A nadie le gusta perder en la final de un concurso televisivo de cantantes. Pero ¿no es peor ser asesinado a sangre fría...? En el Cementerio del Diablo sólo hay una gasolinera y el hotel Pasadena, donde la noche de Halloween se celebra la final de un concurso de cantantes. Los finalistas compiten imitando a los grandes de la música. Entre ellos hay un asesino... y un montón de zombis.

Sánchez y la Dama Mística se hallan entre los espectadores. El camarero quiere que gane su amigo Elvis; la vidente, al ver que Kid Bourbon irrumpe en escena, no se atreve a predecir nada... ¡El reality show más despiadado!

Este libro cierra la trilogía de culto, y autor anónimo, iniciada con "El libro sin nombre" y "El Ojo de la Luna". La irresistible mezcla de "El código da Vinci" con Quentin Tarantino vuelve sedienta de sangre.

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Anónimo

EL CEMENTERIO

DEL DIABLO

Kid Bourbon III

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Querido lector:

Siempre es peligroso hacer suposiciones.

En particular, es peligroso hacer suposiciones sobre cosas que puedan dar o no la impresión de no entrañar ningún peligro.

Casi con seguridad, lo entrañan.

Anónimo

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DEL MISMO AUTOR:

Este particular «Anónimo» es el autor de El libro sin nombre y de El Ojo de la Luna, en los cuales el lector conocerá las otras aventuras de Kid Bourbon (incluidos unos cuantos giros en el hilo temporal).

«¡Mierrr… da! Al final era verdad que no hay nada que sustituya a la cilindrada. El pedazo motor de este trasto es capaz de…»

Por fin Johnny Parks estaba haciendo realidad algo con lo que llevaba soñando toda la vida. Conducir un coche por una carretera del desierto a primera hora de la mañana, a más de ciento sesenta kilómetros por hora, resultaba muy emocionante. Y el hecho de que fuera a bordo de un coche patrulla de la policía, persiguiendo a un infame asesino en serie que huía en un Pontiac Firebird de color negro, no servía sino para que dicha sensación fuera todavía más intensa.

La radio del coche cobró vida con un fuerte crepitar y dejó oír la voz clara y fuerte del jefe, por tercera vez en los dos últimos minutos.

—Repito, a todas las unidades: den media vuelta. ¡No persigan al fugitivo hasta el Cementerio del Diablo! Confirmen… ¡es una maldita orden!

El compañero de Johnny que viajaba en el asiento del copiloto, Neil Silverman, alargó la mano y giró el mando del volumen de la radio hasta que, una por una, fueron apagándose las voces de los demás agentes que iban confirmando el mensaje recibido. Los dos policías intercambiaron una sonrisa y un gesto de asentimiento con la cabeza, al tiempo que pasaban a toda velocidad junto a un letrero gigantesco que decía lo siguiente:

Bienvenido al cementerio del diablo

Johnny vio en el espejo retrovisor que los otros siete coches patrulla que llevaba en fila detrás de él se detenían, daban media vuelta y se marchaban. «Cabrones, no tenéis huevos.» Éste era su momento… bueno, el suyo y el de Neil, supuso. Normalmente, ninguno de los dos se habría visto metido en una persecución tan importante, pero es que aquella mañana habían muerto tantos agentes que terminaron llamándolos a ellos para que entraran en acción. Los dos tenían veintipocos años y se habían graduado en la academia hacía apenas seis meses. Neil había sido el mejor en las pruebas de tiro, y no había duda de que ascendería dentro del cuerpo. En cuanto a Johnny, estaba simplemente eufórico por hacer de conductor al tirador número uno de la clase. Ésta era la gran oportunidad que tenía de labrarse un nombre. Si existía alguien capaz de abatir al tipo que conducía el Firebird, era su colega Neil. Por eso estaba tan ansioso de prolongar un poco más la persecución, aunque ello supusiera desafiar la orden que había dado el jefe.

Con la vista cegada por el intenso resplandor del sol del desierto, Johnny se esforzaba por no perder el control del automóvil conforme iba acercándose poco a poco al Firebird. Navegar por aquella carretera salpicada de parches de arena y gravilla, al tiempo que intentaba interceptar a un loco que aquella mañana había sacado de la carretera por lo menos a otros tres vehículos, le exigía hacer uso de todas sus habilidades.

Si bien Neil era el mejor tirador joven del cuerpo de policía, Johnny se consideraba el que mejor conducía. De adolescente había sido un fanático de las carreras de choque, se pasaba horas entrenando en una pista de grava que había construido a tal efecto en la granja de su padre y ganó muchas de las carreras que se organizaban en la localidad. Su habilidad para conducir fue lo que le permitió conocer a su prometida, Carrie-Anne, la jefa de las animadoras de su instituto. Cualquier día de éstos iba a nacer el primer hijo de los dos. De modo que si Johnny lograba conseguir la fama y la fortuna que traería consigo el éxito de capturar a Kid Bourbon, el hijo que estaba a punto de nacer tendría un padre del que sentirse orgulloso.

—¡Acelera, Johnny! ¡Desde aquí no tengo una línea clara de disparo! —chilló Neil apuntando con el revólver por fuera de la ventanilla—. ¡Acércate más!

Johnny pisó el acelerador a fondo e intentó situar el morro del coche patrulla a la altura de la trasera del Firebird.

—¿Piensas apuntar a las ruedas? —gritó por encima del estruendo del motor y del viento que penetraba por la ventanilla abierta.

—No. Al conductor.

—¿No se supone que deberías apuntar a los neumáticos?

Neil apartó la vista del coche negro que tenía delante y miró a su compañero.

—Verás. Si le pego un tiro a ese tipo, los dos nos convertiremos en leyendas. Piénsalo. ¡Podrás contarle a tu hijo que capturaste al asesino en serie más grande de la historia!

Con un ojo puesto en la carretera, Johnny respondió a su compañero sonriendo.

—Sí. Eso sería genial.

—Ya me lo estoy imaginando. Inauguraremos supermercados, haremos anuncios de espumas de afeitar… de todo.

—No me vendría mal una espuma de afeitar nueva.

—Bueno, pues procura mantener firme el coche, porque estoy a punto de hacerlo realidad.

—Pero ¿no podrías herirlo solamente? ¿No serviría con eso? ¿Eh?

Neil negó con un gesto de impaciencia.

—¿Qué coño quieres que haga? ¿Que le arranque la nariz de un disparo? Soy bueno, pero no tanto. Nadie tiene ese nivel. —Sacó el cuerpo un poco más por la ventanilla y agregó—: No se te olvide que esta mañana ese cabrón ha matado por lo menos a diez de los nuestros. A diez tíos estupendos, que tenían familia. ¡Feliz Halloween, ha vuelto el hombre del saco!

A Johnny no se le había pasado por alto que estaban en Halloween. Los habitantes de la localidad —es decir, los pocos que había— jamás de los jamases ponían el pie en el Cementerio del Diablo, y mucho menos en Halloween. Por todos los bares y las cafeterías corría siempre el rumor de lo que sucedía allí cada 31 de octubre. Se decía que todos los años desaparecía un montón de tontos inocentes a los que ya no se volvía a ver más. La mayoría de los vecinos lo creía a pies juntillas. Constituía el oscuro secretillo de la localidad. Johnny ya había dejado atrás el cartel que indicaba que se encontraban en territorio mortal. Ya era una necedad importante estar embarcado en una persecución en coche a toda velocidad con el asesino en serie conocido como Kid Bourbon, pero que además dicha persecución estuviera teniendo lugar en el Cementerio del Diablo y en Halloween… En fin, era una temeridad casi comparable a tirarse desde un puente sin llevar atada una cuerda.

—De acuerdo, Neil. Lo pillo. Pero date prisa en disparar a ese hijo de puta, ¡porque luego nos vamos a largar de aquí cagando leches!

—Descuida, colega.

La carretera se extendía de manera interminable hacia el horizonte, resplandeciente como un espejismo en medio del calor de primeras horas de la mañana. Que ellos pudieran distinguir, no había edificios ni más coches circulando. Neil volvió a sacar el cuerpo por la ventanilla y apuntó con el arma a la luna tintada del lado del conductor del Firebird. El viento le levantaba con violencia el cabello rubio, que normalmente llevaba perfectamente peinado.

—Ven con papá, hijo de puta —susurró.

Pero un milisegundo antes de que Neil disparase, el conductor del Firebird pisó el freno y ambos coches quedaron el uno junto al otro. Neil ya había apretado el gatillo. La bala erró el objetivo y pasó volando por delante del morro del otro coche. Johnny también estaba frenando con fuerza, pero antes de que pudiera asimilar lo que estaba sucediendo, descendió el cristal de la ventanilla del conductor del Firebird y aparecieron los cañones gemelos de una escopeta recortada que les apuntaba a los dos. Johnny abrió la boca para gritarle a Neil que se agachara, pero…

¡BUM!

Ocurrió tan deprisa que Johnny apenas tuvo tiempo de parpadear, y mucho menos de pronunciar las palabras con que pretendía advertir a su compañero. La descomunal descarga de plomo casi arrancó a Neil la cabeza de cuajo y esparció los restos sobre Johnny, por todo un lado de la cara. Por la boca abierta se le metieron sangre, cabellos y fragmentos de cerebro al tiempo que dejaba escapar un graznido de desesperación:

—¡Joder!

La conmoción le hizo perder el control del coche. El Firebird dio un volantazo para arrimarse a él y lo embistió a toda velocidad con la aleta delantera. Johnny volvió a pisar los frenos, pero fue demasiado tarde, ya había perdido el control del volante, que giró desbocado en sus manos. Por el rabillo del ojo vio que el Firebird coleaba tres o cuatro veces y que el conductor intentaba impedir que derrapase, hasta que finalmente se enderezó y se perdió carretera adelante. El coche patrulla, con un chirrido de neumáticos, se salió de la carretera y comenzó a rodar por el terreno yermo del desierto, sembrado de piedras. Al chocar contra una de ellas volcó, dio una voltereta en el aire y arrojó de su asiento el cuerpo sin vida de Neil.

Johnny se encontró colgando boca abajo en el aire. De forma instintiva, se encogió hacia un lado y se agarró a la base del asiento para apretarse contra él. Era lo primero que le habían enseñado a hacer en caso de que su coche volcase durante una carrera. Si el techo del vehículo estaba a punto de aplastarse contra el suelo, él tenía que salvarse del impacto asiéndose al asiento con todas sus fuerzas. Oyó el techo arrugarse cuando se hizo pedazos contra el suelo del desierto. El borde cortante del metal le pasó a escasos centímetros de la cabeza. El coche dio otras tres vueltas de campana, y con cada una de ellas Johnny se sintió más desorientado que antes. Por fin aterrizó de costado dejando a Johnny aprisionado contra la ventanilla, contemplando la arena del suelo. Se tambaleó unas cuantas veces más y por último quedó inmóvil.

Lo que quedaba de Neil le cayó encima. El único ojo de su amigo muerto lo miró con expresión vacía, mientras su sangre le goteaba sobre la cara como si fuera hubiera comenzado a chispear. Oyó el crujido del metal al enfriarse y percibió un penetrante olor a combustible derramado.

Un segundo antes de perder el conocimiento, Johnny tomó la seria decisión de abandonar el cuerpo de policía.

En el Cementerio del Diablo, la mañana de Halloween no se parecía a ninguna otra. Joe abrió la gasolinera a las ocho en punto como siempre, pero aquel día todo lo demás resultó un poco diferente de lo habitual. Pasó al aire libre menos de diez minutos, soltando los candados de los dos surtidores y conectando la electricidad. Ni siquiera hicieron acto de presencia las lagartijas, las serpientes y la variedad de fauna que solía deslizarse o arrastrarse por aquel territorio seco y polvoriento. Si disponían de algún sitio donde hibernar durante uno o dos días, a buen seguro que era allí donde se encontraban.

El restaurante, denominado Sleepy Joe, era el único lugar donde parar en la desierta carretera que llevaba al hotel Pasadena. También hacía las veces de gasolinera, y dado que no había ninguna más en cien kilómetros a la redonda, la mayoría de la gente que circulaba por dicha ruta se detenía allí a repostar. Y en las jornadas que precedían a Halloween las ventas alcanzaban su nivel más alto.

Joe tenía tantas ganas como pánico de que llegara dicho día. Acudía toda clase de personajes extraños a llenar el depósito de gasolina y el estómago de comida. El noventa por ciento de ellos eran pirados; al otro diez por ciento se los podría describir, cortésmente, como ingenuos. Hasta el momento, durante los doce años que hacía que tenía la gasolinera y el restaurante, en Halloween llegaba exactamente el personal que él esperaba. De modo que lo más probable era que este año las cosas no fueran distintas.

Tras cerciorarse de que los surtidores estaban cebados y a punto, volvió a entrar en el refugio del restaurante. Demasiado bien sabía que la paz y la tranquilidad que se respiraban fuera no eran sino la calma que precede a la tormenta. Sabía por experiencia lo que se le venía encima, y se sentía agradecido por el hecho de que cuando, más avanzado el día, las cosas se torcieran horriblemente —cosa que sin duda sucedería—, contaba con un sótano a prueba de tornados en el que poder esconderse.

Fue a la zona de cocina situada en la trastienda del restaurante y preparó una cafetera para cuando llegara Jacko, en la visita que le hacía todos los años, y seguidamente, mientras el café se iba haciendo, se dedicó a las tareas típicas de todas las mañanas.

A eso de las ocho y media se detuvo fuera una camioneta, como todos los días, para entregar los periódicos. La mayoría de las veces Joe intercambiaba los cumplidos de rigor con Pete, el repartidor, y charlaba un poco acerca de las noticias de la localidad; sin embargo esta mañana Pete ni siquiera se apeó de la camioneta. Se limitó a bajar la ventanilla del lado del conductor y lanzó a través de ella un fajo de periódicos atados con un cordel. El paquete aterrizó en el suelo, a los pies de Joe, levantando una nubecilla de polvo y arena.

—Buenos días, Pete —dijo Joe tocándose la gorra.

—Hola, Joe. Hoy voy con retraso. Tengo que irme ya.

—¿Me dejas que te ofrezca un café? Acabo de poner la cafetera.

—No, gracias de todas formas. Hoy tengo mucho que hacer.

—Bueno, pues voy a arreglar cuentas contigo. Calculo que te debo una semana.

En el interior de la camioneta, Pete empezó a subir de nuevo el cristal de la ventanilla. No resultaba difícil deducir que no tenía intención de entretenerse.

—No importa, Joe, me fío de ti. Ya me pagarás mañana. O más adelante esta semana, no importa.

—¿Estás seguro? Puedo ir a sacar el dinero de la caja registradora. —Pero fue como si no hubiera dicho nada.

—Hasta mañana, Joe. Que tengas un buen día.

La ventanilla de la camioneta se cerró del todo y Pete arrancó de nuevo despidiéndose de Joe con un ademán rápido de la mano. Pronto se perdió de vista, en dirección al hotel Pasadena.

La mayoría de los días, la conversación que intercambiaban ambos duraba como unos cinco minutos. Por lo general Pete se mostraba muy simpático, y también agradecido por poder disfrutar de un poco de charla superficial, pero en la mañana de Halloween siempre estaba ansioso de proseguir con el reparto. En el Cementerio del Diablo había sólo dos sitios en los que detenerse a hacer una entrega: el local de Joe y el hotel Pasadena, así que éste no se ofendió por la prisa que mostró Pete por marcharse enseguida, si bien se sintió un tanto decepcionado.

Para las nueve menos cuarto ya tenía el restaurante preparado y funcionando, listo para el negocio. Relajado y dispuesto a enfrentarse a la jornada, se sirvió la primera taza de café y tomó asiento a una de las mesas redondas de madera que había en el restaurante, cada una de ellas cubierta por un mantel a cuadros blancos y rojos. A cualquier cliente nuevo que entrase en el local por primera vez no le habría parecido obvio que Joe fuera el propietario del mismo; todos los días se ponía los mismos vaqueros azules, y los lavaba sólo una vez por semana. Siempre llevaba el pelo, cada vez más escaso y más gris, oculto bajo una gorra de béisbol roja que tenía quince años, a excepción de unos cuantos mechones que se le escapaban alrededor de las orejas. Su rostro demacrado y hundido se veía salpicado de una incipiente barba de color gris plateado y transmitía la sensación de un ser desgraciado, con independencia de cuál fuera su estado de ánimo. Incluso cuando era joven la gente gastaba bromas diciendo que parecía que hubiera cambiado el viento cuando él estaba en medio de un concurso de muecas faciales.

El titular de la primera plana del primer periódico que cogió decía lo siguiente: «se busca vivo o muerto. recompensa de 100.000 dólares .» Debajo de dicho texto, escrito en negrita y con un cuerpo 72 de letra, aparecía una foto no muy nítida tomada de algún vídeo emitido por la televisión local, en la que se veía a un hombre de pelo largo y grasiento, vestido todo de negro y con unas gafas de sol oscuras. Según decía el artículo que acompañaba al titular, dicho individuo había cometido una serie de robos a mano armada en una localidad rural situada no lejos de allí. En el curso de los mismos había matado a varios agentes de la ley, así como a personas inocentes del público. El número de muertos era superior a treinta, pero la policía esperaba encontrar más cadáveres a lo largo de los próximos días. El artículo también se atrevía a sugerir que el perpetrador podía ser la leyenda urbana conocida como Kid Bourbon. Todo el mundo conocía a Kid Bourbon, pero también se tendía a meterlo en el mismo saco que al Abominable Hombre de las Nieves y al Monstruo del Lago Ness.

Joe, mientras leía el periódico con satisfacción, estudiaba las posibilidades de cobrar la recompensa por la captura de Kid Bourbon. ¿Emplearía el dinero para comprarse un coche nuevo? ¿O tal vez para irse de vacaciones? ¿Para mudarse a una ciudad mejor, incluso? Claro que, ¿tendría siquiera los huevos necesarios para capturar a Kid? La respuesta fue un enfático «no». Pero ¿qué tal dispararle por la espalda cuando se presentase la oportunidad? Sí, aquella opción tenía potencial. Era una cobardía, desde luego, pero servía al interés del público. Y el público estaría eternamente agradecido por ello. Sólo por aquella razón, decidió que si cobraba la recompensa no se trasladaría a ninguna otra parte. No tenía sentido ser una leyenda local si uno no estaba presente para oír los aplausos.

Estaba bebiendo un sorbo de café solo de su taza favorita, una mellada y de color blanco, cuando, en el momento justo, llegó Jacko, su visita de todos los años. Joe dejó a un lado sus sueños de convertirse en un héroe y se recordó a sí mismo que la aparición de Jacko era casi lo más emocionante que iba a vivir en toda su vida.

Cuando el visitante entró en el local empujando la puerta, la campanilla que pendía sobre ésta tintineó suavemente para anunciar su llegada. Era un individuo de raza negra y edad comprendida entre los veinticinco y los treinta. Y todos los años acudía al restaurante disfrazado de Michael Jackson en la época del vídeo Thriller. Vestía una cazadora de cuero rojo, un pantalón a juego y una camiseta negra. Llevaba el cabello corto y rizado en una apretada permanente.

Todos los años Jacko pasaba el día entero en el restaurante charlando con Joe, bebiendo copiosas cantidades de café y abrigando la esperanza de que alguien lo llevara en coche al concurso de cantantes titulado «Regreso de entre los muertos» que se celebraba en el hotel Pasadena. Todos los años fracasaba tristemente en su empeño. Sin embargo, dicho fracaso no parecía disuadirlo, porque, tan seguro como que dos y dos son cuatro, cada Halloween volvía a probar suerte de nuevo.

Joe observó cómo entraba y echaba una ojeada al local. Enseguida cruzaron una mirada y se sonrieron el uno al otro. Jacko fue el primero en hablar.

—¿De modo que seguimos aquí, Joe?

—Aquí seguimos. ¿Quieres lo de siempre?

—Sí, señor. —Jacko calló unos instantes y cambió el peso de un pie al otro con un gesto de incomodidad antes de añadir—: Pero sabes que no tengo dinero, ¿verdad?

—Lo sé.

La desvencijada silla de madera de Joe crujió sonoramente cuando éste se levantó para encaminarse hacia el mostrador que había al fondo del restaurante. Detrás del mostrador, en la pared, había un estante de madera, justo por debajo de la altura de los ojos, y sobre el mismo, una hilera de tazas blancas idénticas a la que había estado usando él. Tomó una de las del centro y la puso encima del mostrador. A continuación cogió la jarra de la cafetera de una encimera situada junto a la puerta de la cocina y comenzó a llenar la taza. Para cuando terminó de servir el café, Jacko ya se había sentado en la silla que había ocupado él. Y además estaba leyendo su periódico. Joe se permitió una sonrisa triste. «Lo mismo de todos los años.»

—¿Qué tal va el negocio? —voceó Jacko sin levantar la vista del periódico.

—Igual que siempre.

—Me alegro.

Joe fue hasta la mesa y depositó la taza de café delante de Jacko, justo a un lado del periódico. Se quedó de pie junto a él observando cómo leía la primera página.

—¿Qué posibilidades calculas que tienes este año? —preguntó.

—Este año sí que tengo un buen pálpito.

—No me digas. Pues te apuesto cinco pavos a que tampoco encuentras a nadie que quiera llevarte.

Al fin Jacko levantó la vista y dejó ver una sonrisa perfecta, una sonrisa rebosante de optimismo y de dientes de un blanco deslumbrante, una sonrisa de la que se habría sentido justamente orgulloso un joven Michael Jackson.

—Qué poca fe tienes, Joe. Este año, Dios va a enviarme a alguien. Lo presiento.

Joe movió la cabeza en un gesto negativo.

—Si a Dios le da por enviar algo aquí, serán problemas, amigo mío. En esta parte del mundo, como te subas con alguien a un coche, seguro que ya no vuelvo a verte el año que viene.

Jacko rió.

—Anoche lo soñé. Tuve la premonición de que Dios va a enviarme a un hombre que me conducirá por esta parte del mundo sin que me ocurra nada malo. Hoy se va a cumplir mi destino.

Joe lanzó un suspiro. Jacko no sabía lo que decía. Y hablaba con un lenguaje que no se parecía en nada al que empleaba la gente por allí. Y sin embargo, precisamente por ello inspiraba una cierta ternura.

—¿Tienes idea de quién va a ser ese tipo que te va a enviar Dios?

—Todavía no.

—¿Tienes alguna pista de cómo es físicamente?

—Ninguna en absoluto.

Joe extendió la mano y revolvió el cabello permanentado de Jacko. Después sonrió.

—Muy bien. El desayuno estará listo dentro de unos cinco minutos.

—Gracias, señor —respondió Jack con una cortesía excesiva para malgastarla en un local como el Sleepy Joe, digno de que se hubiera acuñado en él el término «cutre».

El propietario se metió en la cocina y se puso a preparar el desayuno de Jacko. Se lo sabía de memoria: dos lonchas de tocino, dos salchichas, dos patatas y un huevo con la yema boca arriba. Ya tenía cuatro rebanadas de pan blanco tostado untadas de mantequilla y listas para salir.

Sacó los ingredientes de una nevera vieja y magullada, puso una sartén al fuego y echó encima un buen pedazo de grasa, y seguidamente el tocino y las salchichas. Unos instantes después extrajo una oxidada espátula metálica de un cajón situado debajo del fregadero de enfrente y empezó a dar vueltas a las salchichas. La carne fría crepitaba al contacto con la grasa caliente y desprendía un aroma a comida que fue ascendiendo hasta las fosas nasales de Joe. Al aspirar aquel olor, supo que ya estaba plenamente iniciada la jornada. Experimentando una sensación de emoción por todo lo que seguiría después, dijo en dirección al comedor del local:

—Sabes, por aquí vienen muchos desconocidos. Y según el periódico, uno de ellos podría ser un asesino en serie. ¿Te suena de algo ese tal Kid Bourbon? Si se deja caer por aquí, te recomiendo que no te subas al coche con él.

Jacko le contestó desde la mesa:

—Me subiré al coche de quien sea. No soy quisquilloso.

—Ese tipo es un asesino, Jacko. Dudo mucho que sea un hombre de Dios.

—Los hombres de Dios visten disfraces muy diversos.

—¿Y llevan munición suficiente como para conquistar México?

—Puede ser.

—Ah, pues entonces es posible que sea tu hombre.

Hubo una pausa, tras la cual Jacko volvió a hablar:

—El café está estupendo, Joe.

—Sí, ya lo sé.

Ambos continuaron con aquella charla ociosa durante una hora más o menos, mientras Jacko desayunaba gratis y después se quedaba un rato más para leer los periódicos y Joe lo contemplaba desde una banqueta detrás de la barra. Iba ya por la tercera taza de café quemado cuando por fin apareció un coche fuera. Joe lo había visto pasar un poco antes, a toda velocidad. En el cruce que había casi a un kilómetro había un cartel que indicaba cómo llegar al hotel Pasadena, pero todos los años por Halloween dicho cartel desaparecía, y todos los conductores que pasaban junto al restaurante regresaban invariablemente al cabo de unos minutos para preguntar por dónde se iba.

Joe ya se sabía de memoria lo que tenía que hacer. Tenía que fingir confusión si venía alguien preguntando dónde estaba el hotel Pasadena. De esa forma, Jacko podría ofrecerse como guía a cambio de que lo llevasen, aquello que deseaba con tanta desesperación.

El coche en cuestión era un elegante modelo de color negro, largo de capó. A juzgar por el tamaño del mismo, era fácil deducir que albergaba un motor sumamente grande y potente. Además, aun funcionando al ralentí emitía un ronroneo bastante sonoro. De hecho, rugía de un modo que sugería que el conductor deseaba mantener las revoluciones deliberadamente altas incluso estando en reposo, antes que sugerir que necesitaba una revisión. Se trataba de un coche poderoso, y no cabía duda de que el conductor quería que se supiera. Venía cubierto de arena y polvo y casi con toda seguridad había hecho un largo trayecto por el desierto. Joe, que era un cabrón viejo y de lo más resabiado, no era de los que dejan ver que los ha impresionado tal o cual coche. Él poseía una camioneta antigua y cutre y le entraba envidia de todo el que tuviera cualquier vehículo mejor. Lo cierto era que, si hubiera podido, no se habría fijado en absoluto en aquel coche negro, pero por desgracia para él Jacko quiso saber algunas cosas.

—¿Qué clase de coche es? —le preguntó el joven.

Joe, fingiendo que no se había fijado, dirigió una mirada exagerada por el ventanal cubierto de suciedad. Reconoció el modelo de inmediato.

—Un Pontiac Firebird —gruñó.

—¿Un qué?

—Un Pontiac Firebird. —Esta vez recalcó despacio cada una de las sílabas.

—¿Y qué es un Pontiac Firebird? No me suena de nada.

—Un coche que usan los malos.

—¿Qué quieres…? —Jacko dejó la frase sin terminar al oír el tintineo de la campanilla, que anunciaba que el conductor del coche había entrado en el restaurante.

Joe supo al instante que había acertado en su predicción. Aquél era, en efecto, un tipo de los malos. Resultaba evidente a causa del aura que lo envolvía y de la poderosa presencia que irradiaba. Todo el que se encontrase a la distancia de un grito se habría percatado de ello. Excepto quizá Jacko.

El desconocido vestía un pantalón negro de combate que colgaba por encima de un par de botas muy gastadas, también negras, que le llegaban a la altura del tobillo; y una gruesa cazadora de cuero negro que, como detalle incongruente, tenía una capucha por detrás. Debajo de la cazadora llevaba una camiseta negra y ajustada. Sus ojos quedaban ocultos por unas gafas de sol de cristales oscuros y polarizados y montura metálica, y lucía una cabellera tupida, oscura y lacia… incluso grasienta, que le llegaba casi hasta los hombros, pero sin arreglo ninguno. Daba la impresión de moverse con una actitud de lo más tranquila e indiferente, como si hubiera dormido con la ropa puesta y le importara una mierda.

Cuando se dirigió hacia el mostrador, seguramente con la intención de preguntarle a Joe cómo se iba al hotel, lanzó una mirada a Jacko y lo saludó con un gesto de cabeza. No cabía la menor duda: era el tipo de la foto que aparecía en la primera plana del periódico. Joe sintió que le sudaban las manos. ¿Sería una señal? Muy poco antes había estado reflexionando sobre lo que iba a hacer si alguna vez se tropezaba con el asesino en serie que mencionaba el artículo. Y ahora, como si Dios pretendiera ponerlo a prueba, le había plantado a aquel tipo delante. Pensó en la recompensa de cien mil dólares. ¿Tendría valor suficiente para llevar su plan a la práctica y pegarle un tiro a aquel asesino reclamado por la justicia si se le presentara la ocasión? Sin duda, aquélla era la oportunidad de su vida para ganar dinero de verdad. Mientras estaba en trance, sopesando los riesgos que entrañaba hacer lo que fuera para cobrar aquel dinero, el desconocido habló. Tenía una voz de tono áspero, incluso con un toque desagradable y siniestro.

—¿Es que ustedes, los que viven por aquí, no saben lo que son los letreros de la carretera? —preguntó.

Joe se encogió de hombros como para disculparse.

—Normalmente estamos sólo los de por aquí, señor. No necesitamos letreros.

—¿Y yo le parezco de por aquí?

—No, señor.

Justo en aquel preciso momento, Jacko, que estaba sentado a su mesa, a la izquierda del recién llegado, aprovechó la oportunidad para intervenir:

—Yo puedo indicarle por dónde se va, señor.

El hombre se giró, levantó un dedo para bajarse un poco las gafas de sol y observó a Jacko recorriéndolo de arriba abajo con la mirada.

—Tú no pareces ser de por aquí.

—Así es. Pero no es la primera vez que vengo.

—Y así y todo, ¿sabes adónde me dirijo? —La voz raspó igual que un montón de piedrecillas rodando sobre el lecho de un río seco.

Jacko sonrió de oreja a oreja.

—Imagino que al hotel Pasadena. Si usted quisiera llevarme, podría indicarle la dirección correcta.

—¿Y por qué no me la indicas sin más?

Joe se sintió nervioso por Jacko. ¿Es que no se había dado cuenta de que aquel tipo era un asesino en serie, y por lo tanto no era la persona adecuada para subirse con ella a un coche?

—Porque yo también voy al hotel Pasadena —respondió Jacko en tono jovial—. Así que, a cambio de indicarle por dónde se va, la verdad es que no me vendría mal que me llevase.

—Tú indícame por dónde es.

—Bueno, verá, es que nunca lo sé con seguridad hasta que veo las carreteras. No quisiera equivocarme y mandarle por donde no es, ¿sabe?

—No. Efectivamente, no te conviene hacer tal cosa.

—Entonces, ¿accede a llevarme?

El recién llegado volvió a subirse las gafas de sol un centímetro, y sus ojos quedaron ocultos de nuevo. Dio la impresión de estar estudiando largamente a Jacko con la mirada. En eso, Joe tomó una decisión.

Una recompensa de cien de los grandes era algo demasiado bueno para rechazarlo.

Muy despacio, sin hacer ningún movimiento obvio, alargó la mano en dirección a un pequeño cajón de madera que había bajo el mostrador, a la altura de la cintura. Allí guardaba un revólver niquelado de pequeño tamaño, por si acaso surgía algún problema. Lo único que tenía que hacer era sacarlo y disparar a aquel cliente por la espalda mientras Jacko lo tenía distraído. «Y cien de los grandes en el banco.» Bien hecho, muchas gracias. Con un pulso firme que desmentía la edad que tenía, abrió apenas el cajón e introdujo la mano dentro. Los dedos tocaron el metal frío del revólver. El corazón le retumbaba en el pecho, pero tenía tiempo. El otro aún estaba girado hacia el otro lado, por lo visto estudiando la solicitud de Jacko de que lo llevara hasta el hotel.

Por fin, justo en el momento en que Joe agarraba del todo la culata de la pistola, el desconocido reaccionó a la sugerencia de Jacko.

—De acuerdo, te llevaré. Pero dame dos botellas de bourbon de detrás del mostrador.

Joe observó la mueca que hizo Jacko al tiempo que se levantaba de la silla.

—Esto… es que… En fin, que no tengo dinero.

El otro suspiró, y seguidamente metió la mano en el bolsillo izquierdo de la cazadora de cuero negro, del cual extrajo una pesada pistola de color gris. Se volvió hacia el mostrador, extendió el brazo y apuntó a la garganta de Joe. A éste se le salieron los ojos de las órbitas, pero sacó su propia arma del cajón lo más rápido que pudo y apuntó con ella al tipo de negro.

Lo que tuvo lugar a continuación fue un fuerte estampido que seguramente se oyó varios kilómetros a la redonda. Las tazas blancas que descansaban sobre el estante de la pared, detrás de la cabeza de Joe, de pronto quedaron todas salpicadas del rojo de la sangre que brotó del tremendo agujero que le había aparecido en la nuca.

Ya había una buena ración de asesinatos este día.

Sánchez odiaba viajar en autobús. A decir verdad, no era muy aficionado a viajar de ninguna manera, pero un trayecto en autobús de los que parecen no acabar nunca ni tener un destino concreto era una de las primeras cosas que no desearía hacer jamás. Lo único que la superaba era beberse su propia orina. En particular, aquel trayecto en autobús había venido después de un vuelo de tres horas. Tampoco era muy aficionado al avión. El hecho era que ni siquiera se encontraría ahora donde se encontraba si no hubiera ganado dos semanas de vacaciones con todos los gastos pagados.

En la ciudad donde vivía, Santa Mondega, todo el mundo sabía que era más tacaño que una rata, así que nadie se sorprendió de que aprovechara el vuelo en primera clase y el alojamiento en un hotel sorpresa de cinco estrellas que lo esperaba en algún punto de Norteamérica. Que él supiera, era posible que su destino fuera Detroit (o algún otro sitio igual de terrorífico), pero le daba igual; ya suponía un alivio que aquel viaje lo sacara de Santa Mondega en Halloween, una noche en la que dicha localidad tendía a volverse más malvada que de costumbre. Lo cual no era decir poco.

Todo aquello se debía a que tiempo atrás había participado en una encuesta de una agencia de contactos por internet, la cual ofrecía aquellas vacaciones como premio al soltero más cotizado de cada ciudad de su región. Sin embargo, para consternación de Sánchez, a la hora de elegir al soltero más deseado de Santa Mondega se produjo un empate. Fue un fastidio tener al otro ganador sentado a su lado en el avión, y tenerlo ahora también en el autobús. Y por si fuera poco, además era una persona que lo sacaba de sus casillas.

Annabel de Frugyn, o la Dama Mística, como ella prefería que la llamasen, era la chiflada del pueblo. Era pitonisa de oficio, y además malísima, por lo menos en opinión de Sánchez. Un minuto después de despegar predijo que se estrellarían contra una montaña. Luego señaló a un par de potenciales terroristas que iban sentados varias filas más adelante. Ambos la oyeron, y a partir de entonces Sánchez tuvo el convencimiento de que la tomaron con él sólo porque iba sentado al lado de la vidente. Lo único que predijo correctamente fue que iban a estar sentados juntos tanto en el avión como en el autobús. Y ahora estaba profetizando un suceso que a Sánchez le resultó más aterrador todavía.

—Los espíritus me están diciendo que tú y yo vamos a terminar pasando mucho tiempo juntos a lo largo de los próximos días —anunció en tono jovial. Sonreía con aquella horrible boca desdentada que tenía y con un guiño en el ojo que lo ponía a uno de los nervios.

«Joder —pensó Sánchez—, debe de tener por lo menos sesenta años. Y es un auténtico cardo.» En efecto, Annabel tenía sesenta años, exactamente el doble que él. No era precisamente la compañía femenina que esperaba tener durante aquellas vacaciones pagadas.

En el autobús no había ni un solo asiento vacío, y un detalle notable era que no había parejas. Por lo visto, todos los que iban a bordo habían ganado aquel viaje participando en la misma encuesta que Sánchez, así que el número de solteros apretados como sardinas en lata era de cincuenta y cinco, y ninguno parecía tener menos de veinticinco años. Pero, sin duda alguna, el más viejo y más feo de todos era la Dama Mística, que iba sentada al lado de Sánchez.

«Tengo que deshacerme de ella lo antes posible», pensó. Si no tenía cuidado, la gente tal vez empezase a creer que su compañera le gustaba, y aquello podía echar a perder cualquier posibilidad que tuviera con las otras mujeres que viajaban en el autobús, a todas la cuales consideraba candidatas a caer rendidas ante sus irresistibles encantos. En particular, en el otro costado del autobús, dos asientos por delante, había una portuguesa muy atractiva. O bien llevaba casi todo el trayecto observándolo fijamente, o bien sufría de estrabismo. Fuera lo que fuese, no se molestó; no cabía duda de que la portuguesa era una opción mejor que la vieja bruja que tenía al lado.

Calculó que había llegado el momento de eliminar posibles malentendidos cuanto antes, y con dicha idea en mente se volvió hacia su compañera.

—Supongo que ya sabes lo que son estos viajes sorpresa, Annabel —dijo con un tono de voz que destilaba falta de sinceridad—. Lo más probable es que nos separen desde el principio y que no volvamos a coincidir hasta el viaje de vuelta. Si acaso.

—Tonterías —rió Annabel dándole una palmadita en el muslo—. Ya que no conocemos a nadie más, debemos permanecer juntos. Cuando se está en un lugar desconocido resulta mucho más agradable estar con una persona a la que se conoce, ¿no? —No retiró la mano del muslo. Sánchez llevaba un pantalón corto de color marrón que le llegaba hasta la rodilla. Era de una fibra sintética barata y llevaba todo el viaje subiéndosele hacia el trasero, de modo que la mano de Annabel estaba peligrosamente cerca de tocar la carne.

En la carta que acompañaba al premio se sugería al ganador que eligiera un vestuario adecuado para clima cálido, así que Sánchez, además del pantalón corto, se había puesto una camisa hawaiana roja y de manga corta. Por si acaso, se había echado encima una cazadora de ante marrón, pero teniendo en cuenta el tiempo que les había hecho hasta el momento seguramente no iba a necesitarla. Aunque lo primero de lo que iba a deshacerse era de Annabel. Obligándose a esbozar una sonrisa educada, respondió al entusiasmo de ella apretando los dientes.

—Oh, sí, claro. Por supuesto. El problema es que yo, cuando estoy fuera de casa, me pierdo muy fácilmente. Lo digo en serio. Estoy en un sitio, y al minuto siguiente te das la vuelta un momento y ya me has perdido de vista.

—Bueno, pues entonces tendré que procurar no perderte de vista, ¿no? No te preocupes, cielo, ya me cuidaré yo de que no te pierdas.

Una vez más, Sánchez notó que ella le apretaba el muslo con la mano, y se estremeció para sus adentros. Annabel, a diferencia de él, no había hecho caso del consejo acerca del vestuario, y se había envuelto en un vestido largo y negro y dos chaquetas de punto. Una de ellas, la de debajo, era de color azul oscuro, y la de encima era verde, horrorosa e infestada de pulgas. Sobre la pechera de estas atractivas prendas colgaba una buena parte de su cabellera larga y gris, la cual sin duda servía de escalera para que las pulgas subieran y bajaran de la cabeza a la ropa. Sánchez hubiera querido apartarle la mano de su pierna, pero sintió repulsión al ver aquellas uñas amarillentas y aquella piel surcada de arrugas; en su opinión, habrían dejado a un leproso a la altura del betún. Por suerte, al cabo de un rato impropiamente prolongado, Annabel misma retiró la mano para señalar algo que había allá delante, junto al borde de la carretera.

—Ah, mira —dijo emocionada—. Hay un cartel. Vamos a ver qué dice.

Llevaban dos horas dentro del autobús. Cuando llegaron a un aeropuerto que se llamaba Goodman’s Field, a Sánchez lo sorprendió descubrir que no había guías turísticas; de hecho, ninguno de los pasajeros sabía adónde se dirigían. Estuvo preguntando por ahí, pero nadie supo decirle nada. Ni siquiera la Dama Mística, con su dudoso talento para predecir el futuro. Y todo el mundo se quejaba de falta de cobertura para los teléfonos móviles. De modo que aquel cartel bien merecía una ojeada.

Desde que salieron del aeropuerto los habían llevado por una carretera solitaria que atravesaba un desierto árido y casi totalmente monótono. El conductor no habló con nadie y se negó a acusar recibo, y menos todavía a dar alguna respuesta, a las preguntas que le formularon en relación con el destino del viaje. Era un tipo ciertamente maleducado, pero tan corpulento que nadie se atrevió a discutirle nada. Y hasta aquel momento del recorrido no se había visto ni un solo letrero que les dijera dónde cojones estaban.

A medida que el cartel fue acercándose, Sánchez miró por la ventanilla para ver qué decía. Sobresalía en medio de kilómetros de territorio desértico, enmarcado por un distante paisaje de cerros y mesetas de color anaranjado. Conforme se aproximaban, se fueron haciendo visibles cinco palabras pintadas de rojo oscuro: bienvenido al cementerio del diablo.

—Qué bien —dijo Sánchez pensando en voz alta—. Esto no es precisamente las Bahamas, ¿eh?

Annabel, ciertamente más emocionada que él, demostró su entusiasmo pellizcándole otra vez el muslo con gesto juguetón y palmeando su propia pierna con la otra mano.

—¿Tú no estás emocionado? —le preguntó—. Llevo años sin salir de Santa Mondega. ¿No es divertido? Qué bien me vendría una copa para calmarme los nervios.

Sánchez suspiró, y a continuación introdujo la mano en el interior de su cazadora y extrajo una pequeña petaca plateada.

—Toma —le ofreció con expresión malhumorada al tiempo que desenroscaba el tapón y le pasaba la petaca a Annabel.

—¡Dios mío! ¿Qué hay ahí dentro? —preguntó ella con los ojos iluminados por un regocijo alcohólico ante la posibilidad de catar licor.

—Un licor casero que he fabricado yo mismo. Lo guardaba para una ocasión especial.

—Oh, Sánchez, eres todo un caballero.

—No hay de qué.

Annabel cogió la petaca y se echó un buen trago al gaznate. Al cabo de uno o dos segundos comenzó a toser y puso una mueca horrorosa (incluso tratándose de ella).

—¡Aj! ¡Es horrible! ¿Qué demonios es esto? —preguntó entre arcadas.

—Hay que cogerle el gusto. Tienes que ser constante. Para cuando lleguemos a donde vamos, seguro que ya te has vuelto adicta.

La Dama Mística no parecía muy convencida. Diez minutos después de probar el brebaje especial de Sánchez, se encerró en el estrecho cuarto de baño de que disponía el autobús. Su supuesta habilidad para predecir el futuro no la había ayudado a profetizar que Sánchez podía servirle una petaca llena de su propia orina.

Y aún más importante era que no había previsto el mal que los aguardaba durante la breve estancia que habrían de disfrutar en el Cementerio del Diablo. Un lugar que tenía un problema con los no muertos todavía más importante que el que tenía Santa Mondega.

Casi en el mismo segundo, Kid Bourbon volvió a guardarse la pistola en la cazadora de cuero, dentro de una escueta sobaquera que llevaba bajo el hombro izquierdo. Como si todo transcurriera a cámara lenta, el cuerpo de Joe, que aún conservaba la posición vertical, comenzó a tambalearse. Fue una secuencia de movimientos ya muy conocida para Kid: la víctima estaba a punto de doblar las rodillas. Justo en aquel momento, tras contar hasta tres, el cuerpo se meció un poco y a continuación se derrumbó sobre sí mismo y cayó al suelo igual que una muñeca rota. Mientras caía, la cara de Joe chocó con la dura madera del mostrador. Lo único que quedó a la vista fue la sangre, que se desparramó en un elegante chorro que regó la hilera de tazas blancas colocadas detrás del mostrador, en el estante de la pared, al tiempo que unas cuantas gotas errantes salpicaban las chocolatinas que estaban expuestas junto a la caja registradora. «Ciertamente, toda una obra de arte.» Si Kid quisiera añadir su firma, la escena valdría una fortuna.

A su izquierda había visto que el cliente vestido con aquel traje de cuero rojo se ponía de pie de un brinco, conmocionado por lo que acababa de ocurrir. El chico no dijo nada; en lugar de eso, se aproximó al mostrador muy despacio para echar una mirada al cadáver del propietario del local. Cuando Kid empezaba a cargarse gente, lo normal era que todo el mundo procurara largarse lo más rápido posible, pero aquel chico parecía haberse olvidado de que el asesino aún se hallaba presente. Kid observó cómo se asomaba al otro lado del mostrador y hacía una mueca de desagrado al descubrir el cadáver de Joe. Tras pasar unos segundos contemplando el cuerpo de su amigo, de repente pareció acordarse de que tenía a Kid delante. Y también la pistola. Se giró lentamente hacia él. Kid aguardó a ver cómo reaccionaba. Más importante: aguardó a que cogiera las botellas de bourbon que le había encargado antes de disparar a Joe en el cuello.

—Lo ha matado —dijo el joven constatando lo que era obvio.

—¿Tú crees?

—¿Por qué lo ha hecho? Joe es una buena persona.

—Era.

—¿Eh?

—Era una buena persona. Ahora es una buena persona muerta.

—No le ha hecho nada a usted.

—Me ha sacado un arma, por si no te has dado cuenta.

—¡Usted ha sacado antes la suya!

—¿Quieres ver otra vez cómo lo hago?

—La verdad es que no.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Jacko.

—Bien. Escúchame, Jacko, y escúchame con atención. Si cuando cuente tres no me has entregado las dos botellas de bourbon que te he pedido, volveré a sacar la pistola.

Jacko asintió.

—Vale, ya lo pillo. —Dio la vuelta al mostrador con paso inseguro mirando el suelo, principalmente para no pisar nada de sangre—. Bourbon, ¿no? —murmuró.

—Eso es.

—Marchando.

—Y coge también unos cigarrillos.

—¿De cuáles?

—De los que sean.

Kid tomó una chocolatina del mostrador. Apartó con el dedo una mota que manchaba el envoltorio, que bien podía ser sangre, y abrió un extremo. Le dio un mordisco y, tras decidir que tenía un sabor aceptable, dejó que Jacko hiciera el resto de la compra y regresó al coche.

Kid poseía un fuerte instinto en lo que se refería a olfatear el peligro, y dicho instinto le había resultado muy útil cuando vio por el rabillo del ojo que Joe metía una mano por debajo del mostrador para coger algo. Podía ser un donut, pero existían muchas posibilidades de que se tratara de alguna clase de arma. Resultó estar en lo cierto, de modo que la bala que había usado para volarle la garganta a aquel tipo no había sido un desperdicio. Y ahora, aquel mismo instinto le estaba diciendo que se avecinaba algo malo. Lo cual no era muy de sorprender estando en Halloween, era algo que había aprendido de la forma más dura. La primera vez que mató fue en Halloween, diez años atrás, y desde entonces había matado a centenares de personas. Unas lo merecían, otras no, pero ninguna de aquellas muertes fue tan difícil como la primera.

Despachar a su madre con seis balazos disparados al corazón a la edad de dieciséis años nunca iba a ser otra cosa que una acción traumática. Aunque a ella la hubiera mordido un vampiro y se hubiera transformado en uno de aquellos seres ante sus propios ojos. En efecto, sólo cuando intentó matar a su hijo éste se dio cuenta de que no tenía más remedio que acabar con ella; pero aquél fue un momento decisivo en su vida, cosa que no era de sorprender. Un momento en el que también bebió su primera botella de bourbon.

¿Y ahora? Bueno, ahora se encontraba otra vez en Halloween, diez años más tarde, en una zona del desierto conocida como Cementerio del Diablo, a punto de llevar en su coche a un autoestopista disfrazado de uno de los participantes del vídeo Thriller. Y ya no le quedaban más que dos balas. Aún tenía un montón de armas, en cambio le faltaba la munición, ya que el último casquillo del calibre 12 lo había gastado con aquel policía novato del coche patrulla. Era culpa suya, por haber liquidado a tanta gente siendo tan temprano. La jornada que le esperaba podía ser bastante dura. Jugó brevemente con la idea de llevarse el arma de Joe y la munición que lograse encontrar, pero la descartó. Ya en circunstancias favorables no le gustaban las pistolas de pequeño calibre, y la de Joe tenía toda la pinta de ser una mierdecilla, con una precisión como de metro y medio y las mismas posibilidades de acertar en el blanco como de explotarle a uno en la mano.

Todavía estaba caliente el asiento del Firebird cuando volvió a sentarse en él. Miró a través del sucio parabrisas; las escobillas habían retirado suficiente mugre para permitirle ver el camino, pero las zonas que quedaban fuera del alcance de las mismas estaban llenas de arena, tierra y barro. Resultaba innegable que la persecución por el desierto le había pasado factura, pero el coche no le había dejado tirado. Nunca le dejaba tirado. El motor, construido según pedido, no sólo era lo bastante potente para dejar atrás a la mayoría de los vehículos que circulaban por las carreteras, sino que además era muy fiable.

Giró la llave y arrancó el motor. Justo en aquel momento salió Jacko del restaurante con unas cuantas botellas que había cogido de detrás del mostrador. Kid se inclinó y abrió parcialmente la portezuela del lado del pasajero. Su nuevo compañero de viaje entró en el coche y puso en el suelo, a sus pies, dos botellas de bourbon Sam Cougar y otras dos de cerveza Mono Cagón. Después cerró la puerta y abrió la guantera que tenía enfrente para echar en ella dos paquetes de cigarrillos. Kid estaba impresionado. No había mucha gente que tuviera huevos para meterse en su coche. Por lo menos voluntariamente. Y subirse a su coche después de haberle visto cargarse a un viejo a sangre fría… en fin, para eso hacía falta tener temple. En cambio, Jacko, con aquel traje de cuero rojo, parecía un imbécil integral.

Kid observó a Jacko desde el otro lado de las gafas de sol, esperando a que le indicase cómo se iba al hotel Pasadena. Pero en vez de eso, el aspirante a Michael Jackson empezó preguntando a su vez.

—Imagino que usted será Kid Bourbon, ¿no es así?

—¿En qué lo has notado?

—Tengo un sexto sentido para estas cosas.

—Bien. Pues más te vale que de ahora en adelante te funcione muy bien ese sexto sentido, porque ten claro que, si nos equivocamos de camino, te mato.

—De acuerdo. Cuando llegue al cruce que hay más adelante, gire a la derecha.

Kid soltó el freno de mano y pisó a fondo el acelerador. El coche salió disparado del restaurante Sleepy Joe y retomó la carretera. El rápido giro de los neumáticos hizo que éstos chirriaran y levantaran una poderosa nube de arena y polvo. Para cuando dicha nube se asentó, restaurante y gasolinera ya se habían perdido de vista.

Al llegar a un cruce que había poco menos de un kilómetro más adelante, Kid torció a la derecha, tal como le había indicado Jacko. A aquellas alturas el coche estaba ya semicubierto de polvo a causa del viaje, y aquella carretera en particular, que tenía el firme salpicado de gravilla y socavones, no iba a mejorar mucho las cosas.

—Bueno, ¿y qué está haciendo por esta parte del mundo? —preguntó Jacko.

—Ocuparme de mis putos asuntos. ¿No te parece que tú deberías hacer lo mismo?

A juzgar por aquella reacción, no debería haber sido difícil deducir que Kid no estaba de humor para charlas. En cambio Jacko pareció no percatarse.

—Tengo esperanzas de poder participar en el concurso de cantantes que se organiza en el hotel —continuó—. ¿Sabe cuál, el de «Regreso de entre los muertos»?

Kid ni respondió ni apartó los ojos de la carretera. Pero Jacko prosiguió de todas formas.

—Verá, yo voy caracterizado de Michael Jackson.

Kid aspiró hondo por la nariz, aguantó un momento la respiración y después soltó el aire muy despacio. Estaba intentando calmarse, cosa que a menudo le costaba trabajo, sobre todo estando en Halloween. Por fin apartó la mirada de la carretera y la posó en Jacko. Lo que dijo, cuando finalmente habló, fue sorprendentemente razonable.

—Teniendo en cuenta que Michael Jackson ha muerto, habrá miles de concursantes caracterizados como él, todos intentando aprovecharse de su fama. ¿Por qué no vas de ti mismo?

—Hay que encarnar a algún cantante famoso que esté muerto. Y por si no se ha fijado, yo no estoy muerto… ni soy famoso.

—Yo puedo convertirte en ambas cosas. —La voz del otro había recuperado el tono áspero de antes.

Jacko elevó una ceja.

—Me da la sensación de que en realidad usted no se lleva muy bien con la gente, ¿me equivoco?

—No tengo necesidad.

—¿No? Pues en ese hotel va a conocer a un montón de gente como yo, y es gente que suele ser muy simpática. Puede que le convenga refinar un poco sus habilidades sociales.

Se hizo un profundo silencio. Incluso el Firebird pareció contener la respiración, hasta que Kid rugió:

—Y puede que a ti te convenga practicar lo de tener la boca cerrada.

—No digo que no —repuso Jacko en tono jovial—, pero es que necesito calentar la voz.

—En mi coche, ni hablar.

—Oh, venga, tengo que ensayar. En la audición voy a interpretar la Canción de la Tierra. ¿Quiere que se la cante?

Kid aferró el volante con más fuerza.

—Como me cantes una sola palabra de esa canción, te aseguro que la parte del estribillo en que gritas va a durar pero que mucho tiempo.

—Entiendo. Podría cantar Smooth Criminal, si prefiere.

Kid pisó el freno. Con los neumáticos chirriando y levantando humo, el Firebird derrapó violentamente y se detuvo.

—Bájate —rugió el conductor.

Hasta Jacko se dio cuenta de que lo decía en serio.

—Pero si todavía quedan un par de desvíos —protestó—. Sin mí, podría perderse.

Kid hizo otras dos inspiraciones profundas mientras debatía si sacar un arma o no y matar a su compañero de viaje. Al final decidió que sí, que aquel tío merecía morir, pero ¿con qué iba a matarlo? ¿Con las manos? ¿Con un cuchillo? ¿O propinándole un golpe en la cabeza con la culata de una pistola? Justo cuando estaba metiendo la mano bajo la chaqueta para sacar el revólver, su pasajero tomó una decisión inteligente.

—No se hable más. Me limitaré a indicarle el camino. ¿Así le parece bien?

—Podrías vivir más tiempo.

—Genial.

Kid pisó el acelerador, y el coche de nuevo arrancó a toda velocidad por aquella sucia carretera levantando otra nube de polvo, arena y humo.

—Como a tres kilómetros de aquí hay una bifurcación —dijo Jacko—. Cuando llegue, ha de doblar a la derecha.

Siguieron avanzando por la carretera durante otro par de minutos, hasta que apareció a la vista la bifurcación. Kid hizo lo que le habían sugerido y enfiló el ramal derecho de la misma. Se sentía a gusto con la paz y el silencio que reinaban en el interior del coche, pero notó que a su pasajero tanto silencio se le hacía incómodo. El hecho de saber que aquel imbécil podía empezar a parlotear otra vez fue suficiente en sí mismo para ponerlo en tensión. Al final, tal como esperaba Kid, Jacko volvió a hablar.

—¿Tiene radio este coche?

—En este desierto de mierda no hay señal para tener ni televisión ni radio ni móvil. Es un lugar totalmente aislado. Tal como a mí me gusta.

—Bueno, pues yo podría silbar una canción. Así, para entretenernos un poco durante el resto del viaje.

—Con el cuello roto, no.

Jacko abrió la boca como si fuera a contestar, pero sufrió un súbito ataque de sentido común y decidió que mejor no. Los dos pasaron el resto del trayecto sin hablar, a excepción de una última indicación que dio Jacko al llegar a otra bifurcación, cuando aconsejó a Kid que girase a la izquierda. Tras otra media hora de silencio, el Pontiac Firebird de color negro penetró por fin en el alargado camino de hormigón que llevaba de la carretera al hotel Pasadena. En la subida hacia la entrada del hotel, Kid se sorprendió de ver que había muy pocos coches más. Al pie de los escalones que conducían a la recepción fueron recibidos por un joven aparcacoches de cabello oscuro y tupido. Había un continuo entrar y salir de gente que iba toda apresurada, y a través de las puertas de cristal de la entrada se distinguía el vestíbulo, lleno de personas con pinta de ricas.

Cuando el Firebird se detuvo frente a la entrada del hotel, el aparcacoches se acercó al mismo. Tendría veintipocos años y vestía un uniforme consistente en una camisa blanca, un chaleco rojo y un pantalón negro. Kid se volvió hacia Jacko, que estaba asiendo el tirador de la puerta para apearse.

—Tú, quédate en el coche y vigila que este tío no rompa nada.

Jacko afirmó con la cabeza.

—De acuerdo.

—Y pásame un paquete de cigarrillos.

Jacko abrió la guantera y sacó una de las cajetillas que había metido antes. Se la lanzó a Kid, el cual la atrapó al vuelo y se la guardó en el bolsillo de la cazadora. Al tiempo que abría la portezuela del lado del conductor, dio una última instrucción a su pasajero:

—Cuando el aparcacoches haya terminado de aparcar, dale un pellizco en la rodilla.

—¿Perdone?

—Que le des un pellizco en la rodilla, uno solo. Aquí tienen esa costumbre. Si no, se sienten profundamente ofendidos.

Jacko tenía cara de desconcierto.

—Ah, pues gracias. No tenía ni idea.

—De nada.

Kid se apeó del coche y sacó del bolsillo un billete de cien dólares que le puso en la mano al empleado. Al joven latino se le iluminó la cara.

—Vaya, gracias, señor.

Kid señaló con un gesto de cabeza a Jacko, que seguía sentado en el interior.

—¿Ves a ése?

El aparcacoches se fijó en el coche y vio al joven, con su cabello negro y permanentado y su traje de cuero rojo, que le sonreía de oreja a oreja.

—Sí, le veo perfectamente. —Habló en tono cauteloso.

—Si te toca la rodilla, arréale un puñetazo en la cara.

Mientras subía los escalones de la entrada del hotel, Kid tuvo el presentimiento de que volvería a ver a Jacko antes de que acabase el día. Su instinto le estaba diciendo que aquel Michael Jackson tenía algo que no encajaba bien del todo.

Simplemente, todavía no había averiguado lo que era.

El hotel Pasadena era tan impresionante visto de cerca como parecía de lejos. El sol del desierto se reflejaba en las numerosas ventanas distribuidas por las cuatro plantas del edificio, lo cual desde lejos daba la impresión de que uno se acercaba a un espejo gigante. Cuanto más se aproximaba el autobús, más magnífico parecía el hotel. El autobús giró a la derecha para salir de la carretera y atravesó una robusta verja doble, arqueada y de hierro macizo, intercalada en una pared de hormigón blanco que rodeaba todo el perímetro del recinto del hotel. En lo alto de la misma había un cartel de grandes letras metálicas pintadas de rojo brillante:

Hotel Pasadena

«Increíble», pensó Sánchez.

Penetraron en un camino de liso hormigón de casi medio kilómetro de longitud que los llevó hasta la entrada del hotel. Mientras el autobús rodeaba el edificio para dirigirse a la parte de atrás, Sánchez contempló boquiabierto la grandiosidad de aquel lugar. Tal vez aquellas vacaciones no estuvieran tan mal después de todo. En Santa Mondega no había ni una sola construcción que le llegara a aquel hotel a la suela del zapato. El museo de la localidad era impresionante, pero parecía viejo y decrépito en comparación con aquel edificio tan descomunal.

El autobús estacionó en la parte posterior de lo que ya era un aparcamiento sumamente abarrotado, en contraste con la notable falta de vehículos que había en la parte delantera. Tras recoger su equipaje del maletero, Sánchez se encaminó a paso rápido (rápido para él) hacia el vestíbulo de la entrada, antes de que Annabel, la Dama Mística, pudiera enganchársele. Vio cuatro anchos escalones de mármol que conducían a una enorme puerta doble de cristal. Los subió de dos en dos y acto seguido se lanzó hacia las puertas automáticas, que se abrieron para recibirlo cuando alcanzó el último escalón.

El vestíbulo también era enorme. El techo tenía más de diez metros de altura, y del centro del mismo colgaba una magnífica lámpara de araña que irradiaba luz desde el millar de piezas de cristal que la componían. El suelo estaba formado por losas de mármol grises y negras alternando entre sí, y Sánchez se sintió impulsado a descalzarse para no rayarlas.

Y había que ver lo concurrido que estaba. Daba la sensación de que la mitad del mundo libre acababa de registrarse en aquel hotel. Por todas partes había personas portando maletines y haciendo un montón de ruido. Ya en circunstancias normales, a Sánchez no le hacían mucha gracia los demás, de modo que después de haber hecho un viaje largo sentado al lado de una persona a la que, en sus momentos más caritativos, consideraba una vieja chocha, sentía una especial intolerancia. Aquel constante ajetreo le estaba poniendo de los nervios. Habría allí como un centenar de personas, pululando de un lado para otro. El vestíbulo tenía espacio de sobra para que cupieran todos, pero como era de forma circular, todos los ruidos rebotaban en las paredes color crema y le perforaban los oídos.

Por suerte, vio que había abundantes conserjes, botones y recepcionistas para atender a todos los huéspedes, que se peleaban por reclamar sus servicios. Y menos mal, porque registrarse en un hotel era una de las actividades que menos le gustaban en la vida; la incluía en la misma categoría que dejarse pellizcar el muslo por una pitonisa vieja y repugnante.

Rápidamente se dio cuenta de que desperdiciar tiempo admirando la envergadura y la opulencia del hotel seguramente le costaría perder la oportunidad de que lo atendieran con prontitud. Ya había visto a varias personas pasar velozmente por su lado en dirección al mostrador de recepción, de modo que metió la directa y se dirigió a una de las seis chicas recepcionistas. Éstas se hallaban sentadas formando una hilera detrás del alto mostrador de madera de roble, cada una con un monitor delante. Cinco de ellas ya estaban ocupadas, pero por suerte la más guapa de todas parecía estar todavía libre.

Sánchez fue hacia ella a toda prisa y dejó la enorme maleta marrón en el suelo. Sonriendo como un idiota, la miró desde su lado del mostrador. Echó un rápido vistazo al resto de la hilera de chicas y confirmó que había acertado: no cabía duda de que había escogido a la más atractiva. Aunque en realidad era lógico, naturalmente; un hombre distinguido y sofisticado como él no debería tener que desperdiciar sus encantos con una chica cualquiera. Ésta era una joven de aspecto menudo, de veintipocos años, con una melena castaña recogida en una cola de caballo que ella se había echado hacia delante y ahora le descansaba sobre el hombro izquierdo. Al igual que las demás recepcionistas, vestía un elegante chaleco de un rojo vivo y una blusa de un blanco inmaculado. El chaleco llevaba sobre el pecho izquierdo un emblema bordado en oro. Sánchez, tras observarlo fijamente durante un tiempo que resultó excesivo, llegó a la conclusión de que representaba una especie de tenedor. «Qué símbolo tan raro para un emblema —se dijo—. Pero en fin, sobre gustos no hay nada escrito.»

—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó la recepcionista con un acento que delataba que provenía del Sur profundo.

—Me llamo Sánchez García. He ganado el concurso.

Sánchez manoteó durante unos segundos por el interior del bolsillo de la cazadora de ante, hasta que por fin extrajo la carta, ya un tanto manoseada, que confirmaba que había ganado una estancia en el hotel en que se celebraría el concurso, de nombre más bien emocionante, denominado «Regreso de entre los muertos». Se la entregó a la recepcionista, la cual la leyó y comenzó a escribir en un teclado que tenía delante. Mientras aguardaba a que la chica le confirmase la reserva y le diera la llave de la habitación, oyó a su espalda la voz de Annabel de Frugyn. Rezó para que no lo descubriera y se le echara encima, dando así la impresión a la recepcionista de que venían juntos.

—Ah, estás aquí, Sánchez, creía que te había perdido. —Sin saber por qué, aquella voz tenía un tonillo horriblemente arrullador.

«¡Joder!» Se dio la vuelta y vio a aquella vieja bruja de vestimenta ridícula y pelo gris de pie ante él con un carrito portaequipajes en el que había apilado sus tres maletas.

—Sí. Por lo visto, ahí atrás nos hemos separado —respondió Sánchez—. Pensé que ya te buscaría luego por aquí.

—Pues aquí me tienes —repuso Annabel sonriendo de un modo que, según ella pensó cariñosamente, era de lo más coqueto. Con mucho cariño, pero equivocadamente; porque el efecto fue tirando más bien a grotesco.

—A lo mejor deberíamos separarnos otra vez. Estaba disfrutando de la emoción de buscarte por todas partes.

Annabel le propinó un empujoncito juguetón en la espalda y puso los ojos en blanco.

—¡Venga, Sánchez! ¡Que te lo crees todo!

La recepcionista sentada a continuación de la que estaba atendiendo a Sánchez acababa de terminar con el cliente anterior y se dirigió a Annabel:

—¿Puedo ayudarla, señora?

—Sí, claro que puedes, jovencita. Soy Annabel de Frugyn. He ganado este concurso.

Sánchez, aliviado al ver que Annabel se iba hacia la otra recepcionista, volvió a centrar la atención en la joven que se ocupaba de él. Ésta lo miraba con una expresión afligida, como pidiéndole perdón; una expresión que había visto demasiadas veces en su vida, sobre todo en chicas guapas. Ocurría algo malo. Lo notaba.

—Lo siento mucho, señor García —dijo la chica—, pero al parecer no figura usted en el ordenador.

—¿Qué?

—No sé por qué, pero no tenemos ninguna habitación reservada para usted. La carta que trae es válida, sin duda, pero no tenemos ninguna reserva hecha a su nombre.

—Pero tendrán habitaciones libres, ¿no?

—Me temo que no, señor. El hotel está completo.

Sánchez sintió cómo le rechinaban los dientes.

—¿Y qué cojones se supone que voy a hacer? Este puto hotel es el único que hay por aquí.

—Señor, ¿le importaría abstenerse de decir palabrotas?

—Si usted puede abstenerse de ser una puñetera inútil. —Además estaba elevando la voz, tanto el volumen como el tono.

Se hizo un silencio en el vestíbulo, porque era evidente que estaba teniendo lugar una discusión, y que además tenía visos de ir volviéndose cada vez más violenta. Para mayor fastidio de Sánchez, Annabel se le acercó desde su sitio del mostrador y le susurró al oído:

—Siempre puedes compartir habitación conmigo, si quieres.

—Piérdete —contestó él con un gruñido.

La recepcionista carraspeó.

—Me temo que ésa es la única alternativa que tiene. —Hizo una pausa y terminó recalcando con insolencia—: Señor.

Sánchez suspiró y se pasó la mano izquierda por el pelo grasiento estrujando un mechón del mismo como si pretendiera arrancárselo.

—Hay que joderse. Esto no puede estar pasando.

Justo cuando parecía que todo estaba perdido y que iba a verse obligado a compartir habitación con una pitonisa vieja y totalmente antilujuria, sonó detrás de él una voz que le resultó conocida.

—Vale, Stephie. Este señor es amigo mío. Dale una habitación.

A Sánchez se le iluminaron los ojos. Se soltó el pelo, dio media vuelta, y sintió una alegría inmensa al ver ante sí al tío más guay que conocía. El tío más guay del planeta. Se trataba del sicario más temido de todo Santa Mondega: Elvis. Se desconocía si Elvis era su verdadero nombre o no, pero él viajaba llamándose así y en todo momento iba vestido como su personaje. Hoy lucía una americana de color dorado brillante, con pantalón negro y camisa negra abotonada sólo hasta la mitad. Como siempre, llevaba puestas las gafas de sol con montura de oro que constituían su marca de fábrica y se había peinado el pelo, negro y tupido, hacia atrás y con la frente despejada, al estilo de Presley.

Sánchez lo adoraba, y siempre se alegraba de verlo. Lo cual, teniendo en cuenta que casi nunca le complacía ver a nadie, resultaba un importante avance social para el propietario del Tapioca. Además, Elvis tenía el don de presentarse justo en el momento adecuado. En un notable incidente ocurrido exactamente diez años antes, Elvis llegó a tiempo de cargarse a tiros a una banda de vampiros que se habían lanzado sobre Sánchez y sobre otro puñado de inocentes durante un servicio religioso. Estaba previsto que el Rey actuase para los fieles asistentes, pero cuando los vampiros empezaron a aterrorizar a la congregación, él empezó a girar las caderas apuntándoles con su guitarra y a lanzarles al corazón dardos de plata que salían disparados del mástil de la misma. Y todo ello mientras cantaba el tema Steamroller Blues de James Taylor. Así que resultaba comprensible que Sánchez recibiera ahora al Rey con una sonrisa radiante.

—¿Qué tal, Elvis? ¿Qué te trae por aquí?

—Vengo al concurso «Regreso de entre los muertos», tío.

—¿Vas a cantar?

—Por supuesto que sí. El primer premio es un millón de dólares, ¿no? No podía dejar pasar la oportunidad, ¿no te parece?

—Genial —repuso Sánchez. Por fin aquellas vacaciones estaban empezando a animarse—. Bueno, ¿tú puedes conseguirme una habitación en este hotel? No sé qué coño dicen de que no figuro en el ordenador.

—Faltaría más. Stephie te lo va a solucionar, ¿verdad, Stephie?

La guapa recepcionista no pareció demasiado entusiasmada con la idea. Por otra parte, la expresión de su mirada sugería que estaba bastante colada por Elvis. Aquel tío tenía mano con las mujeres; es que se le derretían cuando las miraba. Y poseía poderes prácticamente hipnóticos para lograr que hicieran cosas para complacerlo. Era una habilidad de la que Sánchez sufría una fuerte carencia.

—Acaba de llamarme «puñetera inútil» —señaló la chica mirando a Sánchez con gesto enfurruñado.

Elvis frunció los labios.

—¿Cómo? Sánchez, no la habrás llamado eso, ¿verdad?

—Pues… me parece que sí.

Elvis propinó a Sánchez un cachete en la nuca.

—Vale, pues ya estás pidiéndole perdón, y si tienes suerte es posible que Stephie te busque una habitación.

Sánchez aventuró lo que le pareció que era una sonrisa contrita. El efecto fue como si un cadáver hiciera una mueca de disgusto.

—Lamento haberla llamado «puñetera inútil» —murmuró en tono malhumorado.

Stephie le respondió con una sonrisa falsa.

—Está bien. De acuerdo, hay una habitación libre. Ayer tenía que haber venido un tal Orson Vergadura, pero todavía no ha llegado. Puede quedarse con esa habitación.

—Esto… gracias. Muchas gracias. —Consciente de que acababan de librarlo de pasar la noche con Annabel de Frugyn, al menos su gratitud fue sincera.

Mientras Stephie procedía a rellenar los impresos y a buscarle la llave de la habitación, Sánchez se volvió hacia su amigo.

—Gracias, Elvis. Te lo agradezco de verdad.

—No te preocupes por ello.

—Bueno, estoy totalmente de tu parte en ese concurso. ¿A qué hora sales al escenario?

Elvis pareció no haberlo oído.

—Un momento. ¿Ves a ese tipo? —dijo señalando a un individuo de unos cuarenta y pocos años que llevaba un traje blanco—. Es Nigel Powell, el propietario del hotel. El principal juez del concurso. Y además es multimillonario.

Powell venía hacia el mostrador de recepción a grandes zancadas, con seguridad en sí mismo, seguido muy de cerca por dos fornidos guardias de seguridad. Debajo del reluciente traje blanco llevaba una camiseta negra, un atuendo que recordaba al estilo ya más bien pasado de moda de Don Johnson en Corrupción en Miami. Tenía el cabello negro y peinado hacia atrás, dientes rectos y de un blanco poco probable, y un bronceado artificial de tono anaranjado que hacía un fuerte contraste con el traje blanco. Los dos guardias de seguridad vestían idénticos trajes blancos y camisetas negras. Ambos llevaban el pelo con un corte cuadrado a lo militar, y ambos daban la impresión de ser de los que obedecen órdenes sin hacer preguntas. Todas las personas que había en el vestíbulo se quedaron mirando con pasmo al individuo que se encaminaba hacia el segundo puesto de recepción y se detenía detrás de Annabel.

—¿Señorita de Frugyn?—preguntó Powell educadamente, con voz profunda y resonante.

El lenguaje corporal que exhibió Annabel sugería que pensaba que la habían sorprendido registrándose con una tarjeta de crédito robada (cosa que no era del todo improbable). Se giró lentamente para mirar al director y a sus dos gorilas.

—Sí —gorjeó con nerviosismo—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Señorita de Frugyn, me llamo Nigel Powell, y tengo el honor de ser el propietario y el director de este hotel. ¿Podría concederme un momento?

—Oh… Cómo no. —Ahora, su lenguaje corporal se parecía al de un conejito asustado.

Powell extendió el brazo para tomar la mano de Annabel y se la estrechó con cortesía.

—Mis colegas aquí presentes se encargarán de llevarle el equipaje a la habitación. Por favor, acompáñeme.

Sánchez y Elvis observaron cómo el multimillonario se llevaba a Annabel y salía por unas puertas de cristal que había a mano derecha del vestíbulo. Aunque ellos no lo sabían, la conducía a una zona privada del hotel.

—¿Ésa era la Dama Mística? —preguntó Elvis a Sánchez.

—Sí. Vine sentado a su lado en el avión y también en el puto autobús. No es más que una jodida bruja vieja, no sirve para nada —musitó Sánchez.

—Tengo entendido que se le da muy bien adivinar lo que va a suceder.

—Qué va. Lo que se le da bien es adivinar lo que no va a suceder.

—Que no, tío. Yo diría que es capaz de predecir quién va a ganar el concurso.

—Seguro que tú tienes grandes esperanzas —comentó Sánchez en tono sarcástico.

Elvis sonrió.

—A ti te gusta apostar, ¿verdad, Sánchez?

—Verdad.

—Bueno, pues este fin de semana hay algo más que simplemente el concurso. En la planta del sótano de este hotel tienen un casino. Yo creo que no nos vendría nada mal tener de amiga a la Mística en un sitio así.

Sánchez reflexionó sobre lo que estaba diciendo aquel asesino legendario. La verdad era que la Dama Mística podía ser una aliada muy útil en un casino. Claro que, si la dirección se enteraba de las presuntas habilidades que poseía, tal vez no le permitiera dejarse caer por allí.

¿Sería aquélla la razón por la que el propietario se la había llevado a otra parte?

Emily no estaba precisamente entusiasmada por tener que compartir un vestuario con cuatro hombres. Aun así, no dejó de recordarse a sí misma que sólo iba a ser durante un día, y que la posible recompensa que la esperaba al final le iba a cambiar la vida.

Ella era uno de los cinco cantantes a los que había preseleccionado como finalistas Nigel Powell, el principal juez del concurso «Regreso de entre los muertos». Le causaba una cierta incomodidad que todavía no hubieran tenido lugar las audiciones en público y que todos los demás aspirantes que ya estaban llegando al hotel fueran todavía ajenos al hecho de que ya se había escogido a los cinco finalistas. Pero luego se acordó de todos los antros en los que había tenido que actuar, de los años de lucha, de lo que significaba esto para ella y para su madre. Porque la realidad era que los cinco finalistas habían llegado a serlo porque eran los mejores cantantes del circuito de locales de actuaciones que rendían homenaje a otros artistas imitándolos. De modo que, ¿qué más daba que el concurso estuviera amañado? ¿No ocurría con todo, hoy en día? Esto, por lo menos, era lo que se repetía Emily una y otra vez a sí misma.

Además, todavía no había ganado. Todavía tenía que vencer a los otros cuatro.

Los cinco participantes estaban sentados en fila frente a sus respectivas mesas de tocador, cada uno con su propio espejo iluminado todo alrededor por bombillitas. El vestuario era más bien un cuartucho; medía unos diez metros de largo pero sólo dos y medio de ancho. Las paredes eran de un tranquilizante color rosa, al igual que las mesas. La de Emily era la única que tenía útiles de maquillaje. Llevaba ya un rato acicalándose para ofrecer la imagen exacta que deseaba, mientras que los varones mataban el tiempo principalmente rascándose. Típico.

Los cuatro varones estaban todos sentados ante los tocadores que se extendían a la izquierda de Emily. El que tenía más cerca era el que encarnaba a Otis Redding. Aparte de ser negro, lo cierto era que no se parecía mucho al fallecido cantante, pero poseía una voz magnífica y vestía un traje negro que tenía pinta de ser carísimo y una camisa de seda roja. En opinión de Emily, aquel candidato tenía muchas posibilidades de suponer una seria amenaza en la final.

Junto a él se sentaba Kurt Cobain. El que lo encarnaba no sólo guardaba un asombroso parecido con el Cobain auténtico, sino que además olía casi igual que él. Llevaba un mugriento jersey de color gris y unos vaqueros con desgarrones. Tenía el cabello rubio y graso, la mitad inferior de la cara cubierta por una barba de dos días y, para rematar aquella imagen desaseada, daba la impresión de llevar varias semanas sin tocar el jabón. A lo mejor era que intentaba proyectar un aroma que recordase el espíritu adolescente; pero si a algo recordaba el tufo a adolescente que despedía era más bien al de los calzoncillos.

A su izquierda se encontraba Johnny Cash. Ya desde el principio Emily había descubierto que aquel tipo se estaba tomando la cosa muy en serio. Había cambiado legalmente de nombre para llamarse Johnny Cash y hacía todo lo que podía para llevar una vida exactamente igual que la de aquel cantante tan llorado. A lo largo de la gira de homenaje actuó en casi todos los mismos locales que su ídolo. Su atuendo consistía —cosa que a nadie sorprendió— en camisa negra y pantalón negro, y además llevaba el pelo también negro y peinado con gomina en forma de copete. Sin duda alguna, era el más carismático de todos los concursantes masculinos, y Emily ya había decidido que, si no ganaba ella el concurso, prefería que el ganador fuera éste antes que todos los demás. Pero en realidad no deseaba perder.

El último concursante, el que estaba sentado al final, junto a la puerta, era el que iba caracterizado de James Brown. A todas luces un excéntrico, vestía un traje morado y una camisa azul casi desabotonada del todo que exhibía un pecho liso y bronceado y una ostentosa cruz de oro que colgaba de una cadena. Lucía una sonrisa radiante, ancha y blanca, pegada permanentemente en el rostro, y tenía la misma cabellera ondulada y despeinada que llevó en sus últimos años el Padrino del soul.

En el vestuario reinaba un silencio sepulcral. Únicamente quebraba aquella monotonía la respiración nasal de Kurt Cobain. Emily decidió romper el hielo.

—¿Qué te parece, llevo bien el pelo así? —preguntó a Otis Redding.

La reacción de éste fue instantánea.

—Oh, por supuesto, cielo, estás genial —dijo asintiendo con la cabeza.

Johnny Cash, que estaba arreglándose el cabello en el iluminadísimo espejo del tocador, se inclinó para echar un vistazo a Emily.

—Es verdad. Lo has clavado —dijo con una sonrisa y un guiño.

—Gracias —contestó Emily devolviéndole la sonrisa. Animada por aquella actitud amistosa, añadió—: La verdad es que ya me estoy poniendo nerviosa en serio. ¿Y vosotros?

Aliviados de que se hubiera roto el silencio, los cuatro varones hablaron casi a la vez. Todos coincidieron en que estaban muy nerviosos. James Brown lo resumió a la perfección:

—Yo creo que estaría menos nervioso si no supiera que ya estoy en la final —comentó al tiempo que se levantaba de la silla—. Pero tenemos encima la presión de saber que aunque la caguemos en las eliminatorias los jueces nos van a pasar a la final de todas formas, y todo el mundo se dará cuenta de que el concurso estaba amañado.

Emily afirmó vigorosamente con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo.

—Desde luego. Yo apenas he dormido esta noche, preocupada por hacerlo mal en la audición. Creo que habrá menos presión en la final.

Johnny Cash intervino de nuevo:

—Pues sí. Pero la verdad es que yo preferiría ganarme el puesto en la final de manera legítima. Da la sensación de que estamos haciendo trampas, ¿no os parece? ¿Por qué no nos dejan probar a ver si llegamos a la final por nuestros propios méritos?

El único que respondió a esto fue Otis Redding:

—Porque el concurso dura solamente un día.

—Ya. ¿Y qué más da eso?

—No seas corto, cuando uno llega a la final no está ahí de pie cantando solito, sino que tiene la orquesta entera para acompañarlo.

—¿Y qué?

—Que la orquesta necesita saber con varios días de antelación qué canción tiene que tocar, ¿comprendes? Si llega a la final, sin que nadie se lo espere, un puto tío que encarna a Jimi Hendrix y dice que va a cantar Voodoo Chile, te apuesto lo que quieras a que la orquesta lo tiene jodido. Imagínate lo que tiene que ser aprenderse esa canción y otras cuatro más aproximadamente en una hora.

Por fin se hizo la luz en el cerebro de Johnny. A pesar de todo su carisma, su talento y su encanto, no era precisamente el más lumbrera del lote.

—Ya lo pillo —dijo muy despacio—. No se me había ocurrido. ¿De modo que por eso querían saber con antelación qué tema voy a cantar?

—Sí, por eso. —Y acto seguido Otis exclamó para sí un «¡Será memo!» lo bastante alto como para que lo oyeran todos.

Emily sonrió. Ella ya se lo había figurado bastante rápido. Lo cierto era que en aquel concurso había varias cosas que tomar en consideración, ninguna de las cuales se le había ocurrido a Johnny, seguramente. Había una en particular que llevaba varios días royéndole el cerebro, y ahora le pareció que era la ocasión adecuada para sacarla a la luz:

—No sé yo —dijo— qué pasaría si uno de nosotros cinco cayera enfermo, con lo cual llegaría a la final uno de los otros concursantes.

James Brown se había levantado y estaba yendo hacia la puerta, pero en el momento de alargar la mano para agarrar el picaporte se giró para contestar la pregunta de Emily.

—Estoy seguro de que seguirían adelante con sólo cuatro finalistas.

—Puede ser —repuso Emily con cautela—. Pero ¿y si nos sucediera algo a tres o cuatro de nosotros? Por ejemplo, que todos nos intoxicáramos al comer algo y no pudiéramos actuar. ¿Qué pasaría entonces?

Brown abrió la puerta del vestuario, dispuesto a salir al pasillo.

—Pues que la final sería interesante de verdad, supongo —dijo.

—¿Adónde vas, tío? —le preguntó Johnny Cash.

—Afuera, al aparcamiento, a respirar un poco de aire fresco. Aquí dentro huele a muerto.

De forma instintiva, todo el mundo volvió la mirada hacia Kurt Cobain. Éste captó todas aquellas miradas acusadoras y se sonrojó un poco. Y acto seguido lanzó un comentario desafiante a Brown antes de que éste se fuera:

—Ten cuidado con los autobuses del aparcamiento, colega. Sería una lástima que te atropellaran y en la final quedáramos sólo cuatro.

Más que nunca, Sánchez hacía toda la propaganda que podía para que Elvis ganase el concurso «Regreso de entre los muertos». Su amigo no sólo había acudido en su ayuda persuadiendo a la recepcionista de que le diera una habitación que originalmente estaba reservada para otra persona, además el Rey se había ofrecido a subirle el equipaje. Habían tomado el ascensor hasta el séptimo piso y después habían andado como cincuenta metros por un pasillo muy largo. Dicho pasillo era lo bastante ancho para que cupieran unas seis personas la una al lado de la otra. Las paredes se hallaban empapeladas de color crema, y el mullido suelo era de moqueta, suave y de color verde. Resultaba evidente que el dueño del hotel se sentía muy orgulloso del mismo. En comparación, el bar de Sánchez, el Tapioca, parecía un local más bien cutre al entrar, en cambio cuando se dejaba atrás la zona ligeramente cutre se llegaba a la muy cutre. Pero aquel hotel era elegante por todas partes.

—Aquí está —dijo Sánchez señalando una puerta situada a mano izquierda. Estaba pintada de blanco y tenía unos pequeños números en negro a la altura de los ojos: 713.

—Joder, abre de una vez. Esta puta maleta pesa una tonelada —se quejó Elvis.

Sánchez, murmurando una excusa, se sacó una tarjeta del pantalón corto y la introdujo en el lector de tarjetas de la puerta. Se encendió una lucecita roja que a continuación se volvió verde, y seguidamente se oyó un suave chasquido. Sánchez giró la manija y empujó la puerta.

Se encontraron con una habitación muy espaciosa, en cuyo centro destacaba una cama grande. Al fondo había un tocador de madera, y junto a la cama otra mesilla con una lamparita. Más allá, en el rincón de la izquierda, había una puerta que daba al baño. Sánchez se sintió complacido con lo que vio. Aquello era mejor que lo que tenía en casa. Se quedó tan asombrado por lo limpio que estaba todo que no prestó demasiada atención adónde pisaba. Mientras recorría la habitación con la mirada, su pie derecho tropezó con un objeto que había en la moqueta. Oyó que se arrugaba algo y bajó la vista. Debajo de su pie había un sobre marrón de gran tamaño y aspecto corriente, que mediría unos veinte centímetros por treinta. Se agachó para recogerlo y fue hacia la cama. Mientras tanto, Elvis, que había entrado detrás de él, estaba cerrando la puerta de la habitación. Para cuando se dio la vuelta, Sánchez ya estaba sentado en la cama y manipulando una esquina del sobre.

—¿Qué cojones tienes ahí? —quiso saber Elvis.

—No estoy seguro.

—Pues ábrelo.

—¡Eso es lo que estoy haciendo, joder!

Los dedos regordetes de Sánchez estaban peleándose con el cierre del sobre. Habían pegado la solapa con cinta adhesiva, y también los lados de la misma. Sánchez desgarró la cinta y a continuación rasgó el extremo del sobre. Miró dentro. Había varias fotos de tamaño Polaroid, y también otra cosa, más abultada, metida justo al fondo.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Elvis.

Sánchez frunció el ceño.

—Fotos, por lo visto.

Sujetó firmemente el extremo del sobre para que lo que había al fondo no se cayese y seguidamente volcó suavemente el resto del contenido sobre la cama. Elvis dejó la maleta de Sánchez en el suelo y fue a mirar las fotos más de cerca. Sánchez tomó la que tenía más próxima y la examinó detenidamente. Era una instantánea en color de trece por diez en la que se veía a un hombre blanco, sin afeitar y con el pelo rubio y grasiento.

Elvis lo observó desde atrás.

—¿Quién cojones es ése? —preguntó.

—No sé.

—¿Y ese papel?

—¿Cuál?

—Ese de ahí.

Elvis señaló un papelito blanco que había resbalado del sobre junto con las fotos. Sánchez lo cogió con la otra mano y lo miró. Llevaba cuatro nombres escritos con tinta azul. Comparó los nombres con la foto que sostenía en la mano.

—¿Qué dice, tío? —inquirió Elvis.

—Me parece que este tipo es Kurt Cobain —respondió Sánchez agitando la foto. Luego examinó las otras tres—. Creo que son las fotos de cuatro participantes del concurso.

—Dámelo —dijo Elvis al tiempo que le arrebataba el papel a Sánchez. Echó un vistazo a los nombres y después observó las fotos que había extendido Sánchez sobre la cama—. Aquí pasa algo malo —anunció tras una larga pausa.

—No lo entiendo. ¿De qué coño va todo esto? —dijo Sánchez pensando en voz alta.

—Sánchez, tú sabes a qué me dedico, ¿verdad? Cuál es mi trabajo.

—Sí, por supuesto. Lo sabe todo el mundo. Eres un asesino a sueldo.

—Exacto. Y esto, amigo mío, es una lista de objetivos. El destinatario de ese sobre es el tipo que reservó esta habitación. Y estos cuatro cantantes iban a ser liquidados.

—¡No jodas!

A Sánchez le hizo poca gracia la idea de pernoctar en una habitación que había sido reservada por una persona que tenía pensado perpetrar cuatro asesinatos. Si aquel tipo se presentase, podía haber problemas. Para él.

Elvis reflexionó unos momentos y después le dio un consejo a Sánchez.

—Yo que tú, dejaría este sobre en recepción para que lo recoja el tipo en cuestión, si es que aparece.

—¿No debería entregárselo a la policía?

—Bueno, es una idea, sí. Pero, personalmente, opino que si alguien está pensando en liquidar a esos cuatro participantes a mí se me multiplicarán las posibilidades de ganar el puto concurso.

—Eso es un tanto despiadado, ¿no?

—Siempre hay que buscar la parte positiva de cada situación, Sánchez. Además, por si no lo has notado, en el Cementerio del Diablo no hay policía.

—Ya. Bueno. —Sánchez se sentó en la cama y se puso a pensar qué hacer. Comprendió la lógica del plan de Elvis.

—De acuerdo —suspiró—. Voy a intentar cerrar otra vez el sobre, y luego lo bajaré a recepción.

—Genial. —El Rey consultó el reloj—. Creo que mejor me voy yendo, colega. Dentro de media hora tengo que salir al escenario para la audición. Espero tenerte entre el público, necesito todo el apoyo posible. —Sonrió de oreja a oreja y agregó—: Aunque ya sea buenísimo.

—Claro. Luego te veo, tío. Buena suerte, y gracias otra vez por subirme la maleta.

Elvis plegó el papelito que contenía los cuatro nombres, se lo devolvió a su amigo y salió de la habitación. Cuando el Rey hubo cerrado la puerta y se hubo ido, Sánchez echó otro vistazo al interior del sobre para cerciorarse de que había visto bien. En efecto, en el fondo del mismo había un grueso fajo de billetes. Lo había sujetado con cuidado para que no se cayese cuando volcó los demás objetos. Al fin y al cabo, si Elvis lo hubiera visto posiblemente habría querido una parte. Y dado que el sobre se encontraba en su habitación, técnicamente era suyo. Extrajo el dinero y procedió a contarlo con dedos temblorosos. Eran billetes de cien dólares. Había doscientos.

Veinte mil.

Había llegado el momento de ir al casino.

Annabel de Frugyn fue conducida al despacho privado de Nigel Powell. Se trataba de una habitación elegante, provista de una blanda alfombra de color azul añil y paredes de yeso blanco. Al fondo había un amplio escritorio de madera, colocado delante de unas ventanas ocultas tras unas cortinas de color rojo vivo que quedaban fatal con la alfombra. Powell le indicó con un gesto que tomara asiento en un pequeño sillón tapizado de cuero negro que había frente la mesa. Seguidamente él fue hasta el otro lado de la misma y se sentó en otro sillón mucho más grande, también de cuero negro. Sobre la mesa había esparcido un batiburrillo bastante ordenado de papeles y fotografías enmarcadas, estas últimas orientadas hacia él. Había también un teléfono más bien anticuado, grande y de color blanco, justo a su izquierda.

Uno de los dos guardias de seguridad que habían escoltado al propietario del hotel hasta el vestíbulo lo había acompañado también hasta el despacho. Se apostó junto a la puerta, la cual había cerrado al entrar. Annabel, que todavía estaba de pie, le dedicó una de sus horribles sonrisas, pero el guardia, haciendo gala de una actitud verdaderamente militar, mantuvo la vista al frente y la ignoró. Annabel, sin arredrarse, tomó asiento en el sillón, frente a Powell. Sujetaba apretado contra el regazo el bolso que llevaba consigo a todas partes. Había permitido que el personal de seguridad del hotel le subiese el equipaje a la habitación, pero no estaba dispuesta a dejar que nadie pusiera las manos en su sucio y viejo bolso de cuero marrón.

—Bien, señorita de Frugyn, seguramente se estará preguntando qué está haciendo aquí —empezó Powell recostándose sonriente en su sillón.

Annabel no pudo evitar devolverle la sonrisa. Aquel hombre poseía un encanto diabólico, y se hacía obvio que cuidaba mucho su imagen. A pesar de haber rebasado los cuarenta, no tenía ni una sola arruga en la cara, resultado, sin duda, de la cirugía plástica y de las inyecciones de Botox que debía de administrarse con regularidad.

La sonrisa de Annabel era completamente lo contrario, y mostraba un sinnúmero de arrugas y pliegues.

—Quiere que haga uso de mis poderes psíquicos, ¿no es así?

—Muy bien. Impresionante. Y totalmente correcto. Voy a ser sincero con usted, Annabel, si me permite llamarla por el nombre de pila. —Ella reaccionó con una sonrisa afectada, más repugnante todavía, si cabe, que su horrible sonrisa habitual—. Su presencia en este hotel no ha sido producto de la casualidad. Yo mismo lo amañé todo para que ganase este viaje para asistir al concurso.

—Ya noté algo raro cuando recibí la carta en que se me comunicaba que había ganado.

—¿En serio? ¿Le fue revelado por sus poderes psíquicos? —Powell se enderezó en el asiento, de pronto más alerta que antes.

—Sí. Eso y el hecho de que no participé en la encuesta necesaria para ganar el premio.

Powell sonrió educadamente.

—Permítame que vaya al grano. Me han contado muchas cosas buenas de usted. Un amigo mío la recomendó después de acudir a su consulta para que le hiciera una videncia, hace unos cuantos años. —Calló unos instantes y asumió una actitud más solemne—. Y hoy necesito de sus servicios para un asunto de grave importancia.

—¿Quiere que le diga quién va a ganar el concurso?

—No. Es más importante que eso.

La Dama Mística estaba empeñada en adivinar lo que quería Powell antes de que éste se lo dijese.

—¿Quiere saber qué le van a regalar por su cumpleaños? —aventuró.

Powell dirigió una mirada al guardia de seguridad que estaba apostado junto a la puerta, una mirada que sugería que no estaba lo que se dice impresionado por los poderes místicos de aquella vidente. Todavía no lo había convencido de que fuera digna de llamarse Dama Mística.

Annabel, percibiendo su escepticismo, intentó tranquilizarlo:

—Trabajo mucho mejor cuando tengo mi bola de cristal —le dijo.

—Ah. Entiendo. ¿Y la tiene con usted?

—Sí.

—Sáquela, por favor. —Detrás de aquel tono suave había un toque de autoridad.

Annabel abrió la cremallera del bolso, pero antes de meter la mano dentro frunció el entrecejo.

—Espere —dijo con una exclamación ahogada—. Estoy viendo algo.

—¿Qué es?

—Estoy viendo que usted me entrega quinientos dólares.

Powell lanzó un suspiro. Annabel nunca trabajaba gratis, y se aseguraba de que lo supiera todo el mundo. Su reputación se había extendido mucho más allá de Santa Mondega, de modo que Powell ya sabía qué esperar. Buscó en el interior de la chaqueta y extrajo un grueso billetero de piel. Lo abrió y contó cinco billetes de cien dólares. A continuación puso tres de ellos sobre la mesa para Annabel, la cual los cogió a toda prisa y se apresuró a esconderlos en alguna parte de su persona.

Powell sujetó con un dedo los otros dos billetes que faltaban, y que aguardaban en su lado de la mesa.

—Trescientos ahora —dijo con frialdad— y doscientos más si me dice lo que necesito saber.

Annabel fingió estudiar la oferta. Pero la verdad era que no pensaba rechazarla de ninguna manera. Normalmente había un poco de regateo, pero al pedir de entrada quinientos dólares había sido un tanto optimista. El hecho de que Powell estuviera dispuesto a pagar dicha cantidad en su totalidad hacía que aquellos trescientos resultaran más que aceptables. Así que, acompañando el gesto con otra sonrisa de pesadilla, hurgó en su bolso y sacó una bola de cristal de pequeño tamaño, un objeto mucho más limpio que el sucio receptáculo en que estaba guardado. La depositó ante sí sobre la mesa y miró al hombre que tenía enfrente.

—Bien, pues dígame qué es lo que quiere saber.

—Verá, Annabel —dijo Powell inclinándose sobre el escritorio y ofreciéndole su deslumbrante sonrisa—, hace unas semanas acudió a mí un mexicano con aspecto de matón llamado Jefe. Afirmaba ser un asesino o una especie de cazarrecompensas.

—Me parece que lo conozco —dijo Annabel.

—Debería —replicó Nigel—. Porque es el que me recomendó que hablara con usted.

—¿De qué?

—Me dijo que le habían ofrecido una suma de dinero sustancial por matar a varios de los participantes en el concurso de este año. Que había aceptado el trabajo a través de una tercera persona, y al poco se enteró de que el contrato se lo habían dado a otro.

—Comprendo. Y usted quiere saber quién es ese otro.

—Sí. Y también quiero saber quién está contratando a esas personas y por qué.

—¿Jefe no lo sabía?

—No, pero me dijo que a lo mejor usted podría ser de ayuda a ese respecto. Ésa es la razón de que esté aquí.

—Está bien. ¿Algo más?

—De momento, basta con eso. ¿Se considera capaz de adivinarlo?

—Bueno, vamos a ver, ¿no? ¿Puede bajar las luces?

—Claro. Tommy, baja las luces, por favor.

El guardia de seguridad trajeado de negro giró un interruptor que había junto a la puerta y atenuó la iluminación del techo hasta que la estancia quedó lo bastante oscura para que la bola de cristal de Annabel comenzase a resplandecer con un suave color blanco. Fue la indicación que necesitaba ésta para inclinarse hacia delante y empezar a mover las manos alrededor de la enigmática esfera. Transcurridos unos segundos, en el interior de la bola apareció una niebla blanca que formaba remolinos. Powell tuvo la inteligencia de guardar silencio mientras la vidente gesticulaba de manera un tanto sospechosa con los brazos. Por fin, después de pasar casi un minuto entero mirando fijamente la bola de cristal en total concentración, Annabel pareció recibir una revelación.

—El hombre que busca —entonó— ya está en el hotel. Tiene una lista de personas a las que piensa matar.

—¿Alcanza a ver cómo es físicamente?

—Veo a dos hombres juntos. Uno de ellos va a participar en el concurso, el otro es un asesino despiadado. Piensan eliminar a sus principales contrincantes para ganar el concurso.

Powell se llevó una mano a la barbilla y empezó a frotársela con furia como si le picara.

—¿Quiénes son? —exigió.

—Espere. Estoy viendo algo. Es… es el número de una habitación.

—Continúe.

—Una habitación situada en la séptima planta.

Annabel, con la vista fija en el globo de cristal, estaba empezando a sudar a causa del esfuerzo de concentrarse. Powell también estaba mirando fijamente, pero no veía nada más que la niebla blanca girando en remolinos. Entonces la anciana habló de nuevo, esta vez con un tono de voz monocorde e intercalando breves pausas entre las palabras:

—Es el número de una habitación… la trece de… la séptima planta. Ahí es… donde encontrará… al asesino que busca.

—¡Vaya! —exclamó Powell con tono de sorpresa. En contra de su voluntad, estaba impresionado—. ¡Qué precisión! ¿Sabe el nombre de la persona que la ocupa?

Annabel negó lentamente con la cabeza.

—No. El nombre de esa persona está envuelto en una nube de confusión. No consigo distinguir por qué. —De nuevo su voz volvía a sonar normal.

«¡Mierda!», pensó Powell, pero se lo guardó para sus adentros.

—Está bien —dijo con suavidad—. ¿Ve algo más?

—Sí, una cosa más. Pero sospecho que usted ya la sabe. —Ahora sonaba titubeante.

Powell alzó una ceja en un gesto irónico.

—¿Y de qué se trata?

—Este concurso está maldito.

—¿Cómo dice? —Si estaba sorprendido, desde luego lo disimulaba notablemente bien.

—Que sobre este concurso pesa una especie de maldición. No consigo descifrar exactamente cuál, pero si yo fuera una participante, creo que no me convendría nada ganar.

El propietario y promotor del concurso hizo un ademán con la mano como para quitar importancia al asunto y sonrió.

—A mí no me preocupan las maldiciones, ni tampoco lo que le vaya a suceder a la persona que gane el concurso. Sólo quiero tener la seguridad de que todo discurre sin fallos.

—Usted decide —replicó Annabel—. Pero en mi opinión, sería más apropiado que el concurso se llamara «Operación Difunto».

Powell suspiró.

—Me parece que aquí ya hemos terminado. Tommy, vuelve a subir las luces, haz el favor.

La niebla blanca que llenaba el interior de la bola de cristal comenzó a disiparse, y Annabel se recostó en su sillón con cara de cansada y, si acaso, todavía más vieja. El guardia de seguridad subió las luces, y Annabel contempló sin disimular su placer cómo Powell empujaba en su dirección los restantes billetes de cien dólares.

—Gracias, Annabel. Por lo visto, lo ha hecho muy bien. —La miró fijamente y añadió—: Por supuesto, si volviéramos a necesitar de usted por algún motivo, ya conocemos el número de su habitación.

Hubo en su tono de voz una sutil nota de intimidación, y a Annabel no le cupo la menor duda de que sólo con que una de sus predicciones resultara ser falsa, los quinientos dólares regresarían con su antiguo dueño. Cogió los dos billetes de cien y los ocultó a toda prisa entre la ropa, donde tenía los otros tres. A continuación tomó la bola de cristal y se la guardó en el bolso.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted —dijo al tiempo que se levantaba. Y no era del todo mentira: quinientos pavos eran quinientos pavos.

—Lo mismo digo. Gracias, Annabel. Le deseo una agradable estancia. —Powell estiró el brazo por encima de la mesa y de nuevo estrechó la mano de la vidente, antes de formularle una última pregunta—: ¿Ya ha adivinado quién va a ganar el concurso?

La psíquica sonrió.

—Si fuera aficionada a las apuestas, diría que es una persona cuyo nombre empieza por J.

Una vez más Powell y Tommy se miraron entre sí. Acto seguido el guardia de seguridad abrió la puerta para Annabel. Una vez que la vidente se hubo marchado, Powell levantó el auricular del teléfono blanco que reposaba sobre su escritorio y apretó varios botones. La llamada fue atendida al segundo timbrazo. Respondió una voz de mujer.

—Recepción. ¿Qué desea?

—Hola, soy el señor Powell. ¿Puede decirme quién se aloja en la habitación siete-trece, por favor?

—Sí, señor. Un momento.

Tommy se acercó y tomó asiento en el sillón situado enfrente de su jefe. Un segundo después, la recepcionista facilitó a Powell el nombre que estaba buscando. Powell volvió a dejar el auricular del teléfono en su horquilla.

—Y bien, ¿ha acertado esa vieja bruja o no? —preguntó Tommy.

—Pues me han dicho que sólo acierta el cincuenta por ciento de las veces, pero no es una mala proporción. Me contento con que nos haya dado bien el número de la habitación de ese sicario.

—¿Y de quién se trata?

—Según recepción, se apellida Sánchez García. Manda a unos cuantos chicos a buscarlo, y cerciórate de que vayan armados. Si de verdad es un sicario, podría resultar muy peligroso.

—¿Qué les digo que hagan?

—Que lo interroguen.

—¿Y si ha venido aquí en calidad de asesino?

—Averigua para quién trabaja y mátalos a los dos.

—¿Y si no es el asesino?

Powell se encogió de hombros.

—Pues mátalo sin más.

Ahora que por fin había llegado al hotel Pasadena, Kid Bourbon se encaminó directamente hacia el bar. Tenía mucho que reflexionar. Y, siendo un hombre que en general no tenía gran interés por darse a la reflexión, se permitía tan sólo un día al año para rememorar el pasado y recapacitar sobre lo que habría ocurrido si diez años antes la noche de Halloween se hubiera desarrollado de modo distinto.

Había escogido el bar más tranquilo del hotel, un salón ubicado justo al lado del vestíbulo, y ahora estaba sentado en una banqueta al final de la barra, con la mirada perdida en un vaso de bourbon medio lleno. La camarera, Valerie, una joven diminuta que llevaba la larga melena castaña recogida en una cola de caballo, a los dos segundos de haberle puesto los ojos encima adivinó que aquel cliente no deseaba charlar de trivialidades. Su lenguaje corporal hablaba por sí solo: proyectaba deliberadamente una vibración hostil (aunque en la mayoría de las ocasiones era sin intención). Valerie le sirvió la bebida rápidamente y se la colocó delante, sobre un posavasos, con la máxima discreción.

En el bar no había más de veinte personas. Como si se hubieran percatado de que Kid no estaba de humor, a nadie se le ocurrió sentarse a la barra; estaban todos sentados en las mesas armoniosamente distribuidas por el salón, enfrascados en educadas conversaciones a media voz. Aquél no era uno de los antros de maleantes a los que estaba acostumbrado Kid Bourbon. Era demasiado elegante, y los clientes eran demasiado civilizados. Pero encajaba perfectamente bien con su actual estado de ánimo.

Había varias razones distintas por las que había ido al Cementerio del Diablo. El primer punto de la agenda de trabajo era emborracharse; así no recordaría tantas cosas. Habían pasado diez años desde el día en que, teniendo él dieciséis, mató a su madre. Además de eso, aquella misma noche dejó en el embarcadero a su novia adolescente, Beth, con la promesa de que volvería a buscarla antes de que pasara la hora de las brujas. Aquello ocurrió antes de que descubriera lo que quedaba de su madre. Todavía lo atormentaba de vez en cuando la idea de que aquella noche no logró regresar con Beth. Le surgieron asuntos más importantes que atender, como buscarle un hogar a su hermano pequeño, Casper, que estaba muy alterado. Casper había nacido con graves dificultades de aprendizaje, y al saber que su madre había muerto sufrió un ataque de histeria. Para empeorar la situación, Kid, que en aquella época era conocido por las siglas JD, además le rompió el cuello al padre de Casper en un acceso de cólera. Los dos hermanos tenían padres distintos. A JD no le gustaba su padre más que el de Casper, es que simplemente aún no se había dado la ocasión de matarlo.

Sin embargo, la persona que llenaba su pensamiento la mayor parte del tiempo era Beth, en las raras ocasiones en que permitía que regresara el pasado. Justo en este día, todos los años, se permitía recordarla exactamente igual que era cuando la besó por primera vez. Habían asistido juntos a una fiesta de Halloween organizada en el instituto de Santa Mondega. Su madre le había confeccionado un disfraz de espantapájaros, y aunque éste no era exactamente lo que más le cuadraba, sabía que ella se había esforzado mucho para hacérselo. Y al final resultó ser todo un éxito inintencionado, porque cuando llegó a la pista de baile descubrió a Beth disfrazada de la Dorothy de El mago de Oz. Ambos vieron en ello un buen presagio, de modo que abandonaron el baile para irse a dar un paseo hasta el embarcadero. La carretera no estaba precisamente pavimentada con losas amarillas como las del cuento, pero aquello no les hizo perder ni un ápice de entusiasmo. Lo que les hizo perder entusiasmo fue lo que sucedió después.

Kid contempló su cara reflejada en el vaso de bourbon y se permitió esbozar una leve sonrisa. Mentalmente vio con toda nitidez la imagen de Beth dando saltos por el pasillo del instituto y canturreando: «Vamos a ver al mago, al maravilloso mago de Oz.»Él la interrumpió de inmediato, de modo que no consiguió llegar al final del estribillo. Si tuviera oportunidad, le habría encantado volver a aquel momento, y esta vez le permitiría cantar toda la canción hasta el final. Aunque pareciera una boba. La verdad era que no cantaba muy bien, que él recordase. Sin embargo, aquellas simples imperfecciones eran las que hacían que el recuerdo resultara tan entrañable.

Kid tenía planes de volver a Santa Mondega a buscar a Beth, con la esperanza de… ¿De qué? ¿De reavivar una relación que nunca había terminado de afianzarse? En aquellos diez años no había vuelto por allí, convencido de que ella tampoco estaría. En la noche de aquel desgraciado Halloween, Beth fue detenida y acusada de haber asesinado a su madrastra. Él desconocía los detalles del caso, pero al parecer Beth fue capturada por un policía local llamado Archibald Somers. Acabó en la cárcel, condenada a diez años de prisión por homicidio en primer grado. Si continuaba siendo la chica dulce y tímida que él había conocido, tal vez existiera la posibilidad de que la dejaran en libertad un poco antes por buena conducta. De hecho, aquello era algo que podía suceder ya en cualquier momento.

No obstante, en la vida de Kid Bourbon nada era tan blanco o negro como parecía visto de forma superficial. El problema que tenía con Beth consistía en que aun cuando saliera de la cárcel él no podría ir a buscarla, por la misma razón por la que no podía visitarla en prisión. Tenía demasiados enemigos. Si alguno se enteraba de que le importaba Beth, ésta se convertiría en el objetivo de diversas criaturas asesinas, ya fueran vampiros, hombres lobo o simplemente humanos corrompidos de los que se arrastran por el fango.

Dio vueltas al vaso de bourbon entre las manos. Por una décima de segundo vio reflejada en él la cara sonriente del vampiro que había acabado con su madre. Dicha imagen lo incitó a apretar el vaso con más fuerza, pero relajó rápidamente la mano para evitar que estallara en mil pedazos.

Había una razón fundamental por la que Kid iba a pasar Halloween en el hotel Pasadena. Lo cierto era que no había nada que le gustara más que una buena matanza de Halloween, de las que ya estaban pasadas de moda. Cuando estaba de viaje por Plainview, Texas, unas semanas antes, había descubierto mientras echaba un pulso con un individuo llamado Rodeo Rex que el Cementerio del Diablo estaba repleto de seres no muertos. Sobre todo en Halloween. Durante el enfrentamiento, Rex intentó hacerle errar alardeando de que tenía pensado acudir al Cementerio del Diablo para hacer un trabajito en el nombre de Dios: matar a los no muertos. En aquel momento daba la impresión de que el pulso podía durar indefinidamente, porque ambos contrincantes estaban muy igualados. Así que Kid, aunque odiaba perder cualquier confrontación, dejó ganar a Rex. Tras permitir que aquel gigantesco motero le tumbara el brazo y se apuntara la victoria, procedió a estrujarle la mano con todas sus fuerzas hasta romperle todos los huesos, para que no pudiera acudir a la cita que tenía en el Cementerio del Diablo. A partir de aquel momento, la tarea de matar a los no muertos era toda suya. Una vez que dejó a Rex fuera de la circulación, puso rumbo al Cementerio del Diablo para organizar una pequeña carnicería.

Pasó por su lado uno que iba caracterizado de Sid Vicious en dirección a la salida del bar, hacia el vasto auditorio que ocupaba la mayor parte de la planta baja del hotel. El hecho de verlo sacó a Kid de su siniestra ensoñación. El concurso «Regreso de entre los muertos» había atraído a un montón de caras interesantes. Por todas partes había gente que encarnaba a artistas fallecidos, y, tal como había demostrado sin la menor sombra de duda el idiota que pretendía ser Michael Jackson, todos eran una panda de pirados. Todos sin excepción. Y todos tenían en común una misma chifladura: se sentían más cómodos metidos en la piel de otro.

Kid no se había quitado las gafas de sol desde que entró en el hotel. Muy probablemente tendría los ojos vidriosos e inyectados en sangre a causa de las horas que había pasado en la carretera, y también a causa del alcohol y la falta de sueño. Las gafas servían también para ahuyentar a los desconocidos. Nadie podía establecer contacto visual con él, y nadie iba a equivocarse e interpretar que aquellos cristales oscuros eran una invitación a entablar una conversación intrascendente. Junto con la indumentaria que constituía su marca de fábrica, las gafas de sol conseguían proyectar el mensaje de «déjame en paz». Y desde luego con los empleados del hotel funcionaba a la perfección, porque cuando no estaban sirviendo a nadie cerca se mantenían bien alejados, en el otro extremo del bar.

En la barra, junto al vaso de bourbon, había dejado un cigarrillo sin encender que había sacado de un paquete recién abierto. Dicho paquete se encontraba al lado de un pequeño cenicero plateado que servía para recoger propinas. Sabía que los empleados del bar estaban rezando para que él no encendiera el cigarrillo, porque ello los obligaría a decirle que debía apagarlo. A los ojos de cualquier observador casual podría dar la impresión de que no tenía intención de prender el cigarrillo o de que simplemente se había olvidado de que lo tenía allí delante. Pero para aquel que conociera la reputación que tenía Kid Bourbon, estaba claro que con ello pretendía provocar una discusión con alguien al que no le cayeran bien los fumadores.

Cuando llevaba más o menos veinte minutos mirando fijamente el vaso medio lleno, lo cogió y apuró el contenido de un solo trago. Después lo dejó de nuevo sobre la barra con un golpe lo bastante fuerte para llamar la atención de Valerie, la camarera que le había servido antes, la cual, toda nerviosa, enseguida corrió a preguntarle:

—¿Lo mismo, señor?

Kid afirmó con la cabeza, y ella le sirvió otro medio vaso de Sam Cougar. A cambio de ponerle la copa sin intentar trabar conversación, Kid dejó caer sobre la barra un billete arrugado de veinte dólares.

—Quédese el cambio.

—Gracias, señor.

Cuando la chica estaba anotando la venta en la caja registradora que había en la parte de atrás, se oyó una voz masculina a la espalda de Kid que dijo en tono de jolgorio:

—Valerie, ponme una botella del mejor champán que tengas. —El hombre empleó un tono deliberadamente agudo para que lo oyeran todos los clientes del bar. Y, para que, según esperaba, quedaran impresionados.

Se hizo obvio que era un individuo conocido y odiado por la camarera, porque ésta se volvió de inmediato y esbozó una sonrisa falsa que sugería que no le caía nada bien, pero que no tenía más remedio que lamerle el culo para conservar aquel empleo.

Kid, ligeramente sorprendido, conocía a aquel tipo de los informativos de la televisión. Se llamaba Jonah Clementine y era el ex presidente de un importante banco internacional que había sido liquidado hacía poco, tras más de un siglo de actividad lucrativa. Varios miles de sufridos trabajadores se habían ido al paro con una indemnización escasa o nula, pero Clementine había sobrevivido al escándalo y había salido con su fortuna, ya que no su reputación, en mejor situación que antes. Después de haber pasado años concediéndose a sí mismo y a sus socios bonificaciones anuales de más de veinte millones de dólares, aún se las ingenió para irse con un cheque de treinta millones poco antes de que el banco fuera intervenido públicamente y de muy mala manera. Era exactamente el tipo de cliente que más odiaban los empleados del hotel. Los trataría como seres inferiores en los que casi no se fijaría, y ellos sin duda iban a tener que sonreírle y procurarle un trato preferencial. Lo cual, al parecer, era lo que estaba haciendo Valerie.

Además, Clementine tenía fama de ser un playboy internacional. Llevaba agarrada del brazo a una modelo rubia de veintipocos años, dotada de unos pechos enormes (seguro que compuestos principalmente de silicona) estrujados dentro de una ajustada camiseta blanca, y los apretaba intencionadamente contra el brazo de su acompañante. Sus largas piernas, bronceadas de un tono dorado perfecto, se ofrecían a la vista casi desde la cintura, porque justo por debajo de ella desaparecían en el interior de un brevísimo tanga dorado. La chica era, en resumidas cuentas, el contraste perfecto de Jonah Clementine, que lucía un traje Savile Row de color gris, hecho a mano, que valía tres mil dólares. Desde que el escándalo de sus especulaciones financieras inundó prácticamente todos los telediarios, resultaba obvio que había tenido tiempo para contratar los servicios de un entrenador personal. Pese a que ya tenía cuarenta y tantos años, poseía un físico que había dejado de ser el de quien pasa el tiempo dentro de una oficina. Tenía un torso musculado, el cual, unido al intenso bronceado naranja que seguramente había conseguido de manera artificial, le daba la apariencia del típico tío guaperas. Debajo del traje llevaba una camisa de seda color crema y un foulard a cuadros rojos y negros atado flojamente al cuello. A diferencia de la clase de clientes con los que Kid Bourbon estaba acostumbrado a compartir los bares, éste iba perfectamente afeitado y olía a colonia cara, y el estilo en que llevaba arreglado el pelo, corto y con las puntas hacia arriba, sugería que se había pasado una hora peinándose delante del espejo.

—Señor, ¿cuántas copas desea? —le preguntó Valerie respondiendo a la petición de que le sirviera una botella de champán.

—Solamente dos, por favor, Valerie. Y tú también sírvete una, ¿vale? Hoy estoy teniendo una racha de suerte.

—Como siempre, ¿no? —bromeó cortésmente la camarera a la vez que se dirigía al frigorífico del fondo a buscar el champán.

Mientras ella sacaba una botella de Diamant Bleu (la bebida de los ricos, donde las haya), el millonario observaba a Kid Bourbon. Éste había cogido el cigarrillo sin encender y se lo había puesto en la comisura de los labios, donde permaneció unos instantes sin que sucediera nada hasta que de pronto se prendió solo. Era un truco que había impresionado a mucha gente a lo largo de los años. Pero no iba a impresionar a Jonah Clementine; éste era de los que sólo se impresionan con las cosas que pueden controlar. Un excéntrico como Kid Bourbon tan sólo podía aspirar a causarle irritación. Y aquello era precisamente lo que intentaba hacer Kid.

—Disculpe, pero aquí no está permitido fumar. —Lo dijo de forma bastante razonable, pero estaba claro que la intención era la de una orden.

Kid hizo caso omiso.

—¡Eh, oiga! Estoy hablando con usted.

Kid se quitó el cigarrillo de la comisura de la boca con la mano izquierda y se volvió hacia Jonah Clementine. Y entonces exhaló una nube de humo en su dirección.

—¿Se puede saber qué coño le pasa? —saltó Clementine—. Aquí hay más personas, además de usted. Y no a todas les apetece respirar el humo de segunda mano que está expulsando.

—¿Adónde quiere llegar?

Un hombre que fuera más prudente que Clementine, y que estuviera menos acostumbrado a salirse con la suya, se habría percatado del tono áspero de aquella pregunta. Se habría percatado y tal vez hubiera reflexionado un poco sobre lo que significaba. Pero Clementine continuó arremetiendo, atónito por el hecho de que hubiera alguien capaz de desafiarlo.

—A lo que quiero llegar es a que apague ese maldito cigarro, o de lo contrario pediré que lo echen de aquí.

—No.

Clementine alzó las dos cejas.

—¿No? ¿Eso es todo? ¿No?

—Sí.

—Muy bien. No me deja otra alternativa. Valerie, llama a seguridad y que echen a este individuo a la calle. Ya.

La chica, que estaba de pie detrás de la barra, se encogió visiblemente. En cierto modo, seguramente se alegraba de que Clementine hubiera llamado la atención a aquel fumador en vez de tener que hacerlo ella, porque no quería que el tipo de las gafas de sol le echara a ella la culpa de que lo expulsaran del bar. Pero todavía le daba miedo la innecesaria conmoción que estaba a punto de desatarse.

Oculto a la vista, por debajo de la barra, había un botón de alarma que habían puesto precisamente para ocasiones como aquélla. Valerie se agachó y lo apretó con fuerza. Pasados cuarenta y cinco segundos se presentó en la entrada principal un fornido miembro del equipo de seguridad y se dirigió hacia la barra buscando signos visibles de alboroto. Se llamaba Gunther, y a sus cuarenta años era uno de los agentes de seguridad más veteranos del hotel. Alto y bien formado, llevaba un corte de pelo a lo militar, como recordatorio del tiempo que había pasado en el ejército. Vestía un holgado pantalón de vestir de color negro y una camiseta negra que exhibía una musculatura bien definida. Y además tenía un rostro curtido que sugería que en su época había recibido una buena tunda de puñetazos.

—¿Qué ocurre, Valerie? —preguntó.

—Yo voy a decirle lo que ocurre —intervino Clementine—. Se trata de este payaso de aquí. No quiere apagar el cigarrillo. Está molestando a todos los demás.

—Entiendo. —Gunther se volvió hacia Kid Bourbon, que seguía sentado en su banqueta sin hacer caso, dando una calada al pitillo—. Señor, voy a tener que pedirle que apague ese cigarrillo. —Lo dijo con educación, pero en un tono sumamente afilado.

—Pues pídamelo.

Gunther miró a Clementine e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Resultó obvio que él opinaba lo mismo acerca de aquel pirado que estaba fumando en el bar.

Endureció el tono de voz:

—Está bien, amigo. Venga, vamos a dar un paseo.

A la vez que decía esto, extendió la mano y agarró a Kid por el hombro derecho. Su intención era obligarlo a levantarse del asiento, suavemente pero con firmeza, con la esperanza de que él accediera sin oponer resistencia.

Pero opuso resistencia.

Con la mano derecha, Kid Bourbon asió la descomunal zarpa de Gunther y le estrujó los dedos con fuerza hasta casi hacerlos papilla. Al mismo tiempo, apartó la mano de su hombro sin moverse de la banqueta.

—No vuelva a tocarme.

Soltó la tenaza, y el guardia de seguridad retrocedió al tiempo que movía los dedos para cerciorarse de que todavía le funcionaban. Satisfecho al ver que no tenía la mano rota, miró a Kid más de cerca. Tras observarlo largo y tendido, su expresión reveló que había comprendido que se había librado de una buena.

—Yo lo conozco —dijo.

—Genial.

—Disfrute del cigarro.

—Así lo haré. —Kid dio otra calada y agregó—: Una cosa más, antes de que se vaya.

—¿Sí?

—Voy a matar a este cabrón trajeado dentro de un minuto. Envíe a alguien que venga a limpiar el estropicio.

Jonah Clementine oyó la amenaza y montó en cólera.

—Pero ¿a quién cree que está llamando cabrón? —Luego se giró hacia Gunther y ladró—: ¡Usted! ¡Saque inmediatamente de aquí a este maleante, o de lo contrario ya puede despedirse de su puto empleo!

—No pasa nada. Déjelo en paz.

Y dicho esto, Gunther dio media vuelta y se fue. Valerie y los demás clientes lo contemplaron sin decir nada, preguntándose qué iba a suceder a continuación y procurando no mirar fijamente a la siniestra figura que estaba sentada a la barra fumando como si nada.

Hacía muchos años que nadie desobedecía una orden de Clementine, y además, éste no había llegado a ser quien era a base de rendirse. Hirviendo visiblemente de furia, se hizo cargo del asunto personalmente. Era un hombre de gran poder y nivel económico, y de aún mayor autoestima, de modo que verse desafiado en público por un mero guardia de seguridad como Gunther, e insultado por un tipejo que se pasaba la vida en los bares, era algo a lo que no estaba acostumbrado, y además tenía que impresionar a la rubia despampanante que lo acompañaba.

Miró fijamente a Kid y bramó de nuevo:

—Apague ese cigarro ahora mismo.

Transcurrieron unos segundos dolorosamente largos antes de que Kid hiciera lo que le ordenaban: aplastó el cigarrillo contra el cenicero plateado que había dejado Valerie en la barra para las propinas.

—Gracias —dijo Clementine con gesto triunfal y la boca torcida en una sonrisa maliciosa—. No ha sido tan difícil, ¿a que no?

Kid lo ignoró. Alargó la mano para coger el paquete de cigarrillos que descansaba sobre la barra, extrajo uno y se lo puso en la comisura de los labios.

Clementine se encendió. Su novia la rubia le frotó la espalda para incitarlo más. Kid y él estaban apenas a un metro el uno del otro, y por la cara que ponía la rubia, daba la impresión de que aquella confrontación la estaba poniendo cachonda.

—Ah, usted es un puto comediante, ¿a que sí? ¡Ja, ja, sí, ja, ja! —se mofó Clementine. Y a continuación, bajando la voz con gesto amenazante, siseó—: Si prende ese cigarro estando yo presente, me encargaré de que lo saquen al desierto y lo maten a tiros igual que a un perro.

Kid estudió largamente a Clementine a través de las gafas de sol. Por espacio de unos segundos, ambos se miraron fijamente el uno al otro, sin moverse. Entonces Clementine se lanzó hacia delante con la intención de arrebatarle el cigarro a Kid de la boca. Pero Kid le agarró el brazo con la mano izquierda y lo frenó en seco. Seguidamente, cerró la mano derecha en un puño y se lo estrelló a Clementine en la cara. Con fuerza. Y todo ello sin levantarse de la banqueta.

El banquero se tambaleó ligeramente sin moverse del sitio, con una expresión de total desconcierto. Empezó a sangrar por ambas fosas nasales, hasta que el reguero le llegó a la boca. Al cabo de un par de segundos se desplomó de espaldas y quedó hecho un guiñapo en el suelo. Se oyó un desagradable crujido cuando su cráneo chocó con la madera del parquet.

La rubia del tanga dorado levantó los brazos en el aire y lanzó un chillido.

—¡Oh, Dios mío, Jonah! ¿Estás bien? —Se agachó y se inclinó sobre él para ver si se encontraba bien, pero los tacones de quince centímetros que llevaba y el peso de las mamas agrandadas le crearon dificultades para conservar el equilibrio, de modo que, con el fin de apoyarse, plantó fuertemente una mano en el pecho de Clementine. Éste no reaccionó. Tras darle unas cuantas palmaditas en la mejilla para intentar que volviera en sí, levantó la vista y miró a Kid Bourbon—. Está inconsciente —dijo en tono acusador—. Lo ha dejado sin conocimiento.

—No está inconsciente.

—Sí está, se lo digo yo. ¡No se mueve!

Kid aspiró la boquilla del cigarrillo apagado y esperó a que se encendiera antes de contestar.

—Si estuviera inconsciente —dijo con toda calma— todavía tendría pulso.

La rubia despampanante se quedó mirando boquiabierta el cuerpo de Clementine. Tardó un poco, pero finalmente se dio cuenta de que no respiraba. Miró de nuevo a Kid, que ya se había vuelto otra vez hacia su vaso medio lleno de Sam Cougar.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo hace para encenderlo? Es… es verdaderamente genial.

Se puso de pie y se acercó a Kid. Luego le puso una mano en el hombro y le susurró al oído:

—Bueno, ¿por qué no me invitas a una copa?

—Lárgate, putilla —rugió él con una voz que parecía grava arrastrada por el agua. A continuación volvió la vista hacia Valerie, la camarera, y señaló su vaso con un gesto de cabeza—. ¿Señorita?

—¿Sí, señor? —A la chica le latía el corazón a tal velocidad que se sorprendió de que pudiera hablar siquiera.

—Lléneme el vaso.

Sánchez era un hombre que tenía muchos defectos. Uno de los peores era la debilidad por el juego. Era un pasatiempo que con los años le había hecho perder buena parte de lo que tenía, pero el atractivo de las apuestas y la oportunidad de ganar dinero sin tener que sudar era demasiado poderoso y seductor para resistirse.

Desde el momento en que puso los ojos en el dinero que contenía el sobre que encontró en la habitación, ya empezó a maquinar toda clase de planes para especular con él. Y a pesar de que Elvis le advirtió de que aquel sobre iba destinado a un asesino profesional de nombre e identidad desconocidos, Sánchez no pudo dejar pasar la oportunidad. Así que se fue derecho al casino del hotel. Llevaba el sobre con las fotos y los veinte mil dólares escondido en la parte delantera del pantalón, hábilmente disimulado por la camisa hawaiana, que colgaba por fuera del mismo. Cuando compró aquella camisa, la dependienta de la tienda le informó de que jamás podría ocultar nada debajo de ella. Pues bien, se equivocaba.

Como era una persona bastante sincera —por lo menos según sus estimaciones—, Sánchez tenía toda la intención de entregar el sobre en el mostrador de recepción. A fin de cuentas, no le pertenecía a él. Y cuando lo hubiera entregado, el dinero seguiría estando dentro: la cantidad exacta, el número exacto de billetes y de la denominación exacta. Pero antes pensaba utilizarlo para jugar en el casino. Tan pronto como hubiera ganado una cantidad decente, volvería a meter en el sobre veinte mil dólares en billetes de cien, lo cerraría y lo dejaría en recepción. Nadie se daría cuenta de nada.

En el momento de idear dicho plan, su intención fue la de jugar sobre seguro y ganar sólo un poco de dinero; pero para cuando finalmente entró por la puerta del casino de la planta del sótano ya había tomado la decisión de abandonar sólo cuando hubiera duplicado la cantidad jugada. Veinte mil para él y otros veinte mil para el sicario, quienquiera que fuese. Salió del ascensor con las manos sudorosas y penetró en el recinto de la sala de juego. Una jugada favorable, y sus vacaciones tendrían el mejor de los comienzos.

El casino era como directamente sacado de un sueño que había tenido Sánchez (bueno, dejando aparte el hecho de que los crupieres no eran monos ataviados con traje y sombrero; los sueños de Sánchez tenían momentos en los que desbarraba). Era muy amplio y opulento, y la iluminación estaba dispuesta de tal modo que resplandecía con un intenso tono dorado. La moqueta era de un escarlata oscuro, no muy diferente del rojo de los chalecos que vestían los y las camareras. Y por todas partes había clientes. Por todas partes se oía el rodar de los dados, el ruido que hacían los naipes al ser colocados sobre el tapete, el girar de las ruletas, los vítores de los que ganaban y los suspiros de los que perdían, el tintineo de las monedas que caían en las bandejas…

Sánchez estaba en el paraíso.

A su izquierda había varias hileras de máquinas tragaperras, la mayoría de ellas utilizadas por personas mayores. Justo enfrente tenía un bar rodeado de banquetas en las que había varios perdedores ahogando sus penas. A su derecha se encontraban las ruletas y las mesas de blackjack, unas veinte en total. En cada mesa había un crupier y dos o tres jugadores, así que Sánchez disponía de un montón de espacio. Podía elegir la mesa que quisiera, pero ¿a qué le apetecía jugar? ¿Blackjack, póquer, dados, ruleta?

Lo que necesitaba era una señal. No era demasiado supersticioso, pero sí creía en la buena suerte. Presentía que tendría lugar un presagio de algún tipo que lo pondría en el buen camino. Y descubrió uno casi de inmediato. Cerca del centro de la sala había una ruleta con tres jugadores sentados a la misma. Uno de ellos era la autodenominada Dama Mística, Annabel de Frugyn.

«¡Premio!» A pesar de la repugnancia personal que le inspiraba aquella mujer, en aquel momento era precisamente la persona con la que esperaba encontrarse. Si los rumores estaban en lo cierto, aquella vieja bruja era capaz de ver el futuro. De manera que lo mejor era sentarse a su lado.

Se encaminó hacia la ruleta, en dirección a Annabel. Ésta estaba sentada en una banqueta entre dos diminutas chinas de mediana edad. Cada una de ellas tenía delante unos enormes montones de fichas, lo cual sugería que iban ganando. O que justo acababan de empezar a jugar. Sánchez cogió una banqueta libre de otra mesa y se hizo un hueco entre la Dama Mística y la china más pequeña, a la cual empujó hacia un lado para poder situarse a la izquierda de Annabel. Cuando ésta lo vio colarse para ponerse a su lado, Sánchez obtuvo el efecto deseado: Annabel se alegró de verlo.

—Sabía que no ibas a poder pasar sin mí, Sánchez —dijo ella guiñándole un ojo con una coquetería más bien horrible.

—¡Ja, ja! Sí, exacto —contestó él con un entusiasmo tan forzado que resultó vergonzoso—. Bueno, ¿qué, estás teniendo suerte?

—Pues sí. Estoy en una racha buenísima, Sánchez. El director del hotel me ha dado quinientos dólares, y ya los he triplicado.

Así que había recibido quinientos pavos de Powell. Sánchez no necesitó saber cómo los había ganado.

Bajó la mano hacia el sobre que tenía escondido en la parte delantera del pantalón. Lo había introducido a conciencia, de modo que para sacarlo tuvo que darle tres o cuatro tirones, con lo cual provocó varias miradas de extrañeza en los demás jugadores. En el repentino tirón final, al echar el brazo atrás golpeó sin querer con el codo a la china pequeña, justo en la cara. La china se cayó de la banqueta y aterrizó de espaldas en el suelo. «¡Mierda! —pensó Sánchez—. Pero no tengo tiempo para pedir perdones. Ya se recuperará como sea.»

Recobró la compostura, abrió el sobre, extrajo el grueso fajo de billetes y lo depositó con naturalidad sobre la mesa para que lo recogiera el crupier. El semblante de éste no mostró la menor expresión. Era un joven de veintimuchos, calvo y de piel olivácea, y sabía poner una impresionante cara de póquer cuando se trataba de demostrar una total falta de interés o de sorpresa ante el hecho de que alguien le lanzara cantidades importantes de dinero.

La minúscula china volvió a subirse a la banqueta refunfuñando enfadada y con cara de estar deseando derribar a Sánchez con una llave de karate. Pero cuado vio el fajo de billetes pareció cambiar de opinión, e incluso intentó ofrecerle a Sánchez una sonrisa desvaída. A todo el mundo le cae bien un tipo que tiene dinero. Y por una vez Sánchez era un tipo así. Sonriendo él mismo, le dijo al crupier:

—Deme fichas, por favor, buen hombre.

El crupier recogió el dinero de Sánchez, lo contó con mano experta y lo sustituyó por un montón de fichas rojas, azules y amarillas del valor correspondiente. Sánchez percibió que sus vecinas estaban levemente impresionadas por aquel poderío.

Annabel lo confirmó:

—Oye, Sánchez, ¡ese bar que tienes debe de funcionarte muy bien!

—Por supuesto. Soy un sagaz hombre de negocios —alardeó el camarero.

—Pienso que deberíamos hacer negocios juntos —sugirió Annabel—. Con tu visión comercial y mi clarividencia, podríamos forrarnos.

—Claro. ¿Por qué no empezamos ya mismo? Tú me dices si debo apostar al rojo o al negro, y yo pongo el dinero.

—Oh, esta vez seguro que sale el rojo.

—¿Estás segura?

—Del todo.

Lo dijo con una seguridad aplastante. Y más revelador todavía, para Sánchez, fue el hecho de que colocó un montoncito de fichas suyas en el rojo.

—No va más —anunció el crupier. Aunque esto lo dijo para todos los presentes, miró directamente a Sánchez, como retándolo a que demostrara que tenía huevos para apostar más de una ficha en la primera vuelta.

Sánchez sopesó las opciones. Tenía que tomar una decisión rápida. «Qué cojones, este dinero me lo he encontrado», decidió.

Y puso todas las fichas en el rojo.

En el tiempo que había transcurrido desde que Kid Bourbon propinó el puñetazo en la cara al ex banquero Jonah Clementine y lo mató de forma instantánea, no había entrado ningún otro cliente en el bar. La modelo rubia despampanante y de piernas largas que hasta hacía muy poco iba colgada del brazo del señor Clementine se había marchado casi de inmediato, seguramente en dirección al casino, con la esperanza de encontrar a un acaudalado sustituto antes de que todos fueran acaparados por otras cazafortunas. Despacio y sin molestar, los demás clientes del bar fueron yéndose por el mismo camino. Ninguno de ellos hizo movimientos repentinos al levantarse y salir, sino que se terminaron discretamente la copa, pusieron fin a la conversación y, de uno en uno, fueron desfilando hacia la puerta.

Valerie, la camarera, se quedó sin nadie a quien servir, pero procuró mantenerse ocupada limpiando las zonas del bar que quedaban lo más lejos posible de Kid Bourbon. El resto del personal estaba más cerca de la salida de atrás, y huyó a toda prisa antes de que Valerie tuviera ocasión de hacer lo mismo. Como el hotel tenía la norma de que siempre tenía que haber un camarero detrás de la barra, Valerie se vio obligada a no moverse de allí hasta que algún otro empleado hiciera acopio de valor para regresar. Lo cual no era probable que sucediera muy pronto.

Durante los veinte primeros minutos que pasaron después de suceder los hechos, la únicas personas que entraron en el bar fueron dos individuos del personal de seguridad. Los mandó venir Gunther, después de que Kid le avisara de que iba a ser necesario deshacerse de un cadáver. Y a no mucho tardar. Los dos hombres entraron sin hacer ruido y levantaron el cuerpo sin vida de Clementine, que yacía sobre el duro parquet negro, ahora manchado por un charco de sangre. Se lo llevaron detrás de la barra, y al verlos Valerie montó en cólera.

—¡No podéis traer eso aquí! —se quejó—. ¡No es higiénico!

El guardia de seguridad que sujetaba a Clementine por los pies se encogió de hombros y respondió:

—Órdenes de Gunther. Quiere que escondamos el cadáver hasta que llegue la ambulancia.

—Pues entonces metedlo en la cocina. No quiero tenerlo aquí.

—Ésa era la intención. Si no te importa quitarte de en medio… Mira, ya está goteando sangre por el puto suelo.

Valerie se hizo a un lado y se los quedó mirando mientras maniobraban para pasar por la puerta trasera de la barra a través de la cual habían desaparecido poco antes todos sus compañeros.

—Y no esperéis que nosotros vayamos detrás limpiando la sangre —vociferó—. ¡Ya podéis limpiarla vosotros mismos!

Kid Bourbon, desde donde estaba sentado, oyó que uno de los guardias de seguridad contestaba desde la cocina con un: «¡Que te jodan!» Ninguno de los dos se había atrevido a volver la vista hacia él al pasar por su lado, pero no tenían reparos en gritarle a una joven camarera. En su defensa habría que decir que seguramente no querían irritarlo; últimamente la prensa había hablado de él lo suficiente como para que todo el mundo supiera que lo más prudente era evitarlo. Kid Bourbon mataba sin motivo, cuando le venía bien. Y no le importaba a quién mataba, ya fueran hombres, mujeres o niños. Al menos aquello era lo que decían los periódicos. ¿Y quién iba a ser el guapo que pusiera a prueba dicha teoría? Seguro que en aquel hotel se alojaban individuos más grandes que él —y además duros—, pero el aura de maldad y de imprevisibilidad que lo rodeaba conseguía que nadie, por corpulento que fuese, se atreviera a enfrentarse a él deliberadamente.

Valerie estaba buscando con desesperación una excusa para refugiarse en la cocina. No quería estar cerca de Kid Bourbon, pero por desgracia era la persona que éste tenía más cerca. Es decir, hasta que entró en el bar una figura solitaria, un hombre lo bastante valiente para sentarse al lado de Kid. Había cruzado el vestíbulo principal, adyacente al bar, y había visto cómo salían huyendo todos. Valerie vio que hacía un alto en su camino y que preguntaba a una joven pareja qué había sucedido. Fingió estar concentrada en pasar la bayeta a la barra, pero no perdió ripio de lo que ocurría: la pareja señalaba a Kid con un gesto de cabeza, seguramente para explicarle al otro los hechos que tuvieron lugar cuando Kid Bourbon se encontró con Jonah Clementine. Acto seguido, el hombre, por lo visto sin inmutarse lo más mínimo, penetró en el bar y se dirigió al extremo de la barra en que estaba sentado Kid.

Kid acababa de terminarse el tercer vaso de bourbon. El hombre se aproximó a él trayendo en mente entablar una charla inocua, con la que esperaba captar el interés del asesino. Valerie lo reconoció: era uno de los cantantes del concurso «Regreso de entre los muertos». Se llamaba Julius y era un hombre de color, de mediana edad y aspecto más bien inofensivo, que lucía una cabeza totalmente calva, como una bola de billar. Erguido en toda su estatura no medía más de un metro setenta, pero era esbelto y sumamente ligero de pies. Por la solemnidad con la que andaba y el traje morado de terciopelo que vestía, parecía un poco un chulo de putas, dispuesto a ofrecer una de sus chicas a Kid.

De hecho, encarnaba al personaje de James Brown y estaba en el hotel para participar en el concurso. Tenía abierta la chaqueta del traje, con lo que se le veía la camisa que llevaba debajo, de color azul intenso. El pantalón era de campana a partir de la rodilla, lo cual le daba un estilo muy propio de los setenta. Tomó asiento a la barra apenas un metro a la izquierda de Kid Bourbon. Una vez que se puso cómodo, llamó a Valerie.

—¡Eh, Valerie!

La joven había hecho todo lo posible por no acercarse a aquel extremo de la barra, con la esperanza de que así los clientes que entrasen en el bar se dirigieran a donde estaba ella. Pero resultó que ahora Julius se había sentado precisamente al lado del individuo al que ella (y todo el mundo) estaba tratando de evitar.

—Una cerveza para mí, y ponle a mi amigo otra ronda de lo que esté bebiendo.

Kid respondió inmediatamente, con su habitual voz rasposa.

—Yo no soy tu puto amigo —gruñó sin mirar siquiera al otro.

—Pero podrías serlo —sugirió Julius con una sonrisa de la que Kid hizo caso omiso.

—Pero no lo voy a ser.

Valerie cogió la botella de Sam Cougar de la parte posterior de la barra, fue hacia donde estaban los dos hombres y rellenó el vaso vacío de Kid. Hasta arriba. Sin que se lo pidieran.

Había que reconocer cierto mérito a Julius, porque desde luego no se le notaba intimidado por los desagradables modales de Kid.

—Sé quién eres —dijo.

A Valerie le tembló la mano cuando volvió a poner el tapón a la botella de Sam Cougar, y se sintió aliviada de tener que devolverla a su sitio, en la parte posterior de la barra. La dejó junto a una botella de vodka, respiró hondo y se fue hacia el frigorífico del fondo, a buscar la cerveza que había pedido Julius.

Kid dio una calada al cigarrillo y por fin giró la cabeza para mirar al negro de sonrisa radiante que se había sentado a su lado.

—Así que sabes quién soy, ¿eh?

—Sí.

—Me alegro por ti.

—Eres Kid Bourbon.

—Eso dicen.

Julius continuó sonriendo como quien acaba de ganar en el casino. Luego emitió una breve carcajada.

—La verdad es que no decepcionas. ¿Sabes quién soy yo?

Kid Bourbon dio otra calada al cigarrillo y expulsó el humo en la cara de Julius.

—Déjame adivinarlo. Eres Gandhi, ¿a que sí?

—¡Eh! Eso ha tenido gracia. Eres un tío gracioso, ¿sabes?

—Y también sabes que estoy a punto de matarte, ¿verdad?

Valerie interrumpió la conversación al depositar un botellín de cerveza Mono Cagón sobre la barra, delante de Julius. Se aclaró la voz y farfulló:

—Señor, son doce dólares, por favor. —Lo miró con expresión suplicante, como diciendo: «Por el amor de Dios, no provoques ningún incidente más.» Abrigó la esperanza de que aquel pensamiento le perforase el cerebro de alguna manera. Antes de que se lo perforase una bala.

Julius extrajo un billete de veinte dólares del bolsillo pequeño del pantalón morado y lo puso encima de la barra.

—Quédate con el cambio —dijo sonriendo cada vez con mayor seguridad en sí mismo.

—Gracias, señor —acertó a decir Valerie al tiempo que recogía el billete y se escabullía hacia la caja registradora, situada al otro extremo.

Todavía sonriente como un político aprovechando la oportunidad de hacerse una foto, Julius se volvió hacia Kid Bourbon, cuya paciencia estaba ya a punto de agotarse.

—Tengo una oferta que hacerte. ¿Qué te parecería ganar cincuenta de los grandes por un día de trabajo?

Kid dio otra calada al cigarro y cogió su vaso de Sam Cougar. Se echó casi la mitad del contenido por el gaznate de un solo trago y volvió a depositarlo sobre la barra.

—Dame el dinero ahora.

—No puedo. Todavía no lo tengo.

—Lo quiero ahora.

—Ya lo sé, pero ya he pagado por adelantado a otro tío y aún no se ha presentado. De modo que tú eres mi plan B.

—¿Soy un plan B?

—Oye, si hubiera sabido que ibas a estar tú aquí, habrías sido el plan A, pero eres un tipo difícil de encontrar. De modo que acudí a otro.

Kid todavía tenía los ojos ocultos detrás de las gafas de sol, con lo cual a Julius le resultaba difícil calibrar qué impresión estaba causando. De todos modos insistió.

—Mira, hoy voy a participar en el concurso. Ya sabes cuál, ¿no? El titulado «Regreso de entre los muertos».

—Algo he oído.

—Bien, pues tengo que ganarlo yo. Si ayudas a que así sea, cincuenta de los grandes del premio son para ti.

—¿Qué cuantía tiene el premio?

—Un millón de dólares.

—Pues eso es lo que cobraré.

Julius se removió incómodo en su banqueta.

—Mira. Si conocieras los motivos por los que tengo que ganar yo este concurso, me ayudarías gratis.

—No. En absoluto.

—Aquí hay en juego mucho más que un millón de dólares. Hay vidas en peligro.

—Siempre hay vidas en peligro. —Esta vez la voz era más rasposa de lo habitual. Julius tenía la incómoda sensación de que a lo mejor una de las vidas que peligraban era la suya.

Cogió el botellín de Mono Cagón y bebió un sorbo. Durante unos segundos meneó el líquido por dentro de la boca, después lo tragó con fuerza y volvió a dejar el botellín sobre la barra.

—Está bien, escucha con atención. La cosa es como sigue: te voy a contar toda la historia, pero no vas a creértela porque es un tanto descabellada.

—No me digas. —La frase iba cargada de indiferencia.

—Sí te digo. Pero es tan disparatada que seguramente pensarás que me la he inventado. Tiene que ver con, digamos, experiencias sobrenaturales.

Kid expulsó otra nube de humo hacia el rostro de Julius.

—Verás —dijo con suavidad—, un día como hoy, hace diez años, mi madre se transformó en vampiro e intentó matarme. Dudo que puedas decirme algo que me impresione más que eso, de modo que ¿por qué no lo sueltas de una puta vez?

Julius jugueteó con el botellín de cerveza y le dio la vuelta hasta que tuvo frente a sí la etiqueta, que mostraba el dibujo de un mono defecando.

—De acuerdo. ¿Sabes que ese tal Nigel Powell es el propietario de este hotel? —Habló en voz baja, aunque no había alrededor nadie que pudiera oírlo—. ¿Sabes cómo llegó a ser el dueño?

—No.

—Firmó un contrato con el diablo.

—¿Y?

—Pues que este hotel está construido encima de la entrada del infierno.

—¿Y?

—Powell vendió su alma al diablo. Y a cambio, el diablo le entregó este hotel y toda la riqueza que trajo aparejada.

Kid Bourbon bebió un trago mucho más pequeño de su vaso antes de contestar.

—Un pacto muy provechoso.

—Sin duda. Pero ahí está la cosa, que los pactos que se hacen con el diablo no duran para siempre. Son más bien como los contratos de un año. Todos los años, por Halloween, Powell tiene que conseguir a una persona nueva que venda su alma a Satanás. Una persona diferente todos los años. Si no, el pacto queda anulado.

—Supongo que te refieres a que se irá al infierno para toda la eternidad.

Julius negó con la cabeza.

—Peor que eso. Si no encuentra a una persona que venda su alma al diablo, este hotel entero se derrumbará y se hundirá en las profundidades del infierno cuando finalice la hora de las brujas.

Kid lanzó un suspiro.

—No me creo ni media palabra de todas esas chorradas. Venga, reconoce que simplemente quieres ganar el concurso y ya está.

—¿Te interesa o no?

—Tú dime a quién quieres ver muerto.

—Soy uno de los cinco participantes que tienen posibilidades de ganar este concurso. Necesito que desaparezcan los otros cuatro. El ganador firmará con Powell un contrato de un millón de dólares. Pero ese contrato no es con Powell, sino con el diablo. Si el ganador lo firma, habrá vendido su alma a Satanás.

Kid observó a Julius con gesto suspicaz.

—No me creo nada de toda esta mierda. Acabas de decir que quieres que te ayude a ganar. ¿Para qué quieres ganar, para vender tu alma al diablo?

Julius lució una expresión satisfecha.

—Tengo mis motivos.

—¿Y cuáles son?

—Eso no necesitas saberlo.

—Ya. ¿Pero no sería más sencillo que me limitara a amenazar a ese Nigel Powell y lo obligara a que te diera el premio a ti?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque de esa forma se iría de rositas.

Kid sacudió la cabeza negativamente.

—¿Tú crees? Cuando estoy de humor, soy capaz de hacer estas cosas de un modo bastante desagradable.

—Oye, amigo, tú fíate de mí. Lo único que tienes que hacer es liquidar a mis cuatro rivales. De esa manera seré yo el único cantante de la final que haya ensayado la canción con la orquesta de la casa. De todas todas, seré el favorito a la hora de nombrar ganador.

Kid Bourbon alzó una ceja y observó a Julius para ver si hablaba en serio. Al parecer, sí.

—¿De modo que ese puto concurso está amañado?

—Pues… sí. Como todos.

Kid dio una última calada al cigarrillo y después lo apagó contra la barra.

—Supongo. ¿Y qué pasa cuando hayas ganado?

—Que te pagaré tus cincuenta mil.

—Quinientos mil. —De pronto, el habitual tono áspero adquirió un filo glacial.

—Claro, lo que sea. Si se te da tan bien matar como dicen, será un dinero bien empleado.

—No me digas.

—Entonces, ¿tenemos un trato?

—Tenemos un trato. Pero oye una cosa: si no cumples, te parto el cuello.

Aunque Kid ya había tomado la decisión de aceptar aquel trabajo, aún sospechaba de los motivos que podía tener Julius. Era muy probable que aquel tipo intentara escaquearse sin pagar una vez que hubiera acabado todo. Estaba claro que no había que fiarse de él.

Julius introdujo la mano en el interior de la chaqueta y sacó un sobrecito marrón que llevaba en un bolsillo. Lo depositó sobre la barra, se lo quedó mirando unos instantes, y seguidamente lo deslizó por la brillante superficie de madera en dirección a Kid.

—Ahí dentro están los detalles del trabajo. Cuatro nombres. Los necesito muertos. Y rapidito —dijo indicando el sobre con la cabeza.

Kid cogió el vaso de Sam Cougar y apuró lo que quedaba. Después se sacó un billete de diez dólares del bolsillo del pantalón y lo dejó encima de la barra, al lado de la colilla apagada. Seguidamente se volvió hacia Julius, tomó el sobre y se levantó de la banqueta para marcharse.

—Hay una cosa más que tienes que saber —dijo Julius.

—¿Sí? —Kid dejó escapar un suspiro. Siempre había una cosa más.

—Uno de los cuatro es una mujer. ¿Tienes algún problema con matar mujeres?

—Maté a mi madre, ¿no?

Y con aquel comentario incontestable flotando en el aire, Kid Bourbon se marchó y dejó al doble de James Brown vestido de morado para que se terminase la cerveza a solas.

A lo largo de su vida, Sánchez había cometido pequeñas idioteces… bueno, vale, grandes idioteces. Por lo general relacionadas con las mujeres o con el juego. La más reciente tenía que ver con ambas cosas, aunque la mujer en cuestión no era del tipo de las que normalmente lo inducían a cometer una idiotez. Las mujeres con las que habitualmente hacía el gilipollas eran más bien jóvenes, atractivas y taimadas. La Dama Mística era vieja, fea y tonta, al menos en opinión de Sánchez. ¿En qué demonios estaría pensando?

Los veinte mil dólares del sobre marrón ya habían volado. Volado en un momento de locura que se llevó de un plumazo todas las fichas que había apostado al rojo en la ruleta. Y todo por haber hecho caso a aquella vieja bruja de Annabel de Frugyn. «Tenía que ser por culpa de una puta pitonisa.» Si a aquella chiflada se le ocurría alguna vez poner el pie en el Tapioca, el bar que tenía en Santa Mondega, probaría otra muestra de su famoso brebaje casero. Bruja de mierda.

Así que ahora se enfrentaba a una situación difícil. Tenía que coger el sobre y entregarlo en recepción, abierto por una esquina y faltándole los veinte mil dólares. Debería haberle dicho inmediatamente a Elvis lo del dinero, nada más verlo al fondo del sobre; podrían habérselo repartido, y así tendría a Elvis de su parte si aparecía alguien preguntando por él. Pero ahora ya era demasiado tarde para confesarle a Elvis que le había ocultado aquel detalle. Ni siquiera estaba seguro de que fuera buena idea coger el sobre y entregarlo en recepción. Si el receptor inicial se presentaba preguntando por el paquete, y lo abría y veía que faltaba el dinero, seguramente vendría a por él. Lo único positivo que veía en todo aquel maldito embrollo era que si lo entregaba en recepción posiblemente también pasarían a ser sospechosas las recepcionistas.

La alternativa —la de no entregar el sobre— seguramente tendría como consecuencia que el receptor original le buscaría a él la pista de todas formas. Si el sobre aparecía en su habitación, iba a encontrarse en un buen apuro. De modo que terminó convenciéndose de que la idea de entregarlo en recepción a fin de cuentas no estaba tan mal.

Fue un alivio ver que las hordas de clientes que pretendían registrarse ya habían desaparecido. El ovalado vestíbulo de la recepción estaba bastante tranquilo. Paseó alrededor unas cuantas veces, sin acabar de saber si estaba haciendo bien o no, pero cuando ya llevaba pasando cuatro o cinco veces por delante del mostrador con aire indiferente se dijo que quizás empezaba a dar la impresión de estar acechando a la recepcionista. Y como se trataba de Stephie, a la que había llamado «puñetera inútil», supuso que ya empezaba a dar miedo. De modo que finalmente, antes de que ella pulsara algún botón de alarma, se aproximó al mostrador. Estaba claro que era lo mejor, sobre todo porque le había prometido a Elvis que entregaría el sobre y en aquel preciso momento no estaba por la labor de fastidiar demasiado al Rey. Elvis era el único aliado que tenía.

—Hola otra vez —dijo, ofreciendo a Stephie una sonrisa nada sincera.

La recepcionista lo había visto pasear arriba y abajo y volver la vista hacia ella de vez en cuando, de modo que, comprensiblemente, estaba muerta de miedo. Debido al ingente número de huéspedes nuevos, había tenido una mañana muy atareada; agotada física y mentalmente, no estaba de humor para aguantar las tonterías de Sánchez.

—Espero que no tenga la intención de invitarme a salir —dijo, mirándolo con un desprecio sin disimulos.

«Puñetera», pensó Sánchez, pero compuso su mejor sonrisa y depositó el sobre el mostrador.

—He encontrado esto en la habitación que usted tuvo la amabilidad de conseguirme. He pensado que debía entregárselo, por si acaso viene a buscarlo el destinatario.

Stephie miró el sobre que tenía delante.

—Por supuesto —respondió en tono sarcástico—, pero veo que ya lo ha abierto.

—Qué va. Lo he encontrado así.

—Naturalmente. —Stephie cogió el sobre y se levantó murmurando en voz baja, pero suficiente para que Sánchez la oyera—: Voy a guardarlo en una caja de seguridad para que no vuelva a abrirse solo.

—Esto… gracias —dijo Sánchez manteniendo la sonrisa falsa—. Ah, y… esto… si viene preguntando por él ese tal…

—Orson Vergadura.

—¿Perdone?

—Orson Vergadura. El cliente cuya habitación ha ocupado usted.

—Sí, ése. Si viene preguntando por el sobre, ¿le importaría llamarme a mi habitación? Sólo para saber que lo ha recibido sin problemas. Así dormiré mejor.

—No me cabe duda.

Tras dirigirle una última mirada reprobatoria, Stephie desapareció con el sobre a través de una puerta que había en la parte de atrás. Al salir se cruzó con otra de las recepcionistas, una mujer cincuentona, rotunda y de baja estatura que tenía la misma cara que un bulldog masticando una avispa. Ocupó el puesto situado junto al de Stephie y sonrió a Sánchez. Había llegado el momento de proceder a una rápida retirada. Faltaba poco para que Elvis saliera al escenario para la audición del concurso «Regreso de entre los muertos». Sánchez quería asistir sin falta, a fin de hacer méritos con el Rey aplaudiendo rabiosamente su actuación y felicitándolo por la misma.

Cuando se dirigía hacia unas puertas de cristal que conducían al exterior del vestíbulo y a la planta donde se encontraba el teatro, oyó a su espalda una voz atronadora que procedía del vestíbulo. Daba la sensación de pertenecer a un tipo grande y dominante.

—Hola, señorita —dijo la voz en tono educado—. ¿Tiene una habitación reservada a mi nombre? Soy Orson Vergadura.

Sánchez sintió que se le erizaba el vello de la nuca. «Por favor —pensó—. Que ese tío no sea físicamente tan desagradable como su forma de hablar.»

Temiendo lo que iba a encontrarse, se dio la vuelta. Se habían hecho realidad sus peores miedos. Porque allí, de pie ante el mostrador de recepción, vio a un individuo absolutamente descomunal. Medía alrededor de un metro noventa y vestía una trinchera de color gris. El cabello, denso, pelirrojo y sin lavar, lo llevaba recogido en una coleta que le colgaba hasta más abajo de las paletillas. Y además lucía una perilla a juego en una trenza que le llegaba casi hasta el pecho. Debajo de la trinchera llevaba lo que a Sánchez le pareció que era un atuendo militar. ¿Sería un ex soldado, quizás? ¿Un asesino letal? A juzgar por lo que contenía el sobre, estaba claro que sí.

Sánchez, preocupado, no se habría sentido más tranquilo si hubiera sabido que el hombre que afirmaba ser Orson Vergadura era en realidad un famoso sicario que trabajaba por aquella parte del país. De hecho, era más conocido como Angus el Invencible, a causa de su increíble resistencia. Había sido apuñalado, disparado, mutilado, golpeado, aporreado… de todo; pero siempre conseguía levantarse. Y siempre liquidaba a su objetivo.

Sánchez no necesitó observarlo durante mucho tiempo para saber que había llegado el momento de largarse antes de que una de las recepcionistas hablara a aquel huésped del sobre que él había estado manipulando. Pero justo en aquel momento, Angus, percibiendo que alguien tenía la vista clavada en él, se volvió hacia Sánchez con cara de malas pulgas.

—¿Qué coño estás mirando, gordinflón? —rugió.

No hubo necesidad de contestar nada. Sánchez, simplemente, dio media vuelta y salió disparado en busca de Elvis.

Con los años, la caracterización que hacía Luther del cantante Otis Redding le había granjeado numerosos admiradores. Pero lo que podía resolverle el futuro o echarlo por tierra era el veredicto de los tres jueces del concurso «Regreso de entre los muertos». Si ganase dicho certamen, firmaría un contrato con el casino y no tendría que trabajar «de verdad» nunca más. Trabajando de artista itinerante que recorría el circuito de locales nocturnos ganaba justo lo suficiente para sobrevivir de una semana para otra. Esta oportunidad, que era de las que se dan una sola vez en la vida, podría cambiar todo aquello, siempre que él conservase la serenidad.

Lo primero que se puntuaba en un artista imitador era la apariencia física. Y Luther se había preocupado mucho de estar estupendo. Las primeras impresiones eran cruciales, y él no estaba dispuesto a dejar ninguna piedra sin remover en su lucha por alcanzar la fama. Especialmente para aquel concurso, se había hecho de encargo un llamativo traje negro brillante y una camisa de color rojo vivo. El traje llevaba el nombre de Otis cosido en letras doradas en el bolsillo delantero, y también en la espalda en letras mucho más grandes. ¿Que resultaba hortera? Bueno, a lo mejor un poco, pero ¿era importante? Desde luego que sí. Era vital que la gente reconociera al instante que se trataba del artista en cuestión. Aquello lo había aprendido ya desde el principio de su carrera, y le había ayudado a crear la fantasía de que él era Otis Redding en realidad.

Cuando se encaminaba hacia el escenario, se vio reflejado en una enorme pantalla de televisión que habían colocado en la parte posterior del entarimado, en lo alto. Así todo el público podría ver hasta la última gota de sudor que le cayera por la frente.

Estar de pie en el escenario del teatro principal del hotel, delante de un público formado por miles de personas, era el momento más estresante que había vivido hasta la fecha. Frente a sí el auditorio parecía gigantesco, más grande que ningún otro en el que hubiera actuado. Había por lo menos cien filas de butacas que iban ascendiendo gradualmente hasta el fondo de la sala, divididas en tres sectores. El segmento central tenía treinta butacas por fila, y los laterales otras quince cada uno. Y en aquel momento estaban ocupadas absolutamente todas.

Arriba había un anfiteatro que se extendía desde los lados hasta el centro, donde había montada una cabina de cristal para el equipo de sonido. Dentro se encontraba el DJ, que también hacía las veces de técnico de iluminación. Luther dirigió la vista hacia él y vio que estaba hurgándose la nariz, de modo que desvió rápidamente la mirada y procuró borrar aquella imagen de su mente.

Las audiciones para la final llevaban ya media hora celebrándose. Los primeros concursantes eran los auténticos esperanzados, los que no tenían ni idea de que el certamen estaba amañado y habían acudido de muchos kilómetros a la redonda con la ilusión de ver sus sueños convertidos en realidad. Algunos eran buenísimos, dignos sin ningún género de dudas de ocupar un puesto en la final; otros eran tan malos que daban lástima. Pero ahora, cuando llevaban media hora de concurso, le tocaba actuar a Otis, el primero de los cinco participantes que habían sido preseleccionados en secreto para la final. Lo único que tenía que hacer era no cagarla.

En el escenario, directamente enfrente de él, distinguió el panel de los tres jueces, que observaban cada uno de sus movimientos. Daban la impresión de estar estudiando su temperamento, de buscar algún punto débil. Aquellas miradas le quemaban con más intensidad que los intensos focos del techo. Sólo reconoció a uno de los jueces. El panel estaba compuesto por una mujer de color, otra mujer blanca y, sentado entre ambas, un hombre de piel bronceada en una curiosa tonalidad naranja. Se trataba de Nigel Powell, juez principal y además creador y dueño de aquel concurso.

Estaban sentados detrás de una larga mesa plateada que abarcaba toda la parte frontal del escenario y daba la espalda al público. Debajo de ellos se encontraba el foso de la orquesta. Cada uno tenía delante un vaso de agua, un bolígrafo y un cuaderno, por si querían anotar alguna cosa.

Cuando las luces se atenuaron y el reflector lo enfocó de lleno, volviendo al público prácticamente invisible, Luther experimentó súbitamente un último impulso de seguridad en sí mismo. Iba a hacerlo genial. Estaba seguro.

Tras hacer una breve presentación de sí mismo y ser interrogado por la presentadora del concurso, Nina Forina, hizo acopio de fuerzas y se preparó para cantar. Más nervioso de lo que en realidad necesitaba, esperó a que la orquesta interpretara los compases de introducción, respiró hondo y se lanzó a cantar el primer verso del tema These Arms of Mine. Se le hacía raro estar cantando ante un público tan numeroso sin pistas de acompañamiento, pero lo clavó. La gente demostró su aprobación de inmediato estallando en fuertes aplausos, lo cual elevó todavía más el sentimiento de seguridad de Luther. Durante los noventa segundos siguientes, hasta que Powell le ordenó que parase, el escenario fue todo suyo. Ninguno de los participantes que le habían precedido duró más de treinta segundos, pero a fin de que el público se acordase de la actuación de Luther, se había acordado en secreto que le permitirían cantar un poco más. Para cuando finalizó la audición ya estaba recibiendo una merecida ovación, con todo el público en pie, e incluso una mujer de las primeras filas le lanzó unas enormes bragas de color blanco.

Pero lo que contaba era la aclamación de los jueces. La primera en hablar fue Lucinda Brown, una conocida profesora de canto de Georgia que en su época había preparado a muchos cantantes de soul. Era una mujer negra con un ligero sobrepeso, que lucía un escotado vestido amarillo de seda. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, en un moño redondo de lo más exagerado. Sin duda alguna, su rasgo más positivo era su dulzura natural. Probablemente sabía con exactitud por lo que estaban pasando los concursantes, pues ella misma se había presentado a numerosas audiciones cuando era joven. En efecto, parecía la más comprensiva de los tres jueces, y se la veía deseosa de tranquilizar a Luther ante todo.

—¿Qué edad tienes, cariño? —le preguntó.

—Veinticinco —respondió Luther. Ahora estaba más nervioso que antes de salir a escena. De repente lo atenazó el miedo de que a lo mejor había dado demasiado por sentado que iba a estar en la final. Empezó a hacer inspiraciones profundas para calmarse mientras aguardaba con ansiedad los elogios o las críticas que pudieran caerle. Allí de pie, cociéndose bajo los focos, notó una gota de sudor que le resbaló de la frente, pero no se atrevió a levantar una mano para limpiársela. Lo único en que podía concentrarse era en respirar.

—Hijo —empezó la juez del vestido amarillo—, si Otis Redding hubiera cantado como tú cuando tenía veinticinco años, puedes estar seguro de que Dios no habría permitido que muriese en un accidente aéreo. Has estado fantástico. Si Otis te está viendo desde arriba, estará diciendo: «¡Dios mío, he vuelto a nacer!» —Calló unos instantes y luego agregó—: Te has comido literalmente a este público. —Al tiempo que decía esto agitaba vigorosamente el dedo índice de la mano derecha, lo cual contribuyó enormemente a excitarla no solamente a ella, sino también al resto del auditorio.

Los elogios de Lucinda fueron lo único que necesitaba el público para volverse loco. Muchas personas se pusieron de pie y aplaudieron con fervor. Luther se limitó a exhalar un suspiro de alivio. Sabía que había cantado muy bien, pero también sabía que los jueces podían ser idiotas. Había hecho exactamente lo que le había pedido Powell: había interpretado una canción lo mejor que supo, y su caracterización física era excelente.

De modo que sí, Lucinda, la primera de los jueces, tenía buen gusto.

«Vamos a ver qué dice el segundo.»

El hombre trajeado de blanco que ocupaba el centro de la mesa hizo un gesto de cabeza a su izquierda para indicar a la otra mujer del jurado que expusiera su opinión. Ésta era un clon de cuarenta y pocos años de la muñeca Barbie, se llamaba Candy Pérez y era famosa por haber estado en una ocasión en la lista de los diez primeros de México, con una pegadiza canción del verano que se hizo más popular por la coreografía efectista que la acompañaba que por las habilidades musicales que pudiera tener su intérprete. Le sonrió a Luther de oreja a oreja. Pese al hecho de que ya no iba a cumplir nunca más los treinta, ni siquiera los cuarenta, aquella sonrisa no le formó la más mínima arruga en la cara. Al igual que Nigel Powell, estaba hasta arriba de Botox, y además se sentía orgullosa de ello. Tenía una frondosa melena rubia y rizada y vestía una estilosa cazadora de cuero blanco con la cremallera abierta hasta la mitad que comprimía sus generosos senos formando un escote impresionante. Daba la impresión de no llevar nada debajo de la cazadora, de modo que había que esperar, por su bien, que aquella cremallera fuera capaz de aguantar tanta presión.

—Luther, en mi opinión has estado genial. —Le dedicó al angustiado cantante una sonrisa de un blanco deslumbrante pero totalmente falsa—. Es lo mejor que he visto hasta el momento. Enhorabuena. Pienso que tienes muchas posibilidades de ganar este concurso. Lo has hecho muy bien, cielo.

Al tiempo que el auditorio se llenaba de nuevos aplausos, a Luther le entraron ganas de lanzar un puñetazo al aire y gritar: «¡BIEN!», pero en vez de eso optó por reaccionar con dignidad y contención.

—Gracias… esto… muchas gracias —murmuró humildemente.

«Y ahora viene el tercer juez.» Aquel cuya opinión importaba de verdad. Nigel Powell.

Powell sabía manipular al público, y en todo caso era indudablemente la estrella de aquel espectáculo. Como era el creador, el propietario y el juez principal, su opinión importaba más que la de nadie. Y le encantaba llamar la atención, tal como resultaba obvio si uno se fijaba en su atuendo. La elegante camisa negra que llevaba debajo de aquel traje blanco inmaculado era bastante vulgar, pero lograba que la gente se fijara en él. Y las mujeres del público lo adoraban. Lo sabía él y lo sabían ellas, todas. Cada mujer que conocía parecía caer rendida a sus encantos. Exudaba seducción, pero también exudaba un aura a dinero y a poder. De manera que Luther necesitaba tenerlo de su parte, no sólo para que lo condujera sin tropiezos hasta la final, sino también para convencer al público de que, una vez allí, era capaz de ganar.

El juez principal también estaba exprimiendo al público todo lo que podía. Su lenguaje corporal no delataba nada de lo que opinaba sobre la actuación de Luther, pero tras fingir solemnemente que dedicaba unos instantes a pensar la respuesta, por fin habló. Su voz fue profunda y comedida, y su tono rayaba en lo serio.

—Luther —dijo asintiendo con gran seguridad en sí mismo, pero manteniendo en todo momento el contacto visual con el imitador de Otis Redding, que de pronto se había puesto nervioso—, Luther… dime, ¿cuántas ganas tienes de ganar este concurso?

—Lo es todo para mí. —Los nervios que lo acosaban convirtieron su respuesta en un graznido precipitado.

—¿En serio? ¿Y crees tener lo que hace falta para ello?

—Sí. —Aunque las respuestas eran obvias, aquel interrogatorio resultaba angustioso. Era como si Powell estuviera poniendo a prueba el carácter de su concursante, únicamente para exhibirse.

—¿Y te consideras capaz de levantarte y actuar así cinco noches por semana? ¿En mi hotel? ¿Y hacerlo así de bien todas las veces?

—Sí, Nigel, sé que sería capaz. Si me das la oportunidad. Haré lo que sea necesario. Esto significa mucho para mí.

Powell se recostó en su asiento y deslumbró a Luther con su sonrisa.

—Estupendo, porque, en mi opinión, tienes muchas posibilidades de ganar esto que hemos montado aquí. Veo que tienes verdadera madera de estrella. Estoy bastante seguro de que te veremos de nuevo en la final. Bien hecho.

El público comenzó a aullar y vitorear, y ya no sólo estaba en pie, sino literalmente botando arriba y abajo sin dejar de aplaudir. La tremenda ovación continuó un buen rato, y todavía duraba cuando Luther se bajó del escenario por los escalones de la izquierda, que conducían a la parte de atrás del mismo. Y todavía le retumbaban los aplausos en los oídos cuando se dirigió a la sala de espera dispuesta para los participantes que aún no habían actuado. Allí encontró reunidos a sus cuatro compañeros de vestuario, y fueron los primeros en felicitarlo.

—Bien hecho, tío —dijo Johnny Cash dándole una palmada en la espalda—. Una voz de puta madre. Yo diría que vas a ir directo a la final.

—Gracias.

Aquel cumplido era una pantomima, naturalmente. Varios participantes más, que no sabían que el puesto de Luther en la final ya estaba garantizado, también le desearon la mejor de las suertes. Él experimentó una leve punzada de culpa, sabiendo que aquel puñado de personas cuyos sueños y esperanzas dependían del éxito que obtuvieran en aquel concurso no tenían ni idea de que estaba amañado. Pero dicho sentimiento pasó enseguida.

Contento de haberse quitado por fin de encima la primera actuación, abandonó la amplia sala de espera y salió al pasillo para dirigirse al ascensor que había al fondo del mismo. Estaba deseando regresar al vestuario de la octava planta y digerirlo todo a solas durante un rato. Pensó que en realidad debería haberse quedado a apoyar a los otros cuatro, pero todos ellos habían recibido instrucciones aquel mismo día de dirigirse inmediatamente al vestuario que compartían una vez que hubieran terminado de actuar.

Cuando por fin llegó al final de aquel largo pasillo de paredes amarillas, sus piernas ya estaban empezando a recuperar las fuerzas que habían perdido mientras el juez emitía su veredicto. Así y todo, todavía le retumbaba el corazón en el pecho cuando pulsó el pequeño botón de plástico gris que había en la pared, junto al ascensor. Para alivio suyo, las puertas plateadas se abrieron de inmediato, de modo que, como no había nadie esperando para salir, se metió en la cabina y pulsó el botón del 8 en el panel que tenía a su derecha.

Antes de que las puertas pudieran cerrarse, por el lado izquierdo apareció un individuo vestido enteramente de negro, con gafas de sol y la cabeza cubierta por la capucha de la cazadora que llevaba. Entró en el ascensor y se situó al lado de Luther, con la mirada fija en el pasillo.

—¿A qué piso va? —preguntó Luther.

—No importa. —Su voz no era exactamente un gruñido, sino más bien un sonido áspero, como el roce de la grava.

El cantante no supo muy bien qué pensar de la respuesta de aquel desconocido. ¿Sería que le gustaba ir en ascensor?

A continuación se cerraron las puertas y, con una leve sacudida, la cabina comenzó a moverse hacia arriba.

Antes de llegar a la segunda planta, Luther ya estaba muerto.

Sánchez logró colarse entre bastidores y salir a una zona del escenario que quedaba detrás de los artistas. Encontró un sitio estupendo justo detrás de un enorme cortinón rojo que iba desde el suelo hasta el techo. Consiguió llegar justo uno o dos minutos antes de que saliera a cantar su amigo.

Elvis tuvo la mala suerte de que le tocase cantar después de la impresionante actuación del concursante que encarnaba a Otis Redding. Una misión difícil. Sánchez cruzó los dedos para que su colega no soltara ningún gallo. Después, una vez finalizada la actuación, aplaudió vigorosamente y con la intensidad suficiente para que el Rey lo oyese y supiera que él lo había visto y le había gustado.

Elvis había ejecutado una interpretación excelente de Kentucky Rain, y el público demostró su aprobación con fuertes aplausos y más de un aullido lobuno. Por lo visto, todos —jóvenes, viejos, hombres, mujeres— lo adoraban. Es que poseía carisma. Para Sánchez, era el tío más guay de todo el planeta. Claro que eso jamás pensaba decírselo a él, no sería nada guay.

Los tres jueces no habían mostrado tanto entusiasmo por la actuación de Elvis como el resto del público. De hecho, los comentarios que hicieron parecían tener como fin apaciguar el frenesí de sus admiradores. Era cierto que Sánchez no era imparcial, pero a su juicio Elvis lo había hecho exactamente igual de bien que el imitador de Otis Redding que le había precedido. Y Elvis opinaba lo mismo. Pero el único juez que emitió un elogio sincero fue Candy Pérez. Elvis le guiñó un ojo sin perder la compostura, cuidando de no llamar cabrones hijos de puta a los otros dos jueces.

Con gran estilo y dignidad, se bajó del escenario caminando con chulería en dirección a donde se encontraba Sánchez, despidiéndose del público con la mano y lanzándole besos. Tan pronto como se perdió de vista, la sonrisa que llevaba en la cara se transformó en una expresión ceñuda. Sánchez, al ver el semblante de su amigo, consideró que se imponía tranquilizarlo un poco.

—¡Eh, Elvis! Has estado genial, tío. Lo tienes chupado para llegar derechito a la final —exclamó de forma impulsiva, aunque lo cierto es que lo creía en serio.

—¡Y una mierda! Este puto concurso está amañado —gruñó Elvis, que no era de los que encajaban bien las críticas. No las encajaba en absoluto. Y en aquel caso tenía parte de razón. Sabía hacerse con el público y había depurado su personaje hasta la perfección. Todo el que dijera lo contrario era un jodido mentiroso.

—¿Sí? ¿De verdad piensas que hay tongo? —preguntó Sánchez.

—Pues claro. ¿No has visto los comentarios que han hecho los jueces a la actuación de Otis Redding? Y eso que no ha sido tan especial. A Otis Redding lo puede encarnar cualquiera —añadió en tono despectivo.

—Tú lo has hecho mejor que él, de eso no hay duda.

Elvis asintió, coincidiendo con él. Estaba claro que, a pesar de la seguridad casi sobrehumana que tenía en sí mismo, unos cuantos cumplidos provenientes de Sánchez eran más que bienvenidos.

—Gracias, Sánchez. Te lo agradezco. Pero sigo pensando que la he cagado. ¿Y sabes otra cosa? Cuando estaba ahí fuera, cantando, me ha chocado un cosa.

—Mierda, tío. Yo no he visto nada.

—No, atontado. Me refiero a que he comprendido una cosa de repente. El tío que encarnaba a Otis Redding era uno de los que aparecían en las fotos del sobre.

Sánchez reflexionó durante unos momentos. Sólo había llegado a ver los últimos segundos de la actuación de Otis Redding. Lo que vio fue mayormente la nuca del cantante mientras recibía los elogios del jurado. En cambio consiguió echarle una buena ojeada a la cara cuando pasó por su lado de camino a la sala de espera. En aquel momento no se le ocurrió, pero… sí, Elvis tenía razón.

—Mierda, es verdad. Entonces, a lo mejor no se trataba de la lista de objetivos de un sicario. A lo mejor es que alguien estaba intentando sobornar a uno de los jueces para que los de las fotos llegaran a la final.

Elvis se asomó por encima de las gafas de sol para mirar a Sánchez a los ojos.

—¿Sí? —dijo—. Entonces, si era un soborno, ¿dónde estaba el puto dinero?

Sánchez sintió que se le enrojecían ligeramente las mejillas.

—Pues… ya, claro —balbució—. Debía de ser la lista de un sicario.

—Eso es lo que pienso yo —convino el Rey con gesto cansado—. Así y todo, hasta las listas de los sicarios suelen ir acompañadas de un primer pago en efectivo. —Calló unos instantes y agregó—: Está claro que aquí está pasando algo raro. Y no me gusta.

—A mí tampoco.

—Menos mal que has entregado ese maldito sobre en recepción. —Calló otra vez, como si de pronto hubiera recordado que Sánchez era un mentiroso compulsivo, y que bien podía haber arrojado el sobre a un cubo de basura—. Porque lo has entregado, ¿verdad? —le preguntó con gesto suspicaz.

—Sí, por supuesto. Claro que lo he entregado. Y, oye, justo por los pelos. Precisamente ya venía ya para aquí cuando se presentó en recepción el tal Orson Vergadura, el que supuestamente tenía que haber ocupado la habitación que me han dado a mí.

—¿Te ha visto?

—Qué va. He salido pitando. Ese tío era más grande que una catedral.

—Así que un tiarrón, ¿eh?

—Sí. Y feo como un demonio. Tenía toda la pinta de un asesino a sueldo.

—Siendo así, Sánchez, te sugiero que saques tu maleta de la habitación antes de que ese tío suba a buscarte.

—Sí. Me parece una buena idea. —Miró en derredor, nervioso, y luego añadió—: La cosa es que no me apetece mucho subir yo solo, no sé si me entiendes…

Elvis sacudió la cabeza en un gesto negativo y suspiró. La cobardía de Sánchez, al igual que su falta de sinceridad, era legendaria en Santa Mondega. El Rey sabía perfectamente bien que a su amigo le faltaban huevos para actuar solo; pero a pesar de todos los defectos que tenía, siempre había sido generoso y le había invitado a muchas copas en su bar, el Tapioca, a lo largo de los años. Y por buenos motivos.

—Hoy hace diez años que te salvé el culo de aquellos vampiros de la iglesia, ¿no es cierto? —dijo Elvis.

—Sí. A mí tampoco se me ha olvidado. Pero por culpa de toda aquella experiencia siempre me pongo un poco nervioso en Halloween. Este viaje es un poco por eso. Pensé que estaría bien salir de Santa Mondega, con todos los muertos vivientes que andan por allí.

—Pues vamos —gruñó Elvis saliendo al pasillo—. Vamos a por tu maleta. Si no encuentras otra habitación, puedes dormir conmigo.

—Gracias, tío —respondió Sánchez, debidamente agradecido.

Llegaron al ascensor que había al final del pasillo, y Elvis lo llamó apretando el botón gris de la pared. Esperaron poco más de unos segundos hasta que llegó la cabina y se abrieron las puertas de la misma. Estaba vacía, de modo que entraron en ella. Sánchez se giró a la izquierda para pulsar el botón de su planta, pero se topó con algo muy desagradable: en aquel rincón de la cabina, debajo del panel de botones, se hallaba el cuerpo desmoronado de un hombre negro de veintipico años.

—¡Aaay, Dios! —chilló Sánchez igual que una niña, al tiempo que retrocedía bruscamente a causa del susto.

—¿En qué planta está tu habitación, Sánchez? —preguntó Elvis con frialdad. Él también había visto el cadáver, pero reaccionó de forma mucho más calmada que su amigo.

—¡Joder! ¡Joder, tío! Pero mira, si es…

—¿Cuál es tu puta planta?

—La séptima.

Haciendo caso omiso del muerto, Elvis alargó la mano y pulsó el botón de la séptima planta. Cuando se cerraron las puertas y empezó a moverse el ascensor, Sánchez recobró un poco el dominio de sí mismo. Tenía un negro muerto a los pies. Había visto muchos muertos, la mayoría de ellos en su bar, pero el hecho de ver uno en el interior de un ascensor le había dado un susto de aúpa, igual que si se hubiera encontrado con una araña nada más encender la luz del dormitorio.

Respiró hondo y, sin hacer caso del corazón, que se le salía del pecho, observó un poco más de cerca el cuerpo, que estaba semiapoyado contra la pared del ascensor. El muerto llevaba un traje negro brillante y una camisa roja.

—¡Dios mío! ¡Es Otis Redding!

—No jodas. —Elvis no parecía preocupado, pero Sánchez insistió—: Ha debido de matarlo el tal Orson Vergadura.

—O ha pagado para que lo matase otro.

—Dios. —Con una mueca de repugnancia, Sánchez se inclinó hacia delante para verlo mejor—. Me parece que tiene roto el cuello. —Después olfateó el aire—. Y también huele como si hubiera estado cagando en el muelle de la bahía.*

—No tiene gracia, tío. De hecho, ni siquiera tiene lógica.

—No he tenido tiempo de pensar otra cosa, es lo mejor que se me ha ocurrido.

Elvis negó con la cabeza.

—Mira, no es el mejor momento para ponerse a pensar en salidas graciosas. Cuando lleguemos a tu habitación, no sería mala idea que pasáramos de largo. Puede que esté dentro ese tal Vergadura. A partir de aquí, haz todo lo que haga yo. —Elvis estaba haciendo gala de una claridad de pensamiento impresionante, dadas las circunstancias—. Y si alguien más intenta subir a este ascensor, vamos a tener que impedírselo.

—¿Por culpa del tufo?

—No, gilipollas. Porque si nos ve alguien aquí, con este cadáver, vamos a ser los principales sospechosos de haberlo matado.

—Mierda. Qué hijo de puta.

De pronto sonó la campanilla que anunciaba que el ascensor había llegado a la séptima planta. Se abrieron las puertas. Sánchez vio inmediatamente a cuatro guardias de seguridad armados, todos trajeados de negro y con el pelo cortado a lo militar, de pie al fondo del pasillo. Delante de su habitación. Preparados para echar la puerta abajo y entrar a la carga.

Elvis alzó una mano para taparse la cara y se puso a un lado, donde no pudieran verle desde el pasillo. Luego le susurró a Sánchez en tono urgente:

—Pulsa el botón de la planta baja. Tenemos que largarnos de aquí.

Sánchez oyó la instrucción, pero estaba tan concentrado en mirar a los guardias de seguridad que prestó escasa atención al botón al que acercaba la mano.

Los cuatro guardias se volvieron para ver quién los estaba mirando fijamente desde el ascensor. Lo que vieron fue a Sánchez alargando la mano hacia el panel de botones para pulsar el que correspondía a la planta baja. Y fallando. En lugar de llevar el dedo al botón, lo llevó al ojo abierto del cadáver que encarnaba a Otis Redding. El susto que se llevó al tocar algo frío y elástico le hizo apartarse de un brinco. En cambio, dicha acción tuvo efectos más desastrosos. El cadáver, que estaba apoyado contra la pared de la cabina, resbaló y se derrumbó en el suelo, delante de Sánchez, con lo cual se hizo visible a los cuatro hombres que estaban en el pasillo.

—¡Mierda!

Sánchez recuperó el control, encontró el botón de la planta baja y lo apretó a toda prisa. Pero fue demasiado tarde. Los guardias ya habían visto el cuerpo y tenían la atención centrada en él y en Sánchez. La cara de Elvis permanecía eficazmente fuera de su campo visual, pero la manga del traje dorado que llevaba asomaba más allá de las puertas del ascensor.

—¡Eh, tú! ¡No te muevas! —chilló el guardia de seguridad que estaba más cerca. Había sacado un arma con una velocidad increíble y estaba apuntando con ella al ascensor.

Elvis empujó a Sánchez hacia un lado.

—Pégate a la pared —le susurró—. ¡Que no te vean tanto!

Las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse con una lentitud horrible, al tiempo que los cuatro guardias de seguridad se lanzaban al ataque por el pasillo.

Johnny Cash —o por lo menos el individuo que lo encarnaba— tenía por delante más de una hora de espera hasta que le tocase hacer la audición. Se encontraba en la sala con los otros cantantes, y los había impresionado a todos con una seguridad en sí mismo fría e imperturbable. No podían adivinar que por debajo de aquella fachada exterior de serenidad estaba cagado de miedo. Había en juego un millón de dólares. Pero para el que quedara el segundo no había nada, ni un solo céntimo. Nada importaba lo bien que hubiera aguantado la presión a lo largo de su carrera; esto era algo totalmente distinto.

La sala de espera era un hervidero de actividad, llena de bote en bote de aspirantes disfrazados como sus cantantes favoritos. Había varios sofás cómodos, sillones y pufs repartidos por la estancia, y además junto a cada pared habían dispuesto una mesa con bebidas y aperitivos, pero por lo visto aquello ya no servía para calmar los nervios a nadie. En aquella sala había más energía nerviosa y más tensión que en todo el resto del hotel.

La persona a la que más envidiaba Johnny era Luther, el que iba caracterizado de Otis Redding. Un cabrón con suerte. Ya había llevado a cabo su audición y ahora se encontraría en alguna parte relajándose, sabiendo que era casi seguro que llegara a la final. Ojalá pudiera él hacer lo mismo, pero necesitaba algún estimulante, algo que le diera más seguridad en sí mismo para poder soportar aquella angustiosa espera. Y también quería estar seguro de que los demás participantes estaban tan nerviosos como él. Que no estaban fingiendo.

Recorrió con la mirada a los concursantes que todavía estaban esperando para hacer la audición y escogió un blanco. Efectivamente, Kurt Cobain tenía cara de estar incómodo y nervioso de tanto esperar. Estaba de pie, solo, junto a la salida que daba al pasillo, bebiendo de una lata tibia de Sprite con una pajita. «Qué coño», pensó Johnny, y se dirigió hacia él.

—¿Qué, Cobain? ¿Cómo va eso, tío? —le preguntó con una sonrisa de seguridad que desmentía su propio nerviosismo.

El cantante, que tenía pinta de andrajoso, respondió sonriendo a su vez y soltando un poquito de Sprite por la nariz. Al parecer, no estaba acostumbrado a que la gente lo abordase en actitud amistosa, y en todo caso seguramente desconfiaba de las intenciones de Johnny. Daba la impresión de ser un forastero y de no estar haciendo nada especial para encajar en el grupo.

—Para serte sincero, estoy cagado —contestó sin mentir.

—No me digas. Pues yo tengo una cosa que puede remediarlo.

—¿De verdad?

—De verdad.

Kurt lo miró con suspicacia.

—No estarás intentando venderme ese rollo de Jesús y el Poder de la Oración, ¿no? —preguntó.

—Qué va. —Johnny sonrió de oreja a oreja. Haciendo caso omiso del potente olor corporal de Kurt, se inclinó hacia él y le susurró al oído—: ¿Te apetece una rayita de coca?

—¿Tienes?

«Dios, este tío es raro de cojones», pensó Johnny.

—No, sólo te la estaba ofreciendo —contestó con fuerte sarcasmo, antes de añadir—: Pues claro que tengo. ¿Quieres?

—¡Claro, tío! Dime por dónde se va.

Johnny hizo una seña con la cabeza para indicar la puerta y salió al pasillo con Kurt detrás. Se dirigieron hacia los aseos de caballeros, situados a la derecha, y, tras echar una ojeada rápida en derredor, Johnny se coló por la puerta seguido por Kurt.

El cuarto de baño estaba vacío. Los dos fueron derechos hacia el segundo retrete. Todo mostraba una limpieza antiséptica, y las baldosas del suelo relucían como si acabaran de limpiarlas.

Después de comprobar por última vez que nadie los había seguido, Johnny repasó rápidamente la estancia con la mirada y cerró la puerta con el pasador. El inodoro del retrete que habían elegido estaba igual de limpio que el suelo, el asiento se veía blanco y reluciente, sin una sola gota de orina.

Kurt bajó la tapa y se hizo a un lado para dejar que su compañero hiciera lo que tuviera que hacer. Johnny sacó una bolsita de cocaína de uno de los bolsillos delanteros del pantalón. Esperaba no tener que recurrir a la coca porque quería actuar teniendo la cabeza totalmente despejada, pero cuando aquella mañana se guardó la bolsita de polvo blanco en los pantalones sabía de sobra que iba a terminar usándola.

Abrió la bolsa y vio que a Kurt se le iluminaban los ojos. Vertió una pequeña cantidad de polvo sobre la tapa del inodoro. A continuación, extrajo una navaja de hoja recta del bolsillo de su camisa negra y la utilizó para separar el polvo en cuatro rayas de unos diez centímetros cada una. Tardó menos de treinta segundos, y se dio cuenta de que su cómplice estaba impresionado.

—¿Quieres ser tú el primero? —le preguntó.

La respuesta fue un enfático sí. Kurt ya tenía en la mano una pajita de plástico a franjas rojas y blancas, listo para esnifar. Unos minutos antes había usado aquella pajita para beber el Sprite; ni por lo más remoto había imaginado que iba a encontrar un estimulante mucho más fuerte.

—Hazte a un lado, amigo —dijo con fingida formalidad.

Seguidamente se agachó en cuclillas, se metió un extremo de la pajita en la nariz, se apretó la otra fosa nasal con un dedo y rápidamente se puso a aspirar la raya que tenía más cerca. La inhaló con una larga esnifada, de cabo a rabo, y después se sentó y parpadeó unas cuantas veces. Se limpió la nariz con el dorso de la mano y sorbió con fuerza para tragar los restos de polvillo que pudieran haberle quedado en la fosa nasal.

—Una mierda de primera, señor Cash. Ya lo creo. ¡Una mierda realmente de primera!

A continuación le pasó la pajita a Johnny, el cual la cogió y se agachó para esnifar otra raya.

Fuera, alguien abrió la puerta principal de los aseos. Johnny oyó pisadas que entraban, unas botas taconeando sobre las baldosas. Justo acababa de esnifar la primera raya y estaba parpadeando con fuerza, en el intento de controlar el impulso de gritar diciendo lo buena que era aquella coca.

La persona que había entrado caminó despacio sobre el suelo de baldosas. Johnny se asomó por debajo de la puerta y vio un par de botas negras muy gastadas que pasaban por delante del primer retrete. Se pararon frente a la puerta tras la que estaban agachados Kurt y él, igual que dos escolares con una revista porno. Miró a Kurt, que tenía cara de estar tan preocupado como él. Si los de seguridad los sorprendían consumiendo drogas ilegales dentro del edificio, quedarían descalificados del concurso, de modo que ni que decir tiene que les convenía guardar silencio absoluto. Se hizo obvio que Kurt lo comprendió.

Johnny observó con una paranoia considerable que las puntas de las botas, visibles por el hueco que dejaba la puerta, se giraban hacia él. Siguió una pausa horrible. Entonces se oyó un ruido sordo y suave, causado por la persona de fuera al intentar abrir la puerta y hallarla cerrada. Johnny se volvió hacia Kurt, que se había tapado la nariz con la mano y hacía un esfuerzo sobrehumano para no sorber.

Las botas dieron un paso atrás, primero la izquierda, luego la derecha. Johnny tuvo que agacharse un poco más para verlas retroceder hasta que quedaron fuera de su campo visual. Un segundo después de bajar la cabeza se abrió la puerta de golpe haciendo saltar el pasador con un fuerte crujido. Golpeó a Johnny en la frente y lo hizo caer de espaldas. Aterrizó de culo en el suelo, junto al inodoro. Tanto Kurt como él, aterrorizados ambos, levantaron la vista y vieron a un hombre vestido todo de negro que los miraba a su vez fijamente. Llevaba unas gafas de sol oscuras y una capucha por encima de la cabeza.

Kurt fue el primero en hablar.

—Oye, tío, ¿te importa? —dijo quejándose en tono ofendido—. ¡Podríamos estar cagando!

El intruso respondió con una voz áspera como la grava:

—No me digas. ¿Los dos juntos?

—Bueno… no.

—Mira, colega —terció Johnny frotándose la parte de la frente en que lo había golpeado la puerta—. Hay retretes libres de sobra, ¿vale?

—¿Tú eres Johnny Cash?

—Sí.

—¿Y éste Kurt Cobain?

—Sí, es él —dijo Johnny señalando a Kurt.

—Bien.

El intruso no dio la impresión de tener prisa en meterse en otro retrete, y la situación empezaba a resultar un tanto embarazosa. Johnny decidió hacer una ofrenda de paz.

—¿Te apetece un poco de esta coca? Nos quedan dos rayas.

—No.

Siguió una pausa incómoda, mientras esperaban a ver cuál era el próximo movimiento del otro. El intruso se limitó a contemplarles desde detrás de sus gafas de sol. Kurt todavía estaba de rodillas en el suelo, a un lado del inodoro, y Johnny estaba sentado al otro.

La coca ya había penetrado en el torrente sanguíneo de Johnny y le proporcionaba una líquida sensación de seguridad que le corría por las venas. Se sentía invencible. Había llegado el momento de librarse de aquel capullo.

—Si no quieres coca, ¿te importaría cerrar la puta puerta?

El otro no hizo caso y señaló a Kurt Cobain.

—Ven aquí —rugió. Tenía una voz gélida que daba miedo, carente de toda emoción.

Kurt se puso en pie trabajosamente y frunció el ceño.

—¿Qué quieres que…?

¡CRAC!

Sin previo aviso, el intruso le propinó un puñetazo en la punta de la nariz, un contundente directo con el puño derecho, asestado con una fuerza que asustaba. La nariz del cantante explotó en un surtidor de sangre. El desdichado cayó al suelo de espaldas golpeándose la cabeza contra el inodoro.

Johnny observó horrorizado cómo se desplomaba el andrajoso cuerpo de su colega y después volvió la vista hacia el intruso. Éste se inclinó, lo asió por el cabello grasiento y lo obligó a incorporarse hasta que lo tuvo a la altura de los ojos.

—¿Qué es lo que quieres? —balbució Johnny repitiendo las palabras de su compañero. Estaba lo bastante cerca del intruso para ver su propio rostro reflejado en las gafas de sol. La seguridad en sí mismo que mostraba antes se había evaporado en un momento; tenía una expresión de terror.

El intruso, sin soltarle el pelo a Johnny, le retorció la cabeza muy despacio en dirección al inodoro.

—Esnífate la coca que te queda.

—¿Qué?

—Que te la acabes.

Mientras decía esto, dejó de agarrarlo del pelo y lo empujó hacia el inodoro. Johnny obedeció y volvió a arrodillarse para consumir las dos rayas de coca que quedaban. Tomó la pajita de colores, que seguía estando donde había caído, en el suelo al lado del inodoro, y la apoyó en una de las líneas de polvo blanco. Le temblaban las manos. Tenía el horrible presentimiento de que el individuo que tenía detrás iba a aplastarle la cabeza contra la tapa del inodoro en cuanto se inclinara a esnifar la coca.

Pero, a ver, ¿qué otra puta alternativa le quedaba?

Se inclinó lentamente y se metió el extremo de la pajita en la fosa izquierda de la nariz. En aquel momento, tal como esperaba, el intruso le descargó un fuerte puñetazo en plena nuca. Por efecto del tremendo impacto del golpe, la pajita se le hundió en la nariz y le llegó al cráneo. Sólo sintió el frío dolor por espacio de un milisegundo. Después se golpeó la nariz contra la tapa del inodoro, con lo que el hueso astillado le penetró el cerebro y lo mató de forma instantánea.

Angus el Invencible era un tipo que en sus mejores momentos tenía cara de enfadado. Y éste no era uno de sus mejores momentos. Tenía el rostro contorsionado por la furia que le causó enterarse de que le habían dado su habitación a otra persona. Y para colmo, la recepcionista le había entregado un sobre dirigido a él en su papel de Orson Vergadura que otra persona había dejado allí. Aquello debería haberlo alegrado un poco, pero cuando la joven le entregó el sobre advirtió de inmediato que lo habían manipulado. En recepción, nadie reconoció haberlo abierto; afirmaron que la persona que había ocupado su habitación se lo había entregado en aquel estado.

Angus había torturado a mucha gente a lo largo de su vida. A veces por diversión, era cierto, pero muy a menudo para extraer información, y dicha experiencia le había enseñado a distinguir cuándo le estaban mintiendo. Y el personal de recepción del aquel hotel le tenía demasiado miedo para mentirle. De aquello estaba seguro al cien por cien. No obstante, el hecho era que aquel sobre aún contenía las fotos y la lista de nombres de los objetivos. Lo que había desaparecido era el dinero.

Stephie, la recepcionista, le informó de que no quedaban habitaciones libres y le sugirió que fuera al bar a tomar una copa —por cuenta de la casa, naturalmente— mientras ella hacía lo que estuviera en su mano para buscarle una habitación. Angus vio que en efecto la chica iba a hacer todo lo posible, porque la tenía completamente aterrorizada, a ella y al resto del personal, incluidos los de seguridad. Después de todo, no era corriente que entrara en aquel hotel un sicario de un metro noventa de estatura y se encontrara con que la habitación que había reservado se la habían dado a otro.

Cuando se dirigía hacia el bar, abrió el sobre y examinó por encima las fotos. También echó un vistazo a los nombres que estaban apuntados en el papel. Si había sobrevivido tanto era porque poseía un buen instinto, y dicho instinto le había avisado desde el principio que aquel trabajo no era adecuado para él. Reconocía que los tipos que lo contrataban eran en su mayoría unos gilipollas —aquello constituía uno de los escollos de la carrera que había elegido—, pero el individuo que le había hecho aquel encargo en particular era de los peores. Afirmaba llamarse Julius, pero hasta aquello era dudoso.

Incluso teniendo en cuenta el nivel del sucio mundo de los sicarios profesionales, el tal Julius resultaba ser especialmente poco digno de fiar. Se lo notó en la cara nada más conocerlo. Rezumaba falsedad, y era más que probable que estuviera guardándose información. Encima de eso, parecía ser el típico tío capaz de encargarle el trabajo a más de un asesino a sueldo, con tal de asegurarse de que se llevara a cabo. Que hubiera tipos como él siempre era perjudicial para el negocio; significaba que había más sicarios husmeando por los alrededores que a menudo se eliminaban unos a otros además de liquidar al objetivo. Y sólo cobraba el que quedaba en pie. «Suponiendo, claro está, que no lo traicionen», pensó Angus malhumorado. Normalmente habría rechazado un encargo basado en dichos factores, pero había entrado en una etapa de ciertas dificultades económicas, de modo que en este caso se dijo que la recompensa bien merecía el riesgo. Sin embargo, desde que aceptó el trabajo se vio arrastrado por una racha de mala suerte, cosa que casi siempre le sucedía cuando aceptaba un encargo que no le gustaba.

En cambio había una cosa de la que estaba convencido: Julius era un tipo poco de fiar, y sus motivos no estaban claros. Angus sólo le había aceptado el encargo a condición de recibir un adelanto de veinte mil dólares. Estaba seguro de poder llevar a cabo el trabajo, pero si se diera el caso improbable de que algo saliera mal, aquellos veinte mil servirían para saldar una deuda que tenía con varios jefes de la mafia fastidiosos de verdad. Si realizaba el trabajo con éxito, ello le reportaría otros treinta mil, pero sin un adelanto existían muchas posibilidades de que no le pagaran nada de nada. Y aquél era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

El otro asunto que lo tenía preocupado, y que lo había convencido de que aquel trabajo estaba gafado o era un montaje, era aquello de que su habitación se la hubieran dado a un tal Sánchez García, sólo porque él se había retrasado un poco. Era aquel individuo el que supuestamente había devuelto el sobre a recepción. Así que parecía probable que ahora el dinero del adelanto estuviera en poder de él y que conociera todos los detalles de la misión. ¿Sería otro asesino a sueldo?

Mientras daba vueltas en la cabeza a estas cosas, llegó al bar de un humor verdaderamente frustrado y cabreado y con la urgente necesidad de tomarse una copa. Y entonces fue cuando su suerte dio visos de estar a punto de cambiar. Al fondo de la sala, sentado en una mesa, había un individuo menudo y de raza negra vestido con un traje de color morado. Angus lo reconoció al instante: el falso de Julius, el cabrón que lo había contratado. Era un individuo calvo y de baja estatura que eludía el contacto visual cada vez que se le formulaba una pregunta. A lo mejor podía explicar qué cojones estaba pasando exactamente. O, como mínimo, soltar otros veinte de los grandes.

Se dirigió hacia la mesa de Julius, y por el camino le dijo a la camarera:

—Eh, putilla, ponme un escocés doble con hielo y tráemelo a la mesa.

Valerie, sintiéndose profundamente ultrajada, lo miró de arriba abajo, aunque para hacerlo tuvo que forzar el cuello. Se le quedó la boca abierta en un «oh» de sorpresa cuando vio la envergadura que tenía y, al igual que la mayoría de las personas que recibían una orden de aquel gigante, de repente decidió obedecer.

Angus escogió una silla situada frente a Julius y se dejó caer en ella pesadamente. Al principio, el imitador de James Brown puso cara de sorpresa al verlo, pero enseguida cambió de expresión. Cogió el botellín de Mono Cagón que había encima de la mesa y bebió un trago. Muchos tipos hacían eso, intentar simular indiferencia cuando los intimidaba Angus. Éste obtenía un malévolo placer al saber que, a pesar de las apariencias, seguramente Julius estaba a punto de cagarse patas abajo.

Angus arrojó sobre la mesa el sobre con las fotos y la lista de nombres y se reclinó en la silla, mirando fijamente a Julius con las facciones en tensión a causa de la rabia.

—¿Dónde están los puñeteros veinte mil? —rugió. Al hablar le tembló la perilla pelirroja.

Julius volvió a dejar el botellín en la mesa y tragó.

—Llegas tarde —repuso. Si se sentía intimidado, desde luego no lo dejó ver—. Le he dado el trabajo a otro.

—¿Qué?

—No has sido puntual. Ahora el contrato es de otro. Deberías haberme hecho caso cuando recalqué lo importante que era la puntualidad.

—Es ahora cuando no te hago caso, jodido cabrón.

—En fin, eso es problema tuyo.

Angus tenía los puños apretados de frustración.

—Hijo de puta —musitó clavando los ojos en el cantante.

—Lo siento, tío. El que fue a Sevilla perdió la silla.

Angus se inclinó sobre la mesa e invadió el espacio personal de Julius.

—¿Sabes?, no estoy nada convencido de que seas quien dices ser. Así que ten cuidado con la forma de dirigirte a mí, gilipollas.

En aquel momento llegó Valerie y se detuvo a la altura del hombro de Angus. Se inclinó por encima de él y depositó en la mesa una bandeja pequeña, redonda y plateada, en la que traía el escocés doble con hielo. Los cubitos estaban derritiéndose muy deprisa, y emitían leves crujidos y siseos que llenaban el silencio que se había hecho entre los dos hombres.

—A esto invito yo —ofreció Julius generosamente. Su expresión logró convertirse en una mezcla de despreocupación y falta de sinceridad.

—¿Te parecía que iba a pagarlo yo?

Julius se inclinó sobre la mesa y le entregó a Valerie diez dólares junto con una sonrisa amistosa. Ella tomó el dinero y se lo guardó en una bolsa negra que llevaba en la parte delantera de la falda. Acto seguido, tuvo la inteligencia de ejecutar una rápida retirada y refugiarse tras la barra.

—Gracias —dijo Angus de mala gana al tiempo que cogía el vaso y bebía un sorbo. Los cubitos de hielo rodaron hacia delante e hicieron presión contra la perilla. Después, volvió a dejar el vaso en la bandeja y se secó la boca con el dorso de la mano—. Entonces, ¿qué coño ha pasado con mis veinte mil? Me debes esa cantidad como mínimo, por haberme hecho venir hasta aquí.

—No sé a qué está usted jugando, señor Vergadura —Julius recalcó el apellido con un marcado sarcasmo—, pero esos veinte mil estaban dentro del sobre. Al menos, estaban dentro cuando yo lo introduje por debajo de la puerta de tu habitación. A mi forma de ver, ahora me debes veinte mil tú a mí.

—Que te jodan. La chica de recepción me ha dicho que la habitación se la han dado a un tal Sánchez García. ¿Qué coño está haciendo aquí ése?

Por segunda vez Julius pareció sorprendido de veras.

—¿Quién es?

—Eso es lo que quiero saber yo. ¿Es el tío al que le has dado el trabajo?

—Mierda, no sé cómo se llama de verdad el tipo al que he dado el trabajo. Lo único que sé es que la mayoría de la gente lo conoce por el nombre de Kid Bourbon. No suele dar su nombre auténtico.

—Así que Kid Bourbon, ¿eh? Ese hijo de puta. Bueno, ¿y ya te ha hecho el trabajo? Porque yo ya he venido y estoy dispuesto a empezar.

Julius suspiró y se encogió de hombros con desinterés.

—Si hay que hacer caso de la fama que tiene ese tío, el trabajo estará terminado dentro de diez minutos más o menos.

—Pues vamos a encargarnos de eso.

Angus cogió el escocés, lo apuró de un trago y masticó los cubitos de hielo con los dientes, como si pretendiera impresionar a Julius con su tolerancia a las bajas temperaturas. A continuación devolvió el vaso a la bandeja con un golpe y se puso de pie.

—Voy a buscar al tal Sánchez García para recuperar mis veinte mil. Y después terminaré el trabajo que he venido a hacer. —Hubo un considerable tono de amenaza en la forma en que pronunció la palabra «terminaré».

—Que tengas suerte.

Angus sacudió la cabeza en un gesto negativo. Aquel cabrón de Julius ni siquiera estaba molesto. Se vieron confirmadas sus sospechas de que no convenía mezclarse con aquel tipo. Cuando se dio media vuelta y salió furibundo del bar, no tenía claro del todo con quién debería estar más enfadado. Pero descargar su furia con Julius parecía una pérdida de tiempo. Sánchez García era un objetivo mejor para desahogar su frustración.

Había llegado el momento de idear un plan nuevo.

Sánchez se sentía superado por el tufo que despedía el cadáver de Otis Redding. La visión de aquel cuerpo ya le había provocado náuseas, y el hedor, en el estrecho espacio de la cabina, estaba empeorando las cosas. Además, el cadáver daba la sensación de estar mirándolo fijamente. Tenía ojos de pirado, el muy cabrón. Intentó mirar otra cosa que no fueran aquellos ojos, pero por más que desviara la vista seguía notando aquella mirada fija que lo perforaba. Y cada vez que volvía a mirar el cadáver los ojos parecían haberse abierto un poco más. Experimentó un impulso irresistible de volverle la cara a Otis de un manotazo y gritarle que dejase de mirarlo, pero tenía la sensación de que Elvis no aprobaría tal proceder.

También procuró recordarse a sí mismo que en aquellos momentos había asuntos más graves de que preocuparse.

Mientras la cabina del ascensor descendía hacia la planta baja, Sánchez iba rezando para que a Elvis se le ocurriera un plan que los sacara a los dos de aquella apurada situación. En lo relacionado con deshacerse de cadáveres o de alejarse de un asesinato, Elvis estaba de lo más cualificado. Al fin y al cabo, se dedicaba a ello. Tenía que haber un método clásico de hacer frente a aquel tipo de situaciones.

—Joder, tío. ¿Qué cojones vamos a hacer ahora? —preguntó. No pudo disimular que necesitaba desesperadamente que Elvis asumiera el control.

—Ayúdame a levantarlo —dijo Elvis. Se agachó, metió una mano por debajo de la axila derecha del cadáver y tiró hacia arriba.

Tras dudar unos instantes, Sánchez agarró el brazo izquierdo y tiró.

—¿Qué estamos haciendo? —quiso saber.

—¿Has visto la película Este muerto está muy vivo?

—Sí.

—Pues eso es lo que estamos haciendo.

—¿Vamos a llevarnos al muerto a hacer esquí acuático?

—No, atontado. Sólo vamos a fingir que está borracho y que lo estamos llevando a casa. Dejaremos el cadáver donde no lo encuentre nadie. Si no hay cadáver, no pueden acusarnos de haberlo matado. En este preciso momento, esos guardias de seguridad que nos han visto no saben que no está simplemente borracho. Si conseguimos esconder el cadáver antes de que den con nosotros, les diremos que era un borracho que estaba en el ascensor y que se bajó en la segunda planta.

Sánchez adoraba a Elvis. El plan que tenía era bastante birria, pero era mejor que cualquier cosa que hubiera podido discurrir él en tan corto espacio de tiempo. Y como en aquel momento lo único que se le ocurría a él era abofetear al cadáver, supuso un alivio saber que su colega tenía el control de la situación. Elvis era un tipo de lo más tranquilo y jamás le entraba el pánico por nada. No era especialmente listo ni ingenioso, pero poseía una increíble seguridad en sí mismo y todas las cualidades de un líder nato. Todo el que lo conocía lo encontraba agradable de inmediato, y casi todo el mundo se mostraba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de ganarse su aprecio. Su aprobación y su amistad eran las dos cosas que codiciaban la mayoría de las personas, pero ninguna tanto como Sánchez.

Una vez que pusieron en pie a Otis Redding, cada uno lo agarró de un brazo y se lo echó por el hombro para dar la impresión de ser dos amigos cargando con un colega borracho. Fue providencial que no estuviera sangrando visiblemente por ningún sitio; simplemente parecía que se había roto el cuello y que tenía los pantalones hechos un desastre. Dicha lesión contribuía a dar la apariencia de que estaba como una cuba, porque al menor movimiento que hacían Sánchez o Elvis la cabeza se mecía hacia un lado o hacia el otro. Por supuesto, lo primero que sucedió fue que la cabeza quedó apoyada en el hombro derecho de Sánchez y los ojos vacíos de expresión quedaron vueltos hacia él. «Cabrón.»

Cuando el ascensor llegó a la planta baja, la puerta se abrió despacio con un ligero chirrido. A Sánchez le pareció ensordecedor, y rezó para que no hubiera nadie cerca. Pero no tuvo suerte. Fuera, en el pasillo, había dos personas esperando, un matrimonio mayor, probablemente setentones los dos y elegantemente vestidos, como si fueran a la iglesia. El marido llevaba un traje gris de buen corte y la esposa un conservador vestido azul. Estaba claro que su estancia en aquel hotel significaba mucho para ellos y querían ir tan arreglados como les fuera posible. Al principio se quedaron estupefactos al ver a Elvis y Sánchez maniobrando para sacar a Otis Redding del ascensor. El cadáver iba arrastrando los pies por el suelo. Al pasar junto al matrimonio, Elvis le guiñó un ojo a la mujer.

—No pasa nada, señora —dijo para tranquilizarla con su voz cálida y profunda, que añadía atractivo a su sonrisa—. Es que se ha pasado un poco bebiendo.

La anciana sonrió, y tanto ella como su esposo rieron educadamente y entraron en el ascensor. Mientras esperaban a que se cerraran las puertas, permanecieron unos instantes observando cómo Sánchez y Elvis arrastraban a Otis Redding pasillo abajo. Un joven de lo más encantador. Y qué buen amigo con su compañero incapacitado. Y entonces fue cuando les llegó el olor.

Sánchez y Elvis se cruzaron con varios huéspedes más de camino al vestíbulo del hotel. Elvis enseguida les decía a todos que Otis simplemente estaba borracho. Consiguió convencerlos e incluso arrancó alguna carcajada a muchos de ellos, aunque sin levantar mucho la voz, no fueran a despertar al que ellos creían que era un imitador de Otis Redding borracho.

—¿Adónde vamos, colega? —preguntó Sánchez con un tono de voz que parecía un gemido—. ¡Este tío pesa un quintal!

—Ahí dentro —contestó Elvis indicando una puerta situada en el lado derecho del pasillo. Era de color gris y tenía una pequeña placa con un figura masculina en negro, lo cual significaba que se trataba del aseo de caballeros. Sánchez, como siempre, no acababa de pillar el plan.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas echar una meada? —inquirió.

—No, Sánchez —respondió su amigo con cansancio—. Podemos esconder a Otis en uno de los retretes. Pasarán horas antes de que lo encuentren.

—Ah, ya. Buen plan. A pesar del tufo que despide, y eso.

Arrastraron el cadáver hasta la puerta, seguidamente Sánchez entró primero, de espaldas, y después Otis y Elvis. Este último echó un vistazo arriba y abajo del pasillo para cerciorarse de que no los veía nadie. Al parecer, habían acertado al escoger el momento, porque la curiosa entrada que hicieron pasó inadvertida.

Sánchez se sintió aliviado al ver que el cuarto de aseo se encontraba vacío. Era un recinto de gran tamaño, como de unos doce metros de largo por cuatro y medio de ancho. En la pared de la izquierda había una hilera de ocho urinarios, y en la pared contraria seis retretes. Al fondo había tres lavabos con espejo.

Para Sánchez fue un alivio que no hubiera nadie orinando, y, por la falta de ruidos, pareció seguro suponer sin temor a equivocarse que tampoco estaba nadie cagando en ninguno de los retretes. Flotaba en el aire un olor a mierda, pero estaba bastante seguro de que lo habían traído ellos consigo.

—¿En qué cubículo vamos a meterlo? —preguntó.

—En el primero. ¿Crees que tengo ganas de cargar con este tío más de lo necesario?

Sánchez se adelantó y entró por la puerta del primer retrete que encontraron. Detrás fue Elvis, el cual sostuvo a Otis Redding mientras su amigo bajaba la tapa del inodoro para que pudieran sentar al cadáver encima. Elvis colocó al muerto sobre la tapa y después los dos pasaron como un minuto intentando posicionarlo de forma que se mantuviese erguido y no se cayese hacia un lado. Por fin, tras aguantar unos veinte segundos sosteniendo cuidadosamente a Otis con las manos por si se escurría, decidieron que ya se encontraba estable y que sólo se caería si lo empujaban.

—¡Uf! —suspiró Sánchez—. No me vendría mal echar una meadita, después de todo.

—Vale. Ve a mear, que yo ya me encargo de cerrar esta puerta desde dentro. Luego saldré trepando por encima.

—Genial.

Sánchez salió del cubículo y fue hasta el urinario de enfrente, el que tenía más cerca. A su espalda, oyó que Elvis echaba el pestillo y que después murmuraba algo que sonó algo así como:

—¡Mierda! No había pensado en esto.

Mientras empezaba a mear en el urinario, pensó que para salir de un retrete lo primero que había que hacer era ponerse de pie sobre el inodoro. Y Elvis no iba a poder hacer tal cosa porque Otis estaba sentado encima del mismo. Oyó un poco de ruido, el que estaba haciendo su amigo al intentar trepar por encima de la puerta. Los porrazos y las sacudidas también fueron acompañados de una buena dosis de juramentos.

Por fin Sánchez terminó, se subió la cremallera del pantalón y se dio la vuelta para ver cómo Elvis saltaba al suelo y empezaba a quitarse el polvo de la chaqueta color oro, comprobando si tenía alguna mancha en los hombros. Sánchez se acercó a los lavabos del fondo, abrió el grifo del de en medio y empezó a lavarse su brebaje casero de las manos.

—Sánchez —lo llamó Elvis desde el otro extremo.

Sánchez levantó la vista hacia el espejo y vio a Elvis mirando el segundo cubículo, el que estaba al lado de aquel en que habían ocultado a Otis.

—Sí, ¿qué pasa?

—Me parece que tendrías que echar una mirada a esto. —Elvis estaba contemplando el interior del segundo retrete.

—¿Qué hay? ¿Una boñiga gigante?

—Peor.

Sorprendentemente, la voz de Elvis contenía un tono de preocupación, así que Sánchez cerró el grifo y se sacudió las manos para que se le secaran. A continuación fue a donde estaba Elvis. Pero incluso antes de llegar al segundo cubículo vio que tenían un problema nuevo.

—Oye, ¿qué es eso que hay en el suelo? —preguntó.

—Sangre —respondió Elvis.

—¿Sangre? ¿De Otis Redding?

—Qué va.

Por debajo de la puerta del retrete, que estaba entreabierta, estaba saliendo un charquito de sangre. Sin prisa pero sin pausa, el charquito se hacía más grande a cada segundo que pasaba. Sánchez se acercó un poco más a Elvis, con paso inseguro, y se asomó por la puerta.

—¡Me cago en la puta!

Lo que había descubierto Elvis eran otros dos cadáveres más. Uno de ellos, el que tenía pinta de vagabundo, estaba apoyado contra la pared lateral. El otro, que iba vestido todo de negro, yacía de espaldas en el suelo, con los pies encima del inodoro. Manaba sangre de una herida que tenía en la nuca, lo cual explicaba el charco que había ido extendiéndose hasta salir por la puerta.

—Cuando hemos entrado, esa sangre no estaba ahí —señaló Sánchez con un estremecimiento. Volvió a experimentar la sensación de náusea, pero más intensa que antes.

—Me parece que al trepar por la pared para salir del retrete he movido a uno de estos tíos.

—Mierda. Pero ¿qué cojones pasa en este sitio? —Sánchez estaba acostumbrado a ver asesinatos en su bar, el Tapioca, pero un hotel caro y respetable como aquél tendría que ser distinto. Se mirara a donde se mirase, por todas partes había cadáveres.

El muerto que estaba apoyado contra la pared iba vestido con un raído jersey azul y unos vaqueros con cortes. Tenía la cara cubierta de sangre, que por lo visto provenía de la nariz rota y de algunos dientes que le faltaban. El cabello, rubio y grasiento, también presentaba plastones de color rojo oscuro que lo habían apelmazado. Una escena ya desagradable de por sí que resultaba aún más horrible debido a que los ojos, aunque estaban abiertos, se habían vuelto hacia arriba y mostraban únicamente lo blanco. «Por lo menos no mira fijamente como Otis Redding.» Sánchez no perdió mucho tiempo en contemplarlo. El otro muerto, el del suelo, era un poco mayor y lucía una cabellera densa y oscura. Él también había puesto los ojos en blanco, y tenía el pelo hecho un estropicio. Mientras lo observaba, Elvis le puso una mano en el hombro.

—¿Adivinas quiénes son?

—¿Qué?

—Son Kurt Cobain y Johnny Cash. Los dos figuraban en la lista de objetivos que encontraste. —Tenía razón, por supuesto. Le resultó increíble que no se hubiera dado cuenta antes.

—Mierda. Ese tal Vergadura ha debido de cargarse también a estos dos. Joder.

—Sí. Tenemos que largarnos de aquí, Sánchez. Ahora estamos en un cuarto de baño con las tres primeras víctimas de la lista. Si nos encuentran aquí, especialmente después de vernos arrastrando a Otis, vamos a tener problemas serios de verdad.

Otra vez tenía razón. Aquél no era el mejor sitio para quedarse, y aunque fueran inocentes de todo mal, eran los principales sospechosos. Y es que Elvis era un sicario profesional, nada menos.

Pero antes de que tuvieran ocasión de batirse en retirada, oyeron que se abría la puerta del baño. Elvis agarró a Sánchez del brazo y lo obligó a entrar en el tercer cubículo. Cerró la puerta y empujó a Sánchez hacia el inodoro. Éste, aterrorizado, sabía que no debía decir nada, pero así y todo Elvis se llevó un dedo a los labios y movió la cabeza en un gesto negativo. A Sánchez le resultó irritante, ya sabía que debía guardar silencio. Hizo ademán de protestar, pero justo en aquel momento se oyeron en el suelo embaldosado del aseo las pisadas de dos hombres. Sánchez los oyó dirigirse hacia los urinarios y rezó para que no vieran la sangre que salía del retrete número dos y decidieran investigar.

Emily había pasado años preparando su gran momento: la oportunidad de hacerse un nombre y obtener un contrato para actuar como estrella habitual del hotel Pasadena. Ojalá estuviera allí su madre para compartir su emoción. Además, el hecho de tenerla consigo la habría ayudado a controlar los nervios.

Su madre, Angelina, había sido artista de cabaret itinerante durante muchos años, con gran éxito, y los recuerdos más tempranos que albergaba Emily tenían que ver con el deseo de ser como ella, de dominar al público como lo dominaba su madre. De pequeña había visto mucho mundo gracias a los viajes de su madre. Juntas habían pasado meses enteros a bordo de cruceros, o alojadas en un hotel o un casino hasta el final de la temporada. Fue una época maravillosa, en la que conoció a miles de personas interesantes y variopintas. Guardaba recuerdos entrañables de cuando hacía migas con los empleados de los hoteles y presenciaba cuán impresionados quedaban al ver cantar a su madre. Angelina cantaba maravillosamente bien y poseía una gran amplitud vocal. Aquella versatilidad le permitía interpretar muchos temas clásicos con una voz casi idéntica a la del artista original, por muy difíciles que fueran. Sin embargo, en las ocasiones en las que le concedían más libertad, era más que capaz de ejecutar una versión propia de una canción dada.

Había animado a Emily desde la niñez a que siguiera sus pasos, y había ejercido asiduamente de profesora. Por encima de todo, Emily se acordaba de cuando se quedaba entre bastidores viendo cantar a su madre y ansiaba ser igual que ella. Y ahora tenía la oportunidad.

La época de viajar juntas había finalizado hacía dos años. Angelina había caído enferma de lo que al principio se creyó que era una infección de garganta pero que resultó ser algo mucho peor. Tras pasar varios meses intentando cantar, pero sin poder hacerlo o trabajando muy por debajo de su grado de calidad habitual, descubrió que sufría cáncer de garganta. Tenía cuarenta y siete años. Las dos quedaron destrozadas.

Emily asumió de inmediato el papel de sostén económico de la familia, pero casi cada céntimo que ganaba terminaba gastándolo en cuidar de su madre. Y además no era suficiente. Peor aún, su propia carrera de cantante se vio mermada severamente porque Angelina estaba demasiado enferma para viajar. De manera que todo el año anterior Emily lo había pasado participando en todos los concursos de cantantes que se organizaban en bares al este de Little Rock, con la esperanza de conseguir aquel esquivo gran salto. Y cuando no estaba cantando, trabajaba en restaurantes de comida rápida para poder llegar a fin de mes.

Con una esperanza basada en la desesperación, Emily sabía que aquélla era la oportunidad que se le presentaba de demostrar que tenía lo que había que tener para seguir los pasos de su madre. Casi mejor todavía, si lograba ganar el concurso «Regreso de entre los muertos», sus preocupaciones económicas se terminarían para siempre. Y se convertiría en una estrella. Igual que su madre. Su madre le estaba prestando un apoyo firme como una roca y la instaba a que fuera a por todas, y con ello en mente, y a pesar de los nervios, se sentía henchida de orgullo mientras aguardaba su turno de salir al escenario. Un sentimiento atenuado por la tristeza de saber que su madre no iba a verla actuar.

Contempló desde los bastidores, con cierta compasión, al cantante que encarnaba a John Lennon, y cómo destrozaba el tema Imagine. No podría haber soñado nada mejor que salir a escena después de un rival tan malo, aunque lo cierto era que sinceramente lo sentía por él. Había visto lo nervioso que estaba antes de subir al escenario, y era evidente que le habían podido los nervios, porque ya en el primer verso de la canción le salió un gallo. Había habido varias actuaciones penosas, pero ésta era posiblemente la peor de todas. Y tampoco lo ayudó el hecho de que los jueces le hubieran permitido continuar cantando mucho después de rebasar el momento en que deberían haber interrumpido su actuación. Había habido muchos intérpretes mejores que él que habían sido interrumpidos cuando llevaban veinte o treinta segundos. Aquel pobre aspirante consiguió cantar casi tanto tiempo como Otis Redding, para que el público se divirtiese un poco más de lo necesario viendo el desastre que era.

Cuando terminó, los jueces, comprensiblemente, fueron implacables. Emily hizo un gesto de dolor al oír las mordaces críticas que escupieron.

—Cariño, mi gato canta igual que tú —fue el peor comentario, pronunciado por Lucinda, que normalmente se mostraba compasiva.

Candy, para no ser menos, añadió:

—¡Pues el mío canta mejor!

Y Nigel asestó el golpe de gracia con un suspiro de cansancio:

—Pues me parece que el mío se ha ahorcado.

A lo mejor aquellos comentarios tan despectivos tuvieron un efecto menos negativo del esperado, porque Emily advirtió, aliviada, que el público se compadeció del concursante. Los nervios ya le habían perjudicado bastante sin necesidad de que los jueces se cebaran en él. De modo que fue un alivio que grandes sectores del público abuchearan a placer las críticas del jurado. Aun así, no quedó ninguna duda de que John Lennon no iba a estar presente en la final.

Cuando el cariacontecido imitador del Beatle bajó del escenario, le sonrió ligeramente a Emily. Ésta vio que estaba al borde de las lágrimas.

—Ya lo conseguirás la próxima vez —le dijo con expresión consoladora.

—Me parece que voy a buscar al gato de Nigel Powell y utilizar la misma soga.

Parecía inapropiado reírse de aquel chiste, pero también sería de mala educación dejarlo pasar, de modo que Emily mantuvo su sonrisa solidaria y se miró los zapatos a fin de evitar el contacto visual.

En el escenario, Nina Forina, la presentadora del concurso, estaba entreteniendo al público y preparándose para anunciar la próxima actuación, la de Emily. Nina era una rubia glamurosa de treinta y pocos años. Llevaba un vestido largo y plateado que resaltaba lo delgada que estaba y daba la impresión de que debajo de aquella tela no tenía ninguna curva femenina. Y también lucía el obligatorio bronceado naranja, acaso obtenido de la misma fuente que el de Powell.

Mientras Nina hablaba a la multitud expectante, Emily captó la presencia de un hombre que estaba de pie en las sombras, a su izquierda, cerca del borde del escenario. Él la estaba mirando a su vez, fascinado por algún detalle de su persona. Al principio se sintió halagada, pero el modo en que la miraba aquel desconocido le resultó profundamente inquietante. Parecía no darse cuenta de que ella le había descubierto, y cada vez que desviaba la vista sabía que si volviera la cabeza de nuevo hacia él lo encontraría otra vez perforándola con la mirada.

Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que aquel tipo no la estaba mirando a ella, sino el traje que llevaba. Nerviosa, se miró para cerciorarse de que no tenía ninguna mancha horrorosa o algo parecido en el vestido. Pero todo parecía estar en orden. Y los zapatos también. Todavía estaban relucientes, porque los había limpiado hacía menos de media hora. Formaban una parte importante de su atuendo. Incluso echó una ojeada rápida a la parte de atrás y levantó los tacones de uno en uno para confirmar que no llevaba nada pegado a las suelas. Estaban limpias y perfectas.

Ya estaba bastante nerviosa sin que aquel desconocido la taladrase con la mirada, y, en parte para calmar los nervios, decidió atusarse también las largas trenzas, aunque el desconocido no se las estaba mirando. Se había preocupado mucho de recogerse el pelo en unas trenzas que le caían por delante de los hombros. Estaba segura de que su imagen seguía siendo exactamente la que deseaba. Pero su admirador —si es que era eso— estaba socavando su seguridad en sí misma, ya fuera con intención o sin ella. Había comprobado su imagen como un centenar de veces en el espejo del vestuario para asegurarse de que no se había olvidado de nada. Entonces, ¿por qué la miraba tanto aquel pirado?

Se volvió hacia él una vez más. Allí seguía, observando fijamente su vestido azul. En cambio esta vez, al mirarlo, vio que bajaba los ojos. Ahora, por lo visto, estaba fijándose en los zapatos. «Ya está bien —pensó Emily—. Este tipo necesita que lo pongan en su sitio.» Educadamente, pero con firmeza. Decidió que lo mejor era intentar trabar conversación con él, para romper el hielo. Tal vez así descubriera por qué actuaba de una manera tan siniestra.

—Son muy buenos, ¿verdad? —exclamó en su dirección.

El desconocido levantó la vista y la miró directamente a los ojos. Ella sonrió con la esperanza de que él le devolviera otra sonrisa, pero no. En lugar de eso, el desconocido desapareció de las sombras en las que estaba cobijándose. Emily no pudo evitar sentirse un poco inquieta. Qué tipo más siniestro. Peor aún, su presencia no era precisamente lo que más le convenía cuando estaba a escasos momentos de llevar a cabo una de las interpretaciones más importantes de su vida. El hecho de ir vestido todo de negro transmitía la sensación de que arrastraba las sombras consigo. Cuando desapareció, Emily alcanzó a ver que llevaba un pantalón de combate negro y una cazadora negra con una capucha a la espalda. Cuando pasó por su lado, sacó unas gafas de sol oscuras de un bolsillo frontal de la cazadora y se las puso para ocultar los ojos.

Y después se perdió de vista.

Emily se alegró de que se fuera. De inmediato tomó la decisión de expulsarlo de su mente y concentrarse de nuevo en la actuación de su vida. Y ello le resultó más fácil todavía cuando, pasados uno o dos segundos de la desaparición del desconocido, Nina Forina anunció a bombo y platillo que por fin le había llegado el turno de salir a escena.

—¡Señoras y señores, demos la bienvenida a nuestra siguiente participante, Emily Shannon!

Emily subió al escenario caminando con sus zapatos de color rojo vivo, que resplandecían a cada paso que daba. Se detuvo en el centro del escenario, al lado de la presentadora. Inmediatamente el público rompió a aplaudir, porque resultaba obvio, al fijarse en el atuendo de Emily, de qué personaje iba caracterizada.

Nina lo anunció por si había alguien que no se hubiera dado cuenta:

—Emily va a interpretar la canción Over the Rainbow, de la película El mago de Oz. Recibamos con un gran aplauso a… ¡Judy Garland!

La interpretación de Over the Rainbow por parte de Emily puso a Nigel Powell de buen humor. Aquella chica tenía voz de ángel. Su actuación fue sobrecogedora, y se ganó por derecho propio la ovación más prolongada y entusiasta que había otorgado el público hasta aquel momento. Había cautivado a todo el mundo, tal como esperaba él. Al igual que los otros dos miembros del jurado, no escatimó esfuerzos en dedicarle los elogios más efusivos. No lo había decepcionado. La había escogido para que fuera uno de los cinco finalistas, y en su fuero interno abrigaba la esperanza de que fuera ella la ganadora incontestable del concurso.

Sin embargo, el benévolo estado de ánimo que le indujo la actuación de Emily no duró mucho. Poco después de que Emily abandonase el escenario, Tommy, el jefe de seguridad, le indicó con una seña que se acercase. Sucedía algo malo, pero ¿qué? Solicitó un descanso de veinte minutos para resolver el problema. Esperaba que Tommy no estuviera armando aquel jaleo por una pequeñez.

Tras dejar el escenario, Powell tomó un largo pasillo que llevaba a su despacho. Por lo visto Tommy tenía prisa, porque se le había adelantado bastante; ya llevaban la mitad del camino recorrido y todavía no había informado a su jefe del motivo por el que lo había sacado del jurado del concurso. Powell empezó a sentirse irritado.

El pasillo que conducía a su despacho se hallaba desierto, pero como se había interrumpido el programa de forma imprevista, lo más probable era que una buena parte del público se hubiera dirigido a los bares, los aseos o el casino, y que aquella zona no tardase mucho en verse inundada de huéspedes ruidosos.

Tommy guió a su jefe pasillo adelante, lo cual sólo sirvió para enfadar todavía más a Powell. ¿Quién era Tommy para mangonearlo de aquel modo?

—¿Por qué vamos tan deprisa? —preguntó sin poder disimular su irritación.

—No quiero que nos oiga nadie, jefe.

—Más te vale que sea algo importante, Tommy. No puedo parar el concurso cada vez que a ti te apetece charlar. Tenemos un plazo muy justo, ¿sabes? —se quejó Powell.

Todavía no sabía muy bien por qué corría tanto, pero Tommy, que iba delante de él, no dejaba de hacerle gestos con la mano para que se apresurase. Se sentía igual que si fuese el objetivo de un asesino y un guardaespaldas lo estuviera conduciendo hasta un lugar seguro, y rezó fervientemente para que aquél no fuera el caso. El agente de seguridad caminaba cada vez más rápido, e incluso empezó a trotar ligeramente al tiempo que respondía:

—Sí, ya lo sé. Pero es que han ocurrido muchas cosas, jefe.

—Dime.

—Creemos que ha muerto Otis Redding.

Powell frenó en seco y dejó que Tommy diera unos cuantos pasos más antes de comprender que su jefe se había detenido. Tommy se volvió y le indicó con un gesto que continuara.

—¡Venga, jefe!

—¿Otis Redding?

—Sí.

—No.

—Estoy hablando en serio. Está muerto. Envié a cuatro guardias a la habitación de ese tal Sánchez García, como usted ordenó. Estando allí, vieron a dos individuos en un ascensor con un cadáver. Creen que era el de Otis Redding.

Un par de miembros del público que venían detrás de Powell pasaron raudos por su lado y a punto estuvieron de tropezar con él en su afán de ser los primeros en llegar al bar durante el descanso. Cuando Powell se dio cuenta de que seguramente detrás de aquéllos iban a venir muchos más, reanudó la marcha y volvió a caminar con paso presuroso hacia su oficina. Alcanzó a Tommy, que esta vez optó por mantenerse a su altura en vez de correr por delante de él.

—¿Tenemos a esos tipos del ascensor? —quiso saber Powell.

—Todavía no.

—¿Alguien más ha visto el cadáver? Si esto llega a saberse, podría cundir el pánico.

—Hasta ahora creemos que no, pero en estos momentos mis hombres están trabajando en ello.

El semblante de Powell casi se contorsionó en un gesto ceñudo. Por suerte, los altos niveles de Botox que llevaba en la cara impidieron que dejase ver al jefe de seguridad lo preocupado que estaba. Lo único que le delató fue la voz.

—Mierda. Así que la Mística esa ha acertado. El tipo de la siete-trece. ¿De verdad ha venido aquí para eliminar a los finalistas?

—Eso parece. Por lo visto había otro individuo con él, pero ninguno de mis hombres alcanzó a verlo.

—Interesante. —Powell ponderó lo que le había dicho Annabel de Frugyn cuando hizo aquellas predicciones al azar—. La tal Dama Mística dijo que habría sido contratado por uno de los concursantes. Vamos a tener que estar ojo avizor por si descubrimos algún movimiento errático en los demás participantes del concurso.

Mientras decía esto, advirtió que Tommy hacía una mueca de desagrado; o le había entrado flato por andar a aquella velocidad, o tenía otro problema.

—¿Qué pasa? —le preguntó, intentando fruncir el ceño.

—Eso no es todo, jefe. Hay un motivo para que nos dirijamos a su despacho.

—¿Y cuál es?

—Dentro nos espera un tío enorme que da miedo.

—¿Cómo? ¿Qué cojones hace en mi despacho un tío enorme que da miedo?

—Esperar para hablar con usted.

La puerta del despacho de Powell se encontraba apartada del pasillo, en un nicho de la pared. Tommy giró hacia ella y alargó la mano para asir el picaporte. Pero antes de que llegara a tocarlo, Powell lo sujetó por el hombro para frenarlo.

—¿De qué quiere hablar conmigo?

—De Sánchez García.

—Dios. ¿De verdad tengo tiempo para esta mierda? —A cada palabra que pronunciaba se hacía más evidente su frustración.

—Sí. Yo creo que sí. Como le digo, ese tío da un poco de miedo.

—¿Tiene cuernos en la cabeza? ¿Es de color rojo y lleva un tridente enorme en la mano?

—No.

—Pues entonces no me da miedo.

Tommy, consciente de que su jefe estaba cada vez más irritado, procuró apaciguarlo, a fin de prepararlo para lo que se avecinaba.

—¿Podría intentar hacer un pequeño esfuerzo para calmarse, jefe? —le sugirió.

—Claro que sí —contestó Powell—. Porque ahora mismo no estoy haciendo ninguno.

Acto seguido, empujó a Tommy a un lado y extrajo una tarjeta del bolsillo de la americana. La pasó por el lector que había junto al picaporte y esperó a que la lucecita roja se pusiera verde. A continuación, sacudiendo la cabeza con gesto reprobatorio en dirección al desventurado agente de seguridad, giró el picaporte. La puerta se abrió fácilmente, como siempre, hacia el interior del despacho.

Powell entró con aire de seguridad, esperando causar una potente impresión en la persona que lo aguardaba, y lo que se encontró fue a un individuo gigantesco sentado en su sillón, detrás de su mesa, fumándose uno de sus puros. Llevaba puesta una trinchera larga y de color gris, y debajo una camiseta negra de aspecto mugriento. Tenía el cabello denso y pelirrojo y una perilla de chivo. Su rostro, curtido y áspero, daba la impresión de ser capaz de aguantar un puñetazo y de haber recibido muchos en el pasado. Powell miró a Tommy y puso los ojos en blanco. A continuación, penetró en el despacho y tomó asiento frente al gigante. Tommy, obediente, lo siguió, cerró la puerta y se quedó de pie haciendo guardia.

El propietario del hotel captó de inmediato el aura de arrogancia y desdén que irradiaba el hombre que se había sentado detrás de su mesa, y reaccionó con indiferencia.

—Tiene usted dos minutos. ¿Qué es lo que desea? —le preguntó en tono bastante educado.

—Quiero que me dé veinte mil dólares.

—No. Siguiente pregunta. —Se quedó mirando al intruso durante unos instantes y luego añadió—: Un minuto y tres cuartos.

Su invitado se tomó aquella respuesta con calma.

—¿Sabe que tiene en su hotel a un perturbado que va por ahí matando a los participantes de su concurso?

—Sí, lo sé. Mis hombres ya se están ocupando de eso. Calculo que habrán capturado a ese perturbado dentro de diez minutos.

—¿Sí? ¿Y sabe quién es?

Aquel interrogatorio estaba irritando a Powell.

—Sí. ¿Y usted?

—Tal vez.

—Y bien, ¿quién cree que es?

—Usted primero.

—¿Por qué yo?

—Porque no creo que lo sepa.

Powell, que estaba encontrando bastante pesada la conversación, fue el primero en retroceder.

—De acuerdo. Me parece que se llama Sánchez García —dijo con un suspiro de cansancio. Su límite de aguante del aburrimiento no era muy alto en circunstancias normales, y aquel tipo ya empezaba a resultar tedioso.

El pelirrojo dio una calada al puro, después se lo sacó de la boca y examinó el ascua para contemplar cómo se iba formando la ceniza. Cuando quedó convencido de que no era necesario soltar un poco encima de la moqueta, volvió a mirar a Powell con una sonrisita satisfecha.

—Exacto. Pero la pregunta de verdad es la siguiente: ¿sabe usted quién es ese García?

—¿Importa?

—Puede cambiar mucho las cosas.

—Pues adelante. Ilústreme.

—Sánchez García es más conocido como Kid Bourbon.

Si esperaba una reacción, no la obtuvo. Powell se recostó en su sillón y se dirigió a Tommy, que estaba de pie junto a la puerta con las manos cogidas por delante.

—Tommy, ¿quién es Kid Bourbon?

—Probablemente el principal asesino en serie de toda la historia. Un perturbado que tiene problemas con el alcohol. En resumidas cuentas, un tipo que no conviene tener encima.

—Ajá. —Nigel se volvió otra vez hacia el individuo que estaba sentado en su sillón—. ¿Y quién es usted?

—Me llaman Angus el Invencible.

—¿Y por qué lo llaman así?

—Porque es mi nombre.

—Entiendo. Y quiere que yo le dé veinte mil dólares para matar al tal Sánchez García, que, al parecer, según dice Tommy, es el asesino en serie más importante de la historia.

Tommy tosió.

—En realidad he dicho de toda la historia.

Su jefe intentó fruncir el ceño.

—¿Y qué diferencia hay?

—Pues… esto… que una es toda y la otra no.

—¿Te das cuenta de que ocupas casi la mitad del tiempo hablando tú?

—No, señor.

—Pues entonces cierra la boca. —Powell se giró hacia Angus. A pesar de lo impaciente que estaba por reanudar el concurso, aquel tipo había despertado su interés—. De modo que ese Kid Bourbon es un asesino en serie. Me parece que eso ya lo tenemos claro, ¿no?

—Correcto.

Powell se giró de nuevo hacia el agente de seguridad.

—Muy bien. Un momento. Tommy, averigua qué tal les va a tus hombres en la búsqueda de ese tal Bourbon García.

—Sí, señor. —Extrajo un pequeño radiotransmisor de una funda que le colgaba del cinto, junto a la cadera derecha. Pulsó un botón, se acercó el aparato a la boca y habló:

—Sandy. Aquí Tommy. Cambio.

Transcurrieron unos segundos hasta que se oyó crepitar una voz por el radiotransmisor, lo bastante fuerte para que la oyeran todos los presentes.

—Aquí Sandy. Tenemos problemas, jefe.

—¿Qué ocurre? Tengo conmigo al señor Powell. Necesitamos que nos pongas al tanto.

—No te va a gustar.

—Prueba.

—La cosa es que Tyrone y yo estamos en el aseo de caballeros de la planta baja y acabamos de encontrar a Otis Redding en uno de los retretes. No hay duda de que está muerto. Tiene pinta de tener el cuello roto.

—¿Algún indicio de los culpables?

—No, pero eso no es todo. Tenemos dos cadáveres más. Kurt Cobain y Johnny Cash también están muertos. Y les han dado una paliza mucho peor que a Otis.

Powell se estaba poniendo de muy mal humor. Ya se había quedado sin tres de sus cinco finalistas. Aquello no pintaba nada bien. Tommy habló una vez más por el radiotransmisor.

—Está bien, seguid buscado a esos tipos. No pueden haberse ido muy lejos.

—Descuida, Tom… ¡mierda ! —El tono de voz de Sandy era de pánico, y su respuesta vino acompañada de un sonoro impacto.

Tommy preguntó con urgencia, hablando al aparato:

—Sandy, ¿qué coño ha sido eso?

El otro no contestó. Lo que oyeron todos a través de la radio de Tommy fue algo parecido a un revuelo tremendo. Durante los diez segundos siguientes, las ondas se llenaron del ruido de puñetazos en la cara, exclamaciones de dolor y los intentos de Sandy de hacer comentarios de lo que iba sucediendo. Daba la impresión de que a Tyrone y a él los estaban atacando, pero la voz se oía amortiguada por todo el estruendo de fondo. Finalmente la señal se interrumpió.

Tommy intentó recuperarla.

—¿Sandy? ¿Sandy? ¿Sigues ahí? ¿Qué diablos está pasando?

Durante veinte segundos aproximadamente, aguardaron a recibir una respuesta de Sandy. O incluso de Tyrone. Pero no contestó ninguno de los dos. De repente, Powell lamentó no haberle preguntado muchas más cosas a Annabel de Frugyn. Hizo una inspiración profunda y se dirigió otra vez a Tommy.

—Tráeme veinte mil dólares para entregárselos a este tipo —dijo, señalando al hombre que tenía sentado enfrente.

Angus, con una ancha sonrisa, dejó caer un poco de ceniza del puro sobre la mesa de Powell.

—El precio acaba de subir a cincuenta —dijo guiñando un ojo.

Powell comprendió al momento que no tenía tiempo para regatear.

—Tráele cincuenta —ordenó a Tommy.

El agente de seguridad asintió con la cabeza y seguidamente salió por la puerta sin hacer ruido y cerró de nuevo.

—Me alegro de que haya visto la luz —dijo Angus aspirando de su puro y sin perder la sonrisa de satisfacción—. Pero debería haberme hecho caso desde el principio, ¿no le parece?

—Ni siquiera le estoy haciendo caso ahora.

—Bueno, supongo que está en su derecho. Usted entrégueme el puto dinero.

Powell negó con la cabeza y agitó el dedo en dirección a Angus.

—Ni hablar. Antes tiene que matar al tal Sánchez y a quienquiera que sea el tipo que lo acompaña. Hágalo del modo que le apetezca. Lo único que le pido es que sea fuera de mi hotel, no quiero que aparezcan más cadáveres. Encuéntrelos, atrápelos, llévelos al desierto y mátelos. Y después entiérrelos allí mismo. Cuando vuelva, lo estarán esperando cincuenta de los grandes. Y quiero una Polaroid.

—Y yo quiero veinte ahora.

—Nada de eso. No va a perderme de vista una vez que haya hecho el trabajo.

Aquella negativa a pagar un adelanto, por pequeña que fuera la cantidad, era la manera que tenía Powell de dejar claro quién mandaba. De acuerdo en que Angus era un tipo al que temer; pero si iba a llevar a cabo un trabajo para Nigel Powell, recibiría el mismo trato que cualquier otro miembro del personal del hotel. Antes tendría que ganarse el dinero.

Se hizo evidente que aquello no le gustó al asesino a sueldo. Y dicha insatisfacción se notó bien a las claras por el modo en que aplastó el puro contra la superficie de roble antiguo del escritorio. Incluso aunque ya estaba apagado, continuó retorciéndolo con fuerza entre los dedos, sin dejar de mirar fijamente a Powell ni un segundo. El semblante se le torció hacia un lado como si tirase de él un anzuelo que tuviera enganchado en la comisura de la boca. Cuando por fin recuperó el control de sus facciones, se puso de pie, y su nuevo jefe entendió por fin lo que había querido decir Tommy con aquello de «un tipo enorme que da miedo». Aquel tío era un jodido gigante.

Fuera quien fuese el tal Sánchez García, tenía serios problemas.

La última vez que Sánchez estuvo acurrucado para que no lo vieran, cagado de miedo, mientras Elvis se encargaba de resolver la situación, fue en el interior de una iglesia, sirviéndose de un escolar a modo de escudo humano, mientras su amigo derribaba a los malos con un arma en forma de guitarra. Aquello había sucedido exactamente diez años antes. En cambio, esta vez el Rey se valió simplemente de sus puños. En el intervalo de noventa segundos, los fornidos guardias de seguridad quedaron despatarrados en el suelo de baldosas del cuarto de aseo, inconscientes y cubiertos de sangre. Le había salvado el culo a Sánchez una vez más.

Con una combinación de velocidad, habilidad y fuerza bruta, el Rey había desarmado y dejado fuera de combate a los dos guardias de seguridad, Sandy y Tyrone. Sánchez pasó la mayor parte de la refriega dentro del retrete y con los ojos cerrados, aunque ya había preparado una versión exagerada de los hechos que contar a todo el mundo cuando regresara al Tapioca. Lo importante era que todo lo había hecho Elvis, y además con estilo. Cuando por fin cesó el fragor de la pelea, Sánchez abrió primero un ojo y después el otro. Elvis estaba de pie junto a la puerta del retrete, de espaldas a él.

Los guardias de seguridad yacían tirados en el suelo, en medio del charco de sangre que todavía salía del segundo cubículo. Costaba trabajo distinguir si parte de la sangre que les manchaba el traje negro pertenecía a ellos. El que estaba más cerca tenía un lado de la cabeza aplastado contra las baldosas y sangraba a causa de una aparatosa hemorragia nasal. La cabeza del otro no era visible desde el sitio en que se encontraba Sánchez acurrucado.

—¡Venga, Sánchez! No seas capullo y ayúdame a quitar de aquí a estos dos, ¿quieres? —le chilló Elvis. Ya había empezado a arrastrar a uno de los guardias de seguridad hacia el tercer retrete, pero estaba claro que necesitaba un poco de ayuda para terminar rápido, antes de que apareciera alguien más.

—Vaya, has noqueado del todo a los dos, ¿eh? —dijo Sánchez, sin lograr disimular un deje de sorpresa en el tono de voz.

—¿Y qué coño esperabas?

—Pues… no sé. Iban armados.

Elvis dejó al primero de los dos guardias en el suelo del cubículo, a los pies de Sánchez, y seguidamente miró con expresión reprobatoria al camarero más cobarde de todo Santa Mondega.

—Ya, y tú y yo vamos a estar armados dentro de un minuto, Sánchez. Ahora tenemos dos pistolas. Y espero que no tengamos que llegar a usarlas, porque mi instinto me dice que tú no serías capaz de acertar ni a tu propio trasero. —Calló unos instantes y luego agregó—: Y a la vista está que tienes un trasero bien gordo.

Sánchez no hizo caso de aquel comentario. Agarró por las axilas al guardia que le había dejado Elvis a los pies y lo arrastró hasta el rincón del retrete, junto al inodoro, y luego hizo todo lo posible por que se mantuviera en posición erguida. Ya estaba convirtiéndose en un profesional del oficio.

—Esto… no sé… ¿No sería mejor que llevaras tú las dos pistolas? —sugirió. Elvis, aun haciéndolo rematadamente mal, todavía dispararía mejor que él haciéndolo todo lo mejor que supiera. Y además, Elvis poseía el temple suficiente para disparar a una persona sin preguntar ni titubear, mientras que él, probablemente, se encogería al verse ante una situación que exigiera dispararle a alguien.

Elvis no contestó de inmediato. Estaba metiéndose en el retrete llevando a rastras al segundo guardia de seguridad.

—Ni hablar —respondió a la vez que dejaba caer al suelo al guardia inconsciente—. Es una para cada uno. Si nos separamos y tú te quedas solo, vas a necesitar un arma, aunque sólo sea para enseñarla.

Los dos juntos empujaron al segundo guardia hasta el rincón contrario del cubículo, al otro costado de la taza del váter. Una vez que hubieron finalizado la operación, Sánchez contempló a los dos agentes inconscientes y se le ocurrió una idea inusitada. Había caído en la cuenta de que, si los estaban buscando, Elvis y él no iban a ser lo que se dice difíciles de descubrir. Él llevaba puesta su camisa hawaiana rojo chillón, y el Rey lucía una llamativa americana de color dorado y unas grandes gafas de sol de montura también dorada.

—Podríamos cambiarnos la ropa con estos tíos, ¿qué te parece? —propuso—. Así nos resultaría más fácil escaquearnos.

Elvis lo miró fijamente y suspiró. Después sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—Eres tonto del culo, Sánchez, ¿sabes? Estos dos tíos han estado tirados en el suelo en medio de toda esa sangre. Tienen manchada toda la parte de atrás de la chaqueta y del pantalón. Y tú quieres salir de aquí llevando puesto un traje negro que está cubierto de sangre porque te parece que sería más discreto y así podrías hacer lo que te diera la gana. Yo, personalmente, preferiría llevar una pistola y un par de cojones bien puestos. —Levantó una de las pistolas que había quitado a los guardias de seguridad—. Toma, cógela. Ya, lo único que te falta son los cojones.

Sánchez tomó el arma con mano insegura. Era como si estuviera cogiendo una serpiente por la cola e intentara que ésta no lo mordiera. Elvis volvió a negar con la cabeza sin poder ocultar su disgusto.

—¡Oh, por todos los diablos! Guárdatela en la parte de atrás del pantalón y tápala con la camisa. Porque te quedará algo de sitio en el pantalón, ¿no?

Sánchez ignoró aquella referencia al tamaño de su trasero e hizo lo que le indicaba el Rey. La pistola cupo a duras penas tras la cinturilla del pantalón, y el acero fresquito del cañón encajó a la perfección entre ambos glúteos. Corría el tiempo. Tenían que salir de aquel baño lo antes posible.

—Bueno, ¿y ahora qué? —quiso saber.

—Ahora nos largamos de aquí cagando leches. Lo mejor será que evitemos el vestíbulo, allí hay demasiada gente y podrían descubrirnos. Yo diría que, si al salir de aquí giramos a la izquierda, iremos directos hacia la parte de atrás del hotel. Seguro que allí hay una salida de incendios. Podemos huir por ella y salir al aparcamiento. Calculo que nos llevará como un par de minutos llegar hasta mi coche y largarnos de aquí.

—Genial —repuso Sánchez—. Tú vas delante, ¿vale?

—Sí. Si nos tropezamos con algún problema, apuntas esa pistola a los malos y disparas, ¿de acuerdo?

—Descuida.

—¿Estás tranquilo?

—Más que nunca.

Elvis hizo una mueca.

—Ya. Bien. Sígueme. Ya vamos fatal de tiempo.

Se guardó la pistola en la parte de atrás de su pantalón negro, donde quedó oculta por la brillante chaqueta dorada. Le quedó mucho más cómoda que a Sánchez. Fue hasta la puerta y la abrió ligeramente, luego se asomó con cuidado y oteó un lado del pasillo. Sánchez atisbó por encima de su hombro. Al parecer, no había nadie a la vista. Elvis, satisfecho, dio un paso hacia fuera y giró la cabeza para inspeccionar la ruta en la otra dirección.

¡zas!

Antes de que Sánchez pudiera reaccionar, surgió ante él un individuo alto y vestido con una trinchera larga de color gris. Había atacado a Elvis por el ángulo muerto, y le había asestado un golpe en la nuca que lo hizo caer de rodillas. Acto seguido, se irguió sobre él y lo golpeó de nuevo en la nuca, esta vez más fuerte todavía, con el cañón de la pistola que empuñaba. Elvis se desmoronó en el suelo como un guiñapo, sin sentido.

«¡Mierda! —pensó Sánchez—. Coge la pistola y dispara.»

Consciente de que el tiempo no corría de su parte, sacó el arma de la cinturilla del pantalón. Ésta salió con mucha más facilidad que con la que había entrado, principalmente porque ahora estaba lubricada con el sudor del trasero. Manoteando en busca del seguro, apuntó al individuo que se erguía por encima de Elvis. Lo reconoció de inmediato: era el sicario gigante al que había robado la habitación y los veinte mil dólares.

Angus el Invencible no se alteró lo más mínimo cuando se giró y vio al camarero apuntándolo con un arma. Ya se encargaba Sánchez de estar todo lo alterado que había que estar. Cerró los ojos al apretar el gatillo e hizo una mueca de dolor previendo la fuerte explosión que iba a provocar.

Y, en efecto, provocó una explosión tremenda.

Por desgracia, tan sólo consiguió disparar al techo. El retroceso del arma lo lanzó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la pared que tenía a la espalda. Le dolió una barbaridad, y al instante lo vio todo borroso y comenzó a resbalar por la pared.

Para cuando se derrumbó en el suelo, ya había perdido el conocimiento.

Julius finalizó su interpretación de Get Up, I Feel Like Being A Sex Machine con la exclamación «¡Heh!» característica de James Brown. Había intentado lo de abrirse de piernas al final de la coreografía, pero no consiguió bajar ni hasta la mitad. Ahora estaba inmóvil en una especie de semicuclillas, con un brazo estirado apuntando a los jueces.

Aun así, el público quedó encantado, y los jueces (sabedores de que James figuraba en la lista de los cinco que debían actuar en la final) lo abrumaron con elogios de lo más efusivos, en particular Nigel Powell, que lo felicitó por ser el concursante más energético que habían visto hasta el momento.

Los esfuerzos realizados supusieron una gran presión para el ajustado traje morado que llevaba Julius. El pantalón estuvo a punto de reventar por la parte de atrás cuando intentó abrirse de piernas y se quedó en la consiguiente postura de semicuclillas. A la vez que absorbía la adulación de las masas, se sentía profundamente aliviado por haber escapado de la vergüenza de romperse el pantalón por la mitad.

Tras permanecer un poco más tiempo del debido en el escenario, se marchó por un costado del mismo, despidiéndose del público vigorosamente con la mano. De camino al pasillo se paseó por delante de los concursantes que no habían actuado todavía. «Menuda panda de ingenuos. Los pobres no se imaginan que no tienen ninguna posibilidad de ganar.» Se dividieron para dejarlo pasar igual que las aguas del mar Rojo, y muchos le dieron la enhorabuena por su actuación. Pero a Julius, ahora que ya había terminado, lo único que le apetecía era apartarse de los demás. Todos iban a quedar eliminados del concurso muy pronto, así que de poco servía ser amable con ellos. Tras la brillante actuación que había llevado a cabo, sus posibilidades de ganar eran muy elevadas. Lo único que necesitaba saber ahora era si Kid Bourbon había cumplido con su parte del trato, si había… en fin… quitado de en medio a los otros cuatro finalistas.

Julius iba literalmente dando botes por la moqueta beis del pasillo amarillo, en dirección al ascensor que había al fondo. Cuando llegó, justo estaba empezando a bajar de la nube a la que había subido tras los elogios del jurado. No se veía a nadie más, seguramente porque casi todos los clientes estaban apiñados en el auditorio, viendo el concurso. Alzó la mano hacia el botón que había en la pared y lo pulsó para llamar al ascensor. Las relucientes puertas plateadas se abrieron al instante, de modo que entró en la cabina. Cuando iba a pulsar el botón de la octava planta, se fijó en que había unas motas de sangre en el panel. Entonces bajó la vista y vio un pequeño charco en el suelo. Enseguida esbozó una sonrisa. Lo más probable era que aquello fuera obra de Kid Bourbon. En aquel ascensor alguien había resultado gravemente herido, como mínimo. Y con suerte, muerto. Pulsó el botón de la planta ocho y a continuación se giró de cara al pasillo por el que acababa de venir.

Y de pronto vio la figura de su nuevo cómplice.

Kid Bourbon venía andando por el pasillo en dirección al ascensor, tan siniestro como siempre. Llevaba echada por la cabeza la capucha negra de la cazadora, y debajo de ella Julius alcanzó a ver que todavía llevaba puestas las gafas oscuras. En el interior de un edificio. Aquella fúnebre indumentaria lo identificaba verdaderamente como un individuo al que temer. Despedía maldad incluso sin pretenderlo. «Un tipo estupendo que tener de tu parte cuando hay que matar a gente inocente», pensó Julius para sus adentros. Pulsó otro botón del panel para que las puertas no se cerrasen y para dejar entrar al sicario al que había contratado. Sin querer barrió una manchita de sangre con la yema del dedo, y se apresuró a limpiársela en la pernera del pantalón.

—¿Te viene bien la planta ocho? —preguntó cuando Kid hubo entrado en el ascensor.

—Me da igual.

Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a moverse hacia arriba. Nada más arrancar, Julius exhaló un enorme suspiro de alivio y se quitó la gruesa peluca que llevaba. La calva le sudaba a chorros después del rato que había pasado bajo los focos, y resultaba agradable notar por fin un poco de aire fresco.

—Este puto chisme pica como un demonio, ¿sabes? —comentó al tiempo que sacudía la peluca como si estuviera infestada de insectos.

—Deja de quejarte —replicó Kid.

—¿Qué te pasa? —Julius se detuvo un momento—. Mira, es igual. Me importa una mierda. Qué, ¿has terminado?

—He terminado.

—¿Así que están todos muertos? ¿Ya?

—No.

—¿No? ¿Quién falta?

—Dorothy.

—¿Quién coño es Dorothy?

—Judy Garland.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Se te ha escapado?

—No.

—¿Entonces?

—No mato Dorothys.

—Y una mierda. Tú matas cualquier cosa.

—Dorothys, no.

—¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay?

—Tengo mis motivos.

—¿Y cuáles son?

—No es asunto tuyo.

Julius se quedó observando su imagen reflejada en las puertas metálicas. El traje morado de James Brown seguía siendo perfecto. Al lado de su imagen reflejada aparecía la figura oscura y siniestra de Kid Bourbon, que también tenía la mirada fija en las puertas del ascensor. Con los ojos ocultos detrás de las gafas de sol, su semblante no delataba ni un ápice de emoción.

Julius no pudo disimular su frustración ni su estupor por aquel súbito giro de la situación.

—A ver si lo he entendido bien —dijo con una voz que casi le temblaba de furia—. Tú matas todo y a todos, con independencia de la edad, la raza o el sexo, pero cuando se trata de la Dorothy de El mago de Oz, ¿de repente te remuerde la conciencia?

—Así es, más o menos. ¿Tienes algún problema con eso?

—¡Pues claro que tengo un puto problema con eso! —Julius se dio cuenta de que estaba elevando la voz y decidió bajarla ligeramente antes de continuar—: Dorothy es mi principal escollo para ganar este concurso. Si llega a la final, se acabó. Final del partido. Este concurso lo tengo que ganar yo, y ella es la única persona que queda que sea capaz de cantar mejor que yo.

—Yo tengo otro plan. —La voz de Kid iba siendo más grave a cada sílaba que pronunciaba.

—Bueno, ya es algo, digo yo. ¿En qué consiste?

—En que aprendas a cantar mejor.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. Julius salió y se giró para mirar furioso a su cómplice.

—Eres un comediante realmente penoso, ¿sabes?

Kid pulsó el botón de la planta baja y se situó en el centro de la cabina.

—¿Adónde coño crees que vas? —preguntó Julius.

—Ya he terminado mi trabajo.

Justo cuando las puertas del ascensor empezaban a cerrarse, Julius dio un paso adelante y las detuvo con la mano izquierda.

—Supongo que sabrás que no voy a pagarte por matar sólo a tres. El trabajo consistía en acabar con los cuatro —señaló.

—No me importa.

—Vaya, eso es estupendo, porque voy a tener que dar esos cincuenta de los grandes a otra persona, y lo único que tendrá que hacer esa persona será matar a Judy Garland.

Kid negó muy despacio con la cabeza.

—A ésa no la toca nadie. Por lo menos hoy. —Su voz era grava pura.

—Lo siento, colega, pero esa tía es historia. Aunque tenga que hacer venir a la propia Bruja Malvada para que se la cargue. De ninguna manera va a ganar este puto concurso.

—Puede que no lo gane, pero llegará a la final. —Kid hizo una seña con la cabeza para indicar a Julius que soltase las puertas del ascensor.

El cantante miró una vez más aquellas gafas oscuras y meneó la cabeza en un gesto de exasperación.

—Debería haber sabido que no podía contar contigo. ¡Eres un jodido idiota!

De pronto Kid introdujo una mano en la cazadora de cuero. Julius reflexionó sobre lo que podía significar aquel gesto. Cigarrillos, quizás. O un arma. Un arma, lo más seguro. De modo que, teniendo aquello en cuenta, fue sensato y soltó la puerta para permitir que se cerrara.

Toda la euforia que lo inundaba anteriormente se evaporó igual que el rocío en el desierto. Aunque la cabeza, libre de la peluca, ya se le había enfriado, rompió a sudar. «¡Mierda! ¡Mierda, joder!» Comprendió que las cosas acababan de dar un desastroso giro a peor. La participante que encarnaba a Judy Garland seguía estando viva… por lo menos de momento. Pero Julius necesitaba quitarla de en medio antes de que comenzase la final.

Y «quitarla de en medio» quería decir «matarla».

Sánchez sentía los párpados como si se los hubieran pegado con mantequilla de cacahuete. Los abrió muy despacio, el uno después del otro, y pestañeó unas cuantas veces. ¿Tendría resaca? No. En cambio, alguien acababa de cruzarle la cara de una bofetada. Reconoció dicha sensación, estaba bastante acostumbrado a ella. Y la bofetada se la había dado un hombre. Esto lo sabía porque le escocía la mejilla un poco más de lo habitual. Sin embargo, más preocupante era el intenso dolor que notaba en la parte posterior de la cabeza. Lo recordó vagamente: procedía del golpe que se dio él mismo al chocar contra la pared del pasillo, junto al aseo de caballeros. Aquello debió de ocurrir un poco antes. Parpadeó de nuevo en un intento de aclararse la vista, pero no funcionó. Ello se debía en parte a que sólo hacía un instante que había recuperado el conocimiento, y también a que iba dando botes tumbado en una cama plegable colocada en la parte de atrás de una autocaravana, al parecer grande y totalmente equipada. La cama estaba sujeta a la pared lateral, y la autocaravana estaba circulando a toda velocidad.

—¿Dónde coño estoy? —gimió después de agotar su capacidad de observación y de deducción.

—En el Cementerio del Diablo —respondió una voz—. Aproximadamente dentro de diez minutos se te pasará ese dolor que tienes en la cabeza.

Sánchez se incorporó. Entonces se dio cuenta de que no podía mover las manos. Se miró, y a oscuras acertó a distinguir a duras penas que tenía las muñecas atadas con un trozo de cinta aislante de color gris. Volvió a levantar la vista y vio a dos guardias de seguridad del hotel, sentados frente a él, en el asiento corrido que ocupaba el otro lado de la autocaravana. Ambos iban vestidos con el traje negro estándar que proporcionaba el hotel. El que estaba justo enfrente de él era moreno y tenía el pelo de pincho y un rostro que tan sólo podría amar una madre. El nombre que figuraba en su placa, y que Sánchez logró leer ahora que los ojos se le habían adaptado a la escasa luz que había, declaraba que era Tommy Packer, jefe de Seguridad. El otro tenía el típico porte militar de cráneo afeitado. Los dos apuntaban a Sánchez con sendas pistolas. El que había hablado era el moreno, Tommy. El otro no dijo nada, pero tenía cara de desconfianza y se le notaba deseoso de utilizar el arma.

—¿Te encuentras bien, Sánchez? —preguntó una voz que le resultó más familiar. Tenía a Elvis sentado a su izquierda.

—Me duele la cabeza un horror —se quejó Sánchez buscando un poco de compasión en su amigo.

—Ya. Parece ser que te golpeaste tú solo.

—¿Y por qué iba a hacer algo así?

—Porque eres un puto gilipollas.

—Vale, otra vez eso.

Olvidando por un momento que tenía las muñecas atadas por delante, sintió un deseo irresistible de frotarse la nuca, pero fue un intento fútil, porque todo lo que pudo hacer fue rozarse la coronilla de la cabeza con la cinta que le sujetaba las manos. Entonces se fijó un poco más y vio que Elvis se encontraba en un apuro parecido. Se giró de nuevo hacia Tommy en busca de una explicación.

—¿Y qué va a pasar ahora? —inquirió.

—Os están llevando al desierto, y una vez allí seréis ejecutados y enterrados.

Sánchez tragó saliva.

—Esto… en fin… ¿es absolutamente necesario? O sea, todo esto es un gran malentendido. Ya se lo has dicho tú, ¿verdad, Elvis?

—Se lo he dicho, pero no quieren hacerme caso, tío.

—Oh. —Sánchez no pudo disimular su desilusión. Ni su inquietud—. ¿Tienes algún plan para salir de ésta? —preguntó a Elvis, esperanzado.

—Sí.

—Genial. ¿Cuál es?

—Oye, no pensarás que voy a decirte el plan teniendo sentados enfrente a Bert y a Ernie, ¿no? Mira que eres memo. ¿Quién te crees que soy? ¿Tú?

—Ah, ya. Vale. Ay, cómo me duele la cabeza.

La autocaravana se detuvo a un lado de la carretera y Sánchez oyó apearse al conductor. Desde la parte trasera no alcanzaba a verlo, pero oyó acercarse sus pisadas en dirección a la puerta doble del vehículo, haciendo crujir la grava del suelo. Un momento más tarde se abrieron las puertas de un tirón. Sánchez se llevó una decepción al encontrarse con Angus el Invencible, que portaba dos palas.

—Venga, rápido. ¡Todo el mundo afuera! —ordenó el gigante.

Sánchez se asomó por las puertas abiertas. Fuera, en la carretera, estaba oscuro, y la única luz que había era la de la luna llena. El desierto ya de por sí era un agujero de mierda, pero ahora era un agujero de mierda oscuro y barrido por un viento helador. Allí donde de día había únicamente polvo, arena y plantas secas, ahora se oían murmullos, graznidos y aullidos proferidos por animales invisibles y sombras parpadeantes.

Los dos guardias de seguridad movieron las pistolas en dirección a las puertas de la autocaravana para indicar a Sánchez y a Elvis que salieran. Elvis se levantó y bajó de un salto al desolado asfalto de la carretera. Sánchez hizo lo mismo, aunque temblando como una hoja. Dentro de la autocaravana estaba muy oscuro, y cuando saltó de ella se las arregló para tropezar con no sé qué y caer de bruces sobre el hombro izquierdo de Angus el Invencible antes de estrellarse desmañado contra el suelo.

—Buen intento —comentó Angus lacónicamente—. El típico asesino a sueldo, siempre intentando alguna jugarreta.

Después de Sánchez se apearon los dos guardias de seguridad. Tommy se agachó, agarró al camarero por la axila derecha y lo levantó del suelo.

—¿Estás seguro de que este tipo es un sicario? —preguntó en tono dubitativo.

—No te dejes engañar por las apariencias. Este tipo es letal. Eso de hacerse el tonto es para disimular —contestó Angus con frialdad.

Elvis protestó.

—¿Estáis hablando en serio? —dijo en tono despectivo—. Sánchez es un puñetero camarero, no un asesino a sueldo.

Pero Angus negó con la cabeza.

—Qué va. Un camarero no podría haber sido capaz de ejecutar a tres hombres y después dejar fuera de combate a dos guardias de seguridad sólo con las manos.

—Eres un idiota. Sánchez no ha hecho nada de eso.

—Entonces, ¿quién ha sido? ¿Tú? —se mofó Angus.

—Bueno, ya que lo preguntas, yo no he matado a nadie, pero sí que dejé noqueados a los guardias de seguridad.

Angus sonrió con ironía.

—¿Tú te crees que soy tonto? Pero voy a decirte una cosa. Te voy a dar la oportunidad de que demuestres cuál de vosotros dos es el asesino. —Arrojó las dos palas al suelo—. Adelante, señoritas. Coged las palas y seguidme.

Sánchez se quedó mirando la herramienta.

—Genial —dijo en tono sarcástico—. Ahora nos vamos a poner a hacer castillos de arena en el desierto. Debe de ser mi día de suerte.

Hasta aquel momento, Angus había hablado en tono casi jovial, pero ahora estaba irritado.

—Verás, el sarcasmo es un defecto muy poco atractivo. Y teniendo la pinta que tienes, te convendría bajar el tono, gordinflón.

Sánchez y Elvis se inclinaron, bajaron las manos, que todavía llevaban atadas, y cogieron con dificultad una pala cada uno. Los dos guardias de seguridad los observaron atentamente por si alguno de ellos hacía algún movimiento brusco.

—Adelante —ordenó Tommy empujando a Sánchez por la espalda con la pistola—. Ve detrás.

Sánchez y Elvis echaron a andar detrás de Angus el Invencible. Dejaron la carretera y se internaron en el desierto seguidos por los guardias de seguridad, que de vez en cuando los pinchaban con el arma en la espalda.

Angus caminaba sus buenos cinco metros por delante de ellos, a través de una mezcla de matojos espinosos desperdigados de forma irregular y enebros que crecían hasta una altura de casi medio metro del suelo. Se dirigía hacia un área de terreno de aspecto especialmente desolado y que se adentraba más en el desierto, como a unos veinte metros de allí. Sánchez aprovechó la oportunidad para interrogar a Elvis sobre cómo pensaba escapar.

—Bueno, ¿y cuál es el plan? —susurró.

—Esperar.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué?

—A que ocurra algo.

—Un plan cojonudo. ¿Has tardado mucho tiempo en discurrirlo?

—Pues la verdad es que sí.

Angus el Invencible se detuvo en una zona de tierra blanda y arena, libre de la tupida vegetación, y señaló el suelo.

—Muy bien, el trato es el siguiente —dijo—: Empezad a cavar. Quiero un hoyo lo bastante grande para que quepa uno de vosotros. Ya veis que soy una persona razonable. Quiero saber cuál de los dos es el sicario que me ha robado los veinte mil dólares.

Elvis negó con la cabeza.

—¿De qué coño estás hablando, tío?

—De un sobre que tenía veinte mil dólares dentro. Alguien cogió los veinte mil y devolvió el sobre a recepción. ¿Cuál de los dos fue?

Ni siquiera los guardias de seguridad sabían con seguridad de qué estaba hablando Angus. Sánchez era el único que sabía que en el sobre había veinte de los grandes, dado que los había robado él. Y los había gastado. En eso, a su espalda, Tommy dijo:

—¿De qué estás hablando, tío? ¿Qué veinte mil? Ésa es la cantidad que te va a pagar el señor Powell cuando hayas terminado el trabajo. Incluso más que eso.

De pronto Angus metió las dos manos en el interior de la trinchera y extrajo dos pistolas. A continuación hizo un gesto con la cabeza en dirección a Tommy y al otro guardia.

—Haceos a un lado.

Tommy y el otro se apartaron. Seguidamente, para gran sorpresa de Sánchez, Angus el Invencible disparó dos veces, una con cada pistola. Lo curioso fue que no apuntó a Elvis ni a él. Se oyeron breves exclamaciones proferidas por los dos guardias de seguridad, seguidas por el ruido que hicieron al desplomarse en el suelo, a consecuencia de las balas que les había metido Angus en la cabeza.

—¡Sabía que este tío estaba de nuestra parte! —exclamó Sánchez todo eufórico.

Angus se volvió hacia Elvis.

—¿Tu amigo es siempre así de imbécil?

Elvis asintió.

—Me temo que sí. Al final uno se acostumbra.

—¿Cómo? —preguntó Sánchez—. ¿Qué pasa?

—Que ha eliminado a sus compinches para demostrar lo malvado que es —dijo Elvis—. Este tío es un cliché con patas. ¿No te has dado cuenta?

—Lo cierto es que no estoy haciendo nada de eso —protestó Angus—. Estos tipos no sabían quién soy, creían que estaba ayudando a su jefe. Pero es que yo tengo asuntos más importantes que éste. Estoy aquí para matar a varios de los participantes del concurso.

Pero Elvis no había terminado de provocar a Angus:

—¿Lo ves, Sánchez? Ya te digo que es un cliché. Ahora nos desvelará todos los intrincados detalles de su malvado plan y después nos matará. Le pones un traje gris, le afeitas todo el pelo y ya tienes ante ti al mismísimo Doctor Maligno.

—¡Cállate de una puta vez! —saltó Angus.

Elvis no le hizo caso.

—¿Y qué viene ahora? —continuó—. ¿Vas a dejarnos dentro de un hoyo, y después volverás al hotel y «supondrás» que hemos muerto?

El semblante de Angus empezó a contorsionarse a medida que las provocaciones de Elvis iban transformando su irritación en cólera.

—Escúchame, y escúchame bien —rugió apuntando con las dos pistolas al pecho de ambos—. Voy a daros a escoger. Uno de los dos podrá vivir si me dice dónde están mis veinte mil.

—Mierda, tío. No lo sabemos —respondió Elvis—. Te juro que en aquel sobre no había veinte mil dólares.

—Tiene razón —terció Sánchez, tembloroso. No sabía qué le daba más miedo, si que Angus pensase que él sabía dónde estaba el dinero o que Elvis descubriese que el sobre tenía veinte mil dólares dentro.

—Está bien —dijo Angus—. En tal caso, empezad a cavar el puto hoyo. Pero cuando a uno de los dos se le ocurra la manera de devolverme mis veinte mil, puede atizar a su compañero con la pala en la cabeza. Si ocurre eso, el que siga en pie podrá regresar conmigo al hotel después de que hayamos enterrado al otro, y devolverme el dinero.

Sánchez miró a Elvis con suspicacia. ¿Se volvería el Rey contra el? ¿Debería él buscar agallas y ser el primero en atacar? ¿O de verdad Elvis tenía un plan para salir de aquella situación tan peligrosa?

—Pues a cavar se ha dicho, venga —sugirió Elvis. Para tratarse de un hombre que probablemente iba a morir muy pronto, se le veía notablemente tranquilo.

Con el estorbo que suponía trabajar con las muñecas atadas, los dos hombres hundieron las palas en el suelo y empezaron a sacar tierra para hacer un hoyo. Angus volvió a guardarse en la trinchera una de las pistolas y extrajo un paquete de cigarrillos. Mientras sacaba un pitillo con los dientes, Sánchez le susurró a Elvis:

—En serio, tienes un plan, ¿no?

—Ya pasará algo, tío.

—¿Cómo lo sabes?

—Siempre acaba pasando algo.

—¿Y ya está? ¿«Siempre acaba pasando algo»? ¿Ése es tu plan?

—¿Tienes tú uno mejor?

—Aún no.

—Pues entonces deja de refunfuñar.

—Deja de refunfuñar tú.

Angus había guardado el paquete de tabaco y estaba prendiendo su cigarrillo con un encendedor Zippo metálico. Una vez hecho eso, dio una larga calada y volvió a guardarse el encendedor en la trinchera. Parecía estar a punto de decidir quién debía morir primero.

—Eh, menos hablar y más cavar —voceó exhalando una nube de humo a través de las ventanas de la nariz.

Los dos cautivos hundieron las palas en la fosa que se estaba formando poco a poco delante de ellos. Continuaron trabajando varios minutos, mirándose el uno al otro con desconfianza. A Elvis se le daba mejor cavar, de modo que su parte de la fosa era unos cuantos centímetros más honda que la de Sánchez. Cuando alcanzó casi treinta centímetros de profundidad, de pronto se le disparó la alarma del reloj de pulsera indicando que eran las nueve en punto. Fue un pitido de lo más delicado, pero resonó con nitidez en el silencio y la inmensidad del desierto. Sánchez observó que su amigo dejaba caer la pala en la tumba que estaban construyendo.

—Eh —exclamó Angus apuntándole con la pistola—. Coge esa pala y sigue cavando, hijo de puta.

Pero Elvis negó con la cabeza.

—No puedo —repuso.

—¿Por qué no?

—Porque acaba de pasar algo.

Kid Bourbon no solía dedicarse a la actividad de salvar vidas. Y si vamos a eso, Emily, la imitadora de Judy Garland, probablemente no se merecía que le salvasen la vida. Pero Kid no estaba dispuesto a quedarse quieto y torturarse a sí mismo permitiendo que alguien que le recordaba a Beth vendiese su alma al diablo. Y el único modo que conocía de resolver cualquier tipo de problema con eficacia era matando. Lo cual le presentaba un dilema.

No había tenido problema alguno a la hora de matar a los otros concursantes. En lo que a él concernía, todos ellos estaban dispuestos a vender su alma al diablo a cambio de obtener fama y fortuna, tanto si lo sabían como si no. «Perdedores.» Julius, el que hacía de James Brown, no era más que otro aspirante desesperado. Tan sólo se diferenciaba en que deseaba ganar con más desesperación que los demás. Y a aquello había que sumar que a él no le caía bien, así que si ganaba el concurso y vendía su alma al diablo, pues vale. Sin embargo, existía un escollo importante.

Julius no era lo bastante bueno para ganar a Emily. Ni en un millón de años.

Su imitación de James Brown no estaba ni a la altura del zapato de la interpretación que había hecho ella de Judy Garland. Era necesario encontrar a alguien capaz de ganar a Emily y de ese modo salvarla de que vendiese su alma al diablo, suponiendo que aquél fuera efectivamente el destino que aguardaba al ganador (únicamente tenía la palabra de Julius al respecto). Si pudiera encontrar a alguien que fuera mejor que Emily, ello estropearía el plan de Julius y le daría una lección al muy cabrón por haberse negado a pagar después de que él hubiera matado a tres de sus rivales. En circunstancias normales, él habría matado a un tipo que le hiciera algo así, pero Julius tenía algo más de lo que se apreciaba a simple vista. Si de verdad iba a tener lugar en aquel hotel algún suceso relacionado con los no muertos, el que sabía la verdad era Julius. Aquel detalle le permitiría disfrutar de unas horas más de vida, pero no lo ayudaría a ganar el premio de un millón de dólares y el supuesto pacto con el diablo. Kid preferiría que se lo llevase otra persona, y sabía exactamente quién.

Encontró a Jacko en la zona del casino, sentado ante una ruleta. El aspirante a Michael Jackson destacaba como una señal de tráfico con aquel ridículo traje de cuero rojo. El casino estaba bastante tranquilo, porque la mayoría de la gente se encontraba en el auditorio viendo a los últimos concursantes pasar por el trago de las audiciones y someterse a los correspondientes insultos por parte de Nigel Powell. Las pocas personas que había entre Jacko y él se apresuraron a despejar el terreno en cuanto lo vieron acercarse a la ruleta. Todavía llevaba puestas las gafas de sol, de modo que no se le veían los ojos. Y tampoco había nadie que quisiera vérselos.

En las banquetas que rodeaban la mesa había cuatro jugadores sentados. Jacko, que se encontraba en el extremo más cercano a Kid, había colocado una única ficha en el número trece. Sí que estaba desesperado de verdad. El crupier, un individuo de cabello gris que seguramente no tendría más de cuarenta años, hizo girar la rueda de la ruleta y seguidamente puso una bolita a dar vueltas alrededor del borde de la misma pero en sentido contrario. Jacko la siguió fijamente con la mirada, pero antes de que tuviera la oportunidad de ver qué número salía, Kid le puso una mano en el hombro y lo obligó a girarse hacia él y mirarlo a los ojos. Jacko se llevó una sorpresa al verlo de nuevo, pero lo saludó con una sonrisa efusiva.

—¿Qué hay, tío? ¿Cómo te va? —preguntó.

—Escúchame, pedazo de mierda.

—Yo también me alegro de verte —replicó Jacko en tono de reproche y recorriendo con la mirada a los otros tres jugadores que estaban sentados a la mesa.

Todos pusieron una cara de leve estupor al ver los bruscos modales de Kid y el grosero lenguaje que empleaba. Pero, muy juiciosamente, todos (incluido el crupier) optaron por no hacer comentarios y enseguida volvieron a concentrar la atención en la rueda de la ruleta.

—No tenías ninguna intención de participar en este concurso, ¿verdad? —preguntó Kid.

—¿Qué? Pues claro que sí, tío.

—Y una mierda. Sólo querías que alguien te trajera aquí. —Allí estaba de nuevo el tono áspero de voz que Jacko había notado la primera vez. Y más marcado todavía.

—Que no, tío. Lo juro por Dios. He intentado participar, pero resulta que la organización sólo permite que haya un imitador por cada personaje. Ya existe otro concursante que encarna a Michael Jackson, y actuó antes de que yo tuviera ocasión de inscribirme. O sea que lo único que puedo hacer es disfrutar del concurso como espectador, y puede que el año que viene tenga otra oportunidad.

—Vas a participar en este concurso. No te he traído en mi coche para que pudieras sentarte en el casino a jugar a la ruleta con… —miró a los demás jugadores— un puñado de tristes perdedores.

Los perdedores en cuestión dieron un brinco, pero no dijeron nada. Sólo con echar un vistazo a Kid Bourbon comprendieron que no era probable que salieran bien parados si tenía lugar un altercado.

Jacko dejó escapar un suspiro.

—¿Es que no me has oído? Michael Jackson ya ha actuado. Ha cantado Beat It. Y además lo ha hecho bien.

—¿Cómo iba vestido?

—¿Qué?

—Que cómo iba vestido.

Jacko pareció sorprendido por la pregunta.

—Pues… no sé, era… igual que salía Jacko en el vídeo.

—Exacto. Tiene lógica, ¿no?

—Sí. ¿Ya hemos terminado? —preguntó Jacko al tiempo que se giraba hacia la mesa para ver si había ganado.

En aquel preciso momento la bola cayó en una de la casillas de la ruleta y el crupier cantó el número ganador. Trece negro. A Jacko se le iluminaron los ojos y lanzó un grito de alegría. Había colocado la ficha en el número trece y por lo tanto había ganado una bonita suma de dinero. Mientras el crupier procedía a retirar todas las fichas sin premio y a pagar a los ganadores, Kid volvió a agarrar a Jacko por el hombro y de nuevo lo obligó a darse la vuelta. Esta vez lo hizo de una manera considerablemente más agresiva.

—Tú me dijiste que ibas a cantar Earth Song.

—Así es.

—Entonces, ¿por qué vas vestido como en el vídeo Thriller?

—Porque me gusta, nada más.

—Y una mierda.

Jacko estaba nervioso. Tragó saliva y dijo:

—Por Dios, tío, ¿qué problema tienes?

—Vas a salir al escenario dentro de veinte minutos, o de lo contrario yo me aseguraré de hacer de tu vida un verdadero infierno.

—No me jodas, colega. ¿Cuántas veces tengo que decirte que…?

—Vas a imitar a John Belushi.

—¿Qué?

—John Belushi.

Jacko puso cara de no entender.

—Ése es un actor de comedia, ¿no?

—Era.

—Pues yo no sé hacer monólogos.

—También era cantante.

—¿John Belushi? —Jacko reflexionó unos segundos sobre lo que había dicho Kid. Entonces vio la luz—. Ah, sí, formó parte de los Blues Brothers, ¿verdad?

—Exacto.

—Oye, ¿tú eres tonto? ¡John Belushi era blanco!

—Michael Jackson también.

—Es posible. Pero yo no puedo hacer un número de los Blues Brothers vestido así. —Se señaló el atuendo—. Y además, no tengo tiempo para ensayar.

—No vas a necesitarlo.

Kid se quitó las gafas de sol y se las entregó a Jacko.

—Póntelas y ve hacia el escenario. Dentro de cinco minutos te llevo el resto de las prendas. —Aguardó a ver si aquello había calado, y luego agregó, con su característica voz áspera como la grava—: Si no apareces, te buscaré y te dejaré la nariz igual que la del auténtico Michael Jackson.

Una vez que había dejado bien claro lo que quería y que quedó convencido de que Jacko lo había entendido, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida del casino. Nuevamente los demás clientes se apartaron para dejarle paso. Esta vez le vieron los ojos. Pero aquel detalle no mejoró las cosas.

Jacko hizo un último comentario:

—Voy a necesitar algo más que un puñetero disfraz para llegar a la final, ¿sabes?

—De eso ya me encargo yo —contestó Kid Bourbon a la vez que se perdía de vista tras un grupo de personas.

Cuando Gabriel pasó raudo junto al letrero de la carretera que daba la bienvenida a todos los que llegaban al Cementerio del Diablo, ya sabía que estaba a punto de vivir una noche espectacular. Tenía una cita con el destino, nada menos.

Gabriel Locke era un Discípulo de la Nueva Era, entrenado por los cazarrecompensas de Dios mismo para proteger al mundo del mal. En comparación con el estilo que solían tener los promotores de la obra del Señor, Gabriel era muy distinto de lo que hubiera esperado mucha gente. Para él no eran el pelo bien cortadito, la sonrisa amigable y el traje azul barato; él era un motero cargado de tatuajes, con el cráneo rapado y una cicatriz de cinco centímetros en horizontal debajo del ojo izquierdo. Si hubiera parecido un poco menos intimidatorio, a lo mejor las cosas le habrían salido de otra manera.

Tras una temprana trayectoria de aspirante a predicador, conoció a un hombre llamado Rodeo Rex, el cual le hizo ver que hacer la obra de Dios consistía en mucho más que esparcir el mensaje y tener fe. Había otra modalidad, una mucho más siniestra. Una modalidad que consistía en matar en nombre del Señor para proteger a la humanidad. Rex le enseñó a cazar y matar a adoradores del demonio, vampiros, hombres lobo y demás escoria de los no muertos, así como a varios seres malvados más que no tenían sitio en esta tierra (y que tampoco iban a ir al cielo).

Más recientemente habían estado en Plainview, Texas, eliminando a un hatajo de vampiros que dirigían un garito subterráneo que incluía casino y bufet durante toda la noche. A todo el que perdía se le permitía que abandonase el local, ya que era probable que volviese otro día; pero el que ganaba ya no se marchaba nunca. Por lo menos, vivo. Era servido a modo de cena para los inmortales, lo cual tenía la ventaja de que también lo transformaba en vampiro, y así aumentaba el número de adheridos.

De modo que Gabriel, su mentor Rex y otro par de Discípulos de la Nueva Era aparecieron por allí y pusieron el casino bajo vigilancia, hasta que una noche entraron en él armados hasta los dientes. Resultó que los vampiros ofrecieron escasa resistencia. Eran los típicos chupasangres que sólo hacían presas entre los débiles; y, en efecto, la mitad de ellos se suicidaron antes de sufrir a manos de la banda de Rex. La operación fue un éxito increíble.

Pero durante el mes que estuvo en Plainview habían tenido lugar otros dos hechos significativos. En primer lugar, se encontraron con un negro calvo y de cuerpo menudo, cuarentón, que afirmaba tener más de dos mil años de edad. Había aparecido salido de ninguna parte y sostenía que Dios lo había enviado a buscar a los Discípulos para encargarles una misión nueva. Aquel hombre respondía al nombre de Julius. Era agradable, instruido y educado a partes iguales. Y sabía mucho en lo referente a la religión.

Con la mayoría de la gente, un individuo que afirmaba tener más de dos mil años habría sido tomado por mentiroso y loco, pero con Gabriel no. Era frecuente que el Señor lo condujese a todos los rincones de la tierra y lo pusiera en contacto con toda clase de personas que hacían afirmaciones tan descabelladas como la que hacía Julius. Gabriel tenía fe en el Señor, y por aquella razón estaba profundamente convencido de que Julius decía la verdad. De modo que, cuando aquel hombre menudo pidió a Rex y a su banda que lo ayudasen a realizar una misión en nombre de Dios, combatiendo las fuerzas del mal, supieron que era una buena persona.

Una vez que los miembros de la banda le aseguraron que contaba con su apoyo, Julius les explicó que precisaba su ayuda para levantar una maldición que pesaba sobre el hotel Pasadena, situado en el Cementerio del Diablo. Aquel trabajo tenía todo lo que ellos podían desear en una misión encargada por Dios. Tenía que ver con muertos vivientes, había pactos firmados con el diablo, un concurso de talentos en el que participaban artistas imitadores de desaparecidas estrellas de la canción y, casi igual de importante, una recompensa de cincuenta mil dólares por ayudar a Julius a llevar a cabo la misión.

Rex aceptó el encargo para él y para su equipo —en realidad estaban deseosos de empezar—, pero entonces fue cuando sucedió el segundo hecho significativo en Plainview, Texas. La noche siguiente a la triunfal redada efectuada en el casino de los vampiros, hicieron una visita a los bajos fondos. Y allí se toparon con un bar cochambroso y lleno de humo en el que se estaba celebrando un torneo de echar pulsos. Había un tipo que estaba derrotando a todo el que llegaba. Se trataba de un individuo de aspecto sospechoso, melena larga y grasienta y barba de dos días. Parecía el típico motero que sabía desenvolverse en una situación delicada.

No fue ninguna sorpresa que Rex acercase un asiento y probase suerte con él. Lo que siguió a continuación fue un pulso que no se pareció a ningún otro. Duró casi cuarenta minutos, pero ninguno de los dos hombres cedía un solo milímetro. Aquello puso furioso a Rex, porque jamás en su vida había perdido echando un pulso con nadie, ni había estado a punto de perderlo. La noticia de aquel extraordinario enfrentamiento se propagó como un reguero de pólvora, y acudieron al bar cientos de personas para ver el desenlace del mismo y apostar dinero por uno u otro contrincante.

Primero pareció ganar ventaja un hombre, después el otro, hasta que por fin fue Rex el que se alzó con el triunfo, como siempre. El otro se rindió, como si sus músculos hubieran hecho las maletas y se hubieran ido a casa. Todo ocurrió de forma muy repentina. En un momento dado ambos tenían las manos y los brazos trabados casi de forma inamovible, y al momento siguiente Rex tumbó el brazo de su contrincante sobre la mesa y lanzó un bramido victorioso. Pero entonces Gabriel presenció un hecho extraño e inesperado, algo que no había visto nunca. El individuo al que había derrotado Rex se negó a soltarle la mano. En vez de eso, comenzó a estrujársela con fuerza.

—¿Qué coño haces? ¡Suéltame, capullo de mierda! —chilló Rex.

Pero su adversario no reaccionó. Lo correcto era que lo hubiera soltado y lo hubiera felicitado por la victoria. Pero aquel tipo no hizo nada de eso. Aquel tipo no tenía clase. Apretó con más fuerza todavía la mano de Rex. Gabriel y otros dos hermanos, Discípulos como él, observaban lo que sucedía sin saber muy bien qué debían hacer. Los huesos de la mano de Rex fueron crujiendo uno por uno. Gabriel recordaba haber visto una expresión impasible en el semblante del otro individuo mientras Rex forcejeaba para zafarse e intentaba desesperadamente aferrar a su oponente con la otra mano. Pero el otro, sin pronunciar palabra, se limitaba a esquivarlo y seguía estrujándole los huesos. Rex siempre había enseñado a Gabriel que el enfrentamiento individual cara a cara era la única manera justa de hacer las cosas, así que él y los otros Discípulos observaron lo que pasaba sin moverse del sitio.

Y se arrepintieron.

Finalmente el otro soltó la mano de Rex, se puso de pie y salió del bar sin siquiera felicitarlo ni disculparse por haber actuado de aquella forma después de echar el pulso. Rex recogió las ganancias y, con un horrible juramento, corrió al hospital que había más cerca para que le curasen la mano. Gabriel lo acompañó para darle apoyo moral. Su mentor estaba sufriendo el dolor más intenso que él le había visto sufrir nunca. Entretanto, los otros dos Discípulos de la Nueva Era, Roderick y Ash, fueron detrás del hombre que le había roto la mano a Rex. Tenían pensado vengarse de él por agredir a su admirado líder.

En el hospital, los médicos se vieron obligados a intervenirle la mano con carácter de urgencia. Sin embargo, los daños sufridos superaban la habilidad de cualquier cirujano, de modo que terminaron amputándola y sustituyéndola por un garfio. Aquello supuso una fuerte conmoción, y no sólo para Rex. ¿Cómo diablos se puede consolar a una persona a la que le han cortado la mano a la altura de la muñeca? A Gabriel no se le ocurrió absolutamente nada que decir. Todavía recordaba vívidamente la furia que invadió a Rex por todo lo sucedido. De modo que, sin consultar a su abatido jefe, hizo una llamada a Ash y le dio luz verde para que se cobrara venganza de aquel tipo.

Lo cual sólo sirvió para empeorar las cosas.

Cuando llamó Gabriel, Ash y Roderick estaban sentados dentro de un coche, en el aparcamiento de un motel que tenía un pequeño restaurante anexo. Ash informó a Gabriel de que el tipo al que habían seguido conducía un Pontiac Firebird de color negro. Lo habían venido siguiendo hasta aquel motel ubicado a las afueras de Plainview, donde se detuvo para comer algo. Habían estacionado en el aparcamiento y llevaban varios minutos vigilando cada uno de sus movimientos, a la espera de que los llamara Rex para darles nuevas instrucciones. Gabriel recordaba con toda nitidez la conversación que sostuvo con Ash, porque fue la última vez que hablaron. Le ordenó que siguiera a aquel tipo y entrara tras él en el restaurante. Ash así lo hizo, pero una vez dentro no logró encontrarlo. Así que, con la bendición de Gabriel, regresó al coche a esperar a que reapareciera su objetivo.

Gabriel oyó por el teléfono móvil todo lo que sucedió a continuación. Todavía lo atormentaba a todas horas, incluso ahora que ya habían transcurrido varias semanas.

—Gabe, no hay rastro de ese tipo ni en el restaurante ni en el motel. El empleado de recepción dice que no lo ha visto pasar por ahí —dijo Ash.

—Pero vosotros lo habéis visto entrar, ¿no?

—Sí, pero el de recepción dice que no ha entrado nadie.

—Debe de estar mintiendo. Compruébalo otra vez.

—Espera un minuto. Tengo que volver al coche. Roderick está haciendo algo.

—¿El qué?

—Espera. El puto coche se está sacudiendo, tío.

Gabriel oyó que Ash abría la portezuela del vehículo.

—Ash. ¡No subas al coche! —chilló al teléfono.

—Pero ¿qué coño? ¿Rod? ¿Rod? ¡Dios! ¡Gabe! ¡Roderick está muerto!

—¡No subas al coche!

—Le han rajado el cuello. ¡Dios! ¿Qué demonios…?

Por el teléfono, su voz sonó desesperada y agarrotada por el pánico, pero la línea se cortó en mitad de la frase. Gabriel intentó conectar de nuevo, pero no lo consiguió. Al final tuvo que acudir él mismo al motel, y allí descubrió el coche y la desagradable visión que se encontró dentro. Del desconocido no había ni rastro.

Unos días después, la policía local llegó a la conclusión de que el asesino era el conductor del Pontiac Firebird. Tras matar a Roderick, aguardó en el asiento trasero del coche y le cortó el cuello a Ash poco después de que éste hubiera regresado a su vehículo.

Así que resultó que, como Rex estaba ocupado en construirse una mano nueva y Ash y Roderick estaban muertos, Gabriel tenía la misión del Cementerio del Diablo enterita para él. Y por la calle corría el rumor de que el tipo que había aplastado la mano a Rex y después había matado a los otros dos Discípulos también se había dirigido hacia aquel lugar. Existía claramente la posibilidad de que tuviera la intención de cobrar el dinero que ofrecía Julius al que llevase a cabo su misión ultrasecreta. De modo que, si todo salía como era debido, Gabriel podría matarlo. Estaba deseándolo.

El viento del desierto le helaba los huesos mientras recorría aquella carretera solitaria con su alargada Harley de manillar alto, de la cual había cromado hasta la última pieza metálica que poseía, de manera que relucía como la plata a la luz de la luna. A Gabriel siempre le había gustado el tiempo frío, se sentía más vivo cuando la piel de los brazos se le tensaba y se le ponía roja. Por aquel motivo conducía, incluso de noche, vestido con un chaleco de cuero negro y una camiseta negra debajo. Era un motero consumado y disfrutaba de la emoción añadida que entrañaba no llevar ni casco ni demasiado equipamiento de protección. La única concesión que hacía a la seguridad consistía en un par de botas gruesas de motero adornadas con hebillas cromadas y un pantalón de cuero negro, aunque era más por lucimiento que para protegerse.

En el bíceps derecho tenía tres dados tatuados, que mostraban respectivamente los números uno, dos y tres. Lo que quería, casi más que ninguna otra cosa en el mundo pero aún tenía que ganárselo, era tatuarse otros tres dados iguales en el bíceps izquierdo, con los números cuatro, cinco y seis, lo cual indicaría que era un miembro de pleno derecho de los Discípulos de la Nueva Era. Y los conseguiría cuando completara aquella misión. En la parte posterior del cráneo rapado llevaba otro tatuaje: un pequeño crucifijo. Tenía toda la pinta de un asesino hijo de puta.

Que era exactamente lo que era. Rex lo había reclutado por su destreza a la hora de matar, nada más. La faceta religiosa todavía le resultaba una cosa bastante nueva. Sí, le gustaba la parte intelectual, pero no tanto como la parte de matar. De joven había liquidado a unas cuantas personas a las que no debería haber liquidado. Ahora, Rex y los Discípulos de la Nueva Era lo estaban instruyendo en el arte de matar por buenas razones. Matar por el bien de la humanidad.

El cielo se había oscurecido repentinamente, y para cuando pasó tronando por delante del restaurante Sleepy Joe, haciendo eco en el edificio con el excéntrico estruendo que salía de los dos gigantescos tubos de escape, las estrellas ya brillaban con intensidad. Sabía por dónde se iba al hotel gracias a un mapa que había proporcionado Julius a Rodeo Rex. Como Rex no iba a poder asistir, le entregó el mapa a él a la vez que le cedía la misión. Fue todo un orgullo que Rex confiara en él para que llevara a cabo un encargo tan importante en solitario. Quería demostrar que era digno de dicha confianza. Se lo había puesto difícil él solo por llegar con retraso, pero ya estaba cerca. Varios kilómetros más adelante se divisaba el cielo iluminado por las luces del hotel Pasadena. Se acercaba la hora de matar.

Estaba deseoso de entrar en acción. En su interior se había ido acumulando la frustración que le había causado todo lo que les había ocurrido a sus camaradas en las últimas semanas, y estaba ansioso por desahogarse. Y mira tú por dónde, la primera oportunidad se le presentó antes de lo que esperaba.

Al costado derecho de la carretera, como un kilómetro más adelante, vio una figura andrajosa que venía hacia él tambaleándose.

Aminoró un poco la velocidad y bajó de cien por hora a cincuenta, que era más manejable. Con la mano derecha, extrajo una ajada pistola plateada de una funda que tenía en un lado de la moto. Cuando tuvo más cerca la figura que se dirigía hacia él caminando desde el desierto y agitando los brazos, apuntó y disparó.

Incluso con el estruendo de los tubos de escape de la Harley, el disparo de la pistola causó un potente estampido en la quietud de la noche. La bala fue a incrustarse con letal precisión en la cara del peatón que caminaba por el borde de la carretera.

«Buen tiro», se dijo Gabriel al tiempo que dejaba atrás el cuerpo derribado. Cualquier cosa que saliera andando de las yermas tierras del Cementerio del Diablo en Halloween casi con total seguridad merecía morir.

Se guardó la pistola en una sobaquera que llevaba debajo del chaleco, preparado para usarla de nuevo si se tropezaba con algún otro transeúnte. Cuando había recorrido otro kilómetro más, vio una autocaravana aparcada al lado de la carretera. La cicatriz de su rostro se distendió en una sonrisa malévola, consciente de su superioridad moral.

Aquella noche de muerte estaba a punto de ponerse interesante.

Más atrás, en la carretera, el cuerpo del hombre al que había disparado comenzó a enfriarse en el punto mismo en que había caído, con la nuca reventada y el uniforme cubierto de polvo y manchado de sangre.

Así terminó la vida y al mismo tiempo la brevísima trayectoria profesional del policía Johnny Parks.

Jacko observó desde un lado del escenario la bronca que se estaba llevando el imitador de Frank Sinatra por parte de los jueces. Había empezado a actuar hecho un manojo de nervios, y simplemente fue empeorando a medida que avanzaba. Ya desde el principio de la canción, My Way, desafinó a la vez que se equivocaba en la letra diciendo «Sé que el fin se acerca» en lugar de «Y ahora que el fin se acerca». Después de aquello, la voz y la letra lo abandonaron por completo. Hubo momentos en los que maulló igual que un gato, un gato ahogándose, e incluso en un doloroso pasaje llegó a parecer que cantaba en holandés. Por fin terminó la actuación atacado por un horrible acceso de tos.

Jacko había dado su nombre a los organizadores del concurso justo diez minutos antes de que saliera a escena Sinatra. Éstos habían accedido a dejarle actuar en último lugar a condición de que se buscase un atuendo mejor que el traje de cuero rojo que llevaba puesto. Fue difícil convencerlos de que tenía pensado interpretar un tema de los Blues Brothers, principalmente porque ni siquiera sabía qué canción iba a cantar. Pero le permitieron participar, sobre todo porque imaginaron que sería uno de los chiflados que servían de entretenimiento.

Desde que llegó a la zona que rodeaba el escenario, donde supuestamente tenía que encontrarse con Kid Bourbon, había visto tres actuaciones. Todas horrorosas. Pero ahora, mientras presenciaba cómo los jueces hacían trizas a Frank Sinatra, vio que era el último concursante que quedaba por participar. Debía salir al escenario en dos minutos, y todavía no tenía la ropa de los Blues Brothers que le había prometido Kid Bourbon. A éste le estaba llevando más tiempo del previsto encontrar el atuendo adecuado, lo cual no era necesariamente algo malo. Si Kid no se presentaba con la ropa, él tendría la excusa perfecta para no salir a actuar. Tal como estaban las cosas, era posible que subiera al escenario vestido de Michael Jackson con gafas de sol. Y aquello, para ser un atuendo de los Blues Brothers, carecía bastante de autenticidad.

Volvió a bajar a toda prisa los peldaños del escenario y fue a echar un último vistazo al pasillo para ver si veía llegar a Kid Bourbon. Miró tres veces en ambas direcciones antes de llegar a la conclusión de que iba a tener que darse a la fuga. Finalmente, cuando ya había abandonado toda esperanza, vio aparecer la oscura figura del asesino por un extremo del pasillo, procedente del vestíbulo. En una mano traía un traje negro y una camisa blanca, y en la otra una elegante y estrecha corbata negra de las de broche automático. Venía corriendo hacia donde lo estaba esperando él.

—Todavía podrías haber apurado un poco más el tiempo —le espetó el angustiado cantante en tono sarcástico—. Ni siquiera sé qué puñetera canción tengo que cantar, y la verdad, con estas prisas no me daría tiempo ni a aprenderme la letra de la Bamba.

—Cierra el pico y ponte esto —rugió Kid Bourbon.

Le lanzó el traje y la corbata, y Jacko, que los atrapó al vuelo, los dejó sobre la moqueta. Acto seguido y de mala gana, se quitó la chaqueta de cuero rojo y se la tendió a Kid. Como éste no hizo el menor gesto de cogerla, terminó dejándola caer en el suelo.

—Este plan es de lo más cutre, ¿sabes? —se quejó—. Tengo que actuar dentro de unos treinta segundos y no tengo un número que representar.

—No pasa nada —replicó Kid Bourbon al tiempo que se sacaba del bolsillo un objeto pequeño y plateado—. Tienes un recurso secreto.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es? —preguntó Jacko mientras cogía del suelo la camisa blanca y empezaba a meter los brazos por las mangas.

—Te he conseguido esto. —Kid le tendió el objeto plateado, de quince centímetros de largo, que se había sacado del bolsillo.

Jacko le echó una ojeada y negó con la cabeza.

—Ah, no. No, no, no. No sueñes con que voy a salir ahí con una armónica, esperando ganar.

—Imagínate que vas a hacer algo novedoso. Nadie más ha tocado un instrumento. Así se fijarán en ti.

—Así se reirán de mí, más bien.

—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. —La voz de Kid sonó igual que la grava al ser pisada por una bota.

—Estoy seguro. ¿Y si digo que no?

—No te conviene saber lo que voy a hacerte si dices que no.

—¿Y si la cago? Sigo sin saber qué cantar.

—No la vas a cagar. Tú sube al escenario y di a los jueces que quieres dedicar la canción a tu mujer, que ha fallecido recientemente. Diles que se llamaba Sally. Y después cantas Mustang Sally. Tiene un estribillo para cantar a coro. El público se solidarizará contigo aunque lo hagas fatal. Procura animar a la gente a que cante contigo. Luego puedes tocar la armónica y dejar que la mayor parte la cante el público.

Jacko se abrochó el último botón de la camisa y suspiró.

—Joder, tío. ¿De dónde te has sacado este plan? ¿De un paquete de cereales?

Kid dio un paso al frente, alzó una mano y agarró a Jacko por el gaznate.

—Ya tendré un plan mejor si consigues llegar a la final. Y más te vale que llegues. Esta vez no me ha dado tiempo a pensar mucho.

Y dicho esto soltó la garganta a Jacko, le abrochó la corbata al cuello de la camisa y se la puso recta.

Jacko se agachó para recoger del suelo la chaqueta del traje.

—Bueno, ¿y dónde has encontrado esta ropa? —inquirió.

—La llevaba puesta un tío al que he visto en el vestíbulo.

—¿Y qué lleva puesto ahora?

—Una bolsa para cadáveres, lo más probable.

—Genial. El traje de un muerto. Y todavía está caliente. Justo lo que siempre he querido.

Cuando empezaba a ponerse la chaqueta, la presentadora anunció su nombre. Había que moverse. Kid Bourbon lo empujó hacia la zona que rodeaba el escenario. Cuando llegaban ellos, salía al pasillo el imitador de Frank Sinatra con cara de estar a punto de echarse a llorar. Pero se hizo el fuerte al pasar junto a ellos y saludó a Jacko con un gesto de cabeza.

—Buena suerte, colega. No veas lo crueles que son esos de ahí fuera.

Jacko siguió con la vista al deprimido concursante, que se dirigió hacia el ascensor que había al fondo del pasillo. Kid le permitió recorrer como diez metros y después lo llamó:

—Eh, Sinatra, ven aquí.

Sinatra se volvió. Había dejado que le resbalara una lágrima por la mejilla derecha. No era más que un chaval, puede que no tuviera ni veinte años, y el rechazo, con la impresión y la desilusión que entrañaba, seguramente era una experiencia nueva para él. Necesitado de un poco de consuelo, volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia Jacko y Kid Bourbon con la esperanza de que éstos le ofrecieran unas palabras de ánimo.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó deteniéndose a un metro de Kid.

De improviso, Kid le arreó un puñetazo en la barbilla. El golpe lo dejó inconsciente de inmediato. Se tambaleó durante un segundo con una expresión confusa en la cara y después se desplomó de espaldas. Antes de que tocara el suelo, Kid alargó la mano y asió el bombín negro que llevaba por el ala. Se oyó un ruido seco cuando Sinatra se golpeó la cabeza al caer al suelo enmoquetado.

Kid, sin la menor preocupación, se dio media vuelta y le colocó el sombrero a Jacko en la cabeza, dio un paso atrás, y terminó ladeándolo ligeramente. La transformación de Michael Jackson en un componente de los Blues Brothers fue casi completa. Aparte del pantalón. Pero se había acabado el tiempo y Jacko iba a tener que salir a escena con el pantalón de cuero rojo. Así y todo, el cambio se había llevado a cabo en menos de noventa segundos.

—Sí, estás genial, tío —dijo Kid Bourbon—. Excepto que para la final vamos a tener que hacer algo con ese puto pantalón rojo.

—Imagino —repuso Jacko encogiéndose de hombros—. No pega con el conjunto, ¿verdad?

—No pega con nada. Con él pareces un jodido capullo todo del tiempo.

—Gracias. Deséame suerte.

—No necesitas suerte. —Kid le entregó la armónica—. Sube y haz lo tuyo.

Jacko respiró hondo y a continuación, vestido con su nuevo atuendo y llevando en las manos una armónica que no sabía tocar, volvió corriendo al escenario. Se detuvo unos instantes para tomar asiento y seguidamente salió y se puso bajo las luces. Tal vez su caracterización de los Blues Brothers fuera un desastre, pero por lo menos iba bien de cintura para arriba. Además, tenía un truco a su favor; ningún otro concursante había tocado un instrumento. Si era capaz de demostrar a los jueces que sabía tocar la armónica medio decentemente, a lo mejor lograba colarse en la final.

Sánchez no supo muy bien qué pensar de la súbita decisión de Elvis de dejar la pala. Y todavía sabía menos qué pensar de lo que había querido decir con aquella sentencia de que había «pasado algo». ¿Qué significaba? Tenía que formar parte de un plan, pero ¿qué plan? Un plan que incluyera un apartado en el que los dos escapaban, esperaba. Desde luego, no le hacía ninguna gracia la posibilidad de que Elvis pudiera estar pensando en traicionarlo a él.

En cambio, si el plan consistía en confundir a Angus el Invencible lo cierto era que estaba funcionando. El sicario se había quedado sinceramente estupefacto cuando Elvis dijo que había pasado algo. Le empezó a temblar nerviosamente el lado derecho de la cara y le rechinaron visiblemente los dientes. Estaba más tenso que un muelle de alambre, y su autodominio rozaba ya el límite. Abrió unos ojos como platos y apuntó con la pistola a la cabeza de Elvis.

—Coge esa puta pala y sigue cavando, o te abro un puto agujero en la cabeza ahora mismo —ordenó en tono amenazante.

Pero Elvis demostró escasa preocupación y todavía menos interés. Parecía un tanto distraído.

—Mira, Tembleque, tenemos que largarnos de aquí.

A la luz de la luna, el semblante del Rey revelaba un nerviosismo cada vez más intenso por lo que estaba por venir. Sánchez se sentía tan confuso como Angus. ¿Qué se proponía Elvis? ¿Y qué se suponía que tenía que hacer él?

—Voy a contar hasta tres —dijo Angus—. Y si no coges esa pala y te pones a cavar, no vas a dejarme otra alternativa. Uno…

En aquel momento Sánchez decidió intervenir. Elvis ya había efectuado una jugada, y bien podría ser que estuviera confiando en que a él se le ocurriera algo ingenioso. Se volvió hacia Angus y le dijo:

—Mira detrás de ti. —Señaló el suelo, detrás del pie izquierdo del sicario.

—¡No me jodas! —Angus meneó la cabeza y miró a Elvis—. ¿Este amigo tuyo habla en serio? Ése es el truco más viejo del mundo. ¿Y se supone que es un asesino a sueldo mundialmente conocido?

—Muy bien —repuso Elvis—. Pues entonces mira detrás de mí.

Llegados a aquel punto, hasta Sánchez estaba confuso. Fuera cual fuese el plan que tenían, daba la impresión de ser una auténtica birria. Decir «Mira detrás de ti» ya era bastante tonto, pero si Elvis pretendía ahora seguir con la broma diciéndole a todo el mundo que mirase detrás de él, la verdad era que estaban agarrándose a un clavo ardiendo. Así y todo, Sánchez decidió seguirle el juego y rezó para que todo aquello formara parte de un plan. Todavía sosteniendo malamente la pala con las matos atadas, se giró para mirar detrás de su amigo. Al principio no alcanzó a ver gran cosa a oscuras, aparte de las negras formas de los dos guardias de seguridad que yacían muertos en el suelo. Pero luego, en el silencio sepulcral que siguió a la sugerencia que hizo Elvis, de repente oyó algo.

Una especie de retumbar. El ruido que hace la tierra al ser removida, como si cientos de topos estuvieran horadando el suelo por debajo de la superficie. Por el rabillo del ojo advirtió movimiento detrás de Elvis, en las cercanías de los cadáveres de los guardias de seguridad. El terreno comenzó a eructar montoncitos de arena y tierra y a escupir al aire polvo y piedrecillas. Sánchez sintió un terrón suelto que le fue a caer encima del pie; procedía de la fosa que habían estado cavando Elvis y él. Se volvió y se inclinó hacia el hoyo, poco profundo, para ver mejor de dónde había salido aquel montón de tierra. El retumbar parecía provenir de todo alrededor, pero se oía con mayor intensidad cerca de la fosa, de la cual salían volando parches de tierra lanzados al aire. Algo estaba abriéndose camino hacia la superficie.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Angus. Oía perfectamente el retumbar, que daba la sensación de ser más fuerte a cada segundo que pasaba.

Sánchez, que todavía estaba mirando hacia el interior de la fosa, observó atentamente las piedras y la tierra que salían volando de ella. Como sólo tenía el resplandor intermitente de la luna para alcanzar a ver algo, no estaba seguro de que la vista no lo estuviera engañando. De repente surgió del suelo algo de color claro.

Una mano.

Una mano vieja y decrépita, con tierra incrustada debajo de las uñas. Movía los dedos como si buscara algo a lo que aferrarse, como si pugnara por salir del subsuelo. Sánchez volvió a mirar a Angus, que le estaba apuntando con la pistola.

—¡Es una puñetera mano! —chilló.

—¿Qué?

Le llevó mucho más tiempo del que debería, pero por fin Sánchez comprendió con exactitud qué era lo que intentaba advertirles Elvis. En efecto, estaba «pasando» algo. Sin embargo, era otra cosa más que no había conseguido predecir la Dama Mística, pensó con aire distraído.

—¡Oh, Dios mío! ¡Detrás de ti! —chilló de pronto.

Estaba mirando fijamente el suelo, detrás de Angus, y era verdad que había visto algo. Y era más que una simple mano. Lo que vio fue un cadáver en descomposición que tiraba de sí mismo en el afán de salir a la superficie. Ya tenía fuera la mitad superior del cuerpo y había estirado un brazo para agarrar la pierna izquierda de Angus. Su rostro era un desagradable conglomerado de carne desgarrada y putrefacta. Aún tenía el cuerpo cubierto por harapos que no ocultaban más que la mitad del esquelético torso, y conservaba algo de pelo (aunque gris y lleno de tierra), ojos y dientes, pero toda la grasa que pudo haber tenido su cuerpo había sido consumida durante el tiempo que permaneció hibernando bajo tierra. Sus ojos negros y enloquecidos revelaban una avidez enfermiza. La avidez de devorar carne humana.

Aquello fue sólo el principio. Cuando Angus asimiló por fin el hecho de que efectivamente estaba pasando algo y se dio la vuelta para mirar, se alzaron dos parches más de tierra muy cerca de él, a escasos centímetros el uno del otro. Estaban levantándose los cadáveres de las fosas poco profundas cavadas en el desierto. Los cadáveres de todos los muertos que habían sido enterrados allí a lo largo de los cien últimos años.

Estaba empezando el verdadero concurso «Regreso de entre los muertos», el festín de sangre que se daban los muertos vivientes todos los años. Y, según parecía, el primer plato iban a ser Sánchez, Elvis y Angus el Invencible. Aquellos seres no muertos, devoradores de carne, llenos de repugnantes deformaciones, habían pasado un año entero en estado de hibernación.

Y daban la impresión de estar realmente hambrientos.

Para cuando el último concursante salió al escenario a actuar, los demás en su mayoría eran ya un manojo de nervios. Todos querían saber si habían logrado llegar a la final. A los que habían actuado al principio la espera se les hizo insoportable. Muchos de ellos habían buscado refugio yendo a alguno de los bares del hotel a tomarse una copa a fin de calmar los nervios antes de que se anunciaran los finalistas. Otros habían regresado a su habitación para intentar dormir un poco. A unos cuantos de ellos, los menos afortunados, los habían asesinado; y a otro, Elvis, se lo habían llevado a dar un paseo por el desierto.

Una de las pocas personas que decidieron quedarse a ver actuar al último concursante fue Emily. No estaba tan nerviosa como los demás porque sabía que su puesto en la final estaba garantizado. Llevaba meses sabiendo que lo único que tenía que hacer era presentarse a la audición y no hacerla demasiado mal. Una vez que salió victoriosa de aquélla, se dedicó a ofrecer su apoyo a los concursantes que sabía que no tenían posibilidades de llegar a la final. Y era un apoyo sincero y bienintencionado. Supuso que así se sentiría un poco mejor en medio de toda aquella farsa.

El cantante que estaba en el escenario vestido como uno de los Blues Brothers —bueno, por lo menos de cintura para arriba— no daba la impresión de representar una amenaza para ella, y además se le notaba bastante nervioso. Al acordarse de lo histérica que estaba ella cuando le tocó actuar, se solidarizó con él. Tampoco obraba mucho en su favor que se hubiera puesto aquel pantalón de cuero rojo. «Pobrecillo.» Desde las bambalinas, observó cómo manoseaba todo nervioso una armónica mientras Nina Forina le hacía unas pocas preguntas. Ella había tenido la suerte de no pasar por el filtro de la presentadora antes de cantar. Por lo general, si Nina le pedía a un concursante que contara al público algo de sí mismo, resultaba que éste era un loco chiflado que tenía una historia tristísima.

—Bueno, Jacko, ¿estás nervioso? —preguntó Nina al tiempo que apoyaba en su hombro una mano anaranjada de manicura perfecta.

—Sí, un poco —murmuró Jacko en voz baja.

—¿Tienes amigos o familiares entre el público?

—Pues… no. Mi única amiga era mi esposa Sally, pero ha fallecido hace poco.

El público lanzó al unísono un compasivo «Aaah».

—Cuánto lo siento —dijo Nina con una mirada que podría haber sido de solidaridad si no hubiera estado el Botox de por medio—. ¿Y cómo murió?

—¿Eh?

—Tu mujer, Sally. ¿Cuál fue la causa de su trágica muerte? ¿O resulta demasiado doloroso hablar de ello?

En opinión de Emily, Jacko se sentía incómodo con aquel interrogatorio, casi como si no supiera qué contestar.

—Pues… esto… sí, fue doloroso. Se la comió un leopardo.

—¿Cómo?

—Un leopardo.

El público lanzó una exclamación conjunta. Al instante, Nina comprendió que el interrogatorio ya había durado demasiado, así que se volvió hacia el auditorio y tronó por el micrófono:

—Está bien, es una historia de lo más triste. Pero ahora, señoras y señores, recibamos con un fuerte aplauso a… ¡el Blues Brother!

Emily vio que el Blues Brother permanecía pegado en el sitio, sin moverse, haciendo inspiraciones profundas. «Ay, Dios —pensó—, se ha quedado en blanco.» La ovación había finalizado, y ya habían transcurrido veinte segundos de silencio sepulcral cuando por fin Jacko empezó a cantar. El tema elegido fue Mustang Sally, aunque le costó un gran esfuerzo pronunciar el primero de los versos.

«Mustang Sally, más vale que alguien frene tu Mustang.»

Si no tuviera un micrófono delante, los jueces (que se encontraban a menos de diez metros de él) a duras penas lo habrían oído. Y menos mal; a juzgar por cómo cantó el segundo verso, llevaba toda la letra cambiada. Igual que una persona que canturrea una canción que va oyendo en la radio del coche, cada vez que no estaba seguro de la letra tarareaba un poco.

Emily se acercó de puntillas hasta el borde del escenario para ver mejor, escondida detrás del cortinón rojo que cubría la parte posterior del mismo. Creía que estaba sola, hasta que se percató de que había otra persona más observando entre bastidores. Era un hombre, que estaba como a un metro de ella, a su izquierda, con una pared que habían pintado de negro intenso como fondo. No lo vio hasta que lo tuvo al lado porque, igual que los camaleones, se fundía con el color de la pared.

Se dio cuenta de que era el mismo individuo misterioso que había visto aquel mismo día, justo antes de salir ella a escena. Seguía llevando puesta la cazadora de cuero negro con aquella capucha que le colgaba alrededor de los hombros. Ciertamente, era un tipo que podía entrar y salir de las sombras prácticamente sin ser detectado. Sin embargo, aunque le resultaba un ser inquietante, aprovechó aquella segunda oportunidad para hablar con él.

—¿Le ha prestado las gafas a este concursante? —le preguntó indicando con la cabeza al Blues Brother que estaba en el escenario.

El otro estaba tan ensimismado en observar la actuación de Jacko que no se había dado cuenta de la presencia de Emily. La expresión con que la miró de entrada implicaba que no le hacía gracia que se dirigiera a él, pero dicha expresión se suavizó un poco al reconocerla.

—Sí. Necesita toda la ayuda posible.

—Las primeras frases son las peores. Luego, uno va ganando seguridad.

—Exacto. —Aquella voz áspera estaba cargada de profundo escepticismo.

Pero Emily tenía razón. A pesar del titubeo del comienzo, Jacko fue mejorando con cada frase y ganando en volumen de voz y seguridad en sí mismo a medida que fue avanzando la canción. Y cuando llegó a la parte de la armónica, se lució. Tocaba de cine. De repente, el público empezó a animarse y a seguirlo con las palmas.

—Se lo dije —dijo Emily—. Ahora lo está haciendo bien, ¿lo ve?

—Es mucho mejor que usted, eso está claro.

Emily se quedó sorprendida por la inopinada agresividad de aquel comentario, así como por la brutalidad del mismo.

—¿Disculpe? —reaccionó.

—Usted lo ha hecho fatal. ¿Por qué no se va a su casa? No va a ganar.

—Tengo tanto derecho como cualquiera a estar aquí. —Sin pretenderlo estaba poniéndose furiosa, y le subió un ligero rubor a las mejillas.

—Su audición ha sido una farsa —agregó el siniestro desconocido.

Emily sintió que el rubor se intensificaba hasta convertirse en un suave tono carmesí. No resultaba agradable oír decir a nadie, y más en aquel tono, que tu camino a la final estaba preparado de antemano. Durante un segundo, aquello la hizo dudar de su talento.

—No sé de qué está hablando —balbució, buscando una manera de escapar de aquella conversación.

—La final está amañada. Y por si no se ha dado cuenta, han desaparecido tres de los concursantes que estaban incluidos en la misma. Según parece, hay alguien a quien no le gusta que la gente haga trampas. ¿Por qué no nos hace un favor a todos y se vuelve a Kansas? —La miró con dureza, y sus ojos eran todavía más inquietantes que sus gafas de sol.

A Emily le costaba trabajo creer que hubieran desaparecido tres de los finalistas… seguro que aquel tipo lo decía sólo para alterarla.

Y lo estaba consiguiendo. Tragó saliva para contener las lágrimas que se le habían agolpado en los ojos. No resultaba agradable que a una le hablaran de aquella forma. ¿Qué problema tenía aquel tipo? Ella no le había hecho daño a nadie.

En el escenario, Jacko se sentía ya como pez en el agua, ejecutando un solo de armónica que tenía a todo el público en pie.

—Es usted muy grosero —acertó a decir antes de desviar el rostro de aquel siniestro desconocido vestido de negro y moverse hacia la derecha, hasta que terminó por pisar el borde del telón rojo. Decidió no hacerle caso. En lugar de eso, se concentraría en lo que le decían los jueces al Blues Brother.

Tras una ovación del público que duró un minuto entero, el panel del jurado procedió a dar su opinión. Las dos primeras jueces, Lucinda Brown y Candy Pérez, hicieron comentarios educados y positivos que arrancaron vítores al público. Y por fin le tocó el turno al juez que estaba sentado en medio con aquel estridente traje blanco, Nigel Powell, el juez cuya opinión era la que más contaba. Se le notaba mucho más irritado que antes, cuando actuó Emily; sin duda él también estaba deseoso de hacer un descanso.

—Bueno, ¿qué puedo decirte, Jacko? —empezó—. Tu forma de cantar ha sido, como mucho, mediocre. —El auditorio se puso a abuchear, y Powell se inclinó hacia atrás y se giró a medias para dirigirse a la gente—. ¡Es verdad! —protestó—. En cambio, con la armónica has estado excelente. —El público dejó de abuchear y comenzó a vitorear. Cuando el clamor hubo amainado lo suficiente, Powell prosiguió—: Pero la finalidad de este concurso es demostrar que se sabe cantar, y lo que has cantado a mí no me ha sonado a los Blues Brothers. Sin la armónica, pienso que ni siquiera habrías alcanzado un nivel aceptable.

Hubo más abucheos del público, y Emily advirtió por el rabillo del ojo una expresión de inquietud en el semblante del hombre que estaba a su lado. De hecho, daba la sensación de estar deseando matar a alguien, de manera que, obedeciendo al instinto de conservación, se escabulló y se dirigió a la seguridad que le ofrecía el vestuario de la octava planta. Imaginó que por lo menos allí estaría rodeada de amigos como Johnny Cash, Otis Redding, Kurt Cobain y James Brown.

Angus el Invencible disparó su pistola y se armó la marimorena. Todo a su alrededor comenzaron a salir criaturas mutantes del suelo. Una de ellas lo aferró por una pernera del pantalón para izarse, lo cual fue el detonante para que él empezase a disparar sin control en todas direcciones. Y también fue el detonante para que Elvis y Sánchez pusieran pies en polvorosa.

—¡Corre! —chilló el Rey.

No tenía necesidad de haberse molestado; Sánchez ya había tirado la pala, había dado media vuelta y había salido disparado en dirección a la carretera a toda velocidad, le pareció a él, corriendo lo mejor que pudo teniendo en cuenta que llevaba las manos atadas con cinta adhesiva. Había conseguido eludir los brazos que le tendían un par de criaturas que habían salido a la superficie a su espalda, y todavía tenía la suerte de su lado. Los cuerpos de los dos guardias de seguridad habían llamado la atención de los zombis; eran presas fáciles: muertos recientemente, aún calientes e incapaces de oponer resistencia.

Angus, de pie al otro lado de la fosa que había obligado a cavar a Sánchez y a Elvis, tenía algún que otro problemilla. En aquel lado de la tumba no había cadáveres, así que todos los zombis que tenía cerca venían hacia él intentando aferrarlo. Aunque al primero le había disparado en la cabeza, constantemente seguían brotando más a su alrededor. Pero a Sánchez le importó un comino; se lo tenía bien merecido, el muy gilipollas.

Entre Sánchez y la autocaravana aparcada a un lado de la carretera no había zombis, de modo que Elvis y él se lanzaron hacia ella lo más rápido que pudieron. Normalmente Sánchez ya tenía dificultades para correr, pero en esta ocasión le estaba costando un trabajo tremendo, llevando las manos por delante. Al final, haciendo de la necesidad virtud, levantó las manos por delante de la cara, cerró los ojos y rezó a cualquier dios que pudiera estar escuchando para que la autocaravana no estuviera cerrada con llave y las llaves estuvieran puestas en el contacto. Y si además había en el asiento delantero un bocadillo de albóndigas intacto, mejor todavía.

Estaban a pocos metros de la carretera cuando de pronto sus esperanzas se vieron fortalecidas al ver un leve resplandor que se aproximaba a lo lejos. Como a un kilómetro de donde estaban apareció una única luz en la carretera. Sánchez miró a Elvis. Éste también la había visto, y sabía que era lo mejor a que podían aspirar.

Esperaban encontrarse ligeramente más a salvo en la carretera, porque existían pocas posibilidades de que las odiosas y putrefactas criaturas que estaban enterradas bajo la misma lograsen romper la capa de asfalto. Pero la suerte se les acabó antes de llegar, porque de repente surgió del suelo una mano que agarró a Sánchez del tobillo izquierdo. El frenazo fue suficiente para hacerle perder el equilibrio, y finalmente se vio sin apoyo y cayó pesadamente, golpeándose al tiempo la cara con sus propias manos atadas. Tuvo la suerte de que Elvis, aunque ahora se encontraba uno o dos metros por delante de él, no era de los que dejan a un amigo en la estacada sólo porque haya un montón de muertos vivientes semipodridos surgiendo del suelo. Al oír caer a Sánchez, hizo un alto para ver qué había ocurrido.

—¡Joder, Sánchez! ¡Tienes una mano enorme alrededor del tobillo!

Se quedó mirando el pie de su amigo, el cual estaba aprisionado por una mano gris y casi esquelética que lo aferraba con fuerza. Unida a la mano por un brazo putrefacto, saliendo a través de la tierra y la arena, se vio la mitad superior del cuerpo de un gigantesco zombi. La cabeza era el doble de grande que la de un hombre normal. Tenía la piel de un gris ceniciento y daba la impresión de que la hubieran cubierto con alquitrán caliente. Los ojos eran amarillos y relucían intensamente en la oscuridad. Si Sánchez hubiera visto aquello, casi seguro que se habría desmayado de terror.

Todavía misericordiosamente ajeno a qué era lo que lo tenía aferrado, a Sánchez le preocupaba mucho más intentar liberar el pie de aquella mano. Tiró con toda la fuerza muscular de la pierna, pero el monstruo era mucho más fuerte que él, e intentaba acercarse el pie de Sánchez hacia la boca y al mismo tiempo salir de lo que había sido su tumba. Si los otros zombis parecían hambrientos, éste parecía capaz de devorar entero al aterrorizado propietario del Tapioca, y sin escupir ni los huesos. Tenía una boca descomunal, en la que se veía una enorme dentadura de color amarillo incrustada en unas encías retraídas y sangrantes, junto con dos gigantescas amígdalas que se apreciaban al fondo del paladar. Los ojos, de un amarillo brillante, miraban con expresión golosa la rolliza pierna de Sánchez.

Elvis agarró a Sánchez por las manos y tiró con todas sus fuerzas. El Rey era fuerte, pero la gigantesca criatura que asía la pierna de Sánchez lo era mucho más, de modo que sus intentos fueron en vano.

—¡Venga, debilucho! ¡Tú puedes! —le chilló a Sánchez.

Pero el debilucho no las tenía todas consigo. Acababa de ver al ser que lo tenía aprisionado.

—¡Joder! ¡joder ! —gritó—. ¡No puedo librarme de él! ¡No puedo librarme de él!

Jamás había estado tan aterrorizado. A lo largo de su vida lo habían asustado muchas cosas, desde arañas minúsculas hasta bandas de vampiros y de hombres lobo, pero esto lo superaba todo. Era la primera vez que un ser de semejante tamaño lo atacaba e intentaba devorarle la pierna. Y los esfuerzos de Elvis por liberarlo tampoco estaban consiguiendo gran cosa. Sánchez había tenido la mala suerte de que lo agarrase el Increíble Hulk de los zombis, un gigante dotado de una fuerza inimaginable. Y para empeorar las cosas, había otros tres zombis que habían surgido del suelo y que ya se aproximaban hacia ellos. Habían desistido de intentar hincar el diente a los cadáveres de los guardias de seguridad, sobre los que ya se había abatido un enjambre de muertos vivientes.

—¡Elvis! ¡Mierda! ¡Tío, ayúdame, por lo que más quieras! —gritó Sánchez desesperado.

—Ya lo intento, tío. ¿No puedes darle una patada, o algo? ¿O sentarte encima de él?

Sánchez volvió la cabeza y vio que el gigantesco zombi ya casi había salido totalmente a la superficie y estaba alzándolo a él por el tobillo para desestabilizarlo, con el fin de arrearle un mordisco en la pierna. Estaba a punto de permitir que sus intestinos se abrieran y dejaran resbalar su contenido sin control alguno pierna abajo, en dirección a la boca de aquella criatura, cuando de pronto…

¡bum !

Sobresaltado, giró la vista hacia la carretera, de donde procedía aquella explosión. Al mismo tiempo notó que el zombi aflojaba la tenaza con que le aferraba el pie. Se incorporó como pudo, desesperado por escapar de aquel terreno inestable. El zombi aún le tenía agarrado —sentía sus dedos fríos alrededor de la piel—, pero ahora consiguió zafarse de una patada. Entonces bajó la vista y vio que la mano de la criatura ya no estaba unida al resto del cuerpo. El brazo le había reventado a la altura del codo, gracias a un disparo efectuado por el conductor de la motocicleta que estaba deteniéndose al borde de la carretera.

Elvis, sin soltar las manos de Sánchez, tiró de éste hacia sí. Acto seguido, avergonzados de pronto, se apresuraron a soltarse las manos, mientras el motero recorría los últimos metros accionando el embrague para cambiar de marcha. Los dos se abalanzaron hacia la cuneta para saludar a su salvador. La motocicleta pasó junto a ellos y por fin se detuvo. El conductor accionó el embrague una vez más y apagó el motor. En el súbito silencio que sobrevino, bajó el caballete lateral, apoyó la Harley en él y se apeó. Hasta Elvis, que no era de baja estatura, advirtió que aquel individuo era un verdadero gigante.

El motero, ignorando a Sánchez y a Elvis, pasó por delante de ellos, extrajo una Dan Wesson PPC del calibre 357 de una sobaquera, apuntó al zombi situado en el centro de los tres que venían hacia ellos y le disparó un único balazo en la cara.

El estampido y la visión de la cabeza de su compañero al desintegrarse sobresaltaron a los dos que quedaban a los lados. Se pararon en seco y empezaron a retroceder muy despacio, esperando a ver si aquel corpulento motero volvía a disparar contra ellos. Pero éste centró la atención en el descomunal mutante que aún estaba saliendo del suelo y que ahora ya sólo tenía un brazo. Sacó un puñado de balas de un bolsillo del pantalón de cuero negro y, con toda calma, procedió a recargar el pesado revólver. Después hizo un disparo a la cara del zombi y lo mató en el acto. Destruir pronto al enemigo más importante siempre surtía el efecto deseado. Los demás se replegaron y regresaron hacia los cadáveres de los guardias de seguridad y hacia Angus el Invencible, que continuaba ahuyentando a un numeroso grupo de criaturas de la noche junto a la fosa recién cavada. «Una lástima», pensó Sánchez.

El tipo de la pistola gigante se giró hacia Sánchez y Elvis.

—Muy bien, nos vamos de aquí cagando leches —anunció—. Esto sólo va a ponerse peor.

No parecía ni remotamente preocupado por el asesino a sueldo que estaba un poco más allá, peleando sin descanso. Aparte de todo lo demás, ahora había demasiados zombis resucitados para que intentase un rescate un único hombre armado con una única pistola. Angus iba a tener que arreglárselas solo.

—¡Amén a eso! —exclamó Sánchez levantando los ojos al cielo y dando gracias en voz baja. Alguna que otra vez era un hombre profundamente religioso, aunque sólo le venía bien en contadas ocasiones; dicho de otro modo, cuando estaba de mierda hasta arriba.

Para su sorpresa, el enorme motero fue hasta Elvis y ambos se sonrieron el uno al otro. El Rey, cuando consiguió arrancar la cinta adhesiva que le sujetaba las muñecas, chocó palmas con el otro.

—¿Qué hay, Gabriel, tío?, ¿cómo va eso? —saludó Elvis con una sonrisa. Se hizo obvio que los dos eran antiguos amigos.

—He estado peor. ¿Qué has estado haciendo tú?

—No gran cosa. Aprovechar el tiempo muerto por aquí.

—Ya. ¿Necesitas que te lleve a alguna parte?

—Ya lo creo.

Gabriel volvió a subirse a la enorme Harley-Davidson, levantó el caballete con el pie y encendió el motor. Elvis se subió detrás, al asiento alargado y tapizado de cuero que llevaba la moto. Gabriel volvió la vista hacia Sánchez, que estaba rezando para que también lo llevaran a él, aunque no veía cómo.

—Venga, tú, mantecas, sube —ordenó Gabriel indicando a Sánchez con una seña que debía sentarse delante de él, en los pocos centímetros de asiento que sobraban detrás del gigantesco depósito de gasolina.

Sánchez no necesitó que se lo dijeran dos veces. Se las ingenió para pasar una pierna por encima de la moto y meterse a presión en la parte delantera del asiento, rodeado por los largos brazos de Gabriel, que asían los mandos. La comodidad era lo que se dice mínima, pero aquello era mucho mejor que quedarse tirado en el desierto en compañía de una panda de monstruos putrefactos que llevaban muertos ni se sabía cuánto.

—¿Qué cojones son esas cosas de ahí? —preguntó señalando a los zombis que había junto a la fosa y que continuaban luchando por morder a Angus el Invencible.

—Si no me equivoco, son necrófagos, o quizá zombis. Yo en tu lugar no me preocuparía, Angus el Invencible dará buena cuenta de ellos —respondió Gabriel al tiempo que aceleraba el motor.

Y en efecto, los juramentos que lanzaba el sicario se oían acompañados de vez en cuando por un disparo de pistola.

—¿Conoces a Angus?

—Claro. Agarraos.

La moto arrancó y se perdió de vista carretera adelante, el par de torsión del enorme motor se hizo cargo del peso adicional sin el menor esfuerzo. Como el viento del desierto le traía arena e insectos a la cara, Sánchez llegó a la conclusión de que sería mejor mantener la boca cerrada a fin de evitar la ingesta de alimentos no deseados. Escuchó lo mejor que pudo la rápida conversación que mantenían a gritos Elvis y Gabriel para hacerse oír por encima del estruendo del motor y del rugido del viento mientras la Harley surcaba la noche a toda velocidad.

—¿Qué te trae por aquí, Gabe? —gritó Elvis desde la parte de atrás.

—Me ha enviado Rex. En este lugar hay un problema con los muertos vivientes. Supongo que ya te has dado cuenta. He venido a solucionarlo.

«¡Madre de Dios!», pensó Sánchez. No hacía ni un minuto que conocía a Gabriel y ya sentía admiración.

—¿Has venido sólo para luchar contra los muertos vivientes? —oyó que decía Elvis.

—Ése es un motivo. Pero también tengo que liquidar a unos cuantos cantantes.

—Pues me parece que a esos cantantes ya los ha matado otra persona por ti.

—En ese caso, un trabajo menos que tengo que hacer. Así tendré tiempo para centrarme en asuntos más personales que tengo que atender.

—¿Como cuáles?

—¿Te enteraste de lo de Roderick y Ash?

—Sí. Lo sentí mucho, tío.

—Pues el que los mató parece ser que se dirigió hacia aquí. Imagino que tendré tiempo de buscarlo.

Sánchez escuchó el resto de aquella conversación a gritos, que duró hasta que llegaron al hotel. Y sacó la impresión de que los muertos a los que habían visto aquel mismo día no eran más que la punta del iceberg.

Angus el Invencible estaba impresionante en su lucha contra los zombis. A lo largo de los años había peleado con hombres y mujeres de todos los tamaños y formas, esgrimiendo armas de todas clases, de modo que sabía desenvolverse en una pelea. Y aunque lo pilló por sorpresa que lo atacasen unos zombis, era lo bastante disciplinado para apartar aquello de su mente y concentrarse en matarlos. Ya habría tiempo más tarde para pensar qué era exactamente lo que estaban haciendo allí, en el desierto; por el momento lo primero era sobrevivir.

Ya desde el principio había descubierto que aquellas criaturas poseían un grado de inteligencia sorprendentemente elevado. En la mayoría de las películas de zombis que había visto, en general se movían torpemente, desorientados y con los brazos extendidos, y musitando palabras como «cerebro» una y otra vez. Pero éstos eran distintos, por lo menos estaban un par de niveles por encima de aquella actitud tan absurda. Atacaban con estrategia. Sabían esquivar sus disparos. De hecho, aquellos cabrones escurridizos lo atacaban sólo cuando les daba la espalda, así que se veía obligado a volverse rápidamente una y otra vez. Logró derribar a cuatro de ellos, pero no tardó en darse cuenta de que con tanto girarse a uno y otro lado estaba empezando a marearse. Tan sólo iba a poder seguir haciendo aquello hasta que uno de los muertos vivientes lo pillara desprevenido.

Sin embargo, lo verdaderamente inesperado era que no todos estaban empeñados en matarlo. En un momento dado, en el que una criatura huesuda y andrajosa reptó por el suelo y a continuación se le subió a la espalda de un salto, esperaba que intentara darle un mordisco en el cuello. En cambio, lo que hizo aquel furtivo cabrón fue introducir la mano en el bolsillo de su trinchera. «Pero ¿qué coño…?»

Al principio, Angus no entendió qué se proponía. Se zafó de aquella mano con una sacudida, y entonces descubrió, con profunda consternación, que el zombi le había sacado del bolsillo las llaves de la autocaravana. Qué puto ladrón. Mientras los demás zombis continuaban acorralándolo, el ladrón echó a correr cojeando hacia la caravana, seguido por otro que parecía un vestido rosa muy sucio y hecho jirones. Si no lograba controlar la situación, algo le decía que estaba a punto de ver a dos muertos vivientes, a dos monstruos sin cerebro, arrebatarle lo que constituía su orgullo y su alegría. Aquello era algo totalmente imprevisto, y del todo intolerable.

—¡Fuera de ahí, desgraciados! —les chilló.

Es un misterio que Angus perdiera el tiempo gritándoles; no iban a reaccionar. Peor todavía, debería haber echado a correr tras ellos, pero en vez de eso se quedó clavado en el sitio mientras las demás criaturas iban estrechando el círculo a su alrededor, hipnotizado por la visión de dos putos zombis subiéndose a su querida autocaravana azul y cerrando las puertas de la misma.

Si aquellos seres sabían conducir y efectivamente se iban con la autocaravana, sus posibilidades de escapar, a todos los efectos prácticos, se esfumarían. Cuando oyó el motor ponerse en marcha, supo que sólo le quedaba una alternativa: abrirse paso por entre aquellos monstruos que se le venían encima y llegar a la autocaravana antes de que ésta se fuera. El arranque del motor vino seguido unos segundos después por el sonido del reproductor de CD, que cobró vida de repente. A Angus se le descompuso la expresión de la cara. Cargó contra dos zombis que se interponían entre la autocaravana y él y los hizo caer hacia un lado con más facilidad de la que esperaba. Entonces echó a correr con toda su alma disparando o dando patadas a todo zombi que fuera lo bastante osado o atontado para cruzarse en su camino. De ningún modo iban a largarse aquellos cabrones con su autocaravana y su CD de los grandes éxitos de Tom Jones.

—¡Bajaos de ahí! ¡Esa autocaravana es mía, cabrones hijos de puta! ¡Voy a mataros! ¡Otra vez!

Pero los gritos de Angus no sirvieron de nada. Cuando los zombis arrancaron y se perdieron de vista por la carretera, oyó el estribillo del tema Delilah sonando por los altavoces.

«¡Los muy desgraciados, hijos de puta!»

Aquella autocaravana era una de sus posesiones más valiosas, pero el CD de Tom Jones no tenía precio. ¡Era una edición firmada por el artista en persona! Si antes estaba enfadado, ahora estaba furibundo. Por desgracia para él, todavía tenía a un grupo de zombis de los que deshacerse antes de poder pensar siquiera en seguir a su autocaravana hasta el hotel Pasadena.

Kid Bourbon aguardó a que Jacko terminase de saludar al público. La imitación de los Blues Brothers no había sido tan buena como él esperaba. Emily Shannon, la que encarnaba a Judy Garland, había sido mucho mejor. Y después de haberla conocido brevemente, estaba bastante seguro de que había causado en ella una primera impresión negativa. Al intentar convencerla de que abandonase el concurso y no actuase en la final, lo único que consiguió fue alterarla y hacerla concebir una mala opinión de él. Aquello habría sido positivo si ella le hubiera hecho caso y hubiera abandonado el concurso, pero no parecía que fuera a suceder tal cosa. Aquello le había generado una sensación incómoda. Un sentimiento que llevaba mucho tiempo sin experimentar: culpa. Se sentía culpable por haber herido a aquella muchacha. Y no lograba hallar la razón por la que aquello lo tenía preocupado.

Habían transcurrido diez años desde el día en que abandonó definitivamente a Beth, el único amor verdadero de su vida. Emily se parecía mucho a ella. Si hasta iban vestidas exactamente de la misma manera, por Dios. Y además Emily poseía algo que la hacía agradable, la misma inocencia en la cara que tenía Beth. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Se trataba de una especie de señal? ¿Una oportunidad para enmendar la equivocación cometida diez años atrás? ¿Una oportunidad para enderezar las cosas? Si esta vez hacía las cosas bien y salvaba a Emily, ¿serviría aquello para aplacar su conciencia?

De pronto le cruzó por la mente el recuerdo del rostro de su madre. Se vio a sí mismo con dieciséis años, de pie junto a ella, disparándole al pecho. Luego se acordó de Kione, el vampiro que la había violado y la había convertido en uno de los suyos. Aquel hijo de puta estaba todavía vivo, aunque en un estado permanente de tortura, colgado del techo del apartamento que tenía él, esperando a ser torturado de nuevo cuando volviera a casa. ¿Era aquél el sitio en el que debería estar? ¿En casa otra vez? ¿Mutilando y torturando? Aquello era lo que mejor sabía hacer, sobre todo cuando importaba.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jacko.

Kid apenas se había percatado de que su secuaz, el imitador de los Blues Brothers, estaba junto a él, a un costado del escenario. Dejó a un lado aquellos pensamientos tan sensibleros y miró a aquel idiota vestido con pantalón de cuero rojo y americana negra. Había depositado sus esperanzas en aquel bufón. «Qué jodida manera de perder el tiempo.»

—Ya he terminado —le dijo a Jacko—. Puedes quedarte con las gafas de sol. Buena suerte en la final. Si es que llegas.

—¿Cómo?

El plan de evitar que Emily ganase el concurso no había funcionado. Kid había hecho todo lo que estaba en su mano para salvarla de lo inevitable, pero por lo visto ella se empeñó en ignorarlo y en ponerse en peligro ganando y firmando aquel nefasto contrato. Era preferible que empleara sus talentos en otra cosa. Todo aquel al que había conocido en el hotel Pasadena era un puñetero idiota, o un tramposo de lo más cutre, o un despreciable asesino.

Dejó a Jacko con cara de no entender y se dirigió hacia el mostrador de recepción. Para cuando llegó allí, se había puesto de tan mal humor que le sacó una pistola a la recepcionista. Le dejó muy claro que quería que le entregasen las llaves de su coche, en lugar de que se lo trajera un aparcacoches hasta una de las entradas del hotel. La joven tardó menos de treinta segundos en localizar las llaves y entregárselas.

El aparcamiento de la parte de atrás estaba abarrotado de autobuses que habían traído a hordas de imbéciles. Estaban todos estacionados al fondo, así que se alegró de encontrar su Firebird negro en la primera fila, a muy pocos metros de la puerta trasera del hotel.

Abrió la portezuela del conductor, y estaba a punto de subirse al coche cuando de pronto vio llegar una Harley-Davidson que doblaba la esquina del hotel, procedente de la fachada principal. Le llamó la atención porque el conductor llevaba no uno sino dos pasajeros, uno sentado delante y otro detrás. Y porque reconoció a los tres.

Se sentó detrás del volante y cerró la portezuela sin hacer ruido. ¿Qué estarían haciendo aquellos tres payasos en el hotel? ¿Y por qué estaban juntos? El primero al que reconoció fue el gordinflón que iba delante: Sánchez, el camarero del Tapioca de Santa Mondega. Detrás de éste iba el conductor, un motero muy corpulento y de cráneo rapado, y finalmente Elvis, un asesino a sueldo de la localidad del primero. Dos de ellos habían estado intrínsecamente relacionados con la noche de maldad que había perpetrado él una década antes. Cuando llegó a la iglesia para recoger a su hermano pequeño tras un servicio religioso nocturno, encontró allí a Elvis y a Sánchez en compañía de un grupo de vampiros muertos. Los habían matado Elvis y un predicador llamado Rex, y al parecer, por difícil que fuera de creer, Sánchez había protegido a su hermano de los ataques de los vampiros. Al menos aquello fue lo que le dijeron, y no tenía motivos para no creerlo.

El tercer individuo de la Harley, que conducía estrujado entre Sánchez y Elvis, era el propietario de la moto, Gabriel Locke. Era un Discípulo de la Nueva Era y probablemente un tío bastante decente, pero teniendo en cuenta lo que había sucedido en Plainview hacía poco, seguramente estaba un tanto cabreado con él. Incluso era posible que deseara matarlo.

Los tres se apearon de la moto y se encaminaron hacia la salida de incendios que había en la parte posterior del hotel. El bufón de Sánchez intentó abrir la puerta tirando varias veces, hasta que se dio cuenta de que sólo se abría desde dentro. Entonces los tres decidieron rodear el hotel y regresar a la entrada principal.

Pero ¿por qué estaban allí? Elvis era un asesino a sueldo, pero bien pudiera ser que tuviera intención de participar en el concurso. Sánchez era un bufón, y no era necesario preocuparse de él; en cambio Locke… era muy posible que hubiera venido a llevar a cabo el trabajo al que había renunciado él, el que consistía en matar a Emily. Su misión sería asegurar que Julius ganase el concurso y firmase el contrato. Sin embargo Gabriel Locke era un tipo religioso, en cierto modo, lo cual quería decir que probablemente intentaría no tener que matar a Emily. O no.

Abrió la puerta del coche y salió. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la cazadora y extrajo uno con los dientes. Después se sentó en el capó del coche y aspiró el extremo del pitillo, el cual se iluminó de pronto en medio del aire frío de la noche. Había que ponerse a pensar un poco. ¿Qué estaría ocurriendo exactamente en aquel hotel? ¿Y en el desierto que lo rodeaba?

Mientras contemplaba la luna, oyó que se aproximaba otro vehículo. Le chirriaban los neumáticos igual que si circulara a toda velocidad por una pista de hormigón inclinada. Al cabo de un momento apareció por la misma esquina por la que había llegado la Harley. Se trataba de una autocaravana grande y de color azul, casi lo bastante larga para considerarla un autobús, y venía tan deprisa que a punto estuvo de volcar al doblar la esquina del hotel. Kid no distinguió la cara de quien iba al volante, pero el que fuera giró bruscamente hacia él y se detuvo en seco frente a la salida de incendios. Al instante se abrieron las puertas y saltaron dos figuras oscuras, una por cada lado. Corrieron hacia la salida de incendios y probaron a abrir la puerta de forma muy parecida a lo que hizo Sánchez unos minutos antes. E igualmente fracasaron.

Seguidamente se volvieron y descubrieron a Kid, sentado en el capó de su coche. Entonces fue cuando éste se dio cuenta de que les brillaban los ojos. Uno los tenía rojos, el otro, amarillos, y relucían con una siniestra fosforescencia en la oscuridad de la noche.

«Son dos jodidos muertos vivientes.»

Kid Bourbon depositó el cigarrillo con cuidado sobre el capó, se apartó del Firebird y echó a andar hacia aquellas dos criaturas. Las oyó sisear en su dirección, e incluso se le acercaron titubeantes, una por cada lado, las dos ávidas de carne.

Kid tuvo que sopesar los detalles de la situación. Sólo le quedaban dos balas, y eran demasiado valiosas para malgastarlas matando a un par de zombis. De modo que, sin dejar de andar hacia ellos, se llevó la mano derecha al lado izquierdo de la cazadora para coger otra arma.

El zombi que tenía más próximo llevaba puesto un polo viejo y raído que en su época debió de ser blanco pero que ahora estaba gris debido a la mugre. También llevaba un pantalón destrozado al que le faltaba una pernera casi entera y, cosa incongruente, unas gafas de montura gruesa y negra que estaban rotas. Tenía pinta de ser el más hambriento de los dos, y Kid se preparó para recibir de él el primer ataque. Y así fue. Cuando el zombi se abalanzó sobre él, Kid le asestó un golpe de revés en plena garganta con la mano izquierda, en la cual empuñaba un cuchillo con mango de hueso y una hoja de veinte centímetros de largo. El arma le seccionó el cuello al zombi, y cuando la cabeza cayó hacia delante brotó un chorro de sangre que le resbaló por el pecho. El zombi, moribundo, se desplomó de rodillas emitiendo un sonido grave y áspero por la herida de la garganta.

Su compañero, una mujer, llevaba un vestido rosa asquerosamente sucio. Tenía una cabellera larga y desordenada de color gris, y una cara cubierta sólo a medias por la piel. El hecho de ver caer de rodillas a su camarada le causó unos momentos de estupor, de lo cual se aprovechó Kid para atacarla con el cuchillo y hundírselo profundamente en el vestido, a la altura del pecho. La hoja atravesó con facilidad aquella carne putrefacta, y a continuación Kid tiró de ella hacia abajo con el fin de abrir la caja torácica. En algunos puntos la carne estaba blanda como la mantequilla, pero en otros parecía dura y cartilaginosa. Cuando le hizo una incisión de unos veinte centímetros, la zombi, al igual que su compañero, se derrumbó de bruces y cayó al suelo antes de que Kid pudiera recuperar el cuchillo. Se le escurrió de la mano, trabado en algún lugar de las costillas de la muerta.

Las dos criaturas ya estaban muertas del todo, pero Kid descubrió con fastidio que la segunda de ellas había caído encima de su cuchillo. La volvió boca arriba con el pie, se agachó y aferró el mango que sobresalía del cadáver. Al tirar de él brotó un surtidor de sangre que se esparció en todas direcciones y le manchó también la mano. Pero mucha más preocupación le causó el estado del cuchillo. Debido al impacto del mango contra el suelo, la hoja había quedado doblada casi en un ángulo recto en relación con la empuñadura. Le echó un vistazo. Además de haberse doblado, estaba cubierta de tripas de la zombi. El cuchillo estaba echado a perder, y lo arrojó al suelo con un gesto de frustración.

«Otra arma perdida.»

No sólo se le habían agotado todas las balas menos dos, además se había quedado sin cuchillos. Si esperaba una señal para volverse a casa, aquí la tenía. Pero cuando dio media vuelta para regresar al coche, en cuyo capó se le estaba consumiendo el cigarrillo, reparó en un detalle del polo del primer zombi. Parecía un parche de tela. Se agachó para verlo más de cerca. El parche llevaba cosido un nombre en letras negras.

Buddy Holly.

Regresó al cadáver del vestido que antes había sido rosa. Había caído de bruces otra vez, así que volvió a darle la vuelta con el pie. Éste también llevaba un parche identificativo, en este caso cosido en la pechera del vestido. Lo agarró y lo miró detenidamente. También era un nombre conocido.

Dusty Springfield.

Sánchez tenía aún reciente la impresión que le causó haber logrado huir de los zombis cuando, después de dejar la moto aparcada, los tres entraron por fin en el hotel. En circunstancias normales, aquel viaje nocturno en moto habría sido muy emocionante, pero tras los horrores de lo que acababa de ver en el desierto le pareció completamente anodino. Todavía estaba intentando asimilar el hecho de que había estado cavando una tumba para su amigo Elvis y para él, y de que había visto ejecutar a dos hombres con toda frialdad. Y aquello había tenido lugar antes de que aparecieran los muertos vivientes surgiendo de la tierra con la pretensión de devorarlo. Con todos aquellos pensamientos dando vueltas en su mente, sin duda era un Sánchez muy abatido el que siguió a Gabriel y a Elvis hasta la entrada del hotel y después hasta el bar.

Gabriel, con su enorme y voluminoso corpachón, el conjunto de cuero típico de los moteros, el cráneo afeitado y los numerosos tatuajes, destacaba entre todos los demás huéspedes del hotel. Sánchez, gracias a la experiencia que tenía de camarero, sabía que a Gabriel le servirían con prontitud. No había que hacer esperar a los tipos grandes y con pinta de tener malas pulgas.

—Tres botellines de cerveza —pidió Gabriel a la chica que estaba detrás de la barra.

Valerie le echó una ojeada y, murmurando algo en voz baja, se giró rápidamente hacia el frigorífico de pequeño tamaño que tenía a su espalda. Cogió tres botellines de Mono Cagón, les quitó la chapa con un abridor que llevaba colgado de una cadena al cinto y los puso encima de la barra.

Gabriel le lanzó un billete de cincuenta dólares, cogió las cervezas y se volvió hacia Elvis y Sánchez.

—Vamos a sentarnos en una mesa a hablar de lo que estamos haciendo aquí todos. —Le hizo una seña a Elvis con la cabeza—. Puedes empezar contándome a quién tiene encargado eliminar Angus.

—Ahora mismo, Gabe.

Sánchez recorrió el bar con la mirada. La distribución del mismo, con las mesas muy desperdigadas entre sí, permitía tener conversaciones privadas sin peligro de que las oyeran otras personas. Y estaba claro que aquélla iba a ser una conversación privada.

Al fondo, en el rincón que estaba más lejos de la barra, había una zona situada un poco más alta. En el resto del salón muchas de las mesas tenían una o dos personas sentadas, pero en aquel rincón estaban todas vacías. Elvis guió a los otros hacia una de ellas. En la pared, unos metros por encima, había un altavoz grande y de color negro por el que se oía una suave música de fondo, lo cual ayudaría a proteger la conversación de cualquiera que sintiera curiosidad por saber de qué estaban hablando un motero gigante, un tipo caracterizado de Elvis y un camarero regordete.

Sánchez tomó asiento al lado de Elvis, en una de las dos butacas tapizadas de color crema. Ambos quedaron de espaldas al salón, mientras que Gabriel se relajó al otro lado de la mesa, con la espalda hacia la pared. Por lo visto, quería estar seguro de poder ver lo que sucedía en el bar, porque sus ojos constantemente iban y venían en todas direcciones, buscando algo que suscitara interés o que se saliera de lo normal. Después de repasar con la mirada a todos los demás clientes (de los cuales había aproximadamente unos veinte que estaban sentados) atento a cualquier peligro potencial, cogió la cerveza que tenía más cerca y la alzó ante sus compañeros de mesa.

—Salud —dijo.

Elvis y Sánchez hicieron lo propio, y los tres chocaron botellines. A continuación, todos bebieron un trago.

—Bueno —dijo Gabriel tras tragar un enorme buche de cerveza—, ¿sabéis qué está haciendo aquí Angus?

Sánchez no tenía ni idea. Era mejor dejar aquella pregunta para Elvis.

—Pues… —empezó el Rey, un tanto nervioso— no lo sabemos exactamente. A Sánchez terminaron por darle la habitación de Angus, y encontró una lista de objetivos que eliminar dentro de un sobre. No había ninguna indicación que dijera quién la había enviado. Solamente fotos de los cuatro objetivos.

Gabriel depositó su botellín sobre la mesa.

—Déjame adivinar. Se supone que tenía que eliminar a Otis Redding, Kurt Cobain, Johnny Cash y Judy Garland, ¿a que sí?

Sánchez estaba impresionado. Aquel tío era muchísimo mejor que la Dama Mística.

—¡Uf! ¿Cómo cojones lo has sabido?

—Me parece que Angus era mi suplente en la reserva.

—¿Tu qué?

—Ha dicho su «suplente en la reserva», atontado —terció Elvis con desdén—. ¿Es que estás sordo, además de ser idiota?

—Exacto —dijo Gabriel—. Era mi suplente. Ese encargo estaba destinado a mí. Las cuatro personas de las fotos iban a ser mártires. Iban a morir por el bien de la humanidad. Pero como yo no conseguí llegar aquí a tiempo, el tipo que me contrató debió de pasarle el encargo a Angus, que era el que tenía de reserva. Algo así como una cobertura para un caso de emergencia.

Gabriel se interrumpió, cogió su cerveza y le dio otro sorbo. Reflexionó unos instantes antes de continuar.

—Veréis, hace unos años Angus era uno de los mejores asesinos a sueldo que había en el mundo, pero tiene un problema con el juego. Eso lo convierte en un tipo poco fiable. Debe mucho dinero a mucha gente, y eso le ha nublado el entendimiento. Se toma muy a pecho que le paguen algo por adelantado, con lo cual a menudo termina cargándose al mensajero en lugar de aceptar el puto trabajo. Últimamente se ha vuelto bastante picajoso.

—Así que el juego, ¿eh? —dijo Sánchez chasqueando la lengua—. Menudo perdedor. ¿Cuánto dinero debe?

—Supongo que eso es asunto suyo —repuso Gabriel cogiendo el botellín de cerveza para echar otro trago.

—Pues sí —convino Elvis al tiempo que bebía un sorbo de su botella—. Pero ¿qué me dices de esos cuatro mártires? ¿Y quién es el tipo que quiere verlos muertos?

Gabriel se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—El tipo que quiere verlos muertos es el Padrino del Soul.

Sánchez frunció el ceño.

—Uf, no te sigo, tío.

—Se refiere a James Brown, so atontado —saltó Elvis.

—¿Eh? ¿James Brown? ¿Por qué? ¿Por ganar un concurso musical? Es un poco exagerado, ¿no?

Gabriel prosiguió, sin levantar el tono de voz:

—De exagerado, nada. Si se tiene en cuenta lo que está en juego.

—¿Te refieres al premio en metálico?

—No, me refiero a las almas de muchas personas inocentes. James Brown, o Julius, como se le conoce más, está aquí en nombre de Dios.

Este último dato fue recibido por un silencio peculiar por su intensidad. Hasta Elvis puso cara de tener serias dudas al respecto. Hablando despacio y con nitidez, le preguntó a Gabriel:

—¿Y por qué razón un hombre de Dios iba a pagar a alguien para que matase a los participantes de un concurso de talentos? No parece justo. No tiene sentido, tío, se mire como se mire.

—A no ser que sea mucho más que un concurso de talentos —replicó Gabriel—. ¿Has visto la película Crossroads?

Sánchez sí la había visto. Era una de sus favoritas.

—¿La de Britney Spears? Una peli genial, tío.

—No me refiero a ésa, que es una mierda. Y tampoco estoy hablando de la tal Britney Spears. Hablo de la peli de Ralph Macchio.

—¿Macchio? ¿El de Karate Kid?

—Sí. En los ochenta hizo una película titulada Crossroads.

—Sí —terció Elvis—. Yo la he visto.

—¿Recuerdas de qué iba? —le preguntó Gabriel.

—Era una peli de carretera. Actuaba Steve Vai.

—¿Quién? —inquirió Sánchez. Le estaba costando mucho trabajo seguir aquella conversación tan liosa.

—Steve Vai. Uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos. En una ocasión toqué con él, hace unos años.

Al menos aquello sí que lo pudo entender Sánchez.

—Genial —dijo—. A lo mejor podías convencerlo para que toque en el Tapioca.

Gabriel movió el botellín de cerveza sobre la mesa para recuperar la atención de los dos.

—Escuchad. A lo que voy es a lo siguiente: esa película, Crossroads, se basaba en una leyenda urbana referente a un guitarrista llamado Robert Johnson. Cuentan que en los años treinta vendió su alma al diablo. A cambio, Satanás le concedió la capacidad de tocar la guitarra mejor que ningún otro ser de la tierra. En resumen, el tal Robert Johnson fue el primer músico o cantante que vendió su alma. Después de él lo han hecho miles de personas.

—Sí, en una ocasión se lo vi hacer a Bart Simpson —apuntó Sánchez, coincidiendo con él.

Gabriel dejó escapar un suspiro.

—¿No podrías decirle a éste que se calle de una puta vez? —le preguntó a Elvis.

—Claro que sí —contestó Elvis mirando ceñudo a Sánchez—, pero sigo sin entender qué tiene que ver ese Robert Johnson con lo que está pasando aquí.

—Pues que se parece muchísimo a lo que está pasando aquí. Y viene sucediendo lo mismo todos los años, desde que se celebra el concurso «Regreso de entre los muertos». El ganador se lleva un contrato de un millón de dólares. Pero en el momento de firmarlo, lo que está firmando es la venta de su alma.

—¿A Nigel Powell? —inquirió Elvis.

—No. Al diablo.

—¿Powell está enterado de esto?

—Sí. Y está metido en ello. Veréis, hace años él vendió su alma al diablo a cambio de obtener la inmortalidad, además de este hotel y su casino.

—Un negocio cojonudo —señaló Sánchez.

Gabriel negó con la cabeza.

—No tanto. Powell, a su vez, todos los años por Halloween tiene que buscar a otra persona que venda su alma al diablo. Y eso es lo que hace la persona que gana el concurso, vender su alma a Satanás a cambio de fama y fortuna. Excepto que no lo sabe, por supuesto.

Sánchez frunció el ceño.

—Suena bastante descabellado. Yo creo que es mentira.

—¿Y los zombis? —persistió Gabriel—. ¿Crees en ellos? ¿O también son algo descabellado?

Sánchez tuvo que reconocer que en aquello el motero llevaba razón.

—Sí —respondió—, ya veo lo que quieres decir. Pero ¿por qué matar a esos cuatro concursantes? No lo entiendo.

—Yo tampoco —dijo Elvis.

—Precisamente a eso iba ahora.

—¿Y no podrías ir un poco más deprisa, tío?

Gabriel parecía irritado.

—Está bien —dijo resollando—. En primer lugar, este concurso está amañado. Todo el puto concurso, entero.

Elvis dejó bruscamente el botellín encima de la mesa.

—¡Lo sabía! Te lo dije, Sánchez, ¿a que sí?

Gabriel no le hizo caso y continuó:

—Hace varios meses se seleccionó a cinco participantes para la final. En secreto. Tan sólo lo saben ellos y Powell. Pero hay que matar únicamente a los cuatro mejores. Como digo, son mártires. Saldrán mejor parados muriendo que ganando el concurso y vendiendo su alma al diablo.

Sánchez, todavía confuso, no pudo evitar interrumpir.

—De modo que los cuatro mejores mueren. ¿Eso quiere decir que el quinto mejor gana el concurso y firma el contrato?

El rostro de Gabriel se distendió en una ancha sonrisa.

—Joder, sí que las pillas rápido, gordinflas. Sí, así es. Y Julius, el que encarna a James Brown, es el quinto mejor. Así que habiendo desaparecido los otros cuatro, tiene muchas posibilidades de ganar.

—¿Y de vender su alma al diablo? —Elvis puso en duda la lógica de todo aquello—. ¿Y para qué iba a hacer algo así?

—Es un sacrificio.

—No me jodas.

—Un sacrificio que él es capaz de hacer. —De repente pareció cambiar de tema—. ¿Sabéis encima de qué está construido este hotel?

—¿Encima del desierto? —sugirió Sánchez sin necesidad.

—No. Está construido encima de una entrada al infierno.

Sánchez, nervioso, echó una ojeada a los tablones de madera del suelo y levantó los pies.

—Mierda. Ya decía yo que aquí hacía más bien calor —comentó.

Elvis le propinó un cachete en la cabeza y le indicó a Gabriel con una seña que continuara.

—El alma de Julius pertenece a Dios. Si el contrato lo firmase él, estaría firmando algo que no es suyo, de modo que dicho contrato sería nulo. Y si Powell no encuentra a nadie que venda su alma para cuando finalice la hora de las brujas de Halloween, este hotel y él se irán directos al infierno. Este puto edificio y todos los que estén dentro se hundirán bajo tierra como si nunca hubieran existido.

—¿Qué tiene de especial Julius? —preguntó Elvis—. ¿Acaso Dios no es el dueño del alma de todo el mundo?

Gabriel apuró el resto de la cerveza de un solo trago antes de darle la respuesta:

—Julius es el olvidado apóstol número trece.

A continuación se hizo un silencio todavía más incómodo. Tanto Elvis como Sánchez estaban aguardando a ver si Gabriel hablaba en serio. Finalmente, el Rey dijo:

—¿Estás seguro de eso?

—Rex está convencido de ello. Y si Rex cree que es verdad, a mí me vale.

Elvis asintió. Rodeo Rex y él se conocían desde hacía varios años. Durante aquel tiempo habían realizado juntos varios trabajos serios, y eran buenos colegas.

—Ya. Si Rex está convencido de que es verdad, yo estoy contigo, pero eso todavía no explica por qué razón este puto hotel va a hundirse en la profundidades del infierno sólo porque el tal Julius sea un apóstol.

—Mira, tío —dijo Gabriel. Estaba poniéndose cada vez más impaciente por tener que justificar todo—. Yo no sé cómo funciona exactamente todo esto, ¿vale? La Biblia no la escribí yo. Y que yo sepa, Dios no me ha llamado para pedirme consejo.

—Pero todo esto sigue estando un poco traído por los pelos, ¿no? —dijo Sánchez en tono de queja.

—Escucha, colega. Uno de los «preceptos» básicos, como los llaman ellos, de la religión y de Dios y de todo eso es la fe. Hay que tener fe. —Suspiró e intentó parecer razonable—. Yo creo firmemente que esta noche hemos visto zombis que salían de debajo de la tierra e intentaban devorar a la gente. Eso me dice que existe algo que se llama vida después de la muerte, si a eso se le puede llamar vida. Y significa que tiene que haber un Dios. En mi opinión, Dios ha enviado a la tierra a uno de los suyos, Julius, para salvarnos a todos. No pienso quedarme sentado y quejándome de que no me han dado toda la información completa. Y sugiero que tú hagas lo mismo. Quienes no tengan fe serán los primeros en desaparecer cuando las cosas se pongan feas.

—Entendido —contestó Sánchez—. Pero mientras tú ayudas al apóstol número trece a enviar este hotel al infierno, yo voy a largarme de aquí en un taxi. ¿Te vienes, Elvis?

Gabriel meneó la cabeza negativamente.

—Yo que tú no haría tal cosa.

—¿Por qué cojones no la harías?

—En primer lugar, porque no vais a conseguir ningún taxi. Y tampoco vais a encontrar a ningún policía que quiera venir a este hotel. En estos momentos hay zombis emergiendo del suelo por todo el desierto, y vienen todos hacia aquí. Llegarán dentro de menos de una hora. Si salís por esa puerta antes de que lleguen, os devorarán vivos.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Estás diciendo que debemos esperar aquí a que lleguen? Mierda, tío, eso es igual de tonto.

—Sí, así es —terció de pronto, para sorpresa de Sánchez, otra voz masculina a su espalda—. Gabriel —prosiguió—, ven conmigo. Llegas justo a tiempo.

Con una ancha sonrisa, el gigantesco motero se levantó de su asiento. Sánchez y Elvis se giraron los dos a la vez para ver a quién estaba mirando. Detrás de ellos, vestido con su traje de intenso color morado, apareció Julius. El imitador de James Brown.

Nigel Powell siempre estaba un poco tenso en Halloween. De hecho, decir esto constituía un eufemismo, porque en realidad aquella época era sin duda la más estresante de todo el año.

Para empezar, el concurso «Regreso de entre los muertos» conllevaba un montón de cosas que organizar. La agenda era muy apretada y había muchísimos artistas a los que ver actuar, unos buenos, otros malos y otros tan horrorosos que sería absurdo tenerlos allí si no fuera porque había pagado dinero para tenerlos. Lo más difícil era conseguir que el concurso terminase como máximo a la una en punto de la mañana siguiente. Nadie más parecía apreciar la urgencia de acabar a la hora fijada.

Hasta el momento, este año estaba siendo el peor de todos. Había fuerzas adversas actuando. No era la primera vez que habían intentado amañar el concurso —es decir, amañarlo sin saber que él ya lo tenía amañado—, pero este año alguien estaba intentándolo verdaderamente a conciencia. Ya tenía tres concursantes muertos. Y también tenía trabajando para él a un asesino psicótico que llevaba el ridículo nombre de «Angus el Invencible». «Angus», por amor de Dios. ¿Qué era aquello? ¿Un puto Braveheart?

Por lo menos Angus había demostrado ser útil. Al parecer, aquel sicario de pelo rojo había capturado al individuo que estaba eliminando a los concursantes y a la persona que había contratado a éste. Powell abrigaba la esperanza de que se los hubiera llevado al desierto y los hubiera ejecutado, tal como habían acordado. Con el fin de obtener alguna confirmación a ese respecto, se encaminó hacia el aseo de caballeros de la planta baja. Una vez allí, se alegró de encontrarse con Cleveland, miembro de su equipo de seguridad, custodiando la entrada. Era un negro grande y musculoso que no aguantaba tonterías de nadie. El tipo perfecto para impedir que alguien entrase en los aseos, por mucha urgencia que tuviera de echar una meada.

Powell había contratado a Cleveland por recomendación de Tommy. Por lo visto, había estado encarcelado como prisionero de guerra y había quedado traumatizado por dicha experiencia. A consecuencia de ello, tras ser liberado no pudo continuar siendo soldado, pero resultó perfecto en un puesto menos exigente, el de guardia de seguridad de un hotel. Al aproximarse a él, Powell se fijó en que estaba comiéndose un helado. Un cucurucho de fresa, por la pinta. Estaba a punto de darle un lametón cuando vio que se acercaba su jefe, y lo bajó discretamente a un lado.

—Cleveland. Hola. ¿Cómo van las cosas ahí dentro? —preguntó Powell.

—Todo en orden, señor.

—¿Ya han limpiado el estropicio?

Cleveland bajó el tono de voz.

—Casi, señor. Han retirado los cadáveres. En este momento, Sandy está limpiando el suelo y los sanitarios.

—Bien, bien. ¿Está aquí Tommy?

—No, señor.

—¿Sabe dónde está?

—En el desierto, señor.

Powell frunció el entrecejo.

—¿Y qué está haciendo en el desierto? Le dije que se quedara aquí.

—Se ha ido con ese tal Angus para cerciorarse de que eliminaba a los dos tipos que la liaron aquí, en los aseos, señor.

—Pues no estoy seguro de que eso fuera necesario, pero supongo que Tommy sabe lo que hace.

—Sí, señor.

Powell esperaba haber podido echar un vistazo a los responsables del asesinato de tres de los cantantes a los que él había elegido a dedo para la final. ¿Serían otros concursantes? ¿Miembros del público? ¿O simplemente unos cabrones que pretendían desbaratar el concurso en beneficio propio, incluso por diversión propia? Se suponía que Tommy debía estar allí para decirle quiénes eran. Así y todo, era posible que lo supiera Cleveland.

—¿Ha visto a los dos responsables del… esto… del desastre?

—Sí, señor.

—¿Y cómo eran?

—No me fijé.

—¿Que no se fijó? ¿Cómo es eso?

—No me di cuenta.

Powell estaba revisando a toda prisa la buena opinión que tenía anteriormente de Cleveland. Aquel tipo estaba resultando ser todavía más atontado que la mayoría de los otros guardias de seguridad del hotel. Era todo músculos y poco más. Si hubo una época en la que era un soldado capaz y con iniciativa, ahora era un musculitos descerebrado, por lo visto totalmente falto de inteligencia y de personalidad.

Powell probó con otra táctica de interrogatorio.

—Está bien. Entonces, ¿sabemos cómo murieron Kurt Cobain y Johnny Cash?

—¿Se refiere a los cantantes?

—No, me refiero a los planetas. —Dios, que tío más exasperante.

—Pues la muerte de Kurt Cobain tuvo que ver con las drogas. Y Johnny Cash simplemente era viejo, imagino.

Powell miró fijamente a Cleveland para ver si lo había dicho en serio o era que intentaba burlarse de él. Al final llegó a la conclusión de que no era ni lo uno ni lo otro. Sencillamente, Cleveland era gilipollas perdido. Y basó dicha conclusión en el hecho de que el guardia de seguridad miraba la pared que tenía delante con expresión ausente y la boca ligeramente abierta.

—Está bien —dijo Powell con un ligero tonillo de irritación en la voz—. ¿Y Sandy? ¿Él sabe quiénes eran esos dos tipos y qué fue lo que les hicieron a Cash y a Cobain?

—Yo no puedo hablar por Sandy, señor.

—Cleveland.

—Sí, señor.

—Es usted un idiota.

—Sí, señor.

—Y le voy a quitar el helado. —Alargó la mano y le arrebató el cucurucho a Cleveland. Le dio un gran lametón delante de las narices del guardia de seguridad, que lo miró con cara de profunda desilusión, y seguidamente le espetó—: Y ahora apártese de mi camino.

—Sí, señor.

El fornido guardia se hizo a un lado y empujó la puerta para dejar pasar a su jefe. Powell se sintió complacido al ver que el interior del aseo estaba prácticamente impoluto. Ello se debía en gran medida a Sandy, un individuo que tenía la típica imagen de bruto y un cabello moreno y corto. Manejaba una fregona y acababa de limpiar la sangre del suelo. Al ver entrar a Powell, lo saludó con un gesto de cabeza.

—Hola, jefe —dijo.

—Buenas tardes, Sandy —respondió el propietario del hotel observando el suelo. No había rastros de sangre por ninguna parte—. Por lo que veo, ha hecho un buen trabajo.

—Gracias.

—Le he traído esto. —Le tendió el cucurucho de helado, el cual Sandy cogió tímidamente con la mano que tenía libre.

—Se parece al de Cleveland —apuntó.

—Pues no lo es.

—Vale. Gracias.

—Bien, cuénteme lo que ha ocurrido en este aseo. Estaba usted hablando por la radio con Tommy y la línea se cortó. Me quedé preocupado.

—Unos tipos se nos echaron encima, a Tyrone y a mí. Todo sucedió muy deprisa. Vinimos aquí, vimos los cadáveres en los retretes y llamamos a Tommy. Y de pronto apareció un tipo salido de no se sabe dónde. La verdad es que no sé qué ocurrió.

—¿Qué tal la cabeza?

—Mejor.

—¿Le dijo Tommy quiénes eran los tipos que los atacaron?

Sandy dio un lametón al helado.

—Qué va. Cuando se los llevaron, yo todavía estaba sin conocimiento.

—Hum. ¿Y Tyrone?

—Se fue con Tommy. Al desierto. Por lo menos eso es lo que dice Cleveland.

—Ya, bien… Cleveland opina que Johnny Cash murió de viejo. ¿Qué opina usted?

Sandy lamió de nuevo el helado. Parecía estar disfrutando del sabor que tenía.

—¿Yo? Yo diría que a Johnny Cash le incrustaron la nariz en el cerebro, jefe. Y que yo sepa, eso no lo hace la vejez.

—Estoy de acuerdo. ¿Y Cobain?

—Bueno, lo de ése tuvo que ver con la droga.

—¿Cómo?

—Había cocaína por todas partes y tenía sangre que le había salido por la boca, la nariz, los oídos, por todos lados.

Powell caminó unos metros y se asomó por la puerta de cada uno de los cubículos, para ver si todavía quedaba algún indicio de violencia. Pero estaban todos vacíos y limpios como una patena. La verdad era que Sandy se había empleado a fondo.

Cuando llegó al último, examinó el espejo que había colocado encima de los lavabos del fondo. Vio su propia cara reflejada, y detrás de ella a Sandy con su fregona, pasándola por el suelo junto al primer retrete. De pronto vio otra figura más.

Detrás de Sandy había un negro de gran estatura vestido con un traje rojo, un sombrero rojo y unos zapatos rojos de puntera fina, sonriéndole de oreja a oreja. A Powell le dio un vuelco el corazón. Se giró en redondo y dijo a toda prisa:

—Sandy, ha hecho usted un buen trabajo. Le estoy agradecido. Ya puede irse.

—Todavía no he terminado, jefe.

—No importa. Váyase. Salga. Deje la fregona y el cubo. Ya lo termino yo.

—¿Sí? ¿Está seguro?

—Coja el puto helado y lárguese de aquí.

Sorprendido por la agresividad del tono de su jefe, Sandy apoyó la fregona contra la pared, al lado de la puerta, y salió dando cariñosos lametones al cucurucho.

Powell se volvió de nuevo hacia el espejo. Una vez más vio a su espalda al negro de traje y sombrero rojos. El cual echó a andar en dirección a él.

—Este año tenemos algún que otro problemilla, ¿eh, Nigel? —dijo. Tenía una voz grave y profunda que rezumaba cortesía teñida de ironía, el equivalente auditivo del gesto de alzar una ceja con ademán burlón.

—Nada que no pueda controlar. —En contraste, la voz de Powell sonó casi gruñona.

—No me digas. ¿Estás seguro?

—Sí. Ya está todo solucionado. Algún imbécil que ha intentado amañar el concurso. Si supieran lo que espera realmente al ganador, ¿eh? Imagino que no intentarían amañar nada, ¿no crees?

El imponente negro tenía unos ojos amarillentos que se le iluminaron de pronto. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una potente carcajada.

—Sabes, Nigel, cada año estás más nervioso.

—Y a ti te encanta, supongo.

—A mí me encanta el caos. Ya lo sabes.

Ahora estaba situado justo detrás de Powell, mirando hacia el espejo por encima del hombro de éste, sonriéndole, proyectándole suavemente su tibio aliento sobre la nuca. Llevaba una barbita de chivo negra y recortada que, a uno y otro lado de la boca, se unía a un bigote igual de acicalado. Powell deseaba librarse de él lo antes posible; no era un tipo divertido con el que pasar el rato. De hecho, era un personaje de mal agüero en todos los sentidos que cupiera imaginar.

—Una barba muy elegante —comentó en tono sarcástico.

—Es una amabilidad por tu parte, decirlo —repuso el negro—. Sabes, para tener tú una igual sólo te haría falta un estiramiento facial.

—Bueno, puede que estudie la posibilidad de dejarme una… cuando vuelva a estar de moda —replicó Powell con un sarcasmo todavía más fuerte—. ¿Tienes un contrato para mí, o qué?

—Naturalmente.

—Pues déjalo junto al lavabo, haz el favor. —No añadió, como le hubiera gustado: «Y después lárgate.»

El Hombre de Rojo introdujo una mano en el interior de la chaqueta y sacó un fajo de papeles de dos centímetros de grosor. Era papel de buena calidad, blanco, del tamaño normal de carta e impreso con un apretado texto en tinta negra. Lo depositó al lado del lavabo, junto a la mano izquierda de Powell.

—¿Sabes?, Nigel, todavía no has salido del todo de este atolladero —advirtió.

—¿Por qué lo dices?

—Ha llegado al hotel una persona que está intentando destrozarnos el concurso. El reloj continúa avanzando. Tic-tac, tictac, tictac.

—¿Qué persona? —Powell se giró bruscamente, pero descubrió que el Hombre de Rojo había desaparecido. Se volvió otra vez de cara al espejo, y otra vez apareció a su espalda el reflejo de su visitante—. ¿Qué persona? —repitió.

—Ya sabes que no puedo ayudarte. Ésas son las normas. Pero sí puedo decirte que ahí fuera hay un hombre intentando acabar con nuestro concurso. Un hombre de Dios. En eso no puedo interferir. Más te vale que guardes ese contrato en un lugar seguro. No permitas que caiga en las manos de quien no debe, eh?

—Bueno, pero ¿podrías decirme al menos quién es el cabrón que está destrozándome el concurso? ¿Es ese tal Kid Bourbon? ¿Lo has enviado tú?

El Hombre de Rojo lanzó otra carcajada.

—Yo estoy de tu parte, naturalmente. No voy a enviarte a nadie que te desbarate los planes. Me gusta tu casino, es un sitio divertido. Sólo tienes que mantenerte alerta para descubrir al enviado por el de Arriba. Ése es el hombre que tiene que preocuparte.

—¿Así que el tal Kid Bourbon trabaja para Dios?

—¡Ja, ja, ja! No, no, no. En absoluto, no. Kid Bourbon no trabaja para ninguno de los dos. Es un tipo extraño. Has de buscar más cerca. No es él quien debe preocuparte.

—Entonces, ¿quién?

—¿Todavía no lo has adivinado?

—No. No soy tan listo. Obviamente.

—Pues entonces más vale que te espabiles rápido, amigo mío. Te estás quedando sin finalistas. En estos momentos sólo tienes dos.

Powell estaba haciendo un esfuerzo para conservar la calma. La llegada de aquel hombre de sonrisa exagerada le había puesto nervioso, aunque no era en absoluto la primera vez que se veían.

—¿Por qué este año no escojo a cualquier desconocido al azar para que firme el contrato? —sugirió.

—¡Oh, no, no, no! Sencillamente, eso no serviría —contestó el Hombre de Rojo—. Este contrato hay que ganárselo. Lo sabes perfectamente. Quiero que lo consiga alguien que posea talento. Alguien que esté desesperado por alcanzar fama y fortuna. Alguien que esté dispuesto a hacer lo que sea con tal de conseguirlo, que no le importe lo que pueda costarle.

—¿Has terminado? —preguntó Nigel en tono impaciente.

El Hombre de Rojo esbozó una sonrisita satisfecha.

—No. Hay otra cosa más, aunque puede parecer trivial dadas las circunstancias.

—¿De qué se trata?

—En el casino se les han agotado los sándwiches de jamón.

—Pues pídelos de atún.

Sin esperar la respuesta, bajó la vista hacia el contrato que descansaba sobre la superficie de imitación de mármol que rodeaba el lavabo. Era el mismo que le traía el Hombre de Rojo todos los años. Lo tomó y volvió a mirar al espejo. Su visitante había desaparecido. «Mierda.»

Miró una vez más el contrato. Según el Hombre de Rojo, en el hotel había una persona desesperada por echarle abajo el concurso. ¿Quién coño sería? ¿Y por qué? Sólo le quedaban dos finalistas: James Brown y Judy Garland. La única pista que tenía era que la persona que estaba intentando desbaratarlo todo era un hombre de Dios.

Un hombre de Dios.

Emily llevaba sola en el vestuario casi veinte minutos. Se había establecido que los cinco finalistas volverían a reunirse allí tras sus correspondientes actuaciones. Los otros cuatro no se habían presentado, y ella se sentía cada vez más preocupada por saber dónde podían haberse metido. ¿Habría habido algún cambio en el programa del que ella no se había enterado? Seguramente no, pero no le apetecía pasar demasiado tiempo a solas.

A lo mejor los cuatro habían decidido irse a tomar una copa y habían preferido no invitarla a ella a que los acompañase. ¿Sería que no les caía bien? ¿Olería mal? ¿Peor que Cobain? Era poco probable, pero ya le estaban cruzando toda clase de teorías por la mente, y la estaban volviendo un poco paranoica. Mejor sería pensar durante un rato en otra cosa, como por ejemplo si estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para ganar aquel concurso.

Sentada a la mesa del tocador, contempló su imagen reflejada en el espejo. ¿Debería hacerse algo distinto en el pelo para la final? ¿O continuar con aquellas trenzas que llevaba la auténtica Judy Garland en la película El mago de Oz? Su madre siempre le decía que el detalle más importante era la manera de peinarse, un detalle que solían pasar por alto otros muchos artistas imitadores. Estaba reflexionando sobre aquel asunto y otros más cuando de pronto oyó que llamaban a la puerta de la habitación.

—¿Señorita Shannon? ¿Está usted ahí? —llamó una voz masculina desde el otro lado. Emily la reconoció de inmediato: era la de Nigel Powell.

—Ya voy —contestó.

Se levantó y abrió la puerta. Fuera estaba Powell, de pie y flanqueado por dos forzudos miembros de su equipo de seguridad. Emily sonrió nerviosa y dio un paso atrás para dejarles pasar. Los dos guardias no hicieron el menor ademán de ir a entrar en el vestuario, en cambio Powell pasó al interior del mismo sin aguardar una invitación verbal. Aún llevaba puesto su resplandeciente traje blanco con camisa negra. Llevaba el cabello perfectamente peinado, pero se notaba a las claras que le pasaba algo. No tenía la actitud imperturbable que era habitual en él. Por la expresión de la cara, se notaba enseguida que había algo que lo preocupaba.

—¿Qué ocurre? —inquirió Emily cuando Powell entró y cerró la puerta.

—Tres de los finalistas se han retirado debido a un malestar en el estómago. Me preocupa que puedan haberlos envenenado.

—¿Qué? —Emily sintió que se le doblaban las rodillas. Inmediatamente pensó en lo último que había comido ella. Fue en el desayuno, tomó un panecillo y un café. Desde entonces había estado demasiado nerviosa para comer nada—. ¡Oh, Dios mío! ¿Se encuentran bien? ¿Sabe usted qué han comido?

Powell se tironeó con nerviosismo del cuello de la camisa.

—No. Circula por el hotel un personaje sospechoso que nos induce a pensar que ha sido el responsable. En estos momentos estamos intentando dar con él.

Emily rememoró un par de incidentes que había vivido aquel mismo día.

—Yo he visto a un tipo de lo más siniestro junto al escenario, viendo el concurso. Dijo que sabía que estaba amañado. Iba vestido todo de negro. ¿Era él?

—Podría ser. Pero usted no se preocupe. Voy a trasladarla a un lugar seguro en el que ese individuo no podrá hacerle nada.

Emily no sólo se sintió aliviada, sino también (aunque no quiso admitirlo) emocionada por el hecho de que tres de sus rivales más serios estuvieran fuera de la final.

—¿Quiénes son los envenenados? —quiso saber.

—Puede que sean cuatro. De momento no encuentro al que encarna a James Brown. Los otros tres han quedado definitivamente fuera de competición.

—Oh, dios. Pobrecillos —dijo Emily con toda la sinceridad que fue capaz de reunir.

—En efecto. En fin, ¿sería tan amable de recoger sus pertenencias y acompañarme? Voy a mandar a un botones que traiga todo lo que haya en su habitación. Y le pido disculpas por las molestias, por supuesto. —Habló en tono totalmente contrito, pero parecía alterado por algo.

Emily obedeció, cogió unos cuantos objetos personales de la mesa del tocador y siguió a Powell y a los dos guardias de seguridad hasta el ascensor, y de éste a una habitación situada en la novena planta. Caminaban a paso muy rápido, y no le resultó difícil detectar una clara sensación de urgencia, apoyada en el hecho de que miraban con recelo a todo el que se cruzaba en su camino.

La habitación 904 era una estancia grande y cómoda, para dos personas. Emily se sentó en la enorme cama de matrimonio que había en el centro y aguardó nuevas instrucciones por parte de Powell. Al principio éste se quedó fuera de la habitación, hablando en voz baja con su personal de seguridad. Emily estudió su nuevo alojamiento y llegó a la conclusión de que ciertamente era mucho mejor que el cutre vestuario que había estado compartiendo con los cuatro varones y que la habitación individual que le habían asignado para pernoctar. Todavía estaba admirando el tamaño de la estancia cuando Powell entró y se aproximó a ella.

—He apostado a dos de mis guardias de seguridad en el pasillo —la informó—. No dejarán pasar a nadie excepto a mí. Pero eso también quiere decir que usted no podrá salir de esta habitación hasta que ellos le den el visto bueno. Cuando llegue el momento de anunciar a los finalistas, la acompañarán abajo.

—De acuerdo.

—¿Se encuentra bien, señorita Shannon?

—Sí, gracias… esto… Nigel. —Era la primera vez que lo llamaba por el nombre de pila, y no supo muy bien si sería correcto. Al fin y al cabo, Powell tenía mucho poder.

—Bien. Yo tengo que irme a decidir quiénes van a ser los nuevos finalistas, y después ya podremos proseguir. —Se inclinó y le acarició el brazo izquierdo. Los ojos le brillaban de un modo que le causó una cierta incomodidad a Emily. Mientras que antes mostró una actitud caballerosa y tranquilizadora, ahora, por un instante, dio la impresión de ser un hombre siniestro y poco de fiar. Hizo un guiño y perforó a Emily con sus hipnóticos ojos azules.

»En mi opinión, tiene usted muchas posibilidades de ganar este concurso, Emily. Hasta ahora es la mejor concursante. Me da la sensación de que usted y yo vamos a seguir viéndonos mucho más. De manera que, a no ser que se quede sin voz o —dejó escapar una risita en un tono sorprendentemente agudo— le caiga encima un rayo, debería ir haciendo planes para quedarse un tiempo por aquí.

Dejó de acariciarle el brazo y dio un paso atrás. Emily se sintió emocionada ante la idea de ganar el concurso, aunque también ligeramente asqueada por aquel lado sórdido que había descubierto en Nigel Powell. Pero lo desechó encogiéndose de hombros. Al fin y al cabo, seguramente no había sido su intención mostrarse tan siniestro. Seguro que lo único que pretendía era tranquilizarla.

Powell se despidió con un agradable «Hasta la final» y acto seguido salió de la habitación y cerró la puerta.

Emily fue siendo cada vez más consciente de que ahora tenía muchas probabilidades de ganar el concurso. Pese a ser prudente por naturaleza, la cabeza se le empezó a llenar pensando en la cara de alegría que iba a poner su madre enferma cuando volviera a casa victoriosa, con un cheque de un millón de dólares. Con aquel dinero podría pagar toda la atención médica que necesitaba su madre, y ahora estaba muy cerca de conseguirlo. Lo tenía casi al alcance de la mano.

Una vez que se hubo marchado Powell, los dos guardias de seguridad abrieron la puerta con una llave maestra y asomaron la cabeza al interior de la habitación para saludar a Emily, como para confirmar que estaban al otro lado. Ambos eran tipos corpulentos, parecidos a los gorilas de las discotecas, y Emily se sintió bastante tranquila al verlos. Además, ahora que sus rivales más cercanos estaban fuera de juego, era cada vez más optimista respecto de las probabilidades que tenía de ganar en la final. Ansiaba llamar a su madre y contarle qué tal le estaba yendo, pero también la ilusionaba mucho darle una sorpresa regresando a casa con el premio en el bolsillo. Y con un jugoso contrato para trabajar en el Pasadena.

Permaneció sentada en la cama por espacio de media hora. No había televisión que ver ni radio que escuchar. Resultaba indiscutible que el hotel Pasadena era un lugar extraño. Sin televisión ni radio, era imposible estar al tanto de lo que sucedía en el mundo. Incluso Irán podría haber aplastado Rhode Island con una bomba atómica.

Al no tener nada que hacer salvo quedarse sentada reflexionando acerca de su situación, comenzó a estudiar las cosas un poco más a fondo. No tenía modo de ponerse en contacto con su madre para decirle cómo le estaba yendo con el concurso. ¿Y si quisiera llamar para averiguar qué tal se encontraba? No tenía ningún medio en absoluto para ponerse en contacto con nadie que estuviese fuera del Cementerio del Diablo. Los teléfonos de las habitaciones sólo se podían utilizar para llamadas interiores, y los móviles no tenían cobertura y por lo tanto resultaban igualmente inútiles. La verdad era que daba un poco de miedo. Luego, al pensar en los otros tres participantes que supuestamente habían sufrido una dolencia estomacal, empezó a hacerse preguntas más graves. ¿Cómo haría una ambulancia o la policía para llegar hasta aquel lugar si se presentara una urgencia? ¿De qué modo se podría contactar con ellos? Si ella sufriera algún tipo de intoxicación, ¿llegarían a tiempo?

Entonces se dio cuenta de algo mucho más serio, algo en lo que debería haber pensado antes. ¿Por qué Nigel Powell la había trasladado a otra habitación? Había dicho que era por su propia seguridad. ¿Frente a qué tenía que proporcionarle seguridad? ¿Contra una intoxicación alimentaria? ¿No habría servido simplemente avisarla de que no debía comer nada? Para aquello no era necesario trasladarla a otra habitación, sencillamente bastaba con que no pidiera nada al servicio de habitaciones. Si en aquel hotel había algún alimento en mal estado, no iba a perseguirla a ella. En cambio sí podía perseguirla la persona que estaba poniendo el veneno en la comida. A lo mejor Nigel Powell no la había informado a fondo del peligro que corría de verdad. Y si aquél era el caso, ¿qué razones tenía para ello?

Sentada en el borde de la cama, a aquellas alturas ya erguida y en estado de alarma al tiempo que le corrían por la cabeza un montón de pensamientos paranoicos, de repente oyó un ruido fuera de la habitación. Era uno de los guardias de seguridad, hablando. Con la puerta cerrada era imposible distinguir lo que decía, su voz sonaba amortiguada.

Entonces captó un ruido curioso, como el de un neumático que se desinfla de forma instantánea. También se oyó amortiguado, pero Emily supo qué era: el disparo de un arma provista de silenciador. A continuación se oyó un segundo disparo amortiguado, y seguidamente el ruido de dos cuerpos al desplomarse en el suelo.

Emily comprendió que sus peores temores se habían hecho realidad. El motivo de que la hubieran trasladado a otra habitación más segura, con dos guardias apostados en la puerta, no era una intoxicación alimentaria. Había un asesino suelto.

Y se encontraba a la puerta de su habitación.

Angus estaba con ganas de matar a alguien, lo cual resultaba muy útil en aquel momento. «¿Desde cuándo conducen los putos zombis?» Las sucesivas oleadas de ataques brutales de aquellas criaturas no muertas que intentaban arrancarle la carne a mordiscos lo habían irritado de forma considerable, pero que le robasen el vehículo… por Dios que aquello sí que lo había puesto furibundo. Furibundo de verdad.

Derribó a seis de los zombis a tiros, y a base de puñetazos a unos cuantos más que intentaron subírsele encima. Pero continuaban llegando. Los que no estaban saliendo de las profundidades caminaban tambaleándose por el desierto —a una velocidad increíble— con la intención de atacarle a él. Se recordó a sí mismo la suerte que había tenido de que hubiera dos guardias de seguridad muertos en el suelo, porque estaban sirviendo de comida rápida a los zombis.

Los cadáveres de ambos, a aquellas alturas ya gravemente mutilados, tendrían encima como veinte de aquellas horribles criaturas, y Angus sabía muy bien que, cuando aquellos pobres cabrones hubieran sido devorados, él iba a verse agobiado de verdad.

Disparó un par de veces más al pecho de dos zombis y luego echó a correr en dirección a la carretera. Dando patadas a todas las manos que surgían del suelo intentando asirse a él, no tardó en alcanzar la seguridad del asfalto. Por lo menos, si corría por el centro de la carretera, podría estar razonablemente seguro de que no iba a salir nada del suelo con la intención de agarrarlo. Algunos de aquellos zombis tenían una fuerza increíble, pero dudaba que alguno fuera lo bastante duro para atravesar las varias capas de grava, hormigón y asfalto que componían el firme.

Echó a correr por el centro en dirección al hotel, llevando detrás a un nutrido grupo de zombis que lo perseguían. Algunos, más rápidos que los demás, consiguieron alcanzarlo. Él los fue despachando con un disparo en la cara o en el pecho. Le quedaba munición suficiente para matar como a un centenar, aunque lo cierto era que resultaba bastante fastidioso tener que recargar continuamente los dos revólveres.

Cuando ya llevaba varios minutos corriendo, se percató de que los zombis estaban empezando a mantener la distancia, sin alejarse en ningún momento más de diez metros por detrás de él. «¡Mierda!» Aquellos cabrones eran más listos de lo que daban a entender las películas de zombis. Si no se equivocaba, corrían rezagados a la espera de que él se agotara. Cuando estuviera exhausto y sin resuello sería mucho más fácil apoderarse de él, y aquellos cabrones parecían saberlo.

Entonces cambió su suerte. En la carretera, a su espalda, apareció otro vehículo. Angus vio que delante de él se iluminaba el asfalto con los faros de un coche que venía en su dirección. Giró la cabeza hacia atrás y vio un escarabajo Volkswagen acercándose a toda velocidad y empujando hacia los lados a los zombis que se encontraba en su camino.

Necesitaba cerciorarse de que el conductor comprendiera que él no era un zombi y por lo tanto se detuviera para ofrecerse a llevarlo. Así que, a pesar de lo cansadas que tenía las piernas, se lanzó a un último y agotador sprint. Logró alejarse otros diez metros del grupo que lo perseguía, y cuando el escarabajo pasó zumbando por el medio se puso a agitar los brazos frenéticamente para indicar al conductor que parase.

El coche aminoró la velocidad y se situó a su altura. Descendió el cristal de la ventanilla del conductor y apareció el rostro de una mujer de cuarenta y tantos, aterrorizada. Tenía un cabello rubio y permanentado y la barra de labios corrida por toda la cara, sin duda porque había intentado pintarse usando el espejo retrovisor al mismo tiempo que intentaba esquivar a los zombis de la carretera. Fue la excusa que necesitaba Angus para sentir un rechazo instantáneo hacia ella. Aunque necesitaba que lo llevaran en coche al hotel, no quería que ello implicara también aguantar a una tía histérica.

La mujer le dirigió una mirada de desesperación.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con una vocecilla de niñita asustada. Ya casi tenían a los zombis encima.

Angus le apuntó a la cara con una de las pistolas y disparó. La bala le entró por la frente y la mató al instante. Se derrumbó sobre el asiento del pasajero, y el coche redujo la velocidad casi hasta detenerse. Entonces Angus, sin dejar de correr, metió la mano por la ventanilla del conductor y abrió la portezuela desde dentro. Medio saltando, medio corriendo, se introdujo en el coche de un brinco y apartó hacia un lado el cadáver de la mujer. Se dejó caer pesadamente en el asiento, cerró la puerta y miró por el espejo lateral. Los zombis seguían persiguiéndolo a la carrera, los primeros casi a la altura de la trasera del coche. Pisó a fondo el acelerador y el escarabajo salió disparado.

—¡Hasta luego, hijos de puta! —chilló por la ventanilla abierta.

Un minuto más adelante detuvo el coche y arrojó el cadáver de la mujer a la carretera. Aquello daría a los putos zombis algo con que entretenerse un rato.

Angus tenía otros asuntos que atender. Ahora estaba verdaderamente furioso y decidido a matar a Sánchez, Elvis, Julius, Powell, a todos los zombis y a cualquiera que le causara la menor irritación. De un modo u otro, pensaba marcharse a casa con un buen montón de dinero y varias víctimas más en su haber.

Y su CD de Tom Jones.

El plan que tenía Emily era bastante pobre. En efecto, en la larga y mediocre historia de los planes concebidos por cerebros de mosquito, seguro que éste habría figurado en una posición bastante alta, puede que incluso dentro de los diez más birriosos. Tenía a un asesino literalmente a segundos de irrumpir en su habitación, con la posibilidad muy real de que su intención fuera matarla. ¿Y qué hizo ella?

Lo primero en que pensó fue en esconderse debajo de la cama. Pero rápidamente descubrió que ésta descansaba sobre cuatro patas muy cortas. Ella estaba delgada, pero no lo bastante para meterse debajo de una cama que estaba sólo a cinco centímetros del suelo. Aquello redujo considerablemente sus opciones. Estudió las alternativas. ¿Saltar por la ventana? No había tiempo. De hecho, ni siquiera sabía si se abriría la ventana. Luego estaba el cuarto de baño. Podía echar a correr y esconderse en él, pero aquel lugar era un callejón sin salida y el único sitio en que podía ocultarse era la ducha, detrás de la cortina. Pero como ninguna de aquellas opciones era viable, tomó una decisión en el último segundo y corrió a esconderse en el armario que había en el rincón.

Las puertas color crema del armario tenían unos paneles de madera en forma de persianas para permitir la ventilación. Emily se lanzó hacia él, se metió dentro de un salto y cerró las puertas con cuidado para hacer el menor ruido posible. El armario se hallaba vacío, y a través de las ranuras de las puertas tenía una buena panorámica de la entrada de la habitación.

Ya no se oía nada en el pasillo. ¿Se habría marchado el asesino? ¿Estaría jugando a algo? Era insufrible esperar a ver qué ocurría, y tuvo que comenzar a respirar despacio, haciendo inspiraciones profundas, para guardar silencio.

Al cabo de unos veinte segundos, durante los cuales volvió a pensar en la posibilidad de huir por la ventana o hacia el cuarto de baño, la puerta de la habitación produjo un chasquido. Aspiró aire y dio un respingo.

En realidad, el armario era el sitio más tonto en el que esconderse.

Miró a su alrededor frenética, buscando algo con que protegerse o defenderse. Pero lo único que había allí dentro era ella misma, aparte de la tabla de planchar apoyada contra el panel del fondo y una plancha de vapor colocada en una estrecha balda, a su izquierda. Si necesitaba echar mano de algo para defenderse de una agresión, ese algo iba a tener que ser la plancha.

Conteniendo la respiración, vio que la puerta se abría lentamente. Por el borde de la misma apareció una mano empuñando una pistola cuyo cañón iba equipado con silenciador. Detrás del arma, después de otear la zona, surgió un hombre. Medía bastante más de uno ochenta y llevaba la cabeza afeitada. Vestía un pantalón de cuero negro y encima un chaleco también de cuero negro. Se trataba de un motero, a juzgar por la indumentaria, y además llevaba tres dados tatuados en un brazo.

Sus ojos oscuros examinaron todos los rincones y barrieron la habitación en busca de su inquilina. Traspuso la puerta y la cerró con suavidad a su espalda. Después se dirigió hacia el cuarto de baño sosteniendo la pistola por delante de él. Emily rezó para que no la viera a través de los listones de madera del armario. De forma instintiva, se echó hacia atrás sin hacer ruido y se pegó a la pared del fondo. ¿Qué querría de ella aquel tipo? ¿Por qué querría matarla? Estaba claro que no tenía la intención de entregarle un donut envenenado. Su intención era pegarle un tiro, estaba segura. Pero desconocía el motivo.

El motero desapareció de su campo visual al penetrar en el cuarto de baño, lo cual la dejó frente a un dilema horrible. ¿Debería salir del armario a toda prisa y tratar de huir? ¿O debería seguir escondida? Había que tomar una decisión rápidamente. Si decidía continuar oculta en el armario, iba a tener que agarrar la plancha de vapor y prepararse para usarla. Si decidía salir corriendo, iba a tener que hacerlo inmediatamente.

Su indecisión le resultó muy cara. Se había ensimismado en sus pensamientos y no había prestado atención a lo que estaba haciendo el intruso. De pronto se abrió de golpe la puerta del armario. Lanzó una exclamación ahogada cuando el gigantesco motero se plantó delante de ella apuntándole con la pistola al pecho. Se había deslizado furtivamente hasta un costado del armario y había abierto de súbito la puerta izquierda del mismo.

—Judy Garland —dijo esbozando una sonrisa breve, contenida—. Haga el favor de salir del armario.

Parecía muy educado. ¿Sería que no estaba allí para matarla? Se hizo a un lado y le indicó con el arma que se dirigiera hacia la cama. Ella salió del armario a trompicones y obedeció. El motero le apuntó con la pistola todo el tiempo. Emily comprendió que sus posibilidades de escapar eran muy escasas mientras aquel tipo no le quitase la vista de encima. Pero ¿cómo iba a distraerlo?

—Siéntese, por favor —solicitó el otro cortésmente. Aquel tipo tenía modales, estaba claro. Pero también era un asesino. Si no estaba equivocada, fuera había dos guardias de seguridad muertos que daban fe de ello.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Emily. El corazón le latía a toda velocidad, y tenía la boca tan seca que le costaba trabajo pronunciar.

—He venido para matarla.

—Oh. —Justo lo que ella temía. Efectivamente, aquel tipo iba a matarla. Entonces, ¿a qué estaba esperando?—. ¿Ahora? —preguntó con timidez.

—Eso depende de usted. —El asesino estaba justo de pie entre ella y la puerta que daba al pasillo, bloqueando cualquier intento de huida.

—La verdad es que me gustaría seguir viva —dijo Emily con una sonrisa de desesperación, esperando convencerlo de que ella era una persona cariñosa y encantadora que merecía que se le perdonase la vida.

—Sí, ya supongo. Y puede seguir viva, si coopera.

—Cooperaré.

—Bien. Verá, usted no puede ganar este concurso.

—¿Por qué no?

—Porque tiene que ganarlo otro. Si gana usted, morirá mucha gente, incluida usted misma. Y no puedo permitir tal cosa.

Emily reprimió el impulso de protestar diciendo: «Pero tengo que ganar. Es por mi madre.» En cambio optó por reaccionar de una manera mucho más comedida:

—Está bien. ¿Qué tengo que hacer?

—Marcharse. Lo único que necesito es hacer creer a mi jefe que usted ha muerto. De modo que, si se larga de aquí y no vuelve más, podré convencerlo de ello.

—¿Y ya está?

—No. Todavía no. Voy a necesitar una foto de usted en la que parezca muerta. Así que vamos a tener que montar una escena del crimen. Llevo en el bolsillo varios sobrecitos de salsa de tomate. Le sugiero que se tienda en el suelo y me deje que le eche tomate por el cuello, para que parezca que le he disparado. ¿Está de acuerdo?

—¿Puedo escoger?

—No.

—Bien. ¿Esto es lo que ha hecho con los otros finalistas?

—No, ellos están muertos de verdad.

Emily se quedó estupefacta.

—¡Oh, Dios mío! ¿Habla en serio?

—Pues sí. Pero no los he matado yo, sino otro tío, uno que se hace llamar Kid Bourbon. Todavía no he descubierto la razón por la que la ha respetado a usted. Pero si ve que está viva, la matará.

—¿Es un tipo de pinta siniestra, vestido de negro de arriba abajo?

—Eso es lo habitual. ¿Lo ha visto?

—Sí, un par de veces. Fue bastante grosero conmigo, y sabía que el concurso estaba amañado.

—Ya, bien, considérese afortunada de que la haya encontrado yo antes que él.

—¿Y quién es usted?

—Me llamo Gabriel y trabajo para Dios.

De pie frente a ella, se puso a desenroscar el silenciador de la boquilla de la pistola. Ciertamente parecía haber tomado la decisión de no matarla. Además, su actitud resultaba mucho más agradable que la imagen que proyectaba, aunque Emily reconoció que probablemente se estaba agarrando a un clavo ardiendo. O escupiendo contra el viento. O algo. Después de todo, aquel tipo había matado a los dos guardias de seguridad que estaban en la puerta, ¿no? Así y todo, hasta ella vio que, una vez retirado el silenciador, la pistola era bastante pequeña.

—Es un arma como de juguete, ¿no? —señaló.

Gabriel sonrió.

—No puedo pasearme por un hotel cargándome a la gente con una escopeta, ¿no le parece? Una pistola pequeña como ésta resulta ideal para realizar un trabajo discreto en la habitación de un hotel. —A continuación, como si temiera dar más bien la impresión de ser tímido, agregó—: Tengo un montón de material pesado guardado en otra parte, por si me surge la necesidad de acabar con un puto ejército.

—Ah… vale. Lo he dicho por decir, eso es todo. Es que es bastante graciosa… para ser una pistola. ¿De verdad ha… esto… matado con ella a esos dos guardias de seguridad?

Gabriel puso momentáneamente cara de sorpresa, como si se hubiera olvidado de ellos.

—Mierda, sí. ¿Podría ayudarme a meter los cadáveres aquí dentro? No puedo dejarlos donde están, podría verlos alguien.

—Claro. ¿Por qué no? —Difícilmente podía negarse. Todavía no había tenido tiempo para asimilar como era debido lo que pensaba de aquel tipo. Era un asesino, y por aquella razón, y ninguna otra, ella iba a hacer todo lo que le dijera. Que fuera un buen tío sinceramente digno de confianza era una cuestión que todavía era objeto de debate.

Gabriel fue hasta la puerta de la habitación y la abrió. Emily observó que inspeccionaba ambos lados del pasillo. Los guardias de seguridad estaban despatarrados en el suelo, justo en medio. No era una escena lo que se dice discreta, aunque apenas había una gota de sangre en uno y otro. Efectivamente, la lógica de utilizar un arma de pequeño tamaño había rendido frutos. Gabriel se agachó, cogió el cuerpo que tenía más cerca por las axilas y, caminando de espaldas, empezó a arrastrarlo hacia el interior de la habitación. Una vez dentro, lo orientó en dirección a Emily.

—A ver si puede meterlo en ese armario —sugirió indicando con la cabeza el sitio en que había estado escondida ella tan sólo unos minutos antes.

Emily agarró el cadáver desde atrás introduciendo los brazos por debajo de las axilas y entrelazando las manos por delante del pecho, y empezó a llevarlo a rastras hacia el armario. Ya le supuso un esfuerzo sobrehumano mover aquel peso muerto, y lo único que consiguió fue tumbarlo de espaldas y meterse ella misma en el armario.

Nunca había tocado un cadáver, y mucho menos lo había arrastrado por el suelo de la habitación de un hotel. Desde luego, aquélla no era la forma en que tenía planeado pasar el fin de semana. El mero hecho de sostener un muerto entre los brazos la hizo comprender de golpe la realidad de la situación. Al tomar parte en aquello, técnicamente estaba siendo cómplice de un asesinato. Colaborar con un asesino no era la idea que tenía ella de la diversión. Con independencia de lo que hubiera dicho Gabriel respecto de quién era y para quién trabajaba, de todas formas había matado a dos hombres inocentes. ¿Quién podía asegurar que en realidad no tenía previsto matarla a ella en algún momento?

Gabriel desapareció por la puerta y regresó al pasillo para recoger al segundo guardia de seguridad. Por fin Emily dispuso de unos pocos segundos para repasar las opciones que le había dado él. Marcharse a casa y perder el premio de un millón de dólares y la oportunidad de ser todo lo que siempre había querido ser, o quedarse y ser asesinada.

Comprendió que en realidad la oferta no era justa. Aun cuando aquel hombre había sido educado y le había ofrecido la oportunidad de conservar la vida, le estaba pidiendo que renunciase a su sueño y a toda posibilidad que pudiera tener de evitar dolor a su madre y de procurarle toda la paz posible en los últimos días que le quedaran de vida.

Por el rabillo del ojo vio la plancha de vapor que descansaba sobre la balda del armario. Si quería no sólo actuar en la final del concurso sino también seguir viva, iba a tener que utilizarla. Era su última oportunidad. Si lograse dejar inconsciente a Gabriel atizándole con ella, podría ir a buscar a Nigel Powell y llamar a la policía para que la protegieran de alguien más que quisiera matarla. Aún podría ganar el concurso. Y su madre aún podría recibir la atención médica que necesitaba.

«A la mierda», pensó. Era un riesgo que merecía la pena correr.

Para cuando Angus el Invencible regresó al hotel Pasadena, ya había imaginado por lo menos veinte maneras de torturar, mutilar y finalmente matar a Sánchez y a Elvis. Según sus cálculos, aquellos dos gilipollas le habían costado hasta el momento setenta de los grandes, entre los veinte desaparecidos que le había dado Julius y los cincuenta que le había prometido pagarle Powell. Ah, iba a disfrutar de lo lindo, sin prisas. Estaba deseando oírlos gritar de dolor.

Sin embargo, incluso aquello no podía compararse con lo que iba a hacer a aquellos putos zombis que habían intentado comérselo a bocados, que habían hecho trizas su trinchera favorita y que le habían robado la autocaravana y el CD de Tom Jones. Aquellos hijos de puta tenían esperando un billete de ida al infierno, y él era el que se lo iba a entregar.

Subió los escalones de la entrada del hotel hecho una furia. En el preciso momento en que él entraba por las puertas de cristal como una exhalación, salía una anciana de cabello gris envuelta en un abrigo blanco con pinta de caro. Estaba a punto de prender un cigarrillo, y por lo tanto no vio venir el enorme corpachón de Angus. Éste se abrió paso entre ella y las puertas, le propinó un fuerte empujón con el hombro y contempló con regocijo cómo perdía el equilibrio y caía rodando escaleras abajo y se tragaba el cigarrillo que pretendía encender. Dios, qué gozada. Pero no fue suficiente. Estaba ansioso por tener una confrontación con quien fuera o con lo que fuera. La siguiente víctima que le tocase las narices por cualquier nimiedad se encontraría con el doble cañón de su arma.

Fue derecho al mostrador de recepción. Sólo había una recepcionista de guardia, una joven rubia que daba la impresión de estar muerta de aburrimiento. El vestíbulo entero se hallaba vacío, nadie se registraba en el hotel a aquella hora tan tardía. Como todo el fin de semana estaba organizado en torno a aquel concurso de los cojones, ya había llegado todo el mundo. Y a aquellas horas las actuaciones de la tarde ya estaban muy avanzadas.

Angus puso las manos encima del mostrador de recepción y se inclinó hacia delante para ver bien la chapa que llevaba la chica en el chaleco rojo.

—Belinda —dijo, leyendo en voz alta.

La joven lo saludó con una sonrisa amable.

—Ésa soy yo. ¿En qué puedo servirle, señor?

—Deme una llave de la habitación siete-trece. ¡Ya!

La sonrisa amable de Belinda se esfumó cuando ésta comenzó a escribir en el teclado y a mirar el monitor que tenía enfrente.

—¿Es usted el señor Sánchez García? —inquirió.

—No, soy el tipo que debía haber ocupado esa habitación antes de que me la quitase ese cabrón de Sánchez.

—Pues en ese caso lo siento mucho, señor, pero no me permiten entregarle la llave.

Angus extrajo uno de los revólveres que llevaba dentro de la trinchera y apuntó a la cabeza de la recepcionista.

—Escúchame, putilla de mierda, acaban de atacarme como cien putos zombis recién salidos de las profundidades del desierto. Salidos de ninguna parte. Y si no me equivoco, intentaban devorarme vivo. A bastantes de ellos los he matado con esta puta pistola. —Agitó el arma delante de la cara de la recepcionista—. Y cuando me quedé sin balas maté a unos cuantos más con las putas manos. Ahora he recargado la pistola, y tengo que decirte que no estoy precisamente de humor para escuchar «Lo siento mucho, señor, pero soy tan tonta que no puedo entregarle la llave» de una tipa como tú. Así que ¿por qué no me das la puta llave, y así no fingiré que te he confundido con un puto zombi y no tendré que volarte la puta cabeza?

—¿Desea algo más, señor?

—Eso es todo.

—Un momento, por favor.

Belinda bajó la mano a su derecha y la introdujo en un cajón que había debajo de la mesa. Sacó una tarjeta llave y la depositó sobre el mostrador, delante de Angus.

—Esto es una puta tarjeta maestra, señor. Con esta puta tarjeta podrá entrar en cualquier puta habitación que se le antoje.

—Gracias. Ah, y a propósito, esos putos zombis se dirigen hacia este puto hotel. Te sugiero que los trates con algo menos de esa puta grosería con que me has tratado a mí. Y te convendría vigilar un poco esa puta forma de hablar que tienes. Es una costumbre poco atractiva en una chica joven.

—Lo tendré muy en cuenta, señor. Disfrute de su puta estancia.

Angus cogió la tarjeta y se encaminó hacia el otro lado del vestíbulo, al pasillo en el que se encontraba el ascensor. La recepcionista lo siguió con la mirada y esperó a que se alejara para coger el teléfono de su mesa y marcar un número de cuatro dígitos. El timbre sonó dos veces antes de que contestaran.

—Nigel Powell.

—Hola, señor Powell. Soy Belinda, de recepción. Acaba de entrar en el hotel un puto… —se interrumpió— un caballero bastante desagradable armado con una pistola y hablando sin ninguna educación. Le he entregado la llave maestra para que pueda entrar en la habitación que quiera. O se la daba, o me pegaba un tiro en la cara.

—Entiendo. Voy a avisar a los de seguridad. Cuando la llamen, déles una descripción de ese individuo. ¿Se encuentra bien, Belinda? Debería tomarse el resto de la noche libre. —Powell siempre se mostraba solícito con su personal. Aunque no era precisamente por altruismo: reponer a un empleado en el Cementerio del Diablo no era lo que se dice fácil.

—Oh, me encuentro bien, gracias, señor Powell. Pero hay una cosa más que debería usted saber.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—Ese tipo ha dicho que acaba de venir del desierto y que allí ha sido atacado como por unos cien zombis. Ha dicho que se dirigen hacia aquí.

Belinda oyó que al otro extremo de la línea su jefe exhalaba un profundo suspiro.

—Mierda. De modo que ya vienen para acá, ¿eh? Más vale que nos demos prisa en terminar este concurso musical. Por lo visto este año llegan pronto, esos cabrones, y no creo que ninguno de nosotros tenga ganas de servirles de aperitivo. Para eso ya tenemos a esos idiotas que forman el público.

—Sí, señor.

Emily agarró la plancha de vapor con la mano derecha y la alzó por encima de la cabeza. Descubrió que estaba temblando de miedo. ¿Era la manera adecuada de actuar? ¿O siquiera la manera más sensata?

Esperó a que Gabriel arrastrara al interior de la habitación al otro guardia de seguridad. Estaba de espaldas a ella, lo cual era una suerte. No creía que la cosa fuera a salir tan bien si el motero la viera allí de pie, sosteniendo una plancha en alto. Gabriel cerró la puerta con el pie y empezó a retroceder en dirección al armario, encorvado y con las manos bajo las axilas del guardia muerto. En dirección a ella.

Cuando lo tuvo lo bastante cerca, Emily respiró hondo y, haciendo uso de toda su fuerza y de todo su peso, descargó la plancha de vapor sobre el cráneo afeitado de su víctima. Y la descargó con ganas.

¡CLONC!

La plancha se le estampó de plano en el lado derecho de la cabeza. Le aplastó la oreja, pero sobre todo le acertó en una zona del cráneo que tan sólo estaba cubierta por la piel y un poco de cabello incipiente. Gabriel se desmoronó igual que un saco de patatas y cayó encima del cuerpo del guardia de seguridad que había estado arrastrando.

Emily se lo quedó mirando. Parecía estar vagamente consciente, si es que había que guiarse por los leves murmullos que emitía. Estaba claro que lo había dejado atontado, pero ¿hasta qué punto? No quería matarlo, así que se abstuvo de arrearle un segundo porrazo y en lugar de eso intentó pasar por encima del montón de cuerpos que se interponían entre la cama y la pared y que ahora le cortaban el paso hacia la puerta de salida. Estaba el guardia de seguridad que había arrastrado ella hasta el armario; luego estaba Gabriel; y debajo de éste, el segundo guardia de seguridad. Musitando una excusa ligeramente histérica, pisó con cuidado al primer guardia e intentó dar un paso de gigante para salvar a Gabriel y al otro guardia.

Justo cuando estaba pasando la pierna por encima de Gabriel, éste recobró el conocimiento. El mareo momentáneo que le había provocado ella se le había pasado enseguida. El motero la asió por la pierna izquierda y tiró de ella con fuerza, lo cual la hizo perder el equilibrio. Tropezó y cayó al suelo al lado de la cama, y se salvó por los pelos de golpearse la cabeza contra el poste de madera. Con el torpe aterrizaje, la plancha se le cayó sobre la moqueta, a su lado.

—¡Serás zorra! —oyó gritar a Gabriel. Más que dejarlo sin conocimiento, lo que había conseguido era enfurecerlo.

Gabriel se incorporó con dificultad. Mientras ella intentaba volver a levantarse, él le dio un fuerte golpe en la nuca con el puño derecho y la hizo caer de bruces. Ahora se hacía una idea de lo que sintió él cuando ella le atizó con la plancha.

—Eso ha sido una puta gilipollez —rugió Gabriel con rencor.

Emily lo miró de reojo y vio que se estaba frotando el lugar de la cabeza en que había recibido el porrazo.

—Lo siento. No era mi intención.

El motero parecía haberse recuperado totalmente del golpe sufrido en la cabeza. Se puso en cuclillas, y Emily notó que le apoyaba una rodilla encima de la espalda, para aprisionarla contra el suelo.

—Te he dado una oportunidad de conservar la vida, zorra.

—Lo sé. Lo siento.

—Diciendo que lo sientes no me vas a quitar este dolor de cabeza. Eres una jodida inútil de mierda.

Le empujó la cabeza contra la moqueta. Teniéndola además sujeta con la rodilla en la espalda, le impedía cualquier movimiento. En aquel momento Emily oyó lo que más temía: Gabriel sacando el arma que guardaba en la trinchera. Se la puso en la nuca. Ella se sintió más aterrorizada que nunca. Lo había echado todo a perder. Golpearle con la plancha en la cabeza había sido una memez. Un acto innecesario. Claro que, pensó fugazmente, si tuviera ocasión volvería a hacerlo, sólo que con mucha más fuerza.

—No resulta agradable tener un objeto metálico en la nuca, ¿a que no? —rugió Gabriel al tiempo que hundía el cañón del arma con más fuerza en la nuca de Emily—. ¿Ves lo que se siente? ¿Eh? Es de lo más molesto, ¿verdad?

—Sí. Lo siento. —Emily comenzó a sollozar—. Lo siento mucho.

—Ya, lo sientes. ¡Pues se te ha pasado la oportunidad! —Con la mano que le quedaba libre, asió un puñado de cabello y la obligó a levantar la cabeza unos centímetros del suelo—. ¡Te estaba haciendo un puñetero favor!

Volvió a aplastarle la cara contra la moqueta. Lo primero que chocó fue la frente, con lo cual la nariz se salvó de recibir lo más fuerte del impacto. Así y todo le causó un dolor endiablado. Emily se sintió mareada. Entonces, Gabriel la agarró otra vez por el pelo y de nuevo le estampó la cara contra la moqueta. Emily sintió náuseas. Ya no pudo reprimir más las lágrimas. Estaba a punto de morir y había decepcionado a su madre. Una vez más notó la pistola de Gabriel haciéndole presión contra la nuca, y dejó escapar un grito de dolor. Entonces oyó un chasquido metálico. Gabriel había quitado el seguro. «Ya está.»

Cerró los ojos y esperó el momento de la verdad. ¿Qué se sentiría? ¿Durante cuánto tiempo, después de que la bala le penetrase el cráneo, sería capaz de sentir el dolor que le produjera?

Mientras estas preguntas y otro millón más le corrían por la mente, oyó un potente crujido a su espalda. El arma de Gabriel dejó de presionarle la nuca. Aquél era el momento.

¡bang !

Oyó el disparo tan claro como el agua, ensordecedor dentro de la habitación. ¿Era aquello lo que se sentía cuando le disparaban a uno? ¿O cuando lo mataban? No sintió nada. Estaba igual que antes. Estaba… Aguarda un segundo. Que ella supiera, seguía estando viva y respirando. ¿Qué demonios…?

¡zas !

Emily, en su estado de estupor, giró la cabeza y miró a su izquierda. Vio el rostro de Gabriel ahora nítido, ahora borroso. Lo enfocó debidamente y se dio cuenta de que lo tenía a su lado, tumbado en el suelo, mirándola fijamente. Se estaban mirando el uno al otro. Entonces, lentamente, Gabriel fue poniendo los ojos en blanco.

Emily continuaba postrada, sin saber muy bien qué había sucedido. Bajo la cabeza de Gabriel vio que se estaba formando un charco de sangre que se extendía por la moqueta color crema y avanzaba hacia ella.

Luego, sin previo aviso, la sensación de mareo se intensificó. Alzó la cabeza para mirar a su espalda. Allí, erguido sobre ella y sobre el cadáver de Gabriel, se encontraba el hombre de negro que había visto anteriormente. En la mano sostenía una pistola de cuyo cañón aún salía una columna de humo azulado. A la vez que se hundía en la inconsciencia, comprendió que el que había acudido en su rescate era el hombre conocido en el mundo como Kid Bourbon.

Y que le había volado los sesos a Gabriel.

Nigel Powell estaba sentado a la mesa de su despacho, con la cabeza entre las manos y los ojos ocultos bajo los dedos. Su frustración era evidente. Las otras dos miembros del jurado, Lucinda y Candy, se hallaban sentadas frente a él. Ninguno de los tres estaba muy animado que digamos, pero las dos mujeres tendrían que ser sumamente imbéciles para no haber captado de inmediato el mal humor en que estaba sumido Powell. Aguardaron pacientemente a que éste solo apartase las manos de la cara.

Cuando por fin lo hizo, lo primero que vio fue la ajustada cazadora de cuero blanco que llevaba puesta Candy. Conforme había ido avanzando el día, los pechos estaban cada vez más cerca de salirse de la prenda. Pero aquello lo distrajo poco más de cinco segundos; enseguida captó su atención el vestido amarillo vivo de Lucinda para recordarle su presencia, de modo que apartó la mirada del escote de Candy y las observó a las dos.

—Bien, ¿vas a decirnos en qué consiste el problema? —preguntó Lucinda en un tono un poco más combativo del que pretendía utilizar. Powell no le agradaba demasiado, pero le temía. Además, él le pagaba muy bien.

El propietario del hotel soltó un bufido y a continuación miró a una y a otra a los ojos, alternativamente, para cerciorarse de que ambas se percataran de lo frustrado que estaba.

—Hemos perdido a tres de los finalistas —dijo en tono sombrío.

—¿Cómo que los hemos perdido? —preguntó Lucinda. La forma en que lo había dicho Powell sugería que había sido una negligencia suya.

—Están muertos. Los han asesinado.

Candy puso cara de no entender. Nigel sabía que ella era considerablemente más inteligente de lo que creían muchos, pero en esencia seguía siendo la típica rubia tonta.

—¿Qué? ¿Quién? ¿A cuáles? —preguntó.

—Hemos perdido a Kurt Cobain, Otis Redding y Johnny Cash.

—Oh, Dios mío. ¿Y los otros dos? —inquirió. La agitación incrementó de forma visible la tensión de la cremallera de la cazadora.

—Los he puesto bajo vigilancia, custodiados por hombres armados —contestó Powell con cierta pomposidad—. Parece ser que uno de los otros concursantes descubrió quiénes iban a ser los cinco finalistas y contrató a un sicario para que los eliminase.

Lucinda meneó la cabeza.

—Pero eso es demencial. Yo no he revelado a nadie quiénes iban a ser los finalistas.

—Yo tampoco —se apresuró a añadir Candy.

Lucinda se inclinó sobre la mesa.

—¿Tienes alguna idea de quién anda detrás de todo esto? —le preguntó a Powell.

—Por supuesto que no. Hace unas horas, el sicario y el tipo que lo contrató fueron capturados por otro sicario. Él y dos guardias de seguridad se los llevaron al desierto para matarlos, pero resulta que no han vuelto. Y ahora no los encuentro por ninguna parte.

—¡Dios santo! —exclamó Belinda en voz alta—. ¿Y qué diablos vamos a hacer ahora? ¿Cancelar el concurso?

Powell negó con la cabeza.

—Como dice el cliché, el espectáculo debe continuar. Sólo tenemos que buscar sustitutos para los tres finalistas que han muerto. —Las miró a ambas, una por una—. ¿Alguna sugerencia? Nos quedan como dos minutos para tomar una decisión. Quiero poner en marcha la final lo antes posible. Este año está convirtiéndose en una puta pesadilla. Así que a ver: ¿qué tres actuaciones elegimos? ¿Quién ha gustado al público?

Lucinda aportó una idea.

—¿Por qué no elegimos uno cada uno? Sería lo justo, ¿no?

Powell se encogió de hombros.

—Sí, me gusta la idea. Candy, ¿a quién escoges tú?

Candy se sorprendió.

—¿Quieres que escoja una actuación ahora mismo?

—No, me gustaría que nombrases una con toda la parsimonia que consideres aceptable. Por favor, ignora el comentario de que sólo nos quedan dos minutos.

—¿Estás siendo sarcástico?

—Sí. Muy inteligente por tu parte haberlo notado.

—Bien. En tal caso, yo elijo a Elvis. Estaba buenísimo.

—Ésa no es una razón para elegirlo —protestó Nigel.

—Has dicho que escojamos uno cada uno, y yo escojo a Elvis.

—Ni hablar. No vas a escoger a un concursante sólo porque te ha puesto cachonda.

—Dame una razón por la que no debería elegirlo. Una que no sea personal.

—Muy bien. No me gusta. O sea, no me gusta nada.

Candy dejó escapar un profundo suspiro.

—Estupendo —repuso con un mohín—. Pues entonces escojo a Freddie Mercury. ¿Estás contento?

—Sí —respondió Powell sonriendo por primera vez—. Era bastante bueno, sin ser demasiado bueno. —Luego se volvió hacia la otra miembro del jurado—. Lucinda, ¿qué dices tú?

Lucinda arrugó el entrecejo y reflexionó unos instantes.

—El Blues Brother ha estado bien —dijo con aire pensativo.

—¿El de la armónica? ¿Y el pantalón rojo? —Candy no pudo disimular el desdén.

—Sí. Me gusta. Tenía algo especial.

Powell hizo una mueca.

—¿En serio? Con eso de la armónica, a mí me pareció más bien un tipo que no sabía hacer otra cosa.

—¿Estamos escogiendo un concursante cada uno, o qué? Yo he dicho el Blues Brother y me quedo con él. —Era evidente que Lucinda estaba mucho más decidida que Candy. Y Powell no tenía tiempo para discutir.

—Bien —dijo—. Ya tenemos cuatro finalistas. Ahora, ¿a quién debo elegir yo? —Tamborileó con los dedos en la mesa durante unos segundos mientras repasaba mentalmente todos los cantantes que había visto actuar.

—No has visto ni la mitad de las actuaciones —señaló Lucinda. Y tenía razón. Con aquel constante entrar y salir de las audiciones, se había perdido a muchos de los participantes.

—Cierto. Y también es verdad que todas las que he visto eran horrorosas. —De pronto le vino un nombre a la cabeza—. Ya sé. Cuando estaba en el vestíbulo oí a mucha gente del público hablando muy bien de una cantante que encarnaba a Janis Joplin. Por lo visto, la opinión general es que ha sido la concursante que más ha destacado. Creo que voy a elegirla a ella.

Lucinda y Candy se quedaron atónitas. Lucinda habló por las dos:

—¡Pero si ni siquiera la has visto!

—Bah, ¿qué importa? Este concurso ya se lo ha cepillado Judy Garland. Nadie va a superarla. Además, opino que estaría bien que hubiera otra mujer en la final.

—Sí, pero, fíate de mí, esa mujer no es apropiada —protestó Lucinda.

—Ya basta —cortó Powell alzando una mano para zanjar el asunto—. Teníamos que escoger a un concursante cada uno, y yo la escojo a ella.

—Pero…

—¡Nada de peros, maldita sea! —casi chilló Powell, para luego proseguir en tono más calmado—: Ya está. Vamos a anunciarlo. Este concurso ya se ha retrasado bastante. Tengo que hacer un par de llamadas. Vosotras dos podéis decirle a Nina los concursantes a los que hemos elegido para la final. Adelante. Y haced el favor de cerrar la puerta al salir.

Lucinda y Candy se levantaron y se encaminaron hacia la puerta. Cuando ya se iban, Lucinda intentó un último alegato:

—Nigel, esa Janis Joplin… En serio, no puedes…

—Naturalmente que puedo. ¡Largo de aquí!

Emily abrió los ojos. Tenía la visión borrosa y sentía un intenso escozor. Y también estaba advirtiendo rápidamente un fuerte dolor en mitad de la frente. Estaba tumbada en una cama, mirando al techo. Notaba que tenía lágrimas secas en la cara, pero no recordaba que hubiera estado llorando ni tampoco por qué le dolía la cabeza. Se llevó una mano a la frente para ver si la tenía tan hinchada como le parecía.

Desde algún lugar cercano, oyó una voz fría y áspera como la grava que le decía:

—¿Cómo se encuentra?

Sobresaltada, se incorporó de golpe. Pero al momento se arrepintió. La cabeza le dolía como un demonio. En un extremo de la cama sobre la que estaba tendida había un hombre sentado. Y, según le pareció distinguir, ya no estaba en la misma habitación en que la había instalado Powell. Rápidamente movió los ojos en derredor para reconocer el nuevo entorno. El rápido movimiento ocular hizo que todavía le doliera más la cabeza. Se encontraba en otra habitación completamente distinta. Se parecía a la que le había asignado Powell, sólo que era ligeramente más pequeña y tenía una cama individual en lugar de una doble. Y en un extremo de dicha cama se hallaba sentado el siniestro tipo vestido de negro que anteriormente le había hablado de forma tan grosera.

—¿Cómo se encuentra? —le volvió a preguntar.

—¿Quién es usted? ¿Qué estoy haciendo aquí? —le preguntó ella a su vez, temiendo cuál podía ser la respuesta.

—Por lo visto, alguien estaba intentando matarla —respondió el otro lacónicamente.

Emily experimentó una súbita visualización del momento de confrontación con Gabriel, el motero-pistolero. Recordó que lo había golpeado con una plancha de vapor y que lo había derribado. Como plan de huida, no funcionó tan bien como ella esperaba. Luego la sujetó contra el suelo y le golpeó la cabeza contra la moqueta, varias veces. Después de aquello todo se volvió un tanto borroso, así que ¿cómo había hecho para terminar estando con este otro tipo? ¿Y cuáles eran sus intenciones?

—¿Qué ha pasado? Recuerdo haber forcejeado con ese motero y… —De pronto se acordó de la cara de Gabriel al lado de la suya, en el suelo, y de la mirada inexpresiva de sus ojos un segundo antes de que los pusiera en blanco—. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Está muerto?

—Le disparé a la cabeza, de modo que sí, probablemente.

—¡Oh, Dios mío!

Emily no era partidaria de la violencia, sin perjuicio del incidente de la plancha. Y desde luego tampoco era una admiradora de los asesinatos. Sin embargo, en aquel momento no era capaz de pensar en nada que no fuera lo increíblemente genial que era estar sentada al lado de un hombre que había matado a alguien sólo para salvarla a ella. Aquello solamente ocurría en las películas.

—¿Lo ha hecho por mí? —dijo impulsivamente. El dolor de cabeza la había dejado un poco mareada, de lo contrario por nada del mundo hubiera bajado la guardia, siquiera momentáneamente, para revelarle lo que estaba pensando exactamente.

—Sí.

—Es maravilloso.

Nada más pronunciar aquella palabra, notó que se ponía colorada de vergüenza. Se frotó la dolorida frente a fin de tapar con la mano el sonrojo que le inundaba las mejillas. Luego, para disimular su turbación, se apresuró a preguntarle más cosas:

—Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha matado a ese motero?

—¿Le suena el nombre de Kid Bourbon?

—Sí. ¿Se refiere a ese psicópata que tiene un problema con el alcohol y que se dedica a matar personas inocentes? Es un maníaco y un pirado. Deberían encerrarlo y… —Dejó la frase sin terminar—. Es usted, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Sí.

—Lo siento.

—Por lo general no necesito tener un motivo para matar a una persona, pero cuando entré en su habitación me dio la impresión de que aquel tipo estaba a punto de matarla. Le estaba apuntando a la cabeza con un arma.

—Ay, Dios. —Emily recordó la sensación que le causó la pistola de Gabriel haciendo presión contra su cabeza—. Iba a dispararme, ¿verdad?

—No, en absoluto.

—¿Cómo?

—Resulta que tenía la pistola descargada. Al parecer, simplemente intentaba asustarla un poco.

Emily se llevó una mano a la boca. Después de todo, Gabriel no era tan malo.

—¡Oh, Dios, debe usted de lamentar mucho haberlo matado! —exclamó.

—No. Lo habría matado de todas formas.

Emily frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Pues… dejémoslo.

—Oh… está bien. ¿Y quién era? ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Se llamaba Gabriel y era una especie de predicador.

—¿Un predicador? ¿Por qué iba a fingir un hombre de Dios que iba a matarme? No tiene sentido.

—Los caminos del Señor son misteriosos.

Emily lo miró fijamente para ver si se estaba burlando de ella. Pero su semblante carecía de toda expresión.

—Pues vaya. —Estaba haciendo un esfuerzo para asimilar todo aquello. Volvió a frotarse la frente. De tanto pensar, la cabeza le estaba doliendo cada vez más. Pero sentía curiosidad por saber otra cosa—. Oiga, si no me equivoco, la vez anterior que nos vimos usted y yo no le caí muy bien que digamos, de modo que me está costando trabajo comprender por qué me ha salvado de ese predicador armado con una pistola.

—Me recuerda a una persona. Una persona que me importaba.

—¿Una novia?

—Algo así.

—¿Qué le ocurrió?

—Está en la cárcel. Por asesinato.

—Qué típico.

—¿Qué?

—Perdón. No he querido decir eso.

Kid la miró con fijeza.

—Ha pedido perdón justo a tiempo —rugió.

—Es por el golpe de la cabeza. No era mi intención faltarle al respeto.

—Ya. —Kid pareció perder interés durante unos momentos, pero luego habló otra vez, con más urgencia—: Mire, tiene que largarse de aquí. Hay personas intentando impedir que usted gane este concurso, y están dispuestas y preparadas para matarla.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre aquí? Ese motero… ¿Gabriel, ha dicho? Me dijo que han matado a otros tres participantes. Pero Nigel Powell dijo que habían sufrido una intoxicación alimentaria o algo así. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Están muertos.

—¿Envenenados?

—No. Los he matado yo.

—¿Qué? ¿Usted ha matado a Otis Redding, Kurt Cobain y Johnny Cash?

—Sí.

—¿Y por qué lo ha hecho?

—Porque James Brown me ofreció un montón de dinero.

Emily estaba estupefacta.

—¿Julius? ¿Por qué?

—Porque quiere ganar él.

Emily se frotó una vez más la frente. Toda aquella información nueva, tan inquietante, costaba absorberla con semejante dolor de cabeza.

—Lo siento, pero estoy confusa de verdad. Y me duele la cabeza, lo cual no me ayuda nada a pensar con claridad. —De repente se le ocurrió que había perdido la noción del tiempo—. Ay, Dios, ¿ya han anunciado quiénes son los finalistas? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Tengo que actuar en la final.

Saltó de la cama y se puso de pie. Aquel movimiento repentino le causó cierto mareo y una leve náusea, así que volvió a sentarse enseguida. Kid se incorporó y se posicionó claramente entre ella y la puerta.

—Escúcheme, porque es importante —dijo—. Este concurso es un chiste, sólo que no tiene gracia.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabe. Usted no sabe una mierda, así que cierre la puta boca y escuche. Por lo visto, todos los que ganaron este concurso anteriormente vendieron su alma al diablo al firmar el contrato de Powell. Y ahora son zombis descerebrados que apenas son capaces de pensar por sí solos. Yo acabo de tropezarme en el aparcamiento con Buddy Holly y Dusty Springfield, y por la pinta que tenían yo diría que llevaban bastante tiempo descomponiéndose.

Hubo una larga pausa, durante la cual Emily aguardó a que Kid confirmase aquella declaración tan disparatada, pero no lo hizo.

—¿De qué está hablando? ¿Está tomando drogas? —explotó Emily por fin.

—No. Hágame caso y no cante en la final. Tiene que largarse de aquí. Yo también pienso irme. ¿Quiere que la lleve? La llevaré hasta el próximo pueblo. En este momento, este hotel no es un sitio seguro, está rodeado de seres no muertos.

Aquellos desvaríos estaban empezando a irritar a Emily.

—¿No muertos? Perdone, pero lo que está diciendo no tiene ningún sentido —dijo con un repelente tonillo de institutriz—. Y permita que le diga, aunque sin ánimo de ofenderle, que es usted famoso por ser un psicópata, así que al oírlo hablar de seres no muertos y de pactos con el diablo, me inclino a pensar que se deba a sus… en fin… problemas mentales.

Si con aquello había esperado provocarlo, no le funcionó.

—Usted limítese a no ganar el concurso, ¿vale? —repuso Kid con una aspereza en la voz que resultó más evidente que nunca.

—Mire, lo siento, lo siento de veras. Y le agradezco mucho que se preocupe. Pero desde siempre mi sueño ha sido dedicarme a cantar para ganarme la vida, sobre todo en un lugar como éste. Y el premio de un millón de dólares en metálico me cambiaría la vida. Es todo aquello por lo que he trabajado siempre. Lo hago por mí y por mi madre. Quiero que ella sepa que todo lo que hemos hecho ha merecido la pena. Está enferma. Mi madre está enferma. —Notó que estaba elevando el tono de voz, pero decidió continuar de todas maneras—: Sólo le quedan unos meses de vida, y quiero que sean especiales. En este momento no tenemos nada, y con ese dinero yo podría proporcionarle la debida atención médica. Y ella sabría que yo por fin he seguido sus pasos. No he llegado tan lejos para lanzarlo todo por la ventana porque usted crea que aquí hay fantasmas.

—Pues entonces gane el concurso, pero no firme el contrato.

—¡No!

—¿Qué?

Emily negó con la cabeza.

—No. Si a usted se le estuviera muriendo su madre pero tuviera la oportunidad de prolongarle la vida un poco más, ¿no haría todo lo que estuviera en su mano?

—Yo maté a mi madre.

—Oh. —Durante unos instantes Emily permaneció demasiado aturdida para hablar. Luego arremetió de nuevo, desesperada por explicar su situación—. Pero…

—Usted. Váyase. A casa. Su madre lo entenderá.

De pronto estalló algo dentro de Emily.

—Sí, estoy segura de que lo comprenderá perfectamente, tumbada en la cama en una residencia de mierda, respirando su último aliento. Y yo podré decirle: «Perdona, mamá, pero he dejado pasar la oportunidad de proporcionarte los cuidados que necesitas porque un psicópata alcohólico me ha dicho que si ganaba el concurso estaría vendiendo mi alma al diablo.»

Pero Kid no dio muestras de inmutarse por el agresivo sarcasmo de Emily.

—Usted sabe que este concurso está amañado —replicó—. Usted fue elegida en secreto para llegar a la final. No se ponga ahora a hablar en tono moralista.

Emily alzó una ceja.

—Oh, cuánto lo siento. ¿Usted se atreve a darme a mí lecciones de moralidad?

—Pues sí.

—Vaya, eso sí que tiene gracia, viniendo de usted. Discúlpeme si no lo considero la persona ideal para juzgar a los demás. —Luego continuó en tono más suave—: Oiga, le agradezco que me haya salvado la vida y eso, pero tengo que ganar este concurso. Lo es todo para mí. Así que lo siento, pero voy a cantar en la final. La única manera que tiene de impedírmelo es matándome. Así que decida. O me deja salir de aquí, o saca la pistola y acaba conmigo. No tengo miedo a morir, ¿sabe?

—Sí lo tiene.

—No lo tengo. Jamás tendré miedo a morir por algo en lo que creo.

Kid Bourbon introdujo la mano en la cazadora.

—Muy bien. Pues en ese caso no me deja usted otra alternativa.

Sánchez no estaba dispuesto a reconocerlo ante nadie, pero la verdad era que estaba muy emocionado por el inminente anuncio de los cinco participantes que habían conseguido llegar a la final del concurso «Regreso de entre los muertos». Se encontraba tras el escenario con Elvis, observando a los demás aspirantes, que esperaban nerviosos a que los llamaran a escena para conocer su destino.

La mezcla de concursantes era de lo más variopinta, desde los que guardaban un parecido idéntico con los cantantes que encarnaban hasta los que eran decididamente extravagantes. El mejor era Freddie Mercury, que resultaba totalmente convincente. Llevaba un ajustado pantalón de color blanco con una franja roja a los costados y una cazadora amarilla de cuero, y debajo una escueta camiseta blanca sin mangas. El bigote negro y tupido y los dientes de conejo contribuían a una caracterización que arrojaba un parecido asombroso. Sánchez no lo había visto actuar en las audiciones, pero si la voz era tan excepcional como la apariencia externa, desde luego era un rival importante.

En el otro extremo del espectro se encontraban varios tipejos poco convincentes. Había uno que destacaba en particular: un enano llamado Richard que actuaba e iba vestido encarnando a Jimi Hendrix. Su atuendo consistía en un pantalón negro ajustado, botas de tacón alto y una camisa blanca con chaleco morado. Por desgracia para él, había varios concursantes más que se llamaban Richard. A consecuencia de ello, para referirse a él la gente tendía a llamarlo Little Richard,* lo cual lo cabreaba visiblemente. Había también un imitador de Frank Sinatra que lucía una enorme tirita blanca encima de la nariz y que iba por ahí afirmando que le habían robado el sombrero.

Pero lo que de verdad llamó la atención de Sánchez fue el comportamiento de Julius, el que encarnaba a James Brown. ¿De verdad era posible que aquel tipo fuera el apóstol número trece? Se le notaba un tanto inquieto y miraba con suspicacia a todos los demás participantes. En un momento dado cruzó la mirada con la de Sánchez. Les sonrió a él y a Elvis, probablemente porque eran amigos de Gabriel. Sánchez le respondió con una cumplida inclinación de cabeza. No tenía sentido fastidiar a una de las personas preferidas de Dios; podría resultar ser un aliado útil, llegado el Día del Juicio Final. ¿Sabría que Sánchez sabía quién era?

Aquello lo hizo pensar. ¿La imitación que hiciera Julius de James Brown sería lo bastante buena para permitirle llegar a la final? ¿Y qué había pasado con Judy Garland? ¿Habría logrado Gabriel o el otro sicario, Angus, eliminarla del concurso? ¿Qué pasaba si anunciaban su nombre y ella no se presentaba porque la habían matado? ¿Y quiénes iban a ser los otros finalistas, teniendo en cuenta que habían muerto por lo menos tres, y puede que cuatro, de los cinco originales?

Por el rabillo del ojo vio a Elvis saltando sobre las puntas de los pies, un poco al estilo de los boxeadores cuando se están preparando psicológicamente para una pelea. Haciendo un esfuerzo, salió de su estado de ensoñación y empezó a animar a su amigo diciéndole que llegar a la final era una mera formalidad. Aunque Elvis no necesitaba que nadie le subiera la autoestima, probablemente agradeció el gesto.

—Eh, tío, ¿qué vas a hacer si te seleccionan para la final?, ¿eh? —le preguntó—. O sea, si tú consigues llegar y James Brown se queda por el camino.

Elvis estaba observando al imitador de James Brown igual que lo había observado Sánchez minutos antes. Le contestó sin apartar la vista del Padrino del Soul, que iba vestido con su llamativo traje morado.

—Estoy completamente seguro de que llegará. No creo que Dios nos haya hecho pasar lo que hemos pasado durante las últimas veinticuatro horas para que después su apóstol no se clasifique para la final.

—Ojalá tengas razón.

—La tengo.

—¿Y dónde está Gabriel, entonces? ¿Estará cargándose a Judy Garland en estos momentos?

—Pues eso explicaría que no la veamos por aquí. —Elvis parecía tremendamente despreocupado.

Sánchez reflexionó un momento al respecto. La imitadora de Judy Garland no había hecho nada malo, que él supiera. Y además le había sonreído y le había saludado en la parte posterior del escenario, cosa que no había hecho ninguno de aquellos otros preciosos cabrones. «Aspirantes a famosillos —pensó—. Todos ellos corren el peligro de desaparecer sin dejar rastro.» Por el momento, al parecer él era el único que no estaba obsesionado totalmente consigo mismo. Aunque Gabriel le caía bien y estaba en deuda con él por haberlo salvado de los zombis mutantes del desierto, la verdad era que no le gustaba la idea de que su nuevo amigo seguramente estuviera asesinando a sangre fría a una joven inocente en alguna parte del hotel. Sobre todo a una joven que le había sonreído a él con gesto sincero. Ni siquiera sus amigos solían hacer tal cosa.

Estaba dando vueltas a lo desagradable que era todo aquello cuando de pronto llegó un guardia de seguridad y le pidió educadamente que saliese de la sala de los participantes. Deseó a Elvis la mejor de las suertes por última vez y se dirigió a la zona situada a un lado del escenario, desde donde podría observar las actuaciones oculto en un extremo, detrás del enorme telón de color rojo que todavía estaba cerrado, tapando el entarimado.

Al poco de llegar al lugar escogido, la parte posterior del escenario se oscureció y comenzó a sonar por el sistema de audio un fuerte redoble de tambor. Un instante después se oyó la voz amplificada de la presentadora del concurso, Nina Forina.

—Señoras y señores —dijo en tono teatral—, les ruego que reciban con un fuerte aplauso… a… ¡nuestro jurado!

En aquel momento se abrió el telón y un potente foco iluminó el centro del escenario, donde aparecieron los tres jueces sonriendo orgullosos bajo la luz. Sánchez logró quedar fuera de la vista escondido tras el cortinón. Tenía una panorámica perfecta de la escena; lo único que le faltaba era una butaca, una bolsa de palomitas y un par de botellines de cerveza.

En el escenario, los tres jueces permanecieron de pie en el centro del mismo, disfrutando de la ovación del público que tenían enfrente. Una vez que hubieron exprimido la situación todo lo que daba de sí, ocuparon sus asientos a la mesa del jurado, que estaba a la misma altura que Sánchez. Cuando los aplausos, los silbidos y los vítores comenzaron a disminuir, volvió a iluminarse el escenario y apareció Nina Forina caminando con paso elegante hacia el centro del mismo. Se quedó allí un momento con una sonrisa radiante, disfrutando de los últimos retazos del aplauso del público. Luego extendió los brazos y en el auditorio se hizo por fin el silencio.

—Hola a todos. ¿Están preparados para descubrir quiénes son nuestros cinco finalistas?

—¡Síííííí!

—No oigo nada. ¿Están preparados para descubrir quiénes son nuestros cinco finalistas?

—¡sííííííííí !

Nina aplaudió al mismo tiempo que el público, y después se giró hacia un lado e hizo una seña en dirección a la parte de atrás. El resplandor de los focos que la iluminaban le regaló a Sánchez un espectáculo con el que no contaba: el vestido que llevaba era prácticamente transparente. «Joder.»

A continuación comenzaron a salir al escenario todos los concursantes seleccionados. Serían como cien, en cambio allí subidos parecían duplicar dicho número. Elvis fue uno de los primeros en salir, saludando con la mano y lanzando besos al público. Se le veía bastante seguro de sí mismo, a diferencia de Julius, el cual, para sorpresa de Sánchez, parecía estar sumamente nervioso.

Cuando por fin fue cesando el ruido hasta transformarse en un suave murmullo, Nina se volvió hacia el panel de jueces, que ahora estaban sentados en la parte frontal del escenario, de espaldas al auditorio.

—Nigel, ¿serías tan amable de decirnos a todos quién es el primer concursante de los cinco que esta noche van a cantar en la final?

Powell, sentado en el lugar de honor entre sus dos colegas femeninas, sonreía satisfecho. Su rostro apareció en una pantalla gigante de televisión colocada en la parte posterior del escenario y, por algún motivo desconocido para Sánchez, provocó varios chillidos en un grupo de mujeres jóvenes de entre el público. Powell, como si se estuviera mirando en un espejo, levantó la vista hacia la pantalla y le ofreció su ancha sonrisa de blanquísima dentadura, que resplandeció haciendo un marcado contraste con su bronceado color naranja. Tras pavonearse durante un buen rato, tan excesivo que Sánchez empezó a sentir náuseas de verlo, por fin respondió a la petición de Nina.

—Por supuesto que sí, Nina —dijo, acompañándose con un guiño que a Sánchez le resultó igualmente nauseabundo—. El primer finalista nos impresionó a todos con su talento para el espectáculo. Puede que su voz no fuera la mejor, pero si en la final escoge la canción adecuada, tiene muchas posibilidades de ganar este concurso. Nina, nuestro primer finalista es… —Hizo una pausa ridículamente larga para jugar con el público y seguidamente anunció—: ¡Freddie Mercury!

El imitador de Freddie Mercury dio un salto de alegría y lanzó un puñetazo al aire al tiempo que exclamaba «¡Bien!» para sí. Luego se acercó todo ufano a Nina Forina, la cual lo abrazó y le dio el obligatorio beso en la cara antes de indicarle que se colocara unos pocos metros por detrás de ella, a la derecha. Freddie miró en derredor y al ver a Sánchez le dirigió una sonrisa radiante. Sánchez le sonrió a su vez y murmuró entre dientes las palabras «engreído» y «gilipollas».

A continuación, Powell volvió a hipnotizar al público antes de anunciar al segundo finalista, la joven que encarnaba a Janis Joplin. La susodicha, encantada, salió del grupo de los concursantes que aguardaban detrás agitando las manos en el aire como si fuera una chiflada hiperactiva que se hubiera fugado de un psiquiátrico. Era una chica hippie de melena larga y castaña, gafas de sol redondas y de color claro y un vestidito verde de flores que le llegaba justo por encima de las rodillas. Tampoco se había tomado la molestia de ponerse tacones, al parecer prefirió unas cómodas zapatillas deportivas blancas. Remataba dicho atuendo con una serie de collares de cuentas de diferentes longitudes que le colgaban del cuello, y entre ellos un enorme símbolo del yin y el yang que le rebotaba a la altura del ombligo. Dio a Nina el beso y el abrazo que procedía darle, en medio de una acogida sorprendentemente calurosa por parte del público, y fue a ocupar su puesto al lado de Freddie Mercury.

«Ya van dos —pensó Sánchez—. Sólo quedan tres. Espero que el tal Julius tenga un plan de contingencia decente por si acaso no resulta elegido. De lo contrario, todo esto se va al carajo.»

Enormemente amplificada, la voz meliflua de Powell tronó clara y firme por tercera vez.

—El siguiente participante que cantará en la final, el tercero de los cinco que son en total, acuérdense, es el tipo que lleva el pantalón rojo más horroroso que he visto en toda mi vida… ¡el Blues Brother!

Mientras el público estallaba en vítores, Sánchez vio a un negro vestido como uno de los Blues Brothers que se destacó del grupo de aspirantes. Vestía un traje negro con camisa blanca y corbata negra y estrecha, y llevaba gafas de sol. Encima de la cabeza traía un sombrero que se parecía mucho al que había perdido Frank Sinatra. Fue hasta Nina Forina con una actitud, pensó Sánchez, un tanto tímida. La presentadora lo felicitó con el abrazo y el besito de rigor, y acto seguido le indicó que se situara en la fila de los finalistas, junto a Janis Joplin. Sánchez se rascó la cabeza e intentó encontrarle el sentido al comentario que había hecho Powell acerca del pantalón rojo. El Blues Brother llevaba un traje negro completo: chaqueta negra, pantalón negro. ¿Sería que Powell era daltónico? Aquello explicaría que hubiera escogido a un Blues Brother de raza negra.

Sánchez, leal a su amigo, tenía la esperanza de que Elvis llegara a la final, pero el hecho de que no estuviera entre los tres primeros quería decir que sus posibilidades ya parecían más bien escasas. Lo ideal sería que los dos últimos finalistas fueran Elvis y Julius. Así Elvis podría perder intencionadamente, con lo cual Julius sólo tendría que superar a tres rivales.

Pero lo cierto era que incluso aquellas consideraciones eran cosas insignificantes. O distracciones. A Sánchez le sudaban profusamente las manos. El hecho de saber que unos zombis carnívoros y sedientos de sangre venían de camino hacia el hotel ya era bastante grave, pero el hecho de saber que la única posibilidad que tenía él de salir vivo del Cementerio del Diablo descansaba sobre los hombros de un tipo que encarnaba a James Brown no lo llenaba precisamente de confianza.

En la pantalla gigante, Powell aguardó a que el excitado público se apaciguase un poco para anunciar al siguiente finalista elegido por los jueces.

—Nuestro cuarto finalista nos dejó mudos con su actuación anterior. Un personaje lleno de energía e indudablemente uno de los mejores artistas de este concurso. Señoras y señores, el cuarto aspirante que cantará en la final es… ¡James Brown!

Sánchez experimentó una enorme sensación de alivio. Él también tenía el profundo anhelo de que Julius fuera de verdad el salvador que había anunciado Gabriel. «Más le vale que sea quien dice ser», susurró para sí cuando Julius salió del grupo de aspirantes que aguardaban al fondo del escenario. Iba dando saltitos de un lado al otro como un loco chiflado, emitiendo los «Heh» característicos de James Brown. El plan seguía su curso. «Sea cual sea el puto plan en cuestión.»

Una vez más los aplausos dieron paso a un silencio expectante.

—Y por último —anunció Powell—, nuestro quinto concursante era una apuesta totalmente segura para ocupar un puesto en la final, después de que nos ofreciera probablemente la mejor interpretación vocal de todas. Señoras y señores, el último concursante que pasa a la final es… ¡Judy Garland!

El público estalló en una ovación todavía más calurosa que la que ofreció a los cuatro finalistas anteriores, sólo que esta vez no duró tanto. Empezó a perder fuerza cuando se hizo evidente que Judy Garland no se encontraba en el escenario. Los aplausos desperdigados que se oían no tardaron en ser engullidos por murmullos de confusión. Todos los presentes comenzaron a mirar alrededor, como si esperasen ver aparecer a la cantante que faltaba por un rincón o detrás de otro de los esperanzados —y ahora profundamente desilusionados— concursantes situados al fondo del escenario.

—¿Judy Garland? —pidió Powell, anhelante—. ¿Todavía está aquí Judy Garland?

Luego se le sumó Nina Forina:

—¿Judy Garland? ¿No se habrá vuelto a Kansas? —dijo con una carcajada horriblemente exagerada.

Por el auditorio se extendió un silencio incómodo. Sánchez se sintió un poco aliviado al ver que no era el único que hacía chistes malos.

Esperó a ver si aparecía Judy Garland entre los demás concursantes. Por el rabillo del ojo vio que Julius cerraba sutilmente el puño por delante del pecho, en un gesto de victoria. Gabriel debía de haber cumplido con su misión. Judy Garland no iba a estar en la final. Experimentó un leve sentimiento de culpa. Que la chica no apareciese significaba que casi con toda seguridad había sido asesinada brutalmente, con el fin de que un tipo que afirmaba ser el apóstol número trece pudiera salvar a un puñado de personas (entre ellas el propio Sánchez). «Resulta un tanto despiadado, pero es por el bien de todos», pensó el camarero sentenciosamente.

Por espacio de unos minutos reinó la confusión, mientras los jueces deliberaban sobre lo que convenía hacer. Se envió a varios miembros del equipo de seguridad a inspeccionar los pasillos, para ver si la señorita Garland venía de camino. Al ver que el tiempo iba pasando y que la joven no aparecía, el público fue poniéndose nervioso. Varios vasos de plástico volaron hacia el escenario. Los guardias de seguridad salían a toda prisa hacia los pasillos hablando con urgencia por sus radiotransmisores. El concurso corría el peligro de convertirse en un caos. Uno por uno, los guardias regresaron negando con la cabeza para indicar que a la quinta finalista no se la veía por ninguna parte.

Nigel Powell iba a tener que pensar algo rápido, pero era obvio que aquello era una cosa que se le daba bien. Y él lo sabía. Desde su asiento en el centro del panel, indicó con gestos a la multitud que se calmase; cada uno de sus movimientos quedó repetido y enormemente ampliado en la pantalla gigante de televisión.

—¡Muy bien, señoras y señores, parece ser que Dorothy se ha extraviado en el Camino de Baldosas Amarillas!

El público rió con ganas (a pesar de que su chiste no había sido mejor que el de Nina). Cuando las carcajadas amainaron, Powell continuó hablando:

—De manera que lo que vamos a hacer es elegir a un sexto finalista. Recibamos con un fuerte aplauso a un artista que nos ha sorprendido a todos con su talento musical. Señoras y señores, el concursante número cinco de la final será… ¡Elvis Presley!

Elvis se acercó pavoneándose hasta la parte delantera del escenario, con la seguridad en sí mismo de un hombre cuyo puesto en la final no había estado en duda en ningún momento. Lanzó besos al público y saludó con la mano. Tras besar a Nina Forina y arrearle un buen pellizco en el culo, se sumó al resto de los finalistas. Miró a Sánchez y le hizo el gesto de pulgares arriba con las dos manos al tiempo que se colocaba al final de la fila, junto a Julius.

Nina, que se había ruborizado a causa del impropio magreo de Elvis (aunque no fue mal recibido del todo), se acercó el micrófono a los labios e indicó al auditorio con un ademán que guardara silencio.

—De acuerdo —exclamó—. Ya tenemos a nuestros cinco finalistas. ¡Démosles a todos otro fuerte aplauso!

El público estaba en pie, vitoreando, pataleando y aplaudiendo una vez más. Sin embargo, pasados unos segundos, Sánchez se percató de que el volumen de las aclamaciones había subido unos cuantos decibelios. Al principio pensó que a lo mejor se había caído alguien del escenario, porque daba la impresión de que la gente se había vuelto histérica. Torció el cuello y giró la cabeza de un lado a otro intentando ver algún indicio de que alguien hubiera sufrido una aparatosa caída. Se quedaría tremendamente desilusionado si se la hubiera perdido; no había nada que le gustara más que ver a la gente tropezarse en público.

Y entonces vio cuál era la razón de tanta histeria.

Judy Garland había aparecido súbitamente en el escenario, salida de la nada. Se le notaba aturdida, pero con cada paso que daba hacia Nina Forina y con cada aclamación del público presente fue recuperando la compostura. No cabía duda de que aquella joven era la favorita del público, y a juzgar por la ancha sonrisa que lucía en la cara Powell, también era la favorita de éste. El propietario del hotel se levantó de su asiento y una vez más indicó al público que guardara silencio. Cuando el auditorio se hubo calmado, dejó que aquel silencio se prolongara un poco más antes de hacer el anuncio de lo que todos deseaban oír.

—Muy bien. ¿Alguien tiene un problema con que este año tengamos seis finalistas?

El público se volvió loco. Los gritos afirmativos se hicieron ensordecedores. Sánchez miró a Elvis. Elvis lo miró a él con un ceño de preocupación que le ensombrecía el semblante. Las posibilidades que tenía Julius de ser coronado ganador con su imitación de James Brown acababan de sufrir un serio revés.

¿Y qué le había sucedido a Gabriel?

Emily había estado terroríficamente cerca de no llegar al escenario a tiempo. Tenía que dar las gracias a Kid Bourbon, o eso suponía. Al fin y al cabo, Kid le había salvado la vida. (Bueno, vale, la pistola de Gabriel no estaba cargada; pero podría haberla matado a golpes con ella. O haberla estrangulado. O… En fin, ya buscaría una racionalización conveniente, cuando fuera necesario.) Y Kid no la mató cuando ella le desafió abiertamente. Cuando introdujo la mano en el interior de la cazadora, ella se temió que fuera a sacar un arma, pero en lugar de eso extrajo un paquete de cigarrillos. Seguro que era capaz de matar a una persona empleando un cigarrillo, pero en su caso prefirió no hacerlo. Lo cual supuso un alivio. Se mirara como se mirase, Kid Bourbon era famoso por matar a la gente por cuestiones triviales. Por nada, por ejemplo.

Mientras reflexionaba sobre todo lo sucedido, de pie en el escenario, se percató de que Julius la estaba mirando fijamente. Se giró y lo saludó con la cabeza a la vez que esbozaba una media sonrisa. Él la observó con curiosidad antes de responderle con otra sonrisa, ésta breve y más bien falsa. Si era verdad lo que le había dicho Kid, Julius esperaba que ella estuviera muerta. No era de extrañar que la mirase con perplejidad. Emily tuvo un escalofrío. No se sentía segura. Sólo había una persona que pudiera ayudarla: Nigel Powell.

Cuando todo el mundo comenzó a abandonar el escenario tras anunciarse los nombres de los finalistas, Emily se acercó con timidez al panel de jueces. Se había solicitado un receso de veinte minutos. Una gran parte del público dejó las butacas y salió a estirar las piernas. Las dos compañeras de Powell, Lucinda y Candy, también dejaron sus asientos y se esfumaron, lo cual le dio a Emily una ocasión perfecta para hablar un momento con Powell.

Éste le sonrió cuando la vio aproximarse.

—Hola, Emily —le dijo al tiempo que se ponía de pie. De Nigel Powell se podía decir de todo, pero había que reconocer que tenía modales. Cuando le convenía—. Por un instante he creído que no iba a presentarse. Ha llegado por los pelos, ¿no?

—Sí. Y lo siento muchísimo. De hecho, necesito hablar de eso con usted. ¿Le importa que charlemos un momento?

—Por supuesto que no. Siéntese. —Le indicó la silla que tenía a su derecha, y cuando ella hubo tomado asiento volvió a sentarse él—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Emily se removió inquieta en la silla; aún estaba tibia.

—Me duele la cabeza.

—Cuánto lo siento. ¿Quiere que le traiga un analgésico?

—Me han golpeado en la cabeza con una pistola. —Sabía que aquello no era verdad del todo, pero era más breve que ponerse a dar una explicación completa.

—¿Cómo dice?

—Con una pistola. Irrumpió un individuo en la habitación en que me instaló usted, mató a tiros a sus dos guardias de seguridad y luego intentó matarme a mí.

El semblante de Powell mostraba una profunda conmoción.

—Oh, Dios mío. Empiece desde el principio. ¿Quién ha intentado matarla?

—Era un motero muy corpulento que se llamaba Gabriel. Cabeza rapada, brazos como troncos.

—Dios. ¿Y dónde se encuentra ahora?

—Está muerto. Su cadáver todavía está en la habitación, con los dos guardias de seguridad.

—¿Que está muerto? ¿Quién lo ha matado? ¿Usted?

—No. Un tipo llamado Kid Bourbon. Él me salvó. Y por razones que a mí me parecen muy poco lógicas, la verdad.

—¿Kid Bourbon le ha salvado la vida?

—Sí. Y según me ha dicho, Julius, el concursante que encarna a James Brown, pagó al tal Gabriel para que me liquidara. Por lo visto, los otros tres finalistas, los originales, también están muertos. ¿Usted estaba enterado de algo de esto?

Powell asintió, pero no hizo el menor intento de explicar qué era lo que sabía.

—Conque Julius, ¿eh? —musitó—. Debería haberlo imaginado. Ese tipo tiene algo que ya me dio mala espina cuando lo conocí.

—Entonces, ¿cree usted que es verdad? ¿Que pretende matar a los demás finalistas?

Powell asintió otra vez.

—Sí, así lo creo. —Desvió la mirada un instante, al parecer sumido en sus pensamientos. Después se giró de nuevo hacia Emily y le dijo, con su acostumbrado tono educado—: Gracias por informarme. Ordenaré que lo expulsen del concurso.

—¿Va a llamar a la policía?

—Naturalmente. De esto debe hacerse cargo la autoridad competente. Lo meterán en la cárcel. Y en mi opinión deberían tirar la llave.

Emily dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias a Dios. Me tenía verdaderamente preocupada contarle todo esto.

—No había motivo. —Powell se incorporó—. Vaya a reunirse con los otros finalistas. No diga ni una palabra de esto a nadie y, haga lo que haga, no se separe del rebaño. Permanezca en todo momento dentro de un grupo de gente. Ya me encargo yo de deshacerme de Julius y de cualquier otra persona a la que él pueda haber contratado para que lo ayude a amañar este concurso. Usted preocúpese solamente de cantar. Porque, estando él fuera del concurso, ahora lo tiene usted chupado.

—Ésa no es la razón por la que he venido a contarle esto —dijo Emily a la defensiva.

—Ya lo sé. Vamos, váyase. —Le guiñó un ojo—. Si nos ven conversando de esta forma, la gente va a empezar a pensar que el concurso está amañado.

—Gracias.

Emily se levantó del asiento y se encaminó hacia la zona posterior del escenario. Alcanzó a ver la espalda de la chaqueta de Freddie Mercury bajando un tramo de escaleras, así que corrió en pos de él. «La unión hace la fuerza —se dijo a sí misma—, siempre que uno no se acerque a Julius.»

Nigel la observó alejarse a la carrera y reflexionó profundamente sobre lo que acababa de contarle. De modo que Julius era el escollo que superar, el agente destructivo que intentaba acabar con el concurso. No estaba del todo seguro del motivo, pero no importaba.

James Brown, el Padrino del Soul, iba a ser eliminado antes de que tuviera la oportunidad de cantar en la final.

Los integrantes de la orquesta del hotel Pasadena llevaban casi todo el día ensayando. Por consiguiente, se llevaron una tremenda desilusión cuando se enteraron de que tres de las canciones que habían estado practicando ya no iban a hacer falta. En el último minuto Nigel Powell les informó de que sólo iban a tocar para dos de los finalistas; los demás cantarían ayudándose de una música de fondo de karaoke que el pinchadiscos de la casa estaba bajándose de internet Comprensiblemente, los músicos estaban todos muy frustrados y expresaban sus quejas en voz alta por los pasillos del hotel, de camino al foso de la orquesta, situado delante del escenario.

Veinticuatro músicos en total, a excepción del pianista y el batería, cargando a cuestas con sus instrumentos, iban andando desde el área de ensayo en dirección al auditorio. Varios de ellos estaban resentidos porque sabían que sus habilidades y sus instrumentos ya no eran necesarios; simplemente se sentarían en el foso de la orquesta a ver el concurso. Uno de éstos era Boris, el guitarrista de reserva. Su participación sobraba. Aquel día cumplía veintiún años, y tocar en aquel concurso iba a ser el hito más importante de su carrera hasta la fecha. Pero ahora el guitarrista principal, Pablo, iba a ser el único que se necesitaba para las dos canciones que habían especificado.

Sintiéndose más que deprimido, Boris avanzaba en la retaguardia del grupo, enfurruñado por su mala suerte. Mientras recorrían el largo pasillo, se fijó en que los músicos que caminaban delante de él comenzaban a dividirse en dos grupos, igual que las aguas del mar Rojo ante los israelitas. Entonces vio, por la franja que se había abierto, que venía hacia él un individuo musculoso, vestido con una cazadora de cuero negro y una capucha oscura echada por la cabeza que dejaba su rostro en sombras.

Cuando intentó hacerse a un lado para dejarle pasar, el individuo alargó una mano y lo aferró del hombro.

—Eh, tú —le dijo con voz áspera.

—Sí… esto… hola —contestó Boris. Aquel tipo tenía algo que lo ponía nervioso.

—Te estaba buscando.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Hay un tío en la cabina que quiere hablar contigo.

—¿De qué?

—¿Y yo qué coño sé?

—Es que tengo que estar en el concurso dentro de un momento.

—Precisamente tiene que ver con el puto concurso, tío. Ese tipo quiere que toques un solo, o algo así.

A Boris se le iluminaron los ojos.

—¿Sí? —Pero su emoción inicial se trocó rápidamente en recelo. Aquello era más que una broma—. Acaba de decir que no sabía de qué —dijo cauteloso.

—Es que es una sorpresa. No quería estropeártela.

—Ah. Vale. ¿Para qué es el solo?

—Oye, tío, ya te he dicho bastante. Es por ahí. —Señaló una escalera que partía del corredor, a mano derecha, que Boris había dejado atrás momentos antes.

Como no quería que sus compañeros se olvidasen de él, les dijo a voces:

—Luego os alcanzo, ¿vale?

Si alguno de ellos lo oyó, no dieron la menor señal. Todos continuaron andando y seguidamente giraron a la derecha y entraron por una puerta que conducía a la parte baja del auditorio, donde se ubicaba el foso de la orquesta.

Boris siguió al encapuchado hasta la escalera. El desconocido le hizo un gesto para que pasara primero. La escalera constaba tan sólo de diez peldaños, pero estaba sin iluminar y por eso se hacía difícil ver adónde llevaba. Cuando llegó a lo alto de la misma, se encontró en otro pasillo y echó a andar por él. A mitad de camino había una puerta a la izquierda, con una placa que decía: «cabina de sonido» . Cuando se acercó a ella, el encapuchado se le adelantó.

—Es aquí —gruñó al tiempo que empujaba la hoja.

Boris entró mientras el otro sostenía la puerta abierta. Dentro estaba el pinchadiscos del concurso, sentado ante una mesa de mezclas y protegido por una pared de fibra de vidrio que daba al auditorio. Era un individuo de treinta y muchos años, gordo, bajo y con calvicie incipiente, vestido con un chándal azul con franjas blancas en las mangas y en las piernas. Llevaba puestos unos auriculares con pinta de ser muy buenos, lo cual seguramente explicaba por qué al parecer no los había oído entrar. Boris se dirigió a él:

—¡Eh, Harry! ¿Querías verme?

Harry, sobresaltado, se giró para mirarlo y se quitó los auriculares de los oídos. En su rostro colorado y regordete se reflejó una expresión de desconcierto.

—¿Boris? No. —Negó con la cabeza—. Me parece que no. ¿No deberías estar tocando en el foso?

Boris se volvió hacia el encapuchado en busca de una explicación, justo a tiempo de ver un puño que se le venía directo a la cara. Instintivamente cerró los ojos en el momento de recibir toda la fuerza del impacto en la nariz. Lo último que oyó antes de perder el conocimiento fue un horrible crujido de huesos.

Kid Bourbon cogió a Boris por los pies y lo arrastró hasta el rincón de la cabina. Después recogió la guitarra del chico de donde había caído y le echó un buen vistazo. Parecía encontrarse en un estado razonablemente bueno; no se le veían arañazos ni sangre de la herida que había infligido a la nariz de su dueño. El pinchadiscos, que no se había movido del asiento, lo observaba con interés, esperando una explicación.

—Esto… ¿qué es lo que pasa, tío? —le preguntó.

—Necesitaba una guitarra.

—¿Y no podrías haberle preguntado si te la prestaba?

—Podría.

—Pero has preferido no preguntarle.

—Exacto. Y también quiero una cosa de ti.

—¿Cuál?

—Un CD de los Blues Brothers. ¿Lo tienes?

—Sí.

—Pues dámelo.

—¿Me lo vas a devolver?

—No.

Harry no pudo disimular la decepción. Pero también se notó que había entendido lo que le iba a ocurrir si no hacía lo que le pedía Kid. Así que se agachó y empezó a rebuscar en una gran caja negra llena de discos compactos que tenía en el suelo, junto al pie derecho. Al cabo de unos segundos logró pescar un álbum de los Blues Brothers y se lo pasó a Kid.

—Ahí lo tienes. ¿Algo más?

—Sí. ¿Eres tú el encargado de poner la música de fondo a los finalistas?

—A algunos de ellos, sí. La orquesta va a tocar dos canciones, y yo voy a poner la pista de acompañamiento de los otros cuatro.

—Pues al Blues Brother no se la pongas.

Harry no entendió.

—¿Qué? Me han dicho que la ponga. Voy a ponerle Mustang Sally para que cante encima. La he bajado de internet.

Kid apoyó la guitarra que acababa de adquirir contra la pared, al lado de la puerta; acto seguido metió la mano en la cazadora y sacó una pistola de color gris oscuro con la que apuntó a Harry.

—Si se te ocurre ponerle esa pista, te pego un tiro en la cara con esto.

Harry se decidió muy rápidamente.

—Está bien. Pero eso va a echar por tierra todas las posibilidades que tenga de ganar.

—Eso es problema mío.

Harry se encogió de hombros.

—Vale. Como quieras. ¿Eso es todo?

—No. Voy a regresar dentro de cinco minutos, y quiero que me dejes ese sitio.

—Genial. Estaba deseándolo.

—¿Sí? —En el rostro del encapuchado apareció una ligerísima sonrisa. Harry se encogió al verla.

Kid volvió a guardarse la pistola en la cazadora, cogió otra vez la guitarra y agarró el tirador de la puerta con la intención de salir de la cabina. En aquel momento Harry apretó un botón de un reproductor de CD que tenía en la mesa de mezclas y comenzó a sonar el tema That’s Not My Name de The Ting Tings.

Kid se detuvo en mitad de la puerta.

—¿La música la escoges tú? —quiso saber.

—Sí. Un tema guapo, ¿eh? Muy pegadizo.

—¿Aceptas peticiones?

Harry negó con la cabeza.

—No, me temo que no, colega. Ya tengo una lista de temas previstos.

—¿Y aceptas órdenes?

—Pues… ¿en qué estás pensando?

—En Vive y deja morir. Me pondrá del humor adecuado para lo de después.

—¿Y qué es lo de después?

—Voy a matar a una persona.

Harry ahogó una exclamación y, para ser un tipo que normalmente tenía la cara muy colorada, palideció un poco. Sin embargo, tuvo la sensatez de no hacer esperar a Kid. Dio vuelta a la silla y, con la velocidad típica de las personas que no quieren ser futuras víctimas de un asesinato, se agachó y otra vez se puso a rebuscar con frenesí en la caja de CD que tenía en el suelo.

Pero para cuando dio con el CD de Paul McCartney, Kid Bourbon ya se había ido.

Sabedor de que había una horda de criaturas no muertas y parcialmente descompuestas de camino hacia el hotel, Nigel Powell se aseguró de que la final diera comienzo lo antes posible. Lo primero, y lo más importante, era cerciorarse de que la orquesta supiera qué canciones iban a interpretar los finalistas. Había habido algunas quejas entre los músicos, pero Powell no tuvo paciencia con ellos y les dejó bien claro que las canciones que debían tocar no eran una cuestión que debatir. Tal como estaban las cosas, la orquesta acompañaría únicamente las actuaciones de Judy Garland y James Brown.

Ciertamente, aquella jornada se estaba convirtiendo en la más estresante de todas. El concurso «Regreso de entre los muertos» siempre le resultaba angustioso, pero este año estaba siendo un desastre ya desde el principio, y ahora el Padrino del Soul andaba por allí suelto intentando matar a tantos finalistas como le fuera posible. Hasta el momento, Powell no había descubierto el modo de asegurar que aquel imbécil asesino no llegase a la final.

Tras dejar resuelto el asunto de la música y otros detalles de última hora, se dirigió a la zona del escenario e hizo un ademán con la cabeza al encargado de las cortinas. En aquel momento se estaba oyendo el tema Vive y deja morir de Paul McCartney, pero la música cesó cuando le hizo una seña al técnico de sonido. Una vez que el auditorio volvió a quedar en silencio, se abrieron las cortinas y apareció Powell en el escenario, recibido por una oleada de vítores del público. Sin regodearse en la ovación tanto como tenía por costumbre, fue rápidamente a su asiento en el panel de jueces y se colocó entre Lucinda y Candy, que habían estado aguardando pacientemente a que regresara. Al tiempo que se sentaba se inclinó hacia Lucinda para susurrarle al oído:

—Estoy deseando que acabe todo esto de una vez. La verdad es que el concurso de este año es de los que más conviene olvidar.

—Y que lo digas —murmuró Lucinda.

—Por lo menos, las cosas ya no pueden empeorar.

—Oh, ya lo creo que sí.

—Lo dudo —musitó Powell en voz baja. Estaba haciendo un esfuerzo para disimular el estrés que le estaba causando el concurso—. Por lo menos ya está a punto de acabar.

Lucinda movió la cabeza en un gesto negativo, como si desaprobase algo que había dicho él. Pero antes de que Powell tuviera ocasión de preguntarle qué había querido decir con aquel gesto, apareció su rostro en el monitor gigante que habían colgado al fondo del escenario, y se lo pensó mejor.

Cuando el público se hubo calmado, salió Nina Forina y se situó en el centro del escenario, bajo los focos.

—Señoras y señores… ¡está a punto de empezar la final! —exclamó con un entusiasmo no del todo forzado. La multitud aplaudió, silbó, pataleó y vitoreó. Después de entretenerla durante unos pocos segundos más, hizo el anuncio que todos estaban esperando—: Son ustedes un gran público —gritó—. Recibamos con un fuerte aplauso a nuestra primera finalista, que va a interpretar Piece Of My Hearth. Con todos ustedes… ¡Janis Joplin!

Al tiempo que sonaban más aplausos y Nina se retiraba de la luz de los focos, salió de entre bastidores la cantante que encarnaba a Janis Joplin. Se acercó tímidamente hasta el centro del escenario con su vestido verde chillón y sus deportivas blancas y esperó bajo el foco a que el pinchadiscos de la cabina de sonido le pusiera la pista de acompañamiento de su canción.

Una breve pausa, y se empezó a oír una batería, seguida por una guitarra con los primeros compases de la canción. La cantante se puso a agitar los hombros y las caderas. Sus movimientos no seguían muy exactamente el ritmo de la música, y cuando empezó a cantar se hizo evidente la razón de ello. Tenía una voz grave y muy agresiva, y los primeros versos prácticamente los gritó.

—«¿No te hice sentir que eras el único hijoputa? ¡Sí! ¿Y no te di todo lo que podía dar una puta, cabrón gilipollas? ¡Cariño, sabes de sobra que sí!»

El público estalló en risas y exclamaciones. Aquella letra tan agresiva y llena de tacos a unos les echó a perder la canción, pero otros opinaron que la mejoraba. Nigel Powell, como no había visto a Janis en la audición, fue la única persona que se sorprendió al verla interpretar. Se inclinó una vez más hacia Lucinda y le susurró al oído:

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Hemos intentado avisarte.

—¿De qué?

—De que esta chica tiene un tic nervioso.

Powell se frotó la frente en un gesto de desesperación.

—Oh, brillante. Es perfecto. ¿Cómo no? Venga ya, si uno tiene un problema de tics nerviosos así de grave, no se presenta a un concurso musical, ¿no te parece?

—Por lo visto, se pone peor cuando canta.

—¡Dime que te estás quedando conmigo!

—Chist —contestó Lucinda—. Está llegando al estribillo. Es la mejor parte.

Powell, con grandes ademanes, se tapó los oídos con las manos para que al público no le quedara ninguna duda de lo disgustado que estaba con aquella actuación. Durante los cinco minutos siguientes, aquella interpretación, que casi con toda seguridad fue el peor tributo jamás rendido a la desaparecida Janis Joplin, consiguió destrozar la canción y ensuciarla con un sinfín de obscenidades.

Cuando por fin terminó, la cantante se quedó tímidamente bajo la luz de los focos, esperando los comentarios de los jueces. Que fueron un tanto dispares.

—A mí me ha encantado —dijo Lucinda con entusiasmo—. Pero que ganases tú será una tragedia, cielo, porque todos los otros son mejores que tú.

Lo más positivo que logró discurrir Candy fue:

—¡La indumentaria estupenda, la voz horrorosa!

Powell fue implacable:

—Das asco —dijo—. Lo tuyo es una vergüenza, y no tengo ni idea de cómo ni por qué te hemos clasificado para la final. Haz el favor de marcharte.

Y tenía toda la razón, por supuesto. Sin embargo, ahora que aquella cantante afectada de un tremendo tic nervioso había hecho su actuación en la final, ¿se decidiría el público a votarla en masa, sólo porque había resultado divertida? Otra irritación que añadir a la lista, que cada vez era más larga. Y la que encabezaba dicha lista era Julius.

En el silencio que siguió a la salida del escenario de la abatida imitadora de Janis Joplin, Powell se percató de que uno de los guardias de seguridad que se hallaban apostados junto al escenario intentaba llamar su atención. Era Sandy. El propietario del hotel le respondió con un gesto de cabeza, al tiempo que albergaba un críptico pensamiento: «Ya sabe lo que tiene que hacer.»

La verdad era que Sánchez estaba mucho más nervioso que Elvis. El Rey ya había actuado innumerables veces en un escenario. Había pocas cosas que le gustaran más que encontrarse delante del público. En cambio Sánchez se sentía inquieto por todo tipo de razones. Si Elvis lo hacía genial y ganaba el concurso, ¿qué sucedería? ¿Llegarían los zombis en tromba, y en tal caso, intentarían matar a todo el mundo? ¿O sólo a la gente del público? Y si Elvis perdía y el que ganaba era Julius, el que encarnaba a James Brown, ¿qué podía ocurrir entonces? ¿De verdad se hundiría el hotel y sería absorbido a las profundidades del infierno?

Sánchez no era, ni por asomo, una persona cerebral. Y tampoco particularmente racional. Todas las especulaciones le causaban una ansiedad tremenda. De manera que hizo lo que hacía siempre que estaba nervioso: se fue al aseo de caballeros con la intención de llenar la petaca de orina, destinada a la próxima víctima ingenua. Iba andando con un cierto temblor, a resultas de las experiencias que había vivido en aquel lugar, pero apoyado en el convencimiento de que estando en un hotel como el Pasadena los servicios estarían ya limpios desde hacía horas.

El pasillo que llevaba al aseo de caballeros se hallaba desierto, al igual que la mayor parte del hotel a aquella hora. Por lo visto, todo el mundo se había ido al auditorio a ver la final del concurso y saber quién iba a declararse vencedor del mismo. El cuarto de baño también estaba vacío, y Sánchez se alegró de ver que habían limpiado el estropicio anterior. Había desaparecido el charco de sangre que había salido de los retretes y se había extendido por el suelo, y también habían retirado los cadáveres de los cantantes. Y, lo que era casi igual de importante, tampoco se notaba ya aquel tremendo tufo, lo cual supuso un verdadero alivio. Se encerró en el cubículo número cuatro y, con un pulso notablemente firme, comenzó a mear dentro de la cromada petaca. Era una habilidad que había llegado a dominar con el paso de los años, y a pesar de lo nervioso que estaba, no le falló la puntería. Además, fue una meada sumamente satisfactoria. Cuando ya estaba terminando oyó que entraba alguien en el aseo y se bajaba la cremallera, un gesto preparatorio para echar una meada en uno de los urinarios.

Volvió a enroscar la tapa de la petaca, abrió el pestillo del retrete y se fue hasta uno de los lavabos para aclararse las manos rápidamente. Depositó la petaca junto al lavabo y abrió el grifo del agua caliente sin prestar mucha atención al individuo que estaba meando en el urinario del centro. Mientras se enjuagaba las manos, advirtió por el rabillo del ojo que el otro le estaba mirando. Sin pretender dar la impresión de que estaba observando cómo meaba otra persona, giró la cabeza furtivamente para ver de quién se trataba.

Las miradas de ambos se cruzaron durante un segundo nada más. No obstante, fue una fracción de tiempo más que suficiente. Sánchez agarró su petaca y echó a correr hacia la puerta esquivando todo lo que pudo la fila de urinarios. El tipo que estaba orinando era Angus el Invencible, y había visto y reconocido al desventurado camarero.

—¡Alto ahí, cabrón! —rugió Angus—. ¡Devuélveme mis veinte mil!

Sánchez no tenía los veinte mil. Lo único que tenía era una petaca llena de orina. Iba a tener que vender una cantidad enorme de ella para reunir veinte mil dólares, y hablando en términos generales, su orina se vendía a unos tres dólares el trago, en un día bueno.

En su carrera hacia la salida del aseo oyó el ruido que hacía Angus al subirse la cremallera. «¡Ahora lávate las manos!», pensó. Pero algo le dijo que Angus no iba a hacer tal cosa.

«¡mierda !»

La puerta del aseo pesaba mucho y no volvió a cerrarse tan deprisa una vez que Sánchez salió corriendo por ella. Emitió un ligero crujido y poco a poco fue volviendo a su sitio. Sánchez no tenía tiempo para perderlo cerrando puertas. Cegado por el pánico, echó a correr hacia la zona de la recepción del hotel. Tuvo que cubrir sus buenos cincuenta metros para llegar a las puertas de cristal que había al final del pasillo y que daban al vestíbulo. Y en lo que a correr se refiere, Sánchez era todo lo veloz que parecía. Lo cual equivalía a nada en absoluto.

Llegó a las puertas de cristal, embistió la que estaba a la izquierda y la abrió de un empujón. Invadido por el pánico como estaba, sus piernas no obedecían las instrucciones del cerebro tan rápidamente como él hubiera querido, así que perdió el equilibrio al atravesar la puerta y cayó al suelo del vestíbulo. Al incorporarse vio detrás de él, en el pasillo, a Angus, que había salido del aseo de caballeros y le estaba apuntando con un arma. Sin esperar a verle apretar el gatillo, buscó a toda prisa la mejor vía de escape.

¡bang !

Angus salió disparado del aseo de caballeros sin molestarse en lavarse las manos después de haber interrumpido la meada a toda prisa. Miró a izquierda y derecha, y entonces vio, a lo lejos, a Sánchez levantándose del suelo. Era evidente que el gordinflas había trastabillado al salir como una exhalación por las puertas de cristal del fondo. No perdió un minuto: sacó la pistola de la trinchera y apuntó hacia el fondo del pasillo, a aquel chorizo imbécil que tantos problemas le había causado. Sin tiempo para tomar puntería, disparó una vez.

¡bang !

El cristal de la puerta de la izquierda estalló en mil pedazos. La bala la atravesó, y dio la impresión de haber alcanzado quizás a Sánchez en el hombro, porque el muy cabrón se giró después de haberse puesto de pie. Si había resultado herido, no podía ser mucho más que un rasguño, porque no se quedó el tiempo suficiente para arriesgarse a recibir otro disparo. Angus vio que huía hacia el pasillo de la izquierda, que llevaba al bar. Se lanzó inmediatamente en pos de él; de ninguna manera pensaba consentir que aquel puñetero ladrón se le escapara de nuevo.

Echó a correr por el pasillo en su persecución. Cuando llegó a las puertas de cristal, salvó de un brinco el marco de la que había quedado hecha añicos por el disparo y aterrizó sobre un montón de cristales al otro lado. Notó que se le clavaban en la bota varios fragmentos y reajustó el salto rematándolo en una especie de triple zancada. Cuando ya estuvo seguro de que no pisaba más cristales, se miró el tacón de la bota y vio un trozo de vidrio que sobresalía de la misma. Se detuvo un instante y lo extrajo. Por suerte, el tacón era grueso y el cristal no había llegado a herirle el pie. Arrojó el fragmento a un lado y vio cómo resbalaba sobre el suelo de mármol y se detenía justo antes de la entrada principal, para que más tarde lo pisara algún desafortunado.

El área de recepción estaba completamente vacía. No se veía ni un alma. Aunque resultaba extraño que no hubiera recepcionistas trabajando, Angus tuvo en cuenta que él mismo las había advertido respecto del ejército de zombis que se dirigía hacia allí, y que además acababa de disparar un tiro. Aquellos dos factores juntos seguramente tuvieron mucho que ver con el hecho de que no hubiera gente alrededor. Miró frenéticamente a un lado y a otro buscando a Sánchez. Aquel saco de grasa le llevaba una buena delantera.

Su máxima prioridad era atrapar a Sánchez. Necesitaba saber dónde había escondido sus veinte mil dólares, y, si aquello no era posible, matarle sería un buen premio de consolación. Si consiguiera recuperar el dinero del anticipo, tendría lo suficiente para devolver un buen pedazo de las deudas contraídas. Y a lo mejor existía todavía la posibilidad de reclamarle a Nigel Powell los cincuenta mil que le había prometido por liquidar a Sánchez. Pero antes tenía que capturarlo. ¿Dónde diablos se habría metido?

Echó a correr por el pasillo que conducía al bar, pero se llevó la sorpresa de que Sánchez ya se había perdido de vista. Tras cincuenta metros aproximadamente, el pasillo terminaba en un amplio vestíbulo que tenía el bar a la derecha. Calculó que Sánchez debía de haber llegado hasta el final y luego se había dirigido hacia el bar.

Cuando llegó al final del corredor, descubrió una vez más que allí no había nadie. Todo estaba absolutamente vacío porque todo el mundo se había ido al auditorio a ver la final. En el bar de la derecha, todas las mesas y sillas estaban sin ocupar. Lo único vivo que quedaba era el solitario camarero de la barra pasando la bayeta, un joven rubio de veintipocos años vestido con el uniforme estándar consistente en pantalón negro, camisa blanca y chaleco rojo.

—¿Adónde cojones ha ido? —le rugió.

El camarero no respondió, pero ladeó la cabeza hacia una puerta que había detrás de la barra. Angus asintió con un gesto y corrió hasta un lado de la barra en que había un tablero basculante para dejar entrar y salir al personal. Levantó el tablero, lo dejó caer sobre el mostrador y cruzó a la carrera por el hueco. Luego, con un poco más de cuidado, empujó despacio la puerta trasera, que conducía a la cocina. Se asomó por ella, atento a una posible emboscada por parte de Sánchez. Si estuviera al tanto de la legendaria cobardía de éste no se habría tomado tantas molestias, pero la precaución era una cosa que había aprendido muy pronto en su carrera de asesino a sueldo.

La cocina también estaba vacía. Todos los empleados se habían ido, probablemente a ver el concurso. Pero habían dejado un desorden de órdago: carritos de comida de dos metros de altura repartidos por ahí sin orden ni concierto, numerosas encimeras todavía atestadas de comida, platos sucios y cubiertos sin fregar. Pero de Sánchez no había ni rastro.

Angus recorrió la estancia con la vista buscando otras vías de escape que pudiera haber tomado Sánchez. La cocina sólo tenía otra salida: en la pared del fondo, a su izquierda. Se trataba de una puerta blanca provista de una ventana redonda situada a la altura de los ojos. Mirando dónde pisaba, fue hasta ella cautelosamente pero con rapidez, sosteniendo la pistola y listo para disparar si Sánchez asomaba la cara. Cuando llegó a la puerta, giró la manilla pero se encontró con que estaba cerrada con llave. Aquello podía significar una de dos cosas. O Sánchez había huido por allí y había echado la llave por el otro lado, lo cual era poco probable.

O, y esto era mucho más plausible, su presa seguía estando en la cocina. En alguna parte.

Sólo unas horas antes Emily se sentía bastante cómoda estando en la final. Como sabía que los otros cuatro finalistas también habían sido preseleccionados, se sentía menos culpable del mecanismo que la había llevado hasta allí. No había llegado a conocer razonablemente bien a Johnny Cash, Kurt Cobain, Otis Redding e incluso James Brown, pero ahora que los tres primeros estaban muertos y que el cuarto, James Brown, seguramente era el responsable de dichas muertes, tenía unos cuantos finalistas que conocer. Freddie Mercury y Janis Joplin se mostraron simpáticos y afectuosos, e inmediatamente hizo buenas migas con ellos. Además, se sintió bastante segura de poder ganarles.

Los dos finalistas nuevos a los que todavía no se había presentado eran Elvis y el Blues Brother. En aquel momento, Elvis se encontraba en el escenario cantando lo mejor que sabía.

Consciente de que necesitaba estar siempre rodeada de otras personas por si acaso le echaba el ojo encima el asesino, aprovechó aquella oportunidad para presentarse al Blues Brother. Uno o dos minutos antes lo había visto dirigirse a la sala que había detrás del escenario, así que regresó allí para saludarle.

Lo encontró solo, sentado en una de las butacas tapizadas del rincón, comiendo alitas de pollo de un plato de papel que tenía apoyado en las rodillas. Tenía delante una mesa baja y otra butaca al lado de ésta. Como la butaca no estaba ocupada, se acercó con la intención de presentarse, aunque titubeó un momento. El Blues Brother aún llevaba puestas las gafas de sol, de modo que resultaba difícil distinguir si uno era bienvenido o no.

—Hola, soy Emily —dijo sonriendo, y tendiéndole la mano.

El Blues Brother tenía la boca llena de pollo, y se apresuró a tragar los últimos trocitos.

—Hola, yo soy Jacko —respondió en tono afable—. No te doy la mano, si no te importa. Tengo los dedos llenos de grasa.

—Da igual —dijo Emily retirando la mano que le había ofrecido—. ¿Te importa que me siente? —Indicó con una seña la butaca de enfrente.

—No, no. —Jacko depositó en la mesa el plato de papel, que ya estaba vacío a excepción de varios huesos roídos, y cogió una servilleta para limpiarse las manos.

Emily tomó asiento.

—¿Estás nervioso?

Jacko se encogió de hombros.

—La verdad es que no. ¿Y tú?

—Un poco. —Deseó poder verle los ojos—. Antes has estado fenomenal.

—Gracias. Tú también. Seguro que llevas mucho tiempo cantando.

—Sí. Me entró el gusanillo de pequeña, al ver cantar a mi madre en locales de actuaciones.

Jacko esbozó una media sonrisa.

—Nunca se pierde el aroma que le llena a uno la nariz la primera vez que ve actuar a un gran artista, ¿a que no? Si te atrapan en su hechizo, ya no te libras nunca de la necesidad de hacerlo tú también, de sentirlo en los pulmones, ese aroma del local que te recuerda aquella actuación, ¿verdad?

—Así es, exactamente.

—Sí. Lo sé. Es una lástima que las personas como Nigel Powell no lleguen a comprenderlo. Powell no es más que un hombre de negocios que intenta recrear ese aroma y venderlo. Este concurso carece de ello. El único olor que tienen aquí es el que proviene directamente de una lata.

—Ya, supongo. Pero sería genial ganarlo, ¿no?

—¿Tú crees?

—Pues sí. ¿Tú no?

—Bueno, ganar siempre es agradable. Pero si uno no gana, tampoco se acaba el mundo.

Emily no terminaba de entender a aquel tipo.

—Vale, ¿y lo del dinero? Tener ese dinero sería estupendo, ¿no te parece?

Jacko terminó de limpiarse las manos y volvió a dejar la servilleta en la mesa.

—¿Por eso estás tú aquí? ¿Por el dinero?

—Bueno, no. No es sólo por el dinero.

—También por la fama, ¿verdad? —No había nada agresivo en su manera de hablar. Simplemente daba a entender que el hecho de que Emily persiguiera la fama y la fortuna era algo banal.

—No me malinterpretes —dijo ella a la defensiva—. El reconocimiento estaría bien, pero el dinero es importante. Es para mi madre. Está muy enferma, y ese dinero le vendría muy bien.

Jacko sonrió y afirmó con la cabeza.

—Claro. Entiendo lo que quieres decir. La familia es importante. Hay que cuidar de ella, aunque sea necesario arriesgar los valores que tiene uno, ¿no?

—¿A qué te refieres con eso de arriesgar mis valores? —Emily sintió un rubor que empezaba a caldearle las mejillas.

Jacko hizo un gesto con la mano señalando el entorno, como queriendo indicar el auditorio entero y todo lo que contenía, tanto personas como objetos.

—¿Realmente para esto empezaste a cantar? —preguntó—. ¿Para poder ganar un concurso de talentos y ganar dinero fácil?

—Eres bastante directo, ¿no?

—No pretendo ofenderte. Únicamente te pregunto si es por esto por lo que te metiste en la música.

—Bueno, es esto o hacer giras por bares y locales ganando justo lo suficiente para ir tirando, ¿no?

Jacko se quitó las gafas de sol.

—Ésa es una manera muy digna de ganarse la vida —dijo, sonriente.

—En efecto. Pero así es imposible hacerse rico, ¿no?

—Así que estás aquí por el dinero.

Emily meneó la cabeza negativamente y sonrió. El tal Jacko era un guasón.

—A veces lo parece, sí —admitió en voz baja—. Pero para ser sincera debo decir que me encanta actuar frente a un público. ¿Qué excusa tienes tú? ¿Por qué cantas?

Jacko dejó la vista perdida en el techo.

—Me he perdido. Se me ha olvidado por qué me metí en la música de entrada. Esto de aquí, este concurso, no es más que un atajo para conseguir dinero y adulación. No es exactamente dejarse el pellejo.

—De modo que es como venderse, ¿no? —apuntó Emily en tono irónico.

—Eso es exactamente lo que es.

—¿Así que tú prefieres tocar en locales?

Jacko suspiró.

—Sí. Me encantaría volver a tocar en locales. Bares llenos de humo, ahí es donde se opera la magia. Actuar lo justo para poder pagarte la siguiente comida, sabiendo que, si la cagas, tu público te lo va a hacer saber. —Señaló el auditorio—. Ese público de ahí fuera sería capaz de aplaudir a un mono tocando el banjo, sólo con que tuviera una historia triste que contar. Pero tocar en locales nocturnos, eso sí que es auténtico.

Tenía razón, y Emily lo sabía.

—Coincido contigo —le dijo—. Aquéllos fueron los mejores momentos de mi vida, cuando trabajaba en locales nocturnos. Me encantaría volver algún día y cantar mis propias canciones, ¿sabes? Sin imitar a otro artista. Sería maravilloso. A lo mejor, si lo hago bien aquí, me surge esa oportunidad. Pero por el momento, la gente quiere verme hacer de Judy Garland.

—Así que te estás vendiendo.

—Como hacemos todos, ¿no?

—Sí, en efecto. Pero las joyas de la familia sólo se pueden vender una vez.

—¿Cómo es eso?

—Una vez que te vendes, ya no hay posibilidad de dar marcha atrás. No podemos recuperar la credibilidad que nunca hemos tenido.

—Yo me he dejado el pellejo trabajando en locales nocturnos —replicó Emily a la defensiva.

—Yo también, pero fíjate cómo estamos ahora. Imitando a otros artistas. No es precisamente así como tenía previsto que se desarrollase mi carrera. Mírame. Soy el perdedor por antonomasia. Los propios Blues Brothers eran poco más que un grupo que rendía tributo a otros, y aquí estoy yo, encarnando a un artista que ya imitaba a otro. Es lo más bajo que se puede caer, ¿no crees?

Hablaba como si realmente lamentase la trayectoria que habían seguido las cosas en su caso. Por primera vez, Emily empezó a reflexionar sobre el hecho de que ella había renunciado al sueño de ser una cantante por derecho propio para lanzarse a por la pasta encarnando a Judy Garland. Si ganaba aquel concurso, así es como la recordarían para siempre. Si se hacía famosa por ser la estrella de un reality, jamás obtendría credibilidad por nada más. Sería siempre la chica que cantaba como Judy Garland. Pero aquél era el precio que iba a tener que pagar por alcanzar el éxito que deseaba. Era absurdo deprimirse por ello.

—No todo es negativo, Jacko —dijo, intentando aportar optimismo—. Si ganas, podrás hacer realidad todos tus sueños. Podrías volver a cantar en locales, y no tendrías que preocuparte nunca más por el dinero.

Jacko volvió a ponerse las gafas de sol.

—Sabes, los sueños sí se hacen realidad, Emily —repuso al tiempo que se ponía de pie—, pero no son gratuitos. —Le sonrió y añadió—: Tengo que refrescarme un poco, salgo a escena dentro de un minuto. Ha sido un placer conversar contigo.

Emily rememoró la conversación que había tenido con Kid Bourbon. Éste había dicho que el ganador del concurso estaría vendiendo su alma al diablo. Ahora comprendió lo que había querido decir. Era en sentido metafórico, obviamente.

¿O no?

Elvis estaba de pie frente a los jueces, mirándolos por turnos a los tres. Acababa de llevar a cabo la mejor interpretación de su vida del tema Eres el diablo disfrazado y estaba aguardando la reacción del jurado. Probablemente estaba más nervioso de lo que había estado nunca. Que era muy poco.

El plan inicial consistía en interpretar la canción con un poco menos de calidad, para así dar a Julius mayores posibilidades de ganar el concurso con su imitación de James Brown, pero cuando llegó la hora de la verdad pensó: «Que se joda Julius.» Ni siquiera le caía bien aquel tipo. ¿Por qué iba a darle nada, sólo porque supuestamente fuera el apóstol número trece y fuera a librar a aquel hotel de todos los putos zombis devoradores de carne que había fuera? Diablos, los demás finalistas no iban a ponerle las cosas fáciles, de modo que ¿por qué iba a ponérselas el Rey? Además, si efectivamente los no muertos invadían el hotel, él era una de las personas que casi seguro saldrían de aquélla de una sola pieza. A lo largo de su vida había visto vampiros, hombres lobo y ahora zombis, y había sobrevivido a todos ellos, pequeña. Seguía de una pieza, y sin despeinarse.

Como el profesional que era, lo había dado todo en la actuación. La voz estuvo en su sitio, el giro de caderas enloqueció a las féminas del público, y la sonrisa… bueno, la sonrisa era toda suya. El primer miembro del jurado que hizo un comentario fue Candy. Se inclinó hacia delante estrujando los senos con tanta fuerza que casi se entabló una pelea por ver cuál de las dos cosas se salía antes: los ojos de Elvis o los pezones de ella.

—Elvis, cariño, me parece que me he enamorado de ti. Has estado simplemente fantástico. Tengo que decirte que, con esos movimientos de baile, a todas las mujeres que estamos aquí se nos han aflojado las rodillas. Felicidades. En mi opinión, ¡tienes todas las de ganar este concurso!

La multitud prorrumpió en aplausos y pataleos, y el ruido sólo cesó cuando empezó a hablar Lucinda.

Mostró idéntico entusiasmo:

—Eres el mejor, Elvis. ¡Eres el mejor! —gritó, al tiempo que agitaba la cabeza de un lado para otro y señalaba el escenario con las manos.

Una vez más, el público rompió a aplaudir.

Quizá resultaba inevitable que los únicos comentarios negativos tuviera que hacerlos Nigel Powell, que estaba representando muy bien su papel de juez muy poco impresionado.

—En fin, no ha estado mal —empezó, lo cual le valió algunos abucheos del público—. Insisto, no ha estado mal. Imitadores de Elvis los hay a patadas en los locales nocturnos. Ha estado bien, sí, pero no creo que haya sido suficiente para ganar este concurso. Lo cierto es que en realidad no te mereces estar en este escenario con los otros finalistas. Pero te deseo buena suerte.

Elvis se dirigió hacia el lateral del escenario con su garbo de siempre, despidiéndose del público con la mano y lanzando besos a toda mujer guapa con la que pudo establecer contacto visual. Una vez detrás del telón, se sintió ligeramente sorprendido, por no decir decepcionado, de ver que Sánchez había desaparecido. «¿Me habrá visto cantar este gordo cabrón, por lo menos? ¿O se habrá dado el piro a alguna parte a zamparse una enchilada?»

Decidió quedarse un rato detrás del cortinón rojo para esperar a que volviera Sánchez. Se anunció la entrada de Freddie Mercury, el cual saltó al escenario todo contento para actuar. Justo en aquel instante apareció al lado de Elvis la chica que encarnaba a Judy Garland y le tocó apenas el brazo para reclamar su atención.

—Hola, soy Emily. Sólo quería decirte que en mi opinión has estado genial —le dijo—. Tienes una voz de lo más potente y una forma de moverte realmente maravillosa. ¿Te sale improvisado, o es que ensayas mucho?

Elvis se encogió de hombros con un ademán de despreocupación.

—Es todo improvisado.

—¿Pues sabes quién opina de verdad que eres genial? —le dijo Emily tocándolo otra vez en el brazo.

—¿Quién? —En líneas generales, Elvis estaba convencido de que todo el mundo lo consideraba genial. Y en líneas generales estaba en lo cierto.

—Janis Joplin —susurró Emily.

—¿Cómo?

—Me parece que le gustas.

—¿Sí? ¿Y dónde está?

—Ahí detrás. ¿Por qué no te acercas a saludarla?

—¿Estás de coña?

Emily se echó a reír.

—No, pero es que a ella le da un poco de apuro acercarse a ti porque, bueno, ya sabes, tiene ese problema.

—¿Qué problema?

—Lo de los tics nerviosos. No se le da muy bien conocer a gente nueva. Incluso me ha llamado a mí… —Emily se sonrojó— una palabra totalmente impropia de una señorita cuando la he felicitado por su actuación.

—Ah, ya. Eso. Bueno, la verdad es que me gustan las mujeres que dicen tacos. —Detrás de ellos estaba Freddie Mercury dando comienzo a una impresionante interpretación del tema de Queen ¿Quién quiere vivir para siempre?

—Estupendo —dijo Emily—. ¿Quieres que te la presente yo?

—Perfecto. Tráetela aquí.

Emily desapareció camino de la sala situada tras el escenario y dejó a Elvis viendo la actuación del concursante que encarnaba al desaparecido vocalista de Queen. Ya había finalizado su interpretación y estaba de pie ante los jueces cuando regresó Emily acompañada de Janis Joplin, con cara de estar nerviosa. A Elvis le gustó su aspecto físico; tenía un poco pinta de chiflada, y a pesar de que parecía más bien tímida, Elvis sabía que en cuanto abriese la boca empezaría a salir por ella toda clase de guarradas. Justo la clase de chica que le gustaba a él.

—Hola otra vez, Elvis —dijo Emily, sonriente—. Por cierto, ¿cuál es tu verdadero nombre?

—Elvis.

—Vaya. Qué práctico, ¿no?

—Supongo. —No había duda: aquel tío exudaba una pachorra increíble.

—Bueno, quisiera presentarte a una amiga mía, Janis Joplin.

Elvis advirtió que Janis estaba tremendamente nerviosa por conocerlo. Pero como con las mujeres se sentía tan seguro de sí mismo como con todo lo demás, se adelantó y le tomó la mano izquierda; se la llevó a la boca y le plantó un ligero beso en el dorso.

—Encantado de conocerte, Janis. ¿Cuál es tu nombre auténtico?

—¡coño ! —chilló Janis.

Elvis frunció el entrecejo.

—Ya es mala suerte llamarse así. ¿En qué estaban pensando tus padres cuando te pusieron ese nombre?

—No, no, perdona —balbució Janis—. Me llamo Janis. No ha sido mi intención que… que… eso. No es más que una reacción nerviosa.

—Bueno, pues estoy encantado de conocerte —repitió Elvis mirándola a los ojos.

—Yo también estoy encantada de conocerte, ¡imbécil !

En eso intervino Emily en el incipiente cortejo:

—Chist —susurró—. El jurado está comentando la actuación de Freddie Mercury.

Los tres jueces estaban dando su aprobación, y Powell incluso llegó a decirle a Freddie que había sido el que mejor lo había hecho hasta el momento.

—Vaya —dijo Emily con aire pensativo—. Sí que les ha gustado, ¿no?

Elvis la miró y se le ocurrió que era una joven dulce, inocente y sumamente agradable. No era su tipo, por supuesto —a él le gustaba mucho más Janis Joplin, con aquella lengua tan sucia que tenía—, pero no pudo evitar alegrarse de que hubiera llegado a la final y no hubiera sido asesinada por Gabriel. Al menos de momento.

—¿Sabes una cosa, Emily? —le dijo—. Llevas razón.

—Gracias —contestó ella, aturdida por aquel súbito cumplido.

—¡puta ! —chilló Janis, e inmediatamente trató de arreglarlo con un «perdón».

Elvis esbozó una sonrisa satisfecha. Janis era realmente divertida. Decididamente, su tipo de mujer. Sin embargo siguió mirando a Emily varios segundos más, porque no quería que Janis viera que le resultaba gracioso su problema. Una vez más, volvió a exhibir su encanto:

—Bueno, Emily, por muy bien que lo hayamos hecho tanto Janis como yo, y aunque aquí, el Freddie Mercury al parecer lo haya bordado, sigo pensando que la ganadora vas a ser tú. Si eres tan buena como dicen todos, vas a arrasar.

Emily le dio las gracias con una sonrisa y se frotó la frente.

—Gracias, pero tengo un dolor de cabeza que me parte.

Janis alzó una mano y se la puso en la frente.

—¡Mierda! Tienes un chichón la puta de grande. ¿Qué te ha pasado?

—Si quieres saberlo, es por los golpes contra el suelo que me ha dado un tío que intentaba matarme.

Elvis sintió un escalofrío en la columna vertebral. Así que ¿Gabriel había intentado cargársela?

—¿Cómo ha sido? —le preguntó.

—Un motero enorme, con la cabeza afeitada, que intentaba matarme, pero antes de que pudiera rematar el trabajo acudió en mi rescate otro tío y le pegó un tiro. Para serte sincera, todavía estoy un poco aturdida por todo esto, y no sólo por haberme golpeado la cabeza contra el suelo.

—Oh. —La fría reacción de Elvis ocultaba la sensación de desconcierto que le había producido aquel nuevo giro de los acontecimientos. De modo que Gabriel estaba muerto y Sánchez desaparecido. Había que ponerse a pensar. ¿Qué estaba ocurriendo? Mientras acariciaba el culo a Janis Joplin, le vino otro interrogante a la cabeza: ¿llevaría bragas Janis?

Mientras Elvis buscaba las respuestas a todas aquellas importantes preguntas, Freddie Mercury abandonó el escenario y se reunió con ellos. Llevaba una ancha sonrisa en la cara y no podía disimular la emoción que quería compartir con ellos.

—¿Qué, lo habéis oído? —les preguntó—. ¡Me han dicho que hasta ahora soy el mejor!

—Me alegro por ti. Enhorabuena —le dijo Emily.

—¡gilipuertas ! —chilló Janis.

—Dice que eres muy bueno —tradujo Elvis en defensa de Janis.

—Gracias —contestó Freddie—. Bueno, ¿y a quién le toca ahora?

Elvis miró alrededor.

—Se supone que al Blues Brother. Pero no se le ve por ninguna parte.

Miró fijamente a Emily unos instantes, y después agregó en voz baja:

—No habrá desaparecido también, ¿no?

Angus el Invencible barrió la cocina con la mirada. Estaba hecha un desastre, como si la hubiera abandonado todo el mundo en un simulacro de evacuación de incendio. Carros con ruedas desperdigados por ahí, utensilios de cocina tirados por las encimeras. Todo estaba sucio de restos de comida, salsas y harinas. También había carritos con bandejas abandonados sin orden alguno, y por todas partes flotaba un olor a muerto que lo impregnaba todo, aunque lo más probable era que fuera de carne podrida.

Sin embargo, el estado en que se encontraba la cocina no tenía importancia. Para Angus, lo primordial era averiguar el escondite de aquella comadreja de Sánchez. Lo único que tenía que hacer era quedarse quieto un momento, mirar en derredor y escuchar. Con un poco de suerte, su presa revelaría su paradero por sí sola.

Y así lo hizo.

En el rincón de enfrente, como a unos diez metros de donde estaba él, Angus vio una puerta grande y metálica que daba la impresión de ser la de una cámara frigorífica. En la primera inspección visual no le había prestado atención, porque suponía que Sánchez no iba a ser tan idiota como para esconderse en un lugar que era obviamente un callejón sin salida. Pero entonces se acordó del porrazo que se dio en la cabeza el muy imbécil solo, mientras intentaba disparar una pistola, y le resultó totalmente lógico. Sánchez era un bufón, y sin duda alguna lo bastante memo para esconderse en un recinto cerrado que sólo tenía una puerta para entrar y salir.

Fue entonces cuando reparó en la prueba decisiva. En el suelo, frente a la puerta metálica, había un pequeño charco de sangre. Al mirarlo más de cerca vio un reguero que iba hasta la puerta por la que había entrado, procedente del bar. Debía de haber herido a Sánchez al disparar en dirección a las puertas de cristal del vestíbulo. El reguero se extendía desde la puerta del bar hasta el charco, y allí se interrumpía bruscamente.

«Lástima que resulte tan fácil», pensó con una sonrisa.

Acto seguido, pisando con sumo cuidado, siguió el rastro de sangre procurando no hacer ruido. Al llegar a la puerta de la cámara se inclinó hacia ella y pegó el oído al frío metal. Dentro no se oía nada. Entonces asió la gran manivela metálica y tiró de ella con suavidad. Llevaba un muelle interior, de modo que se alzó sola y la puerta se abrió ligeramente. Angus fue más cauteloso todavía, porque existía la posibilidad de que Sánchez estuviera armado. Muy despacio, manteniéndose fuera de la trayectoria de cualquier ataque, agarró la manivela y abrió la puerta del todo.

Nadie salió a la carga. Ladeó la cabeza y escuchó. Nada. Rodeó la puerta y se plantó delante de la entrada, apuntando con la pistola a lo que, a juzgar por la temperatura reinante, era sin lugar a dudas una cámara frigorífica.

Dentro flotaba una ligera neblina que dificultaba ver con nitidez, pero aun así distinguió tres armarios con estantes que iban desde el suelo hasta el techo, repletos de cajas y bolsas de comida y separados por pasillos. Las paredes estaban mojadas por efecto de la condensación, y toda la cámara estaba inundada de una humedad incómoda y pegajosa. Había también varios cerdos abiertos en canal, colgados del techo. Pero de Sánchez, ni rastro. Angus examinó el suelo y vio que el reguero de sangre continuaba hacia el pasillo del fondo a la izquierda. Era lo que cabía esperar, porque era la zona de la cámara que estaba más lejos de la puerta.

Fue muy despacio hasta el armario de la izquierda y se asomó por el filo del mismo. Había una larga hilera de cerdos sin cabeza, colgando del techo. El rastro de sangre proseguía hasta más allá. A Angus le dio por pensar que aquella sangre tenía algo raro; no daba la impresión de haber ido goteando de una persona que estuviera caminando o corriendo, sino que se extendía formando una línea sin interrupciones, como si Sánchez se hubiera arrastrado por el suelo boca abajo. Se acercó con cuidado al primer cerdo abierto en canal a la vez que hacía presión con el dedo en el gatillo de la pistola. En aquella parte de la cámara el hedor era especialmente repugnante. Sin duda procedía de carne en estado de descomposición que llevaba demasiado tiempo allí, aunque tenía que estar pasada de verdad para superar el efecto de la congelación. O eso, o Sánchez se había cagado en los pantalones.

El pasillo tenía poco más de cinco metros de largo. A Sánchez no se le veía por ningún lado. Sin dejar de mirar a un lado y a otro por si sufría una emboscada, Angus siguió el rastro de sangre hasta que éste se interrumpió de repente a escasa distancia del final del pasillo. Se detuvo y miró alrededor. Para haberse interrumpido el reguero de sangre, Sánchez debería haberse subido a algo. Los estantes de uno y otro lado estaban llenos de cajas apiladas. Contra la pared del fondo, sobresaliendo por detrás de la última caja del estante más bajo de todos, apareció exactamente lo que estaba buscando Angus: un par de mocasines relucientes. Al acercarse un poco más se dio cuenta de que el propietario de los mismos los llevaba todavía puestos.

Rodeó el último cerdo muerto y se plantó de un salto delante de los zapatos, con el arma apuntada y lista para disparar. Pero lo que encontró no era lo que esperaba. Bajó la pistola, con gesto ceñudo y completamente perplejo por lo que vio. El propietario de aquellos zapatos era un hombre, pero ya estaba muerto. Y medio congelado, además. Y no era Sánchez. Entonces, ¿quién coño era? Tenía toda la cara manchada de sangre congelada, que le llegaba hasta la barbilla, pero que había quedado frenada por un pañuelo que llevaba anudado al cuello. Angus hurgó en el interior de la americana gris del muerto y encontró un permiso de conducir. Lo sacó y lo examinó atentamente en medio de la neblina helada. El rostro de la foto coincidía con la cara destrozada y ensangrentada del cadáver.

—Pero ¿quién cojones es Jonah Clementine? —susurró en voz alta.

Apenas había terminado de hacerse dicha pregunta cuando de pronto se cerró la puerta de la cámara con un fuerte golpe.

«¡Mierda! ¡Sánchez!»

Sánchez se había escondido como un conejo bajo una de las mesas metálicas con ruedas que había en la cocina. Había encontrado una cubierta por un mantel que colgaba por los cuatro lados de la misma y llegaba casi hasta el suelo, y se había colado debajo de ella. Para alivio suyo, el mantel lo tapó entero, salvo los pies. Así y todo, solamente se los verían si alguien se agachaba para inspeccionar.

Para él fue un alivio enorme que Angus sucumbiera por fin a la corazonada y siguiera el reguero de sangre que llevaba hasta el interior de la cámara frigorífica.

Durante unos instantes de terror no tuvo nada claro qué iba a hacer aquel sicario vengativo. Sánchez no era una persona inteligente, y desde luego nadie lo había descrito nunca como habilidoso. Furtivo, sí. Traicionero y poco de fiar, seguro. Dado a escabullirse, sin ningún género de duda. Pero ¿habilidoso? Qué va.

Había visto el reguero de sangre y había apostado a que Angus lo seguiría hasta el interior de la cámara. Por fin una de sus apuestas le salía bien. Cuando su vida corría peligro, su capacidad para escabullirse casi de cualquier situación alcanzaba niveles de genialidad reservados tan sólo a tipos de la altura de Einstein.

Naturalmente, sus momentos de genialidad por lo general iban seguidos de una abrumadora sensación de engreimiento y de un poderoso deseo de alardear, la cual, tal como había demostrado la historia en numerosas ocasiones, prácticamente siempre iba seguida de un escarmiento. Era una lección que no había terminado de aprender con el paso de los años.

Salió de su escondrijo, se acercó de puntillas hasta la puerta de la cámara y la cerró de golpe. A lo largo de la prolongada y anodina carrera que venía desarrollando en la zona marginal del sector de la hostelería, con frecuencia se había topado con cámaras frigoríficas como aquélla, y sabía que, por alguna razón, nunca se podían abrir desde dentro. No tenía la menor idea de por qué. ¿Sería por si acaso los alimentos cobraban vida por la noche e intentaban escapar? ¿Quién sabía? Fuera como fuese, era algo que agradecía enormemente. Del otro lado de la puerta metálica le llegó la voz de Angus pronunciando una única palabra:

—¡Joder!

Sánchez, triunfante, le gritó desde su lado de la puerta:

—¿A que te he dejado helado, gilipollas?

De inmediato la voz amortiguada del asesino le contestó con otro grito:

—¡Estás muerto, saco de mierda!

—¡Vamos, tío, no seas tan frío!

Incapaz de contenerse y dejar de refocilarse y de hacer chistes malos, Sánchez se arrancó con un baile de caderas que normalmente reservaba para la intimidad de su casa. Incorporó además un surtido de muecas de burla dirigidas a la puerta de la cámara, regodeándose en el hecho de haber sido más listo que un asesino mundialmente famoso. No podía evitarlo, su regocijo estaba cargado de más engreimiento y autobombo si cabe porque sabía que Angus se encontraba al otro lado de una puerta de acero cerrada a cal y canto y no podía hacer nada al respecto.

¡bang !

Sánchez vio saltar una chispa de la manivela de la puerta y oyó un leve chasquido. Al otro lado, Angus estaba disparando a la cerradura.

«¡Joder!»

El baile triunfal se acabó de repente. Sánchez se lo pensó mejor y echó a correr como alma que lleva el diablo.

Jacko estaba en la sala de atrás, haciendo inspiraciones profundas a fin de prepararse para su inminente interpretación de Mustang Sally. Llevaba puestas las gafas de sol oscuras de Kid Bourbon, el sombrero del imitador de Frank Sinatra y un traje que había pertenecido a alguien que seguramente estaba muerto. Estaba solo; todos los demás se habían buscado un sitio mejor para ver actuar a los finalistas. Mientras contaba los segundos que faltaban para salir a escena, por fin reapareció Kid Bourbon por una puerta situada al fondo de la sala.

—Estaba empezando a pensar que te habías ido a casa —comentó Jacko.

Kid fue hacia él llevando en la mano derecha una elegante guitarra Fender de color negro.

—Toma —rugió al tiempo que le tendía el instrumento—. Usa esto.

Jacko cogió la guitarra con las dos manos.

—Estarás de coña, ¿no?

—Puedes tocarla en la final.

—Pero si no es necesario. Esta vez me van a poner una pista de acompañamiento de karaoke. Ni siquiera necesito la armónica.

—Esta vez no vas a cantar Mustang Sally.

—Claro que sí.

—Prueba. A ver cuánto duras vivo.

Aquella voz le raspó los nervios a Jacko igual que un puñado de grava sobre una superficie recién pintada. Apoyó la guitarra en el suelo en posición vertical, con el mástil descansando sobre su pierna izquierda para que no se cayera. A continuación se quitó las gafas de sol y miró a Kid a los ojos.

A ver, tenía entendido que querías que yo ganase este concurso. Ya casi me sé la mitad de la letra de Mustang Sally. ¿Para qué voy a cantar ahora otra cosa? ¡Mierda, tío, tengo que salir al escenario dentro de un minuto!

—He anulado la pista de karaoke. Esta vez vas a tocar un solo de guitarra.

Jacko se guardó las gafas en el bolsillo delantero de la americana negra y levantó la guitarra para verla bien.

—¿Está afinada, por lo menos? —se quejó.

—¿Cómo cojones voy a saberlo yo?

Jacko cogió la bandolera negra de la guitarra y se la pasó por la cabeza para que le quedase colgando sobre el hombro. Seguidamente tocó un acorde y empezó a girar las clavijas que sujetaban las cuerdas.

—¿Lo ves? Te sale con toda naturalidad —dijo Kid dándole una palmada en el hombro.

Jacko dejó escapar un gruñido.

—Joder, tío, éste es el peor plan del mundo.

—Puede. Pero si sale bien, estamparás tu nombre en el contrato.

—Y a ti te gustaría, ¿a que sí?

—Sí.

—¿Y si pierdo?

—Te mataré.

—Bien. Entonces no me presiones, ¿vale?

—Ponte las gafas. Te queda un minuto.

Jacko sacó las gafas del bolsillo y se las volvió a poner.

—Bueno, ¿y qué voy a cantar? Ya les he dicho a los organizadores que iba a interpretar otra vez Mustang Sally.

Kid metió la mano en el interior de la cazadora como si fuera a sacar una pistola, sólo que esta vez sacó un CD. Grandes éxitos de los Blues Brothers. Lo sostuvo delante de la cara de Jacko y señaló con el dedo la lista de temas que figuraba en la parte de atrás.

—La pista tres.

Jacko recorrió la lista con la mirada, se detuvo en la pista número tres y leyó despacio el título. Entonces miró a Kid por encima de las gafas de sol.

—Eres un hijo de puta.

—Sí.

Emily estaba ansiosa por salir a escena a actuar. A continuación le tocaba el turno a Jacko, y el último de todos sería James Brown, como colofón. Estaba segura de poder superar a los tres concursantes que la habían precedido. Janis Joplin había sido un desastre total. Elvis y Freddie Mercury habían estado impresionantes, pero si estaba en forma, tenía la plena seguridad de poder ganarles. No le cabía duda alguna de que James Brown iba a suponer una seria amenaza para sus posibilidades de ganar el concurso, aunque no necesariamente por lo bien que cantaba. El Padrino del Soul era sumamente peligroso y muy capaz de sacarle un arma, no era precisamente el tipo con el que una quisiera tropezarse en un pasillo oscuro. La variable desconocida era el Blues Brother, Jacko, que estaba a punto de salir al escenario. De hecho, Nina Forina ya estaba en el centro del entarimado, preparada para anunciarlo.

—Señoras y señores —retumbó su voz una vez más por todo el auditorio—, les ruego que reciban con un fuerte aplauso a nuestro cuarto participante de la final. Interpretando el tema Mustang Sally, les presento a… ¡el Blues Brother!

El público obsequió a Jacko con una rendida ovación y hasta unos cuantos aullidos lobunos. Su actuación anterior, con la armónica, había sido extraordinariamente bien recibida, sobre todo cuando consiguió que el público lo acompañase un poco coreando la canción. De modo que, cuando subió al escenario con una guitarra negra en bandolera sobre el hombro, los aplausos duplicaron su volumen y los silbidos quedaron ahogados por los vítores y los pataleos. Emily lo contemplaba mientras un técnico conectaba la guitarra a un amplificador, y se dijo que si la vez anterior se había sentido presionado, ahora debía sentirse diez veces peor. Aunque él le había asegurado que no estaba nervioso, tenía que estarlo por fuerza. Todos se enfrentaban a una actuación importante, y ésta tenía el potencial de cambiarle a uno la vida para siempre.

Cuando por fin fueron cediendo los aplausos, lo que siguió fue… un silencio. No acababa de oírse la música de acompañamiento, los altavoces repartidos por el auditorio permanecieron mudos.

Jacko se acercó al micrófono colocado bajo el foco que iluminaba el centro del escenario y habló en voz baja.

—Esto… en el último minuto he decidido interpretar un tema distinto. —Se aclaró la garganta al tiempo que comenzaba a elevarse un grave murmullo de entre el público—. Además, voy a cantar sin acompañamiento, pero —miró hacia el foso de la orquesta que tenía delante— si alguien de la banda desea sumarse, por mí encantado.

Emily se quedó boquiabierta. ¿Había perdido el juicio? El público pareció hacerse eco de su misma opinión. Los murmullos se incrementaron, y en el foso de la orquesta situada frente al escenario los músicos se miraron los unos a los otros con expresión de perplejidad y se prepararon para tocar por si acaso surgía la oportunidad.

Y entonces Jacko empezó a tocar la guitarra.

Se le veía nervioso, y era evidente que estaba muy concentrado en puntear lentamente las cuerdas. ¿Y qué rayos estaba tocando?

Emily vio que se congregaban alrededor de ella los otros finalistas supervivientes, todos picados por la misma curiosidad. El espectáculo era fascinante. ¿De verdad aquel individuo, el Blues Brother, pretendía echar por tierra toda posibilidad de ganar? ¿O se trataba de una treta excepcionalmente hábil para ganarse al público, y tal vez también a los jueces?

Después de tocar unos cuantos acordes bastante decentes ante los atónitos espectadores, Jacko acometió los primeros versos de la canción.

Vamos,

gente, vamos a ir todos…

Emily reconoció la melodía, aunque no estaba muy convencida, y no era la primera vez que le ocurría a lo largo de aquel concurso, de que la letra fuera aquélla. Había oído aquel tema muchas veces en diversos bares, interpretado normalmente por cantantes que homenajeaban a los Blues Brothers. Se titulaba Sweet Home Chicago. Y así lo confirmó Jacko al llegar al final del primer verso:

Otra vez a ese sucio lugar

que llaman Chicago…

A Jacko podían faltarle otras muchas cosas, pero desde luego no le faltaba temple. Continuó tocando su guitarra y cantando de manera bastante competente. Sin embargo, no estaba generando el mismo grado de entusiasmo en el público que había generado al interpretar Mustang Sally. Pero a los espectadores les gustó, aunque sólo fuera por su excentricidad; no iban a abuchearle a menos que cometiera alguna soberana tontería.

Freddie Mercury dio la impresión de hablar por todos cuando dijo, en un susurro forzado:

—¿Qué cojones está haciendo?

—Está cantando Sweet Home Chicago —contestó Emily.

—Joder, eso ya lo sé, pero todo no es salir a cantar con una guitarra. ¿En qué estaría pensando? Este tío la ha cagado.

Emily recorrió con la mirada a los demás finalistas preguntándose qué opinarían de aquello. Estaban todos excepto James Brown. Éste había desaparecido de nuevo, gracias a Dios, y todavía no había vuelto. Elvis y Janis seguían estando allí, aunque en realidad no prestaban mucha atención; parecían más absortos el uno en el otro que en lo que estaba teniendo lugar en el escenario. Elvis le estaba susurrando algo al oído a Janis, y ésta se volvió para mirarlo con el ceño fruncido, como si no lo hubiera oído bien. Al final Elvis suspiró, tomó aire y gritó a pleno pulmón:

—¡Digo que si te apetece ir a algún sitio a echar un polvete!

Emily vio que Janis afirmaba frenéticamente con la cabeza y le respondía al Rey con una sonrisa de oreja a oreja. Acto seguido, los dos desaparecieron a toda prisa en dirección a la sala de atrás. Emily rió para sus adentros y después siguió viendo cómo se «suicidaba» Jacko sobre el escenario.

Jacko llevaba aproximadamente un minuto cantando cuando de repente ocurrió algo inesperado. En el foso de la orquesta, el batería comenzó a añadir un poco de percusión de acompañamiento con el tambor pequeño. Aquello actuó a modo de catalizador para que los demás miembros de la orquesta se animasen a hacer lo mismo. Tras la desilusión que habían sufrido al enterarse de que sólo iban a tocar para dos de los finalistas, la invitación que les había hecho Jacko les levantó el ánimo. El pianista comenzó a acariciar las teclas de su piano de cola y a continuación se le sumó uno de los saxos, seguido por el otro guitarrista, Pablo, e incluso un par de violines. Gradualmente, todos los sonidos fueron tomando cuerpo e intensidad, haciéndose eco de la guitarra de Jacko y armonizando también con la voz. Al cabo de unos segundos, la orquesta entera estaba acompañándolo con considerable brío.

La introducción de la orquesta hizo que el público cobrara vida de pronto, y de nuevo el auditorio entero se puso en pie, dando palmas y siguiendo con el cuerpo el vaivén de la música. Emily contempló estupefacta cómo iba creciendo la seguridad de Jacko. Éste empezó a rasguear la guitarra con fuerza, sus caderas comenzaron a moverse y su voz se hizo más fuerte y más firme. Cuando la canción llegó al prolongado solo instrumental, se puso a actuar a modo de director de la orquesta haciendo gestos de asentimiento con la cabeza a todo el que deseara hacerse cargo de la melodía. Primero fueron los saxos y las trompetas, luego el piano, después Jacko de nuevo, arrancando un largo gemido a su guitarra robada.

Y al público le encantó.

Emily, sin poder evitarlo, seguía la música con los pies. Ella también estaba divirtiéndose. Le pasó por la cabeza la idea de que a lo mejor Jacko podía resultar un rival duro de roer, pero se recordó seriamente a sí misma que lo único que podía hacer era interpretar su tema lo mejor posible y esperar que bastara con aquello.

Justo cuando el Blues Brother y la orquesta iniciaron un crescendo que sin duda indicaba que habían llegado al clímax de la canción, Emily sintió que la agarraban del brazo derecho. Sobresaltada, se dio la vuelta y se encontró con Kid Bourbon, que la tenía asida con fuerza.

—Quiero hablar con usted —dijo Kid lacónicamente.

—Eh… está bien.

Kid señaló con la cabeza a Freddie Mercury.

—En privado.

Era muy probable que Kid le hubiera salvado la vida, de manera que era justo que le concediera un minuto de su tiempo. Kid, sin soltarle el brazo, la obligó a descender los escalones y a salir al pasillo que había por detrás del escenario. Después se la llevó un poco más adelante, para que no los viera ni los oyera nadie que estuviera por allí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Emily.

—Mire, si está calculado que va a ganar, ¿por qué no suelta un gallo, o algo así? Como si supiera que podría ganar, pero en cambio prefiriera no ganar. —Su tono de voz era tan áspero como siempre, pero esta vez contenía una nota de urgencia.

Emily negó con la cabeza.

—Ya hemos hablado de esto. Lo siento, pero necesito el dinero. Y también necesito saber que soy lo bastante buena para ganar este concurso. Ya se lo he dicho, esto no lo hago sólo por mí misma. Mi madre está enferma. Necesito el premio en metálico.

—De acuerdo, entonces a ver qué le parece lo siguiente: si gana, no firme el contrato. Se lo darán a otro. Yo mataré a ese otro y le entregaré el dinero a usted de todos modos.

A Emily la recorrió un escalofrío.

—Lo siento, pero no. Quiero saber que soy lo bastante buena para ganar este concurso, y no quiero que muera nadie más para que yo me haga con el dinero. De hecho, no quiero que muera nadie más, sea cual sea el motivo. Ya ha muerto demasiada gente. Y además, yo no aceptaría un premio que no hubiera ganado, ni tampoco un dinero robado a una persona que hubiera sido… que hubiera sido…

Kid le apretó un poco más el brazo.

—Me queda una bala en la pistola. No me obligue a utilizarla con usted. No quisiera hacerlo.

—Pues no lo haga.

—Voy a permitirle cantar. Pero no puedo consentirle que gane.

Emily se apartó un paso de él y se zafó de la mano con que le sujetaba el brazo.

—Pues eso depende de usted —le dijo. Se acordó de todo lo que había hablado con Jacko y supo que tenía que seguir adelante. Entonces le dio la espalda a Kid Bourbon y regresó al escenario para preparar su interpretación final de Over The Rainbow.

Por el camino iba pensando si la última bala que le quedaba a Kid no se le incrustaría de un momento a otro en la espalda.

Sánchez corría sin resuello otra vez en dirección al escenario, en busca de Elvis. La huida de Angus el Invencible le había pasado factura. Sus pulmones no estaban acostumbrados al esfuerzo que requería correr, y notaba las piernas como si fueran de gelatina. Normalmente, después de gastar tanta energía habría tenido que sentarse a recuperar el aliento; en cambio en esta ocasión el miedo había dado lugar a una producción de adrenalina que lo mantenía en pie. El hecho de saber que aquel asesino a sueldo ya podía haber escapado de la cámara frigorífica lograba que el corazón le siguiera bombeando y los pies continuaran andando.

Frente a él, mientras avanzaba a toda prisa por el pasillo que llevaba a la entrada situada en la parte posterior del escenario, vio a la chica que encarnaba a Judy Garland, enfrascada en una conversación, al parecer acalorada, con un individuo de pinta siniestra que llevaba la cabeza cubierta por una capucha. La discusión terminó cuando Emily se dio media vuelta y echó a andar en dirección al escenario, y el otro pasó junto a él como una exhalación, camino del vestíbulo. Aquella cara le resultó familiar, pero no tenía tiempo para ponerse a pensar si conocía a aquel tipo o no. Iba tan ahogado que prácticamente veía doble. Y además tenía cosas más importantes de que preocuparse que de investigar a otro tío raro en un hotel en que los había a patadas. Giró a la izquierda para tomar la puerta que daba a la zona del escenario y vio a Emily subiendo los escalones laterales del mismo.

—¿Ya ha terminado la final? —le preguntó sin aliento cuando llegó a su altura.

Emily, sorprendida, se volvió y le sonrió.

—Ah, hola. No, todavía no. Acaba de actuar el Blues Brother, y ahora me toca a mí.

—Estupendo. ¿Qué tal ha estado Elvis?

—Lo ha hecho muy bien. Yo diría que tiene posibilidades.

—Genial. ¿Y los demás? ¿Qué tal lo han hecho?

—Todos bastante bien. —Después de la discusión que había tenido con Kid Bourbon, no le quedaban energías para ponerse a explicar lo de Janis Joplin.

Lo que en realidad quería saber Sánchez era qué tal le estaba yendo a Julius en el concurso. ¿Lograría el apóstol número trece ganar y salvar la situación? ¿O qué?

—¿Y James Brown? ¿Qué tal ha estado?

—No ha actuado todavía. Powell cambió el orden en el último minuto, de modo que ahora va a ser el último en salir.

—¿Sí? ¿Y por qué lo ha cambiado?

—No tengo ni idea, la verdad. Pero gracias a eso yo actúo un poco antes, lo cual me viene muy bien, porque me estoy poniendo bastante nerviosa.

Vagamente, Sánchez comprendió que tenía que buscar algo estimulante que decir. La chica llevaba razón, así que procuró reprimir su habitual actitud negativa y decirle algo que la tranquilizase.

—Bueno, pues te deseo la mejor de las suertes en tu actuación —canturreó ofreciéndole una sonrisa forzada—. Tú solamente cerciórate de ganar a ese capullo engreído de Freddie Mercury.

Emily le dio un pellizco en el brazo y señaló con un gesto de cabeza el cortinón, a un lado del escenario. Precisamente allí se encontraba Freddie Mercury, donde podía oírlos. Pero, por lo visto, no había oído lo que dijo Sánchez, porque les sonrió a ambos cuando se aproximaron a él.

—Hola, Emily, vamos —dijo—. Estábamos empezando a pensar que ibas a perderte la final. Sales dentro de un minuto, nena.

—Chist —contestó Emily indicando el escenario.

Freddie Mercury se volvió y vio qué era lo que estaba señalando Emily. Sánchez se estiró para mirar también. En el escenario, Jacko estaba de pie delante de los jueces. Lucinda estaba opinando acerca de su actuación.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Lucinda—. Muchacho, esto sí que ha sido diferente. ¡Llevaba años sin ver nada parecido! ¡Muchacho, eres toda una estrella!

A su espalda, la multitud respaldó dicho comentario gritando enfurecida. A continuación le tocó el turno de opinar a Candy.

—Bueno, señor Blues Brother, ha estado usted brillante. Simplemente brillante. Al principio no tenía muy claro lo que pretendías hacer, pero al final, para mí tu interpretación ha sido sin duda alguna la mejor de esta noche. ¡Felicidades!

Por último Nigel Powell, sentado entre las dos féminas del jurado, procedió a dar su importantísima opinión.

—Sólo quiero decir —empezó como quitándole importancia— que en primer lugar no apruebo tu decisión de cambiar de canción en el último momento. —De inmediato el público se puso a abuchear, y Powell se apresuró a hacer grandes gestos con las manos para que guardara silencio—. No, esperen. En serio —prosiguió—, no es justo para los otros concursantes que tú juegues así, al despiste. Y no recuerdo haberte dado permiso para tocar la guitarra en la final. —Las protestas del público se hicieron más fuertes y más agresivas, pero Powell permaneció impasible—. Pero —dijo elevando la voz por encima del estruendo— he de reconocer… que has estado excelente. —Los abucheos se transformaron en aclamaciones y silbidos en cuestión de un segundo. En la pantalla gigante Powell dio la impresión de tener algo más que añadir, pero enseguida se lo pensó mejor e indicó a Jacko con una seña que abandonara el escenario.

El joven cantante se fue en medio de una calurosa ovación, mucho más intensa que la que había recibido ninguno de los concursantes anteriores. Cuando llegó al lateral y desapareció tras el cortinón rojo, fue recibido por Emily y Freddie Mercury. Emily lo abrazó con entusiasmo y le dio un beso en la cara.

—¡Maravilloso! Ojalá yo pudiera hacerlo la mitad de bien que tú —le dijo generosamente—. Has estado increíble. De verdad. Lo has hecho muy bien.

Sánchez observaba unos metros más atrás, pensando en lo que podría significar aquello para el concurso. Hasta Freddie Mercury tenía cara de preocupación por la acogida que había tenido el Blues Brother. Julius iba a tener que hacerlo excepcionalmente bien si quería ganar al resto, y Judy Garland, la favorita, ni siquiera había actuado todavía. ¿Y dónde diablos estaba Elvis?

La respuesta no tardó mucho en llegarle.

—Vaya, Sánchez, has vuelto —lo llamó la voz de Elvis a su espalda.

Sánchez se dio la vuelta y vio a su amigo viniendo hacia él y llevando a Janis Joplin cogida por la cintura. Ella traía el pelo despeinado y la ropa un tanto descolocada. Se notaba a las claras que acababan de entregarse a una frenética sesión de sexo.

—¿Qué hay, Elvis? —saludó él a su vez pero susurrando, preocupado por llamar demasiado la atención—. ¿Te acuerdas de Angus el Invencible? Pues ha vuelto.

Elvis retiró el brazo de la cintura de Janis.

—¿Dónde has estado, tío? —le preguntó acercándose a él con el ceño fruncido.

—Ese tipo ha estado persiguiéndome por todo el puto hotel. Lo encerré en una especie de cámara frigorífica, pero cuando me fui ya estaba intentando escapar de ella disparando a la cerradura.

—Bien, pues déjale. Si vuelve a acercarse a mí lo más mínimo, le voy a patear el culo. —Se frotó la nuca, donde Angus le había atizado el golpe—. Ese hijoputa no sabe la que le espera.

—Tiene un arma —señaló Sánchez—. Puede que dos.

—Me importa una mierda. Que le jodan. A él y a la madre que lo parió.

De pronto Janis Joplin se adelantó y se sumó a ellos:

—Sí, que le jodan. Que se joda, el muy gilipollas, cabrón hijo de puta.

Sánchez le sonrió con amabilidad.

—Se ve que tienes un pequeño problema para controlar esos tics, ¿no?

—Esto no es un tic —replicó Janis—. Si a Elvis no le cae bien ese tipo, a mí tampoco. Cabrón hijo de puta.

La conversación fue interrumpida por la voz de Nina Forina anunciando a Emily:

—¡Señoras y señores! —tronó—. Cantando el clásico de Over The Rainbow, con todos ustedes… ¡Judy Garland!

Nuevamente se elevó del auditorio otra oleada descomunal de aplausos y vítores. Sánchez vio que Emily tomaba aire por última vez y acto seguido saltaba al escenario.

Llegó el momento.

Julius estaba nervioso. Amañar el concurso «Regreso de entre los muertos» para ganar él había resultado mucho más difícil de lo que debería. Para empezar, Angus no se había presentado a tiempo. Luego se hizo cargo Kid Bourbon, pero, tras un inicio brillante, se negó a matar a la joven que encarnaba a Judy Garland. Por motivos personales. ¿Qué posibilidades había de que sucediera semejante cosa? Y por último, apareció Gabriel para resolver la situación.

Aquello tampoco había funcionado. Emily seguía estando viva, y a Gabriel no se le veía por ninguna parte. Julius tuvo el terrible presentimiento de que Kid Bourbon había llevado a la práctica su velada amenaza de proteger a Emily. Y si aquél era el caso, existía la nítida probabilidad de que sus planes corrieran serio peligro.

Según el programa inicial establecido para la final, él debía actuar en el cuarto lugar de los seis, pero se había filtrado el rumor de que ahora iba a cantar el último. No se había ofrecido explicación alguna; en cuanto se enteró del cambio, gracias a un joven desconocido del equipo de producción del concurso, le entró la paranoia de que a lo mejor habían descubierto su maquinación. Cuando, segundos después, oyó a dos fornidos guardias de seguridad preguntar al Blues Brother si había visto por alguna parte a aquel «saco de mierda de James Brown», decidió salir pitando de la sala situada detrás del escenario. Su plan corría peligro, ya no le cabía ninguna duda.

De manera que, con el fin de mantener en pie su plan (y seguir vivo él mismo), se dirigió hacia el casino situado en la planta del sótano del hotel poco después de que terminase de actuar Janis Joplin. Su intención era quedarse allí todo lo que le fuera posible, hasta el último momento antes de salir a escena. No le había dicho a nadie adónde iba, y rezó para que no captara su imagen ninguna cámara del circuito cerrado de televisión. Cosa que no iba a resultar fácil para una persona que se paseaba por ahí vestida con un traje morado de pantalón de campana. A fin de reducir ligeramente las posibilidades de que lo reconocieran, se quitó la peluca negra y se la guardó por dentro de la camisa, aunque quedaron unos cuantos mechones asomando por fuera que daban la impresión de que tenía el pecho más peludo del mundo.

Una vez que estuvo dentro del casino, buscó la zona más concurrida para poder mezclarse con la gente. Había una ruleta que destacaba entre las demás: sobre ella se apiñaban un montón de clientes que armaban un gran bullicio. Se fue hacia allí y se abrió paso hasta el centro del grupo.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó a una china de baja estatura que lucía un ojo morado.

—Dama Mística. ¡Gana miles de dólares! —respondió la china.

—¿Una Dama Mística, dice?

—Sí, sí. Dama Mística. —La china afirmó vigorosamente con la cabeza y señaló a una mujer mayor y de cabello gris que estaba sentada a la mesa. Al parecer, era la única persona que jugaba, pero tenía delante una montaña de fichas y todas las miradas estaban fijas en su persona—. Ve futuro. Apuesta mucho. ¡Gana mucho!

Julius se abrió paso por aquel nudo de gente hasta situarse justo detrás de la tal Dama Mística. Ésta había colocado una torre de fichas amarillas en el rojo. Los presentes guardaron silencio cuando el crupier, con cara más bien de deprimido, hizo girar la rueda. Cuando ésta había completado la primera vuelta completa, hizo una aspiración profunda, dirigió un gesto de asentimiento a la Dama Mística y seguidamente, con un hábil giro de la mano, lanzó la bolita blanca en el sentido de rotación contrario. Julius se inclinó por encima de la Dama Mística para observar el resultado de la tirada. Todo el mundo pareció contener la respiración, hasta el punto de que lo único que se oyó fue el traqueteo de la bolita al girar alrededor de la ruleta. Por fin la rueda comenzó a moverse más despacio y la bola terminó cayendo en una de las casillas numeradas. Cuando la rueda se hubo ralentizado lo suficiente, se oyeron exclamaciones ahogadas entre los espectadores, seguidas de vítores cuando el crupier anunció con voz cansada:

—¡Doce, rojo!

La bola había caído en la casilla número doce, que casualmente era de color rojo, exactamente como había predicho la Dama Mística.

Mientras el crupier contaba todavía más fichas que añadir al montón de la apuesta, la mujer se giró en su asiento y miró directamente a Julius. Lo examinó varios segundos sin pestañear. Julius no supo muy bien por qué razón lo observaba de aquel modo, pero decidió romper el silencio.

—Enhorabuena —dijo, con la intención de hacer un comentario amable para celebrar tan buena suerte.

—¿Julius?

Lo sorprendió que aquella mujer supiera cómo se llamaba, porque no recordaba haberla visto nunca. A lo mejor era verdad que poseía poderes místicos y era capaz de ver el futuro, tal como había sugerido la china del ojo morado.

—Sí. ¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó.

—Vienen a buscarte.

—¿Qué? ¿Quién?

—Ellos.

La Dama Mística señaló con la cabeza la entrada del casino, situada a la espalda de Julius. Éste se volvió a mirar y vio a cuatro individuos fornidos y trajeados de negro que habían bajado por la escalera y estaban recorriendo el casino con la mirada. Resultaba evidente que eran miembros del equipo de seguridad. Debían de haberlo visto por las cámaras de televisión. Tenía que largarse de allí antes de que lo descubrieran entre aquel grupo de gente. Se volvió de nuevo hacia la Dama Mística para ver si ella sabía qué más iba a sucederle.

—¿Qué hago? —le consultó.

—Tú encarnas a James Brown.

—¡No! No me refiero a lo que hago, sino a lo que debo hacer para salir de aquí.

—Escalera, ascensor. Escoge. Y ahora, si no te importa —agregó remilgadamente—, tengo una ruleta con que jugar.

Y dicho esto, se giró otra vez en su asiento y se puso de cara a la mesa.

Julius miró en derredor buscando una salida. La Dama Mística tenía razón: o la escalera o el ascensor. Los cuatro guardias de seguridad se hallaban de pie en la entrada del casino, y ésta se hallaba a pocos metros del arranque de la escalera, con lo cual dicha opción quedaba descartada. Iba a tener que ser el ascensor, que se encontraba en la pared del fondo. Aún no le habían descubierto, de modo que empezó moverse poco a poco en aquella dirección, procurando en todo momento que el grupo de gente que rodeaba la ruleta quedase entre la entrada y él.

Cuanto más se aproximaba al ascensor, más disperso era el grupo de personas y mayor la probabilidad de ser visto y reconocido. Al final tuvo que echar a correr, pero sin llamar la atención, haciendo como que estaba echando a correr. Así que comenzó a caminar enérgicamente pero dando pasitos cortos, lo cual probablemente resultaba ridículo, aunque era la menor de sus preocupaciones. Cuando llegó a las puertas metálicas apretó el botón para llamar al ascensor. No se atrevió a mirar atrás para ver si los guardias de seguridad habían detectado su presencia.

El ascensor dio la impresión de tardar una eternidad en llegar. Pulsó el botón una y otra vez murmurando «¡Vamos, vamos!» en voz baja. Oía el rumor de la maquinaria tras la pared; sonaba a desgastada, pero por fin el rumor se detuvo, para ser sustituido por un tintineo sumamente prolongado. Las puertas metálicas comenzaron a abrirse lentamente. Julius se lanzó al interior de la cabina y buscó el panel de botones. Apretó el primero que encontró, que fue el de la planta décima, y se pegó todo lo que pudo a la pared lateral para que no lo vieran los cuatro gorilas de seguridad.

Después de lo que le pareció otra eternidad, las puertas comenzaron a cerrarse muy despacio. Con cada centímetro que se estrechaba la abertura, el alivio que experimentaba él era mayor. Iba a lograr escapar. Pero cuando las puertas estaban como a dos centímetros de cerrarse del todo, apareció una mano en el hueco. Una mano grande, con el dorso cubierto de un vello negro y duro. Estaba perdido. Las puertas volvieron a abrirse, y penetró en el ascensor un hombre blanco y corpulento, con el cráneo casi rapado, vestido con un traje negro.

—Julius, supongo —dijo.

Julius no respondió. Entraron en la cabina otros tres guardias de seguridad. El primero acercó la mano al panel de botones y apretó el de la planta baja. Después miró a Julius y sonrió.

—Espero que hayas cogido cubo y pala, amigo. Porque vamos a llevarte a dar un paseíto por el desierto. Y allí hay mucha arena.

Cuando las puertas se cerraron tras los cuatro hombres, a Julius se le cayó el alma a los pies. El tipo que había pulsado el botón de la planta baja le echó un brazo por los hombros y lo estrechó con fuerza para colocarlo en el centro del ascensor.

—¿A qué viene esa cara tristona, colega? —le dijo.

Sus tres compañeros dejaron escapar unas risitas. Julius se imaginó el destino que lo aguardaba. ¿Cómo diablos, se dijo, iba a hacer para salir de aquel embrollo?

El ascensor subió suavemente hasta la planta baja y al llegar a su destino emitió el obligatorio tintineo. Se abrieron las puertas y Julius vio a un hombre de pie en el pasillo, justo enfrente. Estaba de cara al ascensor, con la cabeza inclinada. Iba vestido de oscuro y se cubría con una capucha que no le dejaba ver la cara. Así y todo, Julius no tuvo dificultad para reconocerlo.

Uno de los guardias de seguridad salió del ascensor y se metió en un mar de líos. Kid Bourbon hizo presa en él y en un instante lo volvió de espaldas y le retorció el brazo derecho. Se oyó un fuerte crujido. Antes de que el guardia pudiera emitir alguna queja, Kid lo obligó a girarse de nuevo y le asestó un golpe con el canto de la mano en la frente que le dobló violentamente el cuello hacia atrás.

Se oyó otro crujido, mucho más fuerte que el anterior.

Kid dejó caer el cuerpo de su cautivo al suelo y clavó la mirada en los otros tres guardias de seguridad, que seguían dentro de la cabina del ascensor. Toda su fanfarronería se había evaporado.

—¿Alguien más se baja en esta planta? —preguntó con el desagradable tono áspero de siempre.

Julius observó que sus tres captores retrocedían y levantaban las manos en gesto de rendición. Uno de ellos se puso a apretar botones para que se cerrasen las puertas. «Nenazas.»

«Así que, después de todo, Kid Bourbon sí que está cubriéndome las espaldas», pensó Julius. Salió del ascensor y se giró para mirar a los tres guardias de seguridad que seguían con vida.

—Gracias —les dijo, sonriente—. Ha sido muy divertido. Deberíamos repetirlo en alguna ocasión. —Las puertas se cerraron y el ascensor reanudó su viaje hacia arriba. Julius se volvió otra vez hacia Kid Bourbon—. Sabía que no ibas a decepcionarme. Dios te recompensará por esto. Estás a medio camino de ser absuelto de tus pecados.

Kid dejó caer la capucha sobre la cazadora, alzó la mano izquierda y agarró a Julius de la cara apretando con fuerza.

—Yo no estoy de tu parte, gilipollas.

—Puede que sí lo estés, sólo que no lo sabes.

—Pues no. Estoy bastante seguro de que no.

—Pero ¿en el fondo te gustaría?

Kid le estrujó las mejillas todavía con más fuerza; a continuación, alzando el brazo, levantó a Julius en vilo y lo apartó de las puertas del ascensor. Ambos estaban ahora en medio del pasillo, mirándose fijamente a los ojos, aunque Julius tenía los pies a quince centímetros del suelo.

—Escucha, tarado —dijo Kid—. Quiero que me digas exactamente la verdad, quién eres y por qué tienes tanto interés en ganar este concurso. He visto ahí fuera a unos zombis hijos de puta que antes eran cantantes, y no sé por qué me da que tú sabes de qué va todo esto. ¿Dónde encajas tú? ¿Y en serio eres capaz de vencer a Judy Garland?

—Está bien… —empezó Julius. Pero antes de que pudiera continuar, Kid alzó el dedo índice de la mano derecha para mandarle callar.

—Una cosa más —dijo con su voz áspera como la grava—. Si dices una sola palabra que no me parezca cien por cien verídica, te parto el puto cuello. Así que piensa bien lo que vas a decir. Una sola palabra.

Julius tragó saliva. Estaba a punto de abrir la boca para hablar, cuando de repente se oyó otra vez el tintineo del ascensor. Miró a la izquierda y vio que las puertas metálicas se abrían una vez más. Los tres guardias de seguridad habían vuelto a bajar y estaban a punto de salir de la cabina. Sus rostros revelaron idénticos gestos de sorpresa al ver que Julius y Kid seguían en el pasillo, con el cadáver del cuarto guardia a sus pies. Kid giró la cabeza despacio para mirarlos. Se produjo un instante de confusión cuando los tres le devolvieron la mirada y se dieron cuenta de que se habían dado demasiada prisa en regresar. El que estaba más cerca de los botones del ascensor pulsó uno de ellos y las puertas se cerraron lentamente.

Kid se giró de nuevo hacia Julius y acercó la cara a él.

—Si quieres estar en esa final, empieza a hablar.

Nigel Powell por fin estaba empezando a divertirse. La interpretación que había hecho Emily de Over The Rainbow fue incluso mejor que la que había ejecutado en las audiciones. Contar con la orquesta la hizo alcanzar la excelencia, y su seguridad en sí misma fue aumentando con cada acorde.

En el auditorio no había ni una sola butaca libre. Nadie hizo una escapada al cuarto de baño. Nadie se escabulló al bar para tomarse una última copa. Nadie salió a fumarse un pitillo a escondidas. El público entero guardó silencio absoluto durante toda la canción, pues no quiso perderse —ni, peor aún, echar a perder— ni un segundo de la misma. A diferencia de las animadas actuaciones de los otros participantes, que incitaron a la masa de gente a levantarse del asiento, tararear las canciones y bailar en los pasillos, la de Emily fue de las que merecían ser saboreadas. Los espectadores, en una actitud reverencial, se limitaron a disfrutar de la belleza de la voz de Emily. Su elegancia y su gracia brillaron en medio de un concurso que, en opinión de Powell, se había visto deslucido por una serie de fallos carentes de todo gusto. Entre otras cosas: los tacos de Janis Joplin, los enérgicos bailoteos de Elvis, los tontos aspavientos de Jacko y los intentos de Julius de asesinar a todos los demás finalistas. Por fin el escenario gozaba de la presencia de alguien que no poseía dobleces ni artificios, sino únicamente talento.

Cuando se desvanecieron las últimas notas de la canción de Emily, los espectadores se pusieron en pie todos a una y aplaudieron a rabiar. Estallaron los flashes de las cámaras, la gente silbó y vitoreó, la orquesta entera lanzó aclamaciones de «¡Bravo! ¡Bravo!» Hasta los tres miembros del jurado se levantaron de la silla y aplaudieron con entusiasmo. A izquierda y a derecha Nigel vio brillar lágrimas en las mejillas de sus dos colegas. Si aquella chica no ganaba, es que ocurría algo malo.

Mientras Emily, en un estilo anticuado, hacía una reverencia al público, Nigel experimentó una inmensa oleada de alivio. Abrigó la esperanza de que aquélla fuera la última actuación del día. A aquellas alturas Julius ya habría sido acompañado al exterior del hotel por el personal de seguridad y pronto empezaría a cavar su tumba en el Cementerio del Diablo. Qué felicidad.

Cuando la ovación cesó finalmente, Emily permaneció en actitud tímida frente a los jueces, que habían vuelto a sentarse, y esperó a conocer su valoración. Candy fue la primera en hablar. Tras secarse las lágrimas de los ojos, dio su opinión entre sollozos y sorbetones, recuperando el aliento lo mejor que pudo:

—¡Brillante! ¡Simplemente brillante! La mejor actuación de la noche —exclamó con voz llorosa.

Lucinda fue igual de halagadora.

—¡Ha nacido una estrella! Has estado increíble, querida. No podrías haberlo hecho mejor. No podría nadie, la verdad. Felicidades, cariño.

Y finalmente se hizo un silencio sepulcral cuando le llegó el turno de hablar a Powell. Por una vez se puso de pie, miró directamente a la nerviosa cantante y dijo en tono suave:

—Emily. Cariño, has estado simplemente increíble. No conozco a nadie en el mundo que sea capaz de cantar esa canción mejor que tú. —Calló unos instantes y después añadió—: Incluida la difunta señorita Garland.

Al instante el público se puso a apoyar a Emily gritando toda clase de aclamaciones. Al principio, sólo uno o dos admiradores borrachos le dijeron a gritos lo mucho que les había gustado, pero al cabo de unos momentos el público en su totalidad estaba ya chillando igual que las multitudes de los estadios de fútbol. Powell continuó elogiando a Emily, pero el estruendo lo eclipsó, hasta que se rindió y terminó por despedir a Emily del escenario con una sonrisa radiante y un beso soplado al aire.

Emily abandonó el escenario dando botes. A continuación regresó Nina Forina, se situó bajo los focos y se dirigió al público.

—¡Muy bien! ¡Pido silencio al público! —gritó. Tuvo que esperar otros treinta segundos hasta que la multitud por fin dejó de chillar lo bastante para permitirle continuar—. Es el momento de recibir a nuestro último participante, el último finalista de «Regreso de entre los muertos». Señoras y señores, recibamos con un fuerte aplauso al Padrino del Soul… ¡Ja-a-a-a-a-ames Brown!

Powell observó con interés los aplausos y vítores de los admiradores de James Brown. ¿Se presentaría Julius en el escenario? Él creía que no. Y desde luego, esperaba que no.

Nina estaba mirando alrededor, esperando que apareciera el último finalista por un costado del entarimado. Miró a izquierda y a derecha, y su expresión comenzó a dejar ver que se sentía ligeramente preocupada. Powell esperó a que comprendiera que Julius no iba a aparecer. Cuando unos segundos más tarde lo comprendió, miró a Powell buscando en éste una señal que le indicara lo que debía hacer. Powell, sonriendo con especial satisfacción consigo mismo, se inclinó hacia delante para hablar por el micrófono. Había llegado el momento de decirle al público que empezase a votar por su favorito empleando el teclado que tenía en el asiento. James Brown no iba a aparecer.

Y en aquel momento, justo cuando estaba abriendo la boca para hablar, saltó Julius al escenario luciendo su luminosa sonrisa y se acercó hasta Nina.

Nigel Powell estaba que echaba humo. ¿Cómo se las había arreglado aquel astuto cabrón para salir a escena? Iba a tener que pedir cuentas a los de seguridad. Pero como era consciente de que su rostro era visible en la pantalla gigante, tuvo que aguantar con una sonrisa forzada mientras Nina se escabullía hacia las sombras y Julius se acercaba al micrófono.

—¡Eh! ¿Todo el mundo preparado otra vez para la fiesta? —chilló por los altavoces.

El público respondió con un enfático rugido:

—¡SÍ!

Aún no había concluido el espectáculo.

Sánchez estaba más nervioso, más en tensión que ninguno de los finalistas. Sólo unos minutos antes había encerrado en una cámara frigorífica a un asesino psicótico, pelirrojo y peinado con coleta, y era muy probable que aquel pirado reapareciese en cualquier momento, deseoso de cobrarse venganza. Y también estaba, además, el asuntillo de los zombis del desierto, que en aquel momento se dirigían hacia el hotel con la intención de devorar a todo bicho viviente.

Si había de creer todo lo que le habían dicho, sus esperanzas de salir vivo de aquélla descansaban únicamente sobre los hombros de Julius, un tipo que encarnaba a James Brown… y que posiblemente fuera el apóstol número trece. Si Julius ganaba el concurso, por lo visto se rompería no sé qué maldición. Aun así, a Sánchez no se le había olvidado que Gabriel había mencionado como de pasada que el hotel iba a hundirse en las profundidades del infierno si Julius firmaba el contrato. Se mirara como se mirase, ninguna opción era buena. Y todas las respuestas iban a conocerse dentro de la próxima media hora.

Para cuando oyó a Nina Forina anunciar la llegada al escenario del último finalista, ya tenía los nervios totalmente quemados. Y peor todavía le sentó que el participante en cuestión, Julius, tardara una eternidad en presentarse. Pero justo cuando ya parecía que se había escaqueado, salió de entre los bastidores sonriendo de oreja a oreja como un idiota.

Sánchez estaba con Elvis y los demás cantantes a un costado del escenario, deseoso de ver la actuación de Julius. Éste no le decepcionó. El tema escogido fue I Got You (I Feel Good). Al igual que el Blues Brother y que Emily, contó con la ventaja de cantar acompañado por la orquesta. Jacko ya había precalentado a los músicos con su versión de Sweet Home Chicago y la sublime voz de Emily los había hecho alcanzar nuevas cotas de excelencia; ahora, rebosantes de seguridad en sí mismos, ofrecieron a Julius un respaldo de primera categoría.

Emily contaba con su hermosa voz, Elvis con su carisma, Janis con su manera de hablar, divertida de tan grosera que era, el Blues Brother con su guitarra y Freddie Mercury con su asombroso parecido con el fallecido personaje al que encarnaba; y Julius contaba con unos potentes movimientos de baile que resultaban fantásticos. Durante su actuación no dejó un solo centímetro del escenario sin recorrer. Cuando llevaba media canción ya estaba sudando copiosamente. Se abrió de piernas unas cuantas veces, y en todas las ocasiones volvió a incorporarse dando un brinco y sin necesidad de ayudarse con las manos. Se paseó de un lado para otro golpeándose la cabeza con las manos al ritmo de la música, y cuando no estaba cantando, llenaba la actuación con gritos y exclamaciones. Cada «¡Heh!» y «¡Uuuh!» que lanzaba parecía excitar más a los espectadores, los cuales, igual que habían hecho con varios concursantes más, habían salido a los pasillos y bailaban y movían la cabeza al son de la música. Y no era sólo el público; al parecer, toda la sección de metal de la orquesta se había contagiado de la emoción del tema que se estaba cantando.

Sánchez no quitaba ojo a los jueces, intentando sopesar sus reacciones. Lucinda Brown estaba bailando y dando palmas siguiendo el compás, y por lo tanto era evidente que estaba divirtiéndose. Nigel Powell, que estaba a su lado, dejaba entrever poca cosa; ya en el mejor de los casos su semblante no se movía apenas, pero a juzgar por su lenguaje corporal no daba la impresión de estar demasiado impresionado: permanecía sentado, cruzado de brazos y con la boca fuertemente cerrada. A su otro costado estaba Candy Pérez, sonriente y subiendo y bajando los brazos en el aire, primero uno y después otro, en una especie de baile con el que parecía estar trepando por una escalera de mano invisible. Sánchez se fijó especialmente en que aquel movimiento de brazos hacía que los pechos le subieran y bajaran alternativamente. «¡Dios! —pensó para sí—. ¡En cualquier momento se le va a salir uno para fuera!» Observó atentamente la abertura de la ajustada cazadora que llevaba Candy con el convencimiento de que estaba viendo asomar un pezón por el borde de la cremallera. Abrió los ojos como platos y empujó con el codo a Elvis, que estaba de pie a su derecha.

—Joder, tío… ¡fíjate! —le susurró—. ¡Me parece que le estoy viendo los pezones a Candy!

Esperaba que su amigo le diera las gracias por aquel aviso, pero en cambio le respondió una voz de mujer:

—Gracias, qué bien —dijo la voz en tono más bien frío.

Al instante Sánchez se dio cuenta de que el codazo no se lo había dado a Elvis, sino a Emily. Buscó alrededor con la vista y vio a Elvis a su espalda, hablando con Janis Joplin. Sintió que se le enrojecía ligeramente la cara de vergüenza.

—Ah… perdón —murmuró—. Te he confundido con otra persona.

—No pasa nada —repuso Emily con una risita.

—¡eh, Elvis ! —chilló Sánchez por encima de la música, dirigiéndose a su amigo—. ¡rápido ! ¡me parece que le estoy viendo los pezones a Candy !

Elvis dejó a Janis tirada en mitad de la conversación y se acercó a Sánchez. Miró a Candy por encima del hombro de éste con el entrecejo fruncido, para ver si su amigo estaba en lo cierto. Al cabo de unos segundos afirmó con la cabeza.

—Genial.

Sánchez no llegó a saber si la interpretación de Julius había sido lo bastante buena para ganar el concurso, porque Elvis y él pasaron el último minuto de la canción con los ojos pegados al pezón que se le había salido a Candy.

Sánchez era un gran admirador de Candy Pérez desde que ésta alcanzó el número uno de las listas con un tema titulado Me encantan los regordetes. En cierta ocasión había clavado una foto de ella en la pared del Tapioca. Permaneció colgada casi una hora, hasta que la robaron. En su día sintió un profundo rencor por el robo, pero ahora ya estaba todo perdonado. Si por él fuera, el que la había mangado podía quedársela para siempre. Ahora tenía algo mucho mejor: la visión del pezón de Candy grabada para siempre en su memoria fotográfica. El mero hecho de pensarlo le provocó un ligero mareo. Con todo lo que había sucedido a lo largo del día, no había tenido tiempo para comer, y la inanición, sumada al pezón de Candy, estaba empezando a hacerle ver borroso.

Cuando Julius finalizó su actuación y todo el mundo (incluida Candy) dejó de dar saltos arriba y abajo, Sánchez experimentó una punzada de desilusión. Pero aplaudió y chilló más fuerte que con ningún otro participante.

—¿Has visto eso? —dijo al tiempo que volvía a empujar a Elvis con el codo—. Ha estado alucinante. ¡Prácticamente le he visto la teta entera, tío! ¡Alucinante!

—Elvis está ahí detrás —contestó Emily.

—¿Eh? Oh. —Notó que volvía a ponerse colorado. Elvis estaba detrás de él, hablado con Janis Joplin—. Perdona. Te he tomado por él.

—Ya lo sé.

—Pero ¿lo has visto, de todas formas? Ha sido increíble, ¿a que sí? Tiene unas tetas fantásticas.

—Elvis sigue estando ahí detrás. —Esta vez la voz de Emily iba teñida de un tono glacial.

—Sí, ya lo sé. Pero es que tengo que comentarlo con alguien, de modo que finge ser un tío durante un minuto, ¿quieres? Hombre, no es pedir demasiado, ¿no te parece?

Emily soltó una carcajada.

—¿Quieres que actúe como un tío? Muy bien. —Reflexionó profundamente durante unos instantes, y después dijo—: ¿Sabes que yo he visto a Candy en la ducha?

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Estaba, pues eso, totalmente desnuda, y con otra mujer. Estaban montándoselo.

Al oír lo que decía Emily, Sánchez empezó a sentirse más mareado todavía. Se le aflojaron las piernas y de repente, aunque todavía oía su voz a lo lejos, dejó de verla.

—¿Sánchez? Lo he dicho en broma. Me lo he inventado. Estaba intentando ser un tío, como me has dicho. ¿Sánchez? ¡Sánchez! —Repitió varias veces su nombre, hasta que de pronto alzó la voz y exclamó—: ¡Que alguien llame a un médico! Me parece que este tío se ha desmayado.

El bar llevaba casi una hora desierto. El joven camarero de la barra, Donovan, había tenido muy poca cosa que hacer, aparte de limpiar copas y apilarlas en las estanterías. El resto del personal del bar y de la cocina se había esfumado. Él era el pobre idiota que se había quedado a barrer los suelos y pasar la bayeta por las mesas.

Lo único emocionante había tenido lugar como media hora antes, cuando, tras haber oído un disparo a lo lejos, dejó entrar en la zona de la cocina a un individuo bajito, gordo y con pinta de mexicano. Momentos más tarde hizo pasar también a un pistolero que lo perseguía. No sabía muy bien qué era lo que había ocurrido en la cocina, pero pasados unos minutos vio al gordo bajito salir corriendo y huir en la misma dirección por la que había venido. En cambio el otro tipo, el que tenía cara de pocos amigos e iba vestido con una trinchera, no había reaparecido todavía.

Cuando se acercó a la barra aquel individuo de gesto severo y cazadora negra de cuero con capucha, Donovan lo reconoció de inmediato. Además, fue lo bastante inteligente para limitarse a servirle una botella de Sam Cougar sin abrir y un vaso de cristal sin esperar siquiera a que él le pidiera nada. Antes, cuando Kid mató a Jonah Clementine, había observado la escena desde la parte posterior de la barra, de modo que sabía que no debía cometer ninguna torpeza.

Kid posó la mirada en Donovan. El joven estaba demasiado aterrorizado para molestarle; era justo la clase de camarero que se necesitaba en aquel momento, serviría la bebida y después desaparecería de la vista. A Kid le gustaba que fuera así el servicio. Aceptó la botella y el vaso con un gesto de asentimiento y a continuación se acomodó en una banqueta de la barra. A modo de pago, decidió no matar a Donovan. En lugar de eso, se sacó un paquete de tabaco de la cazadora y lo sacudió para extraer un pitillo. Se lo puso entre los labios y aspiró con fuerza. El camarero contempló, horrorizado y admirado, que el extremo del cigarro se iluminaba y se prendía. «¡Hay que joderse, esto sí que es alucinante!», pensó antes de volver a ocuparse de limpiar copas bien lejos de su cliente.

Kid se dedicó a beber el bourbon. Era de buena calidad; de hecho, era tan bueno que probablemente bebió un poco más de lo debido. Luego dejó caer los restos del cigarrillo al suelo, se bajó de la banqueta y emprendió el regreso a la zona de la recepción. Se llevó consigo la botella, agarrada descuidadamente con la mano, y de vez en cuando le iba dando sorbos por el camino. Tenía muchas cosas en la cabeza, como a quién estaba a punto de matar con la última bala que le quedaba. Aquella decisión dependía de varios factores, pero como sólo disponía de una bala, iba a tener que escoger muy bien a quién le volaba los sesos. Y además iba a tener que lucirse con la puntería.

Acababa de permitir a Julius seguir con vida a pesar de conocer la verdad acerca de él. Pero había llegado a la conclusión de que aquel imitador de James Brown tenía posibilidades de ganar el concurso, y mientras no ganase Emily ni firmase aquel contrato envenenado, le importaba una mierda cuál fuera el desenlace. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario con tal de conseguir el resultado que deseaba, y si lo necesario era disparar a alguien, le dispararía sin vacilar. Y sin arrepentirse.

Al regresar al vestíbulo de la entrada principal del hotel, lo halló desierto. Cuando pasó por allí para dirigirse al bar era bastante más temprano, pero ahora, que ya eran las doce y media de la noche, aquel vacío resultaba opresivo. Y además tenía algo extraño. En los mostradores de recepción no había ningún empleado de noche. En la puerta no había ningún botones. Todos los teléfonos, teclados, bolígrafos y papeles de los mostradores habían sido guardados, los ordenadores se habían apagado y los monitores se habían tapado con fundas. El recinto entero daba la impresión de llevar varias semanas deshabitado, incluso meses, como si el personal se hubiera marchado de vacaciones de verano y hubiera echado el cierre. De hecho, lo más probable era que todos estuvieran en el auditorio, aguardando el resultado del concurso.

Kid bebió otro trago más de Sam Cougar y permaneció completamente inmóvil. Escuchando. Poseía un sexto sentido muy superior al de la mayoría de los mortales. Era capaz de percibir algo que estuviera a punto de suceder.

Había algo malvado muy cerca de allí. Lo advirtió incluso después de haber bebido tanto bourbon. Se limpió la boca con el dorso de la mano, hurgó en el interior de la cazadora y extrajo la pistola gris oscura. Comenzó a girarse lentamente alrededor, sin moverse del sitio. El alcohol estaba empezando a hacer efecto y le provocaba una ligera inestabilidad, pero continuó girándose con el arma apuntada a las paredes, atento, esperando a que surgiera algo.

Finalmente oyó un ruido.

Era un ruido que llevaba estando allí todo el tiempo, pero que él tardó unos momentos en percibir. Era una especie de roce, sordo y grave, procedente de las puertas de cristal de la entrada. Fuera estaba oscuro como boca de lobo, y con las luces del vestíbulo se hacía imposible distinguir nada al otro lado. En cuanto se percató de su existencia, el roce se hizo más audible. Entonces se sumó a él un suave siseo.

Mientras escuchaba aquellos sonidos e intentaba averiguar qué eran, llegó hasta el vestíbulo la voz amortiguada de Nina Forina. Las actuaciones habían finalizado, y estaba dando las gracias al público por votar. Sin duda alguna, el resultado se sabría dentro de muy poco. Kid necesitaba estar en la cabina de sonido, con la pistola apuntando hacia el escenario, pero antes tenía que saber quién diablos estaba haciendo aquellos ruidos allí fuera.

Se acercó muy despacio hacia las puertas de cristal de la entrada. Sus botas hicieron crujir varios vidrios rotos que había en el suelo de mármol. Delante de la entrada había un felpudo de gran tamaño de color granate que llevaba impreso el nombre del hotel. Al pisarlo dejaron de oírse sus pisadas. Dio cinco pasos más en dirección a las puertas. Indiscutiblemente, los roces y los siseos provenían del exterior, porque resultaban más audibles con cada paso que daba. Y cuanto más se aproximaba, los siseos se iban pareciendo cada vez más a susurros. Voces que le susurraban a él. No logró distinguir lo que decían.

Entonces, cuando estaba a poco más de medio metro de la puerta, se estampó contra el cristal el rostro horriblemente deformado de una mujer. Tal como era típico de él, no se inmutó. En vez de eso, observó detenidamente a la criatura. La piel de la cara estaba renegrida y correosa, como el papel de lija. Podía ser que alguna vez hubiera sido de color blanco, pero ahora poseía una textura que sugería que la cabeza entera había sido escaldada en agua hirviendo e introducida a continuación en un cubo de alquitrán. Los ojos, rojos e inyectados en sangre, miraron a Kid con expresión libidinosa, y la boca abierta le hizo gestos como de morder a través del cristal, como si llevara un año sin comer nada. Y así era, efectivamente.

Kid dejó la botella de Sam Cougar encima del felpudo granate y se plantó delante de la puerta de cristal. Se apoyó una mano en la frente para bloquear el resplandor de la araña del techo que tenía a su espalda y examinó a través del cristal el rostro que se aplastaba contra el mismo. Estaba claro que se trataba de una criatura no muerta; lo habría deducido rápidamente aunque no hubiera matado a dos de aquellos seres en el aparcamiento. Pero ¿cuántos había allí fuera? Era difícil de distinguir. Se apreciaba a las claras que había más moviéndose por allí, al otro lado de las puertas cerradas, pero resultaba imposible alcanzar a verlos. La única manera de saberlo con seguridad era apagando las luces del vestíbulo.

Cuando oyó al fondo, de forma amortiguada, la voz de Nina haciendo un comentario que desató el frenesí en el público, comprendió que no le quedaba mucho tiempo. No tardarían en anunciarse los resultados del concurso. Se guardó la pistola en un profundo bolsillo que llevaba en el muslo derecho. El arma quedó perfectamente encajada y con la culata sobresaliendo por la parte de arriba, para poder ser desenfundada con rapidez. Acto seguido se encaminó hacia el mostrador de recepción. Cuando llegó a él, apoyó la palma de la mano derecha y, casi como si formara parte del mismo movimiento, lo salvó de un salto. En la pared de atrás había un panel de interruptores de la luz, tres a lo ancho y otros tres a lo alto. Apagó los nueve, y al instante el vestíbulo y la recepción quedaron totalmente a oscuras.

Luego volvió a echar un buen vistazo a lo que había al otro lado de las puertas de cristal. Entonces sí que se hizo evidente la gravedad de la situación. Había zombis por todas partes. Arañaban las puertas y se subían los unos encima de los otros intentando desesperadamente alcanzar las primeras filas, y detrás de ellos venían otros más que ya estaban invadiendo los escalones de la entrada del hotel. Las puertas eran de cristal reforzado y estaban sujetas con pernos de acero arriba y abajo, además de un sustancial cerrojo de acero en el centro, donde se unían ambas, pero no iban a soportar durante mucho tiempo el empuje de todas aquellas horribles criaturas.

Kid volvió a saltar por encima del mostrador de recepción y regresó al felpudo granate que estaba delante de la entrada. Ni siquiera se había acercado a un metro del cristal cuando los zombis se volvieron locos de ansiedad, cada uno mirándolo fijamente y deseando convertirlo en su primera presa. El hecho de ver carne viva y tibia los había enloquecido. Kid, sin hacerles caso, permaneció lo bastante cerca de las puertas para ver bien los alrededores. No había tiempo para contarlos, pero era casi seguro que allí fuera había varios cientos de ellos, todos pidiendo sangre y luchando con desesperación por entrar.

Recogió la botella de bourbon del suelo y se la llevó a los labios para echar un trago bien largo y deglutirlo de un solo golpe. Acto seguido, se sacó un paquete de cigarrillos de la cazadora, se lo acercó a la boca y extrajo uno con los dientes. Era el último que quedaba, así que arrojó el paquete vacío al felpudo que estaba pisando. Kid Bourbon no era de los que se retiraban de una pelea, fuera cual fuese, pero tenía que tomar en cuenta el hecho de que estaba muy superado en número, tal vez a razón de quinientos a uno. Además, sólo le quedaba una bala en la pistola, y dicha bala estaba destinada a otra persona. Una persona que muy pronto iba a encontrarse a tiro.

De modo que, con aquella idea en mente, aspiró con fuerza del cigarrillo y contempló cómo éste se encendía con voluntad propia. Dejó que el humo le llenara los pulmones durante unos segundos antes de expulsarlo en dirección a los zombis. La nube chocó contra las puertas de cristal y después se elevó en forma de una bruma azulada hacia el techo. Aquel gesto pareció enfurecer aún más a las criaturas que pujaban al otro lado, porque comenzaron a arañar y arremeter con más rabia. Las puertas empezaron a sacudirse con violencia.

Kid les dio la espalda y echó a andar hacia el pasillo que conducía a la cabina de sonido. Estaban a punto de anunciarse los resultados del concurso «Regreso de entre los muertos», y él tenía que estar dentro de aquella cabina.

Listo para enfilar a su objetivo.

Sánchez notó que le echaban un líquido frío por la cara. Abrió los ojos y parpadeó varias veces antes de limpiarse el agua que le había entrado en ellos. Entonces se percató de que estaba reclinado a medias en un cómodo sillón y de que se hallaba rodeado de un pequeño grupo de personas que lo miraban atentamente. Reconoció a la que tenía más cerca: era Emily, y sostenía en la mano una botella pequeña de agua. También oyó una voz conocida que lo llamaba por su nombre.

—Sánchez, ¿te encuentras bien? —Era Elvis.

Se incorporó y parpadeó varias veces más, y distinguió la chaqueta dorada de Elvis, resplandeciendo detrás de Emily.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Estás en la sala que hay detrás del escenario. Te has desmayado, tío. Te derrumbaste en el suelo y te golpeaste en la cabeza.

Aquello le pareció plausible, porque tenía un chichón en la nuca que le dolía una barbaridad.

—¿Cómo ha ocurrido? —quiso saber.

Emily le entregó la botella de agua medio vacía.

—Estábamos, ya sabes, charlando simplemente —explicó—, y de repente te pusiste pálido y te caíste.

—Oh. —A Sánchez no se le ocurrió nada que decir. De pronto le vino una idea a la cabeza—: ¡Eh! ¿Ya ha acabado el concurso? ¿Quién ha ganado?

Elvis se inclinó sobre él y lo miró por encima del borde dorado de sus gafas de sol.

—Oye, tío, sólo has estado inconsciente como cinco minutos. Todavía no han anunciado al ganador.

—Genial. ¿Qué han dicho los jueces de Julius? Lo último que recuerdo es que acababa de terminar de cantar. Después de eso tengo una laguna.

—Deberías ver lo que ha pasado —dijo Elvis—. Tío, ha sido graciosísimo.

—¿Por qué?

—Pues, en primer lugar, Lucinda ha dicho que ha estado estupendo. Está loca por él.

—¡Bien! Genial.

—Sí, pero después va nuestro Agente Naranja Powell y le dice que la ha cagado.

—Hijo de puta.

—Sí. Pero a partir de ahí la cosa se pone mejor. Candy Pérez se pone de pie y le dice que ha estado brillante.

—Es muy buena como juez.

—Y que lo digas. Incluso ha intentado azuzar un poco al público agitando los brazos. Pero no vas a adivinar lo que ha ocurrido a continuación.

—¿Qué? —preguntó Sánchez a la vez que se frotaba el enorme chichón que se le había formado en la parte de atrás de la cabeza.

—¿Te acuerdas de esa cazadora blanca y ajustada que lleva puesta? Bueno, pues con tanto agitar los brazos y demás, se le baja la cremallera y ¡BAM! ¡Se le salen las tetas fuera! Deberías haberlo visto, tío. Ha estado graciosísimo. Las sacaron de lleno en la pantalla gigante, y todo. ¡Esa tía tiene una delantera de muerte!

Sánchez sintió que lo engullía una oleada de vértigo y oyó amortiguada la voz de preocupación de Emily:

—Va a desmayarse otra vez. Sánchez, ¿te encuentras bien? ¿Sánchez?

Despertó de nuevo varios minutos más tarde, cuando volvieron a echarle agua por la cara.

—¿Qué ha ocurrido? —gimió débilmente.

—Has vuelto a desmayarte —respondió Elvis.

—¿Otra vez? ¿Cuántas veces llevo ya?

—Dos, tío. Hemos intentado llamar a un médico, pero en la recepción ya no hay nadie trabajando. Por lo visto, todo el mundo lo ha dejado todo y se ha ido a su casa.

—¡Ay, la cabeza! ¿Por qué me duele tanto?

—Nada más terminar Julius la actuación de James Brown, te caíste y te diste un golpe.

—Ah. Sí, es verdad. ¿Qué han dicho los jueces?

Emily y Elvis se miraron el uno al otro, y quien contestó fue Emily:

—Han dicho que lo ha hecho muy bien.

—Estupendo. Me alegro.

—¡hijos de puta ! —No fue difícil deducir que Janis estaba todavía en la sala con ellos—. Están a punto de nombrar al ganador —dijo tirando de la manga a Elvis.

El Rey se volvió de nuevo a Sánchez.

—¿Te sientes con fuerzas para ver el resultado?

—Mierda, sí.

—Pues entonces, ¡levanta el culo, gordo!

Elvis echó a correr detrás de Janis y dejó a Sánchez con Emily. Ésta le tendió una mano. Él la aceptó con agrado y se dejó izar del sillón para ponerse de pie. Aquel movimiento súbito le robó la sangre de la cabeza por un instante y volvió a experimentar un leve mareo.

—¿Qué tal la cabeza?

—Me duele un poco. Me da punzadas, ¿sabes? Pero se me pasará —dijo valientemente. Todavía veía las estrellas, pero la cabeza se le estaba despejando poco a poco.

Emily lo cogió de la mano y tiró de él en dirección a la puerta que llevaba al escenario.

—Venga, vamos a perdernos el veredicto —dijo.

Sánchez se zafó de su mano y se detuvo un momento. Por lo visto, el golpe que había recibido en la cabeza le estaba provocando toda clase de pensamientos extraños. Emily se giró hacia él y le preguntó:

—¿Qué pasa?

Él se frotó el chichón de la cabeza. ¿Debería decirle lo que estaba pensando o no? «A la mierda, voy a decírselo. No puede pasar nada malo.»

—Esto… Emily —dijo tímidamente—. En realidad no sé qué va a suceder cuando anuncien al ganador del concurso, pero —hizo una pausa y respiró hondo— si no gana mi colega Elvis, espero que la ganadora seas tú. Tú eres la mejor de todos, y te lo mereces de verdad.

El rostro de la joven se iluminó con una bella sonrisa.

—Gracias —dijo—. Eres la primera persona que me lo dice, y se nota que lo dices en serio.

Sánchez se encogió de hombros.

—Bueno, verás… —musitó, empezando a sentirse un tanto violento.

Emily volvió a cogerle la mano y tiró de él hacia los escalones del escenario.

—Venga, Sánchez. Si no nos apresuramos, vamos a perdernos el resultado.

—Sí, vale. —De pronto recordó algo súbitamente—. ¿No ibas a decirme algo acerca de Candy Pérez?

Emily lanzó una carcajada, pero no contestó. Siguió tirando de Sánchez escaleras arriba, hasta que llegaron a la parte de atrás del cortinón de color rojo que atravesaba el escenario. Mientras ellos se situaban a un costado, Nina Forina aguardaba en el centro a que se abriese la cortina, de frente al panel de jueces. Al costado del entarimado, junto al filo de la cortina, Elvis y Janis se habían reunido con Julius, Jacko y Freddie Mercury.

En el foso de la orquesta comenzó a sonar un redoble de tambor que fue aumentando de intensidad. Segundos más tarde se abrió la cortina y apareció Nina situándose bajo la luz de los focos. El público empezó a lanzar vítores. Sánchez consultó su reloj. Era casi la una de la madrugada. La hora de las brujas estaba casi agotada. ¿Dónde diablos estarían los zombis? Y ya puestos, ¿dónde estaba Angus?

Mientras estudiaba las respuestas de aquellas preguntas tan preocupantes, recorrió el auditorio con la mirada. Todas las butacas se hallaban ocupadas por hombres y mujeres de todas las edades que aguardaban emocionados lo que estaba por venir. E indudablemente ajenos al hecho de que lo que estaba por venir seguramente incluía un gran derramamiento de sangre.

Al levantar la vista hacia la galería, vio al técnico de sonido en su cabina acristalada, accionando interruptores. Lo acompañaba otra persona. Sánchez entornó los ojos, todavía borrosos debido al sinfín de destellos luminosos y puntos negros que le había ocasionado el golpe sufrido en la cabeza al perder el conocimiento. Pero había distinguido algo. ¿Lo habría engañado la vista? No supo decidir si sus ojos le estaban haciendo jugarretas o si realmente había un pistolero en la cabina, con el pinchadiscos. Parpadeó unas cuantas veces para aclararse la vista, por si fueran imaginaciones suyas. Pero no. De pie junto al pinchadiscos había un hombre vestido de negro con una capucha por encima de la cabeza. Y junto al costado sostenía un objeto que parecía una pistola.

Estuvo a punto de aferrar a Emily del brazo para llamar su atención hacia la siniestra figura que ocupaba la cabina del técnico de sonido, cuando de pronto el pistolero desapareció en las sombras. No era la primera vez que veía a aquel hombre. ¿Quién sería? ¿Y qué estaría haciendo en la cabina del pinchadiscos?

Con un arma.

Emily se sentía más nerviosa que la primera vez en su vida que llevó a cabo una audición. Más todavía que la primera vez que actuó en público. De hecho, en lo que a nervios se refería, ésta era la peor experiencia de toda su vida.

Nina Forina estaba frente a los espectadores, esperando una señal de Nigel Powell. Emily estaba segura de que Powell estaba jugando con el público, pues no tenía ninguna prisa en esperar a que guardase silencio. Por fin, y antes de que estallara un revuelo, Emily vio que le hacía a Nina la señal con la cabeza que ésta estaba esperando. Después, la presentadora dejó pasar unos segundos más para contar con el silencio total de los espectadores, y entonces volvió a hablar.

—¡Muy bien, señoras y señores! Es un gran placer para mí anunciarles que tengo aquí, en mi mano, los resultados del concurso «Regreso de entre los muertos».

Estaba diciendo literalmente la verdad. Sostenía en la mano un sobrecito brillante de color dorado. Todos los ojos del auditorio parecían estar pegados a él. Aquel sobre contenía el destino de Emily. La atención médica de su madre dependía del resultado que aquel sobre guardara en su interior.

Cuando el público empezó a impacientarse, Nina incrementó todavía más la presión abriendo el sobre con una lentitud insoportable y mirando tímidamente el contenido del mismo. Emily sólo consiguió distinguir una pequeña cartulina rectangular de color blanco. Estaba demasiado lejos para leer lo que ponía en ella, pero Nina la miró largamente. Después de sacarla a medias del sobre, volvió a fijar la mirada en el público. Su gesto provocó que una buena parte de los espectadores se pusieran a lanzar chillidos dignos de un concierto de los Beatles circa 1964. Tras saborear el momento un poquito más de lo que era necesario, por fin sacó a tarjeta del todo. Emily torció el cuello para ver si alcanzaba a ver algo, pero Nina no era ninguna tonta. Igual que un jugador de póquer, mantuvo la tarjeta pegada al pecho y bajó la vista para mirar el nombre con aire furtivo. Al cabo de largos instantes, abrió mucho los ojos. Como su rostro se encontraba a la vista de todo el mundo en la pantalla gigante que tenía a la espalda, todos vieron su expresión. Dejó escapar una exclamación ahogada y se llevó una mano al pecho como si se hubiera quedado sin aliento a causa de la impresión que había recibido. Emily se preguntó qué podría querer decir aquel gesto. Podría querer decir que el resultado era una auténtica sorpresa, y como ella era la favorita, no se trataba de una buena noticia. También podía ser que la presentadora del concurso estuviera fingiendo sorpresa a fin de mantener la expectación del público. Fuera como fuese, Emily tuvo la sensación de que no iba a ser capaz de respirar nunca más.

Hubo más gritos y exclamaciones por parte de los espectadores, inquietos y ya completamente sobreexcitados. Nina les indicó por señas que guardaran silencio y se aclaró la voz.

—Señoras y señores, los resultados del concurso «Regreso de entre los muertos» son los siguientes. En sexto lugar… Freddie Mercury.

Se elevaron exclamaciones de sorpresa entre el público. Aunque no era uno de los favoritos para alzarse con el premio, la mayoría de la gente esperaba que quedase en mejor puesto que el sexto. Freddie salió al escenario y saludó al público, que lo aplaudió con calor. Emily oyó detrás de ella que alguien (cuya voz se parecía enormemente a la de Sánchez) murmuraba algo que sonó a «Se lo tiene bien merecido, el muy cabrón. Capullo engreído».

Freddie fue hasta Nina, la besó en la mejilla y ocupó un sitio en la zona elevada que había en la parte posterior del escenario. En parte por cortesía y en parte por decepción, el público aplaudió con cierto entusiasmo. Pero, al igual que Emily, lo que de verdad quería era conocer los nombres de los cinco primeros, sobre todo el primero de todos. La gente empezó a corear los nombres de sus cantantes favoritos para demostrarles su apoyo. Nina aguardó a que se apaciguase antes de proseguir con los resultados.

—Señoras y señores, recibamos con un fuerte aplauso al concursante que ha quedado en quinto lugar. —Miró la tarjeta que tenía en la mano. Emily estaba segura de que no necesitaba leerla de nuevo, pero así mantuvo al público en vilo unos segundos más. Entonces anunció en voz alta—: Vamos allá… ¡Janis Joplin!

Los espectadores chillaron, aplaudieron, gritaron sus tacos preferidos y lanzaron exclamaciones en igual medida cuando Janis, ligeramente decepcionada, subió al escenario. Saludó educadamente, dio un beso a Nina en la mejilla, gritó «¡Hijos de puta!» al público y por último fue a ocupar su sitio al fondo del escenario, junto a Freddie Mercury.

Una vez más los espectadores se sumieron en un silencio expectante. En el pequeño grupo que aguardaba a un costado del escenario, la tensión era casi insoportable. Emily observaba la forma que tenía cada uno de los finalistas de hacer frente a la situación. Julius se secaba el sudor de las manos en el traje. ¿Por qué estaría allí todavía? Nigel Powell había prometido echarlo. De alguna manera había conseguido evitar tal cosa, y era evidente que Powell había decidido no expulsarlo de la competición. ¿Por qué motivo?

El Blues Brother, Jacko, no dejaba ver gran cosa, pues tenía los ojos bien ocultos tras las gafas de sol. Elvis, pese a su gran seguridad en sí mismo, parecía un poco nervioso, en opinión de Emily. Movía la mandíbula como si estuviera masticando un chicle imaginario. La única persona que no parecía estar preocupada por los resultados era Sánchez. Tenía la vista fija en Candy Pérez. Había oído decir en la sala de atrás que era probable que se le «volvieran» a salir las tetas. No tenía muy claro qué quería decir aquello de «volvieran», pero si existía la más mínima posibilidad de que quedase expuesto lo mejor que tenía Candy, no pensaba apartar los ojos de ella ni siquiera un segundo.

Una vez más Nina esperó a que el público guardara silencio antes de anunciar al siguiente concursante decepcionado. «O al siguiente perdedor», pensó Emily.

—Señoras y señores, en cuarto lugar, recibamos con un fuerte aplauso a… ¡Elvis Presley!

Elvis estaba lívido. Tenía los labios fruncidos y los puños cerrados con fuerza. Las gafas de sol doradas probablemente servían para no dejar ver lo furioso que estaba. Salió al escenario caminando con actitud malhumorada y mirando a Nigel Powell con una sonrisa burlona que constituía su marca de fábrica. Logró saludar al público con un cierto entusiasmo, pero ignoró totalmente a Nina al dirigirse hacia el podio de los perdedores, donde se reunió con Freddie y Janis.

Ya sólo quedaban tres.

—Bien… vamos a por los tres últimos —anunció Nina una vez que hubieron cesado los aplausos—. ¿Quién opina que el ganador será el Blues Brother?

Del auditorio se elevó una oleada de exclamaciones.

—¿Alguien está a favor de Judy Garland?

Otra oleada de vítores.

—¿Sí? ¿Y qué me dicen de James Brown?

Una vez más el público estalló en una calurosa ovación. Una cosa estaba clara: los últimos puestos iban a estar muy reñidos. Emily no supo calibrar, por la reacción del público, qué actuación había gustado más. ¿El público la había aclamado a ella con la misma fuerza que a Julius y a Jacko? Era imposible de distinguir.

Lo que siguió a continuación causó una conmoción. Nina bajó la vista de nuevo a la tarjeta que tenía en la mano y se mordió el labio. Luego sonrió nerviosa.

—Recibamos con un fuerte aplauso a nuestro tercer participante… ¡James Brown!

Todo el público dejó escapar una exclamación ahogada, seguida de un estallido de vítores y después una fuerte ovación. Emily vio que a Julius se le descolgaba la mandíbula. Se le veía profundamente desconcertado, y por un momento tan sólo fue capaz de permanecer atónito y mudo. Emily sintió una oleada de emoción, su sueño estaba muy cerca de cumplirse. Dentro de menos de un minuto iba a saber si había ganado. Cuando Julius subió al escenario, se apartó de él; no quería estar demasiado cerca del hombre que había intentado asesinarla. Jacko dio una palmada a Julius en la espalda y habló en nombre de Emily cuando le dijo en voz baja:

—Una lástima, caraculo.

Sánchez, situado detrás de Emily, observaba los acontecimientos con interés. Cuando vio que Julius no había ganado, salió de su trance hipnótico. Estaba tan concentrado en los pechos de Candy y en intentar servirse de su fuerza de voluntad para hacerlos asomar, que no había prestado la atención suficiente a lo que decía Nina. Pero al ver que Julius sólo había quedado el tercero, se fijó para ver cómo se lo tomaba el imitador de James Brown. «Mal», pensó. Estaba inmóvil como una piedra, con una expresión en la cara que imitaba pasablemente la un besugo. Jacko le dio una palmada en la espalda y le dijo algo, tras lo cual Sánchez decidió decirle lo que pensaba él.

—Tienes que subir al escenario con el resto de los perdedores —le susurró al oído.

El destrozado cantante dio la impresión de no haberlo oído, de modo que Sánchez lo empujó por la espalda lo bastante fuerte para hacerlo salir de detrás de la cortina. Julius fue hacia Nina saludando al público sin ganas. Su lenguaje corporal indicaba que estaba mucho más desilusionado que los otros perdedores. Sin embargo, a diferencia de Elvis, sí que dio un beso en la mejilla a Nina. A continuación fue a ocupar su sitio al fondo del escenario, en el extremo de la fila, al lado de Elvis.

Ya totalmente alerta —o todo lo alerta que era capaz de estar—, Sánchez reflexionó profundamente sobre las consecuencias que podía acarrear aquello. «¿Qué coño va a pasar ahora?», caviló para sus adentros. Intentó llamar la atención de Elvis poniéndose de puntillas y agitando las manos discretamente, pero el Rey aún estaba haciéndose a la idea de que no había ganado el concurso y no estaba estableciendo contacto visual con nadie.

Una vez más cesaron los aplausos, y una vez más habló Nina.

—Señoras y señores —empezó con voz seria—. Quedan dos concursantes. Voy a pedirles que suban al escenario, por favor.

Sánchez observó cómo Emily y Jacko subían al entarimado en medio de un coro de aclamaciones del público. Se colocaron cada uno a un lado de Nina, la cual los besó sucesivamente. Ahora había vuelto a meter en el sobre la tarjeta que contenía los resultados, para que no la viera nadie.

—Muy bien… ¡Ruego silencio al público, por favor! —gritó.

Una vez más los espectadores fueron entrando gradualmente en un silencio expectante, si bien puntuado aquí y allá por algún que otro comentario lanzado por un borracho. Entonces Nina anunció el resultado:

—El ganador… sí, ganador… del concurso «Regreso de entre los muertos» es…

Sánchez no tenía ni idea de qué hacer. Julius no había ganado. no. había. ganado.

Tuvo tiempo de sobra para recapacitar sobre aquella grave complicación, porque había transcurrido casi un minuto entero desde que Nina dijo lo de «El ganador… sí, ganador… del concurso "Regreso de entre los muertos" es…». Su frase fue acompañada por un redoble de tambor por lo visto interminable, que aún no había cesado. Sánchez casi esperó ver aparecer un conejito de Duracell en el foso de la orquesta, aporreando el tambor sin descanso, porque aquella retreta no daba signos de agotarse. Seguía y seguía. Consultó otra vez el reloj. El contrato tenía que firmarse antes de la una de la madrugada.

Y ya eran las 00.55.

El público entero se estaba volviendo loco: todo el mundo lanzaba gritos de apoyo al artista favorito de los dos que quedaban, así como insultos al del tambor. Entonces, de repente, el tambor enmudeció de manera brusca y se hizo el silencio en el auditorio. Nina terminó la frase:

—… ¡el Blues Brother!

El público rugió de alegría. Nina, que tenía cogidos de la mano a los dos finalistas, alzó la de Jacko en el aire para simbolizar la victoria. Jacko, a la derecha de la presentadora, sonrió y saludó con la mano derecha a modo de agradecimiento al público por haberlo votado. A la izquierda de Nina, Emily quedó unos instantes decepcionada y cabizbaja; a continuación, con elegancia, soltó la mano de Nina y se acercó a Jacko, le dio un abrazo de enhorabuena y se sumó al grupo de los perdedores, que aguardaba al fondo del escenario.

Sánchez meneó la cabeza en un gesto negativo y volvió a pensar en lo que iba a suceder a continuación. Se suponía que Julius iba a ser el que firmara el contrato, pero Julius no había ganado, y difícilmente podía quitar de en medio a Jacko y firmar. Entonces, ¿qué iba a hacer? Si la respuesta era que nada, ¿tendría Elvis un plan? Porque él estaba más que deseoso de irse a casa. Digamos que ya mismo.

De nuevo hizo señas a Elvis con la mano intentando captar su atención. Había llegado el momento de salir pitando de aquel hotel. Elvis se percató por fin de los gestos de desesperación de su amigo y le respondió inclinando la cabeza. Con suerte, estaría pensando lo mismo. Asió a Janis Joplin del brazo, le susurró algo al oído, y seguidamente los dos se dispusieron a salir del escenario para reunirse con Sánchez.

—¿Estás listo para salir de aquí cagando leches? —preguntó Sánchez.

—Por supuesto —contestó Elvis—. Pero vamos a esperar un minuto. A ver qué hace Julius.

Sánchez estaba deseoso de largarse de allí, y cuanto más pronto y más rápido mejor. Ahora que tenía a Elvis consigo, calculó que sus posibilidades de salir vivo de aquélla habían aumentado considerablemente. Tras tomar la decisión de que le importaba un carajo lo que sucediera en el escenario, se encaminó hacia el tramo de escaleras que bajaba al pasillo que llevaba a la recepción. Cuando descendía por dicha escalera oyó un ruido de cristales rotos. Procedía del vestíbulo. Vino seguido de una ráfaga de aire frío. «Se ha debido de romper una ventana en alguna parte.» Cuando llegó al pie de la escalera oyó unas pisadas, muchas, que venían hacia él. Y rápidamente.

Se detuvo a asomarse por la puerta en dirección a la recepción. Se quedó boquiabierto y sintió que el corazón le daba un vuelco. Los zombis del desierto habían irrumpido a través de las puertas de cristal de la entrada del hotel y estaban invadiendo el recinto a centenares. Salían disparados en distintas direcciones, buscando carne humana con la que darse un festín. Sánchez dio media vuelta y volvió a subir las escaleras que llevaban a la zona del escenario. No le hacía ninguna gracia servir de aperitivo, y en lo que a aperitivos se refería, él era de los voluminosos. Al instante afloraron a la superficie sus instintos más cobardes, e hizo lo que mejor sabía hacer: huir a la carrera.

Elvis y Janis se encontraban en lo alto de la escalera de espaldas a él, atentos a lo que sucedía en el escenario. Nigel Powell había abandonado su asiento en el panel del jurado y sostenía en las manos un documento que sólo podía ser el contrato. La conmoción de ver a los zombis había dejado a Sánchez temporalmente sin habla. Se quedó detrás de Elvis e hizo varias inspiraciones profundas. El Rey no se había percatado de su presencia, estaba hablando con Janis.

—En cuanto alguien firme ese contrato, tenemos que largarnos de aquí cagando leches, pequeña —le oyó decir Sánchez.

—¿No quieres ver el bis? —le preguntó Janis.

—No, tenemos que irnos. Ese tío que ha ganado está a punto de firmar un contrato con el diablo. Va a vender su alma, y quedará condenado a ir al infierno.

—¿Qué?

—Hablo en serio, pequeña. Además, en este momento hay un montón de zombis que se dirigen hacia aquí. Van a matarnos a todos, a no ser que consigamos que James Brown firme ese puñetero contrato.

—Pero el Blues Brother ha ganado con toda justicia —protestó Janis.

Por fin Sánchez recuperó la voz y escupió impulsivamente lo que acababa de ver:

—¡Elvis! ¡Los zombis! ¡Ya están aquí! ¡Están en el puto hotel!

Elvis se giró y miró a Sánchez, y a continuación miró el reloj.

—¡Mierda! Son las doce y cincuenta y siete.

Sánchez indicó el escenario.

—Si Jacko firma el contrato, los zombis se quedarán y nos matarán a todos, ¿no es así?

Elvis asintió.

—Eso es lo que nos dijo Gabriel.

—Pero si no lo firma antes de la una en punto, este puto hotel se hundirá en el infierno y moriremos todos, ¿no?

—Correcto, sí.

—Entonces, ¿qué hacemos todavía aquí?

—Si Julius firma el contrato, es posible que nos salvemos.

—¿Qué ocurre si firma Julius? No recuerdo que Gabriel dijera nada claro acerca de esa parte del plan.

—Joder, tío, haces unas preguntitas que para qué —replicó Elvis, exasperado—. Mira, no estoy seguro, pero Julius es el único que puede romper la maldición. Sea cual sea.

Janis miraba a ambos como si fueran un par de lunáticos declarados.

—¿Se puede saber de qué… mierda, puñetas, cojones… estáis hablando?

—No hay tiempo para explicaciones —dijo Elvis—. ¡Tenemos que impedir que ese tío cante!

—Es demasiado tarde —repuso Janis en voz baja, señalando el escenario.

Nigel Powell se encontraba en el centro del entarimado con el Blues Brother, de cara al público. Sostenía en la mano el mortal contrato, y Jacko un bolígrafo. Preparado para firmar un pacto con el diablo, para vender su alma.

Jacko se quitó las gafas de sol y se las guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta. Acto seguido alzó la mano y tomó un extremo del contrato que sostenía Powell. Levantó el bolígrafo en alto para indicar que estaba buscando el sitio apropiado para firmar.

Elvis sacudió la cabeza en un gesto negativo y desvió el rostro, incapaz de mirar.

—Pobre idiota —suspiró—. Se va a condenar a ir al infierno.

—Mejor él que yo —musitó Sánchez.

Vieron que Powell también consultaba el reloj. Su mirada delataba lo ansioso que estaba por ver el contrato firmado. Era un documento descomunal, de casi cinco centímetros de grosor. No había tiempo para que lo leyera Jacko. «Fírmalo sin más», parecía ser el abrumador mensaje. Cuando Jacko acercó el bolígrafo al papel, a punto de entregar la vida, Sánchez y Elvis se quedaron petrificados en el sitio, preguntándose qué iba a suceder. Y qué debían hacer.

En aquel momento Sánchez oyó un ruido a su espalda. Se volvió y vio a dos zombis que pasaban veloces junto al arranque de las escaleras, procedentes del pasillo. «Esos cabrones van a llegar aquí de un momento a otro», pensó. De nuevo se giró hacia el escenario.

Justo a tiempo para ver a Julius realizar el acto final.

En eso, desde su sitio en el grupo de los perdedores, al fondo del escenario, el cantante del traje morado arremetió contra Jacko y Powell.

—¡alto ! —vociferó—. ¡No lo firmes!

Pasó como una exhalación junto a Nina Forina y a punto estuvo de arrojarla al suelo. Powell, al verlo venir, intentó meter prisa a Jacko.

—No le hagas caso. ¡Rápido, firma! —lo instó.

Desde algún lugar alto del auditorio llegó el estruendo de más cristales rotos. No fue tan intenso como el que había oído Sánchez un minuto antes, pero aun así lo sobresaltó. Se giró en la dirección del ruido, a tiempo para ver cómo estallaba en pedazos el cristal de la cabina de sonido del pinchadiscos y caía una lluvia de fragmentos sueltos sobre el público, a modo de cascada de hielo.

En el escenario, Julius agarró a Jacko por la solapa con la intención de evitar que firmase el contrato. Pero tuvo la tela asida en la mano durante menos de un segundo, antes de que se oyera un súbito disparo.

¡bang !

Sánchez contempló paralizado de horror cómo explotaba la cabeza de Julius. Primero le apareció un agujero bien claro en la frente; y una fracción de segundo después se le abrió la nuca y salió por ella una nube de sangre y sesos que se extendió por buena parte del escenario. Se percibió un ruido especialmente desagradable cuando un enorme pedazo de carne blanda y húmeda fue a aterrizar en el vestido plateado de Nina Forina. Ésta, al sentir la cara salpicada de motas de color escarlata, lanzó un tremendo chillido de sorpresa y terror. Dicho chillido sirvió de catalizador para provocar otros miles de gritos de horror en los espectadores.

Sánchez contempló primero cómo el cuerpo sin vida de Julius se derrumbaba en el piso del escenario. Produjo un ruido sordo y horroroso al chocar contra los tablones de madera. De la cabeza destrozada manaba sangre que se derramaba sobre el escenario y sobre lo que quedaba del rostro. La peluca, descolocada por el disparo, yacía en medio de un charco de sangre e iba empapándose poco a poco. Por espacio de unos segundos, aquellos ojos sin expresión quedaron mirando fijamente a Sánchez, pero enseguida se pusieron en blanco. «Es como la quinta puta vez que pasa eso en lo que va de día», pensó Sánchez de forma trivial. Asqueado y profundamente asustado, levantó la vista hacia el pistolero que ocupaba la cabina del pinchadiscos. Ahora que se le había despejado la cabeza, se dio cuenta de que era el individuo vestido de negro y cubierto con una capucha que le ocultaba gran parte del rostro. Se había cruzado con él en un pasillo, y también lo había visto en el interior de la cabina del pinchadiscos justo antes de que se anunciaran los resultados del concurso. «Ése es un tipo que no se me va a olvidar tan deprisa», pensó.

Tiró violentamente de la chaqueta dorada de Elvis y señaló la cabina de sonido.

—¡A Julius le han disparado desde ahí!

—Ah, ¿sí? No me digas, Sherlock.

—¿Tú crees que está muerto?

—Con los sesos esparcidos por todo el puto escenario, yo diría que está más muerto que mi abuela. Atontado.

—¡Pero si es el apóstol número trece!

Comprensiblemente, Janis Joplin seguía sin entender.

—¿Qué? —preguntó.

—Era el apóstol número trece —farfulló Sánchez señalando el cadáver de Julius—. Era el único que podía habernos salvado a todos, y ahora está muerto. ¡Estamos todos jodidos!

Janis frunció el ceño.

—No seas gilipollas. Si eso fuera cierto, tendría más de dos mil años de edad.

—Yo estoy dispuesto a creerlo —repuso Sánchez.

—¿Sí? Pues aparenta unos treinta. Treinta y cinco como mucho.

—Bueno, pues es lógico, ¿no? Al fin y al cabo es un apóstol.

Estaba claro que Janis no se lo tragaba.

—¿Es que los apóstoles se compran crema antiarrugas en la farmacia?

—A lo mejor. —Sánchez no sabía muy bien adónde conducía todo aquello.

—Pues entonces es una lástima que ya de paso no se le ocurriese comprarse un crecepelo.

Sánchez arrugó el entrecejo. Cuando no estaba insultándolo a él ni a otra persona, Janis podía ser bastante sarcástica.

—Mira —probó de nuevo—, nos lo dijo un tipo que sabía de estas cosas. ¿A que sí? —Se volvió hacia Elvis en busca de apoyo.

—Sí. Pero no sé, tío. ¿Sería todo mentira?

—Pues Gabriel lo creía en serio.

—Sí, pero también se creería que Joan Collins tiene veintiún años si se lo dijeran.

De pronto Sánchez se sintió preocupado. Además de asustado. ¿Habría sido Gabriel víctima de un engaño por parte de Julius?

—Entonces, ¿existe o no existe un apóstol número trece? —dijo pensando en voz alta.

—Lo dudo —respondió Janis—. Aunque en una ocasión leí que sí existió. Estoy segura de que está enterrado en África, o algo así.

—¿Es posible que sea ese tío? —dijo Elvis señalando a Jacko, que ya había firmado el contrato que le tendía Powell.

A aquellas alturas ya costaba oír cualquier cosa que se dijera, porque la mayor parte del público estaba gritando. De hecho, casi todos los que estaban encima del escenario, excepto Powell y Jacko, estaban corriendo de un lado a otro después de haber visto el cadáver de Julius y ante la posibilidad de que el pistolero que ocupaba la cabina de sonido pudiera disparar otra vez. Contra ellos.

En eso, cuando los espectadores comenzaron a huir del auditorio, descubrieron que había una cosa nueva por la que gritar. No había modo de escapar. Todas las salidas estaban bloqueadas por un enjambre de zombis. Estaban atrapados.

La carnicería no había hecho más que empezar.

Nigel Powell consultó su reloj. Las 00.59. Esto sí que era apurar el tiempo al máximo. El concurso había sido un desastre. Se prometió a sí mismo que jamás volvería a permitir que se hiciera tan tarde. Para el año siguiente iba a ser necesario contar con un mejor sistema de seguridad. Y con un programa de actuaciones más apretado. De todas formas, ya se acabó. Jacko había firmado el contrato. Fin del espectáculo.

Al año siguiente no habría sitio para imitadores de James Brown. Julius había estado muy cerca de echar a perder el concurso. Pero ¿quién era? ¿Y por qué deseaba tanto ganar? Mientras estudiaba las posibles respuestas, le vino a la mente otra pregunta: ¿quién coño había pegado un tiro a Julius? Sí, él mismo había ordenado a los de seguridad que lo buscaran y se lo llevaran a dar un paseo por el desierto sin billete de vuelta, pero aquello fue antes. No había dado a ningún miembro del equipo de seguridad la orden de que sacase un arma y disparase si Julius se lanzaba de cabeza al contrato. En fin, ya ordenaría más adelante una investigación completa del asunto; por el momento se sentía aliviado de haber conseguido a otro imbécil más para firmar el contrato con el diablo.

Tenía que conceder que la actitud serena de Jacko resultó impresionante. Aquel joven artista no se inmutó siquiera cuando vio morir a Julius. E incluso ahora que los zombis empezaban a hacer pedazos a los espectadores del auditorio, daba la impresión de continuar notablemente impasible. Tanto Jacko como él mismo tenían manchados los trajes con gotitas de sangre procedente de la cabeza destrozada de Julius. Su traje blanco estaba echado a perder. En cambio la chaqueta negra de Jacko disimulaba muy bien las manchas. Así y todo, Powell no iba a sufrir por tener un traje destrozado, sería mejor que cambiarle el sitio a Jacko. Sabía lo que le aguardaba al ganador del concurso, y no iba a ser agradable.

—Lo siento mucho por esto —dijo indicando con la cabeza el cadáver ensangrentado que tenían justo detrás. Era evidente la repugnancia que le causaba—. Pero te felicito por haber ganado el concurso. Te lo merecías.

—Gracias —respondió Jacko con una sonrisa—. Ha sido un día bastante extraño, ¿no?

—Desde luego. —Powell centró la atención en un par de guardias de seguridad que estaban en la parte de atrás sin hacer nada. Al igual que todos los presentes en el escenario, contemplaban con horror e incredulidad a los zombis que estaban atacando al público—. ¡Eh, vosotros! —les dijo a voces—. No os mováis del escenario, ¿estamos? Los zombis no van a subir aquí.

Volvió a observar el auditorio. Los zombis penetraban a chorro por todas las salidas y se abalanzaban contra los espectadores para arrancarles trozos de carne. Era algo horrible de ver, pero Powell ya estaba acostumbrado. Lo había visto muchas veces ya. A los zombis les gustaba atacar en grupo, y acorralaban a presas vulnerables que habían quedado aisladas de otras que habían conseguido apiñarse. Tres o cuatro criaturas en estado de descomposición se juntaban y se lanzaban sobre su presa. Se oían agudos chillidos de terror proferidos por mujeres a las que aquellos mutantes devoradores de carne estaban arrancando brazos y piernas. Y también por hombres jóvenes que gritaban como niños cuando los zombis les sacaban los ojos, les mordían las piernas y les desgarraban la ropa.

Observando la escena con gesto desapasionado, Powell exhaló un suspiro de alivio pensando en que el concurso había estado muy cerca de acabar a la hora señalada de la una de la madrugada. Contempló la masacre durante unos segundos y se permitió una leve sonrisa antes de volverse de nuevo hacia Jacko.

—No te preocupes por esos necrófagos —le dijo—. Esos… seres… se marcharán cuando vean que has firmado el contrato.

—Yo no estoy tan seguro —replicó Jacko tranquilamente, observando la carnicería que estaba teniendo lugar en el auditorio.

Powell, como creador, propietario, promotor y juez principal del concurso, había descubierto que todos los años el ganador se quedaba un tanto conmocionado por la aparición de los muertos vivientes y por el caos de sangre que provocaban. Se acordó del ganador del año anterior, una joven que encarnaba a Dusty Springfield. Se puso a gritar como loca, completamente histérica. No consiguió calmarla, y se sintió realmente aliviado cuando por fin salió de entre el público el Hombre de Rojo, le hundió la mano en el pecho y le arrancó el alma. Ciertamente desagradable. Pero inevitable.

La llegada del malvado amigo de Powell reflejado en el espejo siempre señalaba el final de los actos del día. Miró de nuevo el reloj y sonrió a Jacko. De un momento a otro iba a materializarse el Hombre de Rojo saliendo de un rincón oscuro, hundiría sus fantasmales manos en el pecho de Jacko y le arrancaría el alma. El hecho de que el artista no estuviera chillando de pánico como la mayoría de los ganadores que le precedieron le estaba facilitando mucho las cosas a él.

Por fin, justo en el momento en que el reloj de pulsera de Powell emitía un minúsculo pitido para indicar que era la una de la madrugada y el final de la hora de las brujas, apareció en el escenario el Hombre de Rojo, sonriendo de oreja a oreja igual que un niño en una pastelería. Jacko se encontraba de espaldas a él, y por eso no lo vio acercarse. Powell hizo todo lo posible por mantener distraído al Blues Brother mientras aquel gigantesco negro de sonrisa blanca y traje rojo vivo con sombrero del mismo color se dirigía furtivamente hacia ellos.

—¿Sabes? —dijo Powell en tono afable al tiempo que apoyaba una mano en el hombro de Jacko—, yo personalmente creía que iba a ganar Judy Garland, pero la verdad es que tú verdaderamente has sido motivo de orgullo para los Blues Brothers con tu versión de Sweet Home Chicago.

—¡De versión, nada! —se mofó Jacko.

—¿Perdón? —dijo Powell. La actitud altiva, incluso arrogante, que mostraba Jacko desde que había ganado lo tenía más bien perplejo—. ¿Qué quieres decir?

—Que no ha sido en absoluto una versión. Versión fue la que hicieron los Blues Brothers. Y no yo. —Sacudió el hombro para zafarse de la mano del otro.

—¿Qué? —Powell no entendía—. ¿A qué te refieres? Sweet Home Chicago era una canción de los Blues Brothers, ¿no? Pues claro que sí… se la vi cantar en la película.

—Sí, así es. Pero no la escribieron ellos.

—Ah. Vale. Ya veo adónde quieres llegar. ¿Y quién la escribió?

Jacko se quitó el sombrero, se lo puso a su nuevo jefe en la cabeza y se lo caló con fuerza. Luego le guiñó un ojo.

Sweet Home Chicago la escribí yo —declaró.

El propietario del hotel se quedó clavado en el sitio, intentando asimilar las consecuencias de lo que estaba diciendo Jacko. Entonces lo recorrió un escalofrío y se le hundieron las facciones. Miró el grueso contrato que tenía en la mano y pasó rápidamente las páginas hasta el final. Cuando llegó a la última, hincó los ojos en la firma que había al pie. El nombre con que había firmado Jacko. Cada letra fue como un cuchillo que se le clavara en el corazón.

Robert Leroy Johnson.

Levantó la vista hacia el joven que tenía de pie ante sí. Sólo que ahora Jacko no estaba solo; Elvis, Sánchez y Janis se habían acercado para ver qué pasaba. Y, cosa aún más preocupante, el Hombre de Rojo se había sumado a ellos y ahora rodeaba los hombros de Jacko con el brazo.

—Me alegro de volver a verlo, señor Johnson —dijo, sonriéndole a Jacko.

Powell estaba estupefacto. Miró a Jacko sin poder disimular la sorpresa.

—¿Tú eres Robert Johnson? ¿El Hombre del Blues?

—El mismo.

—Pero… Pero… ¿No vendiste tu alma al diablo hace unos cien años?

El Hombre de Rojo retiró el brazo de los hombros de Jacko y posó una mano en el hombro izquierdo de Powell.

—Sí, señor. Así fue. En el año 1931. —Pese a la ancha sonrisa, sus palabras sonaron frías como el acero.

A Powell empezaron a temblarle las manos.

—En ese caso, este contrato es nulo. ¡No puedes venderle una cosa de la que ya es dueño!

Jacko le guiñó un ojo.

—Ha sido un placer conocerte. Pero ahora tengo que irme, hijo.

Sánchez había visto bastantes cosas desagradables en su vida. La revelación de que Jacko, el Blues Brother, en realidad era nada menos que Robert Johnson, el tipo que vendió su alma al diablo en los años treinta, era todo un bombazo. Pero, teniendo en cuenta que sólo unos minutos antes estaba convencido de que existía un apóstol número trece aún vivo que había encarnado a James Brown, estaba dispuesto a aceptar que aquello fuera posible.

Durante el tiempo que llevaba teniendo el bar en Santa Mondega se había encontrado con vampiros y hombres lobo, lo cual le sirvió de preparación para casi todo. Pero esto… esto ya estaba empezando a ser demasiado. Sobre todo la introducción de zombis en su mundo. En aquel preciso momento estaba apenas a unos metros de un grupo grande de ellos. Aquellos cabrones eran unos salvajes. Observó a dos de ellos, que estaban jugando al tira y afloja con un infortunado que llevaba un chándal de poliéster, cada uno clavando los dientes en una parte diferente de su víctima y lanzando gruñidos en su afán de apoderarse de ella. Estar en lo alto del escenario contemplando aquel pandemónium desde una distancia segura era como estar viendo una película de terror. Excepto que aquí era el público el que resultaba masacrado mientras los «actores» —los que estaban en el escenario— contemplaban la escena. Sin embargo, el resultado fue que Sánchez se sentía a salvo, más o menos. Por el momento.

Había también un hombre de raza negra, muy alto y de aspecto siniestro, vestido con un elegante traje rojo y sombrero, de pie al lado de Nigel Powell y Jacko. Teniendo en cuenta todo lo que estaba sucediendo, aquel individuo parecía estar ridículamente contento. Lucía una enorme sonrisa en la cara. En cambio Powell mostraba la expresión contraria; la sonrisa blanquísima y radiante le había desaparecido del rostro, y su bronceado naranja parecía haberse descolorido para transformarse en una especie de beis sucio.

Ahora todos los finalistas supervivientes estaban en el centro del escenario, observando a Powell. A éste parecía faltarle la respiración, como si estuviera sufriendo un infarto.

—No tengo muy claro qué coño está pasando aquí, tío —comentó Elvis—. ¿Quién es ese tipo de rojo? ¿Y de dónde diablos ha salido?

Sánchez se encogió de hombros.

—A mí me recuerda a un Santa Claus negro.

—¿Sí? ¿No será a lo mejor el diablo?

Elvis tenía un punto de razón. Podía ser. Teniendo en cuenta el caos desatado en el auditorio y los rumores de que el contrato del ganador pertenecía a Satanás, era una posibilidad.

—En ese caso, ¿por qué no nos largamos de aquí cagando leches? —suplicó Sánchez.

—Espera un minuto. A ver qué ocurre. Por el momento, parece seguro estar aquí arriba.

Sánchez no pensaba irse a ninguna parte sin Elvis, y éste parecía estar en lo cierto. Los zombis no se acercaban al escenario. En su opinión, era el lugar más seguro de un hotel que en realidad no era nada seguro.

El Hombre de Rojo que estaba de pie junto a Powell y Jacko se dio la vuelta y miró a Sánchez, a Elvis y a los demás concursantes. A continuación le guiñó un ojo a Sánchez y volvió a marcharse por la parte de atrás del escenario, la misma por la que había venido.

—¿Quién demonios era ése? —preguntó Sánchez en voz alta a cualquiera que quisiera responderle.

Quien contestó fue Nigel Powell, casi para sí mismo:

—Estamos todos jodidos —dijo—. Condenados a ir al infierno. —Después, elevando la voz, agregó casi gritando—: Al infierno, ¿me oyes?

—¿Perdón?

Sánchez había abrigado la esperanza de que Powell tal vez les mostrase una manera de salir. Al fin y al cabo, sólo era cuestión de tiempo que los zombis dejasen de despedazar a los espectadores y empezasen a subir al escenario. Ya había varios de ellos en el foso de la orquesta, haciendo trizas a los músicos. Se oían graznidos y bocinazos de los instrumentos mientras los miembros de la banda intentaban en vano repeler el ataque. El músico que tocaba la tuba, en particular, soplaba ésta con toda su alma, con la esperanza de mantener a raya a aquellas criaturas con el fenomenal trompetazo de su gigantesco instrumento.

Sánchez se fijó en que, por una vez, todo el mundo parecía más aterrorizado que él, con dos excepciones. Elvis seguía siendo la personificación de la calma, como siempre, y Jacko también parecía no inmutarse en absoluto por lo que estaba sucediendo. Mientras esperaba a que uno de los dos sugiriese una solución para escapar de allí, de pronto la cacofonía de los zombis y sus víctimas quedó ahogada por la música. Y esta vez no fue la tuba. Lo que empezó a oírse a todo volumen por los altavoces repartidos por todo el auditorio fue el CD de Paul McCartney que ya había puesto anteriormente el pinchadiscos. Los chillidos del público quedaron eclipsados por Paul McCartney y por un coro de ranas que cantaban «Todos estamos juntos». Habría que decir más bien «Todos corremos aterrorizados juntos», pensó Sánchez. Si estaba esperando una señal que le indicara lo que debía hacer, aquí la tenía.

—Ya está. ¡Yo me largo de aquí cagando leches! —declaró, anhelando desesperadamente que alguien más coincidiera con él y tomara la iniciativa.

—Espera un segundo, hombre —replicó Elvis. Fue hasta Powell y se plantó delante de él—. Bueno, ¿cómo hacemos para salir de esta cagada? —le preguntó pinchándolo en el pecho con el dedo.

—No… no estoy seguro —balbució Powell—. Creo que… Imagino que lo más seguro es quedarse aquí arriba, en el escenario. Tal vez no suban aquí.

Elvis no parecía impresionado; su boca se retorció en un gesto burlón que él mismo habría admirado.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que me dijo usted antes? —le preguntó.

—¿Qué? No sé. Ahora no es el momento.

—Me dijo que yo no merecía estar en este escenario.

—Pues vaya bobada. Supéralo de una vez.

—Ya lo he superado. Pero ¿sabe una cosa?

—¿Qué?

—El que no merece estar en este escenario es usted.

Se echó hacia atrás y acto seguido, con todas sus fuerzas, le arreó un puñetazo en la cara al sorprendido Nigel Powell. El puño aterrizó de lleno en el pico de la nariz de su objetivo.

El impacto produjo un crujido enfermizo y un surtidor de sangre, e hizo perder el equilibrio al creador y juez principal del concurso, que se precipitó de espaldas, salió volando del escenario y fue a caer en el foso de la orquesta. Aterrizó en medio de una melé de zombis y músicos a medio devorar, miembros arrancados de cuajo y entrañas desgarradas. La expresión de su rostro era de puro terror. Jamás había estado tan pálido un hombre teñido de color naranja.

Los zombis le permitieron exhalar un solo grito de dolor antes de hacerlo desaparecer bajo un grupo de ellos para ser devorado con avidez. Parecían saber quién era. En los oscuros recovecos de sus cerebros putrefactos sabían que aquel hombre había engañado a muchos de ellos para que vendiesen su alma al diablo a cambio de lo que ellos pensaban que iba a ser fama y dinero.

El resto eran desventurados miembros del público de pasadas ediciones del concurso, que se habían transformado en zombis tras haber sido asesinados por éstos. Por fin estaba recibiendo su justo castigo, de manos de una horda de seres no muertos que lo despreciaban.

Elvis se volvió de cara a Sánchez y a los demás supervivientes. El escenario aún estaba libre de zombis, pero aquello iba a cambiar, sin duda. Enseguida.

—¡Eh, Johnson! —le chilló a Jacko—. ¡Sácanos de aquí de una puta vez!

El Hombre del Blues le mostró una ancha sonrisa.

—Cómo no. Será un placer. Seguidme.

Nina Forina, Candy Pérez y Lucinda Brown hacía mucho que habían abandonado el escenario, en el intento de huir acompañadas por varios guardias de seguridad. De vez en cuando se oían disparos en medio del estruendo, efectuados por los guardias de seguridad intentando abrirse paso a través de aquellos necrófagos enloquecidos. Sánchez podría haberse ido con ellos, pero pensó que tenía que ser mejor quedarse con Elvis y Jacko. El Hombre del Blues tomó la delantera y salió por un costado del escenario, desde donde todos habían contemplado los resultados del concurso como si todo hubiera sucedido en otra vida. Sánchez y los demás lo siguieron. El regordete camarero se las ingenió para colarse justo detrás de Jacko y delante de Elvis, que era obviamente el sitio más seguro en el que estar. Janis Joplin iba detrás de Elvis, agarrada con desesperación a la mano de éste. Detrás de ella iba Emily, y por último, cubriendo la retaguardia, Freddie Mercury. La única persona que quedó en el escenario fue Julius; su cadáver todavía descansaba donde había caído, sobre las tablas, rezumando sangre por la fatal herida de la cabeza.

Cuando bajaba detrás de Jacko por las escaleras en dirección al pasillo que llevaba al vestíbulo, Sánchez vio a una de las criaturas cargando contra ellos. Se detuvo al pie de las escaleras cerrándoles el paso al corredor. Tenía una mitad de la cara toda podrida, con lo cual se hacía difícil distinguir cómo debió de ser en vida. Era una cara que seguramente había pertenecido a un joven que no quería nada más que ser un cantante famoso y de éxito. Ahora era una máscara de maldad en estado de descomposición, carente de alma, contorsionada por la desesperada necesidad de alimentarse de carne humana. A juzgar por la ropa raída y putrefacta que llevaba puesta, en otro tiempo debió de ser el propietario de un elegante traje no muy distinto del que vestía Jacko. Pero mientras que el de Jacko estaba limpio y bien planchado, el del zombi se veía sucio y harapiento, cubierto de moho, tierra y sangre.

La horrible criatura se plantó delante de Jacko, y ambos se miraron fijamente por espacio de unos segundos. El zombi pareció reconocerlo, porque dio la impresión de no querer arrancarle las carnes a mordiscos. Sin embargo, rápidamente posó la mirada en la apetitosa barriga de Sánchez, apenas disimulada bajo la camisa hawaiana.

Asqueado pero levemente fascinado, Sánchez observaba la escena temblando al ver el punto muerto al que habían llegado. Al fin, Jacko alzó una mano hacia el zombi y negó con la cabeza.

—Estas personas están conmigo. Déjalas en paz.

Transcurrieron unos segundos de incomodidad durante los cuales el zombi lo miró con expresión amenazante, al parecer reflexionando sobre lo que había dicho. Lo único que se oía eran los gritos cada vez más menguados de los espectadores que aún quedaban vivos y el incesante croar de las ranas de la canción de Paul McCartney. Pero al final el zombi dejó de amenazarlos, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo en dirección a la parte de atrás del hotel.

«Esto ya es algo», se dijo Sánchez.

Jacko reanudó la marcha, salió al pasillo e indicó por señas a los demás que lo siguieran. Sánchez se asomó al pasillo e inmediatamente se dio cuenta de que estaba bastante abarrotado de zombis enloquecidos por la sangre que estaban atacando a todos los espectadores del público, guardias de seguridad, jueces y cantantes que habían intentado escapar. El hedor a podrido de los zombis se mezclaba con el olor metálico de la sangre fresca, y juntos daban lugar a una fragancia de ultratumba digna del mejor perfumista.

—¡Mirad! —chilló Sánchez—. Ése es Little Richard.

—Qué va, es Jimi Hendrix —replicó Elvis.

Los dos llevaban razón. Sánchez contempló horrorizado lo que estaba sucediendo. Frente a la pared contraria, Richard, el diminuto imitador de Jimi Hendrix, estaba siendo devorado, empezando por las piernas, por un par de zombis. Aún estaba vivo y lanzaba chillidos de dolor. Elvis se apresuró a empujar a su colega por la espalda para que saliera al pasillo.

—Venga, gordinflas —le dijo—. ¡No tenemos todo el puto día!

—¡Esos cabrones se lo están comiendo vivo! —Sánchez no podía apartar la vista de aquella horrible escena.

—Que se joda —replicó Elvis sin piedad—. No es más que el aperitivo. ¡Si no sacas el culo de aquí, tú serás el puto plato principal!

Sánchez captó el mensaje. Echó a correr pasillo adelante detrás de Jacko, manteniéndose lo más pegado a él que le era posible y dando las gracias a su estrella de la suerte por que aquel tipo tuviera cierta influencia entre los zombis. Delante de ellos había como unas veinte criaturas mutantes, arrimadas a ambas paredes. Respetaban la orden de Jacko de no atacar, pero también se las notaba deseosas de alargar una mano y hacer presa en cualquiera que se separase del grupo. El Rey avanzaba detrás de él, amenazando con los puños a todo ser que diera la impresión de querer lanzarse sobre Sánchez. Janis Joplin caminaba asida con fuerza a la chaqueta dorada de Elvis, y mientras tanto gritaba toda clase de obscenidades a los zombis.

En la retaguardia, Emily y Freddie Mercury eran los más vulnerables. Los tontos zapatos rojos de Emily no estaban hechos para correr. En una de ésas, mientras corría aferrando el vestido de Janis, se le soltó el tacón del izquierdo. Freddie chocaba continuamente contra ella, y el causante de que se le rompiera el zapato fue un pisotón que él le arreó en el pie.

A Emily le costaba mucho concentrarse en seguir caminando, consciente de que en cualquier momento podía lanzarse sobre ella un zombi desde el costado o desde atrás. Los muertos vivientes estaban dispuestos a retroceder cuando Jacko —o Robert Johnson, como suponía que debería llamarlo ahora— les indicaba que se apartasen, pero para cuando llegaba a su altura la cola de concursantes ya se les había borrado dicha advertencia de sus frágiles memorias. Cuando la fila de prófugos se acercaba ya a las puertas de cristal —una de ellas destrozada por el disparo de Angus— que daban a la recepción, una de aquellas figuras deformes se abalanzó sobre Freddie Mercury. Emily, que intentaba concentrarse en no mirar a los zombis, mantuvo la vista fija en las puertas de cristal y en la salida que se atisbaba. Al principio no se percató de un zombi enorme que aferró a Freddie por detrás y le tapó la boca con una mano grande y huesuda. Pero sí oyó los amortiguados gritos que lanzó pidiendo socorro.

Se volvió y contempló horrorizada cómo aquel gigante semidesnudo comenzaba a llevarse a Freddie a rastras pasillo abajo. Freddie pataleaba frenéticamente en el intento desesperado de liberarse, pero enseguida fue descubierto por otros zombis, que al momento se arrojaron sobre él. Emitiendo una serie de ruidos horrorosos que quedaron casi ahogados por el coro de ranas de la canción de Paul McCartney, los zombis comenzaron a devorarlo bocado a bocado mientras el más corpulento de todos ellos se lo llevaba de nuevo hacia las escaleras que conducían al escenario.

En la cabeza de la comitiva, Sánchez vio que la salida estaba casi al alcance de la mano. Se volvió para comprobar que aún llevaba detrás a Elvis. Así era. La supervivencia estaba empezando a parecer una posibilidad. Aliviado al ver que por lo visto los zombis habían quedado atrás, le dijo a Elvis a gritos, por encima del estruendo que formaban las ranas:

—¡Por lo menos el hotel no se ha hundido en las profundidades del infierno, como dijo Gabriel!

—¡No tientes al destino! —gritó Elvis a su vez por encima del ruido.

Pero el don que pudiera tener el rechoncho camarero para tentar al destino no lo había abandonado. Un segundo después de la advertencia de Elvis, Sánchez vio aparecer una gigantesca grieta en el suelo del pasillo, como un par de metros por detrás de ellos, acompañada de un crujido prolongado. Tenía sólo cuatro o cinco centímetros de anchura y seguramente no era muy honda, pero se acercaba a ellos a toda velocidad cortando la moqueta. El suelo estaba abriéndose como una cáscara de huevo al eclosionar. Los zombis se apresuraron a apartarse de ella y saltar hacia las paredes.

En la retaguardia de la fila, Emily también vio la grieta. Además estaban desprendiéndose trozos de yeso de las paredes y del techo. El pasillo empezaba a sacudirse como si fuera una atracción de feria. Emily volvió la vista una vez más y vio desaparecer los pies de Freddie Mercury por un pasillo lateral que iba al escenario, sujetos por las manos de un grupo de zombis. No supo qué era más aterrador: si el hecho de que a Freddie lo estuvieran devorando vivo o que el suelo estuviera a punto de partirse en dos.

Sin duda alguna, estaba más aterrada de lo que había estado en toda su vida, y ahora se echaba en cara no haber hecho caso del consejo que le dio Kid Bourbon. No pudo evitar pensar qué habría sido de él. Era uno de esos tipos que no parece que conozcan el miedo, que siempre luchan contra todo cara a cara. Justo el tipo de hombre que necesitaba ella en aquel momento. Esperó poder descubrirlo en alguna parte, en medio de aquella hecatombe.

Por desgracia para ella, el hecho de ocupar la retaguardia junto con Freddie la había convertido en la pieza más vulnerable. Ser la última de la fila implicaba ser vista por varios zombis hambrientos de carne humana. Por lo menos ya no eran tan numerosos, porque una gran parte de ellos se había ido al escenario con Freddie Mercury, mientras que otros cuantos más habían huido espantados al ver cómo se abría el suelo por la mitad.

De pronto se oyó un segundo crujido, sumamente intenso, que ahogó el croar de las ranas. Esta vez no fue sólo que el suelo se partiera en dos; el pasillo entero se inclinó de lado, con lo cual todo el mundo resbaló y se estrelló contra la pared. Los cinco supervivientes se tambalearon y se soltaron unos de otros. Emily fue la que se llevó la peor parte. Se le salió el zapato derecho, y como al otro se le había roto el tacón, terminó por descalzarse del todo. Los calcetines cortos y blancos que llevaba no le ofrecían ningún agarre contra aquel suelo tan inclinado, así que perdió por completo el equilibrio y se precipitó por la ancha hendidura del suelo, que ya medía casi diez centímetros. Y se iba ensanchando poco a poco.

De repente, uno de los zombis que estaban arrimados a la pared agarró a Emily por el pelo. Sus dedos ennegrecidos y quebradizos asieron una de las trenzas y tiraron de ella con fuerza. A continuación, la otra mano la aferró por la axila izquierda y la izó en dirección a la boca. Ella giró la cabeza y miró a la criatura a los ojos. Una de las cuencas estaba completamente vacía. Apenas tenía pelo encima de la cabeza, y el ojo sano estaba rojo en el centro y el resto se veía amarillento e inyectado en sangre. La piel de lo que quedaba de la cara estaba chamuscada y correosa, y en el interior de la boca las encías habían desaparecido después de pudrirse. En cambio los dientes seguían estando en su sitio, mellados y afilados, y orientados en diferentes ángulos, como los de un cocodrilo.

Una vez que la incorporó a la fuerza y la separó del grupo, el zombi exhibió un grado de habilidad que Emily jamás habría esperado ver en semejante criatura. Le soltó la trenza y le tapó la boca con la mano para impedirle que gritara pidiendo socorro.

Emily forcejeó con aquel monstruo deforme. Aunque era más fuerte que ella, también tenía que hacer un esfuerzo para apoyar firmemente los pies en aquel pasillo inclinado que se venía abajo. Emily consiguió girarse y propinarle al zombi un codazo en la cabeza. El golpe le hizo perder ligeramente el equilibrio, con lo cual ella logró desasirse. En cuanto le quedó la boca libre de aquella mano horrible y asquerosa, se puso a pedir socorro a pleno pulmón.

Pero resultó ser un esfuerzo totalmente fútil. El coro de ranas de Paul McCartney seguía oyéndose a todo volumen, y aquel constante croar ahogó sus gritos. Peor todavía, de pronto se vio en la desesperada situación de encontrarse con seis zombis como mínimo entre ella y Janis Joplin, que ni siquiera se había dado cuenta de que ya no llevaba detrás a la chica disfrazada de Dorothy.

Antes de que pudiera decidir qué era lo mejor que podía hacer, sintió una mano que la agarró del hombro izquierdo por detrás y oyó una voz conocida, una voz áspera. Era una voz que a la mayoría de las personas les provocaba miedo, pero que a ella sólo le inspiró esperanza y alivio.

—¿Cuántas veces más voy a tener que salvarle el pellejo?

Emily se volvió. Se le aceleró el corazón, y en cuanto vio a Kid Bourbon la inundó el presentimiento de que todo iba a salir bien. Kid llevaba la capucha oscura echada sobre la cabeza, signo inequívoco de que estaba en modo de matar. Y además portaba en la mano una pistola de gran tamaño, apuntada a tres zombis que venían de la dirección del auditorio, con la intención de ahuyentarlos. Ellos retrocedieron, pero se notó a las claras que simplemente esperaban una oportunidad para atacar. Emily evaluó la situación. Se encontraban en un pasillo en ruinas y peligrosamente inclinado, con tres zombis a la espalda y otros seis entre ellos y la zona de la recepción, y con una enorme fisura en el suelo que iba haciéndose más grande a cada segundo que pasaba. Kid empezó a retroceder llevándola pasillo adelante, en la dirección de la que había venido ella, hacia los tres zombis. La vía de escape más próxima era cruzando el vestíbulo, pero Emily tuvo la fuerte impresión de que sus mayores posibilidades de sobrevivir estaban en compañía de aquel asesino en serie encapuchado.

—Debería haberle hecho caso —dijo en tono contrito mientras avanzaba por el pasillo a su lado. Dos grandes zombis varones procedentes del extremo de la recepción empezaron a seguirlos tímidamente, temerosos de la pistola que empuñaba Kid pero preparándose para lanzarse al ataque.

—Éste no es el momento para que me ponga a decir eso de «ya te lo dije» —replicó Kid—. Aunque, para que conste, la puta verdad es que se lo dije.

—Sí, lo sé. ¿Le importaría sacarme de aquí y decírmelo otra vez más adelante?

—Estoy haciendo lo que puedo. Dentro de un minuto, cuando grite «corra», eche a correr por delante de mí, al llegar al final gire a la derecha y siga las indicaciones de la salida de incendios.

—¿Qué va a hacer usted?

—Matar a estos hijos de puta.

Kid cumplió su palabra. Segundos más tarde arremetió contra los tres zombis que tenía enfrente al mismo tiempo que le gritaba a Emily que echara a correr. Ella, con el corazón desbocado, huyó como una flecha por el hueco que había abierto Kid y se lanzó hacia el final del pasillo. Cuando iba por la mitad, se dio cuenta de que al parecer no había más zombis por delante de ella, se detuvo y miró atrás. Kid tenía encima a dos de aquellas asquerosas criaturas y había perdido el arma. Por lo visto, trataban de aprisionarlo contra la pared. Cada zombi le sujetaba un brazo e intentaba contenerlo para que el tercero tuviera el campo despejado.

Si Emily había aprendido algo en las últimas horas, era que debía hacer lo que le ordenaba Kid. Y en aquel caso era correr en dirección a la salida de incendios. Dejarlo tirado tal vez no fuese la acción más valiente, pero su instinto le decía que a Kid no iba a ocurrirle nada.

O eso esperaba.

A Angus el Invencible los intentos de salir de la cámara frigorífica le habían dejado sumamente frustrado. (La cámara, por su parte, le había dejado sumamente helado.) La rabia que le causaba haberse dejado engañar y encerrar por un imbécil como Sánchez era cada vez más intensa. Incrementaba su deseo de matar a alguien, ya fuera Sánchez o simplemente la siguiente persona que se cruzara en su camino.

Al intentar abrir la cámara desde dentro disparando a la cerradura, lo único que consiguió fue ahuyentar a Sánchez. Disparar a aquella puerta metálica resultó ser una idea muy poco inteligente; la bala rebotó y se incrustó en el techo. Con muchos disparos más como aquél, Angus podría terminar siendo la infortunada víctima de un balazo procedente de su propia pistola.

Por espacio de casi veinte minutos, dejó que se le congelase el culo probando diversas maneras de forzar la cerradura. En primer lugar, intentó arremeter contra la puerta y empujarla con el hombro, pero lo que consiguió fue hacerse daño. Luego probó a golpear la cerradura con la culata del arma, pero una vez más le eludió el éxito. La tercera idea tampoco fue más productiva. Cuando el frío comenzó a afectar su raciocinio, se puso a buscar algo en el interior de la cámara que sirviera para abrir la cerradura. Como la herramienta más útil que encontró fue un muslo de pollo, el resultado fue inevitable.

Aunque llevaba puesta la trinchera y un pantalón grueso, ya estaba empezando a acusar el frío de veras. Dado que el tiempo se le estaba agotando y que estaba helado hasta los huesos, decidió probar otra vez a disparar sobre la cerradura. Estaba claro que se necesitaba actuar con más cuidado, así que retrocedió un poco más, se escondió detrás de una de las estanterías y disparó desde allí. Le temblaban las manos de frío, lo cual afectaba su capacidad para apuntar la pistola con precisión; así que, una vez más, después de disparar a la cerradura tuvo que refugiarse cuando la bala rebotó por el interior del recinto. Esta vez, sin embargo, el tiro obtuvo un resultado positivo, aunque no del todo el que él esperaba. Justo cuando creía que había agotado todas las alternativas, oyó una voz que lo llamaba desde fuera, en la cocina.

—¿Hay alguien ahí dentro?

Angus corrió a la puerta y chilló a través de ella:

—¡Sí, socorro! ¡Estoy encerrado en esta puta cámara!

El ruido de pasos que se dirigían hacia la cámara frigorífica fue uno de los sonidos más de agradecer que había oído jamás. Se oyó un chasquido, y a continuación la puerta se abrió. Angus salió a toda prisa, tiritando violentamente. Al otro lado de la puerta se encontraba el camarero joven y moreno del bar, el que le había indicado con una seña que Sánchez había huido hacia la cocina. Su semblante expresaba confusión y terror a partes iguales. Al principio Angus supuso que lo que le había asustado fue ver la pistola, pero el joven estaba más pálido que un muerto y daba la impresión de haber visto un fantasma. Angus se fijó en el nombre que figuraba en la chapa que llevaba prendida en el chaleco.

—Gracias, esto… Donovan. Pensaba que iba a morirme congelado ahí dentro —le dijo entre castañeteos de dientes. Empezó a barrerse la escarcha de la ropa, pero entonces se encontró con algo mucho peor que el frío. Detrás de Donovan se abrió de repente la puerta de la cocina que daba al bar y apareció la repulsiva forma de un zombi, un varón de piel muy blanca. Llevaba la ropa hecha jirones y casi no tenía pelo, sino únicamente un cuero cabelludo putrefacto que hacía juego con la cara hundida y los ojos rojos.

—¡Están por todas partes! —chilló Donovan. Su tono de voz reveló que estaba verdaderamente aterrorizado—. Están matando a todo el que pillan. ¡Tenemos que salir de aquí!

El zombi arqueó los hombros hacia atrás y les siseó, dejando ver una dentadura retorcida y fétida. Luego empezó a avanzar hacia ellos con cautela, arrastrando los pies y sin quitar ojo a la pistola de Angus, por si éste decidía hacer uso de ella.

—No pasa nada —dijo Angus al tiempo que limpiaba la escarcha de su arma—. Tengo un plan. Verás, sólo hacen presa en los débiles.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Donovan, cuya voz estaba empezando a flaquear conforme la histeria se iba apoderando de él.

—La supervivencia de los más aptos, amigo mío. Sólo quieren un comida fácil, una presa que no sea capaz de luchar a su vez.

—¿Y? ¿Qué coño tenemos que hacer? ¿Arrojarle una pierna de cordero?

—No, un camarero herido.

Durante un momento, Donovan puso cara de no entender. Fue una expresión que casi inmediatamente se transformó en otra de miedo y luego de desesperación, cuando Angus giró el arma hacia él. En un rápido movimiento, el asesino le apuntó a la pierna y le metió una bala en el muslo.

—¡Aaah! ¡mierda !

Donovan cayó al suelo agarrándose el muslo derecho con las dos manos en el punto por el que había penetrado la bala. La sangre comenzó a brotar y a empaparle el pantalón y los dedos con los que intentaba frenar la hemorragia. Dejó escapar un largo gemido mientras se balanceaba adelante y atrás.

Angus lo contempló y se encogió de hombros.

—Lo siento, tío. Como digo, ¡lo que funciona es la supervivencia de los más aptos!

Y dicho esto, se hizo a un lado y se escondió detrás de un par de carros metálicos para que el zombi pudiera llegar sin obstáculos hasta Donovan. La criatura, agradecida, se abalanzó sobre el afligido camarero tirado en el suelo, con lo cual Angus pudo deslizarse furtivamente hacia la puerta. Salió al bar sin tomarse la molestia de mirar atrás.

Fuera de la cocina, la escena que se encontró era de un pánico en masa indescriptible. Zombis y seres humanos corriendo por todo el bar y por el pasillo que conducía al mismo. Aquello parecía un amotinamiento sangriento en un partido de fútbol americano. Los zombis perseguían a los clientes del hotel y saltaban encima de cualquiera que quedase aislado de un grupo. Angus se preocupó de mover la pistola haciendo toda la ostentación que le era posible, con la esperanza de que los zombis se lo pensaran dos veces antes de atacarlo cuando ponían la vista en él. En lo que se refiere a cerebro no tenían gran cosa, pero, al igual que cualquier otra criatura, y a pesar de ser muertos vivientes, poseían instinto de supervivencia. Y en efecto parecieron dejar a Angus en paz, sin duda esperando encontrar otras presas más fáciles.

Angus, que de momento seguía ileso, logró ver que aquellos seres horripilantes venían todos de la zona de la recepción. Se imponía tomar una decisión rápida, así que la tomó: correr en dirección contraria y buscar otra salida. Se fue rápidamente hacia unas puertas dobles de color crema que había al final del pasillo, pero cuando iba de camino hacia allí, el suelo que pisaba comenzó a temblar. Las paredes empezaron a derrumbarse y vio caer trozos de yeso del techo. Estaba claro que no era el momento de entretenerse.

Las puertas se encontraban a unos veinte metros de distancia, y entre él y ellas habría como seis zombis persiguiendo a un grupo de clientes que habían llegado a la misma conclusión acerca de cuál era la mejor vía de escape. Los zombis, sorprendentemente rápidos, estaban escogiendo a las víctimas más lentas. Angus, empuñando la pistola con gesto amenazador, consiguió deslizarse sano y salvo por entre la carnicería, en dirección a las puertas. Por delante de él cruzó una mujer con un vestido verde, rubia, de mediana edad y gesto petrificado, que también huía, pero que nada más trasponer las puertas se detuvo cortésmente para sostenerlas abiertas a fin de que pasara él.

Las puertas daban en ángulo recto a un pasillo. Ante la opción de girar a derecha o a izquierda, Angus miró a ambos lados. Si giraba a la derecha, veinte metros más adelante se encontraría con un callejón sin salida. La única alternativa era girar a la izquierda y regresar hacia el centro del hotel y el auditorio. Dio un empujón en la espalda a la mujer del vestido verde y la lanzó contra la pared de enfrente. Ella se golpeó la cara y cayó al suelo hecha un guiñapo. Angus no perdió tiempo y echó a correr por el pasillo. No había rastro de la presencia de ningún zombi, aunque se oía con toda claridad el ruido que hacían atacando y los chillidos de sus víctimas. Cuando vio un corredor que arrancaba a su izquierda, procuró mantenerse bien arrimado a la pared de la derecha; quería asegurarse de que, si se le echaba alguna criatura encima, estuviera lo más lejos posible del hueco en el que aquélla pudiera estar acechando.

A medida que se iba acercando, aminoró el paso y se puso a caminar más tranquilo, por si acaso había zombis esperando a lanzarse sobre él. Tenía el arma preparada y lista para disparar. Lo que vio cuando finalmente llegó al recodo y echó un vistazo fue a un grupo de zombis peleando con un individuo que llevaba una cazadora de cuero negro. El individuo en cuestión tenía la cabeza cubierta por una capucha, pero no fue esto lo que más llamó la atención a Angus. Entre él y el encapuchado se encontraba la chica que encarnaba a Judy Garland. Venía corriendo hacia él, por el pasillo.

Hasta aquel momento, el día no le había traído más que frustraciones. Había perdido un montón de tiempo intentando recuperar los veinte mil dólares que le había quitado Sánchez y había desperdiciado la oportunidad de terminar el trabajo por el cual Julius le había ofrecido pagarle. Ahora se le presentaba la ocasión de llevar a cabo la misión encomendada, y tal vez recibir una recompensa en metálico.

Merecía la pena gastar una bala con aquella zorra, ¿no?

No tuvo que pensarlo dos veces. Cuando la chica se dio media vuelta y echó a correr por el pasillo en dirección a él, Angus apuntó y le disparó directamente al pecho.

La cara que puso la chica no tuvo precio. Sorpresa total.

A Angus le encantaba matar. Y cuando la víctima era tomada totalmente por sorpresa y lo miraba a los ojos después de encajar una bala… en fin, no había mayor gozada en el mundo.

El individuo que estaba con Judy Garland se había enzarzado con los tres zombis en una pelea con las manos y se estaba defendiendo la mar de bien. Cuando oyó el disparo se puso rígido de pronto. Se las arregló para arrojar a dos zombis al suelo simultáneamente al tiempo que el otro permanecía al acecho, haciendo tiempo y esperando la oportunidad de atacar. El encapuchado se volvió y vio a Judy Garland desmoronarse en el suelo. Se le habían doblado las piernas por las rodillas, y se le quedaron flexionadas bajo el cuerpo. Se derrumbó y cayó de costado antes de desplomarse de espaldas, con la vista fija en el techo. Angus vio el rostro que asomaba por debajo de la capucha oscura del otro. Tenía un gesto de estupefacción. Se notaba que aquella mujer significaba algo para él, porque pareció olvidarse por un momento del tercer zombi que tenía a la espalda para observar la caída de la chica. Durante una fracción de segundo levantó la vista hacia Angus y ambos se miraron el uno al otro. Angus sonrió. Era evidente que aquel encapuchado se consideraba un tipo duro de los que jugaban en las ligas mayores. Pero estaba rodeado de zombis. Cuando el tercer muerto viviente saltó sobre él desde atrás, Angus le guiñó un ojo.

Misión cumplida.

Treinta segundos después, Angus huyó del hotel por una salida de incendios que conducía al aparcamiento de atrás. A aquellas alturas el suelo ya temblaba violentamente bajo sus pies, y se alegró de encontrarse al aire libre. El edificio estaba haciéndose pedazos.

El hotel y su aparcamiento no iban a tardar mucho en hundirse en el enorme abismo que estaba abriéndose en el suelo. Angus no sabía muy bien qué era lo que había causado el terremoto, y tampoco tenía tiempo para pararse a averiguarlo. Recorrió el aparcamiento con la vista buscando su autocaravana, con la esperanza de que los zombis hubieran dejado las llaves puestas (y el CD de Tom Jones dentro). Pero no la vio por ninguna parte, y ahora que el mismo aparcamiento empezaba a agrietarse y a hundirse en las profundidades del infierno, decidió que lo más apropiado era buscar el mejor coche que hubiera allí, que resultó ser un Pontiac Firebird negro. Disparó a través de la ventanilla del lado del conductor y desbloqueó la portezuela desde dentro. Tardó treinta segundos en hacer un puente, y el potente motor V8 cobró vida con un profundo rugido.

Un minuto después Angus se encontraba de nuevo en la carretera, alejándose a toda prisa del Cementerio del Diablo.

El disparo eclipsó el croar de las ranas, los crujidos de las paredes y los horribles ruidos que hacían los no muertos y sus víctimas. Y tan sólo pudo significar una cosa. Por el rabillo del ojo, Kid vio que Emily frenaba en seco y se desplomaba en el suelo. Pero antes de poder darse la vuelta tenía a dos zombis que quitarse de en medio. Con un movimiento del brazo derecho golpeó en la cabeza al que tenía más cerca y le estrelló el puño contra el cráneo. El impacto lanzó al zombi hacia su camarada y ambos cayeron rodando por el pasillo, enredados el uno en el otro, en dirección a la grieta cada vez más ancha que se había abierto en el centro del suelo. Al otro lado de dicha grieta, pegado a la pared, estaba el tercer zombi, todavía acechante, preparado para saltar. Kid no le hizo caso y se giró para ver de dónde había venido el disparo.

Emily yacía hecha un guiñapo en el suelo. La bala la había alcanzado en el pecho y las piernas se le habían quedado dobladas bajo el cuerpo. Estaba tumbada en el pasillo, sangrando por un agujero que tenía en el pecho. La sangre le manchaba el vestido azul y le daba un color horrible que de lejos parecía negro. Miró a Kid, y éste vio en sus ojos el miedo a la muerte. Comenzó a salirle un hilillo rojo por la comisura derecha de la boca, signo de que tenía los pulmones encharcados de sangre. Pero ¿quién había disparado?

Kid observó el lugar del pasillo en que éste se juntaba con otro. En dicha intersección había un hombre gigantesco que empuñaba una pistola. Tenía el cabello largo y pelirrojo recogido en una coleta, y lucía una perilla a juego. Iba vestido de manera muy parecida a él, de oscuro y con una larga trinchera, sin duda diseñada para ocultar armas. Los dos se miraron brevemente, y entonces el pistolero le guiñó un ojo y desapareció por el pasillo principal.

Antes de que tuviera ocasión de socorrer a la chica, sintió que el tercer zombi le saltaba sobre la espalda y se le abrazaba al cuello con sus miembros huesudos y grises. Aquella criatura era delgada y fibrosa, y al parecer no llevaba más ropa encima que un raído pantalón corto de color gris. Kid retrocedió con ímpetu hacia la pared que tenía detrás y aplastó la espalda del zombi contra ella sin darle la oportunidad de que lo mordiera en el cuello. Luego se dio la vuelta y le arreó un fuerte puñetazo en la cara. Se oyó un crujir de huesos y la cara se hundió igual que si fuera de plastilina. Los brazos cayeron sin fuerza a los costados. Era incapaz de defenderse, de modo que Kid lo arrojó por el pasillo en dirección a sus otros dos compañeros no muertos, que precisamente estaban incorporándose otra vez. Cuando chocó contra ellos el tercer zombi, los tres terminaron formando un montículo en el suelo. Había presas más fáciles de atacar que Kid, y los zombis, pese a su limitado intelecto, enseguida se dieron cuenta de ello. Kid no se tomó la molestia de contemplar cómo emprendían la retirada por el corredor que conducía hacia el auditorio.

Emily estaba tumbada de espaldas en el suelo, luchando por respirar, asfixiándose. Kid corrió a su lado. Pero antes de que pudiera llegar a ella tuvo lugar otro poderoso temblor que lo hizo precipitarse contra la pared. Chocó con ella, rebotó y fue a caer de bruces junto a Emily. Ésta miraba el techo con los ojos muy abiertos, ahogándose. Kid se puso de rodillas y le cogió la mano derecha. Vio que apenas le quedaban fuerzas, pues la vida ya se le escapaba. Pero al sentir la mano de Kid pareció despertar del trance casi hipnótico que la había dejado con la vista fija en el techo. Parpadeó y miró a Kid. Se le llenaron los ojos de lágrimas al tiempo que intentaba pronunciar unas pocas palabras apenas audibles, un esfuerzo que intensificó el flujo de sangre que le llegaba a la boca.

—Quiero irme a casa.

Kid Bourbon se tapó la boca con la mano que le quedaba libre para contener el nudo que se le había hecho en la garganta. Emily le recordaba mucho a Beth, la chica a la que había amado y perdido diez años atrás. Las similitudes eran asombrosas: la misma ropa, el mismo carácter dulce y generoso, la misma cara de inocencia. Siguió mirándola mientras ella pronunciaba tres palabras más:

—No quiero morir.

—Lo sé. —A pesar del nudo que le atenazaba la garganta, la voz de Kid había perdido la aspereza.

Las trenzas se le habían deshecho y tenía el pelo todo despeinado. Kid le apartó unos mechones sueltos de los ojos y se los retiró de la frente. Aunque estaba fría al tacto, sudaba copiosamente y tenía una respiración trabajosa y silbante. Se le había llenado la boca de sangre y no podía ni escupirla ni tragarla.

Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—No me deje aquí —atinó a decir—. No quiero morir sola.

—De acuerdo. No me voy a ir.

No parecía apropiado señalar que estaban a escasos minutos de hundirse en las profundidades del infierno, junto con el hotel y todo y todos los que estuvieran dentro de él. Esperó, por el bien de Emily, que antes de que sucediera tal cosa ella hubiera muerto y su alma se hubiera ido a alguna otra parte. La mano que sostenía iba enfriándose rápidamente y se notaba cada vez más débil. Lo único que se le ocurrió fue apretársela con más fuerza, como si con ello pudiera ayudarla a no hacer caso del dolor que estaba sufriendo. Y hacerla saber que estaba allí, que no pensaba marcharse.

El yeso del techo comenzó a agrietarse y a desprenderse con cada sacudida del edificio. Kid logró valerse de la mano libre para desviar unos cuantos fragmentos de escombro y evitar que cayeran encima de Emily. La mancha oscura provocada por la herida de bala del pecho se había extendido por casi toda la mitad superior del vestido, mientras que la sangre que manaba de la boca estaba manchando las mangas blancas.

Cuando la gigantesca abertura que dividía el suelo en dos empezó a ensancharse aún más, el cuerpo de Emily estuvo a punto de resbalar por el borde y precipitarse hacia el humeante foso del infierno. Kid se apresuró a apartarla, para cerciorarse de que no cayera por allí antes de morir.

Unos segundos más tarde, Emily puso los ojos en blanco y su mano quedó totalmente inerte en la de Kid. Dejó de respirar por fin, y su cuerpo se desmadejó sin vida en el suelo.

El hotel Pasadena se desmoronaba a una velocidad alarmante. En el nivel del suelo aparecían hendiduras enormes en los techos, los suelos y las paredes. Sánchez sabía que de un momento a otro podría caérsele el techo encima, o que podría tragárselo una grieta que se abriera en el suelo y caería como una piedra hacia las profundidades del infierno. Cruzó el vestíbulo a la carrera en dirección a la entrada principal, rezando para poder alcanzarla estando todavía entero y de una pieza. El desierto nunca le había parecido tan acogedor como ahora.

Nunca se le había dado muy bien correr, pues cuando surgía la necesidad de desplazarse más de cincuenta metros prefería coger el coche, pero ahora que su vida pendía de un hilo de repente se sintió a la altura de un perro de caza. Jacko resultó ser una ayuda valiosísima para indicar el camino de salida y mantener a raya a los zombis, pero ahora que tenía el cielo de la noche a pocos metros de distancia, decidió encender los motores de reserva.

En el suelo de mármol de la recepción había una fisura gigantesca que se agrandaba a una velocidad aterradora. Nacía en el pasillo de la derecha, atravesaba el centro mismo de la zona de recepción y llegaba hasta la entrada principal. Justo cuando realizaba la maniobra de adelantarse a Jacko, tuvo lugar un erupción especialmente violenta que sacudió el edificio entero, y de pronto la grieta del suelo se ensanchó al doble. Ya medía sus buenos dos metros. El felpudo granate que había junto a los restos de las puertas de entrada desapareció súbitamente en la abertura. El hotel estaba siendo, literalmente, dividido por la mitad. En su prisa por evitar la humeante fisura y alcanzar la salida, Sánchez chocó accidentalmente con Jacko. El Hombre del Blues dejó escapar una exclamación de sorpresa, y Sánchez lo oyó trastabillar y caer al suelo.

No había tiempo para volverse a mirar si le había pasado algo. Sánchez se sintió un poco culpable, pero su máxima prioridad era salir de allí, de manera que, una vez que dejó atrás a aquel hombre que afirmaba ser Robert Johnson, siguió corriendo todo lo deprisa que le dieron de sí sus cortas y regordetas piernas.

Oyó a Elvis que le gritaba que corriera más rápido, y a Janis chillándole algo así como «cabrón gordinflón». Con todo lo que estaba ocurriendo, no hacía falta que nadie le diera ánimos. Cargó con todas sus fuerzas contra lo que quedaba de las puertas de cristal del hotel y bajó a toda prisa los escalones que llevaban al camino de entrada para coches. Luego continuó corriendo, y tan sólo se volvió a mirar atrás para ver que una buena parte del gigantesco hotel ya se había hundido en el enorme cráter que había aparecido de pronto en los jardines, que antes estaban tan bonitos y tan cuidados.

Por fin, ya sin un ápice de aliento, Sánchez llegó trabajosamente al final del camino de entrada, al arco de bienvenida que se extendía sobre el mismo. A derecha y a izquierda la carretera se veía oscura y desierta, pero daba la impresión de ser bastante segura. Los temblores que había dejado atrás no tenían efecto a aquella distancia del hotel. Se inclinó hacia delante apoyando las manos en los muslos para recuperar el resuello, levantó la vista y se alegró al ver que Elvis y Janis también habían conseguido escapar sanos y salvos. Ambos traían cara de alivio, aunque existía la clara posibilidad de que Janis empezase a soltar tacos en cuanto pudiera respirar otra vez. Pero de Jacko, Emily y Freddie no había ni rastro.

—¿Los otros han salido? —preguntó Sánchez con voz asmática.

Le respondió Janis:

—De Emily y Freddie nos hemos separado bastante pronto. A lo mejor han salido por otra puerta.

—¿Y el Hombre del Blues? —insistió Sánchez—. Hace un momento todavía estaba con nosotros, ¿no?

Elvis, que no había perdido demasiado el resuello, y que daba la impresión de no tener ni un pelo fuera de sitio, meneó la cabeza en un gesto reprobatorio.

—¿Te refieres a Robert Johnson? ¿El que prácticamente inventó el blues?

—Sí, a él.

—¿La leyenda de la guitarra? ¿El tipo que nos ha salvado a todos apartando de nuestro camino a los zombis?

—Sí, a ése.

—Tú lo has empujado y lo has hecho caer en una puta grieta que había en el suelo del tamaño de un camión. Yo diría que en este momento debe de estar cenando con el diablo.

A Sánchez se le contorsionaron las facciones. Aquello sí que era raro. Se imponía una observación ingeniosa para quitar hierro a la situación.

—Pues espero que tenga una cuchara bien larga —bromeó.

A Elvis no le hizo ni puñetera gracia.

—¿Una cuchara larga? ¿Para qué coño va a querer una cuchara larga?

—No sé. Lo he dicho por decir —musitó Sánchez, incómodo.

—Que te jodan, Sánchez. Tu manía de escabullirte de todo acaba de mandar al infierno a uno de los músicos más grandes de todos los tiempos. ¿No te da vergüenza?

—Mejor él que nosotros, ¿no?

Elvis suspiró exasperado y desvió la mirada. Detrás de él, Sánchez oyó el ruido que hacía el hotel al derrumbarse; sonaba igual que un bloque de hielo al romperse. El edificio casi había desaparecido. Las suites abuhardilladas de la planta superior fueron perdiéndose de vista lentamente, conforme se hundían en el suelo en medio de una gigantesca nube de arena y polvo. Hacia el cielo de la noche se elevó una intensa polvareda que después fue descendiendo poco a poco, igual que los fuegos artificiales al disiparse. Justo en aquel momento, por encima del fragor, ya menguante, del derrumbe del hotel, se captó el ruido de un potente motor y el horrible chirriar de un embrague accionado con mano inexperta.

De pronto apareció una autocaravana de color azul procedente de lo que antes había sido un costado del hotel. La habían dejado en el aparcamiento de atrás, pero ahora bajaba a toda pastilla por el camino de entrada para coches, atravesando las nubes de polvo y derecha hacia donde estaban Sánchez, Elvis y Janis.

—¡Eh! ¡Aquí! —voceó Elvis haciendo señas al conductor.

La autocaravana venía lanzada hacia ellos, por delante de los escombros que llovían del cielo y de las grietas que iban apareciendo en el asfalto según pasaba. Cuando llegó a la carretera, el conductor frenó al lado de los tres supervivientes.

—Este puto día se vuelve más raro a cada minuto, ¿eh? —señaló Sánchez.

La puerta plegable de la autocaravana se abrió con un zumbido, y a continuación se oyó a Tom Jones cantando It’s Not Unusual a todo volumen por el sistema estéreo.

Sánchez se precipitó hacia la puerta propinando un empujón a Janis en su afán de ser el primero en subirse a bordo. Una vez dentro, se quedó atónito al ver que el conductor no era otro que Annabel de Frugyn, la Dama Mística en persona.

—Vaya, hola, Sánchez —canturreó Annabel al tiempo que le ofrecía la sonrisa desdentada de siempre.

—Esto… sí. —Durante unos instantes no se le ocurrió absolutamente nada que decir—. Hola. Ha sido una gran idea robar la autocaravana —dijo por fin. Se le hacía raro decirle algo elogioso a aquella vieja bruja.

—Sí. Tuve la premonición de que iba a estallar un terremoto de forma inminente, así que busqué en el aparcamiento y encontré esta autocaravana tan encantadora, con las llaves aún puestas. ¡Y un CD de Tom Jones, firmado personalmente por él!

Elvis y Janis subieron también a bordo y fueron a sentarse al fondo. Elvis le dijo a la Dama Mística:

—¡Eh, señora! Métale caña. Vamos a largarnos de aquí cagando leches.

—Cómo no, Rey —respondió Annabel con una sonrisa blanda. Elvis tendía a ejercer aquel efecto en las mujeres, incluso en las que eran tan peculiares como la Dama Mística.

Sánchez se sentó detrás de Annabel. Aguantó unos segundos sin pensar en nada. Después exhaló un profundo suspiro de alivio por haber escapado de la carnicería y de la destrucción. Nunca le había parecido tan estupendo disponer de un asiento cómodo y mullido, aunque sus glúteos sudorosos tuvieran tendencia a adherirse a la funda de plástico. Cuando ya corrían veloces por la carretera, miró atrás y contempló los últimos momentos del hotel, que ya se estaba hundiendo en las profundidades del infierno. Para cuando llevaban recorrido como un kilómetro, el hotel Pasadena casi había desaparecido del todo. Para cualquier visitante recién llegado, sería como si no hubiera existido nunca.

Ya con gesto más serio, miró por el espejo retrovisor del parabrisas, en el que se reflejaba el rostro de la Dama Mística. Se sonrieron el uno al otro. A lo mejor aquella mujer no era tan mala, después de todo.

—¿Estás bien, Sánchez? —le preguntó ella.

—He estado mejor.

—Bueno, ahora ya estamos todos a salvo. Antes de que te des cuenta, estarás de nuevo en Santa Mondega.

—Siempre que no se tuerza nada más.

—No se va a torcer nada. Algo me dice que vamos a regresar sin que haya más dramas.

—A veces, ser capaz de ver el futuro da buenos frutos, ¿eh?

—Desde luego que los ha dado —replicó Annabel—. He hecho mi agosto en la ruleta, ¿sabes?

—No me digas. Porque el soplo que me diste a mí no funcionó muy bien que digamos. Perdí una fortuna cuando me dijiste que apostara al rojo.

Annabel sonrió.

—Qué curioso. Sabes, ésa ha sido la única vez en todo el día que no he ganado.

—¿Qué?

—Hoy he ganado en esa ruleta casi cien mil dólares. Y la única ocasión en que me he equivocado ha sido la misma en la que tú has perdido todo el dinero que tenías.

—Pues muchas gracias —dijo Sánchez con rencor.

Por el arrugado rostro de la Dama Mística se extendió una sonrisa maliciosa.

—Puede que la próxima vez que me ofrezcas algo de beber te lo pienses dos veces antes de darme meados —sugirió.

«Maldita sea —pensó Sánchez—. Qué mierda de karma, otra vez.»

Después de aquello, hubiera preferido proseguir el viaje sentado en la parte de atrás de la autocaravana, lo más lejos posible de Annabel. Pero, por desgracia, Elvis y Janis necesitaban un poco de intimidad. Sánchez hizo cuanto estuvo en su mano para no ser demasiado entrometido, pero de vez en cuando les lanzó miraditas y alcanzó a ver a Janis inclinada sobre la litera con Elvis embistiéndola por detrás. Y Janis tampoco era de las que follan en silencio; el sexo enérgico no lograba moderar mucho sus tics lingüísticos.

En el cielo brillaban intensamente la luna y un millón de estrellas que iluminaban el desierto y la larga cinta de asfalto con un agradable resplandor. Apenas quedaba el recuerdo del mal que habían dejado atrás, donde antes había estado el hotel. Sánchez nunca había sido un gran admirador de la luna, pero después de todo lo que había pasado le consoló contemplarla ahora. A lo largo de las últimas veinticuatro horas había habido momentos en los que creyó que jamás iba a ver de nuevo cosas sencillas y naturales como el brillo de la luna y de las estrellas. Desde su asiento, aquel tenue resplandor le permitió distinguir el cruce que había más adelante mucho antes de que lo alumbrasen los faros de la autocaravana. No recordaba haberlo visto en el viaje de ida, y dado que carecía de un cartel que indicara las direcciones, esperó que Annabel supiera qué camino debía tomar. Al aproximarse a él, Annabel redujo la velocidad casi hasta detenerse. Luego se inclinó hacia atrás y miró a Sánchez.

—¿Sabes por dónde se va a partir de aquí? —le preguntó.

—Ni puta idea. Seguro que no pasará nada si seguimos todo recto.

—No sé —contestó Annabel, dubitativa. Todavía estaba girada a medias hacia Sánchez y por eso no miraba la carretera que tenía delante.

Sánchez, que estaba viendo cómo se acercaba el cruce, descubrió de pronto a un individuo vestido con un traje negro y sombrero que caminaba por el centro del asfalto. Habría resultado difícil de distinguir incluso con los faros de la autocaravana si no fuera porque portaba un enorme letrero al hombro.

—¡cuidado ! —chilló Sánchez.

Annabel se giró rápidamente hacia el parabrisas al tiempo que pisaba a fondo el pedal del freno.

—¡Dios! ¿Quién diablos es ése? —preguntó.

Sánchez se levantó y se puso al lado de ella. El letrero que portaba aquel hombre tenía cuatro brazos que formaban ángulos rectos entre sí. Cada uno llevaba un nombre escrito, aunque Sánchez no consiguió leerlos.

—Me parece —dijo en voz baja— que ése es Robert Johnson.

Se acordó del joven cantante que según él se llamaba Jacko y al que había conocido pocas horas antes. No sabía por qué, pero aquel nombre ya no le sentaba bien en absoluto.

Annabel elevó una ceja.

—¿El Hombre del Blues?

—Sí.

—¿El que vendió su alma al diablo en este cruce?

—Sí, ése. ¿Cómo diablos ha llegado aquí tan rápido? Creía que lo había matado en el hotel. —Al ver la expresión de la Dama Mística, agregó a toda prisa—: Mierda, fue un accidente.

—No estoy segura de que me convenga saber eso —replicó Annabel con aire remilgado, sacudiendo la cabeza—. Era una buena persona, ¿sabes?, el tal Robert Johnson.

—¿Qué quieres decir?

—Los espíritus me están diciendo que está a punto de enseñarnos por dónde se va a casa.

Sánchez observó que Johnson había apoyado el letrero en el suelo y estaba buscando el punto exacto en que clavarlo.

—Sí, está volviendo a poner el letrero en el cruce.

—Exacto —dijo Annabel.

—¿Dónde lo habrá encontrado? —dijo Sánchez pensando en voz alta.

—Donde lo dejó, seguramente.

—¿Tú crees que lo quitó él?

—Como digo, era una buena persona.

—¿Cómo cojones va a ser una buena persona, dedicándose a robar letreros?

Annabel suspiró.

—Piénsalo, Sánchez. Ese letrero envía a la gente al hotel Pasadena. Al quitarlo y esconderlo todos los años por Halloween, lo más seguro es que Robert Johnson haya salvado muchas vidas. Y ahora va a enseñarnos por dónde se va a casa.

Señaló al frente, y ambos vieron cómo aquel negro trajeado hincaba el letrero en la tierra blanda de la cuneta, donde confluían dos ramales del cruce. Lo fijó bien y le dio la vuelta. Annabel pisó suavemente el acelerador y la autocaravana comenzó a aproximarse muy despacio. Cuando estuvieron lo bastante cerca para leer bien el letrero, vieron que el hombre que ellos estaban convencidos de que era Robert Johnson señalaba con la mano uno de los brazos del mismo. Indicaba girar a la derecha. Pintada en negro sobre el fondo blanco se leía la palabra CASA.

Annabel le ofreció un destello de los faros a modo de agradecimiento y comenzó a girar el volante hacia la derecha. Cuando la autocaravana ya se iba, Sánchez se despidió con pesar del Hombre del Blues agitando la mano, como pidiéndole perdón por haberlo lanzado de un empujón al abismo que se había abierto en el suelo del hotel. Johnson le respondió con el mismo gesto y seguidamente se quitó el sombrero para indicar que no le guardaba rencor. Con aquel último ademán, desapareció en la noche.

La autocaravana viajó a toda velocidad a través de la oscuridad durante otra hora más, hasta que por fin la Dama Mística la estacionó en el primer motel que encontraron fuera del Cementerio del Diablo. Por fin Sánchez iba a tener un sitio seguro en el que apoyar su cansada cabeza.

Y tampoco tendría que seguir oyendo a Janis Joplin gritar: «¡Fóllame con más fuerza, cabrón hijo de puta!»

Desayunar en un motel era todo lo que Sánchez hubiera podido desear. Había perdido la maleta y la chaqueta, las había dejado las dos en la habitación del hotel Pasadena, y como dicho hotel se había hundido en las profundidades del infierno, era muy posible que el diablo y sus secuaces estuvieran paseándose por ahí con su mejor surtido de camisas hawaianas. De modo que iba a tener que conformarse con la roja otra vez, aunque estuviera un poco mugrosa y pegajosa. Y en cuanto al pantalón corto, en todo caso estaba acostumbrado a llevarlo puesto semanas enteras, así que no iba a suponerle demasiado esfuerzo volver a usarlo.

Estaba sentado a una mesa con sofás, junto a la ventana de la cafetería, dedicado a dar buena cuenta de un desayuno a base de huevos fritos con salchichas y a beber de vez en cuando un sorbito de una taza de café caliente y humeante. Mientras tanto, reflexionaba sobre todo lo que había sucedido el día anterior en el Cementerio del Diablo. Frente a él, en la misma mesa, estaba sentado su buen colega Elvis. Por lo menos le gustaba pensar que Elvis era su colega. Sin embargo, había muchas posibilidades de que una vez que regresaran a Santa Mondega no mantuvieran mucho el contacto, a no ser que Elvis se pasara por el Tapioca a tomar una copa. «Pero —pensó Sánchez— durante los sucesos de ayer forjamos un vínculo importante.»

Al igual que él, Elvis seguía llevando puesta la misma ropa del día anterior. Pero, a diferencia de él, se le veía tan tranquilo como siempre, y de algún modo conseguía que aquella ropa sucia pareciera mucho menos desaseada que la suya. Aún no se había despeinado, a pesar de la noche de sexo salvaje que había pasado con Janis. Pero sí tenía cara de cansado y daba la impresión de ir a quedarse dormido en cualquier momento, se dijo Sánchez. No se había quitado sus características gafas de sol, y estaba recostado contra el respaldo de vinilo rojo del sofá con las piernas estiradas en dirección a su parte de la mesa.

Lo único que tenía delante el Rey era un plato con una hamburguesa con queso, que todavía no había tocado, y un zumo de naranja.

—Ayer sí que tuvimos un día de puta madre, ¿eh, Sánchez? —comentó.

—Sí. Pero no fue precisamente la idea que tengo yo de un día divertido. Me parece que el año que viene voy a quedarme en Santa Mondega. Tiene que ser mucho más seguro.

—Pues sí, tío. Buena idea.

Sánchez se terminó el último trozo de salchicha del plato y se limpió la boca con una servilleta antes de coger la taza de café.

—Supongo que volverás a ver a esa chica, Janis Joplin, ¿no? —preguntó a Elvis, que estaba mirando por la ventana algo que había en el aparcamiento.

—Sí, es posible. Es una tía genial. Y ya que hablamos de eso, Sánchez, tú deberías deshacerte de la tal Annabel. Se muere por tus huesos, colega.

—Algo tiene dentro que se le está muriendo, desde luego —gruñó Sánchez—, porque no veas cómo huele cuando te acercas a ella.

Elvis rió educadamente y continuó mirando por la ventana. Sánchez advirtió que por detrás de las gafas de sol elevaba una ceja.

—¿Qué pasa, tío? —inquirió.

—Mira, Sánchez —dijo Elvis medio susurrando para que no le oyera nadie que anduviera cerca—. Fíjate en ese coche negro de ahí fuera.

Arrancando un crujido al torturado vinilo, Sánchez retorció su contundente trasero contra el asiento y miró por la ventana para ver el coche en cuestión. Efectivamente, en el aparcamiento había un Pontiac negro. Estacionado delante de una de las habitaciones del motel. Y se balanceaba salvajemente de un lado a otro.

—¿Qué crees tú que está pasando ahí? —preguntó Sánchez.

Elvis sonrió de oreja a oreja.

—Yo creo… —respondió con su manera relajada de hablar—, sí, creo que están jodiendo a alguien.

Angus el Invencible había pasado una noche completamente satisfactoria en el motel Safari. Tras el caos de los acontecimientos del día anterior, había terminado sin recibir ni un céntimo del dinero que esperaba cobrar. Había logrado liquidar a la joven que encarnaba a Judy Garland, pero ello no le había reportado ninguna recompensa. Y tampoco había recuperado los veinte mil dólares que le había robado Sánchez.

La noche anterior, al registrarse en el motel, venía un tanto apresurado. Aparte de la pistola, había dejado las pocas posesiones que le quedaban, entre ellas una caja de munición y los cartuchos de repuesto, en el Pontiac Firebird que acababa de adquirir, el cual había aparcado fuera, frente a su habitación. No era la manera más inteligente de proceder ni siquiera en circunstancias normales, pero fue una especial torpeza si se tenía en cuenta que el coche carecía de ventanilla en el lado del conductor, ya que él mismo la había hecho añicos de un balazo. Pero el día de Halloween había sido tan agitado, y tan frustrante, de principio a fin que lo único que quería en aquel momento era dormir toda la noche de un tirón. Y ahora que había dormido, volvía a estar plenamente alerta.

La habitación en la que había pernoctado era bastante básica, pero desde luego era mucho mejor que pasar la noche en el infierno o dentro del estómago de un zombi, que probablemente era más o menos la misma cosa. Salió al exterior y llenó los pulmones con una bocanada del aire fresco de las primeras horas de la mañana. Daba gusto estar vivo después de todo lo que había ocurrido; por lo menos aquello era de agradecer.

Fue entonces cuando reparó en algo que podía ser un golpe de suerte. Al otro lado del aparcamiento se encontraba la cafetería del motel, y junto a la ventana, con los carrillos llenos de salchichas, estaba aquel cabrón de Sánchez García. Y al lado de él su colega, el idiota de Elvis. Era posible que aquellos dos hijos de puta tuvieran todavía los veinte mil que le pertenecían a él. ¿Y si no los tenían? Bueno, aun así merecería la pena matarlos.

Cerró la puerta de la habitación sin hacer ruido, para no llamar la atención. Lo único que tenía que hacer era coger dos de los cartuchos cargados que tontamente había dejado dentro del coche la noche anterior. Y después iba a terminar el trabajo de enterrar a aquellos dos cabrones en el desierto. Ni siquiera demasiado hondo, ya que iba a dejarles a ellos la tarea de cavar.

Hacía una mañana sorprendentemente fría, teniendo en cuenta el calor que había hecho el día anterior. El parabrisas del coche presentaba una fina capa de escarcha, depositada por el frío de la noche del desierto. Al tiempo que se encaminaba hacia la portezuela del conductor echó un vistazo al sol, que estaba empezando a asomar por el horizonte; con aquel ángulo tan bajo los rayos resultaban cegadores, y agradeció que el Firebird tuviera las lunas tintadas de oscuro.

Abrió la portezuela sintiendo el frío helador de la escarcha que cubría la manilla. Se sopló las yemas de los dedos de la mano derecha para calentarlas; aquellos dedos tenían que estar calientes para poder apretar el gatillo de la pistola. Volvió otra vez la vista hacia la cafetería. Sánchez y Elvis no parecían haberlo visto aún. Se subió al coche sin apartar la mirada del orondo rostro Sánchez, que masticaba con fruición su desayuno. «Ese chorizo hijo de puta va a lamentar haber tocado las narices a Angus el Invencible

El cuero negro del asiento estaba helado, y le provocó un escalofrío al instalarse en él y cerrar la puerta. Sin dejar de mirar a sus dos futuras víctimas, acercó la mano a la guantera, donde había guardado la munición y los cartuchos. En ello estaba, cuando de pronto su mano rozó algo que había en el asiento del pasajero. Enseguida giró la cabeza para ver qué era, y se llevó un susto de muerte. A su lado, en el asiento del copiloto, había un cadáver.

El de Judy Garland.

La mujer a la que había matado de un disparo la noche anterior en el hotel. Y además olía bastante mal. Tenía la pechera del vestido azul y blanco teñida casi de negro a causa de un plastón de sangre seca procedente de la herida de la bala. La expresión de la cara era horrible, los ojos estaban abiertos pero vueltos hacia arriba de tal forma que sólo se veía lo blanco. El pelo estaba todo revuelto y apelmazado por la sangre, las hermosas trenzas de antes habían desaparecido hacía mucho. Los efectos de la muerte habían retraído los labios y dejaban los dientes al descubierto en un rictus aterrador que parecía una expresión amenazadora.

«¡Dios! —pensó Angus—. ¿Cómo diablos ha llegado al coche el cadáver de esta mujer?» Pero tan pronto como se hizo dicha pregunta sintió que se le helaba la sangre. Una mirada al espejo retrovisor respondió la pregunta por él.

Desde el asiento de atrás lo miraba fijamente una figura oscura, con la cabeza cubierta por una capucha.

Primera edición: marzo 2011

Título original: The Devil’s Graveyard

Traducción: Cristina Martín Sanz

© The Bourbon Kid, 2010

© Ediciones B, S.A., 2011

© Concell de Cent, 425-427 - 08009

© www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-666-4835-6