La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

Deborah Crombie

Nadie llora al muerto

Kincaid & James 04

Mourn not your dead

© 1996 by Deborah Darden Crombie

Traducción: Rebeca Bouvier

1

Le pareció que su oficina menguaba mientras la recorría de arriba abajo. Tenía la sensación de que las paredes se le echaban encima, un efecto óptico producido por los ángulos proyectados por la lámpara de su escritorio y distorsionados por las sombras. Scotland Yard siempre resultaba algo inquietante por las noches, como si una presencia ocupara las salas vacías. Se detuvo ante la estantería y pasó un dedo por los lomos de los manoseados libros del último estante. Arqueología, arte, canales, libros de referencia sobre delincuencia… Muchos de ellos se los había regalado su madre, que se los enviaba para remediar lo que ella consideraba una carencia en su educación. A pesar de que había intentado ordenarlos por orden alfabético y tema, era inevitable que hubiera un par de tomos desordenados. Kincaid sacudió la cabeza. Ojalá su vida estuviera la mitad de ordenada que sus libros.

Miró la hora por décima vez en diez minutos. Luego atravesó la habitación hacia su escritorio y se sentó sin prisa. La llamada que le había traído a las oficinas había sido urgente -oficial de alto rango hallado muerto- y si Gemma no llegaba pronto tendría que ir a la escena del crimen sin ella. No había venido al trabajo desde que abandonó su piso la noche del viernes. Y aunque ella había llamado al comisario jefe y solicitado un permiso, no había respondido a las cada vez más desesperadas llamadas de Kincaid. Esta noche había pedido al sargento de turno que se pusiera en contacto con ella y esta vez sí había respondido.

Incapaz de contener su agitación, se levantó de nuevo y fue a coger la chaqueta del perchero. Entonces oyó el suave clic del pestillo. Se dio la vuelta y la vio ahí, con la puerta a su espalda, mirándolo. Una estúpida sonrisa invadió su cara.

– ¡Gemma!

– Hola, jefe.

– Te he llamado varias veces. Pensé que te había pasado algo.

Ella negó con la cabeza.

– Fui a visitar a mi hermana unos días. Necesitaba tiempo…

– Hemos de hablar. -Dio un paso adelante y se detuvo a examinarla. Tenía aspecto de estar cansada. Su cara era casi transparente en contraste con el color cobrizo de su cabello, y se apreciaban unas sombras moradas en la piel de debajo de los ojos-. Gemma.

– No hay nada de qué hablar. -Se encorvó y apoyó los hombros contra la puerta como si necesitara soporte-. Ha sido un terrible error. Lo ves, ¿no?

La miró y se le congeló el habla por el asombro.

– ¿Un error? -pudo articular finalmente, pasando una mano por sus secos labios-. Gemma, no te entiendo.

– Nunca ha sucedido. -Dio un paso hacia él, suplicante, pero luego se detuvo como asustada de su proximidad física.

– Sí que ha sucedido. No lo puedes cambiar y yo no quiero cambiarlo. -Avanzó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros, tratando de atraerla hacia él-. Gemma, por favor, escúchame. -Por un instante creyó que ella reposaría la cabeza en el hueco de su hombro, que se relajaría en él. Pero notó como sus hombros se ponían tensos bajo sus dedos y luego se apartaba de él.

– Míranos. Mira donde diablos estamos -dijo Gemma golpeando con su puño la puerta que tenía detrás-. No podemos continuar. Ya me he comprometido demasiado. -Inspiró entrecortadamente y añadió, espaciando las palabras como para enfatizar su peso-: No puedo permitírmelo. Tengo que pensar en mi carrera… y en Toby.

Sonó el teléfono. El doble ring hizo eco en la pequeña habitación. Kincaid dio un paso atrás hacia su escritorio y buscó a tientas el auricular que procedió a llevarse al oído.

– Kincaid, -dijo, cortante, y escuchó-. De acuerdo, gracias. -Colgó el auricular y miró a Gemma-. El coche nos está esperando. -En su mente se formaron y disolvieron frases a cada cual más trivial. Éste no era ni el lugar ni el momento para discutir esto, y que él se empeñara en continuar la conversación sólo los haría sentirse violentos.

Finalmente Kincaid se dio la vuelta y se puso la chaqueta aprovechando ese momento para tragarse su desilusión y serenarse lo mejor que pudiera. Encarándose a ella de nuevo dijo:

– ¿Lista, sargento?

* * *

El Big Ben dio las diez cuando el coche cruzó el puente de Westminster en dirección sur. Kincaid, sentado junto a Gemma en la parte de atrás, vio las luces reflejadas en la superficie del Támesis. Continuaron en silencio mientras el coche zigzagueaba por el sur de Londres, avanzando lentamente hacia Surrey. Incluso el conductor, un agente de policía normalmente hablador llamado Williams, parecía haberse contagiado del humor de ellos y se encorvó encima del volante con taciturna concentración.

Atrás había quedado Clapham cuando Gemma habló.

– Será mejor que me pongas al corriente, jefe.

Kincaid observó el brillo en los ojos de Williams cuando los miró con sorpresa por el retrovisor. Gemma debía haber sido informada, obviamente, y se esforzó por responder con la mayor naturalidad posible. Los chismorreos en el cuerpo no les harían ningún bien.

– Un pequeño pueblo cerca de Guildford. ¿Cómo se llama, Williams?

– Holmbury St. Mary, señor.

– Eso es. Alastair Gilbert, comandante de la división de Notting Dale, encontrado en su cocina con la cabeza hundida.

Kincaid oyó el profundo suspiro que soltó. Luego, con la primera pizca de interés que le había notado en toda la noche, Gemma dijo:

– ¿El comandante Gilbert? Dios Santo. ¿Alguna pista?

– No me han informado de ninguna, pero todavía es pronto -dijo Kincaid, girándose para estudiarla.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Se va a armar un gran escándalo. Y vaya suerte que hemos tenido al caernos este muerto encima. -Cuando Kincaid mostró su acuerdo soltando una risa por lo bajo, ella lo miró y añadió-: Debes de haberlo conocido.

Se encogió de hombros y dijo:

– ¿Acaso no lo conocía todo el mundo? -No quiso entrar en detalles delante de Williams.

Gemma se acomodó en el asiento. Al cabo de un rato dijo:

– Los policías locales habrán llegado allá antes que nosotros. Espero que no hayan hecho tonterías con el cuerpo.

Kincaid sonrió en la oscuridad. La actitud posesiva de Gemma con los cuerpos siempre lo había divertido. Desde el principio de un caso, ella consideraba el cuerpo como de su propiedad y no se tomaba demasiado bien las interferencias innecesarias. Esta noche, sin embargo, su carácter quisquilloso le proporcionó cierto alivio. Eso significaba que se había metido en el caso, y ello le permitía a él esperar que al menos su relación laboral se pudiera salvar.

– Han prometido que no lo tocarían hasta que hayamos podido ver la escena.

Gemma asintió satisfecha.

– Bien. ¿Sabemos quién lo ha encontrado?

– La esposa y la hija.

– Puaj. -Arrugó la nariz-. Qué feo.

– Al menos tendrán a una agente de policía para tomarlas de la mano -dijo Kincaid, haciendo un esfuerzo poco entusiasta por bromear con ella-. Eso te libra a ti de tener que hacerlo. -Gemma protestaba a menudo diciendo que las mujeres agentes servían para algo más que para llevar las malas noticias a los familiares y ofrecer un hombro consolador. Pero cuando esta tarea recaía en ella, Gemma lo hacía excepcionalmente bien.

– Eso espero -respondió Gemma y apartó la mirada, no sin que antes Kincaid pudiera adivinar una sonrisa en sus labios.

Media hora más tarde dejaron la carretera principal de Abinger Hammer y tras recorrer algunos kilómetros zigzagueando y doblando curvas por un camino estrecho entraron en el aletargado pueblo de Holmbury St. Mary. Williams paró en el arcén y consultó bajo la luz de lectura una hoja garabateada con indicaciones.

– Cuando la carretera gire a la izquierda hemos de seguir recto, justo a la derecha del pub -murmuró a la vez que ponía la primera.

– Allí -dijo Kincaid mientras secaba el vaho de su ventana con la manga de su abrigo-. Debe de ser allí.

Gemma se giró para mirar por su ventanilla y dijo:

– Mira. Nunca había visto un cartel como éste. -Kincaid notó el placer que denotaba su voz.

Se inclinó hacia ella justo a tiempo para alcanzar a ver el cartel oscilante del pub que mostraba la silueta de dos amantes recortada contra una luna sonriente. Luego notó el aliento de Gemma en su mejilla y apreció el leve olor a melocotón que siempre parecía rondarla. Regresó rápidamente a su lado del asiento y dirigió su atención hacia delante.

Pasado el pub el camino se estrechó. Las luces azules de los coches policiales iluminaban la escena con un fantasmagórico resplandor. Williams aparcó el coche varios metros detrás del último vehículo y casi encima del seto que había a mano derecha, permitiendo así el paso a la camioneta del juez de instrucción. Al bajar del coche estiraron las piernas que habían viajado apretujadas y cuando les golpeó el frío de noviembre se encogieron en sus abrigos. En el aire todavía se apreciaba la bruma baja y al respirar se formaban columnas de vaho delante sus caras.

Cual gato de Cheshire * apareció ante ellos un agente, pues la cuadrícula blanca de la cinta de su gorra se asemejaba a una sonrisa artera. Kincaid los identificó a todos y luego miró a través de la verja desde la cual había venido el agente, tratando de distinguir algún detalle de la oscura mole que era la casa.

– El inspector jefe Deveney les está esperando en la cocina, señor -dijo el agente. La verja se movió silenciosamente mientras la abría para dejarlos pasar-. Justo aquí hay un sendero que lleva a la parte trasera. Los forenses improvisarán pronto unas cuantas lámparas.

– ¿No hay signos de que hayan forzado la puerta?

– No, señor. Y tampoco hemos encontrado huellas. Hemos tenido mucho cuidado y nos hemos limitado a pisar las piedras.

Kincaid asintió en señal de aprobación. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra del jardín, pudo observar que la casa era grande y de un irrelevante estilo Tudor. Ladrillo rojo, pensó entrecerrando los ojos, y encima la estructura ornamental de madera en blanco y negro. No auténtica, desde luego, más bien victoriana, una representación de la primera migración de las familias acomodadas a los suburbios. Una luz débil se adivinaba a través de los vidrios emplomados de la puerta principal, un eco de los suaves destellos que surgían de las ventanas del piso superior.

Se agachó con cuidado y tocó la hierba. El césped que los separaba de la casa era suave y denso como terciopelo negro. Aparentemente, Alastair Gilbert había vivido muy bien.

El sendero marcado que les había indicado el agente los llevó por el lado derecho de la casa y luego describió una curva que los dejó ante una puerta que desbordaba una masa de luz. Más allá de la puerta Kincaid creyó ver el contorno de un invernadero.

Una silueta apareció a contraluz y un hombre bajó los escalones hacia ellos.

– ¿Comisario? -Tendió la mano y tomó la de Kincaid con firmeza-. Soy Nick Deveney. -Deveney, unos centímetros más bajo que Kincaid, les sonrió con simpatía-. Han llegado justo a tiempo de hablar con la patóloga. -Se hizo a un lado, para permitir la entrada a la casa a Kincaid, Gemma y al todavía enmudecido Williams.

Kincaid atravesó el vestíbulo y se fijó en los pares de botas de lluvia perfectamente alineados que había en el suelo y en los impermeables colgados en los ganchos. Luego entró en la cocina y se paró de golpe, haciendo que los otros chocaran en cadena contra su espalda.

La cocina había sido blanca. Suelos y paredes de cerámica blanca que destacaban por el tono pálido de la madera de los armarios. Una parte distante de su mente reconoció estos armarios como los que había visto cuando planificaba la renovación de su propia cocina. Eran unos armarios no empotrados fabricados por una pequeña firma inglesa y muy caros. La otra parte de su cerebro se concentró en el cuerpo de Alastair Gilbert, despatarrado boca abajo en el suelo cerca de una puerta situada al otro lado de la habitación.

En vida, Gilbert había sido un hombre bajo, prolijo, conocido por la perfección de sus trajes a medida, la precisión de sus cortes de pelo y el brillo de sus zapatos. No había nada prolijo en él ahora. El olor metálico de la sangre se coló profundamente en la nariz de Kincaid. La sangre había enmarañado el pelo negro del fallecido y había salpicado y embadurnado el inmaculado suelo cubriéndolo de riachuelos color escarlata.

Desde detrás le llegó un pequeño sonido, casi un gimoteo. Al darse la vuelta tuvo el tiempo justo de ver a Williams, con la cara pálida, abriéndose paso a empujones hacia la salida. A continuación se oyeron a lo lejos las arcadas. Kincaid enarcó las cejas mirando a Gemma que asintió y fue tras el agente.

Una mujer que vestía un pijama quirúrgico verde estaba arrodillada frente al cuerpo. Su perfil estaba oscurecido por la caída de su lisa melena negra. No había levantado la vista ni interrumpido su trabajo cuando entraron todos en la habitación, pero ahora se había sentado sobre sus talones y dirigió la mirada a Kincaid. Él se acercó y se puso en cuclillas, alejado de la trayectoria de la sangre.

– Kate Ling -dijo, manteniendo en alto las manos enguantadas-. ¿Le importa que no le estreche la mano?

Kincaid creyó detectar una leve nota de humor en su cara ovalada.

– En absoluto.

Gemma regresó y se agachó junto a él.

– Estará bien -dijo en voz baja-. Lo he enviado con el agente de turno a tomar un té.

– No les puedo decir demasiado -dijo la doctora Ling mientras se sacaba los guantes-. La sangre no está coagulando, como pueden ver. -Apuntó al cuerpo con los dedos desinflados del guante de látex-. Posiblemente tomaba alguna clase de anticoagulante. Por la temperatura del cuerpo diría que lleva muerto cuatro o cinco horas, con una o dos horas de margen. -Su párpado cayó en un amago de guiño-. Pero miren esto -añadió, apuntando con un fino dedo índice-. Creo que el arma ha dejado varias depresiones en forma de media luna, aunque sabré más cuando lo haya lavado.

Al mirar de cerca, Kincaid creyó detectar fragmentos de cráneo en el pelo ensangrentado, pero no vio medias lunas crecientes.

– Confío en usted, doctora. ¿Alguna herida de defensa?

– No he encontrado ninguna hasta ahora. ¿Le importa si nos lo llevamos? Cuanto antes lo tenga en la mesa, más sabremos.

– Usted decide, doctora. -Kincaid se levantó.

– Al fotógrafo y los agentes de criminalística también les gustaría evacuar los cuerpos vivos para poder seguir con su trabajo -dijo Deveney.

– Claro. -Kincaid se volvió hacia él-. ¿Puede ponerme al corriente de lo que tengan hasta ahora? Luego me gustaría ver a la familia.

– Claire Gilbert y su hija volvieron a casa alrededor de las siete y media. Habían estado fuera durante unas cuantas horas, de compras en Guildford. La señora Gilbert aparcó el coche en el garaje, como siempre, pero cuando se dirigió por el jardín trasero hacia la casa vieron que la puerta estaba abierta. Cuando entraron en la cocina se encontraron al comandante. -Deveney hizo una señal con la cabeza indicando el cadáver-. Cuando determinó que el corazón no latía, la señora Gilbert nos llamó.

– En una palabra -dijo Kincaid, y Deveney sonrió- ¿cuál es la teoría? ¿lo hizo la esposa?

– Nada hay que sugiera que tuvieran una pelea, nada roto, ninguna marca en ella. Y la hija dice que estaban de compras. Además… -Deveney hizo una pausa-. Bueno, espere a conocerla. He hecho que inspeccionara la casa y dice que no encuentra un par de joyas. Se han denunciado unos cuantos robos por la zona recientemente. Delitos menores.

– ¿No hay sospechosos de los robos?

Deveney negó con la cabeza.

– De acuerdo. ¿Dónde están las Gilbert?

– Tengo a un agente con ellas en el salón. Los llevaré.

Al parar un momento junto a la puerta para echar una última mirada al cuerpo, Kincaid pensó en Alastair Gilbert cuando lo vio por última vez. Estaba en un estrado dando una conferencia, ensalzando las virtudes del orden, la disciplina y el pensamiento lógico necesarios en el trabajo policial. Kincaid notó que le invadía una inesperada sensación de piedad.

2

Cuando entraron en el salón, Kincaid recabó la imagen de unas paredes de color rojo intenso y de una elegancia sobria. En la chimenea ardía el fuego y al otro lado del salón había un agente de paisano sentado en una silla de respaldo recto con una taza de té sobre el regazo y con un aspecto de no hallarse del todo incómodo. Por el rabillo del ojo, Kincaid vio como Gemma abría los ojos con sorpresa al ver que el agente que tomaba de la mano a la afligida familia era un hombre. Luego su mirada fue a parar a las dos mujeres sentadas en el sofá.

Madre e hija. La madre era rubia, de huesos pequeños y rasgos delicados. La hija era una copia más oscura y su melena larga y espesa enmarcaba una cara en forma de corazón. Encima de su mentón puntiagudo la boca resultaba desproporcionadamente grande, como si el resto del cuerpo no hubiera crecido lo suficiente. ¿Por qué había pensado que la hija de Gilbert sería una niña? A pesar de que su esposa era considerablemente más joven, Gilbert estaba en la cincuentena y naturalmente podrían haber tenido una hija adulta, o casi.

La mirada de las mujeres era inquisitiva y sus semblantes mostraban serenidad. Pero las ropas de Claire Gilbert estropeaban la perfección del pequeño retablo. La parte delantera de su suéter blanco de cuello alto estaba decorado con una mancha de sangre seca semejante a la de un test de Rorschach. En las rodillas de sus pantalones azul marino también había manchas oscuras.

El agente dejó su taza y atravesó la sala para cruzar unas palabras en voz baja con su jefe. Deveney asintió con la cabeza mientras lo observaba abandonar la habitación, luego se volvió a las mujeres y carraspeó.

– Señora Gilbert, le presento al comisario detective Kincaid y a la sargento James de Scotland Yard. Nos ayudarán en nuestra investigación. Les gustaría hacerles unas preguntas.

– Por supuesto. -Su voz era grave, casi ronca, más ronca de lo que Kincaid esperaba de una mujer de su tamaño, y controlada. Cuando dejó su taza en la mesa baja, su mano tembló.

Kincaid y Gemma se sentaron en las dos butacas frente al sofá y Deveney giró la silla donde había estado sentado el agente para estar junto a Gemma.

– Conocía a su esposo, señora Gilbert -dijo Kincaid-. Lo siento mucho.

– ¿De verdad? -preguntó en un tono de vivo interés. Luego agregó-: ¿Les gustaría tomar un té? -En la mesa baja situada frente a ella había una bandeja con una tetera y tazas con platitos. Cuando tanto Kincaid como Gemma respondieron afirmativamente, ella se inclinó hacia la mesa y se sirvió un poco en su propia taza, luego se recostó y miró alrededor distraídamente-. ¿Qué hora es? -preguntó, aunque la pregunta no parecía dirigida a nadie en concreto.

– Déjeme ayudarla -dijo Gemma al cabo de un momento, cuando quedó claro que el té no iba a servirse solo. Llenó dos tazas con leche y té bien cargado, luego miró a Deveney, quien negó con la cabeza.

Kincaid aceptó la taza que le ofreció Gemma y dijo:

– Es muy tarde, señora Gilbert, y quisiera repasar un par de cosas mientras sigan claras en su cabeza.

El reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea empezó a dar la medianoche. Claire lo miró fijamente, frunciendo el ceño.

– Es tarde, ¿verdad? No me había dado cuenta.

La hija había permanecido en silencio y Kincaid casi había olvidado su presencia. Pero ahora la oyó moverse, inquieta, lo que captó su atención. Al cambiar de posición su ropa crujió por el roce con el chintz de rayas crema y rojo del sofá. Ahora miraba hacia Claire y tocó su rodilla.

– Mamá, por favor. Debes descansar -dijo, y por la súplica que notó en su voz Kincaid supuso que ésa no era la primera vez que se lo pedía-. No puedes seguir así. -Miró a Kincaid y añadió-: Dígaselo, comisario, por favor. Ella lo escuchará.

Kincaid la examinó más de cerca. Llevaba un suéter voluminoso por encima de una minifalda estrecha de color negro. Pero, a pesar de la sofisticación de la ropa, la joven desprendía un aire de persona inacabada que hizo que Kincaid bajara la estimación de su edad a la adolescencia. Su cara parecía transida por el estrés y la vio restregar el dorso de su mano contra los labios como para hacer que pararan de temblar.

– Tiene toda la razón… -Kincaid hizo una pausa al darse cuenta de que no sabía su nombre.

Ella lo puso al corriente con amabilidad.

– Soy Lucy. Lucy Penmaric. Puede… -De algún lugar cercano llegó un aullido apagado y Lucy calló para escuchar. Kincaid reconoció frustración en el gañido, como si el perro hubiera abandonado toda esperanza de recibir una respuesta.- Es Lewis -dijo-. Tuvimos que encerrarlo en el estudio de Alastair para evitar que… ya sabe, se metiera por todas partes.

– Muy buena idea -dijo Kincaid distraídamente mientras añadía lo que acababa de saber a su valoración de la situación. Su nombre no era Gilbert, y se refirió al comandante como «Alastair». Una hijastra, en lugar de una hija. Pensó en el hombre que había conocido y se dio cuenta de lo que le había parecido raro. Por mucho que lo intentara, no podía imaginar a Gilbert relajado delante del fuego con un perro grande (a tenor de lo que había podido oír) cómodamente estirado cuan largo era a sus pies. Tampoco parecía que esta sala, con su suntuoso terciopelo y su chintz y su tupida alfombra persa bajo sus pies, fuera un hábitat probable para un perro.

– Nunca hubiera pensado que el comandante Gilbert fuera un hombre de perros -aventuró-. Me sorprende que haya permitido un perro en esta casa.

– Alastair nos obligó…

– Alastair prefería que confináramos a Lewis en su caseta -interrumpió Claire, y Lucy apartó la mirada, la cual perdió la breve chispa de animación que Kincaid había visto cuando hablaba del perro-. Pero en estas circunstancias… -Claire les sonrió, como excusándose por una falta de modales, y luego miró a su alrededor distraídamente-. ¿Les apetece un té?

– Estamos bien, señora Gilbert -dijo Kincaid. Lucy tenía razón. Su madre necesitaba descansar. Los ojos de Claire estaban vidriosos y presagiaban un inminente colapso. Su coherencia parecía ir y venir como una débil señal de radio. Pero aun sabiendo que no la podía presionar más, quiso hacerle unas cuantas preguntas antes de dejarla marchar.

– Señora Gilbert, me doy cuenta de lo difícil que debe de ser esto para usted pero si pudiera decimos exactamente lo que pasó esta tarde, podremos continuar con nuestra investigación.

– Lucy y yo fuimos a Guildford a hacer unas compras. Está estudiando para el nivel avanzado y necesitaba un libro de Waterstones, en el centro comercial. Fisgoneamos un poco por las tiendas y luego caminamos por la calle principal hasta Sainsbury’s. -Claire calló cuando notó que Lucy se movía a su lado. Luego miró a Deveney y frunció el entrecejo-. ¿Dónde está Darling?

Gemma y Kincaid se miraron, Kincaid arqueando inquisitivamente las cejas. Deveney se inclinó hacia delante y susurró:

– Es el agente que estaba con ellas. Su nombre es Darling. -Se volvió hacia Claire y dijo-: Todavía está aquí, señora Gilbert. Tan sólo ha ido con los otros chicos, a echarles una mano durante un rato.

Los ojos de Claire se llenaron de lágrimas y empezaron a escurrirse por los lados de su nariz, aunque ella no hizo nada por secarlas.

– Cuando terminaron de comprar, señora Gilbert -apuntó Kincaid al cabo de un momento-. ¿Qué hicieron?

Parecía concentrarse en él con esfuerzo.

– ¿Después? Vinimos a casa.

Kincaid pensó en la tranquila calle donde habían dejado aparcado el coche.

– ¿Las vio alguien? ¿Un vecino quizás?

Claire negó con la cabeza.

– No lo sé.

Mientras hablaban Gemma sacó discretamente su bloc de notas y su bolígrafo del bolso. Habló en voz baja:

– ¿A qué hora fue eso, señora Gilbert?

– Siete y media. Quizás más tarde. No estoy muy segura. -Su mirada pasó de Gemma a Kincaid, como para tranquilizarse. Luego dijo con más energía-: No esperábamos a Alastair. Tenía una reunión. Lucy y yo habíamos comprado pasta y una salsa precocinada en Sainsbury’s. Algo especial, sólo para las dos.

– Por eso nos sorprendió ver su coche en el garaje -añadió Lucy al ver que su madre no proseguía.

– ¿Qué hicieron entonces? -preguntó Kincaid.

Tras mirar rápidamente a Claire, Lucy continuó.

– Metimos el coche de mamá en el garaje. Cuando doblamos la esquina del garaje en dirección al jardín pudimos ver la puerta…

– ¿Dónde estaba el perro? -preguntó Kincaid-. ¿Cómo se llama? ¿Lewis?

Lucy lo miró como si no comprendiera la pregunta, luego dijo:

– En su cercado, detrás del jardín.

– ¿De qué raza es Lewis?

– Labrador. Es espléndido, realmente encantador. -Lucy sonrió por primera vez y Kincaid pudo notar otra vez ese orgullo de propietaria en su voz.

– ¿Pareció alterado de alguna forma? ¿Inquieto?

Madre e hija se miraron. Lucy respondió:

– No en aquel momento. Fue más tarde, cuando vino la policía. Se puso tan nervioso que tuvimos que traerlo a la casa.

Kincaid dejó su taza vacía en la mesa y al oír el entrechocar de la porcelana Claire se sobresaltó.

– Volvamos al momento en que vieron la puerta abierta.

El silencio se alargó. Lucy se acercó un poco más a su madre.

El fuego se asentó levantando una lluvia de chispas para acabar parpadeando hasta consumir la llama. Kincaid esperó un segundo y luego habló.

– Por favor, señora Gilbert, trate de explicamos exactamente lo que ocurrió luego. Ya sé que han hablado de esto con el inspector jefe Deveney, pero quizás recuerde algún pequeño detalle que nos pueda ayudar.

Al cabo de un momento Claire tomó la mano de Lucy y la sostuvo entre las suyas, aunque Kincaid no pudo distinguir si estaba proporcionando alivio o recibiéndolo.

– Ya lo ha visto. Había sangre… por todas partes. Lo pude oler. -Respiró profundamente, temblando, luego prosiguió-. Traté de levantarlo. Luego me di cuenta… Hace años tomé un curso de primeros auxilios. Al no notarle el pulso llamé al 999.

– ¿Notó algo inusual cuando entró en la casa? -preguntó Gemma-. ¿Algo en la cocina que no estuviera en su lugar?

Claire negó con la cabeza. Alrededor de su boca las arrugas parecían más profundas por el agotamiento.

– Pero creo entender que ha denunciado la desaparición de algunos objetos -dijo Kincaid, y Deveney asintió confirmándolo.

– Mis perlas. Y los pendientes que Alastair me regaló por mi cumpleaños… fueron un encargo especial. -Claire se hundió en el sofá y cerró los ojos.

– Debían de tener mucho valor -dijo Gemma.

Al ver que su madre no se movía Lucy la miró y procedió a responder:

– Supongo que sí. En realidad no lo sé. -Sacó la mano de entre las de su madre y la extendió en un gesto de súplica-. Por favor, comisario -dijo, y la angustia de su voz hizo ladrar al perro que rascó la puerta con sus garras.

– Hazlo callar, Lucy -dijo Claire, pero su voz era apática y no se movió ni abrió los ojos.

Lucy se levantó de un salto, pero al tiempo que lo hacía los ladridos del perro se redujeron a un gimoteo y acabaron por apagarse del todo. Se volvió a sentar en el borde del sofá alternando la mirada de súplica entre su madre y Kincaid.

– Tan sólo una cosa más, Lucy, lo prometo -dijo en voz baja y se volvió hacia Claire-. Señora Gilbert. ¿Tiene alguna idea de por qué su esposo regresó temprano a casa?

Claire apretó los dedos alrededor del cuello y dijo despacio:

– No, lo siento.

– ¿Sabe con quién iba a…?

– Por favor. -Lucy se levantó temblando. Cruzó los brazos por debajo del pecho y dijo entre dientes-: Ya ha respondido. No lo sabe.

– Está bien, querida -dijo Claire, saliendo de su sopor. Con obvio esfuerzo se sentó en el borde del asiento-. Lucy tiene razón, comisario. No es que… no era costumbre de Alastair el compartir los detalles de su trabajo. No me dijo con quién tenía intención de reunirse. -Se levantó y perdió el equilibrio. Lucy se abalanzó para aguantarla y como era la más alta de las dos su brazo encajó fácilmente alrededor de los hombros de su madre.

– Mamá, por favor, para -dijo Lucy y luego miró a Kincaid-. Dejen que la lleve arriba. -El tono de su voz era más de pregunta que de orden y a Kincaid le pareció que era una criatura haciendo el papel de un adulto.

– Habrá alguien a quien puedan llamar -dijo Gemma levantándose y tocando el brazo de Lucy-. ¿Algún vecino? ¿Algún pariente?

– No necesitamos a nadie más. Podemos arreglárnoslas -dijo Lucy algo abruptamente. Luego su breve bravuconada pareció disolverse cuando añadió-: ¿Qué hago con la casa? ¿Las cosas? ¿Qué pasa si…?

Deveney respondió con suavidad, pero sin ser condescendiente.

– Por favor, no se preocupe, señorita Penmaric. Estoy seguro de que quien hizo esto no volverá. Y tendremos a alguien aquí durante toda la noche, ya sea fuera o en la cocina. -Hizo una breve pausa y se oyó un leve gimoteo-. ¿Por qué no se llevan al perro arriba si las hace sentirse más cómodas? -sugirió sonriendo.

Lucy lo consideró seriamente.

– A él le gustaría.

– Si no hay nada más… -Claire había empezado a arrastrar las palabras. Sin embargo, a pesar del cansancio parecía mantener una apariencia de refinamiento.

– Eso es todo por esta noche, señora Gilbert. Y Lucy. Gracias por su paciencia -dijo Kincaid de pie junto a Deveney y Gemma. Los tres miraron en silencio cómo madre e hija abandonaban la habitación.

Cuando se cerró la puerta Nick Deveney sacudió la cabeza y se pasó los dedos por las precoces canas que cubrían sus sienes.

– Yo no habría aguantado tan bien el tipo, dadas las circunstancias. Tienen suerte de tenerse la una a la otra, ¿no creen?

* * *

El equipo que analizaba la escena del crimen seguía ocupado en la cocina, pero el cuerpo de Alastair Gilbert había sido trasladado. Franjas y volutas de sangre medio seca, como si de un ejercicio de pintura hecho por un niño se tratara, embadurnaban todo. Deveney se excusó y se fue a hablar con uno de los forenses del soco * dejando a Kincaid y Gemma junto a la puerta.

Kincaid notó que la adrenalina que lo había mantenido en pie durante las últimas horas estaba disminuyendo. Miró a Gemma y se la encontró estudiándolo. Sus pecas, normalmente una apenas visible polvareda sobre la piel clara, contrastaban ahora intensamente con su palidez. De pronto notó el agotamiento de Gemma como si fuera el suyo propio. Como una sacudida por todo el cuerpo, sintió que estaba en sintonía con ella. Cuando alzó la mano para tocar su hombro, ella empezó a hablar y ambos se quedaron inmóviles. Habían perdido la comodidad de sentirse a sus anchas. Su cuidada camaradería había desaparecido. Y a Kincaid le pareció que Gemma podría interpretar mal hasta ese pequeño gesto de consuelo. Bajó la mano con torpeza y la metió en su bolsillo, como alejándola de la tentación.

Cuando Deveney regresó, Gemma se excusó de manera abrupta y abandonó la cocina, sin volver a mirar los ojos de Kincaid.

– La doctora Ling me ha dicho que hará la autopsia mañana a primera hora en el depósito de Guildford. -Mientras hablaba se dejó caer con todo su peso hacia el marco de la puerta y miró con expresión abstraída como uno de los técnicos de paisano sacaba una muestra de sangre del suelo-. No lo suficientemente temprano en lo que concierne a los mandamases. Haré que mis agentes vayan de puerta en puerta a primera hora. -Hizo una pausa y por primera vez demostró cautela cuando miró a Kincaid-. Eso si usted lo aprueba.

Cada vez que Scotland Yard colaboraba con un cuerpo regional el tema de la cadena de mando podía resultar un poco delicado. Si bien Kincaid estaba jerárquicamente por encima de Deveney, no tenía deseo alguno de suscitar de entrada el antagonismo del jefe de policía local. Nick Deveney parecía un policía inteligente y capaz, pensó Kincaid mientras asentía, y estaba encantado de dejarlo dirigir su parte del trabajo sin interferir.

– ¿Va a hacer un seguimiento del tema del intruso?

– Quizás con la luz del día veamos que ha dejado huellas de un centímetro de profundidad por todo el jardín -dijo Deveney sonriendo.

Kincaid soltó una risotada.

– Junto con un juego perfecto de huellas en el pomo de la puerta y un historial delictivo de más de un kilómetro de largo. No tendremos tanta suerte. Por cierto. ¿Cuán temprano es a primera hora? -preguntó bostezando y rascándose la barba de tres días.

– Imagino que hacia las siete. Kate Ling no parece necesitar el descanso. Sobrevive gracias a una combinación de café y vapores de formaldehído -dijo Deveney-. Pero es buena y hemos tenido suerte de que viniera a la escena del crimen esta noche. -Cuando Gemma regresó, Deveney la incluyó en la conversación con una alegre sonrisa-. Escuchen, ¿por qué no envían de vuelta a Londres a su conductor? He dispuesto que se alojen en el pub local. ¿Han venido preparados para quedarse? -Prosiguió cuando hubieron asentido-. Bien, enviaremos a alguien para que les lleve al depósito de cadáveres por la mañana. Y luego… -Se calló cuando un agente de paisano le hizo una seña desde la puerta del vestíbulo. Se apartó de la pared con un suspiro-. Enseguida vuelvo.

– Me ocuparé de Williams -dijo Gemma un poco bruscamente y dejó solo a Kincaid, quien durante un rato miró el trabajo de los técnicos y del fotógrafo. Luego se abrió paso por entre el área de trabajo hasta que llegó a la nevera. La abrió y se agachó para ver el contenido. Leche, zumo, huevos, mantequilla y metido desordenadamente en el estante inferior había un paquete de pasta fresca y un envase de salsa Alfredo de la marca Sainsbury. No estaban abiertos.

– He encontrado pan y queso. Les he preparado a las señoras unos bocadillos -dijo una voz encima de su cabeza.

Kincaid se levantó y dio la vuelta, y aun así tuvo que levantar la mirada para alcanzar a ver las mejillas rosadas del agente Darling.

– Ah, el guardaespaldas -murmuró y, ante la mirada perpleja del agente, añadió en voz alta-: Muy considerado por su parte… -Por más que quiso, no pudo llamarle por su peculiar apellido. *

– Añada hambre al shock y al cansancio y el resultado es un estado de nerviosismo -dijo Darling seriamente-. Además, no parecía que nadie se fuera a ocupar de ellas.

– No, tiene toda la razón. Normalmente, en este tipo de situaciones, aparecen vecinos entrometidos y serviciales de quien sabe dónde. También parientes, las más de las veces.

– La señora Gilbert dijo que sus padres habían fallecido -informó Darling.

– ¿En serio? -Kincaid estudió al agente durante un instante y luego le hizo una seña para indicarle la puerta de la entrada-. Hablemos donde haya un poco de más tranquilidad. -Cuando llegaron a la calma relativa del pasillo Kincaid prosiguió-: Ha estado con la señora Gilbert y su hija durante bastante rato, ¿no es así?

– Diría que varias horas. Entre las idas y venidas del inspector jefe.

La lámpara encendida en la mesa del teléfono iluminaba la cara de Darling por abajo y expuso unas pocas arrugas en el ceño y patas de gallo en sus ojos azules. Quizás no fuera tan joven como había pensado al principio.

– Parece hacer frente a esto con calma -dijo Kincaid. La serenidad del agente despertó su curiosidad.

– Crecí en una granja, señor. He visto la muerte muy a menudo. -Contempló a Kincaid por un momento, luego pestañeó y suspiró-. Pero hay algo raro en este caso. No porque el comandante Gilbert sea un funcionario de rango superior y todo eso. O por el desorden. -Kincaid arqueó las cejas y Darling prosiguió, vacilante-. Es que todo parece tan… inapropiado. -Sacudió la cabeza-. Ya sé que suena estúpido.

– No. Ya sé a lo que se refiere -respondió Kincaid. Y no es que apropiado fuera la palabra que él usaría para describir un asesinato, pero había una nota discordante en este caso en particular. La violencia no tenía razón de ser en una vida tan ordenada y prolija-. ¿Han hablado entre ellas la señora Gilbert y Lucy mientras usted las acompañaba? -preguntó.

Darling apoyó sus anchas espaldas contra la pared y durante un rato se concentró en un punto por detrás de la cabeza de Kincaid, luego respondió:

– Ahora que lo menciona, no puedo asegurarlo. Quizás una o dos palabras. Pero ambas se han dirigido a mí. Me he ofrecido para hacer alguna llamada, pero la señora Gilbert ha dicho que no, que estarían bien solas. Ha mencionado algo de tener que explicárselo a la madre del comandante, pero parece ser que está en una residencia de ancianos y la señora Gilbert ha pensado que lo mejor sería esperar a mañana. Es decir, hoy -añadió mirando su reloj. Kincaid notó en su voz un principio de cansancio.

– No lo entretendré más, agente. -Kincaid sonrió-. No puedo hablar en nombre de su jefe, pero yo estoy dispuesto a dormir las pocas horas de sueño que aún me quedan de esta noche.

* * *

A pesar de lo tarde que era, había todavía algunas luces encendidas en el pub. Deveney golpeó con fuerza en el cristal de la puerta y enseguida una sombra se acercó a correr los pestillos.

– Pasen, pasen -dijo un hombre mientras abría la puerta-. Entren en calor. Soy Brian Genovase, por cierto -alargó la mano a Kincaid y luego a Gemma. Los dos habían entrado detrás de Deveney.

El pub era sorprendentemente pequeño. Habían pasado directamente a la salita de la derecha, donde un puñado de mesas rodeaba una chimenea de piedra. A su izquierda la barra del bar en toda su longitud ocupaba el centro del pub, y más allá unas cuantas mesas más formaban el comedor.

– Has sido muy amable al esperar, Brian -dijo Deveney mientras se acercaba a la chimenea y se frotaba las manos encima de las brasas al rojo vivo.

– No podía dormir. No dejaba de pensar en lo que podía haber pasado allá arriba. -Genovase apuntó con la cabeza hacia la casa de los Gilbert-. Todo el pueblo era un hervidero de rumores, pero nadie se ha atrevido a cruzar el cordón policial y volver con alguna noticia. Yo lo he intentado, pero el agente de la puerta me ha convencido para que no lo hiciera. -Mientras hablaba pasó al otro lado de la barra y Kincaid pudo verle con más claridad. Era un hombre grande que se estaba poniendo cano y tenía una incipiente barriga. Su cara era agradable y su sonrisa era contagiosa-. Necesitarán algo que los haga entrar en calor -dijo cogiendo una botella de Glenfiddich del estante-, y ya que están en ello, pueden explicarme todo lo que se pueda explicar. -Les sonrió y a Gemma la honró con un guiño.

Se acercaron a la barra sin oponer resistencia, como lemmings atraídos a un precipicio. Cuando Genovase inclinó la botella para llenar la cuarta copa, Gemma sacó de pronto su mano para detenerle.

– No gracias. No me veo capaz de tomar nada. Apenas me tengo en pie. Si me puede decir dónde puedo poner mis cosas…

– La acompañaré -dijo Genovase dejando la botella y secándose las manos con un trapo.

– No, gracias. Seguro que encontraré la habitación -dijo Gemma con firmeza, moviendo negativamente la cabeza-. Ya se ha tomado suficientes molestias.

Genovase se mostró afable y aparentemente capaz de reconocer una disposición obstinada.

– Rodee la barra, suba las escaleras, siga el pasillo, la última puerta a la derecha.

– Gracias. Buenas noches. -Clavó la mirada en el hueco que había entre Kincaid y Deveney y añadió-: Los veré por la mañana.

A Kincaid se le quedaron bloqueadas en la boca una docena de excusas para pedirle que se quedara, para subir con ella. Cualquier cosa que hiciera les haría quedar como tontos y podría levantar justo las sospechas que no se podía permitir. De modo que se quedó aguantando sentado, abatido y en silencio su frustración hasta que ella desapareció por la puerta del final de la barra. Deveney también la había seguido con la mirada y parecía tener problemas para apartar los ojos de la puerta vacía.

Genovase levantó su vaso.

– Salud. Invita la casa, Nick, para que no me cojas por saltarme la legislación. Pero espero ser pagado en especies.

– Es justo -acordó Deveney. Luego, cuando tomó el primer sorbo del whisky, añadió-: Mm, vaya, lo necesitaba. En fin, supongo que has oído que han matado al comandante Gilbert.

Genovase asintió.

– Pero Claire y Lucy están bien, ¿no?

– Están en estado de shock, pero bien a pesar de todo. Ellas han encontrado el cuerpo.

En la cara de Genovase se podía ver una mezcla de alivio y angustia. Dijo:

– ¡Oh, no! -Limpió con fruición una mancha invisible de la barra-. ¿Ha sido muy horrible? ¿Qué…? -El leve movimiento de cabeza de Deveney lo paró-. ¿Información clasificada? Lo siento.

– No daremos a conocer los detalles durante algún tiempo -dijo Deveney con estudiada diplomacia.

Kincaid sabía que sería difícil mantener cualquier cosa en secreto en un pueblo de estas dimensiones, pero debían intentarlo hasta que los interrogatorios puerta a puerta hubieran acabado, por si a alguien se le escapaba algo que no debía saber.

– ¿Eras amigo de las Gilbert? -preguntó Deveney a Genovase, empujando su taburete hasta poder apoyar los codos en la barra.

– Es un pueblo pequeño, Nick. Ya sabes cómo son estas cosas. Claire y Lucy son muy apreciadas.

Kincaid dio otro sorbo a su bebida y dijo con indiferencia:

– ¿Y el comandante no?

Por primera vez Brian se mostró receloso.

– No es lo que he dicho.

– No. No lo ha hecho. -Kincaid le sonrió-. Pero, ¿es cierto?

Tras considerarlo un momento Genovase dijo:

– Deje que se lo diga de otro modo. Alastair Gilbert no era de los que se esforzara por ser popular por aquí, ni de largo.

– ¿Alguna razón en particular? -preguntó Kincaid. Él sabía por propia experiencia que Gilbert tampoco se había esforzado por ser popular entre sus agentes. De hecho, parecía disfrutar sacando partido de su rango superior.

– En realidad, no. Un cúmulo de pequeños malentendidos amplificados por los chismorreos. Ya sabe cómo son estos asuntos -repitió-, en un pueblo como éste las cosas se exageran a veces de manera desproporcionada. -Era obvio que no quería explayarse más. Genovase se terminó su bebida de un trago y dejó el vaso.

Deveney hizo lo mismo y bostezó.

– No me apetece nada este caso, se lo aseguro. Mejor usted que yo en la línea de fuego, colega -dijo mirando a Kincaid-. Por mí puede quedárselo.

– Gracias -dijo Kincaid con considerable ironía. Se terminó su propia copa más lentamente, saboreando con placer el calor que descendía por su garganta. Luego se levantó y cogió su abrigo y su bolsa-. Ya es tarde, me voy a dormir. -Miró su reloj y soltó un improperio-. Apenas vale la pena meterse en la cama.

– Su habitación es la última a la izquierda, señor Kincaid -dijo Genovase-. Tendré el desayuno preparado para usted por la mañana.

Kincaid dio las gracias por todo y cuando se dio la vuelta para marcharse Deveney le tocó en el brazo y le dijo en voz baja:

– La sargento, Gemma. Imagino que no está casada, ¿no?

Pasaron unos segundos antes de que Kincaid se viera capaz de responder, pero lo hizo con bastante normalidad:

– No. No lo está.

– Está… ¿disponible?

– Eso -masculló Kincaid- es algo que tendrá que preguntarle usted mismo.

3

El dolor se había hecho patente en la cara de Kincaid. Gemma no se lo había esperado y eso hizo que flojeara su determinación. Durante los días que había pasado escondida en casa de su hermana, mirando a Toby jugar en el parque con sus primos y pensando frenéticamente en lo que debía hacer, llegó a convencerse de que él estaría encantado de ignorar lo sucedido, o aliviado, incluso agradecido. De modo que había preparado su breve discurso, ofreciéndole una escapatoria que él pudiera aceptar con una sonrisa ligeramente embarazosa y lo ensayó tantas veces en su mente que casi le podía oír decir: «Por supuesto, tienes toda la razón Gemma. Simplemente seguiremos como antes, ¿de acuerdo?»

La experiencia le debería haber enseñado que Duncan Kincaid nunca se comportaba como uno espera. La fría habitación le produjo escalofríos. Abrió la cama y dispuso encima el camisón. Revolvió en su bolsa de viaje hasta que encontró un estuche con cremallera que contenía su cepillo de dientes y leche limpiadora y se dirigió con resolución hacia la puerta.

Luego, de repente, sin fuerzas, volvió a la cama y se sentó en el borde. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida, en los días que pasaron como siglos desde la noche en el piso de Kincaid, como para pensar que iba a poder permanecer inmune a su presencia física? En cuanto lo vio el recuerdo la había inundado con una sacudida, como el gancho de un boxeador, cortándole el aliento y debilitándola. Había hecho todo lo posible por no bajar la guardia y ahora no podía soportar la idea de encontrárselo por el pasillo. Ya no le quedaba armadura. Una palabra amable, un roce delicado y se desmoronaría.

Pero tenía que dormir o no sería capaz de tratar los otros asuntos por la mañana. De modo que escuchó con atención, atenta al crujido de un peldaño o al sonido de una puerta abriéndose. Tranquilizada por el silencio, salió de su habitación y caminó de puntillas por el pasillo hasta el baño.

Cuando salió al cabo de unos minutos, la puerta del lado opuesto al baño se estaba cerrando. Se detuvo con el corazón latiéndole con fuerza. Se autocensuró por lo absurdo de su comportamiento cuando alcanzó a ver que la persona tras la puerta no era Kincaid. Frunció el ceño mientras juntaba las piezas de la breve imagen obtenida: melena rubia rizada que llegaba hasta unos hombros masculinos. Hizo un gesto de indiferencia y regresó a su habitación. Entró en su cuarto suspirando agradecida.

Si, tras haberse puesto el cálido camisón y metido bajo el edredón, le quedó una migaja de decepción tras su sensación de alivio, Gemma la enterró a gran profundidad.

* * *

La aparición del Royal Surrey County Hospital no animó el ambiente en el pequeño coche. Gemma estudió la mole de ladrillo sucio y se preguntó por qué no se les había ocurrido a los arquitectos que las personas enfermas quizás necesitaran un poco más de alegría.

– Ya lo sé -dijo Will Darling como si le hubiera leído la mente-. Es institucionalmente horrible. No obstante, es un buen hospital. Unieron diversos hospitales menores cuando construyeron éste. Y ofrece todo el tipo de atenciones que pueda imaginar.

Darling había llegado al pub justo cuando Gemma y Kincaid estaban acabando su desayuno. Habían comido en un incómodo silencio y les sirvió un igualmente apagado Brian Genovase.

– No soy madrugador -les había dicho con un atisbo de sonrisa-. Forma parte del trabajo. -No obstante, el desayuno había sido bueno. El tipo sabía cocinar a pesar de que su don de gentes no estaba en su mejor momento. Gemma se había obligado a comer sabiendo que necesitaba alimentarse para poder superar la jornada.

– El inspector jefe debería haber llegado aquí antes que nosotros -dijo Darling estudiando los coches aparcados mientras conducía hacia la parte trasera del hospital y se detenía en un espacio cercano a las puertas del depósito de cadáveres-. Estoy seguro de que llegará en unos minutos.

– Gracias, Will. -Kincaid se estiró tras salir del apretujado asiento trasero-. Al menos podremos disfrutar de las vistas mientras esperamos. Todo lo contrario que la clientela. -Hizo un gesto hacia las anodinas puertas de cristal.

Gemma se deslizó fuera del coche, se apartó unos pasos y contempló el panorama. Quizás, visto desde dentro del edificio hacia fuera, no fuera un lugar tan horrible. El hospital se levantaba en la cima de la colina que había al oeste de Guildford. Abajo, el pueblo de ladrillo rojo abrazaba la curva del río Wey. Todavía se veían algunos focos de bruma por encima del valle que apagaban el resplandor de los colores otoñales de los árboles. Al norte, muy alta, la torre de la catedral se levantaba contra el monótono cielo gris.

– ¿Sabía que es una catedral nueva? -preguntó Darling acercándose a ella-. La empezaron a levantar durante la guerra y fue consagrada en mil novecientos sesenta y uno. Uno no suele tener la oportunidad de ver como construyen una catedral durante su vida. -Miró a Gemma y sonriendo se corrigió-: Bueno, quizás no la suya. Pero de todos modos es bonita y vale la pena visitarla.

– Parece muy orgulloso de ella -dijo Gemma-. ¿Siempre ha vivido por aquí? -Luego agregó con una franqueza que Darling parecía estimular-: Y, por cierto, no puede ser tan mayor como para haberla visto erigirse.

Darling rió entre dientes.

– Tiene razón, me ha pillado. De hecho nací el día de la consagración. Diecisiete de mayo de mil novecientos sesenta y uno. De modo que la catedral siempre ha tenido un significado especial para nosotros… -Se calló cuando vio un coche acercarse a ellos-. Aquí está el jefe.

Gemma se dio cuenta de repente que Kincaid había estado todo el rato apoyado contra el coche, escuchando su conversación. Se sonrojó abochornada y se alejó.

Las pocas horas de sueño parecían haber rejuvenecido a Nick Deveney. Saltó fuera del maltratado Vauxhall y se acercó a ellos disculpándose.

– Lo siento. Vivo al sur, en Godalming, y había un poco de retención en la carretera de Guildford. -Su aliento formó una pequeña nube de condensación cuando sopló en sus manos al tiempo que se las frotaba-. La calefacción no funciona en este maldito coche. -Indicó con un gesto las puertas del edificio-. ¿Vamos a ver lo que nos tiene preparado la doctora Ling esta mañana? -Sonrió a Gemma y añadió-: Sin mencionar el entrar en calor.

Siguieron a Deveney por un laberinto de pasillos idénticos de azulejos blancos, sin cruzarse con nadie, hasta que llegaron a otras puertas dobles. Un cartel muy oficial situado por encima de ellos rezaba: ÚNICAMENTE PERSONAL AUTORIZADO – LLAMEN AL TIMBRE PARA OBTENER ACCESO. No obstante las puertas estaban levemente abiertas y Deveney las empujó. Un leve olor a formalina le produjo a Gemma un cosquilleo en la nariz. Luego oyó un murmullo. Siguiendo el sonido hasta la sala de autopsias encontraron a Kate Ling sentada en un taburete con una tabla y papel en el regazo y bebiendo café de un gran tazón térmico.

– Lo siento. Mi asistente tiene la gripe y no podía encargarme de las puertas. Tampoco es que la gente se muera por venir aquí -añadió mirando a Deveney como esperando una queja.

Deveney meneó la cabeza con falso asombro, luego se dio la vuelta hacia los demás, que se habían amontonado detrás de él en la pequeña sala. Nadie se había acercado demasiado a la forma envuelta en una sábana blanca que había en la mesa.

– ¿Sabían que todos los patólogos tienen que pasar por un rito de iniciación de la Orden de los Juegos de Palabras Malos? No los dejan practicar si no lo pasan. Aquí la doctora es una Gran Maestra y le encanta lucirse. -Él y Kate Ling se sonrieron concluyendo así un número obviamente practicado y muy disfrutado.

– Justo estaba acabando mis notas sobre el examen externo -dijo Ling mientras garabateaba unas palabras. Luego dejó la tabla a un lado.

– ¿Algo interesante? -preguntó Deveney. Estudió la tabla como si pudiera descifrarla al revés, aunque Gemma pensó que era poco probable que la letra de la doctora fuera legible incluso del derecho.

– La lividez corresponde perfectamente con la posición del cuerpo, así que diría que no fue movido. Por supuesto, ya lo esperábamos por la salpicadura de sangre, pero me pagan para que sea meticulosa. -Les sonrió irónicamente por encima del tazón del cual bebía. Luego prosiguió-: Así que, si calculamos la caída de temperatura del cuerpo usando la temperatura de la cocina de Gilbert, diría que fue asesinado entre las seis y las siete. -Haciendo girar la silla hacia la repisa que había detrás de ella, Ling cambió su café por un par de guantes de látex nuevos. Mientras se los ponía, añadió pensativamente-: Una cosa extraña. Había unos diminutos desgarrones en los hombros de la camisa. No lo suficientemente grandes como para poder aventurar una teoría sobre qué los produjo y el porqué de su presencia. -Se levantó del taburete y comprobó el micrófono activado por voz que colgaba encima de la mesa de autopsias. Luego levantó la tapa de acero inoxidable de la caja de instrumental que había sobre un carrito cercano-. ¿Preparados? Tendrán que ponerse batas y guantes. -Los miró burlonamente-. Están todos apretujados como sardinas en lata. Tendrán que dejarme un poco de espacio.

Will Darling tocó a Gemma en el hombro.

– Sé cuando me doy por aludido. Venga, Gemma, esperemos en el pasillo. Dejémoslos que se diviertan.

Tras agenciarse un par de sillas plegables de una sala cercana, Will las colocó junto a la puerta de la sala de autopsias y dejó un instante sola a Gemma.

– Iré a buscar unas tazas de té -le dijo por encima del hombro mientras desaparecía por el pasillo.

Gemma se sentó, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Se sintió un poco resentida por haber sido excluida con tanta facilidad. Sin embargo, se alegraba de no tener que reunir las fuerzas que exigían siempre las autopsias. Una mitad de su conciencia escuchó las voces y los tintineos de los instrumentos, e imaginó la exploración metódica del cuerpo de Alastair Gilbert. Mientras, la otra mitad pensó en Will Darling.

Tenía una serena seguridad en sí mismo nada coherente con su rango. No obstante, no mostraba agresividad ni tampoco había en él ningún deseo de impresionar a sus superiores, algo que ella había observado muchas veces y de lo que había sido culpable en alguna que otra ocasión. Y había algo en él que la hacía sentirse cómoda, algo incluso reconfortante, algo más que la tranquilidad que proporcionaba su cara agradable, de nariz algo respingona. Pero no sabía decir exactamente qué era.

Abrió los ojos cuando reapareció a su lado sosteniendo dos vasos de poliestireno humeantes. Esperó el clásico lodo institucional y probó el té. Luego lo miró con sorpresa.

– ¿De dónde ha sacado esto? En realidad es bastante decente.

– Secreto -respondió Will mientras se ponía cómodo junto a ella.

La voz de Kate Ling llegaba claramente a través de la puerta abierta.

– Por supuesto, estamos casi seguros, por la velocidad de la sangre y el examen externo, de que nos encontramos ante un traumatismo producido por un objeto contundente. Pero veamos cómo son las cosas debajo del cuero cabelludo.

En el silencio que siguió, Gemma sostuvo el vaso caliente entre sus manos, sorbiendo de vez en cuando un poco de té. Sabía que la doctora Ling estaría despegando el cuero cabelludo del cráneo, doblándolo hacia delante por encima de la cara como una grotesca máscara, pero a la inversa. Pero eso era algo que le parecía distante, no conectado lógicamente con la sensación del frío metal de la silla contra su espalda y sus muslos, o bien con las leves formas que imaginaba en la pared pintada al temple que tenía delante.

Cerró los ojos y parpadeó, luchando contra el letargo que la invadía. Pero su aletargamiento tenía una cualidad arrolladora producto del agotamiento y el estrés emocional. Las palabras de la doctora Ling flotaban de forma inconexa como en una neblina.

– …justo detrás de la oreja derecha… varios golpes superpuestos más cerca de la coronilla… todos un poco a la derecha… nunca totalmente seguros… algunos zurdos demuestran poseer destrezas motoras brutales con su mano derecha.

Los ojos de Gemma se abrieron al notar los dedos de Will en su mano.

– Lo siento -dijo en voz baja-. Estaba a punto de inclinar el vaso.

– Vaya, gracias. -Lo agarró con más firmeza entre ambas manos, haciendo un enorme esfuerzo por mantenerse despierta y concentrada, pero la voz comenzó de nuevo, con una entonación precisa tan soporífera como un baño caliente. Cuando Will le cogió el vaso de sus manos fláccidas unos minutos más tarde, no pudo ni siquiera protestar. Las voces le llegaron ahora con una claridad y una presencia casi física, como si su existencia tuviera más peso que todos los estímulos que la rodeaban.

– …la conclusión más probable es que el golpe de detrás de la oreja fuera el primero, realizado desde atrás, y los otros siguieron mientras caía. ¡Ah! y ahora miren esto… ¿ven la forma de media luna de la hendidura del hueso? ¿Justo aquí? ¿Y aquí? Tomemos medidas por si acaso, pero estoy dispuesta a apostar que es la huella de un martillo común de la variedad que se utiliza en jardinería… muy característico. Objetos muy peligrosos, los martillos, aunque nunca se piense. Nunca olvidaré un caso que tuve en Londres. Una vieja dama que vivía sola, nunca había hecho daño a nadie. Un día abre la puerta y un tipo la golpea en el lado de la cabeza con tanta fuerza con un martillo que la levanta de sus zapatillas.

– ¿Lo cogieron? -Una parte del cerebro de Gemma reconoció la voz de Deveney.

– En una semana. El estúpido sinvergüenza no era muy listo y habló de ello en los pubs. Esperen un poco mientras tomo unas muestras de tejidos.

Gemma oyó una sierra y un momento después captó el nauseabundo olor de hueso quemado. Aun así no pudo alcanzar la superficie de su conciencia.

– …historial médico del comandante, por cierto, estaba tomando anticoagulantes. Hace dos años lo operaron del corazón. Veamos lo bien que se ha mantenido.

En el silencio que siguió, Gemma se dispersó todavía más. Frases dichas entre dientes como «arterias estrechas» y «personalidad tipo A» dejaron de tener sentido. Luego, la conciencia de estar en una autopsia desapareció del todo.

Cuando Will la abordó susurrando «Están acabando, Gemma» ella se despertó sobresaltada y dio un grito. Había soñado que Kincaid estaba de pie frente a ella, con su sonrisa más pícara, y en su mano sostenía un martillo mojado en sangre.

* * *

Gemma pudo ver por primera vez Holmbury St. Mary a plena luz del día. El pub daba a un inmaculado triángulo de césped, con el camino de los Gilbert a la derecha y la iglesia a la izquierda. Al otro lado del césped, unos cuantos tejados y hastiales de ladrillo rojo asomaban por encima de los árboles.

Deveney había regresado a la comisaría de policía de Guildford para supervisar los informes que iban llegando y había delegado en Will Darling la función de llevar a Gemma y Kincaid de vuelta a casa de los Gilbert.

– Los veré allí dentro de una hora y compararemos notas -les había dicho mientras se metía en el coche y fingía tener escalofríos-. No creo que de momento pueda llevar este trasto al taller.

Will aparcó el coche detrás del pub y caminaron por el sendero despacio, estudiando durante el trayecto la casa y sus alrededores. Las puntas del grueso seto casi se tocaban con la curva de la puerta de hierro, y por encima sólo se veía la planta superior de la casa. Las vigas negras contrastaban con el ladrillo rojo decorado en blanco y las plantas trepadoras atenuaban el contraste.

– Una fortaleza suburbana -dijo Kincaid en voz baja mientras Will hacía un gesto con la cabeza al agente uniformado que estaba de guardia en la puerta-. Y no lo protegió.

– ¿Algún espectador demasiado curioso? -preguntó Will al agente.

– He dejado pasar a un par de vecinos que querían ayudar, pero eso es todo.

– ¿No ha venido la prensa?

– Sólo he visto un par husmeando.

– Entonces no tardarán mucho, -dijo Will y el agente asintió con resignación.

– Espero que Claire Gilbert y su hija estén preparadas para el asedio -dijo Kincaid mientras tomaban el sendero hacia la parte trasera de la casa-. Los medios no dejarán pasar esta historia con facilidad.

Cuando llegaron a la puerta del vestíbulo, Kincaid vaciló y luego dijo:

– Gemma, ¿por qué no vais tú y Will a ver a la señora Gilbert? Tomad declaración de sus movimientos de ayer por la tarde, de modo que podamos comprobarlos. Volveré en un rato. -Gemma empezó a protestar, pero él ya se había dado la vuelta y durante un momento ella se quedó mirándolo cruzar por el jardín hacia el cercado del perro. Luego, notando que Will la miraba, se dio la vuelta y abrió la puerta del vestíbulo con un poco más de fuerza de la necesaria.

La cocina de baldosas blancas, con su prístina e inmaculada superficie brillante, deslumbró a Gemma al entrar. Alguien había limpiado la sangre.

Gemma miró con recelo a Will y recordó que la noche anterior había dado una excusa para quedarse atrás cuando fueron al pub. Pero él le devolvió una sonrisa inocente. El especialista en huellas seguía ocupado espolvoreando las superficies de los armarios, pero, aparte de esto, Gemma podía ver una cocina ordinaria en un día ordinario, e imaginó el olor a tostadas y café y la somnolienta cháchara del desayuno. En la mesa que había junto a la ventana que daba al jardín había un individual y una servilleta de colores muy vivos junto con un ejemplar del Times. Tras inspeccionarlo, Gemma vio que el periódico databa del día anterior. Sin embargo, no lo había visto la noche anterior. De hecho, apenas se había dado cuenta de la existencia de este rincón para el desayuno. Esto no puede ser, no puedo seguir así, se dijo Gemma, e interrumpió la discreta discusión de Will con el técnico de manera más brusca de lo que pretendía.

– La señora Gilbert se ha preparado una taza de té y ha dejado dicho que estaría en el invernadero -dijo el hombre de las huellas en respuesta a la pregunta de Gemma y luego volvió a su silbar poco melodioso.

Gemma recordó la extensión acristalada que había visto desde el jardín y tras cruzar la cocina torció a la derecha. Golpeó suavemente la puerta del final del hall y al no oír respuesta al cabo de un ratito abrió la puerta y entró.

A pesar de que la abundancia de plantas daba a la habitación un verdadero ambiente de invernadero, era obvio que se trataba de una sala muy usada. Había dos mullidos sofás situados frente a frente y los separaba una mesa baja cubierta de libros y periódicos. Un cubrecama de lana caía por la parte trasera de uno de los sofás y encima de una mesita auxiliar había un par de gafas. Por debajo del otro sofá asomaban un par de botas Doc Martens, el primer signo que Gemma había observado de que Lucy Penmaric vivía en esta casa.

Claire Gilbert estaba sentada en el rincón del sofá más cercano a la puerta y de espaldas a ella. Tenía los pies recogidos y un cuaderno en su regazo. Sin embargo, su mirada no estaba dirigida al cuaderno sino al jardín, e incluso cuando Will y Gemma entraron su cuerpo no se movió.

– ¿Señora Gilbert? -dijo Gemma en voz baja y entonces Claire volvió la cabeza sobresaltada.

– Lo siento. Estaba a kilómetros de distancia. -Hizo un gesto señalando el cuaderno en su regazo-. Hay tantas cosas que hacer. He intentado preparar una lista, pero no puedo concentrarme.

– Hemos de hacerle unas cuantas preguntas, si no le importa -dijo Gemma maldiciendo a Kincaid por cargarla con esta tarea. No era capaz de habituarse al dolor de los familiares desconsolados y de hecho había perdido toda esperanza de llegar a hacerlo.

– Siéntese, por favor. -Claire metió los pies en los zapatos y se alisó la falda por encima de sus piernas.

– Tiene mejor aspecto esta mañana -dijo Will cuando se sentó en el sofá opuesto-. ¿Ha dormido?

– No creí que pudiera hacerlo, pero sí. Es extraño como el cuerpo toma sus propias decisiones, ¿no creen? -Tenía mejor aspecto, estaba menos demacrada y parecía menos frágil. Su piel era fina como la porcelana, incluso bajo la despiadada luz de la mañana.

– ¿Y Lucy? -preguntó Will mientras Gemma se sentaba a su lado y sacaba su bloc de notas.

Claire sonrió.

– Me he encontrado el perro estirado junto a ella en la cama, y ni se ha movido cuando lo he sacado de la habitación. Insistí en que tomara un sedante ayer noche. Es terca como una mula, aunque viéndola nadie lo diría. No le gusta admitir que ha llegado al límite.

– Se parece a su madre, ¿no? -dijo Will con una familiaridad que Gemma, intimidada por los modales más bien formales de Claire Gilbert, ni siquiera habría intentado. Recordó la angustia de Claire la noche anterior, cuando se dio cuenta de que Will había salido de la sala, y se maravilló de que el agente hubiera sido capaz de establecer una relación tan sólida en tan sólo unas horas.

Claire sonrió.

– Quizás tenga razón. Aunque yo nunca fui tan resuelta como Lucy. Perdí el tiempo en la escuela, aunque he de decir que habría obtenido mejores resultados si hubiera tenido alguna idea de lo que quería hacer. Jugaba a muñecas y casitas… -añadió en voz baja, mirando de nuevo el jardín y plisando la tela de su falda con los dedos.

– ¿Cómo…? -dijo Gemma, que no estaba segura de haber oído bien.

Claire, fijando la vista en ella, se excusó sonriendo.

– Yo era una de esas niñas que jugaba a casitas y cuidaba de sus muñecas. Nunca se me ocurrió que el matrimonio y la familia no fueran el centro de mi vida. Y mis padres estimularon esta idea, especialmente mi madre. Pero Lucy… Lucy ha querido ser escritora desde los seis años. Siempre ha trabajado duro en la escuela y ahora está estudiando los exámenes de práctica para sacarse el nivel avanzado en primavera.

Will se inclinó hacia delante y Gemma notó distraídamente que el codo de su chaqueta de tweed se estaba desgastando.

– Entonces, ¿asiste a la escuela local? -preguntó el agente.

– Oh, no -respondió Claire rápidamente. Luego vaciló un momento antes de proseguir-. Es estudiante externa en la Duke of York School. Supongo que tendré que llamar al director en algún momento del día y explicar lo que ha pasado. -El cansancio pareció invadirla ante la mera idea de tener que hacerlo. Le temblaron los labios y se los cubrió un momento con la mano-. Lo soporto bien hasta que tengo que decírselo a alguien, y luego…

– ¿No hay nadie que pueda hacer estas llamadas por usted? -preguntó Gemma, como ya había hecho la noche anterior, pero esperaba que con el descanso Claire hubiera reconsiderado la idea.

– No. -Claire enderezó los hombros-. No quiero que Lucy haga nada de esto. Esto ya es suficientemente difícil para ella. Y no hay nadie más. Tanto Alastair como yo éramos hijos únicos. Mis padres han fallecido y también el padre de Alastair. Esta mañana a primera hora he ido a ver a su madre. Está en una residencia de ancianos cerca de Dorking.

Gemma sintió que la invadía una oleada de simpatía por Claire Gilbert. Decirle a una mujer mayor que su único hijo había muerto no podía haber sido fácil y, sin embargo, Claire había hecho lo necesario, sola y lo más rápidamente posible.

– Lo siento. Debe de haber sido muy difícil para usted.

Claire dirigió otra vez su mirada hacia la ventana mientras sus dedos rozaban el pañuelo de seda que llevaba al cuello. Sus pupilas se habían reducido a un puntito por el reflejo de la luz y los iris eran de color oro como los de un gato.

– Tiene ochenta y cinco años y está algo frágil físicamente, pero su mente sigue siendo aguda. Alastair se portó muy bien con ella.

En el silencio que siguió oyeron ladrar a Lewis. Luego, les llegó un grito afable de Kincaid. Claire se sobresaltó un poco y dejó caer la mano sobre su regazo.

– Lo siento -dijo mirándolos de nuevo-. ¿Dónde estábamos?

– ¿Nos podría explicar algo más sobre sus movimientos de ayer tarde y noche? -Gemma destapó su estilográfica y esperó, pero Claire parecía extrañada.

– Lo siento -dijo de nuevo-. No comprendo.

– Dijo que usted y Lucy habían ido de compras -apuntó Gemma-. ¿Dónde exactamente?

– ¿Pero qué diferencia…? -la protesta de Claire se apagó cuando miró a Will.

El agente hizo un leve movimiento de cabeza.

– ¿Cómo vamos a saber en este punto lo que es importante y lo que no lo es? Algún detalle, algo que dijo alguien, algo que vio usted, podría ser el pegamento que una todas las piezas. Sea paciente.

Al cabo de un momento Claire se arrellanó en el sofá y dijo con cierto garbo:

– Está bien. Lo intentaré.

– Hacia las cuatro y media dejamos la casa y fuimos a Guildford. Condujo Lucy. Hace tan sólo unos meses que se sacó el permiso y le gusta practicar siempre que puede. Dejamos el coche en el aparcamiento de Bedford Road y cruzamos por el puente de peatones hacia el Friary.

– Una zona comercial -explicó Will a Gemma-. Restauraron la vieja fábrica de cerveza Friary Meaux. Un sitio de mucha categoría.

Claire sonrió levemente al oír la descripción de Will.

– Supongo que sí, pero he de confesar que me gusta. Poder permanecer resguardada y seca mientras una va de compras tiene sus ventajas. -Su sonrisa se apagó al regresar a su relato-. Lucy necesitaba un libro de Waterstones… creo que está leyendo a Hardy para su examen. Después… -Se frotó la frente y miró por la ventana un momento. Gemma y Will esperaron con paciencia. Entonces Claire suspiró y prosiguió-. Compramos café en una tienda especializada y luego una botella de Badedas en C &A. Después miramos escaparates durante un rato y más tarde tomamos el té en el restaurante del patio. No recuerdo el nombre. Es absurdo. Noto que tengo unos vacíos en la mente, precisamente cosas que conozco a la perfección. Y sólo hay un vacío. Recuerdo cuando… -Claire se detuvo para tomar aliento. Tras un escalofrío sacudió la cabeza con fuerza-. Qué más da. Ahora ya no importa. Lucy y yo abandonamos el centro por el lado más alejado y caminamos por la calle principal hasta Sainsbury’s, donde compramos algo para cenar. Para cuando terminamos las compras y llegamos a casa ya eran casi las siete y media.

La pluma de Gemma volaba por las páginas hasta que lo dejaba todo apuntado. Antes de que pudiera formular otra pregunta, Claire habló.

– He de… lo siguiente… ¿he de volver a hablar de eso? -Su mano volvía a tocar el cuello y Gemma pudo ver cómo le temblaban ligeramente los dedos. Tenía manos pequeñas, delgadas, con una piel fina e inmaculada y aunque llevaba las uñas muy cortas, las llevaba pintadas de rosa.

– No, señora Gilbert, ahora no -dijo Gemma un poco ausente mientras hojeaba sus notas. Cuando llegó al lugar donde empezaba la entrevista hizo una pausa y luego miró a Claire Gilbert-. Pero háblenos de la parte de la tarde previa a lo que nos ha contado. No ha explicado qué estaba haciendo antes de ir a Guildford.

– Estaba trabajando, claro -dijo Claire con un leve dejo de impaciencia-. Llegué a casa unos minutos antes de que Lucy volviera de la escuela… Oh, Dios mío… -Se llevó la mano a la boca-. No he llamado a Malcolm. ¿Cómo he podido olvidarme de llamar a Malcolm?

– ¿Malcolm? -Will arqueó las cejas.

– Malcolm Reid. -Claire se levantó y se dirigió a la ventana. Allí se quedó, mirando hacia el jardín y dándoles la espalda-. Es su tienda, su negocio, y yo trabajo en la tienda, aunque también asesoro un poco.

Gemma se vio obligada a darse la vuelta y a entrecerrar los ojos para poder ver la silueta de Claire a la que rodeaba un halo de luz.

– ¿Asesora? -No pensaba que Claire Gilbert trabajara y la había categorizado automáticamente como ama de casa consentida con deberes no más agotadores que los de asistir a reuniones del Instituto de la Mujer y ahora se autocensuró por su negligencia. Las suposiciones en una investigación resultan peligrosas y en este caso indicaban que tenía la mente en otra parte-. ¿Qué clase de negocio es? -añadió, resuelta a prestarle toda su atención a Claire Gilbert.

– Diseño de interiores. La tienda está en Shere… se llama Kitchen Concepts, pero no es lo único que hacemos. -Claire miró el reloj y frunció el ceño-. Son casi las nueve. Malcolm no me habrá echado en falta aún. -La suave melena de cabello rubio capturó la luz cuando Claire movió la cabeza. Su voz sonó agitada por primera vez-. Desde que me he despertado esta mañana lo único que tenía en mente era decírselo a Gwen. Una vez hecho… Me siento tan boba… -De repente calló y se puso a reír-. ¿Cuándo fue la última vez que oyó esta expresión? Mi madre solía usarla. -Su risa cesó tan repentinamente como había empezado y empezó a sollozar.

Will había aprovechado que Claire se había ido a la ventana para levantarse y explorar la habitación. Se había acercado a un aparador situado en la pared de atrás y se dedicaba despreocupadamente a reordenar una colección de conchas marinas.

– No sea tan dura consigo misma -dijo volviéndose hacia Claire-. Ha pasado por un shock terrible. No espere que sea fácil seguir adelante como si nada hubiera pasado.

– Son de Lucy. -Se había acercado a él y había cogido una pequeña concha moteada de color verde y roja que hizo girar en sus manos-. De niña tenía un libro de conchas que le encantaba y desde entonces las colecciona. Ésta se llama Navidad. Encaja, ¿no cree? -Volvió a dejar la concha, alineándola con cuidado, y movió de modo extraño la cabeza, como para despejarla-. No dejo de pensar que Alastair querría que hiciera frente a este asunto, y luego me acuerdo… -Sus palabras se fueron apagando y se quedó de pie, mirando las conchas, con los brazos colgando fláccidos a los lados. Luego, como cobrando fuerzas, se volvió hacia ellos y sonrió-. Será mejor que llame a Malcolm lo antes posible. La tienda abre a y media y no quiero que se entere por otros.

Gemma cedió gentilmente.

– Gracias, señora Gilbert -dijo mientras metía el bloc de notas en su bolso y se levantaba-. Nos ha ayudado mucho. La dejaremos con sus asuntos. -Las frases aprendidas de memoria le venían con facilidad. Mientras, por lo bajo, pensaba dónde demonios estaba Kincaid y qué podía estar fisgoneando en el jardín durante todo este tiempo. Claire los acompañó hasta la puerta. Mientras Gemma pasaba al hall, Will paró y susurró algo a Claire que no pudo oír.

El especialista en huellas había recogido su equipo y se había ido, dejando únicamente el polvo para estropear la sensación de normalidad en el hogar de los Gilbert. La luz penetraba con fuerza a través del ventanal, poniendo de relieve las motas que flotaban en el aire. Gemma se dirigió a la ventana y miró al jardín. No había ni rastro de Kincaid.

– ¿Ahora qué? -preguntó Will, acercándose-. ¿Dónde está nuestro comisario?

Gemma agradeció eternamente al ángel de la guarda que la hizo morderse la lengua en lugar de dar rienda suelta a su mal humor, porque justo en ese momento entró Kincaid y les sonrió.

– ¿Me esperaban? Lo siento. Me entretuve un poco en el cobertizo. -Se limpió una mancha de barro de la frente y trató sin suerte de quitarse las telarañas de su chaqueta-. ¿Cómo…?

– ¿Te estaba ayudando el perro? -interrumpió Gemma. Supo lo maliciosas que eran las palabras tan pronto salieron de su boca, y si hubiera podido se las hubiera tragado. Enrojeció avergonzada. Cogió aliento para explicarse, pedir perdón y fue entonces cuando vio el martillo en su mano izquierda.

La puerta del hall se abrió de golpe y entró Claire Gilbert como propulsada. Sus mejillas estaban rojas.

– Malcolm dice que ya han estado en la tienda -dijo sin aliento, mirándolos de uno en uno suplicante-. Murmuradores y periodistas. Están viniendo aquí. Los periodistas están viniendo aquí… -Su mirada quedó fija en Kincaid. El color de sus mejillas desapareció con rapidez y se desplomó sobre las baldosas blancas.

4

Para ser un hombre grande, Will Darling se movía con sorprendente agilidad. Logró alcanzar a Claire antes de que su cabeza diera contra el suelo y ahora estaba arrodillado junto a ella, sujetando su cabeza y hombros en sus rodillas. Mientras Gemma y Kincaid revoloteaban por encima, Claire abrió los ojos y movió la cabeza nerviosamente.

– Lo siento -dijo tratando de enfocar la mirada en sus caras-. Lo siento. No sé qué me ha pasado.

Se esforzó por levantarse, pero Will se lo impidió con delicadeza.

– Mantenga la cabeza baja un rato más. Relájese. ¿Sigue notándose mareada? -Al responder que no, Will levantó su cabeza unos centímetros-. Iremos poco a poco -continuó mientras la ayudaba a incorporarse y después a sentarse en una de las sillas del área de desayuno.

– Lo siento mucho -dijo Claire una vez más-. Qué espantosamente estúpido por mi parte. -Se restregó la cara con manos temblorosas y, a pesar de que le había vuelto algo de color a las mejillas, siguió anormalmente pálida.

Kincaid apartó una silla de la mesa y se sentó frente a ella.

– ¿No la habré asustado? -preguntó mientras señalaba el martillo que había dejado con cuidado en la repisa más cercana. Se había estado frotando distraídamente el cabello para quitarse una telaraña y ahora le caía por la frente un rizo color castaño en forma de coma. Con una ceja arqueada por la preocupación, Kincaid tenía un aspecto aparentemente, peligrosamente inocente y Gemma sintió lástima de Claire Gilbert-. Es tan sólo el viejo martillo de su cobertizo. No está en muy buen estado -añadió con una sonrisa compungida y volvió a sacudirse las mangas de su chaqueta.

– No creerá que… eso fue lo que Alastair… -Claire tembló y se encogió.

– Por la capa de polvo diría que hace meses que nadie toca este martillo, pero hemos de hacer algunas pruebas para estar seguros.

Claire cerró los ojos y respiró hondo, para luego exhalar despacio. Unas lágrimas aparecieron bajo sus párpados cerrados cuando empezó a hablar.

– Me ha asustado. No sé por qué. Ayer por la noche me preguntaron una y otra vez si sabía qué se podía haber usado, si faltaba algo, pero no se me ocurría nada. Nunca se me ocurrió que el cobertizo…

A Gemma le sorprendió la angustia de Claire después de haberla visto mantener el control cuando estaba anonadada por el shock y el cansancio. Pero pensó que la entendía. A pesar de haberse enfrentado con las sangrientas consecuencias, Claire no había querido saber lo que le había pasado a su esposo. Su mente lo había evitado hasta que se tuvo que enfrentar a un recordatorio físico. Es curioso cómo la mente le hace a uno jugarretas.

– Señora Gilbert -empezó Gemma con intención de ofrecer consuelo-, no…

– Por favor, no siga llamándome así -dijo Claire con repentina vehemencia-. Mi nombre es Claire, por Dios. -Luego se tapó la cara con las manos para amortiguar los sollozos.

Will les advirtió con un movimiento de cabeza y vocalizó «Déjenla llorar». Se dirigió a la nevera y, tras rebuscar un poco, sacó una hogaza de pan, mantequilla y mermelada. Metió dos rebanadas en la tostadora, cogió un plato y cubiertos, y preparó todo tan eficientemente que cuando las lágrimas de Claire se calmaron su tardío desayuno ya estaba listo.

– Ayer apenas tocó su cena -dijo en un tono acusador-. Y apuesto que sólo ha tomado un té esta mañana. -Sin esperar a obtener respuesta prosiguió-. No puede continuar así y pensar que podrá ser capaz de hacer frente a todo, ¿no cree? -Mientras hablaba, untó una tostada con mantequilla y mermelada, y luego se la pasó a Claire.

Ésta obedeció y dio un pequeño mordisco. Will se sentó a su lado y la miró con tanta concentración que a Gemma le pareció que casi le oía decirle a Claire que masticara y tragara, que masticara y tragara.

Al cabo de un rato Kincaid llamó la atención de Gemma y se dirigió hacia el jardín. Ella lo siguió unos pasos por detrás a través del vestíbulo, con cuidado de no chocar contra él, resuelta a no notar el leve olor de su jabón, su aftershave, su piel. Pero no pudo evitar ver que su cabello necesitaba un buen corte. Él lo había olvidado, como hacía a menudo, y el pelo empezaba a subir por encima del cuello de la camisa.

Le sobrevino una irracional oleada de enfado, como si esos caprichosos pelos hubieran pretendido ofenderla a propósito. Cuando llegaron al jardín, Gemma se abalanzó al primer motivo de queja que le vino en mente.

– ¿Tenías que disgustar a Claire de esa manera? Ya ha pasado por algo muy duro, lo mínimo que podemos hacer es…

– Lo mínimo que podemos hacer es descubrir quién mató a su esposo -interrumpió bruscamente Kincaid-. Y eso significa cubrir cualquier posibilidad, por improbable que sea. ¿Y cómo iba yo a saber que la visión del martillo del cobertizo iba a provocarle un desmayo? -añadió, sonando ofendido-. O eso o mi cara necesita una puesta a punto. -Probó una sonrisa, pero al ver que ella sólo le fruncía el ceño dijo, enojado-: ¿Qué diablos te pasa, Gemma?

Se miraron fijamente durante un momento. Ella se preguntó cómo podía él hacer una pregunta tan estúpida, luego se dio cuenta de que no sabía la respuesta. Lo único que pudo sacar en claro del revoltijo de sensaciones era que necesitaba que la confusión desapareciera, que su mundo se arreglara. Necesitaba que las cosas fueran como antes, que le resultaran seguras y familiares, pero no sabía cómo conseguirlo.

Se dio la vuelta y cruzó por el césped hacia la caseta del perro. Lewis estaba meneando la cola a modo de feliz saludo y Gemma le tocó la nariz a través de la reja metálica.

La voz de Kincaid le llegó por detrás, neutra esta vez.

– ¿Y has olvidado que el cónyuge es siempre el sospechoso más probable?

– No hay pruebas -dijo Gemma mientras enganchaba los dedos en la valla-. Por otra parte, es evidente que además nos ha presentado una buena coartada.

– Demasiado buena, me temo. Por cierto, ¿quién es este Malcolm que mencionó Claire? -Cuando Gemma se lo explicó, Kincaid reflexionó un momento y luego dijo-: Será mejor que dividamos nuestro trabajo el resto del día. Tú y Will seguid los pasos de Claire por Guildford. Yo esperaré aquí a Deveney y luego quizás vaya a hablar con Malcolm Reid antes de abordar la gente del pueblo. -Esperó y al no recibir respuesta de Gemma y tampoco darse la vuelta dijo-: Dejaremos a un agente en la puerta hasta que la tormenta amaine, así Claire no tendrá que tratar con la prensa a menos que salga de la casa. Espero que esto te tranquilice -añadió sin poder reprimir del todo cierto sarcasmo. Luego se alejó.

* * *

Gemma, sentada en el asiento del pasajero del coche de Will, echaba chispas en silencio. ¿Qué se había creído Duncan Kincaid, dándole órdenes como si fuera una novata? Él no había comentado nada con ella, no le había pedido su opinión. Pero cuando una vocecilla le hizo saber a Gemma que quizás no le había dado una oportunidad de hacerlo, se dijo en voz alta: «Cállate».

– ¿Cómo? -dijo Will, apartando la vista de la carretera y mirándola asustado.

– Usted no, Will. Lo siento. Estaba pensando en voz alta.

– No estaba teniendo una conversación muy agradable -dijo Will, divertido-. ¿Quiere añadir un tercero?

– Me parece que ya se hace cargo de demasiadas cosas sin necesidad de asumir mis problemas -respondió Gemma intentando cambiar de tema-. ¿Cómo lo hace, Will? ¿Cómo puede seguir siendo objetivo cuando parece que siente tanta empatía por las personas implicadas? -Gemma no quería ser tan franca, pero había algo en él que hacía que relajase los frenos que normalmente se imponía. Esperó no haberlo ofendido y lo miró. Se ojos se encontraron y él sonrió.

– No tengo problemas para ser objetivo cuando se me ofrecen las pruebas del delito. Pero hasta entonces no veo ninguna razón para no tratar a la gente con tanta decencia y consideración como sea posible, especialmente si han pasado por una experiencia tan difícil como la de Claire Gilbert y su hija. -La miró de nuevo y añadió-: Vaya. Ha hecho que sacara a relucir mi educación. Lo siento. No tenía intención de sermonear. Mi madre y mi padre eran partidarios incondicionales de la reciprocidad, aunque la gente no le dé mucho valor hoy en día.

A continuación Will se mantuvo atento a la carretera pues ya habían llegado a la A2 5 y el tráfico de la mañana era denso.

Gemma lo observó con curiosidad. No era muy frecuente oír hablar a un hombre de sus padres. Rob, su ex marido, estaba avergonzado de los suyos -eran gente trabajadora, poco educados- y ella se enfureció cuando una vez le oyó decir a alguien que habían fallecido.

– Will… Antes ha dicho que la catedral siempre tenía un significado especial, y justo después dijo que sus padres… ¿Han fallecido?

Antes de responder, Will logró adelantar una quejumbrosa camioneta de granjero.

– Hace dos años. Por Navidad.

– ¿Un accidente?

– Estaban enfermos -dijo. Luego añadió, con una sonrisa-: Hábleme de su familia, Gemma. No he podido evitar ver un llavero de juguete en su bolso.

– Muy profesional por mi parte, ¿no? Pero si no las llevo encima, Toby me pierde las de verdad. -Y antes de darse cuenta estaba dando todo tipo de detalles sobre las últimas aventuras de Toby.

* * *

La fotografía mostraba a Claire y a Lucy juntas, abrazadas, riendo a la cámara, en lo que parecía un embarcadero en Brighton. Gemma la había sacado de un marco que había en el aparador del invernadero. El empleado de Waterstones, un joven con la cara llena de granos, la estudió, se apartó el pelo y miró a Gemma y Will con unos ojos brillantes e inteligentes.

– Bonita chica. Compró un ejemplar de Jude el Oscuro. Aunque no estaba predispuesta a quedarse a charlar.

– ¿Te refieres a la hija? -dijo Gemma un poco impaciente.

– La más joven, sí. Aunque la otra tampoco está mal -añadió estudiando de nuevo la fotografía.

– ¿Y estás seguro de que no las viste a las dos? -Gemma combatió el impulso de arrancarle la foto que seguro que estaba emborronando con sus dedos.

El chico inclinó la cabeza y los miró con curiosidad.

– No puedo jurarlo. Fue una tarde bastante concurrida y ni siquiera me hubiera acordado de ella -dio unos golpecitos sobre la Lucy de papel- si no fuera porque vino a la caja. -Con un exagerado suspiro de pesar devolvió la foto a Gemma.

Will, que estaba hojeando un volumen en la mesa de ventas situada al lado de la caja, levantó la mirada.

– ¿Qué hora era?

Por un momento el chico olvidó su afectación mientras pensaba.

– Después de las cuatro, porque a esa hora es mi descanso y recuerdo que ya me lo había tomado. No puedo precisar más.

– Gracias -dijo Gemma haciendo un esfuerzo por sonar como si lo dijera en serio. Will le dio al chico una tarjeta con las instrucciones habituales de llamarlos si recordaba algo más.

– Imbécil -dijo Gemma entre dientes cuando abandonaron la tienda.

– Esta mañana no se siente muy benévola, ¿cierto? -preguntó Will mientras eludían a los compradores cargados con bolsas y paquetes-. Su propio hijo será así dentro de unos años.

Gemma se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y dijo:

– No lo quiera Dios -y sonrió-. Será mejor que no sea así. Odio a los hombres de mirada lasciva. Y a los chicos.

A medida que avanzaron en la lista de tiendas visitadas por las Gilbert, el chico con la cara llena de granos pareció más y más atractivo en retrospectiva. Nadie más recordaba a la madre o a la hija, juntas o separadas.

– Al menos no pasamos frío y no nos hemos mojado, lo cual es más de lo que otros pueden decir -sugirió Will, forzando así a Gemma a apartar la vista de un escaparate. Habían aparcado el coche en el aparcamiento de Bedford Road, igual que había hecho Claire, y habían cruzado Onslow Street hacia el Friary por el puente de peatones. Rachas de viento habían sacudido el puente cuando empezaron a caer las primeras gotas de agua sobre el pavimento.

– Umm -respondió fijando los ojos en el vestido del escaparate. Era corto, negro y se pegaba al cuerpo. La clase de vestido que ella nunca se compró y que nunca tuvo ocasión de llevar.

– Bonito vestido. Le sentaría muy bien. -Will la estudió y Gemma fue consciente de los pantalones y chaqueta tan corrientes que llevaba-. ¿Cuánto tiempo hace que no se compra nada que no necesite para el trabajo?

Gemma frunció el entrecejo.

– No lo recuerdo. Nunca he tenido un vestido como éste.

– Adelante -la animó Will sonriendo-. Dése el gusto. Eche un vistazo mientras llamo a la comisaría y doy parte.

– Es usted una mala influencia, Will. No debería, de verdad que no… -Seguía rezongando cuando Will le dijo adiós con la mano y se dirigió tranquilamente a la cabina telefónica. No tenía sentido continuar su queja sin público. Will había dado asombrosamente en el blanco. Ella se compraba ropa de calidad, práctica, lo suficientemente neutra como para poder llevarla una y otra vez, lo suficientemente conservadora como para no arruinar sus posibilidades de ascenso… Y de repente la odió.- En fin, me rindo -se dijo entre dientes y entró en la tienda.

Salió sintiéndose una década mayor -la dependienta adolescente había sido terriblemente condescendiente- y con una cuenta corriente considerablemente más vacía. Empujó la bolsa de plástico hacia Will y le dijo en tono acusador:

– No puedo ir por ahí haciendo interrogatorios con mis compras. ¿Qué voy a hacer ahora?

– Enróllela y métala en su bolso. -Will, paciente, le hizo una demostración-. Podría esconder un ejército en esta cosa. Nunca he entendido por qué las mujeres no quedan permanentemente torcidas de llevar todo el día el peso equivalente a una maleta. -Miró su reloj-. Todavía hemos de probar en Sainsbury’s, pero me muero de hambre. Tomemos algo de comer primero y entretanto quizás deje de llover.

Tras una breve discusión acordaron comer en el puesto de pescado y patatas fritas que había en la zona de restaurantes y llevaron sus bandejas a las mesas de plástico moldeado del área común. Will atacó su comida con deleite. Tras el primer mordisco de pescado, la rancia y resbalosa grasa bañó la boca de Gemma y bajó por su garganta amenazando con provocarle arcadas. Apartó la bandeja y cuando vio que Will levantaba la vista y fruncía el ceño dijo bruscamente:

– No me dé lecciones, Will. No tengo hambre. Y odio el puré de guisantes. -Empujó el desagradable potaje con los dientes del tenedor de plástico.

Cuando Will volvió a su comida sin hacer comentarios, Gemma sintió una ráfaga de vergüenza.

– Lo siento, Will. Normalmente no soy así. De verdad. Debe de ser algo relacionado con este caso. Me pone nerviosa. Y será peor cuando la prensa esté metida de lleno.

– Sensible, ¿no? -dijo Will mientras cargaba su tenedor con pescado y guisantes y añadía una patata frita para colmarlo-. Son su jefe y el mío quienes tendrán que andar con cautela. Podrían rodar cabezas si no se resuelve todo rápido, al gusto de los mandamases. No me gustaría estar en su lugar. Yo prefiero el trabajo puerta a puerta, bajo la lluvia. -Sonrió y Gemma sintió que se había restablecido el buen talante entre ellos.

Cuando Will dejó el plato limpio, Gemma dijo:

– ¿Sainsbury’s?

– Y después iremos a la comisaría y podrá conocer a los chicos de la unidad de investigación policial.

* * *

Ni el empleado de la charcutería ni la cajera de Sainsbury’s fueron de ninguna ayuda. Gemma y Will salieron a la calle principal desanimados, pero al menos Will había obtenido su deseo y la lluvia ya sólo era una mera llovizna. Las aceras estaban atestadas de compradores. Bajo una arcada había puestos de flores. Al pie de la empinada calle, Gemma pudo ver la suave tonalidad de los árboles que bordeaban la ribera.

– Tendría que ver esto en mejores circunstancias -dijo Will-. Es muy bonito cuando brilla el sol y en el castillo hay un museo de primera clase.

– Está leyéndome el pensamiento otra vez, Will. -Gemma esquivó a una mujer que blandía un paraguas-. A pesar de la lluvia es una ciudad muy bonita. Es un buen lugar donde crecer -dijo, y pensó en Toby aprendiendo a valerse por sí mismo en las calles de Londres.

– Pero yo no crecí aquí, en Guildford mismo. Vivíamos en un pueblo cerca de Godalming. Soy un chico de granja, ¿no lo nota? -Alargó la gran mano para que la inspeccionara-. ¿Ve todas esas cicatrices? Me pillé la mano en la empacadora. -Se tocó una raya pálida que atravesaba su ceja y añadió-: Esto fue alambre de espino. Mis padres debían de estar desesperados intentando hacerme llegar entero a la edad adulta.

– ¿Es hijo único? -adivinó Gemma.

– Una bendición tardía, solían decir a pesar de las muchas veces que tuvieron que llevarme al cirujano.

Gemma estuvo a punto de preguntar qué había sido de la granja, pero algo en la expresión de su cara la frenó. Caminaron en silencio el resto del camino al coche.

* * *

Después de haberle pedido a Will que la llevara de vuelta a Holmbury St. Mary por si la necesitaban, se sintió estúpida cuando el agente que hacía guardia en la puerta de los Gilbert le dijo que Kincaid y Deveney no habían regresado y que Kincaid no le había dejado ningún mensaje.

– He de hacer unas llamadas -aseguró a Will-. Esperaré en el pub. -Lo despidió con una sonrisa y cruzó la carretera lentamente. Había dejado de llover, pero el asfalto se notaba grasiento y había mucha humedad en el aire.

El olor a rancio del humo de cigarrillos persistía en el pub a pesar de que no había rastro alguno de presencia humana. Gemma esperó unos minutos y se calentó las manos sobre las ascuas del fuego encendido desde mediodía. El estómago vacío le hacía ruidos y al darse cuenta le entró un hambre canina. De repente recordó otro viaje a Surrey, un día en que Kincaid y ella compartieron bocadillos en el jardín de un salón de té y luego pasearon por la orilla del río.

Bajo las pestañas le escocieron lágrimas no derramadas.

– No seas una maldita estúpida -dijo en voz alta. Falta de sueño y niveles bajos de azúcar en la sangre. Eso era lo que le pasaba. Nada que un tentempié y una siesta no puedan arreglar. Lo menos que podía hacer era aprovechar este rato a solas. Se frotó los ojos y se dirigió al bar, pero de la misión de reconocimiento sólo consiguió un paquete de patatas fritas rancias. Tenía unas galletas en su bolsa de viaje. Tendría que arreglárselas con eso.

Había recorrido la mitad de las escaleras, sintiendo las pantorrillas como pesas de plomo, cuando un cuerpo llegó volando al rellano y chocó contra ella. El golpe que recibió en el hombro derecho la hizo girar y perder el equilibrio, y del mamporro acabó sentada en el suelo.

– ¡Dios mío! ¡Lo siento! No la he visto venir. ¿Está bien? -El cuerpo volador era el de un joven de mirada ansiosa, hombros anchos y una melena de cabello rizado y rubio. La escudriñó y alargó la mano sin estar seguro de si ayudarla o protegerse de su ira.

– Te vi anoche -dijo Gemma, demasiado aturdida como para que se le ocurriera algo más apropiado-, cuando salí del cuarto de baño.

– Soy Geoff. -Dejó caer la mano y probó con una sonrisa-. ¿Está segura de que está bien? ¿No le he hecho daño? No sabía que hubiera alguien. -Puso los ojos en blanco y dijo entre dientes-: Brian se pondrá furioso.

Gemma miró el jersey gastado y los tejanos y bajando los ojos vio que no llevaba zapatos, aunque sí calcetines gruesos. No era extraño que no lo hubiera oído.

– Estoy bien, de verdad. Yo tampoco estaba prestando atención. -Lo estudió y le gustaron su cara ovalada y sus ojos gris claro. A pesar de que el bigote era una mera brizna aterciopelada, Gemma pensó que debía de tener al menos veintitantos años. En los rabillos de sus ojos grises habían empezado a destacar unas pequeñísimas líneas, y las arrugas entre la nariz y la boca indicaban que el chico era un veterano.

Su estómago empezó a hacer ruido otra vez, lo suficientemente fuerte como para que el chico lo oyera, y Gemma gimió.

– Si me dices cómo improvisar algo para comer por aquí quedaremos en paz.

– Baje conmigo a la cocina y le prepararé un bocadillo -le dijo complacido por librarse tan fácilmente.

– ¿De verdad? ¿Estás seguro? -Justo cuando se estaba preguntando por qué un huésped podía usar tan libremente la cocina del pub, tuvo un momento de desconcierto.

Se miraron sorprendidos, pero de repente Geoff comprendió el origen de la confusión y explicó:

– Vivo aquí. Debería habérselo dicho. Soy Geoff Genovase. Brian es mi padre.

Gemma tardó en procesar la información unos segundos y luego dijo:

– Ah, claro. Que tonta por mi parte el no haberme dado cuenta. -Ahora que lo sabía, lo pudo ver en su postura, la forma de su cabeza, la fugaz sonrisa-. Entonces está bien.

Gemma, un poco vacilante, lo siguió a la cocina. Él la hizo sentar en una mesa pequeña situada en un espacio que había junto a la cocina de gas, luego abrió la nevera y estudió el contenido.

– ¿Le va bien queso y pepinillos en vinagre? Es lo que pensaba tomar yo.

– Perfecto. -Mientras Geoff rebuscaba por la nevera, Gemma miró a su alrededor. La cocina era pequeña, pero el equipo era profesional, desde la cocina de acero inoxidable a la mesa de trabajo llena de marcas.

Geoff cortó rodajas de queso cheddar y juntó los ingredientes con la pericia de alguien que ha crecido ayudando en la cocina. Al poco rato ya llevaba a la mesa dos platos con gruesos bocadillos de pan integral.

– Empiece -insistió-. No sea cortés. He de poner la tetera al fuego y en un minuto tendré listo el té. -Mientras Gemma daba un mordisco al bocadillo, Geoff llenó de agua caliente la tetera de barro para que estuviera templada. Gemma se obligó a masticar despacio, cerrando los ojos y saboreando la suntuosidad mantecosa del queso junto a la dulce intensidad de los pepinillos. Tras unos cuantos mordiscos notó que sus músculos empezaban a relajarse.

Geoff vació la tetera y metió unas cucharadas de té. Le estaba dando la espalda a Gemma cuando dijo:

– Usted es la mujer policía, ¿no? Brian me dijo que llegaron ayer. -Agregó agua hirviendo a la tetera de barro, luego cogió dos tazas y llevó todo a la mesa-. ¿Leche? -Gemma tenía la boca demasiado llena para hablar y simplemente asintió. Él volvió a la nevera a buscar una botella de medio litro-. El azúcar está en la mesa -le dijo mientras se sentaba enfrente de ella.

– ¿Lo conocías? -preguntó Gemma cuando hubo tragado el bocado-. Me refiero al comandante Gilbert.

– Por supuesto. En un sitio como éste no puedes no conocer a la gente. -Incluso con la boca llena de pan y queso, el tono de su voz delató repugnancia.

– Debe de ser difícil para ti -dijo Gemma con curiosidad-. Vivir en un pueblo tan pequeño… no creo que haya demasiada vida social.

Mucha gente joven se quedaba a vivir con sus padres cuando no encontraba trabajo, era una realidad económica. Hubo momentos, después de que Rob se fuera, en que temió que ella y Toby tuvieran que irse al apartamento de encima de la panadería de sus padres, y la idea la horrorizó. Geoff simplemente se encogió de hombros y dijo:

– No está mal.

– El bocadillo está buenísimo -dijo Gemma, acompañando la comida con un trago del té que él le había servido. El joven sonrió satisfecho y ella se atrevió a preguntar-: ¿A qué te dedicas? Quiero decir, ¿en qué trabajas?

Esperó a acabar de masticar antes de responder.

– Un poco de esto, un poco de aquello. Lo que más hago es ayudar a Brian en el pub. -Se apartó de la mesa y se levantó. Fue al armario que había encima de la cocina-. Mire. -Cogió un paquete de galletas y se lo alargó para que Gemma las inspeccionara-. Ya sé lo que necesitamos para concluir el ágape.

– ¿Galletas integrales de chocolate? -dijo Gemma con un suspiro de satisfacción-. Sin leche, mis favoritas. -Comió en silencio durante unos minutos y cuando terminó su bocadillo tomó una galleta del paquete y la mordisqueó. Sin duda Geoff había evitado hablar de cosas personales, así que trató de hablar de nuevo sobre temas generales-. Te debió impactar bastante lo del comandante. ¿Estabas aquí ayer por la noche?

– Estaba en mi cuarto, pero Brian vio los coches de policía, las luces y sirenas. Me llamó para que bajara a ayudarlo en el bar, luego cruzó la calle pero no lo dejaron pasar. Lo único que le dijeron era que había habido un accidente y volvió hecho un manojo de nervios. No supimos nada hasta que Nick Deveney envió un agente para reservarles habitaciones a ustedes y explicó que había sido el comandante y no Lucy o Claire.

– Eso era distinto, ¿no? -preguntó Gemma y pensó lo mucho que revelaban las personas sin darse cuenta, simplemente por la construcción de las frases o el énfasis puesto en ciertas palabras.

– Por supuesto. -Geoff se volvió a sentar en la silla y cruzó los brazos-. Lo que digo, éste es un lugar pequeño, y todos se conocen, especialmente los vecinos. Lucy es una buena chica, y Claire… todo el mundo aprecia a Claire.

Gemma pensó que era raro que, siendo Claire Gilbert tan bien considerada, hubiera preferido confiar en Will Darling en lugar de aceptar el consuelo de algún vecino comprensivo.

– ¿Pero no a Alastair Gilbert? -preguntó-. ¿Él no te importaba?

– No es lo que he dicho. -Geoff frunció el ceño. El placer y la camaradería habían desaparecido-. Se trata de que simplemente no está aquí -es decir, no estaba aquí- con su trabajo y pasando en Londres la mayor parte del tiempo.

– Yo lo conocí -dijo Gemma colocando los codos sobre la mesa y apoyando la barbilla en una mano. Se preguntó por qué no se lo había mencionado a Kincaid y se encogió de hombros. Sencillamente no había tenido ganas de explicarle nada que fuera remotamente personal.

– Fue mi comisario en Notting Hill cuando entré en el cuerpo -prosiguió. Geoff se relajó. Parecía interesado y se puso cómodo en la silla, como si la confesión de Gemma los hubiera puesto en igualdad de condiciones. Gemma sorbió su té y dijo-: Pero no lo conocía de verdad, claro. Había más de 400 agentes en Notting Hill y yo era demasiado modesta como para llamarle la atención. En todo ese tiempo puede que me dirigiera diez palabras. -El hombre que ella recordaba parecía no tener relación con el cuerpo desagradablemente despatarrado en el suelo de la cocina de los Gilbert. Había sido un hombre de pequeña estatura, prolijo, de voz suave y muy maniático con su vestimenta y su dicción. En ocasiones había dado charlas a los agentes sobre la importancia de las normas-. Mi sargento solía decir que era muy exigente y estricto. Aunque no creo que lo dijera en un sentido positivo.

– Le gustaba hacer las cosas a su manera. -Geoff rompió otra galleta en dos y se metió una mitad en la boca. Prosiguió de manera apenas inteligible-: Siempre estaba a malas con el consejo del pueblo por cualquier cosa, como que hicieran respetar las restricciones de aparcamiento alrededor del prado comunal, o cosas así. -Comió a continuación la segunda mitad de la galleta y luego llenó las tazas de té de ambos-. Y se peleó con nuestro médico hace un par de semanas. Eso si considera una pelea cuando nadie levanta la voz.

– ¿De verdad? -Gemma se incorporó levemente-. ¿Sobre qué pelearon?

– No lo sé. En realidad no oí nada. Fue el sábado y yo había hecho unos trabajos. Cuando fui a la puerta de la cocina a preguntarle algo sobre el compost, él se estaba marchando. Pero algo había pasado. Ya sabe, a veces uno se da cuenta, como si hubiera mal ambiente. Y la doctora Wilson tenía ese aspecto hermético.

– ¿Ella? ¿Es mujer? -dijo Gemma.

– Este pueblo es muy feminista. El médico y el vicario son mujeres. Y creo que el comandante no se llevaba bien con ninguna de las dos.

Gemma se acordó de que la actitud de Gilbert con las mujeres bajo sus órdenes rozaba la condescendencia y había tenido fama de pasar por alto a las agentes femeninas en los ascensos.

– Tengo ganas de conocerlas -dijo, y contempló la idea de ganarle la mano a Kincaid entrevistando a la doctora.

– ¿Esta tarde? -Geoff la estudió con preocupación-. Parece hecha polvo, si no le importa que se lo diga.

– Gracias.

Su sarcasmo fue evidente lo que hizo que Geoff se sonrojara.

– Lo siento. Es que… ya sabe a lo que me refiero. Parece cansada. Eso es todo.

Gemma transigió.

– Está bien. Quizás suba a mi habitación a descansar un rato. Y gracias por atenderme. Creo que me hubiera derrumbado si no me hubieras rescatado.

– A su disposición, bella damisela. -Se levantó e hizo una reverencia. Gemma se rió, pensando que un jubón y unas medias le hubieran pegado e imaginó sus rizos rubios bajo un sombrero con plumas.

Ella lo siguió escaleras arriba y cuando llegaron a la puerta de la habitación de Geoff pararon.

– Avíseme si necesita algo. Estoy a su…

Sus palabras se debilitaron a oídos de Gemma. En el escritorio de Geoff había un ordenador y Gemma se quedó mirando la imagen de la pantalla.

– ¿Qué es? -preguntó sin apartar la vista de la imagen. La inquietante escena parecía cubierta por remolinos de neblina, pero pudo distinguir un castillo con torreón y a través de una de las entradas vio un paisaje de hierba verde y un sendero que llevaba a una montaña.

– Es un juego de rol, una aventura. Una chica se ve transportada a un país extraño y debe sobrevivir gracias a su ingenio, sus habilidades y sus conocimientos de magia. Sólo siguiendo un sendero concreto y recopilando talismanes podrá descubrir los secretos del país y así podrá obtener el poder para quedarse o regresar a nuestro mundo. Si quiere puede jugar. Se lo enseñaré. -Le tocó el brazo, pero Gemma movió negativamente la cabeza, resistiéndose al hechizo.

– No puedo. Ahora no. -Apartó la mirada y se concentró de nuevo en la cara de Geoff-. ¿Qué elige al final?

Él la miró con unos ojos grises inesperadamente serios.

– No lo sé. Eso depende de cada jugador.

5

Kincaid estaba solo en la cocina de los Gilbert, escuchando el tictac del reloj que había colgado encima de la nevera. Las agujas y los números negros sobre la blanca esfera eran imposibles de pasar por alto y le recordaban lo verdaderamente fugaz que era el tiempo. Debería dirigir toda su atención al asesinato de Alastair Gilbert en lugar de querer dar un puñetazo a la pared cada vez que pensaba en Gemma. Tras su arrebato en el jardín se había ido a Guildford sin decirle ni una sola palabra. ¿Qué diablos había hecho ahora? Al menos, pensó con un estallido de satisfacción, no la había enviado a patearse la región con Nick Deveney después de la forma tan lasciva en que la había mirado la noche anterior.

Kincaid suspiró mientras se pasaba la mano por el pelo. No había nada que hacer, excepto seguir adelante de la mejor manera posible. Miró de manera automática su reloj de pulsera y gesticuló irritado. Él sí sabía la hora que era. Mientras tuviera que esperar a Nick Deveney y tuviera la planta baja para sí mismo, podía aprovechar y echar una ojeada.

Entró al hall y se quedó un rato en silencio, tratando de orientarse. Por primera vez se dio cuenta de la naturaleza caótica de la casa: un escalón por aquí, otro por allá. Cada habitación parecía estar a un nivel distinto. Las vigas a la vista de las paredes estaban inclinadas en ángulos ligeramente irregulares. Por un momento creyó oír el eco del reloj de la cocina, pero luego descubrió que el tictac insistente pertenecía a un reloj de pie medio escondido en el hueco de la escalera. Para alguien que no era experto le pareció que era viejo y probablemente bastante valioso. ¿Quizás una reliquia familiar?

Cerca de la cocina estaba el salón que habían usado la noche anterior. Un rápido vistazo indicó que estaba vacío y en silencio. El fuego se había extinguido hasta dejar las cenizas frías. Continuó por el hall hacia la parte delantera de la casa, abrió la puerta que venía a continuación e inspeccionó la habitación.

Una lámpara con una pantalla verde proyectaba un foco de luz sobre un enorme escritorio. Lucy debió de olvidar apagarla cuando recogió el perro la noche anterior, pensó Kincaid al entrar. La habitación casi parecía una parodia de un refugio masculino: las paredes que no estaban cubiertas de libros tenían paneles oscuros; el sofá, situado frente a unas ventanas con exceso de cortinas, estaba tapizado con una tela escocesa color rojo oscuro. Se acercó a estudiar los pálidos rectángulos de dentro de los paneles. Eran grabados de escenas de caza, por supuesto. El tictac de un sólido reloj de mesa sonó al compás de su corazón y por un momento imaginó que toda la casa seguía su propio ritmo interno.

– ¡Mierda! -Soltar un taco en voz alta rompió el maleficio y desterró de su mente impresiones del relato de Edgar Allan Poe.

Kincaid atravesó la habitación hasta el escritorio y encontró su superficie tan ordenada como esperaba. Una foto en un marco de plata lo hizo detenerse y la cogió para verla mejor. Éste era un Alastair Gilbert que nunca había visto, en mangas de camisa, sonriendo, con el brazo rodeando una pequeña mujer de pelo blanco. ¿Madre e hijo? Dejó la foto y archivó mentalmente que quizás fuera útil entrevistar a la anciana señora Gilbert.

El cajón superior contenía la habitual parafernalia de oficina, perfectamente dispuesta, y los cajones laterales contenían ordenadas filas de carpetas que debían esperar a que alguien las revisara detalladamente. Insatisfecho por los pobres resultados, Kincaid volvió a repasar los cajones y una búsqueda más meticulosa lo llevó a descubrir un libro encuadernado en cuero escondido entre las carpetas del cajón a mano derecha. Lo cogió con cuidado y lo abrió encima del registro diario. Se trataba de una agenda de sobremesa, con las entradas habituales de compromisos y unos cuantos números de teléfono no identificados escritos en lápiz con una letra clara. Qué típico de Gilbert el no arriesgarse a cometer un error en tinta.

Kincaid pasó unas cuantas páginas más. En el día anterior a la muerte de Gilbert había una entrada ambigua a las 6:00, acompañada por un interrogante y otro número de teléfono escrito a lápiz. ¿Se había citado con alguien? Si así fue, ¿por qué? Tendría que dejarle a los chicos de Deveney que comprobaran todas las entradas mientras él se concentraba en las entrevistas. Cerró el libro y lo dejó en el escritorio. Entonces una voz lo sobresaltó.

– ¿Qué está haciendo?

Lucy Penmaric estaba en la puerta con los brazos cruzados y una mueca en la cara. En tejanos y suéter parecía más joven y menos sofisticada de lo que había aparentado la noche anterior, y en su pálida cara en forma de corazón había pequeñas arrugas, como si se acabara de levantar.

– Oí un ruido. Estaba buscando a mi madre -dijo antes de que Kincaid pudiera responder.

Kincaid no quiso hablar con Lucy desde detrás del escritorio de Gilbert. Cerró los cajones y rodeó la mesa antes de decir:

– Creo que está arriba descansando. ¿Puedo ayudarte?

– No pensé en mirar ahí -dijo restregándose la cara mientras se dirigía al sofá, donde se hizo un ovillo-. No me acabo de despertar del todo. Mamá me dio una pastilla para dormir y me ha dejado la mente toda borrosa.

– Pueden darte un poco de resaca -reconoció Kincaid.

Lucy volvió a torcer el gesto.

– No quería tomarla. Sólo acepté para que mamá descansara. Está… ¿Está bien esta mañana?

Kincaid no tuvo ningún reparo en no mencionar el desmayo de Claire en la cocina.

– Lo está llevando razonablemente bien dadas las circunstancias. Lo primero que hizo fue ir a ver a tu abuela.

– ¿Gwen? Oh, pobre mamá -dijo Lucy sacudiendo la cabeza-. Gwen no es mi verdadera abuela, ¿lo sabía? -añadió con voz aleccionadora-. Los padres de mamá están muertos y no veo muy a menudo a los de mi padre.

– ¿Por qué no? ¿No se lleva tu madre bien con ellos? -Kincaid se sentó en el borde de la mesa, dispuesto a ver adónde le podría llevar la conversación.

– Alastair siempre tenía alguna razón para que yo no fuera, pero a mí me gustan. Viven cerca de Sidmouth, en Devon, y se puede ir andando a la playa desde su casa. -Lucy calló un momento y retorció un mechón de pelo en su dedo. Luego dijo-: Recuerdo cuando murió mi padre. Entonces vivíamos en Londres, en un piso de Elgin Crescent. El edificio tenía una puerta de color amarillo brillante… Recuerdo que cuando volvía de dar un paseo la podía ver desde muy lejos, como si fuera un faro. Vivíamos en el último piso y justo tras mi ventana había un cerezo que florecía cada primavera.

De haber pensado en el primer esposo de Claire Gilbert, hubiera creído que estaban divorciados, pero, ¿qué posibilidades había de que una mujer a los cuarenta hubiera enviudado dos veces?

– Suena muy bonito -dijo suavemente después de que Lucy callara durante tanto rato que temió que se hubiera retirado a un sitio adonde no pudiera seguirla.

– Lo era -dijo Lucy, regresando con un escalofrío-. Pero ahora las flores de cerezo me hacen pensar en la muerte. Soñé con ellas anoche. Me cubrían y me estaba ahogando, y no me podía despertar.

– ¿Fue entonces cuando murió tu padre? ¿En primavera?

Lucy asintió, luego se apartó el mechón de pelo de la cara y lo puso tras la oreja. Eran orejas pequeñas, pensó Kincaid, delicadas como conchas marinas.

– Cuando tenía cinco años tuve mucha fiebre una noche. Papá fue a una farmacia de guardia en Portobello Road a buscarme algo y un coche lo atropelló en un paso cebra. Ahora todo se mezcla en mi cabeza: el policía que vino a la puerta, mamá llorando, el aroma de las cerezas a través de mi ventana abierta.

De modo que Claire Gilbert no sólo había enviudado dos veces sino que ya se había enfrentado a la muerte repentina de su esposo anteriormente. Recordó los días en que notificar ocasionalmente el fallecimiento de alguien formaba parte de sus obligaciones e imaginó la escena desde el punto de vista del agente: la luz del apartamento en una suave noche de abril, la guapa esposa en la puerta, el temor creciente en su cara al ver los uniformes. Luego soltarían de mala manera «señora, lamentamos comunicarle que su esposo ha fallecido» y ella se tambalearía como si la hubieran pegado. En la academia les habían enseñado a hacerlo así. Era supuestamente más amable quitárselo de encima rápidamente, pero eso nunca lo hizo más fácil.

Lucy volvía a tener el mechón de pelo enroscado en el dedo y estaba mirando una de las escenas de caza de detrás del escritorio de Gilbert. Cuando Kincaid le dijo, «lo siento», ella no respondió, pero al cabo de un rato empezó a hablar sin mirarlo, como si estuviera prosiguiendo una conversación iniciada.

– Me siento extraña sentada aquí. Alastair no quería que viniéramos a esta habitación, especialmente yo. La llamaba su santuario. Creo que de alguna manera las mujeres echaban a perder el ambiente.

»Mi padre era escritor, periodista. Su nombre era Stephen Penmaric y sobre todo escribía sobre conservación en revistas y periódicos. -Miró a Kincaid con la cara animada-. Tenía su oficina en el trastero y no debía de haber mucho sitio porque recuerdo que siempre había montones de libros en el suelo. A veces, si prometía estar muy callada, me dejaba jugar allí cuando él trabajaba, y yo construía cosas con los libros, castillos, ciudades. Me gustaba el olor que hacían, el tacto de las cubiertas.

– Mis padres tenía una librería -dijo Kincaid-. De hecho aún la tienen. Yo jugaba en el almacén y también utilizaba los libros como bloques de construcción.

– ¿De verdad? -Lucy lo miró y sonrió por primera vez desde que la noche anterior hablara sobre su perro.

– En serio -también sonrió y deseó poder mantener esa sonrisa en la cara de Lucy.

– Qué agradable para usted -dijo con un poco de nostalgia. Encogió las piernas encima del sofá, rodeó sus pantorrillas con los brazos y apoyó la barbilla en las rodillas-. Qué raro. No había pensado en mi padre en mucho tiempo.

– No es nada raro. Es muy natural dadas las circunstancias. -Hizo una pausa y dijo con cuidado-: ¿Cómo te sientes por lo ocurrido? ¿Por la muerte de tu padrastro?

Ella apartó la mirada y su dedo volvió al mechón de pelo. Al cabo de un rato dijo, despacio:

– No lo sé. Atontada, supongo. No me lo creo realmente, a pesar de haberlo visto. Se dice que «ver es creer», pero eso no es necesariamente verdad, ¿no cree? -Echó una mirada rápida a la puerta y añadió-: Sigo esperando que entre por la puerta en cualquier momento. -Cambió nerviosa de postura y Kincaid oyó voces en la parte trasera de la casa.

– Probablemente sea el inspector jefe Deveney, que me está buscando. ¿Estarás bien sola durante un rato?

Con algo de la energía que había mostrado la noche anterior, dijo:

– Por supuesto, estaré bien. Y yo cuidaré de mamá cuando se levante. -De un salto se levantó del sofá, con la soltura que tienen los jóvenes, y llegó a la puerta antes de que Kincaid pudiera elaborar una respuesta.

Al darse la vuelta hacia él, Kincaid le dijo:

– A Lewis le encantará verte -y fue recompensado con una brillante sonrisa.

* * *

– ¿Ha notado -dijo Kincaid a Nick Deveney mientras serpenteaban los diversos caminos que había entre los pueblos-, que nadie parece llorar la pérdida de Alastair Gilbert? Hasta su mujer parece impactada, pero no consternada por el dolor.

– Es verdad. -Deveney hizo destellos a un coche que venía en dirección contraria y se hizo a un lado del camino-. Pero eso no nos da un motivo para el asesinato. Si ese fuera el caso, mi suegra hubiera muerto veinte veces. -El otro conductor saludó con la mano al pasar y Deveney volvió al camino-. Espero que no le importe el atajo. En realidad no estoy seguro de que sea un atajo, pero me gusta conducir por las colinas. Bonito, ¿verdad? -Se avecinaba una tormenta por el oeste, pero mientras hablaban el sol atravesó las nubes, iluminando el aire hasta la profundidad del bosque. Deveney miró por el retrovisor-. Apuesto a que se están empapando en Guildford -dijo y luego apuntó a las elaboradas puertas de una finca que estaban pasando-. Mire. Son gente como ésta los que mantienen a los turistas alejados de Surrey. Vienen de Londres, se traen su dinero, de modo que no necesitamos estimular nuestra economía animando a los excursionistas. -Se encogió de hombros y añadió-: Pero es una espada de doble filo. Aunque compran propiedades y usan las infraestructuras, muchos de ellos no son aceptados por los vecinos y eso genera conflictos.

– ¿Es eso cierto en lo que respecta a Gilbert? Desde luego encajaba con el perfil de residente que trabaja en Londres -dijo Kincaid mientras abordaban una curva. Los huecos entre los árboles revelaban unas vistas sobrecogedoras del otro lado de la cadena montañosa de North Downs.

– No hay duda. Y se le trataba con una mezcla de desdén y adulación. Quiero decir que, después de todo, uno no quiere matar la gallina que pone los huevos de oro, ¿no? Lo que uno no quiere es que crea que puede sentarse a tu propia mesa.

Kincaid soltó una carcajada.

– Supongo que no. ¿Cree que Gilbert era consciente de que no era aceptado? ¿Y que probablemente nunca lo sería? ¿Le importaba?

– En realidad no lo conocía personalmente. Sólo hablé con él en un par de ocasiones, en actos policiales. -Redujo la marcha y añadió-: Sólo conozco a Brian Genovase porque jugábamos en la misma liga de rugby. -El camino descendió rápidamente por las colinas y se convirtió en una calle estrecha con casitas de postal a ambos lados-. Holmbury St. Mary conserva su belleza natural, mientras que este pueblo compite por el título de «más bonito de Inglaterra». Éste es el río Tilingbourne -añadió cuando cruzaron un arroyo transparente-, estrella de muchas postales.

– Seguro que no está tan mal -dijo Kincaid mientras Deveney aparcaba hábilmente junto a la acera. Había visto un salón de té lleno de flores, pero ninguna otra cosa extraordinaria.

– No, pero me temo que es una horterada.

– Cínico. -Kincaid salió del coche detrás de Deveney, moviendo los dedos de los pies que habían sufrido la falta de calefacción del Vauxhall.

Deveney estuvo de acuerdo y rió, luego añadió:

– Soy demasiado joven para sonar como un vejestorio. El divorcio tiende a agriar el punto de vista de un hombre. Esta tienda no está mal -apuntó hacia un letrero en el que se leía KITCHEN CONCEPTS-, y no existiría si no fuera por gente como Alastair Gilbert. A los granjeros del lugar no se les ocurriría nunca reformar sus cocinas al estilo europeo.

El escaparate mostraba relucientes accesorios de cocina de cobre intercalados en extensiones de vistosas baldosas. Kincaid, que había rehecho su cocina en Hampstead utilizando sobre todo material de bricolaje, abrió la puerta con expectación. Una mujer en botas de agua que sostenía unas bolsas de compras estaba charlando con un hombre cerca de un despliegue de puertas de armarios, pero su conversación se interrumpió de manera algo forzada cuando entraron Kincaid y Deveney.

Al cabo de un momento la mujer dijo:

– Bueno, me voy. Hasta luego, Malcolm. -Miró a los policías con interés mientras pasaba rozándolos al dirigirse a la puerta y sosteniendo las bolsas repletas contra el pecho como si fueran un escudo. ¿De qué servía ir de paisano, se preguntaba Kincaid a menudo, si era como si llevasen en el pecho un cartel anunciando que eran de la policía?

Deveney sacó sus credenciales y se presentó a sí mismo y a Kincaid al acercárseles Malcolm Reid a saludarlos. Durante un rato Kincaid se conformó con desempeñar un papel secundario puesto que eso le daba la oportunidad de observar al jefe de Claire Gilbert. Era alto, llevaba corto el pelo medio rubio, medio plateado y estaba moreno, lo que indicaba unas recientes vacaciones en un clima cálido. Reid habló con voz suave, sin acento.

– ¿Han venido por lo de Alastair Gilbert? Es espantoso. ¿Quién haría algo así?

– Es lo que intentamos averiguar, señor Reid -dijo Deveney-, y agradeceríamos cualquier ayuda que nos pudiera dar. ¿Conocía personalmente al comandante Gilbert?

Reid se metió las manos en los bolsillos antes de responder. Kincaid se dio cuenta de que llevaba pantalones de buena calidad, junto con un suéter gris y una discreta corbata azul marino. El conjunto creaba la impresión idónea para la posición de Reid: ni demasiado informal para el dueño de un negocio exitoso, ni demasiado formal para un pueblo pequeño.

– Bueno, sí que lo conocí. Claire nos invitó a mí y a Val, mi esposa Valerie, a cenar a su casa un par de veces. Pero he de confesar que no lo conocía bien. No teníamos mucho en común. -Hizo un gesto señalando la exposición con una expresión levemente divertida.

– Pero seguro que Gilbert estaba interesado en la carrera de su esposa, ¿no? -dijo Kincaid.

– Mejor sentémonos, ¿no les parece? -Reid los llevó al escritorio que había detrás de la exposición y les indicó dos sillas de aspecto cómodo antes de sentarse él mismo-. Ésa no es una pregunta sencilla. -Cogió un lápiz y lo miró meditabundo mientras jugueteaba con él, luego los miró a ellos-. Si quieren una respuesta honesta diría que únicamente toleraba el trabajo de Claire siempre y cuando no interfiriera con su agenda social o su comodidad. ¿Saben cómo vino Claire a trabajar para mí? -Dejó el lápiz y se arrellanó en la silla-. Vino como clienta, cuando finalmente Alastair le dio permiso para decorar su cocina. La casa es victoriana, ya saben, y lo poco que se había hecho se había hecho mal, como sucede a menudo. Claire le había estado encima durante años y creo que únicamente cedió cuando empezaron a recibir tan a menudo que les daba vergüenza enseñar la cocina.

Kincaid pensó, mientras asentía, que para ser un hombre que no conociera demasiado bien a Gilbert, Reid había logrado acumular una antipatía muy activa hacia él.

– Claire no tenía formación en diseño -continuó Reid-, pero tenía un talento natural, lo que a mi modo de ver es mucho mejor. Cuando empezamos la cocina estaba llena de ideas imaginativas y realizables -ambas cosas no siempre van juntas- y cuando venía a la tienda ayudaba a otros clientes.

– ¿Y no le importó? -preguntó Deveney, un poco escéptico.

Reid negó con la cabeza.

– Su entusiasmo era contagioso.

Y a los clientes les gustaban sus ideas, lo que hizo aumentar las ventas. Es muy buena, y uno nunca lo intuiría viendo su casa.

– ¿Qué tiene de malo su casa? -Deveney se rascó la cabeza con perplejidad. Si era real o fingida, Kincaid no logró adivinarlo.

– Es demasiado tradicional y cargada para mi gusto, pero Alastair llevaba un control muy estricto de todo y eso era lo que le gustaba. Era su idea de lo que era la respetabilidad de la clase media.

La opinión de Reid coincidía con el Gilbert que había conocido Kincaid. Como instructor había sido poco imaginativo e insistía en las normas allá donde la flexibilidad hubiera podido ser más productiva. Tenía un gran apego a las tradiciones por el mero hecho de ser tradiciones. Su curiosidad había sido despertada y preguntó a Reid:

– ¿Sabe algo de la historia de Gilbert?

– Creo que su padre dirigía una granja lechera cerca de Dorking y que Gilbert asistió a la escuela secundaria local.

– De modo que el hijo pródigo regresó a casa -caviló Kincaid-. Más bien me sorprende. No obstante, su madre está en una residencia cerca de aquí, ¿no es así? -preguntó mientras se inclinaba para coger una tarjeta de visita de una cajita. El nombre de la tienda destacaba ingeniosamente en letra verde oscuro sobre un fondo color crema, y el número de teléfono y la dirección estaban escritos en caracteres más pequeños. Kincaid se la metió en el bolsillo de su chaqueta.

– The Leaves, justo en las afueras de Dorking. Claire la visita varias veces a la semana.

– Háblenos de la agenda de ayer de la señora Gilbert, si no le importa, señor Reid. -El tono de Deveney dejaba claro que era una orden tan solo disfrazada de petición por mera educación.

Reid se sentó hacia delante de nuevo y tocó el lápiz que había dejado sobre el escritorio. Imitó a Deveney y preguntó:

– ¿Por qué debería hacerlo, si no le importa que se lo pregunte? No pueden pensar que Claire tuviera nada que ver con la muerte de Gilbert. -Sonaba genuinamente impresionado.

– Forma parte de nuestra investigación -lo tranquilizó Deveney-. Debería saberlo de mirar la televisión, señor Reid. Hemos de preguntar a todos los que estuvieran estrechamente relacionados con el comandante Gilbert.

Reid cruzó los brazos y los miró fijamente durante un rato, como si fuera a rehusar, luego suspiró y dijo:

– Bueno. No me gusta, pero no creo que haya nada malo en ello porque no hubo nada fuera de lo normal. Claire tenía una cita por la mañana. Yo estaba en la tienda, ayudando a unos clientes, ocupándome de unos pedidos de material pendientes, y luego tenía una cita por la tarde. Claire se fue antes de que yo volviera, un poco después de las cuatro. Ella y Lucy tenían planeado ir de compras, creo. -Hizo una breve pausa y añadió-: Esto no es un barco escuela, como habrán podido comprobar.

– ¿Cuándo se enteró de que Gilbert estaba muerto? -preguntó Kincaid al recordar las palabras de Claire antes de desmayarse.

– Algunos clientes estaban esperando cuando abrí la tienda esta mañana. Lo sabían por el cartero, que lo habían oído decir a un periodista. Las palabras exactas fueron, si no me equivoco: «Alguien se ha cargado esta noche a Alastair Gilbert. Le golpearon la cabeza y lo dejaron en un charco de su propia sangre». -añadió haciendo una mueca.

Deveney le dio las gracias y se fueron. Kincaid miró atrás, al arco de acero inoxidable del grifo mezclador alemán que no había podido permitirse para su propia cocina.

– Estupendo -dijo Deveney con harta resignación cuando entraron en el coche-. Y que digan que hemos de ocultar la causa de la muerte hasta que hayamos entrevistado a todos los del pueblo. Así es la vida en el campo.

* * *

La última clienta, una señora mayor parlanchina llamada Simpson, se quedó charlando mucho después de que hubiera pagado sus escasas compras. Madeleine Wade, que entre sus diversas empresas incluía la de ser la dueña de la tienda del pueblo, escuchó ausente el último escándalo mientras cerraba la caja. En todo ese tiempo, lo único en lo que pensaba era en repantigarse en su apartamento del piso superior con una copa de vino y el Financial Times.

El «periódico rosa», como solía llamarlo, era su vicio secreto y el último vestigio de su vida pasada. Lo leía cada día para controlar sus inversiones y luego lo apartaba de la vista de sus clientes. No tenía sentido desilusionarlos, a los pobres.

La señora Simpson, al no recibir más aliento que el ocasional gesto de aprobación con la cabeza, se detuvo finalmente y Madeleine la acompañó aliviada a la puerta. En todos estos años había aprendido a sentirse más cómoda con la gente. Se había esforzado por desarrollar una armadura inmune a todo excepto a la repugnancia más abierta, pero era solamente cuando estaba a solas cuando encontraba la verdadera paz. Era su consuelo, su recompensa al final del día, y la esperaba con el mismo entusiasmo con el que un alcohólico espera su primera copa.

Lo vio en cuanto acabó de echar el cerrojo a la puerta. Geoff Genovase estaba medio en sombras junto al White Hart, con las manos en los bolsillos, esperando. Cuando se movió, la luz de la farola se reflejó en su cabello rubio.

Le llegó el miedo que sentía él. Palpable e intenso, lo envolvía a él como una densa nube.

Ella ya lo había sentido antes, como una corriente débil. También notaba el meticuloso control que lo mantenía contenido. ¿Qué había causado esta explosión de terror? Madeleine dudó. El deseo de ayudarlo se enfrentó a su cansancio y su necesidad de soledad, pero luego sintió una punzada de vergüenza. Había venido a este pueblo tras escapar toda la vida, para intentar ofrecer cualquier ayuda que su talento pudiera proporcionar y un sentimiento de egoísmo así tenía que ser aplastado con disciplina.

Fuera lo que fuera lo que había desencadenado la angustia de Geoff, él la había venido a ver en busca de consuelo, y ella no debía rechazarlo. Dio un paso adelante, levantando la mano para llamarlo, pero había desaparecido entre las sombras.

* * *

Al no recibir respuesta tras golpear la puerta de la habitación de Gemma, Kincaid regresó a su dormitorio y escribió una nota en la que le decía que estaría en el bar y que Deveney se encontraría con ellos para tomar una copa y cenar. Pasó el pedazo de papel por debajo de la puerta y aguardó un momento, esperando que pudieran hablar tranquilamente, pero al no oír un solo movimiento se dio la vuelta y bajó sin prisa las escaleras.

Él y Nick Deveney habían pasado una tarde nada productiva en la comisaría de Guildford, leyendo informes y lidiando con los medios de comunicación, y eso le había dejado un regusto de frustración.

– Una pinta de Bass, por favor, Brian -dijo al sentarse en el único taburete libre del bar-. Hay bastante gente para ser un jueves por la noche -añadió cuando Brian le colocó la cerveza en un posavasos.

– Afuera hace un tiempo de demonios -respondió Brian mientras sacaba una cerveza para otro cliente-. Eso siempre es bueno para el negocio.

La lluvia no había parado al anochecer, pero Kincaid sospechaba que la popularidad del pub en esta noche tenía tanto que ver con el intercambio de chismorreos como con el refugiarse del mal tiempo. Aunque tenía que admitir que en lo que a refugiados se refería, el ambiente era bastante agradable. Un pub vacío no era atractivo. Para tener éxito necesitaba cuerpos en movimiento y voces que subieran y bajaran de intensidad. Ésta era su primera oportunidad de juzgar el pub Moon en las circunstancias adecuadas. Se giró sobre el taburete y le gustó lo que vio: comodidad sin demasiado emperifollamiento. Los taburetes y los bancos tenían fundas de terciopelo, en el techo había vigas oscuras, en el restaurante había piezas de latón y de cobre, las cortinas floreadas con ribetes rojos corridas al anochecer y un fuego de leña irradiaba calor por todo el local.

Un hombre con una chaqueta engrasada pasó entre Kincaid y el otro taburete y le acercó su vaso a Brian para que se lo rellenase. Habló sin preámbulo, como si continuase una conversación.

– En fin, puede que haya sido un verdadero bastardo, Brian, pero nunca imaginé que acabaría así. -Movió negativamente la cabeza-. En estos tiempos uno ya ni siquiera puede creerse a salvo en su propia cama.

Brian lanzó una breve e involuntaria mirada en dirección a Kincaid. Luego dijo, sin comprometerse, mientras servía la pinta de cerveza:

– No estaba en su cama, Reggie, de modo que no creo que debamos preocuparnos por las nuestras. -Secó la espuma que había rebosado el vaso y deslizó este último por la barra. Luego saludó con la cabeza a Kincaid y añadió-: Éste es el comisario detective Kincaid que ha venido de Londres para investigar el caso.

El hombre saludó a Kincaid con cierta brusquedad, murmurando algo que sonó como: «Nuestros chicos ya lo hacen suficientemente bien». Después regresó a su mesa.

Brian se inclinó sobre la barra y le dijo seriamente a Kincaid:

– No haga caso a Reggie. Se quejaría hasta del sol en el mes de mayo. -Pero el zumbido de las conversaciones a su alrededor se había apagado y se sintió objeto de las miradas, tanto interesadas como recelosas.

Fue un alivio que Deveney llegase al cabo de unos minutos, salpicando gotas de agua con su gorra de lluvia que luego metió en el bolsillo de su abrigo. Justo cuando Kincaid se levantó para saludarlo la mesa junto al fuego se vació y la pillaron con presteza.

Cuando Deveney volvió de la barra con su cerveza, Kincaid levantó la suya a modo de saludo.

– Salud. Acaba de recibir un voto de confianza de los feligreses.

– Me gustaría sentir que lo merezco. -Suspiró mientras movía los hombros y el cuello para relajarlos-. Vaya día del demonio. Por mucho que odiase los trabajos en la escuela, ¿por qué…? -Sus ojos se ensancharon cuando miró hacia el fondo de la sala, luego sonrió-. El día ha mejorado considerablemente. -Siguiendo su mirada, Kincaid pudo ver a Gemma avanzando entre la gente-. ¿Por qué no tendrá mi sargento ese mismo aspecto? -Deveney se quejó con un muy practicado tono de martirio-. Me quejaré al jefe de policía, llevaré el asunto a las más altas instancias. -Pero Kincaid apenas lo oyó. El vestido era negro, de manga larga, pero ahí acababa toda pretensión de recato. El tejido se pegaba al cuerpo de Gemma y dejaba ver la mitad de sus muslos. Esta noche Gemma llevaba la melena suelta, como casi nunca hacía, y el color cobre enmarcaba la palidez de nata de su cutis.

– Cierre la boca -dijo Deveney con una sonrisa mientras se levantaba para buscarle una silla a Gemma.

– Gemma -empezó Kincaid, sin saber qué quería decir. De repente se apagaron las luces.

Durante unos segundos angustiosos el silencio invadió el pub, luego las voces subieron en una oleada, inquisitivas, exclamatorias.

– ¡Quédense donde están! -gritó Brian-. Iré a buscar las farolas. -La llama temblorosa de su encendedor desapareció a través de la puerta del final de la barra. Al poco rato ya había traído y distribuido por todo el local tres farolas de emergencia.

La luz proyectada era un suave resplandor amarillo. Deveney sonrió a Gemma con placer desenfadado.

– Diría que ha sido de lo más oportuna. Es mucho más bonita a la luz de la farola, si ello es posible.

Al menos ha tenido la gentileza de ruborizarse, pensó Kincaid mientras ella murmuraba algo ininteligible.

– No, déjeme a mí -dijo Deveney cuando Kincaid se levantó para buscarle una bebida a Gemma-. A mí me es más fácil salir.

Kincaid se hundió en el banco y la miró, sin estar seguro de qué decirle para no hacerla enfadar. Finalmente le brindó:

– Nick tiene razón. Estás fantástica.

– Gracias -dijo ella, pero en lugar de mirarlo a los ojos jugueteó con un cenicero vacío y miró hacia la barra-. Me pregunto dónde está Geoff. Es el hijo de Brian -explicó volviéndose a Kincaid-. Lo he conocido esta tarde y después de lo que me ha explicado pensaba que estaría ayudando en la barra.

Brian salió de nuevo de la cocina y dijo:

– He hablado con la compañía eléctrica. Un transformador entre Dorking y Guildford ha dejado de funcionar, de modo que pasará un rato antes de que volvamos a tener luz. No os preocupéis -interrumpió el creciente murmullo-, la cocina es de gas, así que la mayoría de los platos de la carta están disponibles.

– Qué alivio -dijo Deveney al volver con el vodka con naranja de Gemma y la carta para la cena-. Estoy famélico. Veamos qué puede preparar Brian en estas circunstancias. -Tras haberse decidido y ponerse cómodos con sus bebidas, Deveney dijo a Kincaid-: Tenía un mensaje del jefe de policía esperándome cuando volví a la comisaría. En resumen, que espera ver algo concreto, y había un par de frases del tipo «tranquilidad de los residentes» e «imagen del cuerpo».

Tanto Kincaid como Gemma pusieron mala cara. Se trataba del familiar «discurso de la autoridad» y tenía poco que ver con los aspectos prácticos de la investigación.

– ¿Le sigue gustando la idea del intruso, Nick? -preguntó Kincaid.

– Es tan buena como cualquier otra cosa. -Deveney se encogió de hombros.

– Entonces sugiero que empecemos a entrevistar a todos los del pueblo que hayan denunciado la desaparición de objetos. Tendremos que eliminar la posibilidad de una conexión antes de poder continuar. ¿Tenemos una lista de las entrevistas casa por casa de hoy?

Justo entonces apareció Brian con las ensaladas. Cuando las dejó en la mesa se secó la frente sudada.

– No sé qué le habrá pasado a John -dijo. Luego añadió-: Me ayuda detrás de la barra y sin él estoy colgado.

– ¿Y qué pasa con Geoff? -preguntó Gemma.

– ¿Geoff? ¿Qué tiene que ver Geoff? -dijo Brian con impaciencia, luego se alejó con prisa para atender a otro cliente que lo reclamaba.

– Pero… -dijo Gemma a la espalda que se alejaba, luego calló y el rubor invadió sus pómulos-. Sé que dijo que trabajaba para su padre y me pareció lógico asumir que se ocupaba de la barra.

– ¿Qué opinas de Geoff? -preguntó Deveney, tratando de distraerla de su vergüenza. Gemma se entregó al relato de su encuentro de aquella tarde.

Kincaid escuchaba, miraba su animada cara y sus manos mientras hablaba con Deveney y cada minuto que pasaba se sentía más y más excluido. Jugueteó con los consabidos berros y la lechuga iceberg de su ensalada y se preguntó si la había conocido de verdad. ¿Había yacido junto a ella, había sentido su piel contra la suya, su aliento en sus labios? Sacudió la cabeza con incredulidad. ¿Cómo se podía haber equivocado tanto sobre lo que había habido entre ellos?

La palabra «pelea» lo hizo regresar a la conversación y dijo:

– ¿Qué? Lo siento.

– Geoff me dijo que había oído discutir a Gilbert y a la doctora del pueblo hace unas semanas -respondió Gemma con exceso de paciencia, como si Kincaid fuera un niño no muy inteligente-. Pero no sabía de qué iba la cosa, sólo que los dos parecían enfadados y disgustados.

– Qué raro -añadió al cabo de un rato, mientras pinchaba un trozo de tomate con el tenedor-. No recuerdo haber visto nunca a Gilbert enfadado. Era algo sabido que si hablaba más bajo de lo normal, estabas metido en un lío.

– ¿Qué? -preguntó Kincaid de nuevo-. ¿Lo conocías? ¿Trabajaste para Alastair Gilbert? -Se sintió un completo idiota al notar que Deveney lo miraba con expresión de desconcierto.

– Era mi jefe cuando era novata en Notting Hill -dijo Gemma en tono displicente-. No sabía que fuera importante. -A mitad del incómodo silencio que prosiguió, Gemma añadió-: Creo decididamente que hemos de hablar con esta doctora a primera hora, y también con las víctimas de los robos.

– Espera, Gemma -dijo Kincaid-. Alguien ha de ir a la oficina de Gilbert e investigar ese aspecto. Y querrás estar con Toby. ¿Por qué no vas a Londres mañana y Nick y yo haremos los interrogatorios aquí?

Gemma no dijo nada cuando apartó su plato y dejó con cuidado el tenedor y el cuchillo, pero la mirada que le lanzó a Kincaid podría haber congelado la lava.

6

El tren de Dorking a Londres estaba lleno.

– No hay servicio directo desde Guildford -le había explicado Will Darling cuando la recogió en el pub-. Así que lo normal es que vaya un poco apretujada. -Gemma se dio contra más de un maletín antes de llegar al único asiento libre. La inmensa mujer que tenía enfrente no le dejaba espacio para las piernas y tuvo que sentarse de lado. Pero en cuanto el tren se puso en marcha con una sacudida, Gemma se apoyó satisfecha contra la ventana, agradecida por los tranquilos minutos que le proporcionaría el viaje.

Había dormido bien y eso le había devuelto en parte la perspectiva. Cuando Will la dejó en la estación se disculpó de nuevo por su comportamiento del día anterior.

– No le dé más vueltas -le aseguró impertérrito-. Es un caso difícil para todos. Le hará bien estar un poco en casa.

Tenía intención de disculparse con Kincaid también, pero cuando bajó a desayunar él y Deveney ya se habían ido a una reunión en la comisaría de Guildford. Sentada ante una tostada solitaria y un huevo hervido trató de convencerse de que no tenía razón alguna para sentirse culpable. Kincaid se había excusado tras la cena con un exceso de reserva y la había dejado sola con el afable Deveney.

Ella no se había propuesto poner celoso a Kincaid adrede -siempre había despreciado a las mujeres que utilizan tales tácticas-, pero el interés de Deveney y la creciente incomodidad de Kincaid la habían estimulado como el alcohol sobre el fuego. A la sobria luz del día se había dado cuenta de que tendría que tener más cuidado con Nick Deveney. Era un hombre soltero, atractivo, pero insinuársele era lo último que necesitaba. Y Kincaid… las razones por las que había disfrutado avergonzándolo no superarían un examen conciso.

Desvió intencionadamente la atención a otros temas menos incómodos.

Ahora, a medida que desaparecía la campiña de Surrey y entraban en la expansión suburbana de Londres, pensó en Alastair Gilbert, quien había tomado este tren a diario. Se lo imaginó sentado en el mismo sitio, mirando el mundo con ojos prudentes, con su maletín sobre el regazo. ¿En qué había pensado a medida que avanzaba el tren? ¿O quizás se había metido de lleno en el Times y no había pensado en nada? ¿Habría notado alguno de los otros pasajeros su ausencia? ¿Se preguntaban qué le habría pasado al bajito y pulcro viajero? Sus ojos se cerraron gradualmente hasta que el rechinar de los frenos anunció su llegada a la estación Victoria.

Gemma caminó por Victoria Street hacia Buckingham Gate tomándose su tiempo, disfrutando del débil sol que había sucedido al aguacero de la noche anterior. Al girar hacia Broadway encontró sorprendentemente acogedora la vista de Scotland Yard. Por una vez, el severo aspecto del edificio le resultó reconfortante y se sintió bien pisando de nuevo tierra firme.

Tras informar brevemente al comisario jefe Childs, tomó posesión del despacho de Kincaid si bien no sintió la habitual satisfacción. A pesar de ello, la oficina le ofreció la paz que necesitaba para organizar su jornada y al poco rato ya se había citado con el jefe de personal, del comandante Gilbert, el inspector jefe David Ogilvie, e iba de camino a la división de Notting Dale.

* * *

Recordaba a Ogilvie de su época en Notting Hill, antes de que fuera transferido, como Gilbert, a esta jefatura. Entonces era detective y ella le había tenido un poco de miedo. Su mirada dura hacía plausible su reputación de mujeriego, pero apenas sonreía, y se sabía que su lengua era tan aguda como la prominente nariz.

Armándose de valor para una desagradable entrevista, Gemma se presentó al agente de turno y se sentó en la recepción a esperar a que Ogilvie la hiciera llamar. Para su sorpresa, Ogilvie apareció en persona al cabo de un momento, alargando la mano para recibirla. En su gruesa mata de cabello negro habían aparecido motas grises, los ángulos de su cara eran algo más prominentes y su cuerpo un poco más enjuto.

La llevó a su despacho, la hizo sentar con cordialidad y la volvió a sorprender tomando él la iniciativa antes de que ella tuviera tiempo de sacar su bloc de notas y su pluma.

– Este asunto de Alastair Gilbert es espantoso. No creo que nadie de nosotros lo haya asimilado todavía. Seguimos esperando que alguien nos diga que se trata de un error. -Hizo una pausa mientras ordenaba unos papeles sueltos de su escritorio. Luego la miró fijamente.

Sus ojos eran de un gris puro muy oscuro y destacaban perfectamente gracias a la chaqueta de espiga color carbón. Gemma apartó la mirada.

– Estoy segura de que debe de ser difícil para usted, habiendo trabajado con…

– Usted forma parte del equipo que fue llamado a la escena del crimen -la interrumpió, ignorando el mensaje de condolencia-. Quiero que me explique lo que pasó.

– Pero habrá leído el informe…

Movió negativamente la cabeza y se inclinó hacia ella con los ojos dilatados.

– Eso no es suficiente. Quiero saber el aspecto de la escena, lo que se dijo, hasta el último detalle.

Gemma sintió el picor del sudor en sus axilas. ¿A qué diablos estaba jugando? ¿Era esto acaso un test de aptitud? ¿Estaba obligada a responderle? El silencio se alargó y ella se movió incómoda en la silla. ¿Qué tenía de malo, después de todo? En cualquier caso él tenía acceso a los archivos de la investigación y ella necesitaba establecer algún tipo de comunicación con él. Respiró hondo y empezó su descripción.

Ogilvie guardó silencio mientras ella hablaba y cuando terminó el inspector se acomodó en su silla y sonrió.

– Veo que la entrenamos bien en Notting Hill, sargento. -Gemma empezó a hablar, pero él levantó la mano-. Oh, sí, la recuerdo -le dijo y su sonrisa rapaz se ensanchó-. Estaba usted resuelta a ascender y parece que lo ha logrado. ¿Qué puedo hacer por usted, ya que ha sido tan servicial? ¿Desea revisar las cosas del despacho del comandante?

– Primero quiero hacerle una preguntas. -Finalmente había logrado sacar la pluma y el bloc de notas, que abrió por una página en blanco y en el que empezó a escribir con resolución-. ¿Había notado recientemente algo diferente en el comportamiento del comandante?

Ogilvie giró su silla un poco hacia la ventana y pareció pensar seriamente sobre el tema. Al cabo de un momento sacudió la cabeza.

– No. No puedo decir que notara nada. Pero conocía a Alastair desde hacía muchos años y nunca hubiera adivinado lo que sentía en un momento dado. Era una persona muy privada.

– ¿Alguna dificultad en el trabajo? ¿Puede haberlo amenazado alguien?

– ¿Se refiere a algún maleante profiriendo amenazas al ser arrestado? Creo que ha visto demasiada televisión, sargento. -Ogilvie soltó una carcajada y Gemma se sonrojó. Antes de que pudiera replicar, él dijo-: Como ya sabe, Gilbert tenía poco que ver con las operaciones policiales cotidianas. Y como era mejor en administración que en táctica, me atrevo a decir que eso le convenía. -Se levantó con rápida elegancia, lo cual aumentó la impresión que tenía Gemma de su buena forma física.

– Inspector jefe. -Gemma no se movió de la silla-. Hábleme del último día del comandante, por favor. ¿Hizo algo fuera de lo común?

En lugar de volver a sentarse, Ogilvie se fue a la ventana y jugueteó distraídamente con la palanca de la persiana.

– Que yo sepa estuvo entrando y saliendo de reuniones de departamento todo el día. Lo habitual.

– Hace tan solo dos días, inspector jefe -dijo en voz baja Gemma.

Se volvió hacia ella con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sonriendo.

– Quizás me esté haciendo mayor, sargento. Yo no tenía razón alguna para prestar atención especial a los movimientos del comandante ese día. Hable con la secretaria de departamento. También sé que Alastair tenía una agenda de escritorio. Le gustaba saber a qué atenerse. -Tras rodear la mesa y abrir la puerta dijo-: La ayudaré.

Gemma sonrió y le dio las gracias, siendo claramente consciente de que Ogilvie había intentado confundirla.

* * *

El mobiliario de oficina de Alastair Gilbert era el que correspondía a un comandante. El suelo estaba cubierto por una moqueta de buena calidad y los muebles eran de la clase imponente que únicamente solicitaban los oficiales de alto rango. En una pared había una sólida estantería que contenía ejemplares de filosofía, historia militar y manuales de policía. Aparte de eso, Gemma encontró el despacho carente de personalidad. Obviamente no había esperado que Gilbert acumulara los restos que abarrotaban la mayoría de los despachos de las personas. Pero el orden en esta habitación no estaba siquiera estropeado por fotos familiares. Con un suspiro se dispuso a trabajar.

No se dio cuenta de que había dejado pasar la hora de comer hasta que su estómago empezó a rugir. Volvió a colocar los papeles en la última carpeta y se levantó del suelo notando dolor y rigidez en las articulaciones. Tenía las puntas de los dedos secas y mugrientas de manipular tanto papel, pero la búsqueda no había producido ningún resultado de interés. La meticulosa agenda de Gilbert tan solo describía una jomada tan aburrida como se sentía ella en aquel momento.

Había empezado su última mañana en una reunión informativa con los oficiales de mayor rango, luego se había ocupado de su correspondencia. Antes de comer se reunió con un representante del consejo local y después de comer con agentes de grupos de presión locales y funcionarios del Servicio de la Fiscalía de la Corona. No había referencia alguna a una reunión después del trabajo ni había ninguna anotación para la noche anterior.

Gemma se estiró y reprimió un bostezo. Por primera vez reconoció que Kincaid podría tener razón al no querer más ascensos. Recuperó su bolso de debajo del escritorio y fue a buscar los aseos.

Se sintió mejor tras lavarse las manos y echarse agua en la cara. Salió del edificio para encontrarse el sol brillando milagrosamente. Se paró e inclinó la cabeza hacia atrás, absorbiendo el débil calor ajena a lo que la rodeaba hasta que se abrió la puerta y alguien la empujó por detrás.

– Lo siento -dijo automáticamente mientras asimilaba la presencia de un fornido cuerpo femenino en uniforme. De repente vio la cara con claridad y dio un grito ahogado-: ¿Jackie? ¡No me lo puedo creer! ¡Eres tú! -Tras unos momentos de risas y abrazos apartó a su amiga un poco para poder estudiarla-. Eres tú. No has cambiado nada, de verdad.

Ella y Jackie Temple habían estado en la misma clase en la academia. Cuando fueron destinadas a Notting Hill pasaron de tener un trato agradable a disfrutar de una verdadera amistad. Habían permanecido en contacto, incluso cuando Gemma cambió el uniforme por el departamento de investigación criminal. Pero tras ser destinada a Scotland Yard se habían visto en contadas ocasiones. Ahora se daba cuenta de que no había hablado con Jackie desde que concibió a Toby.

– Tampoco tú, Gemma -dijo Jackie con una sonrisa que iluminó su cara morena-. Y ahora que sabemos que somos unas mentirosas terribles, dime, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cómo está Rob? -La expresión de la cara de Gemma la debió delatar porque Jackie dijo inmediatamente-: Oh, no. He metido la pata, ¿verdad? -Tomó la mano izquierda de Gemma y sacudió la cabeza cuando vio el dedo sin anillo-. Lo siento mucho, querida. ¿Qué ha pasado?

– No podías saberlo -la tranquilizó Gemma-. Y ya han pasado más de cuatro años. -A Rob le había parecido que las exigencias de la vida familiar eran mayores de lo que esperaba y no había demostrado ser mejor padre estando ausente. Los cheques de manutención del niño, al principio regulares, habían pasado a ser esporádicos y luego simplemente habían dejado de llegar cuando Rob dejó su trabajo y cambió de dirección.

– Oye -dijo Jackie cuando se volvió a abrir la puerta y casi las golpea-, no podemos quedarnos en la escalera todo el día. No estoy de servicio pero he tenido que traer unos papeles de Notting Hill como favor a mi sargento. Ahora me voy a casa. Ven conmigo, tomaremos una copa y tendremos una buena charla.

Gemma sintió un pellizco de culpa que enterró rápidamente mientras se decía que había seguido las instrucciones de Kincaid al pie de la letra. Y siempre podría preguntar a Jackie cosas de Alastair Gilbert. Dijo, sonriendo:

– Es la mejor oferta que me han hecho en todo el día.

Jackie seguía viviendo en el pequeño bloque de apartamentos que Gemma recordaba, cerca de la comisaría de Notting Hill. Era como el patito feo de una zona de casas adosadas de estilo georgiano, pero el apartamento de Jackie en el segundo piso era agradable. Tenía amplios ventanales que daban a un balcón orientado al sur, había abundantes plantas entre un revoltijo de grabados africanos y colchas de vivos colores cubrían los informales muebles.

– ¿Todavía compartes el piso con Susan May? -gritó Gemma desde el salón mientras Jackie desaparecía en el dormitorio sacándose por el camino el suéter del uniforme.

– Nos llevamos bastante bien. La han vuelto a ascender y últimamente se lo tiene algo creído -dijo Jackie cariñosamente cuando reapareció en tejanos y pasándose una camiseta por la cabeza llena de apretados rizos -. Tengo mucha hambre -añadió mientras se dirigía a la minúscula cocina-. En un momento prepararé algo para las dos.

Jackie rehusó la ayuda de Gemma, que se dirigió al balcón donde admiró los pensamientos y dragonarias que florecían alegremente en las macetas de terracota. Se acordó de que era Susan, una mujer esbelta que trabajaba como asistente de producción de la BBC, la jardinera experta. Cuando se habían juntado las tres para preparar cenas improvisadas, Susan había bromeado con Jackie sobre su capacidad de matar cualquier cosa con una simple mirada.

Éste había sido su territorio, pensó Gemma cuando se inclinó por encima de la barandilla y miró las anchas calles arboladas -no todo tan elegante y agradable como esto, claro- pero había sido un buen sitio donde empezar como policía, y le había tomado cariño. Hubo una época en que le tocó la ronda que iba del colorido orden de Elgin Crescent al bullicio de Kensington Park Road. Se sentía rara al estar de vuelta, como si el tiempo se hubiera plegado como un telescopio.

Cuando volvió a la sala de estar, Jackie había preparado unos bocadillos, fruta y dos botellas de cerveza. Llevaron las sillas cerca de la ventana para poder disfrutar de los últimos instantes de sol mientras comían. Jackie repitió los pensamientos de Gemma.

– Un poco como en los viejos tiempos, ¿no? Ahora háblame de ti -añadió al darle un mordisco a una manzana con un gran crujido.

Cuando Gemma la hubo puesto al día y Jackie hubo prometido ir a visitar a Toby a la mayor brevedad, ya habían dejado los platos limpios.

– Jackie -dijo Gemma tanteando el terreno-, siento mucho no haber seguido en contacto. Cuando estaba embarazada de Toby lo único que era capaz de hacer al llegar a casa por la noche era irme a dormir, y después… lo de Rob… Sencillamente no quería hablar de ello.

– Lo entiendo. -En los ojos oscuros de Jackie había comprensión-. Pero envidio tu bebé.

– ¿Tú? -Nunca se le hubiera ocurrido a Gemma que su brava y autosuficiente amiga pudiera querer tener un hijo.

Jackie rió.

– ¿Qué? ¿Crees que soy demasiado bruta para cambiar pañales? Pero así son las cosas. Yo nunca hubiera creído que tú fueras a dejar que un bebé interfiriera en tu carrera. Y ya que hablamos de ello -golpeó levemente el brazo de Gemma-, quién hubiera pensado que acabarías siendo tan importante, investigando el asesinato de un comandante. Explícamelo.

Cuando Gemma terminó su relato, Jackie guardó silencio mientras hacía girar los posos de cerveza de la botella color ámbar.

– ¡Qué suerte! -dijo por fin-. Tu jefe parece de los buenos.

Gemma abrió la boca para replicar, pero luego la cerró. Ése era un tema que no se atrevía a tocar.

– Te podría explicar historias sobre el mío que te pondrían los pelos de punta -dijo Jackie, y añadió filosóficamente-: En fin, decidí quedarme en la calle y me lo tengo que tragar. -Terminó su cerveza de un trago y cambió de tema de manera abrupta-. No hace mucho vi al comandante Gilbert en Notting Hill. Creo que fue la semana pasada. ¿Puedes creerte que tenía una mancha en la corbata? Debió de quedarse atrapado entre dos fuegos en una pelea de comida de la cantina. Ésa es la única explicación razonable.

Las dos se rieron. Luego, inspiradas por la mención de un comportamiento tan infantil, comenzaron una ronda de «¿recuerdas?» que las dejó riéndose tontamente y secándose las lágrimas.

– ¿Te imaginas lo ignorantes que llegábamos a ser? -preguntó Jackie finalmente mientras se sonaba-. A veces pienso que es un milagro que sobreviviéramos. -Estudió a Gemma por un instante y luego añadió con seriedad-: Me alegra verte de nuevo, Gemma. Eres una parte importante de mi vida y te he echado de menos.

A Rob no le había gustado ninguno de los amigos de Gemma, especialmente aquellos del cuerpo de policía, y al cabo de un tiempo perdió la energía para hacer frente a las inevitables discusiones que tenía con su marido después de salir con ellos. A Rob tampoco le había gustado que hablara de la vida anterior a él, e incluso sus recuerdos parecían haber desaparecido gradualmente con el desuso.

– Es como si en los últimos años hubiera perdido retazos de mi vida -dijo despacio-. Quizás sea hora de esforzarme por hallarlos de nuevo.

– Entonces ven a cenar con nosotras pronto -dijo Jackie-. A Susan también le encantará verte. Beberemos una botella de vino a la salud de nuestra malgastada juventud y recordaremos los tiempos en que lo único que nos podíamos permitir era el peor tintorro posible. -Se levantó y se dirigió a la ventana-. Qué extraño -dijo un poco distraídamente-, acabo de recordar que creí ver al comandante Gilbert en otro sitio recientemente. Este vino barato me lo debe de haber hecho recordar porque acababa de salir de la tienda de vinos de Portobello Road. Ahí estaba Gilbert hablando con un tipo antillano que es un informador conocido. Al menos pensé que era Gilbert, pero se paró delante un camión y cuando cambió el semáforo ambos habían desaparecido.

– ¿No lo comprobaste?

– Querida, debes haber estado en el departamento de investigación criminal durante demasiado tiempo -dijo Jackie, obviamente divertida-. ¿A quién debía preguntar? ¿Al mismo comandante? Sé perfectamente que no he de meter las narices en los asuntos de los jefes. Pero -se volvió hacia Gemma y sonrió-, supongo que no hay nada malo en introducir el tema, como quien no quiere la cosa, en ciertos ambientes. Te informaré si surge algo interesante ¿de acuerdo?

* * *

Gemma odiaba las escaleras de la estación de metro Angel. Estaba segura de que eran las más largas y pendientes de Londres y la perspectiva de enfrentarse a esa bajada vertiginosa todos los días casi la había disuadido de alquilar su piso. Al menos, se dijo agarrándose a la barandilla, subir no era tan malo como bajar -siempre y cuando no mirara hacia atrás.

Una bolsa de plástico se le enredó a Gemma entre las piernas al salir de la estación. Mientras se la desenredaba, vio basura volando por toda Islington High Street. Una hoja de un periódico se agarraba tenazmente a una farola cercana y una botella de plástico vibraba discordante por el pavimento. Otra vez había fallado la recogida de basuras, pensó Gemma irritada y con el ceño fruncido, y no tenía tiempo para ir a presentar una queja al ayuntamiento.

La visión de un hombre negro sentado en un banco junto al puesto de flores la sacó de su mal humor. Eclipsado por el imponente edificio de oficinas que tenía detrás, el hombre mecía en su pecho una botella de whisky envuelta en papel y mientras canturreaba levantó la mirada y sonrió a Gemma. Su ropa andrajosa parecía haber sido de buena calidad, pero ofrecía poca protección contra el viento que hacía llorar sus ojos enrojecidos.

Se paró y compró un ramo de claveles amarillos, luego le dio el cambio al borracho antes de salir corriendo para cruzar el paso cebra. Miró hacia atrás y alcanzó a ver cómo el hombre meneaba la cabeza, como si fuera un juguete mecánico, y farfullaba algo incomprensible. Cuando Gemma empezó a trabajar en el cuerpo como agente novata compartía casi inconscientemente el desdén de sus padres por aquellos que podrían «mejorar su situación si hicieran el esfuerzo». Pero la experiencia le enseñó enseguida que la ecuación casi nunca era tan sencilla. Lo mejor que podías hacer por algunos de ellos era intentar que sus vidas fueran algo más cómodas y, a ser posible, dejarles un poco de dignidad.

A su derecha, al entrar en Liverpool Street, estaba el mercado de Chapel. Era la hora de cierre y los vendedores, soltando de vez en cuando una alegre maldición, estaban desmontando los puestos y guardando las cajas. Era demasiado tarde para comprar allí algo para cenar. Tendría que pasar por Cullen’s o bien enfrentarse a la aglomeración del nuevo Sainsbury’s que había al otro lado de la calle.

Algo la atrajo a Sainsbury’s a pesar de lo poco que le gustaba su interior estéril y reluciente. Un músico ambulante estaba en su sitio habitual junto a las puertas y su perro estaba a su lado, vigilante. Siempre tenía un par de monedas para él, a veces incluso una libra si le era posible, pero este ritual no estaba motivado por lástima. Esta noche paró como siempre y escuchó las líquidas notas que salían de su clarinete. No reconoció la pieza, pero la hizo sentirse dulcemente triste y cuando el sonido se extinguió, siguió sintiéndose melancólica. La pesada moneda tintineó alegremente cuando Gemma la lanzó en la funda abierta, aunque el joven se limitó a asentir para darle las gracias. Nunca sonreía y sus ojos eran tan distantes como los del silencioso chucho estirado a sus pies.

Las bolsas de plástico llenas le golpearon las piernas al salir del supermercado. Caminó rápido por Liverpool Road con el cuello del abrigo levantado para protegerse del viento. Se moría de ganas de ver a Toby, de cogerlo entre sus brazos y oírle chillar de placer mientras ella le acariciaba el cuello, de aspirar el cálido olor de su piel. Tomó Richmond Avenue y pasó junto a la escuela elemental cuyas puertas habían sido cerradas tras una larga jornada y en cuyo patio silencioso sólo se movía un columpio vacío. Cuando quisiera darse cuenta Toby ya sería suficientemente mayor para asistir a esa escuela. Su cuerpo regordete y blandito ya estaba cambiando y en su lugar estaba emergiendo un niño robusto. Gemma sintió una punzada de añoranza de su primera infancia. Apartó el sentimiento de culpa que siempre rondaba su mente y se convenció de que estaba haciéndolo lo mejor que podía.

Al menos el mudarse al piso de Islington había aportado una ventaja inesperada: su casera, Hazel Cavendish, se había ofrecido a cuidar de Toby cuando Gemma trabajaba y así ya no tenía que depender de su madre o de canguros indiferentes.

Llegó a Thornhill Gardens y Gemma aflojó el paso para recuperar el aliento y no llegar a casa jadeando. Ya estaba casi en casa. Las luces encendidas en los hogares que rodeaban los jardines ofrecían una tentadora visión de comodidad y calidez en los interiores. La parte de atrás de la casa de los Cavendish daba a los jardines y el apartamento de Gemma daba a Albion Street, casi directamente enfrente del pub.

Entró en el jardín trasero por la cancela del lado del garaje sin parar a dejar las compras en casa. Había llamado con antelación a Hazel para que la esperara y cuando llegó a la puerta trasera entrecerró los ojos para leer la pequeña nota que se agitaba en la oscuridad, «EN EL BAÑO, H.» leyó Gemma y sonrió mientras miraba la hora. Hazel dirigía un hogar ordenado y a esta hora los niños ya habían tomado el té y habían sido empujados al piso de arriba, a la bañera.

Una oleada de calor y olores picantes le dio la bienvenida cuando abrió la puerta, señal de que Hazel estaba preparando uno de sus «potajes de verduras», tal como los llamaba su esposo. Hazel y Tim Cavendish eran psicólogos, pero Hazel se había retirado indefinidamente de su lucrativa práctica para quedarse en casa con su hija de tres años, Holly. No les había costado ningún esfuerzo absorber a Toby en su hogar, y aunque Hazel aceptaba la tarifa habitual para el cuidado de un niño, Gemma sospechaba que su vecina lo hacía más por aplacar su orgullo -el de Gemma- que por necesidad financiera. Caminó hacia donde se oían las voces distantes después de depositar sus compras en la mesa de la cocina. Mientras subía a la planta superior esquivó los juguetes dispersos por el suelo.

Dio un golpecito en la puerta del baño y tras oír a Hazel decir «entra», Gemma pasó al interior. Hazel estaba arrodillada junto a la anticuada bañera de hierro fundido, con las mangas arremangadas hasta los codos y la media melena castaña rizándose por el efecto del vapor.

Los dos niños estaban en la bañera y cuando Toby la vio chilló:

– ¡Mamá! -y golpeó con las palmas la superficie del agua.

Hazel, riendo, se apartó de la salpicadura.

– Creo que ya estáis suficientemente limpios, pequeñuelos. Bienvenida a casa, Gemma -añadió mientras se secaba las jabonosas gotitas de agua de las mejillas.

Gemma sintió un repentino espasmo de celos que se desvaneció en cuanto Hazel le dijo:

– ¿Qué tal si nos ayudas con las toallas? -Al poco rato ya tenía en sus brazos a unos niños mojados y muertos de risa.

* * *

Cuando los niños estuvieron secos y con los pijamas puestos, Hazel los dejó con algunos juguetes en la alfombra de la cocina e insistió en prepararle un té a Gemma.

– Tienes el aspecto de estar reventada, por decirlo con mucho tacto -dijo con una sonrisa mientras le hacía señas para que no la ayudara y se ocupaba de las tazas y la tetera.

Gemma se dejó caer en una silla junto a la mesa y miró ensimismada cómo los niños hacían arrancar coches de juguete de arriba a abajo en un aparcamiento de plástico. Jugaban bien juntos, pensó. La morena Holly había heredado el encantador temperamento de su madre, al igual que los hoyuelos. Era unos meses mayor que Toby y lo mandaba con amable autoridad que el niño aguantaba afable. Justo ahora, en cambio, con su pelo todavía húmedo levantado en punta parecía un pequeño diablillo.

– Quédate a cenar -dijo Hazel mientras le ponía delante el tazón humeante y se sentaba en la silla de enfrente-. Tim tiene terapia de grupo esta noche así que seremos nosotras y los niños. Y como incentivo adicional estoy preparando un guiso de verduras marroquí con cuscús. Además -añadió en un tono de súplica-, tengo razones egoístas para pedírtelo. Me iría bien un poco de conversación con un adulto.

– Pero es que he comprado un par de cosas en el supermercado… -Gemma hizo un gesto poco entusiasta en dirección a las bolsas.

Hazel expresó su opinión al respecto arrugando su nariz respingona.

– Macarrones con queso de paquete, seguro, o algo igual de espantoso. Necesitas comer algo que no haya sido mezclado en el último momento. La comida es tanto consuelo del alma como del cuerpo. -Esto último lo dijo con mucha importancia, luego se rió-. Eso lo dice la filósofa de la cocina.

Con una sonrisa avergonzada Gemma confesó:

– Es lo primero que he visto en el estante. -Se estiró, ya relajada por el calor de la habitación y del té, y miró a su alrededor estudiando la agradable cocina. Los viejos armarios con puertas de cristal estaban teñidos en un tenue color verde, las paredes estaban empapeladas en color melocotón y cualquier espacio disponible en las encimeras o la mesa contenían las cestas de lanas de Hazel. De repente, resistiéndose a marcharse, dijo-: Suena estupendo. ¿Estás segura de que no seremos una imposición? Siempre tengo miedo de que agotemos tu hospitalidad. -Al ver que Hazel la tranquilizaba enfáticamente, Gemma añadió-: Y admito que ha sido una semana infernal.

– ¿Un caso difícil? -preguntó Hazel con comprensión.

– Algo así. -Gemma habló sobre Alastair Gilbert mientras acunaba en sus manos el tazón de té.

Cuando terminó, Hazel se estremeció y en su expresión había una preocupación evidente.

– Qué horrible. Por ellos y por ti. Pero hay algo más, ¿no es así, Gemma? -preguntó con esa mirada directa que debía de poner de punta los pelos de sus pacientes-. Desapareces unos días sin decir nada, luego apareces de nuevo, dejas a Toby sin explicar nada… ¿Qué está pasando?

Gemma sacudió la cabeza.

– Nada. No es nada. Estaré bien.

Hazel movió negativamente la cabeza y se inclinó hacia delante con seriedad.

– ¿A quién quieres convencer? Ya sabes que no es bueno guardarse las cosas. No has de ser una superwoman a todas horas. Deja que alguien comparta la carga contigo…

– Hazel, no necesito una terapeuta -interrumpió Gemma, e inmediatamente se arrepintió-. Lo siento. No sé lo que me pasa últimamente. Soy brusca con todo el mundo. No lo mereces.

Hazel se acomodó con un suspiro en la silla y dijo:

– No sé… quizás me he pasado. Ya sabes, la costumbre. Lo siento si he rebasado tus límites, pero es que me importas y te quiero ayudar si puedo.

La amabilidad en la voz de Hazel le oprimió la garganta a Gemma y de repente deseó desahogarse y ser consolada.

– ¿Cómo has podido soportarlo, Hazel? Dejar tu trabajo así. ¿No tenías miedo de perderte?

Hazel miró a los niños antes de responder:

– No ha sido fácil, pero tampoco me arrepiento. De esta experiencia he extraído que es un riesgo emocional muy grande el enterrar tu identidad en el trabajo. La vida es demasiado tumultuosa para ello. Puedes perder un trabajo o una carrera y entonces, ¿qué? Lo mismo es válido para el matrimonio o la maternidad. Tienes que confiar en algo más profundo, algo inmaculado. -Levantó la mirada y la dirigió a los ojos de Gemma-. Es más fácil decirlo que hacerlo, lo sé, y no estoy tratando de evitar la pregunta personal. Esperé hasta bastante tarde para tener un hijo y, a pesar de que me gustaba mi trabajo, decidí que estar con Holly durante sus primeros años de vida era una experiencia que no tendría oportunidad de repetir. A veces me siento culpable por ello, sabiendo que hay tantas mujeres que no tienen esta opción… como tú. -Los hoyuelos de Hazel aparecieron en sus mejillas cuando sonrió a Gemma-. Pero no estoy segura de que tú la aprovecharas si pudieras.

Gemma torció el gesto mientras estudiaba el tazón, como si en su contenido estuviera la respuesta.

– Antes hubiera dicho que ni hablar. Opinaba que era una lata el quedarse embarazada y tener un bebé. A decir verdad, era otra forma de dejar que la indiferencia de Rob invadiera mi vida. Pero ahora…

Toby, notando quizás una corriente de desasosiego en la voz de su madre, dejó de jugar y fue junto a ella, cabeceando contra su brazo.

Gemma lo abrazó y alborotó su pelo.

– Pero ahora, no sé. Hay días en los que te envidio. -Pensó en la inesperada revelación de Jackie Temple. ¿Había alguna vez alguien satisfecho con lo que tenía?

– Y hay días en que pienso que me volveré loca si oigo algún anuncio más de juguetes -replicó Hazel riendo-. Así que cocino. Es mi defensa. -Se levantó y llevó los tazones vacíos al fregadero-. Y creo que es hora de pasar de los reconstituyentes a los sedantes. -Sacó una botella de vino blanco de la nevera-. Este Gewürztraminer va muy bien con las especias de la comida norteafricana. -Sacó un sacacorchos de un cajón y empezó a pelar la chapa de aluminio de la botella, pero luego paró y se volvió hacia Gemma-. Sólo una cosa más. No te voy a forzar, pero quiero que sepas que estaré siempre disponible si quieres hablar. Y no dejaré que la terapeuta se interponga en el camino de la amiga.

Esa noche Gemma cayó dormida en el sillón de piel de su apartamento con Toby despatarrado encima de su regazo. Se despertó de madrugada con algo de frío y entumecida por el peso del cuerpo relajado de su hijo. La cara de Claire Gilbert se le había grabado en su mente como la brillante imagen que queda tras un fogonazo.

7

La campanilla de la puerta repicó mientras Kincaid y Nick Deveney esperaban en las escaleras de la casita cubierta de enredaderas de la doctora Gabriella Wilson, un par de puertas más arriba de la casa de los Gilbert.

Habían escapado agradecidos de una mañana llena de reuniones en la comisaría de Guildford y habían dejado a Will Darling poniendo en orden los informes que continuaban llegando. Cuando apareció el nombre de la doctora Wilson en la lista de los que habían sido objeto de robos extraída de las investigaciones del día anterior, consideraron que era prioritario el ir a verla.

De camino hacia el pueblo, Deveney había farfullado algo con la boca llena. En la mano derecha sostenía el panecillo con queso que se estaba comiendo y con la izquierda iba cambiando las marchas. Después de tragar había dicho más claramente:

– Matar dos pájaros de un tiro. -Y había añadido con una mirada enigmática-: Y hacer feliz a Gemma, a cualquier precio.

Ya habían empezado a notar el frío cuando se abrió la puerta. Una mujer pequeña, de aspecto competente y de mediana edad los estaba estudiando. Daba la impresión de que ella había continuado donde lo habían dejado Kincaid y Deveney, porque en su mano izquierda sostenía un bocadillo del cual faltaba un mordisco en forma de perfecta media luna.

– Supongo que son los policías -dijo con serenidad-. Me preguntaba cuando volverían. Entren, pero tendrán que ir rápido. -Se dio la vuelta y los llevó por un pasillo hacia la parte trasera de la casa-. Casi ni me puedo permitir un bocado, entre las operaciones de la mañana y las visitas de la tarde.

Pasaron por unas puertas de vaivén y entraron en la cocina. Les indicó que se sentaran junto a una mesa llena de periódicos y revistas. Kincaid apartó una silla y antes de sentarse sacó el montón de diarios de encima.

– Doctora Wilson, si pudiera…

– Soy Doc para todos excepto para los administradores del hospital. Prefieren mantener las distancias. -Se rió entre dientes mientras se sentaba y cogía una taza de café que todavía humeaba-. Aquí llega Paul, mi esposo -añadió al ver entrar a un hombre por la puerta trasera que se secaba las manos con una toalla.

– Hola. -Se dieron la mano al presentarse-. Perdonen si estoy húmedo. He estado paseando a Bess y hay un poco de barro. La he tenido que lavar con la manguera en el jardín. -Paul Wilson vestía casi como su mujer, pantalones resistentes y suéter, pero el parecido iba más allá. Era bajo, fuerte, se estaba quedando calvo y tenía el mismo aire amable y sensato.

– Paul se dedica ahora a la consultoría, así que está bastante en casa durante el día -informó la doctora Wilson-. Bien, ¿en qué los podemos ayudar?

– Según su declaración, no se encontraba en casa la noche del miércoles -dijo Kincaid consultando sus notas-. Dejó la casa a eso de las seis y media.

– Una paciente se puso de parto. Además era su primer hijo y duró casi toda la noche.

– ¿No notó nada inusual en la casa de los Gilbert cuando pasó por delante?

Tragó el último mordisco de su bocadillo y echó una ojeada al reloj de pared antes de responder.

– Ya le dije a su agente que no vi nada fuera de lo normal, pero imagino que han de ser meticulosos. No tengo ni idea si Alastair estaba en casa entonces. Era completamente oscuro y no se puede ver el garaje de los Gilbert desde el camino. Lo que sí sé -dijo antes de que Kincaid la pudiera interrumpir-, es que si hubiera llegado a casa antes de que acabara todo el jaleo, habría insistido en ver a Claire Gilbert. Es inconcebible que no hubiera nadie con ella. -Golpeó la mesa con la taza para poner énfasis.

– ¿Es su paciente? -preguntó Kincaid, siguiendo la pista.

– Los dos lo son, pero eso no es realmente pertinente. Haría lo mismo por cualquiera. -Miró a su marido y algo de su rigidez pareció abandonarla-. Qué asunto tan horrible -dijo con un suspiro.

– ¿Y usted, señor Wilson? -preguntó Deveney-. ¿Estaba en casa?

– Hasta las dos y media de la mañana, cuando mi esposa me llamó para que la sacara de la cuneta. No es la primera vez -añadió con afecto-. Durante años he considerado esto parte de mi trabajo y siempre tengo una cuerda de remolque en el maletero del Volvo.

– ¿Y tampoco oyó nada fuera de lo habitual? -En la voz de Deveney había algo de exasperación.

– No. Tenía puesta la tele. Fue cuando saqué a Bess antes de ir a dormir que vi las luces intermitentes y fui a investigar. Lo siento. -Su disculpa sonó genuina.

Kincaid alargó el silencio un momento y luego dijo en voz baja:

– Entiendo que tuvo usted un desacuerdo con el comandante Gilbert recientemente, señora Wilson.

La taza de la doctora se paró un instante de camino a su boca, pero se recuperó rápidamente.

– ¿Quién le ha sugerido eso? -Sonaba divertida, pero cambió levemente de posición en su silla y giró la cara levemente para que su esposo no estuviera directamente en su línea de visión.

– Geoff Genovase dijo a mi sargento que oyó el final de una discusión entre ustedes.

Se relajó un poco y dio el último sorbo de su café.

– Eso debió de ser hace dos sábados, cuando Geoff estuvo aquí cubriendo de mantillo los arriates. No daría mucha credibilidad al relato de Geoff, comisario. El chico tiene una imaginación muy viva. Le viene de jugar a esos estúpidos juegos de ordenador, si quiere saber mi opinión.

– Según la sargento James -dijo Deveney-, Geoff tuvo la clara impresión de que habían tenido una pelea.

Paul Wilson había estado escuchando apoyado contra la repisa con los brazos doblados y una cordial expresión de interés. Ahora se colocó detrás su mujer y puso las manos en el respaldo de la silla.

– Los modales del comandante eran a menudo abruptos -dijo-. Pookie tiene razón, ¿saben? Estoy seguro de que Geoff interpretó mal algo completamente normal.

– ¿Cómo? -dijo Kincaid preguntándose si había pasado algo por alto.

La doctora se rió.

– Ése ha sido mi apodo desde niña, comisario. Gabriela era un bocado demasiado grande para mis hermanos.

El apodo le iba, pensó, y no disminuía su dignidad. Parecía una persona a quien la franqueza le salía naturalmente y se preguntó por qué evitaba el tema.

– ¿Por qué vino a verla el comandante Gilbert ese día? -preguntó.

– Comisario. Estaría violando la confidencialidad de mi paciente si respondiera -dijo con firmeza, pero inclinó la cabeza atrás, hacia las manos de su esposo como buscando su apoyo-. Le puedo asegurar que no tiene nada que ver con su muerte.

– ¿Por qué no me deja a mí juzgarlo, doctora? Usted no puede saber qué es importante o no en la investigación de un asesinato. Además -hizo una pausa y la miró hasta que ella apartó los ojos-, no puede violar la confidencialidad de un hombre muerto.

Negó con la cabeza.

– No hay nada que explicar. No hubo ninguna riña.

– Llegarás tarde a tus rondas si no te pones en marcha, querida -murmuró su esposo. Kincaid vio como sus dedos apretaban los hombros de ella.

Asintió, se levantó y lo ayudó a recoger los platos.

– La vieja señora Parkinson llamará en un minuto preguntando dónde estoy -refunfuñó cuando llevaba los platos al fregadero.

– Un momento, doctora. -Kincaid seguía sentado entre el maremágnum de papeles, con los brazos cruzados, a pesar de que Deveney se había levantado con los Wilson-. Usted denunció un robo hace unas cuantas semanas. ¿Puede decirme exactamente qué fue lo que robaron?

– Ah, eso. -La doctora Wilson dejó los platos en el fregadero y se volvió hacia él-. Desearía no haberlo denunciado. Me ha dado más problemas de lo necesario, con todo el papeleo y tal, y nunca hemos tenido esperanzas de recuperar nada. Nunca se recupera nada ¿no es así?

– Eran un par de joyas baratas y algunos recuerdos… ese tipo de cosas -dijo Paul Wilson-. No me imagino por qué las querrían. Y dejaron la televisión y el video. Todo muy raro.

– ¿Y no vio a nadie ni notó nada anormal sobre esa hora?

– No había hombres de aspecto sospechoso merodeando entre los matorrales, comisario -dijo la doctora mientras se ponía el abrigo-. Obviamente lo hubiéramos dicho de haber visto algo.

– Está bien, doctora, señor Wilson, gracias. -Kincaid se levantó y se dirigió a la puerta donde estaba Deveney-. No hace falta que nos acompañen. Pero háganoslo saber si recuerdan algo.

Él y Deveney habían recorrido la mitad del sendero de la parte delantera de la casa cuando vieron el coche de la doctora dar marcha atrás en la entrada de grava. Los saludó con la cabeza al pasar, enfiló hacia la carretera y aceleró hacia el pueblo.

– No es de extrañar que acabe en la cuneta -dijo Deveney riendo entre dientes.

Aunque había salido el sol mientras estaban dentro de la casa, el jardín todavía lucía una fina capa de humedad. Las pesadas flores color bronce de las hortensias caían sobre el sendero y dejaban tiras de humedad en sus pantalones.

– ¿A qué cree que juega? -continuó Deveney al cabo de un rato-. Sabía que la muerte de Gilbert la libraría de cualquier obligación de confidencialidad, especialmente en lo que respecta a su estado médico.

Kincaid empujó la verja del jardín, luego, cuando llegaron al coche, se paró y se volvió hacia Deveney.

– Pero Claire sigue siendo su paciente y creo que es la de Claire la confidencialidad que está protegiendo.

– Podría habernos dicho que había ido a verla por un asunto médico suyo -caviló Deveney-, y nos hubiéramos ido tan tranquilos.

Kincaid abrió la puerta y entró en el asiento del pasajero mientras pensaba en la sensación un tanto particular de todo el interrogatorio.

– Pienso que la doctora ha sido demasiado honesta, Nick -dijo cuando Deveney entró-. No podía soportar el mentir descaradamente.

* * *

La siguiente en la lista de las víctimas de robos era Madeleine Wade, la propietaria de la tienda del pueblo. Condujeron por el centro y pasaron el garaje, y tras girar donde no debían un par de veces encontraron la tienda escondida en una calle sin salida a mitad de la cuesta. Delante de la puerta había un despliegue de frutas y verduras en cajas: mandarinas españolas de riquísimo perfume, pepinos, puerros, manzanas y las inevitables patatas.

Nick Deveney cogió una manzana pequeña y terrosa de una caja y la limpió en su manga. Cuando entraron en la minúscula tienda sonó la campanilla y la chica de detrás del mostrador levantó la mirada de la revista.

– ¿En qué puedo ayudarlos? -preguntó. En su suave voz había reminiscencias escocesas. El cabello rubio y liso enmarcaba una cara de aspecto frágil que los miraba seriamente, como si su pregunta hubiera sido algo más que una frase memorizada. Debajo de las mangas cortas de su top de punto los brazos eran delgados y parecían desprotegidos. Debía de tener la misma edad que Lucy Penmaric y le hizo pensar a Kincaid en su ex mujer.

La tienda olía levemente a café y chocolate. A pesar de su tamaño parecía bien surtida y había hasta un pequeño congelador lleno de cenas congeladas de buena calidad. Mientras Deveney le daba a la chica la manzana para que la pesara y buscaba efectivo en sus bolsillos, Kincaid abrió su bloc de notas. Cuando finalizaron la transacción Kincaid sustituyó a Deveney en el mostrador.

– Estamos buscando a Madeleine Wade, la propietaria. ¿Está aquí?

– Sí -dijo la chica sonriendo tímidamente-. Madeleine está arriba en su estudio, pero no creo que tenga ningún cliente ahora.

– ¿Cliente? -repitió Kincaid, preguntándose desconcertado si la comerciante llevaba una doble vida como prostituta del pueblo. Había visto combinaciones más extrañas.

La chica dio un golpecito en una tarjeta que había pegada con celo en el mostrador. En una caligrafía pulcra había escrito REFLEXOLOGÍA, AROMATERAPIA Y MASAJES y debajo, CONCERTAR CITA, y un número de teléfono.

Finalmente informado, Kincaid dijo:

– Ya veo. Toda una empresaria, ¿no?

La chica lo miró sin comprender por un momento, como si su vocabulario fuera demasiado complejo, y luego ordenó:

– Simplemente vayan por el lado y llamen al timbre.

Kincaid se inclinó con algo más de determinación sobre el mostrador y aventuró:

– Debes de estar a punto de acabar la escuela, ¿no?

Se puso roja hasta las raíces y susurró:

– Pasé los exámenes de secundaria el año pasado, señor.

– ¿Entonces conoces a Lucy Penmaric?

Pareció que encontraba esta pregunta menos intimidante porque contestó en voz más fuerte:

– La conozco, claro, pero no salimos juntas, si es lo que pregunta. Ella nunca se ha relacionado demasiado con los chicos del pueblo.

– Es algo estirada, ¿no? -preguntó Kincaid, invitándola a que le hiciera confidencias. Deveney, mirando distraídamente las postales mientras masticaba su manzana, parecía ignorar la conversación.

La chica hizo una mueca y se apartó el cabello de la cara.

– No diría eso. Lucy es simpática, simplemente no se relaciona con nadie.

– Peor para ella teniendo en cuenta lo que ha pasado -dijo Kincaid-. Imagino que le iría bien tener una amiga justo ahora.

– Sí -respondió. Y añadió, con el primer indicio de curiosidad que había mostrado en todo este rato-: Entonces, ¿son de la policía?

– Así es, señorita. -Deveney se unió a ellos llevando en alto el corazón de la manzana-. Y nos harías un gran favor si pudieras tirar esto en la papelera. -Le guiñó el ojo y ella volvió a ruborizarse, pero cogió la manzana de buen grado.

Gallito, pensó Kincaid. Le dio las gracias a la chica y ella le sonrió agradecida. Cuando llegó a la puerta se volvió hacia ella.

– Por cierto, ¿cómo te llamas?

Se lo dijo en un susurro:

– Sarah.

– Ésa no llega a ingeniera espacial -bromeó Deveney cuando salieron de la tienda.

– Diría que es tímida, no estúpida. -Kincaid evitó un charco cuando doblaron la esquina-. Y opino que es peligroso subestimar a la gente, aunque he de decir que yo lo he hecho más de una vez. -Pensó otra vez en Vic, en las veces que ella había llegado a casa de mal humor, amenazando con teñirse el pelo de oscuro para no tener que probar su inteligencia a todo el que conocía. Pensaba ahora que aunque la había comprendido, había sido tan culpable como los zoquetes que él había criticado. No la había tomado en serio y luego ya fue demasiado tarde.

– Tiene razón. -Hizo una mueca ante la leve reprobación-. Trataré de tener una actitud más abierta.

La puerta lateral estaba en realidad al final de unas escaleras exteriores. A Kincaid le pareció que la escalera había sido añadida recientemente, quizás en el proceso de convertir la planta baja de la casa en una tienda. Tanto la barandilla como la puerta estaban esmaltadas de blanco. Al llamar al timbre murmuró:

– Debe de ser una bruja buena. El color es el correcto.

La puerta se abrió justo cuando las últimas palabras salían de su boca. Madeleine Wade, mirándolos inquisitivamente, dijo:

– ¿Sí? -Kincaid, cohibido, se sonrojó tan penosamente como Sarah. Mientras a Deveney se le trababa la lengua haciendo las presentaciones, Kincaid examinó la ropa de la mujer, una blusa verde musgo y rosa con pantalones del mismo color verde. Su elegante media melena era de color platino que el comisario sospechó que se debía más al arte que a la naturaleza. Miró a todas partes excepto su cara, hasta que pudo controlar la suya propia. Madeleine Wade era dueña de una enorme nariz ganchuda, como sacada de la caricatura de una bruja de cuento.

Sonrió, como consciente de su incomodidad.

– Entren, por favor -dijo mientras apuntaba hacia el salón-. Su voz era grave, casi masculina, pero agradable-. Siéntense y les ofreceré algo de beber. Me temo que no consumo productos cafeinados, de modo que tendrán que conformarse con las infusiones -prosiguió mientras se dirigía a la pequeña cocina contigua a la sala de estar. Aunque no podía ver su cara, Kincaid creyó notar un leve tono de deleite en su voz.

Él y Deveney dijeron a coro:

– Está bien. -Luego Deveney hizo una mueca de asco.

Kincaid dijo entre dientes y con picardía:

– Ensanche sus horizontes, hombre. Le hará bien. -Luego miró a su alrededor con interés. Se dio cuenta de que podía oír una música muy suave pero no logró ubicar el sonido. Al menos supuso que era música, porque consistía en sonidos tintineantes que se repetían en pautas rítmicas, como un móvil de piezas de metal moviéndose al ritmo de variaciones matemáticas.

El piso tenía un encanto más cómodo que caprichoso. Tan sólo la mesa de masaje en un extremo del salón indicaba el uso de esta habitación para su empresa. Un mantel de alegre estampado cubría la mesa, lo que suavizaba su aspecto clínico, y el escritorio de pino en la pared más lejana mostraba una colección de peluches así como aceites, lociones y un montón de suaves toallas.

Kincaid se dirigió al final de la habitación donde la ventana con dos profundas jambas daba a la fachada de la tienda. Sonrió al ver las cortinas, hechas de la misma tela que cubría el sofá y la mesa de masaje. Sobre un fondo alegre de lunares blancos y rojos retozaban unos animales de granja dibujados en estilo primitivo. Encontró que la combinación era extraña y a la vez fascinante. Al inspeccionar las cortinas de cerca se dio cuenta de que los lunares rojos eran irregulares, como si hubieran sido pintados con los dedos, y los perros y las ovejas en concreto parecían los que había visto en reproducciones de pinturas rupestres.

En la repisa izquierda de la ventana había una serie de botellas con tapón de corcho de las más variadas formas y tamaños, llenas de líquidos de tonos que iban del oro verdoso más pálido al rico ámbar. En algunas flotaban hierbas y todas lucían graciosos lazos de rafia.

En la otra repisa había un geranio rojo en una maceta de terracota y un gato color naranja enroscado en un cojín donde daba el sol. Cuando Kincaid frotó suavemente una hoja de geranio entre sus dedos liberando el aroma acre y picante, el gato se revolvió, pero no abrió los ojos.

– ¿Su gato hace siempre caso omiso a lo que lo rodea? -preguntó Kincaid cuando un traqueteo de loza le indicó que Madeleine Wade había regresado.

– Creo que ni el Apocalipsis perturbaría el sueño de Ginger, pequeño bicho calamitoso. Lo tengo porque relaja a mis clientes. -Colocó una bandeja con tazones y una tetera de barro sobre una mesa baja que había delante del sofá y se sentó. Sin prisa empezó a servir.

Kincaid la miró desde la ventana cómo se concentraba en la tarea. Todos sus movimientos eran elegantes y económicos, y encontró el contraste entre su cara y su porte seguro curiosamente desconcertante.

– ¿Y la música? -preguntó-. ¿Tiene la misma función?

Ella se acomodó en su asiento con su tazón.

– ¿Le gusta? Está estructurada para que el cerebro emita ondas alfa. Al menos esa es la teoría, pero se llama música angelical, y creo que prefiero la descripción más imaginativa.

Deveney, que se había sentado en una de las sencillas sillas artesanales junto al sofá, levantó su taza, olió y sorbió cautelosamente.

– ¿Qué es esto? -preguntó agradablemente sorprendido.

Madeleine Wade se rió.

– Manzana con canela. Encuentro que es una buena elección para los no iniciados. Resulta familiar y nada amenazadora. -Se volvió hacia Kincaid que fue a sentarse junto a Deveney-. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlo, comisario? Supongo que están aquí por la muerte de Alastair Gilbert, ¿no es así?

Kincaid cogió su tazón de la bandeja e inhaló el aroma que subía de la superficie.

– Tenemos entendido que denunció un robo hace unas semanas, señora Wade. ¿Nos puede explicar las circunstancias?

– Ah. La teoría del ladrón-asesino, ¿cierto? -Sonrió mostrando unos dientes no muy bien puestos pero que tenían el aspecto de haber sido cuidados sin reparar en gastos.

– Es la hipótesis más popular en el pueblo. Un vagabundo, creyendo que la casa está vacía, aprovecha la oportunidad para entrar a robar y cuando el comandante lo coge con las manos en la masa se deja llevar por el pánico y lo mata. Eso es muy conveniente para todo el mundo, comisario, pero puedo ver al menos un fallo lógico. Mi robo, si lo quiere llamar así, puesto que nunca hallé señal alguna de que forzaran la puerta, ocurrió hace casi tres meses. Si un vagabundo hubiera estado merodeando por el pueblo durante tanto tiempo, alguien lo hubiera visto.

Aunque en privado estaba de acuerdo con ella, Kincaid estaba empezando a elaborar su propia teoría y se limitó a replicar con otra pregunta.

– Si no forzaron la puerta, ¿qué fue lo que le alertó de que le faltaban algunas cosas?

Mientras hablaban la música había terminado y en el silencio Kincaid oyó el gato moverse, luego oyó su ronroneo al estirarse y cambiar de posición. Le pareció que Madeleine imitaba el gato cuando estiró sus largas piernas y cruzó los tobillos. La mujer dijo:

– Primero fue un anillo antiguo con un granate, regalo de mi madre por mi veintiún cumpleaños. Pensé que lo había perdido por la casa, que volvería a aparecer, y no le di demasiadas vueltas. Luego, un par de días más tarde, eché también en falta un broche y me empecé a preocupar y a buscar un poco. Descubrí que habían desaparecido algunas piezas pequeñas de plata de mi familia, y un par de cosas más. Un hervidor de cerámica para huevos, por ejemplo. ¿Dígame comisario, por qué querría alguien robar un hervidor para huevos Royal Worcester?

– ¿Tiene idea de si todas esas cosas desaparecieron simultáneamente?

Madeleine sopesó la pregunta un momento antes de responder.

– No. Lo siento. Me temo que no lo puedo asegurar. Había usado el anillo más recientemente que los objetos de plata. Más allá de eso no puedo asegurar nada.

– ¿Y no notó nada fuera de lugar en su apartamento? ¿No hubo extraños durante esos días? -Kincaid encontró que no le gustaba el sabor fuerte de la canela en el té y dejó discretamente el tazón en la bandeja sin apartar los ojos de Madeleine.

Ésta hizo un gesto dramático con la mano, con la palma hacia arriba.

– Como puede ver, mis dependencias son bastante pequeñas, tan sólo esta sala, la cocina y un dormitorio. Elegí renunciar a muchas de mis posesiones cuando vine aquí y soy ordenada por naturaleza, así que resultaría difícil para alguien revolver entre mis cosas sin yo darme cuenta. Y sin embargo, no noté nada. -Gesticuló de un modo casi latino en su elocuencia-. Esto me hace pensar en las historias de los Brownies * que oí de pequeña. Si mal no recuerdo, se trataba de elfos benévolos. En estos robos no noto malicia.

Kincaid consideró enigmáticos la referencia a su pasado y este último comentario. Mientras decidía cuál de las dos líneas proseguir, Deveney se adelantó en su silla y dijo:

– Pero sin duda hay otras personas que vienen a su apartamento. Clientes, amigos. ¿Y qué hay de Sarah, la chica que trabaja abajo? ¿Podría ella haberse llevado las cosas?

– ¡Nunca! -Madeleine se puso tensa, recogió sus pies desde su posición relajada y por primera vez parecía torpe, como si fuera demasiado alta para sentarse cómodamente en el sofá. Dijo ferozmente-: Sarah me ha ayudado desde que tenía catorce años. Es una buena chica y la considero como mi propia hija. ¿Por qué iba de repente a robarme cosas?

A Kincaid se le ocurrieron miles de razones por las cuales una chica de diecisiete años podría robar (la más importante, drogas o un novio que las toma), pero no tenía deseos de suscitar aún más el antagonismo de Madeleine. Y al haber conocido a Sarah, se sintió inclinado a coincidir con la valoración de Madeleine. Por un momento deseó urgentemente que Gemma estuviera aquí, porque ella hubiera sido más discreta al hacer la pregunta. Eso si jamás hubiera decidido formularla.

– Nunca se es demasiado prud…

– Estoy seguro de que la señora Wade tiene razón, Nick -interrumpió Kincaid lanzando a Deveney una mirada severa.

Deveney se sonrojó y dejó su tazón con un golpe perceptible.

– Dígame, señora Wade -dijo Kincaid-, ¿a qué se refería exactamente cuando dijo que no notó malicia en estos robos?

Lo miró por un momento, como si estuviera tomando una determinación, y luego suspiró. Su enfado parecía haber consumido el deleite que Kincaid había notado en su actitud y ahora hablaba con sosegada gravedad.

– Comisario, nací con un don. No es que sea poco común. Creo que hay muchas personas con dotes parapsicológicas que o bien utilizan o reprimen según su grado de incomodidad con el fenómeno. Asimismo decidí hace mucho tiempo que el vehículo para expresar estas dotes también es irrelevante. No importa si uno lee la palma de la mano o predice los resultados de las carreras, como tampoco importa si uno escribe una novela a lápiz en una libreta o con el último procesador de textos. Todo viene de la misma fuente.

Aunque Kincaid no había mostrado señal alguna de impaciencia, ella lo miró como si evaluara su respuesta y dijo:

– Tenga paciencia, por favor. Debe comprender que no estoy condenando a aquellos que reprimen sus capacidades. -Sus ojos, verdes y directos, se volvieron a encontrar con los de Kincaid-. Yo era uno de ellos. Para cuando empecé la escuela ya había aprendido que no era aceptable hablar de lo que podía ver y sentir, al menos no a los adultos. No parecía molestar a los otros niños, pero si lo mencionaban a sus padres ya no era bienvenida. Los niños tienen normalmente un instinto de conservación muy desarrollado y yo no era una excepción. Enterré lo que me hacía diferente tan profundamente como pude.

Kincaid pudo imaginar fácilmente a Madeleine como una niña torpe y extraordinariamente poco agraciada. Al no poder controlar las características que la convertían en blanco de burlas, habría de controlar cualquier otra cosa que estuviera en sus manos. Y eso, pensó Kincaid, a cualquier precio.

– Habla en pasado, señora Wade. ¿He de suponer que las cosas han cambiado?

– Las cosas siempre cambian, comisario -dijo ella y Kincaid notó que la chispa de deleite regresaba a su voz-. Por supuesto, tiene razón. Mantuve mis dotes enterradas por muchos años, acatando la disciplina más conservadora. Me convertí en asesora de inversiones, aunque no lo crea. -Se rió entre dientes y añadió-: A veces me parece que eso fue una vida anterior y no estoy muy segura de creer en la reencarnación. -Luego, otra vez seria, dijo-: pero a medida que pasaban los años me marchité, me atrofié. A pesar de que a menudo utilizaba mis dotes en el trabajo, me negaba a reconocer lo que estaba haciendo. Finalmente tuve una revelación, cuya causa no es de su incumbencia, y mandé todo a paseo. Dejé mi trabajo, dejé mi piso junto al río, doné mis trajes de ejecutiva a Oxfam y vine aquí.

– Señora Wade -dijo Kincaid con prudencia-, no nos ha explicado exactamente qué habilidades son ésas. ¿Puede ver el pasado o el futuro? ¿Sabe lo que le pasó a Alastair Gilbert?

Negó con la cabeza y dijo con fervor:

– Doy gracias a Dios todos los días por no tener el poder de ver el futuro. Ésa sería una carga insoportable. Tampoco puedo desentrañar el pasado. Mi pequeño don, comisario, es la capacidad de ver emociones. Sé al instante si alguien es infeliz, se siente dolido, tiene miedo, se siente feliz, satisfecho. Siempre me ha desagradado el término aura. Supongo que sirve para describir lo que hago, pero también es un poco como describir un color a un hombre ciego.

De repente Kincaid se sintió tan vulnerable como si le hubieran dejado desnudo. ¿Notaría ella su dolor, su enfado, incluso su escepticismo? Vio que Deveney se movía incómodo en su silla y supo que debía de estar experimentando lo mismo.

– Señora Wade -dijo tratando de centrar su atención en algo más seguro que él mismo-, no ha respondido a mi pregunta sobre Alastair Gilbert.

– Lo único que puedo decirle sobre Gilbert es que era un hombre muy infeliz. La ira manaba de él todo el tiempo, como agua brotando de un manantial bajo tierra. -La mujer cruzó los brazos como protegiéndose-. Me es muy difícil tolerar ese tipo de energía durante un rato.

– ¿Era su cliente?

Se rió a carcajadas.

– No, caramba, no. La gente como Alastair Gilbert no acude a personas como yo. Su ira no los deja alargar la mano para pedir de ayuda. La llevan como un escudo.

– ¿Y Claire Gilbert?

– Sí, Claire es mi cliente. -Madeleine se inclinó hacia delante para ordenar con cuidado los tazones en el centro de la bandeja. Luego levantó la mirada hacia Kincaid-. Veo a dónde quiere ir, comisario, y me temo que no puedo cooperar. No conozco mis derechos, nunca antes me había enfrentado a esta situación. Pero lo que sé es que por motivos morales debo mantener en secreto cualquier cosa que mis clientes puedan revelar en el curso de su tratamiento. -Apuntó hacia la mesa de masajes-. En concreto, la aromaterapia es muy poderosa. Estimula el cerebro y la memoria directamente, pasando por encima de la armadura intelectual que construimos alrededor de nuestras experiencias. A menudo permite a mis clientes resolver miedos, traumas pasados y puede resultar una catarsis muy emocional. Cualquier revelación hecha en esos instantes puede ser mal interpretada.

– ¿Nos está diciendo que Claire Gilbert le hizo tales revelaciones? -preguntó Deveney. A Kincaid le pareció que había elegido la agresión como método para tratar su incomodidad.

– No, no, por supuesto que no. Simplemente estoy ilustrando porqué encuentro necesarias estas restricciones autoimpuestas cuando hablo de un cliente. Y Claire no es ninguna excepción a pesar de las trágicas circunstancias. -Se levantó y cogió la bandeja llena-. En pocos minutos llegará otro cliente, comisario. Puede resultar desmoralizador el encontrarse a unos policías en la puerta.

– Una cosa más, señora Wade. ¿Qué opinaba Alastair Gilbert de que su esposa la consultara?

Kincaid la notó vacilar por primera vez. Cambió de postura y apoyó la bandeja en su cadera derecha, luego dijo despacio:

– No estoy segura de que Claire se lo comentara. Muchas personas prefieren mantener estas visitas en secreto y yo cumplo con mi palabra. Ahora, si me disculpan…

– Gracias por su tiempo, señora Wade -dijo Kincaid al levantarse y Deveney hizo lo mismo. Ella caminó delante de ellos, dejó la bandeja en la cocina y luego los acompañó a la salida. Kincaid tomó la mano que ella le ofreció. Opinaba que los apretones de manos de las mujeres entraban en dos categorías: o bien un fláccido toque de dedos o bien un apretón que te rompía los nudillos para compensar. Pero el rápido apretón de Madeleine Wade era el de una mujer cómoda con su lugar en el mundo.

Se volvió hacia ella cuando abrió la puerta.

– ¿Ha pensado alguna vez en trabajar para la policía?

Al sonreír, la curva de sus labios hacía que su prominente nariz pareciera aún más grande. A su voz ronca regresó el regocijo.

– En realidad, sí. La idea de tener esa ventaja secreta era tentadora, pero tenía miedo de que al final me corrompiera. Sentí que sólo podría encontrar equilibrio ofreciendo curación y consuelo a los demás y ésa no creo que sea la descripción de su trabajo, comisario.

– ¿Nota el sentimiento de culpa?

Negó con la cabeza.

– Lo siento. No puedo ayudarlo. El sentimiento de culpa es una mezcla de emociones -miedo, ira, remordimiento, pena- demasiado complicado para separarlo en componentes individuales. Y tampoco involucraría a nadie, incluso si pudiera. No quiero ese poder, esa responsabilidad, en mis manos.

Deveney esperó a que se hubieran encerrado en la privacidad de su coche antes de explotar.

– Está tan chalada como indica su aspecto -dijo con vehemencia y arrancando el estárter con demasiada fuerza-. Auras. ¡Y un pimiento! Vaya montaña de gilipolleces.

Mientras Deveney refunfuñaba, Kincaid pensaba en presentimientos. Sospechaba que todos los buenos policías los tenían, incluso dependían de ellos hasta cierto punto, pero era algo de lo que ninguno de ellos hablaba abiertamente. Todos habían tomado cursos que los instruían en la ciencia de leer el lenguaje del cuerpo, pero, ¿era esa metodología tan sólo una manera de situar la intuición en un marco más aceptable?

Con todo, pensó que era prudente mantener una mentalidad abierta en lo que concernía a Madeleine Wade.

* * *

La casa del párroco estaba justo enfrente del prado comunal, enclavado entre el pub y el estrecho sendero que llevaba a la iglesia. Deveney, que continuaba rezongando, aparcó el coche junto al prado. Kincaid estiró las piernas tras salir del coche. El sol había subido la temperatura y para el mes de noviembre el aire era templado. Había aparecido una leve brisa y en el prado la hierba esmeralda se mecía como olas de terciopelo.

Cruzaron por el asfalto y entraron al jardín de la vicaría a través de la verja. La casa dormitaba rodeada por un seto alto. La fachada cuadrada y sólida de ladrillo rojo tenía un aire de respetabilidad adecuado para su rol. El jardín, por otro lado, era ostentoso y parecía rebelarse contra la rigidez. El derroche de color contrastaba magníficamente contra el apagado fondo otoñal del seto y los árboles. Todo lo que podía seguir floreciendo lo hacía: alegrías de la casa, begonias, pensamientos, fucsias, dalias, primaveras, verbenas y las últimas rosas, totalmente abiertas en sus tallos esqueléticos. Kincaid silbó con admiración.

– Diría que el vicario tiene un talento distinto. -Luego, incapaz de resistirse a tomarle el pelo a Deveney, añadió-: Me pregunto qué tal se lleva con Madeleine Wade.

Deveney lo miró irritado y esperó en silencio en el porche. Cuando pareció evidente que el ataque de Deveney contra el timbre no iba a producir respuesta alguna, Kincaid se dio la vuelta.

– Probemos en la iglesia.

Kincaid dejó que Deveney saliera por delante de él y dio una última mirada al jardín. El aire tembló, como si hubiera sido perturbado por su presencia, y luego se quedó quieto. Cerró la verja a regañadientes y siguió a Deveney a la vuelta de la esquina. Luego se desvió un poco para leer el tablón de anuncios que había al pie del sendero. Anunciaba las actividades de la parroquia de St. Mary e hizo recordar a Kincaid que los ritmos estacionales de su infancia los había marcado el calendario religioso.

Mientras subían por el camino vieron el cementerio a su izquierda. Las mudas lápidas grises estaban decoradas por un confeti de hojas caídas. Más allá, la iglesia estaba asentada a horcajadas sobre la colina, en un ángulo que casi se podría considerar hecho en broma. Kincaid sonrió. Tuvo que reconocer que el arquitecto poseía sentido de la teatralidad además de sentido del humor, ya que la posición dominaba la mejor vista posible de todo el pueblo.

Cuando se acercaron a la iglesia Deveney sacó su bloc de notas y buscó en ellas.

– ¿Cómo se llama el vicario? -preguntó Kincaid.

– Fielding -respondió Deveney tras hojear algunas páginas-. R. Fielding. Oh, diablos.

– ¿R. Fielding O. Diablos? Un nombre algo raro para un vicario -dijo Kincaid sonriendo.

– Perdón. Tengo una piedra en el zapato. Ya lo atraparé. -Deveney se agachó y empezó a desatarse el zapato.

Kincaid encontró la puerta del pórtico abierta. Al entrar se detuvo un momento y cerró los ojos. Incluso a ciegas sería capaz de reconocer ese olor en cualquier parte -humedad, limpiametales, recubierto por un rastro de flores. Un olor eclesiástico, institucional y reconfortante como los recuerdos de la infancia.

Cuando abrió los ojos vio los habituales montones de folletos en el nártex, así como una caja de limosnas. Cuando un «Hola, hay alguien ahí» en voz no muy alta no recibió respuesta, Kincaid pasó junto a los paneles tallados y entró en la oscuridad de la nave. Aquí el silencio era casi palpable y el único movimiento provenía de las motas de polvo agitándose perezosamente en la luz multicolor que entraba por los altos ventanales.

La puerta chirrió y resonó la voz de Deveney:

– ¿Ha habido suerte?

Kincaid se dirigió a él con pesar y dijo:

– No, pero no creo que hayamos agotado todas las posibilidades. -Probaron en la puerta del lado opuesto del pórtico y entraron a un salón parroquial con un suelo de linóleo muy gastado. A su izquierda estaban los servicios y una pequeña cocina, a la derecha una sala de reuniones con montones de sillas de plástico.- Construcción nueva -caviló Kincaid-, pero es una ampliación inteligente, no la he notado desde fuera. Pero no hay nadie aquí. Supongo que tendremos que intentar ver al buen vicario en otra…

La puerta de los servicios de señoras se abrió y salió de allí una mujer. Kincaid calculó que rondaba los treinta y tantos. Tenía una cara agradable y una mata de rizos oscuros, llevaba tejanos y un suéter viejo, y en las manos llevaba guantes de goma y sostenía un práctico cepillo y una botella de detergente industrial.

– ¡Hola! -dijo alegremente-. ¿Los puedo ayudar en algo?

– Quisiéramos hablar con el vicario -se permitió Kincaid.

Miró con algo de impotencia los objetos que llevaba en las manos.

– Entonces déjenme que haga algo con esto. No tardaré nada. -Levantó la mirada de nuevo y debió de ver la incertidumbre en la cara de los agentes, porque hizo una pausa y sonrió-. Por cierto, soy Rebecca Fielding.

– Ah, sí -respondió Kincaid devolviendo la sonrisa y preguntándose qué otras sorpresas le depararía el día. Pensó que quizás no debería haberse sorprendido. Ahora era muy común la presencia de mujeres sacerdotes en la iglesia anglicana. De hecho, no era una novedad. Hicieron las presentaciones y cuando Rebecca Fielding hubo guardado los artículos de limpieza en un pequeño armario, Kincaid y Deveney la siguieron hasta la sala de reuniones.

En un carrito había una antigua tetera de cuatro patas y de aspecto malévolo que ocupaba el lugar de honor entre la vieja mesa y las sillas de plástico.

– Absolutamente necesaria para las reuniones de la parroquia -dijo Rebecca mirándola con desagrado-. No entiendo cómo entré en esta profesión, puesto que nunca me ha gustado el sabor del té hervido. -Apartó dos sillas para los hombres y una para sí misma y cuando se sentaron la vicaria empezó a acelerarse de repente-. Si esto va de Alastair Gilbert, me temo que no puedo ayudarlos. No puedo imaginar por qué alguien haría algo tan horrible.

– No es por eso exactamente por lo que hemos venido a verla -dijo Kincaid. Le gustaba la actitud tranquila y directa de la mujer-. Aunque cualquier luz que pudiera arrojar sobre el asunto sería de gran ayuda. Nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre los objetos que le fueron robados.

– ¿Eso? -Sus cejas rectas y oscuras se arquearon por la sorpresa-. Pero hace mil años de eso. Debió de ser en agosto y, ¿qué tiene que ver con esto?

De modo que la vicaria no tenía conocimiento de los chismorreos del pub, pensó Kincaid, o bien era muy buena disimulando.

– Como estoy seguro de que ya lo sabe, varias personas han denunciado la desaparición de algunos objetos. Se especula que un vagabundo podría ser responsable de los robos y que el comandante Gilbert podría haberlo sorprendido en el acto.

– Pero eso es absurdo, comisario. Ninguno de estos incidentes ha ocurrido al mismo tiempo y, además, si hubiera alguien así merodeando por el pueblo, yo lo sabría. El pórtico de la iglesia es normalmente el primer lugar que eligen para dormir. -Se relajó en su silla, sonriéndoles, y cruzó relajadamente los brazos por encima de su suéter color ciruela. Pasó los pies calzados con zapatillas de deporte por las patas delanteras de la silla y esta postura le hizo pensar a Kincaid de repente en un jinete montando a pelo que vio una vez en el circo.

– ¿Montaba de pequeña? -le preguntó. Tenía un aire de haber pasado mucho tiempo al aire libre. No era endurecimiento, sino más bien de un aire de sana capacidad. Se dio cuenta de que llevaba las uñas cortas y que estaban un poco mugrientas.

– Pues, en realidad, sí. -Miró a Kincaid haciendo un gesto de perplejidad-. Mi tía era propietaria de un establo en Devon y yo pasaba las vacaciones de verano allí. Es curioso que lo pregunte. Esta mañana he vuelto de su funeral. Falleció la semana pasada.

– Entonces, ¿no estaba aquí cuando murió el comandante Gilbert?

– No. Pero la secretaria de la parroquia me llamó ayer para darme la noticia. -Hizo un gesto de incredulidad con la cabeza-. No me lo podía creer. Traté de llamar a Claire pero saltaba el contestador. ¿Qué tal lo está llevando?

– Tan bien como pueda esperarse -respondió vagamente Kincaid, pensando en otra cosa-. ¿Eran los Gilbert feligreses habituales de su iglesia?

Rebecca asintió.

– Alastair se encargaba a menudo de la lectura. Se tomaba muy en serio las obligaciones que comportaba su posición en el pueblo… -Se calló a mitad de la frase y se tapó la cara con las manos-. Lo siento, lo siento -dijo por entre los dedos abiertos-. No he sido demasiado caritativa. Estoy segura de que sus intenciones eran buenas.

– No le gustaba -dijo discretamente Kincaid.

Arrepentida, negó con la cabeza.

– No, me temo que no. Pero lo intenté, de verdad. Uno de mis peores defectos es el de juzgar a las personas precipitadamente.

– Así que cuando alguien no le gusta hace lo indecible por ser indulgente. -Kincaid sonrió comprensivo.

– Exactamente. Y me temo que Alastair era muy bueno aprovechándose de mí.

– ¿De qué manera? -Kincaid vio por el rabillo del ojo que Deveney se movía con impaciencia en su silla, pero se negó a darse prisa.

– Bueno, ya sabe… las lecturas en servicios especiales, inauguración de la feria, ese tipo de cosas…

– ¿Cosas que parecen importantes, pero que no exigen demasiado esfuerzo? -preguntó Kincaid irónicamente.

– Exacto. Nunca he visto a Alastair haciendo campaña por todo el pueblo por una buena causa, o lavando tazas después de una reunión en la parroquia. Trabajo de mujeres. De hecho… -Rebecca hizo una pausa. Un leve rubor apareció en sus mejillas y se quedó mirando sus manos apretadas encima de la mesa-. A decir verdad, no creo que yo le gustara a Alastair, si bien es cierto que él nunca se sinceró. Supongo que ésa era una razón para esforzarme el doble por ser justa… para demostrarme a mí misma que estaba por encima de insignificantes represalias.

– Seguro que es un pecado de vanidad perdonable -dijo Kincaid.

Ella levantó la mirada y sus ojos se encontraron.

– Quizás. Pero he demostrado tener poco tacto al hablar de él con tanta libertad. Es algo terrible y no quiero que piense que lo tomo a la ligera.

– Desafortunadamente, morir de manera brutal no le da derecho a uno a ser automáticamente canonizado, por mucho que lo deseemos -propuso con sequedad Kincaid.

– Señorita Fielding… eh, vicaria -dijo Deveney-, sobre los robos… En la denuncia dijo que no había señales de que hubieran entrado a la fuerza. ¿Podría decirnos exactamente lo que pasó?

Rebecca cerró los ojos durante un instante, como evocando los detalles.

– Era una maravillosa noche cálida y había estado trabajando en el jardín de delante. Cuando entré en la casa me di cuenta de que la puerta de atrás estaba abierta de par en par, pero no pensé que fuera extraño… Nunca cierro con llave y esa puerta tiene un pestillo algo duro. No me di cuenta hasta más tarde, cuando me estaba vistiendo para cenar, de que me faltaban los pendientes de perlas.

– ¿Y está segura de que no los puso en otro lugar? -preguntó Kincaid.

– Totalmente. Soy una persona de costumbres, comisario, y siempre los pongo en el joyero cuando me los saco. Y hacía dos días que los había llevado.

– ¿Faltaba algo más? -Deveney tenía en sus manos su bloc de notas y su pluma.

Rebecca frunció el ceño y se frotó la punta de la nariz.

– Sólo algunos recuerdos de la niñez. Una pulsera de colgantes de plata y algunas medallas de la escuela. Fue un poco raro, la verdad.

Kincaid se inclinó hacia ella.

– ¿Y no vio a nadie extraño por los alrededores?

– No vi a nadie, comisario, ya sea extraño o conocido. Lo siento, me temo que no les he sido de ninguna ayuda. -Parecía genuinamente afligida y Kincaid se apresuró a tranquilizarla cuando se levantó.

– En absoluto. Y además he tenido la oportunidad de ver la iglesia. Una joya, ¿no?

– Fue construida por G. E. Street, el hombre que diseñó los tribunales de justicia de Londres -dijo Rebecca mientras los conducía por el pasillo-. Es un precioso ejemplo de arquitectura religiosa victoriana, pero una triste historia. Parece ser que se trataba de un regalo para su esposa, pero ella falleció al poco de terminarla. -Habían llegado al pórtico y cuando salieron al exterior se detuvieron y miraron hacia arriba, a la piedra de color miel que se erguía ante ellos. Lentamente, dijo-: Me sentí muy afortunada cuando vine aquí y sentiría mucho que algo perturbara la paz de este pueblo. Me temo que uno se adueña rápido del lugar -añadió con una sonrisa.

Kincaid, mirando colina abajo, hacia la vicaría, dijo:

– Interpreto que usted es la jardinera ¿no?

– Pues sí. -La sonrisa de Rebecca era radiante-. Es mi tentación y mi salvación. Ese lugar era una selva cuando llegué aquí hace dos años y cada minuto libre que tengo lo paso allí.

– Se nota. -Contagiado por el entusiasmo de la vicaria, Kincaid no pudo evitar sonreír.

– El mérito no es sólo mío -se apresuró a explicar-. Geoff Genovase me ayuda los fines de semana. Nunca hubiera podido hacer el trabajo duro sin él.

Kincaid le dio las gracias de nuevo y se dio la vuelta, pero tras dar unos pasos por el sendero ella lo llamó.

– Señor Kincaid, la dinámica que hace que un pueblo funcione es realmente frágil. Tendrá cuidado, ¿verdad?

* * *

– Eso explica por qué no se ha enterado de los chismorreos -dijo Kincaid mientras descendían por el sendero. Mientras estaban dentro de la iglesia el sol había descendido en su veloz progreso hacia el anochecer y la debilitada luz había pasado del oro a un suave gris verdoso. Las sombras del suelo eran alargadas.

– ¿El qué? -Deveney levantó la mirada de su bloc de notas que había estado escrutando mientras caminaban.

– El funeral de la tía. -Kincaid metió las manos en los bolsillos y dio una patada a una piedra.

– ¿Y qué importa? -preguntó Deveney con la voz algo crispada-. ¿Siempre se va por la tangente en los interrogatorios? ¡Hay que ver qué rodeos!

– No sé si importa o no aún. Y no, no siempre me pongo a charlar así, pero a veces es la única manera de llegar al fondo de las cosas. -Se detuvo cuando llegaron al final del sendero y se volvió hacia Deveney-. No creo que este caso vaya a ser sencillo, Nick, y quiero saber lo que esta gente pensaba de Alastair Gilbert, cómo encajaba el hombre en el tejido de la comunidad.

– Bien, no hay duda de que no estamos avanzando en la teoría del vagabundo -dijo Deveney con indignación-. Nos queda un nombre, un tal Percy Bainbridge, de Rose Cottage. En diagonal al pub, así que podemos dejar el coche. -Cuando cruzaron la carretera y caminaron por el borde del prado, añadió-: Ésta es la denuncia más reciente, por cierto. La hizo el mes pasado.

Rose Cottage pudo haber sido encantador en el pasado, tal como su nombre indicaba, pero las cañas que trazaban un arco por encima de la puerta principal estaban peladas y secas. Tan sólo unos pocos crisantemos medio muertos adornaban el camino. Deveney tocó el timbre y al poco rato se abrió la puerta.

– ¿Sí? -preguntó el señor Percy Bainbridge, frunciendo nariz y boca como si estuviera oliendo algo desagradable. Mientras Deveney hacía las presentaciones y explicaba su misión, los labios del hombre se fueron relajando hasta quedar en ellos una sonrisa tonta. Bainbridge dijo con afectación-: Ah, pasen, entren. Sabía que querrían hablar conmigo.

Lo siguieron por un pasillo oscuro y estrecho hasta un salón con exceso tanto de calefacción como de decoración. También olía levemente a enfermedad, pensó Kincaid.

Bainbridge era alto, delgado y cargado de espaldas, con el pecho tan cóncavo que parecía haber sido vaciado con una cuchara de helado. La tirante piel, amarilla como un pergamino, se le pegaba a los huesos de la cara y el cráneo, pelado. Una calavera casposa, pensó Kincaid, porque lo que quedaba del pelo de este hombre estaba generosamente espolvoreado por los hombros de su vieja chaqueta negra.

– ¿Tomarán un poco de jerez? -les dijo su anfitrión-. Siempre lo hago a esta hora. Mantiene a raya la noche, ¿no creen? -Mientras hablaba sirvió el jerez de un decantador en tres copas de cristal tallado algo polvorientas, de modo que apenas pudieron negarse a tomar las bebidas ofrecidas.

Kincaid le dio las gracias y tomó un sorbo de prueba, luego suspiró con alivio al saborear el fino amontillado. Al menos no se vería obligado a verter el contenido de su copa en una oportuna aspidistra.

– Señor Bainbridge, nos gustaría hacerle unas cuantas…

– Debo decir que se han tomado su tiempo. Ayer le dije a su agente que enviaran a alguien a cargo. Pero siéntense. -Bainbridge les indicó un antiguo sofá tapizado en brocado. Él eligió el sillón-. Comprendo que están a merced de la burocracia.

Perdido, Kincaid miró a Deveney quien simplemente le devolvió una mirada en blanco y un leve movimiento de cabeza. Kincaid se sentó con cuidado encima de la escurridiza tela, tomándose un momento para ajustarse la raya de los pantalones y encontrar un sitio en la abarrotada mesita auxiliar para su copa de jerez.

– Señor Bainbridge -dijo con cautela-, ¿por qué no empieza por decirnos exactamente lo que le explicó al agente?

Bainbridge se acomodó en el sillón y sonrió con gratitud de modo que su piel ya demasiado estirada pareció que iba a fundirse como la cera cerca de una llama. Dio un sorbo a su jerez, carraspeó y luego se sacudió una mota de la manga. Estaba claro, pensó Kincaid, que Percy Bainbridge tenía intención de sacar el máximo provecho de este momento en el centro de atención.

– Ya me había tomado el té y lavado -comenzó su relato de un modo trivial-. Estaba deseando pasar la noche con mi amado Shelley -hizo una pausa y le lanzó a Kincaid un guiño horrendo-, el poeta, comprende, comisario. No me gusta la televisión, nunca me ha gustado. Creo firmemente en la obligación de mejorar nuestra mente y es un hecho probado que nuestro intelecto decae en proporción directa al número de horas pasadas ante la pequeña caja tonta. Pero estoy divagando. -Hizo un gesto displicente con sus dedos-. Tengo la costumbre de salir a tomar el aire todas las noches, y ese día no fue una excepción.

Kincaid aprovechó la pausa del hombre para respirar.

– Perdone, señor Bainbridge, pero, ¿se refiere usted al miércoles, la noche de la muerte del señor Alastair Gilbert?

– Por supuesto, comisario -respondió Bainbridge obviamente contrariado-. ¿A qué me podría estar refiriendo? -Tomó un sorbo reconstituyente de su jerez-. Bueno, como les iba diciendo, a pesar de que había niebla y era una noche cerrada, salí como siempre. Había llegado al pub cuando vi una sombra renqueando sendero arriba. -Sus ojos se clavaron en Kincaid y luego en Deveney, como esperando su reacción.

– ¿Qué clase de sombra, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid con naturalidad-. ¿Hombre o mujer?

– En realidad no me veo capaz de decírselo, comisario. Lo único que puedo decirle es que parecía que la figura se movía furtivamente, saltando de una sombra a la otra, y me niego a adornar mi relato en aras del dramatismo.

Deveney se sentó en el borde de su asiento, con el bloc de notas abierto.

– ¿Tamaño? ¿Altura?

Bainbridge movió negativamente la cabeza.

– ¿Y qué hay del cabello y la ropa, señor Bainbridge? -probó Kincaid-. Puede que haya visto más de lo que piensa. Haga memoria. ¿Alguna parte de la figura estuvo expuesta a la luz?

Bainbridge pensó un momento, luego dijo con menos seguridad de la que había mostrado hasta el momento:

– Creo que vi una cara borrosa, sólo eso. Todo lo demás estaba oscuro.

– ¿Y en qué parte del sendero estaba exactamente la figura?

– Justo más allá de la casa de los Gilbert, subiendo el camino hacia el Instituto de la Mujer -respondió Bainbridge con más seguridad.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Deveney.

– Me temo que no lo sé. -Bainbridge hizo un mohín de pesar con sus delgados labios.

– ¿No lo sabe? -dijo Kincaid en un tono de incredulidad.

– Me libré del reloj en cuanto me jubilé, comisario. -Ahogó una risita-. He vivido mi vida como un esclavo del reloj y los timbres… Pensé que ya era hora de que me liberara de tales limitaciones. Hay un reloj en la cocina, pero, a menos que tenga una cita, no le presto demasiada atención.

– ¿Cree que podría calcular aproximadamente la hora, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid forzando un tono de paciencia.

– Le puedo decir que no pasó mucho tiempo hasta que llegó el primer coche de policía a casa de los Gilbert. Media hora, quizás. -Bainbridge había colocado el decantador a su alcance y lo cogió por el cuello con sus largos dedos-. ¿Quiere más jerez, comisario? ¿Inspector jefe? ¿No? ¿Les importa que me sirva más? -Se sirvió una cantidad generosa y bebió-. Desde mi jubilación me he convertido en un entendido, si me permiten decirlo. Hasta he puesto botelleros en la despensa -me ayudó el joven Geoffrey- ya que esta casa no tiene sótano, claro.

Kincaid notó el cosquilleo del sudor en sus axilas y entre los omóplatos. El calor de la habitación se había mezclado con el sofoco provocado por el jerez y se había mareado ligeramente. Sintió que le invadía inesperadamente una sensación de claustrofobia.

– Señor Bainbridge -habló, deseando acabar la entrevista lo antes posible-, queremos hacerle unas preguntas sobre los robos que denunció.

– No me diga que también se creen ese asunto de los robos. No, no, no. Se lo digo. Eso son bobadas. -En las mejillas de Percy Bainbridge aparecieron manchas rojas y los nudillos de la mano que apretaba el cuello de la botella se volvieron blancos-. Los oí hablar en el pub ayer por la noche, necios. ¿No creerá de verdad que un extraño apareció en el pueblo y simplemente golpeó al comandante en la cabeza, comisario?

– Estoy de acuerdo en que no es muy probable, señor Bainbridge, pero hemos de seguir…

– Si yo fuera usted investigaría más cerca. Aaah, Claire Gilbert. Esa mujer es como el hielo. Va de mosquita muerta. Le digo -se inclinó hacia ellos y puso su índice junto a su nariz-, que nuestra señora Gilbert no es un angelito. Si yo fuera usted investigaría lo que se trae entre manos con ese socio suyo y le dije lo mismo al comandante Gilbert no hace mucho tiempo.

– ¿Lo hizo? -dijo Kincaid, olvidando su incomodidad-. ¿Y cómo se tomó el comandante su consejo?

Bainbridge se acomodó y se alisó un fleco de pelo de detrás de la oreja.

– Se mostró muy agradecido, de hombre a hombre, ya sabe.

Kincaid se inclinó hacia delante y bajó la voz, como invitándole a hacer confidencias.

– No sabía que se llevara tan bien con Alastair Gilbert. ¿Tenían un buen trato?

– Caramba, sí -dijo Bainbridge radiante-. Pienso que el comandante no fue comprendido por el vulgo, comisario. Era un hombre con una meta, un propósito, un hombre que importaba. Y pienso que reconoció en mí un alma gemela. -Cerró un párpado como si hiciera un guiño y se terminó su jerez de un trago.

– ¿Le pidió el comandante pruebas de sus alegaciones sobre su esposa? -le preguntó Kincaid un poco más cortante.

– No. No fue así en absoluto. -Bainbridge sacudió la cabeza ofendido-. Yo meramente expresé mi preocupación de que su esposa estuviera pasando demasiado tiempo a solas con un hombre así. En fin, yo les pregunto, ¿qué podían estar haciendo todo el día? No es que fuera un trabajo de verdad, comisario. -Su dicción se volvió absurdamente precisa para compensar el efecto de arrastrar las palabras debido al jerez.

– ¿Y qué hacía usted antes de jubilarse, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid. Trató de imaginarse al hombre como peón y no pudo.

– Era profesor, un moldeador de la mente y moralidad de los jóvenes. En una de las mejores escuelas. Reconocería el nombre si se lo dijera, pero no quiero darme importancia. -Sonrió tontamente y volvió a alisarse el fleco de pelo.

Kincaid dejó que una nota de severidad se apoderara de su voz.

– Dígame señor Bainbridge, ¿la figura en la sombra podría haber sido Malcolm Reid, el socio de Claire Gilbert? Piense detenidamente.

El color desapareció de las mejillas de Bainbridge, dejándolas aún más demacradas.

– Bueno… Yo… Nunca he querido insinuar… Como ya le he dicho, comisario, la sombra era muy borrosa, muy esquiva y no podría asegurar nada.

Kincaid y Deveney se miraron y el comisario asintió levemente.

– Señor Bainbridge -dijo Deveney-, si quisiera responder a un par de preguntas más. No nos llevará mucho más tiempo. ¿Qué desapareció exactamente de su casa el mes pasado?

Bainbridge miró a uno y luego a otro, como para protestar, luego suspiró.

– Bueno, si quieren sacar a relucir todo eso otra vez. Dos marcos de plata con fotos dedicadas de algunos de mis chicos. Un clip de dinero. Una pluma de oro.

– ¿Había dinero en el clip? -preguntó Kincaid.

– Eso es lo extraño, comisario. El ladrón no se llevó el dinero. Encontré los billetes cuidadosamente doblados justo donde había estado el clip.

– ¿Nada más que fuera valioso? -dijo Deveney obviamente exasperado.

Ofendido, Bainbridge hinchó su delgado pecho.

– Para mí eran objetos valiosos, inspector jefe. Recuerdos atesorados, recuerdos de años dedicados a mis responsabilidades… -Alargó el brazo hacia el decantador y llenó su copa, esta vez sin molestarse en ofrecerles un poco. Kincaid juzgó que el señor Percy Bainbridge había llegado a la fase sensiblera y que ya no ofrecería más información útil.

– Gracias, señor Bainbridge. Ha sido de gran ayuda -dijo. Deveney se levantó tan rápido que golpeó la mesita de té con sus rodillas.

Se despidieron apresuradamente y cuando llegaron al final del camino del chalet, Deveney se secó las gotitas de sudor de la frente.

– ¡Qué hombrecillo tan espantoso!

– Sin duda -dijo Kincaid cuando se dirigían al coche-. ¿Pero cuán fiable es como testigo? ¿Por qué no nos informó su agente de esta historia de la «figura en las sombras»? ¿Y puede haber algo en lo que ha explicado sobre Claire Gilbert y Malcolm Reid?

– La proximidad ha forjado alianzas aún más extrañas, diría yo.

– Supongo -dijo Kincaid contento de que el crepúsculo escondiera el rubor que le subía por el cuello.

Caminaron hacia el coche en silencio y cuando se encerraron en el interior todavía cálido, Deveney se estiró y dijo:

– Ahora qué, jefe. Después de esto, me gustaría tomar una copa de verdad.

Por un momento, Kincaid miró cómo caía la noche, luego dijo:

– Creo que debería llamar a Madeleine Wade y preguntarle si Geoff Genovase ha hecho pequeños trabajos para ella. Estoy empezando a tener una idea clara sobre quién puede ser nuestro duende.

»Y tantea en el pueblo sobre lo que se opina del señor Percy Bainbridge. El pub debería ser el sitio adecuado. Me gustaría saber si tiene reputación de alcohólico y si de verdad era tan colega de Alastair Gilbert. De algún modo me es imposible imaginar esta coalición. En cuanto a Malcolm Reid y su relación con Claire Gilbert, quizás tengamos más éxito si mañana hablamos otra vez con él en la tienda, en lugar de en su casa.

– Bien. -Deveney miró su reloj-. Pienso que los clientes asiduos del Moon deben estar llegando. ¿Vendrá conmigo?

– ¿Yo? -Kincaid respondió como ausente-. No, hoy no, Nick. Me voy a Londres.

* * *

«Todo en orden» decía la nota que el comandante Keith había dejado en la mesa de la cocina. «Seguiré la misma rutina a menos que se me notifique lo contrario». Kincaid sonrió y cogió a Sid, que estaba frotándose frenéticamente contra sus tobillos y ronroneando a un volumen que amenazaba con arrancar las fotos de las paredes.

– Veo que te han cuidado bien -dijo, rascando al gato por debajo de su barbilla puntiaguda.

En los meses que habían pasado desde que su amiga y vecina Jasmine había muerto y él se había hecho cargo de su gato, Kincaid y su solitario vecino, el comandante Keith, habían formado una asociación improbable, pero práctica. Práctica para Kincaid, porque le permitía estar fuera sin tener que preocuparse de Sid. Práctica para el comandante, porque le proporcionaba una excusa para estar en contacto con otro ser humano de una forma que él no hubiera buscado. Kincaid además especulaba que esto también le permitía al comandante Keith mantener una relación secreta y no reconocida con el gato, un recuerdo tangible de Jasmine.

Dejó a Sid en el suelo dándole una última palmadita, apagó la luz y se fue al balcón. Bajo la tenue luz pudo ver las hojas rojas del ciruelo del comandante colgando mustias como banderas en un día sin viento. También vio los últimos crisantemos amarillos de la temporada en los arriates. De repente se sintió privado de algo. Su dolor era reciente y crudo, como lo había sido en las primeras semanas tras la muerte de Jasmine, pero sabía que pasaría. Ahora una nueva familia ocupaba el piso de debajo del suyo, con dos niños pequeños que sólo podían utilizar el jardín bajo la estricta supervisión del comandante.

Aunque le entró frío en los huesos se quedó un ratito más, indeciso. Había llamado a Gemma desde la estación de Guildford, luego otra vez desde Waterloo, y había oído las repetidas señales hasta que finalmente había abandonado la esperanza de obtener respuesta. No había admitido lo mucho que deseaba hablar con ella, quizás incluso verla, lo mucho que había esperado que en el transcurso de repasar las notas del día pudiera de alguna manera empezar a corregir lo que fuera que había ido mal entre ellos.

8

De lejos le llegaba un zumbido cuya insistente repetición la estaba sacando a la fuerza de las esponjosas profundidades del sueño. Notó su brazo pesado, lento como la melaza, al despegarlo del edredón y tantear en busca del teléfono.

– Hola -farfulló y luego se dio cuenta de que tenía el auricular al revés.

Cuando se lo hubo puesto bien oyó a Kincaid decirle alegremente:

– Gemma, ¿no te habré despertado? Traté de llamarte ayer por la noche, pero no estabas.

Gemma se fijó en el reloj y refunfuñó. Se había dormido y no recordaba haber apagado el despertador. Intentaba recordar de un modo borroso si lo había puesto o no cuando se dio cuenta de que Kincaid le estaba hablando.

– Reúnete conmigo en Notting Hill.

– ¿Notting Hill? ¿A santo de qué? -Sacudió la cabeza para despejarse.

– Quiero echar un vistazo a unos informes. ¿Cuánto tardarás?

Haciendo un esfuerzo por recobrar la compostura, Gemma dijo:

– Una hora. -Un rápido cálculo mental le confirmó que tendría tiempo de ducharse, dejar a Toby con Hazel y coger el metro hasta Notting Hill-. Dame una hora.

– Te veré en la comisaría. Hasta luego. -La línea chasqueó y se cortó.

Colgó despacio, reconstruyendo la borrachera de vino en casa de Hazel y la primera parte de la noche pasada en el sillón durmiendo con Toby en su regazo. Ésa era la primera noche que dormía en su cama en una semana. No era extraño que estuviera tan agotada.

De repente le volvió a la memoria, confundida por el sueño, que Duncan ya no era el amigo y compañero digno de confianza y con quien se sentía a gusto, sino que era un territorio desconocido por el que habría de navegar con mucho cuidado.

* * *

Era como si nunca se hubiera ido, pensó Gemma cuando entró en la comisaría de Notting Hill. Las sillas de cable de acero azul de la recepción eran las mismas, así como el linóleo moteado en blanco y negro del suelo. Siempre le había gustado este lugar y había perdonado las extrañas particiones interiores por la simétrica gracia de su exterior. Como era un edificio protegido, no se permitían cambios en el exterior y muy pocos en el interior, de modo que se lo montaban lo mejor que podían.

Mientras esperaba su turno en la recepción, se imaginó el ritmo de cuatrocientos agentes moviéndose por las cuatro plantas, los chismorreos, el aburrimiento, los repentinos espasmos de frenética actividad, y sintió una aguda nostalgia de su vida anterior. Entonces todo parecía menos complicado.

– El comisario ha dejado dicho que vaya al departamento de investigación criminal tan pronto como llegue -le dijo la simpática, pero desconocida chica de detrás del mostrador-. Está en la sala de interrogatorios B. Primera planta. -Gemma le dio las gracias con diplomática compostura, teniendo en cuenta que habría podido encontrar el departamento con los ojos cerrados.

Kincaid levantó la mirada y sonrió cuando ella abrió la puerta.

– Te he traído café, y del bueno, de la oficina de la secretaria del departamento. -Indicó un tazón todavía humeante que había encima de una mesa, al lado de un montón de carpetas de expedientes. Su cabello color castaño, que cuando empezaba el día siempre estaba perfectamente peinado, ahora estaba de punta, debido sin duda al hábito de pasarse la mano por la cabeza cuando leía o se concentraba.

Cuando Gemma apartó una silla y se sentó enfrente de él, Kincaid dio unos golpecitos sobre la carpeta abierta que tenía delante.

– Está todo aquí.

Gemma trató de concentrarse. Si su intención era la de distraer su atención y desarmarla no podía haberlo hecho mejor. Su consideración al tenerle el café listo a su llegada, sus intentos por lograr una alegre normalidad, y lo peor de todo, ese maldito mechón de pelo caprichoso. Agarró el tazón con fuerza para evitar que se le fuera la mano y le alisara el pelo, luego dijo:

– ¿Qué es todo?

– La muerte de Stephen Penmaric, hará doce años este próximo abril.

– ¿Penmaric? Pero ése es…

– El padre de Lucy Penmaric. Vivían aquí en Notting Hill, en Elgin Crescent. Lo atropellaron y mataron cruzando Portobello Road cuando iba de camino a la farmacia de guardia a buscar medicinas para Lucy.

– Oh, no… -dejó escapar Gemma. Ahora comprendía el comentario indirecto de Claire Gilbert durante su interrogatorio y su corazón se compadeció de la madre y la hija-. Eso es más de lo que nadie pueda soportar, ¿pero qué tiene que ver con esto?

– No lo sé -Kincaid suspiró y se apartó el mechón de pelo de la frente-. Pero en aquella época Alastair Gilbert era comisario detective en esta comisaría. El agente de la investigación era un tal David Ogilvie.

Gemma cerró la boca cuando se dio cuenta de que la tenía abierta.

– Ayer hablé con Ogilvie en la jefatura. Ahora es inspector jefe y era el jefe de personal de Gilbert. -Narró la entrevista y luego su visita a Jackie Temple.

– Entonces se conocen desde hace mucho tiempo -dijo Kincaid-. Y seguro que no tiene nada que ver… pero creo que deberíamos hablar con David Ogilvie sobre esto.

– ¿Y qué pasó con Stephen Penmaric? ¿Encontraron a quien lo atropelló?

Kincaid negó con la cabeza.

– Se dio a la fuga. Era muy entrada la noche y no hubo testigos. El policía de ronda vio los faros traseros desaparecer por la esquina, pero cuando llamó pidiendo ayuda el coche ya se había esfumado.

– Qué horrible para Claire. Y para Lucy.

– Era periodista, y por lo que me dijo Lucy, diría que al contrario que Alastair Gilbert su ausencia fue lamentada. -Kincaid recopiló los papeles sueltos, cerró la carpeta y la colocó cuidadosamente encima de las otras-. Vayamos a caminar un poco.

* * *

Prometía volver a ser un día claro e incluso a mediados de noviembre los árboles de Ladbroke Grove formaban como un baldaquín verde. Gemma había seguido a Kincaid sin cuestionarlo y ahora caminaba a su lado respirando profundamente el aire en calma, pero apretándose el abrigo para protegerse del frío.

Kincaid la miró, como evaluando su humor, luego dijo:

– Quiero verla, la casa en Elgin Crescent. Por alguna razón siento la necesidad de enfrentarme a los fantasmas.

– Sólo Stephen está muerto -dijo Gemma con lógica.

– También se podría debatir que la Claire y la Lucy de hace doce años tampoco existen, si es que quieres iniciar una discusión sobre los matices del tiempo. -Sonrió, luego volvió a su expresión grave-. Pero no quiero discutir contigo en absoluto, Gemma. -Mientras hablaba aflojó el paso-. Admito que tenía un doble motivo. Quería una oportunidad para hablar contigo. Mira, Gemma… Si he hecho algo que te ofendiera, no era mi intención. Y si he dado por sentado nuestro vínculo como compañeros de trabajo, lo único que puedo decir es que lo siento, porque estos últimos días han hecho que me diera cuenta de lo mucho que dependo de tu apoyo, de tu interpretación de las cosas, de tus reacciones inmediatas ante la gente. Te necesito en este caso. Necesitamos comunicarnos, no dar tumbos en la oscuridad como peces ciegos dentro de un barril. -Habían llegado a un cruce y él se detuvo y se volvió hacia ella-. ¿Podemos volver a ser un equipo?

Los pensamientos, tan desorganizados como las emociones que sentía, se agitaban en la cabeza de Gemma. ¿Cómo podía explicarle a Kincaid las razones para haber estado tan enfadada si ni siquiera ella las sabía? Era consciente de que él tenía razón -era muy probable que estropearan el caso si seguían como hasta ahora- y también sabía que ninguno de los dos se lo podía permitir. Ella, que se había vanagloriado de su profesionalidad por encima de todas las cosas, se había estado comportando como una estúpida. Sin embargo las palabras de perdón se le quedaron en la garganta y se negó a aflojar.

Finalmente pudo emitir un ahogado «Está bien, jefe», pero mantuvo los ojos fijos en el asfalto.

– Bien -dijo Kincaid. Luego, cuando cambió el semáforo y pisaron la calle, él añadió en voz tan baja que Gemma no estaba segura de haberle oído-: Algo es algo.

Cuando doblaron hacia Elgin Crescent unos minutos más tarde, Gemma buscó un tema seguro de que hablar.

– El barrio es más yuppy que cuando lo dejé. -Cada casa adosada mostraba un estucado de diferente tonalidad y todo estaba unificado por las relucientes molduras blancas. De todas brotaba una pequeña antena parabólica y en todas había una placa que anunciaba la posesión de un sistema de alarma.

Kincaid consultó un trozo de papel y al poco rato encontraron la casa donde los Penmaric habían ocupado un apartamento en el último piso.

– Y ésta es una de las víctimas -dijo Kincaid mientras inspeccionaban el exterior color melocotón y la puerta de color negro brillante-. Lucy dijo que la puerta era amarilla. -Sonó decepcionado.

– Supongo que es algo bueno. -Con su pie Gemma jugueteó con un pedazo de yeso que se había colado del contenedor y los andamios del jardín adyacente-. Me refiero a este aburguesamiento. Mejora el vecindario y todo eso. Pero de alguna forma echo de menos el antiguo barrio. Era cómodo y un poquito feo. Era un lugar donde podías volver a casa, sacarte los zapatos y comerte las patatas fritas directamente del cucurucho de papel.

– Pero esto, ahora -apuntó a la curva de casas adosadas-, esto son cenas íntimas después del trabajo con vino y comida gourmet de Fortnum’s. No es exactamente un lugar propicio para los fantasmas.

– Ni un fantasma -estuvo de acuerdo Kincaid cuando se dieron la vuelta y volvieron por el mismo camino-. Tendremos que probar en otra parte.

* * *

Gemma no se imaginó que regresaría a la oficina de David Ogilvie tan pronto. Esta vez, en cambio, sacó su bloc de notas con una sensación de alivio y dejó que Kincaid dirigiera la entrevista.

– ¿Recuerda el caso de Stephen Penmaric? -preguntó Kincaid tras concluir las formalidades.

Ogilvie frunció el ceño con perplejidad.

– ¿El primer esposo de Claire Gilbert? Por supuesto. Aunque no he pensado en este caso desde hace años. -Su sonrisa consistió en simplemente mostrar los dientes-. ¿Qué están sugiriendo? ¿Piensan que Claire tiene un antiguo amante con tendencia a cargarse a sus maridos?

– Es poco más o menos lo mejor que se nos ha ocurrido hasta ahora. -Cambió levemente de posición, juntó las manos alrededor de la rodilla y miró a Ogilvie con la expresión que Gemma denominaba «vayamos al grano»-. He leído el expediente, por supuesto -dijo-. Nada concluyente. Usted era el agente a cargo de la investigación y tanto usted como yo sabemos -su sonrisa sugería camaradería- que el agente no puede incluir impresiones en el informe. Pero eso es exactamente lo que me gustaría que me explicara. ¿Qué fue lo que no incluyó? ¿Qué pensaba de Claire? ¿Fue Stephen Penmaric asesinado?

David Ogilvie se arrellanó en su silla y juntó sus manos pensativamente antes de responder con calma.

– Pienso ahora lo mismo que pensaba entonces. La muerte de Stephen Penmaric fue un trágico accidente. No había nada en el informe porque no había nada que encontrar. Conoce tan bien como yo -añadió con evidente sarcasmo-, las probabilidades de seguirle la pista a un coche que se da a la fuga sin testigos. Y no veo que nada de esto pueda tener algo que ver con la muerte de Alastair Gilbert.

– ¿Conocía Gilbert a Claire Penmaric antes de la muerte de su esposo? -replicó Kincaid.

– ¿No estará sugiriendo que Alastair tuviera algo que ver con la muerte de Penmaric? -Ogilvie arqueó las cejas con incrédula sorpresa. Los mechones del borde interior de sus cejas crecían rectos hacia arriba y le daban mi aspecto raro, ganchudo, y a Gemma le recordaron unos cuernos-. De verdad, comisario, no puede estar tan desesperado. Me doy cuenta de que le presionan para resolver este caso, pero nadie que conozca a Alastair lo consideraría capaz de infringir la ley para su propio beneficio.

– Inspector jefe, soy libre de pensar lo que me venga en gana. Y tengo la ventaja de no haber conocido bien al comandante Gilbert, de modo que no me siento inclinado a dejar que las opiniones personales enturbien mi criterio.

Gemma miró a Kincaid sorprendida. No era su estilo hacer valer sus privilegios, pero Ogilvie se lo había merecido.

Ogilvie apretó los labios y, a pesar de que su piel color aceituna lo hacía difícil de decir, Gemma creyó ver como sus mejillas se oscurecían por un rubor cargado de ira. No obstante, al cabo de un rato, dijo cortésmente:

– Tiene razón, comisario. Le pido disculpas. Quizás debería ampliar miras.

– Estoy tratando de crearme una imagen clara de Alastair Gilbert y he pensado que sería conveniente saber algo de su historia. Me parece lógico asumir que conoció a Claire durante la investigación de la muerte de su esposo.

– Alastair conoció a Claire en el transcurso de la investigación -admitió Ogilvie-. Joven, guapa y muy sola en el mundo… No hay muchos hombres que se hubieran resistido a la tentación de consolarla y darle su apoyo.

– ¿Incluido Gilbert?

Ogilvie se encogió de hombros y respondió:

– Se hicieron amigos. No le puedo decir más. Nunca ha sido mi costumbre meterme en la vida privada de mis superiores, o de nadie más, ya que estamos. Si quiere saber detalles más íntimos le sugiero que le pregunte a Claire Gilbert.

Gemma miró a Kincaid preguntándose cuál sería su reacción a este desdén tan poco disimulado. Él, sin embargo, se limitó a sonreír y darle las gracias a Ogilvie.

Se despidieron y cuando abandonaban el edificio Gemma dijo:

– ¿Me pregunto por qué le desagradamos tanto?

– ¿Te sientes ofendida hoy? -Kincaid le sonrió de refilón mientras descendían las escaleras-. Sospecho que no es nada personal. Creo que a David Ogilvie le disgusta todo el mundo por igual. ¿Por qué no pasas por la comisaría otra vez? Intenta hablar con tu amiga Jackie si la puedes localizar y pregúntale qué piensa del inspector jefe David Ogilive. Luego reúnete conmigo en Scodand Yard y cogeremos un coche para volver a Surrey. -Durante unos minutos caminaron en silencio. Luego, cuando llegaron al cruce donde sus caminos se dividían, Kincaid caviló-: Me pregunto si Ogilvie fue totalmente inmune al atractivo de Claire Penmaric.

* * *

Jackie Temple se pasó un dedo por la cintura de sus pantalones y respiró hondo. Le costaba creer que una persona que se pasaba el día caminando tantos kilómetros pudiera engordar, pero las pruebas físicas eran innegables. Había llegado el momento de sacar la caja de coser y esperar que la costura tuviera suficiente tela, pensó con un suspiro. Tenía muchísimas ganas de comer y tan sólo le quedaban unas pocas manzanas hasta el puesto de Portobello Road donde paraba normalmente durante su descanso. Si en lugar de dos panecillos pegajosos pedía uno con su té, sentiría que se había puesto firme en su lucha contra los kilos en aumento. Pero estaría famélica cuando acabase su turno a las tres.

Aminoró el paso y escudriñó el puñado de peatones que bloqueaba la acera justo delante. Se disolvió rápidamente -era tan sólo un caso de demasiada gente caminando en direcciones opuestas al mismo tiempo- y eso le permitió proseguir con sus pensamientos. En todos estos años haciendo rondas había desarrollado una gran facilidad para dividir su mente. Una mitad estaba alerta y prestaba atención a todo lo extraordinario que sucediese en su territorio. Respondía a los saludos de residentes y comerciantes, hacía comprobaciones de rutina, observaba a quien holgazaneaba de manera demasiado evidente y, mientras tanto, la otra mitad de su mente tenía una vida propia, especulaba y soñaba despierta.

Pensó en la inesperada visita de Gemma del día anterior. Aunque admitía que envidiaba un poco el estatus de su amiga como sargento del departamento de investigación criminal, en realidad nunca querría hacer algo distinto a lo que hacía. Había encontrado su lugar y le iba bien.

No le importaría tener el cuerpo de Gemma, pensó con una sonrisa mientras pasaba por delante de la farmacia homeopática y saludaba al propietario, el señor Dodd. De hecho, mientras doblaba la esquina y localizaba el alegre toldo rojo del puesto de comida, le había parecido que Gemma estaba más delgada que nunca y que poseía una cualidad transparente, como si se le hubiera exigido más de lo que podía acometer. Jackie sospechaba que no se debía totalmente a la presión en el trabajo, pero ella nunca había forzado a nadie a hacerle confidencias.

A los pocos minutos, con su vaso de poliestireno lleno de té hirviendo en una mano y su solitario y virtuoso panecillo en la otra, Jackie se apoyó contra la pared de ladrillo del puesto e inspeccionó la calle. Parpadeó al ver una mata de pelo rojo y luego una cara familiar caminando en su dirección. Se le ocurrió pensar que debería haberse sorprendido, pero en lugar de ello tuvo una sensación extraña de inevitabilidad. Saludó con la mano y al poco rato Gemma la había alcanzado.

– Justo estaba pensando en ti -dijo Jackie-. ¿Crees que te he conjurado? ¿O se trata de alguna de esas coincidencias que aparecen en la prensa sensacionalista?

– No creo que durase mucho como genio de la botella -respondió Gemma riéndose. Sus mejillas estaban rosadas del frío y el viento había soltado el cabello color cobre de la trenza-. Pero quizás deberías conjurar a tu jefe para que te libere de tu tan cronometrada jornada. -Vio el panecillo de Jackie y robó una pasa-. Tiene un aspecto delicioso. Estoy muerta de hambre. Eso es algo que se aprende en mi departamento, nunca dejar pasar la oportunidad de comer.

Mientras examinaba la carta del puesto de comida, Jackie la estudió. El blazer no ajustado de color teja y los pantalones de algodón color tostado parecían informales y sin embargo eran elegantes, algo que Jackie sentía que nunca lograría.

– Bonito traje -dijo cuando Gemma hubo pedido su té y un croissant de jamón y queso-. Supongo que soy una discapacitada de la moda. Imagino que por eso sigo en uniforme. -Añadió con la boca llena-: Por cierto, hoy tienes mejor aspecto. Tienes color en las mejillas y todo eso. Justo estaba pensando que ayer se te veía un poco extenuada.

– Atribúyelo a una noche de sueño -dijo Gemma con soltura, pero bajó la mirada y jugueteó con el anillo que llevaba en la mano derecha. Luego sonrió alegremente y cambió de tema. Charlaron sobre amigos comunes hasta que estuvo listo el croissant de Gemma.

Después de comer un poco y beber unos sorbos de té, Gemma dijo:

– Jackie, ¿qué sabes de Gilbert y David Ogilvie?

– ¿Ogilvie? -Jackie reflexionó un momento-. ¿No eran compañeros? Eso fue antes de llegar nosotras. Pero me parece recordar que hubo rumores de animosidad entre ellos. ¿Por qué?

Gemma le dijo lo que habían descubierto sobre la muerte de Stephen Penmaric y agregó:

– Parece ser que Gilbert y Ogilvie conocieron a Claire durante la investigación y un par de años más tarde ella se casó con Gilbert.

Jackie se chupó los restos de migas de los dedos.

– Sé quién te puede ayudar. ¿Te acuerdas del sargento Talley? Ha estado en la comisaría de Notting Hill durante siglos y sabe todo de todo el mundo.

– Él me ha dicho dónde encontrarte. -Gemma bajó la mirada al croissant y el té que sostenían sus manos-. Toma. -Le pasó el sándwich a Jackie y sacó el bloc de notas de su bolso-. Pasaré otra vez por la comisaría y veré si…

– Espera, Gemma. Deja que lo haga yo -dijo Jackie olvidando la tentación de adquirir un segundo panecillo-. Hay algo que tienes que entender sobre Talley. Puede que sea el mayor chismoso del mundo, pero él no se considera un cotilla. Nunca se prestaría a manchar el buen nombre de nadie de nuestra comisaría ante alguien de fuera… y ahora tú estás afuera.

– ¡Ay! Eso duele. -Gemma hizo una mueca.

– Lo siento -dijo Jackie con una sonrisa-. Pero ya sabes a qué me refiero. -Y era verdad, pensó. Ahora pudo ver en Gemma lo que no había sido capaz de ver el día anterior: la concentración, el empuje que hacían que tuviera madera de sargento. No era que hubiera cambiado, porque esas cualidades siempre estuvieron ahí. Era más bien que había encontrado el tipo de trabajo que aprovechaba esas cualidades y al hacerlo se había alejado de Jackie y la vida que habían compartido.

– ¿No te importa hablar con él de esto? -Se puso el bloc bajo el brazo y recuperó su croissant y lo mordisqueó.

– Intentaré llevármelo a la cantina a tomar un té cuando acabe mi turno y le haré rememorar viejos tiempos. Y no me importa -añadió Jackie despacio-. Has despertado mi curiosidad. Espero que esto de ser detective no se contagie.

* * *

– Tiene antecedentes. -Nick Deveney miró a Kincaid y Gemma cuando entraron en la unidad de investigación policial de la comisaría de Guildford. Él y Will Darling estaban inclinados sobre un listado impreso y la sonrisa entusiasta que ofreció a Gemma fue su único saludo-. No he podido contactar con su amiga Madeleine Wade hasta esta mañana y ha resultado que también había trabajado para ella. Hizo algunos trabajos pesados en la tienda y pintó el apartamento.

Gemma se preguntó qué había insinuado con «su amiga» y miró a Kincaid, pero él tan sólo parecía divertido.

– ¿Quién tiene antecedentes? -preguntó Gemma-. ¿De qué está hablando?

– Geoff Genovase -dijo Will-. Estuvo en prisión hace cinco años por robo. Llevaba una tienda de artículos de alta fidelidad en Wimbledon y parece ser que él y un colega de la tienda decidieron agenciarse parte de la mercancía que había en el almacén. Desafortunadamente no le tenían cogido el truco al tema de las alarmas, de modo que Genovase cumplió condena en uno de los mejores hoteles de su Majestad la Reina.

Gemma se sentó en una de las sillas que tenía más cerca.

– No me lo puedo creer.

– Estuvo haciendo trabajos para todos los que denunciaron los robos -dijo Deveney-. Estas coincidencias no se autofabrican. Y si robó a los otros, ¿por qué no a los Gilbert? Sólo que esta vez algo salió mal.

Gemma pensó en el dulce joven que le había dado queso y pepinillos para cenar, tan pendiente de ella, cuya cara se había iluminado de entusiasmo cuando ella le preguntó por el juego de ordenador.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Levantó la voz cuando se volvió hacia Kincaid.

La cara de éste mostró sorpresa cuando levantó la mirada de la lista que había tomado de Deveney.

– Simplemente era una corazonada. No tenía ni idea de que fuéramos a obtener resultados.

– He pedido una orden de registro -dijo Deveney-. Espero que no tengamos que registrar todo el maldito pub.

Kincaid devolvió la lista a Will y se quedó con la mirada perdida y los ojos levemente extraviados. Al cabo de un momento regresó del limbo y dijo con decisión:

– Escuche, Nick, no estoy dispuesto a abandonar todas las otras líneas de investigación para concentrar todos nuestros esfuerzos en ésta. Sigo pensando que hemos de continuar con Reid y la órbita londinense. -Se volvió hacia Gemma-. ¿Por qué no vas con Will a la tienda de Reid en Shere y habláis con él mientras Nick y yo nos ocupamos del registro?

Su enfado crecía a velocidad alarmante y provocó que su garganta se cerrara y su corazón latiera con rapidez. Pero se reprimió y pudo responder sin alterarse:

– ¿Puedo hablar contigo, jefe? -Kincaid arqueó una ceja pero la siguió hasta el pasillo vacío y cuando la puerta se cerró por completo ella le dijo entre dientes-: ¿He de asumir que tienes alguna buena razón para hacer esto?

– ¿Qué? -dijo Kincaid sin comprender.

– Enviarme a hacer recados estúpidos mientras tú y Nick Deveney hacéis el trabajo importante. ¿Crees que no soy capaz de ser objetiva? ¿Es eso?

– Por favor, Gemma -dijo dando un paso atrás-. He tratado de solucionar las cosas entre nosotros, pero estos días estás siendo muy difícil de tratar. ¿Qué diablos he de hacer contigo? ¿Pedirte permiso antes de decidir cómo dirigir esta investigación?

»De hecho tengo dos razones, si las quieres saber. -Las indicó con la punta de sus dedos-. Una, no has conocido a Malcolm Reid y quería saber qué sensación te producía, quería saber si había algo de cierto en la acusación de Percy Bainbridge acerca de que pueda estar liado con Claire. Dos, tú has establecido un contacto positivo con Geoff Genovase y me gustaría dejarlo así. Sabes tan bien como yo lo útil que eso puede ser en un interrogatorio. Entrar en su casa con una orden de registro no va a reforzar su confianza en ti. -Respiró-. ¿Es suficiente o necesitas más?

Su enfado desapareció tan rápido como había aparecido. Se apoyó contra la fría pared y cerró los ojos. Se sentía abatida y debilitada.

El eco de las palabras de Kincaid la transportó de nuevo a su niñez, a la pequeña habitación de encima de la panadería. Había tenido una de sus frecuentes y furiosas peleas con su hermana. Su madre había venido y se había sentado junto ella en la cama, donde se había echado y había hundido la cara llena de lágrimas en la almohada. «¿Qué voy a hacer contigo, Gemma?», le había dicho su madre, exasperada, aunque mientras hablaba le acariciaba el pelo suavemente. «Si no puedes controlar este temperamento de pelirroja, cariño, lo mejor que puedes hacer es aprender a disculparte con dignidad. Y si te queda un poquitín del sentido común que Dios te ha dado, harás las dos cosas.» Había sido un buen consejo -dado desde la propia experiencia, según supo Gemma cuando creció- y trató de tomárselo a pecho.

Abrió los ojos al notar un soplo de aire en su cara. Kincaid se había dado la vuelta, tenía la mano en el pomo de la puerta y cara de pocos amigos. Gemma alargó el brazo para tocar el de él.

– Tienes razón, por supuesto. Creo que mi reacción ha sido exagerada. Mira… Sé que últimamente me he portado de forma estúpida. -Apartó la mirada y se mordió el labio-. Duncan… lo siento.

* * *

Era alto y moreno, y su pelo rubio cortado casi al cero se amoldaba a su bien formada cabeza. Malcolm Reid era una visión capaz de acelerar el corazón de cualquier mujer. Era el complemento perfecto de la belleza rubia y delicada de Claire Gilbert y Gemma comprendió que las malas lenguas se hiciesen oír.

Los saludó amablemente y les ofreció café de una cafetera alemana de líneas elegantes enchufada a la parte posterior de una de las encimeras de la exposición.

– Pensaba que todo era de muestra. -Gemma apuntó a la cocina mientras aceptaba una taza.

– Lo menos que puedo hacer es usar las instalaciones. -Reid sonrió mientras traía unos taburetes de hierro forjado para Will y Gemma-. En realidad esta cocina es totalmente funcional. Mi esposa la utiliza para clases y demostraciones de cocina, pero justo ahora no tiene nada. «Cocina saludable del Mediterráneo» acabó la semana pasada y este próximo martes empieza «Clásicos italianos».

Los nombres de los cursos evocaban ingredientes exóticos, climas cálidos cargados de olores a ajo, y Gemma sintió cierta nostalgia. A pesar de que sus padres producían unos productos de panadería excelentes, su negocio a menudo les dejaba poco tiempo para otra cosa que no fuera la cocina inglesa más convencional y Gemma nunca tuvo muchas oportunidades de aventurarse a probar otras comidas.

– Suena riquísimo -dijo con un poco de nostalgia.

– Lo es. -Malcolm la contempló con interés. Se había apoyado contra la encimera con aire de tenerlo muy practicado, acunando su café con ambas manos-. Debería probar alguna vez. Bien, ¿en qué puedo ayudarlos?

Will cambió de posición en un taburete que no estaba hecho para su tamaño.

– Señor Reid, ¿puede decirnos qué estuvo haciendo el miércoles por la noche?

La taza se detuvo casi imperceptiblemente en su camino hacia la boca de Reid. Tomó un sorbo y luego dijo:

– ¿El miércoles por la noche? ¿Está comprobando si tengo una coartada? Lo sé, lo sé. -Levantó una mano antes de que ellos pudieran hablar-. Lo sé por su… comisario, ¿no es así? Preguntas de rutina, igual que en la tele, no hay de qué preocuparse. Debo decir que no encuentro esas palabras nada reconfortantes, pero no tengo ninguna razón para no responderles. No obstante, creo que se sentirán decepcionados. -Miró a Gemma con una chispa de humor en sus ojos-. Cerré la tienda a las cinco y media y me fui directamente a casa, donde pasé toda la noche con mi esposa.

Will asintió de un modo alentador.

– ¿Su esposa lo puede confirmar?

– Por supuesto. ¿Por qué no habría de hacerlo?

– Señor Reid -dijo Gemma preguntándose al mismo tiempo cómo introducir el tema con tacto-, ¿su esposa se lleva bien con Claire Gilbert?

– ¿Val? -Reid parecía sinceramente perplejo-. Val conoce a Claire desde hace más tiempo que yo. Así es como Claire vino a mí como cliente. Había tomado una de las clases de Val.

– ¿Tanto su esposa como Alastair Gilbert estaban de acuerdo con su relación laboral con Claire?

Por un momento Reid los miró sin comprender, luego su mirada se endureció.

– ¿Exactamente qué es lo que pretenden?

De perdidos al río, pensó Gemma, dado que su intento de introducir el tema con tacto había fallado estrepitosamente.

– Aparentemente, señor Reid, ha habido rumores en el pueblo de que su relación con Claire Gilbert era de naturaleza algo más personal y se informó a su esposo sobre ello.

– ¡Maldita sea! -explotó Reid. Sus nudillos estaban blancos de apretar la taza-. Odio los chismorreos. Es algo tan insidioso y uno se siente totalmente impotente. Si no dices nada te condenan, y te condenan todavía más si desafías a los chismosos.

»Son todo estupideces. Y lo que dicen sobre Alastair también. -De repente se relajó y suspiró-. No es culpa suya, sargento. Lo siento si la he tomado con usted. Pero por favor no le cuelgue esto a Claire también. Ya ha pasado por demasiadas cosas.

Gemma era consciente de lo inadecuada que era su respuesta estándar y no obstante la recitó:

– Ésta es una investigación por asesinato, señor Reid, y la verdad tiene prioridad. Me desagrada…

No pudo acabar la frase porque oyó como se abría la puerta de la tienda y reconoció la voz de Claire Gilbert.

– Malcolm, yo… -Claire se detuvo cuando se dio cuenta de la presencia de Will y Gemma. Ésta tuvo la clara impresión de que Claire había estado a punto de lanzarse a los brazos de Malcolm Reid.

– Claire, ¿qué estás haciendo aquí? -Reid cruzó la habitación para recibirla y la cogió por las manos. Frunció el ceño por la preocupación-. No debes salir.

Claire soltó las manos de Reid tras un breve contacto y recuperó el suficiente aplomo como para saludar a Will y Gemma con su habitual refinamiento.

– Lo siento. Espero no haber parecido mal educada. -Los saludó con la cabeza y a Will le dedicó una sonrisa-. Es que ya no lo podía soportar más. Hemos tenido que descolgar el teléfono porque no paraba de sonar. Y el agente sigue en la puerta, pero esperan afuera, en el camino, observándonos. -Tuvo un escalofrío y juntó las manos.

– Toma, siéntate -le ordenó Reid mientras Will le ofrecía su taburete-. ¿Quién os está observando? ¿De qué estás hablando?

– Periodistas. -Gemma frunció el ceño-. Son como buitres. Pero pasará, señora Gilbert. Se lo prometo. No pueden mantener la atención por demasiado tiempo. En realidad me sorprende que se hayan quedado tanto tiempo.

– ¿Y cómo ha escapado al asedio? -preguntó Will.

Sonrió de nuevo al agente.

– Me he puesto una de las gorras de Alastair para completar el disfraz. -Apuntó a las ropas que llevaba y Gemma se dio cuenta de que había cambiado su normalmente elegante atuendo por unos tejanos y una vieja chaqueta de tweed-. Luego me he escabullido por detrás, he pasado a través del jardín de la señora Jonsson, he cruzado hacia el pub y he cogido prestado el coche de Brian. -Su voz tenía una nota de orgullo y añadió-: A decir verdad, ha sido algo inesperadamente liberador.

La ropa hacía parecer más joven a Claire y destacaba lo que Gemma había empezado a reconocer en ella como tenacidad. Asimismo enfatizaba su fragilidad. ¿Seguiría deshaciéndose de sus símbolos de respetable ama de casa de los suburbios como una serpiente muda de piel?

– Pero, ¿por qué están ustedes aquí? -Se volvió hacia Will y Gemma como si se acabara de dar cuenta de su presencia-. No entiendo por qué han de hablar con Malcolm. -Cruzó los brazos como si tuviera frío y su voz denotó miedo al añadir-: ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué pa…?

– Preguntas de rutina -dijo Reid sonriendo antes de que Gemma pudiera responder-. Nada de lo que preocuparse. ¿Verdad, sargento?

– Señora Gilbert -dijo Gemma-, ¿puedo hablar con usted?

* * *

Tras sugerir un paseo, Gemma cruzó el puente delante de Claire y tomó el sendero que seguía a lo largo del río Tillingbourne. En las orillas crecían los abedules cuyas desnudas ramas plateadas se levantaban al cielo como buscando los últimos rayos del debilitado sol.

Gemma se preguntó cuál sería la forma idónea para formular sus preguntas. Claire parecía relajada, conformada con dar un paseo en silencio. Sonrió a Gemma, luego se agachó a coger una piedra y se quedó sopesándola en la mano. Sacudió la cabeza, se agachó y buscó otra. El viento abrió su mata de pelo, revelando un cuello pálido y delgado. Al verlo, Gemma sintió un extraño e incómodo sentimiento de protección y apartó la mirada.

Claire encontró otra piedra, se levantó y la hizo saltar con pericia por la superficie del agua. Cuando la última de las ondas hubo desaparecido, dijo:

– Hacía años que no practicaba. Me sorprende que siga siendo capaz de hacerlo. ¿Cree que es como montar en bicicleta? -Luego, como si continuara una conversación previa, dijo-: Doy gracias a Dios por Becca. No sé lo que haría si no fuera por ella. Se encargará de los preparativos del funeral cuando… cuando devuelvan el cuerpo de Alastair.

– ¿Becca?

Gemma vio una oportunidad. Estaba dispuesta a dejar de lado a Malcolm Reid por un rato para poder hurgar en el pasado.

– Supongo que la experiencia no hace que estas cosas sean más sencillas. No sabía lo de su primer esposo cuando hablamos el otro día. Lo siento.

– No debe. No podía haberlo sabido. Y Stephen siempre fue de los que seguían adelante a pesar de los problemas. Traté de recordarlo en aquellos días en que sentía que no merecía la pena levantarse de la cama. -Claire se detuvo y se volvió hacia el río. Tenía las manos metidas en los bolsillos y miraba el agua que corría como metal fundido por encima de las rocas-. Pero parece que hayan pasado siglos desde entonces. Ni siquiera estoy segura de conocer a aquella Claire tan distante.

– ¿Fue entonces cuando conoció al comandante Gilbert, después de morir Stephen?

La sonrisa de Claire no era de regocijo.

– Alastair pensó que necesitaba que me cuidasen.

– ¿Y era verdad?

– Pensaba que sí -respondió Claire que volvió a iniciar la marcha-. Stephen y yo nos casamos muy jóvenes, tan pronto acabamos la universidad. Novios de la infancia. Él era periodista, ¿sabe?, uno genial. -Miró a Gemma y añadió con dureza-: Llevábamos una buena vida. Y después de nacer Lucy fue incluso mejor, pero no era lo que se dice segura. Vivíamos el presente.

»Así que ahí estaba yo, con mi esposo muerto, mis padres muertos, sin dotes para trabajar en nada y una hija de cinco años a la que cuidar. Stephen tenía un seguro de vida, pero no lo suficiente para vivir más de dos años, incluso si ahorrábamos hasta el último penique. -El sendero se había estrechado y acabó bruscamente en una pared de piedra. Claire dio la vuelta para regresar-. Alastair parecía ofrecer seguridad.

Gemma la siguió en silencio cuando llegaron a la carretera y la cruzaron. Siguieron el camino que llevaba a la iglesia y bordearon las macetas de flores que bloqueaban a medias el pavimento.

¿Qué hubiera hecho ella sin su trabajo y la ayuda de sus padres cuando la dejó Rob? ¿Hubiera elegido seguridad, como hizo Claire, si se la hubieran ofrecido?

– ¿Qué hay de David Ogilvie? -preguntó-. ¿También estaba enamorado de usted?

– ¿David? -Claire se detuvo y agarró la verja de la iglesia. Miró a Gemma asustada.

– Tuvimos que interrogarlo como jefe de personal de su esposo. Había algo en lo que no llegó a decir que me ha dado que pensar.

– David… -El suspiro que dio Claire hizo eco en el chirrido de la verja. Mientras se abrían camino entre la hierba crecida que rodeaba las tumbas, Claire cogió una brizna y la retorció entre sus dedos-. David era… difícil. En aquella época yo estaba convencida de que era simplemente una de sus potenciales conquistas, una chica más en su larga lista. Estaba muy en contra de que me casara con Alastair, pero lo atribuí a la rivalidad entre los dos hombres. Ya sabe como son los hombres cuando sienten que su territorio se ve amenazado. -Habían llegado de nuevo al río. Pararon en la pequeña pasarela de madera y Claire pasó los dedos por las puntas livianas de las hierbas, que dejó decapitadas, y vio como las semillas se dispersaban en dirección al agua-. Pero si lo pienso ahora no estoy segura de estar en lo cierto. No estoy segura de nada.

– Eso debió provocar fricciones entre ellos y, sin embargo, debían continuar trabajando juntos -dijo Gemma, pensando en el resentimiento que había mencionado Jackie-. ¿Continuaron siendo amigos ustedes tres?

– David no me habló más después de casarme con Alastair. No literalmente, claro. En ciertos eventos sociales, cuando nos encontrábamos, respondía educadamente. Pero nunca más me habló como un amigo.

Y todavía le duele después de todos estos años, pensó Gemma al ver como Claire apretaba los labios y escuchaba como controlaba su voz. Quizás debería haberle hecho una pregunta distinta. ¿Estaba Claire enamorada de David Ogilvie cuando se casó con Alastair Gilbert?

9

– ¿Tiene la lista? -preguntó Kincaid mientras dejaban el coche en el aparcamiento vacío del pub. Deveney le había pedido que trajera un Rover de la flota de Scotland Yard, ya que esos coches eran muchísimo mejores que su Vauxhall carente de calefacción.

Deveney golpeó su bolsillo.

– Hasta la última baratija. Cuando lo juntas todo resulta un surtido bastante extraño. -Apagó el motor y miró alrededor mientras se desabrochaba el cinturón-. Parece que no está la camioneta de Brian. Espero que haya alguien.

Al salir del coche, Deveney echó un vistazo a la ventana trasera del pub y dijo:

– Estamos de suerte. Al menos en lo que concierne a Brian.

Mientras marchaban en fila india por el camino que iba del aparcamiento a la puerta delantera, añadió:

– ¿Te importa si me ocupo yo?

– No faltaba más -dijo Kincaid.

La puerta y las ventanas del pub estaban abiertas, aprovechando la brisa de la tarde. Encontraron a Brian silbando mientras pasaba un trapo por la barra, preparándola para los clientes de la noche. El local olía a cera con aroma de limón.

– ¿Ya ha vuelto para pasar la noche, comisario? ¿Y su sargento también? -Se puso el trapo en el hombro y empezó a colocar los vasos limpios en los estantes-. Mi hijo estará contento. Su compañera parece haberlo impresionado.

– Es justamente de Geoff de quien queremos hablar, Brian -dijo Deveney-. ¿Por qué no nos sentamos?

A pesar de lo suaves que habían sido las palabras de Deveney, parecían haberle sentado a Brian Genovase como una patada en el estómago. El color desapareció de su cara y se quedó con una mano en la estantería y el cuerpo paralizado por el terror.

– ¿Qué ha pasado? Acabo de enviarlo a la tienda a por limones…

– No le ha pasado nada, Bri. Siéntate y deja que te explique.

Brian lo siguió despacio al rincón que había junto al bar. La toalla seguía olvidada en su hombro. Cuando Kincaid hubo apartado una silla y se hubo sentado, Deveney dijo:

– Tenemos razones para creer que Geoff puede tener algo que ver con la cadena de robos en el pueblo. Necesitamos…

– ¿Qué quieres decir con que tenemos razones para creer? Lo habéis investigado, habéis descubierto lo de la tienda y ahora lo perseguís. Pues no es justo y maldita sea si voy a permitirlo. -Brian empujó la mesa, tratando de levantarse, pero lo habían encajonado.

– Me temo que no es tan sencillo, Brian -dijo Deveney-. Nunca lo habríamos investigado si no hubiéramos descubierto que Geoff trabajó para cada uno de los que denunciaron los robos. Él es el único factor en común. Hemos de seguir la investigación, ni que sea para limpiar su nombre.

Lentamente Brian empezó a darse cuenta. Sus ojos se ensancharon por el shock y sus labios palidecieron.

– Creéis que Geoff asesinó al hijo de puta -dijo con voz quebrada.

– Cuanto antes acabemos con esto mejor, Brian. Tenemos una orden y hemos de registrar su habitación. Si resulta que es una coincidencia lo tachamos de la lista y nadie se va a dar cuenta. Si nos indicas…

– No lo entiendes. Geoff ha tenido este problema desde pequeño. Coge cosas, pero no por malicia. Ni siquiera lo hace por dinero. Se las queda. -Brian se inclinó hacia ellos, suplicante. -Lo que pasó en Wimbledon fue que dos gamberros que trabajaban en la tienda le hicieron chantaje para que los ayudase. Lo vieron coger una cinta que pertenecía al dueño, le dijeron que lo denunciarían si no se les unía.

– ¿Estás diciendo que Geoff es un cleptómano? -Deveney sonó sorprendido, pero Kincaid se limitó a asentir cuando Brian confirmó su sospecha. Se había encontrado con un caso similar una vez que trabajó en un caso de robo. Esa vez se trató de una mujer mayor de un vecindario pijo que visitaba a sus vecinos a la hora del té.

– Durante un tiempo lo vio un médico, mientras cumplía condena y parecía que había mejorado mucho desde que volvió a casa. -Brian se hundió en su silla, como si su combatividad lo hubiera abandonado.

– Estoy seguro de que le explicaron que esta afección es muy difícil de tratar -dijo Kincaid-. Usted debió de preguntarse cuándo empezaron a desaparecer cosas. -Brian no respondió, y al cabo de un rato Deveney le dijo en voz baja a Kincaid-: Acabemos con esto. Encontraremos la habitación nosotros mismos. -Dejaron a Brian inmóvil, sentado a la mesa y con la cabeza hundida entre sus manos.

* * *

– Parece como si hubiera estado en el ejército -dijo Deveney-. Demasiado ordenado.

– O la cárcel. -Kincaid pasó la mano por la esquina perfectamente metida de la cama. Las paredes estaban cubiertas de pósters de fantasía, pero en lugar de estar sujetos con las típicas chinchetas, tenían marcos de madera sencilla sin barnizar-. Bricolaje, diría yo -se dijo Kincaid.

– ¿Qué? -Deveney levantó la mirada de la pantalla del ordenador. Había estado mirando, fascinado, la mandala cambiante del salvapantallas-. No creo que tenga intención de estar fuera por mucho tiempo si ha dejado todo en marcha. Será mejor que empecemos.

– De acuerdo. -Kincaid se sentó en el escritorio y abrió el primer cajón. Encontraba desagradable y a la vez raramente fascinante el fisgonear las minucias de las vidas de las personas. El placer, no obstante, siempre iba acompañado de un leve sentimiento de culpa.

En el cajón superior había objetos de escritorio cuidadosamente ordenados, un par de cartas en papel floreado y manuales de juegos de ordenador. En el cajón inferior encontró una fotografía descolorida de una mujer joven, que llevaba pantalones de campana al estilo de finales de los sesenta. Llevaba la cintura al aire, una larga melena color castaño con la raya en medio, pendientes de aro enormes y su expresión era de seriedad y leve aburrimiento. Kincaid se preguntó quién era y por qué guardaba la foto.

Una estantería junto a la ventana contenía sobre todo libros en rústica, de literatura fantástica, de caballeros y magia, y un par de novelas históricas. Kincaid las hojeó y luego se quedó en la ventana mirando el tejado de St. Mary levantándose incorpóreo por encima del seto de la vicaría. Trató de analizar la diferencia entre el orden de esta habitación y el del estudio de Alastair Gilbert. Al cabo de un rato decidió que el de Gilbert indicaba un control ejercido porque sí, mientras que esta habitación evocaba una serenidad intencionada y cuidadosamente reservada.

– ¡Bingo! -exclamó Deveney en un tono que no era de júbilo. Arrodillado sobre la alfombra, el sargento sacó una caja de madera tallada del cajón inferior de una cómoda de pino y luego la llevó al escritorio. Soltó un taco en voz baja mientras la abría.- Maldita sea. Pobre Bri.

Las piezas de joyería estaban perfectamente ordenadas sobre el forro de terciopelo.

Encontraron la plata de Madeleine Wade y las fotos de Percy Bainbridge detrás de una caja de zapatos que había en un estante del armario.

– No se esforzó mucho por esconder las cosas -dijo Deveney mientras sacaba la lista de su bolsillo.

– No creo que tratase de esconderlas. -Kincaid toqueteó un antiguo broche tallado y luego un par de delicados pendientes de perlas y filigrana de oro-. ¿Coinciden estos pendientes con la descripción de los de la vicaria?

Deveney miró la lista.

– Creo que sí.

– Pero no hay otros. A menos que los hayamos pasado por alto, los de Claire Gilbert no están aquí.

– Quizás los tirara en el seto. Le entraría pánico después de lo que había hecho -dijo Deveney. Luego añadió, cuando oyeron voces en el piso inferior-: Parece que el hijo pródigo ha regresado. Llamaremos a la comisaría para que vengan los chicos a dejarlo todo patas arriba. Es hora de que hablemos con el pequeño Geoff.

* * *

Brian Genovase tenía a su hijo abrazado y en un primer momento Kincaid pensó que lo tenía sujeto para que no se fuera. Pero al acercarse y cuando Brian se apartó al fin, vio que el joven temblaba tanto que apenas se podía tener en pie.

– Geoff. -El tono neutro de Deveney lo dijo todo, y las rodillas de Geoff se doblaron justo cuando Kincaid lo estaba mirando.

– Por Dios, se va a desmayar. -Kincaid saltó hacia él, pero Brian ya había agarrado a su hijo por la cintura y lo llevó hasta un banco.

– Cabeza entre las piernas -ordenó Brian y Geoff obedeció. Sus rizos casi rozaban el suelo, el silbido de su respiración era muy sonoro.

Deveney salió un momento por la puerta y cuando volvió al poco rato dijo:

– Lo siento, Bri. Hemos de llevárnoslo a la comisaría. -Y en voz baja dijo a Kincaid-: He llamado al coche patrulla.

Brian estaba junto a su hijo, con la mano en su hombro.

– No puedes. No te lo puedes llevar. No lo entiendes.

– Tendremos que presentar cargos, Brian -dijo Deveney con delicadeza-. Pero te prometo que no le pasará nada en la comisaría.

Geoff levantó la cabeza y habló por primera vez, entrecerrando los dientes para evitar el castañeteo.

– Está bien, papá. -Se apartó el pelo de la cara y respiró hondo-. Tengo que decir la verdad. No hay más remedio.

* * *

Brian Genovase insistió en acompañar a su hijo a la comisaría de Guildford. Cuando subieron a la parte de atrás del coche y Deveney se metió en el lado del conductor, un puñado de vecinos había salido y miraba desde la distancia. La doctora Wilson, que pasaba a toda velocidad con su pequeño Mini junto al prado, frenó de golpe cuando vio el coche de policía.

Kincaid deseó ahora no haber enviado a Gemma a entrevistar a Malcolm Reid, pero no hubieran podido adivinar que Geoff iba a tener un ataque de pánico. Miró su reloj y deseó que al menos estuviera de vuelta en la comisaría cuando tuvieran todo listo para empezar el interrogatorio.

Recuperó el Rover y estaba dando marcha atrás cuando vio una imagen borrosa por el retrovisor y oyó un golpe en el maletero. Al cabo de un momento tenía a Lucy Penmaric golpeando en la ventanilla y gritándole. Sus palabras no fueron comprensibles hasta que apagó el motor y bajó el cristal.

Entre sollozos Lucy gimió:

– ¿Por qué se lo llevan? No los deje. No deje que se lo lleven de aquí. No podría soportarlo. -Cuando salió del coche y se puso a su lado, Lucy se le enganchó y tiró de su manga con suficiente fuerza como para arrancarla.

– Lucy. -Estrechó las manos de la joven, cerradas en un puño, entre las suyas-. No te podré ayudar si no te calmas. -Tragó saliva y asintió. Kincaid notó como relajaba las manos un poco-. Bien. Despacio. Dime qué pasa.

Seguía hipando aunque pudo decir:

– La doctora Wilson pasó por casa y dijo que se estaban llevando a Geoff en… -Su rostro se volvió a contraer.

Kincaid apretó sus manos.

– Cálmate. Tienes que ayudarme a aclarar esto. -Parecía una niña asustada, muy lejos de aquella joven desenvuelta que había visto la noche del asesinato de Alastair Gilbert-. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas, eso es todo. No hay nada que…

– No me trate como a un bebé. Usted cree que Geoff lo mató. A Alastair. No lo comprende. -Se soltó las manos y se apretó los nudillos contra la boca, luchando por controlarse.

– ¿Qué es lo que no entiendo?

– Geoff es incapaz de hacerle daño a nadie. No mataría ni a una araña. Dice que tienen tanto derecho a existir como él. -Tal era su deseo de explicarse que tropezaba con las palabras-. Siempre dice que no es lícito el uso de la fuerza y que el fin no justifica los medios. Es de su libro favorito. Opina que siempre se puede encontrar una solución pacífica.

Kincaid suspiró al reconocer el origen de las ideas de Geoff. También había sido uno de sus libros favoritos y se preguntó qué partes de la visión del Rey Arturo había sido capaz de mantener intactas en medio de sus obligaciones cotidianas como policía.

– Quizás Geoff no hiciera daño a nadie -dijo-, pero, ¿cogería cosas que no le pertenecen?

Lucy apartó la mirada.

– Eso fue hace tiempo. Y él no odiaba a Alastair por lo que…

– ¿Odiar a Alastair por qué, Lucy?

– Por ser un policía -dijo, recuperándose con rapidez. Se limpió las lágrimas y se sorbió la nariz-. Aunque probablemente debería haberlo odiado, por la manera en que lo trataron.

Kincaid la miró socarronamente y luego decidió dejar pasar esa alegación.

– No estoy hablando de lo que pasó cuando Geoff fue enviado a prisión, Lucy. Te estoy preguntando si ahora, aquí, ha estado cogiendo cosas de gente para la cual ha hecho trabajos.

Con una voz pequeña y desconcertada dijo:

– ¿Geoff?

– Nada de mucho valor. La mayoría son recuerdos. ¿Sabes que quizás es algo que no puede evitar? -Tocó su mejilla. Sus ojos eran enormes y oscuros, incluso con tan poca luz, y sus pupilas se habían dilatado por la angustia.

Negó con la cabeza.

– No. No me lo creo. Eso son sólo cosas usadas que ha recogido para el juego.

– ¿Qué juego? -Vio que se retraía en el medio paso atrás que dio y en la boca apretada-. Lucy, si no me lo dices no lo puedo ayudar. He de saber de qué va todo esto.

– Tan sólo es un juego de ordenador y una búsqueda. En el juego has de encontrar ciertos objetos, talismanes que te ayudarán por el camino, y Geoff dijo que si teníamos representaciones podríamos visualizar mejor el juego.

– ¿Y estas cosas que coleccionaba Geoff eran las representaciones? -Cuando Lucy asintió, Kincaid dijo-: ¿Crees que podría haber cogido cosas de tu casa?

– ¡Nunca! -Su cabello se meció con fuerza cuando sacudió la cabeza.

Una lealtad así era admirable, pensó Kincaid, pero se preguntó si estaba justificada.

– No hubiera funcionado -explicó con seriedad, tratando de convencerlo-. No pueden ser tus propias cosas. Eso invalidaría cualquier ayuda que pudieran proporcionar durante la búsqueda.

Decidió aceptar por el momento la explicación de Lucy de la lógica del juego. Pero volvió a retomar un tema que lo había estado fastidiando.

– Lucy, ¿a qué te referías con lo de que Geoff no podría soportar que se lo llevaran de aquí?

Ella dudó un instante y luego dijo despacio:

– Tiene miedo. No sé por qué. Brian dice que tiene que ver con su estancia en prisión, pero nunca abandona el pueblo si lo puede evitar. Y a veces, cuando tiene días malos, no sale del pub. Y no le gusta estar detrás de la barra. Dice que el ruido le hace sentirse mal. Y eso le fastidia a Brian cuando anda corto de personal -añadió con un amago de sonrisa-. Desearía poder…

Una pequeña camioneta blanca entró en el aparcamiento y frenó junto a ellos con una sacudida. Los cristales eran ahumados de modo que Kincaid no reconoció a Claire Gilbert hasta que ésta salió fuera del vehículo y rodeó el capó en dirección a ellos. La ropa informal la hacía parecer casi tan joven como su hija, pero su expresión era tanto de miedo como de furia.

– ¡Lucy! ¿Qué estás haciendo fuera de casa? Te he dicho…

– ¡Se han llevado a Geoff! Piensan que ha robado cosas y que mató a Alastair. -Se acercó hasta su madre de modo que sus narices casi se tocaron-. Y es por tu culpa.

Claire retrocedió, pero cuando habló su voz seguía siendo desapasionada y contenida.

– Lucy, es suficiente. No tienes ni idea de lo que dices. Lo siento por Geoff y haré lo que sea para ayudarle, pero ahora quiero que vuelvas a casa.

Durante unos segundos madre e hija permanecieron cara a cara. El aire que las envolvía era denso debido a la tensión. De repente Lucy se dio la vuelta y se marchó.

Claire la miró hasta que Lucy desapareció por el sendero, luego suspiró y se restregó la cara como para relajar la tensión de los músculos.

– ¿Qué es culpa suya? -preguntó Kincaid antes de que ella pudiera recuperar la calma.

– No tengo ni idea. -Se apoyó contra el coche y cerró los ojos-. A menos… ¿Ha dicho que ustedes creen que Geoff ha robado algo?

– Hemos descubierto que Geoff ha trabajado para todos los que han denunciado la desaparición de joyas u otros objetos pequeños durante el último año.

– ¡Vaya por Dios! -Claire reflexionó un momento-. Quizás esté enfadada conmigo porque mencioné que echaba en falta mis joyas. Pero nunca se me ocurrió que Geoff pudiera ser responsable. Y sigo sin creerlo. Y ni siquiera voy a contemplar la posibilidad de que Geoff matara a Alastair.

– ¿Lucy y Geoff han sido amigos durante mucho tiempo?

Claire sonrió.

– Lucy y Geoff formaron una extraña alianza desde el momento en que llegamos al pueblo. Lucy debía de tener ocho o nueve años y Geoff estaba llegando al fin de la adolescencia. Pero siempre ha habido algo de ingenuidad en él, que no de puerilidad -aclaró con el ceño fruncido-. Tiene un algo de inocencia, no sé si sabe a lo que me refiero.

– Incluso cuidó de Lucy cuando yo no estaba hasta que ella tuvo edad para quedarse sola en casa. Obviamente cuando Geoff dejó la escuela y se fue a trabajar a Wimbledon se distanciaron un poco. Pero desde que ha vuelto han estado más unidos que nunca.

Kincaid se preguntó si se acostaban juntos. Aunque Lucy tenía la edad legal, su instinto le decía que no. Había algo casi monacal en la habitación de Geoff.

– Debe de haber sido duro para Lucy el tiempo que él estuvo en prisión.

– Se escribían. Fue una época difícil, pero ella nunca ha hablado de ello. Lucy siempre ha sido una solitaria. Se lleva bien con los chicos de la escuela y del pueblo. Pero nunca mantiene relaciones estrechas. Geoff es como su sostén. -Miró hacia el pub. Había oscurecido y la luz de la ventana posterior los alumbraba-. Mire, tengo que ver si puedo hacer algo por Brian. Estará desesperado. -Dio un paso adelante pero Kincaid le tocó el brazo.

– No hay nada que pueda usted hacer aquí. Brian se ha ido a la comisaría con Geoff. Estará plantado en la recepción, pero ha insistido.

– Por supuesto. -Bajo la luz que salía del pub, el color blanco de su camisa destacaba entre las solapas de la chaqueta. Kincaid vio como su pecho subía y bajaba al soltar un suspiro-. Y tiene usted razón. He de ocuparme de mi propia hija.

* * *

Kincaid permaneció sentado en el coche, llave en mano. Puso el Rover en marcha y luego apagó el motor. Cogió su teléfono móvil y cuando logró tener a Deveney al otro lado de la línea le dijo:

– No empiecen sin mí, Nick. Llegaré en un momento.

Cuando salía del aparcamiento entraba el primer cliente del pub. Las casas que rodeaban el prado comunal estaban a oscuras y en silencio, al igual que la tienda cuando la vio al pasar por delante. Sólo pudo ver el cartel de CERRADO, pero por las rendijas de las cortinas de la ventana del apartamento se filtraba una luz amarilla.

Las escaleras estaban a oscuras. No se veía nada excepto la barandilla blanca. Llegó al final de la escalera y llamó con fuerza a la puerta de Madeleine Wade.

– Realmente debería poner una bombilla -dijo cuando ella abrió.

– Lo siento -respondió mirando hacia el farol con el ceño fruncido-. Se debe de haber fundido justo hoy. -Le indicó que pasara adentro y cerró la puerta-. ¿Debo entender que ésta es una visita social, ya que no viene acompañado por su adlátere, comisario?

Kincaid soltó una carcajada mientras la seguía a la cocina.

– ¿Adlátere?

– Bonita palabra, ¿verdad? Me gustan las palabras con capacidad de descripción. -Mientras hablaba rebuscó en los armarios-. El vocabulario de la mayoría de las personas es deprimentemente simple, ¿no cree? ¡Ah, por fin! -añadió triunfalmente al encontrar un sacacorchos en un cajón-. ¿Tomará una copa de vino conmigo, señor Kincaid? Sainsbury’s se ha vuelto sofisticado últimamente. La verdad es que se puede encontrar un vino bastante decente.

Madeleine llenó dos copas largas con un chardonnay oro pálido y luego caminó por delante de Kincaid hacia el salón. Unas velas añadían una luz titilante a la de dos lámparas de mesa. La música que había admirado en su anterior visita sonaba suavemente en el fondo.

– ¿Espera un cliente, señora Wade? -preguntó mientras aceptaba la copa ofrecida y se sentaba.

– Todo esto es para mí. -Se descalzó, subió los pies al sofá y el gato color naranja saltó junto a ella-. Intento practicar lo que predico -dijo riendo entre dientes mientras acariciaba la barbilla al gato-. Reducción de estrés.

– A mí también me convendría. -Kincaid sorbió el vino y lo saboreó un instante en su boca. Las aromas explotaron en su lengua: cremoso como la mantequilla, con un toque del roble que se encuentra en el buen whisky y por debajo un ligero rastro de flores. La sensación fue tan intensa que se preguntó si estaba siendo sometido a algún tipo de mejora de la percepción.

– Riquísimas y volátiles moléculas. -Madeleine cerró los ojos mientras sorbía. Luego miró a Kincaid directamente. A la luz de las velas sus ojos parecían verdes como el musgo junto al río-. ¿En qué puedo ayudarlo, señor Kincaid?

Kincaid pensó que en los pocos minutos que había estado en el apartamento había dejado de verla fea. No era que sus rasgos hubieran cambiado, sino que los parámetros normales para juzgar la belleza física habían dejado de tener sentido. Se sintió aturdido, aunque apenas había tocado el vino.

– ¿Es usted una bruja, señora Wade? -preguntó sorprendido de sí mismo. Sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa con su característica ironía.

– No, aunque lo he contemplado seriamente. Conozco unas cuantas y he incorporado algunos aspectos de sus rituales en mi método.

– ¿Cómo cuáles?

– Bendiciones, hechizos de protección, ese tipo de cosas. Todo muy inofensivo, se lo aseguro.

– La gente se empeña en asegurarme un montón de cosas, señora Wade y, francamente, me estoy hartando. -Dejó su copa en la mesa y se inclinó hacia delante-. En este pueblo hay como una conspiración de silencio. Incluso una conspiración de protección. Todos deben de haber conocido la historia de Geoff Genovase, todos deben de haber contemplado la posibilidad de que él hubiera sido responsable de los robos. Y, sin embargo, nadie dijo nada. De hecho, usted se mostró reacia a hablar de los robos. ¿Hubo otros que no fueron denunciados cuando ya había corrido la voz?

Se arrellano en el sillón y recuperó su copa. Prosiguió más despacio:

– Alguien ha asesinado a Alastair Gilbert. Si la verdad no se descubre, esta situación se comerá el pueblo como un cáncer. Cada persona se preguntará si su amigo o su vecino merece su lealtad, luego se preguntará si el amigo o vecino sospecha de él. La serpiente está en el jardín, señora Wade, e ignorarla no hará que se marche. Ayúdeme.

La música tintineó en el silencio que siguió a las palabras de Kincaid. Por primera vez, Madeleine no lo miró a los ojos sino que clavó los suyos en su copa mientras removía el líquido lentamente. Finalmente levantó la vista y dijo:

– Supongo que tiene razón. Pero ninguno de nosotros quería ser responsable de hacer daño a un inocente.

– Las cosas nunca son tan sencillas y usted es suficientemente perspicaz como para darse cuenta.

Ella asintió con conformidad.

– Todavía no estoy segura de lo que quiere que haga.

– Hábleme de Geoff Genovase. Claire Gilbert lo tachó de ingenuo. ¿Es corto de alcances, poco despierto?

– Justo lo contrario, diría yo. Muy inteligente, pero sí es cierto que hay algo de ingenuidad en él.

– ¿Cómo? Descríbamelo.

Madeleine tomó un sorbo de su vino y se quedó un momento pensativa. Luego dijo:

– Por el lado positivo diría que tiene una imaginación muy desarrollada y que sigue siendo capaz de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Por el lado negativo pienso que no hace frente a las cosas de una manera emocionalmente adulta… Elige retirarse a su vida de fantasía en lugar de enfrentarse a una situación desagradable. Pero la mayoría de nosotros ha hecho lo mismo en un momento u otro.

Últimamente mucho, pensó Kincaid. Luego se preguntó si ella sería capaz de percibir su breve chispa de vergüenza.

– Madeleine -dijo, omitiendo deliberadamente el formalismo «señora Wade»-, ¿puede notar en él el potencial para actuar con violencia?

– No lo sé. Nunca he sido expuesta a un ejemplo claro de antes y después. Puedo sentir la ira crónica, como ya le dije ayer, pero no tengo manera de saber cuándo va a explotar o si va a hacerlo.

Haciendo girar el líquido de su copa, tal como Madeleine había hecho, y mirando como se dibujaban lazos en el interior, Kincaid dijo como con indiferencia:

– ¿Está enfadado Geoff?

Madeleine negó con la cabeza.

– Geoff está asustado. Siempre. Venir aquí parece que lo tranquiliza. A veces simplemente viene, se sienta y durante una hora o así se queda en silencio.

– ¿Pero no sabe por qué?

– No. Sólo que ha sido así desde que lo conozco. Ellos llegaron al pueblo unos años antes que yo. Brian dejó su trabajo de ventas y compró el Moon. -Cambió de postura y el gato se levantó, mirándola ofendido antes de saltar al suelo-. Mire -dijo Madeleine con brusquedad-, si no se lo digo yo, ese asqueroso de Percy Bainbridge lo hará, y prefiero que lo sepa por mí.

– Se puede decir que Geoff tenía motivos para odiar a Alastair Gilbert. Cuando Geoff tuvo problemas, Brian le rogó a Alastair que lo ayudara. Le explicó lo del chantaje y la enfermedad de Geoff. Le explicó también que él nunca hubiera participado voluntariamente. Simplemente una palabra al magistrado podría haber aligerado la condena. Hasta podría haber conseguido la condicional. Pero Alastair se negó. Lo sermoneó sobre la santidad de la ley, pero todos sabíamos que era una excusa. -Hizo una mueca-. Alastair Gilbert era un mojigato con pretensiones de superioridad moral que disfrutaba jugando a ser Dios y el problema de Geoff le dio la oportunidad de ejercer su poder.

* * *

Kincaid, Gemma y Nick entraron en la sala de interrogatorios juntos. Kincaid había pedido a Deveney que dejara a Gemma dirigir el interrogatorio y había puesto al día a Gemma sobre los resultados de su registro.

– Estaré preparado para hacer de poli malo si es necesario -le dijo-, pero ya está muy aterrorizado y no creo que esa estrategia sea eficaz.

Geoff Genovase estaba acurrucado en la rígida silla de madera, con aspecto indefenso e incómodo en sus tejanos y camiseta de algodón. La intensa iluminación de la habitación le proporcionó a Kincaid la oportunidad de estudiarlo de cerca. Los pómulos altos le daban a la cara del chico un aire casi eslavo, y sus ojos recelosos eran de un color gris claro y de largas pestañas. Era una cara honesta, cándida, sin sombra de malicia. Kincaid se preguntó, como hacía a menudo, cuán fácilmente se veía afectada su percepción del otro por la simple combinación de genes que forman una cara humana.

– Hola, Geoff. -Gemma se sentó justo enfrente de él, con los codos en la mesa-. Siento todo esto.

Él asintió y sonrió tembloroso.

– Me gustaría resolver este asunto rápidamente para que puedas irte a casa.

Kincaid y Deveney se habían sentado a ambos lados de Gemma, pero un poco más atrás, lo que le permitía a Geoff concentrarse en ella.

– Estoy segura de que esto ha de ser muy difícil para ti -prosiguió Gemma-, pero necesito que me hables de las cosas que encontramos en tu habitación.

– Nunca he pretendido… -Geoff carraspeó y empezó de nuevo-. Nunca he pretendido quedarme con ellas. Era sólo un juego, algo para… -Se detuvo y movió negativamente la cabeza-. No lo entendería.

– ¿Era un juego al que jugabas con Lucy?

Asintió.

– Sí, ¿pero cómo…? -En su labio superior aparecieron perlas de sudor-. Lucy no lo sabía -dijo levantando la voz-. En serio. N… nunca le he dicho la verdad sobre la procedencia de los talismanes. S… se hubiera enfadado de verdad conmigo.

– Lucy nos ha hablado un poco del juego. También nos ha dicho que conseguías estos objetos en los mercadillos de beneficencia. -En la voz de Gemma había un toque de desaprobación-. Ella confiaba en ti.

– ¿Lucy sabe… esto? -susurró Geoff, lívido. Cuando Gemma asintió, el chico cerró los ojos un instante y apretó los puños en un gesto de desesperación.

Gemma se acercó a él, hasta que su cara estuvo a apenas treinta centímetros de la del chico.

– Escucha, Geoff. Comprendo que quieres ayudar a Lucy. Pero, ¿cómo podías jugar con objetos que estaban mancillados, que habían sido robados?

En el hueco de la garganta de Geoff se notaba su pulso. Por debajo del dragón blanco y negro que había dibujado en su camiseta se veía claramente como subían y bajaban sus clavículas. Gemma, pálida y cansada, pero decididamente receptiva, mantenía la mirada fija en él.

Tenía un talento raro e instintivo para establecer una conexión con la persona y para llegar exactamente al centro emocional de las cosas. Cuando los ojos de Geoff se llenaron de lágrimas y el chico se tapó los ojos con las manos, Kincaid supo que lo había logrado otra vez.

– Tiene razón -dijo con la voz apagada-. No me gustaba coger cosas de mis amigos, pero no lo podía evitar. Y el juego no avanzaba. Trataba de convencerme a mí mismo de que no sabía por qué, pero sencillamente estaba demasiado avergonzado para admitirlo. Siempre le decía a Lucy que no se esforzaba lo suficiente.

– ¿Lo suficiente en qué?

Geoff levantó la cabeza.

– En convertirse en su personaje. En trascender el juego.

– ¿Y qué pasaría entonces? -preguntó Gemma con razonable curiosidad.

Él respondió encogiéndose de hombros.

– Viviríamos esta vida a un nivel distinto. Estaríamos más comprometidos, más dedicados… No lo puedo explicar. Pero eso es sólo mi idea, y seguramente son todo gilipolleces. -Se apoyó en el respaldo con aspecto cansado y vencido.

– Quizás -dijo Gemma bajito-, o quizás no. -Se metió un mechón de pelo en la trenza y respiró hondo-. Geoff, ¿cogiste algo de casa de Lucy para el juego?

Negó con la cabeza.

– No voy a su casa si lo puedo evitar. No le gusto… gustaba a Alastair.

Kincaid no tuvo problemas para imaginar lo que había sentido Alastair Gilbert por Geoff, o lo que hubiera dicho de él.

– Quizás la noche del miércoles fue una excepción -insistió Gemma-. Quizás había algo que necesitabas y Lucy no estaba en casa. Has entrado con facilidad en las casas de otros, tenemos pruebas de ello. Quizás pensaste que podías colarte un minuto y nadie se habría enterado. Excepto que Alastair llegó a casa inesperadamente y te cogió. ¿Te amenazó con enviarte de nuevo a la cárcel?

Geoff negó con la cabeza, esta vez con más ímpetu.

– ¡No! No me acerqué por allá, lo juro, Gemma. No sabía lo que había pasado hasta que Brian vio los coches de policía. Luego me desesperé porque pensaba que le había pasado algo a Lucy o a Claire.

– ¿Por qué? -preguntó Gemma-. ¿Por qué no pensaste que le había pasado algo al comandante, un hombre de edad mediana con un trabajo muy estresante? ¿Por qué no podía haber caído muerto de un ataque al corazón?

– No lo sé. -Geoff enroscó un dedo en su cabello y tiró de él, un gesto curiosamente femenino-. Simplemente no pensé en él. Supongo que es porque no solía estar en casa a esa hora.

– ¿En serio? -la voz de Gemma sonó extrañada-. Eran casi las siete y media cuando se recibió la llamada en el 999.

– ¿Sí? -Se movió en su silla y con un dedo se frotó una muñeca desnuda-. No me di cuenta. No he llevado reloj desde que me despedí de la hospitalidad de su Majestad la Reina -dijo con un inesperado toque de humor.

– Sabes que te he de preguntar esto. -Gemma le respondió con una sonrisa-. ¿Dónde estuviste entre las seis y las siete y media de ese miércoles?

Geoff dejó caer sus manos entrelazadas sobre su regazo. -Acabé con el jardín de Becca alrededor de las cinco, diría yo. Luego fui a casa y me bañé para limpiarme la porquería.

Ahora se siente seguro, pensó Kincaid, observando su postura relajada.

– ¿Y después? -preguntó Gemma, sentándose cómodamente en su silla.

– Me conecté en Internet. Estuve buscando un operador de Internet que rindiera un poco mejor que el que estoy usando. Brian entró un momento a decir algo, pero no estoy seguro de la hora.

La mirada de Kincaid se cruzó con la de Deveney. La conexión no sería difícil de comprobar, pero, ¿cómo podían estar seguros de que Geoff no dejó que el ordenador bajara el software mientras él cruzaba la carretera y mataba al comandante?

– Justo había acabado cuando oí las sirenas. Luego Brian subió arriba para decirme que había pasado algo en casa de los Gilbert.

Eso le pareció raro a Kincaid. Con el bar lleno de clientes, ¿por qué fue necesario que Brian informara a su hijo antes de cruzar la calle para investigar?

– ¿Te vio alguien? -preguntó Gemma esperanzada, pero Geoff negó con la cabeza.

– ¿Puedo irme a casa ahora? -preguntó el joven, aunque su voz delataba muy poco optimismo.

Gemma miró a Kincaid, luego estudió a Geoff antes de decir:

– Quiero ayudarte, Geoff, pero me temo que hemos de retenerte un poco más. ¿Entiendes que si tus vecinos identifican positivamente los objetos que encontramos en tu dormitorio tendremos que acusarte del delito de robo?

* * *

Will Darling estaba en el pasillo, fuera de la sala de interrogatorios, y parecía relajado como si hubiera estado haciendo una siesta de pie.

– Brian Genovase ha pedido hablar con usted en privado, señor -le dijo a Kincaid cuando éste salió y cerró la puerta-. Lo he dejado en la cantina con una taza de té. He pensado que estaría más cómodo allá.

– Gracias, Will. -Kincaid había dejado a Gemma y Deveney para tomarle declaración a Geoff y así poder él ponerse al día con su papeleo. Debería haber sabido que eso no iba a suceder.

El olor a grasa caliente hizo que su garganta se contrajera convulsivamente. También hizo que se diera cuenta, con unas náuseas que le revolvían el estómago, de que estaba muerto de hambre. Recordaba vagamente el almuerzo. El reloj le mostró que eran las ocho.

La sala estaba casi vacía y rápidamente divisó a Brian sentado mirando fijamente su taza. Kincaid pidió un té tan negro que podía haber sido café y se sentó junto a Brian en la pequeña mesa naranja.

– Que color tan repugnante, ¿no? -preguntó Kincaid, golpeando la mesa con los nudillos al sentarse-. Me recuerda a papilla de bebés. Siempre me pregunto quién se encarga de la decoración.

Brian lo miraba sin comprender, como tratando de descifrar una lengua extranjera, luego dijo:

– ¿Está bien? He llamado a nuestro abogado, pero no está en su oficina.

– Geoff está prestando declaración justo ahora y parece que lo lleva razonablemente bien…

– No. Usted no lo entiende -dijo Brian mientras apartaba la taza. La cucharilla cayó del platito con estrépito-. Ya sé que piensa que mi reacción es exagerada, siendo mi hijo un adulto. Pero es que ustedes no entienden lo de Geoff.

»Verá, su madre nos abandonó cuando Geoff tenía seis años. El pobre niño pensó que fue por su culpa y sentía pánico a que yo lo abandonara también. Entonces tenía un buen trabajo como representante y me podía permitir el pagar a alguien para que se quedara con él cuando estaba fuera. Pero cada vez que me iba le entraba pavor. Al principio pensé que lo superaría, pero en vez de eso empeoró. Finalmente dejé mi trabajo e invertí mis ahorros en el pub.

– ¿Y fue la solución? -preguntó Kincaid revolviendo su té sucio con desgana.

– Al cabo de un tiempo -dijo Brian mientras se apoyaba contra el respaldo. Miró a Kincaid de igual a igual-. Pero fue entonces cuando empecé a descubrir lo que ella le había hecho. Ella le dijo que era culpa suya que nos fuera a dejar, que no era lo suficientemente bueno, que no estaba a la altura. Y antes que eso, le hizo… -Sacudió la cabeza de una forma que le hizo pensar a Kincaid en un toro frustrado-. Hizo cosas viles a un niño pequeño. Se lo digo, comisario, si alguna vez me encuentro a esa puta la mataré. Y entonces seré yo quien esté en una celda. -Miró a Kincaid con agresividad, sacando la barbilla. Luego, al ver que Kincaid no respondía, se relajó y suspiró-. Me sentí responsable. ¿Lo entiende? Debía haber visto lo que estaba pasando, la debí haber parado. Pero estaba demasiado absorto en mi propio suplicio.

– Se sigue sintiendo responsable -afirmó Kincaid.

Brian asintió.

– Con los años mejoró. Las pesadillas desaparecieron. Era buen estudiante aunque no hacía amigos con facilidad. Luego, cuando estuvo en prisión empezó todo de nuevo. El médico de la cárcel lo llamó «ansiedad por separación».

– Comisario, si envían a Geoff de nuevo a prisión, no creo que se recupere jamás.

Kincaid notó un movimiento por el rabillo del ojo y levantó la mirada. Will Darling estaba dirigiéndose hacia ellos por entre las mesas como una barcaza navegando por el Támesis.

– Señor -dijo al llegar a la mesa-, hay una… especie de delegación… Han venido a verlo.

* * *

Abarrotaban la diminuta recepción. Eran la doctora Wilson, Rebecca Fielding y detrás de ellas, una cabeza más alta, Madeleine Wade. La doctora se había autodesignado la vocal, porque tan pronto como llegó Kincaid a la sala ella se dirigió a él y lo acorraló.

– Comisario, queremos hablar con usted. Se trata de Geoff Genovase.

– No podrían haber elegido un mejor momento -dijo Kincaid sonriendo-. Nos han ahorrado que las llamásemos para que vinieran a identificar sus objetos. -Miró por encima de su hombro-. Will, hay algún sitio más cómodo…

– No lo entiende, señor Kincaid. -La doctora parecía exasperada, como si Kincaid fuera un paciente obstinado. La vicaria estaba preocupada y Madeleine parecía como si estuviera disfrutando con todo, pero tratando de no mostrarlo.

Rebecca dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro a la doctora.

– Señor Kincaid, lo que estamos tratando de decirle es que no deseamos presentar cargos. Será un placer identificar los objetos, pero eso no cambiará las cosas.

– ¿Pero…? -Kincaid meneó la cabeza-. No me lo puedo creer. ¿Madeleine?

– Estoy con ellas. Si es necesario diremos que le prestamos las cosas y que nos olvidamos. -Su sonrisa era de complicidad.

– ¿Y qué pasa con Percy Bainbridge?

– Es cierto que Percy tiene tendencia a ser difícil -dijo la doctora-, pero Paul está hablando con él ahora. Estoy segura de que lo convencerá.

– ¿Y si no lo logra? -Kincaid las miró con escepticismo.

La doctora sonrió y Kincaid reconoció en sus ojos una luz batalladora.

– Haremos que su vida sea un infierno.

Kincaid se frotó la barba de su mentón.

– ¿Qué pasa si están equivocadas respecto a Geoff? ¿Qué pasa si fue a casa de los Gilbert aquella noche y mató al comandante?

Madeleine dio un paso adelante.

– No estamos equivocadas. Le prometo que Geoff no es capaz de matar a nadie.

– No tiene pruebas -añadió la doctora-. Y si intenta cargarle el muerto, le garantizo que habrá al menos media docena de personas que de repente recordarán haberlo visto en otra parte.

– Todo esto es un poco feudal, ¿no les parece? -Al ver que nadie respondía Kincaid sintió que lo invadía un sentimiento de ira y dijo-: ¿Se dan cuenta de lo que están haciendo? Están tomándose la ley en sus propias manos y ni tienen el conocimiento ni la imparcialidad para hacerlo. Nuestro sistema de justicia está diseñado para prevenir justo esto…

– No estamos dispuestas a sacrificar a Geoff Genovase para comprobar la imparcialidad de la justicia, comisario. -Las cejas de la doctora formaban una línea recta y las caras de las otras eran implacables.

Kincaid las miró por un momento y luego dio un suspiro.

– Will, ocúpese de las formalidades, ¿quiere? Le voy a decir a Brian que puede llevarse a su hijo a casa.

* * *

Kincaid se dio prisa para sentarse en el banco junto a Gemma antes de que Deveney o Will se le adelantaran. Sonrió al ver la cara de decepción de Deveney. Se habían trasladado a trabajar al pub de cerca de la estación con la esperanza de organizar su estrategia y llenar sus estómagos.

– El jefe ha llamado -dijo Deveney tratando de entablar una conversación después de que todos pidieran algo de comer y empezaran a tomar sorbos de sus bebidas.

Ninguno de ellos parecía encantado ante la perspectiva de oír lo que esa exaltada figura tenía que decir, pero Kincaid dejó su pinta y dio el paso.

– Está bien, Nick, no nos torture más.

– No lo adivinarán jamás. -Deveney se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa-. Está impaciente por que lleguemos a una resolución y se sentiría muy complacido si encontráramos una razón para formular cargos contra Geoff Genovase por el asesinato de Gilbert. Ya sabéis, quiere disipar cualquier sospecha por parte del público de que no estemos moviendo el culo.

Gemma masculló en su bebida.

– ¿Está chiflado? No tenemos ni una prueba. Ya es suficientemente embarazoso pasarles a los de la fiscalía el expediente de los robos. Intentar cargarle con el asesinato a estas alturas nos convertiría en el hazmerreír.

– Chiflado no, inclinado a la política -gruñó Deveney.

– Gemma tiene razón -dijo Kincaid-. Todo es completamente circunstancial y se basa en la suposición de que Geoff podría haber robado los pendientes de Claire Gilbert que no hallamos en su posesión. En lo que a nosotros respecta, podría haberlos perdido o haberlos tirado accidentalmente por el desagüe del lavabo.

– Hemos contrastado sus huellas con las desconocidas encontradas en la cocina de los Gilbert y no hay ni un parecido remoto. Los forenses tampoco nos han proporcionado ni una fibra o pelo que pudiera conectarlo.

Deveney se rió.

– De modo que asumimos que en los pocos minutos que le llevó a Geoff bajarse un archivo, el chico se puso gorro, guantes y ropa de protección, se escabulló al otro lado de la calle, mató al comandante, luego se deshizo de los pendientes de Claire, del arma y la previamente mencionada ropa de protección de camino hacia el pub. Aunque, por supuesto, hemos registrado cada centímetro cuadrado de la zona y no hemos encontrado nada. -Esto provocó un coro de quejidos y ojos en blanco-. ¿Es éste todo el reconocimiento que recibo por realizar una proeza de tamaña audacia intelectual? -Deveney le guiñó el ojo a Gemma y Kincaid vio como ella apartaba la mirada.

Antes de que nadie replicara adecuadamente, la camarera les trajo sus cenas. Atacaron sus platos como marineros hambrientos y durante un rato el ruido de los cubiertos fue el único sonido que se oyó en la mesa.

Kincaid miró a Gemma comer concentrada sus patatas y su platija. Se sentía reconfortado simplemente por su presencia. Ella no se dio por aludida cuando ocasionalmente la pierna de Kincaid rozaba la de Gemma por debajo de la mesa, y Kincaid se preguntó si ello presagiaba un deshielo. Ella lo miró y le sonrió en un momento de descuido, lo que le provocó una oleada de deseo tan fuerte que lo dejó tembloroso.

– Saben -dijo Deveney mientras apartaba su plato-, si ésta es la postura del jefe en este asunto, quizás nuestro comité del pueblo tenía razón al negarse a echar a Geoff a los lobos.

– ¿Ahora somos los lobos? -preguntó Kincaid un poco irritado-. ¿Dejaríamos que alguien que creyéramos inocente sirviera de chivo expiatorio?

– Por supuesto que no -dijo Deveney-, pero estas agendas políticas se descontrolan con facilidad. Todos lo hemos visto alguna vez. -Miró a los demás inquisitivamente y todos asintieron a regañadientes.

Will limpió su plato de pastel de carne con su última patata. Apartó el plato y los miró a todos con gravedad. -Me parece que estamos andando de puntillas alrededor de la verdadera cuestión, como si fuéramos bailarinas. Independientemente de las pruebas, ¿de verdad creemos que Geoff lo ha hecho?

Mirando a sus compañeros de mesa, Kincaid se preguntó fugazmente si los cuatro eran tan de culpables de conducirse de manera arbitraria como los habitantes del pueblo. Pero todos eran policías buenos y honestos, y ninguno de ellos podría hacer su trabajo sin tener criterio. La indecisión los paralizaría.

– No -dijo rompiendo el silencio-. Diría que, como mínimo, es altamente improbable y no voy a quedarme con los brazos cruzados y ver como le cae una condena por algo que no ha hecho. -Notó que a su lado Gemma se relajaba y asentía. Deveney hizo lo propio-. ¿Will? -preguntó Kincaid, incapaz de leer la expresión del rostro del agente.

– Sí, estoy de acuerdo. Es demasiado obvio. Pero me pregunto si no desearemos haber encontrado una solución así de sencilla cuando haya pasado todo. -Acabó su pinta y añadió-: ¿Y qué hay de la sombra misteriosa de Percy Bainbridge?

Kincaid se encogió de hombros.

– Podría haber sido cualquiera.

– Probablemente producto de la imaginación de Percy, sacado a relucir como recurso dramático -dijo Deveney.

– No les va a gustar lo que voy a decir -dijo despacio Gemma-, y a mí tampoco me gusta. ¿Pero qué pasa si Gilbert empezó a husmear porque no le gustaba que su hijastra mantuviera una relación con Geoff? ¿Y si descubrió que Geoff era responsable de los robos? ¿Y si luego Gilbert le dijo a Brian que tenía intención de denunciar a Geoff? Brian ya tenía una buena razón para odiarlo. ¿Qué haría para proteger a su hijo?

– Tienes razón -dijo Deveney al cabo de un rato-. No me gusta nada. Pero es lo más cercano a un motivo que tenemos.

Kincaid bostezó.

– Entonces sugiero que lo primero que hagamos mañana sea descubrir si Brian puede dar cuenta de toda la noche del miércoles. También seguiremos investigando a Malcolm Reid. Hay algo en esa situación que me fastidia. Y no sé lo que es.

– Dejémoslo por esta noche entonces -dijo Deveney-. Estoy hecho polvo. Les he reservado un par de habitaciones en el hotel de la calle principal. -Se puso la mano en el corazón y sonrió a Gemma-. Y dormiré mejor sabiendo que están cerca.

* * *

El hotel era decente aunque un poco trasnochado. Después de haberle deseado definitivamente las buenas noches al persistente Deveney, Kincaid subió las escaleras detrás de Gemma a distancia respetable. Sus habitaciones estaban una enfrente de la otra. Él esperó en el pasillo hasta que ella giró la llave de su puerta.

– Gemma… -empezó apurado.

La sonrisa de ella era frágil. Si había mostrado un punto débil en el pub, ahora volvía a llevar la armadura.

– Buenas noches, jefe. Que duermas bien. -Su puerta chasqueó al cerrarse.

Se desnudó despacio, colgó su camisa y colocó sus pantalones encima de la única silla de la habitación, como si su salvación dependiera de una raya perfecta. La mezcla de alcohol y cansancio lo había dejado atontado y sintió como si estuviera observando sus movimientos a distancia, sabiendo que eran absurdos. Pero continuó, siendo el orden su única defensa, y mientras colgaba su abrigo en una percha dentro del armario una arrugada amapola de papel cayó al suelo.

Había llevado la amapola el domingo anterior, una semana atrás, cuando había ido a St. John’s, en Hampstead, a escuchar a su vecino cantar el réquiem de Fauré en el servicio del Día de los Caídos. Las voces que se elevaban le habían levantado el ánimo, acallando sus preocupaciones y deseos por un breve momento, y mientras se metía en la estrecha cama del hotel trató de retener ese recuerdo.

* * *

Se le ocurrió cuando estaba dejándose llevar por la inmaterialidad previa al sueño. Se levantó de la cama y con las prisas volcó la lámpara de la mesita de noche. Cuando puso derecha la lámpara la encendió y empezó a rebuscar en su billetero.

Encontró la tarjeta y se quedó sentado mirándola bajo la luz rosada que se filtraba a través de la pantalla de flecos. No se había equivocado. El número en la tarjeta de visita que había cogido en la tienda de Malcolm Reid era el mismo que recordaba haber visto escrito a lápiz en la agenda de Alastair Gilbert. Era una cita a las 6:00, la noche anterior a la muerte de Gilbert.

10

La prensa se había esfumado, el agente había sido relevado de su puesto y el camino a la casa parecía dormido, tranquilo, pacífico a la luz del sol. Al cruzar la puerta de los Gilbert, Kincaid murmuró algo que a Gemma le sonó como «este jardín del Edén…».

– ¿Qué? -dijo volviéndose hacia él mientras jugueteaba con el pestillo.

– Nada. -La alcanzó y caminaron lado a lado por el sendero-. Tan sólo es una cita recordada a medias. -Al doblar la esquina vieron a Lewis levantarse en su cercado. Su ladrido de alarma ante los desconocidos pasó, en cuanto Kincaid le hizo caso, a un aullido de excitación.

– Has hecho una conquista -dijo Gemma al verle rascarle las orejas al perro a través de las rejas.

Se volvió hacia ella y la miró a los ojos.

– Por lo menos una.

Gemma se ruborizó y se maldijo por haber metido la pata otra vez. Mientras pensaba una respuesta adecuada la puerta de la cocina se abrió y Lucy los llamó. Salió al escalón, en todo su esplendor con el ancho jersey rojo, los calcetines arrugados y una falda escocesa muy corta.

– Claire se ha ido a ver a Gwen antes de misa -dijo Lucy cuando llegaron a la casa. Al observarla más de cerca Gemma pudo ver que se le había puesto la piel de gallina entre los calcetines y el principio de la falda.

– ¿Gwen? -preguntó Kincaid.

– Ya sabe, la madre de Alastair. Claire siempre va los domingos por la mañana y ha pensado que sería buena idea no interrumpir la rutina. ¿Quieren entrar? -Lucy abrió la puerta y los dejó pasar.

Una vez en la cocina ella se sentó a la mesa delante de un bol de cereales. No obstante no siguió comiendo.

– Me alegro de que hayan venido -dijo un poco incómoda, juntando las manos sobre su regazo-. Les quería dar las gracias por lo que hicieron ayer, dejar que Geoff volviera a casa y eso.

– De eso fueron responsables las amistades de Geoff. Parece que tiene unas cuantas. -Kincaid apartó una silla del rincón y Gemma hizo lo mismo, aunque a ella le pareció insólito estar tan informalmente en esta habitación.

– No creo que lo supiera hasta ayer noche. No piensa que merece el aprecio de las personas.

Gemma miró la expresión en el rostro en forma de corazón de la joven y se preguntó si Geoff sentía que merecía el amor de Lucy, porque de repente se dio cuenta de que Lucy sí amaba a Geoff y con la pasión de la que es capaz una chica de diecisiete años.

– Lucy -dijo Kincaid-, ¿crees que nos puedes ayudar a resolver algo dado que tu madre no está en casa?

– Claro. -Miró a Kincaid expectante.

Gemma se preguntó de qué manera iba a enfocar la cuestión. Al pasar por la comisaría, Kincaid había comprobado en la agenda de Gilbert que estaba en lo cierto en lo del número de teléfono. Cuando preguntó, con paciencia exagerada, por qué no se le había informado de la conexión, el agente a cargo había murmurado algo como que «supusimos que el comandante había llamado a su esposa».

– La primera regla en la investigación de un asesinato, colega -había dicho Kincaid con su cara a un centímetro de la del agente-, cosa que debería haber aprendido en las rodillas de su jefe, es que nunca se debe suponer.

Ahora iba a abordar otra suposición.

– ¿Tu madre tiene la costumbre de trabajar hasta tarde, Lucy?

Negó con la cabeza haciendo mover su melena.

– Le gusta estar en casa cuando llego de la escuela y nunca se retrasa más de unos minutos.

– ¿Y la noche antes de la muerte de Alastair? ¿Sucedió algo fuera de lo corriente?

– Eso fue el martes. -Lucy pensó un momento-. Las dos estábamos en casa a las cinco y luego mamá miró una película clásica conmigo. -Se encogió de hombros-. Nada extraordinario.

Kincaid enderezó el individual y lo alineó con precisión al borde de la mesa.

– ¿Alastair telefoneaba a tu madre a la tienda?

– ¿Alastair? -Parecía perpleja-. No lo creo. A veces hacía que su secretaria llamase aquí y ella dejaba un mensaje si iba a retrasarse. Y a veces ni siquiera llamaba. No era de los que se molestasen -añadió-. Incluso cuando mamá se rompió la muñeca el verano pasado no se molestó en venir. Geoff vino conmigo a recogerla al hospital. Entonces sólo tenía un permiso de aprendizaje.

– ¿Cómo pasó? -preguntó Gemma.

– Conducía por la carretera que pasa por Hurtwood. Dijo que cayó en un bache enorme y el volante se giró tan violentamente que le rompió el hueso en la muñeca.

– ¡Au! -Gemma se estremeció al pensarlo.

Lucy añadió sonriendo:

– Además fue en la mano derecha y tuve que hacerlo todo yo durante semanas. No le gustó nada. Pobre mamá. Pero al menos hizo que no se mordiera las uñas.

Kincaid miró la hora.

– Supongo que es mejor que no sigamos esperando. ¿Te importa que haga una llamada desde el estudio de Alastair?

Cuando hubo salido de la cocina, Lucy sonrió un poco tímidamente a Gemma.

– Es muy agradable. Tiene suerte de trabajar con él todos los días.

Desconcertada, Gemma buscó una respuesta. Una semana atrás ella lo hubiera reconocido fácilmente, incluso con aire de suficiencia. Sintió una punzada tan aguda por la sensación de pérdida que se quedó sin respiración. No obstante fue capaz sonreír.

– Por supuesto. Tienes toda la razón -dijo finalmente tratando de sonar convincente. Luego hizo lo posible por ignorar la mirada desconcertada de Lucy.

– ¿Bien? -dijo Gemma cuando llegaron al camino-. Pienso que podemos estar casi seguros de que Gilbert llamó a Malcolm Reid.

– Tendría que haberme dado cuenta antes -dijo Kincaid con el ceño fruncido.

Gemma no le dio importancia.

– Decir eso es inútil. Es como decir que deberías haber recordado lo que olvidaste. ¿Qué viene ahora?

– Tengo la dirección de los Reid, pero primero vayamos a ver a Brian.

Dejaron el coche en el camino y caminaron hasta el pub, pero lo encontraron cerrado. Kincaid golpeó la puerta, pero no hubo respuesta.

– Supongo que el domingo por la mañana a primera hora no es el mejor momento para desafiar al dueño de un pub. Recuerdo haberle oído decir a Brian que no era mañanero. -Se dio la vuelta y añadió-: Tendremos que volver. Vayamos a ver a Malcolm y señora.

* * *

– Creo que era allí. -Gemma miró atrás, al hueco en el seto que acababan de pasar-. Hazel Patch Farm. He visto un pequeño cartel escrito a mano en el poste.

– Maldita sea -blasfemó entre dientes Kincaid-. No hay sitio para dar la vuelta. -Redujo la marcha y siguió adelante lentamente por las curvas cerradas buscando una entrada accesible o una pista a una granja. Estaban en la cima de las colinas arboladas entre Holmbury y Shere y Gemma opinó que habían encontrado el lugar bastante rápidamente, teniendo en cuenta de que sólo disponían de las indicaciones del empleado de un garaje de Holmbury St. Mary.

Llegaron a un apartadero y mediante una hábil maniobra Kincaid logró cambiar de sentido. Al poco rato ya estaban cruzando la puerta de la granja. Kincaid detuvo el coche en un área cubierta de grava junto al seto.

– Diría que no se trata de una granja en funcionamiento -comentó mientras salían del coche y miraban a su alrededor. La casa estaba junto a unos árboles y lo poco de la construcción que era visible tras las enredaderas no parecía pretencioso.

Malcolm Reid salió por la puerta en tejanos desgastados y un viejo suéter. Su aspecto no era tan de revista como le había parecido a Gemma en la tienda. Pensó no obstante que quizás se le veía más guapo. Si estaba sorprendido por verse interrumpido un domingo por la mañana en su casa, consiguió disimularlo. El par de springer spaniels que tenía a sus pies fueron a olerlos a los dos con equitativa cortesía.

– Pasen por detrás -dijo amablemente y los acompañó por un pasaje poco iluminado.

Entró a la casa primero y anunció:

– Val. Son el comisario Kincaid y la sargento James.

Cualquier otra cosa que el anfitrión estuviera diciendo sobre ellos se le pasó por alto a Gemma. Estaba demasiado extasiada para oír la conversación. Se encontraban en una cocina alicatada en terracota y era mucho menos intimidante de lo que había imaginado después de ver la exposición high-tech de la tienda. Los armarios eran azul viejo. Había una cocina Aga de color girasol, al igual que una encimera de gas. Del techo pendía un colgador donde había expuesta una colección de cazuelas de cobre. La habitación se abría a un solárium cuyas ventanas daban a una abrupta ladera. A lo lejos se veía la cadena montañosa de North Downs.

Kincaid le dio un leve codazo y Gemma se concentró en la mujer que se estaba levantando de entre un montón de periódicos que cubrían la mayor parte de un cómodo sofá.

– Nos han pescado en plena práctica de nuestro vicio de las mañanas de domingo -dijo riendo mientras se acercaba a ellos con la mano extendida-. Los leemos todos: los intelectuales, los populares, los insoportablemente dirigidos a la clase media. Soy Valerie Reid.

Incluso descalza, con unas mallas y lo que parecía ser una de las viejas camisetas de rugby de su marido, la mujer rebosaba sex-appeal. Morena, de ojos oscuros, piel cetrina y una luminosa sonrisa que la hacía parecer tan mediterránea como su cocina. Sin embargo su acento tenía trazas de escocés.

– ¿Le gusta? -le preguntó a Gemma apuntando a la cocina. No había pasado por alto la mirada embelesada de la sargento.- ¿Cocina…?

– Querida -dijo su esposo-, no están aquí para hablar de cocina, por difícil que te sea imaginarlo. -Le dio un apretón afectuoso en los hombros.

– Sin embargo no pueden hablar sin tomar algo. Los bollos integrales todavía están calientes y voy a preparar café con leche.

Kincaid abrió la boca para protestar.

– No, en serio, es usted muy…

– Siéntese -ordenó Valerie y Kincaid se sentó obedientemente en un hueco despejado en el sofá. Gemma se entretuvo en la cocina, olisqueando cuando Valerie abrió el horno caliente.

– Debe de estar preguntándose cómo logro mantenerme en forma -dijo Malcolm mientras se sentaba junto a Kincaid. Apuntó a los dos perros que se habían estirado a la luz del sol sobre el suelo de baldosas-. Si no fuera porque llevo a correr a esos dos por las colinas dos veces al día probablemente no sería capaz de pasar por la puerta y mucho menos entrar en mi ropa. La cocina de Val es irresistible.

El silbido de la máquina de café expreso llenó la habitación y después de que Valerie llenara dos tazas, Gemma la ayudó a llevar el café y los bollos al solárium. Tras sentarse en una cómoda silla, Gemma probó el bollo. Valerie la estaba mirando expectante.

– Maravilloso -dijo Gemma con sinceridad-. Mejor que cualquier cosa hecha en una panadería.

– Se tarda diez minutos en preparar la masa y sin embargo la gente compra la mezcla hecha de los supermercados. -Valerie arrugó la nariz y su tono parecía denunciar el crimen organizado-. A veces pienso que los ingleses son incorregibles.

– Pero usted es inglesa, ¿no? -preguntó Gemma con la boca llena de migas.

– Por favor, llámeme Valerie -dijo cogiendo ella misma un bollo-. Mis padres son italianos britanizados. Se instalaron en Escocia y abrieron la cafetería más británica posible bajo el principio de que «todo lo que ustedes hagan, nosotros lo hacemos mejor». Esto se extendió incluso a los nombres de sus hijos. -Se dio un golpecito en el pecho-. Si creen que Valerie suena exagerado, sepan que llamaron a mi hermano Ian. ¿Pueden imaginar algo menos italiano que Ian? Y aprendieron a freír todo en grasa rancia, siguiendo la mejor tradición inglesa.

»Pero los perdoné porque todos los veranos me enviaban a Italia con mi abuela y así aprendí a cocinar.

– Val. -La voz de Malcolm sonó divertida-. Dale una oportunidad al comisario, ¿quieres?

– Lo siento -dijo Valerie nada avergonzada-. Haga lo que tenga que hacer. -Se acomodó en su nido de periódicos con una taza de café con leche en una mano y el plato con el bollo sobre sus rodillas.

Kincaid sonrió y dio un sorbo a su café antes de responder.

– Señor Reid. ¿No nos dijo que no tuvo contacto alguno con Alastair Gilbert antes de su muerte? -Antes de que Reid pudiera afirmar o negar esta pregunta más bien abierta, Kincaid prosiguió-: Pero de hecho creo que nos ha inducido a error. Usted tenía una cita con Gilbert a las seis del día anterior a su muerte y que él confirmó por teléfono. ¿Qué asunto tenía que tratar Gilbert con usted, señor Reid?

Un buen farol, pensó Gemma, ¿pero funcionaría?

Malcolm Reid miró abiertamente a su mujer y luego se frotó las manos en los pantalones.

– Val dijo en su momento que no era buena idea, pero sencillamente no quería complicarle la vida más de lo necesario a Claire. Ya lo tiene difícil tal como están las cosas.

Como no continuaba, Kincaid dijo:

– Debe dejarnos a nosotros la interpretación. Haremos todo lo necesario para causar las mínimas molestias a Claire. Pero la única manera para que pueda proseguir con su vida es que este asunto se resuelva. ¿Lo entiende?

Reid asintió y volvió a mirar a su esposa. Pareció que iba a hablar, se detuvo y finalmente prosiguió:

– Todo esto resulta incómodo y embarazoso.

– Lo que mi esposo está tratando de decir -dijo Valerie con total naturalidad-, es que Alastair había llegado a la loca idea de que Malcolm estaba teniendo una aventura apasionada con su esposa.

Reid la miró agradecido mientras asentía.

– Eso es. No sé de dónde sacó la idea, pero se comportaba de manera bastante rara. No sabía cómo tratar con él.

– ¿Rara en qué sentido? -preguntó Gemma cuando terminó el bollo y pudo sacar su bloc de notas-. ¿Era violento?

– No… al menos, no físicamente. Pero no se portaba de manera racional. Por un lado me pedía pruebas y me amenazaba y al cabo de un rato estaba sonriendo y se mostraba jocoso y algo… obsequioso. -Reid se estremeció-. No pueden imaginar lo escalofriante que resultaba. No paraba de hablar de sus fuentes.

– ¿Mencionó algo, o a alguien en concreto? -Kincaid se inclinó hacia delante.

Reid negó con la cabeza.

– No, pero se regodeaba… Como si estuviera disfrutando con sus secretos. Y no paraba de decirme que si decía la verdad no tomaría medidas contra mí.

Kincaid arqueó las cejas al oír eso.

– Muy magnánimo. ¿Qué hizo usted?

– Le dije que no tenía nada que decirle y que se fuera a paseo. Sacudió la cabeza como si estuviera defraudado conmigo. ¿Se lo imagina? -Reid levantó la voz mostrando incredulidad.

– ¿Y se fue?

– No. -Reid restregó las manos en los tejanos y sonrió torciendo la boca-. Es muy melodramático. Me siento un idiota al repetir sus palabras. «Malcolm, hijo, te prometo que te vas a arrepentir». Me dijo eso cuando llegó a la puerta, como un personaje de una mala película. -Uno de los perros de Malcolm levantó la cabeza al notar el cambio en la voz de su amo y lo miró desconcertado y medio dormido. Se tranquilizó y se apoltronó de nuevo con un suspiro sonoro.

– ¿Qué hizo usted entonces? -preguntó Gemma-. Se debió de sentir un poco violento.

– Primero me reí. Pero cuanto más pensaba en ello más incómodo me sentía. Traté de llamar a Claire, pero no respondió y cuando pensé que Alastair ya estaría en casa, tuve miedo de que mi llamada agravara las cosas.

– Pero lo habló con ella al día siguiente. -afirmó Kincaid.

– Nunca tuve la oportunidad. Ella estuvo fuera por la mañana y nos vimos brevemente en la tienda a la hora de comer, cuando había clientes esperando. Cuando volví de mi cita de la tarde, Claire ya se había ido a casa.

– ¿Y desde entonces?

Reid se encogió de hombros.

– Me pareció inútil preocuparla con algo así. ¿Por qué habría de tener importancia ahora?

La mirada que echó Kincaid a Gemma era de escepticismo, pero se limitó a decir:

– Y la noche del miércoles usted dijo que su mujer tenía una clase de cocina, ¿cierto?

Valerie respondió antes de que Reid pudiera decir nada.

– No, no, comisario. Las clases han terminado hasta la semana próxima. El martes por la noche Malcolm estuvo conmigo en casa. Tomamos fideos al estilo de los Abbruzzi y una ensalada.

– ¿Siempre recuerda lo que ha cenado una noche concreta? -preguntó Kincaid.

– Por supuesto -dijo sonriéndole-. Y ésa era una receta nueva que hacía tiempo que quería probar pero que me costó un poco por la dificultad para encontrar flores de calabacín.

– Flo… -Kincaid se mostró confundido-. No importa. ¿Hay alguien que pueda corroborar esto?

– No, a menos que pregunte a los perros -dijo Malcolm tratando de introducir algo de humor.

– Bueno, aprecio su sinceridad. -Kincaid dejó su taza vacía y asintió-. Y agradezco su hospitalidad. Les haremos saber si tenemos más preguntas.

Valerie Reid se levantó con rapidez.

– Si han de irse tan pronto, los acompaño. No querido -dijo cuando vio que Malcolm se levantaba-, puedo hacerlo.

Cuando llegaron a la puerta principal, ella salió con ellos, tiró de la puerta y se paró con el pomo en la mano.

– Comisario -dijo en voz baja-, Malcolm… mi esposo a veces tiene la tendencia a portarse con nobleza. Lo admiro por ello, pero no estoy dispuesta a que se sacrifique por un código de honor. -Se mordió un labio-. Lo que intento decir es que si están interesados en el amante de Claire Gilbert, será mejor que investiguen donde les toque de cerca.

Se volvió adentro y cerró la puerta con firmeza, dejándolos en la tenue y veteada sombra.

* * *

– ¿Qué opinas? -dijo Kincaid cuando se abrocharon los cinturones y salieron a la carretera-. ¿Crees que es una maniobra bien coordinada para encubrirlo a pesar de sus desvíos?

Gemma negó con la cabeza.

– No lo creo. Quizás sea ingenua como un pollito, pero no veo a Malcolm Reid como un marido infiel. Tienen una buena vida y el afecto entre ellos parece sincero.

– Estaba avergonzado por las acusaciones de Gilbert, pero no estaba nada nervioso. ¿Te has dado cuenta?

– ¿Qué hay del amante que ha mencionado Valerie? -preguntó Gemma-. ¿Crees que lo ha inventado para que parásemos de hostigar a su esposo? ¿Quién podría ser?

– ¿Percy Bainbridge? -sugirió Kincaid-. Aunque me inclino a pensar que ese prefiere a los escolares.

Gemma continuó.

– ¿El vicario?

– No es mala idea. La mujer tiene cierto atractivo. -La miró de reojo arqueando las cejas.

Gemma, preguntándose qué aspecto podría tener, notó una punzada de celos.

– ¿Y qué hay de Geoff? -replicó-. Quizás sea una corruptora. O quizás…

– ¿Brian? -Lo dijeron al unísono con un creciente sentimiento de incredulidad. Kincaid la miró y los dos se rieron.

– Somos genios -dijo Kincaid reduciendo al entrar en otra curva.

– Pero nunca lo hubiera pensado. Brian no parece el tipo de Claire, mientras que Malcolm parece hecho a su medida.

– Uno nunca debería menospreciar la proximidad -dijo Kincaid con ecuanimidad y los ojos puestos en la carretera-. O la impredecible naturaleza del corazón humano. Qué… -Su teléfono empezó a sonar. Calló un momento mientras se lo sacaba del bolsillo y lo abría hábilmente con una sola mano-. Kincaid.

Tras escuchar un momento, dijo:

– Bien. Bien. Se lo diré. -Colgó.

Le echó una mirada de pesar a Gemma.

– Tendré que ocuparme de Brian Genovase sin ti. Jackie Temple ha intentado ponerse en contacto contigo. Dice que tiene que hablarte urgentemente.

* * *

Gemma miró las enormes manos cuadradas con las que Will agarraba el volante y se preguntó si los demás también lo encontraban apacible. Una llamada de móvil a la comisaría de Guildford lo había traído al pueblo, listo para llevarla a Dorking a coger el primer tren a Londres. En ningún momento intentó interrumpir la actitud reflexiva de Gemma y, sin embargo, en su silencio no había huella de agravio.

La sargento miró por la ventana mientras encaraban una curva. Los árboles altos y de troncos plateados cercaban ambos lados de la carretera y las hojas titilaban y formaban remolinos en el aire parecidos a enjambres de abejas. La belleza del momento la afectó de manera inesperada -repentinamente, dulcemente- y por un momento se sintió desprotegida y transparente como una medusa.

Debió de hacer un sonido involuntario porque Will la miró y dijo:

– ¿Está bien, Gemma?

– Sí. No. No lo sé. -Respiró profundamente y luego dijo lo primero que le vino a la cabeza-. ¿Usted cree que realmente llegamos a conocer del todo a alguien? ¿O estamos tan cegados por nuestras propias percepciones que no vemos a través de ellas? He estado imaginándome a Brian como padre afectuoso que haría lo que fuera por proteger a su hijo. Pero ésa era sólo una dimensión y me impedía ver la posibilidad de que pudiera ser el amante de Claire, un hombre que podría haber matado a Alastair Gilbert por razones que no tuvieran nada que ver con su hijo. Y no he visto a Claire como… En fin, no importa.

Will se rió.

– No ha sabido ver a Claire como una mujer de carne y hueso, como una mujer con unas necesidades tan poderosas que estaría dispuesta a exponerse a la condena social, como mínimo, para satisfacerlas.

– Nunca parece sorprendido -dijo Gemma.

– No. Supongo que no. Pero tampoco soy un cínico. Este trabajo nos enseña a no tener fe en las personas. Pero al final, si no la tenemos en ellas, ¿en quién vamos a tenerla? Sigo estando dispuesto a darles el beneficio de la duda.

– Es un buen equilibrio -dijo Gemma despacio. ¿Pero era ella capaz de alcanzarlo? Estudió a Will sin que él lo notara, a través de sus pestañas, preguntándose si de nuevo había sido engañada por sus percepciones y si su plácido exterior escondía algo completamente diferente.

Una mirada suya la cogió desprevenida y notó que se ruborizaba.

– No se trata de Brian, ¿verdad, Gemma? -preguntó. Antes de que ella pudiera protestar él añadió-: No ha de decírmelo. Pero recuerde, si alguna vez necesita hablar con alguien, estoy a su disposición.

* * *

A la una y media Gemma subió las escaleras de la estación de metro de Holland Park fortalecida por un bocadillo de queso y tomate que había comprado en el carrito-bar del tren. Caminó a paso ligero hasta casa de Jackie y tuvo que parar un momento en la acera para recuperar el aliento y admirar la forma en que la enredadera de color naranja refulgente destacaba sobre el ladrillo marrón.

Jackie respondió al timbre con una sonrisa de placer.

– ¡Gemma! Cuando no te encontré en casa llamé a Scotland Yard, pero no esperaba que aparecieras a mi puerta con tanta rapidez. Entra. -llevaba puesto un albornoz de colores brillantes y sus rizos apretados parecían húmedos.

– Me dijeron que era urgente -explicó Gemma mientras seguía a Jackie hasta el primer piso.

– Bueno, supongo que exageré un poco. -Jackie la miró algo avergonzada-. Pero pensé que sino no me tomarían en serio. Siéntate y te traeré algo de beber.

Cuando Jackie regresó de la cocina con dos vasos de limonada gaseosa fría de la nevera Gemma dijo:

– ¿De qué se trata? ¿Y por qué no estás en el trabajo?

Jackie se repantingó en el sofá. Su albornoz se extendió a su alrededor como si de una princesa exótica se tratara.

– Entro a las tres. Me han cambiado el turno. Me tengo que vestir y largarme en unos minutos.

»Me dijeron que no estabas en Londres. ¿No te habré hecho venir desde Surrey?

Gemma miró burlonamente a su amiga.

– Jackie, si no te conociera, diría que te estás andando con rodeos. Y sí, he venido desde Surrey. Así que suéltalo.

Jackie dio un sorbo a su bebida y frunció la nariz cuando le subieron las burbujas.

– Me siento un poco tonta, a decir verdad. Probablemente esté haciendo una montaña de un grano de arena. ¿Recuerdas que dije que hablaría con el sargento Talley?

Gemma asintió.

– Bueno. Se puso bastante desagradable conmigo. Me dijo que me metiera en mis asuntos si sabía lo que me convenía. No me lo esperaba y me enfadé bastante. Hay un par de tipos haciendo rondas que han estado en Notting Hill tanto tiempo como Talley, así que esta mañana esperé a que uno acabara su turno. Lo invité a desayunar en la cafetería que hay junto a la estación. -Jackie hizo una pausa y se bebió medio vaso de golpe.

– ¿Y? -insistió Gemma muy interesada.

– Dijo que por lo que había oído, la mala sangre entre Gilbert y Ogilvie no tenía nada que ver con una mujer. Los rumores eran que Gilbert bloqueó el ascenso de Ogilvie. Dijo al comité de revisión que opinaba que Ogilvie era demasiado inconformista para ser un buen oficial sénior. Habían sido compañeros y entre los chicos se sabía que Gilbert era un incompetente y que Ogilvie lo había encubierto muchas veces. -Jackie hizo un gesto de repugnancia-. ¿Puedes imaginártelo? Finalmente Ogilvie fue ascendido cuando Gilbert ya no era su superior, pero dudo que nunca lo perdonara.

– ¿Crees que Ogilvie lo odiaba suficientemente como para asesinarlo, después de tantos años? -Gemma pensó un momento con el ceño fruncido-. Por lo que he averiguado de Alastair Gilbert, no me sorprendería que bloqueara el ascenso de Ogilvie por resentimiento, porque estaba celoso de él. Esto ocurrió más o menos durante la época en que los dos conocieron a Claire, ¿no?

– Supongo, pero no estoy segura. Tendrás que mirar en los historiales. Gemma…

– Lo sé. Si no te dejo vestirte llegarás tarde. -Gemma cogió su vaso vacío con intención de llevarlo a la cocina.

– No es eso. -Jackie miró al reloj de la mesa auxiliar-. Al menos en parte. -Se detuvo y alisó las arrugas de su albornoz con las manos. Luego dijo vacilante-: Tengo conexiones en la calle. Fuentes. Ya sabes, cuando trabajas tanto tiempo en la calle, se acumulan. Cuando empecé a sentir curiosidad por este asunto pregunté, tanteé el terreno.

Cuando Jackie hizo una nueva pausa, con los ojos fijos en la tela que tenía en sus manos, Gemma sintió aprensión.

– ¿Qué pasa Jackie?

– Tienes que decidir lo que vas a hacer con esto, si lo vas a denunciar al comité de disciplina. -Esperó a que Gemma asintiera antes de proseguir-. ¿Recuerdas que te dije que me pareció ver a Gilbert hablando con un informante? Bueno. Gilbert estaba demasiado arriba para ir hablando con informantes, así que le pregunté a mi contacto si había oído el nombre de Gilbert en conexión con algo sucio.

– ¿Y? -apremió Gemma.

– Drogas, dijo. Había oído insinuaciones de que alguien de arriba protegía a los camellos.

– ¿Gilbert? -La voz de Gemma se había transformado en un chillido de incredulidad.

Jackie negó con la cabeza.

– David Ogilvie.

* * *

Volver a Scotland Yard había sido un error, pensó Gemma mientras caminaba despacio por Richmond Avenue en plena oscuridad. Se había visto inundada por montones de papeleo y cuando terminó de mirar todos los documentos relativos a Gilbert u Ogilvie, los ojos le ardían y la espalda le dolía de cansancio. Se había perdido la merienda de Toby y ahora, demasiado cansada para comprar la cena de camino a casa, tendría que conformarse con cualquier cosa que encontrara en la exigua despensa.

Llegó a Thornhill Gardens, un espacio oscurísimo entre las moles negras de las casas circundantes. Anduvo con mucho cuidado por la acera hasta que llegó al sendero de los Cavendish y se detuvo. El estor de la ventana del salón no estaba bajado del todo y por la rendija pudo ver el parpadeo azul de la televisión. Pero había un resplandor añadido, amarillo, cálido, tembloroso. Velas. Por un instante creyó oír risas, tenues e íntimas. Gemma se despertó del ensueño y subió por el sendero. Su llamada fue vacilante.

– ¡Gemma, querida! -dijo Hazel cuando abrió la puerta-. No te esperábamos esta noche. -Estaba relajada, con la ropa arrugada y un poco ruborizada-. Entra -dijo haciendo pasar a Gemma al hall-. Los niños estaban agotados, pobres. Hoy los he llevado al lago Serpentine y los he dejado rendidos. Así que los hemos puesto a dormir temprano. Tim y yo estábamos mirando un video.

– Quería llamar -dijo Gemma cuando Hazel se dirigió a las escaleras-. Espera Hazel. Subiré yo y me llevaré a Toby. Vuelve a tu video.

Hazel se volvió.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Está bien. -Hazel le dio a Gemma un apretón en el hombro y un beso en la mejilla. Cuando se dirigió al salón sus calcetines amortiguaron los pasos-. Te veré mañana.

* * *

Toby estaba despatarrado en la cama con los brazos levantados como si hubiera estado practicando saltos de tijera en sueños. Se había apartado las sábanas, como siempre, lo que le permitió a Gemma pasar los brazos por debajo de él. Con una de las manos le sostuvo la cabeza. Cuando lo levantó apenas se movió y al colocárselo bien entre los brazos su cabeza cayó en el hombro de Gemma.

También se iría pronto a la cama, pensó mientras llevaba a Toby por el jardín, se colocaba el peso inerte en la cadera y abría la puerta. Se podría levantar temprano y disfrutar de un rato con Toby antes de volver a Holmbury St. Mary.

Pero después de arropar a Toby en su cama se puso a ordenar el piso, incapaz de parar y descansar. Finalmente, cuando agotó su repertorio de obligaciones, buscó en la nevera algo para comer y encontró un trozo de queso cheddar que no había sido atacado por el moho y luego rescató unas galletas rancias del armario.

Comió de pie junto al fregadero, mirando hacia el jardín oscuro, y cuando acabó se sirvió una copa de vino y se acomodó en el sillón de cuero. Hábitos de solterona, pensó con una mueca sardónica. Pronto llevaría chaquetas de punto y pantalones de franela y, ¿qué iba a ser de ella?

* * *

Jackie se reservaba el área del final de Portobello Road para la última parte de su turno. Hacía tiempo que no trabajaba de noche y ya no estaba acostumbrada al inquietante vacío de las calles sin salida a esta hora de la noche. Las pequeñas tiendas de antigüedades que durante el día bullían de gente estaban ahora oscuras y atrancadas y en las alcantarillas se oía el traqueteo de los residuos.

Cuando giró en la última calle, la farola del final hizo un destello y se fundió.

– Mierda -dijo Jackie entre dientes. Ella siempre terminaba sus rondas y no iba a dejar que un caso de miedo de novata lo impidiese esta noche. Se imaginó a sí misma diciéndole a su jefe que había salido por piernas porque la calle estaba a oscuras y vacía. Se rió para sus adentros al pensar en una posible respuesta.

Pronto estaría en casa. Susan, que tenía que levantarse con el gallo para llegar a su trabajo en la BBC, estaría durmiendo profundamente, pero habría dejado preparado algo para comer además de una copita para antes de ir a dormir. Jackie sonrió ante la perspectiva. Un baño caliente, una bebida templada y luego se metería en la cama con la novela de Mary Wesley que se había estado reservando. Era una experiencia más bien liberadora el estar despierta a altas horas de la madrugada mientras el resto del mundo dormía.

Se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó. El vello de la nuca se le erizó como respuesta atávica. Ese ruido como de arrastrar de pies detrás de ella… ¿podría haber sido un paso?

Ahora no oía nada excepto el leve suspiro del viento entre los edificios.

– Estúpida -dijo en voz alta a las esquivas sombras. Continuó caminando. Un par de pasos más y llegaría al final de la calle. Luego comenzaría la última etapa de su turno, de vuelta a la comisaría.

Esta vez la pisada era inconfundible, al igual que el terror crudo y primitivo que convirtió sus piernas en gelatina. Jackie se dio la vuelta con el corazón palpitante. Nada.

Desabrochó su radio y apretó el botón del micrófono. Demasiado tarde. Primero le llegó su olor, un dulzor rancio. Luego sintió el escozor frío del metal en la base de su cráneo.

11

Kincaid vio a Gemma en el coche con Will Darling y los miró como se alejaban rodeando el prado. Ella se dio la vuelta una vez, pero cuando él levantó la mano para saludarla, ella ya había apartado la mirada. Al poco rato perdió de vista el coche.

Cruzó la carretera y se quedó un rato parado al final del camino que llevaba al pub, preparándose interiormente para el cometido. A Deveney lo habían llamado por un robo en una tienda de Guildford, lo que dejó a Kincaid solo para interrogar a Brian Genovase. Pero quizás podía hacer de eso una ventaja si hacía la entrevista lo más informal posible.

El viento, que se había levantado por el oeste, hacía temblar las hojas del viejo roble y el cartel del pub chirriaba en sus goznes. Miró a los amantes recortados sobre la luna y pensó que la imagen era quizás más acertada de lo que habían pensado.

Encontró a Brian solo, preparándose para el almuerzo del domingo.

– Roast-beef y pudding de York -dijo Brian a modo de saludo. Terminó de escribir en la pizarra con una floritura-. Los domingos han de ser como Dios manda. Será mejor que coja mesa pronto. -Sus palabras era amables, pero mientras hablaba miró a Kincaid con recelo.

– Lo tendré en cuenta, pero primero me gustaría hablar con usted antes de que esto se llene. -Kincaid se sentó en un taburete.

Brian dejó de colocar los vasos limpios en el estante.

– Mire, señor Kincaid, agradezco lo que hizo por mi hijo ayer noche. Usted fue decente. No se puede decir lo mismo de los polis de la última vez. Pero no sé qué más decirle. Geoff ya ha ido a visitar a todos los del pueblo. Les ha dicho que trabajará gratis para reparar lo hecho. Y lo primero que haremos mañana es empezar la terapia de nuevo. Será un proceso largo. Debería…

– Brian -le interrumpió Kincaid-. No se trata de Geoff.

Brian lo miró sin comprender.

– No se trata…

– Me temo que no hemos terminado con nuestra investigación oficial. ¿Puede decirme qué estaba haciendo el miércoles por la tarde, entre las seis y las siete y media?

– ¿Yo? -Brian se quedó boquiabierto-. Pero… supongo que han de preguntar a todo el mundo.

– Hasta ahora ha tenido suerte -dijo Kincaid con una sonrisa-. ¿Estaba aquí?

– Claro que estaba aquí. ¿Dónde podría estar?

– ¿Solo?

Brian negó con la cabeza y dijo:

– John estaba en la barra y Meghan estaba aquí, la chica que ayuda en la cocina. Había mucho movimiento para ser un miércoles.

– ¿Salió en algún momento, aunque fuera sólo por unos minutos? -preguntó Kincaid-. Piense detenidamente. Es importante ser exacto.

Brian frunció el ceño y se frotó la barbilla.

– Sólo recuerdo una cosa -dijo al cabo de un momento-. En algún momento entre las seis y media y las siete fui al almacén a buscar una caja de limonada. No puedo haber estado allí más de cinco minutos.

– ¿Se puede llegar al almacén desde dentro del pub?

– No. Hay que dar toda la vuelta y pasar por el aparcamiento. -Luego, con aire de hacerle una confidencia, añadió-: Es un asco cuando llueve, se lo aseguro.

– ¿Vio u oyó algo fuera de lo corriente, por insignificante que fuera?

– Sólo los ratones. Hace unos meses que murió el gato. Es hora de que nos agenciemos uno nuevo. Normalmente vienen solos, pero hasta ahora no ha venido ninguno. Quizás no saben que hay una vacante. -Brian sonrió, obviamente más calmado.

Bien, pensó Kincaid. Ahora que lo tenía relajado y satisfecho de sí mismo, era el momento de golpear bajo.

– Brian. Tengo la impresión de que usted y Claire Gilbert son buenos amigos.

Brian cogió un vaso de la bandeja y lo colocó en el estante, casi ocultando su vacilación momentánea.

– No más que la mayoría de los vecinos. Nos ayudamos mutuamente cuando es necesario. -Mantenía los ojos fijos en su trabajo.

– ¿Qué opinaba su esposo?

– No veo por qué le tendría que haber molestado. -La voz de Brian denotaba fastidio pero sus ojos todavía no se habían encontrado con los de Kincaid-. Ahora, si me permite…

– Pienso que en realidad estaba muy molesto -interrumpió Kincaid-. Parece ser que Alastair Gilbert estaba irracionalmente celoso de su esposa. Podría haber interpretado mal el más inocente de los gestos.

– Apenas conocía a ese hombre. -Brian frunció de nuevo el ceño y los vasos entrechocaron peligrosamente cuando los colocó-. No solía frecuentar el pub y desde luego él no me consideraba su igual, ni social ni profesionalmente hablando. Una vez me llamó maldito tendero, y eso que él es hijo de un granjero de Dorking.

Kincaid apoyó los codos en la barra del bar y se inclinó hacia Brian:

– Lo conocía lo suficientemente bien como para pedirle ayuda cuando Geoff tuvo problemas y él se la negó. Lo odiaba, ¿no es así, Brian? Nadie podía negar que tuviera una buena razón.

La copa de vino que Brian sostenía se rompió en su mano por el fuste y el depósito cayó indemne en la barra. El pulgar empezó a sangrar y lo sostuvo un momento dentro de su boca mientras miraba a Kincaid.

– Está bien. Lo odiaba. ¿Qué quiere que le diga? Era un bastardo que no merecía respirar el mismo aire que Claire y Lucy. Pero no lo maté si es a lo que quiere llegar. Se rió de mí cuando le pedí ayuda para Geoff. Me trató como si fuera escoria. Quizás estuviera tentado entonces, pero no lo toqué. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

– Le puedo dar dos buenas razones -dijo Kincaid-. Descubrió lo que estaba haciendo Geoff y le dijo que iba a tomar medidas. Opino que primero habría querido regodearse un poco, disfrutar haciéndolo sufrir. A Gilbert le gustaba jugar a ser un tirano de mala muerte, ¿no es así, Brian? Y usted podría haberle hecho callar de una vez por todas.

– Pero no lo hice.

– ¿Y si hubiera sospechado que estaba coqueteando con su esposa? Él no era la clase de hombre que se retiraba noblemente, ¿no? Creo que hubiera tomado la determinación de amargarle la vida al máximo, sin importar a qué precio.

– Pero no lo hizo.

La puerta de la cocina se abrió. Una chica delgada envuelta en un delantal de chef varias tallas más grande salió al bar.

– ¿Podrías ayudarme con las verduras, Bri? -preguntó mirando a Kincaid y notando la tensión en el aire-. Vaya, lo siento. -El aroma del roast-beef le llegó a Kincaid y tragó involuntariamente.

– Ahora voy, Meghan. -Brian le respondió con una sonrisa y se volvió hacia Kincaid cuando la chica desapareció por la puerta-. Mire, comisario, esto no tiene sentido. No puede creer seriamente…

La puerta principal se abrió y entró un grupo de clientes vestidos de domingo riendo y saludando a Brian. Kincaid lo miró a los ojos y sonrió.

– Será mejor que coja esa mesa, ¿no? -Sabía cuándo retirarse con dignidad.

* * *

Kincaid volvía a encontrarse afuera del pub Moon, pero esta vez estaba lleno a reventar de roast-beef y pudding de York. A pesar de que el estado de su estómago le pedía una siesta, se sentía inquieto y agitado ante la perspectiva de la tarde que tenía por delante.

Había llegado a un punto en la investigación en que ya no sabía por dónde continuar, pero sabía que esta frustración creciente era contraproducente.

Lo que necesitaba era un paseo. Le permitiría aclarar su mente así como disminuir el efecto de la comida. Algunos de los clientes habituales del pub le habían informado sobre diversas rutas prometedoras y se había puesto calzado apropiado y un anorak ligero que guardaba siempre en su bolsa de viaje.

El viento del oeste había traído nubes pero Kincaid juzgó que el tiempo no constituía una seria amenaza. Eligió el camino que cruzaba el pueblo y subía hacia la colina pasando al lado de la tienda, ahora cerrada, de Madeleine Wade. Pronto el camino se apartó de la carretera asfaltada y empezó a subir abruptamente. Kincaid pasó junto al campo de cricket y siguió las señales que indicaban Greensand Way, tal como le habían informado. Llegó sin aliento a un gran claro llano que era el cruce de muchos senderos que pasaban por el bosque de Hurtwood. Una buena metáfora, pensó, de las muchas avenidas que este caso parece estar tomando, aunque maldita sea mi suerte si soy capaz de ver cómo ligan.

Tomó Greensand Way. Al principio caminó con facilidad por el sendero arenoso y estudió los alrededores. Hurtwood era un nombre evocador que le traía imágenes de árboles dañados, pero uno de sus amigos parlanchines del almuerzo le informó que el nombre venía de la antigua palabra usada para los arándanos. Se preguntó si los matorrales espinosos que podía observar eran en realidad arándanos.

La idea general era que en otoño todo estaba más bien seco, y sin embargo este bosque era una suave sinfonía de verdes y marrones. El brezo que bordeaba el camino se había secado y tenía una consistencia marrón quebradiza. Bajo sus pies había una alfombra de hojas amarillas y marrones. Los helechos habían adoptado el color de los nuevos peniques. Rehuyó las comparaciones con el cabello de Gemma que le vinieron a la mente y aceleró un poco el paso.

Pronto el sendero se estrechó y el suelo a su izquierda empezó a descender. A través de los árboles podía ver toda la zona de Surrey Weald hasta South Downs. Hizo un esfuerzo intencionado por no dejar que su mente diera vueltas y durante la media hora siguiente se limitó a caminar y subir más y más la cuesta.

Se detuvo bruscamente al llegar a una curva y ver cambiado el ritmo de su paso tan repentinamente. Una pared de raíces de árboles salían de la ladera impidiendo el paso. Seguro que esto no era Greensand Way. Había debido pasar por alto una señal en algún sitio. De repente se dio cuenta de que no tenía ni mapa ni brújula y decidió que volver sobre sus pasos era la mejor opción. Pero primero escogió un lugar seco sobre las raíces para sentarse y descansar un momento.

A medida que su respiración cobraba normalidad el silencio era cada vez mayor, interrumpido únicamente por el canto de algún pájaro y el ruido sordo ocasional de un avión despegando en Gatwick. No le llegaba sonido alguno de las oscilantes copas de los árboles, pero cuando vio caer una hoja de una rama situada por encima de su cabeza le pareció oír el susurro que hizo al tocar el suelo.

Kincaid pasó los dedos por encima de los líquenes que cubrían una ramita nudosa y se preguntó si Alastair Gilbert se había tomado alguna vez un momento para sentir la textura del corcho o escuchar el caer de las hojas. Una agenda profesional y social demasiado estricta no dejaba espacio para la contemplación.

Había intentado no dejar que sus sentimientos por el hombre nublaran su visión del caso, pero quizás hubiera hecho mejor empezando por lo que le pedía su sentido común. Después de todo, esa era la clave: la clase de hombre que había sido Gilbert y las consecuencias que habían tenido sus actos. Porque no le cabía la menor duda de que el asesinato de Gilbert había sido cometido por alguien que lo conocía. De hecho, no había contemplado más que superficialmente la teoría del intruso.

¿Qué había estado a punto de decirle Brian Genovase cuando Meghan abrió la puerta? ¿Gilbert no había sospechado de Brian y su esposa? Pensándolo bien, Kincaid estaba seguro de que Valerie Reid los había conducido en la dirección correcta, fueran cuales fueran sus motivos. Brian no le había preguntado lo que todo hombre inocente pregunta cuando es juzgado injustamente: ¿Quién se lo ha dicho?

Pero si Brian y Claire eran amantes, y Brian había matado a Gilbert durante una discusión ¿por qué había estado tan preocupado por Lucy y Claire? Nada convencido, Kincaid desmenuzó unos trozos de corcho de la rama con sus dedos. ¿Podría Brian haber matado a Gilbert y haberse deshecho del arma en los pocos minutos que había estado fuera del pub? Los chicos habían registrado el lugar a conciencia buscando los pendientes de Claire y no habían encontrado nada que coincidiera con la descripción del arma que había hecho Kate Ling.

A Kincaid le parecía que este escenario era exactamente el mismo que habían elaborado para Geoff. Sólo que si el crimen había sido premeditado y planeado cuidadosamente, tanto Geoff como Brian lo podían haber cometido. Y Kincaid estaba seguro de que el asesinato de Gilbert había sido cometido en un momento de ira. Había sido un crimen apasionado. Más bien, un crimen pasional.

Esto dejaba afuera a Malcolm Reid. Si uno asumía que Valerie lo estaba encubriendo, entonces Reid hubiera tenido tiempo de cometer el asesinato y deshacerse del arma y cualquier otra prueba incriminatoria. Pero como Reid parecía haberse sincerado con su esposa sobre las acusaciones de Gilbert, ¿qué ganaba él con su muerte? Además Kincaid, como Gemma, tenía dificultades para imaginar a ninguno de los Reid como mentirosos consumados.

Había pelado la ramita hasta dejar a la vista la suave madera. En cambio no se sentía nada cercano a descubrir la verdad. Se metió la rama en el bolsillo de su anorak y se puso en pie. Mientras se ponía en marcha se limpió los pantalones por donde había estado sentado. Lo único que podía hacer era intensificar la búsqueda de pistas en los informes, repasando otra vez cada pedazo de información.

Entonces, tras haber examinado todas las opciones posibles, se le ocurrió. Y por poco que le gustara, sabía que tenía que continuar por ese camino.

* * *

Cuando llegó de nuevo al cruce de caminos eligió la bifurcación de la derecha, que esperaba que le llevara al otro lado del pueblo. Al cabo de unos pocos minutos vio que había acertado porque la suave bajada lo llevó al claro que había al final del camino de los Gilbert. Ante él se encontraba la sala comunal, todavía con los adornos de la Noche de Guy Fawkes. * También continuaba instalada la plataforma de madera del presentador, pero las cenizas de la hoguera hacía tiempo que se habían enfriado. El viento le trajo su olor frío y húmedo. Dio un amplio rodeo para evitar la hierba quemada.

Resignado regresó a la cocina del pub e interrogó a John y Meghan sobre los movimientos de Brian el miércoles por la noche. No esperaba que contradijeran a Brian, pero debía respetar los procedimientos.

Meghan, mientras se secaba la cara sudorosa con el delantal, declaró que Brian pudo haber estado fuera del bar durante poco más de tres o cuatro minutos y que volvió silbando con una caja de limonadas. John dijo que, francamente, había sido una noche de locura y ni se había percatado de la ausencia de Brian.

Kincaid les dio las gracias y, como ya era hora de tomarse un refrigerio, fue al bar y pidió una pinta de bitter Flowers. Se llevó su bebida al rincón junto al fuego y se sentó en silencio a observar la llegada de los clientes vespertinos. Brian lo ignoró con éxito, mientras que John, un hombre larguirucho y entrado en canas que llevaba chaleco con tejanos y botas, le echaba de vez en cuando miradas de curiosidad.

La calidez de las ascuas era muy agradable y Kincaid estiró las piernas por debajo de la mesa, disfrutando del placentero cansancio que viene con el ejercicio físico. Miró a su alrededor deseando de repente estar aquí de vacaciones, poder disfrutar del pueblo y sus habitantes sin segundas intenciones, y ser aceptado simplemente por como era.

Sonrió ante lo inútil de su deseo y pensó que también podría desear un caso en que la víctima fuera un santo y que todos los sospechosos fueran igualmente desagradables. Las cosas serían mucho más sencillas, pero, según propia experiencia, los santos apenas se dejaban asesinar.

Por entre la masa de personas que había en la barra acertó a ver a Lucy. Debía de haber entrado por la parte de atrás o bien había bajado de arriba, ya que era imposible que no la viera entrar por la puerta principal. Estaba hablando con alguien y cuando la gente se movió pudo ver que se trataba de Geoff.

Llevaba tejanos y una camisa de franela varias tallas más grande, lo que le daba un aspecto inocentemente ingenuo. Pero Kincaid observó con atención y la vio dar un paso hacia Geoff y poner su mano en el talle del joven de manera a la vez provocadora y posesiva. Geoff sonrió, pero no le correspondió. Luego los llamó Brian y ambos desaparecieron en la cocina.

Kincaid se terminó su bebida en solitario, sin ser molestado, y salió por la puerta sin que nadie en apariencia se diera cuenta. Dejó su coche aparcado junto al prado y cruzó el pueblo a oscuras, siguiendo la misma ruta que había tomado por la tarde.

Las escaleras de Madeleine Wade seguían sin estar iluminadas, pero esta vez las subió con cierta familiaridad. Cuando la mujer respondió a su llamada y abrió la puerta, él sonrió y dijo:

– Me ve hasta en la sopa, ¿no?

– Ya he abierto una botella de vino y he añadido un cubierto para usted. -Se apartó para dejarlo pasar y Kincaid pudo ver que había abierto las hojas de una pequeña mesa situada junto al sofá y que había colocado dos sillas de junco. En efecto, en la mesa había platos, cubiertos y copas de vino para dos.

Dio un paso adelante y notó como se le erizaba el vello de la nuca.

– A veces me asusta, Madeleine. ¿Está teniendo escarceos con la adivinación del futuro?

Se encogió de hombros.

– En realidad no. Sencillamente he tenido una sensación rara y he decidido arriesgarme a hacer el ridículo. Después de todo, si me equivocaba, nadie más que yo lo sabría. Y ha de admitir que es un buen truco. -Su voz estaba cargada de deleite-: Podría decir lo mismo de usted, ¿sabe?

– ¿La asusto? -preguntó sorprendido.

– A veces me siento como un pequeño ratón fascinado por una serpiente. Es muy divertido, pero nunca sé cuándo va a lanzarse sobre mí. Siéntese y le serviré el vino. Ya ha respirado bastante.

– Le prometo que no he venido con la idea de lanzarme sobre usted -dijo Kincaid mirando al sitio que ella le indicaba en la mesa-. Y ahora que somos sinceros, debo decirle que no me he acostumbrado a la sensación de ser un libro abierto para usted y que no estoy muy seguro de que me guste. -Esta vez la música de fondo era clásica. Mozart, pensó, un concierto de violín. Y las velas ardían en la repisa de la ventana y sobre la mesa.

– Lo sobrelleva de forma admirable -respondió ella mientras traía una bandeja de la cocina. Colocó una fuente sobre la mesa y luego llenó su copa antes de sentarse.

Kincaid silbó al leer la etiqueta de la botella.

– Esto no lo ha encontrado en Sainsbury’s. -La fuente contenía un festín igual de delicioso: quesos, salmón ahumado, fruta fresca y galletas saladas-. Me va a acostumbrar mal -dijo, mientras olía el vino antes de tomar el primer sorbo.

– No creo que haya muchas oportunidades para eso. -Madeleine miró el torrente de vino morado oscuro que vertía en su copa-. No estará aquí el tiempo suficiente para malcriarse. Va a cerrar este caso, no albergo la menor duda. -Sus ojos se encontraron-. Entonces regresará al tipo de vida que lleva cuando no trabaja y se olvidará de Holmbury St. Mary.

Por un momento Kincaid creyó notar un rastro de pesar en la voz de Madeleine.

– No estoy seguro de tener una vida cuando no trabajo -dijo mientras ponía un pedazo de salmón sobre una galleta salada-. Ése es el problema.

– Me parece a mí que ésa es su elección.

Kincaid respondió con resignación.

– Es lo que solía pensar. Durante un tiempo me pareció suficiente. De hecho, cuando mi esposa y yo nos separamos, cualquier cosa era preferible a volver a pasar por esa clase de caos emocional.

– ¿Qué ha pasado para que cambien las cosas? -preguntó Madeleine mientras untaba queso blanco encima de una galleta-. Ha de probar éste. Es Stilton blanco con jengibre.

– No lo sé. -Kincaid se liquidó el salmón mientras contemplaba una respuesta-. La primavera pasada perdí a una amiga y vecina. Supongo que fue entonces, cuando no pude llenar el vacío que ella había dejado, cuando me di cuenta de lo solo que estaba. -Hablaba y mientras lo hacía se sentía asombrado. Éstas eran cosas que ni siquiera había expresado para sí mismo ni compartido con otra persona.

– A veces el dolor nos coge por sorpresa. -Madeleine levantó la copa y la sostuvo con ambas manos, inclinándola levemente. Esta noche llevaba un caftán y pantalones de seda en verde oliva y el vino parecía color sangre sobre el fondo terroso. A Kincaid le pareció notar experiencia en su voz, pero no quiso preguntar qué tipo de pérdida había sufrido.

Después de probar el Stilton dijo:

– ¿Cree que Claire Gilbert llorará por su esposo?

Madeleine pensó un momento.

– Creo que Claire Gilbert lloró la muerte de Alastair Gilbert hace mucho tiempo, cuando descubrió que no era lo que ella había creído. -Detrás de ella, los animales de la granja parecían retozar por las cortinas bajo la luz titilante-. Y no creo que nunca dejara de llorar la muerte de Stephen. No tuvo tiempo de hacerlo cuando se casó con Alastair. Pero a menudo tomamos decisiones debido a la necesidad de las que más tarde nos arrepentimos.

– ¿Las ha tomado usted?

– Más de las que soy capaz de contar. -Madeleine sonrió-. Pero nunca porque el lobo estuviera a mi puerta, como en el caso de Claire. En lo financiero he sido afortunada. Mi familia vivía holgadamente y luego pasé de la universidad directamente a un trabajo bien pagado. -Separó una uva de su racimo con un delicado giro del pedúnculo-. ¿Y qué hay de usted, señor Kincaid? ¿Ha tomado decisiones de las cuales se ha arrepentido?

– Por la necesidad del momento -dijo en voz baja, haciéndose eco de las palabras de Madeleine. ¿Habría notado lo que lo preocupaba y lo había dirigido a esto, totalmente desprevenido?- Todo esto es rarísimo… Excepto que estoy empezando a pensar que nada que la concierna a usted es realmente… normal. Sí. Una vez tomé ese tipo de decisión y concernía a Alastair Gilbert.

– ¿Gilbert? -masculló Madeleine, atragantándose con el vino.

– Hace años, probablemente por la época en que Gilbert conoció a Claire. Estaba asistiendo a un curso de perfeccionamiento, justo después de haber sido ascendido a comisario, y él era el instructor. -Kincaid se detuvo y bebió un sorbo de su vino, preguntándose por qué había empezado esta historia y por qué se sentía obligado a continuar-. Teníamos un fin de semana libre en medio de un curso de dos semanas. La noche de domingo, justo cuando estaba a punto de irme a Hampshire de nuevo, mi esposa me dijo que necesitaba hablarme desesperadamente. -Hizo una pausa y se rascó la mejilla-. Tiene que comprender que eso era algo extraordinario en el caso de Vic. No era en absoluto el tipo de persona que hace una montaña de un grano de arena. Llamé a Gilbert para decirle que tenía una emergencia familiar y le pedí un poco de margen para volver. Él respondió que me echaría del curso. -Volvió a beber, tragándose la amargura que le subió por su garganta -. Creo que yo ya no le gustaba porque no le había hecho la pelota y yo no tenía suficiente experiencia entonces para saber que la amenaza era pura palabrería.

– ¿Y fue? -lo animó a seguir Madeleine.

Kincaid asintió.

– Y cuando volví a casa Vic se había ido. Por supuesto, ahora tengo suficiente experiencia como para saber que a largo plazo no hubiera influido. Ella quería que la eligiese a ella en lugar de mi trabajo. Y si me hubiese quedado aquel domingo, habría elegido otra ocasión para hacerme la misma prueba. Quizás cuando hubiera tenido un caso importante.

– Pero durante un tiempo necesité darle las culpas a alguien y Alastair Gilbert fue el perfecto chivo expiatorio. -Sonrió torciendo la boca y empezó a untar queso sobre una galleta.

Madeleine volvió a llenar su copa.

– No hace falta ser una luminaria para deducir que hay otros además de usted y los Genovase que tienen cuentas pendientes con Gilbert. ¿Cómo saben por dónde empezar?

– No lo sabemos. El tipo era como un maldito virus, infectaba todo aquello que tocaba. ¿Cómo vamos a rastrear cada contacto que hizo?

– Siento que aumenta su frustración -dijo Madeleine sonriendo-. Y ésa no era mi intención.

– Lo siento. -La miró con detenimiento mientras se concentraba disponiendo trozos de salmón sobre una galleta. Sentía curiosidad por esta mujer, pero no estaba seguro de cómo poner a prueba sus límites. Al cabo de un rato dijo, con prudencia-: Madeleine, ¿está alguna vez realmente cómoda con alguien?

– Ha habido muy pocas excepciones. -Suspiró-. Los necesitados son los peores, pienso, aquellos que constantemente te exigen atención para afirmar su derecho a existir. Son incluso más inquietantes que los enfadados.

– ¿Es así como ve a Geoff?

Negó con la cabeza y dijo:

– No. Geoff no es un embaucador -eso es lo que pienso de ellos- o si lo es, sólo obtiene seguridad de unos pocos. Su padre y quizás Lucy.

Kincaid pensó en la escena que había observado en el bar.

– Madeleine, ¿cómo cree que afectarían a un joven los abusos emocionales y quizás sexuales en sus respuestas al sexo?

– No soy psicóloga. -Mordió un pedazo de manzana verde.

– Pero es quizás más perspicaz que la mayoría. -La animó con una sonrisa.

– Si está hablando de Geoff, y teniendo en cuenta su historia, diría que sí, pienso que hay dos posibles caminos. O se convierte en abusador. O… -Mientras pensaba miró al vacío con el ceño fruncido-. Puede asociar el sexo con fracaso y abandono.

– De modo que nunca se arriesgaría con alguien que le importase.

– Yo no me fiaría demasiado. Esto es pura especulación de una amateur. -Apartó su plato, se acomodó en la silla y meció su copa de vino.

– Entonces hábleme con más detalle de lo que hace como profesional -dijo Kincaid y continuó picando-. ¿Trata lesiones mediante terapia de masajes?

– A veces. No es únicamente una técnica de relajación. Estimula el sistema linfático del cuerpo para que funciones de manera más eficaz y acelera el desecho de toxinas y la curación. -Madeleine habló con franqueza, casi con seriedad, y sin lo que Kincaid estaba empezando a reconocer como su capa auto-protectora de regocijo.

– Me fío de usted. Espero tenerla cerca si alguna vez necesito sus cuidados. Usted debe de haber sido una bendición para Claire cuando se lesionó. -Lo dijo de manera informal, esperando que Madeleine no notara la punzada de culpa que sintió por este abuso de su confianza.

– La clavícula le dolió mucho. Es sorprendente lo problemático que puede ser una rotura de clavícula. -Le sonrió con naturalidad.

A pesar de que iba en contra de sus inclinaciones, dejó pasar esta línea de investigación. Había otras fuentes de información y buscarla ahora no valía la pérdida de confianza de Madeleine.

– Yo me la rompí cuando era niño. Me caí de una silla, ¡a quién se le ocurre! Pero no lo recuerdo. Mi madre dice que me puse insoportable, que no quería llevar el brazo en cabestrillo.

Continuaron hablando y llenando sus copas con la segunda botella que abrió Madeleine. Él le explicó cosas de su niñez en Cheshire en las que no había pensado en años.

– Tuve suerte -dijo finalmente-. Mis padres eran cariñosos y crecí en un entorno seguro y estable donde se amaba el aprender por aprender. Veo tanto… tantos niños que nunca tienen la oportunidad. Y no sé si yo podría darle a un hijo mío lo que mis padres me dieron a mí. Este trabajo mío no es muy propicio para la vida familiar… pregúnteselo a mi ex esposa. -Trató de sonreír y miró la hora-. ¡Vaya! Cómo pasa el tiempo.

– ¿Volvería a hacer la misma elección, entre una relación y su trabajo?

Kincaid, con la copa a mitad de camino hacia su boca, la miró.

– Hay alguien, ¿no es así? -preguntó Madeleine y sus ojos sostuvieron la mirada de él.

Dejó la copa sin probar el vino.

– La había. Creía que la había. Pero ella ha cambiado de opinión.

– ¿Cómo se siente?

– Ya lo sabe -dijo con certeza.

– Dígalo de todas formas.

Apartó la mirada.

– Enfadadísimo. Traicionado. -Se le había secado la boca debido al vino y se pasó la mano por ella-. Teníamos algo tan bueno. Nos iba tan bien juntos. ¿Cómo ha podido darme con la puerta en las narices? -Hizo un gesto de incredulidad y se levantó vacilante-. Creo que será mejor que me vaya antes de que me ponga llorón. He bebido más de la cuenta. El pub aún no ha cerrado y espero que Brian tenga piedad y aloje a un pobre poli por esta noche.

Levantó su copa con restos de vino.

– Es usted una bruja, Madeleine. Me ha embrujado para que llorara en su hombro. Ni tan siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me tuvo que aguantar así… Y sigue usted siendo tan enigmática como el maldito gato de Cheshire.

Madeleine lo acompañó a la puerta y justo antes de cerrarla ella alargó el brazo y le tocó la mejilla. Usó su nombre de pila por primera vez para decirle:

– Duncan. Todo se arreglará. Sea paciente.

La luz se fue estrechando hasta desaparecer cuando Madeleine cerró la puerta. Entonces Kincaid se encontró a solas en la oscuridad.

* * *

Brian le dio una cama de buen talante. Cuando Kincaid subió su maleta y se dispuso a desnudarse se acordó de que no había respondido a la pregunta de Madeleine. ¿Qué ocurriría si Gemma cambiara de opinión? ¿Tomaría la misma decisión que tomó con Vic? ¿Era capaz de anteponerlo todo a su trabajo? ¿Estaba dispuesto a hacerle daño, a hacérselo a sí mismo?

Cayó rápidamente en ese sopor agitado producto del consumo de mucho alcohol. Sus sueños fueron extraños e inconexos y cuando su buscapersonas empezó a pitar con estridencia de madrugada, se despertó con el corazón latiendo desbocadamente y la boca como papel de lija.

Buscó a tientas el interruptor del busca y leyó entrecerrando los ojos la pantalla led. Maldijo entre dientes, se sentó y encendió la luz. ¿Qué diablos querían de él en Scotland Yard a estas horas? Cualquier llamada sobre un avance decisivo en la investigación hubiera venido de Guildford. ¿Y qué lo había animado a beber tanto? Normalmente no era dado a estos excesos. Madeleine tenía un buen saque, pensó con una sonrisa lánguida. Recuperó su chaqueta del respaldo de la silla y tocó los bolsillos en busca de su teléfono. Luego se dio cuenta de que lo debía de haber dejado en el coche. Maldita sea.

Bajó las escaleras en pijama y zapatillas y se dirigió al teléfono que había junto al reservado. Cuando la centralita lo conectó con el sargento de turno, escuchó consternado. Cuando terminó de hablar el sargento, Kincaid dijo:

– No. No lo haga. Lo haré yo mismo. Está bien.

Colgó y se quedó de pie, atontado por el shock, y luego hizo el esfuerzo de recobrar la compostura. Miró la hora en su reloj. Si condujera a toda prisa, quizás llegara a Londres al amanecer.

12

Kincaid paró el coche enfrente del apartamento de Gemma a las siete en punto. Con los ojos enrojecidos y barba de tres días, salió del coche odiando lo que había de hacer.

Golpeó levemente la puerta y Gemma apareció al poco, adormilada y confundida.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que estabas en Surrey. -Después de mirarlo un poco más detenidamente añadió-: No te ofendas, pero tienes un aspecto horrible, jefe. -Bostezó y se apartó para dejarlo entrar. Llevaba un camisón raído de toalla en un color granate poco favorecedor que le daba a su cabello color cobre una tonalidad naranja-. Toby está dormido -dijo en voz baja y mirando en dirección a su dormitorio-. Prepararé café y me explicas todo.

– Gemma. -Kincaid alargó los brazos y la cogió por los hombros en el momento en que ella se daba la vuelta para ir a la cocina-. Tengo muy malas noticias. Jackie Temple ha muerto.

Nunca pensó que vería esa mirada perpleja y atónita en la cara de Gemma, como si le hubieran dado una bofetada.

– ¿Qué…? No puede ser. La vi ayer…

– Debió de ocurrir cuando estaba acabando su ronda. Llamó por radio hacia las diez y cuarto. Cuando vieron que no se había registrado tras finalizar su turno y no la localizaron por radio, enviaron una patrulla a buscarla.

– ¿Qué…? -Sus pupilas se dilataron hasta que sus ojos parecieron agujeros negros sobre su piel blanca como la tiza. Kincaid notó a través de la tela gruesa del camisón como empezó a temblar.

– Le dispararon. En la nuca. Dudo que se diera cuenta.

– Oh, no. -Gemma hizo un gesto de dolor y se tapó la cara con las manos.

Kincaid la atrajo hacia él y la abrazó, le acarició el pelo y le murmuró palabras de consuelo. Olía levemente a sueño y polvos de talco.

– Gemma, lo siento tanto.

– ¿Pero por qué? -gimió en su hombro-. ¿Por qué iba nadie a hacerle daño a Jackie?

– No lo sé, corazón. Susan May, su compañera de piso, pidió que te lo notificaran, pero cuando la llamada llegó a Scotland Yard el viejo George estaba en la recepción y me llamó a mí.

– ¿Susan? -Gemma se apartó de él y dio un paso atrás-. ¿No creerás…? Seguro que fueron unos ladrones… Oh, Dios mío… -Buscó a tientas una silla y se desplomó sobre ella-. No fueron ladrones, ¿no es eso? No creerás que tiene algo que ver con…

Toby salió de su dormitorio con un pijama que lo hacía parecer un conejito gordo.

– Mamá, ¿qué pasa? -dijo embistiéndola medio dormido.

Gemma se lo sentó en su regazo y restregó su cara en el pelo del niño.

– Nada, mi vida. Mamá tendrá que ir a trabajar temprano. -Levantó la mirada hacia Kincaid-. Vendrás conmigo a ver a Susan, ¿no?

– Por supuesto.

Ella asintió y luego dijo:

– Te hablaré de… ayer… por el camino. -Estudió a su jefe un instante y añadió-: ¿Te llamaron a Surrey? ¿Esta madrugada?

– Hacia las cuatro y media.

– ¿Quién es Susan, mamá? -preguntó Toby. Se retorció encima de ella hasta que pudo montar sobre sus rodillas. Luego hizo como que tenía alas-. Mira Duncan, soy un avión.

– Una amiga de una amiga, cielo. Nadie que tú conozcas. -Los ojos de Gemma se llenaron de lágrimas. Se las secó y se sorbió la nariz.

– Esperaré afuera hasta que estés lista -dijo Kincaid, que de repente sintió que se había inmiscuido en su vida privada.

– No. -Gemma dejó a Toby en el suelo y le dio un cachete en el trasero-. Me cambiaré en el cuarto de Toby. Mientras tanto puedes jugar al avión con él. Luego os prepararé a los dos un desayuno. -Le lanzó una mirada crítica y luego intentó sonreír-. Tienes aspecto de estar en las últimas.

* * *

Media hora más tarde Gemma ya se había duchado y vestido. A continuación le dejó a Kincaid usar el pequeño cuarto de baño para afeitarse y ponerse una camisa limpia. Se sentía mucho más cómodo cuando se sentó en una mesa en forma de media luna. Toby, ya vestido con unos pantalones de peto y unas zapatillas de deporte, jugaba a sus pies. Kincaid deseó poder estar aquí en diferentes circunstancias.

Acompañó a Gemma por el jardín y ella le presentó a Hazel. Gemma se despidió de Toby con un beso y se dirigieron a Notting Hill.

Mientras avanzaban por el tráfico de hora punta, Gemma le explicó a Kincaid con voz entrecortada la revelación que Jackie le hizo el día anterior.

Kincaid dio un silbido cuando Gemma terminó su relato.

– ¿Ogilvie corrupto? ¿Crees que Gilbert descubrió algo y Ogilvie decidió hacerlo callar?

– Y a Jackie. -La boca de Gemma era como una fina e inflexible línea recta.

– Gemma, la muerte de Jackie probablemente no tiene nada que ver con esto. Estas cosas pasan y normalmente no tienen ningún sentido. Ambos lo sabemos.

– No me gustan las coincidencias y esto es demasiada coincidencia. Esto también lo sabemos los dos.

– Yo no sé nada más que lo que te he dicho. ¿Crees que debemos pasar primero por Notting Hill y obtener los detalles antes de hablar con Susan May?

Por un momento Gemma no respondió, luego dijo:

– No. Prefiero ver a Susan primero. Es lo mínimo que le debo.

Kincaid observó su perfil mientras estaban parados en un semáforo y deseó poder consolarla. A pesar de sus palabras tranquilizadoras, a él tampoco le gustaba esta coincidencia.

Encontró un sitio para aparcar cerca del apartamento y mientras se dirigían a la puerta vio como Gemma hacía una pausa y respiraba hondo antes de llamar al timbre. La puerta se abrió tan rápido que Kincaid pensó que la mujer que respondió debía de haber estado al otro lado esperando.

– ¿En qué puedo ayudarlos? -dijo bruscamente.

– Soy amiga de Jackie, Gemma James. Susan me ha llamado. -Gemma alargó la mano y la mujer la estrechó mientras su rostro se transformaba y sonreía.

– Por supuesto. Soy Cecily Johnson, la hermana de Susan. Justo salía a hacer unos recados para ella. Le voy a decir que están aquí.

La palabra que le vino a la cabeza a Kincaid mientras seguían a Cecily Johnson por las escaleras era «hermosa». Era una mujer alta, de huesos grandes, piel café con leche, finos ojos negros y una gran sonrisa. Esperaron en el rellano un momento mientras Cecily entraba. Luego volvió y les dijo:

– Pasen. Los dejaré trabajar.

Susan May, de espalda a ellos, estaba mirando por la ventana del salón que daba a la pequeña terraza con las brillantes macetas de pensamientos y geranios. Su silueta era más esbelta que la de su hermana y cuando se dio la vuelta Kincaid vio que tenía el mismo cutis cremoso y los mismos ojos oscuros. Sin embargo, ella no era capaz de sonreír.

– Gemma, gracias por venir tan rápido.

Gemma cogió las manos extendidas de Susan y las apretó.

– Susan, lo…

– Lo sé. No lo digas, por favor. Todavía no he llegado al punto de ser capaz de enfrentarme a los pésames. Siéntate y déjame que os traiga café. -Gemma empezó a protestar, pero ella añadió-: Me ayuda tener las manos ocupadas.

Gemma le presentó a Kincaid, luego Susan se fue a la cocina y volvió al cabo de un momento con una bandeja. Mientras servía conversó sobre trivialidades y luego se sentó y se quedó mirando su tazón.

– Todavía no me lo puedo creer -dijo-. Continúo esperando que entre por la puerta y diga algo tonto como «Ha sido un mal chiste, Suz, ja ja». Le gustaba hacer bromas. -Dejó su tazón en la mesa y se levantó. Empezó a dar vueltas por la habitación retorciéndose las manos-. Dejó su camisón en el suelo junto a la cama. Yo siempre iba detrás de ella para que recogiera sus cosas y ahora ya nada importa. ¿Por qué pensaba que tenía importancia? ¿Me lo puedes decir? -Paró y se quedó en la misma posición que tenía cuando entraron, dándoles la espalda y mirando a la terraza-. Me han dado una baja indefinida por motivos familiares. ¿Para qué? Llegar cada noche a un piso vacío será suficientemente malo. La idea de pasar aquí los días a solas es insoportable.

– ¿Qué hay de tu hermana? -preguntó Gemma-. ¿Puede quedarse contigo durante un tiempo?

Susan asintió.

– Ha dejado a sus niños con la abuela durante unos días. Me ayudará a recoger… las cosas de Jackie. Ella… me refiero a Jackie… no tenía familia, así que no hay nadie más para ocuparse. -Susan calló y por un momento Kincaid pensó que iba a perder el control, pero fue capaz de proseguir-. No quería que la incinerasen. La verdad es que era algo que la inquietaba y yo me reía de ella. ¿Crees que ella sabía…? Tengo que encontrar un cementerio. Luego volveré al trabajo. No me importa que la gente piense que soy insensible.

Se dio la vuelta y los miró a la cara.

– Jackie habló bastante sobre ti durante estos últimos días, Gemma. Significaba mucho para ella que os volvierais a ver. Sé que había algo que ella deseaba decirte pero no sé lo que era, solo sé que la oí murmurar algo sobre una manzana podrida donde menos lo esperas.

– La vi ayer. Antes de empezar su turno. Me lo dijo…

– ¿La viste? ¿Cómo…? ¿Qué…? -Susan tragó saliva y volvió a intentar hablar-. ¿No te dijo nada sobre mí?

Kincaid vio como Gemma vacilaba y luego se serenaba.

– Habló sobre tu ascenso. Estaba muy orgullosa de ti.

Se abrió la puerta de la entrada y Cecily entró con una bolsa llena de comida. Susan, retorciendo de nuevo las manos, sonrió a su hermana y le dijo a Gemma:

– ¿Me avisarás si averiguas algo?

– Estaremos en contacto. -Gemma se levantó y le dio un abrazo. Cecily los acompañó a la puerta y bajaron las escaleras en silencio.

Cuando llegaron a la calle las lágrimas cubrían la cara de Gemma.

– Es tan injusto -dijo con furia al entrar el coche-. Susan debería haber sido la última en verla, no yo. -Cerró de un golpe tan fuerte la puerta que el coche tembló-. No es justo. Jackie no debería estar muerta y es todo por mi culpa. Nunca me lo perdonaré.

* * *

– Estamos pisando un terreno muy delicado -dijo Kincaid mientras aparcaba en la comisaría de Notting Hill-. No tenemos ningún motivo para hacer preguntas sobre un oficial superior, excepto un rumor no corroborado. Sugiero que empecemos con discreción. -Dejó el coche en una plaza vacía y luego, golpeando con los dedos el volante, pensó-. Creo que hemos de revelar el interés de Jackie por el caso Gilbert para poder justificar que metamos las narices en su asesinato. Pero ahora mismo no creo que debamos ir más allá.

Gemma asintió, luego sacó un pañuelo de su bolso y se sonó.

– Podemos decir que Jackie te dijo que había oído algo extraño sobre Gilbert, pero que tú no sabías de qué se trataba. Mientras tanto veamos si podemos averiguar los movimientos de Ogilvie ayer noche y la noche del asesinato de Gilbert, pero de manera indirecta. Eso será suficiente para meterle miedo si no está limpio.

– Habla con su secretaria, ¿no? -sugirió Gemma-. Le gustan los hombres guapos.

Kincaid la miró preguntándose si el comentario era una indirecta o un intento de broma, pero ella estaba examinando sus uñas con gran concentración.

– ¿Quién era el sargento que contestó a Jackie con evasivas? -preguntó.

– Talley. Lo recuerdo de mi época en esta comisaría.

– Creo que también hemos de hablar con él. -La miró y de nuevo deseó poder decirle algo, ofrecerle consuelo sin sonar condescendiente. Pero ninguna palabra parecía adecuada. Se resistió al impulso de tocarle el hombro, la mejilla-. ¿Estás preparada?

Asintió.

– Como nunca.

* * *

– Esto es un golpe de suerte -le susurró Kincaid a Gemma mientras entraban en la oficina del comisario Marc Lamb. Él y Lamb se habían conocido durante su primer curso de perfeccionamiento, pero habían pasado varios años desde la última vez que se habían visto.

– Duncan, viejo amigo. -Lamb lo fue a recibir sonriendo abiertamente y le dio un fuerte apretón de manos-. El chico de oro de Scotland Yard en persona. Siéntate.

Kincaid presentó a Gemma con una leve aunque inmerecida chispa de orgullo, ya que a pesar de que él y Lamb tenían la misma edad, Lamb estaba perdiendo pelo y ganando peso.

Pasaron unos momentos charlando sobre conocidos mutuos y luego Kincaid explicó su interés en el caso de Jackie Temple.

Lamb se puso serio de inmediato.

– Uno nunca piensa que algo así pueda pasar en su comisaría. En Brixton quizás, pero no aquí. Jackie Temple era una de mis mejores agentes, sensata y querida tanto por la gente de la calle como por sus compañeros. Ya sabes como son las cosas. A veces, los policías que comienzan están cargados de buenas intenciones, pero carecen del más mínimo sentido común. Jackie tuvo las dos cosas desde el primer día.

Ahora Kincaid se dio cuenta de las ojeras de su viejo amigo y observó su chaqueta arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Probablemente había estado trabajando toda la noche.

– ¿Había algún indicio de que estuvieran robando en alguna parte?

Lamb negó con la cabeza.

– Nada de nada. Ni los forenses han encontrado nada útil hasta ahora. -Miró la hora en su reloj de pulsera y añadió-: En cualquier momento nos llegará la autopsia, pero ya te digo ahora que por los restos de pólvora en el cuero cabelludo y el tamaño del orificio de entrada sabemos que le dispararon a bocajarro. No tuvo ninguna oportunidad.

Kincaid observó como Gemma apretaba los puños sobre su regazo.

– Entonces, ¿qué conclusión sacas Marc? -preguntó.

Lamb enderezó el marco que había en su escritorio atestado. Esposa e hijos, pensó Kincaid, pero sólo pudo ver la parte posterior.

– Se trata de un territorio difícil -dijo despacio Lamb-, con sus vecindarios aburguesados, su población étnica, aunque intentamos mantenerlo limpio. -Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Kincaid-: Por mucho que me cueste admitirlo sobre mi propio territorio, esto apesta a ejecución al estilo de las bandas callejeras.

* * *

Con permiso de Lamb, Kincaid y Gemma fueron a hablar con el sargento Randall Talley en la cantina, donde estaba tomándose su descanso.

– Es él -dijo Gemma, apuntando en dirección a un hombre pequeño, entrecano, de mediana edad que estaba sentado solo en una mesa.

Cuando llegaron frente a él Gemma alargó la mano y se presentó, luego añadió:

– ¿Se acuerda de mí, sargento Talley?

Se guardó muy bien de darle la mano a Gemma. La miró y luego apartó los ojos, que eran de un azul claro, apagado.

– Sí. ¿Y qué?

Viendo la sorpresa y confusión de Gemma, Kincaid apartó una silla para ella y otra para él. Resultaba obvio que Talley no era la clase de hombre que se dejara interrogar por una antigua subordinada, pero quizás el rango le instara a ser un poco más cooperativo.

– ¿Le importa que nos sentemos, sargento?

– Pueden hacer lo que les plazca. -Se terminó el té con un trago deliberadamente largo y empujó su silla hacia atrás-. He terminado mi descanso.

– Nos gustaría hacerle unas preguntas, sargento. Le hemos pedido permiso a su jefe. Usted fue una de las últimas personas en hablar con Jackie Temple y hemos pensado que quizás ella dijera algo que nos diera una pista sobre su asesino.

– ¡Le disparó en la calle un puñado de malditos matones! ¿Cómo demonios voy a saber nada sobre eso? -Los miró con la agresividad de un bulldog, pero en sus ojos había lágrimas-. Y ustedes no tienen jurisdicción sobre el asesinato de Jackie Temple.

– Pero la tenemos sobre el asesinato de Alastair Gilbert -dijo Kincaid-. Y Jackie había estado haciendo preguntas sobre Alastair Gilbert. De hecho, le dijo a la sargento aquí presente que usted casi llega a las manos con ella por este asunto.

– ¿Por qué no iba a hacerlo? No tenía por qué buscar los trapos sucios de un oficial superior ni deshonrar su memoria. Gilbert era un buen hombre.

Kincaid arqueó las cejas.

– Vaya, un seguidor entre una legión de detractores… ¡Ésta sí que es una buena sorpresa! ¿Y qué opina del inspector jefe David Ogilvie, sargento?

Talley puso los ojos en blanco.

– Nunca he oído una sola palabra contra Ogilvie, y no la repetiría si la oyera. -Volvió a empujar la silla atrás y se levantó-. Y ahora, tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que propagar chismes difamatorios, aunque en su caso no sea así. Buenos días. -Se dio la vuelta y se alejó con rapidez, abriéndose paso entre las mesas dispersas hasta que llegó a la puerta. Kincaid miró su caminar bamboleante y se preguntó si Talley había pasado sus años de formación en el mar.

– Bueno, bueno -dijo Kincaid a Gemma y se miraron con ojos como platos-. Yo no sé lo que tú piensas, pero yo creo que este hombre está aterrorizado.

– No creerás… -dijo Gemma despacio-. La manzana podrida que mencionó Jackie… ¿no creerás que se refería al sargento Talley?

* * *

El letrero en el escritorio de la secretaria de Ogilvie decía Helene Vandemeer. Gemma había tenido razón, porque una sonrisa enorme iluminó la cara apocada de la señora Vandemeer, una mujer de mediana edad, cuando Kincaid se presentó.

Sonó sinceramente apenada cuando, después de que Kincaid solicitara ver a Ogilvie, dijo:

– Vaya, lo siento mucho, pero el inspector jefe ha salido. Se fue el viernes para dar un seminario en los Midlands y no volverá hasta… -pasó una página de su agenda, luego otra-, el miércoles. Sentirá mucho no haberlo visto.

Totalmente desconsolado, pensó Kincaid mientras le devolvía la sonrisa. Gemma se sentó en la única silla del pequeño cubículo y Kincaid se apoyó en la esquina del inmaculado escritorio de la señora Vandemeer. Había sido también la secretaria de Gilbert, recordó, y se preguntó si había sido contratada por sus hábitos o bien los había adquirido por asociación.

– ¿Tiene un número dónde poder localizarlo? -preguntó. Luego añadió confidencialmente-: Es sobre el comandante Gilbert. Verá, todavía no hemos comprobado los movimientos del comandante entre el momento en que abandonó la oficina ese día y el momento en que llegó a casa. Hemos pensado que quizás el inspector jefe Ogilvie pueda arrojar cierta luz sobre el asunto.

– Vaya, entonces me temo que no los podrá ayudar mucho. Ese día tenía una reunión con un grupo de ciudadanos después del almuerzo y se debió alargar un poco porque no regresó a la oficina. Y el comandante… -Helene Vandemeer se sacó las gafas y se pellizcó la nariz como si de repente le doliera-. El comandante dejó la oficina a las cinco en punto, como siempre. Sacó la cabeza por mi puerta y dijo «Adiós, Helene. Hasta mañana». -Miró a Kincaid y vio que sus ojos no maquillados eran de un asombroso color violeta-. ¿Cree que yo puedo haber sido la última persona con quien habló?

– Es difícil de decir -dijo Kincaid tratando de ganar tiempo-. ¿Está segura de que el comandante no dijo nada sobre lo que tenía intención de hacer aquella tarde? ¿Dijo o hizo algo fuera de lo común?

Helene, como si no pudiera soportar el tener que decepcionarlo, sacudió la cabeza.

– Me gustaría poder ayudarlo, pero no se me ocurre nada.

– Ha estado estupenda -le dijo afectuosamente y evitando la mirada burlona de Gemma-. Si nos pudiera dar ese número de teléfono… -Mientras lo escribía, Kincaid añadió con indiferencia-: Esa reunión con los ciudadanos que tuvo el inspector jefe Ogilvie aquella tarde… ¿no recuerda por casualidad el nombre del grupo?

– Déjeme pensar. -Se había vuelto a colocar las gafas y sonrió al recordar-. Ya lo tengo. La Asociación para la reducción del ruido en Notting Hill. Solicitan una reducción del tráfico en ciertas calles.

Kincaid le agradeció su ayuda y cogió el número de teléfono que había apuntado. Salió del cubículo pisándole los talones a Gemma.

Apenas habían alcanzado la puerta cuando Gemma susurró:

– Casi podrías darle galletitas ya que estás en ello.

La aparición de los hoyuelos le hizo sospechar que le estaba tomando el pelo, de modo que respondió de broma:

– Eh, que ha sido idea tuya. Y hemos obtenido resultados, ¿no?

Sacó su teléfono móvil en cuanto salieron del edificio y empezó a marcar. Sólo cuando llegó a la acera se dio cuenta de que Gemma ya no estaba a su lado. Se dio la vuelta y la vio en lo alto de las escaleras, acongojada.

– Gemma -dijo, pero justo entonces respondieron de Scotland Yard y cuando terminó la conversación ella ya lo había alcanzado.

– ¿Qué es lo siguiente, jefe? -preguntó obstinadamente formal.

Tras un momento de vacilación, Kincaid dijo:

– Vayamos a comer algo. Luego me gustaría ir a ver algo, sólo por satisfacer mi curiosidad.

* * *

Estaban al final de una pequeña calle adoquinada, no lejos de la comisaría de Notting Hill. Kincaid se las había arreglado para conseguir de un compañero de Scotland Yard la dirección de Ogilvie. A cada lado las casas se prolongaban como cajas de bombones: melocotón y amarillo, terracota y verde pálido. Algunas tenían verjas de hierro forjado, otras jardineras con brillantes flores y, como en Elgin Crescent, cada casa disponía de alarma y antena parabólica.

Kincaid silbó.

– Casi se puede oler el dinero. ¿Cuál es el número diez?

Caminaron un poco y Gemma dijo:

– Aquí. -Era de color amarillo más oscuro con molduras en negro brillante.

Kincaid escudriñó por entre las cortinas de la planta baja y alcanzó a ver una sala de estar de elegante estilo contemporáneo y más allá el jardín. Se apartó y dejó que Gemma diera una ojeada.

– Seguro que yo no me podría permitir esto con el sueldo de inspector jefe. De alguna manera dudo que David invite a sus compañeros a tomar cerveza después del trabajo. ¿Tú qué opinas?

Gemma lo miró.

– Creo que es hora de que llamemos al comité de disciplina.

– Exactamente lo que yo pienso.

* * *

De nuevo en Scotland Yard, se instalaron en la oficina de Kincaid a pasar una tediosa tarde llamando por teléfono. Primero, Kincaid llamó a Guildford y se encontró que Deveney seguía con el caso de robo, de modo que habló con Will Darling.

– Repáselo todo de nuevo con lupa, Will. Hay algo que no estamos viendo, lo noto, y probablemente lo tengamos delante de nuestras narices. El chico a cargo de los efectos personales se equivocó con lo de la agenda del comandante. Asegúrese de que fue la única vez.

Una llamada al gerente de la Asociación para la reducción del ruido en Notting Hill confirmó que David Ogilvie había tenido una cita con el grupo después del almuerzo el día de la muerte del comandante. Pero aparentemente Ogilvie se quedó sólo durante media hora.

Kincaid arqueó las cejas y colgó el auricular.

– ¿Entonces qué hizo el resto de la tarde? Dímelo -se preguntó a sí mismo y a Gemma.

Luego Gemma llamó al centro de formación de Midlands y consiguió averiguar que Ogilvie finalizó su charla casi a las diez menos cuarto la noche anterior. Gemma movió negativamente la cabeza mientras colgaba y transmitió la información a Kincaid.

– Tendría que haber volado para poder llegar a Londres a tiempo para matar a Jackie -dijo Kincaid-, y a pesar de que vive por encima de sus posibilidades, no he visto pruebas de que tenga superpoderes. -Suspiró-. No obstante, esto no excluye la posibilidad de que hubiera contratado a alguien para hacerlo. Si es corrupto tendrá conexiones. -Miró a Gemma, sentada al otro lado del escritorio. La calidad acuosa de la luz de la tarde que se colaba por entre las persianas iluminaba su cara-. ¿Estamos dando vueltas en vano, Gemma? Si Gilbert descubrió a Ogilvie y lo amenazó con desenmascararlo, ¿por qué iba Ogilvie a reventarle la cabeza en su propia cocina si podía optar por algo menos arriesgado?

»¿Deberíamos estar de vuelta en Surrey interrogando a Brian Genovase como si fuéramos la Santa Inquisición? No hemos encontrado pruebas y me cuesta ver a Brian como asesino.

– Está lo de Jackie -dijo ella rotundamente.

Kincaid se restregó los pómulos con los dedos, estirando los músculos cansados de alrededor de los ojos.

– No he olvidado a Jackie, cielo. Llevemos todo este lío de Ogilvie al jefe y que se encargue él de contactar con el comité de disciplina. Y no creo que nos equivoquemos si mencionamos también al sargento Talley, ya que estamos en ello.

* * *

El comisario jefe Denis Childs estuvo de acuerdo con pasar el asunto Ogilvie al comité de disciplina. Después de la reunión, Kincaid siguió a Gemma hasta su despacho con sensación de alivio.

– Que sean ellos los que aprieten a Ogilvie. Eso nos libera un poco de la presión. Luego le preguntaremos dónde estaba la tarde en que murió Gilbert. -Se abrió el botón del cuello de la camisa-. Pero será mejor que lo dejemos por hoy.

Gemma había colgado su bolso en el perchero y a Kincaid le pareció que estaba un poco desorientada, como si no quisiera marcharse.

– Si quieres podemos ir al pub a tomar algo -le dijo tratando de eliminar cualquier tono de súplica en su voz.

Ella vaciló y las esperanzas de Kincaid aumentaron, pero al cabo de un momento Gemma dijo:

– Mejor que no. Últimamente he pasado muy poco tiempo con Toby. Es que no estoy segura de querer…

El teléfono sonó con tal fuerza que los sobresaltó a los dos. Kincaid arrancó el auricular de la horquilla y se lo puso a la oreja.

– Kincaid.

Al otro lado de la línea oyó la voz de Will Darling.

– Tenía razón, jefe. Pero no sé lo que significa. En el bolsillo de Gilbert había un papel arrugado de la tintorería con un número apuntado. Lo he estado estudiando, pensándome que era un número de teléfono. Entonces, ¡bingo!, se me ha encendido la bombilla y me he dicho: «Es una maldita cuenta bancaria.» Lo he comparado con la cuenta conjunta de los Gilbert en Lloyd’s y no coincidía. Me ha costado toda la tarde, pero he encontrado la sucursal que usa esa secuencia numérica y está en Dorking. Me he inventado un farol y les he dicho que llamaba de la joyería Darling de Guildford y que tenía un cheque en mis manos por mil libras y que quería verificar si había suficientes fondos en la cuenta. Nombre, Gilbert, número de cuenta tal…

– ¿Y…? -lo apremió Kincaid.

– Dijeron que no había problema, que la cuenta de la señora Gilbert contenía suficientes fondos para cubrir el cheque.

13

Cuando al día siguiente Gemma entró sin hacer ruido en el despacho de Kincaid, él estaba exactamente en la misma posición en que lo había dejado la noche anterior: con un codo apoyado sobre el escritorio, los dedos metidos en su mata de pelo y la mirada clavada en un montón de informes. Se había aflojado la corbata y su camisa estaba sospechosamente arrugada. Parecía aún más cansado que el día anterior.

– No te has ido a casa, ¿verdad? -Mientras colgaba su abrigo en el perchero, Gemma sintió una punzada de culpa por las pocas horas que había pasado fuera de la oficina. Pero a pesar de haber estado en su apartamento, su sueño fue agitado y movido, interrumpido por pesadillas en las que veía a Jackie sosteniendo un niño de pelo rubio. Finalmente se levantó y se arrodilló junto a la cama de Toby para colocar la palma de su mano en la espalda del niño y sentir su respiración. Cuando empezó a palidecer el rectángulo proyectado en la habitación de la ventana del jardín, sus piernas llevaban tiempo entumecidas.

Kincaid la miró y sonrió.

– Palabra de boy scout. Pero no me pude dormir y he vuelto de madrugada. -Se estiró, hizo crujir sus nudillos y apartó los papeles-. Estoy empezando a sentirme una maldita pelota de ping pong con este caso. Londres, Surrey, Surrey, Londres. -Mientras hablaba movía la cabeza de atrás adelante y viceversa-. Después de descubrir que hay gato encerrado con los Gilbert, lo primero que he recibido esta mañana es una llamada de un tipo del comité de disciplina. Me ha dicho que cuando han intentado ponerse en contacto con Ogilvie esta mañana han descubierto que ha desaparecido del curso de formación. Parece ser que tenía que haber impartido hoy el taller final y que no ha aparecido. Su habitación de hotel también está limpia.

Gemma se hundió en su silla y dio un silbido.

– Quizás dejara un mensaje y se ha perdido. Ya sabes, una emergencia familiar o algo así.

– ¿Ahora eres la abogada del diablo? -Kincaid se sentó más derecho.

– Es posible -replicó Gemma.

– Pero muy improbable.

Gemma se dio por vencida y asintió.

– ¿Entonces dónde está y qué van a hacer los del comité de disciplina?

– Seguirán el rastro de los contactos principales e investigarán lo más obvio. Pero opinan que no tienen suficientes pruebas como para poner en marcha todos sus recursos. Lo que me gustaría saber es qué ha sido lo que ha precipitado esta fuga. Si dispuso la muerte de Jackie, ¿por qué esperar dos días antes de dejarse llevar por el pánico?

– ¿Pero por qué dejarse llevar por el pánico? -Gemma trazó un círculo en el polvo que había sobre la mesa de Kincaid. Luego dibujó otro-. A menos que hayamos removido el fango más de lo que suponíamos. Pero en ese caso, ¿quién lo ha avisado? -Conectó los círculos con una línea ondulada y luego se limpió el polvo del dedo.

– Podría ser algo tan sencillo como su secretaria, la agradable señora como-se-llame, que le ha debido explicar que estamos investigando sus movimientos de la noche en que murió Gilbert. Pero habría esperado una respuesta más impasible de un poli experimentado como Ogilvie, como mínimo un buen farol.

Gemma asintió.

– Ogilvie. La impasibilidad personificada. ¿Pero qué hay de…?

– ¿Talley? Un converso, diría yo. Los del comité empezarán hoy con él y ellos aprietan bien los tomillos. Pero, mientras tanto, no es que podamos hacer mucho por ese lado. -Kincaid bostezó.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? -preguntó Gemma.

– Puedes preparamos un café, anda, sé buena chica -dijo Kincaid sonriendo.

Era una broma habitual entre ellos y esta mañana Gemma no se sentía inclinada a defraudarlo.

– Puede prepararse su maldito café usted mismo, señor -respondió sin poder aguantar la risa-. Pero me voy a preparar uno para mí, y si me tratas bien igual te traigo una taza. -Se levantó de la silla y añadió-: Pero en serio…

– De vuelta a Surrey, creo. ¿Quieres ir con Will a entrevistar al director del banco en Dorking?

Era más una petición que una orden y este gesto la emocionó más de lo que esperaba.

– Está bien. -Se sentó en el brazo de la silla-. ¿No quieres preguntarle a Claire primero? Podría haber una explicación muy sencilla.

Kincaid negó con la cabeza mientras se masajeaba la zona en tensión entre los ojos.

– No. -Dejó caer la mano y miró a Gemma sin rastro de la picardía que había mostrado hacía un momento-. Claire no nos lo está explicando todo, Gemma. Estoy seguro de ello y no me gusta nada. Creo que es hora de que tengamos otra charla con la doctora Gabriella Wilson.

* * *

Después de echarle una buena mirada al estado de su jefe en el aparcamiento de Scotland Yard, Gemma insistió en conducir ella el Rover que habían solicitado. Kincaid se quedó dormido antes de cruzar el puente de Westminster y nada perturbó su sueño mientras avanzaron lentamente por el clamor del tráfico de Londres. Gemma lo miró mientras esperaba ante otro semáforo interminable y pensó en la última vez que lo observó dormir, indefenso como un niño, y por primera vez le asaltaron las dudas. ¿Debería haber escuchado como mínimo su versión de las cosas?

Kincaid se movió y abrió los ojos por un momento, como si la conciencia de la mirada de Gemma hubiera llegado allá donde el ruido de las bocinas y el chirrido de los frenos no podían llegar.

Gemma agarró con fuerza el volante y se concentró en la conducción.

* * *

– ¿Le apetece comer primero? -preguntó Will Darling mientras le arrebataba una plaza de aparcamiento a otro conductor impaciente.

Gemma y Kincaid se habían cambiado los coches tan pronto llegaron a la comisaría de Guildford. Gemma se fue con Will, y Nick Deveney y Kincaid se quedaron con el Rover.

– Todavía no son las doce. -Gemma ofreció al conductor frustrado una sonrisa de disculpa mientras salía del coche y se dirigía a la acera, donde la estaba esperando Will.

– Dígaselo a mi estómago. -Will la cogió por el codo y la condujo a la calle principal-. Conozco un pub.

– De alguna manera no me sorprende. Pero nada de pescado con patatas -amonestó Gemma recordando la última vez que comieron juntos. Mientras caminaban por la concurrida calle, procurando esquivar la aglomeración de gente que iba de compras a mediodía, Gemma se dio cuenta de que tenía hambre. No pudo recordar si había comido desde que supo lo de Jackie el día anterior por la mañana, pero supuso que lo había hecho de manera mecánica.

Se trataba de un pub realmente agradable y un lugar favorito entre los lugareños tal como demostraba la clientela temprana. Después de pedir en la barra del bar, se fueron con sus bebidas a una mesa situada en una esquina. Will dijo:

– ¿Sabe la primera norma del buen policía? Primero, comer bien. Nunca se sabe cuándo va a tener uno otra oportunidad.

– Se lo ha tomado muy en serio.

– Supongo que el ejército tiene algo que ver. -Will se quedó mirando por la ventana mientras sorbía la espuma de su pinta-. Vivir al límite hace que tendamos a reconocer más fácilmente las prioridades.

– ¿Al límite? -repitió Gemma, desconcertada.

– Estuve destinado en Irlanda del Norte durante dos años.

La camarera les trajo la comida: patatas asadas y ensaladilla de langostinos para Gemma y pollo asado para Will. Mientras mezclaba la ensaladilla con las patatas, Gemma miró a Will a través del vapor que emanaba de su plato. Se lo imaginó en uniforme y botas, con ese aspecto de mofletudo granjero de Surrey.

– Cuando fui era tan ambicioso como usted -prosiguió Will tragándose un bocado de pollo-. No se moleste en discutirlo -añadió con una sonrisa-. Las mujeres de la metropolitana no llegan a su rango de otro modo. Quiere llegar a agente de la división de investigación criminal, o incluso comisario, ¿no? -Agitó una patata frita para poner énfasis-. Yo también entonces, sólo que yo tenía puestas mis esperanzas en un cuerpo comarcal, preferentemente éste.

Gemma se llevó el tenedor a la boca y paró en seco.

– No lo entiendo, Will. Seguro que no es demasiado tarde. Sólo tiene, ¿cuántos…? -Recordó lo que dijo sobre su cumpleaños y calculó de cabeza-. ¿Treinta y cuatro? Y es un buen policía, no hace falta que se lo diga.

– Gracias de todos modos. -Se limpió los dedos con la servilleta y sonrió-. E imagino que subiré de rango por el desgaste de mis superiores, así de sencillo. La verdad es que ya no me importa. Dos de mis mejores compañeros estaban haciendo controles de rutina en la frontera una noche. -Puso la mano en el vaso de cerveza, pero no lo levantó-. Por desgracia el camión que pararon llevaba una bomba. -Su voz era desapasionada, sólo la quietud de la mano en el vaso lo delataba.

– Oh, no -susurró Gemma.

Will se encogió de hombros.

– Todos nos habíamos estado quejando de nuestro destino. Las protestas habituales, aburrimiento, comida pésima, escasez de chicas. -En sus mejillas apenas se veían los hoyuelos-. Íbamos a tener grandes aventuras cuando volviéramos a casa. Mi madre solía decir que lo importante era el trayecto, no llegar a la estación. Es un tópico muy usado, lo sé, pero ese día reconocí la verdad que encerraba.

Gemma puso el tenedor junto a la patata comida a medias.

– Le han explicado lo de Jackie, ¿verdad?

– Sí. -Alargó el brazo por encima de la mesa y tocó su mano-. Lo siento, Gemma.

No pudo hacer frente a la sincera simpatía de los ojos de Will y cogió de nuevo su tenedor para acabar jugueteando con la comida. Pensó en la terca negativa de Jackie a dejar las rondas porque le encantaba lo que llamaba «control cotidiano», el contacto regular con las personas de las que era responsable.

– Le hubieras gustado a Jackie -dijo Gemma-. Miró a Will cuando éste centró su atención de nuevo en la comida y se preguntó si él también se sentía responsable de las muertes de sus amigos.

* * *

En la placa que había sobre el escritorio del director del banco se leía Augustus Cokes. El nombre era tan apropiado que Gemma se preguntó si los apelativos dejaban una impronta, como un cromosoma adicional. Se trataba de un hombre pequeño con cara redonda, llevaba gafas y su cabello era ralo. Se levantó para saludarlos con una expresión de inquietud y confusión.

– Esto es de lo más insólito -dijo cuando se presentaron-. No sé en qué puedo ayudarlos, pero disparen.

Gemma se acomodó en la dura silla y se sacudió la solapa de su chaqueta. Hizo caso de la leve indicación de Will y empezó a hablar:

– Me temo que se trata de un asunto algo delicado, señor Cokes. Verá, concierne a la investigación de un asesinato. Estoy segura de que se habrá enterado por los periódicos de la muerte del comandante Alastair Gilbert. -Gemma vio que los gruesos labios rosados del hombre se abrían como si fuera un pez y prosiguió-. Nos han informado de que la esposa del comandante, Claire Gilbert, tenía abierta una cuenta aquí, y creemos que puede haber algunas… irregularidades. Nos gustaría…

– ¡No me diga! La mujer de un comandante, una vulgar delincuente. Quién lo hubiera pensado. -Cokes sacudió la cabeza encantado e hizo un mohín de desaprobación-. Y una mujer tan educada.

Will respondió a la mirada inquisitiva de Gemma con una de incomprensión.

– ¿De qué está hablando, señor Cokes? -preguntó Gemma-. No hemos insinuado en absoluto que la señora Gilbert haya cometido ningún delito. Simplemente queremos aclarar algunos puntos sobre el señor Gilbert.

– Pero, el otro policía… -Cokes miró a Gemma y luego a Will-. El que vino la semana pasada…

– ¿Qué otro policía? -Will preguntó pacientemente.

– Deberían aprender a coordinar mejor sus esfuerzos -dijo Cokes con cierta petulancia, como si estuviera empezando a disfrutar de su malestar-. No me extraña que en la televisión hagan todos esos programas escandalosos donde ponen en evidencia a la policía.

– Quizás deberíamos empezar por el principio, señor Cokes. -Will se sacó la cartera y extrajo la foto que él y Gemma habían mostrado sin éxito en el centro comercial Friary-. ¿He de entender que ha conocido personalmente a la señora Gilbert?

– Sí, cuando abrió su cuenta. A menudo me encargo yo de las nuevas cuentas, así mantengo mi influencia y además me gusta conocer un poco a los clientes. -Cokes cogió la foto de Will y la examinó un instante antes de devolverla-. Sí, es la señora Gilbert. Es inconfundible. Por supuesto, me sorprendió que me pidiera que le enviara los estados de cuenta a su trabajo.

– ¿Al trabajo? -repitió Gemma-. ¿Explicó la razón?

– No se lo pregunté. Aquí respetamos la privacidad de nuestros clientes, pero me dijo confidencialmente que estaba ahorrando suficiente dinero para sorprender a su esposo con unas vacaciones. -El eco del encanto de Claire Gilbert resonaba aún en la voz del hombre y la expresión levemente nostálgica de su cara-. Podrán imaginar lo sorprendido que me quedé cuando vino el primer policía a hacer preguntas sobre ella. Incluso entonces no sabía que su esposo era un policía.

Will se sentó más hacia el borde de la silla para visitas que acabó crujiendo peligrosamente.

– Háblenos de ese otro policía, señor Cokes. ¿Cuándo lo vino a ver y qué quería saber de Claire Gilbert?

Cokes emitió una especie de zumbido mientras miraba con ojos entrecerrados en su agenda.

– La reunión habitual de sucursales fue el martes pasado, y creo que eso fue el día después. Eso sería el miércoles, justo antes de cerrar. Solicitó una entrevista personal conmigo, pero cuando estuvimos a solas me enseñó sus credenciales y dijo que estaba investigando algo muy secreto. -Cokes se inclinó hacia delante y bajó la voz-. Una red de cheques fraudulentos. Dijo que no tenían ninguna prueba para relacionar a nuestra clienta, pero una mirada a su expediente aclararía el asunto. Por supuesto, le dije que aunque deseaba ayudar a la policía de una manera u otra, también estaba obligado a no divulgar los detalles de la cuenta de un cliente. -Cokes mostró su desaprobación con un gesto.

– ¿Quiere decir que este policía no vio el expediente de Claire Gilbert?

Cokes se aclaró la garganta y desplazó un milímetro el pisapapeles sobre la mesa.

– Bueno, no puedo estar completamente seguro… -dijo evitando sus miradas-. Tuve que salir un momento del despacho, un pequeño problema que exigía mi atención…

– No me lo diga -dijo Gemma-. Justo había dejado el dossier de Claire Gilbert encima de su escritorio. Demostró tener mucho tacto.

– Bueno, yo… -El labio superior de Cokes brillaba por el sudor-. En aquel momento me pareció la mejor solución.

– Seguro. -Gemma sonrió a Cokes y pensó que Claire Gilbert no habría visto su solución con los mismos ojos-. Este policía, señor Cokes, ¿cómo se llamaba?

Cokes se aclaró la garganta de nuevo.

– No me acuerdo. Sólo vi las credenciales un segundo y estaba tan asustado que se me olvidó enseguida.

– ¿En qué cuerpo dijo que estaba?

Cokes negó con la cabeza.

– No lo sabría decir. Lo siento.

Gemma insistió.

– Entonces díganos qué aspecto tenía, señor Cokes. Seguro que esto lo recuerda.

– Delgado y oscuro. -Se humedeció los labios antes de decir-: Había algo de rapaz en él.

* * *

Kincaid puso al día a Deveney mientras conducían a Holmbury St. Mary. La nubosidad de la mañana se había disipado y había dejado una bruma alta que transformó el paisaje. El resol quemaba sus ojos cansados y los tenía que entrecerrar.

– Claire Gilbert se rompió dos huesos durante el pasado año y quizás tenga otras heridas. La muñeca y la clavícula son simplemente los que he oído mencionar en conversaciones casuales. Es suficiente para plantear la posibilidad de abusos por parte de su marido.

– ¿Me está diciendo que piensa que el comandante Gilbert pegaba a su esposa?

Kincaid miró a Deveney.

– No ponga esa cara, Nick. Pasa muy a menudo.

Deveney hizo un gesto de incredulidad.

– Lo sé. Pero nunca hubiera pensado…

– ¿Cree que el uniforme y el rango de Gilbert le daban cierta clase de inmunidad automática?

– Creo que si quiere sacarle algo a la doctora Wilson, lo echará con cajas destempladas -replicó Deveney-. Pero tiene razón, le da a Brian Genovase un muy buen motivo para querer aplastarle la cabeza a Gilbert. Desafortunadamente todavía no hemos encontrado ni la más mínima prueba física que lo conecte con la escena del crimen.

– Los registros del servicio de Internet confirman lo que nos dijo Geoff, por cierto, y nuestras conversaciones con otros clientes que estuvieron en el pub aquella noche coinciden con el relato de Brian sobre sus movimientos. Eso tan solo nos deja un margen de menos de diez minutos para que Brian o Geoff pudieran cometer el crimen.

Kincaid redujo la marcha al entrar al pueblo.

– Así que ya sólo nos queda el asunto Ogilvie. Que me parta un rayo si sé cómo encaja él en todo esto, pero estoy seguro de que está metido. -Sonrió a Deveney-. Quizás debería aprender de Madeleine Wade.

* * *

– Parece que están destinados a pillarme siempre en mitad de mi almuerzo -dijo la doctora Wilson al abrirles la puerta-. En fin, supongo que no se puede evitar -añadió con resignación cuando se apartó para que Kincaid y Deveney entrasen a empujones en el hall lleno de botas de agua, correas de perro y bastones de paseo.

Al llegar a la cocina, Kincaid y Deveney pasaron de nuevo por el ritual de despejar un sitio donde sentarse mientras la doctora no perdía el tiempo y volvía a su almuerzo.

– Restos de ternera del asado del domingo. -Agitó su tenedor apuntando al plato cuando se acomodaron enfrente de la doctora-. Con rábano picante. Despeja la nariz. Paul ha ido a Londres todo el día, por cierto, si es que querían verlo a él. Se ha llevado a Bess.

Kincaid no se dejó engañar por la charla intrascendente. La mirada de ella indicaba otra cosa.

– No, era con usted con quien queríamos hablar, doctora. Sobre Claire Gilbert. Hemos sabido que se ha roto varios huesos recientemente. ¿No estaba usted preocupada por esta repentina tendencia a los accidentes?

La doctora acabó pausadamente su roast-beef y apartó su plato a un lado antes de responder.

– En serio, comisario, tendrá que hablar con Claire sobre su historial médico, no conmigo.

– Podríamos obtener una orden -dijo Kincaid-, y forzar la revelación, pero no me gustaría tener que recurrir a ello. Resulta muy desagradable para todos los implicados.

– No me gusta que me intimiden, señor Kincaid, por mucho que se exprese de un modo encantador. Deberá hacer todo lo que considere necesario, pero no voy a revelar por voluntad propia nada que sea confidencial sobre mi paciente. -La doctora cruzó los brazos por encima de su anodino suéter y cerró la boca formando una tozuda línea recta.

Kincaid hizo frente a su mirada.

– Mire, doctora, dejémonos de rodeos. Tenemos muy buenas razones para creer que Claire Gilbert estaba siendo maltratada por su esposo y creo que usted llegó a la misma conclusión. Ese día que Geoff la oyó discutir con Gilbert… se trataba de Claire, ¿verdad? ¿Le dijo lo que sospechaba? Seguro que no se tomó bien que usted se mezclara en sus asuntos.

– Admito que Alastair Gilbert podía ser difícil -dijo resuelta-, pero no discutiré nada sobre Claire con usted.

– Alastair Gilbert fue más difícil que nunca en las últimas semanas de su vida. Empezó a comportarse de forma desacostumbrada y creo que estaba tan consumido por los celos que había dejado de ser racional. Gilbert usaba su control, su apariencia de estar por encima de las emociones, como método de dominación. El hecho de que se dejara arrastrar a una pelea indica hasta qué punto había perdido los papeles. Seguro que se da cuenta de que es vital que sepamos la verdad sobre lo que pasó ese día.

– ¿Para que pueda presionar a Claire?

– Doctora, estamos hablando de un asesinato, y tengo el deber de hacer las investigaciones que considere necesarias para concluir este asunto. Tendré que interrogar a Claire de todas formas y preferiría hacerlo con el beneficio de su consejo. Estoy seguro de que no necesita que le recuerde que tiene tanta obligación de prestar asistencia como de guardar la confidencialidad.

La doctora cruzó una mirada con Kincaid, luego relajó la boca y sus hombros cayeron un poco.

– Claire es muy vulnerable ahora, señor Kincaid. Si va por ahí haciendo acusaciones sobre su marido le podría hacer mucho daño.

– Entonces ayúdeme. Niegue que cree que Claire Gilbert fue maltratada físicamente por su marido en algún momento y la dejaré en paz.

El silencio se alargó hasta que Kincaid pudo oír su propia respiración y el ruido áspero del tweed cuando Deveney cambió de posición en su silla. Esperó, y recordó la vez que de niño logró que un bulldog apartara la vista de sus ojos. La doctora miró hacia otra parte, pero siguió sin hablar.

Kincaid se levantó.

– Gracias, doctora. Ha sido muy amable. No hace falta que nos acompañe.

– He de admitirlo -dijo Deveney cuando llegaron al coche-. Ha sido muy hábil.

Kincaid sonrió y dijo:

– No hace que me sienta mejor. Pero la doctora es tan perspicaz como honesta, y si estaba realmente preocupada por Claire como para enfrentarse a Gilbert directamente, puedes estar seguro de que tenía un buen motivo.

– Ha obtenido la información que quería. -Deveney se acomodó en el asiento del pasajero.

– Sólo la confirmación de una sospecha, no la prueba.

– Aun así -dijo Deveney cuando Kincaid giró la llave de contacto-, la sospecha es suficiente para situar a Claire Gilbert directamente entre los contendientes.

14

Gemma hizo que Will la dejara en Holmbury St. Mary de camino a la comisaría. Kincaid le había dicho que se encontrara con él en el pueblo. Eran casi las dos de la tarde y finalmente el cálido sol había penetrado a través de la bruma matinal. Permaneció un rato junto al prado comunal después de que Will se marchara y giró la cara hacia la luz hasta que empezó a ver lucecitas a través de los párpados cerrados. Casi nunca era la segunda quincena de noviembre tan generosa y Gemma esperaba que el buen tiempo durase. Hoy era un día para hacer navegar los barquitos de vela en el lago Serpentine, un día que debería guardar en la memoria para poder aguantar los largos días de invierno que todavía habían de llegar.

Oyó el ruido de neumáticos en el pavimento y al abrir los ojos se encontró que el coche que había parado delante de ella era un pequeño y alegre Vauxhall rojo. La mujer al volante bajó la ventanilla y se asomó.

– Parece algo perdida. ¿Puedo ayudarla? -Tenía una voz levemente ronca aunque melodiosa, llevaba una melena color platino y tenía la nariz más grande que Gemma jamás había visto.

Se sintió avergonzada por haber sido pillada soñando despierta como una idiota y tartamudeó:

– Yo no… Es decir, estoy bien. Gracias. Sólo espero a alguien.

La mujer la estudió hasta que Gemma apartó los ojos de su penetrante mirada.

– Usted debe de ser la escurridiza sargento James. He oído hablar de usted a Geoff, entre otros. Soy Madeleine Wade. -Sacó la mano por la ventana y Gemma notó unos dedos tan fuertes como los suyos propios-. Si busca a su comisario, no lo he visto últimamente. ¡Hasta luego! -Con un saludo puso la primera y arrancó dejando a Gemma boquiabierta.

Cerró la boca con un chasquido y se preguntó por qué se sentía como si la hubieran abierto y vuelto a cerrar. ¿Y había notado el énfasis puesto en el su delante de comisario o estaba imaginando cosas? Atónita, cruzó la calle y rodeó el aparcamiento del pub, pero no vio el Rover.

Despacio se dirigió al camino y miró la casa de los Gilbert. ¿Le estaría ganando una mano a Kincaid si aprovechaba la oportunidad para charlar con Claire Gilbert? Sintió que ella y Claire habían establecido una relación y quizás ella sola tendría más posibilidades de ganar la confianza de Claire.

Abrió la puerta de la verja y pasó de largo ante la austera puerta principal que le parecía que simbolizaba la presencia de Alastair Gilbert en la casa. Tomó el sendero que llevaba al jardín trasero.

Lo que vio entonces podría haber adornado la tela de un pintor. Alguien había colocado una silla blanca de hierro forjado en un rincón soleado del césped. En ella estaba sentada Claire, que llevaba una blusa victoriana de cuello alto y una falda que parecía un montón de flores silvestres. Lucy estaba sentada en el suelo junto a ella, con la cabeza apoyada en la rodilla de su madre. Lewis retozaba con una pelota de tenis en la boca y que soltó rápidamente para poder saludar a Gemma con entusiasmo.

– Sargento -dijo Claire mientras Gemma cruzaba el césped-, coja una silla y venga. Este tiempo es indecente para noviembre, ¿no cree? -Volvió la palma de la mano hacia el perfecto cielo azul-. Tome limonada. Está recién exprimida, no es de la que venden embotellada. Lucy la ha preparado.

– Iré a buscarle un vaso -dijo Lucy con una sonrisa y se levantó con elegante facilidad-. No, Lewis -lo reprendió mientras traía una silla para Gemma-. No quiere jugar contigo ahora, bobo. -El perro ladeó la cabeza y jadeó. La rosada lengua contrastaba con su oscuro hocico.

– Me siento una holgazana total -dijo Gemma un poco avergonzada, aunque se sentó agradecida en la silla.

Claire cerró los ojos.

– A veces es la mejor opción y no la aprovechamos a menudo.

– Todo el mundo me dice hoy lo mismo. ¿Acaso hay una conspiración?

Claire se rió.

– ¿También la educaron machacándole lo de «las manos ociosas son instrumento del diablo»? Es gracioso lo difícil que es deshacerse de estos lastres.

Lucy volvió con un vaso de limonada para Gemma y regresó a su sitio junto a la silla de su madre.

– ¿Deshacerse de qué lastres? -preguntó mirándolas.

– Las cosas que aprendemos en las rodillas de nuestras madres -respondió Claire con delicadeza, pasando su mano por el cabello de Lucy-. Cómo escuchar, cómo agradar, cómo hacer lo que se espera de nosotras. ¿No es así, sargento? -Miró a Gemma inquisitivamente-. No puedo evitar llamarla sargento. Su nombre es Gemma, ¿no?

Gemma asintió, pensando en la franca independencia de su madre (que su padre solía llamar empecinamiento). Sin embargo, a pesar de su influencia, Gemma satisfizo cada capricho de Rob como si hubiera sido un rey. El recuerdo la hizo estremecerse. ¿De dónde venía ese comportamiento? ¿Y cómo se protegía una contra él?

– Será mejor que me prepare -dijo Lucy interrumpiendo el momento de ensueño de Gemma-. Las babas de perro no son apropiadas para la ocasión. -Se levantó y se limpió la camisa.

– ¿Ocasión? -preguntó Gemma.

– Vamos a llevar a Gwen a tomar el té y mamá dice que he de llevar algo apropiado. ¿No odia esa palabra?

– Es terrible -estuvo de acuerdo Gemma y sonrió-. ¿Cómo lo sobrelleva la madre de Alastair, por cierto?

– Iré enseguida, cielo -le dijo Claire a Lucy, luego se volvió de nuevo hacia Gemma-. Todo lo bien que se pueda esperar. El shock la ha dejado un poco confusa. A veces parece que olvida lo que ha pasado, pero cuando lo recuerda se preocupa por el funeral. -Claire miró los árboles que se subían por la pendiente de detrás del jardín. Cuando oyó el golpe de la puerta de la cocina dijo-: Dado que no sabemos cuándo van a entregamos el cuerpo, Becca opina que sería mejor hacer una ceremonia discreta sin que se convierta en un festín para la prensa. -Casi sonriendo añadió-: Creo que Alastair se habría sentido decepcionado de que no se le mostrase el debido respeto. Ya sabe… brazaletes negros, portadores y todos los valientes oficiales de uniforme.

Claire se acabó su vaso de limonada y miró su reloj.

– Supongo que será mejor que también me ponga algo más apropiado para ir a buscar a Gwen a Dorking.

– Sólo quiero hablar un momento con usted -dijo Gemma-, si pudiera quedarse un rato más.

Claire se volvió a sentar en la silla y miró a Gemma con atención.

– Se trata de su cuenta bancaria, señora Gilbert. La que abrió en Dorking. ¿Por qué solicitó que enviaran la correspondencia a su trabajo?

– ¿Cuenta bancaria? -dijo Claire sin comprender, mirando fijamente a Gemma-. ¿Pero cómo…? -Apartó la mirada con un parpadeo. Luego se alisó la falda por donde la había arrugado con su puño-. Fui una hija única muy supervisada y me casé con Stephen a los diecinueve años. Fui directa de los brazos de mis padres a los suyos. Exceptuando el corto período tras la muerte de Stephen, nunca he vivido sola. -Se enfrentó de nuevo a la mirada de Gemma y sus ojos eran feroces-. ¿Entiende lo que es querer algo para usted sola? ¿Lo ha sentido alguna vez? Eso era todo lo que quería, algo que nadie más pudiera tocar. No tenía que pedir permiso para gastarlo, no tenía que justificarme. Era maravilloso y era mi secreto. -Se miró las manos y las cerró fuerte de nuevo, formando puños, mientras respiraba hondo-. ¿Cómo lo han descubierto? Malcolm no puede habérselo dicho.

– No lo hizo -dijo Gemma en voz baja-. Encontramos su número de cuenta en el bolsillo de su esposo.

* * *

Gemma estaba sentada en la mesa de picnic del jardín delantero del pub, observando cómo se desarrollaba la vida del pueblo a su alrededor. Brian pasó en su pequeña camioneta blanca, Claire y Lucy se fueron en su Volvo, Geoff paró a hablar con ella de camino a la vicaría para ayudar en el jardín.

Al cabo de un rato cerró los ojos, esforzándose por no pensar ni en Jackie, ni en Alastair Gilbert, ni en nada. Disfrutó del sol que calentaba su piel y fue el fresco que notó al caer una sombra sobre su cara lo que le hizo abrir los ojos sobresaltada.

– ¿En qué piensas? -preguntó Kincaid.

– ¿Dónde…? No te he visto pasar.

– Es obvio. -Arqueó las cejas mientras se sentaba en el banco frente a Gemma.

Irritada por sus bromas, Gemma empezó a hablar de su viaje a Dorking con Will y luego, algo vacilante, habló de su visita a Claire.

El único comentario de Kincaid fue arquear las cejas un poco más. Luego, con voz inexpresiva, le explicó a Gemma la entrevista con la doctora.

Después de acabar el relato ella lo miró fijamente un momento y luego dijo:

– No lo dices en serio.

– Ojalá.

– ¿Pero cómo podía hacerle daño? Ella parece tan… frágil. -Gemma oyó en su imaginación el ruido seco de los huesos rotos y vio de nuevo la nuca de Claire, tan delicada como el tallo de un lirio.

Kincaid bajó la mirada a sus manos, con los dedos abiertos sobre la áspera madera de la mesa.

– No puedo estar seguro, pero tengo la sensación de que la apariencia de fragilidad de Claire la hacía más atractiva como víctima.

La idea le provocó náuseas a Gemma y cruzó los brazos por encima de su estómago a modo de escudo.

– No tienes pruebas.

– Es lo que dijo Nick. -Se encogió de hombros-. Ya me he equivocado en otras ocasiones. Pero tendré que enfrentarme a ella y decírselo. Tampoco creo que haya dicho toda la verdad sobre la cuenta bancaria. ¿Crees que el director de la sucursal describió a Ogilvie?

Esta vez fue Gemma quien se encogió de hombros.

– ¿Quién más podría ser? Nadie describiría a Gilbert como rapaz. Quizás nos hemos equivocado con Brian y Claire. Ella y Ogilvie se conocen desde hace mucho. Quizás han retomado su idilio donde lo dejaron años atrás.

– Pero si Ogilvie era el amante de Claire, ¿por qué tendría que ir a husmear su cuenta?

– En todo caso, ¿cómo averiguó Gilbert el número de cuenta? A menos que las dos cosas no estén relacionadas y Claire cometiera un descuido. Quizás dejó olvidado su talonario de cheques en el bolso. Las personas acaban siendo descuidadas cuando llevan tiempo engañando. Y quizás Gilbert lo encontró.

– O quizás Claire y Ogilvie planeaban deshacerse de Gilbert y Ogilvie pensó que ella lo estaba engañando y la investigó. -Kincaid se sintió bastante satisfecho con esta fantasía.

– No creo que Claire Gilbert planeara deliberadamente matar a su esposo, a pesar de lo que él le hiciera -dijo Gemma injustificadamente irritada.

Kincaid suspiró.

– Tampoco quiero creerlo, pero hemos de contemplar todas las opciones. Si ella lo mató, no creo que pudiera haberlo hecho sola. Esto es lo que nos hizo descartarla desde el principio. Puedes decir lo que quieras sobre Gilbert, pero no era un blandengue, y no creo que ella hubiera podido acercarse sigilosamente y golpearlo en la cabeza sin que él hubiera reaccionado a tiempo para salvarse.

Miró su reloj de muñeca y dijo:

– Mira, Gemma, tengo una idea. No podemos hablar con Claire hasta que vuelva de Dorking. Justo he hablado con Scotland Yard mientras dejaba a Nick en Guildford y no se sabe nada de Ogilvie, así que por el momento estamos en un punto muerto. -Entrecerró los ojos al levantar la mirada al sol-. Ven a pasear conmigo.

– ¿Pasear?

– Ya sabes. -Imitó el acto de caminar con los dedos encima de la mesa de picnic-. Locomoción con dos piernas. Tenemos tiempo antes de que se haga oscuro. Podríamos subir a la colina de Leith. Es el punto más alto del sur de Inglaterra.

– No tengo botas -protestó Gemma-. No voy vestida para…

– Vive peligrosamente. Seguro que tienes unas deportivas en tu bolsa de viaje y te prestaré mi anorak. Hace buen tiempo y no lo necesitaré. ¿Qué puedes perder?

* * *

Y así fue como Gemma se encontró caminando por la carretera junto a Kincaid, con el nylon de su anorak haciendo un frufrú debido al vaivén de sus brazos. Dejaron la carretera justo después de un bonito lugar llamado Bulmer Farm y al poco rato ya estaban subiendo por un sendero señalizado. Primero, el terreno caía en declive a su derecha. El gradiente estaba cubierto de hojas color rojizo y salpicado de esqueletos de árboles de corteza clara. Sin embargo, pronto empezaron a subir los taludes a ambos lados y el sendero se convirtió en una especie de surco enlodado.

Gemma saltaba como un conejo buscando los lugares secos y utilizaba las plantas para agarrarse. Al mismo tiempo maldecía a Kincaid por tener unas piernas largas.

– ¿Es ésta tu idea de diversión? -jadeó. Pero antes de que él pudiera responder oyeron un zumbido detrás de ellos. Eran un ciclista con casco y gafas, pedaleando a toda velocidad hacia ellos por el sendero. Gemma saltó a un lado y escaló el talud agarrándose a una raíz cuando el ciclista los pasó rozando y los salpicó de barro.

– ¡Desgraciado! -soltó Gemma furiosa-. Deberíamos denunciarlo.

– ¿A quién? -preguntó Kincaid mirando el barro que cubría sus pantalones-. ¿A la policía de tráfico?

– No tenía ningún derecho… -dijo Gemma mientras soltaba la raíz y empezaba a descender cautelosamente al camino. De repente los pies le salieron disparados hacia delante. Se retorció violentamente en el aire y aterrizó con dureza sobre una cadera y la palma de la mano. De repente notó el escozor y levantó la mano como si se estuviera quemando. Empezó a maldecir con ferocidad.

Kincaid se acercó y se arrodilló junto a ella.

– ¿Estás bien? -Por la expresión de su cara se veía que se estaba aguantando la risa y eso hizo que Gemma se pusiera aún más furiosa.- ¿No sabes que no es bueno tocar una ortiga? -le preguntó mientras le cogía la mano y examinaba la palma. Con el pulgar le restregó algo de barro que Gemma tenía en los dedos y el roce le quemó en la piel tanto como la ortiga.

Apartó su mano y se levantó con cuidado. Luego buscó un lugar donde el suelo estuviera seco.

– Busca una hoja de acedera -dijo Kincaid por detrás. En su voz todavía había indicios de sorna.

– ¿Para qué? -preguntó Gemma enojada.

– Para que deje de escocerte, por supuesto. ¿Nunca pasaste las vacaciones en el campo cuando eras niña?

– Mis padres trabajaban los siete días de la semana -dijo con la dignidad herida. Al cabo de un momento transigió-. A veces íbamos a la playa.

El recuerdo le sobrevino junto con el olor a sal del aire y el algodón de azúcar, el agua fría, siempre demasiado fría para que nadie con dos dedos de frente se bañase, la sensación del bañador húmedo y la arena sobre su piel, y las peleas con su hermana en el tren de vuelta a casa. Pero después venían los baños calientes y la sopa y el quedarse adormilada delante del fuego. Por un momento sintió nostalgia por la incuestionable sencillez de todo eso.

Cuando alcanzaron la cima media hora más tarde, Gemma se sentó agradecida en un banco que había en la base de la torre de observación y dejó que Kincaid le fuera a buscar un té en el puesto de refrescos. Los muslos le dolían por el ascenso y la cadera por la caída, pero al mirar las colinas que había frente a ella se sintió tonificada, como si hubiera llegado a la cima del mundo. Cuando Kincaid volvió con los vasos de plástico humeantes, ella ya había recuperado el aliento. Levantó la mirada hacia él y dijo:

– Ahora me alegro de haber venido. Gracias.

Se sentó junto a ella en el banco y le pasó el vaso.

– Dicen que en un día claro se puede ver Holanda desde lo alto de la torre. ¿Te animas?

Ella negó con la cabeza.

– No soy muy buena con las alturas. Esto ya es suficiente para mí.

Se quedaron un rato sentados en silencio, sorbiendo el té caliente y mirando la brumosa mancha que era Londres expandiéndose por la planicie hacia el norte. Luego Gemma subió las piernas al banco y se giró para encarar el sol.

Kincaid hizo lo mismo y se tapó los ojos con la mano.

– ¿Crees que eso de allá es el Canal, justo en el horizonte? -preguntó.

Gemma notó las lágrimas tras los párpados y al poco empezaron brotar por los rabillos. No podía hablar.

Kincaid la miró y dijo con preocupación:

– Gemma, ¿qué te pasa? No quería…

– Jackie… -Es todo lo que pudo decir. Luego tragó saliva y volvió a intentarlo-. Me acabo de acordar de que Jackie me dijo que quería ir allí de vacaciones. Siempre había querido ver París. Ella y Susan iban a coger el tren y pasar por el Eurotúnel para cruzar a Francia. Si no hubiera…

Kincaid le cogió el vaso de las manos temblorosas y lo puso en el banco. Luego colocó la palma de su mano sobre la espalda de Gemma y empezó a masajear en círculos.

– Gemma, tienes derecho a llorarla, pero no puedes seguir culpándote por su muerte. En primer lugar, seguimos sin saber si hay alguna relación. Y si la hubiera, Jackie era adulta y responsable de sus propios actos. Ella te ayudó porque quería, no porque tú la obligaras y fue más allá de lo que tú le pediste porque tenía curiosidad. ¿Lo entiendes?

Sacudió la cabeza sin decir nada, con los ojos apretados, pero al cabo de unos minutos se relajó y la presión en su pecho empezó a disminuir. Abrió los ojos y miró a Kincaid a la cara. La arruga entre las cejas evidenciaba que estaba preocupado por ella y le pareció que habían aparecido nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Pensó en que había conducido desde Surrey para que no recibiera la noticia de la muerte de Jackie a través de una llamada impersonal. Tal consideración merecía un trato mejor que el que ella le había dispensado últimamente.

– El sol ya empieza a bajar -dijo Kincaid-. Pronto se pondrá oscuro. Será mejor que empecemos a descender mientras podamos ver por donde pisamos.

* * *

Lograron hacer los últimos metros del camino en la creciente penumbra y cuando llegaron al pueblo las luces de algunas casas ya empezaban a encenderse.

Kincaid vio como Gemma se abrazaba a su anorak cuando encararon el viento. No había dicho nada en todo el camino de vuelta, pero no notó hostilidad en su silencio, sólo cierto retraimiento. Ella le había sonreído y había cogido su mano de buen grado en los sitios difíciles.

– Claire ya debe de estar de vuelta -dijo Kincaid-. Probemos primero la casa.

– ¿Así? -dijo Gemma apuntando a sus pantalones y zapatos llenos de barro.

– ¿Por qué no? Nos dará un aire de autenticidad rural.

La cancela chirrió cuando entraron en el jardín de los Gilbert. Los arbustos cobraron formas inesperadamente amenazadoras en la oscuridad. Cuando rodearon la esquina que daba al jardín posterior, Kincaid se detuvo sin estar seguro de qué era lo que resultaba extraño. Levantó una mano para parar a Gemma y escudriñó la perrera. ¿Era eso una sombra o un bulto oscuro y quieto?

– ¿Lewis? -dijo en voz baja. Pero el bulto no se movió. El corazón de Kincaid daba sacudidas en su pecho-. Quédate aquí -dijo entre dientes a Gemma, pero la notó en sus talones cuando corría hacia el recinto.

Al acercarse, la sombra oscura se fundió y se convirtió en un elegante perro negro despatarrado. Kincaid se arrodilló y metió una mano por el espacio octogonal de alambre arañándose la piel de los nudillos. Tocó el perro con los dedos doloridos. El pelaje estaba caliente y notó la respiración en el costado.

– Está… -Gemma no pudo terminar la frase.

– Respira. -Vio una mancha sobre el cemento, cerca de la cabeza del perro-. Algo está pasando, Gemma. Quédate…

– No voy a dejar que entres tú solo -susurró-. Ni se te ocurra.

Cruzaron el césped juntos. Cuando llegaron a la puerta de la cocina Kincaid la abrió y pasaron por el vestíbulo tan silenciosamente como espectros. En la cocina permanecieron a oscuras, limitándose a tocar. Kincaid dio un giro completo, forzando los ojos para que se adaptasen a la oscuridad, forzando los oídos para poder oír por encima de los latidos de su corazón.

Al cabo de un momento su pulso empezó a ralentizarse y junto a él notó cómo la tensión fluía del cuerpo de Gemma. Oyó el ruido justo cuando ella estaba cogiendo aire para hablar. Gemma notó como el brazo de Kincaid la rodeaba y le tapaba la boca con la mano. Kincaid notó los dientes de Gemma cuando ésta ahogó un grito de sorpresa.

Volvió a oírlo, un levísimo crujido. El pelo de su nuca se le puso de punta.

– El móvil -le susurró a Gemma-. En mi chaqueta, en el coche. Ve…

La voz les llegó desde el rincón más oscuro del hall.

– Yo, si fuera usted, no lo haría.

15

– ¿Inspector jefe Ogilvie, supongo? -La voz de Kincaid sonó perfectamente coloquial, pero Gemma pudo notar la presión de su mano encima de su boca. Con cuidado Gemma levantó la suya y le golpeó para que dejara de taparle la boca. Kincaid se alejó un poco de ella y continuó-: Nos ha ahorrado el tener que seguir buscándolo.

– No se mueva -dijo el hombre con dureza. Un clic y la luz se encendió detrás de él, en el hall. Su cuerpo se perfilaba claramente, pero la cara seguía en la sombra. La luz se reflejaba en un objeto que sostenía en la mano, plano, compacto, y parecía un juguete. Una pistola. Gemma intentó recordar desesperadamente el capítulo de armas de fuego del libro de texto de investigación criminal y trató de identificar la pistola. Semiautomática. Una Walther quizás. Al mismo tiempo, una parte indiferente de su cerebro se preguntaba qué importancia podía tener. No era capaz de calcular el calibre. Desde donde estaba la boca del cañón le parecía lo suficientemente grande como para ser tragada por ella.

El hombre dio un paso hacia la cocina dejando la pistola en la oscuridad, pero Gemma mantenía los ojos fijos en el lugar donde sabía que debía estar.

– Los dos se han pasado de listos -dijo, burlándose de ellos-. Ahora la cuestión es, ¿qué hacer con ustedes?

– ¿Por qué no ha salido por la entrada principal mientras entrábamos por detrás? -preguntó Kincaid. Igual podía haber estado interesándose por el tiempo.

– Lo he intentado. -Había un indicio de humor en la voz de Ogilvie. Gemma estaba segura de que era él-. El maldito Alastair y su paranoia. La puerta principal se abre con una llave y no la tengo. Y las ventanas están atrancadas. Así que ya ven mi apuro. Ustedes dos son lo único que interfiere en mi perfecta fuga.

Gemma notó que tenía la lengua como pegada en el paladar, pero intentó imitar el tono natural de Kincaid.

– De nada sirve que nos mate, ¿sabe? Hemos entregado todo lo que sabemos al comité de disciplina.

– Ah, pero sí que sirve, sargento. Tenía intención de negarlo todo e idear una excusa plausible para mi repentina ausencia. No encontrarán nada concreto que me inculpe. Es decir, hasta que me han visto aquí…

– ¿Por qué está aquí? -preguntó Kincaid-. Satisfaga mi curiosidad.

Ogilvie dio un suspiro audible.

– El maldito Alastair logró adquirir pruebas más bien perjudiciales sobre mis actividades. Creí que era prudente recuperarlas, pero desgraciadamente parece que ha sido más artero de lo que creía y se me ha acabado el tiempo.

Los ojos de Gemma se habían acostumbrado lo suficiente a la débil luz y ya podía ver los planos de la cara de Ogilvie y el brillo de sus dientes mientras hablaba. Vio que había sustituido su habitual traje de Bond Street por unos tejanos normales y un anorak, y parecía aún más peligroso sin ese barniz de refinamiento. La pistola de Ogilvie trazó un arco cuando la apuntó a ella, luego a Kincaid y de nuevo a ella.

Kincaid dio un paso hacia Gemma y la rodeó con el brazo. Sus dedos descansaban suavemente sobre su hombro. Estaba segura de que tenía otra intención además de querer reconfortarla. Pero, ¿qué quería él que hiciera? Se le ocurrieron todos los «debería» posibles. Deberían haber pedido refuerzos cuando vieron el perro. Ella debería haberse quedado afuera, pero, ¿cómo habría sabido que Kincaid tenía problemas antes de que fuera demasiado tarde?

Notó cómo la mano de Kincaid se tensaba y luego se quedaba inmóvil al oír como Ogilvie arrastraba las palabras.

– No obstante, he tenido una buena racha y tengo una cantidad considerable de dinero guardada en el continente. Creo que prefiero jubilar al inspector jefe Ogilvie y empezar de nuevo en vez de pegarles un tiro a los dos. Es algo muy desagradable y si bien he cruzado al otro lado de la ley varias veces, nunca he tenido que recurrir al asesinato. Pero no puedo dejar que den la alarma demasiado pronto, ¿no? Sargento…

– ¿Qué pasa con Jackie? -explotó Gemma-. ¿Acaso no cuenta hacer que le disparen? ¿O eso ya está bien, puesto que no se ha ensuciado las manos?

– No he tenido nada que ver con eso -dijo Ogilvie y sonó irritado por primera vez.

– ¿Y Gilbert? -preguntó Kincaid-. ¿Usted vino aquí antes a buscar las pruebas y él lo sorprendió…?

Se oyó el inconfundible ruido de los neumáticos sobre la grava y luego un portazo. Ogilvie maldijo y luego se rió en voz baja.

– Bueno, supongo que podemos encender las luces y celebrar una fiesta. Cuantos más, mejor. -Dio un paso adelante para oprimir el interruptor. Gemma tuvo que parpadear cuando las lámparas con pantallas de cobre de Claire se iluminaron-. ¡Muévanse! -les gritó y apuntó con la pistola hacia el extremo de la cocina-. Lejos de la puerta. -Entonces sonrió y Gemma se estremeció, porque la luz de sus ojos le recordó unos dibujos que había visto de guerreros celtas entrando en combate. David Ogilvie estaba disfrutando.

Voces. Luego pasos. Se abrió la puerta del vestíbulo. Claire Gilbert entró en la cocina diciendo:

– ¿Qué significa…? -se paró en seco al darse cuenta del panorama que tenía delante-. ¿David? -Su voz pasó a ser un chillido de sorpresa.

– Hola, Claire.

– ¿Pero qué…? No entiendo. -Claire, la cara fláccida por la incomprensión, miró a Ogilvie, luego a Gemma y Kincaid.

– Pues yo diría «me alegro de verte», aunque no sea totalmente cierto por mi parte. -Ogilvie hizo un gesto de pesar-. Sabes que tomaste la decisión equivocada tiempo atrás, ¿no, querida? Me hubiera costado mi ascenso de todas formas -Alastair era vengativo además de celoso- pero al menos te hubiera tenido a ti como consuelo…

– ¡Mamá! -Lucy irrumpió en la habitación gimiendo-. Algo le pasa a Lewis. No lo puedo desper… -Derrapó al detenerse junto a su madre-. ¿Qué…?

– Tan sólo está drogado -dijo Ogilvie-. Deberías enseñarlo a no aceptar bistecs de extraños. Volverá en sí en un rato. -Dirigió de nuevo su atención a Claire-. Pero me tenías miedo. ¿Recuerdas habérmelo dicho cuando anunciaste que te ibas a casar con Alastair? Dijiste que yo tenía una veta salvaje y que debías tener en cuenta la necesidad de un hogar estable para Lucy. -Se rió con desdén.

Claire se acercó a Lucy.

– Sólo hice lo que…

– Él me chantajeó para que te siguiera. Sus sospechas lo consumían como una enfermedad, estaba carcomido. Durante meses he pasado mis horas fuera de servicio observando cada movimiento tuyo. Llevas una vida bastante aburrida, querida, con excepciones ocasionales. -Ogilvie sonrió a Claire-. Deberías alegrarte de que no le dijera todo lo que he descubierto.

Sus intensos ojos grises se volvieron hacia Gemma y Kincaid.

– Bueno. Todo esto ha sido muy agradable, pero opino que ya hemos charlado suficiente. Hay arriba un dormitorio que se cierra con llave, ¿no es cierto?

Claire asintió.

– Ahora todos juntos, sed buenos chicos. -Ogilvie les indicó con la pistola que se dirigieran hacia el pasillo.

La puerta del vestíbulo sonó al cerrarse. Todos se dieron la vuelta como marionetas y esperaron.

– Señora Gilbert, la puerta estaba abierta de par en par y he dejado su… -Will Darling se detuvo justo dentro de la cocina-. ¡Qué diablos…! -En una fracción de segundo asimiló la escena, se dio la vuelta y se tiró hacia la puerta.

La pistola chasqueó y Will cayó con un grito de dolor. El agente se dio la vuelta y se apretó el muslo con fuerza. Gemma vio como en sus pantalones aparecía y se extendía una mancha brillante. Le dolían los oídos por el ruido y tragó saliva para contrarrestar el olor acre de la pólvora.

Demasiada sangre, pensó Gemma frenéticamente. Por Dios, que no sea la arteria femoral. Se desangrará hasta morir. Trató de recordar su formación en primeros auxilios. Presión. Aplicar presión directamente en la herida. Ignorando a Ogilvie, Gemma cogió un trapo de cocina de la encimera y corrió junto a Will. Dobló el trapo para que tuviera grosor y lo apretó contra la pierna con toda la fuerza de su peso. Will trató de levantarse pero cayó de nuevo con un gruñido de dolor. Cogió el brazo de Gemma, le tiró de la manga.

– Gemma, ayúdame. Tengo que pedir refuerzos. Qué…

– ¡No hables! Te pondrás bien, Will. Estáte quieto. -Entonces Gemma miró a Ogilvie. Tenía los labios apretados y su brazo estaba rígido. Ahora podía reaccionar de cualquier manera, pensó Gemma. Había cruzado la barrera que separaba a la mayoría de las personas de la posibilidad de violencia. Ahora podía ocurrir cualquier cosa.

– Escuche, colega. -Kincaid dio un paso en su dirección, luego otro-. Ya ve que no hay ninguna razón para continuar con esto. ¿Qué va a hacer? ¿Dispararnos a todos? No va a hacer daño a Lucy o a Claire. Entréguese.

– Atrás. -Ogilvie apuntó la pistola hacia Kincaid y la levantó a la altura del corazón.

Kincaid se paró con las manos levantadas y las palmas hacia fuera.

– Está bien. Nos podría encerrar, pero no puede dejar al agente sin atención médica. Él sólo estaba haciendo su trabajo. ¿Quiere tener esto en su conciencia? -Dio otro paso hacia Ogilvie, con las palmas todavía hacia fuera-. Déme la pistola.

– Le digo que… -Ogilvie levantó la mano izquierda para dar soporte a la derecha.

En posición para disparar, pensó Gemma, observando consternada y furiosa. No.

– Tengo frío, Gemma -dijo Will. La fuerza en su brazo era más débil. Las luces del coche. Se había dejado las luces del coche encendidas-. ¿Por qué tengo tanto frío? -Ahora la cara del agente estaba blanca, cubierta de sudor y el trapo estaba caliente y mojado.

– Alguien tiene que ayudarlo -dijo Gemma apretando los dientes para evitar el castañeteo.

Claire empujó a Lucy detrás suyo y dio un paso adelante.

– David, escúchame. No puedes hacer esto. Te conozco. Me puedo haber equivocado con Alastair, pero no me equivoco contigo. Si le disparas a él tendrás que dispararme a mí. Entrégate.

Gemma oyó gimotear a Lucy, pero no podía apartar los ojos del triángulo Kincaid, Claire y Ogilvie.

Por un momento pensó que el brazo de Ogilvie temblaba levemente y que el dedo se tensaba en el gatillo. Ogilvie sonrió.

– Hay algo honorable en una derrota digna. Y supongo que un cuerpo en el suelo de tu cocina es más que suficiente para ti, querida. -Se pasó la pistola a la mano izquierda se la entregó por la culata a Kincaid sin apartar los ojos de Claire. Añadió suavemente, con algo de pesar-: Nunca he sido capaz de negarte nada.

Claire se fue hacia él y le puso el dorso de su mano contra la mejilla.

– David.

Kincaid, con la pistola aún levantada, retrocedió hasta encontrar el teléfono en la mesa del desayuno y marcó el 999.

* * *

Kincaid estaba solo en la cocina de los Gilbert. Gemma se había ido con Will en la ambulancia y un coche patrulla se había llevado a un David Ogilvie que no opuso resistencia. Alertado por las luces y el ruido de las sirenas, Brian había cruzado corriendo la carretera y conducido a Claire al invernadero con una bebida fuerte.

La subida de adrenalina también se había hecho sentir en Kincaid. Levantó las manos y se preguntó si el temblor era visible. No temblaban tanto como para no poder interrogar a David Ogilvie cuando llegara a la comisaría. Más tarde pensaría en las posibles consecuencias de lo que había ocurrido.

Oyó el chirrido de la puerta del vestíbulo y luego un caminar silencioso. Lucy entró en la cocina. Todavía llevaba puesto el conjunto de la tarde, un vestido verde oscuro de talle alto y largo hasta la pantorrilla. La hacía parecer inocentemente anticuada y alejada de las corrientes de violencia que habían circulado por la casa. Le sonrió.

– ¿Señor Kincaid? -Se acercó a él y le tocó ligeramente el brazo. Mirándola de cerca pudo ver los surcos que las lágrimas habían dejado en sus mejillas y la leve hinchazón en los párpados-. Se trata de Lewis. Sigo sin poder despertarlo y no sé qué hacer. ¿Cree que podría echarle una ojeada?

– A ver qué puedo hacer. -Siguió la luz de la linterna por el jardín y se arrodilló junto al perro.

Lucy, de cuclillas junto a Kincaid, dijo:

– He llamado al veterinario y le he dejado un mensaje en el servicio de contestador, pero me han dicho que tardará horas.

Kincaid escuchó la respiración del perro, luego levantó un párpado insensible y examinó el ojo con la linterna.

– Esto está demasiado oscuro. Incluso con la linterna no puedo ver nada. ¿Lo metemos dentro?

– Por favor -dijo Lucy-. He intentado levantarlo, pero es un poco demasiado pesado para mí.

Kincaid pasó los brazos por debajo de Lewis y lo levantó.

– Listo. Sujétalo para que no se me caiga. -El cuerpo del perro se notaba caliente. Juntos, Kincaid y Lucy cruzaron el jardín y pasaron trabajosamente por las puertas. Finalmente Kincaid dejó el perro en el suelo de la cocina, con parte del cuerpo sobre el regazo de Lucy.

Levantó el labio del perro y examinó la encía.

– ¿Ves? Las encías están rosas y tienen un aspecto sano. Eso significa que la circulación es buena. Y su respiración es regular -añadió al observar como el pecho subía y bajaba a un ritmo constante-. No sé qué más podemos hacer hasta que venga el veterinario, excepto quizás mantenerlo caliente. ¿Tienes una manta?

Lucy levantó la mirada, concentrada como estaba en acariciar las orejas del perro.

– Hay un edredón al pie de mi cama. ¿Podría…?

– Vuelvo enseguida.

Encontró la habitación de Lucy con facilidad y se quedó en la puerta mientras la inspeccionaba con sorpresa. Excepto por una colección variopinta de peluches sobre la cama, no había nada típicamente adolescente en el dormitorio. Ni pósters de grupos de rock o modelos, ni montones de ropa que convirtieran el suelo en una carrera de obstáculos. De hecho tenía el mismo aire de simplicidad que el cuarto de Geoff, y Kincaid se preguntó si era el chico quien había influido en ella o si se trataba de una expresión natural de su propia personalidad.

Los muebles parecían viejos, pero bien cuidados. Una manta de lana irlandesa en tonos lila y verde cubría la cama. Recogió el edredón descolorido y destrozado que había cuidadosamente doblado al pie de la cama, pero no abandonó la habitación.

La pared de encima del pequeño escritorio estaba cubierta de recortes de periódicos y revistas enmarcados. Los sencillos marcos obra de Geoff, pensó Kincaid. Se acercó a examinarlos y vio que todos los artículos estaban firmados por el padre de Lucy, Stephen Penmaric.

Los estantes colgados a ambos lados de la ventana contenían libros. Ocupaban un lugar prominente los de las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, y no les faltaban las sobrecubiertas. Abrió uno y al ver la fecha del copyright silbó. Eran primeras ediciones y estaban impecables. La madre de Kincaid regalaría su primer nieto a cambio de estos libros.

Junto a los libros había una pequeña jaula con virutas de cedro y una rueda metálica. Dio unos golpecitos y apareció un ratoncito blanco correteando. Miró parpadeando a Kincaid con sus ojos rojos y volvió a esconderse.

Kincaid apagó la luz y cogió el edredón.

Lucy lo miró expectante cuando entró a la cocina.

– ¿Ha visto a Celeste? Me olvidé de hablarle de ella. Espero que no tenga miedo de los ratones.

– En absoluto. Yo tenía uno hasta que tuvo un encuentro desafortunado con el gato de la familia. -Se arrodilló y colocó el edredón alrededor de Lucy y Lewis. El suelo de baldosas estaba frío-. No pareces cómoda aquí. ¿Estarás bien?

– No podría soportar dejar a Lewis. -Echó una mirada a Kincaid por debajo de las pestañas y luego dijo vacilante-: Señor Kincaid, ¿quién era ese hombre? Me resulta familiar, pero no he podido ubicarlo.

– Trabajaba con tu padrastro y fue amigo de tu madre después de que tu padre muriera. -Le dejaría a Claire las explicaciones de los detalles de esa relación, si es que deseaba explicarla.

– No he podido evitar fijarme en tu colección de libros de C. S. Lewis. ¿Sabes que son muy valiosos?

– Eran de mi padre. Me llamó Lucy por el personaje de los libros. -Miró al vacío y dejó de acariciar la cabeza del perro-. Siempre quise ser como ella. Brava, valiente, alegre. Los otros niños siempre eran tentados, Lucy nunca. Era buena, realmente buena, de los pies a la cabeza. No como yo. -Volvió la vista a Kincaid y le pareció que en sus ojos había una tristeza demasiado grande para su edad.

– Quizás -respondió Kincaid despacio- tus aspiraciones no eran razonables.

* * *

– Parece que lo hemos pillado -dijo Nick Deveney a Kincaid. Estaban en la cantina de la comisaría de Guildford tomando un bocadillo y un café mientras Ogilvie esperaba en la sala A de interrogatorios.

– No ha admitido nada -respondió Kincaid con la boca llena de queso y tomate-. Y no creo que lo pongamos nervioso haciéndolo esperar. Ha estado al otro lado de la mesa demasiadas veces.

– No se va a librar de lo de Gilbert, después de lo que ha hecho. Lo de Jackie Temple puede que sea un poco más difícil si puede probar que estaba dando una conferencia esa noche. -Deveney hizo una mueca-. No soporto cuando un poli se corrompe. Y encima disparar a otro agente… -Al no encontrar palabras para expresar su indignación, Deveney sacudió la cabeza.

– No podía saber que Will era un policía -dijo Kincaid con toda la razón. Luego se preguntó por qué estaba defendiendo a Ogilvie, y por qué el hecho de no saber que Will fuera un policía pudiera hacer su delito menos censurable-. ¿Alguna novedad sobre Will?

– Está en el quirófano. Creen que tiene el fémur fracturado y ruptura de la vena femoral.

Kincaid terminó su bocadillo e hizo una bola con el film transparente.

– Fue rápido. Más rápido que yo. Si hubiera salido y pedido refuerzos nada de esto habría ocurrido.

Deveney asintió sin molestarse en justificarlo.

– En el departamento de investigación criminal se vuelve uno lento. Se pierde la audacia. Se pasa uno demasiado tiempo redactando los malditos informes con el trasero pegado a la silla.

– No creo que David Ogilvie le resulte nada lento -dijo Kincaid.

* * *

Ogilvie no tenía aspecto desmejorado. Había colgado cuidadosamente su anorak en el respaldo de la silla y su camisa blanca de algodón parecía tan limpia y planchada como si acabara de salir de la tintorería. Sonrió a Kincaid y Deveney cuando entraron y se sentaron frente a él.

– Esto va a ser interesante -dijo cuando Deveney puso la grabadora en marcha.

– Diría que va a tener varias experiencias interesantes -dijo Kincaid-, incluida una estancia larga en uno de los mejores alojamientos de su Majestad.

– Tenía intención de ponerme al día en mis lecturas -replicó Ogilvie-. Y tengo un abogado excepcionalmente bueno, por cierto. Podría negarme a decir nada hasta que llegue.

¿Y por qué no lo hace? se preguntó Kincaid mientras estudiaba la expresión de los oscuros ojos de Ogilvie. Era un hombre muy inteligente y que conocía extremadamente bien las normas de los interrogatorios. ¿Quería hablar? ¿Quizás necesitaba hablar?

Kincaid le lanzó una mirada de advertencia a Nick Deveney. Ésta era definitivamente una ocasión en que la agresión no los llevaría a ninguna parte.

– Háblenos de Claire -le dijo a Ogilvie mientras se apoyaba en el respaldo de la silla y cruzaba los brazos.

– ¿Tiene idea de lo preciosa que era hace diez años? Nunca pude entender lo que ella vio en él. -Su voz era de incredulidad, como si esos diez años no hubieran atenuado el asombro-. No puede haber sido el sexo… Siempre venía a mí hambrienta. Y pienso que mantuvo esa falsa apariencia de frigidez hasta después de casada. Quizás pensó que era eso lo que él quería. No lo sé…

Así que iban de este palo, pensó Kincaid.

– Interpreto que él no sabía que ella se acostaba con usted.

Ogilvie hizo un gesto para negarlo.

– Yo seguro que no se lo dije.

– ¿Ni siquiera cuando ella le dijo que se iba a casar con él?

– No me insulte, comisario. Yo no me rebajo a ese nivel.

– ¿Incluso si con ello hubiera fastidiado las cosas para Gilbert?

– ¿Con qué fin? Claire me habría despreciado por traicionarla. Y pienso que en aquel momento estaba tan determinado a poseerla que nada lo hubiera detenido. Ella era el premio de porcelana, para ser lucido como su último logro. La expresión «esposa trofeo» parece haber sido inventada para Gilbert y Claire. Pero él la subestimaba. A menudo me he preguntado cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que se había casado con una persona de verdad. -La cara de Ogilvie se había relajado al hablar de Claire y por primera vez Kincaid pudo imaginar lo que ella pudo ver en él.

– ¿No ha mantenido el contacto con ella?

– No hasta esta noche. -Ogilvie dio un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.

Kincaid se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa.

– ¿Qué pruebas tenía Gilbert contra usted?

– ¿Intenta cogerme por sorpresa, comisario? -El falso recelo volvió a aparecer en la boca de Ogilvie-. Eso es algo que prefiero discutir con mi abogado.

– ¿Y la naturaleza de las actividades en que estaba metido?

– Eso también.

– Jackie Temple creía que estaba cobrando dinero por ofrecer protección a traficantes importantes. ¿Por eso la mató?

– Ya se lo he dicho antes. Yo no tengo nada que ver con la muerte de la agente Temple y eso es todo lo que voy a decir sobre el asunto. -La boca se le quedó fija en una pertinaz línea.

Deveney se movió intranquilo en la silla.

– Háblenos del día en que murió el comandante -dijo-. ¿Qué pasó después de que fuera al banco?

– ¿El banco? -repitió Ogilvie y sonó por primera vez inseguro.

Suda, maldita sea, pensó Kincaid y le sonrió.

– El banco. El banco donde engañó al director para poder ver el expediente de Claire.

– ¿Pero cómo…? -Ogilvie se encogió de hombros-. Supongo que no importa. -Volvió a beber agua y pareció serenarse-. El problema de seguir a Claire era que no podía arriesgarme a que me reconociera, por eso nunca podía acercarme demasiado. Había visto que paraba en ese banco varias veces y sabía que sus asuntos financieros los llevaba el Midlands de Guildford. Que yo supiera podía estar haciendo recados para la madre de Gilbert, pero me di cuenta de que siempre salía del trabajo y volvía al trabajo. Eso me dio que pensar. Para entonces el juego ya había dejado de ser divertido y me empezó a intrigar.

»Ah, sí. Al principio era como un juego. Lo admito. Era una oportunidad de utilizar viejas destrezas, de sentir la agudeza de nuevo. Y era un reto. Se trataba de darle a Alastair lo suficiente como para quitármelo de encima y sin comprometer demasiado a Claire. Alastair tendría que haber chantajeado a un fisgón menos parcial.

Deveney se frotó un pulgar con el otro.

– Diría que ha disfrutado de la oportunidad de desquitarse con ella después de que le diera calabazas por él.

– ¿Y darle la satisfacción a Alastair Gilbert en el proceso? Él quería que le dijera que su esposa lo estaba engañando. Parecía obtener una clase de satisfacción perversa de ello.

Kincaid se inclinó hacia él.

– ¿Lo estaba engañando?

– Tampoco tengo intención de decirle eso. Lo que hiciera Claire era asunto de ella.

– Pero le dijo a Gilbert lo de la cuenta bancaria.

– Me pareció algo suficientemente inofensivo. Lo llamé esa tarde y le dije que quería hablar con él y que iría a buscarlo a la estación de Dorking. Le di la información y le dije que ya no quería seguir. En los meses que estuve vigilando a Claire eso era todo lo que había descubierto y que yo supiera estaba ahorrando el dinero para hacerle a él un maldito regalo de cumpleaños. Ya estaba harto.

– ¿Y eso fue todo? -Kincaid arqueó las cejas con escepticismo.

– Estuvo de acuerdo -dijo Ogilvie con los ojos cerrados.

Kincaid se inclinó hacia Ogilvie y golpeó la mesa con el puño.

– ¡Gilipolleces! Gilbert nunca hubiera estado de acuerdo. Lo sé a ciencia cierta y no lo conocía ni la mitad de bien que usted. Creo que se rió de usted. Le dijo que nunca lo soltaría. Y lo creyó, ¿no es así? -Kincaid se volvió a sentar y clavó los ojos en Ogilvie, desarrollando la escena mentalmente-. Creo que esa noche lo siguió a su casa desde Dorking, esperando tener una oportunidad. Dejó su coche en el aparcamiento del pub, donde no llamaría la atención, o bien al final del camino. Llamó a la puerta e inventó una excusa, le dijo que había olvidado mencionar una cosa mientras se aseguraba de que no hubiera nadie más en la casa.

»Y creo que fue a usted a quien Gilbert subestimó. Le dio la espalda y ahí se acabó todo.

El silencio en la sala se hizo espeso. Kincaid imaginó que oía el latido contrapuesto de sus corazones y el sonido de la sangre bombeada por las venas. Ahora sí que brillaba un sudor aceitoso en la frente de Ogilvie.

Se pasó la mano por la cara con impaciencia.

– No. Yo no maté a Alastair Gilbert. Y puedo probarlo. Conduje directamente a Londres porque tenía una cita con un pintor para discutir la decoración de mi piso. -Sonrió-. Una coartada de un testigo imparcial, comisario. Verá que se sostiene.

– Veremos -dijo Deveney-. Todo el mundo es susceptible de ser untado. Como bien sabe.

– Un golpe bajo -dijo Ogilvie-. Touché, comisario jefe. Pero ya que estamos intercambiando méritos, he de decir que en mi antigua comisaría al menos ofrecíamos café a los acusados. ¿Cree que puede conseguirme uno?

Deveney miró a Kincaid e hizo una mueca.

– Supongo que sí. -Habló a la grabadora indicando la hora y haciendo la observación de que iban a tomarse un breve descanso. Luego la apagó.

Cuando la puerta se cerró, Ogilvie miró a Kincaid con solicitud.

– ¿Extraoficialmente, comisario?

– No lo puedo prometer.

Ogilvie se encogió de hombros.

– No voy a hacer la gran confesión. No tengo nada que confesar, excepto que estoy cansado. Usted parece un hombre sensato. Deje que le dé un consejo, Duncan. Es Duncan, ¿no? -Prosiguió cuando Kincaid hubo asentido-. No deje que la amargura le dañe el sentido común. Yo debería haber obtenido el puesto de Gilbert. Yo era el mejor cualificado. Pero él era mejor lamiéndole el culo a los superiores y me saboteó.

»Después de eso empecé a sentir que merecía algo mejor, que el sistema me lo debía, y fue así como empecé disculpando pequeñas infracciones. Luego uno intenta justificarse de otras maneras. Algo del tipo «Va a suceder igualmente por mucho que nos esforcemos, así que por qué no beneficiarse». -Ogilvie hizo una pausa y vació su vaso de agua. Luego se pasó la mano por la boca-. Pero al cabo de un tiempo te desgastas, como con una enfermedad. Sabía que necesitaba dejarlo, pero lo iba aplazando. Nunca quise hacerle daño a nadie. Ese agente, ¿cómo está?

– Dicen que está en el quirófano, pero parece que se pondrá bien. -Cuán fácil era ir incrementando la caída. Kincaid miró a Ogilvie. Deseó haberlo conocido años atrás, cuando era un policía sin tacha-. Pero eso no lo excusa. Y Jackie Temple… quizás usted no ordenara su muerte, pero la asesinaron porque hizo preguntas sobre usted. En mi opinión eso lo convierte en culpable.

Ogilvie se enfrentó a su mirada.

– Tendré que vivir con ello, ¿no?

* * *

Por mucho que alguien intentara que una sala de espera fuera cómoda y hogareña nunca se podía ocultar el aire hospitalario. El olor reptaba por debajo de las puertas y a través del sistema de ventilación, tan penetrante como el humo. Gemma estaba esperando sola, sentada en el rincón del sofá. Se sentía extraña. El tiempo parecía fluido, erráticamente arbitrario. Con los ojos fijos en el papel pintado, Gemma oía una y otra vez el disparo y veía caer a Will, como si una película hiciera piruetas dentro de su cabeza.

Se acordó de la enfermera de cara simpática que le había ordenado que bajara a la cafetería a cenar algo que luego no había sido capaz de comer. Pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde entonces. Seguro que Will saldría pronto del quirófano y alguien vendría.

Sus pantalones estaban salpicados de barro y surcados de sangre por las rodillas y los muslos. Todavía llevaba el anorak de Kincaid y agradecía que fuera tan caliente. Pero no paraba de tocar los puños rígidos por las manchas y una voz en su cabeza repetía como un conjuro la sangre de Will, la sangre de Will.

Se despertó con una sacudida. ¿Se había dormido? Las voces y los pasos eran reales. No había estado soñando. Se levantó con el corazón latiendo aceleradamente al ver entrar a Kincaid y Nick Deveney.

– Gemma, ¿estás bien? -preguntó Kincaid-. ¿Hay malas noticias de Will?

Gemma sintió las rodillas flojas y se sentó de nuevo. Mientras Kincaid cogía la silla para sentarse a su lado, Gemma movió negativamente la cabeza.

– No. Sólo es que… Pensé que sería el médico… Lo siento. ¿No has visto a nadie al entrar?

– No, cariño. -Kincaid echó una ojeada alrededor de la sala vacía-. ¿Will no tiene familia?

– Me dijo que sus padres habían fallecido -respondió Gemma.

Deveney hizo una mueca.

– ¿No le habrá explicado cómo murieron? -Al ver que Gemma y Kincaid lo miraban expectantes, Deveney suspiró y se examinó las uñas-. Sus padres sentían devoción el uno por el otro. Y por Will. Lo tomaron mal cuando fue destinado al Ulster. Justo después de regresar a casa le diagnosticaron Alzheimer a la madre y unos meses más tarde fue al padre a quien diagnosticaron un cáncer terminal.

»El padre disparó a la madre y luego se disparó a sí mismo. Will los encontró acurrucados en la cama como amantes. -Deveney carraspeó y apartó la mirada.

Kincaid esbozó un «Dios mío», pero Gemma fue incapaz decir nada. Pobre Will. Y ahora esto. No era justo. Se abrió la puerta y Gemma se volvió a sobresaltar. Esta vez no lo pudo soportar.

El médico todavía llevaba puesto el pijama quirúrgico verde y se había bajado la máscara por debajo de la barbilla como si fuera un babero. Era rechoncho y calvo, y llevaba unas gafas en las que se reflejaban las luces. Se dirigió a ellos sonriendo.

– Ha sido un trabajo duro remendar a su chico. Ha perdido mucha sangre, pero creo que lo hemos estabilizado. Me temo que no le van a poder ver hasta mañana.

Una oleada de debilidad sobrecogió a Gemma y sintió que se iba a desvanecer. Dejó que fueran Kincaid y Deveney quienes dieran las gracias al médico y ambos la condujeron hacia el hall.

– Ha venido el abogado de Ogilvie -dijo Deveney a Gemma mientras caminaban-. Con la labia de un político americano y probablemente igual de rico. Ha hecho callar enseguida a Ogilvie, pagará por esto. Y por lo de Gilbert. Por mucha coartada que diga tener.

– No estaría tan seguro -dijo Kincaid despacio. Los demás se detuvieron y se quedaron mirándolo-. ¿Recuerda, Nick, que Ogilvie ha dicho que Gilbert había subestimado a Claire? Creo que quizás nosotros también.

16

Gemma se despertó antes del amanecer. Por un momento se sintió desorientada. La mancha de luz que había junto a su cama se fue dibujando y pudo reconocer la ventana y el visillo iluminado por la farola del exterior. Estaba en el hotel del centro de Guildford, por supuesto. Gemma empezó a ordenar los eventos del día anterior. Will yacía en el hospital. David Ogilvie le había disparado.

Se quedó en la cama mirando como la ventana palidecía y se tornaba gris perla. Se levantó, se aseó y se puso la ropa que llevaba en la bolsa de viaje. Luego pasó una nota por debajo de la puerta de Kincaid y abandonó el hotel. Comenzó a caminar por la calle principal hacia la estación de autobuses. No pasaban coches, no había gente mirando los escaparates de las tiendas cerradas. Gemma se sintió inquietantemente sola, como si fuera la última persona sobre la faz de la Tierra.

Pero luego pasó junto a una camioneta de verduras y el conductor que la descargaba la saludó alegremente. Dobló por Friary Street y miró al cielo. Vio una mancha de color rosa brillante que se estaba propagando desde el este por todo el cielo. Su ánimo se levantó, aligeró el paso y al poco rato llegó a la estación donde encontró un taxi que la llevaría al otro lado del río, en lo alto de la colina, al hospital.

* * *

– Es demasiado temprano, querida -dijo amablemente la enfermera-. Todavía no hemos terminado la rutina de la mañana. Siéntese y la vendré a buscar en cuanto pueda verlo. O mejor aún, baje a la cafetería y tome el desayuno.

Gemma no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que lo mencionó la enfermera. Hizo caso de su consejo y comió huevos con bacon y pan frito sin el menor remordimiento. Cuando volvió arriba la enfermera la llevó a la sala.

– No se demore demasiado -la previno-. Ha perdido mucha sangre y se cansará fácilmente.

La cama de Will estaba al final de la sala, con las cortinas medio corridas. Parecía dormido, pálido y vulnerable bajo las sábanas blancas. Gemma se sentó silenciosamente en la silla que había junto a la cama y de repente se sintió algo incómoda.

Will abrió los ojos y sonrió.

– Gemma.

– ¿Cómo se encuentra, Will?

– Ya no podré pasar por los sistemas de seguridad del aeropuerto sin un papel del médico. Me han puesto un clavo en la pierna. -Su sonrisa iba casi de oreja a oreja. Luego se puso serio-. No han dejado que nadie me explicara nada. Era Ogilvie, ¿no? ¿Lo van a encerrar por lo de Gilbert y su amiga?

– No lo sé. Ahora están comprobando su declaración.

– ¿Está bien Claire? -Hizo un gesto de admiración con la cabeza-. ¿No fue increíble cómo le hizo frente?

– Will, usted fue el valiente. Me alegro de que esté bien. Yo debería…

– Gemma. -Levantó la mano de la sábana para detenerla-. Partes de lo que ocurrió anoche siguen confusas, pero recuerdo lo que hizo por mí. El médico ha dicho que me salvó la vida.

– Will, yo sólo…

– No discuta. Se lo debo y no lo olvidaré. Ahora, explíquemelo todo desde el principio, con pelos y señales.

Aún no había llegado a la parte en que Will entraba cuando los párpados del agente se cerraron, se agitaron y volvieron a cerrarse. Gemma se inclinó y le besó suavemente en la mejilla.

– Volveré, Will.

* * *

– ¿Cómo está? -preguntó Kincaid cuando abandonaron la comisaría de Guildford. Gemma se había reunido con él después de la visita al hospital y su aspecto era más jovial que la noche anterior. Por un momento se sintió celoso de su preocupación por Will, luego se reprendió por su estrechez de miras y se preguntó si no estaba resarciéndose de su sensación de fracaso.

– Bastante animado, pero todavía un poco sensible -respondió Gemma sonriendo-. La enfermera me ha dicho que lo de la pierna va a ser una recuperación lenta.

– Tu intención es visitarlo -dijo Kincaid al abrir la puerta del Rover y esforzándose por sonar indiferente y despreocupado.

– Tantas veces como pueda -le echó una mirada mientras se abrochaba el cinturón del asiento del pasajero- una vez concluyamos este caso.

Habían encontrado al pintor de Ogilvie y lo habían entrevistado esa misma mañana. En efecto, había confirmado la coartada de Ogilvie. Deveney estaba escarbando con la determinación de un bulldog, tratando de encontrar un punto débil en la historia o la conexión entre ambos hombres. Se había registrado de nuevo y en vano el estudio de Gilbert después de detener a Ogilvie. Ahora esperaban que el comité de disciplina tuviera más suerte destapando las pruebas que tenía Gilbert de la corrupción de Ogilvie.

Gemma, como si le hubiera leído los pensamientos, dijo:

– Crees a Ogilvie, ¿verdad? -Dieron la vuelta a una rotonda en dirección a Holmbury St. Mary-. ¿Por qué?

Kincaid se encogió de hombros y dijo:

– No estoy seguro. -Luego sonrió-. Es ese infame instinto. En serio… mintió sobre algunas cosas, y lo noté. Por ejemplo, la respuesta de Gilbert cuando le dijo que ya no quería hacerle el trabajo sucio. Pero no creo que mienta en lo que a Gilbert o Jackie se refiere.

– Incluso si tienes razón, lo cual es discutible, ¿por qué Claire?

Kincaid creyó detectar cierto resentimiento en su voz. Suspiró y pensó que no la podía culpar. A él también le gustaba Claire, incluso la admiraba. Y quizás, sólo quizás, estuviera equivocado.

– En primer lugar, no hay pruebas físicas que lo sitúen en la casa. No hay ni un pelo, ni una fibra en la cocina.

»Además, piensa en todo lo que hemos averiguado sobre Alastair Gilbert. Era celoso y vengativo con la sed de poder de un megalómano. Disfrutaba haciendo daño a los demás, tanto físico como emocional. ¿Quién sería la persona más afectada? -Miró el perfil de Gemma y dijo categóricamente-: Su esposa. Siempre he dicho que este asesinato se cometió en un momento de ira, y creo que Claire Gilbert odiaba a su esposo.

– Si tienes razón -dijo Gemma-, ¿cómo vas a demostrarlo?

* * *

Claire los recibió en la puerta trasera con expresión de ansiedad.

– He llamado al hospital y no dicen nada sobre el estado del agente Darling. ¿Saben algo?

– Mejor que saber -la tranquilizó Gemma-. Lo he visitado esta mañana a primera hora y está bien.

Kincaid se detuvo en el vestíbulo para echar una ojeada a los impermeables que colgaban de una fila de ganchos. Cuando vio lo que buscaba no supo si alegrarse o sentir pesar.

– ¿Y… David? -preguntó Claire cuando entraron en la cocina. Miró a Kincaid.

– Nos está ayudando en la investigación.

Lewis seguía estirado en el edredón de Lucy, pero esta vez levantó la cabeza y meneó la cola. Kincaid se arrodilló y le acarició las orejas.

– Veo que este paciente también está mejorando, a pesar de no ser el bravucón de siempre.

– Lucy insistió en quedarse con él toda la noche. Después de que viniera el veterinario hace una hora la convencí para que se estirara en el sofá del invernadero. -Claire toqueteó vacilante el pañuelo de seda que llevaba fruncido alrededor del cuello de la camisa blanca esmeradamente confeccionada-. En cuanto a David… Era buena persona, en el pasado. Lo que sea que le haya pasado en estos últimos años, en fin, no le creo capaz de… matar a nadie.

– Me inclino a coincidir con usted -dijo Kincaid notando la intensa mirada de Gemma.

Claire sonrió aliviada.

– Gracias por venir a tranquilizarme. ¿Puedo ofrecerles café o té?

Kincaid respiró hondo.

– En realidad, nos gustaría hablar con usted. En un lugar algo más privado, si no le importa.

Su sonrisa flaqueó, pero aceptó de inmediato.

– Podemos ir al salón. Prefiero no molestar a Lucy.

La siguieron hasta la sala que había parecido tan acogedora la noche en que murió Alastair Gilbert, y dejaron la puerta entornada. En la chimenea el fuego no estaba encendido y las paredes rojas eran más bien de mal gusto vistas a la débil luz del día que entraba por los postigos.

Kincaid se sentó muy derecho en el sillón tapizado en chintz. Había repasado todos los ángulos, cómo sorprenderla, cómo engañarla, pero al final empezó con simplicidad.

– Señora Gilbert. He averiguado una serie de cosas durante esta semana que me han llevado a pensar que su marido abusaba físicamente de usted. Quizás sólo ocurriera en una o dos ocasiones, quizás fue algo que ha venido sucediendo desde el inicio de su matrimonio. No lo sé.

»Lo que sí sé, no obstante, por fuentes que no son David Ogilvie, es que su esposo sospechaba que usted tenía una aventura. Fue tan lejos como para acusar a Malcolm Reid y lo amenazó.

Claire se puso la mano en la boca, apretando fuerte con los dedos. Reid no se lo ha dicho, pensó Kincaid. ¿Qué más no le habían contado sus amigos para protegerla? ¿Y qué había escondido ella de ellos?

– Pero Reid sólo era culpable de ayudarla a esconder sus bienes y le dijo a su esposo que dejara de fastidiar. ¿Cuán cerca de la verdad estuvo su esposo, Claire? ¿También amenazó a Brian?

El silencio se alargó mientras Claire retorcía las manos en su regazo. Era el momento decisivo, Kincaid lo sabía y tuvo que acordarse de respirar. Si negaba su relación con Brian ya no le quedaba nada más para conseguir que hablara y no tenía pruebas excepto sus propias extravagantes suposiciones. La cara de Claire parecía paralizada y remota, como si nada de todo esto tuviera que ver con ella, luego respiró hondo y dijo:

– David lo sabía, ¿verdad?

Kincaid asintió e hizo un gran esfuerzo de no dejar que se notase el alivio en su voz.

– Eso creo, pero no fue él quien nos lo dijo.

– Lo mío con Brian no fue una aventura apasionada entre dos personas maduras, ¿entiende? -dijo ella con una sonrisa meramente insinuada-. Los dos estábamos solos y necesitados. Ha sido un buen amigo.

»Y también Malcolm. Nunca le expliqué a Malcolm toda la verdad sobre Alastair, sólo lo que podía soportar. Dije que estaba cansada de que fuera condescendiente conmigo, de ser tratada como su pertenencia, y Malcolm me ayudó como pudo. Tuve mucho cuidado de no llevar el talonario a casa. Incluso lo escondí en un lugar secreto en la tienda, por si acaso Alastair llegara de alguna manera a registrar mi escritorio. Era muy convincente cuando quería, ¿sabe? Imaginé que vendría cuando supiera que yo no estaba y le diría a Malcolm que yo había llamado y le había pedido que me cogiera alguna cosa. ¿Qué podría hacer Malcolm entonces?

»Y luego, claro, me preguntaba si mi paranoia había alcanzado proporciones épicas, si me estaba volviendo loca. -Sacudió la cabeza y lanzó una risa ahogada-. Pero ahora sé que ni siquiera mi paranoia estaba a la altura de Alastair.

Vertía las palabras como un torrente desatado y a Kincaid le pareció que el muro de falsas apariencias que había levantado Claire Gilbert a su alrededor estaba empezando a derrumbarse ante sus ojos. Ahora emergía por entre los escombros la verdadera Claire: asustada, enfadada, resentida y ya nada remota.

– Ni siquiera se le ocurrió preguntarse por qué llevaba a casa tan poco dinero. No creía que mi trabajo tuviera valor. Ésa, por supuesto, fue la única razón por la que toleró que yo trabajase y no estoy segura de que hubiese durado demasiado.

»Tengo una amiga del colegio en Estados Unidos, en Carolina del Norte. Pensaba que para cuando Lucy hubiera acabado la escuela ya habría ahorrado suficiente dinero y que podríamos… desaparecer.

– ¿Y qué pasaría con Brian? -preguntó Gemma, que sonó como si el hombre necesitara un partidario.

Despacio, Claire dijo:

– Brian lo habría comprendido. Los problemas con Alastair se habían intensificado durante el último año. Tenía miedo.

Gemma se inclinó hacia ella, con las mejillas rosas de indignación.

– ¿Por qué no lo abandonó? ¿Por qué no le dijo que quería el divorcio y acabar con todo de una vez?

– Siguen sin entenderlo, ¿no? Piensan que todo es tan fácil. Piensan que nadie con un poco de fibra aguantaría estos malos tratos. Pero las cosas nunca empiezan así. Es un proceso paulatino, como aprender una lengua. Y de repente un día te despiertas y te das cuenta de que piensas en griego y ni siquiera te habías dado cuenta. Te has tragado sus condiciones.

»Yo lo creí cuando me dijo que no podría arreglármelas sola. Fue cuando empecé a trabajar con Malcolm que pude ver que no era cierto. -Claire paró. Su expresión era de concentración y sus ojos estaban fijos en algo que ellos no podían ver -. Fue el principio de una especie de resurrección, el renacimiento de la persona en que hubiera podido convertirme antes de casarme con Alastair diez años atrás. -Suspiró y volvió la mirada hacia ellos-. Pero en todos estos años había aprendido a guardarme esos cambios íntimos para mí misma.

Kincaid dijo en voz baja:

– No funcionó, ¿no es cierto? En menos de un año se ha roto dos huesos.

Claire tomó su muñeca derecha con la mano izquierda, como protegiéndola.

– Supongo que notó que mi vida ya no se centraba en él. Empecé a ignorar sus sutiles señales que eran todo lo que necesitaba para manipularme, hasta que al final explotó.

– ¿Fue ese el inicio de la violencia?

Negó con la cabeza y cuando habló su voz era apenas audible.

– No. Eso empezó casi al principio. Se trataba de cosas pequeñas, de las que se reía. Pellizcos. Zarandeos. Verán, descubrí en cuanto nos casamos… -Claire se detuvo y se pasó la mano por la cara-. No sé como explicar esto con delicadeza. Sexualmente, él… Él quería que me amoldara a sus deseos. Si yo expresaba mis propios deseos o necesidades, o incluso placer, se ponía furioso y no se acercaba a mí. Así que cuando empecé a encontrarlo… desagradable, lo que hacía era fingir que estaba ansiosa y me dejaba en paz.

»¿Comprenden? Era un juego muy complicado y al final me cansé de jugar. Lo rechacé de plano y fue entonces cuando empezó a acusarme de tener una aventura.

– ¿La tenía? -preguntó Kincaid.

– No. No entonces. Pero hizo que fuera posible. Si había pecado en la ficción, ¿por qué no hacerlo de verdad? -Sonrió con desdén-. De alguna manera hizo que fuera más fácil justificarlo.

Hambrienta, pensó Kincaid recordando la palabra que había usado David Ogilvie. Hambrienta de ternura, hambrienta de afecto. Encontró ambas cosas en Brian. ¿Pero valía la pena el coste?

– Claire. -Esperó a que ella le prestara total atención-. Hábleme de lo que pasó la noche en que murió Alastair.

No respondió. No levantó los ojos de sus manos fuertemente entrelazadas.

– ¿Le digo lo que yo pienso? -preguntó Kincaid-. Aquella tarde Lucy fue sola a Guildford a comprar. Ella ha sido identificada, pero nadie recuerda haberla visto a usted. Su esposo le había dicho que tenía una reunión aquella noche, pero para sorpresa suya, entró en casa pocos minutos después de su hora habitual de llegada. Acababa de ver a Ogilvie en la estación de Dorking y Ogilvie le había dicho lo de la cuenta secreta.

»Gilbert estaba lívido, peor de lo que usted nunca había visto. Le preguntó cómo se atrevía a hacer eso sin su permiso; cómo se atrevía a dejarlo en ridículo. -Kincaid hizo una pausa. Había visto el gesto rápidamente abortado, esa mano que nerviosamente se había llevado al cuello-. Quítese el pañuelo, por favor, Claire.

– ¿Q… qué…? -Carraspeó.

– Quítese el pañuelo. Aquella noche estaba ronca. Recuerdo que me sorprendió lo ronca que era su voz. Esta mañana me he fijado que toda esta semana ha llevado la garganta tapada con pañuelos y jerseys de cuello alto. Déjeme ver su cuello ahora.

Kincaid pensó que podría negarse, pero a los pocos segundos levantó las manos y desató las puntas del pañuelo. Deshizo dos vueltas alrededor del cuello y luego tiró de la seda, que cayó en cascada sobre su regazo.

Las huellas de los pulgares eran nítidas, una a cada lado de la tráquea. El color violeta estaba pasando a un tono amarillo nada bonito.

Kincaid oyó como Gemma respiraba hondo. Con voz pausada dijo:

– Alastair llegó a casa y le puso las manos en la garganta. Apretó hasta que todo empezó a oscurecer. Entonces, algo lo distrajo y se apartó de usted. Después de todo, él no le tenía miedo. Pero usted sabía entonces que había perdido la razón y temía por su vida. Cogió lo que tenía más a mano y lo golpeó. Había otro martillo a mano en la cocina, ¿verdad, Claire?

»Y cuando se dio cuenta de lo que había hecho se puso el viejo impermeable que cuelga en el vestíbulo y llevó el martillo al final del camino. Percy Bainbridge la vio pasar, una sombra oscura. ¿Dónde puso el martillo, Claire? ¿En las cenizas de la hoguera?

Seguía sin hablar, con la vista fija en las manos. Kincaid prosiguió, con delicadeza:

– No creo que permita que culpen a otro por esto. Ni a Geoff, ni a Brian, ni a David Ogilvie. Lo que no entiendo es por qué no dijo que fue en defensa propia. -Apuntó al cuello-. Tenía una prueba irrefutable.

– No creí que nadie fuera a creerme. -Las palabras de Claire surgieron tan flojas que podría haber estado hablándose a sí misma-. Después de todo, él era policía. No se me ocurrió que tuviera pruebas. -Levantó la cabeza y les sonrió-. Supongo que no pensaba con claridad. Sucedió como dice, sólo que no quise matarlo. Sólo quería que dejara de hacerme daño.

Se desplazó al borde del sofá y su voz empezó a sonar más alto, como si la práctica hiciera que pronunciar las palabras fuera más fácil.

– Pero sí, yo lo maté. Yo maté a Alastair.

Está demasiado tranquila, pensó Kincaid, luego vio que seguía con los puños cerrados sobre el regazo. Sus nudillos estaban blancos de la presión, al igual que las uñas mordidas. Un vicio raro en una mujer tan bien educada, pensó, y entonces comprendió.

La patóloga, Kate Ling, describió los pequeños desgarrones en los hombros de la camisa de Gilbert. Eran desgarrones que Claire no pudo haber hecho. Y Claire no se había estado protegiendo a sí misma con la historia inventada de las joyas robadas y las puertas abiertas.

Tragó para evitar las repentinas náuseas y miró a Gemma. ¿Podía ver ella la verdad? Si sólo él lo supiera… ¿Debería, era capaz de dejar que Claire se saliera con la suya?

Lucy entró por la puerta entreabierta y la cerró con cuidado detrás suyo. Parecía una ninfa de los bosques con su vestido verde, su cabello color miel revuelto por el sueño y los pies descalzos.

– He estado escuchando -dijo cuando se situó al lado de Kincaid, de cara a su madre-. Y no es verdad. Mamá no mató a Alastair, lo hice yo.

– ¡Lucy, no! -Claire empezó a levantarse-. Cállate ahora mismo. Vete a tu habitación.

Gemma la contuvo con la mano y Claire volvió a sentarse en el borde del sofá, mirando a su hija. Lucy seguía implacable de pie junto a Kincaid. Claire se volvió hacia él con las manos extendidas a modo de súplica.

– No le haga caso. Está disgustada, deshecha. Sólo trata de protegerme.

– Ocurrió como ha dicho ella -prosiguió Lucy-. Sólo que yo llegué de Guildford. Me pregunté por qué el coche de Alastair estaba en el garaje si mamá había dicho que llegaría tarde. También me sorprendió que la puerta del vestíbulo no estuviera cerrada.

– No me oyeron entrar. Sus manos estaban alrededor del cuello de mamá, le estaba gritando con una especie de susurro ronco. Su cara estaba roja y tenía las venas del cuello hinchadas. Primero pensé que estaba muerta. Su cuerpo estaba fláccido y la cara tenía un color raro. Grité a Alastair y lo cogí por los hombros, tratando de apartarlo de ella. -Lucy paró y tragó saliva, como si su boca estuviera seca. Pero seguía sin apartar los ojos de los de su madre-. Me dio un manotazo como si fuera una mosca y volvió a estrangularla.

– Yo fui la que había dejado el martillo en la encimera. Había colgado un artículo que Geoff había enmarcado para mí. Lo cogí y lo golpeé. A Alastair. Después del segundo o tercer golpe cayó.

Lucy perdió un poco el equilibrio. Alargó el brazo y colocó los dedos con delicadeza en el hombro de Kincaid, como si el mero contacto humano fuera suficiente para mantener el equilibrio. Su madre la miraba, petrificada, sin poder hacer nada para parar a su hija.

– No recuerdo mucho más. Cuando mamá pudo volver a respirar hizo que me sacara la ropa y las zapatillas de deporte. Metimos todo en la lavadora con otra ropa sucia y un detergente enzimático, ya sabe, el jabón que quita las manchas de sangre. Me dijo que metiera las manos en el agua con detergente también, antes de subir a buscar ropa limpia.

– Cuando volví a bajar el martillo había desaparecido. Mamá me explicó que diríamos que habíamos encontrado la puerta abierta y que habían desaparecido unas joyas. Cuando la lavadora acabó el ciclo pusimos la ropa en la secadora, y luego llamó mamá a la policía.

– Sólo es una niña -dijo Claire mirando a Gemma luego a Kincaid-. No se la puede responsabilizar por esto.

Los dedos de Lucy se tensaron en el hombro de Kincaid.

– Mamá, tengo diecisiete años. Soy legalmente adulta. No creo que quisiera matar a Alastair, pero el hecho es que lo hice.

Claire ocultó la cara en sus manos y sollozó.

Lucy fue hacia su madre y la rodeó con los brazos, pero al hablar miró a Kincaid.

– He intentado no pensar en ello, hacer ver que no había pasado. Pero eso es lo que he hecho todos estos años. Yo sabía lo de Alastair, y mi madre sabía que yo lo sabía, pero nunca hemos hablado de ello. Quizás nada de todo esto habría ocurrido si lo hubiéramos hecho.

– Jefe. -El susurro de Gemma sonó urgente y formal-. Me gustaría hablar un momento contigo. -Apuntó hacia la puerta y dejaron a madre e hija solas mientras se dirigían al hall.

– ¿Cómo vamos a dejar que pague ella? -dijo entre dientes cuando cerraron la puerta del salón detrás de ellos-. Gilbert era una bestia. Ella sólo ha hecho lo que cualquiera podría llegar a hacer en tales circunstancias. Esto va a destrozar su vida. Va a pagar por los errores de Claire.

Kincaid la cogió por los hombros. La amó entonces, por su defensa del más débil, por estar dispuesta a cuestionar el statu quo. Pero no se lo podía decir.

En su lugar, Kincaid dijo:

– Cuando me he dado cuenta de lo que pasó he pensado lo mismo. Pero Lucy tiene razón y además ella nos lo ha quitado de las manos. Hemos de dejar que sea ella quien haga la reparación. Sólo así será capaz de vivir consigo misma.

La soltó y se apoyó exhausto contra la pared.

– No nos podemos poner en una situación comprometida, incluso por Lucy. Juramos respetar y defender la ley, no erigirnos en jueces. No debemos cruzar esa línea, por muy buenas que sean nuestras intenciones. Yo tampoco quiero que Lucy sufra, pero no tenemos otra elección. Debemos presentar cargos contra ella.

17

Kincaid dejó a Gemma con Claire y llevó a Lucy a la comisaría. La joven, que se había puesto tejanos y un suéter y se había despedido brevemente de Lewis, estaba sentada con actitud resuelta en el asiento del pasajero.

– He estado pensando -dijo cuando llegaron a las afueras de Guildford-, que quizás ahora pueda terminar el juego. -Miró a Kincaid y pareció que vacilaba-. Ya sabe -dijo despacio-, si hubiera sido más como él habría sido más fácil seguir fingiendo y no enfrentarme a la realidad. Pero usted me recuerda un poco a mi padre. -Y tras haberle hecho el mejor cumplido de su repertorio, Lucy le asestó el golpe de gracia-. ¿Vendrá a visitarme, dondequiera que esté?

Tras aceptar de buena gana la obligación de cumplir con Lucy, Kincaid la entregó a las capaces manos de Nick Deveney y al abogado de la familia. Dudaba que el jurado fuera a condenarla a algo más que un tirón de orejas. Se conocía que mujeres objeto de abusos habían obtenido la condicional por disparar contra sus maridos dormidos. Era posible incluso que el fiscal de la Corona no presentara cargos. La lucha más dura sería la que entablase consigo misma, pero tendría el apoyo de aquellos que la querían, de eso estaba seguro.

Mientras conducía por la carretera de curvas hacia Holmbury St. Mary para recoger a Gemma, Kincaid no pudo deshacerse de la persistente y dolorosa tristeza que le oprimía el pecho. Todo se mezclaba: su lamento por Lucy, por Claire, incluso por David Ogilvie.

Y Gemma. La idea de trabajar con ella todos los días, de estar tan cerca y sin embargo no lo suficiente cerca, le quemaba como la sal en una herida. Pero la alternativa, no verla en absoluto… Pensó en la amonestación de David Ogilvie contra la amargura y supo que ésa sería una trayectoria que no se permitiría seguir.

Mientras reflexionaba sobre la manera en que había vivido durante tanto tiempo, aislado tras los muros que él mismo había levantado, notó que lo invadía una sensación de temeridad. No renunciaría a Gemma, ni tampoco volvería a ser el que había sido antes de que la acogiera en su cama.

Cuando llegó al prado comunal tuvo el deseo repentino de volver a ver a Madeleine Wade una última vez. Pasó de largo el camino de los Gilbert, cruzó el pueblo y dobló por la calle que llevaba a la tienda de Madeleine y más allá, a Hurtwood.

Vio por la ventana que Madeleine estaba en la tienda y sintió una punzada de decepción al saber que no volvería a ver su piso. Ella levantó la mirada cuando sonó la campanilla y dijo:

– Lo siento tanto.

– Las noticias ya te han llegado, supongo.

– Viajan con la rapidez de un reguero de pólvora.

– He venido a despedirme.

Madeleine rodeó el mostrador para acercarse a él y le estrechó la mano.

– No me preocuparía demasiado por Lucy. Es fuerte y conseguirá ser lo que quiera ser.

– Lo sé. -Notó los dedos de ella calientes entre sus manos-. Usted podría darle un par de lecciones.

Madeleine sonrió.

– Quizás lo haga.

* * *

Conduce con tanta precisión, pensó Gemma al estudiar su cara con expresión absorta iluminada por las luces parpadeantes de las farolas. Observó que siempre estaban yendo y viniendo en coche, mientras que sus vidas permanecían atrapadas en una especie de limbo entre los trayectos.

Gemma había pasado las horas más tranquilas de la tarde con Claire, sentadas las dos en la cocina, bebiendo interminables tazas de té flojo y hablando sobre todo de cosas intranscendentes. Pero en un momento dado Claire había levantado la vista de la taza de té y le había dicho, mirándola:

– A mí también se me acusará como cómplice, ¿verdad?

Gemma asintió.

– Me temo que sí. Enviarán a alguien de la comisaría de Guildford a buscarla.

– En realidad me alegro -había dicho Claire-. Es un alivio que por fin haya pasado todo. Ahora que la verdad ha salido a la luz, podremos continuar averiguando quiénes somos.

Gemma pensó en Will, a quien la verdad parecía venirle con facilidad, y en el casto adiós que dispensó al decepcionado Nick Deveney. Volvió a mirar a Kincaid y se preguntó si ella sería suficientemente valiente como para enfrentarse a su propia verdad.

– Entra un rato -dijo Gemma cuando Kincaid paró el coche enfrente de su apartamento. A través de la pantalla de hojas del oscuro jardín pudo ver una luz encendida en la habitación de los niños de la casa grande. Toby estaba todavía despierto, pero no le importaba posponer el verlo.

– Ha sido un día duro, Gemma, y sé que estás cansada -respondió Kincaid en un tono que delataba cansancio-. Otro…

– Por favor. Me gustaría que entraras. -Hurgó en su bolso en busca de la llave. Cuando salieron del coche él la siguió obediente.

Una vez dentro ella dejó el bolso y el abrigo encima del arcén que había en la entrada y fue de aquí para allá por todo el apartamento, cerrando estores y encendiendo luces.

– Así está mejor -dijo mirando a su alrededor con satisfacción. Hazel había pasado por el apartamento porque parecía que habían barrido y recogido todo, y había un jarrón de rosas color amarillo oscuro en la mesa baja. ¿No había leído en alguna parte que el amarillo era color de luto?

– Voy a servir un poco de vino. -Abrió una botella de borgoña que había estado guardando para una ocasión especial. Se puso de puntillas para alcanzar las mejores copas que tenía en el estante más alto del armario de la cocina.

Kincaid estaba apoyado contra la encimera de la ventana, tratando de evitar el torbellino de actividad de Gemma, y la miraba sin decir palabra. Al aceptar la copa que ella le ofreció dijo:

– Gemma…

– Quería hablar contigo. -Las palabras de Gemma surgieron como un torrente-. Pero no sé por dónde empezar. Lo que ha pasado estos últimos días… me ha hecho pensar en un montón de cosas. -Al sentir que no podía enfrentarse a su mirada, Gemma se dio la vuelta y alargó el brazo para poder tocar el pétalo de un capullo a punto de abrirse-. Quiero que entiendas que mi trabajo es muy importante para mí y que tengo otras obligaciones, otros compromisos. Está Toby y he prometido a Will que lo visitaría siempre que pudiera…

– Gemma, para. No tienes que pedirme perdón ni buscar pretextos para explicar lo que sientes o dejas de sentir. Tienes todo el…

– No. Déjame terminar. -Se volvió hacia él y apartó el pelo de su cara con impaciencia-. No entiendes lo que estoy intentando decirte. Antes veía todo blanco y negro. O tú o mi trabajo. Tenía miedo de que lo que siento por ti me consumiera. Tenía miedo de perderme, de perder todo lo que me había costado tanto trabajo lograr.

»Excepto… -Hizo una pausa y se quedó mirando el reflejo oscuro y ondulante sobre la superficie de su vino-. He visto a Claire Gilbert encontrar su fuerza, recuperar el control de su vida, incluso después de todo por lo que ha pasado. Me he dado cuenta de que siempre tenemos la oportunidad de elegir, y que puedo elegir no abandonar lo que he hecho de mí.

Gemma miró a Kincaid, tragó y respiró hondo. Podía oír su propio pulso en los oídos.

– Creo que no lo estoy haciendo demasiado bien. Lo que estoy intentando decirte es que pienso que he de arriesgarme. No quiero pasar el resto de mi vida mirando por las ventanas de los demás, preguntándome cómo me sentiría si fuera amada.

»Lo que le ha pasado a Will… lo de Jackie… podrías haber sido tú. Esta oportunidad es tan frágil… No quiero desperdiciarla.

Gemma se había quedado sin palabras y ya sólo le quedaba esperar una respuesta. Pasaron unos segundos en los que él la miró sin decir nada, su cara carente de expresión. El pánico hizo que la sangre de Gemma circulara fría. ¿Había llegado demasiado tarde?

Entonces Kincaid sonrió, con esa sonrisa suya tan pícara, y arqueó las cejas inquisitivamente.

– ¿Quién nada arriesga, nada tiene?

Gemma asintió, incapaz de hablar.

Kincaid levantó su copa y dijo con dulzura:

– Salud, mi amor. -Bebió y dejó la copa sobre la mesa con forma de media luna-. ¿Cuánto tiempo tenemos antes de ir a recoger a Toby?

Deborah Crombie

***