Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de y . Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En , Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002
Connie Willis
Tránsito
Siempre recordaré la oscuridad y el frío.
—¿Cómo es aquello, Carides?
—Muy oscuro.
—¿Y qué hay del regreso?
—Son todo mentiras.
Agradecimientos
Gracias de todo corazón a mi editora Anne Groell, mi agente Ralph Vicinanza, y a Phyllis Giroux y la doctora Elizabeth A. Bancroft, que me ayudaron con los detalles médicos.
Escribir este libro resultó en sí mismo una experiencia cercana a la muerte, y no habría sobrevivido sin el apoyo de mi hija Cordelia, mis pacientes amigas, el personal del Margie’s Java Joint y la infinita ayuda de mi marido, Courtney, y mi indispensable chica-viernes, Laura Norton.
PRIMERA PARTE
Silencio, silencio, estoy intentando contactar con Cape Race.
1
¡Más luz!
—Oí un ruido —dijo la señora Davenport—, y entonces empecé a atravesar ese túnel.
—¿Puede describirlo? —preguntó Joanna, acercándole un poquito la minigrabadora.
—¿El túnel? —dijo la señora Davenport, contemplando la habitación del hospital, como si buscara inspiración—. Bueno, estaba oscuro…
Joanna esperó. Cualquier pregunta, incluso “¿Cómo de oscuro?”, podría dar pistas cuando se trataba de entrevistar a la gente sobre sus experiencias cercanas a la muerte, y la mayoría de la gente, cuando se enfrentaba al silencio, se disponía a llenarlo, y todo lo que el entrevistador tenía que hacer era esperar. No, sin embargo, la señora Davenport. Contempló su intravenosa durante un rato, y luego miró inquisitivamente a Joanna.
—¿Hay algo más que pueda recordar sobre el túnel? —preguntó Joanna.
—No… —dijo la señora Davenport después de un minuto—. Estaba oscuro.
“Oscuro”, anotó Joanna. Siempre tomaba notas por si se acababa la cinta o algo iba mal con la grabadora, y así podía comparar los modales y la entonación del sujeto entrevistado. “Introvertida —escribió—. Reacia.” Pero a veces los reacios resultaban ser los mejores sujetos si tenías paciencia.
—dijo usted que oyó un ruido. ¿Puede describirlo?
—¿Un ruido? —dijo vagamente la señora Davenport. Si tenías la paciencia de Job, se corrigió Joanna.
—Usted ha dicho —repitió, consultando sus notas—: “Oí un ruido, y entonces empecé a atravesar ese túnel.” ¿Oyó el ruido antes de entrar en el túnel?
—No… —respondió la señora Davenport, frunciendo el ceño—. Sí. No estoy segura. Era una especie de timbre… —Miró a Joanna, vacilante—. ¿O tal vez un zumbido?
Joanna mantuvo una expresión cuidadosamente impasible. Una sonrisa de ánimo o un ceño fruncido podrían dar pistas también.
—Un zumbido, creo —dijo la señora Davenport por fin.
—¿Puede describirlo?
“Debería haber comido algo antes de empezar con esto”, pensó Joanna. Eran las doce y no había tomado nada para desayunar, excepto café y un pastelito. Pero quería contactar con la señora Davenport antes de que lo hiciera Maurice Mandrake, y cuanto más largo fuera el intervalo entre la ECM y la entrevista, más confabulación habría.
—¿Describirlo? —dijo la señora Davenport, irritada—. Un zumbido.
No servía de nada. Iba a tener que hacer preguntas más específicas, dieran pistas o no, o no lograría sacarle nada.
—¿Qué tipo de zumbido era, firme o intermitente?
—¿Intermitente? —La señora Davenport estaba confusa.
—¿Empezaba y se paraba? ¿Cómo alguien llamando a la puerta de un apartamento? ¿O era un sonido continuo como el zumbido de una abeja?
La señora Davenport miró su intravenosa un poco más.
—Una abeja —dijo finalmente.
—El zumbido ¿era fuerte o suave?
—Fuerte —dijo, pero insegura—. Se paró.
“No voy a poder utilizar nada de esto”, pensó Joanna.
—¿Qué sucedió cuando cesó?
—Estaba oscuro —dijo la señora Davenport—, y entonces vi una luz al final del túnel y…
El busca de Joanna empezó a sonar. “Maravilloso —pensó, tratando de apagarlo—. Lo que me hacía falta.” Tendría que haberlo desconectado antes de empezar, a pesar de la regla del hospital Mercy General de mantenerlo conectado a todas horas. Las únicas personas que la llamaban eran Vielle y el señor Mandrake, y eso había estropeado más de una entrevista de ECM.
—¿Tiene usted que irse?
—No. Vio una luz…
—Si tiene que irse…
—No —dijo Joanna firmemente, metiéndose el busca en el bolsillo sin mirarlo—. No es nada. Vio usted una luz. ¿Puede describirla?
—Era dorada —dijo rápidamente la señora Davenport. Demasiado rápidamente. Y parecía relamidamente complacida, como un niño que sabe la respuesta.
—Dorada —dijo Joanna.
—Sí, más brillante que ninguna otra luz que yo haya visto, pero no me lastimaba los ojos. Era cálida y reconfortante, y al mirarla pude ver que era un ser, un Ángel de Luz.
—Un Ángel de Luz —dijo Joanna, con una sensación de pesadumbre.
—Sí, y alrededor del Ángel había conocidos míos que ya han muerto. Mi madre y mi pobre padre y mi tío Alvin. Estuvo en la Marina en la Segunda Guerra Mundial. Lo mataron en Guadalcanal, y el Ángel de Luz dijo…
—Antes de que entrara usted en el túnel —interrumpió Joanna—, ¿tuvo una experiencia extracorporal?
—No —respondió ella, con la misma rapidez—. El señor Mandrake dijo que a veces pasa, pero lo único que vi fue el túnel y la luz. El señor Mandrake. Naturalmente. Tendría que haberlo sabido.
—Me entrevistó anoche —dijo la señora Davenport—. ¿Lo conoce usted?
“Oh, sí”, pensó Joanna.
—Es un autor famoso —dijo la señora Davenport—. Escribió La luz al final del túnel. Fue un best seller, ¿sabe?
—Sí, lo sé.
—Está trabajando en un libro nuevo. Mensajes del Otro Lado. ¿Sabe?, nadie diría que es famoso. Es muy simpático. Tiene una forma maravillosa de hacer preguntas.
“Desde luego que sí”, pensó Joanna. Lo había oído hacerlas: “Cuando atravesó usted el túnel, oyó un zumbido, ¿verdad? ¿Describiría la luz que vio al final del túnel como dorada? Aunque fuera más brillante que nada que hubiera visto antes, no le lastimó los ojos, ¿no? ¿Cuándo se encontró con el Ángel de Luz?” Dar pistas no era ni siquiera la expresión adecuada.
Y sonreía, asintiendo para alentar las respuestas que quería. Fruncía los labios y preguntaba: “¿Está segura de que era un zumbido y no un timbre?” Fruncía el ceño e inquiría preocupado: “¿Y no recuerda haber flotado sobre la mesa de operaciones? ¿Está segura?”
Ellos lo recordaban todo por él, cómo dejaban su cuerpo y entraban en el túnel y se encontraban a Jesús, recordaban la Luz y la Revisión de Vida y los Encuentros con los Seres Queridos Difuntos. Olvidaban convenientemente las visiones y sonidos que no encajaban e inventaban los que sí lo hacían. Y anulaban por completo lo que hubiera sucedido de verdad.
Ya era bastante malo tener por ahí los libros de Moody y Abrazados por la. luz y todos los otros libros sobre experiencias cercanas a la muerte y los especiales de televisión y los artículos en las revistas diciéndole a la gente lo que podía esperar ver sin que alguien del hospital Mercy General le metiera esas ideas en la cabeza.
—El señor Mandrake me contó que, excepto por la parte referida a salir del cuerpo —dijo orgullosamente la señora Davenport—, mi experiencia cercana a la muerte fue una de las mejores que había registrado.
“No me extraña”, pensó Joanna. No tenía sentido continuar con aquello.
—Gracias, señora Davenport —dijo—. Creo que tengo suficiente.
—Pero no le he hablado todavía de la Revisión de Vida —dijo la señora Davenport, dispuesta a colaborar de repente—. El Ángel de Luz me hizo mirar un cristal, y me mostró todas las cosas que había hecho, buenas y malas, toda mi vida.
“Que ahora procederá a contarme”, pensó Joanna. Se metió la mano en el bolsillo y volvió a conectar el busca. “Pita —ordenó—. Ahora.”
—…y entonces el cristal me mostró aquella vez que me dejé las llaves dentro del coche, y me puse a buscarlas en el bolso y en los bolsillos del abrigo y…
Ahora que Joanna quería que el busca sonara, el aparato permaneció obstinadamente en silencio. Necesitaba uno con un botón que pudieras pulsar para que sonara en casos de emergencia. Se preguntó si en Radio Shack tendrían uno.
—… y entonces me mostró que entraba en el hospital y mi corazón se detenía —dijo la señora Davenport—, y entonces la luz empezó a encenderse y apagarse, y el Ángel me tendió un telegrama, igual que el que recibimos cuando mataron a Alvin, y dije: “¿Significa esto que estoy muerta?” El Ángel respondió: “No, es un mensaje diciéndote que debes regresar a tu vida terrenal.” ¿Está anotando todo esto?
—Sí —dijo Joanna, escribiendo: “Hamburguesa con queso, patatas fritas, Coca-Cola grande.”
—”Todavía no ha llegado tu hora”, dijo el Ángel de Luz, y lo siguiente que vi fue que estaba de vuelta en la sala de operaciones.
“Si no salgo pronto de aquí —escribió Joanna—, cerrarán la cafetería, así que por favor, que alguien me llame.”
El busca, por fin, gracias al cielo, sonó durante la descripción que la señora Davenport hacía de la luz como “brillantes prismas de diamantes y zafiros y rubíes”, una cita literal de La luz al final del túnel.
—Lo siento, tengo que irme —dijo Joanna, sacando el busca de su bolsillo—. Es una emergencia.
Recogió su grabadora y la apagó.
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted si recuerdo algo más sobre mi ECM?
—Puede hacer que me llamen por el busca —dijo Joanna, y huyó. Ni siquiera comprobó quién la llamaba hasta que estuvo a salvo fuera de la habitación. No reconoció el número, pero era de dentro del hospital. Bajó al puesto de enfermeras para llamar.
—¿Sabes de quién es este número? —le preguntó a Eileen, la enfermera jefa.
—Así a bote pronto, no —dijo Eileen—. ¿No es el del señor Mandrake?
—No, tengo el número del señor Mandrake —dijo Joanna, sombría—. Consiguió llegar a la señora Davenport antes que yo. Es la tercera entrevista que me estropea esta semana.
—Está bromeando —dijo Eileen, compasiva. Seguía mirando el número del busca—. Puede que sea el doctor Wright. La ha estado buscando.
—¿El doctor Wright? —Joanna frunció el ceño. El nombre no le resultaba familiar. Por costumbre, dijo—: ¿Puedes describirlo?
—Alto, joven, rubio…
—Guapo —dijo Tish, que acababa de llegar con una carpeta. La descripción no encajaba con nadie que Joanna conociera.
—¿Dijo qué quería? Eileen sacudió la cabeza.
—Me preguntó si era usted la persona que estaba investigando las ECM.
—Maravilloso —dijo Joanna—. Probablemente querrá contarme como recorrió un túnel y vio una luz, a todos sus parientes muertos y a Maurice Mandrake.
—¿Eso cree? —preguntó Eileen, vacilante—. No sé, después de todo es médico.
—Como si eso fuera una garantía para no estar chalado —respondió Joanna—. ¿Conoces al doctor Abrams del Monte Sinaí? La semana pasada consiguió convencerme para almorzar con la promesa de que hablaría con el consejo del hospital para que me dejara hacer entrevistas allí, y luego me contó su propia ECM, en la cual vio un túnel, una luz y a Moisés, quien le dijo que regresara y leyera la Tora en voz alta a la gente. Cosa que hizo. Durante todo el almuerzo.
—Está bromeando —dijo Eileen.
—Pero ese doctor Wright era guapo —intervino Tish.
—Por desgracia, eso no es tampoco ninguna garantía. Conocí a un interno muy guapo la semana pasada que me dijo que había visto a Elvis en su ECM. —Joanna miró el reloj. La cafetería estaría todavía abierta, pero por poco más tiempo—. Me voy a almorzar. Si el doctor Wright vuelve a aparecer, decidle que a quien tiene que ver es al doctor Mandrake.
Se dirigió hacia la cafetería del edificio principal, por las escaleras de servicio en vez de tomar el ascensor, para evitar encontrarse con ninguno de los dos. Suponía que el doctor Wright era el que la había llamado antes a través del busca, cuando estaba hablando con la señora Davenport. Por otro lado, podría haber sido Vielle, que la llamaba para hablarle de un paciente que había tenido un infarto y podría haber experimentado una ECM. Sería mejor que lo comprobara. Bajó a Urgencias.
Estaba hasta los topes, como de costumbre, con sillas de ruedas por todas partes, un niño con una mano envuelta en una toalla empapada de rojo en una camilla, dos mujeres hablando rápida y furiosamente en español a la enfermera de recepción, alguien en una de las salas de trauma gritando obscenidades en inglés a todo pulmón. Joanna se abrió paso entre el laberinto de goteros y carritos, buscando la bata azul de Vielle y su rostro negro y preocupado. Siempre parecía preocupada en Urgencias, estuviera atendiendo un infarto o quitando una astilla, y Joanna a menudo se preguntaba qué efecto tenía eso sobre sus pacientes.
Allí estaba, junto a la mesa, leyendo una gráfica y con aspecto preocupado. Joanna se abrió paso entre una silla de ruedas y un montón de mantas para llegar hasta ella.
—¿Me has llamado? —preguntó.
Vielle sacudió la cabeza, rematada por un gorrito azul.
—Esto parece una tumba. Literalmente. Un tiroteo, dos sobredosis, una neumonía causada por sida. Todos ingresaron cadáveres, excepto una de las sobredosis, que murió después de llegar.
Soltó la carpeta y señaló una de las salas de trauma. La camilla había sido retirada y habían introducido equipo eléctrico, entre una maraña de cables.
—¿Qué es esto? —preguntó Joanna.
—La sala de comunicaciones —dijo Vielle—, si alguna vez la terminan. Para que podamos estar en contacto continuado con las ambulancias y el helicóptero y dar instrucciones médicas a los enfermeros que vienen de camino. Así sabremos si nuestros pacientes están muertos antes de que lleguen aquí. O si están armados. —Se quitó la gorrita quirúrgica y sacudió sus trenzas negras—. El drogadicto que no estaba muerto trató de dispararle a uno de los celadores que lo trasladaban a la camilla. Estaba colocado con esa droga nueva, picara, que está haciendo furor. Por suerte había tomado demasiada y se murió antes de conseguir apretar el gatillo.
—Tienes que solicitar que te trasladen a Pediatría —dijo Joanna. Vielle se estremeció.
—Los niños son aún peor que los drogatas. Además, si me trasladan, ¿quién te va a avisar de que hay ECM antes de que Mandrake se apodere de ellos?
Joanna sonrió.
—Eres mi única esperanza. Por cierto, ¿conoces a un tal doctor Wright?
—Llevo años buscándolo —dijo Vielle.
—Bueno, no creo que sea éste. No sería uno de los internos o los residentes de Urgencias, ¿no?
—No lo sé —dijo Vielle—. Por aquí pasan tantos que ni siquiera me molesto en aprender sus nombres. Sólo les digo “Basta”, o “¿Qué crees que estás haciendo?”. Lo comprobaré.
Regresaron a Urgencias. Vielle tomó un clasificador y repasó una lista.
—Nada. ¿Estás segura de que trabaja aquí en el Mercy?
—No. Pero si viene buscándome, estaré en la siete-oeste.
—¿Y si aparece una ECM y necesito llamarte? Joanna sonrió.
—Estoy en la cafetería.
—Te llamaré —dijo Vielle—. Esta tarde va a ser movida.
—¿Por qué?
—Clima propio para los infartos —dijo ella, y al ver la expresión de despiste de Joanna, señaló hacia la entrada de Urgencias—. Lleva nevando desde las nueve de la mañana.
Joanna miró asombrada en la dirección que Vielle señalaba, aunque no podía ver las ventanas desde allí.
—Llevo atendiendo pacientes con las cortinas corridas toda la mañana —dijo. Y en despachos y pasillos y ascensores sin ventanas.
—Resbalones en el hielo, o esfuerzos despejando nieve, o accidentes de coche —dijo Vielle— No nos va a faltar trabajo. ¿Tienes conectado el busca?
—Sí, mamá —dijo Joanna—. No soy uno de tus internos.
Se despidió de Vielle y subió a la primera planta.
La cafetería, sorprendentemente, estaba abierta. Tenía el horario de apertura más breve que Joanna hubiera visto en ningún hospital, y siempre que bajaba a almorzar se encontraba con sus puertas dobles de cristal cerradas y sus sillas de plástico rojo colocadas en lo alto de las mesas de fórmica. Pero hoy estaba abierta, aunque uno de los camareros retiraba las ensaladas y otro recogía un montón de platos. Joanna agarró una bandeja antes de que pudieran llevárselas y se puso en la cola de la comida caliente. Y se detuvo en seco. Maurice Mandrake estaba junto a la máquina de bebidas, sirviéndose una taza de café. “No —pensó Joanna—, ahora no. Es probable que acabe matándolo.”
Giró sobre sus talones y salió rápidamente. Se metió en el ascensor, pulsó el cierre de la puerta y luego vaciló con un dedo sobre los botones. No podía salir del hospital, le había prometido a Vielle que estaría disponible. La máquina de aperitivos estaba en el ala norte, pero no estaba segura de llevar dinero encima. Rebuscó en los bolsillos de su rebeca, pero lo único que encontró, además de su minigrabadora, fue un boli, un centavo, un impreso, un puñado de Kleenex usados y una postal de un océano tropical al atardecer con palmeras recortadas contra el cielo rojo y aguas coralinas. ¿De dónde había sacado eso? Le dio la vuelta. “Me lo estoy pasando maravillosamente. Ojalá estuvieras aquí”, había escrito alguien encima de una firma ilegible, y al lado, con la letra de Vielle, Pretty Woman, Titanes, Lo que la verdad esconde: la lista de películas que Vielle quería que alquilara para su próxima noche de picoteo.
Por desgracia, tampoco tenía las palomitas de aquella cena, y lo más barato que había en la máquina costaba setenta y cinco centavos. Tenía el bolso en el despacho, pero el doctor Wright podría estar acampado fuera, esperándola.
¿Dónde más podría haber comida? Tenían tabletas en Oncología, pero no tenía tanta hambre. Paula en la cuatro-este, pensó. Siempre tenía un montón de M M’s y, además, debería ir a ver a Carl Aspinall. Pulsó el botón del quinto piso.
Se preguntó cómo le iría a Coma Carl (así era como lo llamaban las enfermeras). Llevaba en estado semicomatoso desde que lo admitieron hacía dos meses con meningitis espinal. No respondía en absoluto casi nunca, y las contadas ocasiones en que lo hacía, sus brazos y piernas se retorcían y murmuraba. Y a veces hablaba con perfecta claridad.
—Pero no está teniendo ninguna experiencia cercana a la muerte —había dicho Guadalupe, una de sus enfermeras, cuando Joanna recibió permiso de su esposa para que las enfermeras anotaran todo lo que dijese—. Quiero decir, no ha sufrido ningún síncope.
—Las circunstancias son similares —le había dicho Joanna. Y era un sujeto al que Maurice Mandrake no podía alcanzar.
Nada podía alcanzarlo, aunque su esposa y las enfermeras fingían que podía oírlas. Las enfermeras tenían cuidado de no usar el mote Coma o discutir sobre su estado cuando ella estaba en la habitación, y animaban a Joanna a hablar con él.
—Ha habido estudios que demuestran que los pacientes en coma pueden oír lo que se dice en su presencia —le había dicho Paula, ofreciéndole unos M M’s.
“Pero yo no lo creo —pensó Joanna, esperando a que la puerta del ascensor se abriera en la quinta planta—. No oye nada. Está en algún otro lugar, fuera de nuestro alcance.”
La puerta del ascensor se abrió, y ella recorrió el pasillo hasta el puesto de las enfermeras. Una enfermera desconocida con pelo rubio y sin caderas trabajaba ante el ordenador.
—¿Dónde está Paula? —preguntó Joanna.
—De baja por enfermedad —dijo la delgadísima enfermera con cautela—. ¿Puedo ayudarla, doctora…? —Miró la tarjeta de identificación que colgaba del cuello de Joanna—. ¿Lander?
No tenía sentido pedirle comida. Parecía que nunca había comido un M M’s en su vida, y por la forma en que miraba el cuerpo de Joanna, parecía que no aprobaba que ella tampoco lo hubiera hecho.
—No, gracias —dijo Joanna fríamente, y advirtió que todavía llevaba la bandeja de la cafetería. Debía haberla tenido todo el tiempo en el ascensor y no se había dado cuenta.
—Hay que devolver esto a la cocina —dijo rápidamente, y se la tendió a la enfermera—. He venido a ver a Com… al señor Aspinall —dijo y se dirigió hacia la habitación de Carl.
La puerta estaba abierta, y Guadalupe se encontraba al otro lado de la cama colgando una bolsa de suero. El sillón que solía ocupar la esposa de Carl estaba vacío.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó Joanna, acercándose a la :ama.
—Mucho mejor —dijo Guadalupe alegremente, y luego añadió en un susurro—: Le ha vuelto la fiebre. —Desenganchó la bolsa y la acercó a la ventana—. Está oscuro aquí dentro —dijo—. ¿Quieres un poco de luz, Carl?
Descornó las cortinas.
Vielle tenía razón. Estaba nevando. Grandes copos caían de un cielo gris encapotado.
—Está nevando, ¿sabes, Carl? —dijo Guadalupe.
“No”, pensó Joanna, contemplando al hombre en la cama. Su cara mortecina bajo los tubos de oxígeno se veía pálida e inexpresiva a la luz gris de la ventana, los ojos sin cerrar del todo, una rendijita de blanco asomaba bajo los pesados párpados, la boca medio abierta.
—Parece que hace frío ahí fuera —dijo Guadalupe, acercándose al ordenador—. ¿Ya hay nieve acumulada en las calles?
Joanna tardó un momento en darse cuenta de que Guadalupe le hablaba a ella y no a Carl.
—No lo sé —dijo, combatiendo el impulso de susurrar y no molestarlo—. Llegué antes de que empezara.
Guadalupe fue marcando los iconos en la pantalla, introduciendo la temperatura de Carl y el inicio de una nueva bolsa de suero.
—¿Ha dicho algo esta mañana? —preguntó Joanna.
—Ni una palabra. Creo que está remando otra vez en el lago. Antes estuvo tarareando.
—¿Tarareando? ¿Puedes describirlo?
—Ya sabes, tarareando —dijo Guadalupe. Se acercó a la cama y cubrió con las sábanas el brazo sondado de Carl por encima del pecho—. Es como una canción, pero no la reconocí. Ahí tienes, calentito y cómodo —dijo, y se encaminó hacia la puerta con la bolsa vacía—. Tienes suerte de estar aquí y no ahí fuera con toda esa nieve, Carl.
“Pero no está aquí”, pensó Joanna.
—¿Dónde estás, Carl? —preguntó—. ¿Remando en el lago?
Remar en el lago era una de las escenas que las enfermeras habían inventado para sus murmullos. Hacía movimientos con los brazos que podrían haber sido el gesto de remar, y en esas ocasiones nunca se mostraba agitado ni gritaba, por lo que pensaban que era algo idílico.
Había varias escenas: La marcha de la muerte de Bataan, durante la cual gritaba una y otra vez “¡Agua!”, y correr detrás del autobús, y una para la que cada enfermera tenía un nombre distinto (Quemado en la hoguera y Emboscada vietcong y Los tormentos del infierno), durante la cual agitaba los brazos salvajemente y se destapaba y se quitaba la intravenosa. Una vez le había puesto a Guadalupe un ojo morado cuando intentaba contenerlo. “Atrapado”, gritaba una y otra vez, o posiblemente “Agarrado” o algo parecido. Y una vez, con pánico: “Corta el cable.”
—Tal vez cree que las sondas son cuerdas —dijo entonces Guadalupe, con el ojo hinchado, mientras le tendía a Joanna una transcripción del episodio.
—Tal vez —respondió Joanna, pero no lo creía. “No sabe que tiene puestas intravenosas, ni que está nevando o hay enfermeras a su alrededor. Está muy lejos de aquí, viendo algo completamente distinto”, pensó. Como todos los pacientes de infartos y accidentes de coche y hemorragias que había entrevistado en los dos últimos años, moviéndose entre ángeles y túneles y parientes que habían sido inducidos a ver, en busca del comentario casual, el detalle aparentemente irrelevante que podía dar una pista de que lo habían visto, de dónde habían estado.
—La luz me envolvió, y me sentí feliz y cálida y segura —había dicho Lisa Andrews, cuyo corazón se había detenido durante una intervención. Pero temblaba al decirlo, y luego se quedó allí sentada un buen rato, con la mirada perdida.
Y Jake Becker, que se había caído por un precipicio mientras hacía montañismo en las Rocosas, dijo, tratando de describir el túnel:
—Estaba muy, muy lejos.
—¿El túnel estaba muy lejos de usted? —preguntó Joanna.
—No —respondió Jake enfadado—. Yo estaba allí mismo. Dentro. Estoy hablando de dónde estaba. Muy muy lejos.
Joanna se acercó a la ventana y contempló la nieve. Ahora caía con más fuerza, cubriendo los coches del aparcamiento de visitantes. Una mujer mayor con un abrigo gris y un gorrito de plástico limpiaba con esfuerzo la nieve de su parabrisas. Tiempo propio de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de accidentes de coche. Tiempo de muerte.
Corrió las cortinas y volvió a la cama y se sentó en la silla que había al lado. Él no iba a hablar, y la cafetería cerraría al cabo de diez minutos. Tenía que irse de inmediato si quería comer. Pero continuó sentada, contemplando los monitores, con sus líneas ondulantes, sus números cambiantes, contemplando el movimiento casi imperceptible del pecho hundido de Carl subiendo y bajando, contemplando las ventanas cerradas con la nieve cayendo silenciosamente al otro lado.
Advirtió un leve sonido. Miró a Carl, pero él no se había movido y seguía teniendo la boca medio abierta. Miró los monitores, pero el sonido procedía de la cama. “¿Puede describirlo?”, pensó automáticamente. Un sonido profundo, regular, como una sirena, con largas pausas intermedias, y después de cada pausa, un sutil cambio de tono.
Está tarareando, pensó. Buscó su minigrabadora y la conectó, y se la acercó a la boca.
—Nmnmnmnmn —zumbó él, y luego una pausa más breve, mientras tomaba aliento y continuaba, “nmnmnmnm”, cada vez más grave. Era decididamente una canción, aunque ella tampoco lograba reconocerla, porque los intervalos entre los sonidos eran demasiado largos. Pero era evidente que canturreaba.
¿Cantaba en un lago veraniego en alguna parte, mientras una chica hermosa tocaba un ukelele? ¿O cantaba al compás del coro celestial de la señora Davenport, envuelto en la cálida luz al final del túnel? ¿O estaba en algún lugar de las oscuras junglas de Vietnam, cantando para así para mantener sus miedos bajo control?
El busca empezó a sonar de repente.
—Lo siento —dijo, apagándolo con la mano izquierda—. Lo siento. Pero Carl continuó impertérrito, nmnm, nmnm, nmnm, nmnm, nm, nm. Ajeno. Inalcanzable.
El número que aparecía en el busca era el de Urgencias.
—Lo siento —repitió Joanna, y apagó la grabadora—. Tengo que irme.
Le palmeó la mano, que permanecía inmóvil junto a su costado.
—Pero volveré a verte pronto —dijo, y se encaminó hacia Urgencias.
—Un ataque al corazón —dijo Vielle cuando llegó—. Sacaba su coche de una zanja. Estuvo a punto de morir en la ambulancia.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Joanna—. ¿En Cuidados intensivos?
—No. Está aquí mismo.
—¿En Urgencias? —dijo Joanna, sorprendida. Nunca había hablado con pacientes en Urgencias, aunque había ocasiones en que deseaba poder hacerlo, para entrevistarlos antes de que lo hiciera el señor Mandrake.
—Se recuperó muy rápido, y ahora se niega a ser ingresado hasta que llegue el cardiólogo —dijo Vielle—. Lo hemos llamado, pero mientras tanto el tipo está volviendo loco a todo el mundo. No tuvo un ataque al corazón. Hace ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. —Acompañó a Joanna a la sala de traumatología.
—¿Seguro que está lo bastante recuperado para hablar conmigo?
—preguntó Joanna, siguiéndola.
—No para de intentar levantarse de la cama y de exigir hablar con alguien que esté al mando —dijo Vielle, deslizándose expertamente entre un carrito de suministros y una máquina portátil de rayos X—. Si puedes distraerlo y mantenerlo en la cama hasta que llegue el cardiólogo, le harás un favor enorme a todo el mundo. Incluido él. Escucha, ahora es tu paciente.
—¿Por qué no está aquí mi médico ya? —exigió una voz de barítono procedente del otro extremo de la sala de reconocimiento—. ¿Y dónde está Stephanie?
Hablaba fuerte y de manera despierta para tratarse de alguien que había sufrido un infarto y luego había sido revivido. Tal vez tuviera razón y no se trataba de un ataque al corazón.
—¿Cómo que no se han puesto en contacto con ella? Tiene un teléfono móvil —gritó—. ¿Dónde hay un teléfono? La llamaré yo mismo.
—No puede levantarse usted, señor Menotti —dijo una voz de mujer—. Está lleno de cables.
Vielle abrió la puerta y condujo a Joanna a la habitación, donde una enfermera intentaba en vano impedir que un hombre joven arrancara los electrodos que tenía conectados al pecho. Un hombre muy joven, de no más de treinta y cinco años, bronceado y musculoso. Parecía verdad que hacía ejercicio tres veces por semana.
—Basta —dijo Vielle, y lo empujó contra la cama, que estaba dispuesta en ángulo de cuarenta y cinco grados—. Tiene que estarse tranquilito. Su médico llegará en unos minutos.
—Tengo que ponerme en contacto con Stephanie —dijo él—. No necesito ninguna intravenosa.
—Sí que la necesita —dijo Vielle—. Nina la llamará por usted. Miró el monitor cardíaco y luego le tomó el pulso.
—Ya lo he intentado —dijo la otra enfermera—. No responde.
—Bueno, inténtalo otra vez —respondió Vielle, y la enfermera se marchó—. Señor Menotti, ésta es la doctora Lander. Ya le hablé de ella.
—Lo empujó firmemente contra la cama—. Los dejo para que se conozcan.
—No dejes que se levante —le silabeó en silencio a Joanna, y se marchó.
—Me alegro de que esté usted aquí —dijo el señor Menotti—. Usted es médico, así que tal vez pueda hacerlas entrar en razón. No paran de decir que he sufrido un ataque al corazón, pero es imposible. Hago ejercicio tres veces por semana.
—No soy doctora en medicina. Soy psicóloga cognitiva —dijo Joanna—, y me gustaría hablar con usted respecto a su experiencia en la ambulancia. —Sacó un impreso de su rebeca y lo desplegó—. Esto es un impreso estándar, señor Menotti…
—Llámeme Greg. El señor Menotti es mi padre.
—Greg.
—¿Y yo cómo la llamo? —preguntó él, y sonrió. Era una sonrisa bonita, aunque un poco lobuna.
—Doctora Lander —dijo ella secamente. Le tendió el impreso y un boli—. El impreso dice que da usted permiso para…
—Si lo firmo, ¿me dirá cómo se llama? ¿Y su número de teléfono?
—Creía que su novia venía de camino, señor Menotti —dijo ella, tendiéndole el boli.
—Greg —corrigió él, tratando de sentarse de nuevo. Joanna se adelantó y le sujetó el impreso para que pudiera firmarlo sin esforzarse.
—Aquí tiene, doctora —dijo él, devolviéndole el papel y el boli—. Mire, aunque no sea usted médico, sabe que los tipos de mi edad no tienen infartos, ¿no?
“Te equivocas —pensó Joanna—, y normalmente no tienen tanta suerte como para poder revivir después del infarto.”
—El cardiólogo llegará dentro de unos minutos —dijo—. Mientras tanto, ¿por qué no me cuenta lo que ha sucedido? Conectó la minigrabadora.
—Vale. Iba de regreso a la oficina después de jugar al pádel… juego al pádel dos veces por semana, Stephanie y yo vamos a esquiar los fines de semana. Por eso me trasladé aquí desde Nueva York, por el esquí. Hago bajadas y marchas a campo traviesa, así que ya puede ver que es imposible que haya tenido un ataque al corazón.
—Iba usted de regreso a la oficina… —instó Joanna.
—Sí —dijo Greg—. Está nevando, y la carretera está resbaladiza, y ese idiota en un Jeep Cherokee intenta adelantarme, y acabo en el arcén. Tengo una pala en el coche, así que empiezo a trabajar para sacar el coche, y no sé qué sucedió luego. Supongo que un trozo de hielo desprendido por un camión debió de golpearme en la cabeza y dejarme inconsciente, porque lo siguiente que supe es que sonaba una sirena, y estoy en una ambulancia y un enfermero me está colocando estas ventosas heladas en el pecho.
“Por supuesto —pensó Joanna, resignada—. Por fin encuentro a un sujeto al que Maurice Mandrake no ha corrompido aún, y no recuerda nada.”
—¿Puede recordar algo entre el momento en que… en que recibió el golpe en la cabeza y cuando se despertó en la ambulancia? —preguntó Joanna, esperanzada—. ¿Algo que oyera? ¿O que viera?
Él negó con la cabeza.
—Fue como cuando me operaron de ligamentos el año pasado. Me los rompí jugando al fútbol. En un segundo el anestesista estaba diciendo: “Respire profundamente”, y al siguiente estaba en la sala de recuperación. Y, mientras, nada, cero, niet.
Oh, bueno, al menos lo estaba entreteniendo hasta que llegara el cardiólogo.
—Le dije a la enfermera que no pude haber tenido una experiencia cercana a la muerte porque no estuve a punto de morirme. Cuando habla con gente que ha muerto, ¿qué dicen? ¿Le cuentan que han visto túneles y luces y ángeles como dicen en la tele?
—Algunos.
—¿Cree que es verdad o que se lo inventan?
—No lo sé. Eso es lo que trato de averiguar.
—¿Sabeloqueledigo? Si alguna vez sufro un infarto y tengo una experiencia cercana a la muerte, será usted la primera persona a la que llame.
—Se lo agradezco mucho.
—En ese caso, necesito su número de teléfono —dijo él, y mostró de nuevo aquella sonrisa lobuna.
—Vaya, vaya, vaya —dijo el cardiólogo, que venía acompañado por Vielle—. ¿Qué tenemos aquí?
—Desde luego, no un infarto —dijo Greg, tratando de sentarse—. Hago ejercicio…
—Vamos a ver qué está pasando —dijo el cardiólogo. Se volvió hacia Joanna—. ¿Quiere disculparnos unos minutos?
—Desde luego —dijo Joanna, recogiendo su grabadora. Salió de la habitación. No había probablemente motivos para esperar, Greg Menotti había dicho que no había experimentado nada, pero aveces, al ser interrogados de nuevo, los sujetos recordaban algo. Y él estaba dispuesto a negarlo todo. Admitir que había tenido una ECM sería admitir que había tenido un infarto.
—¿Por qué no lo han llevado a la UCI? —dijo la voz del cardiólogo, evidentemente hablando con Vielle.
—No me van a llevar a ninguna parte hasta que llegue Stephanie —dijo Greg.
—Viene de camino —contestó Vielle—. Me he puesto en contacto con ella. Llegará dentro de unos minutos.
—Muy bien, escuchemos ese corazón suyo y veamos qué está pasando —dijo el cardiólogo—. No, no se incorpore. Quédese ahí. Muy bien…
Hubo un minuto de silencio, mientras el cardiólogo escuchaba su corazón, y luego dio unas instrucciones que Joanna no pudo oír.
—Sí, señor —dijo Vielle.
Más instrucciones entre murmullos.
—Quiero ver a Stephanie en cuanto llegue —dijo Greg.
—Puede verle arriba —dijo el cardiólogo—. Vamos a llevarlo a la UCI, señor Menotti. Parece que ha tenido un infarto de miocardio, y tenemos que…
—Eso es ridículo. Estoy bien. Me desmayé porque me golpeó un trozo de hielo, eso es todo. No he tenido un infar… Y entonces, bruscamente, silencio.
—¿Señor Menotti? —dijo Vielle—. ¿Greg?
—Está entrando en parada —dijo el cardiólogo—. Baje esa cama y traiga un desfribilador.
El zumbido de la alarma de código de parada empezó a sonar, y llegó gente corriendo. Joanna se apartó.
—Comenzamos la RPC —dijo el cardiólogo, y algo más que Joanna no logró oír. La alarma seguía sonando, un zumbido intermitente y ensordecedor. ¿Era un zumbido o un timbre?, pensó Joanna tontamente. Y entonces, se preguntó si ése era el sonido que oían antes de entrar en el túnel.
—Traigan esas palas —dijo el cardiólogo—. Y desconecten esa maldita alarma.
El zumbido cesó. Una percha para intravenosas cayó ruidosamente al suelo.
—Preparados para desfibrilar, apártense —dijo el cardiólogo, y se produjo un tipo distinto de zumbido—. Otra vez. Apártense. Una pausa.
—Demasiado lejos —dijo la voz de Greg Menotti, y Joanna dejó escapar el aliento.
—Ha vuelto —dijo alguien, y alguien más—: Ritmo smoidal normal.
—Ella está demasiado lejos —dijo Greg—. Nunca llegará a tiempo.
—Sí, lo hará —dijo Vielle—. Stephanie ya viene de camino. Estará aquí dentro de unos minutos.
Hubo otra pausa. Joanna se esforzó por oír el pitido tranquilizador del monitor.
—¿Cuál es la PS? —dijo el cardiólogo.
—Cincuenta y ocho. —Pero era la voz de Greg Menotti.
—Ochenta sobre sesenta —dijo otra voz.
—No —dijo Greg Menotti, enfadado—. Cincuenta y ocho. Ella nunca llegará a tiempo.
—Estaba a unas cuantas manzanas nada más —dijo Vielle—. Probablemente estará aparcando. Aguante, Greg.
—Cincuenta y ocho —dijo Greg Menotti, y una rubia bonita con un anorak azul llegó corriendo a Urgencias, seguida por la enfermera que estaba antes en la habitación.
—¿Señora? —decía la enfermera—. ¿Señora? Tiene usted que esperar en la sala. Señora, no puede entrar ahí. La rubia entró en la habitación.
—Stephanie está aquí, Greg —oyó decir Joanna a Vielle—. Le dije que llegaría.
—Greg, soy yo, Stephanie —dijo la rubia entre sollozos—. Estoy aquí.
Silencio.
—Setenta sobre cincuenta —dijo Vielle.
—Dejé el móvil en el coche mientras entraba en el supermercado. Lo siento mucho. Vine en cuanto pude.
—Sesenta sobre cuarenta y bajando.
—No —dijo Greg débilmente—. Demasiado lejos para que ella llegue.
Y luego la firme línea plana del monitor cardíaco.
2
Sobre el río Forked. Rumbo a Lakehurst.
—¿Está segura de que le dijo que yo la andaba buscando? —le preguntó Richard a la enfermera.
—Estoy segura, doctor Wright. Le dí su número cuando estuvo aquí esta mañana.
—¿Y cuándo fue eso?
—Hace como una hora. Estaba entrevistando a una paciente.
—¿Y no sabe adonde fue luego?
—No. Puedo darle el número de su busca.
—Ya tengo el número de su busca —dijo Richard. Llevaba toda la mañana intentando llamarla sin conseguir respuesta—. No creo que lo lleve encima.
—Las reglas del hospital exigen que todo el personal lleve su busca en todo momento —dijo la enfermera con tono de reproche, y extendió la mano hacia un talonario de recetas como para registrar la infracción.
“Bueno, sí”, se dijo él, y si ella lo llevaba eso haría que su vida fuera mucho más sencilla, pero era una regla ridícula: él desconectaba su propio busca la mitad de las veces. De lo contrario le interrumpían constantemente. Y si metía en problemas a la doctora Lander, ella no se sentiría inclinada a trabajar con él.
—Intentaré llamarla otra vez —dijo rápidamente—. Dijo usted que estaba entrevistando a una paciente. ¿Qué paciente?
—La señora Davenport. En la 314.
—Gracias —dijo él, y recorrió el pasillo hasta la habitación 314—. ¿Señora Davenport? —le dijo a una mujer canosa postrada en cama—. Estoy buscando a la doctora Lander, y…
—Y yo también —respondió la señora Davenport algo molesta—. Llevo llamándola toda la tarde.
De vuelta a la casilla número uno.
—Me dijo que podía hacer que la enfermera la llamara por el busca si recordaba algo más sobre mi experiencia cercana a la muerte —dijo la señora Davenport—, y he estado aquí sentada recordando todo tipo de cosas, pero ella no ha venido.
—¿Y no dijo adonde iba después de entrevistarla?
—No. Su busca sonó cuando yo iba por la mitad, y tuvo que marcharse corriendo.
Su busca sonó. Así que, al menos en ese momento, lo tenía conectado. Y si había salido corriendo, debía de tratarse de otro paciente. ¿Alguien que había entrado en parada y lo habían revivido? ¿Dónde podría ser? ¿En la UCI?
—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia la puerta.
—Si la encuentra, dígale que he recordado que tuve una experiencia extracorporal. Fue como si estuviera flotando sobre la mesa de operaciones, mirando hacia abajo. Pude ver a los médicos y las enfermeras operándome, y el doctor dijo: “No sirve de nada, la hemos perdido”, y fue entonces cuando oí aquel zumbido y entré en el túnel. Yo…
—Se lo diré —dijo Richard, y salió al pasillo y regresó al puesto de las enfermeras.
—La señora Davenport dice que llamaron por el busca a la doctora Lander cuando la estaba entrevistando —le dijo a la enfermera—. ¿Tiene un teléfono que pueda usar? Tengo que llamar a la UCI.
La enfermera le tendió un teléfono y se dio media vuelta.
—¿Puede decirme cuál es la extensión de la UCI? Yo no…
—La 4502 —dijo una enfermera rubia que se acercaba al puesto—. ¿Está buscando a Joanna Lander?
—Sí —contestó él, agradecido—. ¿Sabe dónde está?
—No —dijo ella, mirándolo a través de sus largas pestañas—, pero sé dónde podría estar. En Pediatría. La llamaron de allí antes.
—Gracias —respondió él, colgando el teléfono—. ¿Puede decirme cómo llegar a Pediatría? Soy nuevo aquí.
—Lo sé —dijo ella, sonriendo con recato—. Es usted el doctor Wright, ¿verdad? Yo soy Tish.
—Tish, ¿en qué planta está Pediatría? Los ascensores están por allí, ¿verdad?
—Sí, pero Pediatría está en el ala oeste. La forma más sencilla de llegar es pasar por Endocrinología —dijo ella, señalando en la otra dirección—, luego suba las escaleras hasta el quinto, y cruce… —Se detuvo y le sonrió—. Será mejor que le acompañe. Es complicado.
—Ya me he dado cuenta —dijo él. Había necesitado casi media hora y preguntar a tres personas diferentes para llegar desde su despacho a Medicina Interna. “No se puede llegar desde aquí”, le había dicho una enfermera con bata rosa. El creyó que estaba bromeando. Ahora sabía que no.
—Eileen, voy a subir a Pediatría —le dijo Tish a la enfermera jefa, y le acompañó pasillo abajo—. Todo es porque el hospital Mercy General era antes el South General y Mercy Lutheran y además una guardería, y cuando los unieron no derribaron nada. Simplemente levantaron todos esos pasillos superiores y los corredores de conexión para que la cosa funcionara. Fue como hacer un bypass o algo por el estilo.
Abrió una puerta que decía “Sólo personal del hospital”, y empezó a subir las escaleras.
—Estas escaleras llevan al cuarto, quinto y sexto pisos, pero no al séptimo y el octavo. Si quiere ir a esas plantas, tiene que bajar por el pasillo en el que estábamos y usar el ascensor de servicio. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Seis semanas.
—¿Seis semanas? —dijo Tish—. ¿Entonces cómo es que no nos hemos visto antes? ¿Cómo es que no lo he visto en la Hora Feliz?
—No he podido encontrarla —dijo él—. Suerte tengo de encontrar mi despacho.
Tish dejó escapar una risita tintineante.
—Todo el mundo se pierde en el Mercy General. Lo más que la gente suele saber es cómo llegar del aparcamiento a la planta en la que trabaja y volver —dijo ella, adelantándose en las escaleras. “Para que pueda verle las piernas”, pensó él—. ¿Cuál es su especialidad médica?
—Soy neurólogo. Estoy aquí por un proyecto de investigación.
—¿De verdad? —dijo ella ansiosamente—. ¿Necesita una ayudante?
“Necesito un compañero”, pensó él.
Tish abrió una puerta marcada como “5” y lo condujo al pasillo.
—¿Qué clase de proyecto es? —preguntó—. La verdad es que quiero pedir el traslado.
Él se preguntó si estaría tan ansiosa por pedir el traslado después de enterarse de qué trataba el proyecto.
—Estoy investigando las experiencias cercanas a la muerte.
—¿Está intentando demostrar que hay vida después de la muerte? —preguntó Tish.
—No —replicó él, sombrío—. Es una investigación científica. Estoy investigando las causas físicas de las experiencias cercanas a la muerte.
—¿De veras? ¿Y qué cree que las causa?
—Eso es lo que estoy intentando averiguar. Estimulación del lóbulo temporal, para empezar, y anoxia.
—Oh —dijo ella, otra vez ansiosa—. Cuando dijo usted experiencias cercanas a la muerte, pensé que se refería a lo que hace el señor Mandrake. Ya sabe, creer en la vida después de la muerte y todo eso.
“Igual que todo el mundo —pensó Richard con amargura—, y por eso cuesta tanto trabajo que subvencionen la investigación de las ECM. Todos piensan que está lleno de gente que ve túneles y colorines, y tienen razón. El señor Mandrake y su libro, La luz al final del túnel, son los típicos ejemplos.” Pero ¿qué había de Joanna Lander?
Tenía buenas referencias, licenciada en Emory y doctorada en psicología cognitiva por Stanford, pero un doctorado, ni siquiera un doctorado en medicina era garantía de cordura. Mira al doctor Seagal. Y a Arthur Conan Doyle.
Doyle era médico. Había creado a Sherlock Holmes, por el amor de Dios, el creyente definitivo en la ciencia y el método científico, y sin embargo creía que era posible comunicarse con los muertos y las hadas.
Pero la doctora Lander había publicado artículos en Psychology Quarterly Review y en Nature, y tenía la experiencia en entrevistar a sujetos con ECM que él necesitaba.
—¿Qué sabe usted de la doctora Lander? —le preguntó a Tish.
—No mucho. Sólo llevo un mes en planta. Ella y el señor Mandrake vienen de vez en cuando a entrevistar a los pacientes.
—¿Juntos? —preguntó él bruscamente.
—No, no habitualmente. Él suele venir antes y ella después. ¿Para completar el trabajo? ¿O trabajaba de forma independiente?
—¿Cree la doctora Lander en la “vida después de la muerte y todo eso”, como usted lo llama?
—No lo sé. Nunca he hablado con ella excepto para ver si un paciente puede o no tener visitas. Es un poquito tímida. Lleva gafas. Creo que su investigación parece muy interesante, así que si necesita una ayudante…
—La tendré en mente —dijo él. Habían llegado al final del pasillo.
—Supongo que será mejor que regrese —dijo ella, lamentándolo—. Baje por ese pasillo —señaló a la izquierda—, y luego gire a la derecha. Verá el pasillo. Atraviéselo, luego gire a la derecha y después a la izquierda, y se encontrará con un bloque de ascensores. Baje al cuarto piso, gire a la derecha, y ya está. No tiene pérdida.
—Gracias —dijo él, esperando que ella tuviera razón.
—No hay de qué. —Le sonrió a través de sus pestañas—. Encantada de conocerle, doctor Wright. Si quiere ir a la Hora Feliz, llámeme, y me alegrará enseñarle el camino.
“A la derecha hasta el pasillo, y luego a la derecha y la izquierda”, pensó, mirando pasillo abajo, decidido a llegar a Pediatría antes de que la doctora Lander se marchara. Porque si lo hacía, no podría encontrarla nunca, no en aquella madriguera de conejos. Había tantas alas y pasillos de conexión y corredores que podían estar en la misma planta y no encontrarse nunca. Por lo que sabía, ella podía haberse pasado el día buscándolo, o perdida en huecos de escalera y túneles.
Tomó el ascensor y giró a la derecha y sí, allí estaba Pediatría. Se notaba porque la enfermera jefa llevaba una bata estampada con payasos y racimos de globos.
—Estoy buscando a la doctora Lander —le dijo. La enfermera negó con la cabeza.
—La llamamos antes, pero no ha aparecido todavía. “Mierda.”
—¿Pero va a venir?
—Aja. —Una voz sonó al fondo del pasillo, y una criatura con una bata de cuadros rojos, descalza, apareció en la puerta de una de las habitaciones. El… ¿niño? ¿La niña? No podía asegurarlo. Parecía tener unos nueve años. ¿El? ¿Ella? Tenía el pelo corto y rubio oscuro, y llegaba una bata de hospital debajo de la bata de cuadros. Un niño. Las niñas llevaban batas rosa de Barbie, ¿no?
Decidió no arriesgarse.
—Hola —dijo, acercándose—. ¿Cómo te llamas?
—Maisie —respondió la niña—. ¿Quién es usted?
—Soy el doctor Wright. ¿Conoces a la doctora Lander? Maisie asintió.
—Va a venir a verme hoy.
“Bien —pensó Richard—. Me quedaré aquí hasta que venga.”
—Viene a verme cada vez que estoy ingresada —dijo Maisie—. A las dos nos interesan los desastres.
—¿Desastres?
—Como el Hindenburg. ¿Sabía que había un perro? No se murió. Saltó.
—¿De veras? —dijo él.
—Está en mi libro. Se llamaba Ulla.
—Maisie —dijo una enfermera, no la que estaba en el puesto. Se acercó a la puerta—. No puedes estar levantada.
—El me ha preguntado dónde estaba Joanna —replicó Maisie, señalando a Richard.
—¿Joanna Lander? —dijo la enfermera—. No ha estado por aquí hoy. ¿Y dónde están tus zapatillas? —le preguntó a Maisie—. Venga, A la cama —ordenó, pero sin acritud—. Ahora.
—¿Pero puedo seguir hablando con él, enfermera Barbara?
—Un ratito —dijo Barbara, mientras llevaba a Maisie a la cama y la ayudaba a acostarse. Acomodó la cama—. Quiero que descanses.
—Tal vez yo debería… —empezó a decir Richard.
—¿Qué es un alsaciano? —preguntó Maisie.
—¿Un alsaciano? —dijo Barbara, perdida.
—Es lo que era Ulla —dijo Maisie, pero a Richard—. El perro del Hindenburg.
La enfermera le sonrió, palmeó el pie de Maisie cubierto por las sábanas, y dijo:
—No te levantes de la cama. Y salió.
—Creo que un alsaciano es un pastor alemán —dijo Richard.
—Apuesto a que sí, porque el Hindenburg era de Alemania. Estalló mientras aterrizaba en Eakehurst. Eso está en Nueva Jersey. Tengo una foto —dijo Maisie, levantándose de la cama y acercándose el armario—. Está en mi libro.
Rebuscó en una mochila rosa (allí estaba Barbie, en el bolsillo lateral de la mochila) y sacó un enorme libro con una foto del monte Santa Helena en la cubierta y el título Desastres del siglo XX.
—¿Puede llevármelo a la cama? No puedo cargar con cosas pesadas.
—Claro que sí —dijo Richard. Tomó el libro y lo depositó sobre la cama. Maisie lo abrió, de pie junto a ella.
—Una niña y dos niños pequeños. Se quemaron. La niña murió —dijo, sin aliento—, Pero Ulla no murió. Mire, aquí está la foto.
Él se inclinó hacia el libro, esperando ver una foto del perro, pero se trataba de una foto del Hindenburg ardiendo.
—Joanna me regaló este libro —dijo Maisie, pasando las páginas—. Trae todo tipo de desastres. Mire, ésta es la inundación de Johnstown.
Él contempló obediente una foto de casas aplastadas contra un puente. Un árbol asomaba por la ventana del primer piso de una de ellas.
—¿Así que la doctora Lander y tú sois buenas amigas? Ella asintió, y siguió pasando páginas.
—Vino a hablarme cuando entré en parada —dijo ella, como si tal cosa—, y entonces descubrimos que a las dos nos gustan los desastres. Ella estudia las experiencias cercanas a la muerte, ¿sabe?
Richard asintió.
—Tuve una fibrilación. Tengo cardiomiopatía —dijo ella, sin darle ninguna importancia—. ¿Sabe lo que es?
“Sí —pensó él—. Un corazón maltrecho, incapaz de bombear adecuadamente, propenso a entrar en fibrilación ventricular.” Eso explicaba lo agitado de su respiración.
—Oí un sonido extraño, y entonces aparecí en el túnel —dijo Maisie—. Algunas personas recuerdan todo tipo de cosas, como que vieron a Jesús y el cielo, pero yo no. Apenas podía ver nada porque el túnel estaba oscuro y nublado. El señor Mandrake dijo que vi una luz al final del túnel, pero yo no vi ninguna luz. Joanna dice que sólo debe una decir lo que ves, no lo que alguien más dice que deberías ver.
—Tiene razón —dijo Richard—. ¿El señor Mandrake te entrevistó también?
—Aja —respondió Maisie, y puso los ojos en blanco—. Me preguntó si vi gente esperándome, y dije que no, porque no pude, y él dijo: “Trata de recordar.” Joanna dice que no debes hacer eso porque a veces te inventas cosas que no sucedieron de verdad. Pero el señor Mandrake dice: “Trata de recordar. Hay una luz, ¿verdad, nena?” Odio que la gente me llame “nena”.
—¿La doctora Lander no lo hace?
—No —dijo ella, y al enfatizar la palabra su respiración se volvió más dificultosa—. Ella es simpática.
Bueno, ahí tienes una buena referencia. La doctora Lander no era una investigadora con planes predeterminados. Y obviamente era consciente de las posibilidades de fabulación tras una ECM. Y le había regalado un libro a una niña pequeña, aunque fuera un libro peculiar para una niña.
—Mire —dijo Maisie—. Esta es la Inundación de la Gran Melaza. Sucedió en 1919. —Señaló una borrosa foto en blanco y negro de lo que parecía aceite—. Tres enormes depósitos llenos de melaza… eso es una especie de jarabe —confesó.
Richard asintió.
—Esos enormes depósitos se rompieron y toda la melaza se salió y ahogó a todo el mundo. Veintiuna personas. No sé si algunos serían niños pequeños. Debe de ser curioso ahogarse en jarabe, ¿no le parece? —preguntó, mientras su respiración empezaba a emitir un silbidito peculiar.
—¿No te dijo la enfermera que te quedaras en la cama?
—Enseguida me acuesto. ¿Cuál es su desastre favorito? El mío es el del Hindenburg —dijo la niña, volviendo a la foto en la que el dirigible caía de cola, envuelto en llamas—. Había un miembro de la tripulación en la parte del globo cuando estalló y todos los demás cayeron, pero él se agarró a las cosas de metal. —Señaló el armazón metálico visible entre las llamas.
—Los puntales.
—Se quemó las manos, pero no se soltó. Tengo que hablarle de él a Joanna cuando venga.
—¿Cuándo dijo que iba a venir?
Ella se encogió de hombros, inclinada sobre la foto, tocándola prácticamente con la nariz, como si estuviera buscando al desdichado tripulante entre las llamas. O al perro.
—No sé si sabe que estoy aquí. Le dije a la enfermera Barbara que la llamara. A veces ella desconecta el busca, pero siempre viene a verme en cuanto se entera de que estoy aquí, y tengo un montón de fotos más del Hindenburg que enseñarle. Mire, éste es el capitán. Murió. ¿Sabía…?
El la interrumpió.
—Maisie, tengo que irme.
—Espere, no puede irse todavía. Sé que ella vendrá muy pronto. Siempre viene en cuanto…
Barbara asomó la cabeza por la puerta.
—¿Doctor Wright? Hay un mensaje para usted.
—¿Ve? —dijo Maisie, como si eso demostrara algo.
—Me parece que te dije que volvieras a la cama —dijo Barbara, y Maisie se metió rápidamente en la cama—. Doctor Wright, Tish Vanderbeck me pidió que le dijera que se ha puesto en contacto con la doctora Lander y que tiene que subir a Medicina Interna.
—Gracias —dijo él—. Maisie, tengo que ir a ver a la doctora Lander. Me ha gustado mucho hablar contigo.
—Espere, no puede irse todavía. No le he hablado de la niña y los niños pequeños.
Parecía verdaderamente molesta, pero él no quería perder de nuevo a la doctora Lander.
—Muy bien —dijo—. Me lo cuentas rápido y luego me voy.
—Vale. Bueno, la gente tuvo que saltar porque todo estaba en llamas. La niña saltó, pero los niños pequeños estaban demasiado asustados para hacerlo, y a uno de ellos se le quemó el pelo, así que su madre lo lanzó. El tipo de la tripulación también estaba ardiendo, sus manos, pero no se soltó. —Alzó la cabeza, inocentemente—. ¿Cómo cree que debe de ser eso de quemarse?
—No lo sé —dijo Richard, preguntándose si hablar de cosas tan desagradables con una niña enferma era buena idea—. Terrible, supongo.
Maisie asintió.
—Creo que yo me soltaría. Estaba aquel otro tipo… Hablando de soltarse…
—Maisie, tengo que ir a buscar a la doctora Lander. No quiero perderla.
—¡Espere! Cuando la vea, dígale que tengo algo que decirle. Sobre las experiencias cercanas a la muerte. Dígale que estoy en la habitación 456.
—Lo haré —dijo él, y se encaminó hacia la puerta.
—Es sobre el tipo de la tripulación. Estaba en la parte del globo cuando el Hindenburg explotó y…
A ese ritmo, pasaría allí el día entero.
—Tengo que irme, Maisie —dijo, y no esperó a que ella protestara. Corrió pasillo abajo, giró a la izquierda y se perdió inmediatamente. Tuvo que pararse y preguntar a un celador cómo llegar al pasillo de conexión.
—Vuelva por este pasillo, gire a la derecha y luego siga hasta el fondo —dijo el celador—. ¿Adónde intenta llegar?
—A Medicina Interna.
—Eso está en el edificio principal. La forma más rápida es bajar por este pasillo y girar a la izquierda hasta que vea una puerta que dice “Personal”. Hay una escalera. Le llevará a la segunda planta. Siga entonces el corredor y luego corte camino por Radiología hasta el ascensor de servicio, luego suba a la tercera.
Richard lo hizo, corriendo prácticamente en el último tramo, temeroso de que la doctora Lander se hubiera ido ya. No había llegado todavía.
—O al menos no la he visto —dijo la enfermera encargada—. Puede que esté con la señora Davenport.
Richard se acercó a la habitación de la señora Davenport, pero ella no estaba allí.
—Ojalá viniera —dijo la señora Davenport—. Tengo tantas cosas que contarles a ella y al señor Mandrake. Mientras flotaba por encima de mi cuerpo, oí al doctor decir…
—¿El señor Mandrake?
—Maurice Mandrake. Escribió La luz al final del túnel. Va a entusiasmarle que yo haya recordado…
—Creí que la estaba entrevistando la doctora Lander.
—Me entrevistan los dos. Trabajaban juntos, ¿sabe?
—¿Trabajan juntos?
—Sí, eso creo. Los dos vienen y me entrevistan.
“Eso no significa que trabajen juntos”, pensó Richard.
—… aunque he de decir que ella no es tan simpática como el señor Mandrake. A él le interesa tanto todo lo que digo…
—¿Le dijo ella que trabajaban juntos?
—No exactamente —dijo la mujer. Parecía confusa—. Supuse… el señor Mandrake está escribiendo un nuevo libro sobre los mensajes del Otro Lado.
Ella no sabía con certeza que estuvieran trabajando juntos, pero si eso era siquiera una posibilidad… Mensajes de los muertos, por el amor de Dios.
—Discúlpeme —dijo él bruscamente, y salió de la habitación para chocar directamente con un hombre alto y canoso vestido con un traje de rayas—. Lo siento —se excusó Richard, y se dispuso a continuar, pero el hombre lo agarró por el brazo.
—Usted es el doctor Wright, ¿verdad? —dijo, estrechando la mano de Richard en un confiado apretón—. Iba a verlo. Quiero discutir sobre su investigación.
Richard se preguntó quién era. ¿Un colega investigador? No, el traje era demasiado caro, el pelo demasiado repeinado. Un miembro del consejo del hospital.
—Tenía intención de ir a verlo después de visitar a la señora Davenport, y aquí está usted —dijo—. Supongo que habrá estado escuchando el testimonio de su ECM, o, como yo prefiero llamarla, su ECO V, experiencia cercana a la otra vida, porque eso es lo que son. Un atisbo de la otra vida que nos espera, un mensaje de más allá de la tumba.
“Maurice Mandrake”, pensó Richard. Mierda. Tendría que haberlo reconocido por las fotos de la solapa de sus libros. Y debía prestar más atención por dónde iba.
—Me encanta que se haya unido a nosotros en el Mercy General —decía Mandrake—, y que la ciencia por fin reconozca la existencia de la otra vida. La ciencia y el estamento médico suelen cerrarse en banda cuando se trata de la inmortalidad. Me alegro de que usted no. ¿Qué abarca exactamente su investigación?
—En realidad ahora mismo no puedo hablar. Tengo una cita —dijo Richard, pero Mandrake no tenía ninguna intención de dejarlo marchar.
—El hecho de que la gente que ha tenido experiencias cercanas a la muerte informe consistentemente que ha visto las mismas cosas demuestra que no se trata de una simple alucinación.
—¿Doctor Wright? —llamó la enfermera encargada desde el puesto—. ¿Sigue buscando todavía a la doctora Lander? La hemos localizado.
—¿Jo? —dijo Mandrake, complacido—. ¿Ésa es su cita? Encantadora muchacha. Ella y yo trabajamos juntos. El alma se le cayó a Richard a los pies.
—¿Trabajan ustedes juntos?
—Oh, sí. Hemos trabajado estrechamente en varios casos. “Tendría que haberlo supuesto”, pensó Richard.
—Naturalmente, nuestro énfasis es distinto —dijo Mandrake—. Yo estoy interesado en el aspecto de los mensajes de las ECM. Y tenemos métodos de entrevista distintos —añadió, frunciendo levemente el ceño—. ¿Tenía que encontrarse aquí con la doctora Lander? A menudo es difícil de localizar.
—La doctora Lander no es la persona con la que tengo la cita —dijo Richard. Se volvió hacia la enfermera encargada—. No. No necesito verla.
Mandrake volvió a agarrarle la mano.
—Encantado de conocerlo, doctor Wright, y espero ansiosamente que trabajemos juntos.
“Por encima de mi cadáver —pensó Richard—. Y no le enviaré ningún mensaje desde más allá de la tumba.”
—Tengo que ir a ver a la señora Davenport —dijo Mandrake, como si Richard fuera quien lo había entretenido, y lo dejó allí plantado.
Tendría que haberlo imaginado. Los investigadores de ECM podían recopilar datos y elaborar muestras estadísticas, podían publicar artículos en The Psychology Quarterly Review, podían incluso caer bien a los niños, pero todo era fachada. En realidad eran espiritualistas modernos que usaban trampas pseudocientíficas para otorgar credibilidad a lo que en realidad era religión. Se dirigió hacia los ascensores.
—¡Doctor Wright! —lo llamó Tish. Se dio la vuelta.
—Ella está aquí —dijo Tish, y se volvió para correr detrás de una mujer joven vestida con falda y rebeca que se encaminaba hacia el puesto de enfermeras—. Doctora Lander —dijo cuando la alcanzó—. El doctor Wright quiere hablar con usted.
—Dígale que yo…
—Está aquí mismo —dijo Tish, acercándolo—. Doctor Wright, la he encontrado.
“Maldición, Tish —pensó él—. Un minuto más y habría salido de aquí. ¿Y ahora qué voy a decirle a la doctora Lander que quiero de ella?”
Se acercó. No era, como había dicho Tish, tímida, aunque llevaba gafas de montura de alambre que daban a su rostro un aspecto picante. Tenía los ojos almendrados y el pelo castaño, recogido hacia atrás con pinzas plateadas.
—Doctora Lander, yo…
—Mire, doctor Wright —dijo ella, alzando una mano para detenerlo—. Estoy segura de que ha tenido usted una experiencia cercana a la muerte fascinante, pero éste no es el momento adecuado. He tenido un día bastante malo, y no soy la persona con la que quiere hablar. Tiene usted que ver a Maurice Mandrake. Puedo darle el número de su busca.
—Está ahí dentro, con la señora Davenport —dijo Tish, servicial.
—Ahí tiene, Tish le enseñará dónde está. Seguro que querrá saber todos los detalles. Tish, llévalo con el señor Mandrake. Y pasó de largo.
—No se moleste, Tish —dijo él, airado por su rudeza—. No me interesa hablar con el socio de la doctora Lander.
—¿Socio? —La doctora Lander se volvió a mirarlo—. ¿Quién le ha dicho que somos socios? ¿Ha sido él? ¡Primero me roba a todos mis sujetos y los estropea y ahora va por ahí diciéndole a la gente que trabajamos juntos! ¡No tiene derecho! —Dio una patadita en el suelo—. ¡ Yo no trabajo con el señor Mandrake!
Richard la agarró por el brazo.
—Espere. Guau. Tiempo muerto. Creo que tenemos que empezar de nuevo.
—Bien. No trabajo con Maurice Mandrake. Estoy intentando llevar a cabo una investigación científica legítima sobre las experiencias cercanas a la muerte, pero él está haciendo que sea absolutamente imposible…
—Y yo he estado intentando hablar con usted al respecto —dijo él, tendiéndole la mano—. Richard Wright. Llevo a cabo un proyecto sobre las causas neurológicas de la experiencia cercana a la muerte.
—Joanna Lander —dijo ella estrechando su mano—. Mire, lo siento de veras. Yo… Él sonrió.
—Ha tenido un mal día.
—Sí —dijo, y él se sorprendió por la amargura de la mirada que le dirigía.
—Si éste es mal momento para hablar, no tenemos por qué hacerlo ahora mismo —dijo él rápidamente—. Podíamos quedar mañana, si le viene bien.
Ella asintió.
—Hoy no es… uno de mis sujetos… —Se rehízo—. Mañana estará bien. ¿A qué hora?
—¿A las diez? O podríamos vernos para almorzar. ¿Cuándo abre la cafetería?
—Casi nunca —respondió ella, y sonrió—. A las diez me va bien. ¿Dónde?
—Mi laboratorio está en la seis-este.
—Mañana a las diez —dijo ella, y empezó a caminar por el pasillo, pero no había dado cinco pasos cuando se dio la vuelta y se puso a caminar hacia él.
—Qué…
—Shh —dijo, pasando de largo—. Maurice Mandrake —murmuró, y abrió una puerta blanca que indicaba “Sólo personal”.
El miró hacia atrás, vio un traje de mil rayas doblando la esquina, y se metió por la puerta tras ella. Daba a una escalera de bajada.
—Lo siento —dijo ella, mientras empezaba a bajar los escalones de cemento pintados de gris—, pero me temo que si tuviera que hablar con él ahora mismo, lo mataría.
—Conozco la sensación —respondió Richard, y empezó a bajar las escaleras tras ella—. Ya he tenido un encuentro con él hoy.
—Por aquí llegaremos a la primera planta, y luego a los ascensores. Llegó al rellano y se detuvo en seco, con aspecto desazonado.
—¿Qué pasa? —preguntó él, alcanzándola. Una tira de cinta amarilla que anunciaba “No cruzar” bloqueaba el paso. Por debajo, las escaleras resplandecían de brillante pintura celeste aún húmeda.
3
¡Oh, mierda!
—Tal vez la pintura esté ya seca —dijo el doctor Wright, aunque estaba claro que seguía húmeda. Joanna se agachó y la tocó.
—No —dijo, alzando el dedo para mostrarle la manchita celeste en la punta.
—¿Y no hay otra salida?
—Por donde vinimos. ¿Le dijo el doctor Mandrake adonde iba?
—Sí. A ver a la señora Davenport.
—Oh, no, se pasará allí una eternidad. La revisión de la vida de la señora Davenport es más larga que la vida de la mayoría de la gente. Y han pasado tres horas desde la última vez que la vi. Sin duda habrá “recordado” todo tipo de detalles mientras tanto. Y lo que no haya recordado lo inventará el señor Mandrake.
—¿Cómo pudo conseguir un chiflado como Mandrake permiso para realizar sus investigaciones en un hospital reputado como el Mercy General?
—Dinero —dijo ella—. Les ha donado la mitad de los derechos de La luz al final del túnel. Ha vendido más de veinticinco millones de ejemplares.
—Lo cual confirma la verdad del refrán, que nace un tonto cada minuto.
—Y que la gente cree lo que quiere creer. Sobre todo Esther Brightman.
—¿Quién es Esther Brightman?
—La viuda de Harold Brightman, de Industrias Brightman, la miembro más anciana del consejo de dirección del Mercy General. Y una devota discípula de Mandrake, creo que porque puede cruzar al Otro Lado de un momento a otro. Ha donado más dinero al Mercy General que Mandrake, y que todo el Instituto de Investigación, cuando muera, recibirán toda la herencia. Si no cambia el testamento antes.
—Lo cual significa permitir que Mandrake contamine el lugar. Ella asintió.
—Y cualquier otro proyecto conectado con las ECM. Que es lo que yo estoy haciendo aquí. Él frunció el ceño.
—¿No teme la señora Brightman que una investigación científica legítima socave la idea de la vida después de la muerte? Ella negó con la cabeza.
—Está convencida de que las pruebas demostrarán la existencia de la otra vida, y de que yo acabaré por ver la luz. Tendría que estarles agradecidos. La mayoría de los hospitales no quieren acercarse a la investigación sobre las ECM ni con un palo de tres metros. Yo no soy agradecida. Sobre todo ahora. —Miró especulativamente hacia la puerta—. Podríamos intentar pasar de largo mientras la señora Davenport le cuenta la apasionante historia de su examen de ortografía de tercero.
Subió de puntillas las escaleras y abrió la puerta una rendija.
El señor Mandrake estaba en el pasillo, charlando con Tish.
—La señora Davenport y todos los demás han sido enviados como emisarios —decía—, para comunicarnos la noticia de lo que nos espera al Otro Lado.
Joanna cerró la puerta con cuidado y volvió junto al doctor Wright.
—Está charlando con Tish —susurró—, contándole cómo las ECM son mensajes del Otro Lado. Y mientras tanto, nosotros estamos atrapados en Este Lado. —Se acercó al rellano—. No sé usted, pero no puedo soportar la idea de tener que escuchar sus teorías sobre la vida después de la muerte. Hoy no. Así que creo que esperaré aquí hasta que se marche.
Rodeó el rellano y se sentó donde no pudieran verla desde arriba, con los pies en el escalón situado por encima de la cinta amarilla.
—No se quede si no quiere, doctor Wright. Estoy segura de que tiene cosas más importantes…
—Mandrake ya me ha pillado una vez hoy —dijo él—. Y quería hablar con usted, ¿recuerda? Para que trabajara conmigo en mi proyecto. Este lugar parece ideal. No hay ruido, ni interrupciones… Pero no me llame doctor Wright. No cuando estamos atrapados en una escalera recién pintada. Soy Richard. —Le tendió la mano.
—Joanna —dijo ella, estrechándosela. Se sentó frente a ella.
—Hábleme de su mal día, Joanna. Ella apoyó la cabeza contra la pared.
—Ha muerto un hombre.
—¿Algún amigo íntimo? Ella negó con la cabeza.
—Ni siquiera lo conocía. Lo estaba entrevistando en Urgencias… y…
“Estaba allí —pensó—, y al momento siguiente ya no estaba.” Y no era una forma de hablar, un eufemismo para expresar la muerte como “pasó a mejor vida”. Eso había parecido. Mientras lo miraba allí tendido en Urgencias, con el monitor gimiendo, el cardiólogo y las enfermeras trabajando frenéticamente, no fue como si Greg Menotti se hubiera desconectado o dejado de existir. Fue como si se hubiera desvanecido.
—¿Tuvo una ECM? —preguntó Richard.
—No. No lo sé. Tuvo un ataque al corazón y se recuperó en la ambulancia, y dijo que no recordaba nada, pero mientras el doctor lo examinaba volvió a sufrir otro ataque, y dijo: “Demasiado lejos para que ella llegue.” —Miró a Richard—. Las enfermeras pensaron que estaba hablando de su novia, pero no, porque ella ya estaba allí.
“Y él estaba en algún otro lugar —pensó Joanna—. Igual que Coma Carl. Un lugar demasiado lejano para que ella llegara.”
—¿Qué edad tenía?
—Treinta y seis años.
—Y probablemente ningún daño previo —dijo él, enfadado—. Si hubiera sobrevivido otros cinco minutos, podrían haberlo llevado a quirófano, practicarle un bypass, y le habrían concedido diez, veinte, incluso cincuenta años más. —Se inclinó hacia delante, ansiosamente—. Por eso esta investigación es tan importante. Si podemos averiguar qué sucede en el cerebro cuando está muriendo, entonces podremos diseñar estrategias para impedir muertes innecesarias como la de esta tarde. Y creo que las ECM son la clave, que se trata de un mecanismo de supervivencia…
—¿Entonces no está de acuerdo con Noyes y Linden en que la ECM es causada por las endorfinas y que su propósito es preparar a la mente para el trauma de la muerte?
—No, y no estoy de acuerdo con la teoría del doctor Roth de que es un despegue psicológico del miedo. No hay ninguna ventaja evolutiva en que morir sea más fácil o más agradable. Cuando el cuerpo está herido, el cerebro inicia una serie de estrategias de supervivencia. Deja sin sangre todas las partes del cuerpo que pueden pasar sin ella, aumenta el ritmo de la respiración para producir más oxígeno, concentra la sangre donde más falta hace…
—¿Y cree que la ECM es una de esas estrategias? —preguntó Joanna.
Él asintió.
—La mayoría de los pacientes que experimentan ECM fueron revividos con el desfibrilador o con norepinefrina, pero algunos empezaron a respirar otra vez por su cuenta.
—¿Y cree que la ECM fue lo que los revivió?
—Creo que los procesos neuroquímicos que causaron la ECM los revivieron, y que la ECM es un efecto secundario de esos procesos. Y una pista de lo que son y de cómo funcionan. Y si puedo descubrirlo, ese conocimiento podría llegar a ser utilizado para revivir a pacientes. ¿Está familiarizada con el nuevo escáner TPIR?
Joanna negó con la cabeza.
—¿Es similar al escáner TEP? Él asintió.
—Ambos miden la actividad cerebral, pero el TPIR es exponencialmente más rápido y más detallado. Además, usa marcadores químicos, no radiactivos, así que el número de escaneos por sujeto no tiene que quedar limitado. Fotografía simultáneamente la actividad electroquímica en diferentes subsecciones del cerebro para conseguir una imagen tridimensional de la actividad neural en el cerebro en funcionamiento. O en el cerebro moribundo.
—¿Quiere decir que teóricamente podría sacar una foto de una ECM?
—Teóricamente no —dijo Richard—. He…
La puerta se abrió.
Los dos se quedaron inmóviles.
Por encima de ellos, sonó una voz de hombre:
—… sesión muy productiva. La señora Davenport ha recordado que experimentó la Orden de Regreso y la Revisión de Vida mientras estuvo muerta.
—Oh, Dios —susurró Joanna—. Es Mandrake. Richard se asomó con cuidado.
—Tiene razón —susurró—. Ha abierto la puerta.
—¿Puede vernos desde allí? Él sacudió la cabeza.
—¿Entonces es verdad? —preguntó desde la puerta la voz de una mujer joven.
—Ésa es Tish —susurró Joanna.
Richard asintió, y los dos permanecieron absolutamente inmóviles, la cabeza vuelta hacia las escaleras y la puerta, escuchando atentamente.
—¿Toda tu vida te pasa por delante antes de morir? —preguntó Tish.
—Sí, los acontecimientos de la vida te son mostrados en un panorama de imágenes llamado Revisión de Vida —dijo el señor Mandrake—. El Ángel de Luz guía al alma en su examen de la vida y del significado de esos acontecimientos. Acabo de hablar con la señora Davenport. El Ángel le mostró los hechos de su vida y dijo: “Ve y comprende.” No sólo comprenderemos nuestras propias vidas, sino también la vida misma, el vasto océano de comprensión y amor que será nuestro cuando alcancemos la eternidad.
Richard miró a Joanna.
—¿Cuánto tiempo puede seguir así? —susurró.
—Eternamente —respondió ella.
—¿Entonces cree usted de verdad que hay otra vida? —preguntó Tish.
“¿Es que no tiene pacientes que atender?”, pensó Joanna, exasperada. Pero se trataba de Tish, para quien flirtear era tan natural como respirar. No podía dejar de tirarle los tejos a cualquier varón, aunque fuera el señor Mandrake. Y Richard ya la había conocido, obviamente. Joanna se preguntó cómo había conseguido librarse.
—No creo que hay otra vida —respondió Mandrake—. Lo sé. Tengo pruebas científicas de que existe.
—¿De verdad? —dijo Tish.
—Tengo testigos. Mis sujetos explican que el Otro Lado es un lugar maravilloso, lleno de luz dorada y de los rostros de los seres queridos.
Hubo una pausa. “Tal vez se marcha ya”, pensó Joanna, esperanzada.
La puerta se abrió un poquito más y alguien empezó a bajar las escaleras. Richard se puso en pie de un brinco y cruzó el rellano en un instante, obligando a Joanna a ponerse en pie, y ambos se apretujaron contra la pared, su brazo cubriéndola, sujetándola. Esperaron, sin respirar.
La puerta se cerró y los pasos bajaron hacia ellos. “Llegará al rellano en un momento, ¿y cómo vamos a explicarle que estamos aquí agazapados como un par de niños jugando al escondite?” Joanna miró a Richard. Él se llevó un dedo a los labios. Los pasos se acercaron.
—¡Señor Mandrake! —llamó la lejana voz de Tish, y oyeron que la puerta volvía a abrirse—. ¡Señor Mandrake! No puede bajar por ahí. Está recién pintado.
—¿Cómo? —dio el señor Mandrake.
—Han estado pintando todas las escaleras.
Otra pausa. El brazo de Richard se tensó contra Joanna, y entonces oyeron el sonido de pasos que subían.
—¿Adonde iba usted, señor Mandrake? —preguntó Tish.
—A Urgencias.
—Oh, entonces tiene que ir a Ortopedia y tomar el ascensor. Venga, déjeme que le muestre el camino. Otra larga pausa, y la puerta se cerró. Richard se asomó para mirar.
—Se ha ido.
Retiró el brazo y se volvió para encararse a Joanna.
—Temí que fuera a insistir en ver con sus propios ojos que las escaleras estaban recién pintadas.
—¿Bromea? —dijo Joanna—. Ha basado toda su carrera en aceptar las cosas por un acto de fe.
Richard se echó a reír y subió las escaleras hacia la puerta.
—Yo no lo haría si fuera usted —dijo ella—. Sigue ahí fuera. Richard se detuvo y la miró, confuso.
—dijo que iba a Urgencias. Ella sacudió la cabeza.
—No mientras tenga público.
Richard abrió la puerta con cautela y volvió a cerrarla.
—Tiene usted razón. Le está contando a Tish cómo el Ángel de Luz le explicó a la señora Davenport los misterios del universo.
—Eso le llevará un mes —dijo Joanna. Se desplomó resignada en un escalón—. Usted es médico. ¿Cuánto tiempo tarda una persona en morir de inanición?
El pareció sorprenderse.
—¿Tiene hambre?
Ella apoyó la cabeza contra la pared.
—Me tomé un pastelito para desayunar. Hace como un millón de años.
—Bromea —dijo él, rebuscando en los bolsillos de su bata—. ¿Quiere una barrita energética?
—¿Tiene usted comida?
—La cafetería está siempre cerrada cuando intento comer allí. ¿Abre alguna vez?
—No —dijo Joanna.
—Tampoco parece haber restaurantes por aquí cerca.
—No los hay. Taco Pierre’s es el más cercano, y está a diez manzanas.
—¿Taco Pierre’s? Ella asintió.
—Burritos preparados y mucha ensalada.
—Umm —dijo él. Sacó una manzana, la frotó contra su solapa, y se la tendió—. ¿Quiere una manzana? Ella la aceptó, agradecida.
—Primero me salva del señor Mandrake y luego de morir de hambre —dijo, dando un bocado—. Sea lo que sea lo que quiere de mí, lo haré.
—Bien —respondió él, buscando en su otro bolsillo—. Quiero que defina para mí la experiencia cercana a la muerte.
—¿Definir? —dijo ella con la boca llena.
—Las sensaciones. Lo que la gente experimenta cuando tiene una ECM. —Sacó una barrita energética Nutri-Grain y se la tendió—. ¿Experimentan todos lo mismo, o es diferente para cada individuo?
—No —dijo ella, tratando de sacar la barrita de su envoltorio brillante—. Decididamente parece haber una experiencia nuclear, como la llama el señor Mandrake. —Mordió el papel de estaño, intentando rasgarlo—. Definirla es otra cuestión.
Richard tomó la barrita de sus manos, la abrió y se la devolvió.
—Gracias. El problema es el libro del señor Mandrake y todo el material sobre la experiencia cercana a la muerte que hay. Le han dicho a la gente lo que debe ver, y naturalmente todos lo ven.
Él frunció el ceño.
—¿Entonces cree usted de verdad que la gente ve un túnel y una luz y una figura divina?
Ella le dio un mordisco a la barrita.
—No he dicho eso. Las ECM no empezaron con el señor Mandrake ni con esta moda de libros que ahora sufrimos. Hay registros que se remontan a la antigua Grecia. En la República de Platón se narra que un soldado llamado Er murió y atravesó pasillos que conducían a los reinos de la otra vida, donde vio espíritus y algo que se parecía al cielo. El Libro tibetano de los muertos, del siglo VIH, habla de abandonar el cuerpo, quedar suspendido en un vacío neblinoso y entrar en un reino de luz. Y la mayoría de los elementos nucleares parecen remontarse a tiempos muy lejanos. Dio otro bocado.
—No es que la gente no vea el túnel y todo lo demás. Es que es difícil separar el grano de la paja. Y hay toneladas de paja. La gente tiende a usar las ECM para llamar la atención. O para reforzar su creencia en lo paranormal. El veintidós por ciento de las personas que sostienen haber tenido ECM dicen también ser clarividentes o telequinéticos, o haber tenido regresiones a vidas pasadas como Bridey Murphy. El catorce por ciento dicen haber sido abducidos por extraterrestres.
—¿Entonces cómo separa usted el grano de la paja? Ella se encogió de hombros.
—Observando el lenguaje corporal. Tuve una paciente el mes pasado que dijo: “Cuando vi la luz, comprendí el secreto del universo”, cosa que, por cierto, es un comentario común. Cuando le pregunté cuál era, me dijo: “Le prometí a Jesús que no lo diría.” Pero al decirlo, extendió la mano, como si buscara algo situado fuera de su alcance.
—Imitó el gesto a modo de demostración—. Y buscando experiencias alejadas de los tópicos comunes para encontrar detalles consistentes. La gente tiende a incluir muchos más detalles específicos, algunos aparentemente irrelevantes, cuando describe lo que ha experimentado de verdad en vez de lo que piensa que debería haber visto.
—¿Y qué ha experimentado de verdad? —preguntó Richard.
—Bueno, decididamente hay una sensación de oscuridad, y una sensación de luz, normalmente en ese orden. También parece haber algún tipo de sonido, aunque por lo visto nadie consigue poder describirlo muy bien. El señor Mandrake dice que es un zumbido…
—… y por tanto todos sus pacientes dicen que es un zumbido —dijo Richard.
—Sí, pero ni siquiera ellos parecen demasiado convencidos —dijo Joanna, recordando la incertidumbre en la voz de la señora Davenport—. Y mis sujetos dicen todo tipo de cosas. Es un chasquido, un rugido, un roce y un alarido.
—¿Pero parece ser un sonido?
—Oh, sí, el ochenta y ocho por ciento de mis pacientes lo mencionaron. Sin que les indujera a ello.
—¿Qué hay de lo de flotar por encima de tu cuerpo en la mesa de operaciones? —preguntó Richard, sacándose una cajita de pasas del bolsillo.
—El señor Mandrake sostiene que el sesenta por ciento de sus pacientes tiene una experiencia extracorporal, pero sólo el once por ciento de los míos lo hacen. El setenta y cinco por ciento de los míos mencionan sensaciones de paz y calor, y casi el cincuenta por ciento dicen haber visto una especie de figura, normalmente religiosa, normalmente vestida de blanco, a veces brillante o resplandeciente de luz.
—El Ángel de Luz de Mandrake —dijo Richard.
Ella extendió la mano, y él depositó vanas pasas en su palma.
—Los que han pasado por el lavado de cerebro del señor Mandrake ven a un Ángel de Luz y a sus parientes muertos, esperando saludarlos en el Otro Lado, pero para todos los demás parece ser cosa de su religión. Los cristianos ven a ángeles o a Jesús, a menos que sean católicos, porque entonces ven a la Virgen María. Los hindúes ven a Krishna o a Vishnú, los no creyentes ven a sus parientes. O a Elvis. —Se comió una pasa—. A eso me refería al hablar del grano y la paja. La gente acarrea tantas cosas de su propia educación, que es casi imposible saber qué vieron en realidad.
—¿Qué hay de los niños? —preguntó él—. ¿No tienen menos ideas preconcebidas?
—Sí, pero también son más tendentes a querer complacer al adulto que los entrevista, como se demostró en los casos de abusos en las guarderías de los años ochenta. Se puede manipular a los niños para que digan cualquier cosa.
—No sé —dijo él, dudoso—. Hoy he conocido a una niña pequeña que no parecía demasiado influenciable. Usted la conoce. Maisie.
—¿Ha hablado con Maisie Nellis? —dijo ella, y luego frunció el ceño—. No sabía que la hubieran vuelto a ingresar. Richard asintió.
—Me dijo que le dijera que tiene algo importante que decirle. Hablamos un rato sobre el Hindenburg. Ella sonrió.
—¿Ése es el desastre de la semana? Él asintió.
—Eso y la Gran Inundación de la Melaza. ¿Sabía que veintiuna personas murieron ahogadas en dulce en 1919?
—¿Cuánto tiempo estuvo usted allí? —Ella rió—. No, déjeme adivinar. Maisie es maravillosa inventando excusas para que le hagan compañía más tiempo. Es una de las mejores retardadoras del mundo. Y una de las chicas más grandes del mundo. Él asintió.
—Me dijo que tiene cardiomiopatía y que ha entrado en fibrilación. Joanna asintió.
—Endocarditis viral. No pueden estabilizarla, y sigue teniendo reacciones a los medicamentos antiarritmia. Es un desastre ambulante.
—De ahí el interés en el Hindenburg. Ella asintió.
—Creo que es una forma de abordar indirectamente sus miedos. Su madre no la deja hablar de ellos directamente, ni siquiera quiere reconocer la posibilidad de que Maisie puede morir. Pero aparte de eso, creo que Maisie está intentando sacarle sentido a su propia situación leyendo sobre otras personas que de repente han experimentado desastres inexplicables. —Comió otra pasa—. Además, a los niños les fascina siempre la muerte. Cuando yo tenía la edad de Maisie, mi canción favorita era Pobres bebés en el bosque. Hablaba de dos niños que son “secuestrados un brillante día de verano” y los dejan en el bosque para que se mueran. Mi abuela me la solía cantar, para horror de mi madre. A los mayores también les fascina la muerte.
—¿De veras? —preguntó Richard con curiosidad—. ¿Se murieron? ¿Los bebés del bosque? Ella asintió.
—Después de vagar en la oscuridad durante varias estrofas. “La luna no brillaba y las estrellas no dieron luz —recitó—. Lloraron y gimieron, y amargamente sollozaron, y los pobrecitos niños se acostaron y murieron.” Después los pájaros los cubrieron de hojas de fresa. —Suspiró nostálgica—. Me encantaba esa canción. Creo que porque había niños. En la mayor parte de los desastres de Maisie participan niños. O perros.
Richard asintió.
—Había un perro en el Hindenburg. Se llamaba Ulla. Sobrevivió al accidente.
Ella no estaba escuchando.
—¿Dijo de qué quería hablar conmigo?
—De experiencias cercanas a la muerte.
—Oh, cielos, espero que no haya vuelto a fibrilar y haya entrado en parada.
—No creo. Estaba levantada. A la enfermera le costó lo suyo meterla en la cama.
—Debería ir a verla —dijo Joanna, mirando las escaleras. Subió y abrió la puerta una rendija.
—… un Ángel de Luz, con luz dorada brotando de él como diamantes chispeantes —decía el señor Mandrake. Cerró con cuidado la puerta.
—Sigue ahí.
—Bien —dijo Richard—, porque no he tenido todavía la oportunidad de convencerla para que venga a trabajar conmigo en mi proyecto, y usted no ha terminado de contarme qué experimenta la gente durante una ECM. Y aún no hemos tomado el postre. —Rebuscó en su bata y sacó un paquete de M M’s de cacahuete.
Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias. Me dan sed.
—Oh, en ese caso… —dijo él. Metió la mano en el bolsillo derecho—. Mocha Frappuchino —dijo, sacando una botella y colocándola en el escalón, y luego sacó otra—. O… —leyó la etiqueta— té verde mandarín con ginseng.
—Es usted sorprendente —dijo Joanna eligiendo el Frappuchino—. ¿Qué más lleva ahí? ¿Champán? ¿Langosta a la Thermidor? Yo no llevo en los bolsillos más que una postal y mi grabadora y… —Rebuscó en los bolsillos de su rebeca—. Mi busca…, será mejor que lo apague. No vaya a ser que suene y descubra nuestra posición al señor Mandrake. —Lo apagó—.Y tres Kleenex usados. —Abrió el Frappuchino—. No tendrá una pajita, ¿no?
El sacó una envuelta en papel de su bolsillo.
—dijo usted que hay una sensación de oscuridad —comentó, tendiéndosela—. ¿No un túnel? Ella desenvolvió la pajita.
—La mayoría lo llaman túnel, pero no es eso lo que describen. Para algunos se asemeja a un vórtice giratorio, para otros a un pasillo o un corredor o una habitación estrecha. Varios de mis sujetos han descrito la oscuridad colapsándose a su alrededor.
Richard asintió.
—El nervio óptico cerrándose. —Señaló con un pulgar hacia la puerta—. ¿Qué hay de la Revisión de Vida?
—Sólo una cuarta parte de mis sujetos la describen —dijo Joanna, sorbiendo su Frappuccino—, pero el destello de tu vida ante tus ojos es un fenómeno bien documentado en los accidentes. El señor Mandrake dice que la ECM, o la experiencia cercana a la otra vida, como él prefiera llamarla…
—Me lo dijo —dijo Richard, haciendo una mueca.
—… dice que tiene diez elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, túnel, luz, parientes muertos, Ángel de Luz, una sensación de paz y amor, la revisión de vida, la muestra del conocimiento universal y la orden de regreso. La mayoría de mis sujetos experimentan tres o cuatro de los elementos, normalmente el sonido, el túnel, la luz y la sensación de que hay presentes personas o ángeles, aunque cuando se les pregunta tienen problemas para describirlos.
—Eso parece una estimulación del lóbulo temporal —dijo él—. Puede causar una sensación de estar delante de una presencia santa sin ninguna imagen visual que la acompañe. También puede causar flash-backs y sonidos diversos, voces incluidas, aunque lo mismo hacen la acumulación de dióxido de carbono y ciertas endorfinas. Eso es parte del problema: hay varios procesos físicos que podrían causar los fenómenos descritos en las ECM.
—Y el señor Mandrake sostendrá que los efectos producidos en el laboratorio no son los mismos que experimentan quienes tienen una ECM. En su libro, dice que las visiones de luces y del túnel producidas durante experimentos de anoxia son completamente distintas a las que describen sus pacientes.
—Y sin un modelo objetivo, no hay manera de rebatirlo —dijo Richard—. Los testimonios de las ECM no son sólo subjetivos, son de oídas.
—Y vagos —dijo Joanna—. ¿Entonces su proyecto es poder desarrollar un modelo objetivo?
—No. Tengo uno. Hace tres años usé el escáner TPIR para cartografiar la actividad cerebral. Se le pide al sujeto que cuente hasta cinco, cuál es su color favorito, cómo huelen las rosas, y se localizan las zonas de actividad sináptica. Y en medio del experimento, uno de los sujetos tuvo un paro cardíaco.
—¿A causa del escáner?
—No. El escáner en sí mismo no es más peligroso que un TAC. Menos, porque no hay radiación de por medio. Fue un colapso masivo. No tenía nada que ver.
—¿Murió? —preguntó Joanna, pensando en Greg Menotti.
—No. El equipo desfibrilador lo revivió, le hicieron un bypass y se puso bien.
—¿Y tuvo una ECM? Richard asintió.
—Y sacamos una foto.
Rebuscó en su bata y sacó una tira de papel plegada como un acordeón.
—Pasaron tres minutos antes de que el equipo desfibrilador llegara. El escáner TPIR estuvo funcionando todo el tiempo.
Se sentó al lado de Joanna y desplegó la larga tira de fotos. Mostraban la misma sección negra del cerebro que ella había visto en las fotos TEP, con zonas coloreadas de azul y verde y rojo, pero mucho más detallada, y con filas y filas de datos codificados a cada lado.
—El rojo indica el nivel más acusado de actividad y el azul el más bajo —dijo Richard. Señaló una zona anaranjada de las fotos—. Esto es el lóbulo temporal, y esto —señaló una mancha más pequeña de rojo— es el hipocampo. —Le tendió la tira—. Está usted viendo una ECM.
Joanna contempló las manchas de naranja, amarillo y verde llena de fascinación.
—De modo que es real.
—Eso depende de lo que entendamos por real —dijo él—. ¿Ve esta zona donde no hay ninguna actividad? Es el córtex visual, y esto y esto son zonas sensoras, donde se procesa la información exterior. El cerebro no recibe ningún dato del exterior. Los únicos estímulos proceden del interior del cerebro, lo cual es una mala noticia para la teoría de Mandrake. Si el paciente estuviera viendo de verdad una luz brillante o un ángel, el córtex visual aquí y aquí —señaló— se activaría.
Joanna observó las manchas azul oscuro.
—¿Qué es lo que vio? El paciente.
—El señor O’Reirdon. Un túnel, una luz y varias escenas de su infancia, todas en sucesión.
—La Revisión de Vida —murmuró Joanna.
—Mi idea es que esas imágenes son lo que explica esta actividad de aquí —dijo él, señalando los puntos amarillo-verdosos en una sucesión de fotos—. Son disparos aleatorios de sinapsis de memoria a largo plazo.
—¿Vio una figura brillante vestida de blanco? —preguntó Joanna. El negó con la cabeza.
—Sintió una presencia santa que le dijo que volviera, y entonces se vio sobre la mesa.
Indicó una de las últimas fotos.
—Aquí se ve cuando salió del estado ECM. Como puede verse, la pauta es radicalmente distinta. La actividad cae bruscamente en el lóbulo temporal y aumenta en los córtex visual y auditivo.
Joanna no estaba escuchando. Estaba pensando: siempre hablan de ir y volver, como si se tratara de un sitio real. Todos los que experimentaban la ECM hablaban de esa forma. Decían: “Entonces volví a la ambulancia”, o “Atravesé el túnel”, o “Todo el tiempo que estuve allí, me sentí en paz y a salvo”. Y Greg Menotti había dicho: “Demasiado lejos para que ella llegue”, como si no estuviera ya en Urgencias sino en otro lugar. Lejos. “Ese lejano país de cuyas fronteras ningún viajero regresa”, había llamado Shakespeare a la muerte.
—El nivel mayor de actividad está aquí —estaba diciendo Richard—, junto a la fisura silviana en el lóbulo temporal anterior, lo cual indica que la causa puede ser la estimulación del lóbulo temporal. Los epilépticos del lóbulo temporal dicen oír voces, percibir una presencia divina, euforia y auras.
—Varios de mis sujetos describen auras que rodean a las figuras de blanco —dijo Joanna—, y luz irradiando de ellas. Varios, cuando hablaron de la luz, extendieron las manos como si indicaran rayos. —Hizo la demostración.
—Ésa es exactamente la clase de información que necesito —dijo Richard—. Quiero que venga a trabajar conmigo en este proyecto.
—Pero no sé leer los escáneres TPIR.
—No tiene que hacerlo. Ése es mi cometido. Necesito que me diga exactamente el tipo de cosas que me ha estado contando…
La puerta se abrió de golpe y una enfermera bajó las escaleras. Joanna y Richard corrieron hacia el rellano, pero demasiado tarde. Ya los había visto.
—Oh —dijo la enfermera, sorprendida y luego interesada—. No sabía que estuviera pasando algo parecido. —Le dedicó a Richard una sonrisa complaciente.
—No se puede pasar por aquí —dijo Joanna—. Han pintado la escalera.
Ella alzó una ceja, especulativa.
—¿Y ustedes están esperando a que se seque?
—Sí —dijo Richard.
—¿Está el señor Mandrake todavía arriba? —preguntó Joanna—. ¿En el pasillo?
—No —respondió la enfermera, todavía sonriéndole a Richard.
—¿Está segura?
—Lo único que hay en el pasillo es el carrito con la cena.
—¿El carrito con la cena? —dijo Joanna—. Santo Dios, ¿qué hora es? —Miró su reloj—. Oh, demonios, son más de las seis.
La ceja otra vez.
—Han perdido el sentido del tiempo, ¿eh? Bueno, diviértanse —dijo, y saludó a Richard. Volvió a subir las escaleras y salió.
—No tenía ni idea de que fuera tan tarde —dijo Joanna, haciendo una bolita con el envoltorio de la barrita energética y guardándosela en el bolsillo. Se levantó y recogió la botella de Frappuccino y el corazón de la manzana.
Richard subió dos escalones y se dio la vuelta, bloqueándole el paso.
—No puede irse todavía. No ha accedido a trabajar conmigo en el proyecto.
—Pero ya entrevisto a todo el mundo que ingresa en el hospital. Me alegrará compartir mis transcripciones con usted…
—No estoy hablando de esa gente. Quiero que entreviste a mis voluntarios. Es usted una experta, como dice, en separar el grano de la paja. Eso es lo que quiero que haga: entrevistar a mis sujetos, separar sus experiencias reales para que yo pueda ver cómo se relacionan con sus mapas escaneados del TPIR.
—¿Sus mapas escaneados? —dijo Joanna, asombrada—. No comprendo. Muy poca gente sufre paradas cardíacas en el hospital, y aunque lo hagan, sólo tendrá entre cuatro y seis minutos para llevar su escáner a Urgencias y…
—No, no —dijo él—. No entiende. No voy a observar ninguna ECM. Voy a provocarlas.
4
Usted perdone, monsieur. Ha sido sin querer.
—¿Provoca usted ECM? ¿Quiere decir como en Línea mortal? —estalló Joanna, y luego pensó: “No deberías haber dicho eso. Estás sola en una escalera con él, y está claro que es un chalado.”
—¿Línea mortal? —dijo él, horrorizado—. ¿Se refiere a esa película donde paraban el corazón de la gente y los revivían antes de que llegaran a la muerte cerebral? Por supuesto que no. Provocar no es la palabra adecuada. Tendría que haber dicho simular.
—Simular —dijo Joanna, todavía recelosa.
—Sí, empleando una droga psicoactiva llamada ditetamina. Espere, déjeme empezar por el principio. El señor O’Reirdon tuvo una parada cardíaca, y grabamos su ECM, pero como puede imaginar no corrí a publicar el hecho. El libro del señor Mandrake acababa de salir, aparecía en todas las tertulias televisivas diciendo que la otra vida era real, y me imaginé lo que sucedería si yo aparecía con una prueba fotográfica. —Movió la mano en el aire, como si trazara una línea plana—. “Científico dice que experiencia cercana a la muerte es real.”
—No, no —dijo Joanna—. “Científico saca foto del cielo”, con una foto trucada de las Puertas Celestiales superpuestas a un diagrama del cerebro.
—Exactamente —dijo Richard—, y además no tenía nada que ver con el proyecto cartografiador en el que estaba trabajando. Así que documenté los escaneos y el testimonio del señor O’Reirdon sobre su ECM y los guarde en un cajón. Y entonces, dos años después, leí un estudio sobre los efectos de las drogas psicoactivas en la actividad del lóbulo temporal. Había una foto de un escáner TEP de un paciente que tomaba ditetamina; me resultó familiar, y saqué los escaneos del señor O’Reirdon. Seguían la misma pauta.
—¿Ditetamina?
—Es una droga similar al PCP —dijo él, rebuscando en los bolsillos de su bata, y Joanna se preguntó si iba a sacar un frasquito lleno de droga. Sacó un paquete de caramelitos de menta—. ¿Quiere uno? —dijo, ofreciéndole el paquete. Ella aceptó uno—. No produce efectos psicóticos —continuó Richard, desliando el papel que cubría los caramelos—, ni su cuelgue, pero sí causa alucinaciones, y cuando llamé al doctor que llevaba a cabo el estudio y le pedí que las describiera, dijo que sus sujetos contaban que se sentían flotar por encima de sus cuerpos y que luego entraban en un túnel oscuro con una luz al fondo y un ser radiante. Y supe que tenía algo.
Poder descubrir qué pasaba después de la muerte era algo que siempre había fascinado a la gente, como demostraba la popularidad de los libros de los espiritistas y del señor Mandrake. Nadie había descubierto un método científico para hacerlo, descontando a Harry Houdini, cuyos intentos por comunicarse con su esposa desde la tumba habían fracasado, y a Lavoisier.
Sentenciado a morir en la guillotina, el gran químico francés propuso un experimento para demostrar o rebatir la hipótesis de que el decapitado conservaba la conciencia después de muerto. Lavoisier dijo que parpadearía mientras conservara la conciencia, y lo hizo. Parpadeó doce veces.
Pero pudo no ser más que un acto reflejo, como el de las gallinas que corren con la cabeza cortada, y no había forma de verificar qué había sucedido. Hasta ahora.
—¿Entonces su proyecto implica suministrarle ditetamina a los pacientes y someterlos aun escáner TPIR? —dijo Joanna—. ¿Y luego entrevistarlos?
—Sí, y ellos hablan de túneles y luces y ángeles, pero no sé si son el mismo tipo de fenómenos que se experimentan durante las ECM, o si es un tipo de alucinación totalmente distinto.
—¿Y para eso me quiere a mí, para que entreviste a sus sujetos y le diga si me parece que sus descripciones son iguales a las de la gente que ha tenido ECM?
Richard asintió.
—Y quiero que consiga un testimonio detallado de lo que han experimentado. Su experiencia subjetiva es un indicador de qué zonas cerebrales están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados. Necesito su experiencia en el proyecto —dijo Richard—. Los testimonios que he conseguido de mis pacientes no han sido muy reveladores.
—Entonces deben de ser ECM —dijo Joanna—. A menos que el señor Mandrake les haya estado diciendo lo que tienen que decir, quienes experimentan las ECM son notablemente vagos, y si intentas presionarlos en busca de detalles, se corre el riesgo de influir en su testimonio.
—Exactamente, y por eso la necesito. Usted sabe cómo hacer preguntas que no provoquen respuestas predeterminadas, y tiene experiencia con las ECM. A excepción de los elementos nucleares, yo no tengo forma de comparar las alucinaciones provocadas por la ditetamina con las ECM reales. Y creo que también sería útil para usted —añadió ansiosamente—. Tendría la oportunidad de entrevistar a sujetos en un entorno controlado.
«Y sin tener que preocuparme de que el señor Mandrake llegue a ellos primero», pensó Joanna.
—¿Y bien, qué me dice?
—No sé —respondió Joanna, frotándose la sien, cansada—. Parece maravilloso, pero tengo que pensármelo.
—Claro. Por supuesto. Es mucho de sopetón, y sé que ha tenido usted un mal día.
«Sí», pensó ella, y vio el cuerpo de Greg Menotti tendido en la mesa de reconocimiento, pálido y frío. Y deshabitado. Ido.
—No tiene que decidirlo ahora —decía Richard—. Querrá ver cómo está organizado, leer mi propuesta. No tiene que tomar una decisión esta noche.
—Bien —dijo Joanna, súbitamente agotada—. Porque no creo que pueda.
Se levantó.
—Tiene usted razón, ha sido un día duro, y aún debo transcribir algunas entrevistas antes de irme a casa. Y tengo que ir a ver a Maisie…
—Comprendo —dijo él—. Piénselo esta noche, y mañana le mostraré las instalaciones. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. A las diez —dijo ella, y empezó a subir las escaleras—. Y gracias por la cena. Su bata es el mejor restaurante de los alrededores.
Llegó cautelosamente a lo alto de las escaleras, abrió un poco la puerta y se asomó. El pasillo estaba vacío.
—No hay moros en la costa —dijo, y los dos salieron al corredor.
—La veré a las diez —dijo él, y le sonrió—. O llámeme si tiene alguna pregunta.
Sacó una tarjeta del bolsillo de su bata. «Es como uno de esos payasos —pensó ella— que no paran de sacarse pañuelos y bocinas de bicicleta y conejos de los bolsillos.»
—Creo que formaríamos un equipo magnífico.
—Quiero pensármelo —respondió ella—. Se lo haré saber mañana. Él asintió.
—Tengo muchas ganas de que trabaje conmigo. Creo que podríamos conseguir grandes cosas. —Empezó a recorrer el pasillo y de pronto se volvió, con aspecto desconcertado—. ¿Cómo vuelvo a mi despacho?
Ella se echó a reír.
—Vaya en ascensor hasta la séptima planta, cruce el pasillo y baje las escaleras que están ante Resonancias Magnéticas hasta la sexta. El sonrió.
—¿Ve? No puedo hacer nada sin usted. Tiene que decir que se unirá al proyecto.
Ella sacudió la cabeza, sonriendo, y se volvió para dirigirse al ala este, donde estaba Maisie. Y se topó directamente con Maurice Mandrake.
—No pude localizarla a través de su busca —dijo él, severamente—. Supuse que estaba entrevistando a un paciente. ¿Ahí se dirige ahora?
—No —respondió Joanna, sin dejar de andar.
—He oído que un sujeto tuvo un paro cardíaco y lo llevaron a Urgencias esta tarde —dijo él—. ¿Dónde está?
«Ésa es la cuestión —pensó Joanna—. ¿Dónde está?»
—Murió.
—¿Murió?
—Sí. Justo después de que lo trajeran.
—Lástima —dijo el señor Mandrake—. Las víctimas de infarto tienen las ECM más detalladas. ¿Adonde va ahora?
Debía de pensar que tenía otro caso oculto en alguna parte.
—A casa —dijo, y continuó caminando decididamente, para dejarlo atrás.
Él la alcanzó.
—He hablado con la señora Davenport esta tarde. Ha recordado bastantes detalles adicionales sobre su ECM. Recuerda una escalera clorada, y en lo alto, dos ángeles con resplandecientes alas blancas.
—¿De veras? —dijo Joanna, sin dejar de andar. Había un ascensor de personal al fondo del pasillo… si podía librarse de él un momento, cosa que no parecía probable.
—Entre los ángeles estaba su tío Alvin, con su uniforme blanco de la Marina —dijo el señor Mandrake—, lo cual demuestra que la experiencia fue real. La señora Davenport no tenía forma de saber qué llevaba puesto cuando lo mataron en Guadalcanal.
«A excepción de las fotos de familia y de todas las películas sobre la Segunda Guerra Mundial», pensó Joanna, preguntándose si el señor Mandrake pretendía seguirla hasta su destino. Al parecer sí, lo que significaba que no podía ir a ver a Maisie. Maisie podía defenderse contra el señor Mandrake, pero él no sabía que había vuelto al hospital, y Joanna quería que siguiera siendo así.
—Estoy ansioso por contarle al doctor Wright la experiencia de la señora Davenport —dijo él—. Una de las enfermeras me dijo que está intentando reproducir la ECM en el laboratorio, cosa que es, por supuesto, imposible. Varios investigadores lo han intentado, usando privación sensorial y drogas y vibraciones sónicas, pero ninguno de ellos ha podido reproducir la ECM porque es algo espiritual, no físico.
Joanna vio que dos mujeres venían hacia ellos por el pasillo, con la esperanza de que fueran conocidas, pero estaba claro que sólo eran visitantes. Una de ellas llevaba un ramo de tulipanes.
—La ECM no puede explicarse por la anoxia, endorfinas o sinapsis que se disparan al azar, como demostré en mi libro La luz al final del túnel —dijo el señor Mandrake mientras dejaban atrás a las visitantes—. La única explicación es que han estado de verdad en el Otro Lado. En mi nuevo libro, exploro los muchos mensajes que…
—Discúlpeme —dijo una voz tras ellos. Era la mujer de los tulipanes—. No he podido dejar de oírlo. Es usted Maurice Mandrake, ¿verdad? Sólo quería decirle…
Joanna no vaciló.
—Los dejo —dijo, y corrió hacia las escaleras.
—He leído su libro, y me dio tanta esperanza —oyó decir a la mujer mientras abría la puerta. Bajó a la segunda planta, cruzó corriendo Radiología hasta el pasillo que conectaba con el ala oeste y subió las escaleras hasta la cuarta planta.
Maisie no estaba allí. Debían de haberla llevado a hacerle alguna pruebas, supuso Joanna al asomarse a la habitación 456. La cama estaba deshecha, las sábanas revueltas, la tele encendida y en la pantalla un puñado de huérfanas bailaba subiendo y bajando escaleras. Annie.
Joanna se encaminó hacia el puesto de las enfermeras para averiguar cuándo volvería, y entonces vio a la madre de Maisie en el pasillo, sonriente.
—¿Estaba buscando a Maisie, doctora Lander? —preguntó—. Le están haciendo un ecocardiograma.
—Me he pasado a verla, señora Nellis. ¿Quiere decirle que vendré mañana?
—No sé si estará aquí mañana —dijo la señora Nellis—. Ha venido a hacerse unas pruebas de rutina. El doctor Murrow probablemente le dará el alta en cuanto terminen.
—¿Sí? ¿Cómo le va?
—Realmente bien —dijo entusiasmada la señora Nellis—. La nueva medicación para la arritmia está funcionando maravillosamente, mucho mejor que la anterior. He visto una mejora enorme. Creo que tal vez pueda empezar a ir otra vez a la escuela dentro de poco.
—Eso es maravilloso —dijo Joanna—. La echaré de menos, pero me alegro de que le vaya bien. Dígale que vendré a verla mañana temprano antes de que se vaya a casa.
—Lo haré —dijo la señora Nellis. Miró la hora—. Será mejor que me vaya. Tengo que comer algo, y quiero estar aquí cuando Maisie regrese. —Corrió hacia los ascensores.
«Espero que no cuente con la cafetería», pensó Joanna, y se dirigió hacia las escaleras.
—¡No te vayas! —gritó una voz. Joanna se dio la vuelta. Era Maisie, haciendo gestos frenéticos desde una sillita de ruedas que empujaba una enfermera.
Joanna se acercó a ellas.
—¿Ves? —le decía Maisie a la enfermera, triunfante—. Te dije que siempre viene a verme en cuanto se entera de que estoy aquí. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Te dijo el doctor Wright que tenía algo que contarte?
—Sí —respondió Joanna, y se dirigió a la enfermera—. Puedo llevarla de vuelta a su habitación. La enfermera sacudió la cabeza.
—Tengo que conectarla a los monitores y encargarme de que se meta en la cama y descanse —le dijo entre bromas y veras a Maisie.
—Lo haré —dijo Maisie—, pero primero tengo que decirle algo a Joanna. Sobre las ECM. He estado leyendo ese libro sobre el Hindenburg —le dijo a Joanna mientras la llevaban a su habitación—. Es tope guai. ¿Sabes que tenían un piano? ¿En un globo?
La enfermera introdujo la silla de ruedas en la habitación y la acercó a la cama.
—¡Era un piano de aluminio, nada menos! —dijo Maisie, saltando de la silla antes de que la enfermera pudiera recoger los reposapiés. Rebuscó en el cajón de la mesilla de noche—. Apuesto a que se le cayó encima a alguien cuando el Hindenburg explotó.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna.
—Maisie —dijo la enfermera, preparando los cables y el tubo de gel para conectar los electrodos a los monitores.
—¿Por qué no te acuestas? —sugirió Joanna—. Yo buscaré el libro.
—El libro no —dijo Maisie, todavía buscando—. El papel. El piano pesaba ochocientos kilos.
—Maisie —dijo la enfermera firmemente.
—¿Sabías que había un periodista presente? —dijo ella, quitándose la bata desenfadadamente para que la enfermera pudiera conectar los electrodos a su pecho plano de niña—. Informó de todo. «¡Oh, es terrible!» ¡Ay, está frío! «Oh, la humanidad.»
Siguió parloteando mientras la enfermera comprobaba el monitor, ajustaba diales y leía los indicadores.
No tenía nada que ver con las ECM, pero Joanna no esperaba que lo tuviera.
Maisie se había pasado casi tres años en hospitales: sabía exactamente cómo distraer a las enfermeras, retrasar procedimientos desagradables y, sobre todo, hacer que la gente se quedara a hacerle compañía.
—Muy bien, ahora no te levantes de la cama —ordenó la enfermera—. Encárguese de que descanse —le dijo a Joanna, y se marchó.
—Ya has oído lo que ha dicho —dijo Joanna, levantándose—. ¿Y si vengo a verte mañana por la mañana?
—No. No puedes irte todavía. No te he contado lo de la ECM. Sabes que no vi nada esa vez que estuve a punto de morirme, y el señor Mandrake dijo que sí, que todo el mundo ve un túnel y un ángel. Bueno, pues no. Este tipo, el que trabajaba en el Hindenburg, estaba dentro de la parte del globo cuando estalló, y todos los demás se cayeron, pero él no. Se agarró a las vigas de metal, que quemaban un montón. Se quemó las manos y se le convirtieron en garras negras —hizo la demostración—, y quería soltarse, pero no lo hizo. Cerró los ojos… y vio todas estas cosas diferentes.
Desplegó el papel y se lo tendió a Joanna. Era una fotocopia de una página de un libro.
—No sé si fue una experiencia cercana a la muerte o no porque, si estaba muerto, se habría soltado, ¿no? Pero vio cosas como éstas. Nieve y un tren y una ballena agitando la cola en el océano.
Se inclinó hacia delante, con cuidado para no desenganchar los electrodos, y le tendió a Joanna el papel doblado.
—Me gusta más la parte en que está en la jaula de pájaros y tiene que colgarse de los pies como si fuera de un trapecio para no caer al fuego.
Joanna desplegó el papel y leyó el testimonio de lo que el tripulante había visto: resplandecientes campos blancos y la ballena que Maisie había descrito y luego la sensación de que pasaba un tren. Le sorprendió que no se parara, decidió que debía de ser un expreso, pero eso no podía ser. No había expresos a Bregenz.
Joanna levantó la cabeza.
—Creo que tienes razón, Maisie. Creo que esto fue una experiencia cercana a la muerte.
—Lo sé —dijo Maisie—. Supuse que lo era cuando leí que veía la nieve, porque es blanca como la luz que todo el mundo dice que ve. ¿Ha llegado a la parte en la que la nieve se convierte en flores?
—No —dijo Joanna, y volvió a leer. El tripulante había visto a su abuela, sentada junto al fuego, y luego a sí mismo como un pájaro en una jaula que caía hacia el fuego, y luego otra vez los campos blancos, pero no de nieve, de capullos de manzana en flor, que se extendían bajo él en interminables prados celestiales.
—Bien, ¿qué te parece? —preguntó Maisie, impaciente.
«Ojalá fuera uno de los sujetos a los que entrevisto», pensó Joanna. Su testimonio estaba lleno de detalles y, exceptuando la mención de los prados celestiales, libre de la imaginería religiosa estándar y de los túneles y las luces blancas y brillantes. La clase de testimonio de ECM que soñaba y casi nunca obtenía.
—Creo que fue muy valiente al aguantar, ¿no te parece? —dijo Maisie—. Con las manos tan malheridas y todo eso.
—Sí —dijo Joanna—. ¿Puedo quedarme con esto?
—Para eso hice que la enfermera Barbara sacara una copia, para que puedas usarlo en tu investigación.
—Gracias —dijo Joanna, y volvió a doblar el papel.
—Yo no creo que hubiera podido. Creo que lo más probable es que me hubiera soltado.
Joanna se detuvo antes de guardarse el papel en el bolsillo.
—Apuesto a que habrías aguantado. Maisie la miró sena un buen rato.
—¿Te he ayudado con la investigación?
—Claro. Puedes ser mi ayudante cuando quieras.
—Voy a buscar otros casos. Apuesto a que a montones de personas en casos de desastre les pasó lo mismo, como en los terremotos y esas cosas.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna.
—Apuesto que a la gente del monte Santa Helena le pasó. —Apartó las mantas y empezó a levantarse de la cama.
—No tan rápido —dijo Joanna—. Estás conectada. Sólo puedes ser mi ayudante si haces lo que te dicen las enfermeras. Lo digo en serio. Se supone que tienes que descansar.
—Iba a buscar mi libro de terremotos —dijo Maisie—. Está en la ventana. Puedo descansar y leer al mismo tiempo.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna, acercándole el libro.
—Puedes leer quince minutos, no más.
—Lo prometo —aseguró Maisie, abriendo ya el libro—. Diré que te llamen cuando encuentre más casos. Joanna asintió.
—Te veré luego, chica —dijo, dándole al pie de Maisie cubierto por las mantas un apretoncito, y se acercó a la puerta.
—¡No te vayas! —dijo Maisie, y Joanna se dio la vuelta—. Tengo que enseñarte la foto del piano.
—Vale. Una sola foto, y luego tengo que irme.
Después de tres fotos del piano y el humeante armazón del Hindenburg, por fin consiguió escapar de Maisie y volver a su despacho. En algún punto del camino, su columna de apoyo desertó y se sintió completamente exhausta.
Demasiado exhausta para regar su enredadera sueca o escuchar sus mensajes de voz, aunque el contestador parpadeaba a toda velocidad para indicar que estaba lleno. Dejó el busca apagado sobre la mesa, tomó el abrigo y los guantes, y al salir cerró el despacho con llave.
—Oh, bien, no te has ido todavía —dijo Vielle. Joanna se dio la vuelta. Vielle se dirigía hacia ella, todavía con su bata azul marino y su gorrita quirúrgica.
—¿Qué estás haciendo aquí arriba? Por favor, no me digas que hay otra ECM.
—No, sin novedad en el frente —dijo ella, quitándose la gorrita quirúrgica y sacudiendo una maraña de estrechas trenzas negras—. Venía a ver si el doctor Right* llegó a encontrarte y a preguntarte qué películas querías que alquilara para la noche de picoteo del jueves. La noche de picoteo era su reunión semanal para ver películas.
—No sé —dijo Joanna, cansada—. Algo que no tenga muertes.
—Lo imagino —dijo Vielle—. No he tenido oportunidad de hablar contigo después… Estuvimos atendiéndolo otros veinte minutos, pero fue en vano. No pudimos hacerle regresar.
«Regresar», pensó Joanna. Los que experimentaban la ECM no eran los únicos que hablaban de ir y volver en relación a la muerte. También lo hacían los médicos y las enfermeras. El paciente pasó a mejor vida. Descansó. Dejaba esposa y dos hijos. La madre de Joanna le había dicho a la gente que su padre «se marchó de este mundo», y el sacerdote del funeral de su madre habló de los «seres queridos que parten» y de «aquellos que se han marchado antes que nosotros». ¿Marchado adonde?
—Siempre es angustioso cuando se van así, sin previo aviso —dijo Vielle—, sobre todo siendo tan joven. Quería asegurarme de que estabas bien.
*Vielle siempre hace el juego de palabras entre el apellido del doctor Wright y la palabra right, que aquí sería «adecuado», «idóneo». (N. del T.)
—Estoy bien. Es sólo que… ¿qué crees que quiso decir con aquello de «Está demasiado lejos para que ella llegue»?
—Ya casi lo habíamos perdido cuando llegó su novia. No creo que se diera cuenta de que estaba allí.
«No —pensó Joanna—, no era eso.»
—No dejó de decir cincuenta y ocho. ¿Por qué diría eso? Vielle se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Tal vez repetía lo que estaban diciendo las enfermeras. Su presión sanguínea era de ochenta-cincuenta. «Era setenta-cincuenta», pensó Joanna.
—¿Tenía el teléfono móvil de su novia un cincuenta y ocho?
—No lo recuerdo. Por cierto, ¿llegó a encontrarte el doctor Right? Porque si no, creo que deberías dejar de intentar evitarlo. Me encontré con Louisa Krepke al venir para acá, y me dijo que es neurólogo, guapísimo y soltero.
—Me encontró —dijo Joanna—. Quiere que trabaje con él en un proyecto de investigación. Para estudiar las ECM.
—¿Y…?
—Y no sé —dijo Joanna, cansada.
—¿No es guapo? Louisa dijo que tenía el pelo rubio y los ojos azules.
—No, es guapo. Él…
—Oh, no, por favor, no me digas que es uno de esos pirados por la muerte.
—No es un pirado —dijo Joanna—. Cree que las ECM son el efecto colateral de un mecanismo de supervivencia neuroquímico. Ha descubierto un modo de simularlas. Quiere que trabaje con él, entrevistando a su sujetos.
—Y le dijiste que sí, ¿no? Joanna sacudió la cabeza.
—Le dije que lo pensaría, pero no sé.
—No quiere que tú hagas esa simulación, ¿verdad?
—No. Todo lo que quiere es que consulte, entreviste sujetos, y le diga si sus experiencias son iguales a la experiencia nuclear de las ECM.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No lo sé… Estoy muy retrasada en mi propio trabajo. Tengo docenas de entrevistas que no he transcrito. Si acepto ese proyecto, ¿cuándo tendré tiempo para mis propios sujetos?
—¿Cómo la señora Davenport, quieres decir? Tienes razón. Un tipo guapo, un proyecto legítimo, nada de Maurice Mandrake, nada de la señora Davenport. Desde luego, parece mal asunto.
—Lo sé. Tienes razón —dijo Joanna, suspirando—. Parece un proyecto magnífico.
Lo era. Una oportunidad de entrevistar a pacientes a quienes el señor Mandrake no había contaminado y hablar con ellos inmediatamente después de su experiencia. Casi nunca tenía la oportunidad de hacerlo. Un paciente lo bastante enfermo para sufrir un paro cardíaco casi siempre estaba demasiado enfermo para ser entrevistado en el acto, y cuanto mayor era el periodo de espera, más fabulación había. Además, éstos serían sujetos conscientes de que sufrían alucinaciones. Serían mucho mejores en las entrevistas. ¿Entonces por qué no se lanzaba sobre la oportunidad?
«Porque en realidad no son ECM», pensó. El doctor Wright veía las ECM como un simple efecto colateral, un… ¿cómo lo había expresado? «Un indicador de qué zonas están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados.»
«Es más que eso», pensó Joanna. Están viendo algo, experimentando algo, y es importante. A veces sentía, como aquella tarde con Greg Menotti, o con Coma Carl, que le estaban hablando directamente a ella, tratando de comunicar algo que les estaba sucediendo, sobre el acto de morir, y que era su deber descifrar de qué se trataba. ¿Pero cómo podía explicárselo a Vielle o al doctor Wright sin parecer una de las chifladas de Maurice Mandrake?
—Le dije que lo pensaría —dijo Joanna rehuyendo el asunto—. Mientras tanto, ¿quieres hacer algo por mí, Vielle? ¿Quieres comprobar el expediente de Greg Menotti y ver si el número de teléfono de su novia tenía un cincuenta y ocho, o si había algún otro número del que pudiera estar hablando, su propio número de teléfono o su número de la seguridad social o algo por el estilo?
—Los expedientes de Urgencias son…
—Confidenciales. Lo sé. No quiero saber cuál es el número, sólo quiero saber si había algún motivo para que dijera cincuenta y ocho.
—Vale, pero dudo que encuentre algo —dijo Vielle—. Probablemente intentaba decir: «No puedo haber sufrido un infarto. Hice cincuenta y ocho flexiones esta mañana.» —Agarró a Joanna por el brazo—. Creo que deberías participar en el proyecto. ¿Qué es lo peor que podría suceder? Él ve lo buena entrevistadora que eres, se enamora locamente de ti, os casáis, tenéis diez niños y ganáis el premio Nobel. ¿Sabes qué es lo que creo? Creo que tienes miedo.
—¿Miedo? —repitió Joanna. Vielle asintió.
—Creo que te gusta el doctor Right, pero tienes miedo de correr el riesgo. Siempre me estás diciendo que corra riesgos, y aquí estás, rechazando una oportunidad magnífica.
—No te digo que corras riesgos. Al revés, intento impedir que los corras. Todo ese trabajo en Urgencias, y si no pides el traslado… El ascensor trinó.
—Salvada por la campana —dijo Vielle, y entró rápidamente en la cabina—. Esta podría ser la oportunidad de tu vida. Aprovéchala —le aconsejó—. Nos vemos el jueves por la noche. Nada de muertes. Y recuerda —empezó a canturrear—: «¡Te queda mucho por vivir!»
—Y nada de musicales —dijo Joanna—. Ni de musicales almibarados —añadió mientras la puerta se cerraba. Joanna pulsó el botón para subir, sacudiendo la cabeza. Amor, matrimonio, hijos, el premio Nobel.
¿Y luego qué? ¿Remar en el lago? ¿Un Ángel de Luz? ¿El gemir y crujir de dientes? ¿O nada en absoluto? Las células cerebrales empezaban a morir momentos después de la muerte. Entre los cuatro y los seis minutos el daño era irreversible, y la gente que volvía de la muerte después no hablaba de túneles y revisiones de vida. No hablaba en absoluto. Ni comía sola, ni respondía a la luz, ni registraba ninguna actividad cortical en los escáneres TPIR de Richard. Muerte cerebral.
Pero si se enfrentaban a la aniquilación, ¿por qué no decían «¡Se acabó!» o «Me apago»? ¿Por qué no decían, como la bruja de El mago de Oz, «me derrito, me derrito»? ¿Por qué decían «¡Qué bonito es todo esto!» y «¡Ya voy, mamá!», y «Ella está demasiado lejos. Nunca llegará aquí a tiempo»? ¿Por qué decían cosas ininteligibles como «cincuenta y ocho»?
El ascensor se abrió en la quinta planta, y Joanna cruzó el pasillo hasta los ascensores del otro lado. El Otro Lado. Se preguntó si así era como el señor Mandrake imaginaba las ECM, un pasillo como aquél. Era obvio que pensaba en el Otro Lado como una versión refinada de este lado, todo ángeles y abrazos y buenos deseos: todo volverá a estar bien, todo será perdonado, no estarás solo.
«Sea lo que sea la muerte —pensó Joanna, mientras bajaba en el ascensor hasta el aparcamiento—, sea la aniquilación o la otra vida, no es lo que piensa el señor Mandrake.»
Abrió la puerta al exterior. Seguía nevando. Los coches del aparcamiento estaban cubiertos y los copos revoloteaban dorados, cayendo silenciosamente al suelo envueltos en la luz de las farolas de sodio. Alzó la cara a la nieve y se quedó allí, contemplándola.
¿Y qué hay del doctor Wright? ¿Era la muerte lo que él pensaba, una estimulación del lóbulo temporal y un fluctuar aleatorio de sinapsis antes de apagarse?
Se dio la vuelta y miró hacia el ala este, donde Coma Carl yacía remando en el lago. «Voy a decirle al doctor Wright que no», pensó, y se dirigió hacia su coche.
Tendría que haberse puesto botas por la mañana. Resbalaba en la nieve, y la nieve le llenaba los zapatos, empapándole los pies. Su coche estaba completamente cubierto. Limpió la ventanilla lateral con la mano, esperando inútilmente que sólo fuera nieve y no hielo. No hubo suerte. Abrió el coche, arrojó su bolso al asiento trasero y se puso a buscar el rascador.
—¿Joanna? —dijo una voz de mujer desde atrás. Joanna salió del coche y se volvió a mirarla. Era Barbara, de Pediatría.
—Tengo un mensaje de Maisie Bells —dijo Barbara—. Me ha pedido que te dijera que ha vuelto y que tiene algo importante que contarte.
—Lo sé —contestó Joanna—. Ya he ido a verla. Tengo entendido que está bastante bien.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Su madre. Me ha dicho que Maisie había venido a hacerse unas pruebas y que el nuevo medicamento antiarritmia estaba haciendo maravillas. ¿No?
Barbara sacudió la cabeza.
—Ha venido a hacerse unas pruebas, pero es porque el doctor Murrow cree que hay más daños que los que se apreciaron antes. Está intentando decidir si ponerla en la lista para los trasplantes de corazón o no.
—¿Lo sabe su madre?
—Eso depende de lo que entiendas por saber. Has oído hablar de gente que lo niega todo, ¿no? Bueno, la madre de Maisie es Cleopatra, la rema de las negativas. Y del pensamiento positivo. Todo lo que Maisie tiene que hacer es descansar y tener pensamientos felices, y se pondrá bien en un santiamén. ¿Cómo te dio permiso para que interrogaras a Maisie por su ECM? A nosotras no nos deja usar el término problema de corazón, mucho menos muerte.
—No fue ella. Su ex marido firmó la autorización —dijo Joanna—. ¿Un trasplante de corazón? ¿Cuáles son las posibilidades de Maisie?
—¿De sobrevivir a un trasplante? Bastante buenas. El Mercy tiene un promedio de supervivencia del setenta y cinco por ciento, y las estadísticas de rechazos mejoran continuamente. ¿Las posibilidades de mantenerla con vida hasta que haya disponible un corazón de nueve años? No tan buenas. Sobre todo porque no han encontrado un modo de controlar la fibrilación atrial. Ya ha sufrido una parada cardíaca. Pero eso lo sabes.
Joanna asintió.
—Bueno, sólo quería que supieras que ha vuelto. Le encanta que la visites. ¡Dios, sí que hace frío aquí fuera! ¡Se me están congelando los pies! —dijo Barbara, y se encaminó hacia su Honda.
Joanna encontró el rascador y empezó por el parabrisas delantero. La espera para un corazón era de un año, aunque te pusieran a la cabeza de la lista, un año durante el cual el corazón dañado seguía deteriorándose, arrastrando consigo los pulmones y los riñones y las posibilidades de sobrevivir.
Y eso en cuanto a un corazón adulto. La espera para los niños era aún más larga, a menos que tuvieras suerte. Y suerte significaba un niño ahogado en una piscina o muerto en un accidente de tráfico o congelado en una nevada. Incluso entonces, el corazón tenía que estar ileso. Y sano. Y servir. Y el paciente tenía que estar todavía vivo cuando llegara.
—Si podemos descubrir cómo funciona el proceso de la muerte —había dicho Richard—, ese conocimiento podría ser utilizado para revivir a pacientes que sufren parada cardíaca.
Joanna se inclinó sobre el parabrisas trasero y empezó a quitar la nieve. Como la mujer mayor que había visto desde la ventana de la habitación de Coma Carl. Tiempo de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de muerte. Tiempo de desastres.
Entró en el hospital y le pidió al voluntario del mostrador un teléfono. Solicitó la extensión del doctor Wright.
No estaba.
—Deje un mensaje después de oír la señal —dijo el contestador. Pitó.
—Ah…, muy bien —le dijo Joanna al contestador—. Lo haré. Trabajaré con usted en su proyecto.
5
CQD CQD SOS SOS CQD SOS. Vengan de inmediato. Hemos chocado con un iceberg. CQD OM. Posición 41° 40’ N, 50° 14’ O. CQD SOS.
En cuanto llegó al trabajo a la mañana siguiente, Richard comprobó el contestador para ver si Joanna había llamado.
—Tiene doce mensajes —le reprochó la máquina. Era lo que te ocurría por pasarte todo el día corriendo por el hospital buscando a alguien.
Empezó a escuchar los mensajes, pasando al siguiente en cuanto la persona que llamaba se identificaba. La señora Bendix, la señora Brightman.
—Quería darle la bienvenida al Mercy General —dijo una voz anciana y temblorosa—, y decirle lo encantada que estoy de que esté investigando las experiencias cercanas a la muerte o, más bien, las experiencias cercanas a la otra vida, pues estoy segura de que sus experimentos lo convencerán de que lo que estos pacientes están viendo es la vida y los seres queridos que volverán a encontrar al otro lado de la tumba. ¿Sabe que Maurice Mandrake está también en el Mercy General? Supongo que ya ha leído La luz al final del túnel.
—Oh, sí —le dijo Richard a la máquina.
—Somos enormemente afortunados de tenerlo aquí —continuó el mensaje de la señora Brightman—. Estoy segura de que ustedes dos tendrán muchas cosas que decirse.
—No si hay una buena escalera a mano —dijo él, y pulsó el botón para pasar al mensaje siguiente. Un tal señor Edelman de la Asociación Nacional de Experiencias Paranormales, un tal señor Wojakowski.
—Comprobaba otra vez lo de mañana —dijo el señor Wojakowski—. Intenté llamarlo antes, pero no pude localizarlo. Eso me recuerda esos teléfonos que teníamos en el Yorktown para enviar mensajes al puente. Había que darles cuerda con una manivela y…
El señor Wojakowski, una vez que empezaba con el Yorktown, podía continuar eternamente. Richard pasó al mensaje siguiente. La oficina de becas, diciéndole que había un impreso que no había entregado.
—¿Wright? —dijo una voz de hombre. Peter Davis, su compañero de habitación cuando eran interinos. Nunca se molestaba en identificarse—. Supongo que te has enterado. No me puedo creer que Fox también. Esto es una especie de virus, ¿no? Si es así, mejor que te vacunes. O al menos llama y adviérteme antes de que lo veas en la estrella. Llámame.
Se preguntó de qué estaba hablando. El único Fox que conocía en R. John Foxx, un neuropsicólogo que estaba haciendo experimento: sobre la anoxia como causa de la experiencia cercana a la muerte. Richard pasó al mensaje siguiente.
Alguien de la Sociedad Paranormal Internacional. Otra vez el se ñor Wojakowski.
—Hola, Doc. No he tenido noticias suyas, así que pensé que era mejor intentarlo de nuevo. Quería asegurarme de que sea mañana a la dos. O a las catorce campanadas, como solíamos decir en el Yorktown.
Amelia Tanaka, diciendo:
—Puede que llegue unos minutos tarde, doctor Wright. Tengo un examen de anatomía, y la última vez duró dos horas. Estaré allí en cuanto pueda.
El señor Suárez, que quería cambiar su sesión para mañana. Otra vez Davis, aún más incomprensible que antes.
—Se me olvidó decirte dónde. En la diecisiete. Bajo el fantasma Y siguió un irreconocible canturreo monótono. Como si estuviera limpiando la casa.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
—Su cinta está llena —dijo el con testador.
—No —exclamó Richard—. Maldito Davis. Maldito señor Wojkowski, con sus interminables recuerdos del Yorktown. El único mensaje que necesitaba oír de verdad…
Pulsó «repetir» y escuchó de nuevo el mensaje.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
¿Era el principio de una frase como «Al final he decidido que me encantaría trabajar en su proyecto», o «Ahórrese las molestias, he decidido rechazar su oferta»?
Lo escuchó otra vez.
«Ah», decidió. ¿Pero de «Ah, olvídelo» o de «Al fin se me presenta la oportunidad de trabajar en un proyecto como éste»? Tendría que esperar hasta las diez para ver si ella se presentaba. O tendría que ir a buscarla.
O no, considerando cómo era aquel hospital. Era lo único que le hacía falta, que ella estuviera allí esperándolo y mirando el reloj, mientras él trataba de encontrar el camino de vuelta desde el ala este. Descolgó el teléfono y la llamó al busca, por si lo tenía conectado, y luego volvió a pulsar la repetición del mensaje. Tal vez hubiera algo en el tono que le diera una pista sobre…
—Todos sus mensajes han sido borrados —dijo la máquina. «¡No!» Saltó hacia el contestador, pulsó repetir—. No tiene ningún mensaje.
Richard agarró un talonario de recetas. «Wojakowski», garabateó. «Cartwright Chemical, Davis.» «¿Quién más?», pensó, tratando de reconstruir mentalmente los mensajes. La señora Brightman, y alguien de Northwestern. ¿Geneva Carlson? Sonó el teléfono. Richard lo descolgó, esperando que fuera Joanna.
—¿Diga?
—¿La has visto ya? —dijo Davis.
—¿Ver qué, Davis?
—¡La estrella!
—¿Qué estrella? Llamas y dejas un mensaje indescifrable…
—¿Indescifrable? —dijo Davis, ofendido—. Estaba clarísimo. Incluso te dije en qué página estaba el artículo.
No se trataba de una estrella, sino de The Star, el periódico sensacionalista.
—¿De qué trataba el artículo?
—¡De Foxx! Se ha vuelto majara y ha anunciado que ha demostrado que hay vida después de la muerte. Espera un momento, lo tengo aquí mismo, deja que te lo lea…
Se oyó un golpe cuando soltó el teléfono y luego un crujir de papel.
—«El doctor R. John Foxx, respetado científico en el campo de la investigación de la experiencia cercana a la muerte, ha declarado: “Cuando comencé mi investigación, estaba convencido de que se trataba de alucinaciones causadas por la privación de oxígeno, pero tras análisis exhaustivos, he llegado a la conclusión de que son un avance de la otra vida. El cielo es real. Dios es real. He hablado con él.”»
—Oh, Dios mío —murmuró Richard.
—Va a dejar la medicina para inaugurar el Instituto de la Vida Eterna —dijo Davis—. Y mi pregunta es: ¿hay algo que afecte a todo el mundo que se dedica a investigar las ECM? Primero Seagal dice que ha localizado el alma en el lóbulo temporal y que tiene fotos donde se ve cómo abandona el cuerpo, y ahora Foxx.
—Seagal siempre estuvo loco.
—Pero Foxx no. ¿Y si hay algún virus que infecta a todo el mundo que estudia las ECM y lo vuelve majareta?¿Cómo sé que de pronto no te pondrás a anunciar que se te ha aparecido la imagen de la Virgen María en la pantalla de un escáner?
—Confía en mí, no lo haré.
—Bueno, si lo haces —dijo Davis—, llámame primero, antes de llamar al Star. Siempre he querido ser ese amigo al que entrevistan, el que dice: «No, nunca he advertido nada raro en él. Siempre fue tranquilito, tímido, un solitario.» Hablando del asunto, ¿alguna chavala en el horizonte?
—No —respondió Richard, pensando en Joanna. Miró el reloj de pared. Eran más de las diez. Fuera lo que fuese aquel «Ah» en el contestador, no era positivo. Ella probablemente había leído el Star y había decidido que hablar con alguien relacionado con ese tipo de investigación sobre la muerte era demasiado arriesgado. Lástima. Tenía muchas ganas de hablar con ella. «Tendría que haberle ofrecido algo más sustancioso que una barrita energética», pensó.
—No hay enfermeritas macizas, ¿eh? —dijo Davis—. Eso es porque te dedicas a la especialidad equivocada. Yo las tengo en cola ante la puerta. —Conociendo a Davis, probablemente era verdad—. Naturalmente, hay otra explicación.
—¿Para tener a las mujeres haciendo cola ante tu puerta? —dijo Richard.
—No, para que todo el mundo asociado con la investigación de ECM de repente se convierta en creyente. Tal vez todo sea cierto, el túnel y el cielo y el alma, y haya de verdad otra vida. —Empezó a tararear, el mismo canturreo extraño que había dejado en el contestador automático.
—¿Qué se supone que es ese sonido tan raro? ¿Dimensión desconocida?
Davis hizo una mueca.
—Es el tema de Expediente X. Es una posibilidad, ya sabes. Los que experimentan las ECM tienen razón, y cuando nos morimos acabamos rodeados de figurines de Momentos Preciosos. En ese caso, que no cuenten conmigo.
—Ni conmigo tampoco —dijo Richard riendo.
—Y agradecería que me llamaras y me avisaras para poder empezar mi investigación sobre la inmortalidad de inmediato.
—Lo haré —prometió Richard. Llamaron a la puerta. Richard alzó la cabeza, ansioso—. Tengo que irme —dijo, colgó y cruzó corriendo el laboratorio para abrir la puerta.
—Ah, doctor Wright —dijo el señor Mandrake, entrando—. Esperaba que estuviese aquí. No tuvimos oportunidad de hablar ayer. Richard resistió el impulso de buscar frenéticamente una salida.
—Me temo que no es buen momento…
El señor Mandrake se acercó al escáner TPIR.
—¿Con esto espera capturar la ECOV? —preguntó, mirando bajo su estructura curvada—. No podrá hacerlo, ¿sabe? La ECOV no puede ser fotografiada.
«¿Como los fantasmas? —pensó Richard—. ¿Y los ovnis?»
—Un buen número de investigadores han intentado ya encontrar una causa física que explique las ECOV, ¿sabe? —dijo—. Acumulación de dióxido de carbono, endorfinas, el funcionamiento aleatorio de las sinapsis. —Le dio un golpecito despectivo al escáner y se acercó al EEG—. Hay un montón de fenómenos de ECOV que la ciencia no puede explicar.
«Nombra uno», pensó Richard.
—¿Cómo explica el hecho de que cada persona que ha experimentado la ECOV diga que no fue un sueño, sino que sucedió realmente?
«La experiencia subjetiva difícilmente prueba nada», pensó Richard.
—¿Y cómo podrían las endorfinas o la acumulación de CO2 otorgar conocimiento al sujeto que experimenta la ECOV? —preguntó el señor Mandrake—. ¿Conocimiento que la ciencia reconoce que el sujeto no pudo haber adquirido por medios normales?
«¿Qué científicos? —pensó Richard—. ¿El doctor Foxx? ¿El doctor Seagal?»
—Varios de mis sujetos han contado haber visto a un pariente al Otro Lado a quien creían vivo, y se sorprendieron de verlo allí —dijo Mandrake—. Cuando los sujetos regresaron, telefonearon a otros familiares que les confirmaron que ese pariente acababa de morir. En cada uno de tales casos no había forma de que el sujeto supiera de antemano la muerte del pariente.
—¿Tiene una lista de nombres? —preguntó Richard.
—Sería muy poco profesional por mi parte hacer públicos los nombres de los sujetos de mis estudios —dijo el señor Mandrake con reproche—. Pero ha habido numerosos casos documentados del fenómeno.
—¿De verdad? —preguntó Richard—. ¿En qué publicaciones?
—Por desgracia el estamento científico es enormemente cegato cuando se trata de publicar los resultados de la investigación sobre la cercanía a la muerte —dijo el señor Mandrake, envarado—. A excepción de unos cuantos valientes pioneros como el doctor Seagal y la doctora Lander, no pueden ver las realidades superiores que los rodean.
Ante la mención de Joanna, Richard volvió a mirar el reloj. Las diez y media.
—«Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía» —citó el señor Mandrake—. También ha habido numerosos casos de personas que han vuelto de la experiencia cercana a la otra vida y han desarrollado dones paranormales. Uno de mis sujetos…
—La verdad es que éste no es un buen momento —dijo Richard—. Tengo que hacer una llamada telefónica, así que si me disculpa… Tomó el teléfono.
—Por supuesto —dijo el señor Mandrake—. Tengo que ir a ver a la señora Davenport. Me encantará discutir con usted sus hallazgos.
Salió. Richard iba a colgar el teléfono pero lo pensó de nuevo y marcó el número de Amelia Tanaka. Justo entonces el señor Mandrake reapareció.
—Quería darle un ejemplar de La luz al final del túnel —dijo, extendiendo la mano para alcanzar el boli de Richard—. No, no, no interrumpa su llamada. —Hizo un gesto para que Richard siguiera marcando—. Es Wright con W, ¿verdad?
—Sí —dijo Richard, marcando el resto del número. Empezó a sonar. Mandrake garabateó algo en la página del título—. ¿Señorita Tanaka? —dijo Richard al teléfono—. Soy el doctor Wright.
El señor Mandrake cerró el libro y se lo tendió a Richard.
—Creo que lo encontrará útil —dijo, y se dispuso a marcharse.
—Era para contestar a su llamada, señorita Tanaka —dijo Richard al continuo ring-ring—. Sí. A las once.
«Y espero que apruebe ese examen de anatomía», pensó.
—Bien. No, no será ningún problema.
El señor Mandrake se marchó, cerrando la puerta tras él. Richard colgó el teléfono y miró el reloj. Las once menos cuarto. Decididamente, Joanna no iba a venir.
Abrió el libro para ver qué había escrito Mandrake. «Para ayudarle en su viaje hacia la muerte y más allá», decía. Richard se preguntó si aquello era una amenaza.
Llamaron a la puerta. Sin duda era Mandrake, para darle algún otro motivo por el que el CO, no podía causar una ECM. Descolgó de nuevo el teléfono y dijo:
—Sí, pase.
Joanna abrió la puerta.
—Lamento llegar tarde… Oh, está usted hablando por teléfono.
—No, no lo estoy —dijo él, y colgó—. Pase, pase.
—Lamento llegar tarde, de verdad. ¿Recibió mi mensaje?
—No.
—Oh, bueno, le dejé un mensaje, pero pretendía estar aquí a las diez para hablar con usted.
«Va a decir que no —pensó él—. Ha venido a decirme que no está interesada.»
—Pero tuve que ir a ver a Maisie y me costó trabajo librarme de ella. —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Como de costumbre.
—¿Sigue hablando del Hindenburg?—preguntó él. Sólo era retrasar lo inevitable, pero tal vez si hablaban ella cambiara de opinión. Joanna asintió.
—¿Sabía que un puñado de niños que fueron al aeródromo a recibir a sus padres los vieron caer envueltos en llamas?
—No lo sabía. A Maisie le encantan los detalles sangrientos, ¿no? ¿Quería verla para eso?
—No —dijo Joanna—. Encontró un testimonio de una ECM relacionada con el Hindenburg y tenía que preguntarle al respecto. Quería saber si el testimonio era de segunda mano o si lo escribieron en el momento, o poco después.
—¿Lo sabía Maisie? Ella negó con la cabeza.
—Sus libros no decían nada de las circunstancias, ni el nombre del tripulante, pero dijo que intentaría averiguarlo.
—¿La ECM fue de un tripulante del Hindenburg? ¿Tuvo una parada cardíaca durante el accidente y experimentó una ECM?
—No, una visión —dijo Joanna—. La tuvo mientras estaba colgado del entramado metálico del zepelín en llamas.
—¿Pero vio un túnel y ángeles?
—No, una ballena y una jaula para pájaros. No tiene ninguna de las imágenes de rigor, por eso es interesante. Es anterior a Moody y compañía, así que la imaginería no ha sido contaminada, y sin embargo hay claras correspondencias con la ECM típica. Oye un sonido (el chirrido del metal al quebrarse) y ve a su abuela y una deslumbrante luz blanca que interpreta como campos nevados. Y hay varias imágenes que son paralelas a la revisión de vida. Podría ser útil, pero no quiero albergar demasiadas esperanzas hasta que sepa cómo y cuándo dio su testimonio. Podría ser un caso de fabulación, sobre todo si lo contó semanas o meses después del accidente.
»De todas formas —dijo, subiéndose las gafas sobre la nariz—, me costó un rato librarme de Maisie y, cuando venía de camino, vi al señor Mandrake dirigirse a su laboratorio.
«Y te metiste en el hueco de las escaleras más cercanas», pensó Richard.
—¿Qué quería? —preguntó ella—. ¿Trató de sonsacarle cosas sobre el proyecto?
—No. Estaba más interesado en decirme por qué estaba condenado a fracasar.
—¿Qué discurso fue? ¿Su discurso de «la mera ciencia no puede explicar la ECOV», o el de «si parece real, es que es real», o el de «hay más cosas en el cielo y la tierra»?
—Todos —dijo Richard—. Me dijo que había casos documentados de personas que obtenían conocimientos durante las ECM que de otro modo no podrían haber conseguido.
Ella asintió.
—Una de las personas que esperan para saludarlos es la tía Ethel, y cuando los reviven llaman a Minnesota y descubren que, de hecho, la tía Ethel acaba de morir en un accidente de coche.
—¿Entonces hay casos? Ella sacudió la cabeza.
—Esas historias llevan circulando desde los tiempos de los espiritistas Victorianos, pero no hay ninguna prueba documental. Todas son de tercera mano, alguien conocía a alguien que le dijo qué le había pasado a su tía Ethel, o todo el asunto fue convenientemente destapado después de la llamada de Minnesota donde se informaba de la muerte y los apellidos siempre son convenientemente dejados al margen en bien de «la intimidad de los sujetos», así que no hay forma de verifica o rebatir la historia. Además, nadie se molesta en contar que ha visto alguien al Otro Lado que resulte que no está muerto. ¿Mencionó el se ñor Mandrake a W. T. Stead?
—No. ¿Quién es ése?
—Un famoso espiritista y psíquico que no era tan psíquico, según se demostró, o nunca habría reservado pasaje en el Titanic. Todos los demás psíquicos y médiums dijeron más tarde haber tenido visiones o premoniciones de su muerte, pero a ninguno se le ocurrió mencionarlo hasta después de que el naufragio apareciera en las primeras planas de los periódicos, cuando Stead salió en la lista de desaparecidos. Y la última persona que habló con Stead contó que cuando le dijeron que el barco había chocado contra un iceberg dijo: «No creo que sea nada.» —Frunció el ceño—. ¿El señor Mandrake no le preguntó por su proyecto?
—Miró el escáner TPIR y el EEG, pero no hizo ninguna pregunta. ¿Por qué? ¿Debería haberlo hecho? Ella seguía frunciendo el ceño.
—Se pasa la mitad del tiempo husmeando y tratando de averiguar quiénes son mis pacientes para poder contactar con ellos primero. ¿No le preguntó nada?
—No. Cuando entró, dijo que quería discutir el proyecto, pero luego se puso a parlotear sobre cómo las causas físicas no podían explicar la ECM, y sobre la estrechez de miras del estamento científico. Con la excepción de valientes pioneros como usted y el doctor Seagal.
—No le dijo que íbamos a trabajar juntos, ¿no?
—No —dijo él, tratando de no mostrar el súbito arrebato de placer que sentía—. ¿Vamos a hacerlo?
—Sí. ¿No recibió mi mensaje?
—No, mi contestador…
—Oh, bueno, dije que sí, que me gustaría trabajar en su proyecto. La verdad es que creo que dije: «Ah, muy bien, lo haré.» O algo igual de críptico. Dejé el mensaje anoche.
No era «Ah, olvídelo», sino «Ah, muy bien».
—Magnífico —dijo él, y sonrió—. Estoy encantado. Va a ser maravilloso trabajar juntos.
—Quiero seguir entrevistando también a los pacientes que ingresen en el hospital —dijo ella—, a menos que le parezca que es mala idea.
—No, cuantos más datos tengamos sobre ECM reales, mejor podremos comparar las nuestras. Sólo tengo previstas una o dos sesiones al día, dado el tiempo que se tarda en analizar los escáneres. Estoy seguro de que podremos satisfacer su calendario.
—Lo agradecería.
—Magnífico. Hablaré esta tarde con la oficina de becas para que sea oficial.
Ella asintió.
—Muy bien. Pero no se lo diga al señor Mandrake. Cuanto más tiempo se lo tengamos oculto, menos tiempo tendré que pasar tratando de evitarle. Bueno —le sonrió—, ¿quiere mostrarme las instalaciones?
—Haré algo mejor. Uno de mis voluntarios va a venir dentro de…—Miró el reloj. Las once y cuarto—. Bueno, de un momento a otro. Mientras tanto —la condujo a la consola—, ésta es la consola del escáner. Las imágenes aparecen aquí. —Señaló los monitores apagados sobre la consola—. Éste es el cerebro en estado de funcionamiento normal —dijo, tecleando instrucciones, y la pantalla se iluminó con una imagen naranja, amarilla y azul. Tecleó un poco más—. Y éste es el cerebro en un estado de sueño REM. Mire cómo el córtex prefontal (ésta es la zona del pensamiento consciente y la percepción de la realidad) y las zonas de influjo sensorial casi no muestran ninguna actividad. Y esto —tecleó de nuevo—, es el cerebro en estado de ECM, o al menos lo que espero que sea un estado de ECM.
Joanna se subió las gafas y contempló la pantalla.
—Parece similar al estado de sueño.
—Sí, pero no hay ninguna actividad en el córtex prefrontal ni aumento de actividad en el lóbulo anterior, aquí —dijo, señalando las zonas rojas—, ni en el hipocampo, ni en la amígdala.
—¿Y éstos son los recuerdos a largo plazo? —preguntó ella, señalando un puñado de puntitos rojos y naranjas en el córtex frontal.
—Sí. —Apagó las pantallas y recuperó el escáner del señor O’Reirdon—. Esto es el escaneo patrón —dijo, tecleando—, y esto es el escaneo de la primera sesión del señor Wojakowski. —Los superpuso en una tercera pantalla—. Puede ver que la pauta, excepto por la actividad en el córtex frontal, es similar, pero no idéntica. Es uno de los motivos por los que la necesito en el proyecto.
Se acercó al escáner y colocó la mano sobre la cúpula en forma de, arco.
—Y esto es el escáner TPIR. El sujeto se coloca aquí —indicó la mesa de reconocimiento—, bajo el escáner, y luego esto se coloca sobre la cabeza. El marcador y luego un sedante leve y la ditetamina si suministran por medio de una intravenosa, y se toman muestras de sangre antes, durante y después de la ECM. Tengo una enfermera. He estado utilizando a varias distintas.
Joanna contemplaba pensativa el aparato.
—¿Algún problema? —preguntó Richard. Ella asintió.
—Parece un túnel. ¿Hay alguna forma de cubrirlo, de ponerle algo delante hasta que el sujeto esté colocado? Hay que eliminar cualquier posible explicación física para la visión.
—Claro. Puede hacerse. Ella miró al techo.
—¿Necesita la luz del techo durante el procedimiento?
—No, pero los ojos del sujeto están cubiertos.
—¿Con qué?
—Un antifaz negro para dormir —respondió él. Sacó uno del armarito para enseñárselo—. También llevan auriculares, a través de los que se les suministra ruido blanco.
—Bien —dijo ella—, pero creo que también deberíamos enmascarar la luz. La explicación de Garland a la luz brillante que ven los sujetos es la luz del quirófano, y el motivo de que sea cegadoramente brillante es que sus pupilas están dilatadas.
Richard la miró feliz.
—Éstas son precisamente las cosas en las que esperaba que me ayudase. La cubriré con papel negro ahora mismo. Vamos a formar un equipo de primera.
Joanna le sonrió, y luego se acercó y miró el armarito gris de suministros y el alto armario de madera con sus puertas de vidrio, residuo de una época anterior del hospital, las manos apoyadas en las caderas.
—¿Hay algo más que quiera cambiar? —preguntó Richard.
—No. Añadir. —Rebuscó en el bolsillo de su rebeca y sacó un objeto envuelto en papel de periódico—. Esto es nuestra zapatilla de tenis.
—¿Zapatilla de tenis? —dijo Richard, mirando el objeto envuelto. Estaba claro que no era lo bastante grande para ser un zapato, aunque fuera de niño.
—¿No le ha contado todavía el señor Mandrake lo del zapato? Me sorprende. Le cuenta a todo el mundo que el zapato es la prueba científica de las ECM. Incluso más que la tía Ethel.
Se metió el objeto envuelto en papel en el bolsillo y se acercó a la mesa.
—Una mujer llamada María tuvo una parada cardíaca durante una operación. —Arrastró la silla—. Después, contó que flotaba sobre su cuerpo en la mesa de operaciones, y describió los procedimientos a los que la estaban sometiendo con todo detalle.
—Muchos pacientes lo han hecho —dijo él—. Describieron la intubación y las palas. ¿Pero no podrían haber obtenido la información en visitas anteriores al hospital?
—O en un episodio de Urgencias —dijo Joanna secamente—. Pero María describió algo más, y eso constituye la «prueba científica» a la que siempre se refiere el señor Mandrake. —Colocó la silla delante del gabinete de metal—. María dijo que cuando estaba cerca del techo, vio un zapato en el alféizar de la ventana, una zapatilla de tenis roja.
Se encaramó a la silla, miró en lo alto del armario, frunció el ceño, y se bajó.
—La zapatilla no era visible desde ninguna otra parte de la habitación, pero cuando el doctor subió a la otra planta y se asomó a la ventana, allí estaba.
—Lo cual demostró que el alma había abandonado el cuerpo y flotaba por encima —dijo Richard.
—Y, por extensión, que todo lo que el sujeto experimenta durante una ECM es real y no sólo una alucinación. —Arrastró la silla hasta el armario de madera y se subió a ella—. Bastante convincente, ¿no? El único problema es que nunca sucedió. Cuando los investigadores trataron de verificarlo, resultó que no hubo semejante caso, ni semejante paciente, ni semejante hospital.
Se sacó del bolsillo el objeto envuelto en papel.
—Naturalmente, aunque hubiera sido una historia verdadera, no habría significado nada. La zapatilla podría haber sido visible desde alguna otra parte del hospital, o el paciente o el investigador podrían haberla colocado allí. Cuando algún sujeto nos diga que ha visto esto, si lo hace —dijo, alzando el objeto—, consideraré la posibilidad de que ha salido realmente de su cuerpo.
—¿Qué es? —preguntó Richard.
—Algo que nadie imaginará —dijo ella, alzándose de puntillas y estirando el brazo para colocarla en lo alto del armario—. Usted incluido. Si no lo sabe, no podrá comunicarle accidentalmente ese conocimiento a nadie.
Recogió el papel y se bajó de la silla.
—Le daré una pista —dijo, colocándole el trozo de papel en la mano—. No es una zapatilla.
Se dio la vuelta y miró el reloj, calibrándolo.
—¿Quiere que retire también el reloj?
—No, aunque tal vez sea buena idea colocarlo en un sitio que el paciente no pueda ver. Cuantos menos objetos tenga el sujeto para fabular, mejor. De hecho, estaba pensando en su sujeto. ¿A qué hora dijo que estaría aquí?
—Tenía cita a las once, y llamó para decir que tenía un examen y tardaría unos minutos. Es estudiante de medicina —dijo, mirando el reloj—. Pero ya tendría que estar aquí.
—¿Sus sujetos son estudiantes de medicina?
—No, sólo la señorita Tanaka. Los otros voluntarios son…
—¿Voluntarios? ¿Está utilizando voluntarios? ¿Cómo describe el proyecto en su solicitud de voluntarios?
—Investigación neurológica. Tengo una copia aquí mismo —dijo él, acercándose a su mesa.
—¿Menciona las ECM?
—No —contestó él, buscando entre los montones de papeles—. Les dije qué pretendía el proyecto cuando vinieron a la selección.
—¿Qué tipo de selección?
—Un perfil físico y psicológico. —Encontró la petición de voluntarios y se la entregó—. Y les pregunté qué sabían sobre la experiencia cercana a la muerte y si alguna vez habían tenido alguna. Ninguno de ellos la había tenido.
—¿Y ya ha experimentado con alguno?
—Sí. Con la señora Bendix una vez, y dos veces con el señor Wojakowski y la señorita Tanaka, que es la que va a venir hoy.
—¿Escogió todas las solicitudes a la vez y luego los hizo venir para seleccionar?
El sacudió la cabeza.
—Empecé la selección inmediatamente para no tener que posponer el inicio de las sesiones. ¿Por qué?
Llamaron a la puerta, y Amelia Tanaka entró.
—Siento llegar tan tarde —dijo, soltando su mochila en el suelo y quitándose los guantes de lana. Se los guardó en los bolsillos—. Recibió mi mensaje, ¿verdad?
Tenía el pelo largo y liso veteado de nieve. Se la sacudió.
—El examen de anatomía ha sido horrible —dijo, asegurándose el cabello con una pinza—. No contesté ni la mitad de las preguntas. —Se desabrochó el abrigo—. No había mencionado en clase ni la mitad de las cosas. «¿Dónde está el pliegue vestigial de Marshall?» No lo sé. Dije que en el pericardio, pero igual podría ser en el hígado. —Se quitó el abrigo, lo dejó caer encima de la mochila, y se acercó a ellos—. Y luego empezó a nevar, todo el camino…
De pronto pareció darse cuenta de la presencia de Joanna.
—Oh, hola —dijo, y miró intrigada a Richard.
—Le presento a la doctora Lander, señorita Tanaka.
—Amelia —corrigió ella—. Pero tendré que cambiarme de nombre si el examen me salió tan mal como creo.
—Hola, Amelia —dijo Joanna.
—La doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto. Llevará a cabo las entrevistas.
—No irá a preguntar cosas como dónde está el pliegue vestigial de Marshall, ¿verdad?
—No. —Sonrió Joanna—. Sólo voy a preguntarle qué ha visto y oído, y hoy me gustaría hacerle unas preguntas sobre usted misma, para conocerla.
—Claro —dijo Amelia—. ¿Quiere hacerlo ahora o después de que me prepare para la sesión?
—¿Por qué no se prepara primero? —dijo Joanna, y Amelia se volvió expectante hacia Richard. Él abrió el gabinete de metal y le tendió unas prendas dobladas. Amelia desapareció en la pequeña habitación del fondo.
Richard esperó a que cerrara la puerta y entonces le preguntó a Joanna:
—¿Qué iba a decir antes de que llegara la señorita Tanaka? ¿Sobre la selección?
—¿Puedo ver su lista de voluntarios?
—Claro —respondió él, y volvió a buscar entre los papeles de su mesa—. Aquí está. Todos han sido aceptados, pero aún no he concertado ninguna cita con ellos.
Le tendió la lista a Joanna, y ella se sentó en la silla a la que se había subido para esconder la «zapatilla» en lo alto del armario de las medicinas y fue pasando el dedo por los nombres.
—Bueno, al menos esto explica por qué el señor Mandrake no trató de sonsacarle. No tenía que hacerlo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Richard. Se situó tras ella para mirar la lista.
—Me refiero a que uno de sus sujetos es también sujeto del señor Mandrake, hay otro que creo que probablemente lo es, y ésta —dijo, señalando a Dvorjak, A.— tiene un síndrome de atención compulsiva. Es una forma de desorden de personalidad incompleta. Se inventan ECM para llamar la atención.
—¿Cómo se inventa una ECM?
—La mitad de los supuestos casos del libro de Mandrake, del cual veo que tiene aquí un ejemplar, no son en realidad ECM. Visiones durante el parto y las operaciones quirúrgicas, incluso episodios de desmayo valen si la persona experimenta el túnel, la luz y los ángeles de marras. Amy Dvorjak está especializada en desmayos, los cuales, convenientemente, no tienen ningún síntoma externo, así que no se puede demostrar que no sucedieron. Ha tenido veintitrés.
—¡Veintitrés! Joanna asintió.
—Ni siquiera el señor Mandrake la cree ya, y eso que se cree todo lo que le dicen.
Richard le quitó la lista de las manos y tachó «Dvorjak, A.».
—¿Cuáles son los sujetos de Mandrake? Ella lo miró compungida.
—No le va a gustar oír esto. Uno de ellos es May Bendix.
—¡May Bendix! ¿Está segura? Joanna asintió.
—Es una de los sujetos favoritos de Mandrake. Incluso aparece en su libro.
—dijo que ni siquiera sabía lo que era una experiencia cercana a la muerte —protestó él, escandalizado—. ¡No puedo creerlo!
—Creo que antes de tratar a nadie más, será mejor que compruebe el resto de los nombres de esta lista.
Richard miró hacia la puerta de la habitación.
—Le diré a Amelia que el escáner se ha estropeado y no podemos realizar la sesión hoy. Joanna asintió.
—También me gustaría entrevistarla, junto con el resto de los sujetos, después de comprobar si tienen algo que ver con el señor Mandrake o la comunidad de afectados por las experiencias cercanas a la muerte.
—Bien. Espere, dijo usted que había otro que pensaba que podría estar relacionado con Mandrake. ¿Cuál?
—Éste —dijo ella, señalando el nombre en la lista—. Thomas Suárez. Me llamó la semana pasada y me dijo que había tenido una ECM. Le sugerí que llamara al señor Mandrake.
—Creí que había dicho que intentaba conseguir sujetos antes de que Mandrake pudiera corromperlos.
—Lo hago. Normalmente —dijo ella—. Pero el señor Suárez forma parte de ese catorce por ciento que también cree haber sido abducido por un ovni.
6
Eh, ¿dónde demonios están los paracaídas?
Cuando Joanna comprobó el resto de la lista con los miembros de la Sociedad de Estudios sobre la Cercanía a la Muerte, encontró dos nombres más.
—En total, cinco —le dijo a Richard.
—¿Todos espías de Mandrake? —preguntó Richard, escandalizado.
—No, no necesariamente. Bendix y Dvorjak son ambos perfectamente capaces de haberse presentado por su cuenta. Los creyentes siempre están al acecho de cualquier cosa que pueda validar sus creencias.
—¿Pero cómo pueden haberse enterado?
—Esto es el Mercy General —dijo Joanna—. También conocido como el Chismorreo General. Tal vez alguien del primer grupo de entrevistados ha informado a los otros de qué trataba su investigación. Los que experimentan las ECM tienen toda una red (organizaciones, Internet), y es sabido que el Instituto hace investigaciones sobre ECM. Puede que el señor Mandrake no sepa nada de esto.
—No lo dirá en seno, ¿verdad?
—No.
—Sigo opinando que deberíamos denunciarlo al consejo.
—Eso no servirá de nada —dijo ella—. No con la señora Brightman de por medio. Y lo último que le hace falta es una confrontación con él. Necesitamos…
—¿Escondernos en una escalera?
—Si es necesario —dijo Joanna—. Y asegurarnos de que ninguno de los otros voluntarios está relacionado con Mandrake ni con la comunidad cercana a la muerte.
—Y de que no sean unos lunáticos perdidos —dijo él—. Sigo sin creer que el perfil psicológico no los detectara.
—Creer en la otra vida no es una enfermedad mental —dijo Joanna—. Un montón de religiones importantes llevan haciéndolo desde hace siglos.
—¿Qué hay de los ovnis del señor Suárez?
—Gente mentalmente competente cree todo tipo de cosas raras. Por eso quiero entrevistarlos en cuanto haya terminado de comprobar las conexiones.
Se pasó el resto de la tarde dedicada a eso e imprimió las listas de miembros de la Sociedad Internacional para el Avance del Espiritismo y la Sociedad Paranormal para llevárselas a casa.
El señor Mandrake había dejado tres mensajes en su contestador diciendo que quería hablar con ella, así que fue dando un rodeo hasta el aparcamiento, cruzando la quinta planta hasta el ala oeste, bajando a la tercera, cruzando otra vez y pasando por Oncología hasta llegar al ascensor de los pacientes.
Una pareja de mediana edad estaba esperando el ascensor.
—Ve tú —le estaba diciendo el hombre a la mujer—. No hay motivo para que nos quedemos los dos.
La mujer asintió, y Joanna advirtió que sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Me llamarás si hay algún cambio?
—Te lo prometo —dijo el hombre—. Descansa un poco. Y come algo. No has probado bocado en todo el día. Los hombros de la mujer se hundieron.
—Muy bien.
El ascensor sonó y se abrió la puerta. La mujer besó al hombre en la mejilla y entró en la cabina. Joanna la siguió. Pulsó «B» y la puerta empezó a cerrarse.
—¡Espera! ¿Tienes el número de mi móvil? —llamó la mujer a través de la puerta.
El hombre asintió.
—329-6058 —dijo él, y la puerta se cerró del todo. «Cinco-ocho —pensó Joanna—. Cincuenta y ocho.» Vielle había dicho que Greg Menotti estaba probablemente intentando decir un número de teléfono, pero cuando la gente da su número de teléfono dice las cifras una a una. No sucedía lo mismo con las direcciones. Decían: “Vivo en él dos mil ciento quince de la calle Pearl.” Se preguntó cuál sería la dirección de Greg Menotti.
Se inclinó hacia delante y pulsó el dos, y cuando el ascensor llegó al segundo piso, salió, recorrió el vestíbulo de visitas y buscó su dirección en la guía telefónica: 1903, South Wyandotte, y su número de teléfono era 771-0642. Ni siquiera un cinco o un ocho, mucho menos un cincuenta y ocho. La dirección que intentaba decir podría haber sido la de su novia, claro, o la de sus padres. “Pero no lo era”, pensó Joanna. Había intentado decir algo crucial. ¿Y qué información crucial contenía el número cincuenta y ocho?
Cerró la guía de teléfonos y volvió hasta el ascensor. Una auxiliar de enfermería pasó junto a ella, llevando una taza de plástico, y se detuvo para preguntarle a una enfermera:
—¿En qué habitación dijiste que estaba?
—La dos cincuenta y ocho.
¿Podría haber conocido Greg Menotti a alguien en el hospital y trataba de hacer que contactaran con esa persona? Eso no tenía sentido. Lo habría mencionado antes, cuando exigía que se pusieran en contacto con su novia. ¿Qué otro tipo de habitaciones tenían números? ¿Una oficina? ¿Un apartamento?
Joanna bajó hasta el aparcamiento. Cincuenta y ocho. ¿El número de una caja de seguridad? ¿Una fecha? No, era demasiado joven para haber nacido en el 58. Se metió en el coche. Cincuenta y ocho no era el número de nada famoso, como el trece o el 666. Salió del aparcamiento y llegó a Colorado Boulevard. El coche que tenía delante llevaba una luz de neón púrpura alrededor de la matrícula. “WV-58.” Joanna miró hacia la gasolinera de la derecha: “Sin plomo”, decía el cartel. “1,58,99.”
Un escalofrío de temor supersticioso recorrió a Joanna y le erizó el vello de la nuca. “Es esa película que alquilamos Vielle y yo, la de los accidentes de avión con todas aquellos presagios. Destino final.”
Hizo una mueca. Realmente era una conciencia ampliada hacia algo que estaba presente en todo momento. El número cincuenta y ocho siempre había estado allí, igual que cualquier otro número, pero su cerebro estaba atento como un excursionista cauteloso ante la presencia de serpientes. Eso eran las supersticiones, un intento de dar sentido a datos aleatorios y acontecimientos al azar: estrellas y golpes en la cabeza y números.
“No significa nada —se dijo—. Estás dando significado a lo que no lo tiene.” Pero cuando llegó a casa entró en la Red e inició una búsqueda del número cincuenta y ocho. Encontró varios obituarios (“Elbert Hodgins, de cincuenta y ocho años”), una autopista nacional y catorce estatales, y tres libros en Amazon.com: La política de la guerra fría rusoamericana, 1946-1958; A la deriva en el par alelo cincuenta y ocho, y Mejor en la cama: 58 formas para mejorar su vida sexual.
“No es precisamente algo propio de la Dimensión desconocida”, pensó Joanna, divertida, y empezó a repasar la lista de miembros de la Sociedad Paranormal. Amelia no era miembro, ni tampoco ninguno de los otros voluntarios, pero cuando repasó la lista de la SIAE encontró el nombre de un voluntario, y cuando comprobó el sitio web de las ECM a la mañana siguiente, encontró a dos más, lo que los dejaba con ocho sujetos. Antes de haber entrevistado a ninguno.
—Lo siento mucho —le dijo a Richard—. Mi objetivo era asegurarme de que no se le colara ningún falsario, no diezmar el proyecto.
—Lo que habría diezmado mi proyecto habría sido que uno de mis sujetos apareciera en el libro de Mandrake. O en la primera plana del Star —dijo él—. Tenía usted razón. No debería denunciar a Mandrake ante el consejo. Tendría que estrangularlo.
—No tenemos tiempo —dijo Joanna—. Tenemos que seleccionar a los sujetos que nos quedan y buscar otros nuevos. ¿Cuánto tiempo llevará el proceso de aprobación?
—De cuatro a seis semanas para recibir permiso del consejo y el comité de proyectos. El papeleo para este grupo tardó cinco semanas y media.
—Entonces será mejor que empecemos a buscar inmediatamente —dijo Joanna—, y yo me dedicaré a esas entrevistas. Estoy preparada para hablar con Amelia Tanaka. Parece buena. No he encontrado nada cuestionable en ella, excepto el hecho de que dice que tiene veinticuatro años y sigue siendo estudiante de medicina, pero mi instinto me dice que no es una chalada.
—Instinto —sonrió Richard—. Creía que los científicos no tenían instinto.
—Claro que sí. Pero no se fían de él. Pruebas —dijo, agitando la lista de miembros de la SIAE—, ésa es la cuestión. Información externa. Por eso voy a llamar a sus referencias y por eso quiero entrevistarla. Pero si todo va bien, no veo ningún motivo para que no continúe con ella como estaba previsto.
Volvió a su despacho y llamó a las referencias de Amelia y luego a Amelia y concertó una entrevista. Fue difícil. Amelia tenía clases y prácticas de laboratorio, y tenía que estudiar para un examen de bioquímica. Joanna finalmente acordó verla a la una del día siguiente.
Le agradó que concertar la cita hubiera sido tan difícil. Su propia falta de ansiedad era prueba de que no era una creyente. Joanna comprobó el nombre entre los miembros de la Sociedad Teosófica y luego repasó los archivos de los otros siete voluntarios.
Parecían prometedores. La señora Coffey era directora de un sistema de datos, el señor Sage era soldador, la señora Haighton voluntaria de su comunidad, el señor Pearsall agente de seguros. Ninguno de sus nombres, ni el de Ronald Kelso ni el de Edward Wojakowski, aparecía en ninguno de los sitios de ECM. La única que le preocupaba era la señora Troudtheim, que no vivía en Denver.
—Vive en las llanuras del este —le dijo a Richard al día siguiente—, cerca de Deer Trail. El hecho de que tenga que venir en coche (¿cuántos kilómetros hay, noventa?) para participar en un proyecto de investigación es un poco sospechoso, pero todo lo demás es correcto, y los otros parecen de fiar. —Miró el reloj. La una menos cuarto—. Veré a Amelia Tanaka dentro de unos minutos.
—Bien —dijo él—. Si no encuentra nada negativo, me gustaría iniciar una sesión. Le diré a la enfermera que esté preparada. Llamaron a la puerta.
—Viene temprano —dijo Joanna, y fue a abrir. Era un hombre mayor y bajito, con el pelo rojo algo escaso ya y flequillo.
—¿Está aquí el doctor Wright? —dijo, asomándose al laboratorio. Espió a Richard—. Hola, Doc. Se me ha ocurrido pasarme por aquí para comprobar cuándo será mi próxima sesión. Soy uno de los conejillos de indias de Doc Wright.
—Doctora Lander, le presento a Ed Wojakowski —dijo Richard, acercándose a la puerta—. Señor Wojakowski, la doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto.
—Llámeme Ed. El señor Wojakowski es mi padre. —Le hizo un guiño.
Joanna recordó que Greg Menotti había hecho el mismo chiste. Se preguntó qué edad tendría el señor Wojakowski. Parecía tener al menos setenta, y el proyecto había especificado voluntarios de entre veintiún y sesenta y cinco años.
—Conocí a una Joanna una vez —dijo el señor Wojakowski—, cuando estaba en la Marina, durante la Segunda Guerra Mundial. La Segunda Guerra Mundial y la Marina otra vez, pensó Joanna.
Primero la señora Davenport y ahora el señor Wojakowski. ¿Significaba eso que ella había hablado con él? ¿O que el señor Mandrake había hablado con ambos? Esperaba que no… a este paso se quedarían sin sujetos en un santiamén.
—Trabajaba en la cantina de oficiales de Honolulu —estaba diciendo el señor Wojakowski—. Muy bonita, aunque no tanto como usted. Stinky Johannson y yo la colamos una noche a bordo para enseñarle nuestro Wildcat, y…
—Todavía no hemos concertado nuestra próxima cita —dijo Richard.
—Oh, vale, Doc —dijo el señor Wojakowski—. Por eso pensé en pasarme por aquí.
—Ya que ha venido, ¿le importaría que le hiciera algunas preguntas? —dijo Joanna. Se volvió hacia Richard—. La señorita Tanaka no vendrá hasta dentro de otros quince minutos.
—Claro —dijo Richard, pero parecía indeciso.
—O podríamos concertarle una cita más tarde.
—No, ahora está bien —dijo Richard, y ella se preguntó si lo había interpretado mal—. ¿Tiene tiempo para responder a unas cuantas preguntas, señor Wojakowski?
—Ed —corrigió él—. Claro que tengo tiempo. Ahora que estoy jubilado tengo todo el tiempo del mundo.
—Sí, bien —dijo Richard, y otra vez parecía vacilante—, tenemos fijada otra cita para la una.
—Lo capto, Doc. Seré dulce y breve. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Qué quiere saber, Doc?
Joanna miró a Richard, sin alcanzar a entender si quería que continuara o no, pero él asintió, así que le ofreció una silla al señor Wojakowski, pensando que tenían que establecer algún tipo de código para situaciones como aquélla.
—Sólo quería saber unas cuantas cosas sobre usted, señor Wojakowski, para conocerlo, ya que vamos a trabajar juntos —dijo Joanna, sentándose frente a él—. Su historial, por qué se presentó voluntario para el proyecto.
Joanna conectó la grabadora.
—Mi historial, ¿eh? Bueno, le diré que soy un viejo marino. Serví en el USS Yorktown. El mejor barco de la Segunda Guerra Mundial hasta que los japos lo hundieron. Lo siento —dijo al ver su expresión—. Es así como los llamábamos entonces. El enemigo, los japoneses.
Pero ella no estaba pensando en el uso ofensivo del término japos.
Estaba calculando su edad. Si había participado en la Segunda Guerra Mundial, tenía que tener casi ochenta años.
—¿Dice usted que sirvió en el Yorktown? —dijo ella, mirando su archivo. Nombre. Dirección. Número de Seguridad Social. ¿Por qué no estaba incluida su edad?—. Era un acorazado, ¿no? —preguntó, intentando ganar tiempo.
—¡Acorazado! —bufó él—. Portaaviones. El mejor del maldito Pacífico. Hundió cuatro portaaviones en la batalla de Midway antes de que un sumarino japo lo hundiera. Un torpedo. Se llevó por delante a un destructor que estaba en medio también. El Hammann. Se hundió del tirón. Sin darse cuenta. Dos minutos. Con todos a bordo.
Ella seguía sin encontrar su edad. Alergias a medicamentos. Historial clínico. Había marcado “no” en todo, desde tensión alta a diabetes, y parecía activo y alerta, pero si tenía ochenta años…
—… el Yorktown tardó más tiempo en hundirse —estaba diciendo—. Dos días enteros. Un espectáculo terrible.
Historial de trabajo, referencias, personas con quienes contactaren caso de emergencia, pero ninguna fecha de nacimiento. ¿Adrede?
—… la orden de abandonar el barco, y todos los marineros se quitaron los zapatos y los pusieron en fila en cubierta. Cientos y cientos de pares de zapatos…
—Señor Wojakowski, no puedo encontrar…
—Ed —corrigió él, y entonces, como si supiera lo que iba a preguntarle, añadió—: Me enrolé cuando tenía trece años. Mentí respecto a mi edad. Les dije que el hospital donde tenían mi certificado de nacimiento había sido destruido en un incendio. No es que comprobaran ese tipo de cosas después de Pearl. —La miró, desafiante—. Usted es demasiado joven para saber lo que es Pearl Harbor, supongo.
—¿El ataque sorpresa japonés a Pearl Harbor?
—¿Sorpresa? Relámpago, más bien. Los Estados Unidos de América estaban sentados tan tranquilos, metiditos en lo suyo, y ¡zas! Ninguna declaración de guerra, ninguna advertencia, nada de nada. Nunca lo olvidaré. Era domingo, y yo estaba leyendo los suplementos de los periódicos. “Los Katzenjammer Kids”, todavía puedo verlo. Levanto la cabeza y entra la vecina de dos puertas más abajo, sin aliento, y va y dice: “¡Los japos acaban de bombardear Pearl Harbor!” Bueno, ninguno de nosotros sabía siquiera dónde estaba Pearl Harbor, excepto mi hermana mayor. Lo había visto en un noticiario en el cine la noche anterior. Desesperados, con Randolph Scott. Y al día siguiente, me fui al centro de reclutamiento de la Marina y me alisté.
Hizo una pausa para tomar aire, y Joanna dijo rápidamente:
—Señor… Ed, ¿qué le hizo presentarse voluntario para este proyecto? ¿Cómo se enteró de su existencia?
—Vi un anuncio en el centro recreativo de Aspen Gardens. Ahí es donde vivo. Y entonces cuando vine y hablé con el doc, me pareció interesante.
—¿Había estado relacionado con algún proyecto de investigación aquí en el hospital?
—No. Ponen carteles con frecuencia. Para la mayoría tienes que tener algo malo, hernias, o no ver bien, o algo por el estilo, y yo no tenía nada de eso, así que no pude participar.
—Ha dicho que el proyecto le pareció interesante. ¿Puede ser más específico? ¿Le interesaban las experiencias cercanas a la muerte?
—He visto programas de televisión sobre el tema.
—¿Y por eso quiso participar en el proyecto? Él sacudió la cabeza.
—Tuve experiencias cercanas a la muerte más que suficientes en la guerra. —Hizo un guiño—. Los túneles y las luces, déjeme que se lo diga, no son nada comparado con ver un Zero que viene hacia ti y la ametralladora que tienes que disparar se atasca. Esas malditas 1,1 milímetros estaban atascándose siempre, y hacía falta que un compañero artillero se pusiera debajo con un martillo y la desatascara. Recuerdo una vez que Recto Holecek, lo llamábamos así porque siempre estaba dibujando rectas, bueno, pues va y…
No era extraño que Richard se hubiera mostrado reacio a dejarla interrogar al señor Wojakowski con Amelia citada al cabo de unos pocos minutos.
Ahora estaba de pie detrás de él. Joanna lo miró, y Richard le sonrió.
—… y justo entonces un Zero entró en picado contra nosotros, y Recto suelta un grito y deja caer el martillo en mi pie, y…
—¿Entonces, si no le interesaban las ECM, qué fue lo que le interesó del proyecto? —preguntó Joanna.
—Ya le he dicho que serví en el Yorktown, y déjeme que le diga que era un barco magnífico. Flamante y brillante como un botón, y con camas de verdad donde dormir. Incluso tenía una fuente de soda. Podías entrar allí y pedir un chocolate malteado o un refresco de cereza, como en el drugstore de al lado de casa. —Sonrió al recordado—. Bueno, después de que llegáramos a Rabaul, pusieron al Viejo Yorky, así es como lo llamábamos, de patrulla en el mar de Coral, y durante seis semanas estuvimos allí, jugando a los dados y apostando a ver a quién le crecían más rápido las uñas.
Joanna se preguntó qué tenía esto que ver con el hecho de que se hubiera presentado voluntario. Tenía la sospecha de que no había ninguna relación, que él simplemente aprovechaba cualquier oportunidad que le dieran para hablar de la guerra, y si ella no lo detenía, empezaría a contarle la batalla de Midway.
—Señor Wojakowski, iba usted a decirme por qué se presentó voluntario para este proyecto.
—A eso voy —dijo él—. Bueno, pues allí estábamos, rascándonos la barriga, y una semana después estábamos tan aburridos que nos moríamos de ganas de que los japos nos lanzaran una bomba. Al menos tendríamos algo que hacer. Hablando de bombas, ¿le he contado alguna vez lo que hizo Jo-Jo Powers en el mar de Coral? La primera vez su escuadrón no derriba nada, fallan todos sus torpedos, y así que está preparándose para su segunda batida, y dice: “Voy a alcanzar esa cubierta aunque tenga que poner allí la bomba yo mismo”, y…
—Señor Wojakowski —dijo Joanna con firmeza—. Sus motivos para presentarse voluntario.
—¿Ha estado alguna vez en Aspen Gardens? Ella negó con la cabeza.
—Tiene suerte. Es como estar de patrulla en el mar de Coral, sólo que sin jugar a los dados. Así que pensé en venir y hacer algo interesante.
Lo cual era un motivo excelente.
—¿Ha tenido usted mismo alguna vez una experiencia cercana a la muerte, señor Wojakowski?
—No hasta que el doc me conectó ese donut y me hizo parecer Frankenstein. Siempre había pensado que el túnel y la luz y ver a Jesús y todo eso era una trola, pero cierto, vi un túnel. Pero no vi a ningún Jesús. Sigo diciendo que es una patraña. Vi demasiadas cosas en la guerra para dar mucho crédito a la religión. Una vez, en el mar de Coral…
Ella lo dejó hablar, satisfecha de que no fuera uno de los espías del señor Mandrake. Estaba claro que el verdadero motivo por el que se había ofrecido voluntario era tener a alguien nuevo a quien contarle sus historias de guerra. “Y si el señor Mandrake intenta sonsacarle, le estará bien merecido”, pensó, sonriendo. Se enteraría de toda la guerra en el Pacífico. Y si Amelia no llegaba pronto, también lo contaría ahora. Miró el reloj. Eran casi las dos. ¿Dónde estaba?
El busca de Joanna sonó.
—Discúlpeme —dijo, e hizo la comedia de sacarlo del bolsillo y mirarlo—. Lo siento. Tengo que hacer una llamada.
—Claro, Doc —dijo él, como decepcionado—. Esos aparatitos son cojonudos. Ojalá los hubiéramos tenido en la Segunda Guerra Mundial. Sin duda nos habría servido de ayuda aquella vez que…
—Lo llamaremos en cuanto terminemos de fijar los calendarios —dijo Joanna, escoltándolo firmemente hasta la puerta del laboratorio mientras él seguía hablando. Abrió la puerta—. Lo sabremos dentro de un par de días.
—Cualquier momento me vendrá bien. Tengo todo el tiempo del mundo —dijo, y Joanna sintió de pronto remordimientos.
—Ed —dijo—, no ha terminado de contarme lo del bombardero, el que dijo que alcanzaría la cubierta aunque tuviera que poner la bomba allí él mismo. ¿Qué le pasó?
—¿Se refiere a Jo-Jo? Bueno, se lo diré. Dijo que hundiría aquel portaaviones aunque fuera la última cosa que hiciera, y lo hizo. Fue todo un espectáculo, verlo atacar directamente el Skokaku, la cola ardiendo, todo rodeado de Zeros. Pero hizo lo que dijo que iba a hacer, colocó la bomba en la maldita cubierta, aunque no podía estar a más de treinta metros cuando la soltó, y entonces, bam, su avión se estrelló en el océano.
—Oh —dijo Joanna.
—Pero lo hizo, aunque ya estaba muerto cuando la bomba estalló. Lo hizo.
7
A bordo del Pacific, de Liverpool a Nueva York. Confusión a bordo. Nos rodean icebergs por todas partes. Sé que no puedo escapar. Escribo la causa de nuestra pérdida para que los amigos no vivan en la duda. Quien encuentre esto, por favor, que lo publique. Wm. Graham.
Hicieron falta otros veinte minutos y dos historias más sobre el Yorktown para librarse del señor Wojakowski.
—Santo Dios —dijo Joanna, apoyándose contra la puerta que finalmente había conseguido cerrar tras él—, es más difícil de evitar que Maisie.
—¿Cree que es uno de los tipos de Mandrake? —preguntó Richard.
—No, si fuera un creyente nos lo habría contado todo. La verdad es que será un sujeto muy bueno si consigo impedir que hable del tema del USS Yorktown. Tiene buen ojo y oído para los detalles, y habla.
Richard sonrió.
—Por los codos. ¿Seguro que eso es una ventaja?
—Sí. No hay nada peor que un sujeto que responde con monosílabos, o que se queda ahí sentado. Prefiero de largo a los charlatanes.
—¿Entonces puedo darle una cita?
—Sí, pero yo se la daría antes de la sesión con otro sujeto. De lo contrario, nunca lo haremos callar. —Se acercó a la mesa y soltó el expediente del señor Wojakowski—. Sigo esperando que Amelia Tanaka llegue y resulte ser una buena excusa para terminar. Ya tendría que estar aquí. ¿Suele llegar tarde?
—Siempre. Pero normalmente llama.
—Oh, tal vez lo hizo —dijo Joanna, sacando su busca—. Le di el número de mi busca. —Llamó rápidamente a centralita y preguntó por sus mensajes.
—Amelia Tanaka dijo que llegaría tarde, que estaría allí sobre las dos —respondió la operadora—. Y la enfermera Howard quiere que la llame.
Esa era Vielle, y no debía tratarse de una ECM. Cuando era el caso de alguien que había tenido una parada cardíaca, simplemente dejaba un mensaje para que Joanna bajara a Urgencias.
Ha descubierto lo que quería decir Greg Menotti con “cincuenta y ocho”, pensó Joanna. Miró el reloj. Las dos menos veinte.
—Voy a bajar a Urgencias —le dijo a Richard, colgando el teléfono—. Amelia estará aquí a las dos. Volveré antes.
—¿Qué ocurre? ¿Una ECM?
—No. Vielle me tiene que explicar algo.
“Qué significa cincuenta y ocho.”
“Y probablemente no será nada”, se dijo a sí misma, mientras bajaba corriendo a la quinta planta.
Vielle probablemente le diría que Greg Menotti estaba intentando decir algo completamente vulgar, como: “Prueben en la oficina de Stephanie. El número es 818-2258.” O: “No puedo haber sufrido un infarto. He hecho cincuenta y ocho abdominales en el gimnasio esta mañana.”
“Pero no era eso —pensó mientras cruzaba el pasillo hacia el edificio principal y el ascensor—. No estaba hablando de abdominales ni de números de teléfono. Estaba hablando de otra cosa. Estaba tratando de decirnos algo importante.”
Bajó a la primera planta en ascensor y luego por las escaleras hasta Urgencias. Vielle estaba en el puesto central, anotando entradas en una gráfica. Joanna corrió hacia ella.
—Has descubierto lo que significa, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué intentaba decir?
—¿Quién? —dijo Vielle, en blanco—. ¿De qué estás hablando?
—De Greg Menotti. El paciente que tuvo el ataque al corazón el martes.
—Oh, ya, el infarto de miocardio que no dejaba de decir “cincuenta y nueve”.
—Cincuenta y ocho.
—Eso es. Lo siento. Iba a comprobar el número de teléfono de su novia —dijo ella, quitándose la gorrita de la frente—. Se me olvidó. Lo comprobaré esta tarde, te lo prometo. ¿Por eso has bajado?
—No. Me has llamado, ¿recuerdas?
—Oh, es verdad —dijo Vielle, y parecía algo incómoda—. No estabas allí. —Volvió a concentrarse en la gráfica.
—¿Y bien? ¿De qué querías hablarme?
—De nada. No me acuerdo. Probablemente de la cena del jueves. ¿Sabes lo difícil que es encontrar películas en las que no haya muertes? Incluso comedias. Shakespeare enamorado, Algo para recordar, Cuatro bodas y un funeral. Me pasé hora y media en el Blockbuster anoche, buscando algo que no tuviera muertes.
“Y estás, evidentemente, tratando de cambiar de tema”, pensó Joanna. ¿Por qué? ¿Y para qué había llamado? Obviamente, había cambiado de opinión.
—Ni siquiera valen las películas infantiles —continuó Vielle—. El padre de Cenicienta, la madre de Bambi, la Malvada Bruja del Este… ¿Qué ocurre, Nina? —le preguntó a una auxiliar que se acercaba, y eso también era extraño. Vielle solía gritarles a las auxiliares que la interrumpían.
—La señora Edwards del control me dijo que te diera esto —dijo Nina, entregándole una foto a Vielle. Era una foto de un adolescente rubio y tatuado, con una gorrita de lana, obviamente la foto de una ficha policial, ya que tenía una larga fila de números debajo.
—No habréis tenido otro tiroteo, ¿no? —preguntó Joanna.
—No —dijo Vielle, a la defensiva—. Hemos estado todo el día tan tranquilos como en una iglesia. Nada más que tobillos torcidos y cortes con papel. ¿Por qué te ha dicho la señora Edwards que me entregaras esto? —le preguntó a Nina.
—Dice la policía que los llames si aparece este tipo. Le ha disparado a otro en la pierna con una pistola de clavos.
—Gracias, Nina —dijo Vielle, devolviéndole el papel—. Ve a enseñárselo al doctor Thayer.
—Si aparece el tipo al que ha disparado, también tienes que llamarlos —dijo Nina—. Los dos son miembros de bandas…
—Gracias, Nina.
En cuanto Nina se marchó, Joanna comentó:
—¡Una pistola de clavos! Vielle, ¿cuándo vas a pedir que te trasladen? Este sitio es peligroso…
—Lo sé, lo sé, ya me lo has dicho otras veces —contestó ella, mirando más allá de Joanna—. Oh, tengo que irme.
Empezó a caminar hacia la recepción de Urgencias, donde dos hombres sujetaban por los sobacos a una mujer que tenía la cara muy pálida.
—Vielle…
—Te veré mañana por la noche en la cena —dijo Vielle, echando a correr.
Demasiado tarde. La mujer vomitó por todo el suelo y sobre los dos hombres. Uno de ellos la soltó y saltó hacia atrás para escapar de la línea de fuego, y la mujer se deslizó de lado hacia el suelo. Vielle, de nuevo con su expresión preocupada de siempre, la agarró antes de que cayera.
No tenía sentido seguir esperando. Estaba claro que la mujer iba a requerir un rato de atención, y ya eran casi las dos. ¿Y qué podía decir si se quedaba? “Vielle, ¿por qué me has llamado? ¡Y no me digas que fue por la madre de Bambi!”
Joanna volvió a subir las escaleras. Amelia no había llegado todavía.
—¿Descubrió lo que quería? —preguntó Richard.
—No —dijo Joanna. En más de un sentido.
—Por cierto, Vielle…
Llamaron a la puerta, y entonces entró Amelia, exclamando:
—Lamento muchísimo llegar tan tarde. ¿Pueden creer que todos mis profesores decidieron poner el examen la misma semana? —Se liberó de la mochila, los guantes y el abrigo con la misma velocidad que dos días antes, en el mismo tiempo—. Sé que he suspendido. ¡Odio la bioquímica!
Llevaba el largo pelo negro recogido en el desordenado moño de todas las estudiantes universitarias modernas. Lo sacudió y lo retorció de nuevo en un moño aún más revuelto.
—He suspendido, lo sé —dijo, asegurándoselo con una gran pinza dorada de plástico—. ¿Quiere que me vaya desnudando, doctor Wright?
—Todavía no —dijo él—. La doctora Lander tiene que hacerle primero unas preguntas.
—Amelia —dijo Joanna, indicando una de las tres sillas. Ella se sentó también, y Richard dio la vuelta y ocupó la otra—. Es usted estudiante de primer ciclo de medicina, ¿.verdad?
Amelia se encogió de hombros.
—No después del examen de bioquímica que acabo de hacer. Ha sido aún peor que el de anatomía. Era estudiante. Ahora soy un cero a la izquierda.
Joanna anotó “medicina”.
—¿Y qué edad tiene?
—Veinticuatro años —dijo Amelia—. Lo sé, soy demasiado mayor para estar todavía en el primer ciclo. Pero hice un módulo profesional de teatro musical antes de decidir que no quería ser actriz.
Una actriz. Buena interpretando papeles. Y engañando a la gente.
—¿Por qué decidió que no quería ser actriz?
—Me di cuenta de que los únicos papeles que iba a conseguir serían Tuptim y Miss Saigón, y que nunca iba a conseguir interpretar a Marión la bibliotecaria, o Annie, Get Your Gun, así que me decidí por la medicina. Al menos los médicos siempre se llevan algo. —Le sonrió a Joanna—. Ya sabe, riñones, vejigas, hígados.
Un chiste, cosa que los verdaderos creyentes nunca hacían. Si había una característica que los locos de las ECM, las experiencias extrasensoriales y los abducidos por los ovnis tenían en común era su completa falta de sentido del humor. Y Amelia tenía también conocimientos de ciencia y la voluntad de ofrecer información que indicara que no tenía nada que ocultar. “Creo que tenemos una ganadora”, pensó Joanna.
—¿Puede decirme por qué se presentó voluntaria para el proyecto? Amelia miró a Richard, sintiéndose culpable.
—¿Por qué me presenté voluntaria? —dijo, y apartó la mirada—. Bueno…
“Justo cuando pensabas que era seguro volver al agua”, pensó Joanna.
—dijo usted que le interesaba la neurología —dijo Richard. “No le des pistas”, pensó Joanna, mirándolo con mala cara.
—Estoy interesada en la neurología —dijo Amelia—. Es lo que quiero hacer, pero lo que no le dije —retorció las manos sobre su regazo— es que no me presenté voluntaria por mi cuenta.
“Aquí viene —pensó Joanna—, la contrató el señor Mandrake. O peor, las voces que oye en su cabeza.”
—Mi profesor de psicología está a favor de la idea de que los estudiantes de medicina también sean pacientes, para que cuando sean médicos puedan comprender a sus pacientes —dijo Amelia, mirándose las manos—. Da créditos extra por participar en proyectos de investigación, y me hacen falta los puntos. Me va fatal en psicología. —Miró a Richard, como pidiendo disculpas—. No se lo dije porque temía que no me aceptara.
“¿Aceptarte? —pensó Joanna—. Ojalá hubiera una docena más como tú.” Los estudiantes que se ofrecían voluntarios para conseguir puntos extra eran perfectos. No tenían planes predeterminados ni ningún interés concreto en la materia, por lo cual era muy improbable que leyeran el libro de Mandrake o cualquier otro libro sobre las ECM.
—¿Su profesor la asignó al proyecto? —preguntó.
—No —respondió Amelia, y miró otra vez a Richard con expresión de culpabilidad—. Escogemos el proyecto que nos interesa.
—¿Y te interesaban las ECM? —preguntó Joanna, con el corazón encogido.
—No, no sabía que trataba de las ECM cuando me presenté. —Empezó otra vez a retorcer las manos—. Creí que sería uno de esos experimentos sobre la memoria. No es que lo deseara —dijo, ruborizándose—, esto es mucho más interesante.
Miró otra vez a Richard, y entonces Joanna cayó en la cuenta.
—Necesitaré una copia de tu horario de clases para que podamos elegir un buen momento para las sesiones, Amelia —dijo. Richard la miró sin entenderla. Joanna lo ignoró.
—¿Te parece bien, Amelia? —dijo.
—Sí —respondió Amelia ansiosamente—. Incluso puedo quedarme esta tarde y tener una sesión, si quieren.
—Magnífico —dijo Joanna—. ¿Por qué no vas a desnudarte? Se levantó, todavía evitando los ojos de Richard, y se dirigió a la mesa de reconocimiento.
—Sé dónde está todo —dijo Amelia, recogiendo las ropas de la mesa, y luego desapareció en el cuarto de vestir.
—¿Está segura de que es una buena idea? —preguntó Richard en cuanto la puerta se cerró tras ella—. ¿Ha visto su reacción cuando le ha preguntado por qué se ofreció voluntaria para el proyecto? Se incomodó mucho. No creo que estuviera diciendo la verdad.
—No la decía —contestó Joanna—. ¿Me necesita para que le ayude a colocar las cosas?
—Si estaba mintiendo, ¿cómo puede estar segura de que no es una de los espías de Mandrake?
—Porque era una mentira periférica —dijo Joanna—. Mentía por un motivo personal que no tiene nada que ver con el asunto en cuestión, el tipo de mentira que siempre hace que la gente se meta en líos en los misterios con asesinato. —Le sonrió—. No es una creyente. El perfil de personalidad está equivocado y también su testimonio de su primera ECM. Sus referencias encajan, y su entrevista confirma lo que pensé cuando la vi por primera vez. Es exactamente lo que parece ser: una estudiante de medicina que se dedica a esto para ganar unos cuantos puntos.
—Vale —dijo él—. Magnífico. Empecemos. Iré a buscar a la enfermera Hawley.
Salió del laboratorio. Al cabo de un momento, Amelia salió del cuarto de vestir con una bata hospitalaria encima de sus vaqueros y la mascarilla colgándole del cuello. Miró alrededor, vacilante.
—El doctor Wright ha ido a buscar a la enfermera —dijo Joanna.
—Oh, bien —dijo Amelia, acercándose a ella—. No quise decírselo con él delante. No le dije la verdad antes. Respecto a por qué escogí este proyecto.
“No des pistas —pensó Joanna—, sobre todo cuando crees saber la respuesta.” Amelia ladeó la cabeza, como había hecho antes.
—El motivo real fue el doctor Wright. Me pareció guapo. Eso no me descalifica para ser voluntaria, ¿no?
—No —dijo Joanna. Era lo que ella había pensado—. Es guapo.
—Lo sé. No vea lo adorable… —Se interrumpió bruscamente, y las dos se volvieron hacia la puerta.
—La enfermera Hawley no estaba —dijo Richard, entrando—. Tendré que llamarla por el busca. —Se acercó al teléfono—. Necesito una enfermera que me ayude. —Marcó centralita.
—Mientras esperamos, Amelia —dijo Joanna—, ¿por qué no me cuentas qué viste durante tu primera sesión?
—¿La primera vez que me puse debajo? —preguntó Amelia, y Joanna se preguntó si su uso de aquella expresión era significativo—. La primera vez todo lo que vi fue una luz brillante. Era tan brillante que en realidad no podía ver nada. La segunda vez no fue tan brillante, y vi gente.
—¿Puedes ser más concreta?
—En realidad no. Quiero decir que no pude verla, a causa de la luz, pero sabía que estaban allí.
—¿Cuántas personas?
—Tres —dijo Amelia, entornando los ojos como si viera la escena—. No, cuatro.
—¿Y qué estaban haciendo?
—Nada. Estaban allí de pie, esperando.
—¿Esperando?
—Sí. Esperándome, creo. Mirando. Mirar y esperar no eran la misma cosa.
—¿Hubo alguna sensación asociada con lo que viste? —preguntó Joanna.
—Sí, sentí calor y… —Vaciló—. Y paz.
Calor y paz eran dos palabras usadas frecuentemente por los que experimentaban ECM para describir sus sensaciones, también seguridad, y rodeado de amor, sentimientos también asociados con la liberación de endorfinas.
—¿Se te ocurren otras palabras para describir la sensación?
—Sí —dijo Amelia, pero guardó silencio varios segundos—. Serenidad —dijo por fin, pero la inflexión al final de la palabra ascendió, como si fuera una pregunta—. Calidez —dijo con más certeza—, como estar delante de una chimenea. O envuelta en una manta.
Sonrió, como si recordara la sensación.
—¿Qué sucedió después de que vieras las figuras en la luz?
—Nada. Eso es todo lo que recuerdo, sólo la luz y a ellos allí de pie, mirando.
Richard se acercó, irritado.
—La enfermera Hawley no responde al busca. Tendremos que apañárloslas sin ella. Amelia, cuando quiera puede subir a la mesa. Amelia saltó a la mesa y se tendió de espaldas.
—Oh, qué bien —dijo—. Ha cubierto esa luz. No dejaba de cegarme.
Richard dirigió a Joanna una mirada de aprobación y luego tomó un indicador de oxígeno y lo colocó en el dedo de Amelia.
—Controlamos constantemente el pulso y la presión sanguínea.
Se retiró hasta la consola y tecleó algo. Los monitores situados sobre el terminal se iluminaron. En la pantalla inferior izquierda aparecieron las indicaciones. Niveles de oxígeno, noventa y ocho por ciento; pulso, sesenta y siete. Regresó a la mesa.
—Amelia, voy a colocar los electrodos.
—Muy bien.
Richard le bajó el cuello de la bata y colocó los electrodos en su pecho.
—Éstos controlan el ritmo cardíaco —le dijo a Joanna. Colocó en el brazo de Amelia un tensiómetro—. Muy bien. Es hora de que se ponga el antifaz.
—De acuerdo —dijo ella, alzando levemente la cabeza mientras se colocaba el antifaz sobre los ojos, y luego se tendió. Richard empezó a colocar electrodos en sus sienes y cuero cabelludo.
—¡Espere! —Ella trató de sentarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna—. ¿Algo va mal?
—Sí —dijo Amelia. Palpó a ciegas con la mano izquierda en busca de su pinza para el pelo, la quitó, y sacudió su larga melena—. Lo siento, me la estaba clavando en la nuca —dijo, tumbándose de nuevo—. No he desconectado nada, ¿verdad?
—No, tranquila —dijo Richard, volviendo a colocar los electrodos en sus sienes. Empezó a colocar otros electrodos más pequeños por su cuero cabelludo.
Joanna la miró, tendida allí, con el pelo negro extendido en abanico alrededor de su cara pálida. “Parece la Bella Durmiente”, pensó, y se preguntó si la Bella Durmiente había tenido visiones durante sus cien años de estar en coma. Y si las había tenido, ¿de qué? ¿Túneles y luces, o un bote en un lago?
Una enfermera de mediana edad llegó resoplando.
—Lamento llegar tarde. Estaba con un paciente.
—Puede empezar con suero salino —dijo Richard, alzando los bordes del antifaz de Amelia para pegar electrodos en las comisuras de sus ojos—. Estos electrodos registran los movimientos oculares durante el periodo en que los sujetos están en el sueño REM.
La enfermera había atado un trozo de tubo de goma alrededor del brazo de Amelia y estaba buscando diestramente una vena. Richard alzó el otro brazo de Amelia y colocó un trozo de gomaespuma de cinco centímetros debajo. “Para reducir los estímulos externos”, pensó Joanna, mirando cómo los colocaba también bajo las rodillas y las piernas.
—¿Está colocada la intravenosa? —le preguntó Richard a la enfermera—. Muy bien, empecemos con los marcadores. —Se inclinó sobre Amelia—. ¿Le duele algo? ¿Algún pinchazo? ¿Cosquillas? ¿Hormigueo?
—No —contestó Amelia—. Estoy bien.
—Bien —dijo él. Tomó unos auriculares, los enchufó y se los puso. Escuchó un instante, luego se los quitó y los acercó a Amelia.
—Estamos preparados para comenzar —dijo—. Voy a colocarle los auriculares. ¿Preparada?
—¿Pueden darme una manta? —preguntó Amelia—. Siempre tengo frío.
“¿Frío?”, se preguntó Joanna. Había dicho que se sentía cálida y cómoda. Joanna pensó en Lisa Andrews, que temblaba mientras decís que se sentía cálida y segura.
—¿Cuándo tienes frío, Amelia? —preguntó.
—Después. Cuando despierto, estoy helada.
—La temperatura corporal baja cuando se está tendido —dijo la enfermera Hawley, y a Joanna le dieron ganas de estrangularla.
—¿Te despiertas y tienes frío, o ya tienes frío cuando te despiertas? —preguntó Joanna.
—No lo sé. Después, creo. —Pero había el mismo tono interrogativo en su voz.
Richard extendió una manta de algodón blanco sobre el cuerpo de Amelia, dejando destapado el brazo con la intravenosa.
—¿Qué tal ahora?
—Bien.
—De acuerdo, voy a ponerle los auriculares —le dijo. Los colocó al revés, la banda para la cabeza bajo la barbilla. “Para que no obstruyan el escáner”, pensó Joanna.
—A través de los auriculares se suministra ruido blanco —le explicó Richard a Joanna—. Enmascara cualquier ruido disperso del oído interno junto con cualquier ruido exterior. ¿Amelia? —preguntó en voz alta. No hubo respuesta—. Muy bien —dijo, rodeando a Joanna y retirando el protector de la pantalla—. ¿Preparada?
—Sí —dijo Joanna, pero al mirar a Amelia, tendida inmóvil y silenciosa bajo la manta blanca, el pelo esparcido alrededor de la cabeza, sintió un escalofrío de ansiedad—. ¿Seguro que el procedimiento no entraña riesgos?
—Seguro. Y no tiene que susurrar. Amanda no puede oírla. Es perfectamente seguro.
“Eso pensaron los pasajeros del Hindenburg”, pensó Joanna. Y el señor O’Reirdon había tenido un paro cardíaco en mitad de un escáner.
—¿Pero y si algo sale mal mientras Amelia está en el proceso?
—Hay un programa que controla continuamente las lecturas vitales y las imágenes del escáner TPIR —dijo Richard—. Cualquier anormalidad en la función cerebral o la actividad cardíaca dispara una alarma que automáticamente detiene la ditetamina y administra norepinefrina. Si es un problema serio, el ordenador está conectado al código de alarma para un equipo de primeros auxilios cardiovasculares.
—¿En esta planta? —preguntó Joanna, tratando de imaginar a un equipo semejante abriéndose paso desde la quinta-oeste.
—En esta planta —le aseguró Richard—. En esta ala. Pero no lo necesitaremos. El procedimiento es perfectamente seguro, y los sujetos son controlados continuamente durante y después de la sesión.
—Creo que debería decirles que no está pasando nada —dijo Amelia, la voz cargada con el excesivo énfasis de quien no puede oír. Richard alzó un auricular unos centímetros y dijo:
—Ahora mismo vamos.
Colocó el auricular con cuidado sobre la oreja.
—¿Cree que hay alguna otra precaución que debiéramos tomar? “Sí”, pensó Joanna.
—No.
—Muy bien, entonces allá vamos. Enfermera, empiece con el zalepam. Primero someto a los sujetos a sueño REM —explicó a Joanna—, aunque es posible que consigan un estado ECM sin eso.
La enfermera Hawley empezó a suministrar la droga. Richard se situó delante de la consola. Un minuto después, las manos de Amelia se relajaron, los dedos se abrieron un poco, abandonando la posición que habían mantenido conscientemente. Su rostro, medio oculto por el antifaz y los electrodos, pareció relajarse, los labios se entreabrieron ligeramente, la respiración se volvió más calmada. Joanna miró los indicadores. El pulso de Amelia había aumentado levemente y sus ondas cerebrales eran más suaves.
—Mire cómo la actividad cambia de los córtex motor y sensor al cerebelo —dijo él, señalando la pantalla—. Ahora está en un sueño no-REM. Bien, ahora vamos con la ditetamina. Observe.
Señaló de nuevo la imagen, donde el color en el lóbulo temporal anterior pasaba de amarillo a rojo y cambiaba de forma.
—El lóbulo temporal adquiere la pauta característica de la ECM —dijo, mientras el lóbulo temporal se volvía rojo—. Y tenemos el despegue.
—¿Está experimentando una ECM? —Joanna miró la imagen y luego a Amelia—. ¿Ahora mismo? El asintió.
—Debería estar viendo la luz, y sintiéndose cálida y en paz.
Joanna miró a Amelia. No había ningún indicio de que estuviera viendo un túnel o una luz brillante, ni tampoco notaba ninguna sensación, como había sentido con Coma Carl o Greg Menotti, de que Amelia estuviera en algún lugar lejano, fuera de alcance. Simplemente parecía dormida, los labios ligeramente entreabiertos todavía, el rostro relajado, sin dar ninguna pista de lo que estaba experimentando.
Joanna miró la pantalla, pero sus brillantes parches de azul y rojo y amarillo no le dijeron más que la expresión de Amelia.
Richard había dicho que su actividad cerebral y sus signos vitales estaban siendo controlados y que sonaría una alarma si había algún cambio en su presión sanguínea o su funcionamiento cerebral, pero ¿y si no aparecía en los monitores? El catorce por ciento de las personas que pasaban por una ECM contaban experiencias aterradoras, con diablos y monstruos y una oscuridad asfixiante. ¿Y si a Amelia le estaba ocurriendo algo terrible en aquel preciso momento y no podía decírselo?
Pero no parecía aterrorizada. De hecho, sonreía un poco, como si estuviera viendo algo agradable. ¿Angeles? ¿Música celestial?
—¿Cuánto dura la ECM? —preguntó Joanna.
—Depende —dijo Richard, ocupado ante la consola—. La del señor O’Reirdon duró tres minutos, pero no hay ningún motivo físico para que no puedan durar entre diez y quince minutos.
Pero cuatro o seis minutos pueden causar muerte cerebral, pensó Joanna, todavía incapaz de desprenderse de la sensación de que aquello era una ECM real y no una simulación.
—Teóricamente, podría durar mientras se le suministre ditetamina —dijo él—, pero la mitad de las veces… ¡maldición!
—¿Qué? ¿Pasa algo? —preguntó Joanna, mirando ansiosamente los monitores y luego a Amelia.
—Ha salido de la ECM espontáneamente. No sé si es un problema de la dosis o si está relacionado con la ECM. Es una de las cosas que tenemos que averiguar, qué los saca del estado ECM y los devuelve a la conciencia.
—¿Está despierta?
—No —dijo Richard, echando otra ojeada a los monitores—. Ha vuelto al sueño no-REM.
Joanna observó a Amelia. Sus manos yacían flácidas sobre la gomaespuma. La sonrisita semicomplacida permanecía en su rostro.
—Si la ECM lo está causando, puede que sea el mismo mecanismo que hace que revivan los pacientes que experimentan una ECM, y si ése es el caso…
Se produjo un sonido.
—Shh —dijo Joanna, y se inclinó sobre Amelia.
—¿Está despierta? —preguntó Richard, mirando las pantallas—. No debería estarlo. La pauta indica que está en un sueño no-REM.
—Shh —insistió Joanna, y se inclinó hacia la boca de Amelia.
—Oh, no —murmuró Amelia, y su voz era ronca y desesperada—. Oh, no, oh, no, oh, no.
8
Morir debe de ser una aventura colosal.
Amelia Tanaka no recordaba nada negativo de su ECM.
—Fue igual que la última vez —le dijo a Joanna—. Había una luz, y una sensación maravillosa.
—¿Puedes describirla?
—¿La sensación? —dijo Amelia, ensoñadora—. Calma… tranquilidad. Me sentí envuelta en amor.
“No parecías envuelta en amor —pensó Joanna—. Parecías aterrorizada.”
—¿Tuviste esa sensación todo el tiempo?
—Sí.
Joanna lo dejó correr por el momento.
—¿Puedes describir la luz?
—Era preciosa. Brillante, pero no me lastimaba los ojos.
—¿De qué color era?
—Blanca. Como un lámpara, pero realmente deslumbrante —dijo, y esta vez entornó los ojos, como si le hubiera dolido mirarla, a pesar de lo que había dicho.
—¿Estuvo la luz presente todo el tiempo?
—No, al principio no, no hasta después de que abrieran la puerta; Richard miró bruscamente a Joanna. “Voy a tener que decirle que no puede estar presente durante estas entrevistas”, pensó ella.
—¿Dónde estaba la puerta? —preguntó, impasible.
—Al fondo de… No lo sé —dijo Amelia, el ceño fruncido—. Estaba en un pasillo, o un túnel, o… —Sacudió la cabeza.
Joanna esperó, dándole tiempo para que dijera algo más. Como no lo hizo, intervino.
—Has dicho que abrieron la puerta. ¿Puedes concretar más?
—Um, la verdad es que no vi a nadie abrir la puerta. Estaba oscuro, y de repente hubo luz, como cuando alguien abre una puerta de noche y la luz entra, y pude ver gente. —Entornó de nuevo los ojos—. Iban vestidos de blanco.
—¿Oíste algo?
Ella negó con la cabeza.
—Hubo un sonido al principio.
—¿Puedes describirlo?
—Era un…
“Un zumbido o un timbre”, pensó Joanna, resignada.
—No puedo describirlo —dijo Amelia—. Oí un sonido, y luego aparecí en aquel pasillo y la puerta se abrió y vi la luz. Fue muy real.
—¿Cómo de real?
—No fue como en un sueño. Estuve realmente allí. —Pero cuando Joanna insistió en las sensaciones táctiles y la implicación sensorial, empezó de nuevo a divagar—. La luz me rodeaba. Me sentía cálida… y cómoda.
—¿Y antes de la luz? ¿Cuando estabas en el sitio oscuro? Amelia sonrió.
—En paz.
—¿Eras consciente de la temperatura?
—No, en absoluto.
“Acabas de decir que te sentías cálida”, pensó Joanna, pero no dijo nada. Centró sus preguntas en la puerta y la gente de blanco, y luego, al cabo de varios minutos, de nuevo en sus sensaciones, pero Amelia simplemente repitió que se sentía tranquila, cómoda, cálida.
—El calor me rodeaba, como la luz —dijo—, y entonces el doctor Wright me quitó los auriculares y me preguntó cómo me sentía.
Cuando Joanna le dijo que había terminado de hacer preguntas, Amelia dijo ansiosamente:
—¿Cuándo tendré una nueva sesión?
Y más tarde, después de vestirse, volvió a preguntar:
—¿Cuándo será mi próxima sesión? —Se colocó la mochila al hombro—. Esto es mucho más divertido que la bioquímica.
—Joanna, ha estado magnífica —dijo Richard en cuanto Amelia se marchó—. Es increíble cuánto ha sacado de ella.
—No descubrí por qué decía “Oh, no, oh, no, oh, no”.
—Puede que fuera parte del proceso del despertar y no de la ECM —dijo él—. El señor Wojakowski dijo algo la primera vez que salió de la ditetamina.
—¿Qué?
—No lo recuerdo. Conociéndolo, probablemente tuviera algo que ver con el Yorktown.
—Cuando lo dijo, ¿parecía asustado?
—Me parece que no. No me acuerdo. La enfermera tal vez lo recuerde. Su nombre está en las transcripciones de la sesión. No pudo ser parte de la ECM. No es posible hablar en el estado ECM. El cerebro externo, incluyendo el córtex del habla, está desconectado.
“Pero podía ser el recuerdo de la ECM inmediatamente después de ser revivido”, pensó Joanna. Un recuerdo muy distinto de la ECM que Amelia contaba.
—Lo que realmente me interesa —dijo Richard—, es cómo se relaciona su testimonio con los sujetos que ha entrevistado antes.
—Ha tenido tres de los diez elementos nucleares: el sonido, la luz y la sensación de paz.
—Y el túnel —dijo Richard. Joanna negó con la cabeza.
—Demasiado vago. No pudo describir ni la oscuridad ni el túnel-corredor-pasillo, y ni siquiera lo mencionó hasta que le pregunté si la luz estuvo allí todo el tiempo. Puede que simplemente hubiera un es pació en blanco entre el sonido y la luz, y se imaginara algo para rellenarlo.
—Pero si no cuenta el túnel porque no pudo describirlo, ¿qué ha; del sonido? —preguntó Richard—. Tampoco pudo describirlo.
—Nadie es capaz de describir el sonido con certeza. La mayoría no lo describen en absoluto, y los que pueden dicen que es una especie de timbre la primera vez que se les pregunta y una ráfaga de aire la s guíente, o un grito o un roce o un golpe. O las tres cosas. El señor Steirhorst lo describió como alguien susurrando, y luego, la segunda ve que le pregunté, como si todo un estante de latas de un supermercado se cayera al suelo. No creo que tengan idea de lo que oyen.
—¿Describen con la misma imprecisión lo que han visto?
—Sí y no. Son más precisos, pero a menos que hayan sido aleccionados por el señor Mandrake tienden a usar términos generales y vagos. La luz es “brillante”, el lugar en el que están es “hermoso”. Apenas usan términos sensoriales específicos ni colores, con la excepción de “blanco” y “dorado”.
—Eso podría indicar que el córtex lingüístico está sólo implicado de manera marginal —dijo él, tomando nota—. Lo cual podría causar esa vaguedad para describir el sonido también.
Ella sacudió la cabeza.
—No es lo mismo. Cuando describen lo que han visto, se muestran vagos, pero saben lo que han visto, aunque tengan problemas para describirlo. Pero con el sonido no parecen tener idea de lo que han oído. Tengo la impresión de que están haciendo suposiciones.
—Ha dicho usted que Amelia tuvo tres de los elementos nucleares. ¿La mayoría de los sujetos tienen los diez?
—Sólo los del señor Mandrake. La mayoría de los sujetos que he entrevistado han tenido entre dos y cinco. Algunos sólo tuvieron uno. O ninguno —dijo ella, pensando en que Maisie había visto niebla y nada más—. Los tres de Amelia, más la sensación de que hay gente o “seres” presentes, son los más comunes.
—¿Hubo algo que indicara que no fue una ECM? Me dio la impresión de, que le preocupaba que Amelia pareciera asustada. ¿El miedo es una indicación de que no se trata de una ECM?
—No, el veinte por ciento de las experiencias que he registrado han tenido un elemento negativo, como experimentar miedo o ansiedad o una sensación de amenaza inminente.
—Comprensible dadas las circunstancias. Joanna sonrió.
—El once por ciento cuenta una experiencia completamente negativa: un vacío gris y vacuo o figuras aterradoras. Sólo he tenido un sujeto que haya experimentado un infierno tradicional: llamas, humo, demonios. —Frunció el ceño—. Pero Amelia dijo que no sintió nada negativo. Y normalmente si informan de una sensación negativa no informan también de sensaciones de paz y calor.
—Eso es interesante —dijo Richard—. Podría significar que en algunas ECM los niveles de endorfinas son más bajos y no pueden enmascarar por completo las sensaciones de ansiedad. Quiero echar un vistazo a los indicadores de endorfinas de Amelia —dijo, acercándose a la consola—. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que no se trataba de una ECM?
—No, no hubo ningún elemento anómalo y nada que indicara que fue algún otro tipo de experiencia, una visión superpuesta o un sueño.
De hecho, su insistencia en que no se trató de un sueño es un fenómeno común entre quienes experimentan las ECM. Casi todos mis sujetos dicen que es real y se inquietan si se les sugiere que podría haber sido un sueño o una visión. Puedo recordar al señor Farquahar gritando: “¡Estuve allí! ¡Fue real! ¡Lo sé!”
—¿Entonces decididamente piensa que fue una ECM?
—Eso creo, sí. Su testimonio fue igual que el de los pacientes revividos que he interrogado.
—No fue demasiado parecido, ¿no? —preguntó él—. ¿No cree que ella pudiera ser una espía de Mandrake y haberlo falsificado todo? Joanna se echó a reír.
—Si fuera una de las espías de Mandrake, habría contado los diez elementos y habría traído un mensaje del Otro Lado, diciéndonos que hay cosas que la ciencia no puede explicar. —Se levantó—. Será mejor que transcriba esto antes de que se enfríe. Y aún tengo que preparar las entrevistas con los otros tres voluntarios —dijo ella. Recogió los expedientes—. Estaré en mi despacho por si me necesita. Por lo demás, lo veré mañana.
—¿Mañana? —dijo él, sorprendido.
—Sí. ¿Por qué? ¿Me necesita para algo esta tarde?
—No —contestó él, frunciendo el ceño—. No. Iba a mirar en los indicadores para ver qué endorfinas actuaron en el caso de Amelia.
Joanna volvió a su despacho para transcribir la entrevista, pero primero tenía que llamar al resto de los voluntarios. Concertó entrevistas con el señor Sage, la señora Coffey y la señora Troudtheim, y también llamó a la señora Haigthon, que al parecer nunca estaba en casa. Vielle telefoneó a las cuatro.
—¿Puedes venir temprano? —preguntó—. ¿Digamos a las seis y media?
—Supongo que sí —respondió Joanna—. Mira, si quieres acostarte temprano, podemos dejarlo para otro día.
—No. Sólo quiero hablar contigo de algo.
—¿De qué? —dijo Joanna, recelosa—. Ese tipo de la pistola de clavos no apareció y mató a alguien, ¿verdad?
—No. Pero el herido sí apareció, y tendrías que haber visto al oficial de policía que enviaron para detenerlo. ¡Monísimo! Metro noventa, y se parece a Denzel Washington. Por desgracia, yo estaba limpiando el pus de un dedo del pie infectado y no llegué a conocerlo.
—¿Me quieres hablar de Denzel, es eso? —preguntó Joanna, divertida.
—Oh, tengo que irme. Llega una ambulancia. ¿Puedes creértelo? Justo cuando me marchaba.
—Si vas a llegar tarde, podríamos…
—Alas seis y media. ¿Puedes comprar queso cremoso? —dijo Vielle, y colgó.
¿De qué iba todo aquello? Sus noches de picoteo eran completamente informales. La mitad de las veces no empezaban a ver las películas hasta que había pasado media velada, así que si Vielle quería hablar, podrían hacerlo en cualquier momento. Ya antes había hecho todo lo posible para evitar hablar.
“Ha descubierto de qué estaba hablando Greg Menotti, y es algo terrible —pensó Joanna—, tan terrible que no pudo decírmelo en Urgencias.”
Pero cuando se lo había preguntado, parecía haberse olvidado sinceramente de él. “Va a pedir el traslado”, pensó Joanna. Oh, ahora estaba dejando que su imaginación se disparara por completo.
Transcribió el testimonio de Amelia a partir de sus anotaciones. Cuando llegó a los “oh, no” de la cinta, se detuvo, rebobinó y los escuchó un par de veces más. Miedo, y desesperación, y algo más. Joanna rebobinó de nuevo y los escuchó otra vez. “Oh, no, oh, no, oh, no.” “Como si alguien le acabara de decir algo que no soporta oír”, pensó Joanna.
Regresó al laboratorio, tomó el informe del señor Wojakowski y buscó el nombre de la enfermera que había ayudado a Richard en esa sesión. Ann Collins. Joanna no la conocía. Llamó a la centralita del hospital y descubrió en qué planta trabajaba, pero se había marchado en el turno de las tres.
—Tiene varios mensajes —dijo severa la operadora.
—Lo siento. ¿Cuáles son? Creo que a mi busca le pasa algo. La operadora se lo dijo. El señor Mandrake, por supuesto, y la señora Davenport, y Maisie. —dijo que le dijera que ha descubierto algo importante sobre… —vaciló—, ¿el Hildebrand?
—El Hindenburg —corrigió Joanna. Miró su reloj. Eran más de las cinco. Si iba a ver a Maisie ahora, posiblemente la entretendría y aún no había redactado sus conclusiones. Sería mejor que terminara el trabajo primero y se pasara por la habitación de Maisie al marcharse.
Justo antes de irse, intentó llamar de nuevo a la señora Haighton y, sorprendentemente, obtuvo una respuesta.
—Soy su sirvienta. La señora Haighton está en su reunión del comité de la Orquesta Sinfónica. ¿Es Victoria? Me dijo que le dijera que llegaría tarde a la reunión mañana porque tiene una reunión con la Ópera de Colorado.
—No soy Victoria —dijo Joanna, y le pidió que le dijera a la señora Haighton que por favor la llamase mañana, recogió su abrigo y su bolso y bajó a ver a Maisie. Cuando salía del ascensor junto al pasillo de la quinta planta, vio al señor Mandrake al fondo, explicando la otra vida a un paciente sentado en una silla de ruedas. Joanna volvió rápidamente al ascensor, pulsó el tres y enfiló el pasillo de la tercera planta, cortó por Medicina Interna y la Unidad de Quemados y subió cuarta por las escaleras de servicio.
Maisie estaba tumbada contra sus almohadas, leyendo Peter Pan. Todo muy inocente. Pero tenía un aire de secretismo, de movimientos apresurados, como si la hubiera pillado dando volteretas o balanceándose en las barras de tracción que colgaban de la cama si hubiera llegado un segundo antes.
— ¿Has llamado, chavalina? —dijo Joanna, y al instante Maisie cerró el libro y se sentó.
— Hola —saludó alegremente— Sabía que vendrías. La enfermera Barbara no quería llamarte, pero le dije que querrías saber esto enseguida. ¿Recuerdas al tipo del Hindenburg que tuvo la ECM?
— Sí. ¿Averiguaste su nombre?
— Todavía no, pero he descubierto una forma de hacerlo. La bibliotecaria de mi colegio, la señora Sutterly, siempre me trae libros para leer, así que la próxima vez que venga voy a pedirle que lo busque. Es muy buena encontrando cosas.
“Tú sí que eres buena ideando motivos para hacerme bajar aquí —pensó Joanna.
— ¿No es una buena idea? —dijo Maisie.
— Sí. Cuando lo descubras, puedes hacer que me llamen. “Y no antes”, pensó Joanna en silencio. Se encaminó hacia la puerta.
— Espera, no puedes irte todavía —dijo Maisie— Acabas de llegar. Tengo un montón de cosas que contarte.
— Dos minutos —dijo Joanna—, luego me voy.
— ¿Tienes una cita?
— No, es una noche de picoteo.
— ¿Noche de picoteo? ¿Qué es eso?
Joanna explicó cómo Vielle y ella se reunían para comer palomitas, y ver películas.
— Así que tengo que irme de verdad —dijo, dando una palmadita a los pies de Maisie a través de las mantas—. Adiós, chavalina. Volveré a verte mañana y podrás contarme lo que quieras sobre el Hindenburg.
—Sobre el Hindenburg no. Ya no me gusta. Joanna la miró, sorprendida.
—¿Cómo es eso?
¿Era posible que el desastre se hubiera vuelto demasiado horrible incluso para ella?
—Era aburrido.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó Joanna, inclinándose para recoger el libro que Maisie había soltado—. Peter Pan. Buen libro, ¿eh? Maisie se encogió de hombros.
—Creo que la parte en que Campanita casi se muere y la salvan porque todo el mundo cree en las hadas es estúpida. “Me lo imagino”, pensó Joanna.
—Me gusta la parte en que Peter Pan dice que morir debe de ser una aventura gigantesca —dijo—. ¿Sabes que había un montón de bebés en el Lusitania?
—¿El Lusitania? ¿Te refieres al barco que fue torpedeado por los alemanes en la Primera Guerra Mundial?
—Sí —contestó Maisie feliz. Rebuscó bajo las mantas y sacó un libro enorme con un tornado en la cubierta. Eso explicaba la sensación de movimiento brusco que Joanna había notado al entrar—. Había un montón de bebés en el barco —dijo Maisie, abriendo el libro—. Ataron salvavidas a sus cestitos, pero no sirvió de nada. Los bebés se ahogaron.
Bueno, se acabó la teoría de lo “horrible”.
—Estos son Dean y Willie —dijo Maisie, mostrando a Joanna una foto de dos niños pequeños vestidos de marineritos—. Se ahogaron también. Y esto es el funeral.
Joanna miró diligente la foto de una falange de sacerdotes ataviados de blanco oficiando sobre filas de ataúdes.
—Uno de los mozos del Lusitania no paraba de decir que todo iba bien, que no se estaban hundiendo, y que no había nada de qué preocuparse. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—No, no si el barco se estaba hundiendo.
—Odio que la gente mienta. ¿Te acuerdas de aquel perro llamado Ulla del Hindenburg?
—¿El pastor alemán? Maisie asintió.
—No se salvó. Los padres dijeron que sí. Se quemó, y los padres compraron otro pastor alemán y le dijeron a sus hijos que era Ulla. Para que no se sintieran mal. —Miró beligerante a Joanna—. Creo que los padres no deberían mentir a sus hijos sobre la muerte, ¿y tú?
—No —dijo Joanna, temiendo adonde iría a parar, y qué iba a preguntar Maisie a continuación—. Creo que no.
—Había un perrito de lanas en el Lusitania —dijo Maisie, y le mostró una foto en la que aparecía junto a otros cuerpos flotando, mientras el Lusitania se hundía en las aguas, completamente cubierto de humo y fuego.
—Tengo que irme, Maisie. Le dije a mi amiga que llevaría queso cremoso, y tengo que pasarme por el supermercado a comprarlo.
—¿Queso cremoso? Creía que comíais palomitas.
—Es lo que hacemos normalmente —dijo Joanna, preguntándose otra vez qué pretendía Vielle y sobre qué quería hablar para que fuera necesario que llegara temprano—. Pero esta vez vamos a comer queso cremoso y tengo que comprarlo.
Hizo un amago de marcharse.
—¡Espera! —aulló Maisie—. Tengo que hablarte de Helen.
—¿Helen?
—La niñita del Lusitania —dijo Maisie, y continuó rápidamente antes de que Joanna pudiera detenerla—. Estuvo buscando a su madre, pero no pudo encontrarla por ninguna parte, así que corrió hacia un hombre y le dijo: “Por favor, señor, ¿quiere llevarme con usted?” Y él dijo: “Quédate aquí, Helen”, y corrió a buscar un chaleco salvavidas.
“Y nunca volvió a verla”, pensó Joanna, conocedora del tipo de historia que solía contar Maisie. Pero, sorprendentemente, la niña estaba diciendo:
—… y volvió y le puso el salvavidas y luego la agarró y se fue con ella a buscar un bote, pero ya se estaba hundiendo. —Maisie hizo una pausa dramática—. ¿Qué crees que hizo él?
“Trató de salvarla pero no pudo —pensó Joanna, mirando a Maisie—. Y la niña se ahogó.”
—No lo sé —dijo Joanna.
—Lanzó a Helen al bote —dijo Maisie, triunfante—, y entonces él saltó también a bordo y los dos se salvaron.
—Me gusta esa historia.
—A mí también, porque la salvó. Y no le dijo que todo iría bien.
—A veces la gente hace eso porque espera que las cosas salgan bien —dijo Joanna—, o porque tiene miedo de que la persona se asuste o se ponga triste si se entera de la verdad. Creo que probablemente por eso los padres les mintieron a sus hijos respecto a Ulla, porque querían protegerlos.
—No deberían haberlo hecho —dijo Maisie, la barbilla firme—. La gente debería decirte la verdad, aunque sea mala. ¿No?
—Sí —dijo Joanna, y esperó, conteniendo la respiración ante la pregunta inminente, pero Maisie simplemente dijo:
—¿Quieres guardar mi libro primero? En mi mochila. Para que mi habitación esté ordenada.
“Y para que tu madre no te pille leyéndolo”, pensó Joanna. Llevó el libro al armario, lo guardó en la mochila rosa y le tendió a Maisie Peter Pan.
Y justo a tiempo. La madre de Maisie apareció en la puerta con un osito de peluche enorme y una sonrisa resplandeciente.
—¿Cómo está mi Maisie-Daisy? Doctora Lander, ¿no tiene un aspecto magnífico? —Le tendió a Maisie el osito—. Bien, ¿de qué habéis estado hablando?
—De perros —dijo Maisie.
9
Mildred, ¿por qué no está preparada mi ropa? Tengo una visita a las siete.
Joanna no consiguió llegar a casa de Vielle hasta las siete menos cuarto.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Vielle—. Dije a las seis y media.
—Me atrapó Maisie. Y su madre —dijo Joanna, quitándose el abrigo—. Quería contarme lo bien que está Maisie.
—¿Y lo está?
—No. Vielle asintió.
—Barbara me ha dicho que la han puesto en la lista de trasplantes. Lástima. Es una gran chica.
—Lo es —dijo Joanna, y se llevó el abrigo al dormitorio.
—¿Has traído el queso cremoso? —preguntó Vielle desde la cocina.
Joanna se lo llevó.
—¿Qué vas a preparar?
—Esta maravillosa salsa de queso —dijo Vielle, inclinándose sobre un libro de cocina con un cuchillo en la mano—. Tiene jamón picante. Y chiles.
Miró el reloj.
—Escucha, el motivo por el que quería que vinieras temprano era para que tuviéramos una oportunidad para hablar antes de que llegue el doctor Wright. ¿Cómo os lleváis?
—¿Has invitado a Richard a la noche del picoteo? —preguntó Joanna—. No me extraña que me mirara de forma rara cuando le dije que lo vería mañana.
—Richard, ¿eh? ¿Entonces ya os tuteáis?
—Nosotros no… —Se le ocurrió entonces una idea—. Por eso llamaste desde Urgencias, ¿no? Y por eso te comportabas de una manera tan rara.
—Llamé para decirte que no podía encontrar ninguna película que no tuviera muertes, para ver si tenías alguna sugerencia —dijo Vielle, abriendo el frigorífico y sacando un puñado de cebollas tiernas—, y tú no estabas, así que le dije que algunas chicas nos reuníamos para tomar un piscolabis y ver películas y que si quería pasarse.
—¡Algunas chicas! —exclamó Joanna—. Cuando llegue aquí y vea que sólo somos tú y yo, ¿crees que no se dará cuenta de que estás haciendo de casamentera? ¿O planeabas darme la salsa de queso con jamón picante y salir por la puerta trasera? No puedo creer que hayas hecho esto.
—¿No te gusta?
—Apenas le conozco. Empezamos a trabajar juntos hace sólo dos días.
Vielle agitó el manojo de cebollas ante ella.
—Y nunca tendrás una oportunidad para conocerlo cuando las enfermeras del Mercy General le pongan las manos encima. ¿Sabes quién me preguntó esta tarde si era soltero? Tish, de la tres-este. No la verás esperando porque “apenas lo conoce”. Si no tienes cuidado, acabarás con alguien como Harvey.
—¿Harvey? ¿Quién es Harvey?
—El conductor de Funeraria Fairhill. Me pide salir cada vez que viene a recoger un cadáver.
—¿Es guapo?
—Me cuenta historias de embalsamamientos. ¿Sabes que en Fairhill les encanta el monóxido de carbono porque vuelve a los cadáveres de un bonito color sonrosado, en contraste con el habitual gris? Me soltó esa perla el martes y luego me invitó a salir y cenar sushi.
El martes.
El día en que murió Greg Menotti. Joanna se preguntó si ése era el cadáver que había recogido.
—¿Averiguaste si había un cincuenta y ocho en el número del seguro médico de Greg Menotti?
—¿Greg Menotti? —dijo Vielle, como si nunca hubiera oído el nombre antes—. Ah, ya. Sí, lo comprobé. No había ningún cincuenta y ocho. Comprobé su dirección, su oficina, los números de teléfono de su casa y el móvil, el número del seguro médico…
—¿Y su número de la seguridad social? Ella asintió.
—El número de su carné de conducir constaba en el informe de los enfermeros. Lo comprobé también. Lo mismo hice con la dirección de su novia y sus números de teléfono. Nada. —Se inclinó para recoger una tabla de cortar—. Como te decía, la gente in extremis dice cosas sin sentido. Tuve a un tipo que no dejaba de decir “Lucille”, y todos pensábamos que era su esposa. Resultó que era su perra.
—Entonces significaba algo —dijo Joanna.
—Eso sí, pero muchas otras veces no. Un traumatismo craneoencefálico que tuve la semana pasada no paraba de decir “camello” y, obviamente, no se refería a su mujer ni a su gato.
—¿Qué era?
—No tuvimos oportunidad para preguntárselo —dijo Vielle tranquilamente—, pero creo que no significaba nada. La gente que tiene infartos no recibe suficiente oxígeno, se siente desorientada y dice sinsentidos.
Tenía razón. Cuando estaba muriendo, el autor Tom Dooley le dijo a un amigo suyo que fuera al aeropuerto y le reservara un asiento en el avión, y la bailarina Anna Pavlova ordenó a sus médicos que prepararan su traje de cisne.
—Volviendo al doctor Wright —dijo Vielle—. No estoy diciendo que tengas que casarte con él. Lo único que estamos haciendo es optar por él. En Hollywood lo hacen constantemente. —Colocó las cebollas en fila sobre la tabla—. Optas al papel, lo cual no significa necesariamente que vayas a hacer la película, pero más tarde, si decides que quieres, por lo menos no hay otra persona que te lo haya quitado mientras tanto.
—El doctor Wright no es un papel.
—Era un símil.
Joanna sacudió la cabeza.
—Una metáfora. Un símil es una comparación directa y se construye con “como” o “igual que”. Una metáfora es indirecta. Mi profesor de lengua se pasó todo un año enseñándome la diferencia. —Se detuvo, contemplando la tabla.
—Tu profesor de lengua debería haberse dedicado a cosas más importantes, como enseñarte que cuando el señor Right, o el doctor Wright, aparezca por la puerta, hay que…
Sonó el timbre.
—Ya está aquí —dijo Vielle, pero Joanna no la oyó. Por un instante, mientras miraba a Vielle cortar cebollas verdes, tuvo la repentina sensación de que sabía de qué había estado hablando Greg Menotti, de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
Debía tener que ver con algo que Vielle o ella habían dicho. Estaban hablando del doctor Wright y…
—Pasa —dijo Vielle desde el salón—. Joanna está en la cocina. Lamento lo del cuchillo. Estoy preparando queso.
Algo sobre una opción a un guión. No. La idea se quedó flotando al borde de la memoria, fuera de su alcance.
—Mira quién está aquí —dijo Vielle, conduciendo a Richard a la cocina—. Creo que ya os conocéis.
—Lamento llegar tarde —dijo Richard, tendiéndole a Vielle un paquete con seis cervezas—. Mandrake me pilló al salir. Oh, Joanna, creo que ya tengo una enfermera para ayudarnos. Tish Vanderbeck. Trabaja en la tercera.
Tras él, Vielle silabeó: “¿Qué te dije? Dile que no.” Joanna la ignoró.
—Dice que te conoce —dijo Richard.
—Sí que la conozco. Será magnífica. ¿Qué quería Mandrake?
—Quería saber si…
—¡Basta! —dijo Vielle, blandiendo el cuchillo—. Ésta es la noche del picoteo. No se permite hablar del trabajo ni del hospital.
—Oh —dijo Richard—. Lo siento. No sabía que hubiera reglas. Esto no es como El club de la lucha, ¿no?
—No. —Rió Joanna.
Tras él, Vielle hizo un gesto de aprobación y silabeó: “Señor Right.”
—No es un club. Vielle y yo nos pusimos a charlar un día y descubrimos que a las dos nos gustaba hablar de cine.
—En vez de chismorrear sobre los pacientes y los doctores y sobre que la cafetería no está nunca abierta —dijo Vielle.
—No, ¿verdad? Siempre que bajo la encuentro cerrada. Vielle alzó un dedo de advertencia.
—Regla número uno.
—Así que decidimos reunimos una vez por semana y ver un programa doble —dijo Joanna.
—Y comer —dijo Vielle, sacando un paquete de perritos calientes del frigorífico—. Regla número dos, sólo se permite comida basura: palomitas, panchitos…
—Queso con jamón picante. Vielle la miró con mala cara.
—Regla número tres, hay que quedarse hasta el final de la sesión…
—Pero no hay que prestarle atención —dijo Joanna—. Se permite hablar durante la película y hacer comentarios despectivos sobre la película en concreto o el cine en general.
Vielle asintió.
—Bailando con lobos cumple todos los requisitos.
—Regla número cuatro, nada de películas donde salga Sylvester Stallone, nada de películas de Woody Allen y nada de Titanic. Ésta es una zona libre de Titanic.
—Por cierto, Vielle, ¿dónde están las películas?
—Aquí —se las tendió a Joanna—. ¿Por qué no empezáis a verlas? Tengo que terminar el queso. —Los empujó hacia el salón. “¿No podrías ser más disimulada?”, pensó Joanna.
—Quiero pedir disculpas por mi amiga idiota —dijo—. Y por el malentendido de esta tarde. Se olvidó de decirme que ibas a venir. Él le sonrió.
—Me lo supuse.
Joanna miró hacia la cocina.
—¿Qué quería el señor Mandrake?
—dijo que había oído que tenía un compañero nuevo.
—El viejo Chismorreo General. —Joanna sacudió la cabeza—. ¿Sabía que soy yo?
—No lo creo. Él…
—Regla número uno —gritó Vielle desde la cocina.
—¿Qué película quieres ver primero? —gritó Joanna a su vez—. ¿Voluntad para ganar o…? —Miró la segunda carátula—. ¿La Dama y el Vagabundo?
—Dijiste que fuera algo donde no hubiera muertes.
—¿Eso es también una regla? —preguntó Richard.
—No —dijo Joanna, encendiendo la tele. Un anuncio de viajes en barco. Una pareja en la cubierta, apoyada en la amura—. ¿Qué dijo Mandrake?
Richard sonrió.
—Entró cuando estaba examinando los escáneres, que, por cierto, mostraban que Amelia Tanaka tenía un nivel inferior de actividad en los receptores de endorfinas, y dijo que había oído que tenía un nuevo compañero, y que esperaba que no hubiera tomado aún la decisión final, porque tenía varias personas excelentes que podía recomendarme.
—Apuesto a que sí —dijo Joanna, introduciendo Voluntad para ganar en el vídeo y pasando los avances hasta los títulos de crédito. Pulsó “pausa”.
—dijo también que esperaba que el compañero que eligiese no fuera de mente estrecha y tendente a la interpretación tradicional, supuestamente científica, de la ECM, sino que estuviera abierto a posibilidades no racionalistas.
Joanna se echó a reír.
—Bueno, obviamente no podéis estar hablando del trabajo —dijo Vielle, apareciendo con dos botellas de cerveza. Se las tendió—. ¿Qué pasa con la peli?
—Nada. Te estábamos esperando.
—Empezad sin mí. Ahora mismo vengo. Sentaos.
Se sentaron en el sofá. Joanna tomó el mando a distancia, quitó la pausa del vídeo y vieron cómo una familia se reunía en torno a la cama de un anciano.
Una enfermera le estaba tomando el pulso.
—Os he reunido a todos aquí porque me estoy muriendo —dijo el anciano.
—Eh, Vielle —llamó Joanna—, creía que Íbamos a ver una película donde no hubiera muertes.
—No las hay —dijo Vielle, apareciendo en la puerta con el cuchillo y una lata de chiles—. ¿O sí?
Joanna señaló la pantalla; el anciano se agarraba el pecho y jadeaba: “¡Mis píldoras!”
—Las hay —dijo Richard—. He visto un avance. El viejo se muere sin decirle a nadie dónde está escondido su testamento y todos los herederos corren a buscarlo.
El anciano empezó a jadear y a gemir: “Tengo que… deciros… —se atragantó, y todos, incluida la enfermera, se inclinaron hacia delante— mi testamento.”
—Esto no pasaría jamás —dijo Vielle—. Ya habrían llamado al 061, y estarían todos representando la escena en mi sala de Urgencias.
—Oh, es verdad, trabajas en Urgencias —dijo Richard—. Me he enterado del incidente de esta tarde.
—¿Qué incidente? —preguntó Joanna bruscamente.
—Estás quebrantando la regla número uno —dijo Vielle—. Nada de discutir sobre el trabajo.
Joanna se volvió hacia Richard.
—¿De qué te has enterado?
—De que una mujer colocada con esa droga nueva, entró blandiendo una cuchilla.
—Una cuchilla —dijo Joanna—. Vielle, tienes que…
—Terminar de preparar mi salsa de queso. —Les apuntó con el cuchillo—. Seguid. Ved la peli. Ahora mismo vuelvo. Y desapareció.
—Discúlpame un momento —dijo Joanna, y la siguió a la cocina—. ¿Por qué no me lo has contado?
—Es la noche del picoteo —dijo Vielle, echando chiles a la salsa—. Además, no fue nada. Nadie resultó herido.
—Vielle…
—Lo sé, lo sé, tengo que salir de ahí. ¿Crees que necesitaremos un cuchillo para untar, o valdrá con mojar?
—No necesitaremos un cuchillo —se rindió Joanna. Vielle le entregó el plato de galletitas y recogió la salsa, y las dos volvieron al salón.
—¿Qué nos hemos perdido? —preguntó Vielle, colocando la salsa en la mesita.
—Nada. Lo he parado —dijo Richard. Tomó el control a distancia y apuntó a la pantalla.
“Os he reunido… aquí. —El anciano, recostado contra un montón de almohadas, jadeó—. No me queda mucho tiempo de vida… —La familia se inclinó hacia delante como una bandada de buitres—. Hice un nuevo testamento… lo oculté en… en… —Agitó los brazos y se hundió pacíficamente contra las almohadas, los ojos cerrados. Los familiares se miraron unos a otros. Una de las mujeres, haciendo falsas muecas de dolor y secándose los ojos con un pañuelo de encaje, preguntó si había muerto.”
—Una muerte de cine —criticó Vielle despreciativa, metiendo una galletita en la salsa de queso. La galletita se rompió.
—¿Muerte de cine? —preguntó Richard, recogiendo la salsa con la galleta a modo de pala. También se rompió.
—Quiere decir que es totalmente irreal —dijo Joanna—. Como aparcar en las películas. El héroe siempre encuentra aparcamiento justo delante de la tienda o de la comisaría.
—O la iluminación de cine —dijo Vielle, sacando trocitos de galleta de la salsa.
—Déjame adivinar. Poder ver en el fondo de una cueva de noche.
—Deberíamos añadir una nueva categoría a este tipo de cosas —dijo Joanna, señalando la pantalla, donde los parientes se congregaban alrededor del cadáver del viejo—. Quiero decir: ¿por qué en las películas la gente siempre dice cosas como “El secreto es… ¡aargh!” o “El asesino es…” “¡Bang!” Si tuvieran algo importante que comunicar lo dirían lo primero; no dirían “El testamento está en el roble”, dirían “¡Roble! ¡Testamento! ¡Allí!”. Si yo me estuviera muriendo, diría primero lo importante, para no correr el riesgo de hacer “aaaargh” antes de conseguir decirlo.
—No, no lo harías —dijo Vielle—, porque para empezar no dirías algo así. Sólo se habla de secretos y pistas en las películas. En los seis años que llevo en Urgencias, nunca he tenido un paciente cuyas últimas palabras fueran sobre un testamento o sobre quién es el asesino. Y eso incluye a las víctimas de asesinato.
—¿Cuáles son sus últimas palabras? —preguntó Richard con curiosidad.
—Obscenidades en su mayor parte, por desgracia. También “me duele el costado”, “no puedo respirar”, “denme la vuelta”. Joanna asintió.
—Eso es lo que le dijo Walt Whitman a su enfermera. Y Robert Kennedy dijo: “No me levanten.”
—Por si hablar con los pacientes sobre sus ECM no fuera bastante, en su tiempo libre Joanna investiga las últimas palabras de los famosos —explicó Vielle.
—Quería saber si hay similitudes entre lo que ellos dicen y lo que la gente informa en sus ECM.
—¿Y las hay? —preguntó Richard.
—A veces. Las últimas palabras de Thomas Edison fueron: “Qué hermoso es todo esto”, pero estaba sentado junto a una ventana. Puede que estuviera contemplando el paisaje. O tal vez no. John Wayne dijo: “¿Habéis visto ese destello de luz?” Pero Vielle tiene razón. La mayoría dicen cosas como: “Me duele la cabeza.”
—O “no me siento bien”, o “no puedo dormir”, o “tengo frío”. Joanna pensó en Amelia Tanaka pidiendo una manta.
—¿Dicen alguna vez “oh, no, oh, no, oh, no”? —preguntó. Vielle asintió.
—Bastantes, y muchos piden hielo —dijo, tomando un sorbo de Coca-Cola—. O agua. Joanna asintió.
—El general Grant pidió agua, y Marie Curie también. Y Lenin.
—Qué curioso —dijo Richard—. Uno espera que las últimas palabras de Lenin fueran “¡Trabajadores, levantaos!”, o algo por el estilo. Vielle sacudió la cabeza.
—La gente no tiene en mente las verdades eternas cuando se está muriendo. Está mucho más preocupada por lo que se trae entre manos.
—”Pon tus manos en mis hombros y no te resistas” —murmuró Joanna.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Richard.
—W. S, Gilbert. Ya sabes, de Gilbert y Sullivan. Piratas de Penzance. Murió salvando a una niña de morir ahogada. Siempre he pensado que, si pudiera elegir, es así como me gustaría morir.
—¿Ahogada? —preguntó Vielle—. No, no quieras morir ahogada. Es una forma terrible de morir, créeme.
—Gilbert no se ahogó —dijo Joanna—. Tuvo un ataque al corazón. Quiero decir que me gustaría morir salvando la vida de otra persona.
—Yo quiero morir mientras duermo —dijo Vielle—. Aneurisma masivo. En casa. ¿Y tú, Richard?
—La verdad es que yo no quiero morirme —dijo Richard, y todos se rieron.
—Por desgracia, eso no es una opción —suspiró Vielle, rompiendo otra galletita en la espesa salsa—. Todos nos morimos tarde o temprano y no podemos elegir el modo. Tenemos que aceptar lo que nos llega. Tuvimos a un viejecillo esta tarde en Urgencias, fases finales de diabetes, ambos pies amputados, ciego, con el riñón hecho polvo, todo el cuerpo desmoronándose. Sus últimas palabras fueron, como era de esperar: “Déjenme en paz.”
—Ésas fueron también las últimas palabras de Lady Di —dijo Joanna.
—Creí que le había pedido a alguien que cuidara de sus hijos —comentó Richard.
—Me creo mejor la primera versión —dijo Vielle—. “Dile a Laura que la quiero” es para películas como Titanic. Los pacientes que tenemos en Urgencias rara vez dejan mensajes para nadie. Están demasiado ocupados concentrándose en lo que les pasa, aunque supongo que Joanna conoce a algunos famosos que enviaron últimos mensajes a sus seres queridos. ¿No, Joanna?
Joanna no prestaba atención. Mientras Vielle hablaba había vuelto a experimentar aquella sensación de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
—¿No, Joanna?
—Oh. Sí. John Wayne y la reina Victoria y P. T. Barnum. Anne Bronté dijo: “Ten valor, Charlotte, ten valor.” Esta salsa no es una salsa. Nos va a hacer falta un cuchillo después de todo —dijo, y escapó a la cocina.
¿De qué estaban hablando que disparó esa sensación? ¿De Lady Di? ¿De la diabetes? No, debía de ser algo que repetía su conversación anterior. Joanna sacó un cuchillo del cajón y se quedó con él en la mano, tratando de reconstruir mentalmente la escena. Habían estado hablando de opciones de películas y…
—¿No puedes encontrar los cuchillos? —llamó Vielle desde el salón—. Están en el cajón superior, junto al lavaplatos.
—Lo sé. Ahora mismo voy.
¿Podría haber una película con el número cincuenta y ocho en el título? ¿O una canción? Vielle había mencionado “Dile a Laura que la quiero”…
—Joanna, ¡te estás perdiendo la película!
Aquello era ridículo. Greg Menotti no había intentado decir nada. Había repetido las palabras de la enfermera que indicaba su tensión sanguínea, y ella había creído que significaba algo por algún cincuenta y ocho en su memoria, un cincuenta y ocho que había disparado su conversación. Una frase de una película o un número de su pasado, la dirección de su abuela, el número de su taquilla en el instituto…
El instituto. Tenía algo que ver con el instituto…
—¡Joanna! —llamó Vielle.
—Si no vienes pronto —dijo Richard—, nuestras últimas palabras van a ser: “Joanna, nos morimos de ham… ¡aarghh!”
Todos untaron la salsa de queso con jamón picante en sus galletitas.
—Tal vez el mejor plan sería decidir por adelantado cuáles quieres que sean tu últimas palabras y memorizarlas, para estar preparado —dijo Joanna.
—¿Como qué? —preguntó Richard.
—No sé. Palabras sabias o algo.
—¿Como “Un penique ahorrado es un penique ganado”? —dijo Vielle—. Prefiero “me duele el costado”.
—¿Qué tal “Aquí está por fin, el hecho distinguido”? —sugirió Joanna—. Es lo que dijo Henry James antes de morir.
—No, esperad —dijo Richard—. Lo tengo. —Abrió los brazos para conseguir un efecto dramático—. “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía.”
10
¡Agua! ¡Agua!
—Decididamente, le gustas —dijo Vielle cuando la llamó entre pacientes a la mañana siguiente—. ¿No te alegra que lo invitara anoche?
—Vielle, estoy ocupada…
—Es guapo, listo, divertido. Pero eso significa que va a haber un montón de competencia, así que vas a tener que ir de verdad a por él. Y lo primero que tienes que hacer es impedir que contrate a Tish.
—Es demasiado tarde —dijo Joanna—. La ha contratado esta mañana.
—¿Y tú le dejaste? —chilló Vielle—. Coquetea con todo lo que se mueve. ¿En qué estabas pensando?
En que, al contrario que Karen Goebel, la otra única solicitante para el puesto, Tish no era una espía del señor Mandrake. Y como el principal objetivo de Tish era ir detrás de Richard, probablemente no pondría en peligro sus posibilidades yéndose de la lengua con el señor Mandrake. Y era muy buena enfermera.
—¡No me puedo creer que le dejaras contratarla!
—¿Has llamado por algún motivo, Vielle? Porque si no tengo que comprobar unas cuantas cosas, tengo que entrevistar al resto de nuestros voluntarios y Maisie lleva toda la mañana llamando para que vaya a verla.
“Y tengo que intentar recordar qué provocó anoche la sensación de saber qué significaba “cincuenta y ocho”.”
—Acabas de responder a la pregunta —dijo Vielle—. No tienes tiempo.
—¿Para qué? ¿Un sujeto de ECM? ¿Algún ingreso en Urgencias?
—Sí. Una tal señora Woollam. Ya la han llevado arriba. Intenté llamarte por el busca, pero no respondías. Pensé que si te llamaba por el intercomunicador, el señor Mandrake bajaría…
—”Como un lobo hacia el rebaño” —dijo Joanna, y se detuvo. Otra vez aquella sensación de saber de qué hablaba Greg Menotti. ¿Cómo era el resto de la cita? “Algo púrpura y dorado.”
—¿Joanna? —dijo Vielle—. ¿Sigues ahí?
—Sí. Lo siento. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Señora Woollam. Y, escucha, no es sólo una ECM corriente. Es de las de muerte súbita.
—¿De las de muerte súbita?
—Su corazón tiende a fibrilar de pronto y dejar de bombear. Por suerte, también tiende a empezar de nuevo con una dosis de epi y un buen shock de las palas, pero ha tenido ocho paros cardíacos en el último año. Estamos hablando de experiencia.
—¿Por qué no la hemos visto antes?
—La última vez que estuvo en el Mercy General fue antes de que tú vinieras —dijo Vielle—. Normalmente la llevan al Porter. Su médico acaba de cambiar de destino y ahora la traen aquí. Dice que ha experimentado ECM todas las veces menos una.
Alguien que había tenido varias ECM y podía compararlas y contrastarlas. Parecía perfecto.
—¿Adonde la han llevado?
—A la UCI. Hace unos diez minutos.
Y pasarían otros quince antes de que la tuvieran preparada y pudiera recibir visitas. Joanna miró su reloj. Ronald Kelson estaría allí al cabo de diez minutos. Tendría que esperar hasta después de su entrevista, y de la siguiente, con la señora Coffey, y para entonces el señor Mandrake ya la habría convencido de que había visto a un Ángel de Luz y había tenido una revisión de vida, pero no podía hacer otra cosa.
—Iré en cuanto pueda —le prometió a Vielle—. Lamento lo de mi busca, pero el señor Mandrake no para de llamarme. Dice que tiene algo urgente que discutir conmigo. Me temo que eso significa que ha descubierto que estoy trabajando en el proyecto.
—Tenía que descubrirlo tarde o temprano. Pero tal vez estará tan ocupado buscándote para echarte la bronca que no se enterará de lo de la señora Woollam —dijo Vielle, y colgó.
Como un lobo hacia el rebaño. “Y sus cohortes brillaban en púrpura y dorado.” Ése era el verso. ¿Pero de dónde diablos había salido?
¿Y qué tenía que ver con nada, mucho menos con el hecho de que Greg Menotti murmurara “cincuenta y ocho”?
No había tiempo para preocuparse por eso. Tenía que examinar el archivo de Ronald Kelso y preparar el laboratorio por si, al contrario que Amelia Tanaka, llegaba a tiempo.
Llegó, y muy bien vestido, con pantalones de pinza, camisa y corbata.
—Trabajo en el Hollywood Vídeo —dijo cuando Joanna le pidió que hablara un poco de sí mismo—, pero estoy estudiando para ser programador informático. Voy a clases en la facultad técnica de Metro.
—¿Puede decirme por qué se presentó voluntario para este proyecto?
—Quiero conocer la muerte.
—¿Conocer la muerte? —dijo Richard, volviéndose levemente verde.
—¿Cómo sabía que el proyecto está relacionado con experiencias cercanas a la muerte? —preguntó Joanna.
—Uno de los miembros de mi chat me lo dijo.
—¿Quién? —preguntó Richard.
—No lo sé. Su nombre on Une es Osiris. —Se inclinó hacía delante ansiosamente—. Nuestra sociedad no comprende la muerte. Las personas ni siquiera hablan sobre ella. Fingen que no existe, que no va a llegarles y, cuando intentas hablar del tema, te miran como si estuvieras loco. ¿Han visto alguna vez la película Haroldy Maude?
—Sí —dijo Joanna.
—Es mi película favorita de todos los tiempos. La habré visto unas cien veces, sobre todo la escena en que él se ahorca.
—Y por eso piensa que este proyecto…
—Me dará la oportunidad para experimentar la muerte de primera mano, para mirarla a la cara y descubrir cómo es realmente.
—No hemos cerrado aún nuestra lista de participantes —dijo Joanna, acompañándolo a la puerta—. Ya se lo haremos saber.
—No puedo creerlo —dijo Richard después de que ella cerrara la puerta—. ¡Otro! Y parecía perfectamente normal.
—Probablemente lo es. Haroldy Mande es una película muy buena, y no dijo nada que no fuera verdad. Nuestra sociedad no quiere hablar de la muerte. Todos fingen que no existe y que no va con ellos.
—No estarás sugiriendo en serio que lo aceptemos en el proyecto.
—No —dijo Joanna—. Está demasiado fascinado por el tema, y sus comentarios sobre la escena del ahorcamiento fueron preocupantes. Y tenemos una regla sobre las películas con muertes. —Le sonrió.
—Esto no es divertido. ¿Cuántos voluntarios nos quedan en la lista? ¿Tres?
—Cuatro. La señora Coffey es la siguiente. Estará aquí a las diez.
—La directora de sistemas de datos —dijo Richard, animándose un poco—. Magnífico. Tiene un título universitario y trabaja para Colotech.
“Eso no es ninguna garantía”, pensó Joanna, aunque tenía que estar de acuerdo con Richard. Los universitarios no eran de los del tipo de Harold y Mande, y la señora Coffey pareció enormemente prometedora nada más llegar. Iba vestida con un elegante traje negro, y con su bonito peinado, su maquillaje, era la viva imagen de la Mujer Corporativa. Cuando Joanna le pidió que hablara un poco sobre sí misma, abrió su portafolios y sacó una hoja doblada de un sobre color crema.
—Sé que tienen mi solicitud —dijo—, pero he supuesto que un resumen podría ser útil también. —Sonrió y se lo tendió a Richard.
—¿Por qué se presentó voluntaria para el proyecto? —preguntó Joanna.
—Como puede ver en mi resumen… —dijo la señora Coffey, y sacó otra hoja doblada. Sonrió—. He traído uno de más, por si acaso. En mi trabajo, los detalles cuentan. —Le tendió el resumen a Joanna—. Como puede ver, aquí en “Servicio” —señaló el lugar—, hago un montón de trabajos con la comunidad. El año pasado participé en un estudio sobre el sueño en el Hospital Universitario. —Le sonrió cálidamente a Richard—. Y cuando el doctor Wright describió el proyecto, me pareció interesante.
—¿Ha tenido alguna vez una experiencia cercana a la muerte? —preguntó Joanna.
—¿Quiere decir que si estuve a punto de morir y luego vi un túnel y una luz? No.
—¿Alguna experiencia extracorporal?
—¿Eso que la gente imagina de salir del cuerpo? —dijo ella, frunciendo el ceño, escéptica—. No.
—¿Está familiarizada con la obra de Maurice Mandrake? —preguntó Joanna, observándola con atención, pero no hubo ninguna indicación de reconocimiento mientras sacudía su cabeza perfectamente peinada.
Richard trató de llamar la atención de Joanna. Obviamente, estaba convencido, y no había nada sospechoso en el historial de la señora Coffey.
—Si le pidiéramos que participara en el proyecto —preguntó Joanna—, ¿cuándo estaría disponible?
—Los miércoles por la mañana y los jueves por la tarde, pero los lunes me vendrían mejor. Mis poderes psíquicos son más fuertes los días gobernados por la diosa lunar. A causa de las vibraciones armónicas consonantes.
—Se lo haremos saber —dijo Joanna. La señora Coffey les dio una tarjeta a cada uno—. Aquí están los números de mi casa y mi despacho, y el de mi móvil. O pueden contactar conmigo por e-mail.
—O por telepatía. ¡Por Dios! —explotó Richard en cuanto la puerta se cerró tras ella—. ¿Es que están todos locos?
“Espero que no”, pensó Joanna, y sacó el expediente de la señora Troudtheim. Anotó que tenía que preguntarle por qué se había presentado para participar en un proyecto si tenía que conducir desde Deer Trail, y esperó que hubiera una respuesta racional. El Colorado rural tenía tendencia a tener más abducidos por ovnis y más teorías conspiratorias de mutilación de ganado de la cuenta.
—Oh, pero si no tengo que venir —le dijo a Joanna—. Tienen que hacerme un arreglo dental completo, y nunca se sabe cómo estará el tiempo en esta época del año, así que me alojo con mi hijo hasta que acaben. Pero ya sabe cómo es vivir con los hijos. Me pareció que participar en un estudio era una forma de salir de vez en cuando del cubil de mi nuera. Y odio estar sentada sin hacer nada.
Así era, por lo visto.
—¿Le importa si hago ganchillo mientras hablamos? —le había preguntado a Joanna al principio de la entrevista. Y cuando Joanna dijo que no, sacó un ovillo de lana y un cubrecama amarillo, naranja y verde a medio terminar y empezó a trabajar en él con manos ajadas por el esfuerzo de toda una vida.
Joanna le preguntó por Deer Trail y su vida en el rancho. Las respuestas de la señora Troudtheim fueron sencillas y desenfadadas, y cuando Joanna le pidió que describiera el rancho, le impresionó la imagen vivida y detallada que le daba de la tierra y el ganado. Si participaba en el proyecto, sería una buena observadora. Joanna también se impresionó por sus modales amistosos y sencillos y por su rostro despejado.
—Le dijo usted al doctor Wright que no ha tenido nunca una experiencia cercana a la muerte —dijo Joanna, consultando sus notas—. ¿Ha conocido a alguien que tuviera una?
—No —respondió la señora Troudtheim, pasando el hilo por el ganchillo y tirando hasta el borde del cubrecama—. El día antes de morirse, mi tía dijo que vio a su hermana (a mi madre) al pié de la cama, vestida con un largo vestido blanco. Mi madre llevaba muerta varios años, pero mi tía dijo que la vio allí de pie, claro como el día, y que supo que había venido a por ella. Se murió al día siguiente.
—¿Y usted qué pensó de eso?
—Oh, no sé —dijo ella, tirando pensativa del hilo—. El médico se había pasado con la medicación. Y no me imagino a mi madre con un vestido blanco. Odiaba las faldas anchas. La gente ve a veces lo que quiere ver.
“Pero apuesto a que usted no”, pensó Joanna, y le preguntó a qué horas estaría disponible.
—Es el sujeto más prometedor hasta ahora —le dijo a Richard después de que la señora Troudtheim volviera a guardar el cubrecama en su bolso y se marchara—. Me recuerda a mis parientes de Kansas, duros y amables y realistas, el tipo de personas que pueden sobrevivir a cualquier cosa y probablemente lo han hecho. Creo que será perfecta para el proyecto. Me ha impresionado especialmente su capacidad de observación.
—Excepto que está claro que es daltónica. ¿Has visto ese cubrecama? —preguntó Richard, estremeciéndose.
—Está claro que nunca has estado en Kansas —dijo Joanna—. Ése no estaba tan mal.
—Lo que tú digas. Joanna sonrió.
—Digo que será un sujeto excelente.
—Me contentaría con que fuera simplemente un sujeto.
“Y yo también”, pensó Joanna, aliviada de poder tener al fin a alguien así. Miró el horario. El siguiente era el señor Sage, y luego el señor Pearsall, pero no hasta la una y media. Si la entrevista con el señor Sage no duraba demasiado, podría bajar a ver a la señora Woollam. No habría tiempo para una entrevista completa, pero podría al menos conocerla, hacer que firmara un permiso y concertar una entrevista para esa tarde. Si el señor Sage no se enrollaba demasiado.
No se enrolló. En realidad, Joanna tuvo problemas para sacarle algo. El señor Sage daba respuestas breves y entrecortadas a todo lo que ella preguntaba, cosa que preocupó un poco a Joanna. Se preguntó qué podría contar de lo que viera en una ECM. Pero no era psíquico, ni estaba interesado en la muerte. Y dio la mejor respuesta de todos a la pregunta de por qué se había presentado voluntario para el proyecto.
—Mi esposa me obligó.
—¿Cuál es su opinión sobre las experiencias cercanas a la muerte?
—No lo sé —dijo él—. Nunca he pensado mucho en ellas. “Bien”, pensó Joanna, y le preguntó qué horario le vendría mejor.
—Muy silencioso, ¿no? —comentó Richard después de que se marchara.
—Nos valdrá. La gente tiene distintas capacidades descriptivas. —Se levantó—. Richard, voy a ir a… —empezó a decir, y su busca sonó.
Ya se había buscado problemas con Vielle aquel día por no contestarlo; sería mejor que viese quién era. Llamó a la operadora, que le dio el número de la habitación de Maisie.
—dijo que era una emergencia y que tenía que llamarla de inmediato. Yo, por mi parte, agradecería que lo hiciera —dijo la operadora—. Lleva llamando toda la mañana, insistiendo que la llame a usted por el intercomunicador.
—De acuerdo. —Rió Joanna, y llamó a Maisie.
—¡Tienes que venir ahora mismo! —dijo una agitada Maisie—. La señora Sutterly ha descubierto cómo se llamaba el tripulante del Hindenburg que querías, y tienes que bajar para que yo pueda decírtelo.
—Ahora mismo no puedo, Maisie. Tengo una cita…
—¡Pero me voy a casa, y si no bajas ahora mismo será demasiado tarde! ¡Ya me habré ido!
Parecía verdaderamente inquieta.
—Muy bien, ahora voy —dijo Joanna—. Sólo puedo quedarme un par de minutos —añadió, aunque no había ninguna posibilidad de que pudiera escapar a tiempo para ver a la señora Woollam. Tendría que esperar hasta la tarde.
—Voy a bajar a despedirme de Maisie —le dijo a Richard—. Se va a casa.
—¿Y la entrevista con el señor Pearsall?
—Si no he vuelto cuando llegue, llámame —dijo, agitando el busca ante él para que viera que lo llevaba encima, y corrió hasta la quinta y cruzó el pasillo, pero estaba bloqueado por un caballete y más cinta amarilla.
—Están poniendo losas nuevas en el suelo —le dijo un técnico de laboratorio que venía por el otro lado—. ¿Quiere llegar al ala oeste? Tendrá que tomar el ascensor hasta la séptima o bajar a la tercera planta.
Joanna regresó a los ascensores y vio al señor Mandrake acercándose a ella. No había ningún lugar al que huir, ningún hueco de escaleras en el que escabullirse, ni siquiera una puerta abierta y, de todas formas, ya la había visto.
—Hola, señor Mandrake —dijo, tratando de no parecer un conejo acorralado.
—Me alegro de haberla encontrado —dijo él—. Llevo toda la mañana intentando localizarla.
—Éste no es un buen momento —dijo Joanna, mirando descaradamente su reloj—. Tengo una cita.
—¿Con un paciente de ECM? —preguntó él, interesado al instante.
—No —respondió Joanna, agradecida de que no la hubiera pillado entrando a ver a la señora Woollam. O a Maisie—. Una reunión, y ya voy tarde.
—Esto sólo será un momento —dijo él, plantándose delante—. Hay dos asuntos de los que tengo que hablar con usted. Primero, la señora Davenport me contó que no ha vuelto a verla para anotar el resto de su ECM. Ha recordado detalles adicionales sobre su regreso. El Ángel de Luz…
—… le dio un telegrama dictándole que tenía que volver, lo sé. Ya me lo contó.
—No, no, ha recordado muchas más cosas. El telegrama fue sólo el principio. El Ángel le dijo que tenía que ser una mensajera, y alzó Su brillante mano… —El señor Mandrake alzó la suya, ilustrando el gesto—. Los misterios de la vida y la muerte le fueron revelados, y ella lo comprendió todo. Tiene muchas ganas de compartir con usted el conocimiento que le fue dado.
“Apuesto a que sí”, pensó Joanna.
—Cuando oiga lo que ha aprendido, no habrá ninguna duda en su mente de que la señora Davenport ha traído noticias del Otro Lado.
—Señor Mandrake…
—Lo segundo de lo que quería hablarle: no sé si lo sabe pero hay un nuevo investigador en el hospital que pretende socavar la credibilidad de nuestra investigación sobre la cercanía a la muerte. Se llama doctor Wright. Dice que puede reproducir la ECOV en laboratorio por medio de drogas. Por supuesto, eso es imposible. La ECOV es una realidad espiritual, no una alucinación por drogas, pero la gente es crédula. Pueden creerlo, sobre todo si enmascara sus supuestos con las trampas de la tecnología y la ciencia.
—Tengo que irme —dijo Joanna, y se encaminó hacia el ascensor, pero el señor Mandrake la acompañó.
—Me preocupa mucho el efecto de esta supuesta investigación sobre nuestros estudios. Traté de expresarle mis inquietudes, pero no me hizo ningún caso. Tiene un compañero, o eso tengo entendido, aunque no lo he visto, y espero que sea más cooperativo. Ahí es donde entra usted.
—¿Yo? —dijo Joanna, llegando al ascensor. Pulsó el botón.
—No he podido descubrir quién es su colaborador. Quiero que usted lo averigüe.
El ascensor anunció su llegada. Joanna esperó a que se abriera la puerta.
—Ya lo sé.
—¿Lo sabe? —dijo él, claramente sorprendido—. ¿Quién es? ¿Quién es su ayudante?
Joanna entró en el ascensor, pulsó el botón para cerrar la puerta y esperó a que ésta se deslizara.
—Soy yo —dijo.
Casi deseó poder haber visto la expresión de su cara antes de que la puerta se cerrara, pero en tal caso no habría podido escapar. No tendrías que haberlo hecho, se dijo, mientras subía a la séptima y cruzaba hasta el ala oeste. Ahora nunca te dejará en paz. Pero su red de espías y él lo habrían descubierto tarde o temprano, y si no se lo hubiera dicho, la habría acusado de engañarlo a sabiendas. Ahora, por supuesto, la acusaría de ser una crédula. ¡Ella, crédula!
Atajó por la UCI y tomó el ascensor de servicio hasta Pediatría. Maisie estaba sentada al borde de la cama, vestida con un chándal rosa con bolsillos en forma de mariposa. “Que debe de detestar”, pensó Joanna.
—¿Has llamado, chavalina? —preguntó Joanna, y entonces vio que la madre de Maisie estaba en la habitación, guardando la bata y las zapatillas de la niña en una bolsa de plástico del hospital.
—El doctor Murrow está tan contento con sus progresos con la inderona que nos dijo que podíamos irnos a casa un día antes —le dijo animosa a Joanna. Abrió la puerta del armario y sacó la mochila de Barbie de Maisie.
Joanna miró a Maisie, que no parecía preocupada.
—El doctor Murrow dice también que Maisie podría empezar a pensar en volver al colegio —dijo la señora Nellis. Dejó sobre la silla la mochila—. Las dejaré un momento para que charlen. Tengo que hablar con el doctor Murrow sobre un bloqueador ECA experimenta para Maisie antes de marcharnos.
En cuanto la madre salió, Maisie dijo:
—Temía que cuando llegaras ya me hubiera marchado. Y sacó un papelito doblado de un bolsillo y se lo tendió a Joanna, Joanna lo desplegó. Decía: “Joseph Leibrecht. 1968.”
—La señora Sutterly dijo que el tipo que escribió el libro fue a Alemania y entrevistó a ese tal Leibrecht. En 1968. ¿Puedes usarla? ¿Su ECM?
Probablemente no. El Hindenburg se había estrellado en 1937, más de treinta años antes. Los acontecimientos recordados tras tanto tiempo inevitablemente estarían distorsionados, se olvidaban detalles o se añadían, los espacios en blanco se rellenaban con fabulaciones. Era virtualmente inútil, pero no quería decepcionar a Maisie.
—Apuesta a que… —empezó a decir, y advirtió que Maisie estaba esperando su respuesta, conteniendo la respiración, como si aquello fuera una especie de prueba.
“Me temo que no —dijo Joanna—. Las entrevistas sobre las ECM tienen que hacerse inmediatamente después de la experiencia, o la gente olvida cosas.
—O se las inventa —dijo Maisie.
—Eso es. Lo siento.
—No importa —dijo Maisie, sin contrariarse lo más mínimo. De hecho, estaba sonriendo.
Joanna le devolvió la sonrisa.
—¿Así que te vas a casa? ¿Estás contenta? Ella asintió.
—La señora Sutterly se llevó los libros por mí —dijo, con una significativa mirada a la mochila.
—Bien. ¿Cómo va el Lusitania?
—Ya no me interesa. No tardó mucho en hundirse. ¿Has ido alguna vez al circo?
Joanna nunca se acostumbraría a los súbitos cambios de conversación de Maisie.
—Sí, cuando era pequeña.
—¿Era divertido? ¿Había payasos?
—Sí y sí —dijo Joanna, pensando que incluso la señora Nellis aprobaría aquella conversación—. Recuerdo a un payaso que tenía la nariz roja y los pantalones anchos, y se sacó un enorme pañuelo de lunares del bolsillo para sonarse la nariz, pero estaba atado a un gran pañuelo rojo, y ése a uno azul y a uno verde y a uno amarillo, y seguía tirando y tirando y tirando y sacando pañuelos del bolsillo, buscando el final.
—Apuesto a que es divertido —dijo Maisie—. ¿Sabes lo que es un jardín de la victoria?
—¿Un jardín de la victoria? —dijo Joanna, perdida otra vez—. No estoy segura. Sé que durante la Segunda Guerra Mundial, la gente plantaba jardines para cultivar comida para el Ejército. Y la Marina —añadió, recordando al señor Wojakowski—, para ayudar a ganar la guerra, y se llamaban jardines de la victoria. ¿Te refieres a eso?
—Creo que sí. Había un circo en Hartford, que está en Connecticut, y la carpa se incendió y todos murieron quemados. “Tendría que haberlo sospechado”, pensó Joanna.
—Murieron ciento sesenta y ocho personas —dijo Maisie—. Te mostraría la foto, pero no tengo los libros. Los traeré la próxima vez que venga al hospital.
“¿Cómo sabes que habrá una próxima vez? Tu madre dice que estás bien”, estuvo a punto de decir Joanna, pero se controló.
—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó en cambio. Maisie se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Sucedió sin más.
“Sucedió sin más”, pensó Joanna. Un cigarrillo, una chispa, en el serrín o la lona y, así de fácil, ciento sesenta y ocho personas muertas. “Y probablemente niños en su mayoría”, pensó Joanna, sabiendo cómo eran los circos. Y Maisie.
—Murieron montones de niños —dijo Maisie, como si le leyera el pensamiento—. ¿Crees que duele morir? En un incendio, quiero decir.
—No lo sé —contestó Joanna, bien consciente de a lo que estaba respondiendo en realidad—. Probablemente sólo un ratito. La mayoría probablemente murieron por inhalación de humo. Creo que lo peor sería el miedo.
—Yo también —dijo Maisie—. Cuando se me paró el corazón, sólo dolió un momento. Y tampoco tenía miedo. —Miró seriamente a Joanna—. ¿Crees que para eso son las ECM, para impedirte que tengas miedo?
—Eso es lo que el doctor Wright y yo estamos tratando de averiguar.
—¿Qué crees que pasa después de eso, después de la ECM?
Joanna sabía que aquello iba a suceder, desde su conversación sobre Ulla. Miró hacia la puerta, deseando que la madre de Maisie apareciese por arte de magia con una silla de ruedas y pensamientos felices.
—Quiero saber la verdad —dijo Maisie.
—La verdad es que no lo sé —respondió Joanna—. Creo que probablemente nada. Cuando el corazón deja de latir, el cuerpo deja de enviar oxígeno al cerebro y las células cerebrales empiezan a morir, ; cuando mueren, ya no puedes pensar, y es como quedarte dormido apagar una luz.
—Como desconectar a C3PO —dijo Maisie ansiosa.
—Sí, igual que eso —dijo Joanna, pensando que si aquella conversación estaba inquietando o asustando a Maisie desde luego no se notaba.
—¿Estaría oscuro?
—No. No sería nada.
—Y ni siquiera sabes que estás muerto.
—No, ni siquiera sabes que estás muerto —dijo Joanna, y por algún motivo pensó en Lavoisier.
—¿Por qué dices que probablemente no pasa nada? ¿Por qué probablemente?
—Porque nadie lo sabe con certeza. Ninguna persona muerta ha vuelto jamás para contarnos cómo es la muerte.
—El señor Mandrake dice que lo sabe. —Maisie hizo una mueca—. Cuando vino a verme la otra vez, dijo que sabía exactamente qué pasa después de que te mueras.
—Bueno, pues no lo sabe. Maisie asintió sabiamente.
—Dice que todas las personas que conoces y han muerto están allí esperándote, y que luego todos vais al cielo. Creo que eso es lo que quiere que sea verdad. Pero querer que algo sea verdad no hace que sea verdad. Como Campanita.
—No —dijo Joanna—. Pero querer que algo sea verdad no implica tampoco necesariamente que no lo sea.
—Entonces podría haber un cielo.
—Podría —dijo Joanna—. Nadie lo sabe.
—Excepto las personas que han muerto. Y no pueden decírnoslo. “No —pensó Joanna—, no pueden decírnoslo. A pesar de los mejores esfuerzos míos y de Richard.”
—Entonces todo el mundo tiene que averiguarlo por sí mismo —dijo Maisie—, y nadie te acompaña. ¿No?
“No —pensó Joanna—. Ojalá pudiera, pequeña. Odio pensar que tengas que hacer el viaje sola. Pero todo el mundo tiene que morir solo, no” importa lo que diga el señor Mandrake.”
—No —dijo.
—A menos que sea un desastre —dijo Maisie—. Entonces un puñado de gente muere a la vez. Como en el incendio del circo de Hartford. No pudieron escapar porque las jaulas de los animales, ya sabes, los tigres y los leones, estaban en medio, y todos siguieron empujando y murieron aplastados excepto los que inca… inha… —frunció el ceño, buscando la palabra.
—Los que inhalaron el humo —dijo Joanna.
—Todo listo —dijo alegremente la madre de Maisie, que llegaba con una silla de ruedas—. En cuanto la enfermera te traiga el alta, podemos irnos. —Empezó a ayudar a Maisie a sentarse en la silla.
—Yo también tengo que irme —dijo Joanna—. Adiós, chavalina. Sé buena.
Volvió al laboratorio. Barbara estaba en el puesto de enfermeras cumplimentando papeleo. Joanna miró al fondo del pasillo para asegurarse de que Maisie y su madre siguieran dentro de la habitación.
—La madre de Maisie dice que está mejor —le preguntó a Barbara—. ¿Es verdad?
—Eso depende de cómo definas “mejor” —respondió Barbara— Su estado básico no ha cambiado, pero su corazón funciona un poquito mejor, y la inderona parece que está estabilizando su ritmo cardíaco aunque no sé cuánto tiempo podrán mantenerlo. Los efectos secundarios son bastante malos: daños en el hígado y en el riñón, pero sí, su madre está diciendo la verdad para variar. Está mejor.
—Bien —dijo Joanna, aliviada—. No habrás visto al señor Mandrake en esta planta, ¿verdad?
—No.
—Tanto mejor —dijo Joanna. Dio un golpe al mostrador con ambas manos—. Te veré luego.
—Oh, vaya, sigue usted aquí —dijo la madre de Maisie, acercándose al puesto de las enfermeras—. Sólo quería darle las gracias por pasar tanto tiempo con Maisie. Le encantan las visitas, pero muchos insisten en hablar de cosas deprimentes, de enfermedades y… la trastornan. Pero le encanta que la visite usted. No sé de qué hablan, pero siempre está muy contenta después de sus visitas.
11
Jesús… Jesús… Jesús…
Joanna no consiguió ver a la señora Woollam hasta pasadas las tres. El señor Pearsall llegó tarde, y su entrevista (que estuvo bien) fue interrumpida por una llamada de la señora Haighton, quien al parecer llamaba desde su feria de artesanía, porque no paraba de gritar a una tal Ashley y una tal Felicia, que por lo visto colgaban cosas.
—Esta semana es imposible —le dijo a Joanna—, pero la semana que viene… espere un momento, déjeme ver mi agenda… podría ser… oh, no, está demasiado alto por ese lado.
El señor Pearsall esperaba pacientemente, y Joanna sabía que lo adecuado sería decirle a la señora Haighton que llamara más tarde, pero tenía la sensación de que, si lo hacía, nunca volvería a saber de ella.
—¿A qué horas estará disponible el lunes que viene? —le preguntó Joanna, sonriendo a modo de disculpa al señor Pearsall.
—El lunes, déjeme ver… hace falta más cuerda… no, por la tarde no podrá ser, y, veamos, ¿qué hay por la mañana? Tengo una reunión de la AAUW a las diez. ¿Le vendría bien a las doce menos cuarto?
—Sí —dijo Joanna, aunque ya había citado ala señora Troudtheim a las once. Incluso teniendo en cuenta las citas con el dentista de la señora Troudtheim, podría hacerle un hueco con más facilidad que a la señora Haighton—. Las doce menos cuarto estará bien.
—Doce menos cuarto —dijo la señora Haighton—. Oh, no, estaba mirando el miércoles, no el lunes. No puedo el lunes, por lo que veo.
—¿Y el martes?
Joanna pasó los diez minutos siguientes escuchando una letanía de reuniones de la señora Haighton, intercalada con instrucciones a una tal Felicia, antes de finalmente acordar hacerle un hueco el viernes entre el consejo de la biblioteca y la clase de yoga.
—Aunque estoy casi segura de que tenía otra cosa que hacer ese día.
Joanna colgó antes de que tuviera oportunidad de recordar qué era y continuó interrogando al señor Pearsall, que nunca había sido operado y, mucho menos, había experimentado una cercanía a la muerte.
—Nunca me han extirpado el apéndice, ni las amígdalas. Ni tampoco a nadie de mi familia. Mi padre tiene setenta y cuatro años y jamás ha pasado un día enfermo.
El señor Pearsall nunca había visto al señor Mandrake ni había leído sus libros, y cuando Joanna le preguntó si creía en el espiritismo, él dijo, levemente escandalizado:
—Esto es una investigación médica, ¿no?
—Sí —respondió Joanna, y lo dejó marchar. Todavía tenía que concertar la cita, y tuvo que contarle a Richard su encuentro con el señor Mandrake.
—Cree que vas a intentar estropear su investigación —le dijo.
—Es verdad. ¿Qué le pareció que trabajaras conmigo?
—Escapé antes de que pudiera decírmelo —dijo Joanna—. Imagino que tratará de convencerme de lo contrario. Si puede pillarme —añadió—. Voy a la Unidad de cuidados cardíacos a ver un caso de ECM. Si llama el señor Mandrake, dile que he ido a ver a Maisie.
—Creí que le habían dado el alta.
—Así es —dijo Joanna, y bajó a la Unidad de cuidados cardíacos, sólo para descubrir que la señora Woollam ya había sito trasladada a una habitación normal.
Para cuando llegó a la habitación, eran las cuatro y cuarto pasadas. La señora Woollan llevaba ingresada más de siete horas. Mandrake había tenido tiempo no sólo de echarla a perder para entrevistas posteriores, sino de convertirla en otra señora Davenport. A menos que la señora Woollam no pudiera recibir visitas, en cuyo caso tampoco ella podría verla.
Pero sí, la señora Woollam podía tener visitas, dijo Luann. Estaba bien. La iban a tener ingresada un par de días en observación.
—¿Ha venido a verla el señor Mandrake?
—Lo intentó —dijo Luann—. La señora Woollam lo expulsó.
—¿Lo expulsó? Luann sonrió.
—Es un hueso duro de roer. Pasa. Joanna llamó suavemente a la puerta.
—¿Señora Woollam? —dijo tímidamente.
—Pase —dijo una voz suave, y Joanna se encontró ante una frágil anciana no mucho más grande que Maisie. Su pelo blanco era tan fino y carente de sustancia como el pelillo de un diente de león, y la propia señora Woollam parecía a punto de echar a revolotear con la primera brisa. Desde luego no parecía capaz de expulsar a nadie, mucho menos al inamovible señor Mandrake. Estaba sentada en la cama, conectada a unos monitores por medio de un puñado de cables. Leía un libro de tapas blancas, que guardó en el cajón de la mesilla de noche en cuanto vio a Joanna.
—Soy Joanna Lander. Yo…
—La amiga de Vielle —dijo la señora Woollam—. Me habló de usted. —Sonrió—. Vielle es una enfermera maravillosa. Cualquier amiga suya es amiga mía. —Mostró de nuevo una sonrisa de increíble dulzura—. Me ha dicho que está usted estudiando las experiencias cercanas a la muerte.
—Sí —dijo Joanna. Sacó un impreso del bolsillo, lo describió, y se lo entregó para que lo examinase.
—No siempre experimento lo mismo —dijo la señora Woollam, el boli detenido sobre el impreso—, y nunca he flotado por encima de mi cuerpo ni he visto ángeles, si eso es lo que está buscando…
—No estoy buscando nada —dijo Joanna—. Me gustaría que me contara qué ha experimentado.
—Bien. —Firmó el impreso con letra temblorosa—. Maurice Mandrake estaba decidido a que viera un túnel y un Ángel de Luz la última vez que estuve aquí. Un hombre terrible. No trabajará usted con él, ¿no?
—No —respondió Joanna—, no importa lo que él diga.
—Bien. ¿Sabe qué me dijo? —preguntó la señora Woollam, indignada—. Que las experiencias cercanas a la muerte son mensajes de los muertos.
—¿No cree usted que lo sean?
—Por supuesto que no. Eso no son el tipo de mensajes que los muertos envían a los vivos. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué clase de mensajes envían? —preguntó con cuidado.
—Mensajes de amor y perdón, porque a menudo no podemos perdonarnos a nosotros mismos. Mensajes que sólo nuestros corazones pueden oír. —Le tendió a Joanna el impreso y el bolígrafo—. ¿Qué quería preguntarme? He estado en un túnel, aunque no se lo dije al señor Mandrake.
—¿Qué clase de túnel?
—Estaba demasiado oscuro para ver exactamente qué era, pero sé que era más pequeño que un túnel de metro. He estado en un túnel dos veces, la primera vez y la penúltima.
—¿El mismo túnel?
—No, uno era más estrecho y su suelo era más irregular. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer.
—¿Y las otras veces? —preguntó Joanna, deseando que la señora Woollam no tuviera problemas de corazón ni ochenta años. Sería una voluntaria magnífica.
—Estaba en un lugar oscuro. No un túnel. En el exterior, en un lugar abierto, oscuro… —Miró más allá de Joanna—. No había nada en kilómetros a la redonda.
—¿Estuvo en ese lugar oscuro todas las otras veces?
—Sí. No, una vez estuve en un jardín.
“Maisie no me llegó a decir por qué quería saber qué era un jardín de la victoria”, pensó Joanna.
—Estaba sentada en una silla blanca en un jardín precioso, precioso —dijo la señora Woollam, añorante.
Los jardines eran una experiencia común en las ECM.
—¿Puede describirlo?
—Había viñedos —dijo la señora Woollam, contemplando las paredes de la habitación—, y árboles.
—¿Qué clase de árboles? —instó Joanna.
—Palmeras.
Viñedos y palmeras. La imaginería religiosa estándar.
—¿Recuerda algo más acerca del jardín?
—No, sólo estar allí sentada, esperando algo.
—¿A qué?
—No lo sé —dijo ella, sacudiendo la blanca cabeza—. Ésa fue la primera vez que se me paró el corazón. Hace casi dos años. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y esta última vez?
—Estaba al pie de una hermosa escalera, contemplándola.
—¿Puede describirla?
—Se parecía a esto —dijo la señora Woollam, tomando el libro de la mesilla de noche. Joanna vio para su desazón que se trataba de una Biblia. La señora Woollam hojeó las finísimas páginas hasta llegar a una lámina en color y se la mostró a Joanna. Era una imagen de una amplia escalera dorada, con ángeles de pie en cada peldaño y en lo alto un rayo de luz en el que se veía el contorno de una figura con los brazos extendidos.
“Tendría que haber previsto que era demasiado bueno para ser verdad”, pensó Joanna.
—¿La escalera era así?
—Sí, pero se curvaba hacia arriba. Y la luz de lo alto chispeaba, como diamantes.
“Y zafiros y rubíes”, pensó Joanna.
—Pero no había ningún ángel, no importa lo que dijera el señor Mandrake. No paraba de intentar convencerme de que había visto el cielo.
—¿Y usted cree que no?
—No lo sé. Todo podría ser el cielo: el túnel y el jardín y el lugar oscuro y despejado. —Sostuvo la Biblia y pasó a otra página—. Juan 14, versículo 2: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.” O podría ser otra cosa.
—Lamento interrumpirlas, señoras —dijo Luann—, pero es hora de llevarla abajo, señora Woollam.
—¿Al catéter? —dijo la señora Wollam, cerrando la Biblia.
—Aja —respondió Luann. Su busca sonó—. Lo siento —dijo, sacándolo del bolsillo—. Ahora mismo vuelvo.
—dijo usted que lo que vio en sus ECM podría ser otra cosa —dijo Joanna—. ¿A qué se refería? ¿Qué cree que podría ser?
—No lo sé. A veces… —Su voz se apagó—. Pero sé que sea lo que sea, Jesús estará allí conmigo. —Abrió de nuevo la Biblia—. Isaías 45, versículo 2: “Cuando atravieses las aguas, estaré contigo. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Luann regresó, apurada.
—Me gustaría volver a hablar con usted —le dijo Joanna a la señora Woollam—. ¿Puedo?
—Si todavía estoy aquí —respondió la señora Woollam, e hizo un guiño—. Cada vez me tienen menos tiempo ingresada. A mí también me gustaría hablar con usted. Me gustaría saber qué piensa que son estas experiencias y qué opina de la muerte.
“Opino que cuanto más averiguo menos sé”, pensó Joanna, volviendo a las escaleras. Deseó no tener todavía por delante dos horas o más de transcripción. No podía dejarlas para el día siguiente, no con tantas sesiones programadas, y ya llevaba una semana de retraso. Entro en su despacho, tomó una cinta de la caja de zapatos donde guardaba todas las cintas por transcribir y conectó el ordenador.
—Oh, qué bien, estás de vuelta —dijo Richard, asomando la cabeza por la puerta—. He tenido que cambiar la primera sesión del señor Sage para esta tarde. No debería durar mucho. Tish ya lo tiene preparado.
Richard se equivocó. Tardó una eternidad. Pero no porque el señor Sage tuviera mucho que contar. Hacer que dijera algo fue como arrancarle los dientes.
—Dice usted que estaba oscuro —preguntó Joanna después de otros quince minutos de preguntas—. ¿Pudo ver algo?
—¿Cuándo?
—Cuando estaba en la oscuridad.
—No. Ya le dije que estaba oscuro.
—¿Estuvo oscuro todo el tiempo?
—No —dijo, seguido de una pausa interminable mientras Joanna esperaba a que añadiera algo.
—Después de que estuviera oscuro, ¿qué sucedió?
—¿Sucedió?
—Sí. Dijo usted que no estuvo oscuro todo el tiempo.
—No.
—¿Hubo luz parte del tiempo?
—Sí.
—¿Puede describir la luz? Él se encogió de hombros.
—Una luz.
No le fue mejor cuando le preguntó qué sensaciones había experimentado durante la ECM.
—¿Sensaciones? —repitió él, como si nunca hubiera oído la palabra antes.
—¿Se sintió feliz, triste, preocupado, nervioso, tranquilo, cálido, frío?
Él volvió a encogerse de hombros.
—¿Diría que se sentía bien o mal? —preguntó ella.
—¿Cuándo?
—En la, oscuridad —dijo Joanna, apretando los dientes.
—¿Bien o mal respecto a qué? Y así durante más de una hora.
—Vaya —dijo Richard cuando el señor Sage se marchó silenciosamente—, cuando dijiste que la gente tiene distintas capacidades de descripción, no bromeabas.
—Bueno, al menos establecimos que estaba oscuro, y luego hubo luz —dijo Joanna, sacudiendo la cabeza.
Estaban solos en el laboratorio. Tish se había quedado hasta la mitad del interrogatorio y luego se marchó, diciéndole a Richard:
—Voy a la Hora Feliz en el Río Grande con un grupo de amigos, por si le interesa. A los dos —añadió, como si se lo pensara mejor.
—Lamento no haber podido sacarle nada de lo que sentía, si es que sentía algo —dijo Joanna—. No creo que tuviera ninguna sensación negativa. No me respondió cuando le pregunté si se sentía preocupado o asustado.
—No respondió para nada —dijo Richard, acercándose a la consola—, pero al menos tenemos otro conjunto de escáneres que examinar. —Empezó a teclear números—. Quiero comparar sus niveles de endorfinas con los de Amelia Tanaka.
“Y se acabó la Hora Feliz en el Río Grande”, pensó Joanna, pero no importaba. Tenía que transcribir el testimonio del señor Sage, tal como estaba, y todas las otras cintas que no había transcrito todavía. Regresó a su despacho.
Su contestador automático estaba parpadeando. “Que no sea el señor Mandrake”, pensó, y pulsó el botón.
—Soy Maurice Mandrake —dijo el contestador—. Quería decirle lo contento que estoy de que esté usted trabajando con el doctor Wright. Estoy seguro de que será una influencia excelente. ¿Cuándo puede reunirse conmigo para planear estrategias?
Había mensajes de la señora Haighton y Ann Collins, la enfermera que había ayudado en la sesión del señor Wojakowski, las dos pidiéndole a Joanna que las llamara. “Y empezar otra ronda del escondite telefónico”, pensó cansada, pero las llamó a ambas. Ninguna estaba en casa. Dejó un mensaje en ambos contestadores y se sentó ante el ordenador y transcribió la sesión del señor Sage.
Sólo tardó cinco minutos. Sacó la cinta y metió otra.
—Era… —Una pausa interminable—. Oscuro… —Otra—. Creo… —La señora Davenport—. Estaba en… —Pausa muy larga—. Una especie de… —Pausa muy, muy larga, y luego su voz alzándose interrogante—. ¿Túnel?
Aquello era ridículo. Podía poner la cinta a toda velocidad y aún así teclearía más rápido de lo que la señora Davenport hablaba. “¿Y por qué no?”, pensó, tendiendo la mano hacia la grabadora. Aunque tuviera que rebobinar para completarlo, sería una mejora.
No funcionó. Cuando pulsó el botón de avance rápido, se oyó un chirrido agudo. Trató de pulsar “play” y “avance rápido” al mismo tiempo. El botón de avance se detuvo y sonó un gemido ensordecedor. Una voz de hombre dijo:
—Apaguen esa maldita alarma.
Un súbito silencio y la misma voz diciendo:
—Déjenme ver el pulso.
“El infarto de Greg Menotti —pensó Joanna—. Debí de tener la grabadora encendida”, así que pulsó para rebobinar.
—Ella está demasiado lejos —decía Greg, la voz distante y desesperada, y Joanna apartó el dedo del botón y escuchó—. Nunca llegará a tiempo.
Joanna tomó la caja de zapatos con las cintas sin transcribir y rebuscó mientras la cinta seguía en marcha, buscando las fechas. Veinticinco de febrero. Nueve de diciembre.
—Estará aquí dentro de unos minutos —dijo la voz de Vielle desde la cinta.
Luego el cardiólogo preguntó:
—¿Cuál es la PS?
Veintitrés de enero, marzo… allí estaba.
—Ochenta sobre sesenta —dijo la enfermera, y Joanna pulsó para rebobinar, dejó que corriera, pulsó “play”.
—Cincuenta y ocho —dijo Greg, y Joanna detuvo la cinta. La sacó de la grabadora, metió otra, avanzó hasta la mitad.
—Fue precioso —dijo Amelia Tanaka. Demasiado lejos. Joanna rebobinó, escuchó, rebobinó de nuevo, pulsó “play”.
—Está recuperándose —dijo la voz de Richard. Joanna se inclinó hacia delante.
—Oh, no —dijo Amelia—, oh, no, oh, no, oh, no.
Joanna la escuchó dos veces, luego sacó la cinta y metió la otra, aunque ya sabía cómo sonaría, por qué la voz de Amelia era tan inquietante. Lo había oído antes. “Demasiado lejos para que ella venga”, había dicho Greg Menotti, y en su voz había el mismo terror, la misma desesperación.
Pulsó para rebobinar y reprodujo la cinta otra vez, pero ya estaba segura. Había oído un tono idéntico dos veces aquel día, la primera vez leyendo la Biblia: “Cuando atravieses las aguas, estaré allí. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Y si hubiera grabado la voz de la señora Woollam, las tres voces habrían sonado exactamente igual. Como la de Maisie, diciendo:
—¿Crees que duele?
12
Vamos, hombre, no podrían darle a un elefante a esta distan…
El señor Wojakowski llegó puntual a la mañana siguiente.
—Es una cosa que te enseñan en la Marina, a ser puntual —le dijo a Richard, y se lanzó a contar una historia de GeeGaw Rawlins, un compañero artillero que siempre llegaba tarde—. Lo mataron en Iwo. Una bala trazadora le atravesó el ojo —terminó de decir alegremente, y entró en el cuartito adjunto para ponerse la bata del hospital.
Richard recuperó los escaneos de la última sesión del señor Wojakowski. Todavía no había tenido oportunidad de mirar su nivel de endorfinas. Había pasado los dos últimos días analizando los escaneos de las dos últimas sesiones de Amelia Tanaka. Como esperaba, el nivel de actividad era significativamente inferior en su sesión más reciente, y estaban implicados menos sitios receptores, aunque había recibido la misma dosis de ditetamina. ¿Desarrollaban los sujetos una resistencia a los efectos de la droga después de exposiciones repetidas?
Dividió la pantalla e hizo un análisis paralelo de las sesiones del señor Wojakowski, buscando una reducción de la actividad de endorfinas en la segunda, pero había aumentado un poco. Las superpuso y miró los receptores.
—Hola —dijo Tish al entrar—. Le eché de menos anoche en la Hora Feliz.
—¿Ha visto a la doctora Lander? —le preguntó Richard, y cuando Tish negó con la cabeza, añadió—: Voy a buscarla.
Joanna salía de su despacho.
—Lo siento —dijo, sin aliento—. Estaba intentando cambiar la cita de la señora Haighton, pero nunca está en casa. No hago más que hablar con su sirvienta. Estoy pensando seriamente en pedirle que venga y entrevistarla a ella. Por cierto, he solicitado nuevos voluntarios, expresándolo con nuevos términos y dando un teléfono de contacto distinto que la señora Bendix y sus colegas no reconocerán.
Entraron en el laboratorio. El señor Wojakowski estaba tendido en la mesa de reconocimiento, viendo cómo Tish preparaba la intravenosa.
—Hola, Doc —dijo, y se volvió hacia Joanna—. Esta vez pretendo averiguar para usted qué es ese sonido, Doc.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Joanna, interesada.
—No lo sé —respondió él, y le hizo un guiño—. Nunca se sabe si no lo intentas. Olie Jorgenson solía decirlo. Era el oficial de mantenimiento del Yorktown. Siempre buscaba la manera de quebrantar las reglas. Una vez el capitán…
—Estamos preparados para empezar —dijo Richard—. Tish, ¿puede colocarle al señor Wojakowski los auriculares y el antifaz?
Vio que Joanna le sonreía.
Cegado y con los auriculares filtrando ruido blanco, el señor Wojakowski fue mucho más fácil de manejar. La próxima vez tendría que decirle a Tish que se los pusiera primero.
—¿Preparados? —preguntó Richard. Le dijo a Tish que empezara a administrar el sedante y luego la ditetamina, y volvió a la consola para observar el escáner.
El señor Wojakowski entró en estado de ECM casi de inmediato, y Richard contempló la llamarada anaranjada de la actividad en el lóbulo temporal, el hipocampo y los movimientos aleatorios en el córtex frontal. Se concentró en los receptores de endorfinas. No hubo ninguna disminución. Todos los que habían sido activados en las sesiones anteriores eran naranjas o rojos, y había varios nuevos.
La sesión del señor Wojakowski duró tres minutos.
—Localicé ese ruido para usted, Doc —le dijo a Joanna en cuanto el periodo de control terminó y Tish le quitó los electrodos.
—¿Sí?
—Le dije que lo haría. Me recuerda aquella vez…
—Empiece por el principio —le interrumpió Joanna, ayudándolo a sentarse.
—Muy bien, estoy ahí tendido con los ojos cerrados y, de repente, oigo un sonido, y me paro y escucho con atención. Estoy en el túnel intentando pensar qué me recuerda, y al cabo de un minuto caigo en la cuenta. Suena como aquella vez que alcanzaron mi ala, en la batalla del mar de Coral. ¿Se lo he contado alguna vez? íbamos a por el Shoho y un Zero se plantó detrás de mí…
—¿Y el ruido que oyó en el túnel sonó como el ala de un avión acribillada por las balas? ¿Puede describir el sonido? —preguntó Joanna rápidamente, tratando de detenerlo. Pero ya estaba metido de lleno en su historia.
—Mi copiloto y mi artillero murieron en el ataque, y mi ala izquierda quedó hecha puré. Intento volver al Yorktown, pero ando corto de combustible y, cuando por fin lo diviso, hay Zeros por todas partes, y el Viejo Yorky tiene fuego en la popa. Bueno, demonios, no tengo suficiente combustible para llegar, mucho menos para enfrentarme a un puñado de Zeros, y estoy intentando pensar cómo voy a aterrizar cuando ¡blam! —Dio felizmente una palmada con sus manos moteadas por la edad—. El Yorktown recibe uno en el centro, y yo dejo de preocuparme de cómo voy a aterrizar porque dentro de un par de minutos no va a haber portaaviones al que llegar. Sale humo por todo el centro, y empieza a bandear, así que me voy lo más lejos que puedo y hundo el avión en el agua, y cuando llego a la costa de Malaluka al día siguiente, los nativos me dicen que han oído decir a los japos que se hundió durante la noche.
—Creí que había dicho usted que el Yorktown se hundió en Midway —dijo Joanna.
—Y así fue. No se había hundido. Regresó como pudo a Pearl para ser reparado, pero yo no lo sabía. Fue una hazaña, se lo aseguro. Llegó arrastrándose, chorreando combustible como un tamiz, y lo pusieron en dique seco y…
“Oh, no —pensó Richard—, ya está empezando con otra historia.” Miró a Joanna, tratando de indicarle por señas que hiciera otra pregunta, pero sus ojos estaban clavados en el señor Wojakowski.
—… dice: “¿Cuánto tiempo va a tardar en repararlo?” Y el práctico del puerto dice: “Seis meses, quizás ocho.” Y el capitán va y dice:, “Tienen tres días.” —El señor Wojakowski se dio una palmada en la rodilla, lleno de regocijo—. ¡Tres días!
—¿Y lo repararon en tres días?
—Puede estar segura de que sí. Repararon las vías de agua y soldaron sus entrañas y lo enviaron de vuelta a Midway. Resurgió de entre los muertos en tres días. Demonios, parecía que los japos habían visto a un fantasma cuando apareció allí y hundió a tres de sus portaaviones.
Se dio otro golpe en la rodilla.
—Pero entonces yo no sabía nada de eso. Creí que se había hundido de todas, todas, y que estaba perdido. Los japoneses habían llegado ya a Malakula. Hablé con los nativos para que me llevaran escondido a Vanikalo, pero la Marina jopo estaba desembarcando en todas esas islas, así que me conseguí una canoa y unos cuantos cocos, y me marché hacia Port Moresby. Pensé que morir en el mar era mejor que ser capturado por los japos. Y eso es lo que hice. Me quedé sin comida y sin agua, y los tiburones empezaron a acecharme, y yo pensaba que había llegado el final cuando vi algo en el horizonte.
Se inclinó hacia delante, señalando más allá de Joanna.
—Es un barco, y al principio pienso que estoy viendo visiones, pero sigue acercándose y, cuando se acerca más, veo que tiene una torreta encima. Puedo ver los mástiles y las antenas. Bueno, lo único con una torreta así es un portaaviones, y si es un portaaviones japo, será mejor que salga de aquí pitando. Trato de distinguir si hay un sol naciente en la bandera, pero no lo veo, tengo el sol de cara, y no puedo ver nada, excepto que viene derechito hacia mí. Y entonces veo el número en su casco, CV-5, y sé que es el Yorktown, surgido de la tumba. Entonces supe que nada ni nadie podría hundirlo.
—Pero se hundió en la batalla de Midway, ¿no? El se la quedó mirando.
—No antes de hundir tres portaaviones y ganar la guerra.
—Lo siento —dijo Joanna—. No pretendía…
—No importa —dijo el señor Wojakowski—. Todos los barcos se hunden tarde o temprano. Pero no ese día. No ese día. Ese día parecía que iba a permanecer a flote eternamente. Nunca he visto un espectáculo más hermoso en toda mi vida. —Miró más allá de ellos, recordando, su rostro moteado encendido.
“Creí que se había hundido, y que no iba a volver a verlo nunca más. Pensé que estaba perdido, y allí estaba el barco, avanzando hacia mí por las aguas, las banderas ondeando y todos los marineros a bordo asomados a la baranda de la cubierta, todos con sus uniformes blancos, lanzando sus gorros al aire y aullando para que subiera a bordo. ¡Fue el mejor día de mi vida! —Le sonrió a Joanna, y luego a Richard—. ¡El mejor puñetero día de mi vida!
Joanna tardó otros diez minutos en conseguir que el señor Wojakowski recuperara el hilo lo suficiente para decirles que el túnel era en realidad un pasillo y que había una puerta al fondo, con una luz brillante y gente vestida de blanco cuando la abrió.
—La luz se reflejaba en ellos y no pude ver una maldita cosa. Joanna le preguntó cómo se sentía durante la ECM.
—¿Sentir? No sé si sentí nada. Estaba demasiado ocupado observándolo todo. Fue como cuando los japos nos alcanzaron aquella primera vez en el mar de Coral. Recuerdo que pensé que iba a cagarme en los pantalones, pero no lo hice. Mac McTavish estaba de pie a mi lado y…
Hizo falta toda la habilidad de Joanna y otros diez minutos para impedir que se embarcara en otra historia, y nunca consiguieron una respuesta.
—Lo siento —se disculpó Joanna después de que el señor Wojakowski se marchara por fin—. No quise arriesgarme a volver a preguntarle.
—Lástima que su testimonio de la ECM no sea tan detallado como esa historia del rescate del Yorktown —dijo Richard.
—La verdad es que nos ha contado bastante. El hecho de que recordara el ataque de los Zeros indica que sintió algún temor, aunque dijo que no.
—También recordó el mejor día de su vida —dijo Richard—. Comentó que la luz era más brillante que la última vez. ¿Dijo algo Amelia Tanaka comparando el brillo o el resplandor de sus ECM?
—No lo recuerdo. Puedo cotejar sus descripciones —dijo ella, y se levantó como para ir a su despacho.
—No lo necesito ahora mismo. Estaba sólo divagando. Los niveles de endorfinas del señor Wojakowski fueron elevados esta vez, y he pensado que podrían estar produciendo el efecto de la luz.
—”La luz se reflejaba en ellos y no pude ver una maldita cosa” —leyó Joanna sus notas—. No es eso lo que me sorprendió de su declaración. Lo que me sorprendió es que abrió la puerta.
—¿Abrió la puerta? —dijo Richard, preguntándose qué había de extraordinario en eso.
—Sí, es la primera vez que tengo noticias de que alguien que experimenta una ECM actúa con voluntad. Todos los testimonios que he oído tienen una visión pasiva, en la que el sujeto ve y experimenta cosas o recibe la acción de otras figuras, pero el señor Wojakowski no sólo abrió la puerta, sino que también se detuvo y prestó atención al sonido. —Se encaminó hacia la puerta— Comprobaré lo del brillo.
Volvió al cabo de menos de una hora para notificar que no había nada en las descripciones de Amelia comparando los resplandores.
—La he llamado y se lo he preguntado. Me ha dicho que la luz fue mucho más brillante en la primera sesión. También le he preguntado por la sensación de calor y amor que describió, y ha dicho que estuvo presente en las tres sesiones y fue más fuerte en la primera. Naturalmente, hay que tener en cuenta que han pasado más de diez días desde esa primera sesión, y cuatro desde la última, así que su memoria puede que no sea fiable.
Pero concordaba con los escaneos, que mostraban un nivel mucho más alto de endorfinas en la primera sesión que en la segunda, y el análisis de los neurotransmisores lo confirmó. Niveles más altos de endorfinas alfa y beta en el primero. No sólo eso, sino que en la primera había TRH y en la segunda no.
Él comparó los datos con los escaneos que acababan de obtener del señor Wojakowski. En ambos había NPK y endorfinas beta, y en mayores cantidades que en ninguna de las experiencias de Amelia. Cuando Joanna llegó para la sesión de la señora Troudtheim, Richard le preguntó si podía repasar las entrevistas que había hecho sobre las ECM en los dos últimos años, para ver qué decían sobre luces brillantes y sentimientos cálidos.
Ella ya lo había hecho.
—Parece que hay una correlación —dijo—. Es difícil asegurarlo con descripciones de segunda mano, sobre todo puesto que “brillante” es un término subjetivo, pero los sujetos que describen la sensación como “envolviéndome de amor y paz” o “una abrumadora sensación de seguridad” también describen una luz muy brillante, y a veces nada más que luz, como si el resplandor fuera tan deslumbrante que no les dejara ver nada.
—”No pude ver una maldita cosa” —dijo Richard, citando al señor Wojakowski—. Interesante. Tendremos que ver qué dice la señora Troudtheim al respecto.
Pero la señora Troudtheim no dijo nada. Y no fue “nuestra mejor observadora”, como dijo Joanna justo antes de que Tish le administrara la ditetamina. Fue una gran decepción.
No es que no fuera tan sensata y tan tranquila como Joanna había predicho.
Se desvistió y se subió a la mesa de reconocimiento sin decir nada, ella misma se colocó bien el antifaz cuando no cubrió del todo sus ojos, y contó lo que había experimentado con clara precisión.
El problema fue que no había ninguna experiencia que contar. No entró en estado ECM. En cambio, después de cinco minutos de sueño no-REM, la pauta del escáner cambió bruscamente a la de un cerebro consciente.
—¿Qué ha pasado? —le dijo Richard a Tish—. ¿Está bien la señora Troudtheim?
Joanna miró a la señora Troudtheim, alarmada.
—Las constantes vitales son normales —informó Tish.
—Está despierta —empezó a decir Richard, y la voz de la señora Troudtheim lo interrumpió.
—¿Están preparados para empezar?
Resultó, después de que Joanna la interrogara con sumo cuidado, que se había quedado adormilada un instante y “despertó” al sentir la mano de Tish en su muñeca, tomándole el pulso.
—Lo siento mucho —dijo—. Trataré de permanecer despierta la próxima vez.
—¿Recuerda el momento en el que se quedó dormida? —preguntó Joanna.
—No, estaba ahí tumbada, y todo estaba tan silencioso y oscuro… —dijo, haciendo claramente un esfuerzo por recordar—. No sé qué me pasó. No suelo quedarme adormilada de esa forma.
—¿Cambió la cualidad del silencio o la oscuridad en algún momento? ¿La despertó algo? ¿Un sonido?
Pero no sirvió de nada. La señora Troudtheim le había contado todo lo que recordaba.
—Con mucho gusto lo intentaré otra vez, y esta vez prometo mantenerme despierta —dijo.
Richard le explicó que no podían volver a someterla al experimento tan pronto.
—Eso no me descalifica, ¿no? —preguntó ella, preocupada.
—En absoluto —contestó Richard—. Normalmente al principio hay problemas con la dosis adecuada. Me gustaría programarle otra sesión esta semana. ¿Puede venir pasado mañana?
Eso le daría tiempo para examinar los escaneos y los datos y ver cuál era el problema. Probablemente la señora Troudtheim requería una dosis mayor para conseguir el estado ECM. Pero era una lástima. Le habría venido bien tener otro conjunto de escaneos para comparar los niveles de endorfinas.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —dijo Joanna cuando la señora Troudtheim se hubo marchado—. La sometieron a cirugía bucal anteayer. ¿Podría haber interferido la anestesia con la ditetamina?
—No debería —dijo él, pero hizo que Joanna la llamara y le preguntara qué estaba tomando, y resultó ser novocaína de efecto a corto plazo y óxido nitroso, ninguno de los cuales debería haber permanecido en su sistema más de unas pocas horas, pero él comprobó de todas formas el análisis de sus neurotransmisores y luego recuperó el del señor Wojakowski y luego el del señor O’Reirdon.
Se pasó el resto del día analizando las endorfinas. Ambos análisis indicaban la presencia de endorfina beta. Las endorfinas beta estaban presentes en el escaneo del señor Wojakowski, pero no en el del señor O’Reirdon, Tish volvió a las cinco para recoger una bufanda que había olvidado y para preguntarle si quería ir a cenar a Conrad’s, “vamos a ir una pandilla”, dijo, pero Richard quería terminar con el resto de los análisis antes de la sesión de Amelia, así que le dijo que no.
—Tanto trabajo es malo —dijo Tish, y luego, al acercarse a las pantallas, preguntó—: ¿En cualquier caso, qué es lo que ve en esas cosas?
Buena pregunta. No había tampoco NPK en el análisis del señor O’Reirdon, y cuando comprobó el del señor Sage, no encontró ni rastros ni de endorfinas alfa. Sin embargo, indicaba la presencia de dimorfina. Y niveles altos de endorfinas beta, que debían de ser la clave.
Investigó un poco. En los experimentos de laboratorio, las endorfinas beta habían producido sensaciones de calor y euforia y sensaciones de luz y de ingravidez. Recuperó de nuevo el escaneo de la tercera sesión de Amelia, la siguiente al famoso “oh, no”, y examinó los centros receptores de endorfinas beta. Como esperaba, mostraban niveles inferiores de actividad. La mayoría de los centros registraban amarillo en vez de rojo, y dos eran de un amarillo verdoso. Además, varios centros receptores de cortisol, un neurotransmisor productor de miedo, estaban encendidos.
¿Podría necesitar la señora Troudtheim una dosis mayor de ditetaminapara generar esas endorfinas? Repasó su análisis, pero su despertar y los niveles de endorfinas normales al entrar en el sueño no-REM así como los escaneos de su sueño no-REM eran idénticos a los de Amelia Tanaka y el señor Wojakowski. Cuando Joanna le preguntó al día siguiente si había descubierto qué había salido mal, contestó:
—Ni la menor idea.
—Todavía no he podido ponerme en contacto con la señora Haighton —explicó Joanna—. Estaba en el Seminario de Mujeres Empresarias o en el Club de Inversiones Femenino, no recuerdo en cuál. Y hay un problema con el señor Pearsall. No podía venir mañana ni el jueves, así que lo he citado para hoy después de Amelia.
—Bueno —dijo él. Si la ECM del señor Pearsall mostraba los mismos niveles de endorfinas beta…
—Lamento llegar tarde —se excusó Tish—. Estuve en la Hora Feliz hasta después de medianoche. Tendría que haber venido, doctor Wright.
—Umm —dijo Richard—. Joanna, ¿ha usado alguno de tus sujetos la palabra “flotar” para describir la experiencia extracorporal?
—Casi todos ellos.
—¿Sabes si hay una correlación entre las experiencias extracorporales y una luz brillante y cegadora?
—No, puedo comprobarlo.
—Hola, doctor Wright —dijo Amelia al entrar. Se quitó la mochila—. Lamento llegar tarde. Otra vez. Tish le tendió una bata doblada.
—Me llamo Tish —dijo—. Voy a atenderla hoy. Amelia la ignoró.
—¡Saqué un nueve en el examen de bioquímica, doctor Wright! Y un diez en mi análisis de enzimas.
—Qué bien —dijo Richard—. ¿Por qué no se desviste mientras nosotros terminamos de prepararnos?
Se acercó a la consola para mirar de nuevo los escaneos mientras Tish preparaba a Amelia y le colocaba la intravenosa. Luego se acercó a la mesa.
—¿Todo listo? —le preguntó a Amelia. Ella asintió.
—¿Pueden traerme una manta primero? Siempre tengo tanto frío después…
—¿Tienes siempre el mismo frío? —preguntó Joanna—. ¿O más frío una vez que otra?
Amelia reflexionó al respecto.
—Tuve más frío la última vez, creo.
Eso podía significar que era un efecto de los niveles inferiores de endorfinas, más que de una bajada de la temperatura corporal. Richard hizo que la enfermera empezara a administrar la droga y volvió a la consola para ver la ECM de Amelia. Tanto la intensidad de la actividad como el número de centros fueron mayores esta vez, así que la variación no debía deberse a una resistencia desarrollada.
Miró hacia la camilla. Joanna, que parecía ansiosa al principio de la sesión, se había relajado, y el rostro de Amelia tenía la misma sonrisa de Mona Lisa que durante las sesiones previas.
Richard la mantuvo sedada durante cuatro minutos. Cuando se recuperó, no hubo murmullos de temor y, como esperaba, Amelia describió la luz como más brillante y “como si resplandeciera hacia fuera”, extendiendo las manos con un gesto para indicar rayos. Decididamente, generada por las endorfinas.
—¿Tuvo una sensación cálida y de seguridad? —preguntó, y sintió una brusca patada en el tobillo.
—¿Puedes describir las sensaciones que tuviste durante la ECM?
—preguntó Joanna, el rostro impasible.
—Me sentí cálida y segura, como acaba de decir el doctor Wright —dijo Amelia, sonriéndole, y él supo que Joanna lo acusaría de dar pistas, pero Amelia mencionó el calor y la luz varias veces más mientras contaba lo que había visto, y cuando Joanna le preguntó, con cara de póquer, si había experimentado algo que la asustara, la respuesta fue un no rotundo.
Lo que había visto era una habitación larga y oscura, “como un pasillo”, con una puerta abierta al fondo y gente de pie detrás de la puerta.
—¿Reconociste a la gente? —preguntó Joanna. Hubo una pausa antes de que Amelia sacudiera la cabeza.
—Iban vestidos de blanco —comentó.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Joanna. Amelia se acurrucó en la manta.
—Simplemente se quedaron allí.
Joanna no pudo sacarle mucho más, excepto que había oído un sonido (que no pudo identificar) mientras entraba en el pasillo, y que justo antes de eso tuvo una momentánea sensación de flotar.
“Decididamente, las endorfinas beta”, pensó Richard. Tenía que echarle un vistazo al análisis de neurotransmisores y de sangre, pero si eran más altos que en las dos sesiones anteriores de Amelia, entonces posiblemente todos los elementos nucleares eran generados por las endorfinas. Y eso significaría que las ECM podrían ser lo que Noyes y Linden pensaban: un mecanismo protector para escudar al cerebro de las emociones traumáticas de la muerte y no un mecanismo de supervivencia después de todo.
Si los niveles de endorfinas se relacionaban de modo consistente, y si el aumento de esos niveles producía más elementos nucleares. Necesitaba más datos para demostrar cualquiera de esas premisas, lo que significaba tratar de nuevo a Amelia en cuanto fuera posible, pero fijar otra sesión con ella resultó casi tan difícil como concertar una cita con la señora Haighton.
—Tengo un examen importante de anatomía la semana que viene —dijo Amelia, sonriendo a modo de disculpa a Richard—. ¿Podríamos dejarlo para la otra?
—Me gustaría citarla antes.
—Muy bien, doctor Wright —dijo Amelia, sonriéndole—, pero quiero que sepa que es usted la única persona por la que lo hago, y si suspendo anatomía, será por su culpa.
Para cuando concertaron la cita, el señor Pearsall había llegado. Después de lo que había ocurrido el día antes, a Richard le preocupaba un poco que el señor Pearsall pudiera alcanzar el estado ECM, pero no sólo lo consiguió, sino que fue directo al grano. Su escáner era el estándar, casi tan perfecto como el de Tanaka, y en la entrevista posterior, comentó cinco elementos nucleares, incluida una experiencia extracorpórea.
—Estaba tendido en la camilla, esperando que usted y el doctor empezaran —le dijo a Joanna—. No veía nada, por supuesto, a causa del antifaz y porque tenía los ojos cerrados, y de repente pude. Estaba sobre la mesa y podía verlo todo, a la enfermera comprobando mi tensión sanguínea, y a usted, acercando una pequeña grabadora a mi boca, y al doctor junto al ordenador. Había pautas de colores en las pantallas, y no paraban de cambiar, de amarillo a naranja y de azul a verde.
—dijo que estaba sobre la mesa —dijo Joanna—. ¿Podría ser más específico?
—Estaba casi junto al techo —respondió Parsall—. Podía ver la parte superior de la ventana y los armarios.
“Pero no lo que Joanna puso en lo alto del armario de las medicinas”, pensó Richard, y todo lo demás que había descrito lo estaba mirando ahora o podría haberlo visto cuando entró en la habitación.
Se sintió de nuevo impresionado por la sabiduría de Joanna. Se estremeció al pensar en lo que habría sucedido si no le hubiera pedido a ella que colaborara en el proyecto. Titulares del Star: “Científico demuestra la existencia de vida después de la muerte”, con un testimonio del señor Mandrake y entrevistas complementarias con el doctor Foxx y la señora Coffey, la psíquica lunar. Y nunca más subvenciones, ni siquiera del Mercy General. Ninguna credibilidad.
Joanna le daba credibilidad al proyecto sólo estando en él. Sentada allí, con su rebeca y sus gafas metálicas, era una isla de cordura y sentido común en un mar lleno de chalados y lunáticos. Nunca abriría el Star y descubriría que ella había decidido que el Otro Lado era real. Y no era sólo sensata, era también inteligente, y una entrevistadora sorprendente. Sin que pareciera hacer gran cosa, extraía mucha más información de la que él habría podido obtener.
—¿Qué sucedió entonces? —le estaba preguntando al señor Pearsall.
—Oí un sonido y luego me vi en un sitio oscuro.
—¿Puede describir el sonido?
—Era una especie de… rumor, como un camión al pasar… o un tableteo.
“O balas alcanzando el ala de un Wildcat”, pensó Richard, preguntándose qué era el sonido para que todos tuvieran tantos problemas para identificarlo. ¿Era un sonido completamente extraño?
—Y cuando llegué al final del túnel, había una verja bloqueando el camino. Quise atravesarla, pero no pude —dijo el señor Pearsall, pero sin ninguna ansiedad en la voz, y cuando Joanna le pidió que describiera la luz, explicó—: Fue más brillante que nada que yo haya visto, y me hizo sentirme en paz, cálido y seguro.
Pero cuando Richard revisó los escaneos, menos de la mitad de los centros de endorfinas beta estaban activos, y se veían o bien en azul o en verde, los niveles de actividad más bajos, y sólo había rastros mínimos de endorfinas beta y NPK. Si embargo, había niveles altos de endorfinas alfa, y de GABA, un inhibidor de las endorfinas.
Recuperó el análisis del escaneo más reciente de Amelia. No había endorfinas beta, ni NPK, y los niveles de endorfinas alfa eran bajos.
Y el nivel de cortisol se salía de la tabla.
13
Es divertido.
Si Joanna tenía alguna esperanza de que los sujetos de un experimento controlado fueran más fáciles de entrevistar que los pacientes, las dos semanas siguientes la convencieron de lo contrario. No consiguió que el señor Sage hablara ni que el señor Wojakowski se callara, y la señora Troudtheim, a pesar de los intentos de Richard por ajustar su dosis, seguía sin tener una ECM.
—No sé qué ocurre —dijo Richard, disgustado, después del tercer intento—. Creía que el problema podía ser el sedante, ya que se despierta, así que aumenté la dosis la última vez, y esta vez he usado diprital en vez de zalepam, pero nada.
—¿Podría ser la señora Troudtheim una de esas personas que simplemente no tienen ECM? —preguntó Joanna—. El cuarenta por ciento de los pacientes que han tenido una parada cardíaca y luego han sido revividos no recuerdan nada.
—No, no es eso.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque sólo tenemos cinco voluntarios —dijo—. Voy a comprobar los niveles de cortisol. Tal vez la dosis siga siendo demasiado baja.
Pero eso sólo empeoró las cosas. Cuando Joanna entró en el laboratorio para la siguiente sesión de Amelia, él le preguntó bruscamente:
—¿No me dijiste que tus pacientes decían frecuentemente que la ECM no es un sueño?
—Sí. Fue una de las cosas que más me sorprendieron cuando empecé a entrevistarlos. Uno de los grandes argumentos de Mandrake para la realidad de la ECM era que todos sus sujetos decían que era real. Naturalmente, la experiencia subjetiva no es prueba de nada, como he intentado decirle, y supuse que había convencido a sus sujetos para que hicieran el comentario fuera como fuese. Pero cuando empecé las entrevistas, descubrí que no estaba exagerando: casi todos ellos dijeron voluntariamente que su experiencia fue real, “no como un sueño”.
—¿Y has podido conseguir que sean más concretos?
—¿Tienes algo de comer? —preguntó Joanna—. Me he pasado todo el almuerzo intentando localizar a la señora Haighton.
—Claro —dijo Richard, rebuscando en sus bolsillos—. Vamos a ver, zumo V-8, una bolsa de chucherías vanadas, galletas de queso y cacahuete… y una naranja. Escoge.
—Respondiendo a tu pregunta, no —dijo Joanna, rasgando el celofán de las galletas—. Siguen repitiendo que parece real. Puede que sea porque la ECM no tiene incongruencias ni discontinuidades.
—¿Discontinuidades?
—Sí, ya sabes, estás en pijama haciendo un examen final de una asignatura que nunca has tenido, y de repente estás en París, que está más o menos al sur de Denver y a la orilla del mar. Los sueños están llenos de sitios y momentos que cambian sin transición, yuxtaposiciones de cosas y personas, de lugares y momentos distintos, inconsistencias. —Tomó un sorbo de V-8—. Ninguno de mis sujetos informó jamás de esas cosas. La ECM parece desarrollarse de modo lógico y lineal.
Comió una galleta y luego dijo:
—También parece haber una retención mucho más larga en las ECM. La memoria de un sueño se desvanece rápidamente, normalmente a los pocos minutos de despertar, pero los que experimentan las ECM conservan el recuerdo durante días, a veces durante años. ¿Por qué esa pregunta sobre los sueños?
—Porque cuando cotejé los niveles de cortisol de la señora Troudtheim con el modelo, advertí que sus niveles de acetilcolina son iguales a los del sueño REM, y cuando comprobé los otros sujetos, tenían niveles altos similares.
—¿Entonces piensas que la ECM es similar a un sueño, a pesar de lo que dicen?
—No, porque no hay una caída paralela de norepinefrina, como habría soñando. No sé qué pensar. No hay ninguna correlación en los niveles de endorfinas, y encontré niveles de cortisol en todas las ECM del señor Wojakowski, a pesar de que dice que no siente ningún temor.
—Pero habla mucho de Zeros y de gente muerta —dijo Joanna.
—También los encontré en la última ECM de Amelia. No tengo ni idea de lo que está pasando.
Joanna tampoco. La sesión de Amelia del día anterior había sido la más eufórica hasta el momento. Cuando Joanna le pidió que describiera sus sensaciones, le sonrió a Richard y dijo feliz:
—¡Cálida, segura, maravillosa!
Ninguno de los demás había demostrado tampoco signos de ansiedad. Joanna había conseguido por fin ponerse en contacto con Ann Collins, la enfermera que había asistido a la sesión en la que el señor Wojakowski murmuró algo al despertar.
—dijo “¡Orden de batalla!” —contó Ann, cosa que no resultaba demasiado sorprendente. Cuando Joanna preguntó en qué tono lo dijo, respondió—: Excitado, jubiloso.
Así que el cortisol no explicaba que Amelia dijera “oh, no”. Ni el “cincuenta y ocho” de Greg Menotti, cuyo significado todavía la atormentaba. Después de su segunda visita a la señora Woollam (muy breve porque iban a hacerle una radiografía del pecho), Joanna incluso fue a la capilla del hospital, tomó una Biblia y buscó el Salmo 58. Pero trataba de los pecados de los injustos, que iban a disolverse “como aguas derramadas”.
Joanna se pasó los siguientes minutos hojeando el resto de la Biblia, sintiéndose culpable, y descubrió que la mayoría de los capítulos no tenían un versículo 58 y que, los que lo tenían, solían decir cosas como: “Las puertas de Babilonia se quemarán con fuego, y la gente se esforzará en vano, y arderá”, lo cual no era precisamente reconfortante. Sobre todo lo de esforzarse en vano.
Pero aunque la respuesta no estuviera en la Biblia, estaba en alguna parte. La sensación de que sabía lo que significaba persistía y, a veces, al escuchar las interminables pausas del señor Sage o al escabullirse en un ascensor para escapar del señor Mandrake, casi sentía que lo tenía, que si tuviera una media hora sin interrupciones para concentrarse, podría descubrirlo.
Pero no tenía ni media hora. La señora Haighton llamó para decir que el jueves no podía ser, y Vielle, y Maisie, para decirle a Joanna que había vuelto al hospital.
—He vuelto a fibrilar —dijo la niña desenfadadamente—. Llevo aquí un día entero. ¿Respondes alguna vez al busca?
No, pensó Joanna. Siempre eran mensajes del señor Mandrake, tratando de averiguar quiénes eran sus sujetos y qué habían experimentado.
—Tengo que verte ahora mismo —dijo Maisie— Estoy en la misma habitación que antes.
Joanna prometió que bajaría a verla después de la sesión con el señor Sage. Éste vio un túnel (oscuro), una luz (brillante) y algunas personas (tal vez), cosa que tardó hora y media en escupir. Fue un verdadero placer hablar con Maisie.
—No me llegaste a decir por qué querías saber qué era un jardín de la victoria —dijo Joanna, tratando de no parecer impresionada por la carita hinchada de Maisie. “Retención de líquidos”, pensó. Mala señal.
—Oh. Porque Emmett Kelly, el payaso de cara triste con la ropa rota, tengo por ahí una foto… el libro gordo y rojo con el volcán —dijo—. Está en mi mochila Barbie.
—Veo que la señora Sutterly te ha traído tus libros —dijo Joanna, examinando la mochila. Los 100 peores desastres de la Historia, con el Hindenburg envuelto en llamas en la portada; Desastres del mundo, con un mapa mundi salpicado de banderas rojas; Grandes desastres, con una foto en blanco y negro del terremoto de San Francisco. Allí estaba. Desastres del siglo XX, con un chillón dibujo en blanco y negro de un volcán.
—¿Qué es esto? —preguntó Joanna, acercándolo a la cama—. ¿Pompeya?
—Pompeya es la ciudad —la corrigió Maisie—. El volcán es el Vesubio. Pero eso es el monte Pelee. Mató a treinta mil personas en unos dos minutos.
Abrió el libro y empezó a pasar páginas llenas de fotos y mapas y titulares de periódicos. El incendio de la Fábrica Triangle Shirtwaist, el hundimiento del Castle-Morro, el huracán de Galveston.
—Aquí está —dijo Maisie, con un poco de pitido en la respiración. ¿Por el simple esfuerzo de pasar las páginas? Le mostró a Joanna una página doble de fotos. La de arriba del todo era de Emmett Kelly, con su boca pintada de blanco hacia abajo, el sombrero aplastado y sus enormes zapatones, corriendo hacia la carpa del circo con un cubo de agua. Había una expresión de horror y desesperación en su cara, visible incluso bajo el maquillaje de payaso, pero Maisie no parecía consciente de ello.
—Emmett Kelly ayudó a todos esos niños a salir del fuego —dijo—, y había una niña pequeña, la salvó, y después de rescatarla de las llamas le dijo: “Ve al jardín de la victoria y espera a tu madre.” Y ella se fue.
—Oh, ¿y pensaste que era algún tipo de sitio especial que los circos tenían entonces?
—No —dijo Maisie—. Pensé que una victoria era una especie de verdura.
Le dio la vuelta al libro para que la otra mitad de la doble página quedara de cara a Joanna, y señaló a un hombre con sombrero de copa, agitando un bastón.
—Es el director de la banda de música. Cuando el incendio empezó, hizo que la banda tocara Barras y estrellas para siempre. ¿Sabes cómo es?
—Sí. —Joanna tarareó unas cuantas notas.
—Oh, conozco esa canción —dijo Maisie—. Es la canción del pato. Sé amable con tus amigos palmípedas. Si estás en un circo y escuchas esa canción, hay que salir por piernas. Significa que hay un incendio o un león suelto o algo por el estilo.
—No lo sabía.
Maisie asintió sabiamente.
—Es como una señal. Cada vez que la banda toca eso, toda la gente del circo sabe que es porque hay una emergencia. Como cuando alguien tiene una parada cardíaca. ¿Cómo es que la ropa de Emmett Kelly está toda rota?
Joanna le explicó que porque se suponía que debía parecer un vagabundo, y después, como tararear Barras y estrellas para siempre le recordó el canturreo de Coma Carl, subió a verlo unos minutos.
Su esposa dijo que estaba teniendo un buen día, lo que significaba que no se había arrancado las intravenosas ni había sido emboscado por el Vietcong, pero a Joanna le pareció mucho más delgado. Cuando salió y fue al puesto de enfermeras, Guadalupe le dio una tarjeta con sus murmullos.
—No ha dicho mucho últimamente.
—¿Sigue remando en el lago?
—No.
Joanna miró la tarjeta. Había dicho: “No… tengo que… varón… parches…”, y debajo, escrito con letra distinta, “rojo”.
Joanna transcribió las palabras y las sumó al archivo informático de Carl junto con “agua” y “oh, gran” y los comentarios de Guadalupe sobre sus movimientos.
Al examinarlo, advirtió que no había transcrito sus tarareos. Debían de estar en una de las docenas de cintas guardadas en una caja de zapatos que no había podido rescatar todavía y que no rescataría pronto. Las cintas del proyecto tenían prioridad, y realizar entrevistas y concertar citas. Y volver a concertarlas.
La señora Haighton no podía venir el viernes (esta vez era la gala del Museo de Arte) y Amelia necesitaba cambiar la cita también. Tenía otro examen importante a la vista, y su profesor había concertado una sesión de repaso que no podía perderse, y no, tampoco podía el jueves. Tenía un examen de estadística ese día.
—¿Cuántos exámenes hacen en la facultad hoy en día? —explotó Richard cuando Joanna se lo dijo—. Creía que el trimestre había terminado. ¿Qué pasa? ¿Se ha echado un nuevo novio?
“Más bien habrá renunciado a que te fijes alguna vez en ella”, pensó Joanna, porque aunque Amelia no dejaba de sonreír y tontear, Richard estaba completamente absorto con su fracaso a la hora de tratar a la señora Troudtheim.
—No sé qué más intentar —le dijo a Joanna, exasperado.
Lo peor de la señora Troudtheim era que si hubiesen tenido una buena batería de voluntarios simplemente la habría declarado no válida y habría pasado a otros sujetos. Pero no había otros sujetos con los que continuar. Estaba claro que Joanna no iba a conseguir nunca fijar una entrevista con la señora Haighton, y mucho menos una sesión, y el señor Pearsall había llamado para decir que su padre, el que no había estado enfermo ni un solo día de su vida, había sufrido una embolia, y que iba a ir a Ohio y no sabía cuándo iba a regresar. Lo cual dejaba al señor Sage el Silencioso, a la cada vez más difícil Amelia Tanaka y al señor Wojakowski. Al menos él estaba disponible. Y más que dispuesto a hablar.
—Estaba en el túnel —dijo al inicio de su quinta declaración.
Estaban solos en el laboratorio. Richard, ansioso por analizar su sangre o tal vez sin muchas ganas de escuchar otra de las interminables historias del señor Wojakowski, había llevado él mismo la muestra de sangre al laboratorio.
—Estaba oscuro, no podía ver nada, pero no sentía miedo. Tenía una especie de sensación de paz, como cuando sabes que algo va a pasar, pero no sabes qué, y no sabes cuándo. Como el día que bombardearon Pearl.
“Sabía que encontraría un modo de meter al Yorktown en esto”, pensó Joanna.
—Todavía puedo recordar esa mañana. Era domingo… Joanna asintió, preguntándose si debería intentar que retomara el hilo, o si eso simplemente lo desviaría hacia otra historia. Normalmente acababa por volver a la pregunta. Joanna apoyó la barbilla en su mano y se dispuso a esperar.
—Yo volvía de un permiso en Virginia Beach, el Yorktown estaba en Norfolk, y vi a aquel marinero subir a la torreta…
Rebuscó en su bolsillo y sacó una ajada foto del Yorktown.
—Esto es la torreta —dijo, señalando la alta torre en mitad del barco. Tenía tres mástiles cruzados que, Joanna supuso, eran antenas de radio o de radar, y un puñado de escalas.
—Mire, esto es el mástil del radar, y esto es el puente —señaló el señor Wojakowski—. Pues bien, el tipo parece que se va a romper el cuello, tan rápido baja de la torreta, y sostiene un papel en la mano derecha.
Dobló la foto y se la guardó con cuidado en la cartera.
—Tendría que haber sabido que pasaba algo… lo único que había allá arriba era la cabina de radio… pero ni siquiera se me ocurrió. Me quedé allí, esperando a ver si se rompía el cuello, y como no lo hizo, bajé a cambiarme de ropa, y entonces los oí anunciar por los altavoces que los japos habían bombardeado Pearl Harbor, y supe que lo que debía llevar en la mano era un telegrama. —Sacudió la cabeza admirado de su propia lentitud—. Tuve esa misma sensación en el túnel, esperando que sucediera algo, sin saber qué ni cuándo.
Miró expectante a Joanna, pero ella no lo estaba escuchando. Intentaba recordar qué había dicho aquel primer día, cuando le preguntó por su edad. Le había dicho que se había enrolado el día después de Pearl Harbor, estaba segura de ello.
—Algunos de los tipos no lo creyeron, ni siquiera aunque lo anunciaron por los altavoces —dijo el señor Wojakowski—. Woody Pikeman entra y dice: “¿Quién es el gracioso?”, refiriéndose al anuncio. “El emperador Hirohito”, le digo yo.
—Señor Wojakowski —dijo Joanna—, acabo de recordar que tengo una reunión. —Se levantó y desconectó la minigrabadora—. Si no le importa…
—Claro, Doc. ¿Quiere que vuelva más tarde?
—Sí. No. No sé cuánto tiempo durará la reunión. —Recogió la grabadora y su cuaderno de notas.
—Tengo muchas más cosas que contarle.
—Lo llamaré y fijaremos otro momento para que termine su declaración —dijo ella con firmeza.
—Cuando quiera, Doc —dijo él, y salió. En cuanto se marchó, Joanna descolgó el teléfono con intención de llamar a Richard, pero luego cambió de opinión. Necesitaba comprobar las transcripciones antes de hacer una acusación.
Colgó y se quedó allí de pie, tratando de recordar qué había dicho exactamente el señor Wojakowski sobre su reclutamiento. Ella apenas había escuchado sus historias de guerra, pero estaba segura de que había dicho que se alistó el día después de Pearl. Nadie sabía dónde estaba Pearl Harbor, excepto su hermana, que había visto un noticiario en el cine la noche antes.
Bajó a su despacho. No había transcrito todavía aquella declaración. Rebuscó en la caja de zapatos hasta encontrar la cinta adecuada, la puso en la grabadora y avanzó hacia la mitad.
—Bueno, después de llegar a Rabaul… Demasiado lejos. Rebobinó.
—Murió sin darse cuenta… Más adelante.
—Las tiras cómicas… Ahí estaba.
—La vecina de dos puertas más abajo, sin aliento, va y dice: “¡Los japos acaban de bombardear Pearl Harbor!”
Joanna hizo avanzar la cinta. La hermana, el noticiario, Desesperados.
—Y al día siguiente, fui al centro de reclutamiento de la Marina y me alisté.
Se llevó la mano a la boca, pensando: “Oh, Dios mío, se lo ha inventado.” ¿Pero qué? ¿O había inventado ambas versiones? No importaba. Si esta parte de su testimonio era inventada, eso significaba que sus descripciones de las ECM eran mutiles.
A menos que le hubiera contado que se enroló después de Pearl Harbor para ocultar su verdadera edad. Ella había pensado la primera vez que lo vio que tenía que tener casi ochenta años. Podría haber inventado la historia para ocultar su edad y luego, en el apasionamiento de describir la ECM, se le había olvidado y le había dicho la verdad. Si sólo era una cuestión de mentir respecto a la edad, todo lo demás que les había contado podría ser cierto,.
¿Pero cómo podían estar seguros? Pensó en sus otras historias sobre la fuente de soda, el hundimiento del Hammann con todos a bordo en dos minutos, su alegre rescate por el Yorktown milagrosamente resucitado, las banderas ondeando, los marineros lanzando sus gorros blancos al aire. Todo había parecido absolutamente creíble. Pero también lo habían parecido sus dos versiones del siete de diciembre de 1941.
Necesitaba algún tipo de confirmación externa. Podía llamar a la biblioteca y preguntar dónde estaba el Yorktown aquel siete de diciembre, pero eso no demostraría que el señor Wojakowski hubiera estado allí. Supuso que podría llamar al Departamento de Veteranos o a la Marina y descubrir si un tal Edward Wojakowski había servido en el Yorktown, pero eso requeriría tiempo, y probablemente un montón de papeleo burocrático. Tenía que averiguarlo ahora, antes de que Richard volviera a someterlo a la prueba.
Hojeó las transcripciones, buscando algo que pudiera ser verificable de manera independiente. El artillero… ¿cómo se llamaba? Allí estaba, Jo-Jo Powers. Se había estrellado colocando su bomba en la cubierta. No, eso podría haber aparecido en un libro, o una película. Había una película llamada Midway, ¿no? Recordó haberla visto en la sección de acción del Blockbuster. Entonces, nada de Midway. ¿Y cuando estrelló su avión en el mar de Coral? La historia estaba llena de datos que podían ser verificados independientemente… fechas y acontecimientos y nombres de lugares.
Repasó las transcripciones, buscando el testimonio del rescate. Allí estaba. Había estrellado su avión en el mar de Coral, nadado hasta Malakula, unos nativos amigos lo habían llevado a escondidas a otra isla, se dirigió en una canoa hecha con un tronco hueco a Port Moresby. El Yorktown, mientras tanto, había regresado a duras penas a Pearl Harbor para ser reparado, lo hicieron en tres días, y navegó de vuelta a Midway.
Necesitaba un mapa. ¿Quién podría tener uno en el hospital? “Maisie”, se dijo, recordando el mapa de la cubierta de uno de sus libros de desastres, y anotó los detalles.
Mar de Coral, Malakula, Vanikalo. Anotó también las fechas, por si el hundimiento del Yorktown estaba considerado un desastre, y bajó corriendo a la cuarta planta.
Maisie estaba apoyada contra las almohadas, mirando un vídeo.
—Pollyanna —le dijo a Joanna, disgustada—. Lo único que hace es decirle a la gente que esté alegre. Es vomitivo. —Apuntó con el mando a distancia a Hayley Mills, que llevaba un vestido blanco y un gran cinturón azul, y apagó el vídeo.
—Más tarde se cae de un árbol —dijo Joanna.
—¿De verdad? —preguntó Maisie, enderezándose—. ¿Quieres oír una cosa guay del incendio del circo de Hartford? Los Wallenda Voladores, una familia de acróbatas, estaban en la cuerda floja, y oyeron a la banda tocar la canción del pato, y…
—Ahora no. Maisie, necesito un mapa de las islas del océano Pacífico. ¿Tienes uno en tus libros de desastres?
—Aja —dijo la niña, levantándose de la cama.
—Quédate ahí. Yo lo traeré. ¿Sabes en qué libro está?
—Creo que en Los peores desastres de todos los tiempos. En la parte que habla del Krakatoa. Es el libro que tiene en la portada el Andrea Doria.
Joanna lo sacó de la mochila y lo acercó a la cama, y Maisie empezó a buscar.
—El Krakatoa fue el mayor volcán que ha existido jamás. Hizo que hubiera puestas de sol rojas por todo el mundo. Rojo sangre. Aquí está.
Joanna se inclinó sobre su hombro. Había un mapa, sí, pero no era más que un recuadrito celeste con los contornos de la India y Australia en negro y una estrella roja que indicaba “Krakatoa”.
—Tenías un libro con un mapa en la portada.
—Sí, Desastres del mundo —dijo Maisie—. Pero tampoco es muy bueno. —Se quitó las mantas de encima—. Creo que hay uno en Terremotos y volcanes.
—Maisie —protestó Joanna, pero la niña ya se había levantado de la cama y sacaba el libro del montón.
—Voló toda la isla. El Krakatoa —dijo, hojeando el libro—. Hizo un ruido enorme, como una andanada de cañones. —Maisie pasó las páginas—. Sabía que había uno —dijo triunfante, y arrojó el libro a la cama—. ¿Ves? Aquí está el Krakatoa.
Y allí estaban Hawai y las islas Salomón y las Marshall, repartidas por una extensión azul.
—¿Ves la isla de Midway por alguna parte? —preguntó Joanna, inclinándose sobre el mapa.
Maisie señaló ansiosamente.
—Aquí mismo. En el centro.
Por supuesto. Por eso se llamaba isla de Midway. Y allí estaba Pearl Harbor. ¿Dónde estaba Malakula? Se acercó más, tratando de leer la letra diminuta. La isla de Necker y Nikoa y Kaula, y un montón de puntitos sin nombre. Si Malakula no aparecía en el mapa no sería prueba de nada. Había docenas de islas minúsculas entre Midway y Hawai.
—¿Qué estás buscando? —demandó Maisie, respirando con dificultad.
Joanna la miró. Sus labios estaban cárdenos.
—Vuelve a la cama —ordenó, tirando de las mantas.
—Quiero ayudarte.
—Puedes hacerlo en la cama.
Diligente, Maisie se tumbó contra las almohadas.
—¿Qué estás buscando? —repitió.
—Una isla llamada Malakula —dijo Joanna, abriendo el libro sobre las rodillas de Maisie para que ambas pudieran verlo—. Y el mar de Coral.
—El mar de Coral… —repitió Maisie, examinando el mapa, el pelo corto cayéndole sobre las mejillas hinchadas. Tenían menos color que la última vez que Joanna la había visto, y había ojeras violeta bajo sus ojos. Era fácil olvidar lo enferma que estaba.
—Aquí está —exclamó Maisie.
—¿Malakula? —preguntó Joanna, siguiendo el dedo de Maisie.
—No. El mar de Coral.
Joanna se sintió desfallecer. El mar de Coral estaba cerca de Australia. No era posible que el señor Wojakowski hubiera llegado hasta allí en una canoa de troncos. Ni en una lancha motora tampoco. Estaba a cientos, no, a miles de kilómetros de distancia, corrigió mirando la escala del mapa.
Se lo había inventado: los cocos y las ametralladoras atascadas y los Katzenjammer Kids. “Tal vez haya una explicación”, pensó, examinando de nuevo el mapa. Tal vez se refería a otra isla, con un nombre parecido a Malakula. Marakei. O Maleolap. Pero ninguna de esas islas estaba más cerca de Hawai que Malakula, y Midway era la única isla a cientos de kilómetros a la redonda que empezaba por M. “Y han pasado sesenta años desde la Segunda Guerra Mundial. Tal vez se equivocó con los nombres. Tengo que hablar con el señor Wojakowski”, pensó.
Cerró el libro y se levantó.
—Gracias. Me has sido de gran ayuda. Eres una investigadora muy buena.
—No puedes irte todavía —dijo Maisie—. Tengo que hablarte de la gente del circo. Todos trataron de salir por la entrada principal, pero no pudieron, porque los animales se habían escapado, y los Wallendas y otros trataron de detenerlos para salir por la entrada de artistas, pero…
—Maisie, de verdad que tengo que irme.
—Lo sé, pero tengo que contarte esto. No pudieron salir tampoco. Podrían haber alzado la lona y pasado por debajo…
—Te prometo que volveré para que puedas contarme lo de la lona y los Wallendas Voladores. ¿Vale? —Se encaminó hacia la puerta.
—Vale —dijo Maisie—. ¿Se muere? Joanna se detuvo en seco.
—¿Quién?
—Pollyanna. Cuando se cae del árbol.
—No —dijo Joanna. Se acercó a la cama, tomó el mando a distancia y encendió otra vez la tele. Pulsó “play”—. Es una película de Disney.
—Oh —dijo Maisie, decepcionada.
—Pero se lastima la espalda y no puede caminar —puntualizó Joanna. Le entregó el mando a Maisie—. Y está muy enfadada por eso.
—Oh, bien. ¿Tuvo alguien una ECM en el mar de Coral?
—No más preguntas —dijo Joanna firmemente—. Mira la película.
Volvió a su despacho para escuchar otra vez la cinta. El señor Wojakowski había dicho claramente Malakula y el mar de Coral. Lo llamó y dejó un mensaje para que viniera a las tres, y luego repasó de nuevo las transcripciones, buscando alguna discrepancia definitiva que hiciera innecesaria la entrevista. Y, al leer sus descripciones, cada vez se convenció más de que tenía que haber algún error.
Los términos navales (escotillas, torretas, cubiertas) y los detalles gratuitos: no sólo una canoa, sino una canoa hecha con un tronco hueco; no sólo una fuente de soda, sino de refresco de cereza. Sin duda no podía haberse inventado a los Katzenjammer Kids y a la vecina de dos puertas más abajo y el noticiario sobre Pearl Harbor. Incluso sabía el nombre de la película que proyectaban.
Pero no pudo haber estado en el Yorktown y en su pueblo natal cuando bombardearon Pearl Harbor. Y la historia del Norfolk estaba llena de detalles creíbles, también, desde el sistema de altavoces hasta Woody Pikeman preguntando “¿Quién es el gracioso?”. “Tengo que hablar con Richard”, pensó.
Sonó el teléfono. Respondió, esperando que fuera él. Era la señora Haighton.
—Recibí su mensaje —dijo—. Me temo que ni el martes ni el jueves me vendrán bien. Tengo una reunión del consejo del hospital el martes, y el jueves es mi tarde como voluntaria en el centro de crisis.
“Aquí sí que tenemos una crisis”, pensó Joanna.
—¿Qué tal el miércoles por la tarde? —dijo—. ¿A las dos? ¿A las cuatro? O podríamos hacerlo por la noche.
—Oh, no, las noches son aún peor —dijo ella, y se puso a recitar una letanía de reuniones de consejos y comités organizadores.
—Más temprano entonces —dijo Joanna obstinadamente—. Tengo que citarla esta semana, si es posible. Es importante.
Pero aquella semana era absolutamente imposible. Tal vez la semana siguiente. No, era la recaudación de fondos del Centro de la Mujer. La otra.
“Y para entonces ya no tendremos ningún voluntario”, pensó Joanna. Imprimió las transcripciones y se las llevó junto con las cintas para enseñárselas a Richard.
—Hola, Doc —dijo el señor Wojakowski. Estaba ante la puerta, en el mismo sitio donde lo había dejado.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Joanna, volviéndose rápidamente a abrir la puerta para que no pudiera ver la expresión de asombro de su cara.
—Pensé que haría bien en quedarme hasta que terminara su reunión —dijo él, siguiéndola al laboratorio—. Me acordé de lo que dijo usted de que había que hablar de las cosas que uno ve mientras aún están frescas, y no tenía ningún sitio al que ir, así que pensé, esperaré hasta que vuelva, para que pueda anotarlo todo antes de que mi memoria se confunda.
Se sentó en la silla y se inclinó hacia delante, su rostro arrebolado, ansioso, sonriente, esperando que ella empezara a hacerle preguntas, y ella pensó de nuevo que tenía que haber algún error.
¿Pero cómo descubrir cuál? No podía preguntarle directamente: “¿Por qué me ha contado dos historias diferentes sobre dónde estaba cuando bombardearon Pearl Harbor?”, ni “¿Tiene alguna prueba de que sirvió en el Yorktown”. No con él sentado allí, el rostro ansioso y despejado.
—Le estaba contando la sensación de paz que tuve en el túnel, como si algo fuera a suceder —dijo él—, así que avancé un poco hasta que llegué a una puerta, y de repente apareció esa luz brillante, y quiero decir brillante de verdad. La única vez que he visto algo tan brillante fue cuando una bomba de un Aichi-99 atravesó el hangar de cubierta y voló Reparaciones 5. Recibió tres impactos ese día.
—¿Eso fue en la batalla del mar de Coral? —preguntó Joanna, sintiéndose como una traidora, como un nazi torturando a un espía, intentando atraparlo cuando cometiera un error, cuando dijera una incongruencia. Y si le contaba una versión distinta esta vez, si nombraba una isla diferente, un tipo diferente de canoa, ¿qué demostraría? Sólo que su memoria estaba confusa. La batalla del mar de Coral había tenido lugar hacía sesenta años, y las fabulaciones crecían con el tiempo.
—Una de las cargas de profundidad alcanzó los depósitos de combustible —estaba diciendo el señor Wojakowski—, y el combustible salía por el costado. Se habría desangrado de muerte si no lo hubiéramos llevado a Pearl cuando lo hicimos. Chico, sí que nos alegramos de ver Diamond Head…
—¿Fue usted con el Yorktown de vuelta a Pearl Harbor? —estalló Joanna.
—Aja —dijo el señor Wojakowski—, y ayudé a repararlo con mis propias manos. Trabajamos sin descanso, soldando sus entrañas y reparando su quilla. Trabajé con la tripulación reparando sus cámaras estancas. Trabajamos setenta y ocho horas seguidas y todavía seguíamos trabajando cuando salimos de Oahu. Estaba tan cansado que cuando terminamos el trabajo dormí todo el camino de vuelta a Midway.
14
Mamá nunca contactó conmigo. Si… sucede algo… tienes que estar preparada. Recuerda el mensaje: Rosabelle, cree. Cuando oigas esas palabras… sabrás que es Houdini quien habla…
—¿Se lo inventó todo? —dijo Richard—. ¿Incluso el haber estado en el Yorktown?
—No lo sé —respondió Joanna, caminando de un lado a otro, las menos metidas en los bolsillos de su rebeca—. Lo único que sé es que no pudo estar en Pearl Harbor reparando el Yorktown y flotando en el mar a fe deriva a mil kilómetros de distancia al mismo tiempo.
—¿Pero tiene que significar que esté mintiendo? ¿No podría ser sólo un lapsus de memoria? Después de todo, tiene sesenta y cinco años, y la guerra fue hace más de cincuenta. Puede que haya olvidado dónde estuvo exactamente en un momento determinado.
—¿Cómo se olvida que te han derribado y que pierdes a tu copiloto y tu artillero? Le oíste contar esa historia. Fue el maldito mejor día de su vida.
—¿Estás segura de que dijo que estuvo en Pearl Harbor mientras reparaban el barco? —preguntó Richard—. Tal vez hablaba de manera general…
Pero ella negó violentamente con la cabeza.
—También me dijo que estaba a bordo del Yorktown el día en que bombardearon Pearl Harbor, y que estaba leyendo las tiras cómicas de los periódicos en casa. Los Katzenjammer Kids —añadió amargamente—. No me vayas a decir que no se acuerda de dónde estaba cuando se enteró de lo de Pearl Harbor. ¡Toda una generación recuerda dónde estaba en ese momento!
—Pero ¿por qué mentiría en algo así?
—No lo sé —dijo ella con tristeza—. Tal vez intenta impresionarnos. Tal vez ha escuchado tantas historias de guerra que las ha confundido todas. O tal vez es algo más serio, como Alzheimer, o un síncope. Lo único que sé es…
—Que no podemos utilizarlo —dijo Richard—. Mierda. Joanna asintió.
—Volví y comprobé las transcripciones y luego las cintas. Están llenas de discrepancias. Según el señor Wojakowski, fue —sacó del bolsillo un papel y empezó a leer—: piloto, artillero de segunda, encargado de farmacia especializado en entierros, señalizador y mecánico de aviones. También comprobé la película que dijo que estaban proyectando la noche del sábado anterior al bombardeo de Pearl Harbor. Desesperados no se rodó hasta 1943.
Hizo una bola con el papel.
—Me siento como una estúpida por no haberme dado cuenta antes. Me gano la vida distinguiendo si la gente dice la verdad o se inventa cosas, pero de verdad pensé… su lenguaje corporal, los detalles irrelevantes… —Sacudió la cabeza, asombrada—. Lo siento mucho. Me contrataste para evitar este tipo de cosas, y me engañó por completo.
—Al menos te has dado cuenta a tiempo. —La miró—. ¿Crees que también mintió en sus ECM? —Vio la respuesta en la cara de Joanna—. No te preocupes, sé que tiene que irse. Era sólo una pregunta.
—No lo sé —dijo Joanna sacudiendo la cabeza—, y no hay manera de saberlo sin confirmación externa. Algunas de las historias que nos contó sobre el Yorktown eran reales. Lo comprobé antes de venir a hablar contigo. Hubo de verdad un Jo-Jo Powers que “plantó su bomba en la cubierta” y murió al hacerlo, y es verdad que repararon el Yorktown y volvieron a Midway a tiempo para la batalla. Fue lo que inclinó la balanza a nuestro favor, porque la Armada japonesa creía haberlo hundido.
—Pero no hay manera de conseguir una confirmación externa de una ECM —terminó Richard—. Aparte de los escáneres, que no nos dicen lo que vio el sujeto.
—Lo siento muchísimo. Todo lo que he hecho desde que me uní a este proyecto es diezmar tu lista de sujetos, cuando debería haber pillado…
—Lo pillaste —dijo Richard—. Eso es lo importante. Y lo hiciste a tiempo, antes de que publicáramos ningún resultado. No te preocupes por eso. Todavía nos quedan cinco sujetos. Es más que suficiente…
Se detuvo al ver la expresión de la cara de ella.
—Sólo tenemos cuatro —dijo Joanna apenada—. Llamó el señor Pearsall. Su padre ha muerto, y tiene que quedarse en Ohio para el funeral y resolver sus asuntos.
Cuatro. Y eso incluía al señor Sage, a quien ni siquiera Joanna podía sacarle nada. Y la señora Troudtheim.
—¿Y la señora Haighton? ¿Has podido concertar ya una entrevista?
Ella negó con la cabeza.
—Sigue posponiéndola. Creo que no deberíamos contar con ella. Sólo somos un punto en una lista muy larga de actividades sociales. ¿Cómo va la autorización para los nuevos voluntarios?
—Despacio. Me han dicho que seis semanas más, si el consejo vota continuar con el proyecto.
—¿Qué quieres decir? Creía que tenías subvención para seis meses.
—La tenía —dijo él—. Esta mañana me llamó el director del instituto. Parece que la señora Brightman le ha estado contando a todo el mundo las grandes esperanzas que tiene puestas en el proyecto, y que ya hemos encontrado signos de fenómenos sobrenaturales.
—El señor Mandrake —dijo Joanna con los dientes apretados.
—Bingo. Así que ahora el director del instituto quiere un informe de progresos que podamos utilizar para tranquilizar al consejo de que estamos haciendo una investigación legítima.
—¿No le dijiste…?
—¿Qué? ¿Que la mitad de nuestros sujetos resultaron ser lunáticos, espías y psíquicos? ¿Que al proceso le pasa algo que impide que nuestro mejor sujeto responda? —dijo él amargamente—. ¿O quieres que les hable del imaginativo señor Wojakowski? No sabía lo suyo cuando llamó el director.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que haya que entregar ese informe de progresos?
—Seis semanas. Nada más.
—Tienes los escaneos de Amelia, y los del señor Sage, y uno del señor Pearsall. Tal vez no tarde mucho en resolver los asuntos pendientes de su padre.
—Cierto, y después de acabar de enterrar a su padre, será clarísimamente un observador imparcial —dijo Richard, y entonces se sintió avergonzado de sí mismo. No era culpa de Joanna. Era él quien había aprobado una lista de gente poco de fiar.
—Lo siento.
El se pasó la mano por el pelo.
—Creo que… debería someterme al experimento.
—¿Qué? —dijo Joanna—. No puedes.
—¿Por qué no? Uno: nos dará un conjunto de escaneos más y una descripción más con la que contar. Como poco seré tan buen observador como el señor Sage —dijo él, contando los motivos con los dedos—. Dos: no soy ni un espía ni un lunático. Y tres: podría someterme ahora, hoy, en vez de esperar la autorización.
—¿Por qué no tendrías que tener autorización?
—Porque es mi proyecto, así que sería considerado autoexperimentación. Como Louis Pasteur. O el doctor Werner Forssman…
—O el doctor Jekyll —dijo Joanna—. Eso sí que pondría en peligro la credibilidad del proyecto. El doctor Foxx experimentó consigo mismo, ¿no?
—No voy a anunciar de pronto que he descubierto el alma —dijo Richard—, y hay una tradición larga y legítima de autoexperimentación: Walter Reed, Jean Borel, el investigador de trasplantes, J. S. Haldane. Todos ellos experimentaron consigo mismos exactamente por el mismo motivo, porque no pudieron encontrar sujetos dispuestos y cualificados.
—¿Pero quién supervisaría la consola? Tendrías que entrenar a alguien para que controlara la dosis y los escaneos. Tish no puede hacerlo.
—Tú podrías…
—Ni hablar. ¿Y si algo sale mal? Es una idea terrible.
—Es mejor que quedarnos sentados durante las próximas seis semanas intentando sacarle dos palabras al señor Sage y esperando a que nos corten el presupuesto. ¿O tienes una idea mejor?
—No —dijo ella con tristeza—. Sí. Podrías experimentar conmigo.
—¿Contigo? —dijo él, asombrado.
—Sí. Si uno de nosotros va a someterse al experimento, yo soy la elección lógica. Uno: no voy a necesitar autorización tampoco, porque soy parte del experimento. Dos: no voy a ver una luz brillante y a asumir que es Jesús. Tres: el señor Mandrake no puede convertirme —dijo ella, contando los motivos con los dedos igual que había hecho él.
Cuatro: no soy indispensable durante las sesiones como lo eres tú. Lo único que hago es acercar mi grabadora. Puedo conectarla fácilmente antes de someterme a la prueba. O podría hacerlo Tish. O tú mismo.
—Pero ¿y después? La entrevista…
—Cinco —ella mostró el pulgar—, no necesito que me entreviste nadie. Ya sé lo que quiero saber. Y estoy segura de que puedo hacerlo mejor que “estaba oscuro” o “me sentí en paz”. Podría describir lo que viera, las sensaciones que experimentara.
—Podrías ser más específica —dijo él, pensativo. Era una idea tentadora. En vez de sonsacar respuestas a observadores no formados, Joanna sabría qué había que buscar, cómo describirlo. Podría decirle si lo que veía eran visiones superpuestas o una alucinación y lo que querían decir los sujetos cuando insistían en que no era un sueño.
Más que eso, reconocería las sensaciones por lo que eran. Sabría que ciertos efectos eran debidos a la estimulación del lóbulo temporal o a las endorfinas, y podría suministrar una valiosa información sobre el proceso que causaba las sensaciones. Sabría…
Y ése era el problema.
—No funcionará —dijo él—. Tú misma dijiste que un sujeto no debería tener ideas preconcebidas sobre lo que va a experimentar. Has entrevistado a más de cien personas. Has leído todos los libros. ¿Cómo sabes que tu experiencia no estará totalmente deformada por ellos?
—Es una posibilidad. Por otro lado, tendría la ventaja de estar en guardia. Si me encontrara en un lugar cerrado y oscuro no supondría automáticamente que es un túnel, y si viera una figura irradiando luz, decididamente no daría por supuesto que es un ángel. La miraría, la miraría con atención, y luego te diría lo que he visto, sin tener que esperar a que me preguntaras.
Richard alzó las manos, rindiéndose.
—Me has convencido. Si uno de nosotros fuera a someterse a la prueba, tú eres la mejor, pero ninguno de nosotros va a hacerlo. Todavía nos quedan cuatro voluntarios, y lo que deberíamos estar haciendo es concentrándonos en cómo hacer que sean más efectivos.
—O presentes.
—Exacto. Quiero que llames a la señora Haighton y la traigas para una sesión.
—Ni siquiera la he entrevistado todavía —dijo Joanna, vacilante.
—Hazlo por teléfono si es necesario. Dile cuánto la necesitamos. Mientras tanto, yo trabajaré con la señora Troudtheim.
—¿Qué hay del señor Sage?
—Conseguiremos una palanca —dijo él, y le sonrió.
Joanna salió para llamar a la señora Haighton, y él volvió a comparar los datos de la señora Troudtheim con los escaneos de otros sujetos justo antes del estado ECM, buscando diferencias, pero eran idénticos. Joanna había dicho que algunos pacientes no tenían ECM. Se preguntó cuáles.
Bajó a su despacho a preguntárselo. Ella salía, con el abrigo puesto.
—¿Adónde vas?
—Al Club de Campo de Wilshire —dijo con aire afectado y aristocrático—. No pude conseguir que la señora Haighton se pusiera al teléfono, pero su criada me dijo que iba al Rastrillo de Primavera de la Hermandad Juvenil, sea lo que demonios sea, así que voy a ver si la pillo allí.
—¿Rastrillo de Primavera? ¡Pero si estamos en pleno invierno!
—Lo sé —dijo Joanna, poniéndose los guantes—. Llamó Vielle. Dice que está nevando. Volveré a tiempo para la sesión de la señora Troudtheim.
Se encaminó hacia el ascensor.
—Espera un momento —dijo Richard—. Tengo que hacerte una pregunta sobre los pacientes que tienen ECM y los que no. ¿Hay una pauta?
—Ninguna digna de confianza —contestó ella, pulsando el botón—. Las ECM suelen darse en ciertos tipos de muerte: ataques al corazón, ahogamientos, accidentes de coche, complicaciones en el parto… pero es posible que sea porque los pacientes con ese tipo de traumas pueden ser revividos mejor que los pacientes con, digamos, una embolia o heridas traumáticas internas.
El ascensor se abrió.
—¿Y los pacientes que no tienen ECM tienden a fallecer por otras causas?
Ella asintió.
—Pero naturalmente no sabemos si no han tenido una ECM, o si la han tenido pero simplemente no la recuerdan —dijo ella, y entró en el ascensor—. No olvides que antes de las técnicas para grabar el sueño REM se creía que algunas personas no soñaban.
La puerta se cerró. “Ataques al corazón, ahogamientos, accidentes de coche”, pensó Richard, mirando la puerta sin verla. Todos hechos traumáticos, con un alto nivel de epinefrina. Y cortisol.
Volvió al laboratorio y recuperó el análisis de la señora Troudtheim y comprobó el nivel de cortisol. Era alto, pero no más que el de Amelia Tanaka durante su cuarta sesión, en la que había estado inconsciente durante casi cinco minutos. La epinefrina era ligeramente inferior, pero no más baja que la del señor Sage, y éste no había tenido problemas para conseguir el estado ECM, aunque fuera enloquecedoramente vago a la hora de describirlo.
Tal vez el problema estuviera en la escasez de centros receptores. Repasó los escaneos de la señora Troudtheim y empezó a examinarlos, concentrándose en el hipocampo. Actividad amarilla en los bordes del hipocampo, donde había mayor número de centros receptores de cortisol. Avanzó las imágenes y luego fue hacia atrás, comprobando las zonas de actividad. El hipocampo anterior pasaba de amarillo a naranja y luego a rojo. Retrocedió otro paso, contemplando los bordes y luego examinó los centros receptores de epinefrina en el…
Contempló la pantalla, pulsó “alto”, retrocedió tres imágenes y luego avanzó hasta la anterior. Contempló de nuevo la pantalla, la dividió y recuperó la imagen estándar y la del escáner de Amelia Tanaka.
No había posibilidad de error.
—Bueno, al menos sé que no es falta de epinefrina —murmuró, porque lo que estaba contemplando era inequívocamente el cerebro en estado ECM.
Superpuso la imagen al escáner del señor O’Reirdon para asegurarse, pero ya estaba claro. La señora Troudtheim había tenido una ECM.
La pauta sólo duraba un fotograma, pero cambiaba toda la naturaleza del problema. Richard se había concentrado en lo que impedía que la señora Troudtheim alcanzara el estado ECM, pero había tenido uno. El problema era que no había podido mantenerlo. ¿Por qué no? ¿Por qué había salido inmediatamente de él para volver a despertar? ¿Había sucedido esto antes?
Empezó a estudiar el fotograma de la ECM, buscando anomalías que explicaran la insostenibilidad de la ECM. Nada. Mostraba la misma actividad rojiza en el lóbulo temporal anterior derecho, la amígdala y el hipocampo, la misma pauta dispersa de actividad anaranjada y amarilla en el córtex frontal.
Joanna regresó, el pelo en desorden y las mejillas sonrosadas por el frío y le tendió una flor de ganchillo naranja, amarilla y verde en una pequeña vasija de barro.
—Del Rastrillo de Primavera —dijo.
—¿Qué es esto? —preguntó él, dándole la vuelta a la vasija.
—Una caléndula. Una caléndula de ganchillo. He pensado en ti en cuanto la he visto. Ya sé lo mucho que te gustan el naranja y el verde bilis.
—¿Viste a la señora Haighton?
—Sí, y la entrevisté, y está bien, no tiene ninguna creencia sobrenatural, y acordamos que vendría el jueves por la tarde. Ya lo sé, es la hora del señor Sage, pero entre la Hermandad Filarmónica y el desfile de modas para caridad, era el único momento que tenía disponible, así que decidí que merecía la pena cambiarlo a él. Voy a llamarlo.
—Espera un momento —dijo Richard—. Quiero enseñarte algo. Le mostró las imágenes de la ECM estándar y la de la señora Troudtheim.
—¿Tuvo una ECM? —dijo Joanna—. ¿Crees que nos está mintiendo al decir que no la recuerda?
Esa idea no se le había ocurrido a él.
—No. Sólo duró una décima de segundo, como mucho. Dudo que sea consciente de lo que sucedió. Si lo fue, probablemente sólo captó un destello de luz. O de oscuridad. Pero eso cambia la naturaleza del problema. Consigue el estado ECM, pero algo lo cortocircuita. Tengo que descubrir qué.
Trabajó en eso el resto del día y la mañana siguiente. Analizó las imágenes antes y después de la ECM, y luego volvió a los escáneres de las otras sesiones de la señora Troudtheim. Descubrió una pauta idéntica en su segundo conjunto de escaneos. No había ninguna en las otras sesiones, pero las imágenes TPIR estaban distanciadas una centésima de segundo. Si el estado ECM era más corto, sólo aparecería un instante, y las imágenes que seguían inmediatamente a las dos ECM eran idénticas a las de las otras.
Las estudió. No encajaban con las de los otros sujetos. Mostraban un brusco descenso de acetilcolina y una subida de norepinefrina, ambas cosas relacionadas con el despertar. La señora Troudtheim tenía razón. Se había despertado de golpe. Cuando las comparó con las imágenes del despertar de los otros sujetos, los niveles eran idénticos.
Examinó los otros neurotransmisores. Cortisol alto, ninguna endorfina alfa ni beta, restos de carnosina, amiglicina y teta-asparcina. La carnosma era una variedad de péptido, pero nunca había oído hablar de la amiglicina ni de la teta-asparcina. Tendría que hablar con un experto en neurotransmisores. Llamó a la doctora Jamison, que tenía un despacho en la octava, y quedó en verla, pero no resultó de gran ayuda.
—La amiglicina está presente en la glándula pituitaria anterior. Actúa como inhibidor. La teta-asparcina es una endorfina que parece relacionada principalmente con la digestión.
“La digestión”, pensó Richard. Maravilloso.
—La han producido de manera artificial —ofreció ella—. Creo que alguien ha hecho un estudio hace poco. Veré si puedo encontrarlo. Puede que tenga otras funciones. Las endorfinas suelen tener funciones múltiples.
“Y tal vez una de ellas sea inhibir las ECM”, pensó Richard mientras regresaba al laboratorio. Pero cuando examinó las otras ECM, la teta-asparcina estaba presente en una del señor Sage y dos de Amelia Tanaka, y no encontró ninguna otra anomalía en el análisis de neurotransmisores o el hemograma que pudiera explicar su inestabilidad.
Pasó los dos días siguientes repasando de nuevo los escaneos, pero inútilmente. Cuando la señora Troudtheim llegó, seguía sin tener ni idea de cuál era el problema.
Ella babeó de lo lindo ante la caléndula de ganchillo.
—¿No es de lo más cuco? —le dijo a Joanna—. No tendrá el patrón, ¿verdad?
—Pues no, lo siento. La compré en un mercadillo.
—Apuesto a que podría sacar el patrón —dijo la señora Troudtheim, inclinándose sobre la consola para examinar las hojas de hilo—. Es sólo un doble pilar con un pespunte…
—Puede llevársela a casa si le gusta —dijo Richard, ofreciéndole la vasija.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro. Quédesela todo el tiempo que quiera. Para usted.
—Vaya, qué amable —dijo ella, encantada—. Mire, Tish, ¿no es monísima?
Tish babeó también, y las dos se pusieron a examinar los pétalos. “Tal vez el problema no sea más que simple ansiedad —pensó Richard—, y hablar así la calmará hasta el punto de que pueda sostener la ECM”, pero no lo hizo. Se mantuvo en la ECM el espacio de un único y perfecto fotograma, y luego despertó.
—Me siento muy avergonzada de no poder hacerlo —dijo la señora Troudtheim—. No sé cuál es mi problema.
“Yo tampoco”, pensó Richard, examinando los escaneos después de que se marchara con la caléndula de ganchillo. La imagen de la ECM era idéntica a la del señor O’Reirdon.
Llegó Joanna.
—Acaba de llamar la señora Haighton —dijo—. Al final no puede venir el jueves. Una reunión de los Amigos de Emergencia del Ballet.
—¿Le diste otra cita?
—Sí. Para el viernes de la otra semana. Escucha, he estado pensando en lo que hablamos, y hay otro motivo por el que deberías utilizarme. Me convertiría en una entrevistadora mejor. Las descripciones son vagas, incluso con buenas observadoras como Amelia Tanaka, y creo que el motivo es que simplemente no sé qué preguntar. Es como si le preguntaras a alguien que describiera un cuadro sin saber si es un Monet o un Dalí. No, peor, es como si trataras de que te describan un cuadro sin haber visto un cuadro tú mismo. Ahora no tengo ni idea de qué es lo que experimentan. Todos dicen que no se trata de un sueño, que es real. ¿Qué significa eso?
“Si me sometiera al experimento y viera ese cuadro por mí misma, lo sabría. Sabría si oscuro significa oscuro como en las cavernas de Carlsbad o el aparcamiento del hospital a las nueve de la noche. Sabría si en paz significa “tranquilo” o “anestesiado”. Y sabría qué experimentan los sujetos y no lo mencionan porque no se dan cuenta de que es importante, y no sé cómo preguntárselo. Creo que deberías hacerlo. Creo que deberías someterme a la prueba.
Él sacudió la cabeza.
—No he renunciado todavía a la señora Troudtheim, y aún nos queda Amelia Tanaka. ¿Todavía tenemos a Amelia? Ella asintió.
—A las once.
—Eso significa que será mejor que me ponga a trabajar. —Volvió su atención hacia la consola—. Quiero reducir otra vez la dosis. La falta de detalles que tanto te preocupa puede que no tenga nada que ver con las preguntas. Puede ser debida a los niveles de endorfinas, y si es así, es simplemente cuestión de encontrar el nivel adecuado, y entonces incluso el señor Sage se convertirá en un caudal de observación.
—¿Y si no? ¿Entonces qué?
—Resolveremos ese problema cuando se presente. Ahora mismo tienes que llamar a Tish y decirle que venga. Amelia llegará de un momento a otro.
—Hay tiempo de sobra —dijo Joanna—. Amelia siempre llega tarde. No vendrá hasta dentro de quince minutos por lo menos.
Pero Amelia llegó a tiempo, cargando con su mochila. Richard le dirigió a Joanna una mirada triunfal.
—Pase y prepárese, Amelia —dijo él, y se encaminó hacia la consola.
—¿Puedo hablar con ustedes un momentito, doctor Wright, doctora Lander? —preguntó Amelia, y Richard vio que no había intentado quitarse la mochila ni el abrigo.
—Claro.
—El caso es que mi profesor de bioquímica nos está apretando las tuercas, y me estoy quedando rezagada…
—¿Y necesita cambiar la cita? Eso no es ningún problema —dijo Richard, tratando de no parecer decepcionado—. ¿A qué hora le vendrá bien? ¿El jueves?
Ella negó con la cabeza.
—No es sólo bioquímica. Son todas mis clases. El profesor de anatomía nos pone un examen por semana, y mi clase de genética… hay demasiado trabajo, y las prácticas de laboratorio son cada vez más difíciles. Las de bioquímica… —Se detuvo, con una expresión extraña en el rostro, y luego continuó—. Necesito todos los puntos y créditos extra, pero no me servirán de nada si no apruebo la asignatura. Todas las asignaturas. —Inspiró profundamente—. Creo que lo mejor es dejarlo, y que busquen ustedes a otra persona.
“Buscar a otra persona —pensó él, desesperado—. No hay nadie más.”
—Estoy seguro de que eso no será necesario —dijo él, evitando mirar a Joanna—. Ya se nos ocurrirá algo. ¿Y si reducimos sus sesiones a una por semana? Y si la próxima semana le viene mal, podríamos saltárnosla.
Pero Amelia estaba ya negando con la cabeza.
—No es sólo la semana que viene —dijo, incómoda—. Son todas las semanas. Tengo demasiadas cosas a la vez.
—Seré sincero. Andamos escasos de sujetos, y es usted una de mis mejores observadoras. La necesito en el proyecto.
Por un momento pensó, por la mirada que le dirigió Amelia, que la había convencido, pero ella volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo…
—¿Es a causa del proyecto? —preguntó Joanna, y Richard la miró sorprendido—. ¿Te sucedió algo durante alguna de tus sesiones? ¿Por eso quieres renunciar?
—No, por supuesto que no —dijo Amelia, volviéndose para sonreírle a Richard—. El proyecto es muy interesante, y me encanta trabajar con usted, con ustedes dos —añadió, mirando brevemente a Joanna—. No es el proyecto. Es que estoy muy preocupada por mis clases. Como en psicología…
—Comprendo —dijo Richard—, y, confíe en mí, lo último que quiero es que suspenda psicología, pero tampoco quiero perderla. Por eso estoy tan decidido a encontrar una solución.
—Oh, doctor Wright —dijo Amelia.
—¿Qué tal los fines de semana? —dijo él, aprovechándose de su ventaja—. Podríamos fijar sus sesiones los sábados por la mañana, si le viene mejor. O el domingo. Usted díganos qué le vendría bien y lo haremos. —Le sonrió—. Nos sería de gran ayuda.
Ella se mordió los labios, y lo miró insegura.
—O por las noches. Podríamos fijar las sesiones por la noche si le viene mejor.
—No —dijo Amelia, y alzó la barbilla—. Ya lo he decidido. No tiene sentido cambiarlo. Quiero dejar el proyecto.
15
¡Adieu, amigos míos! ¡Parto hacia la gloria!
A Vielle le dio un patatús.
—¿Cómo que te va a someter a la prueba? —dijo cuando Joanna bajó a Urgencias para hablar sobre la noche del jueves—. Eso no formaba parte del trato. Se supone que él tiene que tratar a los voluntarios y tú entrevistarlos después.
—Ha habido complicaciones —respondió Joanna.
—¿Qué clase de complicaciones?
—Algunos de los sujetos han resultado inadecuados —dijo Joanna, pensando que eso era expresarlo de manera muy superficial—, y dos han renunciado, y no tendremos la aprobación para un nuevo grupo de voluntarios hasta dentro de al menos seis semanas, así que…
—Así que el doctor Right, o debería decir el doctor Frankenstein, decide experimentar contigo.
—¿Experimentar…? ¡No puedo creer que esté escuchando esto! Tú fuiste la que me empujó a trabajar con él.
—Trabajar con él haciendo experimentos, para que salieras a la Hora Feliz después del trabajo, no para que te convinieras en un conejillo de indias humano. No puedo creer que te deje hacer algo tan peligroso.
—No es peligroso. No te preocupaba que sus sujetos se sometieran al proceso.
—Eran voluntarios.
—Yo también. Fue idea mía, no de Richard. Y el procedimiento es perfectamente seguro.
—Eso dices tú.
—Richard ha realizado más de veinte sesiones sin ningún efecto secundario adverso.
—¿De veras? ¿Entonces cómo es que no podéis conservar a los voluntarios?
—Su renuncia no tiene nada que ver con el proyecto —dijo Joanna—. Y la ditetamina se ha utilizado en docenas de experimentos sin ningún efecto secundario.
—Sí, bueno, y la gente toma aspirinas sin efectos secundarios, y se limpian los dientes, y toman penicilina, y un día aparecen en Urgencias con shock anafiláctico. O parada cardíaca. Hay efectos secundarios para todo.
—Pero…
Vielle la interrumpió.
—Y aunque no hubiera efectos secundarios, vas a tomar una droga que imita una experiencia cercana a la muerte, ¿no?
—Sí…
—¿Y si convence tan bien al cerebro de que se está muriendo que el cuerpo le hace caso?
—No funciona así.
—¿Cómo lo sabes? Creí que me habías dicho que una de las teorías era que la experiencia cercana a la muerte servía como mecanismo de desconexión para el cuerpo.
—No ha habido ninguna indicación de que sea así en nuestros experimentos —respondió Joanna—. De hecho, puede que se trate de lo contrario, que la ECM sea un mecanismo de supervivencia. Es lo que estamos intentando averiguar. ¿Por qué estás tan inquieta?
—Porque entrevistar a pacientes y discutir sobre la muerte en la noche del picoteo es una cosa. Morirse es completamente distinto. Créeme, veo la muerte todos los días, y el mejor mecanismo de supervivencia es permanecer lo más lejos posible de ella.
—No voy a morirme. No voy a tener una experiencia cercana a la muerte real. Voy a experimentar una simulación.
—Que produce una pauta cerebral idéntica a la de verdad —dijo Vielle—. ¿Y si algo sale mal? ¿Y si la luz al final del túnel resulta ser un tren que viene de frente? Joanna se echó a reír.
—Me preocupa más ver un Ángel de Luz que me diga que el señor Mandrake tiene razón y el Otro Lado es real. No te preocupes —dijo en serio—. Estaré bien. Y por fin voy a ver lo que sólo conozco de segunda mano. —Abrazó a Vielle—. Tengo que volver. Vamos a realizar una sesión a las once.
—¿Contigo? —demandó Vielle.
—No, con la señora Troudtheim. —No le dijo a su amiga que iba a hacerlo aquella tarde. Eso sólo la preocuparía—. El motivo por el que he venido es para preguntarte si nos vamos a ver el jueves y qué películas quieres que alquile.
—Coma —dijo ella—. Esa donde la chica muere en la primera escena porque confía en que nada puede salir mal en la mesa de operaciones.
Joanna la ignoró.
—¿Nos veremos el jueves, o vas a salir con Harvey, el de las conversaciones apasionantes?
—¿Bromeas? Estuvo aquí esta mañana, explicando los detalles del embalsamamiento. El jueves me vendrá bien… Espera un momento —dijo, y se volvió hacia la auxiliar que llegaba con aspecto preocupado—. ¿Qué pasa, Nina?
—El tipo de Trauma 2 está actuando de manera muy rara —dijo Nina—. Creo que está colocado con picara.
—Ahora mismo voy para allá —dijo Vielle, y se volvió de nuevo hacia Joanna.
—¿Pícara? Mencionaste eso antes…
—Es la última variedad de PCP —dijo Nina—, y da miedo. Alucinaciones psicóticas con episodios violentos.
—He dicho que ahora mismo voy para allá, Nina —dijo Vielle fríamente.
—Vale. Empezó en Los Angeles —continuó Nina, como si tal cosa—. Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento, y ahora ha llegado aquí. La semana pasada una enfermera sueca…
—¡Nina! —la cortó Vielle amenazadora—. He dicho que ahora mismo voy para allá.
—Sí, señora —dijo Nina, se dio la vuelta y se marchó. Joanna esperó hasta que ya no pudiera oírla, y entonces dijo:
—¿Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento y me das sermones porque voy a hacer algo peligroso?
—Muy bien —dijo Vielle, alzando las manos—. Una tregua. Pero sigo pensando que estás loca.
—Es algo mutuo. —Y, al ver la expresión escéptica de Vielle, añadió—: Estaré bien. No hay por qué preocuparse.
Pero, tendida en la mesa esa tarde, al mirar la luz cubierta y mientras esperaba a que Tish le colocara la intravenosa, Joanna sintió un retortijón de ansiedad. “Es el nerviosismo que siempre siente el paciente —pensó—. Esa causa de la bata hospitalaria y porque te has quitado las gafas. Y por estar tendida de espaldas, esperando a que una enfermera te haga cosas.”
Y no una enfermera cualquiera. Tish, que había dicho, cuando Joanna salió del camarín:
—¿Cómo ha conseguido convencer al doctor Wright para que la utilice?
Joanna se preguntó, considerando la exagerada reacción de Vielle, si Tish de pronto pondría también todo tipo de objeciones, y lo hizo, pero no como Joanna esperaba.
—¿Cómo es que usted puede hacer esto, y yo no? —preguntó, como si Joanna hubiera convencido a Richard para que la llevara a la Hora Feliz. Joanna se explicó lo mejor que pudo desde su posición tendida y casi ciega.
—Oh, claro, lo olvidé, es usted doctora, y yo una simple enfermera —dijo Tish, y empezó a colocar electrodos sobre el pecho de Joanna.
Lo más lógico era que a Tish le gustara la perspectiva de tener a Joanna ausente y a Richard para ella sola durante la duración de la sesión. “Tendría que estar nerviosa”, pensó Joanna. Es probable que Tish empiece a coquetear con Richard y se olviden de mí. O que decida que es buen momento para librarse de la competencia de una vez por todas, y tire del enchufe.
Pero no había ningún enchufe del que tirar. Aunque los dos se marcharan a la Hora Feliz y la dejaran allí tumbada, Joanna simplemente se despertaría cuando la ditetamina se consumiera. O despertara de su estado de ECM como la señora Troudtheim.
Otra cosa de la que preocuparse. ¿Y si ella, como la señora Troudtheim, resultaba incapaz de alcanzar un estado ECM? La señora Troudttheim había vuelto a salir de nuevo en su última sesión, aún más rápido que antes, a pesar de que Richard había ajustado la dosis.
—No sé qué más intentar —había dicho Richard, estudiando sus escaneos después de la sesión—. Tal vez tengas razón, y sea parte del cuarenta por ciento que no tiene ECM.
“¿Y si yo también soy una de ellos?”, se preocupó Joanna. ¿Qué harían entonces?
—Relájese —ordenó Tish, levantándole la rodilla para poner la almohadilla debajo—. Está tiesa como una tabla.
Colocó una almohadilla debajo del brazo izquierdo de Joanna y le dio la vuelta a la mesa para hacer lo mismo por el otro lado.
Joanna trató conscientemente de relajarse, respirando despacio y luego soltando el aire, deseando que sus brazos y sus piernas se quedaran flácidos. “Relájate. Dejarte ir.” Contempló el aplique de la luz, ahora cubierto. Sin previo aviso, Tish rodeo con un tubo de goma su antebrazo y le hizo un nudo. Joanna giró la cabeza para ver qué estaba haciendo.
—¡Relájese! —ordenó Tish, y empezó a buscar una vena.
“En cualquier caso, sabré mucho más sobre cómo tratar a nuestros sujetos”, pensó Joanna. Tenían que saber todo lo que iba a pasar. Había que decirles: “Voy a introducir la intravenosa ahora. Una pinchadita”, pensó Joanna.
Tish no dijo nada. Pinchó el brazo de Joanna, clavó la aguja, colocó el tubo de la intravenosa, todo sin decir palabra. Desapareció del campo de visión de Joanna, y ésta sintió que le colocaban el antifaz para dormir sobre los ojos y algo helado en la frente.
—¿Qué está haciendo? —preguntó involuntariamente.
—Colocándole los electrodos en la cabeza —dijo Tish, irritada—. Dicen que los doctores son los peores pacientes, y tienen razón. ¡Relájese!
Joanna decidió contar al señor Sage y la señora Troudtheim una descripción detallada de los procedimientos la próxima vez que fueran sometidos a la prueba. Y no deberían quedarse tendidos allí largo rato sin tener ni idea de qué pasaba, se dijo, esforzándose por oír voces o pasos o lo que fuera. Se preguntó si Tish y Richard se habrían ido a la Hora Feliz. No, habría oído cerrarse la puerta. ¿Podría haberle puesto Tish los auriculares sin que se diera cuenta?
—¿Todo listo? —dijo bruscamente la voz de Richard en su oreja izquierda, y ella tanteó a ciegas en busca de su brazo—. ¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó Richard, preocupado, y la ansiedad de su voz hizo que la de Joanna se desvaneciera por completo.
—Estoy segura —dijo, y sonrió en lo que esperaba fuese su dirección—. Estoy decidida a resolver el misterio del zumbido o el timbrazo de una vez por todas.
—Muy bien. Tal vez no veas gran cosa. A veces hacen falta un par de intentos para conseguir la dosis adecuada.
—Lo sé.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—Estoy segura —dijo ella, y era verdad—. Empecemos. Le soltó el brazo.
—Muy bien —dijo él, y alguien (¿Richard?, ¿Tish?) le colocó los auriculares. Joanna se relajó con el silencio del ruido blanco y la oscuridad, esperando a que el sedante hiciera efecto. Inhaló profundamente. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. “No está funcionando”, pensó, y oyó un sonido.
“Tish no me ha puesto bien los auriculares”, pensó.
—Richard —empezó a decir, y advirtió que no estaba en el laboratorio. Estaba en un espacio estrecho. Notaba las paredes a cada lado. “Un ataúd”, pensó, pero era demasiado ancho, y estaba de pie. Miró su cuerpo, pero no pudo ver nada, el lugar estaba completamente oscuro. Alzó la mano delante de la cara, pero tampoco pudo verla, ni sentir el movimiento de su brazo.
“No puedo ver a causa del antifaz”, pensó, y trató de quitárselo, pero no lo llevaba puesto. Llevaba sus gafas. Se palpó la frente. No había electrodos en su cabeza, ni auriculares. Se palpó el brazo. No había ninguna intravenosa.
“Estoy en la ECM —pensó—, en el túnel”, pero eso tampoco era cierto. No era un túnel. Era un pasillo. “¿Puedes ser más específica?”, se preguntó en silencio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
“Es estrecho”, pensó, sin tener ni idea de por qué lo sabía. O de por qué sabía que había paredes a cada lado, que no las había delante o detrás y que el techo era bajo. Miró hacia el techo invisible, deseando que sus ojos se acostumbraran, pero la oscuridad continuó siendo absoluta. ¿Y cómo sabía que no era el techo de un túnel?
Miró al suelo, que tampoco pudo ver, y tanteó con el pie.
El suelo (si era un suelo) parecía duro y liso, como de losa o madera, pero su pie no produjo ningún sonido.
“Tal vez voy descalza —pensó. Paul McCartney iba descalzo en la cubierta de aquel álbum de Los Beatles, y por eso se sabía que había muerto. Pero Joanna no pudo sentir el suelo contra su piel, como habría notado de haber estado descalza—. Tal vez no tengo pies. O tal vez no puedo oír.” Sus pacientes hablaban de que el Ángel de Luz les hablaba, “pero con pensamientos, no con palabras”. Tal vez la ECM era sólo visual.
Pero recordó haber oído un sonido al llegar. Volvió la cabeza tratando de recordarlo. Había sido un sonido fuerte. Lo había oído claramente después de llegar. ¿O al atravesar? No, estaba en el laboratorio, y luego, bruscamente, allí.
Mientras pensaba en ello, tuvo la súbita sensación de que sabía dónde era “allí”, que era algún lugar familiar. No, ésa era la palabra equivocada. Algún lugar que reconocía, aunque el pasillo estuviera completamente oscuro.
“Es un lugar, un lugar real. Sé dónde está.” Y la luz apareció en el pasillo delante de ella. Se volvió a mirarla. Llenaba el corredor, cegadoramente brillante. Ahora vería dónde estaba, pero la luz era demasiado resplandeciente. Era como tratar de mirar directamente a unos faros. No se veía nada.
Faros. “¿Y si la luz al final del túnel resulta ser un tren que viene de frente?”, había dicho Vielle. Joanna miró instintivamente a sus pies, buscando raíles, pero la luz procedía de todas direcciones, y el resplandor era tan intenso desde abajo como desde delante, tan brillante que tuvo que cerrar los ojos para evitar el dolor que provocaba aquel brillo.
No era extraño que sus sujetos entornaran los ojos. Era como si alguien encendiera una luz en mitad de la noche, o te apuntara con una linterna a la cara. Pero tampoco eso, porque la luz era dorada.
Sus pacientes decían también eso (“era dorada”) y cuando ella preguntaba “¿no era blanca?”, contestaban, irritados: “No, era blanca y dorada.” Ahora sabía lo que querían decir. La luz era blanca, pero no el blanco verdoso de una luz fluorescente ni el blanco azulado de una luz de arco. Tenía un tono dorado, como una vela, sólo que mucho, mucho más brillante.
Alzó una mano para protegerse los ojos. La luz, aunque estaba por todas partes, procedía del fondo del pasillo. “Donde alguien abría una puerta —se dijo—. La luz viene de fuera, de más allá de la puerta.”
Empezó a caminar hacia el final del pasillo, entornando los ojos y, mientras caminaba, la luz pareció disminuir un poco. No, no era eso, el brillo era igual, pero ahora casi podía distinguir una figura recortada en la luz. Una figura de blanco.
“El Ángel de Luz del señor Mandrake”, pensó, caminando hacia ella; pero la figura no adquirió nitidez. No estaba segura de que fuera realmente una figura, ni de que fuera solamente un efecto de la luz.
Entornó los ojos, tratando de ver, y regresó al laboratorio.
—Lo hice —dijo, pero no se oyó ningún sonido, y pensó: “Debo de estar en el estado no-REM”, y se quedó dormida.
Despertó al oír que Richard la llamaba desde muy lejos. Eso era lo que quiso decir Greg Menotti con “demasiado lejos”, comprendió. “Todavía debo de estar cerca de donde fue la ECM.”
—¿Joanna? —dijo Richard, mucho más cerca, y ella abrió los ojos. Richard estaba inclinado sobre ella y Joanna pensó que Vielle tenía razón, que sí que era guapo, y se volvió a quedar dormida.
—Está despierta —dijo Tish—. ¿Dejo de grabar? Estaba sujetando la grabadora, y Joanna pensó: “Oh, Dios, espero no haber dicho en voz alta que es guapo.”
—¿He dicho algo?—preguntó. Richard se inclinó sobre ella, sonriendo.
—No creerás lo que has dicho. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué?
—dijo: “Estaba oscuro” —intervino Tish.
—Como todos los demás —dijo Richard.
—Estaba oscuro —dijo Joanna, tratando de sentarse—. Negro como boca de lobo, como en una cueva, sólo que no era una cueva, ni un túnel. Era un pasillo.
—No te sientes —dijo Richard—, y no intentes hablar hasta que pase el efecto del sedante. Joanna se tumbó.
—No, quiero describirlo antes de que se me olvide. ¿Está funcionando la grabadora? —le preguntó a Tish.
—Está en marcha —dijo Tish, entregándosela a Richard. Él se la acercó a la boca.
—Estaba en el laboratorio, y entonces aparecí en un pasillo.
—¿Nada intermedio? —preguntó Richard—. ¿Ninguna sensación de abandonar el cuerpo o de flotar sobre él?
—No hay que darle pistas al sujeto —le reprochó Joanna—. No, ninguna experiencia extracorporal. Me encontré de pronto en el pasillo.
—Sigues utilizando ese término, pasillo. ¿Qué quieres decir? ¿Un pasillo subterráneo?
—Estás dando pistas otra vez —dijo Joanna—. No, no era un pasillo subterráneo. Y no era uno de los pasillos que el soldado griego Ek siguió hasta los reinos de la otra vida. Era una especie de pasillo o corredor, y había una puerta al fondo.
Joanna describió el pasillo y la luz y la figura entrevista. Tish le tomó el pulso y lo anotó en una gráfica.
—Parecía una experiencia real en un sitio real —dijo Joanna—. No era un sueño o una visión superpuesta. No había ninguna sensación de que lo que estaba viendo estuviera superpuesto al lugar donde estaba en realidad, como san Pablo en el camino de Damasco o Bernadette en la cueva de Lourdes, que aunque vieron una luz cegadora o a la Virgen María, seguían conscientes de dónde estaban. No tenía conciencia ninguna de estar en el laboratorio, o tendida en la mesa. —Tish empezó a tomarle la tensión—. Sentía como si estuviera realmente allí, en un lugar real.
—¿Sabes qué tipo de lugar era? —preguntó Richard.
—No, pero tenía la sensación de que sabía dónde estaba.
—¿Lo reconociste?
—Sí. No. Tuve la sensación de que lo reconocía, pero no puedo…
—Sacudió la cabeza, frustrada. No era extraño que sus sujetos terminaran encogiéndose mansamente de hombros.
Tish volvió a tomarle el pulso y empezó a quitarle los electrodos de la cabeza.
—Reconocí el lugar, pero…
—¿Pero al mismo tiempo sabías que nunca habías estado allí?
—dijo Richard—. ¿Tuviste una sensación de deja vu, de experimentar algo nuevo y sentir que lo habías experimentado antes?
—No —dijo ella, tratando de recordar la huidiza sensación. Le había parecido familiar, no, familiar no, pero sí tuvo la sensación de que la reconocía—. Tal vez. Puede que haya sido un deja vu —dijo, vacilante.
—Hay un fuerte indicador de la intervención del lóbulo temporal —dijo él, y no pudo evitar que la emoción asomara a su voz—. La sensación de deja, vu ha sido localizada claramente en el lóbulo temporal. Tish terminó de quitarle la intravenosa y retiró el equipo.
—¿Me necesitan para algo? —preguntó.
—Creo que no —dijo Richard, ausente—. Implicación del lóbulo temporal… ¿Tuviste una experiencia extracorporal?
—Estás dando pistas —dijo Joanna—. No. Estaba en el laboratorio y de pronto aparecí en el pasillo, con nada intermedio.
—¿Sentiste…? —Se interrumpió y empezó otra vez—. ¿Qué sensaciones experimentaste?
—La luz no me hizo sentirme cálida y segura, ni amada. Me sentí… tranquila. Supongo que se podría describir como en paz, pero era más bien… tranquilidad. No estaba asustada.
—Interesante. ¿Te sentiste despegada? ¿Sentiste que estabas separada de lo que estaba pasando, que lo que estaba pasando era irreal, como un sueño?
—No fue un sueño —dijo Joanna firmemente.
—Si no me necesitan para nada, me marcho —dijo Tish, y los dos la miraron, sorprendidos de que todavía estuviera allí—. ¿Me necesitarán mañana?
—Todavía no lo sé —dijo Richard—. Creo que sí. Ya la llamaré, Tish, gracias.
Se volvió expectante hacia Joanna.
—¿En qué se diferenciaba de un sueño?
—Los… sueños parecen reales mientras los tienes, pero cuando te despiertas te das cuenta de que no lo eran. Pero la ECM todavía parece real, incluso ahora. Es algo que casi todos mis sujetos han dicho, que lo que experimentaron era real. No sabía qué querían decir, pero tenían razón. No se parece al recuerdo de un sueño. Se parece al recuerdo de algo que ha pasado de verdad.
—¿Puedes ser más específica? Joanna sonrió.
—Yo… podía moverme de manera normal. No había sensación de flotar o de movimientos rápidos en el pasillo como han descrito algunos de mis sujetos, y no había interrupciones o incongruencias como en los sueños. Parecía que estaba ocurriendo de verdad.
—Has dicho que sentiste la presencia de alguien en la luz. Ella asintió.
—Me pareció que podía ver a alguien, pero la luz era demasiado brillante.
—La sensación de una presencia es también un efecto del lóbulo temporal —dijo él—. Yo había supuesto que la luz y la sensación de paz eran generadas por las endorfinas, pero tal vez sea el lóbulo temporal el que las causa… Quiero mirar tus escaneos.
Joanna asintió y empezó a levantarse de la mesa de reconocimiento.
—Espera —dijo Richard—. No hemos acabado todavía. Aún no has respondido la gran pregunta.
—¿La gran pregunta? ¿Quieres decir que si lo que vi era real? ¿Era el cielo? ¿O la puerta al Otro Lado?
—No. La gran pregunta —dijo él, y sonrió—. Dijiste que habías oído un sonido. ¿Bueno? ¿Era como un timbre o era un zumbido?
—Era… —dijo ella, y se detuvo, asombrada—. No tengo ni idea. Sé que lo oí. Estaba en el túnel…
—¿Fue fuerte o flojo?
“Fuerte”, pensó ella. Lo había oído con bastante claridad. Pero, al intentar recordarlo ahora, descubrió que no podía reconstruirlo, ni siquiera identificar el tipo de sonido que era. ¿Un timbre? ¿Un zumbido? ¿Un estrépito horrible, como un estante entero de latas desplomándose, como lo había descrito el señor Steinhorst?
—¿Se ha borrado el recuerdo? —preguntó Richard.
Ella reflexionó al respecto. Debía de ser eso, porque no podía recordarlo, pero tenía el resto de la ECM tan clara como cuando la estaba experimentando, y recordaba haber pensado que había oído el sonido y se volvió en su dirección para identificarlo. Así que no supo qué era ni siquiera durante la ECM.
—¿Joanna? —instó Richard.
—No, no es que lo haya olvidado, no creo. No puedo recordarlo. No, tampoco es eso. Lo siento —dijo, derrotada—. No soy mejor que el señor Sage.
—¿Estás de guasa? Eres maravillosa. Tendría que haber empezado contigo y haber mandado al infierno a todos los demás sujetos. Me has dado más detalles que todos ellos juntos, y esto es sólo la primera vez. Quiero someterte de nuevo a la prueba en cuanto sea posible, lo que significa en cuanto hayas eliminado la ditetamina de tu sistema. Tarda unas doce horas. ¿Qué te parece mañana por la tarde?
—Magnífico —dijo Joanna—. No puedo esperar.
Y era cierto. No quería más que volver allí y descubrir qué era el sonido, dónde estaba el lugar. No había habido nada peligroso o aterrador en la experiencia. Pero entonces ¿por qué cuando Richard le había pedido repetirla había sentido un súbito estremecimiento de miedo?
¿Lo había experimentado también Amelia Tanaka? ¿Por eso había renunciado?
16
Ni siquiera en el valle de las sombras de la muerte dos y dos serán seis.
—Es un efecto residual de la ditetamina —dijo Richard cuando Joanna le explicó el miedo que sentía.
—O una advertencia de que algo malo va a pasarte si vuelves a someterte a la prueba —dijo Vielle cuando fue a verla el jueves por la noche.
—No va a pasar nada malo —respondió Joanna, sacando un paquete de palomitas de la caja—. Mírame. Estoy bien. Mi cuerpo no se confundió cuando vio el túnel y la luz no disparó un proceso de muerte. No tuvieron problemas para recuperarme. No pasó nada.
—¿Entonces viste un túnel y una luz? —preguntó Vielle con curiosidad—. ¿Estaba allí Mandrake?
—No —Joanna rió—. No, ni el señor Mandrake ni el Ángel de Luz. Le contó a Vielle lo del pasillo y la luz que surgía de detrás de la puerta.
—No tuve tampoco ninguna experiencia extracorporal, ni una revisión de vida, al menos no esta vez. —Abrió el frigorífico—. ¿Qué quieres beber? Tengo Coca-Cola, ginger ale y… ginger ale.
—Coca-Cola —dijo Vielle—. ¿Qué quieres decir con “esta vez”? No vas a repetirlo, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Joanna, sacando del frigorífico dos Coca-Colas.
—¿Pero y esa sensación de miedo que tuviste? ¿Y si intentaba advertirte de que algo terrible te espera detrás de esa puerta?
—No tuve esa sensación cuando miré la puerta —dijo Joanna, entregándole a Vielle una Coca-Cola—. No la tuve durante toda la ECM, ni hasta casi una hora después.
—Cuando el doctor Right te pidió que volvieras a someterte a la prueba.
—Sí, pero sólo durante unos segundos, y no la tuve cuando fijó la hora para la sesión. Richard me mostró el cortisol en mis indicadores. Los niveles eran decididamente elevados, y el cortisol permanece en el sistema después de despertar. Es lo que causa esa sensación de miedo que no puedes evitar después de una pesadilla.
—¿Pero y si el cortisol aumenta por lo que viste? Dijiste que el túnel parecía familiar. ¿Y si el temor viene porque lo reconociste? ¿Y si se debe a que sabes lo que te espera al otro lado?
Sonó el microondas. “Salvada por la campana”, pensó Joanna, y tardó lo suyo en abrir la bolsa, encontrar un cuenco y servir las palomitas.
—¿Y si…? —dijo Vielle.
—Regla número uno —recordó Joanna. Llevó las palomitas al salón—. ¿Qué películas has traído?
—Línea mortal —dijo Vielle—. Trata de un grupo de estudiantes de medicina que empiezan a jugar con experiencias cercanas a la muerte con resultados trágicos. Piensan que van a ver ángeles, pero empiezan a tener terribles…
—Ya sé de qué va. No puedo creer que hayas…
—Sale Julia Roberts —dijo Vielle inocentemente—. El doctor Right dijo que le gustaba Julia Roberts. ¿O sigue vigente la prohibición sobre la muerte?
Joanna la ignoró.
—Richard no va a venir. Tiene una reunión con la doctora Jamison. Vielle entornó los ojos.
—Es experta en neurotransmisores.
—No me digas. Y apuesto a que tienen que verse de noche. ¿Dónde? ¿En Rimaldi’s? Desde luego… primero Tish, y ahora esto. Si no planteas una opción sobre él, el doctor Right quedará fuera de la circulación.
—Sí, mamá —dijo Joanna. Miró el otro vídeo. ¿Quemas había traído Vielle? ¿Estados alterados?
—Es El informe Pelícano —informó Vielle, quitándole la cinta de las manos y metiéndola en el vídeo—. También con Julia Roberts. Tendrías que haberme dicho que el doctor Right no iba a venir. Al menos aquí sale Denzel Washington.
Pulsó “play”. Bueno, al menos no era Línea mortal.
—¿La has visto? —preguntó Vielle, acomodándose en el sofá— Trata de una mujer que se mete en líos porque no presta atención a las señales de advertencia.
—Sólo tuve la sensación de temor una vez, durante unos diez segundos —dijo Joanna—. No la he vuelto a tener desde entonces.
Y no la volvió a tener, ni siquiera cuando se tendió en la mesa la tarde siguiente y Tish empezó a ponerle electrodos, ni siquiera cuando Richard preguntó si estaba preparada. Lo único que sentía era ansiedad Estaba decidida a identificar el sonido esta vez, y a ver qué había detrás de la puerta. Y a descubrir qué era el lugar y por qué parecía tan familiar. No, familiar no era la palabra adecuada, y tampoco era un deja.
Hubo un sonido, y Joanna estaba de nuevo en el pasillo. En el mismo lugar, se dijo, aunque estaba completamente oscuro, y vio la luz. Seguía siendo cegadora, pero en vez de un borrón radiante era una estrecha rendija dorada a ambos lados y debajo de la puerta.
La puerta parecía mucho más lejana que la primera vez, y el pasillo increíblemente largo, o tal vez era porque la puerta sólo estaba abierta un centímetro o así. La luz que surgía de ella inundaba los primeros palmos del suelo y las paredes, y Joanna pudo distinguir formas en la oscuridad. A ambos lados del pasillo había puertas situadas a intervalos regulares, como en un hotel.
“No es un hotel”, pensó. ¿Qué más tenía pasillos largos flanqueados por puertas? ¿El Mercy General? No, tampoco era un hospital. Las puertas de las habitaciones de los pacientes estaban casi siempre abiertas. Todas éstas estaban cerradas, y el pasillo era más estrecho que el corredor de un hospital.
Y desde luego ella había estado en muchos hospitales. “Nunca he estado aquí antes”, pensó. ¿Qué más tenía pasillos estrechos flanqueados por puertas que reconociera sin haber estado nunca allí? ¿Versalies? No, tenía espejos, ¿verdad? ¿Una mansión?
“En la casa de mi padre hay muchas mansiones”, le había dicho la señora Woollam, pero se refería a una mansión celestial. ¿Un palacio? Eso parecía probable, aunque un palacio tendría alfombras y no suelos de madera, ¿no? Y podía ver el suelo en el pequeño charco de luz que surgía de debajo de la puerta. Estaba hecho de tablas estrechas, largas y pulidas. Increíblemente largas. “Como el pasillo”, pensó, pero cuando empezó a caminar hacia la puerta, no estaba tan lejos como parecía.
“Es el suelo —pensó, deteniéndose a medio camino—. Hay algo en él que hace que el pasillo parezca más largo de lo que es, o algo en la forma en que el suelo se encuentra con la puerta.” Entornó los ojos para ver el sitio donde se encontraba, y al hacerlo la luz pareció temblar, volviéndose más tenue, luego más brillante, luego se oscureció de nuevo, titilando. No, moviéndose.
No, la luz no se movía. Era algo que había delante. Había alguien o algo detrás de la puerta, caminando, bloqueando la luz mientras se movía. “¿Y si es algo terrible?”, había dicho Vielle. Un tigre, caminando de un lado a otro.
“Nadie ha mencionado jamás un tigre en su ECM”, pensó. Era una persona caminando de un lado a otro, y le pareció oír un murmullo de voces. Avanzó, manteniendo la mirada fija en la rendija de luz, esforzándose por oír.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo una mujer, y la pauta de luz cambió, como si la mujer hubiera dado un paso hacia la puerta. Joanna se acercó más.
—Estoy seguro de que no es nada —dijo una voz de hombre. Más sombras mientras caminaban entre ella y la luz.
—Hace mucho frío —dijo la mujer.
—Te traeré una manta —dijo Richard, y envolvió sus hombros con una.
—No, a mí no. A la mujer —dijo Joanna, y advirtió que estaba en el laboratorio.
Abrió los ojos.
Le habían quitado el antifaz para dormir y los auriculares, y Tish la estaba cubriendo con la manta blanca de algodón. El rostro de Richard apareció sobre ella.
—¿Viste lo mismo esta vez?
—No des pistas —dijo Joanna—. ¿Dónde está la grabadora?
—Aquí mismo —respondió Richard, y la conectó—. ¿Qué viste esta vez?
—Era el mismo sitio de antes. Es un pasillo, con puertas a los lados y una puerta en el fondo.
Le contó que el pasillo parecía más largo de lo que era y lo de las voces.
—La mujer dijo: “¿Qué ha ocurrido?” Y el hombre dijo: “Estoy seguro de que no es nada.” Y entonces la mujer, creo que era la misma, dijo: “Hace mucho frío.”
—¿Estás segura de que oíste a la mujer decirlo? —preguntó Richard, y entonces explicó—: Dijiste “hace mucho frío” cinco minutos después de la ECM, mientras te encontrabas en el sueño no-REM.
—Por eso le traje la manta —dijo Tish.
—No, estoy segura de que lo dijo —respondió Joanna—. Debí de repetirlo después. Yo no tenía ningún motivo para decirlo. No tenía frío.
—Está tiritando —comentó Tish.
—No, yo no… —empezó a decir Joanna, y se dio cuenta de que sus dientes castañeaban. “Amelia también tiene frío”, pensó.
—¿No tuviste frío durante la ECM? —preguntó Richard.
—No, no hacía frío en el pasillo.
—Ha dicho usted que la mujer dijo que lo hacía —recalcó Tish.
—Pero ella estaba fuera.
—¿Viste qué había detrás de la puerta? —preguntó Richard.
—No, yo… —dijo Joanna, y se detuvo, preguntándose cómo sabía que la gente estaba fuera. No parecía una puerta al exterior, y ella no había visto más que sombras—. No sé por qué creo que estaban fuera. Es sólo una impresión.
—Dijiste que no hacía frío en el pasillo. ¿Hacía calor?
—No. No advertí nada raro en la temperatura. Y cuando vi la luz no sentí el calor y el amor que otra gente ha descrito. Sentí ansiedad por lo que podría haber tras la puerta pero, por lo demás, nada.
—¿Te sentiste despegada, como si te estuvieras observando a ti misma?
—No —dijo ella, decidida—. Estaba allí, experimentando el pasillo y la luz bajo la puerta y las voces. La visión es muy convincente. Parece completamente real.
—¿Y oíste voces, pero no viste a nadie?
—No a menos que cuentes las sombras de sus pies bajo la puerta. Richard estaba muy ocupado tomando notas.
—Muy bien, túnel, luz, voces. ¿Experiencia extracorporal?
—No.
—¿Y el sonido? ¿Lo oíste esta vez?
—El sonido —dijo Joanna, disgustada—. Quería con toda mi alma escucharlo e identificarlo, pero cuando llegué allí me olvidé al tratar de recordar de qué conocía el pasillo.
—¿Experimentaste de nuevo el deja, vu?
—No es un deja vu. He tenido esa sensación: parece como si hubieras estado en algún sitio o hecho algo antes, aunque sabes que no. No era esto. Sentí… —Hizo una pausa—. Sabía que nunca había estado allí, pero… lo reconocí.
—¿Lo reconoció? —preguntó Tish, curiosa—. ¿Dónde estaba?
—No lo sé —dijo Joanna, frustrada—. Sentí que casi podía…
Extendió la mano, como para agarrar el conocimiento. “Una de mis pacientes hizo un gesto igual —pensó—. Tengo que encontrar su historial y ver de qué estaba hablando.”
—¿Sigues teniendo la sensación? —preguntó Richard.
—No.
—Sonido, túnel, luz, voces, sensación de reconocimiento —dijo, descontándolas—. ¿Qué hay de la orden de regresar?
—No, nadie me ordenó regresar. Ni siquiera sabían que estaba allí.
—Siguen siendo cuatro de los elementos nucleares —dijo Richard, parecía feliz—. Creo que si ajusto la dosis, podremos conseguir los diez. Y esta sensación de reconocimiento es muy interesante.
Los dientes de Joanna habían empezado a castañear otra vez.
—¿Podemos terminar con esto después de que me vista? Me estoy congelando. ¿Has terminado conmigo, Tish?
Tish asintió, y Joanna se levantó de la mesa y cruzó el laboratorio hasta el cuartito adjunto, arrebujándose en la manta. Entró en el camarín, cerró la puerta y extendió la mano para tomar su blusa. Al hacerlo, vio su imagen en el espejo de la puerta y la sensación de reconocimiento volvió a asaltarla. “Lo sé, sé dónde está”, pensó.
La sensación sólo duró un instante. En el tiempo que tardó en darse le vuelta y mirar directamente el espejo se disolvió, y ella se quedó contemplando su imagen, preguntándose qué era lo que la había disparado. ¿La manta o la puerta?
En cuanto se vistió, se lo contó a Richard.
—¿Podría haber sido el mismo espejo? —dijo él, mirando el espejo de la puerta—. ¿Viste un espejo en tu ECM? ¿O el reflejo de algo?
—Das pistas —dijo Joanna—. No.
—¿Pero era la misma sensación de deja, vu?
—No es deja vu. Nunca he estado allí, pero sabía dónde estaba. Era como saber que estás en París porque reconoces la torre Eiffel, aunque nunca hayas estado allí anteriormente. Excepto que no puedo situarlo —dijo mansamente.
—¿Sigues teniendo esa sensación?
—No, viene y va.
—Interesante. Quiero que me avises si vuelve a suceder.
—O si descubro dónde está —dijo ella, y se pasó el resto de la tarde y la noche tratando de situarlo. Tenía algo que ver con una manta y un suelo de madera. Y un palacio. No, un palacio no, pero sí algo con la palabra palace. ¿El hotel Palace? Pero no era un hotel. ¿El teatro Palace?
No llegó a ninguna parte. “Es el síndrome de la olla a presión”, pensó, mientras iba en coche al trabajo al día siguiente, y decidió no pensar en el asunto con la esperanza de que el escurridizo recuerdo apareciera espontáneamente. Se concentró en transcribir su relato y en ayudar a preparar a la señora Troudtheim, quien se recuperó rápidamente sin recordar haber tenido una ECM.
—Fue igual que la última vez —dijo—. Estaba allí tendida en la oscuridad, tratando de no quedarme dormida, pero supongo que debí de dormirme. Lo siento mucho. Incluso eché una cabezadita esta mañana para que no me pasara.
—Estaba usted tendida en la oscuridad —dijo Joanna—. ¿Cambió la oscuridad en algún momento? ¿Se hizo más oscura? ¿O adquirió una cualidad distinta?
—No.
—Dice que se quedó dormida. ¿Tiene algún recuerdo de haberse quedado dormida?
—No. Estaba allí tumbada, y de pronto me desperté.
—¿La despertó algo? ¿Un movimiento? ¿Un sonido?
—No.
—Buen intento —dijo Richard cuando la señora Troudtheim se marchó—, pero no sirve de nada. No recuerda.
“Ni yo tampoco”, pensó Joanna, mientras pasaba la pobre transcripción de la señora Troudtheim. No pensar en el túnel no le había funcionado mejor que intentar situar el pasillo.
Hizo una búsqueda global de “suelo” y luego de “manta”, pero no encontró ninguna correlación. Probó con “hace mucho frío”. Nada. Buscó luego “frío”, y esta vez encontró varios casos. La mayoría eran referencias vagas a sensaciones que los sujetos habían tenido en el túnel o al regresar, y un par aparecían en las notas de Joanna. “Durante la entrevista el sujeto me preguntó repetidas veces si pensaba que hacía frío en la habitación”, y “el sujeto parecía tener frío, se puso una bata, y luego metió las manos dentro de las mangas”.
Todo lo cual era muy interesante, pero no le decía dónde estaba el túnel, y cuando Richard le dijo que quería someterla al experimento otra vez al día siguiente, su primer pensamiento fue: “Tal vez cuando vuelva a verlo, lo sepa.” El segundo fue: “Pero primero voy a identificar ese sonido de una vez por todas”, y mantuvo ese pensamiento en mente mientras Tish colocaba los electrodos, la intravenosa y le ponía el antifaz para dormir.
—El sonido —murmuró para sí mientras Tish le colocaba los auriculares—. Primero identifica el sonido, luego el pasillo.
Hubo un sonido, y apareció en el pasillo. La rendija de luz allí donde el suelo se encontraba con la puerta parecía extrañamente lejana, pero ella sabía que debía de estar más cerca de la puerta que la última vez. Oía claramente el sonido de voces detrás de la puerta.
¡El sonido! Había querido escuchar el sonido, y se había vuelto a olvidar. Se volvió para mirar atrás, al túnel oscuro.
Era un sonido que… ¿qué? Recordaba claramente haber oído algo, ¿pero qué era?
—¿Fue un zumbido o un timbre? —dijo, frustrada, y su voz sonó sorprendentemente fuerte en el pasillo. Miró hacia la puerta y la luz, casi esperando que las voces se detuvieran sorprendidas, pero continuaron hablando.
—Seguro que no es nada —dijo el hombre, y Joanna se preguntó si estaría hablando de ella.
—¿No deberíamos enviar a alguien a averiguarlo? —dijo otro hombre. “Tal vez sus voces son lo que oí al llegar”, pensó Joanna, y supo que no era así. No habían empezado hasta la mitad la última vez, y la primera vez no había oído nada. Después de que el sonido cesara, el pasillo estuvo completamente en silencio.
Y era un sonido, no voces. Un sonido como… No podía recordarlo. Pero venía de allí, y contempló el pasillo. Venía del fondo de…
Y volvió al laboratorio. “Oh, no —pensó—, he salido, igual que la señora Troudtheim.”
—Lo siento —dijo, pero Tish la ignoró y continuó quitando los auriculares y despegando los electrodos como si no hubiera sucedido nada catastrófico.
—¿Estás despierta? —preguntó Richard desde la consola, y tampoco él parecía molesto.
—¿Has cambiado la dosis? —preguntó Joanna, buscando el borde de la mesa para sentarse.
—¿Por qué? —dijo Richard, apareciendo junto a ella—. ¿Ha sido diferente tu experiencia?
—No, pero cuando he vuelto a…
—Espera —dijo él, buscando la minigrabadora en su bolsillo—. Desde el principio.
Ella lo miró sin comprender.
—¿No he sido expulsada?
—¿Expulsada? No. ¿No has experimentado una ECM esta vez?
—Sí, he estado en el pasillo —dijo Joanna, y él le acercó la grabadora a la boca—, y me he dado la vuelta para ver de dónde procedía el sonido. Esta vez estaba decidida a identificarlo, y he empezado a recorrer el pasillo hacia él, y…
—¿Lo has identificado? —cortó Richard.
—No. Es tan extraño. Sé que lo oigo, pero cuando trato de reconstruirlo, no puedo.
—¿Porque es un sonido extraño que nunca has oído antes?
—No, no es eso. Es como cuando te despiertas en mitad de la noche y sabes que algo te ha despertado, pero ya no puedes oírlo, ni lo oíste realmente porque estabas dormida, así que no sabes si fue una rama rozando contra la ventana o el gato derribando algo en la encimera. Eso es lo que parece.
—¿Entonces piensas que el sonido es algo que oyes antes de entrar en el estado ECM?
Joanna reflexionó sobre eso.
—Tal vez. No estoy segura. —Lo miró, pensativa—. Cuando el paciente al que estaba entrevistando en Urgencias tuvo un paro cardíaco y una enfermera pulsó la señal de alarma, recuerdo que pensé que tal vez eso era lo que la gente oía en sus ECM. Una especie de mezcla de timbrazo y zumbido.
—No hay ningún código de alarma aquí —dijo Tish. Richard la miró sorprendido, como si hubiera olvidado su presencia—. No habría tampoco podido oír una alarma, si la hubiera habido. Llevaba auriculares, ¿recuerda?
—Tiene razón —dijo Joanna—. No puede ser un sonido externo. Es…
—Y dijiste que ninguno de los pacientes a los que entrevistaste pudo describirlo tampoco —dijo Richard, pensativo.
—No con seguridad —dijo Joanna—, ni de manera coincidente. Ahora me siento culpable por haberme mostrado tan impaciente con ellos.
—En cuanto termines tu descripción, quiero echar un vistazo al córtex auditivo superior.
—Ésta es mi descripción. Me volví para ver de dónde venía el sonido y empecé a recorrer el pasillo, y volví al laboratorio. Por eso pregunté si había sido expulsada de la ECM.
Richard soltó la grabadora, sorprendido.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el túnel?
—No lo sé —dijo Joanna—. El tiempo que se tarda en dar la vuelta y caminar un par de pasos.
—¿Cuánto tiempo estuviste la vez anterior?
—No lo sé, varios minutos. Más que la primera.
Richard estaba ya ante la consola, recuperando los escaneos.
—¿El tiempo era normal? —preguntó, y cuando ella no supo qué responder, dijo—: ¿Hubo alguna sensación de dilatación temporal, de que el tiempo se refrenara o acelerara?
—No. ¿Porqué?
—Porque las dos primeras veces estuviste en estado ECM poco más de dos minutos —dijo él, recuperando listas de números—. Y esta vez casi cinco. —La miró—. ¿Has preguntado alguna vez a tus pacientes cuánto tiempo duraron sus ECM?
—No. No se me ha ocurrido nunca.
Siempre había dado por descontado que experimentaban la ECM en lo que Richard llamaba tiempo normal. Algunos de ellos decían haberse movido rápidamente por el túnel, y ella les pedía que explicaran qué entendían por “rápidamente” para ver si intentaban describir algún tipo de sensación de aceleración del tiempo, pero nunca se le había ocurrido preguntarles cuánto tiempo habían contemplado la luz o cuánto había durado la revisión de la vida. Simplemente había supuesto que la duración de la ECM equivalía a la de las actividades que habían descrito. Y nunca se le había ocurrido comparar su experiencia subjetiva con la cantidad de tiempo que habían estado clínicamente muertos.
—¿Qué hay del final de tu ECM? —preguntó Richard—. ¿Hubo dilatación temporal como cuando recorrías el túnel?
—No llegué a recorrer el túnel. Empecé a hacerlo, y de repente estuve de vuelta en el laboratorio. No fue como las otras veces que he regresado. Fue mucho más… brusco —dijo ella, tratando de encontrar una forma de describirlo. Pero Richard volvió al tema de la dilatación temporal.
—¿No experimentaste dilatación temporal las otras veces tampoco?
—No.
“Tengo que preguntarle a la señora Woollam si la duración de sus ECM varía —pensó—. Y a Maisie.” La niña había dicho que sólo había visto una niebla, y Joanna había dado por supuesto que su ECM había durado solamente unos pocos segundos. Ahora lo dudaba.
—Mira esto —dijo Richard, señalando la pantalla de la consola. La duración del estado de ECM de Amelia Tanaka llega a variar hasta en cuatro minutos.
Tish se acercó para situarse a su lado y mirar interesada las pantallas.
—Tal vez es como el tiempo en un sueño. Puedes soñar días enteros entre el momento en que suena el despertador y cuando te despiertas unos segundos más tarde —dijo—. Tuve un sueño así el otro día. Soñaba que iba a la Hora Feliz en el Río Grande y luego estaba esquiando en Breckenndge y todo sucedió en los dos segundos que pasan entre que el tipo de la radio dice “Son las seis” y “se prevé más nieve en la zona de las Montañas Rocosas para hoy”.
Pero Richard no la oyó. Seguía tecleando, completamente absorto.
—¿Puedo vestirme ya? —preguntó Joanna, pero tampoco la oyó—. Voy a vestirme —dijo, se levantó de la mesa de reconocimiento y entró en la habitacioncita contigua.
Cuando salió, Richard seguía ante la consola, contemplando intensamente las imágenes. Tish se estaba poniendo el abrigo.
—Me marcho —dijo disgustada—. No es que se vaya a dar cuenta. Si consigue entrar en contacto con él, dígale que me llame si quiere que esté aquí mañana antes de las dos. —Lo miró con tristeza—. Al menos sé que no se trata sólo de mí. Tampoco sabe que usted existe.
—Tish terminó de ponerse el abrigo—. Hay más cosas en la vida… “Que sueños en tu filosofía, Horacio”, pensó Joanna.
—… que sólo trabajo, ¿sabe? —terminó Tish. Se puso los guantes—. La Hora Feliz es en Rimaldi’s esta noche, por si quiere llevar al Doctor-Todo-Trabajo-y-Nada-de-Diversión.
—Gracias —dijo Joanna, sonriendo—, pero tengo que registrar mi ECM mientras todavía la tengo fresca en la memoria. Tish se encogió de hombros.
—Será mejor que haya cosas mejores en la muerte que el trabajo —dijo, subiéndose la cremallera del abrigo—, o no pienso morirme. Adiós, doctor Wright —saludó alegremente al salir. Richard ni siquiera levantó la cabeza.
—Las ECM del señor Sage varían en dos minutos y quince segundos —dijo—. Suponía que había una relación directamente proporcional entre el tiempo real y el tiempo subjetivo de la ECM, pero si no la hay…
“Si no la hay, entonces la muerte cerebral no se produce entre los cuatro y los seis minutos —pensó Joanna—. Tal vez sea más corta. O más larga.”
—¿Puedes buscar referencias de dilatación temporal en tus entrevistas? —preguntó Richard.
—Sí —respondió ella. “Pero no hay ninguna”, pensó. Si el tiempo hubiera parecido dilatarse o acelerar, no habrían dicho que no era un sueño, que parecía real.
Y parecía real, se dijo mientras regresaba a su despacho para registrar su descripción. Parecía estar sucediendo en tiempo real, en un lugar real. “Y no puedes identificarlo.”
Ni era capaz de reconocer el sonido, lo que significaba que sólo tardó unos minutos en registrar toda su ECM. Describió las voces y lo que dijeron, el hecho de haberse dado la vuelta y regresado…
“Me pregunto si eso fue lo que puso fin a la ECM”, pensó, y revisó las transcripciones, buscando específicamente los finales. Varios sujetos describían sus regresos como “bruscos” o “repentinos”. “Sentí como si me arrastraran de vuelta a mi cuerpo”, había dicho la señora Ankrum, y el señor Zamora había descrito el final de su ECM “como si alguien me agarrara por el cuello y me expulsara”.
Ninguno de los dos había mencionado el túnel en la vuelta, pero la señora Irwin había dicho: “Jesús me dijo: “Tu tiempo no se ha cumplido todavía”, y me encontré de nuevo en el túnel.” Y casi una docena de sujetos habían dicho que habían vuelto a entrar en el túnel. “El espíritu señaló la luz y dijo: “¿Eliges pues la muerte?” Entonces señaló el túnel y dijo: “¿O eliges pues la vida? Elige sabiamente.”
¿Por qué todos los espíritus y figuras religiosas y parientes muertos hablaban de aquella manera retorcida y pseudorreligiosa, en una mezcla del Antiguo Testamento y Obi-Wan Kenobi?
Joanna hizo una lista de las referencias para enseñársela a Richard, deseando haber ido a la Hora Feliz, donde al menos habría nachos o algo que comer. No había almorzado por culpa de la sesión. Abrió el cajón del escritorio buscando una barra de chocolate olvidada o una manzana, pero lo único que encontró fue media tableta de chicle, tan rancio que se desmoronó cuando le quitó el envoltorio.
Tendría que haber registrado los bolsillos de la bata de Richard antes de salir del laboratorio. “No se habría dado cuenta”, pensó, y de nuevo experimentó la sensación de que casi sabía dónde estaba el túnel. Permaneció sentada absolutamente inmóvil, tratando de agarrar la sensación, pero ya había desaparecido. ¿Qué la había disparado? Algo referido a registrar la bata de Richard. ¿O pudo haber sido el chicle? ¿Y en qué lugar famoso no había estado nunca donde había suelos de madera, mantas y chicle rancio?
“Es el hambre —pensó—. La gente cuando tiene hambre tiende a ver espejismos, ¿no?” Pero Richard le había dicho que se lo dijera si la sensación regresaba, así que volvió al laboratorio y se lo contó.
—No tienes que robar, lo sabes —dijo él, sacando de sus bolsillos un paquete de Cheetos, una pera y una botella de leche—. Sólo tienes que pedirlo.
—No ha sido por la comida —dijo ella, abriendo la leche—. Era la idea de que estabas tan concentrado en lo que hacías que no te darías cuenta.
—¿Tienes esa sensación ahora?
—No.
—Me parece que podría tratarse del lóbulo temporal. —Se acercó a la consola—. He estado examinando tus escaneos. Háblame otra vez del sonido. ¿Lo oíste, pero no puedes identificarlo?
Ella asintió, mordiendo la pera.
—Creo que puede ser porque no está produciéndose. Mira esto —dijo él, señalando una zona azul en el escáner—. No hay ninguna actividad en el córtex auditivo. Yo daba por hecho que había un estímulo auditivo real dentro del cerebro, pero creo que se trata más bien de un estímulo del lóbulo temporal.
—¿Y eso significa…?
—Significa que no puedes identificar el sonido porque no lo oyes. Sólo experimentas la sensación de haber oído algo, sin ningún sonido que la acompañe.
“Pero lo oí”, pensó Joanna.
—La estimulación del lóbulo temporal explicaría por qué hay tantas variaciones en la descripción. Los pacientes tienen la impresión de que han oído un sonido, así que simplemente inventan uno, relacionado con lo último que puede que hayan oído.
“Como el sonido de una alarma de código —pensó Joanna—, o el zumbido del monitor cardíaco pasando a línea plana.”
—También podría explicar alguno de los otros elementos nucleares —dijo Richard—. Suponía que la ECM era generada por las endorfinas, pero tal vez… —Empezó a teclear—. luz, voces, dilatación temporal, incluso deja vu, son también efectos de la estimulación de lóbulo temporal.
—No fue deja vu —dijo Joanna, pero Richard estaba ya perdido en los escáneres, así que se comió los Cheetos y bajó a preguntarle a la señora Woollam la duración de sus ECM y su modo de regresar.
—Yo estaba allí contemplando la escalera —dijo la señora Woollam, con aspecto aún más frágil con su chaqueta de hilo blanco tricotado—, y de pronto aparecí en la ambulancia.
—¿No estaba haciendo nada? ¿Regresar por el túnel, por ejemplo? ¿Estaba plantada allí sin más?
—Sí. Oí una voz, y supe que tenía que volver, y allí estuve.
—¿Qué dijo la voz?
—No era una voz exactamente. Era más bien una sensación, interior, y supe que tenía que volver, que no era mi hora. —Se echó a reír—. Cabría esperar que lo fuera, ¿no?, con lo vieja que soy. Pero nunca se sabe. Había una chica en mi misma habitación del Porter la última vez. Una chica joven, no podía tener más de veinte años, con apendicitis. Bueno, las apendicectomías no son nada. Ya las practicaban cuando yo era niña. Pero el día después de la operación se murió. Nunca se sabe cuándo te llega la hora.
La señora Woollam había abierto una Biblia y hojeaba las páginas finas como papel de fumar. Encontró el pasaje y leyó:
—”Pues nadie conoce la hora de su venida.”
—Creía que se refería a Cristo, no a la muerte —dijo Joanna.
—Y así es —respondió la señora Woollam—, pero cuando llegue la muerte, Jesús estará allí también. Por eso vino a la tierra, para que no tuviéramos que soportarla solos. Nos ayudará a enfrentarnos a ella, no importa lo aterradora que sea.
—¿Cree que será aterradora? —preguntó Joanna, y tuvo de nuevo la sensación de temor.
—Por supuesto —dijo la señora Woollam—. Sé que el señor Mandrake dice que no hay nada que temer, que todo serán ángeles y reuniones alegres y luz. —Sacudió la cabeza blanca, molesta—. Estuvo aquí otra vez ayer, ¿sabe usted? Diciendo todo tipo de tonterías. Dijo: “Estará usted en la Luz. ¿Qué hay que temer?” Bueno, pues se lo diré. Dejar el mundo y tu cuerpo y tus seres queridos. ¿Cómo puede eso no dar miedo, aunque vayas al cielo?
“¿Y cómo sabe que hay un cielo? —pensó Joanna—. ¿Cómo sabe que no hay un tigre tras la puerta, o algo peor?” Y recordó la voz de Amelia, llena de conocimiento y terror: “Oh, no, oh, no, oh, no.”
—Por supuesto que tendré miedo —dijo la señora Woollam—. Incluso Jesús lo tuvo. “Aleja de mí este cáliz”, dijo en el Huerto, y en la cruz exclamó “Eloi, eloi, lama sabactham”. Eso significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Abrió la Biblia y pasó las páginas. La piel de sus manos era tan fina como las hojas de filo dorado.
—Incluso en los Salmos, no dice: “Sí, aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no la temeré.” Dice… —y la voz de la señora Woollam cambió, volviéndose más suave y de algún modo más ominosa, como si realmente estuviera atravesando aquel valle—: “Sí aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal.”
Cerró la Biblia y se la llevó al pecho de pajarillo como si fuera un escudo con el que protegerse.
—Porque Jesús estará conmigo. “Estaré con vosotros hasta el final de los tiempos.”
Le sonrió a Joanna.
—Pero no ha venido a recibir sermones. Ha venido a preguntarme por mi ECM. ¿Qué más quiere saber?
—Las otras veces que tuvo ECM, ¿fue igual el regreso?
—Excepto en una ocasión. Esa vez estuve en el túnel y de pronto aparecí en el suelo, junto al teléfono.
—¿En el suelo?
—Sí. La ambulancia no había llegado todavía.
—¿Y la transición fue rápida?
—Sí —dijo la señora Woollam. Abrió de nuevo su Biblia y, por un momento, Joanna pensó que iba a leerle algo como “en un abrir y cerrar de ojos todos cambiaremos”, pero en cambio la alzó y la cerró de golpe—. Así.
—Lo describió como algo brusco, como un libro cerrándose de golpe —le dijo Joanna a Richard al día siguiente, mientras esperaban al señor Sage—. Y la señora Davenport también dijo que su regreso fue repentino.
—¿La señora Davenport? —dijo Richard, incrédulo.
—Lo sé, lo sé, dirá cualquier cosa que el señor Mandrake quiera que diga. Pero a él no le interesan los regresos, y la palabra “repentino” aparece varias veces en su declaración. Y en ambos casos sus corazones empezaron a latir espontáneamente otra vez, sin ninguna intervención médica.
—¿Qué hay de tus otras entrevistas? —preguntó Richard—. ¿Hay alguna correlación entre su modo de volver a la vida y su modo de salir de la ECM?
—Lo comprobaré en cuanto terminemos con el señor Sage.
—Pregúntale por la dilatación temporal —dijo Richard—, y por si regreso.
Y Joanna así lo hizo, pero no sirvió de gran cosa. Después de veinte minutos de luchar contra la dilatación temporal, lo dejó correr y preguntó:
—¿Puede describir cómo despertó? ¿Fue rápido o lento?
—No lo sé —respondió el señor Sage—. Fue simplemente despertar.
—¿Despertar como cuando suena el despertador? —preguntó ella, y Richard le dirigió una mirada interrogativa.
“Sé que estoy dando pistas —pensó—. He abandonado toda esperanza de sacarle algo sin darle indicaciones.”
—¿Como cuando suena su despertador —repitió—, o como un sábado por la mañana, cuando se despierta gradualmente?
—Trabajo los sábados —dijo el señor Sage.
Fue un alivio volver a su oficina y buscar regresos abruptos, aunque no pareciera haber un paralelismo evidente entre éstos y el revivir espontáneo. “Abraham dijo: “¡Regresa!” —había dicho el señor Sameshima—, ¡y zas, volví a la mesa de operaciones.”
Pero cuando Joanna comprobó su historial, descubrió que habían usado con él las palas desfribiladoras cuatro veces. La señora Kantz, por otro lado, que había empezado a respirar por sí sola después de un accidente de coche dijo: “Estuve flotando durante mucho rato en una especie de espacio neblinoso.”
A las cuatro, Joanna recopiló lo que tenía. Mientras lo imprimía, escuchó sus mensajes. Vielle, que quería saber si había hecho ya algún progreso con el doctor Wright. El señor Wojakowski, que quería saber si lo necesitaban. La señora Haighton, diciendo que necesitaba concertar otra cita porque tenía una reunión de emergencia del Comité Primaveral. El señor Mandrake. Se saltó ese mensaje. Guadalupe.
—Llámame cuando tenga un momento.
“Probablemente querrá saber si sigo interesada en Coma Carl —pensó Joanna—. No he ido a verlo desde hace varios días.”
Le llevó las listas a Richard, quien apenas levantó la cabeza de los escaneos, y luego bajó a ver a Guadalupe. Estaba en la habitación de Carl, introduciendo sus datos en la pantalla del ordenador. Joanna se acercó a la cama. Estaba inclinada cuarenta y cinco grados, y Carl, rodeado de almohadas por todas partes, parecía que iba a resbalarse hasta el pie de la cama de un momento a otro. Una mascarilla de oxígeno transparente le cubría la nariz y la boca.
—¿Cómo le va? —le preguntó a Guadalupe, obligándose a hablar en tono normal.
—No muy bien —susurró Guadalupe—. Ha tenido una pequeña congestión estos dos últimos días.
—¿Neumonía? —susurró Joanna.
—Todavía no —dijo Guadalupe, comprobando sus intravenosas Había dos bolsas más en la percha.
—¿Dónde está su esposa?
—Se marchó a comer algo —dijo Guadalupe, pulsando unos números en la percha de las bolsas—. No ha comido en todo el día y la cafetería estaba cerrada cuando bajó. La verdad, ¿para qué se molestan en tener siquiera una cafetería?
Joanna miró a Carl, que yacía quieto y silencioso en la cama inclinada. Se preguntó si podía oírlas, si sabía que su esposa había salido y ella estaba allí, o si se encontraba en un jardín precioso, como la señora Woollam. O en un pasillo oscuro con puertas a cada lado.
—¿Ha dicho algo? —le preguntó a Guadalupe.
—Hoy no. Ayer dijo unas cuantas palabras durante el turno de Pam, que por lo visto tuvo problemas para entenderlas a causa de la mascarilla.
Guadalupe rebuscó en su bolsillo, sacó un papelito y se lo entregó a Joanna.
Carl gimió de nuevo y murmuró algo. Joanna se acercó más a la cama.
—¿Qué es, Carl? —dijo, y le tomó la mano flácida.
Sus dedos se movieron cuando ella le tomó la mano, y Joanna se sorprendió tanto que casi lo soltó. “Me ha oído —pensó—, está tratando de comunicarse conmigo.” Luego se dio cuenta de que no era así.
—Está temblando —le dijo a Guadalupe.
—Lleva así un par de días. Su temperatura es normal. Joanna se acercó al respiradero de la calefacción y alzó la mano para ver si salía aire. Salía, levemente cálido.
—¿Hay un termostato?
—No. Pero tiene usted razón. Hace frío aquí dentro. Le traeré otra manta.
Guadalupe salió y Joanna se sentó junto a la cama y leyó la tira de papel que la enfermera le había dado. Sólo había unas pocas palabras: “agua” y “mitad” con una interrogación detrás, y “oh, gran”.
Carl gimió y su pie se agitó débilmente. ¿Apartaba algo de una patada? ¿Escalaba algo? Murmuró unas palabras ininteligibles y su mascarilla se empañó. Joanna se inclinó hacia él.
—Ella —murmuró Carl—. Aprisa —dijo, levantando la cabeza de la almohada—. Tengo que…
—¿Tienes que hacer qué, Carl? —preguntó Joanna, tomándole de nuevo la mano—. ¿Tienes que hacer qué?
Pero se había vuelto a hundir en las almohadas, tiritando. Joanna lo cubrió con la colcha sin que él ofreciera ninguna resistencia, y se preguntó que había pasado con Guadalupe y la manta, y luego se quedó allí, sosteniéndole la mano entre las suyas. Tengo que. Agua.
Se produjo un súbito cambio en la habitación, un silencio. Joanna miró a Carl, alarmada, temiendo que hubiera dejado de respirar, pero no. Vio su pecho subir y bajar débilmente, el leve vaho de su mascarilla de oxígeno.
Pero algo había cambiado. ¿Qué? Los monitores estaban funcionando todos, y si hubiera habido algún cambio en las constantes vitales de Carl habrían empezado a sonar. Joanna observó el ordenador, la percha con las intravenosas, el calefactor. Colocó las manos delante del respiradero. No salía aire.
“El calefactor se ha estropeado —pensó, y luego—, lo que oí no fue un sonido. Fue el silencio posterior. Eso es lo que oí en el túnel. Por eso no puedo describirlo. Porque no era un sonido. Era el sonido después de que algo se desconecta.” Y casi, casi lo tuvo.
—Allá vamos, Carl, una bonita manta caliente —dijo Guadalupe, desplegando un cuadrado azul—. Te la he calentado en el microondas. —Se detuvo y miró la cara de Joanna, sus puños cerrados—. ¿Qué pasa?
“Casi lo tenía y ahora se ha vuelto a perder —pensó Joanna—, eso es lo que pasa.”
—Estaba intentando recordar algo —dijo, abriendo los puños.
Vio cómo Guadalupe colocaba la manta sobre Carl y lo tapaba hasta los hombros. Algo referido a una manta y un calefactor. No, no un calefactor, a pesar de la manta, a pesar de que la mujer dijo “hace tanto frío”. Era otra cosa, algo que tenía que ver con el instituto y con rebuscar en los bolsillos de la bata de Richard y con un lugar en el que no había estado nunca. Un lugar que tenía en la punta de la mente.
“Lo conozco, sé lo que es”, pensó, y la sensación de temor regresó, más fuerte que nunca.
17
Y en mi sueño vino a mí un ángel de alas blancas, sonriendo.
—Interesante —dijo Richard cuando Joanna le habló del episodio del calefactor—. Describe de nuevo la sensación.
—Es una… —Buscó la palabra adecuada—. Una convicción de que sé dónde está el pasillo de mi ECM.
—No estás hablando de un flashback, ¿verdad? No volviste a encontrarte allí otra vez.
—No. Y no, no es un deja vu —contestó, anticipándose a su siguiente pregunta—. Sé que no he estado allí anteriormente.
—¿Y si es un jamáis vu? Es la sensación de que estás en un lugar extraño aunque has estado allí muchas veces. También es un fenómeno del lóbulo temporal.
—No —dijo ella pacientemente—. Es un lugar en el que sé que no he estado nunca, pero lo reconozco. Sé lo que es, pero no se me ocurre. Es como… —Se subió las gafas sobre la nariz, tratando de dar con un buen ejemplo—. Bueno, es como… Un día estaba en el cine con Vielle, y vi a una mujer comprando palomitas. Sabía que la había visto en algún sitio, pero no pude situarla. Tuve la sensación de que era algo negativo, así que no quise ir y preguntarle, y me pasé toda la película pensando en si trabajaba en el hospital o si vivía en mi edificio o si había sido una paciente mía. Es esa sensación. —Miró a Richard, expectante.
—¿Quién era?
—Una de las seguidoras de Mandrake —dijo, y sonrió—. Casi al final de la película, Meg Ryan va a que le lean la mano y pensé: “De eso la conozco. Es una de las amigas del señor Mandrake”, y Vielle y yo nos largamos antes de los créditos.
Richard parecía pensativo.
—Y crees que el hecho de que el calefactor se apagara es igual que la lectura de la mano.
—Sí, pero no funcionó. Las tres veces sentí que tenía la respuesta al alcance de mi mano… —Advirtió que estaba a punto de hacer el gesto de nuevo y se detuvo—. Pero no pude cogerla.
—Cuando se produjo la sensación, ¿experimentaste náuseas?
—No.
—¿Olores o sabores no habituales?
—No.
—¿Imágenes parciales?
—¿Imágenes parciales? —preguntó ella.
—Como cuando estás intentando recordar el nombre de alguien, y recuerdas que empieza por T.
Ella sabía qué quería decir. Cuando Meg Ryan tendió la mano a la adivinadora, recordó de pronto al señor Mandrake llamándola.
—No.
Él asintió vigorosamente.
—No lo esperaba. Creo que estás experimentando una sensación de conocimiento incipiente, una sensación de significado. Es una sensación visceral de poseer conocimiento unida a la incapacidad de saber cuál es el contenido de ese conocimiento. Es un efecto de estimulación del lóbulo temporal, que conecta una señal significativa en el sistema límbico, pero sin ningún contenido adjunto.
—Como el sonido —dijo Joanna.
—Exactamente. Apuesto a que eso y la sensación de reconocer el túnel son efectos del lóbulo temporal.
—Pero conozco… Él asintió.
—Hay una intensa sensación de conocimiento. La persona que la experimenta declara decididamente que comprende la naturaleza de Dios o del cosmos, pero cuando se le pide que lo explique, no puede. Es un síntoma común en los epilépticos del lóbulo temporal.
—Y de los que experimentan ECM —dijo Joanna—. Más del veinte por ciento de ellos creen que recibieron un conocimiento especial o una reflexión sobre la naturaleza del cosmos.
—Pero no pueden explicarla, ¿verdad?
—No —dijo ella, recordando una entrevista con una tal señora Kelly. “El ángel dijo: “Mira la luz”, y al hacerlo comprendí el significado del universo”, había dicho la señora.
Joanna esperó, la minigrabadora en marcha, el lápiz preparado.
—¿Cuál es? —preguntó por fin, y entonces, como la señora Kelly no respondía, repitió—: ¿Cuál es el significado del universo?
—Nadie que no lo haya experimentado podría comprenderlo —dijo rápidamente la señora—. Sería como tratar de explicarle la luz a un ciego.
Pero Joanna todavía recordaba la expresión frenética y asustada de su rostro: no tenía ni la menor idea.
—Pero el conocimiento de los que experimentan una ECM es metafísico —le dijo a Richard—. Esa sensación no tiene nada que ver con la religión ni con la naturaleza del cosmos.
—Lo sé, pero en el caso de alguien con una base científica, esa sensación de conciencia cósmica podría tomar otra forma más secular.
—Como creer que reconozco la localización del túnel. Él asintió.
—Y atribuir significado a cosas aleatorias, como la manta y el calefactor, que también es un fenómeno común. Lo que interpretas como reconocimiento es solamente sobreestimulación del lóbulo temporal.
—Te equivocas. Sé lo que es. Pero no puedo…
—Exactamente —dijo Richard—. No puedes decirme qué es porque se trata de una emoción, no de conocimiento real. Sentimiento sin contenido.
La teoría de Richard tenía sentido. Explicaba por qué, a pesar de los incidentes repetidos, no estaba más cerca de la respuesta, y por qué los estímulos parecían no estar relacionados: una manta, un calefactor que se paraba, la bata de Richard, un suelo que no encajaba. “Y algo que tiene que ver con el instituto —pensó—, no te olvides de eso.”
—Pero parece tan real…
—Eso es porque están presentes los mismos neurotransmisores que cuando el cerebro experimenta una comprensión real —dijo Richard—. Si tienes otro incidente, documenta todo lo que puedas al respecto. Circunstancias, síntomas relacionados…
—¿Y si la próxima vez descubro qué es? Él sonrió.
—Entonces no será estimulación del lóbulo temporal. Pero apuesto a que sí. Explicaría la presencia de endorfinas tan diversas, y casi todos los elementos nucleares son también síntomas del lóbulo temporal: sonidos, voces, luz, sensaciones de inefabilidad y calor…
“No hacía calor —pensó Joanna obstinadamente—, hacía frío. Y sé dónde está. Y la próxima vez que tenga un incidente, lo descubriré.”
Pero no hubo más incidentes. Fue como si saber la causa la hubiera curado. Y estaba bien. Joanna estuvo demasiado ocupada los tres días siguientes para poder respirar siquiera, mucho menos para recordar nada. Hubo un súbito aluvión de pacientes que fibrilaban y luego eran revividos. La señora Jacobson, a quien había entrevistado hacía semanas, fue ingresada por problemas cardíacos, y hubo dos ataques de asma no relacionados.
Joanna los escuchó describir el túnel (oscuro), la luz (brillante) y el sonido que habían oído (no podían). Lo único en lo que estaban de acuerdo era que parecía que la ECM había sucedido de verdad.
—Estuve allí —dijo el señor Darby, casi violentamente—. Fue real. Lo sé.
Entre entrevistas, Joanna dejó mensajes para que la señora Haighton la llamara y estudió las transcripciones en busca de casos de conocimiento incipiente o inefabilidad e hipersignificado. Varios casos de ECM hablaban de haber regresado a la tierra para cumplir una misión, aunque ninguno pudo explicar exactamente cuál era esa misión.
—Es una misión —había dicho vehementemente el señor Edwards. “El tema le molesta”, había escrito Joanna en sus notas.
Los casos de hipersignificado eran más raros. La señorita Hodges había dicho: “Ahora, cada vez que miro una flor o un pájaro, significa mucho más.” Pero eso podía ser simplemente un aprecio aumentado por la vida, y ninguno de los sujetos había hablado de conocer la clave del universo. Todos ellos, por lo que sabía, estaban convencidos de que ya poseían ese conocimiento, no de que estuviera fuera de su alcance.
Hizo una búsqueda global de “elusivo”, pero no encontró nada, y tuvo que abandonar “en la punta de la lengua” en mitad de la búsqueda porque llamaron con más casos de infarto, y mientras estaba entrevistando al segundo, Vielle le envió un mensaje diciendo que tenían además un shock anafiláctico.
Joanna subió a verlo inmediatamente, pero no lo bastante pronto.
—Entrenen un túnel —dijo él en cuanto ella entró en la habitación—. ¿Por qué no dejé primero mi cuerpo y subí flotando al techo? Creía que eso era lo que pasa primero.
“Uh-oh”, pensó Joanna.
—¿Ha venido a verlo el señor Mandrake, señor Funderburk?
—Acaba de marcharse. Me dijo que la gente sale del cuerpo y flota sobre él y ve a los médicos que la están atendiendo.
—Algunas personas tienen experiencias extracorporales y otras no dijo —Joanna—. Cada ECM es distinta.
—El señor Mandrake dijo que todo el mundo tenía una experiencia extracorpórea, un túnel, una luz —dijo él, contando con los dedos—, parientes, un ángel, una revisión de vida y la orden de regreso.
“¿Por qué me molesto siquiera?”, pensó Joanna, pero sacó su minigrabadora, la encendió y preguntó:
—¿Puede describir su experiencia, señor Funderburk? Había experimentado, como era de esperar, un túnel, una luz, parientes, un ángel, una revisión de vida y una orden de regreso.
—¿Le parecieron familiares sus inmediaciones?
—No, ¿tendrían que haberlo sido? —dijo él, como si le hubieran estafado en algo más—. El señor Mandrake no dijo nada al respecto.
—Hábleme de su regreso, señor Funderburk.
—Primero tengo que contarle la revisión de vida.
—Muy bien, hábleme de la revisión de vida.
Pero fue extremadamente vago en cuanto a su forma y su contenido.
—Es una revisión —dijo—. De la vida. Y entonces el ángel me ordenó regresar, y lo hice.
—¿Puede describir su regreso?
—Regresé.
Ella empezó a apreciar al señor Sage.
—Durante su ECM, ¿recuerda haber oído algo?
—No. El señor Mandrake dijo que se suponía que debería haber habido un sonido cuando entré en el túnel, pero no lo oí tampoco —dijo, quejándose exactamente igual que alguien que protesta porque el postre tiene que venir con la comida, tal como decía el menú.
Las otras entrevistas fueron mejores, aunque ninguna de ellas aportó muchos detalles sobre el modo de su regreso o el sonido.
La señora Isakson no pudo describir el sonido.
—¿Está segura de que era un sonido? —preguntó Joanna.
—¿Qué quiere decir?
—¿Podría haber sido el silencio después de un sonido lo que oyó en vez del sonido mismo? —preguntó Joanna, sabiendo que era una pregunta con pistas, pero incapaz de pensar en otra forma de preguntar lo que necesitaba saber, y su sugerencia no tuvo ningún efecto sobre la señora Isakson.
—No, era decididamente un sonido. Lo oí al entrar en el túnel. Era un golpeteo. O un gemido. En realidad no lo recuerdo porque me alegré tantísimo de ver a mi madre… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Parecía tan bien y tan feliz, no como la última vez que la vi. Se quedó tan delgada al final, y tan amarilla.
Un comentario clásico. Siempre se describía a los parientes muertos como más sanos que cuando estaban en su lecho de muerte, con el peso o los miembros o las facultades que habían perdido en vida restaurados.
—Estaba de pie en la luz, tendiéndome los brazos —dijo la señora Isakson.
—¿Puede describir la luz?
—Era preciosa —dijo ella, levantando la cabeza y abriendo las manos—. Tan brillante.
—¿Puede describir el túnel?
—Estaba muy oscuro —dijo, vacilante—. Me recordó un pasillo. Más o menos.
—¿Le pareció familiar?
—No —respondió rápidamente. Bueno, eso era todo, se dijo Joanna. Comprobó sus notas, tratando de ver si se le había olvidado preguntar algo.
—Tuve la sensación —comentó pensativa la señora Isakson— de que dondequiera que estuviese, estaba muy muy lejos.
“Tiene razón”, pensó Joanna, recordando el pasillo. Estaba muy muy lejos. A eso se refería Greg Menotti cuando dijo que estaba demasiado lejos para que su novia llegara.
“Le mentí a Richard —pensó Joanna—. Le dije que sólo había tenido tres incidentes, pero fueron cuatro.” Se había olvidado de Greg murmurando “cincuenta y ocho”. Cuando lo dijo, ella tuvo la misma sensación de que casi sabía de qué estaba hablando. “Y eso no pudo haber sido sobreestimulación del lóbulo temporal —pensó—. Ni siquiera me había sometido al tratamiento. Ni siquiera había conocido a Richard.”
—Gracias por su colaboración —le dijo a la señora Isakson, apagando la minigrabadora. Se guardó en el bolsillo la libreta y el permiso de la señora Isakson, se despidió y salió de la habitación. Y se topó con el señor Mandrake.
—Doctora Lander —dijo; parecía sorprendido de verla y molesto porque le había ganado a la hora de llegar a una paciente—. ¿Estaba viendo a la señora Isakson?
—Sí, acabamos de terminar —respondió ella, y se encaminó rápidamente pasillo abajo.
—Espere —dijo él, cortándole la huida—. Hay varias cosas que quiero discutir con usted.
“Por favor, que no haya descubierto que me he sometido al tratamiento”, rezó Joanna, mirando ansiosamente los ascensores del fondo del pasillo, pero él la había arrinconado entre un carrito de suministros y la puerta abierta de la habitación de la señora Isakson.
—Siento curiosidad por saber cómo progresa su investigación y la del doctor Wright.
“Apuesto a que sí —pensó ella—, sobre todo ahora que ha perdido a todos sus espías.”
—He de confesar que me sentí decepcionado cuando me dijo que estaba trabajando con el doctor Wright. Si hubiera sabido que estaba interesada en colaborar, le habría pedido que me ayudara, pero siempre me ha dado la impresión de que prefería trabajar sola.
El ascensor trinó levemente y Joanna lo miró, rezando para que saliera alguien conocido. Cualquiera. Incluso el señor Wojakowski.
—¡Y haber elegido un proyecto tan dudoso! ¡Intentar reproducir una experiencia metafísica por medios físicos!
El ascensor se abrió y salió un hombre regordete con un gran crisantemo en una maceta.
—Todo lo que cualquiera de esos supuestos experimentos ha podido producir son unas cuantas luces o una sensación de flotar. En ninguno ha visto nadie ángeles o el espíritu de los difuntos. ¿Ha visto a la señora Davenport?
“¿Es que ha muerto?—pensó Joanna, sobresaltada, y luego divertida—. Lo que me hacía falta, ver a la señora Davenport de pie al final del túnel.”
El señor Mandrake estaba esperando que respondiera.
—¿Sigue la señora Davenport en el hospital? —preguntó Joanna—. Creía que se había marchado a casa. El sacudió la cabeza.
—Ha desarrollado varios síntomas cuyas causas los doctores no han podido localizar y ha tenido que quedarse para someterse a pruebas adicionales —dijo—. Como resultado, he podido entrevistarla varias veces, y cada vez ha recordado detalles adicionales sobre su experiencia.
“Apuesto a que sí”, pensó Joanna, apoyando la cabeza contra la pared.
—Sé que considera usted que las entrevistas deberían ser realizadas lo más cerca posible del acontecimiento —dijo él—, pero he descubierto que la memoria de los pacientes mejora con el tiempo. Ayer mismo la señora Davenport recordó que el Ángel de Luz levantó la mano y dijo “Contempla”, y vio que la Muerte no era la Muerte, sino sólo un tránsito.
—¿Un tránsito? —exclamó Joanna, y lo lamentó al momento, pero el señor Mandrake no pareció darse cuenta.
—Un tránsito al Otro Lado —respondió él—, que le fue revelado a la señora Davenport en toda su gloria. Y mientras contemplaba las bellezas de la próxima vida, los secretos del pasado y el futuro le fueron revelados, y comprendió los secretos del cosmos.
—¿Dijo cuáles eran esos secretos?
—dijo que las simples palabras eran incapaces de expresarlos —replicó el señor Mandrake, con aspecto irritado—. ¿Puede producir el doctor Wright una revelación como ésa en su laboratorio? Por supuesto que no. Una revelación semejante sólo puede venir de Dios.
“O del lóbulo temporal —pensó Joanna—. Tiene razón. Son todos síntomas del lóbulo temporal.”
—”Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía” —entonó el señor Mandrake, y Joanna decidió que era una frase tan buena para hacer mutis como otra cualquiera.
—Tengo que ver a otro paciente, en la seis-oeste —dijo. Lo esquivó y se encaminó al ascensor. Cuando éste llegó, pulsó el ocho, y, en cuanto subió un piso, el cinco. “Eso debería mantener al señor Mandrake ocupado durante un rato”, pensó, mientras se bajaba en la quinta planta. Y, esperaba, también dejaría en paz a la pobre señora Isakson. Se dirigió hacia las escaleras.
—Hola, Doc —la llamó una voz.
“Es culpa mía —pensó—, cuidado con lo que pides.”
—¿Qué está haciendo usted aquí, señor Wojakowski? —dijo ella, intentando sonreír.
—Un amiguete mío se cayó y se rompió la cadera —respondió él alegremente—. Iba a su clase de cerámica y un momento después estaba tumbado de espaldas. Eso me recuerda aquella vez en el mar de Coral, cuando nos golpeó una carga de profundidad. Bud Roop y yo estábamos en el hangar de cubierta reparando la magneto de un Wildcat cuando golpeó, y una de las hélices salió volando y se llevó por delante la mitad de la cabeza del bueno de Bud. ¡Bam! —Hizo un movimiento cortante con la mano—. Así de fácil. En un momento estaba vivo mascando chicle y hablándome (siempre mascaba chicle Blackjack, no lo he visto desde hace años) y al siguiente había perdido media cabeza. Ni siquiera supo qué le había golpeado. —Sacudió la cabeza—. No es mala forma de irse, supongo. Mejor que a mi amigo de ahí —señaló con el pulgar en dirección al pasillo—. Cáncer, fallo cardíaco generalizado y ahora esto de la cadera. Prefiero con diferencia una bomba japo, pero uno no puede elegir, ¿no?
—No.
—Bueno, por cierto, me alegro de habérmela encontrado —dijo el señor Wojakowski, sonriendo—. Llevo intentando localizarla para preguntarle por el horario.
—Lo sé, señor Wojakowski. El caso es que…
—Porque tengo un problema. Le dije a un amigo mío de Aspen Gardens que me apuntaría con él a un cursillo de audición. Fue antes de apuntarme al suyo, y se me había olvidado, y ahora estoy apuntado a dos cosas a la vez. El suyo es muchísimo más interesante y no estoy tan mal del oído, excepto por un pequeño zumbido en uno. Lo tengo desde el mar de Coral, cuando aquella bomba alcanzó el ascensor número Dos y…
—Pero si ya había firmado antes —dijo Joanna, decidiendo que no podía esperar a tener otra oportunidad—, el estudio sobre audición tiene preferencia.
—No quiero dejarla tirada.
—No lo está haciendo.
—Es terrible dejar tirado a un amigo. ¿Le he contado lo de aquella vez que Ratsy Fogle le dijo a Art Blazaukas que le haría la guardia para que Art pudiera ver a aquella chica nativa de Maui?
—Sí —le dijo Joanna, pero no sirvió de nada. Tuvo que escuchar la historia entera, y la de Jo-Jo Powers antes de que finalmente la dejara marchar.
Se encaminó directamente a su despacho y se quedó allí, buscando ejemplos de revelaciones inefables y sabiduría absoluta hasta que llegó la hora de su sesión, y entonces se llevó la lista al laboratorio.
Richard estaba ante la consola, examinando los escaneos.
—¿Dónde has estado? —preguntó, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Discutiendo de filosofía con el señor Mandrake —dijo ella. Le tendió las transcripciones y entró a ponerse la bata. Al verse en el espejo recordó que no le había hablado a Richard del incidente con Greg Menotti, y en cuanto salió, le dijo—: Richard, me preguntaste si había tenido algún otro incidente, aparte de…
—Hola a todos —dijo Tish al entrar, agitando un papel—. Noticias de la alturas.
Le tendió el papel a Richard.
—¿Qué es esto? —preguntó él.
—Estaba en su puerta.
—”Atención, a todo el personal hospitalario” —leyó Richard en voz alta—. “Ante la reciente serie de hechos relacionados con las drogas en Urgencias…” —Levantó la cabeza—. ¿Qué hechos?
—Dos tiroteos y un apuñalamiento —dijo Joanna.
—Y un ataque con una percha para intravenosas —añadió Tish mientras conectaba los cables de los electrodos al monitor.
—”… de hechos relacionados con las drogas en Urgencias” —continuó Richard—. “Se aconseja a todo el personal que tome las siguientes precauciones. Uno: presten atención a cuanto les rodea.”
—Oh, eso ayudará mucho cuando un pistolero drogado saque una semiautomática —dijo Tish.
—”Dos: no hagan ningún movimiento brusco. Tres: estén atentos a todas las salidas disponibles.”
—Cuatro: no trabajen en Urgencias —dijo Joanna.
—Y que lo diga —comentó Tish, sacando el equipo de intravenosas—. El consejo ha decidido contratar a un guardia de seguridad más. Creo que tendrían que haber contratado a unos diez. Estoy preparada ya, Joanna.
Joanna se tumbó en la mesa. Tish empezó a colocar los parches en la espalda y las piernas.
—”Cuatro” —dijo Richard, leyendo todavía—: “no intenten luchar o desarmar al paciente. Cinco”. —Hizo una pelota con el papel y lo tiró a la basura.
—Jenni Lyons me ha dicho que ha solicitado el traslado al Aurora Memorial —dijo Tish, anudando el tubo de goma en el brazo de Joanna—. Dice que allí al menos tienen detector de metales.
Sondeó el brazo de Joanna con el dedo, tratando de encontrar una vena.
“Tengo que sacar de allí a Vielle”, pensó Joanna mientras Tish conectaba los electrodos y le ponía los auriculares.
“Tengo que convencerla para que pida el traslado antes de que ocurra algo”, pensó, y apareció en el túnel, pero mucho más lejos de la puerta que antes, y esta vez la puerta estaba abierta. La luz dorada inundaba el pasillo hasta la mitad.
No vio sombras ni movimientos, como en otras ocasiones, ni oyó ninguna voz. Permaneció quieta, intentando percibir algún murmullo, y entonces pensó: “Lo has vuelto a hacer. Te has olvidado de prestar atención al sonido.”
Pero no era un sonido, o más bien, un cese de sonido. Era una sensación de haber oído un sonido producida por el lóbulo temporal. No había ningún sonido real.
Pero de pie en el pasillo, estaba segura de que lo había habido. Un sonido como… ¿qué? Un rugido. O algo cayendo. Sintió un fuerte impulso de darse la vuelta y mirar hacia lo oscuro del pasillo como si eso fuera a ayudarla a identificarlo.
“No —pensó, permaneciendo cuidadosamente quieta, sin volver siquiera la cabeza—, te enviará de vuelta al laboratorio. No hagas eso. No hasta que veas qué hay más allá de la puerta.” Y empezó a caminar hacia ella.
La luz pareció hacerse más brillante mientras se acercaba, iluminando las paredes y el suelo de madera, que todavía daba una impresión de longitud casi infinita. Las paredes eran blancas, igual que las puertas, y mientras se acercaba al fondo del pasillo, vio que estaban numeradas.
“¿Y si una de ellas es la cincuenta y ocho?”, pensó, apretando los puños, y continuó. “C8”, se leía en las puertas, las letras y los números dorados, “CIO, C12”. La luz continuaba haciéndose más brillante.
Esperaba que la luz se hiciera insoportablemente brillante mientras se acercaba, pero no fue así, y cuando se aproximó más a la puerta distinguió formas en ella. Figuras con túnicas blancas, irradiando luz dorada.
Ángeles.
18
Temo enormemente el viaje.
El primer pensamiento de Joanna fue: “¡Angeles! El señor Mandrake se pondrá furioso.”
Su segundo pensamiento fue: “No, ángeles no. Personas.” Tenían la luz detrás, alrededor, recortándolas en dorado de manera que parecía irradiar de ellas, de su ropa blanca. Y no eran túnicas. Eran vestidos blancos con faldas que se arrastraban por el suelo. Vestidos anticuados.
“Los parientes muertos”, pensó Joanna, pero no estaban congregados en torno a la puerta, esperándola para darle la bienvenida al Otro Lado. Se movían, o permanecían en pequeños grupos de dos o tres, murmurando en voz baja entre sí. Joanna se acercó a la puerta, tratando de distinguir lo que decían.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó una joven con un largo vestido de cuello alto. El pelo le caía por la espalda casi hasta la cintura.
“Una pariente muerta hace mucho tiempo”, pensó Joanna, intentando ver al hombre con el que hablaba. Él habló, en voz demasiado baja para que Joanna la oyera. Entornó los ojos para tamizar la luz que lo rodeaba, como si eso fuera a hacer su voz más clara, y vio que llevaba una chaqueta blanca y tenía un rostro agradable. Un rostro desconocido. Igual que el de la mujer. Joanna nunca había visto a ninguno de los dos.
La joven dijo algo más y el hombre hizo una especie de reverencia y se acercó a otras dos personas, un hombre y una mujer, que esperaban juntos. Esta mujer también iba vestida de blanco, pero llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Sus manos eran también blancas, y cuando las colocó sobre el brazo del caballero, destellaron, chispeando. El hombre lucía una barba blanca recortada que parecía sacada de un viejo álbum familiar, igual que el pelo de la mujer, pero sus rostros eran desconocidos. Si eran parientes muertos, se dijo Joanna, debían de ser parientes de otra.
La mujer con el pelo suelto le habló al hombre de la barba. Joanna avanzó otro paso, casi hasta la puerta, tratando de oír.
—Estoy seguro de que no es nada —dijo el hombre de la barba.
Joanna dirigió una ansiosa mirada hacia el pasillo. Eso era lo que había dicho la última vez el hombre. Y la mujer había dicho: “Hace mucho frío.” Y la ECM se terminó. Si iba a probar su teoría de que el pasillo era el camino de vuelta, que regresar al túnel sería el fin de la ECM, tenía que hacerlo ahora, antes de que la ECM terminara por su cuenta, pero quería quedarse y oír de qué estaban hablando.
“Es una pista sobre dónde están”, pensó, vacilando, un pie preparado, dispuesta a correr, tratando de decidir. Como Cenicienta en el baile, con el reloj a punto de dar la medianoche, se dijo, y entonces cuando miró de nuevo a las mujeres con sus largos vestidos blancos, advirtió que eso debía de ser, un baile. Por eso la mano de la mujer era blanca, porque llevaba guantes blancos, y el chisporroteo al retirar la mano eran las joyas de un brazalete. Y el joven iba vestido con una chaqueta blanca, adecuada para la cena. Se protegió los ojos de la luz, tratando de ver cómo iba vestido el hombre de la barba blanca.
—Hace mucho frío —dijo la joven, y Joanna le dirigió una última mirada llena de frustración; luego se dio la vuelta y corrió pasillo abajo. Y llegó al laboratorio.
—Quiero que me hables de tu regreso —dijo Richard en cuanto Tish terminó de observarla y de retirar los electrodos y la intravenosa.
—¿Fue…? —dijo él, y se interrumpió—. Háblame de tu regreso. Ella le dijo lo que había hecho.
—¿Por qué? ¿Fue distinto en los escáneres?
—Radicalmente —dijo él, complacido, y se dirigió a la consola, como si hubiera terminado.
—Espera, tengo que contarte el resto de la ECM —dijo Joanna—. Vi otro de los elementos nucleares esta vez. Angeles.
—¿Ángeles? —dijo Tish—. ¿De veras?
—No. Eran figuras vestidas todas de blanco, o con “atuendos níveos”, como diría el señor Mandrake.
—¿Tenían alas? —preguntó Tish.
—No. No eran ángeles. Eran personas. Iban vestidas con largas túnicas blancas, y había luz a su alrededor —dijo Joanna—. Siempre había pensado que la gente veía algo que consideraba ángeles y que les añadía las tradicionales túnicas blancas y los halos porque así les habían descrito a los ángeles en la escuela dominical. Pero ahora me pregunto si no es al revés, que ven la ropa blanca y la luz rodeándolos y eso los hace pensar que son ángeles.
—¿Le hablaron? —preguntó Tish.
—No, no parecían saber que yo estaba allí —contestó Joanna. Le contó a Richard lo que había dicho la mujer.
—Pudiste oírlos hablar —dijo él.
—Sí, y no era la comunicación telepática de la que hablan algunos. Estaban hablando, y pude oír parte de lo que decían, y parte no, porque estaban demasiado lejos.
—O porque carecía de contenido —dijo Richard—, como el ruido o la sensación de reconocimiento.
“No —pensó Joanna, mientras tecleaba esa tarde en el ordenador su testimonio—, porque no sé lo que decían, y sé dónde está el túnel. Estoy segura.”
Un lugar con números en las puertas y una puerta al fondo, donde había gente de pie, vestida de blanco. ¿Una fiesta? ¿Una boda? Eso explicaría la preponderancia del blanco. ¿Pero por qué no dejaban de preguntarse “¿Qué ha ocurrido”? ¿Había dejado colgado el novio a la novia? ¿Y por qué iban también los hombres vestidos de blanco? ¿Cuándo fue la última vez que viste a un puñado de hombres y mujeres vestidos de blanco, de pie y quejándose del frío?
“Durante una emergencia en el hospital”, pensó. Los hospitales están llenos de gente vestida de blanco, y allí era donde la mayoría de los pacientes experimentaban sus ECM. La enorme mayoría experimentaban su ECM en la sala de urgencias, rodeados de médicos y enfermeras, con el código de alarma zumbando y un residente inclinado sobre el paciente inconsciente, iluminándole los ojos con una lucecita y preguntando “¿Qué le ha pasado?”. Tenía todo el sentido del mundo.
Excepto que el personal de urgencias no vestía de blanco, vestía de verde o de azul o de rosa, y las salas de trauma no estaban numeradas C8, CIO, C12. C. ¿Qué significaba la C?
“Confabulación —pensó—. Deja de pensar en eso. Ponte a trabajar”, cosa que resultó más sencilla de lo que pensaba. El torrente de ECM continuó, y durante varios días Joanna los entrevistó diligentemente a todos, aunque no fueron nada útiles. Fueron sin excepción incapaces de describir lo que habían experimentado, como si la inefabilidad hubiera contagiado cada aspecto de su ECM: el tiempo que estuvieron allí, la forma de su regreso, las cosas que habían visto, incluidos los ángeles.
—Parecían ángeles —dijo irritado el señor Torres cuando Joanna le pidió que describiera las figuras que había visto de pie ante la luz, y cuando le pidió que fuera más específico, le espetó—: ¿Es que no ha visto nunca a un ángel?
“Tengo que hablar con alguien inteligente”, pensó Joanna, y bajó a Urgencias, pero estaban cargados de trabajo.
—Choque frontal entre un autobús de la iglesia y una furgoneta —informó Vielle brevemente mientras corría a recibir una camilla que traían los enfermeros—. Te llamaré.
—Olvídense de éste —dijo el residente—. Está muerto.
Muerto al llegar. ¿Al llegar adonde?, se preguntó Joanna, y subió a ver a la señora Woollam. Le había prometido volver a visitarla, y quería preguntarle si había visto alguna vez a gente en el jardín o en las escaleras.
La señora Woollam no estaba, y era evidente que no la habían llevado a hacerle pruebas a alguna parte. La cama estaba perfectamente hecha, con una manta doblada al pie y una bata de hospital encima. “Se le debe de haber acabado la cobertura del seguro”, pensó Joanna, decepcionada, y se dirigió al puesto de las enfermeras.
—¿Han traslado a la señora Woollam a otra habitación, o se ha marchado a casa? —le preguntó a una enfermera que no conocía.
La enfermera alzó la cabeza, sobresaltada, y luego se tranquilizó al ver la placa de identificación hospitalaria de Joanna, y Joanna supo instantáneamente lo que iba a decir.
—La señora Woollam murió esta mañana temprano. “Espero que no tuviera miedo”, pensó Joanna, recordando cómo aferraba su Biblia contra su frágil pecho como si fuera un escudo.
—Se fue tranquilamente, mientras leía su Biblia —estaba diciendo la enfermera—. Tenía una expresión pacífica.
“Bien”, pensó Joanna, y deseó que estuviera en el jardín hermoso, hermosísimo. Volvió a la puerta de su habitación y se quedó allí, imaginando a la señora Woollam tendida, el pelo blanco sobre la almohada, la Biblia abierta caída de sus frágiles manos.
“Espero que todo sea verdad —pensó Joanna—, la luz y los ángeles y la brillante figura de Cristo. Por su bien, espero que todo sea verdad.” Regresó al laboratorio. Pero Richard estaba ocupado trabajando con los escaneos de la señora Troudtheim, y tenía que transcribir todas aquellas cintas y le quedaban por entrevistar dos personas que habían experimentado ECM. Tomó algunas cintas vírgenes de su despacho y bajó a ver a la señora Pekish.
Era tan poco comunicativa como el señor Sage, lo cual fue una bendición. El esfuerzo por arrancarle las respuestas le impedía pensar en la señora Woollam, sola en algún lugar en la oscuridad. Sola no, se corrigió. La señora Woollam estaba segura de que Jesús estaría con ella.
—Y entonces vi mi vida —dijo la señora Pekish.
—¿Puede ser más específica?
La señora Pekish frunció el ceño, concentrándose.
—Cosas que pasaron.
—¿Puede decirme cuáles fueron algunas de esas cosas? Ella sacudió la cabeza.
—Todo pasó muy rápido.
Fue igualmente vaga a la hora de describir la luz, y ni siquiera quiso aventurarse respecto al sonido. La señora Grant, al menos, sí lo hizo.
—Parecía música —dijo, su fino rostro alzado como si la estuviera oyendo en aquel preciso momento—. Música celestial.
La señora Grant había entrado en parada durante la terapia de sustitución celular para su cáncer de pulmón. Era calva y tenía esa expresión chupada, como de campo de concentración, de quienes sufren durante mucho tiempo de cáncer. A Joanna le sorprendió que estuviera dispuesta a hablar de su experiencia, pero cuando le tendió el impreso con el permiso (el último que le quedaba, tendría que tomar más de la oficina), ella lo firmó ansiosamente.
—Era un lugar precioso —dijo antes de que Joanna pudiera preguntarle nada—. Había luz a mi alrededor, y no sentí ningún miedo, sólo paz.
Obviamente había experimentado la clásica ECM positiva que según el señor Mandrake demostraba que existía un cielo, y Joanna no pudo evitar alegrarse.
—Estaba en una puerta, y más allá pude ver un lugar precioso, todo blanco y dorado y con luces resplandecientes. Quise ir allí, pero no pude. Una voz dijo: “No se te permite entrar en este lugar.”
Eso también era clásico. Los que experimentaban la ECM hablaban de querer cruzar, pero les decían que no podían hacerlo, o los detenía una barrera, una verja o una especie de umbral. La señora Jarvis, el primer caso que Joanna había entrevistado, le dijo: “Supe que el puente separaba la tierra de los vivos de la tierra de los muertos.” Y la señora Olivetti dijo: “Supe que si atravesaba aquella puerta no regresaría nunca.”
—Y entonces volví aquí —dijo la señora Grant, indicando la cama del hospital—, y me estaban atendiendo.
—Ha dicho usted que oyó música —dijo Joanna—. ¿Podría concretar más? ¿Voces? ¿Instrumentos?
—Voces no, sólo música. Música hermosa, hermosísima.
—¿Cuándo la oyó?
—Estuvo allí todo el tiempo, hasta el final —dijo la señora Grant—, a mi alrededor, como la luz y la sensación de paz.
—Creo que es todo —dijo Joanna, y cerró su cuaderno. Extendió la mano para apagar la grabadora.
—¿Qué dicen que han visto las otras personas? —preguntó la señora Grant.
Joanna alzó la cabeza, preguntándose si tenía a otro señor Funderburk entre manos, decidido a conseguir todo aquello a lo que tenía derecho.
—No suelo…
—¿Han visto un lugar como ése, blanco y dorado y lleno de luces? —preguntó la señora Grant, la voz más agitada que ansiosa. Joanna miró las bolsas de suero, pensando “tengo que comprobar qué medicamentos le están dando”.
—¿Lo han visto? —insistió la señora Grant.
—Sí, algunos sujetos hablan de un lugar hermoso —dijo Joanna con cuidado.
—¿Dicen qué pasa si no vuelves? —preguntó, y no había agitación en su voz, sino miedo. Joanna se preguntó si debería llamar a la enfermera—. ¿Habla alguien alguna vez de que le hayan pasado cosas malas?
—¿Vio algo que la asustara? —preguntó Joanna.
—No —dijo ella, y luego, como si la pregunta de Joanna la hubiera tranquilizado, añadió—: No. Todo era hermoso. La luz y la música y la sensación de paz. No sentí ningún temor mientras estuve allí.
“Y después, temor —pensó Joanna, camino del despacho—. ¿Cómo podemos no tener miedo a la muerte?”, había dicho la señora Woollam. Joanna abrió la puerta del pasillo elevado del tercer piso que conectaba con el edificio principal. Fuera estaba oscuro, las amplias ventanas reflejaban la negrura. ¿Qué hora era ya? Miró su reloj. Las seis y media, y todavía tenía que transcribir todas aquellas ECM. El pasillo estaba helado. Se arrebujó en la rebeca y empezó a cruzarlo.
Se detuvo. Algo en el pasillo elevado le recordó al túnel. ¿Qué? No el sonido de un calentador apagándose, ya que obviamente no había estado conectado en todo el día, y de todas formas había un leve zumbido procedente del generador del hospital.
Y esa impresión no era la abrumadora sensación de conocimiento que había experimentado antes. Era menos intensa, como ver a alguien que te recuerda a otra persona. “El pasillo elevado es como el túnel —pensó—, pero ¿en qué?” El pasillo elevado era más alto y más ancho, y no tenía puertas, sino ventanas.
“Es algo que tiene que ver con el suelo —pensó Joanna, súbitamente segura—. Pero éste no se parece en nada al suelo del túnel.” Estaba alicatado con feas baldosas grises moteadas de naranja y amarillo.
“No es este pasillo —pensó, observando las baldosas—, pero es un pasillo del hospital en el que he estado.” Pero ninguno de los pasillos tenía el suelo de madera. El de la segunda planta tenía una alfombra, y los que conducían al ala este estaban alicatados. Sólo el edificio del Instituto Sloper era lo suficientemente viejo para tener suelos de madera, pero el pasillo del sótano que corría bajo la calle era de cemento.
“Pero es uno de ellos”, pensó, corriendo el resto del camino hasta atravesar la puerta y seguir por el corredor hasta el ascensor. Se estaba abriendo, y venía vacío. Pulsó el dos y se apoyó contra la pared, los ojos cerrados, tratando de recordar cuál era, tratando de visualizar sus suelos. El pasillo del tercer piso tenía baldosas beige y era un palmo más bajo que los demás pasillos. La alfombra del segundo piso era azul, no, verdiazul…
“No debería estar haciendo esto —pensó Joanna, abriendo los ojos—, debería ir derecha al laboratorio. Richard dijo que si tenía de nuevo la sensación de significado me fuera directamente al laboratorio para que pudiera capturarla en el TPIR.” Extendió la mano para pulsar el botón de la sexta planta y luego la dejó caer. Los números sobre la puerta parpadearon “dos”, y recorrió rápidamente el corredor hasta el pasillo elevado. Supo al instante, al mirar la gastada alfombra color ciruela oscuro, que tampoco era aquél.
“Sí, bueno, y sabías que la alfombra era verdiazul también —pensó, volviendo sobre sus pasos—, ¿y cómo sabes que esta compulsión por averiguarlo no es resultado de la estimulación del lóbulo temporal?” Pero cuando llegó el ascensor, pulsó el tres y bajó en esa planta para echar un vistazo al pasillo del ala oeste.
Aquella parte del hospital estaba recién alfombrada de gris cálido, con líneas de colores del código, que indicaba el camino a Consultas externas y la clínica de urología y los rayos-X. “Siga el camino de losas amarillas”, había oído que le decía una enfermera a un paciente un día que tomaba un atajo para ver a Coma Carl. Siguió la línea roja (¡qué apropiado!) hasta Consultas externas y giró a la izquierda, esperando que no hubieran realfombrado hasta el pasillo exterior.
No lo habían hecho, pero habían pintado. La puerta medio abierta del pasillo estaba bloqueada no sólo por cinta amarilla como la de la escena de un crimen, sino también por dos conos de tráfico de color naranja. Cuando los esquivó para echar un vistazo a la puerta, vio que todo estaba cubierto con plástico.
—No puede pasar por ahí —le dijo un celador—. Tendrá que subir a la quinta y cruzar desde allí.
“El viejo Mercy General —pensó Joanna—. No se puede llegar desde aquí.” El ascensor más cercano estaba al fondo de Consultas externas. Tomó por las escaleras, esperando no encontrarse con más pintura ni más cintas. Sorprendentemente, Mantenimiento no arreglaba los dos pasillos a la vez.
Abrió la puerta y entró. Supo antes de dar cinco pasos que tampoco era aquél. El suelo estaba alicatado con cuadritos negros y blancos, como un tablero de ajedrez, y su ángulo de encuentro con la puerta era perfectamente recto. “Pero también lo era el del túnel —pensó, retrocediendo para mirar al fondo del pasillo. No se curvaba—. ¿Por qué pienso que se curvaba? La perspectiva hacía que las filas de losas blancas y negras parecieran estrecharse al fondo, por lo que el pasillo se veía más largo de lo que en realidad era. ¿Cómo el túnel? Parecía imposiblemente largo, ¿pero podía deberse a alguna ilusión óptica?” Se agachó y observó el lugar donde la puerta y las losas se encontraban. ¿Era algo de las planchas de madera que se estrechaban por causa de la perspectiva, haciendo que el suelo pareciera curvarse? No, no se curvaba.
—¿Has perdido algo? —dijo alguien, alzándose sobre ella. Joanna alzó la vista. Era Barbara.
—Sólo la cabeza —dijo Joanna, y se levantó, sacudiéndose las manos—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Barbara mostró dos latas de Pepsi y una barra de Snickers.
—Las máquinas expendedoras de nuestra ala están estropeadas. Esto es la cena. Me alegro de haberme encontrado contigo. Quería decirte que Maisie Nellis entró de nuevo en parada esta tarde…
—¿Se encuentra bien? —interrumpió Joanna.
Barbara asintió, y el corazón de Joanna volvió a latir de nuevo.
—Sólo estuvo inconsciente unos segundos, y no parecía que hubiera ningún daño importante. Te dejé un mensaje en el contestador.
—No he estado en mi despacho desde esta mañana temprano.
—Me lo suponía —dijo Barbara—. Te habría llamado por el busca si hubiera sido algo malo.
“Tenía el busca apagado”, pensó Joanna, sintiéndose culpable.
—De todas formas, Maisie está en la UCI, y quiere verte. Tengo que regresar —dijo, girando la mano con la que sujetaba las dos Pepsis para ver el reloj.
—Te acompaño —dijo Joanna, abriéndole la puerta del pasillo—. ¿Puede recibir visitas?
—Si todavía está despierta.
—¿Qué hora es? —preguntó Joanna, mirando el reloj mientras recorrían el pasillo. Las nueve menos cuarto. Había estado recorriendo obsesivamente todo el hospital durante casi dos horas, ajena a todo y a todos, mientras Maisie…
La sensación de casi saber la asaltó bruscamente, de manera casi enfermiza, y miró instintivamente al suelo, al fondo del pasillo, pero allí no había ninguna puerta, sólo una hilera de teléfonos. Y no era eso. Tenía que ver con lo que estaba pensando, con lo de ser ajena a lo que estaba ocurriendo y tener el busca desconectado y…
—¿Estás bien? —preguntó Barbara, mirándola preocupada, y Joanna se dio cuenta de que se había detenido en seco, la mano en el estómago—. Maisie está bien, de verdad. No quería asustarte. Sé lo mucho que la aprecias. Está bien. Cuando me marché, le estaba contando a Paula historias sobre el Vesubio. Apuesto a que tampoco has cenado. Toma.
Barbara abrió una de las Pepsis y se la tendió.
—El nivel de azúcar en tu sangre es probablemente todavía más bajo que el mío. Tendrían que pegarle fuego a esa cafetería.
Desapareció tan súbitamente como había llegado, y si hubiese ido en aquel momento al laboratorio, las huellas sin duda habrían aparecido en su TPIR, tan fuerte había sido. Pero ya había dejado tirada a Maisie una vez aquel día. No iba a hacerlo de nuevo.
Dio un agradecido sorbo a la Pepsi.
—Tienes razón —dijo—. No he probado nada desde esta mañana.
Se sintió mejor de inmediato. Tal vez sólo tenía un nivel muy bajo de azúcar en la sangre, reflexionó mientras se dirigía a Pediatría; eso y la preocupación por Maisie.
Y desde luego había motivos para preocuparse.
—Los doctores no pueden mantenerla estable —le dijo Barbara en el ascensor—. Le han suministrado antiarrítmicos más y más fuertes, y todos tienen serias contraindicaciones para el hígado y los riñones, pero parece que nada le hace efecto. Excepto en la mente de la señora Nellis, donde todo es maravilloso, Maisie mejora día a día y sus paradas son sólo un pequeño chispazo. Así lo llamó —dijo, disgustada—. Un pequeño chispazo.
“Cosa que en el Yorktown debió ser un Zero japonés —se dijo Joanna, pensando en el señor Wojakowski—. O un torpedo.”
Subió a la UCI. Maisie estaba dormida, con un tubo de oxígeno en la nariz y electrodos conectados al pecho, la intravenosa enganchada a casi tantas bolsas como la señora Grant. Joanna entró de puntillas en la habitación en penumbra y se quedó mirándola unos minutos. No hacía falta que se preguntara esta vez de dónde procedía la sensación de temor. Porque una cosa era simular la muerte y otra muy distinta estar mirándola a la cara.
“¿Qué viste, pequeña, cuando entraste en parada? —le preguntó Joanna en silencio—. ¿Una puerta parcialmente abierta, gente de blanco diciendo: “¿Qué ha pasado?”, diciendo: “Hace frío”? Espero que vieras un lugar hermoso, todo dorado y blanco, con música celestial sonando, como la señora Grant. No, no como la señora Grant. Como la señora Woollam. Un jardín, todo verde y blanco.”
Joanna permaneció a oscuras largo rato y luego volvió a su despacho.
—Estaré por aquí hasta al menos las once —le dijo a Barbara—. Llámame por el busca.
Se dedicó a transcribir entrevistas hasta casi después de medianoche, esperando que el busca o el teléfono sonaran.
Pero por la mañana Maisie estaba tan animada como siempre.
—Vuelvo a mi habitación normal mañana. Odio estas máscaras de oxígeno —le dijo a Joanna—. No se te quedan en la nariz. ¿Dónde estuviste ayer? Creía que dijiste que ibas a contarme lo que viste en tu ECM para que no se te olvidara o tabularas cosas.
—¿Qué viste tú? —preguntó Joanna.
—Nada —dijo Maisie, disgustada—. Sólo niebla, como la última vez. Sólo que un poco más fina. Seguí sin ver nada. Aunque oí algo.
—¿Qué fue?
Maisie arrugó la cara en un gesto de concentración.
—Creo que fue una explosión.
—Una explosión.
—Sí, como un volcán en erupción o una bomba o algo. ¡Boom! —gritó, alzando las manos.
—Con cuidado —dijo Joanna, mirando la vía en el brazo de Maisie. Maisie la miró con indiferencia.
—Fue una gran explosión.
—Pero has dicho que creías que fue una gran explosión. ¿Qué quieres decir con eso?
—No pude oírla exactamente —dijo Maisie—. Estaba ese ruido, y luego aparecí en ese lugar de niebla, pero cuando intenté pensar en qué clase de ruido era, no pude recordarlo. Pero estoy bastante segura de que fue una explosión.
“Como un volcán en erupción”, pensó Joanna, y casualmente estaba leyendo sobre el Vesubio justo antes de entrar en parada. Pero Maisie seguía siendo un sujeto mejor que todos los que había entrevistado últimamente.
—¿Qué sucedió entonces?
—Nada. Sólo niebla. Y entonces regresé a mi habitación.
—¿Puedes hablarme del regreso? ¿Cómo fue?
—Rápido —dijo Maisie—. En un momento estaba intentando ver qué había en la niebla y al siguiente volví, así de fácil, y el tipo de la unidad de urgencias frotaba las palas y decía “apartaos”. Me alegro de haber regresado cuando lo hice. Odio que usen las palas.
—¿Entonces no te dieron la descarga? —preguntó Joanna, pensando que tenía que consultarlo con Barbara.
—No, porque el tipo dijo: “Buena chica, has vuelto por tu cuenta.”
—Dijiste que estabas mirando la niebla —dijo Joanna—. ¿Puedes contarme exactamente qué hiciste?
—Más o menos me di la vuelta. ¿Quieres que te lo demuestre? —preguntó, y empezó a retirar las mantas.
—No, estás toda conectada. Toma —dijo, agarrando un osito de peluche rosa—, demuéstramelo con esto.
Maisie hizo que el osito diera media vuelta.
—Yo estaba allí —dijo, sujetando el osito de frente—, y miré alrededor —hizo volverse al oso en un círculo hasta que quedó de espaldas a ella—, y entonces regresé.
“Estaba mirando el túnel cuando regresó”, pensó Joanna. Si era un túnel.
—¿Caminaste hacia aquí antes de volver? —preguntó, haciendo la demostración con el oso.
—Aja, porque no sabía qué podía haber allí dentro. “Un tigre”, pensó Joanna.
—¿Qué crees que podía haber?
—No lo sé —respondió Maisie, apoyándose cansada contra las almohadas, y ésa fue la señal para Joanna.
Apagó la grabadora y se levantó.
—Es hora de descansar, chavalina.
—Espera, no puedes marcharte todavía —dijo Maisie—. No te he hablado de cómo era la niebla. Ni del volcán Santa Helena.
—¿El Santa Helena? Creí que estabas leyendo sobre el Vesubio.
—Los dos son volcanes —dijo Maisie—. ¿Sabes que en el Santa Helena había un tipo que vivía encima del volcán, y la gente le decía que no podía quedarse allí, que iba a estallar, pero él no quiso hacerles caso? Cuando estalló, no pudieron encontrar su cuerpo.
“Tengo que contarle esa historia a Vielle”, pensó Joanna.
—Vale, ya me has hablado del Santa Helena —dijo—. Ahora tienes que descansar. Barbara dijo que no debo cansarte.
—Pero no te he hablado del Vesubio. Hubo un montón de terremotos y luego cesaron; a eso de la una, un montón de humo y todo se volvió oscuro, y la gente no sabía qué pasaba, y de pronto empezaron a caer rocas y cenizas, y la gente se protegió bajo esos porches…
—Columnatas —dijo Joanna.
—Columnatas, pero no sirvió de nada, y luego…
—Puedes contármelo mañana.
—… y todos trataron de recoger sus cosas y escapar de la ciudad. Una mujer tenía un brazalete de oro y …
—Puedes contármelo mañana, cuando hayas descansado. Ponte la cánula del oxígeno.
Se dirigió hacia la puerta. Pero no llegó a salir.
—¿Cuándo vas a venir? —exigió saber Maisie.
—Mañana —dijo—. Te lo prometo.
Y subió a su despacho. A medio camino se topó con Tish.
—Le pregunté al doctor Wright si podíamos adelantar su sesión a la una, y él me dijo que se lo preguntara —dijo la enfermera—. Tengo cita con el dentista.
“O con un ligue”, pensó Joanna.
—Claro. ¿Está en el laboratorio?
—No, acaba de salir a ver a la doctora Jamison —dijo Tish—, pero dijo que volvería a mediodía. ¿No le vuelve loca que esté tan ausente?
“Ausente”, pensó Joanna. Algo de estar ausente de algo terrible que estaba pasando.
—Claro que no la vuelve loca —dijo Tish, disgustada—, porque es usted exactamente igual. ¿Ha oído algo de lo que acabo de decir?
—Sí —dijo Joanna—. A la una.
—Y me dijo también que le preguntara si había podido localizar a la señora Haighton. La señora Haighton.
—Intentaré localizarla ahora —dijo Joanna, y se dirigió a su oficina para pasar lo que quedaba de la mañana dejando mensajes infructuosos a la señora Haighton y contemplando su yedra suiza, y tratando de recordar dónde había visto el túnel.
Algo relacionado con estar ausente y con la bata de laboratorio de Richard y la manera en que el suelo se encontraba con la puerta. Y cohortes resplandeciendo en púrpura y oro. Y el instituto. Tenía suelos de madera. Vio mentalmente el largo pasillo del primer piso, el suelo de madera pulida. Había una puerta al fondo de aquel pasillo. El despacho del jefe de estudios, donde Ricky Inshaw se pasaba la mitad del tiempo. ¿Era eso lo que estaba recordando, el instituto? ¿Junto con la hermosa imagen de un juicio a cargo de una figura autoritaria?
Tenía sentido. Aquellos pasillos eran largos y estaban flanqueados por puertas numeradas. La bata del laboratorio podría ser la del profesor de química… ¿cómo se llamaba? Señor Hobert. Y el sonido podría ser el timbre de clase, que sonaba a la vez como un zumbido y un timbrazo, y la puerta del despacho del jefe de estudios…
Pero no era la puerta de un despacho. La puerta del túnel daba al exterior. “Tengo que abrir esa puerta y ver qué hay fuera —pensó Joanna—. Cuando lo haga, sabré dónde está.”
Y a la una y cuarto, mientras dormitaba con los auriculares y la mascarilla y esperaba que la ditetamina surtiera efecto, pensó: “La puerta, la respuesta está más allá de la puerta…”
Y apareció en el túnel. La puerta estaba cerrada. Sólo una finísima rendija de luz asomaba al pie de la puerta. Joanna avanzó palpando el oscuro túnel hacia la puerta, con una mano apoyada en la pared.
La rendija de luz era demasiado estrecha para proyectar ninguna sombra, y no pudo oír ningún murmullo de voces. El túnel estaba completamente en silencio, como la habitación de Coma Carl cuando se apagó el calefactor. No, no era un calefactor. Otro sonido suave y firme que no advertías hasta que se había parado.
—… parado —dijo suavemente una voz desde el otro lado de la puerta, y Joanna esperó, prestando atención.
Silencio. Joanna se quedó en la oscuridad un largo minuto, y luego empezó a avanzar otra vez hacia la puerta, pensando: “¿Y si está cerrada con llave?” Pero no lo estaba. El pomo giró con facilidad, y ella abrió la puerta para dar entrada a un chorro de luz deslumbrante. La golpeó con fuerza casi física, y retrocedió, alzando la mano para protegerse el rostro.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo una asustada voz femenina, y Joanna supuso por un momento que se refería a la luz y que había estallado sobre todos ellos como una bomba al abrir ella la puerta.
—Estoy seguro de que no es nada, señorita —dijo una voz de hombre.
Cuando los ojos de Joanna se fueron aclimatando vio al hombre de la chaqueta blanca. Estaba hablando con la mujer que tenía el pelo suelto hasta la espalda.
—He oído un ruido rarísimo —dijo ella.
“Ruido”, pensó Joanna. Entonces era un sonido, después de todo.
El hombre de la chaqueta blanca dijo algo, pero Joanna no consiguió oír qué, ni lo que respondía la mujer. Avanzó hasta la puerta, y al instante vio a la gente con más claridad. La joven llevaba un abrigo sobre el vestido blanco y la chaqueta blanca del hombre tenía botones dorados en la parte delantera. La mujer de los guantes blancos llevaba una capa corta de piel blanca.
—Sí, señorita —dijo el hombre, y Joanna pensó: “Es un criado. Y esa chaqueta blanca es un uniforme.”
—Sonó como una tela al rasgarse —dijo la mujer joven, y se acercó al hombre de la barba blanca—. ¿Lo ha oído usted?
—No —respondió él.
Y la mujer del pelo recogido inquinó:
—¿Cree que habrá habido un accidente?
Se llevó a la garganta la mano enguantada de blanco, sujetándose la capa de piel, como si tuviera frío, y Joanna pensó que eso era porque estaban fuera, y trató de mirar alrededor, pero tenían la luz de espaldas y no pudo ver más que la pared blanca contra la que se apoyaban. Miró al suelo. Era de madera, como el suelo del pasillo, pero sin pulir. “Una especie de porche —pensó—, o un patio.”
—Hace mucho frío —dijo la mujer joven, acurrucándose en su abrigo. “No me extraña que tenga frío”, pensó Joanna, mirando su vestido bajo el abrigo abierto. Confeccionado con fina muselina, demasiado fina para aquel clima, le caía hasta los pies como un camisón.
—Iré a ver qué ha pasado —dijo el hombre de la barba. Iba vestido con traje de noche, con una camisa blanca de pecho duro y una pajarita. Llamó con un imperioso gesto de barbilla al criado, que se acercó corriendo.
—¿Sí, señor?
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos hemos parado?
—No lo sé, señor. Puede que sea alguna dificultad técnica. Estoy seguro de que no hay nada de lo que alarmarse.
—Vaya a buscar al señor Briarley —dijo el hombre de la barba—. Él podrá decírnoslo.
—Sí, señor —dijo el criado. Desapareció en la luz.
—El señor Briarley podrá explicarlo todo —le dijo el hombre de la barba a las mujeres—. Mientras tanto, vuelvan ustedes adentro, donde hace más calor, señoras.
“Sí —pensó Joanna—, de vuelta a donde hace más calor”, y regresó al laboratorio, donde Tish la atendía con disgusto.
—Ha estado mucho tiempo bajo los efectos —dijo Tish, tomándole la tensión sanguínea. Introdujo las vitales de Joanna en la tabla, le quitó el electrodo, retiró la intravenosa mirando su reloj cada pocos minutos.
—Muy bien —dijo por fin—. Puede sentarse. Richard se acercó.
—Decididamente hubo un ruido —le dijo Joanna—. Una de las mujeres lo oyó. Dijo que parecía ropa al rasgarse.
—¿Pueden guardar el resto del equipo? —dijo Tish, retirando las intravenosas—. Ya llego tarde.
—Sí —dijo Richard—. ¿Qué hay de la duración? ¿Cuánto tiempo estuviste allí?
—Diez minutos tal vez —dijo Joanna—, mientras la gente en la puerta hablaba, y era un exterior. El hombre de la barba blanca dijo: “Tienen que entrar, señoras.” Hablaban del ruido y entonces el hombre de la barba le dijo al criado que fuera a averiguar qué había sucedido.
—¿El criado? —preguntó Richard.
—Me marcho —dijo Tish—. ¿A qué hora mañana?
—A las diez —dijo Richard, y Tish se marchó—. ¿Uno de ellos era un criado?
—Sí —respondió Joanna—. Pude ver los botones dorados de su uniforme y el bordado del vestido blanco de la mujer, sólo que no era un vestido. Era un camisón. Elevaba un abrigo encima…
Frunció el ceño, recordando a la mujer que se lo apretujaba.
—No, no era un abrigo, sino una manta, porque… Se detuvo de pronto, respirando con dificultad.
—Oh, Dios mío —dijo—. Sé qué es.
SEGUNDA PARTE
¿Crees que la muerte podría ser un barco?
19
¡Vancouver! ¡Vancouver! ¡Ya está!
—¿Sabes qué es? —dijo Richard, pensando que Joanna no podía saberlo. Las sensaciones de reconocimiento del lóbulo temporal eran sólo eso, sensaciones, sin ningún contenido. Pero estaba claro que creía saberlo. Su voz estaba llena de excitación contenida.
—Todo encaja —dijo ella—, el suelo y el frío y la manta, incluso la sensación de que no debería haber desconectado el busca, de que había sucedido algo terrible que debería haber sabido. Todo encaja. —Miró a Richard con expresión radiante—. Te dije que reconocía el lugar pero que nunca había estado allí, y tenía razón. Te dije que sabía qué lugar era.
El casi tuvo miedo de decir: “Bueno, ¿qué lugar era?” Cuando lo hiciera, ella se asombraría o se enfadaría, o ambas cosas, como había hecho durante las dos últimas semanas cada vez que se lo había preguntado. Resultaba sorprendente lo fuerte que era la convicción de poseer un conocimiento con la estimulación del lóbulo temporal, incluso en el caso de alguien como Joanna, que comprendía qué la causaba, que sabía que era inducida artificialmente.
—Te dije que el sonido no era un sonido —dijo ella—, que era algo desconectándose, y lo era. Eso fue lo que los despertó, los motores apagándose. Casi nadie oyó la colisión. Y salieron a cubierta para ver qué había pasado…
—¿A cubierta?
—Sí, y hacía muchísimo frío. La mayoría sólo se echó un abrigo o una manta por encima, iban en pijama. Era más de medianoche y ya se habían ido a la cama. Pero no la mujer del pelo recogido. Su marido y ella debían de estar levantados. Llevaban vestidos de noche —dijo pensativa, como si le estuviera dando vueltas al asunto mientras hablaba—. Por eso llevaba guantes blancos.
—Joanna…
—El pasillo de la tercera planta tiene una depresión, con un escalón al fondo que hace que parezca que se curva hacia arriba —dijo ella—. Y tu bata.
—Joanna, lo que dices no tiene ningún sentido…
—Pero tiene sentido. Un pasajero se acercó por detrás a Jack Phillips y trató de robarle el chaleco salvavidas, y él no se dio cuenta. Estaba tan concentrado enviando el SOS, que…
—¿SOS? ¿Salvavidas? —dijo Richard—. ¿De qué estás hablando, Joanna?
—De lo que es. Te dije que sabía lo que era, y lo sabía.
—¿Y qué era?
—Sabía que la palabra palacio tenía algo que ver. Es así como lo llamaban, un palacio flotante.
—¿Llamaban así a qué?
—Al Titanic.
La respuesta le sorprendió tanto que se quedó mirándola un instante, boquiabierto.
—Te dije que era un lugar que reconocía, pero en el que no había estado nunca —dijo ella.
—El Titanic.
—Sí. No se trata de un túnel, sino de un pasillo, y la puerta es la puerta que da a cubierta. Después de que el Titanic chocara contra el iceberg pararon los motores para calibrar los daños y los pasajeros salieron a cubierta a ver qué pasaba. El frío tendría que haber sido una pista. La temperatura había bajado casi doce grados durante la noche a causa del hielo. Yo tendría que haberme dado cuenta de qué era cuando la mujer del camisón dijo: “Hace mucho frío.”
El Titanic. Y él la había llamado una isla de cordura. Le había dicho a Davis que no había manera de que se convirtiera jamás en R. John Foxx.
—Todo encaja —dijo ella ansiosamente—. La sensación que tuve en el pasillo de estar ausente mientras algo terrible sucedía. Eso le pasó al Californian. Desconectó el telégrafo para pasar la noche cinco minutos antes de que el Titanic enviara su primer SOS, y estuvo allí toda la noche, a quince millas de distancia, completamente ajeno al hecho de que el Titanic se estaba hundiendo.
Davis había dicho que todo el mundo que estudiaba las ECM se volvía chalado tarde o temprano. Tal vez tuviera razón. Tal vez era una especie de locura contagiosa. Pero sin duda no era el caso de Joanna, que conocía a Mandrake y sus manipulaciones, que sabía que la ECM era un proceso físico. Tenía que tratarse de algún error.
—A ver si lo he entendido bien —dijo él—. ¿Estás diciendo que estuviste allí? ¿A bordo del Titanic?
—Sí —dijo Joanna ansiosamente—. En uno de los pasillos de cubierta. No sé cuál. Creo que tal vez fuera en segunda clase ya que tenía el suelo de madera… era la curvatura de la cubierta lo que hacía que el pasillo pareciera más largo de lo que en realidad era. Los de primera clase habrían tenido alfombras, pero las personas que había en cubierta parecían pasajeros de primera clase, así que tal vez estuviera en primera clase. La mujer del pelo recogido llevaba joyas, y unos guantes blancos. Me pregunto quién sería —murmuró—. Puede que fuese la señora Allison.
—¿Y quién eras tú? —preguntó Richard, enfadado—. ¿Lady Astor?
—¿Qué? —dijo Joanna, sin comprender.
—¿Quién fuiste exactamente en esta vida anterior? —dijo Richard—. ¿La insumergible Molly Brown?
—¿Vida anterior? —dijo Joanna como si no tuviera ni idea de lo que le estaba diciendo.
—¿Fuiste Shirley McLaine? Espera, no me lo digas —dijo él, alzando una mano en gesto de advertencia—. Fuiste Bridey Murphy, que vino de Irlanda en el Titanic.
—¿Bridey Murphy? —dijo Joanna, y alzó la barbilla, desafiante—. ¿Crees que me lo estoy inventando?
—No sé qué estás haciendo. Tú eres la que dices que estuviste en el Titanic.
—Estuve.
—¿Quién más estaba a bordo? ¿Harry Houdini? ¿Elvis? Ella se lo quedó mirando.
—No puedo creer esto…
—¿Tú no puedes creerlo? ¡Yo no puedo creer que estés ahí sentada diciéndome que tuviste una regresión a una vida pasada!
—Vida pasada…
—”Deberías someterme a la prueba. Seré una observadora imparcial. No caeré presa de ningún Ángel de Luz”, dijiste. ¡Oh, no, viste algo aún mejor! ¿Tienes idea de lo que hará Mandrake cuando se entere de esto, por no mencionar los periódicos sensacionalistas? Ya puedo ver los titulares. —Barrió el aire con una mano—. “Científico que estudia la muerte dice que se hundió en el Titanic.”
—Si quisieras escuchar… no he dicho que fuera una regresión a una vida pasada.
—¿No? ¿Entonces qué fue? —dijo él, con aspereza—. ¿Una máquina del tiempo? ¿O fuiste teletransportada por alienígenas? Creo que el día que te conocí dijiste que el catorce por ciento de toda la gente que experimenta ECM también cree haber sido abducida por ovnis. Lo que tendrías que haberme dicho es que formabas parte de ese catorce por ciento.
—No tengo por qué seguir escuchando esto —dijo ella. Se levantó de la mesa de reconocimiento, agarrándose la parte trasera de la bata, y se dirigió, descalza, al vestidor.
Él la siguió.
—Tendría que haberme quedado con el señor Wojakowski, el mentiroso compulsivo —dijo él—. Al menos el único barco en el que estuvo fue el Yorktown.
—Muy bien —dijo ella, y le cerró la puerta en la cara. La abrió de nuevo inmediatamente y salió, abotonándose la blusa, con los zapatos en una mano.
—Tendrías que haberle pedido al señor Mandrake que fuera tu socio —dijo, pasando ante él—. Haríais una pareja perfecta. Los dos queréis oír lo que encaja con vuestras teorías preconcebidas y nada más.
Se detuvo en la puerta.
—Para tu información, no fue un viaje en el tiempo ni una regresión a una vida pasada. No era el Titanic. Era… oh, ¿qué más da? No escucharás de todas formas. —Abrió la puerta de un tirón—. Le diré al señor Mandrake que estás buscando un nuevo colaborador.
¿No era el Titanic?
—Espera… —dijo él, pero la puerta ya se había cerrado tras Joanna. La abrió. Ella ya había alcanzado los ascensores.
—¡Joanna, espera! —gritó, y corrió pasillo abajo tras ella. El ascensor trinó.
—¡Espera! ¡Joanna!
Ella ni siquiera lo miró. Las puertas se abrieron, y entró en la cabina. Debía de haber pulsado el botón de cierre, porque las puertas empezaron a deslizarse inmediatamente.
—¡Joanna, espera! —Richard abrió las puertas a la fuerza y se metió en el ascensor. Las puertas se cerraron tras él—. Quiero hablar contigo.
—Bueno, pues yo no quiero hablar contigo —respondió ella. Extendió la mano hacia el botón para abrir las puertas. Él se lo impidió. El ascensor empezó a bajar.
—¿Qué querías decir con eso de que no fue una regresión a una vida anterior?
—¿Por qué me lo preguntas? Soy Bridey Murphy, ¿recuerdas?
Intentó alcanzar otra vez los botones, y él agarró la clavija roja de emergencia y la giró. Sonó una alarma increíblemente fuerte, y el ascensor se detuvo con una sacudida.
Joanna lo miró, incrédula.
—Estás loco, ¿lo sabes? —gritó por encima de la alarma—. ¿Y me acusas a mí de estar chalada?
—Lo siento —gritó él—. Me he precipitado al sacar conclusiones, ¿pero qué querías que hiciera cuando vas y me dices que has estado a bordo del Titanic?
—Se supone que primero tendrías al menos que dejarme terminar la frase —gritó ella—. Apaga eso.
—¿Vendrás conmigo al laboratorio?
Ella lo miró. La alarma parecía volverse más fuerte por segundos.
—Te prometo que no me precipitaré a sacar conclusiones. Por favor.
Ella asintió, reacia.
—¡Pero para esa cosa! —chilló, cubriéndose los oídos con las manos.
El asintió y giró la llave de emergencia. Siguió sonando. Pulsó para abrir las puertas. Nada. Giró de nuevo la llave de emergencia, y luego los botones de las plantas, uno tras otro. Nada. Intentó girar la llave de emergencia en sentido contrario, pero por lo visto sólo sirvió para que la alarma sonara más fuerte, si eso era posible.
Joanna extendió la mano para pulsar de nuevo el botón de abertura de las puertas, y el ascensor empezó a subir, aunque la alarma no se paró. Richard accionó una vez más la llave de emergencia, y el ruido se apagó bruscamente dejando un eco resonante en sus oídos.
—¿Ha sido un zumbido o un timbrazo? —dijo, esperando que ella sonriera.
No lo hizo. Pulsó el seis y las puertas se abrieron. Richard casi esperaba que hubiera una ansiosa multitud de gente al rescate, o al menos que alguien hubiera salido a ver de dónde procedía todo aquel ruido, pero el pasillo estaba vacío. Joanna salió del ascensor y se encamino al laboratorio, adelantando la barbilla. Una vez dentro, se volvió hacia él y se cruzó de brazos.
—¿Te das cuenta de que podríamos habernos quedado atrapados allí para siempre y nadie habría venido a rescatarnos? —dijo Richard, tratando de romper el hielo.
Nada.
—Mira —dijo—. Lamento haberme puesto así. Es que…
—Creíste que me había convertido en uno de los chalados del señor Mandrake —dijo ella—. ¿Cómo has podido pensar eso?
—Porque a la gente le sucede a menudo. Personas perfectamente racionales anuncian de pronto que han visto la luz y empiezan a farfullar tonterías. Mira a Seagal. Mira a Foxx.
—Pero tú me conoces.
—¿Como tú conocías al señor Wojakowski?
—Touché —dijo ella en voz baja—. Pero cuando él me dijo que lo habían derribado, no lo acusé sin más. Fui y lo comprobé. Busqué confirmación externa. Tú ni siquiera escuchaste lo que estaba intentando decirte.
—Ahora te escucho.
Ella volvió a alzar la barbilla.
—¿De veras?
—Sí —dijo él seriamente. Indicó una silla, y ella se sentó, con aspecto cauteloso. Richard también se sentó, y se inclinó hacia delante, las manos entre las rodillas—. Dispara.
—Muy bien. —Ella se subió las gafas sobre la nariz—. Era el Titanic… Él debió de tensarse involuntariamente, porque ella añadió:
—Creí que dijiste que ibas a escuchar.
—Te escucho. Era el Titanic.
—Pero no parecía que yo estuviera en 1912, o que estuviera viendo el barco esa noche. No fue así.
—¿Cómo fue?
Ella adoptó la expresión pensativa y reflexiva que adoptaba cuando intentaba identificar el ruido.
—Era el Titanic, pero no era el Titanic. Sabía que no estaba a bordo del barco real, que lo que estaba viendo no era un acontecimiento de esa noche. Pero, al mismo tiempo, era el Titanic.
—¿No parecía real? —preguntó Richard—. ¿Era una visión superpuesta?
—No. La visión era sustancial y tridimensional, igual que las otras veces. La ilusión de que estás de verdad en ese sitio es completa.
Yo estaba allí en el pasillo y de pie en la cubierta, sólo que… —Pareció replegarse en sí misma—. Era como si hubiera algo más detrás, una realidad más profunda… —Lo miró con cautela—. ¿Pero por qué vi el Titanic?
—No creo que lo hicieras —dijo él—. Creo que lo imaginaste. No lo reconociste como el Titanic durante la ECM. Llegaste a esa conclusión después, mientras dabas tu testimonio. Estás familiarizada con el proceso. Tu mente consciente…
—No —dijo Joanna—. Reconocí el pasillo la primera vez. Te lo dije. Sabía que lo reconocía pero que nunca había estado allí anteriormente. Y si eran imaginaciones, ¿por qué imaginar nada menos que el Titanic. Las fabulaciones son el resultado de expectativas e influencias. Nunca he oído a nadie decir que ha visto el Titanic en su ECM. Si lo inventé, ¿por qué no vi un Ángel de Luz o una escalera dorada?
—Hay un par de posibilidades. Ven aquí un momento —dijo él, poniéndose en pie y acercándose a la consola. Recuperó las imágenes de su ECM—. Mira esto. —Señaló un puñado de puntos naranja, rojos y amarillos en el córtex frontal de cada escaneo—. Son erupciones neurales aleatorias en la zona del córtex frontal dedicada a la memoria a largo plazo. Una de esas erupciones puede haber sido un recuerdo del Titanic.
—Pero no fue sólo un recuerdo, fueron docenas de recuerdos. Los motores parándose y el pasillo y los pasajeros de pie en la cubierta…
—Todo eso pueden ser imaginaciones surgidas de ese recuerdo, las sensaciones de sonido, luz y figuras de blanco que estabas experimentando, y la misma especie de persistencia de significado que hace que los sueños sean una historia coherente en vez de una serie de imágenes inconexas.
Ella no parecía convencida.
—¿Pero por qué se dispararía una neurona del Titanic, de entre… cuántas hay? ¿Millones, miles de millones de recuerdos?
—Eso es lo que significa aleatorio —dijo Richard—, y el hecho de que recordaras algo acerca del Titanic no sería estadísticamente improbable.
Ahora fue Joanna quien lo miró como si estuviera loco.
—¿No?
—No. Después de todo, es un desastre, y te pasas un montón de tiempo hablando de desastres con Maisie. Joanna negó con la cabeza.
—Pero no del Titanic. No creo que haya oído jamás a Maisie mencionar el Titanic.
—Te habló del Lusitania, y apuesto que has visto fotos del Titanic en esos libros suyos —dijo Richard—. El día que la conocí pasó todas las páginas, buscando una foto. Puede que vieras una imagen del Titanic hundiéndose en el agua.
Pero Joanna siguió negando con la cabeza.
—Si fuera por Maisie, lo más probable es que hubiera visto Pompeya, y no es de ahí de donde proviene el recuerdo. “Eso es interesante”, pensó Richard.
—¿Sabes la fuente del recuerdo?
Ella adoptó otra vez aquella extraña expresión introspectiva.
—No. Pero sé que no ha sido a causa del señor Wojakowski ni de Maisie. Y no era aleatoria.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque… lo sé —dijo ella, derrotada—. No parece aleatoria. Parece como si procediera de alguna parte.
—Podría ser —dijo Richard—. Los recuerdos a largo plazo a los que se accede frecuentemente tienen caminos neurales más fuertes que el recuerdo medio, lo cual hace que sean más fáciles de recuperar.
—Pero el Titanic no es un recuerdo al que se acceda fácilmente. No he pensado en él desde…
—¿Desde que estrenaron la película? —dijo Richard—. Ésa es la fuente más obvia. Incluso tiene una escena al final en la que la vieja se ve a sí misma en el Titanic con un vestido blanco rodeada de un halo de luz. Viste la película…
—Hace cinco años —dijo Joanna—, y ni siquiera me gustó.
—Los gustos no tienen nada que ver, y hay referencias al Titanic en todas partes… especiales de televisión, libros. Escuché esa horrible canción de Celine Dion mientras venía camino del hospital esta mañana, y sé con seguridad que has accedido dos veces recientemente a recuerdos relacionados con el Titanic.
—¿Cuándo? —demandó ella.
—El día que te conocí, me hablaste del espiritista… ¿cómo se llamaba? ¿Stead? Dijiste que se hundió con el Titanic, y la noche en casa de Vielle dijiste que las cenas de la noche del picoteo eran una zona libre de Titanic, así que el camino neural habría sido no sólo reciente, sino reforzado. Tu recuerdo de la escena de la película en la que se paran los motores y los pasajeros suben a cubierta para ver qué ha sucedido…
Ella estaba ya negando con la cabeza.
—Esa escena, donde todos se reúnen en cubierta, vistiendo batas y trajes de noche, no sale en Titanic.
—Muy bien, entonces un libro o…
—No —dijo ella, pero menos segura—. No creo que fuera un libro.
—O una conversación…
Pero ella volvía a sacudir la cabeza.
—Una conversación no. El recuerdo procedía de otra parte.
—¿De dónde?
—No lo sé. Dices que el hecho de que haya visto el Titanic está determinado por la erupción aleatoria de una sinapsis…
—Y la estimulación del lóbulo temporal.
—Pero casi todos los que experimentan una ECM dicen que han visto el cielo. Si las erupciones aleatorias determinaran el contenido, ¿no informarían de toda una gama de lugares y experiencias?
—No necesariamente —dijo Richard—. La erupción de la sinapsis puede ser demasiado débil para producir una imagen en la mayoría de los casos. O la sensación de significado cósmico puede anular cualquier otra imagen.
—Entonces ¿por qué no fue así en mi caso?
—Porque estabas en guardia contra esas interpretaciones. Como dijiste cuando intentabas convencerme para que te sometiera al tratamiento, cuando vieras una figura radiante, no darías inmediatamente por hecho que era un Ángel de Luz.
—Pero ¿por qué deduje que se trataba del Titanic, nada menos? ¿Por qué no de un túnel de tren? La semana pasada sin ir más lejos Vielle dijo: “¿Y si la luz al final del túnel es un tren que viene de frente?” Y vivo en Colorado. Hay docenas de túneles en las montañas. Uno de ellos habría sido la asociación lógica, no un barco. Nunca he estado en un barco.
—Estás pensando en explicaciones lógicas, pero esas erupciones sinápticas son aleatorias…
Joanna volvió a sacudir la cabeza.
—No parece aleatorio. Tengo la sensación de que vi el Titanic por algún motivo, que significa algo.
“Y aquí estamos —pensó Richard—, de vuelta al lóbulo temporal y la sensación de significado.”
—Esa sensación —dijo—, ¿puedes describirla?
—Tiene que ver con el lugar de donde viene el recuerdo que disparó la imagen del Titanic —respondió ella—. Tengo la fuerte impresión de que sé de dónde venía el recuerdo, y que si pudiera recordar…
—¿Pero no puedes?
—No, lo tengo justo… —extendió la mano, como si intentara agarrar algo—, en la punta…
Se detuvo y apartó la mano.
—No crees que signifique nada, ¿verdad? —dijo enfadada—. Crees que es estimulación del lóbulo temporal.
—Explicaría por qué no puedes recordar de dónde sacaste el recuerdo —dijo él suavemente—. ¿Tienes la sensación ahora? ¿De saber de dónde procedía el recuerdo?
—Sí.
—Sube a la mesa —dijo él, dirigiéndose rápidamente al armario de suministros—. Quiero ver si podemos registrarlo en el escáner. Sacó una jeringuilla.
—¿Quieres que me desnude?
—No, y no voy a molestarme con una intravenosa, ya que sólo voy a inyectar el marcador —dijo Richard, llenando la jeringuilla—. Quítate el jersey y súbete la manga.
Joanna se quitó el jersey de lana y se subió a la mesa, desabrochando el puño de su blusa y subiéndose la manga.
Él empezó a colocar el escáner TPIR.
—Tuviste una sensación de reconocimiento en tus tres primeros escaneos, y en éste reconociste el Titanic. Puede que esas dos cosas no tengan nada que ver entre sí.
—¿Qué quieres decir?
Él frotó su antebrazo con alcohol e inyectó el marcador.
—La sensación de reconocimiento que experimentaste en el pasillo y cuando el calefactor se paró puede que fuera sólo eso, una sensación, provocada por estímulos aleatorios, sin ninguna relación con que reconocieras el Titanic.
—Pero no fueron aleatorios —dijo ella, ruborizándose—. Todo encaja, tu bata y el frío y el…
—Eso podría aplicarse a un montón de situaciones.
—Cita una.
—Tú misma dijiste que la gente que viste podría haber estado en una fiesta o en un baile.
—¡La mujer iba en camisón!
—Concluiste que era un camisón después de darte cuenta de que era el Titanic. Antes, dijiste que era un vestido anticuado. Originalmente pensaste que era la túnica de un ángel. Tiéndete.
—Pero ¿qué hay del suelo curvado —dijo ella, tumbándose en la mesa de reconocimiento—, y tu bata, y…?
—No hables —dijo él, colocando el escáner en posición. Se acercó a la consola—. Muy bien —dijo, poniéndolo en marcha—. Quiero que cuentes mentalmente hasta cinco.
Examinó la imagen de los escaneos.
—Ahora, quiero que visualices el túnel. Piensa en lo que viste.
Varios sitios del córtex frontal se iluminaron, indicando diversas fuentes para el recuerdo, auditivas y visuales, que podían explicar porqué Joanna no recordaba si había oído o leído algo sobre los motores parándose y los pasajeros subiendo a cubierta para averiguar qué había sucedido.
“O visto en una película”, pensó él. Seguía considerando que esa era la posibilidad más probable, a pesar de las protestas de Joanna. La película había sido un éxito enorme, y durante más de un año había sido imposible dar dos pasos sin ser bombardeado con información al respecto: libros, cedes, artículos en los periódicos, especiales de televisión. Y unos cuantos años antes había pasado lo mismo, cuando se descubrieron los restos del barco. Era imposible no saber algo sobre el Titanic, y Joanna obviamente lo sabía. No sólo sabía que había alfombras en los pasillos de primera clase, sino que el telegrafista era Jack Phillips.
—Muy bien, Joanna, ahora concéntrate en la fuente del recuerdo —dijo él, y contempló la zona del lóbulo temporal en la pantalla, esperando que se iluminara.
Lo hizo, un rojo anaranjado encendido. Le hizo varias preguntas más y luego apagó el escáner.
—Puedes incorporarte ya —dijo, y empezó a cotejar los escaneos. Joanna se acercó a la consola mientras se bajaba la manga.
—Todavía no he registrado mi ECM. —Se puso el jersey—. Estaré en mi despacho.
—¿No quieres ver tu sensación de significado? —Recuperó el escaneo—. Ahí está —dijo, señalando el lóbulo temporal—. Por eso consideras que ver el Titanic no es aleatorio.
Ella lo observó, sombría, las manos metidas en los bolsillos de la bata, mientras él le mostraba las áreas de actividad.
—Pero la sensación de que sé de dónde procedía el recuerdo es tan fuerte… —murmuró.
—Como la sensación que tuviste en el vestidor y el pasillo —dijo Richard.
—Sí —admitió ella.
Señaló el lóbulo temporal, rojoanaranjado.
—Tu mente esta simplemente intentando sacar sentido de una sensación irracional dándole un objeto, en este caso la fuente del recuerdo, pero es sólo una sensación.
Pareció que ella iba a contradecirlo, pero lo único que dijo fue:
—Todavía no he registrado mi testimonio. Recogió la grabadora.
—Cuando lo escribas…
—Lo se —dijo Joanna—. No dejaré que caiga en manos del enemigo.
—Mandrake se…
—Lo sé. Se pondría las botas.
Joanna salió del laboratorio. En la puerta se dio la vuelta y miró el escaneo.
—Creo que me gustaba más cuando me acusabas de ser Bridey Murphy —dijo apenada, y se marchó.
20
¡Me niego a contestar a esa pregunta!
“Richard se equivoca —pensó Joanna, abriendo la puerta de su despacho—. No es una sensación carente de contenido. El recuerdo no procedía de la película, y no es la primera cosa con la que se topó mi memoria a largo plazo. Es el Titanic por un motivo concreto.
“Y sin duda él vendrá de un momento a otro para decirme que mis ideas son otro síntoma más de estimulación del lóbulo temporal, y para enseñarme un escaneo que lo demuestra. No quiero verlo, y no quiero oír otro sermón sobre lo que pasará si el señor Mandrake se entera de esto. Registraré mi testimonio en otra parte.”
Cerró la puerta, le echó la llave y recorrió rápidamente el pasillo hasta llegar a las escaleras. Iría a grabar su testimonio en la cafetería, si estaba abierta, o en una de las salas de enfermeras. “En cualquier lugar donde no tenga que escucharlo diciéndome que el Titanic fue una sinapsis aleatoria —pensó mientras bajaba las escaleras—. No es aleatorio. Estoy viendo el Titanic por algún motivo. Lo sé.”
Y pudo oír la voz del señor Darby insistiendo: “Estuve allí. Fue real. Lo se” Hablaba igual que él. Y por eso no quería hablar con Richard, porque sabía que tenía razón.
“No tiene razón —pensó obstinadamente—. Sé que el recuerdo no procede de la película.”
Sí, y el señor Viraldi “sabía” que había visto a Elvis, el señor Suárez “sabía” que había sido abducido por alienígenas, Bridey Murphy “sabia” que había vivido una vida anterior en Irlanda. Su psiquiatra estaba seguro de que los recuerdos de Bridey eran prueba de la reencarnación, aunque más tarde se demostró que estaban relacionados con canciones folklóricas y cuentos medio recordados que le había contado su niñera, y que los sujetos sometidos a hipnosis podían ser convencidos para que hablaran de todo tipo de recuerdos falsos. “¿Y cómo sabes que esto no es lo mismo? ¿Cómo sabes que el recuerdo no procede de la película, como dijo Richard?”
Pero esa escena no salía en la película, se dijo, y supo que bien pudiera ser que saliera. Se había demostrado estudio tras estudio que la memoria era notablemente poco fiable, y Vielle y ella habían tenido más de una discusión sobre qué salía o qué no salía en varias películas. Después de ver Crimen perfecto, un jueves por la noche, Vielle estaba convencida de que Gwyneth Paltrow había apuñalado a Michael Douglas con un termómetro en vez de matarlo a tiros. Joanna tuvo que volver a alquilar el vídeo y mostrarle el final para demostrárselo. Una escena donde los pasajeros preguntaran a un oficial qué había pasado bien podía aparecer en el Titanic, y ella simplemente la había olvidado. Y había una manera muy sencilla de demostrarlo, en cualquier caso. Ver la película.
Pero Richard estaba va convencido de que su ECM se había visto influenciada por la película. Si la veía, su recuerdo de la ECM quedaría completamente contaminado por sus imágenes, igual que cualquier futura ECM que pudiera tener. Y no importaba lo que viera en ellas, Richard diría que el recuerdo procedía de la película.
Necesito que otra persona la vea y compruebe si la escena está allí, pensó. ¿Pero quién? A Vielle le daría un ataque si le decía que había visto el Titanic. Estaría segura entonces de que era una advertencia del subconsciente para que no se sometiera al tratamiento.
¿Maisie? Era experta en desastres, pero, como Joanna le había dicho a Richard, nunca la había oído mencionar siquiera al Titanic, y de todas formas era improbable que la madre de Maisie le permitiera ver la película. Aparte del “tema negativo”, había una escena de desnudo y sexo en el asiento trasero de un Renault.
¿Tish? No, Joanna no podía fiarse de que mantuviera la boca cerrada, y Richard tenía razón, el señor Mandrake se pondría las botas si se enteraba de aquello, lo cual eliminaba a todo el mundo que estuviera relacionado con el hospital Chismorreo General.
Tendría que ser Vielle, quien, esperaba, no haría demasiadas preguntas. Joanna bajó al sótano, pasó ante el depósito de cadáveres y cruzó hasta Urgencias.
Estaba abarrotado, como de costumbre, con gente drogada y de aspecto peligroso, aunque no parecía haber nadie colocado con picara en ese momento. El nuevo guardia de seguridad parecía aburrido, sentado en una silla junto a la puerta. Joanna consiguió llegar hasta Vielle, que entregaba una paciente en una camilla a dos celadores.
—A la cuatro-oeste —les dijo Vielle—. ¿Saben cómo llegar hasta allí?
Los celadores asintieron, inseguros. Vielle les dio complicadas instrucciones, colocó el historial sobre el estómago de la paciente y luego se volvió hacia Joanna.
—Llegas demasiado tarde —dijo—. Hemos tenido un paciente que entró dos veces en parada. Te lo acabas de perder.
—¿Ha muerto?
—No, está bien. Pero si se hubiera muerto habría sido un caso de selección natural. Se electrocutó al quitar las luces de Navidad.
—¿Las luces de Navidad? Pero si estamos en febrero.
—dijo que era el primer día que no nevaba.
—Creía que las luces de Navidad estaban protegidas.
—Lo están. Excepto cuando das con la escalera directamente contra un cable de alta tensión. Una escalera de metal. —Le sonrió a Joanna—. Está arriba en la UCI. Un poco frito, pero puede hablar. Será mejor que subas rápido. Maurice Mandrake acaba de venir buscándote, y lo vi hablar con el médico que atendió a Don Luces de Navidad.
—¿El señor Mandrake me estaba buscando? —preguntó Joanna. ¡Lo que me faltaba!
—Sí. Dijo que si te veía te dijera que iba a subir a tu despacho. Eso fue antes de Don Luces de Navidad, claro, pero si va a tu despacho, puede que llegues antes que él a la UCI.
Se marchó. Joanna la siguió.
—No he bajado a ver si alguien había entrado en parada —dijo—. Vielle, ¿recuerdas la película Titanic? ¿Había una escena donde la gente subía a cubierta para tratar de averiguar qué había sucedido?
—Lo único que recuerdo de Titanic es a aquellos dos chapoteando en agua helada durante dos horas sin pillar una hipotermia. ¿Sabes cuánto tiempo habrían durado en agua tan fría? Unos cinco minutos.
—Lo sé, lo sé. Intenta recordar. Gente en cubierta, preguntándose qué había pasado.
—Está esa escena en la que el iceberg choca y la gente está en cubierta, tirándose bolas de nieve…
—No, no —dijo Joanna, impaciente—. Esa gente no sabía que había chocado con un iceberg. Estaban allí, algunos de ellos todavía en pijama. Cuando los motores se pararon se despertaron, y subieron a cubierta para ver qué había pasado. ¿Recuerdas una escena así? Vielle sacudió la cabeza.
—Lo siento.
—Tengo que pedirte un favor —dijo Joanna—. ¿Podrías alquilar el vídeo y ver si hay una escena parecida?
—¿No sería más fácil que la alquilaras tú misma? Tú eres la que sabe qué está buscando. Si quieres, podemos verla en la noche del picoteo, siempre que te saltes esa estúpida escena del “rey del mundo”.
—No —dijo Joanna—. Mira, te pagaré el alquiler y la gasolina. Necesito ver si hay una escena así. —Rebuscó en el bolsillo de la bata.
—Puedes pagar los vídeos de la noche del picoteo —dijo Vielle, entornando los ojos—. ¿De qué va todo esto? Tiene que ver con vuestro proyecto, ¿verdad? No me digas que uno de tus sujetos se ha visto en el Titanic.
—Shh —dijo Joanna, mirando ansiosamente alrededor. Había metido la pata al pedírselo a Vielle donde la gente podía oírla.
—Es eso, ¿no? —dijo Vielle, bajando la voz—. Uno de tus sujetos de ECM vio el Titanic cuando atravesó el túnel.
—No, por supuesto que no. Es algo de lo que estábamos hablando Richard y yo.
“Bueno, es cierto —pensó a la defensiva—. Hablamos de eso, y Vielle me pregunta si uno de mis sujetos lo ha visto, no si lo he visto yo. Y además, no era el Titanic.”
—Algo de lo que Richard y tú estuvisteis hablando, ¿eh? —dijo Vielle, cambiando completamente de modales—. Bueno, al menos estáis discutiendo de algo más que de escáneres TPIR y de niveles de endorfinas, aunque no sé por qué habéis tenido que elegir el Titanic.
Joanna se obligó a sonreír y a no mirar alrededor, por si las había oído alguien.
—Seguro que hay mejores películas por las que discutir —dijo Vielle—. Creía que odiabas esa peli. Cuando quise alquilarla, te dio un ataque porque un oficial no se había suicidado…
—El oficial Murdoch —dijo Joanna. Vielle tenía razón. Le dio un ataque. La película estaba llena de imprecisiones históricas. No sólo no había ninguna prueba de que el oficial Murdoch hubiera matado a un pasajero y luego se hubiera suicidado, sino que además la película había hecho que el oficial Lightoller pareciera un cobarde en vez del héroe que fue, usando los salvavidas hinchables de los camarotes de oficiales y manteniendo el salvavidas B a flote toda la noche…
“El recuerdo no puede proceder de la película —pensó—, porque yo sabía ya cosas sobre el Titanic cuando la vi.” “Todo el mundo sabe cosas del Titanic”, había dicho Richard, pero se refería a los hechos básicos. Todo el mundo sabía que se había hundido, sabía lo del iceberg y la falta de salvavidas, y la banda tocando Alas cerca, mi Dios, de Ti mientras el barco se iba a pique. Pero no todos sabían de Murdoch. O del salvavidas B.
—¿Por qué no alquilas la película, lo invitas y preparas un queso fundido picante especial…?
—Es algo relacionado con nuestros recuerdos sobre la película —dijo Joanna—. Así que si puedes alquilarla y ver si hay una escena como la que digo, te lo agradecería. No tienes que ver la peli entera, sólo la parte que viene después del iceberg.
—Cualquier cosa menos tragarme el romance. Dime otra vez qué tengo que buscar.
—Gente de pie en cubierta, preguntándose qué ha pasado y preguntando al sobrecargo por qué se han detenido, algunos con trajes de noche y otros con aspecto de haberse levantado de la cama. Y no están asustados ni gritando, ni intentan llegar a la cubierta de los botes. Están allí sin más.
—Comprendido —dijo Vielle—. No recuerdo nada parecido en la película.
“Yo tampoco”, pensó Joanna.
—¿Puedes verla esta noche?
—No. Tendrá que ser mañana.
—¿Por qué?
—Oh, hay una estúpida reunión esta noche.
—¿Sobre qué?
—No lo sé. La seguridad en Urgencias o algo parecido. Al parecer el memorándum no les pareció suficiente, así que ahora van a someternos a un seminario. “Estén atentos a cuanto los rodea. Eviten movimientos bruscos.” Me pregunto si eso incluye despertarse de golpe después de haberte quedado dormida durante el seminario.
—No hagas chistes —dijo Joanna—. Urgencias es peligroso. Tienes que pedir que te trasladen a otro sitio.
—No puedo —dijo Vielle alegremente—. Estoy demasiado ocupada viendo vídeos para mis amigas.
—Hablo en serio. Si te quedas aquí, te matarán cualquier día. Creo que deberías…
—Sí, mamá —dijo Vielle—. Repíteme qué es lo que tengo que buscar. ¿Gente en el pasillo en pijama, hablando de que han oído apagarse los motores?
—En cubierta. No en los pasillos. ¿Cuándo crees que podrás averiguarlo?
—En cuanto pueda salir de aquí mañana por la noche, ir al Blockbuster y pasar rápido las dos primeras horas con Leo y Kate colgados de la barandilla y diciendo frasecitas como “Tengo mucha suerte de estar en este barco” —dijo Vielle, haciendo el gesto de meterse dos dedos en la garganta—. ¿A las ocho?
“A las ocho de mañana”, pensó Joanna, deseando que fuera antes.
—Llámame en cuanto lo averigües.
—¿Seguro que uno de tus voluntarios no vio el Titanic? —dijo Vielle, preocupada.
—Seguro. ¿Dónde dijiste que estaba Don Luces de Navidad?
—En la UCI.
—UCI —dijo Joanna, y se marchó antes de que Vielle pudiera hacerle más preguntas. No tenía ninguna intención de entrevistar a Don Luces de Navidad hasta que hubiera resuelto aquello. Había preguntado dónde estaba para desviar a Vielle del tema del Titanic, aunque si quería conseguir la declaración de su ECM tenía que hacerlo ahora, y registrarla antes de que tabulara…
“No he registrado la mía”, pensó, sorprendida. Estaba tan distraída queriendo demostrar que las imágenes no procedían de la película que se había olvidado de qué iba a hacer en primer lugar. Y todas estas especulaciones sobre el origen de los recuerdos y lo que significaban serían inútiles si su ECM no estaba documentada.
“Tengo que hacerlo ahora mismo —pensó—, antes de que pase más tiempo”, y corrió al primer piso y la cafetería. A medio camino, Lucille, de la UCI, la detuvo en el pasillo.
—¿La ha encontrado Maurice Mandrake? —preguntó—. La estaba buscando.
—¿Dónde lo ha visto? —preguntó Joanna.
—Arriba, en la UCI. Fue a entrevistar a un paciente.
“Naturalmente —pensó Joanna—, se acabó Don Luces de Navidad.” Pero al menos si estaba allí arriba, no estaba en la cafetería. Le dio las gracias a Lucille y bajó. La cafetería estaba cerrada.
Naturalmente. Joanna tiró de las puertas dobles cerradas y luego se quedó mirando a través de ellas las sillas de plástico rojas colocadas boca arriba sobre las mesas de fórmica, tratando de pensar adonde ir. A su despacho no, obviamente, ni a la sala de los médicos. No podía correr el riesgo de que la oyeran hablar del Titanic. El vestíbulo de visitas en consultas externas solía estar vacío a esa hora del día, pero tendría que atravesar tres alas y dos pasillos elevados para llegar hasta allí, lo que aumentaba el riesgo de toparse con el señor Mandrake.
“Necesito un lugar desierto donde al señor Mandrake no se le ocurra buscarme —pensó Joanna—. ¿Dónde? En mi coche.” Rebuscó las llaves en los bolsillos de su rebeca. No las llevaba encima. Sólo llevaba la de su despacho. Las llaves del coche estaban en su bolso, en un cajón del escritorio, y el coche estaba cerrado. Y hacía demasiado frío para sentarse en el capó.
“La escalera”, pensó, recordando el sitio donde Richard y ella se habían sentado el día en que se conocieron. Pero sin duda ya habrían terminado de pintarla, y la gente estaría utilizándola. Con todo, era un lugar relativamente privado y apartado.
“Y más cálido que el aparcamiento”, pensó Joanna, tomando el ascensor de servicio hasta el tercer piso. Y si se sentaba en el rellano, donde tuviera a la vista ambas puertas, oiría a la gente llegar y podría parar a tiempo la grabación para que nadie la oyera.
La puerta del ascensor se abrió. Joanna se asomó con cautela, buscando indicios del señor Mandrake, pero no había ninguno en el pasillo. Lo recorrió, cruzó el pasillo elevado, dobló la esquina y empezó a atravesar Medicina interna.
—…y entonces mi tío Alvin —decía una voz de mujer tras la puerta entreabierta de una de las habitaciones— tendió la mano hacia mí y dijo: “No hay nada que temer de la muerte.”
“Oh, no”, pensó Joanna, deteniéndose poco antes de la puerta. Creía que la señora Davenport habría recibido el alta hacía tiempo. ¿Qué seguro médico tenía que la dejaba permanecer en el hospital seis semanas? Y más importante, ¿con quién estaba hablando, con el señor Mandrake? ¿Saldría él de la habitación?
Pero otra voz de mujer (¿una enfermera?, ¿una indefensa compañera de habitación?) dijo, sin aliento:
—¿Y qué pasó entonces?
—Una luz brotó de su mano y chisporroteó como diamantes y zafiros y rubíes.
La señora Davenport hablaba ahora a voz en grito y, supuso Joanna, estaría mirando a su público y no hacia la puerta. Pasó rápidamente de puntillas, dejó atrás la habitación y se acercó a la puerta que decía “Sólo personal”.
—Y me tomó de la mano y me llevó a un jardín precioso, precioso —decía la señora Davenport—, y supe que lo que estaba viendo no era un sueño o una alucinación. Era real. Estaba viendo el Otro Lado. ¿Y sabe qué dijo entonces Alvin?
Joanna no esperó a oírlo. Abrió la puerta que daba a las escaleras y se zambulló. No había cambiado nada desde la última vez que estuvo allí. La cinta amarilla “No cruzar” todavía tendida entre los pasamanos y más allá los escalones celeste todavía con aspecto reluciente y húmedo.
No lo estaban, decidió después de tocarlos prudentemente con un dedo. La pintura hacía tiempo que estaba seca, pero eso no importaba. La gente pensaba obviamente que la escalera seguía bloqueada, lo que significaba que la tenía toda emérita para ella sola. Se colocó a la izquierda del rellano, donde podía ver la puerta, y conectó la grabadora.
—Testimonio de ECM, Joanna Lander, sesión cuatro, 25 de febrero —dijo, y luego se detuvo, contemplando los escalones celestes, pensando en los salvavidas hinchables.
Ya sabía de ellos cuando vio la película, y de Eightoller y Murdoch. “Y de Lorraine Allison”, pensó. Recordaba haber dicho: “¿Por qué no cuentan las historias de la gente real que murió en el Titanic, como John Jacob Astor y Lorraine Allison?” Vielle preguntó: “¿Quién fue Lorraine Allison?” Ella le dijo: “Tenía seis años y fue la única niña de primera clase que murió, ¡y su historia es mucho más interesante que la chorradita de Jack y Rose!”
Sabía de Lorraine Allison antes de la película, así que el recuerdo no podía proceder de Titanic, ni de los libros de desastres de Maisie. Tenía que ser de algo anterior. Un libro, no, no era algo que hubiese leído, aunque de algún modo tenía que ver con un libro. Algo que alguien le había leído, o le había contado.
Y lo que le habían dicho estaba relacionado con el hecho de que estuviera viendo el Titanic en vez de un túnel de tren o un pasillo de hospital.
Aquello no la estaba llevando a ninguna parte. “Graba tu testimonio —se dijo—. Describe lo que viste y oíste.” Encendió la grabadora y empezó de nuevo.
—Estaba en el pasillo. Estaba oscuro.
Describió el sonido nunca oído, la luz bajo la puerta, la gente.
—El caballero de la barba iba vestido con traje de noche, con una chaqueta larga de etiqueta y corbata blanca y chaleco, y la mujer llevaba guantes blancos largos y un vestido de pedrería color crema.
“Y acabas de describir el vestido de Kate Winslet —se dijo, apagando la grabadora—. Estás empezando a fabular.”
Rebobinó hasta “mujer” y empezó otra vez.
—Llevaba un largo vestido blanco o una túnica y una luz chispeante parecía brotar de su mano. Dijo: “¿Cree que ha habido un accidente?”, y el sobrecargo se acercó…
No, no era así. El sobrecargo estaba hablando con la mujer del camisón. Ella había dicho: “He oído un ruido rarísimo.” Él dijo: “Sí, señora.” Luego el hombre de la barba se acercó, pero tampoco fue así, porque la mujer de los guantes blancos estaba allí también…
Apagó la grabadora y se llevó los dedos a la frente, tratando de recordar dónde se encontraba el hombre de la barba, qué había dicho el sobrecargo.
La mujer del camisón le habló al sobrecargo y luego se dirigió al hombre de la barba y dijo: “¿Lo ha oído?” Y el hombre de la barba dijo: “Iré a ver qué pasa”, y llamó al sobrecargo. “¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué nos hemos parado?”, le preguntó.
El sobrecargo dijo que no había nada por lo que alarmarse, y el hombre de la barba dijo: “Vaya a buscar al señor Briarley. Él sabrá que pasa.”
—El señor Briarley —dijo ella. Su profesor de lengua inglesa en el último año de instituto.
Podía verlo delante de la pizarra con su chaleco gris de cheviot y su pajarita, una ceja alzada irónicamente, diciendo:
—Bien, señor Inman, ¿puede decirnos qué pasa en La balada del viejo marinero?
Ninguna repuesta.
—¿Señorita Lander? ¿Señor Kennedy? ¿Alguien? Nada todavía.
—¿Qué es eso? —El señor Briarley se llevaba la mano a la oreja, escuchaba, y luego sacudía la cabeza—. Me pareció oír una respuesta, pero era sólo la orquesta tocando Más cerca, mi Dios, de Ti.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Olvidar al señor Briarley, que hablaba constantemente del Titanic en clase, que lo usaba como metáfora para todo. “Agua a las calderas —había escrito en un trabajo suyo—. Las mujeres a los botes.” Siempre les estaba contando historias de cómo cargaron los salvavidas y las luces se apagaron, y les leía largos párrafos sobre la orquesta y el Californian y los pasajeros.
—Sabía que no lo había leído —dijo Joanna en voz alta—. Oí al señor Briarley decirlo.
Y él tenía la respuesta. Había dicho algo sobre el Titanic, algo en clase de lengua, y…
—Tengo que encontrarlo —dijo Joanna, guardándose la grabadora en el bolsillo—. Tengo que preguntarle qué dijo.
Subió corriendo las escaleras hasta el puesto de enfermeras.
—Necesito una guía telefónica —dijo, sin aliento.
—¿Páginas blancas o amarillas? —preguntó Eileen—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —respondió Joanna—. Blancas.
Eileen depositó el grueso volumen sobre el mostrador, y Joanna buscó rápidamente en la B, tratando de recordar el nombre de pila del señor Briarley. No estaba segura de haberlo oído nunca. Simplemente era Briarley, como todos sus profesores. Bo, Br…
Sonó un timbre. Eileen lo desconectó.
—Llama un paciente —dijo—. ¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien —murmuró Joanna, pasando el dedo por la lista de Br. Braun. Brazelton.
—Muy bien —dijo Eileen—, deja la guía sobre la mesa.
Y se fue a atender la llamada del paciente.
Breen. Brentwood. Joanna esperaba que no hubiera docenas de Briarley. Brethauer. No tendría que haberse preocupado por eso. No había ninguno. La lista pasaba de Brian a Briceno. Probablemente tenía un número que no aparecía en la guía, supuso, para que los estudiantes no le hicieran llamadas de mal gusto. Tendré que hablar con él en el instituto.
Miró el reloj. Las tres. Las clases terminaban a las tres y cuarto, o al menos así era cuando ella iba al instituto, pero los profesores tenían que quedarse hasta por lo menos las cuatro. Si se daba prisa, llegaría a tiempo. Cerró la guía y empezó a caminar hacia el ascensor, buscando las llaves del coche mientras lo hacía.
No tenía las llaves encima. Estaban en su despacho, donde el señor Mandrake, y probablemente Richard, acechaban a la espera. “Tendré que pedir prestado un coche”, pensó, y corrió de regreso al puesto de las enfermeras para pedirle el suyo a Eileen, pero no estaba allí, y no había tiempo de buscarla. Tendría que pedírselo a Vielle. Se encaminó otra vez hacia el ascensor.
—Oh, qué bien, doctora Lander —dijo una voz familiar, y Joanna alzó la cabeza para ver horrorizada a la señora Davenport que se dirigía hacia ella vestida con una bata de cuadros amarillos, anaranjados y azul eléctrico—. Es usted justo la persona que quería ver.
21
Encended las luces. No quiero ir a casa a oscuras.
“Eso es lo que te pasa por no mirar por dónde vas”, pensó Joanna. “Esté atento a cuanto lo rodea”, decía el memorándum del hospital que indicaba cómo protegerse de los pacientes de Urgencias colocados con picara. Joanna tendría que haberle prestado atención.
—He recordado más detalles de mi ECM —dijo la señora Davenport, plantando su cuerpo multicolor entre Joanna y el ascensor. “Parece un escaneo TPIR con esa bata”, pensó Joanna—. Después de que el Ángel de Luz me mostrara el cristal, mi tío Alvin me llevó a una cortina gris titilante y, cuando la descorrió, vi el quirófano y a todos los doctores trabajando sobre mi cuerpo sin vida, y…
—Señora Davenport —la interrumpió Joanna—. Tengo una cita…
—… y Alvin dijo: “Aquí en el Otro Lado sabemos todo lo que pasa en la Tierra” —continuó la señora Davenport, como si Joanna no hubiera abierto la boca—, “y usamos ese conocimiento para proteger y guiar a los vivos”.
—Tengo que estar en la otra punta de la ciudad a las cuatro —dijo Joanna, mirando descaradamente el reloj.
—”Lo único que tenéis que hacer es escuchar, y nosotros os hablaremos”, dijo Alvin, y tenía razón. El otro día me dijo dónde estaba el pendiente de perla que perdí.
“Me pregunto si puede decirme ahora cómo escapar de su sobrina”, pensó Joanna.
—Ojalá pudiera quedarme, señora Davenport, pero tengo que irme.
—Y hace dos noches, en mitad de la noche, le oí decir: “Despierta.” Cuando mire la hora, eran las tres de la madrugada.
La señora Davenport no iba a dejarla ir nunca. Simplemente tendría que rodearla. Lo hizo. La señora Davenport la siguió, todavía hablando.
—Y luego le oí decir, como si estuviera en la habitación: “Enciende la tele.” Lo hice, ¿y sabe qué estaban poniendo?
“¿Los anuncios de la teletienda?”, pensó Joanna. Pulsó el botón de llamada.
—Un programa sobre experiencias paranormales —dijo la señora Davenport—, lo cual prueba que aquellos que han muerto están en comunicación con nosotros.
El ascensor se abrió y Joanna prácticamente lo abordó de un salto, rezando para que la señora Davenport no la siguiera.
—Y esta misma mañana, oí a Alvin decir…
La puerta del ascensor al cerrarse la interrumpió antes de que pudiera comunicar el mensaje de Alvin. Joanna pulsó el cero y, en cuanto el ascensor se abrió, corrió a Urgencias, rezando para que nadie hubiera entrado en parada y Vielle no estuviera intentando reanimarlo.
No había sucedido nada de eso, y Vielle le estaba gritando a un interno.
—¿Quién te ha dado autorización para hacer eso?
—Yo… yo… nadie —tartamudeó el interno—. En la facultad…
—No estás en la facultad de medicina —replicó Vielle—. Estás en mi sala de Urgencias.
—Lo sé, pero él estaba… —Se detuvo y miró esperanzado a Joanna, como si ella pudiera rescatarlo.
—Lo siento —le dijo Joanna a Vielle—. ¿Puedes prestarme tu coche?
—Claro —dijo Vielle al instante, y al interno—: Quédate aquí. Y no toques nada.
Empezó a cruzar la sala de Urgencias.
—Tengo las llaves en la taquilla. ¿Qué ha pasado? Se murió, ¿eh?
—¿Quién? —dijo Joanna, siguiéndola al vestíbulo, y se dio cuenta demasiado tarde de que Vielle se refería al coche—. No. Mi coche está bien.
Respuesta equivocada. Vielle se volvió, la mano en la combinación de la taquilla, y la miró con el ceño fruncido.
—¿Entonces para qué necesitas el mío? Esto no tendrá nada que ver con la escena de Titanic que me pediste que viera, ¿verdad?
—Es que no quiero subir a mi despacho a recoger las llaves. El señor Mandrake anda suelto —dijo a la defensiva—, y no tengo ganas de encontrármelo.
—No te lo reprocho —dijo Vielle, y se volvió hacia la combinación. ¿A qué hora volverás? —preguntó, metiendo la mano en el bolso y sacando a continuación las llaves. Las dejó caer sobre la mano de Joanna—. Yo salgo a las siete.
—¿Dónde está tu coche?
—En la cara norte, segunda o tercera fila, no recuerdo. ¿Adonde vas?
—Regresaré dentro de una hora o así —dijo Joanna, y corrió hacia el aparcamiento.
El coche de Vielle estaba en la cuarta fila, al fondo, y dieron las tres y media antes de que Joanna lo localizara y se dirigiera a Englewood. “Se habrá marchado para cuando llegue”, pensó, pero el señor Briarley siempre se quedaba hasta más tarde que el resto de los profesores, y aunque no estuviera allí, podría conseguir su número de teléfono y su dirección en las oficinas. Y los lugares despertaban siempre un montón de recuerdos: sólo verse en su antigua clase de lengua podría ser suficiente para sacudir su memoria. “Era algo que dijo en una clase —pensó, girando al oeste en Hampden— o que nos leyó.”
Parecía que iba a nevar de un momento a otro. Joanna aparcó lo más cerca posible de la entrada que conducía a las clases de lengua y se acercó a la puerta. Estaba cerrada con llave. Un cartel impreso por ordenador pegado al cristal decía: “No se permiten las visitas al edificio sin autorización. Por favor, regístrese en la oficina principal.” Un diagrama con flechas indicaba cómo llegar hasta allí, lo que implicaba dar toda la vuelta al edificio.
Habían hecho un montón de cambios desde que Joanna estudió allí. Rodeó una larga ala con un nuevo auditorio al fondo y llegó, por fin, a la puerta principal. A uno de sus lados estaban las palabras Instituto Dry Creek, y un tigre con rayas púrpura y doradas saltando.
“Púrpura y dorado”, pensó Joanna, y de pronto recordó a Sarah Dix y Lisa Meinecke con sus uniformes de animadoras llegando tarde a clase y al señor Briarley soltando sus libros sobre la mesa y diciendo: “¿Dónde están los asirios?”
—¿Los asirios? —preguntaron Lisa y Sarah, mirándose intrigadas la una a la otra.
—Su cohorte. “Los asirios llegaron como un lobo al rebaño” —citó el señor Briarley, señalando sus falditas plisadas púrpura y doradas—. “Y sus cohortes brillaban en púrpura y dorado.”
“Sabía que tenía algo que ver con el instituto —pensó Joanna triunfal—. Richard está equivocado. No carece de contenido. Significa algo, y el señor Briarley sabe lo que es.” Abrió una de las puertas dobles y entró en un vestíbulo alfombrado, con escaleras de acero y madera que subían y bajaban uniendo tres niveles diferentes. Y un detector de metales.
Un guardia de seguridad uniformado estaba de pie al lado, leyendo Peligro inminente. Soltó el libro en cuanto Joanna entró, y conectó el detector.
—¿Puede decirme dónde puedo encontrar la oficina? —preguntó ella.
Él asintió e indicó su bolso. Joanna se lo tendió, pensando que a Urgencias le vendría bien un aparato así, y luego trató de imaginar a la gente de las ambulancias tratando de meter por allí una camilla de metal. Vale, tal vez no un detector de metales, pero algo.
El guardia abrió la cremallera de los compartimientos de su bolso, hurgó en ellos y se lo devolvió.
—Estoy buscando a un profesor que tuve cuando era estudiante aquí —dijo ella—. El señor Briarley.
El guardia le indicó más allá del detector.
—Suba esas escaleras y a la izquierda —dijo, señalando, y recogió su libro.
“¿El despacho del señor Briarley?”, se preguntó Joanna mientras subía las escaleras, pero naturalmente él se refería a la oficina. El frontal de vidrio no se parecía al abigarrado cubículo del despacho del director que recordaba, pero había un gran cartel pegado al cristal que decía: “Todas las visitas deben obtener un pase para entrar en el edificio.”
Joanna entró.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó una mujer de mediana edad sentada ante un ordenador.
—Estoy buscando al señor Briarley —dijo Joanna, y al ver la expresión de incomprensión de la mujer, añadió—: Da clase aquí.
La mujer se acercó al mostrador y consultó una lista plastificada.
—No tenemos a ningún miembro en el claustro con ese nombre. Joanna ni siquiera había considerado esa posibilidad.
—¿Sabe usted si se ha mudado? ¿O jubilado? La mujer sacudió la cabeza.
—Sólo llevo un año trabajando aquí. Tal vez debería consultarlo con Administración.
—¿Y dónde está eso?
—En el 4522 de la calle Bannock. Pero cierran a las cuatro. Joanna consultó el reloj de pared colgado tras la cabeza de la mujer. Las cuatro menos cinco.
—¿Y algún profesor que estuviera cuando él estaba aquí? —preguntó Joanna, devanándose los sesos para recordar los nombres de sus otros profesores—. ¿Siguen aquí el señor Hobert o la señorita Husted?
¿Cuál era el apellido del profesor de educación física, aquel que todo el mundo odiaba? Un color. ¿Señor Green? ¿Señor Black?
—¿Y el señor Black?
La mujer consultó su lista.
—No. Lo siento.
—Un profesor de lengua, entonces. El señor Briarley enseñaba en el último curso. ¿Quién da esa clase ahora?
—La señora Forrestal, pero ya se ha marchado hoy.
—¿Puede darme su número de teléfono?
—No se nos permite dar esa información. Le sugiero que contacte con las oficinas de Administración. Abren a las diez —dijo, y regresó a su ordenador.
—Gracias —dijo Joanna, y salió al pasillo. “¿Y ahora qué?”, pensó, bajando las escaleras. La oficina de Administración estaba cerrada hasta el día siguiente a las diez, y sólo le dirían lo mismo, que no se les permitía dar información.
Bajó al vestíbulo. El guardia, inmerso en su novela, no levantó la cabeza. Tendría que volver mañana, durante las clases, y ver a la señora Forrestal… si en la oficina le daban un pase de visita. Y no había ninguna garantía de que la señora Forrestal supiera la dirección del señor Briarley. O de que estuviera dispuesta a dársela. Tenía que recorrer los pasillos y hablar con los profesores hasta encontrar a alguien que lo conociera.
Se detuvo, la mano en la barandilla, y miró al guardia. Todavía no la había visto. Retrocedió despacio escaleras arriba, deseando que la oficina no tuviera una ventana tan grande, pero la mujer con la que había hablado estaba enfrascada en el ordenador, tecleando algo. Joanna pasó de largo rápidamente y llegó a las escaleras del fondo. “Esto es ridículo —pensó, subiendo las escaleras—. Vas a conseguir que te echen… o peor”, se corrigió, recordando la sobaquera del guardia de seguridad.
Pero cuando se detuvo a recuperar el aliento en lo alto de las escaleras no hubo ningún sonido de gritos y altos, ni siquiera de pasos siguiéndola. Salió al pasillo. Las clases de lengua estaban en la parte norte del instituto, en la segunda planta. Subió a la segunda a la primera oportunidad y corrió por el pasillo, buscando algo, algo familiar.
El instituto al parecer había empleado a los mismos arquitectos que el Mercy General. Era un laberinto de pasillos flanqueados de taquillas y pasillos de conexión, y todos parecían exactamente iguales a excepción de los pósters en las paredes. E incluso los pósters habían cambiado radicalmente. No había ninguno con cabezas recortadas anunciando el baile de San Valentín o el rastrillo de la clase de primero. Todos eran anuncios de líneas calientes de moda o carteles advirtiendo de los peligros de la anorexia y el suicidio. “¿Conoces a alguien en peligro?”, preguntaban varios de ellos.
La mayoría de las puertas de las clases estaban cerradas. Se asomó a las que estaban abiertas, pero no vio a nadie dentro. El corredor hacía un brusco giro de noventa grados. Joanna dejó atrás un cartel contra los conductores borrachos que proclamaba “¡Puedes salvar una vida!”. Subió cuatro escalones y volvió a zigzaguear. No tenía ni idea de dónde estaba, y no había nadie a quien pudiera preguntar. Los pasillos estaban desiertos.
“Eso es porque no pueden entrar”, pensó Joanna, probando las puertas cerradas de las clases, asomándose a los cristales. El pasillo terminaba en una escalera con una pancarta celeste que decía: “¿Necesitas ayuda?”
Joanna tiró al aire mentalmente una moneda, bajó, y se encontró ante lo que debía de ser la sala de música. Contenía un piano de aspecto ajado, rodeado por un semicírculo de sillas y atriles. Había una tuba apoyada contra la pared.
—Discúlpeme —le dijo Joanna al hombre grueso y calvo que colocaba partituras en el piano. No era nadie conocido, pero tenía la edad adecuada para haber estado allí en la época del señor Briarley, y tenía aspecto simpático—. Estoy buscando al señor Briarley. Daba clases de lengua aquí. Me preguntaba si sabría usted cómo puedo ponerme en contacto con él, señor…
—Crenshaw. ¿Tiene pase de visita? —dijo, mirando sin disimulo la solapa de su rebeca.
—No —dijo, y añadió rápidamente—: Verá, el señor Briarley me dio clase. Era mi profesor favorito y quería…
—No se permite entrar a nadie en el edificio sin un pase de visita —dijo el señor Crenshaw, todavía mirándole severamente el pecho—. Es la política del instituto.
—Yo sólo… —empezó a decir Joanna, pero él ya le estaba abriendo la puerta.
—No tiene usted nada que hacer aquí. Tiene que volver a la oficina y registrarse. Baje por este pasillo —dijo, señalando—, y gire a la derecha, baje las escaleras, y otra vez, a la derecha. —La hizo salir por la puerta—. No quiero tener que llamar a seguridad.
La observó llegar hasta el fondo del pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho, asegurándose de que giraba a la derecha.
Tenía razón en una cosa. Ella no tenía nada que hacer allí. Era una búsqueda infructuosa. El señor Briarley no estaba, y cada vez tenía más claro por qué se había marchado. Podía imaginar cuál habría sido su respuesta a los pases de visita y los detectores de metales.
Giró a la derecha y recorrió el pasillo, pero no había ninguna escalera, sólo un pasillo que se bifurcaba en ángulo recto en ambas direcciones. El señor Crenshaw había dicho a la derecha. Giró a la derecha. El pasillo terminaba en una puerta exterior que decía: “Sólo salida de emergencia. Sonará la alarma.” Volvió sobre sus pasos y giró a la izquierda, preguntándose a qué hora cerraban la puerta principal.
El lugar era un laberinto, de esos donde puedes perderte para siempre. Empezó a anhelar encontrarse con otro señor Crenshaw que le ordenara volver a la oficina. Le pediría que la acompañara para mostrarle el camino. Pero no había nadie en ninguna de las clases. Todas las puertas estaban cerradas con llave.
Aquel pasillo también descendía. Había una habitación acristalada al fondo. ¿El despacho del jefe de estudios? No, estaba en mitad de un pasillo. “La biblioteca”, pensó, reconociéndola aunque tenía un cartel que decía: “Centro de Investigación de Medios.” Había filas de ordenadores donde antes estaban las mesas de estudio, y no vio ningún libro, pero seguía siendo la misma biblioteca. Y eso significaba que estaba en el extremo sur del edificio, tan lejos de las clases de lengua como era posible.
Pero al menos era algo familiar, y las puertas estaban abiertas. Se quitó la rebeca y se la colgó del brazo con una manga colgando, de forma que la bibliotecaria llegara a la conclusión de que tenía el pase de visitante pegado, y entró.
La bibliotecaria era más joven que Joanna, pero al menos no dirigió inmediatamente los ojos a su pecho.
—Vamos a cerrar —dijo—. ¿Puedo ayudarla?
—Lo dudo —respondió Joanna, pensando que lo mejor sería preguntar simplemente cómo volver a la oficina. Y un mapa—. Estoy buscando al señor Briarley. Daba clases de lengua aquí.
—Oh, sí, el señor Briarley —dijo la bibliotecaria—. Mi marido estudió aquí. Le dio clase. Lo odiaba.
—¿Sabe dónde podría encontrarlo?
—Dios, no. No estaba aquí cuando llegué. Me parece recordar que alguien dijo que había muerto.
Muerto. No sabía por qué no se le había ocurrido, cosa ridícula considerando que se pasaba toda la vida tratando con la muerte.
—¿Está segura?
—Un momentito —dijo la bibliotecaria, mirando hacia los estantes—. ¿Myra? ¿No me dijiste que el señor Briarley había muerto? ¿El profesor de lengua?
Una mujer de pelo gris salió de detrás de los estantes, con una pila de libros contra el pecho.
—¿El señor Briarley? No. Se jubiló.
—¿Sabe cómo podría ponerme en contacto con él? —preguntó Joanna—. ¿Hay alguien que sepa su dirección? —Pero la mujer mayor va estaba sacudiendo la cabeza.
—Todo el mundo que pudiera haberlo conocido ya no está tampoco. El distrito ofreció la prejubilación hace tres años, y todo el mundo que llevaba trabajando más de veinte años la aceptó.
—¿Y fue entonces cuando se jubiló el señor Briarley? ¿Hace tres años?
—No, más. Cuatro o cinco.
—Bueno, gracias —dijo Joanna. Sacó su tarjeta del bolso y se la tendió a la mujer—. Si se le ocurre alguien que pudiera saber cómo ponerme en contacto con él, puede localizarme en este número.
—Dudo que haya nadie —dijo Myra, guardándose la tarjeta sin mirarla siquiera.
Joanna se dirigió a la puerta. La joven bibliotecaria estaba cerrando ya. Giró la llave para dejarla salir.
—¿Hubo suerte?
Joanna negó con la cabeza.
—Vivía cerca del distrito universitario. Mi marido me señaló su casa una vez.
El busca de Joanna empezó a sonar. “Ahora no”, pensó, buscándolo en el bolso. Tanteó hasta apagarlo.
—¿Su marido le indicó dónde estaba la casa del señor Briarley? Ella asintió, sonriendo.
—Un puñado de amigos y él la bombardearon con huevos la noche antes de su graduación.
—¿Recuerda la dirección? —preguntó Joanna ansiosamente.
—No. Tampoco recuerdo el nombre de la calle. Estaba cerca el parque del observatorio.
—¿Recuerda cómo era la casa?
—Verde —dijo la bibliotecaria, entornando los ojos mientras pensaba—. O blanca con un reborde verde, no recuerdo. Había un sauce llorón en el patio delantero. Estaba en la zona oeste, creo.
—Gracias —dijo Joanna, y salió por la puerta. La bibliotecaria se dispuso a cerrar tras ella—. Oh, espere —dijo Joanna, apoyando la mano en el marco—. Una pregunta rápida. ¿Suena una alarma si se abren las puertas al exterior?
—No —respondió la bibliotecaria, asombrada, y Joanna bajó por el pasillo y salió por la primera puerta que encontró. Seguía nevando y se encontraba, naturalmente, en el extremo opuesto del edificio, lejos del coche, pero no le importaba. Sabía dónde vivía el señor Briarley. Cerca del distrito universitario. El parque del observatorio. Tampoco sabía el nombre de la calle pero conocía el parque, y se veía el observatorio desde Evans.
Condujo hasta la universidad y giró al norte. Una casa verde con un sauce llorón delante. A menos que hubieran pintado la casa. O que el sauce se hubiera muerto. O se hubiera muerto el señor Briarley. “Creo recordar que alguien dijo que había muerto”, había dicho la bibliotecaria, y el hecho de que Myra no lo hubiera confirmado no significaba que no se lo hubiera oído decir a otra persona. Se había jubilado sólo unos pocos años después de la graduación de Joanna, y desde luego no tendría aún sesenta y cinco años. ¿Y si se había jubilado porque estaba enfermo? ¿Cáncer? Y aunque se hubiera retirado para escribir un libro, ocho años era mucho tiempo. Podría haber enfermado y haberse muerto desde entonces.
“O podría haberse mudado”, pensó, mientras desembocaba en Evans y buscaba el parque. Aquella zona había sido de clase media-alta hacía unos años, pero ahora un montón de casas habían sido convertidas en apartamentos. Había carteles de “Se alquila apartamento” en casi todos los patios. Por lo que sabía, el parque ni siquiera existía ya.
No, allí estaba, y el observatorio al fondo, pero la casa de la esquina tenía un cartel de “Se alquila” y, aparcado delante, había un Cadillac apolillado.
No había visto el parque a tiempo para girar. Condujo hasta la siguiente calle, giró y dio la vuelta, buscando un sauce y deseando haberle preguntado a la bibliotecaria si la casa estaba al final de la manzana o en el centro.
Una casa verde con un sauce. Eso significaba probablemente una casa de ladrillo de una sola planta con un manzano… o que había pertenecido a cualquier otro profesor. “Mi marido lo odiaba”, había dicho la bibliotecaria, cosa que no parecía cuadrar con el señor Briarley. Podía ser sarcástico, y sus exámenes tenían fama de difíciles, pero nadie lo odiaba, incluso Ricky Inman, cuya bocaza lo metía en problemas al menos dos veces por trimestre, lo adoraba. Era al señor Brown a quien odiaban.
Brown, ése era el apellido del profesor de educación física, no Black. No era extraño que la mujer de la oficina no hubiera oído hablar de él. Y eso demostraba lo poco hable que llegaba a ser la memoria. La casa que el marido de la bibliotecaria había señalado podía haber estado frente a un almacén o un Starbucks y flanqueada por abetos.
Desembocó en Fillmore. El señor Brown. Si no era la casa, se enteraría de si el señor Brown seguía todavía en el instituto. Había dicho que no se jubilaría nunca, que tendrían que llevárselo con los pies por delante. Sin duda seguía allí.
Y allí estaba la casa. En el centro de la manzana, una casa de tres plantas con un amplio porche. Joanna aparcó junto a la acera. La casa era verde claro, y había decididamente un sauce llorón delante; parecía una fuente blanca bajo su capa de nieve.
“Pero eso no significa que el señor Briarley siga viviendo aquí”, pensó, bajando del coche. Y ésa era, evidentemente, la cuestión. Había una bicicleta en el porche, y cuando llamó al timbre, una chica en vaqueros con una fina camisa de franela sobre un top apareció en la puerta. Iba descalza y tenía el pelo rubio y corto, como el de Maisie.
El señor Briarley no estaba casado. “Jane Austen tiene razón en su comentario referente a lo que piensa la gente de los solterones —había dicho cuando estaban leyendo Orgullo y Prejuicio—, pero déjenme asegurarles que muchos hombres, incluido yo mismo, no queremos una esposa. Te cambian los libros de sitio para que no puedas encontrarlos.”
De todas formas, esa chica era demasiado joven para ser su esposa, o la esposa de nadie, ya puestos. Tenía unos diecisiete años.
—¿Puedo ayudarla? —dijo, alerta. Tenía una belleza frágil, pero estaba demasiado delgada. Se le notaban las clavículas sobre el top.
—¿Vive aquí el señor Briarley? —preguntó Joanna, aunque era obvio que no.
—Sí.
—Oh… oh —tartamudeó Joanna por la sorpresa—. Yo… yo soy una antigua alumna suya.
Advirtió, mientras hablaba, que la chica no había hecho ningún ademán de abrir la puerta, que en realidad la sujetaba como si Joanna fuera un vendedor a domicilio y fuera a cerrársela de un momento a otro.
—Me llamo Joanna Lander. El señor Briarley fue mi profesor de lengua en el instituto. ¿Podría hablar con él un momentito?
—No sé… —dijo la chica, insegura—. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudarle?
—No. Fue mi profesor en el instituto, y tengo que hacerle un par de preguntas sobre la clase.
—¿Preguntas?
—Sí. Oh, no sobre la nota que me puso en el último examen ni nada por el estilo. —Se echó a reír, sabiendo que parecía una idiota—. Trabajo en el hospital Mercy General y…
—¿La envía mi madre?
—¿Tu madre? —dijo Joanna, aturdida—. No, como decía, tuve a un señor Briarley de profesor. Fui al instituto para ver si todavía daba clase, y una de las bibliotecarias me dijo dónde vivía. He dado con la casa, ¿no? El señor Briarley al que estoy buscando daba clases de lengua en el Instituto Dry Creek.
—Sí, pero me temo que no puede…
—¿Hay alguien en la puerta? —llamó una voz de hombre desde las profundidades de la casa.
—Sí, tío Pat —gritó la chica, y Joanna pensó que no podía tratarse del señor Briarley adecuado. No podía imaginarse que fuera tío de nadie, y mucho menos el tío Pat.
—¿Quién es? —dijo la voz, y esta vez Joanna la reconoció. Era el señor Briarley. Tío Pat.
—¿Es Kevin? —preguntó el señor Briarley.
—No, tío Pat. No es Kevin —dijo la chica, y se volvió hacia Joanna—. Me temo que éste no es un buen…
—Dile que pase —dijo él, y el señor Briarley apareció en la puerta. Tenía exactamente el mismo aspecto, con el pelo todavía oscuro, un poco gris en las sienes, las cejas todavía alzadas sardónicamente. Joanna habría jurado que llevaba el mismo chaleco de cheviot gris.
La chica abrió un poco más la puerta.
—Tío Pat, es…
—Joanna Lander. Soy una antigua alumna suya —dijo Joanna, tendiendo la mano—. Supongo que no me recordará. Me dio usted clase de lengua hace doce años. Ciclo superior —añadió, innecesariamente.
—Tengo una memoria excelente —dijo él—. Kit, ¿dónde están tus modales? No dejes a la señorita Lander ahí en medio del frío. Abre la puerta.
Kit abrió la puerta del todo, y Joanna entró en el estrecho recibidor.
—Pase a mi biblioteca —dijo el señor Briarley, y la condujo a una habitación que era exactamente como Joanna habría esperado. Tres paredes enteras estaban cubiertas de libros del suelo al techo, y en la cuarta, entre las ventanas, colgaban grabados de la abadía de Westminster y el teatro del Globo. Había un escritorio de caoba y dos oscuros sillones de cuero rojo, ambos cubiertos de libros, y también había libros en las mesas del fondo, en los alféizares, en el suelo.
Kit se apresuró a quitar los libros de uno de los sillones e indicó a Joanna que se sentara. Obedeció y él se sentó frente a ella. Kit se quedó de pie junto al sillón, todavía cauta.
Ahora que Joanna tuvo una oportunidad para mirar a Kit, se preguntó si era tan joven como había pensado al principio. Había leves ojeras bajo sus ojos, y arrugas de tristeza en torno a su boca. Tras ella, en una de las estanterías, había una foto suya con un puñado de libros delante del salón de actos de la universidad, y otra de ella y un joven. ¿El Kevin que el señor Briarley había creído que estaba en la puerta? Kit parecía diez kilos más sana en ambas fotos, y considerablemente más feliz. ¿Qué había pasado desde que las tomaron? ¿Anorexia? ¿Drogas? ¿Y por qué vivía allí? No imaginaba al señor Briarley como consejero de rehabilitación, pero claro, tampoco se lo imaginaba como tío de nadie. Y, además, estaba la extraña reacción de la muchacha cuando Joanna le dijo que trabajaba en el Mercy General.
—De verdad que se lo agradezco mucho —empezó a decir Joanna—. Tendría que haber llamado, pero no sabía su número de teléfono. Fui al instituto, esperando que todavía diera usted clases allí, y me dijeron que se había jubilado. ¿Cuándo se jubiló?
—Hace cuatro años —respondió Kit. El la miró con mala cara.
—Kit, no te quedes ahí —dijo—. Ofrécele a nuestra invitada algo…
—Té —dijo Kit, demasiado ansiosamente—. Señora Lander, ¿puedo ofrecerle una taza de té? ¿O de café?
—Oh, no, nada.
—Té —dijo el señor Briarley con firmeza—. “Y a veces acepta consejo —citó—, y a veces té.”
—El rizo robado —dijo Joanna, encantada de recordarlo—. Alexander Pope. Recuerdo que nos lo leyó usted en voz alta. Y La balada del viejo marinero de Coleridge. Esa era mi favorita. “Agua, agua por todas partes, y todas las tablas encogieron…” —dijo, y se detuvo, esperando que él dijera los dos versos siguientes.
—Coleridge —murmuró él—, un romántico sobrevalorado. Luego se volvió bruscamente hacia Kit y exclamó:
—¿Dónde está mi té?
Era el tono que se usa con un criado. Joanna lo miró, y luego a Kit, sorprendida, pero Kit dijo solamente:
—Ahora mismo lo traigo. Y se encaminó a la puerta.
—Y quiero el agua hervida —le advirtió el señor Briarley—, no calentada tibia en ese ridículo…
—Microondas —dijo Kit—. Sí, tío Pat.
—Y no tardes todo el día, Kit. Kit —repitió despectivo, volviéndose hacia Joanna—. ¿Qué clase de nombre es ése? Es una etiqueta para una caja llena de tintas de primeros auxilios, no un nombre de persona.
¿Qué estaba pasando?, se preguntó Joanna. ¿Había llegado en mitad de una discusión? Recordó que Kit se había mostrado reacia a dejarla pasar. La miró, esperando que pareciera molesta o furiosa, pero parecía cauta, o preocupada, como cuando abrió la puerta, reacciones inadecuadas para la situación.
—Vamos, Kit —dijo el señor Briarley, recalcando desagradablemente el nombre—. Quiero hablar con mi estudiante.
—Sólo será un minuto —dijo Kit con una última mirada de preocupación a Joanna, y desapareció.
“Espero que eso no haga que ahora se vuelva contra mí”, pensó Joanna, pero el señor Briarley le sonreía de modo benigno.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Ha dicho que había estado en el instituto…?
—Sí, buscándolo.
—Ya no doy clases allí —dijo él con un tono extraño e inseguro, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo—. “Ni carne ni pescado, ni dentro ni fuera.”
“Debe de echarlo de menos”, pensó ella.
—Está tan diferente que apenas lo reconocí. No sé si recuerda usted la clase en la que estuve, con Ricky Inman, y Candy Simons…
—Claro que me acuerdo —dijo él, casi beligerante.
—Bueno, como necesito preguntarle algo que dijo usted en clase sobre…
—El té sólo tardará un minuto —dijo Kit, apareciendo en la puerta con una bandeja. Se había puesto un par de zapatillas. Joanna despejó un puñado de libros de la mesita, y Kit depositó allí la bandeja—, He traído las tazas y los platos, y el azúcar —añadió, innecesariamente.
El señor Briarley miró irritado la bandeja.
—No has traído ninguna…
—Cucharilla —dijo Kit, corriendo a la cocina—. También he olvidado las servilletas.
—Y la leche —dijo el señor Briarley tras ella—. ¿Tan difícil es preparar una taza de té? Me equivoqué —le dijo cuando volvió, con una jarra y los cubiertos—. El nombre Kit te viene perfectamente. Como en Kit de inutilidades. ¿No le parece? —le preguntó a Joanna.
No era así como Joanna recordaba al señor Briarley. Había sido sarcástico, sí, y a veces incluso mordaz, pero nunca despectivo. Nunca habría humillado a Ricky Inman como acababa de hacerlo con Kit.
—Aquí está el té —dijo Kit, trayendo una tetera—. Tomas leche y azúcar, ¿verdad, tío Pat? —preguntó, sirviéndolos ya. Le tendió la taza.
Joanna termo que lucra a quejarse de la cantidad o, después de haber tomado un sorbo, de la temperatura. A pesar de las órdenes del señor Briarley, estaba claro que Kit había utilizado el microondas. El té apenas estaba tibio. Pero él pareció haber perdido interés en la bebida. Y en los defectos de Kit, y en su nombre. Se acomodó en su sillón, la taza y el plato sobre las rodillas, y contempló pensativo las filas de libros.
—Ha sido usted tan amable al venir a visitar al tío Pat —dijo Kit, retirándole la taza a medio beber como si la visita hubiera terminado ya.
—No he venido sólo de visita —le dijo Joanna al señor Briarley—. He venido a preguntarle por algo que dijo en clase de lengua, algo que enseñaba…
—Yo enseñaba muchas cosas. La definición de adverbio, el número de pies métricos de un verso blanco, la diferencia entre asonancia y aliteración… —dijo el señor Briarley—. Tendrá que ser más concreta.
Joanna sonrió.
—Era algo sobre el Titanic.
—¿El Titanic? —preguntó Kit bruscamente.
—Sí, no sé si lo leyó usted en clase o lo comentó —dijo Joanna—. Trabajo en el hospital Mercy General…
—¿Hospital? —dijo él. La taza temblequeó sobre el plato.
—Sí. Estoy trabajando en un proyecto relacionado con la memoria, y —Pudo ver por la expresión de su rostro que se estaba explicando mal—. Estoy trabajando con un neurólogo que…
—Tengo una memoria excelente —dijo el señor Briarley, mirando a Kit como si la considerara responsable de que Joanna estuviera allí.
—Seguro que sí —dijo Joanna—. De hecho, cuento con eso. He olvidado algo que usted nos leyó o nos enseñó, y espero que recuerde qué era. Tenía que ver con el Titanic. Una de las partes que recuerdo era que la gente subió a cubierta después de la colisión. Iban en pijama y no sabían qué había ocurrido. Los despertaron los motores al pararse.
Se inclinó hacia delante sosteniendo la taza y el platillo.
—¡Recuerda haber hablado de eso? ;O haber leído algo a la clase al respecto?
—Recuerdo —dijo él despectivamente— que apenas tenía tiempo para enseñar a Dickens y a Shakespeare, mucho menos un libro sobre el Titanic.
—No sé si era un libro. Puede que fuese un trabajo, o una clase…
—¿Una clase? ¿De qué? ¿De la onomatopeya del iceberg rozando el costado? ¿O un ejercicio para registrar los gritos de los pasajeros al ahogarse? ¿Qué demonios tiene que ver un naufragio con enseñar literatura inglesa?
—P-pero si hablaba usted de ello todo el tiempo —tartamudeó Joanna—. Sobre la orquesta y Lorraine Allison y el Californian…
—Soy consciente, naturalmente, de que hoy en día las clases de lengua enseñan cualquier cosa menos lengua… Canciones de acampada y cánticos tribales navajos y chorradas desconstructivistas. ¿Por qué no desastres marítimos?
—Tío Pat —dijo Kit, pero él ni siquiera la escuchó.
—Tal vez el Titanic y Tom Morrison son lo que se enseña hoy en día, pero en mis clases yo enseñaba a Wordsworth y Shakespeare.
—Tío Pat…
—Me preguntó usted cuándo me jubilé. Pues voy a decírselo. Cuando ya no pude soportar tener que arrojar mis perlas de literatura inglesa a los cerdos de mis estudiantes, cuando ya no pude tolerar su escandalosa gramática y sus preguntas estúpidas.
Las mejillas de Joanna se ruborizaron de furia. ¿Fue así en los últimos años de su carrera docente? En ese caso, comprendía que le hubieran bombardeado la casa con huevos. Soltó la taza y el platillo y se levantó.
—Lamento haberle molestado —dijo fríamente.
—La acompañaré a la puerta —dijo Kit, levantándose también, con aspecto angustiado.
—No, gracias, encontraré la salida. —Se encaminó hacia la puerta.
—Tal vez si hubiera prestado más atención a mis clases, señorita Lander —lo oyó decir—, no habría tenido que…
Joanna cerró la puerta y caminó a ciegas hacia el coche, una parte de su mente que no estaba furiosa advirtiendo que era tarde, que la luz de la tarde ya menguaba. Abrió la puerta del coche, buscando la llave de contacto.
—¡Espere!
Joanna alzó la cabeza. Kit estaba en el porche. Bajó corriendo los escalones, los fondillos de su camisa de franela ondeando tras ella.
—¡No se marche! ¡Por favor! —dijo—. Por favor. Quería explicárselo. —Colocó la mano sobre la puerta abierta del coche—. Lamento lo que acaba de pasar. Todo es culpa mía. No debería haber… —Se detuvo para recuperar el aliento—. No quiero que piense…
—No tenía derecho a venir sin llamar antes —dijo Joanna—. Él tiene todo el derecho a enfadarse conmigo. Kit sacudió la cabeza.
—El tío Pat no estaba furioso con usted.
—Bueno, pues lo disimuló muy bien —dijo Joanna—. No importa. Estoy segura de que es muy irritante que los ex alumnos lo molesten y le pregunten…
—No comprende. No sabía de lo que estaba usted hablando. Sufre del mal de Alzheimer. Tiene una grave pérdida de memoria. Es…
—¿Alzheimer? —dijo Joanna, aturdida.
—Sí. No sabía quién era usted. Pensaba que era un médico… tiene miedo de que se lo lleven a una residencia. Por eso estaba tan enfadado, porque creía que yo la había hecho venir para que lo examinara.
—Alzheimer —dijo Joanna, tratando de asumirlo—. ¿Tiene el mal de Alzheimer? Kit asintió.
—La furia es parte de la enfermedad. La utiliza para esconder el hecho de que no puede recordar. No pensé que fuera a ponerse así. Estaba teniendo un buen día, y… lo siento mucho.
La vacilación de Kit cuando Joanna dijo que quería hacerle unas preguntas al señor Briarley, el hecho de que terminara sus frases, su alarma cuando mencionó la palabra “hospital”.
—Pero pudo citar El rizo robado —dijo Joanna, y recordó que no había continuado el verso de La balada del viejo marinero—. ¿Es muy grave?
—Varía —dijo Kit—. A veces sólo tiene problemas para recordar algunas palabras, otros días es muy malo.
Muy malo. Difícilmente era la expresión. El Alzheimer era una especie de muerte lenta: la persona pierde la memoria, su capacidad para hablar, el control de las funciones corporales, y se sumerge en la paranoia y la oscuridad. Recordó uno de sus sujetos de ECM cuyo marido había sufrido Alzheimer. En mitad de la entrevista con su sujeto, el hombre se levantó de pronto y dijo con voz asustada: “¿Qué está haciendo esta extraña en mi casa? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?” Joanna había intentado explicarse, pero él no le hablaba a ella. Se refería a su esposa de cuarenta años.
—¿Y vives con él? —preguntó Joanna—. ¿Cuidas de él?
Kit asintió. “Por eso se jubiló”, pensó Joanna de pronto. No porque el distrito ofreciera una buena paga. Porque ya no podía enseñar. Lo recordó en clase, recitando de memoria páginas y más páginas de Macbeth y La balada del viejo marinero. Fechas y argumentos y medidas. Conjunciones, pareados, citas. La antología Briarley de literatura inglesa, lo había llamado Ricky Inman. Incapaz de recordar la palabra “cuchara”.
—No quería que pensara que es como lo ha visto ahí dentro —dijo Kit, tintando. Tenía que estar congelándose con aquel top y aquellas zapatillas.
—Será mejor que vuelvas dentro —dijo Joanna—. Te vas a resfriar.
—Estoy bien —respondió ella, los dientes castañeando—. Quería decirle que no se rinda, que a veces recuerda cosas de repente y otras responde a una pregunta que se le ha hecho días, incluso semanas antes, como si su mente hubiera estado buscando el recuerdo todo ese tiempo y lo hubiera encontrado por fin. Puede que todavía recuerde. ¿Dijo usted que fue algo que tenía que ver con el Titanic?
—Sí. Dijo algo, o lo leyó en voz alta… Kit asintió.
—Es… era un gran fan del Titanic, Si lo recuerda, o dice algo, la llamaré. Puedo localizarla en el Mercy General, ¿verdad?
—Te daré el número —dijo Joanna. Rebuscó en su bolso un boli y algo donde escribir—. Tengo un contestador automático. Deja el mensaje. —Garabateó el número y se lo tendió a Kit—. Y te llamaré… ¿o supondrá un problema?
—No. Si responde él, dígale que quiere hablar conmigo —le dijo el número.
—¿Y debo preguntar por Kit? ¿O te llamas Katherine?
—Es Kit. Kit Gardiner. Me pusieron el nombre por Kit Marlowe, el escritor favorito del tío Pat. Fue él quien lo escogió. “Y lo ha olvidado”, pensó Joanna, asombrada.
—La llamaré si dice algo sobre el Titanic —dijo Kit, guardando el papel en el bolsillo de sus vaqueros.
—Lo agradecería.
—Kit —dijo el señor Briarley, apareciendo en la puerta—. ¿Dónde has puesto mi Trágica historia del doctor Fausto? —Salió al porche.
—Ya lo busco yo, tío Pat —dijo Kit, y corrió hacia el porche, arrebujando su escuálido cuerpo en la camisa de franela—. La llamaré.
—Gracias.
—Te he dicho que no cambies de sitio mis libros —dijo el señor Briarley—. Nunca los encuentro.
Kit corrió por la acera. Joanna subió al coche. Vio cómo la chica llegaba al porche, tomaba al señor Briarley por el brazo y lo conducía al interior de la casa. Puso el vehículo en marcha. Condujo dos manzanas y luego paró junto a la acera y detuvo el motor. Se quedó allí sentada con las manos en el volante, mirando sin ver la luz del invierno.
Él no sabía lo que había dicho sobre el Imítame. El recuerdo había desaparecido, como si él se hubiera muerto. Y se había muerto, se estaba muriendo, sílaba a sílaba, un recuerdo cada vez, Coleridge y el sarcasmo y la palabra para azúcar. Y el nombre de su propia sobrina, que él mismo había escogido.
Tenía que ser una tortura, olvidar los poemas y la gente que había formado parte de tu vida, y una tortura para Kit también ver cómo sucedía. Y el hecho de que no pudiera recordar un comentario hecho en clase sobre el Titanic era el aspecto menos importante de la tragedia de la que acababa de ser testigo. Pero no era a causa de Kit o del señor Briarley por lo que se llevó las manos a la cara, no era por su pérdida por lo que permaneció sentada en el frío coche y lloró mientras atardecía. Era por sí misma.
Él no podía decirle lo que había comentado sobre el Titanic. No lo sabía. No lo recordaba. Y era importante. Era la clave.
22
Usted primero. Tiene hijos esperándola.
“Debería regresar al hospital —pensó Joanna—, todavía no he terminado de grabar mi testimonio.” Pero continuó sentada en el coche, pensando en el señor Briarley. Kit había dicho que a veces recordaba cosas que no había podido recordar el día anterior. Tal vez si seguía preguntándole lo que había dicho…
“No seas ridícula —pensó—. Tiene Alzheimer. Los neurotransmisores se han desconectado y las células cerebrales se están deteriorando y muriendo, y su memoria con ellas, y si alguna vez quieres pruebas de que no hay otra vida, lo único que tienes que hacer es mirar a un paciente en las fases finales del Alzheimer, cuando no sólo ha olvidado a su sobrina y la palabra para azúcar, sino todas las palabras, y cómo hablar, cómo comer, quién es. El alma no sólo no sobrevive a la muerte, con el Alzheimer ni siquiera sobrevive a la vida.” El señor Briarley que sabía lo que había dicho en clase ese día estaba muerto. No podía decirle más de lo que necesitaba saber que Greg Menotti.
“Y necesito saberlo —pensó—. Lo que dijo en clase es el motivo por el que vi el Titanic. Y el motivo es importante. Tiene algo que ver con la naturaleza de la ECM.”
¿Qué había dicho? Podía verlo, apoyado en el borde de su mesa, con el libro de texto en la mano. Alguien había dicho algo, y él cerró el libro de golpe y dijo… ¿qué? Entornó los ojos, intentando recordar. Concentrarse en detalles externos a veces disparaba los recuerdos. ¿Había algo en la pizarra? ¿Dónde estabas sentada?
“En la segunda fila —pensó Joanna—, junto a la ventana, y había niebla. Tanta niebla que el señor Briarley tuvo que pedirle a Ricky Inman, que se sentaba junto al interruptor, que enciendera la luz, y entonces Ricky dijo algo, y él cerró el libro de golpe, y…”
No, no había niebla, estaba nublado. Pero la niebla tenía algo que ver. ¿O había imaginado eso porque Maisie había visto niebla? ¿O a partir de cualquier otro día de clase? ¿Y cuántas veces se había apoyado el señor Briarley en el borde de su mesa y cerrado el libro de golpe para poner énfasis? Estaba gris, nublado. O nevaba, y el señor Briarley dijo algo…
No servía de nada. No conseguía recordar. Muy bien, pues, ¿quién podría? ¿Quién más había estado en aquella clase? Ricky Inman no. Nunca prestaba atención a nada. ¿Candy Sirnons? No, a lo único que le prestaba atención era a su aspecto. Joanna la recordaba sentada delante de ella, peinándose sus largas trenzas rubias y aplicándose maquillaje con el espejito apoyado contra el libro de texto.
¿Quién más estaba en aquella clase? Había perdido el anuario en la mudanza a la facultad. En la biblioteca del instituto habría uno. Eso si conseguía el pase de seguridad para subir allí. Pero si lo de aquella tarde servía de muestra, la escuela no estaría dispuesta a darle ninguna información sobre su paradero, y ella no se había mantenido en contacto con nadie.
La única persona del instituto a la que veía de vez en cuando era Kern Jakes, y eso se debía solamente a que trabajaba en el Mercy General, en Consultas externas, pero Kerry no estaba en su clase. Aunque tal vez recordara quién más estaba con ella.
“La llamaré cuando llegue a casa”, pensó Joanna. No tenía sentido regresar ya al hospital. Debían de ser más de las cinco. Miró el reloj. Santo Dios, las siete y media. Llevaba horas sentada allí. A Vielle le daría un ataque. Le había dicho que podía sufrir hipotermia sentada fuera sin abrigo o en un coche congelado…
En su coche congelado. “Este es el coche de Vielle —pensó Joanna, horrorizada—. Prometí devolverlo hace horas.” Lo puso en marcha y se internó en el tráfico. Vielle había terminado su turno a las siete y probablemente estaba intentando llamarla por el busca en aquel mismo momento.
Hurgó en su bolsillo para sacar el busca y lo conectó. Se había olvidado de que alguien la había llamado mientras se encontraba en la biblioteca del instituto, tan ansiosa estaba por escuchar las indicaciones de la joven bibliotecaria. Probablemente era Vielle, que quería saber dónde estaba su coche. ¿Y qué motivo podía darle para llegar tres horas tarde? “¿Mi profesor de lengua no puede recordar algo que dijo cuando yo estaba en el instituto, y es el fin del mundo?”
“Tal vez haya habido una colisión en cadena y Vielle esté demasiado ocupada para preguntarme dónde he estado”, se dijo Joanna mientras dejaba el coche en el aparcamiento del hospital, pero sólo había los sospechosos habituales en la sala de espera de Urgencias: un adolescente hispano con una bolsa de hielo en un ojo, un mendigo que murmuraba solo, un niño de cinco años que se frotaba el estómago, con su madre sentada a su lado, con una escupidera en la mano y aspecto preocupado.
Al menos Vielle no estaba en la puerta, dando pataditas impacientes en el suelo. Tal vez alguien la había llevado a casa.
Joanna se acercó al mostrador de admisiones y le preguntó a la enfermera.
—¿Sigue aquí la enfermera Howard? Ella sacudió la cabeza.
—Está en la reunión.
—¿Qué reunión? —empezó a preguntar Joanna, y entonces recordó. La reunión sobre seguridad en Urgencias—. ¿Cuánto tiempo cree que durará?
—No lo sé —dijo la enfermera—. El personal estaba muy inquieto. Después del último incidente con picara…
—¿Incidente con picara? Creía que fue un tipo de una banda.
—¿Una banda? No —dijo la enfermera, desconcertada—. Oh, se refiere al de la pistola de clavos. Entonces no se ha enterado del último incidente.
—No.
—Bueno —dijo la enfermera, mirando al hombre hispano y a la madre y luego inclinándose hacia delante en actitud confidencial—. Llega ese tipo, asustado de muerte y hablando sobre el Vietcong y Phnom Penh, y todo el mundo supone que es un chiflado de Vietnam o tal vez un síndrome de estrés prostraumático, y lo próximo que sabes es que saca una jeringuilla ensangrentada de alguna parte y grita que va a usarla para llevarnos a todos por delante. Esa picara es cosa sena, mucho peor que el polvo de ángel.
—¿Cuándo pasó eso?
—El martes. Creía que Vielle se lo habría contado.
—Y yo —dijo Joanna, sombría. Naturalmente, Vielle no le había contado nada. Sabía exactamente lo que le habría dicho. Lo que le diría en cuanto la viera.
—Usted le pidió prestado el coche, ¿verdad? —estaba diciendo la enfermera—. Vielle dijo que dejara las llaves aquí mismo.
“Apuesto a que sí”, pensó Joanna, entregando las llaves, pero de todas formas agradeció no tener que enfrentarse a ella esa noche. Subió al laboratorio. La puerta estaba cerrada con llave. Bien, no tendría que tratar con Richard hasta mañana.
El contestador automático parpadeaba insistentemente. Vaciló y luego pulsó la tecla.
—Tiene dieciocho mensajes.
Pulsó “stop”. Sacó la minigrabadora del bolsillo. Tendría que grabar el resto de su narración esa noche, sin más dilación, pero se sentía demasiado agotada emocionalmente. “Lo haré por la mañana”, pensó; recogió el abrigo, el bolso y las llaves y cerró el despacho.
—Oh, bien, sigues aquí —dijo Richard, que venía por el pasillo—. Temía que te hubieras marchado a casa. Tengo que enseñarte algo. “Más escaneos”, pensó Joanna.
—Intenté llamarte por el busca antes. ¿Dónde estabas?
—Tuve que ir a ver a alguien. ¿Intentaste llamarme? Él asintió.
—Tenía que hacerte unas preguntas, y quería que supieras que Maisie te llamó.
—¿Maisie? —dijo Joanna. Había prometido ir a verla, y luego su ECM y la pelea y el señor Briarley la borraron de su mente—. ¿Se encuentra bien? —preguntó con ansiedad.
—Parecía bien cuando hablé con ella —dijo Richard—. A las tres. Y las cuatro. Y las cuatro y media. Y las seis. ¿Sabías que los habitantes de Pompeya murieron asfixiados por las cenizas y los gases venenosos? Con, debo añadir, muy impresionantes efectos sonoros.
—Me imagino —sonrió Joanna—. Tengo que ir a verla. Miró el reloj. Las ocho. Era tarde, pero sería mejor que se pasara a saludarla o Maisie podría seguir insistiendo en esperarla despierta.
—Supongo que no estará dispuesta a esperar hasta mañana por la mañana, ¿verdad?
—Lo dudo. Dijo que había estado intentando llamarte al busca toda la tarde.
“Ha sido Maisie quien me ha llamado cuando estaba en la biblioteca”, pensó Joanna, y sintió un destello de culpa y temor, como el que había sentido en el pasillo con Barbara. Como el que el capitán del Californian debió de sentir cuando se dio cuenta de que el Titanic se había hundido.
—Me dijo que te comentara que se suponía que irías a verla inmediatamente, que tenía algo importante que decirte.
—¿Dijo qué era?
—No. Imagino que tendrá algo que ver con el Vesubio. ¿Sabías que los arqueólogos encontraron el cadáver de un perro? Se esforzó tirando de la cadena antes de morirse, tratando de permanecer encima de la ceniza que caía.
—Qué desconsiderados, no soltarlo de la cadena y dejarlo allí con un volcán en erupción —dijo Joanna.
—Eso mismo pensó Maisie. Estaba muy enfadada, porque además no tenía chapa.
—¿Chapa? —dijo Joanna, frunciendo el ceño.
—Para que supiéramos cómo se llamaba —dijo él—. Le dije que se llamaba Fido, que todos los perros romanos se llamaban Fido.
—¿Te creyó?
—¿Estás de broma? Hablamos de Maisie. Joanna asintió.
—Será mejor que al menos suba a verla para que no crea que me he olvidado de ella. —Se frotó la frente, cansada. Le estaba empezando a doler la cabeza, probablemente porque no había comido nada desde hacía horas.
“Me pasaré un minuto y luego me iré a casa”, pensó.
—Antes de que vayas a ver a Maisie, quiero enseñarte algo —dijo Richard. La condujo hasta el laboratorio—. Tenías razón respecto al Titanic. No fue un recuerdo aleatorio.
—¿No lo fue?
—No —dijo él, deteniéndose ante la puerta y abriéndola—. Acabo de consultar con la doctora Jamison. Cuando te marchaste, empecé a pensar en lo que dijiste de que las ECM no variaban lo suficiente para apoyar una teoría sobre aleatoriedad. —Terminó de abrir la puerta y encendió las luces—. Decidí que debería echar otro vistazo a las erupciones sinápticas del córtex frontal.
Se acercó a la consola y la encendió.
—Y cuando lo hice advertí algo interesante. —Empezó a teclear órdenes—. ¿Conoces el trabajo del doctor Lambert Oswell? Joanna negó con la cabeza.
—Ha investigado ampliamente la memoria a largo plazo, estudiando las pautas de aprendizaje y recuerdo. Cuando le planteas a un sujeto una pregunta directa, como “¿Quién ganó la batalla de Midway?”, obtienes una pauta sencilla A+R.
—A menos que seas el señor Wojakowski —dijo Joanna—, que te cuenta una historia. Richard sonrió.
—O toda una novela. De todas formas, la pauta tiene este aspecto —dijo él, tecleando, y recuperó una serie de escaneos—. Mira lo rápidamente que se localizan las erupciones neurales. Es la mente centrándose en el objetivo, como diría el señor Wojakowski. Ahora bien, no hay dos personas que tengan la misma pauta para “¿Quién ganó la batalla de Midway?”. Porque no sólo no hay ningún lugar de almacenamiento concreto para un recuerdo dado, sino que el mismo recuerdo puede estar almacenado en varias categorías: Segunda Guerra Mundial, islas, océano Pacífico o palabras que empiezan por M, por nombrar unas pocas. La pauta ni siquiera es siempre la misma para una pregunta dada. Oswell hizo preguntas idénticas a intervalos de tres meses y obtuvo cada vez pautas A+R distintas. Pero pudo encontrar las fórmulas matemáticas para las pautas que nos posibilitan decir si una pauta es A+R u otra cosa.
Tecleó un poco más, y la imagen de la derecha desapareció y fue sustituida por otra.
—La pauta es diferente, igual que la fórmula, para una pregunta como “¿Qué es el Yorktow?
O: “¿Qué fue lo que dijo el señor Briarley en clase?”, pensó Joanna, contemplando las pautas neurales parpadear y desaparecer, de rojo a verde, de amarillo a azul, floreciendo como fuegos artificiales y luego desvaneciéndose. Estaba sentado en el borde de su mesa, ¿hablando de qué? ¿De Macbetht ¿De tiempos de subjuntivo? ¿De La balada del viejo marinero”?
—Si hago una pregunta como “¿Qué es el Yorktown?”, suponiendo que no seas el señor Wojakowski, la pauta A+R implica la selección y eliminación de posibilidades y es mucho más compleja. También es más amplia, ya que busca la información a través de una extensa gama de recuerdos. ¿Es un lugar? ¿Una batalla? ¿El nombre de una película? ¿Una carrera de caballos? La pauta tiene un grado mucho más alto de aleatoriedad aparente.
Joanna contempló la pantalla, tratando de seguir lo que estaba diciendo, mientras su dolor de cabeza empeoraba minuto a minuto.
—¿Y ése es el aspecto que tiene la pauta en los escaneos?
—No —respondió él—. Sin embargo, la doctora Jamison me recordó que el doctor Oswell también hizo una serie de experimentos sobre interpretación de imágenes. Les mostró a sus sujetos un…
—¿Tienes algo de comer? —lo interrumpió Joanna. Richard se dio la vuelta y la miró.
—Lo siento, pero no he cenado nada. Ni almorzado, ahora que lo pienso, y pensé que tal vez tú…
—Claro. —Él estaba rebuscando ya en los bolsillos—. Veamos, tengo una tableta de Mars —dijo, examinando los artículos y sacándolos— unos cuantos anacardos… Escucha, podríamos ir a cenar de verdad si quieres. Supongo que la cafetería no estará abierta a esta hora.
—La cafetería no está abierta nunca.
—Podríamos ir a Taco Pierre’s.
—No, todavía tengo que ir a ver a Maisie —dijo ella, tomando la tableta de Mars—. Esto estará bien. ¿Qué estabas diciendo?
—Oh, sí, bueno, en una serie de experimentos independientes, Oswell le mostró a sus sujetos una escena en la que los objetos y las formas eran intencionadamente vagos y abstractos.
—Como un Rorschach —dijo Joanna.
—Como un Rorschach —dijo Richard—. Se preguntaba a los sujetos: “¿De qué es esta imagen?” Aquí tienes una naranja. —Se la tendió—. En la mayoría de los casos la pauta era similar a la del A+R abierto con aumento de actividad en el córtex memorístico, y los sujetos describían la pauta como si fuera… Gusanitos… y un paquete de esas galletitas de queso con mantequilla de cacahuete. Nada de beber, así que la mantequilla de cacahuete tal vez no sea buena idea. Podría traerte una Coca-Cola de la máquina.
—Estoy bien —dijo Joanna, pelando la naranja—. ¿Describieron la pauta como qué?
—Como lo que cabía esperar: un objeto grande, blanco y oblongo sobre fondo azul con una masa redondeada naranja a la derecha. Sin embargo, en algunos casos, los sujetos contestaron: “Es la Antártida. Eso es el hielo y el cielo. Y eso es la puesta de sol.” En tales casos, el sujeto había buscado en la memoria a largo plazo para encontrar un escenario que explicara no sólo las imágenes individuales sino el conjunto metafórico de todas las formas y colores que estaba viendo.
Una metáfora. Algo sobre una metáfora. Eso era lo que había despertado la sensación en la noche del picoteo, se dijo Joanna, cuando Vielle comentó algo sobre una metáfora. No, Vielle había dicho que tener una opción sobre Richard era un símil, y ella la corrigió, le dijo que un símil era una comparación en la que se usa “como” o “igual que”, mientras que una metáfora era una comparación directa. “Él señor Briarley me enseñó eso”, pensó, y trató de recordar exactamente qué había dicho.
Algo sobre la niebla.
—… con una escena abstracta, los escaneos presentaban una pauta completamente diferente —dijo Richard—, mucho más dispersa y caótica…
“Niebla. Ricky Inman —pensó— preguntándole al señor Briarley por un poema.”
—No lo entiendo —dijo, meciéndose en su silla—. ¿Cómo puede venir la niebla con pasitos de gato?
Y el señor Briarley, tras asir un borrador como si fuera a arrojarlo y limpiar la pizarra con amplios gestos, buscando un trozo de tiza, escribiendo las palabras con cortos trazos. Le parecía oír el golpeteo de la tiza contra la pizarra mientras escribía las palabras: “Metáfora (Tap). Una comparación directa o implícita (Tap). “Esto es una pesadilla” (Tap). Opuesta al símil (Tap). “Silencioso como la muerte” (Tap). ¿Le ayuda eso, señor Inman?”
Y Ricky, meciéndose tanto que amenazaba con perder el equilibrio, diciendo: “Sigo sin entenderlo. La niebla no tiene pies.”
—La fórmula matemática para la actividad frontal-cortical es idéntica —dijo Richard—. Tu mente estaba buscando claramente en la memoria a largo plazo una imagen unificadora que explicara todas las sensaciones que estabas experimentando: el sonido, el túnel, la luz, figuras de blanco. Y, como dijiste, todo encajaba. El Titanic fue la imagen unificadora.
—Y por eso lo vi, porque era lo que mejor encajaba con los estímulos surgidos de todas las imágenes en mi memoria a largo plazo.
—Sí —dijo Richard—. La pauta…
—¿Qué hay del Mercy General? ¿O de Pompeya?
—¿Pompeya? —preguntó él, desconcertado.
—El Mercy General encaja en todos los estímulos: largos pasillos oscuros, figuras de blanco, el zumbido de los códigos de alarma… igual que Pompeya. La gente con togas blancas y brazaletes brillantes, el cielo negro por la caída de la ceniza —dijo, contando los motivos con los dedos—, tenía largas columnatas cubiertas, como túneles, el volcán al entrar en erupción resonó de un modo difícil de describir, y Maisie me habló de eso ni dos horas antes de someterme al tratamiento.
—Puede que haya más de una imagen adecuada a largo plazo, y se elige la imagen a la que se accede primero —dijo Richard—. No tendría por qué ser necesariamente el recuerdo más reciente. No lo olvides: los niveles de acetilcolina son elevados, lo cual aumenta la capacidad del cerebro para acceder a recuerdos y establecer asociaciones. O el cerebro puede que sólo sea capaz de acceder a recuerdos en ciertas zonas. Algunas zonas pueden estar bloqueadas o desconectadas.
“Como el recuerdo del Titanic del señor Briarley”, pensó Joanna.
—No es por eso por lo que vi el Titanic —dijo—. Sé de dónde procede el recuerdo.
—¿Lo sabes? —dijo Richard, con cautela.
“Sigue temiendo que vaya a convertirme en Bridey Murphy de un momento a otro”, pensó ella.
—Sí. Procede de mi profesor de lengua del instituto, el señor Briarley.
—Tu profesor… ¿De dónde has sacado eso?
—Esta tarde. —Le contó cómo cuando grababa su testimonio recordó que el sobrecargo había mencionado el nombre del señor Briarley—. Y recordé que él hablaba del Titanic en clase.
Richard parecía encantado.
—Eso encaja perfectamente en lo que la mente intenta unificar en un solo escenario, incluida la fuente del recuerdo. Tu mente hizo un A+R, buscando una imagen unificadora que explicara el contorno de las figuras a la luz y un estímulo en el córtex auditivo, y…
Ella negó con la cabeza.
—No es por eso por lo que lo vi. Hay algo más, algo que tiene que ver con lo que el señor Briarley dijo en clase.
—¿Y fue…?
—No lo sé —tuvo que admitir ella—. No me acuerdo. Pero sé…
—Que significa algo —terminó Richard. Estaba mirándola con aquella enloquecedora expresión de superioridad. Joanna lo miró.
—Crees que es otra vez el lóbulo temporal, pero te dije que reconocía el pasillo, y lo hice, y te dije que sabía que el recuerdo no procedía de la película, y no procedía, y ahora…
—Ahora sabes que el Titanic no fue elegido como imagen unificadora porque encaja con el estímulo.
—Exactamente. Tenía razón las otras veces, y…
—Y cuando descubriste qué era el pasillo, la sensación de casi saber debería haber desaparecido, pero no lo hizo, ¿verdad? Se transfirió a la fuente del recuerdo y ahora a las palabras del señor Briarley. Y si puedes recordar sus palabras, la sensación se transferirá a otro objeto.
¿Era eso cierto?, se preguntó Joanna. Si Kit la llamara ahora mismo y dijera: “Volví a preguntarle al tío Pat, y ha dicho que lo que dijo fue…”, y se lo dijera, ¿transferiría la sensación a otra cosa?
—Una de las cosas que quiero explorar es el cómo la sensación de significado influye en la elección de un escenario —dijo Richard—. Además, ¿sigue siendo el mismo el escenario, o cambia dependiendo de los estímulos, o del estímulo inicial?
—¿El estímulo inicial? Creí que dijiste…
—¿Que el recuerdo unificador encaja en todos los estímulos? Lo hice, pero el estímulo inicial puede ser lo que determine la elección de una imagen adecuada en vez de otra. Eso explicaría por qué predominan tanto las imágenes religiosas. Si el estímulo inicial fuera una sensación de flotar, habría muy pocos recuerdos adecuados, excepto los ángeles.
—O Peter Pan.
Richard ignoró el comentario.
—No tuviste una experiencia extracorpórea. Tu estímulo inicial fue auditivo.
“Y por eso vi un barco que se hundió hace casi cien años”, pensó Joanna.
—Si el estímulo inicial cambia, ¿cambia también la imagen unificadora? Esa es una de las cosas que quiero explorar la próxima vez que te sometas al experimento.
—¿Otra vez? —dijo Joanna. Él quería someterla al experimento de nuevo. Enviarla al Titanic.
—Sí, me gustaría programarlo lo más pronto posible. —Miró la agenda—. La señora Troudtheim está citada a la una. Podríamos hacerlo a las tres, ¿o preferirías cambiarte con ella y hacer la tuya a la una?
“A la una”, pensó Joanna. A las tres ya se había hundido.
—¿Joanna? —dijo Richard—. ¿Qué te vendrá mejor? ¿O te viene mejor por la mañana? ¿Joanna?
—A la una —respondió ella—. Puede que tenga que ver a Maisie por la mañana si no logro verla esta noche.
—Lo que más te convenga —dijo Richard, mirando el reloj, que señalaba las ocho y media—. Muy bien, llamaré a la señora Troudtheim y cambiaré su cita. Espero que no tenga que ir al dentista. Y si tienes tiempo… mañana, no esta noche, me gustaría que repasaras tus entrevistas para ver si hay alguna relación entre el estímulo inicial y el escenario subsiguiente.
“No la hay —pensó ella, mientras bajaba a ver a Maisie—. Eso no es la conexión. Es otra cosa.” Pero la única manera de demostrarlo era conseguir pruebas, lo cual significaba averiguar qué había dicho el señor Briarley.
¿Pero cómo? Aunque el señor Briarley no tuviera Alzheimer, probablemente no habría recordado una observación casual hecha en clase hacía doce años, y sus estudiantes probablemente aún menos. Si podía encontrarlos. Si podía recordar siquiera quiénes eran. “Tengo que llamar a Kerri”, pensó de nuevo. Pero primero tenía que ir a ver a Maisie, que esperaba no estuviera dormida.
No lo estaba. Se hallaba recostada contra su montón de almohadas, con aspecto aburrido. Su madre estaba sentada en una silla junto a la cama, leyendo en voz alta un libro de portadas amarillas.
—”Oh, no seas tan cascarrabias, tío Hiram”, dijo Dolly. “Las cosas saldrán bien al final. Sólo hay que tener fe” —leía la señora Nellis—. “Tienes razón, Dolly”, dijo el tío Hiram. “Aunque seas una niña pequeña. No debería rendirme. Cuando hay fe…”
Maisie levantó la cabeza.
—Sabía que vendrías —dijo. Se volvió hacia su madre—. Te lo dije. Se volvió hacia Joanna, las mejillas sonrosadas de excitación.
—Le dije que prometiste que vendrías.
—Tienes razón, lo prometí, y lamento llegar tarde —dijo Joanna—. Ha ocurrido algo…
—Te dije que había pasado algo —le dijo Maisie a su madre—, o habría venido antes. Dijiste que probablemente se le olvidó.
“Se me olvidó —pensó Joanna—, y aún peor, desconecté mi busca y estuve fuera de contacto durante horas, horas durante las cuales podría haberte pasado algo.”
—Le dije a Maisie que estaba usted muy ocupada —dijo la señora Nellis— y que vendría a verla cuando pudiera. Es usted muy amable al pasarse por aquí teniendo tantas otras cosas que hacer.
Y pasarse por allí era todo lo que podría hacer evidentemente con la madre de Maisie en la habitación.
—Me preguntaba si no sería mejor que volviera mañana por la mañana, Maisie…
—Sí —dijo Maisie al momento—. Si te quedas un buen rato.
—¡Maisie! —exclamó la señora Nellis, molesta—. La doctora Lander está muy ocupada. Tiene muchos pacientes a los que atender. No puede…
—Prometo que vendré y me quedaré todo lo que quieras —dijo Joanna.
—Bien —respondió Maisie, y añadió intencionadamente—: Porque tengo montones de cosas que contarte.
—Desde luego que sí —dijo la señora Nellis—. El doctor Murrow le ha dado un nuevo medicamento antiarritmia, y se encuentra mucho mejor. Está completamente estabilizada y sus pulmones suenan mejor, también. Lo cual me recuerda, cielito, que no has hecho tus ejercicios respiratorios esta tarde.
Dejó el libro sobre la cama y se acercó a la encimera situada junto al lavabo para recoger el tubo de inhalación.
—Vendré mañana a primera hora —dijo Joanna, mirando el libro. En grandes letras verdes, el título era: Leyendas y lecciones.
Leyendas y lecciones. Su libro de texto de lengua tenía un título similar: Esto y lo otro. Vio de repente al señor Briarley sentado en la esquina de su mesa, alzándolo y leyéndolo en voz alta. Pudo ver el título en grandes letras doradas. Esto y lo otro. Poemas y placeres o Aventuras y alegorías o Catástrofes y calamidades. No, ése era el libro de desastres de Maisie.
—¿Mañana por la mañana cuándo? —preguntaba Maisie.
—A las diez —dijo Joanna. Algo sobre un viaje. Viajes y apuntes. Historias y viajes.
—Eso no es a primera hora de la mañana —dijo Maisie.
—Cariñito, la doctora Lander está muy, muy… V. Empezaba por V. Versos. No, Versos no. Pero algo parecido. Vasos. Voces.
—El doctor Murrow dice que quiere que hagas subir la pelotita ochenta y cinco veces, hasta esta línea —decía la señora Nellis, indicando una línea azul en el cilindro de plástico—, y yo sé que puedes hacerlo.
Maisie se metió obediente el aparato en la boca.
—Te veré mañana, chavalina —dijo Joanna, y salió a toda prisa de la habitación camino de su coche. V. ¿Qué más empezaba por V? Victorianos. Viñetas. Voces y viñetas. No, eso tampoco parecía adecuado, pero desde luego empezaba por V.
Subió al coche y salió del aparcamiento. El parabrisas se empañó inmediatamente. Encendió la calefacción, conectó el dispositivo antihielo y observó el tráfico a través del cristal empañado. Ventaja. Vesubio. Visiones. Voces y visiones. No, eso parecía uno de los libros del señor Mandrake.
Se detuvo en un semáforo, esperando a que se pusiera en verde. ¿De qué color era el libro? ¿Rojo? No, azul. Azul con letras doradas. O púrpura. Púrpura y dorado. “Estás fantaseando”, pensó. No era púrpura. Era azul, con…
El coche que tenía detrás tocó el claxon, y ella alzó la cabeza, sobresaltada. El semáforo se había puesto en verde. Pisó el acelerador, el coche se caló y trató de ponerlo otra vez en marcha. El coche que tenía detrás volvió a tocar el claxon. “No sólo estás fantaseando, no prestas atención a lo que haces”, pensó, girando la llave de contacto. El coche arrancó por fin, aunque no antes de que el coche que tenía detrás la rodeara, peligrosamente cerca, y el conductor agitara el puño. Menos mal que no era una pistola cargada.
“Preste atención a cuanto le rodea”, pensó, y trató de concentrarse en la conducción, pero la imagen del señor Briarley, sentado en la esquina de su mesa, seguía apareciendo. Sujetaba el libro. Era azul, con letras doradas, y había una imagen de un barco en la portada, la proa cortando el agua y levantando chorros de espuma. Podía verla claramente. ¿Y cómo sabía que no era una invención? O tal vez fuese al revés y hubiese imaginado el Titanic a partir de la cubierta de su libro de texto.
Pero no era esa clase de barco. Era un clipper, con velas blancas. El señor Briarley había cerrado el libro de golpe, como si hubiera terminado de leer algo en voz alta. Y si era el recuerdo de una historia o un poema, no importaba que el señor Briarley no se acordara en absoluto de ello. Bastaba simplemente con que lo buscara en el libro… si podía encontrarlo.
No estaría todavía en uso. Ya estaba pasado de moda cuando ella lo estudió y, como había dicho el señor Briarley, ahora se impartía un nuevo curriculum. Pero tal vez el señor Briarley tuviera un ejemplar para el profesor. Por el aspecto que tenían todas aquellas estanterías, no había tirado un libro jamás. Pero no recordaría dónde estaba.
Kit tal vez lo supiera, o podría buscarlo si Joanna le decía cómo era. “Sé que tenía un velero sobre fondo azul —pensó—, y se llamaba…” Entornó los ojos, tratando de ver las letras doradas, y se encontró parada ante otra luz verde, contemplando el 7-Eleven del otro lado de la calle. “Marlboro —decía el cartel—. 19,58 dólares el cartón.”
Por suerte, no tenía a nadie detrás esta vez, ni cruzando, porque consiguió volver a calar el coche a mitad del cruce. “Es una buena manera de conseguir que te maten —se dijo, arrancando—. Así no tendrás que preguntarte qué intentaba decirte Greg Menotti ni por qué viste el Titanic. Podrás averiguarlo de primera mano.”
Se obligó a concentrarse en la carretera, los semáforos, el tráfico, durante el resto del camino. Llegó a su calle, dejó atrás el Burger King. “Figuras de la Patrulla-X —decía un cartel—. Colecciona las 58.” ¿Podría haber estado intentando decirle un número de busca? Pudo ver al señor Briarley tomando el libro azul, abriéndolo: “Muy bien, clase, abran todos el libro de texto por la página 58.”
“Basta —se dijo Joanna, aparcando en su sitio y apeándose del coche—. Richard tiene razón. Te vas a convertir en Bridey Murphy. O en el señor Mandrake. Tienes que subir, darte un baño, ver las noticias y dejar que tu lóbulo temporal derecho se enfríe, porque eso es lo que es esta obsesión con Viajes y viajeros, o como se llame, un síntoma de estimulación del lóbulo temporal.”
Abrió la puerta y encendió las luces.
“Y si la llamaras y la pusieras a buscar Versos y Victorianos, no resolvería nada. Porque aunque hubiera una historia sobre los motores del Titanic parándose en la página cincuenta y ocho, la sensación de significado se transferiría a otra cosa. Además, es demasiado tarde para llamar. Molestarías al señor Briarley, y Kit ya tiene bastante encima. Y la persona a la que tienes que llamar es a Vielle. Tienes que darle las gracias por dejarte su coche y pedirle disculpas por tardar tanto en devolverlo y preguntarle qué quiere que alquiles para la próxima cena. Y que no sea El sexto sentido.”
Joanna descolgó el teléfono y marcó el número.
—Hola, Kit, soy Joanna Lander —dijo cuando Kit respondió—. ¿Sigue teniendo tu tío los libros de texto que usaba cuando daba clase?
23
No hay nada en el mundo que dure eternamente.
Joanna llamó a Kerri Jakes y luego fue directamente a ver a Maisie en cuanto llegó al hospital a la mañana siguiente. Le había dicho a las diez, pero no quería que la distrajeran con nada y volviera a olvidarse, y también quería llegar antes que la madre de Maisie.
Y Kit había dicho que llamaría en cuanto encontrara el libro. Joanna cruzó el pasillo elevado y tomó las escaleras hasta Pediatría. Posiblemente tuviera que ir a recogerlo. O ir a ver a alguien de la clase de lengua de secundaria. Había tenido que dejar un mensaje a Kerri (las mañanas eran los peores momentos en Consultas externas) y no quería jugar al escondite telefónico, así que le preguntó sobre sus clases y el libro, con la esperanza de que recordara el título. Esperaba que cuando volviera de ver a Maisie, Kerry o Kit hubiesen llamado. “Aunque no sé cómo va a encontrar Kit nada con esa patética descripción que le he dado”, pensó Joanna.
Pero Kit actuó como si su llamada fuera lo más normal del mundo (y tal vez lo era, considerando lo que tenía que estar pasando) y le preguntó inmediatamente en qué año asistió a clase, qué tamaño tenía el libro, qué grosor.
—Y cree usted que el título es Algo y algo —dijo—. Y que empieza por V.
—Eso creo —dijo Joanna—. Lamento tener tan pocos datos que ofrecerte.
—¿Bromea? —dijo Kit—. Soy una experta descubriendo cosas que la gente no recuerda. Puede que tarde un poco. El tío Pat tiene montones de libros. Antes estaban ordenados, pero…
—¿Seguro que no te importa hacer esto?
—Estoy encantada de poder ayudar —dijo Kit, y parecía sincera.
—¿Es Kevin quien llama? —la voz del señor Briarley se oyó de fondo—. Dile que estoy encantado. Y enhorabuena.
—La llamaré mañana —se despidió Kit.
Joanna no estaba segura de que fuera a ser tan pronto, considerando cuántos libros había en aquella casa y cuántos eran azules. Si era azul. Aquella mañana ya no estaba tan segura. Le parecía que el libro en el que Candy Rapunzel Simons había apoyado su espejo era rojo. Estás fantaseando, se dijo severamente, y subió las escaleras hasta Pediatría. El carrito con los desayunos seguía todavía en el pasillo y un flaco celador negro cargaba en él bandejas vacías. Joanna lo saludó y entró a ver a Maisie.
La bandeja con su desayuno, huevos revueltos, tostadas y un vaso de zumo, estaba todavía en la mesita sobre su regazo.
—Hola, chavalina —dijo Joanna, entrando—. ¿Qué tal?
—Me estoy tomando el desayuno —dijo Maisie, lo cual era una exageración. Dos bocaditos de ratón en la tostada que estaba mordisqueando, y los huevos y el zumo parecían intactos.
—Ya veo —dijo Joanna, acercando una silla a la cama y sentándose—. Bueno, venga, háblame de Pompeya.
—Bueno —repuso Maisie, soltando la tostada—, la gente intentaba huir del volcán, y algunos casi lo consiguieron. Estaba esa madre que tenía dos niñas pequeñas y un bebé que casi consiguieron llegar a la puerta. Está en mi libro azul.
Joanna se acercó obediente al armario y sacó Catástrofes y calamidades de la mochila Barbie. Se lo tendió a Maisie, quien apartó la mesita y abrió el libro.
—Aquí está —dijo, llegando a un punto con un chillón dibujo de un volcán en rojo y negro en una página y una foto en blanco y negro en la otra. Maisie señaló la foto con un dedo y se la enseñó a Joanna.
No era una foto en blanco y negro. Lo parecía porque mostraba un conjunto de moldes de escayola que parecían de ceniza gris. Yacían allí donde habían caído, la madre todavía agarrando en brazos al bebé, las dos niñas todavía aferradas a su toga.
—Este es el criado —dijo Maisie, señalando una figura enroscada, tendida cerca de ellas—. Intentaba ayudarlas a salir. —Recuperó el libro—. Montones de niños murieron pisoteados —dijo, hojeando las páginas—. Estaba éste… —Alzó la cabeza de pronto, cerró el libro de golpe y lo guardó bajo las mantas. Acercaba la mesita hacia ella cuando entró Barbara.
—Buenos días, chicas. —Barbara se acercó a mirar con desaprobación el desayuno intacto de Maisie—. No te han gustado los huevos, ¿eh? ¿Quieres cereales?
—No tengo mucha hambre.
—Tienes que comer algo —dijo Barbara—. ¿Y unas gachas de avena? Maisie hizo una mueca.
—No me gustan las gachas. ¿No puedo comer más tarde? Tengo que contarle algo importante a la doctora Lander.
—Que puede esperar hasta después de que desayunes —dijo Joanna, incorporándose inmediatamente y yendo hacia la puerta.
—¡No, espera! —gritó Maisie—. Me lo comeré. —Tomó el triángulo de tostada y dio otro mordisquito minúsculo—. Puedo comer mientras hablo con la doctora Lander, ¿no?
—Si comes —dijo Barbara con firmeza. Se volvió hacia Joanna—. La mitad de los huevos, una tostada entera y todo el zumo. Joanna asintió.
—Entendido.
—Volveré para comprobarlo —cii;o Barbara—. Y nada de esconder cosas en la servilleta.
Se marchó.
Maisie apartó inmediatamente la mesita y se inclinó para abrir el cajón de la mesilla de noche.
—Eh —protestó Joanna—. Ya has oído a Barbara.
—Sí —dijo Maisie—, pero tengo que sacar una cosa.
Metió la mano en el cajón y sacó un papelito doblado, igual que aquel otro en el que había escrito el nombre del tripulante del Hindenburg, y se lo tendió a Joanna.
—¿Qué es esto?
—Mi ECM —dijo Maisie—. Lo anoté cuando te marchaste para que no se me olvidara nada.
Joanna desplegó la hoja. “La niebla era de color gris —había escrito Maisie con elaborada letra redonda—, y oscura, como de noche, o como si alguien apagara las luces. Yo estaba en ese lugar largo y estrecho con paredes altísimas.”
—Probablemente se me olvidó algo —dijo Maisie.
—Come —ordenó Joanna. Le colocó la mesita delante y siguió leyendo. Maisie asió el tenedor y picoteó sin ganas los huevos.
—Si no vas a comer, supongo que tendré que volver en otro momento —dijo Joanna.
Maisie inmediatamente se metió un poco de huevo en la boca. Joanna la observó hasta que terminó de masticar, tragó y tomó un sorbo de zumo de manzana, y luego se sentó en su silla y leyó el resto de la ECM. “No sé si había techo. Parecía que estaba al aire libre, pero no lo sé con seguridad. Me parecía estar dentro y fuera al mismo tiempo.”
—¿Las paredes eran altas? —preguntó Joanna. Maisie asintió.
—Muy altas a ambos lados. —Alzó los dos brazos para demostrarlo—. He pensado un poco en el regreso. Fue diferente de la otra vez. Esa vez no fue tan rápido. Lo anoté.
Joanna asintió.
—¿Puedo quedarme con este papel?
—Claro —dijo Maisie, y Joanna lo dobló y se lo guardó en el bolsillo—. Pero no puedes irte todavía, tengo montones de cosas más que contarte.
—Entonces come —dijo Joanna, señalando los huevos. Maisie tomó el tenedor.
—Están fríos.
—¿Y de quién es la culpa?
—¿Sabías que encontraron huevos cuando excavaron Pompeya? Los cubrió la ceniza y se convirtieron en piedra.
—Cuatro bocados —dijo Joanna, los brazos cruzados—. Y el zumo.
—Vale —dijo Maisie, y tragó cuatro bocados minúsculos, masticando laboriosamente.
—Y el zumo.
—Ya voy. Tengo que abrir la pajita primero.
“La reina de los retrasos”, pensó Joanna. Se acomodó en la silla y vio a Maisie pelar el envoltorio, meter la pajita en el zumo, sorber un poquito. Por fin, cuando Maisie acabó, sorbió para demostrar que estaba vacío.
—Había un perro encadenado, y no saben su nombre porque no llevaba chapa, ¿sabes? Bueno, pues había una niñita así.
—¿En Pompeya?
—No —dijo Maisie, indignada—. En el incendio del circo de Hartford. Tenía nueve años. Bueno, eso es lo que creen, nadie lo sabe, porque no saben quién era. Murió por el humo. No se quemó, y pusieron su foto en el periódico y en la radio y todo. Pero no vino nadie a por ella.
—¿Nunca? —dijo Joanna. Alguien habría tenido que acabar por identificarla. Un niño no podía desaparecer sin que nadie se diera cuenta pero Maisie sacudió la cabeza rubia.
—Aja. Tenían una sala grande donde ponían a todos los cadáveres, y las madres y los padres iban y los identificaban, pero a ésta no la identificó nadie. Y no sabían su nombre, así que tuvieron que ponerle un número.
Joanna de pronto tuvo miedo de preguntar. “Que no sea el cincuenta y ocho —pensó—. No me digas que fue el cincuenta y ocho.”
—1.565 —dijo Maisie—, porque ése era el número del cadáver. Tendría que haber llevado una chapita o el nombre en la ropa o algo, como el señor Astor.
—¿Quién? —preguntó Joanna, enderezándose.
—John Jacob Astor. Estaba en el Titanic. La cara se le aplastó cuando una de las chimeneas se le cayó encima, así que no pudieron saber quién era, pero llevaba las iniciales dentro de la camisa…
Se echó mano a la bata hospitalaria y se tiró del cuello para demostrarlo.
—J. J. A, así fue como pudieron saberlo.
—¿Sabes cosas del Titanic, Maisie?
—Por supuesto. Es el mejor desastre que ha sucedido jamás. Montones de niños murieron.
—Nunca te he oído mencionarlo.
—Eso es porque lo leí antes, cuando estaba en el otro hospital. Quise ver la peli, pero mi madre no me dejó ver el vídeo porque tenía… —se inclinó hacia delante y redujo la voz a un susurro—, S-E-X-O. Pero esa chica, Ashley, a la que le quitaron el apéndice, me dijo que no, que sólo era gente desnuda. Dijo que era muy guay, sobre todo cuando el barco se puso en vertical y todo el mundo empezó a caerse, todos los platos y los muebles y los pianos y lo demás, con un enorme estrépito. ¿Sabías que el Titanic tenía cinco pianos?
—Maisie… —dijo Joanna, lamentando haber sacado el tema.
—Lo sé todo sobre el tema —dijo Maisie, absorta—. Tenían todos esos perros. Un pequinés y un airedale y un pomeranio y un bulldog francés lindísimo, y sus dueños los llevaban a pasear por cubierta, sólo que la mayor parte del tiempo tenían que quedarse en la perrera de la bodega, a excepción de aquel pequeñito, Frou-Frou, que tenía que quedarse en el camarote…
—Maisie… —dijo Joanna, pero Maisie ni siquiera la escuchaba.
—… y cuando chocaron con el iceberg, un pasajero, no sé su nombre, bajó a la perrera y…
—Maisie.
—… soltó a todos los perros —terminó Maisie—. Pero todos se ahogaron.
—No puedes hablarme sobre el Titanic —dijo Joanna—. Estoy haciendo una investigación…
—¿Quieres que te ayude? La señora Sutterly podría traerme algunos libros, y sé montones de cosas ya. No chocó en realidad con el iceberg, sólo rozó con el costado. No fue un corte muy grave, pero los compartimientos estancos…
Tenía que detener aquello.
—El doctor Wright me dijo que encontraron el cadáver de un perro en Pompeya.
—Sí —dijo Maisie. Le habló de la cadena y de cómo trató de escapar de la ceniza—. El doctor Wright me dijo que todos los perros de Pompeya se llamaban Fido, pero no me lo creo. ¿Cómo habrían sabido entonces cuándo los llamaba su amo si todos tenían el mismo nombre?
—Creo que el doctor Wright estaba bromeando. ¿Sabes que Fido significa “fiel” en latín?
—No —dijo Maisie, encantada—. Ese habría sido un nombre bueno para el perro que encontraron.
Sacó el libro de debajo de las mantas y empezó a pasar páginas hasta encontrar otra de las ilustraciones.
—Este estaba intentando salvar a esta niñita. —Le mostró la imagen a Joanna. Los moldes de escayola del perro de largo hocico y la niñita yacían acurrucados contra una pared, los miembros entrelazados—. Pero no pudo. Los dos murieron.
Recuperó el libro.
—Tampoco tenía chapa —dijo y se lanzó de repente hacia el libro otra vez.
Joanna miró hacia la puerta. Maisie alzó las mantas para esconder el libro bajo ellas, pero se detuvo y lo dejó en la cama cuando vio entrar al celador negro.
—Hola, Eugene —dijo, recogiendo su bandeja y entregándosela.
—Hola, Eugene —dijo Joanna—. Tiene que dejar la bandeja. Maisie va a terminar los huevos primero.
—Tiene que recoger todas las bandejas al mismo tiempo —dijo Maisie.
—No, no importa —contestó Eugene, soltando la bandeja—. Puedo regresar por ella más tarde. —Le hizo un guiño a Joanna.
—Gracias —dijo Joanna. Eugene salió. Joanna se levantó—. Yo también tengo que irme.
—No puedes. Prometiste que ibas a quedarte todo el tiempo que quisiera. Tengo que enseñarte esta imagen.
Le enseñó al menos veinte fotos más antes de dejarla ir: ruinas excavadas, baños romanos reconstruidos, un brazalete de oro, un espejo de plata, dibujos de personas con togas blancas huyendo aterrorizadas de un volcán en erupción rojo y dorado, de gente acurrucándose en columnatas oscurecidas por la ceniza. “Y si no veo el Vesubio esta vez —pensó Joanna, camino de su despacho—, entonces la teoría de Richard tiene que estar equivocada.”
Abrió la puerta, entró y comprobó su contestador automático. La luz parpadeaba casi histérica.
—Tiene veintitrés mensajes —escuchó cuando pulsó el botón. “Y todos del señor Mandrake y ninguno de Kit ni de Kerri Jakes”, pensó Joanna, pulsando “play”.
Pues no. Tres eran de Maisie, uno de Richard y cuatro de Vielle, todos tratando de encontrarla la tarde anterior.
—Hola, recuerdas que tienes mi coche, ¿verdad? —empezaba el último de Vielle—. Me marcho ya. Cuando vuelvas, deja las llaves a la enfermera de recepción. Creo que voy a alquilar 60 segundos o Grand Theft Auto para nuestra próxima noche de picoteo.
Hubo una pausa y luego Vielle jadeó:
—Oh, Dios mío, no me vas a creer quién acaba de entrar. ¿Te acuerdas de aquel policía tan guapo que vino a hablarnos del tipo de la pistola de clavos, el que se parece a Denzel Washington? Bueno, está aquí, y parece que va a asistir a la reunión. ¡Oficial Right, allá voy!
Joanna sonrió y pulsó “borrar” y “siguiente mensaje”.
—Hola, soy Kerri Jakes. ¿Que si me acuerdo del nombre de nuestro libro de lengua del instituto? ¿Bromeas? Casi no me acuerdo del instituto. ¿Para qué lo necesitas? No me digas que en realidad no te graduaste y van a examinarte otra vez. Pero no, no recuerdo el nombre del libro, y lo único que recuerdo de secundaria es a Randy Inman porque estaba coladita por él, y me pasaba por delante de la puerta de la clase del señor Briarley esperando a que saliera.
Kerri tenía razón. No recordaba el instituto. Joanna pulsó “siguiente mensaje”.
—Soy Elspeth Haighton. Estoy intentando contactar con la doctora Lander. La sesión que fijamos no va a poder ser. Tengo una reunión de la liga juvenil ese día. Por favor, llámeme y buscaremos otra techa.
“Difícilmente”, pensó Joanna, pero marcó el número de la señora Haighton. Comunicaba. ¿Cómo podía estar comunicando? Nunca estaba en casa. Siguió escuchando mensajes.
Había tres seguidos del señor Mandrake. Todos empezaban por: “Nunca responde usted a los mensajes de su busca, doctora Lander.” Quería hablar con ella sobre unos detalles sorprendentes que había recordado la señora Davenport.
—Son tan vividos y auténticos que no podrán dejar de convencerla de que lo que se experimenta a través de la ECM es, de hecho, real.
“Pero no lo es —pensó Joanna—, aunque tiene razón en que los detalles son vividos y auténticos.” Podía ver los lazos de encaje del camisón de la joven, la expresión asustada de su rostro, la luz de los apliques del pasillo. Pero eso no era el Titanic de verdad, a pesar de la realidad de la visión. Era otra cosa.
—… no sólo el tío Alvin de la señora Davenport, sino los espíritus de Julio César y Juana de Arco la esperaban para darle la bienvenida al Otro Lado —estaba diciendo el señor Mandrake.
Joanna borró el mensaje y siguió con el resto, saltándoselos y olvidándolos, excepto el del señor Wojakowski, que la había llamado para decirle que la investigación sobre audición iba a durar ocho semanas y después de eso estaría disponible de nuevo para el proyecto, pero en realidad para contarle la historia del hundimiento del Yorktown y los hombres colocando los zapatos en fila sobre la cubierta otra vez. Ese no se lo saltó. Lo borró y pulsó “siguiente mensaje”, preguntándose cuánto tardaría en terminar con todos los mensajes.
—Soy Kit Gardener. Estoy intentando contactar con Joanna Lander —dijo la voz de Kit—. Creo que he encontrado el libro.
Al fondo, la voz del señor Briarley decía: “¿Joanna? La novia.” Luego debió de alejarse del teléfono, porque Joanna sólo entendió parte de lo que dijo: “No era… la clave…”
—Es azul con letras doradas, y se llama Voces y Viajes —continuó Kit—. ¿Le suena eso de algo?
No le sonaba, pero el título empezaba por V, como Joanna recordaba.
—Estoy bastante segura de que es ése. Tiene un barco en la portada. El tío Pat —Kit bajó la voz— suele echar una cabezada entre las once y la una, y ésa sería una buena hora.
—La novia ha entrado en el salón —decía la voz del señor Briarley—. Roja es como una rosa. ¿Has visto mi libro de notas, Kit?
—Será mejor que me vaya —dijo Kit—. Adiós.
La máquina pitó indicando el final del mensaje.
Joanna miró el reloj. Las once y media. Recogió el bolso, las llaves y el abrigo y subió al laboratorio. Richard estaba ante la consola, la barbilla apoyada en la mano, contemplando los escaneos.
—Tengo que comprobar una cosa —dijo ella—. Volveré a la una. Él asintió sin darse la vuelta, y ella salió camino del ascensor.
—¡Espera! —Richard se acercó corriendo, y Joanna pensó, al verlo acercarse así: “Sí que es guapo”—. Quería hablar contigo antes de que llegue Tish. Creo que no deberíamos hablar del Titanic delante de ella. Si es que ves el Titanic, cosa que no creo. Voy a aumentar la dosis, lo cual debería cambiar los estímulos del lóbulo temporal, sobre todo el estímulo inicial, y creo que producirá una pauta de A+R completamente distinta.
—Pero por si lo veo, quieres que registre mi testimonio en mi despacho.
—O en la otra punta del laboratorio. Sé que tienes que grabarlo lo antes posible después de la ECM —dijo él. Parecía avergonzado—. No es que crea que Tish vaya a ir a contárselo al señor Mandrake, pero…
—Barcos mejores se han hundido —dijo Joanna.
—En este caso, literalmente —sonrió Richard—. ¿Has dicho que volverás a la una? Joanna asintió.
—Muy bien —dijo él, regresando al laboratorio—. ¿Tuviste ocasión de echarle un vistazo a esas ECM múltiples?
—Todavía no —contestó ella, pulsando el botón para bajar—. Empezaré con ellas en cuanto regrese. Oh, llamó la señora Haighton. No puede venir el jueves.
—Sabía que era demasiado bueno para ser cierto. Te veo a la una.
Richard le dijo adiós con la mano por encima del hombro. El ascensor se abrió. Joanna entró y se encontró cara a cara con Vielle. Iba con su traje hospitalario y su gorrita y llevaba fundas esterilizadas encima de los zapatos.
“Eso te pasa por no mirar por dónde vas”, pensó Joanna.
—Vielle, ¿qué estás haciendo aquí? No habrás tenido otro incidente, ¿verdad?
—¿Incidente?
—Sí, ya sabes, un loco drogado con picara tratando de apuñalar a la gente. Como el último incidente, que te olvidaste de contarme. Vielle, tienes que pedir el traslado…
—Lo sé, lo sé —dijo Vielle, agitando una mano—. Tendrás que soltarme el sermón en otro momento. Estoy en mi rato de descanso. Tengo que volver, y he subido a decirte tres cosas. ¿Vas a bajar? —preguntó, mirando el abrigo y el bolso de Joanna. Obviamente, iba a bajar.
—Sí —dijo, y pulsó para bajar—. ¿Qué tres cosas?
—Una, mañana por la noche vendrá bien para el picoteo si os va bien a Richard y a ti. Dos, la doctora Jamison estuvo en Urgencias el otro día, está trabajando con uno de los internos en algún proyecto, y no tienes nada de lo que preocuparte. Tiene sesenta años como poco. Y tres, descubrí lo que me preguntaste.
—¿Sobre la doctora Jamison? —dijo Joanna, confundida.
—No, sobre la película. Me preguntaste si había una escena con la gente en cubierta cuando los motores se pararon, ¿no? Pues no la hay. Hay una escena con gente asomando la cabeza por la puerta de los camarotes y mozos diciéndoles que suban a la cubierta de los botes…
El ascensor trinó y la puerta se abrió. “Bueno, está vacío, así que nadie nos escuchará”, pensó Joanna, entrando después de Vielle, que pulsó la planta baja.
—… y en otra escena, la madre de Kate Winslet y su espantoso prometido están de pie con los salvavidas junto a la Gran Escalera esperando que arríen su bote.
—Creí que habías dicho que tu reunión duró hasta las once y media —dijo Joanna, confundida. Sin duda Vielle no había salido después de la reunión a alquilar el vídeo.
—Y duró —dijo Vielle—. Te habría llamado anoche para contártelo, pero era demasiado tarde. Hay una escena en cubierta en que los pasajeros juegan con trozos de hielo, y otra donde sueltan vapor, y es tan ensordecedor que nadie oye nada, pero Heidi dice que no recuerda nada con gente de pie por ahí sin saber qué ha pasado.
—¿Heidi? —preguntó Joanna bruscamente.
—Sí, durante uno de los descansos en la reunión vi a Heidi Schlagel. Trabaja en seguros, pero antes trabajaba aquí de tres a once, y es la fan más grande del mundo de Leonardo Di Caprio. Nos volvía locas hablando sobre Titanic. La ha visto unas cincuenta veces. Supuse que si alguien sabía la respuesta a tu pregunta, tenía que ser Heidi, y lo sabía —dijo Vielle, sonriendo, obviamente satisfecha de ser tan lista.
—Te pedí que alquilaras el vídeo —dijo Joanna, mirando ansiosamente el indicador de plantas, esperando que nadie entrara en mitad de la conversación.
—Lo sé. —Vielle parecía sorprendida—. Pero sabía que no podría verla hasta esta noche, y parecía que lo necesitabas rápidamente. Si el señor Mandrake se entera de esto…
—Te dije que no se lo dijeras a nadie. Vielle frunció el ceño.
—No le dije para qué lo quería. Ni siquiera mencioné tu nombre. Ella cree que soy yo quien lo quería saber.
—¿Pero y si te vio hablando conmigo?
—¿Qué? —preguntó Vielle, asombrada—. Estás completamente paranoica. Te lo he dicho, Heidi trabaja en seguros, y aunque nos oyera, no pensaría una cosa así. Piensa que todo el mundo se pasa la vida hablando de Titanic. Cuando le dije que tenía una pregunta que hacerle, tuve que escuchar toda una letanía sobre lo maravilloso que estaba Leo —dijo la palabra con acento de niña pija— en Gángsters de Nueva York y cómo los críticos no lo aprecian antes de que pudiera preguntarle siquiera. Y después de darme la respuesta, se pasó el resto del descanso diciéndome cómo la Gran Escalera era una réplica exacta de la que había en el Titanic, con reloj y claraboya y todo. Confía en mí, no creo que recuerde siquiera que le hice una pregunta, tan contenta estaba de encontrar a alguien que la dejara hablar a sus anchas del tema.
“Eso espero”, pensó Joanna, ¿pero cuánta gente las había oído hablar? Chismorreo General…
—No comprendo por qué una apuesta entre Richard y tú tiene que ser un secreto de Estado, pero si te preocupa, puedo pedirle a Heidi que no le diga nada a nadie…
—¡No! —dijo Joanna. Si Heidi no sospechaba nada, esto sin duda la haría recelar, y si ya sospechaba, lo empeoraría—. No, no pasa nada, no importa —dijo, tratando de parecer intrascendente—. Es que me preocupa que ahora cada vez que la veas te contará lo maravilloso que estaba Leo en La playa. —Trató de sonreír—. ¿Hiciste algún avance con el oficial Right en la reunión?
—No tuve ocasión. Esperaba que no trajeras mi coche de dondequiera que lo tuvieses, para así pedirle que me llevara a casa. Por cierto, ¿adonde fuiste con tanta prisa?
—¿Entonces por devolverte el coche te arruiné el plan? Si lo hubiera sabido…
—No fue culpa tuya. Se marchó antes del descanso. ¿Adónde fuiste? El ascensor se abrió en la planta baja.
—¿Y adonde vas ahora?
—Tengo que hacer un recado —dijo Joanna. Y lo último que quería era ir hasta Urgencias con Vielle, camino del aparcamiento, y darle la oportunidad de acribillarla a preguntas—. Acabo de acordarme de que quería ir a la dos-este —dijo Joanna, pulsando el dos—. Mañana me viene bien para la noche del picoteo —añadió, deseando que la puerta se cerrase—. Le preguntaré a Richard si puede venir.
Vielle impidió con la mano que la puerta se terminara de cerrar.
—¿Te encuentras bien? Ayer me…
—Estoy bien. Sólo muy ocupada. Ha habido tantas ECM…
—¿Por eso saliste ayer a toda prisa? ¿Para entrevistar a un caso? —preguntó Vielle, y la alarma de la puerta empezó a sonar, afortunadamente.
—¿Te toca a ti o a mí alquilar las películas? —preguntó Joanna por encima del sonido.
—A ti —dijo Vielle, y dejó ir la puerta, reacia—. Todavía no has… La puerta empezó a cerrarse.
—Intentaré conseguir alguna en la que salga Denzel Washington. ¿Cómo se llama esa de la Guerra Civil?
—Glory.
—Glory —dijo Joanna, y vio cómo la puerta se cerraba ante el preocupado rostro de Vielle.
24
Espera hasta que haya resuelto mi problema.
Las calles estaban casi tan vacías de tráfico como la noche anterior. Joanna consiguió llegar a casa del señor Briarley en menos de quince minutos. Si al menos el libro que Kit había encontrado fuera…
No lo era. Lo supo en cuanto Kit, descalza y con un top blanco a tiras y vaqueros, la condujo a la biblioteca, explicando en voz baja:
—El tío Pat está descansando.
Le mostró el libro.
Debería haber sido el acertado. Tenía una portada azul, letras doradas, un gracioso clipper a toda vela, la proa cortando bruscamente las olas verdiazules, todo lo que Joanna había descrito. Pero no era ese libro.
—No era un clíper. —Joanna observó la portada—. Era uno de esos barcos como el que tenía sir Francis Drake, una carabela —dijo, recuperando súbitamente la palabra de algún lugar perdido en las profundidades de su memoria a largo plazo—, y era más pequeño. Lo siento. —Sacudió la cabeza, disculpándose—. Es exactamente como te dije, lo sé.
—Si no es, no es —dijo Kit filosóficamente. Agitó la mano ante las alas de libros que llenaban la biblioteca—. Sólo he empezado a buscar. ¿El libro era más pequeño? —preguntó, señalando Voces y viajes.
—No, el libro es del mismo tamaño, pero recuerdo la ilustración más pequeña.
—¿Y el color? ¿Era azul claro o azul oscuro?
—Oscuro, creo —dijo Joanna—. No estoy segura. Lamento ser tan poco concreta. Lo reconocería si lo viera.
Kit asintió, devolviendo el libro a la estantería.
—Llamé al instituto esta mañana por si usaban el mismo libro en sus clases de lengua, pero no pudieron darme ninguna información. Casi parecía que intentaba robarles documentos altamente secretos o algo por el estilo.
Joanna asintió, recordando a la mujer de la oficina.
—No pretendía causarte tantos problemas.
—Oh, no importa —dijo Kit alegremente—. Me da algo en qué pensar… y es una especie de búsqueda del tesoro.
—Bueno, te lo agradezco de veras —dijo Joanna, yendo hacia la puerta—. Y si recuerdo algo más concreto, te llamaré.
—Oh, no se irá a marchar ya, ¿verdad? —preguntó Kit, y lo dijo exactamente igual que Maisie—. Esperaba que tuviera tiempo de tomarse una taza de té.
Joanna miró el reloj.
—Tengo que estar de vuelta a la una —dijo, vacilante.
—Sólo tardaré un minuto en calentar el agua —aseguró Kit, conduciéndola hacia la cocina—. Hice galletas esta… ¡oh, no!
—¿Qué pasa? —preguntó Joanna, intentando ver más allá.
—Creía que estaba dormido —dijo Kit, como si no hubiera oído a Joanna, y corrió por el pasillo y subió las escaleras—. Discúlpeme un momento. Ahora mismo vuelvo.
Joanna se asomó a la cocina, temerosa de lo que pudiera ver allí. Sobre la mesa había un plato vacío con unas cuantas migajas. Al lado había una cacerola y dos sartenes y, en el suelo de losas rojas y blancas, más sartenes y tapas y tazones de latón, moldes de galletas, moldes de tartas y una gran plancha para asar.
Kit bajó las escaleras.
—Lo siento —dijo, tranquila ya. Entró en la cocina y empezó a recoger las sartenes—. Ahora está dormido. Debió de bajar mientras estábamos en la otra habitación.
Metió dos sartenes más pequeñas dentro de otra más grande y las guardó en una alacena, junto al fregadero.
—Sacar las cosas de los cajones y las alacenas es una conducta común de quienes padecen Alzheimer —explicó, guardando la cacerola.
“Y una pesadilla para la gente que vive con ellos”, pensó Joanna.
—¿Puedo ayudar?
—No, ya está —dijo Kit, quitando la tapa de una olla y sacando dos libros. Los colocó sobre la mesa—. Siéntese. Prepararé el té.
Sacó dos tazones de una alacena superior, los llenó de agua y los metió en el microondas. Pulsó los botones.
—El problema es que cada vez duerme menos —confesó, colocando el azúcar y las bolsas de té sobre la mesa—. Antes dormía un par de horas durante el día. —Sacó dos cucharas—. Ahora casi no duerme nada, ni siquiera de noche. La pregunta es —dijo, contemplando la habitación, las manos en las caderas—, ¿dónde ha metido las galletas?
Miró en el frigorífico, el congelador, la basura.
—¿Se las habrá comido? —preguntó Joanna, pensando: “No puedo creer que estemos hablando del señor Briarley, que lo sabía todo sobre Dylan Thomas y las esposas de Enrique VIII y el drama de la época de la Restauración.”
—No suele tomar comida. Casi no tiene apetito. Kit abrió los cajones uno tras otro, y luego contempló la cocina, especulativamente.
—Normalmente hay una lógica en lo que hace y lo que dice, aunque a veces es difícil encontrarla. Se acercó al horno y lo abrió.
—Ah, aquí están —dijo, sacando la parrilla superior, donde estaban las galletas ordenadas en filas. Tomó el plato de las galletas y empezó a colocarlas dentro—. Por suerte, no ha sido en el lavaplatos.
Depositó el plato sobre la mesa. El microondas avisó, y Kit sacó las tazas, le tendió una a Joanna y se sentó frente a ella.
—¿Cuánto tiempo lleva así el señor Bri… cuánto tiempo lleva así tu tío? —preguntó Joanna.
—¿Sacando las cosas de las alacenas, o con Alzheimer? Con las alacenas, sólo un par de meses. El Alzheimer se lo diagnosticaron hace cinco años, pero yo empecé a notar cosas dos años antes.
Eso sorprendió a Joanna. Por lo que Kit había dicho, creía que se había mudado a vivir con su tío cuando descubrieron que tenía Alzheimer, pero al parecer llevaba viviendo con él desde antes. ¿Mientras iba a la facultad?, se preguntó, recordando la foto de Kit delante del salón de actos de la universidad. La facultad estaba sólo a unas manzanas.
—La pérdida de memoria empezó probablemente varios años antes —estaba diciendo Kit, mojando su bolsa de té—. Hace falta tiempo para que se desarrollen los síntomas, y los pacientes de Alzheimer aprenden a esconderlos realmente bien.
Joanna pensó en el señor Briarley murmurando el día antes: “Coleridge, un romántico sobrevalorado.” Se preguntaba si recordaba siquiera quién era Coleridge.
—No sé cuánto sabe usted de la enfermedad —dijo Kit, ofreciéndole a Joanna una galleta—. Los primeros síntomas son leves: olvidarse de citas, colocar cosas en sitios equivocados… El tío Pat no dejaba de perder su libro de calificaciones y un par de veces se olvidó de algún claustro… El tipo de cosas que se achacan a la edad o el estrés. —Puso azúcar en su té y lo removió—. Es gracioso que usted mencionara el Titanic ayer, porque fue así como me di cuenta de que algo iba realmente mal. Fui a ver la película y, después de haber escuchado al tío Pat hablar del tema durante años, la odié.
—Yo también.
—Oh, bueno, entonces sabe a qué me refiero. Volví a casa y le dije al tío Pat que en la película todos parecían unos cobardes, incluso Lightoller y Molly Brown, y que habían tergiversado todo tipo de hechos… ¡como Murdoch disparándole a un pasajero! Y él se puso furioso, como yo esperaba. Dijo que iba a escribirle una carta de protesta a James Cameron por la mañana, y cuando me fui a la cama, había sacado todos sus libros sobre el Titanic, para buscar cosas y así poder citarlas exactamente.
Tomó un sorbo de té.
—A la mañana siguiente le pregunté si había escrito ya la carta —dijo, y toda la desesperación de Amelia Tanaka y Greg Menotti asomó a su voz—. No recordaba nada de la carta ni de nuestra conversación, ni siquiera que yo había ido a ver la película. Ni siquiera sabía quién era Lightoller.
“Y ayer yo entré de sopetón —pensó Joanna—, para hablarle no sólo del Titanic, sino para preguntarle al señor Briarley si recordaba qué había dicho en clase.”
—Kit, lo siento mucho —dijo—. Si hubiera sabido…
—Oh, no, no pasa nada. Sólo quería que supiera por qué actué de esa manera tan peculiar ayer, preguntándole si la había enviado mi madre y todo eso. Mi madre y yo tenemos distintas opiniones en lo referente al tío Pat. Ella siempre está enviando a gente para que intente convencerme de que hay que internarlo en una residencia. Piensa que cuidar de él es demasiado para mí.
“Comprendo por qué lo piensa”, pensó Joanna, mirando las clavículas dolosamente flacas, los ojos ensombrecidos. Había dicho que el señor Briarley no dormía. Joanna supuso que ella tampoco.
—Sé que el tío Pat tendrá que ser ingresado algún día —dijo Kit—, pero quiero que se quede aquí mientras sea posible. Fue muy bueno contigo y… por eso, cuando usted dijo que trabajaba en el Mercy General supuse… ¿Qué hace en el Mercy General? —preguntó con curiosidad.
—Soy psicóloga cognitiva —dijo Joanna, y se preguntó si debía dejarlo ahí, pero Kit le recordaba a Maisie en más de un sentido, y Maisie odiaba que no le dijeran la verdad—. Estoy trabajando en un proyecto de investigación referido a las experiencias cercanas a la muerte. Ya sabes, los fenómenos con luces y túneles.
Kit asintió.
—He leído La luz al final del túnel. Mi primo me obligó a leerlo después de… —Se detuvo, las mejillas coloradas por la ira o la vergüenza.
“¿Y qué podría ser peor que descubrir que tu tío tenía Alzheimer? —pensó Joanna—. Hacer que tu primo te castigara con Maurice Mandrake.”
—No trabaja usted con el señor Mandrake, ¿verdad? —preguntó Kit, desafiante.
—No —respondió Joanna.
—Menos mal. Me pareció un libro espantoso. “No se preocupen, los muertos no están muertos en realidad y no se han marchado en realidad. Todavía pueden enviar mensajes desde el Otro Lado.”
—Lo sé. Trabajo con el doctor Wright. Es neurólogo. Estamos intentando descubrir qué son las experiencias cercanas a la muerte, y por qué las experimenta el cerebro moribundo.
—¿El cerebro moribundo? —dijo Kit—. ¿Significa eso que todo el mundo las tiene? Creía que era algo que sólo le pasaba a unas cuantas personas.
—No, aproximadamente el sesenta por ciento de los pacientes revividos cuentan haber tenido experiencias cercanas a la muerte, y todos ellos han sufrido ciertos tipos de muerte determinados: ataques al corazón, hemorragias, traumatismos.
—¿Se refiere a cosas como accidentes de automóvil?
—Sí, y apuñalamientos, accidentes industriales, tiroteos. Naturalmente, no podemos saber cuántas personas que no reviven las tienen.
—¿Pero son agradables para las que las tienen? Quiero decir, ¿no son aterradoras?
Joanna pensó en la joven, de pie en cubierta, preguntándole al mozo: “¿Qué ha ocurrido?” llena de temor. Y en Amelia, diciendo: “Oh, no, oh, no, oh, no.”
—¿Son aterradoras? —preguntó Kit—. El tío Pat tiene alucinaciones a veces. Ve a gente de pie ante su cama o en la puerta.
En la puerta. Joanna tendría que decírselo a Richard. El Alzheimer lo causaba un mal funcionamiento neuroquímico. Tal vez hubiera una conexión.
—… y a veces las cosas que dice parecen indicar que está reviviendo hechos pasados.
“ A+R”, pensó Joanna.
—La mayoría de la gente que ha tenido experiencias cercanas a la muerte cuentan que se ha sentido cálida, a salvo y amada —dijo tranquilizadoramente—. El doctor Wright ha encontrado pruebas de niveles elevados de endorfinas, lo cual apoya esa teoría.
—Bien —dijo Kit, y luego sacudió la cabeza—. Lo que el tío Pat experimenta son casi siempre cosas inquietantes o aterradoras. Es como si no pudiera olvidarlas y no pudiera recordarlas al mismo tiempo, y las vive una y otra vez. Es como si intentara encontrarles sentido, aunque su recuerdo de ellas ha desaparecido. —Se llevó las manos a la cara un instante—. El libro dice que no hay que enfrentarse a él ni contradecirlo, pero tampoco hay que seguirle la corriente con respecto a la alucinación, lo cual es difícil.
—Parece muy difícil —dijo Joanna. Kit sonrió sin alegría.
—Pensaba que morirte de pronto es lo peor que te podía pasar, y ahora sé obviamente que no. —Se enderezó en su asiento—. Lo siento, usted no quiere oír todo esto. No pretendía ponerme así. Es que apenas puedo hablar con nadie sobre el asunto, y cuando lo hago… —Hizo una mueca—. Está claro que necesito salir más.
—Deberías venir a la noche del picoteo, mañana —dijo Joanna impulsivamente.
—¿Noche del picoteo?
—Sí. No es un acontecimiento organizado ni nada por el estilo, sólo un encuentro casual. Vienen el doctor Wright y mi amiga Vielle… Te encantará. Nos reunimos y vemos pelis en vídeo y comemos y charlamos. Sobre todo charlamos. Lo usamos como válvula de escape, y parece que te vendría bien. ¿Te gusta el cine?
—Sí. No he visto una peli desde hace mucho tiempo. El tío Pat confunde lo que ve en la pantalla con la realidad. Suele pasar con los enfermos de Alzheimer. Sería maravilloso ver una película, pero… —Sacudió la cabeza—. Gracias, pero me temo que no puedo.
—¿Es porque no tienes a nadie que se quede con él?
—Oh, no, mi madre viene cuando tengo que ir a comprar al supermercado, pero… —Estaba mirando la alacena, y Joanna adivinó en qué estaba pensando. Si el señor Briarley volvía a sacar todas las sartenes, su madre usaría el hecho como argumento para internarlo en una residencia.
—¿Has llamado alguna vez a Eldercare? —preguntó Joanna—. El Mercy General tiene un programa de gente que viene a casa. Son muy buenos. Conozco a una de las personas que trabajan en el programa. Si quieres la llamo.
—Pero si la noche del picoteo es mañana…
—Tienen un programa de emergencia de doce horas —dijo Joanna—. Saben que la gente que los llama suele estar apurada. Tienen voluntarios especializados en Alzheimer —dijo, pero Kit estaba sacudiendo ya la cabeza.
—Me parece maravilloso, pero siempre temo que pase algo mientras estoy fuera, y si llamo a casa para comprobarlo, consigo que se preocupe. Gracias por invitarme, pero será mejor que no.
—Deberías comprar un busca —dijo Joanna, sacando el suyo del bolsillo para enseñárselo—. O un teléfono móvil. Así podrán contactar contigo donde estés.
A menos que lo dejara en el coche mientras iba corriendo al supermercado, como la novia de Greg Menotti.
—Un teléfono móvil. No se me había ocurrido. Tendré que ver… ¿Cree que podrán venir mañana por la noche? Joanna asintió.
—Si quieres venir, puedo recogerte.
—No sé… ¿puedo llamarla mañana y decírselo?
—Claro.
—O antes, si encuentro el libro. Si el tío Pat se queda dormido un rato, bajaré al sótano y empezaré por los libros…
—Oh, has hecho galletas —dijo el señor Briarley, entrando en la cocina.
—Creía que te habías echado un rato, tío Pat.
—Lo hice, pero he oído voces y he supuesto que había venido Kevin. Oh, hola —le dijo a Joanna.
—Hola, señor Briarley.
—¿Quieres una taza de té? —preguntó Kit, buscando una taza y un plato de porcelana.
—No, estoy bastante cansado. Creo que iré a echarme. Encantado de conocerla —le dijo a Joanna, y echó a andar pasillo abajo.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Kit, y corrió tras él. Joanna les oyó subiendo las escaleras, y luego la voz del señor Briarley que decía:
—Se nota al verlo. Es la viva imagen reflejada. “Será mejor que piense en regresar”, se dijo Joanna, y miró el reloj. Las doce y media.
—Oh, Dios mío —exclamó, y empezó a ponerse el abrigo. Salió al pasillo—. Kit —llamó desde el pie de las estrechas escaleras de madera, la mano en la barandilla—. Tengo que irme. Te llamaré mañana para lo del picoteo.
Kit se asomó en lo alto.
—Vale —dijo—. La llamaré si encuentro el libro. Joanna abrió la puerta principal. Cuando salía, oyó decir al señor Briarley:
—¿No vas a decirle adiós a Kevin?
¿Había un Kevin, se preguntó Joanna, mientras regresaba al hospital conduciendo todo lo deprisa que le permitía el tráfico, o era una de las alucinaciones de las que había hablado Kit? Recordó la foto de Kit y el joven rubio en la biblioteca. ¿No estuvo dispuesto o fue incapaz de lidiar con los cuidados que exigía un enfermo de Alzheimer, o Kid simplemente había renunciado a él, como había renunciado aparentemente al cine, a su educación, a su libertad?
“¿Y cómo acabó cuidando a su tío?”, se preguntó Joanna, saltándose un semáforo en ámbar. Su madre parecía la elección lógica para hacerlo, y estaba preocupada por cómo afectaba a Kit.
—Sin duda, es para preocuparse —murmuró Joanna.
Entró en el aparcamiento del hospital a todo gas. Había un misterio allí, pero, fuera cual fuese, ahora no tenía tiempo para resolverlo. Tenía que llegar arriba.
Era la una menos diez. Ni siquiera tuvo tiempo de tomar la ruta trasera. Tendría que usar el ascensor principal, y por favor, que no se encontrara con el señor Mandrake.
Tuvo suerte. Llegó a la sexta planta sin ver un alma conocida y corrió al laboratorio, quitándose el abrigo por el camino. Richard estaba ante la consola, Tish junto a la mesa de reconocimiento, conectando una bolsa de suero salino a la percha.
—… he encontrado un nuevo sitio para la Hora Feliz —la oyó decir Joanna mientras entraba.
—Lamento llegar tarde —dijo—. He descubierto algo interesante. El señor Briarley…
Richard le dirigió una mirada de advertencia y asintió en dirección a Tish, pero Joanna lo ignoró.
—Tiene Alzheimer, y su sobrina dice que tiene alucinaciones donde ve gente alrededor de su cama o de pie en la puerta.
—Interesante —dijo Richard—. El Alzheimer está causado por una falta de acetilcolina, aunque no en niveles elevados. ¿Dijo si tenía otros elementos de ECM?
—dijo que parecía estar reviviendo acontecimientos pasados.
—La revisión de vida —dijo Richard—. Me pregunto…
—¿Podemos empezar? —preguntó Tish—. Tengo una cita con el oculista.
“Con el dentista”, corrigió mentalmente Joanna, pasando al vestidor.
Se puso la bata, se acercó a la mesa, se subió y se tendió en ella. Tish empezó a colocar las almohadillas de gomaespuma bajo sus brazos y piernas.
—¿Le gusta Tommy Lee Jones? —dijo, mirando a Richard—. Tiene una nueva película que me muero por ver.
Se situó al otro lado de Joanna y empezó a colocar los electrodos. Richard se acercó.
—¿Preparada? —le preguntó a Joanna. Ella asintió, lastrada por los electrodos.
—He ajustado la dosis, y voy a aumentar el tiempo que pases en sueño no-REM. No sé qué veremos.
“¿Qué será?”, se preguntó Joanna, viendo a Tish conectar la intravenosa.
—Me encantó en Volcano —dijo Tish, metiéndola en su sitio—. ¿La ha visto?
“No, pero a este paso es posible —pensó Joanna. Podía ver el reloj de pared desde donde estaba, aunque Richard lo había movido de sitio. La una menos cinco—. Tenemos que bajarlo.”
—Me encantó esa escena en el túnel —dijo Tish, cubriendo los ojos de Joanna con el antifaz y conectando los electrodos—. Veían la luz al fondo y no sabían qué era, y luego se dan cuenta de que es lava fundida y que viene directamente hacia ellos. Y la parte en que la lava atrapa al tipo y…
En ese punto Tish le colocó piadosamente los auriculares y Joanna permaneció tendida, esperando a que Richard se acercara y los levantara para preguntarle si estaba preparada.
“¿Preparada para qué? —se preguntó—. ¿Para una lluvia de ceniza? ¿Para Tommy Lee Jones? El Vesubio entró en erupción a la una”, y apareció en el túnel.
El pasillo estaba silencioso, como si un fuerte ruido hubiera cesado. La luz brillaba, cegadoramente dorada, desde la puerta abierta. “Si es el Vesubio, ponte la mano en la boca y la nariz y regresa”, se dijo, dirigiéndose hacia la puerta. Pero no era el Vesubio, ni un tren de cara, ni el pasillo del tercer piso, y lo supo desde el momento en que llegó. Era el Titanic, y a través de la puerta abierta pudo ver a la mujer del camisón blanco hablando con la mujer de los guantes blancos.
—Estoy segura de que no tenemos que preocuparnos, Edith —dijo la mujer de los guantes.
—Vaya a buscar al señor Briarley —le dijo el hombre de la barba al sobrecargo—. Él nos lo podrá decir.
—Sí, señor —dijo el sobrecargo.
—Estaremos en nuestro camarote.
—Sí, señor —dijo el sobrecargo, y se dirigió hacia la luz.
Joanna intentó ver hacia dónde iba, pero el resplandor era demasiado intenso. Avanzó, intentando ver, y entonces se detuvo. Tengo que cruzar el umbral, pensó, y experimentó de nuevo la sensación de temor.
“Una voz dijo: “No se os permite estar en este lado” ”, había dicho la señora Grant. Y el señor Olivetti: “Supe que si atravesaba esa puerta podía no regresar jamás.” ¿Y si, una vez en cubierta, no podía regresar? ¿Y si Vielle tenía razón, y la ECM era algún tipo de proceso de muerte que podía ser disparado cruzando el umbral?
“No lo es —pensó Joanna—. Los dos están equivocados, y el señor Mandrake también. La ECM no es una puerta al Otro Lado. Es otra cosa, y tengo que averiguar qué.” Pero cuando llegó a la puerta, se detuvo de nuevo y miró el suelo. La luz lo alumbraba y la diferencia entre la madera encerada del pasillo y las tablas sin barnizar de la cubierta estaba claramente marcada.
Joanna se llevó la mano al pecho, como para calmar su corazón.
—Morir será una aventura gigantesca —dijo, y atravesó el umbral y salió a cubierta.
25
Ahora podemos cruzar las cambiantes arenas.
—El señor Briarley podrá explicarlo todo —le dijo el hombre de la barba a las mujeres. Ninguna de ellas se había vuelto a mirar a Joanna cuando salió a cubierta. Se preguntó si la veían.
—Mientras tanto —dijo el hombre de la barba—, vuelvan al interior, donde hace más calor.
La mujer joven asintió, arrebujándose en su abrigo.
—Hace mucho frío.
El sobrecargo desapareció en la luz. Joanna se asomó por entre el grupito de gente, intentando ver adonde había ido, más allá de la joven y un hombre rechoncho de pelo blanco y traje de cheviot.
—¿Cuál dicen que es el problema? —le preguntó el hombre rechoncho a un hombre más alto vestido de negro mientras Joanna pasaba a su lado.
—¿Qué está usted haciendo aquí? —dijo en voz alta el hombre de la barba.
Joanna dio un respingo y se volvió hacia él, pero el hombre no hablaba con ella. Se dirigía a un joven vestido con un jersey de aspecto sucio y una gorrita.
—No debería estar aquí —dijo con severidad—. Esta zona está restringida.
—Lo siento —dijo el joven, mirando alrededor nerviosamente—. Oí un ruido y vine a investigar.
“Y yo también —dijo para sí Joanna, y caminó hacia la luz. Mientras se aproximaba, vio que brotaba de una lámpara fija a una pared de metal pintada de blanco—. Una de las luces de cubierta, y todavía debe de ser muy temprano. Hacia el final, las luces empezaron a perder intensidad y todo se volvió rojo porque los maquinistas no pudieron mantener las dinamos en marcha. Y luego se apagaron.”
Pero esta luz era tranquilizadoramente brillante, tanto que no podía ver nada a través de su fulgor, ni siquiera cubriéndose los ojos. Tendría que avanzar para poder ver.
Se detuvo de nuevo, como había hecho en el umbral, la mano en el pecho; luego caminó por cubierta en la dirección que había seguido el sobrecargo, se acercó a la luz, la atravesó, la dejó atrás.
Se había equivocado. No era el exterior, a pesar del frío terrible. La cubierta estaba rodeada de largos y amplios ventanales blancos que se extendían de lado a lado. Joanna se acercó a ellos y miró, pero el cristal reflejaba la luz y no vio más que el reflejo de la pared blanca y la cubierta vacía. Se dio la vuelta y miró la puerta que daba al pasillo. Estaba abierta, y negra.
Los pasajeros debían de haber vuelto adentro. El hombre de la barba le había dicho al sobrecargo que estarían en el camarote, y las mujeres se quejaron del frío. “Deben de haber vuelto a sus camarotes”, pensó Joanna, y se dirigió de vuelta al pasillo.
“No. No quieres volver todavía, no hasta que hayas averiguado por qué estás viendo el Titanic, no hasta que hayas descubierto cuál es la conexión. Ni siquiera mires la puerta. Recuerda lo que le pasó a Orfeo”, pensó, y se dio la vuelta para apartarse de la puerta.
—¿Pero y si no puedo encontrarla cuando esté dispuesta a regresar? —dijo en voz alta, y su voz resonó en la cubierta cerrada. Deseó haber traído consigo algunas miguitas de pan, o un ovillo de hilo de la señora Troudtheim. “Tendrás que mirar por dónde vas”, pensó, “y no quedarte mucho tiempo. Tienes poco más de dos horas y media. O de cuatro a seis minutos”.
Pero no era una ECM real. Aquello era una simulación y sólo duraría hasta que Richard dejara de suministrarle ditetamina, cosa que podía suceder de un momento a otro. “Así que tienes que ponerte en marcha.”
Se dirigió hacia la cubierta. El sobrecargo había desaparecido y la larga cubierta estaba vacía a excepción de las sillas y las taquillas bajas pintadas de blanco con la palabra “Salvavidas” grabada sobre la tapa. A intervalos, había campos de juegos de tejo pintados.
Al fondo de la cubierta vio la chaqueta blanca del sobrecargo cuando salía de una puerta. Su gorra blanca brilló cuando pasó junto a una de las luces de cubierta y luego desapareció en las sombras intermedias, como una luz que se encendiera y se apagara.
Joanna caminó más rápido, tratando de alcanzarlo, pero ya estaba abriendo otra puerta. Corrió para ver adonde había ido, buscando una puerta en la pared interior, pero la pared era lisa, aunque a Joanna le parecía que ya había dejado atrás el punto por donde el hombre había desaparecido.
No, allí estaba, una puerta blanca de metal. Joanna extendió la mano hacía ella, preguntándose qué sucedería. ¿Podría abrirla o la atravesaría su mano como si fuera un fantasma?
Ni una cosa ni otra. Su mano se aferró firmemente a la palanca y tiró, pero estaba cerrada con llave. Lo intentó de nuevo, con ambas manos, y luego se rindió y empezó a caminar por cubierta otra vez. Había otra puerta unos metros más allá, y otra, pero ambas estaban cerradas con llave.
La cubierta comenzó a curvarse hacia dentro, siguiendo la línea del barco, y a hacerse más estrecha. Más allá, directamente bajo una de las luces, había una puerta. Corrió hacia ella y tiró de la manivela.
Cedió bajo su mano, y Joanna hizo ademán de continuar y luego se detuvo y contempló la cubierta por la que había venido. No podía ver el pasillo a causa de la curvatura de la cubierta, y vaciló, preguntándose si debía regresar y asegurarse de que la puerta estuviera todavía abierta, y luego abrió esta puerta y entró.
Era una especie de vestíbulo. Había alfombras en el suelo de madera pulida y altos bancos contra las paredes. En el centro, una escalera de madera recta con pasamanos tallados. Joanna se acercó a examinarla y se apoyó en la barandilla pulida. Vio las escaleras que bajaban hasta el siguiente rellano, y el de más abajo, perdiéndose en la oscuridad.
Alzó la cabeza, intentando ver lo alto de las escaleras pero estaba oscuro allá arriba, y no había ni rastro del sobrecargo. Vaciló, la mano en la barandilla, tratando de decidir qué camino tomar. “Abajo no —pensó—, no en el Titanic”, y empezó a subir las escaleras.
En lo alto había otro tramo de escalones, más estrechos, más empinados, y otro vestíbulo, éste mucho más elegante. Las alfombras del suelo eran persas, y de las paredes empapeladas colgaban cuadros. A la derecha había unas puertas de cristal esmerilado. A través del cristal, Joanna pudo ver una gran sala con una alfombra rosa llena de mesas preparadas para la cena.
“El Salón Comedor de Primera Clase”, pensó Joanna, y trató de abrir las puertas dobles, pero estaban cerradas con llave. No pudo ver a nadie dentro y no había camareros moviéndose entre las mesas cubiertas con manteles de lino. Cada mesa tenía flores y una lamparita con pantalla de seda rosada, y la cubertería y la cristalería y la porcelana brillaban en rosa por su resplandor.
Había lámparas rosa también en las paredes, paneladas con una madera pálida, de color canela, y una lámpara encima del gran piano. El piano estaba hecho de la misma madera pálida, pero muy pulida. Su tapa levantada brillaba dorada a la luz que proyectaba la lámpara del techo. Delante había una jaula dorada, aunque desde aquella distancia Joanna no distinguía si había un pájaro dentro o no. ¿Había pájaros en el Titanic? Maisie no había mencionado ninguno.
Una estrecha escalera de madera subía más allá de las ventanas del salón comedor, y había otro tramo después. Las escaleras terminaban ante una puerta con portilla. “Debe de conducir a la cubierta exterior”, pensó Joanna, pero cuando miró a través de la portilla no vio más que oscuridad. Abrió la puerta.
Siguió sin ver nada. El frío repentino le indicó que estaba fuera, pero no notó viento en la cara, ni siquiera una brisa. “Era una noche completamente tranquila”, pensó. El señor Briarley había hablado de eso en clase, de cómo los supervivientes comentaron lo quietas que estaban las aguas, sin ninguna ola.
Contempló la oscuridad, la mano en la puerta, esperando que sus ojos se acostumbraran. “Tal vez es como el pasillo —pensó—, y no hay luz para que se ajusten”, pero después de lo que pareció mucho tiempo empezó a distinguir sombras. Batayolas, y un conducto de ventilación en forma de cuerno y, alzándose sobre ella a la derecha, una forma grande y alta.
Una de las chimeneas, pensó, contemplando su forma negra contra el cielo aún más negro. Estaba en una zona pequeña rodeada de batayolas. Al principio pensó que las batayolas la rodeaban por completo, pero al cabo de un minuto vio una pequeña escalerilla de metal, cuatro escalones que conducían a una cubierta superior.
Se encaminó hacia ella, soltando la puerta, que empezó a cerrarse. Joanna corrió a agarrar el pomo y se quedó allí, reacia a dejar que se cerrara. Contempló la pequeña cubierta, pero no vio nada con lo que mantener la puerta abierta, y no se atrevía a soltarla por si se cerraba del todo.
Asió el pomo con la otra mano, se agachó y se quitó el zapato. Lo colocó en la puerta, la cerró con cuidado y se acercó a la escalera. Subió los peldaños, agarrándose a ambos pasamanos, y contempló la cubierta superior. Tenía que ser la Cubierta de Botes. Estaban las cuatro gigantescas chimeneas, alzándose sobre ella, y los gruesos cables de los aparejos, las grúas de carga. ¿Pero dónde estaban los botes salvavidas? No los vio. Tendrían que haber estado en cubierta.
“¿Y si ya se han ido?”, pensó, y sintió una punzada de pánico. Pero no podía ser. El bote A no fue arriado hasta las dos y cuarto, cuando la proa estaba ya bajo el agua y la inclinación de la cubierta era tan grande que tuvieron que cortar las cuerdas y dejarlo flotar, y aquí la cubierta estaba nivelada.
E incluso después de que los botes se fueran, había gente en cubierta, los Strauss y los Allison, y todos los hombres que no habían podido subir, todos los pasajeros de segunda clase que consiguieron llegar a cubierta demasiado tarde.
“Y la orquesta —pensó Joanna—. Estaba en la cubierta de los botes, tocando ragtime y valses sin parar, y luego Más cerca, mi Dios, de Ti. Estuvo tocando en cubierta hasta el final.”
“Así que no es posible que los botes se hayan ido”, pensó Joanna, porque no había nadie en la cubierta oscurecida. Nadie en absoluto, y ningún sonido, a excepción del irregular roce y el golpeteo del pie descalzo de Joanna y el zapato restante.
La cubierta terminaba bruscamente en una baja estructura blanca con techo entramado. A su lado, una escalera de metal, más larga que la primera, conducía al tejado de una cubierta tapada. Joanna bajó, mirando hacia atrás para memorizar la ruta por la que había venido y poder rehacer sus pasos, y entonces se dio la vuelta.
Allí estaban los botes. Colgaban en sus blancos pescantes de metal, suspendidos de poleas y gruesos manojos de cuerdas, y el capitán Smith no debía de haber dado todavía la orden de arriarlos. Todavía estaban cubiertos.
Pero tendría que haber oficiales en cubierta. El capitán Smith había enviado a Boxhall y Andrews a valorar los daños, pero él se quedó en el puente con los otros oficiales hasta que regresaron, y algunos de los pasajeros subieron a ver qué pasaba. Y siempre había oficiales de guardia, y pasajeros paseando por cubierta. Nunca estaba completamente desierta como ahora.
“Tal vez no sea el Titanic, tal vez sea el Mary Celeste —pensó Joanna, y luego, metiéndose las manos en los bolsillos—: El barco no está desierto. Hace demasiado frío para que estén aquí. Todos están dentro.”
Eso tenía que ser. Podía ver su propio aliento y el pie descalzo se le estaba helando. Estaban dentro. Muy por delante, vio luz saliendo de una hilera de ventanas. Se proyectaba en un cuadrado dorado en cubierta. “Ahí es donde están”, pensó, y avanzó hacia allí, dejando atrás un largo y bajo bloque blanco. “Zo, la de Oficiales”, decía un cartel en la puerta.
“Ahí es donde guardaban los botes hinchables”, pensó Joanna, y miró el techo plano, tratando de ver los salvavidas, pero estaba demasiado oscuro y no consiguió distinguirlos.
Y si aquello era la zona de oficiales, las luces de lo alto eran del timón, y el puente. Siguió caminando hasta que se encontró de pie en la luz que iluminaba la cubierta. Eran escalones que subían. “Los pasajeros no pueden estar en este puente”, pensó, y subió.
El puente estaba desierto. En el centro estaba el gran timón de madera, delante de las ventanas. Más allá había dos grandes tambores de metal con palancas. Los telégrafos de la sala de calderas y la sala de motores. Tenían escrito: “Popa. Avante. Toda. Alto. Parada.” Las palancas de ambos estaban en “Alto”.
Joanna se acercó a las ventanas y miró, pero no vio otra cosa que oscuridad. Estaba completamente negro. “No es extraño que no pudieran ver el iceberg —pensó, escrutando la oscuridad—. Ni siquiera se puede ver dónde el agua se encuentra con el cielo.” Fue una noche oscura y sin luna, recordó que había dicho el señor Briarley, tan oscura que las estrellas salían justo por el horizonte. Pero ella no pudo ver tampoco ninguna estrella, sólo oscuridad negra y sin rasgos.
—No hay tiempo para eso —dijo una voz de hombre bajo ella, a un lado.
Joanna miró por la ventanilla lateral del puente, pero no pudo ver a nadie. Corrió a lo alto de las escaleras. Había dos hombres bajo ella, uno con el uniforme azul oscuro de oficial, y el otro de blanco, un marinero.
—El capitán quiere que coloques la lámpara Morse —dijo el oficial—. Aquí.
Mientras hablaba, los dos hombres se movieron, y Joanna bajó la escalera tras ellos, esforzándose por ver adonde habían ido en la oscuridad.
—¿La lámpara Morse? —dijo el marinero, y en su voz se notaba la incredulidad—. ¿Para usarla con quién?
—Con eso —dijo el oficial. Estaban junto a la barandilla, y el oficial señalaba la negrura. Ella distinguió al marinero, ambas manos en la barandilla, inclinándose, estirando el cuello.
—¿Con qué? No veo nada.
—La luz —dijo el oficial, señalando de nuevo—. Allí.
“El Californian —pensó Joanna—. Van a hacer señales al Californian.” Escrutó la oscuridad. No vio ninguna luz, sólo una negrura absoluta, pero el marinero debió de verla, porque dijo:
—Dudo que puedan vernos a esta distancia. Tenemos que usar el telégrafo inalámbrico.
—Ya lo están haciendo. No lo reciben. ¿Tienes la llave?
—Está en la…
Joanna se perdió la última palabra cuando el hombre se dio la vuelta. Cruzaron la cubierta y Joanna los siguió, pero esa parte de la cubierta estaba llena de cuerdas enroscadas y cadenas, y cuando logró seguirlos, los dos hombres habían desaparecido.
Joanna vaciló, tratando de decidir por qué camino habían ido; al cabo de un minuto los hombres cruzaron ante ella y se acercaron a la barandilla. El marinero llevaba una linterna de aspecto anticuado.
La colocó en la barandilla del castillo de proa. El oficial encendió una cerilla y metió la mano dentro de la linterna. Destelló una luz amarilla. El marinero movió la linterna, para colocarla en ángulo, y deslizó un trozo de metal delante del cristal, que ocultó la luz. “Un obturador”, pensó Joanna. Hizo un sonido chirriante cuando lo bajó.
—¿Qué quiere que envíe? —preguntó. El oficial sacudió la cabeza.
—Mayday. SOS. Socorro. No sé, cualquier cosa que funcione.
El marinero tiró del obturador hacia arriba y la luz destelló de nuevo. Abajo, arriba, abajo, el obturador rozaba el cristal cada vez que lo subía o lo bajaba. Arriba, abajo, arriba.
Joanna contempló la oscuridad, buscando un destello de respuesta, una luz, pero no había nada, ni siquiera una chispa. Y ningún otro sonido excepto el roce de la linterna. Abajo, arriba, abajo, arriba. Roce, roce. Joanna se apartó un poco de los hombres, para escuchar el lamido del agua, pero no había sonido ninguno de agua bajo el casco, ninguna brisa. “Porque nos hemos parado, porque estamos quietos como muertos en el agua.”
—No responden —dijo el marinero, bajando el obturador—. ¿Está seguro de que es una luz y no sólo una estrella?
—Será mejor que no sea una estrella —dijo el oficial—. Nos estamos hundiendo.
La mano del marinero se sacudió sobre la linterna, haciendo que la luz fluctuara.
—¿No va a venir nadie? —preguntó.
—El Baltic, pero está a más de doscientas millas de distancia.
—¿Y el Frankfurt?
—No responde —dijo el oficial, y el marinero empezó a hacer señales de nuevo, y la luz destellaba, se apagaba, volvía a destellar, mientras el obturador rascaba como uñas contra una pizarra…
—No recibo nada —dijo—. ¿Cuánto tiempo quiere que siga así?
—Hasta que contactes.
La lámpara Morse siguió comunicando. Luz, oscuridad, roce, roce.
—¿Señor? —llamó una voz, a la izquierda de Joanna, y un oficial pasó corriendo junto a ella y se acercó a los hombres. Efectuó el saludo reglamentario—. Vengo de abajo, señor. Las salas de calderas cinco y seis y la sala de correo están inundadas, y hay agua en la Cubierta D.
La Cubierta D. Ella estaba en la Cubierta C. Por eso los camarotes estaban numerados. C8, CIO, C12. Pero había subido tres escaleras. ¿Estaba en la Cubierta A o en la Cubierta de Paseo B? Y la que tenía el pasillo…
Echó a correr, el sonido de la lámpara Morse rascando firmemente, abajo, arriba, abajo, resonando por toda la cubierta. “Y por favor que la puerta esté abierta —rezó, mientras subía corriendo los escalones de metal—. Que mi zapato esté allí.”
Estaba, y no hubo tiempo para recuperarlo. Abrió la puerta y bajó las escaleras. Un tramo. Dos. Dejó atrás el comedor, con su cristal chispeante y su piano. Tres. Por favor que no esté inundado, rezó, y empujó la puerta.
La cubierta estaba seca, pero a causa de la curvatura no podía ver todo el pasillo. Corrió ante las puertas cerradas, alrededor de la curvatura. Y allí estaba, el rectángulo negro de la puerta del pasillo, todavía abierta, todavía sobre el agua. Corrió hacia ella, el pie descalzo marcando un ritmo torpe con el otro pie calzado.
Bajó a la cubierta, que estaba todavía —gracias a Dios— seca, dejó atrás la cubierta de las sillas, su reflejo fluctuaba en el vidrio de las ventanas mientras pasaba corriendo. Dejó atrás la luz. Entró en el pasillo, y la oscuridad.
Y más oscuridad. “¿Qué ha pasado? —pensó Joanna, atenazada por el pánico—. ¿Por qué no he vuelto?” Y advirtió que estaba de regreso, el antifaz todavía puesto, la intravenosa en el brazo, ruido blanco sonando en sus oídos.
—¿Tish? —dijo, y se quitó el auricular con la mano izquierda.
—… el pulso acaba de dar un repunte —estaba diciendo Tish— pulso 95, PS 130 sobre 90. Espere, está despierta.
—Bien —dijo Richard, y ella oyó sus pasos mientras se acercaba a la mesa de reconocimiento.
Sintió que Tish quitaba los electrodos de su cabeza, y luego el antifaz, y se encontró mirando a Richard.
—¿Bien? —dijo él.
Ella sacudió la cabeza contra la almohada.
—No tuve una visión distinta, como esperabas —dijo, y trató de incorporarse—. Fue…
—Quédate quieta. —El le puso una mano en el hombro.
—Pero tengo que contártelo —dijo Joanna, tendiéndose—, era decididamente…
—Espera. No digas nada hasta que ponga la grabadora en marcha.
Empezó a pulsar botones al azar en la minigrabadora. La portezuela de la cinta se abrió. Sacó la cinta y examinó ambos lados. ¿Qué estaba haciendo? Le había visto colocar una cinta nueva justo antes de empezar.
—Tish, ¿puedes traerle una manta a Joanna? —dijo—. Está tiritando.
“No, no estoy tiritando”, pensó Joanna, y cayó en la cuenta de que él estaba haciendo tiempo para que Tish se marchara en busca de la manta o no pudiera oír lo que decía.
—Claro —dijo Tish, y se acercó al armarito.
—Dime qué viste —dijo Richard en cuanto estuvo lejos.
—El Titanic.
—¿Estás segura? ¿Tuviste la misma visión que la última vez? ¿El pasillo y la gente alrededor de la puerta?
—Sí, pero esta vez salí a cubierta, y… —Se detuvo al ver que Tish regresaba con la manta.
—Voy a esperar para grabar el testimonio hasta después de que la hayas examinado —le dijo Richard a Tish—. Sigue y termina de desconectar los electrodos.
Volvió a la consola sin mirar de nuevo a Joanna y empezó a repasar los escaneos. “¿Qué diría cuando Tish se marchara?”, se preguntó Joanna, viendo cómo la enfermera extendía la manta sobre sus piernas y la arropaba hasta los hombros. ¿La acusaría otra vez de ser Bridey Murphy por ver el Titanic?
“No puedo evitarlo”, pensó. Era el Titanic. Repasó mentalmente la ECM mientras Tish retiraba los electrodos y le tomaba el pulso y la tensión para no olvidarse de ninguno de los detalles: la escalera, el Salón Comedor de Primera Clase, la puerta a la Cubierta de Botes…
“Dejé mi zapato en la puerta —pensó, y se sentó en la camilla—. Todavía está en el barco.”
—¿Eh, qué está haciendo? —dijo Tish.
—Yo… —respondió Joanna, y miró su pie calzado con un calcetín del Ejército asomar bajo la sábana. “Pero si estaba descalza”, pensó.
—No le he quitado la intravenosa todavía —dijo Tish, y Joanna obedientemente se tendió. Recordaba el pie descalzo sobre la cubierta helada, recordaba que se quitó el zapato y lo colocó a modo de cuña… Empezó a reírse.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Tish, colocando un trocito de algodón sobre el lugar del pinchazo.
—Mi zapato…
—Están en la otra habitación —dijo Tish—, pero no va a ir a ninguna parte. Tengo que tomarle las constantes vitales una vez más. ¿Qué es lo que tienen sus zapatos para ser tan graciosos?
“Nada”, pensó Joanna. No eran los que llevaba puestos.
—Venga, dígamelo, ¿cuál es el chiste?
“No puedo —pensó Joanna—, no lo entenderías. Porque el zapato que dejé atascado en la puerta era una zapatilla de tenis roja, como la que supuestamente vio la paciente en el alféizar cuando flotó sobre la mesa de operaciones.”
Tish todavía estaba esperando a que le explicara qué era tan gracioso.
—Nada, lo siento —dijo Joanna—. Creo que todavía estoy un poco desorientada.
Y se tumbó y permaneció quieta mientras Tish le quitaba las almohadillas de gomaespuma de debajo de los brazos y piernas. “Tengo que contárselo a Richard —pensó Joanna—. Me pregunto si esto cuenta como experiencia extracorporal.”
Pero Richard no estaba interesado en qué elementos nucleares había tenido ni en qué había visto. Sólo estaba interesado en si había visto o no el Titanic.
—¿Tuviste la misma visión esta vez? —preguntó en cuanto Tish se marchó.
—No —dijo Joanna, sentándose—. No la misma visión exacta. Richard parecía a la vez complacido y aliviado.
—Pero era el mismo sitio, y es el Titanic.
—¿Cómo lo sabes?
Joanna le habló del comedor y la Cubierta de Botes…—Tiene que ser el Titanic. Estaban haciendo señales al Californian con una linterna Morse.
—¿Doctor Wright? —dijo Tish desde la puerta. Joanna se preguntó cuánto tiempo llevaba allí—. Se me olvidó preguntárselo antes de irme. ¿Está interesado?
—¿En qué? —preguntó Richard—. Oh —dijo, y estaba claro por su tono que no tenía ni idea de qué le estaba hablando—. Uh, no, Joanna y yo tenemos que tomar su declaración, y tengo que analizar los escaneos. Probablemente terminaré muy tarde.
—No tiene que ser esta noche —dijo ella, y luego, antes de que él pudiera ponerle otra excusa, añadió—: Ya se lo recordaré mañana.
—¿Mañana?
—Sí. El señor Sage. ¿A las diez?
—Oh, sí. Es verdad. El señor Sage. La veré entonces.
—Espera —dijo Joanna—. ¿Y la señora Troudtheim? ¿No tiene una sesión a las tres?
—Llamó y la canceló.
—Mientras estaba usted bajo los efectos —añadió Tish.
—Dice que cree que ha pillado la gripe y que llamará para concertar una nueva cita cuando se encuentre mejor —dijo Richard, y se volvió hacia Tish, que todavía esperaba en la puerta—. Mañana a las diez.
Tish se marchó, y él se volvió hacia Joanna.
—¿Dijeron que era el Californian a lo que hacían señales?
—No, pero dijeron que se estaban hundiendo y que el Baltic y el Frankfurt venían de camino. Y el comedor tiene que ser el Salón Comedor de Primera Clase…
—Empecemos por el principio. ¿Fue igual?
—Sí, excepto por el joven del jersey.
Le contó cómo el hombre de la barba le había dicho que la zona estaba restringida y el joven replicó que había oído un ruido y había subido a investigar.
—¿Pero el ruido era el mismo?
—Sí.
—¿Y el pasillo, y la puerta? ¿Y la luz?
—Sí —dijo Joanna, sorprendida.
—Y la imagen unificadora era la misma —murmuró él—. Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa.
Joanna se cubrió los hombros con la manta, se bajó de la mesa de reconocimiento y lo siguió hasta la consola.
Él ya había recuperado los escaneos.
—Ésta es la ECM que acabas de experimentar —dijo, y tecleó rápidamente. Todas las áreas se pusieron negras menos el córtex frontal—. Lo que estás viendo ahora es la actividad de la memoria a largo plazo. —Tecleó un poco más—. Esto es avanzado —dijo, y los escaneos cambiaron rápidamente, pequeñas zonas dispersas encendiéndose y apagándose, naranjas, rojas y luego azules, explotando en la pantalla como fuegos artificiales siguiendo una pauta compleja.
—Muy bien —dijo él, congelando la pantalla y poniendo otro escaneo al lado—, ésta es la ECM del martes. Realizó el mismo proceso.
—Ahora voy a superponerlas las dos. La de hoy son los tonos más oscuros, la del martes son los más claros.
Joanna vio los colores parpadear, de azul a naranja, luego a rojo y otra vez a verdiazul, encendiéndose al azar y luego apagándose en puntos diferentes, a velocidades distintas.
—No se parecen entre sí.
—Exactamente —dijo Richard—. La A+R es completamente diferente, lo cual debería indicar una experiencia completamente distinta y un recuerdo completamente distinto como imagen unificadora. No hay un solo punto de coincidencia, y sin embargo dices que has experimentado las mismas imágenes y la misma imagen central. —Miró la pantalla—. Tal vez la actividad del córtex frontal sea aleatoria, después de todo, y sea el lóbulo temporal el que dicta la experiencia.
Se volvió hacia ella.
—Me gustaría que registraras un testimonio lo más detallado posible. Di exactamente lo que viste y oíste. —Contempló los escaneos—. Cuando entrevistaste a pacientes que entraron en parada más de una vez, ¿tuvieron siempre la misma ECM?
—No. La señora Woollam vio un jardín una vez, y una escalera, y un lugar oscuro y abierto. Lo vio más de una vez, y dijo que había estado en un túnel dos veces.
Él asintió.
—¿Has tenido otros pacientes con más de una ECM?
—Sí —dijo ella, tratando de recordar—. Tendré que buscar sus testimonios.
—Me gustaría tener una lista con lo que vieron cada vez, sobre todo si era lo mismo. —Volvió a mirar las pantallas—. Tiene que haber una pista en alguna parte que explique por qué sigues viendo el Titanic.
“La hay —pensó Joanna—, pero no está en los escaneos. Está en algo que el señor Briarley dijo en clase, o nos leyó de un libro azul con una carabela en la portada”, y se preguntó si Kit habría encontrado ya el libro. Era improbable. Sólo había tenido unas horas para buscar, y Joanna no le había dado exactamente pistas valiosas, pero comprobó su contestador automático de todas formas. Habían llamado el señor Mandrake y Guadalupe.
—¿Todavía quiere que anotemos lo que dice Carl Aspinall? —preguntó su voz.
“Sí”, pensó Joanna, sintiéndose culpable. No había estado en la cinco-este desde hacía casi dos semanas. Guadalupe probablemente pensaba que se había olvidado de él. Tuvo el impulso de bajar de inmediato, pero ya había pasado más de una hora desde que había salido de la ECM. Sería mejor que anotara su testimonio antes de que olvidara algo. Oh, y había prometido llamar a Eldercare y ponerlos en contacto con Kit.
Lo hizo y luego registró su testimonio, directamente en el ordenador para ahorrar tiempo. Lo imprimió y corrió a ver a Richard, que estaba al teléfono, y luego bajó a hablar con Guadalupe, por las escaleras hasta la quinta y cortando por Patología hasta el pasillo elevado.
Los pintores habían estado allí también. Las puertas del pasillo estaban cubiertas con cintas de “No cruzar”, y alguien había colocado una barra de metal en las asas de la puerta para asegurarse. Tendría que bajar a la tercera planta, lo cual significaba pasar por delante de la habitación de la señora Davenport. Un riesgo inaceptable.
Bajó a la tercera, cruzó el pasillo y tomó el ascensor de servicio hasta la quinta. Y se topó con los pintores en persona, que trabajaban en el techo del pasillo.
—No puede pasar usted por aquí —dijo el más cercano, señalando a su izquierda con un rodillo—. Tiene que bajar a la cuarta y usar la escalera de visitas.
Lo cual la llevaría a Pediatría y a pasar ante la puerta de Maisie, pero mejor Maisie que la señora Davenport, y tal vez la niña estuviera viendo uno de sus vídeos y no se diera cuenta.
Ni hablar.
—¡Joanna! —llamó Maisie en el instante en que empezó a pasar ante la puerta, y cuando Joanna se asomó y saludó, dijo sin aliento—: Tengo que enseñarte una cosa.
Tenía los brazos y las piernas hinchados, y la cara también. “Retención de líquidos”, pensó Joanna. No era un buen síntoma.
—Sólo puedo quedarme un minuto —dijo—. Tengo que ver a un paciente.
—Sólo tardaré un minuto —respondió Maisie, sacando libros de debajo de sus mantas—. Hice que la señora Sutterly me trajera un puñado de libros sobre el Titanic. ¡Mira!
Mostró un gran libro de imágenes. En la portada aparecía la familiar ilustración del Titanic, la popa fuera del agua, las hélices chorreando y un humo improbable surgiendo de las chimeneas, preparado para la zambullida final, las luces todavía encendidas.
—¿Sabías que la orquesta tocó hasta el final?
—Sí —dijo Joanna, pensando que nunca tendría que haberle mencionado el Titanic a la niña—. Tocaron Más cerca, mi Dios, de Ti.
—No-no —dijo Maisie—. Nadie sabe con seguridad qué tocaron. Algunas personas piensan que fue Más cerca, mi Dios, de Ti, y otras piensan que fue otra canción, Otoño. Pero nadie lo sabe con seguridad, porque todos murieron.
—¿Tu maestra te trajo todos estos libros? —preguntó Joanna para cambiar de tema.
—No-no —dijo Maisie, buscando de nuevo entre las mantas—. Me trajo un montón más, pero algunos eran libros para niños pequeños. Sabías que hay un ABC del Titanic —dijo, disgustada.
—No —respondió Joanna, contenta de que fuera posible ofender incluso la sensibilidad de Maisie. Se preguntó qué indicarían las letras. ¿I para iceberg? ¿L para Lorraine Allison? ¿A para ahogados?
—¿Sabes qué ponía en la F? —dijo Maisie, despectivamente—. First Class Dining Saloon.
—¿Y qué deberían poner? —dijo Joanna, casi temiendo preguntarlo. Salón Comedor de Primera Clase. Maisie le dirigió una mirada tenaz.
—F es para bulldog francés. Ya sabes, el perro del que te hablé. ¿Sabías que había una niña pequeña que jugó con él en la Cubierta de Paseo todo el tiempo?
—Maisie…
—Hay también un libro de imágenes troqueladas del Titanic. Hice que la señora Sutterly se los llevara de vuelta a la biblioteca, pero tenían un montón de cosas, así que si necesitas que te ayude con tu investigación, puedo hacerlo —dijo Maisie, todavía sin aliento. ¿Por el cansancio de rebuscar entre los libros? ¿O por otra cosa? No sólo estaba reteniendo líquidos, sino que sus labios parecían más azules que de costumbre, y cuando inspiraba Joanna pudo oír un leve pitido, como el principio de un jadeo. “Está empeorando”, pensó, mientras la observaba hojear el libro.
—¿Quieres que te busque algo?
—Ahora mismo quiero que leas sobre el Titanic, para que cuando yo tenga las preguntas, estés preparada para responderlas. Y quiero que descanses y hagas todo lo que te digan los médicos y las enfermeras. —Empezó a apilar los libros—. ¿Dónde quieres que los ponga?
—En mi mochila Barbie, en el armario. Menos éste —dijo, y agarró un libro alto y rojo llamado Titanic para niños.
Joanna guardó el resto en la mochila de color rosa y la apartó de la vista, dejándola en un lado del armario.
—Ahora tengo que ir a ver a mi paciente. Vendré a verte pronto, chavalina —dijo, y se dispuso a salir de la habitación.
—¡Espera! —dijo Maisie antes de que hubiera conseguido dar dos pasos—. Tengo que preguntarte una cosa.
Hizo una pausa para tomar aire, y Joanna oyó el pitido en su respiración otra vez.
—¿Qué pasa si el brazalete te queda demasiado estrecho? Extendió la muñeca hinchada con el brazalete identificador de plástico.
—Barbara lo cortará y hará uno más grande —dijo Joanna. ¿Le preocupaba estar hinchándose? El brazalete no estaba ni siquiera estrecho, ni presionaba contra la carne.
—¿Y si después de que lo corten pasa algo malo, como un desastre, y no pueden poner otro?
¿Había estado pensando en el brazalete de oro abandonado que encontraron en las ruinas de Pompeya?
—No habrá ningún desastre —empezó a decir Joanna, pero se corrigió—. Le diré a Barbara que si tiene que cortar éste, te ponga primero el nuevo. ¿De acuerdo?
—¿Sabes que los bomberos van a visitar su tumba cada año?
—¿La de quién?
—De la niña pequeña —dijo Maisie, como si fuera obvio—. La del incendio del circo de Hartford. Van a ponerle flores todos los años. ¿Crees que tal vez su madre murió?
—No lo sé —dijo Joanna. El hecho de que la madre hubiera muerto también en el incendio explicaría por qué no había acudido nadie a identificar a la niñita, pero todos los otros cuerpos habían sido identificados, y si alguien hubiera identificado a la madre, ¿por qué no a la niña?—. No lo sé.
—Los bomberos la enterraron en el cementerio, y todos los años van a poner flores en su tumba —dijo Maisie—. Colocaron una lápida y todo. Dice “Pequeña Señorita 1565”, y el año en que murió y eso, pero no es lo mismo que un nombre.
—No. No lo es.
—Quiero decir, al menos sabían quiénes eran todas las niñas del Titanic, Lorraine Allison y Beatrice Sandstrom y Nina Harper y… ¿Sigrid es nombre de niño o de niña?
—De niña.
—Y Sigrid Anderson. Claro que no tuvieron tumbas, pero si las hubiera…
—Maisie…
—¿Puedes ponerme un vídeo? —dijo la niña, recostándose contra las almohadas.
—Claro. ¿Cuál? ¿Winnie the Pooh? —preguntó Joanna, leyendo los títulos—. ¿El mago de Oz? ¿Alicia en el País de las Maravillas?
—El mago de Oz.
—Esa es buena —dijo Joanna, insertando la cinta y pulsando “play”. Maisie asintió.
—Me gusta el tornado.
“Por supuesto —pensó Joanna—. ¿En qué estaría yo pensando?”
—Y la parte en que el reloj de arena se está agotando —dijo Maisie—, y no les queda mucho tiempo.
26
Te veré por la mañana.
Joanna no consiguió llegar a la habitación de Coma Carl. Para cuando escapó de la habitación de Maisie (la niña insistió en contarle primero unos cuantos detalles sobre el tornado de Waco, Texas, de 1953), ya eran las cuatro.
“Guadalupe ya se habrá ido a casa”, pensó Joanna. No importaba. Quería hablar con Barbara y preguntarle por el estado de Maisie y descubrir a qué se debía toda esta charla sobre la pulsera hospitalaria. Pero Barbara estaba atendiendo a un niño de tres años con leucemia avanzada, tratando sin éxito de buscarle una vía.
Joanna volvió a su despacho y se pasó el resto de la tarde trabajando en la lista de personas que habían tenido más de una ECM. Formaban dos categorías: los que habían visto escenas radicalmente distintas y los que habían visto siempre lo mismo. El señor Tabb había visto consecutivamente una abertura con una luz surgiendo de ella y “figuras brillantes más allá”, una escalera, una oscuridad rojiza y una sensación de intenso calor, mientras que la señora Burton, una frágil diabética que había entrado en parada cuatro veces distintas, tuvo la misma visión exacta cada vez “y por eso sé que es real”.
A Joanna le parecía que el hecho de que fuera siempre exactamente lo mismo era, más probablemente, la prueba de que se trataba de una experiencia pregrabada, repetida una y otra vez por el cerebro como un disco rayado. Deseó haberle preguntado a la señora Burton qué quería decir con “real”, deseó haberles preguntado a todos sus pacientes si les había parecido un sitio real, si les pareció de verdad que habían estado allí.
Porque eso es lo que parecía, aunque Joanna supiera conscientemente que era una alucinación y que no había ido a ninguna parte, que estaba realmente tendida en la mesa de reconocimiento con los calcetines puestos mientras Tish controlaba su presión sanguínea y flirteaba con Richard. Pero parecía tan real, tan tridimensional, como su oficina con su hiedra sueca y su caja de zapatos llena de entrevistas por transcribir.
Joanna revisó las distintas versiones de la señora Burton y, de hecho, parecían haber sido la misma, pero la del señor Rutledge variaba ligeramente de ECM en ECM, aunque también él dijo que era la misma.
Encontró las dos entrevistas con la señora Woollam. Joanna le había dicho a Richard que había estado dos veces en el túnel, pero la señora Woollam había dicho que no creía que fuera el mismo, que la segunda vez el túnel era más estrecho y el suelo más irregular. Al parecer el “lugar oscuro y abierto” en el que había estado las otras cuatro veces era el mismo, pero, al escuchar la narración de la señora Woollam, Joanna lo dudó. Había dicho que estaba demasiado oscuro para ver nada. Lo mismo pasaba con la niebla de Maisie. Y varias personas habían quedado completamente cegadas por la luz.
Joanna trabajó hasta después de las siete, compilando una lista parcial, y luego se puso el abrigo y llevó la lista al laboratorio. Richard estaba todavía allí, contemplando los escaneos, la barbilla apoyada en las manos. Cuando ella le dio la lista, apenas gruñó al reconocerla.
—Vamos a tener una noche de picoteo mañana. ¿Puedes venir?
—Claro —dijo él, y continuó con los escaneos.
“Bueno, no es exactamente entusiasmo salvaje —pensó Joanna, saliendo al pasillo—, pero al menos no me ha rechazado.” Al fondo del pasillo, el ascensor sonó, y Joanna corrió a tomarlo. Se abrió, y de él salió el señor Mandrake.
—Oh, bueno, doctora Lander —dijo—. Me alegro de que esté todavía aquí. Llevo dos días intentando localizarla. —Frunció los labios.
—Señor Mandrake, me temo que éste no es buen momento para charlar —dijo ella, sabiendo que era inútil. Estaba claro que iba camino de casa, así que no podía decirle que tenía trabajo. ¿Una cita? No, él simplemente diría: “Esto sólo requerirá unos minutos.”
—Esto sólo requerirá unos minutos —dijo—. Quería preguntarle por esas ECM suyas.
¡Sabía que se había sometido al experimento! ¿Cómo lo había descubierto? ¿Tish? Estaba molesta porque Richard no salía con ella. ¿Le había contado la escena a otra enfermera y revelado accidentalmente que Joanna era el sujeto, y entonces la enfermera lo difundió por el resto de Chismorreo General? ¿O las había visto Heidi a ella y a Vielle hablar y de algún modo lo había deducido, y él sabía también lo del Titanic?
—¿ECM mías? —dijo, mirando ansiosamente hacia la puerta del laboratorio.
—Y del doctor Wright, por supuesto —dijo el señor Mandrake—. Es decir, suponiendo que hayan tenido éxito para producir esas supuestas simulaciones ECM con sus sujetos. ¿Lo han tenido?
—Sí —dijo Joanna, aliviada porque no lo sabía, y al instante lo lamentó.
—¿Y los sujetos han experimentado el túnel, la luz y los muertos esperándolos?
“Sí —pensó Joanna—, y la Cubierta de Botes y una lámpara Morse y una zapatilla roja de tenis.”
—Las ECM han variado —dijo.
—Lo que significa que no han experimentado esas cosas. Como ya esperaba. ¿Han experimentado la Revisión de Vida y la Revelación de los Misterios del Cosmos?
—No.
—¿Y la Dotación de Poderes?
—¿Dotación de Poderes? —dijo Joanna. Eso era nuevo.
—Sí, muchos de mis sujetos muestran habilidades paranormales aumentadas después de su regreso: clarividencia, telepatía, comunicaciones con los muertos. Supongo que ninguno de sus sujetos tendrá esas habilidades.
“No —pensó Joanna—, porque si las tuviera, las usaría para enviarle a Richard un mensaje telepático para que venga a salvarme.”
—Asumo que su silencio significa que no, lo cual no es sorprendente. Ninguna estimulación del cerebro en laboratorio podría hacer otra cosa que crear sensaciones físicas, y la ECM no es física sino espiritual. Nos muestra el mundo que se extiende más allá de la muerte, la Realidad más allá de la realidad, y varios de mis sujetos han estado en contacto con esa realidad. La señora Davenport…
“Tal vez sí que tengo poderes telepáticos —pensó Joanna—. Sabía que llegaríamos a la señora Davenport tarde o temprano.”
—… recibió un mensaje de su bisabuela anoche, un mensaje que sabía que era auténtico. ¿Sabe qué era el mensaje?
—¿Rosabelle, cree? —dijo Joanna.
El señor Mandrake la miró con mala cara.
—dijo: “Aquí no hay ningún temor” —entonó el señor Mandrake—, “ni ningún pesar”. ¿Ha hablado alguno de sus sujetos con los muertos? Por supuesto que no, porque esas llamadas simulaciones de ECM son sólo eso, meras imitaciones físicas. La señora Davenport también ha recibido mensajes de varios…
Joanna miró anhelante hacia la puerta, y Richard, cosa increíble, salió con un puñado de copias impresas de escaneos y clasificadores.
—Oh, doctora Lander, está usted aquí —dijo, empezando a cerrar con llave la puerta del laboratorio—. Temía que se hubiera olvidado.
—¿Olvidado?
—De nuestra reunión.
—Ah, nuestra reunión —dijo Joanna, cubriéndose la boca con la mano—, con el doctor Tabb. Sí que se me olvidó. Me iba ya a casa. Lo siento, señor Mandrake. El doctor Wright y yo tenemos una reunión…
—Pasan diez minutos —dijo Richard, mirando significativamente su reloj—. Y ya sabe lo que piensa el doctor Tabb de la puntualidad. Agarró a Joanna del brazo. El señor Mandrake hizo una mueca.
—Esto es extremadamente…
—Llegamos tarde. Sí nos disculpa —le dijo Richard. Tomó a Joanna del brazo y la condujo rápidamente hacia las escaleras y atravesaron la puerta.
—Gracias —dijo Joanna, bajando las escaleras tras él—. Un minuto más y me habría obligado a bajar a ver a la señora Davenport, que ahora está recibiendo mensajes de los muertos. ¿Cómo sabías que estaba ahí fuera?
—Telepatía. —Sonrió él—. Y la voz penetrante de Mandrake. ¿Quién es el doctor Tabb?
—El señor Tabb es un paciente al que entrevisté hace dos años. No quería nombrar a un doctor de verdad por temor a que intentara sonsacarle información.
—Bueno, es de esperar que se pase los próximos días buscando al doctor Tabb en vez de llamándonos a nosotros. —Llegaron al pie de las escaleras—. ¿Por dónde es menos probable que nos topemos con él?
—Por aquí —dijo Joanna, y lo condujo a través del pabellón de Oncología hasta los ascensores de servicio—. Puedo llegar al aparcamiento desde aquí. Oh, pero tú no puedes volver al laboratorio, ¿no? No si se supone que estamos en una reunión.
—No importa. Quería hablar contigo de todas formas, ¿Vamos a comer algo?
—Eso sería magnífico —dijo Joanna, sintiéndose inadecuadamente encantada—. Pero imagino que la cafetería estará cerrada. Lo estaba.
—¿Está abierta alguna vez? —preguntó Richard mientras se asomaban a las puertas de cristal cerradas.
—No. ¿Y ahora qué? No tendrás comida en la bata, ¿verdad? Él buscó y encontró un Mountain Dew y media madalena.
—Tengo que reavituallarme. ¿Qué te parece Taco Pierre’s? Oh, espera. —Rebuscó de nuevo en los bolsillos—. No llevo las llaves encima.
—Yo tengo las mías, pero no llevas abrigo.
—Taco Pierre’s tiene salsa picante, y tu coche tiene calefacción, ¿no?
—Sí.
La puso a toda potencia mientras subían y le tendió sus guantes, pero para cuando llegaron a Taco Pierre’s él estaba tiritando, y ordenó dos cafés con sus tacos.
—Uno para cada mano —explicó, y tomó seis bolsitas de salsa extrapicante camino de la mesa.
El comedor estaba llevo de envoltorios de tacos y servilletas. Joanna tuvo que limpiar su mesa con una antes de sentarse.
—Alguien tendría que abrir un restaurante más cerca del hospital —dijo Richard.
—Un restaurante agradable —susurró Joanna, sonriéndole. El lugar era un lío, el chico rubio y tatuado del mostrador parecía la foto de la ficha policial del criminal de la pistola de clavos, y no era un lugar romántico que digamos, pero era cálido y estaba vacío. “Y es una especie de cita”, pensó Joanna, “Vielle estará encantada”, y ella también se sintió encantada, mientras daba un mordisco a un Tater Torro que llevaba frito al menos una semana—. Al menos aquí se está calentito.
—Y el café está frío. ¿Qué tenía que decir Mandrake? Me perdí la primera parte.
Ella se lo contó mientras comían.
—Y ahora la señora Davenport está recibiendo mensajes de los muertos. —Sorbió reflexiva su Coca-Cola—. Me pregunto si tienen un código.
—¿Un código? —preguntó Richard, sorbiendo su café frío.
—Sí, como el mensaje que Houdini prometió enviar a su esposa después de muerto —dijo Joanna, dando un mordisco al taco—. “Rosabelle, cree”, le dijo; pero el mensaje era en realidad: “Rosabelle responde di reza responde mira di responde di.” Las palabras equivalían a “cree”. Era el código que utilizaban en su actuación para leer mentes.
—¿Lo consiguió?
—No, y si alguien pudo haber enviado un mensaje ese fue Houdini —dijo Joanna, bebiendo Coca-Cola—, aunque sin duda dentro de un par de días la señora Davenport anunciará que ha hablado con él personalmente y que le ha dicho —fingió un tono sepulcral—: “Aquí no hay ningún temor, ni ningún pesar.”
—”Y nadie se atreve a hacer escapadas bajo el agua” —dijo Richard en el mismo tono fantasmal—. ¿Por qué el más allá siempre parece el lugar más aburrido imaginable?
—Lo aburrido tal vez sea bueno —dijo Joanna, pensando en la oscuridad vacía más allá del puente, y en el oficial diciendo: “Hay agua en la Cubierta D.”
—Te refieres a lo opuesto al Titanic —dijo Richard, como si fuera telépata. Arrugó los papeles que envolvían su burrito. Llevó la bandeja al contenedor de basura—. La verdad es que quería hablar de eso contigo. —Rebuscó en los clasificadores que tenía en el asiento de al lado y sacó la transcripción de su ECM—. Sigues diciendo que es el Titanic. ¿Cómo sabes que lo es?
“Se acabó la cita”, pensó Joanna.
—No estoy diciendo que sea el Titanic de verdad —dijo pacientemente—. Ya lo expliqué antes. No es el barco histórico que se hundió en 1912. Es… no sé, una especie de Titanic mental.
—Lo sé. No es eso lo que te pregunto. ¿Cómo sabes que lo que estás viendo es el Titanic?
—¿Cómo lo sé? Oí los motores pararse y vi a los pasajeros en cubierta. Los vi hacer señales al Californian.
—Corrección —dijo Richard, mirando sus datos grapados—, los viste hacer señales a algo. No se hizo ninguna mención al Californian. Lo supusiste. —Tomó un sorbo de café—. No hay ninguna mención de las personas que viste a ningún iceberg o ninguna colisión. De hecho, el sobrecargo dice que cree que se trató de un problema mecánico.
—Pero la joven del camisón lo oyó. Richard sacudió la cabeza.
—Oyó un sonido parecido a una tela al rasgarse. Eso podría ser un montón de cosas.
—¿Cómo qué?
—Una explosión, una colisión, el problema mecánico que describió el sobrecargo. ¿Viste algo que identificara al Titanic por su nombre? ¿Algo con SS Titanic escrito?
—RMS —corrigió Joanna—. Era un barco correo real.
—Muy bien, con RMS Titanic escrito. —Hojeó nuevamente las páginas grapadas de su testimonio. Vio que varias líneas habían sido destacadas con un marcador amarillo—. Dijiste que viste los botes salvavidas. ¿Aparecía algún nombre en su costado?
—Estaban cubiertos —dijo Joanna, tratando de recordar si había visto el nombre del Titanic en alguna parte. ¿Tenía alguna insignia la chaqueta blanca del sobrecargo? ¿O la gorra del oficial? No podía recordarlo. ¿Qué más tendría una insignia, o el nombre Titanic?
“Los salvavidas”, pensó, tratando de recordar si había visto alguno en la Cubierta de Botes. No, pero al parecer había uno en la pared interior de la cubierta, justo fuera del pasillo, junto a la luz, con RMS Titanic grabado en rojo.
“Estás dejándote llevar por la imaginación —se dijo bruscamente—. Ésa es una imagen de la película, y si estaba junto a la luz de cubierta, no podrías haberlo visto debido al resplandor.”
—No —reconoció—. No vi nada con el nombre Titanic escrito.
—Eso creía. No estoy seguro de que sea el Titanic. He estado repasando tu transcripción. —Pasó a otra página, copiosamente marcada de amarillo, y leyó—: “¿No va a venir nadie?” “El Baltic, pero está a más de doscientas millas de distancia.” ¿Y el Frankfurt?
La miró.
—Fue el Carpathia el que acudió en su ayuda. Y, según tú misma dices en tu testimonio, el Californian fue el barco que no respondió, no el Frankfurt.
—Pero habrían mandado mensajes por radio a más de un barco —repuso Joanna—. Dijeron que ambos barcos estaban demasiado lejos para ayudar. Puede que fueran dos de la docena de barcos con los que intentaron contactar.
—También está la escalera. Lo sé —dijo él, levantando las manos a la defensiva—, dijiste que el recuerdo no procedía de la película, pero una cosa que la película mostraba era la escalera ante el comedor, con los peldaños serpenteando y la gran claraboya…
—La Gran Escalera —murmuró Joanna. Él tenía razón. Las escaleras que conducían al Salón Comedor de Primera Clase eran de mármol, con filigranas de oro y balaustradas de hierro forjado y un querubín de bronce en el bolo de la barandilla sujetando una antorcha eléctrica y, en lo alto de las escaleras, un gran reloj, con dos figuras de bronce colocando una hoja de laurel encima. El Honor y la Gloria coronando al Tiempo.
“Debo de haber estado en otra escalera”, pensó, pero no habría habido dos escaleras en el Salón Comedor de Primera Clase, ¿no? Y estaba la cubierta vacía y el puente desierto.
—¿Entonces qué crees? —preguntó Joanna—. ¿Que estoy viendo otro barco?
—Creo que es posible. Nada de lo que has descrito eliminaría que fuera el Lusitania, por ejemplo.
—Excepto que el Lusitania se hundió a plena luz del día. Y nadie va por ahí preguntando qué ha pasado cuando le alcanza un torpedo.
—O tal vez cualquier otro barco del que te haya hablado Maisie —continuó él, imperturbable—. O el señor Wojakowski.
—El Yorktown era un portaaviones. Esto era un trasatlántico. Vi las chimeneas.
—Corrección —dijo él, consultando de nuevo la declaración—. Viste una gran forma negra. La tórrela central de un portaaviones sería una gran sombra negra, ¿no…? —Alzó la cabeza cuando vio al chico del mostrador junto a ellos.
—Vamos a cerrar —dijo, y continuó allí de pie, los brazos tatuados cruzados sobre su pecho mientras Richard apuraba su taza de café y Joanna se ponía el abrigo.
Salieron a la gélida oscuridad. Había empezado a nevar mientras estaban en el restaurante, una nieve húmeda y resbaladiza.
—¿Cuánto tiempo dijo Vielle que podrían sobrevivir los pasajeros antes de sufrir hipotermia? —preguntó Richard, soplándose las manos.
—No era un portaaviones —contestó Joanna, poniendo el coche en marcha y regresando al hospital—. Los portaaviones tienen la cubierta plana, y no tienen salones comedor con lámparas de cristal y grandes pianos.
—Y este barco no tiene una Gran Escalera —dijo él—, lo que me hace pensar que es una amalgama de barcos e imágenes de barcos que tienes almacenada en tu memoria a largo plazo. Tú misma dijiste que podría ser el Mary Celeste.
—El Mary Celeste era un velero —dijo ella, pero Richard tenía razón. Había discrepancias. La cubierta estaba vacía y desierta, y no había nadie en el puente.
Llegó al aparcamiento.
—¿Dónde tienes aparcado tu coche? Oh, espera, tienes que ir a recoger tu abrigo.
—Sí, y quiero mirar otra vez tus escaneos. Joanna entró por la puerta norte y se detuvo.
—Gracias por rescatarme de las garras del Maligno —dijo.
—Espero que no esté agazapado ante el laboratorio, esperando.
—Yo espero que la señora Davenport no sea telépata de verdad. Richard se echó a reír y salió del coche. Volvió a asomarse.
—Dijiste antes que sabes que es el Titanic. ¿Es la misma sensación de convicción que tuviste cuando reconociste por primera vez que el pasillo era del Titanic?
“Sé adonde quieres ir a parar”, pensó Joanna, cansada.
—Sí.
Él asintió.
—Eso podría ser. El lóbulo temporal en vez de un recuerdo a largo plazo lo que está produciendo es la sensación espúrea de que es el Titanic. —Dio un golpecito en el techo del coche—. Me estoy congelando. Buenas noches. Te veré por la mañana. —Cerró la puerta del coche.
“Espero que sucumbas a la hipotermia —pensó Joanna mientras se marchaba—. No es una sensación espúrea. Es el Titanic.”
Cuando llegó a casa el teléfono estaba sonando. “Probablemente será el señor Mandrake —pensó—, dejando su enésimo mensaje.” Dejó que el contestador se hiciera cargo.
—Hola, soy Kit Gardiner… Joanna descolgó el teléfono.
—Estoy aquí, Kit, lo siento, acabo de entrar.
—Sé que es tarde, pero he encontrado algo. No el libro de texto —se apresuró a añadir—. Dijo usted que estaba intentando recordar algo que el tío Pat había dicho sobre el Titanic. Bueno, esta tarde he encontrado todos sus libros del Titanic, y se me ocurrió que lo que está usted intentando recordar puede que esté en uno de ellos, así que me pregunté si le interesa echarles un vistazo. O yo puedo mirarlo por usted, si quiere. Dijo que era algo sobre los motores parándose y los pasajeros que subieron a cubierta en pijama.
—Sí. Escucha, Kit, ¿podrías buscar una cosa más? Necesito saber cómo era el Salón Comedor de Primera Clase del Titanic.
—Claro, lo buscaré con mucho gusto. ¿Algo más?
—Sí —dijo Joanna, tratando de determinar qué demostraría que el barco era el Titanic—. Necesito que averigües si usaron una lámpara Morse para hacer señales al Californian esa noche. Y los nombres de los barcos con los que contactaron por medio del telégrafo inalámbrico. Si no es pedir demasiado.
—No lo es —dijo Kit alegremente—. ¿Cuándo lo necesita? ¿Le vendrá bien mañana por la noche? Si su invitación a la noche del picoteo todavía sigue en pie. He decidido que me gustaría ir, después de todo. Tenía razón en lo del programa Eldercare. Están dispuestos a venir avisando con tan poco tiempo.
—Magnífico. ¿Puedo recogerte?
—Eso sería maravilloso. No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Kit, como si Joanna fuera la que estuviera buscando libros de texto y hechos en vez de ella—.¿A qué hora?
—Solemos empezar a las siete. Te recogeré a las seis y media.
—Magnífico. La veré ma…
De pronto se escuchó un ruido atronador.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Kit—. ¿Puede esperar un momento?
—¿Va todo bien? —preguntó Joanna, pero el único sonido era aquel agudo timbrazo. “O zumbido”, pensó Joanna, preguntándose si debía colgar para que Kit pudiera llamar al 061. O si debería colgar y llamar ella misma.
—No pasa nada, tío Pat —oyó decir tranquilamente a la débil voz de Kit—, todo va bien.
Pero el sonido no se apagó. “Me pregunto qué lo produce”, pensó Joanna.
Parecía una mezcla entre el silbido de una tetera y una alarma… o como debieron de sonar las chimeneas del Titanic soltando vapor con un rugido ensordecedor, y se preguntó si eso, y no los motores al pararse, era el sonido que había oído en el pasillo.
—La mayoría ni siquiera lo oyó —dijo de pronto el señor Briarley al teléfono. Debía de haber entrado en la biblioteca mientras Kit trataba de encargarse de aquel sonido, fuera lo que fuese. —¿Señor Briarley?
—Sí. ¿Quién es?
—Joanna Lander.
—Joanna Lander —repitió él, sin ningún asomo de reconocimiento en la voz.
—Soy antigua alumna suya. Del instituto Dry Creek.
—El instituto —dijo él. Hubo un golpe suave, como si hubiera soltado el auricular, pero al parecer no lo había hecho, porque al cabo de unos segundos dijo—: Fue el súbito cese de la vibración de los motores. Jack Thayer lo oyó, y los Ryerson, y el coronel Gracie, y todos salieron a cubierta para ver qué había sucedido.
“Me está hablando de los motores del Titanic —pensó Joanna, afectándose al teléfono—. Kit dijo que a veces recuerda cosas al día siguiente.
—Nadie parecía saberlo —dijo el señor Briarley—. Howard Case creyó que se había desprendido una hélice. Uno de los mozos dijo que era un problema mecánico menor. Nadie creyó que fuera serio… —Hizo una pausa, como si esperara a que ella dijera algo.
—Señor Briarley —dijo Joanna, el corazón latiéndole dolorosamente—, ¿qué dijo usted sobre el Titanic aquel día en clase?
27
A veces pienso lo maravilloso que sería poder decirse a uno mismo: “La muerte se acabó; ya no hay que volver a enfrentarse a esa experiencia.”
Durante un buen rato lo único que Joanna oyó fue el agudo chillido repitiéndose una y otra vez, y luego al señor Briarley diciendo:
—Nos hablan.
Joanna esperó, sin comprender, pero temiendo que si interrumpía su cadena de pensamientos la destruiría.
—Artefactos aburridos y polvorientos. Eso es la literatura —dijo entonces, y luego, impaciente—: Sí, señor Inman, esto caerá en el final. Todo caerá en el final.
Y el sonido se interrumpió bruscamente.
Eso es lo que oigo en el pasillo, pensó Joanna, de manera intrascendente, mientras escuchaba resonar el silencio. Es un sonido al interrumpirse.
—Señor Briarley —dijo—, ¿puede recordar lo que dijo en clase aquel día?
—¿Recordar? —dijo él vagamente. Hubo una larga pausa, y entonces dijo—: Lo recordaré siempre.
No tenía derecho a preguntarle nada, se dijo Joanna.
—Lo siento —murmuró—. Yo…
—¿Quién es? —exigió saber el señor Briarley—. ¿Es usted amiga de Kevin?
—Soy una antigua alumna suya, señor Briarley. Joanna Lander.
—Entonces se sentará a este lado —dijo él, y al fondo Joanna pudo oír a Kit.
—No cuelgues, tío Pat. Es para mí.
—No sé quién es —gruñó el señor Briarley—. La gente nunca dice su nombre.
Y entonces Joanna oyó el sonido del teléfono al pasar de mano en mano.
—Lo siento —dijo Kit—. El tío Pat ha conseguido de algún modo que la alarma de humos de la cocina sonara, y no podía apagarla. ¿Dijo usted que estaría aquí a las seis y media?
—Sí. Kit…
—Oh, tengo que irme. Adiós —dijo Kit, y colgó.
Joanna se quedó allí de pie, mirando el auricular. “Lo recordaré siempre”, había dicho el señor Briarley, pero no era verdad. No podía recordarlo, ni ella tampoco. Se sintió de pronto cansada hasta los tuétanos.
Colgó el teléfono. Su contestador parpadeaba. Pulsó el botón de reproducción.
—Tiene un mensaje —dijo la máquina.
—Soy Vielle. ¿Te acordaste de alquilar los vídeos?
—No —dijo Joanna en voz alta—. Lo haré por la mañana.
Se fue a la cama. Pero el Blockbuster no abría hasta las once, descubrió camino del trabajo a la mañana siguiente. ¿Es que no hay nada abierto?, se preguntó, mirando las puertas cerradas y preguntándose cuándo iba a poder volver.
Tendría que ser aquella tarde. La sesión del señor Sage era a las diez, y normalmente tardaba media hora y al menos otras dos más en sonsacarle su testimonio. Eso la llevaba a las doce y media, y luego tenía que transcribir el testimonio. “Al menos eso no requerirá mucho tiempo”, pensó. Pero también tenía que terminar su lista de ECM múltiples para Richard y tratar de ponerse en contacto con la señora Haighton. Y hablar con Guadalupe. Y decirle a Vielle que había invitado a Kit a la noche del picoteo.
Lo hizo en cuanto llegó al trabajo, esperando que Vielle estuviera ocupada para que no volviera a interrogarla. Lo estaba. Urgencias estaba a rebosar.
—¡Ha llegado la primavera! —dijo Vielle, y como Joanna pareció confundida, teniendo en cuenta la nieve que había tenido que sortear para llegar hasta allí, se explicó—: La estación de la gripe, de sopetón. Fiebres, deshidratación, vómitos indiscriminados… Será mejor que salgas de aquí.
—Y tú también. He venido a decirte que he invitado a alguien a la noche del picoteo.
—¡Oh, por favor, dime que es el oficial Denzel!
—Pues no. Es la sobrina de mi profesor de lengua del instituto. Es a él a quien fui a ver el otro día cuando me prestaste el coche. El señor Briarley —dijo Joanna, preguntándose cómo iba a explicar por qué había ido a verlo—. Tiene Alzheimer.
—Alzheimer —dijo Vielle, sacudiendo la cabeza compasiva—. ¿No tenía una orden de No Resucitar? Sus parientes deberían conseguir una si vuelve a pasar. Nos traen pacientes de Alzheimer en fase terminal, y revivirlos no es agradable —dijo Vielle, y Joanna advirtió que Vielle pensaba que el señor Briarley había entrado en parada y luego lo habían revivido, y que había ido a registrar su ECM.
Tal vez podía dejar que siguiera pensando eso, se dijo, pero Kit podría decir algo.
“Y Vielle es tu mejor amiga. No tienes derecho a mentirle a tu mejor amiga.” Pero no podía decirle la verdad. Con sólo mencionar el Titanic…
—¿Recuerdas cuando la otra noche hablamos sobre cuál era la mejor forma de morir? —estaba diciendo Vielle—. Bueno, el Alzheimer tiene que ser la peor; olvidar todo lo que has sabido o amado, o lo que fuiste y saber que está sucediendo. ¿Era buen profesor?
—Sí. Nos solía recitar páginas y páginas de Keats y Shakespeare, y sus exámenes eran increíblemente difíciles.
—Una auténtica joya —dijo Vielle sarcástica.
—Lo era. Tenía un peculiar sentido del humor, y lo sabía todo, todo sobre literatura y escritores e historia. Siempre nos contaba las cosas más fascinantes. ¿Sabes que la hermana de Charles Lamb apuñaló a su madre una noche en la cena con un cuchillo de mesa?
—Parece que prestaste más atención a tus clases de lengua que yo —dijo Vielle.
“Pero no lo suficiente —pensó Joanna—, no lo suficiente, porque no puedo recordar lo que dijo sobre el Titanic.”
—Lo sabía todo. Por eso fui a verlo —dijo Joanna, esperando que Vielle no le pidiera que fuese más específica—. No sabía que tenía Alzheimer, y conocí a su sobrina, y tuve que invitarla. Lo cuida a todas horas y no sale nunca, sólo sale de casa cuando tiene que ir al supermercado, y no tienen nunca visitas…
—Gilbert y Sullivan intentan rescatar a otra víctima —murmuró Vielle.
—Yo no… Bueno, de acuerdo, tal vez, pero es muy simpática, te caerá bien.
—¿Por eso te marchaste en mi coche y estuviste fuera más de cuatro horas? —dijo Vielle, escéptica—. ¿Para hacerle una pregunta a tu antiguo profesor de lengua? ¿Sobre la hermana de Charles Lamb?
—No. ¿Hay algún vídeo concreto que quieres que alquile para esta noche? ¿Además de Glory?
—¿Qué tal Conoces a Joe Black? Es de una mujer que se enamora tanto de la Muerte que casi se acaba muriendo.
—Alquilaré una comedia —dijo Joanna, y fue a ver a Guadalupe, que no estaba allí.
—Hoy está de baja —le dijo una enfermera desconocida en el puesto—. Ha pillado la gripe que anda por ahí.
—Oh. Bueno, ¿quiere decirle cuando vuelva que sí, que sigo interesada en que las enfermeras anoten todo lo que diga el señor Aspinall?
—Le dejaré una nota —dijo la enfermera, agarrando una libreta de notas adhesivas—. Todavía interesada… enfermeras… anotar… —dijo, mientras escribía—. ¿Seguro que se refiere al señor Aspinall? Él…
—Sí, soy consciente de que está en coma. Guadalupe sabrá lo que significa el mensaje.
Vio cómo la enfermera terminaba de anotar y pegaba el mensaje en el casillero de Guadalupe, y luego fue a la habitación de Coma Carl. Su esposa estaba sentada junto a su cama, leyendo una novela en voz alta.
—”Ya lo tenemos, dijo Buck, espoleando a su caballo” —leía—. “No podrá escapar por ahí. Incluso un rastreador comanche podría perderse en esos cañones.”
Joanna miró a Carl. En la semana transcurrida había ido claramente cuesta abajo. Su pecho y su cara parecían más hundidos que nunca, y más grises. El número de bolsas colgadas de su perchero para intravenosas se había multiplicado, igual que el número de monitores.
—¡Doctora Lander! —dijo la señora Aspinall, sorprendida y complacida. Cerró el libro.
—Me he pasado un momento a ver cómo le iba a su marido —dijo Joanna.
—Va tirando —dijo la señora Aspinall, y Joanna se preguntó si su actitud de no querer ver era igual que la de la madre de Maisie, pero estaba claro al mirarla que no. También ella había perdido peso, y la tensión se le notaba en la cara—. ¿Carl? —llamó, inclinándose hacia delante para tocarle el brazo—. Carl, la doctora Lander ha venido a verte.
—Hola, Carl.
La señora Aspinall dejó sobre la mesita de noche el libro, que tenía una imagen de un caballo al galope y su jinete en la portada.
—Le he estado leyendo a Carl en voz alta. Las enfermeras dicen que puede oír mi voz. ¿Cree que es cierto?
“No”, pensó Joanna, recordando el silencio de la Cubierta de Botes, la oscuridad más allá de la barandilla. Aunque Tish le hubiera quitado los auriculares y Richard le hubiera gritado al oído, no los habría oído.
—A veces creo que me oye —dijo la señora Aspinall—, pero otras veces parece tan… En cualquier caso, no puede hacerle daño —dijo, sonriéndole a Joanna.
—Y puede ayudarle. Algunos pacientes han contado que eran conscientes de la presencia de sus familiares mientras estaban en coma.
—Eso espero. —La señora Aspinall unió las manos—. Espero que sepa que estoy aquí, y que haría cualquier cosa por él —dijo ferozmente—. Cualquier cosa.
Joanna pensó en Maisie.
—Lo sé —dijo, y la señora Aspinall pareció cohibida, como si hubiera olvidado que Joanna estaba allí.
—Es usted muy amable al venir a ver a Carl —dijo, y volvió a tomar el libro.
—Me alegro de haberla visto, señora Aspinall —dijo Joanna, y aunque estaba convencida de que él se encontraba en algún lugar donde no podía oírla, añadió—: Aguanta, Carl.
Regresó a su despacho, también por el camino trasero y abriendo la puerta de la escalera una rendija antes de salir. El señor Mandrake no estaba, pero había dejado otros tres mensajes en su contestador. También había otro de la señora Troudtheim diciendo que no había pillado la gripe después de todo y que cuándo quería que fuese, pero ninguno de Kit.
Casi esperaba que hubiera noticias suyas, aunque habían quedado para esa noche, y si hubiera algún mensaje suyo probablemente sería para cancelar la cita porque el señor Briarley tenía un mal día. Pero esperaba que Kit llamara para decir: “El Titanic contactó con el Baltic y el Frankfurt”, o “el salón comedor tenía lámparas rosa y una alfombra rosa”, para que así ella pudiera convencer a Richard de que era el Titanic y no una amalgama.
Porque lo era. No era sólo un puñado de imágenes relacionadas con barcos pescadas de la memoria a largo plazo. Había un motivo para que fuese el Titanic. El señor Briarley cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa y dijo… Joanna miró el contestador automático, tratando de recordar. “Estaba nublado”, pensó, y tuvo una súbita imagen de un día nevado y soleado, la luz de los copos de nieve destellando, resplandeciendo…
Estás imaginando cosas, se dijo severamente. Tal vez debería seguir una pista diferente, no intentar recordar aquel incidente concreto, sino lo que sabía sobre el Titanic, y tal vez eso disparara el recuerdo.
Muy bien. Sabía que el barco avanzaba a toda máquina, aunque había docenas de mensajes indicando la existencia de icebergs, y los hombres jugaban tranquilamente al bridge en la sala de fumadores de primera clase después de que los botes zarparan. Sabía de la señora Strauss, que se negó a dejar a su marido, y de Benjamin Guggenheim, que bajó a ponerse el chaqué y un chaleco blanco. “Nos vestimos con nuestras mejores galas, y nos preparamos a morir como caballeros”, había dicho. Y sobre el Californian, que no había visto los mensajes con lámpara Morse que el Titanic estaba enviando, no comprendió que los cohetes que veía eran señales de socorro…
—¿Doctora Lander? —dijo Tish, llamando a la puerta—. El doctor Wright me ha dicho que le comunicara que está preparado para iniciar la sesión.
—¿Ya? —dijo Joanna, mirando su reloj. Santo Dios, ya eran casi las diez.
—Lo siento —dijo—, ahora mismo voy.
Recogió su minigrabadora, una cinta nueva y su cuaderno de notas.
—¿Está aquí el señor Sage?
—Sí —respondió Tish—. Charlatán como siempre. Joanna sonrió, cerró la puerta, le echó la llave, por si el señor Mandrake llegaba husmeando. Se dirigieron al laboratorio.
—Pero al menos el señor Sage no tiene la cabeza en sus escaneos TPIR como alguien que yo conozco —dijo Tish sarcástica—. Y por lo menos te escucha cuando le hablas. El motivo por el que he venido a verla —dijo, inclinándose confidencialmente hacia Joanna— es para decirle que he renunciado al doctor Wright. Es todo suyo.
—A mí tampoco me escucha —dijo Joanna, pensando en su conversación en Taco Pierre’s.
—Eso es porque se pasa todo el tiempo pensando en ECM. Y quiero decir todo el tiempo. ¿Sabe lo que dijo cuando le dije que había alquilado esa peli de Tommy Lee Jones de la que habíamos hablado?
“De la que tú habías hablado”, pensó Joanna.
—¿Y que había comprado filetes y hecho una ensalada? Dijo que no puede, que está ocupado. Probablemente mirando sus escaneos.
“Éste no va a ser un buen momento para hablarle de la noche del picoteo”, pensó Joanna.
—Está completamente obsesionado con esos escaneos. Si no los mira, empezará a creer que las ECM son reales, como el señor Mandrake.
—No sé por qué, pero eso me parece imposible —dijo Joanna, y entró en el laboratorio.
Richard estaba ante la consola, contemplando los escaneos, con la mano en la barbilla.
—¿Ve? —le susurró Tish a Joanna.
Joanna se acercó a la mesa de reconocimiento, donde estaba sentado el señor Sage, con la bata hospitalaria puesta.
—Buenos días, señor Sage. ¿Cómo se encuentra esta mañana? El señor Sage se lo pensó unos cuarenta segundos.
—Bien —dijo. Tish le dirigió a Joanna una mirada significativa.
“Al menos su testimonio no tardará mucho”, pensó Joanna, viendo cómo Tish lo preparaba. Diez minutos para la sesión y otros quince para sacarle el hecho de que estaba oscuro. Se equivocó. Después de dos minutos y cuarenta segundos en sueño no-REM, entró en estado ECM. Y se quedó allí.
Después de diez minutos, Richard preguntó:
—¿Cuánto tiempo estuvo bajo los efectos la última vez?
—Dos minutos, diecinueve segundos —dijo Joanna.
—Tish, ¿cómo están sus constantes vitales?
—Bien. Pulso 65, PS 110 sobre 70. Un minuto después, Richard preguntó:
—¿Y ahora?
—Lo mismo —contestó Tish—. Pulso 65, PS 110 sobre 70. ¿Está en sueño no-REM?
—No —dijo Richard, parecía estupefacto—. Sigue en estado ECM. Paremos la ditetamina.
Tish lo hizo, pero no cambió nada. Diez minutos más tarde, el señor Sage seguía en estado ECM.
—¿Hay algún problema?
—No —dijo Richard—. Su ECG está bien, sus constantes vitales están bien, y las pautas del escáner no muestran ninguna anormalidad. Debe de estar teniendo una ECM larga.
Joanna miró al señor Sage. “¿Y si no puede encontrar el pasillo, o el túnel, o lo que quiera que sea para él? —pensó—. ¿Y si se olvidó de colocar su zapatilla de tenis en la puerta o la verja o la barrera que haya atravesado, y se le ha cerrado detrás?”
A los veintiocho minutos y catorce segundos, Richard dijo:
—Muy bien, ya es suficiente.
Y le dijo a Tish que le administrara norepinefrina y lo recuperara.
.—Una cosa buena —dijo, viendo cómo el escaneo finalmente cambiaba a estado no-REM y luego a la pauta consciente—. El señor Sage tendrá un montón de cosas que decirnos.
Pero se mostró tan poco comunicativo como de costumbre.
—Estaba oscuro… —dijo, deteniéndose una eternidad entre frases— y luego hubo una luz… y luego estuvo oscuro otra vez.
—¿Estuvo allí más tiempo esta vez? —preguntó Joanna.
—¿Más tiempo?
“De verdad creo que es bobo”, pensó Joanna.
—Sí —dijo Joanna pacientemente—. ¿Le pareció que pasaba más tiempo?
—¿Cuándo?
—En la oscuridad —dijo Joanna, y como parecía confundido, añadió—: O en la luz.
—No.
—¿Estuvo en el mismo lugar?
—¿Lugar?
Intentó durante casi dos horas y media sacarle algo, sin conseguirlo.
“Al menos no tardaré mucho en transcribir su testimonio —pensó—, y así podré ir al Blockbuster”, pero cuando le pasó la transcripción a Richard, él le pidió que encontrara todas las referencias al tiempo transcurrido en sus entrevistas de ECM y cualquier información sobre el tiempo real de la muerte clínica, si estaba documentada. Eso le llevó toda la tarde. Hacia la mitad del trabajo, Richard llamó a la puerta.
—Creo que no voy a poder ir al picoteo —dijo—. No he terminado de analizar los escaneos del señor Sage, y todavía tengo que encargarme del análisis del neurotransmisor.
—¿Qué hora es? —preguntó Joanna, mirando el reloj—. Oh, Dios mío, las seis menos cuarto.
Grabó lo escrito y recogió su abrigo. Tenía que recoger a Kit a las seis y media. Y todavía no había alquilado los vídeos.
—Dile a Vielle que lo siento. Tal vez la próxima vez —dijo Richard mientras ella buscaba sus llaves.
—Lo haré —contestó, y corrió al Blockbuster.
“Muy bien —se dijo, resbalando en el aparcamiento—, ahora entra, agarra un par de pelis, y ve a por Kit.” Más fácil de decir que de hacer. Glory estaba alquilada, y también Jumpin Jack Flash, y cuando repasó los estantes, la primera película que encontró era de Woody Allen la segunda estaba protagonizada por Kevin Costner, y todo lo demás parecía haber sido filmado por expertos en demolición.
—¿Ya encuentra lo que busca? —preguntó un chaval bajito con una camisa azul y amarilla.
“No —pensó ella—. ¿Sabes dónde está la Gran Escalera? ¿O por qué estoy viendo el Titanic?”
—¿Puedes sugerirme una buena comedia?
—Claro que sí —dijo él, dirigiéndose muy resuelto al pasillo de novedades y tomando una carátula con una foto de Robin Williams disfrazado de payaso—. Muerto de risa, dijo. Trata de un hombre que se muere de una enfermedad del corazón.
Joanna negó con la cabeza.
—¿Y ésta? Eslabón perdido. Es una comedia sobre un tipo con amnesia que no sabe quién es ni cómo se llama…
—¿Qué tal Julia Roberts? —dijo Joanna—. ¿Tienes algo de Julia Roberts?
—Sí, claro —dijo él, y se dirigió a la sección de drama—. Elegir un amor. Julia Roberts y Campbell Scott. Trata de una joven que cuida a un hombre que se está muriendo de leucemia…
—Quiero decir una comedia de Julia Roberts —dijo Joanna, desesperada.
Él frunció el ceño.
—Se acaban de llevar la nueva peli. ¿Qué tal Novia a la fuga?
—Magnífico —dijo ella, quitándole de las manos la carátula azul y amarilla, y cuando iba a marcharse, se volvió—: En ésta no se muere nadie, ¿verdad? ¿Ni nadie pierde la memoria?
Él negó con la cabeza.
—Muy bien —dijo ella, y empezó a buscar su carné del Blockbuster.
Sabía que la noche del picoteo tenía que ser un programa doble, pero no sobreviviría a otra ronda de aquello. Tendrían que conformarse con una.
Además, no había tiempo. Había prometido recoger a Kit a las seis y media, y ya eran las seis y veinticinco. Atrapó Novia a la fuga de la mano tendida del chico bajito, esperando que llegar tarde no diera a Kit tiempo de cambiar de opinión, pero la chica la recibió en la puerta con el abrigo puesto.
—Hola, pase —dijo—. Casi estoy lista.
—¿Adónde vas? —llamó bruscamente el señor Briarley desde la biblioteca.
—Voy a salir, tío Pat —respondió Kit—. Con Joanna. Vamos a ver una película.
—Lo siento —susurró Joanna—. ¿Debería haberte esperado en el coche?
Kit sacudió la cabeza.
—Traté de marcharme un par de veces sin que me viera, pero sólo empeoró las cosas. Pase. Tengo que decirle algo a la cuidadora. Encontré las respuestas a algunas de sus preguntas.
La condujo hasta la biblioteca. El señor Briarley estaba sentado en su sillón de cuero rojo oscuro, leyendo un libro. No levantó la cabeza cuando ellas entraron.
Una mujer de pelo gris con camiseta estaba sentada en el sofá. A Joanna le recordó a la señora Troudtheim. Tenía el mismo aspecto amistoso y serio de “puedo sobrevivir a cualquier cosa”, e incluso llevaba una mochila llena de hilo verde oliva y púrpura brillante. “¿Qué pasa con el ganchillo? —se preguntó Joanna—. ¿Es que la gente se vuelve automáticamente daltónica cuando aprende a hacer ganchillo?”
—Ya tiene mi número de móvil —le dijo Kit—. Se lo pedí prestado a mi primo hasta que pueda tener uno propio —le explicó a Joanna.
—Aquí mismo —dijo la señora Gray, palpándose el bolsillo del pecho de su vestido.
—¿Quieres también el número de Vielle? —le preguntó Joanna a Kit, y cuando ésta asintió, se lo dio a la señora Gray.
—¿Y me llamará si pasa cualquier cosa? —dijo Kit ansiosamente—. ¿Cualquier cosa?
—Te llamaré —dijo la señora Gray, sacando su labor—. Ahora ve a pasártelo bien, y no te preocupes. Tengo las cosas bajo control.
—¿Ir? —dijo el señor Briarley, cerrando su libro y marcando el punto de lectura con el pulgar—. ¿Adónde vas?
—Voy a salir, tío Pat. Voy a ver una película. Con Joanna, Joanna Lander —dijo, presentándole a Joanna. El no dio muestras de reconocerla.
—Fue estudiante tuya en Dry Creek. Vamos a ver una película. Joanna pensó en el sobrecargo, marchándose una y otra vez de la cubierta, en la joven del camisón, diciendo una y otra vez: “Hace mucho frío.” ¿Era así tener Alzheimer, estar atrapada en una alucinación en un sueño, repitiendo las mismas frases, las mismas acciones, una y otra vez? ¿Y qué había de Kit? Ella también estaba atrapada en una interminable pesadilla repetida, aunque no se notaba por la forma tranquila y amorosa en que le respondía y le palmeaba el brazo.
—¿Y Kevin? —preguntó él—. ¿No va a ir contigo?
—No, tío Pat. —Ella se volvió hacia Joanna—. ¿Está? Oh, espere, tenía un libro que quería enseñarle antes de irnos —dijo, y corrió escaleras arriba.
Al oír la palabra irnos Joanna miró aprensiva al señor Briarley, pero él se había enfrascado nuevamente en su libro. Kit regresó con dos libros de texto.
—No creo que sea ninguno de éstos, pero ya que está usted aquí… No era ninguno de aquéllos. Joanna lo supo en cuanto los vio.
—Bueno, ha merecido la pena intentarlo —dijo Kit, corrió escaleras arriba y bajó otra vez, con el teléfono móvil en la mano—. Muy bien. Estoy lista. Adiós, tío Pat. —Lo besó en la mejilla.
—La balada del viejo marinero no es, contrariamente a la creencia popular, un poema sobre símiles y aliteraciones y onomatopeyas —dijo el señor Briarley, como si estuviera dando clase—. Tampoco trata de albatros y palabras mal dichas. Es un poema sobre la muerte y la desesperación. Y la resurrección. —Se levantó, se acercó a la ventana y apartó las cortinas para asomarse—. ¿Dónde está Kevin? Ya debería estar aquí.
Kit se acercó a él y lo ayudó a regresar a su sillón. Él se sentó.
—Volveré pronto —dijo Kit. Él la miró, inocentemente.
—¿Adónde vas?
—Voy a salir con Joanna. Vamos a ver una película —dijo ella, y alzó su teléfono móvil para enseñárselo a la señora Gray, que estaba atareada haciendo ganchillo—. Llámeme.
—¿Pasa lo mismo cada vez que sales? —preguntó Joanna cuando subieron al coche.
—Prácticamente —respondió Kit, encendiendo el móvil—. Esto ha sido una gran idea. Ahora no me preocupará que la señora Gray intente contactar conmigo y yo no lo sepa.
“Como el Californian”, pensó Joanna, preguntándose cómo abordar el tema de las preguntas cuyas respuestas Kit había dicho encontrar. Si se lo preguntaba ahora, por el camino, parecería que sólo la había invitado a la noche del picoteo para sonsacarle información. Pero si esperaba, Kit podría sacar el tema en medio de la película, con Vielle allí delante, y Vielle estaba ya recelosa.
Tenía que ser ahora. Pero con tiento.
—Me alegra mucho que te decidieras a venir, Kit.
—Y yo también —dijo Kit, metiéndose la mano en el bolsillo del abrigo y sacando un papelito doblado—. Muy bien, la lámpara Morse. Utilizaron una en el Titanic, para hacer señales al Californian. Estaba en el ala del puente de babor, que según el mapa de El Titanic ilustrado estaba delante del puente y a la izquierda. Tuve que buscarlo —dijo, sonriendo—. Nunca recuerdo qué es babor y qué estribor. Babor es la izquierda según se mira a proa. Estribor es la derecha.
Delante del puente y a la izquierda. Allí era donde estaban los dos hombres, haciendo señales con la linterna.
—¿Decía cómo era la lámpara Morse? Kit negó con la cabeza.
—Por desgracia, aunque se llama El Titanic ilustrado, no había ninguna ilustración, ni ninguna descripción. Seguiré buscando. Ahora bien, respecto a los barcos con los que intentaron contactar, no estoy segura de tenerlos todos. La información sobre el telégrafo está dispersa por todas partes, y la mitad de los libros no tienen índice, así que no sé si los tengo todos, pero los que encontré son… —Miró el papel a la luz de las farolas que iban dejando atrás— el Virginian, el Carpathia… ése es el que recogió a los supervivientes… el Burma y el Olympic.
El Virginian, el Carpathia, el Burma y el Olympic. No el Baltic ni el Frankfurt. Pero Kit había dicho que la información sobre los cablegramas estaba dispersa por todas partes, y el Titanic podría haber enviado mensajes a una docena de barcos. Era posible que los libros mencionaran solamente los que estaban lo bastante cerca para ayudar o los que habían respondido. El oficial había dicho que el Frankfurt no respondía.
—Y por supuesto el Californian —dijo Kit—, pero usted dijo “contactar”, y nunca pudieron contactar con ellos. ¿Sabía que el operador del cable desconectó su máquina y se fue a dormir cinco minutos antes de que el Titanic enviara su primer SOS?
Joanna se echó a reír.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo gracioso?
—Acabas de recordarme a alguien, una niña pequeña que siempre empieza sus frases por “¿Sabías?”.
—¿Una paciente suya?
—Más o menos. ¿Pudiste averiguar algo sobre el Salón Comedor de Primera Clase?
—Sí, había montones de cosas. Era… —Kit volvió a consultar sus notas—. Un suntuoso salón a imitación del Haddon Hall inglés y decorado al estilo jacobino.
Jacobino. Joanna no tenía ni idea de cómo eran los muebles jacobinos. Aparcó en el complejo de apartamentos donde vivía Vielle.
—Ahora tengo que advertirte una cosa —dijo, apagando las luces del coche—. Tenemos una regla en la noche del picoteo, y es no hablar de trabajo, así que tendrás que contarme el resto en el camino de vuelta.
—Muy bien —dijo Kit—. Déjeme terminar con lo del salón. Joanna asintió y encendió la luz del techo.
—Estaba localizado en el centro del barco, en la cubierta de los salones, junto a la Gran Escalera. Tenía treinta y cinco metros de largo y era capaz de atender a quinientos pasajeros a la vez. Estaba pintado de blanco y tenía dos filas de columnas blancas en el centro. Las sillas y mesas eran de caoba oscuro, y las sillas estaban tapizadas de terciopelo verde con cabezales bordados con flores de lis.
Kit dobló el papel y lo guardó en el bolsillo de su abrigo.
—Le diré lo que he encontrado sobre los motores al pararse cuando regresemos —dijo, pero eso no seria necesario. Richard tenía razón. No era el Titanic.
28
SOS. Vengan de inmediato… problemas… diez millas al sur de Head Old Kinsale… SOS.
A Vielle le dio un ataque cuando Joanna apareció con Kit.
—¿Estás chalada? —susurró cuando Kit llevó las palomitas al salón—. ¿Vas a dejar que se acerque a Richard? ¿La has mirado bien? Es preciosa, y a los tíos les van las de tipo frágil e indefenso. Si le echa un vistazo, podrás despedirte del doctor Right.
—Richard no va a venir —dijo Joanna—. Tuvimos un problema con la sesión de esta tarde, y tuvo que…
—¿Qué clase de problema? —exigió Vielle—. ¿Y de quién fue la sesión? ¿Tuya?
—Regla número uno, no se habla de trabajo. Ya he advertido a Kit de eso.
—¿Por eso la has traído? —preguntó Vielle—. ¿Para que no pueda preguntarte por el proyecto? ¿O por qué de pronto estás tan interesada en esa película que no nos gustó a ninguna de las dos? ¿O por qué no quieres verla…?
Se interrumpió cuando Kit entró en la cocina con el teléfono móvil, estudiando los botones.
—¿Cómo se sabe si está conectado o sólo en espera? —preguntó. Vielle lo miró.
—Está conectado —declaró—. ¿Quieres llamar para comprobar cómo está tu tío?
—No, no importa. La señora Gray tiene este teléfono. Estoy un POCO nerviosa. A veces se desorienta cuando no estoy allí. —Se volvió hacia Joanna—. Lo siento. Sé que no tenemos que hablar de estas cosas durante la noche del picoteo. ¿De qué se supone que tenemos que discutir?
—De películas —dijo Joanna—. O, más bien, de la película. Tuve problemas en el Blockbuster. No tenían Glory. Ni Jumpin’ Jack Flash.
—Le tendió el vídeo a Vielle—. Es una comedia. Con Julia Roberts.
—Novia a la fuga —dijo Vielle, leyendo la carátula.
—¿Novia?—repitió Kit.
—¿La has visto ya?
—No —respondió Kit, pero en un tono que hizo a Joanna preguntarse si lo había hecho y estaba mintiendo para no herir sus sentimientos. Sus mejillas se habían arrebolado—. No he visto ninguna película en los últimos años, y me encantó Julia Roberts en Pretty Woman y Línea mortal.
—Excepto que en Línea mortal arriesga innecesariamente la vida —dijo Vielle, mirando a Joanna.
—Y acaba con Kiefer Sutherland —dijo Joanna alegremente—. Me parecía mucho más mono Kevin Bacon. —Le quitó el vídeo a Vielle—. En ésta sale Richard Gere.
Metió la película en el vídeo y encendió la tele.
—Venga, vamos a empezar. Kit no quiere estar fuera mucho tiempo. Entonces sonó el teléfono. Kit corrió a atenderlo.
—Es la señora Gray.
—Puedes hablar desde el dormitorio si quieres —dijo Vielle, y Kit asintió agradecida. Vielle la guió y cerró la puerta tras ella.
—Oh, espero que el señor Briarley no se haya indispuesto como para que tenga que irse a casa —dijo Joanna—. Tenía muchas ganas de pasar esta velada.
—No cambies de tema —dijo Vielle—. Dijiste que hubo un problema con la sesión de hoy. ¿Con quién?
—Conmigo no —respondió Joanna, y Vielle pareció inmediatamente aliviada—. Y no tendría que haber dicho problema. No pasó nada malo. —Miró la puerta del dormitorio.
—¿Y qué hay de tus sesiones? ¿Vas a decirme que tampoco ha pasado nada malo con ellas?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que bajaste corriendo a Urgencias blanca como un fantasma y exigiste saber si hay una escena en la que se paran los motores en Titanic, y luego cuando te lo averiguo, ni siquiera estás interesada, sólo te preocupa que pueda habérselo dicho a alguien. Y luego Barbara de Pediatría me dice que te vio en el pasillo de la quinta planta la noche antes y que parecía que hubieras visto un espectro.
Por supuesto. El viejo Chismorreo General, y por eso precisamente no podía decírselo a Vielle. Porque no existían los secretos en Mercy General.
—¿Te dijo también que acababa de enterarme de que Maisie había vuelto a entrar en parada?
—Me dijo que estaba preocupada por ti. Yo también estoy preocupada por ti. Es el proyecto, ¿verdad? Estás viendo cosas en tu ECM. Estás viendo el Titanic, ¿no?
“No —pensó Joanna—, por lo visto no.”
—No. No estoy viendo el Titanic.
—¿Entonces qué estás viendo?
—No lo sé. Es…
La puerta se abrió y salió Kit, todo sonrisas.
—La señora Gray sólo quería llamar para probar el teléfono, para que yo supiera que funciona y para decirme cómo le iba al tío Pat.
—¿Cómo leva?
—No demasiado mal. Sigue mirando por la ventana y preguntándole dónde estoy.
“Creía que alguien tan parecido a la señora Troudtheim tendría el sentido común suficiente para no decirle eso —pensó Joanna—. Sólo la preocupará.” Y debió notársele en la cara, porque Kit dijo:
—Si me hubiera dicho que todo iba bien, no la habría creído. Quiero que me diga la verdad.
“Habla igual que Maisie —pensó Joanna y, cuando se pusieron a ver Novia a. la fuga—: Se parece también a ella, con el pelo rubio corto y los brazos y hombros tan finos.” Pero era más que eso. También tenía el valor de Maisie, su encanto, su formalidad. Miraba la película con tanta atención como si el señor Briarley fuera a poner uno de sus famosos exámenes finales sobre el tema.
Joanna, por otro lado, se puso a divagar. Si no era el Titanic, ¿qué era? Una amalgama de barcos e imágenes relacionadas con barcos, había dicho Richard. ¿Qué imágenes relacionadas con barcos? Había crecido en un estado sin litoral. No había estado en un barco en toda su vida.
Trató de concentrarse en la película. Richard Gere estaba siendo presentado a un montón de mujeres risueñas.
“Soy Betty Trout”, dijo una de ellas, y Joanna pensó en Betty Peterson. “Se sentaba conmigo en clase de lengua. Y siempre sacaba sobresaliente. Sin duda recordaría el nombre del libro de texto. Tal vez incluso recordara qué era lo que había dicho el señor Briarley. Pero no es el Titanic, así que no lo ves por eso.”
—No es justo —dijo Vielle.
—¿El qué? —preguntó Joanna, saliendo de su ensimismamiento.
—Eso —dijo Vielle, señalando la pantalla, donde Richard Gere besaba a Julia Roberts—. Tiene cinco tipos guapos para elegir y yo ni siquiera puedo encontrar a uno, a menos que cuentes a Harvey, el experto embalsamador.
Kit dejó de meterse palomitas en la boca.
—¿Experto embalsamador?
—Sí, y un conversador interesantísimo. ¿Sabes que Ajax es lo mejor que puedes usar para conseguir dientes blancos y relucientes?
—¿Ajax? —Kit dejó el puñado de palomitas sobre una servilleta.
—Regla número dieciocho —dijo Joanna—. Nada de discutir técnicas de embalsamamiento en la noche del picoteo. —Tomó palomitas—. ¿Qué hay del oficial Denzel? Vielle conoce a un oficial de policía que se parece a Denzel Washington —le explicó a Kit.
—Y no se me ocurre un modo de volver a verlo. Tal vez tenga suerte y otro colgado con picara acabe en Urgencias —dijo Vielle, y lamentó inmediatamente haberlo dicho.
—Vielle trabaja en Urgencias —explicó Joanna—, el lugar más peligroso del hospital. No paro de decirle que solicite el traslado…
—Y yo no paro de decirle que no merece la pena jugar a Línea mortal —dijo Vielle, señalando a Joanna.
—¿Línea mortal?
—Se refiere al proyecto de investigación en el que estoy trabajando con el doctor Wright, pero no tiene nada que ver con Línea mortal.
—Excepto que estás teniendo experiencias cercanas a la muerte —dijo Vielle.
—Son alucinaciones inducidas por drogas, y son perfectamente seguras. No como trabajar en Urgencias, donde disparan y apuñalan a la gente…
—Regla número uno —dijo Vielle, rebobinando la película hasta la escena del beso—. Nada de hablar del trabajo en la noche del picoteo. ¿No es cierto, Joanna?
—Cierto. ¿Cuál de los vestidos de novia de Julia te gusta más, Kit?
—preguntó Joanna, cambiando de tema.
—No sé —dijo Kit, inclinándose hacia delante para asegurarse de que el teléfono móvil seguía conectado—. Todos son bonitos.
—El de cola —dijo Vielle—. Decididamente quiero un vestido de cola. Y una boda a lo grande, con todos los detalles. Damas de honor, flores, todo. ¿Los oficiales de policía se casan de uniforme?
—Estás pensando en los militares —dijo Kit.
—Y contando los pollitos antes de que salgan del cascarón —dijo Joanna—. Ni siquiera sabe todavía su nombre y ya está pensando” en llevarlo al altar. En medio pueden pasar muchas cosas, ¿verdad, Kit?
—Será mejor que llame y me asegure de que mi tío está bien —dijo Kit, poniéndose de pie.
—Creí que dijiste que si llamabas lo inquietarías.
—Lo sé —dijo ella, insegura.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No, tranquila —dijo, y se sentó—. Estoy segura de que está bien. Y la señora Gray dijo que llamaría si había algún problema. Pero en cuanto terminaron la película, insistió en marcharse.
—Ha sido magnífico, pero será mejor que no me quede demasiado tiempo. El destino es tentador.
—Espero que vuelvas otro día —dijo Vielle—. Prometemos que la próxima vez no hablaremos del trabajo.
—Ni de embalsamamientos —dijo Joanna.
Kit sonrió, pero cuando subieron al coche, dijo muy seria:
—Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Sobre embalsamamientos? —dijo Joanna, poniendo el coche en marcha.
—No. Sobre tu proyecto de investigación. Si no te importa. Sé que tenéis por norma no hablar sobre el trabajo.
—Norma que, obviamente, no seguimos —dijo Joanna, saliendo del aparcamiento—. Y, además, la noche del picoteo ha terminado oficialmente. —Salió a la calle y se dirigió a casa de Kit. Explicó cómo funcionaba el proyecto—. No es Línea mortal, si eso es lo que ibas a preguntar.
—No —dijo Kit. Permaneció en silencio durante casi una manzana, y luego, cuando Joanna se detuvo ante un semáforo, añadió—: ¿Qué tiene que ver el Titanic con tu proyecto? ¿Crees que eso es lo que estás viendo cuando tienes esas experiencias cercanas a la muerte?
“No tienes que decírselo —pensó Joanna—. Puedes decirle que los resultados del proyecto son confidenciales.” Pero, como Maisie, ella ya lo había deducido, y, como Maisie, se merecía una respuesta sincera.
Deseó que Kit hubiera formulado la pregunta como lo había hecho Vielle, para poder decirle que no. “Pero creo que es lo que estoy viendo, a pesar de que el Salón Comedor de Primera Clase tenga los colores cambiados, a pesar de que el oficial mencionara a los barcos equivocados. Y tiene algo que ver con lo que dijo el señor Briarley. Kit y él son mi única oportunidad de averiguarlo.”
—Sí, creo que estoy viendo el Titanic —confesó, y Kit contuvo la respiración—. Pero no lo sé con seguridad, y si leo sobre el Titanic para descubrirlo…
—No podrás saber si son las lecturas lo que te hacen verlo. El Titanic —murmuró—. Qué terrible.
—En realidad no. Las visiones son muy extrañas. Parecen completamente reales, pero al mismo tiempo, sabes que no lo son. —Miró a Kit—. Tienes miedo de lo que esto significa en relación con las alucinaciones de tu tío, ¿verdad? Ésta no es la visión que normalmente produce el cerebro que funciona mal. Parece que es cosa mía. La mayoría de la gente tiene una sensación cálida y placentera y ven luces y ángeles. Por eso fui a preguntarle a tu tío qué había dicho en clase, porque creo que mi mente vio alguna conexión entre eso y lo que estaba pasando en la ECM, y esa conexión es lo que disparó esta visión concreta.
—Pero el tío Pat era experto en el Titanic. ¿No habría hecho la misma conexión?
—No necesariamente. —Joanna le explicó lo de la acetilcolina, y el incremento de la capacidad asociativa del cerebro—. El doctor Wright piensa que es una combinación de imágenes aleatorias surgidas de mi memoria a largo plazo, pero estoy convencida de que hay un motivo para la visión, que el Titanic está ahí por algo. —Miró a Kit—. Si no quieres seguir implicada en esto, lo entiendo perfectamente. Me parece una locura incluso a mí misma cuando trato de explicarlo, y no tenía derecho a pedirte nada. Ni a molestar al señor Briarley.
Era un alivio habérselo dicho, aunque Kit dijera “prefiero no seguir implicada”, o la mirara como si fuera una chalada de las ECM.
Pero ella no hizo nada de eso.
—Al tío Pat le habría encantado ayudarte si hubiera podido, y como no puede, yo quiero hacerlo. Por cierto, aún no te he hablado de cuando los motores se pararon. Creo que he encontrado lo que querías. Está en el libro Una noche para recordar de Walter Lord. Los pasajeros advirtieron que el zumbido de los motores había cesado y subieron a cubierta para ver… Espera —dijo, rebuscando en el bolsillo de su abrigo—. Me traje el libro para poder leerte esa parte…
Sacó un libro de bolsillo, y Joanna encendió la luz del techo y luego miró ansiosamente hacia la casa, preguntándose si el señor Briarley vería el coche y a Kit en el halo de luz.
—Aquí está… “deambularon por la cubierta o se acercaron a la barandilla, contemplando la noche negra en busca de alguna pista de cuál era el problema” —leyó Kit, y Joanna miró el libro.
Era una edición antigua, arrugada y amarillenta, con la misma imagen del Titanic que aparecía en el libro de Maisie: la popa surgiendo del agua, los botes en primer plano llenos de personas con mantas sobre los hombros, observando horrorizados; la imagen que aparecía en todos los libros del Titanic, excepto que ésta era en rojo, como una escena surgida del infierno: el mar rojo sangre, el barco burdeos, las enormes chimeneas rojinegras.
Había visto al señor Briarley agitando aquel libro docenas de veces, recalcando un argumento, leyendo un párrafo. Le era tan familiar como el libro de texto de lengua. Pero no lo miraba por eso. Estaba allí, en la mano del señor Briarley, aquel día. Lo cerró de golpe y lo dejó caer sobre la mesa. No era el libro de texto, después de todo. Era Una noche para recordar.
Pero el libro de texto estaba allí también. Podía ver su portada azul y sus letras doradas, y un libro de bolsillo no hacía ruido cuando lo cerrabas de golpe, ni cuando lo dejabas caer. Pero seguía siendo el libro.
—… “sus ropas eran una mezcla de batas, vestidos de noche, abrigos de piel, jerseys de cuello alto” —leyó Kit.
—Kit —la interrumpió Joanna—, ¿era el Salón Comedor de Primera Clase el único salón a bordo?
No, por supuesto que no, tenía que haber salones de segunda y tercera clases, también, pero la plata y el cristal y el piano tenían que ser de primera clase.
—Quiero decir, ¿el único salón de primera clase?
—No. Había varios restaurantes más pequeños. El Palm Court, el Cafe Verandah…
—¿Y escaleras? ¿Habría más de una?
—¿Escaleras de pasajeros o de la tripulación?
—De pasajeros.
—Sé que había al menos dos —dijo Kit, dirigiéndose al final del libro—, y tal vez… Maldición, éste es uno de esos libros que no tiene índice. Puedo ir a casa y…
—No, no importa —dijo Joanna—. No lo necesito ahora mismo. Puedes llamarme cuando lo averigües.
—¿Quieres saber cuántas escaleras y cuántos comedores?
—Sí. En concreto, quiero saber si había un comedor con paneles de madera clara, una alfombra rosa y sillas tapizadas de rosa.
—Y quieres saber con qué otros barcos trató de contactar el Titanic —dijo Kit.
Joanna asintió. “Serán el Baltic y el Frankfurt —pensó, sin apenas oír a Kit darle las gracias y las buenas noches—. Tengo que ver si Betty Peterson está en la guía, y si no, mañana buscaré en Internet.”
Venía en la guía y todavía vivía en Englewood, y cuando Joanna la llamó desde el despacho a la mañana siguiente pareció encantada de oírla. Joanna le preguntó si recordaba el nombre del libro de texto.
—Debería —dijo Betty—. Era azul, recuerdo, con letras doradas, y el título empezaba por L. Y había una “y”. Algo y algo. Pero cuando Joanna le preguntó por el Titanic, dijo:
—Lo único que recuerdo de esa clase es que el señor Briarley me hizo rehacer las notas al pie de mi trabajo del trimestre cuatro veces. ¿Por qué no se lo preguntas a él?
Joanna le explicó que tenía Alzheimer.
—Oh, sí, es verdad —dijo Betty—. Recuerdo haberlo oído mencionar. Qué triste.
—¿Te acuerdas de quién más estaba en clase con nosotras?
—Dios, en esa clase… Ricky Inman. ¿Sabías que ahora es corredor de bolsa? ¿Te imaginas? Joanna no podía.
—John Ferguson, no, está en Japón. ¿Melissa Taylor? Melissa Taylor era una posibilidad.
—¿Qué hay de Candy Simons? —preguntó Joanna—. La llamábamos Rapunzel porque siempre se estaba peinando el pelo. ¿Sabes dónde está?
—Oh, Joanna —dijo Betty, apurada—. Supongo que no te has enterado. Murió hace dos años. De cáncer de ovarios.
—No —dijo Joanna, pensando en Candy, siempre peinándose aquellos largos cabellos rubios. “Perdería el pelo durante la quimioterapia”, pensó, apenada.
Betty siguió charlando, mencionando a varios estudiantes, ninguno de los cuales estaba con ellas en clase de lengua, y hablando de sí misma.
—No puedo creer que no te hayas casado todavía —dijo, hablando igual que Vielle, y Joanna le dijo que tenía que irse y le dio su número.
—Por si recuerdas algo más.
—Lo haré —prometió Betty—. Oh, espera. Recuerdo algo sobre el libro. Tenía una ilustración de la reina Isabel con una de esas gorgueras.
“¿La reina Isabel? ¿No un barco?”
—¿Estás segura?
—Segurísima. Lo sé porque recuerdo que Ricky Inman le pintó gafas y bigote.
Joanna lo recordaba también vagamente, pero también recordaba un barco. Igual que Melissa Taylor, a quien llamó después de almorzar. ¿Y eso qué demostraba? Que la memoria es extremadamente poco de fiar.
Sonó el busca, y cuando llamó a la centralita del hospital era Vielle diciendo:
—Tengo un ya-sabes-qué para ti.
¿Una ECM u otra serie de preguntas? Probablemente ambas cosas, se dijo Joanna, y decidió llamarla en vez de bajar a Urgencias, para poder colgar si Vielle empezaba a echarle una reprimenda. Pero primero tenía que llamar a la señora Haighton. Su criada dijo que estaba en una recolecta de fondos para el Denver Theater Guild.
Joanna llamó a Urgencias. El teléfono sonó un buen rato. “Voy a tener que bajar después de todo y hablar con ella —pensó Joanna, y estaba a punto de colgar cuando contestó un hombre—. Uno de los internos a quien Vielle dirá: “¿Qué te crees que estás haciendo?” de un momento a otro y le arrebatará el teléfono.”
—Soy la doctora Lander. ¿Está por ahí Vielle?
—¿Vielle? —preguntó el joven completamente desconcertado. Decididamente, era uno de los internos.
—Sí, Vielle Howard. ¿Puedo hablar con ella, por favor?
—Yo… Espere un momentito.
Joanna oyó una conversación apagada al fondo y luego otra voz, una voz de mujer, atendió la llamada.
—¿Quiénes?
—Joanna Lander. Estoy intentando contactar con Vielle Howard. Me dejó un mensaje para que la llamara.
—Doctora Lander, hola. Vielle no está aquí. Dijo que si llamaba le dijera que se iba a casa enferma.
—¿Enferma? —Vielle nunca se iba a casa enferma, ni siquiera cuando no podía con su alma—. ¿Está bien? ¿Es la gripe?
—Me dijo que le comentara que la llamaría más tarde.
—¿Dijo algo sobre el mensaje que me dejó? —preguntó Joanna, aunque era improbable que hubiera dejado un mensaje sobre una ECM con Mandrake curioseando por allí constantemente.
Y no lo había hecho.
—No, ningún mensaje. Sólo dijo que la llamaría —dijo la mujer, y colgó.
Joanna esperó que Vielle no hubiera intentado llamarla para ver si podía llevarla a casa mientras llamaba por teléfono a la señora Haighton. La llamó a su casa, pero no hubo respuesta. “Tiene el teléfono descolgado para que no la molesten”, pensó, pero eso la preocupó. Vielle tenía que estar prácticamente a las puertas de la muerte para haberse ido enferma a casa, lo que significaba que probablemente estaba demasiado enferma para conducir.
Joanna llamó de nuevo a Urgencias para averiguar si alguien la había llevado a casa y cuándo se había marchado, pero no respondió nadie. Joanna deseaba no haber citado a la señora Troudtheim. Se habría pasado entonces por casa de Vielle para ver cómo andaba. Era de esperar que la sesión con la señora Troudtheim no durara mucho.
No duró. La señora Troudtheim salió de la ECM después de un instante y no recordó nada. En cuanto se marchó del laboratorio con su ganchillos, Joanna volvió a llamar a Vielle. Esta vez el teléfono estaba comunicando.
—Probablemente ha descolgado —dijo Tish—. Si es la misma gripe que tuvo mi compañera de piso, te golpea como una tonelada de ladrillos. No dura mucho, pero chica, cuando te da, deseas morirte.
“No es exactamente tranquilizador”, pensó Joanna, y lo intentó de nuevo. Esta vez Vielle respondió.
—Hola, soy yo —dijo Joanna—. Ha llegado la primavera, ¿no?
—¿Qué? —dijo Vielle, aturdida.
—En Urgencias me dijeron que te habías ido a casa con gripe. ¿Me llamaste para que te llevara? Si es así, lo siento muchísimo. Estaba al teléfono, intentando concertar una cita con un sujeto.
—No —dijo Vielle. Parecía agotada y a punto de echarse a llorar—. No te he llamado.
—¿Cómo llegaste a casa? —preguntó, pero Vielle no respondió—. No habrás conducido tú misma, ¿no?
—No. Alguien del hospital me trajo.
—Bien. Voy a pasarme a verte. ¿Quieres que te lleve algo? ¿7-Up? ¿Sopa de pollo con fideos?
—No. No quiero que vengas. Estoy bien.
—¿Estás segura? Al menos podría ahuecarte las almohadas y prepararte algo de té.
—No. No quiero pegarte la gripe. Estoy bien. Decidí quedarme en casa por una vez y recuperarme en vez de ignorarla y acabar realmente enferma. En cuanto cuelgue, me voy derechita a la cama.
—Buena idea. ¿Necesitas que haga algo aquí en el hospital? ¿Que les lleve algún mensaje tuyo a los de Urgencias?
—No. Ya saben que estaré de baja unos cuantos días.
—Muy bien. Me pasaré por la mañana para ver si necesitas algo.
—No —dijo Vielle, inflexible—. Voy a desconectar el timbre y el teléfono, y a intentar dormir un poco.
—Vale —dijo Joanna, vacilante—. Llámame si necesitas algo. Tendré el busca conectado, te lo prometo. Y cuídate. Se supone que esta gripe es fuerte. No quiero que tú tengas una experiencia cercana a la muerte.
—No —dijo Vielle, y el cansancio volvió a asomar a su voz.
—Venga, descansa un poco. Hablaré contigo mañana.
—Ya te llamo —dijo Vielle.
En cuando colgó, Joanna se dio cuenta de que se había olvidado de preguntarle a Vielle por el ya-sabes-qué con el que la había llamado inicialmente. Pensó en volver a llamarla, pero de lo último de lo que Vielle necesitaba preocuparse era de una ECM ajena, y además, habían pasado vanas horas. El señor Mandrake probablemente le habría puesto ya las manos encima a quien fuera. Joanna llamó a Kit y le dijo que podía haber quedado expuesta a la gripe.
—En ese caso, mereció la pena. Fue magnífico salir un rato —dijo Kit—. He descubierto la respuesta a una de las preguntas que me hiciste anoche. El comedor que describiste… paneles de madera clara, cortinas rosa, gran piano… es el restaurante A La Carte. Espera, déjame que te lea la descripción: “En el suntuoso restaurante Á La Carte, paneles de castaño contrastan hermosamente con la rica alfombra Rose du Barry. Las sillas están cubiertas de tapizado Aubusson rosa.”
—¿En qué parte del barco estaba?
—En la Cubierta de Paseo, a popa —dijo Kit—. Eso es la parte trasera del barco.
—A popa —oyó Joanna decir al señor Briarley al fondo.
—Eso es, a popa —dijo Kit—. Estaba junto a la escalera de segunda clase. Había decididamente dos escaleras, y creo que tal vez fueran tres, pero no lo puedo decir con seguridad. Un libro menciona una escalera y otro una escalera trasera. No sé si los dos se refieren a la misma. Sí sé que la Gran Escalera estaba en el centro del barco.
“Y yo intento averiguarlo”, pensó Joanna.
Llamó a Vielle por la mañana, pero al parecer había descolgado el teléfono, como había dicho. No hubo respuesta, ni había ningún mensaje en su contestador cuando llegó al trabajo. “Tendría que haberme pasado a verla”, pensó mientras se desnudaba para someterse al experimento. Si no había ningún mensaje después de la sesión, lo haría.
—Acaban de llamar de la centralita —dijo Richard cuando salió del vestidor—. Tish está de baja. Se fue a casa ayer por la tarde con la gripe.
—¿Significa eso que no podemos hacer hoy la prueba? —preguntó Joanna. “Bien.” Podría correr a casa de Vielle y asegurarse de que se encontraba bien.
—Van a enviar a una sustituta en cuanto encuentren una. En centralita dijeron que hay un montón de gente de baja. ¿Cómo te encuentras tú?
—Bien.
—Mejor. Esta vez voy a bajar la dosis. Eso reducirá la cantidad de estimulación en el lóbulo temporal y modificará los niveles de endorfinas. Eso alterará los estímulos, que deberían producir una imagen unificadora diferente.
“No lo hará —pensó Joanna mientras la enfermera sustituta, una estólida sesentona, le ponía los auriculares y le colocaba el antifaz sobre los ojos sin decir ni una palabra—. No puede, porque es el Titanic, y voy a demostrarlo. Voy a encontrar la Gran Escalera.” Y apareció en el pasillo, mirando hacia la puerta. Estaba entornada, y se veía luz alrededor de los bordes, y las voces de más allá sonaban apagadas.
—… ruido… —oyó decir a una voz de hombre.
—¿Qué… sonido…? —preguntó ansiosamente una voz de mujer, y Joanna reconoció a la joven del camisón. Abrió la puerta.
La mujer estaba hablando con el joven que se había acercado para investigar.
—Ha dicho usted que escuchó un ruido —dijo ella, agarrando la manga blanca de su jersey—. ¿Pareció algo al caerse?
—No —dijo el joven—. Parecía el grito de un niño.
Joanna miró la pared interior. Había un salvavidas colgando junto a la luz, pero no consiguió leer lo que decía. El hombre regordete vestido de cheviot se interponía. Se dirigió hacia él.
El hombre regordete, volviéndose hacia su amigo, dijo:
—¿Cuál dicen que es el problema?
Joanna se esforzó por escuchar qué contestaba su amigo, pero habló en voz demasiado baja, y no pudo haber dicho “hemos chocado contra un iceberg” porque el hombre regordete se sentó en una de las sillas de cubierta y abrió su libro; pero al menos se había apartado del salvavidas. Ella alzó la mano, cubriéndose los ojos del resplandor y trató de leer las letras.
Se había equivocado. No había ninguna letra alrededor del anillo blanco del salvavidas, y ninguna letra en la parte trasera de las sillas de cubierta, ni en las taquillas de metal, ni en las puertas. “Pero una de ellas tiene que conducir a la Gran Escalera”, pensó, caminando por cubierta y probándolas una a una.
Las dos primeras estaban cerradas. La tercera se abrió para mostrar una bombilla pelada y una escalera de metal que bajaba. “Una escalera para la tripulación”, pensó Joanna, y probó con la siguiente puerta.
También estaba cerrada, pero la que tenía al lado se abrió a una oscura escalera de madera. Era más ancha que la otra escalera que había subido antes. La talla de las barandillas y los bolos era más elaborada, y los escalones estaban cubiertos por una alfombra rosa.
“Pero las escaleras deberían ser de mármol —pensó—, ¿y por qué está oscuro?” Había lámparas en la pared, pero no veía ningún interruptor. Se acercó a la barandilla y alzó la cabeza. Arriba, varias cubiertas más allá, le pareció ver un destello de gris. ¿La claraboya? ¿O la chaqueta blanca del sobrecargo? ¿O cualquier otra cosa? Sólo había una manera de averiguarlo. Joanna posó la mano en la barandilla y empezó a subir las escaleras.
A medida que fue subiendo se fue volviendo cada vez más oscura, de modo que apenas veía los escalones que tenía delante, y nada de lo que dejaba atrás. “El Salón Comedor de Primera Clase debería estar aquí —pensó, rodeando el rellano—. No, estaba en la otra cubierta, pero el querubín debería estar aquí, y el reloj con el Honor y la Gloria coronando al Tiempo, y la claraboya.”
La claraboya estaba allí, una cúpula gris oscura sobre su cabeza mientras empezaba a subir el tercer tramo. Podía ver su entramado de hierro forjado, más oscuro entre las curvas de cristal ensombrecido, pero no había ningún querubín. El bolo era de madera tallada, con la forma de una cesta de fruta. Había un reloj en lo alto de las escaleras, pero era cuadrado y de madera. Sin embargo aquello tenía que ser la Gran Escalera. No habría dos claraboyas elaboradas en un barco. “¿Y si Richard tiene razón y era una amalgama?”, se dijo, y abrió una puerta en lo alto de las escaleras.
Volvió a la Cubierta de Botes, y todavía estaba desierta y oscura. Ni siquiera había luz en el puente. Miró hacia la proa, intentando distinguir el destello de la lámpara Morse o escuchar el roce del obturador de la linterna, pero la cubierta estaba completamente en silencio. Los botes, a su derecha, todavía colgaban de sus pescantes, envueltos en lona.
“Los botes deberían tener el nombre del barco escrito”, pensó, y trató de levantar la lona del más cercano, pero estaba amarrada con fuerza, las cuerdas convertidas en nudos del tamaño de un puño. No pudo moverla.
Caminó a lo largo de la fila de botes, intentando encontrar uno que tuviera la lona más floja, pero todas resultaron tan imposibles de mover como la primera. Cruzó al otro lado de la cubierta. Había luz en ese lado. ¿Del puente? No, más cerca. Una puerta abierta al fondo de la estructura que albergaba la zona de oficiales. Joanna se acercó y se asomó.
Era una especie de gimnasio. Había palos y pelotas contra la pared interior y piezas de equipo para hacer ejercicio dispersas por el suelo de losas blancas y rojas: un caballo mecánico y una máquina de remo y un alto y negro aparato para levantar pesas, con la misma forma y tamaño que una guillotina. Del techo colgaba un saco de boxear.
Contra la pared de la derecha había un puñado de bicicletas estáticas. Un joven con camiseta y pantalones de chándal grises ocupaba la bicicleta central, pedaleando furiosamente. En la pared que tenía delante había un gran reloj con números y flechas azules y rojas.
El joven pedaleó hasta que las dos flechas llegaron al último número. Hizo un esfuerzo final, inclinado contra el manillar. Los números rojos y azules pasaron al cero, y el joven dejó de pedalear y alzó los puños, como un corredor después de una carrera. Desmontó y se inclinó para recoger una toalla, y entonces ella le vio la cara.
—Oh —dijo, y contuvo la respiración.
Era Greg Menotti.
29
Me estoy muriendo, pero sin la esperanza de una rápida liberación. No es extraño que escenas recientes y escenas de los primeros años de mi vida se hayan apoderado de mi mente…
—Yo a usted la conozco —dijo Greg Menotti, frotándose la cara con una toalla. Se acercó a ella—. ¿Verdad?
—Soy… —dijo Joanna, y durante un horrible instante no consiguió dar con su nombre— Joanna Lander.
Y luego al fin recordó que él la había conocido como doctora Lander.
—Doctora Lander.
—¿Doctora Lander? —dijo él, claramente intentando situarla todavía—. Me parece tan familiar… oh, espere, ya me acuerdo. Fue usted quien me hizo todas esas preguntas el día que me golpeé en la cabeza. No quiso darme su número de teléfono. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Ha cambiado de opinión?
—¿Se golpeó la cabeza?
—Sí, con un trozo de hielo semiderretido. Estaba sacando el coche de una zanja y me quedé inconsciente, y me llevaron a Urgencias, y luego vino usted y me hizo un montón de preguntas sobre túneles y luces Y ángeles. No me diga que no se acuerda.
—No —dijo Joanna lentamente—. Sí que me acuerdo.
—Yo no paraba de decírselo a la gente de Urgencias, pero ellos insistían en que había tenido un infarto. —Sacudió la cabeza, divertido—. ¿Por eso ha vuelto? ¿Ha decidido darme su número de teléfono después de todo?
—No —dijo Joanna, pensando: “No sabe que está muerto”—, Vine para averiguar el nombre de este barco.
—¿Barco? —preguntó él, desconcertado—. ¿Qué barco? Esto es un gimnasio. Vengo aquí tres veces por semana. ¿No ha estado aquí antes? Venga, déjeme que se lo muestre. —La agarró por el brazo y la condujo a las bicicletas estáticas—. ¿Ve este dial? La flecha azul mide la distancia viajada y la roja mide la velocidad.
La condujo hasta lo que parecía ser uno de aquellos toros mecánicos que tenían en los bares, pero con una joroba de aspecto incómodo.
—Esto es un camello mecánico, y eso de allí es una máquina de remos. Un excelente ejercicio cardiovascular. También hay una pista de squash, una piscina, una sala de masajes…
Joanna estaba mirando el montón de palos y balones medicinales. Deberían tener escrito “Propiedad de” y el nombre del barco. Se zafó del brazo de Greg y se acercó a examinarlos. Tomó un balón medicinal. Era casi demasiado pesado para levantarlo, pero Greg se lo quitó con facilidad de las manos y lo lanzó contra la pared. Rebotó con un fuerte golpe.
Joanna se agachó y miró el otro balón y luego los palos, pero no había ningún nombre. “Y Greg ni siquiera sabe que esto es un barco, mucho menos cuál”, pensó.
—Greg —dijo—. ¿Ha oído algo? Él volvió a arrojar el balón.
—¿Algo?
—Sí.
—¿Cómo qué? —Golpe.
—¿Cómo los motores parándose? ¿O una colisión? —”Estoy dando pistas”, pensó ella, esperando una respuesta.
—¿Una colisión? No, gracias a Dios. Sobre todo porque era uno de esos Ford Explorer. Son enormes. —Volvió a lanzar el balón—. No, sólo un chichón en la cabeza, pero debió dejarme fuera de combate porque los enfermeros pensaron que me había dado un infarto. Les dije: “No puede ser un infarto…”
—Hago ejercicio tres veces por semana en mi gimnasio —dijo Joanna, y luego lo lamentó porque Greg se detuvo, llevándose el balón al pecho y mirándola temeroso. Se acercó a la máquina de remos y empezó a tirar de los remos hacia sí con golpes fuertes y rítmicos.
—Greg… —dijo Joanna, y captó un atisbo de movimiento por el rabillo del ojo. Corrió hacia la puerta. El sobrecargo. Caminaba hacia el puente con un papel doblado en la mano.
Joanna corrió tras él. Dejó atrás la zona de oficiales y se dirigió a un pasillo oscuro. Joanna lo siguió, dobló una esquina, bajó por un pasillo corto y estrecho, dobló otra esquina. “Como un laberinto”, pensó. Bajó por otro pasillo y salió al otro lado de la cubierta. Había botes en ese lado también. ¿Qué iba a hacer el oficial, destapar los botes?
No. Llamó a una puerta y la abrió. Una luz dorada se desparramó sobre la cubierta, y ella oyó el murmullo de voces.
—Puede que nunca tenga otra oportunidad —dijo el oficial, y volvió a salir, riendo, y se dirigió hacia la popa, obviamente encaminándose hacia las escaleras. Joanna lo siguió, deteniéndose al pasar para asomarse a la puerta aún abierta.
Un hombre rubio con una camisa blanca estaba sentado de espaldas a la puerta, encorvado sobre una mesa, tecleando frenéticamente en su telégrafo inalámbrico. Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y llevaba puestos unos auriculares, anticuados y con una banda alrededor de la nuca además de alrededor de la coronilla. Por encima de su cabeza, una chispa azul saltó entre dos bloques de metal, fluctuando y chasqueando mientras pulsaba la tecla.
“Ésta es la sala de radio”, pensó Joanna, olvidándose del oficial. Y el hombre era Jack Phillips, que estaba ocupado enviando mensajes. Ningún SOS todavía, se dijo mirando la chispa azul bailar alegremente sobre la cabeza del operador y recordando la risa del oficial. Y Jack no llevaba puesto todavía su chaleco salvavidas.
“Deben de ser los mensajes de los pasajeros que estaba enviando, el atraso acumulado de todo el fin de semana.” Joanna recordó que el señor Briarley contó a la clase que los cablegramas eran una novedad tan grande que todos los pasajeros quisieron enviar uno, y Jack Phillips había estado tan ocupado la noche de la colisión que, cuando el Californian trató de enviar su mensaje advirtiendo de la presencia de icebergs, lo interrumpió, le dijo que se callara, que estaba contactando con la estación de relé, Cape Race.
Y los SOS eran sencillos. Tres puntos, tres rayas, tres puntos. Joanna recordó que el señor Briarley les dijo que por eso se había elegido la sigla SOS como señal de socorro, porque era tan sencilla que cualquiera podía enviarla. Los mensajes no eran tan simples. “Me lo estoy pasando maravillosamente —pensó Joanna, escuchando el complicado teclear—. Ojalá estuvierais aquí.”
Se inclinó hacia delante, tratando de escuchar la pauta, tratando de descifrar el mensaje, pero él tecleaba tan rápidamente que Joanna no distinguía los puntos de las rayas, y el zumbido de la chispa la desconcentraba.
Se acercó más, y al hacerlo, oyó un leve murmullo. “Está diciendo las letras mientras las teclea”, pensó.
—C —dijo, dando una serie de golpecitos—. Q… D… C… Q… D.
No era una palabra. ¿Un código? ¿La clave de transmisión del Titanic?
Hubo un golpe en algún lugar de la cubierta. “Greg Menotti —pensó Joanna—, lanzando el balón contra la pared del gimnasio”, y miró hacia atrás. Jack Phillips no alzó la cabeza ni se detuvo en su trabajo.
“No puede oír con los auriculares puestos —pensó Joanna—, igual que yo no puedo oír a Richard o a Tish con los míos, y cuando el Titanic se estaba hundiendo, estaba tan concentrado en enviar mensajes que ni siquiera advirtió al pasajero que se coló tras él, intentando robarle el chaleco salvavidas.” Joanna avanzó otro paso, tratando de escuchar sus murmullos por encima de los firmes golpes.
—Q…D…
Golpe. Era imposible oír el teclear con aquel golpe continuado. Salió a cubierta para decirle a Greg que se detuviera, pero el sonido no procedía del gimnasio, sino de la escalera.
Joanna abrió la puerta de la escalera y entró. Golpe. El sonido procedía de abajo. Se asomó a la barandilla pero no vio más allá del primer tramo de escaleras.
—¡Espere! —dijo una voz de hombre. Joanna la reconoció como la del oficial que había ordenado al marinero que usara la lámpara Morse—. ¿Qué cree que está haciendo?
No hubo respuesta, excepto otro golpe y luego otro más. Joanna bajó al primer rellano. Un hombre con uniforme azul oscuro arrastraba algo pesado escaleras arriba. Parecía un cuerpo.
El oficial estaba al pie de la escalera, subiendo hacia el hombre, con aspecto enfadado.
—No puede subir eso aquí.
—Es el único camino hacia arriba que no está inundado —dijo el hombre de uniforme, y arrastró el cuerpo un peldaño más, y luego otro, hasta que quedó sólo a cinco peldaños por debajo de Joanna. No era un cuerpo. Era un gran saco de lona con una corona grabada. Una saca de correos.
—Hay agua en toda la sala de correo —dijo el hombre, que debía de ser funcionario postal. Abrió el cuello de la saca, metió la mano, y sacó un puñado de cartas empapadas—. ¡Mire esto! —dijo, agitándolas delante de la cara del oficial—. ¡Estropeadas!
Las blandió ante Joanna. Ella dio un respingo.
—¿Cómo voy a entregarlas? —preguntó. Las metió de nuevo en la saca, cerró el cuello, subió el saco un escalón más.
—Entonces tendrá que subirla por otro camino —dijo el oficial, plantándose ante él—. Estropeará el suelo.
Señaló la alfombra. Donde había apoyado la saca, la moqueta rosa estaba húmeda.
—No se puede evitar —dijo el funcionario postal, subiendo la saca otro escalón—. Tengo que hacerlo. Tengo que llevarla a los botes. Écheme una mano —le dijo a Joanna, pero ella estaba mirando la alfombra mojada. El agua la había calado, manchando el rosa hasta convertirlo en un rojo oscuro y perturbador, como sangre.
—¿Cómo está? —preguntó el oficial.
—Hasta la cubierta del salón —dijo el funcionario postal—. No le queda mucho tiempo.
—¿Qué quiere decir con eso de que no le queda mucho tiempo? —dijo Greg Menotti tras Joanna. Ella se dio la vuelta. Estaba en el escalón superior, viendo cómo el funcionario postal aupaba la saca otro escalón más—. ¿Por qué está haciendo esto?
—Porque se está hundiendo —dijo el funcionario postal, y a Joanna—: Será mejor que suba a un bote, señora.
—¿Qué cubierta es la cubierta del salón? —le preguntó Joanna—. ¿Es la Cubierta C?
—¿Qué quiere decir con que se está hundiendo? —dijo Greg—. Esto no es un barco. Es un gimnasio. —Agarró a Joanna del brazo—. Creí que quería ver el resto de las instalaciones.
—No hay tiempo —contestó Joanna, intentando soltarse—. ¿La cubierta del salón es la Cubierta C?
—Tiene que ganar tiempo —dijo Greg, haciéndola subir las escaleras—. Su salud es lo más importante. Tenemos un programa completo de squash, ping pong, tenis.
Él iba demasiado rápido. Joanna perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer.
—Con cuidado, parece que le vendría bien un poco de ejercicio en escaleras —dijo él, ayudándola a incorporarse, pero ella no pudo recuperar el equilibrio. La escalera estaba extrañamente inclinada, y su pie seguía resbalando…
“Oh, Dios —pensó—, está empezando a inclinarse.”
—Tengo que irme —dijo, tirando frenéticamente para zafarse de la mano de Greg—. La cubierta del salón…
— Hago ejercicio tres veces por semana —dijo él, atenazando sin piedad su brazo—. Un régimen regular de ejercicio es esencial para…
Joanna se liberó y corrió hacia las escaleras, tropezando, extendiendo los brazos para equilibrarse, y abrió la puerta que daba a la escalera. El funcionario postal había conseguido llevar la saca casi hasta lo alto de las escaleras. Joanna corrió dejándolo atrás, esquivando la mancha húmeda y oscura donde se había posado la saca.
—No debe correr sin calentar primero —llamó Greg tras ella—. Le dará un tirón…
La puerta se cerró, apagando su voz mientras ella bajaba corriendo las escaleras, deslizando la mano por la barandilla de roble pulido mientras corría. Bajó y bajó, sin contar rellanos ni cubiertas ni puertas, corriendo a ciegas, a ciegas, salió por la puerta, como por la cubierta, abrió la puerta de golpe y se zambulló en el pasillo, en la oscuridad y la oscuridad…
Y la oscuridad. “Sigo en el pasillo”, pensó Joanna desesperada, y oyó a Richard decir:
—Hay que quitarle el antifaz.
Lila abrió los ojos y parpadeó sorprendida ante una completa desconocida. Tardó otro minuto en recordar que Tish estaba de baja con gripe y que era la enfermera sustituía.
—Descansa. No intentes hablar —dijo Richard, y empezó a explicarle los procedimientos posteriores a la sesión. “No quiere que diga que es el Titanic delante de ella”, pensó Joanna.
Pero no era el Titanic. La escalera estaba equivocada y el gimnasio también. El Titanic tenía uno.
Recordó que el señor Briarley había hablado de eso, al contarles lo opulento que era el barco, pero difícilmente habría estado en la Cubierta de Botes. Y, aunque el Titanic hubiera sido un barco correo, no habrían arrastrado las sacas desde la sala de correo. Mil quinientas personas se habían ahogado esa noche. No se habrían preocupado por el correo. “Y Greg Menotti obviamente no estaba en el Titanic”, pensó Joanna, frustrada.
Ni la mitad de frustrada que Richard.
—¡Otra vez has visto el Titanic! —dijo cuando la enfermera terminó de monitorizar sus constantes vitales y se marchó y Joanna pudo contárselo—. ¿Cómo es posible? Mira estos escaneos.
La hizo acercarse a la consola.
—La pauta de actividad del lóbulo temporal es completamente diferente, y el nivel de acetilcolina es mucho más alto que antes.
—Eso parece igual —dijo Joanna, señalando un parche rojo anaranjado en el hipocampo.
—Lo es, igual que la actividad de la almígdala. Son iguales en todas las ECM, pero no tienen nada que ver con la producción de imágenes.
—¿Fue también completamente distinta la pauta a largo plazo? —preguntó Joanna, mirando los cambiantes rojos, azules y amarillos.
—No —admitió él—. Los últimos escaneos encajan, aunque no lo hacen con las fórmulas de A+R. ¿Fue igual el final de tu ECM la última vez?
—No.
Le contó lo de la carrera escaleras abajo y la llegada al pasillo.
—Era el mismo pasillo, pero esta vez la puerta estaba cerrada y tuve que correr mucho más antes de volver al laboratorio.
—¿Dices que el mismo pasillo? ¿Quieres decir que parecía igual?
—No —dijo Joanna—. Quiero decir que es el mismo pasillo. Es en el mismo sitio, siempre da a la misma parte de la cubierta. Es un lugar real. La puerta siempre da a la misma escalera, la Cubierta de Botes siempre está el mismo número de tramos más arriba, los salvavidas y la zona de oficiales y el puente están siempre en igual relación unos con otros.
—Dijiste que esta vez había un gimnasio —dijo Richard, escéptico.
—Siempre estaba allí, pero antes la puerta estaba cerrada. No es como un sueño, donde las cosas cambian de sitio y estás en un lugar y luego en otro sin solución de continuidad. Es un lugar real.
—Real —dijo él, y toda la precaución y el escepticismo volvieron a asomar a su rostro. Dentro de un momento la volvería a acusar de ser Bridey Murphy.
—No quiero decir real —dijo ella, derrotada—. Quiero decir tridimensional. Quiero decir lineal. Él negaba con la cabeza.
—No hay ninguna activación de las zonas del córtex espacial. ¿Qué hay del principio? ¿Fue igual?
—No. Esta vez llegué un poco más tarde, después de que el joven subiera a investigar el ruido.
—¿Pero la gente y lo que decían eran lo mismo?
—Básicamente.
—Básicamente —murmuró, contemplando las pantallas—. Aunque las pautas del lóbulo temporal y la de A+R son completamente diferentes. ¿En qué estabas pensando justo antes de entrar en sueño no-REM? Tal vez tu mente consciente está influyendo en lo que ves.
—En el Titanic —admitió Joanna, y Richard pareció animarse— Pero la última vez estaba pensando en Pompeya, y las tres primeras veces obviamente no pude haber estado pensando en el Titanic, y ha sido el mismo sitio siempre.
—Y oyes el mismo sonido al atravesar —dijo Richard, pensativo y empezó a teclear absorto.
Joanna bajó a su despacho para transcribir su testimonio y comprobar cómo estaba Vielle. No hubo respuesta, pero tenía siete nuevos mensajes. Joanna los escuchó, saltándoselos en cuanto detectaba que no eran de Briarley. Registros. Maisie. Guadalupe.
“No debe de haber recibido el mensaje que le dejé —pensó Joanna—. Y debe de haber vuelto al trabajo, y Tish tenía razón y esta gripe no dura mucho. Tal vez Vielle haya vuelto también y por eso no responde.” Pulsó “siguiente mensaje”. El señor Mandrake. Pulsó “borrar”. Betty Peterson.
—Encontré el título —dijo la voz de Betty, y Joanna retiró el dedo del botón “siguiente mensaje” y escuchó lo que decía su amiga.
—¡Nunca adivinarías cómo! —dijo Betty—. Anoche pesqué mi viejo libro del año del instituto para ver quién más estaba con nosotras en clase, y estaba repasando la sección con nuestras fotos, y… oh, Dios mío, ¡el peinado!, ¡la ropa!, y de pronto veo que Nadine Swartheimer… ¿te acuerdas de Nadine? ¿El pelo todo revuelto y coletitas, incluso en invierno…? ¡Bueno, pues me había firmado la foto, y allí estaba! Pero eso no es todo. Encontré algo más. Tienes que llamarme. Adiós.
“No me lo creo —pensó Joanna—. Al final, no me ha dicho el nombre del libro, y ahora tendré que llamarla, y probablemente me pasaré una semana jugando al escondite telefónico. ¿Cómo es que Betty siempre sacaba sobresalientes?”
Tendría que llamarla, pero no hasta después de haber comprobado si había llamado Vielle. Pasó rápidamente el resto de los mensajes. Otra vez el señor Mandrake. Borrar. Alguien llamado Leonard Fanshawe.
Pero no Vielle. Joanna intentó llamarla otra vez, pero no hubo respuesta tampoco. “Creo que será mejor que baje a Urgencias para ver si ha vuelto, y si no, iré a verla a casa”, pensó, y recogió el abrigo, las llaves y el bolso, pero justo cuando se dirigía hacia la puerta, sonó el teléfono. Joanna dejó que el contestador se ocupara de la llamada.
—Hola —dijo Vielle, y Joanna agarró el receptor.
—¿Cómo estás?
—Mejor —dijo Vielle, y su voz parecía más fuerte y firme que el día anterior—. Todavía voy a quedarme en casa un par de días y no, no necesito que me traigas nada. No quiero que te contagies.
—Vale, aunque ya he estado expuesta. Tish tiene la gripe, y Guadalupe también.
—Bueno, pues no la vas a pillar por mí. Voy a echar la llave a la puerta y no te voy a dejar entrar. Así que ni se te ocurra pasarte por aquí.
—Muy bien —prometió Joanna—, pero tienes que prometerme que llamarás y me dirás cómo estás y si necesitas algo. Y antes de que Vielle pudiera protestar, añadió:
—Puedo dejártelo en la puerta.
—Prometo llamar —dijo Vielle, y se dispuso a colgar.
—Oh, espera. ¿Qué hay del ya-sabes-qué?
—¿El qué?
—No sé. Llamaste para eso. Dejaste un mensaje para que yo te volviera a llamar, que tenías un ya-sabes-qué para mí. Ayer. Antes de que te fueras enferma a casa. Me llamaste al busca.
—Oh —dijo Vielle por fin—. Sí. Vino un paciente con un ataque de vesícula y comentó por casualidad que había tenido una ECM hace un par de años. Lo ingresamos en Cirugía. —Joanna se preguntó si sería el Leonard Fanshawe que la había llamado, pero Vielle dijo—: Se llama Eduardo Ortiz.
—¿Quién más había delante cuando lo mencionó? —preguntó Joanna, pensando en el señor Mandrake.
—Sólo yo. Me pareció interesante porque no lo ingresaron por nada que sea grave para su vida, así que pasará inadvertido para el radar del señor Mandrake.
Joanna estuvo de acuerdo. En cuanto colgó el teléfono, llamó a la centralita y pidió su número de habitación, y después llamó a Quirófanos.
—Lo operaron esta mañana, y sigue dormido —dijo la enfermera.
—¿Cuándo se irá a casa? La enfermera lo comprobó.
—Mañana.
“Es lo que tienen de malo este tipo de operaciones —pensó Joanna—. No están ingresados el tiempo suficiente para decirle a nadie que han tenido una experiencia cercana a la muerte, mucho menos para describirla.” La enfermera pensaba que el señor Ortiz probablemente despertaría a eso del mediodía, lo cual le daría a Joanna tiempo suficiente para grabar y transcribir su propia ECM.
Hizo ambas cosas y luego le llevó la transcripción a Richard, que estaba mirando las pantallas.
—¿Cómo va? —le preguntó, tendiéndole la transcripción.
—Terrible. Pensaba que tal vez el estímulo inicial era lo que determinaba la imagen unificadora, y que por eso seguías viendo el Titanic aunque los estímulos fueran diferentes, pero en esta última ECM no hubo ninguna actividad en el córtex auditivo superior en absoluto. —Se pasó la mano por el pelo—. Es que no tengo datos suficientes. ¿Has podido volver a citar a la señora Haighton?
—No.
—¿Y no sabes cuándo volverá el señor Pearsall? Ella negó con la cabeza.
—Entonces tengo que averiguar qué está abortando el estado ECM de la señora Troudtheim y arreglarlo. La necesitamos.
—Llamaré al señor Pearsall y la señora Haighton —dijo Joanna. “E iré a buscarla al Rastrillo de Primavera, o dondequiera que esté, y la arrastraré hasta aquí yo misma”, pensó, mientras volvía a su despacho para llamarla; pero la criada no sabía dónde estaba.
—En una especie de reunión —dijo—. Tiene tantas que me confundo.
Nadie respondió en el número del señor Pearsall.
Joanna anotó que tenía que intentar llamarlos a ambos más tarde y luego escuchó los mensajes que se había saltado antes. Guadalupe quería que Joanna la llamara. Maisie tenía algo importante que decirle. Leonard Fanshawe dijo:
—Tengo entendido que está usted interesada en las experiencias cercanas a la muerte. Tuve una hace seis meses, y desde entonces he descubierto que tengo poderes musitados: telequinesis, clarividencia, vista a distancia y teletransportación. Me gustaría mucho hablar con usted al respecto.
Y le dio su número.
Joanna lo llamó y le dio el número del señor Mandrake. Luego volvió a llamar al señor Pearsall. No hubo respuesta. Llamó a Betty Peterson. Comunicaba.
Imprimió una copia de la transcripción y se quedó allí sentada mirando la pantalla, intentando hallarle sentido. Era el Titanic, estaba segura, a pesar de la escalera y la saca de correo y la falta de actividad en el córtex auditivo.
Llamó a Kit para preguntarle cuáles eran las letras de llamada en código del Titanic y en qué cubierta estaba el gimnasio. Y si tenía un camello mecánico. “Sin duda no habré imaginado un detalle tan específico”, pensó, marcando el número de Kit, y entonces recordó al señor Wojakowski y los Katzenjammer Kids.
La línea de Kit estaba ocupada. Joanna miró la hora. Las once y media. Decidió correr el riesgo con el señor Ortiz por si había salido pronto de la anestesia y bajó al pabellón quirúrgico. Estaba despierto, pero el cirujano lo acompañaba.
—Y luego tendremos que hacerle el chequeo postoperatorio —dijo la enfermera que sustituía a Patricia—. Serán unos veinte minutos.
Veinte minutos. No lo suficiente para volver a su despacho y hacer algo útil. Podría ir a ver a Maisie (Pediatría estaba dos plantas más arriba y en la misma ala), pero la probabilidad de escapar de Maisie en menos de una hora era inexistente. “Iré mejor a ver a Guadalupe”, pensó Joanna, y se encaminó al ascensor.
Un par de enfermeras a quienes no conocía lo estaban esperando, las cabezas juntas, charlando.
—… y dijo se acabó, no voy a volver a trabajar en Urgencias ni un día más —decía una de las enfermeras.
—No se lo reprocho —dijo la otra.
“Vielle debería escuchar esto”, pensó Joanna, y la puerta del ascensor se abrió.
El señor Mandrake estaba dentro.
—… pruebas que demostrarán a los escépticos que la experiencia cercana a la muerte es real —le estaba diciendo a un hombre que tenía un ejemplar de La luz al final del túnel—. No es posible una supuesta explicación “racional”.
Toda su atención estaba centrada en el hombre, y las dos enfermeras, todavía cotilleando, la ocultaron un momento.
—Sólo una herida superficial, gracias a Dios —dijo una de ellas—, pero con todo…
El señor Mandrake no la había visto todavía. Joanna se dio la vuelta y se marchó rápidamente, la cabeza gacha. “Iré a ver a Guadalupe mas tarde —pensó—. Bajaré y recogeré los impresos.”
—Joanna Lander —dijo el señor Mandrake. Oh, no, la había visto. Joanna siguió andando, resistiendo el impulso de mirar atrás y ver si él la estaba siguiendo.
—… una colega mía.
No la había visto. Sólo estaba hablando de ella.
—Está trabajando en un proyecto que confirmará mis hallazgos. Una colega mía, refunfuñó Joanna, caminando más rápido. Casi merecía la pena darse la vuelta y decirle al hombre que ella no era colega del señor Mandrake y que su proyecto no demostraba nada de eso.
Casi, pensó, y se coló en una escalera. Sólo tenía un tramo de bajada pero al menos escapó del señor Mandrake. Podría tomar el ascensor de servicio y llegar al pasillo elevado del quinto piso. No, tendría que atravesar Medicina interna. No quería correr el riesgo de toparse con la señora Davenport. De la sartén al fuego. Sería mejor que tomara el pasillo de la segunda planta.
Bajó las escaleras y recorrió un pasillo lleno de consultas. Normalmente estaba desierto, pero no ese día. Un puñado de personas mayores sentadas en el recibidor, en sillas de plástico, jugaban a las cartas. Una de ellas se levantó en cuanto la vio y agitó sus cartas ante ella.
—Hola, Doc —dijo.
30
Ven lo más rápido que puedas, viejo. La sala de máquinas está inundada hasta las calderas.
“Éste no es mi día”, pensó Joanna.
—Señor Wojakowski —dijo—. ¿Qué está haciendo usted aquí?
—Ed —corrigió él. Señaló con el pulgar la puerta que tenía detrás—. Éste es el proyecto auditivo del que le hablé. —Se inclinó hacia delante, confidencialmente—. Tengo que decirle, Doc, que su proyecto era mucho más interesante que esto. Lo único que hacemos es sentarnos con unos auriculares y levantar la mano si oímos un pitido.
Joanna miró a los que jugaban a las cartas.
—¿Y jugar al acey-deucy?
—Qué va, ninguno de ellos estuvo en la Marina. Sólo saben jugar al burro. He estado intentando convencerlos para jugar al póquer, pero son demasiado gallinas. ¿Sabe?, me he enterado de que a uno de los médicos de Urgencias le han pegado un tiro. ¿Sabe algo de eso?
De eso debían estar chismorreando las dos enfermeras del ascensor.
—No.
—Espero que no sea nada serio. ¿Le he contado lo de aquella vez en el Yorktown cuando me dieron un tiro justo en el… bueno, donde no se puede decir, y empecé a pegar gritos y un tiarrón va y dice…?
—¿Señor Wojakowski? —llamó un técnico vestido con bata desde la puerta.
—Ahora mismo voy —contestó el señor Wojakowski—. Pues bueno, Doc, tenga cuidado y que no le vayan a pegar un tiro. Y si me necesita en su proyecto, cíteme. Como digo, lo único que hacemos es estar sentados. Tengo tiempo de sobra para su proyecto y para éste a la vez.
—Señor Wojakowski —le reprochó el técnico. El señor Wojakowski se acercó a Joanna y susurró:
—4-F.
Joanna no pudo menos que reírse. El técnico parecía aún más molesto.
—Nos vemos, Doc —dijo el señor Wojakowski alegremente, le tendió sus cartas a uno de los voluntarios y desapareció tras la puerta.
Joanna consultó el reloj y subió al pabellón quirúrgico. La puerta de la habitación del señor Ortiz estaba cerrada.
—Se le ha salido uno de los drenajes —le dijo la enfermera sustituía—. Serán otros veinte minutos como mínimo.
Joanna le dio las gracias y subió a ver a Maisie. La señora Nellis salía de la habitación, sonriendo alegremente.
—Maisie está tomando un nuevo medicamento y le está viniendo de perlas. Está estabilizada y ha eliminado por completo el problema de retención de líquidos. Si sigue así, podré llevármela a casa en un periquete.
Tenía razón. Los brazos y piernas de Maisie ya no estaban tan hinchados, pero se notaba lo dolorosamente delgada que se había quedado. El brazalete hospitalario con su identificación le colgaba suelto de la muñeca. “Al menos puede dejar de preocuparse de que tengan que cortárselo”, pensó Joanna.
—He estado leyendo sobre el Titanic para estar preparada para ayudarte con tu investigación —dijo Maisie ansiosamente, buscando inmediatamente en el cajón de la mesilla de noche su lápiz y su libreta—. Venga, ¿qué quieres que busque?
—¿Seguro que no deberías estar descansando? Acabo de ver a tu madre y me ha dicho que te han puesto una nueva medicina.
—No es nueva —dijo Maisie—. Es nadolal, la misma que tomé antes del amidiopril.
“La que no podía estabilizarla”, pensó Joanna. La que estaba tomando cuando entró en parada.
—Y lo único que hago es descansar. Buscar cosas no me cansa, es mucho más divertido que ver estúpidos vídeos. —Señaló la tele, donde se veía a Winnie the Pooh sin sonido.
—De acuerdo. Necesito saber los nombres de todos los barcos a los que el Titanic envió SOS —dijo Joanna. Eso sería seguro, y, según Kit, llevaría su tiempo.
Maisie la miró con el ceño fruncido.
—No se envía un SOS a cualquiera. Se envía y se espera que alguien te oiga.
—A eso me refiero —dijo Joanna—, a los nombres de los barcos con los que el Titanic logró contactar.
Maisie escribió “barcos” con su letra redonda e infantil.
—Apuesto a que hay un montón, porque el operador del cable siguió enviando mensajes hasta que se hundió.
—Maisie…
—Se llamaba Jack Phillips, y el capitán le dijo que podía dejarlo. “En un momento así, es sálvese quien pueda”, dijo, pero él siguió enviando mensajes.
—Maisie —dijo Joanna, seria—, si vas a ayudarme, no puedes decirme cosas sobre el Titanic, sólo contestar a mis preguntas. No cualquier cosa. Es importante. ¿Comprendes?
—Aja. Por eso de las invenciones, ¿verdad? “Es demasiado lista”, pensó Joanna.
—Sí. Contarme cosas podría contaminar el proyecto. ¿Crees que puedes hacerlo? ¿Sólo decirme las respuestas y nada más?
—Aja. ¿Puedo contarte cosas que no sean del Titanic?
—Desde luego. ¿Por eso me llamaste, porque tenías algo que contarme?
—Bueno, que pedirte más bien —dijo Maisie, y Joanna se preparó—. ¿Y si el hospital se incendiara?
“¿De dónde ha salido esto?”, se preguntó Joanna.
—Sonarían las alarmas y evacuaríamos a todos los pacientes —dijo Joanna—. Y hay un sistema de aspersores que se conecta automáticamente.
—No, eso ya lo sé. Me refiero a los brazaletes de identificación. Son de plástico, ¿no? Si el hospital se quemara, se derretirían y nadie sabría de quiénes son.
El brazalete otra vez. “Esto tiene que ver con la Pequeña Señorita 1565”, pensó Joanna. Maisie tiene miedo de morirse y de que nadie la identifique. Pero todo el mundo en este hospital la conocía, estaba rodeada de familiares y amigos. ¿Por qué le preocupaba eso? ¿Estaba alimentando una preocupación pequeña y manejable y con ella sustituía las cosas que en realidad la preocupaban, una metáfora para temores a los que no se atrevía a enfrentarse? ¿Como la pérdida de identidad?
“Que es lo que todo el mundo teme cuando se trata de la muerte —pensó Joanna—. No el juicio final o la separación o las llamas del infierno, sino la idea de no existir. Eso es lo que a todo el mundo le gusta del Otro Lado del señor Mandrake. No que prometa luz y calor y sentimientos placenteros. Promete que, a pesar de que el corazón haya dejado de latir y el cuerpo no responda, no sufrirás el destino de la Pequeña Señorita 1565. Que la gente congregada en la puerta sabrá quién eres, y tú también.”
—Tu identificación de doctora se quemaría también —estaba diciendo Maisie. Señaló la placa identificativa que colgaba de su jersey tejido—. Deberían ser de metal.
“Como las chapas de perro”, pensó Joanna.
—Bien, ¿qué más quieres que te busque? —dijo Maisie, como si el asunto hubiera quedado zanjado—. ¿Quieres que anote los cablegramas que envió a los distintos barcos?
—No, sólo el nombre de los distintos barcos —dijo Joanna, y entonces se le ocurrió algo—. Y las letras de llamada del Titanic.
—Eso no lo tengo que buscar. Ya las sé. Son MGY, porque… —dijo, y luego se calló.
—¿Porque qué? —preguntó Joanna, pero Maisie no respondió. Se cruzó de brazos y miró a Joanna, beligerante.
—¿Maisie? ¿Qué pasa?
—Me dijiste que tenía que decirte la respuesta y nada más.
—Tienes razón, eso dije. Es justo lo que quería. Sólo que lo que quería realmente era que las letras del código de llamada fueran CQD y no MGY.
—Muy bien, ¿qué más?
—Eso es todo, sólo las letras de llamada y el nombre de los barcos.
—Es poca cosa —protestó Maisie—. Me llevará cinco minutos. ¿No tienes nada más que quieres que te busque?
Era tentador preguntarle por la lámpara Morse. Tendría la respuesta antes que Kit, y Joanna sabía que Maisie sabía guardar un secreto. Era una maestra en ello. Pero entonces tampoco sería capaz de resistir “¿Sabías…?”
—Necesito saber cosas del Carpathia —decidió Joanna. El Carpathia no había aparecido hasta mucho después de que el Titanic se hundiera, así que la información sobre ese otro barco no podría contaminar sus ECM, y había una tonelada de información sobre el Carpathia que mantendría a Maisie ocupada durante días.
—Car-pa-thia —dijo Maisie, anotando el nombre—. ¿Qué necesitas saber?
—Todo. Dónde estaba, cuándo descubrió que el Titanic tenía problemas y qué hizo, y cómo recogió a los supervivientes.
—Y quiénes eran —dijo Maisie, muy atareada escribiendo—. Sé quién era uno. El señor Ismay. —Lo dijo en tono despreciativo—. Era el dueño, pero ni siquiera intentó salvar a la gente, sólo se subió a uno de los botes aunque los hombres no podían hacerlo, se suponía que serían las mujeres y los niños primero, y se salvó, el gran cobarde. Todos los demás fueron muy valientes, como…
—Maisie —advirtió Joanna—. Sólo las respuestas que he pedido.
—Vale. ¿Puedo decirte lo que le dijo Molly Brown al señor Ismay? Estaba en el Carpathia cuando lo dijo.
—Muy bien —dijo Joanna, pensando que tal vez habría sido mejor haber elegido el Californian, que no tuvo ningún contacto con el Titanic—. ¿Qué dijo Molly Brown?
—Se acercó al señor Ismay —dijo Maisie, poniendo los brazos en jarras—, y dijo: “De donde yo soy, lo colgaríamos del pino más cercano.” Y creo que deberían haberlo hecho. El cobardica.
—Tal vez tuvo miedo —dijo Joanna, pensando en su propio pánico mientras corría por las escaleras inclinadas hacia el pasillo.
—Pues claro que tuvo miedo. Pero tendría que haber intentado salvar a Lorrai… —Se mordió la lengua—. Iba a decir el nombre de alguien, pero dijiste que sólo la respuesta, así que me callo.
—Buena chica —dijo Joanna, mirando su reloj. Eran casi las dos—. Tengo que irme. —Se levantó.
—Te llamaré cuando descubra algo —dijo Maisie, sacando El Titanic para niños de debajo de las mantas.
—No —contestó Joanna, deduciendo que Maisie sería capaz de llamarla cada quince minutos—. No me llames hasta que sepas todos los barcos.
—Vale —dijo Maisie, abriendo el libro y, sorprendentemente, no intentó impedir que se marchara.
“Tengo que ir a ver al señor Ortiz”, pensó Joanna, mientras atravesaba Pediatría, pero en cambio bajó al centro de audición. El grupo de voluntarios se había reducido a cuatro miembros, pero el señor Wojakowski seguía allí.
Joanna tuvo la impresión de que se quedaba por la compañía incluso cuando ya no era necesario.
—Bueno, hola, Doc —dijo al verla, y parecía genuinamente sorprendido y complacido, y ella se preguntó, avergonzada, si se daba cuenta de cómo intentaba evitarlo.
“No tengo derecho a pedirle un favor —pensó, pero era por Maisie, y si no lo sabía, podría decirlo y sin problemas—. ¿Y cómo puede saberlo? Probablemente ni siquiera estuvo en la Marina. Se lo inventa todo, ¿recuerdas?
—Ed, estuvo usted en la Marina. ¿Sabe dónde podría conseguir unas chapas de perro? Son para una amiga mía.
—Bueno, es algo difícil —dijo él, quitándose su gorra de béisbol y rascándose la cabeza—. Durante la guerra te las daban al enrolarte. Las fabricaban con una prensa de mano, que parecía un cruce entre una máquina de escribir y una de tarjetas de crédito, y te las colgaban del cuello nada más salir de las duchas, antes incluso de que te dieran el uniforme. Le dije al cabo: “¿No nos hacen más falta unos pantalones que la chapa de perro?” Y él va y me dice: “Lo mismo te matan antes de que te den los pantalones, y necesitamos saber quién eres.” Y Fritz Krauthammer dice: “Demonios, si me ven sin los pantalones puestos, no quiero que nadie sepa quién soy.” Fritz era un punto filipino. Una vez…
—¿Sabe dónde se pueden conseguir esas chapas hoy en día? No tendrían que ser auténticas.
—Antes se podían comprar en los baratillos o en la estación de tren. —Se volvió a rascar la cabeza—. Tendré que ver. ¿Qué quiere poner en ella?
—Sólo un nombre —dijo Joanna, sacándose el cuaderno del bolsillo de la rebeca—. Y no tendría que parecer una chapa auténtica. Basta una chapa con el nombre en una cadena para colgar del cuello. De metal —añadió. Escribió el nombre de Maisie, arrancó la hoja del cuaderno, y se la tendió al señor Wojakowski.
—Preguntaré por ahí —dijo él, vacilante—. A veces se encuentran cosas que uno ni se imagina. ¿Le he contado lo de aquella vez que tuve que hacer un aterrizaje forzoso con mi Wildcat y acabé en Malakula?
“Sí”, pensó Joanna, pero acababa de pedirle un favor. Le debía uno, y sabía lo que pasaba cuando nadie escuchaba tus historias, o no te creía. Así que se sentó en una de aquellas sillas de plástico y escuchó toda la historia: la huida en la canoa hecha con el tronco de un árbol, el flotar a la deriva durante días, el Yorktown en lontananza, las banderas ondeando, los marineros gritando, para salvarlo “como Jesús resucitado de entre los muertos”, y tuvo que admitir que, verdadera o no, era una gran historia.
El señor Wojakowski la acompañó hasta el ascensor.
—Veré qué puedo hacer con esas chapas de perro. ¿Cuándo las necesita?
—Lo antes posible —respondió Joanna, pensando en la fina muñeca de Maisie, en sus labios azules.
—Lástima que Chick Upchurch ya no ande por aquí. ¿Le he hablado de Chick? Compañero maquinista en el Viejo Yorky, y podía hacer cualquier cosa, y me refiero a cualquier cosa —dijo el señor Wojakowski, y ella prácticamente tuvo que sacarle la mano del ascensor para librarse de él, aunque no pareció molestarse.
Tampoco se molestó el señor Ortiz, aunque le habían metido tres sondas, dos de las cuales habían tenido que ser sustituidas.
—No me importa. Me siento mejor que en los dos últimos años —dijo—. Tendría que haber hecho esto antes. Se alegró de hablar con Joanna.
—Sigue siendo tan real para mí hoy como lo fue hace dos años —dijo, y le describió su experiencia con detalle: cómo flotó hasta el centro del quirófano, el túnel, la luz, la Virgen María irradiando luz, parientes muertos esperando para darle la bienvenida en el cielo.
“Tal vez el señor Mandrake tiene razón —pensó Joanna, mientras lo escuchaba describir su revisión de vida—, y lo que yo estoy viendo no es una ECM real. Desde luego, nadie más ha visto a un oficial postal arrastrando una saca de cartas mojadas por una escalera alfombrada.”
—Y luego tuve la sensación de que era el momento de regresar —dijo el señor Ortiz—, y volví al túnel al final aparecí en el quirófano.
—¿Puede ser más concreto respecto a la sensación?
—Fue como un tirón —dijo, pero el gesto que hizo con la mano fue un empujón—. No puedo describirlo. Joanna consultó sus notas.
—¿Puede decirme cómo era la Virgen María?
—Iba vestida de blanco. Y una luz irradiaba de ella —dijo, y esta vez el gesto encajó con sus palabras—, como diamantes.
Ella le hizo vanas preguntas más y luego apagó la grabadora y le dio las gracias por su tiempo.
—En realidad no me interesan las experiencias cercanas a la muerte —dijo él—. Mi verdadero interés está en los sueños. ¿Está su proyecto relacionado con las imágenes de los sueños?
—No —contestó Joanna, y se levantó. El señor Ortiz asintió.
—La mayoría de los científicos son demasiado estrechos de mente para creer en los sueños. Analizar las imágenes de los sueños puede curar el cáncer, ¿lo sabía usted?
—No.
El señor Ortiz asintió sabiamente.
—Si sueñas con un tiburón, eso significa cáncer. Una cuerda es la muerte. Si quiere contarme uno de sus sueños, puedo analizárselo.
—Tengo una cita —dijo Joanna, y escapó.
“¿Es que todo el mundo está chalado”, se preguntó, de regreso a su despacho. Imágenes de sueños. Pero una vez en su despacho, mientras repasaba las transcripciones de las ECM múltiples, empezó a preguntarse si las imágenes de los sueños no podrían ser la clave. No las de gente como el señor Ortiz, por supuesto, que asignaba a las imágenes significados arbitrarios: una serpiente significa sexo, un libro significa una visita inesperada. Eso era sólo una especie de adivinación glorificada.
Y el análisis freudiano de los sueños tampoco era mucho mejor. Intentaba reducirlo todo a deseos y temores sexuales básicos cuando soñar era mucho más complejo. Algunas imágenes de los sueños provenían directamente de los acontecimientos del día anterior, algunas de preocupaciones subyacentes, algunas de estímulos externos, y algunas de los elementos neuroquímicos generados durante el sueño REM, sobre todo la acetilcolina, que Richard decía que aumentaba durante las ECM.
Era la acetilcolina la que establecía las conexiones entre los datos recibidos y la memoria a largo plazo, conexiones que la mente que sueña expresaba a veces directamente y a veces simbólicamente, de modo que el despertador al sonar se transformaba en una sirena o un grito, y eso, el pastelito que tomaste para desayunar y el paciente por el que estabas preocupada se incorporaban a una única narrativa soñada. Y era posible, teniendo en cuenta todas esas cosas, analizar el contenido del sueño. Que era lo que había estado haciendo Richard cuando dijo que la acetilcolina hacía que el Titanic fuera una asociación tan probable como un pasillo de hospital, pero él hablaba de las ECM en conjunto, no de las imágenes individuales que las componían.
Joanna no había pensado en analizarlas en términos de imaginería onírica, en parte porque la ECM no parecía un sueño y en parte porque algunas de las imágenes (la luz y el túnel) eran obviamente manifestaciones directas de los estímulos. Pero eso no significaba que todas lo fueran. ¿Y si algunas eran interpretaciones simbólicas de lo que estaba sucediendo en la ECM?
¿Podría ser por eso por lo que seguía recordando la clase del señor Briarley sobre metáforas, porque las imágenes de la ECM eran metáforas? Había concentrado toda su atención intentando averiguar lo que había dicho el señor Briarley, pero tal vez la conexión estaba en la ECM misma, oculta dentro de lo que ella estaba viendo y oyendo.
Recuperó la transcripción de su última experiencia y empezó a repasarla línea a línea. Algunas cosas eran obviamente representaciones directas de estímulos del lóbulo temporal. Las luces de la lámpara Morse y las luces de cubierta y la luz que surgía del gimnasio y del puente lo eran, y se preguntó si todos los casos de ropa blanca (los guantes, el camisón, la chaqueta blanca del sobrecargo) no lo eran también.
Algunas de las imágenes estaban tomadas directamente del Titanic (los botes, los pasajeros en cubierta, las sillas) y otras de su propia vida: Greg Menotti y la zapatilla roja, y tal vez incluso la manta, aunque eso podía ser también de la ilustración de la portada de Una noche para recordar.
Todo lo cual dejaba detalles que no podían atribuirse al Titanic ni al lóbulo temporal y que por tanto podían ser significativos: Jack Phillips teclecando CQD en vez de MGY; el empleado de correos arrastrando la saca mojada escaleras arriba; las escaleras mismas, similares a la Gran Escalera y sin embargo sin el querubín ni el Honor y la Gloria; la localización del gimnasio; el camello mecánico. Si eran símbolos, eran mucho más sutiles que “serpiente quiere decir sexo”.
Si eran símbolos. No tenía sentido intentar descifrarlos si de hecho eran algo que había surgido de sus recuerdos del Titanic. Tenía que hacer que Kit lo averiguara. Hizo una lista de las cosas que necesitaba saber y llamó a la chica. El señor Briarley respondió al teléfono.
—¿Tiene un pase para estar en el pasillo? —exigió, y cuando ella le dijo que tenía que hablar con Kit, añadió—: “Cortó una cuerda de un palo roto y la ató al mástil.”
Kit se puso al teléfono.
—Lo siento —dijo—. Lleva toda la mañana recitando El hundimiento del Hesperus. Pensé que podría ser una pista, pero es de Longfellow, así que debió dar esa clase en primaria, no en secundaria.
—”¡Oh, padre! Oigo sonar las campanas, oh, di, ¿qué puede ser?” —dijo el señor Briarley al fondo—. “Es una campana de alarma en una costa escarpada, y escrutó el mar abierto.”
—Necesito que me busques unas cuantas cosas —dijo Joanna—. Si no es demasiada molestia.
—Ya te he dicho que quiero ayudar.
Joanna le leyó la lista. Cuando llegó al camello mecánico, Kit dijo:
—Eso lo sé. Sí, hay una foto en uno de los libros.
—¿Sabes en qué cubierta estaba el gimnasio?
—Sí, en la…
—¡Dicen que los muertos no pueden hablar, pero pueden! —dijo el señor Briarley.
—Estaba en la Cubierta de Botes —dijo Kit—. Lo descubrí cuando buscaba la lámpara Morse.
“Muy bien, borra el gimnasio.” Le leyó el resto de la lista.
—Me pondré a trabajar en esto esta noche —dijo Kit—. Oh, y he descubierto lo de las escaleras. Había tres. La trasera era la de segunda clase. Estaba en la popa, junto al restaurante A La Carte. La otra escalera estaba entre ésa y la Gran Escalera. Se describe como una versión menos elegante de la Gran Escalera, con su propia claraboya y las mismas balaustradas doradas de hierro forjado.
“Y borra la escalera”, pensó Joanna, y volvió a la transcripción después de colgar el teléfono. Debía de haber almacenado todo lo que el señor Briarley había dicho sobre el Titanic en su memoria a largo plazo. ¿Quién dice que no recordamos lo que aprendimos en la escuela?
Transcribió la ECM del señor Ortiz y luego llamó a Vielle, pero comunicaba. La llamó de nuevo cuando llegó a casa y consiguió despertarla.
—Lo siento —dijo Joanna—. Parece que te encuentras mejor.
—Lo estoy —dijo Vielle.
—¿Volverás mañana al trabajo?
—No. Todavía estoy algo mareada.
“Y debe estarlo”, pensó Joanna después de colgar. O aturdida, porque no había dicho ni una palabra de los peligros de someterse al experimento.
Tish siguió también de baja al día siguiente, y fue imposible encontrar a una enfermera sustituía.
—¿Sabes qué dijeron cuando llamé para pedir una sustituía? —dijo Richard cuando Joanna llegó al trabajo—. “Ha llegado la primavera.” Así que cambié para mañana la cita con el señor Sage. Se supone que es un virus de veinticuatro horas, ¿no?
—No lo sé. Vielle ya lleva un par de días de baja —respondió Joanna, pensando que no importaba si tenían que cancelar el trabajo ese día. Tenía que terminar la lista de personas que habían tenido más de una ECM, y quería revisar sus primeras ECM y analizarlas en busca de posibles pistas.
Se pasó toda la mañana en el despacho haciendo eso e ignorando la luz parpadeante del contestador automático. A la hora del almuerzo bajó al laboratorio y saqueó los bolsillos de la bata de Richard buscando algo que comer. Richard se había pasado la mañana igual que ella, contemplando la pantalla del ordenador.
—¿Cómo te va? —le preguntó ella, aceptando el Butterfinger que le ofrecía.
—Terrible —contestó él, apartándose de la pantalla—. Todavía no he encontrado nada que explique por qué la señora Troudtheim sigue saliendo del proceso. Ni por qué tú sientes el miedo que describes. Sólo se activaron unos cuantos receptores de cortisol.
—Sentí el miedo que describo porque estaba en el Titanic y la Cubierta D estaba inundándose, y temía no poder volver.
—Sigues teniendo la sensación de que es el Titanic, ¿eh?
—Sí, y no es sólo una sensación —dijo ella—. Los lugares que te describí estaban en el Titanic, y el motivo por el que la escalera no tenía escalones de mármol y un querubín es porque no era la Gran Escalera. Era la escalera de segunda clase, y estaba justo donde se suponía que debía estar, junto al restaurante A La Carte. Ese es el comedor que vi, y tenía en efecto paneles de castaño y sillas de color rosa y…
—¿Cómo lo sabes? —dijo Richard, inclinándose hacia delante en su asiento, acusador—. ¿Has estado leyendo sobre el Titanic? No me extraña que sigas viéndolo.
—No, por supuesto que no he estado leyendo nada. Sé que eso contaminaría la ECM. Le pedí a alguien…
—¿Le pediste a alguien? —dijo él, levantándose de la silla—. ¿En el Mercy General? Dios mío, si Mandrake…
—No es nadie que trabaje aquí —dijo Joanna rápidamente—. Se lo pedí a una amiga que no tiene ninguna relación con el hospital, y le pedí específicamente que no me diera ninguna información que yo no le hubiera preguntado, sólo que confirmara que las cosas que he visto estaban en el Titanic. Y estaban, el gimnasio con el camello mecánico y la sala de transmisiones y…
Él la estaba mirando otra vez como si fuera Bridey Murphy.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que no hay manera posible de que pudieras conocer todos esos detalles, de modo que lo que estás viendo es real?
—No, por supuesto que no.
—Dijiste que tenías miedo de no poder volver…
—Eso es porque parece un lugar real, como si sucediera de verdad, pero sé que no lo es —añadió apresuradamente—. Y el señor Briarley hablaba sobre el Titanic todo el tiempo. Todos los detalles de los que hablo podrían deberse a él o a la película o a Una noche para recordar.
El se relajó visiblemente.
—¿Entonces qué estás intentando decirme?
—Estoy intentando decirte que es el Titanic, no una amalgama o la primera imagen que la A+R encontró para que encajara con todos los estímulos. Es el Titanic por un motivo. Tiene algo que ver con la ECM con su funcionamiento.
—Pero no sabes cuál es el motivo —dijo Richard—. ¿Todo lo que ves encaja con el Titanic?
—No. Tendría que haber gente en la Cubierta de Botes, destapando los botes, y el puente no tendría que estar vacío, y las letras del código de llamada por cable que estaba enviando el operador no eran las correctas.
—Y sigues sin haber visto ni oído el nombre Titanic, ni ninguna referencia a un iceberg. ¿O sí?
—No, pero creo que esas discrepancias y omisiones pueden ser una pista para descifrar la ECM. —Le contó su teoría sobre la imaginería onírica—. Creo que los detalles que no encajan pueden ser simbólicos.
Él asintió como si ésa fuera la respuesta que esperaba. “Y aquí viene”, pensó Joanna.
No se equivocó.
—Tu mente consciente ha inventado una explicación racional para justificar la sensación de significado —dijo él—. El hecho de que sea tan elaborada, incluso para explicar los detalles que no encajan en el escenario, tiene que significar que la estimulación del lóbulo temporal es básica de la ECM. La sensación que tienes de que hay una conexión…
—Lo sé, lo sé, no importa. La sensación que tengo es una sensación de conocimiento incipiente, es una sensación de significado, y está ahí mismo en los escaneos. Sólo tengo una pregunta.
—¿Cuál es?
—¿Cómo serían los escaneos si no fuera sólo una sensación del lóbulo temporal, si realmente hubiera una conexión? ¿Se verían diferentes? No importa.
No iba a convencerlo hasta que tuviera la conexión en sus manos, y pudiera mostrársela.
No podía hacerlo hasta que volviera a someterse al experimento, pero al menos podía intentar descifrar lo que ya había visto. Redujo sus ECM a imágenes individuales y dibujó un mapa con las rutas que había seguido y de la Cubierta de Botes, marcando la sala de transmisiones y el puente y el lugar donde estaba el marinero con la lámpara Morse, y luego hizo una segunda lista para Kit. ¿Había un gran piano en el restaurante A La Carte? ¿Una jaula? ¿Estaba la Cubierta D bajo un techo de cristal o al aire libre? ¿Tenía el Titanic una pista de squash?
A últimas horas de la tarde (o al menos eso pensaba ella, cuando miró su reloj eran casi las seis), alguien llamó a su puerta. “El señor Mandrake”, pensó, y miró al pie de la puerta para ver si se veía luz debajo.
Volvieron a llamar.
—Soy Ed Wojakowski, Doc. Le traigo sus chapas de perro. Ella abrió la puerta.
—No son de verdad —dijo él, tendiéndole una cadena con una chapa metálica. El nombre de Maisie estaba grabado con letras claras—. En realidad es una de esas alertas médicas, pero usted dijo que fuera de metal y con una cadena para el cuello, y encontré esto.
—Perfecto —dijo Joanna, dándole la vuelta a la chapa, esperando ver el símbolo rojo de alerta médica, pero estaba liso.
—Le quité los detalles médicos —dijo el señor Wojakowski, muy satisfecho consigo mismo—. Pregunté por ahí como le dije, pero nadie ha visto una de esas máquinas para hacer chapas desde hace años, y luego fui a que me hicieran una receta y allí estaba esto. Te hacen la chapa mientras esperas.
—Gracias —dijo Joanna—. ¿Cuánto le debo? Él pareció ofendido.
—Me alegré de hacerlo. Me recordó aquella vez que estaba en el Yorktown y Bucky Parteri y yo teníamos que conseguir un par de pases de pernocta, para poder ir a ver a aquellas enfermeritas de Lanai. Bueno, pues fuimos preguntando por ahí, pero el capitán y la patrulla estaban de uñas, así que pensamos: y si alguien nos hace un par, y…
Fue una larga historia, en parte derivada sin duda de acontecimientos reales y en parte simbólica. Joanna no intentó adivinar qué era qué. Esperó hasta que pudo encontrar algo parecido a un intermedio en la acción, y dijo:
—Me encantaría seguir escuchando el resto, pero tengo que llevarle la chapa a Maisie. Él asintió.
—Salúdela de mi parte. Ojalá fuera de verdad, como las que tenía en la Marina. ¿Le he contado alguna vez cómo me caí por la borda y la perdí? íbamos de regreso a Pearl…
Eran más de las ocho cuando Joanna consiguió librarse del señor Wojakowski, y Maisie estaba dormida.
—Se la traeré por la mañana —le dijo a Barbara—. ¿Cómo está?
—Han tenido que retirarle el amiodipril.
—Lo sé. Maisie me dijo que han vuelto a darle nadolal. Barbara asintió.
—Se han quedado sin nuevos medicamentos que probar. Por eso su madre insistió tanto en que le hicieran las pruebas clínicas de amiodipril. Están hablando de ponerle un nuevo bloqueador ECA, pero tiene severos efectos secundarios, daños en el hígado y los riñones, y ya está muy débil.
—¿Y un corazón?
—Reza para que haya un accidente con un autobús escolar —dijo Barbara—. Lo siento. Ha sido un día largo, y creo que he pillado la gripe. Ahora está bien, y quién sabe, tal vez haya un milagro.
—Tal vez —dijo Joanna, y subió a repasar meticulosamente sus ECM, buscando pistas, hasta después de las once.
No encontró ninguna, y por la mañana, cuando volvió a ver a Maisie, la niña estaba en quirófano, donde le estaban introduciendo un catéter en el corazón.
—Hasta ahora no ha fibrilado —le contó Barbara—. Me dijo que si venías te diera esto.
Le entregó a Joanna un papel doblado varias veces. Joanna esperó a desplegarlo a estar de vuelta en su despacho. Escrita a lápiz había una lista de barcos: Carpathia, Burma, Olympic, Frankfurt, Mount Temple, Baltic. “Sí que debí de prestar atención en clase”, pensó, aunque al oír los nombres no recordó que el señor Briarley hubiera hablado de ellos en el instituto.
“Lo cual no significa que no lo hiciera”, pensó. Y había ejemplos de gente que recordaba libros y películas casi al pie de la letra. El fenómeno se llamaba criptomnesia. “Y por eso se determinó que Bridey Murhpy lo tenía”, se dijo Joanna amargamente.
—Tenemos un problema —dijo Richard en cuanto fue a verlo.
—¿Tish sigue de baja?
—No, ya ha vuelto, pero el señor Sage acaba de llamar para cancelar su cita.
—¿También tiene la gripe?
—Las cosas del señor Sage —dijo Richard, irritado—. Tardé diez minutos en llegar al hecho de que estaba cancelando su cita. ¿Puedo trabajar contigo?
—Claro. ¿A qué hora?
—Le dije a Tish que a las once.
Ella asintió y volvió a su despacho. Kit había llamado.
—El gimnasio estaba en la Cubierta de Botes —decía su mensaje—, en la banda de estribor justo delante de la zona de oficiales. La sala de transmisiones estaba a babor, al mismo nivel que la zona de oficiales.
Todo lo que había dicho el señor Briarley. ¿Incluyó también el haberles mostrado un mapa de la Cubierta de Botes? No podía recordarlo, pero era posible. Los libros de desastres de Maisie estaban llenos de mapas y diagramas: la ruta que había seguido el avión de Amelia Earhart, las ruinas de Pompeya, el diseño de la góndola del Hindeburg.
Joanna llamó a Kit. Comunicaba. Visitó a Maisie.
—Maisie, dijiste que MGY eran las letras de llamada del Titanic, y luego empezaste a decirme algo más. ¿Qué era?
—Dijiste que no hablara de nada excepto de lo que me preguntaras.
—Lo sé. Eso todavía vale, menos para esto. ¿Qué ibas a decir?
—Que sabía lo que era MGY por el mensaje que envió el Titanic. “MGY CQD PB. Vengan de inmediato. Hemos chocado con un iceberg.” CQD significa socorro —explicó Maisie.
—Creía que el Titanic envió un SOS.
—Lo hizo, pero… ¿seguro que puedo decirte esto?
—Seguro.
—Bueno, primero envió un CQD, y entonces Harold Bride, que era el otro operador, dijo, riéndose: “Enviemos un SOS. Es un nuevo código de socorro, y tal vez sea tu última oportunidad de enviarlo.”
31
Bueno, qué se le va a hacer.
Todo el tiempo que estuvieron preparando a Joanna, Tish no paró de hablar sobre lo enferma que había estado.
—Creí que iba a morirme —dijo, y no parecía demasiado triste por ello—. Me dolía todo el cuerpo y estaba marcadísima. —Colocó los electrodos en el pecho de Joanna—. Prácticamente me desmayé camino del coche —dijo, colocando el antifaz sobre los ojos de Joanna—, y ese doctor que iba conmigo en el ascensor tuvo que llevarme a casa. Se llama Ted.
“Bueno, no es extraño que esté tan parlanchína”, pensó Joanna, deseando que Tish se diera prisa y le colocara los auriculares. Quería concentrarse en lo que iba a hacer y adonde iba a ir cuando llegara a bordo.
Si llegaba a bordo. Richard había anunciado que iba a disminuir la dosis:
—Lo cual disminuirá la cantidad de estimulación del lóbulo temporal. Eso debería reducir la intensidad de la sensación de significado, lo cual debería permitir una imagen unificadora diferente.
“No, no lo hará —pensó Joanna—, pero no es eso. Hay una conexión, y voy a averiguar cuál es. Pero primero tengo que asegurarme de que no es una amalgama.”
—Ted insistió en acompañarme y dejarme en la cama antes de marcharse —estaba diciendo Tish, con los auriculares en la mano, dispuesta a colocárselos—. Es nuevo aquí. Es ginecólogo, y… —Se inclinó sobre Joanna y susurró—: Es monísimo, el pelo de un rubio algo más oscuro que el del doctor Wright, y tiene los ojos gri…
—Tish, ¿está lista Joanna? —llamó Richard desde la consola.
—Casi. —Volvió a bajar la voz—. Ojos grises y ningún escáner.
Y afortunadamente le colocó los auriculares.
“Muy bien —pensó Joanna—, voy a intentar encontrar la Gran Escalera, y si eso falla, el Salón Comedor de Primera Clase.” Las sillas de terciopelo verde con la flor de lis demostrarían que era el Titanic, y podría hacer también menús o la lista de precios con RMS Titanic escrito. Pero el restaurante A La Carte estaba cerrado. ¿Y si el salón comedor lo estaba también? Y apareció en el pasillo.
Estaba seco, y plano, y sólo había unas cuantas personas fuera de la puerta.
“Debe de ser más temprano”, pensó Joanna, pero cuando se acercó al umbral, la mujer joven se había cambiado el camisón por un abrigo rojo y una estola de pieles hecha con cabezas de zorro rojo, con morros afilados y brillantes ojos negros de cristal. La mujer con el pelo recogido llevaba también un abrigo, y un salvavidas.
—Hace mucho frío —dijo la joven, tintando—. ¿No deberíamos ir a la Cubierta de Botes?
Joanna deseó que lo hicieran. Entonces sabría dónde estaba la puerta de la Gran Escalera, pero el hombre con barba sacudió la cabeza y dijo:
—He enviado al sobrecargo a que averigüe qué ha pasado. Hasta entonces, creo que lo mejor es que nos quedemos aquí.
—Sí, Edith —dijo la otra mujer, colocando una mano enguantada de blanco sobre el brazo de la joven—, le pediremos al mozo que encienda un fuego.
Y volvieron al pasillo.
Joanna se apartó de su camino y salió a cubierta. La Gran Escalera debería estar en mitad del barco o un poco hacia proa, lo que implicaba que tenía que avanzar. Se preguntó si podría hacerlo, o si algún movimiento en esa dirección la llevaría de vuelta al laboratorio.
“Tendré que arriesgarme”, pensó, mirando hacia proa. Había otra luz de cubierta, brillando con un resplandor tan cegador que no podía ver más allá. Se protegió los ojos y caminó hacia allí.
Y se topó con una pared. Se extendía hasta las ventanas sin ninguna puerta. “¿Y ahora qué? —pensó—. Tendré que acceder a la Gran Escalera desde una de las otras cubiertas”, y recordó que había una entrada desde la Cubierta de Botes. La orquesta se había quedado tras las puertas y había tocado desde allí.
Bajó corriendo a la cubierta hasta la escalera de popa. Estaba cerrada, pero la puerta de la escalera de segunda clase no. Subió tres tramos hasta la Cubierta de Botes.
Su zapatilla de tenis roja estaba todavía en la puerta, impidiendo que se cerrara. La dejó allí y se dirigió hacia la proa, probando todas las puertas. Todas estaban cerradas, incluso la de la sala de comunicaciones. Se acercó al gimnasio.
Greg Menotti salía de allí, vestido con una sudadera Nike blanca y pantaloncitos azul marino, con una botella de agua atada a la pierna.
—Greg —dijo ella—. ¿Sabe dónde está la Gran Escalera?
—¿Gran Escalera? ¿Se refiere a la escalera principal? Está por allí. —Correteó hacia la escalera de popa, seguido de Joanna.
—No, ésa no —jadeó ella—. La Gran Escalera. Tiene los escalones de mármol y un querubín de bronce. El negó con la cabeza.
—No está nada en forma, ¿lo sabe? ¿Con qué frecuencia hace footing?
—¿No ha visto ninguna otra escalera? ¿Y las otras cubiertas? ¿Ha visto alguna otra escalera allí?
—¿En las otras plantas, quiere decir? No. Adiós. Todavía tengo que hacer seis flexiones más.
Corrió hacia la popa, su sudadera blanca surgía y se desvanecía en las sombras.
¿Y ahora qué? Estaba segura de que había una entrada a la Gran Escalera desde la Cubierta de Botes. Heidi había dicho que la madre de Kate Winslet y el novio repulsivo esperaron al pie de la escalera a que llamaran a su bote, de modo que lo único que tenía que hacer era encontrarla. Pero las únicas puertas que le quedaban por probar eran las de la zona de oficiales.
Las probó de todas formas. Todas estaban cerradas, excepto la última. Era un trastero, con montones de mantas. “Tal vez tengan el nombre del Titanic”, pensó, y agarró una, pero era de un gris uniforme y, cuando la devolvió a su sitio, vio, encima de un estante, la lámpara Morse que el marinero había colocado en la amura de proa.
El nombre debería estar en la proa, pensó Joanna, y corrió al castillete y se asomó. Se agarró a la barandilla con ambas manos y se estiró todo lo que pudo, intentando ver el costado del barco bajo ella, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Miró hacia el horizonte, buscando la luz del Californian y luego la negrura de debajo. No había ninguna luz. Nada. Y si eso seguía así…
Empezó a correr, dejó atrás el puente, la zona de oficiales, los salvavidas, pensando: “Por favor que mi zapato siga allí, por favor que la puerta del pasillo esté abierta”, y bajó corriendo las escaleras dejando atrás el restaurante A La Carie antes de poder detenerse, agarrada a la barandilla pulida como si fuera un salvavidas, obligándose a permanecer quieta, a pensar.
—No puedes volver todavía —dijo en voz alta, las manos aferradas a la barandilla—. Tienes que comprobar que es el Titanic.
“Y la cubierta no está inclinada todavía, las escaleras están secas. Hay tiempo de sobra. Y tiene que haber una entrada a la Gran Escalera desde la Cubierta de Paseo.
Se obligó a subir las escaleras hasta el restaurante y seguir el pasillo. Terminaba en una puerta, y la abrió y salió a la Cubierta de Paseo. Estaba oscuro, pero de las ventanas situadas más allá brotaba luz. Ventanas con vidrieras. Brillaban con pautas de rojo y amarillo, azul y verde, sobre la cubierta de madera. Se acercó a ellas y se asomó.
Era una especie de bar. Estaba tenuemente iluminado, lleno de humo, y en una pared pudo ver una barra de caoba con un espejo y montones de botellas de licor y vasos brillantes. En una de las mesas un hombre de bigote oscuro, vestido de etiqueta, repartía cartas. Las iba dando de una en una, boca abajo, y luego las tomaba, las miraba, reagrupaba su mano, las volvía a mirar. Al cabo de un rato devolvió su mano a la baraja y repartió otra vez.
“Podría ir a preguntarle cómo se llama este barco”, pensó Joanna, Contrariamente a Greg Menotti, parecía no hacerse ilusiones sobre dónde estaba y qué hacía allí, pero algo en su cara la hizo apartarse de la puerta y dejarlo barajando cartas, repartiendo, barajando otra vez.
No había nadie en la sala de al lado, que era aún más elegante que el bar. Las paredes y las columnas blancas estaban decoradas con filigrana dorada, y los sillones y sofás tapizados de brocado dorado. Había lámparas de seda amarilla junto a las sillas y en las mesitas, que proyectaban una luz dorada sobre toda la sala. Unos libros cubrían las mesas y las paredes dentro de sus fundas transparentes.
La biblioteca del barco, pensó Joanna, o una especie de sala de escritura. En la pared del fondo, junto a las ventanas de cubierta, había una fila de mesas. También tenían lámparas, y plumas y sobres y papel de escribir color crema pulcramente ordenados. “El nombre del barco estará en el membrete”, pensó Joanna.
Abrió la puerta de cristal esmerilado y entró y se acercó a la mesa más cercana. Demasiado tarde, vio que la sala no estaba desierta, después de todo. Había un hombre sentado ante la última mesa, inclinado sobre una carta. Ella vio su pelo canoso y la manga blanca de su camisa mientras mojaba la pluma en el tintero, escribía, volvía a mojarla.
Vaciló, pero él no levantó la cabeza cuando ella cruzó la sala. Volvió a mojar su pluma en la tinta, la colocó de nuevo sobre el papel. Joanna se acercó de puntillas a la mesa más cercana. Los sobres y papel de escribir estaban allí. Tendió la mano para tomar una hoja.
—¿Tiene usted un pase para el pasillo, señorita Lander? —dijo el hombre severamente, y Joanna se dio la vuelta.
—¡Señor Briarley! —jadeó.
—Joanna Lander —dijo el señor Briarley, sonriendo de oreja a oreja—. ¡No tenía ni idea de que estuviera usted aquí!
Se levantó y caminó hacia ella, chocando contra la mesa al hacerlo. El tintero se tambaleó, y la pluma rodó hasta la alfombra dorada. Él sujetó el tintero y luego tomó su mano.
—¡Qué maravilloso! Siéntese, siéntese —dijo, acercando una silla de otra de las mesas—. No tenía ni idea de que estuviera a bordo.
—¿Me recuerda? —preguntó Joanna.
—Recuerdo a todos mis alumnos, aunque hubo hordas de ellos, brillando en púrpura y oro. Usted estaba en segundo curso. Le gustaba La balada del viejo marinero, que yo recuerde. “Solo, solo, completamente solo, solo en el amplio, amplio mar.” Y usted nunca preguntaba: “¿Esto caerá al final?”
—Es porque sabía lo que contestaría usted —sonrió Joanna—. Siempre decía: “Todo caerá al final.”
—Y así será —dijo el señor Briarley—. Saber eso no impedía que Ricky Inman lo preguntara. Dígame, ¿todavía se mece en su silla y se cae?
—No lo sé —respondió Joanna, riendo—. Hoy en día es corredor de bolsa.
—¿Y usted? Déjeme ver, que yo recuerde, pretendía graduarse en psicología.
—Lo hice —dijo Joanna, pensando alegremente: “Se acuerda. Este es el viejo señor Briarley, tal como solía ser, gracioso y mordaz y listo, y ésta es la conversación que deberíamos haber tenido aquel día en la casa”—. Ahora estoy en el hospital Mercy General. Estoy trabajando en un proyecto de investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte.
—Lo cual explica por qué no está en la lista de pasajeros —dijo él—. Estaba seguro de no haber visto su nombre. Experiencias cercanas a la muerte. Testimonios de aquellos que han regresado para contarlo. “Han llegado los tiempos en que, cuando el cerebro se agota, el hombre muere y hay un final, pero ahora vuelven a levantarse.” ¿Y qué ha descubierto en esos viajes al “país de cuyas fronteras ningún viajero regresa”?
—Yo… —dijo Joanna, y al otro lado de la biblioteca la puerta se abrió y entró el sobrecargo.
Se acercó rápidamente a ellos.
—Usted perdone, señorita —le dijo a Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley—. Si puedo hablar con usted un momento, señor.
—Por supuesto —contestó el señor Briarley. Los dos hombres se acercaron a los estantes, y el sobrecargo empezó a hablar en voz baja y apremiante. Joanna entendió las palabras “me pidió que le preguntara” y “saber qué ha sucedido”.
—Dígales… —dijo el señor Briarley, y Joanna avanzó un paso, intentando escuchar. Mientras lo hacía, su mano rozó la mesa y volcó el tintero. La tinta salpicó el suelo, empapándolo de oscuro. Joanna se agachó para enderezar el frasco, buscando un pañuelo en su bolsillo.
—Sí, señor, gracias, señor —dijo el sobrecargo—. Se lo diré. Se sentirán muy aliviados.
El sobrecargo salió, y el señor Briarley regresó a la mesa donde Joanna estaba arrodillada, secando la tinta derramada.
—No importa —dijo, tomándola del brazo para ayudarla gentilmente a incorporarse—. No importa. Venga, siéntese y dentro de un momento iremos a tomar té —dijo, sentándose de nuevo a la mesa—. Tengo que terminar de escribir una nota primero.
Recogió la pluma y se puso a escribir.
Joanna había olvidado que había ido allí a buscar el nombre del Titanic en el membrete. Observó la nota que él estaba escribiendo, esperando que la carta estuviera boca arriba para ver el encabezado, pero no era una carta. Era una postal.
—Estaba escribiendo un mensaje para mi sobrina —dijo el señor Briarley. No había ningún membrete impreso en la postal, sólo tres líneas para la dirección y las palabras “Querida Kit”.
—¿Conoce a mi sobrina? —preguntó él, y antes de que ella pudiera responder, dijo—: Le gustaría. Se llama así por Kit Marlowe. “¿Es este el rostro que lanzó mil naves?” Aunque dudo que se refiriera a éste. Y: “El honor se consigue con las obras que hacemos. No se gana hasta que se realiza un acto honorable.” ¿Consiguió ganarlo?, me pregunto. Siempre tenemos menos tiempo del que imaginamos. Tiempo que en su caso terminó bruscamente en una taberna en Deptford.
—Lo sé.
El señor Briarley pareció complacido.
—¿Lo recuerda de sus clases?
—No, vi la película Shakespeare in love. Con Gwyneth Paltrow. “No puedo creer que esté teniendo esta conversación”, pensó.
—Vielle y yo la alquilamos.
—Apuñalado —dijo el señor Briarley—. Una forma rápida de morir, aunque quizá no tan rápida como él imaginaba. O tan serena, aunque tal vez tuviera alguna idea. “Rezad por mí”, dice Fausto, “y sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme”. Aunque eso no es siempre cierto. Y, en cualquier caso, siempre hay tiempo para tomar el té, aunque es una lástima que no hubiera sabido antes que estaba usted a bordo. Habríamos tenido tiempo de hablar de muchas cosas, “de zapatos y barcos”…
Se levantó, quitó su chaqueta del respaldo de la silla y se la puso.
—Y tiempo para resolver los misterios del universo. Bueno, no se puede evitar, y tendría que haber tiempo para tornar el té, al menos.
Recogió la postal y se la guardó en la chaqueta, demasiado rápidamente para que Joanna pudiera atisbar más que una foto coloreada a mano de un barco y un océano azul claro, el cielo celeste, en el otro lado.
—Tengo que hacer un encargo primero, y luego iremos al restaurante Á La Carte. No, quizá sea mejor ir al Palm Court. Está más hacia popa. —Miró su reloj—. Sí, decididamente el Palm Court, pero he de llevar esto a la oficina de correos primero.
—¿La oficina de correos? —dijo Joanna, pensando en el oficial de correos que arrastraba la saca mojada escaleras arriba—. No, espere, señor Briarley.
Pero ya había salido por la puerta de la biblioteca. Ella corrió tras él y salió a cubierta.
—¡Señor Briarley! —llamó, pero él desapareció por otra puerta—. No puede bajar a la sala de correo —gritó, abriendo la puerta y bajando los escalones de mármol hasta la estatua de bronce situada al pie— Ya está sumergida —dijo, y se detuvo, contemplando la estatua.
Era un querubín, con alas y pelo rizado, alzando una antorcha dorada. “Sabía que había una entrada en la Cubierta de Paseo”, pensó Joanna. Porque no podía haber ningún error y ésa era la Gran Escalera. Y no podía haber ningún error sobre el barco en el que se encontraba.
Se dio la vuelta y miró hacia arriba, y allí, en lo alto de la escalera, estaba el reloj de bronce flanqueado por dos ángeles, con largas túnicas y alas. El Honor y la Gloria coronando al Tiempo. Joanna miró la claraboya. El vidrio curvado tenía el mismo color lechoso dorado que la claraboya de la escalera de popa, pero ésta era mucho más grande, y de su centro colgaba una lámpara de cristal cuya luz irradiaba como chispeantes prismas diamantinos.
—Es el Titanic —dijo Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley.
No estaba allí. Mientras ella miraba la claraboya, él había desaparecido. ¿Por qué camino se había ido? Corrió hasta el pie de las escaleras para mirar por encima de la barandilla las cubiertas de abajo.
—¡Señor Briarley! —gritó, pero él no se encontraba en la escalera, y mientras se inclinaba hacia delante, tratando de ver en la oscuridad, oyó una puerta cerrarse a la izquierda. Corrió en la dirección del sonido por un largo pasillo profusamente iluminado, con una alfombra roja, en dirección a la puerta que acababa de cerrarse.
—¡Señor Briarley! —llamó, abriendo la puerta. Más allá, el pasillo se ensanchaba y giraba, y había otra escalera, y en la cubierta de abajo, el sonido de otra puerta cerrándose. Joanna bajó las escaleras. Junto a ella había una salita con una barra roja y blanca. La barbería, y a su lado, en el rincón, una ventanita con un cartel: “Oficina del sobrecargo.” La oficina de correos debía de estar cerca.
Entre la barbería y la oficina del sobrecargo había una puerta. No tenía ningún cartel, pero cuando Joanna apoyó la mano, se abrió con facilidad. Dentro, cables cubiertos de tela roja y blanca se cruzaban y entrecruzaban sobre un gran panel de madera, y saliendo de alguna parte (de los auriculares, situados delante del panel) había un rinrineo insistente.
La centralita del barco, pensó Joanna, corriendo y doblando la esquina. Aquel pasillo no estaba iluminado, y después de las brillantes luces de la escalera no podía ver nada. Dio unos cuantos pasos vacilantes.
—Vaya, si es mi pasillo —dijo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Richard bruscamente.
—Fallecido —dijo Tish—. Creo que está despierta.
—No puede ser —dijo Richard, y Joanna notó que le quitaban el antifaz.
Abrió los ojos.
—Sí que lo estoy, pero no he dicho “fallecido”. He dicho “pasillo”. Entré por error. No me he dado cuenta de que era mi pasillo. —Intento sentarse—. Era el otro extremo. Yo estaba…
—Quédese quieta —dijo Tish, envolviendo un tensiómetro en el brazo de Joanna—. Ni siquiera le he tomado las constantes vitales todavía.
—No habría entrado si me hubiera dado cuenta…
—Quédese quieta —dijo Tish. Joanna obedeció, esperando a que Tish terminara de examinarla y empezara a desconectar los electrodos y la intravenosa.
—¿Cree que fue por la dosis más baja? —preguntó Tish, sacando la intravenosa y guardándola.
—No lo sé —dijo Richard—. Estaba muy por encima del umbral.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Joanna, volviendo la cabeza para ver a Richard.
—Salió despedida de la experiencia —dijo Tish—. Como la señora Troudtheim.
—¿Despedida? —dijo Joanna, asombrada—. Pero no puede ser. Estaba en… —Miró a Tish—. Estaba allí. Estuve un buen rato. Richard la ayudó a sentarse.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé —respondió Joanna, tratando de pensar. Había subido a la Cubierta de Botes y hablado con Greg Menotti y luego tuvo la conversación con el señor Briarley. ¿Cuánto tiempo había durado? Y luego había bajado la Gran Escalera…
—Oh, tengo algo que decirte. Sobre lo que vi. Es decididamente el… lo que discutimos antes.
—¿Cuánto tiempo? —repitió él, como si no la hubiera oído.
—Una hora como mínimo.
—¿Una hora? —estalló Tish.
—¿Tienes un recuerdo continuo de los hechos? —preguntó Richard—. ¿No destellos fragmentados?
—No. Fue igual que las otras veces. Todo sucedió en una secuencia.
—¿Qué hay de la dilatación temporal? Ella negó con la cabeza.
—No había nada acelerado ni más lento. Todo sucedió en tiempo real.
Sólo que obviamente no había sido así.
—¿Cuánto tiempo estuve bajo los efectos?
—Dieciocho segundos —dijo Richard—. ¿Cuánto tiempo fue comparado con las otras veces?
—Más largo —respondió ella sin dudar.
—Entonces esa ECM y la del señor Sage confirman que no hay ninguna correspondencia entre el tiempo subjetivo y el tiempo dilatado —dijo él, y Joanna pensó de pronto en Lavoisier. ¿Cuánto tiempo había estado realmente consciente? ¿Y cuánto tiempo había pasado para él entre parpadeo y parpadeo?
—¿Fue una ECM completa o se cortó por la mitad?
—Ambas cosas —dijo Joanna, deseando que Tish terminara de desconectarla para poderse explicar—. Estaba intentando encontrar al señor Briarley. Iba a la oficina de correos, y yo trataba de alcanzarlo, y empecé a recorrer el pasillo…
—¿Oficina de correos? —dijo Tish—. Creía que se suponía que se ve el cielo.
—… y no me di cuenta hasta que ya estuve en él de que era el mismo, y entonces fue demasiado tarde. Ya había regresado al laboratorio.
—¿Entonces el final fue diferente? —dijo Richard, ansioso.
—Sí y no. Volví por el mismo pasillo, pero fue más súbito que en otras ocasiones. Hubo un corte más brusco.
Richard se acercó a la consola y tecleó rápidamente, y luego contempló la pantalla.
—Justo lo que pensaba. Tu último escaneo es idéntico al de la señora Troudtheim.
Empezó a teclear otra vez.
—Necesito que grabes y transcribas tu testimonio lo antes posible.
—Lo haré —dijo Joanna—, y después quiero hablar contigo sobre lo que vi.
El asintió, ausente, contemplando las pantallas. Joanna lo dejó por imposible y fue a cambiarse, se puso la blusa y la chaqueta y los zapatos, y cuando salió Richard seguía tecleando. Tish enrollaba los cables del monitor. Ya casi había terminado de guardarlo todo. “Esperaré a que se marche y le contaré a Richard lo de la Gran Escalera”, pensó Joanna, y acercó una silla al otro extremo del laboratorio, se sentó y conectó la grabadora.
“Por supuesto él dirá probablemente que lo he imaginado a partir de la conversación que tuvimos”, pensó, y empezó a grabar.
—Joanna Lander, sesión sexta, 2 de marzo. Oí un ruido y aparecí en el pasillo —dijo en voz baja. Describió sus intentos por encontrar la Gran Escalera, su infructuosa conversación con Greg Menotti, su salida a la Cubierta de Paseo—. Caminé por la cubierta hasta la luz del bar —dijo, y se le ocurrió algo.
Ella había dicho una hora, y decididamente había parecido ese tiempo, pero una hora después de la colisión el barco habría tenido una inclinación considerable. Tal vez había dilatación temporal, después de todo, o tal vez era otra discrepancia que significaba algo.
“Tengo que contárselo a Richard”, pensó, y miró hacia la consola. El estaba sacando los papeles de la impresora.
—Joanna —dijo—. Quiero enseñarle estos papeles a la doctora Jamison a ver qué opina.
Y se marchó antes de que ella pudiera apagar la grabadora.
Casi se había levantado de la silla. Volvió a sentarse, frustrada, y continuó grabando desde donde lo había dejado, describiendo al hombre que repartía cartas, la biblioteca, al hombre que vio en el escritorio.
—Y cuando levantó la cabeza, vi que era el señor Briarley, mi profesor de lengua del instituto, pero no era el señor Briarley que vi hace cinco días. Recordaba mi nombre y en qué clase estuve, y parecía bien y feliz…
Bien y feliz. “Mi madre parecía bien y feliz —había dicho la señora Isakson—, no como la última vez que la vi. Se quedó tan delgada al final, y tan amarilla.” Y Joanna pensó que así era como los que experimentaban una ECM describían a sus parientes muertos, con sus miembros y su; facultades restauradas.
El señor Briarley recordaba per qué Kit se llamaba así, había podido citar La Balada del viejo marinero.
“Está muerto —pensó Joanna, y una corriente de temor la atravesó—. Se ha muerto. Por eso lo vi a bordo. Las historias que Mandrake me contó sobre ver a alguien en una ECM y descubrir luego que están muertas son verdad.
“No, no lo son —pensó, mirando la grabadora en su mano—. Sabes perfectamente bien que ninguno de esos casos está documentado, que los sujetos jamás mencionaron haber visto a la persona hasta después de tener confirmación externa de la muerte, como esos médiums que decían haber “visto” a W. T. Stead a las dos y veinte la noche en que se hundió el Titanic. Nadie había dicho nada hasta después de ver el nombre de Stead en la lista de desaparecidos. Esas historias no son ciertas. El señor Briarley no está muerto. Lo viste porque estabas pensando en el, porque te preocupabas por él. ¿Entonces por qué no vi a Vielle? ¿O a Maisie? ¿Y por qué sí vi a Greg Menotti?
“Porque está muerto —pensó—, los muertos son los que están a bordo, y sintió de nuevo el escalofrío de temor. Tengo que averiguarlo. Tengo que llamar a Kit.”
Pero si llamaba y le había pasado algo al señor Briarley, estaría exactamente en la misma situación que los ECM del señor Mandrake.
No tendría pruebas de que no había tenido un conocimiento previo de su muerte, que no había hablado con Kit primero y luego imaginado la presencia del señor Briarley en la biblioteca.
“Tengo que hablarle a Richard sobre mi ECM primero, antes de llamar a Kit —pensó—, pero no sé cuándo va a volver.” Podía tratar de encontrarlo pero, aunque lo hiciera, no había estado con ella todo el tiempo. A su entender, podría haber recibido una llamada de Kit mientras estaba fuera del laboratorio.
Tish podría atestiguar que no había salido del laboratorio, ni recibido ni hecho ninguna llamada, pero Richard no quería que ella supiera nada del Titanic. “Tiene razón —pensó Joanna—. Si el señor Mandrake se enterara de esto…” Ya podía ver los titulares del Star. “¡Veo muertos! Científico recibe mensaje del más allá.”
Pero no había nadie más que pudiera demostrar que no sabía nada de la muerte del señor Briarley. “Y si no me doy prisa, tampoco tendré a Tish —pensó, mirando cómo la enfermera preparaba la sesión del señor Sage—. Dentro de cinco minutos, estará lista para marcharse.”
Joanna se mordió los labios, tratando de decidir qué hacer, y luego encendió la grabadora y empezó a hablar rápidamente, describiendo todo lo que podía recordar sobre el señor Briarley y su aspecto y lo que había dicho. “Siempre hay menos tiempo del que imaginamos”, había dicho. Y: “Sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme.”
“Estaba intentando decirte que está muerto”, pensó, y tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse y descolgar el teléfono, y para terminar la grabación de su testimonio.
—El hecho de que el señor Briarley estuviera allí parecía perfectamente natural, pero cuando…
—¿Decía algo? —preguntó Tish desde la mesa de reconocimiento.
—No, estoy grabando mi testimonio.
—Oh. ¿Hay algo más que quiera que haga, o puedo irme ya a almorzar?
—No, necesito que hagas una cosa por mí.
—Oh —dijo Tish, decepcionada—. ¿Qué es? Porque ya es la una y la cafetería…
“Probablemente habrá cerrado a la una menos cuarto —pensó Joanna—, y si te marchas, se acabó mi documentación.”
—Necesito que seas testigo de algo.
—¿Testigo de algo? ¿Quiere decir como en un testamento?
—No, un testamento no —dijo Joanna—. Una declaración. Pero antes de hacerlo, tengo que terminar de grabar el testimonio de mi ECM, así que serán unos minutos.
—¿No puedo irme y volver?
—No. Te necesito aquí. Quiero que seas testigo del hecho de que no recibo ninguna llamada telefónica, ni hago ninguna llamada tampoco.
Encendió la grabadora y empezó a hablar rápidamente.
—… pero cuando salí del estado de ECM y empecé a grabar mi testimonio, experimenté una abrumadora sensación de que el hecho de que estuviera allí significaba que está muerto —dijo, tratando de no distraerse con la visión de Tish, de pie, en medio del laboratorio, dando golpecitos en el suelo con el pie y mirando el reloj cada pocos segundos—. Por lo que sé, el señor Briarley… Tish, no tienes que mirarme.
Tish se encogió de hombros, se acercó a la puerta del vestidor y empezó a aplicarse lápiz de labios en el espejito interior.
—Por lo que sé, el señor Briarley está vivo —dijo Joanna—. Lo vi hace cinco días y hablé con él por teléfono ayer, y, por lo que sé, goza de buena salud, exceptuando que tiene Alzheimer, y está ileso. No he tenido ninguna comunicación con él ni relacionada con él desde entonces. Fin del testimonio de Joanna Lander. Completado a la 1.08 P.M.
Sacó la cinta de la grabadora.
—Muy bien —le dijo a Tish, que se estaba aplicando maquillaje, y se acercó a la mesa de Richard.
Extendió la mano para encender el ordenador y se lo pensó mejor (no debería haber ninguna posibilidad de recibir mensajes externos, incluido el correo electrónico); tomó un trozo de papel. Tish se acercó a la mesa, con el bolso colgado ya del brazo, obviamente con prisa por marcharse. “Lo cual es bueno —pensó Joanna—. No hará muchas preguntas.”
Joanna escribió: “Estuve en presencia de Joanna Lander desde el principio del procedimiento hasta el final de la sesión de grabación. En ningún momento dejó J. Lander el laboratorio ni tuvo comunicación con nadie de fuera”, y le ofreció el papel a Tish.
—Necesito que firmes y feches esto, y pongas la hora —dijo, tendiéndole un boli.
Tish leyó la declaración.
—¿Para qué es esto? No estaré proporcionando una coartada para un crimen, ¿verdad?
—No —dijo Joanna—. Sólo necesito que documentes dónde y cuándo se escribió mi testimonio de esta ECM.
—Nunca me ha pedido que documentara ninguna de las otras —dijo Tish, recelosa.
—El doctor Wright suele documentarlas —mintió Joanna. Miró significativamente su reloj—. Es la una y cuarto.
—¿Ya? —dijo Tish, ansiosa, y firmó el papel—. ¿Es todo lo que necesita?
—No —dijo Joanna, mostrando la cinta—. Ésta es la cinta de mi testimonio.
La envolvió en otra hoja de papel y dobló los extremos.
—Necesito que firmes en la cinta y la feches.
—¿Todo esto por una ECM donde ha visto la oficina de correos? Si alguna vez tengo una ECM, desde luego espero que sea algo más excitante que la oficina de correos.
“No, no lo será”, pensó Joanna. Le tendió el boíl.
—La una y diecisiete.
Tish miró su reloj y luego firmó.
—¿Ya está?
—No, una cosa más —dijo Joanna, descolgando el teléfono—. Quiero que seas testigo de que hago esta llamada telefónica.
Marcó el número de Kit, esperando que, por primera vez, el señor Briarley respondiera al teléfono, y preguntándose qué diría si no lo hacía. “Hola, estamos haciendo un pequeño experimento. ¿Está vivo tu tío Pat?”
Tish volvía a dar golpecitos con el pie. ¿Y si no contestaba nadie? Obviamente no estaría dispuesta a esperar mientras Joanna intentaba llamar…
—¿Diga? —respondió una voz de mujer; no era Kit—. ¿Dígame? “Me he equivocado al marcar”, pensó Joanna.
—Estoy… estoy intentando localizar a Kit Gardiner —tartamudeó—. ¿Está ahí?
—No —respondió la mujer—. Soy la señora Gray, la voluntaria de Eldercare.
—¿Está ahí el señor Briarley?
—No —dijo la señora Grey—. Acaban de salir para Urgencias.
32
CONTROL DE LA MISIÓN: Challenger, pasa a aceleración máxima.
CHALLENGER: Roger, paso a aceleración máxima.
(Estática) (Pausa)
CONTROL DE LA MISIÓN: Los controladores de vuelo estudian con atención la situación. Obviamente, hay un fallo grave.
—A Urgencias —dijo Joanna, aturdida. “El señor Briarley ha muerto, y yo lo sabía, aunque no había manera de que pudiera saberlo.” Colgó el teléfono y se dirigió a la puerta.
—¿Adonde va? —preguntó Tish—. Creí que quería que fuera testigo de su llamada.
Joanna se detuvo, mirándola desconcertada.
—¿Quiere que firme algo diciendo a quién ha llamado y qué ha dicho?
—No —consiguió decir Joanna—. Ya puedes marcharte.
—Muy bien —dijo Tish, vacilante—. Creí que por eso quería que me quedara, para que fuera testigo.
Para que fuera testigo. Para atestiguar el hecho de que no podía haber sabido de antemano que él estaba muerto. Muerto. Y él mismo de nuevo, sin esforzarse más por recordar a su sobrina o la palabra para “té”. Bien y feliz, con la memoria restaurada. En el Otro Lado.
—¿Doctora Lander? —preguntó Tish, mirándola ansiosamente— ¿Se encuentra bien?
”No —pensó Joanna—. Son de verdad. No son una alucinación.”
—Estoy bien. Márchate, Tish. Sé que querías ir a almorzar. Tish asintió.
—El ginecólogo nuevo del que le hablé todavía no ha descubierto cuándo abre la cafetería —dijo, rebuscando en su mochila—. He traído un puñado de monedas para las máquinas expendedoras. ¿Dónde está mi monedero? Admito que comer Doritos y Skittles no es muy romántico, pero ya que no hay ningún restaurante por aquí… Oh, bien, aquí está. —Sacó un monederito rojo y se lo guardó en el bolsillo—. Hace falta que alguien abra un restaurante ahí enfrente —dijo, encaminándose hacia la puerta—. Se forraría.
Y se marchó por fin.
Joanna se obligó a esperar hasta que oyó el pitidito y el arranque del ascensor, y luego salió corriendo del laboratorio y bajó a Urgencias. No podía ser verdad, se dijo, corriendo escaleras abajo. Los médiums eran unos farsantes, y la señora Davenport tonta perdida. No había ni un ápice de verdad en nada de lo que decían. No podía ser cierto. Pero no había otra cosa que explicara cómo pudo haberlo sabido. Nadie había discutido del tema mientras estaba sometida al experimento. Richard y Tish ni siquiera conocían al señor Briarley, y si Kit hubiera llamado para dejarle un mensaje, Richard lo habría mencionado en cuanto recuperó el conocimiento.
Joanna entró por la puerta lateral de Urgencias y se quedó allí de pie, jadeando. No pudo ver a Kit por ninguna parte, ni a los enfermeros ni al equipo de choque. Junto a la entrada de ambulancias, un guardia de seguridad dejó de apoyarse en la pared y la miró. “Tienes que actuar con normalidad”, pensó, y trató de controlar su respiración, de calmar su expresión, de que pareciera que estaba allí tan sólo buscando a alguien.
Trató de localizar a la auxiliar (¿cómo se llamaba, Nina?) a la que Vielle le estaba gritando siempre, o al interno delgaducho, pero al parecer la gripe había hecho estragos. No reconoció a nadie, y no podía entrar sin más en la sala de Traumatología, sobre todo con el guardia de seguridad que no le quitaba ojo de encima, aunque al parecer había visto su identificación y había decidido que no era ajena al hospital. Había vuelto a apoyarse en la pared.
Pero no podía entrar de golpe en la sala de Traumatología. Tendría que preguntarle a la enfermera de recepción. Cruzó Urgencias y llegó al mostrador.
—Estoy buscando a Patrick Briarley —dijo apremiante a la enfermera, a quien no reconoció—. Su sobrina, Kit Gardiner, debe de haber venido con él.
—¿Briarley? —dijo la enfermera, tecleando su nombre y mirando la pantalla unos instantes—. Llega demasiado tarde.
“Demasiado tarde. Lo sabía —pensó Joanna—. Lo vi en el Otro Lado. Puedo documentarlo.”
—Acaba de marcharse —dijo la enfermera.
—¿Marcharse? —la palabra no tenía sentido. La enfermera pareció ponerse a la defensiva.
—No había nada en su historial que dijera que esperase hasta que usted llegara, doctora… —dijo, intentando leer la placa de identificación de Joanna—. ¿Quiere el número de teléfono de su casa? Llamaré por usted, pero no creo que hayan llegado todavía. Acaban de marcharse, no hace ni cinco minutos.
—¿A planta? —No se había muerto, después de todo. El equipo de Urgencias había conseguido reanimarlo—. ¿Lo han ingresado?
—¿Por un corte en el pulgar?
¿Un corte en el pulgar? No una trombosis ni un infarto. Un corte en el pulgar.
No estaba muerto. Se había asustado como una niña supersticiosa, espantada por las sombras.
—Ha dicho usted un corte. ¿Muy grave?
—Tendrá que preguntárselo al residente de guardia —dijo la enfermera, mirando con recelo la identificación de Joanna—. El doctor Carroll. Es quien lo atendió.
Joanna se volvió y entró resuelta en la sala de Urgencias, deseando que lo hubiera atendido un interno en vez de un residente. Hablaban libremente sobre pacientes y tratamientos a cualquiera que les preguntara. Vielle siempre intentaba inculcarles confidencialidad hacia los pacientes. “Al menos, cuando son residentes, han aprendido eso, aunque no hayan aprendido nada más”, le decía a Joanna.
Tendría que preguntarle a una de las auxiliares de clínica. Oh, bien, allí estaba Nina por fin, junto al esterilizador de instrumentos. Se acercó a ella.
—Nina, necesito…
Nina dio un respingo y soltó un par de fórceps.
—Oh, doctora Lander, ¿qué está haciendo usted aquí? —dijo, mirando nerviosa alrededor—. Si está buscando a Vielle, no está.
—Lo sé. Es contigo con quien quiero hablar. ¿Quién asistió al doctor Carroll con el paciente que acaba de llegar con un corte en el pulgar, el señor Briarley?
—¿El señor Briarley? —dijo Nina, y parecía aliviada por algún motivo, pero en vez de contestar indicó a Joanna la sala de comunicaciones. Todavía estaba sin terminar, la radio con los cables sueltos y más cables por todas partes. Nina cerró la puerta—. Así podremos charlar sin todo ese ruido.
No había tanto ruido, pero tal vez Nina no había aprendido todavía lo de la confidencialidad con los pacientes.
—¿Quién asistió al doctor Carroll para vendar el corte en el pulgar del señor Briarley? —preguntó Joanna.
—Nadie —respondió Nina—. No necesitó puntos. El doctor Carroll le puso un lazo y luego un vendaje porque su sobrina dijo que si no se olvidaría de para qué era el lazo y se lo quitaría.
“El señor Briarley se cortó el pulgar. Lo estaban vendando aquí en Urgencias mientras yo lo veía en el Titanic, y la sensación de que estaba muerto vino del lóbulo temporal, no del Otro Lado.” Y si la sensación, no, la convicción de que el señor Briarley estaba muerto era falsa, ¿qué había de la convicción de que el Titanic era. de algún modo la clave de las ECM?
—… un viejo gracioso —decía Nina—. No paraba de decir: “¿Quién habría pensado que el viejo tendría tanta sangre dentro?”, y algo sobre el océano.
—”Con toda el agua del gran océano de Neptuno lavará esta sangre de mi mano” —dijo Joanna.
—Sí, eso es. ¿Es de algún sitio?
—De Macbeth —dijo Joanna.
Podía recordarlo interpretando escenas para ellos, con una regla por espada.
“Los temores presentes son menores que las horribles imaginaciones.”
Horribles imaginaciones. Qué cita tan apropiada. Era exactamente lo que había estado haciendo. “Lady Macbeth sufre de falta de imaginación —había dicho él en clase—, y Macbeth de demasiada, oye voces y ve fantasmas.”
—¿Hay un teléfono en la sala de espera? —le preguntó a Nina bruscamente.
—Claro, pero puedo traerle uno. Salió. Joanna oyó una voz de mujer.
—No comprende, vienen los británi… Pero Nina cerró la puerta.
Volvió al momento con un teléfono inalámbrico. —Habrá teléfonos aquí dentro si terminan alguna vez —dijo, teniéndoselo a Joanna.
—Gracias.
Joanna no esperó a que Nina saliera para marcar el número. Comunicaba. Pulsó “finalizar” y luego “rellamada”.
—¡Tengo que advertirlos! —dijo la misma voz de mujer, y pudo oírse incluso a través de la puerta, cada vez más fuerte y terrible—. ¡Uno por tierra, dos por el mar!
—Oh-oh —dijo Nina, asomándose a la puerta—. Parece que acaba de llegar otro chiflado. Espero que sea sólo una esquizofrénica y no alguien colgado con picara. Después de lo que pasó… —Se detuvo, nerviosa—. Lo que quiero decir es que están tan colocados que no saben lo que hacen. Te miran y ni siquiera te ven. Es como si estuvieran en otro sitio.
Joanna no escuchaba. El teléfono estaba sonando.
—¡Nina! —gritó una voz de mujer—. ¡John! ¡Necesito ayuda aquí!
—Tengo que irme —dijo Nina, mirando la puerta. Tres llamadas. Cuatro.
—¡Estoy bien! —aulló la mujer—. ¡No comprenden, vi la señal! ¡Era real!
—¡Nina! ¡Ven aquí! ¡Guardia!
—Deje el teléfono en el mostrador cuando termine. —Nina salió, cerrando la puerta tras ella. Seis llamadas. Siete.
—Hola —dijo el señor Briarley. Joanna se sintió llena de alivio.
—¿Señor Briarley?
—Sí. ¿Quién llama?
—Yo… soy Joanna Lander —tartamudeó—. Yo…
—Oh, sí, señorita Lander. ¿Quiere hablar con Kit?
—Sí.
—Voy a llamarla. ¡Kit! —lo oyó decir—. Es Joanna Lander. Y Kit se puso al teléfono.
—Oh, hola, Joanna, me temo que no he tenido mucho tiempo para buscar el libro ni las cosas que me pediste. El tío Pat se cortó el pulgar y…
—Lo sé. ¿Se encuentra bien?
—Está bien, aunque me asusté un montón cuando vi toda esa sangre. No sabía que un corte en el pulgar sangrara de esa forma.
—”Sus manos y rostros estaban tintos en sangre” —dijo al fondo la voz del señor Briarley.
—Por suerte, la señora Gray estaba aquí —dijo Kit—. Lo vendó hasta que pude llevarlo a Urgencias.
—¿Cómo se lo hizo?
—Se rompió un vaso de zumo, y trató de recoger los pedazos —contestó Kit, y Joanna se preguntó si ésa era toda la historia, o si él había estado desmantelando la cocina de nuevo.— ¿Pero está bien?
—Está bien. Me preocupaba que la sala de urgencias lo trastornara, pero es uno de sus días buenos. —Se echó a reír—. No dejó de recitarle Macbeth al personal.
—”Igual que sus dagas, que encontramos desenvainadas, sucias de sangre,”
Estaba bien. No sólo bien, sino que tenía un buen día.
—¿Quién está al teléfono? —dijo el señor Briarley—. ¿Es Kevin?
—Será mejor que me vaya —dijo Kit.
—Si es Kevin, dile que el trabajo es “El hundimiento del Hesperus”. Páginas 169 a 180. Dile que caerá en el examen final.
—Me alegro de que esté bien —dijo Joanna.
—”¡Oh, padre, veo una luz brillante! Oh, dime, ¿qué puede ser?” “Y se acabó el buen día”, pensó Joanna.
—Te llamaré en cuanto encuentre el libro —dijo Kit, y colgó.
No estaba muerto. Tenía confirmación exterior. ¿Entonces por qué seguía teniendo aquella sensación? Persistía, a pesar del alivio que había sentido al oír la voz del señor Briarley, a pesar del hecho de que nadie se moría por un corte en el pulgar. Tal vez una especie de mensaje, una premonición.
Sonó un súbito alarido, y un estrépito.
—Señora Rosen —dijo Nina, exasperada—. ¡Los británicos no van a venir!
—¡Sí vendrán! —gritó la mujer, alzando espantosamente la voz—. ¡Vi la luz!
“La sensación es un mensaje, sí —pensó Joanna—, un mensaje de que empiezas a parecer tan loca como la mujer de ahí fuera. Richard tenia razón. Te estás convirtiendo en Bridey Murphy.
“No fue una premonición, ni una precognición, ni una prueba de que el señor Briarley estaba muerto. Fue una sensación sin contenido, provocada por la estimulación del lóbulo temporal. ¿Y qué hay de la sensación de que el Titanic es la clave de la ECM? ¿No demuestra esto que es también algo puramente químico?”
—No —dijo tozudamente a la centralita de la radio y los cables colgantes—. Significa algo, y voy a averiguar qué es.
Lo cual significaba llamar a Betty Peterson otra vez y repasar los testimonios de las ECM línea a línea, buscando pistas.
Nina le había pedido que llevara el teléfono al mostrador. Lo recogió y abrió la puerta. La mujer que decía que venían los ingleses había dejado de gritar. Joanna se asomó a la puerta para ver si seguía allí.
No estaba, y Joanna no vio a Nina por ninguna parte. El guardia de seguridad seguía apoyado contra la pared, y las enfermeras de uniforme se movían tranquilamente por entre las salas de Traumatología. A mitad del pasillo un joven con bata y zapatos de tenis (¿el doctor Carroll?) leía una gráfica.
Pero no se podía saber cuándo aparecería el próximo colgado con picara o el siguiente matón. Joanna se dirigió a la puerta lateral, atenta a todo aquel que pareciera peligroso. “Al menos Vielle no está aquí —pensó, mientras pasaba junto a dos monitores cardíacos—. Y tal vez unos cuantos días lejos de Urgencias le hayan dado una nueva perspectiva.” Joanna se acercó al mostrador y depositó el teléfono. La puerta de la Sala de Traumatología 2 se abrió y salió un celador, hablando con una enfermera negra con gorrito quirúrgico y pijama azul oscu…
—¡Vielle! —dijo Joanna. Empezó a cruzar el abarrotado espacio que las separaba—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Vielle se había vuelto al escuchar su nombre. Al ver a Joanna, se agarró impulsivamente el brazo derecho y lo acercó a su cuerpo, como para protegerlo.
—Creía que no ibas a volver hasta la semana que viene —dijo Joanna—. ¿Qué te ha hecho cambiar de…?
Y entonces vio lo que Vielle estaba protegiendo. No, ocultando. Era un vendaje, y cubría la mitad de su antebrazo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Joanna, desconcertada.
—¿No se ha enterado de que le dispararon a Vielle? —preguntó el celador.
—¿Disparado?
—Llega un tipo, agita una pistola y dice “¿Dónde…?”
—¿No tienes trabajo que hacer? —dijo Vielle bruscamente—. Hay que cambiar la cama de la cuatro. Y limpiar el suelo. —Pero estaba mirando a Joanna.
Joanna no podía apartar los ojos del brazo vendado de Vielle.
—No tenías la gripe —dijo, anonadada—. Te dispararon.
—Joanna…
—Podrían haberte matado. Vielle sacudió la cabeza.
—Es sólo una herida superficial. No…
—Me dijeron que te fuiste a casa con la gripe. ¿Dónde estabas? ¿Arriba en la UCI?
—No, por supuesto que no. La bala apenas rozó la piel. Ni siquiera tuvieron que darme puntos.
—Por eso no me dejabas acercarme por tu casa. Dijiste que no querías que pillara la gripe, pero es porque no querías que supiera que te han disparado.
—Joanna…
—Me dijiste que ibas a quedarte en casa para recuperarte. ¿Lo hiciste, o era también mentira, y volviste al trabajo al día siguiente porque no podías esperar a que te pegaran otro tiro?
—No te lo dije porque sabía que te inquietarías, y no veía ningún motivo para…
—¿Que me inquietaría? ¿Que me inquietaría? —dijo Joanna furiosa, y el doctor Carroll y una de las enfermeras se volvieron a mirarlas. El guardia de seguridad empezó a ponerse en pie—. ¿Por qué debería inquietarme, sólo porque le han pegado un tiro a mi mejor amiga?
—Baja la voz —susurró Vielle, mirando ansiosamente hacia el guardia de seguridad—. No te lo dije precisamente por eso, porque sabía que exagerarías…
—¿Exagerar?
—¿Algún problema, enfermera Howard? —preguntó el guardia de seguridad, acercándose a ellas, la mano en la pistola.
—No, ningún problema.
—Sí —le dijo Joanna—, ¿dónde estaba usted cuando entró el tipo con la pistola? —Se volvió hacia Vielle—. ¿Cuándo planeabas decírmelo exactamente? ¿O no lo planeabas? Si te hubiera atravesado el corazón con una bala, ¿me lo habrías dicho entonces?
Y se dio media vuelta y salió de Urgencias.
—Joanna… —la llamó Vielle.
Atravesó la puerta lateral. Tras ella, oyó decir a Vielle:
—Sustituidme. Volveré en unos minutos. Joanna, espera… Joanna la ignoró y continuó pasillo abajo.
—¡Joanna, por favor! —Vielle la alcanzó antes de que llegara a las escaleras—. No te enfades —dijo, agarrando el brazo de Joanna con la mano izquierda—. El motivo por el que no te lo dije es…
—Porque sabías lo que te diría. Tienes razón. Lo habría dicho. ¿De verdad esperabas que me quedara tan pancha y viera cómo matan a mi mejor amiga?
—Fue sólo un arañazo —protestó Vielle—. No me disparó a mí. Ni siquiera creo que supiera que tenía una pistola. Estaba colgado con Pícara…
—Con picara —dijo Joanna—, que ha causado un aumento del veinticinco por ciento en las bajas de Urgencias.
—No comprendes. La culpa es también mía. Tendría que haber visto que estaba demasiado colocado para intentar razonar con él. Creí que podría calmarlo y lo agarré del brazo. Lo primero que dicen las normas es: “No intenten agarrar al paciente.” No tenía por qué…
—No tienes por qué trabajar en Urgencias —le interrumpió Joanna—. ¿Cuántos avisos más necesitas? No te lo dirán más claro. Tienes que salir de aquí.
—No puedo. Andamos cortos de personal. Dos de nuestras enfermeras están de baja con gripe, y la mala publicidad hace que no podamos encontrar sustitutas. Mira, no volverá a suceder. Han contratado a otro guardia de seguridad más. Empieza mañana, y el hospital está hablando de instalar un detector de metales.
—¿El hospital que respondió al último tiroteo haciendo circular un memorándum? Vielle, escúchame. Tienes que pedir el traslado. Vielle la miraba con expresión extraña.
—De acuerdo —dijo. Joanna parpadeó.
—¿Pedirás el traslado?
—Haremos un trato. Yo pediré que me trasladen de Urgencias y tú le dirás a Richard que no puedes seguir siendo su conejillo de indias. Joanna se la quedó mirando.
— ¿Renunciar al proyecto? ¿Por qué?
—¿No acabas de decir que no podías quedarte tan pancha y ver cómo mataban a tu mejor amiga? Bueno, pues yo tampoco. Estoy preocupada por ti.
—¿Preocupada por mí? Tú eres la que tiene un brazo vendado. Tú eres la que…
—Tú eres la que tiene ojeras prácticamente hasta las rodillas —dijo Vielle—. ¿Te has mirado en un espejo últimamente?
—Estoy bien.
—Eso es lo que decía la mujer que acaba de estar aquí, la que no para de gritar “¡Vienen los ingleses!”; la que no se da cuenta de que está loca. Estás más nerviosa que un gato, te abstraes cuando la gente te habla. Cuando bajaste a Urgencias hace un rato, parecías…
—¿Me viste? —preguntó Joanna, otra vez enfadada—. ¿Qué hiciste, esconderte de mí? Claro —dijo, recordando de repente cómo Nina miraba ansiosamente alrededor y luego la llevaba a la sala de comunicaciones—. Esperaste hasta que creíste que me había ido.
—No cambies de tema —replicó Vielle—. Estabas blanca como un fantasma. Sigues blanca como un fantasma.
—¿Y cómo quieres que esté? Acabo de enterarme de que a mi mejor amiga le ha pegado un tiro un lunático.
Tablas. Se quedaron allí mirándose, midiéndose como un par de perros de pelea durante un largo minuto, y entonces Vielle dijo pacientemente:
—Estás agotada, estás perdiendo peso…
—He estado ocupada —dijo Joanna, a la defensiva—. La cafetería está siempre cerrada…
—La cafetería no tiene nada que ver con que desaparezcas durante horas y des un respingo si alguien te habla. ¿Sabes como quién estás actuando?
—¿Como Julia Roberts en Línea mortal? —dijo Joanna sarcástica.
—Como Julia Roberts en Mary Redly. También tenía ojeras, y casi se muere porque se negaba a dejar de trabajar para el doctor Jekyll.
—Richard no es Mister Hyde.
—Richard no se daría cuenta si te cayeras de bruces a menos que apareciera en uno de sus escaneos. Tienes que decirle que no puedes seguir con el experimento.
—No puedo.
—¿Por qué no?
“Porque significa algo —pensó Joanna—. Porque es importante.”
—Richard no tiene más sujetos, excepto el señor Sage, y es inútil. Hay que entregar un informe de progresos dentro de dos semanas, y ni no descubrimos pronto cómo funciona la ECM… —Se interrumpió y empezó otra vez—. Si es un mecanismo de supervivencia, podría ser utilizado para revivir pacientes que han entrado en parada, y la clave son las imágenes que estoy viendo en mis ECM. Tengo que descubrir qué significan.
Vielle la observaba solemne.
—Es por Maisie Nellis —dijo, asombrada—. Crees que vas a hacer algún gran descubrimiento sobre las ECM que ayude a recuperar a los pacientes cuyos corazones se han agotado. Por eso te uniste al proyecto en primer lugar, no para descubrir de primera mano cómo son las ECM, ni porque el doctor Wright fuera el doctor Right. Lo hiciste porque pensaste que podrías salvar a Maisie de morir ahogada.
—Yo no…
—Enfermera Howard —llamó Nina, asomando la cabeza por la puerta-—. La enfermera Gilbert quiere hablar con usted.
—Dile que voy dentro de un momento.
La cabeza de Nina desapareció y luego volvió a asomar.
—¿Dónde está el escopio de fibra óptica de gastroenterología?
—Sala de Reconocimiento Dos —dijo Vielle—, a mano izquierda en el armario, sobre el lavabo. —Nina desapareció. Vielle se volvió hacia Joanna.
—Cuando empecé en Urgencias, pensé que si trabajaba con todas mis fuerzas podría arreglarlo todo. Podría salvar la vida de todo el mundo. —Sonrió amargamente—. No se puede. Sólo somos humanos.
—Pero hay que intentarlo.
—¿Aunque eso signifique arriesgar tu propia salud? Y no me digas que quieres morir como Sullivan o Gilbert, quienquiera que fuese de los dos, porque, confía en mí, morir no es algo que una quiera hacer. Trabajo con la muerte todos los días. Es algo que hay que evitar a toda costa.
—¿Entonces por qué sigues trabajando aquí? Nina volvió a asomarse.
—Está cerrado.
—La llave está en el mostrador del puesto. Cajón superior, a mano derecha.
—Y Stan quiere saber si tiene que hacer turno doble esta noche. Vielle suspiró.
—Dile que le pregunte al señor Avila. El sabrá qué ha pasado.
Él sabrá qué ha pasado. “Pregunte al señor Briarley —le había dicho el hombre de la barba al sobrecargo—. El sabrá qué ha sucedido.” Tenía razón. El señor Briarley de a bordo recordaba a Ricky Inman y La balada del viejo marinero.
Recordaría lo que dijo en clase. “Tendría que haberle preguntado allí mismo”, pensó Joanna. Habría podido decírselo, y entonces supo, con un estallido de comprensión, por qué estaba allí. No porque estuviera muerto. Porque sabía la respuesta.
—Bueno, entonces pregúntale a ella dónde está el señor Ávila —estaba diciendo Vielle.
“Tengo que decirle a Richard que vuelva a someterme a la prueba —pensó Joanna—, para que pueda preguntarle al señor Briarley qué dijo.”
—Muy bien —decía Vielle, resignada—. Ahora mismo voy. Se volvió hacia Joanna.
—¿Y si las dos lo dejamos ahora mismo y salimos por esa puerta?
—Señaló la puerta que conducía al aparcamiento—. Subimos a mi coche y vamos a alguna parte donde nunca nieve ni haya ninguna Nina.
—Ni colgados con picara.
—Ni gente enferma.
—Ni señoras Davenport. Vielle sonrió.
—Y una cafetería abierta las veinticuatro horas del día.
—Acabas de describir el Otro Lado del señor Mandrake. —Joanna sonrió.
—Excepto la parte de la señora Davenport —dijo Vielle—. ¿Puedes imaginar lo horrible que sería? Te mueres y atraviesas el túnel, y allí, esperándote en la luz, está la señora Davenport. ¿Imaginas algo peor que eso?
“Sí”, pensó Joanna.
—Me contentaré con que no haya nieve —dijo Vielle—. ¿Qué te parece? Nos vamos a Hollywood y nos buscamos trabajo como asesoras de películas. Les diré por qué la gente no puede sobrevivir en agua helada, y tú les dices cuáles fueron las últimas palabras de John Belushi. Tenemos las credenciales. Todas esas noches de picoteo.
Nina volvió a asomar la cabeza.
—El doctor Carroll dice que te diga que llega gente. Un choque entre tres coches en la I-70.
—Ya voy —dijo Vielle, y se encaminó hacia la puerta—. Piénsalo, ¿quieres?
—¿Lo de Hollywood?
—Lo de renunciar. Estoy muy preocupada por ti, ¿sabes?
—ídem —dijo Joanna.
—O, si no dimites, piensa en pedirte un par de semanas libres para recuperar sueño y eliminar cualquier exceso de ditetamina de tu sistema. Prométeme que te lo pensarás.
—Te lo prometo —dijo Joanna, pero en cuanto Vielle entró en Urgencias, corrió escaleras arriba, cruzó el pasillo elevado y llegó al laboratorio para convencer a Richard de que volviera a someterla al tratamiento.
33
Todo ha salido mal, chica.
Richard no estaba. “Menos mal”, pensó Joanna, viéndose en el espejo del vestidor. Tish había dejado la puerta abierta después de su sesión de maquillaje y el reflejo de Joanna parecía espantado y despeinado, como de alguien escapado de Pompeya.
“Si Richard me viera así, nunca volvería a someterme al tratamiento”, se dijo. Y tenía que hacerlo. Tenía que preguntarle al señor Briarley cuál era la conexión.
La declaración y la cinta sellada que había hecho firmar a Tish estaban en la mesa de Richard, donde las había dejado. Las recogió. Podía romper la declaración y quitarle el sello a la cinta, y Richard nunca tendría que saber nada sobre el asunto. Si Tish decía algo, podía decir que sólo quería documentar el hecho de que había grabado su ECM inmediatamente después de su sesión.
Pero entonces sería tan mala como Vielle. Peor, porque aquello era un experimento científico, y Richard no podría elaborar una teoría sin tener todos los datos. “Tienes que decírselo.” Pero no quería parecer una chalada cuando lo hiciera. Se peinó y se aplicó lápiz de labios para atenuar la palidez, y luego se quedó allí tratando de pensar una manera de explicárselo a Richard, pero la imagen de Vielle y un chico empuñando una pistola seguía apareciéndosele. Si se hubiera movido un poco más a la derecha, si la bala hubiera rebotado de manera algo distinta…
Richard entro y se encaminó directamente a la consola.
— Creo que por fin tenemos algo. Tus lecturas no son idénticas, pero muestran al menos uno de los mismos neurotransmisores que la señora Troudtheim, y tengo que comprobar el grado de cortisol, pero creo que son iguales también. ¿Has redactado ya tu ECM? Necesito una copia. Tengo una reunión con la doctora Jamison a las dos y media, y —Se detuvo— Dios mío, ¿qué ocurre? ¿Te encuentras bien?
— No. Le han disparado a Vielle.
—¿Disparado? Santo Dios, ¿está bien? Ella asintió.
— Es sólo una herida superficial.
— ¡Dios mío! ¿Cuándo ha sido?
— Hace tres días —dijo Joanna, y se echó a llorar. Él cruzó el laboratorio en dos zancadas y la abrazó.
— ¿Qué pasó?
Ella se lo contó entre lágrimas.
— No quiso decírmelo porque sabía lo que le iba a decir.
— No te lo reprocho. Tiene que pedir el traslado. Esto se está volviendo ridículamente peligroso.
— Lo sé, pero no quiere —dijo ella, secándose las lágrimas con la mano— Dice que están escasos de personal.
Richard buscó en el bolsillo de su bata y sacó un paquete de Kleenex, cosa que la hizo reír.
— Lamento llorar así.
— Llora cuanto quieras. ¿Te encuentras mejor ya? Ella asintió y se sonó la nariz.
— No paro de pensar en lo que podría haber sucedido…
—Lo sé. Mira, déjame llamar a la doctora Jamison para cancelar nuestra cita y nos iremos a comer algo.
Parecía maravilloso, pero si se iba con él probablemente acabaría contándole lo que había pasado con el señor Briarley igual que le había contado lo de Vielle y, peor, trataría de explicarle su convencimiento de que el señor Briarley podría decirle el motivo de que estuviera viendo el Titanic, y él decidiría que estaba demasiado tensa o inestable para volver a someterse al experimento.
Y tenía que volver a hacerlo, tenía que preguntárselo al señor Briarley.
¿Qué dijo en clase aquel día? ¿Qué tiene que ver el Titanic con las ECM?
—No, ya estoy bien, de verdad —dijo— No quiero apartarte de lo que estás haciendo, sobre todo si has encontrado algo, y tengo que transcribir mi testimonio. —Tomó la cinta sellada y se la guardo rápidamente en el bolsillo de la rebeca—. ¿Has dicho que lo necesitabas para las dos y media?
—La verdad es que sólo necesito el final. ¿Dijiste que volviste por el mismo pasillo, pero era un lugar diferente?
—No.
Le explicó cómo había seguido al señor Briarley, y cómo abrió la puerta al pasillo, hasta que se dio cuenta de que era el mismo.
—El pasillo siempre está en el mismo sitio. Todo lo está. Es un lugar real. Quiero decir —añadió al ver su expresión— que parece un lugar real.
—¿Y el retorno fue repentino?
—Sí, como si alguien cerrara un libro de golpe… Acabo de recordar algo. La señora Woollam dijo que uno de sus regresos fue así, y creo que esa vez revivió de una parada por su cuenta.
—Me gustaría ver su testimonio también —dijo Richard—. ¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien. Gracias por los Kleenex. Y por el hombro. Él sonrió.
—Cuenta conmigo. Y volvió a la consola.
Ella se quedó allí un minuto, contemplando su cabeza rubia inclinada sobre el teclado, deseando contárselo todo, y luego dijo:
—¿Cuándo crees que podrás someterme otra vez al experimento?
—Mañana, si es posible. Me gustaría hacer otra sesión con esta dosis menor y ver si es un factor. Y ver cómo encajan los escaneos.
—Llamaré a Tish —dijo Joanna, y se marchó a su despacho. Quitó de la cinta el papel firmado y empezó a escribir la transcripción.
Escuchar la cinta fue como volver a experimentarlo todo: el asomarse a la proa, contemplar el costado del barco, escrutar la nada. Ver al señor Briarley en la biblioteca. “¿Conoce a mi sobrina?”, tecleó Joanna, y advirtió que no recordaba eso. Repasó la conversación. La había saludado como si no la hubiera visto desde el instituto. No había habido ninguna mención al hecho de que la había visto tan sólo unos días antes.
“Porque no recordaba esas cosas”, pensó. No había visto a un señor Briarley entero y sano, sino al antiguo señor Briarley, al que le dio clase, la parte del señor Briarley que había muerto. “Morir a plazos”, había dicho Vielle. Y su mente amplificada por la acetilcolina le había dado forma concreta a la idea. No era extraño que se hubiera convencido de que estaba muerto. Una parte de él lo estaba, y tal vez por eso, no por el hecho de que tuviera la clave de la conexión, lo había visto en el Titanic. En cuyo caso no podría decirle cuál era la conexión y qué era la ECM.
“Tiene que hacerlo”, pensó, y siguió repasando el testimonio, buscando pistas. “Y sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme —tecleó—, y he de llevar esto a la oficina de correos primero.”
Contempló la pantalla, la barbilla apoyada en las manos. Cuando dijo eso, ella dedujo que se refería a la sala de correo. Por eso había corrido tras él, porque la sala de correo estaba inundada. Pero estaba casi segura de que había dicho oficina de correos, y era improbable que los pasajeros tuvieran permiso para ir a la Cubierta G. Lo más probable era que entregasen sus cartas a un mozo o las dejaran en un buzón. Pero el señor Briarley había dicho “oficina de correos”, y desapareció por uno de los pasillos de la Cubierta C, y las otras puertas que Joanna había visto (el restaurante A La Carte y el vestíbulo y el gimnasio) habían existido todas.
Llamó a Kit.
—Necesito saber si había una oficina de correos en el Titanic, y si es así, dónde estaba.
—¿No te refieres a la sala de correo? —dijo Kit—. He descubierto su existencia y la del correo, por cierto.
—No, tendría que haber sido una oficina de correos para los pasajeros.
—Oficina… de correos… para pasajeros —dijo Kit, obviamente anotándolo—. ¿Algo más?
“Sí”, pero para eso necesitaba volver a someterse a la prueba: para poder encontrar al señor Briarley. Y si le daba a Kit las otras salas para que las buscara y una lista de citas, tal vez no encontrara la oficina de correos a tiempo.
—No, eso es todo. ¿Qué has descubierto sobre el correo?
—Los empleados de correos sí que subieron el correo a la Cubierta de Botes —dijo Kit—. La sala de correo estaba en la proa, así que fue una de las primeras que se inundó, y los empleados subieron las sacas de correo de primera clase y los certificados para intentar salvarlos.
“Pero el correo estaba ya echado a perder”, pensó Joanna, recordando la saca goteante, la mancha oscura en las escaleras.
—¿Decía qué escalera usaron?
—No, ¿quieres que intente averiguarlo?
—Lo de la oficina de correos es más importante.
Colgó y llamó a Tish, que no estaba disponible hasta el jueves.
—Me tienen sustituyendo en Medicina interna hasta entonces. Esta gripe —explicó. El jueves. Dos días hasta que pudiera preguntarle al señor Briarley cuál era la conexión. Al menos habría tiempo suficiente para que Kit localizara la oficina de correos.
—… ¿y por qué no me dijo que le habían disparado a Vielle Howard? —estaba preguntando Tish—. Acabo de enterarme. “Yo también”, pensó Joanna.
—Supuse que ya lo sabías —mintió.
—¿Está bien?
—Fue sólo una herida superficial —respondió Joanna. Colgó y acabó de transcribir el testimonio. Pensó en quitar el último párrafo, pero era parte de los datos. Llegó a una solución de compromiso al añadir: “Después de comprobarlo, descubrí que el señor Briarley estaba vivo y con buena salud a excepción de su Alzheimer, lo que proporciona un caso documentado que contradice la tesis del señor Mandrake de percepción extrasensorial.”
Sacó una copia impresa de la transcripción y rebuscó un clip en sus bolsillos. En cambio se encontró con las chapas de perro de Maisie. “Que no lo he entregado todavía”, pensó, y decidió bajar en cuanto le llevara la transcripción a Richard.
El no estaba. “Bien”, pensó, y como a la cuatro-oeste.
—Oh, bien —dijo Barbara—. Maisie se alegrará de verte. Está teniendo un día duro.
—He vuelto a fibrilar —dijo Maisie, disgustada, tendida contra las almohadas. Tenía puesta una máscara de oxígeno, que se quitó en cuanto Joanna entró en la habitación—. Intentan revenirlo. ¿Te dio Barbara la lista?
—Sí —dijo Joanna—. Vuelve a ponerte la máscara.
—Puede que hubiera más barcos. No he buscado en Catástrofes y Calamidades, todavía.
—Ponte la…
—Vale —dijo Maisie, y se puso la máscara sobre la boca y la nariz. Inmediatamente se empañó.
—No tienes que buscar más barcos —dijo Joanna—. He descubierto lo que necesitaba saber.
—Buscaré… —dijo Maisie, la voz apagada por la máscara. Se la quitó otra vez—. Buscaré lo del Carpathia esta noche.
—No quiero que hagas nada hasta que salgas de este estado —contesto Joanna, y luego añadió, animosa—: Tengo una sorpresa para ti.
Y la cara de Maisie se asemejó a la de su madre.
—Te he traído algo.
Se sacó el colgante del bolsillo y lo sujetó por la cadena.
—Esto es…
—Chapas de perro —dijo Maisie, sonriente—. Por si el hospital se quema. ¿Me las quieres poner?
—Claro que sí —dijo Joanna, y agarró a Maisie por los hombros para inclinarla un poco hacia delante. Fue como sujetar un gorrión. Le pasó el colgante por la cabeza, cuidando de no engancharlo con los tubos de oxígeno y las sondas, y lo depositó sobre su pecho—. Un amigo mío, el señor Wojakowski, las hizo para ti.
Entonces entró Barbara.
—Mira lo que me ha regalado Joanna. —Maisie se las enseñó para que las admirara—. ¡Chapas de perro! ¿A que son guay?
—Siempre sabes qué hará falta para que se sienta mejor —dijo Barbara, acompañando a Joanna a la salida, pero no era cierto. No había hecho nada. Maisie seguía tan frágil como un pájaro y empeoraba, y ella no estaba más cerca de saber nada sobre las ECM que cuando se sentaba a escuchar a la señora Davenport durante horas. Ni siquiera estaba más cerca de saber lo que había dicho el señor Briarley en clase, ni el nombre del libro de texto.
Sobre eso podía hacer algo al menos. Llamó a Betty Peterson otra vez, pero estaba comunicando. Mientras esperaba para intentarlo otra vez, repasó sus mensajes. El señor Mandrake, el señor Mandrake, el señor Ortiz, para contarle un sueño que había tenido la noche anterior. Guadalupe. No debía de haber recibido la nota que Joanna había dejado a la enfermera sustituía.
Subió a la cuatro-oeste. En cuanto Guadalupe la vio, le tendió un papel con una única línea escrita: “… (ininteligible)… humo… (ininteligible).”
—¿No recibiste mi mensaje? —preguntó Joanna—. Te decía que quería que siguieras anotando todo lo que diga Coma Carl.
—Lo recibí, y esto es todo lo que dijo —respondió Guadalupe—. Ha dejado de hablar.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Ha sido una pérdida gradual —dijo Guadalupe—. Murmuraba a intervalos cada vez más amplios y separados, y cada vez ha ido resultando más difícil escucharlo.
Como si se fuera cada vez más lejos, pensó Joanna.
—Cuando te envié el mensaje ya había dejado de hablar, a excepción de unas cuantas palabras ininteligibles. Por eso te llamé ese día, para preguntarte si lo dejábamos.
“Si lo dejábamos.” Joanna pensó en el operador de cable en su estación, encorvado sobre el teclado, transmitiendo incansablemente.
—No ha dicho nada desde hace casi una semana.
—¿Puedo verlo? —preguntó Joanna—. ¿Está su esposa con él? Guadalupe negó con la cabeza.
—Ha ido al aeropuerto. Su hermano viene de camino. Claro, pasa.
Había tres bolsas más colgando de la percha para intravenosas y otros dos monitores. El monitor de la intravenosa empezó a sonar, y una enfermera a quien Joanna no conocía entró a comprobar las sondas. —Puede hablarle —le dijo a Joanna.
¿Y decir qué? ¿”A mi mejor amiga le ha disparado un colgado con picara”, “Esa niñita sabe que se está muriendo”, “El Titanic se hunde”?
Entró la señora Aspinall, acompañada por un hombre alto y grueso.
—Oh, hola, doctora Lander —dijo, y se acercó a la cama y tomó la mano magullada y mortecina de Carl—. Carl, Martin está aquí.
—Hola, Carl —dijo Martin—. Vine en cuanto pude.
Y Joanna casi espero que Carl se agitara, a pesar de la máscara y el tubo, y murmurara: “Demasiado lejos para que él venga.” Permaneció tendido, gris y silencioso en la cama, y Joanna se sintió de pronto demasiado cansada para hacer otra cosa que irse a casa y acostarse.
Por el camino, se le ocurrió con horror que tal vez había pillado la gripe. “Richard no me dejará someterme a la prueba si estoy enferma”, pero por la mañana se sintió mucho mejor, y cuando llegó al trabajo había un mensaje de Betty Peterson en el contestador.
—Acabo de darme cuenta de que no te dije el nombre del libro: Laberintos y espejos.
Laberintos y espejos. Joanna vio instantáneamente el título en su mente, letras doradas sobre una portada azul, aunque extrañamente el nombre no encajaba con el resto de la portada. Entornó los ojos, tratando de recordar un barco bajo el título y luego a la reina Isabel con bigote y gafas, pero ninguna de las dos cosas parecía adecuada. “Probablemente acabará siendo el castillo de Windsor —pensó—, pero al menos sabemos el título.”
—Te dije que empezaba por E —decía la voz de Betty—. Y allí estaba, en el margen, junto a la foto de Nadine. Espera un momento, déjame que te lo lea, lo tengo aquí mismo. —Hubo una pausa, y su voz continuó—: “¡Betty, piensa, se acabaron las aburridas historias del señor Briarley sobre el Titanic, y ya no más Laberintos y espejos! Tu compañera, Nadine.” Pero tendrás que llamarme. He hablado con mi hermana pequeña y me ha contado algo sobre el señor Briarley. Oh, y llamé a Blake Dirkson. Iba un año por delante de nosotras. No podía recordar tampoco el nombre del libro, pero dijo que tenía una de esas plumas y un tintero en la portada. Fumaba un montón de hierba en el instituto, ya sabes, así que no sé. De todas formas, llámame. Adiós.
¿Una pluma y un tintero? Curiosamente, eso le resultaba también vagamente familiar. “Todos estamos dejándonos llevar por la imaginación”, pensó. Llamó a Betty, pero la línea volvía a estar ocupada. “Lo cual no es ninguna sorpresa —pensó Joanna—, considerando lo mucho que charla cuando deja un mensaje”, y llamó a Kit.
—Laberintos y espejos —dijo Kit—. Magnífico. Eso hará la búsqueda mucho más fácil.
—Betty dice que cree recordar una ilustración de la reina Isabel con gorguera en la portada, o una pluma y un tintero. Yo sigo pensando que era un barco, pero podría ser cualquier cosa.
—Me pongo a ello —dijo Kit—. No he podido averiguar nada sobre ninguna oficina de correos, pero sigo buscando.
Y si ella no podía localizar la oficina de correos, ¿como podría Joanna encontrar al señor Briarley? Había mencionado el Palm Court. Tenía que preguntarle a Kit dónde estaba y en qué cubierta, aunque la manera más sencilla de encontrarlo sería probablemente seguir al mozo cuando el hombre de la barba le pedía que fuera a buscar al señor Briarley.
Richard asomó la cabeza por la puerta.
—Me preguntaba si habías terminado de pasar tu testimonio y te encontrabas mejor.
—Sí —dijo ella, tendiéndole su transcripción y la de la señora Woollam—. Tish podrá venir mañana a las dos. ¿Cómo van las cosas con la señora Troudtheim?
—Aislamos tres neurotransmisores que estaban presentes en tus escaneos de salida y en los de la señora Troudtheim: LHRH, teta-asparcina y DABA. El LHRH estaba también presente en el escaneo tipo, así que posiblemente no es el culpable, pero el DABA puede ser una posibilidad. Es un inhibidor de endorfinas, y la doctora Jamison cree que las betaendorfinas, en vez de ser sólo un efecto secundario, Pueden ser un factor para sostener el estado ECM, y que el DABA Puede estar inhibiéndolas. —Agitó las transcripciones ante ella—. Gracias. Mañana a las dos.
Sonó el teléfono.
—Nos vemos más tarde —dijo Richard, y Joanna lo atendió pensando demasiado tarde que probablemente era el señor Mandrake.
—No puedo creer que seas tú por fin —dijo Betty Peterson—. Llevo varios días intentando localizarte. ¿Averiguaste lo que fuera que tenías que averiguar?
—¿Averiguar?
—De Laberintos y espejos.
—Oh. No, todavía no.
—¿No fue una suerte, encontrar así mi libro del año? Supongo que es buena cosa que Nadine odiara al señor Briarley, ¿no?
—Dijiste que tenías que contarme algo del señor Briarley. Algo que te contó tu hermana.
—Oh, sí. La llamé justo después de que tú me llamaras para ver si sabía el nombre del libro. Iba tres años por detrás de nosotros, pero pensé que tal vez habían tenido el mismo libro. Porque nuestros libros de historia eran antiguos. Decían que John F. Kennedy era presidente.
Era como hablar con una de sus ECM.
—¿Lo sabía? —preguntó Joanna, para que volviera a recuperar el hilo.
—No, pero me contó una historia terrible, y como dijiste que habías ido a ver al señor Briarley, me pareció que debería contártela. ¿Has conocido a su sobrina? Se llama Kathy o Katie o algo así.
—Kit.
—Kit. Bueno, pues iba a casarse, iba a tener una boda por todo lo alto, y el señor Briarley iba a ser el padrino. Mi hermana dijo que hablaba del asunto constantemente en clase, aún más que del Titanic. Supongo que era su sobrina favorita, y entonces su novio… mi hermana me dijo el nombre, pero no lo recuerdo…
—Kevin —dijo Joanna, pensando que tenía razón. No estuvo dispuesto a aceptar la responsabilidad de un enfermo de Alzheimer. Dejó plantada a Kit en el altar.
—Kevin, eso es. Pues resulta que la mañana de la boda fue a comprar película, y un chico se saltó un semáforo en rojo y lo atropello.
Era tan distinto de lo que había pensado que durante un minuto Joanna no pudo asimilarlo.
—Lo mató al instante —dijo Betty—. Fue horrible, y supongo que el señor Briarley fue el que tuvo que decírselo a ella. Mi hermana dice que eso fue lo que le causó el Alzheimer, que está sólo tratando de olvidar.
Una pequeña parte de su mente pensó que eso era ridículo, que eso no era lo que causa el Alzheimer, pero no lo dijo, no pudo decirlo. Entonces comprendió con retraso recuerdos de palabras que no había entendido, que había malinterpretado, y que la golpearon como el balón medicinal contra la pared del gimnasio.
Kit preguntando si la gente que tenía accidentes de coche tenía ECM, y si eran agradables. “No son aterradoras, ¿verdad?”, había dicho. Y “mi primo me hizo leer La luz al final del túnel después…”, y “Tío Pat fue muy amable conmigo”, y “aveces revive hechos pasados”.
Tendría que haberlo comprendido. La delgadez de Kit, sus ojeras, su foto con el joven rubio, sonriendo, y el señor Briarley diciendo: “Kevin debería estar aquí ya”, citando La novia entró en el salón.
“Oh, Dios mío —pensó Joanna horrorizada—. ¡ Le hice ver Novia a la fuga!”
—Mi hermana conocía una chica que estuvo allí y dijo que fue trágico. Supongo que ella ya tenía puesto el traje de novia y todo…
“¿Tenía cola?”, se preguntó Joanna, sintiéndose enferma. “¿Qué vestido de novia te gusta más?”, le había preguntado a Kit. “Yo quiero una boda por todo lo alto”, había dicho Vielle.
—Y como dijiste que habías ido a ver al señor Briarley, pensé que debías saberlo para no meter la pata.
“Meter la pata”, pensó Joanna. Se había sentado allí en la cocina, discutiendo tranquilamente sobre experiencias cercanas a la muerte, diciéndole insensible a Kit que el cielo era una alucinación del cerebro moribundo.
“Tengo que llamar a Kit”, pensó, tengo que decirle lo mucho que lo siento, y colgó sin más preámbulos dejando a Betty con la palabra en la boca. Tecleó el número de Kit, pero luego colgó y fue a verla.
Iba a rescatarla, se dijo. Iba a hacer de W. S. Gilbert y salvarla de morir ahogada, así que la invité a casa de Vielle para discutir de bodas y ver una película en la que salían nada menos que cinco. Recordó lo concentrada que estuvo Kit viendo la película, como si tuviera miedo de que aquello fuera una prueba, pero la película en sí era la prueba. No, palabra equivocada. Ordalía. Juicio por el fuego.
“No podría haberlo hecho peor si lo hubiera intentado —pensó, saliendo del coche y recorriendo la acera—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Lamento haberte torturado, fui demasiado estúpida para sumar dos y dos?”
No tuvo que decir nada. Kit, con aspecto de haber sido arrestada Por cometer un delito, dijo:
—¿Cómo te has enterado?
Abrió la puerta, temblando con su top, sus pantalones cortos, descalza, y a Joanna le pareció aún más delgada y más triste. ¿O era sólo porque ahora lo sabía?
—¿Por qué no nos lo dijiste aquella noche? —dijo Joanna—. ¡Novia a la fuga, por Dios!
—Regla número uno de la noche del picoteo —dijo Kit—. No se discute de trabajo. No importó. Una de las cosas más terribles es cómo todo el mundo pasa de puntillas a mi alrededor. Todavía lo hacen. —Sonrió amargamente—. Mi primo se casó el verano pasado y no me lo dijo nadie. Lo descubrí por accidente. Y es así, supongo, como lo descubriste tú.
Joanna asintió.
—Me lo dijo Betty Peterson. Es la que descubrió el título del libro. Su hermana pequeña se lo dijo.
—Y yo tendría que habértelo dicho a ti —dijo Kit—. Fue tan agradable que alguien me tratara como una persona en vez de como a una…
“Víctima de un desastre”, pensó Joanna, y advirtió por qué Kit le recordaba tanto a Maisie.
—No tienes ni idea de las cosas que hace la gente para intentar consolarte. Dicen “te volverás a enamorar” y “al menos no sufrió”. ¿Cómo lo sabes?, quise preguntarles. ¿Cómo sabes que no sufrió?
“Le dije que vi el Titanic —pensó Joanna, sintiéndose enferma—. Introduje la posibilidad de que Kevin no muriera instantáneamente, de que experimentara algo terrible, algo aterrador.”
—Mi tía Julia no paraba de decir: “Dios nunca envía más de lo que podemos soportar” —dijo Kit—, y “tienes que agradecer que fuera rápido”. Bueno, lo fue. Tan rápido que ni siquiera le dije adiós.
“Y por eso quieres decirle adiós al señor Briarley —pensó Joanna—. Un adiós eterno, agónico.”
—El único que no dijo nada de eso fue el tío Pat. Fue maravilloso. No intentó decirme que todo iba a salir bien o que Kevin estaba en un lugar mejor o que lo superaría. No me dijo ninguna mentira. Me acogió, me habló sobre Coleridge y Kevin y Shakespeare, me preparó un té, me hizo terminar la universidad. Me salvó la vida —dijo, mirando ciegamente hacia la biblioteca—, y cuando enfermó… Mi madre piensa que niego lo evidente, que creo que puedo salvarlo, o que me estoy castigando a mí misma de algún modo… Él no dice esas cosas a propósito, ya sabes. Él… creo que tiene una memoria fragmentada de Kevin y de que pasó algo malo y de una boda, y sigue intentando unirlo todo en su mente, aunque faltan la mayoría de las piezas. “Como yo”, pensó Joanna, tratando de recordar lo que había dicho el señor Briarley, tratando de establecer la conexión.
—Sé que no puedo salvarlo —dijo Kit—. Sé que tendrá que acabar yendo a una residencia, pero…
—Tienes que intentarlo —dijo Joanna, y Kit le sonrió de pronto.
—Tengo que intentarlo. Me salvó la vida. Quiero quedarme con él mientras pueda.
“Y deja las luces encendidas —pensó Joanna—, para que los pasajeros no sientan pánico.”
—Y quiero ayudarte —dijo Kit—. Todavía no he descubierto nada sobre una oficina de correos, pero…
—No —dijo Joanna—. Rotundamente no. Ya te he hecho ver Novia a la fuga. No voy a obligarte a investigar un desastre.
—Quiero hacerlo. Me encanta la idea de poder ayudar a alguien para variar. Y es un desastre adecuado.
—¿Adecuado? Ella asintió.
—Había ocho parejas en luna de miel a bordo del Titanic. La mayoría tampoco tuvo una oportunidad para despedirse. —Sonrió sin alegría—. No se dieron cuenta de que no iban a volver a verse. Algunos de los hombres incluso hicieron chistes mientras arriaban los botes. Se rieron y dijeron: “Las novias y los novios primero” y “No os dejaremos volver al barco sin un pase”.
—¿Y lo hicieron? ¿Dejaron subir a las novias y los novios primero?
—A dos de ellos —dijo Kit. Se levantó bruscamente, sacó varias hojas mecanografiadas de un cajón y se las tendió a Joanna—. Aquí está todo lo que pude encontrar sobre los motores parándose y lo que oyeron diversos pasajeros y tripulantes cuando chocaron contra el iceberg.
Joanna le echó un vistazo:
“Pareció como si una ola golpeara al barco.”
“… una pequeña sacudida…”
“Fue como si el barco hubiera rodado sobre un millar de canicas.” Esto le resultaba familiar. ¿Lo había mencionado el señor Briarley?
“Pensé que estábamos desembarcando. ¡Qué curioso!”
—Respecto a lo de la oficina de correos —dijo Kit—, no he podido encontrar nada excepto la sala de correos en la Cubierta G. ¿Estás segura de que había una oficina de correos? Las cartas que pudieran escribir los pasajeros no se habrían entregado hasta que el barco llegara a Nueva York, de todas formas. ¿Viste una oficina de correos?
—No —dijo Joanna, y empezó a añadir—: El señor Briarley dijo que iba a…
Se detuvo.
Ya había causado suficiente dolor a Kit sin decirle que había visto a su tío tal como era antes.
—Bueno, seguiré buscando. ¿Algo más? —preguntó Kit, y su expresión convirtió la pregunta en una súplica.
—Sí —dijo Joanna, y Kit mostró de nuevo aquella sonrisa repentina. Igual que Maisie—. Necesito… “¿Qué?”
—Necesito saber si había una biblioteca en el Titanic. En la Cubierta de Paseo, junto al vestíbulo. Y si había alguien a bordo llamado Edith.
—Edith Evans —respondió Kit—. Recuerdo que el tío Pat hablaba de ella. Dejó su sitio en el bote a la madre de dos hijos.
Y murió, dijo Joanna en silencio, y pensó en la joven diciendo ansiosamente: “;No deberíamos subir a la Cubierta de Botes?” Murió igual que W. S. Gilbert. Pero cuando Kit dijo que vería si había otras Edith a bordo, Joanna no la detuvo. Parecía tan ansiosa, en efecto, por ayudar a alguien…
“Tiene razón —pensó Joanna, de vuelta al coche—, es terrible estar ahí mirando al señor Briarley, a Coma Carl, a Maisie, incapaz de ayudar, incapaz de detener sus lentos declives. Por eso tengo que encontrar al señor Briarley y preguntarle qué dijo en clase.”
Miró el reloj. “Oh, Dios mío, mi sesión es dentro de menos de veinte minutos.” Regresó rápidamente al hospital y subió corriendo a su despacho. Tish estaba esperando en la puerta.
—Llega tarde —dijo—, y quiero salir de aquí a tiempo, así que intente tener otra de esas sesiones de dieciocho segundos, ¿de acuerdo?
—¿Tienes una cita con el ginecólogo guapo? —preguntó Joanna, acompañándola al laboratorio.
—No, estoy trabajando. La mitad del hospital está de baja con gripe y me vendrán bien las horas extra. No es que no tenga nada que hacer…
—¿Lo del ginecólogo no salió bien?
—No quiero hablar del tema. Richard no estaba en el laboratorio.
—Está arriba, con la doctora Jamison —dijo Tish—. Me dijo que fuera preparándola, que vuelve ahora mismo.
Joanna se puso la bata y se subió a la mesa.
—¿Qué pasa con los hombres que están tan obsesionados con su trabajo? —preguntó Tish, colocando las almohadillas de gomaespuma bajo ella—. El ginecólogo es igual que el doctor Wright. Se pasa todo el tiempo mirando ecografías. No creo que eso sea sano. Algún día les dará un telele.
Colocó la intravenosa y conectó los electrodos, charlando mientras lo hacía. Joanna trató de ignorarla. Necesitaba concentrarse para encontrar al señor Briarley. “Localiza al sobrecargo en cuanto llegues —se dijo—. No lo pierdas de vista.”
Llegó Richard.
—Lo siento —dijo—. Estuve hablando con la doctora Jamison. ¿Todo preparado? —le preguntó a Tish. Ella asintió—. ¿Y tú? —le preguntó a Joanna.
—Preparada.
Le puso el antifaz. “No mires hacia el pasillo —pensó Joanna—. Mira hacia delante. Encuentra al sobrecargo.”
—Muy bien, Tish —dijo Richard—, administra el sedante.
Empezó a colocarle los auriculares.
“Mira adonde va el sobrecargo —se dijo Joanna—, síguelo escaleras arriba”, y pensó de pronto en el encargado de correos izando la saca mojada por las escaleras, en la mancha oscura en la alfombra, en la cubierta inclinada…
—¡Espera! —dijo, y notó que le quitaban los auriculares—. Richard…
—¿Qué pasa? —oyó decir a Richard—. Estás tintando. ¿Quieres una manta? Tish, tráele a Joanna una manta. Pudo oír a Tish apartándose.
—Richard —dijo, buscando su mano a tientas—. Si empieza a hundirse, prométeme que vendrás a rescatarme.
34
Oiré en el cielo.
“No tendría que haber dicho eso —pensó Joanna casi antes de que las palabras salieran de su boca—. Ahora nunca me someterá al experimento. Tal vez sólo lo he pensado y no lo he dicho.”
Pero él ya le había quitado el antifaz y le preguntaba si se encontraba bien.
—Lo siento —dijo, y le sonrió. Se preguntó si podría fingir que había hecho un chiste. No, no por la manera en que él la agarraba del brazo—. Supongo que estoy un poco desorientada. ¿Ha empezado Tish a aplicar el sedante? —preguntó, sabiendo perfectamente bien que no lo había hecho.
—No —dijo Richard, con semblante adusto.
—Debo de haberme quedado dormida por mi cuenta, entonces. No he dormido mucho desde hace un par de noches, con toda esa preocupación por Vielle… —”No, no digas eso tampoco”— ¿Sabes ese estado cuando estás a punto de quedarte dormido y de pronto sientes como si te estuvieras cayendo y entonces te despiertas de golpe? Así me sentí. Lo siento —dijo de nuevo, y le dedicó una sonrisa que rivalizaba con la de la madre de Maisie—. No quisiera que pensaras que me he vuelto chalada.
Tish regresó, extendió la manta sobre las piernas de Joanna, sobre sus hombros.
—Gracias, Tish —dijo Joanna, mirando a Richard—. Eso está mucho mejor. Ya estoy preparada. ¿Empezamos por fin?
Richard tenía todavía el ceño fruncido. Se acercó a la consola y tecleó unos minutos, pero fuera lo que fuese lo que vio, pareció tranquilizarse, porque dijo:
Muy bien, Tish, aplica el sedante.
Joanna se colocó el antifaz sobre los ojos antes de que él tuviera tiempo de cambiar de opinión, pensando: “No digas nada, no hagas nada estúpido”, y apareció en el pasillo.
La puerta estaba abierta, y más allá vio a las personas congregadas en cubierta. Recorrió el pasillo y salió a cubierta, buscando al sobrecargó. No pudo verlo a causa de la multitud. Había mucha más gente que antes, y varias personas llevaban salvavidas.
“Es más tarde que antes —pensó Joanna ansiosamente—, y el sobrecargo ya se ha ido.” Escrutó la cubierta para ver si había inclinación, y le pareció que sí, pero muy leve, y cuando volvió a mirar vio a la mujer joven. Todavía llevaba el camisón, y el hombre rechoncho vestido de cheviot seguía allí, de pie al otro lado de la multitud y hablando con su amigo.
Joanna estiró el cuello para ver por encima de sus cabezas, cubierta abajo, buscando un atisbo de la chaqueta blanca del sobrecargo moviéndose entre las luces, pero la cubierta estaba vacía.
—Vaya a buscar al señor Briarley —dijo una voz masculina, y era el hombre de la barba hablando con el sobrecargo. Joanna se abrió paso entre la multitud, hacia ellos.
—Él sabrá lo que está sucediendo —dijo el hombre de la barba.
—Sí, señor —respondió el sobrecargo, y se dio la vuelta para irse. Joanna pasó como pudo entre la mujer y el joven del jersey y llegó junto al hombre rechoncho.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo él.
—Un iceberg —respondió su amigo. “Y aquí tienes la prueba de que es el Titanic, Richard”, pensó Joanna, pasando junto a él.
—Icebergs —dijo el hombre rechoncho, asintiendo—. Bueno, supongo que no será nada. —Joanna se volvió a mirarlo, pensando que era W. T. Stead, el espiritista.
—¿No vas a subir a la Cubierta de Botes? —preguntó su amigo.
—No. Creo que leeré un rato —dijo W. T. Stead y se acercó a una de las sillas de cubierta. Se sentó y abrió su libro.
—Señoras, deberían ustedes volver adentro, donde hace más calor —dijo el hombre de la barba, y Joanna se dio la vuelta, pero el sobrecargo ya había desaparecido.
No podía ser. Sólo habían pasado unos segundos. No había tenido tiempo de recorrer toda la cubierta, ni siquiera de llegar a la escalera de popa. ¿Adonde había ido? Recorrió la cubierta, probando puertas. La segunda daba a una estrecha escalera con escalones de metal forjado. Una de las escaleras de la tripulación. Empezó a subirla, pero las escaleras sólo ascendían una cubierta y se acababan, y la puerta en lo alto estaba cerrada con llave. Volvió a bajar y se acercó a la puerta siguiente.
Era igual que la de la escalera de la tripulación, pero cuando la abrió se encontró en un amplio espacio con un suelo alfombrado y escaleras de mármol. La Gran Escalera. La que conducía a la Cubierta de Paseo y la biblioteca, y si el señor Briarley no estaba allí, el Palm Court estaba en la misma cubierta. ¿Pero y si no estaba en ningún sitio? Dijo que iba a la oficina de correos, y ella no tenía ni idea de dónde estaba.
“Pero sabes dónde está la biblioteca —pensó—, así que comprueba eso primero y luego el Palm Court.” Subió las escaleras, levemente inclinadas, dejó atrás el querubín, el Honor y la Gloria, llegó hasta la Cubierta de Paseo y hasta las puertas esmeriladas de la biblioteca.
El señor Briarley estaba allí, sentado no a la mesa, bajo la ventana, sino ante una mesita cerca de las estanterías. Estaba escribiendo afanosamente y la lámpara amarilla trazaba un círculo de luz dorada en el papel blanco de la postal, en los puños de su camisa.
—Señor Briar… —llamó, y vio que no era él. Era el hombre del bigote al que había visto repartir cartas en el vestíbulo. Se le acercó pasando entre las sillas tapizadas de dorado.
El no levantó la mirada. Continuó escribiendo, humedeciendo su pluma en el tintero, alzándola, garabateando una palabra, humedeciéndola otra vez. Joanna miró su carta. No estaba escrita en una hoja con el membrete del Titanic. Era una hoja arrancada de un libro de citas, con un borde irregular. Había escrito hasta la mitad de la página: “Si se salva, informe a mi hermana la señorita F. J. Adams de Findlay, Ohio. Perdido. J. H. Rogers.”
—Señor Rogers —dijo Joanna—, había un hombre aquí, en esa mesa —señaló—. Estaba escribiendo una nota para su sobrina. ¿Ha visto adonde fue?
El hombre continuó con la carta.
—Por favor. Es importante. Estaba aquí antes, escribiéndole una postal a su sobrina.
Él dobló la nota en cuatro partes y escribió algo en el exterior.
—Señor Rogers —dijo Joanna desesperadamente, e intentó agarrarlo por el brazo.
El sacudió la cabeza.
—Señor Rogers no —dijo, como si ella le hubiera preguntado por ese nombre—. Lo siento.
Se guardó la nota en el bolsillo interior de la chaqueta y se levantó.
—Hago falta en la Cubierta de Botes —dijo—, debería subir usted a uno de los botes, señorita.
Y cruzó la sala y salió por la puerta de la Gran Escalera.
—¿Entonces puede decirme dónde está el Palm Court? —preguntó Joanna, persiguiéndolo hasta la puerta y escaleras arriba, pero el hombre ya había desaparecido en la Cubierta de Botes, y ella no pudo ver hacia dónde había ido en la oscuridad. La única luz era de la puerta abierta del gimnasio. Joanna se asomó, pero no estaba allí, ni tampoco Greg Menotti. Las bicicletas y la máquina de remos y el aparato de pesas parecido a una guillotina permanecían inmóviles sobre el suelo de losas blancas y rojas.
Tendría que encontrar el Palm Court ella misma. Tendría que estar en la Cubierta de Paseo o en la Cubierta del Puente, todo hacia popa, lo que significaba que debía tomar la escalera de segunda clase, y se encaminó hacia allí, pero cuando pasó la escalera de popa le pareció oír voces. Entró y se asomó a la barandilla, escuchando. No consiguió oírlas, pero sobre ella, bajando las escaleras, se escuchaba un golpeteo. “El oficial de correos”, pensó Joanna, y miró escaleras arriba.
Era Greg Menotti, vestido con un bañador blanco y sandalias playeras que golpeteaban ruidosamente contra sus talones a cada paso. Llevaba una toalla alrededor de los hombros.
—Iba a la piscina —dijo—. ¿Quiere venir conmigo? El agua está bastante fría, pero eso es bueno para la circulación.
—Estoy buscando al señor Briarley —dijo Joanna—. Es alto, y lleva un chaleco de cheviot gris. ¿Lo ha visto?
—No. —Empezó a bajar las escaleras.
Joanna bajó los escalones delante de él, para bloquearle el paso.
—No hay tiempo para nadar. Tiene que ayudarme a encontrar al señor Briarley. Es importante.
—Quiero bajar temprano —dijo él, rodeándola—. Tengo que jugar al squash a las dos y cuarto…
—No. —Se plantó ante él—. Tiene que ayudarme. Es importante. El señor Briarley sabe por qué es el Titanic.
—¿El Titanic? —dijo Greg, y hubo un destello de miedo en sus ojos.
—Sí, el Titanic. Y se está hundiendo. Tiene que ayudarme a encontrarlo.
Un hombre pasó junto a ellos, bajando rápidamente las escaleras.
Joanna lo miró, preguntándose si era el sobrecargo, pero era un señor mayor con un chaleco gris de cheviot y…
—¡Señor Briarley! —exclamó Joanna.
—No puede ser el Titanic —dijo Greg—. Hago ejercicio tres veces por semana.
El señor Briarley estaba ya un tramo y medio bajo ella. Corrió tras él, contando las cubiertas mientras lo hacía. Cubierta B, C, D. “Hay agua en la Cubierta D”, había dicho el oficial de la Cubierta de Botes. Joanna miró ansiosamente la alfombra, buscando la mancha roja oscura de agua.
Cubierta E. Bajo ella se abrió una puerta. Rodeó el rellano justo a tiempo de verla cerrarse. Cubierta F. Abrió la puerta. El señor Briarley ya había recorrido la mitad del pasillo.
—¡Señor Briarley!
Lo siguió. Y se topó directamente con el sobrecargo.
—Lo siento, señorita. Esta zona está restringida.
—Pero tengo que hablar con el señor Briarley —dijo ella, mirando ansiosamente en su dirección.
El sobrecargo se dio la vuelta y miró, pero el señor Briarley ya se había perdido de vista.
—¿El señor Briarley? —dijo, frunciendo el ceño, y ella vio que era un mozo distinto al que el hombre de la barba había enviado a buscar al señor Briarley.
—Es mi… —dijo ella, y se detuvo. “¿Es mi… qué? ¿Mi profesor de lengua del instituto? ¿Existían los institutos en 1912?”
—La acompañaré hasta su camarote, señorita.
—Espere. ¿Adonde lleva este pasillo?
—A la sala de calderas, señorita, pero los pasajeros no pueden…
—El capitán Smith me dijo que tenía permiso para ver… —”¿Qué había en la sala de calderas?”— el telégrafo del barco —dijo al azar—. Estoy enormemente interesada en las comunicaciones modernas.
—Sólo la tripulación puede acceder a la sala de calderas —dijo el mozo, y posó una firme mano sobre su brazo—. La acompañaré a su camarote.
—Por favor. No comprende. Es importante…
—Lamento interrumpir —dijo una voz, y Joanna se dio media vuelta.
—¡Señor Briarley! —dijo, aliviada.
—Señorita Lander —le reprochó él—. ¿Qué está haciendo aquí abajo?
—Necesito hablar con usted. Es sobre… —Pero él negaba con la cabeza.
—Me temo que no podremos tomar el té en el Palm Court, después de todo. Ha sucedido algo.
Llevó aparte al mozo y habló rápidamente con él. Joanna no logró oír lo que decía ninguno de los dos, pero después de un par de frases el señor Briarley hizo una mueca de disgusto.
—¿Cuál es el camino más rápido? —exigió.
—De vuelta a la Cubierta E y bajando por Scotland Road hasta las escaleras que están junto a los ascensores —dijo, y el señor Briarley inmediatamente se encaminó pasillo abajo hacia la escalera.
—¡Señor Briarley! —Joanna corrió tras él—. Necesito hablar con usted —dijo, alcanzándolo.
—¿Qué ocurre? —preguntó él mientras empezaba a subir las escaleras. Ella se acordó de las veces en que lo alcanzaba entre clase y clase, o camino de su despacho, y bailaba a su alrededor, preguntándole cuántas páginas tenía que tener el trabajo.
—Necesito saber qué dijo usted en clase.
—Sabe que nunca doy pistas sobre lo que va a caer en el examen final —dijo el señor Briarley, llegando a lo alto de las escaleras.
—No lo necesito para el final. Dijo usted algo en clase…
—Dije un montón de cosas en clase, ¿puede ser más concreta?
Abrió una puerta y empezó a recorrer un pasillo. Todavía debían de estar en la sección de la tripulación. Las paredes estaban pintadas de gris, y había tubos corriendo por el techo.
—Estaba usted hablando del Titanic, y cerró Laberintos y espejos y lo dejó caer sobre la mesa, y entonces dijo algo sobre el Titanic.
—Laberintos —dijo el señor Briarley, pensativo, doblando otra esquina. Abrió una puerta de metal—. Después de usted.
Hizo una reverencia, y Joanna entró antes que él y se internó en otro pasillo. Éste estaba pintado de blanco reluciente y se prolongaba interminablemente en la distancia. El señor Briarley echó a andar a paso rápido.
—Y sea lo que sea —dijo Joanna—, cuando experimenté mi primera ECM mi subconsciente encontró una conexión, y por eso estoy aquí.
—En vez de un túnel con una luz al fondo —dijo el señor Briarley. Se detuvo y miró el largo pasillo y luego se volvió a mirarla—. ¿Y quiere que yo le diga cuál es la conexión?
—Sí.
—Conexión. Fascinante palabra. Del griego “enviar”. Pero debe de saber ya esa conexión, ¿o cómo si no podría haberlo conseguido?
—No lo sé —dijo ella—. Mi mente consciente lo ha olvidado.
—¿Olvidado? Tendría que haber prestado más atención en clase señorita Lander —dijo él con severidad, y empezó a caminar de nuevo—. Y supongo que se ha olvidado también de lo que son una onomatopeya y una aliteración. Y una metáfora.
—¡Señor Briarley, por favor! Esto es importante.
—En efecto. ¿Bien? —dijo, y contempló el pasillo como si fuera un aula—. ¿Qué es una metáfora? ¿Lo sabe alguien?
—Una metáfora es una figura literaria que compara dos elementos.
—No y no —dijo él—. La comparación ya está implícita. La metáfora sólo la muestra. Y no es una simple figura literaria. Es la misma esencia de nuestra mente mientras intentamos extraer el sentido de nuestras inmediaciones, de nuestras experiencias, de nosotros mismos, viendo similitudes, paralelismos, conexiones. No podemos evitarlo. Aunque la mente falle, sigue intentando encontrar sentido a lo que nos sucede.
—Eso es lo que estoy intentando hacer, señor Briarley —dijo Joanna—. Encontrar sentido a lo que me está pasando. Y lo que usted dijo en clase es la conexión. Era sobre el Titanic… —apuntó.
—Hay tantas conexiones… —dijo él, frunciendo el ceño—. El Titanic simboliza tantas, tantas cosas. Arrogancia prometeica, por ejemplo —dijo, caminando incansable por el pasillo—, el hombre desafiando al destino y perdiendo.
Joanna trotó tras él, intentando escuchar y seguirle el ritmo.
—O el orgullo frankensteimano, el hombre poniendo su fe en la ciencia y la tecnología y recibiendo su castigo por parte de la naturaleza.
El pasillo era interminable. Joanna mantuvo los ojos pegados a la puerta del fondo.
—O la futilidad de la empresa humana. “Mira mi obra, poderoso, y desespera” —citó—. Ozymandias. Percy Bysshe Shelley. Que también acabó en el fondo del océano.
Un reguero estrecho e irregular de agua asomaba en mitad de la brillante puerta al fondo del pasillo.
—Señor Briarley —dijo Joanna, tirándole de la manga de la chaqueta—. Mire. Agua.
—Ah, sí —contestó él, sin frenar siquiera el ritmo—. El agua es también un símbolo.
El fino reguero de agua se ensanchaba a medida que se acercaban al final del pasillo, convirtiéndose en dos, en tres pequeños arroyos.
—Cruzar agua es símbolo de la muerte desde tiempos inmemorial —dijo el señor Briarley, pasando con facilidad sobre los arroyuelos—. Los antiguos egipcios viajaban a la Tierra de los Muertos en una barca de oro.
Ya casi habían llegado al final del pasillo. “Va a abrir la puerta”, pensó Joanna, asustada, pero en el último minuto él se giró y bajó por una escalera de metal situada a un lado.
—Eneas cruzó con Caronte la laguna Estigia —dijo, y su voz resonaba en la escalera mientras Joanna lo seguía—, y Frodo zarpó desde los Puertos Grises.
Llegó al pie y empezó a recorrer un pasillo. Joanna vio con alivio que estaba seco, aunque ¿cómo era eso posible si ya había agua en la cubierta superior?
Miró ansiosamente hacia el techo. El señor Briarley, impertérrito, disertaba sobre In Memoriam.
—Los amigos muertos de Tennyson zarparon a un mar desconocido, hacia una costa aún más desconocida. —Abrió una puerta—. Y, por supuesto, está el río Jordán. Después de usted, señorita Lander —dijo, haciendo una reverencia, y Joanna cruzó el umbral. Y se encontró con diez centímetros de agua.
Todo el suelo estaba inundado. Cartas, paquetes, postales flotaban en agua hasta los tobillos, la tinta de las direcciones se borraba, corriendo como lágrimas por los sobres. Al otro lado de la sala había un encargado de correos con uniforme azul y gorrita, inclinado delante de una serie de taquillas, tomando las cartas, mojadas ya, de la fila más baja y pasándolas a la de arriba.
“No servirá de nada —pensó Joanna—. Toda la sala quedará sumergida en unos minutos.”
—Señor Briarley, tenemos que salir de aquí —dijo, pero el señor Briarley, ausente, cruzaba la sala en dirección al empleado, sacó un papel doblado del bolsillo de su chaleco y se lo entregó.
El encargado se pasó el fajo de cartas de una mano a la otra para poder desplegar la nota. La leyó, asintió y entregó al señor Briarley el correo empapado. Luego rebuscó dentro del cuello de su uniforme y extrajo un puñado de llaves de hierro con una cadena. Se las sacó por encima de la cabeza y se las entregó al señor Briarley antes de recuperar el correo.
—¿Cuál es? —preguntó el señor Briarley, pero el encargado ya había empezado a ordenar los envíos, poniendo las cartas ilegibles en las taquillas.
El señor Briarley chapoteó por la sala, salió por la puerta y bajó por el pasillo, con la cadena oscilando en su mano. Empezó a subir las escaleras.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Joanna, subiendo tras él.
—Ésa es la cuestión. ¿Al Hades o al cielo? ¿O a la Sala del Juicio de los faraones?
Llegó a lo alto de las escaleras y bajó por Scotland Road, donde el agua era ahora un arroyo que corría por el centro del suelo enlosado.
—¿Y en qué barco? —preguntó él—. ¿En el ferry del faraón? La condujo hasta la escalera de metal y dejó atrás ésta hasta llegar a un ascensor con una reja de bronce.
—¿O a la barca funeraria del rey Arturo? Abrió la reja.
—Después de usted —dijo, haciendo una reverencia. Joanna entró, y él la siguió y cerró la reja—. Frodo zarpó de los Puertos Grises en una barca élfica. —Pulsó un botón de marfil para subir. El ascensor rugió hacia arriba—. Y los muertos de Outward Bound se encontraron en un trasatlántico muy y parecido a éste.
El ascensor se detuvo, y el señor Briarley abrió la reja y se encaminó hacia las puertas que conducían a cubierta.
—Y luego, claro está, el barco del viejo marinero. “Había un barco” —citó, y abrió las puertas. Estaban en la Cubierta de Botes. Ella vio las luces de la sala de comunicaciones y el puente.
—Es adecuado que ése fuera su poema favorito —dijo el señor Briarley, caminando entre los botes salvavidas hacia la sala de comunicaciones—. Tiene icebergs, ya sabe. “Y hielo, alto como el mástil, vino flotando, verde como una esmeralda.”
—¿Ésa es la conexión? —preguntó Joanna—. ¿Es eso lo que leyó usted aquel día?
Él no respondió. Se había detenido ante la sala de comunicaciones, delante de una taquilla de metal cerrada con un candado, y echó mano a las llaves que le colgaban del cuello.
—¿Lo es? —preguntó Joanna, tirándole de la manga. Él se arrodilló delante de la taquilla.
—No —dijo, probando una llave tras otra—, aunque sería adecuado. Los barcos encajan, y el agua. —Insertó una llave. No valía. Probó con otra—. Y la muerte. “Cuatro veces cincuenta hombres vivos cayeron uno a uno.”
La llave no valía. Probó con otra.
—La universalidad de la muerte, ¿es ése el símbolo que está buscando?
La llave encajó. Abrió la taquilla, sacó una caja de madera y se la llevó hasta la barandilla.
—Sin duda eso era el Titanic. Astors, inmigrantes irlandeses y fogoneros pereciendo juntos en las aguas heladas.
Abrió la caja, se agachó, sacó un cilindro de cartón y lo apoyó contra la barandilla, y luego volvió a levantarse.
—Niños y debutantes y jugadores profesionales, todos igualmente indefensos, igualmente condenados.
Se palpó los bolsillos de su chaleco gris como si estuviera buscando algo.
—A menos, por supuesto, que se viajara en segunda, donde tus posibilidades de sobrevivir eran más o menos iguales. —Sacó una caja de cerillas—. En cuyo caso… hágase atrás.
—¿Qué?
—Atrás —dijo él, y extendió la mano para quitarla de en medio. Se arrodilló, prendiendo la cerilla al hacerlo, y la acercó al cilindro.
En el último segundo antes de que encendiera la mecha, ella pensó: “¡Los cohetes! ¡Va a enviar uno de los cohetes de socorro!”, y una llamarada brotó y estalló en una lluvia de chispas blancas. Joanna miró hacia aquellas estrellas blancas que empezaban a caer en el cielo, y al hacerlo, tuvo la impresión de que era algo importante, de que estaba cerca del significado.
—¿Quiere que lo haga yo, señor? —dijo una voz, y Joanna vio que era un oficial con uniforme blanco.
—Gracias.
El señor Briarley le tendió al oficial las cerillas y caminó rápidamente hacia la escalera. Joanna corrió tras él.
—¡Señor Briarley! ¡Espere! —Lo alcanzó en el segundo rellano—. En ese caso, ¿qué?
—En ese caso —dijo él, bajando por las escaleras alfombradas—, el significado del Titanic se vuelve político. Los males de una sociedad estructurada en clases, de la plutocracia, de la represión de las mujeres.
—No era político. Era algo importante.
—Importante —dijo él, llegando al pie de las escaleras. Cruzó el vestíbulo hasta una puerta y la abrió—. Después de usted —dijo, haciendo una reverencia, y ella entró.
Y vio demasiado tarde cuál era el pasillo.
—¡No, espere, no me ha…! —dijo, y regresó al laboratorio. “Todavía no —pensó—. Casi lo tenía. Algo sobre los cohetes, sobre el señor Briarley…”
—¿Joanna? —le estaba diciendo Richard—. ¿Joanna? Abrió los ojos. Tish ya le había quitado la sonda y estaba comprobando sus constantes vitales.
—¿He vuelto a salir despedida?
—No —dijo Richard, y parecía tan preocupado como Vielle en Urgencias—. ¿Estás bien?
“Dije algo al salir —pensó ella—. Le hice prometer que vendría y me rescataría.”
—Estoy bien —respondió, sonriente—. ¿Cuánto tiempo he estado bajo los efectos?
—Cuatro minutos y diez segundos —dijo Tish, levantándole el brazo para retirar el almohadillado.
—¿Sentiste temor durante tu ECM?
“Das pistas —pensó irrelevantemente—. Le pedí que viniera y me rescatara. Cree que creo que es real y no me volverá a someter a la prueba, y tiene que hacerlo. Casi lo tenía.”
—¿Asustada? —dijo, sonriendo—. ¿Por qué? ¿He dicho algo?
—Sí —apuntó Tish—. “Ascensor.”
—¿Ascensor? —dijo Joanna, aliviada y sorprendida ¿Por qué había dicho “ascensor” cuando eran los cohetes…?
—Ha tenido una ECM aburridísima —dijo Tish, mirando su reloj mientras esperaba terminar el periodo de observación—. Primero una oficina de correos y luego un ascensor. ¿Nunca ve nada interesante?
Comprobó el pulso y la tensión de Joanna una última vez, anotándolas en la tabla, y luego le dijo a Richard:
—¿Puedo marcharme? Tengo que ir a ver a alguien antes de que el señor Sage venga a las tres.
El asintió, y en cuanto la enfermera salió de la habitación, volvió a preguntar.
—¿Sentiste temor durante tu ECM?
—¿Por qué? —preguntó Joanna—. ¿Parecía asustada cuando dije “ascensor”?
—No, pero tus escaneos mostraban un nivel de cortisol extremadamente alto. ¿Qué sucedió durante tu ECM?
—Volví a ver al señor Briarley.
Lo contó el viaje hasta la sala de correos, los cohetes, el ascensor.
—Y cuando abrió la puerta, entré antes de darme cuenta de que era el pasillo —dijo—. Por eso tuve miedo de salir expulsada, porque fue como la última vez.
—¿Y no sentiste ningún temor?
—Lo sentí al ver el agua en Scotland Road y cuando vi que la sala de correos estaba inundada —dijo ella, intentando recordar. Estaba tan concentrada buscando al señor Briarley y preguntándole lo que significaba la ECM que no había sentido mucho temor, desde luego no en comparación con el que había sentido cuando contempló la mancha en la alfombra, cuando contempló la nada más allá del costado del barco.
—¿Fue mi índice de cortisol más alto que las dos últimas veces?
—No he mirado todavía el análisis de neurotransmisores, pero según los escaneos, sí. ¿Te sentiste más asustada las otras veces?
Ella pensó en el pánico que sintió al correr por las escaleras, por la cubierta, por el pasillo.
—Sí.
—Me lo temía —dijo él, y se acercó a la consola. Joanna se vistió rápidamente.
—Voy a grabar mi testimonio —dijo—. Volveré a las tres.
Y corrió a su despacho antes de que él pudiera preguntarle nada más. Tenía que pensar en la ECM antes de perder la sensación de que casi, casi tenía la respuesta. Era algo sobre los cohetes y el señor Briarley lanzándolos.
Volvió a repasar la escena, tratando de recordar las palabras exactas del señor Briarley. “Atrás”, había dicho, y el cohete salió despedido y estalló convirtiéndose en estrellas blancas…
Grabó la escena y luego volvió al principio y grabó toda la ECM, tratando de conservar la sensación. Algo sobre los cohetes, aunque no eran una discrepancia, a menos que los que había visto fueran distintos a los del Titanic.
Llamó a Kit y le preguntó cómo eran los cohetes de emergencia.
—Fuegos artificiales blancos —respondió Kit—. Recuerdo que el tío Pat decía que el blanco era el color de la señal de socorro internacional, y había una escena en la película en la que se veía cómo los disparaban.
Por supuesto. La recordaba. El oficial había apoyado el cilindro contra la amura.
—¿Algo más? —preguntó Kit.
—Sí. Quiero saber si había algo llamado Scotland Road a bordo. Tendría que ser un pasillo largo en… —Trató de recordar en qué pasillo estaba—. Las Cubiertas E y F. Y también si había una biblioteca. Tendría que haber estado en la Cubierta de Paseo, junto a un bar. Y algo sobre cómo eran los cohetes y dónde los guardaban.
—Scotland Road, biblioteca, cohetes. Vale —dijo Kit—. Oh, y si tienes un minuto, tengo una lista de las Edith que había a bordo. He encontrado cuatro. No estoy seguro de que eso sea todo. La tripulación sólo aparece por la inicial y el apellido, y alguna de las pasajeras sólo aparece como señora de Tal.
—¿Cuántas se perdieron? ¿De las cuatro?
—Sólo Edith Evans.
Joanna volvió a su ECM. No eran los cohetes, sino algo de esa parte de la ECM. ¿El ascensor? Eso era sin duda un anacronismo. No tenían ascensores en 1912, y aunque los hubieran tenido no habría habido uno a bordo de un barco. Y ella había murmurado “ascensor” al salir.
Volvió a llamar a Kit. El teléfono comunicaba. Miró el reloj. Las dos y cuarto. No había tiempo suficiente para pasarse por allí antes de la sesión del señor Sage. Pero tenía que saberlo ahora, antes de perder la sensación. Tendría que ser Maisie.
Corrió escaleras arriba, esperando que Maisie no hubiera bajado a hacerse pruebas. Estaba tendida en la cama, viendo sin interés Winnie the Pooh. En cuanto vio a Joanna se enderezó contra las almohadas y dijo:
—He descubierto cosas sobre el Carpathia.
—Bien —dijo Joanna—. Tengo que preguntarte algo. ¿Tenía un ascensor el Titanic?
—Sí. ¿No recuerdas? En la película, huían del malo y se metieron en el ascensor y bajaron.
—Creí que tu madre no te había dejado ver Titanic.
—No la he visto. Mi amiga me lo contó, me contó esa parte —dijo, y era una historia muy convincente, aunque Joanna no se la creyó ni por un momento.
—¿Te dijo tu amiga cómo era el ascensor?
—Sí. Tenía uno de esos acordeones de los que se tira. —Hizo una demostración.
La reja. Así que el Titanic tenía un ascensor, y no era un anacronismo. Imaginaba lo que diría Richard cuando lo descubriera. Joanna tendría que esperar que cuando terminara su testimonio hubiera alguna otra discrepancia en su ECM, y sería mejor que lo hiciera pronto, antes de que olvidara lo que había dicho el señor Briarley.
—Tengo que irme, chavalina —dijo, palmeando las mantas sobre las rodillas de Maisie.
—No puedes. No te he hablado todavía del Carpathia. Y tengo que hacerte una pregunta. ¿A qué velocidad van los barcos?
—¿A qué velocidad? —El Titanic navegaba demasiado rápido para las advertencias contra icebergs, eso lo sabía, ¿pero qué velocidad era eso?—. No lo sé.
—Porque en mi libro dice que el Carpathia acudió realmente rápido pero otro libro dice que estaba a cincuenta y ocho millas de distancia…
—¿Cincuenta y ocho? —dijo Joanna—. ¿El Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia?
—Sí. Y tardó tres horas en llegar. El Titanic ya llevaba años hundido. Así que no creo que fuera muy rápido porque cincuenta y ocho millas no es demasiada distancia.
35
Creo que es la muerte.
—¿Qué pasa? —preguntó Maisie, mirando atentamente a Joanna—.¿Estás bien?
—No pasa riada —dijo Joanna—. Tienes razón. Cincuenta y ocho millas no es tan lejos. ¿A qué distancia estaba el Californian?
Cincuenta y ocho millas. Ese día en Urgencias, Greg Menotti estaba hablando del Carpathia{En inglés, barco es femenino, de ahí que Joanna relacione las palabras de Greg Menotti con la distancia del Carpathia. (N. del T.)}.
—Pusiste una cara muy rara cuando te dije la distancia —dijo Maisie—. ¿Alguno de tus pacientes ve el Carpathia en sus ECM?
—No. ¿A qué distancia estaba el Californian?
—Bastante cerca —dijo Maisie, todavía recelosa—. Vio sus cohetes y todo, y probablemente podría haberlos salvado, pero desconectó el telégrafo, así que no oyó ningún SOS, y ni siquiera se enteró de lo que pasaba hasta la mañana siguiente.
Joanna no estaba escuchando. “El estaba intentando decirme que el Carpathia estaba demasiado lejos, que nunca llegaría allí a tiempo.”
—Creo que no tendrían que haberlo hecho —dijo Maisie—. Desconectar el telégrafo. ¿Y tú?
—No —dijo Joanna. “Por eso las palabras de Greg me acosaban tanto, porque sentía que sabía lo que significaban. Significaban que él estaba en el Titanic.”
—Estaba realmente cerca. La gente del Titanic vio sus luces. Les dijeron a los de los botes salvavidas que intentaran remar hacia allí.
—Tengo que irme —dijo Joanna, y se levantó.
—No te hablaré más del Titanic, lo prometo. Sólo hablaré del incendio del circo de Hartford, ¿vale? —continuó Maisie rápidamente—. La gente intentó salir por la entrada principal, pero la jaula de los leones y los tigres estaba en medio y todos se apretujaron, y el jefe de pista no paraba de gritarles que salieran por la entrada de artistas (por ahí es por donde salen los payasos y los acróbatas y esas cosas cuando les toca el turno de actuar), pero la gente seguía intentando salir por donde había entrado.
Se había convencido a sí misma de que el Titanic no era real, de que era un símbolo de algo, una imagen que había elegido su mente a causa de algo que había dicho el señor Briarley. Pero ¿y si no lo era?
—La cosa es que no tenían que salir por las entradas. Podrían haber levantado la carpa y salido arrastrándose por debajo.
La sala de correo, la escalera de proa, Scotland Road, todo estaba en su sitio. Todo era exactamente tal como fue, incluso las flechas rojas y azules de las bicicletas estáticas. “Porque estuviste allí de verdad.” Porque era realmente el Titanic.
“¿Pero cómo podía ser?”, se preguntó Joanna desesperada. La ECM no era una puerta a la otra vida ni a otro tiempo. Era una alucinación química. Era una amalgama de imágenes de la memoria a largo plazo. Pero Greg había dicho “cincuenta ocho”, y no era un número de teléfono, ni una lectura de su presión sanguínea. Eran millas, y estaba hablando del Carpathia.
“Tengo que salir de aquí —pensó Joanna—. Tengo que ir a alguna parte donde pueda pensar sobre esto.” Se encaminó a ciegas hacia la puerta.
—No puedes irte todavía —suplicó Maisie—. No te he hablado de la orquesta.
—Tengo que irme —dijo Joanna, desesperada, y como en respuesta a una plegaria, su busca sonó—. ¿Ves? Me están llamando.
—Puedes llamarlos por mi teléfono si quieres —dijo Maisie—. Puede que no sea un paciente. O podría ser que te digan que tienen que bajar a Radiología y que no tienes que ir ahora mismo.
Joanna sacudió la cabeza.
—Tengo que irme, y tú necesitas…
—Descansar —dijo Maisie, burlona—. Odio descansar. ¿No puedo investigar algo? ¿Por favor? No me cansa nada, y te prometo que no…
—Muy bien —dijo Joanna, y Maisie inmediatamente se inclinó hacía delante y tomo su libreta y su lápiz—. Necesito… —trató de idear algo inofensivo— una lista de todos los cablegramas que envió el Titanic.
—Dijiste que sólo querías los nombres de los barcos.
—Sí —dijo Joanna, tratando de no parecer tan desesperada como se sentía—, pero ahora quiero saber cuáles fueron los mensajes.
—Muy bien. ¿Qué más? “¿Qué más?”
—Y dónde estaba la piscina.
—¿La piscina? ¿En un barco?
—Sí. Quiero saber en qué cubierta estaba.
Mientras Maisie lo anotaba, se encaminó hacia la puerta.
—¿Todos los cablegramas o sólo los que pedían ayuda? —preguntó Maisie.
—Sólo los que pedían ayuda. Ahora tengo que responder a mi busca —dijo, y salió. Y como era imposible escapar de la atención de Maisie, se acercó al puesto de enfermeras y llamó a centralita para ver quién la había llamado.
—Tiene usted cuatro mensajes —dijo la operadora—. El señor Mandrake quiere que lo llame, es muy importante. El doctor Wright quiere que lo llame por la sesión del señor Sage. Vielle Howard quiere que la llame cuando tenga tiempo, está en Urgencias, y Kit Gardiner quiere que la llame inmediatamente. Dice que es urgente. ¿Quiere que la conecte con el despacho del señor Mandrake?
—No —contestó Joanna, y pulsó el botón para cortar la comunicación. No quería estar conectada con nadie, mucho menos con el señor Mandrake. Pero tampoco con Vielle, ni Richard… ¡Oh, Dios, Richard! ¿Qué diría si le contaba que Greg Menotti había estado en el Titanic?
“Tengo que ir a algún sitio donde pueda pensar en todo esto.” Se dispuso a colgar, y entonces pensó: “Kit dijo que era urgente.” ¿Y si el señor Briarley había vuelto a lastimarse? Marcó el número de Kit.
—¿Kit?
—Me alegra que llames —dijo Kit—. ¡Lo tengo!
—¿Lo tienes?
—¡El libro! Laberintos y espejos. Estoy segura de que es ése —dijo, entusiasmada—. Tiene un trabajo fechado el 14 de octubre de 1987. Nunca adivinarías dónde lo he encontrado. Dentro de la olla a presión. Creo que por eso el tío Pat seguía sacándolo todo de las alacenas. Me muero de ganas de que lo veas. ¿Puedes venir esta tarde?
“No —pensó Joanna—. No hasta que haya resuelto esto.”
—Estoy muy ocupada.
—Oh —dijo Kit, parecía decepcionada—. Te lo llevaría al hospital, pero el tío Pat tiene un mal día…
—No, no quiero que tengas que hacer eso. Me pasaré esta noche, dijo Joanna, y colgó rápidamente. Llamaría a Kit más tarde y pondría alguna excusa para no ir.
“No puedo ir porque he estado retrocediendo en el tiempo hasta un barco que se hunde —pensó descabelladamente—. ¿O mejor no puedo ir porque me he convertido en una chiflada de las ECM?”
—Oh, señorita Lander, está usted aquí —dijo una auxiliar de clínica a la que reconoció vagamente—. El señor Mandrake la está buscando. Barbara dijo que no estaba en la planta, y eso es lo que le dije.
Bendita sea Barbara, pensó Joanna, mirando ansiosamente en dirección al ascensor.
—¿Cuándo estuvo aquí?
—Hace unos diez minutos. Dijo que si la veía le dijera que lo llame inmediatamente, que ha encontrado la prueba de que las experiencias cercanas a la muerte son reales.
“Y yo también”, pensó Joanna sombríamente.
—¿Dijo adonde iba?
—No. Puedo llamarlo por el busca —respondió la auxiliar, echando mano al teléfono.
—¡No! No importa. Será más rápido que suba a su despacho —dijo, y se encaminó hacia la puerta de las escaleras.
—Esas escaleras no llegan hasta la séptima —la llamó la auxiliar.
—Un atajo —respondió Joanna, abriendo la puerta.
—Oh —asintió la auxiliar, y Joanna logró escapar. “¿Pero adonde?”, se preguntó, mientras bajaba las escaleras. No podía regresar a su despacho ni al laboratorio, y con él rondando los pasillos no estaría a salvo en ninguna parte. “Y no puedo, no puedo soportar verlo ahora mismo”, pensó, “y escucharlo sermonear sobre el cielo y ser felices para siempre jamás”.
Bajó las escaleras hasta la tercera planta y entonces se detuvo, con la mano en la puerta. Para llegar al aparcamiento desde allí tendría que usar el pasillo elevado y atravesar Medicina interna y pasar ante la habitación de la señora Davenport, y el señor Wojakowski estaba en la segunda planta.
Soltó la puerta y siguió bajando hasta la planta baja. “Un taxi pensó—, siempre hay taxis ahí delante. Si llevo dinero encima.” Rebuscó en los bolsillos. Encontró dos dólares, un cuarto de dólar y tres centavos. Bajó al sótano, dejó atrás el depósito de cadáveres y salió.
Hacía mucho frío y por lo plomizo que estaba el cielo parecía que podía empezar a nevar de un momento a otro. Se arrebujó en la rebeca y dejó atrás las calderas y llegó a la entrada principal. Sólo había un taxi de aspecto desvencijado delante de las puertas de cristal de la entrada. Joanna se sentó en el asiento trasero.
—¿Adonde? —preguntó el taxista. Joanna se inclinó hacia delante.
—Al aparcamiento del hospital.
—¿Es una especie de broma? —dijo el hombre, mirándola por el espejo retrovisor.
—No. Necesito que me lleve hasta mi coche. Está aparcado allí.
El se la quedó mirando como si estuviera chalada. Bueno, ¿no lo estaba? ¿Huir del señor Mandrake como si fuera un monstruo en vez de un pesado? ¿Creer en lo increíble?
—Pretendía ir caminando hasta mi coche, pero hace demasiado frío.
La explicación no tenía sentido, y ella se quedó esperando a que el hombre le dijera: “¿Por qué no vuelve a entrar y cruza por dentro?” Pero el taxista gruñó:
—Mínimo dos pavos.
Puso el coche en marcha y echó a andar. ¿Y por qué no iba a creer en su explicación? Ella creía que se había transportado al Titanic junto a Greg Menotti. El taxista dio un golpecito al taxímetro.
—Dos veinte —dijo. Joanna le tendió el dinero.
—Gracias. Me ha salvado la vida.
Salió del taxi y se acercó a su coche, temerosa de que el señor Mandrake estuviera allí esperándola.
No estaba. Ni en la verja del aparcamiento. Giró al sur en Colorado Boulevard, al oeste en la Sexta Avenida, al sur de nuevo en la Universidad, como si fuera un personaje de una película de Sylvester Stallone tratando de despistar al malo. Un camión de bomberos corrió hacia ella, haciendo ulular las sirenas y sonar el claxon; Joanna se apartó y luego se quedó allí, agarrando el volante con las dos manos y contemplando la nada.
Greg Menotti había estado en el Titanic. Le había visto allí, había asumido que estaba allí, que el señor Briarley estaba allí, porque los había construido a partir de los recuerdos y los deseos. ¿Pero y si el Titanic era real, y estaban allí de verdad, el señor Briarley atrapado en un misterioso limbo entre dos mundos, parte de él muerta ya, y el lugar al que ibas después de morir no era el cielo sino que retrocedías en el tiempo hasta las cubiertas del Titanic?
“No puedes creer esto”, pensó, y se dio cuenta que no se lo creía. Esto tenía sentido, ni siquiera aunque la ECM fuera una experiencia espiritual. El cielo, los Campos Elíseos, el Hades, el Valhalla, incluso la postal Hallmark del Otro Lado del señor Mandrake tenían más lógica que aquello. Aunque los muertos fueran enviados hacia atrás en el tiempo con algún extraño modo de reencarnación inversa, ¿los enviarían al Titanic? ¿Era una especie de castigo? ¿O se suponía que los muertos debían hundirse en las profundidades del Atlántico, y el Titanic daba la casualidad de que estaba allí en medio?
“Y no es el Titanic”, pensó. Ni una sola vez, ni siquiera en aquel primer arrebato de reconocimiento, había pensado que fuera el trasatlántico auténtico. Era otra cosa y el Titanic era solamente una metáfora, no sólo para ella, por difícil que fuera de creer, sino para Greg Menotti también. ¿Y cómo era posible?
Tal vez hubiese ido al instituto Dry Creek y escuchado al señor Briarley decir lo mismo. No, recordó que le había dicho que acababa de mudarse desde Nueva York.
Muy bien, pues tal vez era un fanático del Titanic, igual que el señor Briarley. “¿Estás de broma?”, pensó. Hacía ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. Pero, como había dicho Richard, había películas y libros y especiales de televisión sobre el Titanic por todas partes, y en cualquiera de ellos podían haber mencionado que el Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia…
“Si eran cincuenta y ocho millas. Sólo tienes la palabra de Maisie al respecto, y ya la oíste, dijo que el Titanic se había hundido horas antes de que llegara el Carpathia. Podía estar exagerando o haberse equivocado de número, podrían haber sido cincuenta y siete millas, o sesenta, y le estás dando vueltas al coco por nada, como aquella noche que no dejabas de ver el cincuenta y ocho en las matrículas y los carteles del McDonald’s.”
No, se dijo, mirando ciegamente a través del parabrisas mientras la nieve empezaba a caer, eran cincuenta y ocho. Lo supo en el momento en que oyó a Maisie decirlo. “¿Igual que supiste que el señor Briarley había muerto, y bajaste corriendo a Urgencias? Confirmación externa. Necesitas comprobar doblemente los hechos, hacer que Maisie te enseñe el libro o preguntárselo a Kit.”
Kit. Le había pedido que fuera a casa a mirar el libro. Podría pedirle que lo buscara, que lo verificara. Sólo tardaría unos minutos.
Puso el coche en marcha y se dio cuenta de que estaba muy cerca de la casa. En el pánico de su huida casi había llegado al distrito universitario. Condujo el resto del camino hasta la casa del señor Briarley, pensando que ni siquiera tendría que explicarlo. “Le diré que voy a ver el libro. Fingiré que es sólo otro fragmento más de información que necesito.”
Sólo después de encontrarse en el porche, de llamar al timbre y de quedarse allí tiritando con su rebeca, recordó que Kit había dicho que el señor Briarley estaba teniendo un mal día. “No tendría que haber venido”, pensó, pero Kit ya había abierto la puerta.
Llevaba pantalones capri y un top de encaje y un par de zapatillas de ballet. “Debe de tener frío —pensó Joanna como una tonta—. Lleva zapatillas.”
—¡Hola! —saludó, sonriendo—. Pensaba que habías dicho que no ibas a poder venir hoy.
—He podido escaparme después de todo. Espero que no sea un mal momento.
—¡No, es magnífico! —dijo Kit—. Me muero por enseñarte el libro. Supe que era ése en cuanto lo vi. ¿Sabes cómo a veces una sabe las cosas sin más? ¿No dijiste que personas distintas pensaban que tenía cosas distintas en la portada? Bueno, pues todas tenían razón. Vaya, hace frío aquí fuera —dijo, y tiritó. Abrió más la puerta—. ¿Cómo es que no llevas abrigo?
Joanna no supo qué contestar a eso, pero Kit no parecía esperar una respuesta.
—Voy por el libro —dijo, y se marchó a la biblioteca. Volvió en menos de un minuto, cerrando con cuidado la puerta tras ella—. El tío Pat está durmiendo —susurró, e indicó a Joanna que la siguiera pasillo abajo hasta la cocina—. Se despertará dentro de unos minutos. Quiero dejarlo dormir si puede. Anoche pasó una mala noche.
Una mala noche. Había vuelto a desmantelar la cocina, más que antes. Había platos y cubiertos por todas partes, y todo el contenido del frigorífico estaba tirado por el suelo. Un rollo entero de toallitas de papel envolvía los botes y los moldes de las galletas y la porcelana. En la encimera había una botella aplastada de ketchup, goteando roja sobre el fregadero. En la mesa había un recogedor con cristales rotos, y la papelera estaba casi llena.
—El tío Pat estaba buscando el libro —dijo Kit, quitando dos tazas de té del escurridor—. Creo que debe de tener algún vago recuerdo de haberlo puesto en algún lugar de la cocina, y por eso sigue haciendo esto.
Pasó por encima de una lechuga para llegar al fregadero y llenar dos tazas.
Me alegra mucho que pudieras venir. Estoy segura de que esta vez es el libro correcto. Es azul, tal como dijiste, y tiene todas las cosas que dijiste. —Metió las tazas en el microondas y pulsó los botones—. Están dentro de unos paneles grises que supongo que son espejos…
“Laberintos y espejos”, pensó Joanna, y pudo ver los espejos, colocados en ángulo, con imágenes distintas en cada uno: un tintero y una pluma, y la reina Isabel, a quien Ricky Inman le había dibujado bigote y gafas, y la proa de una carabela hendiendo las aguas azules.
—Uno de ellos tiene un barco, como tú dijiste, y un… —dijo Kit, buscando debajo de una pila de ollas.
—… castillo y una corona sobre un cojín de terciopelo rojo —dijo Joanna—. Es ése, sin duda.
—¡Oh, bien! —aplaudió Kit—. Ahora, si puedo encontrar las bolsitas de té…
Buscó bajo una inestable torre de cajas de cereales y especias.
—¿A qué distancia estaba el Carpathia del Titanic? —preguntó Joanna.
—¿El barco que fue en su ayuda? No lo sé. Lo buscaré. Soltó un frasco de canela y se dirigió hacia la puerta, pasando por encima de una sartén, un frasco de aceitunas y un cartón de huevos.
—Ahora mismo vuelvo.
Recorrió el pasillo y subió las escaleras y volvió casi inmediatamente con un puñado de libros.
—Le he echado un vistazo al tío Pat. Sigue durmiendo. Despejó la mesa y depositó allí los libros.
—Veamos —dijo, abriendo el de arriba por el índice—. Carpathia, Carpathia, aquí está. Cincuenta y ocho millas.
—¿Estás segura? —preguntó Joanna. Y por supuesto que estaba segura. “Lo supiste en el momento en que Maisie lo dijo. Te estabas engañando a ti misma buscando confirmación externa.”
—Está aquí mismo. “Cincuenta y ocho millas al suroeste del Titanic cuando recibió su primer SOS” —leyó—. “El Carpathia. se acercó a toda máquina, pero llegó demasiado tarde para rescatar a los pasajeros del barco.”
Cerró el libro para mirar la portada.
—Es El Titanic: símbolo de nuestro tiempo. ¿Quieres que lo compruebe en otro?
—No. No.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien, Joanna?
—No.
—Esto tiene algo que ver con tus ECM, ¿verdad? —dijo Kit ansiosamente.
Le contó las últimas palabras de Greg Menotti, y la acuciante sensación de que sabía lo que significaban, y lo que le había dicho Maisie.
—Estaba hablando del Carpathia.
—¿Y crees que eso significa que estaba viendo también el Titanic en su ECM?
—Sí. ¿Pero por qué vio la misma imagen que yo? —preguntó Joanna—. Los escaneos TPIR demuestran que la ECM obtiene sus imágenes de la memoria a largo plazo. Esas pautas memorísticas son distintas para cada sujeto. ¿Por qué dos tendrían que tener ECM idénticas? ¿Por qué ver el Titanic?
—¿Estás segura de que él lo vio? Quiero decir, cincuenta y ocho podría significar montones de cosas. Direcciones, números PIN… ¿Qué edad tenía?
—Treinta y seis —dijo Joanna—. No era su presión sanguínea ni el número de su móvil ni la combinación de su taquilla. Eran millas. “Está demasiado lejos para llegar a tiempo”, dijo. Estaba hablando del Carpathia. Estoy segura. Estaba a bordo del Titanic, como yo.
—O… hay otra posibilidad, ¿sabes? —dijo Kit, pensativa—. Dices que él tuvo la misma ECM que tú. Tal vez eso no sea cierto. Tal vez sea al revés.
—¿Al revés? ¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas que me dijiste que todo el mundo ve túneles y luces y parientes, porque han sido programados para esperar eso? ¿Y cómo el señor Mandrake influye en todos sus sujetos para que vean al Ángel de Luz?
Joanna asintió, incapaz de ver adonde quería ir a parar.
—Bueno, ¿y si, cuando oíste a ese paciente decir “cincuenta y ocho”, tu subconsciente lo relacionó con el Titanic, a causa de todas las historias que te contó el tío Pat, y por eso cuando te sometiste a la prueba viste el Titanic? Porque te había influido. Pudo haber estado hablando de cualquier cosa, pero tú hiciste la conexión con el Carpathia.
Tenía todo el sentido del mundo. Se había protegido para no ver a los parientes ni los ángeles ni las revisiones de vida de las que hablaba todo el mundo, pero eso no significaba que no hubiera tenido expectativas. Se había pasado los dos últimos años viendo las expresiones de sus sujetos, y su lenguaje corporal, tratando de averiguar cómo eran sus experiencias cercanas a la muerte. “Oh, no, oh, no, oh, no”, había dicho Amelia, y la señora Woollam se llevó la Biblia a su frágil pecho vano: “¿Cómo puede no ser aterrador?”
Y durante el periodo inmediatamente anterior a someterse a la prueba había estado pensando en Greg Menotti, preocupada por lo que había dicho, tratando de encontrarle sentido. Había pensado que “cincuenta y ocho” le resultaba familiar. Su mente subconsciente debió de recordar que ésa era la distancia a la que estaba el Carpathia y disparó los otros recuerdos, disparó la ECM y la referencia al señor Briarley, y no eran los motores al pararse la conexión que estaba buscando, era el señor Briarley diciendo: “El Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia, demasiado lejos para llegar a tiempo.”
—Eso tiene que ser —dijo Joanna—. Tiene todo el sentido del mundo.
—¿Pero cómo encaja el libro? Apuesto a que tiene un poema o algo parecido sobre el Carpathia, y si lo tiene, eso lo demostrará —dijo Kit, entusiasmada—. Esto es igual que una historia de detectives.
Soltó el libro y empezó a abrirse paso entre las sartenes y la comida.
—Iré a traerlo.
—No quiero que molestes al señor Br…
—No haré ruido. Ahora mismo vuelvo —dijo, y salió al pasillo.
Joanna recogió El Titanic: un símbolo de nuestro tiempo y contempló la imagen del barco hundiéndose con un cohete en el cielo. Si Greg Menotti había sido la influencia para su ECM, eso explicaría por qué aparecía en ella. Y el señor Briarley…
—¡Oh, no! —dijo Kit desde el estudio, y Joanna se levantó rápidamente, dándose un golpe en la rodilla contra la pata de la mesa al hacerlo. Un puñado de platos resbaló hacia el borde, y media docena de cuchillos cayó con estrépito al suelo.
Joanna se abalanzó hacia los platos y los apartó del borde.
—¿Qué pasa? —preguntó, mientras conseguía abrirse camino entre el laberinto de sartenes y frascos de salsa para ensaladas.
Kit estaba con los brazos en jarras junto al señor Briarley, y él no estaba muerto. Estaba despierto y miraba desconcertado hacia el frente, hundido en su sillón de cuero rojo, las manos sobre el regazo. Joanna vio con un escalofrío que llevaba mal abrochado el chaleco de cheviot. Al mirarlo, Joanna advirtió que a eso, y no al desastre de la cocina, era a lo que se refería Kit al decir que tenía un mal día.
—No está allí —dijo Kit, disgustada.
—¿El qué no está?
—Laberintos y espejos. —Kit se arrodilló delante del señor Briarley—. Tío Pat, ¿has tocado el libro?
Él no respondió, ni dio señal alguna de haberla oído, ni de saber que estaba allí. Contempló atontado el otro lado de la habitación.
—¿Dónde lo has metido, tío Pat? —preguntó Kit, y como no hubo respuesta, se levantó—. Lo ha vuelto a esconder. No puede llevar despierto más de cinco minutos. Estaba todavía dormido cuando bajé los libros sobre el Titanic.
—¿Dónde lo dejaste? —le preguntó Joanna.
—Aquí mismo. —Kit señaló un espacio vacío en el extremo de una estantería—. Creí que no lo advertiría en la estantería. Nunca tendría que haberlo dejado aquí. Tendría que haberlo dejado arriba, con los libros sobre el Titanic.
—No importa —dijo Joanna, preocupada al ver tan inquieta a Kit—. El libro era una excusa. En realidad vine a preguntarte por el Carpathia, para averiguar por qué Greg Menotti vio el Titanic cuando se estaba muriendo…
—Sí que importa —dijo Kit, casi llorando—. Tendría que haber sabido que no debía dejarlo allí. Ayer lo encontré escondiendo mis botas en el altillo del armario… ¡Espera un momento! ¡Acabo de tener una idea!
Corrió escaleras arriba.
—¿Puedo ayudarte en algo? —llamó Joanna.
—No, será mejor que te quedes con él. ¡Quién sabe qué puede esconder a continuación!
Joanna regresó a la biblioteca, aunque el señor Briarley parecía como si no fuera a moverse nunca más de su sillón, mucho menos a salir de la habitación para dedicarse a esconder cosas. Parecía tan quieto, tan falto de movimiento como Coma Carl, y Joanna se sintió súbitamente avergonzada de estar mirándolo, como si hubiera irrumpido en una casa donde no había nadie. Se dio la vuelta y se puso a mirar las estanterías.
Si había sacado el libro de una estantería, bien podía haberlo puesto en otra. Escrutó los libros que había en lo alto de los estantes primero y luego en las filas de volúmenes ordenados, buscando algo grueso, con aspecto de libro de texto. Y allí estaba, entre Bleak House y Spoon River Anthology. Llamó a Kit.
—He encontra… —Entonces se detuvo, mirándolo.
—¿Lo has encontrado? —dijo Kit desde lo alto de las escaleras.
—No —le gritó Joanna—. Lo siento, es el otro, el que no era.
“El que no era”, pensó, mirando el clipper y el fondo azul y las letras naranja. No era ése, aunque cumpliera todos los requisitos.
Y tampoco lo era la teoría de Kit. Era lógica, encajaba con todas las circunstancias, pero aunque encontraran Laberintos y espejos y tuviera un poema sobre el Carpathia, un poema con una introducción que explicara en cursiva: “La noche del hundimiento del Titanic, el vapor Carpathia se encontraba a cincuenta y ocho millas de distancia, demasiado lejos para ir al rescate del trasatlántico…” seguiría sin ser acertada.
“No vi el Titanic por las últimas palabras de Greg Menotti —pensó—. Fue por algo que dijo en clase el señor Briarley.” Y lo sabría cuando lo oyera, como Kit lo supo cuando encontró el libro adecuado, como había sabido que el sonido que había escuchado eran los motores al pararse.
Joanna se acercó al sillón del señor Briarley.
—Señor Briarley —dijo, arrodillándose junto al brazo del sillón—. Dijo usted en clase algo sobre el Titanic, sobre lo que significaba. ¿Qué era? ¿Puede recordarlo?
El señor Briarley continuó mirando la pared.
—Sé que le resulta difícil recordar —dijo Joanna amablemente—, pero es muy importante. Fue algo sobre el Titanic. Cerró usted el libro, y dijo… —Golpeó el brazo de cuero del sillón, tratando de obligar al recuerdo—. Algo sobre el Titanic. Había niebla y usted sostenía en la mano un libro…
Joanna cerró los ojos, tratando de recordar si era Laberintos y espejos o la ajada edición en rústica de Una noche para recordar.
—Por favor, intente recordar lo que dijo, señor Briarley —susurró—. Por favor. Es importante.
No hubo ninguna respuesta.
“Está demasiado lejos para oírme —pensó Joanna—. ¿Dónde está, señor Briarley? ¿En la sala de correo, con agua hasta los tobillos, pidiendo al empleado la llave? ¿O en la sala de lectura, tratando de escribirle un mensaje a Kit?”
O en ninguna parte; las células cerebrales que contenían la conciencia y la comprensión y la identidad destruidas por el Alzheimer, las smapsis que contenían el recuerdo de aquella tarde nublada perdidas sin dejar huella.
—No lo recuerda —dijo, desesperanzada, y se levantó—. No importa. No se preocupe.
Depositó Viajes y versos en la estantería y escrutó con atención el resto de los estantes, aunque fue inútil. “Porque Laberintos y espejos no contiene nada sobre el Titanic.” Lo había recordado no por un poema o un artículo, sino porque el señor Briarley lo tenía en las manos cuando hizo el comentario que era el detonante. Y por eso, cuando Betty le dijo el título, sintió aquel destello de reconocimiento. Porque era la portada que ella recordaba, la portada que ella estaba mirando cuando él pronunció aquellas palabras críticas.
Terminó con los estantes y empezó con los libros apilados junto a la ventana. Se preguntó si el asiento junto a la ventana se levantaba, si el señor Briarley podría haber metido el libro dentro.
—¿Qué más vería? —dijo el señor Briarley desde su asiento.
—¿Qué? —replicó Joanna, sobresaltada. El se había enderezado y miraba hacia el lugar donde ella se había arrodillado.
—¿Quién puede decirme qué es una metáfora? —preguntó, escrutando la habitación. “Su clase”, pensó. “Está viendo su clase de lengua.”
—¿Señorita Lander? —dijo, dirigiendo la mirada al espacio situado junto a su sillón—. ¿Puede definir una metáfora?
Joanna miró hacia las escaleras, preguntándose si llamar a Kit.
—Una metáfora es una comparación implícita o directa de dos cosas que son iguales de algún modo —dijo él—. La muerte es un viaje, una jornada, un pasillo, un tránsito. Y sí, lo sé, señor Inman, nunca ha visto niebla con pies. Eso es porque la mayoría de las cosas sólo se parecen de una o dos formas. Como un gato, la niebla es silenciosa, misteriosa. Por otro lado no come pescado ni, como usted ha señalado, señor Inman, tiene patas.
El señor Briarley se levantó y se acercó a la mesa de la biblioteca, y se sentó en el borde. Joanna contuvo la respiración.
—Normalmente sólo hay unos pocos puntos de comparación, pero a veces, a veces las dos cosas son imágenes reflejadas. ¿Nunca se han preguntado por qué pierdo un valioso tiempo de clase con un naufragio? ¿Nunca se han preguntado por qué, después de todos estos años, todos esos libros y películas y obras de teatro, la gente sigue fascinada?
“Está hablando del Titanic —pensó Joanna—. Recuerda.” Se sentó en el asiento junto a la ventana, esperando.
—Lo saben cuando la ven. La reconocen instantáneamente, aunque nunca la han visto antes. Y no pueden apartar la mirada.
Estaba hablando en acertijos, marañas de recuerdos y metáforas, y aquello podía no significar más que si le preguntara si tenía un pase para permanecer en el pasillo; pero ella permaneció sentada y en silencio, temerosa de moverse, temerosa incluso de respirar.
—Se dicen a sí mismos que no es lo que es, que es una obra moral o una comedia de enredo —dijo el señor Briarley—. Dicen que parece guerra de clases o arrogancia tecnológica o la venganza de un Dios colérico, pero se están mintiendo a sí mismos. Saben, saben lo que es. Y él también.
“Por eso él lo vio —dijo el señor Briarley, y Joanna advirtió de qué estaba hablando. No la había oído cuando se arrodilló junto a su sillón y le pidió que recordara. La había oído antes, cuando hablaba con Kit y le preguntaba por qué Greg Menotti había visto el Titanic, y se había pasado los últimos quince minutos rebuscando pacientemente en los pasillos de su cerebro dañado y bloqueado, tratando de encontrar la respuesta.
“Nunca lo olvidaré —murmuró Briarley—. Lo dijo Edith. —Y, como si ella se lo hubiera preguntado, añadió—: Edith Haisman. Dijo: “Nunca lo olvidaré, la oscuridad y el frío.” Pero no estaba hablando del Titanic. Y el vigía, que lo vio primero, que dio la señal de alarma, se colgó de una farola. Porque supo qué era en realidad. Lo supo en cuanto lo vio, supo…
—No lo encuentro por ninguna parte —dijo Kit, y Joanna la oyó bajar las escaleras.
“No”, pensó Joanna, apretujándose contra el respaldo del asiento como lo había hecho contra la pared de las escaleras el día que Richard y ella se ocultaron del señor Mandrake.
—No estaba en el armario ni debajo de los colchones ni detrás del radiador —dijo Kit, a medio camino. “No —rezó Joanna—. Ahora no…”
—¡Espera! —dijo Kit, sólo a unos pasos del pie de las escaleras—. Se me acaba de ocurrir un sitio. Sé dónde puede estar. —Y corrió escaleras arriba.
El señor Briarley la miró, la cabeza ladeada, como si escuchara su voz, y luego se desplomó de nuevo en su sillón. Joanna esperó, pero Ja voz de Kit, sin pretenderlo, había roto el hechizo, y él había vuelto a hundirse en la inconsciencia.
“¿Cómo es, señor Briarley? —estuvo a punto de preguntarle Joanna pero tuvo miedo de romper la conexión que todavía pudiera haber en su mente—. Espera —pensó, prestando atención ansiosamente a los sonidos que pudiera hacer Kit—. No des pistas. Espera.”
Siempre pierdo mi libro de calificaciones —dijo el señor Briarley y su voz había cambiado. Era introspectiva, incluso amable—. Y no pude recordar los nombres de las hijas de Lear. Advertencias sobre icebergs. Pero no las escuché. “Me hago viejo —me dije—. El típico profesor despistado.” Muy pocos pasajeros oyeron la colisión, ¿sabes? Fueron los motores al pararse lo que los despertó.
El corazón de Joanna latió dolorosamente. “Espera.”
—Me dije a mí mismo que no había nada de qué preocuparme —continuó él—. La medicina moderna había creado un barco imposible de hundir, y las luces seguían encendidas, las cubiertas estaban relativamente niveladas. Pero por dentro…
Miró ciegamente hacia delante un momento y luego continuó.
—La metáfora perfecta —dijo—, surgida de pronto de ninguna parte en mitad de tu primer viaje, invisible hasta que casi lo tienes encima, inevitable incluso cuando tratas de esquivarlo, inesperado incluso cuando ha habido todo tipo de advertencias. La literatura, la literatura es una advertencia —dijo, y luego, temblando, añadió—: “No, no, mi sueño se alargó después de la vida.” Shakespeare lo escribió, tratando de advertirnos de lo que venía. “Creo que crucé el río de la melancolía, con ese triste timonel del que escriben los poetas, hacia el remo de la noche perpetua.”
Contempló la biblioteca como si fuera una clase.
—¿Puede decirme alguien lo que significa eso? En el piso de arriba, Kit cerró un cajón de golpe, y el señor Briarley dijo, como si hubiera sido una pregunta:
—Nada puede salvarte, ni la juventud ni la belleza ni el dinero, ni la inteligencia ni el poder ni el valor. Estáis solos, en mitad de un océano, con las luces apagándose.
Kit cerró una puerta, salió al pasillo. Bajaría de un momento a otro. No había tiempo para esperar.
—¿Por qué vio el Titanic cuando se estaba muriendo? —preguntó Joanna, y el señor Briarley se volvió y la miró sorprendido.
—No lo hizo —contestó—. Vio a la muerte.
—Y se parecía al Titanic —dijo Joanna.
—Y se parecía al Titanic. Kit apareció en la puerta.
—Os he oído hablar —dijo—. ¿Lo encontraste?
36
7 A.M., jueves. Navegamos en el Titanic en su viaje inaugural, destino Nueva York, su primer viaje por el Atlántico. Adiós. Amor, P. D.
Joanna ni siquiera estaba segura de cómo regresó al hospital. Sólo quiso marcharse, escapar de lo que le había dicho el señor Briarley, y de lo que podría decirle a Kit.
—¿Qué pasa? —preguntó Kit después de mirarla a la cara—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —dijo Joanna, tratando de ocultar el conocimiento de su rostro—. No encontré el libro de texto.
Kit había entrado en la biblioteca y estaba de espaldas a las fotos enmarcadas, de modo que la imagen de Kevin sonreía por encima de su hombro. “No puedo decírselo —pensó Joanna—. No puedo dejar que lo averigüe.”
—Tengo que irme —dijo, y salió al pasillo.
—El tío Pat no te diría nada, ¿verdad? —preguntó Kit ansiosamente, siguiéndola hasta la puerta—. A veces dice cosas terribles, pero no va en serio. Son parte de su enfermedad. Ni siquiera sabe que las dice.
—No —contestó ella, tratando de sonreír para tranquilizarla—. No dijo nada terrible.
Sólo la verdad. La terrible, terrible verdad.
No había ninguna duda de que fuera verdad, aunque, al escucharlo, ella había sentido ganas repentinas de gritar “¡Eureka!”, sólo una sensación de temor. “Una sensación de hundimiento”, pensó, y torció los labios. Qué adecuado. ¿Cómo lo había llamado el señor Briarley? La viva imagen reflejada de la muerte.
Y por eso había seguido resonando durante años. Todos los desastres (el Hindenburg de Maisie y Pompeya y el incendio del circo de Hartford) tenían algunos de los atributos de la muerte, lo repentino o el pánico o el horror, pero el Titanic los tenía todos: valor y destrucción y casualidad y la temible confluencia de coincidencia y culpabilidad, pánico y galantería y desesperación.
La tragedia del Titanic fue a la vez súbita y lenta, el impacto con el iceberg tan inesperado como un accidente de coche, como un infarto. Pero también fue interminable, los pasajeros sentados silenciosamente en cubierta después de que todos los botes hubieran partido o jugando a las cartas en la sala de fumadores, como pacientes de una residencia, en el pabellón de Oncología, esperando eternamente la muerte.
Todos los atributos. La lesión que parecía menor al principio (un bultito, una sombra en los rayos-X, una tos), nada de lo que preocuparse. La medicina moderna había hecho que el barco fuera casi insumergible, y el capitán sin duda sabe qué hay que hacer.
Pensó en Greg Menotti, protestando porque iba al gimnasio cada día, aunque un dolor de muerte le atenazaba el pecho. En la madre de Maisie, insistiendo en que el nuevo fármaco estaba estabilizando la arritmia de su hija. En los hombres del Titanic asomados a la barandilla y riendo ante las mujeres de los botes, “nos veremos en el desayuno” y “necesitaréis un pase para volver a subir a bordo”.
Negativa, y luego preocupación. El médico ordena una analítica, el TAC demuestra una degeneración progresiva de las células nerviosas corticales, la cubierta empieza a inclinarse. Pero sigue sin haber ningún indicio de que sea algo seno. No hay ninguna necesidad de que venga tu hermano, ninguna necesidad de ponerse un chaleco salvavidas o escribir un testamento, no con las cubiertas todavía iluminadas y la orquesta todavía tocando.
Más negativas, y luego una carrera frenética hacia los botes salvavidas, hacia la quimioterapia, hacia una clínica en México, y por fin, cuando todos los botes han partido, despedidas y aferrarse a la desesperada a las sillas de cubierta, la religión, el pensamiento positivo, los libros del señor Mandrake, una luz al final del túnel. Pero nada funciona, nada se aguanta, porque todo el barco se está haciendo pedazos, rompiéndose, chocando… “por eso lo llaman equipo de choque”, pensó Joanna de repente, el cuerpo se está rompiendo, se sumerge, se hunde y el Titanic no es sólo un reflejo de la muerte, sino de lo que le pasaba al cuerpo, porque no murió de inmediato como no muere de inmediato una persona, sino por etapas: la respiración se detiene y luego el corazón y la sangre en las venas. Un compartimiento estanco tras otro inundándose y rebosando hasta el siguiente: el córtex cerebral, la médula, el cerebelo, todo falla y se apaga, y en sus últimos momentos ven su propio final. El barco se hunde por la cabeza.
Pero tarda una eternidad en hundirse, las pupilas se dilatan aunque se esfuerzan sin remedio por mantener las luces encendidas. Algunas células sobreviven durante horas, el hígado sigue metabolizando, los huesos siguen fabricando médula, como fogoneros en la sala de máquinas, todavía trabajando para alimentar las calderas, para mantener las dinamos en marcha, sin saber que el barco ya ha zozobrado. Se hunde lentamente al principio y luego más rápido, el cuerpo se va oscureciendo gradualmente, se va enfriando.
“Nunca olvidaré la oscuridad y el frío”, pensó Joanna, temblando. Estaba sentada dentro de su coche en el aparcamiento del hospital, las manos dormidas sobre el volante. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, contemplando el hospital, el cielo gris, sin verlos.
Mucho tiempo. Estaba oscureciendo, el gris del cielo aumentaba, cerrándose, y las luces se habían encendido en casi todas las ventanas del hospital. En algún momento debía de haber desconectado el motor, pero el coche estaba helado. No se notaba los pies. “Vas a morirte de una pulmonía”, pensó, y salió del coche y entró en el hospital. Dentro estaba todo iluminado, los fluorescentes la hicieron entornar los ojos al abrir la puerta. Al otro extremo del pasillo, envuelta en una luz cegadora, pudo ver a una mujer vestida de blanco y a un hombre con un traje oscuro.
“El señor Mandrake”, pensó Joanna. Se había olvidado de él.
—Pero se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó la mujer, la voz temblorosa.
—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo el hombre. Un médico, no el señor Mandrake, pero Joanna se dirigió hacia la escalera más cercana y empezó a subir al laboratorio.
“Estamos haciendo todo lo que podemos”, había dicho el médico, pero no había nada que nadie pudiera hacer. Sólo ahora que toda esperanza había desaparecido, advirtió Joanna cuánto había deseado que la ECM fuera un fenómeno físico, un mecanismo de supervivencia, cuándo había querido presentarle triunfalmente a Richard la solución del rompecabezas. Cuánto había querido decirle a Maisie: “Tenemos un nuevo tratamiento.”
Pero eso siempre había sido descabelladamente improbable. Los descubrimientos médicos y los tratamientos adecuados estaban separados por años, a veces por décadas, y la persona que había inspirado la investigación rara vez se beneficiaba de ella. Joanna, más que nadie, tenía que saberlo. Después del Titanic, se aprobó la legislación que desvió las rutas de los trasatlánticos al sur, la obligatoriedad de permanecer en contacto radiado las veinticuatro horas, la necesidad de que hubiera botes salvavidas para todos los pasajeros a bordo. Todo demasiado tarde, demasiado tarde para mil quinientas almas perdidas.
Y aunque la ECM hubiera sido un mecanismo de supervivencia, no había ninguna garantía de que pudiera haberse desarrollado un tratamiento a partir de ella. Pero no lo era. No era ningún tipo de mecanismo de defensa progresivo, y su persistente sensación de que lo era, de que estaba a punto de hacer un descubrimiento médico significativo no había sido más que un deseo, una fabulación inducida por medios químicos.
No era una defensa del cuerpo contra la muerte. Era al revés. Era enfrentarse cara a cara a la muerte sin ninguna defensa, reconociéndola en todo su horror. Y no era extraño que el señor Mandrake y la señora Davenport y todos los demás hubieran optado por luces y parientes y ángeles. La verdad era demasiado terrible de contemplar.
Había llegado al sexto piso. Extendió la mano para abrir la puerta y entonces la dejó caer. “No puedo hacerlo”, pensó. No podía quedarse allí y mirar a Richard someter intencionadamente al señor Sage al tratamiento. Enviarlo a la imagen reflejada de la muerte.
Pero si se lo decía, él le preguntaría qué pasaba. Y no podía decírselo. Él estaría entonces convencido de que se había vuelto chalada, como Seagal y Foxx. La acusaría de haber sido convertida por el señor Mandrake.
“Pondré alguna excusa —pensó—. Le diré…” Pero no podía permitir que la viera. Como Kit, la miraría a la cara y le preguntaría: “¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?” Tendría que llamarlo desde su despacho. “Le diré que me duele la cabeza y que me voy a casa —pensó, volviendo a bajar las escaleras—. Le diré que tenemos que cambiar la cita.”
Había una nota escrita a mano en la puerta de su despacho. “El señor Sage tuvo que cancelar su cita —leyó Joanna y sintió un arrebato de alivio—. Tiene la gripe. Fui a ver al doctor (ilegible) en St. Anthony’s…”
El resto de la nota era ilegible. No tenía ni idea de para qué había ido Richard al St. Anthony’s, o de si era él quien había ido o no. Tal vez el señor Sage quien había tenido que ver al doctor (ilegible) a causa su gripe. La única palabra que entendió era “Richard”, garabateada al pie de la nota. Pero no importaba. Lo único que importaba era que tenía una prórroga.
Al fondo del pasillo, tras ella, sonó el ascensor. “Richard —pensó o el señor Mandrake.” Buscó sus llaves, las sacó. Oyó cómo se abrían las puertas del ascensor. Metió la llave en la cerradura, la giró, puso la mano en el pomo.
—Joanna —llamó Vielle, y no pudo hacer otra cosa sino volverse, sonreír, esperar que sólo quisiera hablar de la noche del picoteo. No hubo tanta suerte.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Vielle. Tenía la expresión de preocupación que siempre tenía en Urgencias—. ¿Ha pasado algo? Te he visto salir del hospital en taxi. Te he llamado, pero no me has oído, supongo. ¿Adonde ibas?
Joanna miró ansiosamente el pasillo. No tendrían que estar allí fuera charlando.
—He ido a ver a Kit —dijo, abriendo la puerta y entrando en su despacho.
—¿En taxi? ¿Se te ha estropeado el coche? Podrías haberme pedido prestado el mío.
—Me seguía el señor Mandrake —dijo Joanna, y trató de sonreír—. Estaba acechando en el aparcamiento. Vielle tuvo que aceptarlo.
—¿Cómo es que fuiste a casa de Kit?
—Tenía que recoger un libro —dijo Joanna. Aunque estaba claro que no llevaba el libro encima.
—Me preocupé por ti cuando vi que no llevabas ni abrigo —dijo Vielle.
—Ya te lo he dicho, me seguía el señor Mandrake. Ni siquiera pude regresar para recoger mi bolso. Me sigue continuamente. Vamos a tener que celebrar la noche del picoteo bajo tierra —dijo, tratando de cambiar de tema—. A propósito, ¿qué noche quieres que sea?
No funcionó.
—¿Seguro que estás bien? —dijo Vielle—. Hace un par de semanas que se te ve muy distraída.
—Normal —dijo Joanna—. Mi mejor amiga sigue trabajando en urgencias, aunque un maníaco enloquecido por la droga estuvo a punto de volarle el brazo. —Miró acusadora el brazo vendado de Vielle—. ¿Cómo te ha ido hoy? ¿Algún intento de asesinato?
—Vale, vale. —Vielle alzó las manos en gesto de rendición—. ¿Qué tal mañana por la noche? ¿Para el picoteo? Tú díselo a Richard y yo llamare a Kit.
Y Kit y Vielle compararán notas, me preguntarán por qué me marché con tanta prisa y qué dijo el señor Briarley.
—No puedo —dijo Joanna—. Estoy atascada con un montón de entrevistas que tengo que transcribir. —Se sentó ante su mesa y conectó el ordenador pan dejarlo claro—. No podré irme a casa antes de las diez toda esta semana. ¿Qué tal el sábado?
—Perfecto. Así podré decirle a Harvey el Fantasma que estoy ocupada. ¿Sabías que los de pompas fúnebres inyectan masilla en las mejillas del cadáver para que parezca más sano?
—El sábado, ¿no? —preguntó Joanna, eligiendo una cinta y metiéndola en la micrograbadora.
—Bueno, te dejaré que trabajes —dijo Vielle, con aspecto preocupado otra vez—. Quería asegurarme de que no pasaba nada malo. Se volvió en la puerta.
—Sé que la ditetamina se supone que es inofensiva, pero todo tiene efectos secundarios, incluso la aspirina. ¿Le has dicho a Richard lo de… lo que sea que te tiene preocupada?
“No puedo decírselo a Richard —pensó Joanna—. No puedo decírselo a nadie, ni siquiera a ti. Sobre todo a ti. Tratas con gente que se está muriendo todos los días. ¿Cómo podrías soportarlo si supieras lo que les pasa después?” Miró a Vielle, sonriente.
—No me preocupa nada, excepto cómo voy a transcribir todas estas cintas.
—Entonces será mejor que te pongas a ello —dijo Vielle, y le sonrió—. Es que me preocupo, ya sabes.
—Lo sé —dijo Joanna, y cuando su amiga salía por la puerta, la llamó—: Vielle…
Pero Vielle ya se había dado la vuelta y cerraba la puerta bruscamente.
—El señor Mandrake acaba de salir del ascensor —susurró—. Echa la llave y apaga las luces.
Y salió y cerró la puerta. Joanna corrió a apagar la luz y luego a echar la llave.
—No está aquí —oyó decir a Vielle—. Iba a dejarle una nota.
—¿Sabe cuándo volverá? —preguntó la voz del señor Mandrake.
—La verdad es que no.
—Tengo que decirle algo muy importante, y no responde a su busca, se quejó el señor Mandrake—. ¿Dice que le ha dejado una nota? Creo que será mejor que yo le deje también una.
Hubo sonido de roce, como si Vielle intentara impedirle que llegara a la puerta, y entonces el pomo se sacudió.
—Debo de haberla cerrado sin darme cuenta al salir —dijo Vielle—. LO siento. —Y luego, desde el fondo del pasillo, añadió—: Le diré que quiere verla.
Entonces se escuchó el leve pitido del ascensor. Joanna se quedó junto a la puerta, escuchando el sonido de la respiración del señor Mandrake, sin atreverse a encender las luces por temor a que estuviera esperando allí fuera, dispuesto a asaltarla, y al cabo de un rato se acercó a la mesa y se sentó, tratando de pensar qué hacer.
“Tendré que renunciar al proyecto —pensó—, poner alguna excusa, decirle a Richard que estoy demasiado ocupada, que el proyecto está interfiriendo en mi propio trabajo. Renunciar y volver a… ¿qué? ¿Entrevistar a gente que ha tenido una parada, sabiendo lo que sé? ¿Hablar con Maisie, que se va a morir antes de recibir un corazón nuevo? ¿Con Kit, cuyo prometido se hundió con el Titanic, cuyo tío estaba atrapado allí, lanzando cohetes que nadie podía ver? No puedo —pensó. Tendría que dejar el hospital, irse a algún otro lugar, huir—. Como Ismay, marchándose en un salvavidas. Dejando a las mujeres y los niños para que se ahogaran.” “Era un cobardica”, había dicho Maisie, despectiva, y desde luego Maisie sabía algo sobre el valor. Llevaba mucho tiempo mirando a la muerte de cara y nunca había intentado escapar.
“Sólo porque no puede —pensó Joanna, pero eso era mentira—. Mira al señor Mandrake y la señora Davenport. Y a la propia madre de Maisie. Y a Amelia.”
Por eso había renunciado Amelia, se dijo, y fue como otra revelación. Siempre le había parecido que la excusa que puso Amelia de estar preocupada por sus notas no era toda la verdad, pero había supuesto que su renuncia tenía algo que ver con su atracción por Richard. Pero no fue así. Amelia había reconocido la muerte, había murmurado: “Oh, no, oh, no, oh, no”, y dimitió del proyecto.
Pero Amelia sólo tenía veintidós años. Sólo era una voluntaria, no una socia. No había firmado para intentar averiguar qué eran las ECM, y luego, cuando lo descubrió, sintió pánico, perdió los nervios y corrió hacia el bote salvavidas más cercano.
—”De donde yo soy, le colgaríamos del pino más cercano” —murmuró Joanna.
Pero aunque se quedara, aunque se lo dijera a Richard, ¿qué conseguiría? Richard no la creería. Pensaría que se había convertido en Bridey Murphy. Le diría que estaba experimentando delirios del lóbulo temporal.
“Muy bien, entonces haz que te crea. —Se acercó a la puerta, golpeándose la rodilla contra el archivador, y encendió la luz—. Demuestra tu teoría. Recopila pruebas. Consigue confirmación externa. Empezando por Amelia Tanaka.”
Joanna llamó a Amelia esa noche y otra vez a la mañana siguiente, y le pidió que viniera.
—Ya no estoy en el proyecto —dijo, y Joanna pensó que iba a colgarle el teléfono.
—Ya lo sé —respondió rápidamente—. Pero tengo que hacerte unas preguntas sobre tus sesiones, para los archivos. Sólo serán unos minutos.
—Ahora mismo estoy muy ocupada. Tengo tres exámenes esta semana, y tengo que entregar el proyecto de bioquímica. No tendré tiempo hasta finalizado el semestre —dijo Amelia, y colgó.
¿Necesitaba Joanna más prueba que ésa? Miedo y reluctancia en cada palabra. Joanna sacó el expediente de Amelia del clasificador. En el cuestionario, había especificado concienzudamente no sólo su dirección, sino su horario de clases, junto con los edificios y el número de las aulas. Tenía bioquímica al día siguiente por la tarde, desde la una a las dos menos cuarto.
A la una del día siguiente. Y hasta entonces… Joanna insertó el disquete de Amelia en el ordenador y empezó a repasar su transcripción, buscando pistas. No había ninguna. Calor, paz, una luz brillante, nada en absoluto acerca de agua ni de un suelo curvado hacia arriba o gente de pie en cubierta.
No, un momento. Cuando Joanna le preguntó si la luz estuvo presente todo el tiempo, dijo que no hasta después de que abrieran la puerta. Más tarde, se había corregido: “Supuse que alguien abrió la puerta por la luz que entró”, pero Joanna se preguntó si su primera versión era la auténtica.
Leyó el resto. Cuando le preguntó a Amelia por lo que había sentido, ella dijo: “Calma, tranquilidad.” Eso podría haber sido una referencia a los motores deteniéndose. Y después de cada sesión se quejó del frío. Todo eso no demostraba absolutamente nada, excepto que se podía encontrar todo lo que uno quisiera en una ECM, igual que el señor Mandrake.
Sacó el disco de Amelia, insertó una de las entrevistas del año anterior, imprimió media docena de archivos y empezó a repasarlos con un marcador amarillo, destacando palabras y frases: “Estaba tendido en la ambulancia y de repente salí de mi cuerpo. Fue como si hubiera una portilla en mi cuerpo, y mi alma salió disparada.” Joanna subrayó la palabra “portilla” en amarillo.
“Sentí como si fuera a un largo viaje.”
“Luz por todas partes”, había dicho Kathie Holbeck, mirando al techo, y extendió las manos como una flor que se abre. O un cohete al estallar. La señora Isakson había dicho lo mismo. Joanna miró su archivo. “Toda esparcida”, había dicho. Como el estallido de un cohete.
“Mi padre estaba allí, y me alegré de verlo. Murió en las Solomon. En una patrullera.”
Joanna golpeó el papel con la punta del rotulador, dudosa, pensando en el señor Wojakowski y todas sus historias del Yorktown. ¿Las habría recordado porque estaba en un barco?
Al señor Wojakowski no hacía falta recordarle nada, se dijo. Se lo había inventado todo. Y aunque no hubiese sido así, no era el tipo de prueba que podía presentarle a Richard. Continuó con las transcripciones.
“Oí un sonido, pero fue curioso, como si no fuera ningún sonido, ¿sabe lo que quiero decir?”
“Sentí exactamente como si rodara sobre un montón de canicas.” Canicas. Encontró las notas de Kit sobre la parada de los motores. Y allí estaba. “Fue como si el barco hubiera rodado sobre un millar de canicas”, había dicho Ella White cuando le preguntaron por el sonido del impacto contra el iceberg.
Joanna volvió a empezar con las transcripciones. “Viajaba por el túnel, muy rápido, pero suavemente, como si fuera en un ascensor.”
“Supe que estaba cruzando el río Jordán.”
No le había mentido a Vielle cuando le dijo que no volvería a casa antes de las diez. A las nueve y media sólo había repasado la mitad de las entrevistas. Apagó el ordenador, se puso el abrigo y luego se sentó, con el abrigo puesto, y lo volvió a encender.
Pasó todas sus entrevistas de los dos últimos años a un único archivo y luego escribió “agua” y pulsó “búsqueda global” y “mostrar” y vio qué salía.
“Sentí como si estuviera flotando en el agua.”
“La luz era cálida y titilante, como si estuviera bajo el agua.”
“… estaba en el lago (ésa era de la descripción de Pauline Underhill de su revisión de vida) adonde íbamos cuando era pequeña. Estaba en nuestro viejo bote de remos y había una vía de agua, y entraba agua por el costado…”
“Remando en el lago”, pensó Joanna, y recuperó el archivo de Coma Carl, con su larga lista de palabras aisladas e (ininteligibles).
“Agua” y “atrapado” o “agarrado”. Leyó el resto del archive”. “Oscuro” y “parches” y “corta el cable”. Corta el nudo. Los hombres de la zona de oficiales, tratando de soltar los botes hinchables mientras el agua inundaba la proa. Siguió leyendo. “Agua… (ininteligible)… gran.” La Gran Escalera.
Lo dejó a la una, se fue a casa y leyó La, luz al final del túnel hasta que se quedó dormida, repasando páginas que tenían ECM que mencionaban “agua” y “viaje” y “oscuridad”.
Por la mañana, fue a ver a Coma Carl, esperando que hubiera empezado a hablar otra vez, pero le habían introducido un tubo de alimentación y llevaba máscara de oxígeno.
—No está teniendo un buen día —susurró la señora Aspinall, para expresarlo suavemente. Tenía un color gris cadavérico, y su tino pecho, sus brazos y piernas esqueléticos parecían hundirse en la cama, en la propia muerte.
—Por lo visto no le pueden bajar la temperatura —dijo la señora Aspinall, al borde de las lágrimas. También ella tenía un aspecto terrible. Ojeras profundas y una expresión general de cansancio. Había una almohada y una manta del hospital junto al alféizar de la ventana, lo que significaba que dormía en esa misma habitación. Pero no lograba pegar ojo.
—Parece usted cansada —dijo Joanna—. ¿Quiere que le traiga una taza de café, o acostarse en la sala de espera? Yo me quedaré con él.
—No, él podría… No —respondió la señora Aspinall—. Estoy bien. Pero muchas gracias. Es usted muy amable. —Miró a Carl—. Ha dejado de hablar. Naturalmente, no puede hablar con el tubo, pero ya ni siquiera intenta emitir sonidos. Está ahí tumbado. —Su voz se quebró—. Tan quieto en la cama…
“Pero no está en la cama”, pensó Joanna, y recordó que estuvo allí el día que conoció a Richard, y pensó que estaba en algún lugar muy lejano. Se preguntó dónde. ¿Al pie de la Gran Escalera, esperando que llamaran a su bote? ¿O en uno de los botes salvavidas, remando contra la oscuridad y el frío?
Se acercó a un lado de la cama.
—Carl —dijo, y cubrió su pobre mano ajada con las suyas—. He venido a ver cómo te va —dijo, y luego calló, incapaz de pensar qué decirle—. ¿Vas mejorando? —Estaba claro que no—. ¿Dicen los médicos que estás mejor?
Maisie había dicho que la gente debería decir la verdad aunque fuera mala. O incluso cuando estuvieran demasiado lejos para oírte.
—Tu esposa está aquí —dijo Joanna—. Las enfermeras te están cuidando muy bien. Todos queremos que vuelvas con nosotros.
Tras ella, la señora Aspinall buscaba un Kleenex en su bolso. Joanna se inclinó y lo besó en su mejilla de papel.
—No tengas miedo —susurró, y regresó a su despacho y se puso a trabajar otra vez en las transcripciones.
“No creo que fuera el mismo túnel —había dicho la señora Woollam— Era estrecho, y el suelo era irregular, así que tuve dificultades para caminar.” Y había visto una escalera, y un espacio oscuro y despejado sin nada alrededor a lo largo de kilómetros.
Pero también había visto un jardín “verde y blanco, con enredaderas”. Y estaba Maisie, que no había visto luces ni personas vestidas de blanco, sino niebla.
A la una y media, Joanna fue a la Universidad para ver a Amelia, con tiempo de sobra para encontrar el edificio y la clase, recordando la pesadilla que solía ser aparcar allí. Pero el mal tiempo debía de haber hecho que un montón de estudiantes se quedaran en casa. Encontró aparcamiento en la primera fila.
“Aparcamiento como en las películas —pensó—. Tendré que decírselo a Vielle. —Pero Vielle preguntaría: “¿Qué estabas haciendo en la Universidad?”—. Y si se lo digo —pensó Joanna—, me acusará de acosar a Amelia. Que es lo que estoy haciendo —se dijo mientras caminaba de un lado a otro ante la puerta de la clase, esperando que saliera—. Amelia renunció al proyecto, y dejó claro que no quería hablar conmigo. No tengo derecho a estar aquí.”
Pero cuando Amelia salió, con la mochila al hombro y poniéndose los guantes, Joanna se le acercó y dijo:
—¿Amelia? ¿Podemos hablar unos minutos?
Lo hizo antes de que ella pudiera escapar. Cosa que, después de dirigir una aterrada mirada a Joanna, pareció a punto de hacer, tras echar una mirada nerviosa alrededor, como si intentara encontrar una escalera por la que escabullirse, “Ésa es la cara que yo pongo cada vez que veo al señor Mandrake”, pensó Joanna, y se preguntó si Amelia había dimitido no porque hubiera visto algo que la asustara, sino porque consideraba el proyecto pseudociencia.
Eso podría ser, porque cuando llegaron a la cafetería, que estaba pásmate, abierta a media tarde, y Joanna le preguntó a Amelia si quería una Coca-Cola o un café, Amelia respondió:
—Tengo clase dentro de unos minutos.
Y Joanna sabía que era una mentira descarada.
—Sólo serán unos minutos —dijo Joanna, abriendo un cuaderno— Tengo que completar tu entrevista final. —Eso parecía, esperaba, bastante oficial y necesario—. ¿Cuánto tiempo estuviste en el proyecto?
—Cuatro semanas. Joanna lo anotó.
—¿Motivo para renunciar?
—Ya se lo dije, mis clases son realmente difíciles este semestre. No tenía tiempo.
—Muy bien —dijo Joanna, como si consultara una lista de preguntas—. En la primera sesión que tuviste en la que participé, que debió de ser tu tercera sesión, dijiste que experimentaste una sensación de calor y paz.
—Si —dijo ella, pero esta vez no hubo ninguna sonrisita al recordarlo.
Sus puños se cerraron.
—Y en tu última sesión dijiste que podías ver con más claridad, que viste a gente de pie ante la luz, pero que no pudiste distinguirla.
—No, la luz era demasiado brillante.
—¿Viste algo de tus inmediaciones?
—No —dijo, y sus puños volvieron a cerrarse. Pareció darse cuenta de ello y colocó las manos sobre su regazo.
—¿Cómo te sentiste durante esa cuarta sesión?
—Ya se lo dije, experimenté una sensación de paz. Mire, ¿hay más preguntas? Tengo clase.
—Sí —dijo Joanna—. ¿Fueron las clases el único motivo por el que dimitiste?
—Ya le he dicho…
—Tengo la impresión de que en esa última sesión viste algo que te asustó. ¿Es así?
—No —dijo Amelia, y se levantó—. Ya le he dicho que tengo clases muy difíciles este semestre. ¿Es todo?
—Necesito que firmes esto —dijo Joanna, y le plantó delante el papel y el boli. Amelia se inclinó sobre el impreso, con el largo pelo negro colgando sobre su cara—. Si viste algo que te asustó, necesito que me lo digas. Es importante. Amelia se enderezó.
—Sólo vi una luz —dijo. Le devolvió a Joanna el boli con aire de dar por zanjado el asunto y recogió su mochila—. Sentí calor y paz. Se colgó la pesada mochila al hombro y miró desafiante a Joanna—. No hubo nada que diera miedo en eso.
“Lo cual demuestra exactamente nada —pensó Joanna, viendo cómo se abría paso en la cafetería abarrotada—, excepto que no quiere hablar conmigo.” Desde luego no demostraba que hubiera visto el Titanic. Pero lo había visto. Y estaba aterrorizada ante la perspectiva de que volvieran a someterla al experimento, y por eso había renunciado.
Pero eso apenas era una prueba, y tampoco lo eran las palabras y frases de sus entrevistas. “La palabra plata también aparece en las entrevistas —le parecía oír decir a Richard—. Eso no significa que vieran el Hindenburg.” Tenía razón. Incluso el diablo podía citar las Escrituras. Repasar entrevistas y entresacar sólo las partes que encajaban en su teoría era el modus operandi del señor Mandrake, no de un científico que se preciara, sobre todo cuando había cosas que no encajaban en absoluto, como el jardín de la señora Woollam y la niebla de Maisie.
“Necesito pruebas —pensó—. Testigos.” Pero no había ninguno (excepto ella misma), y Richard ya la había rechazado. Amelia se negaba a testificar, la señora Troudtheim se negaba a dejarse someter a las pruebas y Carl Aspinall estaba en coma. Estaba el señor Briarley, ¿pero por qué demonios iba a creer Richard los farfulleos de un enfermo de Alzheimer, aunque pudiera conseguir que el señor Briarley los repitiera? Tenía que haber alguna confirmación externa, como los hechos sobre Midway y el mar de Coral que había utilizado para demostrar que el señor Wojakowski estaba mintiendo.
Como si lo hubiera conjurado o, peor aún, estuviera alucinando, vio al señor Wojakowski dirigirse hacia ella atravesando la cafetería, con su gorra de béisbol en una mano y sonriendo de oreja a oreja.
—Hola, Doc, ¿qué está haciendo aquí? —dijo—. ¿No tendría que estar en el hospital?
—¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Y usted?
—Una exposición de arte —dijo él, e hizo una mueca—. Esas cosas Modernas hechas con alambres y tazas de váteres. Aspen Gardens nos ha traído a unos cuantos en una furgoneta para verlo. —Agitó su gorra en dirección a la barra, donde Joanna vio a varias damas de pelo teñido sirviéndose café—. ¿Ha resuelto ya lo del nuevo horario?
—No. Todavía no.
—Me lo imaginaba. He estado llamándola a usted y al Doc toda la semana. Empezaba a sentirme como Norman Pichette. Pensé que rae iba a tener que agenciar una ametralladora.
Joanna lo miró, sobresaltada, pero él le sonreía amistosamente.
—Supongo que nunca le he contado cómo se quedó atrás por accidente cuando abandonamos el Yorktown. Estaba en la enfermería y cuando se despierta, no hay nadie a bordo más que él y George Weise que tenía fractura de cráneo y estaba frito. Bueno, todos los demás habíamos sido trasladados al Hamman y el Hughes.
“No se lo puede estar inventando —pensó Joanna de nuevo—. No con todos esos detalles. En parte tiene que ser verdad.”
—Nos llama, pero nosotros no podemos oírlo, estamos demasiado lejos. Bueno, intenta de todo: aulla y agita los brazos. —El señor Wojakowski hizo la demostración, agitando los brazos sobre la cabeza—. Incluso saca una olla de la cocina y empieza a aporrearla, pero estamos demasiado lejos y además hay demasiado ruido. Así que allí se queda, en un barco que se va a pique y no tiene forma de enviar un mensaje a nadie…
—Señor Wojakowski… —dijo ella, pero el estaba ya lanzado.
—¿Y entonces qué hace? Agarra una ametralladora y dispara al agua. Estamos demasiado lejos para oírlo, pero Albóndigas Fratelli ve los impactos en el agua y grita: “¡Submarino!” Todo el mundo mira, pero no conseguimos ver qué pasa. No es un submarino y no parece una carga de profundidad, y entonces yo voy y miro y allí está el tío, de pie en la banda de babor. Muy hábil por su parte, inventar esa forma de hacernos llegar su mensaje, ¿eh?
—Señor Wojakowski, tengo que hacerle una pregunta.
—Ed.
“¿Por qué estoy haciendo esto? —pensó ella—. Sólo le recordara otra historia del Yorktown, y aunque respondiera, Richard difícilmente creería a alguien que es un mentiroso compulsivo.”
—Adelante, Doc, dispare.
—Señor Wo… Ed —dijo ella—. Durante sus entrevistas, habló usted mucho de la Segunda Guerra Mundial. ¿Hubo algo en sus ECM que le hiciera pensar en sus experiencias de la guerra?
—¿En el Yorktown, quiere decir? —Se quitó la gorra de béisbol y se rascó la cabeza—. No que yo recuerde.
“La única vez que quiero que me cuente una historia —pensó ella— y me deja tirada.”
—Nada en concreto, Doc —dijo él—. Lo siento. —No importa —respondió ella, y empezó a recoger sus pertenencias. Es que tenía esa duda. Él volvió a ponerse la gorra. —Quiere decir aparte de que estaba en un barco, ¿verdad?
37
Tengo que irme, la niebla se alza.
—¿Estaba usted en un barco? —dijo Joanna cuidadosamente—. ¿En qué barco?
—No lo sé —respondió el señor Wojakowski—. No era el York Town. Me lo conocía palmo a palmo, y allí había un pasillo que nunca había visto antes. Y la puerta no era como las que teníamos. Era más bien como la puerta que había en el camarote del capitán. Lo que me recuerda aquella vez que fui a preguntarle una cosa al capitán, y me veo salir del camarote nada menos que a Stinkpot Malone. Bueno, Stinky no podía estar preparando nada bueno, era el mayor caradura de toda la Marina de Estados Unidos, que ya es decir. Pues Stinky va y me ve y dice…
—¿Qué le hizo pensar que era un barco? —interrumpió Joanna.
—¿Ha estado usted alguna vez a bordo de uno? Cuando has estado, no puedes confundir esa sensación con nada más. Lo notas aunque te venden los ojos y te tapen los oídos. Cosa que, ahora que lo pienso, es como yo estaba.
—¿Pero no pudo distinguir qué barco?
—No. Era un barco de la Marina, eso es todo lo que sé, porque vi marineros ante la puerta.
—¿Vio marineros?
—Gente, al menos. Me parecieron marineros. La luz era demasiado brillante para distinguir gran cosa, pero vi que tenían puestos sus uniformes blancos, así que supuse que debían de ser marineros.
“Un barco, y gente ante la puerta, todos vestidos de blanco.”
—dijo que le pareció que estaba en el mar. ¿Los motores estaban funcionando?
—¿Los motores? —dijo él, sorprendido—. No.
Las señoras de pelo teñido se acercaron, con aspecto decidido.
—Nos espera la furgoneta, Edward —dijo una de ellas, mirando a Joanna.
—Ahora mismo voy —respondió el señor Wojakowski—. Continuad vosotras, chicas. Tengo que despedirme de mi amiga. —Le hizo un guiño a Joanna. Las señoras se apartaron unos cuantos pasos y se quedaron allí, esperando impacientes—. ¿Qué otras preguntas tiene, Doc?
—¿Por qué no me contó esto antes?
—Bueno, se lo diré, no quería que se quedara como Silencioso Eggleton. ¿No le he hablado nunca de él? Le llamábamos así porque cuando estaba cerca nunca se le podía sacar ni una palabra, y…
—Será mejor que se marche —dijo Joanna, indicando a las señoras, que parecían a punto de estallar—. No querrá que la furgoneta se vaya sin usted.
—Me pondrían verde —dijo, y suspiró—. Llámeme en cuanto pueda para concertar esa cita, Doc. Iré cuando quiera. —Se acercó a las mujeres y luego regresó—. He estado pensando… Tal vez fuera el Hamman. O el Franklin. Pero no sé cómo se hundió.
—¿Se hundió?
—No, ahora que lo pienso, no pudo ser el Hamman, porque su espinazo se rompió. Ni tampoco el Wasp, porque se hundió panza arriba, y el Lexington zozobró de costado, y este barco, fuera cual fuese, se hundía por la proa.
Y allí estaba, su confirmación externa. No convencería a Richard. No convencería a nadie, no con el historial del señor Wojakowski, pero seguía siendo la prueba de que estaba sobre la pista correcta. Y donde había alguna prueba, aparecían más. Sólo tenía que encontrarlas.
Condujo hasta el hospital y se pasó el resto del día y del día siguiente atrincherada en su despacho, repasando las transcripciones. Apagó su busca, pero dejó el teléfono conectado para que el contestador atendiera las llamadas, sobre todo para poder seguirle la pista al señor Mandrake.
El llamó a intervalos de dos horas, cada vez más irritado porque no Podía localizarla.
Si no encuentra tiempo para devolverme las llamadas —dijo, y resoplo, al menos debería ir a escuchar lo que tiene que decir la señora Davenport sobre las visiones que ha estado teniendo. Demuestran más allá de toda duda que se pueden enviar mensajes desde más allá de la tumba.
Joanna borró el mensaje, colocó papel negro bajo la puerta para que no pudiera verse luz desde fuera, y continuó leyendo transcripciones.
“Estaba viajando por un túnel largo e inclinado.”
“La sensación era cálida, como si estuviera envuelto en una manta.”
“Había una mujer y un niño pequeño en la puerta, y supe que debían de ser mi madre y mi hermana pequeña, que murió con seis años aunque en realidad no se parecían. La niña pequeña me tomó la mano y me condujo hasta un hermoso jardín.”
Otra vez el jardín. Joanna hizo una búsqueda global. “Estaba en una especie de jardín.” “Elias se encontró en el Jardín del Edén.” “Más allá de la puerta pude ver un jardín.”
Gladys Meers había sido más concreta: “Había árboles alrededor, con arriates blancos y parras que colgaban. “Por favor, siéntate”, dijo el ángel, y yo me senté en una silla de enea blanca, como las que hay en los patios.”
No era posible que hubiera un jardín en el Titanic, se dijo Joanna, y deseó creerlo, pero tenía piscina y baño turco. Tal vez también tuviera un jardín.
Llamó a. Kit, pero comunicaba. Imprimió la lista de referencias a jardines y luego fue a ver a Maisie. La niña estaba tumbada en la cama, viendo la tele, pero la respiración entrecortada y las aletas de la nariz dilatadas la delataban. “Acaba de saltar a la cama”, pensó Joanna, preguntándose qué libro acababa de esconder, y entonces vio que había cables bajo su pijama de Barbie, conectados al monitor cardíaco.
—No he averiguado todavía lo de los mensajes —dijo Maisie cuando vio a Joanna. Apuntó a la tele con el mando a distancia y la apagó— Estoy fibrilando otra vez. Se supone que no puedo ni leer. He encontrado dos. —Inspiró dos veces antes de continuar—. Están en el cajón. —Volvió la cabeza para señalar la mesilla—. Buscaré los demás en cuanto me sienta mejor.
Joanna abrió el cajón y sacó la libreta de Maisie. En la primera pagina había escrito: “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor.” Y debajo: “Vengan rápido. Sala de máquinas inundada hasta las calderas.”
“Como tú —pensó Joanna, y trató de no pensar en Maisie en las cubiertas inclinadas del Titanic, en los escalones torcidos de la Gran Escalera—. Pero vio niebla, y la noche en que el Titanic se hundió estaba despejado.” Y si no había un jardín en el Titanic, entonces el señor Briarley estaba equivocado.
—Maisie —dijo—. ¿Tenía un jardín el Titanic?
—¿Un jardín? —preguntó la niña, incrédula—. ¿En un barco?
O algo que pareciera un jardín, con flores y árboles.
Pero Maisie negaba con la cabeza. “Y si hubiera uno —pensó Joanna— no lo sabría.”
—Nunca he oído hablar de ningún jardín. Pero apuesto a que si lo hubiera mi libro tendría una imagen. —Apartó las mantas de la cama y se sentó.
—No —dijo Joanna—. Nada de buscar cosas hasta que te hayas recuperado.
—Pero…
—Prométemelo, o te despediré como ayudante.
—Vaaaale —dijo Maisie a regañadientes—. Lo prometo. —Y, ante la mirada escéptica de Joanna, añadió—: Cruzo mi corazón. “Que no vale nada”, pensó Joanna.
—Descansa un poco, chavalina —dijo, cogiendo el mando a distancia y conectando la tele—. Vendré a verte pronto.
—No puedes irte todavía. No te he contado esa cosa tan guay que he descubierto del Mackay-Benett.
—Está bien. Dos minutos y luego a descansar. ¿Qué es el Mackay-Bennett?
—El barco que enviaron para recoger los cadáveres.
—Creía que todos los cadáveres se hundieron.
—Eso creía yo también, pero algunos tenían puesto el salvavidas, así que flotaron. —Apoyó la cabeza contra las almohadas, los brazos extendidos, la boca abierta en una grotesca imitación de un cadáver a la deriva—. Y temían que la gente de otros barcos los viera, así que enviaron al Mackay-Bennet a recuperarlos. Llevaba un montón de ataúdes y un sacerdote. ¿Qué es un embalsamador?
—Una persona que prepara los cadáveres para enterrarlos. Para impedir que se descompongan.
—Oh —dijo Maisie—. Bueno, pues llevaban un embalsamador y un montón de hielo. Eso era para impedir que se descompusieran también, ¿no?
—Sí. Muy bien, tus dos minutos se han acabado. Se levantó.
—No. No te lo he contado todavía. Uno de los cuerpos era el de un niño pequeño que nadie sabía quién era, y nadie acudió a reclamarlo, así que el capitán y los tipos del Mackay-Bennett celebraron un funeral por él y lo depositaron en un pequeño ataúd blanco y colocaron una lápida: “Al niño desconocido cuyos restos fueron recuperados después del desastre del Titanic.”
—Igual que la Pequeña Señorita 1565 —dijo Joanna.
—No, porque éste descubrieron quién era. —Envolvió la mano alrededor de sus chapas de perro, como si fueran un rosario—. Gosta Paulson —dijo—. Así se llamaba. Gosta Paulson.
Joanna acabó sentada con Maisie hasta que su madre regresó, rebosante de alegría.
—Las enfermeras dicen que estás mucho mejor —la oyó decir Joanna cuando salía de la habitación—. Te he traído un vídeo nuevo. Rebeca, de Sunnybrook Farm.
Joanna volvió a su despacho, sintiéndose aliviada. No había ningún jardín en el Titanic, ninguna niebla, y Maisie no era la única ECM que había visto niebla. Aparecía como una categoría separada en uno de los libros, Absortos en la luz. Leyó la sección: “Varios pacientes describen haber estado en un lugar abierto, indefinido, neblinoso. Algunos dicen que está oscuro, como niebla de noche, otros que esta iluminado. Casi todos lo describen como un lugar frío y aterrador. Es claramente el Purgatorio, y los que lo ven pueden ser descritos como no religiosos o no salvados.”
Joanna cerró el libro de golpe y hizo una búsqueda global de “niebla” y repasó las referencias. “Hacía frío —había dicho Paul Smetzer—, y había tanta niebla que no podía verme las manos delante de la cara.”
Paul Smetzer. El nombre le sonaba de algo. Recuperó su archivo y leyó el testimonio completo. Oh, sí, Paul. “… no podía verme las manos delante de la cara. Naturalmente, si estaba muerto, supongo que no tendría manos, ;no? Ni cara, ya puestos.”
Paul Smetzer, el Ricky Inman de las ECM. También le había dicho que había visto a un ángel “casi tan guapo como usted”, y que le preguntó si era cierto que no había sexo en el cielo, “porque si es verdad, quiero irme al otro sitio”, le dijo.
Sus comentarios podían ignorarse, pero no era el único que había mencionado la niebla: “Había gente allí, pero no pude ver quiénes eran a causa de la niebla.” “No, estaba oscuro (débil respuesta a la pregunta que Joanna le hizo a Ray Gómez para que describiera el túnel) y todo borroso, como si hubiera niebla o algo.” “Estaba flotando en una especie de niebla.”
Y definitivamente no había habido niebla alguna aquella noche.
Sólo para asegurarse, Joanna llamó a Kit, pero su teléfono seguía comunicando. Imprimió la lista de referencias a la niebla para llevársela a casa y empezó a recoger sus cosas. Sonó el teléfono.
—Hola, soy Richard —le dijo el contestador—. Sólo quería decirte que la señora Troudtheim va a venir mañana a las cuatro si no… Ella descolgó el teléfono.
—Hola, estoy aquí.
—Oh, suponía que ya te habrías ido a casa. Me pasé antes y no vi luz bajo tu puerta.
—No, sigo aquí. He estado trabajando con el archivo de las transcripciones —dijo, lo cual en parte era cierto—. Creí que no ibas a volver a someter a la señora Troudtheim a la prueba hasta que hubieras descubierto por qué es expulsada sin motivo.
—No iba a hacerlo, pero cuando le hablé a la doctora Jamison del DABA, sugirió que hablara con el doctor Friedman del St. Anthony’s. Ha trabajado extensamente con DABA y sucedáneos. Dijo que el DABA por sí solo no podía inhibir las endorfinas, pero combinado con cortisol sí.
—¿Y la inhibición de endorfinas es lo que podría estar expulsándola?
—No lo sé todavía. Le pregunté por la teta-asparcina también, pero no es un inhibidor. Su especialidad son los inhibidores, así que no sabía mucho de eso. Dijo que pensaba que tenía una función reguladora y que se ha sintetizado una versión artificial. Tengo que investigar, pero no hasta que haya comprobado las ECM de la señora Troudtheim para ver si el cortisol ha estado presente en todas ellas. Si es así, hay varias formas de contrarrestar el cortisol y mantenerla bajo los efectos. Así que te veré mañana a las cuatro.
A las cuatro. Para entonces, sabría una cosa u otra. O tal vez antes, si lograba contactar con Kit. La volvió a llamar sin éxito y, en cuanto llegó a casa, levemente preocupada, lo siguió haciendo a intervalos de quince minutos hasta que finalmente la localizó.
—Oh, me alegro de que hayas llamado —dijo Kit—. Quería pedirte disculpas por dejar el libro al alcance del tío Pat. No te reprocho que te marcharas así.
—Ese no fue el motivo… —dijo Joanna, pero Kit no estaba escuchando.
—Fue una estupidez inconcebible. Lo había escondido una vez. Obviamente iba a tratar de esconderlo otra. No te reprocho que estés enfadada.
—No estoy enfadada…
—Bueno, pues deberías. Todavía no lo he encontrado, y he mirado absolutamente por todas partes. Debajo de los radiadores, dentro…
—La verdad es que no te llamaba por el libro de texto.
—Oh, claro, quieres saber las respuestas a las preguntas que me hiciste. No había ninguna biblioteca como tal, pero sí una sala de lectura y escritura en la Cubierta de Paseo que tenía estanterías y escritorios, y estaba ¡unto al Vestíbulo de Primera Clase, que tenía un bar. Y, sí, Scotland Road era un pasillo de la tripulación en la Cubierta E que recorría casi toda la longitud del barco. Era…
—Necesito saber algo más. ¿Sabes si esa noche había niebla?
—No —respondió Kit inmediatamente—. Estaba completamente despejado. Y sin viento. Uno de los supervivientes describió el agua como si fuera un lago. Por eso no vieron olas golpeando el iceberg.
—¿Y no pudo haber niebla más tarde? ¿Después de que chocaran?
—No —dijo Kit igual de rápido—. Todos los supervivientes dijeron que fue la noche más clara que habían visto jamás. Estaba tan clara que se veían las estrellas hasta el horizonte. ¿Quieres que lo averigüe?
—No, ya es suficiente. Gracias. Me has dicho lo que quería saber.
“Lo que va sabía”, pensó después de colgar, y eso, combinado con las imagen frecuente del jardín, significaba que el señor Briarley estaba equivocado.
No, no equivocado respecto a por qué ella había visto el Titanic. Tenía razón, era el reflejo de la muerte. Equivocado sólo en que no todo el mundo, gracias a Dios, estaba condenado a verlo, y tal vez Kit tuviera razón y Greg Menotti estuviera hablando de algo que no tenía nada que ver con el Carpathia.
“Eso espero —pensó, mientras se dirigía a su despacho a la mañana siguiente—. Eso espero.”
Su contestador automático parpadeaba histéricamente. Se quitó el abrigo y pulsó “play”. Richard, diciendo:
—Tish tenía problemas a las cuatro. He pasado a la señora Troudtheim a las dos. Llámame si no te viene bien. Ronald Fanshawe. El señor Mandrake.
—Acabo de oír por una fuente muy digna de crédito que es usted ahora sujeto del proyecto del doctor Wright.
“Oh, no —pensó Joanna—. Lo que me hacía falta.”
—Estoy ansioso por discutir con usted sobre su experiencia para determinar si se trata de una ECM auténtica. Dudo que lo sea.
“Espero que tengas razón —pensó Joanna, borrando el resto del mensaje. Sonó el teléfono—. Y si crees que voy a cogerlo, señor Mandrake, estás loco.”
El contestador automático recogió la llamada.
—Tienes que venir ahora mismo —dijo la voz sin aliento de Maisie—… Necesito que veas algo. Joanna descolgó el teléfono.
—Estoy aquí, Maisie. ¿Qué quieres que vaya a ver?
—Busqué en el… Libro de imágenes del Titanic —dijo la niña, y se detuvo a tomar aire.
—¿Sigues fibrilando? —preguntó Joanna.
—Sí, pero… me siento mucho mejor.
—Te dije que no buscaras nada hasta que te hubieras recuperado.
—Sólo miré en un libro —protestó ella—, pero no sé si es realmente… un jardín, así que tienes que venir.
—¿Qué no es un jardín?
—El Café Verandah —dijo Maisie—. Tiene flores y árboles y enredaderas. Con… esas cosas que no sé como se llaman, son blancas y se entrecruzan…
“Arriates”, pensó Joanna.
—Dime cómo son las sillas —dijo, recuperando el archivo de Gladys Meers.
—Son blancas y están hechas de pequeños… no sé —dijo Maisie, frustrada—. Tienes que venir a verlo.
—Ahora mismo no puedo. ¿Son pequeños qué?
—Cosas largas y redondas. Como una cesta.
Enea. La palabra estaba allí mismo, en el archivo. “Había árboles alrededor, con arriates blancos y parras que colgaban. Me senté en una silla de enea blanca, como las que hay en los patios.”
—¿Hay árboles? —preguntó Joanna, recuperando el archivo de la señora Woollam.
—Sí —respondió Maisie, y Joanna supo lo que iba a decir—. Palmeras, pero tienes que venir a verlo.
No era un jardín celestial. El Café Verandah. En el Titanic.
—¿Puedes venir esta mañana?
“No, la señora Troudtheim va a venir a las dos. Tengo que averiguar con seguridad que no había niebla.”
—Estoy demasiado ocupada para ir esta mañana. —Entonces tienes que venir después de almorzar. He encontrado todos los cablegramas. Dijiste que te lo dijera cuando tuviera terminada la lista, y que entonces vendrías.
—Iré esta tarde.
—¿Inmediatamente después de almorzar?
—Inmediatamente después de almorzar.
—¿Lo prometes? ¿Cruzas tu corazón?
—Cruzo mi corazón —dijo Joanna, y colgó. Recuperó de nuevo la lista de referencias a la niebla, buscando pistas. “Estaba en el techo, mirando la mesa de operaciones, y vi a los médicos poner esa cosa plana sobre mi pecho, como paletas de ping-pong, y entonces no pude ver más, porque todo se nubló”, había dicho el señor James. Y la señora Katzenbaum había contado: “El túnel estaba oscuro, pero al final había una luz dorada, toda difusa, como su hubiera humo o niebla o algo por medio.”
Humo. Coma Carl había dicho también algo sobre humo. ¿Y si no era niebla, sino humo? ¿O vapor? El Titanic era un barco de vapor. “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor”, decía el telegrama que había anotado Maisie.
Pero ese vapor habría salido por las chimeneas. No habría estado en las cubiertas. ¿Y el humo? ¿Podrían haberse declarado incendios a bordo cuando el barco empezó a inclinarse? ¿El carbón encendido de los fogones al resbalar por el suelo de la sala de máquinas, o una vela al caer sobre un mantel en el Salón Comedor de Primera Clase?
Llamó a Kit, pero volvía a comunicar. Maisie sabría si había habido algún incendio, sobre todo dado su interés por el incendio del circo de Hartford, y no le estaría preguntando por la niebla. “¿A quién tratas de engañar? —pensó Joanna—. Lo relacionará al momento.”
Probó de nuevo con Kit. Respondió el señor Briarley.
—Señor Briarley, tengo que hablar con Kit.
—No está aquí —contestó él—. Está en la iglesia. Todos están en la iglesia. Excepto Kevin. No sé dónde está.
“A eso se refería Kit cuando dijo que decía cosas terribles —pensó Joanna—. Creí que se refería a obscenidades.”
—”Completamente solos, tal como ha deseado el Cielo, así morimos” —dijo—. Kevin ha ido a comprar película. Kit lo envió. No sé por qué no se le ocurrió antes.
“Son obscenidades —pensó Joanna, y luego—: Kit no puede oír esto.”
—Dígale que he llamado. Adiós —dijo, y se dispuso a colgar, pero fue demasiado tarde. Kit se había puesto ya al teléfono.
—Hola. ¿Quiénes? —dijo con voz alegre—. Oh, hola, Joanna, ¿se te olvidó algo?
“Tal vez no lo ha oído —pensó Joanna—, tal vez estaba bajando las escaleras y lo ha visto con el teléfono en la mano”, y supo que no era cierto, que Kit había oído hasta la última palabra. ¿Y cuántas veces? ¿Docenas? ¿Centenares?
—¿Joanna? —dijo Kit—. ¿Había algo más que quisieras saber sobre el Titanic?
—Sí —respondió Joanna, tratando de parecer tan tranquila como Kit—. ¿Sabes si hubo algún fuego a bordo?
—¿Te refieres a fuegos accidentales o normales?
—¿Incendios normales?
—Quiero decir fuego en las calderas y las chimeneas de los camarotes.
—¿Había chimeneas en el Titanic? —preguntó Joanna, y entonces recordó que la mujer del pelo recogido dijo: “Le pediremos a un mozo que encienda un fuego.”
—Sí, en la sala de fumadores, creo, y en algunos de los camarotes de primera clase.
“Y las encendieron porque los pasajeros tuvieron frío en cubierta —pensó Joanna—, y luego las dejaron encendidas cuando subieron a la Cubierta de Botes y, cuando el barco empezó a inclinarse, la madera y las cenizas resbalaron por la alfombra, llegaron a las cortinas, llenaron el camarote de humo.”
—¿Te refieres a ese tipo de fuego? —estaba preguntando Kit.
—No sé a qué me refiero. Estoy buscando cualquier tipo de incendio que pudiera haber producido un montón de humo. O vapor.
—Recuerdo que el tío Pat hablaba de un incendio en una de las salas de calderas, en la carbonera. Estaba humeando desde que salieron de puerto, pero no creo que hubiera mucha humareda. ¿O vapor, has dicho?
—Sí.
—Estaba pensando en esa escena de la película en la que se escucha un ruido ensordecedor y el vapor envuelve a todos los que estaban en la Cubierta de Botes. Veré qué puedo encontrar. ¿Llamaste antes y te dio comunicando?
—Sí —admitió Joanna.
—Me lo temía. El tío Pat ha empezado a descolgar el teléfono de la horquilla. Lo compruebo a todas horas, pero…
—“Oh, padre, oigo el tronar de cañones” —oyó decir al señor Briarley.
—Te llamaré en cuanto encuentre algo.
—Necesito la información en cuanto…
—”Oh, di, ¿qué puede ser?” —dijo el señor Briarley.
—… sea posible —terminó Joanna, y Kit dijo que de acuerdo, pero Joanna no estaba segura de que la hubiera oído porque el señor Briarley seguía declamando al fondo:
—”Un barco herido que no puede vivir. ¡Nos hablan!”
Joanna colgó el teléfono y se lo quedó mirando, pensando en la posibilidad de que la niebla fuera vapor. Pero ninguna de las personas que había experimentado ECM había dicho nada de niebla congregándose, ni moviéndose, y Maisie había dicho que estaba a cubierto, no en el exterior, en la Cubierta de Botes.
¿O no? Recuperó la primera entrevista que había mantenido con Maisie. “Estaba dentro de aquel sitio, creo que era un túnel, pero no podía ver porque estaba oscuro y todo lleno de niebla”, había dicho, y habló sobre paredes que se alzaban a cada lado. “Eran realmente altas. La parte de arriba estaba tan alta que no podía ni verla.”
Ninguna habitación tenía techos altos en un barco, ni siquiera un barco lujoso como el Titanic. Debió de estar en la Cubierta de Botes, y el ruido que oyó fueron las chimeneas soltando vapor. Había dicho que fue un rugido. Pero no había nada en la Cubierta de Botes que fuera estrecho y con paredes altas a cada lado. Por otro lado, el humo tenía un olor inconfundible.
Joanna escribió “vapor” y “niebla” y “congregarse” e hizo búsquedas globales de cada término, deseando que llamara Kit. A las once, la muchacha lo hizo.
—Hola —dijo, nerviosa—. Lo tengo. Joanna agarró con fuerza el teléfono.
—¿Hubo un incendio en el Titanic?
—¿Un incendio? —dijo Kit, aturdida—. Oh, no, no he encontrado nada todavía. La única referencia en los índices era a los fuegos de las calderas y a los fogoneros trabajando para apagarlos antes de que el agua las alcanzara y causara una explosión. Nada sobre humo tampoco, pero sigo buscando. No llamaba por eso. ¡He encontrado el libro!
Ahora le tocó a Joanna el turno de no entender nada.
—¿El libro?
—¡Laberintos y espejos! Por fin. He tenido que poner la casa patas arriba. La cocina está peor que cuando la desmanteló el tío Pat. Nunca imaginarás dónde estaba. En el frigorífico. En la bandeja del hielo, así que está un poco húmedo y medio congelado, pero al menos lo tengo, y lo he guardado en sitio seguro, para que el tío Pat no pueda volver a esconderlo. ¿Puedes venir a recogerlo? Puedo prepararte el almuerzo.
—No, tengo mucho trabajo. Yo…
“Ya sé lo que es el Titanic. Ya no necesito el libro. Necesito pruebas.”
—No estoy segura de cuándo voy a poder pasarme. Por aquí las cosas son de locura.
—Puedo llevártelo al hospital —dijo Kit—. Los de Eldercare van a venir esta noche, pero puedo llamar y ver si es posible cambiarlo para esta tarde.
—No —dijo Joanna, y trató de poner más entusiasmo en la voz—. Me pasaré.
—Magnífico. Me muero de ganas de ver si la conexión está ahí. Haré galletas en el horno.
—Oh, no te molestes. No sé exactamente cuándo…
—No es ningún problema. Ya he sacado todos los ingredientes de todas formas. Y el calor del horno ayudará a secar el libro. Te veré esta tarde —dijo, y colgó antes de que Joanna pudiera recordarle que la llamara si descubría algún incendio.
“No lo hará —pensó Joanna—, porque no hubo ninguno.” Si hubiera habido un incendio, sin eluda habría salido en la película, con lo que le gustan a Hollywood los efectos especiales, y el que ella había imaginado, con los leños ardiendo resbalando de la chimenea cuando el barco se inclinaba, prendiendo fuego a la alfombra, se habría apagado casi inmediatamente con el agua. “Tiene que haber sido vapor —pensó—, pero el señor Katzenbaum dijo humo, igual que Coma Carl.”
Sonó el teléfono. “Es Kit que llama”, pensó Joanna. Iba a responder pero apartó la mano y dejó que el contestador automático lo hiciera por ella. Menos mal. Era el señor Mandrake.
—No comprendo por qué no sé nada de usted. La he llamado al busca y he estado en su despacho numerosas veces —dijo, la voz vibrando de irritación—. Tengo pruebas…
“Pruebas —pensó Joanna, despectiva—. ¿De qué? ¿De algo que la señora Davenport ha recordado para usted? ¿Preguntas que dan pistas? ¿Datos sesgados para que encajen con su teoría, dejando fuera los hechos que no encajan?
“¿Y cómo llamas a lo que tú tienes? ¿En qué se diferencian tus pruebas de las del señor Mandrake? Tienes docenas de referencias al Titanic. No demuestra nada excepto que puedes encontrar pruebas de cualquier cosa que quieras si buscas con atención. Porque todo sigue siendo subjetivo, no importa que porcentaje de los testimonios sea consistente. Sigue sin haber ninguna verificación externa. Necesito una zapatilla de tenis roja —pensó—, o un mapa del sur del Pacífico.
“¿Y cómo voy a conseguirlo? El señor Wojakowski es un mentiroso compulsivo, el señor Briarley no puede recordar, Amelia Tanaka se niega a hablar, Coma Carl…”
—Coma Carl —dijo en voz alta. Ella no era la única que lo había oído. Guadalupe lo había oído también, y su esposa. Si había algo en sus farfulleos que apuntara claramente al Titanic…
Recuperó su archivo. Había dicho “humo” y “ohhh… gran”, pero eso no era definitivo. Fue bajando por la pantalla. “Agua… tengo que… ido”, había escrito Guadalupe. ¿Los botes se han ido?
Alguien llamó a la puerta. El señor Mandrake, sospechó Joanna, y se quedó quieta.
—¿Joanna? —llamó Richard—. ¿Estás ahí dentro?
—Un momentito —dijo ella. Despejó la pantalla, puso el archivo del señor Wojakowski encima de las transcripciones y abrió la puerta.
—Hola —dijo Richard—. Sólo quería decirte que voy a salir un momento. Estaré en el despacho de la doctora Jamison en la octava si me necesitas para algo. Espero que ella pueda ver en los escaneos de la señora Troudtheim algo que a mi se me haya pasado por alto.
—¿El cortisol no estaba presente en las otras ECM de la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, apoyada en el quicio de la puerta para que él no pudiera entrar.
—No, lo había a puñados. —Richard se pasó la mano por el pelo—. Por desgracia, también había cortisol y DABA en una de las de Amelia Tanaka, dos de las tuyas y tres del señor Sage, incluida la de los veintiocho minutos.
—¿Entonces no vas a someter a la prueba a la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, esperanzada.
—No, todavía tengo un par de ideas. Una es la teta-asparcina.
—¿No dijiste que no era un inhibidor?
—No lo es, pero podría abortar la ECM de algún modo. Y tú saliste despedida cuando reduje la dosis. Eso podría significar que el umbral de ECM de la señora Troudtheim es más alto de lo normal, así que voy a subir la dosis para ver si eso la mantiene. Por eso he venido. Quería asegurarme de que te vendría bien a las dos. Voy a reunirme con la doctora Jamison a la una, pero volveré con tiempo de sobra, y le dije a Tish que estuviera aquí a la una y media por si la señora Troudtheim llega temprano. Bueno —dijo, golpeando el marco de la puerta con la palma de la mano—. Te veré a las dos.
—Sí. A esa hora ya habré terminado —respondió ella, y algo de! pesar en su voz debió de notarse porque él se volvió y dijo:
—¿Sabes una cosa? Los dos hemos estado trabajando demasiado. Cuanto todo esto termine, nos iremos a cenar. No a Taco Pierre’s. A un restaurante de verdad.
“Cuando todo esto termine.”
—Me encantará —dijo Joanna.
—Y a mí también —dijo él, y le sonrió—. Te he echado de menos estos últimos días.
—Yo también.
—Oh, y yo mantendría cerrada la puerta si fuera tú. Mandrake apareció por el laboratorio buscándote. Le dije que estabas en la cafetería.
—Gracias.
—”Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía” —recitó, sonriendo, y desapareció en el ascensor.
Joanna cerró la puerta con llave y volvió a estudiar los informes de Guadalupe. “Tengo que… no puedo… parches.” ¿Parches?
“Tengo que mirar las notas que escribió Guadalupe”, pensó Joanna, y sacó el talonario de recetas y trocitos de papel donde Guadalupe había ido anotando las palabras de Coma Carl. La primera, escrita en el dorso de un menú del hospital, decía: “Prisionero de guerra del Vietcong otra vez. Ninguna palabra inteligible. Retiré la sonda.” “Humo… —La siguiente, en la hoja de una receta—, no puedo… lado…” ¿O “demasiado”, como en “demasiado lejos para que venga”? ¿O estaba diciendo otra vez “tengo que”? ¿Tengo que qué?
La mayoría era un texto corto. “Remando en el lago”, o “Murmura mucho. Nada inteligible”, o la ominosa “Un día muy tranquilo”. Había un texto largo, en el dorso de un folleto publicitario de una compañía farmacéutica: “Nada que pudiera distinguir en mi turno de ayer. Sustituta de tres a once y Paula se olvidó de decírselo, así que no hay registros de ese turno. Le pregunté hoy si dijo algo, y respondió que no, sólo murmullos. No identificó tampoco la canción, pero dijo que parecía un himno.”
Un himno. Coma Carl tarareando, largo, largo, corto, corto, largo. Volvió al ordenador y escribió “tarareo”, buscando sus propias notas. “Largo, largo, corto, corto —había escrito—. Escala descendente.”
—Hmmm, hmmm, hm, hm, hm, hmm —tarareó, probando—. Media nota, media nota, cuarto de nota. Más cerca, mi Dios, de Ti.
En la cinta. Confirmación externa. Se levantó de un salto y tomó la caja con las cintas. Fue el día en que conoció a Richard, ¿cuándo fue eso? El quince de octubre. Rebuscó entre el montón de cintas, buscando la fecha. Allí estaba. La metió en la grabadora y pulsó “play”.
—Estaba oscuro… —rezongó la señora Davenport. Avanzó la cinta—. Y entonces me vi en mi octavo cumpleaños. Estaba jugando a colocar la cola al burro y… —Avanzó—. Mi boda. —Avanzó—. Y el ángel me entregó un telegrama.
Volvió a correr la cinta hacia delante, demasiado, sólo había silencio. Rebobinó, y allí estaba. Coma Carl tarareando, agónicamente lento. La volvió a pasar, anotando en una libreta, líneas para la longitud de la nota, flechas para el tono, largo, largo, el tono bajando con cada nota, corto, largo, deseando saber leer música. ¿La melodía de Más cerca, mi Dios, de Ti subía o bajaba?
Tarareó los primeros acordes, tratando de estirar las notas para que encajaran con el glacial tarareo de Coma Carl, pero no sirvió de nada. La melodía podría haber sido cualquiera. “Tengo que acelerarlo”, pensó. Rebobinó hasta el principio y luego corrió rápido la cinta, pero se oía sólo un ruidito y no podía controlar la velocidad con una grabadora tan pequeña.
“Necesito un reproductor bueno”, pensó, y trató de pensar quién tendría uno. ¿Kit? Si lo tuviera, Joanna podría escuchar la cinta y recoger el libro al mismo tiempo, pero no recordaba haber visto ningún equipo de música en la biblioteca del señor Briarley, ni siquiera una grabadora. Kit tal vez tuviera una en su habitación. La llamó, pero la línea estaba ocupada.
Muy bien, ¿y en el hospital? La grabadora de Maisie era de juguete, de esas cosas de plástico rosa, probablemente peor que su minigrabadora. ¿Vielle? No, lo único que tenían en Urgencias era un tocadiscos, “porque nadie ha tenido tiempo de escuchar música aquí desde 1974”, había dicho Vielle una noche.
Contempló la minigrabadora, intentando recordar dónde había visto un aparato mejor. En una de las oficinas, donde escuchaban música mientras trabajaban. Pagos o Personal. Archivos, decidió. Sacó la cinta de la minigrabadora, se la guardó en el bolsillo y bajó a Archivos.
Su memoria no la había engañado. En la pared del fondo, encima de los cubículos, había una hilera de sofisticado equipo estereofónico. Pero primero tendría que pasar ante la mujer del mostrador, que parecía sólida y decidida a seguir las reglas. Casi antes de que Joanna consiguiera decir su nombre, la mujer se volvió hacia un puñado de papeles impresos, con la mano extendida para recoger el impreso adecuado.
—Creo que no hay ningún impreso para lo que necesito… Zaneta —dijo Joanna, leyendo el nombre del cartelito de la mesa de la mujer—. Necesito una grabadora capaz de reproducir una cinta a distintas velocidades.
Pero Zaneta ya se había girado para mirarla.
—Esto es Archivos —dijo—. Equipos está en la puerta de al lado.
—No, no quiero una solicitud para una grabadora. Sólo quiero que me presten la suya un par de minutos para escuchar una cinta —dijo Joanna, sacándose la cinta del bolsillo para demostrarlo—. Mi grabadora no tiene una tecla que me permita controlar la velocidad, y necesito…
—¿Trabaja usted aquí?
—Sí, me llamo Joanna Lander. Trabajo con el doctor Wright en investigación. —Zaneta se volvió hacia su terminal—. Lo único que necesito es…
—¿Lander? —preguntó Zaneta, escribiendo—. ¿L-a-n-d-e-r?
—Sí. Necesito transcribir esta cinta, pero hay que escuchar una sección a más velocidad, y me preguntaba si podría…
Sonó el busca de Joanna. “No”, pensó, y se metió la mano en el bolsillo para apagarlo, pero Zaneta ya le estaba ofreciendo el teléfono.
—La llaman por el busca —dijo severa.
Joanna se rindió. “Por favor, que no sea el señor Mandrake”, rezó, y llamó a la operadora.
—Llame a la cuarta planta al puesto de enfermeras —dijo la operadora—. Extensión 428.
Cuarta planta. “Coma Carl”, pensó, y advirtió que sabía que aquella llamada iba a producirse.
Zaneta estaba ofreciéndole una libreta y un lápiz. Joanna la ignoró y tecleó la extensión. Respondió Guadalupe.
—¿Qué pasa, Guadalupe? ¿Es Coma Carl?
—Sí, he estado intentando localizarte. No has visto a la señora Aspinall, ¿verdad? No la encontramos por ninguna parte. —Su voz desconcertada y estremecida le dijo a Joanna todo lo que necesitaba saber.
—¿Cuándo ha muerto? —preguntó, pensando en él, allí solo en su bote salvavidas, tarareando.
—¿Morir? —dijo Guadalupe con aquella misma voz de desconcierto—. No ha muerto. Se ha despertado.
38
… Morse… indio…
Guadalupe estaba en el puesto de enfermeras, hablando por teléfono, cuando llegó Joanna.
—¿De verdad está despierto? —preguntó, apoyándose en el mostrador.
Guadalupe levantó una mano, indicándole que esperara.
—Sí, estoy intentando contactar con el doctor Cherikov —le dijo al receptor—. Bueno, ¿puedo hablar con su enfermera? Es importante. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano.
—Sí, está despierto de verdad —le dijo a Joanna—, y ahora resulta que no podemos encontrar a su médico. Ni a su esposa. No habrás visto a la señora Aspinall al venir para acá, ¿verdad?
—No. ¿Has probado en la cafetería?
—He mandado a una auxiliar a comprobarlo —dijo Guadalupe—. La señora Aspinall se ha pasado aquí dos semanas seguidas, día y noche, y siempre nos dice cuándo sale. Excepto hoy. ¿Cuánto tarda esta enfermera en ponerse al teléfono? —dijo impaciente.
—¿Ha dicho algo Carl?
—Ha preguntado por su esposa. Y dijo que tenía hambre, pero no podemos darle nada de comer porque no tenemos ninguna orden, y no podemos encontrar a su médico. No responde a su busca.
—¿Ha dicho algo sobre el coma? Guadalupe negó con la cabeza.
—La mayoría de los pacientes en coma… Sí —le dijo al teléfono— Soy Guadalupe Santos del Mercy General. Necesito hablar con el doctor Cherikov. Es urgente. Es sobre un paciente llamado Carl Aspinall. Hubo una pausa—. No —dijo Guadalupe, y su tono hizo pensar a Joanna que la enfermera había preguntado, igual que ella, si había muerto—. Está consciente.
Volvió a cubrir el teléfono con la mano.
—Paula fue a comprobar sus constantes hace media hora. Descorrió las cortinas, y él dijo: “No está oscuro.” Le dio un susto de muerte… He intentado llamarlo al busca —le dijo al teléfono—. ¿Sabe adonde ha ido?
Se volvió hacia Joanna.
—La mayoría de los pacientes tienen recuerdos muy difusos del tiempo que han pasado en coma, si es que recuerdan algo.
“Y esos recuerdos se harán aún más difusos con cada momento que pase —pensó Joanna, mirando hacia su habitación—. Tengo que entrar ahí ahora.”
—¿Puede recibir visitas? —preguntó. Guadalupe frunció el ceño.
—No sé quién está con… Sí —le dijo al teléfono—. ¿Harvest?
—Tomó un boli y anotó algo en un talonario de recetas—. Por favor, que me llame en cuanto vuelva. Colgó.
—El doctor Cherikov está almorzando —dijo, disgustada, buscando una guía telefónica—. En el Harvest o el Sfuzzi’s. Tiene los dos nombres en su agenda. —Empezó a buscar en la guía—. La esposa de Carl probablemente ha ido a almorzar también. Harvest, Harvest.
Joanna volvió a mirar hacia la habitación. Tenía que entrar allí y hablar con él antes de que volvieran su esposa y el doctor Cherikov, pero sin duda había alguien con él. Un paciente que acaba de recuperar la conciencia difícilmente se quedaría solo…
El ascensor sonó, y Guadalupe y Joanna miraron hacia allí y vieron salir a una auxiliar de clínica.
—¿La has encontrado? —preguntó Guadalupe. La auxiliar se acercó a ellas, sacudiendo la cabeza.
—No estaba en la cafetería. ¿Y si la llamamos por el busca? Guadalupe negó con la cabeza.
—No quiero darle un susto de muerte. Sólo quiero que venga.
—Descolgó el teléfono.
—¿Y la capilla? —preguntó Joanna.
Corinne ha ido a comprobarlo —dijo Guadalupe. Marcó un número de teléfono, sin dejar de consultar la guía mientras lo hacía— ¿Has mirado en la tienda de regalos? La auxiliar asintió.
—Y en las máquinas expendedoras.
—¿Has comprobado…? Soy la enfermera Santos del Mercy General. Estoy intentando localizar al doctor Antón Cherikov. Está almorzando ahí. —Pausa—. No, no puedo llamarlo por el busca. —Pausa-Bueno, ¿quiere mirar, por favor? Es una emergencia. —Volvió a cubrir el teléfono con la mano—. ¿Has mirado en el solárium? —le preguntó a la auxiliar.
Ninguna de las dos le estaba prestando atención a Joanna. Se apartó del puesto de enfermas y, cuando Guadalupe alzó la cabeza, señaló su reloj e hizo un leve gesto de despedida.
—He mirado por todas partes —dijo la auxiliar—. Apuesto a que se ha ido a casa.
—Ya hemos llamado. No está allí. Le dejé un mensaje.
—¿No la asustará eso también? —preguntó la auxiliar.
Joanna recorrió rápidamente el pasillo, pasando ante la habitación de Carl, hasta que quedó fuera de la vista del puesto de enfermeras. Se detuvo, esperó.
—¿Está seguro de que no está ahí? —dijo Guadalupe, y se oyó cómo colgaba el teléfono y un breve silencio—. ¿Cómo se escribe Sfuzzi’s?
—¿Sfuzzi’s? No lo sé. ¿Qué es eso?
—Un restaurante.
Más silencio. Joanna retrocedió sigilosa por el pasillo hasta que vio el puesto de enfermeras. Guadalupe y la auxiliar estaban las dos inclinadas sobre el mostrador, buscando en la guía telefónica. Joanna se apartó rápidamente y cruzó en silencio el pasillo en dirección a la habitación de Carl.
“Sólo necesito un minuto —pensó, mirando la puerta. No había ninguna enfermera en la habitación. Entró—. Lo único que tengo que hacer es preguntarle si estuvo en el Titanic, dejando la puerta encajada. Antes de que se le olvide, antes de que…”
—Hola —dijo una voz desde la cama. Ella se volvió y miró al hombre de pelo gris que estaba sentado en la cama, vestido con un pijama azul—. ¿Quién es usted? —preguntó.
Durante un largo y angustioso minuto, Joanna pensó que se había equivocado de habitación. “¿Cómo voy a explicarle esto a Guadalupe? ¿Cómo voy a explicárselo a Richard?”
—¿Han encontrado a mi esposa? —preguntó el hombre, y ella vio, como en una de esas fotos de pega que de repente se enfocan, que era Coma Carl.
No es que pareciera una persona diferente. Es que parecía una persona. Antes no era más que un caparazón vacío. Su pecho cóncavo, sus finos brazos parecían rellenos, como si hubiera ganado peso, aunque eso era imposible, y su rostro, cubierto por una barba gris, parecía ocupado, como una casa a la que los propietarios han vuelto de repente. Llevaba el pelo, castaño grisáceo en las sienes, que las auxiliares habían mantenido siempre peinado para despejar la frente, con la raya en medio, y le caía de un modo bastante infantil sobre la frente, y sus ojos, que ella siempre había creído grises cuando los veía a través de los párpados entreabiertos, eran marrón oscuro.
Estaba mirándolo boquiabierta, como una idiota.
—Yo… —dijo, tratando de recordar qué le había preguntado.
—¿Es usted una de mis médicos? —preguntó él, mirándole la bata.
—No. Soy Joanna Lander. ¿Me recuerda, señor Aspinall? Él negó con la cabeza.
—No recuerdo mucho —dijo. Su voz era diferente también, aún ronca, pero mucho más fuerte, más grave que en sus murmullos—. He estado en coma, ¿sabe?
—Lo sé —asintió ella—. De eso me gustaría hablar con usted. De lo que recuerda. Me gustaría hacerle unas preguntas, si no le parece mal.
“Está mal —se dijo—. Necesitas un permiso. El que firmó su esposa sólo valía cuando él estaba inconsciente. Tienes que hacerle firmar un impreso. Esto viola todas las normas.” Pero no había tiempo de escribir nada. El doctor o su esposa llegarían de un momento a otro.
Joanna acercó una silla a la cama, y miró ansiosa hacia la puerta cuando la silla chocó contra la percha de las intravenosas; se sentó.
—¿Puede decirme qué recuerda, señor Aspinall?
—Recuerdo haber venido al hospital. Alicia me trajo.
Joanna buscó la minigrabadora en el bolsillo de su rebeca. No la llevaba. “Me la he dejado en el despacho —pensó—, cuando llevé la cinta a Archivos.”
—Tenía un terrible dolor de cabeza. No podía conducir.
Joanna buscó en su bolsillo algo para escribir, pero ni siquiera tenía uno de aquellos impresos que no le había hecho firmar. Al menos tenia un boli. Miró subrepticiamente alrededor, buscando algo sobre o que escribir, un menú, un sobre, cualquier cosa. Guadalupe se había llevado la gráfica consigo, y no había nada en la mesilla de noche.
—Iba a llevarme al médico, pero el dolor de cabeza era cada vez más fuerte…
Joanna buscó en la papelera y sacó una tarjeta con un dibujo de un pájaro. El pájaro tenía una carta en el pico. “Este mensaje para que te pongas bien vuela hacia ti”, decía el interior de la tarjeta. Joanna le dio la vuelta. No había nada detrás.
—… me llevó a la sala de urgencias, y entonces… —La voz de Carl se apagó y se quedó mirando al frente—. Se puso oscuro.
“Oscuro”, pensó Joanna, y la mano le tembló al escribir la palabra.
—A Alicia no le gusta conducir de noche —dijo él—, pero tuvo que hacerlo. Hacía mucho frío. —Extendió la mano y se tocó la mejilla, con ternura, como si todavía le doliera—. Recuerdo que el doctor dijo que tenía meningitis espinal, y luego recuerdo que me pusieron en una silla de ruedas, y luego recuerdo a la enfermera echando las cortinas, y me sorprendió que no estuviera oscuro. —Le sonrió a Joanna—. Y eso es todo.
Era Greg Menotti otra vez.
—¿Recuerda algo entre la silla de ruedas y las cortinas?
—No. Nada entre una cosa y la otra.
—¿Tuvo sueños? Algunos pacientes sueñan.
—Sueños —repitió él, pensativo—. No.
Y no lo dijo a la defensiva, ni evitó sus ojos. Lo dijo con naturalidad.
Y eso era todo. No recordaba. Y ella debía darle las gracias, decirle que descansara, salir de allí antes de que Guadalupe la pillara con las manos en la masa y sin permiso. Pero no se levantó.
—¿Y sonidos?
El negó con la cabeza.
—¿O voces, Carl? —dijo ella, usando su nombre sin pensarlo—. ¿Recuerda haber oído voces?
Él había empezado a sacudir de nuevo la cabeza, pero se detuvo y se la quedó mirando.
—Recuerdo su voz. Dijo usted que lo sentía. “Lo siento”, había dicho ella, pidiendo disculpas porque su busca sonó, por tener que marcharse.
—Había voces pronunciando mi nombre, diciendo que estaba en coma, diciendo que me había subido la fiebre.
“Eramos nosotras —pensó Joanna—, susurrando sobre su estado, llamándolo Coma Carl. Guadalupe tenía razón, podía oírnos.” Se sintió avergonzada de sí misma.
—¿Estuvo usted aquí? —dijo él, contemplando detenidamente la habitación del hospital.
—Sí. Solía venir a sentarme junto a usted.
—Podía oír su voz —dijo él, como si fuera algo incomprensible—. Así que tuvo que haber sido un sueño. Estuve realmente aquí, todo el tiempo —La miró—. No parecía un sueño.
—¿El qué? Él no respondió.
—¿Podían ustedes oírme? —preguntó.
—A veces —dijo ella cuidadosamente—. A veces usted tarareaba, y una vez dijo: “Oh, gran.” Él asintió.
—Si ustedes me oyeron, entonces debió de ser sólo un sueño.
Joanna necesitó toda su fuerza de voluntad para no preguntar de sopetón: “¿Era “gran” la Gran Escalera? ¿Qué estaba canturreando?” Por no decir: “Estuvo usted en el Titanic, ¿verdad? ¿Verdad?”
—Si me oyeron, entonces no pude haber estado realmente allí —dijo él ansiosamente.
—¿Por qué no?
—Porque estaba demasiado lejos… —Se detuvo y miró hacia la puerta.
“Demasiado lejos para llegar.”
—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó ella apremiante, y la puerta se abrió.
—Hola —dijo un técnico de laboratorio, con una cajita de cristal llena de tubos y agujas—. No, no se levante —le dijo a Joanna, que se había puesto en pie, sintiéndose culpable—. Puedo hacerlo desde este lado.
Colocó la cajita en la mesa sobre la cama.
—No dejen que les interrumpa —dijo, poniéndose los guantes—. Solo tengo que extraer un poco de sangre.
Colocó una tira de goma alrededor del brazo de Carl.
Joanna sabía que tendría que haber dicho: “Oh, muy bien”, y seguir charlando mientras le sacaban sangre, pero temía que, si lo hacía, Carl perdiera aquel frágil hilo de memoria.
—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó, pero Carl no estaba escuchando. Miraba temeroso la aguja que el técnico había sacado.
—Será sólo una pinchadita —lo tranquilizó el hombre, pero el rostro de Carl ya había perdido su expresión asustada.
—Es una aguja —dijo, con el mismo asombro con que le había preguntado si ella había estado en la habitación, y extendió el brazo para que el técnico pudiera insertar la aguja y acercar el tubo de cristal. La oscura sangre de Carl llenó el tubo.
El técnico terminó diestramente su trabajo, retiró la aguja y colocó algodón sobre el pinchazo.
—Ya está —dijo, cubriéndolo con un poco de esparadrapo—. No ha estado tan mal, ¿no?
—No. —Carl se volvió a mirar la intravenosa en su otro brazo.
—Muy bien, todo listo. Le veré más tarde —dijo el técnico, y la cajita tintineó mientras salía.
No había cerrado la puerta del todo. Joanna se levantó y se dispuso a cerrarla.
—Era sólo la sonda —dijo Carl, mirando con curiosidad el estrecho tubito que colgaba de la bolsa—. Creí que era un crótalo. Joanna se detuvo.
—¿Un crótalo?
—En el cañón —dijo Carl, y Joanna volvió a sentarse, con la tarjeta y el boli en la mano—. Me estaba escondiendo de ellos —continuó Carl—. Sabía que estaban ahí fuera, esperando para emboscarme. Vi a uno al fondo del cañón.
Entornó los ojos mientras lo decía y alzó la mano para protegérselos.
—Traté de subirme a las rocas, pero estaban llenas de crótalos. Estaban por todas partes —su voz se llenó de temor—, sacudiendo la cola. Me pregunto qué sería —dijo, en un tono de voz completamente distinto—. El cascabeleo. —Contempló la habitación—. ¿El calefactor, tal vez? Cuando estaba usted aquí, ¿hacía un ruido entrecortado?
—¿Estuvo usted en un cañón? —preguntó ella, tratando de comprender lo que le estaba diciendo.
—En Arizona. En un cañón largo y estrecho. Joanna escuchó, intentando comprender todavía, tomando notas casi de manera automática. En Arizona. En un cañón.
—Tenía un arroyo, pero estaba seco. Por la fiebre. Estaba oscuro, porque las paredes eran muy altas y empinadas, así que no podía verlos, pero sabía que estaban allí, esperando.
“¿Los crótalos?”
—¿Quién estaba allí esperando?
—Ellos —dijo, temeroso—. ¡Una tribu entera, con flechas y cuchillos y tomahawks! Traté de escapar, pero me hirieron en el brazo. —Se agarro el brazo como si intentara arrancarse una flecha—. Ellos —Le temblaron los hombros y su rostro se contrajo. Alzó el brazo con la intravenosa, como si se defendiera de un ataque—. Mataron a Hardy. Encontré su cuerpo en el desierto. Le habían arrancado el cuero cabelludo. Tenía toda la cabeza roja. Como el cañón. Como las formaciones rocosas. —Cerró y abrió el puño compulsivamente—. Todo rojo.
—¿Quién hizo eso? —preguntó Joanna—. ¿Quién mató a Hardy?
Él la miró como si la respuesta fuera obvia.
—Los apaches.
Apaches. No parches. Apaches. No había estado en el Titanic. Había estado en Arizona. Ella estaba equivocada y el Titanic no era universal. Pero él había dicho: “Oh, gran.” Había hecho movimientos de remo con las manos. Y ahora mismo había dicho que “estaba demasiado lejos…”.
—Estuvo usted en Arizona —empezó a decir ella—. ¿Recuerda haber estado en algún otro lugar?
—¡No! —gritó él, sacudiendo la cabeza vehementemente—. No era Arizona. Creí que lo era, por las piedras rojas. Pero no lo era.
—¿Dónde estaba entonces?
—En otro lugar. Pero en realidad estuve aquí, todo el tiempo —dijo, como para reafirmárselo a si mismo—. Fue sólo un sueño.
—¿Tuvo otros sueños? —preguntó ella—. ¿Hubo otros lugares además de Arizona?
—No hubo ningún otro lugar.
—dijo usted: “Oh, gran.” El asintió.
—Me pareció ver postes de telégrafo. Pensé que debía de estar cerca de una vía de ferrocarril. Me pareció que si conseguía llegar antes que el tren… —dijo, como si fuera una explicación.
—No comprendo.
—Creí que podría llegar hasta Río Grande. Pero no había ninguna vía. Sólo los cables telegráficos. Pero todavía podía enviar un mensaje. Podía subirme a uno de los postes y enviar un mensaje.
Ella escuchaba sólo a medias. Río Grande. No la Gran Escalera. Río Grande.
—…y estaba demasiado lejos para ir a caballo —estaba diciendo Carl mirando hacia el frente—, pero tenía que intentarlo.
Mientras hablaba, se movía suavemente arriba y abajo, los brazos doblados como si sostuviera unas riendas.
“Y Guadalupe creía que estaba remando”, pensó Joanna, aunque Parecía el gesto de remar. Parecía lo que era, Carl montando a caballo. No tarareaba Más cerca, mi Dios, de Ti. Probablemente era Allá en el rancho grande.
Y la señora Woollam había estado en un jardín. La señora Davenport había visto un ángel. Pero ella había querido que fuera una mujer en camisón. Había querido que fueran el Café Verandah y la Gran Escalera. Para que encajara en su teoría. Así que había tergiversado las pruebas para que encajaran, había ignorado las discrepancias, dado pistas a los testigos y creído lo que quería creer. Igual que el señor Mandrake.
Estaba tan obsesionada con esa idea que se había negado a aceptar la verdad: que Carl había sacado su desierto, sus apaches, de los westerns que le leía su esposa, incorporándolos a la extensión roja de su coma igual que ella había incorporado las historias del Titanic del señor Briarley al suyo. Porque estaban allí, en la memoria a largo plazo.
Y las imágenes no significaban nada. No eran universales. Eran aleatorias, tan carentes de significado como que el señor Bendix viera a Elvis. Y la sensación de algo significativo, algo importante, procedía de un lóbulo temporal sobreestimulado. Y mientras tanto, había molestado a Amelia Tanaka, había acosado a un hombre que acababa de salir de un coma y posiblemente había puesto en peligro su salud, rompiendo reglas a diestro y siniestro. Actuando como una chiflada.
—… antes de que oscureciera —estaba diciendo Carl—, pero cuando me acerqué, vi que los apaches ya estaban allí.
Joanna se guardó en el bolsillo el boli y la tarjeta con el pájaro y se levantó.
—Tengo que irme —dijo. “Antes de que me pille Guadalupe. Antes de que el consejo descubra que no ha firmado ningún permiso. Antes de que nadie se entere de cómo he actuado.” Dio una palmadita sobre las mantas—. Tiene que descansar un poco.
—¿Se marcha? —dijo, y su mano se abalanzó hacia su muñeca como una serpiente al ataque—. No se marche. —La apretó con fuerza—. Tengo miedo de volver allí, y aquí cada vez se hace más oscuro. Y más rojo.
—No pasa nada, Carl —la tranquilizó Joanna—. Solamente fue un sueño.
—No. Era un lugar real. Arizona. Lo supe por las formaciones rocosas. Pero no lo era. Y lo era. No puedo explicarlo.
—Sabía usted que Arizona era el símbolo de otra cosa.
—Sí —dijo él, y ella pensó: “En efecto significa algo. La ECM no es sólo erupciones sinápticas aleatorias, asociaciones al azar.”
—¿De qué era un símbolo, Carl? —preguntó, y esperó su respuesta conteniendo la respiración.
—Le quitaron el cuero cabelludo a Cody. Se lo arrancaron y vi su cerebro. Estaba todo rojo —dijo—. Tenía que salir de allí, antes de que oscureciera. Tenía que llevar el correo.
El correo. Las cartas flotando en agua hasta los tobillos de la sala de correo, los nombres de los sobres corridos e ilegibles, y el encargado poniéndolo cada vez más alto, arrastrándolo escaleras arriba.
—¿El correo? —preguntó Joanna, sintiendo la tensión en su pecho.
—Para el Pony Express. Cody era el jinete encargado, pero lo mataron, y yo no podía llevar el correo. Estaba demasiado lejos para ir a caballo, y los apaches habían cortado los cables.
Y el Carpathia estaba demasiado lejos, se dijo Joanna. El Californian no respondía. Pensó en el señor Briarley escribiéndole una postal a Kit, lanzando cohetes, tratando de enviar mensajes. Y ninguno de ellos llegaba a ninguna parte.
—La formación rocosa estaba muy lejos —decía Carl—, y yo temía que no hubiera nada con lo que encender un fuego.
—¿Un fuego? —dijo Joanna, pensando en Maisie.
—Para las señales de humo. Los apaches me dieron la idea. Se coloca la manta sobre la hoguera y se sacude, y el humo sube. —Tendió una manta imaginaria, sujetando con las manos sus lados imaginarios, e hizo un brusco movimiento hacia atrás con ambas manos. Como si remara. Como si remara—. No sabía hablar apache —dijo—. Lo único que conocía era el código Morse.
El marinero manejando la lámpara Morse, y Jack Phillips, tecleando incansable CQD, SOS…
—Un SOS —dijo ella—. Envió usted un SOS.
—Y en cuanto lo hice, la enfermera abrió las cortinas y regresé aquí.
—Volvió usted aquí —dijo Joanna, recordando lo que había dicho el señor Edwards. “La luz empezó a destellar y supe que tenía que volver, y de repente aparecí en el quirófano.” Recordó a la señora Woollam diciendo: “Estaba en el túnel y de repente me vi en el suelo, junto al teléfono.” Entonces recordó a Richard diciendo: “Algo los “pulsa.”
En el salón, una voz dijo, llena de nerviosismo:
—¡La hemos encontrado!
Joanna miró hacia la puerta, la puerta entreabierta que había olvidado cerrar.
—Por fin —dijo la voz de Guadalupe—. ¿Dónde estaba? La hemos estado buscando por todas partes.
Buscando por todas partes. El sobrecargo, dirigiéndose a la escalera de popa hacia la Cubierta de Paseo, comprobando la sala de fumadores, el gimnasio, buscando al señor Briarley. Y el señor Briarley recorriendo la Cubierta G y Scotland Road, hasta la sala de correo, buscando la llave. La llave.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Joanna—. ¡Sé lo que es! —Se llevó la mano a la boca—. ¡Recuerdo lo que dijo el señor Briarley!
39
Bien, Wiley ya lo ha calentado. Vamonos.
— ¿Qué? —dijo Carl, alarmado— ¿Qué quiere decir con que sabe qué es?
Pero Joanna no le oía.
“Tengo que decírselo a Richard —pensó— Tengo que decirle que lo he descubierto.”
Se levantó.
— No irá a marcharse, ¿verdad? —dijo Carl, extendiendo la mano otra vez— ¿Sabe lo que es? ¿Lo que es Arizona?
— Está sentado hablando —dijo la voz de Guadalupe en el pasillo. “Vienen hacia aquí”, pensó Joanna. Se levantó y se guardó la tarjeta en el bolsillo.
— Su esposa está aquí —dijo, y corrió hacia la puerta antes de que Carl pudiera protestar.
¿Y cómo iba a explicar su propia presencia allí?, se preguntó, asolándose a la puerta. La señora Aspinall estaba junto al puesto de enfermeras, con Guadalupe y la auxiliar consolándola.
— No debe llorar ahora —decía la auxiliar— Todo ha terminado. No quiero que me vea así —dijo llorosa la señora Aspinall, frotándose los ojos.
—Le traeré un Kleenex —dijo Guadalupe, desapareciendo tras la esquina del puesto de enfermeras.
Joanna no se lo pensó dos veces. Salió por la puerta, cruzó el pasillo y entró en la sala de espera. Justo a tiempo. Guadalupe regresó con el Kleenex, la señora Aspinall se sonó la nariz y las tres se encaminaron hacia la habitación de Carl.
No había nadie en la sala de espera. “Es un SOS —pensó Joanna la comprensión tardía filtrándose en su interior como el agua del mar por la abertura en el costado del Titanic—. Eso es la ECM. Es el cerebro moribundo que envía una llamada de socorro, una petición de ayuda, tecleando mensajes en Morse al sistema nervioso: “Vengan de inmediato. Hemos chocado contra un iceberg.”
Transmitía señales a los neurotransmisores del cerebro, tratando de encontrar uno que pudiera hacer que funcionaran unos pulmones que ya no respiraban, tratando de encontrar uno que pusiera en marcha un corazón que ya no latía. Tratando de encontrar el adecuado.
Y a veces tenía éxito y revivía a pacientes que estaban clínicamente muertos, y los recuperaba bruscamente, milagrosamente. Como el señor O’Reirdon. Como la señora Woollam. Porque el mensaje llegó.
—¡Carl, oh, Carl! —dijo llorosa la señora Aspinall—. ¡Estás bien!
Joanna contempló el pasillo. La señora Aspinall y Guadalupe habían entrado en la habitación, y la auxiliar iba hacia los ascensores, llevando equipo médico.
Joanna esperó a que entrara en el ascensor y como luego al puesto de enfermeras. Descolgó el teléfono de detrás del mostrador, inclinándose para marcar el número del laboratorio. Si Guadalupe la pillaba allí, pensaría que se había marchado y había vuelto.
“Si Carl no ha hablado”, pensó, escuchando sonar el teléfono.
—Responde, Richard —murmuró—. Responde.
Responder. Eso era lo que hacía también la ECM, marcando números y escuchando sonar el teléfono, tratando de comunicar, esperando que alguien respondiera al otro lado. “Y si Richard sabe que es un SOS —pensó—, podrá descubrir cuál es el otro lado.”
Y no era extraño que su mente, al intentar encontrarle sentido, se hubiera ceñido al Titanic. Era la metáfora perfecta. El SOS enviado cinco minutos después de que el operador del Californian se fuera a la cama, la lámpara Morse, los cohetes, los gritos de auxilio desde el agua. Y sobre todo, Phillips sentado en su puesto, tecleando fielmente “SOS CQD”. Tecleando: “Estamos inundados hasta las calderas.” Enviando llamadas de socorro al otro lado.
Richard no respondía. “Está sentado ante la consola —pensó ella contemplando los escaneos de la señora Troudtheim, tratando de resolver el problema.”
—No es un problema, Richard —murmuró—. Es la respuesta.
Y tenía sentido evolutivo, tal como él había predicho. La ECM no preparaba al cuerpo para el trauma, no ponía en movimiento un programa mortal. Estaba intentando detenerlo.
El contestador automático entró en funcionamiento.
—Éste es el despacho del doctor Wright. Si desea dejar… —dijo su voz, pero Joanna ya había colgado el teléfono y subía las escaleras hacia el laboratorio.
Richard no estaba. La puerta se encontraba cerrada con llave, así que no tardaría sólo unos minutos en volver. La abrió y entró; luego se quedó allí, contemplando el laboratorio desierto, tratando de pensar adonde podría haber ido. ¿A la cafetería a almorzar? Miró el reloj. Era la una menos cuarto. La cafetería tal vez estuviera abierta a esa hora del día.
Había dicho que tenía una cita. Trató de recordar sus palabras cuando estuvo en su despacho. “Voy a estar fuera un rato”, dijo. ¿Dónde?
“La doctora Jamison”, pensó, recordando de pronto lo que Richard había dicho. Se acercó rápidamente al teléfono y llamó a centralita.
—Póngame con el despacho de la doctora Jamison. —Escuchó otro largo zumbido.
“¿Es que nadie responde al teléfono?”, pensó Joanna. No, y el cerebro seguía llamando y llamando, probando primero un número y luego, cuando no había respuesta, otro. Marcaba y volvía a marcar, pulsando código tras código, tratando de conectar.
Cortó y volvió a llamar a centralita.
—¿Dónde está el despacho de la doctora Jamison? ¿En qué planta?
—Tendré que mirarlo —dijo la operadora, y después de un enloquecedor minuto, informó—: 841.
—Gracias —dijo Joanna. Se disponía a colgar, pero se lo pensó mejor—. Quiero que la llame al busca.
—¿Quiere que ella la llame al laboratorio?
—No, a mi propio busca. Y quiero que llame al busca del doctor Wright también —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo para conectar el suyo, pensando con tristeza que él tampoco lo tendría conectado.
Colgó. La oficina 841 estaba en el ala oeste. El camino más corto seria bajar a la quinta y cruzar por el pasillo elevado. No, estaban pintando el pasillo en la quinta. Bajar hasta el de la tercera. Escribió una nota: “He ido a buscarte. Llámame.” La dejó sobre la mesa de Richard, cerró la puerta, sin molestarse siquiera en echarle la llave, llamó al ascensor una y otra vez, deseando que se abriera, deseando que no se parara en la quinta, en la cuarta.
Cuando el ascensor se abrió en la tercera, como por el pasillo, cruzó el paso elevado y atravesó Medicina interna hasta el otro pasillo “Que la señora Davenport no esté dando un paseo —pensó, mirando nerviosa la puerta de su habitación—. No tengo tiempo de escuchar sus últimas invenciones.”
Joanna se mantuvo pegada a la otra pared y corrió ante la puerta entreabierta, dejó atrás el solárium y el puesto de las enfermeras.
—¡Eh, Doc! —la llamó una voz—. ¡Doc!
El señor Wojakowski. Siguió andando, como si no lo hubiera oído. Llegó al fondo del pasillo. Dobló la esquina. Llegó al pasillo elevado. Se abrió una puerta tras ella.
—¡Doc! —llamó el señor Wojakowski, jadeando—. ¡Doc Lander! ¡Espere!
Y Joanna no tuvo más remedio que darse la vuelta.
—Me pareció que era usted, Doc —dijo él, sonriendo—. La vi allá atrás y traté de alcanzarla, pero iba usted a un ritmo que parecía como si hubiera oído A sus puestos de combate. ¿Adonde va con tanta prisa?
—Estoy buscando al doctor Wright. Tengo que encontrarlo ahora mismo.
—No lo he visto —dijo él alegremente—. He venido a visitar a un amigo mío. —Señaló con la cabeza en dirección a Medicina interna—. Tuvo una embolia. Mala cosa. Tiene un lado paralizado, no puede hablar. Le ocurrió mientras bailaba claque. Se desplomó en mitad de un paso…
—Lamento oírlo —dijo Joanna, mirando hacia el fondo del pasillo—. Ojalá pudiera quedarme a charlar. Tengo…
—¿Sabe a quién me recuerda usted? A Ace Willey. Era alférez en el Yorktown, y siempre tenía prisa. “¿Dónde te crees que vas con tanta prisa?”, le decía yo. “Estás en un maldito barco.” Bueno, pues un día estaba corriendo por la cubierta hangar y pisó una escotilla abierta y…
—Señor Wojakowski, me encantaría escuchar el resto de su historia, pero tengo que irme. Tengo que encontrar al doctor Wright. —Echo a andar con decisión.
—Espere, Doc. —El la alcanzó cuando llegaba a la puerta—. Hay algo que quisiera preguntarle. Ella abrió la puerta.
—Señor Wojakowski, yo…
—Ed.
—Ed —dijo ella, sin detenerse—. Lo siento, pero no tengo tiempo para charlar.
—Sólo quería saber si ya ha solucionado lo de los horarios —contestó él, jadeando para mantener su ritmo.
—No —dijo Joanna, doblando la esquina y llegando, por fin, a los ascensores. Pulsó el botón, rezando para que no tardara una eternidad— Se lo haremos saber en cuanto lo hayamos resuelto.
—Bien. Déme un toque. Puedo hacerlo en cualquier momento.
El ascensor, por fin, se abrió y Joanna entró en él. Durante un horrible instante pensó que el señor Wojakowski pretendía seguirla, pero sólo se acercó al borde de la caja.
—Pues eso, resulta que Ace no miraba por dónde iba y pisó una escotilla abierta y cayó dos cubiertas enteras. Se rompió las dos piernas. Se pasó el año y medio siguiente en un hospital de Oahu.
Joanna pulsó el ocho y la puerta empezó a cerrarse lenta, lentamente.
—”¿Adonde te ha llevado toda esa prisa?”, le pregunté. Tendría que haberlo visto, con las dos piernas colgadas y aquellas dos escayolas que le llegaban hasta los…
Todavía estaba hablando cuando la puerta del ascensor se cerró. “Y probablemente seguirá hablando aún”, pensó Joanna cuando salió del ascensor en la octava y empezó a buscar los carteles con los números de las puertas.
“830-850”, decía uno de ellos, que señalaba hacia el pasillo de la izquierda. Lo tomó, buscando el 841. Dos hombres hispanos ataviados con monos blancos estaban al fondo, inclinados sobre un puñado de cubos, mezclando pintura.
Todas las puertas del pasillo estaban abiertas, excepto la 841. Joanna llamó con los nudillos, cada vez más fuerte cuando vio que nadie respondía. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.
—¿Saben ustedes dónde está la doctora Jamison? —le preguntó a los pintores.
Los dos negaron con la cabeza y siguieron pasando pintura de un cubo a otro. Joanna miró la puerta, frustrada. ¿Dónde estaban? ¿Habían ido a otro lugar a hablar? ¿A la cafetería, tal vez?
Se acercó a los pintores, quienes se enderezaron, como sí esperaran que les echara una reprimenda.
—¿Han visto salir a la doctora Jamison? —preguntó Joanna. Ellos volvieron a negar con la cabeza, con una timidez que la hizo pregunte si entendían el inglés.
—Señor… —empezó a decir, y un joven asomó la cabeza en la puerta de al lado.
—¿Busca usted a la doctora Jamison? Tuvo que ir a ver a alguien en Urgencias.
—Gracias —dijo Joanna—. ¿Sabe si el doctor Wright estaba con ella? Él sacudió la cabeza.
—Acabo de volver de almorzar y he visto su nota.
—¿Su nota?
—En la puerta —dijo él, asomándose para señalar la puerta de la doctora Jamison—. Oh —dijo al ver que no estaba allí—. Alguien debe de haberla quitado.
Richard. Había visto la nota, se la guardó en el bolsillo, bajó a Urgencias tras ella. O la habían quitado los pintores. Pensó en preguntárselo y luego descartó la idea.
—¿Puedo utilizar su teléfono un segundo? —le preguntó al joven.
—Claro —respondió él, abriendo más la puerta para dejarla pasar. Marcó el número del laboratorio, esperó que sonara hasta que el contestador automático respondió y colgó.
—Gracias —dijo, y fue hacia los ascensores, tratando de pensar cuál era el camino más rápido hasta Urgencias: bajar hasta la tercera, tomar el pasillo elevado hasta la planta principal y el ascensor hasta la primera, decidió, pulsando el botón para llamar al ascensor. “Tendría que haber pulsado el botón cuando me bajé. Ya estaría aquí.”
Volvió a pulsar el botón, pensando en el señor Briarley pulsando el botón marfil y oro una y otra vez, golpeando Una noche para recordar contra la mesa de la misma manera, una y otra vez… “¡La literatura es un mensaje!”, había gritado, golpeando el libro para recalcarlo.
Y ésa era la charla que había estado intentando recordar, la charla que surgía de su memoria a largo plazo cuando ya no la necesitaba, cuando ya había descubierto lo que era la ECM. “¡Es un mensaje!”, tronó él, y ella pudo ver a Ricky Inman, encogido en su asiento. Podía verlo todo ahora, la nieve (no era niebla, sino nieve) cayendo ante las ventanas y el título La balada del viejo marinero escrito en la pizarra y el señor Briarley con su chaleco gris de cheviot golpeando el libro en rústica rojo y blanco contra su mesa, gritando:
—¿Qué creen que son estos poemas y estas novelas y estas obras de teatro? ¿Trastos aburridos y polvorientos? ¡Pues no! —Golpe— ¡Son mensajes, como los que envió el Titanic! —Golpe—. ¡Samuel Taylor Coleridge, John Milton, William Shakespeare, les están enviando mensajes!
Agitó ante ellos Una noche para recordar.
—¡Dicen que los muertos no pueden hablar, pero sí que pueden! Las personas de este libro murieron hace más de sesenta años, en mitad del océano, sin nadie en kilómetros a la redonda, pero todavía les hablan a ustedes. Todavía nos envían mensajes… ¡mensajes de amor y de valor y de muerte! Eso es la historia, y la ciencia, y el arte. Eso es lo que es la literatura. ¡Son las personas que existieron antes que nosotros, enviando mensajes desde el pasado, desde más allá de la tumba, intentando hablarnos de la vida y la muerte! ¡Escúchenlos!
Ella había escuchado. Y recordado. Y doce años más tarde, mientras experimentaba una ECM, el señor Briarley le había hablado desde el pasado, intentando decirle que la ECM era un mensaje.
El ascensor se abrió y ella entró. Pensándoselo mejor, decidió no arriesgarse hasta la tercera planta. El señor Wojakowski podía estar todavía ante la puerta, esperando para terminar su historia de Ace Willey. Sería mejor que bajase a la segunda, cortara camino por Radiología y tomara el ascensor de servicio. Pulsó el dos.
“Estoy haciendo lo que hace el cerebro durante una ECM —pensó, viendo descender los números de las plantas—. Correr, dar rodeos cuando no hay caminos directos, probar una cosa y luego, cuando eso no funciona, otra.” Preguntarle al señor Briarley la respuesta, y cuando no pudo ayudarla, intentar encontrar el libro, rebuscar en transcripciones, preguntarle a Kit, preguntarle a Maisie.
Igual que en el coma de Carl: dirigirse primero a las vías del tren, y luego, cuando cortaron los cables, tratar de llegar a las formaciones rocosas. Imágenes de buscar y no hallar, de líneas rotas y de puertas cerradas y de pasillos bloqueados. Imágenes del cerebro moribundo.
E imágenes de prisa porque no hay tiempo. La muerte cerebral se produce entre cuatro y seis minutos, y la sala de correos ya está inundada, el ascensor no funciona, se hace oscuro.
Imágenes generadas por endorfinas e impulsos eléctricos, enviando frenéticamente un SOS, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse, como Coma Carl agarrándole la muñeca. Y el resto, los túneles y los parientes y los Ángeles de Luz, los jardines y las cubiertas inclinadas y los desiertos de cal no eran más que efectos secundarios, se dijo, enfilando el pasillo que conducía a Cirugía, pasando ante una enfermera a la que no reconoció, los esfuerzos desesperados de la mente consciente para seguir lo que está experimentando, para encontrar sentido a las sensaciones que no puede comprender, rebuscando en sus recuerdos a largo plazo sus propias conexiones, sus propias metáforas.
“¿Cómo pude no reconocer la metáfora?”, pensó. Y se topó con el señor Mandrake.
—Doctora Lander. Justo la persona que quería ver —dijo él severamente—. La he estado buscando. Nunca responde a los mensajes.
—Éste no es un buen momento, señor Mandrake —dijo ella intentando esquivarlo—. Llevo…
Pero él la había agarrado con fuerza por el brazo.
—Sólo serán unos minutos —dijo suavemente, dirigiéndola hacia un lado del pasillo—. Ahora que se ha convertido en uno de los sujetos del doctor Wright, estoy seguro de que se habrá dado cuenta de que esas alucinaciones producidas en laboratorio no se parecen a las auténticas ECM. O, si por alguna casualidad, ha experimentado una auténtica ECM, entonces sabrá que es real, que lo que está viendo es la otra vida que espera…
—No tengo tiempo para discutir sobre esto ahora —dijo Joanna, y empezó a caminar rápidamente. El corrió para bloquearle el paso.
—Esa es exactamente la cuestión. No tiene tiempo para discutir sus hallazgos conmigo. Todo su tiempo se lo lleva el proyecto del doctor Wright, que posiblemente no conducirá a nada útil.
“Eso es lo que tú te crees”, pensó Joanna.
—Porque los aspectos físicos son completamente insignificantes —estaba diciendo el señor Mandrake—. Lo que cuenta es el aspecto sobrenatural. La ECOV es una experiencia espiritual por la que el Ángel de Luz intenta hablarnos del mundo que nos espera tras la muerte. Es un mensaje…
Joanna se echó a reír, una carcajada que se le escapó a su pesar.
—No veo nada gracioso… —dijo el señor Mandrake, envarándose.
—Lo siento —dijo Joanna, tratando de controlarse—. Es que tiene usted razón. Es un mensaje.
Él se la quedó mirando, sin habla.
—Bueno, me alegro de que finalmente se haya dado cuenta… —dijo al cabo de un momento.
—Tendría que haberle escuchado desde el principio, señor Mandrake —dijo ella, risueña—. Estaba allí en su libro. Telegramas, cohetes, luces… ¿Sabía que el blanco es el color internacional de las señales de socorro?
—¿De socorro…? —preguntó él, frunciendo el ceño, inseguro.
—Nunca se me ocurrió que usted, nada menos… Pero tiene razón.
Le apretó los brazos.
—Y se equivoca cuando dice que la investigación de Richard no conduce a ninguna parte. Va a salvar a Maisie. ¡Va a obrar milagros! —dijo, y lo dejó allí, boquiabierto, sin intentar siquiera seguirla.
Pero no corrió ningún riesgo. En vez del ascensor de servicio, utilizó la escalera más cercana para bajar a la segunda planta y salir al helado aparcamiento, para no toparse con nadie más. Volvía a nevar, y cruzó los brazos sobre el pecho mientras atravesaba corriendo el aparcamiento para llegar a la puerta lateral de la primera planta.
Y su suerte se acabó. Barbara estaba rascando hielo del parabrisas trasero de su coche.
—¡Joanna! —llamó—. ¡Maisie quiere verte! —Y se acercó a ella con el rascador en la mano.
—Dile que iré a verla esta tarde —respondió Joanna, y siguió corriendo.
¿Y a quién me encontraré aquí?, se preguntó, abriendo la puerta y empezando a bajar las escaleras. ¿A Kit? ¿A la señora Davenport? ¿A todos los que conozco? Pero no había nadie en las escaleras, ni ninguna cinta amarilla en el rellano. Bajó los últimos escalones y salió al pasillo que conducía a Urgencias al trote. Abrió la puerta lateral y se quedó allí un momento, buscando a Richard. No lo vio, ni a la doctora Jamison, pero allí estaba Vielle con uno de los internos en una de las salas de reconocimiento atendiendo a un joven, no, a un chico. No era tan alto como Vielle, y la chaqueta marrón que llevaba le estaba dos tallas demasiado grande. Una chaqueta de Avalanche. Joanna distinguió el logotipo blanco y azul en la espalda.
No parecía una emergencia. Estaba allí hablando con Vielle y el interno sin ningún signo de herida que Joanna pudiera ver, al menos desde atrás, y fuera cual fuese su problema, aunque alguien le hubiera disparado con una pistola de clavos, podría esperar un momentito porque tenía que averiguar dónde estaba Richard. Cruzó Urgencias, llamando:
—¡Vielle!
Ninguno de los dos respondió. El residente, todavía con el estetoscopio puesto, se giró y la miró irritado por encima de la gráfica que estaba leyendo, pero el interno y Vielle continuaron observando al chico, que seguía hablando con ellos. Por el aspecto de sus rostros, debía de estar hablándoles de las ventajas de la medicina de hierbas sobre las vacunas contra el tétanos, porque la de Vielle no tenía su tradicional expresión preocupada, y la del interno estaba tensa de desaprobación “Bien —pensó, pasando ante un carrito—. No les importará si los interrumpo.”
—Vielle, ¿has visto al doctor Wright? —dijo, casi junto a ellos, pero siguieron sin volverse.
—Tengo que salir de aquí —dijo el chico con tranquila intensidad—. Van a cerrar la tapa.
—No —dijo Vielle suavemente—. Creo que deberías… Joanna se acercó por detrás al chico.
—Lo dices porque eres la embalsamadora —dijo enfadado—. Sé lo que estás intentando hacer.
—Vielle, lamento interrumpir, pero estoy buscando a…
El chico se volvió hacia ella, alzó el brazo y golpeó, y ella supo, al ver su rostro desesperado y lleno de pánico, que se había movido súbitamente. Pero no le pareció un movimiento precipitado.
Sucedió lenta, lentamente. El interno retrocedió un paso, abriendo la boca alarmado, la manga marrón del chico giró y se alzó, la seda capturó la luz de los fluorescentes del techo, el brazo de Vielle, todavía con su vendaje blanco, se estiró hacia delante para agarrarle la manga. Todos se movieron despacio, morosamente, como si estuvieran cubiertos de melaza.
“La Gran Inundación de la Melaza”, pensó Joanna. Pero la dilatación temporal la causaba la subida de adrenalina que acompañaba al trauma. Y aquélla no era una situación traumática.
Pero tenía que ser dilatación temporal, porque tuvo tiempo de sobra para verlo todo: la cara del interno, casi tan frenética como la del adolescente, volviéndose para llamar al guardia de seguridad, que ya se ponía en pie. La mano de Vielle, que no llegó a alcanzar la manga marrón, intentando agarrarle la mano. Y oírlo todo: la voz de Vielle, también cubierta de jarabe, gritando.
—¡Joanna! ¡No…!
La gráfica que el residente tenía en la mano cayendo al suelo. Y la alarma sonando.
Tuvo tiempo de preguntarse si la dilatación temporal podría ser algún tipo de efecto secundario de la ditetamina. “Tiempo para pensar, tengo que decírselo a Richard.” Pero si no era una situación de emergencia, ¿por qué el guardia, que todavía se estaba poniendo en pie, echaba mano a su arma?
Tiempo para pensar: “El chico debe de tener un cuchillo. Los estaba amenazando con un cuchillo cuando entré. Por eso no se volvieron cuando los llamé, por eso no me vieron hasta que fue demasiado tarje “ Eso era lo que Vielle había intentado agarrar.
Tiempo para pensar: “Le dije que Urgencias era un peligro.”
Tiempo, finalmente, para asimilar el hecho: tenía un cuchillo, aunque ella siguió sin sentir ningún temor. Eran las endorfinas, se dijo, preparando la mente contra el dolor, contra el pánico, para que pudiera pensar con claridad.
“Tiene un cuchillo”, pensó tranquilamente, y se miró la blusa, la mano que golpeaba. Pero aunque el tiempo se movía aún más despacio que el guardia de seguridad, fue demasiado tarde. Novio el cuchillo.
Porque ya había entrado.
40
¡Es terrible! Es la peor de las catástrofes del mundo… el armazón se estrella contra el suelo, completo… ¡oh, la humanidad!
Había sangre por todas partes, lo cual no tenía sentido, porque donde el cuchillo había entrado apenas había ninguna, sólo una manchita rojo oscuro.
—¡Tenemos una emergencia aquí! —gritó el interno, intentando que Joanna no cayera, pero ya había caído. Estaba tendida en el suelo de losetas, y Vielle arrodillada junto a ella, y había sangre por toda su rebeca, por toda la mano con que Vielle la sujetaba.
“Vielle ha intentado agarrar el cuchillo —pensó Joanna—. Debe de haberle cortado la mano.”
—¿Estás herida? —le preguntó.
—No —respondió Vielle, pero Joanna pensó que debía de estarlo porque había un sollozo ahogado en su garganta.
—Tenemos una herida de arma blanca —le dijo el interno al residente. “Bien, ellos se ocuparán”, pensó Joanna, pero el residente ni siquiera miró a Vielle. Miró el pequeño reguero de sangre que manaba del pecho de Joanna y luego se volvió y empezó a ponerse un par de guantes de látex—. Subidla a la mesa —dijo, tirando del guante—, y hacedme un análisis. ¿Cuál es su PS?
—Noventa sobre sesenta —dijo alguien, no pudo ver quién. Había todo tipo de gente a su alrededor, enganchando cosas y extrayendo sangre. “Qué curioso”, pensó Joanna. “¿Para qué necesitan más sangre? Ya hay más que suficiente.”
—Que el cirujano cardíaco baje ahora mismo —ordenó el residente— y traedme dos unidades más de sangre. Vielle, ve a que te apliquen un punto de sutura en esa mano tuya.
Y Joanna tuvo miedo de que Vielle se marchara y le soltara la mano pero ella continuó arrodillada a su lado.
—No intentes moverte, cariño —dijo, y parecía preocupada—. Quédate quieta.
Joanna siempre se había preguntado si la expresión preocupada de Vielle asustaba a sus pacientes, pero no era así. Era reconfortante.
“Me pregunto por qué”, pensó, e intentó ver si era algo en su cara lo que resultaba reconfortante, pero no logró verlo. Sólo pudo ver la coronilla de Vielle y la del residente, ambos con sus gorritas verdes, y la coronilla del guardia de seguridad, de pie sobre el chico de la chaqueta de Avalanche. El chico estaba tumbado boca abajo en el suelo de baldosas, y ella distinguió el logotipo blanco y azul en el dorso de la chaqueta marrón, y una mancha bajo la cara del chico, donde el guardia le había disparado.
La coronilla del guardia era calva y brillante, y reflejaba la luz del fluorescente mientras Joanna la miraba.
—¡Aguanta, Joanna! —dijo Vielle, sosteniéndole la mano, cosa que era curiosa, porque Joanna estaba allí arriba, y Vielle estaba allí abajo.
Pero ella estaba allí abajo también. Todos lo estaban, el interno y el residente y no podía decir quién más porque lo único que veía eran sus coronillas mientras la atendían, tomándole la tensión sanguínea y conectándole vías.
—Setenta y cinco sobre cincuenta —dijo uno de ellos.
—Se está desangrando. Debe de haber alcanzado la aorta —dijo alguien más, no distinguió quién, estaba demasiado por debajo.
“Estoy cerca del techo —pensó Joanna. Podría asomarse y ver el alféizar. Se preguntó si habría una zapatilla roja, y entonces pensó—: Estoy teniendo una experiencia extracorporal. Por fin. Tengo que decírselo a Richard.
“Richard —pensó con una especie de pánico—. Tengo que decirle a Richard lo de la ECM y el SOS.”
—Despejad —dijo el residente, y luego—: ¿Dónde demonios está el cirujano? ¿Lo habéis llamado?
“A Carson no, a Richard”, pensó Joanna, mirando al residente, y ahora pudo verle la cara, no tan preocupada, tranquila e impasible, y eso también era reconfortante.
—Llama a Richard. Es importante —dijo, pero no salió nada, sus labios no se habían movido, y una enfermera intentaba ponerle algo en la boca, tratando de introducírselo en la garganta.
—No —dijo, volviendo la cabeza para esquivarla, buscando a Vielle.
—Estoy aquí, cariño —dijo Vielle, sujetando la mano de Joanna y alguien debía de haberle vendado la mano, porque era blanca, y tan brillante que apenas podía mirarla.
—Llama a Richard —dijo, pero no supo si Vielle la había oído. Había un pitido curioso. Una de las enfermeras debía de haber conectado la alarma de código—. Llama a Richard y dile que he descubierto lo que es la ECM. Es un SOS —dijo, más fuerte, pero el pitido ahogaba su voz.
—¿Qué demonios es eso? —dijo el residente, haciéndole algo en el pecho.
—Su busca —dijo Vielle.
—Bien, pues desconecta el maldito aparato.
“Es Richard —pensó Joanna—. Le dije que me llamara. Dile que la ECM es una señal de auxilio. Dile que tiene que descifrar el código.” Para Maisie, trató de decir, pero ahora había otro sonido ahogándola. Un timbrazo. Un zumbido.
—Está en el laboratorio.
—Sesenta sobre cuarenta —dijo la enfermera.
—Se está desangrando —dijo el residente.
—Aguanta, Joanna —dijo Vielle, sujetándole la mano—. Quédate conmigo.
Pero ella ya no estaba allí. Estaba en el Titanic.
Pero no en el pasillo. Ni en la Gran Escalera. Y un puñado de pasajeros la rodeaba, abarrotando las escaleras. Ataviados con chaquetas de etiqueta y trajes de noche y chalecos salvavidas, subían las escaleras de mármol, arrastrándola consigo. “A la Cubierta de Botes —pensó Joanna—. Todos intentan llegar a la Cubierta de Botes.”
—Tengo que volver a la Cubierta C —dijo Joanna, tratando de darse la vuelta, pero había gente apretujada junto a ella, alrededor de ella, detrás de ella, aplastándola—. Tengo que decirle a Richard que he descubierto el secreto —les dijo—. Tengo que volver al pasillo.
Nadie la oyó, continuaron empujándola escaleras arriba. Miró los pasamanos de hierro forjado, pensando: “Si pudiera alcanzar la barandilla y agarrarme, podría bajar, abriéndome paso entre la multitud.”
Con gran esfuerzo, se puso de lado, esforzándose por mover el brazo, el torso, y empezó a cruzar el flujo de pasajeros hacia la barandilla como alguien que chapotea en aguas profundas. La alcanzó, y tendió la mano hacia ella como si fuera un salvavidas. Pero eso fue peor. La gente usaba la barandilla para ganar impulso mientras subía, y se negaron a dejar pasar a Joanna. La empujaron hacia arriba como si no estuviera allí, llevando maletas y petates, casi derribándola.
—Déjeme… —le dio a una mujer que llevaba un pequinés y un paraguas plegado, y dio un paso, tratando de apartarse del camino de la mujer. Alzó el brazo, intentando alcanzar…
El paraguas la golpeó bruscamente en las costillas, y jadeó y se sujetó el costado. Soltó la barandilla y la multitud la empujó más allá del querubín, más allá de los ángeles del Honor y la Gloria coronando al Tiempo, a través de la puerta esmerilada y hacia la Cubierta de Botes.
Joanna se quedó allí un instante, sujetándose el costado, mientras pasaban ante ella, y luego se acercó a la puerta.
—Disculpe —dijo, pasando ante el hombre uniformado que había ante ella, y vio que era el empleado de la sala de correo. Llevaba una saca de lona al hombro que goteaba sobre la alfombra del vestíbulo. Dio un paso atrás, mirando la alfombra, las gotas oscuras.
—Será mejor que suba a un bote, señorita —dijo el empleado amablemente.
—No puedo. Tengo que volver por donde vine —dijo, tratando de pasar ante él sin pisar la mancha, sin tocar el saco chorreante—. Tengo que decirle a Richard lo que he descubierto.
Él asintió solemnemente.
—El correo debe ser entregado. Pero no puede usted bajar por ahí. Está bloqueado.
—¿Bloqueado?
—Sí, señorita. Tendrá que usar la escalera de popa. —Señaló la Cubierta de Botes—. ¿Sabe dónde está?
—Sí —respondió Joanna, y corrió hacia la popa, dejando atrás la orquesta que sacaba los instrumentos y preparaba los atriles. El violinista colocó la funda negra encima del piano y abrió los cierres.
—Alexander’s Ragtime Band —djjo el director, y el contrabajista empezó a buscar la partitura.
Dejó atrás el bote salvavidas número 9, donde un joven se despedía de una muchacha vestida de blanco y con un velo.
—No importa, pequeña —dijo—. Ve tú, yo me quedo un rato.
Dejó atrás el número 11, al que el hombre del bigote que había visto en la sala de lectura y el vestíbulo, repartiendo mano tras mano de cartas, subía a dos niños. Dejó atrás el número 13, donde un oficial llamaba:
—¿Alguien más para este bote? ¿Alguna mujer o niño más? Joanna sacudió la cabeza y pasó de largo. Y se topó con un hombre con una camisa de franela y tirantes.
—No hay que dejarse llevar por el pánico, amigos —dijo, dirigiendo a la gente hacia la proa—. Caminen despacio. No corran. Hay tiempo de sobra.
Joanna se apartó de él. Y chocó con el oficial. Él la agarró del brazo.
—Tiene que subir a un bote, señorita —dijo, dirigiéndola hacia el número 13—. No hay mucho tiempo.
—No —dijo ella, pero él le agarraba el brazo con fuerza, empujándola hacia el pescante del bote.
—Esperen a esta joven —ordenó al tripulante.
—No —dijo Joanna—, no comprende. Tengo que…
—No hay nada que temer —dijo él, y su tenaza sobre su brazo parecía de hierro, le cortaba la circulación—. Es completamente seguro.
—¡No!
Se zafó de él y corrió por la cubierta, dejando atrás al oficial, como si todavía la persiguiera, dejó atrás la orquesta y entró en el vestíbulo de la Gran Escalera, pensando: “El ascensor. El ascensor será más rápido.”
Pulsó el botón dorado y marfil.
—Vamos, vamos —dijo, y lo pulsó otra vez, pero la flecha sobre la puerta no se movió. Lo abandonó y corrió hasta la escalera, bajó hasta la Cubierta B, la Cubierta C, pensando: “¿Y si está bloqueada también?”
No lo estaba. Estaba despejada.
—Otra vez. Despejen —dijo el residente, y Joanna se vio en la sala de emergencias y Vielle le sostenía la mano.
—Tengo pulso.
—Vielle —dijo Joanna, pero Vielle no la miraba, estaba mirando a la auxiliar que había salido al pasillo aquel día que se pelearon.
—Si no responde al busca —le estaba diciendo—, ve y tráelo. Esta en la 602.
—Vielle, dile a Richard que la ECM es una llamada de socorro que el cerebro envía —trató de decir Joanna, pero había algo en su boca, ahogándola.
—Ya viene, Joanna —dijo Vielle, sujetándole con fuerza la mano— Aguanta.
—Si Richard no llega a tiempo, dile que la ECM es una señal de socorro —trató de decir Joanna, a pesar de aquello que tenía en la garganta. “Me han intubado”, pensó, llena de pánico, y trató de sacárselo, pero no era una vía de aire, era sangre. Tosía y escupía, litros y litros de sangre. “¿Quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre dentro?” Surgía de ella y cubría a Vielle y al residente y a la enfermera, asfixiándola, ahogándola.
—Ayuda —gimió—. Tengo que decírselo a Richard. Es un SOS.
Pero no era Vielle, era el hombre del bigote y había vuelto a la Cubierta de Botes. La orquesta tocaba Adiós, Irene y el oficial cargaba el número 4.
—Quiero que haga algo por mí cuando llegue a Nueva York —le estaba diciendo a Joanna el hombre del bigote, y le puso algo en la mano.
Lo miró. Era una nota, escrita con redonda letra infantil: “Si se salva, informe a mi hermana, la señorita F. J. Adams de Findlay, Ohio. Perdido. J. H. Rogers.”
—Por favor, encárguese de que mi hermana lo reciba —dijo el hombre, cerrándole los dedos sobre la nota—. Dígale que es mío.
—Pero yo no voy a… —dijo Joanna, pero él se había fundido ya con la multitud, y el oficial se dirigía a ella, llamándola.
—¡Señorita, señorita!
Joanna se guardó la nota en el bolsillo de la bata y corrió por la cubierta hacia la escalera de proa, esquivando parejas, dejando atrás un par de animadoras con faldas plisadas púrpura y dorada, entre familias que se decían adiós.
—Pero va a ponerse bien, ¿verdad? —le dijo a un oficial una mujer vestida de blanco y con un gorrito de lana. El oficial la miró, compasivo.
—Estamos haciendo todo lo posible.
Joanna dejó atrás a la mujer, pero el camino a la escalera de popa estaba repleto de gente con pañuelos y gorritas que luchaba por llegar a los botes, y de marineros intentando soltar los botes, tratando de arriarlos.
—¡No puede pasar por aquí! —le gritó el marinero que había manejado la lámpara Morse. Señaló con el dedo hacia la proa—. Inténtelo por la escalera de segunda clase.
Y ella se volvió y corrió dejando atrás los pescantes vacíos de los botes que ya habían sido arriados, hacia la escalera de segunda clase.
La puerta estaba todavía abierta, la zapatilla roja a un lado del umbral. Joanna empezó a bajar las escaleras, dejó atrás el restaurante Á La Carte, descendió el siguiente tramo, rodeó el rellano. Y se detuvo.
Dos escalones más allá del rellano, atada a las barandillas a cada lado había una tira de cinta amarilla. “Escenario del crimen —decía—.
No cruzar.” Y debajo, sumergiendo los escalones, azul clara, brillante como pintura, el agua.
—Está bajo el agua —dijo Joanna, y se sentó, sujetándose a la barandilla para apoyarse— El pasillo está bajo el agua.
“Tal vez sólo la escalera —pensó—, tal vez no ha alcanzado el pasillo.” Pero naturalmente que lo había hecho. La escalera de segunda clase estaba en la parte delantera del barco, y el barco se hundía por el morro. Y por debajo de la cinta el agua entraba por todas partes, inundando la sala de correo y Scotland Road y la piscina, la pista de squash y los camarotes y la cubierta acristalada. Y la salida, el camino de vuelta.
“Tiene que haber otra salida —pensó Joanna—, mirando ciegamente el agua azul claro. Los apaches cortaron los cables, pero Carl pudo entregar el correo. Tiene que haber otra salida. ¡Los botes salvavidas!” Se puso en pie, subió las escaleras y regresó corriendo a la Cubierta de Botes.
Los botes se habían ido, y la cubierta estaba vacía a excepción de la orquesta, que había terminado Adiós, Irene. Los músicos buscaban la partitura de la siguiente pieza, recolocando los papeles de sus atriles.
Joanna corrió a la barandilla y se asomó, tratando de ver el bote que el marinero había estado cargando. Estaba a kilómetros bajo ella, casi en el agua. No podía distinguir en la oscuridad más que el pálido brillo del uniforme blanco del marinero. Estaba demasiado lejos para saltar, pero tal vez no lo bastante para que pudieran oírla.
—¡Hola! —llamó, haciéndose bocina con las manos—. ¡Eh, del bote! ¿Pueden oírme?
No hubo ningún movimiento del uniforme blanco, ningún sonido.
—Necesito que transmitan un mensaje por mí —gritó, pero la orquesta había iniciado un vals, y su voz se apagó con el sonido del violín, del piano.
“No me oyen”, pensó. Tenía que lanzarles un mensaje. Rebuscó en sus bolsillos papel y lápiz. Encontró la nota del hombre del bigote, pero ningún boli, ni siquiera un trocito de lápiz.
—¡Un momento! ¡Esperen!
Y corrió por la cubierta hasta la escalera de proa y bajó hasta la sala de lectura de la Cubierta de Paseo, rezando: “Que no esté inundada, que no este inundada.”
No lo estaba. La sala de lectura y escritura estaba vacía, las lámparas amarillas aún encendidas. Joanna tomó un papel, mojó una pluma en el tintero y escribió: “Richard, la ECM es una señal de socorro que el cerebro envía cuando está muriendo…”
—¿Qué pasa? —dijo una voz. Joanna se volvió. Era Greg Menotti. Llevaba pantalones cortos y una camiseta Nike—. Alguien me ha dicho que el barco se está hundiendo —dijo, riéndose.
—Es verdad —contestó Joanna, y escribió: “Y tienes que averiguar qué neurotransmisor está intentando activar.” Garabateó su nombre al pie, arrancó la hoja de papel y corrió a la cubierta.
.—¿Qué quiere decir? —dijo Greg, trotando junto a ella—. Es insumergible.
Ella se inclinó sobre la barandilla, hacia la oscuridad.
—¡Eh, del bote! —gritó, agitando la hoja de papel. No hubo respuesta. Ningún destello blanco. Sólo la negrura insondable.
Se apartó de la barandilla y corrió hasta el vestíbulo de primera clase.
—Pero no puede estar hundiéndose —dijo Greg, corriendo tras ella. Abrió la puerta de cristal esmerilado del vestíbulo.
—Si se está hundiendo —dijo Greg—, será mejor que subamos a uno de los botes.
Corrió hasta la barra de caoba.
—Todos los botes se han marchado.
—No pueden haberse marchado todos —dijo él, jadeando, sujetándose el brazo—. Tiene que haber una salida de este barco.
—No la hay —dijo ella, tomando una botella de vino del bar. El la agarró por la muñeca.
—¡Hago ejercicio en un gimnasio tres veces por semana!
—No importa. El Titanic tenía dieciséis compartimientos estancos, las medidas de seguridad máximas, y no importó. Un iceberg destrozó su costado y… —dijo, y recordó su blusa y el pequeño flujo de sangre.
“No parece un corte muy grande”, había dicho Maisie, escrutando el diagrama del Titanic. Y no lo era, pero bajo las cubiertas, dentro, el agua entraba en los compartimientos estancos, llegando a la sala de máquinas y la cavidad pectoral y los pulmones. “¿Es muy grave?”, había preguntado el capitán Smith, y el arquitecto sacudió la cabeza: “Ha cortado la aorta.”
—¿Qué ocurre? —preguntó Greg, soltándole la muñeca—. ¿Qué pasa?
—Nada —respondió ella, pensando: “Tienes que llevarle el mensaje a Richard”—. Necesito algo para abrir la botella.
—No hay tiempo. Tenemos que subir a la Cubierta de Botes —dijo él, y su rostro era furioso, frenético, como el rostro del chico con la chaqueta de Avalanche, girando hacia ella…
—Primero tengo que hacer esto —dijo Joanna, y empezó a abrir cajones, buscando entre la cubertería.
—He encontrado esto —dijo Greg, y le tendió un cuchillo. Un cuchillo. Tenía un cuchillo. Pero cuando miró, no pudo verlo. Porque ya había entrado. “Tenemos una herida de arma blanca aquí”, había dicho el residente. Pero era demasiado tarde. Bajo las cubiertas avanzaba un rugido, en los camarotes y escaleras, apagando los incendios de las calderas, inundando los pasillos. Inundándolo todo.
—Démelo —dijo Greg, y le quitó la botella de la mano. Sacó el corcho con la punta del cuchillo, torpemente. El vino cayó sobre la alfombra, rojo oscuro, empapando la alfombra y su rebeca y la ropa de Vielle.
“Tenemos una herida de arma blanca aquí”, le había dicho el residente a Vielle, pero no era la sangre de Vielle, era la suya. Se hundió contra la barra, sujetándose el costado.
Greg estaba inclinado sobre ella, tendiéndole la botella abierta.
—¿Podemos subir ahora a la Cubierta de Botes? “Todos los botes se han ido —pensó ella, mirando aturdida la botella—. No hay salida.”
—Me voy —dijo Greg, y le puso la botella en la mano—. Tiene que haber botes al otro lado. No pueden haberse ido todos.
“Pero se han ido —pensó Joanna, viéndolo marchar—. Porque yo soy el barco que se hunde. Me estoy muriendo —pensó asombrada—, me mató antes de que pudiera decírselo a Richard.” Y recordó para qué quería la botella.
Había querido enviar un mensaje, pero era imposible. Los muertos no podían enviar mensajes desde el Otro Lado, a pesar de lo que dijera el señor Mandrake, a pesar de los telegramas psíquicos de la señora Davenport. Estaba demasiado lejos. Pero Joanna se levantó y vertió el vino en la alfombra, mirando fijamente la mancha oscura. Dobló el papel con el membrete de White Star y lo metió en la botella, encajó el corcho y luego lo sacó y metió también la nota para la hermana del señor Roger.
Subió a la Cubierta de Botes, agarrándose a la barandilla con la mano libre porque las escaleras habían empezado a inclinarse, y se acerco a la amura y lanzó la botella, muy lejos, para que no se estrellara en una de las cubiertas inferiores, y se esforzó por oír el golpe contra el agua. Pero no oyó nada, y aunque se puso de puntillas y se asomó a la baranda, contemplando el negro vacío, no vio el agua debajo, ni la luz del Californian, sólo oscuridad.
—SOS —murmuró Joanna—. SOS.
41
¡Oh, Cristo, ven rápido!
Richard recuperó el análisis de neurotransmisores de la primera sesión de Joanna y estudió la lista. No había ninguna teta-asparcina, y tampoco la había habido en la ECM del señor Sage.
Recuperó su segunda sesión. Ninguna tampoco. La teta-asparcina no era un inhibidor de endorfinas, pero podía afectar al A+R o a la estimulación del lóbulo temporal. La doctora Jamison había dicho que tenía un estudio con nuevos descubrimientos en la investigación de la teta-asparcina. Se preguntó si habría vuelto de su recado, fuera cual fuese.
Miró la hora. Casi las dos. A menos que la doctora Jamison llamara en los próximos quince minutos, no podría reunirse con ella hasta después de la sesión de la señora Troudtheim, y él quería saber si había alguna posibilidad de que fuera la teta-asparcina y no la dosis de ditetamina lo que interrumpía la ECM de la señora Troudtheim.
Recuperó la tercera sesión y contempló la pantalla, frustrado. Allí estaba, grande como la vida, la teta-asparcina, y Joanna había estado en la ECM durante (comprobó el tiempo exacto) tres minutos y once segundos.
“Lo cual me devuelve a la casilla de salida”, pensó, y no tenía sentido repasar las otras sesiones de Joanna. Recuperó de nuevo sus sesiones y las de la señora Troudtheim, buscando alguna diferencia que Pudiera haber pasado por alto, pero todos los demás neurotransmisores estaban presentes en otros escaneos, incluido el cortisol.
¿Podría ser el cortisol solamente lo que abortaba el estado ECM? Estaba presente en otras sesiones, pero sólo la de Amelia Tanaka había mostrado niveles altos similares, y si el umbral de estado ECM de la señora Troudtheim fuera más bajo, podría ser necesario menos cortisol para interferir con las endorfinas. Se lo preguntaría a la doctora Jamison.
¿Y dónde estaba la doctora? ¿Y dónde estaba Joanna? Tish vendría de un momento a otro para preparar la sesión, y él esperaba que Joanna apareciera antes para poder preguntarle sobre su testimonio más reciente. Ella había dicho que había experimentado la sensación de que el señor Briarley había muerto, que era obviamente otra manifestación del sentido de significado, pero sólo había habido activación del lóbulo temporal a nivel medio en la zona de las fisuras silvianas.
Miró de nuevo la hora. Tal vez debería llamar a la doctora Jamison. Había dicho que lo llamaría al busca cuando volviera a su despacho.
“Apagaste el busca para que Mandrake no pudiera llamarte”, pensó, así que no era extraño que no hubiera tenido noticias de la doctora Jamison. Se sacó el busca del bolsillo y lo encendió. Empezó a sonar inmediatamente. Se dirigió al teléfono para llamar a centralita.
—¡Doctor Wright! —dijo una voz desde la puerta, y una joven hispana con uniforme rosa entró corriendo en la habitación—. ¿Es usted el doctor Wright? —preguntó, sin aliento, sujetándose el costado. Había sangre en su ropa.
—Sí —contestó él, colgando el teléfono y corriendo hacia ella—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted herida?
Ella negó con la cabeza.
—Vengo… —dijo, jadeando—. Soy Nina. La enfermera Howard… hay una emergencia. Tiene usted que bajar a Urgencias. “Han herido a Vielle”, pensó.
—¿La envía la doctora Lander?
Ella negó con la cabeza, todavía tratando de recuperar el aliento.
—La doctora Lander, ella… Me envía la enfermera Howard. ¡Tiene que venir ahora mismo!
“Maisie —pensó él—. Ha vuelto a tener una parada.”
—¿Es por Maisie Nellis?
—¡No! —dijo ella, frustrada—. ¡Es la doctora Lander! La enfermera Howard me dijo que le dijera que es una emergencia. El la agarró por los hombros.
—¿Qué le pasa a la doctora Lander? ¿Está herida? Nina dejó escapar un sollozo.
—¿Ha dicho Urgencias? —preguntó Richard, y salió de la habitación y corrió al ascensor, donde pulsó una y otra vez el botón de llamada.
—Un tipo entró en Urgencias —dijo Nina, siguiéndolo—, y debía de estar colocado con picara porque de repente sacó un cuchillo…
Richard pulsó de nuevo el botón, una y otra vez. Miró las luces que indicaban la planta. Estaba en la primera. Empezó a bajar las escaleras con Nina pisándole los talones, agarrándose el costado.
—… y no sé qué pasó entonces —dijo—. Todo fue muy rápido.
—¿Está malherida la doctora Lander? —preguntó Richard, bajando las escaleras.
—No lo sé. Había mucha sangre. El guardia de seguridad le disparó al tipo.
Bajó las escaleras, cruzó el pasillo, Medicina interna.
—La enfermera Howard me dijo que lo llamara al busca, pero usted no respondía, así que me dijo que fuera a buscarlo. Vine lo más rápido que pude, pero me equivoqué de ala…
Una escalera de metal bloqueaba el pasillo, y cinta amarilla impedía el paso.
—No podemos pasar por ahí —dijo Nina. Richard atravesó la cinta, pasó bajo la escalera y se encaminó pasillo abajo, esquivando los botes de pintura y sorteando las lonas de plástico.
—No se puede pasar por debajo de una escalera —dijo Nina tras él—. Trae mala suerte.
Llegó a las escaleras de servicio, bajó a la primera planta, cruzó el pasillo. ¿Y si habían llevado a Joanna a la UCI?
Atravesó la puerta lateral, entró en Urgencias. Había policía por todas partes, y el sonido de sirenas en la distancia, acercándose. Dos agentes negros junto a la puerta, otro oficial hablando con un hombre con bata rosa, otros dos más arrodillados en el suelo junto a la mesa, al lado de un cuerpo.
“Joanna no —rezó Richard—. Joanna no. Está en una de las salas de trauma.” Y empezó a cruzar Urgencias. Un guardia de seguridad alzo su arma, y un oficial de policía se plantó delante de Richard.
—No puede pasar nadie.
—Es el doctor Wright. La enfermera Howard lo ha mandado llamar —dijo Nina. El policía asintió y retrocedió un paso, y Nina lo guió rápidamente hasta la sala de trauma. Abrió la puerta.
El no sabía lo que podía encontrarse allí. A Joanna, sentada en una camilla, recibiendo puntos en el brazo, volviendo la cabeza para sonreírle tímidamente. O ruido, actividad, enfermeras colgando bolsas de sangre, insertando tubos, médicos ladrando órdenes. Y a Vielle, apartándose de la camilla para explicarle el estado de Joanna, diciendo: “se pondrá bien.”
No aquello. No a una docena de personas con ropa quirúrgica manchada, con guantes empapados de sangre apartándose de la camilla, aturdidos y silenciosos, sin decir nada, ningún sonido excepto el pitido monocorde del monitor cardíaco.
No al residente entregándole las palas a una enfermera y sacudiendo la cabeza, y a Vielle, agarrando la mano flácida y blanca de Joanna diciendo, en un sollozo:
—¡No, no puede ser! ¡Inténtelo otra vez! La tranquila y profesional Vielle sollozando.
—¡Hagan algo! ¡Hagan algo!
El residente se quitó la mascarilla.
—No sirve de nada. No hemos podido salvarla.
“No hemos podido salvarla”, pensó Richard, y finalmente, finalmente miró a Joanna. Yacía con el cabello en abanico alrededor de la cabeza, como el de Amelia Tanaka, pero su melena castaña estaba manchada de sangre, y había sangre en su boca, en su cuello, en su pecho, sangre por todas partes. Destacaba rojo oscuro contra su piel blanca.
Le habían insertado una vía de aire en la garganta, y había sangre allí también. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada.
—He traído al doctor Wright —dijo Nina absurdamente en mitad del silencio, y el residente se volvió a mirarlo, el rostro solemne.
—Lo siento, doctor Wright. Me temo que la hemos perdido.
—Perdido —repitió Richard estúpidamente. El residente tenía razón. Ella ya no estaba. El cuerpo que allí yacía, con su blanca, blanca piel y sus ojos ciegos estaba vacío, abandonado. Joanna se había marchado.
Marchado. A través de un túnel y un pasillo, donde una luz dorada brillaba desde debajo de una puerta. Y pasajeros congregados en cubierta con sus camisones, preguntándose qué había ocurrido. Y la sala de correo estaba ya sumergida unas pulgadas, la sala de calderas ya estaba llena, y el agua entraba en la Cubierta D, las cubiertas empezaban a inclinarse. “Si el barco se hunde —había dicho Joanna, sin ver bajo el antifaz, tanteando en busca de su mano—, prométeme que vendrás a salvarme.”
“Es real —había dicho ella—. No lo entiendes. Es un lugar real.” Un lugar real, con escaleras y salas de escritura y gimnasios. Y terror. Y una salida, si no estaba bloqueada, si podía llegar a ella a tiempo.
—Inicien la RCP —dijo Richard, y Vielle soltó la mano de Joanna avanzó como para consolarlo—. ¡Vielle, no dejes que desconecten nada! —Se volvió, hacia los demás—. Inicien la RCP. Sigan con las palas.
Y echó a correr.
—¡Richard! —llamó Vielle, pero él ya había atravesado la puerta, cruzado el pasillo, subido las escaleras. Cuatro minutos. Tenía cuatro minutos, seis como máximo, y por qué demonios el Mercy General no podía tener escaleras que subieran más de dos pisos, por qué demonios tenía que tener pasillos elevados en cada planta.
Corrió por el pasillo de la tercera planta, pensando: “¿Cuál es la forma más rápida de llegar al laboratorio? Joanna lo sabría. ¡Joanna!” Abrió las puertas como el corredor que rompe la cinta al final de la carrera y atravesó Medicina interna. El ascensor no. No había tiempo de esperarlo. Tenía cuatro minutos. Cuatro minutos.
Subió por las escaleras de servicio, rodeó el rellano. La cuarta planta. La ditetamina tardaría al menos dos minutos en hacer efecto, incluso usando una intravenosa. “No hay tiempo”, pensó. Pero una vez que estuviera bajo sus efectos, el tiempo no era un factor importante. Joanna había explorado todo el barco en dieciocho segundos. Joanna… La quinta planta. Treinta segundos para que Tish encontrara una vena, otros treinta para que introdujera la intravenosa e inyectara la ditetamina. ¿Y si Tish no estaba? No había tiempo para encontrarla, no había tiempo para…
Atravesó la puerta de la sexta planta, corrió pasillo abajo. Tish tenía que estar allí. La sesión de la señora Troudtheim estaba prevista para las dos. Tenía que estar allí.
—¡Tish! —gritó, y abrió la puerta del laboratorio—. ¡Tish! Tish levantó la cabeza.
—Tiene que llamar usted a Urgencias. Llaman cada dos minutos —dijo ella—. Y hay un mensaje de la doctora Lander. Ha vuelto a desconectar su busca, ¿no…?
Se detuvo al ver su rostro.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—Busca una vía —dijo, acercándose al armario de las medicinas—. Salino y ditetamina.
—Pero Joanna no está aquí —dijo Tish—. He mirado en su despacho, y no está allí.
—Ha entrado en parada —dijo él, agarrando un frasco de ditetamina y una jeringuilla.
—¿Joanna ha entrado en parada? —dijo Tish, aturdida, acercándose al armarito—. ¿Qué quiere decir? ¿Ha tenido un accidente de coche?
—La han apuñalado —respondió él, llenando la jeringuilla.
—¿Apuñalada? ¿Está bien?
—Ya te lo he dicho, ha entrado en parada —dijo él. Se acercó rápidamente a la mesa de reconocimiento—. ¡Vamos a tener que usar una intravenosa!
Tish se lo quedó mirando.
—¿Intravenosa? Pero… ¿cómo la va a someter a la prueba si…? —Se detuvo, horrorizada—. ¿No ha muerto, verdad, y va a registrar su ECM?
—No ha muerto, y no va a morir —respondió él. Se quitó la bata y la arrojó sobre una silla—. Porque voy a seguirla.
—No comprendo —dijo Tish, asombrada—. ¿Qué quiere decir con que va a seguirla?
—Quiero decir que voy tras ella. Voy a traerla de vuelta. —Se subió la manga.
—Pero usted dijo que las ECM no eran reales —respondió Tish, parecía asustada—. Dijo que eran alucinaciones. Dijo que eran causadas por el lóbulo temporal.
—Dije un montón de cosas. —Richard colocó el brazo sobre la mesa, con la palma hacia arriba—. Busca una vía.
—Pero…
—¡Busca una vía! —dijo él ferozmente, y Tish tomó el tubo y lo enroscó en su brazo. El cerró el puño, y ella empezó a buscar la vena.
—¡Rápido! Sólo tenemos cuatro minutos.
Tish insertó la aguja, la unió al tubo de la intravenosa, ajustó la dosis.
—Empieza con la ditetamina. Inserta una dosis.
—Doctor Wright, no creo que sea buena idea mientras está tan alterado —dijo Tish—. ¿Por qué no llamo al doctor Everett o alguien y…
—Porque no hay tiempo. No importa. Lo haré yo mismo. Asió la jeringuilla con la mano libre y la inyectó en el tubo.
—Inicia el ruido blanco —dijo, y echó mano a los auriculares.
—Doctor Wright… —dijo Tish, insegura, y luego se acercó al amplificador.
Richard tomó los auriculares y buscó el antifaz. No lo encontró por ninguna parte y no había tiempo para buscarlo. Se puso los auriculares y se tumbó.
—Coloca las almohadillas bajo mis brazos y piernas —dijo, incapaz de decidir si Tish podía oírlo o no. No podía oír nada a través de los auriculares—. Pon el…
Pero ella debió de oírlo. Estaba levantando su brazo izquierdo y deslizando la almohadilla debajo de un brazo y luego del otro.
Colocó las almohadillas bajo sus piernas y luego envolvió un tensiómetro en su brazo.
—No te molestes con eso —dijo Richard, pero Tish no le escuchaba. Le estaba colocando los electrodos en el cuero cabelludo.
—No necesito un ECG —dijo él, pero ella no levantó la cabeza, y Richard le estaba hablando a su coronilla—. ¡Tish! —gritó, y se dio cuenta de que estaba demasiado lejos para que lo oyera. Estaba sobre ella, sobre la mesa de reconocimiento en la que estaba tendido, el brazo conectado a una intravenosa. Flotaba lentamente hacia el techo. Miró en lo alto del armarito de las medicinas. Estaba limpio y pelado, excepto por un destello plateado al fondo. Se acercó más, tratando de verlo.
El objeto plateado estaba en un rincón, donde lo había puesto Joanna, detrás del borde elevado del armario. Fuera de la vista excepto para alguien que tuviera una experiencia extracorpórea. Se acercó aún más. Era un zepelín de juguete.
“Por supuesto —pensó—. El Hindenburg. Tendré que decirle a Joanna que lo he visto.” Pero ella no lo creería. Pensaría que se había subido a una silla para ver qué era. Joanna le…
—Joanna! —dijo, recordando bruscamente. Era una experiencia extracorporal, pero no había tiempo para eso—. ¡Envíame! —le gritó a Tish—. ¡Envíame ahora!
Siguió flotando lentamente hacia arriba, meciéndose de un lado a otro, como el Hindenburg flotando en sus puntos de atraque.
—¡Rápido! —gritó, y miró a Tish. Ella había encontrado el antifaz y se lo estaba colocando sobre los ojos. El estaba tendido bajo el escáner TPIR, muy quieto, las manos tensas a los costados.
—¡Vamos! —gritó. El ruido resonó con fuerza, reverberando como si estuviera en un espacio cerrado, y luego se detuvo, y todo se volvió oscuro.
“Estoy en el corredor —pensó. Extendió la mano hacia la completa negrura y notó dureza, pintura. La pared del corredor—. Tendría que haber luz al fondo —pensó, esforzándose por ver. Nada. Ninguna luz en absoluto—. Debe de ser muy tarde, después de apagadas todas las luces. ¿Cuándo se apagaron? Sólo unos pocos minutos antes del final.
Es porque se está hundiendo —pensó. Porque sólo quedan cuatro minutos.”
—¡Joanna! —llamó. ¿Dónde estás?
No hubo respuesta. Rebuscó en los bolsillos de su bata una caja de cerillas, pero estaban vacíos. Rebuscó en el bolsillo de su pantalón. El busca. Lo saco. Estaba apagado. Buscó el interruptor en la oscuridad y lo encendió. La pantalla se iluminó (el numero de Joanna), pero los números no.
Empezó a abrirse paso por el corredor, palpando con una mano cada pared, tratando de darse prisa. “Porque no hay tiempo.” Pero si era tan tarde, entonces el barco estaría en un ángulo extraño, tan inclinado que tendría problemas para permanecer de pie, y no era así. El sucio parecía perfectamente nivelado y seco.
—¡Joanna! —volvió a llamar, y vio una luz ante él. Era una fina línea de blanco surgida de debajo de una puerta, y eso debía de ser lo que había oído: el sonido de la puerta al cerrarse de golpe. Se abrió paso hacia la puerta y buscó el pomo, pensando: “Que no esté cerrada con llave, que no esté cerrada con llave.” Encontró la placa de metal rectangular, encontró el pomo, lo giró. Y salió a otro corredor. Un corredor profusamente iluminado, tan resplandeciente que era casi cegador, y se protegió los ojos y se quedó allí, parpadeando.
Aquel no era el corredor por el que había llegado Joanna. El suyo daba al exterior, a una cubierta flanqueada de ventanas. Este era un corredor interior, con una serie de puertas cerradas y apliques de luces en las parceles entre ellas. Las luces no se habían apagado. Brillaban con fuerza por todo el corredor, y el suelo de madera estaba seco y perfectamente nivelado. Debía de ser mucho más temprano, antes de que nadie advirtiera que se estaban hundiendo, y tal vez el sonido que había oído era el mismo que había oído Joanna, el iceberg arañando el costado, y había sonado di leí eme porque estaba en una parte distinta del barco.
¿Dónde? ¿En segunda clase? Esos apliques de bronce de las luces eran lo bastante elaborados como para que se tratara de primera clase, pero las paredes carecían de adornos, y no había ni ventanas ni portillas. Debe de ser un corredor interior, o bajo cubierta. ¿Tercera clase?
¿Dónde estaba? En la Cubierta, había dicho ella. ¿Pero dónde estaba la Cubierta C? ¿Arriba? ¿Abajo? ¿Contaban las cubiertas de arriba abajo o de abajo arriba?
Recordó que Joanna había comentado que subió a la Cubierta de Botes. ¿Cuantas cubiertas dijo que había subido? No podía recordarlo. Tendría que haber prestado más atención —pensó, echando a correr por el pasillo—. Tendría que haberle hecho caso cuando dijo que era real.”
Porque era real. Ella había intentado decírselo. Había dicho que vio colores, oyó sonidos, sintió la barandilla de las escaleras bajo la mano, había intentado describirle la solidez del barco, pero él estaba con vencido de que se trataba de una alucinación, de que era algo que sucedía en la memoria a largo plazo y en el lóbulo temporal, aunque ella intentaba decírselo, aunque había dicho: “Es un lugar real.”
Tendría que haberle hecho caso, se dijo, buscando una escalera o una puerta al exterior.
“Tendría que haberle dicho adonde iba. No debería haber desconectado mi busca.”
Todas las puertas estaban cerradas con llave.
—¡Eh! —gritó, golpeándolas, sacudiendo los anticuados picaportes—. ¿Hay alguien ahí?
La tercera puerta se abrió. Dentro, un hombre con auriculares transmitía un mensaje. Punto-raya-punto-punto.
—¡Eh! —dijo Richard—. ¿Cómo se llega a la Cubierta C? El hombre no levantó la cabeza.
—Cubierta C —dijo Richard, acercándose a él—. ¿En qué cubierta estamos ahora?
El hombre continuó tecleando, el rostro concentrado en la clave, raya-raya-punto-raya-punto-punto-punto.
“SOS —pensó Richard—. Naturalmente. Está pidiendo ayuda. ¿Cuándo enviaron el primer SOS? No hasta después de medianoche.”
—¿Qué hora es? —le preguntó Richard en voz alta—. ¿Cuánto tiempo lleva transmitiendo?
Una mujer de pelo gris apareció en la puerta, con una blusa y una larga falda negra.
—No puede estar usted aquí —dijo, la mano en el marco de la puerta.
— Estoy buscando a…
—¿Cómo ha llegado aquí? —interrumpió, severa—. Las personas no autorizadas no pueden acceder a esta parte de…
—Estoy buscando a Joanna Lander —dijo él—. Tengo que encontrarla.
—Sí, señor, lo sé, señor —dijo ella, sacándolo de la sala de comunicaciones—, pero esta parte de…
—No comprende. Es urgente. Ella corre peligro. Estará en la Cubierta C. O en la Cubierta de Botes…
—Lo sé, señor —dijo ella, y su voz sorprendentemente, se suavizó—. Si quiere venir conmigo, señor.
Lo condujo por el corredor por el que había venido, la mano apoyada suavemente sobre su brazo.
—Su pasillo está en la Cubierta C —dijo él—. Da a la cubierta.
—Sí, señor. —Ella abrió una puerta y lo condujo por un tramo de escaleras.
—Mide como un metro sesenta y cinco —dijo—. Pelo castaño, gafas. Llevaba una rebeca y… —Se detuvo. No sabía qué más. ¿Una falda? ¿Pantalones? Trató de visualizar el montón de ropa de la camilla, pero no podía decir qué llevaba a causa de la sangre, la sangre—. Tengo que encontrarla inmediatamente.
—Sí, señor —dijo ella, y continuó caminando despacio por el pasillo.
—¡No comprende! ¡Es urgente! Ella…
—Comprendo que esté usted preocupado, señor —dijo ella, pero no avivó el paso.
—¡Corre peligro!
La mujer asintió y lo condujo lentamente por el pasillo hasta una esquina.
Un golpe, El alzó la cabeza, alarmado. Era un reloj, un gran reloj de pared con números romanos y un péndulo. Las dos menos cuarto. Y el Titanic se había hundido a las dos y veinte.
—¡No comprende! —dijo, agarrando a la mujer por los brazos y sacudiéndola—. ¡No hay tiempo! Tengo que encontrarla y hacerla volver. ¡Dígame cómo se llega a la Cubierta C!
Abrió mucho los ojos y se le llenaron de lágrimas.
—Si quiere venir por aquí, señor —dijo, suplicante—. Por favor, señor.
—¡No hay tiempo! ¡La encontraré yo solo!
Y echó a correr por el pasillo y atravesó la puerta del fondo. Y se topó con una masa de gente que se sacudía y agitaba.
“La Cubierta de Botes”, pensó, pero aquello también era una habitación cubierta, con grandes puertas dobles a un lado. Todo el mundo empujaba hacia las puertas. La Cubierta de Botes debía de estar más allá, y esperaban su oportunidad para subir a bordo. Richard estiró el cuello, tratando de ver por encima de los sombreros de copa de los hombres, de los sombreros de plumas de las mujeres, buscando la cabeza destocada de Joanna. No pudo verla.
Joanna había dicho que los pasajeros de la cubierta no tenían ni idea de lo que estaba sucediendo, pero aquella gente obviamente sí. Parecían asustados, los rostros de los hombres preocupados y tensos, los ojos de las mujeres enrojecidos.
Una chica joven se aferró a un hombre mayor, lloriqueando sin control contra un pañuelo de bordes negros.
—Vamos, vamos —dijo el anciano—. No debemos renunciar a la esperanza.
¿Significaba eso que todos los botes habían partido ya? ¿Cuándo arriaron el último? No hasta el mismo final, había dicho Joanna, pero no podía ser el final. La cubierta no estaba inclinada.
Si pudiera atravesar la multitud… Empujó, buscando a Joanna, estirando el cuello, tratando de ver por encima del mar de sombreros, tratando de avanzar, pero la multitud se apretujaba, y mientras él intentaba abrirse paso le bloquearon el camino.
—Disculpe —dijo, empujando a un joven con traje marrón y sombrero. Llevaba un periódico bajo el brazo. “En un momento como éste”, pensó Richard—. Tengo que pasar. Estoy buscando a alguien.
—¿Cómo se llama? —preguntó el joven, sacando de su bolsillo una agenda encuadernada en cuero—. ¿Viaja en primera clase?
—Está en la Cubierta C.
—Cubierta C —dijo el joven, anotándolo—. ¿Viaja sola?
—Sí. Viaja sola.
—¿Nombre? —pregunto, tomando más notas.
—Joanna Lander. Por favor. Tengo que pasar. Tengo que encontrarla.
—Puede que haya subido a uno de los botes.
—No. No puede salir por ahí. Tiene que volver al pasillo de la Cubierta C.
Pero el joven no le estaba escuchando. Se había vuelto hacia las puertas dobles. Y todo el mundo también. Las puertas se abrieron, y alguien debió de llegar porque todos miraron hacia allí, expectantes. Se hizo el silencio y la jovencita que había estado llorando se enderezó y agarró la mano del anciano.
Richard avanzó, abriéndose paso con los codos ante una pareja de mediana edad, una joven con un bebé, dos adolescentes, hasta que consiguió ver al hombre que había entrado por las puertas. Llevaba gatas y una levita y un chaleco negros, tenía un puñado de papeles. Se subió a algo (¿un pedestal?) y alzó las manos para hacer callar a la ya silenciosa multitud. ¿Quién era? ¿El capitán? ¿Uno de los oficiales? ¿Entonces por qué no iba de uniforme?
—Sé que todos están ansiosos por recibir noticias —dijo el hombre, poniéndose las gafas— Todavía no tenemos una lista de supervivientes.
“¿Qué?”
— Estamos en contacto por cable con el Carpathia, y en cuanto tengamos una lista completa…
— ¡No! —dijo Richard.
— Conténgase —dijo el joven, agarrándolo por el hombro— Puede que estuviera en uno de los botes.
— ¡No! —chilló Richard. Le arrancó el periódico de las manos y lo abrió. “El Titanic perdido”, decía. “Mil almas ahogadas.” Avanzó hacia el hombre de gafas y levita negra.
— ¿Que día es hoy? —preguntó, furioso. La mujer de pelo gris se dirigió a él, seguida por un hombre con maletín de médico. Richard agarró por las solapas al hombre de las gafas— ¿Qué día es hoy?
— Dieciocho de abril —respondió el hombre, nervioso— Puedo asegurarle que la compañía White Star lamenta profundamente…
— Señor —dijo la mujer de pelo gris, y el hombre del maletín médico lo asió por el brazo— Está usted tenso. Creo que será mejor que se tienda.
— ¡No! —gritó él, y fue un alarido, un rugido— ¡No!
El doctor intentó volver a agarrarle el brazo, y él se escabulló entre la multitud, empujando, apartando. Se abrió paso hacia la puerta y la atravesó y corrió por el pasillo. Cuatro minutos. ¿Y cuánto tiempo, cuánto tiempo había malgastado ya, se dijo mientras corría, el corazón redoblando, demasiado estúpido para darse cuenta de dónde estaba, de ver que eran las oficinas de la compañía White Star?
El reloj al pie de las escaleras estaba dando la hora. Richard pasó ante él y empezó a subir las escaleras, y una alarma sonó en alguna parte, como una campana de incendios o una alarma de parada, resonando, zumbando, por encima del reloj que todavía daba la hora.
Subió corriendo el resto de las escaleras, dejó atrás la habitación donde estaba sentado el operador de comunicaciones, anotándolo: mensajes recibidos. Del Carphatia, no del Titanic. Tendría que haberse dado cuenta, haber sabido que el Titanic estaría transmitiendo, no recibiendo, y que la sala de radio estaba en la cubierta equivocada. Tendría que haber visto al instante que aquello era un edificio, no un barco, y regresado, para que Tish volviera a enviarlo.
Dobló la esquina, jadeando, y corrió hacia la puerta, agarró el pomo, la abrió. Llegó al corredor oscuro. Y al laboratorio.
—¡Tish! —llamó, intentando quitarse los auriculares, pero no llevaba auriculares. Ni antifaz, porque veía luz. Era dolorosamente brillante. “Tendría que haberla cubierto con papel más grueso”, pensó, y trató de incorporarse. Pero no pudo. Estaba atado con cuerdas— ¡Tish!
—¡Oh, doctor Wright! —dijo Tish, interponiéndose entre la luz y él. Estaba envuelta en un halo y los rayos de luz deslumbrante parecían surgir de ella—. ¡Gracias a Dios que está bien!
—Tienes que volver a enviarme —dijo él—. Era el lugar equivocado, y el momento equivocado. Ella no estaba allí.
—Quédese tumbado.
—No comprendes —dijo él, y trató de incorporarse otra vez —. ¡Ella está en el Titanic! ¡Tengo que ir por ella antes de que se hunda!
—Vamos, vamos —dijo Tish, empujándolo—. Todavía está bajo la influencia de la droga. Tiene que quedarse tendido hasta que se pase el efecto.
—No hay tiempo. La muerte cerebral irreversible se produce entre cuatro y seis minutos. Tienes que volver a enviarme ahora mismo. Y aumenta la dosis de ditetamina.
Tish se quedó allí, envuelta en la luz.
— ¡ Ahora! ¡Antes de que sea demasiado tarde! —gritó él, y vio que ella también agarraba un pañuelo, y que sus ojos estaban rojos.
“No estoy de vuelta en el laboratorio —pensó—. Esto sigue siendo parte de la ECM”, y se volvió para ver dónde estaba el pasillo.
—No, doctor Wright, se arrancará la intravenosa —dijo Tish—. Sigue llevando un gotero glucosalino. Como no se recuperaba, detuve la ditetamina…
El agarró la intravenosa con una mano.
—¡Empieza otra vez! —gritó, y consiguió, por fin, sentarse. No eran cuerdas, sino electrodos, conectados a los monitores del EEG y el KCG, y sí que era el laboratorio. El pañuelo que Tish tenía en la mano era un Kleenex empapado.
—¡Ahora, Tish! —gritó—. ¡O lo haré yo mismo! Pero se había incorporado demasiado rápido y se sintió mareado y helado.
—¡Tish, por favor! No comprendes. ¡Casi se nos ha acabado el tiempo! ¡Tienes que enviarme de vuelta antes de que sea demasiado tarde!
Pero ella se quedó allí, envuelta en la luz, retorciendo el pañuelo de papel en sus manos.
—Pero como no regresaba, a pesar de que detuve la ditetamina, no sabía si administrarle norepinefrina o no. Sus constantes vitales eran normales, y aquella vez que el señor Sage estuvo bajo los efectos durante…
Él se volvió bruscamente y miró el reloj, pero Joanna lo había cambiado de sitio para que no pudiera verse desde la otra pared.
—Tish, ¿cuánto tiempo he estado bajo los efectos? Y esperó con temor la respuesta.
—Lo siento muchísimo, doctor Wright. La señora Troudtheim me lo dijo cuando vino… —Retorció el pañuelo empapado—. Estaba tan inquieta. Todos queríamos a la doctora Lander.
—¿Cuánto tiempo he estado bajo los efectos?—repitió él, aturdido.
—No lo sé. No sé leer los escaneos, así que no sé si estuvo usted en estado ECM o si salió y estaba en sueño no-REM…
—¿Cuánto tiempo, Tish? —preguntó él, pero ya sabía la respuesta. Había oído el reloj del pasillo de las oficinas de la compañía White Star dando las horas—. Dímelo.
—Dos horas —respondió Tish, y empezó a llorar.
TERCERA PARTE
Queda otro acto. Supongo que ya imaginan de qué trata.
42
Nadie tiene noticias del Titanic desde hace dos horas.
Esa noche Richard volvió a su laboratorio, aunque trabajar era imposible, impensable: la policía había dicho que tal vez necesitaran una declaración suya, y además no se le ocurría ningún otro sitio al que ir. Urgencias fue acordonada, y todos los pacientes fueron desviados al Swedish y al St. Luke’s, y el vestíbulo de los médicos y los pasillos y la cafetería estaban llenos de gente preguntándole: “¿Cómo lo llevas?” y “¿Dónde demonios estaban los guardias de seguridad? Llevo tres años diciendo que Urgencias era una bomba en potencia. ¿Por qué no tenían un detector de metales?” y “¿Han determinado la causa de la muerte?”. Todas eran preguntas que él no tenía ni idea de cómo responder.
Ha muerto ahogada, quiso decirles. Se hundió con el Titanic.
En un momento dado (¿la primera noche?, ¿al día siguiente?), bajó al depósito de cadáveres.
—¡Oh! vaya, lo siento —dijo el auxiliar, avergonzado—. Se la llevaron a la universidad.
—“Para la autopsia”, pensó Richard. Cuando había un crimen por medio, no la hacían en el Mercy General. Enviaban el cadáver al patólogo ¡órense del hospital universitario.
—Tal vez, podría usted… —empezó a decir el auxiliar. “Ir allí”, pensó Richard, pero el auxiliar no terminó la frase, y Richard supo que lamentaba haber hablado, que estaba pensando en la incisión en forma de Y el pecho, las costillas y el esternón extraídos, el corazón pesado, diseccionado. El corazón de Joanna.
—No importa —dijo Richard—. Sólo quería…
¿Quería qué? Convencerse a sí mismo de que estaba a salvo allí, envuelta en una bolsa de plástico dentro de un cajón metálico, a salvo y muerta. En vez de estar todavía en el Titanic, aferrándose a la barandilla de la cubierta inclinada, esperando hundirse.
—¿Por qué no se va para casa e intenta dormir un poco, doctor Wright? —dijo el auxiliar amablemente, y Richard asintió y se dio la vuelta, y luego se quedó allí de pie estúpidamente, mirando la pared.
—¿Cómo se sale de aquí? —preguntó por fin. —Siga por este pasillo y luego gire a la derecha —lo instruyó el auxiliar, señalando, y fue como si le clavaran un cuchillo. “Sigue por ese pasillo. Luego hay una escalera. Subes las escaleras hasta la séptima y cruzas el pasillo elevado hasta Cirugía. Joanna, señalando. “Hay un pasillo a la derecha. Lo sigues hasta los ascensores y eso te llevará a Personal.” El, incrédulo: “¿No hay un atajo?” Joanna, riendo: “Ese es el atajo.”
El auxiliar lo había tomado del brazo.
—Espere, le acompaño —dijo. Lo condujo hasta la primera planta, sosteniéndole el brazo como si fuera una anciana, por el pasillo hasta la escalera y el vestíbulo.
Y debía de ser de día, porque el señor Wojakowski estaba allí, esperando el ascensor, el rostro pecoso sonriente.
— Buenos días, Doc —dijo, acercándose a él—. Dígame, ¿llegó a encontrarlo Joanna Lander?
Junto a él, el auxiliar jadeó, y su tenaza sobre el brazo de Richard se tenso, pero el señor Wojakowski, ajeno, continuó:
— La vi en Medicina interna —dijo—, y estaba… Miró al auxiliar y luego a Richard.
—Oiga, Doc, ¿está usted bien?
El auxiliar lo apartó a un lado, susurrando, y Richard vio cómo su cara empalidecía, bruscamente envejecida, las pecas destacando sobre la piel.
— Demonios, si lo hubiera sabido, no habría… ¿Cómo ocurrió? El auxiliar susurró algo más y el ascensor se abrió, vacío. Richard se lo quedó mirando.
—Quiero decirle que no tenía ni idea… —dijo el señor Wojakowski, mirando ansiosamente en dirección de Richard.
—Ahora no— dijo el auxiliar, y lo condujo por el brazo hasta el ascensor, y se quedo allí como un portero, los brazos cruzados, hasta que se cerro.
Volvió con Richard.
— ¿Se encuentra bien, doctor Wright? —dijo, tomando de nuevo posesión del brazo de Richard—. ¿Quiere que llame a alguien?
“Sí —pensó Richard—. Al Carpathia. Al Californian. Pero su telégrafo está desconectado. El capitán se ha ido a la cama.”
—¿A su novia? ¿A alguien con quien trabaja? ¿A un amigo?
— No.
—Bueno, creo que no es buena idea que se ponga usted al volante ahora mismo. ¿Hay algún sitio donde pueda acostarse?
—Sí —dijo Richard, y volvió al laboratorio. Durmió en el suelo, envuelto en la manta con la que había arropado a Amelia Tanaka, a Joanna, con el busca al lado, encendido, como si no fuera demasiado tarde, como si lo que había ocurrido fuese de algún modo reversible.
Se preguntó si el operador del Californian había hecho eso, permanecido incansable junto a la clave, los auriculares puestos, escuchando otros mensajes, esperando una segunda oportunidad. O si, después de dos días, había acabado por desconectar, como había hecho él, incapaz de soportar las preguntas, las condolencias.
El residente que había intentado salvar a Joanna llamó, y tres periodistas, y Tish.
—He decidido volver a planta —dijo—. A la luz de todo lo que ha ocurrido… he cursado una solicitud formal. Necesitaré su firma. “A la luz de todo lo que ha ocurrido.”
— Con mucho gusto le enseñaré los procedimientos a mi sustituía, naturalmente. —Vaciló—. No le he dicho a nadie… No quiero que tenga problemas con el hospital por someterse así a la prueba. No querría que perdiera su beca y sé que reaccionó por pánico y no era responsable de lo que hacía…
“Responsable. Dejé a Joanna en el Titanic —pensó—. Dejé que Joanna se ahogara.”
—¿Doctor Wright? —estaba diciendo Tish—. ¿Sigue usted ahí?
—Sí.
— Creo que sería buena idea que hablara con alguien. Hay una doctora muy buena en el personal. La doctora Ainsworth. Es psiquiatra y está especializada en casos como este.
“¿Cómo qué? —se preguntó él—. ¿Casos de abandono? ¿De traición?” Pensó en Tish a su lado, las lágrimas corriéndole por las mejillas maquilladas.
— Lamento haberte asustado —le dijo al teléfono.
— Lo se —respondió ella, y su voz tembló—. No pude recuperarlo de su… Su voz se quebró—. Creí que estaba muerto.
— Tish-dijo él, pero ella se había recuperado.
—La extensión de la doctora Ainsworth es la 308 —dijo con firmeza— Especializada en desórdenes por estrés traumático. Creo que debería llamarla.
Richard aguantó dos días con el busca encendido. Llamó Carla de Oncología, para hablarle de un libro maravilloso titulado Tratar con la tragedia en el puesto de trabajo y la doctora Ainsworth, y un agente de policía.
—Necesito hacerle algunas preguntas —dijo— Para el informe. ¿Estaba usted presente cuando ocurrió el incidente?
— No —contestó Richard— No estaba allí.
Estaba en las oficinas de White Star en Nueva York, demasiado estúpido para advertir la diferencia entre un edificio de oficinas y un barco, demasiado tarde para servir de ayuda.”
—Oh, lo siento —contestó el policía— Me habían dicho que fue usted testigo del crimen.
—No.
El policía colgó y Richard desconectó el teléfono. Y apagó el busca. Pero eso sólo empeoró las cosas. Cuando no pudieron localizarlo por teléfono, fueron a verlo. Eileen de Medicina interna, para traerle un libro maravilloso, El libro de la ayuda curativa. Y Maureen de Radiología, con Nuevos pasos para recuperarse de la tragedia personal, y la doctora Jamison traía un libro. ¿La guía del luto para los idiotas?, se pregunto Richard, pero era una revista medica.
Es el estudio del que te hablé —dijo— He descubierto que estar en el trabajo es la mejor manera de superar una pérdida.
—Trató de entregarle la revista — Es el artículo de Barstow y Skal. Es todo un estudio de las endorfinas aspartáticas, y la teta-asparcina…
Su proyecto ha sido cancelado.
Su rostro se volvió enloquecedoramente compasivo.
— Entiendo cómo te sientes, pero dentro de una semana o dos…
Dejó la revista sobre la mesa. Richard cerró la puerta cuando salió hacia Ginecología, llamó tímidamente y luego abrió la puerta como si él fuera uno de sus pacientes, y el residente que estaba de guardia en Urgencias ni siquiera llamó.
—Creí que querría saber los resultados de la autopsia.
Y Richard se preguntó durante un largo y terrible momento si iba a decir: “Encontraron agua en sus pulmones.”
La causa de la muerte fue hemorragia aguda que produjo un shock hipovolémico —dijo el residente—. Fue mala suene que el cuchillo alcanzara la aorta. Noventa y nueve de cada cien veces el cuchillo habría golpeado una costilla, o, como mucho, perforado un pulmón. Para que luego digan lo de estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Agitó una hoja.
—Se desangró en menos de dos minutos. No había nada que hubiera podido hacerse.
“Podría haber tenido encendido mi busca —pensó Richard—. Podría haberme sometido a la prueba dos minutos antes. A tiempo para llegar al Titanic ”
—También tenemos los resultados de Calinga.
¿Calinga? Debía de ser el adolescente. Nunca había oído su nombre.
—Suficiente picara para matar a un elefante. —El residente sacudió la cabeza—. Dieciséis años. —Cerró el informe—. Bueno, supuse que querría saber que la doctora Lander no sufrió. —Se dirigió hacia la puerta—. Debió de perder la conciencia en menos de un minuto. Probablemente ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que pasaba.
Esa tarde fue a verlo Vielle.
—Venía… —dijo, y luego vaciló.
—¿A traerme una copia de La guía de la pena para bobos? —preguntó Richard amargamente.
—Lo sé —respondió ella—. La doctora Chaffey me dio una copia de Enfrentarse a la muerte de un colega. ¡ Un colega!
Parecía que ella tampoco había estado en casa. Todavía llevaba el mismo uniforme azul oscuro y la gorrita quirúrgica. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, con Ojeras marrones, como magulladuras, y tenía la mano y el brazo vendados.
—Una sigue pensando que no puede empeorar, y entonces empeora.
—Lo sé —dijo él, y le acercó una silla. Ella se desplomó.
—He venido porque… sigo viéndola allí en Urgencias, sigo pensando en lo que debió de pasar esos últimos… Había un tipo en Urgencias que sufrió un infarto de miocardio, Joanna lo entrevistó, y justo antes de morirse dijo “Demasiado tarde para que ella llegue”. Joanna dijo que estaba intentando decirle algo, no paraba de hablar de ello, y entonces se… —Miró a Richard—. Sé que parece una locura, y supongo que en parte lo es. Sigo viéndola corriendo hasta mí, y a el volviéndose, y el cuchillo… —dijo, y entonces él se dio cuenta de que, por arrugada que estuviera su ropa, no podía ser la misma. La otra estaba cubierta de sangre.
— Me quedé allí plantada —dijo Vielle, mirando ciegamente la nada—. No luce nada. Tendría que haber…
—¿Qué? ¿Intentado detenerlo? Estaba colocado.
—Podría haberla advertido. Si le hubiera gritado, si le hubiera dicho que no se acercara más… Ni siquiera la vi hasta que estuvo junto a el. Estaba Mirando el cuchillo que empuñaba, y para cuando la vi… Se encamino directamente hacia el.
“¿Y por qué no vio Joanna lo que estaba pasando? —se preguntó el—. ¿Por qué no advirtió el silencio forzado, las expresiones asustadas de sus rostros?”
Vielle se sonó la nariz.
—Sigo repasándolo una y otra vez mentalmente, lo de ella. Y tengo que preguntártelo, aunque parezca una locura. Cuando Joanna se sometió a los experimentos de ECM, ¿qué vio?
El se le quedó mirando.
—¿Vio el Titanic? —preguntó ella, y antes de que él pudiera contestar, continuó entre sollozos—. El motivo por el que te lo pregunto es porque ella me hizo un montón de preguntas sobre la película, sobre una escena, y cuando le pregunté por qué no la alquilaba y la veía ella misma, me dijo que no podía, y ayer Kit me dijo que hace un par de semanas que Joanna la había puesto a investigar sobre el Titanic, y parecía tan preocupada durante estas últimas semanas… ¿Es eso lo que vio en su ECM? ¿El Titanic?
—Sí —contestó él, y vio cómo su cara se quedaba rígida de horror.
— No sabía —susurró ella—. Oh, Dios, y yo me quedé allí. Si…
—No es culpa tuya. Fue culpa mía.
— No comprendes —dijo ella, angustiada—. Quería que pidiera el traslado a Pediatría. —Se levanto—. Decía que Urgencias era peligroso. ¡Peligroso!
El la tomó la mano.
—Vielle, escúchame. No fue culpa tuya. Yo tenía el busca desconectado. Si…
Ella se zafó de su mano, sintiéndose culpable.
Ni siquiera habría estado en Urgencias si yo la hubiera escuchado. ¡ Bajo allí para hablar de la noche del picoteo, por una estúpida película! —dijo, y salió de la habitación y echo a correr por el pasillo.
— ¡Vielle, espera! —dijo él, y corrió tras ella, pero ya había desaparecido en el ascensor.
Pulsó el botón de bajada impaciente, y el otro ascensor se abrió.
—Oh, bien —dijo una mujer de mediana edad vestida de verde—. Venía a verlo. Soy Salí y Zimmerman de Cirugía. Sólo quería traerle esto.
Le tendió un libro con portada amarilla y naranja cuyo título era Ocho grandes ayudas contra la pena.
—Es muy bueno —dijo—. Tiene todo upo de ejercicios y actividades.
—Cuando uno piensa que no puede empeorar —murmuro Richard.
—Eso también aparece allí —dijo ella, recuperando el libro y pasando las páginas—. Aquí está. “Cómo elevar tu cociente de esperanza.”
Al día siguiente vino el señor Wojakowski.
—Lamento haber metido la pata de esa forma con Joanna —dijo—. Nadie me había contado lo que pasó. —Sacudió la cabeza—. Morirse así. Uno nunca se acostumbra. Los tienes a tu lado un minuto en la cubierta de cañones y al siguiente ya no están. Bucky Tobías, mí compañero de catre. Diecinueve años. ¿Crees que los japos saben dónde estamos?, me dijo, y diez segundos más tarde, ¡zas, media cubierta desaparece y no queda nada! He oído decir que estaba drogado —dijo, y por un instante Richard pensó que estaba hablando de su camarada del Yorktown—. Dieciséis años —dijo el señor Wojakowski—. Maldito desperdicio. Sigo sin poder creerlo. —Sacudió la cabeza—. La vi aquel día en Medicina interna buscándolo.
— ¿Buscándome? —preguntó Richard, y sintió dolor en el costado, como si lo atravesara un cuchillo.
— Sí, y fuera lo que fuese lo que intentaba averiguar para usted, debía de ser importante. Prácticamente me atropello a la carrera. “¿Ha llamado alguien a los puestos de combate?”, le pregunté, de rápido que iba.
—¿Cuándo fue eso? —exigió saber Richard.
— El lunes por la mañana. Yo estaba visitando a un amigo mío (le dio un jamacuco bailando claque), después de mi sesión de investigación auditiva, matando el tiempo.
— ¿A que hora la vio?
— Vamos a ver —dijo, rascándose la cabeza—. Debía de ser cosa de la una. Me la encontré cuando salía de los ejercicios de recuperación para la artritis, que son desde las once a la una menos cuarto.
—La una —pensó Richard—. Debía de ir camino de Urgencias.”
—¿Y le dijo que me estaba buscando?
—Sí, dijo que tenía que encontrarlo inmediatamente, y que no tenía tiempo para charlar.
Joanna no estaba buscando a Vielle. Lo estaba buscando a el. Tenía que decírselo, para que no siguiera pensando que fue culpa suya. Era lo menos que podía hacer.
Solo quería que supiera lo mal que me siento —dijo el señor Wojakowski, recogiendo su gorra—. Era una chica magnífica. Me recordaba a una enfermera de la Marina con la que salí en Honolulu. Bonita como un pimpollo. La mataron en Tarawa. Los japos hundieron el transporte en el que la traían a casa.
En cuanto el señor Wojakowski se marchó, Richard conectó el teléfono y llamó a Urgencias. Vielle no estaba. Hizo que la llamaran al busca, y luego se quedó sentado junto al teléfono, esperando que lo llamara. No lo hizo, pero sí la señora Brightman. Y su antiguo compañero de habitación.
—Estaba viendo la CNN —dijo Davis, sin más preámbulos—. ¿En qué puñetera clase de hospital estás trabajando? ¿Conocías a esa Lander?
—Sí.
—¿Pero estás bien? —preguntó Davis, y fue más una aseveración que una pregunta.
Richard se preguntó que diría Davis si le decía: “Las ECM no son alucinaciones del lóbulo temporal. Son reales.” Ya lo sabía: “¡No puedes creer eso en serio!” y “¿Primero Foxx y ahora tú? ¡Sabia que era un virus!” y “¿Has llamado ya al Star? Haz que te paguen una exclusiva, al menos. Vas a necesitar el dinero ahora que te vas a quedar sin trabajo.
—Estoy bien —dijo.
—¿Seguro? —preguntó Davis, y parecía verdaderamente preocupado.
—Si —contestó Richard, y bajó a Urgencias a hablar con Vielle. Habían retirado la cinta amarilla, pero había policías en todas las puertas. Comprobaron la identificación de Richard en un ordenador antes de dejarle pasar. Vielle estaba en el mostrador principal, escribiendo en una gráfica con la mano vendada.
— No fue culpa tuya —dijo él—. No te estaba buscando ese día para hablar de la noche del picoteo. Me estaba buscando a mí.
—¿A ti? —dijo ella, aturdida—. Pero tú no estabas…
— Le dije que iba a hablar con la doctora Jamison.
Y la doctora Jamison acababa de estar aquí —dijo ella, y él pudo ver el alivio en su rostro, como si le hubieran quitado un peso de encima.
—Cuando te preguntó por la película Titanic, ¿dijo lo que estaba intentando…?
Richard vio que ella no le escuchaba. Había alzado la cabeza, mirando hacia la puerta, y de pronto se quedó inmóvil. Richard se volvió.
Joanna estaba en la puerta. El corazón de Richard empezó a latir frenéticamente, como un pájaro enjaulado que sacude sus alas contra los barrotes. No estaba muerta. Todo, todo, la sanare y la línea plana y las oficinas de la compañía White Star, todo era un sueño, y sólo había parecido real por los niveles elevados de acetilcolina y la estimulación del lóbulo temporal.
—Joanna —susurró, y dio un paso hacia ella.
—Soy June Wexler, la hermana de Joanna Lander —dijo la mujer de la puerta, y fue como oír de nuevo la noticia, “hila está muerta”, pensó, y finalmente lo creyó. Llevaba tres días muerta.
—Me alegro de haberlos encontrado a los dos juntos —dijo la hermana de Joanna, subiéndose las galas sobre la nariz—. Tengo entendido que los dos trabajaban con Joanna. Me preguntaba si podría hablar con ustedes sobre ella.
Su voz se parecía también a la de Joanna, pero un poco más ronca. “Es de llorar”, pensó Richard, mirándole los ojos enrojecidos, el Kleenex en sus manos.
— Hacía varios meses que no hablaba con ella y… —Se frotó los ojos con el pañuelo—. Siempre creernos que habrá tiempo de sobra y de repente ya no hay tiempo… Me estaba preguntando si sabían ustedes si se salvo.
Richard se preguntó si de algún modo la mujer se había enterado de que el la había seguido y había fracasado.
—¿Si se salvó? —dijo Vielle.
—Si aceptó a Nuestro Señor Jesucristo como su salvador personal —dijo la hermana de Joanna—. Intente varias veces atraerla al Señor, pero siempre Satán endureció su corazón contra mi.
—Satán —dijo Vielle.
—Si. Intenté advertirla, hablarle de la destrucción que espera a quienes no se arrepienten, del juicio de Dios y del fuego que nunca se apagará. —Se trotó de nuevo los ojos.
Richard se la quedó mirando. No se parecía a Joanna en absoluto. Sólo era un ilusión del color del pelo, de las gafas.
—Seguí rezando para que al trabajar con ustedes —le dijo a Richard—, y al hablar con gente que había visto a Cristo cara a cara llegara a creer.
Richard advirtió al cabo de un momento que estaba hablando de las experiencias cercanas a la muerte.
—¿Lo hizo? ¿Le dijo que se había salvado?
—No —replicó Vielle.
—¿Y está segura de que no cambió de opinión en el último minuto? —Se volvió hacia Vielle—. Me han dicho que estaba usted con ella cuando murió. ¿Dijo algo?
Richard esperó que fuera a decir que no otra vez., pero en cambio Vielle vaciló una fracción de segundo antes de decir:
— El cuchillo segó la aorta. Joanna perdió la conciencia casi inmediatamente.
—Pero aunque fuera en el último segundo, nunca es demasiado tarde para que Jesús perdone nuestros pecados, aunque pidas perdón con el ultimo aliento. ¿Lo hizo? —preguntó la hermana de Joanna ansiosamente—. ¿dijo algo?
—No —respondió Vielle.
“Está mintiendo —pensó Richard—. Sí que dijo algo.”
—¿Está segura? —insistió la hermana de Joanna—. He leído sobre las experiencias cercanas a la muerte. Sé que ven a Jesús esperando para darles la bienvenida al cielo, y “los que han visto han creído”. Sin duda el corazón de Joanna no estaba tan encallecido para no arrepentirse cuando vio el destino que le esperaba.
—Estoy segura —dijo Vielle firmemente—. No dijo nada.
— Entonces no hay esperanza —dijo la hermana de Joanna, frotándose los ojos—, y está en el infierno.
—¿Joanna? —exclamó Vielle, airada—. ¿Cómo se atreve…?
—No soy yo quien la ha condenado, sino Dios —dijo la hermana de Joanna—. ¿Pues no está escrito: “Pero los que no quieran serán arrojados a las sombras, y habrá llanto y crujir de dientes”?
— Márchese.
La hermana de Joanna miró a Richard, como esperando apoyo por su parte. El se preguntó cómo había podido pensar que se parecía a Joanna.
Rezare por ustedes —dijo la mujer, y se marchó.
—Ni se atreva —gritó Vielle tras ella, y uno de los agentes de policía que estaban junto a la puerta alzó la cabeza, alerta—. Arrogante y retorcida santurrona,…
— ¿Qué dijo Joanna? —la interrumpió Richard.
Vielle se volvió a mirarlo, la luna apagándose en su rostro.
—Richard…
—dijo algo, ¿verdad? ¿Qué?
—No puedo creer que haya venido así. ¡Menuda zorra! Te diré a quién envía el Señor a las sombras. A esos supuestos cristianos como ella.
—¿Qué dijo Joanna?
—Joanna me dijo que ella y su hermana no eran íntimas —dijo Vielle, acercándose al puesto de enfermeras—. Pero más bien parece que estaban separadas por años luz. —Tomo una gráfica—. ¿Cómo es posible que la dulce, amable y sensata Joanna pudiera tener una hermana como ésa, que está más allá…?
Richard la agarro por el brazo.
— ¿Qué dijo?
—Mira, tengo pacientes a los que atender. Vamos retrasadísimos.
—Para eso viniste a verme al laboratorio, ¿verdad? Dijiste que el tipo del infarto dijo: “Demasiado tarde para que ella llegue.” Que estabas pensando lo que ella debió de pasar en aquellos últimos momentos. Fue por lo que Joanna dijo, ¿verdad? —Apretó su brazo—. ¿Qué es lo que dijo?
El policía de la puerta echó a andar hacia ellos, la mano en la pistola.
—Richard…
—Es importante. Dímelo.
—dijo: “Dile a Richard…” —Hizo una pausa, contemplando la gráfica.
Richard esperó, temeroso de hablar.
Ella contempló la gráfica sin verla, y luego volvió a levantar la cabeza, con la misma expresión que Tish en el laboratorio.
—”Dije a Richard que es…” —dijo, y tragó saliva— “SOS. SOS.”
43
Por el amor de Dios, cuida de nuestra gente…
—¿Has llamado a Joanna? —le preguntó Maisie a su madre.
—Sí —respondió la madre, muy ocupada colocando las cosas en la bandeja—. ¿Quieres un poco de zumo? ¿O un polo?
—¿Cuándo la llamaste? ¿Ayer?
—Probablemente tenga montones de cosas que hacer. ¿Y un poco de gelatina?
—dijo que iba a venir el jueves, y no vino el jueves ni ayer —insistió Maisie—. ¿Estas segura de que la enfermera Barbara la ha llamado?
—Estoy segura —dijo la madre, quitando la tapa de la jarrita de agua y sirviendo—. ¿Sabes quién me ha dicho la enfermera Barbara que va a venir a visitar la planta mañana por la tarde? ¡Un payaso!
—¿Como Emmett Kelly? —dijo Maisie, alzando la cabeza.
—¿Emmett Kelly? —pregunto la madre, sorprendida—. ¿Cómo sabes quien es Emmett Kelly?
—Estaba en uno de mis videos —dijo Maisie—. Uno de los de Disney. No recuerdo cual. Sobre el circo.
—Este payaso hace trucos de magia. ¿No será divertido?
—La doctora Lander me habló de un payaso que se sacaba un pañuelo del bolsillo, y que estaba enganchado a otro y a otro y a otro más —dijo Maisie—. Tal vez tiene mucho trabajo y se le olvidó. A lo mejor tendrías que llamarla.
—Si está ocupada, no deberíamos molestarla. Mira, te he traído algunos vídeos nuevos. El mejor verano y La trampa de los padres. ¿Cuál quieres ver?
—Ella siempre viene cuando dice que va a venir. Aunque tenga mucho trábalo. Tal vez esté enferma, la enfermera Amy estuvo de baja con gripe.
— Tienes que pensar en positivo, no preocuparte —dijo la madre, metiendo El mejor verano en el vídeo—. Recuerda lo que dijo el doctor Murrow. Tienes que trabajar para prepararte para tu nuevo corazón.
Encendió la tele, tomó la jarra de agua de Maisie y la llevó al lavabo.
—Y eso significa no preocuparse.
Tiró el agua y los cubitos al lavabo y se acercó a la puerta, con la jarra en la mano.
— Ahora mismo vuelvo. Voy a pedirles más hielo.
—Pregúntales si la han llamado al busca —dijo Maisie—. Diles que he descubierto las cosas que me pidió.
La madre se detuvo a mitad de camino.
—¿Que cosas?
—Unas cosas de las que estabamos hablando cuando venía a verme.
—El personal del hospital es muy amable al venir a visitarte, pero llenes que recordar que tienen trabajo que hacer, y que eso es lo primero.
— Pero esto era cosa de su trabajo —empezó a decir Maisie, pero si lo decía, su madre querría saber qué le había pedido Joanna, así que no lo hizo. Simplemente dijo—: Pregúntales si la han llamado al busca.
Cuando la madre regresó, con la jarra y una lata de zumo, dijo:
—¿Se lo preguntaste?
—Mira, zumo de piña —dijo la madre, quitando la tapa de la lata y tendiéndoselo—. Es tu favorito.
—¿Lo hiciste?
—Sí —dijo la madre, colocando el zumo sobre la mesita de noche—. La enfermera dice que la doctora Lander encontró un nuevo empleo y que se marchó. ¿Quieres una pajita?
—¿Adónde se marchó?
—No lo sé —respondió la madre, sacando el papel de la pajita.
—No se iría sin decírmelo.
—Probablemente no tuvo tiempo. Las enfermeras dijeron que tenía que empezar ese nuevo trabajo inmediatamente. —Le ofreció el zumo. Me dijeron que había pedido que te dijeran adiós de su parte y que quería que pensaras cosas felices y que lucieras lo que te dice el doctor Murrow. —Subió el volumen de la tele—. Ahora descansa y mira la película. Es sobre una niña pequeña que se pone bien. Igual que tu. —Le entregó a Maisie el mando a distancia—. Volveré cuando sea la cena —dijo, y le dio un beso de despedida y se marchó.
Al cabo de un momento, Maisie se levantó de la cama, caminó de puntillas hacia la puerta y se asomó al pasillo. Su madre estaba en el puesto de enfermeras, hablando con Barbara y la otra enfermera. Volvió a la cama, se sentó en el borde, donde podía taparse rápidamente si escuchaba venir a alguien, y vio la primera parte de El mejor verano.
La niña de la película estaba en una silla de ruedas. Tenía un gran lazo en el pelo y un chal sobre las rodillas y parecía muy triste.
—Nunca te pondrás bien con ese aspecto —decía su medico—. Para ponerse bien hace falta sonreír.
—No me quedan sonrisas —decía la niña.
—Debes tomar una de mis píldoras de la felicidad —decía el médico, y sacaba un perrito de detrás de su espalda.
—¡Oh, un perrito! —exclamaba la niña—. ¡Qué ricura! ¿Cómo se llama?
—Ulla —dijo Maisie, y se levantó de la cama para ver si su madre seguía allí.
Se había ido. Maisie apagó la tele y dejó el mando a distancia en el suelo, bajo la cama.
Luego se metió en la cama y arregló bien las mantas. Esperó un poco a que su respiración no fuera tan agitada y pulsó el botón de llamada.
La enfermera tardó un rato en venir, era Barbara. Maisie se alegró, la enfermera Amy siempre tenía prisa.
—¿Qué necesitas, cariño?
—Se me ha caído el mando —dijo Maisie, señalando el suelo, y luego, cuando Barbara se agachó para recogerlo, añadió—: Mi madre dice que la doctora Lander se ha marchado.
Barbara permaneció agachada, buscando el mando. Maisie se preguntó si lo había colocado demasiado lejos bajo la cama, y por eso tardaba tanto en responder.
—Sí, eso es —dijo por fin.
—¿Ya se ha ido?
—Sí —dijo Barbara, y su voz sonaba rara desde debajo de la cama —. Se ha ido.
¿Estás segura?
—Sí —respondió Barbara. Se levantó y encendió la tele— ¿Qué canal estabas viendo? —preguntó sin darse la vuelta.
—Un vídeo. Tal vez no se ha ido todavía. Quiero decir, ¿la gente no tiene que hacer las maletas y alquilar sus apartamentos y todas esas cosas antes de mudarse?
Barbara pulsó “play”. El perrito lamía la cara de la niña de la silla de ruedas. La niña se reía. Barbara le entregó el mando a distancia a Maisie.
—¿Todo bien ya? —preguntó, palpando las mantas sobre las rodillas de Maisie.
—Tal vez no se ha ido todavía. Todavía estará preparándose y volverá y se despedirá de todo el mundo.
— No —dijo Barbara—, se marchó.
Y salió de la habitación antes de que Maisie pudiera preguntarle nada más.
Maisie siguió viendo El mejor verano. La niña se levantó de la silla de ruedas y caminó con muletas de aspecto anticuado.
—Tenía usted razón. Me dijo que lo que hacía falta para ponerme bien es sonreír —le dijo al doctor.
“Apuesto a que las enfermeras se han olvidado de llamar a Joanna —pensó Maisie—, y ella estaba tan atareada haciendo las maletas que ni siquiera se acordó de los cablegramas que envió el Titanic. Apuesto que cuando llegue adondequiera que se haya mudado, se acordará.” Pulsó el botón de llamada otra vez, y cuando entró Barbara, le preguntó:
—¿Adonde se ha mudado Joanna?
Barbara pareció enfadada, como si lucra a decirle a Maisie que no insistiera con el timbre, pero no lo hizo. Extendió la mano por encima de la cabeza de Maisie y lo desconectó.
—De vuelta al este.
—¿De vuelta al este dónde?
—No lo sé, Nueva Jersey —dijo Barbara, y salió.
Nueva Jersey era el lugar donde se había estrellado el Hindenburg. Maisie se preguntó si Joanna había ido allí para entrevistar al tripulante que había tenido la experiencia cercana a la muerte.
Pero el vivía en Alemania. Tal vez había descubierto que alguien más del Hindenburg había tenido una experiencia cercana a la muerte, y por eso se había marchado con tanta prisa. “Me llamará en cuanto llegue”, pensó Maisie.
Se pregunto cuanto tiempo tardaría en llegar a Nueva Jersey. Le pareció mejor no volver a pulsar el botón de llamada. Esperó a que Eugene le trajera la bandeja con la cena.
—¿Cuánto tiempo se tarda en llegar a Nueva Jersey, Eugene?
Eugene le sonrío.
—Estás intentando escaparte.
—No. ¿Cuántos días se lardaría en licuar en coche?
—Olí, vas a ir en coche. ¿No eres un poco joven para conducir?
— Hablo en serio, Eugene. ¿Cuantos días tardaría?
—No lo sé —dijo él—. Tres, tal vez cuatro. Depende de lo rápido que conduzcas. ¡Me da en la nariz que tu eres uno de esos conductores rápidos! ¡Será mejor que tenga cuidado, no vaya a ser que la poli te pare y te pida el carné!
Maisie calculó que Joanna probablemente tardaría cuatro días si se trasladaba con todas sus cosas, pero ya se había puesto en marcha. ¿Cuándo? ¿El día anterior o el martes? Si se había marchado el martes, podría llamar pasado mañana.
Cuando su madre vino justo antes de la cena, se lo preguntó:
—¿Sabes cuándo se marcho Joanna?
—No —respondió su madre. ¿Viste El Mejor Verano? Te he traído otro video, El Jardín secreto.
Maisie decidió que Joanna probablemente se había marchado el día anterior. “Así que probablemente llamará el sábado —pensó—, y será mejor que averigüe todo lo que pueda sobre los mensajes, para tener montones de cosas que decirle,” Repaso los libros sobre el Titanic otra vez y anotó los que habían enviado antes del iceberg, por si Joanna decidía que también los quería, y espero a que llamara.
Pero no llamó el sábado, ni el domingo. “Probablemente está ocupada entrevistando al superviviente del Hindenburg” pensó Maisie, viendo el vídeo de El jardín secreto. En este había un niño en una silla de ruedas, y una niña muy protestona. A Maisie le cayó bien la niña.
La niña no dejaba de oír ruidos raros, como si alguien llorara. Cuando le preguntaba al respecto a la gente de la casa, le decían que no oían nada y trataban de cambiar de tema, así que iba al piso de arriba e investigaba por su cuenta, encontró al niño en la silla de ruedas y empezó a sacarlo a tomar el aire sin decírselo a nadie.
“Apuesto a que también se pone bien”, pensó Maisie disgustada, y se quedó dormida. Cuando se despertó, la niña le estaba escribiendo una carta a su tío.
—¿Adónde la envío? —le preguntó a la criada, y la criada le dijo la dirección.
Cuando llego Barbara para tomarle la tensión, Maisie esperó a que se quitara el estetoscopio y pregunto:
—¿Sabes la dirección de la doctora Lander?
—¿Su dirección? —preguntó Barbara, colocándose el estetoscopio al cuello.
—La dirección del sitio al que se ha mudado. Barbara retiró el tensiómetro del brazo de Maisie y lo colocó en su horquilla en la pared.
—Maisie… —dijo, y se quedó allí mirándola.
—¿Qué?
—Se me ha olvidado el termómetro —dijo, palpando sus bolsillos—. Ahora vuelvo.
—¿Pero lo hizo? ¿Dejó una dirección?
—No —dijo Barbara, y se quedó allí igual que antes—. No sé dónde está.
“Pero apuesto a que el doctor Wright si lo sabe”, pensó Maisie. Estaban trabajando juntos en un proyecto. Joanna tenía que haberle dicho la dirección a la que iba. Pensó en pedirle a Barbara que lo llamara al busca, pero recordó que Joanna decía que a veces desconectaba el busca, así que llamó a la centralita del hospital por su cuenta.
—¿Puede darme el teléfono del doctor Wright? —le pidió a la operadora, tratando de parecer su madre.
—¿El doctor Richard Wright?
—Aja. Quiero decir, sí.
—Se lo paso —dijo la operadora.
—No, quiero… —dijo Maisie, pero la operadora ya la había conectado. El teléfono estaba comunicando.
Maisie esperó hasta la noche, a que la operadora del nuevo turno estuviera de guardia, y lo intentó de nuevo.
—El número del doctor Wright, por favor —dijo esta vez.
—El doctor Wright se ha marchado a casa.
—Lo sé —dijo Maisie—. Necesito su número para poder llamarlo mañana. Para fijar una cita —añadió.
— ¿Una cita? —dijo la operadora, vacilante, pero le dio el número. Maisie llamó, por si no se había marchado a casa, pero no respondió nadie. Tampoco respondió nadie al día siguiente, aunque llamó cada media hora.
Tendría que ir a verlo. Llamó de nuevo a la operadora y le preguntó cuál era el despacho del doctor Wright.
—Seiscientos once —le informó la operadora.
Era buena cosa. Tendría que tomar el ascensor, pero su habitación era la 422, así que el despacho estaría justo encima, y no tendría que caminar mucho.
Lo difícil sería llegar hasta el ascensor sin que nadie la viera. La niña del jardín secreto salió de noche, pero el doctor Wright no estaría en su despacho entonces, y no podía hacerlo por la mañana porque entonces hacían la cama y la ayudaban a darse una ducha y traían el carrito con los libros. Y a las dos venía su madre.
Tendría que hacerlo después de que recogieran las bandejas del almuerzo. En cuanto hicieron la cama, fue al armario, sacó su ropa y la puso bajo las mantas. Dejó uno de los libros sobre el Titanic abierto sobre el montón, para que no se notara, y luego se acostó y descansó para tener suficiente energía para caminar.
Comió buena parte de su almuerzo también, y Eugene, cuando vino a recoger la bandeja, dijo:
—¡Muuuuuy bien! ¡Eso es lo que quiero ver! ¡Sigue comiendo así y saldrás de aquí en un santiamén!
Se había puesto los pantalones y los calcetines antes de almorzar. En cuanto retiraron la bandeja, se puso los zapatos y un jersey de cuello alto. Se puso la bata sobre la ropa, se arropó y se acostó, conteniendo la respiración y escuchando.
El niño de la 420 empezó a llorar. Sonaron unos pasos en el pasillo y entraron en su habitación.
Sería mejor que encendiera la tele para que las enfermeras pensaran que estaba viendo un vídeo y no vinieran a ver qué estaba haciendo. Tomó el mando a distancia de la mesilla de noche, rebobinó El jardín secreto y pulsó “play”.
Los llantos” cesaron. Después de unos minutos los pasos salieron de la habitación y volvieron al puesto de enfermeras. En la tele, la niña subía por una larga escalera serpenteante. Maisie se levantó de la cama y se quitó la bata.
La colocó bajo las mantas y se acercó de puntillas a la puerta. No había nadie en el pasillo, y no vio a Barbara ni a nadie más en el puesto de enfermeras. Se dirigió rápidamente hacia los ascensores, pulsó el botón y esperó tras la puerta de la sala de espera hasta que la luz del ascensor se encendió. La puerta de la cabina se abrió y Maisie corrió y pulsó el seis.
El corazón le latía con fuerza, pero eso era en parte porque temía que alguien la viera antes de que se cerrara la puerta.
— ¡Vamos! —susurró, y finalmente se cerró, muy despacio, y el ascensor empezó a subir.
Muy bien. Ahora todo lo que tenía que hacer era encontrar la 611. Cuando el ascensor se abrió, salió y miró alrededor. Había montones de puertas, pero ninguna de ellas tenía número. TTY-TDD, decía uno de los carteles.
Recorrió el pasillo. LHS, decían las puertas, y OT, pero ningún número. Una mujer con un clasificador salió por una puerta que decía PT. Se detuvo al ver a Maisie y frunció el ceño y, por un instante, Maisie temió que supiera que era una paciente. La mujer se le acercó, el clasificador contra su pecho.
— ¿Buscas a alguien, cariño? —preguntó.
—Sí —dijo Maisie, tratando de parecer muy segura—. Al doctor Wright.
— Está en el ala este —dijo la mujer—. ¿Sabes cómo llegar allí? Maisie negó con la cabeza.
—Tienes que bajar a la quinta planta y girar a la derecha, y verás un cartel que dice “Recursos humanos”. Atraviesa esa puerta, y te llevará al ala este.
¿Está muy lejos?, quiso preguntar Maisie, pero tenia miedo de que la mujer le preguntara de dónde había salido.
—Muchas gracias —dijo en cambio, y volvió al ascensor, caminando rápido para que la mujer no se diera cuenta de que era una paciente.
Descansó en el ascensor y luego salió y giró a la derecha, como había dicho la mujer, y recorrió el pasillo. El cartel estaba muy al fondo. La cabeza empezó a latirle con fuerza. Se detuvo y descansó un minuto, pero de una de las puertas salió un hombre con una bandeja llena de tubos con sangre, así que tuvo que echar a andar otra vez.
La puerta que daba al pasillo era pesada. Tuvo que empujar con fuerza el pomo para abrirla. Dentro había un pasillo recto y gris. Maisie no sabía si era muy largo, pero sin duda lo era mucho más de lo que era prudente para ella andar. Tal vez fuese mejor que no lo recorriera. Pero el camino de vuelta a los ascensores también era largo, y después de que encontrara al doctor Wright y el le dijera la dirección de Joanna, pudría decirle que necesitaba que la llevara de regreso, y podría conseguirle una silla de ruedas o algo. Y podría caminar despacito.
Empezó a recorrer el pasillo. Era un pasillo extraño. No tenía ventanas ni puertas ni nada, ni pasamanos al lado para apoyarse como el resto del hospital. Puso una mano en la pared, pero no sirvió de nada, así te cansabas mucho más.
— Creo que será mejor que descanse un ratito —dijo, y se sentó apoyando la espalda contra la pared, pero no sirvió de nada. Seguía sin poder recuperar el aliento, y las luces de la pared seguían titilando a su alrededor de manera curiosa—. No me siento bien —dijo, y se tendió en el suelo.
Hubo un fuerte ruido, y las luces cobraron brillo y luego casi se apagaron, volviéndose de un rojo oscuro. “Como las luces del Titanic”.
—pensó Maisie—, justo antes de apagarse. Espero que éstas no se apaguen, o el pasillo estará oscuro de verdad.” Pero no era el pasillo. Era el túnel en el que ya había estado antes. Pudo sentir las paredes altas y rectas a cada lado.
“Esto es una ECM”, pensó, y se sentó en el suelo de baldosas. Sólo que no eran baldosas. Era curioso. Deseaba que no estuviera tan oscuro y verlo. Tenía que observarlo todo para contárselo a Joanna.
“Y escucharlo todo —pensó, recordando el sonido antes de que las luces se volvieran rojas. Había sido un retumbar o una palmada fuerte. O tal vez una explosión. No lo recordaba con exactitud—. Tendría que haber prestado más atención. Se supone que debo contar todo lo que he visto.”
Su corazón había dejado de latir, y ya no se sintió mareada. Se levantó y empezó a caminar a lo largo del túnel entre las paredes altas y rectas, estaba oscuro y neblinoso, como antes, y hacía calor. Se volvió y miró atrás. Estaba oscuro y neblinoso en ambas direcciones.
— Le dije al señor Mandrake que no había ninguna luz —dijo, y justo entonces una luz fluctuó al final del túnel. Era roja, como las luces del pasillo, y temblequeaba, como si alguien corriera llevando una linterna o algo así, y eso debía de ser, porque vio a gente corriendo hacia ella, aunque no pudo ver quiénes eran a causa de la niebla.
—¡Rápido! —gritaron—. ¡Por aquí! ¡Llamada de emergencia! ¡Ahora!
Pasaron de largo corriendo. Ella los miró al pasar, intentando ver sus caías a través de la niebla. El señor Mandrake había dicho que se suponía que eran personas que sabías que habían muerto, como tu abuela, pero Maisie no conocía a ninguna.
—¡Traed aquí el carrito! —dijo una de las mujeres mientras pasaba corriendo. Llevaba un vestido blanco y guantes blancos—. ¡Palas!
—Despejad —dijo un hombre. Llevaba un traje de chaqueta, como el doctor Murrow—. Otra vez. Despejad.
—¿Sabes quién es? —preguntó la mujer de los guantes blancos.
—Me llamo Maisie —intentó decir ella, pero no la escuchaban. Siguieron corriendo.
—Debe de ser una paciente —dijo el hombre—. ¿Sabes quién es? —le preguntó a alguien más.
—Está en mis chapas de perro —dijo Maisie.
—¿Qué está haciendo aquí arriba? —dijo el hombre—. Despejad.
La luz destelló con fuerza, como una explosión, y ella regreso al pasillo y un puñado de médicos y enfermeras estaban arrodillados a su alrededor.
—¡Muy bien! —dijo el hombre.
—Tengo pulso —informó una de las enfermeras, y otra preguntó:
—¿Puedes oírme, cariño?
—He tenido una experiencia cercana a la muerte —dijo Maisie, tratando de sentarse—. estaba en un túnel y…
—Tranquila, tranquila, tiéndete —dijo la enfermera, igualita que tía Em en El mago de Oz.—. No intentes moverte. Vamos a cuidar de ti.
Maisie asintió. La pusieron en una camilla y la cubrieron con una manta, y cuando lo hicieron, vio que ya no llevaba el jersey de cuello alto y buscó sus chapas de perro, temerosa de que se las hubieran quitado también. Eso era lo malo de las chapas de perro, la gente te las podía quitar.
—Quédate quieta —dijo la enfermera, sujetándole el brazo, y Maisie vio que estaban buscando una vía y colgaban una bolsa de suero de un gancho. Tenía el otro brazo bajo las mantas. Alzó la mano muy despacio sobre su pecho hasta que pudo sentir la cadena. Bien, todavía las tenía puestas.
—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la enfermera.
—Maisie Nellis —dijo, aunque estaba allí mismo en el brazalete y en sus chapas de perro. ¿De qué servía tener chapas de perro si la gente no las leía?—Tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lander. Tienen que decirle…
—No intentes hablar, Maisie —dijo la enfermera—. ¿Es la doctora Lander tu médico?
—No. Ella…
—¿Es el doctor Wright tu médico?
—No. El conoce a la doctora Lander. Están trabajando juntos en un proyecto.
Llegó otra enfermera.
—Es de Pediatría. Endocarditis viral. El doctor Murrow viene de camino.
—Jesús —dijo el hombre que había gritado “muy bien”, y alguien más a quien no podía ver:
—A alguien se le va a caer el pelo por esto.
Al mismo tiempo, la enfermera que le había buscado la vía dijo “Listos”, y empezaron a conducirla a toda velocidad por el pasillo por el que había venido.
—¡No, esperen! —dijo Maisie—. Primero tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lauden. Está en la otra ala. Díganle que le diga que no he visto niebla esta vez, que he visto todo tipo de cosas. Una luz y gente y una señora vestida de blanco…
Las enfermeras se miraron.
—Quédate quieta —dijo la que le había puesto la intravenosa—. Te vas a poner bien.
—Has tenido un mal sueño —dijo la otra.
—No ha sido un sueño. Ha sido una ECM. Tienen que decirle al doctor Wright que la llame.
La primera enfermera le dio una palmadita en la mano.
—Se lo diré a la doctora.
—No —dijo Maisie —. Se ha mudado a Nueva Jersey. Tiene que decirle al doctor Wright que se lo diga.
— Se lo diré. Ahora descansa. Vamos a cuidar de ti.
— Prométamelo.
—Te lo prometo.
—Ahora Joanna llamara —pensó Maisie feliz—. Llamará en cuanto se entere de que he tenido una experiencia cercana a la muerte.” Pero no lo hizo.
44
Morir es diferente a lo que la gente imagina.
Joanna permaneció en la barandilla largo rato, contemplando la oscuridad, y luego se dirigió hacia las sillas de cubierta y se sentó.
Se sujetó las rodillas con las manos y contempló la Cubierta de Botes, estaba desierta y las lámparas creaban charcos de luz, amarilla que iluminaban los pescantes vacíos de los botes, las sillas de cubierta alineadas contra la pared de la timonera y el gimnasio. No había ni rastro de los oficiales que habían estado cargando los botes, ni de J. H. Rogers o la orquesta. Ni de Greg Menotti.
Bueno, por supuesto que no. “Solos, como ha querido el cielo, morimos”, había dicho el señor Briarley, leyendo en voz alta Laberintos y Espejos, y la señora Woollam había dicho: “La muerte es algo que cada uno de nosotros debe experimentar solo.”
—”Solo, solo, completamente solo, solo en el ancho, ancho mar” —dijo Joanna, y su voz sonó débil y autocompasiva en la distancia. “No seas niña”, se dijo. “ Tu fuiste la que dijo que quería entender la muerte. Bueno, pues ahora vas a hacerlo. De primera mano”—. Morir será una aventura gigantesca —dijo con firmeza, pero su voz siguió sonando temblorosa e insegura.
La cubierta estaba muy silenciosa, incluso pacífica. “Como esperar y no esperar”, había dicho el señor Wojakowski, hablando de los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sabiendo que iba a venir, esperando a que empezara.
Se preguntó si había algo que tuviera que hacer. Benjamín Guggenheim y su mayordomo bajaron a su camarote y se pusieron sus trajes de etiqueta. “ Cero los camarotes están ya sumergidos, y no puedes hacer nada —pensó—. Estás muerta. Nunca volverás a hacer nada. Ni siquiera estás aquí. Estás en Urgencias, o en la mesa de reconocimiento donde te moriste, con una sábana sobre la cara, y no eres capaz de hacer nada en absoluto.”
—Excepto pensar —dijo en voz alta a la silenciosa Cubierta de Botes—, excepto saber que te está ocurriendo.
Y recordó a Lavoisier, que había seguido consciente después de ser decapitado, que había parpadeado doce veces, sabiendo, sabiendo, reflexionó, el horror atenazándole la garganta, que estaba muerto.
“Pero sólo durante unos pocos segundos”, pensó, y se preguntó cuánto duraban doce parpadeos. “Bud Roop se fue, bam, así —había dicho el señor Wojakowski—. Ni siquiera supo qué lo había golpeado. Murió instantáneamente.”
Sólo que no era instantáneo. La muerte cerebral tardaba entre cuatro y seis minutos, y Richard creía que no había ninguna correlación entre el tiempo en la ECM y el tiempo real. La vez que ella había explorado todo el barco, sólo había estado bajo los efectos de la prueba unos segundos.
Podría estar aquí durante horas —dijo, alzando la voz.
“Pero ya llevas aquí mucho rato —se dijo—. Bajaste a la sala de escritura y al Salón Comedor de Primera Glasé. Ya llevas aquí mucho rato, y las células cerebrales se están muriendo, las sinapsis se desconectan una a una. Pronto no habrá suficientes para que mantengan la imagen unificadora central y todo empezará a desmoronarse. Y al cabo de cuatro a seis minutos, todas las células estarán muertas y no tendrás memoria, ni pensamientos, ni miedo, y no habrá nada. Nada. Ni siquiera silencio u oscuridad, ni la conciencia de ellos. Nada.”
—Nada —dijo, las manos engaritadas en los duros brazos de madera de la silla.
“No sabrás que no es nada —dijo—. No hay nada que temer. Estarás inconsciente, ajena, dormida.”
—”Dormir, tal vez soñar” —murmuró Joanna, pero no había ninguna posibilidad de soñar. No había sinapsis con las que soñar, ninguna antilcolina, ninguna serotonina. Nada.
— No existirás —se dijo—. No estarás aquí.” Ni allí. Ni en ningún sitio. Y no era extraño que a la gente le encantara el libro del señor Mandrake: no eran los parientes y los Angeles de Luz lo que les gustaba, era la confirmación de que seguían existiendo, de que había algo, cualquier cosa, después de la muerte, incluso el infierno, o el Titanic, era mejor que nada.
“Pero el Titanic se está hundiendo —pensó, y el pánico subió como vómito en su garganta. Su corazón empezó a latir—. Tengo miedo, y eso demuestra que la ECM no es una protección de las endorfinas. Se miró la palma de la mano, agarrotada y sudorosa, y se la llevó al pecho. Su corazón latía con fuerza, su respiración era entrecortada: todos los síntomas del miedo. Se llevó dos dedos a la muñeca y se tomó el pulso. Noventa y cinco. Buscó en el bolsillo papel y lápiz para anotarlo y poder decírselo a Richard.
Y poder decírselo a Richard.
“Sigues sin creértelo —pensó, y bajó la mano—. Todavía no puedes aceptar que estás muerta.”
“Es imposible que la mente humana comprenda su propia muerte”, le había dicho claramente a Richard, imaginando que eso sería un consuelo, una protección contra el horrible conocimiento de la destrucción. Pero no lo era. Era una especie de broma, una burla más allá de su alcance, como la luz del Californian, prometiendo rescate incluso después de que todos los botes hubieran zarpado y las luces se hubieran apagado.
“ “La esperanza es eterna” no es un dicho de Poli y anua, es una amenaza”, pensó Joanna, y se preguntó, horrorizada, si Lavoisier había estado haciendo señales de ayuda, punto punto punto, raya raya raya, punto punto punto. Había parpadeado doce veces. SOS. SOS.
“La esperanza no es una protección, es un castigo —pensó Joanna—. Y esto es el infierno.” Pero no podía ser, porque el cartel sobre la entrada del milenio decía: “Quien entre aquí, abandone toda esperanza.” Pero eso era una orden, no una declaración, y tal vez ésa era la ver dadora tortura del infierno, no el fuego y el azufre, y la condena era seguir teniendo esperanza incluso mientras la popa empezaba a alzarse del agua, mientras las llamas, o la lava, o el tren te arrollaban, creer que todavía había una salida, que de algún modo podrías salvarte en el ultimo inmuto. Igual que en las películas.
“Y a veces era cierto”, pensó, a veces podías llamar a la caballería.
—Eso es lo que intentaba decirle a Richard. —Recordó que había intentado mover los labios cuando el rostro preocupado de Vielle se acerco, tratando de escuchar, la mano aferrándole con fuerza la suya.
“No me despedí de Vielle —pensó Joanna—. Pensará que fue culpa suya.”
—Fue culpa mía, Vielle —dijo, como si Vielle pudiera escucharla—. No estuve atenta a lo que me rodeaba. Estaba demasiado ocupada intentando conectar con Cape Race. Ni siquiera lo vi venir.
“No le dije adiós a nadie —dijo, y se levantó corriendo, como si todavía Hubiera tiempo de hacerlo. Kit. Había dejado a Kit sin despedirse. Kit, cuyo prometido y cuyo tío ya se habían marchado sin decirle nada.
“Ni siquiera le dije adiós a Richard —dijo—. Ni a Mame.
Maisie. Le había prometido que iría a verla. “Estará esperando —pensó Joanna, el pánico llenando su pecho—, y Barbara tendrá que ir a decirle que me he muerto.” Había dado un paso hacia la cubierta como para detener a Barbara, pero no podía detener a nadie, y se equivocaba respecto al castigo de los muertos: no era la esperanza ni el olvido, sino recordar las promesas rotas y los adioses olvidados y no poder rectificarlos.
—Oh, Maisie —dijo Joanna, y se sentó al borde de la silla. Se llevó las manos a la cabeza.
—¿Puede estar aquí afuera, señorita Lander? —dijo una voz severa—. ¿Dónde está su pase?
Ella levantó la cabeza. El señor Briarley estaba allí, con su chaleco de cheviot gris.
—Señor Briarley… ¿que? —Se atropello—. ¿Por qué está usted aquí? ¿Ha muerto también?
—¿Me muerto? —Él sopesó la pregunta—. ¿Es una pregunta de opción múltiple? “Ni carne ni pescado, ni dentro ni fuera.” —Le sonrió y luego dijo en serio—: ¿Qué está haciendo aquí sola?
—Intentaba enviar un mensaje —dijo ella, contemplando la. oscuridad más allá de la barandilla.
—¿Lo consiguió?
“No”, pensó ella, recordando la voz preocupada de Vielle diciendo: “Shh, cariño, no intentes hablar”, y la suya propia, ahogada con la sangre que salía de sus pulmones, de su garganta, la voz del residente abriéndose paso, diciendo: “Despejad. Otra vez. Despejad.” Y detrás, encima, alrededor, la alarma sonando, ahogándolo todo, todo.
“No —pensó—, Vielle no me oyó, no entendió, no se lo dijo a Richard”, y esa certeza era peor que darse cuenta de que estaba muerta, aún peor que Barbara diciéndoselo a Maisie. Peor que ninguna otra cosa.
—No —dijo, aturdida—. No lo conseguí.
—Lo sé —dijo él, mirando más allá de la barandilla—. Lo sé, A veces lo intento. Pero está demasiado lejos.
Y le puso la mano en el hombro. Ella puso su propia mano sobre la de él, y se quedaron así durante un minuto. Luego el señor Briarley le palmeó la mano con su mano libre.
— Hace frío aquí fuera. —La hizo ponerse en pie— Vamos —dijo, y empezó a andar.
— ¿Adónde vamos? —dijo Joanna, tratando de alcanzarlo.
— Al Salón de Fumadores de Primera Clase —dijo él por encima del hombro— Hay mucho humo, me temo, como indica su propio nombre, pero está más hacia la popa, y el humo ambiental es algo de lo que ya no tenemos que preocuparnos.
Joanna lo alcanzó.
— ¿Por qué vamos allí?
— Es una de las ventajas de la muerte, no tener miedo a morir —continuó él, como si no la hubiera oído— Al haber muerto por un medio, se eliminan los otros. Como escribió Carlyle… —Miró severamente a Joanna— ¿Recuerda a Tilomas Carlyle? ¿Tu autor británico de…? Caerá en el final.
— La Revolución Francesa —dijo Joanna, pensando en Lavoisier decapitado, parpadeando.
— Muy bien —dijo el señor Briarley, refrenando el paso momentáneamente— También escribió: “El choque de todos los sistemas solares y estelares sólo podría matarte una vez.”
Caminó rápidamente por cubierta, como había hecho antes en Scotland Road, de modo que Joanna casi tuvo que correr para mantener el ritmo. Fue difícil. Joanna no veía que la cubierta estuviera inclinada, pero debía de estarlo. Parecía extrañamente insegura y Joanna se golpeó los dedos de los pies contra las tablas de madera vanas veces.
— Siempre tuve miedo de morir en un accidente de avión —dijo el señor Briarley— Y de ser decapitado, supongo que por su relación con la literatura inglesa. Sydney Cartón y Raleigh y sirThomas Moro. Moro le dijo al verdugo: “Yo veré adonde subo, tú verás cómo caigo.” Ingenioso basta el final.
Sacudió la cabeza.
— También temía morirme de un ataque al corazón, aunque a toro pasado veo que cualquiera de esas tres muertes habría sido una bendición. Todas rápidas, casi indoloras y con la mente funcionando plenamente hasta el final. —Abrió la puerta que daba a la Gran Escalera. La orquesta estaba en lo alto, tocando una canción de Gilbert y Sullivan— Ya no hay que temer los volcanes ni los accidentes de zepelín ni los torpedos. Ni ahogarse —dijo, y empezó a bajar los escalones.
—No puede ser el final todavía —pensó Joanna, deteniéndose para mirar a la orquesta—. No están tocando Más cerca, mi Dios, de Ti. Ni Otoño —pensó, y luego, intrigada—: Ahora averiguaré cuál tocaron.”
—Vamos —dijo el señor Briarley desde abajo—. Están esperando. Ella contempló los escalones.
—¿Quién?
El señor Briarley estaba de pie en la sombra, justo ante el primer rellano, y bajo el los escalones se curvaban hacia la oscuridad. Y el agua.
—¿Quién me está esperando? —dijo ella, bagando despacio.
—Hay iodo ti pode muertes que ya no tiene que temer —dijo el señor Briarley—. Sobredosis de droga. Heridas de bala…
Heridas de bala. El adolescente del cuchillo, muerto en el suelo de Urgencias. Muerto. Joanna se detuvo, agarrada al pasamanos.
—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó inquieta—. ¿Todos los que han muerto? ¿En el barco?
—¿Todos? El Titanic fue un gran desastre, pero sólo había dos mil personas a bordo. Eso es sólo una fracción de los que mueren cada día —dijo el señor Briarley, y continuó bajando las escaleras.
—No me refería a eso —contestó ella, y pensó: “¿Está él aquí, bajo la cubierta, esperando?”— Quiero decir: ¿está aquí la gente que murió cuando yo lo hice? —dijo en voz alta—. ¿En el Mercy General?
El señor Briarley se detuvo justo ante el rellano y la miró.
—Sólo vamos a bajar a la Cubierta de Paseo —dijo, y señaló la amplia puerta.
Joanna se aterró al pasamanos.
—¿Estaba diciendo la verdad cuando dijo que no podemos morir mas de una vez? El asintió.
—Después de la primera muerte, no hay otra” —Bajó los dos últimos escalones y se acercó a la puerta—. Dylan Tilomas. “Negativa a llorar la muerte, por fuego, de una niña…” —dijo y, todavía hablando, salió por la puerta.
— ¿Qué quiere decir, la muerte de una niña? —dijo Joanna. Soltó el pasamanos y bajó los escalones tras él—. ¿Qué quiere decir, por fuego?
El señor Briarley caminaba ya rápidamente por la Cubierta de Paseo.
—El verso “no hay otra” tiene un doble significado. Alude al hecho de que otra muerte nos despierta a nuestra propia mortalidad, y a la Resurrección, pero también puede ser aceptado literalmente. No hay otra. Tras haber tenido nuestra primera muerte, no puede matarnos el rayo o ni una enfermedad de corazón…
— ¿Está aquí Maisie? —dijo Joanna.
—Ni la tuberculosis ni un fallo renal, ni Ébola ni la fibrilación ventricular.
—¿Ha muerto Maisie?—preguntó Joanna, desesperada—. ¿Cuando Barbara le dijo que me habían matado? ¿Fibriló?
—Ya no hay que temer la horca —prosiguió el señor Briarley. Hacía más frío allí abajo, aunque esa parte de la Cubierta de Paseo estaba bajo techo. Joanna se estremeció—. Ni la guillotina. —Él se tocó el cuello torpemente—. Ni ser envenenado con estricnina. Ni un colapso generalizado…
Y ella se vio en un pasillo oscuro, tanteando hacia el teléfono que sonaba locamente, metiendo un brazo en la bata, buscando el interruptor de la luz y el teléfono, y casi derribó el auricular, el corazón desbocado, sabiendo lo que iba a escuchar: “Es tu padre…”
— ¿Qué ha sido eso? —preguntó Joanna. Se aplastó contra una de las ventanas y contempló su reflejo asustado.
—¿Qué ha sido qué? —dijo irritado el señor Briarley desde la mitad de la cubierta.
— Acaba de pasar algo —dijo ella, temerosa de moverse por miedo a que volviera a suceder—. Un recuerdo o un…
— Es el frío. Vamos, se está mejor en el Salón de Fumadores. Hay fuego.
—¿Fuego? —dijo Joanna. Humo y fuego. La muerte de una niña por luego. Se apartó de las ventanas y lo alcanzó—. Por favor, dígame que Maisie no está aquí.
— El fuego es otra muerte que no hay que temer —dijo el señor Briarley —. Una muerte larga y desagradable. Juana de Arco, el arzobispo Crammer, la Pequeña Señorita… Ah, ya estamos —dijo, y se de tuvo delante de una puerta de madera oscura.
45
No estar de cuerpo presente en ninguna parte… una ceremonia sencilla… nada de discursos… que no embalsamen el cuerpo…
El funeral de Joanna no era hasta el martes. Vielle subió a decírselo.
—La hermana no se ha de ninguno de luz sacerdotes locales. Insiste en traer de Wisconsin a su propio especialista en infierno y condena eterna.
—El martes —dijo Richard. Parecía a una eternidad de distancia.
—A las diez. —Le dio la dirección del tanatorio. Quería que lo supieras. Tengo que volver a Urgencias.
Cero no se marchó. Se quedó junto a la puerta, acariciandose el brazo vendado y con aspecto triste.
—Lo que dijo Joanna… puede que no significara nada. La gente dice todo tipo de locuras. Recuerdo aun anciano que no paraba de murmurar: “Los anacardos están sueltos.” Y a veces una cree que te están intentando decir una cosa y en realidad intentan decirte otra distinta. Tuve una paciente de isquemia que decía “agua” una y otra vez, pero cuando se la trajimos la rechazó. Estaba llamando a Walter.
—Y… ¿qué? —preguntó Richard amargamente—. ¿Joanna estaba diciendo tos? ¿O dos? Tú y yo sabemos lo que estaba intentando decir. Estaba pidiendo ayuda. Estaba intentando decirme que estaba en el Titanic.
Desconectó el monitor del ECG.
—Bajó corriendo a Urgencias para decirme eso —dijo él, enrollando el cable—, con tanta prisa que se topó con un cuchillo. Para decirme que no era una alucinación. Que era de verdad el Titanic.
—¿Pero cómo podría ser? Las experiencias cercanas a la muerte son un fenómeno del cerebro moribundo.
—No lo sé —dijo él, y se sentó y se llevó las manos a la cabeza—. No lo sé.
Vielle se marchó, pero más tarde, o tal vez al día siguiente, regresó.
—He hablado con Patty Messner —dijo—. Se encontró con Joanna cuando salía de Urgencias, y preguntó por la doctora Jamison. Dijo: “Tengo que encontrar al doctor Wright. ¿Sabes dónde está?”
El todavía debía de albergar alguna esperanza de que algo, de que otra persona hubiera llevado a Joanna a Urgencias, porque mientras Vielle hablaba, fue como oír a Tish decirle que Joanna estaba muerta otra vez. Se preguntó aturdido por qué Vielle había subido hasta allí para contarle eso.
—Patty dijo que Joanna tenía prisa, que estaba sin aliento. Creo que estás equivocado —dijo Vielle—. Respecto a lo que iba a decirte.
Hizo una pausa, esperando a que él preguntara por qué, y luego, cuando no lo hizo, continuó.
—Cuando me dispararon, no se lo dije a Joanna porque sabía lo que me iba a decir. Siempre me estaba diciendo que pidiera el traslado, que me fuera de Urgencias, que me iban a herir. Lo último que quería era que ella lo averiguara. —Lo miró, expectante.
—¿Y Joanna sabía que yo la acusaría de haberse vuelto loca si me decía que era el Titanic, eso es lo que quieres que comprenda?
—Lo que quiero que comprendas es que evité a Joanna durante días para que no me viera el vendaje —dijo Vielle—. Lo último que habría hecho Joanna si era realmente el Titanic es buscarte por todo el hospital. ¿No lo ves? —insistió—. Lo que descubrió debió de ser algo bueno, algo que consideraba que te haría feliz.
Era un buen intento. Incluso tenía sentido, hasta cierto punto. “Tenía tanta prisa que casi me atropello”, había dicho el señor Wojakowski. Y tal vez iba a decirle “algo bueno”, algo que uno de sus sujetos le había dicho, pero fuera lo que fuese, había quedado anulado por la realidad de lo que le estaba ocurriendo, el pánico y el terror de quedarse atrapada a bordo. “SOS”, había dicho, y no había ninguna duda acerca de lo que significaba, a pesar de los bienintencionados argumentos de Vielle. Significaba: “Estoy en el Titanic. Nos hundimos.”
—Creo que deberías intentar averiguar que era eso que iba a decirte —dijo Vielle, y se fue, esta vez definitivamente.
Pero vinieron más personas, trayendo libros y consejos. La señora Dirksen, de Personal, con un ejemplar de Siete estrategias contra la pena.
— No es sano estar sentado aquí solo. Tiene que salir y relacionarse con gente, intentar no pensar en ello.
Y Ann Collins con Palabras de Consuelo para tiempos difíciles.
— Dios nunca envía más de lo que puedes soportar.
Y alguien de Relaciones de personal con un panfleto del Taller para enfrentarse al estrés postraumático que el hospital había previsto para el miércoles.
Y una muchachita de aspecto frágil con el pelo corto y rubio. Su fragilidad, su juventud fueron de algún modo la gota que desbordó el vaso, y Richard la interrumpió enfadado cuando ella tartamudeó:
— Soy… era amiga de Joanna Lander. Me llamo Kit Gardiner y he venido…
— ¿A decirme que no fue culpa mía, que no hay nada que hubiera podido hacer? ¿O que al menos fue rápido y no sufrió? ¿O cómo Dios aprieta pero no ahoga? ¿O tal vez todo a la vez?
— No. He venido a traerle este libro. Es…
— Oh, claro, un libro —dijo el, enfadado— La respuesta para todo. ¿Cuál es? ¿Cinco fáciles pasos para olvidar?
No sabía qué esperaba. ¿Que ella pareciera herida y sorprendida, las lágrimas asomándole en los ojos, que cerrara la puerta de golpe y le dijera que se fuera al infierno?
No hizo nada de eso. Lo miró tranquilamente, sin rastro de lágrimas en los ojos, y luego, en tono amistoso, dijo:
— Abofeteé a mi tía Martha. Cuando mi prometido murió. Me dijo que Dios lo necesitaba en el cielo, y yo fui y la abofeteé, a una mujer de sesenta años. Dijeron que estaba fuera de mí por la pena, que no sabía lo que hacía, pero no era verdad. La gente te dice cosas increíble;. Se merecen que las abofeteen.
Y se la quedó mirando, aliviado.
—Ellos…
— … te dicen que lo superarás —dijo Kit— Lo sé. Y que es insano estar trastornado. Y que no deberías echarte la culpa, que no fue culpa tuya…
— Que no pudiste hacer nada —dijo él— Pero es mentira. Si hubiera llegado antes, si hubiera tenido conectado el busca… —Se detuvo, temeroso de pronto de que ella fuera a decir: “No podría haberlo sabido. Pero no lo dijo.
—Todos me dijeron que no fue culpa mía. Excepto el tío Pat. —Calló, contemplando el libro que traía, y luego continuó—: Es terrible que te digan que no es culpa tuya cuando sabes que lo es. Mire —dijo, y se encaminó hacia la puerta—, vendré en otro momento. Tiene muchas cosas que hacer.
No, espere. Lamento haber sido tan brusco. Es que…
—Lo se. Mi madre dice que es porque no saben qué decir, que sólo intentan consolarte, pero el tío Pat dice… dijo que no hay ninguna excusa para que te digan cosas estúpidas como que lo superarás. —Lo miró. No se supera, sabe. Nunca. Te dicen que te sentirás mejor también. Tampoco es cierto.
Sus palabras deberían de haber sido deprimentes, pero extrañamente le resultaron reconfortantes.
— Uno piensa que las cosas no pueden empeorar, y entonces empeoran” —dijo él, citando a Vielle. Kit asintió.
— Encontré este libro que Joanna me pidió, el día en que la mataron. La llamé y me ofrecí a traérselo, pero me dijo que no, que iría a recogerlo más tarde.
“Y si le hubieras traído el libro, tal vez no hubiera estado en Urgencias cuando el adolescente sacó el cuchillo”, pensó Richard, maravillado de cómo todo el mundo encontraba un modo de echarse la culpa. Si los vigías hubieran visto el iceberg cinco minutos antes, si el oficial de comunicaciones del Carpathia no se hubiera ido a la cama, si el Carpathia hubiera estado más cerca.
Era sorprendente cuánta culpa y responsabilidad y cuántos “si” había para repartir.
Pero quedaba el hecho de que iban demasiado rápido, de que no había suficientes salvavidas, de que él había desconectado su busca.
— Fue culpa mía, no suya —empezó a decir, pero ella estaba todavía hablando.
— Llevaba semanas buscándole el libro y, cuando lo encontré, fue demasiado tarde para que le resultara de ayuda. Quería tanto descubrir qué causaba las experiencias cercanas a la muerte, cómo funcionaban. Por eso le he traído el libro. Ella no tuvo posibilidad de terminar lo que empezó, pero tal vez le ayude a usted en su investigación.
Le ofreció el libro.
El no lo tomó.
—He clausurado el proyecto —dijo. Y ahora ella diría: “Eso es lo que ahora cree.” No lo hizo.
—Es el libro de texto que usaban en la clase de lengua de Joanna —dijo, como si él no hubiera hablado—. Mi tío era su profesor en el Instituto. Joanna me pidió que lo buscara. Creía que en él podía haber algo que hacía que sus ECM tomaran la forma del Titanic. —Le tendió el libro.
—No lo necesito. Ya sé la respuesta.
—He hablado con Vielle —dijo ella—. Me contó su teoría, que cree que ella estuvo de verdad en el Titanic.
—No lo creo. Lo sé.
—Joanna no lo creía. Tensaba que el Titanic era un símbolo de algo. Estaba intentando averiguar de qué. Por eso necesitaba el libro.
—Lo dejó en la mesa entre ambos—. Estaba convencida de que algo que dijo mi tío Par en su clase había provocado la imagen del Titanic, pero él tiene Alzheimer y no puede recordarlo, así que me pidió a mí que la ayudara. Estaba convencida de que había alguna relación entre eso y la naturaleza de las experiencias cercanas a la muerte, y que el libro la ayudaría a averiguar por qué estaba viendo el Titanic.
—Sé por qué lo estaba viendo. Porque era real. Tengo verificación externa.
—¿Se refiere a que ella dijo “SOS”? Eso podría significar montones de…
—No.
—¿Entonces qué?
—Porque fui tras ella.
Se lo quedó mirando durante un largo instante.
—¿Tras ella? ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que me sometí al tratamiento para in tentar salvarla.
—Indicó el escáner TPIR, la mesa de reconocimiento entre ambos—. Autoinduje una ECM y fui tras ella para intentar traerla de vuelta.
— Fue usted tras ella —dijo Kit, esforzándose por comprender—. ¿Al Titanic?
—No —contestó él amargamente—. Llegué demasiado tarde para eso.
—No entiendo.
—Al parecer hay diversos infiernos. El mío fue encontrarme en medio de una multitud en las oficinas de la White Star y escuchar a un oficial leer los nombres efe los pasajeros que se habían perdido.
—¿Estuvo usted allí?
—Estuve allí. Sucedió de verdad. Ella se hundió con el Titanic. Y me pidió ayuda. Y llegué demasiado tarde.
Lo había dicho por fin, y hacerlo, compartirlo, escupirlo, se suponía que te hacía sentirte mejor, ¿no? Según Ocho grandes ayudas contra la pena. Pues no.
Y ahora que estaba dicho, Kit diría… ¿qué? “¿La dejó que se ahogara?”, o “lo siento mucho”, o “no sabe lo que está diciendo, está trastornado de dolor”.
Nacía de eso.
—¿Cómo lo sabe? —dijo—. ¿Que estuvo de verdad en la oficina de la White Star?
—Lo sé. Era un sitio real —respondió él, y sabía que hablaba igual que los chalados del señor Mandrake, jurando que habían visto a Jesús, pero Kit se limitó a asentir.
—Joanna dijo que parecía real, no como un sueño. Dijo que era una alucinación muy convincente.
Le estaba ofreciendo una salida, como “no es culpa suya” y “hay un motivo para todo”, sólo que ésta era aún mejor: era sólo acetilcolina y sinapsis aleatorias y tabulación. El había conjurado las oficina de la White Star por los testimonios de Joanna y la película, había creado una imagen unificadora a partir del pánico y la pena y la estimulación del lóbulo temporal.
Casi funcionó. Excepto que Joanna, al morir, lo había llamado pidiéndole ayuda: “SOS. SOS.”
—No, gracias —dijo, y le devolvió el libro.
Y ahora ella diría: “Le debe a Joanna continuar con su investigación. Es lo que ella habría querido.” Pero no lo hizo.
—Muy bien —dijo, y guardó el libro en su bolso y luego se acercó a la mesa y escribió en una libreta—. Aquí tiene mi número de teléfono por si decide que lo necesita.
Se acercó a la puerta, la abrió, y luego se dio la vuelta.
—No sé a quién más decírselo. Joanna me salvó la vida. Mi tío… vivir con alguien… —Calló y lo intentó de nuevo—. Me estaba hundiendo y ella me sacó, me convenció para que utilizara Eldercare, me invitó a la noche del picoteo. Me dijo —tomó aire—, que deseaba morir salvando la vida de alguien. Y lo hizo. Salvó la mía.
Se marchó entonces, pero la jefa de Personal vino, para recordarle lo del taller para enfrentarse al estrés postraumático, y la enfermera Lawley con Control práctico de la pena, y un celador apareció con un ejemplar del libro de Mormón. Y el martes, Eileen y otras dos enfermeras de la tres-oeste, para acompañarlo al funeral.
— No aceptaremos un no por respuesta —dijeron—. No es bueno estar solo en un momento como éste.
Suponía que Tish las había enviado, pero aunque por fin había dormido, seguía sintiéndose extenuado e incapaz, de concentrarse, incapaz de pensar en una excusa aceptable para ellas. Y tal vez fuese buena idea, se dijo, metiéndose en el coche abarrotado. No estaba seguro de ser capaz de conducir.
—Sigo sin poder creer que haya muerto —dijo una de las enfermeras en cuanto salieron del aparcamiento.
—Al menos, no sufrió —dijo otra—. ¿Qué estaba haciendo en Urgencias, por cierto?
—¿Ha pensado en pedir asesoramiento para superar la pena, Richard? —preguntó Eileen.
—Tengo un libro magnífico que debería leer —ofreció la primera enfermera—. Se llama El manual contra la pena y tiene un montón de ejercicios contra la depresión.
Había una multitud en la iglesia, casi todos gente del hospital, con aspecto extraño sin sus balas y uniformes. Richard vio al señor Wojakowski y a la señora Troudtheim. La hermana de Joanna estaba junto al pórtico de entrada, flanqueada por dos niñas pequeñas. Se preguntó si Maesie estaría allí, y luego recordó que su madre la protegía implacablemente de las “experiencias negativas”.
Mira, ahí está el policía guapo que nos tomó declaración —dijo una de las enfermeras, señalando a un negro alto con un traje gris oscuro.
—No veo a Tish por ninguna parte —dijo la otra, girando el cuello.
—No va a venir —dijo Eileen— dijo que odia los funerales.
—Y yo también.
—No es un funeral —dijo Eileen—. Es un memorial.
—¿Cuál es la diferencia?
—No hay cadáver. La Familia va a tener una ceremonia privada más tarde.
Pero cuando llegaron al santuario, había un ataúd de bronce delante, con media tapa alzada y la otra mitad cubierta de crisantemos blancos y claveles.
— No tendremos que ponernos en tila y mirarla, ¿no? —preguntó la enfermera más bajita.
—Desde luego, yo no —dijo Eileen, y pasó a uno de los bancos. Las otras dos enfermeras se sentaron junto a ella. Richard se quedó un momento mirando el ataúd, los puños cerrados, y luego recorrió el pasillo. Cuando llegó al ataúd, se quedó allí un buen rato, temiendo mirar, temiendo que el terror de Joanna y su pánico estuvieran reflejados en su rostro, pero no había ningún signo de ello.
Yacía con la cabeza en una almohada de satén color marfil, el pelo arreglado a su alrededor con rizos extraños. El vestido que llevaba era también desconocido, de cuello alto, con encajes, y alrededor de su cuello había una cruz de plata. Tenía las manos blancas dobladas sobre el pecho, ocultando la aorta cortada, la incisión en forma de Y.
Una mujer de pelo gris se acercó a él.
—¿Verdad que parece natural? —dijo. Natural. El embalsamador le había puesto las gafas sobre el puente de la nariz y le había pintado de carmín las mejillas blancas y de lápiz de labios rojo oscuro sus labios sin sangre. Joanna nunca había usado lápiz de labios. En la vida.
—Parece tan pacífica —dijo la mujer del pelo gris, y él observó el rostro de Joanna, esperando que fuera verdad, pero no lo era. Su rostro ceniciento, cubierto de maquíllale, no tenía expresión alguna.
Continuó allí de pie, mirándola sin ver, y al cabo de un rato Eileen vino y lo condujo hasta el banco. Se sentó. La enfermera que le había recomendado el libro le tendió un folleto. Se titulaba “Cuatro apuntes para comportarse en el funeral”. El organista empezó a tocar.
Kit llegó, llevando del brazo a un hombre alto y canoso. Vielle los acompañaba. Se sentaron varias filas más adelante.
—¿Quién se casa? —preguntó el hombre, y Kit se inclinó hacia él, susurrando. No era extraño que ella no se hubiera sentido sorprendida por lo que Richard le había contado. Veía horrores cada día.
Y el funeral fue uno de ellos. Un solista cantó En las orillas del Jordán estoy, y entonces el sacerdote dio un sermón sobre la necesidad de ser salvado “cuando aún hay tiempo, pues nadie sabe el día ni la hora en que se encontrará de repente cara a cara con el juicio de Dios”.
—Como dicen las Sagradas Escrituras —entonó—, cuando llegue ese juicio los que hayan confesado sus pecados y tomado a Jesucristo como su salvador personal entrarán en la vida eterna, pero aquellos que no lo hayan aceptado sufrirán un castigo eterno. ¿Quieren ahora pasar al himno 419 de sus misales?
El himno 419 era Más cerca, mi Dios, de Ti. “No puedo soportar esto”, pensó Richard, buscando desesperadamente una salida, pero había una fila entera de gente a cada lado.
El sacerdote bajo las manos en un gesto ampuloso.
— Podéis sentaros. Y ahora, un colega y querido amigo de Joanna quisiera deciros unas palabras sobre su vida —dijo, e hizo un ademan a Mandrake, quien se levanto, con unos papeles en la mano y se acerco al altar. Al aproximarse al ataúd, se volvió para sonreírle a la hermana de Joanna.
Y si Richard necesitaba alguna prueba de que Joanna no estaba allí, de que se encontraba a océanos, a años de distancia, atrapada en el Titanic, allí la tenía.
Porque si ella hubiera estado allí, aunque estuviera muerta, nunca se habría quedado impasible en el satén fruncido, los ojos cerrados, las manos cruzadas, con Mandrake acercándose. Habría salido del ataúd y habría echado a correr hacia el coro, para lardarse por la puerta lateral diciendo como aquel primer día: —Si me quedo a hablar con él, es probable que lo mate.”
Ella no se movió. Mandrake se acercó al ataúd, la contempló, todavía con aquella sonrisa repulsiva, y se inclinó para besarle la frente. Richard debió de hacer algún ruido, debió de hacer algún gesto para levantarse, porque hicieron le puso una mano sobre el brazo, sujetándolo con fuerza, frenándolo.
Mandrake se acerco al púlpito y se quedo allí, las manos a los lados, sonriendo a la congregación.
—Yo era amigo de Joanna Lander —dijo—, tal vez su mejor amigo. Richard miro a Vielle. Kit la tenía agarrada firmemente de la mano.
— Lo digo porque no solo trabajé con ella, como muchos de ustedes hicieron, sino porque compartí con ella un objetivo común, una pasión común. Ambos habíamos dedicado nuestras vidas a descubrir el misterio de la muerte, un misterio que para ella ya no es tal. —Sonrío amablemente en dirección al ataúd—. Naturalmente, todos tenemos nuestros defectos. Joanna siempre tenía prisa.
—Si, para intentar escapar de ti.
— A veces era demasiado escéptica —dijo, y se rió como si fuera una salida divertida—. Y el escepticismo es una excelente cualidad.
—¿Y tu como lo sabes?
Pero Joanna a menudo lo llevaba al extremo y se negaba a creer en la evidencia que tenía tan claramente delante, la evidencia de que la muerte no es el final. Sonrío a la congregación—. Puede que hayan leído ustedes mi libro, La luz al del túnel.
—No puedo creerlo —murmuró Eileen—. Está haciendo propaganda de su libro en un funeral.
—Si lo han leído, sabrán que no hay que temer a la muerte, que aunque morir pueda parecer doloroso, aterrador para aquellos que quedan atrás, no lo es. Pues nuestros seres amados nos esperan, y un Ángel de Luz. Lo sabemos de boca de aquellos que han visto la luz, visto a esos seres queridos, por el mensaje que han traído desde el Otro Lado.
Dirigió una sonrisa enfermiza hacia el ataúd.
—Joanna no lo creía. Era escéptica… creía que las experiencias cercanas a la muerte eran una alucinación, causada por las endorfinas o la falta de oxígeno. —Descartó la posibilidad con un gesto—. Por eso su testimonio, el testimonio de una escéptica, es tan decisivo.
Hizo una pausa dramática.
—Yo oí las últimas palabras de Joanna. Me las dijo momentos antes de su muerte, cuando bajaba a aquel fatídico encuentro. Joanna se dirigía al ascensor que la conduciría a Urgencias. ¿Y saben qué dijo? —Se detuvo, expectante.
“ Busco frenéticamente una escalera —pensó Richard—, por donde escapar.”
— Les diré lo que dijo. Me detuvo y dijo: “Señor Mandrake, quena decirle que tenía razón respecto a la experiencia cercana a la muerte. Era un mensaje del Otro Lado.” “¿Ha visto entonces lo que hay al otro Lado?”, le pregunte, y vi la respuesta en su rostro, radiante de alegría. Ya no era una escéptica. “Tenía usted razón, señor Mandrake. Era un mensaje del Otro Lado”, me dijo. ¿Qué más pruebas necesitamos de que la otra vida nos espera? La propia Joanna nos lo ha dicho, con su último aliento, con. sus últimas palabras.
“Sus últimas palabras”, pensó Richard. “¿Por qué la gente en las películas dice siempre cosas como “El asesino es… aaaghh” —había dicho Joanna en la noche del picoteo—. Si tuvieran algo importante que decir, lo dirían en primer lugar.”
Joanna usó sus últimas palabras para enviar un mensaje desde el Otro Lado —dijo el señor Mandrake—. ¿Cómo podemos no oír ese mensaje? Yo al menos pretendo hacerlo mientras completo mi nuevo libro, Misterios desde el Otro Lado.
—Lo estas haciendo mal —había dicho ella—. Las palabras importantes primero.” “Dile a Richard… SOS.”
—Joanna sólo tenía unos pocos minutos de vida —dijo Mandrake— y como decidió vivirlos? Compartiendo su visión de la otra vida con nosotros.
—No creía que fuera el Titanic. dijo que deseaba morir salvando la vida de alguien”, había dicho Kit.
Mandrake debía de haber terminado. El órgano estaba tocando ¿Nos reuniremos en el río?, y la gente empezaba a salir. Richard los siguió al pasillo, y se quedó allí, contemplando el ataúd de Joanna.
“No creo que fuera eso lo que estaba intentando decirte. Creo que estaba intentando decirte algo bueno”, había dicho Vielle.
La gente desfiló ante él, hablando de las flores, la música, el ataúd.
—No puede haberse ido —sollozó Nina a un residente largirucho—. No puedo creerlo.
“No puedo creerme lo de Foxx —decía el mensaje de Davis en el contestador—. Adviérteme antes de que salga en la estrella”, y Richard no había entendido el mensaje en absoluto. “No paraba de pedir agua —había dicho Vielle—. En realidad estaba diciendo Walter.”
El sacerdote le colocó una mano en el brazo.
—¿Desea decirle adiós a la difunta? —susurró—. Van a cerrar el ataúd.
Richard miró pasillo arriba. Dos hombres de negro, cruzados de brazos, esperaban junto al ataúd.
—Habrá un tentempié en el salón de la hermandad —dijo el sacerdote—. Esperamos que se quede.
Apretó amablemente el brazo de Richard y se marchó, asintiendo a los hombres. Ellos empezaron a retirar las flores.
“El mejor plan sería decidir con antelación cuáles quieres que sean tus últimas palabras y luego memorizarlas para estar preparada”, había dicho Joanna.
Los dos hombres bajaron la tapa del ataúd.
“Fuera lo que fuese debía de ser importante —había dicho el señor Wojakowski—. Tenía tanta prisa por decírselo, que casi me atropello.”
—¿Se encuentra bien? —preguntó Eileen, acercándose. Los hombres aseguraron la tapa del ataúd y empezaron a retirarla capa de flores para que quedara en el centro.
—Mire, vamos a ir a Santeramo’s a tomar una pizza —dijo Eileen, tomándolo por el brazo y sacándolo de la iglesia—. ¿Por qué no viene con nosotras?
—No —dijo él, buscando a Kit y Vielle. No pudo verlas.
—Le haría bien —dijo la enfermera que le había dado el panfleto—. Le serviría de distracción.
—Tiene que comer algo.
—He de volver al hospital. Vielle va a llevarme —dijo firmemente, y se internó entre la multitud para buscarla.
El sacerdote y la hermana de Joanna conversaban con Mandrake.
— … reconocer solamente que hay otra vida no es suficiente— estaba diciéndole testarudamente la hermana de Joanna a Mandrake. —Hay que confesar los pecados antes de poder salvarse.
No vio a Vielle por ninguna parte, ni a Kit. Debían de haberse marchado, o bajado al salón de la comunidad. Empezó a bajar las escaleras y se encontró con el señor Wojakowski, que entretenía a un grupo de señoras teñidas.
— Hola, Doc —dijo— Triste, muy triste. He visto un montón de funerales. En el Yorktown, los…
— Guando vio usted a Joanna ese último día, ¿dijo lo que quería decirme?
— No. Tenía demasiada prisa. Ni siquiera me oyó el primer par de veces que la llame. “¿Ha llamado alguien a los puestos de combate?, le pregunté. En Midway, cuando llamaban a los puestos de combate, chico, todo el mundo corría a buscar sus cascos, porque sabía que en cinco minutos se desencadenaría el infierno. Corrían por las cubiertas a tanta velocidad que a veces ni siquiera tenían tiempo de ponerse los pantalones, asustados como conejos…
— ¿Estaba asustada Joanna? —preguntó Richard— ¿Parecía asustada, preocupada?
— ¿Joanna? Demonios, no. Tenía el aspecto que solía tener mi camarada Frankie Cocelli durante una batalla. Era un tipo delgadito, parecía que lo podías romper por la mitad, pero no tenía miedo de nada. “¡Dejádmelos!”, gritaba cuando sonaban las sirenas, y empezaba a moverse y parecía que no podía esperar a que le dispararan. Y lo hicieron, claro. ¿Le he contado alguna vez, lo que hizo cuando aquel Zero de los japos?…
— ¿Y qué aspecto tenía Joanna? —insistió Richard— ¿Ansiosa? ¿Nerviosa?
— Sí. Dijo que tenía que encontrarlo a usted, que tenía algo importante que decirle.
— ¿Pero no dijo qué?
— No. Pues va ese Zero y…
Richard divisó a Vielle, justo tras la puerta.
— Disculpe —dijo, y se abrió paso hacia ella entre la multitud— Te he estado buscando.
— Estaba fuera con Kit. Tuvo que llevarse a su tío a casa —dijo Vielle— No paraba de preguntar quién había muerto, una y otra vez. —Sacudió la cabeza— Pobre hombre. O tal vez es el afortunado. Al menos no recordará este funeral.
—Tengo que hablar contigo. Necesito saber exactamente que le dijo Joanna en Urgencias.
—Si te preocupa lo que ha dicho Mandrake, olvídalo. Está mintiendo. Joanna nunca le dijo voluntariamente dos palabras en su vida, mucho menos que las ECM fueran un mensaje del Otro Lado.
—Lo sé —dijo el, impaciente—. Necesito saber que te dijo.
—No tiene sentido que te tortures…
—Las palabras exactas. Es importante. Ella lo miró con curiosidad.
—¿Ha ocurrido algo?
—Eso es lo que estoy intentando averiguar. ¿Qué dijo? Exactamente.
—dijo: “Dile a Richard…” —dijo Vielle, entornando los ojos en un esfuerzo por recordar—. “Es…” El residente estaba intentando abrirle una vía para que respirara y ella lo apartó. Y luego: “SOS. SOS.”
El se sacó un bolígrafo del bolsillo y anotó las palabras en el programa de la ceremonia.
—”Dile a Richard… es… SOS, SOS.” ¿Eso es todo?
—Sí. No. Justo antes, me agarró la mano y dijo: “Importante.” Importante.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo él, contemplando el papel. Dile a Richard que es… ¿que? ¿Qué estaba intentando decir cuando la interrumpieron para ponerle la vía de aire?
—Mira, no creo que sea buena idea que te quedes solo ahora, sobre todo después de esta parodia de funeral —dijo Vielle, y vio al otro lado de la sala a Mandrake y la hermana de Joanna—. El oficial Washington y yo vamos a ir a comer algo. ¿Por qué no vienes con nosotros?
—No. Tengo que volver al hospital.
Se dirigió rápidamente al aparcamiento y consiguió que la señora Duksen, de Personal, lo llevara.
—¿No ha sido un sermón maravilloso? —le preguntó ella—. Me encamó la música.
—Umm —dijo él, sin escuchar. Dile a Richard que es… Importante, había intentado decirle algo. Algo importante.
¿Pero y si él estaba fabulando? ¿Manipulando sus palabras para no tener que enfrentarse al hecho de que ella estaba pidiéndole ayuda? “El problema con las ECM es que no hay manera de conseguir información externa”, había dicho Joanna.
Y las palabras del señor Mandrake fueron maravillosas —dijo la señora Dirksen. Llegaron al aparcamiento del hospital—. ¿No le parece?
— Gracias por traerme —dijo Richard, y tomó por el atajo para llegar al laboratorio.
Acercó una silla al armario, se subió encima, y buscó en lo alto, estirando el brazo. No había nada. Palpó por toda la parte superior con la palma de la mano y luego llegó hasta la pared y barrió con la mano hasta el borde.
Era un trocito de cartón. Lo atrajo con los dedos hasta que pudo atraparlo. Era una postal de una puesta de sol tropical, rosa chillón, roja y dorada, con palmeras recortadas contra el océano anaranjado. Le dio la vuelta, temeroso de lo que pudiera decir, pero no era la letra de Joanna.
En la parte superior alguien había escrito, con letra clara y picuda, una cosa debajo de la otra: “Pretty Woman, Titanes, Lo que la verdad esconde.” La otra letra, que tampoco era de Joanna, apenas era un garabato ininteligible. No pudo leer la firma, y le costó trabajo entender el mensaje. “Me lo estoy pasando maravillosamente. Ojalá estuvieras aquí.”
Un mensaje de los muertos.
Bajó de la silla, enchufó el teléfono y buscó el número de Kit Gardiner.
— Kit —dijo cuando ella contestó—. Necesito que venga al hospital. Y traiga el libro.
46
Decidme si se ha hecho algo alguna vez.
Se reunieron en la cafetería. Richard llamó a Vielle en cuanto terminó de hablar con Kit, y ella lo sugirió para que estuvieran cerca de Urgencias por si la llamaban al busca.
—Si está abierta —añadió—. Cosa que dudo.
Sorprendentemente, lo estaba. “Joanna nunca se lo habría creído”, pensó Richard, y fue la primera vez que pensó en ella y no sintió un golpe en el estómago.
La cafetería estaba casi vacía. “Porque todo el mundo da por supuesto que está cerrada”, pensó Richard, poniéndose en la fila para recoger su calé, pero Vielle dijo, mientras llenaba de Coca-Cola un vaso de papel:
—Todo el mundo está en el taller para afrontar el estrés postraumático.
Pagaron a una cajera de aspecto aburrido uniformada de rosa y se sentaron en la mesa del fondo, donde Kit les estaba esperando.
—Bueno —dijo Vielle, depositando el refresco sobre la mesa— ¿Por dónde empezamos?
—Reconstruyamos los movimientos de Joanna ese día —propuso Richard—. La última vez que la vi estaba en su despacho. Estaba transcribiendo entrevistas. Fui a decirle que iba a reunirme con la doctora Jamison a la una, pero que volvería a tiempo para la sesión con la señora Troudtheim. Estaba en su despacho, transcribiendo entrevistas. Eso fue a las once y media. Poco después de la una le dijo al señor Wojakowski que tenía que decirme algo importante, tan importante que no podía esperar a que yo volviera al laboratorio, aunque le había dicho que estaría allí antes de las dos.
—Yo hable con ella por teléfono a eso de las once y media —dijo Kit—. Debió de ser justo antes o después de que Ja viera.;. Llamé para decirle que había encontrado el libro que me había pedido que buscara.
—¿Y cómo te pareció que estaba?
— Atareada. Distraída.
—¿Pero no nerviosa? —intervino Vielle. Kit negó con la cabeza.
—El señor Wojakowski dice que cuando la vio tenía prisa, que estaba muy nerviosa —dijo Richard—. Y Diane Tollafson la vio entonces, bajando a Urgencias, lo que nos deja un margen de una hora y media.
Vielle sacudió la cabeza.
—Una hora. Hablé con Susy Coplis. Dice que vio a Joanna entrar en el ascensor a la una menos diez, también con prisa.
—¿Y nerviosa? —preguntó Richard. Vielle negó con la cabeza.
—Sólo vio a Joanna de espaldas, pero Susy iba a tomar el mismo ascensor, y también tenía prisa, porque volvía tarde de almorzar, pero Joanna tenía tanta prisa que cuando Susy llegó al ascensor las puertas ya se habían cerrado.
—¿Vio a qué planta iba Joanna?
—Sí —respondió Vielle, complacida—, porque tuvo que quedarse allí y esperar a que volviera. Dice que subió directamente a la octava.
—¿Que hay en la octava? —preguntó Kit.
—El despacho de la doctora Jamison —informó Richard—. Obviamente subió allí buscándome y encontró la nota que la doctora Jamison había dejado en la puerta, diciendo que había bajado a Urgencias, y supuso que yo también había bajado.
—Entonces iba de camino cuando se encontró con el señor Wojakowski —intervino Kit.
—Sí —dijo Richard—. ¿En qué planta estaba Susy cuando la vio?
— La tres-oeste —dijo Vielle.
—La UCI está en el ala oeste, ¿no? —preguntó Richard, y Vielle asintió—. ¿Llamaste a Joanna diciéndole que algún paciente había entrado en parada esa mañana?
—No, no tuvimos ningún caso de parada en Urgencias ese día… esa mañana —se corrigió Vielle, y Richard supo que estaba pensando en la alarma que zumbaba mientras atendían a Joanna.
—¿Pero no podría haber entrado en parada un paciente después de que lo enviaran a planta? —preguntó rápidamente—. ¿Tuvisteis algún infarto esa mañana?
—No recuerdo. Comprobare a ver si tuvimos algún caso de gravedad —dijo ella, anotándolo—. Y averiguare si alguien entró en parada en la UCI o la UCI cardíaca ese día. Si fue así, puede que alguna de las enfermeras le telefoneara.
— Y si cuando los entrevistó le dijeron algo —dijo Kit.
—Sí. ¿Hay alguna manera de descubrir quién entró en parada ese día, y no sólo en la UCI o la unidad cardíaca? —le preguntó Richard a Vielle.
Hila asintió.
—¿No podría Joanna haber hablado con un paciente al que hubiera entrevistado antes, y haber descubierto algo nuevo? —dijo Kit—. ¿O descubrir algo en la transcripción y por eso fue a verlos? Dijiste que estaba transcribiendo entrevistas cuando la viste.
Richard asintió.
—¿Sabes si alguno de sus sujetos anteriores sigue en el hospital? —le preguntó a Vielle.
— La señora Davenport —respondió Vielle, pero Richard dudaba muy mucho que Joanna hubiera ido voluntariamente a ver a la señora Davenport, o creyera nada de lo que ésta tuviera que decirle. ¿A quién más había mencionado? La señora Woollam. No, la señora Woollam había muerto. Tendría que comprobar los nombres en las transcripciones, era improbable que alguno de los casos que había entrevistado en las ultimas semanas siguiera en el hospital en esa época de recortes presupuéstanos, pero anotó que tenía que comprobar los nombres en las transcripciones.
—Todavía tenemos una hora por explicar —dijo Richard—. Vielle, ¿no has encontrado a nadie más que viera a Joanna durante ese tiempo? Todavía no.
—¿Y Maurice Mandrake? —preguntó Kit. Richard y Vielle se volvieron a mirarla.
—En el funeral, dijo que habló con Joanna.
—Estaba mintiendo —dijeron los dos a la vez.
—Ya se que mintió en lo que dijo Joanna, ¿pero no hay ninguna posibilidad de que sea verdad que la vio?
— Tiene razón —dijo Vielle—. Joanna pudo haberse topado con él accidentalmente, y si ése es el caso, Mandrake podrá decirnos en qué parte del hospital estaba y qué dirección tomó.
“Para alejarse de él lo más rápido posible”, pensó Richard.
— Muy bien —dijo.
— Joanna tal vez encontrara algo en las transcripciones y fue a interrogar a alguien, pero ¿no pudo haber descubierto algo en ellas y fue a buscarle, por si la respuesta estuviera en las transcripciones? —dijo Vielle.
Richard negó con la cabeza.
— Habría ido al laboratorio y luego subido al despacho de la doctora Jamison en la octava, no bajado a la tres-oeste.
— Oh, es verdad —dijo Vielle— Espera, Kit llamo y le dijo a Joanna que había encontrado mi libro. Joanna pudo intentar ir a recogerlo y bajó al apareamiento y entonces pensó en algo que había visto en las transcripciones. No, eso tampoco la habría llevado al ala oeste.
— Y me dijo que no iba a poder recoger el libro hasta después del trabajo.
— Puede que cambiara de opinión —dijo Vielle, pero Kit volvía a negar con la cabeza.
—No mostró ningún interés en el libro. La primera vez que lo encontré se entusiasmó, dijo que vendría a recogerlo inmediatamente. Esta vez me dio la impresión de que no le importaba.
—¿Que dijo? —pregunto Richard—. ¿Sus palabras exactas?
— Dijo que estaba muy ocupada y que no sabía cuándo podría ir a recogerlo —dijo espacio, tratando de recordar—. Dijo: “Las cosas están un poco revueltas por aquí.” Pero no parecía que estuviera atareada y agobiada.
— ¿Cómo parecía?
— Distraída. Cuando le mencione el libro, me dio la impresión de que no sabía de qué le estaba hablando. Parecía… distante, preocupada. No feliz, ni nerviosa, desde luego.
—¿Y no dijo por qué estaba ocupada ni en que estaba trabajando?
— No —dijo Kit, pero vacilo antes de responder, sin mirarlo a la cara.
Dijo algo. Tenemos que oírlo, aunque sea malo. ¿Qué dijo? Kit jugueteo con la pajita de su coca cola.
—Me pregunto si había descubierto si hubo algún incendio en el Titanic.
—¿Un incendio? dijo Vielle, incrédula—. El Titanic choco contra un iceberg, no se incendió.
Lo se, pero ella quería saber si había habido algún incendio a bordo después de chocar con el iceberg.
—¿Lo hubo?—preguntó Richard, curioso.
—Sí y no —respondió Kit—. Había el rescoldo de un fuego en el carbón de la Sala de Calderas Número 6 desde antes de que el barco zarpara, y había chimeneas en el vestíbulo de primera clase y en la sala de fumadores, pero no se produjo ningún incendio fatal.
—Has dicho que te preguntó si lo habías descubierto. ¿Te lo había preguntado antes? Kit asintió.
—El día que encontré el libro. La primera vez, quiero decir. Lo encontré cuatro días antes pero, cuando ella vino a recogerlo, mi tío lo había vuelto a esconder.
—¿Y te preguntó por los incendios entonces?
—Sí.
“Y cuatro días más tarde seguía sobre la misma pista —pensó Richard—. Fuera cual fuese.”
—Ese fue el día en que la vi subir a un taxi —dijo Vielle—. Parecía tener muchísima prisa, Y no llevaba el abrigo, ni el bolso. Kit, ¿llevaba abrigo cuando fue a verte?
—No, sólo una rebeca, pero no vino en taxi. Vino en su coche.
—¿Y te preguntó por incendios en el Titanic?—preguntó Richard.
—Sí, y le dije que no sabía de ninguno, pero que lo comprobaría.
—¿Y estás segura de que fue en su propio coche y no en taxi? —preguntó Vielle.
—Sí, porque se marchó con mucha prisa. Cuando bajé las escaleras después de buscar el libro, dijo que tenía que irse, y salió y se metió en el coche sin despedirse siquiera. Pensé que se había trastornado porque mi tío le había dicho algo… lo hace a veces, no puede evitarlo, es la enfermedad… o porque yo no pude encontrar el libro…
Vielle sacudió la cabeza.
—Ya estaba trastornada cuando yo la vi. Me pregunto adonde iría en aquel taxi. ¿A qué hora llegó a tu casa?
—A las dos.
—¿Estás segura? —preguntó Vielle, frunciendo el ceño.
—Sí. Me sorprendió verla. Me había dicho antes que iría por la tarde. ¿Por qué?
—Porque era la una menos cuarto cuando subió al taxi, y tendría que haber ido a otro sitio, fuera cual fuese, y luego volver, tomar su propio coche y llegar hasta tu casa… ¿A qué distancia está del hospital?
—Veinte minutos.
—Veinte minutos, a las dos. El cual significa que a donde fue en taxi tuvo que estar sólo a unas pocas manzanas de distancia. ¿Qué hay a unas pocas manzanas del hospital?
—¿Adónde quieres ir a parar, Vielle? —preguntó Richard—. ¿Crees que descubrió lo que fuera cuatro días antes en vez del día en que la mataron?
—O una parte —dijo Vielle—, y luego se pasó los siguientes tres días intentando averiguar la otra parte, o intentando demostrar lo que había descubierto. Y tenía algo que ver con un incendio en el Titanic.
—Pero no hubo ningún incendio en el Titanic —dijo Kit—, al menos no de la clase que ella quería. Cuando le hablé de la Sala de Calderas 6 me preguntó si había causado mucho humo y, como le dije que no, me preguntó si había habido algún otro incendio. Y no estaba excitada. Parecía preocupada e inquieta. ¿Instaba excitada cuando la viste subir al taxi, Vielle?
—No —concedió Vielle—. La vi esa noche después de que volviera, y parecía que había recibido malas noticias. Me preocupé por ella. Temí que el proyecto la estuviera haciendo enfermar.
Y cuatro días después, excitada y feliz, corrió a la muerte en su ansia por contarle algo.
—¿Han terminado con esto? —dijo una voz. Richard se dio la vuelta. La mujer de la cafetería estaba allí de pie, señalando el café.
Él asintió, y la mujer retiró el café y las Coca-Colas de la mesa y la limpió con un trapo gris.
—Tienen que terminar. Cerramos dentro de diez minutos —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—Necesitamos más tiempo —dijo Vielle. Richard sacudió la cabeza.
—Lo que necesitamos son más datos. Tenemos que averiguar adonde fue en el hospital.
—Y en ese taxi —dijo Vielle. Richard asintió.
—Necesitamos averiguar qué estaba haciendo en la tres-oeste, qué estaba buscando en las transcripciones…
—Y qué sucedió entre ella y mi tío cuando yo estaba en el piso de arriba —dijo Kit.
—¿Lo recordará él?
—No lo sé. A veces responde una pregunta directa, si es lo bastante casual… Lo intentaré.
—Quiero que revises el libro de texto también —dijo Richard—, a ver si encuentras algo sobre el Titanic.
—Pero ella había perdido el interés en ese libro.
—Tal vez, o tal vez, ya había recordado lo que era y no lo necesitaba —dijo Richard—. Y mira a ver qué puedes averiguar sobre un incendio. El barco se estaba inclinando. Tal vez, una vela en uno de los camarotes se volcó y prendió las cortinas.
—Hablaré con el personal —dijo Vielle—, por si alguien entró en parada ese día, y si alguien más vio a Joanna. E intentaré encontrar al conductor del taxi que tomó.
—Y yo repasaré las transcripciones —dijo Richard.
—No —dijo Kit, y él la miró sorprendido—. Yo puedo repasar las transcripciones. Tú tienes que seguir con la investigación.
—Averiguar lo que ella dijo es más importante… —empezó a decir Richard.
Ella sacudió la cabeza violentamente.
—Sólo hay una cosa que Joanna pudo tener que decirte que fuera tan importante para no poder esperar, y es que descubrió qué es la ECM, y cómo funciona.
—¿Cómo fun…? —dijo Richard—. Pero Joanna no sabía leer los escaneos ni interpretar los ciatos de neurotransmisores… Kit lo interrumpió.
—Tal vez, no el mecanismo en sí de la ECM, sino su esencia, la conexión, ella estaba decidida a averiguar qué dijo mi tío en clase sobre el Titanic, estaba convencida de que era la clave de la ECM, de cómo funcionaba. Por eso quería el libro de texto, porque pensaba que podría ayudarla a recordar —dijo Kit, y su convicción le recordó a Joanna, diciendo: “El Titanic significa algo. Lo sé.” Y él había dicho: “Es una sensación sin contenido. Está causada por el lóbulo temporal.”
—¿Crees que descubrió la conexión? —preguntó Richard. Kit asintió.
—Es lo único que la habría hecho intentar con tanta insistencia decírtelo cuando la… —Kit vacilo—. Tuvo que haber recordado la conexión. Tal vez encontró algo en las transcripciones, o alguien con quien hablo dijo algo que hizo saltar la chispa, pero fuera lo que fuese, tuvo que ver con las ECM y los escaneos, así que tienes que seguir trabajando en ellos.
— Muy bien —dijo el—. Hablaré también con la señora Davenport. ¿Qué más?
—Tienes que comprobar sus mensajes —dijo Vielle—. Puede que la haya llamado alguien. La gente que había experimentado ECM la llamaba continuamente.
Richard anotó “contestador automático” y “centralita”.
—Nos reuniremos otra vez,… ¿cuándo? ¿El viernes? ¿Nos da eso tiempo a todos?
Kit y Vielle asintieron.
—¿El mismo sitio, y la misma hora? —preguntó Vielle.
—Cerramos los viernes —dijo la mujer de la cafetería desde la puerta. Señaló su reloj—. Cinco minutos.
—En el laboratorio —dijo Richard, colocando la silla bajo la mesa—. O, si alguien descubre algo antes, nos llamamos y ya quedamos.
La mujer de la cafetería les abrió la puerta. Desfilaron ante su mirada desaprobadora.
—¿Quieres subir conmigo al despacho de Joanna y recoger las transcripciones? —le preguntó Richard a Kit.
—No puedo —dijo ella, mirando ansiosamente la hora—. Eldelcare sólo puede quedarse hasta las cuatro. Vendré a por ellas mañana por la mañana. ¿Te vendrá bien a las diez?
—Claro.
—Te veré entonces —dijo ella, y corrió hacia el ascensor.
—Y yo tengo que volver a Urgencias —dijo Vielle—. Te llamaré si descubro quien más vio a Joanna.
Se encaminó hacia las escaleras. A medio camino, se detuvo.
—¡Maldición! —exclamo, y regreso junto a Richard.
—¿Qué pasa?
—Siempre se me olvida que no puedo llegar desde aquí —dijo, exasperada—. Están pintando la primera planta entera. Está completamente bloqueada. —Fue hacia el ascensor—. Tengo que subir a la segunda y tomar el ascensor de servicio para bajar.
Y ése era exactamente el problema, se dijo él, mirándola. La mitad de las escaleras y pasillos de conexión del hospital estaban bloqueados en momentos determinados, e incluso cuando no lo estaban era casi imposible llegar de una parte del Mercy General a otra. Y Joanna tenía a Mandrake pisándole los talones. Tal vez, se hubiera colado en un ascensor o recorrido un pasillo para evitarlo, o tomado un atajo para evitar un pasillo bloqueado. Lo cual significaba que el hecho de que la hubieran visto en la tres oeste no significaba nada. A menos que consiguieran un plano de trabajos del Mercy General, y no un plano cualquiera: uno diario del Mercy General. Lo que significaba hablar con Mantenimiento.
Bajó al sótano y hablo con un hombre llamado Podell, quien evidentemente creyó que Richard iba a quejarse por algo y que, a regañadientes, le mostró un plan de trabajo.
—Puede que no hayan estado pintando donde dicen. Pero era un comienzo. Richard copió el plan y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Tiene usted un plano?
Podell lo miro con incredulidad.
—¿Del Mercy General?
Richard se contentó con preguntarle cuál era el camino más rápido para llegar a la tres-oeste, y anotó cuidadosamente sus instrucciones. Luego subió a planta para ver a la señora Davenport. No estaba: le estaban haciendo un TAC. Richard preguntó cuánto tiempo tardaría en volver y cómo podría llegar a la octava planta. Anotó también esas instrucciones y dibujó los principios de un plano rudimentario de pasillos y ascensores por el camino.
Hizo lo mismo en la octava, abriendo puertas a varios trasteros y salas de almacenamientos y cuando encontró una escalera la siguió hasta donde llegaba. Para cuando regreso al laboratorio, el papel era un laberinto de rayas y cuadros entrecruzados. Metió los datos en el ordenador, esbozó plantas y pasillos, marcó las rutas que había seguido y las que conocía, y destacó las secciones que tenía que rellenar.
Iodo lo cual era una complicada manera de perder el tiempo para no tener que entrar en el despacho de Joanna y recoger las transcripciones. Pero Kit vendría por la mañana a buscarlas y tenía que hacerlo tarde o temprano, tomó las llaves y bajo al despacho.
No había estado allí desde su fallecimiento. Se quedó fuera, preparándose durante varios minutos, antes de abrir la puerta y entrar. El ordenador estaba todavía encendido. Libros y montones de transcripciones se amontonaban a cáela lado, con una caja de zapatos llena de cintas. La minigrabadora de Joanna estaba encima, la tapa abierta como si acabara de sacar una cinta. La luz, de los mensajes de su contestador destellaba.
Era imposible no imaginar, contemplando el despacho, que ella no había salido simplemente un segundo. Que no volvería de un momento a otro, que aparecería en la puerta, sin aliento, diciendo: “Siento llegar tarde. ¿Recibiste mi mensaje?
Pero los mensajes del contestador tenían ya una semana, la plantita de encima del armario estaba reseca y agostada, y él tendría que descifrar el mensaje por su cuenta. A menos que quien fuera que ella había ido a ver la hubiera llamado, y ella hubiera escuchado el mensaje y no lo hubiera borrado. Se acerco al contestador y se quedó allí, el dedo detenido sobre el botón reproductor, preparándose para oír el sonido de su voz. Pero su voy, no estaría allí, solo las voces de las personas que dejaron los mensajes y, esperaba, una pista. Pulsó “play”.
El señor Mandrake con una larga parrafada sobre que Joanna nunca devolvía sus llamadas. El señor Wojakowski. La criada de la señora Haighton, diciendo que la señora Haighton no podía ir el miércoles, que tenía una reunión importante y tendrían que cambiarle la cita. Otra vez, el señor Mandrake, intentando convencerla de que fuera a ver a la señora Davenport, que tenía “pruebas abrumadoras de poderes psíquicos concedidos por el Ángel de… Contestador lleno. No se pueden grabar más mensajes”.
Llamó a la centralita del hospital. Todas las llamadas al busca eran confidenciales, le dijo la operadora, cosa que en cualquier otra circunstancia le habría parecido gracioso y, en todos casos, no se llevaba un registro permanente de las llamadas.
Colgó y empezó a revisar las transcripciones apiladas sobre la mesa.
Había frases y palabras marcadas de amarillo. “Me sentí feliz y en paz —había dicho una tal señora Sanderson—, como si hubiera llegado al final de un largo viaje y estuviera por fin en casa.” La palabra “viaje” estaba subrayada, y en toda la transcripción “agua” y “frío”, lo cual tenía sentido, y “gloria”, que no lo tenía. En la siguiente transcripción “frío” estaba marcado también, y “pasillo”, y “un sonido como un ondear”. En la siguiente, “oscuridad” y “humo” y una frase entera: “Me encontraba al pie de una hermosa escalera que subía hasta donde podía ver, y supe que conducía hasta el cielo.”
“O a la Cubierta de Botes”, pensó Richard, era evidente que Joanna estaba buscando una conexión con el Titanic. Todas las palabras y frases que había marcado, con la excepción de “gloria”, estaban relacionadas con el Titanic. Y “humo”. No, “humo” podía referirse a los posibles incendios en el Titanic. ¿Había visto humo? Pero no había mencionado luego en ninguno de sus testimonios. ¿O si? Las dos últimas veces que se había sometido a la prueba él apenas había prestado atención a sus testimonios, tan concentrado estaba en averiguar por que había sido expulsada del trance. ¿Podría haber algo en una de ellas que hubiera disparado el descubrimiento, fuera cual fuese? Y eso la hizo salir con tanta prisa que dejo el ordenador encendido y olvido la minigrabadora.
Pero había tenido su ultima sesión cuatro días antes de morir. Y fue a alguna parte en taxi, con aspecto inquieto. Había aparecido en casa de Kit una hora después sin abrigo y luego se marchó bruscamente.
“Eso es —pensó—, había algo en esa ECM”, y empezó a rebuscar en el montón de transcripciones, para encontrar las de Joanna. No estaban y, cuando recuperé sus archivos, tampoco estaban las dos últimas. Debían de estar todavía en las cintas.
Empezó a buscarlas, pero una tercera parte de ellas no estaban etiquetadas, y las que si lo estaban tenían una especie de código. Tendría que llevárselas a casa y reproducirlas. Metió todas las cintas en la caja de zapatos y se las llevo al laboratorio junto con la minigrabadora de Joanna y los disquetes del ordenador, y luego regresó por las transcripciones.
Le hicieron falta dos viajes. Pensó en llevarse la planta, pero parecía imposible salvarla ya. Cerró la puerta con llave, se llevo las transcripciones al laboratorio, las deposito en la mesa de reconocimiento y fue a ver a la señora Davenport. A mitad de camino hacia el ascensor, dio la vuelta, regreso al laboratorio por una jarra de agua y volvió al despacho de Joanna para regar la planta.
47
Si, perdido.
—El Salón de Fumadores de primera clase —dijo el señor Briarley, y condujo a Joanna hacia una amplia sala alfombrada de rojo. Estaba panelada con madera oscura, con sillones de cuero rojo oscuro. Al fondo, cerca de una chimenea, estaba sentado un grupo de personas, jugando a las cartas alrededor de una mesa.
Joanna no distinguió de quienes se trataba debido al humo azulado que notaba sobre la sala, pero pudo ver que todos eran adultos. “Maisie no está aquí —pensó, aliviada, y luego—: listos deben de ser los pasajeros de primera clase que se pusieron a jugar al bridge mientras el Titanic se hundía; el coronel Butt y Arthur Kyerson y…”
Pero había mujeres a la mesa también, y no estaban jugando al bridge. Jugaban al póquer. Vio las fichas rojas amontonadas delante de los jugadores y dispersas en el centro. Y la mesa no era una de las mesas de roble del salón, era una de las mesas de fórmica de la cafetería.
El señor Briarley la condujo hacia ellos. Los jugadores alzaron la cabeza y los vieron, y uno de ellos soltó sus cartas y se acercó a recibirlos. Era Greg Menotti, vestido con pantalones de chandal y una chaqueta de nailon blanca.
¿Donde han estado? —exigió saber—. No había botes salvavidas al otro Lado. ¿Hay alguno en secunda clase?
—Ya conoce al señor Menotti, por supuesto —dijo el señor Briarley, guiando a Joanna hacia la mesa.
—Pido —dijo un hombre con chaleco blanco, acariciando sus cartas, y Joanna vio que era el hombre del bigote que le había dado la nota. Empezó a juguetear con las fichas rojas.
—Señora Lander, déjeme que le presente… —empezó a decir el señor Briarley, y el hombre soltó las fichas y se levantó poniéndose una chaqueta.
—J. H. Rogers —dijo Joanna—. Metí su mensaje en una botella y la arrojé al agua.
Mi sacudió la cabeza. “Sabe que no llegó a su hermana”, pensó ella.
—Lo siento, señor Rogers —dijo Joanna, y él volvió a sacudir la cabeza.
—No es J. H. Rogers —le susurro el señor Briarley al oído— Jay Yates. Jugador profesional que trabaja en los trasatlánticos de la White Star usando diversos alias.
— Usted fue el que se esforzó tanto para cargar los botes —dijo Joanna—. Fue usted un héroe.
—¿Cargar los botes? —dijo Greg Menotti, colocándose entre Joanna y Vales —¿Donde están los demás?
—¿Los demás? —pregunto Yates, asombrado.
—Los otros botes.
—No hay más botes —dijo una de las mujeres, y Joanna vio que era la mujer que estaba en cubierta en camisón. Llevaba su abrigo rojo y la estola de piel de zorro.
— La señorita Edith Evans —le susurró el señor Briarley a Joanna—. Cedió su sitio en el último bote a una mujer con dos hijos.
—¡No puede haber sido el último! —dijo Greg—. ¡Tiene que haber otros! —dijo para enfrentarse a Yates—. Usted estuvo cargando los botes. ¿Que dijeron? Había algunos en segunda clase, ¿no? ¿No?
Yates frunció el ceno.
— Recuerdo que alguien mencionó bajar los botes a la Cubierta de Paseo y cargarlos desde allí —dijo.
—Pero cuando llegaron, las ventanas estaban cerradas —dijo el señor Briarley—, y tuvieron que enviar a todo el mundo a la Cubierta de Botes.
Pero Greg ya había echado a correr, abriéndose paso hacia la puerta que conducía a la Cubierta de Botes.
—¡Greg! —llamo Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley—. ¿No deberíamos…?
Pero él se sentó a la mesa, y Yates estaba acercando una silla para ella. Joanna se sentó y contemplo la mesa. W. T. Stead se sentaba a su izquierda, concentrado en las cartas, que había colocado delante como una mano de tarot y volvía una a una.
—Ya conoce al señor Stead —dijo el señor Briarley. Stead miró impaciente a Joanna, asintió cortante, y siguió volviendo las cartas.
—Y creo que conoce a todos los demás —dijo el señor Briarley, señalando la mesa.
“No, no los conozco”, pensó Joanna, pero cuando el señor Briarley se los fue presentando, advirtió que eran pacientes de ECM a los que había entrevistado: el señor Funderburk, que estaba muy molesto porque no había tenido una experiencia extracorporal, y la calva y demacrada señora Grant, que tenía tanto miedo.
—Y por ultimo —dijo el señor Briarley, indicando a una mujer frágil de pelo blanco—, la señora Woollam.
“Oh, no —pensó Joanna—, la señora Woollam no. No se merece estar aquí. Se suponía que debía de estar en un jardín hermoso, hermosísimo, con Jesús. Pero el jardín es el Café Verandah.”
—Oh, señora Woollam —dije.
—”Sí, aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal” —dijo la señora Woollam, pero mientras hablaba, se llevó la Biblia al frágil pecho, como si fuera un escudo.
—¿Esto es lo que es? —dijo ansiosamente la señora Grant—. ¿El valle de la sombra de la muerte?
—No —contestó con firmeza el señor Funderburk—. Esto no se le parece en nada. He estado allí. Hay un túnel y al final se ve una luz. Y se revisa la vida. —Contempló escéptico la sala de fumadores—. No sé qué es esto.
—Se reparten cinco cartas —dijo Yates. Recogió las cartas que Stead había vuelto y las devolvió a la baraja—. Ases boca arriba —dijo, y empezó a barajar.
Joanna tomó sus cartas cuando le sirvió.
Un cinco. Un ocho.
—Si esto no es el valle el de la sombra de la muerte —dijo la señora Grant, mirando a Joanna—, ¿qué es?
—No lo sé —respondió Joanna.
—¿De verdad? —dijo el señor Stead, arqueando una ceja—. Tenía entendido que era usted experta en el fenómeno de la muerte.
—No —dijo Joanna—. Creí que lo era, pero no sabía nada. “Ni ustedes tampoco —pensó—. Nadie sabe nada.”
—En ese caso —dijo Stead—, yo se lo explicaré. No hay nada que temer, señora Grant. La muerte no es un fin, sino un tránsito. No hacemos más que navegar al Otro Lado, donde esperan los espíritus de nuestros seres queridos. Nos recibirán en esa orilla lejana, donde todo es paz, y sabiduría.
—Y una revisión de vicia —dijo el señor Funderburk.
—Y todos comprenderemos todos los misterios —dijo Stead, y recogió sus cartas.
—¿Tienen razón? —preguntó la señora Grant. Miraba esperanzada a Joanna, y también la señora Woollam. Y Yates.
Joanna miró al señor Briarley, pero su rostro era cuidadosamente impasible, como en clase de lengua, sin ofrecer ninguna pista sobre la respuesta, ninguna ayuda.
—¿Tienen razón? —dijo en voz baja Edith Evans, y Joanna recordó de pronto, Maisie preguntando: “¿Dolerá?” Diciendo: “La gente debería decir la verdad, aunque sea mala.”
—No —dijo Joanna, y un suspiro recorrió la mesa, aunque no supo si de alivio o de desesperación—. Esto no es real. Es todo una alucinación. La mente moribunda…
—¿Una alucinación? —dijo el señor Stead, arqueando otra vez la ceja—. ¿Está diciendo que esta chimenea, esta mesa, estas cartas…? —dijo, extrayendo dos de su mano y empujándolas hacia Yates al otro lado de la mesa—. Dos —dijo, y Yates le sirvió un par. Las recogió, las organizó en su mano—. ¿Que estas cartas no son reales, y que sólo imaginamos que las vemos?
Se levantó y se acercó a la chimenea.
—¿Sólo imaginamos que sentimos el calor de este fuego? —dijo, tendiendo las manos ante las llamas—. ¿O nosotros somos también parte de la alucinación?
“No lo sé”, pensó Joanna.
—”Solos, como ha querido el cielo, morimos” —murmuró el señor Briarley junto a ella. Lo miró, preguntándose qué era, qué eran todos. ¿Invenciones? ¿Fragmentos de memoria y sonido y color, destellando aleatoriamente? ¿O metáforas? ¿Símbolos de su miedo y su fe y su negativa?
—La mente intenta encontrar sentido a lo que experimenta —dijo, intentando explicarlo. ¿A quién? ¿A Edith Evans y Jay Yates, que habían muerto hacía noventa años? ;O a ella misma?
— La mente no puede evitarlo. Sigue haciéndolo aunque experimenta un fallo generalizado del sistema. El cerebro se está desconectando y las smapsis se disparan aleatoriamente a medida que las células mueren, pero la mente sigue intentando encontrarle un sentido, aunque no puede.
La señora Woollam estaba rezando, moviendo los labios en silencio. Edith Evans tenía la barbilla levantada, orgullosamente.
—Busca asociaciones en la memoria a largo plazo, busca metáforas que expliquen lo que está sucediendo —dijo Joanna—, y como el cuerpo está dañado y sus sistemas se colapsan lentamente, imagina el Titanic.
—La viva imagen reflejada de la muerte —dijo el señor Briarley.
—Pero no es real —dijo Joanna—. Sólo lo parece.
—Mi hundimiento —dijo temerosa la señora Grant—. ¿Parecerá real?
—Mi alma no puede hundirse —dijo severamente el señor Stead—. Es inmortal, y si esto —indicó con la mano las cartas, la chimenea, toda la sala— es, como dice la señorita Lander, un símbolo, ¿qué más puede simbolizar sino el barco del alma, eterna, indestructible? —Le sonrió a la señora Grant—. Un barco semejante no se hundirá nunca.
Joanna pensó en el señor Wojakowski diciendo tranquilamente: Todos los barcos se hunden tarde o temprano.”
—¿Imaginaremos el hundimiento? —repitió la señora Grant, y estaba mirando a Joanna.
“Sí”, pensó Joanna, asustada.
—No lo sé —respondió—. Todo esto no es más que una metáfora para lo que está experimentando la mente, y a medida que la experiencia cambia, a medida que el cerebro se desconecta y las sinapsis empiezan a disparar más y más erráticamente, y…
Pensó en lo que le había sucedido allí, los recuerdos destellando como una cerilla y luego apagándose.
—¿Y qué? —dijo asustada la señora Grant—. ¿Qué sucederá?
—Nada —contestó Joanna—. A medida que mueren las células, no habrá suficiente para mantener la imagen unificadora y el Titanic se desvanecerá, o se destruirá. Ya está sucediendo. Esta mesa es una mesa del Mercy General, y ustedes… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Y hace un momento, en las escaleras, yo no estaba en el Titanic. Estaba en el pasillo de mi apartamento la noche que murió mi padre. Y antes, en la Cubierta de Botes, he visto a dos animadoras de mi instituto. Eso sucederá cada vez más, hasta que la imagen del Titanic se rompa por completo.
—¿Y si no lo hace? —dijo la señora Grant.
—¿Qué le paso al Titanic? —preguntó Edith—. ¿Después de que se fueran los botes?
Joanna miró al señor Briarley, pero él estaba ocupado clasificando las cartas de su mano.
— La proa se hundió y empezó a inclinarse a babor —dijo—. El agua engulló la cubierta de proa y la Cubierta A. Las luces…
—Las luces se apagaron —dijo Edith Evans.
—¿Cree que eso será parte de la metáfora? —dijo temerosa la señora Grant—. ¿Que las luces se apaguen?
“¿Como puede no serlo? —pensó Joanna—. Esto es: las luces apagándose, una a una, recuerdo a recuerdo, sensación a sensación, llamadas telefónicas y regalos de cumpleaños y la noche del picoteo, M M’s de cacahuete y nieve y estar sentada en la cama de Maisie, mirando las ilustraciones de la riada de Johnstown.”
—¿Qué pasa entonces? —preguntó Edith—. ¿Después de que se apaguen las luces?
“La proa se alza al cielo —pensó Joanna—, ascendiendo como un nadador ahogado, como un alma moribunda, y nos sumimos en la oscuridad.”
La muerte es sólo una ilusión —dijo Stead. Avivó el fuego—. Una trampa de ciencia e incredulidad. —Hurgó con el atizador en el fuego, levantando ceniza y chispas—. Hay más cosas en el cielo y la tierra, señorita Lander, que sueños en su filosofía —dijo, y salió de la sala.
—¿Qué pasa entonces? —insistió la señora Grant.
“Te llevan al depósito de cadáveres —pensó Joanna—, y te abren el pecho en forma de Y para medir la herida del cuchillo, para determinar la causa de la muerte. Y luego te llevan a la funeraria y te inyectan en las venas fluido embalsamador y masilla en las mejillas y le limpian los dientes con Ajax. Y te entierran.”
—¿Que pasa entonces? —repitió Edith—. Cuando se han apagado las luces.
Todos la estaban mirando, esperando su respuesta.
—Se hunde —dijo Joanna.
Se produjo el silencio, y entonces la señora Woollam dijo:
— “Cuando atravieses las aguas estaré contigo, pues soy el Señor tu Dios.” —Tomó aire, temblando—. Lo importante es confiar en Jesús.
—Y ser buenos —dijo Edith, la barbilla alzada.
— Y jugar la mano que te toca —dijo Yates.
—Sí, eso deberíamos hacer —dijo Joanna, y recogió el resto de sus cartas. Un dos. Un seis. Un as.
—¿Cuántas cartas quiere?—preguntó Yates.
—Dos —dijo ella, y descartó otras dos. Yates le sirvió dos más, y ella supo cuáles eran antes incluso de recogerlas.
—Abriré con cien —dijo el señor Funderburk.
— Veo sus cien y subo otros cien —dijo Edith. Los demás, incluso el señor Stead, incluso la señora Woollam, hicieron sus apuestas.
Veo —les dijo Joanna a todos—, y subo con mi resto. —Empujó el montón de fichas rojas hasta el centro de la mesa.
—Cuando llegue el final —dijo Edith, extendiendo la mano para recoger las cartas—. Cuando llegue, ¿qué deberíamos hacer?
“Ya lo han hecho”, pensó Joanna, mirándolos con envidia, todas aquellas madres, todos esos niños, renunciaron a sus sitios y sus vidas y los salvaron.
—El final no puede llegar todavía —dijo el señor Funderburk—. Primero tiene que haber una revisión de vida.
“ Y es esto —pensó Joanna, mirando a Edith, a Vates—, esta es la revisión de vida, saber que has fracasado donde otros tuvieron éxito. Ser juzgado en la balanza y considerado indigno. Maisie —pensó desesperada—. Maisie es lo importante. Y no lo hice.” Pido —dijo Yates, y Joanna mostró sus cartas.
— Dos parejas —dijo—. Ases y ochos.
La mano del muerto.
Las puertas se abrieron de repente y Greg entró en tromba.
—Media Cubierta C está sumergida —anunció—, y todo el Salón Comedor de Primera Clase.
La señora Grant se levantó, retorciendo las manos.
—¿Cuánto tiempo creen que falta para el final?
—No lo sé —dijo Joanna—. La muerte cerebral irreversible se produce entre cuatro y seis minutos, pero las smapsis continúan funcionando durante varios minutos después de…
— Ha pasado más tiempo —dijo la señora Grant, esperanzada—. Tal vez…
Joanna sacudió la cabeza. El tiempo no…
El último bote salvavidas normal fue arriado a la 1.55 —dijo el señor Briarley—. Las luces se apagaron a las 2.15, y cinco minutos más tarde el barco se hundió. Eso significa que pasaron aproximadamente veinte minutos entre…
—¿Botes salvavidas normales? —preguntó Greg Menotti—. ¿Qué es eso de botes normales?
¿Que pasa con el tiempo?
—También había cuatro botes hinchables con costados de lona —dijo el señor Briarley—, pero sólo se arriaron dos. El bote hinchable A resbaló por la cubierta y se rompió, y el bote B se volcó. Los hombres que consiguieron subirse tuvieron que…
—¿Dónde están? —le preguntó Greg a Joanna.
—Greg…
—¿El tiempo no qué?
Greg la agarró por el brazo y la puso en pie, derribando cartas y fichas al suelo.
—¿Dónde tenían los botes hinchables?
—En el techo de la zona de oficiales —dijo el señor Briarley.
—¿Donde está la zona de oficiales? —exigió saber Greg.
—No lo entiende —dijo Joanna—. Esto no es el Titanic. Es una metáfora. Nosotros…
La tenaza de Greg se tensó con saña sobre su brazo.
—¿Dónde está la zona de oficiales? ¿En qué cubierta?
—Aunque estén allí, es demasiado tarde —dijo Joanna—. Tuvo usted un infarto. Le…
—¿Qué cubierta?
—La Cubierta de Botes —dijo Joanna.
—¿Dónde?
—En la banda de estribor —dijo Joanna—. Entre la timonera y la sala de…
La sala de comunicaciones. Donde Jack Phillips había seguido enviando SOS mucho después de que los botes partieran. Donde había estado enviando señales hasta el mismo final.
—¿Entre la timonera y qué? —exigió saber Greg. Pero ella ya se había zafado de su brazo, va estaba corriendo.
48
¡Aguanta!
La señora Davenport le dijo a Richard que había hablado con Joanna justo el día anterior.
—Tenía un mensaje para usted —dijo—. Me dijo que le dijera que es feliz y que no quiere que llore por ella, porque la muerte no es el final, es sólo un tránsito al Otro Lado.
—Necesito saber cuándo fue la última vez que la vio usted en este lado —insistió Richard—. ¿La vio el día en que la mataron?
—No la mataron —dijo la señora Davenport—. Sólo a su cuerpo. Su espíritu vive eternamente.
“Estoy perdiendo el tiempo, la señora Davenport no sabe nada”, pensó Richard. Pero había demasiado en juego para ciarse media vuelta y marcharse.
—¿La vio el día en que mataron su cuerpo?
—Sí. La vi caminando hacia una luz brillante, y en la luz había un ángel, que extendió su mano hacia ella, guiándola a la luz, y supe entonces que había cruzado, y me alegré, pues no hay temor ni pesar ni soledad en el Otro Lado, sólo felicidad.
—Señora Davenport —dijo Richard, y sus poderes psíquicos debieron decirle que su paciencia se estaba acabando.
—No la vi en su cuerpo terrenal ese día —dijo—. No la veía desde haría vanas semanas, aunque la llamé varias veces. —Sonrió beatíficamente—. Ahora hablo con ella cada día. Me dijo que le dijera que no se puede encontrar la verdad de la muerte, ni de la vida, a través de la ciencia. En cambio, debe usted buscar la luz.
—¿Dijo también “Rosabelle, cree”?
—Sí, ahora que lo menciona, recuerdo que dijo eso —respondió la señora Davenport ansiosamente—. Dijo: “Dígale a Richard: “Rosabelle, cree.” ” ¿Qué significa eso?
“Que está usted tan en contacto con el Otro Lado como todos esos falsos espiritistas que consultó la esposa de Houdini”, pensó Richard.
—Tengo que irme —dijo.
—Pero no puede. Tiene que decirme qué significa “Rosabelle, cree”. ¿Es algún tipo de código secreto? ¿Qué significa?
—Significa que no está usted recibiendo mensajes de Joanna, sino de Houdini.
—¿De verdad? —dijo la señora Davenport, encantada—. Sabe, tenía esa impresión. Oh, tengo que decírselo al señor Mandrake.
Richard escapó mientras estaba buscando el teléfono, y volvió al laboratorio y la ciencia. Recuperó los escaneos de Ameba Tanaka, y luego, al cabo de un momento, borró la orden. El secreto, si lo había, se encontraba en algo que Joanna había experimentado, algo que Joanna había visto. Recuperó los datos de Joanna.
Su escaneo apareció en la pantalla, una pauta de púrpura y amarillo y azul. Diciéndole algo. “¿Es algún tipo de código secreto?”, había preguntado la señora Davenport. Lo era, y como el código para leer las mentes de Houdini, tenía que ser descifrado poco apoco. Empezó a revisar los escaneos, analizando las pautas cuadrícula a cuadrícula, cartografiando las zonas de actividad, los receptores, los neurotransmisores.
La última vez que habló con Joanna, le habló de la presencia de DABA en los escaneos suyos y de la señora Troudtheim. ¿Podría haber descubierto algo sobre…? Pero ella no sabía nada sobre inhibidores, y el DABA estaba presente en otras ECM.
Con todo, era un comienzo. Comprobó su presencia en cada una de las sesiones de Joanna. Estaba presente en altos niveles en sus tres ultimas sesiones y de manera testimonial en la primera. Repaso los escaneos del señor Sage. No había DABA, pero en los de Amelia Tanales, había altos niveles en todos menos uno, y niveles testimoniales en la muestra. Maravilloso.
Empezó con los datos de cada sesión, siguiendo los neurotransmisores. Cortisol en un sesenta por ciento, betaendorfinas en un ochenta por ciento, endefalina en un treinta por ciento. Y una larga lista de neurotransmisores presentes en sólo un panel sanguíneo: taurina, neuroteosina, triptamina, AMP, glicina, adenosma y todas las endorfinas y las píldoras existentes.
“Muy bien, combinaciones de neurotransmisores —pensó, y empezó a buscar endorfinas en tándem, pero no había ninguno—. Es totalmente aleatorio”, pensó a las diez y media. Agarró un puñado de transcripciones para examinarlas, y se fue a casa.
Pero la respuesta no estaba en la de la señora Kobald: “ El ángel me tocó la frente, y supe que la Muerte era sólo el principio.” Ni en la del señor Stockhausen: “Brighman Young estaba en la luz, rodeado por los mayores “ Estaba en el Titanic.
Miro la hora. Las once y media. La librería Tattered Cover y la Barnes and Noble estarían cerradas. ¿Quién tendría libros sobre el Titanic? Había dicho que Joanna le había pedido que investigara sobre incendios y niebla, y el señor Briarley era experto en el Titanic.
Richard descolgó el teléfono, pero lo soltó. Era demasiado tarde ¡tara llamarla, pero en cuanto llegó al hospital a la mañana siguiente, la llamo y dijo:
—Cuando vengas a recoger las transcripciones, ¿puedes traerme un relato del hundimiento del Titanic?
Sí, pero tengo un problema. Los de Eldercare no pueden enviar a nadie hasta esta tarde, y tenía muchas ganas de empezar con las transcripciones.
Podría llevártelas a tu casa —se ofreció Richard. No, no quiero que tengas que molestarte. Mira, puedo llevar al tío Pat conmigo, pero no puedo dejarlo solo en el coche, ¿te importaría reunirte con nosotros en el aparcamiento a las diez, con las transcripciones?
Claro —dijo él, pero nada más mirar las transcripciones supo que era imposible llevarlas todas al aparcamiento en un solo viaje. Necesitaba una caja. Bajó a Suministros para conseguir una. No teman.
En el Registro puede que tengan alguna —dijo una empleada muy mona, sonriéndole con simpatía—. Reciben un montón de papel para ordenador.
Richard fue al Registro y le dijo a una mujer de aspecto mandón, con el nombre “Zaneta” en su placa:
Necesito una caja…
Pero ella ya se había girado en la silla hacia una pila de impresos. ¿Una caja de qué? —dijo, la mano posada para recoger el impreso adecuado.
Solo una caja. Una caja vacía. Y sorprendentemente, ella le tendió un impreso.
—Rellene con el tamaño y el número de cajas que necesita —dijo, señalando un recuadro del impreso—, y el número de su despacho. Tardará entre una semana y diez días.
—Lo único que quiero es una caja de ordenador vacía —dijo él, y su busca sonó. Lo desconectó. Zaneta le acercó el teléfono.
—Llamaré desde mi despacho —dijo él, y recorrió el pasillo y salió por una puerta trasera para llegar a los contenedores de basura. Encontró una caja de paquetes de suero vacía y se la llevó. De vuelta en el laboratorio, la llenó con las transcripciones, sin dejar de mirar el reloj, y bajó al aparcamiento. En el ascensor, se acordó de que no había contestado a su busca, y arrastró la pesada caja de vuelta al laboratorio por si era Vielle quien había llamado.
No lo era. Era la señora Haighton, preguntando si podía cambiarle la cita. No la llamó. Miró la hora y se puso otra vez en marcha, contento de conocer ya el camino más rápido al aparcamiento y pensando que necesitaba añadirlo a su mapa. El coche de Kit estaba aparcado junto a la entrada de discapacitados, con el motor en marcha, cuando llego allí.
—Lamento llegar tarde —dijo Richard, asomándose a la ventanilla que Kit había bajado.
—¿Tiene una excusa para su profesor de primero? —exigió una voy de hombre, y Richard vio junto a ella al hombre canoso que había visto en el funeral. El señor Briarley.
—No se quede ahí —dijo el señor Briarley—. Siéntese. Estamos en la pagina cincuenta y ocho, La balada del viejo marinero.
—Tío Pat —dijo Kit, posando una mano sobre su brazo—, este es Richard Wright. Es…
—Sé quién es. ¿Cuándo va a casarse con esta sobrina mía?
—Richard es sólo un amigo, tío Pat —dijo Kit—. Tengo que hablar con el un momentito. Quédate aquí, ¿vale?
— “Es un viejo marinero, y detuvo a uno de tres” —dijo el señor Briarley—. “Por tu larga barba y ojo chispeando, ¿por qué me detienes? Las puertas de la casa del novio están abiertas de par en par, y yo soy su pariente.” —Acercó la mano a la puerta, buscando la manivela.
—No, tú quédate aquí —dijo Kit, echando el seguro—. Solo será un momento. Tengo que guardar algo en el maletero. Quédate aquí.
El señor Briarley dejó que su mano cayera sobre su regazo.
—Eso es la Historia y la ciencia, y el arte —dijo con voz temblorosa—, eso es la literatura.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Kit, abriendo la puerta. Richard dio un paso atrás, y Kit salió y se acercó a la parte trasera del coche para abrir el maletero—. ¿Qué dijo la señora Davenport? —preguntó.
—Un montón de tonterías.
—¿Había ido Joanna a verla? Kit levantó la tapa del maletero.
—No. —Richard metió la pesada caja—. ¿Y el libro de texto? ¿Encontraste algo?
—La balada del viejo marinero —dijo ella con tristeza—, pero nada sobre el Titanic.
Cerró el maletero y rodeó el coche para abrir la puerta trasera. Se inclinó y sacó un puñado de libros.
—Aquí está el material sobre el Titanic —dijo, entregándoselo—. Tengo más si lo necesitas.
—Esto me mantendrá ocupado un rato —comentó él, mirando los libros.
—Lo mismo digo —respondió Kit, indicando el maletero. Entró en el coche y lo puso en marcha—. Te llamaré si descubro algo.
—”Lo sostiene con su mano huesuda” —dijo el señor Briarley—. Había un barco.
—¿Un barco?—preguntó Richard.
Kit apagó el motor y se volvió a mirar al señor Briarley.
—Tío Pat, ¿hablasteis Joanna y tú de un barco?
—¿Joanna? —preguntó él vagamente.
—Joanna Lander —respondió Kit con amabilidad—. Era una de tus estudiantes. Vino a verte. Te preguntó por lo que dijiste en clase. Sobre el Titanic. ¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo —refunfuñó el señor Briarley.
—¿Qué le dijiste a Joanna? —preguntó Kit, y Richard esperó su respuesta, temeroso de moverse, temeroso de respirar.
—Joanna —dijo él, contemplando el parabrisas—. “Roja como la rosa era.” —Se volvió y miró a Richard—. Es una metáfora. Tienen que saberlo para el final.
Y eso fue todo. Luí del trayecto. “Intenta otra cosa”, pensó Richard, llevando los libros al laboratorio. Empezó con los escaneos, comparando en las pautas del córtex frontal la presencia de diferentes neurotransmisores y luego los elementos nucleares, buscando correspondencias.
No había ninguna, pero midió las longitudes de las ECM, y vio que Joanna se había despertado espontáneamente después de su primera sesión, y que era una en las que la teta-asparcina estaba presente. “Me presumo si ésa es la ECM en la que se dio la vuelta y regresó por el pasillo, pensó.
Lo era. Comprobó los testimonios de las otras dos donde aparecía a teta-asparcina. La ECM de la que había sido expulsada y la otra, donde había salido del ascensor al pasillo. Pero no la ECM donde había corrido por las escaleras hasta llegar al pasillo. Y había estado bajo los electos durante casi cuatro minutos en la ECM del ascensor.
Trabajó hasta las doce y media y luego bajó a la cafetería, compró un sandwich, y empezó a repasar los libros que le había traído Kit. Busco en los índices la palabra “ascensor”, aunque no esperaba encontrarla, y ni lo hizo. Iba a tener que leer los libros.
Empezó con un librito llamado el Titanic en color, con detallados dibujos del salón de fumadores, el gimnasio, la gran escalera. “En lo alto de las escaleras de estilo William and-Mary había un gran reloj tallado que representaba al Honor y la Gloria coronando al Tiempo.” Gloria, la palabra que Joanna había subrayado. Pero ni rastro de un ascensor.
El Titanic inédito no mencionaba tampoco ninguno. Se concentraba en la zona bajo cubierta y la tripulación, de la que prácticamente nadie había sobrevivido: los oficiales que cargaron los botes, el telegrafista, los maquinistas que habían permanecido en su puesto, trabajando en las uníamos para el telégrafo y las luces hasta el final. El auxiliar de maquinista Harvey, que había vuelto a la sala de calderas inundadas para rescatar a un tripulante con la pierna rota. Y todos los bomberos y ribeteadores y empleados postales que habían permanecido en sus puestos mucho después de que fueran relevados de su deber.
Richard leyó hasta que no pudo soportarlo mas y luego bajó a Urgencias a ver si Vielle había encontrado a alguien más que hubiera visto a Joanna.
—Nadie —dijo ella, vendando el codo de una niña pequeña—. Hable con un taxista que recogió a una mujer sin abrigo, pero no recordaba que aspecto tenía, así que tal vez, no fuera Joanna.
—¿Dijo adonde la llevó?
Vielle negó con la cabeza.
—No pueden dar ese tipo de información excepto a la policía. Hay un tipo en el cuerpo a quien voy a llamar para ver si nos puede ayudar.
Richard volvió arriba a través del edificio principal, anotando el emplazamiento de ascensores y escaleras. Cuando regresó al laboratorio, Kit estaba esperándolo ante la puerta.
—¿Que estás haciendo aquí?
—He encontrado algo, e iba a llamarte, pero el voluntario de Eldercare llegó… me olvidé de llamarlos esta mañana y decirles que no vinieran… así que pensé que sería más fácil si le lo enseñaba. El abrió la puerta y ambos entraron.
—Encontré un par de transcripciones extrañas. La mayoría son formularios tipo pregunta y respuesta. —Le tendió tres hojas grapadas—. Pero éste es un monólogo, y el nombre, Joseph Leibrecht, no aparece en su lista de entrevistados.
Joseph Leibrecht. El nombre le resultaba familiar. Miró la transcripción. Una ballena, manzanos en flor.
—Esto no es una entrevista —dijo—. Es el testimonio de la ECM que tuvo un tripulante del Hindenburg.
Se preguntó qué estaba haciendo junto al resto de las transcripciones. Le pareció recordar que Joanna había dicho que la habían registrado mucho tiempo después de los hechos, demasiado para resultar útil, pero había subrayado las palabras mar y fuego. Otra vez, el fuego.
—¿Dijiste que encontraste otra transcripción extraña? —le preguntó a Kit.
—Sí, hice una lista de los pacientes a los que Joanna entrevistó durante los últimos meses, y hay uno que sale vanas veces.
—¿Cómo se llama? —preguntó Richard, tomado un lápiz.
—Bueno, ésa es la cosa —dijo Kit, sacando la transcripción de su bolso—. El nombre de la transcripción es Carl, pero no sé si es un nombre propio o un apellido. Todos los demás pacientes constan por una inicial y un apellido, y estas transcripciones son distintas de las demás también. —Señaló una sección—. Las otras son todas preguntas y respuestas, pero ésta son solo tirases y palabras sueltas, y no tiene mucho sentido.
Richard miro la línea que estaba señalando: “¿Mecho?… rojo… parches”, decía.
—¿Cuándo se hicieron estas entrevistas, o lo que sean? Kit consultó su lista.
— La primera es del cuatro de diciembre, y la última del dieciocho de este mes.
—Entonces, sea quien sea ese tipo, cabe la posibilidad de que todavía estuviera en el hospital ese día.
—Puede ser una mujer.
—Tienes razón —dijo Richard, y descolgó el teléfono—. Veamos si Vielle sabe quién es.
Marcó Urgencias, esperando no poder establecer comunicación y tener que llamarla al busca, pero una auxiliar de enfermería respondió y dijo que iba a llamarla, y después de un corto intervalo Vielle se puso al teléfono.
— ¿Oíste a Joanna mencionar alguna vez, a un paciente llamado Carl?
— Si, pero no será ése el que fue a ver.
—¿Por qué no?
— Porque no estaba en situación de decirle nada. Estaba en coma. En coma.
— A veces murmuraba cosas —explico Vielle—, y Joanna hizo que las enfermeras anotaran lo que decía.
Y eso explicaba las palabras y frases inconexas, los signos de interrogación detrás de las palabras. Representaban las suposiciones de las enfermeras sobre los murmullos de Carl.
—¿Hablaste con ese amigo policía?
—No, pero hablé con el coordinador del equipo de choque, y no hubo ninguna alarma de parada esa mañana, así que si Joanna fue a ver a un pariente de ECM, tuvo que ser alguien a quien hubiera entrevistado antes de… ¿Qué? —le dijo a otra persona—. Un tiroteo, tengo que irme.
Y colgó.
— Callejón sin salida —dijo Richard, colgando a su vez—. Carl está en coma.
—Oh —comentó Kit, decepcionada—. Bueno, aquí hay más nombres de pacientes. —Iba a entregarle la lista pero se la quedó—. Y uno de ellos… —pasó el dedo por la lista— mencionó niebla. Pensé que ésa tal vez, lucra la causa por la que Joanna me preguntó si había niebla la noche del Titanic. —Encontró el mimbre—. Maisie Nellis. “Maisie.”
Creo que sé adonde fue Joanna —dijo él, camino de la puerta, y luego si detuvo. Ni siquiera sabía si Maisie seguía en el hospital— Espera.
Descolgó el teléfono y llamo a la centralita.
—¿Tenemos a una paciente llamada Maisie Nellis? —pregunto.
—Si…
— Gracias —dijo el, y colgó—. Vamos, Kit.
— Le hablo de Maisie por el camino.
— Me dijo que había visto niebla en su ECM el primer día que la vi, y Joanna me dijo que vio niebla en su segunda ECM.
Llegaron a Pediatría. La puerta de la 422 estaba abierta.
¿Maisie? —pregunto él, asomándose. La habitación estaba vacía, la cama desnuda, y al pie había sábanas plegadas y una almohada. La mesita de noche había sido despejada y la puerta del armario estaba abierta y mostraba que estaba vacío.
“Ha muerto —pensó él, y fue como lo de Joanna otra vez—. Maisie ha muerto y ni siquiera me he enterado.”
—Hola —dijo una voz de mujer, y él se dio la vuelta. Era Barbara—. Los he visto pasar y he supuesto que estaban buscando a Maisie. la han trasladado. A la UC1 cardiaca. Volvió a entrar en parada, y esta vez hubo danos. La han pasado arriba a la lista de trasplantes.
—¿Eso significa que recibirá el primer corazón que haya?
—Recibirá el primer corazón que tenga el tamaño adecuado y el tipo sanguíneo adecuado. Por suerte Maisie es tipo A, así que le valdrá un tipo A o un tipo O, pero ya sabe usted la escasez de donantes que hay, sobre todo de niños.
—¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que haya un corazón disponible?—pregunto Kit.
— No puede saberse. Con suerte, no mas de unas pocas semanas. Sería mejor unos días.
— ¿Como se esta tomando su madre esto? —preguntó Richard. Barbara se envaró.
—La señora Nellis… —empezó a decir, enfadada, pero se contuvo—. Es posible llevar cualquier cosa a los extremos, incluso el pensamiento positivo.
—¿Puede recibir visitas Maisie? Barbara asintió.
—Está muy débil, pero estoy segura de que le encantará verlo. Pregunto por usted el otro día.
—¿Sabe si Joanna vino a verla el día que la asesinaron?
—No lo se. No estaba de guardia. Se que vino a verla o la llamó o algo el día anterior, porque Maisie estaba muy atareada buscando algo para ella en su libro de desastres.
— No sabrá lo que era, ¿no?
— No —respondió Barbara—. Algo sobre el Titanic. Esa fue la última manía de Maisie. ¿Sabe como llegar a la UCI cardíaca?
Les dio unas complicadas instrucciones, que Richard anotó para su plano, y se dirigieron hacia el ascensor.
—Doctor Wright, espere —dijo Barbara, corriendo tras ellos—. Algo que tiene que saber. Maisie no… —Se detuvo.
— ¿Maisie no que?
Barbara se mordió los labios.
—Nada. Olvídelo. Iba a advertirle que tiene muy mal aspecto. Este último episodio… —Calló de nuevo.
—Entonces tal vez no debería…
—No. Creo que verlo es justo lo que necesita. Se alegrará mucho.
Pero no fue así. Maisie yacía acostada, lánguida y desinteresada contra las almohadas, rodeada de máquinas y monitores que casi llenaban la habitación. Tenía la tele encendida y el mando a distancia a mano, pero no estaba mirando la pantalla, sino la pared. Respiraba de manera entrecortada.
Había al menos seis bolsas colgando del perchero. Los tubos iban hasta sus pies, y cuando Richard le miró la mano, comprendió por qué. Parecía que hubiese tenido una pelea, todo el dorso cubierto de magulladuras púrpura y verdes y negras. Una chapa de identificación metálica colgaba de su cuello.
—Hola, Maisie —dijo Richard, tratando de que el horror que sentía no se reflejara en su voz.—. ¿Me recuerdas? Soy el doctor Wright.
—Aja —respondió ella, pero no había ningún entusiasmo en su voz.
—Traigo alguien a quien quiero que conozcas. Maisie, ésta es Kit. Es amiga mía.
—Hola, Maisie.
—Hola —dijo Maisie, aturdida.
—Le di de a Kit que eras experta en desastres —dijo Richard. Se volvió hacia Kit—. Maisie lo sabe todo sobre el Hindenburg y el incendio del circo de Hartford y la inundación de la Gran Melaza.
—¿La inundación de la Gran Melaza? —le preguntó Kit a Maisie—. ¿Qué es eso?
—Una gran inundación —dijo Maisie, en el mismo tono monótono y desinteresado—. De melaza.
El se preguntó si aquello era lo que había querido advertirle Barbara. Si se trataba de eso, entendió por que había cambiado de opinión. Nunca habría creído que Maisie, no importaba lo enferma que estuviese, pudiera verse reducida a aquel estado pasivo y sombrío. No, pasivo no. Chafado.
—¿Murió gente? —le estaba preguntando Kit—. ¿En la inundación de la Gran Melaza?
La gente siempre muere —dijo Maisie—. Eso son los desastres, gente muriendo.
—El doctor Wright me ha dicho que eras amiga de la doctora Lander. Venia a verme a veces —dijo Maisie, y sus ojos se dirigieron al televisor.
—También era amiga mía. ¿Cuándo fue la última vez que la doctora Lander vino a verte, Maisie?
—No lo recuerdo —dijo Maisie, los ojos fijos en la pantalla.
—Es importante, Maisie —dijo Kit, tomando el mando a distancia. Apagó la tele—. Creemos que la doctora Lander descubrió algo importante, pero no sabemos qué. Estamos intentando averiguar qué era y con quien habló…
—¿Porqué no le escriben y se lo preguntan?
—¿Escribir y preguntárselo? —dijo Richard, desconcertado. Maisie lo miró.
—¿No le dejó tampoco una dirección?
—¿Una dirección?
—Cuando se mudó a Nueva Jersey.
—¿Mudarse a…? Maisie, ¿no te lo ha dicho nadie?
—¿Decirme qué? —preguntó Maisie. Intentó sentarse. La línea de su monitor cardíaco empezó a subir. Richard miró a Kit, al otro lado de la cama.
—Algo le ha pasado a Joanna, ¿verdad? —dijo Maisie, alzando la voz— ¿Verdad?
Su madre, intentando protegerla, le había dicho que Joanna se había mudado, había impedido que Barbara y las otras enfermeras le dijeran la verdad. Y ahora él… Tras la cabeza de Maisie la línea del monitor cardíaco zigzagueaba bruscamente. ¿Y si se lo decía y volvía a fibrilar a causa de la impresión? Ya había entrado en parada dos veces.
—Tiene que decírmelo —dijo Maisie, pero eso no era cierto. El monitor cardíaco enviaba alarmas al puesto de enfermeras. Dentro de un momento llegaría una enfermera para echarlos, para tranquilizarla, y él no tendría que ser quien se lo dijera—. Por favor —dijo Maisie, y Kit asintió.
—Joanna no se ha mudado, Maisie —dijo él amablemente—. Ha muerto.
Maisie se le quedó mirando boquiabierta, los ojos espantados, sin moverse siquiera. Tras ella, en la pantalla del monitor, la línea verde pespunteó y luego se desplomó. “Lo he hecho —pensó Richard—. La he matado.”
—Lo sabía —dijo Maisie—. Por eso no vino a verme después de que entrara en parada. —Sonrió, una sonrisa radiante—. Sabía que no se marcharía sin despedirse antes —dijo feliz—. Lo sabía.
49
El verdugo es, creo, un experto, y mi cuello muy fino. Oh, Dios, ten piedad de mi alma, oh, Dios, ten piedad de mi alma…
Joanna corrió por la Cubierta de Paseo. “Que el operador esté todavía allí —rezó mientras corría—. Que siga transmitiendo.”
La inclinación de la cubierta había empeorado mientras estuvo en la sala de fumadores, y el barco había empezado a escorarse. Tuvo que extender la mano para no caer contra las ventanas mientras corría. “Que las escaleras no estén sumergidas —pensó, y luego—: Había una escalera para la tripulación. Subí por ella antes. Estaba junto a la despensa”, y empezó a probar puertas.
Cerrada. La segunda cedió para mostrar una maraña de cuerdas que cayeron a la cubierta. La siguiente estaba cerrada. “¿Dónde está?”, pensó, tirando del pomo, y la puerta se abrió bruscamente dando paso a una escalera de metal.
No era la que había usado antes. Era más estrecha, más empinada, y los peldaños, de rejilla metálica, estaban al descubierto. La otra escalera solo bajaba dos pisos desde la Cubierta de Botes. Vio, al mirar hacia abajo a través de los peldaños, que ésta llegaba hasta abajo del todo. “¿Y si el está ahí abajo?”, pensó Joanna, la mano todavía aferrada al pomo. Miró hacia la Cubierta de Paseo. Greg Menotti venía corriendo velozmente, agitando brazos y piernas.
—Tiene que decirme dónde están los botes hinchables —gritó, y Joanna se zambulló en la escalera. La puerta se cerró con un chasquido. Subió los escalones, los pies resonando con fuerza sobre el metal.
Las escaleras se inclinaban hacia delante, de modo que sus pies seguían resbalando. Necesitaba abarrarse a la barandilla de metal, pero no pudo. Se miró las manos. Llevaba una bandeja de la cafetería. “La has llevado hasta Pediatría sin ciarte cuenta —pensó, y trató de dársela a la enfermera sin caderas, pero no estaba en Pediatría, estaba en las escaleras y Greg se acercaba—. Tienes que soltarla”, pensó, y soltó la bandeja, que cayo por las escaleras, golpeando los escalones y cayendo, abajo y más abajo, cubierta tras cubierta tras cubierta.
Joanna se agarró a la barandilla de metal con ambas manos. Estaba adiada, tanto que le cortó las palmas, y húmeda.
Alzó la cabeza. Manaba agua desde arriba. “Es demasiado tarde —pensó, la barandilla clavándose en sus manos como un cuchillo—. Se está hundiendo.”
Pero Jack Phillips había continuado transmitiendo hasta el mismo final, incluso después de que la proa quedara sumergida, incluso después de que el capitán le dijera sálvese quien pueda. Joanna apartó la mano izquierda de la barandilla y empezó a subir otra vez, tambaleándose un poco por el extraño ángulo de los escalones, golpeándose las caderas contra la mesa, derribando el Koolaid, su madre diciendo: “Oh, Joanna”, y buscando el vaso y una toalla al mismo tiempo, empapando el Koolaid, la toalla roja, más roja, manando, y Vielle diciendo: “¡Rápido! La película va a empezar!” Tendiéndole el cubo de palomitas, y Joanna abriéndose paso por el pasillo oscuro, incapaz de ver nada, temiendo que la película hubiera empezado ya, deseando que fueran sólo los avances, viendo luz delante, fluctuante, dorada, como un juego… Estaba de rodillas, los dedos atrapados en el entramado de metal del escalón que tenía encima. “No —pensó—, todavía no, tengo que enviar el mensaje”, y se puso en pie. Empezó a subir los escalones.
Hubo un sonido y se preparó para sumergirse en la oscuridad, otra vez, en el túnel. El sonido se repitió desde abajo, resonando, metálico. “ El está en las escaleras —pensó—. Está subiendo.” Miró hacia abajo, pero no era él, era Greg Menotti quien subía las escaleras.
Rápido, se dijo, y subió los últimos escalones, atravesó la puerta y salió a la Cubierta de Botes, corriendo. Dejo atrás el respiradero, dejó atrás el techo elevado de la Gran Escalera. Tras ella, una puerta se cerro. Rápido, rápido. Corrió ante los pescantes vacíos de los botes salvavidas. La luz estaba todavía encendida en la sala de comunicaciones. Podía verla bajo la puerta. “El operador siguió transmitiendo hasta que falló la energía —pensó—, siguió…”
Se le enganchó el fondillo de la rebeca, y cayó torpemente sobre una rodilla.
—¿Dónde están los…? —exigió Greg Menotti, y hubo un súbito y ensordecedor rugido de vapor. El humo revoloteó alrededor de ellos, y ella pensó: “Tal vez pueda escapar en la niebla.” Pero cuando lo intento, él le agarró la muñeca, atrapando con la otra mano un pliegue de la rebeca.
Se puso en pie de un tirón.
—Los botes hinchables —gritó por encima del rugido del vapor—. ¿Dónde están?
—Encima de la zona de oficiales —dijo Joanna. Señaló con la mano atrapada en dirección a la proa—. Allí abajo.
El la empujó, retorciéndole la muñeca a la espalda.
—Enséñemelo —dijo. La empujó, más allá de la chimenea, más allá de la sala de comunicaciones.
—Tengo que enviar un mensaje —dijo Joanna, los ojos clavados en la luz que asomaba bajo la puerta—. Es importante.
—Lo importante es salir de este barco antes de que se hunda —dijo él, empujándola hacia delante.
—No es real —pensó Joanna, deseando que desapareciera—. Son imaginaciones, es una metáfora, un disparo perdido. Lo he inventado a partir de mi desesperación por encontrarle sentido a lo que está sucediendo, de mi propio pánico y mi negativa. No está realmente aquí. Murió hace seis semanas. No puede hacerle nada a nadie.” Pero aunque cerró los ojos con fuerza y trató de ver su cuerpo sin vida en Urgencias, los dedos de Greg todavía se clavaban en su muñeca, su mano siguió empujándola ferozmente hacia delante, más allá de la sala de mapas, hacia la zona de oficiales.
—Están ahí arriba —dijo Joanna, señalando con la barbilla el techo plano sobre ellos.
— ¿Dónde? Está demasiado oscuro. No veo nada.
— lisos son los camarotes de los oficiales. Están almacenados encima. Pero no están allí. Esto no es el Titanic, es…
El se subió a una silla de cubierta, todavía agarrándola por la muñeca, haciéndola subir tras él a un cabrestante. Extendió la mano hacia un puma! y le soltó la muñeca. Joanna no esperó. Saltó del cabrestante, de la silla, y corrió hacia la sala de comunicaciones.
La puerta estaba cerrada, y en ella había un gran cartel. “¿Conoce a alguien en peligro? —decía—. Puede salvar una vida.”
Abrió la puerta, rezando: “Por favor, que siga aquí, por favor, que esté todavía transmitiendo.”
Lo estaba. Estaba sentado, encorvado sobre el telégrafo, sin la chaqueta, los cascos sobre el pelo rubio, pulsando ferozmente la clave. La chispa azul saltaba entre los polos de la dinamo. “Sigue funcionando”, pensó ella, sintiendo una oleada de alivio.
—Tengo que enviar un mensaje —dijo, sin aliento—. Es importante.
Jack Phillips no alzó la cabeza, no dejó de teclear firmemente. “No puede oírme —pensó ella— por culpa de los auriculares.”
—Jack —dijo, tocándole el hombro.
El se volvió, impaciente, quitándose uno de los auriculares.
—Señor Phil… —dijo ella, y se detuvo, boquiabierta.
50
Estamos a 157-337, Norte y Sur. Esperen a escuchar en 6210.
Maisie insistió en saberlo todo.
—¿Cómo murió? —le pregunto a Richard—. ¿En un desastre?
—No.
— La apuñaló un hombre drogado en Urgencias —dijo Kit, y Maisie asintió, como si eso significara que, en efecto, había sido en un desastre. ¿Y no había sitio así? Una muerte inesperada, inmerecida, causada por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. ¿En qué se diferenciaba de estar en Pompeya cuando el Vesubio entró en erupción? ¿O en el Lusitana?
—¿La apuñaló muchas veces?—preguntó Maisie. Richard miró hacia la puerta, preocupado. La enfermera de la unidad de cuidados intensivos cardiacos ya había venido una vez y quiso saber que estaban haciendo.
— Me sentía rara antes —le había dicho Maisie, tan tranquila—. Pero luego el doctor Wright y la señorita Gardiner han venido a verme y me he sentido mejor.
Era cierto. Incluso tenía mejor aspecto, aunque Richard no podría haber explicado como. Todavía tenía ojeras, y los labios de un leve color azulino, pero la fuerza había regresado a su voz, y el interés.
—¿La atendió el equipo de emergencias? ¿Usaron las palas?
—Hicieron todo lo posible para salvarla —dijo Richard, y no tenía sentido utilizar términos profanos con una experta como Maisie—, pero el cuchillo había cortado la aorta. Murió de hemorragia masiva.
Maisie asintió, comprendiendo.
—¿Qué le pasó al hombre que la apuñaló?
—La policía lo mató —dijo Kit.
—Bien. —Maisie se recostó contra las almohadas, y luego volvió a incorporarse—. Dijo usted que Joanna descubrió algo importante. ¿Que?
—No lo sabemos —respondió Richard. Le explicó que Joanna le había dicho al señor Wojakowski que tenía algo importante que decirle, que había intentado decir algo mientras moría.
—¿Era sobre el Titanic? Richard miró a Kit.
—¿Por qué dices eso?
—Siempre me estaba preguntando cosas sobre el Titanic. ¿Era sobre un mensaje telegráfico?
—¿Por qué? —dijo Richard, temeroso de preguntar.
—Me pidió que le buscara los mensajes la última vez que vino a verme.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Richard. Iba a decir “Murió el catorce…”. Le pareció oír a Joanna diciendo: “No des pistas, no des pistas.”
— Umm —respondió Maisie, frunciendo el ceño—. Me pidió que buscara los mensajes, y tardé un montón porque mi madre estaba aquí siempre y estuve a punto de fibrilar un par de veces y tuvieron que hacerme todas esas pruebas. Y entonces ella vino y me preguntó si había un jardín en el Titanic, y tuve que buscar eso también…
—¿Un jardín? —preguntó Kit—. Había una lista de referencias a jardines en las ECM de sus pacientes —le dijo a Richard.
—¿Había un jardín? —le preguntó Richard a Maisie.
—Más o menos. Había una foto del Café Verandah en uno de mis libros, y parecía un jardín. Ya sabe, con flores y enredaderas y árboles y esas cosas. La llamé y le dije que podía venir a mirarlo y que había terminado con los mensajes.
—¿Fue el mismo día que vino y te preguntó por el jardín?
—No, me lo pregunto el día antes, y cuando la llamé dijo que no podía venir, que estaba muy ocupada, y me prometió que vendría más tarde, pero no lo luxo. Creí que se había olvidado, pero no fue así. —Miró a Richard—. No sé exactamente qué día fue. Puede preguntarle a la enfermera Barbara. Apuesto a que ella lo sabrá.
No había necesidad. A quienquiera que Joanna hubiera visto el día que murió, no fue a Maisie.
— ¿Cuándo la llamaste, Maisie? ¿A qué hora del día?
— Justo después de que mi madre se fuera a ver a su abogado. Creo que a las nueve.
A las nueve, y le había dicho a Maisie lo mismo que le había dicho a Kit, que estaba ocupada, que iría a verla más tarde.
— ¿Dijo cuándo iba a venir a verte?
— Dijo que después de almorzar.
— ¿Y cuándo es el almuerzo? —preguntó Kit.
— A las once y media.
Joanna pretendía ir a ver a Maisie y luego no lo hizo. Eso confirmaba que había sucedido algo, pero no qué.
— ¿Dijo en qué estaba trabajando?
— Creo que en los mensajes del Titanic, porque me pidió que buscara cuáles habían enviado. Richard y Kit se miraron.
—¿Dijo por qué quería saber eso? Maisie negó con la cabeza.
— Me dijo que los anotara, y eso hice. —Extendió la mano hacia la mesilla de noche, y la línea del monitor cardíaco empezó a saltar.
— Espera, déjame —dijo Kit rápidamente, rodeando la cama. Maisie se tendió, y la línea se aplanó. Kit abrió el cajón —No lo veo— dijo.
— Esta dentro de la carátula de El Jardín secreto —informó Maisie. Kit tomó el vídeo, sacó la cinta, miró en la caja y luego la sacudió. Del interior cayó un papelito muy bien doblado.
Se lo tendió a Maisie, quien lo desplegó con mucho cuidado.
— Muy bien, el primero… Los ordene por las veces que los enviaron —explicó— El primero fue a las doce y cinco. El último a las dos y diez. Se hundió a las dos y veinte. —Calló para tomar aire— Muy bien, el primero decía “CQD”, que significa “auxilio a todas las estaciones”.
— Respiró otra vez —MGY, que es el nombre del Titanic— Inspiró —Y luego su posición.
Le ofreció el papel a Richard.
El miró desconcertado el primer mensaje de la página, escrito con la letra infantil de Maisie: “CQD. CQD. MGY. 41.46 N, 50.14 O. CDQ. MGY.”
— ¿El Titanic no usó SOS en su señal de socorro? —preguntó, sintiendo cómo en su interior brotaba la esperanza.
— Joanna también me preguntó eso. Lo hicieron más tarde. —Maisie se inclinó hacia delante para quitarle el papel— Aquí está. —Le mostró el lugar— “MGY. SOS”, a las doce y cuarto.
SOS. ¿Había visto Joanna al operador tecleando uno de esos mensajes y quería confirmación externa? ¿O estaba intentando averiguar otra cosa, y la pista estaba allí, en la lista De Maisie? Pero no podía ser, porque Maisie nunca la había visto.
— Maisie —preguntó—, cuando llamaste a Joanna, ¿le hablaste de los mensajes que encontraste?
— No. Sólo le dije que los había encontrado. Le mostré dos antes.
— ¿Cuáles? —preguntó Richard, tendiéndole la lista.
— Este —señaló ella— y este otro.
— “Vengan rápido. Sala de máquinas inundada hasta las calderas.” Y: “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor.”
Joanna le había preguntado a Kit por el vapor y los incendios del Titanic pudieran haber producido humo.
— ¿Te preguntó otras cosas sobre el Titanic? —quiso saber Kit.
— Sí, me preguntó si tenía ascensor y piscina. Y también me preguntó por el Carpathia.
Una enfermera mayor asomó la cabeza a la puerta.
— Han pasado cinco minutos. Richard asintió. Kit se levantó.
— No, no pueden irse todavía —dijo Maisie, y el monitor zigzagueó— No me han dicho qué creen que descubrió o cómo van a averiguarlo. Por favor, enfermera Lucille —le suplicó a la enfermera— sólo dos minutos más, y luego descansaré, lo prometo. —Se tendió obediente contra las almohadas, como para demostrarlo— Me tomaré mi Ensure.
— Muy bien —dijo Lucille, derrotada— Dos minutos más, y eso será todo. —Salió.
En cuanto se fue, Maisie se incorporó.
— Muy bien, díganme. Creen que fue a ver a alguien y que le dijeron algo, ¿verdad? Por eso han venido a verme, porque piensan que fui yo, ¿no? Pero no fui. Apuesto a que fue uno de sus pacientes de ECM, así que lo primero que tenemos que hacer…
— ¿Tenemos? —dijo Richard— Tú no vas a hacer más que descansar.
— Pero podría… —Maisie se detuvo y se recostó contra las almohadas.
— ¿Maisie? —dijo él, mirando ansiosamente a Kit, que había mirado el monitor y luego otra vez a Maisie. La niña estaba mirando la puerta.
Lucille entró con una lata con una pauta. La colocó en la bandeja que había en la cama.
— Todo entero —dijo.
— Es de vainilla —se quejó Maisie—. ¿No lo hay de chocolate?
— Todo entero —dijo Lucilo., y salió.
—Odio la vainilla —murmuró Maisie, y apartó la lata—. Apuesto a que el señor Mandrake sabrá quiénes son los ECM. Podríamos ir a preguntarle…
— No vas a ir a ninguna parte, Maisie. Lo digo en seno —le advirtió Richard—. No vas a hacer otra cosa sino descansar y ponerte fuerte para que estés preparada para tu nuevo corazón. Kit y yo averiguaremos con quién habló Maisie.
— Yo no haría nada —dijo Maisie, dirigiéndose a Kit—. Sólo le pediría a la gente cuando venga a verme si la vieron hablar con alguien, el tipo que limpia la papelera y esas cosas. Ni siquiera me levantaría de la cama. —Miró a Richard—. Por favor. Joanna dijo que yo era muy buena averiguando cosas.
“Y pretendes continuar, te dé permiso o no”, pensó él. Se preguntó cómo podía manejarla Joanna, y entonces se dio cuenta de que sabía cómo. La había puesto a trabajar buscando mensajes e islas del Pacífico.
— Muy bien —dijo, mirando a Kit, quien asintió—, puedes ayudarnos, pero tienes que prometer que descansarás…
— Y hacer todo lo que te digan las enfermeras —dijo Kit.
— Lo haré —dijo Maisie mansamente.
— Lo decimos en serio. Sólo tienes que hacer preguntas. No vas a hacer nada ni ir a ninguna parte.
— No me dejarán de todas formas —dijo Maisie, disgustada, y Richard se preguntó qué historia había detrás—. Lo prometo. Sólo haré preguntas.
— Muy bien. La hora que estamos investigando es después de las once y antes de las doce y cuarto.
Maisie intentó estirar la mano hacia la mesita de noche, y Kit saltó a alcanzarle el lápiz y la libreta.
— Once y doce y cuarto —dijo Maisie, anotándolo—. ¿Quiere que lo llame al busca cuando lo averigüe? Richard sonrió.
Puedes llamarme —dijo. Se sacó una de sus tarjetas del bolsillo de la bata.
¿Y si no contesta?
— Puedes dejar un mensaje en mi contestador —dijo él, y ante su mirada escéptica añadió—: Prometo que vendré en cuanto reciba el mensaje.
Miró la hora.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Kit, poniéndose en pie—. Han pasado dos minutos.
—No puedes irte todavía. No tengo tu número —dijo Maisie—. Por si el contestador del doctor Wright no funciona.
La retrasadora maestra en acción. Anotó el número de Kit y luego el de Vielle.
—Pero no llames a Urgencias —dijo Richard severamente—. Están muy ocupados. Llámame a mí.
—Lo haré.
—Ahora bébete el Ensure y descansa —dijo Richard, y se dirigieron hacia la puerta.
—¿Sabe cómo es esto? —dijo Maisie.
—¿Qué?
—Es como el Titanic. Tuvieron que averiguar qué había sucedido gracias a la gente, sólo que estaban muertos, así que tuvieron que hablar con otra gente y averiguar qué hicieron y quién los vio y esas cosas.
Recomponiendo la tragedia, pieza a pieza, conversaciones y atisbos y últimas palabras.
—Joanna estaba loca por ti, ¿sabes? —dijo Richard, y Maisie asintió solemnemente.
—Sabía que no podía irse y dejarme.
—¿Vas a ponerte bien, Maisie?—preguntó Kit.
—Aja. Casi es la hora de que venga la señora con las revistas. Va por todo el hospital repartiendo revistas. Apuesto a que tal vez, vio a Joanna. Kit, ¿puedes ahuecarme las almohadas antes de irte?
Tardaron otros cinco minutos e hizo falta que Lucille volviera para que pudieran marcharse.
—Tienes razón —dijo Kit mientras esperaban el ascensor—. Es toda una valiente.
—¿Cómo sabias que no sabía lo de Joanna?
—Tenía la misma cara de mi tío Pat el día que le dieron el diagnóstico —dijo ella, mirando la puerta cerrada del ascensor—. Hay cosas peores que la muerte.
—Como dejar tirado a alguien. Kit lo miró.
—No vamos a dejar tirada a Joanna. Vamos a descifrar su mensaje.
¿Pero cómo, exactamente? Recomponiendo trocitos de información. Kit le trajo la lisia de referencias a jardines que Joanna había encontrado entre las transcripciones, y otra con el título “Regresos bruscos de la ECM”.
— Es de hace varias semanas. Ya lo he visto —le dijo él. Pero cuando volvió a mirarlo, advirtió en la lista el nombre de Amelia Tanaka, y cuando comprobó su testimonio con el escaneo de esa sesión, encontró que había salido del estado ECM por su cuenta., y que la teta-asparcina estaba presente.
Revisó todas sus ECM y luego empezó con las del señor Sage. El testimonio no servía de nada con el señor Sage, pero cuando Richard comprobó los escaneos, descubrió que había pasado directamente del estado ECM al despertar dos veces. Ambas veces la teta-asparcina estuvo presente. Pero no estaba presente en las ECM del señor Pearsall ni en las del señor O’Reirdon.
Trabajó con los escaneos hasta que los ojos empezaron a arderle, y entonces se marchó al ala oeste y terminó de cartografiar el resto de las plantas, preguntando a varias enfermeras y celadores.
— ¿Cómo puedo llegar más rápido a la ocho-oste desde aquí? ¿Cuál es el camino más rápido a Urgencias?
Y anotó las repuestas y fue añadiendo las rutas a su plano.
Entretanto, reflexionó sobre la lista de mensajes de Maisie. Eran casi imposibles de leer, una letanía de desastre y desesperación cada vez mayor : “Hay hielo”; “Estamos subiendo las mujeres a los botes”; “Requerimos ayuda inmediata”; “Nos hundimos rápidamente”. “SOS. SOS. SOS.”
Había una pista en alguna parte, una conexión. Joanna había tenido un motivo para pedirle a Maisie que los buscara, pero él lo entendía tan poco como los barcos que respondieron al SOS del Titanic. “¿Qué os pasa?”, había preguntado el Olympic, y luego, increíblemente: “¿Viráis al sur para encontraros con nosotros?” El Frankfurt estaba tan despistado que el telegrafista le recriminó: “¡Idiota, permanece a la escucha y atiende!” Incluso el operador del Carpathia preguntó: “¿Debo decírselo al capitán?” Idiotas obtusos, todos ellos, incapaces de comprender un mensaje perfectamente sencillo. “Igual que yo.”
Llamó Vielle.
— Encontré a alguien más que vio a Joanna. Wanda Rosso. Es radióloga. Dice que vio a Joanna en la cuatro-oeste a eso de las once y media.
— ¿Dónde en la cuatro-oeste? —preguntó Richard, recuperando el plano del Mercy General.
— Estaba entrando en un ascensor.
Había dos ascensores para pacientes y dos ascensores de servicio en la cuatro-oeste.
—¿Qué ascensor?
—No lo dijo. Supongo que el que está junto al pasillo.
—Pregúntaselo. ¿Sabía esa tal Wanda en qué dirección iba Joanna?
—No podía recordarlo —dijo Vielle—. Cree recordar que la flecha “abajo” estaba encendida, pero no está segura. Le pregunté si Joanna parecía excitada o feliz, y dijo que no notó nada, excepto que parecía tener prisa porque no paraba de mirar los números de las plantas y de dar golpéalos con el pie.
Con prisa, iba a alguna parte en el ala oeste. ¿Pero adonde? La tercera planta era Ortopedia, lo cual no parecía probable, y debajo todo eran oficinas de administración. Y esta Wanda había dicho que no estaba segura de que la flecha estuviera encendida. La cuarta era Pediatría, y no había ido a ver a Maisie. La sexta era Cardiología, una posibilidad en lo referido a las ECM, pero Joanna no se había llevado la minigrabadora consigo.
—¿Dijo si Joanna llevaba un cuaderno?
—No.
—¿Averiguaste lo de la cinta? ¿La tiene la policía?
—No —dijo Vielle, y hubo un extraño cambio en su voy.—. Su ropa fue destruida.
—¿Destruida? ¿Estás segura? Era una prueba.
—No hay caso. El sospechoso está muerto, y hubo testigos, así que no había ningún motivo para conservarla.
—Pero no habrán tirado las cosas que llevaba en los bolsillos —dijo él—. Las habrán devuelto a sus parientes. Tal vez su hermana tenga la cinta. Y escucha, he estado pensando, puede que también haya notas. Joanna siempre tomaba notas cuando hacía las entrevistas, y sabemos que no llevaba la grabadora consigo. Puede que haya un cuaderno, un trozo de papel…
—Todo fue destruido —dijo Vielle, y su voz sonó cortante, definitiva—. En la papelera de residuos contaminados.
—¿La papelera de resi…? —dijo él, y entonces comprendió lo que Vielle había estado intentando decirle de manera implícita. La ropa de Joanna estaba empapada de sangre, y todo lo que llevara en los bolsillos se habría empapado también. Estropeado. Ilegible.
—Lo siento —dijo Vielle—. Todavía no he encontrado al taxista, pero tengo un par de pistas. Te llamaré en cuanto encuentre algo.
—Bien.
Richard regresó al Titanic y buscó “restaurante A La Carte”, “gimnasio”, “Salón Comedor de Primera Clase”. Jim Farrell, un joven emigrante irlandés, había acompañado a cuatro jóvenes que había prometido cuidar y las condujo desde tercera clase hasta la Cubierta de Botes, sorteando un laberinto de pasillos y cubiertas y escaleras, y luego regreso, incapaz de escapar él mismo.
Buscó “Cubierta de Botes”. Archibald Butt y el coronel Grade y un jugador llamado J. H. Rogers ayudaron a cargar bote tras bote, entregando bebés y niños mientras eran arriados por el costado.
Maisie no llamo, cosa que le sorprendió. En realidad él no creía que pudiera descubrir lo que Vielle, con todas sus relaciones entre el personal, no había podido esclarecer, pero no esperaba que eso la detuviera. Pero no había ningún mensaje en su contestador, ninguna llamada urgente al busca. Se preguntó si la niña estaría bien. Pareció tomarse bien la noticia de la muerte de Joanna, pero con los niños nunca se sabía, y a veces las malas noticias tardaban algún tiempo en hacer mella.
Como siguió sin llamar durante la tarde siguiente, Richard fue a verla. No estaba (le estaban haciendo un reconocimiento cardíaco), pero la enfermera, que no era la misma que los había sacado de la habitación, le dijo que estaba bien.
— Su estado de ánimo ha mejorado mucho estos últimos días —dijo, sonriendo— Memos tenido que obligarla a quedarse en la cama.
— Dígale que el doctor Wright ha venido a saludarla, ¿quiere? Y que vendré más tarde —dijo el. Dio unos cuantos pasos hacia el ascensor y luego se volvió, con aspecto adecuadamente contuso— Necesito ira Urgencias. ¿Cuál es el camino más fácil para llegar?
Repitió el proceso con una enfermera y dos celadores. Obtuvo tres respuestas completamente diferentes, y volvió al laboratorio y las añadió al plano. Tenía terminada la planta principal y toda el ala oeste, Las cuatro plantas superiores del ala este alas y el plano empezaba a parecer tan complicado como sus diagramas de los escaneos, e igual de ininteligible.
Joanna había salido de su despacho y había bajado a la dos oeste y luego subió al despacho de la doctora Jamison y, de allí, bajó a Urgencias. ¿Y entre una cosa y la otra? No tenía ni idea. Todo lo que podía deducir con seguridad era que no había ido a ningún sitio de la cuatro-oeste, va que bajaba (o subía) desde allí, y que probablemente había bajado a la cuatro-oeste desde su despacho y cruzó el pasillo. Si de verdad había salido de su despacho, si no había ido a algún otro lugar primero.
Trabajo un rato en el plano y luego hizo una serie de superposiciones de la teta-asparcina, buscando otras similitudes. No había ninguna. “Completamente aleatorio”, pensó. Pero había una conexión en alguna parte. Joanna la había visto, y estaba en algún lugar de los escaneos o las transcripciones de sus ECM. O de la de Joseph Leibrecht. Leyó el testimonio del tripulante que le había dejado Kit. Había visto una ballena y un pájaro en una jaula y manzanos en flor.
Richard volvió a los escaneos, tratando de decidir si había alguna similitud entre los que no teman teta-asparcina. No la había. Recupero del caos de su mesa la revista que había dejado la doctora Jamison y levo el artículo sobre la teta asparcina. Se había producido una versión oficial y se estaba probando para determinar su intención, todavía desconocida.
“llene algo que ver con las ECM”, pensó. ¿Pero cómo? ¿Era un inhibidor, después de todo?, o su presencia era un efecto secundario de la estimulación del lóbulo temporal o la acetilcolina?
Trabajó hasta que pudo justificar el tener que irse a casa, y entonces llamo a Kit, quien tampoco había encontrado nada.
— Decididamente tiene algo que ver con el Titanic —dijo ella, y parecía cansada, lóelas las palabras que ha subrayado tienen relación.
—¿Es la señorita Lander? —dijo el señor Briarley al fondo—. Es la segunda vez que llega tarde a clase.
— Es el doctor Wright, tío Pat —dijo Kit pacientemente.
— Dile que la respuesta es la C, la viva imagen reflejada.
—Lo haré —le dijo Kit, y a Richard—: Lo siento. Lo que estaba diciendo es que todo lo que marco, ascensor” y “gloria” y “escalera”, son cosas que describió haber visto en el Titanic durante sus ECM.
—¿Hay subrayada alguna referencia a los mensajes telegráficos?
—No, aunque la palabra mensajes aparece en casi todas las transcripciones. Tengo que colgar. ¿Alguna noticia de Maisie?
—Todavía no —respondió el, y empezó a leer otra vez, sobre el Titanic, buscando pistas. Pero lo único que encontró fueron más historias de terror: los encargados postales bajando a por mas sacas de correo y quedando atrapados por el agua; los pasajeros de tercera clase atrapados en la sentina mientras dos miembros de la tripulación guiaban a grupos pequeños por la escalera de segunda clase hasta la Cubierta, a través del vestíbulo de tercera clase, por la cubierta central, hasta el pasillo que conducía a primera clase y la gran Escalera y la Cubierta de Botes; el capitán Smith nadando hacia uno de los botes con un bebé en sus brazos y desapareciendo luego.
Richard no tuvo noticias de Maisie tampoco al día siguiente, ni al otro. Vielle llamó para decir que había hablado con Wanda Rosso, y que, en efecto, eran los ascensores de los pacientes junto al pasillo.
—Y dice, ahora que ha tenido la oportunidad de pensarlo, que recuerda haber visto a Joanna pulsar el botón para bajar.
“Apuesto a que sí”, pensó él, sacudiendo la cabeza. Un caso clásico de tabulación, de rellenar un recuerdo que no estaba allí con imágenes de otros tiempos, otros ascensores, y que no servía de nada.
—¿Y no has encontrado a alguien más en el ala oeste que la viera? —pregunto.
— No he tenido ocasión de hablar con ellos. Sigo trabajando en lo del taxista.
Muy bien, pues, él iría a preguntar. Pero nadie en la cuatro-oeste, ni en la tercera, ni en la sexta, recordaba haberla visto. Sí que averiguó algo. La quinta estaba completamente cerrada por reformas y llevaba así desde enero. Un cartel ante el ascensor decía que Rehabilitación había sido trasladada temporalmente a la segunda planta del edificio Brightman.
Volvió al laboratorio y lo marcó en el plano, agradecido de poder eliminar algo. Y al menos había acotado la zona a la que ella había podido ir en el ala oeste. A menos que hubiera bajado a la segunda y al pasillo hasta la principal.
Se rindió y volvió a los escaneos. Hizo una serie de superposiciones de los escaneos donde estaba presente la teta-asparcina, buscando oirás similitudes. No había ninguna, lo que significaba que la teta-asparcina era sólo un efecto secundario. O el producto de una smapsis disparada aleatoriamente.
Y Kit había dicho: “Tiene decididamente algo que ver con el Titanic. “ La respuesta estaba en algún lugar del montón de libros. Se sentó, saco El trágico fin del Titanic del montón y empezó a leer, la cabeza apoyada en la mano.
“Los testimonios de los que quedaron a bordo después de que se marcharan los últimos botes son, por supuesto, difusos —leyó—. Aunque todos están de acuerdo en que no hubo pánico. Los hombres se apoyaron contra la barandilla o se sentaron en las sillas de cubierta, turnando y charlando tranquilamente. El padre Tilomas Byles caminó cutre los pasajeros de tercera clase, rezando y ofreciendo la absolución. La cubierta empezó a inclinarse, y las luces se redujeron a un resplandor rojizo…”
Richard cerró el libro y volvió a la monotonía de estudiar los escaneos. Trazo los niveles de cortisol y acetilcolina, y luego conectó con Internet e hizo una búsqueda sobre la teta-asparcina. Sólo había dos artículos. El primero era un estudio de su presencia en los pacientes de corazón, que…
Alguien llamó a la puerta. Richard se dio la vuelta, esperando que fuera Kit, o Vielle, pero no. Era una mujer con un vestido rosa y tacones altos. ¿Podría ser la señora Haighton, finalmente allí, varios con es tarde, para su primera sesión?
—¿Doctor Wright? —dijo la mujer—. Soy la señora Nellis. La madre de Maisie.
“Oh, justo lo que me hacía falta —pensó él, cansado—. No tenía derecho a decirle a Maisie que Joanna ha muerto, es terriblemente importante que sólo tenga experiencias alegres y animosas. El pensamiento positivo es muy importante.”
—Maisie me ha hablado mucho de usted —dijo la señora Nellis—. Agradezco que fuera a visitarla. Es difícil mantenerla animada, aquí en el hospital, y su visita la ha alegrado enormemente.
—Me gusta Maisie —dijo él, cauto—. Es una gran chica. La señora Nellis asintió. Todavía sonreía, pero la sonrisa era un poco forzada.
—Está bien, ¿verdad? —preguntó Richard—. ¿No le ha pasado nada?
—Oh, no, no —dijo la señora Nellis—. Lo está haciendo enormemente bien. Ese nuevo bloqueador ECA está haciendo maravillas. Me ha dicho que es usted neurólogo investigador.
El se sorprendió. No tenía ni idea de que Maisie supiera nada de él, excepto que era amigo de Joanna. ¿Y de qué iba todo aquello? Si venía a echarle un sermón por haberle contado a Maisie lo de Joanna, mejor que dejara de sonreír y fuera directa al grano.
—Sí, eso es —contestó él, y para darle la ocasión que aparentemente estaba buscando, añadió—: Estoy investigando las experiencias cercanas a la muerte.
—Eso me han dicho. Tengo entendido que cree usted que las experiencias cercanas a la muerte pueden ser algún tipo de mecanismo de supervivencia. También tengo entendido que espera usar su investigación para desarrollar una técnica para revivir pacientes que hayan experimentado un paro cardíaco, un tratamiento para traerlos de vuelta.
¿Con quien había estado hablando? Joanna nunca le habría dicho nada de eso, sobre todo conociendo su tendencia al optimismo desbordado, ni tampoco Maisie. ¿Mandrake? Difícilmente. ¿Quién entonces? ¿Tish? ¿Uno de los sujetos de la investigación? No importaba. Tenía que detener aquello antes de que llegara más lejos.
—Señora Nellis, mi investigación está sólo en fases muy preliminares. Ni siquiera tenemos claro todavía qué es la experiencia cercana a la muerte ni qué la causa, mucho menos cómo funciona.
—Pero cuando averigüe cómo funciona —insistió ella—, y cuando desarrollen un tratamiento, podrá ayudar a pacientes que han entrado en parada. Como Maisie.
—No… señora Nellis —dijo él, sintiéndose como si intentara detener un tren sin frenos—. En algún momento del lejano futuro, la información que estamos recopilando podrá ser aplicada a un uso práctico, pero cuál pueda ser ese uso, o si podrá de hecho ser…
—Comprendo —dijo ella—. Sé lo incierta y consumidora que es la investigación médica, pero también sé que se obtienen logros científicos constantemente. Mire la penicilina. Y la clonación. Cada día se desarrollan tratamientos nuevos.
“No un tren sin frenos, un flujo piroclástico”, pensó él, viendo mentalmente la foto que Maisie tenía del volcán Santa Helena, la nube negra rugiendo imparable en la boca de la montaña, arrasándolo todo a su paso, y se preguntó si de ahí habría sacado Maisie su interés original por los desastres.
—Aunque hubiera un logro en la comprensión de las experiencias cercanas a la muerte —dijo él, sabiendo que era inútil—, no tendría por qué tener una aplicación médica, e incluso si así fuera, tendría que haber experimentos, pruebas clínicas…
—Comprendo.
“No, no comprende —pensó él—. No comprende nada de lo que he dicho.”
—Aunque hubiera un tratamiento, que no hay, tiene que haber una aprobación por parte del hospital y un permiso por parte del consejo de investigación…
—Sé que habrá obstáculos —dijo ella—. Cuando se aprobó el amoclipril para pruebas clínicas, pasaron meses antes de que Maisie fuera incluida en la lista de espera, pero mi abogado es muy bueno superando obstáculos.
“Me lo imagino”, pensó Richard.
—Por eso es esencial tener a Maisie en su proyecto ahora, para que todos los problemas puedan ser solucionados con antelación. Naturalmente, todo es pura precaución. Maisie lo está haciendo extraordinariamente bien con el bloqueador ECA. Está completamente estabilizada, y puede que ni siquiera necesite el tratamiento. Pero si lo hace, quiero que todo esté preparado. Por eso he venido a verlo en cuanto Maisie me contó lo de su cura para las paradas cardíacas. Si ella está en su proyecto, ya habrá sido aprobada y todo el papeleo estará completado cuando el tratamiento esté disponible, y no habrá ningún retraso innecesario para administrarlo —dijo, pero él había dejado de escuchar a partir de “en cuanto Maisie me contó”.
¿Maisie se lo había dicho a su madre? ¿Qué él podía recuperar a la gente de la muerte? ¿De dónde había sacado esa idea? La única persona que podría haberle hablado del proyecto era Joanna, y Joanna siempre había sido completamente sincera con ella. Nunca le habría dado falsas esperanzas.
Y aunque le hubiera dicho a Maisie que había una cura milagrosa (cosa que Richard se negaba a creer), Maisie no la habría creído. No la endurecida Maisie, que llevaba chapas de perro al cuello para que supieran su identidad si moría mientras le estaban haciendo pruebas. Si el Hindenburg y el incendio del circo de Hartorfd y el Titanic le habían enseñado algo a Maisie era que no había rescates de último momento. Su madre podía creer en curas milagrosas, pero Maisie no. Y aunque lo creyera, no se lo habría dicho a su madre, especialmente a ella.
Joanna había dicho que Maisie nunca le contaba nada A su madre. Le ocultaba sus libros, su interés en los desastres, incluso el hecho de que él le había contado la muerte de Joanna, y su madre sólo permitía conversaciones positivas. Nunca habría dejado que Maisie sacara el tema de la muerte clínica. Debía de haber pasado algo. Maisie debía de haber mencionado accidentalmente su nombre y, para encubrirlo, para que su madre no se enterara de que él le había contado lo de Joanna, había dicho algo sobre el proyecto, y su madre se había dejado llevar, y través de sus poderes de pensamiento positivo, convirtiéndolo en una cura milagrosa.
—Necesitará una copia de su historial médico —dijo la señora Nellis, muy ocupada haciendo planes—. Recogeré la solicitud en Archivos. Maisie estará encantada. Estaba tan nerviosa cuando me habló de su proyecto. La posibilidad de entrar de nuevo en parada la tiene muy preocupada, lo sé. Le dije a sus médicos que no dejaré que le suceda nada, pero ella tiene miedo.
Pero había entrado en parada dos veces sin temblar siquiera. Y estaba enterada de lo del trasplante cuando Kit y él fueron a verla y no parecía asustada. Su único pensamiento fue ayudarlos a averiguar adonde había ido Joanna.
—Naturalmente, soy consciente de que una cura semejante tendrá una demanda enorme, y que habrá pacientes compitiendo por ella. Es otro de los motivos por los que quiero que Maisie esté en el proyecto en esta etapa —dijo la señora Nellis—. Hablaré con mi abogado para preparar un permiso de participación de una menor. Iba a verlo ahora, y de paso le preguntaré por cualquier otro posible obstáculo.
¿Por qué se lo habría dicho Maisie? Tenía que saber que ella se agarraría incluso a una mención casual de un posible tratamiento y lo convertiría en domina de fe. Entonces, ¿por qué se lo había dicho? Tenía que saber que ella haría exactamente lo que había hecho, ir corriendo al laboratorio y…
“Eso es —pensó—. Por eso Maisie se lo ha dicho. Para que viniera aquí. Para que insistiera en que fuera a verla. Ha descubierto donde estuvo Joanna y ésta es su forma de decírmelo. ¿Pero por qué no ha telefoneado? ¿O hecho que me llamaran al busca?”
—Tendré que hablar con Maisie antes de tomar ninguna decisión referida al proyecto —dijo.
—Por supuesto. Lo notificaré a la UCI cardíacos. Maisie no tiene teléfono en su habitación, pero le diré a la enfermera del sector que le deje hablar con ella.
“Maisie no tiene teléfono —pensó él, y no podía hacer que nadie transmitiera un mensaje suyo—. Ésta es su forma de comunicármelo.”
—… y si tiene problemas para que le dejen pasar, dígale a los de la UCI que me llamen —dijo ella—. Me encargaré de que lo pongan en la lista de visitantes aprobados, y después de ver a mi abogado, hablare con Archivos sobre el proceso de solicitud. Y le dejo para que trabaje en su proyecto. ¡Se que sus logros van a producirse pronto! —dijo, sonriendo alegremente, y se marchó.
Richard espero a oír sonar el ascensor, y entonces agarró su bata y su placa de identificación, una carpeta de aspecto oficial por si las moscas, y abrió la puerta. Kit estaba allí, con la mano a punto de llamar.
—Vamos —dijo él— Maisie ha descubierto dónde estuvo Joanna. La condujo hasta la séptima y luego cruzaron un pasillo, pensando: tantas estas horas haciendo mapitas han dado su fruto. Puedo llegar a cualquier parte del hospital en cinco minutos.”
—¿Te ha llamado? —preguntó Kit, trotando para mantener su ritmo.
—En cierto modo —contesto él, abriendo la puerta al fondo del pasillo. ¿Qué estas haciendo aquí, Kit? ¿Has descubierto algo?
— No estoy segura, pero si tienes razón sobre Maisie, no importará. De todas formas, puede esperar.
El la condujo hasta la sexta y luego recorrieron el pasillo de la UCI cardíaca, donde una voluntaria guardaba la puerta. Richard le tendió la carpeta a Kit y pasaron de largo y atravesaron las puertas dobles. La enfermera miró brevemente su identificación y sonrió. Richard condujo a Kit hasta la habitación de Maisie. La enfermera que había ante la puerta se levantó.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó, moviéndose para bloquear la puerta.
—Soy el doctor Wright. He venido a ver a Maisie Nellis.
—Oh, sí, la señora Nellis dijo que vendría —dijo la enfermera, y les franqueó el paso. Maisie estaba tumbada, viendo la tele. El doctor Wright ha venido a verte —informó la enfermera, rodeando la cama para comprobar los goteros. Pulsó un botón.
—Hola —dijo Maisie, sin interés, y siguió mirando la tele.
“¿Y si estoy equivocado y no intentaba enviar un mensaje? —pensó Richard, observándola—. ¿Y si me lo he inventado todo?
La enfermera enderezó el tubo de la intravenosa, pulsó de nuevo el botón y salió, cerrando la puerta tras ella.
—Ya era hora —dijo Maisie, sentándose en la cama—. ¿Por qué ha tardado tanto?
51
Más cerca, mi Dios, de Ti.
Joanna contempló el pelo rubio del operador del telégrafo, su rostro joven y despejado, el rostro que reía feliz desde la foto de la biblioteca del señor Briarley.
—Eres el prometido de Kit —dijo.
—¿Conoce a Kit? —dijo él, quitándose los auriculares—. No está aquí, ¿verdad? —Dio un salto y agarró a Joanna por los hombros—. Dígame que no está aquí.
—No —respondió Joanna rápidamente—. Está bien, está… Pero él ya había vuelto a sentarse, y seguía transmitiendo.
—Tengo que enviarle un mensaje —dijo, tecleando el código—. Tengo que decirle que lo siento, fue culpa mía, no miré por dónde iba.
—Ni yo tampoco —dijo Joanna.
—Tengo que decirle que la quiero —dijo Kevin, el índice tecleando incansable el código—. No se lo dije. Ni siquiera le dije adiós. —Tomo los auriculares y se los llevó al oído—. No hay respuesta. Está demasiado lejos.
—No, no lo está —dijo Joanna, arrodillándose junto a él, la mano en su brazo—. El mensaje llego, ella sabe que la amabas. Entiende que no pudieras decirle adiós.
—¿Y estará bien? —preguntó él ansiosamente—. La dejé sola.
—No esta sola. Tiene a Vielle, y a Richard.
—¿Richard? —Una expresión de dolor cruzó su rostro y fue sustituida por algo triste—. Temía que estuviera sola. Temía que estuviera demasiado lejos para que llegara el mensaje. —Dejó los auriculares sobre la mesa.
— No lo estaba —dijo Joanna, todavía arrodillada junto a el— No lo está. Y tengo que enviar un mensaje. Es importante. Por favor. El asintió, puso el dedo sobre la tecla.
— ¿Qué quiere decir?
“Adiós —pensó Joanna— Lo siento. Os quiero.” Miró la chispa. Undulaba, titilaba.
— Dile a Richard que la ECM es una señal de socorro del cerebro a todos los sistemas del cuerpo. Dile que…
Alguien la hizo ponerse brutalmente en pie.
— Los botes hinchables no estaban allí —gruñó Greg, agarrándola por los hombros— ¿Dónde están? —La sacudió— ¿Dónde están?
— No lo entiende —dijo Joanna, mirando frenéticamente a Kevin— Tengo que enviar un…
Pero Greg la había soltado y había agarrado el brazo de Kevin.
— ¡Es un telégrafo inalámbrico! —dijo— ¡Está enviando un SOS! Hay barcos que van a venir a salvarnos, ¿verdad? ¿Verdad? Kevin sacudió la cabeza.
— El Carpathia viene de camino. Pero está a cincuenta y ocho millas de aquí. No llegará a tiempo. Está demasiado lejos para que llegue. Joanna tomó aire.
— ¿Qué quiere decir con que está demasiado lejos? —dijo Greg, y Joanna comprendió por fin lo que había oído en su voz en Urgencias. Había creído que era desesperación, pero no lo era. Era incredulidad, furia— ¿Cincuenta y ocho? —dijo, sacudiendo a Kevin para que se volviera a mirarlo— Tiene que haber algo más cerca. ¿A quién más está transmitiendo?
—El Virginia, el Olympic, el Mount Temple…, pero ninguno está lo bastante cerca para ayudar. El Olympic está a más de quinientas millas de distancia.
— Entonces envíe el SOS a alguien más —dijo Greg, y empujó a Kevin a la silla— Envíelo a alguien que esté más cerca. ¿Y ese barco, el de la luz que vio todo el mundo?
— No responde.
— Tiene que responder —dijo Greg, y forzó la mano de Kevin contra la tecla— Transmita. SOS. SOS.
Kevin miró a Joanna y luego se inclinó hacia delante y empezó a tecleare! mensaje. Punto-punto-punto. Raya-raya-raya. Sobre su cabeza, la chispa azul saltó, fluctuó, desapareció, volvió a arquearse.
“Se está apagando”, pensó Joanna, y se interpuso entre ellos.
— ¡No! Es demasiado tarde para enviar un SOS. Dile a Richard que es un SOS, dile que las ECM de la señora Troudtheim son la clave.
—¡Siga enviando el SOS! —gritó Greg, agarrando a Joanna por la muñeca—. Usted muéstreme dónde están los chalecos salvavidas.
—Tienes que hacer que el mensaje le llegue a Richard —le dijo ella a Kevin—. dile que es un código, que los neurotransmisores…
Pero Greg ya la había sacado de la sala de comunicaciones a la cubierta.
—¿Dónde están los salvavidas? ¡Tenemos que permanecer a flote hasta que llegue el barco! ¿Dónde los guardan?
—No lo sé —dijo Joanna, indefensa, mirando hacia la puerta de la sala de comunicaciones. De ella irradiaba luz, dorada, pacífica, y en la luz estaba sentado Kevin, su cabeza dorada inclinada sobre la clave del telégrafo sin hilos, la chispa sobre su cabeza como un halo. “Por favor”, rezó Joanna. “Que logre comunicar.”
—¿Dónde los guardan? —Los dedos de Greg se clavaron en sus muñecas.
—En un baúl junto a los camarotes de oficiales —dijo Joanna—. Pero no servirán de nada. No va a venir ningún barco…
Pero él ya la estaba empujando hacia la proa. Por delante, Joanna oía un lamido, un sonido suave, como agua, como sangre.
—Muéstreme dónde está el arcón…
“… para que pueda ver lo que estoy haciendo!”, decía el residente, y Joanna se apartó de Lis tijeras, temerosa de que tuviera un cuchillo, ¡un cuchillo! Vielle diciendo: “Aguanta, cariño. Cierra los ojos.” Las luces apagándose, la habitación súbitamente oscura, y luego una puerta adhiriéndose a la luz, a un cántico: “¡Cumpleaños feliz!” Las velas de la tarta encendiéndose, y su padre diciendo: “¡Apágalas de un soplo!” Y ella, inclinándose hacia delante, los mofletes llenos de aire, soplando, y las velas titilando en rojo y apagándose, las luces de cubierta oscureciéndose, brillando rojas y luego encendiéndose otra vez, pero no tan brillantes, no tan brillantes.
Joanna estaba tendida sobre un cofre de metal blanco.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Greg, arrodillado junto a la barandilla—. ¿Qué está pasando? —Su voz denotaba miedo, Joanna se levantó.
— La imagen unificadora se está quebrando —dijo—. Las sinapsis se disparan al azar.
—¡Tenemos que ponernos los chalecos! —gritó Greg, poniéndose un pie como loco. Abrió el cofre, sacó un chaleco salvavidas y se lo lanzó. ¡ Tenemos que abandonar el barco!
Joanna lo miro fijamente.
—¡No podernos!
El arrojó el salvavidas a sus pies, agarró otro y empezó a ponérselo.
—¿Por que no? —dijo, luchando con las correas. Ella lo miro con infinita piedad.
—Porque nosotros somos el barco.
Ella se detuvo, las manos todavía agarrando las correas, y la miró temeroso.
—Murió usted, Greg, y yo también, en Urgencias. Tuvo un infarto masivo.
—Hago ejercicio en el gimnasio todos los días, ella sacudió la cabeza.
—No importa. Chocamos contra un iceberg y nos hundimos, y todo esto… —indicó con la mano la cubierta, los pescantes vacíos, la oscuridad, es una metáfora de lo que está sucediendo realmente, las neuronas sensoras desconectándose, las smapsis apagándose.
La pobre mente mortalmente herida conectando por reflejo sensaciones e imágenes a su pesar, intentando encontrarle sentido a la muerte mientras mona.
El se la quedó mirando, la cara abotargada, llena de desesperación.
— Pero si eso es verdad, si eso es verdad —dijo, y su voz fue un sollozo airado—, ¿qué vamos a hacer?
— ¿Por qué me lo pregunta todo el mundo a mí? —pensó Joanna—. No lo se. Confiar en Jesús. Ser buenos. Jugar la mano que tenemos. Intentar recordar qué es importante. Tratar de no tener miedo.”
— No lo sé —dijo, infinitamente apenada por él, por sí misma, por todos. Mire, es demasiado tarde para salvarnos nosotros, pero todavía existe la posibilidad de que podamos salvar a Maisie. Si pudiéramos hacer llegar un mensaje…
¿Maisie? —gritó él, la voz llena de furia y desprecio—. Tenemos que salvarnos nosotros, es sálvese quien pueda. —Hizo un nudo con las correas—. No hay suficientes salvavidas para todos, ¿no? Por eso no quiere decirme donde están, porque tiene miedo de que le robe el sitio, están bajo cubierta, verdad?
—No, ahí no hay nada excepto agua!
“Y oscuridad. Y un hombre con un cuchillo”
—¡No baje ahí! —dijo Joanna, tendiendo la mano hacia él, pero Greg ya estaba en la puerta— ¡Greg!
Corrió tras él.
Greg abrió la puerta a la oscuridad, a la destrucción.
— ¡Espere! —llamó Joanna— ¡Kevin! ¡Señor Briarley! ¡Ayuda! ¡SOS!
Sonaron pasos, gente corriendo desde popa.
— ¡Rápido! —dijo ella, y se volvió hacia el sonido— Tienen que ayudarme. Greg…
Era un perro pequeño y achatado, blanco, con orejas de murciélago, que trotaba por cubierta hacia ella arrastrando una correa de cuero. “Es el bulldog francés —pensó Joanna—, el que tanto entristecía a Maisie.”
— ¡Eh, bonito! —llamó, agachándose. Pero el perro la ignoró, trotando con el aspecto frenético y simple de un perro perdido que intenta encontrar a su amo.
— ¡Espera! —dijo Joanna, y corrió tras él, agarrando el extremo de la correa. Acunó al perrito en sus brazos— Tranquilo, tranquilo. No pasa nada.
El perro la miró con sus ojos saltones, jadeando.
— No tengas miedo. Yo te…
Hubo un sonido. Joanna alzó la cabeza. Greg estaba en el último escalón de la escalera de la tripulación, asomado a la oscuridad. Bajó un escalón.
— ¡No baje ahí! —gritó Joanna. Se colocó al perrito bajo el brazo y corrió hacia la puerta— ¡Espere!
Pero la puerta ya se había cerrado tras él.
— ¡Espere!
Agarró el pomo de la puerta con la mano libre. No giraba. Soltó al perro, enroscando el extremo de la correa en su muñeca, y trató de abrirla de nuevo. Estaba cerrada con llave.
— ¡Greg! ¡Abra la puerta!
Puso todo su peso contra la puerta y empujó.
— ¡Abra la puerta!
Golpeando el cristal de la puerta, gritando: “¿Qué clase de cafetería es esta?” Golpeaba tan fuerte que el cristal se sacudió, el cartel que decía “ De 11 a 1 “ se estremeció, tratando de que la mujer de dentro soltara los platos y mirara, gritando: “¡No es la una todavía!”, señalando su reloj como prueba, pero cuando ella lo miró, no decía la una menos diez, decía las dos y veinte.
Estaba de rodillas, agarrada a uno de los pescantes vacíos de los botes. El pequeño bulldog se acurrucaba a sus pies, mirándola, tiritando.
La correa flotaba tras él en la cubierta inclinada. “Lo he soltado —pensó Joanna horrorizada—. No puedo soltarlo.”
Se enroscó la correa en torno a su muñeca dos veces, tensa, y la agarró con fuerza, lomo en brazos al perrito, tambaleándose. La cubierta ya estaba muy empinada.
—Tengo que conseguir un salvavidas para ti —dijo Joanna, y echó a andar con el perro en brazos, subiendo por la pendiente de la cubierta, tratando de evitar las sillas que resbalaban, las jaulas de pájaros, los carros de emergencia.
“Estoy en el ala equivocada —pensó—, tengo que llegar a la Cubierta de Botes”, y ovó a la orquesta.
—La orquesta estaba en la Cubierta de Botes —dijo Joanna, y ascendió hacia el sonido.
Los músicos habían apoyado el piano en el ángulo entre la Gran Escalera y la chimenea. Estaban delante, los violines en el pecho como si fueran pequeños escudos. Cuando Joanna los alcanzó, el director de la orquesta alzó la batuta, y los músicos se colocaron los violines bajo la barbilla y empezaron a tocar. Joanna esperó, el bulldog apretado contra ella, pero era una música de ragtime, animada, entrecortada.
—Todavía no es el fin —le dijo Joanna al perro, pasando junto a ellos, junto al vestíbulo de primera clase—. Todavía tenemos tiempo, no se acaba hasta que tocan Más cerca, mi Dios, de Ti.
Y allí estaba el cofre. Joanna quitó de en medio una percha para intravenosas y un carrito, arrastrando una sábana blanca, y asió un chaleco salvavidas. Puso al perrito sobre el cofre blanco para colocarle el salvavidas, envolviéndolo en torno a su cuerpo chaparro y haciendo pasar sus patas delanteras por los agujeros para los brazos. Tomó las correas, abrazando… “ Ven, ¡déjame abrazarte!”, entonó el señor Briarley, recitando Macbeth. “No le tengo y sin embargo aún te veo. ¿.Eres una daga de la mente…?” Ricky Inman se mecía en su silla; Joanna lo observaba fascinada, esperando que se cayera… “¿Una falsa creación, surgida del cerebro oprimido?”, y Ricky se cayó de espaldas, agarrándose a la pared, al interruptor de la luz mientras caía, y el señor Briarley dijo, mientras la luz se apagaba: “Exactamente, señor Inman, apague la luz y luego apague la luz”, y toda la clase se rió, pero no era gracioso, estaba oscuro. “Estaba oscuro”, dijo la señora Davenport, deteniéndose con cada palabra; Joanna, aburrida, desinteresada, preguntando: “¿Puede describirlo?” Y el señor Briarley respondiendo: “El sol no brillaba y las estrellas no daban luz.”
Estaba agarrada a la barandilla de la cubierta, con medio cuerpo fuera. Había vuelto a soltar al bulldog, y el perro le arañaba las piernas, gimoteando, resbalando por la empinada cubierta.
Lo agarro, lo abrazo contra su pecho y fue abriéndose paso en busca de apoyo hacia la mitad de la cubierta, agarrándose a la barandilla mientras pudo y luego soltándose y medio resbalando medio cayendo hacia la seguridad de la columna de madera. Las luces de cubierta se redujeron a la nada y luego volvieron a encenderse, rojo oscuro.
—El córtex visual se está apagando —dijo Joanna, y se abalanzó hacia la columna. Envolvió la correa en torno a su cintura, esforzándose por amarrarse a la columna sin soltarla. Un carrito pasó ante ellos, ganando velocidad. Un tigre, su piel de rayas rojas y negras con la luz, pasó de largo.
Joanna envolvió la correa en torno a su cintura, el perro y la columna y la anudó.
—De esta manera no te soltaré. Como El hundimiento del Hesperus —dijo, y deseó que el señor Briarley estuviera allí—. “Cortó una cuerda de un palo roto y la ató al mástil” —recitó, pero cuando dijo el siguiente verso, no encajaba—. “Y cuando murieron, los petirrojos tan rojos, rociaron sobre ellos hojas de fresa.”
El barco empezaba a desequilibrarse, como Ricky Inman en su pupitre. El bulldog, entre su pecho y la columna, la miraba con ojos espantados.
—No tengas miedo —susurró—. No puede durar mucho más.
Empezó a nevar, grandes copos blancos que caían sobre la cubierta como capullos de manzana, como ceniza. Joanna alzó la cabeza, casi esperando ver el Vesubio sobre ellos. Un marinero, todo de blanco, arrastrando tacos de aterrizaje, gritaba:
—¡Zeros en novecientos!
La orquesta se paró, hizo una pausa, empezó a tocar.
—Ya está —susurró Joanna—. Más cerca, mi Dios, de Ti. Pero no era ésa la canción.
—Bueno, al menos hemos resuelto el misterio de si tocaron Más cerca, mi Dios, de Tí u Otoño.
Pero tampoco era Otoño. Tampoco era un himno. Era Barras y estrellas para siempre.
—Oh, Maisie —murmuró.
Un apache paso galopando, blandiendo un cuchillo. Empezó a caer agua de los pescantes de los botes salvavidas, de las barandillas, del cofre.
—¡Esta es la peor de las catástrofes del mundo! —lloriqueó por un micrófono un reportero, en el techo de la zona de oficiales. —¡Es un choque terrible, damas y caballeros, el humo y las llamas! ¡Oh, la humanidad!
La alarma de parada empezó a sonar.
Joanna alzó la cabeza, la popa del barco se alzaba sobre ella, suspendida contra la negrura. Abrazó al perro y trató de protegerle la cabeza. Las luces se apagaron, parpadearon, rojo oscuro, se fueron, volvieron. Como un código Morse. Como Lavoisier.
Hubo un sonido terrible, y todo empezó a caer, la sillas de cubierta y el gran piano y las chimeneas gigantes, violines y bastones y cartas, postales y granadas y platos y la noche del picoteo, transcripciones y arriates y telegramas. Cayeron libros de sus estantes, Laberintos y espejos y El ABC del Titanic y La luz al final del túnel. Los pescantes se soltaron de sus puntos de atraque, y el camello mecánico, y la máquina de pesas, más parecida que nunca a una guillotina. Los pantales cayeron, y el telégrafo de la sala de motores, fijo en Parada, y los escápeos y los antifaces para dormir y los atajos, arterias, viejos marineros, minigrabadoras, metáforas, chapas de perro, ventanas de ventilación, cuchillos, neuronas, noche.
Cayeron sobre Joanna y el pequeño bulldog con un rugido ensordecedor, y en el último momento, antes de que los alcanzaran, ella comprendió que se había equivocado respecto al sonido que oyó al llegar. No era el sonido de los motores parándose ni de una alarma zumbando, del iceberg cortando el costado del barco, sino el sonido de toda su vida, chocando, chocando, chocando contra ella.
52
Permanezcan a la espera
— Llevo intentando llamarlo desde el miércoles —le dijo Maisie a Richard, disgustada. Tomó el mando a distancia y apagó el sonido de Sonrisas y lágrimas. Pero no te dejan tener teléfono en esta habitación, hay que decírselo a la enfermera de planta y ella hace las llamadas por ti, marca y todo, y no permiten teléfonos móviles por culpa de los marcapasos, se puede alterar la señal y entran en fibrilación o alto así dijo ella, lanzada, así que le pedí a la enfermera Lucille que lo llamara, y ella me pregunto para qué, y no podía decirle el verdadero motivo porque se supone que no estoy enterada de lo de Joanna. Necesitamos un código para la próxima vez.
—Muy bien, elaboraremos Lino —dijo Richard—. ¿Descubriste a quien fue a ver Joanna?
—Si. Pues bueno, le dije que tenía que verle, y le dije que usted no era una visita, sino un medico, pero ella siguió sin llamarlo.
Hizo una pausa para tomar aire, su respiración silbaba un poco, y luego continuo.
Así que le pedí que le dijera a la señora Sutterly que me trajera mis libros, porque ella no es una visita, y tengo que tener mis libros para poder hacer mis deberes Pensé cuando vino que podría entregarle en secreto una nota con su numero de teléfono, pero la enfermera Lucille dijo: “Solo familiares.” Esto es como una prisión.
—¿Y entonces le dijiste a tu madre que he descubierto una cura para las paradas cardiacas? —dijo Richard.
Ella asintió.
—Se me ocurrió la idea viendo La trampa de los padres, la parte donde encañan a la madre. No se me ocurrió otra cosa —dijo, a la defensiva—. Supuse que ella le haría venir si pensaba que había descubierto usted una forma de recuperar a la gente después de que estén clínicamente muertos. Y lo hizo. —Se puso sena—. Sé que no sabe cómo hacerlo. ¿Está enfadado?
—No. Tendría que haber venido a verte antes, ya que no llamabas. Vine hace un par de días, pero te estaban haciendo unas pruebas, ella asintió.
—Un ecocardiograma. Otra vez,. Todo el tiempo que estuve abajo intenté que lo llamaran al busca, pero no lo hizo nadie. Dicen que los buscas son para asuntos del hospital solamente.
—Pero me hiciste llegar el mensaje —dijo Richard—. Eso es lo importante. Y descubriste dónde estuvo Joanna y con quién habló, ella asintió enfáticamente.
—Eso fue aún mas difícil que hacerle llegar el mensaje, porque no puedo ir a ninguna parte ni llamar a nadie, y sabía que si se lo preguntaba a las enfermeras me preguntarían para qué quería saberlo, así que le pregunté a Eugene. Es el tipo que trae las comidas. Cuando estuve en Pediatría, traía también la comida, así que calculé que se encargaba de todas las plantas y veía a montones de personas.
—¿Y él vio a Joanna? —preguntó Richard, intentando que Maisie fuera directa al grano.
—No. Tuve que ponerme muy sena para que Eugene les preguntara si habían visto a Joanna. No quería. Dijo que los pacientes siempre intentaban que hiciera cesas que no podía hacer, como traerles galletas de más en las bandejas y piezas y esas cosas, y que podía perder el empleo si lo hacía, y yo le dije que no le estaba pidiendo que me trajera nada, sino que hiciera algunas preguntas, y que estaba realmente enferma, y que necesitaba un trasplante y todo eso, y que si él no lo hacía tendría que preguntárselo yo misma y que probablemente entraría en parada.
Maisie Maquiavelo.
— Así que él dijo que lo preguntaría.
—Sí, y una de las internas la vio en el ala oeste, subiendo a la quinta planta con mucha prisa.
La quinta planta. ¿Qué había en la quinta planta?
— Hice que Eugene hablara con todos los celadores y el personal que trabaja en la quinta planta, pero nadie más la había visto. Y entonces me puse a pensar que hay un pasillo que comunica con la quinta planta y que tal vez, fuera allí.
—¿Cómo sabías que hay un pasillo que conecta con la quinta planta?
—Oh, ya sabe —dijo Maisie con evasivas, mirando la televisión, donde los niños von Trapp le metían a Mana una rana en el bolsillo—. A veces me llevan a hacerme pruebas y esas cosas. Pues bien, pensé que tal vez pudiera haber ido al ala este, así que le pedí a Eugene que preguntara a toda la gente que lleva la comida y que trabaja allí, pero nadie la había visto, así que intente pensar quién más, aparte de las enfermeras y el servicio, suele estar en los pasillos, como los tipos que barren y usan las aspiradoras.
—¿Fue uno de ellos?
—No —dijo Maisie—. Pues bien, Eugene me dijo que uno de los celadores vio a Joanna bajar a Urgencias, pero eso no servía de nada, ustedes ya lo sabían, pero anote su nombre de todas formas por si querían hablar con él.
Tendió la mano hacia la mesita de noche, sacó una hoja de papel doblada parecida a la hoja donde había escrito los mensajes, y la desplegó. Richard vio que había en ella dos nombres escritos.
—Bob Yancey —dijo Maisie.
—¿Es el nombre de la persona con la que fue a hablar Joanna? —preguntó Richard, inclinándose hacia delante para ver el otro nombre. Maisie apartó el papel de su alcance.
—Ahora llego a eso —dijo, doblándolo—. Pues entonces esa señora de la UCI cardíaca fibriló, y le hicieron un bypass cuádruple, y el capellán vino, y pensé: “Apuesto a que va a ver a las personas que están realmente enfermas, vino a verme una vez cuando se me paró el corazón, así que si la persona a la que fue a ver Joanna tuvo una ECM, puede que él la haya visto.”
El capellán. Naturalmente. A Richard ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
—¿El capellán la vio?
—Ahora voy a eso.
Y era obvio que iba a tener que escuchar la historia entera de cómo había descubierto lo que él quería saber.
—Así que iba a pedirle a Eugene que le dijera que viniera a verme, pensó cuando llegó la comida no la traía él, sino otro tipo, y cuando le pregunté dónde estaba Eugene, me dijo: “Se ha tomado unos cuantos días libres”, muy cabreado. Y yo le dije: “No lo habrán despedido, ¿verdad?” Y él me dijo: “No, y no cuenta con ello ni yo tampoco, así que no me pidas que juegue a los detectives.” Y ni siquiera quiso escuchar cuando le dije que quería hablar con el capellán, dejó la comida y se fue. Así que entonces intenté pensar una manera de que el capellán viniera a verme. Se me ocurrió decirle a la enfermera de planta que estaba preocupada por el cielo y esas cosas, pero supuse que ella se lo diría a mi madre y a mi madre le daría un sofoco. Pensé que podría fingir que entraba en fibrilación-A si no se me ocurría otra cosa… “¡Fibrilación-A! he creado un monstruo”, pensó él.
—… pero mientras me decidía, llegó un tipo a sacarme sangre, y me estaba poniendo los tubos de goma en el brazo y me dice: “¿Tú eres la que iba preguntando por Joanna?” Y yo le digo: “Sí, ¿la vio usted?” Y él dice que la vio en la habitación con ese paciente y sabe el nombre y la habitación y todo, porque tenía que escribirlo en los tubitos.
Le tendió el papel, triunfante.
Richard lo desplegó.
—Habitación 508. Carl Aspinall.
—Me dijo que estaba en coma.
El corazón de Richard se le vino a los pies.
—¿Qué pasa?
Richard miró el rostro ansioso, expectante. Lo había intentado con tantas fuerzas y había tenido éxito donde los demás habían fracasado. Parecía una crueldad decepcionarla, no importaba que Joanna hubiera dicho que siempre había que decir la verdad.
—¿Qué pasa? ¿No es ése?
—No —dijo Richard—. Ya sabía lo de Carl. Joanna hizo que las enfermeras anotaran las palabras que dice en estado inconsciente. Joanna fue probablemente a hablar con las enfermeras.
—No… no —dijo Maisie—. Carl habló con ella. Lo dijo el tipo de la sangre. Dijo que se sorprendió mucho de que estuviera despierto, y las enfermeras le dijeron que había salido del coma esa mañana de repente, y todo el mundo decía que fue un milagro.
Carl había salido del coma. Y le dijo a Joanna lo que había visto, le tonto algo que le dio la clave… Habitación 508. Richard echó mano su teléfono móvil y recordó que lo había dejado en el mostrador de la puerta.
—Gracias —dijo, dirigiéndose hacia la salida—. Tengo que ir a hablar con él.
—No está. El tipo de la sangre me dijo que se fue a casa. Hace una semana.
Tendría que llamar a Archivos, ver si podía convencerlos para que le dieran una dirección, y si no, hablar con las enfermeras.
—Tengo que irme, Maisie. He de descubrir dónde vive.
—3348 S. Jackson Way —dijo Maisie al instante—, pero no está allí. Se fue a su cabaña en las montañas.
—¿Te dijo eso el analista?
—No. Eugene. —Tendió la mano hacia la mesita de noche y agarró otra hoja de papel—. Así se llega hasta allí.
Richard leyó las instrucciones. La cabaña estaba justo en las afueras de Timberline.
—tires capaz de hacer milagros, Maisie —dijo él, metiéndose el papel en el bolsillo—. Te debo una. Se encaminó hacia la puerta.
—No puede irse todavía. No me ha dicho si quiere que siga buscando a gente que vio a Joanna.
—No —pensó Richard—. Es este. Tiene mucho sentido.” Carl Aspinall había salido del coma y le había dicho a Joanna algo de lo que había visto que encajaba con las propias experiencias de ella, algo que la había hecho advertir que era la ECM, cómo funcionaba.
Maisie esperaba, expectante.
—Ya has descubierto a la persona que estaba buscando. Y se supone que debes descansar. Descansa y sigue viendo tu vídeo.
—Odio Sonrisas y Lágrimas. —Se hundió en las almohadas—. Es tan dulce. La única parte buena es cuando las monjas engañan a los nazis para que se puedan escapar.
—Maisie…
—¿Y si Coma Carl no es el tipo que está buscando? ¿O si vuelve a entrar en coma? ¿O si se muere? El se rindió.
—Muy bien, puedes seguir investigando, pero no le pidas a Eugene que haga nada que pueda hacer que lo despidan. Y nada de fingir fibrilaciones, ¿ch? Vendré a verte en cuanto haya visto a Carl.
—¿Va a llevarse a Kit?
—No. ¿Porqué?
—Es simpática —dijo Maisie, mirando la pantalla, donde el capitán Von Trapp estaba cantándole a Mana—. Creo que ella sería buena haciendo preguntas. Tiene que venir inmediatamente y decirme que le dijo.
—Lo haré —dijo él, y regresó al laboratorio para llamar a Carl Aspinall, pero no había ningún número de la cabaña en la guía. Debía tener un teléfono móvil, se dijo Richard. No se habría marchado a pasar una semana en las montañas después de haber sido dado de alta en el hospital sin una manera de permanecer en contacto. Pero el móvil tampoco estaba en ninguna guía.
Tendría que ir hasta allí, lo que después de todo no era mala idea. Si llamaba, corría el riesgo de que le dijeran que Aspinall estaba demasiado enfermo para verlo, o de que la señora Aspinall le dirá: “¿Qué tal la semana que viene?” No podía esperar hasta la semana siguiente, ni siquiera hasta mañana, no cuando estaba tan cerca. Llamó a Kit. Dudaba de que pudiera encontrar a alguien que cuidara de su tío con tan poco tiempo de antelación para acompañarlo a él, pero al menos podría pedirle las transcripciones de Carl. Quería echarles un vistazo antes de entrevistarlo.
El teléfono de Kit estaba comunicando. Miró el reloj. Eran más de las dos, y Timberline estaba a más de hora y media, intentó llamar de nuevo. Comunicando todavía. Tendría que irse sin las transcripciones.
Tomó las llaves y se encaminó a la puerta, pero se detuvo. Estaba haciendo exactamente lo mismo que Joanna, marcharse sin decirle a nadie adonde iba. Llamó a Urgencias y pidió que lo pusieran con Vielle.
—No puede ponerse al teléfono —dijo el interno o quien fuera—. Tenemos un auténtico caos aquí abajo. Colisión de veinte coches en la 1-70. Niebla.
“Tenías que tomar la 1-70 oeste para llegar a Timberline.”
—¿Dónde? —preguntó Richard.
—Al este, junto a Bennett —dijo el interno—. ¿Quiere que le dé un mensaje?
—Sí. Dígale que voy a entrevistar a Carl Aspinall. Carl. —Richard deletreó el nombre y luego el apellido lentamente—. Dígale que la llamaré en cuanto vuelva.
—Claro. Conduzca con cuidado.
Richard colgó y trató de llamar a Kit una vez más. El señor Briarley contestó al teléfono.
—¿Quién llama? —preguntó.
—Richard Wright. ¿Puedo hablar con Kit?
—Está muerto. Lo apuñalaron en una taberna de Deptford.
—Es para mí, tío Pat —dijo la voz de Kit. Y una voz de mujer, dijo al fondo:
—Lo siento. Me pidió una taza de té, y…
No oyó el resto. Kit se puso al teléfono y, sorprendentemente, ya había alguien allí para cuidar de su tío.
—Iba a ir a la biblioteca por si podía encontrar algo de un incendio en el Titanic —dijo.
—¿Que más verían? —oyó Richard al señor Briarley al huido—. Es la viva imagen reflejada de la muerte.
—¿Cuánto tiempo puede quedarse la voluntaria? —preguntó.
—Hasta las seis. Has encontrado a la persona a la que fue a ver Joanna, ¿verdad?
—Sí. Quiero que vengas conmigo a verlo. ¿Puedes?
—¡Sí!
—Bien. Trae las transcripciones de Carl Aspinall.
—Las metáforas no son sólo figuras literarias —dijo el señor Briarley.
—Será mejor que cuelgue —dijo Kit, y le dio su dirección—. fe veré en unos minutos.
—Son la esencia y la pauta de nuestra mente —dijo el señor Briarley. Richard colgó y se marchó al aparcamiento. Casi en los ascensores un joven con traje lo interceptó.
—¿Doctor Wright? —dijo, tendiéndole la mano—. Me alegro de haberlo pillado. Soy Hughes Dutton, de Daniels, Dutton y Walsh, el abogado de la señora Nellis.
“Tendría que haber ido por las escaleras”, pensó Richard.
—Ahora mismo no puedo hablar. Voy a…
—Sólo será un minuto —dijo el señor Dutton, abriendo su chaqueta y sacando un Palm Pilot—. Estoy negociando la aprobación de este tratamiento que ha desarrollado usted y necesito clarificar unos cuantos detalles. ¿Está clasificado como procedimiento médico o como fármaco?
—Ni una cosa ni la otra. No hay ningún tratamiento. Intenté explicárselo a la señora Nellis, pero no me quiso escuchar. Mi investigación de la experiencia cercana a la muerte está en las fases preliminares. Es puramente teórica.
El abogado escribió en su Palm Pilot.
—Tratamiento en tase de predesarrollo.
—Es tan tremendo como la madre de Maisie”, pensó Richard.
—No está en fase de predesarrollo. No hay ningún tratamiento, y aunque lo hubiera, nunca sería aprobado para que se experimentara con una niña…
—En circunstancias ordinarias, estaría de acuerdo con usted. Pero si el tratamiento implicado fuese utilizado en una situación postparada, hay varias opciones, la menos problemática de las cuales es clasificar ese tratamiento como un procedimiento experimental post mortam.
—Está hablando de Maisie”, pensó Richard, apretando los dientes.
—Tengo que irme —dijo, al abogado y dirigiéndose a los ascensores—. Tengo que reunirme con alguien…
—Le acompaño —dijo el abogado, adelantándose para pulsar el botón de bajada—. Ya que el paciente está técnicamente muerto, se podrían emplear los mismos permisos legales que se requieren para la donación de órganos.
Llegó el ascensor y Richard y el abogado entraron.
—¿A que planta va?
—Planta baja.
—Por desgracia, el Mercy General tiene una política que prohibe la experimentación con los recién muertos, aunque como con ella se pretende impedir que los internos practiquen procedimientos como cateterizaciones de arterias femorales, podemos argumentar que su tratamiento no entra dentro de esa prohibición. Nuestra segunda opción es una orden de Medidas Extremas, que exige que se tomen todas las medidas posibles para salvar la vida de un paciente.
El ascensor se abrió en la planta baja. El abogado siguió a Richard, que salía.
—Una orden de ME entraña más riesgo legal, pero tiene la ventaja de permitir que se realice el procedimiento antes que un post morten. En este punto, estoy sopesando todas las opciones —dijo, y volvió al ascensor cuando la puerta empezaba a cerrarse.
“Gracias a Dios —pensó Richard, yendo al trote hacia su coche—. Creí que iba a venir conmigo.” Pensó en llamar a Kit para decirle que llegaría tarde, pero no quería ponerse a buscar un teléfono, y si el señor Briarley volvía a contestar, tardaría más, sobre todo si el tráfico cooperaba.
No lo hizo. Había niebla, como había dicho el interno, y el tráfico se arrastraba lentamente. Eran las tres y veinte cuando llegó.
“Y tardaré otra media hora en evitar al señor Briarley”, pensó, pero Kit salió con los manuscritos en cuanto aparcó.
—Me he traído el móvil —dijo nada más arrancar—. ¿Quién es?
—No te lo vas a creer.
Le contó lo de Carl Aspinall mientras se dirigían a Santa Fe y tomaban la 1-25.
—Aspinall debe de haberle dicho lo que experimentó mientras estaba en coma, y algo de eso, o algo combinado con las palabras que murmuró mientras estaba inconsciente, fue la clave.
—¿Crees que sabrá qué fue?
—No lo sé. Espero que Joanna dijera algo, que gritara “eureka” y luego explicara por qué estaba tan nerviosa. Si no, tendremos que encontrar también nosotros la conexión. ¿Por qué no lees las transcripciones en voz alta?
Kit asintió y empezó a revisar las notas de Joanna. Richard entro en la 1-70 y se dirigió al oeste. La niebla se redujo un poco hacia Golden y luego se volvió mas densa cuando empezaron a subir a las montañas. Los coches que tenían delante desaparecieron, igual que los macizos rocosos a cada lado. “Una colisión de veinte coches”, pensó Richard. Encendió los faros y redujo la velocidad.
—… “mitad” —leyó Kit— “para… (ininteligible) ruego… hacer…” — lzó la cabeza—¿Dónde estamos? —preguntó, contemplando el paisaje inexistente.
— En la 1-70; vamos a Timberline —dijo Richard, tendiéndole la página con las direcciones que le había dado Maisie— Aspinall y su esposa están en su cabaña en las montañas. ¿Qué salida tomo?
Ella consultó las direcciones.
— Esta —dijo, señalando un cartel verde, apenas visible a través de la niebla— Y luego al norte por la 58.
Los dos se inclinaron hacia delante, esforzándose por ver los carteles y hacer el giro a la Autovía 58. Luego Kit siguió leyendo.
— “Agua… oh, gran (ininteligible)… humo.” Se detuvo, contemplando la niebla.
— ¿Eso es todo?
— No. Estaba pensando que tal vez el humo sea la clave.
Creí que dijiste que no habías encontrado ningún incendio en el Titanic esa noche.
— No, pero es eso. Todo lo demás que vio Joanna… los encargados de correos arrastrando sacas a la Cubierta de Botes y los pasaderos congregándose y los cohetes… todo eso sucedió de verdad, y sus descripciones del gimnasio y la Gran Escalera y la sala de escritura podían haber salido directamente de los libros del tío Pat.
— Pero no el humo.
—No, no el humo, ni la niebla, ni lo que fuera que vio. No encaja, y tal vez al tratar de averiguar por que no encajaba encontró la respuesta. En ciencia, ¿no es la pieza que no encaja la que lleva al descubrimiento?
— Sí —dijo él— O tal vez ella estaba intentando demostrar que no encajaba, porque eso demostraría que no era realmente el Titanic. Tal vez por eso te hizo todas esas preguntas sobre la sala de correo y el Salón Comedor de Primera Clase, porque esperaba que sus descripciones no encajaran.
—¿Pero entonces por qué no anotó lo que vio? Si estaba intentando demostrar la existencia de discrepancias, habría querido documentarlas, pero no hay ninguna mención a humo ni a fuego ni a niebla en ninguno de sus testimonios, grabados o escritos. Y la hay en el testimonio de Maisie, y en el de la señora Schuster. Creo que es la clave.
—Bueno, lo sabremos dentro de unos minutos —dijo Richard, señalando un cartel apenas visible en la niebla: “Timberline, 12 km.”
La niebla se fue haciendo más espesa y la carretera más serpenteante. Richard tuvo que prestar toda su atención a la mediana.
—”… agua” —leyó Kit—, “no… apagado…” Y luego dos palabras con signos de interrogación detrás, “abajo” o “debajo”.
—Túnel —dijo Richard.
—¿Túnel? ¿Cómo deduces “túnel” a partir de “abajo” o “debajo”?
—Túnel —repitió él, y señaló. La boca arqueada de un túnel apareció ante ellos, negra en la niebla informe.
—Oh, un túnel —dijo Kit, y se internaron en él.
Estaba oscuro, lo que significaba que debía de ser corto. Los túneles más largos, como el Hisenhower y los de Glenwood Canyon, estaban iluminados con luces doradas de vapor de sodio. liste estaba negro como boca de lobo mas allá del alcance de los faros, y con niebla.
“¿Por qué tuve que ver el Titanic, nada menos? —había dicho Joanna—. Vivo en Colorado. Hay docenas de túneles en las montañas.” Y tenía razón, pensó él. Un túnel como aquél era la asociación obvia. Los lados estrechos, la sensación de rápido movimiento hacia delante, la oscuridad. Este túnel debía curvarse, porque no veía el final, ¡ no podía ver la luz!
La luz. No tenía la sensación de haber descrito una curva, pero debió de hacerlo, porque allí estaba la boca del túnel cegadoramente brillante y casi sobre ellos. Richard entornó los ojos ante la súbita blancura.
“Un túnel de montaña habría sido la asociación lógica”, había dicho Joanna. La sensación de desembocar en la luz, en el espacio, el brillo cegador, los ojos que se ajustan de la negrura a la luz del día, no, más brillante aún. Deslumbrante, resplandeciente. “Es demasiado brillante —pensó Richard, y sintió una punzada de miedo—. ¿Por qué es tan brillante?”
Junto a él, Kit alzó una mano para protegerse los ojos, y el movimiento pareció defensivo, como si se estuviera preparando para un golpe. “¿Dónde estamos?”, pensó Richard, y fue salir del túnel y entrar en otro mundo. Cielo azul y nieve resplandeciente y faldas cubiertas de pinos blancos.
—¿Qué le ha pasado a la niebla? —preguntó Kit, asombrada.
—La hemos dejado por debajo de nosotros —dijo Richard, aunque tampoco había habido ninguna sensación de subida, pero en la siguiente curva de la carretera vieron la capa blanca de nubes bajo ellos, cubriendo el cañón.
—El cielo —murmuró Kit, y Richard supo que estaba pensando lo mismo que el.
—Todo excepto el zumbido o el timbrazo —dijo, y entonces sonó el móvil de Kit.
—Señora Gray, ¿va todo bien? —preguntó Kit ansiosamente. Debía de ser la voluntaria de Eldercare—. Oh. En la alacena sobre el fregadero, tras los copos de avena. Espero.
Kit pulsó “terminar”.
—No encontraba el azúcar —le dijo a Richard, con aspecto aliviado. Recogió las transcripciones—. Será mejor que termine con esto. Ya casi hemos llegado.
—Corrección, ya hemos llegado —dijo Richard, señalando un cartel que decía Timberline. Pasó a una carretera estrecha y nevada, y luego a otra más estrecha, más nevada, y paró el coche delante de un chalé de aspecto estudiadamente rústico.
—No puedo creerlo —dijo Kit mientras se acercaban a la puerta—. Vamos a averiguar lo que Joanna intentaba decirnos.
Una mujer los recibió en la puerta, sorprendida y un poco alertada.
—¿Señora Aspinall? —dijo Richard, preguntándose de pronto cómo explicarle su presencia allí sin parecer loco—. Soy el doctor Wright. Esta es la señorita Gardiner. Somos del Mere y General. Nos…
—Oh, pasen —dijo ella, abriendo de par en par la puerta—. ¡Qué amables de venir hasta aquí! Carl está en el salón. Le encantará verlos. —Tomó el abrigo de Richard y lo colgó—. El doctor Cherikov estuvo aquí ayer mismo. —Tomó el abrigo de Kit—. Todos sus doctores han sido muy amables al venir a verlo.
—Señora Aspinall… —empezó a decir Richard, pero ella ya los estaba conduciendo por un largo pasillo panelado de pino, hablándoles del estado de Carl.
— Está haciendo unos progresos maravillosos, sobre todo ahora que está aquí. Ha dejado de tener pesadillas…
— Señora Aspinall —dijo Richard, incómodo—. Me temo que ha habido un malentendido. No soy uno de los doctores de su marido.
La señora Aspinall se detuvo en mitad del pasillo y se volvió a mirarlos.
—Pero ha dicho que eran del Mercy General.
—Lo somos —dijo Richard—. Eramos amigos de Joanna Lander. Ella era mi colaboradora en un proyecto de investigación.
—Oh —dijo la señora Aspinall. Vaciló, como si fuera a mostrarles la puerta, y luego los condujo hasta el final del pasillo. No era el salón familiar. Era una cocina decididamente poco rústica—. ¿Les apetece un poco de té?
—No, gracias —dijo Richard—. Señora Aspinall, el motivo por el que hemos venido…
—Lamenté tanto lo de la muerte de la doctora Lander —dijo la señora Aspinall—. Fue muy amable con Carl y conmigo. Solía venir a sentarse con Carl para que yo pudiera ir a comer algo. —Sacudió la cabeza, apenada—. ¡Una tragedia terrible! ¡Hay tanta violencia hoy en día! Trastornó terriblemente a Carl.
“Bueno, al menos lo sabe —pensó Richard—, y no nos meteremos en un nido de avispas como hicimos con Maisie”, pero preguntó, por si acaso:
—¿Le contó a su marido lo de su muerte?
— No iba a hacerlo. Estaba todavía muy frágil y no la conocía. —Sonrió, como pidiendo disculpas—. Me cuesta mucho recordar que todas las personas que se preocuparon por él durante todas esas semanas y a quienes conozco tan bien son completamente desconocidas para él.
Richard y Kit se miraron el uno a la otra.
— Pero Carl oyó hablar a las enfermeras —continuó la señora Aspinall—, y cuando Guadalupe entró en la habitación, vio que había estado llorando y supo que algo iba mal. Estaba convencido de que yo le ocultaba algo sobre su enfermedad, así que acabé por tener que decírselo.
—Señora Aspinall, el día que la doctora Lander murió, estaba en la pista de algo importante, algo que tiene que ver con el proyecto en el que estábamos trabajando, listamos hablando con todo el mundo que la vio ese día, y por eso estamos aquí. Nos gustaría…
La señora Aspinall sacudió la cabeza.
—No la vi ese día. Las enfermeras me dijeron que había ido a ver a Carl dos días antes, pero yo no estaba. La última vez que la vi fue una semana antes, así que me temo que no puedo ayudarles. Lo siento.
—En realidad, con quien queremos hablar es con su marido.
— ¿Con Carl? —dijo ella, asombrada—. Pero si ni siquiera conoció a Joanna. Creo que no entiende, mi marido estuvo en coma hasta…
—La mañana en que murió Joanna —dijo Richard—. Tuvo una conversación con él esa misma mañana, justo después de recuperar la consciencia.
—¿Está seguro? Carl no dijo nada de que hubiera hablado con ella —dijo, y entonces frunció el ceño—, pero sí que se trastorno mucho cuando le conté lo que le había pasado. Pensé que era porque él mismo había estado tan cerca de la muerte, porque estaba muy asustado, pero… ¿Cuándo pudo ir a verlo? Volví en cuanto me dijeron que estaba despierto, y estuve con él el resto del día.
—A las once y media —dijo Richard, esperando tener razón.
—Oh.—La señora Aspinall asintió—.Justo antes de que yo regresara. “Y justo después de que Carl recuperara el conocimiento —pensó Richard—, cuando su visión habría estado fresca en su memoria.”
—Pero sigo sin comprender —dijo la señora Aspinall—. ¿Dice usted que estaba en la pista de algo relacionado con su proyecto de investigación? ¿Por qué le habría hablado a Carl de eso?
—Pensamos que…
Hubo un súbito golpe en la habitación de al lado, como alguien que diera martillazos.
—Es Carl —se disculpó la señora Aspinall—. Golpea con su bastón cuando necesita algo. Traje una campanita, pero no he podido encontrarla.
El golpeteo empezó otra vez, pesado, rítmico.
—Si me disculpan —dijo la señora Aspinall, poniéndose en pie—. Ahora mismo vuelvo.
Salió de la habitación. Los golpes continuaron un momento y luego se detuvieron, y Richard y Kit oyeron una voz de hombre preguntando, quejumbrosa:
—¿Quién ha venido? He oído llegar un coche.
—Unas personas del hospital, pero no tienes que verlas si no te apetece, puedo decirles que vuelvan cuando te encuentres mejor. Kit miró ansiosamente a Richard.
—Me encuentro bien —dijo la voz del hombre—. El doctor Cherikov dijo que estaba haciendo unos progresos excelentes.
—Es verdad, pero no quiero que te agotes. Estuviste muy enfermo. Richard no pudo oír su respuesta, pero la señora Aspinall regresó.
—Si pueden hacer que su visita sea breve… —dijo—. Se cansa fácilmente. Esa conversación que creen que tuvieron Carl y la doctora Lander, ¿qué…?
Un golpe, el bastón resonando, más fuerte que antes.
—Ya vamos —dijo la señora Aspinall, y condujo a Kit y Richard a una habitación panelada de pino con una chimenea y amplias ventanas que daban a un panorama de calendario: picos cubiertos de nieve, pinos, un arroyo helado. La televisión estaba encendida, y Richard miró hacia la silla que había delante, esperando ver a un inválido en bata y con una manta sobre las rodillas, pero la silla estaba vacía, y la única persona que había en la habitación era un hombre bronceado y de buen aspecto con un jersey blanco y pantalones caqui, de pie junto a la ventana. ¿MI doctor?, se preguntó Richard, y entonces advirtió el bastón que llevaba el hombre, el doctor Cherikov tenía razón, estaba haciendo excelentes progresos.
La señora Aspinall se acercó rápidamente a un termostato que había en la pared, subió la temperatura y se aproximó a la chimenea. El fuego se avivó.
—Carl —dijo, yendo hacia la silla. Tomó un mando a distancia y quitó el sonido de la tele—. Estos son el doctor Wright y la señorita Gardiner.
—¿Cómo está usted, doctor Wright? —dijo Carl, acercándose para estrecharle la mano. Parecía igual de sano de cerca. Su rostro estaba bronceado, y su apretón fue fuerte. A excepción de las magulladuras oscuras y las marcas de pinchazos en el dorso de su mano, Richard no hubiese creído que había estado hospitalizado hacía tan sólo tres semanas, mucho menos en coma—. ¿Es usted uno de los médicos que me clavaron todas esas agujas y cables y tubos? —preguntó Carl—. ¿O nos hemos visto antes? No paro de ver a gente que me conoce, y yo no tengo ni idea de quiénes son.
—No. No nos hemos visto antes. Soy…
—Y se que a usted no la conozco —dijo Carl, avanzando para estrecharle la mano a Kit—. Sin duda la recordaría.
—¿Cómo está usted, señor Aspinall? —Kit sonrió—. ¿Cómo se siente?
— Bien. Sano como una pera. Como nuevo.
—Siéntense, siéntense —dijo la señora Aspinall, indicándoles el sofá. Se sentaron, y Carl también, apoyando su bastón contra el brazo de su sillón. La señora Aspinall permaneció de pie. “Montando guardia”, pensó Richard.
—Señor Aspinall, no le robaremos mucho tiempo. Sólo queríamos hacerle algunas preguntas sobre Joanna Lander.
— ¿Recuerdas a la doctora Lander, Carl? —dijo la señora Aspinall—. Le he hablado de tanta gente que sé que es confuso…
“No des pistas”, pensó Richard, y miró ansiosamente a Carl, pero él asentía.
—Joanna —dijo—. Vino a verme. El día que yo… —Su voz se apagó, y miró más allá de la ventana, el arroyo helado.
“El agua”, pensó Richard. Fluía oscura y clara, medio por debajo y medio por encima de una fina película de hielo.
—¿El día que recuperó la consciencia? —lo animó Kit.
—Si. Murió —dijo Carl, y luego, tras un momento—: ¿Verdad?
—Sí —contestó Richard—. La mataron ese mismo día.
—Eso tenía entendido. A veces me confundo, qué pasó en realidad y qué… —Su voz volvió a apagarse.
—El doctor Cherikov dijo que estarías un poco confuso al principio —dijo la señora Aspinall—, a causa de la medicación.
—Eso es. La medicación. ¿Están haciendo algo en memoria de Joanna? ¿Un fondo de caridad o algo? Me gustaría contribuir.
—No, no hemos venido por eso…
—Hay algo que estamos intentando hacer por Joanna —dijo Kit inmediatamente—, y necesitamos su ayuda. Creemos que Joanna descubrió algo importante ese día, sobre la investigación que llevaba acabo con el doctor Wright. Intentamos averiguar qué fue. Creemos que pudo haberle comentado algo a alguien.
—¿Y creen que ese alguien puedo ser yo? —dijo Carl, negando ya con la cabeza—. No dijo nada sobre ningún descubrimiento…
—No, no creemos que dijera nada directamente —se apresuró a decir Kit—. Pero creemos que hablando con quienes conversaron con ella ese día podríamos encontrar alguna pista.
“Por eso te he traído”, pensó Richard, mirándola agradecido.
—¿Puede decirnos de qué hablaron ustedes, Carl?
—¿De qué hablamos? —El contempló de nuevo el agua oscura. Sus manos juguetearon con los brazos del sillón.
—Sí —dijo Kit—. ¿Puede decirnos de qué hablaron Joanna y usted?
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Carl? —preguntó ansiosamente la señora Aspinall, interponiéndose entre ellos—. Sin duda que el doctor Wright y la señorita Gardiner lo comprenderían si…
—Estoy bien. Deja de preocuparte. ¿Por qué no vas a preparar un poco de té?
—Dijeron que no querían…
—Bueno, pues yo sí quiero. Ve a preparar una taza de té y deja de cuidarme como una madre gallina.
La señora Aspinall se marchó, todavía con aspecto nervioso, y Carl le sonrió a Kit y dijo:
—¿Qué íbamos diciendo?
—De qué hablaron Joanna y usted.
—De nada muy importante. Me preguntó cómo me sentía. Me dijo que se alegraba de ver que estaba despierto y me dijo que me pusiera bien. Y eso es lo que he estado haciendo, descansar, recuperar fuerzas, hacer lo que dice el doctor Cherikov. Concentrarme en el presente. No pensar en lo pasado. Lo pasado pasado está. Pensar en recuperarme.
— Mencionó que estuvo usted en coma —dijo Richard—. ¿Le pregunto Joanna qué había sucedido mientras estuvo en ese estado? ¿Le preguntó si tuvo sueños?
— No eran sueños.
El corazón de Richard dio un brinco.
— ¿Qué eran? —preguntó, la voz y el rostro cuidadosamente impasibles.
El señor Aspinall miró hacia la puerta, como deseando que su esposa volviera.
—Señor Aspinall, esto es importante —dijo Richard—.Joanna intentó decirnos algo mientras agonizaba. Creemos que tiene relación con algo que usted le dijo, algo que usted vio mientras estuvo en coma.
Pero Carl había dejado de escuchar.
—Creía que había muerto instantáneamente —dijo, acusador—. Las enfermeras me dijeron que murió al instante.
Richard lo miró sorprendido. ¿Qué estaba pasando?
— Dice que habló con ustedes —dijo Carl, alzando la voz—. Dice que intentó decirles algo.
—Lo hizo, pero no vivió lo suficiente para decírnoslo. Murió casi instantáneamente.
—No se pudo hacer nada —dijo Kit. El la ignoró.
— ¿Como murió?
Richard miró a Kit. Parecía tan asombrada como él. Se preguntó si debían llamar a la señora Aspinall, pero si lo hacían sería el final de la entrevista.
— ¿Cómo murió? —exigió saber Carl.
—Fue apuñalada por un paciente drogado.
— ¿Apuñalada? —dijo Carl, y sus manos se retorcieron sobre su regazo, incontrolables—. ¿Con qué?
— Con un cuchillo —dijo Richard, y, sorprendentemente, la respuesta fue la adecuada. Carl abrió los puños y se acomodó en su sillón.
—Y murió casi instantáneamente —murmuro—. Sólo estuvo allí unos minutos.
—¿Dónde, Carl? ¿Donde estuvo usted cuando estuvo en coma? Las manos de Carl volvieron a cerrarse, y sus ojos se dirigieron hacia la televisión muda. Como Maisie cuando no quería hablar.
—Dice usted que no fue un sueño —dijo Richard, inclinándose hacia delante para interponerse entre el televisor y Carl—. ¿Qué era? ¿Era un lugar?
—Un lugar —dijo él, y miro más allá de ellos, hacia el arroyo helado y oscuro. ¿Que estaba viendo allí? ¿el agua, reptando por la cubierta? ¿O entrando a raudales por el costado abierto?
—Dice que Joanna estuvo allí solo unos minutos. ¿Dónde? ¿Con qué temía que la hubieran apuñalado?
Los puños de Carl se tensaron, la piel entre los maratones blanca. Su rostro bronceado también había empalidecido. Parecía hinchado, como algo sacado del agua.
—¿Donde estuvo, Carl? —repitió Richard.
—Richard… —dijo Kit, posando una mano en su brazo.
—¿Donde estuvo?
—Yo… —dijo Carl, y tomo aire, temblando—. Es… “Ya —pensó Richard—. Nos lo va a decir.”
—Brinn. El sonido del teléfono móvil explotó en el silencio como una bomba.
“¡No! —pensó Richard, viendo cómo Kit se apresuraba a sacarlo del bolso—. Ahora no.”
—Lo siento —dijo Kit, tratando de apagar el sonido—. No sabía que estaba encendido.
—No importa —dijo Carl. Su color había vuelto. “Parece alguien que acaba de oír la corneta de la caballería al rescate”, pensó Richard.
—Adelante —dijo Carl—. Responda a su llamada.
Kit miro agónicamente a Richard y se llevó el teléfono al oído.
—¿Diga?
“Será la señora Gray, queriendo saber dónde está el azúcar —pensó Richard—. O la mostaza.”
—Oh, hola, Vielle —dijo Kit—. Sí, está aquí. Le tendió el móvil a Richard.
— Discúlpeme —dijo Richard, y se acerco a la chimenea—. Vielle…
—¿Que pasa? Uno de los internos me dio un mensaje ininteligible.
Sinceramente, no comprendo cómo son incapaces de transmitir un mensaje sencillo…
—No puedo hablar ahora —dijo Richard, una mano sobre el receptor—. Te llamaré luego.
—Nunca lo conseguirás. Esto es un auténtico desastre. La niebla… Richard desconecto el teléfono.
—Adiós —le dijo al tono de llamada, y le devolvió el teléfono a Kit—. Lo siento —se disculpó, volviéndose hacia Carl.
— No importa. ¿Donde estábamos? Oh, sí, me estaban preguntando qué recuerdo de mi coma, y me temo que la respuesta es nada en absoluto.
“Maldita seas, Vielle —pensó Richard—. Iba a decírnoslo.”
—Lo último que recuerdo es a mi esposa metiéndome en un coche para llevarme al hospital —dijo Carl. Sus manos sobre el sillón estaban relajadas, firmes—. Tenía problemas para ajustarme el cinturón de seguridad, y lo siguiente que recuerdo es a una enfermera a quien nunca había visto antes descorriendo las cortinas, y esa amiga suya entra y habla conmigo durante unos minutos, tal vez cinco minutos como máximo. Me preguntó cómo me encontraba y charlamos un poco, y luego se levantó y dijo que tenía que irse.
Volvió a sonreírle a Kit.
—¿De qué hablaron? —preguntó Richard.
—La verdad es que no lo recuerdo. —Carl se encogió de hombros—. Me temo que hay muchas cosas que no recuerdo de los dos o tres primeros días. La medicación. Supongo que lo mismo debe de pasar con los sueños que tuve mientras estuve en coma.
—dijo usted que no eran sueños.
—¿Eso dije? Quena decir que no recordaba haber tenido sueños. “Estas mintiendo”, pensó Richard.
—Aquí está tu té, Carl —dijo la señora Aspinall, entrando en la habitación. Le tendió la taza—. Y cuando te lo hayas bebido, creo que deberías acostarte. Estas pálido. —Le puso una mano en la frente—. Y parece que tienes fiebre. Estoy segura de que el doctor Wright y la señora Gardiner lo comprenderán.
—Lamento no haber podido ayudarles —dijo Carl, y se volvió hacia su esposa—. Tienes razón, estoy cansado. Creo que me echare un rato.
—Les indicaré la salida al doctor y la señorita, y luego volveré para ayudarte.
Se levantaron.
—Si recuerda algo —dijo Kit—, llámenos, por favor.
—Dudo que recuerde nada. El doctor Cherikov dijo que cuanto más tiempo pase, menos me acordare de todo el asunto.
—Lo cual es bueno —dijo la señora Aspinall—. Tienes que olvidar lo que ha pasado y concentrarte en el presente, y el futuro. ¿Verdad, doctor Wright? Quiero darle las gracias por venir.
Fin de la entrevista.
La señora Aspinall los condujo rápidamente por el pasillo hasta la puerta y los ayudó a ponerse los abrigos, obviamente ansiosa por librarse de ellos para poder regresar con su marido.
—Han sido muy amables al venir hasta aquí —dijo, abriendo la puerta.
Salieron al porche.
—Lamento que mi marido no pudiera ayudarles.
—Tal vez, pueda ayudarnos usted —dijo Richard—. Su marido le dijo a Joanna algo que la puso en la pista correcta. Algo que él recordó de su coma.
—Ya les ha dicho que no lo recuerda. Su memoria de su estancia en el hospital es muy neblinosa…
—Pero tal vez, le haya dicho algo a usted después de despertar —dijo Kit—. Tal vez alguna referencia a lo que vio o…
—Su marido dijo que las cosas que vio no eran sueños —la interrumpió Richard—. ¿Dijo qué eran?
La señora Aspinall miró insegura hacia el salón al fondo del pasillo.
—Por favor —dijo Kit—. Su marido es la única persona que puede ayudarnos. Es muy importante.
— Lo que es importante es la recuperación de mi marido. Todavía está muy débil. Sus nervios… No creo que comprendan lo terrible que ha sido lo que acaba de pasar. Estuvo tan cerca de la muerte… No podría soportar volver a perderlo. Tengo que pensar en su bienestar…
—dijo que Joanna fue amable con usted… —dijo Richard.
—Lo fue —dijo la señora Aspinall, y retiró la mano de la puerta.
—¿Dijo algo sobre dónde estuvo? —preguntó Richard rápidamente—. ¿Mencionó una Gran Escalera?
El sonido del bastón al golpear llegó súbitamente desde el fondo del pasillo.
—Mi marido está llamando. Tengo que acostarlo.
—dijo que ella estuvo allí sólo unos minutos, y la idea de que estuviera en el mismo sino obviamente lo asustó —dijo Richard, por encima de los golpes—. ¿Dijo dónde estuvo o por qué le daba miedo?
—Tengo que irme.
—Espere —dijo Richard, rebuscando en su bolsillo—. Aquí tiene mi tarjeta. Es el número de mi busca. Si usted o su marido recuerdan algo…
—Lo llamaré. Gracias otra vez por haber venido hasta aquí —dijo ella amablemente, y les cerró la puerta en las narices.
53
V…V…
Joanna se hundió.
Se vio rodeada de pronto por agua y oscuridad. No veía nada, la lluvia en el parabrisas fue de pronto un aguacero, tan fuerte que los limpia parabrisas no podían seguirle el ritmo. Los puso a toda potencia, pero no sirvió de nada, la lluvia se convirtió en escarcha, en hielo. Iba a tener que aparcar a un lado de la carretera, pero ni siquiera veía el arcén, no podía sentir el fondo. Estiró desesperadamente los dedos de los pies, intentando tocar la arena, la cabeza hacia abajo. Abajo. Caía y boqueaba en busca de aire, tragando, atragantándose. Ahogándose.
“Ahogarse es la peor forma de morir”, había dicho Vielle, pero todas eran terribles. Infarto, fallo renal, decapitación, sobredosis de droga, aortas cortadas y ser aplastado por una chimenea. Joanna alzó la cabeza, tratando de ver el Titanic, pero sólo había agua sobre ella. Y oscuridad.
Extendió las manos hacia la superficie, pero estaba demasiado por encima, y después de un rato dejó caer los brazos, y cayó. Su pelo se abrió en abanico a su alrededor como había hecho el de Amelia Tanaka, tendida en la mesa, las manos muertas flácidas y abiertas en el agua oscura.
“Solté al bulldog francés”, pensó, y supo que no podía haber retenido al perro ni su recuerdo, ni el recuerdo de Ulla o del perro de Pompeya, debatiéndose contra su cadena, ni el del pasajero del Titanic soltando los perros de sus jaulas, porque la caída misma era una forma de soltarse, y mientras caía se olvidó no sólo del perro, sino del significado de la palabra perro y azúcar y pena.
Cayeron de ella como nieve, como ceniza, recuerdos de haber dicho: “¿Puede ser más especifica?” De comer palomitas con mantequilla, de encontrarse en el pasillo de la tercera planta, mirando la niebla, y de estar sentada junto a la cama de la señora Woollam, escuchándola leer pasajes de la Biblia: “Cuando pases las aguas estaré contigo.” Y “Rosabelle, recuerda”, y “Pon las manos sobre mis hombros y no te muevas”.
Los nombres caían de ella en oleadas, los nombres de sus pacientes y de sus mejores amigos de tercer curso, de la estrella de cine a quien se parecía el oficial de policía de Vielle y de la capital de Wyoming. Los nombres de los neurotransmisores y de los días de la semana y de los elementos nucleares de la ECM.
El túnel, pensó, tratando de recordarlos, y la luz, y el del señor… ¿cómo se llamaba? Lo había olvidado. Insistía mucho. La revisión de vida. “Se supone que tiene que haber una revisión de vida”, había dicho, pero se equivocaba. No era una revisión sino una evacuación, acontecimientos y hechos y conocimientos arrojados por la borda uno a uno: números y fechas y rostros, el sabor de Tater Torros, y el olor de los lápices de cera, rojo y dorado y verde mar, la combinación de su taquilla en el instituto y su número de socia del Blockbuster, y la mejor forma de llegar desde Medicina interna a la UCI.
Alarmas de código y huertos de la victoria y rascar nieve del parabrisas, y en algún lugar un incendio, ardiendo fuera de control, lanzando al aire columnas de acre humo negro. Y el olor de la pintura fresca, el sonido de la voz de Amelia Tanaka, diciendo: “Estuve en un túnel.” “Un túnel”, pensó Joanna, mirando el agua en la que se hundía, la oscuridad que se estrechaba.
Pero no había ninguna luz al final de este túnel, ningún ángel, ningún ser querido, y aunque los hubiera, los habría olvidado, padres y abuelos y Candy Simons. Habría dejado el recuerdo de todos ellos, parientes y amigos, vivos y muertos, detrás, en el agua. Guadalupe y Coleridge y Julia Roberts. Ricky Inman y la señora Haighton y Lavoisier.
Llevaba mucho tiempo cayendo. No puedo caer eternamente, pensó. El Titanic no había caído eternamente. Había acabado por posarse en el fondo del mar, asentándose en el suave lodo, rodeado de escupideras y lámparas y zapatos.
¿Me rodearán también zapatos?, se preguntó, y pudo verlos en la oscuridad: la zapatilla roja, atrancando la puerta, y los enormes zapatos de payaso de Emmet Kelly y el zapatito del juego del Monopoly, y los zapatos abandonados de los marineros, alineados en la cubierta del Yorktown. El Yorktown había acabado por descansar, también, y el Lusitania y el Hindenburg, y Jay Yates y Lorraine Allison y la Pequeña Señorita 1565, después de haberlo olvidado todo, incluso sus nombres. Descansen en paz.
¿Cómo se decía en latín “descansa en paz”? “Eloi, eloi, lama sabacthani”, pensó, pero no era eso. Era otra cosa en latín. Había olvidado el latín de “descanse en paz”, y las palabras de Más cerca, mi Dios, de Ti y El hundimiento del Hesperus y Sonrisas y lágrimas.
Todo lo que había aprendido de memoria caía de ella, línea tras línea, desenrollándose en el agua oscura como la cinta que escapa de un vídeo roto. “Los asirlos cayeron como el lobo sobre el rebaño”, y “en un momento como éste, es sálvese quien pueda”, “Houston, tenemos un problema”, y “Oh, no recuerdas, hace mucho tiempo, había dos niños pequeños cuyo nombre no conozco”.
Las palabras se perdieron en el agua, llevándose la memoria consigo, arrastrando electrodos y lazos de salvavidas y la cinta amarilla. “No cruzar.” Y madejas de hilo amarillas, zapatillas amarillas como las que llevaba Whoopi Goldberg en Jumpm’ Jack Flash, Jack en el Tallo de Habichuelas, Jack Phillips.
Y eso era importante. Había algo importante referido a Jack Phillips. Algo sobre una bata, o una manta. O un calefactor, desconectándose. Están desconectándose, pensó, los receptores y transmisores y neuronas, y esto es sólo un símbolo de… Pero había olvidado la palabra para metáfora. Y para desastre. Y para muerte.
Medio olvidado el sabor de los cheetos y el color de la sangre y el número cincuenta y ocho, olvidado el Mercy General y la piedad infinita, zepelines y besos, su talla de ropa, su primer apartamento, dónde había puesto las llaves del coche, la respuesta a la pregunta número quince en el examen final del señor Briarley. El sonido en el túnel y el impreso 1040.
Mis impuestos. No envié mi declaración de la renta. Hay que entregarla el quince de abril, pensó, y recordó que el Titanic se había hundido la noche del catorce. Toda esa gente, pensó, no entregaron tampoco su declaración de la renta. No, se equivocaba. No había declaraciones de la renta entonces. Por eso eran tan ricos. Pero había otras cosas que no habían hecho y que pretendían hacer: reunirse con amigos en los muelles de Nueva York, enviar un telegrama anunciando su llegada a salvo, casarse, tener hijos, ganar el premio Nobel.
“Nunca aprendí a tocar el piano —pensó Joanna—. No le dije al señor Wojakowski que no podíamos utilizarlo en el proyecto, y ahora le dará la lata a Richard. No transcribí la ECM del señor Sage.
“No importa. Pero no pagué la factura del gas. Me olvidé de regar mi planta. No recogí el libro de Kit. Le prometí que iría a recogerlo. Prometí que iría a ver a Maisie.
“¡Maisie! —pensó horrorizada—. No se lo dije a Richard, tengo que decírselo, pero no podía recordar qué era lo que quería decirle. Algo sobre el Titanic. No, el Titanic no. El señor Briarley estaba equivocado, no era sobre el Titanic. Era algo sobre los indios. Y Río Grande. Y un perro. Algo sobre un perro.”
No, tampoco era un perro. “Niebla”, pensó, y recordó estar de pie en el pasillo, contemplando la niebla. Era fría y difusa, como el agua, como la muerte. Lo nublaba todo, la memoria y el deber y el deseo. “Déjalo —se dijo, contemplando la nada—. No es importante. Déjalo.”
Informes de progresos y entregar el correo y lamentarlo. No era importante. “Nada es importante. Ni demostrar que es el Titanic ni tener un pase de pasillo o evitar al señor Mandrake. Nada de eso importa. Ni el señor Wojakowski ni que la señora Haighton nunca me devuelva las llamadas, ni Maisie.
“Eso es mentira. Maisie sí importa. Tengo que encontrar a Richard. Tengo que decírselo.”
—Richard, escucha —gritó, pero su boca, su garganta, sus pulmones estaban llenos de agua.
Pataleó frenéticamente, extendiendo las manos, los brazos hacia arriba. “Tengo que decírselo —pensó, agarrándose al agua como si fuera la barandilla de una escalera, tratando de auparse mano sobre mano—. Tengo que hacer llegar el mensaje. Por Maisie.”
Deseó ascender, pataleando, golpeando con los brazos, tratando de llegar a la superficie.
Y continuó cayendo.
54
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
—Jo, igual que Ismay —dijo Maisie cuando le contaron lo que había sucedido con Carl—. ¡Qué cobardica!
Nadie como Maisie para resumir las cosas. Richard se preguntó si, al subir al bote salvavidas, las manos de Ismay estaban tan blancas y agarrotadas como las de Carl Aspinall, su rostro con aspecto tan hinchado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Vielle. Lo había llamado en el camino de vuelta, exigiendo saber qué habían descubierto, y Richard, incapaz de soportar la perspectiva de contarlo dos veces, le dijo que se reuniera con ellos en la habitación de Maisie.
—Podríamos hablar con el analista que vio a Carl y Joanna —dijo Richard—. Puede que oyera lo que decían.
—No lo oyó —dijo Maisie—. Se lo pregunté. Dijo que dejaron de hablar cuando entró en la habitación.
—Puede que oyera algo mientras entraba —dijo Richard—, o al salir. O tal vez haya visto entrar a alguien. Si había un analista en la habitación extrayendo sangre, puede que hubiera otros haciendo pruebas —dijo, con una confianza que no sentía—. O enfermeras. ¿A quién mencionó la señora Aspinall?
—A Guadalupe —dijo Kit.
—Hablaré con Guadalupe y el resto del personal de la cinco-este. Vielle, sigue buscando a gente que pueda haber visto a Joanna en los pasillos, y no te limites al personal del hospital. Habla con los voluntarios y el personal de cocinas.
—¡Se supone que ése es mi trabajo! —protestó Maisie.
—Tu trabajo es descansar y ponerte fuerte para que estés preparada para tu nuevo corazón.
Maisie se desplomó contra las almohadas.
—¡No es justo! Yo fui quien descubrió lo del señor Aspinall. Además, si no tengo nada que hacer o en qué pensar, empezaré a preocuparme por mi corazón y por cuánto me dolerá la operación, y en morirme y esas cosas, y puede que se me pare el corazón.
Era buena, tenía que admitirlo.
—Muy bien —dijo, severo—, puedes ayudar a Vielle.
—Se me ocurre alguien más a quien preguntar —dijo ella inmediatamente—. Los pintores. Apuesto a que ven a un montón de gente. Y la señora de la terapia respiratoria. ¿Te llamo cuando se me ocurra más gente?
—Nada de llamar a Vielle a todas horas —intervino Richard—. Trabaja en Urgencias, y allí siempre están ocupados. Vendrá a verte cuando pueda, y cuando lo haga, nada de hacerle perder el tiempo.
Se volvió hacia Vielle.
—Si Maisie descubre algo, no te contará la historia entera de cómo lo descubrió, porque ya sabe que tienes que volver a Urgencias.
—Pero… —dijo Maisie.
—Prométemelo —dijo Richard—. Cruza tu corazón.
—Vaaale —dijo ella a regañadientes. Le sonrió a Vielle—. Hablaré con la señora que vacía las papeleras y con el tipo que pasa la aspiradora. Y descansaré —añadió rápidamente.
—Y bébete tu Ensure —dijo Richard.
—¿Y si no había nadie más en la habitación para oírlos? —preguntó Maisie.
—Tal vez la señora Aspinall cambie de opinión —dijo Kit.
—Eso es —comentó Richard, aunque no lo creía ni por un instante. Su única preocupación era su marido, y la única preocupación de él era sobrevivir. Y nada, nada podría hacerle volver allí, ni siquiera para salvar a Joanna.
—¿Pero y si no lo hace? —dijo Maisie.
—Entonces tendremos que esperar que el analista sepa algo —dijo Richard—. ¿Sabes su nombre, Maisie?
—Sí. Lo vi en su placa cuando se inclinó para colocarme la intravenosa, y…
—Maisie —dijo Richard, severo—. Nada de perder el tiempo. Lo prometiste.
—Se lo prometí a Vielle —dijo ella, y ante su mirada, se apresuró a añadir—: Vale. Rudy Wenck. ¿Pero y si no sabe nada?
—Entonces encontraremos a alguien que lo sepa.
—¿Pero y si no hay nadie? —insistió Maisie—. ¿Y si nadie más los oyó hablar?
“No lo sé —pensó él—. No lo sé.”
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él —dijo alegremente, pensando: “Hablas igual que la madre de Maisie.”
Y hablando del diablo, allí estaba, en la puerta, con un pato de peluche amarillo, un paquete con una cinta de vídeo con su lazo y una sonrisa deslumbrante.
—¡Doctor Wright! —dijo la señora Nellis—. Y la señorita Gardiner. Justo las personas que necesitaba ver. —Le sonrió a Vielle—. Creo que no nos conocemos.
—Es la enfermera Howard —dijo Richard.
—Trabaja en Urgencias —informó Maisie.
—Nos marchábamos ya. —Kit y Vielle aprovecharon la ocasión y se dirigieron hacia la puerta.
—Oh, pero no puede irse todavía, doctor Wright —dijo la señora Nellis.
Bueno, ahora sabemos a quién sale Maisie. Asintió a Kit y Vielle para que continuaran.
—Me temo que tengo una reunión.
—Sólo será un minuto —dijo la señora Nellis, colocando el regalo y el pato al pie de la cama. Empezó a rebuscar en su bolso—. Tengo los impresos con los permisos para el proyecto y los permisos de menores, todos firmados ante notario.
Sacó un sobre manila y se lo tendió a Richard.
—Mi abogado está trabajando en un testamento y en las órdenes de resucitación. ¿Ha hablado con usted?
—Sí. La verdad es que tengo que irme.
—¿Puedo abrir mi regalo ya? —trinó Maisie, y la señora Nellis, distraída momentáneamente, se dispuso a tomar el paquete.
“Buena chica”, pensó Richard, y se largó, pero no lo bastante rápido. La señora Nellis lo pilló justo en la puerta.
—Quería preguntarle por la enfermera Howard —dijo ansiosamente—. Dice usted que trabaja en Urgencias, y supongo que eso significa que es experta en procedimientos de parada. ¿Está trabajando con usted en el tratamiento? ¿Significa eso que han hecho un descubrimiento?
—No.
—Pero están cerca, ¿verdad?
—¡Mami, ven aquí! —dijo Maisie, excitada—. ¡No puedo abrir mi vídeo!
La señora Nellis miró hacia la habitación, y luego a Richard, vacilante.
—¡Mami! ¡Quiero verlo ahora mismo!
—Discúlpeme —dijo la señora Nellis y corrió hacia la puerta. Richard no dudó. Corrió pasillo abajo. Tras el pudo oír a la señora Nellis preguntando:
—¿Te gusta el vídeo, cariñín?
—¡Me encanta! —decía Maisie—. ¡Heidi es mi película favorita! Kit y Vielle lo estaban esperando en la puerta de la UCI cardíaca.
—Creíamos que Íbamos a tener que mandar la caballería al rescate —dijo Kit.
—No, Maisie me ha rescatado. Con considerable sacrificio por su parte.
—¿Entonces cuál es el plan? —preguntó Vielle.
—Kit, quiero que revises otra vez las transcripciones de Carl Aspinall y veas si en ellas aparece algo sobre una espada o… —miró alrededor, intentando pensar con qué más podían apuñalarte— un abrecartas o algo por el estilo. Y mira si hay alguna referencia a apuñalamientos la noche del Titanic. Vielle, a ver si puedes averiguar quién estuvo en la cuatro-oeste ese día. Yo hablaré con Rudy Wenck.
—Creía que Maisie había dicho que no recordaba haber oído nada —dijo Vielle.
—Lo dijo, pero una cosa que aprendí de Joanna es que la gente recuerda más de lo que cree. Y tiene que haber oído o visto algo.
Pero Rudy Wenck no recordaba nada, ni siquiera sometido a presión.
— Tenía miedo de que le sacara sangre, eso es todo lo que recuerdo, como si estuviera intentando matarlo o algo. Parecía acojonado.
—¿Puede ser más específico? —preguntó Richard.
— No, ya sabe, los ojos espantados y asustado.
—¿Dijo algo?
—No.
—¿Y la doctora Lander? ¿Dijo ella algo?
—Sí, me preguntó si quería que se apartara, y le dije que no, que podía hacerlo desde donde estaba.
—¿Dijo algo más?
—¿A mí?
—O al señor Aspinall, cualquier cosa. Él se encogió de hombros.
—Tal vez. La verdad es que no estaba prestando atención.
—Si pudiera intentar recordar —dijo Richard—, es muy importante.
Él sacudió la cabeza.
—La gente siempre está hablando cuando estoy en la habitación. He aprendido a ignorarlos.
Guadalupe le sirvió aún menos.
—Ni siquiera sabía que Joanna hubiera ido a verlo.
—¿Pero la vio usted en la planta ese día? —preguntó Richard. Ella asintió.
—La hice llamar porque no podíamos encontrar a la esposa del señor Aspinall y pensé que Joanna tal vez supiera dónde estaba. No lo sabía, pero subió a la planta, y hablé con ella un par de minutos. Preguntó por el estado del señor Aspinall, y sugirió un par de sitios donde podría estar su esposa y luego supuse que se marchó.
—¿Pero no la vio marcharse?
—No. Las cosas se desmadraron entonces. No esperábamos que Co… que el señor Aspinall recuperara la conciencia. Llevaba hundiéndose varios días, y de repente se despertó y todos nos pusimos a correr de un lado a otro intentando encontrar a su esposa y su médico, así que es muy posible que Joanna estuviera allí. ¿Por qué es importante?
Él se lo explicó.
—¿Le dijo algo el señor Aspinall sobre lo que había experimentado mientras estuvo en coma?
—No. Le pregunté, porque se agitaba mucho… “Ahogándose —pensó Richard—. Se estaba ahogando.”
—… y gritaba. Normalmente era después de que le hubiéramos hecho algo, como recolocarle las intravenosas, y me preguntaba si era consciente de lo que hacíamos, pero dijo que no, que no había nadie más allí, que estaba completamente solo.
—¿Dijo dónde era “allí”? Ella negó con la cabeza.
—Hablar del asunto parecía trastornarlo. Le pregunté si había tenido malos sueños… un montón de pacientes en coma recuerdan haber soñado… pero dijo que no.
“Porque no eran sueños”, pensó Richard.
—¿Ha intentado hablar con el señor Aspinall? —preguntó Guadalupe.
—Dice que no recuerda nada. Ella asintió.
—Estaba sometido a un montón de medicación, que puede confundir la memoria, y los comas son curiosos. Algunos pacientes recuerdan haber oído voces y creen ser conscientes de haber sido movidos o intubados, y luego hay otros que no recuerdan nada.
“Y algunos de ellos recuerdan y no quieren decirlo”, pensó Richard amargamente, repasando la lista que Vielle le había dado de gente que había estado en la cuatro-este aquel día. Tampoco sabían nada.
—Estuve trabajando en el otro extremo de la planta ese día —dijo Linda Hermosa—, y teníamos un montón de sustituías a causa de la gripe.
—¿Sustituías? —preguntó Richard—. ¿Recuerda quiénes eran? No lo recordaba, ni tampoco lo recordaban las auxiliares a quienes interrogó, pero una de ellas dijo:
—Recuerdo que una era muy mayor y que debía de haber trabajado en la cinco-este porque no paraba de gritarme: “Así no hacíamos las cosas en la cinco-este.” Pero no creo que trabajara en esa parte de planta.
Richard subió a la quinta y le dio a la enfermera encargada esa pobre descripción.
—Oh, la señora Hobbs —dijo ella—. Sí, es una enfermera jubilada que a veces hace sustituciones cuando no encuentran a nadie más. No sabía su número de teléfono.
—De eso se encarga Personal.
Richard le dio las gracias y bajó a Personal. ¿Y si la señora Hobbs, que no parecía prometedora, no había estado tampoco en la habitación de Carl? ¿Y si, como decía Maisie, no había nadie que los hubiera oído hablar? Era perfectamente posible que Joanna se hubiera aprovechado del caos generalizado para hablar a solas con Carl antes de que el recuerdo de sus alucinaciones se difuminara y luego se fuera a buscarlo a el y no le dijera nada a nadie por el camino. ¿Entonces qué?
“Tiene que haber alguien”, pensó, cruzando el pasillo hasta el ala oeste. Se acercó a los ascensores. El central trinó, y de él salió un hombre con un Palm Pilot.
Mierda. El abogado de la madre de Maisie. La última persona a la que quería ver. Se dio rápidamente media vuelta y corrió pasillo abajo, deseando haber terminado de hacer el plano de aquella parte del hospital. Entonces al menos sabría dónde estaban las escaleras.
Había una al fondo del pasillo. Se escabulló por ella y bajó corriendo. Sólo llegaba al tercer piso, pero al menos sabía dónde estaban los ascensores en esa planta. Abrió la puerta y se internó en el pasillo.
—Anoche tuve otra visita —dijo una voz de mujer; venía hacia él por el pasillo—. Esta vez vi a mi tío Alvin al pie de mi cama, tan real como usted o como yo.
Mierda. No era el abogado de la señora Nellis la última persona a la que quería ver en el mundo. Ese honor le correspondía a la señora Davenport, y venía hacia allí. Richard miró hacia los ascensores, midiendo la distancia, y luego los números de las plantas sobre la puerta. Ambos indicaban la octava. Mierda. Se dio media vuelta y se encaminó hacia el puesto de enfermeras.
—Llevaba su uniforme blanco de marinero, y una luz radiante surgía de él —decía la voz de la señora Davenport—. ¿Y sabe que dijo, señor Mandrake?
Mandrake también. Mierda, mierda, mierda. Richard miró desesperadamente alrededor, buscando una vía de escape, una escalera, un hueco de la ropa sucia, lo que fuera. Incluso un trastero. Pero no había más que habitaciones de pacientes.
—dijo: “Ven a casa” —continuaba la señora Davenport, cada vez mas cerca—. Sólo esas palabras: “Ven a casa.” ¿Qué puede eso significar, señor Mandrake?
—Le enviaba un mensaje desde el Otro Lado, diciéndole que los muertos no se han marchado —dijo la voz del señor Mandrake—, que están aquí con nosotros, protegiéndonos, hablándonos. Todo lo que tenemos que hacer es escuchar…
Estaban doblando la esquina. Richard se coló por una puerta sin letreros. Una escalera. Magnífico. “Y esperemos que llegue hasta el sótano”, pensó, rodeando el rellano, para llegar a…
Se detuvo. Dos escalones por debajo del rellano, una cinta amarilla se extendía de un lado a otro, cortando el paso y, por debajo, los escalones celestes brillaban húmedos, aunque no podían estarlo. Los habían pintado hacía más de dos meses.
Se preguntó qué había sucedido. ¿Se habían olvidado los pintores de esta escalera, o habían sido incapaces de encontrarla en el laberinto de pasillos de conexión y corredores y callejones sin salida del Mercy General? ¿Y los técnicos y enfermeras, al ver la cinta, pensaban que estaba aún bloqueada y habían encontrado otras rutas, otros atajos?
Eso debía de ser, porque los escalones pintados bajo la cinta amarilla parecían brillantes e intactos, ni una sola huella en ellos, y la escalera todavía olía a pintura. Era evidente que nadie había estado allí desde el día en que Joanna y él se escondieron ocultándose de Mandrake, desde el día en que ella se sentó en los escalones para comer sus M M’s de cacahuete y se quejó de que la cafetería no estaba nunca abierta, y él había intentado convencerla de que trabajara con él en el proyecto y ella le preguntó si era peligroso, y él dijo: “No, es perfectamente seguro…”
De pronto le fallaron las piernas. Tanteó en busca de la barra de metal y se sentó en el tercer escalón sobre el rellano, donde se habían sentado entonces, donde había sobornado a Joanna con manzanas y capuchino embotellado.
“Los muertos no se han ido”, había dicho la señora Davenport, y si eso fuera cierto, si Joanna estuviera en alguna parte, estaría allí, en el aire embalsamado y vacío de aquella escalera donde no había estado nadie desde hacía dos meses, donde nada había perturbado los ecos de su voz.
Deseó de pronto que la señora Davenport tuviera razón, que Joanna se le apareciera, de pie en los escalones celestes, irradiando luz, y diciendo: “Lamento no haberte podido decir lo que he descubierto. Hice igual que toda esa gente en las películas. “SOS.” ¿Cómo ibas a saber lo que eso significaba? Me sorprende que no dijeras: “¿Puedes ser más específica?” ” Casi podía verla, subiéndose las gafas sobre la nariz, riéndose de él.
Casi.
Y eso era lo que hacía que la gente creyera en los ángeles y pusiera a farsantes como el señor Mandrake en la lista de éxitos de ventas, aquel deseo de creer. Pero eso no los traía de vuelta. Y no era la presencia de los muertos lo que acechaba a la gente, lo que la hacía imaginar que los veía en sus ECM. Era su ausencia. En lugares donde deberían haber estado.
Porque Joanna no estaba allí, ni siquiera en aquel lugar donde habían estado juntos, aplastados contra la pared, su brazo extendido sobre su corazón latiente. Allí no había nada, ni siquiera polvo. “Está muerta”, pensó, y fue como enfrentarse con aquel hecho otra vez.
De algún modo había conseguido negarlo, con todos sus paseos, dibujando planos, midiendo escaneos, interrogando a auxiliares de enfermería, y se preguntó ahora si de eso se trataba, si su obsesión por las últimas palabras de Joanna había sido simplemente otra forma de negativa, su propio Seminario Privado para Enfrentarse a la Pena.
Porque si podían descifrar las últimas palabras de Joanna, eso compensaría el que no hubieran sido capaces de salvarla. Le daría a la historia un final distinto. ¿Y en que se diferenciaba de lo que estaba intentando hacer Mandrake?
Se preguntó de pronto si había sido igual de engañado, si Joanna había murmurado unas cuantas palabras inconexas en su delirio y el y Kit y Vielle se habían dejado llevar por la imaginación, convirtiéndolas en un mensaje porque eso les daba algo en qué pensar, algo que hacer además de llorar, además de rendirse a la desesperación, y las palabras de Joanna no significaban nada en absoluto.
¡No!
—Estabas intentando decirme algo —le dijo, aunque ella no estaba allí—. Se que lo intentaste.
Pero no tuvo éxito. La máquina se había apagado antes de que pudiera terminar. Pensó en el mensaje que le había dejado en su contestador automático. El lo había reproducido una y otra vez, tratando de descifrar lo que había empezado a decir, pero no sirvió de nada. Había demasiadas posibilidades y no la suficiente información. “Como ahora”, pensó, y supo, a pesar de lo que le había dicho a Kit, que no lo descubrirían nunca.
En las películas siempre descubrían quién era el asesino, aunque la víctima moría antes de que pudiera decirlo. En las películas siempre descifraban el mensaje, resolvían el misterio, salvaban a la chica. En las películas.
Y tal vez en el Otro Lado. Pero no allí. Allí nunca averiguaron qué causó el incendio del circo de Hartford ni si había una bomba en el Hindenburg. Allí el doctor no pudo detener la hemorragia, la ayuda no llegó a tiempo, el mensaje estaba demasiado roto y manchado para poder ser leído.
“Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje —había dicho Joanna en Taco Pierre’s aquella noche—, ése era Houdini.” Pero no era cierto. Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje, ésa era Joanna. Lo había intentado, aunque se estaba ahogando en su propia sangre, aunque tendría que haber estado inconsciente. Si pudiera haber venido desde donde estaba (la tumba o las cubiertas del Titanic o el Otro Lado) para darle el mensaje, lo habría hecho.
Pero no pudo. Porque no estaba en ninguna parte. “Se ha ido”, pensó, y enterró la cara en sus manos.
Permaneció allí sentado largo rato. Su busca sonó una vez, rompiendo en silencio, y él lo sacó inmediatamente del bolsillo, rezando para que fuera la señora Aspinall diciéndole que Carl había cambiado de opinión, pero era solamente Vielle, llamándolo para que la llamara y así poder informar que había encontrado a otra sustituía que había trabajado en el extremo opuesto de la planta ese día, o que había acotado la búsqueda del taxi que Joanna había tomado a Yellow y Shamrock.
Eso no era justo. Vielle lo había intentado cuanto había podido. Todos lo habían hecho, faltaban demasiadas piezas. La respuesta se encontraba en alguna de las transcripciones del Titanic” no en los escaneos o en la literatura inglesa, pero Joanna no podía decirles dónde, y el señor Briarley, si lo sabía, no lo recordaba. Y Carl se negaba a decirlo.
Y él, Richard, no podía imaginarlo. Era hora de admitirlo. Era hora de encarar los hechos, de hacer las maletas, ponerse el sombrero y admitir la derrota.
Joanna sin duda lo comprendería. Había visto al equipo de choque intentar con norepinefrina, salino, palas, RCP, uno tras otro. Y había estado en el Titanic, que lo había intentado y fracasado. El vigía no vio el iceberg a tiempo, el California no oyó el SOS, no vio la señal de la lámpara Morse, no comprendió los cohetes. El maquinista Harvey y el hombre por el que volvió para salvarlo habían muerto ahogados los dos.
Si había una lección que aprender del Titanic era que los intentos fracasaron, que el rescate llegó demasiado tarde, que los mensajes no llegaron a su destino, y supo, mientras lo pensaba, que no era cierto.
La lección del Titanic era que la gente siguió intentándolo aunque sabía que no había esperanza: enviaron SOS, soltaron los botes hinchables, bajaron y trajeron el correo, soltaron a los perros… todos estaban decididos a salvar algo, a alguien, aunque sabían que no podían salvarse a sí mismos.
“No puedes rendirte —pensó Richard— Jack Phillips no lo hizo. Joanna no lo hizo.”
— Muy bien —dijo, y aunque no lo sabía, su voz sonó igual que la de Joanna en el contestador automático.
Se levantó. “Muy bien. Consigue en Personal el número de la señora Hobbs. Averigua quienes más fueron pacientes de la cinco-oeste ese día. Averigua quien los visitó. Repasa otra vez los escaneos y las transcripciones. Habla con Vielle. Habla con Bob Yancey. Sigue intentándolo.”
Volvió a conectar su busca y subió las escaleras, extendió la mano para abrir la puerta, y luego bajó de nuevo al rellano. Arrancó la cinta amarilla y quitó los restos de la barandilla.
Llevó la maraña de cinta arriba, hasta el puesto de enfermeras. Una enfermera estaba al teléfono, de espaldas a él.
—La escalera al segundo piso está despejada. La pintura está seca —dijo, dejando caer la masa de cinta sobre el mostrador—. ¿Está todavía Maurice Mandrake con la señora Davenport?
—Espere —dijo la enfermera al teléfono. Se volvió a medias y asintió.
—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia el ascensor.
—No, espere, doctor Wright —llamó la enfermera, la mano sobre el micrófono—. No me di cuenta de que era usted… Richard regresó al puesto de enfermeras.
—Ha llamado alguien de Urgencias preguntando por usted. No sabía que estaba usted en la planta o habría ido a buscarlo. Fue hace sólo unos minutos.
—¿Era Vielle Howard? —interrumpió él.
—Sí, creo que sí. Le pregunté a las otras enfermeras, pero no sabían que usted…
—¿Dijo que quería que la llamara o que bajara a Urgencias?
—dijo que había alguien esperándolo en su laboratorio.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre —dijo la enfermera.
“Carl Aspinall —pensó él, y corrió hacia el ascensor—. Ha cambiado de opinión. Debe de haber pensado en lo que dijo Kit.”
Pero cuando llegó a la sexta planta, no era Carl quien esperaba en la puerta del laboratorio.
Era el señor Pearsall.
55
Un poco más y ya no estaré con vosotros, dónde estaré no puedo decirlo. De la nada venimos, a la nada vamos. ¿Qué es la vida? El destello de una luciérnaga en la noche.
Había luciérnagas. Se encendían y se apagaban en la oscuridad que la rodeaba. “Estoy en Kansas —pensó Joanna—. Esto debe de ser parte de la Revisión de Vida.” Y debía de estar acercándose al final si estaba recordando su infancia, visitando a sus parientes en Kansas, corriendo en la oscuridad con sus primos, con una jarra vacía en la mano para capturar luciérnagas y la tapa de latón en la otra, dispuesta a cerrarla cuando capturara una, la hierba húmeda contra sus tobillos, el rico y dulce olor de las peonías llenando el aire de la tarde.
Pero no era por la tarde…, era de noche. Y no importaba hasta qué hora les permitieran estar despiertos, nunca se había hecho completamente oscuro como ahora. Siempre había habido un tono azul purpúreo en el cielo, e incluso después de que salieran las estrellas todavía podía verse el contorno de las casas, de los álamos retorcidos. “Todavía podías ver a los adultos en el porche oscuro, y nos veíamos unos a otros.”
No distinguía la hierba en la que estaba sentada, ni la casa, ni su propia mano, que colocó delante de su cara. Estaba completamente negro, a pesar de las luciérnagas.
—La luna no brillaba —dijo en voz alta—, y las estrellas no daban ninguna luz.
Las estrellas. Eran estrellas, chispeando clara, firmemente, en el cielo negro, ¿y por qué había pensado que eran luciérnagas? Obviamente eran estrellas y se extendían hasta el horizonte, claras y chispeantes. Los supervivientes del Titanic habían recalcado eso, cómo las estrellas no se oscurecían cerca del horizonte, sino que brillaban hasta la línea del agua.
El agua. “He sobrevivido al hundimiento —pensó—. Estoy flotando en algo del Titanic, una silla de cubierta” Pero las sillas de cubierta eran de tablas. La superficie que tenía debajo era ancha y lisa. Un piano. El gran piano del restaurante A La Cárte.
Pero los pianos no flotaban. En la película El piano, éste se hundió como una piedra, arrastrándola a las aguas frías y desintegradoras. “Tal vez, es el piano de aluminio del Hindenburg. Sólo pesaba ochocientos kilos.”
“Se hundiría de todas formas”, pensó. Y tal vez se estaba hundiendo. “Todos los barcos se hunden tarde o temprano”, había dicho el señor Wojakowski, y tal vez aquél se hundía muy despacio, porque el océano estaba muy tranquilo. Todos los supervivientes habían dicho que el agua era lisa como el cristal esa noche, tan quieta que los reflejos de las estrellas apenas se distorsionaban.
Joanna extendió la mano hacia el borde del piano, palpando el teclado y luego el agua debajo y, al hacerlo, advirtió que estaba agarrada a algo con la otra mano, sosteniéndolo con fuerza en el hueco del codo. “El pequeño bulldog francés —pensó—, debo haberlo sujetado mientras caía”, aunque recordaba haberlo soltado todo, todo en el agua, recordaba sus manos abiertas agitándose vacías en la oscuridad. “El chaleco salvavidas”, pensó, y palpó en busca de las correas colgantes pero no pudo encontrarlas. Se inclinó sobre el perrito, tratando de verlo. Estaba demasiado oscuro, pero pudo sentir su suave cabeza, su cuerpecito contra su costado. No se movía.
—¿Estás bien, perrito? —preguntó, acercándose más para oír el sonido de sus jadeos, el latido de su pequeño corazón, pero no oyó nada.
“Tal vez se ha ahogado”, pensó ansiosamente, pero mientras lo pensaba, el perrito se apretujó más contra su costado.
—Estás bien —dijo—. Maisie estará muy contenta.
“Maisie”, pensó, y recordó haberse debatido contra la abrumadora oscuridad, esforzándose por no olvidar hasta que fuera enviado el mensaje.
—En cuanto nos rescaten —le dijo al pequeño bulldog—, tengo que enviarle a Richard un mensaje.
Contempló la oscuridad. El Carpathia llegaría dentro de dos horas. Escrutó el horizonte, buscando sus luces, pero sólo había estrellas.
Las miró, tratando de encontrar la Osa Mayor. El Carpathia había llegado desde el suroeste. Si localizaba la Osa Mayor, podría seguir el mango hasta la estrella del Norte y sabría en qué dirección vendría.
Habían buscado la Osa Mayor en aquellas noches de verano en Kansas. Habían corrido por la fría hierba, tratando de capturar luciérnagas con las manos, y cuando un coche aparecía en la calle, gritaban “¡Automóvil!” y se tumbaban boca arriba en la hierba, inmóviles bajo el barrido de sus faros. Haciéndose los muertos. E incluso después de que el coche hubiera pasado, permanecían allí tendidos, contemplando las estrellas, señalando las constelaciones. “Aquélla es la Osa Mayor —decían, señalando—. Esa es la Vía Láctea. Allí está el Can.”
No había ninguna constelación. Joanna dobló el cuello, tratando de encontrar la forma de Sagitario, la larga mancha de la Vía Láctea en el centro del cielo. Pero sólo había estrellas. Y chispeaban brillantes, claras, hasta el agua, que estaba tan quieta que no oía su lamido contra los lados del piano, tan quieta que los reflejos de las estrellas no estaban distorsionados en absoluto. Chispeaban firme, claramente, como si no hubiera ningún reflejo, como si hubiera cielo bajo ella en vez de agua.
Abrazó al perro.
—Creo que ya no estamos en Kansas, Totó —dijo, y apartó los pies del borde.
No estaban en el Atlántico, y la cosa a la que se abrazaban no era un piano. Era otra cosa, una mesa de reconocimiento, o un cajón del depósito de cadáveres. O una metáfora de los supervivientes del naufragio de su conciencia, flotando en el cascarón de su cuerpo, sus últimas smapsis chispeando como estrellas, como luciérnagas.
Y el Atlántico era una metáfora de otro lugar. La laguna Estigia o el río Jordán o el Otro Lado del señor Mandrake. No, no un Otro Lado. Otra cosa distinta, sin ninguna relación con el mundo.
“El país lejano”, pensó, pero tampoco era adecuado. No era un país. Era un lugar tan lejano que ni siquiera era un lugar. Un lugar tan lejano que el Carpathia no podría llegar nunca, tan lejano que no había ninguna posibilidad de ser rescatada, de regresar. Y del cual nunca se sabía nada, a pesar de lo que dijera Maurice Mandrake, a pesar de los mensajes que decía haber recibido de los muertos.
E incluso las últimas palabras de los moribundos no eran mensajes, sólo ecos inútiles de los vivos. Mentiras inútiles. “Nunca te abandonaré”, decían, y se marchaban para siempre. “No te olvidaré”, decían, y luego lo olvidaban todo en las aguas oscuras y desintegradoras.
“Estaremos juntos de nuevo”, y ésa era la mayor mentira de todas. No había padres esperando en la orilla brillante. No había profetas, ni ancianos, ni Angeles de Luz. No había luz ninguna. Y nunca estarían juntos. Nunca volvería a verlos, ni podría decirles adonde había ido.
“Me marché sin despedirme”, pensó, y sintió una puñalada de dolor, como un cuchillo en las costillas.
—¡Adiós! —gritó, pero su voz no se transmitió en el agua—. ¡Adiós, Vielle! —gritó—. ¡Adiós, Kit! ¡Adiós, Richard!
Trató de hacerse entender, pero estaban demasiado lejos. Demasiado lejos incluso para que recordara la cara de Richard, o la de Maisie…
Maisie, pensó, y supo por qué había pensado que las estrellas eran luciérnagas. Insectos en código Morse las llamaban en Kansas. Encendiéndose, apagándose, enviando mensajes codificados en la oscuridad.
—Tengo que transmitirle el mensaje a Richard —dijo, y se levantó sobre el piano, haciendo que se agitara salvajemente—. ¡Richard! —llamó, llevándose las manos a la boca como si fueran un megáfono—. ¡La ECM es la forma que tiene el cerebro de pedir ayuda!
Estaba demasiado lejos. Nunca le llegaría. Houdini, diciendo “¡Rosabelle, cree!” a su esposa a través del vacío, no pudo hacerse oír. Ni ella tampoco.
—¡Es un SOS! —llamó Joanna, pero suavemente—. Un SOS.
El pequeño bulldog gemía a sus pies, asustado de estar solo. Joanna se sentó y extendió la mano para asirlo, incapaz de encontrarlo al principio en la oscuridad, y lo rodeó con ambas manos y lo atrajo hacia si.
—No sirve de nada —dijo, acariciando la suave cabeza que no podía ver—. Nunca les llegará.
El perrito gimió, desconsolado, parecía el llanto de un niño.
—No pasa nada —dijo Joanna, aunque no era verdad—. No llores, estoy aquí. Estoy aquí.
Estoy aquí. ¿Donde estás? Las luciérnagas, capturadas en una jarra, capturadas en las manos cerradas de las que no podía escapar ninguna luz, seguían enviando mensajes, encendiéndose y apagándose, encendiéndose y apagándose, aunque no servía de nada, y Jack Phillips, aunque el Carpathia estaba demasiado lejos, aunque no había otros barcos que lo oyeran, había seguido transmitiendo, tecleando SOS, SOS, hasta el final.
—SOS —llamó, deseando que sus pensamientos llegaran a Richard y Kit y Vielle como mensajes de radio, a través de la nada, a través de las vastas y oscuras distancias de la muerte—. Adiós. No pasa nada. No te apenes.
El pequeño bulldog se tranquilizó y se quedó dormido, acurrucado contra ella, pero Joanna siguió acariciándole la cabeza.
—No llores —dijo, deseando que Mandrake oyera, deseando que Richard escuchara—. Es un SOS.
“Nunca les llegará”, pensó, pero permaneció sentada en la oscuridad, abrazando con fuerza al perrito, rodeada de estrellas, enviando señales de amor y lástima y esperanza. Los mensajes de los muertos.
56
Vamos a toda máquina.
—Señor Pearsall —dijo Richard, incapaz de impedir que la decepción se le notara en la voz— ¿Qué está haciendo aquí?
—Me preguntaba si todavía me necesita para el proyecto. Acabo de regresar de Indiana. Tuve que quedarme más tiempo de lo previsto. Mi padre murió. —Tuvo que aclararse la garganta antes de continuar—. Y tuve que resolver unos asuntos. Volví ayer mismo. —Se volvió a aclarar la garganta—. Me he enterado de lo de la doctora Lander. Lo siento muchísimo.
“Eso es lo que dijo Carl Aspinall”, pensó Richard amargamente.
—Es duro de creer —dijo el señor Pearsall, sujetando el sombrero con ambas manos—. En un minuto están aquí, y al siguiente… Siempre pensé que las experiencias cercanas a la muerte eran una especie de alucinación, pero ahora no lo sé. Justo antes de morir, mi padre me dijo… Tuvo una embolia y le costaba trabajo hablar, sólo murmuraba, pero dijo, claro como el agua: “¡Bueno, y tú qué sabes!”
Richard se enderezó, atento.
—¿Dijo algo más?
El señor Pearsall negó con la cabeza. “Naturalmente”, pensó Richard.
—Lo dijo como si acabara de descubrir algo importante —dijo el señor Pearsall, sacudiendo de nuevo la cabeza—. Me gustaría saber qué era.
“Y a mí también”, pensó Richard.
—Por eso pensé que si todavía necesitan voluntarios, yo podría…
—El proyecto se ha suspendido.
El señor Pearsall asintió como si ésa fuera la respuesta que esperaba.
—Si empieza de nuevo, me alegraría…
—Le llamaré —dijo Richard, mostrándole la salida. Cerró la puerta y se sentó a su mesa, con las cintas. Pero apenas había empezado a trabajar cuando llamaron a la puerta. “Y tampoco será Carl Aspinall”, pensó.
Era Amelia Tanaka.
—Amelia. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella se detuvo en la puerta y se quedó allí, con el abrigo y la mochila puestos. Como el día en que vino a decirles que dimitía.
—He venido… —dijo Amelia, y tomó aire—. La doctora Lander fue a verme a la universidad.
“Para eso tomó el taxi”, pensó Richard, y quiso preguntarle qué día fue, pero a Amelia ya le estaba costando lo suficiente. No quería trastornarla.
—No le conté la verdad de por qué dimití —dijo Amelia—. La doctora Lander me preguntó si fue porque había experimentado algo inquietante, y le dije que no, pero no era cierto. Sí que lo experimenté, y me asusté tanto que no pude soportar someterme de nuevo al tratamiento, pero entonces me enteré de que se había muerto, y me puse a pensar en lo que le ha pasado, sólo que ella no tuvo oportunidad, no pudo volver.
Las palabras salían a trompicones de ella, como lágrimas.
—Me puse a pensar en lo cobarde que había sido. Ella siempre fue muy amable conmigo. Una vez, cuando le pedí que hiciera algo por mí, lo hizo y…
Se interrumpió, ruborizándose.
—dijo que era muy importante que le contara lo que vi. No tendría que haber mentido. Tendría que habérselo dicho. ¿Cómo voy a ser médico, si dejo que mi miedo…?
Miró a Richard.
—Es demasiado tarde para decírselo a ella, pero dijo que era importante, y usted es su compañero…
—Es importante —dijo Richard—. Ven, quítate el abrigo y siéntate. Ella negó con la cabeza.
—No puedo quedarme. Tengo una práctica de anatomía. —Se no, temblando—. Ni siquiera tendría que haber venido, pero quería decirle…
—Muy bien, no tienes que quitarte el abrigo, pero al menos siéntate.
Pero ella negó con la cabeza. “Y se marchará si la presionas”, pensó Richard.
—¿Qué viste que te asustó, Amelia?
—El… —Se mordió los labios—. ¿Ha tenido alguna vez uno de esos sueños locos, donde cuando intentas explicarlos no hay nada que dé miedo en ellos, como un cuchillo o…? —Calló, parecía avergonzada—. No pretendía decir eso. En serio, yo…
—No viste ningún asesino ni ningún monstruo —dijo Richard—, pero te asustaste de todas formas…
—Sí. Estaba en el túnel, como otras veces, sólo que esta vez me di cuenta de que no era un túnel, era… —Miró anhelante hacia Ja puerta. Richard se colocó con disimulo entre ella y Ja salida.
—¿Qué era? —preguntó, aunque ya lo sabía. Y ella tenía razón, no había nada aterrador en la visión de gente con ropa antigua de pie ante una puerta, en el sonido de motores desconectándose. “¿Qué ha pasado?”, De preguntó Lawrence Beesley a su criado. El criado respondió: “Supongo que poca cosa.” Y Beesley volvió a la cama, sin sentirse asustado en lo más mínimo.
—¿Qué era, Amelia? —dijo Richard.
—Yo… parece una locura, creerá…
“¿Que eres Bridey Murphy? —pensó él—, como hice con Joanna.”
—Sea lo que sea, te creeré.
—Lo sé. Muy bien. —Tomó aire—. Tengo bioquímica este semestre. La teoría es durante el día, pero las prácticas de laboratorio son de noche, los martes y jueves, en esa vieja sala. Es larga y estrecha, con todos esos armarios de madera oscura en las paredes donde guardan los productos, así que parece un túnel.
Una habitación larga y estrecha con altos armarios a cada lado. Richard se preguntó qué era realmente. ¿La enfermería? Tendría que preguntarle a Kit dónde estaba la enfermería en el Titanic.
—Era la práctica final de laboratorio —dijo Amelia—. Teníamos que obtener una reacción enzimática, pero no podía conseguirla, y era muy tarde. Ya habían apagado las luces y me estaban esperando para que terminara.
—¿Quiénes? —preguntó Richard, pensando: “¿Práctica final?, ¿reacción enzimática?”
—Mis profesores —dijo Amelia, y él notó el miedo en su voz—. Estaban en el pasillo, esperando. Pude verles esperando ante la puerta con sus batas blancas, esperando a ver si aprobaba el final.
El final de bioquímica y profesores con bata. Había tenido semanas para racionalizar lo que había visto, pensó él, para inventar algo que tuviera sentido. O al menos más sentido que el Titanic.
—¿Cuándo te diste cuenta de que habías estado en el laboratorio de bioquímica?
Ella lo miró, asombrada.
—¿Qué quiere decir?
—¿Fue días después de tu sesión o más recientemente?
—Fue justo entonces —dijo Amelia—, cuando estaba teniendo la ECM. No se lo dije a ustedes porque tenía miedo de que volvieran a someterme al tratamiento. Dije que vi las mismas cosas que antes, la puerta y la luz y la sensación de paz y felicidad, pero no era cierto. Vi el laboratorio.
“No era el Titanic —pensó Richard—. No vio el Titanic.”
—Pero en realidad no era el laboratorio —dijo Amelia—, porque los armarios no tienen llave, como en la ECM, y no era mi profesor de bioquímica, era el doctor Eldritch de anatomía y un director que tuve cuando estudiaba teatro musical. Y estaba muy asustada.
—¿De qué?
—De suspender —dijo ella, y él detectó el miedo en su voz—. Del final.
“No estuvo en el Titanic —pensó él—, tratando de asimilarlo. Estuvo en su laboratorio de bioquímica.”
—¿Qué pasó entonces? —consiguió preguntar.
—Empecé a buscar la llave. Tenía que encontrarla. Tenía que abrir el armario y sacar el producto adecuado. Busqué bajo las mesas y en los cajones —dijo, la voz tensa—, pero estaba oscuro, no veía nada…
La conexión no era el Titanic. Y eso era lo que Joanna había comprendido cuando habló con Carl Aspinall.
—…y las etiquetas de los cajones DO reñían ningún sentido —estaba diciendo Amelia—. Había letras en ellas, pero no eran palabras, eran sólo letras y números, todo junto, como un código. Y yo estaba tan asustada… y entonces regresé al laboratorio, así que supongo que lo encontré y que aprobé. No sé qué nota saqué. —Se rió, avergonzada—. Le dije que parecía una locura.
—No. Has sido de gran ayuda.
Ella asintió, pero no estaba convencida.
—Tengo que irme al laboratorio de anatomía, pero… —Tomó aire otra vez—. Si quiere, me someteré de nuevo a la prueba. Se lo debo a la doctora Lander.
—Tal vez no sea necesario —dijo él, y en cuanto se marchó llamó a Carl Aspinall.
Temía que fuera su esposa quien contestara al teléfono, pero fue Carl.
—Hola, residencia de los Aspinall.
—Señor Aspinall, soy el doctor Wright. No, espere, no cuelgue. Comprendo que no quiera hablar de su experiencia. Sólo quería que me respondiese a una pregunta. ¿Su experiencia tuvo lugar en el Titanic?
—¿El Titanic! —dijo Carl, y su asombro le dijo a Richard todo lo que necesitaba saber.
No había estado en el Titanic. Y ésa era la revelación que había hecho que Joanna bajara corriendo a Urgencias. No era lo que le hubiera contado sobre su ECM, sino el hecho de que no había estado en el Titanic, y Joanna, al advertir que ésa no era la conexión, que había estado siguiendo la pista equivocada, había visto cuál era la verdadera respuesta, y había corrido a contárselo.
Tenía que asegurarse. Llamó a Maisie.
—Cuando tuviste tu ECM, Maisie, ¿estuviste en un barco? —le preguntó cuando ella respondió.
—¿Un barco? —dijo ella, y él imaginó la cara que estaba poniendo—. No.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. No se parecía nada a un barco.
—¿A qué se parecía?
—No lo sé —dijo ella, pensativa—. Le dije a Joanna que pensaba que estaba dentro de algo, pero también era fuera. Un lugar a la vez dentro y fuera.
Y el cuidado que puso en su respuesta le convenció más que ninguna otra cosa de que tenía razón, de que si hubiera estado en un barco lo habría sabido, y que la solución se encontraba en otra parte.
¿Pero dónde? Tenía que estar en algún lugar de las ECM, en un hilo común que compartieran, aunque ni la de Amelia ni la de Maisie ni la de, presumiblemente, Carl Aspinall, fueron como la de Joanna.
—Pero tiene que estar allí —le dijo a Kit por teléfono—, porque en cuanto Joanna advirtió que Carl no estuvo en el Titanic, supo qué era.
—Y tiene que ser algo que esté en todas ellas. ¿Has grabado lo que Amelia acaba de contarte?
—No. Estaba demasiado nerviosa. Pero he transcrito todo lo que recuerdo.
—¿Y tu ECM? ¿La has transcrito?
—¿La mía? —dijo él, aturdido—. Pero fue…
—Estaba relacionada con el Titanic. Lo sé, pero puede que hubiera una pista. Creo que tienes razón. Creo que tiene que haber un hilo común, y cuantas más ECM tengamos, más probable es que lo encontremos.
Ella tenía razón. Richard se preguntó si, llamando de nuevo a Carl Aspinall y explicándole que sus pesadillas, fueran lo que fuesen, eran puramente subjetivas, estaría dispuesto a hablar con él. Lo dudaba.
Lo cual dejaba la ECM de Amelia, y la suya propia, y la de Maisie. Y la visión del tripulante del Hindenburg. Hizo una lista de los elementos de cada una de ellas. Joseph Leibrecht había visto campos nevados, ballenas, un tren, un pájaro en una jaula y a su abuela, y había oído campanas de iglesia y el sonido de metal. Amelia había visto enzimas, cajones de laboratorio y a sus profesores. Joanna había visto escaleras y bicis estáticas, y él no había visto nada de todo eso.
La de Joseph era claramente como un sueño, con imágenes inconexas sucediéndose rápidamente, completamente distinta a la de Joanna. La de Amelia parecía una cosa intermedia. No había saltos temporales ni de imágenes, pero sí saltos arguméntales, mientras que en la suya propia…
Advirtió que no sabía si había incongruencias, excepto por el zepelín de juguete. Había asumido que era real, que las ECM de Joanna eran reales, y más tarde, al repasar los libros del tío de Kit, se había concentrado en el Titanic.
Sacó de nuevo los libros. La gente en efecto se había congregado en las oficinas de la compañía White Star y en el edificio del New York Times, pero no dentro. Lo habían hecho en la calle, esperando noticias del Carpathia. Cuando finalmente llegaron, no hubo ninguna lectura pública de la lista de supervivientes. Se publicó una lista en el Times: la madre de Mary Marvin, que estaba allí con la madre de su yerno, gritó de alegría cuando localizó el nombre de su hija y luego se detuvo, aterrada, cuando vio que el de Daniel no estaba al lado… pero en su mayor parte los parientes habían acudido a preguntar uno a uno al edificio de la White Star. El hijo de John Jacob Astor se había vuelto inmediatamente, el rostro enterrado en las manos.
Y no había una sala de radio en el edificio de la White Star. Había habido una en el Times, pero en el último piso. El operador colocaba los mensajes descifrados en una caja atada a una cuerda, sacudía la cuerda contra las paredes metálicas de un respiradero para avisar a los periodistas de abajo, y dejaba caer la caja por el agujero.
¿Qué le decía todo eso? ¿Que no había estado realmente en las oficinas de la White Star? Eso ya lo sabía. Que había construido su ECM a partir de imágenes de las películas y de las ECM de Joanna. Pero no le decía por qué. No le decía cuál era la conexión.
Hizo una lista de todos los elementos: su busca, la mujer con la blusa de cuello alto hablando por teléfono, el hombre inclinado sobre el telégrafo, el reloj de la pared, las escaleras, el hombre con el periódico bajo el brazo… y luego llamó a Amelia y le pidió que viniera.
—¿Va a volver a someterme a la prueba? —preguntó, y él notó el miedo en su voz.
—No. Sólo tenemos que hacerte unas preguntas. ¿Te viene bien mañana a las nueve?
—No, tengo un examen de anatomía.
“Está poniendo excusas —pensó él—, como la última vez que Joanna intentó citarla antes de que dimitiera”, pero tras de una pausa, ella dijo:
—¿Le vale a las once?
Y, sorprendentemente, apareció puntual.
Richard le había pedido a Vielle que estuviera presente.
—Amelia, queremos que nos cuentes todo lo que recuerdes de tus ECM, empezando por la primera —dijo él, y Vielle conectó la minigrabadora de Joanna.
Amelia asintió.
—Prometí hacer todo lo que me pidieran —dijo, y se lanzó a una descripción detallada, que fue completada por sus preguntas y las de Vielle.
—¿Cuántos profesores había en el despacho? —le preguntó Vielle.
—Cuatro —respondió Amelia—. El doctor Eldridge y mi director y la señorita Ashley, mi profesora de lengua del instituto, y mi profesor de prácticas de laboratorio de primero. En realidad no era un profesor. Era un estudiante graduado. Lo odiaba. Si le hacías una pregunta, sólo contestaba: “Es algo que tienes que descubrir por ti misma.”
—¿Tu profesora de lengua estaba allí? —preguntó Richard, pensando en el señor Briarley. Amelia asintió.
—En realidad no llegó a darme clase. Murió un mes antes de que empezaran las clases.
Vielle le preguntó por las etiquetas de los frascos de productos químicos.
—Cómo en las fórmulas, con los números bajo la línea, ¿sabe? Todas estaban en fila.
—¿Puede recordar alguna de las letras? No podía.
—¿Recuerda algo más que no encajara? Amelia miró la nada.
—El frío —dijo por fin—. Siempre hace calor en esa sala. Tiene uno de esos sistemas anticuados de calefacción. Pero en mi ECM hacía mucho frío, como si hubieran dejado abierta una puerta en alguna parte.
—Joanna también dijo que tenía frío —dijo Vielle después de que Amelia se marchara—. ¿Y Joseph Liebrecht?
—dijo haber visto campos nevados, pero también habló de un mar hirviente y de ser arrojado a las llamas. Y no hubo nada frío ni caliente en mi ECM.
—Amelia y tú estabais buscando algo —apuntó Vielle.
—Y Joanna también, pero Joseph Leibrecht no.
—¿Y el hecho de que su profesora de inglés fuera una persona muerta?
El sacudió la cabeza.
—Es uno de los elementos nucleares.
—¿No hay ninguna posibilidad de que puedas convencer a Carl Aspinall para que hable contigo?
—No contestan al teléfono. Vielle asintió sabiamente.
—Identificación de llamada. Supongo que no merece la pena volver a subir hasta allí.
“No”, pensó él, y de todas formas allí no estaba la respuesta. Estaba en el señor Briarley, y no podía extraerla tampoco de él. “Es algo que tienes que descubrir por ti mismo”, había dicho el graduado auxiliar.
—¿Podrías volver a someter a Amelia a la prueba? —preguntó Vielle mientras iba hacia a la puerta del laboratorio.
—Tal vez, aunque existe la posibilidad de que repita la misma imagen unificadora.
—Oh, bien, está usted ahí —dijo una voz, y la madre de Maisie entró, vestida con un esplendoroso traje amarillo—. ¿Es mal momento?
—Me marchaba ya. Seguiré trabajando en ello y luego te llamo —dijo Vielle, y escapó.
—No pretendía interrumpir —dijo la madre de Maisie—. Tome. Le tendió una cajita.
—¿Qué es esto? —preguntó él. Parecía un Palm Pilot muy pequeño.
—Su busca. Dijo que un problema para aplicar su procedimiento era que la franja de oportunidad era demasiado corta, sólo de cuatro a seis minutos.
“Lo que dije fue que la muerte cerebral irreversible se produce entre los cuatro y los seis minutos —pensó él—, pero ella no puede aceptar esas palabras ni admitir que lo que quiere es que rescate a Maisie de entre los muertos.”
—Este busca resuelve ese problema —dijo ella, más contenta que unas castañuelas.
—Ya tengo un busca —dijo él. Y aunque ése sonara en el momento en que Maisie entrara en parada, todavía tendría que buscar un teléfono y averiguar dónde estaba. Si alguien se molestaba en responder al teléfono durante una emergencia.
—No es un busca corriente —dijo la señora Nellis—. Es un localizador. Maisie tiene uno, igual que todos sus médicos y enfermeras, y, en el caso de una situación de parada, tienen instrucciones para pulsar este botón inmediatamente —señaló un botón rojo al final de la caja—, y su busca sonará. Tiene un sonido distintivo, así que no lo confundirá con su propio busca.
“Probablemente suena Sonríe y sé feliz”, pensó él.
—En cuanto lo oiga sonar —continuó la señora Nellis—, pulse este botón —indicó un botón negro en el lado—, y la localización dentro del hospital donde se ha producido la señal aparecerá en esta pantallita. Dirá “Unidad de Cuidados Intensivos Cardíaca” o “ala oeste, cuarta planta” o donde sea. Maisie estará en su habitación en la UCI cardíaca la mayor parte del tiempo, por supuesto, pero como usted dijo, puede que la lleven a hacer pruebas o que esté —cruzó los dedos tímidamente— en quirófano, preparándose para un corazón nuevo, y de esta forma sabrá usted exactamente dónde está. Quería uno que también indicara dónde está usted y señalara la ruta más corta, pero el ingeniero informático que lo diseñó dijo que esa tecnología no existe todavía.
—La tecnología para revivir a pacientes que han entrado en muerte clínica no existe todavía tampoco, señora Nellis —dijo él, tratando de devolverle el busca.
—Pero existirá —dijo ella, confiada—, y cuando exista no tendrá que preocuparse por el problema de localizarla. Me doy cuenta de que sigue existiendo el problema de llegar rápidamente, pero tengo otro programador trabajando en eso.
“Y yo conozco la ruta más corta —pensó Richard—. Tengo todo el plano del hospital en la cabeza, todas las escaleras, todos los atajos.
Podría llegar hasta Maisie a tiempo, si tuviera un modo de revivirla. Si supiera lo que Joanna estaba intentando decirme.”
—Naturalmente, esto no es más que una precaución. Los doctores de Maisie esperan que reciba un corazón de un día a otro, y lo está haciendo realmente bien, estamos muy contentos con sus datos. Ahora bien —dijo, colocándole firmemente el busca en la mano—, sabía que querría verlo usted en acción, así que Maisie va a activar su busca a las dos y diez para que oiga el pitido y vea cómo funciona la pantalla localizadora.
—¿A las dos y diez?
—Sí, yo sugerí a las dos para que supiera con seguridad que es una prueba, pero ella insistió en que a las dos y diez. No tengo ni idea de por que.
“Yo sí —pensó Richard—. Es un código. Ha descubierto algo.”
—A veces la llevan a hacerle pruebas a las dos, y puede que piense que si estuviera en otro sitio que no sea su habitación la prueba será mejor. Es una niña muy inteligente.
“Sí que lo es”, pensó Richard.
—¿Y dónde se supone que tengo que estar a las dos y diez?
—Usted no. Ésa es la cuestión. Dondequiera que este usted, el busca sonará y le dirá dónde está ella. Por desgracia, tengo que reunirme con mi abogado a la una y media, así que no estaré allí, pero Maisie probablemente podrá responder cualquier pregunta que tenga.
“Esperemos que sea así —pensó el, viendo cómo la señora Nellis se encaminaba al ascensor—. Maisie debe de haber encontrado a alguien más que vio a Joanna en el ascensor o en uno de los pasillos.” O, si había suerte, en la habitación con Carl Aspinall. La señora Nellis entró en el ascensor. Richard esperó a que la puerta se cerrara y luego se encaminó a la UCI cardíaca.
—Me preocupaba que no fuera capaz de descifrarlo —dijo Maisie en cuanto entró en la habitación—. Creí que tal vez debería haber dicho a las dos y veinte, cuando se hundieron, en vez de cuando enviaron el último mensaje.
—¿Que has averiguado?
—Eugene ha hablado con el celador que vio a Joanna ese día. En la dos-este. Dice que la vio hablar con el señor Mandrake.
Mandrake. Entonces la había visto de verdad, no había inventado el incidente para su egoísta responso. Debió de emboscarla cuando subía a ver a la doctora Jamison.
—¿Bien? —exigió Maisie.
Richard sacudió la cabeza.
—Joanna tal vez se topara con Mandrake, pero no le habría dicho nada. ¿Oyó el celador lo que dijo Mandrake? Maisie negó con la cabeza.
—Le pregunté a Eugene. Dijo que estaba demasiado lejos, pero que el señor Mandrake habló un buen rato, y ella también. Dijo que ella se estaba riendo.
—¿Que se estaba riendo? ¿Con Mandrake?
—Lo se —dijo Maisie, haciendo una mueca—. Tampoco me parece muy gracioso. Pero es lo que dice Eugene que dijo su amigo.
Era una historia de tercera mano, no, de cuarta, de alguien que estaba demasiado lejos para oír lo que decían, y la posibilidad de que Joanna le hubiera revelado a Mandrake algo trascendente era nula, pero Richard le había prometido a Joanna que seguiría intentándolo.
Y no se podía llegar mucho más lejos.
—Estaba esperando que me llamara —dijo Mandrake cuando Richard le telefoneó desde el mostrador de la UCI cardíaca—. La señora Davenport me ha dicho que habló con usted de los mensajes que ha estado recibiendo.
“No puedo, hacer esto —pensó Richard, y estuvo a punto de colgar el teléfono—. Es traicionar a Joanna. A ella no le importaría —pensó de repente—. Lo único que le importaba era llevarme el mensaje.”
—Quiero verlo —dijo—. ¿Está en su despacho?
—Sí, pero me temo que tengo vanas citas esta tarde, y mi editor… —Hubo una pausa, presumiblemente mientras comprobaba su agenda—. ¿Le vendría bien a las dos…? No, tengo una reunión… y mi publicista viene a las tres. ¿Le viene bien a la una?
—A la una —dijo Richard, y colgó, pensando que con suerte en la próxima hora y media encontraría la respuesta y no tendría que hablar con él.
Revisó de nuevo las transcripciones de Joanna, haciendo una lista de todo lo que contenían: la piscina, Scotland Road, la sala de correo, la llave… la llave. ¿Qué era la llave? Cohetes, gimnasio, bicicletas mecánicas, sala de comunicaciones, sacas de correo… Buscaba elementos comunes en su ECM y la de Amelia Tanaka. Las dos habían mencionado puertas y frascos, un frasco de productos químicos en el caso de Amelia y de tinta en el de Joanna, pero no había habido ninguno en su caso. ¿Una llave? El tuvo que girar la llave para abrir la puerta del pasillo, el señor Briarley había ido a la sala de correo para tomar la llave del armario que contenía los cohetes, el marinero que había manejado la lámpara Morse había dicho algo sobre una llave, y Amelia, al hablar del catalizador, había dicho: “Tenía que encontrar la llave.”
“Eso es demasiado forzado”, pensó, y Joseph Leibrecht no había dicho nada de ninguna llave. Y llave no era una de las palabras subrayadas en las transcripciones.
Muy bien, pues, ¿cuáles eran esas palabras? ¿Agua? No había habido agua en su ECM ni en las de Amelia, ni niebla tampoco. Tiempo, pensó, recordando el reloj de la pared del pasillo de la White Star. A Amelia le preocupaba terminar su examen a tiempo, y Joseph Leibrecht había mencionado que oyó sonar la campana de una iglesia y supo que eran las seis. Y el Titanic trataba de ganar tiempo.
Y hablando de tiempo, ¿qué hora era? La una menos diez. Tiempo suficiente para ir a preguntarle a Vielle que otras palabras había subrayado Joanna en las transcripciones y luego pasarse por el despacho de Mandrake.
Bajó a la tercera. El pasillo tenía un gran tablón, “Cerrado por reparaciones”. Debían de haberse quedado sin cinta amarilla. Tendría que bajar al sótano y salir. Empezó a recorrer el pasillo. El busca de su bolsillo sonó, un timbrazo apremiante y agudo. “La señal de Maisie”, pensó, sacándoselo del bolsillo. Pulsó el botón rojo: “Seis-oeste”, leyó, y debajo, la hora, las 12.58.
Seis-oeste. ¿Qué estaba haciendo allí? Luego se fijó en la hora, las 12.58.
—dijo a las dos y diez.
Echó a correr hasta la tercera, cruzó el pasillo, subió las escaleras de servicio.
Consiguió llegar a la sexta planta en tres minutos y diecinueve segundos y se desplomó, sin aliento, contra el puesto de enfermeras.
—Rápido. Maisie Nellis. ¿Dónde está?
—Allí abajo, segunda puerta —dijo la sorprendida enfermera, y a él no se le ocurrió, mientras corría por el pasillo, que la enfermera no habría estado tan tranquila en una emergencia, que no había ninguna alarma de código sonando.
Entró en la sala, donde Maisie yacía tan tranquila en una camilla, mirando su busca.
—¿Ha hablado ya con el señor Mandrake? —dijo ansiosamente.
—¿Cómo… quieres… que hable? —dijo él, entre jadeos—. Me has… llamado. ¿Para qué?
Y se desplomó en una silla junto a la pared.
—El simulacro.
—Se suponía que el simulacro iba a ser a las dos y diez, no a la una y cincuenta y ocho.
—Lo de las dos y diez era un código. Me han traído aquí a hacerme unas pruebas, y he pensado que sería buena idea hacer lo del busca en un sitio donde no supiera dónde estaba, para ver si funcionaba o no.
—Bueno, pues funcionó, así que ningún simulacro más. Sólo quiero que me llames en una emergencia real. ¿Comprendido?
—¿Pero no deberíamos practicar unas cuantas veces? —dijo ella, mirando reacia el busca—. ¿Para que pueda llegar más rápido?
“Ya he sido lo bastante rápido —pensó él—. He llegado en menos de cuatro minutos, desde una punta del hospital hasta casi la otra. A tiempo.” Y no tenía ningún medio para salvarla.
—No. Llámame si entras en parada, y sólo si entras en parada.
—¿Y si veo que voy a entrar en parada y luego resulta que no?
—Entonces será mejor que no resulte, que sólo querías hablarme del incendio del circo de Hartford. Y lo digo en serio.
—Vale —dijo ella, reacia.
—Muy bien. —Richard miró su reloj. La una y diez—. Llego tarde a mi cita con Mandrake. Y no digas “no puede irse todavía”.
—No iba a hacerlo —dijo ella, indignada—. Iba a desearle buena suerte.
Iba a hacerle falta más que suerte, se dijo Richard mirando a Mandrake sentado tras una enorme mesa pulida.
—Le esperaba a la una —dijo Mandrake, mirando su reloj—. Ahora me temo que tengo… Sonó el teléfono.
—Discúlpeme —dijo Mandrake, y lo atendió—. Al habla Maurice Mandrake. ¿Una firma de libros? ¿Cuándo?
Richard contempló el despacho. Era aún más suntuoso de lo que habría imaginado. Un enorme sillón de cuero marrón, un enorme escritorio de caoba, un retrato casi de tamaño natural de sí mismo colgando detrás, una estantería llena de ejemplares de La luz al final del túnel, una alfombra persa. “No desentonaría en el Titanic”, pensó.
Mandrake colgó el teléfono.
—Me temo que será mejor dejarlo para otro día. A las dos, tengo…
—Seré breve —dijo Richard, y se sentó—. Dijo usted en su discurso en el entierro que habló con Jo… con la doctora Lander el día que la mataron.
Mandrake cruzó las manos sobre la mesa.
—Ese día, y muchas veces desde entonces. “No puedo hacer esto”, pensó Richard.
—Veo por su expresión que no cree que los muertos puedan comunicarse con los vivos.
“Si lo hicieran, Joanna me habría dicho lo que descubrió en la habitación de Carl Aspinall.”
—No —dijo.
—Eso es porque insiste usted en creer sólo en lo que ve en sus escaneos TPIR —dijo el señor Mandrake, y su expresión era condescendiente—. La doctora Lander, afortunadamente, llegó a comprender que la experiencia cercana a la muerte poseía dimensiones que la ciencia nunca podría explicar. Ahora, si me disculpa, tengo otra cita…
Empezó a levantarse.
Richard permaneció sentado.
—Necesito saber qué dijo ella ese día.
—Exactamente lo que dije en su responso, que había comprendido que la ECM, o más bien la ECOV, no era solamente una alucinación física, sino una revelación espiritual del Otro Lado.
“Estás mintiendo”, pensó Richard.
—¿Qué dijo? Sus palabras exactas.
Mandrake se acomodó en su sillón, las manos sobre los brazos tapizados.
—¿Por qué? ¿Para que pueda descartarla considerándola una loca? Comprendo que debe de ser difícil tener que enfrentarse al hecho de que su compañera llegó a una conclusión diferente respecto a la ECM que aquella de la que intentó con tanto ímpetu convencerla. —Mandrake se inclinó hacia delante—. Por fortuna, no se dejó engañar por sus argumentos científicos —puso un desagradable énfasis en la palabra—, y encontró la verdad por sí misma.
Miró la puerta y luego descaradamente su reloj.
—Me temo que es todo el tiempo que tenemos. Esta vez se levantó. Richard no.
—Necesito saber lo que dijo.
Mandrake miró de nuevo la puerta, incómodo. “Me pregunto con quién será la cita —pensó Richard—. Obviamente con alguien que no quiere que vea. ¿Alguien a quien está sonsacando sobre el proyecto? ¿La señora Troudtheim? ¿Tish?”
—Joanna iba camino de Urgencias para decirme algo. Estoy intentando averiguar qué era.
—Yo pensaría en lo obvio —dijo Mandrake; pero sus ojos se llenaron de pronto… ¿de temor?, ¿de culpa?
“Lo sabe —pensó Richard y, aunque no tenía sentido—: Joanna se lo dijo.”
—No —dijo despacio—. No es obvio. Los ojos de Mandrake volvieron a fluctuar.
—Estaba intentando decirle lo que desde entonces nos ha dicho a mi y a la señora Davenport, hablando de esa otra vida en la que usted se niega a creer, que hay más cosas en el cielo y la tierra, doctor Wright, que sueños en sus escaneos TPIR.
Rodeó la mesa y se dirigió a la puerta.
—Me temo que no puedo concederle más tiempo, doctor Wright. : Un caballero está citado…
“¿Un caballero? ¿El señor Sage? Buena suerte si consigues sonsacarle algo del proyecto. O de cualquier otra cosa.”
—Necesito saber exactamente qué le dijo ella —repitió. ¡Mandrake abrió la puerta!
—Si le importa concertar una cita para otro día, podríamos…
—Joanna murió intentando decirme lo que era. Necesito saberlo. Es importante.
—Muy bien. —Cerró la puerta, volvió a su mesa y se sentó—. Si es tan importante para usted. Richard esperó.
—dijo: “Tuvo usted razón todo el tiempo, señor Mandrake. Ahora me doy cuenta. La ECOV es un mensaje del Otro Lado.”
—Hijo de puta —dijo Richard, levantándose de su silla. Llamaron a la puerta, y el señor Wojakowski se asomó. Llevaba puesta su gorra de béisbol.
—Hola, Manny —le dijo a Mandrake, y luego a Richard—. Eh, qué tal Doc. Lamento entrar así, pero…
—Ya hemos terminado —dijo Mandrake.
—Eso es —dijo Richard—. Terminado.
Salió del despacho, dejando atrás al señor Wojakowski, y se encaminó hacia el pasillo.
—Espere, Doc —dijo el señor Wojakowski, alcanzándolo—. Es justo el tipo que quería ver.
—No lo parece —dijo Richard, señalando con el pulgar en dirección a la puerta de Mandrake—. Parece que él es el tipo a quien quería ver, señor Wojakowski.
—Ed —corrigió él—. Sí, me llamó el otro día, dijo que quería hablar conmigo sobre su proyecto. Le dije que hacía tiempo que no trabajaba en eso, pero me dijo que no importaba, que quería hablar conmigo de todas formas, así que dije que bueno, pero que tenía que hablar primero con usted y ver si no importaba, porque a veces los médicos no quieren que uno vaya hablando por ahí de sus investigaciones, y desde entonces estoy intentando ponerme en contacto con usted. Se dio un golpe en la rodilla.
—Chico, sí que es difícil de cazar. He intentado por todos los medios que se me han pasado por la cabeza preguntarle si estaba bien. Sé que tenía otras cosas en qué pensar, con todo lo de la pobre doctora Lander y demás, pero estaba a punto de renunciar a toda esperanza de encontrarlo. Como Norm Pichette. ¿Le he hablado alguna vez de él? Se quedó atrás cuando abandonamos el Yorktown, en la enfermería, y cuando se despierta, está el tío solo en un barco que se va a pique, así que grita a todo pulmón —dijo, llevándose las manos a la boca—, pero está demasiado lejos para que nadie lo oiga, así que intenta pensar en un modo de hacerle señales al Titanic. Agita las manos como un loco, grita y silba y aulla, pero ni por ésas.
Richard pensó en Maisie, tratando de hacerle señales, tratando de conseguir que la enfermera Lucille lo llamara al busca, que la dejara llamarlo, sobornando a Eugene para que llevara un mensaje, y por fin hablándole a su madre del proyecto como último recurso.
—Y entonces intenta usar la radio —estaba diciendo el señor Wojakowski—, pero la puerta de la sala de radio está cerrada. ¿Puede imaginárselo? ¿Cerrar con llave las puertas de un barco que se hunde? ¿Quién iba a querer entrar?
Cerrado. Él mismo, probando una puerta tras otra, tratando de encontrar el camino de vuelta al laboratorio, y Joanna, probando la puerta de la escalera y descubriendo que estaba cerrada, bajando a la sala de correo para encontrar la llave de la taquilla con los cohetes. La llave. Amelia diciendo: “Tenía que encontrar la llave.”
—Pichette da vueltas por todo el barco —decía el señor Wojakowski—, buscando algo con lo que llamar la atención.
Por todo el barco. Joanna subiendo a la Cubierta de Botes, bajando a la Cubierta de Paseo, caminando por Scotland Road. Corriendo por todas partes. Subiendo al laboratorio para hablarle de Coma Carl y, al no encontrarlo allí, al despacho de la doctora Jamison y luego a Urgencias.
Y él y Kit y Vielle, corriendo también. Subiendo a Timberline y a la cuatro-oeste, preguntando a enfermeras y taxistas, haciendo planos de escaleras, tratando de averiguar adonde había ido Joanna, con quién había hablado. Repasando las transcripciones y Laberintos y metáforas, haciendo gráficas de escaneos, registrando el hospital y sus recuerdos y el Titanic, probando todo lo que se les pasaba por la cabeza.
—Pichette prueba todo lo que se le ocurre —dijo el señor Wojakowski—. Incluso se quita la camisa y la hace ondear como una bandera, pero eso tampoco funciona, y el barco se está hundiendo. Tiene que pensar en una forma de hacer señales antes de que sea demasiado tarde.
Una forma de hacer señales. El señor Briarley lanzando cohetes. El contramaestre operando la lámpara Morse. El telegrafista enviando mensajes al Carpathia y el Californian y el Frankfurt. Mensajes. El hombre de la barba enviando al sobrecargo con un mensaje para el señor Briarley, y el encargado de correos arrastrando sacas de cartas mojadas hasta la Cubierta de Botes, y J. H. Rogers escribiéndole una nota a su hermana.
—Mensajes —murmuró Richard—. Son mensajes.
Su ECM estaba llena de ellos: el telegrafista anotando los nombres de los supervivientes, y el periodista con su cuaderno y la secretaria con el teléfono al oído.
El señor Sage había oído sonar un teléfono, se le ocurrió de pronto. Y la señora Davenport había recibido un telegrama diciéndole que volviera. “Tiene que haber un hilo común entre todas esas ECM”, había dicho Kit, y debía de ser esto. Mensajes. Todas las ECM trataban de mensajes.
Pero no había ningún telegrama en la ECM de Amelia Tanaka, ni cohetes, ni teléfonos. No había ningún mensaje, sólo un examen y un armario cerrado lleno de productos químicos. Y había probado una llave tras otra, un producto tras otro, tratando de encontrar el que funcionara.
Como Joanna. Tuvo una súbita visión del equipo de choque atendiéndola, probando la RCP, las palas, la epinefrina, probando técnica tras técnica. “Buscando algo que funcionara”, pensó, y tuvo la sensación que Joanna había descrito, la sensación de casi saber.
“Sé que tiene algo que ver con el Titanic”, había dicho Joanna. El Titanic, que había enviado cohetes, arriado botes, enviado mensajes en código Morse, buscando algo que funcionara.
—Y resulta que yo estaba en la cubierta del Hughes, mirando el agua —dijo el señor Wojakowski, pero Richard no lo escuchaba, tratando de aprehender el conocimiento que casi tenía, que casi estaba a su alcance.
Código Morse. Código. “Era como si las etiquetas estuvieran escritas en código”, había dicho Amelia. Y Maisie, diciéndole alegremente por qué había elegido las dos y diez: “Lo envié en código.” Código. Fórmulas químicas y metáforas y “un idioma extraño”, puntos y rayas y “Rosabelle, recuerda”. Código.
“Dile a Richard que es… SOS”, había dicho Joanna, y él había creído que intentaba decirle algo y fracasó. Pero no lo había hecho. Ése era el mensaje: “Es un SOS.”
Un SOS. Un mensaje enviado en todas direcciones con la esperanza de que alguien lo oiga. Un mensaje lanzado por el cerebro moribundo al córtex frontal, la amígdala, el hipocampo, tratando de conseguir que alguien venga al rescate.
—Bastante ingenioso, ¿verdad? —estaba diciendo el señor Wojakowski.
—¿Qué? Lo siento —dijo Richard—. No he oído cómo consiguió finalmente llamar su atención.
—Parece que tendría que apuntarse usted a ese estudio de audición —dijo el señor Wojakowski, y le dio una palmada a Richard en el hombro—. Con una ametralladora. Verá, yo estaba allí en el Hughes mirando el agua por si había submarinos japos, y de pronto veo esas fuentecitas. “¡Un submarino!”, grito. El teniente mira y dice: “Un submarino no levanta el agua de esa forma. Eso es una carga de profundidad.” Pero yo miro las salpicaduras y la verdad es que no me parecen cargas de profundidad tampoco, porque están en línea recta, y miro a ver de dónde vienen, y hay un tipo en el pasillo elevado, asomándose a la barandilla y disparando al agua con una ametralladora. No puedo oírlo, está demasiado lejos, y él lo sabe, sabe que tiene…
Demasiado lejos y el camino está bloqueado. La mitad de las sinapsis ya se han desconectado por la falta de oxígeno, la mitad de los caminos están bloqueados o tienen carteles de cerrado por reparaciones. Así que el lóbulo temporal prueba una ruta tras otra, un producto químico tras otro, carnosma, NPK, amiglicina, intentando encontrar un atajo, intentando que la señal llegue al córtex motor para que ponga en marcha el corazón, los pulmones. “Era muy tarde —había dicho Amelia—. Todo lo que quería era encontrar el producto adecuado e irme a casa.” Y el ángel de la señora Brandéis había dicho: “Debes regresar a la tierra. Todavía no es tu hora.”
“La orden de regreso aparece en un sesenta por ciento de los casos”, había dicho Joanna, pero no era una orden. Era un mensaje que había llegado por fin, un producto químico que por fin había conectado, una smapsis que por fin se había disparado, como una llave girando en el encendido. “La ECM es un mecanismo de supervivencia —pensó Richard—, un esfuerzo final que el cerebro hace para arrancar el sistema. La version del cuerpo de un equipo de choque.” Miró sin ver al señor Wojakowski, que seguía hablando.
—Así que tomamos un bote y nos llegamos hasta allí y le lanzamos una escalerilla —dijo—, pero él no venía. Sigue gritándonos algo, sólo que con el motor no nos enteramos. Creemos que debe de estar en mal estado para bajar por la escalerilla, así que el primer oficial me envía por el, y está mal, le han dado un tiro en la barriga y ha perdido un montón de sangre, pero no es eso lo que intenta decirnos. Parece que hay otro tío en la enfermería, y ése sí que está chungo, inconsciente por una fractura de cráneo. —Sacudió la cabeza—. La habría palmado si a Pichette no se le hubiera ocurrido lo de la ametralladora.
Al fondo de! pasillo se abrió una puerta. Richard se volvió y vio a Mandrake acercare. Y de repente supo lo que le había dicho Joanna. El celador la había visto reírse, y naturalmente que se reía. “Tenía usted razón —le había dicho—. La ECM es un mensaje.”
Pero no del Otro Lado. De este lado, mientras el cerebro, al desconectarse, hacia un último y valeroso esfuerzo por salvarse, recurriendo a todo cuanto tenía en su arsenal: endorfinas para bloquear el dolor y el miedo y despejar las cubiertas para la acción, adrenalina para reforzar las señales, acetilcolina para abrir caminos y conectores. Muy ingenioso.
Pero la acetilcolina tenía un efecto secundario. Aumentaba la capacidad asociativa del córtex cerebral, y la memoria a largo plazo, al esforzarse por encontrar sentido a las sensaciones y visiones y emociones que se le venían encima, convirtiéndolas en túneles y ángeles y el Titanic. En metáforas que la gente confundía con la realidad. Pero la realidad era un sistema complejo de señales enviadas al hipocampo para activar un neurotransmisor que arrancara de nuevo el sistema.
Y sé lo que es —pensó Richard, asombrado—. Lo he tenido ante las narices todo el tiempo. Por esto estaba en todas las ECM de la señora Troudtheim y en aquella de la que Joanna salió expulsada. Estaba buscando un inhibidor, y tenía razón, la teta-asparcina no es un inhibidor. Es un activador. Es la clave.”
—¿Que le está diciendo a mi sujeto, doctor Wright? —pregunto Mandrake. ¿Que las ECM no son reales, que no son más que un fenómeno físico? —Se volvió hacia el señor Wojakowski—. El doctor Wright no cree en milagros.
“Sí que creo —pensó Richard—, sí que creo.”
—El doctor Wright se niega a creer que los muertos se comunican con nosotros. ¿Es eso lo que le estaba diciendo?
—No me estaba diciendo nada —contestó el señor Wojakowski—. Yo le estaba contando al Doc aquella vez que en el Yorktown…
— Estoy seguro de que el doctor Wright le permitirá contárselo en otro momento. Tengo un plan de trabajo muy apretado, y si vamos a reunimos…
El señor Wojakowski se volvió hacia Richard.
— ¿No importa que hable con él, Doc?
— No importa. Cuéntele todo lo que quiera —dijo Richard, y se dirigió hacia el ascensor.
Necesitaba realizar pruebas para ver si la teta-asparcina podía sacar a los sujetos del estado ECM por su cuenta, o si era la combinación de la teta-asparcina y la acetilcolina y el cortisol. “Tengo que llamar a Amelia —pensó—. Dijo que estaba dispuesta a someterse a la prueba.”
Pulsó el botón de subida del ascensor. “Tengo que mirar los escaneos y hablar con la doctora Jamison. Y con la madre de Maisie”, pensó, y miró pasillo abajo. El señor Wojakowski y Mandrake casi habían llegado al despacho. Richard corrió tras ellos.
— Señor Wojakowski. Ed —dijo, alcanzándolos—. ¿Qué le pasó?
—Doctor Wright —dijo el señor Mandrake—, ya ha ocupado usted más de la mitad del tiempo de mi cita con el señor Wojakowski aquí presente…
Richard lo ignoró.
—¿Qué le pasó al marinero, al que disparó la ametralladora?
—¿A Norm Pichette? No lo consiguió. —Sacudió la cabeza. No lo consiguió.
—Doctor Wright —dijo Mandrake—, si ésta es su manera de minar mi investigación…
—Peritonitis —dijo el señor Wojakowski—. Murió al día siguiente.
—¿Qué le pasó al otro?
—Doctor Wright —insistió Mandrake.
—¿El que estaba frito en la enfermería? ¿George Weise? Se recupero bien. Recibí una carta de él desde Soda Pop Papachek el otro día.
—Quiere decir un mensaje —dijo Richard alegremente—. Tenía usted razón, Mandrake, es un mensaje.
Mandrake hizo una mueca.
—¿De qué está hablando?
Richard le dio una palmada en el hombro.
—No lo entendería. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Manny, muchachote, que sueños en su filosofía. Y está a punto de descubrir cuáles son.
57
Estoy… yo… un mar de… solo.
Después de mucho tiempo, la oscuridad pareció remitir un poco, la negrura fue adquiriendo un tinte gris, las estrellas empezaron a palidecer.
—Está saliendo el sol —le dijo Joanna al pequeño bulldog francés, aunque todavía no podía verlo, y empezó a escrutar el cielo al este en busca de una claridad delatora en el horizonte. Pero no distinguió el horizonte, y la luz, si era luz, se filtraba por igual desde todas direcciones hacia el cielo, si era cielo.
Se fue iluminando tan despacio que Joanna pensó que se había confundido, que sólo había imaginado la disminución de la negrura, pero al cabo de un tiempo interminable las estrellas se apagaron, no una a una, sino todas juntas, y el cielo se volvió de carbón y luego de pizarra. Se levantó un poco de viento, y la noche adquirió el frío de la madrugada.
“Son las cuatro —pensó Joanna—. Fue a esa hora cuando apareció el Carpathia, tras haber recorrido cincuenta y ocho millas a toda máquina, primero las luces y luego la alta columna de humo negro.” Pero aunque Joanna se quedó mirando hacia el suroeste, los ojos entornados, no hubo ninguna luz, ningún humo.
Allí no hay nada, pensó, pero a medida que la oscuridad continuaba disminuyendo, distinguió un horizonte escarpado, como de montañas lejanas. “Los Puertos Grises”, pensó ella, la esperanza aleteando en su interior. O la isla de Avalón.
—Tal vez nos hemos salvado después de todo —dijo ella, mirando al perro, y al hacerlo vio que no estaba abrazando al bulldog francés, sino a la niña pequeña del incendio del circo de Hartford, la Pequeña Señorita 1565. Tenía la cara manchada de hollín, y la ceniza había estropeado sus tirabuzones.
—Nunca he tenido un perro —dijo la niñita—. ¿Cómo se llama? Y Joanna vio que la niña sostenía en brazos al perro. Apartó un copo de ceniza del pelo de la niña.
— No lo sé —dijo.
—Te pondré un nombre entonces —le dijo la niña al perro, alzándolo, abarrándolo con las manos manchadas por el grueso torso—. Te llamaré Ulla.
Ulla.
—¿Quién eres? —preguntó Joanna—. ¿Cómo te llamas?
Y esperó, temerosa, la respuesta. Maisie no. Por favor que no fuera Maisie.
—No lo sé —dijo la niña, tomando al perro por las palas—. ¿Sabes hacer cosas, Ulla? —dijo, y se volvió hacia Joanna—. El perro del circo podía saltar por un aro. Tenía un collar púrpura. De ese color.
Señaló, y Joanna vio que el cielo se había vuelto de un pálido y hermoso color lavanda y, alrededor de ellas, rosa y lavanda a la luz creciente, chispeaban icebergs.
—El campo de hielo —murmuró Joanna, y contempló el agua de color jacinto.
Estaban sentadas en el gran piano del restaurante A La Carte, la ancha tapa de nogal con los lacios curvos flotando en la superficie. Una partitura todavía abierta en el atril.
—Supongo que los pianos flotan, después de todo —dijo Joanna, y vio que el teclado estaba bajo agua, las teclas de marfil y ébano brillaban en rosa pálido y negro a través del agua lavanda.
—Había una tuba en el circo —dijo la niña—. Y un gran tambor. ; Va a venir el Carpathia a salvarnos?
No, pensó Joanna. Porque aquello no era el Atlántico, a pesar del agua, a pesar de los icebergs, y aunque lo hubiese sido, era demasiado larde. El Carpathia había aparecido mucho antes del amanecer.
El sol saldría de un momento a otro, manchando de rosa el cielo y el hielo y el agua, y luego inundando el este de luz. Los icebergs destellarían con un brillo níveo.
“Tal vez eso era lo que veían los sujetos de Mandrake”, pensó Joanna. Creían que era un Ángel de Luz, pero no lo era. Era el campo de hielo, chispeando como diamantes y zafiros y rubíes a la luz cegadora del sol.
— ¡Salta! —ordenó la niñita. Unió los brazos para formar un aro— ¡Salta!
El bulldog la miró con curiosidad, la cabeza ladeada. La niñita bajó los brazos.
— ¿Qué pasará cuando llegue el Carpathia?
“El Carpathia no va a venir —pensó Joanna— Está demasiado lejos para que venga, demasiado lejos para que venga nada o nadie a salvamos.”
— Comprueban tu nombre en una lista cuando subes a bordo —dijo la niña. Se había quitado el lazo del pelo y lo estaba atando alrededor del cuello del perro. Estaba chamuscado en los extremos— ¿Qué les diré cuando me pregunten mi nombre? Si no sabes tu nombre, no te dejan subir.
“No importa, no va a venir”, pensó Joanna, pero dijo:
— ¿Y si te pongo un nombre, como tú has bautizado a Ulla? La niñita pareció escéptica.
— ¿Qué nombre?
Maisie no, pensó Joanna. El nombre de alguna niña que hubiera estado en el Titanic, Lorraine. Pero Lorraine Allison se había ahogado, la única niña de Primera Clase que no se salvó. Lorraine no. Ni el nombre de ninguna niña que hubiera muerto en el Titanic. No Beatrice Sandstrom ni Nina Harper ni Sigrid Anderson.
La niñita que estaba en el Lusitania cuando se separó de su madre… ¿Cómo se llamaba? La niña a la que había salvado el desconocido. “La lanzó al bote —pudo oír decir a Maisie— Luego subió él, y los dos se salvaron.”
Helen. Se llamaba Helen.
— Helen —dijo Joanna— Voy a llamarte Helen. La niña estrechó la pata delantera del perro.
— ¿Cómo estás? —dijo— Me llamo Helen. —Puso una voz grave y ronca— ¿Cómo está usted? Me llamo Ulla —Le soltó la pata.
—¡Tiéndete, Ulla! —ordenó— ¡Hazte el muerto!
El bulldog francés se sentó, la oreja ladeada, sin comprender. El viento se calmó, y el agua, lisa ya como el cristal, se volvió aún más lisa, pero el cielo no cambió. Continuó reflejando su luz rosácea sobre el agua y el hielo y el nogal pulido del piano.
— ¡Quieto! —le dijo Helen al perro inmóvil, y todos obedecieron, el cielo y el agua y el mar.
Pasó un eón. Helen dejó de intentar enseñarle trucos al perro y se lo puso en el regazo. El agua, calmado el viento, se calmó aún más, hasta que fue indistinguible del cielo rosa. Pero no salió el sol. Y no apareció ningún barco en el horizonte.
—¿Esto es todavía la ECM? —preguntó Helen. Había soltado al perro y se asomaba por el costado del piano, contemplando el agua.
—No lo sé —dijo Joanna.
—¿Cómo es que estamos aquí sentadas?
—No lo sé.
—Apuesto a que estamos al pairo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente de un lado a otro por el agua quieta—. Como en ese poema.
—¿Qué poema?
—Ya lo sabes, el del pájaro.
—¿La balada del viejo marinero?—preguntó Joanna, y recordó al señor Briarley diciendo: “La balada del viejo marinero no es, contrariamente a lo que se cree, un poema sobre símiles y aliteraciones y onomatopeyas. Tampoco trata de albatros y de palabras mal escritas. Es un poema sobre la resurrección.”
“Y el Purgatorio”, pensó Joanna, el barco eternamente a la deriva, la tripulación muerta, “sola en un ancho, ancho mar”, y se preguntó si eso era, un lugar de castigo y penitencia. En La balada del viejo marinero había empezado a llover, y la brisa, al lavar los pecados, los liberó. Joanna escrutó el cielo, pero no había ninguna nube, ni sol, ni viento. Estaba tan quieto como la muerte.
—¿Cómo es que estamos al pairo? —preguntó Helen.
—No lo sé.
—Apuesto a que estamos esperando a alguien. “No —pensó Joanna—, a Maisie no. Que no sea Maisie a quien estamos esperando.”
—Tenemos que esperar algo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente por el agua rosácea—. O sucederá algo.
Algo estaba sucediendo. La luz cambiaba, los escarpados picos de hielo pasaban de rosa a albaricoque, el sol pasaba de rosa a coral. El sol se está poniendo, pensó Joanna, aunque no había habido sol ninguno, sólo la luz rosada, continua.
—¿Qué está pasando? —preguntó Helen, arrastrándose hasta Joanna.
—Está oscureciendo —contestó Joanna, pensando con alegría en las claras y brillantes estrellas.
Helen sacudió la cabeza, agitando los oscuros tirabuzones.
—No, no —dijo—. Se está poniendo rojo.
Era cierto, el agua se manchaba de formaciones rojas de arenisca, el rojo de los cañones.
—Está todo rojo ahí arriba —dijo Helen—. Todo alrededor. Joanna la rodeó con el brazo, y a Ulla, atrayéndolos, protegiéndolos del cielo.
—Que no sea Maisie —susurró—. Por favor. El cielo continuó enrojeciéndose, hasta que fue del color del fuego, del color de la sangre. El rojo del desastre.
58
No pasa nada, pequeña. Ve tú. Yo me quedo.
Maisie se portó muy bien. No pulsó el botón de su busca, aunque el doctor Wright no fue a verla en mucho tiempo.
Después de una semana entera, empezó a preocuparse de que tal vez le hubiera sucedido algo, como a Joanna, y le pidió a la enfermera Lucille que lo llamara, que había una pregunta sobre su busca que tenía que hacerle, y la enfermera Lucille le dijo que en aquel momento estaba ocupado con algo importante, y le preguntó si quería ver un vídeo.
Maisie dijo que no, pero la enfermera Lucille puso Sonrisas y lágrimas de todas formas. Siempre ponía Sonrisas y lágrimas. Era su película favorita, probablemente porque era igualita que una de aquellas viejas monjas arrugadas.
Por fin apareció Kit. Estaba muy guapa, muy nerviosa.
—¿Habló el doctor Wright con el señor Mandrake? —le preguntó Maisie.
—Sí —dijo Kit—. Toma. Esto es un regalo de Richard… del doctor Wright. Dijo que es para darte las gracias por hablarle del señor Mandrake.
Le tendió a Maisie un paquetito envuelto en papel rojo que parecía una cinta de vídeo.
—¿Qué dijo el señor Mandrake? Habló con Joanna ese día, ¿verdad? ¿Le dijo lo que el doctor Wright estaba intentando averiguar?
—Abre el regalo y luego te lo contaré todo. —Kit se acercó rápidamente a la puerta y corrió las cortinas—. El doctor Wright dijo que lo abrieras y lo escondieras antes de que vuelva tu madre.
—¿De verdad? ¿Qué es? —Empezó a rasgar el papel—. ¡El Hindenburg! —dijo, contemplando feliz la foto del zepelín en llamas de la carátula.
—El doctor Wright dijo que te advirtiera que la película no es exactamente igual que la historia real del Hindenburg. Dice que cambiaron el final para que sobreviva el perro.
—¡No me importa! —dijo Maisie, abrazando el vídeo contra su pecho—. ¡Es perfecto!
—¿Dónde quieres que lo ponga?
—Saca uno de mis vídeos del fondo de la mesita de noche. No, El jardín secreto no. A la enfermera Evelyn le encanta El jardín secreto. La pone cada vez que está de guardia.
—¿Qué tal Winnie the Pooh?
—Sí, ésa está bien.
Kit le entregó la carátula del vídeo. Maisie le tendió Hindenburg.
—Ten, abre esto —dijo, abrió Winnie the Pooh y sacó la película. Kit arrancó el celofán de la cinta del Hindenburg y se la devolvió a Maisie, que la sacó de su caja, y le tendió a Kit el vídeo de Winnie the Pooh.
—Ponlo en el fondo —dijo.
Kit la guardó detrás de los otros vídeos.
—Y supongo que querrás que me lleve esto —preguntó, mostrando la carátula de Hindenburg. Maisie asintió—. Sabes, Maisie —dijo Kit, en serio—, cuando consigas tu nuevo corazón, vas a tener que dejar de mentir y engañar a tu madre.
—¿Qué dijo el señor Mandrake? ¿Le contó al doctor Wright lo que dijo Joanna?
—No. Pero Richard lo descubrió de todas formas. Joanna intentaba decirnos que la ECM era una especie de SOS. Es un mensaje que el cerebro envía a los diferentes elementos químicos del cerebro para que encuentren uno que envíe la señal al corazón para que empiece a latir y el paciente empiece a respirar.
—Después de que entren en parada —dijo Maisie.
—Sí, y ahora que Richard sabe lo que es puede diseñar un método para enviar esos mismos productos químicos a…
—¿De verdad tiene un tratamiento? —preguntó Maisie, excitada—. Pero si me lo invente. Kit sacudió la cabeza.
—Todavía no, pero está trabajando en ello. Ha desarrollado un prototipo, pero aún hay que probarlo —se puso realmente seria—, y aunque funcione…
—Puede que no lo consiga a tiempo —dijo Maisie, y temió que Kit fuera a mentir y decir: “Por supuesto que lo conseguirá”, pero no lo hizo.
—Me dijo que te dijera que, no importa lo que pase, hiciste algo importante. Ayudaste a hacer un descubrimiento que puede que salve montones y montones de vidas.
Unos cuantos días más tarde Richard la visitó y les hizo a las enfermeras un montón de preguntas sobre cuánto pesaba y esas cosas. Apenas habló con Maisie, excepto justo al marcharse. Miró la tele y dijo:
—¿Has visto alguna buena película últimamente?
—¡Sí! Una película buenísima, aunque el perro es un dálmata en vez de un pastor alemán. Y se dejaron al tipo que tuvo la ECM, pero el resto es muy chuli. Me encanta esa parte donde ese tipo va y suelta al perro.
La veía una y otra vez. Hacía que el hombre que traía las comidas se la pusiera cuando venía a llevarse la bandeja de la cena y que la auxiliar del turno de noche se la llevara antes de irse a dormir.
A veces no le apetecía ver la tele ni nada. Le costaba trabajo respirar, y se hinchó toda a pesar de la dopamina. Los médicos del corazón vinieron y le dijeron que iban a ponerle dobutamina, y después de eso se sintió un poco mejor y le apetecía hablar con Kit cuando vino a verla.
—¿Todavía tienes tu busca? —preguntó Kit.
—Sí —dijo Maisie, y le mostró cómo lo llevaba colgado de una cadena junto a sus chapas de perro.
—Es muy importante que lo lleves a todas horas. Si empiezas a sentir que puedes entrar en parada, o si oyes que tu monitor empieza a pitar, pulsa el botón. No esperes. Púlsalo inmediatamente.
—¿Y si no entro en parada? ¿Me meteré en problemas?
—No, en absoluto. Púlsalo, y luego intenta aguantar. El doctor Wright vendrá inmediatamente.
—¿Y si no está en el hospital?
—Estará.
—¿Pero y si está muy lejos, como el Carpathia? —insistió Maisie—. Es un hospital muy grande.
—Se conoce todos los atajos —dijo Kit.
El doctor Wright se presentó otra vez con tres de los médicos del corazón de Maisie y el abogado de su madre, y le preguntaron cómo se sentía y miraron sus monitores y luego salieron al pasillo. Maisie los vio hablar, aunque estaban demasiado lejos para que oyera lo que decían. El doctor Wright habló un ratito, y luego un médico del corazón habló un montón, y luego el abogado habló durante un rato larguísimo y les tendió un montón de papeles y todos se marcharon.
Un par de días después, Vielle acudió a verla. Llevaba también un busca.
—No me dejarán trabajar en Urgencias hasta que se me cure la mano —dijo, haciendo como si estuviera enfadada, pero no era verdad—, así que me han enviado aquí arriba a cuidar de ti. —Vielle miró la tele—. ¿Qué es eso? —Hizo una mueca—. ¿Sonrisas y lágrimas? Odio Sonrisas y lágrimas. Siempre me ha parecido que María era demasiado alegre. ¿No tienes buenos vídeos por aquí? Estoy viendo que voy a tener que traerte alguno de los míos.
Lo hizo, pero Maisie no pudo verlos porque su madre había empezado a quedarse en la habitación todo el tiempo, incluso de noche. No importaba. La mayor parte del tiempo estaba demasiado cansada para ver siquiera Sonrisas y lágrimas y sólo se quedaba allí acostada pensando en Joanna.
Seguían haciéndole ecocardiogramas y una de las veces que la estaban poniendo en posición, el botón de su busca sonó, y Vielle y un equipo de choque de unos cien doctores y enfermeras llegaron corriendo, y un par de minutos más tarde llegó corriendo el doctor Wright, todo jadeante y sin aliento, y después de eso ella ya no se sintió tan preocupada, pero seguía siendo terrible. Le costaba trabajo respirar, incluso con la máscara de oxígeno, y le dolía la cabeza.
Sus médicos del corazón vinieron y le dijeron que iban a ponerle una válvula especial que ayudara a su corazón a hacer su trabajo.
—¿Una L-Vad o una bivad? —preguntó ella.
—Una L-Vad —dijeron, pero no lo hicieron.
—Han decidido esperar a que te encuentres mejor —dijo su madre—. Y, de todas formas, tu nuevo corazón llegará de un día a otro.
—Cuando te ponen un corazón nuevo —le preguntó a Vielle en la siguiente ocasión en que acudió a comprobar su estado—, ¿te abren el pecho?
—Sí, pero no duele.
—¿Y te ponen intravenosas en los brazos y todo eso?
—Sí, pero estarás anestesiada. No sentirás nada.
—¿Puedes traerme un poco de cinta adhesiva? ¿Y unas tijeras?
Y cuando su madre bajó a cenar a la cafetería, Maisie se quitó las chapas de perro y se durmió.
—Tienes que pensar pensamientos positivos, cariño —le dijo su madre al día siguiente—. Tienes que decirte: “Mi nuevo corazón vendrá dentro de unos cuantos días, y entonces todo esto se acabará, y me olvidaré de lo que es sentirme incómoda. ¡Iré de nuevo al colé y jugaré al fútbol!”
Y un poco después, entró Vielle y dijo:
—Tienes que aguantar un poco más, cariño.
Pero no pudo. Estaba demasiado cansada incluso para pulsar el botón de su busca especial, y entonces apareció en el túnel.
Esta vez no había humo, ni luz. El túnel era completamente negro. Maisie tanteó con la mano, intentando sentir la pared, y tocó una varilla metálica. Al lado no había más que un pequeño espacio y luego otra varilla metálica, en un ángulo distinto, y otra.
—Apuesto a que es el Hindenburg —dijo—. Apuesto a que estoy dentro del zepelín.
Alzó la cabeza, tratando de ver el interior del gran globo plateado en lo alto, pero estaba demasiado oscuro, y el suelo por el que caminaba no era un pasillo de metal, era suave y demasiado ancho. Ni siquiera cuando se agarró a la varilla de metal y extendió los dos brazos al máximo notó otra cosa que espacio al otro lado del túnel.
“Así que no debe de ser el Hindenburg”, pensó, pero no se atrevió a soltarse de la varilla por miedo a que lo fuera y se cayese.
Avanzó, caminando muy despacio por el suave suelo y agarrándose a una varilla y luego a otra, y al cabo de unos minutos las varillas del lado en el que se encontraba desaparecieron, y no quedó nada a lo que aferrarse. “Debo de estar al final del túnel”, pensó, contemplando la oscuridad.
Una luz brilló repentinamente, implacable sobre sus ojos. Alzó una mano para protegérselos, pero era demasiado brillante. “¡La explosión!”, pensó.
La luz se alejó súbitamente de ella. Vio su largo rayo mientras oscilaba, como el rayo de una linterna. Había pequeñas motitas de polvo en él. Trazó un gran arco, iluminando unas vigas mientras avanzaba, y Maisie vio que eran la parte inferior de una grada, llena de gente. En lo alto del túnel en el que ella se encontraba había un gran cartel rojo y dorado que decía: “Entrada principal.”
La luz osciló ante ella y entonces se detuvo e iluminó a un hombre que estaba de pie sobre una caja redonda, completamente vestido de blanco. Incluso sus botas eran blancas, y su sombrero de copa. La luz trazó un círculo a su alrededor.
—¡Daaamas y caballeros! —dijo, muy muy fuerte—. ¡Dirijan amablemente su atención a la pista central!
—Esta es la parte que más me gusta —dijo alguien. Maisie se volvió. A su lado había una niña pequeña. Elevaba un vestido blanco y un gran lazo azul. Sostenía una gran nube de algodón de caramelo en un cono de papel.
— Me llamo Pollyana —dijo la niña—. ¿Y tú?
—Maisie.
—Me encanta el circo, ¿y a ti, Mary? —dijo Pollyana, comiendo algodón de caramelo.
—Mary no. Maisie.
—¡Damas y caballeros! —dijo el jefe de pista, a pleno pulmón—: ¡Ahora presentamos para su diversión un número tan sensacional, tan estupendo, tan sorprendente, que nunca hasta ahora se había intentado!
Apuntó con el látigo haciendo una floritura, y el foco giró de nuevo para iluminar una pequeña plataforma en lo alto de una estrecha escalera. Había gente allí, vestida con leotardos blancos.
Maisie se quedó boquiabierta mirándolos. Parecían muñecas Barbie, tan lejos estaban. Sus leotardos chispeaban con la luz azulina del toco.
—… ¡esos magos de la carpa —estaba diciendo el jefe de pista—, esos héroes del alambre!
Sonó una fanfarria, y Maisie buscó dónde estaba la banda, al otro lado de la pista. Los músicos estaban sentados en un gran tendido blanco, vestidos con chaquetas rojas con entorchados de oro en los hombros. Uno de ellos sostenía una tuba.
—¡Mira! —dijo Pollyana, señalando con el algodón de caramelo. Maisie alzó de nuevo la cabeza. La gente de la plataforma se inclinaba y sonreía, agitando uno de los brazos en un amplio arco mientras se agarraba a la escalera con la otra mano.
—Orgullosamente presentamos —decía el jefe de pista— a los atrevidos, los deslumbrantes, los arriesgados… —hizo una pausa, y la banda tocó otra fanfarria—, los que desafían a la muerte… ¡Los Wallenda!
—Oh, no —dijo Maisie.
La banda empezó a tocar una canción lenta y bonita, y una de las chicas Wallenda tomó una larga pértiga blanca y pasó a un extremo del alambre. Elevaba el pelo rubio corto, como Kit.
—¡Tienes que bajar! —le gritó Maisie.
La chica Wallenda empezó a cruzar el alambre, sosteniendo la pértiga con ambas manos.
—¡Va a haber un desastre! —gritó Maisie—. ¡Vuelve! ¡Vuelve!
La chica continuó caminando, colocando los pies calzados con zapatos planos blancos con cuidado, con cuidado. Maisie echó la cabeza atrás, tratando de ver lo alto de la carpa. Podía ver a los Wallenda esperando su turno de subir al alambre, pero todo lo que había arriba era negro, como si no hubiera carpa encima, sólo cielo.
Si era el cielo, habría estrellas, y justo entonces vio una. Chispeó, un diminuto punto de luz blanca, muy por encima de las cabezas de los Wallenda. “Entonces tal vez no pase nada”, pensó Maisie, mirando la estrella. Chispeó de nuevo y luego destelló, más brillante que el foco, y se volvió roja.
—¡Fuego! —gritó Maisie, pero los Wallenda no le prestaron atención. La chica llegó al centro del alambre, y un hombre empezó a caminar hacia ella.
Maisie corrió lo más rápido que pudo hacia el centro de la pista, hundiendo los pies en el suelo de serrín, hasta llegar a la gracia de la orquesta.
—¡La carpa está ardiendo! —gritó, pero la banda tampoco le prestó atención.
Corrió hacia el director de la banda.
—¡Tiene que tocar la canción del pato! —chilló—. ¡La canción que significa que el circo tiene problemas! ¡Barras y estrellas para siempre! Pero el hombre ni siquiera se volvió.
—¡Mire! —dijo Maisie, tirándole de la manga y señalando el fuego. Ardía en una línea desde el techo de la carpa, dibujando una irregular lágrima roja.
—¡Bajaos! —les gritó a los Wallenda, señalando, y uno de ellos vio el fuego y empezó a bajar por la escalerilla. La chica Wallenda que se parecía a Kit estaba todavía en el centro del alambre. Uno de los hombres le lanzó una cuerda, y ella dejó caer la pértiga blanca y la agarró. Enroscó las piernas alrededor de la cuerda, y se deslizó hacia abajo.
—¡Fuego! —gritó alguien en la gradería, y toda la gente miró hacia arriba, la boca abierta como la de Maisie, y empezó a bajar corriendo.
El fuego ardió en un cable, por las líneas entrecortadas del techo. “Como mensajes —pensó Maisie—. Como SOS.” Alguien la agarró del brazo. Se dio la vuelta. Era Pollyana.
—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Pollyana, empujando a Maisie hacia la entrada principal.
—¡No podemos salir por ahí! —dijo Maisie, resistiéndose—. ¡Por ahí está la jaula para la entrada de los animales!
—Deprisa, Molly —dijo Pollyana.
—¡Molly no, Maisie!
Pero la banda había empezado a tocar Barras y estrellas para siempre, y Pollyana no la oyó.
—Mira —dijo Maisie, buscando bajo su bata de hospital—. Me llamo Maisie. Está escrito aquí, en mis chapas.
No estaban. Palpó enloquecida su cuello, buscando sus chapas de perro. Debían de habérsele caído cuando estaba en la entrada, mirando a los Wallenda.
—Bueno, Margie o como te llames, será mejor que salgamos de aquí —dijo Pollyana. Agarró la mano de Maisie.
—¡No! —gritó ella, zafándose—. ¡Tengo que encontrarla! Corrió sin freno hacia el centro de la pista.
—Tengo que hacerlo —gritó por encima de su hombro—, o no sabrán quién soy cuando encuentren mi cuerpo.
—Creía que habías dicho que no podemos salir por ahí —le dijo Pollyana—. Que estaba bloqueado.
—Despejad —dijo su cardiólogo, y la descarga la sacudió con fuerza, pero pareció no funcionar. El monitor cardíaco seguía gimiendo.
—Muy bien —dijo el cardiólogo—. Si tiene usted algo, es el momento de probarlo.
Y el doctor Wright dijo:
—Administre teta-asparcina. Administre acetilcolina.
—Aguanta, cariño —dijo Vielle—. No nos dejes.
Pero ella tenía que encontrar sus chapas de perro, que no estaban en la entrada principal. Cayó de rodillas y rebuscó en el serrín, cribándolo con las manos.
Una mujer pasó corriendo, haciendo volar el serrín.
—No… —dijo Maisie, y una niña mayor pasó también, y un hombre con un niño pequeño en brazos—. ¡Alto! ¡Lo están revolviendo todo! ¡Tengo que encontrar mis chapas!
Pero no la escucharon. Pasaron corriendo hacia la oscuridad del túnel.
—¡No se puede salir por ahí! —gritó Maisie, agarrando la falda de la niña mayor—. La jaula para la entrada de animales está por ahí.
—¡Está ardiendo! —dijo la niña mayor, y tiró de la falda con tanta fuerza que la rompió.
—¡Hay que salir por la entrada de artistas! —dijo Maisie, pero la niña mayor ya había desaparecido en la oscuridad, y un puñado de personas corrían tras ella, removiendo el serrín, pisoteándolo, pisando las manos de Maisie.
—Lo están revolviendo todo —dijo, frotándose los dedos lastimados con la otra mano. Se puso en pie—. ¡Esa no es la salida! —gritó, alzando las manos para detener a la gente, pero no podían oírla. Gritaban y chillaban tan alto que ni siquiera oía a la banda tocar Barras y estrellas para siempre. Chocaban contra ella, empujándola, arrastrándola hacia el túnel.
Estaba oscuro en el túnel, y lleno de humo. Alguien le dio un empujón a Maisie, que todavía estaba apoyada en una rodilla, y ella cayó hacia delante, las manos extendidas, y chocó contra unos duros barrotes metálicos. “La jaula de la entrada de animales”, pensó, y trató de ponerse en pie, pero la apretaban contra los barrotes, lastimándole el pecho.
—¡Abrid la jaula! —gritó alguien.
—¡No! ¡Los leones y tigres saldrán! —trató de gritar, pero el humo era demasiado espeso, le estaban aplastando las costillas contra los barrotes de la jaula. Tenía que salir de allí.
Empezó a subir por el lado del túnel de los animales, una mano tras otra, tratando de escapar de la gente. Si podía llegar a lo alto del túnel de los animales, tal vez pudiera arrastrarse hasta la puerta.
Pero era demasiado alto. Subió y subió, y seguía habiendo barrotes. Se aupó mano sobre mano, alejándose de la gente que gritaba, y ahora sí que oyó a la banda. Estaba tocando una canción distinta. Una canción alemana, como la de Sonrisas y lágrimas, sólo que no era. la banda, era un piano con un sonido ligero y metálico, como el del Hindenburg.
Se había equivocado. Era el Hindenburg, después de todo. No era la entrada de los animales, estaba en los cordajes del globo, y tenía que agarrarse fuerte para no caer del cielo. Como Ulla.
Muy por debajo de ella, en Nueva Jersey, los niños se apiñaban contra la jaula, gritando.
—¡No podéis salir por ahí! —les gritó. El fuego la rodeaba, las llamas rugientes como campos nevados, tan brillantes que no podías mirarlas, y sabía que si se soltaba caería y caería, y no sabrían su nombre.
—Me llamo Maisie —dijo—. Maisie Nellis. Pero no le quedaba aire en los pulmones, sólo el humo, denso como la niebla, y los barrotes estaban calientes, no podría aguantar mucho más, se estaban fundiendo bajo sus manos. Los campos nevados bajo ella se hicieron más brillantes, y vio que no era nieve, eran capullos de manzano. Hermosos, suaves, blancos capullos de manzano.
“Si caigo sobre ellos, no me dolerá nada”, pensó. Pero no podía soltarse. No sabrían quién era. La enterrarían en una tumba con sólo un número, y nadie sabría jamás lo que le había pasado.
—¡Joanna! —gritó—. ¡Joanna!
—Nada —dijo el cardiólogo de Maisie.
—Aumente la acetilcolina —dijo el doctor Wright.
—Han pasado cuatro minutos —dijo el cardiólogo—. Me parece que es hora…
—No —dijo el doctor Wright, y parecía enfadado—. Vamos, Maisie, eres un genio ganando tiempo. Ahora te toca ganar tiempo una vez más.
—Aguanta, cariño —dijo Vielle, agarrando con fuerza su mano blanca y sin vida—. Aguanta.
—Vamos —dijo alguien bajo ella. Maisie miró. No podía ver más que humo.
—Suéltate —dijo la voz, y una mano salió del humo, una mano con un guante blanco.
—Está demasiado lejos —dijo Maisie—. Tengo que esperar a que el Hindenburg esté más cerca del suelo.
—No hay tiempo. Suéltate. —Extendió más la mano enguantada, y ella pudo ver una manga negra rasgada.
Maisie entornó los ojos, intentando ver a través del humo, tratando de ver si llevaba la nariz roja y un sombrero negro aplastado.
—¿Eres Emmett Kelly? —preguntó.
—No hay nada que temer, chavalina. Yo te atraparé. —Extendió la mano enguantada muy muy lejos, pero todavía quedaba un buen trecho—. Tenemos que sacarte de aquí.
—No puedo —dijo ella, agarrándose a los barrotes ardientes—. Cuando me encuentren, no sabrán quién soy.
—Yo sé quién eres, Maisie —dijo, y Maisie se soltó. Y cayó y cayó y cayó.
—No hay pulso —dijo Vielle.
—Su corazón estaba demasiado dañado —dijo su cardiólogo—. No pudo soportar la tensión.
—Despejen —dijo el doctor Wright—. Otra vez. Despejen.
—Han pasado cinco minutos.
—Aumente la acetilcolina.
La sostuvo. No pudo verlo por el humo, pero notó sus brazos bajo ella. Y de repente el humo se despejó y le vio la cara: la nariz roja, la barba pintada de marrón, la boca hacia abajo pintada de blanco.
—Eres Emmett Kelly —dijo Maisie, entornando los ojos, tratando de ver su verdadero rostro bajo el maquillaje de payaso—. ¿Verdad?
La soltó para que quedara de pie sobre el suelo de serrín, y se llevó la mano al sombrero aplastado e hizo una reverencia graciosa.
—No hay mucho tiempo —dijo. Agarró su mano y empezó a correr hacia la entrada de artistas, arrastrando a Maisie consigo.
Todo el techo estaba ardiendo ya, y los palos que sostenían la carpa, y los cordajes. Un gran pedazo de lona ardiente cayó justo delante de la banda, y el hombre que tocaba la tuba emitió un divertido “bla-a-a-t-t-t” y siguió tocando.
Emmett Kelly corrió con Maisie más allá de la banda, sus grandes zapatos de payaso haciendo un sonido aleteante. Un payaso con un gorrito de bombero corrió arrastrando una gran manguera. Un elefante pasó corriendo, y un pastor alemán.
Emmett Kelly la guió entre ellos, apartándola del camino de un caballo blanco. Su cola estaba ardiendo.
—Esa es la entrada de artistas —dijo mientras corría, señalando una puerta con un telón negro—. Casi hemos llegado. Se detuvo de repente, haciendo que Maisie se parara.
—¿Por qué? —preguntó Maisie, y uno de los palos en llamas se estrelló, aplastando la entrada de artistas consigo, y la escalerilla en la que se encontraban los Wallenda. El techo de la carpa cayó encima, ardiendo, cubriéndolo, y salió humo por todas partes.
—¡No hay salida! —gritó el payaso con el gorro de bombero.
—Sí que la hay, chavalina —dijo Emmett Kelly—. Y sabes cuál es.
—No hay salida. La entrada principal está bloqueada. La jaula de los animales se interpone.
—Conoces la salida —dijo Emmett Kelly, agachándose y asiéndola por los hombros—. Me lo dijiste, ¿recuerdas? ¿Cuando estábamos mirando tu libro?
—La carpa —dijo Maisie—. Podrían haber salido arrastrándose por debajo de la carpa.
Emmett Kelly condujo a Maisie, corriendo, de vuelta hacia la pista, hasta el otro lado de la carpa.
—Hay un jardín de la victoria al otro lado del solar —dijo mientras corrían—. Quiero que vayas allí y esperes a que llegue tu madre. Maisie lo miró.
—¿No vas a venir conmigo? Emmett Kelly negó con la cabeza.
—Sólo las mujeres y los niños.
Llegaron al otro lado de la carpa. La lona estaba sujeta con estacas. Emmett Kelly se agachó con sus pantalones demasiado grandes y desató la cuerda. Alzó la lona para que Maisie pudiera pasar por debajo.
—Quiero que corras hasta el jardín de la victoria. —Alzó más la lona.
Maisie miró por debajo. Fuera estaba oscuro, aún más oscuro que en el túnel.
—¿Y si me pierdo? —dijo, y empezó a llorar—. No sabrán quién soy.
Emmett Kelly se incorporó y rebuscó en uno de sus ajados bolsillos y sacó un pañuelo con motas púrpura. Empezó a secar los ojos de Maisie con él, pero no terminaba de salirle del bolsillo. Tiró, y al final salió en un gran nudo, atado a un pañuelo rojo. Tiró del pañuelo rojo, y salió un pañuelo verde y luego uno naranja, todos anudados entre sí.
Maisie se rió.
Tiró y tiró, con expresión de sorpresa, y un pañuelo lavanda salió, y uno amarillo, y uno blanco con capullos de manzano. Y una cadena con las chapas de perro de Maisie al final.
Le colocó la cadena alrededor del cuello.
—Ahora deprisa —dijo—. Todo está en llamas.
Lo estaba. En lo alto, el techo de la carpa era una gran hoguera, y las gradas y la pista central y la grada de los músicos ardían, pero los músicos seguían tocando, soplando sus trompetas y tubas con sus uniformes rojos. Sin embargo, no tocaban Barras y estrellas para siempre. Tocaban una canción muy lenta, muy triste.
—¿Qué es eso?
—Más cerca, mi Dios, de Ti —dijo Emmett Kelly.
—Como en el Titanic.
—Como en el Titanic. Significa que es hora de irse.
—No quiero ir —dijo Maisie—. Quiero quedarme aquí contigo. Sé mucho sobre desastres.
—Por eso tienes que irte. Para que puedas llegar a ser una gran desastróloga.
—¿Por qué no puedes venir tú también?
—Tengo que quedarme aquí —dijo, y ella vio que sujetaba un cubo de agua.
—Y salvar vidas —dijo Maisie.
El payaso sonrió bajo su expresión pintada y triste.
—Y salvar vidas.
Se agachó y alzó de nuevo la lona.
—Ahora vete, chavalina. Quiero que corras como una bala.
Maisie pasó bajo la lona y se quedó quieta un momento, agarrada a sus chapas de perro, y luego se volvió a mirarlo.
—Sé quién eres —dijo—. En realidad no eres Emmett Kelly, ¿verdad? Esto es sólo una metáfora.
El payaso se llevó un dedo enguantado a la bocaza pintada de blanco en un gesto de silencio.
—Quiero que corras hacia el jardín de la victoria. Maisie le sonrió.
—No puedes engañarme —dijo—. Sé quién eres de verdad. Y corrió en la oscuridad, lo más rápido que pudo.
59
¡Tome! Si el barco se hunde, usted me recordará.
Dos días después de revivir con éxito a Maisie, la alarma de Richard volvió a sonar. Esta vez, tratando de no pensar en lo que la tensión de dos paradas en tres días podría causarle al sistema de Maisie o qué letal efecto secundario podría haber producido la teta-asparcina, logró llegar a la UCI cardíaca en tres minutos justos.
Evelyn lo recibió mientras corría hacia la unidad, toda sonrisas.
—Ha llegado su corazón —dijo—. La están preparando. Intenté llamarlo.
—Sonó mi busca especial —dijo él, todavía no convencido de que no hubiera ningún desastre.
—Ella insistió bastante en que usted y la enfermera Howard estuvieran informados —dijo Evelyn, impertérrita—, y supongo que se encargó ella misma.
Lo había hecho, en más de un aspecto. Después del trasplante, que tardó ocho horas y no tuvo ningún problema, una de las enfermeras le dijo que Maisie se había pegado las chapas de perro a la planta del pie y que se enfadó porque se las habían quitado.
—¿Y si me hubiera muerto? —exigió indignada en cuanto le quitaron la respiración asistida, y a pesar del peligro de infección debido a los inmunodepresores que estaba tomando, le permitieron que llevara las chapas en una muñeca, bañadas en desinfectante, “por si acaso”.
La madre de Maisie, absolutamente insoportable ahora que su fe en el pensamiento positivo había sido confirmada, había intentado, según la enfermera, convencerla para que se las quitara, sin ningún éxito.
—Las necesito —había dicho Maisie—. Por si hay complicaciones. Puede que tenga un coágulo de sangre o rechace mi nuevo corazón.
—No sucederá nada de eso —le contestó su madre—. Te vas a poner bien y vas a volver a casa y al colegio. Vas a ir a clase de ballet…
Era algo que Richard no podía imaginar hacer a Maisie ni en sus sueños más descabellados, a menos que fuera un ballet relacionado con una inundación o una erupción volcánica.
—… y crecerás y tendrás hijos.
A lo cual, Maisie, siempre realista, replicó:
—Me moriré algún día. Todo el mundo muere tarde o temprano.
Después de una semana en la que sólo pudo verla la familia, permitieron visitas, siempre que llevaran vestidos de papel, botas y mascarillas, y en sesiones limitadas a cinco minutos, dos personas como máximo cada vez. Eso significaba que su madre estaba siempre presente, lo cual reprimía considerablemente el estilo de Maisie, aunque aun así le contó a Richard un montón de detalles sanguinolentos sobre su operación.
—Entonces te abren el pecho —hizo la demostración—, y te sacan el corazón y te ponen uno nuevo. ¿Sabía que lo traen en una nevera, como la cerveza?
—Maisie… —protestó su madre—. Hablemos de algo alegre. Tienes que darle las gracias al doctor Wright. Te revivió después de que entraras en parada.
—Eso es —dijo Evelyn, entrando para comprobar los numerosos monitores—. El doctor Wright te salvó la vida.
—No, no lo hizo.
—Sé que no realizó el trasplante, como el doctor Templeton —dijo la señora Nellis, algo cortada—, pero ayudó a poner en marcha tu corazón para que pudieras recibir el nuevo.
—Lo sé, pero…
—Un montón de personas trabajaron para conseguirte un nuevo corazón, ¿no? Las enfermeras de Pediatría y el doctor…
—Maisie —dijo Richard, inclinándose hacia delante—. ¿Quién te salvó la vida?
Maisie abrió la boca para responder, y Evelyn, ajustando su intravenosa, dijo:
—Sé a quién se refiere. A la persona que donó el corazón, ¿verdad, Maisie?
—Sí —contestó Maisie al cabo de un instante, y Richard pensó: “Eso no es lo que iba a decir”—. Ojalá te dijeran cuál es su nombre. No te dicen nada, ni cómo murió ni si era un niño o una niña.
—Eso es porque no quieren que te preocupes por eso —dijo la señora Nellis—. Se supone que has de tener pensamientos positivos que te ayuden a ponerte bien.
—Es positivo que me salvaran la vida.
—Temas alegres —la reprendió la señora Nellis—. Cuéntale al doctor Wright lo que te ha traído el doctor Murrow.
El doctor Murrow le había traído un globo gigantesco en forma de corazón.
—Tiene helio dentro, no hidrógeno, así que no hay que preocuparse de que estalle como el Hindenburg —le dijo Maisie, y tuvieron que advertirle de nuevo que hablara de temas alegres.
En la semana que siguió, al globo rojo en forma de corazón se unieron otros globos con caras de smileys y ositos (no se permitían globos normales en la UCI cardíaca., ni flores), y la habitación de Maisie se llenó de muñecas y animales de peluche y visitantes. Barbara subió desde Pediatría para verla y se pasó por el laboratorio para decirle a Richard que Maisie quería verlo y darle las gracias.
—Le salvó usted la vida —dijo, y eso le recordó lo que Maisie había dicho, o más bien no había, dicho, en su primera visita. Se preguntó si por eso quería verlo.
—¿Estaba su madre delante cuando fue a visitarla? —le preguntó a Barbara.
—Sí —contestó ella, poniendo los ojos en blanco—. Yo no bajaría ahora mismo. El señor Mandrake entraba justo cuando yo salía. Yo en su lugar me mantendría lejos de él. Anda de un humor de perros últimamente, gracias a Mabel Davenport.
—¿Mabel Davenport? ¿Se refiere a la señora Davenport? —preguntó Richard—. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—¿Es que no se ha enterado? —Se inclinó hacia él, con aire confidencial—. No creerá lo que ha pasado. Su nuevo libro, Mensajes del Otro Lado, se publica el mes que viene. —Hizo una pausa—. El día veinte, para ser exactos.
—Maravilloso —dijo Richard, preguntándose qué tenía la noticia para que su sonrisita fuera tan sibilina—. ¿Y?
—Y Comunicaciones desde el Más Allá sale el día diez. Con una gira por toda la nación.
—¿Comunicaciones desde el Más Allá?
—Escrito por Mabel Davenport. El señor Mandrake dice que se lo ha inventado todo. Ella dice que él intentó que recordara cosas que nunca había visto y que lo entendió todo mal, que no hay ningún Ángel de Luz, ninguna Revisión de Vida, sólo un aura dorada que concede poderes psíquicos, que la señora Davenport sostiene que posee. Dice que ha estado en contacto con Houdini y Amelia Earhart. No puedo creerme que no se haya enterado de nada de eso. Ha salido en todos los periódicos. El señor Mandrake está furioso. Así que yo esperaría a más tarde para bajar a ver a Maisie.
Lo hizo, pero cuando bajó estaba allí la señora Sutterly, y tuvo la sensación de que Maisie quería hablar con él en privado, así que simplemente le hizo señas desde la puerta y regresó por la tarde, pero tanto entonces como durante los días siguientes la habitación estuvo siempre llena de gente, a pesar de la regla de los dos visitantes. Y él también estuvo ocupado, con reuniones con el jefe de investigación y las propuestas de becas para seguir investigando sobre la teta-asparcina. Tuvo que seguir los progresos de Maisie llamando a la UCI cardíaca.
Los informes de las enfermeras eran casi tan optimistas como los de la madre de Maisie. La niña no mostraba ningún signo de rechazo, el fluido en sus pulmones disminuía paulatinamente, y estaba empezando a comer (esto último se lo contó Eugene, que, al estar a cargo de sus menúes, se tomaba el asunto de su apetito como una responsabilidad personal).
Cuando Richard bajó el lunes, todo el personal de Pediatría estaba allí, y el martes y el miércoles estaba su madre. Finalmente, el viernes, se encontró con la señora Nellis que salía de la UCI cardíaca, quitándose la mascarilla y los guantes.
—Oh, bueno, doctor Wright, está usted aquí —dijo velozmente—. Tengo una reunión con el doctor Templeton y me preocupaba dejar a Maisie con… —Dirigió una mirada hacia la habitación—. Pero ahora sé que puedo confiar en usted para que la conversación sea tranquila y positiva.
Richard entró, curioso por ver de quién estaba protegiendo a Maisie, y esperando que no fuera de Mandrake. No lo era. Era el señor Wojakowski, con mascarilla y gorra de béisbol.
—… y lo hizo, plantó esa bomba justo en la cubierta del Shokaku —estaba diciendo el señor Wojakowski.
—¿Y ya estaba muerto? —preguntó Maisie, los ojos desorbitados de emoción.
—Ya estaba muerto. Pero lo consiguió. —El señor Wojakowski alzó la cabeza— Hola, Doc. Estaba hablándole a Maisie de Jo-Jo Powers.
—No sabía que se conocieran ustedes.
—El señor Wojakowski me hizo las chapas de perro que me dio Joanna —dijo Maisie—. Estuvo en el Yorktown. Cuenta las mejores historias.
“Sí que las cuenta —pensó Richard—, y ha encontrado al público perfecto. Alguien tendría que haberlo pensado antes.”
—No puedo quedarme. Sólo he venido a ver cómo estabas.
—Muy bien —respondió Maisie—. La enfermera Vielle me trajo un póster de Los ángeles de Charlie, y el abogado de mi madre me trajo ese globo —señaló un globo con una mariposa—, y Eugene me trajo esto.
Maisie sacó una llamativa gorra de béisbol rosa de debajo de la almohada. “De vuelta de la tumba y dispuesta para ir de fiesta”, llevaba escrito en letras púrpura. Richard se echó a reír.
—Lo sé —dijo Maisie—. Creo que es guay del todo, pero mi madre no me dejará ponérmela. Dice que tengo que pensar en cosas positivas, nada de tumbas ni esas cosas. Todo el mundo ha venido a verme excepto Kit. No ha podido porque tiene que cuidar de su tío, pero dijo que mañana todos me van a traer una sorpresa.
“¿Ah, sí?”, pensó Richard.
—¿Qué es? —exigió saber Maisie, y luego, suplicante—: Creo que ya tengo suficientes globos. Y ositos de peluche.
—Es una sorpresa. Tendrás que esperar hasta mañana —dijo él. Sería mejor que llamara a Kit y averiguara de qué se trataba.
—Parece que tienen un montón de cosas de qué hablar, así que mejor me largo —dijo el señor Wojakowski.
—¡No, espera! —protestó Maisie—. Tienes que contarme lo de aquella vez que casi se cargan al Yorktown. —Se volvió hacia Richard—. Los japoneses creían que lo habían hundido, y tuvieron que repararlo a toda prisa.
—En tres días nada más —dijo el señor Wojakowski, sentándose otra vez—. Y el carpintero del barco va y dice: “¡Tres días!”, y tira el martillo con tanta fuerza que hace otro agujero en el casco. Y el encargado del astillero va y le dice: “Un agujero más que vas a tener que reparar.” Y…
Ni siquiera se dieron cuenta de que Richard se marchaba. Una pareja ideal.
Llamó a Kit en cuanto regresó al laboratorio.
—Maisie le dijo a Vielle que siempre había deseado poder ir a la noche del picoteo —dijo Kit—, así que vamos a preparar una para ella. Las enfermeras nos dejan y vamos a hacerlo mañana a las cuatro, en la sala de reuniones de la UCI cardíaca, después de considerables negociaciones, y me preguntaba si podrías traer los vídeos. Vielle pensó que podrían ser Volcano o El coloso en llamas.
—¿Qué hay de la madre de Maisie?
—Ningún problema. Tiene una reunión con Daniels, Dutton y Walsh a las cuatro. Está litigando para que apliquen a Maisie un nuevo fármaco antirrechazo.
Alquiló Volcano y, como El coloso en llamas no estaba, Twister.
—Desastres, ¿eh? —dijo el chico bajito que le atendió—. Debería alquilar Titanic.
—Ya la he visto.
Cuando subió a la UCI cardíaca, Kit y Vielle estaban ya en la habitación de Maisie con las mascarillas y las batas, y Maisie flotaba más que sus globos de helio.
—¡Está aquí! —dijo, en el momento en que él entró—. Dijeron que tenía que esperar a que viniera para averiguar cuál es la sorpresa. ¿Cuál es?
—Te lo diremos cuando lleguemos —dijo Vielle, trayendo una silla de ruedas. Evelyn entró para preparar el monitor cardíaco y las intravenosas. Richard y Kit la ayudaron a sentarse en la silla, y Richard la llevó tres puertas más abajo hasta la sala de reuniones.
—¡Noche de picoteo! —dijo Maisie cuando vio los pósters de las películas.
—No sólo noche de picoteo —dijo Kit—, sino programa doble de desastres.
Richard le mostró los vídeos.
—En realidad, el doctor Templeton dijo que sólo podías ver uno hoy —dijo Evelyn.
—Entonces tendremos que ver el otro en nuestra próxima noche de picoteo —dijo Kit—. Cuando hayas salido del hospital.
—¿Voy a tener una noche de picoteo auténtica? —dijo Maisie, transportada, y Richard esperó que no fuera demasiada excitación para ella. Le tendió los vídeos, y Kit y Vielle se inclinaron sobre ella, una a cada lado, discutiendo cuál ver y explicándole las reglas de la noche del picoteo.
—Regla número uno, no se habla de trabajo —dijo Kit—. En tu caso, eso significa no hablar de tu trasplante.
—Ni de cajas torácicas. Ni de neveras de cerveza —dijo Vielle—. Regla número dos, sólo se puede comer comida de películas.
—El doctor Templeton dice que nada de palomitas todavía —dijo Kit—. Tendremos que dejarlo para la próxima noche de picoteo. Por ahora dijo que podrías comer un helado. —Sacó un cono de nata y dos frascos de sirope—. ¿Rojo o azul?
—¡Azul!
Richard se apoyó contra la puerta, observándolas. A Vielle le habían quitado la venda del brazo, aunque todavía tenía la de la mano, y el aspecto dolorido y magullado había desaparecido de sus ojos. Kit tenía casi tan buen humor como Maisie. Todavía estaba muy delgada, pero había color en sus mejillas. La recordó de pie en el laboratorio, pálida y decidida, agarrada al libro de texto, diciendo: “Joanna me salvó la vida.”
“Nos salvó la vida a todos”, pensó Richard, y se preguntó si a eso se refería Maisie cuando dijo que no había sido él quien la había salvado a ella, si se daba cuenta de que fueron las últimas palabras de Joanna las que le salvaron la vida.
—Regla número tres, nada de películas de Woody Allen —dijo Kit.
—Y nada de Kevin Costner.
—Y nada de películas de Disney —dijo Maisie vehemente.
Richard las observó, pensando en Joanna aquella primera noche de picoteo, riendo, diciendo: “Ésta es una zona libre de Titanic.”
“Hay un motivo por el que estoy viendo el Titanic”, le había dicho, y tenía razón. El Titanic era la metáfora perfecta para las llamadas de socorro que el cerebro enviaba frenéticamente en todas direcciones, por todos los métodos disponibles, pero él se preguntó, apoyado contra la puerta y mirando a Maisie y Vielle y Kit, si ésa era la única conexión. Porque el Titanic no trataba principalmente de mensajes. Trataba de personas que, en mitad del océano, en mitad de la noche, habían hecho un esfuerzo sobrehumano por salvar esposas, novias, amigos, bebés, niños, perros y el correo de primera clase. Por salvar a alguien además de a sí mismas.
Joanna había querido morir como W. S. Gilbert, y el Titanic estaba lleno de Gilberts. El ayudante de maquinista Harvey y Edith Evans y Jay Yates. Daniel Buckley protegiendo a las niñas a las que había prometido cuidar por todo el Salón Comedor de Primera Clase, hasta la Gran Escalera, hasta los botes; Robert Norman dándole su chaleco salvavidas a una mujer y su hijo; John Jacob Astor poniéndole un sombrero con flores a un niño y diciendo: “Ahora es una niña y puede irse.” El capitán Smith, nadando hacia uno de los botes con un bebé en brazos.
Y Jack Philips. Y la orquesta. Y los bomberos, fogoneros, maquinistas, ribeteadores, trabajando para mantener las calderas y las dinamos y el telégrafo en marcha, las luces encendidas. Para que no oscureciera.
—Apaga las luces —estaba diciendo Vielle—. Tenemos que empezar. Ya son las cuatro y media.
—Tiene una cita —dijo Maisie sabiamente.
—¿Cómo lo has descubierto? —le preguntó Vielle a Maisie, las manos en las caderas.
—¿Tienes una cita? —dijo Kit—. ¿Con quién? Por favor, dime que no es con Harry el embalsamador.
—No —dijo Maisie—. Es con un poli.
—¿El que se parece a Denzel Washington? ¿Por fin vas a sal ir con él? Vielle asintió.
—Lo llamé por si podía ayudarme a encontrar el taxi que tomó Joanna. ¿Cómo lo has averiguado, pequeña chismosa? Maisie se volvió hacia Richard.
—Así que supongo que Kit y usted tendrán que comer en la cafetería, los dos solos.
—Creo que es hora de empezar a ver la película —dijo Kit, dando un golpecito a Maisie con la carátula de Volcano. Le tendió a Vielle el vídeo, y Vielle encendió la tele y metió la película en el reproductor.
—¡Espera! ¡No empecéis todavía! Me he olvidado la gorra de “De vuelta de la tumba y lista para ir de fiesta” que me regaló Eugene —dijo Maisie, y añadió a la defensiva—. Tengo que ponérmela. Es una fiesta.
—Yo iré por ella —dijo Richard.
—No. Tengo que ir yo. Usted no sabe dónde está.
—Podrías decírmelo —empezó a decir Richard, y entonces miró la cara de Maisie, inocente y decidida. Obviamente tenía un motivo para querer regresar a su habitación, aunque eso significara tener que cargar con su monitor y la percha de las intravenosas.
—Ahora mismo volvemos —dijo Richard, y la sacó con todo el equipo al pasillo.
En cuanto llegaron a la habitación, Maisie dijo:
—Mi gorra está bajo la almohada. Acérqueme a la mesita de noche. Abrió el cajón y sacó varias páginas de una libreta, dobladas en cuatro partes.
—Es mi ECM de cuando entré en parada —dijo, entregándoselas—. No pude anotarla inmediatamente.
—No pasa nada —dijo Richard, conmovido porque ella lo había escrito todo—. No importa.
—Joanna dijo que siempre hay que escribirlas inmediatamente, para no dejarse llevar por la imaginación.
—Eso es verdad, pero no siempre se puede hacer al instante. Esto será muy útil.
Maisie pareció aliviada.
—¿Cree que el señor Wojakowski dice siempre la verdad? Gol por la banda izquierda.
—¿La verdad? —dijo Richard, intentando ganar tiempo. Se preguntó si ella había empezado a notar las inconsistencias del señor Wojakowski, como Joanna.
—Aja. Le pregunté si Jo-Jo Powers, el tipo que iba a poner la bomba en la cubierta, si sabía que lo hizo. Alcanzar el Shokaku, quiero decir. Porque ya había muerto cuando lo alcanzó. Y el señor Wojakowski dijo: “¡Puedes apostar a que sí! ¡Estaba allí en las Puertas de Perla viéndolo todo!” ¿Cree que lo estaba?
—¿En las Puertas de Perla? —dijo Richard, confundido.
—No, diciendo la verdad. Es como un sueño, ¿no? La ECM. Vielle me dijo que son como señales que el cerebro envía para poner en marcha el corazón, y tú conviertes las señales en una especie de sueño. Un símbolo, dijo Vielle.
—Eso es.
—Entonces no es real.
—No. Parece de verdad, pero no lo es. Maisie reflexionó sobre eso.
—Me lo supuse, porque allí estaba Pollyana. No es una persona real, y ninguno de los animales llegó a soltarse. En el incendio del circo de Hartford —dijo, al ver su mirada de asombro—. Ahí es adonde fui. En mi ECM.
“Dios mío. El incendio del circo de Hartford.”
—Y después de la ECM no hay nada y ni siquiera sabes que estás muerta —dijo ella—. A causa de la muerte cerebral. Él asintió.
—Pero eso no se sabe con seguridad. Joanna dijo que nadie sabe con seguridad qué pasa después de morir, excepto las personas que han muerto, y ésas no pueden decirlo —dijo Maisie, siguiendo una línea de razonamiento propia—, y la cosa que representa el sueño es real, aunque el sueño no lo sea.
—Maisie, ¿viste a Joanna en tu ECM?
—Hmmmm… El señor Mandrake dice que la gente que ha muerto puede decirnos cosas. ¿Cree que pueden?
“Quiere que Joanna siga todavía allí, que hable con ella —pensó él—. ¿Y quién puede reprochárselo?”
—Nos hablan al corazón —dijo cuidadosamente.
—No me refiero a eso. Quiero decir de verdad.
—No. Maisie asintió.
—Le dije a Mandrake que no podían porque si pudieran, la Pequeña Señorita 1565 les habría dicho quién era.
“Y Joanna me habría dicho qué significaban sus últimas palabras”, pensó Richard. Pero lo había hecho. Maisie era la prueba viviente de eso. Y si no volvía con ella a la noche del picoteo, a Kit y Vielle les daría un ataque.
—Será mejor que volvamos para ver la película —dijo, y le puso en la cabeza la gorra rosa.
Maisie asintió, pero cuando él se disponía a empujarle la sillita de ruedas, dijo:
—Espere, no podemos irnos. Cuando dije que no fue usted quien me salvó la vida, tampoco me refería al tipo que me dio el corazón.
—¿A quién te referías?
—A Emmett Kelly.
Demasiado lejos por la banda izquierda para seguir la pelota.
—¿Emmett Kelly?
—Sí, ya sabe, el payaso de aspecto triste con la ropa rota, ese que parece que no se ha afeitado. Salvó a una niña en el incendio del circo de Hartford. Le dijo que esperara en el jardín de la victoria. Y me lo dijo a mí también, y me mostró cómo salir de la carpa, así que por eso digo que me salvó la vida.
Richard asintió, intentando comprender.
—Sólo que en realidad no era él. Se parecía a él y todo, pero no lo era. Era como Vielle dijo que es la ECM, y Emmett Kelly era un símbolo de quién era de verdad. Pero el hecho de querer que algo sea real no significa que lo sea.
—¿Quién era de verdad, Maisie?
—Pero Joanna dijo que porque uno quiera que sea verdad no significa tampoco que no lo sea, y creo que era real; aunque Pollyana y el incendio y lo demás no lo fueran.
—Maisie, ¿quién te salvó?
Ella le dirigió una mirada que indicaba que la respuesta era bien obvia.
—Joanna.
60
Suposiciones, por supuesto, sólo suposiciones. Si no son ciertas, será otra cosa mejor.
—Mira —dijo Helen. Estaba sentada junto a Joanna, con el pequeño bulldog francés en el regazo, desatando el lazo de su cuello y luego volviéndolo a atar, ignorando el cielo cada vez más rojo, pero había alzado la cabeza—. Creo que está pasando algo.
“El rojo se está volviendo más oscuro —pensó Joanna, mirando temerosa el cielo ensangrentado—. La luz se va, y esta vez no será una noche de estrellas chispeantes y claras.” Pero el color no se volvía más fuerte, estaba cambiando, el tono pasaba de rojo sangre a carmín.
—El cielo no —dijo Helen, señalando al lado del piano—. ¡El agua!
Joanna contempló el agua, y era carmín también, del color rojo anaranjado de las llamas. “Pero los temerosos y los incrédulos tendrán su parte en el lago que arde con fuego —recordó a su hermana citando a la Biblia—, que es la segunda muerte.”
Extendió la mano para atraer a Helen, pero la niña se zafó de sus brazos y se acercó al borde. Se tumbó boca abajo, con el perrito a su lado, y metió la mano en el agua.
—Creo que ya no estamos al pairo —dijo, pero el agua roja como las llamas estaba tan quieta y lisa como el cristal, tan quieta que la mano de Helen no dejaba ninguna estela.
—Vamos a la deriva —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¡Mira!
Volvió la cabeza hacia el campo de hielo, y tenía razón, porque aunque el piano no se había movido, aunque el agua seguía quieta y lisa, ya no estaban rodeadas de hielo. Los icebergs estaban muy por detrás, sus agudos picos de color cobre contra el cielo ardiente.
“Hemos vagado a la deriva por el campo de hielo —pensó Joanna—. Ahora no nos encontrarán nunca.”
—Te dije que íbamos a la deriva —dijo Helen, y se levantó, haciendo que el piano se agitara y el agua lamiera sus lados—. Apuesto a que lo que estábamos esperando ha pasado ya.
“No —pensó Joanna—. Por favor.”
—¿Qué crees que…? —preguntó Helen, y se calló, mirando hacia el campo de hielo.
Joanna siguió su mirada. Ya no veía los icebergs. Por todas partes, extendiéndose hacia un horizonte infinito, se veía el agua quieta y pulida.
—¿Qué crees que pasará ahora? —repitió Helen.
—No lo sé.
—Creo que pronto encontraremos tierra —dijo Helen, y se sentó con las piernas cruzadas en el centro del piano. Se llevó las manos a los ojos como si fueran un telescopio y contempló el horizonte, buscando tierra—. ¡Mira! —gritó, y apuntó al este—. ¡Allí está!
Al principio Joanna no pudo ver nada, pero luego divisó una diminuta mota en el horizonte. Se inclinó hacia delante, entornando los ojos. “Es un bote salvavidas”, pensó, y se esforzó por ver, esperando que fueran el señor Briarley y la señora Woollam, a salvo en el bote hinchable D.
—¡Es un barco! —gritó Helen, y, mientras Joanna miraba, la mota se convirtió en algo oblongo, parecido a una columna de humo—. ¡Es el Carpathia! —dijo Helen feliz.
“No puede ser —pensó Joanna—. Está demasiado lejos para que llegue. Y el Carpathia había aparecido por el suroeste.”
—Apuesto a que lo es —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¿Qué más podría ser?
“El Mackay-Bennett”, pensó Joanna, viendo el vapor del barco acercarse a ellas. Zarpó de Halifax con un sacerdote y un cargamento de hielo para recoger los cadáveres, para enterrarlos en el mar. “Debe de ser cerca del fin”, pensó Joanna, contemplando el barco a través del agua. El cielo cambiaba de nuevo, oscureciéndose, volviéndose amarillento, como carne corrompida.
“Las últimas neuronas deben de estar muriendo, las últimas células del córtex cerebral y el hipocampo y la amígdala se desconectan, se cierran, las sinapsis aletean débilmente, sin contactar. V… V… ¿y luego qué? Muerte cerebral irreversible —pensó—, y el Mackay-Bennett.”
—Si es el Carpathia, estamos salvadas —dijo Helen alegremente, y recogió al pequeño bulldog como si estuviera recogiendo el equipaje, preparándose para desembarcar.
El cielo se había vuelto de un color bronce oscuro. La columna de humo del Mackay-Bennett se recortaba contra él, negra. “No sabrán quiénes somos —pensó Joanna, y buscó su placa de identificación del hospital, pero se había caído al agua—. Tendría que haberle pedido al señor Wojakowski que me hiciera unas chapas de perro.”
Reconocieron a John Jacob Astor por las iniciales bordadas dentro del cuello de su camisa. Joanna hurgó en sus bolsillos, buscando un boli para escribir el nombre de Helen en el cuello de su vestido, pero no había nada en sus bolsillos, ni siquiera una moneda para Carente, el barquero.
—Creo que tienes razón —dijo Helen—, no parece el Carpathia.
Joanna alzó la cabeza, preparándose para ver la cubierta repleta de ataúdes, al embalsamador preparándose. El barco estaba todavía muy lejos, pero su silueta se recortaba claramente contra el cielo color bronce. Lo que al principio había confundido con una columna de humo era la picuda isleta central, con mástiles y antenas, y debajo la ancha cubierta plana y la proa triangular.
—¿Es el Carpathia? —preguntó Helen.
—No —dijo Joanna, asombrada—. Es el Yorktown.
—¿El Yorktown? Creía que el Yorktown se hundió en el mar de Coral.
—Lo hizo —dijo Joanna. Podía ver la cabina de radio ahora, en lo alto de la isleta, y las antenas cruzadas—. Y resucitó al cabo de tres días.
—¿Qué está haciendo aquí?
—No lo sé.
—¿Cómo sabes que es el Yorktown, si no puedes leer el nombre? —dijo Helen, pero ya no había duda. Veía los aviones. Los marineros se alineaban en cubierta, sus uniformes blancos cegadoramente brillantes.
—¿Crees que nos verán? Tal vez deberíamos hacerles señales o algo.
—Ya lo hacemos —dijo Joanna—. SOS. SOS. Se levantó y se encaró al barco como si fuera un pelotón de fusilamiento.
—¿Estamos salvadas? —preguntó Helen, mirando a Joanna.
—No lo sé.
Aquello podía ser una última sinapsis disparando, un último intento de encontrarle sentido al hecho de morir y la muerte, una metáfora final. O algo distinto. Miró el cielo. Cambiaba de nuevo, volviéndose más denso, pasando a dorado. El Yorktown avanzó hacia ellas, enorme, veloz, su estrecha proa cortando como un cuchillo las brillantes aguas.
—¿Estás asustada? —preguntó Helen.
El Yorktown ya casi las había alcanzado. En la torre y los mástiles y las antenas y en la cubierta ondeaban banderas, los marineros estaban de pie en la amura, saludando. En el centro, el capitán, todo vestido de blanco, alzó un par de binoculares y miró en su dirección, las lentes brillando doradas.
—¿Lo estás?
—Sí —dijo Joanna—. No. Sí.
—Yo también estoy asustada.
Joanna la rodeó con el brazo. Los marineros gritaban desde la amura, lanzando al aire sus gorros blancos. Tras ellos, sobre la torre, salió el sol, cegadoramente brillante, tiñendo de dorado las cruces y al capitán.
—¿Y si vuelve a hundirse?—preguntó Helen, asustada—. El Yorktown se hundió en Midway.
Joanna le sonrió, miró el pequeño bulldog, y luego de nuevo el Yorktown.
—Todos los barcos se hunden tarde o temprano —dijo, y alzó la mano para saludar—.
Presentación
Éste es el sexto libro de Connie Willis que aparece en la colección NOVA en pocos años. A estas alturas, ya no será un secreto para nadie que me gustan los temas que trata esta autora y la forma en que lo hace. Aunque esta vez, con TRÁNSITO, el tema central resulta un tanto alejado de mis intereses habituales: eso de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) ha suscitado siempre mi mayor escepticismo.
Pero una novela de Willis siempre merece mi atención. Como ya he contado otras veces, tuve la suerte de conocer en persona a Connie Willis en la convención mundial (Worldcon) de Glasgow de 1995. Después, aceptó ser la conferenciante invitada en la entrega del Premio UPC de ciencia ficción de 1997, lo que nos permitió, a mí y a mi familia, disfrutar durante unos días de su agradable compañía y de su inagotable ingenio. Connie Willis es, no hay ninguna duda, una persona encantadora y sumamente inteligente. Su obra literaria, como no podía ser de otra manera, refleja esa condición.
En NO VA han aparecido ya la intensa reflexión de Willis sobre la indefensión humana ante una enfermedad que mata (EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL), su visión de un sorprendente Hollywood del futuro (REMAKE), las agudas opiniones de la autora sobre la investigación científica que abarca desde el estudio sociológico de la aparición de las modas hasta la moderna teoría del caos (OVEJA MANSA), la comedia de altos vuelos en torno a la compleja agitación de la vida presidida a veces por objetos del todo inútiles (POR NO MENCIONAR AL PERRO), o una curiosa reflexión sobre el sueño que es, también, una emocionada historia de amor que transcurre ante el horror de una guerra no por soñada menos real y mortífera (LOS SUEÑOS DE LINCOLN).
Hasta hoy, para la mayoría del público lector, la gran obra de Connie Willis es EL LIBRO DEL DÍA DE Juicio FINAL (1992, NOVA número 68), esa emotiva novela que nos habla tal vez del sida sin citarlo ni una sola vez. O, mejor, nos habla del inevitable miedo del ser humano ante la enfermedad que puede acabar con su vida, algo que el sida ha replanteado en nuestros días incluso en los países más desarrollados, algo que hace años sugerían posiblemente la tuberculosis o, más tarde, el cáncer y que tan inteligentemente había analizado Susan Sontag en un famoso ensayo.
En TRÁNSITO, Willis vuelve a tratar de la muerte, esta vez con una inolvidable novela sobre las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM) tan asombrosa como reflexiva, tan inteligente como aterradora.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
Personalmente me inclino por la segunda hipótesis. Willis (que es quien importa en este caso), en unas declaraciones a Publishers Weekly decía acerca de sus creencias: “No creo en fantasmas, no creo en la comunicación con los muertos, ni creo en la ouija. Realmente deseaba escribir una historia en la que no tuviera que mentir al lector sobre todo eso. Ni dar alguna indicación de que en efecto era posible la comunicación más allá de la tumba. Eso configuró toda la trama. Cuando se escribe un libro, se intenta decir la verdad. Aunque se hable de todas esas cosas, se sigue intentando decir la verdad. Una de mis convicciones más firmes es que si hay algo detrás de la muerte, no hay ninguna prueba de ello. No hay conexión entre los vivos y los muertos. Excepto la conexión de las emociones. Viven en nuestros corazones. Esa conexión es real.”
En TRÁNSITO, la doctora Joanna Lander es una psicóloga que investiga las ECM, y su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse ella misma al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Con su particular ironía, Willis confiesa sobre esta novela:” Le conté a mi agente, Ralph Vicinanza, que en mi opinión podía haber escrito la novela perfecta. Las partes anti-ECM van a irritar a la gente que cree en las ECM, y las partes místicas van a sacar de sus casillas a la comunidad científica. Puedo acabar haciendo enfadar a todo el mundo. E imagino que entonces habré tenido éxito.” En cualquier caso, déjenme decirles que los científicos quedan bastante bienparados Y que quien queda un tanto ridiculizado es el personaje Maurice Mandrake, el autor de un supuesto best seller llamado La luz al final del túnel, decidido creyente en las ECM como experiencias de comunicación desde el más allá.
No en vano la misma Willis, que confiesa haber pensado siempre en la muerte desde que su madre murió cuando ella tenía doce años, parece ser que se enfadó bastante al leer un libro como el que Mandrake ha escrito en la novela: “ Un amigo mío me aconsejó que leyera Embraced By the Light diciendo que me iba a gustar mucho. Me pareció abominable. Pensé que se trataba de un libro malvado, muy malvado. Sentí que, como en el espiritismo a la vieja usanza, se alimenta de los temores y deseos de la gente. Y que la halaga de la manera más vergonzosa diciéndole: “No temas. No sólo no morirás, sino que seguirás siendo tú, y tus seres amados estarán contigo. Y no hay nada terrorífico en la muerte.” Para mi, sea lo que sea lo que la muerte aporte, es algo enorme, mayor, aterrador. Impone un temor reverencial”
No les voy a contar muchas más cosas en esta presentación. En particular no les voy a contar el lugar donde la psicóloga Joanna Lander se encuentra durante sus experiencias ECM. Y mucho menos el porqué. Sólo les diré que, entre muchas otras cosas, esta novela habla también de la literatura dentro de la literatura, y que, si hay metáforas brillantes en el mundo literario, la metáfora central de TRÁNSITO es de las mas espectaculares.
Y una advertencia final: aunque al inicio la novela tiene un ritmo reposado para poder desarrollar adecuadamente los personajes y el entorno en que se mueven, todo se acelera y adquiere el endiablado ritmo de un thriller de esos que nos hacen devorar páginas y páginas. Lo que en el caso de Willis se hace con gusto. Por sólo indicar uno de los muchos alardes narrativos de la autora, les diré que el secreto que Joanna persigue se conoce a más de cien páginas del final y que, pese a todo, el lector sigue atrapado en la atractiva trama que Willis ha tejido con considerable maestría e interesado por lo que les ocurre a unos personajes entrañables. Una verdadera gozada.
MIGUEL BARCELO
Nota sobre el autor
Connie Willis, nació en 1945, ha trabajado como profesora y en la actualidad vive en Greeley, Colorado (EE. UU.), con su marido, profesor de física. Connie Willis es, indudablemente, uno de los grandes valores de la ciencia ficción moderna, tras haber comenzado a escribir esporádicos relatos en 1971 y novelas ya famosas desde 1982.
Escribió su primera novela, WATER WlTCH (1982), en colaboración con Cynthia Felice, con quien ha colaborado también en RAID DE LUZ (1989,Júcar, Etiqueta Futura número 24). Se trata de obras interesantes y entretenidas pero que tal vez no llegan al alto nivel de sus novelas en solitario: Los SUEÑOS DE LINCOLN (1987, NOVA número 130), que obtuvo el premio John W. Campbell Memorial, EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (1992, NOVA ciencia ficción, numero 68), con la que obtuvo los premios Nébula, Hugo y Locus, POR NO MENCIONAR AL PERRO (1998, NOVA número 122), galardonada con los premios Hugo y Locus de 1999 y, además, finalista del Nébula, o TRÁNSITO (2001, NOVA número 156), galardonada con el Locus de 2002 y finalista de los premios Hugo, Nébula y John W. Campbell Memorial.
Varios de los primeros relatos de Willis se han recogido en la antología FIRE WATCH (1985), que incluye el relato del mismo título galardonado con el Nébula y el Hugo. Otras antologías más recientes son ÍMPOSSIBLE THINGS (1993) y MlRACLE AND OTHER CHRISTMAS STOKIES (2000).
Uno de los temas centrales que Willis utiliza es el viaje en el tiempo que se encuentra ya en su primer relato famoso, Servicio de Vigilancia (1982, Martínez Roca Super Ficción, número 114), en el cual el protagonista, un historiador del futuro, viaja a la época del bombardeo de Londres durante la Segunda Guerra Mundial para acabar mezclado en el intento de salvar la catedral, con lo que conocerá bastante más de sí mismo que de la historia que pretendía estudiar. Willis utiliza también el tema del viaje temporal en su novela Los SUEÑOS DE LINCOLN (1987, NOVA número 130), con una joven cuyos sueños de la Guerra de Secesión norteamericana le permiten experimentar dicha situación como un personaje histórico.
De nuevo el viaje en el tiempo permite a una historiadora del futuro visitar la Edad Media asolada por la Peste negra en EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (1992, NOVA ciencia ficción número 68), acreditada por sus premios (Hugo, Nébula y Locus) como la mejor novela del género aparecida ese año y que se ha convertido ya en el mayor éxito editorial de Willis. En la misma línea temática se inscribe POR NO MENCIONAR AL PERRO (1998, NO VA número 122), esta vez en clave de comedia de enredo con la amena y divertida búsqueda por el tiempo de un objeto tal vez inútil y las paradojas temporales que ello puede comportar.
Su última novela, TRÁNSITO (2001, NOVA número 156) trata de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) con una mezcla de implacable suspense y ciencia de primer orden, y ha sido galardonada con el premio Locus de 2002, siendo finalista de los premios Hugo, Nébula y John W. Campbell Memorial.
Es también una gran especialista en la narración breve, con la que ha obtenido un número inigualable de premios en muy pocos años. Entre las interesantes obras cortas de Willis, cabe destacar el relato A Letter from Clearys (1982, premio Nébula), la novela corta The last of Winnebagos (1988, premio Nébula y Hugo), el relato At The Rialto (1989, premio Nébula) y los cuentos cortos Even The Queen (1992, premio Nébula, Hugo y Locus), Death on the Nile (1993, premio Hugo) y The Soul Selects Her Own Society… (1996, premio Hugo).
Connie Willis ha publicado también tres novelas cortas de gran interés: TERRITORIO INEXPLORADO (1994, publicada en español en el volumen Remake) y REMAKE (1995, NOVA ciencia ficción, número 92), que fue finalista del premio Hugo 1996. Particularmente interesante es OVEJA MANSA (1996, NOVA ciencia ficción, número 99), sobre la ciencia, la investigación y la moda. Si la escritura de Willis resulta maravillosa y emotiva en obras de larga extensión, la destilación condensada de su excepcional arte narrativo en un par de centenares de páginas compone una muestra perfecta de lo mejor que con esta extensión puede lograr la ciencia ficción de todos los tiempos.
Título original: Passage
Traducción: Rafael Marín
1° edición: febrero 2003
© 2001 by Connie Willis
© Ediciones B,S.A. 2003
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www.edicionesb.com
Printed in Spain
ISBN:84-666-1060-X
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