían los bosquecillos para recreo de sus nuevos dueños, el traslado de todos los animales peligrosos a zonas de creación artificial convenientemente apartadas de las áreas de vacaciones.

La felicidad que sentía al volver al refugio había desaparecido dejando en su lugar una amargura desconocida. Todo aquello no estaba más que en su pensamiento, pero por un instante había sido tan real que no conseguía sacárselo de la cabeza.

Con un poco de suerte, durante veinte años, dieciocho ya, los iloi y su mundo podrían quedar a salvo. Luego..., antes o después alguien estaría en el planeta el tiempo suficiente para darse cuenta de sus posibilidades. Quizá un equipo de geólogos o cartógrafos o quién sabe qué, pero antes o después se sabría y entonces no habría manera de detener el proceso. Si Ianus quedaba clasificado como planeta colonizable, el procedimiento sería lento porque no era de los más deseables pero, si finalmente se catalogaba como mundo de recreo, la conversión sería completa en menos de un año. Y nadie podría hacer nada para detenerla.

Sólo él.

Sólo Yarek podía al menos intentarlo. Y tenía que ser ahora. Ahora que aún era dueño absoluto de su mundo.

17

sólo tres días pensarlo y tomar su decisión. Tres días en que apenas durmió, horrorizado ante la enormidad de lo que representaba aquello: un corte brutal con todos sus principios, con toda su forma de ver la vida, una contradicción absoluta con la ética que había marcado su existencia.

No había más salida que la mentira, una mentira monstruosa que reclamaría toda su habilidad, todos sus conocimientos y muchos años de su vida si quería hacerla completa y bien trabada.

Tendría que inventar una civilización alienígena en todos sus detalles, incomprensible pero coherente, una filosofía basada en el devenir cotidiano, en la inexistencia de pasado y futuro, una religión consecuente con esa actitud, una lengua escrita cimentada en conceptos eternos sin ninguna practicidad inmediata, ya que los iloi ni conocían el lenguaje oral ni lo desarrollarían en los próximos siglos, una lengua basada en verbos sin sistema temporal, sin conjugación y sin pronombres, por tanto, sin sustantivos particulares, con una especie de adjetivos matizadores de verbos que no llegaran a ser adverbios en el sentido común a las lenguas humanas y muchos otros detalles que se le irían ocurriendo al correr de los años. Una empresa sobrehumana. Una empresa digna de Yarek.

Borró de Buitre todos los informes que había dictado a lo largo de sus días en Ianus y, aunque pensó destruir la máquina, no lo hizo porque sabía que aún le haría falta para construir la civilización iloi. Sin poder decir por qué, estaba seguro de que había sido efectivamente abandonado a su suerte en aquel planeta sin ningún tipo de vigilancia; las enormidades que ya había cometido habrían justificado una intervención exterior que no se había producido ni llegaría a producirse jamás. Estaba solo y solo tendría que construir toda la evidencia, pero ahora Buitre le era indispensable.

Tecleó furiosamente una enorme lista de puntos que habría que tomar en consideración. El último decía: "¿Desactivar el localizador?».

No le dio respuesta por el momento. Aún no estaba preparado para renunciar a su vida futura, a la posibilidad de volver a empezar en otra parte después de Ianus. Pero ya decidiría. Le esperaba un gran trabajo en los próximos dieciocho años. Un trabajo de demiurgo.

En toda la historia de la humanidad era la primera vez que un hombre, un solo hombre, fuera del mito y la literatura, iba a construir un mundo. El mundo de Yarek.

Sonrió. En el exterior, los iloi andarían buscando las primeras bayas y, en unos días más, el aire se llenaría de gritos de cortejo.

Volvió a sonreír y, dejando que sus dedos planearan un instante sobre el teclado de Buitre, puso manos a la obra.

18

una tomadura de pelo, señores! —El furioso taconeo de Dorotea Cortés había precedido a sus palabras y el golpe de la carpeta estrellándose sobre la pulida superficie de la mesa de juntas les puso fin.

Tres de los cuatro pares de ojos que habían seguido su estrepitosa entrada —Dorotea Cortés conservaba el estilo agresivo que había estado de moda en su juventud, treinta años atrás— se desviaron de ella para posarse en la figura del presidente, la Muy Honorable Mariemma O'Neil, esperando su reacción. Todos sabían que las dos mujeres no se llevaban particularmente bien.

—¿Tendría Su Gracia la bondad de precisar ese concepto?

Cortés se mordió el labio inferior y, ajustándose a la sugerencia del presidente, cambió de registro lingüístico sin ninguna dificultad:

—El informe de que disponemos ha sido narrado de una manera intolerablemente valorativa, con unas pretensiones literarias de las que hubiera podido prescindirse en aras de una mayor objetividad. El estilo induce con frecuencia a error y presenta supuestos pensamientos, ideas y conclusiones del sujeto mismo sin que tales puedan llegar a verificarse de ninguna manera. Hacia el final del informe el ritmo se acelera y la minuciosa presentación de la supuesta vida interior del sujeto se comprime hasta casi desaparecer, mientras que el narrador nos ofrece cada vez con mayor desfachatez sus propias valoraciones, forzándonos a aceptarlas como válidas porque no tenemos con qué contrastarlas. Sinceramente, no me parece una base seria para el debate, Señorías.

—Anímate, Dorotea —respondió Moshe Goldberg desde el otro extremo de la mesa—. Tampoco el debate es serio.

O'Neil clavó la vista en Goldberg que, sonriendo con candor infantil, a pesar de sus ochenta años, esbozaba ya un gesto de disculpa por el comentario.

—El presidente desearía conocer la opinión al respecto del Muy Honorable Juez Donovan —dijo O'Neil.

Donovan alzó los ojos de las finas gafas de montura dorada que estaba limpiando para mantener las manos ocupadas y contestó, como pillado en falta:

—¿Eh? Sí, sí, por supuesto. Ese informe ha sido redactado por Naiele O., lo mejor que tenemos en sistemas sintetizadores de pensamiento y percepción humanos. Todas Sus Señorías han recibido también un listado completo de los datos independientes con los que N. O. ha elaborado esa narración que, creo superfluo decirlo, es mucho más agradable de leer, además de más comprensible, que el enorme conjunto de datos de que disponemos. Si alguna de Sus Gracias considera que las conclusiones de N. O. son erróneas en alguna situación determinada, siempre le queda abierto el camino de estudiar en detalle las lecturas de esa situación concreta y elaborar una conclusión personal, aunque creo mi deber añadir que la interpretación interrelacionada de criterios tales como la presión arterial, temperatura corporal, aumento de actividad de glándulas sudoríparas, producción de ácidos estomacales, tensión muscular y otras constantes fisiológicas, sumadas a la interpretación de imágenes mentales, asociaciones propias del individuo, esquemas lingüísticos verbales y mentales, estimulación sensorial de todo tipo y los más de quinientos factores que entran en consideración en cada segundo de actividad del individuo en cuestión hacen casi imposible la tarea para un cerebro simplemente humano. Lo que, evidentemente, no impide a nadie intentarlo. En cuanto al problema de las últimas páginas, Su Gracia tiene toda la razón, pero N. O. ha recibido órdenes de pasarnos el informe en el momento en que exista una base suficiente que nos permita deliberar, y una alta instancia que no considero necesario nombrar ha decidido que no se nos puede conceder más tiempo. Tenemos que llegar a una decisión con la información de la que disponemos en estos momentos.

—Sin embargo, me molesta pensar que la interpretación de esa máquina es lo único de lo que disponemos —insistió Cortés.

—N. O. no es una máquina, Señoría, es un dispositivo sintetizador de...

—Eso ya lo ha dicho antes Su Gracia —interrumpió el presidente.

—Mis disculpas. Y si tranquiliza a Sus Señorías en alguna medida, ese informe ha sido verificado y, caso de haberse hecho necesario, corregido y complementado por otros tres sistemas similares de dos generaciones diferentes.

—Todos ustedes han recibido los listados complementarios a los que aludía el señor Donovan, ¿no es así? —intervino el presidente de nuevo.

Los cuatro presentes afirmaron con la cabeza rápidamente, tratando de que se pasara por alto el hecho de que ninguno había considerado necesario llevarlos consigo a la reunión y apenas si habían lanzado una ojeada superficial a los casi trescientos kilos de material impreso.

—Entonces procederemos bajo el supuesto común de que todas nuestras deliberaciones hasta la obtención del veredicto se habrán de basar exclusivamente en el informe redactado por N. O. en nuestro beneficio. ¿Alguna objeción?

Dorotea Cortés alzó la mano:

—Deseo que conste mi reserva sobre la objetividad del informe.

—Constará en el sumario, Su Gracia. Procedamos. Esta reunión, a puerta cerrada, constituye, como todos ustedes saben, la última posibilidad que las leyes de la Federación de Mundos Humanos contemplan para la revisión del veredicto dictado contra Lennart Yarek. No creo necesario recordarles, aunque voy a hacerlo, que nosotros cinco, Gran Juez Dorotea Cortés, Gran Juez Joe Donovan, Gran Juez Moshe Goldberg, Gran Juez Joáo de Sousa y yo misma, Gran Juez Mariemma O'Neil, constituidos en Tribunal Supremo de la Federación, somos última e inapelable instancia y que nuestro veredicto, unánime, será definitivo.

»Nuestras deliberaciones deberán orientarse a dictaminar, más allá de toda duda razonable, si Lennart Yarek mintió deliberadamente en su clasificación final de la especie que llamaremos aarea, habitantes del planeta conocido por Viento, causando con ello el suicidio en masa de esta especie.

Moshe Goldberg, que ocupaba el extremo de la mesa, a la izquierda del presidente, levantó la mano a la altura de la oreja en un curioso gesto, conocido por todos los jueces.

O'Neil pulsó un botón en el panel que tenía delante y preguntó casi con resignación:

—¿Qué hay, Moshe?

—Que empieza a ponerme nervioso toda esta parafernalia jurídica que te has empeñado en imponernos como si estuviéramos en un serial de tridi. No te ofendas, Mariemma, pero creo que todos tenemos muy claro para qué estamos aquí y todos conocemos más o menos las opiniones al respecto de todos los presentes. Esto es una reunión a puerta cerrada. No se protocolará más que el veredicto y una síntesis de nuestras deliberaciones, así que no veo por qué no podemos hacer de esta reunión algo distendido y, en lo posible, amistoso.

—Opiniones —pidió sucintamente O'Neil.

Hubo varios encogimientos de hombros acompañados de alzamientos de cejas.

—Está bien, entonces. Prescindiremos de tratamientos y demás. ¿Qué pensáis?

—Lo que ya he dicho antes. Que esto es, como decía Dorotea, una tomadura de pelo a todos nosotros, aunque por otras razones que las que ella apuntaba. No nos hemos reunido aquí para revisar la evidencia y decidir si Yarek es culpable o inocente de un crimen que, vamos a ser sinceros, a nadie le importa un pimiento ya. Todos sabemos que nos han hecho reunimos para dar una apariencia de legalidad y elegancia a la rehabilitación de Yarek, que va a tener lugar de todas maneras, independientemente de nuestro veredicto, porque nuestro Gobierno necesita a un xenólogo de primera fila que, a ser posible, tenga algo que agradecerle. Que la base de nuestras deliberaciones sea una historieta llena de incoherencias narrada por una máquina es algo que se halla a la altura exacta del papel que nos toca representar.

—Goldberg, N. O. no es una máquina y su narración no es una historieta. Te aseguro que se ajusta en todo a la verdad, aunque, por supuesto, no todo lo que es cierto es también narrable. Siempre hay que llevar a cabo una selección de materiales.

—Selección que lleva a cabo la querida N. O. O quien esté detrás de ella, ¿me equivoco?

—N. O. tiene órdenes de narrar lo que pueda ser relevante para nuestras deliberaciones. Sería imposible encerrar en menos de cien páginas dos años de pensamientos, sentimientos, asociaciones..., y sería espantoso de leer.

—Sí, ya dijo no sé quién que la literatura era el arte de la omisión, pero se trata precisamente de eso: de que no es o no debería ser literatura, sino evidencia jurídica. —Cortés recorrió las caras de los presentes buscando un apoyo que no encontró.

—Lo de las incoherencias es algo que depende del punto de vista del observador, del lector en este caso —continuó Donovan, como si Cortés no lo hubiera interrumpido.

—Me gustaría que centráramos nuestra discusión en el comportamiento de Yarek que, al fin y al cabo, es la única base de que disponemos para juzgar. Tanto si nuestro veredicto final agrada al Gobierno como si no, no estoy dispuesta a convertir esta revisión del proceso en una función de circo. Opiniones.

—En el informe, tal como está, nos aparece la imagen de un hombre alternativamente hundido en la desesperación y perdido en delirios de megalomanía. Yo no he tenido en ningún momento la sensación de que Yarek se considere culpable de un crimen o de que sea consciente de haber falseado los hechos. Hay arrepentimiento, sí, pero en cuanto a que su error ha causado el fin de una especie. No hay nada que induzca a creer que haya mentido deliberadamente en su informe. Mi opinión es que el Gobierno puede continuar confiando en él y esperar de su profesionalidad que no vuelva a cometer un error de esa magnitud. Y que conste que me revienta darle la razón al Gobierno y contestar lo que ellos quieren oír, pero, sinceramente, no encuentro razones de peso para juzgarlo culpable. —Goldberg volvió a acomodarse en su sillón.

—Sin embargo queda bastante claro en su perfil psicológico que se trata de un hombre con muy pocos escrúpulos morales. Alguien que se preocupa en primer lugar de sí mismo y su propia carrera, para quien la consideración debida al otro, sea quien sea este otro, tiene muy poco valor. —De Sousa hablaba pausadamente, tratando de sonar lo más objetivo posible.

—Pero ayudó a la iloi y educó en lo posible a la pequeña, prescindiendo de su propia comodidad —apuntó Donovan—. Y sus escrúpulos morales no fueron tan escasos como para no arrepentirse de haber tenido relaciones sexuales con un ser al que consideraba un animal, y en ningún momento llegó a plantearse la posibilidad de cometer incesto.

—Me gustaría que no nos apartásemos de la cuestión principal —interrumpió Cortés—. No tenemos ningún derecho a juzgar el comportamiento privado de Yarek, y todos sabéis que yo me opuse desde el primer momento a que se le hiciera objeto de una investigación que sigo considerando ignominiosa.

—Pero que, como bien sabes, fue aprobada por su único familiar vivo, con el objeto de intentar la reivindicación del buen nombre de su padre en una última apelación.

—No creo que un hijo tenga derecho moral ni jurídico sobre el núcleo más privado de la conciencia de otra persona, aunque se trate de su propio padre. Aparte de que en mi opinión, irrelevante en las circunstancias, los motivos del hijo de Yarek se orientan más bien hacia asuntos, digamos, crematísticos.

—Ese tampoco es el meollo de la cuestión, Dorotea —cortó O'Neil con expresión cansada—. Tenemos que decidir sobre su competencia como xenólogo y sobre su posible crimen.

—Su competencia profesional está fuera de duda.

—Error, Dorotea —terció De Sousa—. ¿Qué clase de xenólogo es Yarek que no ha sido capaz de ver más allá de sus narices en cuanto se ha encontrado sin sus especialistas? Un hombre de papel que no ha sabido darse cuenta de lo que realmente importaba, que no ha visto que los sherta, como él los llama, son una especie inteligente que incluso utiliza a los iloi para sus fines por medio de un limitado pero efectivo control telepático, como tú bien sabes. En cuanto le echó la vista encima a un grupo de seres de aspecto humano, se concentró en ellos como hubiera hecho cualquier ciudadano sin ningún tipo de entrenamiento xenológico, ignorando el resto de su entorno.

—Tú mismo has dicho que el hombre estaba desesperado y medio enloquecido por la soledad.

—Eso lo he dicho yo, Dorotea —intervino Goldberg.

—No importa. Creo que en eso estamos todos de acuerdo —concedió De Sousa.

—A mí lo que me resulta curioso es que en ningún momento se haya planteado la cuestión de que lo que le está sucediendo sea tan poco coherente en sí mismo —dijo Goldberg, casi pensando en voz alta.

—Varias veces se refiere al mundo que le rodea como si se tratara de un sueño, si hemos de creer al narrador del informe. —Cortés repasaba las páginas que tenía delante. —Eso es perfectamente normal. —Donovan se había vuelto a quitar las gafas y las limpiaba metódicamente con un pañuelo amarillo—. No hay nada que le permita saber dónde se encuentra, todo ha sido construido usando y combinando elementos ya conocidos, y su ordenador hubiera podido darle todos los paralelos existentes si Yarek hubiera tenido interés en conocerlos. Y en cuanto a lo de la coherencia, ¿a ti te parece que nuestra realidad, la de todos los días, la que conocemos o creemos conocer, es efectivamente coherente en sí misma? ¿No has pensado nunca que la realidad que nos rodea y que consideramos la única puede muy bien no serlo?

—Lo de las incoherencias... ¿no sería más bien asunto del programador de la historia-base, o como quiera que se llame esa profesión? —intervino De Sousa, que hasta entonces había escuchado en silencio.

Todas las miradas volvieron a Donovan, el único de ellos que poseía conocimientos sobre el asunto.

—Sinceramente, no acabo de comprender eso de las incoherencias. El guión narrativo que fue preparado por los especialistas como punto de partida para el mundo de Yarek no prevé la existencia de lo que estáis llamando incoherencias. Lo que se dan son estímulos a los que Yarek reacciona y a partir de los cuales obtenemos una base fiable para nuestras deliberaciones. Que a nosotros nos parezca más o menos aceptable el cambio de clima, la aparición y desaparición de flora y fauna, la existencia de los humanoides y todo lo demás es algo que depende de nuestro punto de vista de lectores. Cuando uno se encuentra de golpe junto a un volcán en erupción, lo normal es tratar de sobrevivir, no plantearse hasta qué punto es coherente con la realidad el que ese volcán se haya vuelto activo. ¿No os parece?

—Os ruego una vez más que no derivemos hacia la filosofía o el psicoanálisis aficionado. ¿Mintió o no mintió sobre los buitres? —O'Neil parecía estar perdiendo la paciencia.

Donovan y Cortés movieron negativamente la cabeza mientras Goldberg se encogía de hombros y De Sousa afirmaba lentamente.

El presidente se pasó la mano por la larga peluca rubia y suspiró:

—Necesito una buena ilustración de las dos respuestas.

—Alguien que, con una integridad profesional como la de Yarek y ese amor desmedido a su carrera, es capaz de arriesgarlo todo en beneficio de unos seres que podrían ser destruidos por la injerencia humana, no habría sido capaz de mentir declarando no inteligentes a los buitres. Él sabía muy bien que clasificándolos como animales no les hacía ningún favor; lo hizo por pura integridad. —Dorotea Cortés se apartó de los hombros los rizos negro-azulados de su peluca y volvió a clavar la vista en el informe.

—Un hombre que miente de la manera en que ha empezado a hacerlo con respecto a los iloi, llegando incluso a destruir sus propios informes sobre el pueblo objeto de estudio, es capaz de mentir en cualquier circunstancia, si sirve a sus fines. —De Sousa esperó unos segundos y, en vista de que nadie añadía nada, extendió las palmas de las manos y volvió a encogerse en su sillón.

—Hay que reconocer —dijo Donovan tras una pausa— que las mentiras, caso de ser tales, serían cualitativamente distintas, muy distintas.

—¿Por ser sus finalidades diferentes, Joe? ¿Porque en un caso estarían motivadas por el egoísmo y en otro por un altruismo siempre discutible? —Goldberg miraba intensamente a Donovan, como perplejo por la posibilidad de que para el otro los fines pudieran ser usados como disculpa para el medio utilizado.

Donovan se quitó la peluca y se pasó la mano por el escaso cabello gris:

—Sé, por supuesto, que eso no tiene el menor peso jurídico, pero hay que considerar que cuando alguien está cumpliendo sentencia por genocidio desarrolla cierta tendencia a andarse con pies de plomo, Moshe. ¿O no te parece que Yarek tendría serios motivos para considerarse culpable de genocidio si sus sospechas sobre el comportamiento humano en lanus, caso de ser clasificado como mundo de recreo, se confirmasen? Entonces sí que sería directamente responsable de la muerte, o la explotación o la ignominia de un pueblo.

—De una especie animal —precisó De Sousa—. Una especie animal de aspecto humano que sólo en su cerebro enfermo es una civilización inteligente.

—¡No lo es, y Yarek lo sabe perfectamente! —Cortés tenía dos puntos rojos en las mejillas que destacaban en su rostro alarmantemente pálido.

—Pero finge que son equiparables a la especie humana.

—Por su bien. Para su propia protección.

—Pero finge.

—¡Sí!

—Luego miente.

De Sousa empezó a quitar invisibles hilillos de la manga de su traje, una vez demostrado su punto de vista. Goldberg cabeceaba sonriendo sin apartar la vista de Cortés, que estaba sacando unas pastillas de una pequeña caja de laca y temblaba visiblemente.

—Todos sabemos que en el caso de los iloi ha mentido y se propone seguir haciéndolo, y todos, estemos de acuerdo con ello o no, somos capaces de comprender el porqué, pero eso no nos permite concluir que en el caso de los buitres mintiera en su informe final. —Donovan hizo una pausa para inspirar profundamente—. También sabemos todos que el único propósito de esta revisión del caso es establecer si la Federación puede confiar en Yarek, en su criterio y su integridad, para encomendarle la misión de investigar el nuevo planeta y sus habitantes. ¿Por qué no dejamos de regodearnos en las miserias de un ser humano ni mejor ni peor que cualquiera de nosotros en las mismas circunstancias y decidimos de una vez si lo dejamos cumplir su condena o lo liberamos de su mundo para que vaya a sacarnos las castañas del fuego en ese planeta sobre el que hay que decidir, y pronto? Está claro que nadie tiene suficiente entidad para sustituir a Yarek en esa misión. También está claro que el asunto corre prisa.

Se hizo un silencio de varios minutos en el que todos los jueces miraban al vacío, dándole vueltas a sus pensamientos.

El presidente pulsó un botón en el panel de mando y la pared que tenía detrás se hizo diáfana. A través del cristal, o quizá sobre la pantalla, era difícil de saber con certeza, los cinco jueces vieron el cuerpo de Yarek flotando en el único tanque de vida virtual que había sido perfeccionado en toda la Federación de los Mundos Humanos, el tanque que lo mantenía unido a lanus y en involuntario contacto con el resto de la civilización.

En un tanque cilíndrico de cinco metros de altura cruzado en todas direcciones por un sutil entramado de finísimos cables casi transparentes que terminaban en cada milímetro de su piel, el cuerpo desnudo de Yarek vibraba imperceptiblemente. Sus ojos, abiertos, quedaban semiocultos por dos ventosas traslúcidas terminadas en un cable delgado que se perdía tras su cabeza afeitada.

Crucificado en su red de seda, Yarek parecía la presa de alguna sofisticada araña venida de un mundo donde la realidad fuese un entrecruzamiento de planos en constante fluctuación.

Todo su mundo estaba contenido allí: la primavera paradisíaca, el invierno interminable, los iloi, los sherta, Jara, Nova. Y todo su mundo, interior y exterior, era incesantemente recogido e interpretado por sistemas como N. O. para ser entregado a sus jueces, los que ahora contemplaban su forma aparentemente inconsciente, tan lejano de ellos como si realmente se encontrara a millones de kilómetros de los planetas habitados.

Todos los jueces, a excepción de Donovan, que era el único jurista con amplios conocimientos teóricos sobre la vida virtual, sintieron un principio de náusea.

—Un juez debe ser capaz de mirar al reo sobre quien dicta sentencia —dijo el presidente en voz más baja de lo que hubiera querido.

Goldberg sacó un pañuelo del bolsillo y, apretándolo contra la boca, se puso en pie con piernas temblorosas y se dirigió al lavabo. De Sousa desvió la mirada de la imagen de Yarek para concentrarse en el movimiento de sus manos que se abrían y se cerraban como seres independientes. Donovan suspiró y empezó a limpiar sus gafas. Sólo Cortés continuó mirando el cuerpo del xenólogo mientras, apretando firmemente la lengua contra el paladar, trataba de contener las lágrimas.

Era la primera vez que se había usado vida virtual sobre un reo, y el derecho a la salvaguarda de la propia percepción de la realidad estaba tan anclado en sus mentes y sus corazones después de casi quinientos años de haber sido incluido en la Declaración de Derechos Humanos que todos sentían la monstruosidad de lo que estaban contemplando y la repulsión de participar en ello de algún modo.

—Se levanta la sesión —dijo el presidente—. Continuaremos dentro de treinta minutos.

Todos abandonaron la sala, vacilantes. O'Neil permaneció en su puesto, de espaldas a Yarek, con la vista clavada en el pulido tablero de la mesa. Todo aquello era efectivamente una farsa en la que ellos cinco, los más eminentes juristas de la Federación, tenían un papel meramente accesorio y, mucho peor, mercenario. Como bien había resumido Moshe, su función se reducía a proporcionar una coartada al Gobierno, que en la práctica ya había decidido resucitar a Yarek para encomendarle una misión que no podía encargarle a nadie más.

No se trataba de decidir si había mentido o no, si se había hecho culpable de genocidio o no. Ahora que Viento había sido colonizado, los buitres les importaban un rábano; habían cancelado incluso la subvención de Miller para estudiar su supuesta cultura perdida.

Ya en el momento en que se había declarado cerrado el primer proceso, mientras las redes informativas enviaban a todos los mundos imágenes de la nave y la cámara sellada en la que Yarek, en animación suspendida, viajaba a su exilio, se había decidido intentar su rehabilitación de otra manera, violando incluso uno de los más elementales derechos humanos. Yarek nunca había salido de Mundo Gobierno: no querían arriesgarse a perder tiempo trayéndolo desde su lejano planeta de exilio después de su rehabilitación, una rehabilitación que se daba por hecha. Toda la revisión del juicio tenía como único objeto mantener una decorosa imagen pública frente a las otras especies inteligentes a las que también les importaba un rábano el destino de los buitres pero que en los últimos tiempos habían añadido a sus listas de lugares colonizables menos planetas que los humanos.

Si Yarek era enviado al nuevo mundo sin una revisión del proceso que lo exculpara por completo, las relaciones diplomáticas con las otras especies se resentirían considerablemente. Por eso ellos tenían que representar su papel, siempre que llegaran a la conclusión que el Gobierno esperaba: «Yarek es inocente, ya que no hubo premeditación. Cometió un error, un único error en una carrera de aciertos. Todos cometemos errores. Ha pagado y puede reintegrarse al servicio de los Mundos». Ese era exactamente el veredicto que se esperaba del más alto tribunal de la Federación. Y eso era exactamente lo que a ella, como jurista y como ser humano, le daba de patadas en el estómago.

Sabía, por supuesto, ¿cómo ignorarlo después de cincuenta años de práctica jurídica?, que no se trataba de llegar a la verdad. Con el tiempo había dejado incluso de creer en la existencia de algo llamado Verdad, con mayúscula. Pero creía en las leyes y en los procedimientos y no estaba dispuesta a pasarlos por alto en beneficio de nadie.

Se puso en pie y se dirigió al lavabo, a refrescarse la cara y, si era posible, también las ideas. No le quedaban más de diez minutos.

19

en punto los cinco jueces se hallaban de nuevo reunidos en la Sala de Juntas y, aunque pálidos, todos habían recobrado un aspecto digno.

—Señorías, amigos míos, tengo el deber de informaros de que la decisión sobre el futuro de Yarek ya no está en nuestra mano.

Los cuatro la miraron como si no pudieran dar crédito a sus oídos.

—¿Se han atrevido? —La voz de Cortés quedaba casi ahogada por la rabia, pero esta vez nadie la miró despectivamente; era una rabia que todos compartían, un insulto a su dignidad profesional—. ¿Se han atrevido esos hijos de puta del Gobierno a arrebatarnos la competencia?

—No pensarán que vamos a quedarnos de brazos cruzados ante esta infamia. —De Sousa parecía haber doblado su tamaño; su voz se había hecho todavía más suave que de costumbre.

—Lucharemos. Se lo habrás dicho, Mariemma, ¿verdad? Estamos todos de acuerdo, me figuro. Lucharemos, ¿no? —Los ojos de Goldberg iban de uno a otro de sus colegas.

Donovan parecía anonadado, pero no tan sorprendido como los demás.

El presidente esbozó una sonrisa triste:

—No será necesario. El Gobierno no ha tenido nada que ver en ello; probablemente están siendo informados en este momento y justo por eso nuestra decisión, la única que nos queda, debe ser rápida, antes de que puedan relevarnos de la tarea, y absolutamente unánime.

»Me explicaré: Yarek ha desactivado el localizador, renunciando con ello a ocupar de nuevo un puesto en nuestra sociedad. A todos los efectos Yarek ha muerto para la Federación de Mundos Humanos. Se ha suicidado para nosotros aunque siga vivo en Ianus. Nosotros no tenemos jurisdicción sobre los muertos.

En el silencio subsiguiente empezó a oírse, muy bajito primero, secundada luego por los otros, la risa de Goldberg.

—Yo sé de unos cuantos que no se van a reír —dijo Donovan cuando empezaron a ceder las risas.

—Si ahora emitimos un veredicto de culpabilidad definitiva, Yarek tendrá que cumplir su condena de veinte años en Ianus. Es su deber y su derecho. Nadie puede hacer nada.

—Pero Ianus no existe —dijo Cortés, oscilando entre un nuevo ataque de risa y un sollozo que se le enganchaba en la garganta—. Lo desconectarán y será su muerte.

Donovan negó con la cabeza:

—Ianus existe mientras Yarek esté conectado al tanque. Si el Tribunal Supremo, es decir, nosotros, emitimos un veredicto de culpabilidad que en este caso es irrevocable, el tanque seguirá funcionando hasta que se cumpla su condena por lo menos. E incluso podemos ampliar esa condena a cadena perpetua, de por vida.

—No es posible, en una apelación, dar a un reo una pena mayor que la que obtuvo en el juicio previo; eso lo sabes tú tan bien como cualquiera de nosotros —informó De Sousa.

—Lo es, si juzgamos a Yarek por delito de traición y felonía. —Goldberg exhibía una sonrisa que iluminaba todo su rostro hasta la punta de la barba.

—¿Contra quién?

—Contra la Federación de los Mundos Humanos en la persona de los iloi a quienes, premeditadamente, ha clasificado como seres de inteligencia equiparable a la nuestra sabiendo que no lo son.

—Pero los iloi no existen —casi gritó Cortés.

—Para él, sí —intervino Donovan—. Si su interacción con esa realidad era base suficiente para una revisión del proceso y un nuevo veredicto, también lo es para un nuevo crimen y una nueva acusación.

Todos se miraron sonriendo como conspiradores.

—¿Alguien recuerda un precedente de una acusación presentada por el mismo juez que llevaba el caso? —preguntó O'Neil echando una mirada rápida al reloj y empezando a teclear buscando la información pertinente.

—El pueblo de Nueva Australia contra Ríos y Walker. Es exactamente lo que necesitamos si tuviéramos que justificar el procedimiento. —La sonrisa de Cortés era triunfal.

—Eres una enciclopedia, Dorotea.

—Un estudiante mío está haciendo un trabajo de investigación bastante absurdo sobre casos curiosos. Por suerte ese me llamó la atención.

—Entonces podemos proceder —concluyó O'Neil, satisfecha, mientras sus ojos rastreaban hábilmente los datos que había mencionado Dorotea y que acababan de aparecer en su pantalla.

—¿Y si el Gobierno se niega a seguir proporcionando los fondos necesarios para el mantenimiento de la vida virtual? —preguntó De Sousa.

—El Gobierno quedaría en una posición bastante incómoda, sobre todo frente a nuestros aliados extraterrestres, pero también frente a la opinión pública a la que este tribunal se encargará de tener debidamente informada. No olvidemos tampoco que hace más de quinientos años que quedó abolida la pena de muerte en todas sus formas; desconectar el tanque sería tanto como asesinar a Yarek, y hacerlo regresar a esta realidad pasando por encima del veredicto del Tribunal Supremo es algo a lo que no se atreverían jamás. Sería demasiado peligroso para la estabilidad política de la Federación; francamente impensable.

«Desde un punto de vista puramente económico, toda su fortuna, al no tener herederos, no hay que olvidar que su hijo, aunque lo sea de facto no lo es ya de iure, quedó consignada a un fondo del que disponen sus abogados para promover la apelación, si hubiere lugar, y para facilitar sus condiciones de vida durante el cumplimiento de su pena si se estimara necesario. Pensad que Yarek y todos los que trabajan a sus órdenes partían de la base de que su pena de exilio era efectiva en el plano de lo que comúnmente se acepta como real. Hubiera podido hacerse necesario su traslado a un hospital en caso de peligro de muerte. —O'Neil hablaba con su mejor cara de juez inescrutable pero sus ojos brillaban.

—O sea, que el pobre hombre puede acabar pagándose su propia vida virtual —comentó Goldberg, maravillado.

—¿No es eso, en la base, lo que hacemos todos, Moshe? —Donovan se había colocado las gafas sobre la nariz y lo miraba sin pestañear.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó el presidente.

El silencio duró un par de minutos.

—¿No es una crueldad lo que vamos a hacer? —la pregunta de Cortés sonó ingenua, pero era exactamente la misma que cada uno de ellos se estaba planteando.

—Yarek ha elegido. Está construyendo su propio mundo. Vive en la naturaleza una parte del año, en la civilización la otra. Tiene un campo inacabable para desarrollar sus actividades profesionales, tiene compañía, tiene todo lo que puede desear. Y, por encima de todo, la elección ha sido suya.

—¿Funcionará el programa, adaptándose a los cambios que él introduzca? —insistió Cortés.

—Tienes la prueba en el informe. El programa tiene una infinita capacidad de combinar estructuras narrativas. Yarek vivirá en una interacción incesante —contestó Donovan.

—En una novela —añadió Goldberg, y su voz sonó triste.

Donovan no contestó. También los otros guardaron silencio.

—¿Estamos de acuerdo? —volvió a preguntar el presidente.

Cinco manos se alzaron mientras cinco gargantas pronunciaban un «sí». O'Neil conectó la grabadora:

—«Yo, Mariemma O'Neil, Gran Juez y Presidente del Tribunal Supremo de la Federación de Mundos Humanos, reunida en sesión ultrasecreta, a puerta cerrada, con los cuatro Grandes Jueces de la Federación, habiendo juzgado a Lennart Yarek en última instancia por el delito de traición y felonía, emito el veredicto de culpable y dicto contra el dicho Lennart Yarek sentencia irrevocable de exilio permanente a cumplir en el mismo lugar en el que se halla hasta el fin de sus días. Las deliberaciones de este Alto Tribunal permanecerán secretas durante un período de tiempo no inferior a trescientos años.

»A todos los efectos presentes y futuros, este caso se considera cerrado».

Durante los siguientes quince minutos los cinco jueces estamparon sus firmas y códigos en todas las copias impresas y grabadas del veredicto que acababan de emitir. Cuando ya se preparaban para marcharse, en el panel de mandos del presidente se iluminó la señal ámbar de máxima prioridad. O'Neil esbozó una sonrisa traviesa.

—Tenemos visita, Señorías.

—Es una lástima que hayan llegado tarde —comentó Goldberg, estirándose el chaleco.

—Me temo que además de visita, vamos a tener problemas. —De Sousa había recuperado su expresión ligeramente avinagrada.

El presidente sonrió de nuevo, miró a De Sousa y luego a los demás, uno tras otro, y volvió a sentarse.

—Los problemas son la sal de la vida, Joáo.

Luego, cambiando el tono de voz y presionando el botón que autorizaba la entrada de los representantes del Gobierno, rogó con voz sonora:

—Tomen asiento Sus Señorías. Los honorables representantes del Gobierno Democrático de la Federación de Mundos Humanos esperan conocer el veredicto del Tribunal Supremo.