Anne Rice

La hora de las brujas

Y nuestro cerebro da color a la lluvia. Y el trueno es como algo que recuerda algo.

STAN RICE

PRIMERA PARTE

LA REUNIÓN

1

El doctor se despertó asustado. Había vuelto a soñar con la vieja casa de Nueva Orleans. Había visto a la mujer en la mecedora y al hombre de ojos marrones.

Incluso ahora, en este tranquilo hotel de la ciudad de Nueva York, sintió la inquietante desorientación de antaño. Había vuelto a hablar con el hombre de ojos marrones. Sí, ayúdala. «No, sólo es un sueño. Tengo que salir de él.»

El doctor se incorporó en la cama. Lo único que se oía era el suave ronroneo del aire acondicionado. ¿Por qué pensaba en ello esa noche, en una habitación del hotel Parker Meridian? No conseguía librarse de la impresión de la vieja casa. Volvió a ver a la mujer: la cabeza gacha, la mirada vacía. Casi podía oír el zumbido de los insectos contra la malla mosquitera del porche. Y el hombre de ojos marrones hablaba sin mover los labios. Un muñeco de cera lleno de vida...

«No. Basta.»

Salió de la cama y caminó en silencio por el suelo alfombrado. Se detuvo ante las finas cortinas blancas y observó los tejados cubiertos de hollín y los mortecinos carteles de neón que titilaban sobre las paredes de ladrillo. La luz del amanecer surgía detrás de las nubes, en lo alto de la monótona fachada de hormigón de enfrente. Aquí no hacía ese calor extenuante, ni había el soñoliento perfume de rosas y gardenias.

Poco a poco su cabeza se despejaba.

Volvió a pensar en el inglés del bar del vestíbulo. Por eso lo había recordado todo: el inglés explicaba al camarero que acababa de regresar de Nueva Orleans, y que sin duda era una ciudad hechizada. Un hombre afable, un auténtico caballero del Viejo Mundo, con un traje de lino de finas rayas y la cadena de oro del reloj sujeta al bolsillo del chaleco. Qué extraño era encontrarse con hombres como éste hoy en día. Un individuo con el nítido y melodioso acento de un actor británico y unos ojos azules, brillantes, sin edad.

—Sí, sin duda tiene razón sobre Nueva Orleans —intervino el doctor, dirigiéndose a él—. Yo mismo vi un fantasma, y no hace mucho.

Entonces se calló, desconcertado, y fijó la mirada en el bourbon con hielo y en el reflejo de luz en la base del vaso de cristal.

El zumbido de las moscas en verano, el olor a medicamentos. «¿Tanto Thorazine? ¿No sería un error?»

Pero el inglés se mostró educadamente interesado y lo invitó a cenar; le explicó que recopilaba historias de ese tipo. Por un momento, el doctor estuvo a punto de aceptar. Había un descanso en la convención y, además, le gustaba aquel hombre, enseguida le inspiró confianza. El vestíbulo del Parker Meridian era un lugar bonito y alegre, lleno de luz, animación y gente. Tan diferente de aquel sombrío rincón de Nueva Orleans, de aquella ciudad triste y vieja, sumida en secretos y en ese permanente calor tropical.

Pero el doctor no podía contar aquella historia.

—Si alguna vez cambia de idea, llámeme —insistió el inglés—. Me llamo Aaron Lightner. —Y le dio una tarjeta con el nombre de una organización—.

Recopilamos historias de fantasmas; las verídicas, digámoslo así.

TALAMASCA

Vigilamos y siempre estamos aquí

Era un lema extraño. Sí, eso era lo que le había hecho recordar todo de nuevo. El inglés y esa curiosa tarjeta de visita, con números de teléfono europeos, el inglés que al día siguiente se iba a la costa para ver a un hombre de California que hacía poco se había ahogado y vuelto a la vida. El doctor había leído algo en los periódicos de Nueva York, se trataba de uno de esos personajes que tienen una muerte clínica y regresan después de haber visto «la luz».

Ambos se pusieron a hablar del tema. —Ahora afirma que tiene poderes psíquicos, ¿sabe? —le había dicho el inglés—, y, por supuesto, nos interesa.

Parece que cuando toca objetos con las manos desnudas ve imágenes. Lo llamamos adivinación por contacto. El doctor se sintió intrigado. Él mismo había oído hablar de algunos pacientes, víctimas de ataques de corazón, si mal no recordaba, que habían regresado a la vida. Uno afirmaba haber visto el futuro.

—Sí —explicó Lightner—, los cardiólogos han hecho las mejores investigaciones sobre el tema. —¿ No hubo una película hace unos años —preguntó el doctor— sobre una mujer que volvía a la vida con poder para curar? Extrañamente conmovedora.

—Veo que es receptivo —comentó el inglés, con una sonrisa de satisfacción —. ¿Está seguro de que no quiere hablarme de su fantasma? Me gustaría mucho escucharlo. No salgo de viaje hasta mañana al mediodía. ¡Lo que daría por oír su historia!

No, esa historia no. Nunca.

Y ahora, a solas en la oscura habitación del hotel, el doctor volvió a sentir miedo. El tictac del reloj sonaba en el polvoriento pasillo de Nueva Orleans. Oía los pasos de su paciente cuando la enfermera la ayudaba a andar. Volvía a oler el aroma característico de una casa de Nueva Orleans en verano, calor y madera vieja. El hombre hablaba con él...

Hasta aquella primavera en Nueva Orleans, el doctor nunca había entrado en una mansión de la época anterior a la guerra civil. En la fachada de la vieja casa podían verse incluso columnas blancas estriadas, si bien con la pintura descascarada. Estilo «renacimiento griego» lo llamaban, una casa de ciudad, de un color gris violeta, alargada, situada en un rincón en sombras del Garden District, con su entrada protegida por dos enormes robles. La verja de hierro tenía rosas labradas y estaba festoneada con glicinas púrpuras, las enredaderas amarillas de Virginia, y buganvillas de un rosa oscuro, incandescente.

A él le gustaba pararse en los escalones de mármol y contemplar los capiteles dóricos, envueltos en capullos soñolientos y fragantes. El sol se filtraba en finos haces a través de las ramas retorcidas. Las abejas zumbaban en la maraña de brillantes hojas verdes debajo de las cornisas desnudas. No importaba que el lugar fuera tan sombrío, tan húmedo.

A pesar de todo, la decadencia del lugar lo perturbaba. Las arañas tejían diminutas telas sobre las rosas de hierro, tan oxidadas en algunos sitios que se desintegraban al tacto. Y un poco por todas partes, en los porches, la madera de las barandillas estaba completamente podrida.

Había también una vieja piscina, al fondo del jardín, un octógono grande rodeado de lajas, que se había convertido en un pantano de negras aguas y lirios silvestres. Sólo el olor era ya horroroso.

Allí vivían ranas que entonaban al atardecer su canto ronco y horrible. Era triste ver cómo la fuentecilla lanzaba un chorro arqueado hacia arriba y otro hacia abajo sobre aquella inmundicia. Al doctor le hubiera gustado vaciarla, limpiarla, frotar con sus propias manos sus paredes si fuera necesario. Deseaba reparar la balaustrada rota y quitar los hierbajos de los maceteros.

Hasta las ancianas tías de su paciente, la señorita Cari, la señorita Millie y la señorita Nancy, tenían un aire rancio y decadente. No era una cuestión de cabello canoso y gafas con montura de metal, sino de sus modales y de la fragancia a alcanfor que despedía su ropa.

Si por lo menos hubiera habido aire acondicionado en el lugar, las cosas habrían sido distintas. Pero la vieja casa era demasiado grande para instalarlo, o eso le habían dicho por aquel entonces. El techo se elevaba a una altura de cuatro metros. La perezosa brisa arrastraba el aroma de la tierra húmeda.

Sin embargo, tenía que reconocer que su paciente estaba bien cuidada. Una cariñosa enfermera negra entrada en años, llamada Viola, la sacaba al porche por la mañana y la entraba por la tarde.

—No me da ningún problema, doctor. Ahora, señorita Deirdre, camine hacia el doctor. —Viola la ayudaba a levantarse de la silla y caminaba con ella paso a paso, con paciencia—. Ya llevo con ella siete años, doctor, es mi niña.

«Siete años así.» No era de extrañar que los pies de la mujer empezaran a doblarse en los tobillos y los brazos a encogerse contra su pecho si la enfermera no se los bajaba otra vez sobre la falda.

Viola la paseaba una y otra vez por el doble salón, pasaban junto al arpa y el piano de cola Bósendorfer, cubierto de polvo. Entraban en el espacioso comedor con sus murales descoloridos de robles cubiertos de musgo y campos de cultivo.

Unos pies en zapatillas que se arrastraban sobre la gastada alfombra Aubusson. La mujer tenía cuarenta y dos años, y parecía vieja y joven al mismo tiempo, una niña pálida y encorvada, ajena a las preocupaciones de los adultos o a la pasión. «¿Deirdre, has tenido alguna vez un amor? ¿Has bailado alguna vez en aquel salón?»

En las estanterías de la biblioteca había gruesos volúmenes encuadernados en piel, con fechas viejas escritas en el lomo en tinta púrpura descolorida: 1756,1757, 1758... Todos llevaban el apellido Mayfair en letras doradas.

Mayfair, un añejo clan colonial. En las paredes había viejos retratos de hombres y mujeres vestidos con ropa del siglo xvni, daguerrotipos, ferrotipos y descoloridas fotografías. Un mapa amarillento de Santo Domingo —¿lo llamaban así todavía?—, en un marco muy sucio, en el salón. Y una pintura oscura de la casa de una gran plantación.

Y había que ver las joyas que llevaba su paciente. Reliquias, seguramente, de montura antigua. ¿Por qué le ponían semejantes alhajas a una mujer que no había pronunciado una palabra ni hecho un solo movimiento por propia voluntad durante más de siete años?

La enfermera decía que nunca le quitaba la cadena con el dije de esmeralda, ni siquiera cuando la bañaba.

—Deje que le cuente un pequeño secreto, doctor, ¡no se le ocurra tocarlo nunca!

«¿Y por qué no?», quiso preguntarle él. Pero no dijo nada, simplemente observó nervioso cómo la enfermera le ponía los pendientes de rubí y el anillo de diamantes.

«Como vestir a un cadáver», pensó. Fuera, los robles agitaban sus ramas contra los mosquiteros de las ventanas cubiertas de polvo y el jardín resplandecía bajo el tedioso calor.

—Y mire qué pelo —decía la enfermera, con cariño—. ¿Ha visto alguna vez un cabello tan hermoso?

Sí, de acuerdo, era moreno, largo y rizado. A la enfermera le encantaba cepillarlo, y observar cómo los rizos volvían a su sitio a medida que pasaba el cepillo. Y los ojos de la paciente, a pesar de su mirada apática, eran de un color azul claro. De vez en cuando, un fino hilillo de baba plateada se le escurría por la comisura de los labios y le dejaba una mancha oscura en el pecho, sobre el camisón blanco.

—Es increíble que nadie haya intentado robar estas cosas. —Lo dijo casi para sí mismo—. Es un ser tan indefenso...

La enfermera le dirigió una sonrisa orgullosa y perspicaz.

—A nadie que haya trabajado en esta casa se le ocurriría siquiera intentarlo.

—Pero pasa horas enteras sola en el porche. Cualquiera puede verla desde la calle.

—No se preocupe por eso, doctor —dijo la enfermera, con una carcajada—.

Nadie de los alrededores está tan loco como para entrar por esa puerta. El viejo Ronnie viene a cortar el césped porque siempre lo ha hecho, desde hace treinta años. Aunque no está muy bien de la cabeza.

—Sin embargo...

Pero se calló. No podía hablar así ante aquella silenciosa mujer, cuyos ojos apenas se movían de vez en cuando, cuyas manos estaban exactamente donde las había dejado la enfermera y cuyos pies descansaban flaccidamente sobre el suelo desnudo. Qué fácil era extralimitarse, olvidarse de respetar a esta trágica criatura. Nadie sabía con precisión lo que ella comprendía.

—Habría que sacarla un rato al sol —dijo el doctor—, tiene la piel muy blanca.

Pero sabía que el jardín era imposible, incluso lejos del hedor de la piscina.

La enmarañada buganvilla surgía de golpe debajo del laurel real silvestre. Unos querubines gorditos veteados de fango se asomaban por entre la lantana salvaje como pequeños fantasmas.

Sin embargo, tiempo atrás allí habían jugado niños. Algún niño o niña había grabado la palabra «Impulsor» en el tronco del gigantesco mirto que crecía junto al distante seto. La talla era tan profunda que tras años de intemperie brillaba blanca en contraste con la corteza cerúlea. Qué extraña palabra. Y un columpio pendía todavía de la rama de un roble lejano.

El flanco meridional de la casa parecía enorme y arrolladoramente hermoso desde esa perspectiva; las enredaderas en flor trepaban junto a los postigos de las ventanas hasta llegar a las chimeneas gemelas del segundo piso. El oscuro bambú se agitaba bajo la brisa contra la manipostería de yeso. Los plátanos brillantes crecían tan altos y densos que formaban una selva hasta la pared de ladrillos.

Este lugar era como su paciente: hermoso pero olvidado por el tiempo, por la prisa.

El rostro de la mujer, de no ser tan exageradamente inerte, aún se podría considerar bonito. ¿Vería los delicados ramilletes púrpura de glicina agitarse contra los mosquiteros? ¿La enmarañada serpentina que formaban las otras flores? ¿El camino que se extendía entre los robles hasta la casa de columnas blancas al otro lado de la calle?

En una ocasión él había subido con ella y la enfermera en el pintoresco ascensor con puerta de bronce y alfombra gastada. La expresión de Deirdre no había cambiado cuando la pequeña cabina empezó a subir. El trepidar de la maquinaria, por un motor que él imaginaba sucio y negro, pegajoso y viejo, cubierto de polvo, lo llenaba de ansiedad.

Naturalmente, había hablado con el viejo médico del sanatorio.

—Recuerdo que cuando tenía su edad —le explicó—, pretendía curar a todo el mundo. Quería razonar con los paranoicos, devolver a los esquizofrénicos a la realidad y despertar a los catatónicos. Hijo, póngale esta inyección cada día.

No se puede hacer nada más. Simplemente, tratamos de evitar en lo posible que sufra crisis nerviosas ¿comprende?¿Crisis nerviosas? ¿Era ésa la razón de drogas tan fuertes? Aunque dejara de inyectárselas mañana, los efectos tardarían un mes en desaparecer. Y las dosis eran tan altas que hubieran matado a cualquier otra paciente. Además, no había más remedio que aumentarlas. ¿Cómo se podía saber el verdadero estado de aquella mujer después de tanto tiempo de medicación continuada? Si pudiera hacerle un lectroencefalograma...

Ya llevaba cerca de un mes con el caso cuando solicitó los informes. Era una petición de rutina, nadie había reparado en ello. Se pasó toda una tarde sentado ante su escritorio del sanatorio, enfrentado a los garabatos de muchos otros médicos y a unos diagnósticos vagos y contradictorios: obsesiones, paranoia, agotamiento nervioso, delirios, crisis psicótica, depresión, intento de suicidio.

Por lo visto, abarcaban toda su historia desde la adolescencia. No, desde antes, incluso. Alguien ía había visitado por «demencia» cuando tema diez años. ¿Qué había en concreto detrás de todas esas abstracciones? En algún lugar de la montaña de palabras descubrió que a los dieciocho años había sido madre de una niña, que la había dado en adopción y padeció una «paranoia grave». ¿Por eso la habían tratado con electroshocks en un sitio y con shocks insulínicos en otro? ¿Qué les hacía a las enfermeras para que una detrás de otra se marcharan alegando «ataques físicos»?

En un momento dado había «huido» y «había sido recluida por la fuerza» otra vez. Faltaban a continuación varias páginas, años enteros ignorados. «Daño cerebral irreversible —señalaba un informe de 1976—. Paciente enviada a su domicilio. Se prescribe Thorazine para impedir parálisis, obsesión.»

Era un documento desagradable que no explicaba nada ni revelaba la verdad, y que al final lo desanimó. ¿Acaso aquella legión de médicos había hablado con ellade la forma que lo hacía él cuando se sentaba junto a ella en el porche?

—Es un día muy bonito, ¿no le parece, señorita Deirdre?

Ah, la brisa, qué fragante. El aroma de las gardenias de repente era opresivo, y sin embargo le encantaba y cerraba los ojos durante un instante. ¿Se reía de él, lo odiaba, sabía que estaba allí? Ahora se daba cuenta de que Deirdre tenía algunas mechas canosas. Sus manos estaban frías y eran desagradables al tacto.

La enfermera salió con un sobre azul en las manos, una foto.

—Es de su hija, Deirdre. Mire Deirdre, ahora tiene veintidós años. —La enfermera sostuvo la foto para que el doctor también la viera. Una chica rubia en la borda de un gran yate blanco; el viento le agitaba el cabello. Guapa, muy guapa—. En la bahía de San Francisco, 1983.

No hubo ni un cambio en el rostro de la mujer. La enfermera le apartó el cabello negro de la frente. —¿Ve esta chica? —preguntó la enfermera, y tendió la foto al doctor—. ¡Esta chica también es médico! —Y le hizo un gesto orgulloso con la cabeza—. Ahora es residente, pero un día será doctora en medicina, como usted, de verdad. ¿Era posible? ¿Nunca venía la joven a casa a ocuparse de su propia madre?

De repente le cayó mal. Más aún si estudiaba medicina.

Desconfiaba de las tías.

La alta, la que firmaba los cheques, «la señorita Carl», todavía ejercía la abogacía, aunque debía de tener unos setenta años. Iba y venía en taxi de sus oficinas en Caron delet Street porque ya no podía subir el estribo de madera del tranvía de St. Charles. En cierta ocasión en que se encontraron en la entrada, le contó que había viajado en aquel tranvía durante cincuenta años.

—Así es —le explicó una tarde la enfermera, mientras cepillaba el cabello de Deirdre con suavidad—. La señorita Carl es la inteligente. Trabaja para el juez Fleming— Fue una de las primeras mujeres graduadas en la Escuela de Leyes Loyola, tenía diecisiete años cuando fue a Loyola.

La señorita Carl nunca hablaba con la paciente, por lo menos el doctor nunca la había visto. La señorita Nancy, la regordeta, era cruel con ella, o así lo creía él. —Dicen que la señorita Nancy no tuvo muchas oportunidades para estudiar —le cotilleó la enfermera—. Siempre estaba en casa, ocupándose de los demás. También estaba aquí la vieja señorita Belle.

Había algo hosco, casi vulgar, en la señorita Nancy. Era rechoncha, descuidada, siempre llevaba un delantal y hablaba a la enfermera con voz afectada y aires de superioridad. Cada vez que miraba a Deirdre sus labios mostraban un rictus despectivo.

También estaba la señorita Millie, la mayor de todas, que en realidad era una especie de prima, una anciana clásica con vestido negro de seda y zapatos abotinados. Iba y venía por la casa, siempre con guantes y un pequeño sombrero negro de paja con velo. Tenía una sonrisa alegre para el doctor y un beso para Deirdre. —Ay, niñita mía —solía decirle con voz trémula. Una tarde, se encontró con la señorita Millie de pie sobre las lajas rotas de la piscina.

—Nunca más levantaremos todo esto, doctor-dijo con tristeza.

No era de su incumbencia responder a aquellas palabras, pero algo lo impulsó a escuchar aquel lamento. —A Stella le gustaba mucho nadar aquí —continuó la anciana—. Fue ella quien la mandó construir, tenía tantos planes y sueños... Y daba unas fiestas maravillosas. Vaya, recuerdo cientos de fiestas en la casa, mesas por todo el jardín y orquestas tocando. Usted es demasiado joven, doctor, para recordar la música de esas orquestas. También fue Stella quien hizo abrir estos senderos de lajas alrededor de la piscina. Como los delfrente de la casa y los lados... —Se interrumpió, señaló el patio lateral de la casa cubierto de hierbajos. Parecía que no podía seguir hablando. Lentamente, dirigió la mirada hacia la ventana de la buhardilla.

«Pero ¿quién es Stella?», quiso preguntar el doctor. —Pobre Stella.

Él se imaginaba los farolillos de papel colgando de los árboles.

Quizás estas mujeres simplemente fueran demasiado viejas. Y la joven, la médica residente o lo que fuera, a tanta distancia de su madre...

La señorita Nancy parloteaba con la silenciosa Deirdre. Solía observar cómo la enfermera paseaba a la paciente y luego le gritaba al oído:

—Levanta los pies. Maldición, si quisieras podrías caminar muy bien sola.

—La señorita Deirdre oye bien —la interrumpía la enfermera—. El doctor dice que ve y oye perfectamente.

Una vez él había intentado interrogar a la señorita Nancy mientras barría el pasillo de arriba; pensaba que, en fin, quizás a pesar del enfado podía explicarle algo. —¿Hay alguna vez un mínimo cambio en ella? ¿Dice algo... aunque sea una sola palabra?

La mujer lo miró durante un buen rato, con los ojos entrecerrados. El sudor brillaba en su rostro redondo y la nariz tenía una marca roja sobre el puente debido al peso de las gafas. —¡Le diré lo que me gustaría saber a mí! —dijo—. ¿Quién va a ocuparse de ella cuando ya no estemos aquí? ¿Cree que esa hija mimada de California la cuidará? Esa muchacha ni siquiera sabe el nombre de su madre. La que manda esas fotos es Ellie Mayfair. —Lanzó una risotada—. Ellie Mayfair no ha vuelto a pisar esta casa desde el día en que nació la criatura y se la llevó. Lo único que quería era el bebé, porque ella no podía tener hijos y la aterraba la idea de que su marido la abandonara. Es un abogado muy importante. ¿Sabe lo que Carl pagó a Ellie para que se llevara a la niña, para asegurarse de que nunca volvería a casa? Lo único que le importaba era que la sacaran de aquí. Hizo que Ellie firmara un papel, —Le lanzó una sonrisa amarga y se secó las manos en el delantal—. La mandó a California con Ellie y Graham para que viviera en una casa elegante, en la bahía de San Francisco, con yate y todo; eso es lo que ocurrió con la hija de Deirdre.

«Ah, así que la joven no lo sabía», pensó él, pero no dijo nada. —¡Dejemos que Cari y Nancy se queden aquí y se ocupen de todo! —continuó la mujer—. Es el sonsonete de la familia. Dejemos que Cari firme los cheques y Nancy cocine y friegue. ¿ Y qué demonios hace Millie? Ir a la iglesia y rezar por todas nosotras. ¿ No es admirable?

Lanzó una carcajada honda y desagradable, pasó a su lado y entró en el dormitorio de la paciente, cogida al palo manoseado de la escoba. —¿Sabía usted que a una enfermera no se le puede pedir que barra? Ah, no, vaya, ellas no pueden agacharse. ¿Le importaría decirme por qué una enfermera no puede barrer el suelo?

La habitación estaba muy limpia; parecía el dormitorio principal de la casa, un cuarto grande, ventilado, orientado al norte. En la chimenea de mármol había ceniza. Y vaya cama que tenía la paciente: enorme, de finales del siglo pasado, con un dosel alto de nogal y seda con volantes.

A él le gustaba el olor a cera para el suelo y ropa blanca recién lavada que tenía la habitación. Pero estaba llena de espantosos objetos religiosos. Sobre la cómoda de mármol había una estatuilla de la Virgen con el corazón abierto, rojo, chocante, desagradable a la vista, y un crucifijo con el cuerpo de Cristo inclinado, torcido, en colores naturales, hasta el de la sangre oscura que manaba de los clavos de las manos. Unas velas ardían en unos vasos rojos junto a una hoja de palma marchita.-¿Se da cuenta ella de estos objetos religiosos? —preguntó el doctor.

—Dios mío, no —respondió la señorita Nancy. Una vaharada de alcanfor se elevó de los cajones de la cómoda mientras la mujer los arreglaba—. ¡Pero son de gran utilidad bajo este techo!

Había rosarios que colgaban de las lámparas labradas de bronce, incluso de las descoloridas pantallas de raso. Daba la sensación de que nada había cambiado durante décadas. Las cortinas amarillas de encaje estaban tiesas y rotas en algunas partes; parecían absorber los rayos del sol y proyectar su propia luz sombría.

Sobre el mármol de la mesilla de noche había un joyero abierto, como si su contenido no valiera nada, y ciertamente era valioso. Hasta el doctor, con sus escasos conocimientos sobre el tema, se dio cuenta de que eran joyas de calidad.

En el momento en que tocó la tapa de terciopelo del joyero, la señorita Nancy se volvió y casi gritó: —¡No toque eso, doctor!

—Dios mío, no soy ningún ladrón.

—Hay muchas cosas sobre esta casa y su paciente que usted no sabe. ¿Por qué cree que están los postigos rotos, casi a punto de caerse de las bisagras, doctor? ¿Por qué cree que el estuco se está descascarando de los ladrillos? —Agitó la cabeza, la carne de sus mejillas tembló y la mujer apretó su boca pálida —. Deje que alguien intente arreglar los postigos. Deje que alguien ponga una escalera e intente pintar esta casa...

—No la comprendo —dijo el doctor.

—No toque nunca sus joyas, doctor, sólo le digo eso. No toque nada de lo que hay por aquí que no tenga que tocar. La piscina de ahí fuera, por ejemplo.

Repleta de hojas y suciedad como está y, sin embargo, las viejas fuentes todavía siguen funcionando; ¿ha pensado alguna vez en ello? ¡Intente cerrar esos grifos, doctor!

—Pero ¿quién...?__Deje esas joyas tranquilas, doctor. Es un consejo. __¿Por qué? ¿Deirdre hablaría si se cambiara algo? __preguntó, imprudente, impaciente; ante ella no sentía el mismo miedo que ante la señorita Carl.

La mujer rió. No, no haría nada —respondió la señorita Nancy, burlona. Cerró de golpe el cajón de la cómoda. Las cuentas de vidrio del rosario tintinearon contra la estatuilla de Jesús—. Ahora, si me perdona, tengo que limpiar el cuarto de baño.

El doctor miró al Jesús con barba que se señalaba con el dedo la corona de espinas.

A lo mejor estabaiítodas locas. Quizás él también acabaría loco si no se marchaba de aquella casa.

En cierta ocasión, estando a solas en el comedor, volvió a ver esa palabra,

«Impulsor», escrita sobre la espesa capa de polvo de la mesa. Parecía hecho con la yema del dedo. Una elegante «I» mayúscula. Pero ¿qué significaba? A la tarde siguiente ya lo habían limpiado, en realidad fue la única vez que vio que quitaran el polvo del comedor, donde el juego de té de plata del aparador estaba ennegrecido.

Por la noche, en su casa, un moderno apartamento con vistas al lago, no podía dejar de pensar en su paciente. Se preguntaba si tendría los ojos abiertos cuando estaba acostada.

«A lo mejor debería hacer algo...» Pero ¿qué hacer? El médico que la había atendido era un psiquiatra importante. No debería poner en tela de juicio su criterio. ¿E intentar algún disparate, como llevarla a dar un paseo por el campo o ponerle una radio en el porche? ¿ O interrumpir el tratamiento con sedantes para ver qué pasaba?

Sin duda, era de sentido común interrumpir la medicación de vez en cuando. ¿ Ypor qué no una reevaluación completa del caso? Por lo menos tenía que sugerirlo.-Limítese a las inyecciones —le había dicho el viejo médico— y visítela una hora cada día. Eso es lo que se espera de usted. —Esta vez lo había recibido con una ligera frialdad. ¡Viejo necio!

Así que no es de extrañar la satisfacción que sintió la primera vez que vio al hombre que la visitaba.

Era a principios de septiembre y todavía hacía buen tiempo. Mientras cruzaba la puerta vio al hombre junto a ella, en el porche, tenía un brazo sobre el respaldo de su silla y era evidente que le hablaba.

Un hombre alto, moreno, bastante delgado.

El doctor experimentó una curiosa sensación de posesión. Le molestó que un desconocido hablara con su paciente. Aunque, en realidad, estaba ansioso por conocerlo. Quizás aquel hombre le explicaría cosas que la mujer no podía explicar. Seguramente era un buen amigo. Había algo íntimo en la forma en que estaba de pie junto a ella, tan cerca, en la forma en que se inclinaba hacia la silenciosa Deirdre.

Pero cuando el doctor salió al porche el visitante ya no estaba. Tampoco encontró a nadie en las habitaciones de delante.

—He visto a un hombre aquí, hace un momento —dijo a la enfermera cuando entró—. Hablaba con la señorita Deirdre.

—No lo he visto —contestó ella con brusquedad.

La señorita Nancy, que pelaba guisantes cuando él la encontró, lo miró fijamente durante un momento y sacudió la cabeza con la barbilla levantada.

—Yo no he oído a nadie. ¡No era algo tan increíble! Aunque tenía que reconocer que había sido una visión fugaz a través de la malla del mosquitero. Pero no, estaba seguro de haberlo visto.

—Si pudiera hablarme —le dijo a Deirdre cuando se quedaron a solas.

Preparaba la inyección—. Si pudiera decirme si le gusta que la vengan a ver, si le importa...Su brazo era tan delgado... Cuando levantó los ojos con la aguja preparada descubrió que ella lo miraba fijamente. ¿Deirdre? —El corazón le latía deprisa.

Pero ella apartó los ojos a la izquierda y continuó mirando al vacío, muda y apática como antes. Y el calor, que al fin había terminado por gustarle, de repente se volvió opresivo. En realidad se sentía mareado, como si estuviera a punto de desmayarse. El césped, al otro lado de la malla cubierta de polvo y ennegrecida, parecía moverse.

Pero no se había desmayado en su vida, y mientras lo pensaba, mientras trataba de pensar en ello, se dio cuenta de que había hablado con el hombre, sí, aquel hombre estaba allí, no, ahora ya no estaba, acababa de estar. Habían conversado, y ahora había perdido el hilo, no, no era eso, sino que de pronto no podía recordar cuánto tiempo habían hablado. ¡Qué extraño haber hablado todo aquel rato y no recordar como habían empezado!

Trató de despejar su mente, de representar en una imagen al sujeto, pero... ¿qué acababa de decir aquel hombre? Todo era muy confuso, ahí no había nadie con quien hablar nadie salvo ella, pero él acababa de decirle al hombre moreno:

«Por supuesto, suspender las inyecciones...», y la absoluta corrección de su postura quedaba fuera de toda duda, el viejo médico... «¡Un necio, sí!», respondió el hombre... ¡acababa de oírlo!

Todo esto era una monstruosidad, y la hija en California...

El doctor se estremeció. Se puso de pie, en el porche. ¿Qué había pasado? Se había quedado dormido en la silla de mimbre y había soñado. Un zumbido de abejas sonaba cada vez con más fuerza en sus oídos y la fragancia de las gardenias de pronto parecía drogado. Se asomó por la barandilla y miró el patio, a la izquierda. ¿Se había movido algo?

Tengo que irme a casa —dijo en voz alta, sin diri-girse a nadie—, no me siento muy bien, creo que debo acostarme. El hombre, ¿cómo se llamaba? Un minuto antes lo sabía, un nombre extraordinario... Ah, así que ése era el significado de la palabra. Usted es... En realidad es muy bonito... Pero espera.

Me vuelve a pasar otra vez. ¡Él no lo permitiría! —¡Señorita Nancy! —Se levantó de la silla. Su paciente miraba al frente, sin cambios. El medallón de esmeraldas brillaba sobre su vestido. El mundo a su alrededor estaba repleto de luz verde, con hojas que se agitaban, la buganvilla que sólo era una mancha pálida.

—Sí, el calor —murmuró el doctor. «¿Le he puesto la inyección?» Dios mío.

En realidad había tirado la jeringuilla y se había roto. —¿Me llamaba, doctor? —preguntó la señorita Nancy. Allí estaba, en la puerta del salón; lo miraba fijamente y se secaba las manos en el delantal. La mujer de color también estaba allí y la enfermera detrás.

—No es nada, sólo el calor —murmuró—. Se ha caído la jeringuilla, pero tengo otra. ¡Cómo lo miraban, cómo lo estudiaban! «¿Creen que yo también me estoy volviendo loco?»

El viernes siguiente, al atardecer, volvió a ver al hombre.

El doctor había llegado tarde por culpa de una urgencia en el sanatorio.

Como no quería molestar a la familia a la hora de la cena, condujo deprisa por First Street y entró casi corriendo.

El hombre estaba de pie, en las sombras del porche descubierto de la entrada. Observaba al doctor con los brazos cruzados, apoyado contra una columna y con los ojos oscuros muy abiertos, como si meditara. Alto, delgado, con ropa elegante.

—Ah, aquí está otra vez —murmuró el doctor, con una oleada de alivio.

Mientras subía la escalinata le tendió la mano—: Soy el doctor Petrie, ¿cómo está usted?

—Y... ¿cómo describirlo? Sencillamente, no había ningún hombre.

—Ahora estoy seguro de que ocurrió —explicó a la señorita Carl en la cocina —. Lo vi en el porche y se desvaneció en el aire.

—Bien, ¿qué nos importa a nosotros lo que haya visto, doctor? —preguntó la mujer. Extraña elección de palabras. Era muy dura esa mujer. A pesar de su avanzada edad no mostraba ni un ápice de debilidad. Se erguía recta con su traje de gabardina azul oscuro y lo miraba fijamente a través de las gafas de montura de metal, con la boca tan apretada que parecía apenas una línea.

—Señorita Carl, he visto a ese hombre con mi paciente. Y mi paciente, como todos sabemos, es una mujer indefensa. Si una persona no identificada se mueve con tanta libertad por la casa...

—Pero las palabras no importaban. La mujer no lo creía o no le hacía caso. Y la señorita Nancy, en la mesa de la cocina, ni siquiera había levantado la mirada del plato mientras arañaba ruidosamente la comida con el tenedor. Pero el aspecto de la señorita Millie, ah, ahí había algo: la vieja señorita Millie se mostraba muy turbada, sus ojos iban sin cesar de Carl a él. Qué casa.

El doctor entró enfadado en el ascensor y apretó el botón negro en la placa de bronce. Las cortinas de terciopelo azul del dormitorio estaban cerradas y la habitación casi a oscuras, sólo las velas chisporroteaban en sus vasos rojos. La sombra de la Virgen se proyectaba en la pared. Le costó encontrar el interruptor de la luz y cuando al fin dio con él se encendió sólo una pequeña bombilla en la lámpara de la mesilla de noche. El joyero abierto estaba justo al lado. Era algo espectacular.

Cuando vio a la mujer acostada, con los ojos abiertos, sintió como un nudo en la garganta. Tenía el cabello negro cepillado sobre la funda almidonada de la almohada y las mejillas desacostumbradamente sonrosadas.¿Había movido los labios?

—Impulsor...

Un susurro. ¿Qué había dicho? Vaya, había dicho Impulsor ¿no? La palabra que había visto grabada en el tronco y escrita sobre el polvo de la mesa del comedor. Además, la había oído en alguna otra parte... El hecho de que su paciente catatónica hablara le provocó un escalofrío en la espalda y en el cuello.

Pero no, seguramente se lo había imaginado. Era justamente lo que él esperaba que ocurriera: un cambio milagroso en ella. La mujer yacía como siempre, en trance, con suficiente Thorazine como para matar a cualquiera...

Dejó el maletín a un lado de la cama. Llenó la jeringuilla con cuidado y una vez más pensó: «¿Y si no lo hago? ¿Y si reduzco la dosis a la mitad, a la cuarta parte, o la interrumpo sin más y me siento junto a ella a observar qué ocurre? ¿Y si...?» De repente se vio a sí mismo levantando a la mujer y sacándola de la casa.

Llevándola en coche al campo. Caminaban cogidos de la mano por un sendero cubierto de hierba hasta el muelle de un río. Y ella sonreía, con el pelo al viento...

Qué absurdo. Eran las seis y media y hacía rato que había pasado la hora de la inyección. La jeringuilla estaba preparada.

De repente algo lo empujó, estaba seguro, aunque no sabía exactamente desde dónde. Se fue hacia delante, se le doblaron las piernas y la jeringuilla salió volando.

Cuando se dio cuenta estaba de rodillas en la semi-penumbra, y miraba las motas de polvo sobre el suelo desnudo debajo de la cama.

—Qué demonios... —dijo en voz alta antes de poder contenerse.

No encontraba la jeringuilla hipodérmica. Luego la vio a metros de distancia, al lado del armario. Estaba rota, aplastada, como si alguien la hubiera pisado. La Thorazine se había salido del plástico roto y estaba sobre el parqué.__Espera un poco —murmuró. Recogió la jeringuilla aplastada y la sostuvo en su mano. Claro que tenía otras jeringuillas, pero ésta era la segunda vez que le pasaba lo mismo... Y otra vez volvió junto a la cama y miró a la paciente, mientras se preguntaba quién lo había hecho, o mejor dicho, por el amor de Dios, ¿qué ocurría?

De pronto sintió un intenso calor. Algo se movía en la habitación con un repiqueteo. Sólo eran las cuentas del rosario que colgaban de la lámpara de bronce. Se enjugó la frente. Luego, poco a poco y mientras observaba a Deirdre, advirtió que al otro lado de la cama había una figura. Vio la ropa oscura, un chaleco, un abrigo de botones negros... Levantó la vista y allí estaba el hombre.

En una fracción de segundo su incredulidad se transformó en terror. Ahora no había ninguna confusión, ninguna irrealidad soñada. Aquel hombre estaba frente a él. Unos suaves ojos oscuros lo miraban. Luego el sujeto, simplemente, desapareció. La habitación estaba fría. Una corriente de aire levantó las cortinas de la ventana. El doctor se dio cuenta de que estaba gritando. No, chillando, para ser exactos.

A las diez de aquella noche ya no se ocupaba del caso. El viejo psiquiatra hizo todo el camino hasta su apartamento, frente al lago, para decírselo en persona. Bajaron juntos y dieron un paseo por la orilla.

—No se puede discutir con estas viejas familias y seguramente no querrá tener problemas con Carlotta Mayfair. Esta mujer conoce a todo el mundo. Le sorprendería saber cuánta gente está en deuda con ella por un motivo u otro, o con el juez Fleming. Y esta gente nene propiedades por toda la ciudad, si usted...

Le digo que lo he visto —se sorprendió diciendo el doctor.

Pero el viejo psiquiatra lo estaba despidiendo. Su mirada,a pesar del tono amable e inmutable de su voz,expresaba una sospecha apenas oculta mientras miraba de arriba abajo al joven médico.

—Ya se sabe, estas viejas familias... —El doctor no volvería a aquella casa.

No dijo nada, pero la verdad es que se sentía bastante estúpido. ¡Él no era un hombre que cr.eyera en fantasmas! Sin embargo, sabía que había visto a aquel sujeto. Lo había visto tres veces. Y no podía olvidar la tarde de la conversación vaga e imaginaria. Aquel hombre también había estado allí, sí, aunque inmaterial. Y él se había enterado de su nombre, sí... ¡Impulsor!

Y a pesar de aquella conversación soñada, tal vez producto de la tranquilidad del lugar, el calor infernal y la sugestión de una palabra grabada en el tronco de un árbol, quedaban las otras. Había visto un ser vivo y corpóreo.

Nadie conseguiría que lo negara.

Pasaron las semanas y el trabajo en el sanatorio no lograba distraerlo.

Empezó a escribir sobre la experiencia, a describirla en detalle. El pelo moreno del hombre era ligeramente rizado. Ojos grandes. Una piel tersa, como la de la pobre enferma. Un hombre joven, de veinticinco años como máximo. La expresión de su rostro era muy clara. Incluso recordaba sus manos; no tenían nada especial, pero eran bonitas. Era delgado, pero bien proporcionado. Sólo la ropa parecía rara y no por la forma, que era de lo más corriente, sino por la textura, inexplicablemente uniforme, como el rostro del hombre. Era como si toda la figura, ropa, piel y rostro, estuvieran hechos del mismo material.

Una mañana, el doctor se despertó con un pensamiento extrañamente claro: ¡el misterioso hombre no quería que la mujer tomara los sedantes! Él sabía que eran perjudiciales, y como la mujer era un ser indefenso que no podía oponerse, ¡el espectro la protegía!

Pero, por el amor de Dios, ¿quién iba a creer todo esto?, pensó el doctor.

Deseó encontrarse en casa, en Maine, trabaj ando en la clínica de su padre y no en aque-Ha ciudad húmeda y extraña. Su padre lo comprendería— No, seguramente se asustaría.

Mientras el otoño daba paso al invierno, el doctor empezó a soñar con Deirdre. En sus sueños la veía curada, revitalizada, caminando a paso vivo por una calle de la ciudad con el cabello al viento. De vez en cuando, al despertarse, se preguntaba si la pobre mujer no habría muerto. Era lo más probable.

Cuando llegó la primavera, y hacía ya un año que había llegado a la ciudad, se dio cuenta de que debía ver la casa otra vez. Tomó el tranvía de St. Charles hasta Jackson Avenue y desde allí caminó, como solía hacer antes. Todo estaba igual: la enmarañada buganvilla en flor sobre los porches, el jardín salvaje lleno de mariposillas blancas, la lantana con sus pequeños capullos naranjas enroscada en la verja de hierro negra.

Y Deirdre sentada en la mecedora del porche lateral, detrás de la tela metálica oxidada.

El doctor sintió una profunda angustia. Quizá nunca en su vida había estado tan preocupado. «Alguien tiene que hacer algo por esa mujer.» Paseó luego sin rumbo fijo hasta dar a una calle sucia y animada. Un mísero bar de barrio atrajo su atención. Entró, agradecido por el frío del aire acondicionado y por la relativa tranquilidad del lugar, en el que sólo unos pocos viejos hablaban en voz baja junto a la barra. Pidió una bebida y se la llevó a una mesa apartada.

El estado de Deirdre Mayfair lo torturaba. Y el misterio de la aparición le hacía sentir peor. Pensó en aquella hija en California. ¿Se atrevería a llamarla?

De médico a médico... Pero no sabía el nombre de la joven.

Además, no tienes derecho a interferir-murmuro en voz alta. Bebió un trago de cerveza, paladeó su frescor-—. Impulsor —volvió a murmurar.

Hablando de nombres, ¿ qué clase de nombre era ése? La joven médica residente de California pensaría que estaba loco. Tomó otro trago de cerveza.De repente sintió que empezaba a hacer más calor en el bar, como si alguien hubiera abierto la puerta al viento del desierto. Hasta los viejos que conversaban junto a sus botellas de cerveza parecieron notarlo. Vio que uno de ellos se secaba el rostro con un pañuelo sucio y continuaba conversando.

Entonces, mientras el doctor levantaba su vaso, vio al misterioso hombre sentado en una mesa, cerca de la puerta de salida, justo frente a él.

La misma cara cerúlea, los mismos ojos marrones. La misma ropa indescriptible de textura poco corriente, tan lisa que brillaba suavemente bajo la luz tenue.

A pesar de la presencia de los hombres que seguían charlando, sintió el mismo vivido terror que en la oscura habitación de Deirdre Mayfair.

El hombre permanecía quieto y lo miraba. No estaba ni a cinco metros de él y la blanca luz del día que entraba por los ventanales del bar caía directamente sobre el hombro del sujeto, iluminando un lado de la cara.

Entonces, sin ningún aviso, la imagen del hombre empezó a vacilar como si fuera una proyección y se desvaneció ante sus propios ojos. Una brisa fría recorrió el local.

El camarero se volvió para coger una servilleta usada que volaba. Una puerta se cerró de golpe en alguna parte y la conversación pareció subir de volumen. El doctor sintió una débil palpitación en la cabeza.

Nada en el mundo podría convencerlo de que volviera a pasar otra vez por la casa de Deirdre Mayf air.

Pero a la noche siguiente, mientras iba en coche a su casa rodeando el lago, volvió a ver al hombre, esta vez de pie bajo una farola, cerca del cementerio de Canal Boulevard. La luz amarillenta caía de lleno sobre él, apoyado contra la pared blanca del camposanto. Fue una visión fugaz, pero supo que no se equivocaba. Empezó a temblar con violencia. Durante un instante parecía haberse olvidado de cómo conducir su coche. Luego aceleró temeraria y estúpidamente, como si el hombre lo persiguiera. No se sintió a salvo hasta que cerró la puerta de su casa.

Al viernes siguiente lo vio a plena luz del día, de pie, inmóvil sobre el césped de Jackson Square. Una mujer que pasaba se volvió para echar una mirada al hombre de pelo castaño. ¡Sí, ahí estaba, igual que antes! El doctor corrió por las calles del Barrio Francés. Subió a un taxi en la puerta de un hotel y dijo al conductor que lo sacara de allí, que lo llevara a cualquier parte, daba igual. Conforme pasaban los días, el doctor más que asustado estaba aterrorizado. No comía ni dormía y no podía concentrarse en nada. Se sentía continua y completamente abatido. Cada vez que se cruzaba con el viejo psiquiatra lo miraba con silenciosa rabia.

Por el amor de Dios, ¿cómo haría entender a ese personaje monstruoso que él no volvería a acercarse a la desdichada mujer de la mecedora del porche? ¡No más agujas ni drogas por su parte! «¡Ya no soy su enemigo!, ¿no se da cuenta?»

Pedir ayuda o comprensión a alguno de sus conocidos era poner en juego su reputación y hasta su futuro. Un psiquiatra que empezaba a volverse loco, como sus pacientes. Estaba desesperado. Tenía que huir de todo aquello. ¿ Quién sabe cuándo volvería a presentarse? ¿ Y si se metía en sus habitaciones?

Al final, el lunes por la mañana sus nervios no pudieron más; con las manos temblorosas, se dirigió al despacho del viejo psiquiatra. Todavía no había decidido lo que iba a decirle, sólo que ya no podía aguantar la tensión. Se vio parloteando sobre el calor tropical, dolores de cabeza e insomnios. Necesitaba que aceptara rápidamente su dimisión.

Aquella misma tarde se fue de Nueva Orleans. Cuando ya se encontraba a salvo en el despacho de su padre, en Portland, Maine, contó al fin toda la historia.

—Nunca hubo ni un solo gesto amenazador en su cara —explicó—, al contrario. Curiosamente, no tenía ni una arruga, su rostro era tan terso como el del Cristo del retrato del cuarto de Deirdre. Lo único que hacía era mirarme fijamente. ¡Y no quería que le pusiera la inyección! Trataba de asustarme.

—Lo importante, Larry, es que descanses —le dijo su padre—. Deja que desaparezcan los efectos de todo esto. —«Y no hables con nadie más de este tema.»

Ahora, mientras estaba a oscuras junto a la ventana de la habitación del hotel de Nueva York, descubrió que todo aquello volvía a trastornarlo. Y, tal como había hecho ya miles de veces, analizó la extraña historia en busca de un significado más profundo. ¿Realmente el espectro lo perseguía en Nueva Orleans, o él lo había malinterpretado?

Quizás aquel hombre no quería asustarlo. ¡A lo mejor sólo le suplicaba que no se olvidara de aquella mujer! Tal vez era una extraña proyección de los desesperados pensamientos de la paciente, una imagen que le enviaba una mente que no podía comunicarse por otros medios.

Pero ¿quién sería capaz de interpretar estos elementos extraños? ¿Quién se animaría a decir que el doctor tenía razón? ¿Aaron Lightner, el inglés, el recopilador de historias de fantasmas que le había dado la tarjeta con la palabra Talamasca? Le había comentado que quería ayudar al hombre que se ahogó en California:

—Quizás él no sepa que hay otras personas a las que les ha pasado lo mismo. Quizá tenga que decirle que hay otros que también han regresado del filo de la muerte con los mismos dones.

Sí, tal vez saber que otras personas también habían visto fantasmas le ayudaría. ¿Sería cierto?

Pero lo peor no había sido la visión del espectro.Algo peor que el miedo lo hacía regresar a aquel porche y a la pálida imagen de la mujer en la mecedora: un sentimiento de culpabilidad, que arrastraría toda su vida por no haber intentado con más fuerza ayudarla, por no haber llamado a aquella hija que tenía en el oeste.

La luz de la mañana empezaba a derramarse sobre la ciudad. Observó los cambios en el cielo y las sucias paredes de enfrente débilmente iluminadas.

Luego se dirigió al armario y sacó la tarjeta del inglés del bolsillo de su abrigo.

TALAMASCA

Vigilamos y siempre estamos aquí Cogió el teléfono.

Lightner resultó ser un oyente espléndido, respondía con amabilidad y no interrumpía. Pero el doctor no se sentía mejor. En realidad, cuando todo hubo terminado, se sintió como un estúpido. Mientras observaba cómo Lightner guardaba la grabadora en su maletín, estuvo casi a punto de pedirle la cinta.

Fue Lightner quien rompió el silencio mientras dejaba unos billetes sobre la cuenta.

—Hay algo que debo explicarle —le dijo—, y que lo tranquilizará. ¿Qué sería? —¿ Recuerda —continuó— que le dije que recopilaba historias de fantasmas?

—Sí.

—Bueno, conozco esa vieja casa de Nueva Orleans, la he visto. Además, he grabado otras historias de gente que ha visto al hombre que acaba de describirme.

El doctor se quedó sin habla. Se lo había dicho con absoluta convicción. En realidad, había hablado con tal autoridad y seguridad que le creyó sin ninguna duda.

Por primera vez estudió a Lightner detenidamente. Era mayor de lo que aparentaba a primera vista, sesenta y cinco, quizá setenta. La expresión del inglés volvió a cautivarlo; tan afable y segura que invitaba a que confiaran en él.

—Otras personas-murmuró el doctor—.¿Está seguro?

—He oído otros relatos, algunos muy parecidos al suyo. Se lo digo para que comprenda que no se lo ha imaginado y para que no siga atormentándose. A propósito, usted no podría haber hecho nada por Deirdre Mayfair; Carlotta Mayfair nunca lo hubiera permitido. Debería tratar de apartar de su mente todo lo ocurrido. No vale la pena que vuelva a preocuparse por ello.

En un principio el doctor sintió un gran alivio. Pero enseguida se quedó perplejo ante las revelaciones de Lightner. —¡Usted conoce a esa gente! —murmuró. Sintió que se le encendía el rostro.

Esa mujer ha sido paciente suya.

—No, no los conozco —le respondió Lightner—. Y mantendré su relato en la más estricta confidencialidad. Por favor, no lo dude. Recuerde que no utilizamos ningún nombre en la grabación. Ni siquiera el suyo o el mío. —Sin embargo, debo pedirle la cinta —dijo el doctor, turbado—. He roto el secreto profesional. No tenía idea de que usted los conocía.

Lightner quitó en el acto la pequeña cinta del aparato y se la dio. El hombre parecía tranquilo.

—Por supuesto, puede quedarse con ella —dijo—. Lo comprendo.

El doctor se lo agradeció; su confusión iba en aumento. Con todo, seguía sintiéndose aliviado. Otras personas habían visto a aquel personaje. Este hombre lo sabía. No le mentía. El doctor no estaba loco, y nunca lo había estado.

Un débil rencor se despertó en su interior, rencor hacia sus jefes de Nueva Orleans, hacia Carlotta Mayfair, hacia la desagradable señorita Nancy...__Lo importante —añadió Lightner— es que deje de preocuparse por esta historia. __Sí —respondió el doctor—. Fue espantoso. Esa mujer, las drogas...

No, ni siquiera... Permaneció en silencio; miró fijamente la cinta y su taza de café vacía.

—La mujer, ¿todavía...? Sí, sigue igual. Estuve allí el año pasado. La señorita Nancy, la que le caía tan mal, murió. Y la señorita Millie también. De vez en cuando recibo noticias de gente de la ciudad que me informan que Deirdre no ha cambiado.

El doctor suspiró. Sí, sin duda sabe por ellos... todos los nombres —dijo.

—Entonces, por favor, créame cuando le digo que otra gente ha tenido la misma visión. Usted no estaba loco, de ninguna manera. Y no debe preocuparse por todo aquello.

El doctor volvió a estudiar a Lightner detenidamente. El hombre estaba cerrando su maletín. Miró el billete de avión y se puso el abrigo.

—Déjeme decirle una última cosa antes de ir al aeropuerto. No cuente esta historia a nadie más. No lo creerán. Sólo los que han visto cosas semejantes, creen en ellas. Es trágico, pero es invariablemente cierto.

—Sí, lo sé —comentó el doctor. Quería preguntarle muchas cosas, pero no podía—. ¿ Usted lo ha...? —Se interrumpió.

—Sí, lo he visto —respondió Lightner—. En efecto, era aterrador, tal como usted lo ha descrito. —Se levantó para marcharse. ¿Qué es? ¿Un espíritu? ¿Un fantasma?

—En realidad no lo sé. Todas las historias son muy parecidas. Allí las cosas no cambian, continúan igual año tras año. Ahora debo irme, gracias de nuevo, y si alguna vez quiere volver a hablar conmigo, ya sabe cómo encontrarme. Tiene mi tarjeta. —Lightner le tendió la mano—. Adiós.

—Espere. ¿Y la hija? ¿Qué ha sido de ella? ¿La médica residente del oeste?

—Pues ahora es cirujana —respondió Lightner; miró el reloj—, neurocirujana, creo. Acaba de pasar los exámenes de su especialidad. Pero tampoco la conozco; me entero de algunas cosas sobre ella de vez en cuando.

Nuestros caminos se han cruzado sólo una vez. —Dejó de hablar y le lanzó una rápida sonrisa, casi formal-Adiós, doctor, y gracias otra vez.

El doctor se quedó sentado, pensativo, durante un buen rato. Se sentía mejor, infinitamente mejor. Tenía que reconocerlo. No se arrepentía de haber contado la historia. En realidad, aquel encuentro parecía un regalo, algo que el destino le daba para aliviar de sus hombros la peor carga que había llevado en su vida.

En aquel momento pensó en algo muy extraño, algo que no se le había ocurrido hacía años. Nunca había estado en esa gran casa del District Garden durante una tormenta. Qué bonito habría sido ver la lluvia por esos ventanales, oír lalluvia golpear sobre el techo de los porches. Qué lástima haberse perdido algo así. En aquella época pensaba a menudo en ello, pero siempre se lo había perdido. Y la lluvia en Nueva Orleans era tan hermosa...

Bueno, tenía que olvidar todo aquello, ¿no? Otra vez advirtió que reaccionaba a las afirmaciones de Lightner como a las palabras oídas en un confesionario, palabras con autoridad religiosa. Sí, olvídate.

Llamó a la camarera. Tenía hambre. Ahora que podía comer, quería desayunar. Y, sin pensárselo demasiado, sacó la tarjeta de Lightner de su bolsillo, echó una mirada a los números de teléfono —los números a los que podía llamar si tenía alguna pregunta, los números a los que nunca había pensado llamar—, la rompió en trocitos, los puso en el cenicero y los quemó con una cerilla.

2

A las nueve de la noche la habitación estaba a oscuras, salvo por la luz azulada del televisor. Ahí estaba la señorita Havisham, era ella, ¿no?, un fantasma en traje de novia de su querida Grandes esperanzas.

Por las ventanas limpias y sin adornos se veían las luces del centro de San Francisco y, justo debajo, al otro lado de Liberty Street, los techos puntiagudos de las casas más pequeñas estilo reina Ana. Cómo le gustaba Liberty Street. Su casa era la más alta de la manzana, quizá fuera una mansión en su época, aunque en la actualidad sólo se trataba de una hermosa construcción que se alzaba majestuosa entre modestas casitas.

Él había «restaurado» aquella casa. Conocía cada clavo, cada viga, cada cornisa. Al sol y con el pecho al aire, había colocado las tejas del techo. Incluso había dispuesto el cemento sobre la acera.

Ahora no se sentía seguro en ninguna otra parte. Hacía cuatro semanas que no salía de aquella habitación más que para ir al pequeño lavabo contiguo.

Miraba el fantasmal televisor en blanco y negro que tenía delante, hora tras hora, tendido en la cama, con las manos calientes dentro de los guantes negros de piel que no podía ni quería quitarse. Dejaba que la televisión diera forma a sus sueños mediante las cintas de vídeo que adoraba, las cintas de las películas que había visto hacíaaños con su madre. Para él eran ahora «las películas de las casas», porque no sólo eran historias maravillosas de personas maravillosas, convertidas en sus héroes y heroínas, sino que también tenían casas maravillosas. En Rebeca estaba Manderley. En Grandes esperanzas, la mansión en ruinas de la señorita Havisham. En Luz de gas, la encantadora casa londinense de la plaza. En Las zapatillas rojas, la mansión junto al mar donde la bailarina se enteraba de que pronto sería prima ballerina de la compañía.

Sí, las películas de las casas, de los sueños infantiles, de personajes tan grandiosos como las casas. Mientras las miraba, bebía una cerveza tras otra.

Dormía y se despertaba por inercia. Sus manos, tan afectadas, dentro de los guantes. No contestaba el teléfono ni la puerta. Tía Vivian se ocupaba de hacerlo.

De vez en cuando ella entraba en su habitación. Le traía otra cerveza o algo para comer. Él raramente tocaba la comida.

—Michael, come, por favor —decía.

Él sonreía.

—Luego, tía Viv.

No veía a nadie y hablaba sólo con el doctor Morris, pero éste no podía ayudarlo y sus amigos tampoco. Además, ya no querían hablar con él; estaban cansados de oírle contar la historia de que había muerto durante una hora y había regresado a la vida. Y él, sin duda, no quería hablar con los cientos de personas que aguardaban para ver una demostración de sus poderes psíquicos.

Estaba harto de sus poderes psíquicos. ¿No se daban cuenta? Sacarse los guantes, tocar cosas y ver alguna imagen trivial era un truco de salón. «Este lápiz te lo dio ayer una compañera de oficina que se llama Gert.» O: «Esta mañana has sacado este medallón y decidiste ponértelo, aunque en realidad no querías. Preferías ponerte las perlas, pero no las has encontrado.»¿Es que nadie entendía su tragedia?

Lo que no podía recordar era qué había visto mientras estuvo ahogado. —Tía Viv —solía decirle de vez en cuando, tratando de explicárselo—, de verdad vi gente ahí arriba. Estábamos muertos. Todos estábamos muertos. Y yo tuve la oportunidad de volver. Me mandaron de vuelta con un propósito.

Tía Vivian, pálida sombra de su difunta madre, asentía con la cabeza.

—Lo sé, querido. Quizá con el tiempo recuerdes. Con el tiempo.

Intentaba recordar el rescate una y otra vez: la mujer que lo sacó del agua y lo reanimó. Si pudiera volver a hablar con ella, si el doctor Morris la encontrara... Sólo quería oír de labios de ella que él no había dicho nada. Sólo quería quitarse los guantes y cogerle las manos mientras se lo preguntaba.

Quizá por medio de ella lograría recordar...

El doctor Morris quería que volviera al hospital para hacerle más pruebas.

—Déjeme tranquilo. Encuentre a esa mujer, sé que puede hacerlo. Usted me dijo que ella lo había llamado. Seguro que sabe su nombre.

Estaba harto de hospitales, escáneres cerebrales, electroencefalogramas, pinchazos y pastillas.

Entendía mejor la cerveza, sabía cómo manejarla, y a veces lo llevaba casi al punto de recordar... ... y lo que había visto allí fuera era un reino. Gente, mucha gente. De vez en cuando volvía a aparecer, como una gran telaraña. Él volvía a verla... ¿quién era ella? Ella dijo que... y luego todo desaparecía. «Lo haré, lo haré. Aunque vuelva a morir en el intento, lo haré.» ¿De verdad les había dicho eso? ¿ Cómo iba a imaginarse cosas así, tan ajenas a su propio mundo real y tangible. ¿ Ypor qué esos extraños recuerdos de estar lejos, de vuelta a casa, a la ciudad de su niñez?

No lo sabía. Ya no sabía nada que le importara.Sabía que era Michael Curry, que tenía cuarenta y ocho años, que tenía un par de millones de dólares guardados y una propiedad valorada casi en la misma cantidad, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su empresa de construcción había cerrado. Ya no podía dirigirla. Había perdido a sus mejores carpinteros y pintores, se habían pasado a otras cuadrillas de la ciudad. Había perdido un trabajo importante, que significaba mucho para él, la restauración del viejo hotel de Union Street.

Sabía que si se quitaba los guantes y se ponía a tocar cualquier cosa —las paredes, el suelo, la lata de cerveza, el ejemplar de David Copperfield que estaba abierto junto a él— empezaría a tener visiones, gran cantidad de información sin sentido, y se volvería loco, si es que no lo estaba ya.

Sabía que antes de ahogarse era feliz, no completamente feliz, pero feliz. Su vida iba bien.

La mañana en que todo ocurrió se despertó tarde, necesitaba un día libre y era un buen momento. Sus hombres trabajaban bien y no tenía que controlarlos.

Era el primero de mayo y se acordó de algo muy extraño: un largo viaje de Nueva Orleans, por la costa del Golfo, a Florida cuando era niño. Debió de ser en las vacaciones de Pascua, aunque no estaba seguro, y los que sin duda lo sabrían, su padre, su madre y sus abuelos, estaban muertos.

Lo que sí recordaba era el agua, de un color verde claro, y la playa blanca, el calor que hacía y la arena que parecía azúcar bajo sus pies.

Le dolió recordar todo aquello. El frío en San Francisco era lo que más le molestaba, y nunca pudo explicar a nadie por qué el recuerdo del calor meridional de Florida le había hecho ir aquel día a Ocean Beach. ¿Había algún lugar más frío que Ocean Beach en toda la bahía de San Francisco?

A pesar de todo había ido. Sólo para poder estar en Ocean Beach aquella tarde triste y oscura, con las imágenes de las aguas del sur y del viaje en el viejo Packard descapotable, acariciado por la tibia brisa.

No puso la radio mientras conducía por la ciudad, así que no oyó los avisos de marea alta. Pero ¿y si los hubiera oído, qué? Sabía que Ocean Beach era peligrosa, cada año el mar se llevaba a varias personas, entre residentes y turistas.

Quizás estuviera pensando en ello cuando se detuvo en las rocas, debajo del Restaurante del Acantilado. Traicionero, sí, como siempre, y resbaladizo. Pero no tenía miedo de caerse, ni del mar, ni de nada. Y otra vez volvía a pensar en el sur, en las noches de verano en Nueva Orleans, cuando el jazmín estaba en flor, en el perfume del dondiego del patio de su abuela.

El golpe de la ola debióde dejarlo inconsciente. No recordaba que el agua lo hubiera arrastrado, tan sólo la clara sensación de elevarse por los aires, de ver cómo su cuerpo se alejaba y se revolcaba sobre el oleaje, de gente que se arremolinaba y lo señalaba mientras otros corrían hacia el restaurante para pedir ayuda. No los veía exactamente como si los mirara desde arriba. Era como si supiera todo sobre ellos. Se sentía increíblemente vivo y a salvo; claro que a salvo no era la palabra, ni llegaba a describir aquella sensación. Se sentía libre, tan libre que no comprendía la ansiedad de todos los que estaban allí abajo. ¿Por qué estaban tan preocupados al ver su cuerpo sacudido por las olas?

A continuación empezó la otra parte. Debió de ser cuando estaba realmente muerto y le fueron mostradas cosas maravillosas, y también otros muertos.

Comprendió lo más sencillo y lo más complejo, y por qué debía regresar, sí, la puerta, la promesa. De repente fue a caer dentro de un cuerpo que yacía en la cubierta de un barco, un cuerpo que había estado ahogado y muerto durante una hora y que ahora volvía a los sufrimientos ydolores, volvía a la vida, mirando hacia arriba, sabiéndolo todo, preparado para hacer exactamente lo que se esperaba de él.

Durante aquellos primeros segundos trató de explicar con desesperación dónde había estado y las cosas que había visto, una larga y espectacular aventura. ¡Sin duda! Pero ahora lo único que recordaba era el dolor agudo en su pecho, sus manos y pies y la borrosa figura de una mujer junto a él. Un ser frágil con un rostro pálido y delicado, el cabello oculto debajo de una gorra oscura de marinero y unos ojos grises que durante un segundo parpadearon como dos luces frente a él, y que le dijo con voz suave que estuviera tranquilo, que ella cuidaría de él.

Después, confusión. ¿Se había desmayado otra vez? ¿Había llegado el momento de la verdad, del olvido? Nadie supo decirle qué ocurrió en el helicóptero, sólo que se lo llevaron hasta la costa y que allí le esperaban la ambulancia y los periodistas.

Recordaba los flashes de las cámaras, gente que pronunciaba su nombre. La ambulancia, sí, alguien intentando pincharle la vena con una aguja. Creyó oír la voz de su tía Vivian. Les rogó que pararan. Tenía que sentarse, no podían volver a atarlo, ¡no!

—Tranquilo, señor Curry, espere. ¡Eh, ayudadme con este hombre!

Lo ataban otra vez. Lo trataban como si fuera un prisionero. Se resistió, pero fue inútil, lo sabía, le habían inyectado algo en el brazo. Vio cómo se acercaba la oscuridad.

Entonces regresaron ellos, los que había visto ahí fuera; empezaron a hablarle otra vez.

—Comprendo —les dijo—, no dejaré que ocurra. Iré a casa, sé dónde está.

Recuerdo... Cuando despertó se encontró con una luz artificial muy fuerte. Una habitación de hospital. Estaba conectado a máquinas. Su mejor amigo, Jimmy Barnes, estaba sentado junto a la cama-Trató de hablar con Jimmy, pero las enfermeras y los médicos lo rodearon.

Lo palpaban, le tocaban las manos, los pies, le hacían preguntas, pero él no podía concentrarse en las respuestas apropiadas.

Seguía viendo cosas: imágenes fugaces de enfermeras enfermeros, pasillos de hospital. «¿Qué es todo esto?» Sabía el nombre del doctor, Randy Morris, y que había besado a su esposa, Deenie, antes de irse a trabajar. Y qué? Las cosas, literalmente, irrumpían en su cabeza. No podía soportarlo. Era como estar medio dormido y medio despierto, en un estado febril, preocupado. Se estremeció, trató de despejar su cabeza.. —Oigan —dijo—, lo estoy intentando.

—Al fin y al cabo sabía el porqué de toda aquella agitación, se había ahogado y querían comprobar si había alguna lesión cerebral—. No tienen por qué preocuparse. Estoy bien, perfectamente. Tengo que irme de aquí y hacer mi equipaje. Tengo que volver a casa de inmediato...

Reservas de avión, cerrar la compañía... La puerta, la promesa y su objetivo, de una importancia absolutamente crucial...

Pero ¿cuál era? ¿Por qué tenía que volver a casa? Aquí venía otra sucesión de imágenes: enfermeras que limpiaban su habitación, alguien que había frotado las barras cromadas de su cama hacía unas horas, mientras él dormía.

«¡Basta!» Tengo que volver a lo importante, a mi objetivo, el...Entonces se dio cuenta. ¡No se acordaba de su objetivo! ¡No podía recordar lo que había visto mientras estuvo muerto! La gente, los lugares, lo que le habían dicho, no recordaba nada. No, no podía ser. Todo había sido praodigiosamente claro, dependían de él. Michael, le nabian dicho, sabes que si no quieres no estás obligado a gresar, pero él había dicho que regresaría, que... que?. Un día lo recordaría de golpe, como un sueño que sw olvida y luego....!Ahí está otra vez!. !

Se sentó, se quitó sin querer una de las agujas del brazo y pidió una pluma y un papel. —Tiene que seguir acostado. —No, ahora no. Tengo que escribir. —¡Pero no había nada que escribir! Recordaba haber estado en una roca, pensando en un remoto verano en Florida, las aguas tibias... Y luego esa masa dolorida y empapada que era él en la camilla.

Se le había borrado todo.

Cerró los ojos y trató de no hacer caso de la extraña tibieza de sus manos; la enfermera lo ayudó a tenderse otra vez sobre las almohadas. Alguien pedía a Jimmy que se fuera, pero él no quería irse. ¿Por qué veía todas esas cosas intrascendentes: enfermeros, el marido de la enfermera, sus nombres? ¿Cómo sabía todos esos nombres? —No me toque así —dijo. Era la experiencia de allí fuera, sobre el océano, ¡eso era lo que importaba! De pronto estiró la mano para coger la pluma. —Si se queda tranquilo...

Sí, una imagen al tocar la pluma: la enfermera que la sacaba de un cajón del pasillo. Y el papel: un hombre que ponía el bloc en un armario de metal. ¿Y la mesilla junto a la cama? La imagen de la última mujer que la había limpiado con un trapo lleno de gérmenes de la otra habitación. Y una visión fugaz de un hombre con una radio. Alguien que hacía algo con una radio. ¿Y la cama? La última paciente que estuvo en ella, la señora Ona Patrick, murió ayer a las once de la mañana, antes de que yo hubiera decidido ir a Ocean Beach. «No. Basta.» Una imagen de su cuerpo en el depósito de cadáveres del hospital. —¡No lo soporto!

Al fin, desesperado, apoyó las manos sobre la cabeza y deslizó los dedos por el pelo; por suerte no seno» nada. Otra vez volvía a hundirse en el sueño, pensaba que iba a recordarlo, sí, como le había pasado antes. Ella estará allí, me esperará, y yo lo comprenderé. Pero mientras volvía a adormilarse se dio cuenta de que no sabía quién era ella.

Y tenía que irse a casa, sí, a casa después de todos estos años, estos largos años en que su hogar se había convertido en una especie de fantasía... De vuelta al lugar donde nací —murmuró. Era tan difícil hablar ahora, estaba adormilado—. Si me sigue dando drogas, le juro que lo mataré.

Fue Jimmy, su amigo, quien le trajo los guantes de piel al día siguiente.

Michael creía que no servirían, pero valía la pena intentarlo. Estaba en un estado de agitación que rayaba en la locura y había hablado demasiado y con todo el mundo.

Los periodistas llamaron directamente a la puerta de su habitación. —¿Qué pasa? —les preguntó, atolondrado. Entraron en tropel y él habló y habló, relató la historia una y otra vez, repitiendo—: ¡No consigo acordarme! —Le dieron objetos para que los tocara y él les dijo lo que veía—. No significa nada.

Disparaban las cámaras con un sinfín de confusos ruidos electrónicos. El personal del hospital echó a los periodistas. Michael tenía miedo hasta de tocar un cuchillo y un tenedor. No comía. Llegaban empleados de todo eí hospital y le ponían objetos en las manos.

En la ducha tocó la pared. Volvió a ver a aquella mujer, la mujer muerta.

Había estado tres semanas en la habitación. «No quiero ducharme —decía ella —. Estoy enferma, ¿no lo comprendes?» Su nuera la obligaba a ducharse.

Michael tuvo que salir del baño; se acostó, y metió las manos debajo de la almohada. Nada más ponerse los guantes tuvo algunas rápidas visiones,pero luego se frotó las manos poco a poco hasta que todo se convirtió en una mancha borrosa, imágenes que se sobreponían hasta que no se distinguía nada.

Y todos aquellos nombres se confundieron en su mente hasta convertirse en una especie de ruido, y entonces llegó el silencio.

Cogió despacio el cuchillo de la bandeja; empezó a ver algo, lejano, silencioso, y desapareció. Levantó el vaso y bebió un trago de leche. Sólo una débil visión. ¡Muy bien! Los guantes daban resultado. El truco era hacer cada movimiento con rapidez. ¡Y en salir de aquí! Pero no lo dejaban.

—No quiero otro examen del cerebro —dijo—. Mi cerebro está bien, lo que me vuelve loco son las manos.

Pero el doctor Morris, el jefe de residentes, sus amigos y la tía Vivian, que se pasaba horas junto a su cama, trataban de ayudarlo. El doctor, a instancias de Michael, se había puesto en contacto con los hombres de la ambulancia, los guardacostas, la gente de la sala de urgencias y la mujer que lo había reanimado en su barco antes de que llegaran los guardacostas, con cualquiera que pudiera recordar si él había dicho algo importante. Después de todo, una simple palabra podría desbloquear su memoria.

Pero no hubo palabras. Michael había murmurado algo al abrir los ojos, según aquella mujer, pero no recordaba con exactitud qué palabra. Empezaba con «L», creía, un nombre, quizá, pero eso era todo. Después se lo habían llevado los guardacostas. En la ambulancia había lanzado un puñetazo y tuvieron que sujetarlo.

Sin embargo, él quería hablar con toda aquella gente, en especial con la mujer que lo había recogido. Eso fue lo que dijo a la prensa cuando lo interrogaron.

Jimmy y Stacy se quedaban con él cada noche hasta tarde. Tía Vivian estaba allí todas las mañanas. Al fin llegó Therese, tímida y asustada. No le gustaban los hospitales. No podía estar con gente enferma.

Michael se rió. «Bueno, ¿no te gustaba tanto California-pensó—. Imagínate decirle algo así.» Entonces hiz° algo impulsivo: se quitó el guante y la cogió de la mano «Qué miedo, no me gustas, eres el centro de atención, basta, deja ya todo esto, no creo que te hayas ahogado, qué ridículo, quiero irme de aquí, deberías haberme llamado.»

—Vete a casa, querida —le dijo.

Dejó el hospital al día siguiente.

Pasó a continuación tres semanas que fueron una agonía. Lo llamaron dos guardacostas y uno de los conductores de la ambulancia, pero no le dijeron nada útil. La mujer del barco que lo había rescatado quería mantenerse al margen, a pesar de que el doctor Morris le había prometido mantenerla en el anonimato. Mientras tanto, los guardacostas informaron a la prensa que no habían registrado el nombre ni la matrícula de la embarcación. Uno de los periódicos se refirió al barco como un crucero transatlántico. Quizás era de la otra punta del mundo.

Por entonces Michael se dio cuenta de que había contado la historia a demasiada gente. Todas las revistas populares del país querían hacerle entrevistas. No podía salir sin que algún periodista le cerrara el paso o algún perfecto desconocido le pusiera un billetero o una foto en las manos. El teléfono no paraba de sonar. Las cartas se apilaban en la puerta y, aunque él continuaba haciendo su equipaje para marcharse, no se animaba a hacerlo. En lugar de irse, bebía cerveza helada durante todo el día y bourbon cuando ésta ya no lo atontaba.

Sus amigos trataban de seguir junto a él. Se turnaban para hablar con él, intentaban calmarlo y que dejara la bebida, pero era inútil. Stacy hasta le leía, porque él no podía hacerlo. Empezaba a cansar a todo el mundo y lo sabía.

Su cerebro en realidad era un hervidero. Trataba de asimilar algunas cosas.

Si no podía recordar, por lo menos podía comprender todo esto, todas esas cosas tan estremecedoras y horrendas. Pero sabía que eran divagaciones sobre «la vida y la muerte», sobre lo que había Pasado «ahí fuera», sobre la forma en que se derrumbaban las barreras entre la vida y la muerte tanto en el arte popular como en el arte oficial. ¿Nadie lo había notado? Las películas y las novelas siempre hablaban de ello. Sólo había que estudiarlas para verlo.

Por ejemplo, en la película de Bergman Fanny y Alexander, la muerte viene caminando y habla con los vivos, La mujer de blanco, con aquella chiquilla muerta que se aparece en la cama del niño, y también en El círculo de la muerte, donde un niño muerto en Londres persigue a Mia Farrow.

—Michael, estás obsesionado.

—Y no sólo en las películas de terror. Pasa en todo nuestro arte. Por ejemplo el libro El hotel blanco, ¿alguien lo ha leído? Pues, va directamente más allá de la muerte de la protagonista, a la otra vida. Os digo que algo está a punto de pasar. La barrera se está rompiendo, yo mismo hablé con la muerte y regresé, y a un nivel subconsciente todos sabemos que la barrera se está rompiendo.

—Michael, tienes que tranquilizarte. Lo que le ocurre a tus manos...

—No quiero hablar de ello. —Pero estaba obsesionado, tenía que reconocerlo, y pensaba seguir estándolo. Le gustaba estar obsesionado. Se acercó al teléfono para pedir otra caja de cerveza, así tía Viv no tenía necesidad de salir. También tenía todo el whisky escocés Glenlivet que había almacenado y más Jack Daniel's. Sí, podía seguir bebiendo sin problemas hasta morir.

Al final, cerró su empresa por medio del teléfono. Las veces que había tratado de ir a trabajar, sus hombres le habían dicho sin rodeos que se fuera a casa. No podían hacer nada si siempre les estaba hablando. Saltaba de un tema a otro. Y luego estaba el periodista que le pedía que hiciera una demostración de sus poderes. Y otra cosa que no se atrevía a confesar a nadie empezaba a atormentarlo: recibía vagas impresiones emocionales de otras personas, las tocara o no.

Parecía una especie de telepatía que fluctuaba libremente; y no había guantes para pararla. No recibía informaciones, sino simplemente impresiones fuertes de gusto disgusto, veracidad o falsedad. A veces se sentía tan atraído por estas sensaciones que lo único que veía era el movimiento de los labios de la gente.

No oía las palabras.

Esta alta carga de intimidad, si es que podía llamarse así, lo perturbaba hasta la médula.

Rescindió los contratos de su empresa, traspasó todo lo que tenía en una tarde, se aseguró de que sus hombres tuvieran trabajo y luego cerró su pequeño negocio en Castro de venta de mobiliario Victoriano.

Lo mejor era encerrarse, tumbarse, correr las cortinas y beber. Tenía un montón de dinero en el banco. Tía Viv cantaba en la cocina mientras le preparaba platos que él no quería comer. De vez en cuando intentaba leer fragmentos de David Copperfield para escapar de sus propios pensamientos. En los peores momentos de su vida siempre se había retirado a algún rincón remoto del mundo a leer David Copperfield. Era más fácil y liviano que Grandes esperanzas, su libro preferido. Pero ahora, la única razón que le permitía seguir el libro era que se lo sabía casi de memoria.

Therese se había ido a visitar a su hermano al sur de California. Una mentira; Michael no había tocado el teléfono, pero lo sabía sólo por haber oído su voz en el contestador automático. Muy bien. Adiós.

El día que Elizabeth, su ex novia, lo llamó, él habló hasta cansarse. A la mañana siguiente ella le dijo que debía buscar ayuda psiquiátrica y lo amenazó con salir del trabajo y tomar un avión si se negaba. Michael dijo que sí pero mentía.

No quería confiar en nadie más, ni explicar su nueva capacidad de percepción. No quería hablar de sus manos, sólo deseaba explicar sus visiones, pero nadie quería oiralo hablar de la caída de la cortina que separaba la vida de la muerte.

Cuando tía Viv se iba a la cama, hacía pequeños experimentos con su poder táctil. Pero no le gustaba aquella sensación, aquellas imágenes que inundaban su cabeza. Y si existía alguna razón por la que le había sido conferida esa sensibilidad, la había olvidado junto con las visiones y el objeto de su regreso a la vida.

Stacy le trajo libros sobre otras personas que habían muerto y regresado a la vida. El doctor Morris le había hablado en el hospital de esos trabajos, los estudios clásicos sobre la «experiencia cercana a la muerte» de Moody, Rawlings, Sabom y Ring. Se esforzó en estudiar estos relatos, debatiéndose con el alcohol, la intranquilidad y la total incapacidad para concentrarse. ¡Sí, lo sabía! Todo esto era verdad. Él también se había elevado de su cuerpo, sí, y no eran sueños, pero no había visto ninguna luz hermosa, no se había encontrado con sus seres queridos muertos, ni lo habían dejado entrar en ningún paraíso sobrenatural lleno de flores y bellos colores.

Ahí fuera le ocurrió algo completamente diferente, se sintió interceptado, alguien suplicó, le hizo comprender que tenía una tarea muy difícil que realizar y de la que dependían muchas cosas.

Paraíso. El único paraíso que conocía era la ciudad en la que había crecido, el cálido y agradable lugar que había abandonado a los diecisiete años, esa vieja zona de Nueva Orleans de poco más de veinticinco manzanas conocida como Garden District.

Sí, regresar allí donde todo había comenzado. A la Nueva Orleans que no había visto desde el verano de su decimoséptimo cumpleaños. Y lo más extraño era que cuando examinaba su vida, como se supone que hace la gente que se ahoga, pensaba antes que nada en aquella fragante noche, a los seis años de edad, cuando descubrió la música clásica que sonaba en una vieja radio de lámparas en el porche trasero de la casa de su abuela. Los dondiegos brillaban en la oscuridad. Las cigarras cantaban en los árboles. Su abuelo fumaba un cigarro en la escalera y entonces entreven su vida esa música, una música celestial. ¿Por qué le había gustado tanto aquella música si nadie de su entorno la apreciaba? Diferente desde el principio, así había sido él. Y la educación de su madre no era la explicación: para ella toda la música era ruido. Sin embargo, a él le gustó tanto aquella música que se quedó de pie, en la oscuridad, dirigiéndola con un palo y grandes ademanes mientras tarareaba.

Los Curry, gente muy trabajadora, vivían en el Canal Irlandés, y su padre era la tercera generación que habitaba la pequeña cabana gemela de la ribera, sitio en el que se habían establecido tantos irlandeses. Los antepasados de Michael habían huido del hambre, hacinados en los barcos algodoneros que volvían vacíos de Liverpool al sur de Norteamérica en busca de una carga más lucrativa. Era gente fuerte, gente de la que Michael había heredado su robusta figura y su determinación. El amor al trabajo manual provenía de ellos y se había impuesto a pesar de los años de educación.

El abuelo de Michael había sido policía en los mismos muelles en los que su padre en una época había cargado fardos de algodón. Llevaba a Michael a ver entrar los barcos plataneros, miles de plátanos sobre las cintas transportadoras que desaparecían en los almacenes, y le advertía de las culebras negras que podían esconderse en los racimos incluso cuando colgaban en las tiendas.

El padre de Michael había sido bombero hasta que murió, una tarde, en un incendio en Tchoupitoulas Street, cuando él tenía diecisiete años. Había sido un momento crucial en su vida: sus abuelos ya habían fallecido y su madre se lo llevó a su ciudad natal, San Francisco.

No tenía la menor duda de que California lo había tratado bien. El siglo xx lo había tratado bien. Él era el primero de aquel viejo clan que había tenido la oportunidad de terminar una carrera universitaria, de vivir en un mundo de libros, pinturas y casas bonitas.

Pero aunque su padre no hubiera muerto, él tampoco habría sido bombero.

Había algo que bullía en su interior que, según parecía, nunca habían sentido sus mayores.

Solía sumirse en la lectura de Grandes esperanzas y David Copperfield en la biblioteca de la escuela mientras los otros niños le arrojaban pelotillas de papel mascado, le pellizcaban el brazo y lo amenazaban con pegarle si no dejaba de portarse como un «tonto», la palabra del Canal Irlandés para designar al que no tenía la sensatez de ser duro, bruto y despreciar todo lo que no tenía un propósito inmediato.

Pero nadie le pegaba. Tenía el suficiente y saludable mal genio, heredado de su padre, para moler al que lo intentara. Desde niño ya era robusto y sorprendentemente fuerte, un ser humano para quien las cuestiones físicas, incluso las violentas, eran del todo naturales. A él también le gustaba pelear y los niños aprendieron a dejarlo tranquilo. Michael, por su parte, aprendió a disimular esa faceta oculta lo suficiente para que lo disculparan, y, en general, caía bien.

Y sus paseos, esos largos paseos impensables en alguien de su edad. Ni siquiera sus novias nunca lo comprendieron. Rita Mae Dwyer se reía de él.

Marie Louise decía que estaba chiflado, «¿Qué quieres decir con eso de sólo caminar?» Pero desde su temprana infancia le gustaba andar, escurrirse al otro lado de Magazine Street, la gran línea divisoria entre las calurosas y estrechas callejuelas donde había nacido y las majestuosas y tranquilas calles de Garden District.

Allí se alzaban las mansiones más ricas y antiguas de la ciudad, adormecidas detrás de sus robles gigantescos y jardines extensos. Caminaba en silencio por las viejas aceras de ladrillo, con las manos en los bolsillos, silbando y pensando que alguna vez él también tendría una mansión aquí, una casa con columnas blancas en la fachada y senderos de lajas, un piano imponente como los que podía ver por los grandes ventanales, cortinas de encaje y arañas. Y leería a Dickens todo el día en una biblioteca fresca, con estanterías llenas de libros hasta el techo, y azaleas encarnadas dormitando detrás de las ventanas.

Se sentía como el protagonista de Dickens, el joven Pip, que vislumbraba lo que sabía que debía poseer y que al mismo tiempo estaba demasiado lejos de alcanzarlo alguna vez.

Pero no estaba solo en su afición a los paseos, a su madre también le gustaba hacer largas caminatas y quizás era uno de los pocos regalos significativos que le había hecho.

Había una casa sombría que ella amaba con locura y que él nunca olvidaría, una siniestra casa señorial con una enorme buganvilla que trepaba sobre sus porches laterales. A menudo, cuando pasaban por allí, Michael veía a un hombre extraño y solitario entre los altos arbustos enmarañados, al fondo del descuidado jardín. Parecía perdido entre todo aquel verdor desordenado y salvaje, confundido hasta tal punto con el oscuro follaje que posiblemente ningún otro transeúnte se hubiera percatado de su presencia.

En realidad, Michael y su madre tenían en aquella época un juego con aquel hombre. Ella siempre decía que no lo veía.

—Pero está allí, mamá —respondía él.

—Está bien, Michael, dime cómo es.

—Bueno, tiene el pelo castaño, ojos marrones y va muy bien vestido, como si fuera a una fiesta. Pero nos está observando, mamá, creo que no deberíamos quedarnos aquí, mirándolo.

—Michael, no hay ningún hombre.

—Mamá, te burlas de mí.

Pero una vez ella vio al hombre, sin duda, y no le gustó. No fue en la casa, ni en el descuidado jardín.

Era por Navidad, Michael todavía era muy pequeño y en el altar lateral de la iglesia de St. Alphonsus habían montado un gran nacimiento con el niño Jesús en el pesebre. Michael y su madre habían ido para arrodillarse ante el altar. Qué bonitas eran las imágenes en tamaño natural de María y José; y del niño Jesús, sonriente, con sus bracitos rollizos extendidos. Había luces brillantes por todas partes y la llama de las velas oscilaba con suavidad. El ruido de las pisadas y los ahogados cuchicheos llenaban la iglesia.

Quizás ésta era la primera Navidad que Michael recordaba. Sea como fuere, el hombre estaba allí, en las sombras del santuario, observando en silencio, y al ver a Michael le hizo una ligera inclinación de cabeza, como hacía siempre.

Tenía las manos entrelazadas, llevaba traje y su expresión era tranquila. Por lo demás, tenía el mismo aspecto que en el jardín de First Street.

—Mira, ahí está el hombre, mamá —dijo Michael, de repente—. Aquel hombre, el del jardín.

La madre de Michael se volvió y, de inmediato, apartó la mirada, atemorizada.

—Bueno, no lo mires —le murmuró al oído.

Al salir de la iglesia ella se volvió para mirarlo otra vez.

—Es el hombre del jardín, mamá-dijo Michael. —¿De qué estás hablando? —preguntó su madre—. ¿Qué jardín?

Cuando volvieron a pasar por First Street, Michael vio al hombre y trató de decírselo a su madre, pero ella volvió a jugar el juego. Le tomaba el pelo, le decía que no había ningún hombre.

Se rieron. En aquella época no parecía tener gran importancia, pero Michael nunca lo olvidó.

Años después, su madre le hizo otro regalo: las películas que lo llevaba a ver al Teatro Cívico, en el centro.

Tomaban el tranvía los sábados para ir a la primera sesión. Cosas de afeminados, Mike, solía decir su padre. A él nadie lo arrastraba a esos espectáculos absurdos.

Michael sabía que lo mejor era no contestar, y a medida que pasaba el tiempo descubrió la manera de sonreír encogerse de hombros, así su padre lo dejaba tranquilo, v también a su madre, lo cual era aún más importante.

Además, nada iba a quitarle esas tardes de sábado tan especiales, porque las películas extranjeras eran como puertas a otro mundo que llenaban a Michael de inexplicable angustia y felicidad al mismo tiempo.

Nunca olvidaría Rebeca, Los cuentos de Hoffman y una película italiana de la ópera Aída.

Y esa hermosa historia de un pianista llamada Canción inolvidable. Le encantaba César y Cleopatra, con Claude Rains y Vivien Leigh. Y The late George Apley, con Ronald Colman, con la voz más maravillosa que Michael había escuchado.

De camino a casa, su madre a veces le explicaba algunas cosas. Dejaban pasar la parada del tranvía en la que tenían que bajar y seguían hacia la zona alta, hasta Carrolton Avenue. Era un buen sitio para estar solos y además había magníficas casas, construidas después de la guerra civil, más nuevas y a menudo más recargadas y no tan bonitas como las de Garden District, pero, a pesar de todo, lo bastante suntuosas como para despertar un interés infinito.

Ah, la serena melancolía de aquellos pausados paseos, de anhelar tanto y comprender tan poco. De vez en cuando tocaba con los dedos por la ventana abierta del tranvía los rizados capullos de mirto. Soñaba con ser Maxim de Winter. Quería aprender los nombres de las obras clásicas que escuchaba por la radio y que tanto le gustaban, poder comprender y recordar las ininteligibles palabras extranjeras que pronunciaban los locutores.

Y, curiosamente, en las viejas películas de terror que daban en el sucio Happy Hour Theater de Magazine Street, en su propio barrio, a menudo vislumbraba el mismo mundo, la gente elegante. Aparecían las mismas bibliotecas artesonadas, chimeneas abovedadas, hombres en esmoquin y damas de voz suave junto con el monstruo de Frankenstein y la hija de Drácula. El doctor Van Helsing era un sujeto de lo más elegante y el mismísimo Claude Rains, que había interpretado a César en un teatro del centro, se reía ahora como un demente en El hombre invisible.

Aunque intentaba no hacerlo, Michael llegó a aborrecer el Canal Irlandés. Le gustaba su gente y apreciaba bastante a sus amigos, pero detestaba las casas adosadas, veinte por manzana, con esos diminutos patios delanteros, con cercas bajas de estacas puntiagudas, el bar de la esquina, con la gramola que sonaba en el salón del fondo, y la puerta mosquitera que se cerraba siempre de golpe, y aquellas mujeres gordas con vestidos floreados que pegaban a los niños con un cinto o la palma de la mano en plena calle.

Aborrecía el gentío que compraba en Magazine Street a última hora de la tarde del sábado. Le parecía que los niños siempre tenían la cara y la ropa sucias. Las dependientas que atendían detrás del mostrador de las sombrías tiendas eran groseras. La acera apestaba a cerveza rancia. Los destartalados pisos encima de las tiendas, donde vivían algunos de sus amigos, los más desafortunados, despedían un hedor terrible. El hedor estaba también en las viejas zapaterías y en las tiendas de reparación de radios; incluso en el Happy Hour Theater. El hedor de Magazine Street.

Y era la gente, siempre la gente, lo que más lo desanimaba. Sentía vergüenza del áspero acento que delataba que uno era del Canal Irlandés, un acento, decían, que sonaba como el de Brooklyn o Boston o cualquier otro lugar en el que se hubieran instalado irlandeses y alemanes. «Sabemos que eres de la Escuela Redentorista le decían los chicos de los barrios altos—. Lo sabemos por la forma que tienes de hablar.» Se lo decían con desprecio.

También le caían mal las monjas, las rudas hermanas de voz gruesa que daban un cachete a los niños cada vez que les daba la gana y los sacudían y humillaban a su antojo.

En realidad, les tenía un odio especial por algo que habían hecho cuando él tenía seis años. Sacaron a rastras a un chiquillo, un «revoltoso», de la clase de primer grado de los niños y lo pusieron al cuidado de la maestra de primer grado de la escuela de niñas. Al día siguiente se enteraron de que habían dejado al chiquillo de pie, dentro de la papelera, llorando y con la cara roja, delante de las niñas. Las monjas no pararon de empujarlo y decirle: «Métete en el cubo de la basura. ¡No salgas de allí!» Las niñas lo habían visto todo y después lo contaron a los chicos.

Este suceso aterrorizó a Michael. Sentía un pánico oscuro y mudo de que le ocurriera algo así, porque sabía que nunca lo permitiría. Se defendería y luego su padre lo azotaría, una violencia con la que siempre lo amenazaba pero que nunca iba más allá de un par de golpes con una correa. En realidad, toda aquella violencia contenida que siempre había percibido a su alrededor —en su padre, su abuelo y todos los hombres que conocía-podía despertarse como un torrente y arrastrarlo. ¿Cuántas veces había visto niños azotados a su alrededor? ¿Cuántas veces había oído las bromas frías e irónicas de su padre acerca de los azotes que él había recibido de manos de su propio padre?

Michael vivía esa violencia con un miedo espantoso y paralizador. Temía la familiaridad catastrófica y perversa de ser golpeado, de ser azotado.

Así pues, a pesar de ser un niño físicamente inquieto y testarudo, en la escuela se convirtió en un ángel mucho antes de que se diera cuenta de que necesitaba aprender Para realizar sus sueños. Era un muchacho tranquilo, un chiquillo que siempre hacía los deberes. El miedo a la ignorancia, ala violencia y a la humillación conduj o sus pasos con la misma seguridad que sus ambiciones posteriores.

Nunca supo por qué estos mismos elementos no condujeron los de nadie más de su entorno, pero con el tiempo llegó a darse cuenta de que, sin duda, había sido una persona con una alta capacidad de adaptación. Ésa era la clave.

Aprendía de lo que veía, y cambiaba en consecuencia.

Sus padres no tenían esa flexibilidad. Su madre era paciente, sí, y guardaba para sí el malestar que sentía por las costumbres de quienes la rodeaban. Pero no tenía sueños, ni grandes proyectos, ni auténtica fuerza creativa. Nunca cambiaba, nunca se entregaba a nada en cuerpo y alma.

En cuanto al padre de Michael, era un hombre impetuoso que inspiraba cariño, un valiente bombero que había ganado muchas condecoraciones. Había muerto tratando de salvar vidas. Era su forma de ser. Pero su forma de ser también era encogerse de hombros ante lo que no sabía o no entendía. Una profunda vanidad lo hacía sentirse «pequeño» ante aquellas personas con auténtica educación.

—Estudia las lecciones —solía decir, porque suponía que eso era lo que debía decir. Nunca imaginó que Michael fuera capaz de sacar el máximo provecho de la escuela parroquial, que en las abarrotadas clases, con unas monjas cansadas y saturadas de trabajo, su hijo en realidad estuviera adquiriendo una magnífica educación.

Porque las monjas, a pesar de las pésimas condiciones, enseñaban muy bien, aunque tuvieran que pegar a los niños para ello. Y aunque Michael nunca dejaría de odiarlas, tenía que reconocer que de vez en cuando hablaban a su modo y de una manera sencilla de cosas espirituales, de vivir una vida digna.

Cuando Michael contaba once años ocurrieron tres cosas que tuvieron un efecto capital en su vida. La primera fue la visita de su tía Vivian de San Francisco y la segunda fue un descubrimiento fortuito en la biblioteca pública.

La visita de tía Vivian fue breve. La hermana de su madre llegó a la ciudad en tren. La fueron a esperar a Union Station y se alojó en el hotel Pontchartrain, de St. Charles. Al día siguiente de su llegada, invitó a Michael y a sus padres a cenar al salón Caribbean. Era el comedor más elegante del hotel Pontchartrain.

Su padre no fue. Él no iba a ir a un sitio así, además, su traje estaba en la tintorería.

Michael, bien vestido, como todo un hombrecito, cruzó con su madre el Garden District.

El salón Caribbean lo dejó anonadado. Casi sumido en el silencio, era un mundo misterioso, con velas, manteles blancos y camareros que parecían fantasmas, o mejor aún, vampiros de alguna película de terror, con sus chaquetas negras y sus camisas blancas almidonadas.

Pero la auténtica revelación fue que ambas hermanas se sentían como en casa en aquel lugar. Reían en voz baja mientras hablaban y hacían diferentes preguntas al camarero sobre la sopa de tortuga, el jerez, el vino blanco que tomarían con la cena.

El respeto que sentía por su madre aumentó notablemente. No era una mujer que se diera ínfulas, en realidad era una dama acostumbrada a esta vida.

Michael comprendía ahora por qué a veces ella lloraba y decía que quería volver al hogar, a San Francisco.

Cuando su hermana se marchó estuvo enferma durante días. Se quedó en cama y lo único que quería era vino; lo llamaba «su medicina». Michael se sentaba a su lado y de vez en cuando leía para ella; cada vez que su madre se quedaba callada durante una hora, se asustaba. 1 ero se puso bien. Se levantó y la vida siguió su curso. Pero Michael pensaba a menudo en aquella cena, en la forma tan natural en que las dos mujeres se habían comportado. Con frecuencia caminaba delante del hotel Pontchartrain y observaba con envidia disimulada a la gente bien vestida que esperaba taxis o limusinas bajo la marquesina.

Reventaba de deseos de aprender, comprender, poseer, aunque terminara en el drugstore Smith, justo al lado, leyendo tebeos de terror.

Luego vino el fortuito descubrimiento en la biblioteca pública. Hacía poco que Michael conocía la biblioteca, y el descubrimiento fortuito llegó en etapas.

Un día vagaba por la sala de lectura para niños, buscaba algo fácil y divertido para leer, cuando de repente vio un libro abierto sobre una estantería, un libro nuevo de tapas duras que explicaba cómo jugar al ajedrez.

Comprendía el ajedrez como algo muy romántico, aunque no sabía explicar como lo conocía. Nunca había visto un ajedrez de verdad. Se llevó el libro prestado y empezó a leerlo. Su padre lo vio y se rió. Él sabía jugar, según decía, y jugaba mucho en el cuartel de bomberos. No se podía aprender de un libro, era una estupidez.

Michael dijo que sí, que lo haría; es más, ya estaba aprendiendo.

—Muy bien —respondió su padre—, aprende y luego jugaré contigo. ¡Qué maravilla, alguien que sabía jugar al ajedrez! Quizás hasta le comprarían uno. Michael terminó el libro en menos de una semana. Había aprendido. El padre le hizo preguntas durante una hora y él las contestó todas.

—Vaya, no puedo creerlo —dijo su padre—, pero es verdad, sabes jugar. Lo único que te falta es un tablero y piezas.

El hombre fue al centro y regresó con un ajedrez que superó las fantasías de Michael. Las piezas no eran sólo símbolos —la cabeza de un caballo, las almenas de una torre, el gorro del alfil—, sino figuras completas. El caballero montaba un caballo con las patas delanteras alzadas, el alfil entrelazaba sus manos, rezando. La dama tenía el cabello largo bajo la corona. La torre era un castillo sobre el lomo de un elefante.

Claro que era un juego de plástico de los grandes almacenes D. H. Holmes, pero era muy elegante y superaba todo lo que Michael se había imaginado al ver las ilustraciones del libro. Daba igual que su padre llamara «mi jinete» al caballo, jugaban al ajedrez y a partir de entonces empezaron a hacerlo a menudo.

Pero aquel gran descubrimiento no fue que el padre de Michael supiera jugar al ajedrez, o que hubiese tenido el detalle de comprarle un juego tan bonito. El gran descubrimiento fue que Michael se dio cuenta de que podía extraer de los libros algo más que relatos... que podían llevarlo a algo más que sueños y deseos dolorosos.

A partir de entonces se sintió mejor en la biblioteca. Hablaba con los bibliotecarios, se enteró de la existencia del catálogo de temas y empezó a investigar obsesiva y desordenadamente sobre un amplio campo de materias.

Primero fueron los coches. En la biblioteca encontró un montón de libros sobre coches. Aprendió todo sobre motores, fabricación de vehículos, y deslumhró al padre y al abuelo con sus conocimientos.

Luego investigó en el catálogo de bomberos e incendios. Leyó sobre autobombas, fabricación de camiones con escalera y todo lo referente a los grandes incendios de la historia, el de Chicago, el del Triangle Factory, y una vez más pudo conversar sobre todo esto con su padre y su abuelo.

Michael estaba emocionado. Ahora se sentía poderoso y continuó con su programa secreto sin contárselo a nadie. La música era su primer tema secreto.

Empezó con los libros más fáciles —era una materia difícil— y siguió con los relatos ilustrados para jóvenes que hablaban de Mozart, el niño prodigio, el pobre sordo de Beethoven y el loco de Paganini que se decía había vendido su alma al diablo. Aprendió la definición de sinfonía, concierto y sonata, lo que era un pentagrama, las negras, las blancas y las claves mayores y menores.

Aprendió también el nombre de los instrumentos sinfónicos.

Luego pasó a las casas. Al poco tiempo ya comprendía lo que era el renacimiento, el estilo italiano y el vic-toriano tardío, y qué diferenciaba los distintos tipos de arquitectura. Aprendió a distinguir las columnas dóricas y las corintias. Vagó por el Garden District con sus nuevos conocimientos y su amor por lo que lo rodeaba aumentó profundamente.

Ah, aquello era como ganar la lotería. Ya no tenía que vivir en la ignorancia, podía estudiar cualquier cosa. Los sábados por la tarde hojeaba docenas de libros de arte, arquitectura, mitología griega, ciencia. Hasta leía libros de pintura moderna, ópera y ballet, avergonzado de que su padre lo viera y se burlara de él.

La tercera sorpresa aquel año fue un concierto en el Auditorio Municipal. El padre de Michael, como muchos bomberos, tenía trabajos extras en sus horas libres; y aquel año tenía la concesión de venta de refrescos en el auditorio. Una noche Michael fue a ayudarlo. Era un día entre semana y no tendría que haber ido, pero quería ir. Quería ver el Auditorio Municipal y qué ocurría dentro, así que su madre le dio permiso.

Durante la primera parte del programa, antes del intervalo en el que ayudaría a su padre y después del cual dejarían todo en orden y se marcharían, Michael entró y subió hasta las filas más altas, donde había algunas localidades vacías, y se sentó para ver cómo era un concierto. En realidad, los estudiantes que esperaban ansiosos en el palco le recordaron aquellos otros de Las zapatillas rojas.

Y, en efecto, el lugar empezó a llenarse de gente bien vestida, gente de los barrios altos de Nueva Orleans, mientras la orquesta afinaba en el foso. Hasta aquel hombre extraño de First Avenue estaba allí. Michael lo divisó abajo, en la otra punta, mirando hacia arriba como si lo hubiera vista Lo que ocurrió después lo fascinó. Isaac Stern, el gran violinista, tocaba aquella noche el concierto de Beethoven para violín y orquesta, una de las piezas de música más arrebatadoramente hermosas y sencillamente elocuentes que Michael había escuchado en su vida. Fue capaz, a la primera audición, de asimilar el concierto entero, pudo reconocer claramente las notas y deleitarse con la melodía. Ni una sola vez se sintió confundido, no se perdió ni una nota.

Mucho después de que. el concierto hubiera terminado, podía silbar el tema principal y recordar el sonido dulce y sensual de la orquesta y las delicadas y desgarradoras notas que salían del violín de Isaac Stern.

Pero esta experiencia creó en él un deseo que envenenó su vida. En los días que siguieron al concierto, el mundo que lo rodeaba le resultaba más insoportable que nunca. Sin embargo, no dejó que nadie lo supiera. Lo mantuvo oculto en su interior, del mismo modo que mantenía en secreto lo que aprendía en la biblioteca. Temía convertirse en un esnob y era consciente de la aversión que podía llegar a sentir por aquellos a quienes amaba si dejaba que esta sensación creciera en él.

Michael no soportaba la idea de no querer a su familia. No soportaba sentirse avergonzado de ellos. No soportaba la mezquindad e ingratitud de semejantes sentimientos.

Podía detestar a los vecinos —ahí no había problema—, pero tenía que amar y ser fiel a los que vivían bajo su mismo techo, estar en armonía con ellos.

Y también estaba su padre, el bombero, el héroe. ¿Cómo no iba a querer a un hombre así? Michael iba a verlo a menudo al cuartel de Washington Avenue. Se sentaba allí, como uno más, y se moría por ir en el camión rojo cada vez que sonaba la alarma, pero se lo tenían prohibido. Le encantaba ver el camión que salía disparado, oír las sirenas y las campanas. En aquel momento no le importaba su miedo ante la posibilidad de que algún día tuviera que ser bombero. Simplemente un bombero, que vivía en una cabana.

Cómo se las arreglaba su madre para querer a esta gente era algo que Michael no terminaba de entender. Él trataba de compensar día a día su silenciosa infelicidad, era su único y más íntimo amigo. Pero nada podía salvarla y él lo sabía. Era un alma perdida en el Canal Irlandés, una mujer que hablaba y vestía mejor que los que la rodeaban, que rogaba todos los días para que la dejaran volver a trabaj ar de empleada de unos grandes almacenes y que invariablemente le contestaban que no, una persona que vivía para leer sus novelas en rústica por la noche —libros de John Dickson Carr, Daphne Du Maurier y Francés Parkinson Keyes—, sentada en el sofá de la sala, cuando todos dormían, vestida sólo con unas enaguas, por el calor, mientras bebía vino, despacio, directamente de una botella envuelta en papel marrón.

—Señorita San Francisco —la reprendía el padre de Michael—, ¿te das cuenta de que mi madre lo hace todo? —Y las pocas veces que ella bebía demasiado y tenía la voz pastosa, la miraba fijamente, con total desprecio. Pero nunca le decía que no bebiera, después de todo pocas veces se ponía así. Era la idea lo que le molestaba, una mujer sentada, que bebía toda la noche de la botella como un hombre. Michael sabía que eso era lo que pensaba su padre aunque no se lo hubiera dicho nadie.

Tal vez su padre tuviera miedo de que ella lo abandonara si él trataba de controlarla. Estaba orgulloso de su belleza, de su esbelta figura y de la forma tan bonita de hablar que tenía. De vez en cuando hasta le compraba vino, botellas de oporto o de jerez que él personalmente detestaba.

—Cosas dulces y pegajosas para mujeres —le decía a Michael. Pero también era lo que bebían los alcohólicos y él lo sabía.

Odiaba su madre a su padre? Michael nunca lo supo con certeza. En algún momento de su infancia se enteró que su madre era ocho años mayor que su padre, pero la diferencia no se notaba. Su padre era un hombre guapo, o por lo menos ella así lo consideraba. La mayoría de las veces era amable con su marido, aunque también solía serlo con todos. Pero por nada en el mundo volvería a quedarse embarazada, decía con frecuencia, y había discusiones, horribles discusiones ahogadas tras la única puerta cerrada de la casa, la puerta del dormitorio trasero.

Tras la muerte de su madre, su tía le había contado una historia sobre su padre y su madre, pero Michael nunca supo si era verdad. Se habían enamorado al final de la guerra, en San Francisco, pues su padre estaba enrolado en la marina y con aquel uniforme era tan guapo y tenía tanto encanto que volvía locas a las chicas.

—Se parecía a ti, Mike —decía su tía, años más tarde—. Cabello negro, ojos azules y esos brazos robustos, igual que tú. ¿Y recuerdas la voz que tenía?

Profunda y suave, hermosa, incluso con ese acento del Canal Irlandés.

Así pues, la madre de Michael se había prendado por completo de él.

Cuando su padre volvió a embarcarse, le escribió cartas hermosas, poéticas, en las que la cortejaba y con las que cautivó su corazón. Pero no las había escrito él, sino un buen amigo, un compañero de servicio, un hombre culto que iba en el mismo barco y que había llenado páginas enteras con metáforas y citas de libros. Su madre nunca lo supo.

En realidad, la madre de Michael se había enamorado de aquellas cartas, y cuando descubrió que estaba embarazada de Michael, partió rumbo al sur confiada en las cartas. La bondadosa familia la recibió de inmediato y prepararon la boda en la iglesia de St. Alphonsus en cuanto su padre consiguió un permiso.

Qué duro habría sido para su madre encontrarse con la callejuela sin árboles, la diminuta casa con todas las habitaciones comunicadas entre sí y la suegra, que para atender a los hombres nunca se sentaba durante la cena.

La tía le contó que cuando él era pequeño, su padre le confesó a su madre la historia de las cartas, y que ella se enfureció hasta el punto de desear matarlo.

Luego quemó las cartas en el patio trasero. Más adelante se calmó y trató de sacar adelante su matrimonio. Tenía un hijo pequeño y más de treinta años. Sus padres habían muerto; sólo tenía una hermana y un hermano en San Francisco y la única opción era quedarse con el padre de su hijo; además, los Curry no eran mala gente.

Quería mucho a su suegra por haberla aceptado cuando estaba encinta. Y Michael sabía que eso era cierto —el gran cariño entre ambas mujeres— porque había sido su madre quien había cuidado de la anciana enferma hasta el último día.

Los abuelos de Michael murieron el mismo año en que él empezó el instituto, la abuela en primavera y el abuelo dos meses después. Y aunque se le habían muerto muchos tíos y tías, éstos eran los primeros funerales a los que asistía y quedaron grabados en su memoria para siempre.

Fue algo absolutamente deslumbrador, con todos aquellos elementos refinados que Michael tanto apreciaba. En realidad, lo impresionó profundamente que todo el mobiliario de Lonigan e hijos, el salón de la funeraria, los coches de lujo con el tapizado de terciopelo gris y hasta las flores y los hombres perfectamente vestidos que llevaban el ataúd, parecieran tan relacionados con la atmósfera de las elegantes películas que Michael admiraba.

Había hombres y mujeres que hablaban con elegancia, alfombras mullidas y muebles labrados, colores y texturas ricos, perfume de lirios y rosas, gente que moderaba su rudeza natural y sus modales bruscos.

Era como si al morir se entrara en el mundo de Rebeca, Las zapatillas rojas o Canción inolvidable.

Antes del entierro, durante un día o dos, pudo gozar de cosas hermosas.

Era una relación que lo intrigó durante horas. La senda vez que vio La novia de Frankenstein en el Happy Hour de Magazine Street, estuvo más atento a la ropa, a las mansiones de la película y a la musicalidad de las voces que a cualquier otra cosa. Ojalá hubiera tenido alguien con quien hablar de todo ello, pero cuando trataba de comentarlo con su novia, Marie Louise, ésta ni sabía de qué le hablaba. A ella le parecía una tontería ir a la biblioteca y tampoco quería ver películas extranjeras.

Su mirada tenía la misma expresión que tantas veces había visto en los ojos de su padre. No era miedo a lo desconocido, sino desagrado. Y él no quería ser desagradable.

Por otra parte, ahora estaba en el instituto y todo empezaba a cambiar. A veces tenía miedo de que hubiera llegado el momento de terminar con los sueños y de enfrentarse al mundo real. Por lo menos, ésa parecía la forma de pensar de los demás. El padre de Marie Louise, sentado en la escalinata de su casa, una noche lo miró fríamente y le preguntó: —¿Qué te hace pensar que vas a ir a la universidad? ¿Acaso tu padre tiene dinero para mandarte a la de Loyola? —Dio una palmada en el suelo y miró a Michael de arriba abajo. Ahí estaba otra vez el desagrado.

Quizá todos tuvieran razón y hubiera llegado el momento de pensar en otras cosas. Medía casi metro ochenta, una altura prodigiosa para un muchacho del Canal Irlandés y un récord en la familia Curry. Su padre le compró un Packard viejo y le enseñó a conducir en una semana. Luego encontró un trabajo de media jornada como repartidor en una floristería de St. Charles Avenue.

Pero al llegar a segundo curso esas ideas empezaron a desvanecerse, comenzó a olvidar sus ambiciones. Se interesó por el rugby americano, hizo su primer saque y se encontró en el campo de juego del City Park mientras los chicos gritaban. «Tanto de Michael Curry», decían por los altavoces. Aquella noche Marie Louise le dijo por teléfono, con voz acaramelada, que era suya, que con él haría «cualquier cosa».

Michael todavía se dedicaba a los libros, pero aquel año los partidos fueron el centro de su vida emocional. El rugby era perfecto para él, para su agresividad, su fuerza y aun su frustración. Era uno de los ídolos de la escuela.

Se daba cuenta de que las chicas lo miraban caminar por la nave cada mañana en misa de ocho.

Y el sueño se hizo realidad: la Escuela Redentorista ganó el campeonato de la ciudad. Los desposeídos lo habían logrado, los chicos del otro lado de Magazine, los chicos que hablaban aquella jerga extraña del Canal Irlandés.

Hasta el Times-Picayune publicó exaltadas alabanzas. La campaña para el gimnasio avanzaba a toda marcha. Marie Louise y Michael «lo hicieron» y luego sufrieron una enorme agonía hasta saber si había quedado encinta.

De haber sido así, Michael lo habría echado todo a perder. Él sólo quería marcar tantos, estar con Marie Louise y hacer dinero para sacarla en el Packard.

El martes de carnaval, los dos se disfrazaron de piratas, fueron al Barrio Francés, bebieron cerveza y se achucharon y besuquearon en un banco de Jackson Square. A medida que se acercaba el verano, ella cada vez hablaba más de casarse.

Michael no sabía qué hacer. Se sentía a gusto con Marie Louise a pesar de que no podía hablar con ella. Nunca le gustaban las películas que él la llevaba a ver. Y cuando le hablaba de ir a la facultad, ella le decía que eran sueños.

Entonces llegó el invierno de su último año de instituto. En Nueva Orleans hacía un frío terrible y nevó por primera vez en un siglo. Salieron pronto del instituto y Michael caminó solo por el Garden District, por esas calles alfombradas de un blanco maravilloso, mientras observaba cómo la nieve caía en silencio a su alrededor. No quería compartir aquel momento con Marie Louise, prefería hacerlo con las casas y los árboles que tanto amaba, y maravillarse ante el espectáculo de los porches y las verjas de hierro forjado adornados de nieve.

Los niños jugaban en las calles; los coches avanzaban con lentitud sobre el hielo y resbalaban peligrosamente en las esquinas. La perfecta alfombra blanca duró cuatro horas; al final Michael regresó a casa con las manos tan heladas que casi no pudo girar la llave en la cerradura. Se encontró a su madre llorando.

A las tres de aquella tarde había muerto su padre en el incendio de un almacén, cuando trataba de salvar la vida de otro bombero.

El Canal Irlandés había terminado para él y su madre. A finales de mayo vendieron la casa de Annunciation Street y una hora después de que él hubiera recibido su diploma de bachiller en la iglesia de St. Alphonsus, los dos estaban en un autobús rumbo a California.

Tía Vivian vivía en un bonito apartamento de Golden Gate Park, lleno de muebles oscuros y pinturas al óleo. Se quedaron con ella hasta que consiguieron una casa a pocas manzanas de allí. Michael solicitó enseguida el ingreso en la universidad estatal; el dinero del seguro de su padre cubriría los gastos.

Le encantó San Francisco. Siempre hacía frío, es verdad, y era terriblemente árida y soplaba viento. Sin embargo, le gustaban los oscuros colores de la ciudad, lo impresionaron como algo muy especial: ocres, verdes oliva, granates y grises profundos. Las grandes casas victorianas le recordaban las mansiones de Nueva Orleans.

En esta ciudad parecía no existir esa numerosa clase baja de la que él provenía, aquí hasta los policías y los bomberos hablaban correctamente, iban bien vestidos y tenían casas caras. Era imposible distinguir a qué zona de la ciudad pertenecía una persona. Las calles estaban sorprendentemente limpias y un aire de moderación parecía regir hasta los intercambios más insignificantes entre las personas.

Cuando iba al Golden Gate Park, Michael se maravillaba del carácter de la gente, pues más que invadir el hermoso paisaje verde oscuro, parecían añadirle belleza. Iban por los senderos en sus elegantes bicicletas importadas, hacían picnic en grupos pequeños sobre el césped aterciopelado o se sentaban delante de un auditorio para escuchar a la orquesta los domingos por la mañana. Los museos de la ciudad también fueron una revelación, estaban llenos de auténticos maestros y los abarrotaban los domingos gente corriente, gente con niños que parecían tomar todo aquello como algo de lo más normal.

«¿Es América todo esto?», se preguntaba. Era como si llegara de otro país, un mundo que sólo había vislumbrado en el cine o la televisión. Por supuesto, no al mundo de las películas extranjeras con grandes mansiones y ropa de etiqueta, sino al de las últimas películas americanas o series de televisión, en las que todo aparecía limpio y civilizado.

La madre de Michael era feliz aquí, feliz como él nunca la había visto.

Guardaba en el banco el dinero que ganaba en el trabajo, pues vendía cosméticos, como antes de casarse, y visitaba a su hermana los fines de semana.

A veces iba a ver a su hermano mayor, el tío Michael, un borracho amable que vendía porcelana fina en Gumps, en Post Street.

Era como si su niñez en Nueva Orleans nunca hubiera existido.

Le encantaba el centro de San Francisco, con sus ruidosos tranvías, sus calles animadas y la enorme tienda Powell and Market, donde podía pasar horas leyendo en la sección de libros de bolsillo sin que nadie se diera cuenta.

Le encantaban los puestos de flores en los que vendían ramos de rosas rojas casi por nada, y las tiendas elegantes de Union Square. Y los pequeños cines de arte y ensayo, de los que había por lo menos una docena, donde él y su madre habían visto Nunca en domingo, con Melina Mercouri, y La Dolce Vita, de Fellini, la película más maravillosa que había visto en su vida. También pasaban comedias con Alee Guinness y películas suecas de Ingmar Bergman —filosóficas, oscuras e impenetrables-? y muchas otras procedentes de Japón, España, Francia. Mucha gente de San Francisco iba a ver esas películas. No era ninguna rareza que había que ocultar.

También le gustaba tomar café con otros estudiantes de verano en el restaurante Foster, de Sutter Street, un local grande con una iluminación chillona, y hablar por primera vez en su vida con orientales y judíos de Nueva York, gente de color culta que hablaba un inglés correcto, hombres y mujeres mayores que robaban horas a sus familias y trabajos para volver a la universidad por el mero placer de hacerlo.

Durante este período Michael llegó a comprender el pequeño misterio de la familia de su madre. Fue uniendo las piezas poco a poco y descubrió que en una época habían sido muy ricos. La madre del abuelo de Michael había dilapidado la fortuna. No quedó nada más que una silla de madera labrada y tres pinturas de paisajes con marcos pesados. Pese a todo, se la describía como un ser maravilloso, una diosa que había viajado por todo el mundo, comido caviar y que se las había arreglado para mandar a su hijo a Harvard antes de arruinarse completamente.

El hijo, el abuelo materno de Michael, se había dedicado a emborracharse hasta morir tras la pérdida de su esposa, una bella muchacha americana de origen irlandés, de Mission District, San Francisco. Nadie quería hablar de «madre» y Michael pronto comprendió que «madre» se había suicidado.

«Padre», que bebió sin cesar hasta que sufrió un derrame mortal, dejó a sus tres hijos una pequeña renta. La madre de Michael y su hermana Vivian terminaron sus estudios en el convento del Sagrado Corazón y luego buscaron trabajos adecuados a su clase. Tío Michael era «la viva imagen de papá», decían con un suspiro cuando, repleto de coñac, se quedaba dormido en el sofá.

Este aprendizaje gradual sobre la familia de su madre fue muy importante para él. Conforme pasaba el tiempo, llegó a comprender que los valores de su madre eran en esencia los de la gente rica, aunque ella no lo supiera. Iba a ver películas extranjeras porque eran divertidas, no para realzar su cultura. Y quería que Michael fuera a la universidad porque eso era lo que correspondía.

Para ella era perfectamente natural ir a la elegante Young Man's Fancy para comprar a Michael jerséis de cuello de cisne y camisas con botones en la punta del cuello, que le daban el aspecto de chico de escuela de pago. Pero ni ella ni sus hermanos sabían nada del empuje y las ambiciones de la clase media. Su trabajo le gustaba porque allí conocía a gente agradable. En sus horas libres, bebía cantidades siempre mayores de vino, leía sus novelas, visitaba amigos y era una persona feliz, satisfecha.

En realidad, la había matado el vino, porque con el tiempo se convirtió en una especie de dama alcoholizada que se pasaba toda la noche con un vaso en la mano, las puertas cerradas, e invariablemente perdía el conocimiento antes de la hora de dormir. Finalmente, una noche, tarde, se cayó en el cuarto de baño y se golpeó la cabeza, se puso una toalla en la herida y se volvió a dormir sin darse cuenta de que se estaba desangrando. Cuando Michael al fin abrió la puerta ya estaba fría. Todo esto había pasado en la casa de Liberty Street que él había comprado y restaurado para su familia, si bien por entonces tío Michael había muerto, también por la bebida, aunque en su caso lo llamaron «ataque de apoplejía».

Cuando en otoño entró por fin en la Universidad Estatal de San Francisco, su ambición era incontenible.

Allí, en aquel enorme campus, entre estudiantes de das las clases sociales, Michael se sentía uno más, con fuerza y preparación para empezar su auténtica educación. Era como en aquellos tiempos de la biblioteca, sólo que ahora era valorado por sus lecturas. Era valorado por sus deseos de comprender todos los misterios de la vida, deseos éstos que tanto habían molestado, durante los años en los que había tenido que ocultar su curiosidad, a aquellos que podían ridiculizarlo.

No terminaba de creerse la suerte que tenía. Ir de clase en clase, perdido en el delicioso anonimato de la masa de estudiantes, con sus mochilas y sus zapatones. Escuchaba, embelesado, las explicaciones de los profesores y las preguntas sorprendentemente lúcidas de los estudiantes inteligentes que lo rodeaban. Sazonaba su programa con asignaturas optativas de arte, música, temas de actualidad, literatura comparada y hasta teatro. Poco a poco adquirió una auténtica educación artística típicamente liberal.

Al fin se especializó en historia porque era una materia que se le daba bien, no tenía problemas con la redacción de los trabajos y aprobaba los exámenes, y porque sabía que su última ambición, ser arquitecto, estaba fuera de su alcance.

Aunque lo intentara, no podría con las matemáticas, y a pesar de todos sus esfuerzos no podía hacer los cursos necesarios para que lo admitieran en la facultad de arquitectura para hacer cuatro años de posgrado. Además, le gustaba la historia porque era una ciencia social en la que la gente trataba de retroceder e imaginarse cómo había sido el mundo. Y eso era algo que Michael había estado haciendo desde su niñez en el Canal Irlandés.

La síntesis, la teoría y la observación eran cosas completamente naturales para él, y puesto que provenía de un medio tan ajeno y diferente, y estaba tan sorprendido con el mundo moderno californiano, la perspectiva del historiador le resultaba cómoda.

Michael estaba más que contento. Cuando el dinero del seguro se acabó, se puso a trabajar media jornada con un carpintero especializado en la restauración de las hermosas y antiguas casas victorianas de San Francisco. Otra vez empezó a estudiar libros sobre casas, como en sus viejos tiempos.

Sus viejos amigos de Nueva Orleans no lo hubieran reconocido cuando se licenció. Todavía tenía la figura de futbolista, los hombros anchos y el pecho duro —el trabajo de carpintero lo mantenía en forma— y el pelo negro rizado, sus grandes ojos azules y las pecas claras de sus mejillas que eran sus rasgos característicos, pero ahora llevaba gafas de montura oscura para leer, jerséis de trenzas y americanas de mezclilla con coderas. Hasta fumaba en pipa y la llevaba siempre en el bolsillo derecho de su chaqueta.

Tenía veintiún años y lo mismo estaba martilleando una estructura de madera de una casa, que escribiendo a máquina deprisa y con dos dedos un trabajo sobre «La persecución de la brujería en la Alemania del siglo XVII».

Dos meses después de empezar su tesina de historia, se puso a estudiar para los exámenes de contratista del estado sin dejar la facultad. Por aquella época trabajaba de pintor y aprendía también el oficio de enlucidor y enlosador, cualquier oficio de la construcción que le sirviera para encontrar trabajo.

Continuó con la universidad porque una profunda inseguridad no le permitía hacer otra cosa, pero ya sabía que ningún placer académico satisfaría su necesidad de trabajar con las manos, salir al aire libre, subir escaleras, martillear y sentir al final de la jornada ese cansancio físico sublime.

Le gustaba ver los resultados de su trabajo: techos reparados, escaleras restauradas, suelos que resurgían brillantes a partir de la opacidad más desalentadora. Le gustaba pulir y lacar los viejos pilares bien trabajados de las escaleras, las barandillas, los marcos de las puertas. Su espíritu curioso le hacía aprender de cada artesano con el que trabajaba. Bombardeaba a preguntas a los arquitectos siempre que podía y hacía copias de los provectos para examinarlos después. Leía con atención libros, revistas y catálogos sobre restauración.

A veces tenía la sensación de que amaba las casas más que a los seres humanos; las quería de la misma manera que los hombres de mar quieren a los barcos. Después del trabajo solía caminar por las espaciosas habitaciones a las que acababa de dar nueva vida, tocaba cariñosamente los postigos, las manijas de bronce, el suave enlucido de las paredes. Oía cómo le hablaban estas mansiones.

Terminó su master en historia al cabo de dos años-precisamente cuando en los campus americanos surgían las protestas estudiantiles contra la guerra del Vietnam y el uso de drogas psicodélicas se había convertido en una moda entre los jóvenes que llegaban en tropel al Haigth Ashbury de San Francisco—, pero mucho antes de aprobar los exámenes de contratista y abrir su propia empresa.

El mundo de los hippies, de la revolución política y la transformación personal a través de las drogas, fue algo que nunca terminó de entender y que nunca lo afectó de verdad.

El historiador que había en él no le permitía sucumbir a la retórica superficial y a menudo tontamente revolucionaria que oía a su alrededor; lo único que podía hacer era reírse en silencio del marxismo de sus amigos, que parecían no saber nada de los trabajadores. Y miraba horrorizado cómo sus seres queridos destruían sus mentes, si es que no se destruían físicamente el cerebro, con poderosos alucinógenos.

Pero también, mientras trataba de comprender, aprendió muchas cosas. El gran amor de la psicodelia por el color y el dibuj o, por la música oriental y por el diseño tuvo una influencia inevitable en sus criterios estéticos. Años más tarde sostendría que la gran revolución de los sesenta había sido beneficiosa para todos los habitantes del país, que la renovación de casas viejas, la creación de hermosos edificios públicos con plazoletas y parques llenos de flores, incluso la construcción de modernos centros comerciales con suelos de mármol, fuentes y maceteros con flores, todo eso tenía su origen en aquellos años cruciales en que los hippies de Haight Ashbury colgaban heléchos en las ventanas de sus pisos y cubrían con telas hindúes de brillantes colores los muebles hallados en la basura, las chicas se ponían las proverbiales flores en sus cabellos rizados y los chicos cambiaban la ropa oscura por camisas de colores y se dejaban crecer el pelo.

Michael, en su empresa, tenía una lista de espera permanente de clientes impacientes. Muy pronto tuvo encargos por toda la ciudad. Lo que más le gustaba era recorrer una vetusta casa victoriana en ruinas de Divisadero Street y decir: «Sí, en seis meses puedo dejársela como un palacio.» Sus trabajos ganaron premios. Se hizo famoso por la belleza y acabado de sus diseños.

Emprendió algunos proyectos sin ningún tipo de ayuda arquitectónica. Todos sus sueños se volvían realidad.

Tenía treinta y dos años cuando compró una típica casa de la ciudad en Liberty Street, la restauró por completo, con apartamentos para su madre y su tía, y para él se reservó el último piso, con vistas a las luces del centro. Al fin vivía de la manera que siempre había deseado. Poseía libros, cortinas de encaje, piano, antigüedades. Se construyó una terraza que daba a la colina para poder sentarse y tomar el inconstante sol del norte de California. La niebla permanente de la costa a menudo se desvanecía antes de llegar a las colinas de su barrio, de modo que no sólo había accedido al lujo y refinamiento que había vislumbrado años atrás, sino también, según parecía, al calor y al sol que recordaba con tanto cariño.

A los treinta y cinco años era un triunfador hecho a si mismo y un hombre culto. Había ganado e invertido su primer millón en valores de títulos municipales.

Amaba San Francisco porque sentía que le había dadotodo lo que deseaba.

Aunque Michael se había hecho a sí mismo, como muchos otros en California, creándose un estilo perfectamente a tono con el estilo de otras personas que también se habían hecho a sí mismas, nunca dejó de ser en parte aquel chico duro del Canal Irlandés que cogía los guisantes con el tenedor ayudándose con un trozo de pan.

Nunca borró del todo su acento áspero y, a veces, al tratar con los obreros en el trabajo, se dejaba llevar completamente por él. Nunca perdió ciertas costumbres o ideas vulgares,lo consideraba parte de sí mismo.

Su manera de sobrellevarlo era perfecta para California; simplemente, no lo ocultaba. Después de todo, sólo era una parte de él. No le importaba preguntar:

«¿No hay carne con patatas?» cuando iba a algún restaurante de nouvelle cuisine (en realidad, era un plato que le gustaba mucho y lo comía siempre que podía) ni mantener el cigarrillo en la boca cuando hablaba, como siempre había hecho su padre.

Se llevaba bien con sus amigos liberales, porque no tenía que molestarse en discutir; mientras ellos polemizaban por encima de las jarras de cerveza sobre países en los que nunca habían estado y a los que nunca irían, él dibujaba casas en las servilletas.

Pero fuera lo que fuese la política, siempre conectaba mejor con la gente apasionada como él: artesanos, artistas, músicos, personas que iban de un lado a otro dominadas por la obsesión. De verdad parecían comprender su deseo cabal de vivir una vida que tuviera sentido, de participar en el mundo —aunque fuera en pequeña escala— con sus ideas. Michael soñaba con construir sus propias casas, transformar manzanas enteras de la ciudad y desarrollar enclaves de cafés, librerías, hostales en los barrios viejos de San Francisco.

De vez en cuando, sobre todo tras la muerte de su madre, pensaba en su pasado en Nueva Orleans, que parecía más lejano y fantasmagórico que nunca.

Creía que la gente en California, con todo lo libre que era, no dejaba de ser conformista. Pues todos, fueran de Kansas, Detroit o Nueva York, se esforzaban por tener las mismas ideas liberales, la misma forma de pensar, de vestir, de sentir. De hecho, aquel conformismo era francamente cómico. A menudo sus amigos decían cosas como: «¿No estábamos boicoteando eso esta semana?»

«¿No se suponía que estábamos contra aquello?»

Al pensar en Nueva Orleans se daba cuenta de que había dejado atrás una ciudad de gente con prejuicios, pero también de auténticos personajes. En su cabeza resonaban las voces de los viejos que contaban historias del Canal Irlandés.

Y sus tíos, ¡qué personajes! Esos hombres que a medida que él crecía se habían ido muriendo de uno en uno. Todavía recordaba oírlos hablar de atravesar el Misisipí a nado (cosa que nadie había hecho en aquella época) y zambullirse desde los almacenes cuando estaban borrachos, con paletas en los pedales de las bicicletas para que funcionaran en el agua.

Todo parecía un cuento. Las historias podían llenar una noche de verano: la del primo Jamie Joe Curry, en Argel, que se había convertido en un religioso tan fanático que tenían que encadenarlo a un poste durante todo el día, o la del tío Timothy, que se había vuelto loco por culpa de la tinta del linotipo y rellenaba con papel de periódico todos los intersticios de puertas y ventanas y se pasaba el día recortando miles de muñecos de papel.

Y la hermosa tía Lelia, que de joven se había enamorado de un chico italiano y no se enteró hasta su vejez de que sus hermanos le habían pegado una noche y lo habían echado del Canal Irlandés. Nada de spaghetti en la familia. La mujer se había pasado toda su larga vida lamentándose por aquel muchacho. La noche en que se enteró de lo ocurrido, tiró furiosa la mesa de la cena.

Hasta algunas monjas tenían historias fabulosas para contar, sobre todo las más viejas, como la hermana Bridget Marie, que había hecho una sustitución durante dos semanas cuando Michael estaba en octavo grado, una hermanita muy dulce que todavía conservaba un terrible acento irlandés. No les enseñó nada de nada, simplemente se pasó las dos semanas contándoles cuentos del fantasma irlandés de Petticoat Loose, y de brujas ¡brujas!, ¿no es increíble?— en Garden District.

Los recuerdos solían llegar como un extraño bombardeo. Recordaba el olor de las servilletas almidonadas que su abuela planchaba antes de guardar en los cajones amplios del viejo aparador. Recordaba el sabor de la sopa de cangrejos con galletas y cerveza; el sonido de los tambores en los desfiles de carnaval; al vendedor de hielo que subía deprisa los peldaños del fondo con el enorme bloque de hielo sobre el hombro; y esas voces maravillosas, que en aquella época le sonaban tan ordinarias, pero que ahora parecían poseer un rico vocabulario, una inspiración para las frases dramáticas y un amor absoluto por el idioma.

Recordado así daba la impresión de un mundo fabuloso. En California, a veces todo parecía demasiado aséptico. La misma ropa, los mismos coches, las mismas causas. Quizás él no pertenecía de verdad a aquel lugar y nunca llegaría a pertenecer; pero, sin duda, tampoco se sentía atado a lo.que había dejado atrás. Hacía tantos años que no veía Nueva Orleans...

Ojalá en aquella época hubiera prestado más atención a la gente. Pero tenía muchos miedos entonces. Ojalá pudiera hablar ahora con su padre, sentarse con él y con esos bomberos locos en la puerta del cuartel de Washington Avenue.

Y Garden District, ah, Garden District. Sus recuerdos eran tan etéreos que podrían ser imaginados.

A veces soñaba aquel barrio como un paraíso cálido y resplandeciente por el que caminaba entre palacios espléndidos, flores siempre vivas y un follaje brillante. «Sí, he vuelto a caminar otra vez por First Street. Estaba en casa», pensaba al despertar. Pero era imposible que fuera tan bello, no, de verdad no podía ser; y deseaba volver averio.

Hasta recordaba a la gente que había visto en sus paseos: ancianos en traje de lino y sombreros panamá, damas con bastones, niñeras negras con uniformes azules de volantes que empujaban cochecitos de bebés blancos. Y aquel hombre, aquel hombre extraño, vestido de punta en blanco, que con frecuencia había visto en el jardín descuidado de First Street.

Quería volver para comparar los recuerdos con la realidad. Quería ver la casita de Annunciation Street donde se había criado, la iglesia de St. Alphonsus, en la que había sido monaguillo a los diez años, y la de St. Mary, al otro lado de la calle, con sus arcos góticos y sus santos de madera, y donde también había ayudado a misa. ¿De veras eran tan hermosos los murales de St. Alphonsus?

A veces, mientras se dormía, se imaginaba otra vez en la iglesia, en Nochebuena, apretado contra la puerta durante la misa del gallo. Las velas ardían en los altares mientras escuchaba el eufórico himno Adeste Fideles.

Nochebuena, mientras la lluvia golpeaba contra las puertas de casa, el hermoso arbolito brillaba en un rincón y la estufa de gas ardía al rojo vivo. Qué hermosas eran esas diminutas llamas azules. Qué hermoso el arbolito, con sus luces, que simbolizaban la luz de la creación, sus adornos, los regalos de los reyes magos; y sus aromáticas ramas verdes, la promesa de que llegaría el verano a pesar del frío del invierno.

Recordaba una procesión de misa del gallo en la que las niñas de primer grado, vestidas de ángeles, avanzaban por la nave central de la iglesia y el olor de los ramos de Navidad se mezclaba con el perfume de las flores y de la cera de las velas. Las chiquillas cantaban al niño Jesús. Ahí estaban Rita Mae Dwyer, Marie Louise Guidry, su rima Patricia Anne Becker y todas las niñas incordionas que conocía. Qué guapas con sus túnicas blancas y sus alas rígidas.

Ya no parecían auténticos monstruos, sino ángeles de verdad.

De las muchas procesiones que había, las de la Virgen María nunca le gustaron del todo. En su mente la confundía con las monjas crueles que tanto pegaban a los niños y nunca sintió gran devoción por ella. Pese a que durante una época aquello lo entristecía, al crecer dejó de importarle.

Sin embargo nunca olvidó la Navidad. Era el único vestigio de su religión que no lo había abandonado.

En realidad, incluso después de instalarse en California, Nochebuena era la única fecha que Michael consideraba sagrada. Siempre la celebraba como otros celebraban el Año Nuevo. Para él era el símbolo de un nuevo comienzo en el que uno, con todas sus flaquezas, era redimido para poder empezar de nuevo.

Incluso cuando estaba solo se sentaba hasta la medianoche con una copa de vino y las luces del arbolito como única iluminación. Y aquella última Navidad había nevado —¡nieve, qué sorpresa!—, nieve que caía suave y silenciosamente en el preciso instante en que su padre atravesaba el techo en llamas del almacén de Tchoupitoulas Street.

Por una razón u otra, Michael nunca había vuelto a Nueva Orleans.

Simplemente, no encontraba el momento. Siempre tenía que esforzarse por terminar los trabajos en el plazo establecido y las pocas vacaciones que tenía las aprovechaba para ir a Europa o dar una vuelta por los grandes monumentos y museos de Nueva York. Además, sus diversas novias a lo largo de los años lo preferían así. ¿A quién le interesaba el carnaval de Nueva Orleans cuando se podía ir a Río? ¿Para qué ir al sur de Estados Unidos cuando se podía ir al sur de Francia?

Pero Michael a menudo pensaba que había conseguido lo que siempre había deseado en aquellos paseos por el viejo Garden District, y que debía regresar para comprobar si se engañaba o no. ¿Acaso no había momentos en los que se sentía vacío, como si estuviera esperando algo, algo extremadamente importante y que no sabía qué?

Michael había tenido varias relaciones amorosas y dos de ellas, por lo menos, habían sido como matrimonios. Las dos mujeres eran judías de ascendencia rusa, apasionadas, espirituales, brillantes e independientes, y él siempre se había sentido muy orgulloso de aquellas mujeres cultas e inteligentes. Eran romances que tenían su origen en la conversación más que en la sensualidad. Hablar toda la noche después de hacer el amor, hablar con una pizza y unas cervezas, hablar mientras salía el sol, eso era lo que siempre había hecho con sus amantes.

Había aprendido mucho de aquellas relaciones. La sinceridad y la falta de vanidad, que surgían de modo natural cada vez que ellas tenían que enseñarle algo —con poco esfuerzo, por cierto—, eran muy seductoras para aquellas mujeres. Les gustaba ir con él a Nueva York, ala Riviera o a Grecia y ver su maravilloso entusiasmo y su profunda emoción cuando contemplaba algo.

Compartían con él su música favorita, sus pintores preferidos, sus inquietudes y sus ideas sobre muebles y ropa. Elizabeth le enseñó a comprar trajes apropiados en Brooks Brothers y camisas en Paul Stewart. Judith lo llevó a Bullock and Jones a comprar su primer Burberry y a cortarse el pelo en peluquerías elegantes. Le enseñó también a pedir vinos europeos, a cocinar pasta y a escuchar música b arroca, tan buena como la clásica que tanto le gustaba a él.

Michael se reía de todo aquello, pero aprendía. Ambas mujeres le tomaban el pelo por sus pecas, su robusta complexión y por la forma en que el cabello le caía sobre los ojos, por la afición que tenía a visitar a sus padres, su encanto de niño travieso y lo guapo que estaba con corbata negra. Elizabeth lo llamaba «su muchachote de corazón de oro» y Judith, «Grandullón». Él las llevaba a boxeo al Golden Glove, a partidos de baloncesto y a buenos bares a beber cerveza. Les enseñaba a disfrutar de los partidos de fútbol europeo y de rugby, si es que lo sabían ya, en el Golden Gate Park, los domingos por la mañana, y hasta de las peleas callejeras si querían aprender. Pero todo esto era más bien una broma.

Lasllevaba también a la Ópera y a los conciertos, a los que asistía con fervor religioso. Ellas le hicieron conocer a Dave Brubeck, Miles Davis, Bill Evans y el Kronos Quartet.

La receptividad, el entusiasmo y la pasión de Michael seducían a todo el mundo.

Pero su mal genio también las seducía. Cuando se enfadaba, o se sentía ligeramente amenazado, podía volver a ser de repente aquel muchacho malcarado del Canal Irlandés, y lo hacía con gran convicción y cierta sexualidad inconsciente. Las mujeres también se quedaban impresionadas por su habilidad manual, su talento con el martillo y los clavos, y por su osadía.

No era algo muy común entre los hombres con buena educación. Tampoco era una de sus características el típico fanatismo por el sexo físico. Le gustaba hacerlo con sencillez, o con elegancia si ellas lo preferían, y le gustaba hacerlo por la mañana, en cuanto se despertaba, y por la noche. Había robado muchos corazones así.

La primera ruptura —con Elizabeth— fue culpa suya, o por lo menos así lo había sentido. Era muy joven y no le había sido fiel. Elizabeth se cansó de sus «aventuras» pese a que él le juró que «no significaban nada», recogió sus cosas y lo abandonó. Michael estaba arrepentido y se quedó destrozado. La siguió a Nueva York, pero no sirvió de nada. Volvió a su piso vacío y se emborrachó y sufrió durante seis meses. Cuando se enteró de que Elizabeth se había casado con un profesor de Harvard no se lo podía creer, y cuando un año después supo que se había divorciado, se alegró.

Voló a Nueva York para consolarla y se pelearon en el Metropolitan Museum of Art. En el viaje de vuelta lloró durante horas. Parecía tan triste que la azafata se lo llevó a su casa cuando aterrizaron y se ocupó de él durante tres días seguidos.

Al verano siguiente, cuando Elizabeth regresó, Judith ya había entrado en la vida de Michael.

Judith y Michael vivieron juntos durante casi siete años y nadie hubiera pensado que terminarían separándose. Judith se había quedado embarazada de Michael por accidente y, en contra de los deseos de éste, decidió no tener el hijo.

Para él supuso el peor desengaño de su vida y el fin del amor de la parej a.

No cuestionaba el derecho de Judith a abortar, es más, no concebía un mundo en el que las mujeres no tuvieran ese derecho. El historiador que había en él sabía que las leyes contra el aborto nunca se habían hecho cumplir porque no existía ninguna relación comparable a la de una madre con su futuro hijo.

No, nunca criticó aquel derecho, y aun lo habría defendido. Pero nunca se hubiera imaginado que una mujer con la que tenía una vida cómoda y segura, una mujer con la que se habría casado en el acto si ella se lo hubiera permitido, quisiera abortar un hijo de ambos.

Michael le rogó que no lo hiciera. Era el hijo de ambos, ¿no?, él lo deseaba desesperadamente y no soportaba la idea de que perdiera la oportunidad de vivir. El niño no tenía por qué vivir con ellos si ella no quería. Michael podía hacer los arreglos necesarios para que se ocuparan de él en alguna otra parte.

Tenía mucho dinero y podía ir a visitarlo solo, así Judith no tendría que conocerlo. Se imaginaba institutrices, escuelas caras, todo lo que nunca había tenido. Pero lo más importante era que este bebé nonato era algo vivo, por sus pequeñas venas corría su propia sangre y no veía ninguna razón por la que tuviera que morir.

Estos comentarios horrorizaron a Judith, la hirieron profundamente. No quería ser madre aún, no era el momento. Estaba a punto de terminar el doctorado en la Universidad de Berkeley y todavía tenía que escribir la tesis.

Además, su cuerpo no era un mero instrumento para parir un niño para otra persona. El impacto de tener un hijo y dárselo a alguien era más de lo que podía soportar. Se sentiría culpable durante el resto de su vida. El hecho de que Michael no comprendiera su punto de vista le dolía terriblemente. Siempre había confiado en su derecho a abortar un embarazo no deseado. Era como una red de seguridad, por así decirlo. Ahora, su libertad, su dignidad y su cordura estaban amenazadas.

Para Michael todo esto era absurdo. ¿Era mejor la muerte que el abandono? ¿Cómo podía sentirse más culpable de dar la criatura que de destruirla? Sí, ambos padres debían desear tener un hijo, pero ¿por qué uno solo tenía el derecho de decidir no traerlo al mundo? No eran pobres, no estaban enfermos, aquel hijo no era fruto de una violación. Estaban prácticamente casados, ¡y si Judith quería se podían casar en ese mismo instante! Podían ofrecerle tantas cosas a este niño... Incluso si vivía con otra gente, podían hacer mucho por él. ¿Por qué demonios tenía que morir algo tan pequeño? Y que no dijera que no era una persona, estaba camino de serlo si ella no se empeñaba en matarlo. Por el amor de Dios, ¿acaso un recién nacido no era una persona?

Al final Michael jugó su última carta. Le suplicó llorando y le prometió que si tenía aquel niño, él se lo llevaría y ella no los volvería a ver, que haría cualquier cosa a cambio y le daría todo lo que quisiera.

Judith estaba destrozada. Michael había elegido al niño en lugar de a ella, había tratado de comprar su cuerpo, su sufrimiento, ese ser que crecía en su interior. No podía seguir viviendo con él. Lo maldijo por las cosas que había dicho. Lo maldijo por su pasado, por su ignorancia y sobre todo por su sorprendente crueldad para con ella. ¿Creía que era fácil lo que ella iba a hacer?

No, pero su instinto le decía que debía terminar aquel brutal proceso físico, que tenía que terminar con esa partícula de vida que nunca había buscado y que ahora se aferraba a ella, que crecía contra su voluntad y destruía el amor de Michael hacia ella y su vida en común.

Michael no podía mirarla a la cara. Si quería irse, que se fuera, es más, lo prefería. No quería saber el día ni la hora exacta en que destruiría al niño.

El terror se apoderó de él. Todo a su alrededor era gris, nada le interesaba, como si lo envolviera una oscuridad metálica y todos los colores y sensaciones hubieran palidecido. Sabía que Judith sufría, pero él no podía ayudarla. En realidad, no podía evitar odiarla.

Pensó en las monjas de la escuela que daban bofetadas a los niños; recordó la presión de los dedos de una monja que lo cogía del brazo para empujarlo a la fila; recordó la fuerza irracional, la brutalidad mezquina. Por supuesto, esto no tenía nada que ver, se dijo. Judith le importaba, era una buena persona y hacía lo que pensaba que debía hacer. Pero ahora se sentía tan impotente como se había sentido entonces, cuando las monjas vigilaban el pasillo, como monstruos con sus tocados negros y sus zapatos abotinados que taconeaban sobre el parqué brillante.

Judith se mudó mientras Michael estaba en el trabajo. La cuenta del aborto —médico y hospital de Boston— llegó una semana más tarde. Él envió el cheque y nunca más volvió a ver a Judith.

Tras todo esto, Michael se convirtió en un solitario durante mucho tiempo.

El contacto erótico con desconocidas nunca le había interesado mucho, pero ahora, además lo temía. Elegía compañía muy de vez en cuando y siempre con gran discreción. Era extremadamente cuidadoso; no quería perder otro hijo.

Además, descubrió que no podía olvidar al bebe muerto, o mejor dicho, al feto muerto. No es que se propusiera cavilar sobre la criatura —a pesar de que le había puesto hasta un nombre, Chris, cosa que nadie tenía por qué saber—, sino que empezó a ver imágenes de fetos en las películas y en los anuncios de éstas en los periódicos. Las películas siempre habían significado mucho en su vida y fueron una parte esencial y permanente de su educación. Así, en la oscuridad de la sala caía en trance. Sentía una relación, visceral, entre lo que pasaba en la pantalla y sus propios sueños, su inconsciente, sus continuos esfuerzos por tratar de explicarse el mundo en que vivía.

Y se daba cuenta ahora de algo curioso que nadie a su alrededor mencionaba: ¿no tenían los monstruos cinematográficos actuales un notable parecido con los niños que se abortaban diariamente en las clínicas del país?

Por ejemplo, en Alien, de Ridley Scott, el pequeño monstruo salía directamente del pecho del hombre, un feto chillón que devoraba víctimas humanas y conservaba su extraña forma incluso al crecer. ¿Y en Cabeza borradura, qué? El feto fantasmal, fruto de una pareja perdida, que lloraba continuamente.

Y también en La cosa, de John Carpenter, con esas cabezas de feto chillando.

Y la clásica La semilla del diablo, por el amor de Dios, y esa película tonta, Está vivo, con un bebé monstruoso que asesina al lechero cuando se enfada. La imagen era inevitable. Bebés... fetos, los veía por todas partes.

Examinaba todo aquello como solía hacer con las casas lujosas y las personas elegantes de las viejas películas de terror en blanco y negro de su juventud.

Era inútil intentar hablar de ello con sus amigos. Siempre creyeron que Judith tenía razón y nunca lo comprenderían. Las películas de terror son nuestros sueños perturbadores, pensaba, y ahora estamos obsesionados con la procreación, y como ésta no funciona, se ha vuelto contra nosotros. Si se adentraba en sus recuerdos, volvía a ver La novia de Frankenstein en el Happy Hour Theater. En aquellos tiempos, la ciencia era lo que asustaba y mucho más aún en la época en que Mary Shelley había escrito sus inspiradas visiones.

Pues no, no conseguía explicarse todo aquello. En realidad, no era un historiador ni un sociólogo y quizá ni siquiera era lo bastante inteligente. Sólo era un contratista profesional; mejor que siguiera lustrando suelos de roble y desmontando grifería de bronce.

Además, no odiaba a las mujeres. No, no las odiaba y tampoco las temía. Las mujeres eran, sencillamente, personas, y a veces personas mejores que los hombres, más amables, más buenas. En general prefería su compañía a la de los hombres. Y nunca sorprendió que, salvo en ese único caso, por lo general lo comprendieran de mejor grado que los hombres.

A medida que pasaba el tiempo, Michael perdió la esperanza de encontrar el amor que buscaba.

Pero en el mundo en que vivía muchos adultos carecían de amor. Tenía amigos, libertad, clase, riqueza, carrera, pero le faltaba aquel amor. Era indudable que esa condición de la vida moderna también valía para él.

Tenía muchos compañeros de trabajo, colegas de facultad y amigas. Iba a cumplir cuarenta y ocho años y pensaba que todavía tenía la vida por delante.

Se sentía y parecía joven, igual que la gente de su edad que lo rodeaba. Y todavía tenía esas benditas pecas y las mujeres lo miraban, de eso no cabía duda. En realidad ahora las atraía más fácilmente que cuando eraun joven inexperto.

A lo mejor aquella relación casual con Therese, una joven que había conocido hacía poco en un concierto, podía llegar a significar algo. Era demasiado joven, ello sabía y estaba molesto consigo mismo por eso, pero ella llamaba y le decía: «¡ Michael, esperaba que me llamaras! ¡De verdad me estás manipulando!» A saber lo que quería decir. Salían, iban a cenar y luego a casa de ella.

Pero ¿era sólo un amor intenso lo que Michael echaba de menos? ¿No había algo más? A veces tenía la sensación que su mundo en San Francisco ya no era de brillantes colores ocres y granates, sino más bien de un sepia opaco, y que el helado viento oceánico se había abierto camino e instalado en su sala y su cama.

Hasta las hermosas casas que restauraba le parecían en ocasiones decorados desprovistos de auténtica tradición, trampas elegantes para capturar un pasado que nunca había existido, para crear una sensación de solidez en gente que vivía minuto a minuto con un temor a la muerte que rayaba en la histeria.

Sí, pero con todo era un hombre afortunado y lo sabía. Ya llegarían momentos y cosas mejores.

Así pues ésta era la vida de Michael, una vida que a efectos prácticos había terminado aquel primero de mayo, el día en que se había ahogado y se había recuperado, perturbado, obsesionado con la vida y la muerte, incapaz de quitarse los guantes por temor a lo que pudiera ver —grandes inundaciones o imágenes sin sentido— y que percibía fuertes emociones incluso de la gente a la que no tocaba.

Habían pasado tres meses y medio desde aquel día horrible. Therese se había marchado. Sus amigos se habían marchado. Y ahora era prisionero de su casa de Liberty Street.

Había cambiado el número de teléfono y no contestaba la montaña de cartas que recibía. Tía Viv salía por la puerta trasera para comprar las pocas cosas que no podían hacerse enviar.

No, Michael ya no vive aquí —contestaba ella con voz suave y amable a las pocas llamadas que recibían.

Él se reía cada vez que la escuchaba. Porque era verdad. Los periódicos decían que había «desaparecido». Esto también lo hacía reír. Cada diez días, más o menos, llamaba a Stacy y Jim para decirles que estaba vivo; luego colgaba. No podía culparlos de que no les importara.

Ahora, tendido en la cama, en la oscuridad, volvía a mirar en la muda pantalla del televisor las viejas imágenes familiares de Grandes esperanzas. Una fantasmal señorita Havisham, con su vestido de novia hecho jirones, hablaba con el joven Pip, interpretado por John Mills, a punto de partir a Londres. ¿Por qué perdía el tiempo? Debería estar camino de Nueva Orleans, aunque ahora estaba demasiado borracho para irse. Demasiado borracho incluso para llamar y reservar un billete de avión. Además, existía la posibilidad de que el doctor Morris lo llamara, él sabía el número secreto, ese doctor Morris a quien Michael había confiado su plan.

—Si pudiera ponerme en contacto con aquella mujer —le había dicho—, ya sabe, con la mujer del barco que me rescató. Si pudiera sacarme los guantes y cogerla de la mano mientras hablamos, bueno, quizá lograra recordar algo. ¿Sabe de lo que estoy hablando?

—Está borracho, Michael. No puedo hacerle caso.

—No se preocupe por eso. Estoy borracho y pienso seguir así, pero escuche lo que le digo. Si pudiera subir otra vez a ese barco... —¿Sí?

—Bueno, si pudiera tumbarme otra vez sobre la cubierta y tocar las tablas de la borda con mis manos... ya sabe, las tablas sobre las que estuve echado...

—Michael, es una locura.

—Doctor Morris, llámela. Usted puede ponerse en contacto con ella. Si no quiere, dígame por lo menos cómo se llama. —¿Qué quiere que haga, que la llame y le diga que quiere gatear por la cubierta de su barco para sentir las vibraciones mentales? Michael, ella tiene derecho a negarse, es posible que no crea en ese poder físico.

—Pero usted sí cree! ¡ Sabe que es verdad! Quiero que vuelva al hospital.

Michael había colgado furioso. No, nada de agujas, ni análisis, no, gracias. El doctor Morris lo llamó muchas veces, pero los recados siempre eran iguales:

«Michael, venga. Estamos preocupados por usted, queremos verlo.»

Y luego, al fin, la promesa: «Michael, si deja de beber, lo intentaré. Sé dónde puede encontrar a la mujer.» Dejar de beber. Ahora, mientras yacía en la oscuridad, pensaba en ello. Buscó a tientas una lata de cerveza fría y la abrió con un chasquido. Las borracheras de cerveza eran las mejores. En cierta forma él estaba sobrio: no había echado ni un chorrito de vodka ni de whisky en la lata, ¿no? Vamos, él sabía muy bien lo que era beber alcohol de verdad.

—Come algo —dijo tía Viv.

Pero él estaba en Nueva Orleans, caminaba por esas viejas calles de Garden District, hacía calor, y ah... el perfume nocturno de los jazmines. Pensar que durante años había olvidado aquel aroma dulce y denso, y que no había visto el cielo al rojo vivo detrás de los robles que levantaban las baldosas con sus raíces.

El viento frío penetraba en sus dedos desnudos.

Viento frío. Sí. Después de todo no era verano, sino invierno, el crudo invierno de Nueva Orleans, y ellos corrían para ver el último desfile de la noche de carnaval, la banda Mystic Krewe of Comus.

Qué hermoso nombre, pensó en el sueño, aunque en aquella época le había parecido algo mágico. Ahí delante, en St. Charles Avenue, vio las antorchas del desfile y oyó el repicar de los tambores que siempre lo inquietaban.

—De prisa, Michael —dijo su madre. Casi lo empujaba. Qué oscura estaba la calle y qué frío hacía, como en el océano.

—Pero, mira, mamá. —Michael señalaba al otro lado de la verja de hierro, le tironeaba de la mano—. Ahí está el hombre del jardín.

El viejo juego. Ella diría que no había ningún hombre y luego reirían. Pero allí estaba el hombre, sí, como siempre, al fondo del jardín, de pie, debajo de las ramas desnudas del mirto. ¿Veía a Michael aquella noche? Sí, parecía que sí. Sin duda se habían mirado el uno al otro.

—Michael, no tenemos tiempo para el hombre.

—Pero, mamá, está allí, de verdad está...

La banda Mystic Krewe of Comus desfilaba, los instrumentos de viento tocaban su oscura música salvaje, las antorchas brillaban, la multitud bullía en la calle. Unos hombres enmascarados y con trajes de satén brillantes, encaramados sobre trepidantes plataformas de papel maché, arrojaban collares de vidrio y cuentas de madera. La gente se peleaba por cogerlos. Michael se agarraba de la falda de su madre. Las chucherías aterrizaban en la cuneta, a sus pies.

Camino de casa, con el carnaval muerto y enterrado, las calles llenas de basura y el aire tan frío que el aliento era vaho, Michael había vuelto a ver al hombre en la misma posición que antes; pero esta vez no se molestó en decirlo.

—Tengo que ir a casa —murmuró ahora, en sueños—, tengo que regresar.

Vio la ver j a de hierro de la casa de First Street, el porche lateral con su malla de alambre combada y al hombre del jardín. Qué extraño, ese hombre nunca cambiaba. Durante el último paseo que dio por aquellas calles, aquel último mes de mayo que pasó en Nueva Orleans, lo saludó con la cabeza y éste le devolvió el saludo agitando la mano.

—Sí, ve —murmuró.

Pero ¿no le darían ni una pista los que se habían acercado a él cuando estaba muerto? Sin duda comprenderían que no podía recordar. Lo ayudarían. La barrera entre la muerte y la vida está desapareciendo. Crúzala.

Pero la mujer de cabello negro le dijo:

—Recuerda que puedes elegir. No, no he cambiado de idea, simplemente no consigo recordar.

Se incorporo. La habitación estaba a oscuras. Una mujer de cabello negro. ¿ Qué llevaba en el cuello? Tenía hacer su equipaje ahora mismo. Ir al aeropuerto. La puerta. El número trece. Comprendo.

Tía Viv cosía, sentada junto a la luz de una lámpara, lejos de la sala.

Michael tomó otro trago de cerveza y luego vació lentamente la lata. Por favor, ayúdame —murmuró a nadie en especial—. Por favor, ayúdame.

Dormía otra vez. Soplaba el viento. Los tambores de la Mystic Krewe of Comus lo atemorizaban. ¿Era una advertencia? Por qué no salta, le decía la pretendida ama de llaves a la pobre mujer asustada de la ventana en la película Rebeca. ¿Había cambiado la cinta? No se acordaba. Pero ahora estamos en Manderley, ¿no? Hubiera jurado que era la señorita Havisham. Y luego oía cómo le decía a Estella al oído: «Puedes romperle el corazón...» Pip también la escuchaba, y a pesar de todo se enamoraba de ella.

—Voy a reparar la casa —murmuraba él—. Deja que entre la luz. Estella, seremos felices para siempre.

Tía Viv estaba de pie, junto a él, en la oscuridad.

—Estoy borracho —le dijo.

Ella le puso una lata de cerveza fría en la mano. ¡Qué dulce!

—Dios, qué buen sabor tiene.

—Hay una persona que quiere verte. —¿Quién? ¿Una mujer?

—Un simpático caballero de Inglaterra...

—No, tía Viv... Pero no es un periodista. Por lo menos dice que —no lo es.

Es un caballero agradable, se llama Lightner. Dice que ha venido especialmente desde Londres. Acaba de llegar de Nueva York y ha venido directo aquí.

—Ahora no. Dile que se vaya, tía Viv. Tengo que volver. Tengo que volver a Nueva Orleans. Tengo que llamar al doctor Morris. ¿Dónde está el teléfono?

Michael salió de la cama, la cabeza le daba vueltas. Se quedó quieto durante un instante hasta que se le pasó el mareo, pero no se encontraba bien, sentía sus miembros pesados. Volvió a hundirse en la cama, en sus sueños. Caminaba por la casa de la señorita Havisham. El hombre del jardín volvía a inclinarle la cabeza.

Alguien había apagado el televisor.

—Ahora duerme —dijo tía Viv.

Michael oyó sus pasos que se alejaban. ¿Estaba sonando el teléfono?

—Por favor, que alguien me ayude —dijo.

3

—Sólo ve por ahí. Cruza Magazine Street, baja por First Street y pasa por la suntuosa mansión en ruinas. Comprueba con tus propios ojos si los cristales de las ventanas del frente están rotos. Si Deirdre Mayfair sigue sentada en el porche lateral. No tienes que entrar y preguntar para verla. ¿Qué demonios crees que va a pasar?

El padre Mattingly estaba enfadado consigo mismo. Era un deber visitar a esa familia antes de irse al norte. En una época fue su párroco y las conocía a todas. Hacía más de un año que no veía a la señorita Cari, desde el funeral de la señorita Nancy.

Un joven sacerdote le había escrito hacía meses para decirle que Deirdre Mayfair había decaído mucho. Tenía los brazos encogidos contra el pecho y la atrofia característica en semejantes casos.

Los cheques de la señorita Carl para la parroquia llegaban con la misma regularidad de siempre —ahora, uno por mes, creía— extendidos a nombre de la Parroquia Redentorista, por mil dólares, sin condiciones. A lo largo de los años había donado una fortuna.

El padre Mattingly debía ir, de verdad, sólo para presentar sus respetos y agradecerlo personalmente como acostumbraba hacer años atrás.

Los sacerdotes actuales de la rectoría no conocían a la familia Mayfair. No conocían las viejas historias. Nunca habían sido invitados a la casa. Hacía pocos años que estaban en esta parroquia vieja y triste, con una congregación menguada y los hermosos edificios de las iglesias en ruinas por culpa de los gamberros.

Le alegraba saber que iba a estar poco tiempo, porque cada vez que iba se sentía más triste. Al pensar en ello, el lugar le parecía un puesto misionero.

Ojalá ésta fuera su última visita al sur.

Pero no podía irse sin ver a la familia.

Sí, ve. Debes ir. Debes hacer una pequeña visita a Deirdre Mayfair. ¿Después de todo no es una feligresa?

Y, además, no tenía nada de malo querer saber si las habladurías eran ciertas, si era verdad que habían tratado de internar a Deirdre en el sanatorio y a ella le había dado un ataque y había roto los cristales de las ventanas antes de volver a caer en su catatonía. Decían que había ocurrido el 13 de agosto, hacía dos días.

Quién sabe, a lo mejor a la señorita Carl le gustaba la visita.

Pero el padre Mattingly sabía que eran excusas. No había razón para que la señorita Carl tuviera ahora más interés que antes en recibirlo. Hacía años que no lo invitaba. Y Deirdre Mayfair era «un bonito manojo de zanahorias», como había dicho una vez la enfermera.

Pero ¿cómo demonios era posible que «un bonito manojo de zanahorias» se levantara y rompiera todos los cristales de dos ventanas, de tres metros de altura? No parecía muy lógico. ¿Y por qué no se la habían llevado los hombres del sanatorio? Sin duda podrían haberle puesto una camisa de fuerza. ¿No era lo normal en esos casos?

Sin embargo, la enfermera de Deirdre los había detenido en la puerta y había gritado que se fueran, que ella y la señorita Carl cuidarían de la enferma.

Jerry Lonigan, el de la funeraria, le había contado al padre toda la historia.

El conductor de la ambulancia del sanatorio a menudo conducía los coches fúnebres de Lonigan e Hijos y lo había visto todo. Los cristales rotos de las ventanas que daban al porche. Con tanto ruido que parecía, como si hubiera roto todo lo que había en aquel salón. Y Deirdre, que lanzaba unos aullidos terribles. Algo horrible, como ver a alguien que se despierta de la muerte.

Bueno, no era asunto del padre Mattingly. ¿O quizá sí?

Dios mío. La señorita Carl tenía más de ochenta años, a pesar de que todavía iba a trabajar cada día, y ahora estaba sola en aquella casa con Deirdre y la asistenta.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que debía ir, pese a que odiara aquella casa, a Carl y todo lo que sabía de aquella gente. Sí, debía ir.

Por supuesto, no siempre había sentido lo mismo. Cuarenta y dos años atrás, cuando acababa de llegar a esta parroquia ribereña procedente de Saint Louis, las Mayfair le habían caído bien, incluso la malhumorada y voluminosa Nancy, la dulce señorita Belle y la bella señorita Millie. Le habían encantado aquellos enormes y empañados espejos y los retratos de los antepasados antillanos detrás de los cristales sucios.

Y también le gustó la pequeña Deirdre, aquella chiquilla tan bonita de seis años que apenas llegó a conocer y que sufrió una situación tan trágica sólo doce años más tarde. ¿No decían los libros de texto que los electroshocks podían borrar completamente la memoria de una mujer adulta y convertirla en un silencioso armazón? Ella permanecía encerrada en sí misma, con la mirada fija en la lluvia que caía, mientras una enfermera le daba de comer con una cuchara de plata. ¿Por qué lo habían hecho? No se había atrevido a preguntarlo, pero le habían explicado varias veces que era para curarla de los «delirios», pues gritaba «tú lo has hecho» en una habitación vacía a alguien que no estaba allí, a alguien a quien maldecía sin cesar por la muerte del padre de su hija ilegítima.

Deirdre. Llorar por Deirdre. Él había llorado mucho por ella, y nadie excepto Dios sabía cuánto y por qué, pero el padre Mattingly nunca lo olvidaría. Toda su vida recordaría la historia que la muchachita le había contado en el confesionario, una muchachita que había desperdiciado su vida en aquella casa enmarañadamente misteriosa mientras el mundo exterior galopaba hacia su propia condena.

Sólo pasa por allí. Haz la visita. Quizá como homenaje silencioso en memoria de aquella muchachita. No trates de comprenderlo todo. ¡Después de todos estos años aún resonaba en sus oídos aquella historia sobre demonios surgida de los labios de una muchachita! «Una vez que has visto al hombre, estás perdido.»

El padre Mattingly se decidió. Se puso el abrigo negro se acomodó el cuello y la pechera de la camisa y salió de la rectoría refrigerada al calor del pavimento de Constance Street. No miró los hierbajos que cubrían los escalones de St.

Alphonsus ni las pintadas en los muros de la vieja escuela.

Veía el pasado —si es que veía algo— mientras avanzaba por Josephine Street y giraba en la esquina. Dos manzanas más adelante se entraba en otro mundo. El sol resplandeciente desaparecía y con él el polvo y el estrépito del tráfico.

Los postigos cerrados de las ventanas, los porches en sombra. El silbido suave de los aspersores para el césped detrás de las cercas ornamentales. El olor profundo de la tierra esparcida sobre las raíces de los rosales bien cuidados.

Muy bien, ¿y qué dirás cuando llegues?

Continuó andando hasta que por encima de la copa de los árboles vio la casa Mayf air, descolorida y descascarada, con su chimenea doble recortada contra las nubes en movimiento. Parecía como si las enredaderas estuvieran socavando la vieja estructura. ¿No estaban más combados los porches que la última vez que los había visto? El jardín parecía una jungla.

Aflojó el paso. Y lo aflojó porque realmente no quería entrar. No quería ver de cerca el jardín deteriorado, el cinamomo y el oleandro pugnar con un césped tan alto como los hierbajos, y los porches con la pintura descascarada, con ese color gris sucio que la humedad de Luisiana daba a todas las maderas descuidadas.

Ni siquiera quería estar en aquel vecindario tranquilo y desierto. Allí sólo se agitaban los insectos, los pájaros y las plantas que poco a poco devoraban la luz y el azul del cielo. En una época debió de haber sido un pantano. Un caldo de cultivo del mal.

No podía evitar pensar en todas las historias que había oído sobre las mujeres Mayfair. ¿Qué era el vudú sino un culto al demonio? ¿Y qué pecado era peor: el asesinato o el suicidio? Sí, allí medraba el mal. Oía a la muchachita Deirdre hablándole al oído y percibía el mal mientras se apoyaba en la verja de hierro, mientras miraba la corteza áspera y oscura de las ramas de roble que se agitaban en lo alto.

Se secó la frente con el pañuelo. ¡La pequeña Deirdre le había dicho que había visto al demonio! Ahora oía su voz con tanta claridad como la había oído en el confesionario décadas atrás. Y también oía sus pasos cuando huía corriendo de la iglesia, de él, de su incapacidad para ayudarla.

Pero todo eso había empezado antes. Había empezado un melancólico viernes por la tarde, cuando la hermana Bridget Marie pidió por favor que un sacerdote acudiera al patio de la escuela. Se trataba de Deirdre Mayfair otra vez.

El padre Mattingly no sabía nada de Deirdre Ma-ytair. Acababa de llegar al sur, del seminario de Kirkwood, Misuri.

Al poco rato se encontró con la hermana Bridget Marie en el patio de cemento, detrás del viejo edificio del convento, que en aquella época le parecía muy europeo, pintoresco y exótico, con sus muros rotos, sus retorcidos árboles y los bancos de madera dispuestos alrededor.

Al acercarse, la sombra le pareció acogedora. Vio entonces que las niñas sentadas en el banco estaban llorando. La hermana Bridget Marie sostenía a una chiquilla temblorosa por el brazo. La niña estaba pálida por el miedo. Era bonita, a pesar de los ojos azules demasiado grandes para su menudo rostro, tenía unos largos y cuidados bucles negros que se agitaban junto a sus mejillas y una figura delicada y bien proporcionada.

Había flores esparcidas por el suelo, gladiolos enormes, azucenas, largas hojas de helécho y unas rosas grandes, perfectas. Flores de floristería, sin duda, pero había tantas... —¿Ha visto esto, padre? —exclamó la hermana Bridget Marie—. ¡Y las pequeñas ladronas tienen la desfachatez de decirme que fue el amigo invisible de ella, el diablo en persona, quien puso estas flores aquí, que las trajo y las puso en sus brazos! ¡Robaron las flores del mismísimo altar de St. Alphonsus!...

Las chiquillas empezaron a gritar. Una de ellas pateó el suelo mientras decían furiosas a coro: —¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto! —Y se animaban las unas a las otras con sus ahogados sollozos.

La hermana Bridget Marie les gritó que se callaran y sacudió a la niña que tenía cogida del brazo, pese a que ésta no había dicho nada. La chiquilla abrió la boca y volvió la mirada hacia el padre Mattingly en un silencio suplicante.

—Bueno, hermana, por favor —dijo el padre Mattingly. Había soltado a la niña, que estaba como atontada, completamente dócil. Quiso levantarla y secarle la cara donde las lágrimas habían dejado dos goterones sucios, pero no lo hizo.

—Dicen que tiene un amigo invisible —le explicó la monja—, uno que encuentra todo lo que se pierde, padre. ¡El que le pone monedas en los bolsillos para caramelos! Y todas los comen, se llenan la boca con caramelos comprados con monedas robadas, ¡puede estar seguro!

Las niñas lloraban más fuerte y el padre Mattingly se dio cuenta de que estaba pisando las flores, mientras la niña silenciosa y pálida miraba sus zapatos y las rosas aplastadas.

—Haga entrar a las niñas —dijo. Era esencial que asumiera el mando. Sólo entonces podría comprender lo que la hermana le estaba explicando.

Pero cuando se quedaron a solas, la historia no fue menos fantástica. Las niñas afirmaban que habían visto las flores volar por el aire y luego llegar a los brazos de Deirdre. Se habían reído a carcajadas. Decían que el amigo mágico de Deirdre siempre las hacía reír. Si una perdía, la libreta o el lápiz, el amigo de Deirdre lo encontraba. Había que pedírselo a ella y él se lo entregaba. Así era.

Hasta decían que ellas también lo habían visto, un hombre agradable, de cabello y ojos castaños que se quedaba sólo un segundo junto a Deirdre.

—Hay que mandarla de vuelta a casa, padre —le había dicho la hermana Bridget Maríe—. Siempre pasa lo mismo. Cuando llamo a su tía abuela Carl, o a Nancy, se corrige durante un tiempo, pero luego empieza otra vez. —Y usted no cree...

—Padre, le digo que esa niña no tiene remedio, o es el diablo enpersona o una mentirosa del diablo. Hace creer a las otras todos esos cuentos absurdos como si las tuviera embrujadas. No se puede quedar en St. Alphonsus.

El padre Mattingly la había llevado a casa lenta y tranquilamente por estas mismas calles. No hablaron ni una palabra. Llamaron a la señorita Carl a su oficina del centro. Ella y la señorita Millie los esperaban en la escalinata de entrada de la mansión.

—Imaginación hiperactiva, padre —había dicho la señorita Carl sin una pizca de preocupación—. Millie, lo que Deirdre necesita es un baño caliente. —La niña se retiró sin decir palabra y la señorita Carl lo acompañó por primera vez a la galería, a tomar café au lait en la mesa de mimbre. La señorita Nancy, hosca y fea, había puesto las tazas y las cucharas de plata.

Porcelana con bordes dorados y servilletas de hilo, con una «M» bordada. Y qué mujer la señorita Carl, qué inteligencia tan despierta. El traje de seda y la blusa de volantes, el cabello ligeramente canoso recogido en un moño cuidado y los labios pulcramente pintados de rosa suave le daban un aspecto severo y recatado. Su sonrisa inteligente lo había hecho sentir cómodo enseguida.

—Podría decirse que este exceso de imaginación es la maldición de la familia. —Sirvió el café y la leche caliente de dos recipientes de plata—. Nos entregamos a nuestros sueños, vemos visiones; tendríamos que haber sido poetas o pintores, en lugar de abogados como yo. —Había reído sin dificultad, suavemente—. Cuando Deirdre aprenda a diferenciar la realidad de la fantasía, será una niña estupenda.

Carl le explicó que Deirdre iría a las hermanas del Sagrado Corazón en cuanto hubiera vacantes. Sentía mucho la tonta molestia que había ocasionado en St. Alphonsus y, por supuesto, se quedaría encasa si ése era el deseo de la hermana Bridget Marie.

El padre Mattingly había empezado a hacer algunas objeciones, pero estaba todo decidido. Simplemente le pondrían una institutriz, alguien que comprendiera a los niños, ¿por qué no?

Caminaron junto a los porches en sombra.

—Somos una familia añeja, padre —le dijo Carl mientras regresaban al salón —. Ni siquiera conocemos con exactitud nuestros orígenes. En la actualidad no hay nadie que pueda identificar algunos de los retratos que ve aquí colgados. —Su voz tenía un tono entre divertido y fatigado—. Provenimos de las islas, de eso no hay duda, de una plantación de Santo Domingo, y si vamos más allá, de algún oscuro pasado europeo que ahora se ha perdido por completo. La casa está llena de reliquias inexplicables. A veces la veo como un gran caparazón que debo cargar sobre mis espaldas.

Acarició con suavidad el piano de cola y un arpa dorada. No tenía gran estima por todo aquello, dijo, qué ironía que el destino la hubiera convertido en la custodia. La señorita Millie asentía con una sonrisa.

Así habían zanjado el problema y la chiquilla pálida de bucles morenos dejó St. Alphonsus.

Pero en los días siguientes, el asunto de las flores no dejó de intrigar al padre Mattingly.

Era imposible imaginar que un grupo de chiquillas trepara por las barandillas de las comuniones y robara los altares de una iglesia tan enorme e impresionante como St. Alphonsus. Ni siquiera los gamberros que el padre Mattingly había conocido de pequeño se habrían atrevido. ¿Qué le hacía pensar a la hermana Bridget Marie que había sido así? ¿De verdad las niñas habían robado las flores? La monja, menuda, de cara redonda, lo estudió durante un momento antes de responder. Luego dijo que no.

—Padre, pongo a Dios por testigo de que la familia Mayfair está maldita. La abuela de la niña, Stella se llamaba, contaba las mismas historias en el patio de esta misma escuela hace muchos años. Stella Mayfair tenía un poder aterrador sobre quienes la rodeaban. Había monjas que tenían un miedo mortal a cruzarse con ella, en aquella época decían que era bruja, y ahora también. —¡Supersticiones, hermana! —respondió él con gran autoridad—. ¿Y la madre de la pequeña Deirdre, qué, también me va a decir que era bruja?

La hermana Bridget Marie negó con la cabeza.

—Se llamaba Antha, un caso perdido; vergonzosa, dulce, asustada hasta de su propia sombra, no se parecía en nada a su madre, con decirle que ésta fue asesinada. Tendría que haber visto la cara de la señorita Carlotta cuando enterraron a Stella, y la misma expresión doce años más tarde, cuando enterraron a Antha. Ahora bien, Carl siempre ha sido muy inteligente, incluso de niña, cuando iba a las ursulinas. Es la columna vertebral de la familia. Pero a su madre nunca le importó un bledo. A Mary Beth Mayf air la única que le importaba era Stella. Y al señor Julien, el tío de Mary Beth, lo mismo: Stella, Stella. Y Antha, al final, se volvió completamente loca, dicen, tenía sólo veinte años cuando subió las escaleras de la vieja casa y saltó por la ventana de la buhardilla y se rompió la cabeza contra las piedras de abajo. —¡Qué joven! —había murmurado él. Recordaba el rostro lívido y asustado de Deirdre Mayf air. ¿Qué edad tendría cuando su madre hizo semejante cosa?

—Enterraron a Antha en tierra consagrada, Dios se apiade de su alma. ¿Quién puede juzgar el estado mental de una persona así? Cuando se estrelló contra la terraza, se le abrió la cabeza como una sandía. Y Deirdre, que era un bebé, lloraba con todas sus fuerzas en la cuna. E incluso Antha era alguien que inspiraba miedo.

El padre Mattingly cavilaba en silencio. Era el tipo de conversación que había escuchado toda su vida en casa, la incesante dramatización irlandesa de lo mórbido, el poderoso tributo a lo trágico. Quiso preguntarle algo...

Pero había sonado la campana. Los niños formaban fila ordenadamente para entrar. La hermana tenía que irse, pero de repente se volvió.

—Déjeme contarle una historia sobre Antha-dijo, en voz baja, por el silencio del patio de la escuela—, la mejor que conozco. En aquella época, cuando las hermanas se sentaban a comer, a las doce, los niños se quedaban en silencio en el patio hasta que se rezaba el Ángelus y se bendecían los alimentos.

Hoy en día ya nadie respeta estas cosas, pero entonces era la costumbre. Un día de primavera, durante aquel momento de silencio, una niña muy mala llamada Jenny Simpson se acercó para asustar a la pobre y tímida Antha con una rata muerta que había encontrado debajo del seto. Antha miró el cuerpo de la rata y lanzó un grito escalofriante. Padre, ¡no puede imaginarse qué grito! Como comprenderá, nosotras nos levantamos de la mesa y fuimos corriendo, y ¿ qué cree que vimos? ¡A la malvada Jenny Simpson caída de espaldas, padre, con la cara llena de sangre y a la rata que salía volando de su mano y pasaba por encima del seto! ¿Y cree usted que fue la pequeña Antha la que había hecho eso, padre? ¿Una chiquilla tan delicada como lo es su hija Deirdre? ¡Oh, no! Fue el mismo amigo invisible, padre, el diablo en persona, el que trajo esas flores volando para Deirdre en este mismo patio la semana pasada.

—Hermana —rió el padre Mattingly—, ¿cree que soy un ingenuo para creerme algo así?

Y, en efecto, ella también se había reído, pero él sabía por experiencia que una irlandesa podía reírse de lo que decía y al mismo tiempo creer cada palabra.

Al domingo siguiente volvió a llamar a la casa Mayfair. Una vez más le ofrecieron café y una conversación agradable; parecía todo muy distinto de los cuentos de la hermana Bridget Marie. En la radio sonaba Rudy Vallee. La anciana señorita Belle regaba los tiestos de orquídeas. De la cocina llegaba el aroma del pollo asado. Una casa perfectamente agradable.

Al irse vio fugazmente a Deirdre en el j ardín: una Carlta pálida que lo miraba escondida detrás de un retorcido árbol. Él la había saludado con la mano sin detenerse, pero más tarde volvió a pensar en su aspecto y se dio cuenta de que había algo en ella que le preocupaba. ¿ Eran los rizos enredados? ¿Esa mirada distraída? ¿O el hecho de que jugara en aquel patio descuidado al que se había arrojado su madre años atrás?

—Locura, eso era lo que la hermana Bridget Marie le había descrito, y le preocupaba pensar que fuera eso lo que amenazaba a aquella chiquilla pálida.

Para el padre Mattingly la auténtica locura no tenía nada de romántico. Hacía mucho tiempo que pensaba que los locos vivían en un infierno inconexo, sin comprender la vida a su alrededor.

Pero la señorita Carlotta era una mujer sensible y moderna. La niña no estaba destinada a seguir los pasos de su madre. Tendría, por el contrario, todas las oportunidades.

Pasó un mes antes de que su opinión sobre los Mayfair cambiara para siempre, aquella tarde de sábado en que Deirdre Mayfair se confesó en la iglesia de St. Alphonsus.

Era el día en que los buenos católicos irlandeses y alemanes iban a aligerar su conciencia antes de la misa y de la comunión del domingo.

Y ahí estaba él, sentado en la silla estrecha del ornado confesionario de madera, detrás de unas cortinas verdes de sarga, oyendo a los penitentes que se arrodillaban alternativamente a derecha e izquierda. Sus voces y pecados podrían haber sido de Boston o de Nueva York, los mismos acentos, las mismas preocupaciones, las mismas ideas.

Lo sorprendió una voz infantil, que le llegaba clara y precipitadamente a través de la rejilla oscura y sucia, una voz de una elocuente e inteligente precocidad. Al principio no la reconoció; después de todo, Deirdre Mayfair no había dicho ni una palabra en su presencia.

—Bendígame, padre, porque he pecado. Hace muchas semanas que no me confieso. Padre, ayúdeme, por favor. No puedo vencer al diablo. Lo intento y siempre fracaso. Y voy a ir al infierno. ¿Qué era aquello, otra vez la influencia de la hermana Bridget Marie? Pero antes de que pudiera decir nada, la niña continuó y él supo que se trataba de Deirdre Mayfair.

—No le dije al diablo que se marchara cuando me trajo las flores. Quería hacerlo y sé que debí haberlo hecho, y tía Carl está muy, muy enfadada conmigo. Pero, padre, él sólo quiere hacernos felices. Se lo juro, padre, no es malo conmigo. Y si no lo miro ni lo escucho, llora. ¡Yo no sabía que sacaba las flores del altar! A veces hace cosas muy tontas, padre, cosas de niño pequeño, cosas que incluso alguien con menos inteligencia no haría. Pero no quiere hacer daño a nadie.

—Bueno, espera un momento, querida, ¿qué te hace pensar que el diablo en persona quiera angustiar a una niña? ¿No quieres contarme lo que pasó de verdad?

—Padre, él no es como dice la Biblia, se lo juro. No es feo. Es alto y hermoso.

Como un hombre de verdad. Y no dice mentiras. Y siempre hace cosas bonitas.

Cuando tengo miedo, viene, se sienta a mi lado en la cama y me da un beso. De veras. ¡Y asusta a la gente que trata de hacerme daño!

—Entonces ¿por qué dices que es el diablo? ¿No sería mejor decir que es un amigo imaginario, alguien que te acompaña para que nunca estés sola?

—No, padre, es el diablo. —Parecía muy convencida—. No es real, pero tampoco es inventado. —La vo-cecilla ahora sonaba triste, cansada. Una pequeña mujer disfrazada de niña que se enfrentaba a un enorme problema, casi al borde de la desesperación—. Sé que está allí cuando nadie lo ve, y lo miro y lo miro y entonces todos pueden verlo. —Era una voz quebrantada—.

Intento no mirarlo, digo Jesús, María y José, e intento no mirarlo. Sé que es un pecado mortal. Pero se pone tan triste, llora en silencio y yo puedo oírlo.

—Dime, hijita, ¿has hablado con tu tía Carl sobre todo esto? —Procuró que su voz sonara tranquila, pero el detallado relato de la niña había empezado a asustarlo. Era algo más que «exceso de imaginación» o cualquier otro tipo de exceso que él conociera.

—Padre, ella lo sabe todo respecto a él. Todas mis tías lo conocen. Lo llaman «el hombre», pero tía Carl dice que es el diablo. Es ella la que dice que es pecado, como tocarse entre las piernas o tener pensamientos sucios. Como cuando me besa y siento escalofríos. Dice que es impuro mirar al hombre y dejar que se meta en la cama debajo de la manta. Dice que puede matarme. Mi madre también lo vio durante toda su vida, por eso se murió y se fue al cielo, para apartarse de él.

El padre Mattingly estaba horrorizado. ¿No decían que era imposible impresionar a un cura en el confesionario?

—Sí, mi madre también lo veía —continuó la niña, deprisa y agitada—. Ella era muy muy mala, él la hizo mala, y se murió por culpa de él. Probablemente se fue al infierno, en lugar del cielo, como me va a pasar a mí.

—Por Dios, espera un minuto, hij a. ¿ Quién te ha dicho eso?

—Mi tía Carl, padre —insistió la niña—. Ella no quiere que me vaya al infierno como Stella. Me dice que rece y lo eche, y que si lo intento, si rezo el rosario y no lo miro, puedo nacerlo. Pero, padre, mi tía se enfada mucho si dejo que él venga... —La niña se detuvo. Lloraba, aunque era evidente que trataba de ahogar sus sollozos—. Tía Millie está muy asustada y tía Nancy ni me mira, dice que en nuestra familia cuando has visto al hombre estás perdida.

El padre Mattingly estaba demasiado impresionado para hablar, pero se aclaró la garganta rápidamente. —¿Quieres decir que tus tías creen que es algo real...?

—Ellas lo conocen desde siempre, padre, y cualquiera puede verlo si yo dejo que coja fuerza. Es verdad, padre, cualquiera. Pero ¿sabe?, yo tengo que dejarlo aparecer. Que lo vean los demás no es pecado mortal porque es culpa mía. Es culpa mía. Nadie puede verlo si yo no dejo que ocurra. Y, padre, de veras no comprendo cómo el diablo puede ser tan bueno conmigo y llorar tanto cuando está triste y desea tanto estar sólo a mi lado... —La voz se quebró en sollozos suaves. —¡No llores, Deirdre! —dijo él con firmeza. ¡Era inconcebible que esa mujer sensible, «moderna», con su traje sastre, le contara semejantes supersticiones! ¿Y las otras qué?, por el amor de Dios. A su lado personas como la hermana Bridget Marie parecían Sigmund Freud en persona. —-Tía Carl dice que incluso es pecado mortal pensar en él o en su nombre —continuó de repente la agitada vocecilla llena de angustia—. ¡Pronunciar su nombre lo hace aparecer inmediatamente! Pero, padre, cuando ella está hablando él se pone a mi lado y dice que son mentiras, y, padre, sé que decir algo así es terrible, pero tía Carl a veces miente. Lo sé aunque él no me lo diga.

Pero lo peor es cuando él aparece y la asusta. Entonces ella lo amenaza, le dice que si no me deja tranquila, ¡ella misma va a hacerme daño! —Su voz volvía a expresar quebranto, los sollozos apenas se oían.

—Hija, ahora piensa con cuidado antes de responder. ¿ Ha dicho tu tía Carl que ella también lo ha visto? —Padre, ella lo vio cuando yo era un bebé y todavía ni sabía que podía hacerlo aparecer. Lo vio el día en que mi madre murió. Estaba meciendo mi cuna. Y cuando mi abuela Stella era pequeña, solía ponerse detrás de ella durante la cena. Padre, le voy a contar un gran secreto: en casa hay un retrato de mi madre y él está de pie junto a ella. Conozco ese retrato porque él lo encontró y me lo dio, pese a que lo habían escondido. Abrió el cajón de la cómoda sin tocarlo y puso el retrato en mi mano. Hace cosas así cuando tiene fuerza, cuando estamos mucho rato juntos y pienso todo el día en él. Es entonces cuando todo el mundo sabe que está en casa, y tía Nancy espera a tía Carl en la puerta y le dice al oído: «El hombre está aquí; acabo de verlo.» Y tía Carl se enfada muchísimo. ¡Es culpa mía, padre! Y tengo miedo de no poder pararlo. ¡Y están todas muy enfadadas!

Su irritación iba en aumento. ¿Qué ocurría con esas mujeres, se habían vuelto locas? ¿No había ni una en toda la familia con un poco de sentido común como para llevar a la pequeña a un psiquiatra?

—Querida, escúchame. Quiero que me des permiso para hablar sobre esto fuera del confesionario con tu tía Carl. ¿Me das permiso? —¡Oh, no, padre, por favor, no lo haga! —Hija, sin tu permiso no lo haré, pero necesito hablar con tu tía Carl sobre todo esto. Deirdre, ella y yo juntos podemos apartar de ti este problema.

—Padre, ella nunca me perdonaría que lo contara. Nunca. Es un pecado mortal hablar de ello. Tía Nancy tampoco me perdonaría. Hasta tía Millie se enfadaría. Padre, ¡no le diga que he hablado de esto con usted! —La niña estaba histérica.

—Yo puedo redimirte de ese pecado mortal, hija —le había explicado—, puedo darte la absolución y a partir de ese momento tu alma será blanca como la nieve, Deirdre. Confía en mí. Dame permiso para hablar con ella.

Durante un tenso minuto el llanto fue la única respuesta. Luego, e incluso antes de que oyera el ruido del picaporte de la pequeña puerta de madera, se dio cuenta de que la había perdido. Al cabo de unos segundos oyó los pasos que se alejaban a toda carrera por la nave, que huían de él.

Nunca olvidó aquel momento, la impotencia con la que escuchó sentado los pasos que retumbaban en la iglesia, la claustrofobia y el calor sofocante del confesionario. «Dios mío, ¿qué iba a hacer ahora?»

Pasó semanas completamente obsesionado: esas mujeres, esa casa...

Pero no podía hacer nada acerca de lo que había oído y mucho menos repetirlo. El secreto de confesión lo ataba de palabra y obra.

Tampoco se atrevió a interrogar a la hermana Bridget Marie, pese a que ella le ofrecía de buen grado suficiente información cada vez que se encontraban por casualidad en el patio de la escuela. Él se sentía culpable por prestarle atención, pero no se decidía a dejar de hacerlo.

—Sí, han llevado a Deirdre al Sagrado Corazón. Pero ¿cree que durará?

Cuando su madre, Antha, tenía ocho años, la expulsaron. También la expulsaron de las ursulinas. Al final encontraron una escuela privada, uno de esos colegios absurdos que dejan que los niños hagan lo que quieran. Y qué niña más triste era; siempre escribía poesías, hablaba sola y preguntaba cómo había muerto su madre. Sabe que la asesinaron, ¿no? A Stella Mayfair la mató su hermano Lionel de un tiro. La mató en medio de un baile de etiqueta en la casa. Provocó el pánico. Una vez que pasó todo, los espejos, los relojes, las ventanas estaban rotos y Stella yacía muerta en el suelo.

El padre Mattingly sólo movió la cabeza, piadosamente.

—No es de extrañar que después de eso Antha se volviera loca, y que diez años después se liara nada menos que con un pintor, que nunca se molestó en casarse con ella y que la abandonó en pleno invierno, en un apartamento cochambroso del Greenwich Village, sin dinero y con la pequeña Deirdre, de modo que tuvo que volver a casa avergonzada. Fue entonces cuando saltó por la ventana, pobrecita; y qué vida infernal, con esas tías que la reñían y vigilaban cada uno de sus movimientos, y la encerraban de noche para que no se fuera al Barrio Francés a beber, ¿se imagina?, a su edad, con poetas y escritores para que leyeran sus cosas. Voy a contarle un secreto muy extraño, padre. Después de su muerte, durante meses, seguían llegando cartas para ella, y manuscritos suyos que le devolvía gente de Nueva York a quien ella se los había enviado. Qué agonía para la señorita Carlotta, el cartero le traía restos de algo tan doloroso y triste cada vez que llamaba a la puerta.

—El padre Mattingly se detuvo en la iglesia de vuelta a la rectoría. Se quedó largo rato en la sacristía, mirando en silencio el altar mayor.

No le costaba perdonar a las Mayfair por la sordidez de la historia. Después de todo, habían llegado a este mundo en la ignorancia, como todos. Pero ¿trastornar a una niña con mentiras, diciéndole que el diablo había obligado a su madre a suicidarse? Lo único que podía hacer era rezar por Deirdre, como hacía ahora.

Deirdre fue expulsada de la academia privada St. Margaret por Navidad y sus tías la enviaron a una escuela privada del norte.

Tiempo después se enteró de que estaba otra vez en casa, enferma, y que estudiaba con una institutriz. Una vez la vio en misa de diez, con la iglesia llena. No comulgó, pero la vio sentada entre sus tías.

Poco a poco, con pequeños relatos, se fue enterando de más cosas sobre las Mayfair. Parecía que todos en la parroquia supieran que él había estado en aquella casa.

—Me he enterado que han echado a Deirdre Mayfair y que usted estuvo en la casa por ella, ¿no es así, padre? —preguntó la abuela Lucy O'Hara, cogiéndole la mano por encima de la mesa de la cocina. ¿Qué demonios le iba a decir? No le quedaba más remedio que escuchar.

—Vaya, yo conozco a esa familia. Mary Beth era una gran dama, lo sabía todo acerca de cómo era la vida en las viejas plantaciones, nació en una, poco después de la guerra civil, pero no llegó a Nueva Orleans hasta 1880, cuando su tío Julien la trajo. Era un antiguo caballero del sur. Todavía recuerdo al señor Julien montar a caballo por St. Charles Avenue, el anciano más guapo que he visto en mi vida. La plantación de Riverbend sí que era señorial, según dicen, hasta había fotos en los libros, incluso cuando todo se estaba cayendo. El señor Julien y la señorita Mary Beth hicieron todo lo posible por salvarla. Pero nadie puede parar al río cuando decide llevarse una casa. —»Mary Beth era muy bella, morena, de aspecto salvaje. No era delicada como Stella, ni fea como Carlotta. Dicen que Antha también era muy bella, aunque nunca llegué a verla. Pobre Deirdre. Pero Stella era una auténtica reina del vudú. Sí, Stella, padre. Sabía de polvos, pociones, hechizos. También sabía echar las cartas. Se las echó a mi nieto Sean y lo asustó hasta volverlo medio loco con las cosas que le dijo. Fue en una de esas fiestas desenfrenadas en First Street en las que se emborrachaban con esas bebidas de contrabando y había orquesta de baile en el mismo salón. »A ella le gustaba mucho mi Billy —hizo un gesto hacia la foto descolorida que había sobre la cómoda—, el que murió en la guerra. Yo siempre le decía:

"Billy, hazme caso, no te acerques a las Mayfair." Le gustaban todos los jóvenes guapos. Por eso la mató su hermano. Stella podía hacer que un día despejado se nublara completamente, es la pura verdad, padre. Solía asustar a las hermanas de St. Alphonsus provocando tormentas sobre el jardín. Y la noche en que murió, tendría que haber visto la tormenta que se levantó sobre la casa. Vaya, dicen que se rompieron todas las ventanas. La lluvia y el viento huracanado azotaron todo el lugar. Stella hizo que los cielos lloraran por ella.

No volvió a llamar a la familia Mayfair, no se atrevía. No podía permitir que la niña pensara —si es que estaba allí— que él iba a contar lo que debía guardar para siempre en secreto. Buscaba a las Mayfair en misa, aunque pocas veces las veía. Pero, claro, la parroquia era grande y podían haber ido a cualquiera de las dos iglesias o a la pequeña capillapara los ricos que había en Garden District.

Sin embargo, él sabía que los cheques de la señorita Carlotta seguían llegando. El padre Lafferty, que llevaba la contabilidad de la parroquia, le enseñó un cheque por Navidad —de dos mil dólares—, dando a entender que Carlotta Mayfair usaba su dinero para mantener tranquilo y en silencio el mundo a su alrededor.

—Supongo que sabrá que han devuelto a su sobrinita de la escuela de Boston.

El padre Mattingly dijo que no lo sabía. Estaba en la puerta de la oficina del padre Lafferty, esperando...

—Ah, pensaba que tenía buenas relaciones con ellas —dijo el padre Lafferty.

No era un chismoso, más bien un hombre franco, de más de sesenta años.

—Las he visitado sólo una o dos veces —comentó el padre Mattingly.

—Ahora dicen que la pequeña Deirdre está mal —dijo el padre Lafferty.

Había dejado el cheque sobre el tapete verde de su escritorio y lo miraba—. Y no puede ir a una escuela normal, tiene que quedarse en casa con un tutor privado. —Qué lástima.

—Eso parece. Pero nadie va a ir a preguntar nada. Nadie va a ir a ver si la niña recibe una educación decente. —Tienen suficiente dinero... —En efecto, suficiente como para mantener todo en silencio, como han hecho siempre. Hasta podrían cometer un asesinato impunemente. —¿Usted cree?

El padre Lafferty parecía debatirse consigo mismo mientras continuaba mirando el cheque.

—Supongo que le habrán contado que Lionel Mayfair disparó contra su hermana Stella. Pues no pasó ni un día en la cárcel. La señorita Carlotta lo arregló todo. El señor Cortland, el hijo de Julien, también intervino; entre los dos lo solucionaron. No se hicieron preguntas. —Pero ¿cómo diantres pudieron...? —Fue al manicomio, por supuesto, y allí Lionel se quitó la vida, aunque nadie sabe cómo, porque estaba con una camisa de fuerza. —¿No querrá decir que...? El padre Lafferty asintió.

—Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo, y tampoco se hicieron preguntas. Una misa de réquiem, como siempre. Y luego vino aquí la pequeña Antha, la hija de Stella, ya sabe, lloró, gritó y dijo que la señorita Carlotta había obligado a Lionel a matar a su madre. Todos lo oímos.

El padre Mattingly escuchaba en silencio.

—La pequeña Antha decía que tenía miedo de ir a casa. Miedo de la señorita Carlotta. Contó que la señorita Carlotta le había dicho a Lionel: «No eres hombre si no pones fin a lo que está pasando», hasta le había dado una pistola del calibre treinta y ocho para que disparara contra Stella. Yo sé de alguien que hubiera hecho algunas preguntas sobre el asunto, pero el párroco no lo hizo.

Simplemente cogió el teléfono y llamó a la señorita Carlotta. Al cabo de unos minutos llegó un lujoso coche negro y se llevó a Antha.

El padre Mattingly miró fijamente al hombrecillo sentado ante su escritorio.

«A mí tampoco nadie me hizo ninguna pregunta.»

—Más tarde el párroco dijo que la niña estaba loca, que había dicho a sus compañeros que oía a la gente hablar a través de las paredes y que podía leer el pensamiento. También dijo que se pondría mejor, que tan sólo había enloquecido por la muerte de su madre.

—Pero después empeoró, ¿verdad?

—Se tiró por la ventana de la buhardilla a los veinte años, eso fue lo que hizo. No se hicieron preguntas. No estaba en su sano juicio y, además, era sólo una muchacha. Misa de réquiem, como siempre.

El padre Lafferty dio la vuelta al cheque y le puso el sello con el endoso de la parroquia.

—Padre, ¿me está diciendo que debería llamar a la familia Mayfair?

—No, padre. Si quiere que le diga la verdad, no sé qué estoy diciendo. Pero ojalá la señorita Carlotta hubiera dado esaniña en adopción, la hubiera sacado de aquella casa, hay demasiados recuerdos bajo ese techo. No es lugar para una criatura.

Cuando Deirdre Mayfair tenía diez años se escapó de casa, la encontraron dos días más tarde caminando por el canal de St. John, bajo la lluvia, con la ropa empapada. Luego la mandaron a otro internado —Country Cork, Irlanda-y otra vez volvió a casa. Las monjas dijeron que tenía pesadillas, que caminaba en sueños y decía cosas extrañas.

Luego llegó la noticia de que Deirdre estaba en California. Las Mayfair tenían primos allí que se ocupaban de ella. Quizás el cambio de clima le haría bien.

El padre Mattingly sabía que nunca conseguiría quitarse de la cabeza el llanto de esa niña. ¿Por qué, en nombre de Dios, no había seguido otra línea de conducta con ella? Rezaba para que ella le contara a algún maestro o médico las cosas que le había contado a él, para que alguien la ayudara allí donde él había fallado.

Nunca pudo recordar cómo se enteró de que Deirdre había vuelto de California, pero en algún momento del año 1956 supo que estaba interna en la escuela,Santa Rosa de Lima del centro de la ciudad. Luego le llegaron rumores de que la habían expulsado y había huido a Nueva York.

Una tarde, la señorita Kellerman le contó todo al padre Lafferty en la escalera. Ella lo sabía por su criada, que conocía a la «chica de color» que ayudaba a veces en aquella casa.

Deirdre había encontrado los cuentos escritos por su madre en un baúl de la buhardilla, «todas esas ridiculeces sobre el Greenwich Village». Deirdre se había escapado para buscar a su padre, del que no se sabía nada.

Su búsqueda había terminado en Bellevue, y la señorita Carlotta cogió un avión a Nueva York para traerla de vuelta.

Luego, una tarde de verano de 1959, el padre Mattingly se enteró del «escándalo» en la mesa de la cocina. A los dieciocho años, Deirdre Mayfair se había quedado encinta. Había dejado los estudios en una universidad de Texas.

Y el padre? Un profesor, quién lo diría, casado y protestante, además. ¡Quería divorciarse de su mujer después de diez años de matrimonio para casarse con Deirdre!

Parecía como si toda la parroquia no tuviera otra cosa de que hablar. Decían que la señorita Carlotta no quería saber nada del tema, pero que la señorita Nancy había llevado a Deirdre a Guy Mayer para comprarle un hermoso vestido para la boda en el ayuntamiento. Deirdre era una muchacha muy bella, igual que Antha y Stella. Hermosa, decían, como la señorita Mary Beth.

El padre Mattingly sólo recordaba a esa pálida niña asustada y las flores aplastadas bajo su pie.

La boda nunca se llevó a cabo.

Cuando Deirdre estaba de cinco meses, el padre de la criatura murió en un accidente de coche camino de Nueva Orleans. Se rompió la dirección de su viejo Ford 52 y perdió el control del vehículo. El coche se estrelló contra un roble y se incendió en el acto.

Más tarde, una calurosa noche de julio, mientras el padre Mattingly daba vueltas entre la gente que asistía a la feria de la iglesia, se enteró de una extrañísima historia sobre los Mayfair que lo perseguiría durante años, igual que la confesión.

El patio estaba completamente iluminado. Los asistentes, en mangas de camisa, iban de tenderete en tenderete probando suerte con los juegos. Gane un pastel de chocolate haciendo girar la rueda por cinco céntimos. Gane un oso de peluche. El asfalto del patio estaba blando por el calor. En el bar, montado con tablones sobre barriles, corría la cerveza. El padre Mattingly tenía la sensación de que en todas partes la gente cuchicheaba sobre lo que ocurría en casa de los Mayfair.

El canoso Red Lonigan, el mayor de la familia de la funeraria, escuchaba a Dave Collins, que le contaba que tenían a Deirare encerrada en su habitación. El padre Lafferty estapa sentado y miraba malhumorado a Dave por encima de su cerveza. Éste afirmaba que conocía a la familia Mayfair desde hacía más tiempo que nadie, incluso desde antes que Red.

El padre Mattingly pidió una botella fría de Jax en el bar y tomó asiento en un extremo del banco.

Dave Collins estaba en la gloria, con dos sacerdotes entre su audiencia.

—Nací en 1901, padre —señaló, pese a que el padre Mattingly ni siquiera levantó la vista—. El mismo año que Stella Mayfair, y me acuerdo de cuando la echaron de la academia de las ursulinas en el barrio alto y la señorita Mary Beth la mandó a esta escuela.

—Hay demasiados cotilleos sobre esa familia —dijo Red con tristeza.

—Stella era una reina del vudú, de eso no hay duda —continuó Dave—, todo el mundo lo sabía, pero más vale olvidarse de los hechizos y conjuros menores, no eran para ella. Tenía una bolsa con monedas de oro que nunca se vaciaba.

Red sonrió en voz baja con amargura.

—Al final lo único que tuvo fue mala suerte.

—Pero disfrutó de la vida antes de que Lionel la matara —dijo Dave, entrecerrando los ojos y apoyándose sobre su brazo derecho; la mano izquierda apretaba una botella de cerveza—. Y en cuanto se murió, la bolsa apareció precisamente junto a la cama de Antha. Y la escondieran donde la escondiesen, siempre volvía a ella.

—Pura fantasía —dijo Red.

—Había monedas de todo el mundo, italianas, francesas, españolas. —¿Y cómo lo sabes? —preguntó Red.

—El padre Lafferty las vio, ¿verdad, padre, que vio las monedas? La señorita Mary Beth las ponía en el cepillo cada domingo, usted lo sabe, y también sabe que siempre decía: «Gástelas rápido, padre, despréndase de ellas antes de la puesta del sol porque siempre vuelven.» —¿Qué quiere decir con que siempre volvían? —preguntó el padre Mattingly. —¡Quería decir que siempre volvían a su bolsa! respondió Dave alzando las cejas. Bebió un buen trago de la botella y dejó sólo la espuma—. Volvían a su bolsa aunque las regalara.

—Lanzó una carcajada ronca—. Y lo mismo le dijo a mi madre hace cincuenta años, cuando le pagó por la colada, así es, por la colada; mi madre era lavandera de muchas de esas mansiones y nunca se avergonzó de ello. La señorita Mary Beth siempre le pagaba con esas monedas.

—Pura fantasía —dijo Red.

—Y te diré algo más —continuó Dave, apoyado sobre el codo y achicando los ojos hacia Red Lonigan—: la casa, las joyas, la bolsa, todo está relacionado.

Lo mismo que el nombre Mayfair y la forma en que siempre lo conservan, aunque se casen. Al final, siempre Mayfair. ¿Y quieres saber por qué? ¡Porque todas esas mujeres son brujas!

Red sacudió la cabeza. Le pasó a Dave su botella de cerveza llena y observó cómo éste la cogía.

Te juro que es verdad. El poder de la brujería les viene de generación en generación, y en aquella época se hablaba mucho de eso. La señorita Mary Beth era más poderosa que Stella —tomó un trago de la cerveza de Red—, y lo bastante lista como para mantener su boca cerrada, cosa que Stella no hizo. —¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Red. —Lo sé porque mi madre me contó lo que le dijo la señorita Mary Beth en 1921, cuando la señorita Carlotta se graduó en Loyola y todo el mundo se deshacía en elogios, qué mujer tan inteligente, una abogada, y todo eso. «Ella no es la elegida», le dijo la señorita Mary Beth a mi madre. «Es Stella. Stella ha recibido el don y cuando yo muera, será ella la que dominará todo.» «¿Y cuál es el don, señorita Mary Beth?», le preguntó mi madre. «Pues que Stella ha'visto al hombre», le respondió ella, «y la que ve al hombre cuando está sola, lo hereda todo».

El padre Mattingly sintió un escalofrío que le bajaba por la espalda. Hacía once años que había oído la confesión inconclusa de la niña, pero no había olvidado ni una palabra. «Ellas lo llaman el hombre...»

Pero el padre Laff erty miraba a Dave con el entrecejo fruncido. —¿Ver al hombre? —preguntó con disgusto—, pero en nombre del cielo, ¿qué significa este galimatías?

—Pues mire usted, padre, yo pensaba que un buen irlandés como usted sabría qué significa. ¿No es cierto que las brujas al diablo lo llaman el hombre? ¿No es cierto que lo llaman así cuando se aparece en medio de la noche para ofrecerles la tentación del mal? —Lanzó otra de sus carcajadas roncas, poco saludables, y sacó un pañuelo pringoso para sonarse la nariz—. Brujas, y usted lo sabe, padre. Eso es lo que eran y eso es lo que son. Un legado de brujería. ¿Recuerda al viejo Julien May-fair, padre? Yo sí. El lo sabía todo, eso fue lo que me dijo mi madre. Usted sabe que es verdad, padre.

—Sí, es un legado, de acuerdo —respondió el padre Lafferty, y se levantó, enfadado—, ¡un legado de ignorancia, celos y enfermedad mental! ¿Nunca has oído hablar de ese tipo de cosas, Dave Collins? ¡Nunca has oído hablar de odio entre hermanas, envidia y ambición despiadada! —El sacerdote se volvió y se alejó entre el gentío sin esperar respuesta.

Aquella noche, antes de dormirse, el padre Mattin-gly recordó los libros que había leído en el seminario. El alto, el oscuro, el bello, el íncubo que llega por la noche... ¡el gigante que dirige el sábat! Se acordó de las sombrías ilustraciones de un libro, minuciosamente dibujadas, horrendas. Brujas, pronunció la palabra al tiempo que se dormía. «Ella dice que él es el diablo, padre, que es pecado incluso mirarlo.»

Se despertó poco antes del alba, con la voz irritada del padre Lafferty en la cabeza. «Envidia, enfermedad mental.» ¿Era ésa la verdad oculta entre líneas?

Parecía la pieza clave que encajaba en el rompecabezas. Casi podía ver la imagen completa. Una casa gobernada con mano firme, una casa en la que unas mujeres hermosas y vivaces habían hallado la tragedia. Y, sin embargo, había algo que aún lo perturbaba... «Todas ellas lo ven, padre.» Flores aplastadas bajo el pie, tallos largos de gladiolos blancos y delicadas hojas de helécho. Vio su zapato aplastándolas.

Deirdre Mayfair entregó la criatura en adopción. Nació en el Hospital de la Misericordia el 7 de noviembre, y aquel mismo día, la besó y la puso en manos del padre Lafferty, que se ocupó de bautizarla y entregarla a los primos de California que se harían cargo de la niña.

Pero fue Deirdre quien estableció que la niña llevaría el apellido Mayfair. Si le ponían algún otro, no firmaría los papeles. Su viejo tío Cortland Mayfair la había apoyado y ni siquiera el padre Lafferty fue capaz de hacerla cambiar de idea. Pidió ver escrito el apellido en el certificado de bautismo. El pobre Cortland Mayfair, un caballero elegante, murió por aquel entonces de una horrible caída escaleras abajo.

El padre Mattingly no recordaba cuándo había escuchado por primera vez la palabra «incurable». Deirdre se había vuelto loca antes de abandonar el hospital. Decían que hablaba sola en voz alta y repetía sin parar: «Tú lo hiciste.

Tú lo mataste.» Las enfermeras tenían miedo de entrar en la habitación. Ella vagaba en camisón por la capilla del hospital; reía y hablaba en voz alta en plena misa, lanzando acusaciones al aire por la muerte de su amado, por separaría de su hija y dejarla sola en medio de los «enemigos». Cuando las monjas trataban de contenerla, perdía los estribos y tenían que acudir los enfermeros para llevársela, mientras gritaba y pataleaba.

En primavera/cuando murió el padre Lafferty, la encerraron en algún lugar lejano. Nadie sabía dónde. Rita Lonigan se lo preguntó a su suegro, Red, porque tenía muchas ganas de escribirle, pero la señorita Carlotta dijo que era mejor que no lo hiciera. Nada de cartas para Deirdre.

Para ella, sólo oraciones. Y así pasaron los años.

El padre Mattingly dejó la parroquia. Trabajó de misionero en el extranjero y luego en Nueva York. La distancia alejó Nueva Orleans de sus pensamientos, aunque de vez en cuando un súbito recuerdo lo avergonzaba: Deirdre Mayfair, aquella a quien no había podido ayudar, su perdida Deirdre.

Una tarde de 1976, cuando el padre Mattingly fue a pasar una breve temporada en la rectoría, se acercó a la casa y vio a una mujer joven, delgada y pálida sentada en una mecedora en el porche lateral, una imagen velada detrás del mosquitero de alambre oxidado. Parecía un espectro en camisón, pero él supo inmediatamente que era Deirdre. Reconoció esos rizos morenos que le caían sobre los hombros. Mientras se acercaba por el sendero de lajas, vio que hasta la expresión de la cara era la misma, sí, era la misma Deirdre que había acompañado treinta años atrás a esta casa.

Un rostro inexpresivo detrás del mosquitero que se combaba sobre el liviano marco de madera.

—Deirdre —murmuró, pero no recibió respuesta.

Llevaba una cadena con una esmeralda alrededor del cuello, una piedra hermosa, y un anillo de rubí. ¿Eran éstas las joyas de las que había oído hablar?

Qué incongruentes parecían en esta mujer silenciosa, vestida con un camisón blanco y holgado. No dio muestras de haberlo visto ni oído.

—Ha perdido el juicio —dijo Nancy, con una sonrisa amarga—. Los electroshocks afectan primero la memoria y luego todo lo demás. Aunque la casa se incendiara, no sabría levantarse para salvarse. De vez en cuando se retuerce las manos y trata de hablar, pero no puede... —¡Ya está bien! —murmuró Millie; sacudió la cabeza e hizo una mueca con la boca, como si no fuera de buen gusto hablar de esas cosas. Estaba vieja, vieja y agradablemente canosa, y tenía la misma delicadeza que la señorita Belle, que había muerto hacía tiempo—. ¿Un poco más de café, padre?

Pero la mujer sentada en el porche seguía siendo hermosa. Los electroshocks no habían encanecido su cabello. Y los ojos todavía eran de un azul intenso, pese a que estaban completamente vacíos. Parecía una de las estatuas de la iglesia. «Padre, ayúdeme.» La esmeralda reflejó un rayo de luz que explotó como una estrella diminuta.

El padre Mattingly no volvió al sur con mucha frecuencia desde entonces, y durante los años siguientes, cada vez que llamaba al timbre, lo recibían mal. Ya no le ofrecían café en el jardín de invierno, sólo unas pocas palabras rápidas en el vasto salón cubierto de polvo. ¿Ya no encendían las luces? Las arañas estaban todas sucias.

Naturalmente, las mujeres eran bastante viejas. Millie murió en 1979 y le hicieron un funeral impresionante, con primos llegados de todo el país.

Y el año pasado había fallecido Nancy. El padre Mattingly estaba en Baton Rouge y había ido en coche para asistir al entierro.

La señorita Carl tenía más de ochenta años, estaba en los huesos, con el pelo completamente blanco y su nariz ganchuda sostenía unas gafas gruesas que le aumentaban el tamaño de los ojos hasta lo desagradable. Por encima de los zapatos negros abotinados se veían unos tobillos hinchados; al final de la ceremonia en el cementerio había tenido que sentarse sobre una tumba.

La casa se desmoronaba poco a poco. El padre Mattingly lo había visto con sus propios ojos al pasar en coche por delante.

Deirdre también había cambiado, era inevitable. Era evidente que su frágil y delicada belleza al fin había desaparecido, y a pesar de las enfermeras que la paseaban de un lado a otro, estaba encorvada y con las manos torcidas y dobladas en las muñecas, como las de una artrítica. Decían que tenía la cabeza permanentemente inclinada hacia un lado y la boca siempre abierta.

Era un espectáculo triste, incluso vista desde lejos. Y las joyas sólo ayudaban a darle un aspecto aún más siniestro. Pendientes de diamantes en una inválida insensible. ¡Y una esmeralda grande como la uña del pulgar! Hasta el padre Mattingly, que creía por sobre todas las cosas en el carácter sagrado de la vida humana, pensaba que la muerte de Deirdre hubiera sido una bendición.

A la tarde siguiente del funeral de Nancy, mientras daba un silencioso paseo por el viejo lugar, se encontró con un inglés, junto a un extremo de la verja, un hombre muy agradable, que se había presentado al sacerdote como Aaron Lightner. —¿Sabe usted algo sobre esa pobre mujer? —le preguntó Lightner con franqueza—. ¿Sabe?, hace más de diez años que la veo en el porche y me preocupa.

—A mí también —confesó el padre Mattingly—, pero dicen que no se puede hacer nada por ella.

—Qué familia tan extraña —dijo el inglés, compasivo—. Hace mucho calor; me pregunto si lo sentirá. Podrían arreglar el ventilador del techo, ¿no cree?, parece roto.

Al cabo de un rato, el padre Mattingly conversaba amistosamente en voz baja con el inglés, debajo de los robles, acerca de todo lo que «se sabía» y que aquel hombre parecía conocer tan bien: los electroshocks, las clínicas psiquiátricas, la niña adoptada hacía tiempo y llevada a California. Pero al padre Mattingly ni se le hubiera ocurrido mencionar los chismes de Dave Collins sobre Stella ni al «hombre». Repetir semejante insensatez hubiera sido un error garrafal. Y, además, significaba acercarse demasiado a esos dolorosos secretos que le había confiado Deirdre.

No sabía muy bien cómo, pero había terminado almorzando en el Commander's Palace invitado por el inglés. Qué placer para el sacerdote, hacía mucho tiempo que no comía en un restaurante de Nueva Orleans tan elegante, con manteles y servilletas de hilo. Y el inglés había pedido un vino excelente.

El hombre admitió con sencillez que estaba interesado en historias de familias como la Mayfair.

—Ya sabrá que tenían una plantación en Haití cuando todavía se llamaba Santo Domingo. Maye Faire era el nombre del lugar, creo. Hicieron una fortuna con el café y el azúcar antes del levantamiento de los esclavos.

—Así que tiene noticias de ellos desde tiempos tan remotos —dijo el sacerdote, sorprendido.

—En efecto, así es —respondió Lightner—. Consta en los libros de historia.

Una mujer poderosa dirigía el lugar, Marie Claudette Mayfair Landry, que seguía los pasos de su madre, Angélique Mayfair. Pero hacía cuatro generaciones que estaban allí. La primera en llegar de Francia fue Charlotte, en 1789. Sí, Charlotte, que dio a luz mellizos, Peter y Jeanne Louise, que vivieron hasta los ochenta y un años. —¡No me diga! Nunca oí nada de ellos que se remontara tanto tiempo.

—Simplemente, son hechos de los que hay constancia. —El inglés se encogió de hombros—. Ni siquiera los rebeldes negros se atrevieron a incendiar la plantación. Marie Claudette se las arregló para emigrar junto con toda su familia con una fortuna en propiedades. Luego tuvieron La Victoire de Riverbend, río abajo, en Nueva Orleans. Creo que la llamaban simplemente Riverbend.

—La señorita Mary Beth nació allí.

—Sí, exactamente. En... déjeme pensar, creo que fue en 1871. Al final, el río se encargó de devorar esa vieja casa. Era hermosa, toda rodeada de columnas.

Hay fotografías en las viejas guías de Luisiana.

—Me gustaría verlas —comentó el cura.

—Antes de la guerra civil habían construido la casa de First Street continuó Lightner—. En realidad, fue Katherine Mayfair quien la mandó levantar y más tarde se instalaron en ella sus hermanos Julien y Rémy Mayfair. Más adelante Mary Beth la convirtió en su hogar. No le gustaba el campo.

—Me dijeron que la señorita Mary Beth... —dijo el sacerdote.

—Sí, la señorita Mary Beth se casó con el juez Mclntyre, aunque por entonces era sólo un joven abogado. Su hija Carlotta es ahora la jefa de la casa, parece...

El padre Mattingly se sentía subyugado. No sólo era su vieja y dolorosa curiosidad sobre los Mayf air, sino la cautivadora urbanidad de Lightner y el agradable sonido de su acento británico. Todo aquello no eran chismes, sino historia, y bastante inocente. Hacía tiempo que el padre Mattingly no hablaba con una persona tan culta. No, lo que contaba el inglés no eran chismes.

Y a pesar de sus convicciones, el sacerdote se encontró contando con voz vacilante la historia de la niña y las misteriosas flores en el patio de la escuela.

Aunque no era lo que había oído en el confesionario, se recordó a sí mismo, era aterrador que después de media docena de tragos de vino se le escapara. El padre Mattingly estaba avergonzado. No podía sacarse la confesión de la cabeza. Había perdido el hilo. Pensaba en Dave Collins y todas las cosas extrañas que había contado y la manera en que el padre Lafferty se había enfadado aquella noche de julio en la feria. El padre Lafferty, que se había ocupado de la adopción del bebé de Deirdre.

El inglés era paciente con el ensoñado silencio del sacerdote. En realidad, ocurría algo de lo más extraño. El padre Mattingly tenía la sensación de que el hombre leía sus pensamientos. Pero eso era imposible; además, si una persona podía enterarse de los secretos de una confesión de ese modo, ¿qué podía hacer un sacerdote? Qué larga le había parecido aquella tarde. Qué placentera y relajada. Al final, el padre Mattingly termino repitiendo las antiguas historias de Dave Collins e incluso habló de las ilustraciones en los libros del «hombre sombrío» y de las brujas que bailaban.

Y el inglés parecía muy interesado, sólo se movía de vez en cuando para servir vino u ofrecer un cigarrillo, nunca interrumpía. —¿Qué le parece todo esto? —murmuró el sacerdote al fin. ¿Había respondido algo el hombre?—. ¿Sabe?, el viejo Dave Collins está muerto, pero la hermana Bridget Marie parece que va a vivir eternamente, tiene casi cien años. El inglés sonrió.

—Se refiere a la hermana que estaba en el patio de la escuela aquel día.

El sacerdote se había perdido otra vez. Pensaba en Deirdre y en su confesión. El inglés le tocó el dorso de la mano y murmuró:

—No debe preocuparse por eso. El padre Mattingly se asustó, y a continuación casi se rió de la idea de que alguien pudiera leer su mente. ¿No era eso lo que había dicho la hermana Bridget Marie sobre Antha? ¿Que podía oír a la gente hablar a través de las paredes y leer el pensamiento? ¿Le había contado esa parte al inglés?

—Sí, lo ha hecho. Quiero agradecerle... El padre Mattingly se había despedido del inglés a las seis, en la entrada del cementerio de Lafayette. A esa hora dorada en que se pone el sol y todas las cosas devuelven la luz que han absorbido durante el día. Pero qué abandonado estaba todo, los viejos muros blancos, y los magnolios gigantes que rompían el pavimento.

—Ya sabrá que todos los Mayfair están enterrados aquí —había dicho el padre Mattingly, mirando las puertas de hierro—, en un panteón del sendero central, a la derecha, rodeado de una pequeña cerca de hierro forjado. La señorita Carlotta se ocupa de que esté bien cuidado. Se pueden leer todos los nombres que acabamos de mencionar —El cura se lo habría enseñado, pero había llegado el momento de regresar a la rectoría, después a Baton Rouge y de ahí a St. Louis.

Lightner le dio su dirección en Londres.

—Si se entera de algo más con respecto a esta familia, algo que usted quiera contarme, bueno, ¿ me llamará?

Por supuesto, el padre Mattingly nunca lo hizo. Había perdido el nombre y la dirección hacía meses. Pero guardaba un buen recuerdo de aquel inglés, aunque a veces se preguntaba quién era en realidad aquel hombre y qué quería exactamente. Qué maravilla si todos los sacerdotes del mundo fueran tan reconfortantes como él. Aquel caballero daba la sensación de comprenderlo todo.

Ahora, mientras se acercaba a la vieja esquina, el padre Mattingly volvió a pensar en lo que el joven sacerdote le había escrito: que Deirdre Mayfair se estaba consumiendo, ya casi no podía caminar.

Entonces, por el amor de Dios, ¿cómo era posible que hubiera enloquecido de aquella manera el 13 de agosto? ¿ Cómo había conseguido romper las ventanas y asustar a los hombres del asilo?

Al cura le costaba creerlo.

Pero ahí estaba la prueba.

Al acercarse a la puerta en esa calurosa tarde de agosto vio al cristalero de uniforme blanco subido a una escalera sobre el porche del frente. Espátula en mano, colocaba masilla y cada una de las altas ventanas lucía brillantes cristales completamente nuevos que todavía llevaban pegada la etiqueta.

A cierta distancia de allí, en el extremo sur de la casa, detrás de la malla oxidada del mosquitero, estaba Deirdre, con las manos retorcidas y la cabeza caída a un lado, contra el respaldo de la mecedora. La esmeralda, durante un instante, lanzó un destello de luz verde. ¿Qué habría significado para ella romper esas ventanas? ¿Sentir esa fuerza que surgía de todos sus miembros, sentirse en posesión de semejante poder?

Incluso emitió sonidos, ¡vaya!, debió de ser magnífico.

Pero qué extraño era pensar algo así, ¿no? A pesar de todo se sentía invadido por una vaga tristeza, una melancolía enorme. Ay, Deirdre, pobre Deirdre.

La verdad era que se sentía triste y amargado, como siempre que la veía. Y sabía que no subiría por el sendero de lajas hasta la escalinata de entrada, que no tocaría el timbre para que le volvieran a decir que la señorita Carl no estaba en casa, o que en aquel momento no podía recibirlo.

Se quedó un rato junto a la verja, oyendo el ruido de la espátula del cristalero, curiosamente nítido en medio de la dulce quietud tropical. Sentía cómo el calor penetraba por sus zapatos y le atravesaba la ropa, mientras dejaba que los colores suaves de aquel mundo húmedo se apoderaran de él.

Era un lugar extraño, pero sin duda mejor para ella que cualquier habitación estéril de hospital, o que el panorama de un césped bien cortado sin mayor aliciente que una alfombra sintética. ¿Qué le hacía pensar que él podría haber hecho por ella lo que tantos doctores no habían podido hacer? Quizás estuviera perdida de antemano. Sólo Dios lo sabía.

De repente divisó a un visitante detrás de la malla oxidada, sentado junto a la pobre mujer. Parecía un hombre joven y guapo, alto, de cabello oscuro, bien vestido a pesar del calor sofocante. Quizás uno de esos primos de Nueva York o California.

Seguramente acababa de salir al porche, porque un minuto antes no había nadie.

Parecía muy solícito. El modo en que se inclinaba hacia ella era claramente Carlñoso, como si le besara la mejilla. Sí, eso era lo que hacía. El sacerdote lo vio con claridad, a pesar de la densa sombra, y lo conmovió profundamente.

El cristalero ya terminaba. Cogió su escalera, bajóla escalinata de entrada y dio la vuelta por el sendero, pasó por delante del porche y usó la escalera para abrirse paso entre los plátanos y el olendro que sobresalía.

El cura también había terminado. Había cumplido su penitencia. Ahora podía irse a casa, volver a las calurosas aceras de Constance Street y a la fresca reclusión de la rectoría. Dio la vuelta lentamente y se encaminó hacia la esquina.

Se volvió sólo una vez, y vio que en el porche sólo estaba Deirdre, aunque seguramente el agradable joven volvería a salir. Ver ese beso tierno, saber que alguien, incluso ahora, todavía quería a esa alma perdida que él no había podido salvar, le había llegado directamente al corazón.

4

Esa noche tenía algo que hacer, llamar a alguien. Además, era importante.

Pero después de quince horas de guardia, doce de las cuales las había pasado en el quirófano, no conseguía acordarse.

Todavía no era Rowan Mayfair, con todas las penas y las preocupaciones personales de Rowan, sino la doctora Mayfair a secas, sentada en silencio en la cafetería de los médicos, con las manos en los bolsillos de la sucia bata blanca, los pies en la silla de enfrente y un cigarrillo en la boca, y escuchaba a los neurocirujanos comentar, como hacían siempre, todos los acontecimientos interesantes del día.

Carcajadas ahogadas, voces que tapaban otras voces, olor a alcohol, el crujir de la ropa almidonada, el aroma dulce de cigarrillos. No importaba que fuera una desgracia que casi todos ellos fumaran. Era agradable estar allí, sentada cómodamente debajo de las brillantes luces que iluminaban la mesa de fórmica sucia, las baldosas de linóleo sucias y las sucias paredes color crema. Era agradable postergar el momento de pensar, el momento en que la memoria volvería a llenarla y la transformaría en algo pesado y opaco.

A decir verdad, había sido un día casi condenadamente perfecto, por eso le dolían tanto los pies. Había atendido tres urgencias en cirugía, una detrás de otra, desde la herida de bala a las seis de la mañana, hasta la víctima de un accidente de circulación que habían traído hacía cuatro horas. Y si cada día fuera así, su vida sería perfecta. En realidad, sería perfectamente maravillosa.

Y en ese instante, así, tan relajada, era consciente de ello. Después de diez años de estudios, entre facultad y residencias, era lo que siempre había querido ser: médica, médica neurocirujana y, para ser más exactos, una nueva adjunta del equipo de neurocirugía de un gigantesco hospital universitario, en el que el Centro de Traumatismos Neurológicos la mantendría ocupada operando a víctimas de accidentes casi a tiempo completo.

Tenía que reconocer que estaba en la gloria, disfrutaba de su primera semana como algo más que una jefa de residentes saturada de trabajo y absolutamente exhausta, que todavía tenía que operar el cincuenta por ciento del tiempo bajo la atenta mirada de alguien.

Hoy no habían sido tan terribles las inevitables conversaciones del día, ni el discurso interminable y continuo en el quirófano, el dictado de las notas después y, finalmente, el prolongado análisis informal en la cafetería. Le caían bien esos médicos que la rodeaban, los residentes de cara lustrosa que tenía delante, el doctor Peters y el doctor Blake, que acababan de empezar y la miraban como si en lugar de médica fuera una bruja. El doctor Simmons, jefe de residentes, que le decía de vez en cuando con un susurro apremiante que era la mejor cirujana que había visto y que las enfermeras decían lo mismo. Y el doctor Larkin, el querido jefe de neurocirugía, conocido como Lark por sus protegidos, que la había obligado una y otra vez a lo largo del día a explayarse:

«Explica, Rowan, explica en detalle. Tienes que decirles a estos muchachos lo que estás haciendo. Caballeros, he aquí el único neurocirujano de la civilización occidental al que no le gusta hablar de su trabajo.»

Ahora conversaban sobre el virtuosismo demostrado por el doctor Larkin con el meningioma de esa tarde, gracias a Dios, de modo que podría perderse en el delicioso agotamiento, saborear el cigarrillo y el horrible café y disfrutar del reflejo de la luz sobre las desnudas paredes.

Era un problema, se había dicho esa mañana para recordar aquel asunto personal, esa llamada que tenía que hacer y que realmente le importaba. ¿ Qué significaba? En cuanto saliera del edificio lo recordaría.

Además, podía irse cuando quisiera, después de todo era una adjunta y no tenía que estar más de quince horas, ni volver a dormir en la habitación de guardia. Ahora nadie esperaba que bajara a urgencias para ver qué pasaba y que se las arreglara sola, aunque quizás era eso lo que le hubiera gustado hacer.

Hacía dos años, incluso menos, a esa hora ya se habría marchado hacía rato y enfilado a toda velocidad el Golden Gate, ansiosa de ver otra vez a Rowan Mayfair al timón del Dulce Cristina, para sacarlo sola de la bahía Richardson a mar abierto. En cuanto ponía el piloto automático, bien alejada de los canales de navegación, y dejaba que el barco trazara círculos amplios, el cansancio se apoderaba de ella. Bajaba de la cubierta al camarote de madera brillante y bronces bruñidos, se tiraba en la litera y se hundía en un sueño ligero a través del cual se filtraba el murmullo del barco.

Pero todo eso era antes de que el proceso de realizar milagros en la mesa de operaciones se hubiera convertido en una adicción, cuando la investigación aún la atraía de vez en cuando, y Ellie y Graham, sus padres adoptivos, aún estaban vivos y la casa de grandes ventanales de la costa de Tiburón no era un mausoleo lleno de libros y ropa de personas muertas.

Tenía que atravesar aquel mausoleo para llegar al Dulce Cristina. Tenía que ver por fuerza el correo que todavía llegaba para Ellie y Graham. Y quizás hasta oír uno o dos mensajes en el contestador automático de algún amigo de otra ciudad que no sabía que Ellie había muerto de cáncer el año pasado y Graham de un «derrame», por decirlo de alguna manera, dos meses antes de la muerte de su mujer. Ella aún regaba los helechos en memoria de Ellie, y hasta les ponía música. Conducía el Jaguar de Graham porque venderlo era un fastidio. Ni siquiera había vaciado su escritorio.

Derrame. Se sintió invadida por una sensación oscura y desagradable. No pienses en la muerte de Graham en el suelo de la cocina, sino en los éxitos de hoy. Durante las últimas quince horas has salvado tres vidas; los otros médicos quizá los habrían dejado morir. Has ofrecido tu experta ayuda a otras vidas que estaban en tus manos. Ahora, a salvo en el refugio de la unidad de vigilancia intensiva, esos tres pacientes pueden dormir, tienen ojos para ver, bocas para hablar y si les coges la mano y les dices que te la aprieten, pueden hacerlo. —¡Estás buscando un milagro! —le había dicho, con desdén, el supervisor de urgencias a las seis de la tarde, con los ojos vidriosos de cansancio—. ¡Olvídate de esta mujer y guarda tus energías para alguien a quien puedas ayudar!

—Lo único que me interesa son los milagros —había contestado Rowan—.

Vamos a separar los cristales y los cuerpos extraños de su cerebro y luego los quitaremos.

Era imposible explicarle que al poner sus manos sobre los hombros de aquella mujer había «escuchado», con su sentido clínico, mil pequeñas señales que le habían dicho, de modo infalible, que podía vivir. Sabía lo que había visto al quitar los fragmentos de hueso de la fractura y luego congelarlos para volver a colocarlos más tarde, al cortar la duramáter desgarrada y encontrarse el contuso tejido debajo, aumentado por la poderosa lente quirúrgica. Un cerebro lleno de vida, intacto, que funcionaría una vez quitada la sangre y cauterizados los diminutos vasos rotos para detener la hemorragia.

Se trataba de la misma sensación de infalibilidad que había tenido aquel día en el océano al rescatar a aquel hombre ahogado, Michael Curry, subirlo a la cubierta y tocar su carne fría. Sí, había vida allí. Hazlo volver.

El ahogado. Michael Curry. Eso era, claro, eso decía la nota que había escrito para acordarse. Llamar al médico de Curry. Había dejado un mensaje para ella en el hospital y en el contestador de su casa.

Habían pasado más de tres meses desde aquella fría y triste tarde de mayo, en que la niebla no dejaba ver ni una luz de la lejana ciudad, y el ahogado en la cubierta del Dulce Cristina parecía tan muerto como cualquiera de los cadáveres que había visto. Apagó el cigarrillo.

—Buenas noches, doctores —dijo, y se puso de pie—. El lunes a las ocho —se dirigió a los residentes—. No, no hace falta que se levanten.

El doctor Larkin le cogió la manga con dos dedos. Cuando ella trató de soltarse, él apretó más fuerte. —No salgas sola en ese barco, Rowan. —Vamos, jefe. —Otra vez intentó soltarse, pero no lo consiguió—. Salgo sola en ese barco desde los dieciséis años.

—Mal asunto, Rowan, mal asunto. Supon que te golpeas la cabeza o te caes por la borda.

Rowan sonrió, educada, pese a que en realidad estaba molesta por el comentario. Luego salió al pasillo, pasó junto a los ascensores —demasiado lentos— y se dirigió a la escalera.

Quizá debería echar un vistazo a los tres pacientes en vigilancia intensiva antes de irse; de pronto, la idea de dejarlos la abrumó. Y la idea de no volver hasta el lunes era todavía peor.

Se metió las manos en los bolsillos y subió deprisa los dos tramos de escalera hasta el cuarto piso.

Los brillantes corredores de arriba estaban muy tranquilos, apartados de la inevitable confusión que reinaba en urgencias. Una mujer sola dormía en el sofá de la sala de espera alfombrada. La vieja enfermera de la oficina de guardia la saludó con la mano. Muchas veces, cuando estaba de guardia, durante su atormentada época de residente, en lugar de intentar dormir se paseaba por estos corredores en medio de la noche. Iba y venía recorriendo un piso tras otro, arrullada por el murmullo de infinidad de máquinas.

Qué lástima que el jefe conociera el Dulce Cristina, pensaba ahora, qué error había sido llevarlo a casa aquella tarde del funeral de su madre adoptiva; pero ella se sentía desesperada y asustada. Se habían sentado en cubierta a tomar vino bajo el cielo azul de Tiburón. Qué error que en aquellos momentos, vacíos y fríos, le hubiera confesado a Lark que ya no quería vivir en aquella casa, que vivía en el barco y que a veces vivía para él, para salir a navegar sola después de las guardias, aunque hubiera trabajado infinidad de horas y estuviera agotada.

Hablar con la gente... ¿acaso servía para algo? Lark soltó una sarta de lugares comunes para consolarla, y a partir de entonces todo el hospital se enteró de lo del Dulce Cristina. Ya no era tan sólo la callada Rowan, sino Rowan la adoptada, la que había perdido a su familia en menos de medio año, la que salía a navegar en un gran barco, completamente sola.

Si lo supieran todo, pensaba, lo misteriosa que en realidad era, incluso para sí misma. Y qué hubieran dicho sobre los hombres que le gustaban, los fornidos policías y los héroes del cuerpo de bomberos a quienes cazaba en saludables y ruidosos bares de barrio, tanto por sus manos y voces recias como por sus pechos y brazos poderosos. Sí, si supieran eso qué, si supieran de todos esos acoplamientos en el camarote del Dulce Cristina, con el revólver treinta y ocho propiedad de la policía con su funda negra de cuero colgando del gancho de la pared. ¿Por qué ese tipo de hombres?, había preguntado una vez Graharn. —¿ Los buscas tontos, brutos y fuertes? ¿ Y si uno de ellos estrella su puño carnoso contra tu cara?

—Ahí está la cuestión —le había contestado con frialdad, sin molestarse en mirarlo—, pero no hacen esas cosas. Salvan vidas, por eso me gustan. Me gustan los héroes.

—Parece un capricho de niña de catorce años —había replicado él ácidamente.

—No, te equivocas. A los catorce años pensaba que los héroes eran los abogados como tú.

Un brillo amargo en sus ojos, mientras apartaba la mirada de Rowan. Y ahora, a más de un año de su muerte, el recuerdo amargo de Graham. El sabor de Graham, el olor de Graham, Graham al fin en su cama, porque si ella no lo hubiera hecho, Graham se habría marchado antes de la muerte de Ellie.

—No me digas que tú no lo habías pensado siempre —le había dicho él en el mullido colchón de plumas de la litera del Dulce Cristina —. Al diablo tus bomberos, al diablo tus polis.

Deja de discutir con él. Deja de pensar en él. Ellie nunca supo que te fuiste a la cama con él, ni por qué pensabas que debías hacerlo. Hay muchas cosas que Ellie nunca supo. Y no estás en casa de Ellie. Ni siquiera estás en el barco que Graham te regaló. Todavía estás a salvo aquí, en la aséptica calma de tu mundo, y Graham está muerto y enterrado en el pequeño cementerio del norte de California. No te preocupes por la forma en que murió, porque nadie más lo sabe. No dejes que se presente en espíritu cuando pones la llave en el arranque de su coche —que deberías haber vendido hace tiempo—, ni cuando caminas por las habitaciones húmedas y heladas de su casa.

Sin embargo, Rowan aún hablaba con él, aún seguía con la interminable defensa de su caso, aunque su muerte había impedido para siempre cualquier resolución real. Era su propio odio y rabia lo que había dado vida al fantasma de Graham que aún la rondaba, pese a que se debilitaba, incluso aquí, en la seguridad de los corredores de sus propios dominios.

Cualquier día traeré a los otros, le hubiera gustado decir a Graham de alguna manera, los traeré con su orgullo, su salvajismo, con su ignorancia y su alegre sentido del humor; traeré su rudeza, su amor ardiente y simple, su miedo a las mujeres. Hasta traeré sus charlas, sí, sus interminables charlas, porque, gracias a Dios, a diferencia de los neurocirujanos, ellos no esperan que yo les diga nada; no quieren saber quién soy ni qué soy, podría decirles sin problemas: científica espacial, entrenadora de espías, maga o neurocirujana. «¡Así que operas el cerebro de la gente!» ¿Qué importaba?

El hecho era que ahora Rowan comprendía mejor el «interrogante del hombre» que en la época en que Graham discutía con ella. Comprendía la conexión entre ella y sus héroes de uniforme: entrar en el quirófano, ponerse los guantes esterilizados, levantar el microcoagulante y el microescalpelo, todo ello era como entrar en un edificio en llamas, como intervenir en una pelea de familia con un arma para salvar a la mujer y al hijo.

Sí, el mismo valor, ese amor al estrés y al peligro por una buena razón que veía en esos hombres rudos a los que le gustaba besar, acariciar y ofrecerles sus pechos; esos hombres que le gustaba tener encima; esos hombres que no necesitaban que ella hablara.

Pero de qué le servía comprender si hacía meses, por lo menos medio año, que no invitaba a nadie a su cama. ¿Qué pensaba el Dulce Cristina de eso?, se preguntaba a veces. ¿No le susurraba en la oscuridad: «Rowan, dónde están nuestros hombres»?

Chase, el policía rubio de piel cetrina de Marín, todavía le dejaba mensajes en el contestador de su casa, pero ella no tenía tiempo para llamarlo. Era un muchacho muy dulce, hasta leía libros, y una vez incluso habían tenido una auténtica conversación. Fue el día en que ella hizo un comentario que no venía al caso sobre la sala de urgencias y una mujer a la que su marido había disparado. Él se interesó de inmediato y soltó su sarta de historias de disparos y puñaladas, y al cabo de un rato ya estaban enzarzados en una discusión desde sus respectivos puntos de vista. Quizá por eso no lo había llamado. Era una posibilidad.

Sin embargo, esa noche, en apariencia, la neurocirujana se había impuesto por completo a la mujer, hasta el punto de que ni ella misma sabía con certeza por qué pensaba en todos esos hombres. Quizá porque no estuviera tan cansada como creía o porque el último varón hermoso que había deseado había sido Michael Curry, el espléndido ahogado, espléndido aun tirado sobre la cubierta de su barco, mojado y pálido, con el pelo negro aplastado contra la cabeza.

Sí. Estaba —por decirlo en términos de colegiala— buenísimo, era un tío guapo, y era además su tipo. No uno de esos cuerpos californianos de gimnasio, con músculos hiperdesarrollados y bronceado de lámpara, rematado con un pelo teñido, sino un poderoso ejemplar auténticamente proletario, cuyos ojos azules y las pecas de sus mejillas —ahora, al pensar en ellas sintió deseos de besarlas— lo hacían aún más irresistible.

Qué ironía, haber pescado del mar en un estado de trágica impotencia un ejemplo tan perfecto del tipo de hombre que siempre había deseado.

Se detuvo. Había llegado a la puerta de la unidad de vigilancia intensiva.

Entró en silencio y se quedó un momento observando aquel mundo congelado de habitaciones parecidas a peceras, con pacientes demacrados que en apariencia dormían bajo tiendas de oxígeno, con sus miembros y torsos frágiles conectados a monitores sonoros en medio de un sinfín de cables y diales.

Se encendió una lucecita en la cabeza de Rowan. Fuera de esta sala ya no existía nada, tampoco fuera del quirófano.

Se acercó al escritorio y tocó suavemente el hombro de la enfermera, inclinada sobre una pila de papeles debajo de la luz fluorescente.

—Buenas noches, Laurel-dijo Rowan en voz baja.

La mujer se sobresaltó. Luego, al reconocer a Rowan, su rostro se iluminó.

—Doctora Mayfair, ¿todavía por aquí?

—Vengo a echar un vistazo.

El trato de Rowan con las enfermeras era muchísimo más amable que el que tenía con los médicos. Desde el principio de su residencia siempre las había adulado, haciendo un esfuerzo extraordinario por mitigar el proverbial rencor que éstas sentían por las médicas y despertar todo el entusiasmo posible. Para ella era una ciencia, calculada y refinada hasta la crueldad, que, sin embargo, resultaba profundamente sincera, como cualquiera de las incisiones practicadas en los tejidos cerebrales de los pacientes.

Entró en la primera habitación y se detuvo junto a una cama de metal alta y brillante —parecía un monstruoso potro de torturas con ruedas—, mientras oía a la enfermera que se acercaba, pendiente de ella, por así decirlo, para quitar el carrito que había a los pies de la cama. Rowan movió la cabeza. No, no se moleste.

La última víctima del día de un accidente de coche yacía pálida y aparentemente sin vida, con la cabeza envuelta en un enorme turbante de vendajes blancos y con un tubo transparente que le salía de la nariz. Las máquinas revelaban la única muestra de vitalidad con sus suaves y monótonas señales acústicas y luminosas. La glucosa fluía por la pequeña aguja pinchada a la muñeca atada.

Como un cadáver que revivía sobre la mesa de embalsamamiento, la mujer abrió los ojos debajo de las sábanas blancas.

—Doctora Mayfair —murmuró. Una agradable sensación de alivio invadió a Rowan. Ella y la enfermera volvieron a cruzar una mirada. Rowan sonrió.

—Estoy aquí, señora Trent —dijo en voz baja--Está mejor. —Le cogió la mano derecha con suavidad. «Sí, muy bien.»

La mujer cerró los ojos tan despacio como los pétalos de las flores. No hubo cambios en el sonido de las máquinas que las rodeaban. Rowan se retiró tan silenciosamente como había entrado.

A través de las ventanas de la segunda habitación vio otra figura aparentemente inconsciente, un muchacho cetrino, un chiquillo en realidad, que había perdido la vista de repente y se cayó de un andén al paso de un tren de cercanías.

Había trabajado cuatro horas con este paciente, suturando con una aguja diminuta la hemorragia capilar que había provocado la ceguera, y reparando las lesiones del cráneo. En la sala de recuperación, el chico había bromeado en medio del círculo de médicos que lo rodeaba.

—Está mejor, doctora —susurró la enfermera a su lado.

Rowan asintió, pero sabía que dentro de algunas semanas sufriría ataques.

Lo tratarían con Dilantin para controlarlos, pero sería epiléptico el resto de su vida. Sin duda, eso era mejor que la muerte y la ceguera. Esperaría y vigilaría antes de dar explicaciones o hacer pronósticos, después de todo siempre existía la posibilidad de que estuviera equivocada.

—Estaré fuera hasta el lunes, Laurel. No sé si me gusta este nuevo horario.

La enfermera sonrió.

—Se merece el descanso, doctora Mayfair. — ¿ De verdad? —murmuró Rowan—. El doctor Simmons me llamará si hay algún problema. Y usted también puede pedirle que me llame, ¿de acuerdo?

Rowan salió por la puerta doble, dejando que se cerrara suavemente tras su paso. Sí, había sido un buen día.

En realidad ya no había excusa para quedarse allí más tiempo, excepto tomar algunas notas en el diario privado que tenía en su oficina y escuchar las llamadas de su contestador personal. Quizá podría descansar un rato en el sofá de cuero. La oficina de adjunto era mucho más lujosa que las estrechas y maltrechas habitaciones de guardia donde había pasado tantos años.

Pero sabía que debía irse a casa. Que tenía que dejar vagar las sombras de Ellie y Graham a su antojo. ¿Y Michael Curry? Vaya, se había vuelto a olvidar de él, y ahora eran casi las diez. Tenía que llamar al doctor Morris cuanto antes.

Ahora no dejes que tu corazón salte por Curry, pensó mientras caminaba lentamente por el corredor y elegía otra vez la escalera al ascensor, trazando una ruta irregular por el gigante hospital adormilado que la llevaría a la puerta de su oficina.

Sin embargo, estaba ansiosa por saber lo que Morris tenía que decirle, impaciente por tener noticias de su único hombre en ese momento, un hombre que no conocía y al que no había visto desde aquella violenta escena, enloquecida y fortuita, de esfuerzos desesperados y victoria final en el mar turbulento hacía casi cuatro meses...

Aquella noche estaba casi aturdida por el cansancio. Una guardia de rutina en su último mes de residencia significaba treinta y seis horas seguidas de servicio durante las cuales dormía quizás una. Y todo iba bien hasta que divisó a un hombre ahogado en el agua.

El Dulce Cristina avanzaba lentamente por el océano turbulento, bajo un cielo plomizo y borrascoso, mientras el viento rugía contras las ventanas de la timonera. Las advertencias de peligro para las embarcaciones menores no importaban para este poderoso bimotor de doce metros de eslora de fabricación holandesa; su casco, si bien con lentitud, se desplazaba con suavidad y sin saltos a través del oleaje agitado. Era, para ser sinceros, demasiado barco para una sola persona, pero Rowan lo había pilotado sola desde los dieciséis años.

El cielo encapotado oscurecía la luz del día aquella tarde de mayo ya en el momento en que Rowan pasaba debajo del Golden Gate. Cuando perdió de vista el puente, el largo crepúsculo se había desvanecido por completo.

La oscuridad caía con una monotonía metálica; el océano se fundía con el cielo y hacía tanto frío que Rowan llevaba los guantes y el gorro de lana incluso en la timonera, y bebía una taza tras otra de café hirviendo, que no hacían mella en su inmenso cansancio. La mirada, como siempre, estaba fija en el mar cambiante.

Entonces apareció Michael Curry, esa mancha a lo lejos. ¿Era un hombre?

Boca abajo sobre las olas, los brazos extendidos y flaccidos, las manos que flotaban cerca de la cabeza y la mata de pelo negra que contrastaba con el brillante gris del agua; el resto era una masa de ropa ligeramente inflada sobre una forma inerte. Una gabardina con cinturón, zapatos marrones. Aspecto de muerto.

Lo único que supo en aquellos primeros momentos fue que no se trataba de un cadáver en descomposición. La palidez de sus manos revelaba que el cuerpo no estaba anegado de agua. Era posible que se hubiera caído de algún barco pocos minutos o pocas horas antes. Lo más importante era avisar inmediatamente y dar sus coordenadas, y luego tratar de subirlo a bordo.

El destino quiso que los barcos guardacostas estuvieran a millas de distancia y los helicópteros de rescate todos ocupados. No había ni un velero a causa de los avisos de mal tiempo y la niebla empezaba a cubrir toda la zona. La ayuda llegaría lo antes posible, pero nadie sabía cuándo.

—Trataré de sacarlo del agua —dijo—. Estoy sola. Intenten llegar lo antes posible.

Y ésa era la parte más difícil, porque nunca había hecho algo así sola.

Aunque tenía el equipo necesario, los aparejos conectados a una cuerda de nilón resistente que se accionaba con un motor desde el puente de mando; en otras palabras, los medios suficientes para subirlo a bordo si conseguía llegar a él, y ahí estaba el problema.

Sin pérdida de tiempo se puso los guantes de goma y el chaleco salvavidas, luego se colocó su propio arnés y preparó el segundo para él. Comprobó el cordaje, incluido el cabo unido al bote de goma, y vio que era seguro. Arrojó el bote por la borda del Dulce Cristina y bajó por la escalerilla, ignorando la furia del mar, el balanceo de la escalerilla y el agua fría que salpicaba su rostro.

El cuerpo flotaba en dirección a ella mientras Rowan avanzaba remando, pero el bote se estaba llenando de agua. Por un instante pensó que era imposible, pero se negó a darse por vencida. Al final, y casi con medio cuerpo fuera de la embarcación, consiguió cogerlo de la mano y atraerlo hacia ella. Pero ¿ cómo demonios iba a colocarle el arnés correctamente alrededor del pecho?

El agua volvió a inundar el bote y ella casi se cayó. Entonces una ola la levantó y perdió la mano del hombre. Lo había perdido. Pero el cuerpo volvió a aparecer, flotando como un corcho. Esta vez lo cogió por el brazo izquierdo y pasó el arnés por la cabeza y el hombro izquierdo; era fundamental que consiguiera pasar también el brazo derecho. Si quería subirlo a bordo, el arnés tenía que estar bien puesto, el hombre pesaba mucho con la ropa mojada.

En esos instantes, mientras miraba el rostro sumergido a medias y sentía el frío de su mano, su sentido clínico estaba funcionando. «Sí, está aquí. Puede regresar. Súbelo a cubierta.»

Una sucesión de olas violentas le impedía hacer otra cosa que sostenerlo.

Luego, consiguió asir la manga derecha y tirar del brazo para pasarlo por el arnés, que cerró inmediatamente.

El bote volcó y cayó al mar junto con él. Tragó agua y emergió a la superficie. Le costaba respirar y el frío le penetraba la ropa. ¿Cuántos minutos resistiría a esa temperatura antes de perder el conocimiento? Pero ambos estaban bien atados. Si conseguía llegar hasta la escalerilla sin perder el conocimiento podría izarlo. Sin darse por vencida, empezó a avanzar, tirando con las manos de la cuerda, hacia la borda de estribor del Dulce Cristina, una mancha blanca que aparecía y desaparecía mientras las olas pasaban por encima de ella.

Al final dio de lleno contra el barco. El impacto la devolvió a su estado de alerta. Los dedos, cubiertos por los guantes, se negaban a aferrarse al travesano de la escalerilla, pero les dio la orden: cerraos, maldición, apretaos bien, y vio cómo su mano derecha obedecía, y también la mano izquierda. Rowan daba órdenes a su cuerpo entumecido y, sin terminar de creérselo, vio cómo subía travesano a travesano.

Durante un momento, echada sobre la cubierta, fue incapaz de moverse. El aire tibio que salía del puente humeaba como una bocanada de vapor. Empezó entonces a masajearse los dedos para desentumecerlos. Pero no tenía tiempo para entrar en calor, ni para hacer nada más que ponerse de pie y llegar al cabrestante.

Le dolían las manos, pero respondían automáticamente a lo que ella les ordenaba mientras encendía el motor. Los aparejos chirriaron mientras izaban la cuerda de nilón. De repente vio el cuerpo del hombre que se alzaba sobre la barandilla de la cubierta, la cabeza caída hacia delante, los brazos flojos y extendidos por encima de la cuerda del arnés, el agua que chorreaba de lá ropa empapada. Finalmente cayó sobre la cubierta.

El cabrestante soltó un chirrido más agudo al arrastrar al hombre hacia la timonera. Un último tirón dejó el cuerpo a un metro de la puerta. Rowan apagó el motor. El cuerpo yacía mojado, sin vida, demasiado lejos del aire tibio que tanto bien podía hacerle, pero ella sabía que no podía llevarlo adentro a rastras ni seguir perdiendo tiempo con las cuerdas y los aparejos.

Le dio la vuelta con gran esfuerzo y sacó un buen litro de agua de los pulmones. Luego lo levantó, empujándolo con su propio cuerpo, y lo dejó de espaldas. Se quitó los guantes porque eran un estorbo y deslizó su mano por debajo del cuello, le cerró los orificios de la nariz con la mano derecha y practicó el boca a boca. Su mente trató de identificarse con él, imaginándose el aire tibio que entraba en sus pulmones. Pero a pesar del aire que entraba, nada cambiaba en la masa inerte que yacía debajo.

Pasó al pecho, y apretó con toda su fuerza el esternón, para luego soltarlo, y así unas quince veces. —¡Vamos, respira! —dijo como si estuviera en una carrera—. ¡Maldición, respira! —Y volvió a la respiración boca a boca.

Imposible saber cuánto tiempo había pasado, había perdido la noción del tiempo, como cuando estaba en el quirófano. Simplemente continuaba, pasaba del masaje al esternón a la respiración boca a boca, parando sólo para sentir la arteria carótida inerte y para comprobar que el mensaje seguía siendo el mismo —vivo— antes de continuar. —¡Sé que puedes oírme! —gritó mientras apretaba el esternón.

Se imaginó el corazón y los pulmones, hasta el último detalle anatómico.

Luego, mientras volvía a levantarle el cuello, el hombre abrió los ojos y su rostro se iluminó de vida. Ella sintió que el pecho se movía con esfuerzo; el aire caliente que salía de su boca le alcanzaba el rostro. —¡Eso es, respira! —gritó al viento. ¿Por qué estaba tan sorprendida de que estuviera vivo, de que la mirara, si en ningún momento había pensado en abandonar?

El hombre cerró su mano derecha y le cogió la suya. Murmuró algo incoherente, algo que parecía un nombre propio.

Lo abofeteó con suavidad. Su respiración llegaba entrecortada y rápida, su rostro se contrajo de dolor.

—Qué ojos tan azules tenía, qué vivos estaban. Era como si nunca hubiera visto esos ojos en un ser humano.

—Sigue respirando. Escucha, voy a buscar unas mantas abajo.

Él volvió a cogerle la mano y empezó a temblar violentamente. Mientras Rowan trataba de soltarse, vio que el hombre miraba hacia el cielo y levantaba la mano izquierda. Señalaba algo. Una luz barría la cubierta. Dios, la niebla era cada vez más espesa, parecía humo. El helicóptero había llegado a tiempo. El viento le entraba en los ojos y casi no veía las hélices que giraban.

Rowan cayó de espaldas y casi perdió el conocimiento, consciente sin embargo de la presión de sus dedos. Él trataba de decirle algo.

—Está bien, no te preocupes, ahora cuidarán de ti —lo tranquilizó, palmeándole suavemente la mano.

A medianoche había renunciado a dormir, pero otra vez estaba abrigada y cómoda. El Dulce Cristina se mecía como una cuna enorme sobre el oscuro mar, mientras sus faros barrían la niebla y el radar y el piloto automático mantenían el mismo rumbo circular. Rowan, sentada tranquilamente en un rincón de la litera, con ropa seca, bebía café hirviendo.

Sentía curiosidad por el hombre, por esa mirada. Los guardacostas le habían dicho que se llamaba Michael Curry. Había pasado en el agua por lo menos una hora antes de que ella lo encontrara; sin embargo, todo había salido según lo previsto: «Ningún problema neurológico.» La prensa decía que era un milagro.

Por desgracia, en la ambulancia se había desorientado y tuvo una reacción violenta —quizá por todos esos periodistas en el embarcadero— y lo habían tenido que sedar (¡estúpidos!) y eso había complicado un poco las cosas (¡claro!). A pesar de todo, ahora estaba «muy bien».

—No den mi nombre a nadie —había dicho—, quiero que se respete mi derecho a la intimidad.

De acuerdo. Los periodistas eran un fastidio. Y, para ser sinceros, su petición de auxilio había llegado en mal momento y no había sido registrada como correspondía. No tenían ni su nombre ni el número de matrícula del barco. Si era tan amable, podía darles esa información ahora...

—Corto y fuera, muchas gracias —respondió, y apagó la radio.

El Dulce Cristina iba a la deriva. Volvió a ver a Michael Curry tirado en la cubierta, las arrugas de su frente al despertarse, el reflejo de la luz del puente en sus ojos. ¿Qué palabra había dicho? Parecía un apellido, pero si lo había oído bien, no conseguía recordarlo.

Y qué bello era. Hasta ahogado era algo digno de ver. La combinación de rasgos que hacen que un hombre sea hermoso siempre había sido un misterio.

Sin duda era un rostro irlandés: cuadrado, con esa nariz corta y redondeada que muchas veces podía afear una cara. Pero nadie habría dicho que él fuera feo.

No, con esos ojazos y esa boca. No, imposible.

Pero no estaba bien pensar en él en esos términos. Cuando ella ligaba no era la doctora, era Rowan, que buscaba un compañero anónimo y que cerraba la puerta y se dormía una vez que todo había terminado. Pero ahora era Rowan la médica quien se preocupaba por él. ¿Y quién mejor que ella para saber qué pudo quedar afectado en la química del cerebro durante aquella hora crucial?

A la mañana siguiente, temprano, cuando volvió con el barco, llamó al Hospital General de San Francisco. El doctor Morris, el jefe de residentes, todavía estaba de guardia.

—Está bien... ha tenido una suerte del demonio —le dijo el doctor Morris. Sí, por supuesto, ésa era una llamada de médico a médico, absolutamente confidencial. Lo único que les faltaba a esos chacales del pasillo era saber que una neurocirujana sola en medio del mar lo había rescatado. Por supuesto, estaba algo alterado psíquicamente, no paraba de hablar sobre las visiones que había tenido y además le pasaba algo en las manos, algo extraordinario... —¿En las manos?

—No es una parálisis ni nada semejante. Perdone, pero me están llamando.

—De acuerdo. Escuche, éste es mi último mes como residente, si me necesita, llámeme.

Rowan colgó. ¿Qué demonios había querido decir con eso de las manos?

Recordó la forma en que la había cogido Michael Curry, cómo se aferraba y la miraba fijamente a los ojos, sin dejarla marchar.

—No hice nada con ellas —murmuró—; no pasa nada con las manos de ese hombre.

A la tarde siguiente, cuando abrió el Examiner, comprendió lo de las manos.

Había tenido una «experiencia mística», explicaba él. Desde algún lugar lejano había visto su cuerpo flotando en el Pacífico. Le habían ocurrido muchas cosas más que no conseguía recordar y aquella especie de amnesia lo estaba volviendo loco.

Con respecto a los rumores que circulaban sobre sus manos, sí, era cierto que siempre llevaba guantes negros porque cada vez que tocaba algo veía imágenes. No podía levantar una cuchara ni tocar una pastilla de jabón, sin ver alguna imagen relacionada con el último ser humano que había tocado aquel objeto.

Quería irse del hospital, en serio. Y ojalá recordara lo que le había pasado ahí fuera en lugar de tener ese poder en las manos.

Rowan estudió la foto, una instantánea grande en blanco y negro de Michael sentado en la cama. El encanto proletario era inconfundible y su sonrisa era sencillamente maravillosa. Hasta llevaba un pequeño crucifijo de oro al cuello que resaltaba la musculatura de los hombros. Muchos policías y bomberos llevaban cadenas como ésa. A Rowan le encantaban, sobre todo cuando la pequeña cruz, medalla o lo que fuera, colgaba sobre su rostro en la cama y la rozaba como un beso en los párpados.

Pero las manos enfundadas en los guantes negros y apoyadas sobre la colcha blanca tenían un aspecto siniestro en la foto. ¿Era posible lo que decía el artículo? No lo dudó ni por un momento. Había visto cosas más extrañas que ésa; sí, mucho más extrañas.

«No vayas a ver a ese hombre. No te necesita, y tú no tienes por qué preguntar por sus manos.»

Arrancó la página, la dobló y la guardó en el bolsillo. A la mañana siguiente, cuando entró tambaleándose de cansancio en la cafetería, después de una noche completa en el Centro de Traumatismos Neurológicos, abrió el Chronicle y lo volvió a encontrar.

Curry estaba en la tercera página, una buena foto en primer plano, un poco más ceñudo que antes, quizá menos confiado. Mucha gente había sido testigo entonces de su extraño poder de adivinación por contacto. Decía que ojalá la gente comprendiera que era sólo «magia de salón», que no podía evitarlo.

Ahora lo único que le importaba era la aventura que había olvidado, es decir, los mundos que había visitado durante la muerte. «He vuelto por una razón. Lo sé. Me dieron a elegir, y tomé la decisión de volver. Se trataba de algo muy importante que debía hacer. Sabía, sabía muy bien cuál era el propósito.

Tenía algo que ver con una puerta y un número, pero no puedo recordar el número ni lo que significaba. En realidad, no consigo recordar nada. Como si la experiencia más importante de mi vida hubiera sido borrada. Y no sé cómo hacer par» recuperarla.»«Lo hacen pasar por loco —pensó Rowan, y probablemente es una de esas—, "experiencias cercanas a la muerte". Sabemos que eso ocurre con algunas personas. ¿Qué le pasa a la gente que lo rodea?»

Y con respecto a sus manos, ella estaba fascinada por esa parte de su cuerpo.

Leyó detenidamente los relatos de varios testigos. Ojalá tuviera cinco minutos para echar un vistazo a las pruebas que le habían hecho.

Volvió a pensar en él, cuando estaba en la cubierta del barco, en la firmeza de su mano, en la expresión de su cara. ¿Había sentido algo a través de su mano en aquel momento? ¿Y qué sentiría ahora? ¿Debería ir a verlo, contarle lo que recordaba sobre el accidente, sentarse en la cama junto a él y pedirle que le mostrara su «truco de salón», en otras palabras, intercambiar su escasa información por lo que todo el mundo le pedía? No.

Era inadmisible pedirle algo así. Era inadmisible que ella, una médica, no pensara en lo que él pudiera necesitar, sino en lo que ella quería. Era peor que preguntarse qué tal sería llevárselo a la cama y tomar café con él en el camarote a las tres de la mañana.

Quizá debía dejar a Michael Curry tranquilo. Quizá fuera lo mejor para ambos.

Al final de la semana el Chronicle de San Francisco publicó un reportaje especial en primera página. ¿QUÉ LE HA PASADO A MICHAEL CURRY?

Tenía cuarenta y ocho años, era contratista profesional, especialista en la restauración de viejas casas victorianas. Parecía que era toda una leyenda en San Francisco por convertir ruinas en mansiones, un maniático de la autenticidad, desde los ganchos a los clavos. Sus detallados proyectos de restauración eran famosos. En realidad, hasta se había publicado un libro sobre ellos, El estilo Victoriano por dentro y por fuera.

Pero no hacía nada ahora. Su empresa estaba cerrada temporalmente. El dueño estaba demasiado ocupado tratando de recordar la revelación que había tenido durante esa hora crucial en la que había estado «muerto en el agua».

Y con respecto a su nuevo poder, afirmaba que no tenía nada que ver con aquello. Parecía sólo un efecto colateral, accidental. «Lo único que veo es una cara, un nombre. Es totalmente irrelevante.»

Aquella noche, en la cafetería del hospital, Rowan lo vio en las noticias de la televisión: una imagen vivida y tridimensional del hombre. Ahí estaban otra vez esos inolvidables ojos azules y esa sonrisa encantadora. En realidad, había inocencia en él, sus gestos francos revelaban a una persona que había renunciado a la deshonestidad o a tratar de huir de las complicaciones del mundo hacía mucho tiempo.

—Tengo que volver a mi casa —explicó —No a mi casa de aquí, sino a mi hogar, al lugar donde nací; tengo que regresar a Nueva Orleans. Juraría que tiene algo que ver con lo que me ha ocurrido. No dejo de tener imágenes de mi ciudad. —Se encogió de hombros.

Parecía un sujeto condenadamente agradable.

—Háblenos sobre su poder, Michael.

—No quiero hablar de eso. —Otra vez se encogía de hombros y miraba sus manos con guantes negros—. Quiero dirigirme a la gente que me rescató: a los guardacostas que me trajeron y al patrón del barco que me sacó del mar. Me gustaría que se pusieran en contacto conmigo. Ésa es la razón de que acepte esta entrevista.

La cámara pasó en aquel momento a un par de periodistas del estudio, que hacían bromas sobre el «poder». Ambos habían sido testigos.

Rowan se quedó inmóvil durante un instante sin pensar en nada. Nueva Orleans... y Michael le pedía que se pusiera en contacto con él. Nueva Orleans...

Bueno, eso aclaraba un poco las cosas. Rowan se sentía obligada. Había oído su súplica. Y tenía que aclarar lo de Nueva Orleans. Tenía que llamarlo... o escribirle.

Aquella noche, nada más llegar a casa, se dirigió al viejo escritorio de Graham, sacó un papel y le escribió una carta.

Le explicó en detalle todo lo que había observado sobre el accidente desde el momento en que lo había visto en el mar hasta que lo subieron en la camilla.

Luego, tras un momento de duda, añadió su número de teléfono particular y una pequeña posdata.

No, a ella nunca le había pasado algo semejante. Pero había experimentado otras cosas igual de extrañas. Y mientras todo el mundo conocía la aventura de Curry, nadie conocía los extraños secretos que ella sabía.

Pero pensar que la vida tenía un sentido concreto, un esquema ordenado, bueno, eso estaba más allá de sus posibilidades filosóficas. Siempre había temido que todo se redujera a la soledad, al trabajo duro y a esforzarse por dar importancia a cosas que no la tenían. La cirugía la fascinaba porque la gente podía levantarse, vivir y darle las gracias. Una era útil a la vida y hacía retroceder a la muerte, y era el único valor incontrovertible al que podía entregarse de lleno. «Doctora, pensábamos que nunca volvería a caminar.» ¿Pero que hubiera alguna gran razón para vivir, para renacer? ¿Cuál sería? ¿Qué sentido tenía que una mujer muriera de un ataque en la mesa de partos mientras el recién nacido lloraba en brazos del médico? ¿Qué sentido tenía que un hombre fuera arrollado por un conductor borracho cuando regresaba de la iglesia?

Si tenía sentido el feto que había visto una vez, una cosilla viva que respiraba con los ojos aún cerrados, con una boquita de pescado, y cables que le salían de esa horrenda cabeza desproporcionadamente grande y esos brazos diminutos, mientras dormía en la incubadora especial a la espera de que le quitaran un tejido —mientras siguiera vivo y respirara, por supuesto— para el receptor del trasplante que esperaba dos pisos más arriba.

Pero si eso tenía sentido, descubrir que se podía —a pesar de todas las leyes que lo prohibían— mantener a esas pequeñas criaturas abortadas con vida en un laboratorio secreto en un hospital privado gigante, cortarlas a voluntad en beneficio de un enfermo de Parkinson, que ya había tenido la oportunidad de vivir sus buenos sesenta años antes de empezar a morir de la enfermedad que el trasplante de tejido fetal podía curar, bien, entonces cualquier día ella empezaría a cortar a un herido de bala en la sala de urgencias.

Nunca olvidaría aquella Nochebuena fría y oscura y al doctor Lemle que la llevaba por esos pisos desiertos del Instituto Keplinger.

—Rowan, nos hace falta. No se preocupe, sé lo que puedo decirle a Larkin para que deje el Hospital Universitario. Quiero que venga a trabajar aquí.

Ahora le enseñaré algo que usted sabrá apreciar y que Larkin nunca comprendería, algo que nunca verá en el Universitario, algo que comprenderá.

Pero ella no lo comprendió. O, mejor dicho, comprendió perfectamente el horror de lo que vio.

—No es un ser viable, en el estricto sentido de la palabra —le había explicado el doctor Karl Lemle, cuyo prestigio la había seducido; prestigio y ambición, y visión, sí, eso también—. Desde luego, técnicamente ni siquiera está vivo. Está muerto, bastante muerto, puesto que su madre lo abortó, ¿comprende?, en la clínica de abajo, así pues, técnicamente no es una persona, no es un ser humano. No se nos puede obligar, Rowan, a que lo metamos en una bolsa de basura, cuando sabemos que si mantenemos este cuerpecito con vida, y otros como él, auténticas minas de un tejido inimitable, tan adaptable, tan diferente a cualquier otro tejido humano, compuesto por infinidad de células extrañas que en el proceso fetal normal habrían sido eliminadas, podemos hacer descubrimientos en el campo de los trasplantes neurológicos que harían del Frankenstein de Mary Shelley un cuento para niños.

Sí, por lo que a eso se refería, tenía razón. Y no había dudas de que hablaba en serio cuando predecía un futuro de trasplantes de cerebro completos, en los que el órgano del pensamiento sería extirpado sin problemas de un cuerpo gastado para ponerlo en otro joven, un mundo en el que se crearían cerebros completamente nuevos y se añadirían tejidos aquí y allá para suplir las deficiencias de la naturaleza.

—Mire usted, lo más importante de los tejidos fetales es que el organismo no los rechaza. ¿Ha pensado en ello, en lo que significa? Un implante diminuto de células fetales en el ojo de un adulto y el ojo lo acepta; las células se desarrollan y se adaptan al nuevo tejido. Dios mío, ¿se da cuenta de que es algo que nos permite participar en el proceso evolutivo? Estamos a punto de... —Estamos no, Karl. Usted está. —Rowan, usted es la cirujana más brillante con la que he trabajado. Si... —¡No pienso hacer algo así! No pienso matar. —«Y si no salgo de aquí ahora mismo, voy a empezar a gritar. Tengo que irme, porque ya he matado.»

Por supuesto, no había denunciado a Lemle. Los médicos no hacen cosas así a otros médicos, sobre todo cuando ellos son residentes y los enemigos son investigadores famosos y poderosos. Simplemente, cerró los ojos.

—Y además —había dicho él más tarde, junto al fuego de Tiburón, mientras las luces de Navidad se reflejaban en los ventanales de la casa—, en todas partes se hacen investigaciones con fetos vivos. No habría una ley contra ello si no se hiciera.

En realidad no era de extrañar, era algo muy tentador. De hecho, tenía tanto de tentador como de repugnante. ¿Qué científico —y los neurólogos eran científicos por excelencia— no había soñado con algo así?

Aquella revelación fue un regalo de Navidad horrible, y a pesar de todo había redoblado su dedicación a la cirugía de traumatismos. Ver a esos diminutos monstruos que trataban de respirar bajo la luz artificial, la había hecho renacer, y mientras su propia vida se estrechaba, un poder inestimable ganaba terreno: poco a poco se convertía en la hacedora de milagros del Hospital Universitario, la que llamaban cuando los cerebros se iban extinguiendo en la camilla.

Quizás el cerebro dañado era para ella el microcosmos de toda tragedia: vida mutilada de forma continua y fortuita por la vida. Las veces que había matado, y ciertamente lo había hecho, había sido un acto traumático: el cerebro agredido, el tejido despedazado de la misma manera que a menudo lo veía en víctimas de quienes no sabía nada. Nadie podía haber salvado a los que había matado.

Pero no quería ver a Michael Curry para discutir sobre el sentido de estas cosas, ni tampoco para llevárselo a la cama. Quería de él lo mismo que todos y por esa razón no había ido al Hospital General de San Francisco a comprobar cómo se recuperaba.

Quería saber sobre esa forma de matar, y no precisamente lo que revelaban las autopsias. Quería saber qué veía y sentía él —cuando le cogiera la mano, si es que se la cogía—, mientras ella pensaba en esas muertes. El había percibido algo la primera vez que la había tocado. Pero quizás eso también se había borrado de su memoria junto con lo que había visto mientras permanecía muerto.

Pero qué importancia podría tener para Curry que ella dijera: soy médica y creo en sus visiones así como en el poder de sus manos, porque personalmente sé que existen cosas de ese tipo, poderes psíquicos que nadie puede explicar. Yo misma tengo a veces un poder ilícito y confuso y a veces completamente incontrolable, el poder de matar a voluntad. ¿Por qué iba a importarle? Estaba rodeado de gente que creía en su poder, ¿no?, pero eso no lo ayudaba. Había muerto y vuelto a la vida y se estaba volviendo loco. Pero aun así, si le contara su historia... La idea era ahora una obsesión permanente, a lo mejor él era la única persona en el mundo capaz de creer lo que ella decía.

Aquellos treinta años de silencio la destrozarían, tarde o temprano, si no empezaba a hablar, con un grito interminable que borrase todas las palabras.

Al fin y al cabo, a pesar de todas las cabezas que había reparado, no podía olvidar esos tres asesinatos. La cara de Graham mientras la vida se extinguía en él; la chiquilla con convulsiones sobre el asfalto; el hombre que caía de cabeza contra la rueda de un Jeep.

Nada más empezar su residencia, se las había arreglado para conseguir los informes de las tres autopsias a través de canales oficiales. Accidente cerebrovascular, hemorragia subaracnoides, aneurisma congénito. Había leído con cuidado todos los detalles.

Lo que en lenguaje profano significaba, simplemente, una debilidad en la pared de una arteria, que por alguna razón inexplicable se rompía y causaba una muerte súbita y totalmente inesperada. En otras palabras, no había modo de predecir que una niña de seis años tuviera un ataque en el patio del recreo, una niña de seis años lo suficientemente sana como para haber dado una patada y tirado del pelo a una Rowan de seis años un minuto antes. Nadie había podido hacer nada por la chiquilla cuando su sangre empezó a manar por la nariz y los oídos y se le pusieron los ojos en blanco. Por el contrario, todos se habían ocupado de proteger a los otros niños, les taparon los ojos para que no vieran aquel desagradable espectáculo y se los llevaron al aula.

—Pobre Rowan —dijo más tarde la maestra—. Querida, quiero que sepas que se murió de algo que tenía en la cabeza. Una enfermedad. No tiene nada que ver con vuestra pelea.

Pero Rowan sabía lo que la maestra nunca sabría: que lo había hecho ella, que ella la había matado.

Aunque cualquiera diría que se trataba sólo del sentimiento de culpabilidad natural de una criatura por un accidente que no terminaba de comprender. Pero Rowan sintió algo cuando ocurrió, algo dentro de ella, una sensación penetrante que, cuando la recordaba, no se diferenciaba mucho del sexo, como una corriente que la atravesaba y fluía de ella en el momento en que la niña caía hacia atrás. Y a continuación su percepción diagnóstica, activa ya entonces, que le había dicho que la niña moriría.

A pesar de todo olvidó el incidente. Graham y Ellie, como buenos padres californianos, la llevaron al psiquiatra. Jugó con sus muñequitas y dijo lo que él quería que dijera. Además, la gente suele morir de estos «ataques».

Pasaron ocho años antes de que un hombre bajara de su Jeep en aquel camino solitario de las colinas de Tiburón, le tapara la boca y le ordenara con ese horrible tono íntimo e insolente: «¡No grites!»

Sus padres adoptivos nunca relacionaron a aquella chiquilla con el violador que había muerto mientras Rowan forcejeaba y la misma ira ciega la electrizaba, dando lugar a esa exquisita sensación que tensaba su cuerpo mientras el hombre la soltaba y caía de cabeza contra la rueda.

Pero ella sí lo relacionó. No en aquel momento, cuando el hombre la había obligado a abrir la puerta del Jeep ni cuando corría por el camino, gritando, sin saber que estaba a salvo. Lo supo más tarde, acostada a solas en la oscuridad, cuando se marcharon los policías de tráfico y los detectives de homicidios.

Pasó casi una década y media antes de que ocurriera con Graham. Para entonces Ellie estaba demasiado enferma de cáncer como para pensar en nada.

Y sin duda, no tenía intención de sentarse en una silla junto a su cama y decirle:

«Mamá, creo que lo he matado. Te engañaba constantemente y quería divorciarse de ti. No podía esperar los condenados dos meses que te faltan para morirte.»

«No debes hacerlo. No matarás.» Recordar el bofetón a la chiquilla y el forcejeo con el hombre en el Jeep, era recordar la herejía. Y recordar la pelea con Graham también era espantoso. —¿Qué quieres decir con que vas a empezar los trámites de divorcio? ¡Se está muriendo! Aguantarás conmigo hasta el final.

Él la había cogido de los brazos y trató de besarla.

—Rowan, te quiero, pero ella no es la mujer con la que me casé... —¿No? ¿No es la mujer a la que has engañado durante treinta años?

—Es una sombra, quiero recordarla como era... —¡Cómo se te ocurre decirme una mentira así!

Fue en aquel instante cuando los ojos de Graham se quedaron inmóviles y desapareció de su rostro toda expresión. La gente siempre muere con un semblante de lo más sereno. El hombre del Jeep, a punto de violarla, simplemente mostraba una expresión vacía.

Antes de que llegara la ambulancia, Rowan se había arrodillado junto a Graham y le había puesto el estetoscopio en la cabeza. Ahí estaba aquel sonido, un sonido tan débil que algunos médicos no alcanzaban a oír, pero ella sí, el ruido de un caudal de sangre que se precipitaba hacia un punto.

Nunca nadie la había acusado de nada. ¿Cómo iban a hacerlo? Además, era médica y estaba con él cuando ocurrió esa «escena espantosa»; Dios sabía que había hecho todo lo posible.

Todo el mundo sabía que Graham era un ser humano de lo peor en todos los aspectos: sus socios, sus secretarias y hasta su última amante, Karen Garfield, esa estúpida tipeja, que había aparecido en busca de algún recuerdo, todos lo sabían. Salvo, naturalmente, su mujer. Pero no hubo ni la más mínima sospecha. ¿Cómo iban a sospechar? Había muerto de muerte natural cuando estaba a punto de largarse con una idiota de veintiocho años, después de vender sus muebles y comprar un billete de avión a St. Croix, con una fortuna hecha gracias al dinero heredado por su esposa. Pero no fue una muerte natural.

Por entonces ya conocía y comprendía su percepción diagnóstica; la había practicado y desarrollado. Y al colocar la mano sobre el hombro de Graham, su capacidad de diagnóstico le había dicho que no era una muerte natural.

Quizá la repetición era sólo una apariencia engañosa llamada casualidad.

Pero esta noche, mientras vagaba lentamente, casi sin rumbo, por el hospital, se dio cuenta de que desde hacía mucho tiempo sentía un deseo arrollador de hablar con Michael Curry. Se sentía unida a él, tanto por el accidente en el mar como por esos secretos psíquicos. Quería, quizá por razones que no terminaba de comprender, contarle a él y sólo a él lo que había hecho.

Toda su vida había sido una persona solitaria, atenta pero invariablemente fría con aquellos que Ja rodeaban. Esa facultad especial que tanto la ayudaba como médica, le permitía asimismo ser profundamente perceptiva a los auténticos sentimientos de los demás.

No descubrió hasta los diez o doce años que las demás personas no la tenían, a veces ni siquiera una partícula. Su querida Ellie, por ejemplo, no tenía la más mínima idea de que Graham no la amaba. La necesitaba para denigrarla, mentirle y estar seguro de tenerla siempre a su lado y hacerla sentir inferior.

Rowan a veces deseaba ese tipo de ignorancia, no saber cuándo los demás la envidiaban o le tenían manía. No saber que mucha gente mentía sin cesar. Le gustaban los policías y los bomberos porque hasta cierto punto eran perfectamente previsibles. O quizá porque la ausencia de honestidad en ellos no la molestaba demasiado, parecía inofensiva comparada con la compleja inseguridad maliciosa, insidiosa e interminable de hombres más educados.

Por supuesto, la utilidad para el diagnóstico de esa especial facultad la justificaba por completo.

Pero ¿había algo capaz de justificar la capacidad de matar a voluntad?

Expiarla era otra cosa. ¿Qué utilidad podía tener estar dotada de semejante capacidad telequinética?

Y un poder así no estaba fuera del alcance de la ciencia, ésa era la parte realmente aterradora. Como la capacidad adivinatoria por contacto de Michael Curry. Eran cosas que podían tener algo que ver con una energía mensurable, complejos talentos físicos que algún día se podrían definir, como la electricidad o las microondas.

Pero la parapsicología no era la debilidad de Rowan. Antes bien, se sentía hipnotizada por lo que podía ver en un tubo de ensayo, una diapositiva o un gráfico. No le importaba comprobar ni analizar su propia capacidad de matar.

Lo único que quería era pensar que nunca la había usado y que quizás había alguna otra explicación para lo ocurrido; que a lo mejor, en cierto modo, era inocente.

Lo más trágico era que tal vez nadie le diría lo que había pasado con Graham, con el hombre del Jeep y con la niña en el patio del colegio. Lo único que podía esperar era contárselo a alguien, desahogarse y exorcizarlo, como hacía todo el mundo, compartiéndolo.

Sólo una vez se había sentido dominada por este deseo de hacer confidencias, algo bastante raro en ella. En realidad, había estado a punto de contar toda la historia a un perfecto desconocido, y desde entonces muchas veces deseó haberlo hecho.

Había sido a finales del año pasado, seis meses después de la muerte de Ellie. Rowan se sentía más sola que nunca, como si la gran referencia llamada «familia» hubiera desaparecido de la noche a la mañana. Hasta que Ellie enfermó, la vida familiar había sido bastante agradable. Ni siquiera las infidelidades de Graham conseguían echarla a perder, porque Ellie fingía que no existían. Y aunque Graham era un ser humano al que nadie hubiera considerado una buena persona, poseía una energía personal permanente y contagiosa que mantenía a la familia en marcha.

—Ahora, la casa de ensueño de Tiburón estaba vacía como una concha en la playa.

Una noche, tras la muerte de Ellie, Rowan se quedó sola en la enorme sala de estar de vigas altas, hablando sola, en voz alta, se rió incluso, pensando que no había nadie, nadie que la conociera, nadie que la oyera. Los ventanales, oscuros por el reflejo de la alfombra y los muebles, no dejaban ver las olas que bañaban sin cesar los postes. El fuego empezaba a apagarse. El frío eterno de las noches de la costa penetraba poco a poco por las habitaciones. Pensó que había aprendido una lección dolorosa: que a medida que morían los seres queridos, perdíamos nuestros testigos, nuestros observadores, aquellos que conocían y comprendían las insignificantes tramas de nuestra vida, esas palabras escritas en el agua con un palo. Y sólo quedaba la corriente incesante. Poco después ocurrió aquel episodio tan raro en el que estuvo a punto de confiar en un extraño y contarle toda la historia.

Era un caballero mayor de pelo blanco y, por el acento, evidentemente británico. Se habían encontrado nada menos que en el cementerio donde descansaban sus padres adoptivos.

Se trataba de un antiguo y extraño cementerio con algunos monumentos dispersos y erosionados por la intemperie, en las afueras de una pequeña ciudad del norte de California, donde la familia de Graham había vivido en otra época. Gente a la que no le unía ningún lazo de sangre, completamente desconocida. Tras la muerte de Ellie, Rowan había ido varias veces al cementerio, aunque no sabía muy bien por qué. Aquel día, sin embargo, su presencia se debía a una sencilla razón: habían terminado la lápida y quería ver si los nombres y las fechas eran correctos.

Muchas veces había pensado que la lápida duraría Centras ella viviera y entonces se resquebrajaría y caería entre los hierbajos. Los parientes de Graham Franklin ni siquiera habían sido avisados del funeral y los de Ellie, en el lejano sur, ni siquiera sabían que había muerto. Dentro de diez años nadie iba a preocuparse por Graham ni por Ellie Mayfair Franklin, y al final de la vida de Rowan, cualquiera que los hubiera conocido estaría muerto.

Telarañas rotas y desgarradas por el viento, indiferentes a la belleza. ¿Para qué molestarse en arreglarlo? Pero Ellie así lo quiso, le había pedido una lápida y flores porque ésa era la costumbre en Nueva Orleans cuando era niña. En su lecho de muerte por fin había hablado de su familia y dicho cosas muy extrañas: que habían amortajado a Stella en el salón, que la gente iba a verla y la besaba a pesar de que su hermano la había asesinado; que Lonigan e Hijos le habían cerrado la herida en la cabeza.

—Y el rostro de Stella era tan bonito en el ataúd... Tenía una hermosa cabellera negra, ondulada, ¿ sabes?, y estaba tan bella como en el retrato de la sala. ¡Yo la quería tanto! Me dejaba sostener su collar. Me senté en una silla junto al ataúd, balanceaba las piernas y tía Carlotta me dijo que parara.

Cada palabra de ese extraño discurso había quedado grabada en la memoria de Rowan —Stella, su hermano, tía Carlotta, hasta el apellido Lonigan— porque durante un precioso instante hubo un destello de color en el abismo.

Toda aquella gente era su familia —en realidad, ella era prima tercera de Ellie—, pero Rowan no sabía nada de ellos y debía continuar sin saber nada, como había prometido a Ellie.

Hasta se lo había recordado en esas horas dolorosas.

—No vuelvas allá, Rowan, recuerda que me lo has prometido. Yo he quemado todas las fotos, las cartas. No vuelvas nunca, Rowan, tu hogar está aquí.

—Lo sé, Ellie. Lo recordaré.

Y no hubo más charlas sobre Stella, su hermano, tía Carlotta ni el retrato de la sala, sino sólo el impresionante documento que el albacea le presentó a Rowan tras la muerte de Ellie —una promesa cuidadosamente redactada sin ninguna validez legal—, por el que ella se comprometía a no volver nunca a la ciudad de Nueva Orleans ni a intentar averiguar quién era su familia.

A pesar de todo, en sus últimos días Ellie había hablado de ellos. Del retrato de Stella.

Y como Ellie también había hablado de lápidas y flores, del deseo que su hija adoptiva la recordara, Rowan —para mantener la promesa— se había dirigido aquella tarde al pequeño cementerio del norte y había conocido al inglés de cabello blanco.

Apoyaba una rodilla en tierra, como en una genuflexión, delante de la tumba de Ellie, y copiaba los nombres que acababan de ser cincelados en la piedra.

El individuo pareció turbado cuando Rowan lo interrumpió, aunque ella no dijo ni una palabra. En realidad, la miró durante un instante como si fuera un fantasma. Rowan estuvo a punto de reírse, después de todo ella era una mujer delgada, a pesar de su altura, y vestía sus ropas habituales de navegar, un chaquetón azul marino y unos téjanos. Él sí parecía casi un anacronismo, con su elegante traje de tres piezas gris de mezclilla.

Pero su especial percepción le dijo que el hombre tenía buenas intenciones y cuando le explicó que había conocido a la familia de Ellie de Nueva Orleans se sintió muy confundida. Porque ella también'quería conocer a aquella gente.

Rowan no dijo nada mientras el hombre se explayaba con su lirismo británico sobre el agradable calor del sol y la belleza del pequeño cementerio. El silencio era su respuesta habitual, aunque confundiera a los demás y los hiciera sentir incómodos. Así pues, por costumbre, no dijo nada, a pesar de sus pensamientos íntimos. «¿ Conoce a mi familia? ¿A gente de mi propia sangre?»

—Me llamo Aaron Lightner —se presentó el hombre, mientras le tendía una pequeña tarjeta—. Si alguna vez quiere saber algo sobre la familia Mayfair de Nueva Orleans, por favor no deje de llamarme. Puede encontrarme en Londres.

Si lo desea, llámeme a cobro revertido. Me complacerá contarle todo lo que sé sobre la familia Mayfair. Toda una historia, ya verá.

Sorprendentes palabras, tan involuntariamente hirientes para su soledad, tan inesperadas en esa pequeña y extraña colina desierta. ¿Había dado impresión de desamparo quedándose allí, incapaz de contestar, de hacer el menor gesto en respuesta? Esperaba que no. Tampoco quería pensar que había parecido fría y antipática.

Pero no venía al caso explicar que era adoptada, que se la habían llevado de Nueva Orleans el día en que nació. Imposible explicar que había prometido no regresar nunca ni indagar nada acerca de la mujer que la había dado a luz.

Vaya, ni siquiera sabía el nombre de pila de su madre. De pronto se sorprendió preguntándose: ¿Lo sabrá él? ¿Sabrá por casualidad la identidad de alguna Mayfair que hubiera quedado encinta soltera y dado la criatura en adopción?

Sin duda lo mejor era no decir nada, no fuera que el hombre recordara algunos chismes. A lo mejor su madre auténtica se había casado y tenía siete hijos y ponerse en contacto con ella, ahora, sólo haría sufrir a la mujer. Con el tiempo y la distancia, Rowan no sentía rencor por ese ser sin rostro ni nombre, sino sólo una añoranza triste y sin esperanzas. No, mejor no decir nada.

El hombre la estudió tranquilamente, sin inquietarse por su rostro impasible y su inevitable silencio. Cuando ella le devolvió la tarjeta, la cogió con elegancia, pero la sostuvo tentadoramente como si esperara que volviera a pedírsela.

—Me gustaría mucho hablar con usted —continuó—. Me gustaría descubrir cómo ha sido la vida de una persona extrañada tan lejos de su tierra. —Dudó un instante y añadió—: Conocí a su madre hace años...

Se detuvo como si percibiera el efecto causado por sus palabras. Quizás el brusco cambio de ella lo había confundido. Rowan no lo sabía. La había impresionado y el momento no podía ser más angustioso. Sin embargo, no se fue, se había quedado simplemente inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos. «¿ Conoció a mi madre?»

Qué fantasmal había sido todo. Y ese hombre de brillantes ojos azules que la miraba con tanta paciencia, y el silencio en el que ella siempre se refugiaba. Pero la verdad era que no podía pronunciar palabra.

—Me gustaría que almorzara conmigo, o que tomáramos algo si no tiene tiempo. Ya ve, no soy una persona terrible. Es una larga historia... ¡Su especial percepción le dijo que el hombre decía la verdad!

Había estado a punto de aceptar su invitación, a todo, a hablar sobre ella y a preguntarle por ellos. A fin de cuentas ella no lo había buscado, era él quien le ofrecía información. Pero en aquel momento sintió la compulsión de revelárselo todo, hasta la historia de su extraño poder, como si él la hubiera invitado en silencio a hacerlo, ejerciendo sobre su mente una especie de presión que le haría abrir los compartimentos más recónditos.

Imágenes, testimonios, todos esos remotos pensamientos pasaron súbitamente a primer plano.

«He matado a tres personas en mi vida. Puedo matar de ira. Sé que puedo.

Ya ve, eso es lo que ha ocurrido con una persona extrañada, como me ha llamado. ¿Hay sitio en la historia de la familia para algo así?» ¿Había retrocedido ligeramente mientras la miraba? ¿O era sólo el reflejo del sol en sus ojos?

La atmósfera del cuarto de la enferma apareció entonces en su mente, con el sonido de los ahogados y casi inhumanos gritos de dolor.

—Prométemelo, Rowan, incluso aunque te escriban. Nunca... nunca...

—Tú eres mi madre, Ellie, mi única madre. ¿Acaso puedo pedir más?

Durante aquellas últimas semanas de agonía tuvo más miedo que nunca de su poder destructivo, ¿y si su rabia y dolor hacían que se volviera contra Ellie para poner fin a su sufrimiento estúpido e inútil de una vez por todas? «Podría matarte, Ellie podría liberarte. Sé que puedo. Siento dentro de mí, latente, el poder para hacerlo.»

Qué soy? ¡ Soy una bruja, por el amor de Dios! No, soy un alma constructiva, no un ser destructivo. ¡Puedo elegir, como el resto de los seres humanos!

Y ahí estaba el inglés, estudiándola fascinado, como si en lugar de quedarse callada ella hubiera hablado. Parecía como si le dijera: la comprendo. Aunque, por supuesto sólo era una ilusión, el hombre no había dicho nada.

Rowan, atormentada y confusa, dio la vuelta y se alejó. El hombre debió de pensar que era una mal educada o, incluso, una loca. Pero qué importaba.

Aaron Lightner. Ni siquiera había echado un vistazo a la tarjeta antes de devolvérsela y no sabía por qué recordaba el nombre. Sin embargo, se acordaba de él y de las cosas extrañas que le había dicho.

Rowan a veces se preguntaba si la vida de Michael Curry también había pasado ante sus ojos como ahora pasaba la de ella. A menudo miraba su rostro sonriente en la foto arrancada del periódico y que ahora tenía pegada en su espejo.

Sabía que si lo veía seguramente el dique se rompería. Soñaba con ello, con hablar con Michael Curry, como si ya hubiera pasado, como si ya lo hubiera llevado a su casa de Tiburón, hubieran tomado café y ella le hubiera tocado la mano enguantada.

Ah, qué idea tan romántica. Un hombre fuerte que adoraba las casas hermosas y hacía dibujos maravillosos. Quizás escuchara a Vivaldi, y a lo mejor hasta había leído a Dickens de verdad. ¿Cómo sería tener a semejante hombre en su cama completamente desnudo, sólo con sus guantes negros de piel?

Ah, qué fantasía. Era como imaginar que los bomberos que se llevaba a casa se volvían poetas, que los policías que había seducido resultaban ser grandes novelistas, que el guardia forestal que conoció en el bar de Bolinas era en realidad un gran pintor y que el fornido veterano de Vietnam que la había llevado a su cabaña en el bosque era un gran director de cine oculto del exigente mundo del éxito.

Se imaginaba estas cosas y, por supuesto, eran perfectamente posibles. Pero era el cuerpo el que mandaba: el bulto en los tejanos tenía que ser lo bastante grande; el cuello, fuerte; la voz, profunda, y la barbilla lo bastante áspera como para que arañara.

Pero ¿y si...? ¿Y si Michael Curry había vuelto al sur? A lo mejor eso era exactamente lo que había pasado. Nueva Orleans, el único sitio en el mundo al que Rowan Mayfair no podía ir.

El teléfono estaba sonando cuando abrió la puerta de su oficina. —¿Doctora Mayfair? —¿Doctor Morris?

—Sí, he tratado de localizarla. Es sobre Michael Curry.

—Sí, lo sé. He recibido su mensaje, ahora iba a llamarlo.

—Quiere hablar con usted.

—Entonces todavía está en San Francisco.

—Está escondido en su casa de Liberty Street.

—La he visto en las noticias.

—Quiere encontrarse con usted. Bueno, para decirlo claramente, quiere verla en persona. Tiene la idea de... —¿Sí?

—Bueno, usted pensará que esto es una locura, pero simplemente le transmito el mensaje. ¿Hay alguna posibilidad de que Michael se encuentre con usted en su barco? ¿Era su barco, verdad, en el que estaba cuando lo rescató?

—No hay ningún problema para llevarlo otra vez al barco. —¿Qué ha dicho?

—Que no tengo ningún inconveniente en verlo y que lo llevaré al barco si eso es lo que quiere.

—Es usted muy amable, doctora, pero debo explicarle algo. Sé que parece una locura, pero quiere quitarse los guantes y tocar las maderas de la cubierta donde usted lo reanimó.

—No hay ningún problema. No sé cómo no se me ocurrió a mí antes. —¿Habla en serio? Dios mío, no sabe qué alivio siento. Déjeme decirle algo, doctora, Michael Curry es una excelente persona.

—Lo sé.

—Y usted es una médica muy especial, doctora Mayfair. Pero ¿sabe en qué se está metiendo? Yo le rogué, de verdad, le rogué que volviera a ingresar en el hospital. Me volvió a llamar anoche y me pidió que la localizara de inmediato, que tenía que poner las manos sobre la cubierta del barco, se está volviendo loco. «Deje de beber, Michael, y lo intentaré», le dije. Volvió a llamarme hace veinte minutos, justo antes de que la llamara. «No quiero mentirle», me dijo.

«Hoy me he bebido una caja de cerveza, pero no he tocado ni el vodka ni el whisky. Más sobrio que esto no puedo estar.»

Rowan sonrió.

—Es una pena por sus neuronas —dijo.

—Es verdad, pero lo que quiero decir es que está desesperado. Y no mejora.

Nunca le pediría algo así si no fuera una de las personas más agradables...

«Señor Curry: Yo también soy de Nueva Orleans, aunque nunca he vivido allí. Me adoptaron el día en que nací y me llevaron lejos de la ciudad.

Probablemente sólo se trate de una coincidencia que los dos seamos del sur, pero pensé que debía saberlo. En el barco me apretó la mano con fuerza durante un rato. No me gustaría que en su situación estuviera confundido por algún vago mensaje telepático recibido en aquel momento, algo que pudiera ser completamente irrelevante.

Si necesita hablar conmigo —terminaba—, llámeme al Hospital Universitario o a mi casa.»

Era una carta amable y, sin duda, lo suficientemente neutra. Tan sólo indicaba que creía en sus poderes y que podía contar con ella si la necesitaba.

Sólo eso, ninguna petición. Y procuraría hacerse cargo, no importaba lo que sucediera.

Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la idea de poner sus manos entre las de Curry y preguntarle: «Voy a pensar en algo, algo específico que me ocurrió una vez, no, tres veces en mi vida. Lo único que quiero es que me digas qué ves. ¿Lo harás? No puedo decir que me lo debas por haber salvado tu vida...»

«Eso es. Pero no puedes. ¡Así que no lo hagas!» Envió la carta directamente al doctor Morris.

—El doctor Morris la llamó al día siguiente. Curry se había marchado del hospital la tarde anterior, después de la entrevista de la televisión.

—Está loco de atar, doctora Mayfair, pero no tenemos fundamentos legales para retenerlo aquí. A propósito, le transmití lo que me había dicho usted: que él no había dicho nada. Pero está demasiado obsesionado como para dejarlo correr. Está convencido de que recordará lo que vio allí, ya sabe, la gran razón de todo, el secreto del universo, su misión, la puerta, el número, la joya. Todas esas tonterías. Le mandaré la carta a su casa, pero existe la posibilidad de que no la lea. Recibe sacos enteros de cartas. —¿Es verdad lo que le ocurre con las manos?

Silencio. —¿Quiere que le diga la verdad? Por lo que he visto, es ciento por ciento auténtico. Si llega a verlo, créame, se asustará.

La historia apareció en la prensa sensacionalista a la semana siguiente. Dos semanas más tarde salió en People y en Time con algunas variaciones. Rowan recortaba los textos y las fotos. Era evidente que los fotógrafos lo seguían a todas partes. Fotos de él en la puerta de su negocio de Castro Street, en las escaleras de su casa.

La primera semana de junio se hizo evidente que ya no concedía más entrevistas. La prensa amarilla se alimentaba de testigos de su poder: «Tocó mi bolso y me dijo todo lo que mi hermana me había dicho al dármelo. Yo sentía escalofríos, y entonces añadió: "Su hermana está muerta."»

Por último, el canal local de la CBS dijo que Curry estaba escondido e incomunicado en su casa de Liberty Street. Sus amigos estaban preocupados.

«Está desilusionado, enfadado —explicó un ex compañero de facultad—. Creo que se ha retirado del mundo.»

—En julio, un periodista de televisión de las «Noticias de las once» apareció delante de una mansión victoriana señalando un cubo de basura con un montón de cartas sin abrir junto a la puerta.

«¿Se esconde Curry en la mansión victoriana de Liberty Street que él mismo restauró con tanto cariño años atrás? En aquel ático iluminado, ¿hay un hombre sentado a solas?»

Rowan, molesta, quitó el programa. La había hecho sentir como una chismosa. Era algo horrible que llevaran un equipo de televisión a la mismísima puerta de su casa.

Pero en su mente quedó grabado aquel cubo de basura lleno de cartas sin abrir. ¿ Había ido a parar la suya inevitablemente a aquel montón? No podía soportar la idea de Michael encerrado en aquella casa, asustado del mundo.

Al atardecer, cuando volvía a casa desde el hospital y sacaba el barco, siempre pensaba en él. En las abrigadas aguas de Tiburón casi hacía calor y se tomaba su tiempo antes de enfilar hacia las aguas más frías de la bahía de San Francisco. Chocaba allí contra la corriente violenta del océano. Ese cambio brusco era algo erótico; ponía entonces rumbo al oeste y volvía la cabeza hacia atrás para mirar los pilares elevados del Golden Gate. El yate, pesado y sólido, avanzaba con lentitud y firmeza, abriéndose paso hacia el borroso horizonte.

El Pacífico seguía oscuro, ondulado e indiferente. Al mirar la interminable superficie teselada, pesada y cambiante bajo un crepúsculo incoloro en el que el cielo se fundía con el agua en una niebla brillante, era imposible creer en nada más que en uno mismo.

Curry creía que lo habían devuelto a la vida con un propósito; este hombre que restauraba hermosas moradas, que hacía dibujos que habían publicado en un libro, un hombre al que seguramente le resultaría difícil creer en algo así.

—Pero entonces ¿había muerto de verdad? Había tenido esa experiencia sobre la que tanta gente había escrito: elevarse ingrávidamente y contemplar el mundo desde arriba con sublime desprendimiento.

—Pasaré a recogerlo. ¿Puede llamarlo y decirle que estoy en camino?

—Estupendo, no sé cómo agradecérselo.

—Llámelo, doctor Morris, y dígale que dentro de una hora estaré en la puerta de su casa.

Colgó el teléfono y lo miró durante un rato. Luego se quitó la etiqueta con su nombre, la bata blanca y una por una las horquillas del pelo.

5

Así que habían intentado llevarse otra vez a Deirdre después de todos estos años. Sin la señorita Nancy y con la señorita Carl cada día más débil era lo mejor. En todo caso, eso era lo que se decía. Lo habían intentado el 13 de agosto, pero Deirdre enloqueció completamente y la dejaron tranquila. Ahora cada vez estaba peor, muy mal.

Cuando Jerry Lonigan se lo contó a Rita, su mujer, ésta lloró.

Hacía treinta años que Deirdre había vuelto del sanatorio, un ser completamente idiota que no sabía ni cómo se llamaba, pero a Rita no le importaba. Ella nunca olvidaría a la auténtica Deirdre.

Deirdre y ella tenían dieciséis años cuando estuvieron en el internado Santa Rosa de Lima. Era un edificio feo de ladrillos a la entrada del Barrio Francés. A Rita la habían mandado allí por «mala»; había salido con chicos y bebido, y su padre decía que en Santa Rosa la enderezarían. Todas las.chicas dormían en un dormitorio del desván y se iban a la cama a las nueve. Rita lloraba por tener que dormir en aquel sitio.

Hacía tiempo que Deirdre Mayfair estaba en Santa Rosa y no le importaba que fuera viejo, deprimente y estricto, pero cuando Rita lloraba, le cogía la mano, y cuando decía que era como una cárcel, la escuchaba.

—Déjalas —le decía Deirdre. A última hora de la tarde se la llevaba al patio y se subían a los columpios, debajo de los nogales. No podía decirse que fuera una gran diversión para chicas de dieciséis años, pero a Rita le encantaba estar con Deirdre.

Una vez en los columpios, Deirdre cantaba viejas baladas irlandesas y escocesas, según decía. Tenía voz de soprano, delicada y alta, y las canciones eran tan tristes Rita se estremecía al oírlas. A Deirdre le gustaba quedarse hasta la puesta de sol, cuando el cielo se tornaba «púrpura puro» y las cigarras invadíanlos árboles. Lo llamaba crepúsculo.

Rita había visto esa palabra escrita, por supuesto, pero nunca había conocido a nadie que la usara. Crepúsculo.

Deirdre la cogía de la mano y caminaban junto a la pared de ladrillos, por debajo de los nogales; tenían que bajar la cabeza para esquivar las ramas. En algunos lugares una podía estar totalmente escondida entre los árboles. Era difícil describirlo, pero para Rita habían sido momentos extraños y agradables: quedarse allí con Deirdre en la semipenumbra, mientras la brisa agitaba los árboles y las pequeñas hojas caían sobre ellas.

Paseaban por el claustro cubierto de polvo, junto a la capilla, y espiaban el jardín de las monjas por la puerta de madera. Un lugar secreto, decía Deirdre, lleno de flores hermosísimas.

—No quiero volver nunca a casa-decía Deirdre—, hay tanta paz aquí. ¡Paz! Rita, sola por las noches, lloraba y lloraba. Oía la gramola del bar de los negros de enfrente, la música subía por la pared de ladrillos hasta el dormitorio del tercer piso. A veces, cuando todo el mundo dormía, se levantaba y se asomaba por el balcón a mirar las luces de Canal Street. Había como un resplandor rojizo sobre Canal Street. Toda Nueva Orleans se divertía mientras Rita permanecía encerrada, vigilada por monjas que dormían detrás de una cortina en cada extremo del dormitorio. ¿Qué habría hecho sin Deirdre?

Ella era diferente de todos cuantos Rita conocía. Tenía cosas muy bonitas, camisones de franela blancos y largos con puntillas de encaje.

Como los que usaba ahora, treinta y cuatro años más tarde, sentada en el porche lateral de aquella casa, «como un ser completamente idiotizado, en estado de coma».

Y también le había enseñado a Rita esa esmeralda que ahora siempre llevaba sobre el camisón blanco. La famosa esmeralda de los Mayfair, aunque Rita por aquel entonces no sabía nada. Por supuesto, Deirdre no la llevaba en el colegio.

En Santa Rosa no dejaban llevar joyas y, además, nadie se hubiera puesto algo tan pasado de moda, salvo, quizá, para un baile de carnaval.

Cuando se sentaban en el borde de la cama, Deirdre dejaba que Rita tocara el collar. No había monjas a la vista para decirles que no arrugaran la colcha.

Rita giraba la esmeralda en su mano. El engarce de oro era pesado y parecía que hubiera algo grabado en el reverso. Rita había alcanzado a descifrar una «I» mayúscula. Parecía un nombre.

—No, no lo leas —le dijo un día Deirdre—. ¡Es un secreto!

Durante un momento pareció asustada, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, luego cogió la mano de Rita y se la cerró. No podía enfadarse con Deirdre. —¿Es auténtica? —preguntó Rita—. Debió de costar una fortuna.

—Sí, claro —respondió Deirdre—. Viene de Europa y es muy muy antigua.

Perteneció a una retatarabuela de una abuela.

Ambas se rieron de tantas abuelas.

Deirdre lo había dicho con toda inocencia, nunca lardeaba, no era su estilo.

Tampoco hería nunca los sentimientos de nadie. Todos la querían.

—Me la dejó mi madre —explicó— y algún día se la pasaré a... mi hija, bueno, si llego a tener alguna. —Una expresión angustiada. Rita le pasó el brazo por los hombros. Una siempre quería proteger a Deirdre, a todo el mundo le inspiraba ese sentimiento.

Deirdre le explicó que no había conocido a su madre.

—Murió cuando yo era un bebé. Dicen que se cayó de la ventana de arriba y que su madre también murió joven, pero nunca hablan de ella. Yo creo que no somos como los demás.

Rita estaba perpleja. No conocía a nadie que dijera cosas así.

—Pero, Dee Dee, ¿ a qué te refieres? —preguntó ella. —Ay, no lo sé —respondió Deirdre—. Sentimos cosas, percibimos cosas. Sabemos cuando no caemos bien a los demás y si quieren hacernos daño. —¿Quién va a querer hacerte daño, Dee Dee? —preguntó Rita—. Vivirás hasta los cien años y tendrás diez hijos.

—Te quiero, Rita Mae, eres puro corazón. —Ay, no, Dee Dee, no —Rita Mae negó con la cabeza. Pensaba en las cosas que había hecho con su novio. Y Deirdre, como si hubiera leído su mente, le dijo: —No, Rita Mae, eso no importa. Tú eres buena. Nunca quieres hacer daño a nadie, ni siquiera cuando estás mal de verdad.

—Yo también te quiero —dijo Rita, aunque no entendía lo que le decía Deirdre. Y Rita nunca en su vida le había dicho a otra mujer que la quería.

Cuando expulsaron a Deirdre de Santa Rosa, Rita casi se sintió morir, aunque sabía que iba a pasar.

Ella misma había visto a aquel joven con Deirdre en el jardín del convento.

La había visto escabullirse después de la cena, cuando nadie miraba. Se suponía que a esa hora se bañaban y se marcaban el pelo. Era una de las cosas de Santa Rosa que Rita consideraba extrañas. Las obligaban a marcarse el pelo y a usar un poco de pintalabios porque la hermana Daniel decía que eso era «etiqueta», pero a Deirdre no le hacía falta arreglarse el cabello, sus bucles caían libremente y sólo necesitaban un lazo. Deirdre siempre desaparecía a esa hora. Primero se daba un baño y luego se escabullía por las escaleras. No volvía casi hasta que apagaban las luces; siempre tarde, siempre apurada para llegar a las oraciones de la noche, con el rostro encendido, pero entonces le regalaba a la hermana Daniel aquella hermosa sonrisa inocente. Y cuando rezaba, parecía hacerlo de verdad.

Rita creía que era la única que se daba cuenta de que Deirdre desaparecía.

No le gustaba que se fuera, Deirdre era la única que la hacía sentir bien en aquel lugar.

Una noche bajó a buscarla. Quizás estuviera en los columpios. El invierno había terminado y el crespúsculo no llegaba hasta después de la cena. Rita conocía la relación de Deirdre con el crepúsculo.

Pero no la encontró en el patio de juegos. Se dirigió entonces a la puerta abierta del jardín de las monjas. El lugar estaba muy oscuro y se veían los lirios brillar en la oscuridad. Las monjas los cortarían el Domingo de Resurrección.

Pero a Deirdre no se le ocurriría romper las reglas y entrar.

Sin embargo, Rita oyó su voz y poco a poco distinguió la figura de Deirdre sentada en el banco de piedra, en las sombras. Los nogales allí eran tan grandes y frondosos como en el patio. Al principio, lo único que Rita distinguió con claridad fue la blusa blanca que llevaba, luego vio su rostro, el lazo violeta y al hombre alto que estaba junto a ella.

Todo estaba muy tranquilo. La gramola del bar de los negros no sonaba en aquel momento. El convento estaba en silencio y las luces del refectorio de las monjas llegaban amortiguadas por los árboles que crecían a lo largo del claustro.

—Amor mío —le dijo el hombre a Deirdre. Era apenas un susurro pero Rita pudo entenderlo.

—Sí, estás hablando. Puedo oírte —era claramente la voz de Deirdre. —¡Amor mío! —llegó otra vez el susurro con claridad.

Luego Deirdre se puso a llorar y dijo algo más, un nombre quizá. Rita nunca lo sabría, pero era algo así como «mi Impulsor».

Luego se besaron; Deirdre echaba la cabeza hacia atrás y los dedos blancos del hombre resaltaban sobre el cabello de ella.

—Sólo quiero hacerte feliz, amor mío —volvió a decir el hombre.

—Dios mío —murmuró Deirdre. De repente se levantó del banco y Rita vio cómo corría por el sendero junto a los macizos de lirios. El hombre desapareció y se levantó un viento que agitó los nogales, mientras las ramas más altas golpeaban contra los porches del convento. De repente, todo el jardín se movía y Rita se encontró sola.

No debía haber escuchado. Se alejó avergonzada y corrió hasta llegar al tercer piso.

Deirdre tardó una hora más en aparecer. Rita se sentía fatal por haberla espiado.

Pero aquella noche, en la cama, se repitió esas palabras: «Amor mío. Sólo quiero hacerte feliz, amor mío.» Ay, pensar que un hombre decía esas cosas a Deirdre.

«Amor mío.» La hacía pensar en músicas hermosas, en caballeros elegantes, enviejas películas que había visto por la televisión. En voces de otra época, suaves y nítidas, hasta las palabras parecían besos.

Y además era muy guapo. En realidad no le había visto la cara, pero tenía el cabello oscuro, los ojos grandes, era alto y llevaba ropa buena, bonita. Había visto los puños y el cuello blancos de la camisa.

Rita también se habría citado con un hombre así en el jardín. Habría hecho cualquier cosa con él.

Cuando acusaron a Deirdre fue una pesadilla. Estaban en la habitación de recreo y el resto de las chicas tuvo que quedarse en el dormitorio, pero todo el mundo lo oyó. Deirdre se echó a llorar, pero no confesó nada. —¡Yo misma he visto al nombre! —dijo la hermana Daniel—. ¡Me estás llamando mentirosa! —Luego se la llevaron al convento para que hablara con la vieja madre Bernard, pero ni ella pudo hacerle decir nada.

Rita estaba destrozada cuando llegaron las monjas para llevarse la ropa de Deirdre. Vio cómo la hermana Daniel sacaba la esmeralda de su caja y la miraba fijamente. Seguro que pensaba que era de vidrio, se notaba por la manera en que la miraba. A Rita le dolía ver cómo la tocaba, cómo cogía los camisones, la ropa, las cosas de Deirdre, y las metía en una maleta.

Esa misma semana, cuando ocurrió el terrible accidente con la hermana Daniel, Rita no lo sintió. Nunca deseó que aquella monja cruel muriera de esa forma, asfixiada en una habitación cerrada, con la estufa de gas abierta, pero así fue.

Ella tenía otras cosas en que pensar para llorar por alguien que había sido mala con Deirdre.

Luego se enfrentó violentamente con Sandy porque decía que Deirdre se había vuelto loca. —¿Sabes lo que hacía por la noche? Te lo diré. ¡Cuando todas dormíamos, se destapaba y se movía como si alguien la besara! Yo la vi, abría la boca y se movía en la cama, ya sabes, ¡se movía como si de veras lo sintiera! —¡Por qué no cierras tu sucia boca! —gritó Rita y trató de abofetear a Sandy.

Todas se pusieron en su contra, pero Liz Conklin se la llevó aparte para calmarla y le dijo que Deirdre había hecho cosas peores que encontrarse con el hombre en el jardín.

—Rita Mae, lo dejó entrar al edificio y lo trajo aquí, a nuestro piso, yo lo vi —dijo Liz en voz baja, mirando por encima del hombro, como si alguien pudiera oírla. —No te creo —le contestó Rita.

—Yo no la seguía —continuó Liz—. No quería que se metiera en líos.

Simplemente me levanté para ir al lavabo y los vi al lado de la ventana de la sala de recreo, a los dos juntos, Rita Mae, a menos de tres metros de donde dormíamos todas. —¿Qué aspecto tenía? —preguntó Rita, convencida de que era una mentira.

La descubriría porque ella sí lo había visto.

Pero Liz se lo describió correctamente: alto, moreno, muy «distinguido». La había besado y le susurraba cosas al oído.

—Rita Mae, imagínate, abrió todas las puertas y lo trajo aquí arriba. ¡Qué locura!

—Es todo lo que sé —le diría más adelante a Jerry Lonigan, cuando salían juntos—. Era la chica más dulce que he conocido. Créeme, era una santa comparada con esas monjas. Creía que iba a volverme loca en aquel lugar, entonces ella me cogía la mano y decía que comprendía cómo me sentía.

Hubiera hecho cualquier cosa por ella.

Pero Rita no pudo hacer nada por Deirdre Mayfair cuando llegó el momento.

Había pasado más de un año. La adolescencia de Rita había terminado y no la echaba de menos. Se había casado con Jerry Lonigan, un hombre doce años mayor que ella —y mucho más agradable que cualquiera de los muchachos que había conocido—, decente y bondadoso, que se ganaba bien la vida con la Funeraria Lonigan e Hijos, una de las más antiguas de la parroquia, de la que se encargaba junto con su padre.

Era él quien le traía noticias sobre Deirdre. Le contó que estaba encinta de un hombre que se había matado en un accidente de coche y que las tías, esas Mayfair crueles y locas, querían obligarla a que diera a la criatura en adopción.

Rita deseaba ir a la casa a ver a Deirdre. Tenía que hacerlo, pero Jerry no quería. —¿Qué demonios crees que puedes hacer? ¿No sabes que su tía, la señorita Carlotta, es abogada? Si Deirdre no quiere dar el bebé en adopción, podría hacer que la encierren.

Pero Rita fue.

Atravesar aquella enorme mansión y tocar el timbre fue lo más difícil que había hecho en su vida, pero lo hizo. Y, por supuesto, salió a abrirle la señorita Carlotta, la que inspiraba más miedo a todos.

Con todo, Rita entró directamente, abriéndose paso de alguna manera a pesar de la señorita Carlotta. Bueno, ¿acaso no había abierto un poco la puerta?

Además, no parecía mala; eficiente, en todo caso.

—Sólo quiero verla, ¿comprende?, fue mi mejor amiga en Santa Rosa...

Cada vez que la señorita Carl le decía que no educadamente, Rita, a su manera, insistía y decía que sí, explicándole lo amigas que habían sido.

En aquel momento escuchó la voz de Deirdre en lo alto de la escalera. —¡Rita Mae!

Tenía el rostro húmedo por el llanto y el pelo enmarañado le caía sobre los hombros. Bajó corriendo descalza al encuentro de Rita, con la señorita Nancy, la gorda, detrás de ella. La señorita Carl cogió a Rita con firmeza del brazo y trató de empujarla hacia la puerta. —¡Espere un minuto! —dijo Rita. —¡Rita Mae, me van a quitar el bebé! La señorita Nancy la cogió por la cintura y la levantó en vilo, impidiéndole bajar la escalera. —¡Rita Mae! —gritó Deirdre. Tenía algo en la mano, parecía una tarjeta—.

Rita Mae, llama a este hombre, dile que me ayude.

—Rita Mae Lonigan, márchate —dijo la señorita Carl, poniéndose frente a ella.

Pero Rita la esquivó y salió disparada. Deirdre luchaba por librarse de la señorita Nancy, que se apoyaba contra la barandilla y estuvo a punto de perder el equilibrio. Deirdre intentó tirar la tarjeta a Rita, pero la cartulina flotó en el aire y cayó sobre la escalera. La señorita Carl se abalanzó para cogerla.

Parecía una pelea de carnaval por las chucherías que tiraban de las carrozas del desfile. Rita empujó a la señorita Carl y cogió la tarjeta, del mismo modo que la gente se abalanzaba sobre cualquier baratija antes que el vecino. —¡Rita Mae, llama a ese hombre! —gritó Deirdre—. ¡Dile que lo necesito! —¡Lo haré, Dee Dee!

La señorita Nancy la arrastraba escaleras arriba; Deirdre balanceaba en el aire los pies descalzos y arañaba el brazo a su tía. Era horrible, horrible.

Entonces la señorita Carl cogió a Rita por la muñeca.

—Dame eso, Rita Mae Lonigan —dijo.

Rita se soltó de un tirón y salió corriendo por la puerta con la tarjeta bien apretada en su mano. Oyó que la señorita Carl cruzaba el porche tras ella.

En el momento en que la señorita Carl la cogió del pelo, por detrás, sintió un dolor agudo. La mujer casi la tira al suelo. —¡Suélteme, vieja bruja! —gritó Rita, apretando los dientes. Rita no soportaba que le tironearan el pelo.

La señorita Carl trataba de quitarle la tarjeta. Sin duda, esto era casi lo peor que le había pasado a Rita en su vida. La señorita Carl retorcía y tironeaba la tarjeta por una punta, mientras con la otra mano seguía tirándole del pelo con toda su fuerza. Se lo iba a arrancar de raíz. —¡Basta! —gritó Rita—. ¡Se lo advierto, se lo digo por última vez! —Apartó la tarjeta de la mano de la señorita Carl y la apretó en su puño. No estaba bien golpear a una mujer mayor.

Pero cuando la señorita Carl le volvió a tirar del pelo, Rita la golpeó. Le dio un puñetazo en el pecho con su mano derecha y la mujer fue a dar contra los cinamomos. De no ser por los árboles, se habría caído al suelo.

Rita salió corriendo.

Empezó a levantarse una tormenta. Los árboles se movían. Rita vio cómo se agitaban al viento las ramas oscuras de los robles, oyó el rugido de esos árboles enormes. Las ramas golpeaban la casa, azotaban la galería de arriba. De repente oyó el ruido de cristales al romperse.

Se detuvo, volvió la cabeza, y vio una lluvia de hojas verdes que caía sobre todo el terreno de la casa. Las ramas finas se quebraban y también caían.

Parecía un huracán. La señorita Carl, de pie en el sendero, miraba la copa de los árboles. Por lo menos no se había roto ni el brazo ni la pierna.

Dios Santo, empezaría a llover en un minuto. Rita se empaparía antes de llegar a Magazine Street, y para colmo le había tirado del pelo y tema el rostro cubierto de lágrimas. Iba hecha una facha.

Pero no llovió. Regresó a Lonigan e Hijos sin mojarse y cuando se sentó en la oficina de Jerry no pudo hacer más que llorar. Luego miró la pequeña tarjeta blanca. —¡Jerry, mira esto, por favor! ¡Míralo, por favor!

La cartulina estaba ajada y húmeda por el sudor de la palma. Rita volvió a desmoronarse. —¡No se ven los números!

—Espera un minuto, Rita —dijo Jerry. Era un hombre paciente y de buen corazón. Se inclinó sobre ella para alisar la tarjeta sobre el secante del escritorio y cogió una lupa. El trozo del medio se veía claramente:

TALAMASCA

Pero era imposible leer nada más. Las palabras de abajo eran diminutas manchas de tinta en la abultada cartulina y al pie de la tarjeta ya no quedaba nada; el borde inferior estaba completamente roto.

Jerry la colocó debajo de dos libros pesados, pero fue inútil. En aquel momento entró su padre y le echó un vistazo, pero no sacó nada en limpio. El nombre de Talamasca no le decía nada, y Red conocía todo y a todos.

—Mira, detrás hay algo escrito con tinta —dijo Red—. Mira.

Sólo un nombre, Aaron Lightner, pero ningún número de teléfono.

Seguramente los números estarían en el anverso. Plancharon la tarjeta con una plancha caliente, y fue inútil.

Rita hizo todo lo que pudo.

Buscó en la guía de teléfonos el número de Aaron Lightner y de Talamasca, fuera lo que fuese. Llamó a información. Le rogó a la operadora que le dijera si era un número que no aparecía en la guía. Puso un anuncio en la sección «personales» del Times-Picayune y en el States-Item.

—Querida, no vuelvas a aquella casa —le pidió Red—. No es que tenga miedo de la señorita Carlotta ni nada por el estilo, sólo que no quiero que te mezcles con esa gente.

Rita vio que Jerry y su padre intercambiaban una mirada. Sabían algo que no querían decir. Rita sabía que Lonigan e Hijos se habían ocupado del entierro de la madre de Deirdre, que se había caído de una ventana hacía años. Sabía también que Red recordaba a la abuela, que «había muerto joven», como le había contado Deirdre.

Pero los dos eran de una discreción absoluta, como debían ser los empresarios de pompas fúnebres. Y Rita se sentía demasiado mal para indagar sobre la historia de esa horrible casa y de esas mujeres.

Pasó un año antes de que Rita volviera a ver a Deirdre. El bebé hacía tiempo que se lo habían llevado unos primos de California. Todo el mundo decía que eran buenas personas y además ricos. El hombre era abogado, como la señorita Carl. La criatura estaría bien cuidada. La hermana Bridget Marie, de St.

Alphonsus, le dijo a Jerry que las monjas del hospital le habían contado que la niña era rubia y preciosa. No tenía esos rizos morenos de Deirdre. El padre Lafferty había puesto a la niña en brazos de Deirdre, le había dicho: «Besa a tu hija», y se la había quitado.

Rita, al pensarlo, sentía escalofríos. «Besa a tu hija», como cuando la gente besaba el cuerpo de un difunto antes de cerrar el ataúd.

No era de extrañar que Deirdre estuviera mal de los nervios. Del Hospital de la Misericordia se la habían llevado directamente al sanatorio.

—No es la primera vez que ocurre en la familia —dijo Red Lonigan, sacudiendo la cabeza—, así murió Lionel Mayfair, con una camisa de fuerza.

Rita le preguntó qué quería decir, pero no le contestó. —No tienen derecho a hacer algo así —protestó Rita—, es una persona muy buena, incapaz de hacer daño a nadie.

Al final Rita se enteró de que Deirdre había vuelto a casa, y aquel domingo decidió ir a misa a la capilla del Auxilio Perpetuo de Garden District. La mayoría de los ricos no asistían a las viejas parroquias de St. Mary y St.

Alphonsus, al otro lado de Magazine Street.

Fue a misa con la intención de pasar a la vuelta por delante de la casa Mayfair. Pero no tuvo que hacerlo porque Deirdre estaba en la capilla, sentada entre sus dos tías abuelas, la señorita Belle y la señorita Millie. Gracias a Dios, no estaba la señorita Carlotta.

Deirdre tenía un aspecto espantoso, parecía el fantasma de Banquo, como habría dicho su madre. Tenía ojeras negras y llevaba un viejo vestido de gabardina, brillante por el uso y con hombreras, que le quedaba horrible.

Seguramente se lo había dado alguna de las ancianas de la casa.

Después de la misa, mientras las mujeres bajaban la escalera de mármol, Rita tragó, respiró hondo y corrió detrás de Deirdre.

Deirdre le lanzó esa hermosa sonrisa que tenía, pero cuando intentó hablar casi no pudo, sólo le salió un susurro: —¡Rita Mae!

Rita Mae se inclinó para darle un beso. —Dee Dee, traté de hacer lo que me pediste, pero no pude encontrar a aquel hombre. La tarjeta estaba demasiado estropeada.

Deirdre la miró con ojos vacíos. ¿No se acordaba? Por suerte la señorita Millie y la señorita Belle no se habían dado cuenta, estaban muy ocupadas saludando a todos los que pasaban. Y, además, la pobre señorita Belle nunca se enteraba de nada.

Deirdre entonces pareció recordar algo. —Está bien, Rita Mae —le dijo, y le dedicó otra vez aquella hermosa sonrisa suya. Le cogió la mano y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

—Querida, ahora debemos irnos. —Tía Millie se dirigía a Deirdre.

Vaya, ésa era la Deirdre Mayfair de siempre. Está bien, Rita Mae. La chica más dulce que había conocido. Deirdre volvió al sanatorio al poco tiempo.

Había paseado descalza por Jackson Avenue, hablando sola. Luego dijeron que estaba en un hospital psiquiátrico en Tejas y más tarde Rita se enteró de que Deirdre Mayfair tenía una «enfermedad incurable» y que nunca volvería a casa.

Cuando murió la vieja señorita Belle, las Mayfair llamaron como siempre al padre de Jerry. Quizá la señorita Carl no recordaba la pelea con Rita Mae. Al funeral asistieron parientes de todas partes, menos Deirdre.

El señor Lonigan detestaba abrir una tumba en el número uno de Lafayette.

Era un cementerio antiguo, con muchas sepulturas en ruinas y ataúdes podridos que quedaban a la vista; hasta se veían algunos huesos. Le daba asco hacer un funeral allí.

Una tarde llevó allí a Rita y le enseñó las famosas sepulturas de la fiebre amarilla, en las que se veían largas listas de personas muertas durante la epidemia. Le mostró el panteón de los Mayfair, con doce criptas enormes dentro. Una verja de hierro lo rodeaba y encerraba una pequeña franja de césped. En el umbral había dos jarrones de mármol llenos de flores recién cortadas.

—Vaya, lo tienen muy bien cuidado, ¿no? —comentó Rita.

El señor Lonigan miró las flores y no contestó. Luego, tras aclararse la garganta, señaló los nombres de las personas que conocía.

—Esta de aquí, Antha Marie, 1941, era la madre de Deirdre.

—La que se cayó de la ventana —dijo Rita. El hombre siguió sin responder.

—Y esta otra, Stella Louise, muerta en 1929, era la madre de Antha. Y este de aquí encima, Lionel, su hermano, muerto en 1929, el que terminó con una camisa de fuerza después de disparar y asesinar a Stella. —¡No me digas que mató a su propia hermana!

—Así es —respondió Lonigan y siguió señalando nombres—. La señorita Mary Beth, la madre de Stella y de la señorita Carl, y éste, Rémy Mayfair, el padre de la señorita Millie. Era tío de la señorita Carl y murió en First Street, pero antes de mi época. Sin embargo, recuerdo a Julien Mayfair, era lo que se suele llamar un hombre inolvidable. Hasta el día de su muerte fue un caballero de muy buena planta, al igual que su hijo, Cortland. Sabes, Cortland murió el año en que Deirdre tuvo la niña, pero yo no lo enterré. »La familia de Cortland vivía en Metairie. Dicen que fue todo aquel jaleo con el bebé lo que mató a Cortland, «aunque tenía ya ochenta años. La vieja señorita Belle era la hermana mayor de la señorita Carl. La señorita Nancy, en cambio, era hermana de Antha. La próxima será la señorita Millie, recuerda mis palabras.

A Rita no le importaban. Recordaba a Deirdre en Santa Rosa, hacía tiempo, cuando se sentaban juntas al borde de la cama. La esmeralda procedía de Stella y Antha. —¿Pero no es extraño —inquirió Rita— que todas lleven el apellido Mayfair? ¿Por qué no usan el apellido de los maridos?

—No pueden —le respondió el señor Lonigan—, si lo hicieran no podrían acceder al dinero de los Mayfair. Así fue establecido hace mucho tiempo. Hay que ser un Mayfair para recibir el dinero de los Mayfair. Cortland Mayfair lo sabía; lo sabía todo sobre este tema; era un buen abogado y nunca trabajó para nadie más que para la familia. Recuerdo que una vez me dijo que era una cuestión de herencia. —Red volvió a clavar la mirada en las flores. —¿Qué pasa, Red? —preguntó Rita. —Nada, sólo que se cuenta por ahí-explicó— que esos jarrones nunca están vacíos.

—Bueno, ¿no es la señorita Carl la que encarga las flores?

—Que yo sepa, no —respondió Red—. Hay alguien que siempre llena los jarrones. —Pero volvió a quedarse callado, como siempre. Era una persona que nunca decía todo lo que sabía.

Cuando al cabo de un año murió, Rita se sintió tan apenada como si hubiese perdido a su propio padre. Pero continuó preguntándose qué secretos se había llevado con él. Siempre había sido muy bueno con ella. Jerry, tras su muerte, ya no volvió a ser el mismo, cada vez que tenía que tratar con esas viejas familias se ponía muy nervioso. Deirdre regresó a la casa de First Street en 1976. Decían que había quedado completamente idiotizada por los electroshocks.

El padre Mattingly de la parroquia fue a verla. Había perdido todo entendimiento. Como un bebé, le dijo a Jerry, o como una anciana senil.

Rita fue a hacerle una visita. Habían pasado muchos años desde aquella horrible pelea con la señorita Carlotta. Rita tenía tres hijos y no temía a aquella anciana. Le llevó a Deirdre una bata de seda muy bonita. La señorita Nancy la acompañó al porche. —Mira lo que te ha traído Rita Mae Lonigan, Deirdre-le dijo.

Completamente ida. Y qué terrible ver esa hermosa esmeralda en su cuello.

Era como si se burlaran de ella, ponerle algo así sobre el camisón de franela.

Tenía los pies hinchados y blandos, como las maderas del porche, y la cabeza caída a un lado, con la mirada perdida más allá de la malla de alambre del mosquitero. Aunque seguía siendo Deirdre, dulce y bonita. Rita no lo resistió, tuvo que marcharse.

Nunca más volvió a visitarla. Pero cada semana pasaba por delante de la puerta. Se detenía junto a la verja y saludaba a Deirdre con la mano. Ésta ni siquiera se daba cuenta, pero a pesar de todo Rita lo hacía. Le parecía que Deirdre estaba encorvada y flaca, que ya no apoyábalos brazos sobre el regazo, sino que los encogía contra el pecho, pero nunca se acercaba lo suficiente para comprobarlo. Ésa era la ventaja de quedarse junto a la verja y saludarla con la mano.

Cuando murió la señorita Nancy, Rita dijo que iría al funeral.

—Lo hago por Deirdre.

—Pero, querida-había replicado Jerry—, Deirdre ni sabrá que estás. —Deirdre no había pronunciado una sola sílaba en todos estos años.

A Rita no le importaba; iría de todos modos. Jerry, por su parte, no quería tener nada que ver con los Mayfair. Detestaba a esas familias de abolengo.

—Por lo menos ha sido una muerte natural, o eso me han dicho —comentó.

Aquella tarde, después de preparar a la señorita Nancy, le dijo que había sido terrible entrar en aquella casa.

El dormitorio de arriba, con el ambiente de otros tiempos, las cortinas corridas y dos velas delante de la imagen de la Virgen de los Dolores, olía a orina, y la señorita Nancy estaba muerta desde hacía horas en aquel calor antes de que él llegara.

Y la pobre Deirdre, sentada en aquel porche como un despojo humano, con la enfermera negra que le cogía la mano y rezaba el rosario en voz alta como si Deirdre se enterara y sólo quisiera oír el avemaria.

La señorita Carlotta no había querido entrar en la habitación de Nancy. Se quedó en el pasillo con los brazos cruzados.

—La señorita Nancy tiene morados en los brazos y las piernas, señorita Carl. ¿Se ha caído?

—Tuvo el primer ataque en la escalera, señor Lonigan.

Ojalá aún viviera su padre, él sí sabía tratar con esas familias antiguas.

—Ahora bien, Rita Mae, dime una cosa: ¿por qué demonios no la llevaron al hospital? ¡No estamos en 1842! ¿Tienes alguna explicación?

—Hay gente que quiere morir en su casa —respondió Rita. ¿No tenía un certificado de defunción firmado?

Sí, claro que sí. Pero detestaba a esas viejas familias.

—Nunca sabes con qué te van a salir —se quejó—; y no sólo los Mayfair, sino todas esas familias.

Estaba sorprendida de que su marido hablara tanto. Los Mayfair lo perturbaban, eso era evidente, del mismo modo que habían perturbado a su padre; pero nadie se había ocupado de contarle a ella la historia.

Rita asistió a la misa de réquiem por la señorita Nancy en la capilla y siguió al cortejo en su propio coche. Pasó junto a la vieja casa de First Street por consideración a Deirdre, pero no vio ni rastro de ella a pesar de todos esos relucientes cochazos negros.

Había muchísimos Mayfair. ¿De dónde salían tantos? Rita reconoció acentos de Nueva York, de California e incluso del sur, de Atlanta y Alabama. ¡Y estaban también todos los de Nueva Orleans!

Cuando vio el libro de visitas casi no pudo creerlo. Había Mayfair en los barrios altos, en el centro, en Metairie y al otro lado del río.

Hasta había un inglés, un caballero de cabello blanco con traje de lino y bastón que se rezagó y quedó junto a ella. —¡Dios mío, qué día tan terriblemente caluroso! —dijo con su elegante tono británico y, cuando Rita tropezó en el sendero, le ofreció su brazo. Bonito gesto por su parte.

Qué pensarían todas aquellas personas de la horrible mansión, se preguntaba Rita y del cementerio de Lafayette, con los panteones casi en ruinas.

Los pasillos estaban atestados y la gente se ponía de puntillas para ver por encima de las altas tumbas. Abundaban los mosquitos por el césped sin cortar y, para colmo, precisamente en aquel momento se detenía en la puerta un autobús de turistas. Sí, seguro que les encantaría. ¡Qué suerte, esto sí que era un buen espectáculo!

Pero lo más sorprendente fue ver a la prima que se había llevado al bebé de Deirdre. Porque allí estaba Ellie Mayfair, de California. Jerry se la señaló mientras el sacerdote decía las últimas palabras. Una mujer alta, de cabello oscuro, con un vestido azul sin mangas y la piel bronceada. Llevaba un sombrero blanco y grande, como una capelina, y gafas oscuras. Parecía una estrella de cine. ¡Cómo se arremolinaban a su alrededor! Le estrechaban la mano, la besaban en las mejillas empolvadas. Cuando se inclinaban sobre ella, ¿le preguntaban por la hija de Deirdre?

Rita se enjugó las lágrimas. «Rita Mae, me van a quitar el bebé.» ¿Qué había hecho con aquel trocito de tarjeta con la palabra Talamasca escrita?

Seguramente estaría en alguna página de su misal. Ella nunca tiraba nada. Quizá debía hablar con aquella mujer, sólo para preguntarle cómo ponerse en contacto conla hija de Deirdre. Quizás algún día la chica querría saber lo que Rita tenía que decirle. Pero ¿tenía ella derecho a entrometerse?

Había estado a punto de desmoronarse allí mismo, y entonces la gente habría pensado que lloraba por la señorita Nancy. Qué ridículo. Fue entonces, en el momento en que se daba la vuelta y trataba de ocultar el rostro cuando vio que el caballero inglés la miraba fijamente. Tenía una expresión de verdad extraña, como si estuviera preocupado por su llanto. Ella se puso a llorar y le hizo un gesto como diciéndole: «Estoy bien.» De todos modos, él se acercó.

Le ofreció su brazo, como había hecho antes, y la acompañó unos pasos para que se sentara en uno de los bancos. Cuando Rita levantó los ojos hubiera jurado que la señorita Carl los observaba, aunque en realidad estaba muy lejos y el sol se reflejaba en los cristales de sus gafas. Probablemente ni siquiera los veía.

El hombre le tendió entonces una pequeña tarjeta blanca y le dijo que le gustaría hablar con ella. Sobre qué, había pensado Rita, pero cogió la tarjeta y se la guardó en el bolsillo.

Más tarde, aquella noche, se la encontró. Buscaba el recordatorio con el responso cuando se topó con la tarjeta que le había dado el hombre; allí estaban los mismos nombres después de tantos años: Talamasca y Aaron Lightner.

Buscó la vieja tarjeta, o lo que quedaba de ella, en las páginas del misal. Sin duda se trataba del mismo nombre. El inglés había añadido a mano en la nueva tarjeta el nombre del hotel Monteleone de la ciudad y el número de habitación.

Ríta se encontró con Jerry despierto y bebiendo frente a la mesa de la cocina.

—Rita Mae, no puedes ir a hablar con ese hombre. No puedes decirle nada sobre esa familia.

—Pero, Jerry, tengo que contarle lo que pasó, tengo que explicarle que Deirdre trató de ponerse en contacto con él.

—Pero eso ocurrió hace años, Rita Mae. Aquella criatura ahora es una adulta. ¿No sabías que es médica? Me he enterado de que está a punto de ser cirujana.

—No me importa, Jerry. —En ese instante Rita Mae rompió a llorar, pero a pesar de las lágrimas hizo algo extraño; miró la tarjeta y memorizó todo lo que había escrito en ella: el número de habitación del hotel y el número de teléfono de Londres.

Y tal como se había imaginado, de repente Jerry cogió la tarjeta y se la metió en el bolsillo. Ella no dijo ni una palabra, tan sólo continuó llorando. Jerry era el hombre más dulce del mundo, pero nunca comprendería.

—Querida, asistir al funeral ha sido un gesto muy bonito por tu parte —dijo.

Rita no volvió a mencionar a aquel hombre. No quería enfrentarse a Jerry.

Al menos en ese instante todavía no se había decidido.

—Pero ¿qué sabe esa chica de California sobre su madre? —preguntó Rita—.

Quiero decir, ¿sabe que Deirdre nunca quiso abandonarla?

—Déjalo, querida.

Jerry sacudió la cabeza. Se llenó el vaso de bourbon y se bebió casi la mitad.

—Querida, si tú supieras lo que sé sobre esa gente.

Sí, Jerry estaba bebiendo demasiado. Rita se dio cuenta. No era un charlatán.

Un buen empresario de funeraria no podía serlo. Pero ahora había empezado a hablar y Rita lo dejó.

—Querida-dijo—, Deirdre nunca tuvo la más mínima oportunidad en esa familia. Se diría que la maldijeron al nacer. Eso decía mi padre.

Jerry era apenas un escolar cuando Antha, la madre de Deirdre, había muerto al caer desde el techo del porche al que daba la ventana de la buhardilla de aquella casa.

—Tuvimos que raspar las baldosas para quitar los sesos. Fue terrible. ¡Tenía sólo veinte años y era guapa! Más bonita incluso que lo que llegó a ser Deirdre.

Y deberías haber visto los árboles de aquel jardín. Por la forma en que se agitaban, querida, parecía como si soplara un huracán sobre la casa. Hasta los firmes magnolios se inclinaban y retorcían.

—Sí, los he visto así —dijo Rita, pero volvió a quedarse en silencio para que Jerry continuara hablando.

—Lo peor fue cuando llegamos aquí y papá tuvo tiempo de echar un buen vistazo a Antha. Me dijo: «Mira esos rasguños alrededor de los ojos. Eso nunca ocurre en una caída, además, no había árboles bajo la ventana.» Luego descubrió que uno de los ojos había sido arrancado de la cuenca. Papá sí sabía qué hacer en esas situaciones. »Llamó directamente al doctor Fitzroy y le dijo que pensaba que era necesaria una autopsia. El doctor se lo discutió, pero él no cedió. Por último, el doctor Fitzroy confesó que Antha Mayfair se había vuelto loca y trató de arrancarse los ojos a arañazos. La señorita Carl intentó detenerla, pero en aquel momento Antha huyó corriendo hacia la buhardilla. Saltó, de acuerdo, pero estaba completamente fuera de sí. La señorita Carl lo había visto todo. Y no había motivo para que la gente hablara de ello, para que saliera en los periódicos. ¿Acaso esa familia no había sufrido ya bastante después de lo de Stella? —»"A mí no me parece que se haya autolesionado", respondió mi padre, "pero si usted está dispuesto a firmar el certificado de defunción de este caso, pues... supongo que he hecho todo lo que he podido." Nunca hubo ninguna autopsia, pero mi padre sabía muy bien lo que decía. »Por supuesto, me hizo jurar que nunca diría una palabra de todo esto a nadie. Ahora confío en ti, Rita Mae.

—Ay, qué horrible —murmuró ésta—, arrancarse los ojos a arañazos. »Ojalá Deirdre no lo supiera. —Pues bien, y eso no es todo. —Jerry bebió otro trago de bourbon y siguió—. Cuando fuimos a limpiar el cuerpo, encontramos la gargantilla con la esmeralda, la misma que Deirdre lleva ahora, la famosa esmeralda de los Mayfair. La cadena estaba retorcida alrededor del cuello y la piedra enganchada al cabello de atrás. Estaba toda cubierta de sangre y Dios sabe qué más. Mira, hasta mi padre, con todo lo que había visto en este mundo, se impresionó al quitar los pelos y las astillas de hueso de esa cosa. «No es la primera vez que tengo que quitar sangre de esta gargantilla», dijo.

También la había encontrado en el cuello de Stella Mayfair, la madre de Antha.

—Stella fue asesinada por su hermano. —Sí, y escuchar a papá hablar de ello era algo terrible. Stella era la desenfrenada de aquella generación. Incluso antes de que muriera su madre, ya había llenado la vieja casa de luces y organizaba fiestas todas las noches, corría alcohol de contrabando y tocaban orquestas. Sólo Dios sabe lo que las señoritas. Carl, Millie y Belle pensaban de todo aquello.

Pero cuando empezó a traer a sus amantes a casa, Lionel intervino y la mató. Lo que pasaba es que estaba celoso. Le dijo ahí mismo, delante de todo el mundo:

«Antes de que seas suya, prefiero matarte.» —¿ Qué dices? —se sorprendió Rita—. ¿ Que el hermano y la hermana se acostaban?

—Es posible, querida —le respondió Jerry—. Es muy posible. Nadie supo nunca el nombre del padre de Antha. Podría haber sido Lionel. Incluso decían...

Pero a Stella nunca le importó lo que pensara la gente. Nunca le molestó tener una hija sin haberse casado.

—Vaya, es lo más horrendo que he oído nunca —murmuró Rita Mae—.

Sobre todo en aquella época. —Así fueron las cosas, querida. Y no sólo lo sé por boca de mi padre. Cuando Lionel disparó a Stella en la cabeza todos los invitados se desbandaron y rompieron las ventanas de los porches para poder salir de allí. Pánico generalizado. ¿Y puedes creer que la pequeña Antha bajó del piso de arriba durante aquel revuelo y se quedó mirando el cadáver de su madre en el suelo del salón? Rita movió la cabeza. ¿Qué le había contado Deirdre aquella tarde, hacía mucho tiempo? «Dicen que su madre también murió joven, pero nunca hablan de ella.» —Lionel, después de matar a Stella, terminó con una camisa de fuerza. Papá siempre decía que la culpabilidad le había hecho perder la razón. No paraba de gritar que el diablo no lo dejaba en paz, que su hermana era una bruja que había mandado al demonio para perseguirlo. Murió de un ataque, se tragó su propia lengua y no había nadie para ayudarlo. Abrieron la celda acolchada y allí estaba, muerto y morado. Pero por lo menos aquella vez el cadáver llegó cosido después de la autopsia. Lo que nunca dejó tranquilo a mi padre fueron los arañazos en la cara de Antha, doce años más tarde.

—Pobre Dee Dee. Debió de saber algo de todo aquello.

—Sí —dijo Jerry—, hasta los bebés se enteran de las cosas. ¡Tú lo sabes!

Cuando mi padre y yo fuimos a sacar el cuerpo de Antha del patio, oímos a la pequeña Deirdre llorando como si supiera que su madre había muerto. Y nadie la cogía, nadie la consolaba. Te digo que esa cría nació con una maldición. Con todo lo que pasó en esa familia, nunca tuvo la más mínima oportunidad. Por eso enviaron a su hija al oeste, para apartarla de todo aquello. Si yo estuviera en tu lugar, querida, no me metería.

Rita pensó en Ellie Mayfair, tan guapa... Probablemente ahora estaría volando rumbo a San Francisco.

—Dicen que esa gente de California es muy rica —siguió Jerry—. Me lo contó la enfermera de Deirdre. El padre es un abogado importante, un maldito hijo de puta, pero gana mucho dinero. Si hay una maldición sobre las Mayfair, la chica ha conseguido librarse.

—Jerry, tú no crees en maldiciones —afirmó Rita— y lo sabes.

—Querida, piensa un minuto en la esmeralda del collar. Mi padre la limpió de sangre dos veces. Y siempre me pareció que la señorita Carlotta, personalmente, pensaba que estaba maldita. La primera vez que papá la limpió, cuando mataron a Stella, ¿ sabes lo que le pidió que hiciera? Que la pusiera en el ataúd con Stella. Me lo contó él, así que no lo dudo. Y mi padre se negó a hacerlo.

—Bueno, a lo mejor no es auténtica.

—Vamos, Rita Mae, con esa esmeralda te puedes comprar una manzana entera en el centro de Canal Street. Papá pidió a Hershman, de Magazine Street, que la tasara. Imagínate, viene la señorita Carlotta y le dice: «Deseo expresamente que la ponga en el ataúd con mi hermana.» Así que mi padre llamó a Hershman, siempre habían sido buenos amigos, y éste le dijo que era auténtica, la esmeralda más perfecta que había visto en su vida. Ni siquiera podía ponerle precio. Dijo que ése era el tipo de joyas que terminan en un museo.

—Bueno, ¿qué le dijo Red a la señorita Carlotta?

—Le dijo que no, que él no iba a meter un millón de dólares en un féretro.

Limpió el collar con alcohol, compró una caja de terciopelo a Hershman y se lo devolvió. Lo mismo que hicimos años más tarde cuando Antha se tiró por la ventana. Esa vez la señorita Carl no nos pidió que la enterráramos. Tampoco nos pidió que hiciéramos el velatorio en el salón. —¡En el salón!

—Sí, allí es donde colocaron a Stella, justo allí. Antiguamente siempre lo hacían. Al viejo Julien Mayfair lo velaron en el salón y también a la señorita Mary Beth, en 1925. Stella pidió que fuera hecho del mismo modo. Así lo dejó escrito en su testamento y así lo hicieron. Pero con Antha no ocurrió nada de aquello. Papá y yo devolvimos el collar. Entramos y allí estaba la señorita Carl sentada a oscuras en aquel salón doble meciendo suavemente a la pequeña Deirdre en su cuna, con los porches y los árboles alrededor no se veía nada. Yo me acerqué con mi padre y él le dio el collar. ¿Sabes qué hizo? Dijo: «Gracias, Red Lonigan», se volvió y puso la caja con la joya en la cuna de la niña.

—Bueno, ¿y si el collar está de verdad maldito? —exclamó Rita. Dios, pensaba en esa joya alrededor del cuello de Deirdre y en el estado en que ella estaba ahora. Le costaba soportar la idea.

—Mira, si está maldito, puede que también lo esté la casa —respondió Jerry —, porque las joyas van con la casa y con un montón de dinero más. —¿Quieres decir, Jerry Lonigan, que la casa pertenece a Deirdre?

—Rita, todo el mundo lo sabe. ¿Cómo es que tú no? —¿Me estás diciendo que es su casa y que esas mujeres han vivido allí todos estos años mientras ella estaba encerrada y que luego la trajeron en ese estado y la sentaron...?

—Vamos, no te pongas histérica, Rita Mae. Sí, eso es lo que te estoy diciendo. Sí, es de Deirdre, y fue de Antha y de Stella, y pasará a la hija de California cuando muera Deirdre, a no ser que alguien se las arregle para cambiar esos viejos papeles, aunque no creo que se pueda cambiar algo así. El testamento viene de muy lejos, de la época en que tenían la plantación, e incluso de antes, de la época en que estaban en las islas, ya sabes, en Haití, antes de que llegaran aquí. Un legado, así es como lo llaman. Recuerdo que Hershman solía decir que la señorita Carl había empezado a estudiar derecho de joven sólo para averiguar cómo impugnar el legado. Pero no lo consiguió. Todo el mundo sabía que Stella era la heredera, incluso antes de que muriera la señorita Mary Beth.

—Pero ¿y si la chica de California no lo sabe? —Es la ley, querida. Y la señorita Carlotta puede que sea muchas otras cosas, pero sobre todo es una buena abogada. Además, es algo que va ligado al nombre Mayfair. Tienen que conservar el nombre, si no, no heredan nada. Y la chica lo conserva, me enteré cuando nació. Y su madre adoptiva, Ellie Mayfair, la que ha venido hoy y firmó el libro, también. Lo saben. La gente siempre sabe cuándo le va a tocar dinero.

—Pero, Jerry, ¿y si hay otras cosas que la hija de Deirdre no sabe? —preguntó Rita—. ¿Por qué no ha venido hoy? ¿Por qué no quiere ver a su madre? «¡Rita Mae, me van a quitar el bebé!» Jerry no contestó, tenía los ojos rojos. Se había pasado con el bourbon.

—Papá sabía muchas más cosas sobre esa gente —dijo; ahora farfullaba—, mucho más de lo que me contó. Pero me explicó que habían hecho bien en quitarle la niña a Deirdre y dársela a Ellie Mayfair, por la criatura. Y dijo algo más: que Ellie no podía tener hijos y que el marido estaba muy desilusionado y a punto de abandonarla cuando la señorita Carl la llamó para preguntarle si quería a la niña de Deirdre. «No le cuentes todo esto a Rita Mae», me dijo mi padre, «pero ha sido una bendición para todo el mundo. El viejo señor Cortland, que Dios lo tenga en la gloria, estaba equivocado».

Rita Mae sabía lo que iba a hacer. Nunca en su vida había mentido a Jerry Lonigan. Simplemente, no se lo oiría. A la tarde siguiente llamó al hotel Monteleone. El inglés acababa de dejar la habitación, pero pensaban que quizá todavía estuviera en el vestíbulo.

Mientras esperaba, el corazón le latía con fuerza. —Soy Aaron Lightner. Sí, señora Lonigan. Por favor, tome un taxi, yo pagaré la carrera. Estaré esperándola. El inglés la llevó al Desire Oyster Bar, un bonito lugar con ventiladores de techo, espejos grandes y puertas que daban a Bourbon Street. A Rita le parecía tan exótico como siempre le había parecido aquel barrio. Casi nunca iba a esa parte de la ciudad.

Se sentaron a una mesa de mármol y ella pidió una copa de vino blanco; era lo que él había pedido y sonaba muy bien. ¡Qué hombre tan bien parecido! En un caballero como él no importaba la edad; era más guapo que cualquier joven.

Sentarse tan cerca del inglés la puso un poco nerviosa y la forma en que la miraba hizo que se turbara como si volviera a ser una colegiala.

—Hable, señora Lonigan —le dijo—, la escucho. Rita trató de hablar con calma, pero no pudo: las palabras salieron a borbotones. Enseguida empezó a llorar; probablemente el inglés no entendería ni una palabra de lo que decía. Le dio aquel trozo de tarjeta viejo y ajado. Le habló de los anuncios que había puesto y le explicó cómo le había contado a Deirdre que no había podido dar con él.

Luego llegó a la parte difícil. —¡Hay cosas que esa chica de California no sabe! La propiedad es suya, y los abogados quizá se lo digan, pero ¿y la maldición, señor Lightner? Estoy poniendo toda mi confianza en usted, le estoy contando cosas que mi marido no quiere que le cuente a nadie. Pero Deirdre confió en mí y, a fin de cuentas, eso a mí me basta. Lo que le digo es que las joyas y la casa están malditas.

Al final se lo contó todo. Le contó lo que Jerry le había dicho, todo lo que Red había dicho. Le contó todo lo que consiguió recordar.

Y lo más increíble fue que el inglés en ningún momentó pareció sorprendido ni impresionado y le aseguró que haría todo lo posible para que la chica de California recibiera aquella información.

Una vez dicho todo —el vino blanco seguía intacto—, Rita se sonó la nariz y el hombre le pidió que guardase su tarjeta y lo llamase si había algún «cambio» en Deirdre. Si no lo encontraba, podía dejar un mensaje; la persona que respondiera el teléfono lo comprendería. Lo único que tenía que decir era que estaba relacionado con Deirdre Mayfair.

Rita sacó el misal de su bolso. —Déme el teléfono otra vez —dijo, y debajo escribió las palabras: «relacionado con Deirdre Mayfair».

Después de haberlo escrito todo, se le ocurrió preguntar:

—Dígame, señor Lightner, ¿ cómo llegó a conocer a Deirdre?

—Es una larga historia, señora Lonigan. Se podría decir que hace años que observo a esta familia. Tengo dos cuadros pintados por el padre de Deirdre, Sean Lacy. Uno es un retrato de Antha. Él murió en una autopista, en Nueva York, antes de que Deirdre naciera. —¿Murió en un accidente en una autopista? No lo sabía.

—Dudo que alguien lo sepa por aquí —continuó Lightner—. Era un buen pintor. Pintó un hermoso retrato de Antha con la famosa esmeralda al cuello.

Llegó, a mis manos a través de un marchante de Nueva York cuando ambos ya estaban muertos.

—Qué curioso que el padre de Deirdre haya muerto en la carretera —comentó Rita— lo mismo le pasó al novio de ella, al hombre con el que iba a casarse. ¿Sabía que se salió de la carretera del río camino de Nueva Orleans?

Rita creyó ver un pequeño cambio en la cara del inglés, pero no estaba segura. Parecía como si sus ojos se hubieran achicado durante un segundo.

—Sí, lo sabía —respondió. Parecía pensar en cosas que no quería contar.

Luego empezó a hablar otra vez—. Señora Lonigan, quiero que me prometa algo. —¿Qué, señor Lightner?

—Si llegara a ocurrir algo, algo completamente inesperado, y la hija de California volviera a casa, por favor, no intente hablar con ella, llámeme.

Llámeme a cualquier hora del día o de la noche y le prometo que vendré tan pronto como consiga salir en avión de Londres. —¿Quiere decir que no le cuente todo esto? ¿Es eso lo que me pide?

—Sí —respondió Lightner muy serio, y le tocó la mano por primera vez, de una manera de lo más correcta y caballerosa—. No vuelva a aquella casa, sobre todo si está allí la hija. Le prometo que si yo no puedo venir, vendrá otra persona, alguien que llevará a cabo lo que queremos hacer, alguien muy familiarizado con toda la historia.

—Ay, me quitaría un peso de encima —dijo Rita. Sin duda no quería hablar con aquella chica, una completa desconocida, y explicarle todas estas cosas.

Pero de repente todo aquello empezó a intrigarla. Por primera vez se preguntó quién sería ese hombre tan agradable. ¿No sería un error confiar en él?

—Puede confiar en mí, señora Lonigan —dijo, como si adivinara su pensamiento—. Por favor, no lo dude. Conozco a la hija de Deirdre y sé que es una persona bastante reservada y... digamos, severa. No es alguien con quien resulte fácil hablar, no sé si me entiende. Pero creo que yo podré explicarle las cosas. —Claro, señor Lightner.

El hombre la miraba. Quizá comprendía lo confundida que estaba. Qué tarde tan rara, con toda esa charla sobre maldiciones, muertos y ese extraño collar. —Sí, son cosas muy extrañas —dijo él. Rita se rió.

—Parece como si me adivinara el pensamiento —comentó.

—Deje de preocuparse —dijo Lightner—. Haré que Rowan Mayfair se entere de que su madre no quiso abandonarla, haré que se entere de todo lo que usted quiere que sepa. Se lo debo a Deirdre, ¿no le parece? Ojalá hubiera estado allí cuando ella me necesitaba.

Bueno, para Rita era más que suficiente.

Habían pasado ya doce años desde que Deirdre ocupaba su sitio en el porche, más de un año desde que había venido el inglés, y volvían a hablar de llevársela. Era su casa la que se desmoronaba a su alrededor en aquel triste jardín salvaje e iban a encerrarla otra vez.

Quizá Rita debería llamar al hombre. Quizá debería contárselo. No lo sabía.

—Llevársela es lo más sensato que pueden hacer —opinó Jerry— antes de que la señorita Carlotta sea demasiado vieja para tomar la decisión. El asunto es, bueno, no me gusta decirlo, querida, pero Deirdre se está viniendo abajo deprisa. Dicen que se está muriendo.

«Muriendo.»

Esperó hasta que Jerry se fue al trabajo y luego hizo la llamada. Sabía que aparecería en la factura y que probablemente a la larga tendría que explicarle algo. Pero no importaba. Lo importante ahora era que el operador comprendiera que tenía que llamar a un número al otro lado del océano.

Contestó una mujer agradable y, tal como había prometido el inglés; aceptó el cobro revertido. Al principio Rita no conseguía entender todo lo que la mujer decía —hablaba muy deprisa—, pero al final comprendió que el señor Lightner estaba en Estados Unidos, en San Francisco. La mujer lo llamaría enseguida. ¿Tenía Rita algún inconveniente en dejar su número?

—No, no. No quiero que llame aquí-dijo—. Sólo transmítale mi recado, es muy importante. Dígale que llamó Rita Lonigan, que se trata de Deirdre Mayfair. Apúntelo, por favor. Que Deirdre Mayfair está muy enferma, que se está consumiendo deprisa. Que quizá se esté muriendo.

Rita lloraba cuando colgó.

Aquella noche soñó con Deirdre, pero al despertarse lo único que consiguió recordar era que Deirdre estaba allí durante el crepúsculo y que el viento soplaba entre los árboles de Santa Rosa de Lima.

Rita se levantó y fue a la primera misa. Se acercó al altar de la Virgen Bendita y encendió una vela. Por favor, haz que el señor Lightner venga, rezó.

Por favor, haz que hable con la hija de Deirdre.

Y mientras rezaba se dio cuenta de que no era la herencia lo que la preocupaba, ni la maldición del hermoso collar con la esmeralda, porque, pese a todo lo cruel que pudiera ser la señorita Carl, no creía que tuviera en mente transgredir la ley. Además, tampoco creía en las maldiciones.

En lo que sí creía era en el amor que sentía de todo corazón por Deirdre Mayfair.

Y creía que una hija tenía derecho a saber que su madre había sido en una época la más dulce y bondadosa de las criaturas, una niña a quien todo el mundo quería, una hermosa muchacha a quien un hombre apuesto y elegante llamó «amada mía» en un jardín, a la hora del crespúsculo, en la primavera de 1957.

6

—Se quedó bajo la ducha durante diez minutos completos, pero seguía borracho como el demonio. Luego se cortó dos veces al afeitarse. Nada grave, sólo una clara indicación de que tenía que comportarse con mucho cuidado con la dama que venía de camino, esa doctora, el misterioso personaje que lo había sacado del mar.

Tía Viv lo ayudó con la camisa y él tomó rápidamente otro sorbo de café. Le supo horrible, pese a que estaba bueno; él mismo lo había preparado. Lo que quería era una cerveza. No poder tomarse una cerveza precisamente ahora era como no poder respirar, pero era un riesgo demasiado grande. —¿Y qué vas a hacer en Nueva Orleans? —preguntó tía Viv, quejumbrosa.

Sus ojillos azules estaban irritados, vidriosos. Le acomodó las solapas de su chaqueta caqui con sus manos finas y nudosas—. ¿Estás seguro de que no necesitas un abrigo más caliente?

—Tía Viv, estamos en agosto y me voy a Nueva Orleans. —La besó en la frente—. No te preocupes por mí —añadió—, estoy bien.

—Michael, no comprendo por qué...

—Tía Viv, te llamaré en cuanto llegue, te lo prometo. Y tienes el teléfono del Pontchartrain por si quieres dejarme un mensaje antes de que llegue.

Había reservado la misma suite que ella hacía años, cuando él era apenas un muchacho de once años y había ido a verla con su madre. La gran suite que daba a St. Charles Avenue, con el piano de media cola. Sí, ya sabían qué habitación quería. Sí, no había problemas, podían reservársela. Sí, el piano de media cola aún estaba allí.

La compañía aérea había confirmado su vuelo a las seis de la mañana, en primera, en un asiento de pasillo. Sin problemas. Una cosa tras otra perfectamente coordinadas.

Y todo gracias al doctor Morris y a la misteriosa doctora Mayfair, que ahora estaba de camino.

Al principio, cuando se enteró que era médica, se puso furioso.

—Así que ésa es la razón del secreto —le había dicho al doctor Morris—.

Entre médicos no nos molestamos, ¿no? No damos su número de teléfono privado. Usted sabe que esto es un asunto público, yo debería... Pero Morris lo había hecho callar en el acto. —Michael, la dama se dirige a su casa para recogerlo. Sabe que está borracho y sabe que está loco, pero aun así lo va a llevar a su casa de Tiburón y va a dejar que gatee por el barco.

—Muy bien —respondió Michael—, le estoy agradecido y usted lo sabe.

—Entonces salga de la cama, dúchese y afeítese. ¡Hecho! Y ahora nada le impediría hacer este viaje. Una vez que saliera de la casa de esa mujer en Tiburón se iría directamente al aeropuerto y, si hacía falta, dormitaría en una silla de plástico hasta que saliera el avión a Nueva Orleans.

—No voy a quedarme mucho tiempo, te lo prometo —le dijo con dulzura.

Pero de repente un presentimiento se apoderó de él. Tuvo la clara sensación, esa telepatía que flotaba libremente, de que no volvería a vivir en esta casa. No, imposible. Sólo era el alcohol que bullía en su interior y los meses de completo aislamiento que lo estaban volviendo loco... Vaya, era suficiente para que cualquiera perdiera el juicio. Besó a tía Viv en la mejilla—. Voy a ver si está todo en la maleta —dijo. Tomó otro trago de café. Empezaba a sentirse mejor. Limpió con cuidado las gafas de carey y palpó el bolsillo de la chaqueta para ver si llevaba las de repuesto.

—He puesto todo en la maleta —dijo tía Viv, moviendo ligeramente la cabeza. Se quedó de pie junto a él. Señaló la maleta abierta y la ropa cuidadosamente doblada—. Un par de trajes de verano, el neceser. Está todo.

Ah, tu gabardina. No olvides la gabardina, Michael. En Nueva Orleans siempre llueve.

—Ya la tengo, tía Viv. No te preocupes. —Cerró la maleta con llave. No se molestó en explicarle que la gabardina se había estropeado porque se había ahogado con ella puesta. Las famosas Burberry quizás estuvieran hechas para las trincheras de guerra, pero no para ahogarse. El forro de lana se había echado a perder.

Se pasó el peine por el pelo; odiaba la sensación de los guantes. No parecía borracho, a no ser, por supuesto, que estuviera demasiado borracho como para saberlo. Miró el café. Tómate el resto, idiota. Esa mujer viene sólo para seguirle la corriente a un chiflado, lo menos que puedes hacer es no tropezar con los escalones de tu propia puerta. —¿Han llamado al timbre? —Michael cogió la maleta. Sí, listo, casi listo para irme.

Y luego otra vez aquel presentimiento. ¿Qué era, una premonición? Miró la habitación, el empapelado rayado, el revestimiento de madera que tan pacientemente había lijado y vuelto a pintar, la pequeña chimenea de ladrillos que él mismo había puesto. Nunca más volvería a disfrutar de todo aquello.

Nunca más volvería a echarse sobre la cama de bronce ni volvería a mirar las fantasmagóricas luces del centro de la ciudad a través de las cortinas de seda japonesa.

Tía Viv caminó deprisa por el pasillo, balanceando las manos, con los tobillos dolorosamente hinchados, y apretó con firmeza el botón del intercomunicador.

—Sí, ¿quiénes?

—Soy la doctora Rowan Mayf air. He venido a buscar a Michael Curry.

Dios, era verdad. Michael resucitaba otra vez de la muerte.

—Enseguida bajo —dijo.

Bajó los dos pisos deprisa y silbando suavemente. Se sentía bien por poder marcharse, por estar en camino. Casi abrió la puerta sin pensar en los periodistas; pero se detuvo y observó por la mirilla del centro del rectángulo de vidrio de color.

Al pie de la escalera, una mujer alta como una gacela esperaba de perfil, mirando hacia la calle. Unas piernas largas enfundadas en unos tejanos, una media melena rubia y rizada que se agitaba sobre el hoyuelo de su mejilla.

Parecía joven y fresca, seductora sin proponérselo, con su chaqueta ceñida azul marino y el cuello de su jersey trenzado que le cubría el cuello.

No hacía falta que le dijeran que era la doctora Mayfair. Un súbito calor subió por su columna y le recorrió el cuerpo. Sus mejillas ardieron. La habría encontrado atractiva e interesante aunque la hubiera visto en cualquier otra circunstancia. Pero saber que era ella quien tuvo su vida en sus manos...

Agradeció que no mirara hacia la puerta y que no viese su sombra al otro lado del cristal.

Ésta es la mujer que me devolvió a esta vida, pensó, vagamente excitado por la tibieza de su cuerpo, por la desnuda sensación de docilidad que se mezclaba con un deseo casi salvaje de tocarla, conocerla, poseerla quizá. Le habían descrito innumerables veces la mecánica de la recuperación, la respiración boca a boca alternada con masaje al corazón. De repente le pareció brutal que después de semejante intimidad hubieran estado separados tanto tiempo.

—Incluso de perfil reconoció la cara, la recordaba, una cara de piel tersa y sutil belleza, con luminosos ojos grises hundidos en sus cuencas.

Y qué seductora era su postura, tan abierta, informal, tan llanamente masculina, esa forma de apoyarse contra la barandilla con un pie en el escalón de abajo.

La sensación de desamparo se hizo más extraña y sorprendentemente aguda, y junto con ella surgió el inevitable impulso de conquistador. No había tiempo para analizar todo aquello y, francamente, tampoco quería. De repente supo que se sentía feliz, feliz por primera vez desde el accidente.

Sí, sal, habla con ella. Ésta es la vez que más cerca has estado de aquel momento, es tu oportunidad. Y qué agradable es sentirse tan atraído por ella físicamente, sentirse desnudo por su presencia.

Michael echó una rápida ojeada a ambos lados de la calle. Sólo había un hombre, frente al umbral de una casa, un hombre al que, de hecho, la doctora Mayfair miraba fijamente. Pero sin duda era imposible que aquel viejo de cabello blanco, con un traje de mezclilla de tres piezas y cogido a un paraguas como si se tratara de un bastón, fuera un periodista.

Aunque era extraña la forma en que la doctora lo miraba y la manera en que el hombre le devolvía la mirada. Ambas figuras estaban inmóviles, como si fuera algo de lo más normal, y obviamente no lo era.

En aquel momento recordó lo que le había dicho tía Viv hacia unas horas, que un inglés había venido desde Londres para verlo. Y aquel individuo ciertamente parecía inglés, un inglés con muy mala suerte, que había hecho un largo viaje en vano.

Michael abrió la puerta. El hombre no hizo gesto de acercarse, aunque lo miró con la misma intensidad con la que había mirado a la doctora Mayfair.

Michael salió y cerró la puerta.

Luego se olvidó por completo del inglés, porque en aquel momento la doctora Mayfair se volvió con una hermosa sonrisa que iluminaba su rostro.

Reconoció en el acto la belleza de las nítidas cejas rubio ceniza y las espesas pestañas oscuras que hacían que sus ojos parecieran aún más grises y brillantes.

—Señor Curry —dijo con voz profunda, grave y perfectamente modulada—, ya ve, nos volvemos a encontrar. —Le tendió su larga mano derecha mientras él bajaba la escalinata. La forma en que lo examinaba de pies a cabeza parecía totalmente natural.

—Doctora Mayfair, muchas gracias por venir —dijo, y le estrechó la mano, aunque se la soltó inmediatamente, avergonzado por sus guantes—. Me ha vuelto a resucitar, me estaba muriendo en aquella habitación.

—Lo sé —respondió ella—. ¿Lleva esta maleta porque piensa enamorarse y quedarse a vivir conmigo de ahora en adelante?

Michael rió. La voz gruesa era un rasgo que le encantaba en las mujeres, algo demasiado raro y siempre mágico. No recordaba ese detalle del día del barco.

—No, no. Lo siento, doctora Mayfair, quería decir que... bueno, que después tengo que irme al aeropuerto. He de coger el avión a Nueva Órleans a las seis de la mañana. Tengo que hacerlo. Supongo que tomaré un taxi desde allí, quiero decir, desde donde estemos, porque si vuelvo aquí...

Se sintió confundido durante un momento, como si hubiera perdido el hilo.

—Lo siento —murmuró. Había perdido el hilo. Habría jurado que estaba en Nueva Orleans. Se sentía mareado. Había estado en medio de algo con una gran y agradable intensidad. Y ahora sólo quedaba esa humedad, ese cielo espeso en lo alto y la certeza de que todos los años de espera habían terminado, de que algo para lo que se había preparado estaba a punto de comenzar.

Se dio cuenta de que miraba fijamente a la doctora Mayfair. Era casi tan alta como él y lo observaba con firmeza, de una manera abierta y conscientemente generosa, como si disfrutara, como si lo encontrara guapo o interesante, o quizá las dos cosas. Michael sonrió, de pronto también le gustaba mirarla y estaba contento de que hubiera venido, tan contento que no se atrevió a decírselo.

Ella lo cogió del brazo.

—Vamos, señor Curry. —Se volvió lo suficiente para dirigir una mirada al distante inglés. Remolcó a Michael cuesta arriba hasta el Jaguar verde oscuro.

Abrió la puerta y antes de que él pudiera detenerla, cogió su maleta y la puso en el asiento trasero.

—Suba —dijo ella, y le cerró la puerta. Tapizados de cuero color caramelo.

Un hermoso tablero de mandos de madera. Michael echó una ojeada por encima del hombro. El inglés seguía mirando. —Es extraño —dijo.

Ella ya tenía la llave de arranque puesta antes de cerrar su puerta. —¿Qué es extraño? ¿Lo conoce? —No, pero creo que ha venido para verme... Creo que es inglés y... ni siquiera se ha movido cuando salí.

Rowan se sobresaltó. Parecía desconcertada, aunque no tuvo problemas para sacar el coche y dar una vuelta en «U» casi imposible, antes de pasar junto al inglés y lanzarle otra mirada directa.

—Juraría que he visto antes a ese hombre —dijo ella casi con un murmullo.

Michael se rió, no de lo que acababa de decir, sino de la forma en que condujo cuando giró a toda velocidad a la derecha y se internó en la neblina de Castro Street.

Se sentía como en la montaña rusa. Se abrochó el cinturón de seguridad, porque si no lo hacía se iría contra el parabrisas. En el momento en que pasaron rugiendo el primer semáforo, se dio cuenta de que empezaba a sentir náuseas. —¿Está seguro de que quiere ir a Nueva Orleans, señor Curry? —le preguntó—. No parece en condiciones de hacerlo. ¿A qué hora sale el avión?

—Debo ir a Nueva Orleans —respondió él—. Tengo que ir a casa. Perdone, sé que parece absurdo. Se trata de esas sensaciones que me vienen como al azar y se apoderan de mí. Supuse que era todo por lo que les ocurre a mis manos, pero no. ¿Está enterada de lo de mis manos? Estoy destrozado, completamente destrozado. Escuche, ¿puede hacerme un favor? Por aquí, a la izquierda, hay una bodega, justo cruzando la Eighteen Street, ¿ puede parar, por favor?

—Señor Curry...

—Doctora Mayf air, voy a vomitar en su espléndido coche.

Rowan se detuvo frente a la bodega. Castro Street estaba atestada con el habitual gentío de los viernes a la noche y bastante animada con tantos bares iluminados con la puerta abierta a la niebla.

—Sólo unas latas de Miller's —dijo él—. Una caja de seis. Las tomaré poco a poco. Por favor. —¿Y se supone que yo tengo que entrar y comprarle ese veneno? —Rowan rió, amable, sin crueldad. Su voz grave tenía una calidez aterciopelada. Y sus ojos, ahora iluminados por las luces de neón, eran grandes y perfectamente grises, como el agua de aquella tarde.

Pero Michael estaba a punto de morirse.

—No, desde luego que no tiene que entrar. Lo haré yo mismo. No sé en qué estoy pensando. —Se miró los guantes de cuero—. Me he estado ocultando de la gente, mi tía Viv lo hacía todo. Lo siento.

—Miller's, una caja de seis —dijo ella, y abrió la puerta.

—Bueno, mejor doce. —¿Doce?

—Doctora Mayfair, son sólo las once y media y el avión no sale hasta las seis —explicó, mientras buscaba el billetero en su bolsillo.

Ella le hizo el gesto de que se lo guardara, cruzó la calle, esquivó con gracia un taxi y desapareció en la bodega.

Dios, qué descaro pedirle que hiciera algo así, pensó, derrotado, empezamos mal; aunque no era del todo cierto. Ella era agradable con él y él todavía no lo había echado todo a perder. Comenzaba a saborear el gusto de la cerveza. Y el estómago no se le apaciguaría con ninguna otra cosa.

La música atronadora de los bares cercanos retumbaba de repente con fuerza y los colores de la calle brillaban demasiado. Le pareció que un joven transeúnte pasaba demasiado cerca del coche. Michael pensó que era el resultado de tres meses y medio de aislamiento. Pareces un tío que acaba de salir de la cárcel.

Ni siquiera habría sabido que era viernes si no hubiera sido porque el avión salía el sábado a las seis. Se preguntó si se podría fumar en ese coche.

En cuanto ella puso la bolsa en su regazo, Michael abrió una lata.

—Tener una lata de cerveza abierta en un coche es una multa de cincuenta dólares, señor Curry —dijo ella, y se la quitó.

—Bueno, si le ponen una la pagaré yo. —Debió de haberse bebido media lata de un trago. Ahora se encontraba bien.

Cruzó la ancha intersección de seis carriles a la altura de Market, giró a la izquierda en un sitio prohibido y enfiló colina arriba a todo gas.

—La cerveza nubla los sentidos, ¿verdad? —preguntó ella.

—No, no nubla nada —respondió—. Las sensaciones me llegan de todas partes. —¿De mí también?

—Bueno, no. Pero el que quiere estar con usted soy yo, ¿comprende? —Tomó otro trago de cerveza; se sostenía con la otra mano mientras ella se lanzaba colina abajo hacia Haight—. Por lo general no me quejo, doctora Mayfair —añadió—, pero desde el accidente vivo la vida sin protección alguna.

No puedo concentrarme, ni siquiera puedo leer ni dormir.

—Comprendo. Cuando lleguemos a casa, puede subir al barco y hacer lo que crea necesario. Pero de verdad me gustaría prepararle algo de comer.

—Me sentaría fatal, doctora Mayfair. Puedo preguntarle algo, ¿hasta qué punto estaba muerto cuando me rescató?

—Completa y clínicamente muerto, señor Curry. No se detectaba ningún signo vital. Si no hubiera mediado intervención, la muerte biológica irreversible habría sobrevenido inmediatamente. ¿No recibió mi carta? —¿Me escribió una carta?

—Tendría que haber ido a visitarlo al hospital.

«Conduce como un piloto de carreras —pensó él—, no cambia de marcha hasta que el motor chirría.»

—Pero usted le dijo al doctor Morris que ya no había dicho nada...

—Pronunció un nombre, una palabra, algo, apenas un murmullo. No pude oír bien las sílabas. Oí algo como una «I»...

El silencio ahogó el resto de la frase. Michael también había enmudecido.

Sabía, por un lado, que estaba en el coche, que ella le hablaba, que habían cruzado Lincoln Avenue, que se internaban en el Golden Gate Park hacia Park Presidio Drive, pero en realidad no estaba allí. Estaba en el límite de un espacio ensoñado en el que una palabra con «I» tenía un significado crucial, algo extremadamente complejo y familiar. Una multitud de seres lo rodeaba, se apiñaban cerca de él y se aprestaban a hablar. La entrada...

Sacudió la cabeza. Concéntrate. Pero la imagen ya se estaba desintegrando.

Sintió pánico.

Cuando ella frenó ante un semáforo en rojo en Geary Street, él botó sobre el asiento de cuero.

—Supongo que no operará el cerebro de la gente del mismo modo que conduce este coche, ¿verdad? —preguntó. Tenía el rostro acalorado.

—Sí, de hecho lo hago igual —respondió ella, y arrancó un poco más despacio.

—Lo siento —volvió a decir—. Creo que siempre estoy disculpándome.

Desde que ocurrió aquello no paro de disculparme ante la gente. No hay nada malo en su forma de conducir. Soy yo. Antes del accidente era... un hombre corriente. Una de esas personas felices, ya sabe... ¿Asentía ella con la cabeza? Michael la miró. Parecía distraída, sumida en sus pensamientos. La niebla era tan densa sobre el puente que el tráfico parecía desaparecer dentro. —¿Quiere hablar conmigo? —preguntó ella, los ojos fijos en el tráfico que se desvanecía delante—. ¿Quiere contarme lo que le ha pasado?

Michael suspiró. Parecía una tarea imposible, pero lo peor de todo era que si empezaba no podría parar.

—Las manos, ya sabe, veo cosas cuando toco objetos, pero las visiones...

—Hábleme de las visiones.

—Ya sé lo que piensa. Usted es neuróloga; pensará que se trata de algún problema en el lóbulo temporal, alguna tontería así.

—No, yo no pienso eso.

Ahora conducía más aprisa. La desagradable silueta de un camión apareció delante con sus luces traseras como balizas. Rowan se quedó a salvo detrás y se mantuvo a ochenta y cinco para mantener la distancia.

Michael terminó la lata en tres tragos, la puso en la bolsa y se quitó un guante. Salieron del puente y la niebla —como ocurría a menudo— desapareció por arte de magia. El claro resplandor del cielo lo sorprendió. Las oscuras montañas se alzaban como hombros que se movían a medida que subían el Waldo Grade.

—Michael miró su mano. Le pareció desagradablemente húmeda y arrugada. Se frotó los dedos y experimentó una sensación en cierto modo placentera.

Ahora circulaban a cien por hora. Tocó la mano de la doctora Mayfair, apoyada en la palanca de cambios, con sus largos dedos pálidos completamente relajados.

Ella dejó la mano quieta, sin resistirse. Lo miró y volvió al tráfico; entraban en el túnel. Michael levantó la mano de la palanca y colocó su pulgar contra la palma.

Un suave murmullo lo envolvió y su visión se hizo borrosa, como si el cuerpo de ella se hubiera desintegrado y lo cubriera, una nube de partículas que giraba. Rowan. Durante un instante temió que se salieran de la carretera. Pero no era ella la que sentía miedo, sino él. Sintió la palma húmeda y tibia de la mujer y el latir del corazón que llegaba a través de ella. Tuvo la sensación de estar en el centro de aquella presencia vivaz que lo envolvía y lo aCarlciaba como copos de nieve. La excitación erótica era tan intensa que le resultaba imposible contenerla.

Entonces, una fulguración borrosa le llevó a una cocina moderna y deslumbrante, con artefactos y aparatos brillantes, y un hombre tirado en el suelo. Pelea, gritos; pero aquello era algo que había ocurrido un momento antes.

Eran secuencias que se sucedían, chocaban entre sí. No había ni arriba ni abajo, ni izquierda ni derecha. Michael estaba justo en medio de ellas. Rowan, con el estetoscopio, se arrodillaba junto al moribundo. «Te odio.» Ella cerraba los ojos y se quitaba el estetoscopio de los oídos, no podía creer que tuviera la suerte de que él se estuviera muriendo.

Luego todo cesó. El tráfico se detuvo. Rowan había retirado su mano libre de la de Michael y cambiaba de marcha con un movimiento firme y eficiente. —¿Qué ha visto? —preguntó Rowan. Su cara estaba prodigiosamente serena, bañada por las luces de los coches que pasaban. —¿No lo sabe? Dios mío, ojalá desapareciera este poder de mi vida. Ojalá nunca lo hubiera tenido. No quiero saber estas cosas de la gente.

—Dígame lo que ha visto.

—Él murió en el suelo y usted estaba contenta. Al final no se divorciaron.

Ella nunca supo que él planeaba hacerlo. Medía un metro ochenta y siete, había nacido en San Rafael, California, y éste era su coche. —Pero ¿dé dónde salía todo esto? Si hubiera querido, podría haber seguido y seguido—. Eso es lo que he visto. ¿Le interesa? ¿Quiere que siga hablando? Lo que yo debería preguntarle es ¿por qué quiso que yo viera todo aquello? ¿De qué le sirve que yo sepa que ésa era su cocina y que cuando usted volvió del hospital adonde lo habían llevado e ingresado, cosa completamente estúpida porque ya estaba muerto, se sentó y se comió lo que él había cocinado antes de morir?

Silencio.

—Tenía hambre —murmuró ella.

Michael se agitó en el asiento. Abrió otra lata de cerveza fresca; el delicioso aroma de malta llenó el coche.

—Y ahora no le caigo muy bien, ¿verdad? —preguntó.

Ella no contestó. Miraba fijamente el tráfico.

Michael estaba deslumhrado por las luces que aparecían delante. Gracias a Dios, ahora salían de la autopista y entraban en una carretera estrecha que llevaba a Tiburón.

—Me cae muy bien —contestó ella, por fin, en voz baja, con un ronroneo ronco.

—Me alegro. Tenía miedo de... Me alegro. No sé por qué dije esas cosas...

—Yo le pregunté qué veía —añadió ella, con sencillez.

Él rió y tomó un buen trago de cerveza.

—Ya casi hemos llegado. ¿Podría beber un poco menos? Es un consejo médico.

Michael tomó otro trago. Otra vez la cocina, el olor a asado que salía del horno, una botella de vino tinto que se abría, los dos vasos.

Y más que eso, mucho más. Lo único que tienes que hacer para ver es seguir pensando en ello. «Te he dado todo lo que has querido, Rowan. Tú sabes que siempre has sido el lazo que nos unía. Si no hubiera sido por ti, la habría abandonado hace mucho. ¿Te ha contado Ellie alguna vez que me mintió? Me dijo que podía tener hijos y sabía que no era verdad. De no haber sido por ti me habría marchado.»

Giraron a la derecha, hacia el oeste, según creyó, por una calle arbolada que subía la colina y luego descendía. Otra vez el espectáculo del oscuro cielo despejado lleno de monótonas estrellas y, al otro lado de la bahía, Sausali-to, que bajaba por las colinas hasta el atestado embarcadero. No hizo falta que ella le dijera que casi habían llegado. —¿Puedo preguntarle algo, doctora Mayfair? —¿Sí? —¿Tiene... tiene miedo de hacerme daño? —¿Por qué me lo pregunta?

—Acabo de tener la extraña sensación de que usted intentaba... hace un momento, cuando le he cogido la mano... de que intentaba hacerme una advertencia.

Ella no contestó. Michael supo que lo que acababa de decir la había impresionado.

Circularon por una calle junto a la costa. Jardines y tejados inclinados que apenas se veían detrás de los altos setos. Cipreses de Monterrey cruelmente retorcidos por el implacable viento oeste. Un enclave de moradas de millonarios.

Michael percibió el olor a mar con más fuerza que en el Golden Gate.

Entraron por un camino de piedra y ella apagó el motor. Las luces se reflejaban contra una puerta doble de madera de secoya. La casa sólo era una sombra negra que se recortaba contra el cielo.

—Quiero pedirle un favor —dijo ella. Estaba inmóvil, con la mirada fija hacia delante. Bajó la cabeza y el cabello le cubrió el perfil.

—De acuerdo, se lo debo —respondió él sin dudarlo. Tomó otro trago de espumosa cerveza—. ¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Que entre, apoye las manos en el suelo de la cocina y le diga qué pasó, de qué murió?

Otro estremecimiento. Silencio en el interior de la noche. Michael percibió la proximidad de ella, la suave y limpia fragancia de su piel. Ella se volvió. La farola de la calle que se filtraba entre las ramas reflejaba manchas de luz amarilla sobre su rostro. Al principio creyó que Rowan había bajado la mirada, que tenía los ojos entrecerrados, pero luego vio que los tenía bien abiertos y lo miraban.

—Sí, eso es lo que quiero —respondió—. Eso es lo que quiero que haga.

—De acuerdo —dijo él—. Qué mala suerte que haya ocurrido durante una discusión. Debió de sentirse muy culpable.

Su rodilla rozó la de él. Otra vez escalofríos. —¿Qué le hace pensar algo así?

—Usted no soporta la idea de hacer daño a alguien —respondió él.

—Qué ingenuo.

—Puede que esté loco, doctora —rió Michael—, pero no soy ingenuo. Los Curry nunca en su vida criaron un hijo ingenuo. —Se terminó la cerveza de un trago lento y se sorprendió mirando la pálida línea de la mandíbula y los cabellos ligeramente rizados de Rowan. El labio de abajo parecía lleno, blando, delicioso para besar...

—Entonces, si prefiere, llámelo inocente —añadió ella.

Michael se burló sin contestar. Si ella supiera lo que pensaba mientras miraba su boca, esa boca dulce y llena.

—La respuesta a esa pregunta es sí-dijo ella, y salió del coche.

—Él abrió la puerta y bajó. —¿A qué pregunta se refiere? —inquirió, ruborizado.

Rowan sacó la maleta del asiento trasero.

—Vamos, lo sabes bien —dijo. —¡No, de verdad que no!

Ella se encogió de hombros y se dirigió hacia la entrada.

—Querías saber si me iría a la cama contigo. La respuesta es sí, como acabo de decirte.

Michael la alcanzó en el momento en que cruzaba la entrada. Un sendero de cemento llevaba hasta la puerta negra de madera de secoya.

—Bueno, me pregunto para qué demonios nos molestamos en hablar —dijo, y cogió la maleta de su mano mientras ella manipulaba la llave.

Parecía confundida otra vez. Le hizo el gesto de que pasara y le cogió la bolsa de cerveza de su mano sin que él lo notara.

La casa era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Había conocido y explorado innumerables viviendas antiguas, pero este tipo de casa, esta moderna obra maestra artesanal, era algo completamente desconocido.

Lo que tenía ahora ante sus ojos era un gigantesco espacio con suelo de madera, que empezaba en el comedor, pasaba por el salón y terminaba en la sala de juegos sin ninguna división; enormes ventanales que daban a una amplia terraza de madera al sur, al oeste y al norte; un porche descubierto, iluminado por un suave proyector. A lo lejos, la bahía era sencillamente negra e invisible. Las luces titilantes de Sausalito, al oeste, parecían íntimas y delicadas comparadas con la lejana y espléndida vista sur del horizonte de San Francisco, colorido y violento.

En un extremo de la casa estaba la cocina de su visión, una estancia grande, con armarios y mostradores de madera oscura y cacharros de cobre brillantes que colgaban de unos ganchos en lo alto. Una cocina para admirar y al mismo tiempo para cocinar Una chimenea de piedra con hogar amplio separaba la cocina de las otras habitaciones.

—Creí que no te gustaría —dijo ella.

—Pero si es hermosa —suspiró Michael—. Está hecha como un barco.

Nunca he visto una casa nueva tan bien terminada. —¿Sientes cómo se mueve? Está hecha para moverse, con el agua.

Michael caminó despacio por la gruesa alfombra de la sala. En aquel momento vio una escalera de caracol de hierro detrás de la chimenea. Una suave luz ámbar caía del vano de arriba. Pensó de inmediato en dormitorios, en cuartos espaciosos como éstos y en tumbarse con ella en la oscuridad, bajo el resplandor de las luces de la ciudad. Su rostro se encendió de nuevo.

Le echó una mirada. ¿Había captado su pensamiento de la misma forma que había afirmado haber captado su pregunta antes? Demonios, cualquier mujer se habría dado cuenta.

Ella estaba de pie, delante de la nevera abierta; Michael, por primera vez, veía bien su rostro iluminado por la luz blanca. Su piel tenía un brillo asiático, sólo que era demasiado rubia para ser asiática. Tenía una piel tan tensa que al sonreírle se le formaron dos hoyuelos.

Michael se dirigió hacia ella, profundamente consciente de su presencia física, de la forma en que la luz blanca se reflejaba sobre sus manos y del donaire con que se movía su pelo. Pensó que cuando las mujeres van peinadas de esa manera, el cabello, corto y espeso, como si acariciara el cuello al moverse, se convierte en parte esencial de cada gesto. Uno piensa en ellas y enseguida piensa en la belleza del pelo.

Pero en el momento en que cerró la nevera y desapareció aquella luz blanca, Michael vio a través del ventanal norte, a su izquierda, muy cerca de la puerta de entrada, un enorme yate blanco anclado.

Parecía monstruosamente grande, algo inimaginable —como una ballena encallada en la playa—, algo grotesco, tan cerca de los elegantes muebles y las alfombras que lo rodeaban. Una sensación cercana al pánico se apoderó de él.

Un miedo extraño, como si reconociera el terror de la noche de su rescate como parte de lo que había olvidado.

No tenía más alternativa que ir hacia allí y apoyar sus manos sobre la cubierta. Se sorprendió caminando hacia los ventanales. Se detuvo, confuso, mientras observaba cómo ella quitaba los pasadores y abría el pesado ventanal.

Lo golpeó una ráfaga de aire salado. Oyó el crujir de la enorme embarcación.

La tenue luz lunar le parecía cada vez más oscura y desagradable. Perfecto para la navegación marítima, solían decir. Y él, al ver aquel barco, comprendía lo que significaba. Algunos navegantes habían dado la vuelta al mundo en naves más pequeñas que ésta. Nuevamente volvió a parecerle grotesco, desproporcionado.

Salió al embarcadero —el cuello de la chaqueta le golpeaba el rostro-y caminó hasta el borde. El agua estaba completamente negra y le llegaba el olor desagradable, húmedo, de las cosas muertas del mar.

Pero aquí estaba el barco y había llegado el momento. Sin duda, no le gustaba subir allí, con aquellas portillas y una cubierta de aspecto resbaladizo que se mecía con suavidad contra los neumáticos de goma fijados a lo largo del muelle. Estaba condenadamente contento de llevar los guantes puestos.

Caminó hasta la popa de aquel yate, detrás del voluminoso puente de mando, se cogió de la barandilla, dio un salto —sorprendido por un instante de que el barco se ladeara bajo su peso-y pasó al otro lado, a la cubierta trasera, lo más rápido que pudo.

Ella subió inmediatamente detrás de él.

Aborrecía la sensación de que el suelo se moviera bajo sus pies. ¡Dios mío, cómo era posible que la gente soportara los barcos! Pero ahora la embarcación parecía bastante estable. Las barandillas que lo rodeaban eran lo bastante altas como para darle cierta sensación de seguridad. Hasta había una pequeña protección contra el viento.

Escrutó la cabina de mando a través de la puerta de cristal. Vio los relojes y los aparatos. Podría haber sido la cabina de un jet. Quizá la escalerilla que había dentro llevaba a los camarotes de abajo.

Bueno, eso no le importaba. Lo que sí importaba era la cubierta propiamente dicha, porque allí había estado tendido cuando le rescataron.

El viento sobre las olas resonaba en sus oídos. Mi-chael se volvió y miró a Rowan. Su rostro permanecía oscuro contra las lejanas luces.

—Justo ahí —dijo ella; sacó la mano del bolsillo del abrigo y señaló las maderas de la cubierta delante de ella. —¿Ahí abrí los ojos? ¿Ahí respiré por primera vez?

Ella asintió.

Michael se arrodilló. El movimiento del barco era ahora más suave y sutil; el único sonido que se oía era un débil crujido que no parecía provenir de ningún sitio en especial. Se quitó los guantes, los metió en el bolsillo y flexionó las manos.

A continuación las apoyó sobre la cubierta. Frío, humedad. La visión, como siempre, salía de ninguna parte y lo alejaba del presente. Pero no era su rescate lo que veía, sino fragmentos de otras personas, entre conversaciones y movimientos: la doctora Mayfair, luego otra vez el odiado muerto y con ellos una mujer mayor, más amada, una mujer llamada Ellie; pero esta visión dio paso a otra y luego a otra, mientras las voces lo aturdían.

Se tendió hacia delante, de rodillas. Empezaba a ma-rearse, pero se negaba a dejar de tocar la cubierta. La palpaba como un ciego.

—Dios, tráeme el momento en que respiré por primera vez —murmuró; pero era como rebuscar en una biblioteca tratando de encontrar una simple línea. Gra-ham, Ellie, voces que se levantaban y chocaban entre sí. Rehusó traducir en palabras lo que veía; se negó—. Dame el momento. —Y se tendió boca abajo con su mejilla sobre la cubierta.

De repente, el momento pareció estallar alrededor de él, como si la madera que tuviera debajo empezara a incendiarse. Una sensación de frío más intensa, un viento más violento. El barco se agitaba. Ella se inclinaba sobre él; y se vio a sí mismo ahí tirado, un hombre muerto con la cara mojada y pálida. Ella le apretaba el pecho. «¡Despierta, vamos, despierta!»

Abrió los ojos. «Sí, he visto muchas cosas, Rowan, sí. ¡Estoy vivo, estoy aquí!

Rowan, muchas cosas...» El dolor en su pecho era insoportable. No sentía ni sus manos ni sus piernas. ¿Era su mano la que se levantaba y cogía la mano de ella?

«Antes debo explicar toda la historia...» ¿Antes de qué? Trató de aferrarse a aquello, de profundizar. ¿Antes de qué? Pero no veía nada más que el pálido rostro ovalado de ella tal como lo había visto aquella noche, con el cabello empapado debajo de la gorra.

De repente, en el presente, aporreaba la cubierta con el puño.

—Dame la mano —gritó. Ella se arrodilló junto a él—. Piensa, piensa en lo que ocurrió en el momento en que respiré por primera vez.

Pero se dio cuenta de que era inútil. Sólo vio lo que ella había visto: a sí mismo, un muerto que revivía, un ser empapado y sin vida tirado sobre la cubierta mientras le hacía la respiración artificial y, luego, sus párpados que se abrían y dejaban ver una línea plateada.

Se quedó inmóvil durante un buen rato, respiraba entrecortadamente. Sabía que ahora volvía a sentir un frío espantoso, aunque no era nada comparado con el frío terrible de aquella noche, y que ella estaba junto a él y esperaba, paciente.

Hubiera gritado, pero estaba demasiado cansado para hacerlo, completamente derrotado. Era como si las imágenes se cerraran de golpe cuando él llegaba.

Sólo quería tranquilidad. Tenía los puños apretados. No se movía.

Aunque había descubierto algo, un detalle que no sabía. Se trataba de ella.

En esos primeros segundos él ya sabía quién era ella, ya la conocía. Sabía que se llamaba Rowan. ¿Pero cómo confiar en semejante conclusión? Dios, le dolía el alma por el esfuerzo. Se quedó tendido, enfadado, vencido; se sentía necio y aun agresivo.

Si ella no hubiera estado allí, quizás habría llorado. —Inténtalo de nuevo —dijo Rowan. —No, no sirve, es otro lenguaje, no sé cómo usarlo. —Inténtalo.

Y lo hizo, pero no consiguió nada mejor que las otras veces. Imágenes de días soleados, apariciones de Ellie, luego de Grahamy otros, muchos otros, rayos de luz que podrían haberlo llevado en una dirección u otra, la puerta de la cabina de mando que golpeaba al viento, un hombre alto sin camisa que subía por la escalerilla y Rowan. Sí, Rowan, Rowan, Rowan, Rowan con cada una de las personas que veía, siempre Rowan, a veces una Rowan alegre. Nadie había estado en este barco sin ella.

Volvió a ponerse de rodillas, más confuso por este segundo esfuerzo que antes. La idea de que aquella noche ya la conocía no era más que una ilusión, una fina capa de sensaciones que ella había dejado en este barco, mezclada con otras capas a las que él había accedido. La conocía quizá porque la había cogido de la mano o porque antes de volver en sí ya sabía cómo sería todo. Aunque nunca lo sabría con seguridad. Michael se sentó.

—Maldición —murmuró. Se puso los guantes. Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, aunque aquella fina chaqueta no suponía gran diferencia.

—Ven, vamos adentro —dijo ella y lo cogió de la mano como si fuera un chiquillo. Michael se sorprendió de lo mucho que apreció aquel gesto. Cuando bajó de aquel yate bamboleante y resbaladizo y pisó el embarcadero se sintió mejor.

—Gracias, doctora —dijo—. Valía la pena intentarlo y tú me lo has permitido. No tengo palabras para agradecértelo.

Ella deslizó un brazo alrededor de él. Su rostro estaba casi pegado al suyo.

—Bueno, quizá la próxima vez dé resultado.

De nuevo aquella sensación de conocerla. Debajo de la cubierta había un pequeño camarote en el que a menudo dormía con su foto pegada al espejo. ¿Se ruborizaba de nuevo?

—Ven, vamos adentro —insistió, y lo empujó con suavidad.

La protección de la casa le hizo sentir bien, pero estaba demasiado triste y cansado para pensar en ello. Quería descansar, pero no importaba. Tengo que ir al aeropuerto, pensó, tengo que coger mi maleta, salir de aquí y dormir en una silla de plástico. Ésta era sólo una de las dos maneras de poder averiguar algo, y ahora se había interrumpido, de modo que seguiría la otra lo más pronto posible.

Echó otra mirada al barco y pensó que quería volver para decirles que no había abandonado su propósito, simplemente no lo recordaba. Ni siquiera sabía si la entrada era una entrada en el estricto sentido de la palabra. Y el número, había un número, ¿no? Un número muy significativo. Se apoyó contra el ventanal y apretó la cabeza contra el cristal.

—No quiero que te vayas —murmuró ella.

—Yo tampoco —dijo él—, pero debo hacerlo. Hay alguien que espera algo de mí, ¿comprendes? Ellos me dijeron lo que era y tengo que hacer todo lo posible para conseguirlo. Sé que volver es parte de ello. Silencio.

—Fue muy amable de tu parte traerme aquí. Silencio. —A lo mejor... —¿A lo mejor qué? —Michael se volvió. Ella estaba otra vez a contraluz. Se había quitado el abrigo y tenía un aspecto estilizado y elegante con su jersey de trenzas, sus piernas largas, sus pómulos espléndidos y sus estrechas muñecas. —¿Podría ser que tuvieras que olvidarte? —preguntó.

Michael se quedó en silencio durante un momento, nunca se le había ocurrido. —¿Crees en mis visiones? —preguntó—. Quiero decir, ¿has leído lo que decían los periódicos? Era verdad, esa parte. Los periódicos me hacían quedar como un estúpido, como un loco. Pero lo importante es que había mucho más, mucho más y...

Ojalá pudiera verle la cara un poco mejor. —Te creo —dijo ella. Se detuvo y luego continuó—: Una llamada tan cercana siempre asusta, una posibilidad aparente que produce un gran impacto. Nos gusta creer que había una razón... —¡Había una razón!

—Iba a decir que en este caso la llamada fue muy cercana porque casi era de noche cuando te vi allí, en el mar. Cinco minutos más tarde y no te habría visto, no te habría visto en absoluto.

—Estás dando vueltas, tratas de buscar explicaciones y es muy amable de tu parte, muchas gracias, de verdad. Pero ¿sabes?, lo que recuerdo, la impresión a la que me refiero, es tan fuerte que no hace falta nada de todo esto para explicarlo. Ellos estaban allí, doctora Mayfair, y... —¿Qué?

Michael sacudió la cabeza.

—Era sólo uno de esos escalofríos, uno de esos momentos locos en los que parece que recuerde, aunque luego todo desaparece. También lo sentí ahí, en la cubierta. La certeza de que en el momento de abrir los ojos sabría lo que había pasado, sí... y luego desapareció todo...

—La palabra que pronunciaste, el murmullo...

—No he podido verlo. No me he visto pronunciar una palabra. Pero te diré algo, creo que sabía tu nombre en aquel momento. Sabía quién eras.

Silencio.

—Aunque no estoy seguro. —Michael miró a su alrededor, confundido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde estaba su maleta? De verdad tenía que irse, pero estaba muy cansado... no quería.

—No quiero que te vayas. —¿Quieres decir... que puedo quedarme un rato? —Michael la miró y observó también la sombra de su delgada figura contra el cristal de la lejana ventana, apenas iluminada—. Ojalá nos hubiéramos conocido antes —dijo—.

Ojalá yo... Me gustaría... quiero decir, es tan estúpido, pero eres tan...

Avanzó para verla mejor. Sus ojos parecían tan grandes y profundos, su boca tan generosa y suave... Pero a medida que se acercaba aquella visión empezó a cambiar. El rostro iluminado por el tenue reflejo de las paredes parecía amenazador, maligno, con unos ojos que lo espiaban por debajo del flequillo rubio con una actitud de claro odio.

Se detuvo. Tenía que ser un error. Sin embargo, ella seguía inmóvil, inconsciente del miedo que inspiraba, quizá no le importaba.

Luego empezó a acercarse a él, iluminada por la débil luz que llegaba de la entrada. ¡Qué bella y triste parecía! ¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Ella estaba a punto de llorar. En realidad era sencillamente horrible ver la tristeza de su rostro, ver el silencioso y súbito deseo, el torrente de emoción. —¿Qué pasa? —murmuró Michael, abriendo sus brazos. Ella, de repente, se apretó con suavidad contra él. Sus senos eran grandes y blandos. La abrazó, la rodeó por completo y le acarició el cabello con su mano enguantada—. ¿Qué ocurre? —volvió a murmurar. Pero en realidad no era una pregunta, sino más bien una pequeña caricia de palabras tranquilizadoras. Sentía el latido de su corazón. Él mismo estaba conmovido. El sentimiento de protección que bullía en su interior era cálido y se transformaba rápidamente en pasión.

—No lo sé —murmuró ella—, no lo sé. —Y empezó a llorar. Levantó la mirada, abrió su boca y avanzó muy suavemente buscando su beso. Era como si no quisiera besarlo en contra de su voluntad; le dio todo el tiempo del mundo para que él lo evitara, pero, por supuesto, Michael no tenía la más mínima intención de hacerlo.

Sintió que era absorbido como en el coche, cuando le había tocado la mano, pero esta vez era su cuerpo, voluptuoso, blando y sólido al mismo tiempo, que lo abrazaba. La besó una y otra vez, se entretuvo en su cuello, sus mejillas, sus ojos. ACarlció sus pómulos con las manos enguantadas y sintió la tersura de su piel debajo del jersey de lana. Dios, si pudiera quitarse los guantes... pero si lo hacía se sentiría perdido y toda la pasión se evaporaría en medio de la confusión. Se aferraba desesperado a esto... y ella casi había estado a punto de creer, erróneamente; a punto de temer, tontamente...

—Sí, sí, claro que sí-dijo él—, ¿cómo has podido pensar que no lo deseaba, que no quería... cómo has podido creer en algo así? Abrázame, Rowan, abrázame fuerte. Ahora estoy aquí, sí, estoy contigo.

La besó otra vez en la boca, la besó en el cuello mientras ella echaba la cabeza hacia atrás. La levantó poco a poco en brazos y cruzó la habitación.

Subió la escalera de hierro, vuelta tras vuelta hasta llegar a una habitación grande y oscura que daba al sur. Se desplomaron sobre una cama baja. Volvió a besarla y le echó el pelo hacia atrás, maravillado por la sensación que le producía a pesar de los guantes. Miró sus ojos cerrados y su boca abandonada con los labios separados. Trató de sacarle el jersey y ella se movió para ayudarlo, y al final consiguió quitárselo de un tirón; tenía el pelo alborotado, estaba hermosa.

Vio sus pechos a través de la fina tela de nilón y los besó. Antes de quitarle el sostén se entretuvo provocadoramente; su lengua se acercó al oscuro círculo del pezón antes de quitarle la prenda. ¿Cómo sentiría ella el cuero negro que le tocaba la piel, le acariciaba los pezones? Michael liberó sus senos y le besó el cálido pliegue que formaban debajo —le gustaba especialmente esa hendidura jugosa—, le chupó los pezones con fuerza, uno tras otro, frotando y apretando la carne febrilmente con las palmas.

Ella se retorcía debajo, su cuerpo se movía abandonado mientras los labios rozaban la desigual barbilla afeitada y se demoraban suavemente sobre su boca, y las manos se escurrían dentro de su camisa como si le gustara sentir la llanura de su pecho.

Rowan le pellizcaba los pezones mientras él le besaba los suyos. Michael se detuvo, iba demasiado rápido, estallaría. Se levantó sobre sus manos tratando de recuperar el aliento y se desplomó a su lado. Sabía que ella se estaba quitando los téjanos. La atrajo hacia sí, acarició la suavidad de la piel de su espalda y bajó lentamente hasta un culito que invitaba a ser tocado.

Ya no podía esperar, no podía. Con súbita impaciencia se quitó las gafas y las tiró sobre la mesilla de noche. Ahora ella era sólo una mancha voluptuosa, pero todos los detalles físicos que había percibido estaban en su mente. Se colocó sobre ella, mientras la mano de Rowan se movía sobre la bragueta, bajaba la cremallera, sacaba su sexo con violencia y lo palmeaba para comprobar su rigidez; un pequeño gesto que casi lo llevó al abismo. Michael sintió el cosquilleo de su vello púbico, el calor de sus labios internos y por último, al entrar, la apretada vagina palpitante.

—Hazlo con fuerza —murmuró. Fue como una bofetada, un aguijón afilado que llevó su furia contenida al punto de ebullición. La frágil figura de Rowan, su suave y quebradiza carne no hacían más que incitarlo. Ninguna violación imaginaria, cometida en sus innumerables sueños secretos, había sido más brutal.

Las caderas de ella golpeaban contra las suyas. Él vio entre brumas cómo su rostro y sus pechos se encendían y su garganta dejaba escapar un gemido. Entró una y otra vez en ella y en el momento en que los brazos de la muchacha caían inertes a un lado cerró los ojos y explotó dentro.

Al final, exhaustos, se separaron y se desplomaron en las suaves sábanas de franela. Tenían los miembros entrelazados y Michael el rostro hundido en la fragancia de sus cabellos. Ella se acurrucó contra él y cubrió con una sábana arrugada el cuerpo de ambos. Luego se volvió hacia él y se arrellanó contra su cuello.

Deja que se vaya el avión, que espere lo que tienes que hacer. Deja que se vaya el dolor y la agitación. En cualquier otro momento y lugar, Michael la hubiera encontrado irresistible. Pero ahora era más que eso, más que suculenta, cálida, llena de misterio y aparentemente perfecta: era algo divino y él la necesitaba tanto que lo entristecía.

—Rowan —murmuró. Sí, sabía todo sobre ella, la conocía.

Ellos estaban abajo. Despierta, Michael, decían, baja. Habían hecho un gran fuego en la chimenea, ¿ o se trataba de un fuego alrededor de ellos, como un bosque en llamas? Le pareció oír el sonido de tambores. «Michael.» Un pálido sueño o el recuerdo del desfile de carnaval aquella noche de invierno, hacía tanto, tanto tiempo. Las bandas tocaban con un ritmo feroz, espantoso, mientras las antorchas ardían en las ramas de los robles. Estaban allí, abajo; lo único que tenía que hacer era despertarse y bajar. Pero por primera vez en todas esas semanas, desde que los había dejado, no quería verlos ni quería recordar.

Se incorporó y observó el pálido cielo matinal. Sudaba y su corazón palpitaba con fuerza. Silencio absoluto; era demasiado temprano, todavía no había salido el sol. Cogió las gafas y se las puso.

No había nadie en la casa, ni tambores ni olor a fuego. Nadie, excepto ellos dos, aunque ella ya no estaba en la cama. Se oía el crujido de maderos y pilotes, pero era sólo el movimiento del agua. Luego oyó la vibración de un sonido profundo, un temblor más que un ruido, y Michael supo que se trataba del enorme yate que se movía en sus amarras. El fantasmal gigante que le decía «Estoy aquí.»

Se sentó durante un momento y observó los austeros muebles. Todos de buena calidad, de la misma madera veteada que había visto abajo. Las personas que vivían aquí apreciaban la madera, las cosas bien hechas. En este cuarto todo era bajo: la cama, el escritorio, las sillas dispersas. Nada obstaculizaba la vista de los ventanales que se levantaban hasta el techo.

Pero realmente olía a fuego. Sí, y al escuchar con cuidado también lo oyó.

Junto a la cama había un albornoz preparado para él, un albornoz blanco y grueso, como a él le gustaba.

Se lo puso y bajó la escalera en busca de Rowan.

El fuego crepitaba en la chimenea —en eso no se había equivocado—, pero no había ninguna horda de seres de ensueño bailando alrededor. Rowan estaba sola, sentada junto al hogar, con las piernas cruzadas y un albornoz holgado que cubría sus finos miembros entre sus pliegues, lloraba otra vez.

—Lo siento, Michael. Lo siento —murmuró con esa aterciopelada voz grave.

Tenía el rostro alterado y congestionado.

—Pero, querida, ¿por qué dices eso? —preguntó él. Se sentó junto a ella y la envolvió entre sus brazos—. Rowan, ¿qué demonios es lo que sientes tanto?

Sus palabras brotaron tan deprisa que Michael casi no podía seguirlas: que ella le había exigido demasiado, que tenía tantas ganas de estar con él, que los últimos meses habían sido los peores de su vida, que su soledad era casi insoportable.

Él la besó repetidamente en las mejillas. —Me gusta estar contigo —respondió—. Quiero estar aquí y no me apetece estar en ninguna parte...

Se detuvo. Pensó en el avión a Nueva Orleans. Bueno, eso podía esperar.

Intentó explicar lo cautivo que se había sentido en la casa de Liberty Street.

—No fui a verte porque sabía que ocurriría esto —continuó ella—. Tenías razón, yo quería saber, quería que tocaras mis manos y el suelo de la cocina, allí donde él había muerto, quería... ¿ sabes?, no soy lo que parezco. —Yo sé qué eres —dijo él—: una persona muy fuerte a la que le resulta terrible admitir que necesita algo. Silencio. Rowan asintió.

—Si eso fuera todo... —dijo. Las lágrimas fluían a raudales.

—Cuéntame, cuéntame toda la historia —la animó Michael.

Rowan se escurrió de entre sus brazos y se levantó. Iba de un lado a otro de la habitación, descalza y, por lo visto, sin percatarse del frío del suelo. Michael se esforzó por comprender otra vez aquel torrente de largas y delicadas frases que surgían a increíble velocidad, y por separar el significado de la seductora belleza de su voz. La habían adoptado cuando tenía un día y se la habían llevado de Nueva Orleans, ¿lo sabía?, ella se lo explicaba en la carta que él nunca había recibido. Sí, seguro que debía de saberlo, porque cuando él había vuelto en sí, la había cogido de la mano y atraído hacia sí como si no quisiera dejarla marchar. Quizás entonces había hecho una absurda asociación de ideas, una fuerza de súbita intensidad conectada con aquel lugar. Pero lo curioso era que ella nunca había estado en Nueva Orleans. ¡Ni siquiera sabía el nombre completo de su madre!

La habían llevado de Nueva Orleans a Los Ángeles en el avión de las seis, el mismo día de su nacimiento. Durante años le habían dicho que había nacido en Los Ángeles. Eso era lo que decía su partida de nacimiento, uno de esos documentos falsos amañados para los niños adoptivos. Ellie y Graham le habían hablado miles de veces sobre el pequeño apartamento de West Hollywood y de lo contentos que estaban cuando la llevaron a casa.

Pero eso no era lo importante, lo importante era que ahora estaban muertos, que habían desaparecido y, con ellos, toda la historia, borrados con una velocidad que la aterrorizaba. A pesar de todo había tenido una de esas fantásticas vidas modernas, simplemente fantástica, aunque tenía que admitir que era un mundo egoísta y materialista. Y mientras Ellie yacía pidiendo morfina a gritos, la única que estaba junto a su cama era Rowan.

—Mira, casi la mato —dijo Rowan—. Casi acabo con ella. Pero no pude, no pude... Nadie podía mentirme sobre lo que pasaba. Sé cuándo la gente miente.

No es que lea la mente, es más sutil. Es como si la gente dijera en voz alta palabras en blanco y negro y yo viera lo que dicen en imágenes en color. A veces capto sus pensamientos, fragmentos de información. Además soy médica, ni lo intentaron, y tenía acceso a toda la información. Y había algo más, un don que me permite saber; yo lo llamo sentido diagnóstico, pero es más que eso.

Apoyaba mi mano sobre ella e incluso cuando la enfermedad estaba en remisión lo sabía. Está allí, está volviendo. Le quedan seis meses como máximo.

Y luego, cuando todo hubo terminado, volver a casa, a esta casa, con todos los aparatos, la comodidad y el lujo que se puede concebir...

—Lo sé —dijo Michael—. Todos los juguetes que hay, todo el dinero...

—Sí, ¿y qué es esta casa sin ellos? ¿Una cáscara? ¡No es mi sitio! Y si no es mi sitio, entonces no es el sitio de nadie... Miro a mi alrededor y... me asusta, te lo juro, me asusta. No, espera, no me consueles. Tú no lo sabes. No pude impedir la muerte de Ellie, tuve que aceptarla, pero yo maté a Graham. Yo lo maté.

—No, no lo hiciste. Eres médica y sabes...

—Michael, eres como un ángel caído del cielo. Pero escucha lo que te estoy diciendo. Tú tienes un poder en tus manos y sabes que es real. Yo sé que es real.

Cuando veníamos hacia aquí lo demostraste. Pues bien, yo tengo un poder igual de fuerte. Lo maté. Y antes maté a dos personas más, a un desconocido y a una niña, hace años, una chiquilla, en el patio del colegio. Leí los informes de la autopsia. ¡Te digo que puedo matar! Si soy médica es porque estoy tratando de negar ese poder. ¡He edificado mi vida sobre la base de compensar por aquel mal!

Respiró hondo y se echó el cabello hacia atrás. Parecía perdida e indefensa con aquel albornoz flojo y grande ceñido a la cintura, un Ganimedes con una media melena revuelta. Michael hizo ademán de acercarse, pero ella se lo impidió.

—Hay tantas cosas. Verás, soñaba con contártelo, contártelo sólo a ti entre todos los demás...

—Estoy aquí y te escucho —dijo él—, quiero que me cuentes...

Cómo podía expresar la fascinación que sentía por ella, la forma en que se sentía totalmente absorbido y lo extraordinario que era tras todas esas semanas de desvarío y locura.

Le explicó en voz baja cómo había sido su vida, lo interesada que siempre había estado en la ciencia; para ella la ciencia era poesía. Nunca pensó que sería ciruja-na. Lo que la fascinaba era la investigación, los avances increíbles y casi fantásticos en el campo de la neurología. Quería pasarse la vida en un laboratorio, donde pensaba que todavía tenía la oportunidad de hacer grandes cosas; además, sin lugar a dudas, tenía un talento natural para ello.

Incluso había pensado en trabajar en el Instituto Keplinger, donde se desarrollaban métodos no quirúrgicos de intervención en el cerebro.

Los últimos descubrimientos allí eran asombrosos. Un profesor le mostró los laboratorios... Su nombre daba igual, y en todo caso estaba muerto; había tenido una serie de pequeños derrames poco después de aquello y, qué ironía, ningún cirujano del mundo había podido cortar y suturar aquellas pérdidas mortales... aunque ella no lo supo hasta más tarde. En fin, el caso es que ese profesor la había llevado al instituto en Nochebuena, porque era la única noche en la que no habría nadie allí y él estaba rompiendo las reglas al mostrarle los trabajos que estaban realizando: investigación en fetos vivos.

—Vi aquel feto en la incubadora. ¿Sabes cómo lo llamaba? Aborto. Me disgusta contarte esto porque sé cómo te sientes por lo del pequeño Chris, sé...

No se dio cuenta de la impresión que causaba en Michael. Él nunca le había hablado del pequeño Chris, pero ella no parecía consciente del hecho. Michael permaneció en silencio, escuchaba lo que ella decía, pensaba vagamente en todas aquellas películas de terror que había visto, con aquellas imágenes fetales, recurrentes y horribles. Pero no quería interrumpirla, deseaba que continuara.

—Había mantenido a aquel feto, de un aborto de cuatro meses, vivo.

También había desarrollado medios para mantener con vida fetos más jóvenes.

Hablaba de fecundaciones in vitro, no para implantar en el útero sino como fuente de órganos. Tendrías que haber oído sus argumentos: que el feto estaba jugando un papel vital en el desarrollo de la vida humana, ¿te imaginas? Pero te diré lo más horrible de todo, la parte realmente horrible era que yo estaba fascinada y me gustaba. Vi la utilidad potencial de lo que me describía. Sabía que algún día iba a ser posible crear cerebros nuevos e intactos para personas en coma. ¡Dios mío, sabes cuántas cosas se podrían hacer, las cosas que yo, con mi talento, podría haber hecho!

Michael asintió.

—Comprendo —dijo con suavidad—. Comprendo el horror y la tentación al mismo tiempo.

Empezaba a salir el sol y se reflejaba sobre el parqué, precisamente donde ella estaba. Pero Rowan no parecía notarlo. Lloraba otra vez, en voz baja; las lágrimas le corrían por las mejillas y se las enjugaba a la altura de la boca con el dorso de la mano.

Le explicó cómo había huido del laboratorio, de la investigación y de todo lo que podía haber logrado allí. Había escapado de su despiadada codicia de poder, de aquellas pequeñas células embrionarias de sorprendente plasticidad. ¿Comprendía la forma en que podían emplearse esos tejidos, trasplantes completamente diferentes, tejidos que continuarían su desarrollo y no provocarían los típicos rechazos inmunológicos en el receptor? ¿Se daba cuenta de que era un campo brillante y prometedor?

—Así es, como puedes ver, hay infinitas posibilidades. Imagina la magnitud de material virgen, una pequeña nación de millones de no personas. Claro que hay leyes contra ello. ¿Pero sabes lo que me dijo él? «Hay leyes porque todo el mundo sabe que se hace.»

—No me sorprende —murmuró Michael—. No me sorprende en absoluto.

—A esa altura de mi vida yo había matado sólo a dos personas. Pero dentro de mí sabía que lo había hecho, porque está relacionado con la naturaleza de mi carácter, con mi capacidad para elegir hacer algo y mi rechazo a aceptar la derrota. Llámalo temperamento en su forma más cruda. Llámalo furia en su sentido más dramático. ¿Puedes imaginar cómo hubiera usado en la investigación esa capacidad para elegir, para hacer y para resistir a la autoridad, para seguir mis instintos en un rumbo completamente amoral y hasta desastroso? No es mera voluntad; es demasiado ardiente para llamarla voluntad.

—Determinación-dijo él. Ella asintió.

—Ahora bien, un cirujano es alguien que interviene; es una persona que tiene que tener determinación. Tú entras con un bisturí y dices, voy a cercenarle medio cerebro y estará mejor. ¿ Qué persona que no fuera muy decidida, muy fuerte y que se guiara por sus propias normas, sería capaz de tener el temple suficiente para hacer algo semej ante? —Rowan sonrió con amargura—. Pero la seguridad de un cirujano no es nada comparada con lo que hubiera surgido de mí en un laboratorio. Y quiero decirte algo más, algo que creo puedes entender teniendo en cuenta tus manos y las visiones, algo que no he dicho nunca a ningún médico porque sería inútil. Cuando opero veo lo que hago. Quiero decir que tengo en mi mente una imagen multidimensional completa de los efectos de mis acciones. Mi mente piensa en términos de imágenes perfectamente detalladas. Cuando estabas muerto en la cubierta del barco y respiré en tu boca, veía tus pulmones, el corazón, el aire que entraba en los pulmones. Y cuando maté al hombre del Jeep, cuando maté a la chiquilla, primero imaginé que les hacía daño, me los imaginé escupiendo sangre. Entonces no tenía los conocimientos necesarios para imaginarlo de una manera más perfecta, pero fue el mismo proceso, lo mismo.

—Pudieron haber sido muertes naturales, Rowan. Ella negó con la cabeza.

—Lo hice yo, Michael, guiada por el mismo poder con el que opero, por el mismo poder con el que te he salvado la vida.

Michael no dijo nada, sólo esperaba que ella continuara, lo último que quería hacer era discutir. Sin embargo, no estaba del todo seguro de que no tuviera razón.

—Nadie sabe esto —dijo ella—. Me he quedado en esta casa vacía llorando y hablando sola en voz alta. Ellie era mi mejor amiga, pero no podía contárselo. ¿Y qué he hecho? He intentado encontrar salvación a través de la cirugía. He elegido el medio más brutal y directo de intervención, pero todas las operaciones con éxito del mundo no pueden ocultarme lo que soy capaz de hacer. Yo maté a Graham. »¿ Sabes?, creo que en aquel momento, cuando Graham y yo estábamos allí, creo... Creo que en realidad recordé a Mary Jane en el patio del recreo y al hombre del Jeep y, creo, creo que en realidad tuve intención de usar el poder, aunque lo único que recuerdo es que vi la arteria, la vi reventar. Creo que lo maté deliberadamente. Quería que muriera para que no hiciera daño a Ellie.

Hice que muriera.

Se detuvo como si no estuviera segura de lo que acababa de decir, o como si acabara de darse cuenta de que era verdad.

—Cuando leí sobre el poder de tus manos —continuó—, supe que era real.

Lo comprendí. Supe lo que estarías pasando. Son estas cosas secretas las que nos mantienen aislados. No esperes que los demás lo crean, aunque en tu caso lo hayan visto. En mi caso nadie debe verlo jamás, porque no debe volver a ocurrir... —¿Es eso lo que temes, que vuelva a ocurrir?

—No lo sé. —Lo miró—. Pienso en esas muertes y la sensación de culpabilidad es terrible... No tengo propósito, idea ni plan alguno. Se interponen entre la vida y yo. Y, sin embargo, vivo, vivo mejor que todos los que conozco. —Rió suave y amargamente—. Cada día entro en el quirófano. Mi vida es excitante, pero no es lo que podría haber sido... —Se echó a llorar otra vez; lo miraba, pero no lo veía. El sol le daba de lleno sobre el cabello rubio—.

Quería contarte todas estas cosas —dijo. Estaba confundida, insegura. Su voz se quebró—. Quería... estar contigo y contártelo. Supongo que sentía este deseo porque te había salvado la vida, quizá, de algún modo... Esta vez nada pudo evitar que se acercara a ella. Se levantó lentamente y la cogió entre sus brazos.

Le besó el cuello sedoso, las mejillas mojadas de llanto y las lágrimas.

—Tenías razón en sentirlo —dijo. Se separó, se quitó los guantes con impaciencia y los arrojó a un lado. Observó sus manos durante un momento antes de volver a mirarla.

Rowan tenía una vaga expresión de sorpresa en su rostro, las lágrimas reflejaban el resplandor del fuego. Le aCarlció entonces el cabello y las mejillas.

—Rowan —murmuró. Ojalá cesara aquel torbellino de enloquecidas imágenes fortuitas; lo único que deseaba era verla a ella a través de sus manos; ahí estaba otra vez aquella sensación de ser absorbido por su presencia que había percibido tan rápidamente en el coche, la sensación de que ella lo envolvía. De golpe, como un violento zumbido, como una descarga eléctrica que corría por sus venas, la vio, vio la honestidad de su vida, y la intensidad, comprendió su bondad, su innegable bondad. Las imágenes precipitadas y cambiantes no importaban. Lo que percibía era la verdad en su conjunto, y lo que importaba era el conjunto y su valor.

Deslizó sus manos dentro del albornoz, tocó su cuerpo pequeño y delgado, y sus dedos sintieron la tibieza de su piel. Inclinó la cabeza y le besó la curva de sus senos. Huérfana, sola, aterrorizada, pero tan fuerte, tan implacablemente fuerte.

—Rowan —volvió a murmurar—, ahora olvidémoslo.

—Sintió que ella suspiraba y se entregaba como un tallo quebrado contra su pecho, y, mientras aumentaba el ardor, el dolor la abandonaba.

Michael estaba tumbado sobre la alfombra, con su brazo izquierdo doblado debajo de la cabeza; sostenía perezosamente en la mano derecha un cigarrillo, sobre el cenicero, y junto a él había una taza de café humeante. Serían las nueve de la mañana. Había llamado a la compañía aérea, lo pondrían en el avión del mediodía.

Después de hacer el amor por segunda vez hablaron durante horas.

Hablaron tranquilamente sobre sus vidas, sin urgencias ni arrebatos de emoción. Ella le contó cómo se había criado en Tiburón. Salía a navegar casi cada día. Le habló de los buenos colegios a los que había asistido, de su relación con la medicina, de su temprano amor por la investigación y de sus sueños de descubrimientos al estilo Frankenstein, aunque de una forma más controlada y sistemática. Luego se había dado cuenta de su talento en el quirófano.

Indudablemente era una excelente cirujana. No tenía necesidad de jactarse de ello, simplemente lo describía. La excitación que le producía, la gratificación inmediata, la necesidad cercana a la desesperación que tenía de estar siempre operando desde que habían muerto sus padres, siempre paseando por las salas, siempre en el trabajo.

Michael hablaba poco, y con cierta humildad, de su mundo. Contestaba a sus preguntas entusiasmado por su aparente interés. «Clase obrera», le había explicado. Qué curiosa reacción había tenido ella. ¿Cómo era el sur? Le había hablado de las familias importantes y los grandes funerales, de la pequeña casita con los suelos de linóleo y las tardes en el jardín de tarjeta postal. ¿Era algo pintoresco para ella? Quizás ahora también lo fuera para él, aunque pensarlo le hacía daño, tenía tantos deseos de regresar.

—No es sólo por ellos, las visiones y todo eso. Quiero volver allí, pasear por Annunciation Street... —¿Es el nombre de la calle donde te criaste? Qué hermoso.

Michael no le habló de los hierbajos junto a las aceras, de los hombres sentados en las escalinatas, con sus latas de cerveza, del olor a col hervida que nunca se iba, de los trenes de la ribera haciendo vibrar las ventanas.

Hablarle de su vida en San Francisco le había resultado un poco más fácil, de su vida con Elizabeth y del aborto que había destrozado su pareja con Judith; explicarle el extraño vacío que había sentido durante los últimos años, con la sensación de estar esperando algo, aunque no sabía qué. Le habló de las casas y de lo mucho que las amaba; le explicó los tipos que existían en San Francisco: las grandes estilo reina Ana, las italianas, habló también de la pensión en Union Street que tantas ganas tenía de restaurar y luego se fue desviando a las casas que realmente le gustaban, las casas de su infancia en Nueva Orleans. No le sorprendían las historias de fantasmas que rondaban las casas, porque eran algo más que simples viviendas, y no era de extrañar que le robaran a uno el alma.

Incluso llegó a hablar de aquella locura de las películas y de las reiterativas imágenes de bebés y niños vengativos, de cómo se sentía cuando veía tales escenas, como si todo a su alrededor le hablara. Quizás estuviera a un paso del manicomio, y se preguntaba si algunos no estarían allí porque se tomaban las mismas cosas que él sentía demasiado literalmente. ¿Qué pensaba ella? Y la muerte, bueno, tenía un montón de ideas sobre la muerte, pero la primera y principal, la más reciente y que incluso ya tenía antes del accidente, era que la muerte de otra persona era tal vez el único acontecimiento auténticamente sobrenatural que experimentábamos.

—No me refiero a los médicos. Estoy hablando de la gente corriente del mundo moderno. Lo que digo es que cuando miras un cuerpo y te das cuenta de que la vida ha desaparecido, ya puedes gritar, darle una bofetada, intentar incorporarlo y probar todos los trucos que aparecen en los libros, pero está muerto, absoluta e inequívocamente muerto...

—Comprendo lo que dices.

—Y tienes que recordarlo, porque la mayoría de nosotros tenemos ocasión de verlo quizás una o dos veces en veinte años. Quizá nunca. California hoy por hoy es una civilización entera que nunca presencia la muerte. ¡La gente nunca ve un cadáver! Cuando la gente se entera de que alguien ha muerto, piensa que era porque no tenía una dieta saludable, o no hacía suficiente ejercicio...

Rowan rió con suavidad.

—Piensan que cualquier muerte corriente es un asesinato. ¿Por qué crees que nos persiguen a los médicos con sus abogados?

—Exacto, pero es más profundo. ¡No creen que también ellos morirán! Y cuando se muere otro lo hace a puerta cerrada y con el ataúd clavado, si es que el pobre palurdo tuvo el mal gusto de querer un funeral y un ataúd, cosa que por supuesto no debía de haber querido. Mejor es un servicio in memoriam en algún lugar fino, con sushi, vino blanco y la gente evitando decir en voz alta por qué está allí. ¡En California he asistido a servicios en memoria de un difunto en los cuales nadie mencionó al muerto!

—Deja que te explique otro acontecimiento sobrenatural-dijo ella; sonreía —. Consiste en tener un muerto sobre la cubierta de tu barco; tú le das unas bofetadas, le hablas y de repente abre los ojos y está vivo.

Le dirigió una sonrisa tan hermosa que él no pudo evitar besarla. Así había llegado a su fin aquel segmento en particular de la conversación. Pero lo más importante era que él no la había perdido con sus locas divagaciones; Rowan no lo había censurado ni una sola vez. ¿Por qué tenía que ocurrir lo otro? ¿Por qué esa sensación de tiempo perdido?

Ahora, tirado sobre la alfombra, pensaba en lo mucho que Rowan le gustaba y en cómo lo perturbaba su tristeza y soledad. No quería dejarla, y sin embargo debía marcharse.

Tenía la cabeza sorprendentemente despejada. En todo el verano no había pasado tanto tiempo seguido sin beber. Y la sensación de poder pensar con claridad le gustaba bastante. Rowan acababa de llenarle otra vez la taza de café y sabía bien, aunque había tenido que ponerse de nuevo los guantes porque empezaba a ver aquellas estúpidas imágenes casuales de cualquier cosa:

Graham, Ellie, y hombres, un montón de hombres diferentes, hombres guapos, todos ellos hombres de Rowan, eso era evidente. Ojalá no hubiera estado tan claro.

El sol se filtraba por los ventanales y las claraboyas del este. Michael la oía trajinar en la cocina. Pensó que tenía que levantarse y ayudarla, dijera lo que dijese, pero Rowan había estado de lo más convincente: «Me gustaría cocinar, es como la cirugía. Quédate donde estás.»

Pensó que ella era lo primero que le importaba de verdad en todas estas semanas, que le permitía olvidarse del accidente y de sí mismo. Qué alivio poder pensar en alguien más que en uno mismo. En realidad, ahora que gozaba de esta nueva claridad, se daba cuenta que desde que había llegado aquí había sido capaz de concentrarse, concentrarse en la conversación, en hacer el amor, en conocerla; y que era algo completamente nuevo porque durante todas aquellas semanas su falta de concentración —su incapacidad para leer más de una página de un libro o seguir una película más que unos pocos minutos lo mantenía en una agitación continua. Había sido tan desagradable como la falta de sueño.

Se daba cuenta de que nunca había empezado una relación con ningún ser humano con tal intensidad, con tal profundidad y tan rápido. Era lo que se suponía pasaba con el sexo, aunque raramente ocurría. ¿Cómo podría ahora conocerla mejor, enamorarse incluso, poseerla, y hacer aquello que debía hacer? Y que aún no había hecho. Todavía debía volver a Nueva Orleans para saber cuál era su misión.

Que ella hubiera nacido en el sur no tenía nada que ver con esto. La cabeza de Michael estaba llena de infinidad de imágenes de su pasado, y la sensación de que el destino las unía era demasiado fuerte como para que simplemente fueran recuerdos casuales de su hogar inspirados por ella. Además, anoche, en la cubierta del barco, no había captado nada. Conocerla, sí, pero creía que incluso podían ser figuraciones, porque no hubo un reconocimiento profundo, no, cuando le contó su historia. Sólo fascinación auténtica. Su poder no era científico; podía ser algo físico, sí, y mesurable al fin, incluso controlable con alguna droga que atontara, pero no era científico. Era más bien como la música o el arte.

Pero el problema era que tenía que irse y no quería. De repente se sintió muy triste, casi desesperado, como si tanto ella como él estuvieran condenados de algún modo.

Si durante todas estas semanas hubiera podido verla, estar con ella... Tuvo un pensamiento de lo más extraño: ojalá ese horrible accidente no hubiera ocurrido, ojalá la hubiera conocido en un lugar normal y corriente y hubieran empezado a hablar. Pero ella era parte inseparable de lo que había ocurrido, su rareza y su fuerza eran parte de ello. Completamente sola en aquel horrible yate justo en el momento en que caía la noche. ¿Quién más habría estado allí? ¿ Quién demonios lo habría sacado del agua? No, no era difícil creer lo que ella había dicho sobre determinación, sobre sus poderes.Recordó que cuando describió detalladamente su rescate había dicho algo extraño: que una persona pierde la consciencia casi de inmediato en el agua muy fría; sin embargo, ella se había tirado y no le había pasado nada.

—No sé cómo llegué a la escalerilla —era lo único que había dicho—; honestamente, no lo sé. —¿Crees que fue el poder? —le preguntó él.

Meditó durante un momento y luego respondió:

—Sí y no. No sé, a lo mejor fue sólo suerte.

—Bueno, para mí sí que lo fue —respondió Michael. En aquel momento sintió un extraordinario bienestar y no sabía muy bien por qué.

Quizás ella lo sabía, porque añadió:

—Estamos asustados de lo que nos hace diferentes.

Él estuvo de acuerdo.

—Pero mucha gente tiene este tipo de poderes —continuó Rowan—. No sabemos qué es ni cómo medirlo, pero sin duda forma parte de la naturaleza de los seres humanos. Lo veo en el hospital. Hay médicos que saben cosas, pero no pueden explicar cómo. Hay enfermeras a quienes ocurre lo mismo. Supongo que habrá abogados que saben infaliblemente cuándo una persona es culpable, o si el jurado va a votar a favor o en contra, y tampoco pueden explicar cómo lo saben. »E1 hecho es que por cada cosa que sabemos sobre nosotros, que catalogamos, clasificamos y definimos, hay una inmensa cantidad de misterios que permanecen ignotos. Pongamos, por ejemplo, la investigación genética. El ser humano hereda muchas cosas; la timidez se hereda, la predilección por una marca de jabón determinada o por un nombre en particular puede que sea hereditaria. ¿Pero qué más es hereditario? ¿Qué poderes invisibles recibe uno? Por eso me resulta tan frustrante no saber quién es realmente mi familia. No sé nada sobre ellos. Ellie era prima tercera o algo así. Maldición, un parentesco lejano...

—Sí, Michael estaba de acuerdo con todo. Habló un poco de su padre y su abuelo, y le explicó que se parecía a ellos más de lo que se molestaba en admitir.

—Pero uno tiene que creer que puede cambiar su herencia —dijo—, que puede producir cambios mágicos con esos ingredientes, sino no habría esperanza.

—Claro que puede —respondió ella—. Tú lo has hecho, ¿no? Yo también quiero creer que lo he hecho. Puede que parezca una locura, pero creo que deberíamos...

—Dime...

—Que deberíamos aspirar a la perfección —dijo ella con tranquilidad—. ¿Por qué no?

Ahora, mientras daba una calada al cigarrillo, volvía a pensar en todo aquello. Tenía ganas de quedarse con ella. Si no tuviera esa sensación de que debía volver a sus raíces...

—Pon otro tronco en el fuego —interrumpió Rowan su ensoñación—, el desayuno está listo.

Sirvió café y zumo de naranja. Michael se dedicó a comer durante cinco minutos enteros sin pronunciar palabra. Nunca había tenido tanta hambre.

Miró fijamente el café durante un buen rato. No, no quería cerveza y no iba a tomar ninguna. Se tomó el café y volvió a llenar la taza.

—Qué maravilla —dijo.

—Quédate —dijo ella—, al mediodía haré la comida y mañana otro desayuno.

No podía responder. La estudió durante un momento, trataba de ver no sólo la belleza y el objeto de su considerable deseo, sino cómo era. Una auténtica rubia, pensó, absolutamente suave, casi sin vello en el rostro y brazos, con unas cejas rubio ceniza y pestañas oscuras que hacían resaltar el gris de sus ojos. En realidad parecía una cara de monja, sin una gota de maquillaje, con labios llenos y alargados que tenían un cierto aspecto virginal, como el de las chiquillas que aún no han empezado a usar carmín. Ojalá pudiera quedarse, sentado aquí, con ella para siempre...

—Pero sé que de todas formas vas a marcharte —dijo ella.

—Tengo que hacerlo.

Rowan estaba pensativa. —¿ Quieres hablar sobre las visiones? —le preguntó.

Michael dudó.

—Cada vez que trato de describirlas termino frustrado —explicó—.

Además, la gente se molesta.

—Yo no me voy a molestar. —Ahora parecía más calmada; los brazos cruzados, el cabello cuidadosamente revuelto, el café humeante delante. Se parecía más a la mujer que había conocido anoche.

Michael se recostó contra la silla y miró por la ventana. Todos los veleros del mundo estaban en la bahía. Las gaviotas que volaban sobre el puerto de Sausalito parecían diminutos trozos de papel.

—Sé que en conjunto la experiencia duró bastante tiempo —dijo—, aunque es un tiempo imposible de medir. —Le echó una mirada—. ¿Comprendes lo que quiero decir? Igual que en la antigüedad, cuando la gente era atraída por los duendes. Se marchaban y pasaban una noche con ellos, pero cuando volvían a sus pueblos descubrían que habían estado cincuenta años fuera.

Rowan sonrió suavemente. —¿ Es algún cuento irlandés?

—Sí, me lo contó una monja irlandesa —le dijo Michael—, solía contarnos cosas extraordinarias: que en el Garden District de Nueva Orleans había brujas que nos cogerían si caminábamos por esas calles...

Ella esperó.

—Había mucha gente en las visiones —continuó él—, pero la persona que recuerdo más claramente era una mujer morena. Ahora no consigo verla, pero sé que su rostro me resultaba tan familiar como si la hubiera conocido durante toda mi vida. Sabía su nombre, sabía todo sobre ella. Pero no sé si sucedió en medio de todo o justo al final, antes de ser rescatado, cuando, quizá, ya sabía de algún modo que el barco venía en camino y tú estabas allí. —Sí, era un auténtico misterio, pensó.

—Continúa.

—Creo que me habrían permitido volver y seguir viviendo aunque hubiera rechazado lo que ellos me proponían. Pero yo acepté la misión, por así decirlo, quería cumplir el objetivo. Y parecía... parecía que todo lo que querían de mí, todo lo que me revelaron, estaba relacionado con mi pasado, con lo que yo había sido. ¿Me sigues?

—Había una razón por la que te escogieron a ti.

—Sí, exacto. Yo era el indicado, precisamente por ser quien era. Pero no me malinterpretes. Sé que suena a manicomio; soy condenadamente bueno para confundirlo todo. Soy consciente de que parece el discurso de los esquizofrénicos que escuchan voces que les dicen que salven al mundo. Hay algo que mis amigos solían decir de mí.

Se acomodó las gafas y le lanzó su mejor sonrisa.

—Michael no es tan estúpido como parece.

Rowan rió con todo su encanto.

—No pareces estúpido —dijo—. A mí me pareces demasiado guapo para ser real. —Echó la ceniza en el cenicero de un golpecito—. Y tú sabes muy bien lo guapo que eres, no hace falta que te lo diga. ¿Qué más recuerdas?

Michael dudó, electrizado por el cumplido. ¿No era el momento de ir otra vez a la cama? No, de ninguna manera. Era casi la hora de ir a coger el avión.

—Algo sobre una entrada —dijo—. Podría jurarlo, pero de verdad que ahora no consigo ver nada de todo aquello. Cada vez se hace más difuso. Pero sé que había un número en medio y una j oya, una j oya hermosa. Ahora ni siquiera puedo llamarlo recuerdo, es más bien fe. Creo que todos esos elementos estaban mezclados en el problema y en conjunto tenían que ver con volver a mis raíces, con esa sensación de tener que hacer algo tremendamente importante, y Nueva Orleans es parte de ello, esa calle por la que acostumbraba a pasear de niño. —¿Una calle?

—First Street. Un paseo muy hermoso, desde Magazine Street, cerca de donde me crié, hasta St. Charles Avenue, unas cinco manzanas más o menos. Es una parte de la ciudad muy antigua llamada Garden District.

—En la que viven las brujas.

—Ah, sí, claro, las brujas de Garden District —rió Michael—, o por lo menos eso es lo que decía la hermana Bridget Marie. —¿Es un barrio sombrío y lúgubre? —le preguntó Rowan.

—No, en realidad, no, pero es como un pedazo de bosque profundo en medio de la ciudad. Arboles grandes, gigantescos, ni te lo imaginas. Hay casas enormes junto a las aceras, pero separadas una de la otra, rodeadas por jardines. Y hay una, especialmente, frente a la que siempre pasaba, una casa alta y estrecha en la que solía detenerme a mirar, con una verja de hierro forjado con dibujos de rosas. ¿Sabes?, desde que tuve el accidente no dejo de verla y de pensar que es preciso que vuelva allí. Ahora mismo, aquí sentado, me siento culpable por no estar en el avión.

El rostro de Rowan se oscureció por un instante.

—Me gustaría que te quedases un tiempo —dijo Rowan, con su voz hermosa, profunda—, pero no solamente porque me apetece, sino porque no estás en buenas condiciones. Tienes que descansar, descansar de verdad, sin alcohol.

—Tienes razón, pero no puedo, Rowan. No puedo explicar la tensión que siento y que sentiré hasta que haya vuelto a casa. He estado demasiado tiempo en el exilio —se rió—. Lo sabía incluso antes del accidente. La mañana anterior, qué cosa tan extraña, me levanté pensando en Nueva Orleans. Pensé en la ciudad durante todo el trayecto hasta Gulf Coast, en el calor que hacía al atardecer, calor de verdad... —¿Podrás mantenerte apartado del alcohol cuando te vayas de aquí?

Michael suspiró. Le lanzó deliberadamente su mejor sonrisa, una de aquellas que siempre le habían dado resultados en el pasado. —¿Quieres saber la verdad o una de esas mentiras irlandesas? —preguntó, guiñándole un ojo.

—Michael... —No había sólo censura en su voz, había auténtica desilusión.

—Ya sé, ya sé... Tienes razón. Mira, no sabes cuánto significa lo que has hecho por mí, sacarme de mi encierro y escucharme... Me gustaría poder hacer lo que me dices...

—Cuéntame más sobre esa casa.

Antes de empezar volvió a quedarse pensativo.

—Era de estilo renacentista, ¿sabes lo que es?, pero diferente. Tenía porches delante y a los lados, auténticos porches de Nueva Orleans. Es difícil describir una casa así a alguien que nunca ha estado en Nueva Orleans. ¿Has visto alguna vez fotos...?

Rowan movió la cabeza.

—Era un tema del que no se podía hablar con Ellie.

—Parece bastante injusto, Rowan.

Ella se encogió de hombros.

—A Ellie le gustaba creer que yo era su propia hija. Si le preguntaba por mis padres biológicos, pensaba que yo era desdichada o que ella no me había querido lo suficiente. —Bebió un sorbo de café—. Antes de ir por última vez al hospital, quemó todo lo que tenía en su escritorio. Vi cómo lo hacía. Lo quemó todo en aquella chimenea. Fotos, cartas, todo. Sabía que no iba a volver. —Se detuvo durante un minuto y sirvió más café en su taza y en la de Michael—.

Tras su muerte, ni siquiera pude encontrar una dirección de su familia. Su abogado tampoco sabía nada. Ella le había dicho que no quería que se avisara a nadie. Me dejó todo su dinero. Sin embargo, recuerdo que solía visitar y llamar por teléfono a su familia de Nueva Orleans. Nunca lo comprendí del todo. —Eso es muy triste, Rowan. —Bueno, ya hemos hablado bastante de mí.

Volvamos a la casa. ¿Por qué la recuerdas ahora?

—Ah, las casas de Nueva Orleans no son como las de aquí-explicó—. Cada una tiene su personalidad, su carácter. Y ésa en particular, bueno, es melancólica e imponente, envuelta en una especie de oscuridad esplendorosa.

Se alza justo en una esquina, una parte da a la acera de la calle lateral. Sólo Dios sabe cuánto me gustaba esa casa. Vivía allí un hombre, un hombre que parecía sacado de una novela de Dickens, te lo juro, alto, todo un caballero, ya me entiendes. Siempre lo veía en el jardín... —En ese momento dudó; se acercaba a algo, a algo crucial..» —¿Que pasa?

—Otra vez esa sensación de que todo tiene que ver con él y aquella casa. —Tembló como si hiciera frío, a pesar de que la temperatura era agradable—. No puedo explicarlo —dijo—, pero sé que el hombre tenía que ver con el asunto.

No creo que ellos tuvieran la intención de que me olvidara, la gente que vi en las visiones, digo. Creo que querían que actuara rápidamente porque va a pasar algo. —¿Y qué puede ser? —preguntó ella amablemente.

—Algo en esa casa. —¿Por qué van a querer que vuelvas a aquella casa? —volvió a preguntar.

La pregunta era sencilla, sin ningún desafío.

—Porque tengo poder para hacer algo. Tengo un poder para producir algo.

—Se miró las manos, siniestras con los guantes negros—. ¿Qué piensas? ¿Que estoy loco?

—Ella negó con la cabeza.

—Me parece demasiado especial para que sea sólo eso. —¿Especial?

—Concreto, quiero decir.

Michael lanzó una carcajada. Nadie en todas aquellas semanas le había dicho algo semejante.

Rowan apagó el cigarrillo. —¿Pensabas a menudo en aquella casa durante los últimos años?

—Casi nunca. Nunca la olvidé, pero tampoco es que pensara mucho. Bueno, de vez en cuando, supongo que cada vez que pensaba en Garden District pensaría en ella. Podría decirse que parecía un sitio encantado. —¿Pero la obsesión no empezó hasta las visiones?

—Definitivamente —le respondió—. Tengo otros recuerdos de Nueva Orleans, pero el de la casa es el más intenso.

Rowan lo miraba como si siguiera escuchándolo, pese a que él había dejado de hablar. Michael pensaba en esos extraños poderes errantes que en lugar de aclarar las cosas las confundían aún más.

—Bueno, ¿qué me pasa? —preguntó—. ¿ Qué piensas como médica, como neuróloga? ¿Qué debo hacer?

Rowan se sumió en sus pensamientos, en silencio, inmóvil, con sus grandes ojos grises fijos en un punto distante y sus brazos finos cruzados otra vez.

Luego dijo:

—Bueno, creo que tienes que volver, de eso no cabe duda. No descansarás tranquilo hasta que lo hayas hecho. Ve y busca la casa. ¿Quién sabe? Quizá ya no esté allí, o no sientas nada especial cuando la veas. De cualquier forma, debes hacerlo. Puede que exista alguna explicación psicológica para esta idea fija, como suelen llamarla, pero no lo creo. Sospecho que en realidad has visto algo, que has estado en alguna parte. Sabemos de mucha gente que ha pasado por lo mismo, o por lo menos eso es lo que afirman cuando regresan. Aunque es posible que lo estés interpretando equivocadamente.

—No tengo muchas otras pistas que seguir —admitió él—; eso es verdad. —¿Crees que ellos provocaron el accidente?

—Dios mío, nunca pensé en ello. —¿Nunca?

—Quiero decir que pensé, en fin, que el accidente ocurrió, que ellos estaban allí y que de repente se presentó la oportunidad. Sería horrible pensar que ellos lo provocaron. Cambiaría todo, ¿no?

—No lo sé. Lo que me preocupa es lo siguiente: si ellos son poderosos, sean lo que sean, si pueden decirte algo importante referente a una misión, si pueden mantenerte con vida en el mar cuando en realidad tendrías que haber muerto, si pueden organizar un rescate, bueno, ¿por qué no podrían haber provocado el accidente y por qué no podrían ser ahora la causa de que no recuerdes?

—Es una idea horrible —murmuró Michael. Ella iba a empezar a hablar otra vez, pero él hizo un educado gesto para que esperara. Trataba de encontrar las palabras para decir lo que quería—. Mi concepción de ellos es diferente —dijo al fin—. Creo que ellos existen en otro reino; y eso se refiere tanto a lo espiritual como a lo físico. Que son... —¿Seres superiores?

—Sí, y sólo pueden llegar a mí, conocerme, preocuparse por mí cuando estoy cerca de ellos, es decir, entre la vida y la muerte. Lo que trato de decir es que se trata de algo místico, pero espero encontrar otra palabra para ello.

Existió comunicación sólo porque estaba físicamente muerto. Rowan esperó.

—Intento decir que son seres de otra especie. No pueden hacer que un hombre se caiga de una roca y se ahogue en el mar, porque si pudieran hacer semejantes cosas en el mundo material, bueno, ¿entonces para qué demonios me necesitarían?

—Entiendo —dijo ella—. Sin embargo... —¿Qué?

—Presumes que son seres superiores. Hablas de ellos como si fueran buenos. Supones que debes hacer lo que ellos te piden.

Volvió a quedar en silencio otra vez.

—Tienes razón —respondió—. Todo son conjeturas mías pero, Rowan, ¿ sabes?, es una sensación. Me desperté con la sensación de que eran buenos, que yo volvía con la confirmación de su bondad y que estaba de acuerdo con la misión. No me he cuestionado estas hipótesis y lo que tú estás diciendo es que quizá debería hacerlo.

—Podría estar equivocada y quizá no debería decir nada. Pero ya sabes lo que te he dicho sobre los cirujanos. Nos metemos y lo desmenuzamos todo.

Michael rió.

—No sabes cuánto significa para mí hablar de ello, simplemente pensar en voz alta. —Pero se detuvo; sonreía, porque era perturbador hablar del tema de esta forma, y ella lo sabía.

—Hay otra cosa —dijo Rowan. —¿Qué?

—Cada vez que hablas del poder de tus manos dices que no es importante, que lo que importa son las visiones. Pero ¿por qué no puede estar relacionado? ¿Por qué no crees que la gente de tus visiones te ha dado el poder de tus manos?

—No lo sé, pero no me gusta la idea, tengo la impresión de que el poder es una distracción. Es decir, la gente que me rodea quiere que emplee el poder, y si empiezo a hacerlo, no volvería nunca a Nueva Orleans.

—Comprendo. Y cuando veas la casa, ¿vas a tocarla con las manos?

Michael meditó un instante. Tenía que admitir que no había pensado en esa posibilidad. Había imaginado que todo se aclararía de un modo más inmediato y maravilloso.

—Sí, supongo que sí. Si puedo, tocaré la entrada, la puerta. Subiré por la escalinata y tocaré la puerta. ¿Por qué le daba miedo todo aquello? Poder ver la casa era algo hermoso, pero tocar los objetos... Sacudió la cabeza y cruzó los brazos mientras se reclinaba contra la silla. Tocar la entrada. Tocar la puerta...

Rowan permanecía en silencio, obviamente desconcertada, quizás incluso preocupada. Michael la observó durante un largo rato mientras pensaba cómo le molestaba marcharse.

—Michael, no te vayas tan pronto —dijo ella entonces. —¿Puedo preguntarte algo, Rowan? El papel que firmaste, el compromiso de no ir nunca a Nueva Órleans... ¿ crees en ese tipo de cosas, en la validez de la promesa hecha a Ellie, a una persona que está muerta?

—Por supuesto —respondió, débilmente, casi con tristeza—. Y tú también crees en ese tipo de cosas. —¿Sí?

—Quiero decir que eres una persona de palabra, lo que se llama una buena persona en el amplio sentido de la palabra.

—De acuerdo, espero que sí. Formulé mal la pregunta, en realidad lo que quiero decir es si hay alguna posibilidad de que vengas conmigo. Supongo que las buenas personas no mienten. Silencio.

—Sé que puede sonar presuntuoso —continuó Michael—, sé que hubo algunos hombres en esta casa, no estoy diciendo que yo sea la luz de tu vida, que... —Alto. Podría enamorarme de ti y lo sabes. —Bueno, entonces escucha lo que voy a decirte porque se trata de dos seres vivos. Y quizá yo ya... bueno, yo... lo que quiero decir es que si quieres ir, si tienes necesidad de ir y ver por ti misma el lugar donde naciste y quiénes eran tus padres... Bueno, ¿por qué demonios no vienes conmigo? —Suspiró y se echó hacia atrás; se metió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Supongo que sería un paso terrible, ¿no? Es algo muy egoísta por mi parte, pero quiero que vengas.

Rowan volvía a mirar afuera, luego empezó a temblar y su boca se puso rígida. Michael se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.

—Me gustaría ir —dijo, mientras le asomaban las lágrimas.

—Dios mío, Rowan, perdóname. No tenía derecho a pedírtelo.

Las lágrimas se abrieron paso mientras ella seguía mirando el agua, como si de momento fuera lo único que le permitiera contenerse. Pero lloraba. Michael veía el sutil movimiento de la garganta que se hinchaba y la rigidez de los hombros. Pensó que era la persona más sola que había conocido en su vida. —Rowan...

—Michael —murmuró—, yo soy la que lo siente. Yo soy la que ha caído en tus brazos. Ahora deja de preocuparte por mí.

—No, no digas eso. —Hizo el gesto de levantarse porque quería volver a abrazarla, pero ella no lo dejó. Le cogió las manos por encima de la mesa—. ¿De qué tienes miedo en realidad? —le preguntó.

Le contestó con un murmullo tan bajo, que él apenas logró oírla.

—De ser una mala persona, Michael, una persona que en realidad puede hacer daño. Una persona con una gran capacidad para el mal.

—Rowan, no es pecado ser mejor que Ellie o Graham, ni tampoco odiarlos por tu soledad, por haberte aislado de los lazos de sangre que podías tener.

—Lo sé, Michael. —Le dirigió una sonrisa cálida y dulce llena de gratitud y callada aceptación, pero era evidente que no creía en lo que él acababa de decir.

Rowan sentía que él no había conseguido ver algo crucial en ella, y que además lo sabía. Sentía que Michael había fracasado, igual que en la cubierta del barco.

Observó las aguas azul oscuras y luego lo miró.

—Rowan, pase lo que pase en Nueva Orleans, tú y yo nos volveremos a ver pronto. Podría jurarte sobre la Biblia que volveré, pero, de verdad, no creo que vuelva. Cuando salí de mi casa de Liberty Street sabía que no volvería a vivir allí. Pero nosotros, Rowan, nos encontraremos en alguna otra parte. Si no puedes pisar Nueva Orleans, entonces elige el lugar, dímelo, y yo iré.

Rowan quiso llevarlo al aeropuerto, pero Michael insistió en tomar un taxi.

Era un viaje muy largo y él sabía que ella estaba cansada. Necesitaba dormir.

Se duchó y afeitó. No había tomado ni un trago durante casi doce horas.

Sorprendente de verdad.

Cuando bajó se la encontró otra vez sentada junto al hogar, con las piernas cruzadas. Estaba muy guapa, con los pantalones blancos de lana y otro de esos jerséis holgados de trenzas que la hacían parecer aún más esbelta, como un ciervo. Olía apenas a un perfume suave cuyo nombre Michael conocía y que todavía le gustaba.

La besó en la mejilla y la abrazó durante un rato. Le llevaba dieciocho años, quizá más, y los sintió dolorosamente cuando sus labios volvieron a rozar su mejilla firme y llena.

Rowan se apartó un paso, se metió las manos en los bolsillos y lo miró a los ojos, inclinando ligeramente la cabeza.

—No te emborraches otra vez, Michael —dijo.

—Sí, doctora —rió—. Ahora mismo podría prometértelo, querida, pero en el momento en que pase la azafata...

—Michael, no bebas en el avión ni cuando llegues. Volverán los recuerdos y estarás a kilómetros de cualquier conocido.

—Michael sacudió la cabeza.

—Tienes razón, doctora. Tendré cuidado. Estaré bien. Se acercó a la maleta, sacó el walkman Sony del bolsillo exterior y comprobó si llevaba algún libro para el viaje.

—Vivaldi —dijo, y colocó el walkman con sus pequeños auriculares en el bolsillo de la chaqueta— y mi Dickens. Me vuelvo loco si viajo sin ellos. Te juro que es mejor que un Válium con vodka.

Ella sonrió, una sonrisa deliciosa, y luego lanzó una carcajada.

—Vivaldi y Dickens —dijo—, ¡qué cosa! Michael se encogió de hombros. —Todos tenemos nuestras debilidades. Dios mío, ¿por qué vivo de esta manera? —preguntó—. ¿Estaré loco?

—Si no me llamas esta tarde... —Te llamaré más pronto y más a menudo de lo que esperas.

—El taxi ya esta aquí —dijo ella. Él también había oído la bocina. La cogió entre sus brazos y la besó, apretándola con fuerza. Durante un instante tuvo la sensación de que no podía separarse. Recordó lo que ella le había dicho sobre la posibilidad de que ellos hubieran provocado el accidente y la amnesia, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, algo parecido al miedo auténtico. ¿Y si se olvidaba de ellos para siempre? ¿Y si simplemente se quedaba con ella? Parecía una posibilidad, una especie de última oportunidad, de verdad.

—Creo que te amo, Rowan Mayfair —murmuró. —Sí, Michael Curry —respondió ella—, ahora mismo creo que a los dos nos sucede lo mismo.

Rowan le lanzó otra de esas radiantes sonrisas y él vio en sus ojos toda la fuerza que había hallado tan seductora durante las últimas horas, y también toda la ternura y la tristeza.

Mientras esperaba la salida del avión se le ocurrió algo en lo que no había pensado ni por asomo hasta entonces.

Había hecho el amor tres veces con ella en las últimas horas sin tomar ninguna precaución anticonceptiva. Ni siquiera había pensado en los preservativos que llevaba siempre en el bolsillo de su chaleco. Tampoco le había preguntado si tomaba precauciones. Era la primera vez en tres años que se le escapaba algo así.

Pero por el amor de Dios, era médica; seguramente lo tenía controlado.

Aunque quizá debería llamarla para hablar de ello. No le haría ningún daño escuchar su voz. Cerró la tapa de David Copperfield y fue a buscar un teléfono.

En aquel momento vio otra vez al hombre, aquel inglés de cabello blanco y traje de mezclilla. Estaba sentado unos asientos más allá, con su maletín, el paraguas y un periódico doblado en la mano.

«Oh no —pensó Michael, deprimido, mientras se volvía a sentar—, lo único que me falta es encontrarme con él.»

Llamaron a embarcar y Michael observó ansioso cómo el inglés se levantaba, cogía sus cosas y se dirigía a la puerta.

Al cabo de un rato, cuando Michael pasó a su lado y se sentó junto a la ventanilla, al fondo del compartimento de primera clase, el viejo caballero ni se molestó en mirarlo. Ya había abierto su maletín y estaba escribiendo muy rápido en un cuaderno grande de cuero.

Michael pidió un bourbon con una cerveza helada antes de que el avión despegara. Cuando llegaron a Dallas, para una escala de cuarenta y cinco minutos, iba por su sexta cerveza y el capítulo siete de David Copperfield y ya ni se acordaba de que el inglés estaba ahí.

7

Había hecho parar al conductor del taxi por el camino para comprar una caja de seis cervezas, feliz de sentir el aire cálido del verano, y ahora, mientras salían de la autopista y se internaban en la mugre inolvidable y familiar de la parte baja de St. Charles Avenue, estaba a punto de ponerse a llorar al ver los robles de corteza negra y follaje oscuro, el tranvía estrecho y largo de St. Charles que traqueteaba sobre la vía, exactamente como lo recordaba.

Incluso en este tramo, en medio de estas horribles hamburgueserías y los destartalados bares de madera, de los edificios nuevos de apartamentos que se alzaban sobre las tiendas y las gasolineras desiertas, era su vieja ciudad, su verde y hermosa ciudad. Hasta le gustaban los hierbajos que crecían entre las grietas. —¡Mire eso! —le dijo al conductor, que no había parado de hablar sobre la delincuencia y lo mal que iban las cosas—. El cielo es violeta, tal como lo recordaba. Durante todos esos condenados años pensé que me lo imaginaba, que eran los recuerdos los que pintaban estos colores en mi memoria.

El taxista se reía de él.

—Sí, bueno, el cielo es violeta, supongo que se puede llamar así.

—Maldición, claro que sí-dijo Michael—. Usted nació en la parte que va de Magazine al río, ¿no? Esa forma de hablar me suena.

Michael cerró los ojos. Hasta la perorata interminable del taxista le sonaba a música. Había deseado con toda su alma este calor fragante y envolvente. ¿Había algún otro lugar en el mundo en el que el aire fuera una presencia tan viva, en el que la brisa besara y acariciara, en el que el cielo palpitara con vida? ¡ Ay, Dios, eso significaba que ya no haría frío!

—Mire, nadie tiene derecho a ser tan feliz como soy yo ahora —dijo Michael —. Nadie. Mire esos árboles —comentó, y abrió los ojos y observó las ramas retorcidas en lo alto. —¿Dónde demonios ha estado, muchacho? —preguntó el conductor; era un hombre bajito, con gorra, y apoyaba el codo fuera de la ventanilla.

—Estuve en el infierno, compañero, y deje que le diga algo sobre el infierno: no hace calor, hace frío. Ah, ahí está el hotel Pontchartrain, sigue igual, caramba, igualito.

En realidad, incluso parecía más elegante e indiferente que en los viejos tiempos. Ahí estaba el pulcro toldo azul, con el viejo complemento del portero y el botones junto a la puerta de cristal.

Michael casi no podía quedarse quieto. Quería salir, caminar, pisar las viejas aceras. Pero le había dicho al taxista que cogiera First Street y que luego volverían al hotel, y por First Street valía la pena esperar.

Se terminó la segunda cerveza cuando llegaron al semáforo de Jackson Avenue, a esa altura cambiaba todo. Michael no recordaba que la transición fuera tan impresionante, pero los robles eran más altos e infinitamente más espesos; los edificios de apartamentos dejaban paso a las casas blancas, con sus columnas corintias, y el soñoliento mundo crepuscular parecía de pronto velado por un suave resplandor verde.

Las verjas de hierro protegían los jardines y los prados. —¡Dios mío, estoy en casa! —murmuró. Nada más aterrizar se había arrepentido de haberse emborrachado de aquella manera-había sido endemoniadamente duro arrastrar la maleta y buscar un taxi—, pero ahora ya se le había pasado. Mientras el taxi giraba a la izquierda, por First Street, y entraba en el denso núcleo de Garden District, se sentía extasiado. —¿Se da cuenta?, ¡está exactamente igual que antes! —le dijo al taxista. Lo embargaba una profunda gratitud. Le ofreció una cerveza fresca, pero el hombre se rió y la rechazó.

—Más tarde, hijo —respondió—. ¿Y ahora adonde vamos? —Parecía que avanzaran con la lentitud de un sueño, deslizándose junto a sólidas mansiones.

Michael vio las aceras de ladrillos, los magnolios altos y rígidos, con su follaje oscuro.

—Siga despacio, muy despacio. Deje que este coche nos adelante muy despacio hasta que le diga que pare.

El taxista empezó a hablar otra vez. En realidad, nunca había parado del todo. Hablaba de lo bonita que había sido la parroquia de la Redención en una época y de lo estropeada que estaba ahora. Sí, Michael quería ver la vieja iglesia.

—Yo fui monaguillo en St. Alphonsus —dijo. Pero eso no importaba, podía esperar para siempre, porque en aquel momento levantó la mirada y vio la casa.

Vio los flancos oscuros en la esquina, la inconfundible verja de hierro con sus rosas, los robles centinelas que extendían sus ramas gigantescas como brazos poderosos y protectores.

—Aquí está —dijo, en voz baja, sin ninguna razón para ello, y jadeando hasta que se convirtió en un cuchicheo—, póngase a la derecha. Pare aquí. —Salió del coche con la cerveza y caminó hasta la esquina, para poder quedarse en diagonal frente a la casa.

Era como si la quietud hubiera caído sobre el universo. Por primera vez oyó el canto de las cigarras, un zumbido que se elevaba a su alrededor y que hacía que las sombras parecieran vivas. Y luego oyó otro sonido que había olvidado: el agudo piar de los pájaros.

Sonidos del bosque, pensó mientras miraba las galerías, negras y desiertas, veladas ahora por la temprana oscuridad, sin una luz que titilara detrás de las innumerables celosías de madera, altas y estrechas.

El cielo parecía un espejo brillante, blando y tornasolado, que viraba del violeta al dorado e iluminaba con todo su esplendor y belleza el extremo de la columna de la segunda galería y, debajo de la cornisa, una buganvilla que caía lujuriosa desde el techo. Michael logró ver, incluso con la casi extinguida luz del crepúsculo, los capullos púrpura, así como las rosas de hierro de la verja. Se imaginó los capiteles de las columnas, esa extraña mezcla de columnas laterales dóricas; jónicas las de abajo, construidas primero; y corintias en lo alto.

Contuvo el aliento con un suspiro triste. Otra vez volvía a sentir una inexplicable felicidad, aunque mezclada con cierta tristeza, y no sabía muy bien por qué. Todos estos largos años, pensó, fatigado a pesar de la alegría que lo embargaba. La memoria lo había engañado en una cosa, reflexionó, la casa era más grande, mucho más grande de lo que recordaba. Todas estas viejas mansiones eran muy grandes. En aquel preciso instante, todo parecía hecho a escala inconcebible.

Sin embargo, al mismo tiempo, sentía una proximidad viva y palpitante: el suave follaje salvaje que se extendía detrás de la verja oxidada se mezclaba con la oscuridad, el canto de las cigarras y las densas sombras debajo de los robles.

—El paraíso —murmuró Michael. Levantó la mirada y al ver los heléchos diminutos que cubrían las ramas de los robles los ojos se le llenaron de lágrimas. El recuerdo de las visiones se acercaba peligrosamente. Lo rozaba como un par de alas negras. «Sí, la casa, Michael.»

Se quedó cautivado, con la cerveza fría contra la palma de la mano enguantada. La mujer de cabello negro, ¿hablaba con él?

Lo único que sabía con certeza era que el crepúsculo cantaba, el calor cantaba. Su vista recorrió las otras mansiones que lo rodeaban, quizá sin notar nada más que la armonía que guardaban los setos, las columnas, los patios de ladrillos y hasta los titubeantes mirtos que se esforzaban por sobrevivir en medio de franjas de césped aterciopelado. Una cálida paz se apoderó de él y durante un segundo el recuerdo de las visiones y su horrible misión perdió autoridad. Volver otra vez a la niñez, anhelando la continuidad en lugar de los recuerdos.

Naturalmente, tenía recuerdos grabados en lo más profundo de su memoria: un niño que venía de las pequeñas casas amontonadas de la ribera y paseaba por esta calle, un niño parado en este mismo lugar cuando caía la tarde. Pero el presente seguía eclipsándolo todo, y no había recuerdo ni impresión que mejorara la suave inundación que producía en sus sentidos todo lo que lo rodeaba, ni ese momento de quietud pura del alma.

Cuando volvió a mirar lentamente y con amor la casa, aquella entrada profunda con forma de cerradura gigante, tuvo la impresión de que las visiones volvían a tomar fuerza. La entrada. ¡Sí, le habían hablado de la entrada! Pero no se trataba de una entrada propiamente dicha. Aunque la visión de la cerradura gigante y el sombrío vestíbulo... No, era imposible que se tratara de una entrada propiamente dicha. Abrió los ojos y los cerró. Se descubrió mirando, como en trance, las ventanas de la habitación norte del primer piso y, para su súbita preocupación, vio el tenue resplandor del fuego.

No, imposible. Y de inmediato comprendió que era sólo la luz de las velas.

La llama que oscilaba parecía constante, y se preguntó maravillado si los que vivían allí preferían esa forma de iluminación.

Con la oscuridad, el jardín empezó a hacerse más denso y cerrado. Tenía que despertar si quería caminar junto a la verja y mirar el jardín lateral. Quería hacerlo, pero la ventana alta del norte lo atraía. Ahora veía la sombra de una mujer que se movía junto a las cortinas de encaje y a través de éstas, en un extremo de la pared, divisó un deslustrado dibujo de flores.

Pasó los dedos a través de la malla de hierro, mirando fijamente el polvo y la suciedad esparcida sobre las tablas desvencijadas del porche delantero. Las camelias se habían convertido en árboles y se alzaban sobre la verja y el sendero de piedra estaba cubierto de hojas. Apoyó un pie sobre la malla de hierro, como para saltar el portal. —¡Eh, amigo, eh!

Michael se volvió, sorprendido, y vio al taxista junto a él. ¡Qué pequeño era fuera del taxi! Un hombrecillo de nariz grande, con los ojos en sombras bajo la visera de la gorra. — ¿ Qué hace? ¿ Ha perdido la llave?

—Yo no vivo aquí-respondió Michael— y no tengo llave. —De repente se rió de lo absurdo de todo aquello. Se sentía mareado. La suave brisa del río era deliciosa y la casa oscura estaba justo ahí, delante de él, tan cerca que casi podía tocarla.

—Vamos, venga, lo voy a llevar de vuelta al hotel. Ha dicho el Pontchartrain, ¿verdad? No se preocupe, lo ayudaré a subir las escaleras hasta su habitación.

—No tan aprisa-dijo Michael—, quedémonos un rato más. —Se dio la vuelta y caminó calle abaj o, distraído de repente por las piedras del sendero, rotas y desiguales, de color púrpura también, tal como las recordaba. Se enjugó las lágrimas que se deslizaban por su rostro. Luego se volvió y miró hacia el jardín lateral.

Los mirtos habían crecido mucho. Sus troncos, acerados y pálidos ahora, eran bastante gruesos. La zona de césped que recordaba estaba ahora tristemente cubierta de malas hierbas y el viejo boj tenía un aspecto salvaje y descuidado. Sin embargo, le encantaba, como la vieja espaldera del fondo que cedía bajo el peso de las enredaderas enmarañadas.

Allí era donde siempre estaba el hombre, pensó, mientras divisaba el lejano mirto el que crecía por encima de la pared y caía sobre la casa de al lado. —¿Dónde estás? —murmuró. De pronto las visiones se hicieron más densas.

Sintió que caía contra la verja y que el hierro chirriaba. Un murmullo suave salió del otro lado del follaje, a su derecha. Se volvió y vio un movimiento entre las hojas. Camelias aplastadas que caían sobre la tierra blanda. Se arrodilló y cogió una, roja y rota, a través de la verja. ¿Era el taxista quien le hablaba?

—Está bien, compañero —dijo Michael; miraba la flor rota en su mano, trataba de verla en la semipenumbra.

Aquello que tenía delante, ¿no era el brillo de un zapato negro? Otra vez ese murmullo. Vaya, estaba mirando la pernera de un pantalón. Alguien estaba de pie casi junto a él. Mientras levantaba la mirada perdió el equilibrio. En el momento en que sus rodillas golpearon contra las piedras, vio una figura que se inclinaba sobre él, que lo miraba a través de la verja, unos ojos que apenas reflejaban un destello de luz. La figura parecía congelada, con los ojos abiertos de par en par, peligrosamente cerca de él y violentamente alerta y atenta. Una mano se extendió; en las sombras no era más que una veta blanca. Michael se apartó, con un sobresalto instintivo e incuestionable. Pero ahora, al mirar al follaje salvaje, se dio cuenta de que no había nadie.

El vacío era tan aterrador como la desvanecida figura.

—Dios, ayúdame —murmuró. Su corazón golpeaba contra sus costillas y no se podía levantar. El taxista lo cogió de los brazos y lo alzó de un tirón.

—Vamos, muchacho, vamos antes de que pase la policía.

Michael estaba de pie y se tambaleaba peligrosamente. —¿Ha visto eso? —murmuró—. ¡Dios Todopoderoso, era el mismo hombre!

—Miró al taxista—. Le digo que era el mismo hombre.

—Y yo le digo que ahora lo voy a llevar al hotel. Esto es Garden District, muchacho, ¿no lo recuerda? ¡Uno no puede ir haciendo eses, borracho, por aquí!

Michael volvió a caerse. Examinó otra vez el lugar. Retrocedió torpemente sobre las piedras hasta el césped y se volvió; trataba de llegar al árbol, pero no había ningún árbol. El taxista volvió a levantarlo y en ese momento otro par de manos lo cogieron con firmeza. Michael se volvió de golpe; si era el hombre otra vez gritaría como un loco.

Pero era nada más ni nada menos que el inglés, el hombre de cabello blanco y traje de mezclilla que había viajado en el mismo avión que él. —¿Qué demonios está haciendo aquí? —murmuró Michael. Pero a pesar de la borrachera, notó el rostro bonachón del hombre, su actitud refinada y reservada.

—Quiero ayudarlo, Michael —dijo el hombre con infinita amabilidad. Era una de esas voces inglesas elegantes y de ilimitada educación—. Me sentiré muy complacido si me permite acompañarlo al hotel.

—Sí, parece lo mejor que se puede hacer —respondió Michael, consciente de que a duras penas podía hablar con claridad. Volvió a mirar el jardín y la alta fachada de la casa, ahora casi en penumbra, pese a que el cielo todavía conservaba algo de luz que se colaba a través de las ramas de los robles. Parecía que el taxista y el inglés hablaban y que este último pagaba la carrera.

Michael trató de meterse la mano en el bolsillo para sacar su billetera, pero la mano se deslizaba una y otra vez por la parte de fuera del pantalón. Se apartó de los dos hombres y se lanzó hacia delante, otra vez contra la verja. Ya casi no había luz sobre el jardín y los enmarañados arbustos. La espaldera y la enredadera que la vencía bajo su peso, ahora eran sólo una sombra difusa en la noche.

Sin embargo, debajo del lejano mirto, bastante nítido, Michael consiguió divisar una figura humana delgada, con un pálido rostro oval que, ante sus incrédulos ojos, llevaba el mismo cuello blanco almidonado y la misma corbata de seda que en los viejos tiempos.

—Vamos, Michael, deje que lo acompañe al hotel —dijo el inglés.

—Primero debe decirme algo —replicó Michael. Estaba empezando a temblar—. Mire y dígame, ¿ve a aquel hombre?

Pero ahora sólo veía las sombras de la oscuridad. Y de su memoria le llegó la voz de su madre, joven, vibrante y dolorosamente cerca:

«Michael, vamos, tú sabes que no hay ningún hombre.»

8

Después de que Michael se fuera, Rowan se sentó durante horas en la terraza que daba al oeste y dejó que el sol la calentara mientras pensaba de una manera bastante incoherente y ensoñada en todo lo que había ocurrido. Se sentía algo impresionada, conmocionada, por lo que había pasado, deliciosamente conmocionada.

Nada podía borrar la vergüenza y la culpa que sentía por haber cargado a Michael con el peso de sus dudas y su dolor. Pero eso ahora en realidad no le importaba.

Nadie se convertía en un buen neurocirujano entreteniéndose demasiado en los propios errores. Lo apropiado, y lo instintivo para Rowan, era examinar el error tal como había sido y tratar de considerar la manera de evitarlo en el futuro, y, a partir de allí, seguir adelante.

Y para ella, que había mantenido su deseo espiritual completamente separado de su deseo físico durante tanto tiempo, satisfaciendo el primero a través de la medicina y el segundo mediante compañeros de cama casi anónimos, la convergencia de ambas cosas en una persona de buen corazón, inteligente, irresistible, alegre, hermosa y con una cautivadora combinación de misteriosos problemas psíquicos y físicos, era más de lo que podía soportar.

Sacudió la cabeza, rió en voz baja y bebió un trago de café. «Dickens y Vivaldi —dijo en voz alta—.

—Ay, Michael, por favor, vuelve pronto a mí. Vuelve pronto.» Este hombre era un regalo del mar.

Pero ¿qué demonios iba a pasar con él, incluso si volvía ahora mismo? Esa idea fija de las visiones, la casa y el propósito lo estaba destruyendo. Y para colmo, tenía la clara sensación de que no volvería.

Sentada al calor del sol de la tarde, soñando a medias, no tenía la menor duda de que Michael a estas alturas estaría borracho y que antes de llegar a su misteriosa casa lo estaría aún más. Si ella lo hubiera acompañado, cuidado y tratado de apoyar en medio de las impresiones de este viaje, habría sido mucho mejor.

En realidad, pensaba que lo había abandonado dos veces: al entregarlo tan rápida y fácilmente a los guardacostas y esa mañana, al dejarlo ir solo a Nueva Orleans.

Por supuesto, nadie habría esperado que fuera con él a Nueva Orleans, pero nadie sabía lo que ella sentía por Michael ni lo que él sentía por ella.

Con respecto a la índole de las visiones de Michael, no tenía opiniones concluyentes, salvo que no podían atribuirse a ninguna causa fisiológica y su particularidad y excentricidad volvieron a sobresaltarla y a atemorizarla. No la abandonaba la impresión de esa peligrosa inocencia de Michael, de una ingenuidad relacionada con su actitud respecto al mal. Él comprendía el bien mejor que el mal.

Sin embargo, ¿por qué le había hecho esa extraña pregunta en el coche cuando venían de San Francisco? ¿Trataba ella de advertirlo sobre algo?

Él había visto la muerte de Graham porque ella pensaba en ello. Y esa idea la torturaba. ¿Cómo podía Michael haberlo tomado como una advertencia deliberada? ¿Había percibido algo de lo que ella era completamente inconsciente?

Cuanto más tiempo estaba al sol, más se daba cuenta de que no podía pensar con claridad ni soportar su deseo por Michael, que alcanzaba el punto de angustia.

Subió a su habitación y estaba a punto de entrar en la ducha cuando recordó algo: se había olvidado por completo de usar algún anticonceptivo con Michael.

No era la primera vez en su vida que había sido tan estúpida, pero sí la primera vez en muchos años.

Pero ahora ya estaba hecho, ¿no? Abrió el grifo, se apoyó contra los azulejos y dejó que el agua corriera sobre ella. Imaginaba tener un hijo suyo. No, era una locura. Rowan no quería niños. Nunca había deseado hijos. Volvió a pensar en aquel feto del laboratorio, con todas aquellas máquinas y tubos conectados. No, su destino era salvar vidas, no hacerlas. Bueno, durante dos semanas más o menos se sentiría ansiosa, luego, cuando supiera que no estaba embarazada, volvería a estar bien.

Cuando salió de la ducha estaba adormilada y casi no sabía lo que hacía.

Encontró junto a la cama la camisa que se había quitado Michael la noche anterior. Era una camisa azul de trabajo, almidonada y planchada como una camisa de vestir; a ella le había gustado el detalle. La dobló con cuidado y se acostó con ella entre los brazos, como si fuera la mantita favorita de un niño o un osito de peluche.

Durmió durante seis horas.

Al despertar comprendió que no podía quedarse sola en la casa. Parecía que Michael hubiera dejado sus huellas en todas partes. Oía el timbre de su voz, su risa, veía sus enormes ojos azules, que la miraban con intensidad a través de las gafas de carey, sentía sus dedos enguantados que le acariciaban los pezones, las mejillas.

Todavía era demasiado pronto para tener noticias suyas, y ahora, como resultado de su calidez, la casa parecía aún más vacía.

Entonces llamó al hospital. Sí, por supuesto que la necesitaban. ¿Acaso no era sábado por la noche en San Francisco? La sala de urgencias del Hospital General de San Francisco ya estaba atestada y las víctimas de un accidente múltiple en la autopista 101 entraban a raudales en el Centro de Traumatismos del Universitario. También había heridos de bala que venían de Mission.

Durante cinco horas no pensó en Michael ni una vez.

Llegó a casa a las dos de la madrugada. La vivienda estaba oscura y fría, tal como esperaba, pero por primera vez desde la muerte de Ellie no se encontró cavilando sobre ella ni pensando ansiosa y dolorosamente en Graham.

No había ningún recado de Michael en el contestador. Estaba desilusionada, aunque no sorprendida. Podía imaginárselo claramente al salir del avión, haciendo eses, completamente borracho. En Nueva Orleans serían las cuatro.

Ahora no podía llamar al hotel Pontchar-train.

Era mejor no pensar demasiado en ello, razonó mientras subía a su cuarto para meterse una vez más en la cama.

Era mejor no pensar en el papel de la caja fuerte, que decía que ella no podía volver a Nueva Orleans. Mejor no pensar en tomar un avión e ir a su encuentro.

Mej or no pensar en Andrew Slattery, un colega, al que todavía no habían contratado en Stanford y que estaría encantado de sustituirla un par de semanas en el Universitario. ¿Por qué demonios le había preguntado a Lark aquella noche si Slattery había encontrado trabajo? Su febril cabecita tramaba algo.

Cuando volvió a abrir los ojos eran las tres; había alguien en la casa. No sabía qué ruido o vibración la había despertado, pero había alguien en la casa.

Los números del reloj digital eran la única iluminación, además de las lejanas luces de la ciudad. Una ráfaga de viento con una brillante llovizna golpeó las ventanas.

Notó que la casa oscilaba violentamente sobre sus cimientos y se oía la vibración de los cristales.

Se levantó lo más silenciosamente posible, sacó la pistola calibre treinta y ocho del cajón de la cómoda, la amartilló y se dirigió a la escalera. Cogía el arma con las dos manos, como Chase, su amigo el policía, le había enseñado. Había practicado con esa pistola y sabía cómo usarla. No estaba asustada, sino más bien enfadada, profundamente enfadada y alerta.

No se oían pisadas, sino sólo el viento que gemía distante en la chimenea y que hacía rugir suavemente los gruesos cristales de los ventanales.

Desde donde estaba podía ver el salón de abajo, iluminado por el habitual resplandor azulado de la luna. Otra ráfaga de llovizna fue a dar contra la ventana. Oyó cómo el Dulce Cristina golpeaba contra los neumáticos del embarcadero norte.

Bajó en silencio, peldaño a peldaño, mientras su mirada recorría las habitaciones vacías en cada curva hasta llegar abajo. No había ni un recoveco de la casa que no pudiera dominar desde donde estaba, excepto el lavabo que había detrás. Al ver que no había nadie en ninguna parte y que el Dulce Cristina se mecía torpemente, avanzó con cautela hacia la puerta del lavabo.

El cuarto estaba vacío. Todo estaba en su sitio. La taza de café de Michael sobre la repisa, el perfume de su colonia.

Apoyada contra el marco de la puerta, volvió a mirar las habitaciones de delante. La ferocidad con que el viento golpeaba contra los ventanales la alarmó a pesar de que no era la primera vez que lo oía. Sólo en una oportunidad había soplado con bastante fuerza como para romper los cristales, pero nunca había habido una tormenta semejante durante el mes de agosto, era un fenómeno de invierno asociado a las lluvias que caían en las montañas de Marin County y que llenaban las calles de barro y a veces arrancaban incluso las casas de sus cimientos.

Observó fascinada cómo el agua golpeaba y salpicaba las terrazas y las oscurecía. Vio el cortavientos del Dulce Cristina bajo una capa de gotas heladas. ¿Era esta repentina tormenta lo que la había confundido? Puso en marcha su antena invisible y escuchó.

No se oía nada más que el crujido del cristal y la madera, pero había algo extraño. No estaba sola y estaba segura de que el intruso no estaba en el primer piso. Estaba cerca y la miraba, pero ¿dónde? Era imposible explicar lo que sentía.

El reloj digital de la cocina hizo un ruido imperceptible cuando cambió de número para revelar que eran las tres y cinco de la madrugada.

Por el rabillo del ojo vio que algo se movía. No se volvió a mirar; decidió quedarse inmóvil. Luego, poco a poco, aguzó la mirada hacia la izquierda sin mover la cabeza y divisó la figura de un hombre de pie en la terraza oeste.

Parecía de complexión delgada, pálido y de cabello moreno. Su postura no era furtiva ni amenazadora. Estaba inexplicablemente erguido, con los brazos caídos de forma natural a los lados. Seguramente no lo veía bien, porque su ropa parecía inverosímil, imposible incluso: formal y cortada con elegancia.

Su rabia creció y una calma fría se apoderó de ella. Razonó instantáneamente: no podía entrar por las puertas de la terraza, tampoco podía abrirse paso por los gruesos cristales; si ella le disparaba —cosa que le hubiera encantado— haría un agujero en el cristal. Naturalmente, él podría disparar en cuanto la viera, ¿pero para qué iba a hacerlo? Los intrusos lo que querían era entrar. Además, estaba casi segura de que él ya la había visto, que la había estado observando y que ahora seguía haciéndolo.

Rowan volvió la cabeza muy lentamente. A pesar de lo oscura que estaba la sala, sin duda él podía verla. En realidad, la estaba mirando.

Su audacia la enfureció y aumentó la sensación de peligro ante la situación.

Observó fríamente cómo el hombre se acercaba al cristal.

—Ven, cabrón, te mataré con mucho gusto —murmuró, y sintió cómo se le erizaban los pelos del cuello. Un escalofrío delicioso le recorrió el cuerpo.

Quería matarlo, fuera quien fuese, intruso, loco, ladrón. Quería hacerlo volar de la terraza con una bala del treinta y ocho, o para decirlo más sencillamente, con cualquier poder que pudiera controlar.

Levantó el arma lentamente con las dos manos. Lo apuntaba directamente con los brazos extendidos, como le había enseñado Chase.

El intruso aún la miraba, imperturbable, mientras ella, con férrea furia, tranquila y fría, se maravillaba de los detalles físicos que lograba ver. Tenía el pelo marrón y con ondas, el rostro pálido y delgado, y había algo triste e implorante en su sombría expresión. Inclinó suavemente la cabeza, como si le rogara algo, como si hablara.

«¿Quién eres, por Dios?», pensó Rowan. La incongruencia de todo aquello la sorprendió un poco, y se le ocurrió una idea completamente extraña. Esto no es lo que parece. ¡Estoy viendo una especie de ilusión óptica! Y un súbito cambio interno la hizo pasar de la ira a la sospecha y luego al miedo.

Los ojos oscuros de aquel ser imploraban. Ahora levantaba sus manos pálidas y las apoyaba contra el cristal.

Rowan no podía ni hablar ni moverse. Luego, furiosa por su impotencia y su terror, gritó: —¡Vuelve al infierno del que has salido! —su voz retumbó y sonó terrible en la casa vacía.

Y como respuesta, como para terminar de alterarla y vencerla, el intruso desapareció poco a poco. La figura se volvió transparente y se disolvió por completo; sólo quedó el paisaje horrible y absolutamente perturbador de la terraza vacía.

El enorme ventanal vibró y se oyó un golpe como si el viento intentara traspasarlo. Luego el mar pareció calmarse. El batir de las aguas disminuyó y la casa empezó a aquietarse. Hasta el Dulce Cristina se asentó intranquilo en el canal, junto al muelle.

Rowan siguió mirando la terraza vacía. Se dio cuenta de que tenía las manos húmedas de sudor, temblorosas. La pistola parecía muy pesada, peligrosa e incontrolable. En realidad, temblaba de la cabeza a los pies. A pesar de todo, fue directamente hasta el ventanal, furiosa por no haberse defendido de aquel ser, y tocó el cristal donde él había puesto sus manos. El cristal estaba ligera pero claramente tibio. No era la tibieza que podía haber producido una mano humana, porque hubiera sido algo demasiado sutil para calentar una superficie tan grande, sino como si el fuego lo hubiera calentado.

Se dirigió entonces a la cocina, apoyó el arma y cogió el teléfono.

—Necesito comunicarme con el hotel Pontchartrain de Nueva Orleans —dijo, con voz temblorosa. Lo único que podía hacer para calmarse mientras esperaba era estar atenta y decirse lo que ya sabía: que estaba completamente sola.

Cuando respondieron en el hotel ya estaba frenética.

—Tengo que hablar con Michael Curry —dijo. Explicó que seguramente había llegado aquella noche. No, no importaba que fueran las cinco y veinte de la mañana en Nueva Orleans—. Llame a la habitación, por favor.

El rato que estuvo esperando le pareció eterno, sola y demasiado impresionada como para poner en tela de juicio el egoísmo de despertar a Michael a esas horas.

—Lo siento, pero el señor Curry no contesta-dijo el operador.

—Inténtelo otra vez. Mande alguien a la habitación, por favor. Tengo que hablar con él.

Cuando supo que no habían conseguido despertarlo y se negaban a entrar en su habitación sin su permiso, dejó un mensaje urgente, colgó, se desplomó junto a la chimenea y trató de pensar.

Estaba segura de lo que había visto, absolutamente segura. ¡Una aparición allí, en la terraza, que la miraba, se acercaba y la estudiaba! Un ser que podía aparecer y desaparecer a su antojo. Sin embargo, ¿por qué había visto un destello de luz en el borde del cuello y esas gotas de humedad sobre su cabello? ¿Por qué los cristales estaban tibios? Se preguntó si aquello tendría sustancia cuando era visible y si la sustancia se disolvía cuando «el aparecido desaparecía».

En resumidas cuentas, su mente se dirigió hacia la ciencia, como siempre hacía, pero aunque Rowan sabía que ése era su rumbo, no pudo evitar el terror, esa horrible sensación de desamparo que se había apoderado de ella y que no la abandonaba, que le hacía tener miedo en su propia casa, un lugar seguro.

Se preguntó por qué la lluvia y el viento formaban parte de la escena.

Seguramente no eran una fantasía suya. ¿Y por qué, sobre todo, esa criatura se le había aparecido precisamente a ella?

—Michael —murmuró—. Ahora yo también los veo —añadió con una risa suave.

Se levantó y recorrió la casa a paso firme mientras encendía todas las luces.

—Muy bien —le dijo—, si decides volver, que sea a plena luz. —Pero todo aquello era absurdo, ¿no? Algo capaz de agitar todas las aguas de Bahía Richardson podría fácilmente provocar un cortocircuito.

Pero quería tener las luces encendidas. Estaba asustada. Subió a su habitación, cerró con llave la puerta, la puerta del armario y la puerta del baño, se tiró sobre la cama, se acomodó las almohadas debajo de la cabeza y dejó la pistola a mano.

«Un fantasma —pensó—. Acabo de ver uno. Nunca he creído en ellos, pero he visto uno. Tiene que ser un fantasma, no puede ser otra cosa. Pero ¿por qué se me ha aparecido a mí?» Volvió a ver su expresión implorante y todo el realismo de la experiencia.

El hecho de no poder encontrar a Michael la hizo sentirse de pronto muy desdichada. Michael era la única persona en el mundo que creería lo que le había pasado, la única en quien ella confiaba para contárselo.

En realidad estaba excitada; la misma sensación extraña de aquella noche, tras el rescate. «Me ha pasado algo horrible y emocionante.» Quería contárselo a alguien. Allí, tumbada, con los ojos abiertos bajo la luz amarilla de su cuarto, pensaba: ¿por qué se me ha aparecido a mí?

Qué extraña manera de cruzar la terraza y mirarla a través del cristal.

«Cualquiera habría pensado que la desconocida era yo.»

La excitación no cesó, pero se sintió aliviada cuando salió por fin el sol.

Tarde o temprano, Michael se despertaría de su sueño etílico, vería la luz de mensajes de su teléfono encendida y, seguramente, la llamaría.

Pero ahora, en la acogedora seguridad de la luz del día que se filtraba a través de la ventana, sus pensamientos empezaban a ir a la deriva; mientras, se acomodaba en la tibieza de las almohadas, se cubría con la colcha y pensaba en él, en el vello oscuro que cubría sus brazos y manos, en sus ojos que la miraban otra vez a través de las gafas. Pero al llegar a la cúspide de sus ensueños se le ocurrió pensar que tal vez el fantasma tenía algo que ver con él.

Las visiones. Quería preguntarle: «Michael, ¿tiene esto algo que ver con tus visiones?» Luego el ensueño entró en el terreno del absurdo y ella se despejó, resistiéndose, como siempre, a lo irrelevante y a lo grotesco; estar consciente era mucho mejor, pensar... Por supuesto, Slattery podría sustituirla y, si Ellie estaba en alguna parte, seguramente ya no le importaría que Rowan volviera a Nueva Orleans, porque sin duda debíamos de creer en algo así, ¿no? Las posibilidades que se abrían a partir de este plan eran infinitamente mejores. Luego, exhausta, volvió a hundirse en un sueño profundo.

9

Michael se despertó abruptamente, sediento y acalorado bajo las mantas a pesar de que la habitación estaba bastante fresca. Iba en calzoncillos y camisa, con los puños y el cuello desabrochados. También llevaba puestos los guantes.

«¿Dios Santo, dónde estoy?», pensó. Al final del pequeño pasillo había una especie de sala y un piano de media cola, de madera clara y lustrosa, contra unas cortinas floreadas. Tenía que ser su suite en el hotel Pontchartrain.

No recordaba haber llegado allí y se enfadó inmediatamente consigo mismo por haberse emborrachado. Pero enseguida volvió a sentir la euforia de la tarde anterior al ver la casa de First Street bajo el cielo violeta.

Pero ¿cómo se las había arreglado para regresar? Lo último que recordaba era haber hablado con el inglés delante de la casa de First Street. Este recuerdo dio paso a otro: volvió a ver al hombre de cabello oscuro detrás de la verja, mirándolo fijamente desde arriba. Vio sus ojos brillantes muy cerca, y su extraño rostro blanco e impasible. Una sensación rara le recorrió el cuerpo. No era miedo exactamente, sino algo más visceral. Estaba en tensión como si de nuevo se sintiera amenazado. ¿Cómo podía haber cambiado tan poco aquel hombre en todos esos años? ¿Cómo podía estar allí en un momento y desaparecer al instante?

Le pareció que sabía las respuestas a estas preguntas, que siempre había comprendido que aquel individuo no era un hombre corriente. Pero su repentina familiaridad con un concepto tan extraño casi lo hizo reír.

—Te estás volviendo loco, compañero —se dijo entre dientes.

Echó una rápida mirada por la habitación. Sí, el viejo hotel. Lo invadió una sensación de comodidad y seguridad al ver la alfombra ligeramente descolorida, el aire acondicionado debajo de las ventanas, el teléfono antiguo sobre un pequeño escritorio empotrado, con la luz indicadora de mensajes que guiñaba en la oscuridad.

A su izquierda, el armario y la maleta abierta sobre un estante, y, maravilla de maravillas, sobre la mesa, junto a él, un cubo de hielo bellamente empañado con diminutas gotitas de humedad y tres latas de cerveza Miller's.

—Bueno, ¿no es perfecto?

Se quitó el guante derecho y tocó una de las latas. La imagen inmediata de un camarero de uniforme, la misma carga de información confusa y trivial.

Volvió a ponerse el guante y abrió la lata. Se bebió la mitad a tragos pequeños.

Luego se levantó y fue al cuarto de baño a hacer un pis.

A pesar de la tenue luz de la mañana que se filtraba a través de las tablillas de la persiana, vio su neceser sobre la repisa de mármol. Sacó el cepillo y la pasta dentífrica y se lavó los dientes.

Ahora sentía un poco menos de resaca y no se sentía desgraciado del todo.

Se peinó, se terminó la cerveza y empezó a encontrarse casi bien.

Se puso el pantalón y una camisa limpia, y cogió otra cerveza del cubo de hielo. Atravesó el pasillo y se quedó mirando una sala amplia y elegantemente amueblada.

Al otro lado de un conjunto de sillones y sillas de terciopelo estaba sentado el inglés, ante una pequeña mesa de madera, inclinado sobre una pila de carpetas y folios mecanografiados. Era un hombre de complexión delicada, con un rostro de líneas bien dibujadas y una frondosa cabellera blanca. Llevaba un batín de terciopelo gris atado a la cintura, pantalones de mezclilla también grises y miraba a Michael de manera amistosa y agradable en extremo. —¿Quién es usted?

—Me llamo Aaron Lightner —dijo el inglés—. He venido de Londres para verlo. —Hablaba con suavidad, con discreción.

—Mi tía ya me contó algo, y lo vi merodear por mi casa de Liberty Street. ¿Por qué demonios me ha seguido hasta aquí?

—Porque quiero hablar con usted, señor Curry —dijo el hombre con educación y casi reverencia—. Necesito tanto hablar con usted que estoy dispuesto a exponerme a cualquier incomodidad o inconveniencia que pueda surgir. Es obvio que lo he moLestano y créame que lo siento, de verdad.

Cuando lo acompañé hasta aquí mi única intención era ser útil, y permítame señalar que usted se mostró totalmente de acuerdo. —¿De verdad? —Michael se puso en tensión. Tenía que reconocer que aquel hombre era una persona fascinante, pero al echar otra mirada a los papeles esparcidos sobre la mesa se puso furioso. Por cincuenta pavos, o incluso mucho menos, el taxista le hubiera echado una mano y seguramente ahora no estaría allí.

—Es verdad —dijo Lightner, con esa misma voz suave y bien templada—, y quizá yo me hubiera retirado a mi suite de arriba; pero no estaba seguro de que usted se encontrara bien y, además, estaba preocupado.

Michael no dijo nada. Era consciente de que el hombre acababa de adivinarle el pensamiento, por así decirlo.

—Bueno, ha conseguido atraer mi atención con este pequeño truco —le dijo, y pensó: «¿Puedes hacerlo otra vez?»

—Sí, si lo desea —respondió el inglés—. Un hombre con un esquema mental como el suyo, desgraciadamente bastante fácil de leer. Me temo que su reciente sensibilidad funciona en dos direcciones. Pero yo puedo enseñarle cómo ocultar sus pensamientos, cómo hacer desaparecer la pantalla, si lo desea. Pero en realidad no es necesario, porque no hay mucha gente como yo dando vueltas por ahí.

Michael sonrió a pesar de sí mismo. El hombre hablaba con tal amabilidad y humildad que lo hacía sentir un poco abrumado y, sin duda, más tranquilo.

Parecía una persona digna de toda confianza. En realidad, la única impresión emocional que le había dado era de bondad, cosa que de alguna manera lo sorprendía.

Michael avanzó por la habitación hacia el piano, se acercó a la cortina floreada y tiró de la cuerda. Detestaba estar por las mañanas en una habitación con luz artificial, y al mirar abaj o, hacia St. Charles Avenue, la amplia f ranja de césped, los tranvías y el oscuro follaje de los tobles, volvió a sentir una inmediata felicidad. No recordaba que las hojas de los robles fueran de un verde tan oscuro.

Tenía que volver a salir, ir otra vez a aquella casa de First Street. Sin embargo, era muy consciente de que el inglés lo observaba. De nuevo, lo único que detectó en el hombre fue una gran sinceridad, algo así como una especie de sana voluntad.

—Muy bien, tengo curiosidad —dijo, y se dio la vuelta-y estoy agradecido, pero no me gusta todo esto. Así que gratitud y curiosidad aparte, ¿me sigue?, voy a darle veinte minutos para que me explique quién es usted, por qué está aquí y qué significa todo esto. —Se sentó en el sofá de terciopelo, frente al hombre, y apagó la luz de la lámpara—. Ah, y gracias por la cerveza. De veras se lo agradezco.

—Hay más en la nevera de la cocina, ahí detrás —respondió el hombre, imperturbable, satisfecho.

—Muy precavido —dijo Michael. Se sentía a gusto en aquella habitación. En realidad, no conseguía recordarla de su niñez, pero resultaba agradable con su empapelado oscuro, su tapicería mullida y las lámparas suaves de bronce. —¿Le apetece un poco de coñac? —preguntó el inglés.

—No. ¿Por qué ha cogido una suite precisamente aquí arriba? ¿Qué ocurre?

—Señor Curry, pertenezco a una vieja organización, se llama Talamasca. ¿ Ha oído alguna vez este nombre?

Michael pensó durante un momento.

—No.

—Se remonta al siglo Xl . Para ser más exactos, es incluso anterior, pero en algún momento del siglo Xl tomamos el nombre de Talamasca, y desde entonces tenemos una constitución, por así decirlo, y ciertas reglas. Hablando en términos modernos, se trata de un grupo de historiadores interesados fundamentalmente en la investigación psíquica. Brujería, apariciones, vampiros, personas con notables talentos psíquicos, en fin, nos interesa este tipo de cosas y mantenemos un archivo inmenso con toda la información relacionada con estos fenómenos. —¿Lo están haciendo desde el siglo xi?

—Sí, y desde antes, como le he dicho. En cierto modo somos un grupo pasivo; no nos gusta interferir. Me gustaría mostrarle nuestra tarjeta y nuestro lema.

El inglés sacó una tarjeta del bolsillo, se la dio a Michael y regresó a su silla.

TALAMASCA

Vigilamos y siempre estamos aquí Había números de teléfono de Amsterdam, Roma y Londres. —¿Tienen sedes en todos estos lugares? —preguntó Michael.

—Casas matrices, las llamamos —le respondió el inglés—. Pero siguiendo con el tema, somos en extremo pasivos, como le he dicho. Reunimos datos, los relacionamos y almacenamos información. Pero al mismo tiempo nos mostramos muy activos en poner nuestra información a disposición de quienes puedan aprovecharla. Nos enteramos de su experiencia a través de los periódicos londinenses y de nuestro contacto en San Francisco. Creemos que podríamos... resultarle de alguna utilidad.

Michael se quitó el guante derecho, tironeando suavemente de cada uno de los dedos, y lo dejó a un lado. Cogió otra vez la tarjeta; lo sorprendió la imagen de Lightner, en otra habitación de hotel, colocando varias tarjetas en su bolsillo.

La ciudad de Nueva York. Olor a cigarros. Ruido de tráfico. Una mujer en alguna parte hablando con Lightner con acento británico... —¿Por qué no pregunta algo más específico, señor Curry?

La voz sacó a Michael de donde estaba. —De acuerdo —dijo.

«¿Este hombre dice la verdad?» El torbellino continuaba, le debilitaba y era deprimente, las voces se hacían cada vez más fuertes y confusas. A través del estrépito, Michael oyó la voz de Lightner que le decía:

—Concéntrese, señor Curry, extraiga lo que quiere saber. ¿Somos buenas personas o no?

Michael asintió y se repitió la pregunta en silencio. Al final no pudo aguantar más. Dejó la tarjeta sobre la mesa, cuidando de no tocar el mueble con las yemas de los dedos. Temblaba ligeramente. Volvió a ponerse el guante y se le aclaró la visión. —Ahora, ¿qué es lo que sabe? —Algo sobre los caballeros templarios; ustedes les robaron el dinero —dijo Michael. —¿Qué? —Lightner estaba pasmado.

—Ustedes les robaron su dinero. Por eso tienen todas esas casas matrices por todo el mundo. Les robaron el dinero cuando el rey de Francia los hizo encarcelar. Ellos se lo entregaron para que lo cuidaran y ustedes se lo guardaron. Y son ricos. Están podridos de dinero y tienen vergüenza de lo que pasó con los templarios, de que la acusación de brujería cayera sobre ellos y los destruyeran. Esa parte la conozco por los libros de historia, por supuesto. Me licencié en historia. Sé todo lo que pasó con los templarios. El rey de Francia quería destruir el poder que tenían. Por lo visto, no sabía que ustedes existieran.

Lightner lo miraba con lo que parecía inocente sorpresa. Luego su rostro se tiñó de rojo. Su incomodidad iba en aumento.

Michael se rió a pesar de sí mismo y movió los dedos de su guante derecho. —¿Es eso lo que me pedía cuando decía que me concentrara y sacara información?

—Bueno, supongo que sí, pero puesto que conoce la historia, sabrá que nadie, salvo el papa de Roma, podría haber salvado a los templarios. Nosotros, claro está, no estábamos en posición de hacerlo, siendo como éramos una organización secreta, pequeña y completamente desconocida. Con franqueza, cuando empezaron las persecuciones y quemaron vivos a Jacques de Molay y a los demás, no quedó nadie a quien devolver el dinero. Michael volvió a reírse.

—No tiene por qué explicarme todo esto, señor Lightner, pero ustedes están realmente avergonzados por algo que ocurrió hace seiscientos años. Qué grupo de personas tan extrañas deben de ser. A propósito, y por si le interesa, escribí un trabajo sobre los templarios y estoy de acuerdo con usted: por lo que sé, nadie podía salvarlos, ni siquiera el Papa. Y si ustedes se hubieran dado a conocer, también habrían terminado en la hoguera.

—Lightner volvió a ruborizarse. —Indudablemente —dijo—. ¿Está satisfecho de que le haya contado la verdad? —¿Satisfecho? ¡Estoy impresionado! —Michael lo estudió durante un buen rato. Otra vez volvió a tener la clara impresión de un ser humano sano con el que compartía la misma escala de valores—. ¿Y su trabajo consiste en seguirme, aun a riesgo de soportar incomodidad, molestias y disgusto? —preguntó. Cogió la tarjeta con cierta dificultad por los guantes y se la metió en el bolsillo de la camisa.

—No sólo eso —respondió el inglés—, aunque es cierto que quiero ayudarlo. Y si le suena paternalista o insultante, le ruego que me disculpe. Lo siento, pero es verdad y sé que es absurdo mentir a una persona como usted.

—Supongo que no le sorprenderá que le diga que durante las últimas semanas muchas veces recé en voz alta pidiendo ayuda. Sin embargo, estoy un poco mejor que hace dos días. Mucho mejor. Estoy en camino de hacer... lo que siento que debo hacer.

—Usted tiene un enorme poder y en realidad no lo comprende —dijo Lightner.

—Pero el poder es irrelevante, lo que importa es mi misión. ¿Ha leído los artículos que escribieron sobre mí en los periódicos?

—Sí, todo lo que encontré.

—Bueno, entonces sabrá que tuve visiones mientras estuve muerto y que mi regreso tenía un propósito. De un modo u otro todo se me borró completamente de la memoria. Bueno, casi todo. —Sí, comprendo.

—Entonces sabe que lo de las manos no importa —dijo Michael.

Desasosegado, tomó otro trago de cerveza—. Nadie cree demasiado en la misión, pero ya han pasado tres meses desde el accidente y sigo con la misma sensación: regresé con un propósito, que tiene que ver con la casa a la que fui anoche. Esa casa de First Street.

El hombre estaba pendiente de él. —¿La casa está relacionada con las visiones que tuvo durante el tiempo que permaneció ahogado?

—Sí, pero no me pregunte cómo está relacionada. Durante meses no he parado de ver esa casa. Incluso la he visto en sueños. Está relacionada. He viajado tres mil kilómetros porque está relacionada. Pero no me pregunte cómo ni por qué.

—Y Rowan Mayfair, ¿de qué forma está relacionada?

Michael dejó la cerveza y miró de arriba abajo al hombre. —¿ Conoce a la doctora Mayfair? —No, pero sé mucho de ella y de su familia —respondió el inglés. —¿ Ah, sí? Seguramente ella estaría muy interesada en saberlo. ¿ Pero qué es su familia para usted? Pensé que había dicho que me esperaba fuera de mi casa en San Francisco porque quería hablar conmigo.

El rostro de Lightner se ensombreció durante un momento.

—Estoy muy confundido, señor Curry. Quizás usted pueda aclararme las cosas. ¿Cómo es que la doctora Mayfair estaba allí?

—Mire, estoy empezando a hartarme de sus preguntas. Estaba allí porque trataba de ayudarme. Es médica. —¿Estaba allí en calidad de médica? —preguntó Lightner, bajándola voz—.

Probablemente he actuado bajo una falsa impresión. ¿No fue la doctora Mayfair la que lo envió aquí? —¿Enviarme aquí? Dios mío, no ¿Por qué demonios iba a hacer algo así? Ni siquiera estaba de acuerdo con mi viaje, creía tan sólo que me ayudaría a superar mi obsesión. La verdad es que estaba tan borracho cuando pasó a recogerme que me sorprende que no me haya encerrado. Pero ¿por qué se le ocurre semejante idea, señor Lightner? ¿Por qué Rowan Mayfair iba a mandarme aquí?

—Concédame un minuto, por favor.

—No sé si podré. —¿Usted no conocía a la doctora Mayfair antes de tener las visiones?

—No, la conocí cinco minutos después.

—No lo comprendo.

—Ella me rescató, Lightner. Ella fue quien me sacó del agua. La primera vez en mi vida que la vi fue cuando me depositó sobre la cubierta de su barco.

—No tenía ni idea.

—Bueno, yo tampoco hasta el viernes por la noche. Quiero decir que no sabía su nombre, quién era ni nada sobre ella. Los guardacostas se olvidaron, no apuntaron su nombre ni la matrícula del barco cuando recibieron la llamada.

Pero ella me salvó la vida. Tiene una especie de poderoso sentido diagnóstico, una especie de sexto sentido que le dice si un paciente va a vivir o no. Trató de hacerme revivir de inmediato. A veces me pregunto si los guardacostas, de haberme visto primero, lo habrían intentado o no.

Lightner se quedó en silencio, mirando la alfombra. Parecía profundamente perturbado. —¿Y usted le habló de las visiones?

—Quería volver al barco. Pensaba que si me arrodillaba en la cubierta y tocaba la madera podría llegar a saber algo gracias a las manos. Algo que refrescara mi memoria. Lo más sorprendente es que ella estuvo de acuerdo. No, no es una médica corriente, en modo alguno.

—Es verdad, estoy de acuerdo con usted —dijo Lightner—. ¿Y qué pasó?

—Nada, es decir, nada excepto que ahora conozco a Rowan. —Michael se detuvo. Se preguntaba si el hombre imaginaba lo que pasaba entre él y ella—.

Bueno, creo que ahora me debe algunas explicaciones. ¿Qué sabe exactamente sobre ella y su familia y qué le hizo pensar que ella me había enviado aquí? ¿Por qué demonios iba a elegirme precisamente a mí?

—Pues bien, eso es lo que trataba de descubrir. Pensé que quizá tenía algo que ver con el poder de sus manos, que ella le había pedido que llevara a cabo alguna investigación secreta. En fin, es la única explicación que se me ocurre.

Señor Curry, ¿qué sabe usted de esa casa? Quiero decir, ¿cómo establece usted la conexión entre lo que vio en sus visiones y...?

—Porque me crié aquí, Lightner. De niño me encantaba esa casa.

Acostumbraba a pasar por delante siempre que podía. Nunca la olvidé. Incluso antes de ahogarme pensaba a menudo en ella. Me propongo averiguar a quién pertenece y qué significa todo esto. —¿De verdad —preguntó, Lightner otra vez, en voz baja— que no sabe a quién pertenece? —Se lo acabo de decir, ¡quiero saberlo! —Anoche trató de saltar la verja. —Lo recuerdo. Ahora, por favor, ¿ le importaría explicarme algunas cosas? Usted me conoce. Conoce a Rowan Mayfair. Sabe cosas de la casa y de la familia de Rowan... —Michael se detuvo y miró a Lightner—. ¡La familia de Rowan! ¿Son ellos los dueños de la casa?

—Ellos la construyeron —dijo Lightner, tranquilo— y si no me equivoco, pasará a Rowan tras la muerte de su madre.

—No le creo —murmuró Michael. Pero en realidad le creía. Una vez más volvió a rodearlo la atmósfera de las visiones, pero, como siempre, se desvaneció inmediatamente. Se quedó mirando a Lightner, incapaz de formular ninguna de las preguntas que bullían en su mente.

—Señor Curry, concédame otro minuto, por favor. Explíqueme en detalle de qué manera se relaciona la casa con las visiones. O, para ser más exactos, ¿cómo llegó a conocerla en su niñez y recordarla luego?

—No hasta que me explique lo que usted sabe sobre todo esto —insistió Michael—. ¿Se da cuenta de que Rowan...?

—Estoy dispuesto a contarle muchas cosas sobre la casa y la familia —lo interrumpió Lightner—, pero a cambio le pido que hable usted primero, que me cuente todo lo que recuerde, todo lo que crea significativo, incluso si no sabe cómo interpretarlo. Es posible que yo pueda. ¿Me sigue?

—Claro, mi información por la suya. ¿Pero va usted a contarme lo que sabe?

—Absolutamente.

Sin duda, valía la pena. Era lo más excitante que le había ocurrido, aparte de la llegada de Rowan. Además, le sorprendía las ganas que tenía de contarle todo a aquel hombre, todo, hasta el último detalle.

—Muy bien —empezó—, como le he dicho, cuando era niño solía pasar por delante de esa casa siempre que tenía ocasión. Me desviaba de mi camino para pasar por allí. Yo me crié en Annunciation Street, a unas seis manzanas.

Siempre veía a un hombre en el jardín, el mismo que vi anoche. ¿Recuerda que le pregunté si usted también lo veía? Bueno, anoche lo vi junto a la verja y luego al fondo del jardín, y Dios mío, tenía exactamente el mismo aspecto que cuando yo era un chiquillo. Y la primera vez que lo vi tenía cuatro años, y cuando lo vi en la iglesia, seis. —¿Lo vio en la iglesia? —Otra vez esa mirada escrutadora que parecía arañar el rostro de Michael.

—Sí, por Navidad, en la iglesia de St. Alphonsus. Nunca lo he olvidado porque fue precisamente en el santuario, ¿sabe a qué me refiero? El pesebre estaba montado junto a la barandilla del altar y él estaba más atrás, en los escalones del altar lateral. —¿Y estaba seguro de que era él?

—Michael asintió.

—Sí, sin duda era el mismo hombre. Lo vi también otra vez, estoy casi seguro, pero hace años que no pienso en ello. Fue en un concierto en el centro de la ciudad, un concierto que no olvidaré nunca porque aquella noche tocaba Isaac Stern. Era la primera vez en mi vida que yo escuchaba algo así, en directo, ¿comprende? Bueno, vi al hombre en el auditorio, me miraba.

Michael dudó. El ambiente de aquel lejano momento volvió a su memoria, en realidad no era un recuerdo muy agradable; había sido una época triste y difícil. Volvió a la realidad. Sabía que Lightner estaba leyendo otra vez sus pensamientos.

—No son muy claros cuando se enfada-dijo Lightner en voz baja—. Pero esto es lo más importante, señor Curry... —¡Y usted me lo dice! Todo está relacionado con lo que vi mientras estuve ahogado. Lo sé porque no he parado de pensar en ello desde el accidente, no he podido concentrarme en ninguna otra cosa. Me despertaba siempre viendo esa casa, pensando que tenía que volver allí. Es lo que Rowan Mayfair llama una idea fija.

—Tenga un poquito más de paciencia —pidió Lightner—. ¿Podría decirme lo que recuerda de las visiones? Ha dicho que no lo había olvidado todo...

Michael describió con brevedad a la mujer de pelo negro, la joya que se mezclaba con la imagen, la vaga idea de una entrada... «No la entrada de la casa, aunque podría ser. Aunque tiene algo que ver con la casa.» Y algo acerca de un número que había olvidado. No, la dirección no. No era un número largo, era de dos dígitos y tenía un significado importante. Y la misión, por supuesto, el propósito de su vuelta a la vida, algo salvador, y la nítida sensación de que él podía haberse negado a llevarlo a cabo.

—No puedo creer que me hubieran dejado morir si no aceptaba. Me dieron a elegir y elegí volver y cumplir la misión. Desperté sabiendo que tenía algo muy importante que hacer. —¿Recuerda algo más?

—No. A veces creo que estoy a punto de recordarlo todo, pero luego, simplemente, se desvanece. No empecé a pensar en la casa hasta veinticuatro horas después del accidente. No, un poco más, quizás, y de inmediato sentí que había una relación. Anoche volví a sentir lo mismo: que había llegado al lugar adecuado para encontrar todas las respuestas, ¡pero seguía sin recordar nada!

Es suficiente para volver loco a cualquiera.

—Me lo imagino —dijo Lightner, suavemente, aunque seguía asombrado por todo lo que había dicho Michael—. ¿Puedo sugerirle algo? ¿Es posible que al despertar cogiera la mano de Rowan y la imagen de la casa le llegara a través de ella?

—Bueno, sería posible si no fuera por un solo hecho importante: Rowan no sabe absolutamente nada-de la casa. No sabe nada sobre Nueva Orleans. No sabe nada sobre su familia. La única persona que conocía era su madre adoptiva, y murió el año pasado.

Lightner parecía reacio a creerle.

—Mire —continuó Michael. Empezaba a perder la calma con aquella conversación y lo sabía. En realidad, le gustaba hablar con Lightner, pero las cosas habían llegado demasiado lejos—, tiene que decirme cómo es que conoce a Rowan. El viernes por la noche, cuando ella vino a recogerme a mi casa de San Francisco, lo vio y dijo algo acerca de haberlo visto antes. Quiero que me hable claro, Lightner. ¿Qué tiene que ver Rowan con todo esto? ¿Qué sabe de ella?

—Le explicaré todo —dijo Lightner con la misma amabilidad de siempre—, pero permítame hacerle una pregunta: ¿está seguro de que Rowan nunca ha visto una foto de la casa?

—Sí, hemos hablado del tema. Nació en Nueva Orleans...-Sí...

—Pero se la llevaron aquel mismo día. Le hicieron firmar un papel que decía que nunca volvería aquí. Le pregunté si alguna vez había visto fotos de las casas de Nueva Orleans y me dijo que no. Después de la muerte de su madre adoptiva no consiguió encontrar ni rastros de su familia. ¿Lo ve? ¡No sale de Rowan! Ella está tan implicada como yo. —¿Qué quiere decir? A Michael le costaba explicarlo. —Quiero decir que sé que me eligieron por todo lo que me había pasado... quién era, qué era, dónde había vivido, todo estaba relacionado. ¿No lo comprende? Yo no soy el eje de todo esto, probablemente sea Rowan. Tengo que llamarla, tengo que decírselo.

Tengo que decirle que la casa pertenece a su madre.

—Por favor, no lo haga, Michael —dijo Lightner con un súbito apremio—.

Por favor, todavía no he cumplido mi parte del trato, todavía no me ha escuchado. Siéntese, por favor.

—Pero, por Dios, ¿no se da cuenta? ¡Rowan acababa de sacar el Dulce Cristina cuando me caí de la roca! íbamos camino de chocar y entonces esa gente, esa gente que todo lo sabe, decidió intervenir.

—Sí, me doy cuenta... Lo único que le pido es que escuche la información que tengo antes de llamar a Rowan.

El inglés continuó hablando, pero Michael no podía oírlo. Sintió un mareo súbito y violento, como si fuera a perder el conocimiento, y si no se hubiera cogido a la mesa se habría desplomado. No era un fallo de su cuerpo; era su mente la que se alejaba, y durante un brillante instante las visiones se presentaron otra vez: la mujer de cabello negro le hablaba y luego, desde algún punto superior, allí, en lo alto, un maravilloso lugar etéreo donde se sentía ingrávido y libre, vio un pequeño barco debajo, sobre el mar, y dijo: «Sí, lo haré.»

Contuvo el aliento. Desesperado por no perder las visiones, trató de no acceder a ellas mentalmente. No las forzó. Se quedó encerrado en su inmovilidad, sintiendo que otra vez lo abandonaban mientras percibía el frío y la soledad del cuerpo a su alrededor, y el anhelo, la ira y el dolor de siempre.

—Dios mío —murmuró—, Rowan no tiene la menor idea...

Cuando abrió los ojos, vio que Lightner estaba sentado junto a él. Tenía la aterradora sensación de que había perdido segundos, minutos quizá.

—Sólo han pasado uno o dos segundos —dijo Lightner. (¡Otra vez le leía la mente!)—. Se ha mareado, casi se cae.

—No sabe lo espantoso que es no recordar. Y Rowan dijo una cosa de lo más extraña. —¿Qué dijo?

—Que a lo mejor ellos no querían que recordara. —¿Y eso lo sorprende?

—Ellos quieren que yo recuerde. Quieren que haga lo que tengo que hacer.

Tiene que ver con la entrada, lo sé, y el número trece. Y Rowan dijo otra cosa que de verdad me impresionó: que cómo sabía que la gente que había visto era buena. Dios mío, me preguntó si pensaba que ellos eran los responsables del accidente, ¿sabe?, de que me hubiera caído al mar. Dios Santo, me estoy volviendo loco.

—Son buenas preguntas —dijo el hombre, con un suspiro—. ¿Ha dicho el número trece? —¿Ah, sí? ¿Es eso lo que he dicho? No sé... supongo que sí. Sí, era el número trece. Dios, ahora lo recuerdo. Sí, era el número trece.

—Ahora quiero que me escuche. No quiero que llame a Rowan. Quiero que se vista y venga conmigo.

—Un momento, amigo. Usted es una persona muy interesante, y con su batín de seda tiene mejor aspecto que cualquier personaje de película. Además, tiene unos modales muy persuasivos. Pero ahora mismo estoy donde quiero estar y después de llamar a Rowan iré otra vez a esa casa. —¿Y qué piensa hacer? ¿Llamar al timbre?

—Bueno, esperaré a que venga Rowan. Rowan quiere venir, ¿sabe? Quiere ver a su familia. De eso se trata.

—Y el hombre, ¿cómo encaja en todo esto? —preguntó Lightner.

Michael se detuvo y miró a Lightner. —¿Lo vio usted?

—No, no me dio tiempo. Él quería que fuese usted el que lo viese y me gustaría saber por qué.

—Pero usted sabe todo sobre él, ¿no?

—Sí.

—Muy bien, ahora le toca hablar a usted y espero que empiece ahora mismo.

—Sí, ése fue nuestro trato —dijo Lightner—. Además, creo que ahora es más importante que nunca que lo sepa. —Se levantó y caminó despacio hacia la mesa. Recogió los papeles dispersos y los colocó cuidadosamente en una carpeta de cuero—. Está todo en este informe.

—Mire, Lightner, creo que me debe algunas respuestas —protestó Michael.

—Éste es un compendio de respuestas, Michael. Proviene de nuestros archivos y está dedicado por completo a la familia Mayfair. Se remonta al año 1664. Pero debe leerlo fuera de aquí, no puede hacerlo en este lugar. —¿Dónde, entonces?

—Tenemos una casa de retiro cerca de aquí, una vieja plantación, un lugar muy bonito. —¡No! —respondió Michael, impaciente.

Lightner le hizo un gesto de calma.

—Está a menos de una hora y media de camino. Debo insistir y pedirle que se vista y venga conmigo para leer el informe en la quietud y tranquilidad de Oak Haven. Guárdese todas sus preguntas hasta después de haberlo leído. —»Cuando lo haya terminado, comprenderá por qué le rogaba que postergase su llamada a la doctora Mayfair. Creo que estará satisfecho de haberlo hecho. —Rowan debería leer este informe. —Por supuesto, y si usted está dispuesto a ponerlo en sus manos por nosotros, le estaríamos eternamente agradecidos.

Michael estudió al hombre, trataba de separar el encanto de sus modales del asombroso contenido de lo que decía. Por un lado se sentía atraído por él y confiaba en lo que sabía, sin embargo, por el otro, desconfiaba. Pero, sobre todo, se sentía fascinado por las piezas del rompecabezas que parecían empezar a encajar.

—No puedo ir al campo con usted —dijo Michael—. No dudo de su sinceridad, pero tengo que llamar a Rowan e insisto en que me dé el material aquí.

—Michael, el informe contiene información relacionada con todo lo que me ha dicho, pero se lo dejaré sólo bajo mis condiciones. —¿No será una trampa?

—No, por supuesto que no, pero no se engañe a sí mismo, Michael. Siempre supo que ese hombre no era... lo que parecía ser, ¿no? ¿Qué sintió anoche cuando lo vio?

—Sí... siempre lo supe —murmuró Michael. Sentía de nuevo aquella desorientación. Un oscuro estremecimiento le recorrió el cuerpo. Vio otra vez al hombre junto a la verja—. Dios mío —murmuró, y antes de que pudiera detenerse ocurrió algo de lo más extraño: levantó su mano derecha y rápida e irreflexivamente se persignó.

Miró a Lightner, avergonzado.

Entonces cayó en la cuenta de algo y una sensación de excitación volvió a apoderarse de él. —¿Es posible que ellos hayan querido que tuviéramos este encuentro? —preguntó Michael—. ¿Es posible que la mujer de pelo negro haya procurado que tuviera lugar esta reunión entre usted y yo?

—Sólo usted puede juzgarlo. Sólo usted sabe lo que esos seres le dijeron.

Sólo usted sabe quiénes eran en realidad.

—Pero no lo sé. —Michael se puso las manos sobre las sienes y se sorprendió mirando la carpeta de cuero. Tenía un título con grandes letras doradas en relieve medio descoloridas.

—«Las brujas Mayfair» —leyó en voz baja—. ¿Es eso lo que dice?

—Sí. ¿Se vestirá ahora y vendrá? En el campo nos esperan con un desayuno. ¿De acuerdo? —¡Usted no cree en brujas! —dijo Michael. Pero aparecían otra vez. La habitación volvió a nublarse y la voz de Lightner se oía de nuevo lejana, sus palabras carecían de sentido, eran como un murmullo, un sonido inocuo que llegaba de muy lejos. Michael se estremeció y tuvo náuseas. Vio de nuevo la habitación iluminada por la difusa luz de la mañana. Tía Viv estaba sentada allí años atrás y también su madre. Pero ahora regresaba otra vez al presente.

Llamaría a Rowan.

—Todavía no —dijo Lightner—, espere a leer el informe.

—Usted tiene miedo de Rowan. Hay algo acerca de ella, alguna razón por la que quiere protegerme de ella... —Veía las motas de polvo que flotaban en remolinos a su alrededor. ¿ Cómo podía algo tan concreto y material dar a la escena semejante aire de irrealidad? Pensó en el momento en que le había tocado la mano a Rowan en el coche. «Cuidado.» Pensó en Rowan entre sus brazos, más tarde.

—Usted sabe de qué se trata —dijo Lightner—, Rowan se lo dijo.

—No, es una locura. Eran fantasías de ella. —No, es verdad. Míreme. Usted sabe que digo la verdad. No me pida que le adivine el pensamiento para saberlo. Usted lo sabe. Pensó en ello en cuanto vio la palabra «brujas».

—No, no lo pensé. Nadie puede asesinar simplemente deseando su muerte.

—Michael, le pido menos de veinticuatro horas. Deposito en usted mi confianza, y sólo le pido que respete nuestros métodos, le ruego que me conceda ese tiempo. —¡No acepto! —dijo Michael—. Rowan no es una bruja. Es una locura. Rowan es médica, ha salvado mi vida.

Y pensar que ésa era su casa, la casa que había adorado desde niño. Revivió la tarde anterior, cuando el cielo viraba al violeta a través de las ramas y los pajarillos cantaban como si estuvieran en medio del bosque.

Durante todos aquellos años había sabido que aquel hombre no era real. Lo supo toda su vida. Lo supo en la iglesia...

—Michael, ese hombre está esperando a Rowan —dijo Lightner. —¿Esperando a Rowan? Pero, Lightner, ¿por qué entonces se aparece ante mí?

—Escuche, amigo —el inglés apoyó su mano sobre la de Michael y se la cogió amistosamente—, no es mi intención asustarlo ni aprovecharme de su fascinación, pero ese ser ha estado ligado a la familia Mayfair durante generaciones. Puede matar. Pero lo mismo ocurre con la doctora Rowan Mayfair. En realidad, es muy posible que ella sea la primera de su especie capaz de matar por su cuenta sin la ayuda de esa criatura. Y los dos van a reunirse, que se encuentren es sólo cuestión de tiempo. Ahora, por favor, vístase y venga conmigo. Si decide ser nuestro intermediario y entregarle el informe a Rowan Mayf air, entonces se verán cumplidas nuestras más altas aspiraciones.

Michael se quedó en silencio; trataba de asimilar todo lo que acababa de oír, mientras su mirada se paseaba ansiosamente de Lightner a infinidad de otras cosas.

Ahora era incapaz de explicar sus sentimientos hacia «el hombre», el hombre que siempre le había parecido vagamente hermoso, la personificación de la elegancia, una figura lánguida y espiritual, que en el profundo refugio de su jardín parecía poseer cierta serenidad que Michael ansiaba para sí. Pero anoche, detrás de la verja, el hombre había tratado de asustarlo. ¿ O no? ¡Qué lástima que en aquel momento no se hubiera quitado los guantes y lo hubiera tocado!

—Mi deber es intervenir —dijo Michael—, sin duda. Y quizás estoy destinado a usar este poder, tocando... Rowan dijo... —¿Qué?

—Rowan me preguntó por qué suponía que el poder de las manos no tenía nada que ver con todo esto, por qué insistía en que era algo aparte... —Volvió a pensar en tocar al hombre—. Quizá tenga algo que ver, quizá no sea sólo una pequeña maldición que convive conmigo para volverme loco y hacerme perder el rumbo. —¿Era eso lo que pensaba?

Michael asintió.

—Eso parecía. Como el hecho de que algo me impedía venir. Me escondí en Liberty Street durante dos meses. Podría haber conocido a Rowan antes... —Se miró los guantes. ¡Cómo los odiaba! Sus manos parecían artificiales—. De acuerdo —dijo por fin—, iré con usted. Quiero leer todo el informe, pero tengo que estar de vuelta lo antes posible. Dejaré un mensaje diciendo que volveré pronto, por si llama Rowan. Ella se preocupa por mí. Se preocupa más de lo que usted cree. Y no tiene nada que ver con las visiones. Tiene que ver con ella y con lo mucho que... yo también me preocupo por ella. Es imposible que su interés esté subordinado a otra razón. —¿Ni siquiera a las visiones? —preguntó Lightner respetuosamente.

—No. Dos veces en la vida, quizá tres, uno tiene oportunidad de sentir lo que yo siento por Rowan, y es algo que tiene sus propias prioridades y propósitos.

—Comprendo —asintió Lightner—. Lo espero abajo dentro de veinte minutos. Y me gustaría que apartir de ahora me llame Aaron. Tenemos un largo camino que recorrer juntos. Me temo que yo ya he empezado a llamarlo Michael; me gustaría que fuésemos amigos.

Michael se duchó, se afeitó y se vistió en menos de quince minutos. Quitó las cosas de la maleta y dejó sólo lo imprescindible. En el momento de coger la maleta vio la luz de mensajes que seguía guiñando en el teléfono, junto a la cama. ¿Por qué demonios no había respondido la primera vez que la había visto? De repente se sentía furioso.

Llamó en el acto a la centralita.

—Sí. Lo llamó la doctora Rowan Mayfair, señor Curry, alrededor de las cinco y cuarto de la mañana. —La mujer le dio el número de Rowan—. Insistió en que lo llamáramos por teléfono y luego a la puerta. —¿Y lo hicieron?

—Sí, señor, pero no obtuvimos respuesta.

«Y mi amigo Aaron permaneció aquí todo el tiempo», pensó Michael, enfadado.

—No quisimos entrar con la llave maestra.

—Comprendo. Escuche, si la doctora Mayfair llama otra vez, ¿le podría dar un recado?

—Sí, señor Curry.

—Que he llegado bien y la llamaré dentro de veinticuatro horas, que ahora tengo que salir pero que volveré más tarde.

Dejó un billete de cinco dólares sobre la colcha para la mujer de la limpieza y salió de la habitación.

Cuando bajó, el pequeño vestíbulo estaba lleno de gente. La cafetería estaba atestada y animada. Lightner, que se había cambiado el traje de mezclilla oscuro por uno de lino inmaculado, parecía un caballero sureño de la vie-j a escuela y esperaba junto a la puerta.

—Debió contestar el teléfono cuando sonó —dijo Michael. No añadió que Lightner se parecía al viejo caballero de pelo blanco que solía pasear al atardecer por Garden District y que él recordaba de su niñez.

—No creí que tuviera derecho a hacerlo —dij o Aaron educadamente. Abrió la puerta para que Michael saliera y le señaló un lujoso coche gris junto al bordillo—. Además, temía que fuera la doctora Mayfair.

—Pues sí, era ella —respondió Michael, y se subió en el asiento trasero.

—Por lo que veo no le ha devuelto la llamada —comentó Lightner, mientras se sentaba a su lado.

—Un trato es un trato —señaló, con un suspiro—, pero no me gusta. He tratado de dejarle claro lo que ocurre entre Rowan y yo. ¿Sabe?, cuando era un veinteañero me hubiera resultado casi imposible enamorarme de una persona en una noche; ahora que tengo más de cuarenta, o soy más estúpido que nunca o he aprendido lo suficiente para poder valorar la situación, por así decirlo, y darme cuenta cuándo una persona es simplemente casi perfecta, ¿comprende?

—Creo que sí.

El coche era un modelo viejo, pero absolutamente cómodo. Tenía una tapicería de cuero gris bien conservada y una pequeña nevera a un lado. Era amplio y había espacio para las piernas largas de Michael. St. Charles Avenue pasaba brillando rápidamente tras los cristales ahumados.

—Señor Curry, respeto sus sentimientos por Rowan, aunque debo confesar que estoy intrigado y sorprendido al mismo tiempo. Oh, no me malinterprete.

Es una mujer extraordinaria desde cualquier punto de vista, una doctora incomparable y una joven hermosa, con un porte sorprendente. Lo sé, pero quiero pedirle que comprenda lo siguiente: el informe sobre las brujas Mayfair no puede confiarse a nadie que no sea miembro de nuestra orden o de la misma familia Mayfair. Ahora, al enseñarle este material, estoy rompiendo las reglas.

Las razones de esta decisión son obvias. Sin embargo, me gustaría utilizar este precioso tiempo de que disponemos para explicarle algunas cosas sobre Talamasca. Cómo trabajamos y qué tipo de lealtad nos gustaría pedirle a cambio de nuestra confidencia.

—Muy bien, pero antes de que empiece, ¿no habrá un poco de café en este increíble taxi?

—Sí, desde luego —dijo Aaron, y sacó un termo y una taza de la bolsa de la portezuela.

—Café solo ya me está bien —dijo Michael. Se le hizo un nudo en la garganta en el momento en que vio las orgullosas mansiones de la avenida que pasaban a su lado, con sus porches profundos, sus columnatas y sus postigos alegremente pintados, y el cielo pastel entre la maraña de ramas y hojas que se agitaban suavemente. Un pensamiento absurdo cruzó por su mente: algún día se compraría un traje de lino como el de Lightner y caminaría por esta avenida como aquel caballero que había visto años atrás, caminaría durante horas, curva tras curva por la avenida que seguía el serpenteante curso del lejano río, pasaría delante de esas casas tan perfectas que habían sobrevivido tanto tiempo. Se sentía como un demente drogado mientras avanzaba a la deriva por un paisaj e magnífico, aislado en aquel coche de cristales oscuros.

—Sí, es hermoso —afirmó Lightner—. Muy hermoso.

—Bueno, hábleme de la orden. ¿Qué más hacen aparte de dar vueltas en lujosos coches gracias a los templarios?

Lightner sacudió la cabeza con gesto reprobador y un asomo de sonrisa en los labios. Sin embargo, para sorpresa y diversión de Michael, se ruborizó.

—Vamos, Aaron, es una broma —comentó Michael—. En primer lugar explíqueme cómo se enteraron de la existencia de la familia Mayfair y, si no tiene inconvenientes, dígame qué demonios es una bruja.

—Una bruja es una persona que puede atraer y manipular fuerzas ocultas —respondió Aaron—. Ésa es nuestra definición. También vale para brujo o adivino. Nuestra organización fue creada para observar este tipo de cosas. Todo comenzó en lo que hoy conocemos como medioevo o edad del oscurantismo, mucho antes de que empezaran las persecuciones a la brujería, como no dudo que sabrá. El primero fue un mago, un alquimista como se llamaba a sí mismo, que inició sus estudios en un lugar solitario y reunió en un gran libro todos los relatos que había leído u oído sobre fenómenos sobrenaturales. »Su nombre y su historia por el momento no importan, pero lo que caracterizó su narración fue que era curiosamente secular para la época. Quizás haya sido el único historiador que escribió sobre lo oculto o invisible sin hacer suposiciones ni afirmaciones sobre el origen demoníaco de apariciones, espíritus y cosas semejantes. Y de su pequeño grupo de acólitos exigió la misma actitud abierta. "Estudiad sólo el trabajo del mago", solía decir, "no deis por sentado que sabéis de dónde proviene". »Nosotros seguimos en la misma línea —continuó Aaron—, somos dogmáticos sólo cuando se trata de defender nuestra falta de dogma, y aunque somos una organización grande y segura, siempre buscamos nuevos miembros, personas que respeten nuestra pasividad y nuestros métodos lentos y minuciosos, gente a quien el estudio de lo oculto le resulte tan fascinante como a nosotros, personas que hayan sido dotadas de talentos extraordinarios, como el poder de sus manos... »La primera vez que leí sobre usted, debo confesar que no estaba enterado de la relación entre usted, Rowan Mayfair y la casa de First Street. Lo que tenía en mente era la posibilidad de incorporarlo a nuestra organización.

Naturalmente, no pensaba decírselo de inmediato. Pero, como comprenderá, ahora todo ha cambiado. »Así pues, independientemente de lo que pudiera pasar, llegué a San Francisco para poner a su disposición nuestros conocimientos, para mostrarle, si lo deseaba, cómo usar su poder y luego, tal vez, presentarle la posibilidad de considerar nuestra forma de vida como algo que podría encontrar satisfactorio y prometedor... »Mire, había algo con respecto a su vida que me intrigaba. Por lo que yo sabía de ella a través de la información disponible al público y a través... bueno, de una sencilla investigación que llevamos a cabo nosotros, usted antes del accidente parecía en una encrucijada, era como si a pesar de haber logrado todos sus objetivos estuviera insatisfecho... »Pero continuemos con la orden. Como imaginará, hemos observado fenómenos ocultos a lo largo y ancho de este mundo y nuestro trabajo con familias de brujas es sólo una pequeña parte, y una de las que entrañan auténtico peligro, ya que la observación de aparecidos, incluso en casos de posesión, así como nuestro trabajo en el terreno de las reencarnaciones y la adivinación, del pensamiento, no implican riesgo alguno. Pero con las brujas es completamente diferente... »Comprenderá mejor todo esto cuando lea los documentos. Lo que quiero de usted es cierta comprensión y que no se tome a la ligera lo que ofrecemos y hacemos, que si nuestros caminos se separan, en buenos o en malos términos, respete la intimidad de las personas mencionadas en la historia Mayfair...

—Sabe que puede confiar en mí. Sabe muy bien qué tipo de persona soy-dijo Michael—;. Pero ¿a qué se refiere cuando habla de «peligro»? ¿Al espíritu, a aquel hombre, habla de Rowan...?

—No se apresure. ¿Qué más quiere saber sobre nosotros? —¿Cómo se adquiere la condición de miembro?

—Empieza con un noviciado, como en una orden religiosa. Pero déjeme hacer hincapié en algo, cuando alguien se une a nosotros no abraza ninguna doctrina, sino que se aproxima a la vida. Durante el año de noviciado, se vive en la casa matriz para conocer a miembros más antiguos y relacionarse con ellos, trabajar en las bibliotecas, leer y hojear a gusto...

—Vaya, debe de ser un paraíso —comentó Michael—. Pero no quería interrumpirlo, continúe.

—Tras dos años de preparación, empezamos a hablar de un compromiso serio: trabajo de campo o erudición. Por supuesto, lo segundo puede ser resultado de lo primero. Aquí nos diferenciamos de nuevo de las órdenes religiosas: no asignamos tareas a nuestros miembros que éstos no puedan rechazar. No hacemos voto de obediencia; para nosotros son mucho más importantes la lealtad y la confidencialidad. Como puede ver, finalmente se trata de comprensión, de incorporarse y dedicarse a un tipo especial de comunidad.

—Ya veo —dijo Michael—. Hábleme de las casas matrices; ¿dónde están?

—La que tenemos en Amsterdam es la más antigua —respondió Aaron—.

Luego tenemos una en las afueras de Londres, la más grande, y otra en Roma, quizá la más secreta. Por supuesto, la Iglesia católica no nos tiene mucha simpatía, no nos comprende. Nos considera aliados del demonio, de la misma manera que lo hizo con las brujas, los hechiceros y los caballeros templarios, aunque no tengamos nada que ver con el diablo. Si el demonio existe, no es amigo nuestro...

Michael rió. —¿Cree que el demonio existe?

—Francamente, no lo sé, pero eso es lo que diría un buen miembro de Talamasca.

—Dígame algo, Aaron —interrumpió.

—Si puedo... —¿Se puede tocar a un espíritu? Me refiero a aquel hombre. ¿Uno puede tocarlo con las manos?

—Bueno, a veces pienso que sería perfectamente posible... Por lo menos se ha de poder tocar algo. Pero, claro está, que el ser se deje tocar o no es otra historia, como pronto verá.

Michael asintió.

—Entonces está todo relacionado: las manos, las visiones, incluso usted y... esta organización. Está todo conectado.

—Espere, espere hasta leer la historia. Paso a paso..., espere y vea.

10

A las diez, cuando Rowan se despertó, empezó a dudar de lo que había visto. A la tibia luz del día que inundaba la casa, el fantasma parecía irreal.

Trató de evocar el momento, el ruido pavoroso del viento y el agua. Ahora todo parecía imposible.

Empezó a sentirse agradecida por no haber encontrado a Michael. No quería parecer absurda y, sobre todo, no quería agobiarlo otra vez. Aunque ¿cómo era posible imaginar algo semejante? ¿Un hombre con las manos apoyadas contra el cristal que la miraba de esa manera implorante?

Bueno, ahora no había evidencias de la presencia de aquel ser. Salió a la terraza y la recorrió estudiando los postes y el agua. No había ni rastros de nada extraordinario. Pero ¿qué clase de rastros esperaba? Se apoyó un rato sobre la barandilla, sintió el viento fresco y agradeció el azul oscuro del cielo. Algunos veleros salían lentamente y con elegancia del muelle, al otro lado del mar.

Pronto, toda labahía estaría cubierta de barcos. No sabía si sacar el Dulce Cristina o no. Decidió no hacerlo y volvió a la casa.

Michael seguía sin llamar. Tenía que sacar el barco o ir a trabajar.

Ya estaba vestida y a punto de salir para el hospital cuando sonó el teléfono.

—Michael —murmuró, pero en aquel momento se dio cuenta de que se trataba de la vieja línea de Ellie.

—Llamada de persona a persona para la señora Ellie Mayfair.

—Lo siento, pero no puede ponerse —le respondió Rowan—, ya no está aquí. ¿Era ésa la manera correcta de decirlo? Siempre le resultaba desagradable decir a la gente que Ellie había muerto.

Consulta al otro lado de la línea. —¿Podría decirnos dónde la podemos encontrar? —¿Puede decirme quién llama, por favor? —preguntó Rowan.

Apoyó su bolso sobre el mostrador de la cocina. El sol de la mañana calentaba la casa y ella tenía calor con su abrigo—. Aceptaré con mucho gusto el cobro revertido si quieren hablar conmigo.

Otra consulta y luego la voz quebradiza de una mujer mayor.

—Muy bien, póngame. El operador colgó.

—Soy Rowan Mayfair, ¿en qué puedo servirla? —¿Puede decirme a qué hora puedo encontrar a Ellie? —preguntó la mujer, impaciente, enfadada quizá, pero sin duda con frialdad. —¿Es usted amiga de ella?

—Si no puedo localizarla de inmediato, me gustaría hablar con Graham Franklin, su marido. ¿Tiene por casualidad el número de su oficina?

Qué persona tan horrible, pensó Rowan, pero empezó a sospechar que podía tratarse de una llamada familiar.

—Es imposible hablar con Graham. Si tuviera la amabilidad de decirme quién es usted, podría explicarle la situación.

—Gracias, pero prefiero no hacerlo —dijo con severidad—. Es del todo imprescindible que hable con Ellie Mayfair o Graham Franklin.

Ten paciencia, se dijo Rowan, obviamente es una anciana y si es un miembro de la familia vale la pena esperar.

—Siento tener que decirle esto —dijo Rowan—, pero Ellie Mayfair murió de cáncer el año pasado. Graham murió dos meses antes que ella. Yo soy su hija, Rowan. ¿Puedo ayudarla en algo? ¿Quizá quiera saber algo más? Silencio.

—Soy su tía, Carlotta Mayfair —dijo la mujer—. Llamo desde Nueva Orleans. En nombre de Dios, ¿por qué no me avisaron de la muerte de Ellie?

Una cólera instantánea se apoderó de Rowan. —No sé quién es usted, señora Mayfair —le contestó obligándose deliberadamente a hablar despacio y tranquila—. No tengo ninguna dirección ni teléfono de la familia de Ellie en Nueva Orleans. Ellie no dejó nada y dio instrucciones a su abogado de que no se notificara a nadie más que a sus amigos de San Francisco.

Rowan se dio cuenta de que temblaba y que el teléfono le resbalaba de la mano. Casi no podía creer que hubiera sido tan grosera, pero era demasiado pronto para arrepentirse. También notó que estaba terriblemente excitada. No quería que la mujer colgara. —¿Está ahí todavía, señora Mayfair?-preguntó—. Lo siento, pero creo que me ha cogido por sorpresa.

—Sí —respondió la mujer—, creo que las dos nos hemos quedado sorprendidas. Bueno, parece que no tengo otra alternativa que hablar directamente con usted. —Sí, por favor.

—Tengo el triste deber de informarle que su madre ha muerto esta mañana.

Supongo que comprenderá a qué me refiero cuando hablo de su madre. Tenía la intención de comunicárselo a Ellie y dejar en sus manos la decisión de cómo o cuándo debía informarle a usted. Siento mucho tener que hacerlo de esta manera. Su madre murió esta mañana a las cinco y cinco.

—Rowan estaba demasiado impresionada para responder, era como si la mujer la hubiera golpeado. No era dolor; era demasiado agudo, demasiado horrible para llamarlo así. Su madre, de pronto, se había convertido en un ser vivo que había respirado y existido durante una fracción de segundo para morir en un instante. Ya no existía más.

Rowan no intentó hablar. Se hundió en su habitual y natural silencio. Vio a Ellie muerta en la funeraria, rodeada de flores; pero no había ni punto de comparación con esto, ni el menor rastro de tristeza. Era simplemente terrible. Y el documento que había en la caja fuerte desde hacía más de un año. «Ellie, mi madre vivía y yo hubiera podido conocerla, pero ahora está muerta.»

—No es necesario que venga —continuó la mujer, sin ningún cambio perceptible de actitud ni de tono—. Lo que sí es necesario es que se ponga en contacto con su abogado inmediatamente y que éste a su vez se ponga en contacto conmigo. Hay asuntos urgentes con respecto a sus bienes que deben ser discutidos.

—Pero yo quiero ir —dijo Rowan sin dudarlo. Su voz era espesa—. Quiero ir ahora mismo Quiero ver a mi madre antes de que la entierren. —Maldito papel y maldita mujer intratable, fuera quien fuese.

—No es lo más apropiado —respondió la mujer, fatigada.

—Insisto —dijo Rowan—. No pretendo molestarla, pero quiero ver a mi madre antes del entierro. Nadie tiene por qué saber quién soy. Tan sólo quiero ir...

—Sería un viaje inútil; además, a Ellie no le hubiera gustado. Siempre me aseguró que... —¡Ellie está muerta! —murmuró Rowan; la voz sonaba más ronca aún con sus esfuerzos por controlarse. Temblaba de arriba abajo—. Escuche, ver a mi madre tiene un gran significado para mí. Ellie y Graham ya no están, como le he dicho. Estoy... —No pudo decirlo. Era demasiado íntimo y autocompasivo decir que estaba sola.

—Debo insistir —dijo la mujer en un tono cansado e insensible— en que se quede exactamente donde está. —¿Por qué? —le preguntó Rowan—. ¿Qué importa que vaya? Ya le he dicho que no hace falta que nadie sepa quién soy.

—No habrá velatorio ni ceremonia de entierro pública. No importa quién se entere y quién no. Su madre será enterrada tan pronto como sea posible. He pedido que sea mañana por la tarde. Estoy tratando de ahorrarle sufrimientos con mis consejos. Pero si no quiere oírlos, haga lo que crea conveniente.

—Voy a ir —le respondió Rowan—. ¿Mañana a qué hora?

—Lonigan e Hijos, de Magazine Street, se ocupará del funeral, y la misa de réquiem se oficiará en la iglesia de la Asunción de Santa María, en Josephine Street. Los servicios tendrán lugar tan pronto como pueda disponerlos. Es absurdo que viaje tres mil kilómetros...

—Quiero ver a mi madre. Le pido por favor que espere hasta que yo llegue.

—Eso es del todo imposible —respondió la mujer, con un asomo de ira e impaciencia—. Si está decidida a venir, le aconsejo que salga ahora mismo. Y no espere pasar la noche en casa, porque no tengo comodidades para recibirla como es debido. La casa es suya, por supuesto, y la dejaré libre lo antes posible, si es eso lo que desea; pero hasta que lo haga, le ruego que se quede en un hotel.

Le repito, una vez más, que no tengo comodidades para recibirla.

La mujer le dio la dirección con el mismo tono cansado. —¿Ha dicho First Street? —preguntó Rowan. Era la calle que Michael le había descrito; estaba segura—. ¿Es la casa de mi madre?

—He pasado toda la noche en vela —dijo la mujer. Las palabras salían lentas, sin vida—. Si viene, le explicaré todo a su llegada.

Rowan iba a hacer otra pregunta cuando, para su sorpresa, la mujer colgó.

Estaba tan enfadada que durante un momento no sintió dolor. Colgó el teléfono de golpe y se cruzó de brazos y se mordió el labio. —¡Dios mío, qué mujer tan horrible! Pero no había tiempo para llorar ni para añorar a Michael. Sacó deprisa el pañuelo, se sonó la nariz y se secó las lágrimas. Cogió un bloc y una pluma del mostrador de la cocina y apuntó la información que le había dado la mujer. First Street, pensó observando lo que acababa de escribir. Bueno, probablemente era sólo una coincidencia. Y Lonigan e Hijos, las palabras que había pronunciado Ellie en sus delirios cuando divagaba sobre su infancia. Llamó rápidamente a información de Nueva Orleans y luego a la funeraria.

La atendió un tal Jerry Lonigan. —Soy la doctora Rowan Mayfair y llamo desde California para preguntar acerca de un funeral.

—Sí, señora Mayfair —contestó el hombre, con una voz agradable que le recordó de inmediato a Michael—, sé quién es usted. Tengo aquí a su madre.

Gracias a Dios, no había necesidad de subterfugios ni falsas explicaciones.

Sin embargo, no pudo evitar preguntarse cómo sabía aquel hombre quién era ella. ¿No había sido una adopción completamente secreta?

—Señor Lonigan —trataba de hablar con claridad e ignorar la torpeza de su voz—, es muy importante para mí llegar al funeral. Quiero ver a mi madre antes del entierro.

—Por supuesto, doctora Mayfair, comprendo. Pero la señorita Carlotta acaba de llamar para decir que si no enterrábamos a su madre mañana... Bueno, digamos que insistió mucho en que el entierro fuera mañana mismo. Puedo fijar la hora de la misa como muy tarde mañana a las tres. ¿Cree que podrá llegar, doctora Mayfair? Trataré de postergar el acto lo máximo posible.

—Sí, por supuesto, llegaré —respondió Rowan—. Saldré esta noche o mañana a primera hora. Pero, señor Lonigan, si me retraso...

—Descuide, doctora Mayf air, si sé que está en camino, no cerraré la tapa de este féretro antes de que llegue. —¿Puedo dejarle el número de teléfono del hospital? Si llegara a pasar algo, llámeme, por favor.

El hombre apuntó los números.

—No se preocupe, doctora Mayfair. Su madre estará aquí, en Lonigan e Hijos, cuando usted llegue.

Otra vez amenazaban las lágrimas. La voz del hombre era tan sencilla, tan terriblemente sincera.

—Señor Lonigan, ¿puedo preguntarle algo? —le dijo, con voz temblorosa.

—Sí, doctora Mayfair. —¿ Qué edad tenía mi madre?

—Cuarenta y ocho, doctora Mayfair. —¿Cómo se llamaba?

Obviamente esta pregunta lo sorprendió, pero reaccionó con rapidez.

—Se llamaba Deirdre, doctora Mayfair. Era una mujer muy hermosa. Mi esposa era buena amiga de ella y solía ir a visitarla. Está aquí, a mi lado, y se alegra mucho de que usted haya llamado.

Por alguna razón, aquel comentario la afectó casi tanto como todos los otros fragmentos de información. Se apretó el pañuelo contra los ojos y tragó. —¿Puede decirme de qué murió mi madre, señor Lonigan? ¿"Qué dice el certificado de defunción?

—De causas naturales, doctora Mayfair, pero su madre estuvo enferma durante muchos años, muy enferma. Puedo darle el nombre del médico que la atendía, y puesto que usted también es médica, creo que no tendrá problemas en hablar con usted.

—Ya me lo dará cuando llegue —respondió Rowan. No podía seguir hablando mucho más. Se sonó la nariz rápida y silenciosamente—. Señor Lonigan, me han dado el nombre del hotel Pontchartrain, ¿es cerca de la funeraria y de la iglesia?

—Claro; si no hace mucho calor, desde allí puede venir andando.

—Lo llamaré nada más llegar. Pero, por favor, prométame que no dejará que entierren a mi madre sin...

—Descuide, doctora Mayfair. Pero hay algo más, doctora, mi esposa quiere que le consulte algo. —Dígame, señor Lonigan.

—Su tía, Carlotta Mayfair, no quiere poner ninguna esquela en el periódico, y bueno, francamente, pienso que tampoco hay tiempo para hacerlo. Pero hay muchos Mayfair que querrían enterarse del funeral, doctora. Quiero decir que los primos pondrán el grito en el cielo si se enteran de que se ha hecho todo con tanta prisa. Ahora bien, es algo que queda enteramente a su criterio, haremos lo que usted diga, pero mi esposa se preguntaba si a usted le importaría que ella llamara a los primos. Naturalmente, llamaría sólo a uno o dos y luego ellos mismos se encargarían de avisar a los demás. Pero si usted no quiere que lo haga, no lo hará. Rita Mae, o sea, mi esposa, cree que es una vergüenza enterrar a Deirdre sin que lo sepa nadie, y piensa que a lo mej or a usted le hace bien ver a los primos. Dios sabe cuántos vinieron el año pasado al entierro de la señorita Nancy. La señorita Ellie también asistió, me refiero a la señorita Ellie de California, como estoy seguro que sabrá. No, Rowan no lo sabía. Ante la mención del nombre de Ellie sintió una nueva sacudida. La imagen le resultaba dolorosa: Ellie en Nueva Orleans, rodeada de innumerables primos sin nombre, a quienes ella nunca había visto. La intensidad de su ira y amargura la sorprendió. Ellie y los primos. Y Rowan sola en esta casa. Una vez más se esforzó por no perder la compostura. Se preguntó si no era éste uno de los momentos más difíciles desde la muerte de Ellie.

—Sí, le estaré muy agradecida, señor Lonigan. Que su mujer haga lo que considere apropiado. Me gustaría ver a los primos... —Se detuvo porque ya no podía continuar—. Ah, señor Lonigan, y con respecto a Ellie Mayfair, mi madre adoptiva, debo decirle que falleció el año pasado. Si considera conveniente avisar a alguno de esos primos...

—Descuide, doctora Mayfair, les avisaré, para que no tenga que hacerlo usted a su llegada. Y siento mucho la noticia, no lo sabía.

Sonaba muy sincero y sensible, y Rowan no dudó que lo sentía de verdad.

Qué persona tan agradable, un hombre con cualidades casi pasadas de moda.

—Adiós, señor Lonigan. Nos veremos mañana por la tarde.

En el momento en que colgó el auricular y dejó de contener las lágrimas, pensó que éstas no pararían nunca. Se sentó en un taburete, en un rincón de la cocina, con el cuerpo encogido, preparado para ocultar su rostro, y empezó a sollozar en voz alta en la casa vacía. Las imágenes no paraban de desfilar por su mente. Por último agachó la cabeza, cruzó los brazos y lloró y lloró hasta ahogarse y agotarse sin parar de repetir:

—Deirdre Mayfair, cuarenta y ocho años de edad, muerta, muerta, muerta.

Al final se limpió la cara con el dorso de la mano y se tiró en la alfombra, delante de la chimenea. Le dolía la cabeza y todo el mundo le pareció vacío, hostil, sin la mínima promesa de calidez ni luz.

Pasaría. Tenía que pasar. Había sentido la misma tristeza el día del entierro de Ellie. La había sentido en el pasillo del hospital mientras Ellie gritaba de dolor. Sin embargo, ahora parecía imposible que las cosas pudieran mejorar. Al pensar en el documento guardado en la caja fuerte, el papel que le había impedido ir a Nueva Orleans tras la muerte de Ellie, se despreció por haberlo respetado y despreció a Ellie por habérselo hecho firmar.

Debió de haberse quedado una hora tumbada allí, el sol calentaba el parqué a su alrededor, sus brazos y un lado de su cara. Estaba avergonzada de su soledad, de ser víctima de aquella angustia. Hasta la muerte de Ellie, Rowan había sido una persona alegre, despreocupada, dedicada ante todo a su trabajo, alguien que entraba y salía de aquella casa segura del amor y el cariño que recibía y del amor y cariño que daba a cambio. Cuando pensó en lo mucho que dependía de Michael y cómo deseaba verlo, se sintió doblemente perdida.

El hecho de haberlo llamado anoche tan desesperada por lo del fantasma y desearlo ahora con tanta desesperación de verdad era inexcusable. Poco a poco empezó a calmarse. Luego, lentamente, pensó en la noche anterior: el fantasma y su madre, que había muerto.

Se incorporó y cruzó las piernas en posición de loto. Trató de recordar la experiencia con frialdad. En el momento en que el hombre se le apareció había echado un vistazo al reloj: eran las tres y cinco. ¿Esa mujer horrible no había dicho «su madre murió a las cinco y cinco»?

Exactamente la misma hora que en Nueva Orleans. Qué impresionante posibilidad, pensó, que las dos cosas estuvieran ligadas.

Por supuesto, si su madre se le hubiera mostrado habría sido algo espléndido, imposible de creer. Pero no era una mujer lo que se le había aparecido, sino un hombre, un hombre desconocido y extrañamente elegante.

Ahora, al pensar en la expresión implorante de aquel ser volvió a sentir el mismo sobresalto de la noche anterior. Se volvió y miró con ansiedad el cristal del ventanal. Naturalmente sólo se veía el vasto cielo azul sobre las lejanas montañas y el brillante paisaje de la bahía.

Mientras buscaba una explicación y repasaba mentalmente todas las leyendas populares que conocía sobre aparecidos, una fría e inexplicable calma crecía en su interior y el breve interludio de excitación empezó a desvanecerse.

Fuera lo que fuese, parecía vago e insustancial, trivial incluso, frente a la muerte de su madre. De eso debía ocuparse ahora y estaba perdiendo un tiempo muy valioso.

Se levantó y se dirigió al teléfono. Llamó al doctor Larkin a su casa.

—Lark, tengo que marcharme —le explicó—. Es un compromiso ineludible. ¿Puedes hablar con Slattery para que me sustituya?

Qué fría que sonaba su voz; era la misma Rowan de siempre, pero era una mentira. Mientras hablaban, miraba al cristal del ventanal, el espacio vacío de la terraza, precisamente el lugar donde aquel ser alto y delgado había estado.

Volvió a ver sus ojos oscuros que buscaban su rostro. Casi no podía seguir lo que Larkin le decía. «Es imposible que me lo haya imaginado todo», pensó.

11

El viaje a la casa de retiro de Talamasca duró menos de una hora y media.

Cuando llegaron, Michael ya sabía bastante bien lo que era Talamasca y había asegurado a Aaron que mantendría para siempre en secreto lo que iba a leer. La idea de Talamasca le gustaba; le gustaba la manera amable y civilizada con la que Aaron le había presentado las cosas, y pensó más de una vez que si no tuviera el compromiso de cumplir su «misión», con mucho gusto se habría unido a ellos.

Pero eran pensamientos absurdos, porque precisamente por haberse ahogado debía cumplir una misión y disfrutaba de su poder psíquico, y por ello Talamasca se acercaba a él.

Además, su amor por Rowan crecía —y era amor, lo sabía— como algo aparte de las visiones, incluso ahora que sabía que ella estaba implicada.

Mientras se acercaban a la entrada de la casa, trató de explicárselo a Aaron.

—Todo lo que me ha dicho me resulta familiar, como si lo reconociera, igual que anoche, cuando vi la casa. Y usted, naturalmente, debe saber que es imposible que yo supiera algo de Talamasca, a no ser que ellos me hubieran contado algo mientras estuve ahogado, y luego lo hubiera olvidado. Lo que trato de decir es que mi afecto por Rowan no me resulta familiar. No tengo la sensación de que fuese algo predeterminado. Es algo nuevo; y al pensar en ello siento de algún modo cierta rebeldía. Recuerdo el momento en que desayunamos juntos en su casa de Tiburón y hablábamos. Miré al agua y me dirigí a aquellos seres casi desafiante para decirles que lo que ocurría entre ella y yo era asunto mío.

Aaron lo escuchaba con interés, como había hecho todo el camino.

Salieron hacia la izquierda de la carretera del río, dejando el dique atrás, y en cuanto atravesaron la entrada de la casa de retiro, Michael reconoció el lugar, lo había visto en libros de fotos. El sendero bordeado de robles había sido fotografiado innumerables veces a lo largo de las décadas. Los gigantescos árboles de corteza oscura que extendían sus ramas pesadas y nudosas formaban una bóveda continua de arcos rústicos, parecían un sueño prodigioso con su gótica perfección sureña que conducía a las galerías de la casa.

Enormes matas de musgo negro colgaban de los nudos de las ramas. Las raíces bulbosas se apiñaban a ambos lados del estrecho y gastado sendero cubierto de grava.

El coche se internaba cada vez más en una luz teñida de verde. Los rayos del sol horadaban las sombras, mientras el campo, cubierto de hierba alta y de arbustos informes, se extendía a lo lejos, a ambos lados, y parecía rodear el cielo y la casa.

Michael apretó el botón para bajar la ventanilla.

—Dios mío, qué aire —murmuró.

—Sí, notable —dijo Aaron en voz baja mientras sonreía a Michael con indulgencia. Hacía un calor terrible, pero a Michael no le importaba.

En el momento en que se detuvo el coche y bajaron delante de una amplia casa de dos pisos, el silencio pareció descender sobre el mundo. Era una de esas estructuras de sublime sencillez, hechas antes de la guerra civil.

Una planta cuadrada, enorme, típicamente tropical, con ventanales hasta el suelo, rodeada por todos sus lados de galerías profundas y columnas gruesas y lisas que sostenían un techo plano.

Costaba creer, pensó Michael, que detrás del dique lejano estuviera el tráfico del río, con sus remolcadores y barcazas, que acababan de ver hacía menos de una hora cuando el transbordador los había cruzado a la orilla sur. Lo único real ahora era la suave brisa que rozaba el suelo de ladrillos, la puerta de entrada de doble hoja abierta repentinamente para recibirlos, el sol errante que brillaba contra el cristal de la bella ventana de arriba en forma de abanico. ¿Dónde estaba el resto del mundo? Ahora no importaba. Michael volvió a oír los prodigiosos sonidos que lo habían arrullado en First Street, el zumbido de los insectos, el canto salvaje, casi desesperado, de los pájaros.

Aaron le apretó con suavidad el brazo y lo invitó a pasar: no notó el cambio de temperatura producido por el aire acondicionado.

—Vamos a dar una vuelta rápida —dijo.

Michael apenas lo escuchaba. La casa, como ocurría siempre, se había apoderado de su atención. Le gustaban las casas de este período, con un vestíbulo central amplio, una escalera sencilla y espaciosas habitaciones cuadradas a ambos lados, en perfecto equilibrio. La restauración y el mobiliario eran suntuosos y meticulosos. Tenía un aspecto bastante británico, con alfombras verde oscuro, libros encuadernados dispuestos en estanterías de caoba que-se elevaban hasta el techo en todas las habitaciones principales. Unos pocos espejos adornados y un pequeño clavicordio en un rincón recordaban el período anterior a la guerra civil. El resto era sólidamente Victoriano, pero en modo alguno desagradable.

—Parece un club privado —murmuró Michael, Le resultaba casi cómico que una persona sentada cómodamente en una silla tapizada no hubiera levantado la vista de su libro en el momento en que ellos pasaron en silencio por la estancia. Pero el ambiente, en conjunto, era muy acogedor. Le gustó la sonrisa rápida de la mujer que se cruzó con ellos en la escalera. Él también quería sentarse en un momento u otro en una silla de la biblioteca.

—Venga, le enseñaré su habitación —dijo Aaron.

—Aaron, no voy a quedarme. ¿Dónde está el informe?

—Por supuesto —dijo Aaron—, pero debe tener tranquilidad para leerlo.

Condujo a Michael por un corredor del piso de arriba hasta una habitación en el ala este de la casa. Los ventanales daban a ambas galerías, la delantera y la lateral. Y aunque la alfombra era tan espesa como en el resto de la casa, el decorador había sucumbido a la tradición de las plantaciones dejando un par de cómodas de mármol y una impresionante cama de anuncio que parecía hecha para este tipo de casa. Varias colchas hechas a mano cubrían el colchón informe de plumas. Los cabezales de dos metros de alto no tenían ningún tipo de ornamentación.

La habitación, sin embargo, tenía una serie sorprendente de comodidades modernas: una pequeña nevera y un televisor empotrados en un armario labrado, una silla y un escritorio en un rincón de modo que quedaran frente a la ventana. El teléfono estaba lleno de botones con los números de las diferentes extensiones. Frente a la chimenea, y como de puntillas, había un par de sillones de orejas estilo reina Ana. La puerta que daba al cuarto de baño contiguo estaba abierta.

—Bueno, aquí me quedo —dijo Michael—. ¿Dónde está el informe?

—Primero tenemos que desayunar. —Usted tendrá que desayunar, yo puedo comer un bocadillo mientras leo. Por favor, me lo prometió, el informe.

Aaron insistió para que salieran al porche trasero del primer piso. Y allí, frente al jardín central, con senderos de grava y fuentes de agua, se sentaron a comer. Se trataba de un enorme y completo desayuno sureño con bollos, cereales, salchicha y mucho café de malta con leche.

Michael estaba hambriento. Volvía a sentir lo mismo que con Rowan: era agradable mantenerse apartado del alcohol. Era agradable tener la cabeza despejada mientras observaba el verde del jardín y las ramas de los robles que casi se hundían en la hierba. Qué maravilla sentir otra vez el calor del aire.

—Todo esto ha ocurrido tan deprisa —dijo Aaron; le pasó la cestilla de bollos calientes—. Pienso que debería decirle algo más, pero no sé muy bien qué. Nuestra intención era ir acercándonos a usted poco a poco, llegarlo a conocer y que nos conociera. »Si lo hubiera conocido como esperaba, lo habría invitado a nuestra casa matriz de Londres y una vez allí su entrada en la orden habría sido lenta y adecuada. Ni siquiera tras años de trabajo de campo le habríamos encomendado una tarea tan peligrosa como intervenir en el asunto de las brujas Mayfair. La única persona cualificada de la orden para intervenir directamente en algo así soy yo. Pero, para decirlo con una expresión moderna, usted ya está metido.

—Hasta las cejas —añadió Michael; mientras escuchaba comía vorazmente —. Es como si la Iglesia católica me pidiera que participara en un exorcismo pese a saber que no soy un sacerdote ordenado.

—Más o menos. A veces pienso que teniendo en cuenta nuestra,falta de dogma y rito, somos bastante estrictos. Nuestra definición de lo correcto y lo incorrecto es más sutil, y nos enfadamos más con aquellos que no cumplen.

—Aaron, escuche, no pienso hablarle del bendito informe a ningún ser viviente de la cristiandad, excepto a Rowan. ¿De acuerdo?

Aaron se quedó pensativo durante un momento.

—Michael —dijo—, una vez que haya leído el material, hemos de hablar más extensamente de lo que hará. Espere antes de decir no. Al menos, prométame escuchar mi consejo.

—Usted, personalmente, tiene miedo de Rowan, ¿no?

Aaron tomó un trago de café y se quedó mirando fijamente el plato. Había comido sólo medio bollo.

—No estoy seguro —respondió—. Mi único encuentro con ella fue muy peculiar. Hubiera jurado... —¿Qué?

—Que ella quería desesperadamente hablar conmigo. Hablar con alguien. Y entonces volví a percibir cierta hostilidad en ella, una hostilidad bastante generalizada, como si fuera una mujer superhumana que se ponía en guardia de modo instintivo ante cualquier cosa ajena que proviniera de otros seres humanos. Sentí su diferencia, por así decirlo.

—Quiero el informe —dijo Michael. Se limpió la boca con una servilleta y terminó el café.

—Por supuesto, y lo tendrá —dijo Aaron con un suspiro. —¿ Puedo ir ahora a mi habitación? Ah, y si pudieran traerme un poco más de este delicioso café con leche...

—Naturalmente.

Salieron del saloncito del desayuno y Aaron se detuvo sólo para pedir más café. Luego acompañó a Michael por el amplio pasillo central hasta su dormitorio.

Las cortinas oscuras de damasco que cubrían el ventanal del frente estaban descorridas, y la luz suave del verano se filtraba por las ramas de los árboles y entraba por los cristales.

El maletín con la abultada carpeta de cuero yacía sobre la colcha de la cama.

—Muy bien, amigo —dijo Aaron—, le traerán el café sin llamar a la puerta, para no molestarlo. Si lo desea, puede sentarse en la galería de delante. Y, por favor, lea cuidadosamente. Si me necesita, llame por teléfono al operador y pida por Aaron. Voy a dormir un rato; mi habitación está un par de puertas más allá.

Michael se quitó la corbata y la chaqueta, entró en el cuarto de baño, se lavó la cara, y estaba a punto de sacar los cigarrillos de su maleta cuando llegó el café.

Se sorprendió y se molestó un poco cuando vio reaparecer a Aaron con expresión preocupada. No habían pasado ni cinco minutos.

Le dijo al joven camarero que dejara la bandeja en el escritorio del rincón y esperó a que se fuera. —Malas noticias, Michael. —¿Qué quiere decir?

—Acabo de llamar a Londres para que me den los recados. Parece que trataron de localizarme en San Francisco para decirme que la madre de Rowan se estaba muriendo. Pero no consiguieron encontrarme. —Rowan querrá saberlo, Aaron. —Ya es tarde, Michael. Deirdre Mayfair ha muerto esta mañana alrededor de las cinco —tartamudeó ligeramente—. Creo que usted y yo estábamos hablando en aquel momento.

—Qué horror para Rowan —dijo Michael—. No se imagina cómo la afectará todo esto. No lo sabe.

—Michael, ella está en camino —le dijo Aaron—. Se puso en contacto con la funeraria, pidió que postergaran los servicios y estuvieron de acuerdo. Pidió informaciones sobre el hotel Pontchartrain. Por supuesto, comprobaremos si hizo alguna reserva, pero supongo que podemos contar con su llegada de un momento a otro. —Es usted peor que el FBI, ¿lo sabía? —dijo Michael.

—Sí, somos muy minuciosos —asintió Aaron con tristeza—. Pensamos en todo. Me pregunto si Dios es tan indiferente como nosotros con los acontecimientos que vigilamos. —Su cara sufrió un cambio mientras se quedaba aparentemente ensimismado. Luego se acercó a la puerta dispuesto a salir sin decir nada más. —¿Conoció usted a la madre de Rowan? —preguntó Michael.

—Sí, la conocí —respondió Aaron con amargura— y nunca fui capaz de hacer lo más mínimo para ayudarla. Pero, ya ve, a menudo eso es lo que sucede con nosotros. Quizás esta vez las cosas sean diferentes. Pero también es posible que no. —Empujó el picaporte para salir—. Está todo allí —dijo, y señaló la carpeta—. Ahora no hay tiempo para seguir hablando.

Michael observó impotente cómo se marchaba en silencio. Lo había sorprendido esa pequeña muestra de emoción, pero también lo había tranquilizado. Se sentía triste por no haber podido decir nada consolador. Si empezaba a pensar en Rowan, en verla y abrazarla, en tratar de explicarle todo esto, se volvería loco. No podía perder tiempo.

Cogió la carpeta de cuero de la cama y la puso sobce el escritorio. Se llevó los cigarrillos y se sentó en el sillón de piel. Tomó la cafetera de plata casi sin darse cuenta, se sirvió café y le añadió leche caliente.

El dulce aroma invadió la habitación.

Abrió la tapa y cogió la carpeta de papel manila que simplemente decía: «LAS BRUJAS MAYFAIR. Primera parte.» Contenía una pila gruesa de hojas mecanografiadas y un sobre que decía: «Fotocopias de los documentos originales.»

Lo sentía en el alma por Rowan, pero empezó a leer.

12

Una hora más tarde Rowan llamó al hotel.

Había guardado en la maleta las pocas cosas de verano que tenía. En realidad, le resultaba algo extraño aquel conjunto de gestos y elecciones de ropa, como si se tratara de un traslado.

Habían ido a parar a la maleta algunas cosas ligeras de seda, blusas y vestidos comprados hacía años para unas vacaciones y que desde entonces no había vuelto a ponerse; un montón de joyas olvidadas desde la universidad; perfumes sin abrir, delicados zapatos de tacón que nunca había sacado de las cajas.

Los años dedicados a la medicina no le habían dejado tiempo para ese tipo de cosas. Bueno, ahora le servirían. También guardó un neceser con cosméticos que hacía más de un año que no abría.

Le contestó una amistosa voz sureña. Sí, tenían una suite libre. Y no, el señor Curry no estaba, pero había dejado un mensaje para ella; que había salido y la llamaría en las próximas veinticuatro horas. No, no había dicho dónde estaría ni a qué hora regresaría.

—De acuerdo —dijo Rowan, con un suspiro de cansancio—. Por favor, dígale que voy hacia allí, que ha muerto mi madre y el funeral es mañana en Lonigan e Hijos. ¿Lo ha comprendido?

—Sí, señora. Todos sentimos mucho lo de su madre.

—Yo solía verla en aquel porche detrás de la tela metálica cada vez que pasaba.

Rowan estaba sorprendida.

—Dígame una cosa, por favor —añadió—, ¿la casa donde vivía estaba en First Street? —Sí, doctora. —¿Está en un barrio llamado Garden District? —Sí, doctora.

Rowan dio las gracias en voz baja y colgó. «Entonces es el mismo lugar que Michael me describió —pensó—. ¿Y cómo es que todo el mundo sabe de qué se trata?», se preguntó. Vaya, si ni siquiera le dije a esa mujer el nombre de mi madre.

Pero era hora de irse. Salió a la terraza norte y se dirigió al Dulce Cristina para comprobar que estaba bien amarrado en caso de mal tiempo. Luego cerró la cabina de mando y volvió a la casa.

Había llegado el momento de echar el último vistazo.

La casa parecía abandonada, desgastada. Y cuando miró el Dulce Cristina sintió lo mismo.

Era como si el barco le hubiera prestado un buen servicio pero ya no le importara. Ya no importaban todos aquellos hombres con los que había hecho el amor en el camarote de abajo. En realidad, era extraordinario que no hubiera llevado a Michael por esa escalerilla a la abrigada tibieza del camarote. Ni siquiera había pensado en ello. Parecía que Michael formara parte de un mundo diferente.

De repente sintió la urgente necesidad de hundir el Dulce Cristina junto con todos los recuerdos que la unían a él. Pero era una tontería. Caramba, era el Dulce Cristina el que la había llevado hasta Michael. Debía de estar perdiendo el juicio. Gracias a Dios, se iba a Nueva Orleans. Gracias a Dios, vería a su madre antes de que la enterraran y, gracias a Dios, pronto iba a estar con Michael, le contaría todo y lo tendría a su lado. Sí, tenía que pensar que era esto lo que ocurriría. Daba igual el motivo por el que él no la había llamado. Pensó con amargura en el documento de la caja fuerte. Pero ahora le importaba tan poco que ni siquiera valía la pena acercarse a la caja, mirarlo y romperlo.

Cerró la puerta sin mirar atrás.

SEGUNDA PARTE

LAS BRUJAS MAYFAIR

13

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR

Primera parte Introducción del traductor a las primeras cuatro partes Las primeras cuatro partes de este informe contienen material escrito por Petyr van Abel expresamente para Talamasca; están escritas en latín y fundamentalmente en nuestro latín cifrado, una forma empleada por Talamasca desde el siglo xiv hasta el xvm para mantener sus epístolas y anotaciones diarias a salvo de ojos curiosos.

En aquella época, Stefan Franck era el superior de la orden y la mayor parte del material que se incluye a continuación está dirigido a él en un estilo sencillo, íntimo y a veces informal. Sin embargo, Petyr van Abel supo en todo momento que escribía para los archivos y, a medida que avanzaba, se tomó las molestias necesarias para dar las explicaciones y aclaraciones pertinentes al inevitable lector no introducido. Ésta es la razón por la que describe un canal de Amsterdam al hombre que vivía en el mismo canal.

Si la visión del mundo de Petyr resulta sorprendentemente «existencial» para la época, sólo hay que releer a Shakespeare, que escribió alrededor de setenta y cinco años antes, para darse cuenta de lo ateos, irónicos y existenciales que eran los pensadores de la época. Lo mismo puede decirse de la actitud de Petyr con respecto a la sexualidad. La gran represión del siglo XIX a menudo hace que olvidemos que los siglos XVII y XVIII fueron mucho más liberales en materias carnales.

En cuanto a la historia completa de Petyr van Abel, toda una aventura por derecho propio, está explicada en el archivo que existe bajo su nombre y que cuenta con diecisiete volúmenes en los que también se incluyen las traducciones de todos los informes de cada uno de los casos que investigó en el orden cronológico en que fueron escritos.

También poseemos dos retratos de él hechos en Amsterdam; uno pintado por Franz Hals, encargado expresamente por Roemer Franz, nuestro director en aquel período, que muestra a Petyr como un joven alto y rubio —de una talla y blancura casi nórdica—, de rostro oval, nariz prominente, frente alta y ojos grandes e inquisitivos. El otro, hecho unos veinte años más tarde por Thomas de Keyser, revela una complexión más pesada y una cara más llena, aunque todavía claramente oval, con bigote y barba cuidadosamente recortados y el pelo largo y rizado debajo de un sombrero negro de ala ancha. En ambas pinturas, Petyr parece relajado y en cierta manera alegre, características típicas de los retratos flamencos de la época.

Petyr perteneció a Talamasca desde su infancia hasta que murió, en cumplimiento de su deber, a la edad de cuarenta y tres años. En cuanto a su muerte, quedará aclarada tras su último informe completo a Talamasca.

Él, personalmente, era un lector del pensamiento bastante limitado (confesó que no era muy competente en el empleo de este poder porque le desagradaba y no le tenía confianza). Poseía la capacidad de mover pequeños objetos, parar relojes y hacer otros «trucos» a voluntad.

Era huérfano y entró por primera vez en contacto con Talamasca a la edad de ocho años, cuando vagaba por las calles de Amsterdam. La historia cuenta que al descubrir que la casa matriz albergaba almas tan «diferentes» como él, dio vueltas por los alrededores hasta que se quedó dormido en el umbral una noche de invierno en la que habría muerto de frío de no haber sido por Roemer Franz, que lo encontró y lo llevó adentro. Más adelante se descubrió que tenía educación y sabía leer latín y holandés, así como entender francés.

Los recuerdos de los primeros años de su vida junto a sus padres eran esporádicos e inciertos, sin embargo llevó a cabo una investigación sobre sus orígenes y descubrió no sólo la identidad de su padre, Jan van Abel, famoso cirujano de Leiden, sino también voluminosos trabajos escritos por éste que contenían algunas de las ilustraciones médicas y anatómicas más celebradas de la época.

Petyr solía decir que la orden era su madre y su padre. Nunca hubo un miembro más devoto.

Aaron Lightner Talamasca, Londres, 1954

LAS BRUJAS MAYFAIR PRIMERA PARTE / TRANSCRIPCIÓN I

De los escritos de Petyr van Abel para Talamasca1689

«Montcleve, Francia, septiembre de 1689

Querido Stefan:

Al fin he llegado a Montcleve, junto a las montañas Cévennes —es decir, en las colinas de la región, al pie de las montañas—, y la siniestra ciudadela fortificada, con sus techos de tejas y sus bastiones deprimentes, se prepara en efecto para la quema de una gran bruja, tal como me habían dicho.

Aquí está comenzando el otoño y el aire del valle es fresco, quizá con un resabio aún de calor mediterráneo. Desde las puertas se aprecia una vista de lo más placentera de los viñedos con los que se hace el vino local, Blanquette de Limoux.

Puesto que he bebido hasta saciarme en esta primera noche, puedo atestiguar que es casi tan bueno como estos pobres campesinos insisten en afirmar.

Pero como bien sabe, Stefan, no siento aprecio por esta región. Estas montañas guardan aún el eco de los gritos de infinidad de cátaros quemados en hogueras por toda la región siglos atrás. ¿Cuántos siglos deben pasar para que la tierra absorba hasta sus entrañas la sangre de tantas personas y sea posible olvidar?

Talamasca siempre recordará. Quienes vivimos en un mundo de libros, de pergaminos que se desintegran, de velas de llama vacilante, de ojos irritados que miran de soslayo en las sombras, tenemos siempre nuestras manos puestas en la historia. Para nosotros siempre es ahora. Y recuerdo, sí, mucho antes de haber oído la palabra Talamasca, cómo mi padre hablaba de esos herejes asesinados y de las mentiras que habían propagado en su contra. Porque mi padre también había leído mucho sobre ellos. ¡ Ay! i Qué tiene que ver todo esto con la pobre condesa de Montcleve, que morirá mañana en la hoguera levantada junto a la puerta de la catedral de Saint-Michel? Esta vieja ciudad fortificada es toda de piedra, no así el corazón de sus habitantes, pese a que nada puede impedir la ejecución de esta dama, como tengo intención de demostrar.

Mi corazón está desconsolado, Stefan. Me siento más que impotente, porque me persiguen revelaciones y recuerdos, y tengo una historia de lo más sorprendente para contar.

Pero debo ordenar las cosas lo mejor que pueda; trataré de limitarme, como siempre —y fracasaré también como siempre—, a aquellos aspectos de esta triste aventura dignos de señalar.

Permítame decir, en primer lugar, que no puedo impedir esta quema, porque la dama en cuestión no sólo está considerada una bruja impenitente y poderosa, sino que además se la acusa de haber envenenado a su marido y el testimonio que pesa en su contra es grave en extremo, como aclararé a continuación.

Fue su suegra quien se presentó para acusarla de copular con Satán y de asesinato. Los dos hijos menores de la desgraciada condesa se han unido a la abuela, mientras que la única hija de la supuesta bruja, Charlotte, de veinte años y extraordinaria belleza, ha escapado a las Indias Occidentales en compañía de su joven esposo de Martinica y su pequeño hijo, para evitar así un cargo de brujería que pesa sobre ella.

Pero no todo es como parece. Explicaré lo que he descubierto. Puesto que es una carga que no he compartido con nadie, empezaré por el principio para sumergirme luego en el oscuro pasado. Aquí hay mucho que resulta del interés de Talamasca, pero poco que Tala-masca pueda hacer. Mientras escribo me siento atormentado porque conozco a esta dama; llegué aquí con la sospecha de que quizá la conociera y, a pesar de todo, esperaba estar en un error y rezaba por ello.

Cuando le escribí por última vez, acababa de salir de los Estados Germánicos completamente agotado por las horribles persecuciones y por lo poco que yo podía intervenir. Había presenciado dos quemas masivas en Treves, de una crueldad y sufrimiento de lo más despreciable, promovidas por clérigos protestantes, que son tan feroces como los católicos y que coinciden enteramente con éstos en que Satán se cierne sobre la tierra y logra sus victorias a través de la gente más inverosímil: en algunos casos personas simplemente tontas, pero la mayoría de las veces sencillas amas de casa, panaderos, carpinteros, pordioseros y gente de ese tipo.

Qué extraño que estas personas religiosas crean que el diablo sea tan estúpido como para querer corromper sólo a los pobres y a los que carecen de poder —¿por qué ni siquiera una vez al rey de Francia?— y que la población en general sea tan débil.

Pero usted y yo hemos reflexionado muchas veces sobre estas cosas.

Así pues, me vi impulsado a venir aquí, en lugar de dirigirme a Amsterdam —ciudad a la que añoro con toda mi alma—, porque las circunstancias de este proceso eran bien conocidas por todas partes. Lo más peculiar del caso es que la acusada sea una gran condesa y no una comadrona de pueblo, una tonta balbuceante que suele denunciar como cómplice a otra pobre desgraciada, y así sucesivamente.

Pero aquí hallé casi los mismos elementos que en cualquier otro lugar: está presente el popular inquisidor padre Louvier, que se jacta de haber quemado cientos de brujas en una década y de poder encontrarlas allí donde las haya.

También hay un libro muy popular sobre brujería y demonología escrito por este mismo hombre, muy difundido por toda Francia, y que fascina en extremo a las personas semicultas que leen con atención las interminables descripciones de demonios como si fueran las Sagradas Escrituras, cuando en realidad no son más que estúpida basura.

Este libro tiene hechizada a toda la ciudad, y sin duda no sorprenderá a ningún miembro de nuestra orden el hecho de que haya sido exhibido por la vieja condesa, la mismísima acusadora de su nuera, que dijo directamente en las escalinatas de la iglesia que si no hubiera sido por ese valioso libro, nunca habría sabido que vivía con una bruja.

Pero otra vez me desvío de la historia.

He llegado a las cuatro de esta tarde. Crucé las montañas y bajé hacia el sur en dirección al valle, un viaje lento y difícil a lomo de caballo. En cuanto divisé la ciudad, que se cernía sobre mí como una gran fortaleza —pues eso es lo que fue en una época—, me deshice ahí mismo de todos los documentos que probaran que no fuera lo que pretendo ser: un sacerdote católico, estudioso del azote de la brujería, que viaja par el país para examinar a las brujas convictas y poder así erradicarlas mejor de su parroquia.

Metí mis extrañas pertenencias acusadoras en una caja dura y la enterré en un sitio seguro del bosque. Con mis vestiduras de clérigo más finas y un crucifijo de plata, galopé en dirección a las puertas de la ciudad y pasé junto a las torres del castillo de Montcleve, antigua morada de la infortunada condesa conocida ahora como la Novia de Satán o la Bruja de Montcleve.

Nada más llegar, empiezo a preguntar a todos cuantos encuentro por qué hay una hoguera tan grande en el centro mismo de la plaza, frente a las puertas de la catedral; por qué los buhoneros han montado sus puestos de bebidas y pasteles cuando no hay feria alguna a la vista, cuál es la razón de que se hayan puesto las gradas al norte de la iglesia y contra los muros de la cárcel. ¿Por qué los patios de las cuatro posadas de la ciudad están llenos de carruajes y caballos? ¿Por qué hay tanta agitación, tanto bullicio y la gente señala la alta ventana enrejada de la prisión que da precisamente a las gradas y a la enorme hoguera? ¿Tiene esto algo que ver con la fiesta de San Miguel que se celebra mañana?

Nadie duda.en aclararme que no tiene nada que ver con el santo, aunque ésta es su catedral; pero se ha elegido su día para servir mejor a Dios y a todos sus ángeles y santos con la ejecución de la bella condesa que será quemada viva, sin siquiera el beneficio de ser ahorcada antes, para que sirva de ejemplo a todas las brujas de la región, de las que hay muchas, pese a que la condesa no ha querido nombrar a ninguna de sus cómplices, incluso tras ser sometida a torturas indescriptibles, tan grande es el poder que tiene el diablo sobre ella, pero a pesar de todo, los inquisidores terminarán por descubrirlas.

Y a través de diversas personas, que me hubieran llevado al estupor de haberlo yo permitido, me enteré además de que casi no había familia en esta próspera comunidad que no hubiera tenido noticia de primera mano de los grandes poderes de la condesa, ya que ésta curaba gratis a quienes estaban enfermos, preparaba pócimas de hierbas y colocaba sus propias manos sobre los cuerpos y miembros afectados. Lo único que pedía a cambio era que la recordaran en sus plegarias.

Stefan, podría pensar que en lugar de ir camino de la hoguera, debería ir hacia el de la canonización, pues ninguna de las personas que encontré durante esta primera hora, en la que me metí por estrechas callejuelas y fui de aquí para allá como si estuviera perdido y me entretuve a hablar con todo el que pasaba, tenía una palabra de reproche para con la dama.

Pero, sin duda, todas estas gentes sencillas parecían cuanto menos tentadas por el hecho de que fuera una gran dama bondadosa la que iba a ser arrojada a las llamas delante de ellos, como si su belleza y su bondad hicieran de su muerte un gran espectáculo para que ellos disfrutaran. Le digo que me dio miedo el elocuente aprecio que le tenían, la presteza con que la describían y el cambio brillante que se operaba en ellos cuando hablaban de su muerte. Al final no pude más y me dirigí a la hoguera, di una vuelta a caballo y comprobé su enorme tamaño.

Ay, hace falta mucha madera y mucho carbón para quemar completamente a un ser humano. Observé la pira con el mismo horror de siempre, preguntándome por qué he escogido este trabajo si nunca he querido formar parte de una ciudad como ésta, con sus monótonos edificios de piedra, sus tres campanarios viejos, si nunca he querido que mis oídos escucharan el ruido de la chusma, el crepitar del fuego, las toses y los jadeos y finalmente los gritos de la muerte. Usted bien sabe que a pesar de las veces que he visto estas despreciables quemas, no logro acostumbrarme a ellas. ¿Qué hay dentro de mi alma que me obliga a buscar el mismo horror una y otra vez? ¿Estaré haciendo penitencia por algún crimen, Stefan? ¿Y cuándo habré purgado mi pecado? No estoy divagando. Como verá y comprenderá pronto, yo tengo algo que ver con todo esto, porque me he encontrado cara a cara una vez más con una joven mujer a la que amé locamente una vez —como he amado a todas—, y más que sus encantos, recuerdo nítidamente su rostro vacío cuando la vi por primera vez encadenada a un carro en un solitario camino de Escocia, sólo unas pocas horas después de haber visto cómo quemaban a su propia madre.

Supongo que si usted la recuerda ya habrá adivinado la verdad. No continúe leyendo. Acompáñeme. Porque mientras iba de aquí para allá, delante de la hoguera, y escuchaba la chachara y la estupidez de un par de vinateros locales —que se jactaban de haber visto otras quemas, como si fuera algo de lo que estar orgulloso—, no sabía la historia completa de la condesa. Ahora la sé.

Al final, a eso de las cinco, me dirigí a la mejor y la más antigua de las posadas de la ciudad, que se alzaba precisamente frente a la iglesia, y pedí ventanas con vistas a las puertas de Saint-Michel y a la plaza de la ejecución que acabo de describir.

Como la ciudad estaba repleta por el acontecimiento, esperaba que me enviaran a otra parte. Imaginará usted mi sorpresa cuando descubrí que acababan de echar a los ocupantes de las mismísimas habitaciones de enfrente, porque a pesar de sus ropas y aires elegantes no tenían ni un real. Pagué en el acto la pequeña fortuna que me pidió por estas "maravillosas habitaciones" y solicité un buen número de velas ya que debía escribir hasta bien entrada la noche, tal como estoy haciendo ahora. Subí por una pequeña escalera crujiente y me encontré con una habitación pasable, con un colchón de paja decente, no demasiado sucia teniendo en cuenta que esto no es Amsterdam.

—Desde aquí podrá verlo muy bien —me dijo el posadero con orgullo. Yo me pregunté cuántas veces habría visto semejante espectáculo y qué pensaría del acontecimiento, pero el hombre continuó hablando por su cuenta de lo bella que era la condesa Deborah mientras meneaba la cabeza con tristeza, como hacía todo el mundo al hablar de ella y de lo que iba a ocurrirle. —¿Deborah ha dicho? ¿Es ése su nombre?

—Ay —respondió el posadero—, Deborah de Montcleve, nuestra bella condesa, aunque no es francesa, ¿sabe? Si hubiera sido una bruja un poco más poderosa... —Se interrumpió, con la cabeza gacha.

Le digo, Stefan, que en aquel momento sentí un cuchillo en mi pecho.

Adiviné quién era ella, y. apenas pude soportar la idea de incitarlo a continuar.

Sin embargo, lo hice.

—Le ruego que continúe —le pedí.

—La condesa dijo que vio que su esposo se moría pero que no podía salvarlo, que superaba su poder... —Y aquí, entre grandes suspiros, volvió a interrumpirse.

Preparé mi escritorio, en el que estoy sentado ahora, apagué las velas y me dirigí al salón de abajo, en el que ardía un pequeño fuego en medio de la humedad y oscuridad de la chimenea, donde se calentaban varios filósofos locales o, en todo caso, secaban sus embrutecidas carnes. Me senté cómodamente a una mesa y pedí la cena. Traté de borrar de mi mente la extraña obsesión que tengo con todas las chimeneas: que los condenados sienten ese agradable calorcillo antes de que se convierta en agonía y consuma sus cuerpos.

—Tráigame el mejor de sus vinos —pedí— e invite a estos buenos caballeros del lugar, con la esperanza de que me hablen de la bruja, puesto que tengo mucho que aprender.

Aceptaron la invitación de inmediato y comencé a comer en el centro de una conversación en la q» todos hablaban a la vez, de modo que yo tenía que elegir al que quería escuchar y callar a los otros. —¿ Cómo se presentaron los cargos? —pregunté directamente.

Y el coro comenzó sus descripciones al unísono y sin armonía: que el conde había salido a cabalgar por el bosque y tras sufrir una caída había regresado a la casa.

Después de una buena comida y un buen sueño, se había levantado recuperado y dispuesto a salir de cacería, pero un dolor agudo lo había obligado a volver a la cama.

La condesa y su suegra se quedaron toda la noche a su lado, oyendo sus gemidos. "Tiene una herida parofunda dentro —dijo la esposa—, no puedo hacer nada.

Pronto la sangre le llegará a la boca. Debemos darle algo para calmar su dolor."

Como había predicho, más tarde la sangre llegó a la boca y los gemidos se hicieron más fuertes. El conde dijo a gritos a su mujer que si a tantos había curado que le diera a él sus mejores remedios. La condesa confesó de nuevo a su suegra y a sus hijos que era una herida que estaba fuera del alcance de su magia y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ahora le pregunto si una bruja puede llorar-dijo el tabernero, que había estado escuchando mientras limpiaba la mesa.

Yo dije que creía que no podía.

Continuaron con la descripción de la agonía del conde y los gritos que lanzaba cuando los dolores se hicieron más agudos, pese a que su mujer le había dado mucho vino y hierbas para mitigar su sufrimiento y calmar su mente.

—Sálvame, Deborah —gritaba sin ver al sacerdote que había llegado. Pero en sus últimos momentos, pálido, febril y sangrando por las entrañas y la boca, hizo que el cura se acercara y declaró que su esposa era una bruja y que siempre lo había sido, que a su madre la habían quemado por brujería y que él ahora sufría por todas sus faltas.

—Una bruja, eso es lo que es y lo que siempre ha sido. Ay, todas las cosas que me confesó. Me embrujó con las artimañas de una joven novia, llorando sobre mi pecho, y así me ató a ella y a sus malignos trucos. Su madre le enseñó las artes de la magia negra en la ciudad de Donnelaith, en Escocia, donde fue quemada delante de sus propios ojos.

Y a su esposa, que estaba arrodillada junto a la cama, cubierto el rostro con los brazos, le gritó: "Deborah, por el amor de Dios. Estoy agonizando. Has salvado a la mujer del panadero, a la hija del molinero... ¿Por qué no me salvas a mí?"

Tan enajenado estaba que el sacerdote no le pudo administrar el viático, y murió maldiciendo, una muerte, horrible, realmente.

La joven condesa enloqueció cuando sus ojos se cerraron, lo llamaba diciéndole que lo amaba. Luego se desmayó como si ella también hubiera muerto. Sus hijos Chrétien y Philippe y su bella hija Charlotte se acercaron a ella tratando de consolarla y abrazándola mientras permanecía postrada en el suelo.

Pero la vieja condesa, con los cinco sentidos alerta, que tenía en mente lo que había dicho su hijo, se dirigió a los aposentos de su nuera y registró las cómodas. No sólo encontró innumerables ungüentos, aceites y pociones para curar enfermedades y envenenamientos, sino también una extraña muñeca de madera toscamente tallada, con cabeza de hueso, sobre la que estaban dibujados los ojos y la boca, y el pelo negro pegado, adornado con florecillas de seda. La mujer, horrorizada, tiró la esfinge sabiendo que sólo podía tratarse de un objeto maligno y se abalanzó sobre las otras puertas. Descubrió un número incalculable de joyas y oro en cofres repletos y en pequeños saquitos de seda que, según la vieja condesa, su nuera tenía intención de robar una vez muerto el esposo.

La joven condesa fue arrestada aquel mismo día, mientras la abuela se llevaba a los nietos a sus aposentos para instruirlos sobre la terrible perversidad de la madre, de modo que permanecieran a su lado y se libraran de todo mal.

—Pero es bien sabido —dijo el hijo del tabernero, que hablaba más que todos los presentes— que las joyas eran propiedad de la joven condesa, pues las había traído con ella de Amsterdam, donde era viuda de un hombre acaudalado, y que nuestro conde, antes de partir en busca de una esposa rica, tenía poco más que una cara bonita, atuendos raídos, el castillo y las tierras de su padre.

Ay, cómo me hirieron aquellas palabras, Stefan, no se lo puede imaginar.

Espere y escuche mi relato.

Unos suspiros tristes surgieron de la pequeña compañía.

—Y era tan generosa con su oro —intervino otro—, si alguien le suplicaba ayuda, la recibía de inmediato.

—Es una bruja poderosa, de eso no hay duda —añadió un tercero—. ¿ Qué otra podía tener atado al conde de la forma que ella lo tenía? —Pero ni siquiera estas palabras fueron dichas con odio o miedo.

Yo estaba aturdido, Stefan.

—Así que ahora la vieja condesa se ha hecho con el control de las riquezas —señalé yo, al ver la trama de la intriga—. Decidme, por favor, ¿qué fue de la muñeca?

—Desapareció —dijeron todos a coro como si respondieran a la letanía en la catedral—. Desapareció; pero Chrétien jura que ha visto aquel objeto horripilante y que es cosa de Satán. Sostiene haber sido testigo de conversaciones de su madre con la muñeca como si fuera un ídolo.

—Y continuaron otra vez todos al mismo tiempo con encendidas diatribas; que era más que probable que la hermosa Deborah hubiese asesinado a su anterior marido en Amsterdam, antes de que el conde la conociera, porque eso era lo que hacían las brujas, ¿no?, y ahora que todo el mundo sabía la historia de su madre, ¿alguien iba a negar que fuera una bruja? —¿Pero está demostrado que la historia de su madre sea verdad? —inquirí.

—Se recibieron cartas del Parlamento de París, al que apeló la dama, y se escribió al Consejo de Gobernadores de Escocia, que envió la verificación de que, en efecto, se había quemado a una bruja escocesa hacía más de veinte años.

Una hija de ésta, llamada Deborah, la había sobrevivido y un religioso se la había llevado.

Cómo se desgarró mi corazón al escuchar aquello; sabía que no había ninguna esperanza. ¿Qué peor testimonio contra ella podía haber que el hecho de ser hija de una mujer a la que habían quemado? Ni siquiera me hizo falta preguntar si el Parlamento de París había denegado la apelación.

—Sí, y junto con la carta oficial de París llegó un opúsculo ilustrado, que aún circulaba por Escocia, que hablaba de la malvada bruja de Donnelaith, una comadrona astuta de gran renombre hasta que se conocieron sus diabólicas prácticas.

Afirmando que en mis tiempos había presenciado muchas ejecuciones, y que esperaba poder presenciar más, pregunté el nombre de la bruja escocesa, puesto que quizás había estudiado las pruebas de su proceso.

—Mayfair —me dijeron—, Suzanne de Mayfair, la que a falta de otro nombre se hacía llamar Suzanne Mayfair.

Deborah. No podía ser otra que la muchacha a la que había rescatado en los Highlands hacía tantos años. —¿Y confesó algo? Me respondieron que no, pero los testimonios contra ella eran tan graves que daba igual, porque su suegra había oído cómo se dirigía a seres invisibles; también lo habían visto sus hijos Chrétien y Philippe, e incluso Charlotte, aunque ésta había preferido huir antes que responder a preguntas contra su madre. Otras personas también habían sido testigos del poder de la condesa, que podía mover objetos sin tocarlos, adivinar el futuro e infinidad de cosas imposibles.

—El diablo la habrá hecho entrar en trance mientras la torturaban —añadió el hijo del posadero—, porque ¿ qué otra cosa puede hacer un ser humano al que le aplican un hierro candente sobre la carne, más que caer en un letargo?

Al oírlo me entraron náuseas, me sentía cada vez más débil, casi vencido.

Sin embargo, continué interrogándolos. —¿ Y no mencionó ningún cómplice? —pregunté—. Porque los inquisidores siempre presionan para que denuncien a los cómplices.

—Ah, pero la condesa es la bruja más poderosa de la que se tenga noticia por estas tierras, padre —dijo el vinatero—. ¿Para qué necesitaba cómplices?

Cuando el inquisidor escuchó los nombres de las personas que había curado, la comparó con la gran hechicera de la mitología y hasta con la misma bruja de Endor.

—Ojalá hubiera por aquí algún Salomón —dije—, así podría cooperar. —Pero no me oyeron.

—Si hubiera otra bruja, sería Charlotte —dijo el viejo vinatero—. Nunca habrá espectáculo semejante al de sus negros asistiendo los domingos a misa con ella. Iban a la mismísima iglesia, con peluca y ropa de satén. Y las tres niñeras mulatas de su pequeño. Y su marido, alto y pálido como un sauce, que padece una gran debilidad desde niño que ni siquiera la madre de Charlotte ha podido curar. Y, ah, hay que ver a Charlotte ordenar a los negros que carguen a su amo por el pueblo, que lo bajen por la escalera, que le sirvan vino, le acerquen la copa a los labios y la servilleta a la barbilla. Una vez se sentaron a esta misma mesa: el hombre, más demacrado que el santo del mural de la iglesia, mientras esas caras negras y brillantes lo rodeaban y el más alto y negro de todos, Reginald lo llamaban, le leía un libro con voz sonora. Y pensar que Charlotte vive con semejantes personas desde los dieciocho, ya que se casó con el tal Antoine Fontenay de Martinica a tan tierna edad.

—Seguro que fue Charlotte la que robó la muñeca de la cómoda —-dijo el hijo del tabernero—, antes de que el sacerdote le echara mano, porque ¿quién más en la aterrorizada casa iba a tocar algo así?

—Pero usted ha dicho que la madre no podía curar la enfermedad del marido —señalé con suavidad— y que Charlotte evidentemente tampoco.

Quizás estas mujeres no sean brujas.

—Ah, pero curar es una cosa y maldecir es otra —dijo el vinatero—. ¡Deberían haber aplicado sus talentos sólo para curar! Pero ¿qué tenía que ver la maldita muñeca con curar? —¿Y la huida de Charlotte, qué? —preguntó otro que acababa de unirse a la reunión y parecía muy excitado—. ¿Qué otra cosa puede significar si no que las dos eran brujas? Poco después de la detención de su madre, Charlotte huyó con su marido, su hijo y sus negros a las Indias Occidentales, de donde habían venido, pero no sin antes haber pasado por la prisión para hablar a solas con ella. Esta gracia le fue concedida sólo porque los guardias fueron lo suficientemente tontos como para creer que Charlotte podía persuadir a su madre de que confesara, cosa que por supuesto no hizo.

—Parece lo más sensato —dije yo—. ¿Y dónde se ha marchado Charlotte?

—Se dice que otra vez a Martinica, con ese marido macilento e inválido, que ha hecho allí una gran fortuna en las plantaciones, pero nadie sabe si es cierto.

Escuché este parloteo durante más de media hora.

—Me describieron el proceso, cómo Deborah había sostenido su inocencia y cómo la habían desnudado en su celda y afeitado su cabellera negra en busca de la marca del diablo. —¿Y la encontraron? —le pregunté, temblando por dentro de disgusto ante tales procedimientos, mientras trataba de no recordar los ojos de la muchacha de mi pasado.

—Sí, encontraron dos marcas —respondió el posadero, que se había acercado para poner la tercera botella de vino pagada por mí y disfrutada por todos—. Ella afirmó que eran marcas de nacimiento, semejantes a las de muchas personas, y que si probaban algo, que las buscaran en todos los habitantes del pueblo, pero nadie la creyó.

—Y la hija —pregunté—, ¿dijo algo sobre la culpabilidad de su madre antes de escapar?

—Ni una palabra a nadie. Huyó bien entrada la noche.

—Una bruja —insistió el hijo del posadero—, si no, ¿cómo iba a dejar morir a su madre sola, con los hijos en contra?

Por entonces, Stefan, lo único que quería era salir de aquella posada y hablar con el párroco, pese a que, como usted sabe, es la parte más peligrosa, porque cabía la posibilidad de que llamaran al inquisidor, que estaría bebiendo y comiendo en alguna parte con el dinero ganado con esta barbaridad, y era probable que me conociera de algún otro lugar y, horror de horrores, que conociera mi trabajo y mis imposturas.

Mientras tanto, mis nuevos amigos seguían bebiendo mi vino y contando que la joven condesa había sido retratada en Amsterdam por varios artistas de renombre; tan grande era su belleza. Pero esa parte de la historia podía haberla contado yo, así que me quedé callado, angustiado, y antes de retirarme, pagué silenciosamente otra botella de vino para la compañía.

Era una noche cálida, llena de risas y charlas por todas partes. Las ventanas estaban abiertas y todavía quedaba gente que deambulaba por la catedral. Otros acampaban junto a las murallas, preparados para el espectáculo. La ventana con barrotes de la prisión, junto al campanario, donde tenían a la mujer, estaba a oscuras.

Pasé junto a los que charlaban, sentados en la oscuridad, mientras me dirigía hacia la sacristía, al otro lado del gran edificio. Una vez allí, llamé con la aldaba hasta que una mujer me hizo pasar y fue a avisar al párroco del lugar. Un hombre encorvado, de cabello gris, se presentó enseguida y me dijo que era una lástima no haberlo puesto al corriente de la llegada de un cura viajero. Me invitó a hospedarme con él y a dejar la posada de inmediato.

Pero aceptó mis disculpas sin demora, así como mis excusas por el dolor de manos que me impedían seguir dando misa, razón por la cual había obtenido una dispensa, y todas las demás mentiras que debo decir.

Fue una gran suerte que la vieja condesa hubiera alojado al inquisidor por todo lo alto en el castillo, fuera de las murallas de la ciudad, y que todos los grandes personajes del lugar estuvieran en aquel momento cenando allí con él.

Esa noche ya no volvería a aparecer.

El cura, por esa razón, estaba obviamente dolido, tal como lo había estado durante todo el proceso, puesto que el inquisidor y toda la escoria eclesiástica que suelen mandar en casos como éste le habían quitado todo el protagonismo de las manos.

—Pase, siéntese un rato conmigo —dijo el sacerdote— y le contaré todo lo que sé de ella.

Le hice de inmediato las preguntas más importantes, con la vana esperanza de que la gente del pueblo se hubiera equivocado. ¿Se había apelado al obispo local? Sí, y la había condenado. ¿Y al Parlamento de París? Sí, y se habían negado a revisar el caso. —¿Es cierto que la condesa es una bruja tan terrible? —pregunté.

—Es bien sabido por todas partes —dijo con un susurro, las cejas arqueadas —, sólo que nadie tuvo el valor de decir la verdad. El conde moribundo habló para limpiar su conciencia y la vieja condesa, como había leído la Demonologie del inquisidor, encontró las descripciones exactas de todas las cosas que ella y sus nietos habían visto desde hacía tiempo. —Suspiró profundamente—. Le diré otro secreto repulsivo —y aquí baj ó la voz casi hasta un cuchicheo—: El conde tenía una amante, una dama muy importante y poderosa cuyo nombre no se debe relacionar con este caso, que nos dijo con sus propios labios que el conde sentía terror de la condesa, y que se esforzaba terriblemente por no pensar en su amante cuando estaba en presencia de su esposa, ya que ésta podía leer tales cosas directamente en su corazón.

—Muchos hombres casados podrían seguir el ejemplo —dije yo, disgustado —. ¿Pero qué prueba ello? Nada.

—Ah, ¿pero no se da cuenta? Por esta razón ella envenenó a su marido; él se cayó del caballo y ella pensó que podría aprovechar que se había caído y que nadie podría culparla.

Me quedé callado.

—En esta vecindad es del dominio público —añadió, con disimulo—, y mañana, cuando se reúna el público, observe a quién mira la gente y verá a la condesa de Charnillart, de Carcassonne, en la tribuna frente a la prisión. Pero no olvide que yo no he dicho que sea ella. No dije nada, pero me hundí aún más en la desesperación.

—No se imagina el poder que tiene el diablo sobre la bruja —continuó.

—Por favor, ilústreme.

—No confesó nada ni siquiera después de las crueles torturas en el potro, la calceta para aplastarle los pies y los hierros candentes con los que le quemaron las plantas. En medio de los tormentos sólo llamaba a su madre a los gritos y exclamaba "Roelant, Roelant" y luego "Petyr", que seguramente deben de ser los nombres de sus diablos, ya que por aquí, entre sus conocidos, no hay nadie con esos nombres. Inmediatamente, por medio de la invocación de esos demonios, cayó en un trance y ya no fue posible hacerle sentir el más mínimo dolor. ¡No podía escuchar más! —¿Podría verla? —pregunté—. Es muy importante para mí ver a esa mujer con mis propios ojos y si fuera posible interrogarla. —Mostré entonces mi grueso libro de observaciones eruditas en latín, que, yo diría, el anciano difícilmente podría leer. Parloteé sobre los procesos que había presenciado en Bramberg, en la casa de una bruja en la que habían torturado a cientos de ellas, y sobre muchas otras cosas que impresionaron bastante al párroco.

—Lo llevaré a verla —dijo por fin el hombre—, pero le advierto que es sumamente peligrosa. Cuando la vea, lo comprenderá. —¿Peligrosa, de qué modo exactamente? —pregunté mientras me conducía escaleras abajo con una vela. —¡Vaya, todavía es hermosa! Por eso el diablo la ama tanto. Por eso la llaman la Novia del Diablo.

Me llevó por un túnel debajo de la nave de la catedral, en el que los romanos en sus tiempos enterraban a sus muertos, y por allí pasamos hasta la prisión de enfrente. Luego subimos por una escalera de caracol al piso superior, donde la tenían encerrada, detrás de una puerta tan gruesa que los carceleros apenas podían abrirla. El párroco alzó la vela y me señaló el rincón alejado de una celda profunda.

Sólo una luz mortecina entraba por los barrotes, el resto provenía de la vela.

Y allí, sobre un montón de paja, la vi: rapada, flaca, miserable, con una túnica rústica hecha jirones, pero pura y brillante como un lirio, tal como la habían descrito sus admiradores. Le habían afeitado hasta las cejas, y la forma perfecta de su cabeza desnuda le daba a sus ojos y a su semblante, mientras levantaba el rostro y nos miraba cuidadosamente con un ligero gesto de indiferencia, un resplandor celestial.

Era el rostro que uno espera ver rodeado de un halo, Stefan. Y usted también ha visto esa cara plasmada en tela. Antes de seguir leyendo, salga de su habitación, baje al salón principal de la casa matriz y mire el retrato de la mujer morena de Rembrandt van Rijn que cuelga al pie de la escalera. Ésa es mi Deborah Mayfair, Stefan. Ésta es la mujer despojada ahora de su larga cabellera oscura, que tiembla en la prisión, al otro lado de la plaza, mientras yo le escribo.

Estoy en la habitación de la posada y acabo de dejarla. Tengo muchas velas, como ya le he dicho, mucho vino y un pequeño fuego para quitarme el frío.

Estoy sentado a la mesa delante de la ventana y ahora voy a explicárselo todo en nuestro código común.

Me encontré por primera vez a esta mujer hace veinticinco años, como ya le he contado, cuando yo era un joven de dieciocho y ella una niña sólo de doce.

Ocurrió antes de su época en Talamasca, Stefan. Yo, huérfano como bien sabe, había llegado a la orden unos seis años antes. En aquellos tiempos las hogueras para quemar brujas parecían arder de una punta a otra de Europa, así que me hicieron interrumpir muy pronto mis estudios y me mandaron acompañar a Junius Paulus Keppelmeister, nuestro viejo especialista en brujas, en sus viajes por el continente. Me empezó a enseñar sus pobres métodos para tratar de salvar a las brujas, que consistían en defenderlas en la medida de lo posible y sugerirles en privado que denunciaran como cómplices a sus acusadores, así como a las esposas de los ciudadanos más prominentes, de modo que toda la investigación quedara desacreditada y los cargos originales tuvieran que ser retirados.

Tenía dieciocho años, como le he dicho, y era la primera vez que me aventuraba fuera de la casa matriz desde que había comenzado mi formación, y cuando Junius enfermó y murió en Edimburgo, me sentí desesperado y sin saber qué hacer. íbamos a investigar el proceso de una comadrona escocesa, muy famosa por sus poderes como curandera, que había maldecido a una ordeñadora de su pueblo y había sido acusada de brujería, pese a que nada malo le había ocurrido a la muchacha.

Durante su última noche en este mundo, Junius me ordenó continuar viaje hasta aquel pueblo de los Highlands y que siguiera con mi disfraz de pupilo calvinista suizo. Yo era demasiado joven como para que alguien me tomara por ministro, por lo que difícilmente podía hacer uso de la documentación de Junius, pero viajaba como acompañante de un erudito e iba con ropas de calle, como suelen ir los protestantes, de modo que continué de esta manera por mi cuenta.

No se imagina el miedo que tenía, Stefan.

Y las quemas de Escocia me aterrorizaban. Los escoceses son, y eran, como usted sabe, tan feroces y terribles como los franceses y los alemanes, y parece que no hayan aprendido nada de los ingleses, más razonables y misericordiosos. Tanto miedo tenía, que ni siquiera la belleza de los Highlands obró como hechizo. ¿De qué podía servir yo sin la ayuda de Junius? Al entrar en el pueblo al que me dirigía, descubrí que había llegado demasiado tarde. Habían quemado a la bruja ese mismo día y acababan de llegar los carretones para quitar los restos de la hoguera.

Llenaban un carro tras otro con ceniza, trozos de madera quemada, hueso y carbón, y se los llevaban de la aldea, ante la mirada de campesinos de rostro solemne, para dejarlos en el campo. Fue entonces cuando posé mis ojos sobre Deborah, la hija de la bruja.

La habían llevado con las manos atadas y las ropas desgarradas y sucias a ver cómo aventaban las cenizas de su madre.

Estaba en silencio, con la negra cabellera rizada con raya al medio que caía sobre su espalda y esos ojos azules sin una lágrima.

—No poder verter ni una lágrima —comentó una mujer que la observaba—, es la marca de una bruja.

Ah, pero yo conocía esa expresión vacía en el rostro de la niña, esa forma de andar como sonámbula, su lenta indiferencia ante lo que veía mientras tiraban las cenizas y los caballos pasaban por encima para esparcirlas. La conocía porque me acordaba de mí mismo de pequeño, huérfano, vagando por las calles de Amsterdam después de la muerte de mi padre; y recordaba también que cuando los hombres y las mujeres me hablaban, ni se me pasaba por la cabeza responder, apartar la mirada o cambiar en modo alguno mi actitud. —¿Qué van a hacer con ella? —le pregunté a una anciana.

—Deberían quemarla, pero tienen miedo —respondió—, es demasiado joven y, además, una "engendrada en las rondas". Nadie haría daño a una "engendrada en las rondas" y vaya a saber quién era el padre. —Dicho esto, la mujer se volvió y miró con severidad el castillo que se alzaba, a lo lejos, al otro lado del profundo valle, sobre las altas rocas peladas.

Usted sabe, Stefan, que en estas persecuciones muchos niños fueron ejecutados, pero cada pueblo tiene sus costumbres. Y esto era Escocia. Yo no sabía qué era una "engendrada en las rondas", quién vivía en el castillo ni lo que significaba todo aquello.

Observé en silencio cómo subían a la muchacha en el carro y se la llevaban de vuelta al pueblo. Su cabello negro se agitaba al viento conforme los caballos trotaban más aprisa. No volvió la cabeza ni una vez, la mirada hacia delante, mientras un bellaco la sostenía para que no se cayera con los saltos que daban las toscas ruedas sobre las raíces del camino.

En aquel momento tomé la decisión: si era posible, utilizaría alguna artimaña para poder llevármela.

Dejé que la anciana regresara a pie a su granj a, y seguí al carro que llevaba a la muchacha de vuelta al pueblo. Sólo una vez la vi despertar de su visible estupor, en el momento en que pasaron junto a las viejas piedras de las afueras de la aldea; me refiero a esas enormes rocas que se yerguen en círculos desde los oscuros tiempos inmemoriales, y de las que usted sabe más de lo que yo nunca llegaré a saber. Se demoró mirando el círculo con gran curiosidad, aunque era imposible comprender por qué, puesto que lo único que se veía era un hombre de pie que la miraba, a contraluz, en medio del valle, un hombre más o menos de mi edad, alto, delgado, de cabello oscuro; pero no pude verle el rostro porque con el resplandor del horizonte parecía transparente, hasta el punto de hacerme pensar que en lugar de un hombre debía de ser un espíritu.

Creí ver que al paso del carro sus miradas se encontraron, pero no estoy seguro. Lo único que sé es que allí, durante un instante, hubo algo o alguien. Lo noté sólo porque hasta entonces ella estaba completamente sin vida, y el hecho puede tener cierta relación con nuestra historia. Ahora que lo pienso, en efecto la tiene, pero eso lo determinaremos juntos más adelante. Mientras tanto continuaré.

De inmediato fui a ver al clérigo y a la comisión convocada por el Consejo de los Gobernadores, que todavía no se había disuelto porque estaban cenando, según la costumbre, a expensas de los bienes de la bruja muerta. El posadero, en cuanto entré, me explicó que la bruja tenía mucho oro en su cabaña, suficiente para pagar el proceso, la tortura, el custodio de brujas, el juez que la había juzgado, la madera y el carbón para quemarla y hasta los carros para tirar sus cenizas.

—Cene con nosotros —me invitó el hombre mientras me explicaba todo esto —, paga la bruja. Y todavía queda más oro.

Decliné la invitación; gracias al cielo no me pidieron explicaciones y me dirigí directamente a los hombres de la reunión, presentándome como un estudiante de la Biblia temeroso de Dios. ¿Podría llevarme a la hija de la bruja a Suiza, a casa de un pastor calvinista, que la acogería, la educaría y haría una buena cristiana de ella, borrándole a su madre de la memoria?

La verdad es que di demasiadas explicaciones para lo poco que me preguntaron, puesto que lo único que les interesó fue la palabra Suiza, ya que querían librarse de ella, según me dijeron enseguida, porque el duque no quería que la quemaran. Además, era una "engendrada en las rondas", cosa que asustaba mucho a los aldeanos. —Decidme, por favor, ¿qué es eso? Me explicaron que las gentes de los pueblos de los Highlands todavía estaban muy apegadas a sus viejas costumbres, y que en la víspera del primero de mayo hacían fogatas grandes al aire libre y bailaban toda la noche alrededor del fuego haciendo rondas. Suzanne, la más bella del pueblo y la madre de la superviviente, había concebido a Deborah en una celebración de este tipo.

Era una "engendrada en las rondas", y, por consiguiente, todos la querían porque nadie sabía quién era el padre, podía haber sido cualquiera de los hombres del pueblo, incluso un noble. Y en los tiempos antiguos de los paganos —tiempos que era mejor olvidar, aunque nunca se consiguió que los aldeanos llegaran a olvidarlos del todo—, los "engendrados en las rondas" eran los hijos de los dioses.

—Llévesela, hermano, a ese buen pastor de Suiza —me dijeron—, y el duque estará muy contento; pero coma y beba algo antes de irse, porque la bruja paga y hay para todos.

Al cabo de una hora, salía del pueblo con la muchacha montada delante, sobre mi caballo. Pasamos sobre las cenizas para salir al cruce de caminos y junto al círculo de piedras; ella, por lo que vi, ni siquiera echó una mirada.

Tampoco se despidió del castillo mientras galopábamos por el camino que discurre junto al lago Donnelaith.

Tan pronto llegamos a la primera posada en la que íbamos a alojarnos, tomé conciencia de lo que había hecho. La muchacha, muda, indefensa y muy bonita y en algunos aspectos desarrollada como una mujer, estaba en mis manos. Y ahí estaba yo, poco más que un chiquillo, pero lo bastante mayor para darme cuenta de que no era un niño, y me la había llevado sin permiso de Talamasca, de modo que cuando regresara me exponía a una tormenta de reprimendas.

Nos instalamos en dos habitaciones separadas, como correspondía, porque parecía más una mujer que una niña. Pero tenía miedo de que escapara si la dejaba sola, así que me envolví en mi capa, como si ésta pudiera refrenarme de algún modo, y me tumbé sobre el jergón mientras la miraba y pensaba qué hacer.

Observé entonces, a la luz humeante de la vela, que llevaba dos mechones recogidos a ambos lados de la cabeza, para mantener sujeto hacia atrás el grueso de la cabellera, y que sus ojos parecían los de un gato; me refiero a que eran almendrados, rasgados, se elevaban ligeramente en el rabillo y tenían el mismo brillo, debajo de los cuales se veían dos mejillas redondeadas, exquisitas.

No era la cara de una campesina, sino un rostro muchísimo más delicado.

Debajo de su vestido harapiento se dibujaban unos pechos de mujer altos y llenos, y al sentarse en el suelo y cruzar las piernas, vi unos tobillos muy bien torneados. No podía mirarle la boca sin sentir el deseo de besarla, cosa que me hacía sentir profundamente avergonzado.

Me pregunté cuáles serían sus pensamientos y traté de leérselos, pero ella pareció darse cuenta y me cerró su mente.

Al final conseguí pensar en cosas sencillas: la muchacha necesitaba comida y ropas decentes —fue como descubrir que el sol calienta y que el agua calma la sed—, así que salí a buscar vino y comida, un vestido adecuado, un cubo de agua caliente para que se lavara y un cepillo para que se peinara.

Cuando volví, se quedó mirando todas estas cosas como si no las conociera.

En aquel momento pude ver a la luz de la vela que tenía el cuerpo cubierto de mugre y marcas de latigazos y que los huesos sobresalían debajo de la piel.

Stefan, ¿qué es lo que lleva a un holandés a aborrecer semejante estado? Le juro que mientras la desvestía y la bañaba me consumía la piedad, pero el hombre que había en mí, sin embargo, ardía en el infierno. Su piel era suave y blanca —ya era una mujer preparada para la maternidad— y dejó que la lavara, la vistiera y la peinara, sin hacer el menor gesto de resistencia.

Para entonces yo ya sabía algo sobre las mujeres, pero menos que lo que sabía de libros. Y me parecía misteriosa, así, desnuda, en su silencioso desamparo. Durante todo el tiempo me espió con violencia desde la prisión de su cuerpo, unos ojos callados que de algún modo me asustaban y hacían que sintiera que si mis manos se descarriaban, me fulminaría ahí mismo.

No retrocedió cuando le limpié las marcas del látigo en su espalda.

Le di de comer con una cuchara de madera, Stefan, y aunque comió cada cucharada que le daba, ella, por sí misma, no hubiera hecho nada.

Durante la noche me desperté soñando que la había poseído y me sentí aliviado al descubrir que no era cierto. Ella estaba despierta, y me vigilaba con sus ojos de gato. Volví a mirarla tratando de adivinar sus pensamientos. La luz de la luna se filtraba por la ventana, así como el aire fresco y tónico de la noche; noté entonces que ella había perdido su expresión vacía y parecía malévola y enfadada, cosa que me asustó bastante. Tenía un aspecto salvaje, con su cuello blanco almidonado y su vestido azul.

Con voz tranquila traté de decirle en inglés que conmigo estaba a salvo, que la llevaría a un lugar donde nadie la acusaría de brujería y que los que habían atacado a su madre eran malvados y crueles.

No dijo nada, pero su cara parecía menos terrible, como si mis palabras disolvieran su ira. Volví a ver entonces esa expresión de perplejidad.

Le dije que yo pertenecía a una orden de personas buenas que no querían hacer daño ni quemar a los viejos curanderos, que la llevaría a nuestra casa matriz, donde los hombres no tomaban en serio las cosas en las que creían los cazadores de brujas.

—No está en Suiza, como dije a esos malvados de tu pueblo, sino en Amsterdam. ¿Has oído hablar de esta ciudad? Es un lugar fantástico.

En aquel momento la frialdad pareció invadirla otra vez. Sin duda comprendía mis palabras. Me miró despectivamente y me dijo en voz baja, en inglés, casi en un murmullo:

—Tú no eres un religioso. ¡Mentiroso! Al día siguiente no me dijo ni una palabra, y al otro lo mismo, aunque ahora ya comía sin ayuda y me pareció que recobraba las fuerzas.

Cuando llegamos a Londres, me desperté en la posada en medio de la noche y la oí hablar. Me incorporé en el jergón y la divisé mirando por la ventana mientras decía en un inglés con marcado acento escocés: —¡Aléjate de mí, demonio! No quiero volver a verte.

Cuando se volvió, tenía lágrimas en los ojos. Surgía frente a mí con más aspecto de mujer que nunca, apoyada contra la ventana y con el rostro iluminado por la luz del cabo de vela. Me miró sin sorprenderse, con la misma frialdad que había demostrado antes, y se acostó de cara a la pared. —¿Pero con quién hablabas? —le pregunté. No me respondió. Hablé con ella en la oscuridad sin saber si me escuchaba o no. Le dije que si había visto algo, ya fuera un fantasma o un espíritu, no tenía por qué ser el diablo. Porque ¿quién podía decir lo que eran esos seres invisibles? Le rogué que me hablara de su madre, que me contara lo que había hecho para que la acusaran de brujería, porque ahora estaba seguro de que ella tenía poderes y que su madre también los había poseído, pero no pronunció ni una palabra.

La llevé a una casa de baños y le di otro vestido. Estas cosas no despertaban ningún interés en ella. Miraba a la gente y los carruajes con frialdad. Y ansioso por llegar a casa lo antes posible, me quité el negro eclesiástico y me puse ropas de caballero holandés, ya que era más probable que inspiraran mayor respeto y me rindieran mejor servicio.

Este cambio en mí le produjo cierto desdén y secreta diversión, otra vez sonreía despectivamente como si supiera que yo albergaba algún propósito sórdido, aunque mi intachable conducta no confirmó sus sospechas. Me pregunté si ella leería mis pensamientos, y sabría que yo la imaginaba a cada momento tal como la había visto mientras la bañaba. Esperaba que no.

Está tan bonita con su nuevo vestido, pensaba, nunca había visto a ninguna joven tan hermosa. Como ella no lo hacía, la había peinado yo con una trenza que recogí en un moño en lo alto de su cabeza, para mantenerle la frente despejada, tal como había visto que hacían las mujeres y, ah... era una pintura.

Nos dirigimos a Amsterdam haciéndonos pasar por un rico holandés y su hermana ante todo aquel que se interesó; y tal como esperaba y deseaba, nuestra ciudad —con sus hermosos canales bordeados de árboles, sus maravillosos barcos y sus elegantes casas de tres y cuatro pisos que Deborah observó con un nuevo vigor— la hizo despertar de su apatía.

Y al llegar a la gran casa matriz, con el canal a sus pies, y ver que era "mi hogar" y también sería el suyo, no pudo ocultar su sorpresa. Porque además de su miserable pueblo y las sucias posadas en las que nos habíamos alojado, ¿qué había visto esta chica del mundo? Así pues, muy bien puede usted imaginar su reacción al ver una cama auténtica en un limpio dormitorio holandés. No dijo ni una palabra, pero el asomo de sonrisa en sus labios hablaba por sí solo.

Me dirigí directamente a mis superiores Roemer Franz y Petrus Lancaster, a quienes recordará con profundo cariño, y les confesé todo lo que había hecho.

Me eché a llorar y dije que como la niña estaba sola la había traído, que no tenía excusa por haber gastado tanto dinero; lo único que podía decir era que ya estaba hecho. Para mi sorpresa, me perdonaron, aunque también se rieron porque conocían mis secretos más íntimos.

—Petyr —me dijo Roemer—, has hecho un viaje tan penoso hasta Escocia que sin duda mereces un aumento de tu asignación y, quizás, una habitación mejor en la casa.

Nuevas risas recibieron estas palabras. Y me reí de mí mismo, porque aun en aquel momento mi cabeza bullía llena de fantasías con la belleza de Deborah.

Pero pronto me abandonó el buen humor y volvió a presentarse el dolor.

Deborah no contestaba a ninguna pregunta, pero cuando la mujer de Roemer, que vivió con nosotros toda su vida, puso en sus manos una aguja y una labor, empezó a coser con cierta habilidad.

Tras una semana, la mujer de Roemer y las otras esposas le habían enseñado a hacer encaje con su ejemplo, y ella se entregaba a la tarea durante horas. No respondía a nada de lo que le decían, pero cada vez que levantaba la mirada, observaba a quienes la rodeaban y volvía al trabajo sin decir palabra.

A los miembros femeninos de la orden, a las que no eran esposas sino eruditas con poderes propios, parecía tenerles una aversión evidente. A mí tampoco me decía nada, pero había dejado de lanzarme miradas de odio y cuando la invité a pasear aceptó. La ciudad la fascinó de inmediato y yo me permití el lujo de invitarla a una bebida en una taberna. El espectáculo de mujeres respetables bebiendo y comiendo allí pareció sorprenderla, como sorprende a otros extranjeros que han viajado mucho más que ella.

Durante el paseo le describí nuestra ciudad. Le hablé de su historia, de la tolerancia, de los judíos que habían llegado aquí huyendo de las persecuciones de España, de los católicos que vivían en paz con los protestantes; le conté que ya no se ejecutaba a nadie por acusaciones tales como brujería. La llevé a ver las imprentas y las librerías. Hicimos una visita breve a la casa de Rembrandt van Rijn, ya que le gustaba mucho que lo visitaran y siempre estaba rodeado de alumnos.

Tomamos un vaso de vino con los jóvenes pintores, que siempre se reunían con su maestro en el estudio, y fue entonces cuando Rembrandt vio por primera vez a Deborah, aunque no la pintó hasta más adelante.

Guardaba silencio, pero yo veía que disfrutaba con los pintores y se sentía especialmente atraída por las pinturas de Rembrandt, por este artista genial y bondadoso. Fuimos a otros estudios y hablamos con otros pintores; visitamos a Emmanuel de Witoe y otros artistas que en aquella época vivían en nuestra ciudad, muchos de ellos eran entonces amigos nuestros, tal como lo son ahora.

Deborah parecía ablandarse y volver a la vida, y su rostro por momentos se volvía más dulce y amable.

Pero cuando pasamos junto a las tiendas de los joyeros me tocó ligeramente el brazo con sus dedos blancos para que nos detuviéramos. Dedos blancos. Lo escribo porque recuerdo tan bien su mano delicada que brillaba como la de una dama y el débil deseo que sentí por ella mientras me tocaba.

Estaba fascinada con los que tallaban y pulían diamantes, y con el ajetreo de mercaderes y ricos clientes venidos de toda Europa, por no decir de todo el mundo, a comprar esas maravillosas piezas. Ojalá hubiera tenido dinero para regalarle algo hermoso. Los comerciantes, impresionados por supuesto con su belleza y su elegante atuendo —la esposa de Roemer la había convertido en una belleza celestial—, empezaron a revolotear en torno a ella y a preguntarle si quería ver sus mercancías.

En aquel momento, un acaudalado inglés miraba una fina esmeralda de Brasil montada en oro que atrajo la atención de la muchacha. Cuando el hombre la rechazó por su elevado precio, ella se sentó a la mesa para mirarla, como si pudiera comprársela sin problemas o, en cualquier caso, comprársela yo.

Parecía hechizada por aquella gema rectangular engarzada sobre filigranas de oro viejo y, en inglés, preguntó el precio. Al oír la respuesta ni siquiera parpadeó.

Le aseguré al comerciante que lo consideraríamos, ya que obviamente la dama la deseaba, y con una sonrisa la ayudé a levantarse y salimos a la calle.

Una vez fuera me entristecí por no poder comprársela.

Mientras regresábamos a la casa caminando junto al muelle, me dijo:

—No estés triste. ¿Quién espera algo así de ti? —Y por primera vez me sonrió y me apretó la mano. Mi corazón dio un brinco, pero ella volvió a caer en su indiferencia y silencio habituales y no dijo nada más.

Al séptimo día de la estancia de Deborah en la casa matriz, regresó de Haarlem uno de nuestros miembros femeninos (persona a la que usted ha estudiado mucho y de la que ha oído hablar mucho también), adonde había ido a visitar a su hermano, un hombre de lo más corriente. Ella, por el contrario, no lo era; me refiero a la gran bruja Geertruid van Stolk. En aquella época era la más poderosa de nuestros miembros, tanto hombres como mujeres. Le contaron enseguida la historia de Deborah y le pidieron que hablara con la niña para ver si podía leer sus pensamientos.

Geertruid fue a verla enseguida, pero Deborah sólo al oír que esta mujer se acercaba, se levantó de un salto, arrojó la labor y retrocedió contra la pared.

Miró fijamente a Geertruid con una expresión de odio puro e intentó escapar de la habitación, arañando las paredes como si intentara atravesarlas. Al final encontró la puerta y corrió escaleras abajo hacia la calle.

Roemer y yo la contuvimos, rogándole que se calmara y diciéndole que nadie quería hacerle daño. —¡Tenemos que hacer que esta niña rompa el silencio! —dijo Roemer al final.

Mientras Geertruid me pasó una nota escrita deprisa en latín: "La muchacha es una bruja poderosa", y yo se la di a Roemer sin decir palabra.

Le suplicamos a Deborah que viniera con nosotros al estudio de Roemer, una habitación grande y cómoda, como usted bien sabe puesto que la ha heredado, pero que en aquella época estaba llena de relojes —a él le gustaban mucho— que luego se distribuyeron por toda la casa.

Roemer siempre tenía las ventanas que daban al canal abiertas y parecía como si todos los agradables sonidos de la ciudad invadieran la soleada habitación. Le daba un aire alegre. Hizo pasar a Deborah y le rogó que se sentara y se calmara. La muchacha se apoyó sobre el respaldo y una expresión de dolor y fatiga asomó a sus ojos.

Dolor. Vi tanto dolor en aquel instante que casi se me llenan los ojos de lágrimas. Porque la máscara de indiferencia se había desvanecido por completo y sus labios temblaban. —¿Quiénes sois vosotros? —preguntó—. En nombre de Dios, ¿qué es lo que queréis de mí?

—Deborah —dijo Roemer con suavidad—, escúchame y te lo explicaré claramente. Durante todo este tiempo hemos intentado saber hasta qué punto podías comprender. —¿Y qué hay que comprender? —preguntó con odio. Una voz vibrante de mujer surgía de su pecho henchido, y mientras sus mejillas se encendían, se convirtió en una mujer dura, fría y amargada por los horrores que había presenciado. ¿Dónde estaba la niña?, pensé yo, desesperado.

Deborah se volvió y me miró primero a mí y luego a Roemer, que estaba intimidado como nunca lo había visto, pese a que rápidamente hizo un esfuerzo para sobreponerse y continuar.

—Somos una orden de estudiosos y nuestro objetivo es investigar a aquellos que poseen poderes singulares, poderes como el que tenía tu madre, que equivocadamente se consideran diabólicos, y poderes como el que tú misma quizá poseas. ¿No es verdad que tu madre podía curar? Muchacha, estos poderes no vienen del diablo. ¿Ves todos estos libros que hay a tu alrededor?

Están llenos de personas similares; en algunos lugares lo llaman hechicería, en otros, brujería, pero ¿qué tiene que ver el diablo con todo esto? Si tú tienes tales poderes, confía en nosotros; podemos enseñarte qué se puede y qué no se puede hacer.

—Está leyendo nuestros pensamientos, Petyr-me dijo Roemer en voz baja —, pero esconde los suyos de nosotros.

Deborah se sobresaltó, pero siguió sin decir nada.

—Hija —dijo Roemer—, lo que has visto es terrible, pero seguro que no crees en las acusaciones hechas contra tu madre. Dinos, por favor, con quién hablabas la noche en que Petyr te escuchó en la posada. Si puedes ver espíritus, cuéntanoslo. No te pasará nada.

Silencio.

—Hija, deja que te muestre mi propio poder. No viene de Satán y no hace falta evocarlo para utilizarlo. Yo no creo en Satán. Ahora mira los relojes que hay a tu alrededor, el alto reloj de caja de allí, el del péndulo que está a tu izquierda, el de la repisa de la chimenea y el de aquel escritorio.

Deborah los miró —con gran alivio para nosotros, por lo menos comprendía —, y luego observó consternada cómo Roemer, sin mover una sola partícula de su cuerpo, hizo que todos se detuvieran.

El incesante tictac había desaparecido de la habitación, dejando un silencio tan grande como si se hubieran acallado los ruidos del canal de abajo.

—Hija, confía en nosotros, porque aquí compartimos estos poderes —dijo Roemer, y dirigiéndose a mí me pidió que los hiciera funcionar otra vez con el poder de mi mente.

Yo cerré los ojos y dije a los relojes: —En marcha. —Los relojes hicieron lo que les ordenaba y la habitación se llenó otra vez de tictacs.

Mientras los ojos de Deborah iban de Roemer a mí, su rostro pasó de una fría indiferencia a un súbito desprecio. Saltó de la silla y retrocedió hasta la biblioteca, mirándonos con malevolencia. —¡Ah, brujos! —gritó—. ¿Por qué no me lo dijisteis? ¡Todos vosotros sois brujos! Estáis a las órdenes de Satán. ¡Es verdad, verdad, verdad! —gritó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. —¡No, hija, no! —exclamó Roemer—. No tenemos nada que ver con el diablo. Nosotros sólo queremos comprender lo que otros condenan.

—Deborah —grité yo—, olvida las mentiras que te han enseñado. ¡Nadie en la ciudad de Amsterdam va a quemarte! Piensa en tu madre. ¿Qué decía ella sobre lo que hacía antes de que la torturaran y la obligaran a decir lo que ellos querían?

Ah... me equivoqué, Stefan. Pero cómo iba a saberlo. ¡Cómo iba a saberlo!

No me di cuenta de mi error hasta que vi su cara de desesperación mientras se tapaba los oídos con las manos. ¡Su madre creía que era malvada!

Luego, de sus labios temblorosos salieron más condenas. —¿Así que sois perversos? ¿Así que sois brujos? —¡Parar relojes! Pues bien, ¡os demostraré lo que puede hacer el diablo en manos de una bruja!

Se desplazó hasta el centro de la habitación y levantó la mirada hacia la ventana, hacia el cielo, y exclamó:

—Ven ahora, Impulsor mío, demuéstrales a estos pobres brujos el poder de una gran bruja y su demonio. ¡Rompe todos los relojes!

De pronto una sombra negra cubrió la ventana, como si el espíritu que había invocado se hubiera con-densado, transformándose en algo pequeño y poderoso dentro de la habitación.

Los finos cristales que cubrían los relojes se hicieron añicos, las juntas de las cajas de madera se desgarraron, saltaron los muelles y los relojes se cayeron del escritorio, de la repisa, de la chimenea. Hasta el alto reloj de caja se estrelló contra el suelo.

Roemer estaba alarmado porque pocas veces había visto un espíritu con semejante poder, y lo sentíamos ahí, rozando nuestra ropa, como si pasara junto a nosotros y extendiera sus tentáculos invisibles, como si estuviera allí para obedecer las órdenes de la bruja. —¡Condenaos en el infierno, brujos! ¡Yo no seré vuestra bruja! —gritó Deborah, y mientras los libros comenzaban a caerse a nuestro alrededor, huyó una vez más de nosotros y la puerta se cerró de un portazo a sus espaldas. No pudimos abrirla ni siquiera haciendo palanca, pese a que lo intentamos.

Pero el espíritu ya se había marchado, ya no teníamos nada que temer. Tras un largo silencio, pudimos abrir otra vez la puerta y salimos en busca de Deborah. Nos quedamos perplejos al ver que hacía rato que se había marchado de la casa.

Pues bien, como usted sabe, Stefan, por aquella época Amsterdam era una de las ciudades grandes de Europa, tendría alrededor de ciento cincuenta mil habitantes, y Deborah se había esfumado en medio de la ciudad. Ninguna de las pesquisas realizadas en burdeles y tabernas dio resultado. Hasta fuimos a ver a la duquesa Anna, la prostituta más rica de Amsterdam, porque era probable que una hermosa muchacha como Deborah encontrara refugio allí. La duquesa se alegró como siempre de vernos y hablar con nosotros, nos ofreció vino, pero no sabía nada de la misteriosa chica.

Dos semanas más tarde un joven alumno de Rembrandt, que hacía poco había llegado de Utrecht, me dijo que la muchacha que estábamos buscando vivía ahora con el viejo retratista Roelant, artista que en su juventud había estudiado muchos años en Italia y que apenas podía pagar sus deudas, a pesar de que su obra tenía mucha aceptación, porque estaba extremadamente enfermo y débil.

Fui a ver a Roelant de inmediato, lo conocía y siempre había sido afable, pero me cerró la puerta en las narices. No tenía tiempo para visitas de "eruditos locos", como nos llamó, y me advirtió en términos duros que incluso en Amsterdam era posible que expulsaran a personas extrañas como nosotros.

Roemer me dijo que debía dejar las cosas por un tiempo, y usted sabe, Stefan, que sobrevivimos gracias a la discreción y así conseguimos mantener nuestra orden. Pero al cabo de un tiempo vimos que Roelant pagaba todas sus viejas deudas, que eran muchas, y que él y sus hijos vestían con una elegancia que sólo podría describirse como de personas ricas en extremo.

Se decía que Deborah, una chica escocesa de gran belleza, acogida para criar a los niños, había preparado un ungüento para sus dedos lisiados, que los calentaba y los aflojaba de modo que otra vez podían sostener los pinceles.

Según los rumores que circulaban, parece ser que le pagaban muy bien por sus nuevos retratos; pero, Stefan, tendría que haber pintado tres o cuatro por día para pagar el mobiliario y el vestuario que había ahora en aquella casa.

Pronto nos enteramos de que la escocesa era rica, la amada hija ilegítima de un noble de aquel país, y pese a que su padre no podía reconocerla, le mandaba mucho dinero, que ella, generosamente, compartía con los Roelant, que habían tenido la bondad de acogerla. ¿Quién sería?, me pregunté. ¿El noble de aquel enorme castillo escocés que brillaba como una masa de rocas naturales sobre el valle del que me había llevado a su "engendrada en las rondas", descalza, sucia, marcada hasta los huesos por el látigo, incapaz siquiera de comer sola? ¡Vaya cuento más bonito!

Sin embargo, en casa de Roelant todo era satisfacción, y el viejo pintor se casó con la joven antes de que pasara un año. Dos meses antes de que la boda se llevara a cabo, Rembrandt, el maestro, ya la había pintado, y un mes después de celebrarse ésta, se expuso el cuadro en el salón de Roelant para que todos lo vieran.

En el retrato llevaba al cuello la mismísima esmeralda brasileña que tanto había deseado aquel día en que yo la había sacado a pasear. La había comprado al joyero hacía tiempo, junto con toda la plata y joyas con las que se había encaprichado, así como pinturas de Rembrandt, Hals y Judith Leister, a quienes tanto admiraba.

Al final ya no pude aguantar más tiempo mantenerme alejado. La casa estaba abierta para admirar el retrato de Rembrandt, del que Roelant estaba justificadamente orgulloso. Mientras cruzaba la entrada para ver el cuadro, el viejo Roelant no hizo el menor gesto de impedirme el paso, al contrario, se acercó cojeando, apoyado en su bastón, y me ofreció un vaso de vino. Luego me señaló a su amada Deborah en la biblioteca de la casa, que estudiaba latín y francés con un tutor, porque era su mayor deseo. Roelant dijo que aprendía muy deprisa, era asombroso, y que Deborah últimamente había leído a Anna Maria van Schurman, que sostenía que las mujeres eran incluso tan capaces como los hombres para aprender. El pintor parecía rebosante de alegría. Al ver a Deborah, llena de joyas y vestida de terciopelo verde, dudé de su edad.

Parecía una mujer de unos diecisiete años. Llevaba mangas amplias, faldas voluminosas y un lazo verde con rosas de satén en su cabellera negra. Hasta sus ojos parecían verdes con todo el esplendor de la tela que la rodeaba. Me sorprendió que ni siquiera Roelant supiera lo joven que era. De mi boca no había salido ni una palabra para desenmascarar todas las mentiras que circulaban en torno a ella. Me quedé inmóvil, herido por su belleza, como si ella hubiera descargado una lluvia de golpes sobre mis hombros y mi cabeza. Y cuando levantó la mirada y me sonrió, recibí el golpe de gracia.

Ahora debo irme, pensé, y dejar que se asiente el vino. Pero ella se acercó a mí, sin dejar de sonreír, me tomó de las manos y me dijo:

—Petyr, ven conmigo. —Y me llevó a un cuarto pequeño lleno de armarios, en los que guardaba la ropa blanca de la casa.

Qué refinamiento tenía, y qué gracia. Una dama de la corte no lo habría hecho mejor. Pero si pensaba en ello, si consideraba los recuerdos que tenía de aquel día en el carro, en el cruce de caminos, debo decir que también me había parecido una princesita.

Sin embargo, había cambiado mucho desde entonces. Los haces de luz que atravesaban la habitación me permitieron inspeccionarla en detalle. La encontré llena de vigor, perfumada, con las mejillas sonrosadas. Lucía la esmeralda brasileña engarzada en filigranas de oro sobre su pecho alto y rotundo. —¿Por qué no le has contado a nadie lo que sabías de mí? —me preguntó, como si no supiera la respuesta.

—Deborah, lo que te dijimos sobre nosotros era verdad. Sólo queríamos ofrecerte refugio y nuestros conocimientos sobre los poderes que posees.

Puedes ir a vernos siempre que lo desees.

Se rió.

—Eres un tonto, Petyr, pero me has sacado de la oscuridad y la miseria y me has traído a un mundo maravilloso. —Se metió la mano en un bolsillo oculto del amplio vestido y sacó un puñado de esmeraldas y rubíes—. Toma esto, Petyr.

—Deborah —murmuré—, ¿de dónde has sacado estas joyas? ¿Y si te acusan de robarlas?

—Mi demonio es demasiado listo para eso, Petyr. Vienen de muy lejos y lo único que preciso para tenerlas es pedirlas. Compré la esmeralda que llevo al cuello sólo con una fracción insignificante de este suministro interminable. El nombre de mi demonio está grabado en el engarce de oro, Petyr. Tú lo sabes, pero te advierto que no intentes nunca invocarlo, porque está sólo a mi servicio y destruye a todos los que lo invocan por su nombre.

—Deborah, vuelve con nosotros —le rogué—, sólo de día, si lo deseas, o algunas horas de vez en cuando para hablar con nosotros, cuando tu marido te lo permita. Tu espíritu no es un demonio, pero es poderoso, y puede hacer cosas perversas por la temeridad y picardía que caracteriza a los espíritus.

Deborah, no es un juego, ¡y tú lo sabes! Estas cosas, cuanto más hablas con ellas, más fuertes se vuelven...

Me hizo callar. Ahora sentía desprecio por mí. Insistió otra vez que cogiera las joyas. Me dijo directamente que era un tonto porque no sabía usar mis poderes y luego me agradeció haberla traído a la ciudad perfecta para las brujas y se rió con una risa perversa.

—Deborah, nosotros no creemos en Satán, pero creemos en el mal. Y el mal es destructivo para la humanidad. Te suplico que tengas cuidado con ese espíritu. No creas lo que te dice sobre él y sus intenciones, porque en realidad nadie sabe lo que son esos seres.

—Basta, Petyr, me pones de mal humor. ¿Qué te hace pensar que el espíritu me dice algo? ¡Soy yo la que habla con él! Mira las demonologías, Petyr, los viejos libros escritos por el clero furioso que sí cree en demonios. Esos libros dicen más verdades sobre cómo controlar a los demonios de lo que te imaginas.

Los he visto en vuestra biblioteca. Era la única palabra que sabía en latín, demonología, porque había visto esos libros antes. Le dije que los libros estaban llenos de verdades y de mentiras. Me alejé de ella con tristeza. Me pidió una vez más que cogiera las joyas. Le dije que no lo haría. Las metió en mi bolsillo y acercó sus tibios labios a mi mejilla. Yo salí de la casa.

Tras aquel episodio, Roemer me prohibió que la viera. Nunca le pregunté qué hizo con las gemas. Las reservas del tesoro de Talamasca nunca fue asunto de mi incumbencia. Sabía entonces lo mismo que sé ahora: que se pagaban mis deudas y no me faltaba ropa. Tengo en mi bolsillo el dinero que me hace falta.

Ni siquiera cuando Roelant enfermó, y puedo asegurarle que no fue por culpa de ella, Stefan, me permitieron visitarla.

Pero lo raro era que a menudo la veía en extraños lugares, a veces sola, otras con alguno de los hijos de Roelant déla mano, vigilándome desde lejos. Una vez la vi en la calle, pasaba por delante de la casa de Talamasca, justo debajo de mi ventana. En otra oportunidad fui a visitar a Rembrandt van Rijn, y allí estaba ella, sentada junto a Roelant, cosiendo, y mirándome de reojo.

Hubo momentos en los que imaginé que me perseguía. A veces, mientras caminaba solo, pensaba en ella y recordaba nuestros primeros momentos juntos, la forma en que le daba de comer y la bañaba como a una niña. No pretendo decir con esto que pensaba en ella como una niña, pero de repente me detenía, me volvía, y allí estaba ella, caminando detrás de mí, con su elegante capa con capucha, clavándome la mirada antes de girar por otra calle.

Un mes antes de la muerte de Roelant llegó una joven pintora de exquisito talento, Judith de Wilde, y se instaló en la casa. Poco después de la muerte del pintor, llegó también su anciano padre, Antón de Wilde.

Los hermanos de Roelant se llevaron a los hijos de éste al campo, y la viuda de Roelant y Judith de Wilde se quedaron al frente de la casa. Aunque se ocupaban con esmero del anciano, vivían una vida alegre llena de diversiones.

La casa estaba día y noche abierta a escritores, estudiantes, pintores, además de los alumnos de Judith, que la admiraban tanto como podían admirar a cualquier pintor varón, porque era excelente y, además, miembro del Gremio de St. Luke, igual que un hombre.

Yo no podía entrar a la casa por la prohibición de Roemer, pero muchas veces pasaba por delante y si me demoraba lo suficiente, se lo juro, la silueta oscura de Deborah aparecía detrás de la ventana de arriba. A veces, lo único que veía era el brillo de su esmeralda, pero otras ella abría la ventana y me llamaba en vano con señas.

Roemer en persona fue a verla, pero ella lo despidió.

—Cree que sabe más que nosotros —dijo con tristeza—. Pero no sabe nada, si no no jugaría con aquello. Es el error que siempre cometen las hechiceras, ¿sabes?, creer que tienen poder absoluto sobre las fuerzas ocultas y que éstas las obedecen, cuando en realidad no es así. ¿Y qué me dices de sus intenciones, su conciencia y su ambición? ¡Cómo la corrompe ese ser! Es anormal, Petyr, y ciertamente peligroso.

—Si yo quisiera, ¿podría invocarlo, Roemer?

—Nadie lo sabe, Petyr. Si lo intentaras, quizá podrías y a lo mejor una vez lo hubieras llamado te sería imposible librarte de él; ahí reside la trampa. Jamás lo invocarás con mi permiso, Petyr. ¿Me estás escuchando?

—Sí, Roemer-respondí, obediente como siempre. Pero él sabía que mi corazón había sido corrompido y conquistado por Deborah, como si me hubiera embrujado.

—Por ahora no podemos ayudarla, está fuera de nuestras posibilidades —me dijo—. Ocupa tu mente con otras cosas.

Hice todo lo posible por obedecer la orden. Sin embargo, no pude evitar enterarme de que muchos caballeros de Francia e Inglaterra la cortejaban. Sus riquezas eran tan vastas y sólidas que ya nadie dudaba de su origen ni se preguntaba si en algún momento había sido pobre. Su educación avanzaba a gran velocidad y tenía una devoción tan grande por Judith de Wilde y su padre que, aunque permitía que los pretendientes la visitaran, no mostraba ninguna prisa por casarse.

Pues bien, ¡fue uno de estos pretendientes quien al fin se la llevó!

Nunca supe con quién se había casado, ni cuándo se celebró la boda. Vi a Deborah sólo una vez más y en aquel momento no sabía lo que sé ahora: que era su última noche antes de partir.

Un ruido en mi ventana me despertó a la noche, un golpeteo regular sobre el cristal que no podía ser accidental. Fui a ver si algún ladronzuelo había subido por el tejado, después de todo yo entonces me alojaba en el cuarto piso, en la orden era poco más que un niño y me habían dado sólo una habitación modesta, aunque muy cómoda.

La ventana estaba cerrada como debía estar, pero abajo, sobre el muelle, había una mujer sola con una capa negra que me miraba. Abrí la ventana y me hizo señas de que bajara.

Yo sabía que era Deborah, pero estaba enloquecido, como si un súcubo se hubiera metido en mi cuarto, arrancado las mantas y empezado a trabajar con su boca.

Salí de puntillas de la casa para evitar cualquier pregunta y allí estaba ella, esperándome, con la esmeralda en su cuello, brillando en la oscuridad como un gran ojo. Me llevó con ella a su casa por las calles de atrás.

Qué mobiliario tan costoso tenía la dama, qué alfombras tan espesas, qué maderas tan finas. Pasamos junto a unas vitrinas llenas de objetos de plata y porcelana y me condujo por la escalera a sus aposentos y, de allí, a una alcoba con una cama cubierta de terciopelo verde.

—Me caso mañana, Petyr —me dijo. —¿Entonces para qué me has traído aquí, Deborah? —le pregunté; pero estaba consumido de deseo, Stefan. Se quitó la capa, la dejó caer al suelo y vi sus pechos llenos, realzados por el lazo del vestido, y sentía locos deseos de tocarlos, pero no me moví. Su talle, apretado con fuerza por el corsé, su cuello blanco y la curva de sus hombros, todo en ella me excitaba. No había ni una partícula de su piel que no deseara devorar. Me sentía como una fiera en una jaula.

—Petyr —dijo, y me miró a los ojos—, sé que has entregado las piedras preciosas a tu orden y no has querido aceptar mi gratitud. Así que déjame darte ahora lo que tanto deseabas de mí durante nuestro largo viaje, y que tu gentileza te impidió tomar.

—Pero, Deborah, ¿por qué haces esto? —pregunté, decidido a no aprovecharme de ella en modo alguno, porque podía leer la angustia en sus ojos.

—Porque quiero, Petyr —dijo, de pronto, mientras me abrazaba y cubría de besos—. Deja Talamasca, Petyr, y ven conmigo. Si te casas conmigo, dejaré al otro hombre. —Deborah, ¿por qué me pides algo así? Se rió con tristeza y amargura. —Me siento sola, Petyr, me hace falta tu comprensión. Necesito alguien a quien no tenga que ocultar nada. Somos brujos, Petyr, pertenezcamos a Dios o al diablo, tú y yo somos brujos. Tú sabes que me deseas, Petyr, y que siempre me has deseado. ¿Por qué no te entregas? Ven conmigo; si Talamasca no te permite ser libre, nos iremos de Amsterdam, nos marcharemos juntos. No hay nada que no pueda conseguir para ti, nada que no pueda darte, sólo quédate conmigo, déjame estar cerca de ti y no sentir más miedo. Puedo contarte quién soy y qué le sucedió a mi madre. Puedo contarte todo lo que me perturba, Petyr, contigo no tengo miedo.

Al decir esto su rostro se entristeció aún más y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Mi joven prometido es bello y posee todo lo que siempre soñé poseer cuando me sentaba descalza y sucia en la puerta de mi cabaña. Es el caballero que pasa cabalgando camino de su castillo, y me lleva con él hacia otras tierras.

Es como si hubiera entrado en los cuentos de hadas que me contaba mi madre: yo seré la condesa y todos los poemas y canciones se convertirán en realidad.

Ahora mi pasado me resulta algo fantasmal —exclamó con suavidad, mientras los ojos se le agrandaban como si se maravillara de ello—. ¿He vivido alguna vez en un sitio como aquél? ¿He visto morir a mi madre?

—No saques esos recuerdos a la luz, Deborah. Deja que las viejas imágenes se desvanezcan.

—Petyr, ¿recuerdas cuando hablaste conmigo por primera vez y me dijiste que mi madre no era mala, que eran los hombres los que habían sido malos con ella? ¿Por qué creíste algo así?

—Tú me dijiste que era una bruja, Deborah, y por Dios, ¿qué es una bruja?

—Ay, Petyr, recuerdo cuando paseaba con ella por el campo en noches sin luna, por el lugar donde estaban las piedras. —¿Y qué pasó, querida? ¿Vino el diablo con sus diabólicas pezuñas?

Sacudió la cabeza y me hizo ademán de que me callara, prestara atención y me portara bien.

—Petyr —dijo—, ¡fue un inquisidor el que le enseñó magia negra! Ella me mostró el libro. Un hombre que había venido a nuestro pueblo cuando yo era muy pequeña, todavía gateaba, y llegó a nuestra cabaña para hacerse curar una herida en la mano. Se sentó con mi madre junto al fuego y le habló de todos los lugares en los que había estado por su trabajo y de las brujas que había quemado. "Cuidado, hija", le dijo, o por lo menos eso es lo que me contó mi madre más tarde, y sacó el perverso libro de su morral de cuero. Se llamaba Demonologie y se lo leyó, porque ella no sabía leer latín, bueno, ni ninguna otra lengua, y le mostró las ilustraciones a la luz de la lumbre para que pudiera verlas bien. »La última noche, mientras yacían juntos, le habló de las torturas, las quemas y los gritos de las condenadas. Cuidado, hija, le dijo antes de marcharse. »Ella me lo contó más tarde; yo tendría unos seis o siete años cuando me explicó toda la historia. Nos sentamos junto al fuego de la cocina y me dijo: Ven y verás. Salimos al campo y cuando llegamos a las piedras buscamos a tientas el centro del círculo. Allí nos quedamos clavadas, inmóviles, para sentir el viento. »La oí canturrear mientras me cogía de la mano. Luego bailamos en círculo, dando vueltas una y otra vez. Empezó a cantar más alto y a pronunciar palabras en latín para invocar al demonio y, luego, extendiendo los brazos, le pidió que viniera. »La noche estaba vacía y nadie respondió. Yo me pegué a sus faldas y le apreté su mano fría. Entonces sentí que algo surgía de los prados, parecía una brisa.que se transformaba en viento a medida que se acercaba a nosotras. Sentí que me tocaba el pelo y luego la nuca. Sentí como si nos envolviera con aire.

Entonces lo oí hablar, aunque no eran palabras, y decía: ¡Estoy aquí, Suzanne! »Ay, con qué placer se rió mi madre; cómo bailó. Se retorcía las manos como una niña, reía y se echaba el cabello hacia atrás. ¿Lo has visto, hija?, me preguntó. Yo respondí que lo sentía y lo oía muy cerca de nosotras. »Luego él volvió a hablar. Llámame por mi nombre, Suzanne, dijo. »Mi madre respondió: Te llamaré Impulsor, porque impulsas el viento que azota los prados, porque impulsas el viento que agita las hojas de los árboles. ¡Ven ahora, Impulsor mío, desata una tormenta sobre Donnelaith y sabré que soy una bruja poderosa y que lo haces por amor a mí! »Cuando llegamos a la cabaña y cerramos de un portazo, el viento rugía sobre los campos y se oía por la chimenea. Nos sentamos junto al fuego, riendo como niñas. ¿ Has visto? ¿ Has visto? Lo he hecho yo, murmuró mi madre. La miré a los ojos y vi lo que siempre había visto, lo que siempre vería incluso en su última hora de agonía y dolor: los ojos de una tonta, de una chiquilla boba que se reía, la boca tapada con una mano, mientras sostenía un dulce robado con la otra. Para ella era un juego, Petyr, ¡un juego!

—Ya veo, amada mía —dije.

—Ahora dime que no existe Satán. ¡Dime que no salió de las tinieblas para reclamar a la bruja de Donnelaith y llevarla a la hoguera! Fue el Impulsor quien encontraba los objetos que otros perdían, fue el Impulsor quien trajo el oro que le encontraron; fue el Impulsor quien le contaba los secretos de traiciones que luego ella revelaba a oídos interesados. Y fue el Impulsor quien hizo que granizara sobre la ordeñadora que luego se peleó con ella, quien hizo castigar a sus enemigos, por lo que se conoció su poder. Ella no podía darle órdenes, Petyr, no sabía cómo usarlo. Y como una niña que juega con una vela, encendió el fuego que la quemó. —¡No cometas el mismo error, Deborah! —le susurré, mientras la besaba—.

Nadie da órdenes a un demonio, precisamente porque eso es lo que es.

—Ah, no, es más que eso. Te equivocas por completo. Pero no temas por mí, Petyr, no hay razón, yo no soy mi madre.

Nos quedamos en silencio junto al fuego, aunque yo suponía que ella no querría estar tan cerca. En el momento en que apoyó la frente sobre la piedra, volví a besarla en la mejilla y le eché hacia atrás la larga cabellera negra.

—Petyr —me dijo—, nunca más pasaré hambre ni viviré en la suciedad en que vivía. Jamás estaré a merced de hombres absurdos.

—No te cases, Deborah. ¡No te vayas! Quédate conmigo. Ven a Talamasca y juntos descubriremos la naturaleza de ese ser...

—No, Petyr, sabes que no lo haré. —Sonrió entonces con tristeza—. Eres tú quien debe venir conmigo. Nos marcharemos juntos. Habíame ahora con tu voz secreta, la voz con la que puedes ordenar a los relojes que se detengan y a los espíritus que se presenten, y quédate conmigo, serás mi desposado. Ésta será la noche de bodas de los brujos.

Iba a responderle con mil protestas, pero cubrió mi boca con su mano y luego con su boca. Me besó con tal ardor que ya no recuerdo nada más que haberle arrancado la ropa que la ceñía y haberla poseído en la cama con las cortinas corridas a nuestro alrededor; un tierno cuerpo de niña, que yo había lavado y vestido, con pechos y secretos de mujer. ¿Por qué me torturo escribiendo esto? Estoy confesando mi viejo pecado, Stefan. Le cuento todo lo que hice porque no puedo escribir sobre esta mujer sin una confesión, por lo tanto, continúo.

Nunca he celebrado los ritos del amor con semejante abandono. Nunca he conocido tal voluptuosidad y dulzura como con ella.

Porque ella creía ser una bruja, Stefan, y, por lo tanto, que era mala; y éstos eran ritos demoníacos que ella celebraba con total entrega. Sin embargo, era también dulce y cariñosa, se lo juro, y esta mezcla, en efecto, era un brebaje hechizador, raro y poderoso.

Me vestí, fatigado, sin desear otra cosa en toda la cristiandad que su cuerpo y su alma. Sin embargo, la abandonaba. Me iba a casa a contarle a Roemer lo que había hecho. Regresaba a la casa matriz, que en realidad era mi padre y mi madre. Sabía que no tenía otra alternativa.

—Adiós, mi curita —me dijo—. Buena suerte y ojalá Talamasca te recompense por haberme abandonado. —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le besé las manos con pasión y apoyé mi cara contra su pelo—. Vete, Petyr —dijo al fin—, y no me olvides.

Creo que uno o dos días más tarde me dijeron que se había marchado.

Estaba desconsolado, me pasaba el día llorando y tratando de escuchar a Roemer y Geertruid, pero no oía lo que me decían. Lo único que sé es que no estaban enfadados como yo suponía que iba a encontrarlos.

Roemer fue a ver a Judith de Wilde y le compró el retrato de Deborah hecho por Rembrandt van Rijn que cuelga hasta el día de hoy en nuestra casa.

Pasó quizás un año entero hasta que conseguí recuperarme física y espiritualmente. Nunca más volví a romper las reglas de Talamasca. Viajé por los Estados Germánicos, por Francia e incluso por Escocia e hice mi trabajo de salvar brujas y escribir sobre ellas y sus tribulaciones como siempre habíamos hecho.

Stefan, ahora sabe la historia de Deborah tal como ha sido y comprenderá la sorpresa de toparme con la tragedia de la condesa de Montcleve tantos años después, en esta ciudad fortificada de Cévennes de Languedoc, y descubrir que se trata de Deborah Mayfair, la hija de la bruja escocesa.

Ahora podrá usted comprender con qué miedo y tristeza entré en la celda de la prisión. Mi prisa me impidió pensar hasta el último minuto que la dama, encogida sobre un jergón de paja, vestida con harapos, podía levantar la mirada, reconocerme, llamarme por mi nombre y, en su desesperación, echar a perder mi disfraz.

Pero no lo hizo.

Mientras yo entraba en la celda, levantándome la sotana para parecer un clérigo que no quisiera ensuciarse con toda aquella porquería, posé la mirada sobre ella, pero no vi signo, alguno de que me reconociera.

Sin embargo, me alarmó que me mirara con firmeza; le dije entonces al tonto del párroco que tenía que examinarla a solas. No quería dejarme con ella, pero le expliqué que había visto muchas brujas, que ésta no me asustaba en lo más mínimo y que tenía que hacerle muchas preguntas. Si tenía la amabilidad de esperarme en la rectoría, terminaría pronto. Luego saqué del bolsillo unas monedas de oro y añadí:

—Acéptelas para su iglesia, padre, sé que le he ocasionado muchas molestias. —Con esto se terminó la historia y el imbécil se marchó.

La puerta se cerró de repente y aunque se oían murmullos en el corredor, vi que estábamos solos.

—Petyr, ¿de verdad eres tú?

—Sí, Deborah —dije.

—Ah, pero no has venido a salvarme, ¿no? —preguntó, cansada.

Mi corazón se encogió al oír el tono de su voz, porque era la misma voz que me había hablado en la alcoba de Amsterdam aquella última noche. Tenía un tono ligeramente más grave y quizá la musicalidad sombría de alguien que había sufrido.

—No puedo hacerlo, Deborah. Aunque lo intentara, sé que fracasaría.

No pareció sorprenderse, a pesar de todo me sonrió.

Levanté la vela otra vez, me acerqué a ella y me arrodillé sobre el jergón para poder mirarla a los ojos. Vi los mismos ojos que recordaba, las mismas mejillas mientras me sonreía, ese semblante terso y descarnado no podía ser nadie más que mi Deborah, convertida ya en espíritu, con toda su belleza intacta.

No hizo gesto de acercarse a mí, pero examinó mi rostro como si fuera una pintura. Con un torrente de palabras compasivas y lastimeras le expliqué que no sabía nada de sus infortunios, que había venido al pueblo solo, como parte de mi trabajo paraTalamasca, y que había descubierto, con gran pesar, que ella era la persona de la que tanto había oído hablar. Me silenció con un sencillo gesto.

—Moriré mañana, y no hay nada que puedas hacer.

—Pero habrá algo de clemencia —dije—, porque tengo en mi poder unos polvos que mezclados con agua te harán entrar en un letargo que te impedirá sufrir. Incluso más, puedo darte una cantidad que te hará morir si es ése tu deseo, y podrás engañar a las llamas. Sé que puedo ponerlo en tus manos. El viejo párroco es un idiota. Pareció profundamente afectada por mi oferta, aunque sin ninguna prisa por aceptarla.

—Petyr, debo contar con mis sentidos cuando me lleven a la plaza. Te aconsejo que te vayas del pueblo cuando empiecen los procedimientos o que te quedes a salvo bajo techo y detrás de una ventana cerrada, si es que debes quedarte para comprobarlo por ti mismo. —Deborah, ¿estás pensando en escapar? —No, no, Petyr, eso está fuera de mi alcance y más allá del poder de aquel que me obedece. Para un espíritu es muy sencillo poner una joya pequeña o una moneda de oro en manos de una bruja, ¿pero cómo va a abrir prisiones o vencer a guardias armados? Es imposible. —Luego, como si estuviera perturbada, añadió con un brillo terrible en los ojos—: ¿Sabes que mis propios hijos testificaron en mi contra? ¿Que mi amado Chrétien ha llamado bruja a su propia madre?

—Supongo que lo obligaron, Deborah. ¿Quieres que vaya a verlo? ¿Qué puedo hacer por ti? Al oír esto negó con la cabeza. —Hay mucho más, Petyr.

Cuando mi esposo murió creí que yo era inocente. Pero he pasado más de un mes en esta celda pensando en ello y el hambre y el dolor han afilado mi mente.

—Deborah, ¡no creas lo que tus enemigos dicen de ti, no importa cuántas veces te lo repitan ni lo bien que lo digan!

No me contestó. Parecía indiferente a lo que le decía. Luego, se volvió hacia mí y me dijo:

—Petyr, hazme un favor. Si mañana me llevan atada a la plaza, que es mi peor miedo, pide que me desaten los brazos y las piernas para poder llevar la pesada vela en penitencia, como siempre se acostumbra por estas regiones. No dejes que mis pies heridos te inspiren lástima. ¡Temo más a las cuerdas que a las llamas!

—Lo haré —dije—, pero no tienes por qué preocuparte, te harán llevar la vela y caminar por el pueblo hasta la escalinata de la catedral. Una vez allí te atarán y te conducirán a la hoguera. —Casi no podía continuar.

—Escucha, tengo que pedirte algo más.

—Sí, dime, por favor.

—Cuando todo haya terminado y te marches del pueblo, escribe lo que voy a decirte a mi hija Charlotte Fontenay, casada con Antoine Fontenay, y envíalo a Santo Domingo, en la Hispaniola, a la atención del comerciante Jean-Jaques Toussaint, en Puerto Príncipe.

Repetí el nombre y la dirección completa.

—Dile que no sufrí en la hoguera, aunque no sea cierto.

—Haré que lo crea.

Aquí sonrió amargamente.

—Quizá no —dijo—, pero hazlo lo mejor que puedas. —¿Quemas?

—Dale otro mensaje, y éste lo tienes que recordar palabra por palabra. Dile que proceda con cuidado, que aquel que le he enviado para que le obedezca, a veces hace cosas por nosotras que él cree que queremos que haga. Y dile además que aquel que le envío saca sus propias conclusiones sobre nuestras intenciones, tanto de nuestros irreflexivos pensamientos como de las meditadas palabras que le decimos. ¿Comprendes lo que te digo? ¿Y comprendes por qué debes transmitírselo a ella?

—Sí, lo comprendo. Lo veo claramente. Tú deseabas que tu marido muriera porque te engañaba. Y el demonio provocó la caída.

—Es más profundo. No trates de entenderlo. Nunca deseé su muerte. Lo amaba. ¡Y no sabía que me engañaba! Pero, por su propia seguridad, debes transmitirle a Charlotte lo que te he dicho, porque mi invisible servidor no puede hablarle sobre su naturaleza cambiante, no puede explicarle lo que él mismo no comprende.

—Ah, pero...

—Ahora no me hagas discursos moralizantes, Petyr. Para eso, habría sido mejor que no vinieras. Ella tiene la esmeralda. Cuando yo muera, él irá a ella. —¡No le mandes el espíritu, Deborah!

Suspiró con gran desilusión y desesperación.

—Por favor, te lo ruego, haz lo que te he pedido. —¿Qué pasó con tu marido, Deborah?

—Mi marido se estaba muriendo cuando se presentó mi Impulsor y me hizo saber que él le había jugado una mala pasada para que se cayera en el bosque. " ¿ Cómo has podido hacer algo así, si yo no te lo he pedido?", le pregunté.

"Deborah, si hubieras mirado en su corazón, como yo lo hice, me habrías dicho que lo hiciera."

Me quedé helado, Stefan. ¿Cuándo hemos visto tal complicidad y premeditación en un diablo invisible, tal agudeza y estupidez al mismo tiempo?

—Sí, tienes razón —dijo, porque me había leído el pensamiento—. Debes escribirle todo esto a Charlotte —me suplicó—. Ten cuidado con las palabras que empleas, no sea que la carta caiga en manos equivocadas, pero escríbelo, escríbelo para que Charlotte comprenda todo lo que tienes que decirle.

—Deborah, no sigas adelante. Déjame que le diga que tire la esmeralda al mar, que su madre se lo pide.

—Petyr, es demasiado tarde, y siendo como es el mundo, le habría mandado a mi Impulsor aunque tú no hubieras venido esta noche para escuchar este último deseo. El Impulsor es más poderoso que todo lo que tus sueños puedan concebir sobre un demonio, y ha aprendido mucho.

—Aprendido —le repetí perplejo—. ¿ Cómo puede aprender, Deborah? Si se trata simplemente de un espíritu, y los espíritus no cambian, son siempre necios. Ahí reside el peligro, cuando nos conceden deseos, no comprenden la complejidad de éstos y nos conducen a la ruina. Hay miles de historias que lo demuestran. ¿Acaso no te ha ocurrido a ti? ¿Cómo puedes decir que ha aprendido?

—Piensa en lo que te dicho, Petyr. Te digo que mi Impulsor ha aprendido mucho, y su error no proviene de su estupidez inmutable, sino de la agudeza de sus propósitos. Prométeme por todo lo que una vez hubo entre nosotros que escribirás a mi amada hija. Debes hacerlo por mí. —¡Muy bien! —asentí retorciéndome las manos—. Lo haré, pero también le diré lo que acabo de decirte.

—Es justo, mi cunta bueno, mi buen erudito —dijo, amargamente, con una sonrisa—. Ahora vete, Petyr. No puedo soportar más tiempo tu presencia. El Impulsor está junto a mí y tenemos que hablar. Te ruego que mañana te protejas bajo techo, cuando veas que mis pies y mis manos están desatados y que he llegado a las puertas de la iglesia.

—Dios en el cielo me asista, Deborah, si pudiera sacarte de aquí, si existiera algún medio... —Aquí me derrumbé, Stefan. Perdí el control—. Deborah, si el Impulsor, tu servidor, pudiera preparar una fuga con mi ayuda, lo único que tienes que hacer es decírmelo.

Me vi a mí mismo arrancándola de la enfebrecida multitud que nos rodeaba y llevándomela al bosque, fuera de las murallas de la ciudad.

Cómo me sonrió entonces, con qué ternura y tristeza. Del mismo modo que cuando nos habíamos separado hacía años.

—Qué ideas, Petyr —dijo. Y su sonrisa se hizo incluso más amplia. A la luz de la vela parecía medio loca, o mejor dicho, una loca angelical o santa. Su rostro era tan hermoso como la misma llama—. Mi vida ha llegado a su fin, pero desde esta pequeña celda he viajado por todas partes. Ahora vete. Vete y cuando estés fuera de la ciudad, envía mi mensaje a Charlotte.

Le besé las manos. Le habían quemado las palmas en las sesiones de tortura.

Tenía costras y profundas heridas que también besé. No me importó.

—Siempre te he amado —le dije. Dije también muchas otras cosas, tontas y tiernas, que no escribiré aquí. Escuchó todo con perfecta resignación. Sabía lo que yo acababa de descubrir: que estaba arrepentido de no haber huido con ella, que despreciaba mi trabajo, toda mi vida y a mí mismo.

—Es agradable abrazarte —murmuró. Después me apartó y añadió—:

Ahora vete y recuerda todo lo que te he dicho.

Salí como un demente. La plaza todavía estaba llena de gente que había venido a ver la ejecución. Algunos montaban sus tenderetes a la luz de las antorchas, otros dormían tapados con mantas junto a las murallas.

Le dije al viejo párroco que yo no estaba convencido de que la mujer fuera una bruja y que quería ver a los inquisidores inmediatamente. Le digo la verdad, Stefan, estaba dispuesto a remover cielo y tierra por ella. Pero usted sabe lo que pasó.

Llegamos al castillo y nos hicieron pasar. El tonto del cura estaba muy contento de acompañar a alguien importante e irrumpir en el banquete al que no lo habían invitado. Tomé la delantera y con mis modales más impresionantes interrogué directamente al inquisidor en latín, y a la vieja condesa, una mujer trigueña, de aspecto muy español, que me recibió con una paciencia extraordinaria, teniendo en cuenta mi entrada.

El inquisidor, el padre Louvier, un hombre bien parecido y mejor alimentado, con cabello y barba acicalados y unos ojos negros brillantes, no vio nada sospechoso en mí. Me recibió obsequiosamente como si viniera del Vaticano, que bien podía ser por lo que veía, y sencillamente trató de calmarme cuando le dije que quizás iban a quemar a una mujer inocente.

—Nunca ha visto usted semejante bruja —me dijo la condesa, riéndose de manera desagradable, mientras me ofrecía un vaso de vino. A continuación me presentó a la condesa de Chamillart, que estaba sentada a su lado, y a todos los nobles de la región que se habían alojado en el castillo para ir a ver la quema de la bruja.

Todas las preguntas que hice, todas las objeciones que puse y todas las sugerencias que ofrecí fueron respondidas con la misma natural convicción por el conjunto de asistentes. Para ellos, ya se había presentado batalla y había sido ganada. Lo único que faltaba era la celebración que tendría lugar por la mañana.

—Pero esta mujer no ha confesado —insistí—, y el marido se cayó del caballo en el bosque, como él mismo admitió. ¡Seguramente no se basarán las pruebas condenatorias en los delirios de un moribundo!

Por el efecto que les causaba bien podría haber estado echándoles hojas secas por encima.

—Quise a mi hijo más que nada en este mundo —dijo la vieja condesa, y me lanzó una mirada inquisitiva con sus pequeños ojos negros y un rictus feo en la boca; luego, como si hubiera preparado su mejor tono, añadió con una hipocresía completa—: Pobre Deborah; ¿he dicho yo alguna vez que no la quisiera, que no le perdonara todo lo que hizo? —¡Es usted muy generosa! —declaró Louvier, con santurronería y un gesto ampuloso, como si estuviera borracho, el monstruo.

—No hablo de la bruja —dijo la vieja, imperturbable—, sino de mi nuera, con todas sus debilidades y secretos. ¿Acaso ignora alguien en este pueblo que Charlotte nació demasiado rápido después de la boda? Mi hijo, sin embargo, estaba completamente cegado por los encantos de esa mujer y adoraba a la niña, se sentía tan agradecido por la dote y era tan tonto en tantos aspectos... —¿Tenemos que hablar de ello? —exclamó la condesa de Chamillart, temblando visiblemente—. Charlotte ya no está entre nosotros.

—La encontraremos y la quemaremos como a su madre —afirmó Louvier.

Entonces todos asintieron.

Siguieron hablando entre ellos de lo satisfechos que estarían después de las ejecuciones, y cada vez que yo intentaba hacer alguna pregunta, simplemente me hacían gestos de que me tranquilizara, que bebiera y no me preocupara.

Qué joviales y tranquilos cenaban a la mesa, que había sido su mesa, con la cubertería de plata que también había sido la suya, mientras ella estaba en aquella celda miserable.

Por último, les supliqué que le permitieran morir por estrangulamiento en lugar de la hoguera. —¿Cuántos de ustedes han visto a alguien morir quemado? —Pero no les importaba.

—La bruja no se ha arrepentido —añadió la condesa de Chamillart, la única que parecía sobria e incluso ligeramente asustada. —¿Cuánto sufrirá? ¿Un cuarto de hora como mucho? —preguntó el inquisidor, mientras se limpiaba la boca con una servilleta roñosa—. ¡Qué es comparado con el fuego eterno del infierno!

Al final me marché y, una vez de regreso en la ciudad, crucé la plaza abarrotada donde parecía celebrarse una juerga de borrachos alrededor de las pequeñas fogatas. Me quedé observando la tétrica pira, con el poste en lo alto con sus esposas de hierro. Luego, por casualidad, me sorprendí mirando la triple arcada de las puertas de la iglesia. Allí, toscamente cincelada en la antigüedad, estaba la imagen del arcángel san Miguel, empujando a los diablos con su tridente a las llamas del infierno.

Mientras miraba esta horrible imagen a la luz del fuego, resonaban las palabras del inquisidor en mis oídos. "¿Cuánto sufrirá? ¿Un cuarto de hora como mucho? ¿Qué es eso comparado con el fuego eterno del infierno?" ¡Ay, Deborah, ella que nunca había hecho daño a nadie, que había brindado sus artes curativas tanto al más pobre como al más rico con tanta insensatez! ¿Y dónde estaba ahora su espíritu vengativo, su Impulsor, que había intentado calmar su desdicha haciendo caer a su marido y la habían llevado a esa celda miserable? ¿Estaba con ella, como me había dicho? Sin embargo, no había gritado su nombre cuando la torturaban, sino el mío y el de su viejo y bondadoso esposo, Roelant.

Stefan, esta noche he escrito todo esto tanto para evitar la locura como para nuestros archivos. Ahora estoy cansado. He preparado mi equipaje para marcharme de este pueblo en cuanto haya terminado esta historia amarga. Voy a sellar la carta y ponerla en mi bolsa con la nota acostumbrada, informando de que en caso de muerte se dará una recompensa en Amsterdam a quien la haga llegar allí.

Puesto que no sé lo que me deparará la luz del día, continuaré el relato de esta tragedia mediante una nueva carta, si es que mañana por la noche estoy instalado en otra ciudad.

El sol empieza a asomar por las ventanas. Ruego que Deborah se salve de alguna manera; pero sé que es imposible.

Stefan, llamaría a ese diablo si pensara que me iba a escuchar. Trataría de ordenarle alguna acción desesperada. Pero sé que no poseo ese poder, así espero.

Suyo, con toda lealtad a Talamasca,

Petyr van Abel Montcleve Fiesta de San Miguel, 1689.»

Michael había terminado de leer el primer texto escrito a máquina. Sacó el segundo cuadernillo de la carpeta de papel manila y se sentó durante un buen rato, las hojas asidas con fuerza en la mano, rogando estúpidamente que no quemaran a Deborah.

Luego, incapaz de estarse quieto por más tiempo, se dirigió al teléfono y pidió al operador que lo pusiera con Aaron.

—Aaron, ¿todavía tienen en Amsterdam esa pintura de Rembrandt? —preguntó.

—Sí, todavía está allí, Michael, en la casa matriz de Amsterdam. Ya he enviado a buscar una fotografía en los archivos. Aún tardará en llegar.

—Aaron, ¡usted sabe que ella es la mujer de pelo negro! Usted lo sabe. Y la esmeralda, tiene que ser la joya que vi, Aaron. Juraría que conozco a Deborah.

Ella debe de ser la mujer que se me presentó con la esmeralda al cuello. Y el Impulsor... Impulsor es la palabra que pronuncié cuando abrí los ojos en el barco. —¿Pero de verdad lo recuerda? —No, pero estoy seguro... Y, Aaron...

—Michael, no intente interpretar ni analizar. Continúe leyendo. No tenemos mucho tiempo.

—Necesito una pluma y papel para tomar notas. —Lo que necesita es una libreta para apuntar todos sus pensamientos y cualquier cosa que recuerde de sus visiones.

—Exactamente. Ojalá hubiera tomado notas desde el principio.

—Haré que le suban una. Enseguida le traerán más café. Si le hace falta algo más, solamente tiene que llamar. —Lo haré, Aaron, hay tantas cosas... —Lo sé, Michael. Cálmese y siga leyendo. Michael colgó, encendió un cigarrillo, tomó un poco más del café que quedaba y miró la cubierta del segundo informe.

Fue a abrir la puerta a la primera llamada. La mujer agradable que había visto antes estaba en el pasillo con café, varias plumas y una libreta de cuero con un papel muy blanco rayado. Colocó la bandeja sobre la mesa, retiró el otro servicio y se marchó en silencio.

Pensó durante un momento, si aquella confusión podía ser llamada pensamiento, y empezó a hacer un dibujo del collar en la libreta; una joya rectangular en el centro, con una montura de filigranas y una cadena de oro. Lo dibujó del modo en que solía trazar los planos de arquitectura, con líneas rectas muy limpias y detalles ligeramente sombreados.

Lo estudió mientras los dedos de su mano izquierda enguantada se movían nerviosamente por el pelo. Luego apretó el puño y lo apoyó sobre el escritorio.

Estaba a punto de arrancar el dibujo pero decidió dejarlo. Abrió el segundo informe y empezó a leer.

14

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Segunda parte «Marsella, Francia, 4 de octubre de 1689 Querido Stefan:

Tras varios días de camino desde Montcleve he llegado a Marsella. Paré en Saint-Rémy para descansar y seguí el viaje muy lentamente debido a mi hombro y mi alma heridos.

Si ha llegado aquí alguna información de lo ocurrido en Montcleve, todavía no he oído nada. Y puesto que me despojé de mis ropas clericales en las afueras de Saint-Rémy y desde entonces me presento como un viajero holandés pudiente, no creo que nadie vaya a molestarme con los acontecimientos ocurridos recientemente en las montañas, porque, ¿qué podría saber yo de semejantes sucesos?

Escribo una vez más para evadirme de la locura, así como para informarle, cosa que estoy obligado a hacer, y continuar con el trabajo que tengo entre manos.

La ejecución de Deborah comenzó como muchas otras. Mientras el sol de la mañana caía sobre la plaza, frente a las puertas de la catedral de Saint-Michel, todo el pueblo se congregó allí, junto con los vendedores de vino, que hacían pingües beneficios. La vieja condesa, vestida de negro, se abrió paso hacia las gradas más altas, justo delante de la pira, con los dos niños temblorosos y muy asustados, ambos morenos y trigueños, con el sello de la sangre española que corre por sus venas, pero con una elegancia y una delicadeza que delatan la herencia de su madre.

El más pequeño, Chrétien, empezó a llorar y a agarrarse a su abuela, tras lo cual se oyeron los murmullos excitados de la chusma: "Mirad a Chrétien, mirad a Chrétien." En el momento en que lo sentaron, los labios le temblaban, mientras que su hermano mayor, Philippe sólo daba señales de miedo y quizá de repugnancia por lo que observaba a su alrededor. La vieja condesa los abrazó y consoló, mientras daba la bienvenida a la condesa de Chamillart, al inquisidor padre Louvier y a dos jóvenes clérigos con elegantes sotanas que se instalaban al otro lado.

Otros personajes importantes, o un grupo de los que se consideraban a sí mismos muy importantes, llenaron rápidamente las filas más elevadas de la tribuna y si hasta entonces había alguna ventana sin abrir, en aquel momento se habían abierto todas, llenas de caras ansiosas. Los que estaban de pie se habían instalado tan cerca de la pira que me preguntaba cómo harían para no morir quemados.

Al final se abrieron de golpe las puertas de Saint-Michel y, debajo de la arcada, en el mismísimo umbral, aparecieron el cura y otro despreciable funcionario, probablemente el alcalde del lugar, con un pergamino enrollado en la mano, al tiempo que varios guardias armados avanzaban por la derecha y por la izquierda.

Entre ellos y frente a un público mudo, inmóvil e impresionado, emergió mi Deborah, de pie, erguida, con la cabeza alta y su cuerpo delgado cubierto con una túnica blanca que colgaba sobre sus pies descalzos. Llevaba delante una vela de tres kilos, y sus ojos recorrían la multitud.

—Stefan, nunca en mi vida he visto tal valentía. A pesar de todo en el momento en que nuestras miradas se encontraron —yo observaba desde la ventana de la posada de enfrente—, mis ojos se llenaron de lágrimas.

No puedo decir con certeza qué pasó a continuación, salvo que en el preciso instante en que todas las cabezas se volvían para ver a quién miraba la "bruja" tan fijamente, Deborah apartó la mirada y sus ojos volvieron al público, deteniéndose con igual cuidado sobre los puestos de venta de vino, los buhoneros y los grupos improvisados de personas que retrocedían ante su mirada. Por último levantó los ojos hacia la tribuna superior y los posó sobre la vieja condesa, que se mostró impasible ante esta muda acusación, luego sobre la condesa de Chamillart, que se revolvió en su asiento mientras miraba aterrorizada a la vieja, que seguía inmóvil, como antes.

Mientras tanto, el padre Louvier, el gran inquisidor victorioso, gritaba ásperamente al alcalde que leyera la proclama que tenía en sus manos y que diera comienzo al procedimiento.

Un griterío se elevó del público y el alcalde se aclaró la garganta para empezar a leer. Yo ya estaba satisfecho por lo que había visto, aunque no conseguía darme cuenta de si las manos y pies de Deborah estaban desatados.

Mi intención era bajar y abrirme camino entre la chusma, por los medios más bruscos si era necesario, y llegar delante para poder estar cerca de ella, pese al peligro que pudiera entrañar para mí.

En el momento en que me apartaba de la ventana y el alcalde empezaba a leer en latín con una lentitud atormentadora, la voz de Deborah resonó, haciéndolo callar y ordenando a la multitud que permaneciera en silencio. —¡Jamás os he hecho daño! ¡Ni siquiera al más pobre de vosotros! —declaró; hablaba despacio y alto. Su voz retumbaba contra los muros de piedra, y en el momento en que el padre Louvier se puso de pie y le ordenó callar, ella levantó más la voz y afirmó que hablaría. —¡Hacedla callar! —gritó la vieja condesa, furiosa ahora, mientras el padre Louvier volvía a rugir al alcalde que continuara leyendo. El asustado párroco miró a sus guardias, pero éstos se habían apartado hacia la otra punta y parecían aterrorizados al observar a Deborah y a la multitud asustada. —¡Me oiréis! —volvió a gritar mi Deborah tan alto como antes.

Y al dar un paso al frente para quedar bajo la luz del sol, la multitud retrocedió como un enjambre atemorizado.

—Me han condenado por brujería y es injusto —exclamó Deborah—, porque no soy hereje ni adoro a Satán, ¡y no he hecho daño a ninguno de los que estáis aquí!

Antes de que la vieja condesa pudiera bramar otra vez, continuó: —¡Vosotros, hijos míos, testificasteis en mi contra y yo os repudio! Y tú, querida suegra, ¡con tus mentiras te has condenado sola al infierno! —¡Bruja! —gritó la condesa de Chamillart, aterrorizada ahora—. ¡Quemadla! ¡Arrojadla a la hoguera!

Al oír esto, algunos avanzaron tanto por miedo como por deseos de heroísmo, o quizá para ganar favores o por mera confusión.

Pero los guardias armados ni se movieron. —¿Bruja me has llamado? —respondió Deborah en el acto, y con un gesto grandilocuente arrojó la vela sobre las piedras y extendió las manos delante de los hombres que temían cogerla—. Presta atención —exclamó—, ¡te mostraré hechizos que nunca has visto antes!

La multitud estaba ahora completamente aterrorizada. Algunos se retiraban de la plaza, otros empujaban para llegar a las callejuelas, hasta los de la tribuna superior se habían puesto de pie, mientras Chrétien se estremecía y lloraba, y volvía a esconder el rostro contra la abuela.

—A pesar de todo, los ojos de cientos de personas en aquella estrecha plaza quedaron fijos en Deborah, que había levantado su brazo delgado y lastimado.

Yo veía que movía los labios pero no conseguía oír sus palabras. De pronto se escuchó un griterío en alguna ventana de arriba y luego un rugido en lo alto de los tejados, mucho más débil que un trueno y, sin embargo, más terrible. De repente empezó a soplar el viento y, con él, se oyeron otros ruidos, crujidos y chirridos suaves que al principio no reconocí, pero que me recordaban muchas otras tormentas. Los viejos tejados del lugar cedían ante el viento.

De repente, las tejas empezaron a caer solas de los parapetos, por todas partes, el viento bramaba y silbaba sobre la plaza. Los postigos de las ventanas de la posada se agitaban sobre sus bisagras y mi Deborah gritaba otra vez por encima de los chillidos frenéticos del gentío. —¡Ven ahora, Impulsor mío, mi vengador, acaba con mis enemigos! —Hizo una doble reverencia y alzó las manos con la cara roja, encendida de rabia—. ¡Te veo, Impulsor, te conozco! ¡Te invoco! —En aquel momento se puso rígida, con los brazos extendidos—. ¡Destruye a mis hijos, destruye a mis acusadores! ¡Destruye a quienes han venido a verme morir!

Las tejas de la catedral, de la cárcel, de la sacristía y de la posada empezaron a volar y a estrellarse contra la cabeza de la gente que gritaba, al tiempo que la tribuna, una frágil estructura de tablones, palos y cuerdas, se agitaba al viento, y los que todavía estaban sobre ella gritaban, temerosos por su vida.

Solo el padre Louvier seguía firme. —¡Quemad a la bruja! —gritaba, tratando de que lo escucharan los hombres y mujeres aterrorizados que caían unos sobre otros en su intento de huir—. ¡Quemad a la bruja y parará la tormenta!

Nadie dio un paso para obedecerle y aunque la iglesia podía haberles ofrecido refugio, nadie se atrevía a acercarse, pues Deborah bloqueaba la puerta con los brazos extendidos. Los guardias, aterrorizados, habían huido de ella. El párroco se había escapado a la otra punta. El alcalde había desaparecido.

En lo alto, el cielo se había ennegrecido y la gente peleaba, maldecía y caía en el apretujamiento. La lluvia de tejas golpeó a la vieja condesa, que perdió el equilibrio y trastabilló sobre los cuerpos apiñados frente a ella, hasta dar contra las piedras. Los niños se sostenían mutuamente mientras una cascada de piedras de la fachada de la iglesia se desplomaba sobre ellos. Chrétien estaba inclinado bajo la lluvia de piedras como un árbol bajo una tormenta de granizo, hasta que un golpe lo dejó inconsciente y lo hizo caer de rodillas. En aquel momento cedió la grada y se hundieron los dos niños junto con unas veinte personas que seguían luchando por huir.

Por lo que yo veía, los guardias y el cura habían escapado de la plaza.

Vi a Deborah que retrocedía hacia las sombras, aunque seguía mirando el cielo. —¡Te veo, Impulsor! —exclamó—. ¡Mi fuerte y hermoso Impulsor! —Y desapareció en la oscuridad de la nave de la catedral.

Yo salí de la ventana, bajé corriendo las escaleras y me metí en el frenesí de la plaza. De verdad no sé qué tenía en mente, salvo que de algún modo quería llegar hasta ella y, amparado en el pánico y la confusión que me rodeaban, sacarla de este lugar.

Pero mientras cruzaba la plaza, las tejas caían por doquier. Una me golpeó el hombro y otra la mano izquierda. Sólo veía las puertas de la iglesia, donde se había refugiado ella, que pese a ser sólidas y pesadas se balanceaban al viento.

Los postigos se habían desprendido y caían sobre el enloquecido gentío, que no conseguía abrirse camino por las callejuelas estrechas. En cada umbral y arcada yacían cuerpos apilados. La vieja condesa estaba muerta, con los ojos abiertos al cielo, mientras la gente en su desenfrenada huida le pasaba por encima. Entre los escombros de la tribuna yacía el cuerpo de Chrétien, el pequeño, retorcido e inerte.

Philippe, el mayor, gateaba en busca de refugio, con la pierna rota, según parecía, cuando un postigo se estrelló contra su cuello, quebrándoselo y matándolo en el acto.

Alguien pasó encogido junto a mí, gritando: "¡La condesa!", mientras señalaba hacia arriba.

Allí estaba ella, en lo alto del parapeto de la iglesia. Se había subido y se balanceaba peligrosamente sobre el muro mientras volvía a levantar los brazos al cielo y a llamar a su espíritu. Pero entre el rugido del viento, los gritos de los heridos, las tejas y las piedras que caían y la madera que se rompía, era imposible oír sus palabras.

Corrí en dirección a la iglesia y, una vez dentro, busqué aterrorizado la escalera. Allí estaba Louvier, el inquisidor, que corría de un lado a otro en busca también de la escalera. La encontró antes que yo.

Subí a toda carrera tras él, y vi cómo se agitaba su sotana varios peldaños más arriba y oí el taconeo de sus zapatos sobre las piedras. Ay, Stefan, si hubiera tenido una daga... pero no la tenía.

Llegamos al parapeto, Louvier siempre delante de mí, y en aquel momento vi el delgado cuerpo de Deborah como si saliera volando del techo. Me acerqué al borde, miré la carnicería de abajo y la vi sobre las piedras, con el rostro hacia arriba, un brazo debajo de la cabeza y el otro cruzado sobre el pecho, y los ojos cerrados como si estuviera dormida.

Louvier maldijo en cuanto la vio. —¡Quemadla, llevad el cuerpo a la pira! —gritó, pero fue en vano. Nadie podía oírlo. Se dio la vuelta, consternado, quizá con la intención de bajar y dar las órdenes desde allí, cuando me vio de pie junto a él..

Con una expresión de enorme sorpresa, observó indefenso y confuso cómo yo, sin dudarlo ni un instante, le daba un empujón en el pecho con todas mis fuerzas. Salió volando del borde del techo hacia atrás.

Nadie lo vio, Stefan. Estábamos en el punto más alto de Montcleve. No había ningún otro tejado más alto que la iglesia. Ni siquiera el lejano castillo tenía vistas sobre este parapeto, y era imposible que los de abajo me hubieran visto, ya que yo estaba casi fuera de la vista, hasta del mismo Louvier, cuando lo empujé.

Y aunque me equivoqué con respecto a esto último, lo cierto es que nadie más me vio.

Me retiré de inmediato y me cercioré de que nadie me había seguido hasta el lugar; bajé y salí de la iglesia. Ahí yacía mi obra, Louvier, tan muerto como mi Deborah, y muy cerca de ella, con el cráneo destrozado y sangrante y los ojos abiertos, con esa apagada y estúpida expresión que tienen los muertos y que en los seres humanos vivos casi nunca aparece.

No sé decir durante cuánto tiempo continuó el viento, pero cuando llegué a la puerta de la iglesia ya menguaba. Un cuarto de hora, quizás, el mismo tiempo que el desalmado había calculado para que Deborah muriera en la hoguera.

Desde la penumbra del vestíbulo de la iglesia vi finalmente la plaza vacía, los últimos espectadores se retiraban, pasando por encima de los cuerpos que ahora obstruían las calles laterales. Vi también que volvía a brillar el sol y la tormenta se desvanecía. Me quedé inmóvil, observando en silencio el cuerpo de mi Deborah. Manaba sangre de su boca, que le manchaba la túnica blanca.

Al cabo de un buen rato, numerosas personas aparecieron otra vez en la plaza, examinando a los muertos y a los que todavía vivían, que lloraban y pedían ayuda. Poco a poco empezaron a recoger a los heridos. El posadero llegó corriendo con su hijo y se arrodilló junto al cuerpo de Louvier.

—Le dije que era una gran bruja —me susurró.

Mientras observábamos su cuerpo, vimos que los guardias armados, impresionados, magullados y asustados, se reunían a las órdenes de un sacerdote joven con una herida en la frente. Levantaron el cuerpo de Deborah, mirando hacia todas partes como si temieran que la tormenta se desencadenara otra vez, y lo llevaron a la pira. Mientras subían por la escalerilla empezaron a caer trozos de madera y carbón, depositaron el cuerpo con suavidad en lo alto y se alejaron a toda prisa.

Mientras el joven sacerdote con la sotana desgarrada y la cabeza, sangrante encendía las antorchas y con ellas la hoguera, empezó a reunirse más gente.

Muy pronto la pira estuvo en llamas. El sacerdote se quedó muy cerca, observando cómo ardía la madera, y luego se alejó zigzagueando hasta caer desmayado, o quizá, muerto. Espero que muerto.

Una vez más volví a subir la escalera y me dirigí al tejado de la iglesia.

Observé desde lo alto el cuerpo de mi Deborah, muerto, inmóvil y ajeno a todo dolor mientras las llamas lo consumían. Miré los tejados a mi alrededor, con manchas oscuras allí donde las tejas habían sido arrancadas. Pensé en el espíritu de Deborah y me pregunté si se habría elevado y penetrado en las nubes.

No me retiré hasta el momento en que el humo se convirtió en algo tan denso y era tal el olor a carbón, madera y alquitrán que resultaba difícil respirar. Al llegar a la posada, recogí mi equipaje, bajé a buscar mi caballo y seguí viaje hacia Marsella muy pronto, por la mañana.

He pasado las dos últimas noches acostado en la cama, durmiendo a medias, soñando y pensando en las cosas que vi. Lloré a Deborah hasta que ya no me quedaron lágrimas. Pensé en mi crimen y sé que no me siento culpable, estoy convencido de que lo volvería a hacer.

Sin embargo, he asesinado, Stefan. Tiene usted en su poder mi confesión. Y lo único que espero es su censura y la censura de la orden, porque ¿cuándo nuestros miembros han llegado hasta el asesinato, han empujado a inquisidores del techo de las iglesias como he hecho yo?

Lo único que puedo decir en mi defensa es que cometí el crimen en un irreflexivo momento de pasión. Pero no me arrepiento. Usted se dará cuenta en cuanto me vea. No puedo decir mentiras que hagan las cosas más sencillas.

Mientras le escribo, mis pensamientos no están en el crimen, sino en mi Deborah, en el espíritu, el Impulsor, y en lo que vi con mis propios ojos en Montcleve. Pienso en Charlotte Fontenay, la hija de Deborah, que no ha partido a Martinica, según creen sus enemigos, sino a Puerto Príncipe, en Santo Domingo; tal vez sea el único que lo sabe.

Stefan, no puedo sino seguir mis investigaciones sobre este asunto.

Lo que debo hacer ahora es ir a ver a la infortunada Charlotte, no importa cuan largo sea el viaje, hablarle desde lo profundo de mi corazón y decirle todo lo que he visto y todo lo que sé.

No puede ser una mera exposición de los hechos ni una llamada a la cordura; tampoco una súplica sentimental, como le hice a Deborah en mi juventud. Debe haber elementos de juicio, debe existir una conversación entre esa mujer y yo que me permita examinar con ella este ser salido de la invisibilidad y el caos para hacer más daño que ningún otro demonio o espíritu del que yo haya tenido noticias.

Porque ésta es la esencia del Impulsor, Stefan, es algo horrendo, y cada una de las brujas que intente gobernarlo terminará perdiendo el control sobre él. No me cabe ninguna duda.

Pero ¿cuál es la evolución de este ser?

A saber: tiró al marido de Deborah a causa de lo que sabía del hombre. ¿Por qué no se lo dijo ala bruja? ¿Y qué significaban las manifestaciones de Deborah respecto a que estaba aprendiendo? Afirmaciones que me hizo dos veces; la primera años atrás, en Amsterdam, y la segunda poco antes de estos trágicos acontecimientos.

Lo que pretendo estudiar es la naturaleza de este espíritu que se proponía ahorrarle sufrimientos a Deborah tirando a su marido del caballo, sin explicarle a ella las razones de su acto, a pesar de que cuando ésta se lo preguntó, tuvo que confesar. ¿Acaso pensaba seguir adelante y hacer por ella lo que ella debería haber hecho, para demostrarse a sí mismo que era un espíritu bueno e inteligente?

Cualquiera que sea la respuesta, no cabe duda de que es un espíritu interesante y de lo más peculiar. Pretendo también estudiar su fuerza, Stefan, porque no he exagerado nada al contar lo que le sucedió al populacho de Montcleve. Pronto tendrá noticias de ello, porque la historia fue demasiado horripilante y notable como para que no se difunda por doquier.

Durante estas horas de angustia y tormento, desde que he llegado, he considerado con cuidado todo lo que recuerdo haber leído sobre saber popular en cuanto a espíritus, demonios y cosas semejantes.

He tenido en cuenta los escritos sobre brujos, con todas sus advertencias y anécdotas, y las enseñanzas de los padres de la Iglesia, porque a pesar de lo tontos que pueden ser en algunos aspectos, saben algunas cosas sobre los espíritus, en las que coinciden con los antiguos. Y esto es un punto importante.

Porque si los eruditos romanos, griegos, hebreos y cristianos describen las mismas entidades, formulan las mismas advertencias y proponen las mismas fórmulas para poder controlarlos, entonces sin duda hay algo que no debe ser descartado.

En las primeras épocas cristianas, los padres de la Iglesia creían que estos demonios no eran más que los antiguos dioses paganos. Esto significa que creían en la existencia de esos dioses, y en que eran criaturas de menor poder; creencia que sin duda no sostiene la Iglesia hov en día.

Sin embargo, los inquisidores sí sostienen esta creencia, burdamente y con ignorancia, porque cuando acusan a una bruja de volar por las noches, basan sus necias acusaciones en la antigua creencia en la diosa Diana que infectó a la Europa pagana antes de la llegada del cristianismo, y el macho cabrío demoníaco a quien la bruja besa no es otro que el dios pagano Pan.

Pero, volviendo a la cuestión principal, todos los pueblos han creído en espíritus, y lo que nos ha llegado de ellos es lo que he de examinar aquí. Si la memoria no me falla, debo afirmar que lo que encontramos en las leyendas, los libros de magia y las demonologías es una legión de entidades que pueden ser invocadas por su nombre, y gobernadas por brujos y hechiceros. Efectivamente, el Libro de Salomón los enumera, y no menciona sólo los nombres y características de estos seres, también señala la forma bajo la que deciden aparecer.

Y aunque en Talamasca sostenemos hace tiempo que la mayor parte de esto es fantasía pura, sabemos que existen tales entidades y que los libros contienen algunas advertencias valiosas acerca del peligro inherente de invocar a estos seres, porque pueden concedernos deseos que después nos hagan llorar y rogar al cielo desesperados, como queda claro en el viejo cuento del rey Midas o en la historia popular de los tres deseos.

En realidad, la sabiduría del mago se define en todos los idiomas como la capacidad de saber refrenar y emplear con precaución el poder de estas criaturas invisibles, para que no se vuelva contra el mago de manera inesperada.

Pero por mucho que uno lea sobre espíritus, ¿dónde se ha visto enseñarles para que aprendan? ¿Dónde se ha visto que cambien? Hacerse más poderosos por medio de la invocación sí, ¿pero cambiar?

Y Deborah me habló precisamente dos veces de lio del aprendizaje de su espíritu, lo que significa que el Impulsor puede cambiar.

Stefan, lo que observo es que este ser, surgido de lo invisible y del caos e invocado por la ignorante Suzanne, esta altura de su existencia y como servidor de estas bnr'as, es un misterio completo. Un espíritu inferior, un simple hacedor de tormentas se ha convertido —guiado por Deborah— en un demonio terrible capaz de matar a los enemigos de la bruja cuando ésta se lo ordena. Sospecho que hay mucho más aún que Deborah no tuvo tiempo, o valor, para contarme.

Espero poder explicárselo a Charlotte, no con el propósito de orientarla en su devoción a este ser, sino con la esperanza de interponerme entre ella y el demonio para provocar por algún medio la disolución de este vínculo.

Algo más, me atrevo a conjeturar que Charlotte Fontenay sabe poco o nada sobre este demonio, que su madre nunca le enseñó las artes negras, que sólo en el último momento Deborah le contó sus secretos y le ordenó lealtad, que la hizo marchar con sus bendiciones para que la sobreviviera y no la viera sufrir en la hoguera. Mi amada hija, la llamó, lo recuerdo muy bien.

Stefan, es preciso que me permitan ir a ver a Charlotte. No debo rehuir la tarea como hice hace años con su madre a instancias de Roemer Franz. Porque si hubiera discutido y estudiado con Deborah, quizás habría ganado terreno con ella y habríamos podido echar a este ser.

Por favor, no me obligue a romper la regla de la orden. Déme permiso.

Envíeme a Santo Domingo, porque iré de todos modos.

Suyo, con lealtad a Talamasca,

Petyr van Abel Marsella.»

«Talamasca Amsterdam Petyr van Abel Marsella Querido Petyr:

Sus cartas nunca dejan de sorprendernos, pero estas dos últimas, procedentes de Marsella, han superado hasta sus mayores triunfos.

Todos aquí las hemos leído, palabra por palabra. El consejo se ha reunido y he aquí nuestras recomendaciones:

Regrese de inmediato a Amsterdam.

Comprendemos perfectamente sus razones para desear partir a Santo Domingo, pero no podemos permitirlo.

Le rogamos que comprenda que, según usted mismo ha admitido, se ha convertido en parte de la perversidad del demonio de Deborah Mayfair. Al empujar al padre Louvier del techo de la iglesia ha ejecutado los deseos de la mujer y de su espíritu.

El hecho de que haya violado las reglas de Talamasca por medio de esta acción irreflexiva nos preocupa seriamente, porque tememos por usted y estamos todos de acuerdo en que debe regresar a casa para recibir los consejos de quienes aquí estamos, para ayudarlo a recobrar la conciencia y el juicio.

Petyr, ésta es una orden bajo amenaza de excomunión: regrese de inmediato.

Hemos dedicado mucho tiempo a estudiar la historia de Deborah Mayfair teniendo en cuenta sus cartas, así como las pocas observaciones que Roemer Franz consignó sobre el papel, y estamos de acuerdo con usted en que esta mujer y lo que ella hizo con su demonio es de gran interés para Talamasca.

Comprenda, por favor, que tenemos la intención de averiguar todo lo que podamos sobre Charlotte Fontenay y su vida en Santo Domingo.

No está fuera de nuestros cálculos la posibilidad de enviar en el futuro un emisario a las Indias Occidentales para que hable con esa mujer y se entere de lo que pueda. Pero ahora no podemos contemplar esta posibilidad.

La sensatez nos dicta que le sugiramos que una vez que regrese, le escriba y le informe sobre las circunstancias que rodearon la muerte de su madre, con la omisión de su crimen contra el padre Louvier, ya que no sería razonable difundir su culpabilidad ni informarle de todo lo que dijo su madre. Sería más que aconsejable que la invitara a mantener correspondencia y hasta es posible que llegue a ejercer una influencia beneficiosa que no entrañe riesgos para usted.

Esto es todo lo que tiene que hacer al respecto de Charlotte Mayfair. Una vez más le pedimos que regrese; por favor, venga por tierra o por mar lo más rápido posible.

Pero, por favor, no dude de nuestro amor y respeto, así como de nuestra preocupación. Somos de la opinión que si nos desobedece, en las Indias Occidentales no encontrará más que desdichas, por no decir algo peor. Hemos tocado las cartas y vemos sólo un porvenir de tinieblas y desastres.

Alexander, que como usted sabe posee el mayor poder de todos nosotros para ver a través del tacto, está absolutamente convencido de que si se va a Puerto Príncipe, jamás lo volveremos a ver.

Debo decirle también que Alexander se dirigió al vestíbulo, al pie de la escalera, y apoyó las manos sobre el retrato de Deborah pintado por Rembrandt. Se apartó de repente y estuvo a punto de desmayarse. Se negó a hablar y tuvo que ser asistido por los criados para llegar a su habitación. —¿Cuál es el objeto de este silencio? —le pregunté, a lo que me respondió que era tan claro lo que había visto que resultaba inútil hablar. Me puse furioso y le pedí que me lo contara. "Vi sólo muerte y destrucción —me dijo—. No había ni figuras, ni números, ni palabras. ¿Qué quiere que le diga?" Luego añadió que si yo quería saber lo que había visto, que mirara otra vez el retrato, la oscuridad de la que siempre emergen los temas de Rembrandt, que viera cómo la luz iluminaba sólo parcialmente el rostro de Deborah, porque ésa era la única luz que él imaginaba en la historia de estas mujeres, una luz parcial y frágil, devorada siempre por la oscuridad. Rembrandt van Rijn había captado sólo un momento, nada más.

—Lo mismo se puede decir de cualquier vida, de cualquier historia, insistí.

—No, esto es algo profético —declaró—, y si Petyr se va a las Indias Occidentales se desvanecerá en la oscuridad de la que Deborah Mayfair emergió sólo un instante. ¡Interprete este diálogo como quiera! No puedo negarle que Alexander dijo más adelante que usted iría a las Indias Occidentales de todos modos, que ignoraría nuestras órdenes y nuestra declaración de excomunión, y que la oscuridad caería sobre usted.

Seguramente será consciente, como hombre sensato que es, que en las Indias Occidentales no necesita encontrar brujas y demonios para poner su vida en peligro. La fiebre, la peste, las rebeliones de esclavos y las fieras de la selva lo esperan tras todos los peligros del viaje por mar.

Debo decir también que ninguno de nosotros ha dejado de comprender su deseo de perseguir a este demonio y su bruja hasta Santo Domingo. Qué no daría yo por hablar con alguien como Charlotte y preguntarle qué le ha enseñado su madre y qué pretende hacer.

Pero, Petyr, usted mismo ha descrito el poder de este demonio. Ha relatado fielmente las extrañas afirmaciones sobre él, hechas por la difunta condesa Deborah Mayfair de Montcleve. Debería usted saber que él tratará de impedir que se interponga entre él y Charlotte y le deparará un amargo final, como hizo con el difunto conde de Montcleve.

Tiene usted razón en sus conclusiones: este ser es más listo que la mayoría de los demonios, aunque sólo sea por lo que le ha dicho a la bruja y no por lo que hace.

Sí, esta historia trágica es para nosotros casi irresistible. Pero debe regresar a casa para escribir a la hija de Deborah desde la seguridad de Amsterdam y dejar que los barcos holandeses se ocupen de llevar la carta allende los mares.

Es posible que le interese saber, mientras prepara su viaje de vuelta, que acabamos de enterarnos que la noticia de la muerte del padre Louvier ha llegado a la corte de Francia.

Supongo que no le sorprenderá saber que una tormenta azotó el pueblo de Montcleve el día de la ejecución de Deborah de Montcleve. Puede que también quiera oír que fue enviada por Dios para demostrar su disgusto por la propagación de la brujería en Francia y su condena en particular contra esta mujer incontrita que incluso bajo tortura no quiso confesar.

Sin duda conmoverá su corazón saber que el buen padre Louvier murió al tratar de proteger a los demás de la lluvia de piedras.

Los muertos, según nos dijeron, ascienden a quince, y el valiente pueblo de Montcleve quemó a la bruja, tras lo cual cesó la tempestad, Dios mediante, y que la lección de todo esto es que el Señor Jesucristo verá cómo se descubren y se queman más brujas. Amén.

Me pregunto cuánto tardaremos en ver todo esto en un opúsculo con las ilustraciones de rigor y una letanía de falsedades. Sin duda, las imprentas, que alimentan sin cesar las llamas de las quemas de brujas, ya habrán puesto manos a la obra.

Petyr, no pierda tiempo escribiéndonos. Simplemente vuelva a casa. Sepa que lo amamos y no lo condenamos por lo que ha hecho ni por lo que pueda hacer. ¡Le decimos lo que pensamos que debemos decirle! Suyo, con lealtad a Talamasca Stefan Franck Amsterdam.»

«Querido Stefan:

Escribo deprisa, ya que estoy a bordo del barco francés Sainte-Héléne, que parte hacia el Nuevo Mundo, y un muchacho aguarda para llevarse esta carta y enviársela de inmediato.

Voy a ver a Charlotte porque no puedo hacer otra cosa, supongo que no se sorprenderá. Por favor, dígale a Alexander de mi parte que sé que si él estuviera en mi lugar haría lo mismo.

Stefan, me juzga erróneamente cuando dice que he sido cautivo de la perversidad de este demonio. Es verdad que he roto las reglas de la orden a causa de Deborah Mayfair, tanto en el pasado como en el presente, pero el demonio nunca ha jugado ningún papel en mi amor por ella, y si tiré al inquisidor fue porque así lo quería.

Lo tiré por Deborah y por todas las pobres mujeres ignorantes que he visto gritar en las llamas, por las mujeres que han muerto en el potro o en las frías celdas de las cárceles, por las familias destruidas y los pueblos arrasados por estas horribles mentiras.

Pero estoy perdiendo tiempo en defenderme. Es usted muy bondadoso por no condenarme, porque, a pesar de todo, fue un asesinato.

Ahora le hablaré de lo que más me preocupa, de lo último que he sabido sobre Charlotte Mayfair. Aquí la recuerdan bien, ya que llegó a Marsella y desde aquí embarcó. Varias personas me dijeron que es muy rica, muy hermosa y muy rubia, con bucles dorados y arrebatadores ojos azules, y que su marido está lisiado por una enfermedad de la infancia que le ha causado una debilidad progresiva de los miembros. Es un espectro de hombre. Charlotte lo llevó a Montcleve por esta razón, con una gran comitiva de negros que lo atienden.

Recurrió a su madre con la esperanza de que pudiera curarlo, así como para que examinara a su pequeño y le dijera si veía algún signo de enfermedad en él.

Deborah afirmó que el niño era muy sano. Madre e hija prepararon un ungüento para los miembros del hombre que le proporcionó gran alivio, pero que no pudo restaurar la sensibilidad perdida. Se cree que pronto estará tan desvalido como su padre, que padece la misma enfermedad.

Cuentan también que Charlotte y el joven Antoine disfrutaban de la visita a Deborah y habían pasado varias semanas con ella cuando la tragedia de la muerte del conde cayó sobre la familia. El resto ya lo conoce usted, quizá con la salvedad de que aquí, en Marsella, la gente no cree demasiado en brujerías y atribuyen la locura de las persecuciones a la superstición de la gente de las montañas. Sin embargo, ¿qué sería de esa superstición sin el estímulo del famoso inquisidor?

En Marsella me resulta muy fácil preguntar por este patrimonio porque nadie sabe que he estado en las montañas, y parece que a las personas que invito a tomar un vaso de vino conmigo les encanta hablar de Charlotte y Antoine Fontenay, del mismo modo que a la gente de Montcleve le gustaba hablar de la familia entera.

Charlotte y el joven Antoine causaron gran revuelo en este lugar porque, por lo visto, viven de manera muy extravagante y generosa para con todos, y dan monedas como si nada. Se presentaban en la iglesia, como en Montcleve, con una comitiva de negros que atraían todas las miradas. Se dice también que pagaban muy bien a todos los médicos consultados por la dolencia de Antoine y hay mucha chafardería sobre la causa de ésta: que si proviene del intenso calor de las Indias Occidentales, que si es una vieja enfermedad que sufrieron muchos europeos en la antigüedad.

Nadie duda de la riqueza de los Fontenay, y hasta hace muy poco tuvieron agentes en esta ciudad, pero antes de su precipitada partida —cuando todavía no se conocía el encarcelamiento de Deborah—, rompieron con todos los agentes locales y nadie sabe adonde se han marchado.

Tengo algo más que contarle. Haciendo honor a mi condición de rico mercader holandés, he llevado una vida de grandes gastos y me las he arreglado para conocer a una elegante mujer de buena familia, joven y hermosa, amiga de Charlotte Fontenay. Afirma que Charlotte es dulce y encantadora y jamás podría ser una bruja. Ella también atribuye semejantes creencias a la ignorancia de la gente de las montañas y ha ofrecido una misa por el descanso del alma de la desdichada condesa. La impresión de la dama con respecto a Antoine es que lleva la carga de su enfermedad con gran entereza, que ama verdaderamente a su esposa y que, teniendo en cuenta las circunstancias, no es en modo alguno un mal compañero para ella. Es posible que el joven no pueda darle más hijos, tan grande es su debilidad, y que el único hijo que tienen haya heredado la enfermedad, nadie lo sabe. Esa fue la razón de tan largo viaje para ver a Deborah.

Más adelante me dijo que el padre de Antoine, el amo de la plantación, se mostró partidario del viaje, puesto que anhela con vehemencia descendencia masculina a través de Antoine y desaprueba la de sus otros hijos, que llevan una vida de lo más disoluta y cohabitan con sus mancebas negras, por lo que rara vez osan presentarse en la casa paterna.

Cuando le pregunté por qué no había acudido nadie en defensa de Deborah durante el proceso, la mujer tuvo que reconocer que el conde de Montcleve nunca había estado en la corte, y tampoco su madre, que en una época de la historia habían sido hugonotes y que en París nadie conocía a la condesa, que Charlotte había estado muy poco tiempo y que cuando se enteraron de que Deborah de Montcleve era la hija bastarda de una bruja escocesa, una simple campesina a fin de cuentas, la indignación por su situación se convirtió en lástima y por último en olvido.

—Ay, esas montañas y esos pueblos —dijo la mujer. Ella misma no veía el momento de volver a París, porque ¿qué hay fuera de París? ¿Y quién puede esperar algún favor o ascenso si no está al servicio del rey?

No tengo más tiempo para seguir escribiendo. Partimos dentro de una hora.

Stefan, ¿tengo que explicárselo más claramente? Debo ver a la joven; debo ponerla en guardia contra el demonio. Y, por amor al cielo, ¿de dónde cree que la muchacha, nacida ocho meses después de que Deborah me dejara en Amsterdam, ha sacado la blancura de su piel y ese pelo dorado?

Volveré a verlo, Stefan. Recibid todos vosotros, hermanos y hermanas de Talamasca, todo mi cariño. Me dirijo al Nuevo Mundo con grandes expectativas. Veré a Charlotte. Conquistaré a ese espíritu, al Impulsor, y quizá logre comunicarme con un ser que tiene esa voz y semejante poder, y aprender de él la forma que tiene de aprender de nosotros.

Suyo, con lealtad a Talamasca como siempre Petyr van Abel Marsella.»

15

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Tercera parte «Puerto Príncipe Santo Domingo Stefan:

Después de haberle enviado dos breves misivas desde los puertos que hemos tocado antes de nuestra llegada, empiezo ahora mi diario de viaje en el que todas mis notas irán dirigidas a usted.

Le escribo desde unas habitaciones si no lujosas sí de las más cómodas de aquí, en Puerto Príncipe. He pasado dos horas caminando por esta ciudad colonial y he quedado deslumhrado por sus casas señoriales, por sus espléndidos edificios públicos, incluyendo un teatro para representar óperas italianas, por los hacendados y sus esposas elegantemente vestidos, y por la gran cantidad de esclavos que hay.

En todos mis viajes no he hallado un sitio que iguale a Puerto Príncipe en exotismo, y no creo que haya ciudad de África que pueda ofrecer semejante espectáculo.

Porque no sólo se ven negros por todas partes, que realizan tareas de lo más diversas, sino que hay también multitud de extranjeros relacionados con el comercio.

—He descubierto también una próspera y nutrida población de mulatos, compuesta íntegramente por los vastagos de los hacendados y sus concubinas africanas, la mayoría de los cuales ha conseguido la libertad gracias a sus padres blancos. Se ganan la vida como músicos, artesanos, tenderos y, claro está, como mujeres de mala reputación. Las mujeres de color que he visto son sorprendentemente bellas. No puedo culpar a los hombres por escogerlas como queridas o compañeras nocturnas. Muchas tienen una piel dorada y ojos grandes, negros y brillantes, y son, obviamente, conscientes de sus encantos. Se visten con gran ostentación y hasta poseen gran número de esclavos negros.

Con respecto a Charlotte y su esposo, aquí los conocen, pero no se sabe nada de la familia de ella en Europa. Han comprado una de las plantaciones más grandes y prósperas muy cerca de Puerto Príncipe, junto al mar. Está aproximadamente a una hora de carruaje de las afueras de la ciudad y limita con altos acantilacjos sobre las playas. Es famosa por su enorme casa y otras espléndidas construcciones, como una ciudad en pequeño, con herreros, talabarteros, costureras, tejedores, ebanistas, y dispone de muchas arpentas plantadas de café y añil que producen una fortuna en cada cosecha.

Esta plantación ha hecho ricos a tres propietarios diferentes en este breve período, desde que se instalaron los franceses, trabados en permanentes luchas con los españoles que ocupan la parte suroriental de la isla. Dos de ellos la vendieron para irse a París con las ganancias, mientras que el tercero murió de fiebres. Ahora es propiedad de los Fontenay, Antoine padre y Antoine hijo, pero se sabe que es Charlotte quien la dirige.

Dicen que tiene en sus manos las riendas hasta de los más pequeños detalles, que conoce a todos los esclavos por su nombre y que monta por el campo con su mayoral. (Stefan, no hay personas en el mundo más despreciadas que estos mayorales.) No escatima la comida ni la bebida de los esclavos, de modo que se granjea una lealtad extraordinaria, inspecciona sus hogares, adora a sus hijos y estudia concienzudamente el caso de los acusados antes de castigarlos; pero su determinación para con los traidores es también legendaria, porque el poder de estos hacendados no tiene límites. Si lo desean, pueden azotar a sus esclavos hasta la muerte.

En cuanto a la servidumbre de la casa propiamente dicha, es elegante, exageradamente ataviada y atrevida, si se hace caso de lo que dicen los mercaderes. Cinco doncellas atienden exclusivamente a Charlotte. Unos dieciséis esclavos se ocupan de la cocina y nadie sabe cuántos mantienen los salones, las salas de música y de baile. Como estos esclavos tienen mucho tiempo libre, a menudo aparecen por Puerto Príncipe con monedas de oro en los bolsillos y las puertas de todas las tiendas se abren para ellos.

La que casi nunca sale de su propiedad —que, a propósito, se llama Maye Faire, escrito así, en inglés, jamás en francés— es Charlotte.

La dama ha dado dos bailes espléndidos desde su llegada, durante los cuales su marido tomó asiento en una silla para ver el espectáculo y hasta asistió su anciano padre a pesar de lo débil que está.

La buena sociedad local, que en este lugar no piensa más que en diversiones, ya que no hay mucho más en que pensar, la adora por estos dos acontecimientos y suspira por otros, con la certeza de que Charlotte no la defraudará.

Por lo que pude saber, los únicos que llaman bruja a esta dama son sus esclavos, pero con temor reverencial y respeto por sus poderes curativos que ya han alcanzado cierta reputación, aunque permítame repetir que nadie sabe nada de lo sucedido en Francia. El nombre de Montcleve nunca ha sido pronunciado. La historia de la familia se limita a Martinica.

Esta tarde, cansado ya de mis paseos, regresé a mi hospedaje, donde tengo dos esclavos a mi servicio para desvestirme y lavarme si lo deseara, y le escribí a la dama diciéndole que me gustaría visitarla porque tengo un mensaje de suma importancia que una persona muy querida para ella, quizá más querida que ninguna otra, me confió junto con la dirección apropiada la noche antes de su muerte. Debo ir en persona, añadí, porque el mensaje es demasiado importante para incluirlo en la carta. Firmé con mi nombre completo.

Antes de empezar a escribir estas notas me llegó la respuesta. Esta misma noche he de desplazarme a Maye Faire; un carruaje pasará a recogerme a la puerta de la posada antes de que anochezca.

Voy a llevar todo lo que necesite para pasar allí la noche, y la noche siguiente si así lo deseo, que es lo que tengo intención de hacer.

Stefan, estoy de lo más entusiasmado y en absoluto atemorizado. Después de haberlo pensado mucho, ahora sé que voy a ver a mi hija. Pero cómo decírseloj o si debo nacerlo, me perturba profundamente.

Ahora me voy a bañar y vestir adecuadamente y a prepararme para esta aventura. Stefan, ¿cómo puedo explicarle lo que siente mi corazón?

Es como si mi vida hasta el momento hubiera estado pintada de colores pastel y ahora adquiriera la fuerza de Rembrandt van Rijn.

Siento la oscuridad cerca de mí y siento también la luz que brilla; pero sobre todo siento profundamente el contraste entre ambas.

Me despido hasta que vuelva a coger la pluma.

Su servidor,

Petyr Posdata. — Copiado y enviado como carta a Stefan Franck esta misma noche. P.V.A.»

Puerto Príncipe Santo Domingo Querido Stefan:

Han pasado dos semanas completas desde la última vez que le escribí. ¿Cómo describir todo lo que ha ocurrido? Temo que no haya tiempo, ya que mi sosiego es poco; sin embargo debo contarle todo lo que he visto, hecho y sufrido.

Le escribo a última hora de la mañana. He dormido dos horas desde mi regreso a la posada. También he comido, pero sólo para poder tener algo de fuerzas. Espero y ruego que aquello que me ha seguido hasta aquí y me ha atormentado todo el camino desde Maye Faire, haya regresado al fin con la bruja que lo mandó a perseguirme y destruirme, cosa que no he permitido que pasara.

Stefan, si el demonio no ha sido vencido, si renueva el ataque contra mí con vigor mortal, interrumpiré mi narrativa, le daré los elementos más importantes con frases breves y sellaré y guardaré esta carta en mi caja de hierro. Esta mañana ya he hablado con el posadero, en caso de fallecimiento él se encargará de que llegue a Amsterdam. También he hablado con el agente local, primo y amigo de nuestro agente en Marsella, y tiene instrucciones de pedir la caja.

Déjeme añadir, sin embargo, que ambos hombres me juzgan por mi aspecto y piensan que estoy loco. Sólo mi dinero les inspira cierta confianza y la promesa de una cuantiosa recompensa cuando la caja y esta carta lleguen a sus manos.

Stefan, tenía razón con todas sus advertencias y presentimientos. Estoy cada vez más hundido en el mal, más allá de toda redención. Debería haber vuelto a casa. Por segunda vez en mi vida conozco la amargura del arr ep entimiento.

Apenas me queda vida. Tengo la ropa hecha jirones, los zapatos destrozados, y las manos arañadas por las espinas. Me duele la cabeza debido a mi interminable huida en la oscuridad. Pero no tengo tiempo de descansar.

Ahora mismo no me atrevo a marcharme en barco, porque si el demonio tiene intenciones de perseguirme, lo hará aquí o en el mar. Y es mejor que el ataque se produzca en tierra firme para que no se pierda la caja de hierro.

Debo usar el tiempo que me quede para contarle todo lo que ha ocurrido... ... le escribí por última vez al atardecer, antes de salir de la posada. Me puse mis mejores ropas y bajé para llegar al coche que venía a buscarme. Todo lo que había visto en las calles de Puerto Príncipe me había preparado para esperar un carruaje espléndido; sin embargo, éste superaba todo lo imaginado: un coche de vidrio con criado, cocheros y dos guardias montados a caballo, todos ellos negros africanos con librea, pelucas empolvadas y ropa de satén.

El viaje por las colinas fue de lo más placentero. Unas nubes blancas se alzaban en el cielo, las jolinas propiamente dichas estaban cubiertas de hermosos bosques, salpicadas de elegantes mansiones coloniales rodeadas de flores y plátanos que crecían por doquier.

No menos encantador era divisar el mar azul a lo lejos. Si hay algún mar más azul que el Caribe yo no lo he visto, y cuando uno lo ve a la hora del crepúsculo es más espectacular aún. Pero más adelante hablaré sobre ello, porque tuve mucho tiempo para contemplar el color de este mar.

Pasamos junto a las casas de dos plantaciones pequeñas, unas construcciones muy bonitas, separadas del camino por grandes jardines.

Pasamos también junto a un riachuelo y a un cementerio con lápidas de fino mármol con inscripciones en francés. Mientras cruzábamos un puentecillo, tuve tiempo de observarlo y pensar en aquellos que habían llegado vivos y habían muerto en esta tierra salvaje.

Hablo de estas cosas por dos razones: la más importante, para establecer ahora que mis sentidos estaban arrullados por las bellezas que vi durante el viaje, por la pesada humedad del crepúsculo y por el súbito espectáculo de la casa de la plantación de Charlotte, al final de un camino empedrado, en una enorme extensión de terreno ondulado. Una casa con un esplendor que nunca había visto.

Cuanto más me acercaba, mayor era el resplandor que salía de ella. Nunca he visto tantas velas, ni siquiera en la corte de Francia. De las ramas de los árboles colgaban farolillos. Cuando estuve delante vi que cada uno de los ventanales daba a alguna de las galerías, la de abajo o la de arriba, y que los candelabros iluminaban el fino mobiliario y todo un mundo de color brillaba en la oscuridad.

Estaba tan distraído con todo ello que me sobresalté al divisar a la dama de la casa que salía a recibirme por la puerta que daba al jardín. Se quedó esperando entre las flores, con un vestido de raso color limón, igual que los tenues capullos que la rodeaban, mientras unos ojos severos y quizá fríos, en un rostro joven y terso que le daban, por así decirlo, aspecto de niña enfadada, se fijaban en mí.

Mientras descendía, ayudado por un criado, sobre una alfombrilla púrpura la dama se acercó y pude apreciar entonces en su justa medida que era de elevada estatura para ser mujer, aunque mucho más pequeña que yo. Era rubia y la encontré bella, como le habría parecido a cualquiera, pero las descripciones que había oído no me habían preparado para la imagen que tenía delante. Ah, si Rembrandt la hubiera visto, sin duda la habría pintado. Era muy joven y, sin embargo, tenía la dureza del metal. Iba ricamente ataviada con un vestido de encaje y perlas, de pronunciado escote que dejaba a la vista un busto lleno; podría decirse que iba medio desnuda. Tenía unos brazos maravillosamente torneados debajo del encaje de las mangas.

Ay, me demoro en cada detalle porque trato de comprender mi propia debilidad, e intento también que usted pueda perdonarme. Estoy loco, Stefan, loco por lo que he hecho. Pero, por favor, cuando usted y los demás me juzguen, tenga en cuenta todo lo que voy a escribir aquí.

Cuando quedamos el uno frente al otro tuve la impresión de que algo silencioso y amenazador se había instalado entre ambos. Esta mujer de rostro dulce y joven casi hasta el absurdo, de mejillas suaves e inocentes ojos azules, me estudió como si un alma completamente diferente, vieja y sabia, acechara en su interior. Su belleza actuaba sobre mí como un hechizo. Miré tontamente su largo cuello, la curva de sus hombros y otra vez esos brazos tan bien formados.

Me sorprendí pensando estúpidamente en lo agradable que sería apretar ligeramente con mis pulgares la suavidad de sus brazos. Y tuve la impresión de que me miraba del mismo modo que su madre hacía muchos años, cuando en la posada de Escocia yo pugnaba contra la tentación de su belleza para no hacerle daño.

—Ah, al fin habéis llegado, Petyr van Abel —dijo en un inglés con un ligero acento escocés. Le juro, Stefan, que era la voz de Deborah en su juventud.

Cuánto debieron de hablar en inglés, seguramente la lengua secreta entre las dos.

—Señora mía —respondí en el mismo idioma—, gracias por recibirme. He hecho un largó viaje para veros, nada en el mundo hubiera podido detenerme.

Sin embargo, no dejaba de estudiarme, con frialdad —como si fuera un esclavo en la tarima de una subasta—, sin disimular su examen pese a que yo me esmeraba en disimular el mío.

—Sois bien parecido, como me dijo mi madre —comentó, meditativa, en voz baja, arqueando una ceja—. Alto, franco, fuerte y en la plenitud de vuestra vida, ¿no es cierto?

—Mon Dieu, madam —sonreí, nervioso—, no sé si me estáis adulando o no.

—Me gusta vuestro aspecto —dijo. Y una sonrisa extraña se dibujó en su rostro, sagaz y desdeñosa, pero al mismo tiempo dulcemente infantil. Frunció los labios ligera y amargamente, como si hiciera pucheros, y el gesto me pareció inexplicablemente encantador. Luego dio la impresión de perderse en mi contemplación hasta que dijo al fin—: Venid conmigo, Petyr van Abel.

Habladme de mi madre, contadme todo lo que sepáis sobre su muerte. Y cualquiera que sea vuestro propósito, no me mintáis.

Aquí pareció surgir en ella una gran vulnerabilidad, como si yo de repente pudiera herirla y ella lo supiera y tuviera miedo.

—No, no he venido a contaros mentiras —dije; sentía una gran ternura—. ¿No sabéis nada de lo sucedido?

Se quedó en silencio y luego respondió fríamente:

—Nada —como si mintiera. Vi que me exploraba de la misma manera que yo exploraba a los demás cuando trataba de arrancarles sus pensamientos secretos.

Me condujo hacia la casa, inclinando ligeramente la cabeza al tiempo que me cogía por el brazo. Todo me distraía, hasta la gracia de sus movimientos o el roce de sus faldas contra mi pierna. Ni siquiera miró a los esclavos que nos flanqueaban, un auténtico ejército, con linternas para iluminar nuestro camino.

Más allá, los lechos de flores brillaban en la oscuridad y los árboles robustos se erguían delante de la casa.

Al llegar a la escalinata de entrada, Charlotte dio la vuelta y siguió el.sendero de lajas que se internaba entre los árboles. Buscó un banco de madera y se sentó.

Yo me senté junto a ella a un gesto suyo. La oscuridad nos rodeaba y los farolillos que pendían de los árboles brillaban con una luz amarilla, y la casa emitía un resplandor más intenso aún.

—Decidme, señora, ¿por dónde queréis que empiece? —pregunté—. Estoy a vuestra disposición. ¿Cómo queréis que os lo cuente?

—Sin rodeos —respondió. Sus ojos me miraban fijamente otra vez. Estaba tranquila, ligeramente vuelta hacia mí, con las manos sobre la falda.

—No murió en las llamas. Se tiró de la torre de la iglesia y murió al golpear contra las piedras. —¡Gracias a Dios —murmuró—, qué suerte escucharlo de labios humanos!

Reflexioné sobre aquellas palabras durante un momento. ¿Significaban que el espíritu Impulsor ya se lo había contado y ella no le había creído? Parecía de lo más abatida y yo no sabía si continuar. Sin embargo, lo hice.

—Una gran tormenta, invocada por vuestra madre, azotó Montcleve.

Vuestros hermanos han muerto también, así como la anciana condesa.

No dijo nada, pero miró al frente con una intensa tristeza, con desesperación quizá. No parecía una mujer, sino una niña.

Continué, sólo que retrocedí un poco en mi relato. Le conté cómo había llegado al pueblo, cómo me había reunido con su madre y todo lo que me había dicho sobre el Impulsor: que había causado la muerte del conde, sin conocimiento de Deborah, que ella se lo había recriminado y lo que el espíritu había dicho en su defensa. Le expliqué también que su madre quería que yo la informara y la advirtiera.

A medida que escuchaba, su cara se tornaba cada vez más sombría; sin embargo, seguía sin mirarme. Le dije cuál era el significado de las advertencias de su madre y luego lo que yo pensaba sobre el espíritu: que ningún mago había escrito jamás que un espíritu pudiera aprender. Siguió sin moverse ni hablar. Tenía el rostro tan ensombrecido que parecía a punto de estallar. Al final, cuando yo trataba de resumir mis ideas sobre el tema y le decía que sabía un poco sobre los espíritus, me interrumpió:

—Basta ya. Jamás se os ocurra hablar aquí de esto con nadie.

—No, no, no pensaba hacerlo —me apresuré a responder. Continué explicándole lo que había sucedido después de mi encuentro con Deborah, y le describí el día de su muerte con todo detalle, y omití sólo que yo había arrojado a Louvier del techo. Simplemente dije que había muerto.

Se sumió en el silencio durante un buen rato. Parecía que iba a echarse a llorar, pero no lo hizo.

—Creen que he abandonado a mi madre —dijo por fin—, pero vos sabéis que no es cierto.

—Lo sé, señora —dije en voz baja—. Fue vuestra madre quien os envió aquí. —¡Me ordenó que me fuera! —dijo, implorante—. Me lo ordenó. —Se detuvo sólo para recobrar el aliento—. "Vete, Charlotte" me dijo, "porque si tengo que verte morir delante de mí o conmigo, mi vida no habrá significado nada". —Su boca volvió a hacer aquel gesto, ese puchero, y pensé que iba a echarse a llorar; sin embargo, apretó los dientes, abrió los ojos de par en par y la ira volvió a apoderarse de ella.

—Yo amaba a vuestra madre —le dije.

—Sí, lo sé —respondió—. Su marido y mis hermanos se volvieron contra ella.

Noté que no mencionaba al conde como su padre, pero no dije nada. En realidad, no sabía si tenía que decir o no algo a este respecto. —¿Qué puedo decir para aliviar vuestro corazón? —pregunté—. Han recibido su castigo. No disfrutan de la vida que le han quitado a Deborah.

—Ah, bien dicho. —Sonrió entonces con amargura y se mordió el labio. Su carita tenía un aspecto dulce y tierno, como la de alguien a quien se pudiera herir. Yo me incliné y la besé, y ella me lo permitió, con la mirada oculta.

Se quedó desconcertada. Y yo también, porque besarla, percibir el aroma de su piel, estar tan cerca de sus pechos me resultaba indescriptiblemente dulce, en realidad, me encontraba en un estado de consternación absoluta. De pronto dije que me gustaría que volviéramos a hablar del espíritu, porque me parecía que mi única salvación era ocuparme de cosas concretas.

—Quiero que sepáis lo que pienso sobre el espíritu y los peligros que entraña. Seguramente sabréis cómo llegué a conocer a vuestra madre. ¿ Os ha contado toda la historia?

—Ella podía haber llegado mucho más lejos. Todas nosotras somos mucho más de lo que parecemos. Sólo aprendemos lo que debemos. Pensad en lo que yo me he convertido aquí desde que dejé la casa de mi madre. Y oíd lo que os digo: se trataba de la casa de mi madre. Suyo era el oro que la amuebló, que puso alfombras sobre el suelo de piedra y leña en los hogares.

—La gente del pueblo me ha hablado de ello, me han dicho que el conde no tenía más que su título antes de conocerla.

—Sí, y deudas. Pero todo aquello ya ha pasado. Está muerto. Y sé que me habéis contado todo lo que mi madre os ha dicho. Me habéis contado la verdad.

Sólo me pregunto qué puedo contaros yo que no sepáis ya, y no consigo imaginármelo. Recuerdo que mi madre me dijo que a vos podía confesároslo todo.

—Me alegra que haya dicho eso de mí. Nunca la traicioné ante nadie.

—Salvo ante vuestra orden, Talamasca.

—Ah, pero eso no fue nunca una traición.

La joven apartó su mirada de mí.

—Queridísima Charlotte —le dije—, yo amaba a vuestra madre, como os he dicho. Le rogué que se cuidara del espíritu y de su poder. No es que haya predicho lo que le sucedió, pero temía por ella. Temía que su ambición de usar el espíritu para sus propios fines terminara...

—No quiero escuchar nada más —dijo, otra vez furiosa. —¿Qué queréis que haga? —pregunté.

Se quedó pensativa, aunque no aparentaba inquietud por mi pregunta.

—Jamás sufriré lo que ha sufrido mi madre, ni la madre de ella —dijo por fin.

—Espero que no. He cruzado el mar para...

—No, vuestras advertencias y vuestra presencia aquí no tienen nada que ver con ello. No sufriré como mi madre. Ella arrastraba desde la niñez una tristeza y una destrucción enormes.

—Comprendo.

—Yo no, ya era toda una mujer en este lugar antes de que sufriera todos esos horrores. He visto otros horrores y vos los veréis esta noche cuando conozcáis a mi esposo. No existe médico ni curandero en el mundo capaz de curarlo. Me ha dado sólo un hijo sano, pero no es suficiente. Bueno, nos están esperando. —Se puso de pie, y yo con ella—. No digáis nada sobre mi madre ante los demás. Nada. Habéis venido a verme...

—Porque soy un comerciante que quiere establecerse en Puerto Príncipe y desea vuestro consejo.

Asintió, aburrida, y añadió:

—Cuanto menos digáis, mejor. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia la escalinata.

No puede imaginar lo desdichado que me sentía. ¿Qué podía deducir de sus extrañas palabras? Ella misma me desconcertaba, por momentos parecía una niña y por momentos una mujer adulta. Ni siquiera podía decir que hubiese tomado en cuenta mis advertencias, ni las que Deborah me había implorado que le transmitiera. ¿No había añadido demasiados consejos por mi cuenta? —Señora Fontenay —dije, cuando llegamos a la puerta principal—, debemos hablar un poco más. ¿Me lo prometéis?

—Cuando mi esposo se acueste —dijo—, nos quedaremos solos. —Al pronunciar esto último me miró de arriba abajo, temo que yo me sonrojé mientras la observaba y veía que sus mejillas se encendían y sonreía juguetona.

Entramos en el vestíbulo central, con molduras de lo más elegantes y finos candelabros encendidos con velas de cera pura. En un extremo había una puerta abierta que daba al porche trasero, detrás del cual alcancé a divisar el borde del acantilado iluminado por linternas que pendían de las ramas de los árboles, igual que los del jardín delantero, y poco a poco me fui dando cuenta de que el murmullo que se oía no era del viento, sino del mar.

El comedor, al que accedimos por nuestra derecha, disponía incluso de una mejor panorámica de los acantilados y de las aguas oscuras, más abajo, y tuve tiempo de observarlo mientras seguía a Charlotte, pues la estancia ocupaba todo el ancho de la casa. Un vestigio de luz jugaba todavía sobre las aguas, si no, no hubiera sido capaz de distinguirlas. El sonido del mar llenaba la habitación y la brisa era húmeda y tibia.

El comedor propiamente dicho era espléndido. Habían traído todo de Europa para que contrastara con la simplicidad colonial. La mesa estaba cubierta con un mantel de hilo de lo más fino y elegante cubertería de plata labrada.

No he visto en ninguna parte de Europa objetos de plata más finos. Los candelabros eran pesados y estaban bien repujados. El sitio de cada comensal tenía su servilleta con ribetes de encaje. Las sillas estaban tapizadas con lujoso terciopelo con flecos y en el techo había un ventilador cuadrado con aspas de madera, que dos chiquillos africanos, sentados uno en cada extremo, movían por medio de un engranaje de cuerdas y poleas.

En cuanto me senté, a la izquierda de la cabecera de la mesa, entró un ejército de esclavos, todos muy bien vestidos con sedas y encajes europeos, que empezaron a llenar la mesa de bandejas. En ese preciso instante apareció el joven esposo del que tanto había oído hablar.

Se había levantado y arrastraba los pies al caminar, aunque un negro enorme y musculoso sostenía todo su peso y lo llevaba cogido de la cintura. Los brazos del hombre, con las muñecas dobladas y los dedos flojos, parecían tan débiles como las piernas. A pesar de todo era un joven bien parecido, y con sus atuendos principescos, los dedos cubiertos de joyas y la cabeza coronada por una de esas enormes y hermosas pelucas parisinas, causaba en efecto muy buena impresión. Tenía ojos de un gris penetrante, una boca generosa y bien dibujada y una barbilla fuerte.

Al sentarse, se esforzó para echarse hacia atrás para estar más cómodo, pero no pudo. El esclavo tuvo entonces que acomodarlo y mover la silla a gusto de su amo. Luego ocupó su sitio detrás de éste.

Charlotte no se había instalado en el otro extremo de la mesa, sino a la derecha de su marido, justo frente a mí, para poder darle de comer y ayudarlo.

Llegaron otras dos personas, los hermanos, como pronto supe, Pierre y André, ambos atontados y abotargados por los vapores del alcohol, y cuatro damas, elegantemente vestidas, dos jóvenes y dos viejas, primas y residentes permanentes de la casa, según parecía.

Justo antes de que nos sirvieran se presentó un médico que había visitado una plantación vecina y pasaba de camino; un sujeto bastante viejo y aturdido, todo vestido de negro, como yo, al que invitaron de inmediato a quedarse. El doctor se sentó y empezó a beber vino a grandes tragos.

Ésta era la compañía, cada uno con un esclavo al lado de su silla que se inclinaba para servir los platos de las bandejas que teníamos delante y se apresuraba a llenar nuestra copa de vino aunque hubiéramos bebido sólo un sorbo.

El marido entabló una cordial conversación conmigo, y de inmediato comprendí que su mente no estaba en absoluto afectada por la enfermedad y que aún conservaba el apetito por la buena comida, que tanto Charlotte como Reginald le daban. La una sostenía la cuchara y el otro le acercaba el pan.

Resultaba bastante claro que el hombre tenía deseos de vivir. Señaló que el vino era excelente y tomó dos platos de sopa, y habló educadamente con todo el mundo.

Charlotte comentó cosas del tiempo y de los asuntos de la plantación, dijo que su marido debía salir al día siguiente con ella para ver la cosecha, que la esclava joven que había comprado el invierno pasado ya sabía coser muy bien, y cosas por el estilo. La charla se desarrollaba sobre todo en francés, el joven marido respondía de manera animada y de vez en cuando se interrumpía para hacerme amables preguntas sobre los motivos de mi viaje, si me gustaba Puerto Príncipe, cuánto tiempo pensaba quedarme con ellos y otros cordiales comentarios acerca de la hospitalidad del país, de lo mucho que habían prosperado en Maye Faire y de la intención que abrigaba de comprar la plantación adyacente en cuanto pudieran convencer al dueño, un jugador borracho, de que se la vendiera.

Los hermanos borrachos también eran los únicos proclives a discutir.

Hicieron algunos comentarios despectivos, porque a Pierre, el más joven, que no tenía ninguno de los talentos de su enfermizo hermano, le parecía que ya poseían suficientes tierras y que no necesitaban la plantación vecina. Añadió que Charlotte sabía más de los negocios de la hacienda de lo que debía saber una mujer.

André, ruidoso y maleducado, aplaudió el comentario. Tenía toda la pechera de encaje manchada de comida, comía con la boca llena y dejaba una mancha grasienta en el borde de la copa cada vez que bebía. Él estaba a favor de vender todas las tierras en cuanto muriera el padre y volver a Francia.

A continuación hubo un momento de confusión y todo el mundo empezó a hablar a la vez. Una de las ancianas pidió que le dijeran lo que pasaba.

Por último, la otra anciana, una vieja fea donde las haya, que se había pasado toda la cena picoteando abstraída de su plato, como un insecto afanoso, levantó de repente la cabeza y gritó a los hermanos borrachos:

—Ninguno de los dos sois aptos para dirigir esta plantación.

Ellos respondieron con risotadas, pese a que las dos primas más jóvenes los observaban con severidad; miraban con temor a Charlotte y con amabilidad al marido, casi paralizado e inútil, cuyas manos yacían junto al plato como pájaros muertos.

La anciana, aparentemente complacida por la respuesta a sus palabras, añadió: —¡Quien manda aquí es Charlotte! —Lo que produjo miradas más temerosas de las mujeres jóvenes, nuevas carcajadas y burlas de los hermanos borrachos y una agradable sonrisa del inválido Antoine.

Pero el pobre hombre se puso tan nervioso que empezó a temblar, y Charlotte cambió rápidamente de conversación y comenzó a hablar de cosas agradables. Me volvieron a preguntar sobre mi viaje, la vida en Amsterdam y el estado de las cosas en Europa en relación a las importaciones de café y añil. Me dijeron que la vida en las plantaciones me cansaría mucho, porque la gente sólo pensaba en comer, beber y divertirse. De repente, Charlotte interrumpió educadamente la conversación y ordenó a Reginald, el esclavo negro, que fuera a buscar al anciano y lo bajara.

—Ha estado hablando conmigo todo el día —dijo ella tranquilamente a los demás con una vaga expresión de triunfo. —¡Un milagro, sin duda! —declaró el borracho André, que ahora comía como un salvaje, sin ayuda de los cubiertos.

El viejo doctor frunció los ojos mientras miraba a Charlotte, sin dar importancia a la comida que se le había caído sobre la pechera de encaje y al vino que goteaba de la copa que sostenía con mano insegura. Cabía la posibilidad de que se le cayera del todo. El joven esclavo vigilaba ansioso detrás de él. —¿Qué quiere decir que ha estado hablando con usted todo el día? —preguntó el doctor—. La última vez que lo vi estaba en estado de estupor.

—Cambia continuamente —dijo una de las primas. —¡No morirá nunca! —rugió la anciana, que picoteaba otra vez.

En aquel momento entró Reginald; sostenía en vilo a un anciano de cabello gris y de lo más demacrado, con un brazo delgado y flojo sobre el hombro del esclavo, la cabeza colgando, pero los ojos brillantes, que fijaba en cada uno de nosotros.

Reginald lo sentó en una silla, en un extremo de la mesa; era un auténtico esqueleto, y tenían que atarlo con cintas de seda porque no podía tenerse derecho. A continuación el esclavo, que parecía un artista para todas estas cosas, le levantó la barbilla, porque el hombre no podía sostener la cabeza por sí solo.

Las primas no tardaron en decirle que era una suerte verlo tan bien. Pero quedaron asombradas, al igual que el doctor y yo mismo, cuando el hombre empezó a hablar.

Levantó una mano de la mesa con un movimiento inestable y flojo, para dejarla caer de golpe. En el mismo momento abrió la boca, pero su cara seguía tan inerte que lo único que consiguió fue mover su mandíbula inferior para dejar salir unas palabras débiles y apagadas. —¡No estoy ni por asomo cerca de la muerte y no quiero oír hablar de ello!

—Otra vez levantó la mano flaccida con un espasmo y la dejó caer de golpe.

Charlotte observaba todo aquello con los ojos entrecerrados y brillantes. En realidad, percibí por primera vez su concentración, la forma en que cada partícula de su atención iba dirigida al rostro del hombre y a su mano flaccida.

—Mon Dieu, Antoine —exclamó el doctor—, no puede culparnos por estar preocupados. —¡Mi cabeza está como siempre! —afirmó el anciano decrépito con la misma voz apagada, y luego, moviendo lentamente la cabeza como si fuera de madera y girara sobre un soporte, miró de derecha a izquierda y lanzó una sonrisa torcida a Charlotte.

En aquel momento, mientras me inclinaba hacia delante, apartándome del resplandor de las velas más cercanas, maravillado por la extraña actuación, me di cuenta de que los ojos del anciano estaban inyectados en sangre, y que en realidad su cara parecía congelada y que las expresiones que se dibujaban en ella eran como grietas en el hielo.

—Tengo confianza en ti, mi querida nuera —dijo a Charlotte, y esta vez sü total falta de modulación terminó en un gran ruido.

—Sí, monpere —dijo ella con dulzura—, cuidaré de ti, ten la certeza.

Se acercó a su esposo y le apretó la mano inútil. Éste miraba fijamente a su padre con desconfianza y miedo. —Pero, padre, ¿y tus dolores? —preguntó en voz baja.

—No, hijo mío —respondió el padre—, no tengo dolores, ningún dolor.

Parecía una respuesta tranquilizadora porque esta imagen era seguramente lo que el hijo veía como una profecía de lo que le aguardaba, ¿o no?

En cuanto a mí, mientras observaba a aquel sujeto, mientras lo miraba volver otra vez la cabeza de ese extraño modo, como si fuera un muñeco de madera hecho a trozos, supe que quien hablaba no era el hombre, sino algo en su interior que se había apoderado de él; y en el preciso instante en que me di cuenta, vi al auténtico Antoine Fontenay atrapado dentro de su cuerpo, incapaz de controlar ya sus cuerdas vocales, espiándome desde allí con ojos aterrorizados.

Fue sólo un destello, pero lo vi, y en ese preciso instante me volví hacia Charlotte, que me miraba fríamente, desafiante, como si se atreviera a confirmar lo que yo acababa de descubrir. El anciano también me miraba y, de repente, para sorpresa de todos, lanzó una sonora carcajada temblorosa. —¡Por el amor de Dios, Antoine! —exclamó la prima guapa.

—Padre, toma un poco de vino —dijo el débil hijo mayor.

El negro Reginald se inclinó para coger la copa, pero el anciano levantó entonces las manos, las dejó caer de golpe sobre la mesa y, con ojos brillantes, volvió a levantarlas con la copa de vino entre ambas como si fueran dos garras y echó el contenido sobre su cara de modo que parte entró en la boca y parte cayó por la barbilla.

La compañía estaba pasmada, así como el negro Reginald. Sólo Charlotte sonreía con frialdad mientras observaba la jugarreta. A continuación, levantándose de la mesa, dijo:

—Bueno, padre, es hora de ir a acostarse.

Reginald trató de coger la copa cuando la mano del anciano caía pesadamente y la soltaba, pero no pudo hacerlo y el vino se derramó sobre el mantel.

Una vez más se abrió esa boca rígida y la débil voz dijo:

—Estoy cansado de esta conversación. Ahora me voy.

—Sí, a la cama —repitió Charlotte, y se acercó a su silla—, nosotros iremos a verte dentro de un rato. ¿Acaso nadie más se había dado cuenta de aquel horror? ¿Nadie había percibido que un ente demoníaco movía los miembros inútiles del anciano? Las primas miraban en silencio y con repugnancia cómo lo sacaban de la silla y se lo llevaban con la barbilla floja y la cabeza inerte sobre su pecho.

Nuestras miradas se encontraron. Juraría que era odio lo que vi en sus ojos, odio por lo que yo sabía. Tomé otro trago de vino, con torpeza, y aunque era delicioso, ya empezaba a notar que era extraordinariamente fuerte o que yo era extraordinariamente flojo.

La vieja sorda, la que comía como un insecto, volvió a decir muy alto a todos en general y a nadie en particular: —Hace años que no lo veo mover las manos así. —Pues para mí es como el mismo diablo —añadió la prima guapa.

—Maldición, no se va a morir nunca —murmuró André antes de quedarse dormido, con la cara sobre el plato, mientras su copa rodaba por la mesa.

Charlotte, que contemplaba todo aquello con absoluta calma, lanzó una suave carcajada y dijo: —Ah, está muy lejos de la muerte. En ese preciso instante un sonido horrible sacudió a todo el mundo, porque en lo alto de la escalera el anciano lanzó otra terrible carcajada.

La cara de Charlotte se puso rígida; palmeó suavemente la mano de su esposo y salió deprisa de la habitación, no sin antes lanzarme una mirada.

Al final, el viejo doctor, que ya estaba lo bastante atontado para poder levantarse de la mesa, cosa que ya había intentado una vez y luego otra con no mejor suerte, declaró que tenía que marcharse. En aquel momento llegaron otros dos visitantes, unos franceses bien vestidos a quienes la mayor de las jóvenes fue a recibir inmediatamente, mientras las otras tres primas se levantaban y salían. La decrépita se volvió para mirar reprobadora-mente al hermano borracho que dormía sobre el plato, al tiempo que refunfuñaba en voz baja. El otro hijo se había levantado para ayudar al doctor y luego salieron los dos juntos a la galería, haciendo eses.

Cuando me quedé a solas con Antoine y una hueste de esclavos que retiraban la mesa, le pregunté si quería fumar un cigarro conmigo, ya que había comprado dos muy buenos en Puerto Príncipe.

—Ah, tiene que probar uno de los míos, están hechos con el tabaco que cultivo aquí-respondió. Un pequeño esclavo trajo los cigarros, nos dio fuego y se quedó junto a su amo para ponérselo y quitárselo de la boca cada vez que hiciera falta.

—Debe disculpar a mi padre —dijo en voz baja, para que el esclavo no lo oyera—. Es un hombre muy bondadoso, pero esta enfermedad es un espanto.

—Me lo imagino —respondí. Se oían risas y conversaciones que llegaban de la sala donde se habían instalado las mujeres, al otro lado del vestíbulo, al parecer con las visitas, el hermano borracho y el médico.

Mientras tanto, dos niños esclavos trataban de levantar al otro hermano, que se puso de pie de un salto, indignado y beligerante, y golpeó a uno de los chicos hasta hacerlo llorar.

—No seas tonto, André —lo amonestó Antoine, cansado—. Ven aquí, mi pobre pequeño.

El esclavo obedeció, mientras el hermano borracho seguía furioso.

—Coge una moneda de mi bolsillo —dijo el amo. El niño, acostumbrado a este ritual obedeció mientras buscaba su recompensa con la mirada brillante.

Al final reaparecieron Reginald y la dama de la casa con una criatura de mofletes rosados, un pequeñín precioso, y dos doncellas mulatas que revoloteaban detrás como si el niño fuera de porcelana y pudiera caerse al suelo en cualquier momento.

El pequeñín rió y sacudió sus bracitos y piernecitas al ver a su padre. Qué tristeza ver que el padre ni siquiera podía levantar las manos.

El niño no mostraba signo alguno de enfermedad, pero apuesto a que su padre, a tan tierna edad, tampoco. Yo no había visto en mi vida semejante belleza en una criatura, heredada seguramente de ambos progenitores.

Al final permitieron que las mulatas, muy bonitas las dos, cogieran al niño, lo rescataran del mundo en general y se lo llevaran.

Por último, el marido se despidió de mí, invitándome a permanecer en Maye Faire durante el tiempo que quisiera. Yo tomé otro trago de vino, aunque decidí que sería el último porque estaba un poco mareado.

La rubia Charlotte me llevó de inmediato a una galería que daba al jardín delantero, con sus melancólicas linternas, y tomamos asiento en un banco de madera.

Mi cabeza sin duda me daba vueltas a causa del vino, aunque no podía recordar con exactitud cómo había bebido tanto, y cuando le rogué que no me sirviera más, Charlotte no quiso oírme e insistió en que tomara otra copa.

—Es mi mejor vino, viene de Europa.

Bebí para ser amable y de inmediato sentí una oleada de intoxicación, recordé borrosamente la imagen de los hermanos ebrios y deseé con todas mis fuerzas tener la cabeza clara. Me levanté, me cogí de la barandilla y miré el jardín de abajo. Parecía como si hubiera un montón de personas en la oscuridad, quizás esclavos que se movían entre el follaje, y una hermosa muchacha que me sonrió al pasar. Como en un sueño, oí que Charlotte me decía:

—Muy bien, bello Petyr,¿ qué más querías decirme?

"Extrañas palabras", pensé, entre padre e hija, porque sin duda lo sabe, tiene que saberlo. Aunque quizá no. Me volví hacia ella y empecé con mis advertencias. ¿Acaso no comprendía que éste no era un espíritu corriente? ¿Que podía apoderarse del cuerpo del anciano y hacer que sus órdenes se volvieran contra ella, que en realidad extraía sus fuerzas de ella, que ella debía tratar de comprender de qué espíritu se trataba? Pero me hizo callar.

Entonces tuve la impresión de ver algo de lo más extraño por la ventana del comedor iluminado: los niños esclavos, con sus atuendos de satén azul, parecían bailar como duendes mientras barrían y limpiaban la habitación.

—Qué curiosa ilusión —dije, pero me di cuenta de que los chiquillos que quitaban el polvo de los asientos y de las sillas y recogían las servilletas caídas estaban divirtiéndose y jugando sin saber que los miraban.

Me volví hacia Charlotte y vi que se había soltado el pelo y me miraba con ojos fríos y hermosos. También me pareció que se había bajado el escote del vestido por los brazos, como haría una tabernera para enseñar sus magníficos hombros blancos y la curva superior de sus pechos. Que un padre mirara a una hija como yo la miraba a ella era una lamentable vileza.

—Ah, tú crees saber mucho —se refería, obviamente, a la conversación que yo había olvidado por completo—, pero pareces un cura, como me dijo mi madre. Sólo conoces reglas e ideas. ¿Quién te dijo que los espíritus son malignos?

—No me has entendido. No he dicho que sean malos, sino peligrosos. He dicho hostiles al hombre, quizás, e imposibles de controlar. No he dicho infernales, sino desconocidos.

Otra vez volví a ver a los niños bailando. Giraban, saltaban, daban vueltas, aparecían y reaparecían ante las ventanas. Parpadeé para despejar mi cabeza. —¿Y qué te hace pensar que yo conozco a este espíritu íntimamente y no puedo controlarlo? —preguntó—. ¿No ves que hay una progresión desde Suzanne pasando por Deborah hasta mí?

—Lo veo, sí, en efecto. He visto al anciano, ¿no? —comenté, pero estaba perdiendo el hilo. No podía articular correctamente las palabras y el recuerdo del anciano perturbaba mi lógica. Quería y no quería más vino al mismo tiempo, pero no bebí más.

—Sí —asintió; estaba más animada y me quitó, gracias a Dios, la copa de las manos—. Mi madre no sabía que era posible meter al Impulsor en una persona, pese a que cualquier sacerdote pudo haberle dicho que son capaces de poseer a un ser humano; pero aunque lo hagan, por supuesto es en vano. —¿Cómo en vano?

—Con el tiempo tienen que irse; no se pueden convertir en la persona aunque lo deseen de verdad. Ah, si el Impulsor pudiera convertirse en el anciano...

Me horroricé al escuchar aquello. Vi que ella reía de mi espanto y me ordenó que me sentara a su lado. —¿Pero qué es lo que quieres decirme exactamente?

—Mi advertencia es que renuncies a ese ser, que te apartes de él, que no bases tu vida en este poder, porque es algo misterioso, y que no le enseñes jamás. Porque él no sabía cómo entrar en un ser humano hasta que tú se lo enseñaste, ¿verdad?

Eso la hizo vacilar, pero no respondió. —¡Le enseñas a perfeccionarse como demonio en beneficio propio! —añadí —. ¿Qué más le vas a enseñar a esa cosa que ya puede apoderarse de un ser humano, producir tormentas y aparecer como un bello fantasma en medio del campo? —¿ Cómo? ¿ Qué quieres decir con eso de fantasma?

Le conté lo que había visto en Donnelaith: la brumosa figura de aquel ser entre las viejas piedras y que yo supe que no era real. De inmediato comprendí que de todo lo que había dicho, esto era lo que más le interesaba. —¿Lo has visto? —preguntó, incrédula.

—Sí, en efecto, lo he visto y he visto también cómo tu madre lo veía.

—Ah, pero a mí nunca se me apareció de ese modo —murmuró—. Pero tú sabes el porqué, conoces la diferencia entre nosotras. La ignorante Suzanne pensaba que era el Maligno, el Diablo como lo llaman, eso era para ella.

—Pero no había nada de monstruoso en su aspecto, al contrario, era más bien un hombre hermoso.

Respondió con una carcajada malévola y sus ojos brillaron con súbita vitalidad.

—Ella se imaginaba que el Diablo era hermoso, por eso el Impulsor se presentó así ante ella. ¿ Comprendes?, todo lo que él es procede de nosotras.

—Quizá, señora, quizá.

—Sí, y eso es lo que lo hace tan interesante para mí, el hecho de que por sí mismo no pueda pensar, ¿comprendes? No puede reunir sus pensamientos. Fue la llamada de Suzanne la que los reunió, la invocación de Deborah le dio la concentración necesaria para provocar tormentas y yo lo he invocado para que entre en el cuerpo del anciano. A él le encantan estos trucos, nos espía a través de sus ojos como si fuera humano, es muy divertido. No comprendes que amo a este ser, tal como es, por sus cambios, por su evolución.

—Charlotte, te imploro...

—Petyr —dijo—, deja que te hable con franqueza, porque te lo mereces. Yo no soy una comadrona de pueblo ni una temerosa "engendrada en las rondas", sino una mujer de buena cuna, educada, que siempre ha tenido todo lo que se pueda desear. Ahora, a mis veintidós años, ya soy madre de un hijo y quizás enviude pronto. En este lugar mando yo y ya mandaba antes de que mi madre me contara sus secretos y me cediera el Impulsor, su espíritu protector. Tengo intenciones de estudiarlo, usarlo y permitirle que aumente mi considerable fuerza. Estoy segura de que lo comprendes, Petyr van Abel, porque tú y yo somos muy parecidos, y con razón. Tú eres tan fuerte como yo. ¿Comprendes también que haya llegado a amar a este espíritu?, amarlo, ¿me oyes? ¡Porque este espíritu se ha convertido en mi voluntad!

—Mató a tu madre, bella hija —dije. Tras lo cual le recordé todo lo que las fábulas y los cuentos decían sobre las complejidades de lo sobrenatural, y que la moraleja siempre era la misma: no se puede comprender completamente a estos seres por medio de la razón ni tampoco es posible gobernarlos con ella.

—Mi madre sabía lo que erais —dijo, y movió con tristeza la cabeza mientras me ofrecía más vino, que no acepté—. A fin de cuentas, vosotros los de Talamasca sois tan terribles como los católicos y los calvinistas.

—No —respondí—, somos algo completamente diferente. ¡Sacamos nuestros conocimientos de la observación y la experiencia! Somos hombres de esta época, como los cirujanos, los médicos, los filósofos, no como los sacerdotes. —¿Y eso qué significa? —preguntó, con una sonrisa de desprecio. —¡Aprendemos de lo que observamos! Ése es nuestro método. Lo que digo es que observes a ese ser, ¡mira lo que ha hecho! Destrozó a Deborah con sus triquiñuelas. Destrozó a Suzanne.

Silencio.

—Ah, y tú me darás los medios para que lo estudie mejor. Me dices que me acerque a él como lo haría un médico y que termine con la magia y cosas por el estilo.

—Para eso he venido —suspiré.

—No, has venido para algo mejor-dijo, y me dirigió una sonrisa de lo más perversa y encantadora—. Anda, seamos amigos. Bebe conmigo.

—Debo ir a dormir.

Rió con dulzura.

—Yo también, pero dentro de un rato.

Volvió a tenderme la copa y yo, para ser amable, la cogí y bebí. Se apoderó otra vez de mí la ebriedad, como si en la botella hubiera un duende flotando.

—Basta, por favor —protesté.

—Vamos, es mi mejor clarete, debes beber. —Y una vez más me tendió la copa.

—De acuerdo, de acuerdo. —Y la cogí.

Stef an, ¿ sabía yo entonces lo que sucedería? ¿ Ya miraba por encima ¿el borde de la copa su boca suculenta y sus jugosos brazos?

—Ah, mi dulce y hermosa Charlotte —le dije—. ¿Sabes cuánto te amo?

Hemos hablado de amor, pero no te he dicho...

—Lo sé —murmuró, amorosamente—. No te preocupes, Petyr, lo sé. —Se levantó y me cogió del brazo.

—Mira —dije, y le mostré el jardín, porque parecía que las luces bailaran en los árboles como si fueran luciérnagas y hasta los mismos árboles parecían vivos y vigilantes, bajo un cielo que se elevaba cada vez más, con unas nubes iluminadas por la luna que brillaba por encima de las estrellas.

—Ven, querido mío —me dijo; me llevó escaleras abajo, porque le digo la verdad, Stefan, mis piernas estaban tan débiles por el vino que tropezaban.

Mientras, a lo lejos, había empezado a sonar una música, si es que se podía llamar así, porque se trataba sólo de tambores africanos y el extraño lamento de una corneta que al principio me gustó, pero que después me pareció horrible.

—Deja que me vaya, Charlotte —le pedí mientras me llevaba hacia los acantilados—. Debo irme a la cama.

—Sí, ahora irás. —¿Para qué me llevas entonces a los acantilados, querida? ¿Tienes acaso intenciones de empujarme?

Ella rió.

—Pese a toda tu corrección y tus modales holandeses, ¡eres muy hermoso!

Se puso a bailar delante de mí, con su cabello flotando al viento; una figura elástica contra el mar oscuro y brillante.

Ah, qué belleza. Más hermosa incluso que Deborah. Miré hacia abajo y vi la copa de vino en mi mano izquierda, qué cosa tan extraña, y ella que volvía a llenarla. Tenía tanta sed que me la bebí como si fuera cerveza.

Volvió a cogerme del brazo y señaló un sendero escarpado que bajaba y discurría, peligroso, junto al borde; y, a lo lejos, alcancé a ver un techo y una pared encalada.

Me rodeó con el brazo para que no me cayera, apretó sus pechos contra mi torso y apoyó su mejilla sobre mi hombro.

—Esa música no me gusta —comenté—. ¿Por qué tocan?

—Porque los divierte. Los hacendados de los alrededores no piensan demasiado en lo que les gusta a los esclavos. Si lo hicieran, sacarían mucho más provecho de ellos, pero ya estamos otra vez con las reflexiones, ¿no? Ven, que te esperan grandes placeres. —¿Placeres? No, no me interesan los placeres —dije, pero mi lengua estaba pesada otra vez, la cabeza me daba vueltas y no conseguía acostumbrarse a la música. —¡ Qué dices! ¿ Que no te interesan los placeres? —se burló—. ¿ Cómo es posible que haya alguien a quien no le interesen los placeres?

Habíamos llegado a una pequeña casa. A la luz de la luna vi que era una especie de vivienda con el típico techo inclinado, con la diferencia que ésta estaba justo sobre el borde del acantilado. La luz que había visto, en efecto, provenía de la casa, que quizás estaba abierta, aunque nosotros entramos por una pesada puerta de madera, que Charlotte desatrancó desde fuera.

Ella todavía se reía de lo que yo había dicho cuando la detuve. —¿Qué es esto? ¿Una prisión?

—Tú estás preso dentro de tu cuerpo —respondió, y me empujó para que entrara.

Me puse rígido y quise retroceder, pero la puerta se cerró de golpe y alguien volvió a echar el cerrojo. Oí cómo el pasador volvía a su sitio. Miré a mi alrededor, enfadado y confuso.

Vi una estancia amplia, con una cama enorme, con dosel, como hecha para el rey de Inglaterra, y candelabros a ambos lados. El suelo de baldosas estaba cubierto de alfombras y, efectivamente, todos los postigos del frente de la casa estaban abiertos, y enseguida descubrí por qué. Si uno caminaba diez pasos llegaba a una barandilla y, más allá de ella, sólo había una caída en picado hacia la playa y el mar aterciopelado.

—No quiero pasar la noche aquí —protesté—, y si no quieres proporcionarme un coche, iré a pie hasta Puerto Príncipe.

—Explícame por qué no te gusta el placer —preguntó suavemente mientras me quitaba el abrigo—. Sin duda tendrás calor con estas ropas tan pesadas. ¿Todos los holandeses lleváis tanta ropa?

—Haz que paren esos tambores, ¿quieres? —dije—. No soporto ese ruido. —Porque la música parecía atravesar las paredes. Ahora, sin embargo, tenía melodía y era un poco más tranquilizadora, aunque se me metía dentro, me arrastraba y me obligaba a bailar mentalmente en contra de mi voluntad.

No sé muy bien cómo me encontré a un lado de la cama, con Charlotte que me quitaba la camisa. Sobre la mesa, a poca distancia, había una bandeja de plata con botellas de vino y copas de fino cristal. Ella llenó una de ellas de clarete, me la acercó y me la puso en la mano. Yo la iba a arrojar al suelo, pero ella la sostuvo y me miró a los ojos.

—Petyr, bebe un poco, sólo para poder dormir. Podrás irte cuando quieras.

—Me estás mintiendo —dije. En aquel momento sentí otras manos sobre mi cuerpo, y otras faldas que rozaban mis piernas. Dos imponentes mulatas habían entrado en algún momento en la habitación, ambas de una belleza y voluptuosidad exquisitas, con sus faldas recién planchadas y sus blusas de volantes. Avanzaron con tranquilidad por las brumas que ahora nublaban mis sentidos para acomodar las almohadas, estirar la tela mosquitera que cubría la cama y quitarme las botas y los pantalones.

—Charlotte, no quiero —dije, y sin embargo bebía el vino que ella acercaba a mis labios. Otra vez sentí que me desvanecía—. Ay, Charlotte, ¿por qué? ¿Qué significa todo esto?

—Sin duda querrás hacer observaciones sobre el placer —murmuró, mientras me acariciaba el pelo de una manera que me perturbaba completamente—. Hablo en serio, escúchame. Debes experimentar con el placer para estar seguro de que no te interesa, ¿comprendes?

—No me interesa. Quiero irme.

—No, Petyr, ahora no —insistió, como si hablara con un niño.

Se arrodilló ante mí, mirando hacia arriba, el vestido le apretaba tanto los pechos que sentí deseos de liberarlos.

—Bebe un poco más Petyr.

Cerré los ojos y perdí inmediatamente el equilibrio. La música que salía de la corneta y los tambores sonaba más lenta y melódica, me recordó los madrigales, aunque era mucho más salvaje. Sentí que unos labios me rozaban la boca y las mejillas, y cuando abrí los ojos, alarmado, vi que las mulatas estaban desnudas, ofreciéndose a mí, porque... ¿de qué otra manera se podrían describir sus gestos?

Charlotte estaba de pie a cierta distancia, con las manos sobre la mesa, una imagen inmóvil, aunque ahora todo estaba fuera de mi alcance. Parecía una estatua contra la oscura luz del cielo; las velas chisporroteaban a la brisa; la música era más fuerte que nunca y me sorprendí contemplando a las dos mujeres desnudas, unos pechos enormes y el vello íntimo ensortijado.

Una de ellas volvió a besarme, su cabello y su piel eran como la seda, y esta vez abrí la boca.

Pero ya entonces, Stefan, estaba perdido.

Las dos me cubrieron de besos y me tumbaron contra las almohadas. No quedó ni una parte de mi anatomía sin recibir sus aterciopeladas atenciones y cada gesto, en mi borrachera, se prolongaba y se tornaba de lo más exquisito. Y ellas parecían alegres y amorosas, inocentes, y su piel me volvía loco.

Sabía que Charlotte nos miraba, pero ya no me importaba tanto como besar a esas mujeres y tocarlas por todas partes, como ellas me tocaban a mí; porque sin duda la pócima que había bebido tenía el efecto de quitarme toda inhibición y, al mismo tiempo, retardaba el ritmo natural del hombre en tales circunstancias, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

La habitación estaba cada vez más oscura y la música era cada vez más suave. Mi pasión crecía lenta y deliciosamente y unas sensaciones de lo más extraordinarias me consumían por completo. Una de las mujeres, muy excitada y gimiendo entre mis brazos, me enseñó una banda de seda negra, y cuando yo me preguntaba qué sería, la puso sobre mis ojos mientras la otra la ataba con fuerza detrás de mi cabeza.

Cómo explicarle la forma en que este súbito vendaje avivó la llama que ardía en mí. Como un Cupido ciego, perdí la poca decencia que aún me quedaba mientras nos revolcábamos juntos sobre la cama.

En esta intoxicante oscuridad, monté por fin a mi víctima, mientras sentía que mis manos se hundían en una espesa cabellera.

Una boca me absorbió; unos brazos fuertes me atraían hacia abajo y me hundían sobre un terreno de pechos y vientre blandos y carne perfumada de mujer. Lancé un grito apasionado, como un alma perdida, desenfrenada, y en ese preciso instante se deslizó la venda de mis ojos y vi debajo, iluminado por la luz tenue, el rostro ardiente de Charlotte, con los ojos cerrados púdicamente, los labios separados y un éxtasis igual al mío. ¡No había nadie más en la cama! Sólo nosotros dos en la casa. ¡Es mi hija, mi hija!, era lo único que podía pensar. Me levanté y me aparté de ella. ¿Qué he hecho? Salí de allí y ella me siguió.

Sabía que era mi hija, lo repetía y me enfrentaba al hecho cara a cara. Pero me volví hacia ella, la cogí y la atraje hacia mí. ¿La castigaría con besos? ¿Cómo podían estar tan mezcladas la rabia y la pasión? Yo nunca he sido soldado, ni participado en un sitio, pero ¿está la soldadesca tan enardecida cuando desgarra las ropas de sus gimientes cautivas?

Lo único que sabía era que mi lujuria podía destruirla. Y mientras ella echaba la cabeza hacia atrás, suspiré, enterré mi rostro entre sus pechos desnudos y murmuré:

—Hija mía.

Mi pasión era muy intensa, como si nunca la hubiera demostrado. Ella me arrastró otra vez a la habitación, porque la hubiera hecho mía ahí mismo. Mi rudeza no escondía ningún miedo. Me empujó otra vez sobre la cama y desde aquella noche en Amsterdam, con Deborah, no había vuelto a sentir semejante desenfreno. Más aún, ahora no me contenía siquiera la ternura de entonces.

Cuando por fin me apoyé contra la almohada, quería morirme y poseerla otra vez.

La hice mía otras dos veces antes del alba, a menos que me haya vuelto completamente loco. Pero estaba tan borracho que apenas sabía lo que hacía, salvo que todo lo que siempre había deseado en una mujer lo tenía en ella.

Recuerdo que al amanecer estaba acostado a su lado y la estudiaba como si tratara de comprenderla y comprender al mismo tiempo su belleza. Como dormía, nada se interponía a mis observaciones; ah, sí, pensé amargamente en sus burlas, Stefan, aunque sólo eso eran: observaciones. Y durante esa hora aprendí más sobre las mujeres que en toda mi vida.

Qué maravillosamente joven era su cuerpo, qué firme y suave al tacto su piel joven y sus miembros elásticos. No quería que se despertara y me mirara con esos ojos sabios y astutos que tenía. Quería borrar de mi mente todo lo que había sucedido.

Creo que se despertó entonces y hablamos durante un rato, pero la verdad es que recuerdo más las cosas que vi que las palabras que nos dijimos.

Charlotte jugaba otra vez conmigo, con su bebida, con su veneno, y había añadido a la mezcla un aliciente aún mayor, porque ahora parecía profundamente triste y más ansiosa que nunca por saber lo que yo pensaba.

Mientras se incorporaba con su rubia cabellera cayendo sobre su torso, como una lady Godiva, se interesó nuevamente por el hecho de que yo hubiera visto al Impulsor en el círculo de piedras de Donnelaith.

Y como una jugarreta de la pócima, tuve la sensación, Stefan, de estar nuevamente allí. Porque volví a oír el traqueteo del carro y vi a mi preciosa y pequeña Deborah y, a lo lejos, la delgada imagen de aquel hombre moreno.

—En realidad quería aparecerse a Deborah —oí como yo mismo lo explicaba —, y el hecho de que lo haya visto demuestra que cualquiera puede verlo, y que por algún misterioso medio consiguió materializarse en forma humana.

—Sí, ¿cómo lo hace?

Y una vez más saqué de mi archivo mental las enseñanzas de los antiguos.

—Si ese ser puede buscar joyas para ti...

—Sí, es verdad...

—Entonces puede buscar y reunir diminutas partículas para crear una forma humana.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en Amster-dam, en la cama, con mi Deborah, y volví a oír todo lo que ella me dijo aquella noche, como si estuviera en esa misma habitación. Y se lo repetí a mi hija, la bruja que tenía entre mis brazos y que me servía más vino, y a la que tenía la intención de poseer mil veces más antes de que me dejara en libertad...

—Pero si sabías que yo era tu padre, ¿por qué has hecho esto? —pregunté, al tiempo que trataba de besarla de nuevo.

Me apartó como si fuera un niño.

—Necesito tu orgullo y tu fortaleza, padre. Necesito un hijo tuyo, un hijo que no herede la enfermedad de Antoine, o una hija que vea al Impulsor, porque éste no se presentará ante un hombre. —Se quedó pensativa, y añadió —: Y ¿sabes?, tú para mí no eres simplemente un hombre, sino un hombre ligado a mí por los lazos de la sangre.

Así que estaba todo planeado.

—Pero hay algo más —continuó—. ¿Sabes lo que significa para mí sentir que me abraza un hombre de verdad? ¿Sentir a un hombre de verdad sobre mí? ¿Y por qué no puede ser mi padre, si mi padre es el más agradable de todos los hombres que he visto?

Pensé en usted, Stefan, en sus advertencias. Pensé en Alexander. ¿Seguía lamentándose aún por mí en la casa matriz?

Seguramente me eché a llorar, porque recuerdo que Charlotte me consolaba y lo conmovedora que era su congoja. Luego se acurrucó a mi lado, como una niña, y dijo que los dos sabíamos cosas que nadie sabía, salvo Deborah, y Deborah estaba muerta. Entonces empezó a llorar. Lloraba por Deborah.

—Cuando él vino y dijo que Deborah había muerto, lloré y lloré. No podía dejar de llorar. Todos llamaban a la puerta y me decían: "Charlotte, sal." Hasta aquel momento yo no lo había visto, no lo conocía. Mi madre me había dicho:

"Ponte el collar con la esmeralda, y él te encontrará por su brillo." Pero él no necesita algo así. Ahora lo sé. Estaba sola, acostada en la oscuridad, cuando se presentó. ¡Hasta aquel momento no creía en él! Yo tenía la pequeña muñeca que mi madre me había dado, la muñeca hecha con el pelo y los huesos de Suzanne, o por lo menos eso es lo que ella me dijo, porque el Impulsor, según ella, le había traído el pelo de Suzanne cuando se lo cortaron en la prisión y los huesos después de que la quemaran.

—Sí, me lo describieron en Montcleve. —Ahora la tengo yo. ¡Seguí sus instrucciones, pero Suzanne no se presentó! Ño oí ni sentí nada, y dudé de todas las cosas en las que mi madre había creído. Entonces llegó él, como antes te he dicho. Sentí que salía de la oscuridad, sentí su caricia. —¿Cómo? ¿Te acarició?

—Me tocó como me has tocado tú. Estaba acostada a oscuras y sentí unos labios sobre mis pechos, sobre mis labios. Me acarició suavemente entre las piernas. Me levanté pensando, ah, es un sueño, un sueño de cuando Antoine todavía era un hombre. ¡Pero él estaba ahí! "No necesitas a Antoine, mi bella Charlotte", me dijo. Y entonces, ¿sabes?, me puse la esmeralda. Me la puse como me había dicho mi madre. —¿Él te dijo que tu madre había muerto?

—Sí, que Había caído de las almenas de la catedral y que tú habías tirado al maldito sacerdote. Pero hablaba de un modo de lo más extraño. No puedes imaginar lo raras que eran sus palabras, como si las recogiera de todo el mundo, igual que las joyas y el oro que traía.

—Dímelas —le pedí.

Pensó durante un momento.

—No puedo —respondió, con un suspiro. Luego hizo una prueba. Trataré de transcribirlas lo mejor que pueda—: "Estoy aquí, Charlotte, soy el Impulsor y estoy aquí. El espíritu de Deborah salió de su cuerpo; no me vio; abandonó la tierra. Sus enemigos corrieron aterrorizados a la izquierda, a la derecha y a la izquierda. Mírame, Charlotte, y escúchame, porque yo existo para servirte, y existo sólo al servirte." —Aquí suspiró otra vez—. Pero mucho más extraña fue la historia que me contó. —¿Cómo llegó al círculo de piedras de Donnelaith? —pregunté—. Fue Suzanne quien lo invocó, ¿no?

—No existía cuando ella lo invocó, se convirtió en un ser a su llamada. Es decir, antes no tenía conciencia de sí mismo. Su conciencia de sí mismo surge a partir de la conciencia de él que tenía ella, y se fortalece con la mía.

—Pero no olvides que puede ser una adulación-dije.

—Hablas de él como si no tuviera sensibilidad, cosa que no es así. Mira, yo lo he oído llorar. —¿Por qué motivo? Dímelo, por favor. —Por la muerte de mi madre. Si ella se lo hubiera permitido, habría destruido a todos los habitantes de Montcleve, habría castigado tanto al culpable como al inocente. Pero mi madre no podía concebir algo semejante. Se tiró de la torre para quedar en libertad. Si hubiera sido más fuerte... —Y tú eres más fuerte.

—Usar el poder para destruir no significa nada. —Sí, debo admitir que en eso tienes razón. Me quedé cavilando acerca de lo que había dicho y traté de memorizar sus palabras, objetivo que creo haber logrado. Quizá se dio cuenta, porque a continuación me dijo: —¿Cómo puedo dejar que te vayas de este lugar sabiendo lo que sabes de él y de mí? —¿Por qué? ¿Me mataría? —pregunté. Se echó a llorar y hundió la cara en la almohada. —Quédate conmigo —dijo—. Mi madre también te lo pidió y te negaste. Quédate conmigo. Contigo puedo tener hijos fuertes.

—Soy tu padre. Lo que me pides es una locura. —¡Qué importa! —exclamó —. Todo a nuestro alrededor es oscuridad y misterio. ¿Qué importa? —Su voz me llenó de tristeza.

Me desperté antes del alba.

El cielo matinal estaba cubierto de grandes nubes rosadas y el rugido del mar era prodigioso. Charlotte no estaba por ninguna parte. Vi que la puerta que daba al exterior estaba cerrada y, sin necesidad de comprobarlo, supe que el cerrojo estaba echado por fuera. En cuanto a las pequeñas ventanas a ambos lados de la pared, ni un niño podría escapar por ellas. Los postigos también estaban cerrados, aunque dejaban pasar la fresca brisa marina que silbaba y llenaba la habitación.

—Miré aturdido la brillante luz de fuera. Quise estar en Amsterdam, pese a sentirme corrupto más allá de todo alivio. Mientras trataba de levantarme, ignorando el mareo y las náuseas, divisé una forma fantasmal de pie a la izquierda de las puertas abiertas, en un rincón oscuro de la habitación.

Durante un buen rato pensé si no sería producto de la droga que había consumido o un efecto de la luz y la sombra; pero no, allí estaba. Parecía un hombre, alto, moreno, que me miraba mientras yo permanecía en la cama, y daba la impresión de querer hablar conmigo.

—Impulsor —murmuré en voz alta.

—Hombre necio, qué absurdo haber venido aquí —dijo el ser, pero sus labios no se movieron ni su voz llegaba a través de mis oídos—. Qué necio que hayas tratado de interponerte una vez más entre la bruja que amo y yo. —¿Y qué hiciste con mi preciosa Deborah?

—Lo sabes pero no lo sabes.

Me reí. —¿Debería sentirme honrado de que dictes sentencia contra mí? —Me senté en la cama—. Deja que te vea mejor-le pedí.

Delante de mis ojos la sombra se hizo más densa y clara y vi los rasgos de un hombre concreto. Nariz fina, ojos oscuros y vestido con la misma ropa que había alcanzado a ver tan sólo durante un instante hacía años en Escocia, un chaleco de cuero, unas calzas toscamente cortadas y una camisa de lienzo de mangas anchas. —¿Quién eres, espíritu? —pregunté—. Dime tu verdadero nombre, no el que mi Deborah te dio.

Una expresión terriblemente amarga apareció en su rostro; aunque quizá sólo fuera que la ilusión había empezado a disolverse. El aire se llenó de lamentos, un terrible llanto mudo. Y el ser se desvaneció. —¡Vuelve, espíritu! ¡O no!, ¡vete si amas a Charlotte! Vuelve al caos de donde has salido y deja en paz a mi Charlotte!

—Juraría que el espíritu me dijo en un susurro:

—Soy paciente, Petyr van Abel. Miro al futuro y beberé vino, comeré carne y conoceré el calor de una mujer cuando de ti ya no queden ni los huesos. —¡Vuelve! —exclamé—. ¡Explícame el significado de lo que has dicho! Te veo tan claramente como la bruja, Impulsor, puedo hacerte fuerte.

Pero no había más que silencio. Volví a recostarme contra la almohada y supe que era el espíritu más fuerte que había visto en mi vida. Ningún fantasma ha sido nunca más fuerte, más claramente visible. Y lo que me había dicho el demonio no tenía nada que ver con la voluntad de la bruja.

Ay, ojalá hubiera tenido mis libros. Ojalá los hubiera tenido en aquel momento.

Una vez más volví a ver mentalmente el círculo de piedras de Donnelaith. ¡Estoy seguro de que hay alguna razón por la que el espíritu se originó en aquel lugar! Éste no es un demonio común y corriente, no es Ariel preparado para inclinarse ante la varita de Próspero. Me sentía tan desasosegado que al final tomé un poco de vino para calmar mi dolor.

Ahí tiene, Stefan, lo que tan sólo fue mi primer día de cautiverio y ruindad.

Qué bien llegué a conocer esa pequeña casa y el acantilado que tenía delante, sin ningún sendero que condujera a la playa. Aunque hubiera tenido una cuerda de marinero para atarla a la barandilla, no habría podido con aquel horrible precipicio.

Pero permítame seguir con mi historia.

Charlotte llegó al mediodía, quizás antes, y cuando la vi entrar con las dos mulatas supe que lo ocurrido no era producto de mi imaginación y no atiné más que a observar en silencio cómo llenaban toda la habitación de flores recién cortadas. Traían mi camisa lavada y planchada, y ropa más liviana, como la que suele usarse por estas tierras. Arrastraban también un barreño grande por la tierra arenosa, como si fuera un bote, e iban acompañadas de dos esclavos musculosos que las cuidaban, o que vigilaban que yo no escapara a la carrera por la puerta.

Llenaron el barreño de agua caliente y me dijeron que me bañara cuando quisiera.

Tomé un baño, con la esperanza de limpiar mis pecados, y cuando estuve limpio, vestido y con la barba y el bigote recortados, me senté a comer lo que habían traído sin mirar a Charlotte, que era la única que quedaba.

Al final, aparté el plato y pregunté: —¿Hasta cuándo piensas tenerme aquí?

—Hasta que haya concebido un hijo tuyo —dijo—. Y pronto lo sabré.

—Bueno, ya has tenido tu oportunidad —comenté, pero al mismo tiempo que lo decía volví a sentir la lujuria de la noche anterior, y me vi en sueños desgarrándole su hermoso vestido de seda para liberar sus pechos.

Ella lo sabía. Indudablemente lo sabía. Se acercó, se sentó sobre mis rodillas y me miró a los ojos. Un peso ligero y dulce.

—Desgarra la seda si lo deseas —me dijo—. No puedes salir de aquí, así que haz lo que puedas mientras estés en esta prisión.

La cogí de la garganta y de repente algo me arrojó al suelo. La silla se había caído, pero ella no lo había hecho, simplemente se había apartado para no lastimarse.

—Vaya, así que él está aquí —dije con un suspiro. No lo veía, aunque enseguida logré divisar algo sobre mí, apenas una reunión de partículas que se convirtió en una difusa presencia ondulante para desaparecer de inmediato—. ¡Conviértete en un hombre como esta mañana! —grité—. ¡Habíame como esta mañana, cobarde, espíritu insignificante!

Toda la plata del lugar empezó a tintinear, la tela mosquitera se onduló de arriba abajo. Me reí.

—Espíritu estúpido e insignificante —dije; me puse de pie y me sacudí la ropa. Aquello me golpeó otra vez, pero me cogí al respaldo de la silla—.

Diablillo cruel —dije— y cobarde, además.

Charlotte, asombrada, lo observaba todo. No sé si miraba con desconfianza o con miedo. Luego dijo algo en voz baja y vi que la tela mosquitera que colgaba de las ventanas se movía como si algo hubiera salido flotando.

Estábamos solos.

—No vuelvas a desafiarlo —dijo, temerosa, con labios trémulos—. No quiero que te haga daño. —¿Y no puede la poderosa bruja contenerlo? Cogida al poste de la cama y con la cabeza gacha, parecía perdida. ¡Y tan encantadora, tan seductora! No necesitaba ser una bruja para embrujarme.

—Tú me deseas —dijo con suavidad—, tómame. Te daré algo que hará hervir tu sangre más que cualquier droga. —Levantó la mirada con los labios temblorosos, como si fuera a echarse a llorar. —¿Y qué es? —pregunté.

—Que te deseo, que me pareces hermoso y tengo ansias de ti mientras estoy tendida junto a Antoine.

—Qué lástima, hija —dije, fríamente; pero qué mentira. —¿De verdad?

Se quedó callada durante un momento, luego se acercó a mí y empezó otra vez su seducción. Primero con suaves besos filiales, mientras su mano trataba de excitarme, y luego con besos ardientes. Yo estaba tan enfebrecido como antes, sólo que me contenía, trataba de resistirme. —¿Le gusta a tu espíritu que te toque cuando en realidad quisiera tocarte él? —pregunté, mirando al vacío a mi alrededor. —¡No juegues con él! —dijo, con temor. —Ah, porque a pesar de que puede tocarte, acariciarte y besarte no puede darte un hijo, ¿no? No es el íncubo de las demonologías que puede robarle la semilla a un hombre mientras éste duerme. ¡Por eso me permite que siga viviendo hasta que te deje encinta!

—No te hará daño, Petyr, porque yo no se lo permitiré. ¡Se lo he prohibido!

—Sigue con esa idea en la cabeza, hija; recuerda que él puede leer tu pensamiento. Y puede que el Impulsor te diga que él hace lo que tú deseas, pero al final hace lo que desea él. Se me presentó esta mañana y se burló de mí.

—No me mientas, Petyr.

—Yo nunca miento, Charlotte. Estuvo aquí. —Le describí toda la aparición y le repetí sus extrañas palabras—. Y ahora, dime, ¿qué crees que significan, hermosa mía? i Crees que él no tiene voluntad propia? —Me reí de ella, y al ver el dolor en sus ojos, me reí más—. Me gustaría verlo: tú y tu demonio juntos.

Acuéstate y dile que venga.

Charlotte me golpeó y me reí aún más, la bofetada me pareció dulce. De repente empezó a abofetearme una y otra vez hasta que conseguí lo que quería: una furia que me obligó a cogerla de las muñecas y arrojarla sobre la cama. Allí desgarré su vestido y le quité las cintas del pelo. Ella hizo otro tanto, con la misma rudeza que yo, con la elegante ropa que me habían puesto las criadas.

Nos unimos con el mismo ardor de antes.

Lo hicimos tres veces y, mientras yo yacía medio adormilado, se marchó en silencio, dejándome el rugido del mar como única compañía.

A última hora de la tarde supe que no podía salir de la casa. Había tratado de derribar la puerta ayudándome con una silla, de trepar por las paredes, de salir por los ventanucos; todo en vano. El lugar había sido cuidadosamente construido, era una cárcel. Hasta había intentado subirme al techo, pero también había sido estudiado y era imposible.

Mientras el sol se hundía en el mar, me senté junto a la barandilla, bebí vino y observé romper las olas azul oscuro cubiertas de espuma en la playa dorada.

No vi ni una sola persona en aquella playa durante todo mi cautiverio.

Supuse que era un lugar al que se podía acceder únicamente por mar. Y si alguien hubiera llegado, allí se habría muerto, porque, como ya he dicho, no había ningún sendero para subir el acantilado.

Pero era un paisaje hermoso. Y cuanto más me emborrachaba, más embelesado observaba cómo cambiaban los colores del mar y la luz.

Decidí, naturalmente, no volver a tocar a Charlotte, me provocara como me provocase. Cuando ella descubriera que yo ya no le servía, me dejaría marchar.

Aunque en realidad sospechaba que era capaz de matarme, o quizá lo haría el espíritu, y tenía la certeza de que ella no podría impedírselo.

No sé cuándo me quedé dormido, ni cuándo me desperté y vi que Charlotte había vuelto y estaba sentada junto a una vela. Me levanté para servirme otro vaso de vino, porque me había aficionado completamente a la bebida y al cabo de unos minutos de la última copa volvía a tener una sed insoportable.

No le dije nada, pero me asustaba su belleza y desde el primer instante en que la vi mi cuerpo volvió a excitarse y a desearla, esperando que otra vez empezaran los viejos juegos. Nunca olvidaré la expresión de Charlotte cuando me miraba a mí y veía también mi corazón.

Fuimos uno al encuentro del otro. Era un deseo que nos humillaba a ambos.

Al final, cuando terminamos de hacerlo otra vez y nos sentamos en silencio, ella me dijo:

—Para mí no hay leyes. Los hombres y las mujeres no fueron castigados sólo con debilidades. Algunos hemos sido castigados también con virtudes. Y mi virtud es la fuerza. Puedo mandar sobre quienes me rodean. Domino a mi marido desde que nos conocemos. Mando en la casa, y lo hago con tanta habilidad que los hacendados lo notan y vienen a pedirme consejo. Podría decirse que mando en el condado, porque soy la hacendada más rica y, si quisiera, quizá podría hacerlo en la colonia. Siempre he tenido esta fuerza, y veo que tú también la tienes. Es lo que te permite desafiar todas las autoridades civiles y eclesiásticas, entrar con una sarta de mentiras en cualquier ciudad o pueblo y creer en lo que haces. Te has sometido a una sola autoridad en la tierra, a Talamasca, y ni siquiera por completo.

Nunca había pensado en ello, pero era verdad.

—He venido precisamente al lugar en el que mejor puedo emplear mi fuerza —continuó Charlotte— y me propongo tener muchos hijos antes de que muera Antoine. ¡Quiero muchos! Si te quedas conmigo, si te conviertes en mi amante, tendrás todo lo que quieras.

—No digas eso; sabes que no es posible.

—Piénsalo, imagínalo. Tú aprendes a través de la observación. Pues bien, ¿qué podrías aprender si observaras lo que pasa aquí? Haría que te construyeran una casa en mis tierras y una biblioteca del tamaño que quisieras.

Podrías recibir a tus amigos de Europa, tener todo lo que deseas.

—Necesito mucho más que lo que me ofreces —dij e—. Incluso si llegara a asimilar que tú eres mi hija y estamos fuera de las leyes de la naturaleza, por así decirlo. —¿Qué leyes? —se burló.

—Déjame terminar y luego te lo diré. Necesito más que los placeres de la carne, e incluso más que la belleza del mar y mucho más que tener cada deseo garantizado. Necesito más que dinero. —¿Porqué?

—Porque temo a la muerte —dij e—. No creo en nada y, sin embargo, como tantos que no creen en nada, debo hacer algo y ese algo es el sentido que le doy a mi vida. Salvar brujas, estudiar lo sobrenatural, éstos son mis placeres duraderos; me hacen olvidar que no sé para qué hemos nacido, por qué morimos ni por qué existe el mundo. —»Si mi padre no hubiera muerto, yo sería cirujano, estudiaría el funcionamiento del cuerpo y haría bellos dibujos sobre mis trabajos, como él. Y si Talamasca no me hubiera encontrado tras su muerte, quizá sería pintor, porque ellos crean sobre el lienzo mundos llenos de significado. Pero ahora ya no puedo ser ni lo uno ni lo otro, porque no tengo preparación y es demasiado tarde para empezar, por lo tanto debo regresar a Europa y hacer lo que he hecho siempre. Debo hacerlo. No hay nada que elegir. Me volvería loco en este lugar salvaje. Llegaría a odiarte más de lo que ya te odio.

Todo aquello la intrigó en gran manera, a pesar de que la hirió y desilusionó. Su rostro parecía empañado por una leve tragedia mientras me observaba.

—Habíame —me dijo—. Cuéntame tu vida. —¡No lo haré! —¿Porqué?

—Porque lo deseas y me tienes aquí contra mi voluntad.

Pensó otra vez en silencio, con una mirada muy hermosa y triste como antes.

—Has venido a enseñarme para que cambie, ¿no?

Sonreí porque era verdad.

—De acuerdo, hija, te diré todo lo que sé, pero ¿servirá de algo? —Y en aquel momento, en mi segundo día de encierro, algo cambió, desde entonces hasta el instante en que quedé libre, muchos días después. Todavía no me había dado cuenta, pero cambió.

Porque a partir de entonces dejé de pelear con ella. Dejé de luchar con el amor y el deseo que sentía por ella, que no siempre estaban mezclados, pero sí muy vivos.

No sé qué sucedió durante los días siguientes, pero hablamos durante horas, yo, borracho, y ella, perfectamente sobria. Conté toda la historia de mi vida para que ella pudiera examinarla y discutirla, y hablé de todo lo que sabía del mundo.

Mi vida se había convertido sólo en borrachera, hacer el amor con ella y hablar, y en esos adormilados períodos en los que continuaba mis estudios sobre los cambios del mar.

Mientras tanto, Charlotte había mandado hacer ropas elegantes para mí y sus doncellas me vestían todos los días, pese a que yo yacía indiferente a tales cuidados, del mismo modo que dejaba que me cortaran las uñas y recortaran el cabello.

Yo no sospechaba nada, sólo eran los meticulosos y regulares cuidados a los que me había acostumbrado, pero un día Charlotte me enseñó un muñeco de tela hecho con la camisa que llevaba al llegar y me explicó que dentro estaban las uñas que me habían cortado y que el pelo era mi propio pelo.

Estaba narcotizado, como sin duda había planeado, y observé en silencio cómo me hacía un corte en el dedo con su cuchillo y dejaba que mi sangre cayera sobre el cuerpo del muñeco. Sí, lo cubrió completamente con mi sangre hasta convertirlo en una cosa roja de pelo rubio. —¿Qué pretendes hacer con esa cosa tan horrible?

—Tú lo sabes.

—Entonces mi muerte es cosa segura.

—Petyr —dijo, implorante, con lágrimas que se asomaban a los ojos—, es posible que pasen años antes de que mueras, pero este muñeco me da poder.

No dije nada. Cuando Charlotte me dejó solo, cogí el ron que allí habían dejado y que, naturalmente, era mucho más fuerte que el vino. Me emborraché hasta caer presa de horribles pesadillas.

Pero más tarde, esa noche, el incidente del muñeco me produjo auténtico espanto, así que me acerqué a la mesa, cogí la pluma y escribí para Charlotte todo lo que sabía sobre demonios. Esta vez no tanto para advertirla, como para guiarla.

Me pareció que debía saber que todas estas creencias tienen cierta coherencia, porque sabemos que los demonios se fortalecen en la medida en que creemos en ellos. Así que, naturalmente, para aquellos que los invocan pueden convertirse en dioses, y cuando sus adoradores son conquistados y diezmados, los demonios vuelven nuevamente al caos, o se convierten en entidades menores que responden a la invocación ocasional de algún mago.

Escribí también sobre el poder de los demonios. Pueden crear ilusiones para que los veamos, poseer el cuerpo de alguien, mover objetos y aparecérsenos, pero nadie sabe de dónde salen ni cómo se materializan.

Con respecto al Impulsor, supuse que hacía su cuerpo con materia y lo unía mediante su poder, pero que el hechizo duraba poco.

Describí más adelante cómo se me había aparecido el demonio, las extrañas palabras que me había dicho y lo que había cavilado sobre ellas. Charlotte debía saber que era posible que aquel ser fuera el fantasma de alguna persona muerta hacía mucho tiempo, apegado a la tierra y vengativo, porque todos los pueblos de la antigüedad creían que las personas que morían jóvenes o violentamente podían convertirse en demonios vengativos, considerando que los espíritus benignos se marchaban de este mundo.

No recuerdo qué más escribí —aunque escribí mucho más—, porque estaba total y absolutamente borracho, y quizá lo que puse en su mano al día siguiente no era más que un lamentable garabato. Pero intenté explicarle muchas cosas, a pesar de sus protestas de que ya se lo había dicho.

Con respecto a lo que el Impulsor me había dicho aquella mañana y a sus extrañas predicciones, Charlotte simplemente sonreía y me decía, cada vez que yo se lo mencionaba, que el Impulsor sacaba sus palabras de nosotros, de fragmentos de frases, y que casi nada de lo que decía tenía sentido.

—Eso es verdad en parte —la advertí—, no está acostumbrado a hablar, pero sí a pensar. Ése es tu error.

Los días fueron pasando y me entregué al ron y a dormir. Abría los ojos sólo para ver si estaba ella.

Y precisamente cada vez que estaba a punto de volverme loco por su ausencia, furioso y dispuesto a pegarle, aparecía sin demora, hermosa, complaciente, tierna entre mis brazos, la personificación de la poesía, el rostro que yo hubiera pintado incansablemente de haber sido Rembrandt, el mismo cuerpo que Súcubo hubiera escogido para que me entregara en cuerpo y alma al Diablo.

Estaba saciado de todas las formas posibles, pero deseaba más con vehemencia. Ahora salía a rastras de la cama para observar el mar y a menudo estudiaba cómo caía la lluvia.

Muchas cosas pasaron por mi cabeza, Stef an, pensamientos alimentados por la soledad, por el cálido canto de los pájaros a lo lejos y la brisa fresca que se elevaba de las olas que rugían suavemente en la playa.

En mi pequeña prisión supe que había desperdiciado mi vida, pero es demasiado simple y triste decirlo así. A veces me imaginaba a mí mismo como un Lear loco en un terreno baldío, adornándose la cabeza con flores y convertido en rey sólo del yermo.

Al final, una tarde, precisamente a la hora del crepúsculo, me despertó el aroma de una cena caliente y me di cuenta de que me había pasado el día borracho y que ella no había venido.

Devoré la comida, puesto que el alcohol no me había quitado el apetito, me puse ropa limpia y me senté a pensar en lo que me había convertido.

Traté de calcular el tiempo que llevaba allí. Creo que fueron doce días.

Decidí entonces que por más abatido que me sintiera, no bebería ni un trago más. Que era preciso que me dejaran en libertad o me volvería loco.

A pesar de la repugnancia que me producía mi debilidad, me puse las botas —que no había tocado en todo ese tiempo—, la chaqueta nueva que me había traído Charlotte hacía tiempo y me apoyé sobre la barandilla para ver el mar.

Pensé que ella, antes de dejarme marchar, me mataría. Pero aquello debía resolverse de una manera u otra; ya no aguantaba más.

Pasaron muchas horas y no bebí nada. Entonces llegó Charlotte, cansada tras un largo día a caballo en los cuidados de la plantación, y cuando vio que me había vestido y llevaba puestas las botas y la chaqueta, se hundió en la silla y se echó a llorar.

No dije nada, porque sin duda era suya la decisión de dejarme marchar o no.

—He concebido, estoy encinta —dijo.

Seguí callado, pero lo sabía. Sabía que ésa era la razón por la que hacía tiempo que no venía.

—Charlotte, deja que me vaya.

Me dijo que debía jurarle que abandonaría la isla de inmediato y que no le contaría a nadie lo que sabía de ella y su madre, y lo que había pasado entre nosotros.

—Charlotte —le dije—, me iré a Amsterdam en el primer barco holandés que encuentre en el puerto y no me verás nunca más.

—Pero debes jurar no contárselo a nadie, ni siquiera a tus hermanos de Talamasca.

—Lo saben —dije— y les contaré todo lo que ha sucedido. Ellos son mi familia.

—Petyr —dijo—, ¿ni siquiera tienes el tino de mentirme?

Al final secó sus ojos y añadió:

—He hecho jurar al Impulsor que no te haría daño. Sabe que le retiraré todo mi amor y confianza si desobedece mis orden.es.

—Has hecho un pacto con el viento —le dije. —¡Petyr, dame tu palabra! Dámela para que él lo oiga.

Lo pensé, porque tenía muchas ganas de salir de ahí, y hacerlo con vida, y todavía era posible creer en ambas cosas. Al final dije:

—Charlotte, nunca te haré daño. Mis hermanos y hermanas de Talamasca no son sacerdotes ni jueces. Tampoco son brujos. Lo que saben de ti es del todo secreto.

Me miró con tristeza y los ojos llenos de lágrimas, luego se acercó a mí y me besó. Aunque traté de portarme como una estatua de madera, no lo conseguí.

—Una vez más, Petyr, sólo una vez más —dijo, con voz llena de pena y deseo—, luego puedes dejarme para siempre. Nunca más volveré a ver tus ojos hasta que nazca nuestro hijo y pueda verte en los suyos.

Me incliné para besarla otra vez, porque la creí cuando dijo que me dejaría marchar. Creí que me amaba; y creí también que en esa última hora que pasamos juntos, acostados, tal vez no existieran leyes para nosotros, como había dicho ella, y que había amor entre nosotros, aunque nadie lograría entenderlo nunca.

Mientras me vestía de nuevo, hundió la cabeza en la almohada y empezó a llorar.

Me dirigí a la puerta y descubrí que nunca habían echado el cerrojo estando ella en la casa. Me pregunté cuántas veces había pasado lo mismo.

Pero ahora no importaba. Lo importante era salir, siempre y cuando ese maldito espíritu no me lo impidiera, y no mirar atrás, ni hablar con ella otra vez, ni oler su dulce perfume, ni pensar en el suave tacto de sus labios y sus manos.

No le pedí ni coche ni caballo para llegar a Puerto Príncipe; decidí marcharme sin decir palabra.

Al cabo de más o menos una hora de caminata, y como aún no era medianoche, supuse que llegaría sin problemas a la ciudad al amanecer. Ay, Stefan, gracias a Dios no sabía qué tipo de viaje me aguardaba, porque no sé si hubiera tenido el coraje de emprenderlo.

Permítame ahora hacer una pausa, pues hace doce horas que escribo, es medianoche una vez más y aquel ser está cerca.

—Querido amigo, siento gran cariño por usted y no espero su perdón.

Solamente le pido que conserve mi informe, porque esta historia aún no ha terminado y puede que no termine en muchas generaciones. Lo sé porque la misma voz del espíritu me lo ha dicho.

Suyo, con lealtad a Talamasca,

Petyr van Abel Puerto Príncipe.»

16

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Cuarta parte «Stefan:

Retomo la carta tras haberme refrescado un poco. El ser está aquí. Hace apenas un momento se hizo visible con su disfraz de hombre, a un palmo de mí, como es su costumbre. Luego hizo que mi vela se apagara, a pesar de que no puede provocarlo por sí solo, pues no tiene aliento.

Tuve que bajar para pedir otra vela. Al volver me encontré las ventanas abiertas, agitándose al viento, y tuve que volver a cerrarlas. La tinta estaba volcada, pero por suerte tenía más, las mantas quitadas de la cama y todos mis libros desparramados.

Gracias a Dios, la caja de hierro está camino de Amsterdam; quién sabe, quizás este monstruo sepa leer.

Produce un ruido semejante al de unas alas que se agitaran en este espacio cerrado y luego una carcajada.

Me pregunto si Charlotte estará durmiendo en su lejano dormitorio de Maye Faire y sea ésa la razón de verme víctima de los trucos de este ser.

Pero permítame contarle los acontecimientos de anoche lo más rápido posible... ... empecé a andar por el camino. La luna brillaba en lo alto y el sendero se veía claramente con todas sus curvas y ondulaciones, que discurrían suavemente por encima de un terreno que ni siquiera podríamos llamar colinas.

Yo caminaba rápido, con vigor, casi mareado por mi libertad, y con la convicción de que el espíritu no me había impedido salir. Percibía el aroma del aire y pensaba que podía llegar a Puerto Príncipe bastante antes del alba.

"Estoy vivo —pensaba—, he salido de la prisión y quizá viva hasta llegar otra vez a la casa matriz."

A pesar de todo, mi mente no cesaba de pensar una y otra vez en Charlotte, como si estuviera hechizada, y la recordé en la cama, tal como la había dejado, y enseguida me sentí más débil. Incluso pensé que era un tonto al abandonar semejante belleza y excitación, porque en realidad la amaba. ¡La amaba locamente! La idea de que en cuestión de horas iba a separarme de ella para siempre me resultaba insoportable.

No paré de caminar. De vez en cuando divisaba alguna luz en la oscuridad, a uno u otro lado. En una oportunidad pasó veloz un jinete, galopando por el camino como si tuviera una misión importante. Ni siquiera me vio. Seguí mi marcha solo, con la luna y las estrellas como únicos testigos, mientras pensaba en la carta que iba a escribirle y en cómo describiría lo que había sucedido.

Habían pasado aproximadamente tres cuartos de hora cuando vi a un nombre a cierta distancia, de pie, observando, según parecía, cómo me acercaba. Lo más extraordinario era que se trataba de un holandés, de lo que me di cuenta por su enorme sombrero negro.

Vaya, yo había dejado mi sombrero en la casa. Hasta el momento de llegar a Maye Faire lo había llevado siempre, pero no lo había vuelto a ver desde que se lo había dado a los esclavos aquella primera noche antes de la cena.

—Y ahora, mientras veía a ese hombre alto, me lamentaba por la pérdida al tiempo que me preguntaba quién sería aquel holandés que me miraba junto al camino, una figura borrosa de cabello y barba rubios.

Aflojé el paso porque la figura seguía inmóvil y cuanto más me acercaba, más percibía lo extraño de la situación: un hombre solo, parado en la oscuridad, sin hacer nada. Pensé que me estaba portando como un tonto, porque se trataba sólo de otro hombre, ¿por qué me hacía sentir tan indefenso en la oscuridad de la noche?

Pero en ese momento logré ver de cerca la cara de aquel hombre. Y en ese preciso instante, mientras me daba cuenta de que se trataba de mi propio doble, de pie, frente a mí, la criatura dio un salto y se colocó a un palmo de distancia, mientras mi propia voz salía de sus labios. —¡Eh, Petyr, te has olvidado el sombrero! —exclamó, y lanzó una carcajada terrible.

Me caí hacia atrás, sobre el camino, y mi corazón pugnaba por salir del pecho.

Se inclinó sobre mí como un buitre. —Ay, Petyr, ven, coge tu sombrero, se ha caído y se llenará de polvo. —¡Apártate de mí! —grité, aterrorizado, y me volví, con las manos en la cabeza. Me arrastré como un miserable cangrejo para escapar de aquella cosa.

Me levanté entonces y arremetí contra él como hubiera hecho un toro, sólo para descubrir que estaba cargando contra el aire.

En el camino no había nadie más que mi desdichado ser y mi sombrero aplastado contra la tierra.

Lo recogí ylo sacudí; temblaba como un niño. —¡Maldito seas, espíritu! —le grité—. Conozco tus trucos. —¿De verdad? —respondió esta vez con voz de mujer. Me di la vuelta para ver a la criatura, y allí estaba mi Deborah adolescente, pero sólo por un instante. —¡No es ella! —afirmé—. ¡Mentiroso del infierno!

Pero, Stefan, esa visión fugaz fue como si una espada me atravesara. Había logrado captar su sonrisa infantil y su mirada brillante. El llanto me subió a la garganta.

—Maldito seas, espíritu —murmuré.

Poco a poco dejé de temblar y me puse el sombrero. Continué mi camino, pero no tan rápido como antes. Mirara hacia donde mirase, creía ver un rostro o una figura, para descubrir al fin que no eran más que ilusiones de la oscuridad: los plátanos que se agitaban a la brisa o esas enormes flores rojas de los setos que bordeaban el camino y dormitaban en lo alto de sus frágiles tallos.

Decidí mirar adelante, pero entonces oí unos pasos detrás de mí y la respiración de otro hombre. Caminaba a distinto ritmo con pisadas firmes, y decidí ignorarlo, sentía el aliento tibio de la criatura sobre mi cuello. —¡Maldito seas! —grité de nuevo, y me volví para encontrarme con algo horroroso que se inclinaba sobre mí: otra vez la imagen monstruosa de mí mismo, pero ahora completamente desnudo y con una calavera brillante por cabeza—. ¡Vete al infierno! —grité y lo empujé con todas mis fuerzas cuando empezó a caer sobre mí. Y allí donde estaba seguro de que no encontraría nada, me topé con un pecho robusto.

Gemí yo también como un monstruo, peleé y forcejeé tratando de hacerlo caer hacia atrás y en aquel momento se desvaneció con una gran descarga de calor.

Me sorprendí caído, sin haberme siquiera dado cuenta. La luna había desaparecido y la noche estaba más oscura; sólo Dios sabía durante cuánto tiempo más debía andar por aquel camino para llegar a Puerto Príncipe.

—De acuerdo, maldito —dije—. No creeré en mis ojos, me muestren lo que me muestren.

Y sin dudarlo más, me di la vuelta hacia la dirección apropiada y empecé a correr. Corrí con la mirada gacha hasta quedarme sin aliento. Aflojé el paso y continué obstinadamente del mismo modo, mirando sólo el polvo bajo mis pies.

Al cabo de un instante vi un pie descalzo y sangrante al lado de los míos, pero no le presté atención, porque sabía que no podía ser real. Olí a carne quemada, pero no hice caso porque sabía que no podía ser real.

—Conozco tu juego —dije—. Has prometido no hacerme daño; sigues al pie de la letra tu promesa, pero quieres volverme loco, ¿no? —Entonces recordé las reglas de los pueblos de la antigüedad: que al hablarle no hacía más que fortalecerlo. Me callé y me puse a recitar viejas plegarias.

El pie que caminaba junto a mí había desaparecido, así como el hedor a carne quemada, pero a lo lejos oí un sonido misterioso. El ruido de madera que se quebraba, sí, trozos de madera que se quebraban y quizá de algo que era arrancado de la tierra.

"Esto no es una ilusión", pensé. El ser estaba arrancando los mismísimos árboles y los arrojaba sobre mi camino.

Continué andando, seguro de que esquivaría semejantes peligros, sin olvidar que estaba jugando conmigo y no debía caer en su trampa. Pero entonces vi el puente frente a mí y me di cuenta de que había llegado al riachuelo y que los ruidos que escuchaba provenían del cementerio. ¡El demonio estaba abriendo las tumbas a golpes!

Se apoderó de mí el terror más fuerte que había sentido en mi vida. Todos tenemos nuestros miedos secretos, Stefan. Un hombre puede pelear con tigres, y encogerse ante un escarabajo; otro puede abrirse camino a través de un regimiento enemigo y, sin embargo, ser incapaz de quedarse con un cadáver en una habitación cerrada.

Los cementerios siempre me han dado pánico; y ahora, al darme cuenta de lo que se proponía el espíritu y saber que yo debía cruzar el puente y pasar por en medio del camposanto, me quedé petrificado, y un sudor frío me cubrió el cuerpo. Y al oír el ruido cada vez más fuerte de cosas que se desgarraban y se rompían, al ver los árboles que se balanceaban sobre las tumbas, no supe cómo conseguiría volver a moverme.

Pero quedarme allí era una locura. Me obligué a andar, paso a paso, hacia el puente. Divisé el devastado cementerio, vi los ataúdes arrancados de su lecho húmedo de tierra, con los cadáveres que salían de ellos, mejor dicho, que alguien sacaba de ellos porque sin duda estaban completamente muertos, a pesar de que él los movía como si fueran marionetas.

—Petyr, corre —grité, y traté de obedecer mi propia orden.

Crucé el puente en un instante, pero alcancé a ver a los muertos que surgían a ambas orillas. ¡Los oía! Oía cómo se rompían los ataúdes podridos bajo sus pies. Ilusión, trucos, me dije a mí mismo una vez más, pero en el momento en que el primero de esos horrendos cadáveres se interpuso en mi camino, grité como una mujer aterrorizada: —¡Apártate de mí! —Y me vi incapaz de tocar esos pútridos brazos que se sacudían sobre mí. Sólo atiné a retroceder, tambaleándome, ante el ataque de aquel cuerpo hasta que fui a dar contra otro cadáver putrefacto, para al fin caer de rodillas.

Recé, Stefan. Pedí a gritos al espíritu de mi padre y de Roemer Franz que por favor me ayudaran. Los cuerpos me rodeaban y me empujaban, el hedor era insoportable, porque algunos estaban recién enterrados; otros, medio descompuestos, olían directamente a tierra.

Eché a correr otra vez, choqué contra ellos, tropecé entre ellos y retrocedí para no perder el equilibrio y poder continuar. Al final me quité la chaqueta para espantarlos. Vi que eran débiles e incapaces de resistir un ataque, así que volví a golpearlos con la chaqueta y me libré de ellos. Me arrodillé de nuevo para descansar.

Todavía puedo oírlos; oír la pesada marcha de sus pies inertes.

—Eché un vistazo por encima del hombro y vi que una legión de horribles cadáveres, como marionetas movidas por hilos, me seguía dispersa.

Me levanté y continué; arrastraba mi chaqueta porque estaba llena de inmundicia de la lucha, y había perdido mi sombrero, ah, mi querido sombrero.

A los pocos minutos dejé atrás a los muertos. Supongo que al final dejó que cayeran.

Mientras continuaba con los pies doloridos y el pecho inflamado por el esfuerzo, vi que tenía las mangas llenas de manchas de la pelea. El olor me seguiría todo el camino hasta Puerto Príncipe, pero alrededor de mí todo estaba tranquilo y en silencio. ¡El espíritu descansaba! Probablemente estaba exhausto.

No tenía tiempo de preocuparme por el olor de la ropa; debía darme prisa.

El cielo empezó a clarear. Escuché el traqueteo de carros detrás de mí y vi que el campo se animaba en todas direcciones. Efectivamente, al llegar a lo alto de una cuesta divisé la ciudad colonial que se extendía debajo y suspiré.

Un pequeño carro desvencijado, cargado de fruta y verdura para el mercado y conducido por dos mulatos de piel clara, se detuvo a mi paso. Los hombres me miraban fijamente mientras yo decía en mi mejor francés que necesitaba ayuda y Dios los bendeciría si me la daban. Luego, saqué algunas monedas que aceptaron agradecidos y subí detrás.

Me recosté contra una pila de frutas y verduras y empecé a dormitar. El carro me mecía y golpeaba con sus traqueteos, pero para mí era como estar en el más lujoso de los carruajes.

Mientras el sueño me invadía e imaginaba que me hallaba de vuelta en Amsterdam, sentí que una mano tocaba la mía. Una mano suave que me palmeaba amablemente. Levanté mi mano derecha para devolver el gesto, abrí los ojos y volví la cabeza hacia la izquierda. Vi entonces el cuerpo quemado de Deborah que me miraba con curiosidad, calva y arrugada, con unos ojos azules vivos y una sonrisa irónica en sus labios quemados.

Grité tan fuerte que asusté a los hombres y al caballo. Pero ya no importaba porque me había caído sobre el camino. El caballo huyó y los hombres no consiguieron pararlo. Pronto los perdí de vista, al otro lado de la cuesta.

Me senté, llorando, con las piernas cruzadas. —¡Condenado espíritu! ¿Qué quieres de mí? ¡Dime! ¿Por qué no me matas?

Si puedes hacer todo esto, seguramente tienes el poder necesario.

Ninguna voz me respondió, aunque yo sabía que estaba allí. Levanté la mirada y lo vi, pero esta vez sin ningún horrible disfraz. Era de nuevo el hombre de cabello oscuro con el chaleco de cuero, aquel sujeto bien parecido que había visto dos veces.

Parecía muy sólido, tanto que hasta la luz del sol se reflejaba sobre él mientras se apoyaba perezosamente sobre el seto que bordeaba el camino. Me miraba con ojos entrecerrados y parecía pensativo, porque su cara no tenía expresión alguna.

Me sorprendí a mí mismo mirándolo, estudiándolo como si no hubiera nada que temer, y percibí algo de capital importancia.

Este hombre, apoyado contra el seto, no era una ilusión. Era un cuerpo que el Impulsor había conseguido formar.

—Sí —me dijo sin mover los labios. Y comprendí por qué; todavía no sabía cómo moverlos—. Pero aprenderé —añadió—, aprenderé.

Continué observándolo. Quizá mi agotamiento me había hecho perder el juicio. Pero no tenía miedo. ¡Y a medida que la luz del sol se hacía más brillante vi que atravesaba su cuerpo! Vi las partículas que lo componían bailando como si fueran polvo.

—De polvo eres —murmuré, pensando en la frase bíblica. Pero en ese preciso instante empezó a disolverse. Empezó a palidecer hasta desaparecer. El sol se levantó sobre el campo y surgió la mañana más hermosa que había visto en mi vida. ¿Se habría despertado Charlotte? ¿Lo habría controlado?

No lo sé y puede que no lo sepa nunca. Llegué a mis habitaciones en menos de una hora, después de ver a nuestro agente y hablar otra vez con el posadero, como ya le he explicado antes.

Ahora ya es más de medianoche, según mi buen reloj, que puse en hora hoy al mediodía en la posada, y el demonio está aquí desde hace un rato.

Durante la última hora ha aparecido y desaparecido varias veces en su forma preferida. Se pone en un rincón y luego en otro. En una oportunidad vi que me miraba desde el espejo. Stefan, ¿cómo consigue el espíritu hacer semejantes cosas? ¿Engaña a mis ojos? ¡Porque sin duda es imposible que esté tras el cristal! Pero me negué a levantar la mirada y finalmente la imagen se desvaneció.

Ahora ha comenzado a mover los muebles y otra vez hace ruido de alas que se agitan. Debo salir de esta habitación. Voy a enviar esta carta junto con las otras.

Suyo, con lealtad a Talamasca,

Petyr.»

«Stefan:

Está amaneciendo y todas mis cartas van camino de Amsterdam. El barco que las lleva ha salido hace una hora, y por más que yo debería haber partido también, sé que no debo. Si este demonio quiere jugar conmigo, es mejor que lo haga aquí, y mis cartas estarán seguras.

Temo que ese ser tenga también el poder de hundir un barco, porque en cuanto subí a bordo para hablar con el capitán y asegurarme de que mis cartas llegarían a salvo, el viento y la lluvia comenzaron a azotar las ventanas y la nave empezó a moverse.

—La razón me decía que era imposible que el Impulsor tuviera la fuerza necesaria para hundir un navio; pero, horror de horrores, ¿y si me equivocaba?

No resistiría ser culpable de la muerte de tanta gente.

Así pues, me quedo aquí. Estoy en una atestada taberna de Puerto Príncipe, la segunda a la que entro esta mañana, pues temo quedarme solo.

En la primera taberna me quedé dormido durante un cuarto de hora quizás y me despertaron las llamas que me rodeaban. Me di cuenta de que habían tirado la vela sobre el coñac derramado. Me echaron la culpa y me dijeron que me fuera a gastar el dinero a otra parte. Ahí estaba el demonio, en las sombras, detrás de la chimenea. Si hubiera podido mover su rostro cerúleo, habría sonreído.

Estoy agotado, Stefan. Volví otra vez a mi habitación e intenté dormir, pero me tiró de la cama.

Incluso aquí, en este lugar público lleno de borrachos nocturnos y de madrugadores viajeros, me hace sus jugarretas y nadie se da cuenta, porque nadie sabe que la imagen de Roemer, sentado junto al fuego, no es real. Ni que la mujer que aparece un instante en las escaleras, a la que apenas prestan atención, es Geertruid, muerta hace veinte años. El demonio arranca sin duda estas imágenes de mi mente y luego las reproduce. Aunque no puedo imaginar cómo.

He intentado hablar con él en la calle, le supliqué que me dijera qué se proponía. ¿Existe alguna posibilidad de que siga con vida? ¿Qué podía hacer para que cesara con sus malignos trucos? ¿Y qué le había ordenado Charlotte que hiciera?

Luego, cuando ya me había sentado y pedido vino, porque otra vez estoy sediento de alcohol y bebo demasiado, vi cómo se movía mi pluma y escribía un garabato que decía: "Petyr morirá."

Adjunto el papel a la presente porque es la letra de un espíritu. Yo personalmente no tengo nada que ver en ello. Quizás Alexander pueda tocarlo y aprender algo nuevo. Yo ya no puedo aprender nada de toda esta locura, salvo que los dos, él y yo juntos, podemos producir imágenes que hubieran hecho huir a Jesús del desierto completamente loco.

Ahora sé que tengo un único medio de salvación. En cuanto termine esta carta y la deje con el agente, iré a ver a Charlotte y le pediré que haga que el demonio se detenga. No puedo hacer otra cosa, Stefan. Sólo Charlotte puede salvarme. Y ruego que pueda llegar sano y salvo a Maye Faire.

Pero tengo un único temor, amigo mío, que Charlotte sepa lo que está haciéndome el demonio y que sea ella quien se lo haya ordenado, que sea Charlotte la autora absoluta del diabólico plan.

Si no vuelve a tener noticias mías —y permítame recordarle que de aquí zarpan diariamente barcos holandeses hacia nuestra bella ciudad—, siga estas instrucciones: Escriba a la bruja e infórmele de mi desaparición. Pero ocúpese de que la carta no salga de nuestra casa matriz y que no haya ninguna dirección a la que pueda responder, para que el demonio no penetre nuestros muros. ¡No envíe a nadie a buscarme, se lo ruego! Porque esa persona sólo toparía con una muerte peor que la mía.

Averigüe todo lo que pueda sobre la evolución de esta mujer a través de otras fuentes, y recuerde que el hijo que dará a luz dentro de nueve meses sin duda será mío. ¿Qué más puedo decirle?

Después de mi muerte, si fuera posible, trataría de ponerme en contacto con usted o con Alexander. Pero, querido amigo, me temo que no hay "después", que sólo me aguarda la oscuridad y que mi época de luz llega a su fin.

No me arrepiento de nada en estas horas finales. Talamasca ha sido mi vida y he pasado años defendiendo al inocente y buscando el saber. Os amo, hermanos y hermanas. No me recordéis por mis debilidades, por mis pecados ni por mi falta de criterio, sino por el amor que os profeso.

Ah, permítame contarle lo que acaba de suceder, puesto que es muy interesante.

Volví a ver a Roemer, mi querido Roemer, el primer director de nuestra orden a quien conocí y amé. Parecía muy joven y tenía muy buen aspecto; yo estaba tan contento de verlo que me puse a llorar y no deseaba que la imagen desapareciera.

"Deja que juegue con esto —pensé—, porque proviene de mi mente, ¿no? Y el demonio no sabe lo que hace." Así pues, me dirigí a Roemer.

—Mi querido Roemer —dije—, no sabe cuánto lo he echado de menos. ¿Dónde ha estado? ¿Qué ha aprendido? Siéntese, por favor —dije—, tome algo conmigo. —Así pues, mi querido maestro se sentó, se inclinó sobre la mesa y empezó a decirme las obscenidades más increíbles. Nunca habrá oído usted semejante lenguaje. Me dijo que me arrancaría la ropa ahí mismo en la taberna y que me haría cosas que me producirían un placer enorme. Que siempre había querido hacerlo cuando yo era un niño, y que incluso lo había hecho una noche en mi habitación, dejando que los demás lo vieran todo y después rieran.

Debí quedarme como una estatua, mirando fijo a la cara a aquel monstruo que, con la sonrisa de Roemer, cuchicheaba semejantes groserías como si fuera una vieja madama de burdel. Al final, la boca de esta criatura dejó de moverse y empezó a hacerse más y más grande, y la lengua se transformó en una cosa negra, negra y brillante como la joroba de una ballena.

Como un muñeco cogí mi pluma, la mojé y comencé a escribir la presente descripción. Ahora esta imagen ha desaparecido. ¿Sabe lo que ha hecho el demonio, Stefan? Ha puesto mi mente del revés.

Voy a contarle un secreto. Naturalmente, mi amado Roemer jamás se tomó semejantes libertades conmigo, pero yo suspiraba y anhelaba que lo hiciera. El malévolo espíritu extrajo de lo profundo de mi mente un recuerdo de mi niñez, de cuando estaba en la cama de la casa matriz, soñando con que Roemer viniera, levantara las mantas y se acostara conmigo. ¡Soñaba esas cosas!

Si el año pasado me hubieran preguntado si alguna vez había soñado algo así, habría respondido que nunca; pero lo hice y el espíritu me lo recordó. ¿Debería darle las gracias? Quizá pueda traer a mi madre para que nos sentemos juntos a cantar otra vez al lado de la lumbre de la cocina.

Ahora me voy. Ya ha amanecido por completo. El espíritu no está cerca.

Confiaré esta carta a nuestro agente antes de partir hacia Maye Faire, siempre que no me detengan los guardias locales y me lleven a la cárcel. Parezco un vagabundo loco. Charlotte me ayudará. Charlotte contendrá a este demonio. ¿Qué más queda por decir?

Petyr.»

Nota para los archivos:

Esta fue la última carta de Petyr van Abel. Dos semanas después, la casa matriz recibió una comunicación procedente de Jan van Clausen, comerciante holandés afincado en Puerto Príncipe, que informaba de la muerte de Petyr. Su cuerpo se descubrió unas doce horas después de que él alquilara un caballo en un establo y saliera de Puerto Príncipe.

Las autoridades locales suponían que Petyr había topado a primera hora de la mañana con algún desmán, presumiblemente perpetrado por una banda de esclavos fugitivos que iban a profanar de nuevo un cementerio en el que ya habían causado grandes estragos sólo uno o dos días antes.

Petyr aparentemente fue golpeado, arrastrado e introducido en una cripta en la que quedó atrapado por un árbol caído y por pesados escombros. Cuando lo encontraron, tenía los dedos de su mano derecha metidos entre los escombros como si hubiera tratado de cavar para salir. Le habían arrancado dos dedos de la mano izquierda que no se encontraron nunca.

Jamás se descubrió a los autores de la profanación ni del asesinato. El hecho de que el dinero de Petyr, así como su reloj de oro y sus papeles no hubieran sido robados, añadió misterio a la muerte.

Van Clausen devolvió las pertenencias de Petyr a la casa matriz y se hizo cargo de la investigación a instancias de la orden.

En resumidas cuentas, no se descubrió nada de auténtica importancia, excepto que durante su último día en Puerto Príncipe, todos creían que Petyr se había vuelto loco, con sus incesantes envíos de cartas a Ams-terdam y sus instrucciones de que se notificara a la casa matriz en caso de muerte.

«Algunos mencionaron haberlo visto en compañía de un extraño joven de cabello oscuro con el que conversó largamente.»

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INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Quinta parte La familia Mayfair desde 1689 hasta 1990 Resumen narrado por Aaron Lightner Tras la muerte de Petyr, Stefan Franck decidió que no se establecieran más contactos directos con las brujas Mayfair mientras él viviera. Este mismo criterio fue mantenido por sus sucesores, Martin Geller y Richard Kramer respectivamente.

Aunque muchos miembros solicitaron a la orden que se les permitiera intentar establecer contacto, la decisión de la junta de gobierno siempre fue desfavorable por unanimidad y la prohibición preventiva se mantuvo hasta entrado el siglo xx.

Sin-embargo, la orden continuó sus investigaciones sobre las brujas Mayfair desde lejos.

Se recabó frecuente información de personas de la colonia, que nunca supieron las razones de las indagaciones ni el significado de la información que proporcionaban.

Métodos de investigación Talamasca ha desarrollado a lo largo de estos siglos una completa red mundial de «observadores» que expedían recortes de periódico y comunicaban los rumores a la casa matriz. En Santo Domingo, esta tarea fue encomendada a comerciantes holandeses que consideraban que se trataba de indagaciones de corte estrictamente financiero y a otros individuos de la colonia a quienes se dijo que había personas en Europa que pagarían generosamente cualquier información sobre la familia Mayfair. En aquella época no existían investigadores profesionales comparables a los detectives privados del siglo xx.

No obstante, se reunió una asombrosa cantidad de datos.

La información sobre el legado Mayf air se obtuvo subrepticia y es probable que ilegalmente, a través de funcionarios bancarios sobornados para que la revelaran. Tala-masca siempre ha utilizado estos medios para recabar información, pues en años pasados no se era tanescrupulo-so como en la actualidad. La excusa típica de entonces, al igual que hoy en día, era que los informes obtenidos de este modo eran estudiados por innumerables personas con diversos talentos. Nunca se hurtó correspondencia privada ni se violó domicilio ni oficina alguna de manera delictiva.

Ocasionalmente hubo pruebas de que los Mayfair sabían de nuestra existencia y observaciones. Por lo menos un observador —un francés que trabajó durante un tiempo como capataz en la plantación Mayfair de Santo Domingo— tuvo una muerte sospechosa y violenta. Esto condujo a mayor discreción y cuidado, y a una menor información en los años siguientes.

La presente narración La historia que sigue a continuación es un resumen narrado en base a todo el material y las notas recopilados. El inventario completo de todo el material está anexado a los documentos en los archivos de Londres.

Yo comencé a familiarizarme con la historia en 1945, recién ingresado en Talamasca y antes de ocuparme directamente de las brujas Mayfair. Concluí la primera «versión completa» de este material en 1956. Desde entonces he revisado y puesto al día el material de forma continuada. Realicé una revisión completa en 1979, cuando se introdujo toda la historia, incluyendo los informes de Petyr van Abel, en el sistema informático de Talamasca. A partir de entonces, mantener toda la información al día no ha supuesto dificultad alguna.

Aaron Lightner, enero de 1989

La historia continúa Charlotte Mayfair Fontenay vivió hasta casi los setenta y seis años de edad.

Murió en 1743, dejando cinco hijos y diecisiete nietos. Maye Faire fue durante toda su vida la plantación más próspera de Santo Domingo. Varios de sus nietos regresaron a Francia, y los descendientes de éstos perecieron en la Revolución de finales de siglo.

El primogénito de Charlotte, hijo de su marido Antoine, no heredó la enfermedad de su padre. Fue un hombre sano, se casó y tuvo siete hijos; sin embargo, la plantación llamada Maye Faire pasó a él sólo nominalmente. La auténtica heredera fue en realidad Jeanne Louise, que nació nueve meses después de la muerte de Petyr.

Antoine Fontenay III se mantuvo durante toda su vida en segundo plano respecto a Jeanne Louise y su hermano gemelo Peter, a quien nunca llamaron por la versión francesa de su nombre, Pierre. Existe una ligera duda acerca de si éstos eran los hijos de Petyr van Abel. Ambos, Jeanne Louise y Peter, eran de tez blanca, cabello castaño claro y ojos claros.

Charlotte tuvo otros dos hijos antes de la muerte de su marido inválido. Las habladurías de las colonias atribuyeron la paternidad a dos individuos diferentes. Ambos muchachos llegaron a adultos, luego emigraron a Francia y usaron el apellido Fontenay.

Jeanne Louise fue la única que llevó el apellido Mayfair en todos los documentos oficiales, y aunque se casó con un joven bebedor y disoluto, su compañero de toda la vida fue su hermano Peter, que se quedó soltero y murió en 1771, sólo unas horas antes que su hermana.

Nadie cuestionó la legalidad del uso del apellido Mayfair; todo el mundo aceptó su explicación de que se trataba de una costumbre familiar. Más adelante, Angélique, su única hija, haría lo mismo.

Charlotte llevó la esmeralda que le había dado su madre hasta el día de su muerte. A partir de entonces fue Jeanne Louise quien la usó. Pasó luego a su quinta hija, Angélique, nacida en 1725. Cuando nació su hija, el esposo de Jeanne Louise estaba loco y había sido confinado en «una pequeña casa» de la propiedad, que por las descripciones parece ser la misma en la que había estado preso Petyr años antes.

Es dudoso que este hombre haya sido el padre de Angélique. Parece razonable, aunque en modo alguno seguro, que Angélique fuera hija de Jeanne Louise y su hermano Peter.

Angélique lo llamaba «papá» delante de todo el mundo y, según decían los criados creía que Peter era su padre, puesto que nunca había conocido al loco de la casita, encerrado y encadenado durante sus últimos años como una bestia salvaje. Es importante señalar que aquellos que conocían a la familia no consideraban cruel ni extraño el tratamiento que recibía el loco.

También se rumoreaba que Jeanne Louise y Peter compartían una suite con dormitorios y salones contiguos, que había sido añadida a la vieja casa de la plantación poco después de la boda de la primera.

Fueran cuales fuesen los rumores sobre los hábitos secretos de la familia, Jeanne Louise ejercía la misma autoridad sobre todo el mundo que Charlotte y dominaba a sus esclavos mediante una enorme generosidad y una atención personal en un período famoso precisamente por lo contrario.

Se describe a Jeanne Louise como una mujer de una belleza excepcional, muy admirada y cortejada. Nunca se la consideró un ser malvado, siniestro, ni una bruja. Aquellas personas con las que Talamasca se puso en contacto durante su vida, ignoraban los orígenes europeos de la familia.

Los esclavos fugitivos solían ir a ver a Jeanne Louise para implorarle que intercediera ante sus crueles amos. A menudo compraba a estos desdichados y se granjeaba una lealtad inquebrantable. En Maye Faire ella era la ley, y ejecutó a más de un esclavo por traición. Sin embargo, la buena voluntad de los esclavos para con ella era ampliamente conocida.

Angélique era su hija favorita, y ésta a su vez tenía devoción por su abuela Charlotte, a quien acompañaba en el momento de su muerte.

Una tormenta terrible azotó Maye Faire la noche de la muerte de esta última, que no amainó hasta el amanecer, momento en el cual se encontró muerto a uno de los hermanos de Angélique.

Angélique se casó en 1755 con un hacendado muy guapo y rico llamado Vincent St. Christophe. Cinco años más tarde dio a luz a Marie Claudette Mayfair, que más tarde casó con Henri Marie Landry, y fue la primera bruja Mayfair que llegó a Luisiana.

Marie Claudette era increíblemente hermosa, había heredado la belleza de su padre y de su madre. Tenía el cabello muy oscuro, los ojos azules y era extremadamente menuda y delicada.

Su marido, Henri Marie Landry, también era un hombre bien parecido. De hecho, en aquel entonces se decía que los miembros de la familia siempre se casaban por belleza, nunca por dinero ni amor.

Lo que caracteriza a la familia durante la vida de Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette es la respetabilidad, la riqueza y el poder. La riqueza de los Mayfair era legendaria en el Caribe y las personas que entraban en disputas con ellos topaban con frecuencia con una violencia que daba lugar a habladurías. Se decía que pelear con los Mayfair traía «mala suerte».

Los esclavos consideraban a Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette hechiceras poderosas. Iban a verlas para que los curaran y pensaban que ellas lo «sabían» todo.

Pero hay pocas pruebas de que, aparte de los esclavos, los demás tomaran en serio estas historias, ni que las brujas Mayfair inspiraran sospechas o miedo «irracional» entre sus semejantes. La preeminencia de la familia se mantuvo sin oposición alguna. La gente rivalizaba para que la invitaran a Maye Faire. La familia recibía a menudo y con todo lujo. Tanto los hombres como las mujeres estaban muy solicitados en el mercado matrimonial.

Los hombres de la familia nunca intentaron reclamar la plantación ni controlar el dinero, pese a que la ley francesa los autorizaba a ello. Por el contrario, solían aceptar el dominio de las mujeres elegidas. Tanto los informes financieros como las habladurías señalaban que eran enormemente ricos.

Durante todo este período la familia fue católica y hacía generosas donaciones a la iglesia de Santo Domingo. Un hijo de Pierre Fontenay, el cuñado de Charlotte, se hizo cura. Otras dos mujeres de la familia se hicieron monjas carmelitas. Una de ellas fue ejecutada durante la Revolución Francesa, junto con todas las hermanas de su comunidad.

El dinero de la familia colonial —durante todos esos años en los que el café, el azúcar y el tabaco que producían entraban a raudales en Europa y Norteamérica— se depositaba por lo general en bancos extranjeros. El nivel de riqueza era enorme, incluso para los multimillonarios de la Hispaniola, y la familia parecía poseer desde siempre cantidades fantásticas de oro y joyas. No es algo típico en una familia de hacendados, cuyas riquezas suelen estar ligadas a la tierra y fácilmente expuestas a la ruina. Como consecuencia, los Mayfair sobrevivieron a la revolución haitiana con enorme prosperidad, aunque perdieron irremediablemente todas las tierras que poseían en la isla.

Fue Marie Claudette la que estableció el legado Mayfair en 1789, justo antes de que la revolución los obligara a dejar Santo Domingo. Para entonces sus padres ya habían muerto. Más adelante, una vez instalada en Luisiana, acrecentó y mejoró la fortuna transfiriendo buena parte de su dinero de bancos de Holanda y Roma a bancos de Londres y Nueva York.

El legado El legado consiste en una serie de disposiciones semilegales inmensamente complicadas, realizadas sobre todo a través de los bancos donde está depositado el dinero, que establecen un patrimonio que no puede ser manipulado en función de las leyes de herencia de ningún país. En esencia, concentra la mayor parte de los bienes y propiedades de los Mayfair en manos de una sola persona en cada generación. La heredera de esta fortuna es designada por la beneficiaria viva; en caso de que la beneficiaria anterior muera sin haber designado heredera, los bienes van a parar a la hija mayor. El legado pasa a un hombre sólo si no hay descendencia femenina. Sin embargo, la beneficiaria, si lo desea, puede designar a un hombre.

Que Talamasca sepa, nunca ha muerto ninguna beneficiaria sin designar heredera, y el legado nunca ha pasado a ningún hijo varón. Rowan Mayfair, la más joven de las brujas Mayfair, fue designada por su madre, Deirdre, el día de su nacimiento. Esta última fue designada a su vez por Antha, que a su vez había sido designada por Stella, y así sucesivamente. El legado también proporciona enormes beneficios a los otros hijos de la beneficiaria (los hermanos de la heredera) en cada generación. La cantidad para las mujeres suele ser el doble que para los hombres. Sin embargo, ningún miembro de la familia puede heredar a no ser que use el apellido Mayfair, pública y privadamente. En los lugares en que las leyes prohibían al heredero usar legalmente el apellido, se utilizó a pesar de todo de forma habitual sin que fuera impugnado mediante la ley.

El legado original también contiene complejas disposiciones para los Mayfair pobres que pidan ayuda, siempre que hayan usado el apellido durante toda su vida y sean descendientes de personas que también lo hubieran usado.

La beneficiaria puede dejar hasta el diez por ciento del legado a otros Mayfair que no sean hijos suyos, pero siempre que lleven el apellido; en caso contrario, la cláusula del testamento se considera nula y se invalida.

Durante el siglo xx numerosos primos han recibido dinero del legado, principalmente de Mary Beth Mayfair y su hija Stella, pero también de Deirdre, cuyos bienes eran administrados por Cortland Mayfair. En la actualidad, muchos de ellos son ricos, ya que la donación con frecuencia se realizaba en inversiones o empresas a las que la beneficiaria o su administrador daban el visto bueno.

Talamasca, en la actualidad, sabe de la existencia de unos quinientos cincuenta descendientes que llevan el apellido Mayfair, unos ciento cincuenta de ellos conocen el núcleo central de la familia de Nueva Orleans y saben algo del legado, a pesar que los separan muchas generaciones de la herencia original.

Los descendientes Talamasca ha investigado a numerosos descendientes y ha descubierto que entre ellos es común la existencia de leves poderes psíquicos. Algunos exhiben poderes psíquicos excepcionales. También es común referirse a las antepasadas de Santo Domingo como «brujas» y decir que eran «adoradoras del diablo», que habían vendido el alma a cambio de hacer rica a la familia.

Estas historias se cuentan sin mayor trascendencia y a menudo con humor, o con sorpresa y curiosidad, y muchos de los descendientes —con los cuales Talamasca ha establecido un contacto limitado— en realidad no saben nada en concreto sobre la historia de la familia, aunque bromean con afirmaciones tales como: «nuestras antepasadas en Europa fueron quemadas en la hoguera» o «tenemos una larga historia de brujería».

Entre estas personas, las historias relacionadas con la visión de fantasmas, las premoniciones, «recibir llamadas de la muerte» o poseer ligeras capacidades telequinéticas no son en absoluto inhabituales. Algunos Mayfair que casi no saben nada de la familia de Nueva Orleans se han visto involucrados en no menos de diez historias diferentes de fantasmas que se relatan en libros publicados. Tres parientes lejanos han demostrado enormes poderes, aunque no existen pruebas de que los comprendan o los utilicen para algún fin determinado. Por lo que sabemos, estas personas no tienen ningún contacto con las brujas, el legado, la esmeralda ni el Impulsor.

Se dice también que todos los Mayfair «perciben» la muerte de la beneficiaria del legado.

Los descendientes de la familia temen a Carlotta Mayfair, la tutora de Deirdre Mayfair, la presente beneficiaría, y la consideran una «bruja», pero parece que en este caso la expresión se refiere más bien al significado vernacular del término con que se designa a una mujer desagradable, que a nada relacionado con lo sobrenatural.

Resumen del material referente a la época de Santo Domingo Al hacer una valoración de la familia en el siglo xvn ha de afirmarse que se caracteriza por la fortaleza, el éxito, la riqueza, la longevidad y las relaciones duraderas. Las brujas de aquella época debían de ser consideradas personas de enorme éxito. Se puede suponer con certeza que controlaban al Impulsor a su entera satisfacción. Sin embargo, honestamente no sabemos si es verdad o no.

Simplemente no tenemos pruebas de lo contrario. No hay observaciones del Impulsor, ni evidencias de tragedias en la familia.

Los accidentes que tuvieron los enemigos de la familia, la permanente acumulación de joyas y oro de los Mayfair, y las innumerables historias que contaban los esclavos sobre la omnipotencia e infalibilidad de sus amas, constituyen las únicas pruebas de intervención sobrenatural; y ninguna de éstas es auténticamente fiable.

La familia Mayfair en Luisiana durante el siglo XIX Algunos días antes de la revolución de Haití (la única rebelión de esclavos victoriosa de la historia), Marie Claudette fue advertida por sus esclavos de que su familia iba a ser masacrada. Ella y sus hijos, su hermano Lestan con su mujer y sus hijos, su tío Maurice con sus dos hijos y las respectivas mujeres y niños, escaparon con aparente calma y una sorprendente cantidad de pertenencias personales, una auténtica caravana de carretas que se dirigieron desde Maye Faire al puerto más cercano. Unos cincuenta esclavos personales de Marie Claudette, la mitad de los cuales eran mulatos y algunos de ellos indudable progenie de los hombres Mayfair, fueron a Luisiana con la familia.

Casi desde el comienzo de su llegada a Luisiana, Talamasca pudo obtener información sobre las brujas Mayfair.

Una de las causas fue que la familia parecía haberse tornado más «visible» a los ojos de la gente. Arrancados de su posición de aislamiento casi feudal de Santo Domingo, tuvieron que entrar en contacto con innumerables personas nuevas, incluyendo comerciantes, sacerdotes, tratantes de esclavos, agentes y funcionarios coloniales entre otros. La riqueza de los Mayfair, así como su súbita entrada en escena, por así decirlo, despertó inmensa curiosidad.

Los cambios del siglo XIX también contribuyeron inevitablemente a un aumento de información. El desarrollo de los diarios y periódicos, la progresiva costumbre de llevar registros detallados, la invención de la fotografía, todo ello contribuyó a compilar una historia anecdótica más minuciosa de la familia.

El desarrollo de Nueva Orleans como ciudad portuaria, próspera y pujante creó, efectivamente, un entorno en el que había decenas de personas a quienes se podía interrogar sobre los Mayfair, sin que nadie advirtiera la presencia de nuestros investigadores ni la nuestra.

Así pues, lo que debemos tener en cuenta mientras estudiamos la evolución de la historia de la familia es que aunque los Mayfair parezcan haber cambiado radicalmente durante el siglo XIX , es posible que no hayan cambiado en absoluto. Lo único que realmente cambió fueron nuestros métodos de investigación. Nos enteramos mejor de lo que ocurría dentro de la casa.

Las brujas, del siglo XIX, con excepción de Mary Beth Mayfair, que no nació hasta 1873—, cualesquiera que sean las razones, parecían mucho más débiles que las que habían dirigido la familia durante la época de Santo Domingo.

Podemos considerar que la decadencia de las brujas Mayfair, que tan notable se hizo en el siglo XX, empezó, según nuestras pruebas incompletas, despues de la guerra civil. Pero el cuadro, como veremos, es bastante más complicado.

En términos generales, el cambio de costumbres y de siglo puede haber influido significativamente en la decadencia de las brujas. Es decir, mientras la familia era cada vez menos aristocrática y feudal y más «civilizada» y «burguesa», es posible que sus miembros se sintieran confusos e inhibidos con respecto a su herencia y poderes.

La psiquiatría moderna también parece haber jugado un papel importante en la inhibición y confusión de las brujas Mayfair. Ya entraremos en este terreno más detalladamente cuando nos ocupemos de la familia durante el siglo xx.

Pero, básicamente, todo esto son especulaciones. Ni siquiera en el siglo XX, cuando la orden volvió a establecer contacto directo con las brujas Mayfair, conseguimos aprender tanto como esperábamos.

Teniendo en cuenta todo esto...

La historia continúa...

Marie Claudette, a su llegada a Nueva Orleans, instaló a su familia en una casa grande de la Rué Dumaine y compró inmediatamente una enorme plantación en Riverbend, al sur de la ciudad, donde mandó construir una casa más grande y lujosa que su contrapartida de Santo Domingo. La hacienda se llamaba La Victoire de Riverbend, aunque más tarde todos la conocerían simplemente por Riverbend. Una crecida del río se la llevó en 1896; a pesar de todo, gran parte de las tierras todavía son propiedad de los Mayfair y actualmente hay en el lugar una refinería de petróleo.

Maurice Mayfair, tío de Marie Claudette, vivió toda su vida en la plantación, pero sus dos hijos compraron por su cuenta haciendas adyacentes, donde vivieron en contacto muy cercano con la familia de Marie Claudette. Algunos descendientes de éstos vivieron allí hasta 1890, y muchos otros se trasladaron a Nueva Orleans. Pasaron a formar parte del número siempre en aumento de «primos», que sería un elemento constante de la vida de los Mayfair en los siguientes cien años.

Hay muchos dibujos de la casa de la plantación y hasta varias fotografías en viejos libros imposibles de conseguir hoy en día. Era grande incluso para la época, precursora del ostentoso estilo renacentista griego. Se trataba de una simple estructura colonial, con columnas redondas sin adornos, techo inclinado, galerías, bastante parecida a la casa de Santo Domingo. Tenía dos vestíbulos divididos por pasillos que los cruzaban de norte a sur y de este a oeste; una planta baja y un primer piso alto y espacioso.

Marie Claudette tuvo el mismo éxito en Luisiana que ella y sus antepasados habían tenido en Santo Domingo. Volvió a dedicarse al azúcar, pero abandonó el cultivo de café y tabaco. Compró dos haciendas más pequeñas para cada uno de los hijos de Lestan e hizo costosos regalos a los hijos de éstos y a los hijos de los hijos. La familia, desde el principio, fue considerada con respeto y desconfianza. Marie Claudette asustaba a la gente, entró en innumerables disputas para establecer sus negocios en Luisiana y no dudaba en amenazar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Compró gran cantidad de esclavos para que trabajaran en sus campos y, siguiendo la tradición de la familia, los trató siempre muy bien. Sin embargo, no trataba de igual modo a los comerciantes y echó a más de uno de su propiedad a latigazos alegando que habían tratado de engañarla.

Al cabo de poco tiempo, los esclavos de sus tierras empezaron a comentar que era una hechicera, que era imposible engañarla, que podía echar «mal de ojo» y que tenía un demonio a su disposición para perseguir a cualquiera que se le opusiera. Su hermano Lestan caía mejor y aparentemente se llevó bien desde el principio con los terratenientes de la región, bebedores y jugadores.

Henri Marie Landry, el marido de Marie Claudette, parece haber sido un individuo agradable, aunque bastante pasivo, que lo dejó absolutamente todo por su esposa. Leía revistas de botánica que recibía de Europa, coleccionaba flores raras de todo el sur y tenía un jardín enorme en Riverbend.

Murió en su cama, en 1824, tras recibir los santos sacramentos.

En 1799, Marie Claudette dio a luz al último de sus hijos, Marguerite, quien más adelante se convertiría en la designada para el legado y que viviría bajo la sombra de su madre hasta la muerte de ésta, en 1831.

Hubo muchas habladurías sobre la vida familiar de Marie Claudette. Decían que su hija mayor, Claire Marie, era débil mental y contaban que vagaba en camisón y decía cosas extrañas, aunque a menudo muy agradables, a la gente.

Veía fantasmas y hablaba con ellos todo el tiempo, a veces incluso en medio de la cena, delante de asombrados visitantes.

Al único hijo de Marie Claudette, Pierre, nunca se le permitió casarse. Se enamoró dos veces, pero ambas cedió ante su madre cuando ésta se opuso a la boda. Su segunda «prometida secreta» trató de quitarse la vida cuando Pierre la rechazó. Después de este episodio raramente salía, aunque a menudo se lo veía en compañía de su madre.

Pierre, para los esclavos, era una especie de doctor, los curaba con pócimas y remedios diversos. Llegó incluso a estudiar medicina con un viejo médico borracho de Nueva Orleans. Pero no sacó nada de ello. También era aficionado a la botánica, pasaba mucho tiempo trabajando en el jardín y haciendo dibujos de flores.

No fue ningún secreto que alrededor de 1820 Pierre empezara una relación con una mulata, una joven exquisita, que, según las habladurías, podría haber pasado por blanca. Tuvo dos hijos con ella, una muchacha que marchó al norte y pasó por blanca y un hijo, Francois, nacido en 1825, que se quedó en Luisiana y más adelante se ocupó de gran parte del papeleo de la familia en Nueva Orleans. Un oficinista agradable, a quien los Mayfair blancos cogieron cariño, especialmente los hombres que iban a la ciudad a dirigir los negocios.

Aparentemente, toda la familia adoraba a Marguerite. Cuando tenía diez años fue retratada con la famosa esmeralda al cuello. En 1927, el cuadro colgaba de la pared en la casa de First Street de Nueva Orleans.

Marguerite era de complexión delicada, cabello oscuro y ojos negros, ligeramente rasgados. La consideraban una belleza. Sus niñeras, a quienes les encantaba cepillar su cabellera rizada, la llamaban la Pequeña Gitana. A diferencia de su hermana débil mental y de su dócil hermano, ella tenía un temperamento fuerte y violento y un humor imprevisible.

A los veinte años, y contra los deseos de Marie Claudette, se casó con Tyrone Clifford McNamara, un cantante de ópera (y otro hombre «extremadamente guapo»), carente de todo sentido práctico. Era una estrella que viajaba por todo Estados Unidos: Nueva York, Boston, Saint Louis y otras ciudades. Durante una de esas giras, Marguerite regresó de Nueva Orleans a Riverbend y su madre la acogió una vez más. En 1827 y 1828 dio a luz dos niños, Rémy y Julien. McNamara visitaba la plantación con frecuencia, pero sólo por breves períodos. En Nueva York, Boston, Baltimore y otros lugares donde se presentaba, tenía fama de mujeriego, bebedor y pendenciero; a pesar de todo, era un tenor irlandés muy popular y llenaba los teatros adondequiera que fuese.

En 1829, Tyrone Clifford McNamara y una irlandesa, presumiblemente su amante, fueron hallados muertos a causa de un incendio en una pequeña casa del Barrio Francés que McNamara había comprado a la mujer. Los informes de la policía y las noticias de los periódicos indicaron que habían muerto asfixiados por el humo cuando trataban en vano de escapar.

Este incendio provocó numerosos rumores en Nueva Orleans. Talamasca en aquella época consiguió más información personal sobre la familia que nunca.

Un comerciante del Barrio Francés le explicó a uno de nuestros «testigos» que Marguerite había mandado al diablo para que se ocupara de «esos dos» y que sabía más de vudú que cualquier negro de Luisiana. También se decía que tenía un altar vudú en su casa, preparaba ungüentos y pócimas para curar y para el amor, e iba a todas partes acompañada por dos hermosas mulatas, Marie y Virginie, y un cochero, también mulato, llamado Octavius.

En aquellos tiempos, Marie Claudette todavía vivía, pero raramente salía.

Contaban que le había enseñado a su hija toda la magia negra que había aprendido en Haití. La que llamaba la atención en todas partes era Marguerite, especialmente si se tiene en cuenta que sú hermano vivía una vida bastante respetable y era muy discreto en lo referente a su amante mulata; los hijos del tío Lestan también llevaban una vida muy formal y todo el mundo los quería.

Al llegar a los treinta años, Marguerite ya se había convertido en una figura enjuta que por una razón u otra inspiraba miedo; solía ir despeinada, tenía ojos brillantes y se echaba a reír de repente con una risa desconcertante. Siempre llevaba la esmeralda Mayfair.

Recibía en Riverbend a los comerciantes, agentes y huéspedes en un enorme estudio cubierto de libros, lleno de cosas horribles y desagradables: calaveras, animales de pantano disecados, cabezas de animales cazados en safaris africanos, alfombras de pieles. Tenía muchas botellas y frascos misteriosos, y había quienes afirmaban haber visto trozos de cuerpos humanos dentro. Tenía fama de coleccionista ávida de chucherías y amuletos hechos por los esclavos, especialmente por aquellos que acababan de llegar de África.

En aquella época se dieron varios casos de «posesión» entre sus esclavos; como consecuencia, varios testigos, esclavos también, huyeron y varios sacerdotes fueron a la plantación. En todos los casos se encadenó a la víctima y se la exorcizó sin éxito.

Circulaban rumores de que los esclavos poseídos estaban encadenados en la buhardilla, pero las autoridades locales nunca iniciaron investigación alguna.

Por lo menos cuatro testigos diferentes mencionan el «misterioso amante de cabello oscuro», un hombre al que sus esclavos habían visto en sus aposentos privados, en la suite del hotel St. Louis —donde se hospedaba en Nueva Orleans— y en su palco de la Ópera Francesa. Muchos chismes rodearon la historia de este amante o acompañante. La misteriosa manera en que llegaba y se marchaba intrigaba a todo el mundo.

«Ahora lo ves y al cabo de un minuto ya no está», decían.

Ésta es la primera mención del Impulsor en más de cien años.

Marguerite se casó casi inmediatamente después de la muerte de Tyrone Clifford McNamara con un jugador de los casinos flotantes, alto, arruinado, llamado Arlington Kerr, que desapareció del mapa seis meses después de la boda. No se sabe casi nada de él, salvo que era «bello como una mujer», bebedor, y que jugaba a las cartas hasta el amanecer con algunos invitados y con el cochero mulato. Vale la pena señalar que fue más lo que se oyó sobre él que lo que se vio. Sería interesante especular con la posibilidad de que quizá no haya existido nunca.

Sin embargo, él fue legalmente el padre de Katherine Mayfair, nacida en 1830, que se convierte en la siguiente beneficiaria del legado y la primera de las brujas Mayfair que no conoce a su abuela, puesto que Marie Claudette muere al cabo de un año.

Los esclavos a uno y otro lado del río decían que Marguerite había asesinado a Arlington Kerr y puesto su cuerpo cortado a trozos en los frascos; pero nadie investigó esta historia. La familia explicó que Arlington no podía adaptarse a la vida de los hacendados y se había marchado arruinado, tal como había llegado. Según Marguerite, se había quitado un peso de encima.

A sus veinte años, era famosa por asistir a los bailes de los esclavos e incluso bailar con ellos. Sin duda poseía el poder Mayfair de curar y asistía regularmente los partos. Pero con el tiempo la acusaron de robar los bebés de sus esclavas. Fue la primera bruja Mayfair a quien los esclavos no sólo temían sino que llegaron a aborrecer.

A los treinta y cinco años dejó de dirigir la plantación y la puso en manos de su primo Augustin, hijo de su tío Lestan, que demostró ser un administrador más que eficiente.

A los cuarenta, Marguerite estaba hecha «una facha», según los observadores, aunque podría haber sido una mujer bien parecida si se hubiera moLestano en recogerse el pelo y dedicar algo de atención a su ropa.

Julien, su hijo mayor, empezó a ocuparse de la plantación a los quince años, junto con Augustin, hasta que poco a poco pasó a dirigirla solo. Durante la cena en la que se celebraba su decimoctavo cumpleaños, ocurrió un desgraciado «accidente» con una pistola nueva. El «pobre tío Augustin» recibió un tiro en la cabeza disparado por Julien.

Es posible que haya sido de verdad un accidente, puesto que después del suceso todos los informes indican que Julien estaba «postrado de dolor». Más de un informe coincide en que ambos forcejeaban con el arma cuando ocurrió el accidente. Otra versión sostiene que Julien había puesto en tela de juicio la honestidad de Augustin, y éste había amenazado con volarse la tapa de los sesos, por lo que Julien trató de detenerlo. Una última versión indica que Augustin había acusado a Julien de haber cometido un «crimen contra natura» con otro muchacho, tras lo cual ambos empezaron a reñir; Augustin sacó la pistola y Julien trató de quitársela.

Pero fuera como fuese, no se acusó a nadie de la muerte y Julien se convirtió en el jefe indiscutible de la plantación. Incluso a la tierna edad de quince años, ya había demostrado ser apto para ello. Restableció el orden entre los esclavos y en los siguientes diez años la finca dobló la producción. A pesar de que la heredera del legado fuera su hermana menor Katherine, él fue el auténtico jefe durante toda su vida.

Marguerite pasó las últimas décadas de su muy larga vida leyendo sin cesar en aquella biblioteca llena de cosas horribles y desagradables. Siempre hablaba sola, solía plantarse delante de los espejos y tener largas conversaciones en inglés con su imagen. También acostumbraba a hablar largamente con sus plantas, muchas de las cuales eran todavía del jardín original que había hecho su padre, Henri Marie Landry.

Los esclavos llegaron a odiarla tanto que ni se le acercaban, salvo sus mulatas Marie y Virginie, y se decía que a esta última la maltrató un poco durante sus últimos años.

En 1859, una fugitiva le dijo al párroco que Marguerite le había robado su bebé y que lo había cortado en trozos para dárselo al diablo. El cura lo comunicó a las autoridades locales y hubo investigaciones. Pero Julien y Katherine, a quienes todo el mundo admiraba y tenía gran cariño, pues dirigían Riverbend con eficiencia, explicaron que la esclava había parido un hijo moribundo, que no hubo bebé por así decirlo, pero que había sido bautizado y enterrado como era debido.

A pesar de todo, Rémy, Julien y Katherine crecieron aparentemente felices y rodeados de lujos, disfrutando de todo lo que Nueva Orleans en su apogeo de preguerra tenía para ofrecer, incluyendo teatro, ópera e incesantes fiestas privadas.

A menudo iban los tres juntos a la ciudad, con una gobernanta mulata que los cuidaba, y se alojaban en una lujosa suite del hotel St. Louis. Antes de regresar al campo hacían compras en todas las tiendas elegantes. Se cuenta una historia bastante sorprendente de Katherine en aquella época; parece ser que quiso ver los famosos bailes donde las jóvenes mestizas bailaban con sus galanes blancos. Así pues, fue con su doncella mulata, hizo que ésta la presentara como si ella también fuera mulata y engañó a todo el mundo. Tenía el cabello muy oscuro, los ojos negros y la piel muy blanca; no parecía africana en lo más mínimo, pero muchas mulatas tampoco lo parecían.

Esta historia conmocionó a los miembros de la clase más conservadora. Los jóvenes blancos que habían bailado con ella creyendo que era una chica «de color», se sentían humillados e indignados. A Katherine, Rémy y Julien les parecía una anécdota divertida. Este último se batió en duelo por lo menos una vez por esta causa, y dejó malherido a su oponente.

En 1857, cuando Katherine tenía diecisiete años, ella y sus hermanos compraron un terreno en First Street, en Garden District de Nueva Orleans, y contrataron al arquitecto irlandés Darcy Monahan para que construyera la casa que en la actualidad acoge a la familia Mayfair. Es muy probable que la compra fuera idea de Julien, que deseaba una residencia permanente en la ciudad.

Así las cosas, Katherine y Darcy Monahan se enamoraron profundamente;

Julien demostró ser enfermizamente celoso de su hermana al no permitir que ésta se casara tan joven. Estalló a continuación una terrible pelea familiar. Julien se fue de la mansión de Riverbend y pasó un tiempo en una casa del Barrio Francés con un acompañante del que sabemos muy poco, excepto que era de Nueva York y se rumoreaba que era muy guapo y aficionado a Julien de tal manera que hizo que la gente empezara a murmurar que eran amantes.

Katherine se escabulló a Nueva Orleans para estar a solas con Darcy Monahan en la casa de First Street, todavía sin terminar, y allí, en habitaciones sin techos o en el jardín salvaje, se juraron fidelidad. Julien estaba cada vez más desolado y enfadado, y continuaba oponiéndose. Imploró a su madre, Marguerite, que interviniera, pero ésta no mostró ningún interés por la cuestión.

Al final, Katherine amenazó con huir si no consentían a sus deseos.

Marguerite dio su permiso oficial y la boda se celebró en una pequeña iglesia.

En el daguerrotipo tomado después de la ceremonia se ve a Katherine con la esmeralda.

Katherine y Darcy se trasladaron a la casa de First Street en 1858, y Monahan se convirtió en el arquitecto de moda de los barrios altos de Nueva Orleans. Muchos testigos de la época mencionan la belleza de Katherine, el encanto de Darcy y lo divertidos que eran los bailes que daban en su nueva casa.

Katherine dio a luz un niño, llamado Clay, en 1859. Luego tuvo otros tres hijos que murieron en su primera infancia. Más tarde, en 1865, nació otro varón llamado Vincent, y dos hijos más que también murieron muy pequeños.

Decía que la pérdida de estos hijos le destrozó el corazón, que ella se lo tomó como un castigo divino y que la muchacha alegre y entusiasta se convirtió en una mujer introvertida y turbada. A pesar de todo, la vida con Darcy parece que fue fructífera y satisfactoria. Lo amaba e hizo todo cuanto estuvo en sus manos para apoyarlo en sus diversas empresas constructoras.

Debemos.mencionar aquí que la guerra civil no hizo mella en la fortuna de la familia Mayfair. Nueva Orleans fue tomada y ocupada muy pronto, y nunca fue expoliada ni quemada. Además, los Mayfair tenían muchísimo dinero invertido en Europa, tanto que las cíclicas alzas y depresiones de la economía de Luisiana no afectaron su patrimonio.

Esta vida alegre llegó a su fin cuando murió Darcy, en 1871, de fiebre amarilla. Katherine, con el corazón destrozado y medio loca, le rogó a Julien que fuera a vivir con ella. Éste, en aquella época, vivía en el piso del Barrio Francés y acudió de inmediato a su llamada. Era la primera vez que entraba en la casa de First Street desde que se había terminado su construcción.

Julien pasaba día y noche con Katherine, mientras los criados se ocupaban de los abandonados niños. Dormía con ella en el cuarto principal del ala norte de la casa, encima de la biblioteca, y hasta la gente que pasaba por la calle oía a Katherine llorando continuamente por la muerte de Darcy y de sus hijos.

Trató de quitarse dos veces la vida con veneno. Los criados contaban historias de doctores que corrían a la casa, le daban antídotos y la hacían andar, puesto que estaba semiconsciente y a punto de desmayarse, y de un Julien enloquecido que no podía contener las lágrimas mientras esperaba.

Finalmente, Julien se llevó a Katherine y los dos niños de nuevo a Riverbend. Allí dio a luz a Mary Beth Mayfair en 1872, que fue bautizada e inscrita como hija de Darcy Monahan, aunque parece bastante improbable que fuera hija suya, ya que nació diez meses y medio después de su muerte. Casi con toda seguridad, Julien era el padre de Mary Beth.

Era del dominio público que Julien y Katherine dormían en la misma cama con las puertas de la habitación cerradas y que ella no pudo tener ningún amante tras la muerte de Darcy, pues no salió ni una sola vez, salvo para regresar a la plantación.

Esta historia circulaba entre los sirvientes, pero parece que nunca llegó a conocerse ni aceptarse entre los pares de los Mayfair.

Katherine no sólo era completamente respetable a todos los niveles, sino además enormemente rica, generosa y muy apreciada. Con frecuencia solía dar dinero a los familiares y amigos que la guerra había arruinado. Sus intentos de suicidio habían despertado únicamente compasión y la vieja historia del baile de las mulatas se había borrado completamente de la memoria pública. Por otra parte, la influencia financiera de la familia era de tan largo alcance, en aquella época, que se convirtió en algo casi inconmensurable. Julien era muy popular en la sociedad de Nueva Orleans. Las habladurías cesaron pronto, y es más que dudoso que hayan tenido influencia alguna en la vida pública o privada de los Mayfair.

En 1872, Katherine todavía era descrita como una mujer bella a los ojos de los demás, a pesar de que había encanecido prematuramente. Se decía que su trato abierto y confiado conquistaba fácilmente a la gente. Un ferrotipo de la época, simpático y muy bien conservado, la muestra sentada en una silla, con el bebé dormido en su regazo y los dos niños al lado. Parece sana y serena, una mujer atractiva con un rasgo de tristeza en la mirada. En el retrato no lleva la esmeralda.

Mientras Mary Beth y sus hermanos mayores, Clay y Vincent, se criaban en el campo, Rémy Mayfair y su mujer —el hermano de Julien y una prima, nieta de Lestan Mayfair, respectivamente— se instalaron en la casa de la ciudad.

Vivieron allí durante años y tuvieron tres hijos, todos ellos con el apellido Mayfair, dos de los cuales tuvieron descendencia en Luisiana.

Durante aquella época, Julien empezó a visitar la casa y se instaló un despacho en la biblioteca. Mandó hacer una estantería en dos de las paredes y las ocupó con un montón de documentos de la familia que siempre se guardaron en la plantación. También le gustaban mucho los libros y llenó la biblioteca de clásicos y de novelas populares. Le encantaban Nathaniel Hawthorne, Edgar Alian Poe y Charles Dickens.

Algunas pruebas señalan que fueron las peleas con Katherine las que movieron a Julien a instalarse en la ciudad y alejarse de Riverbend, aunque nunca descuidó sus obligaciones allí. Pero si Katherine lo alejaba, sin duda su sobrinita (o hija) Mary Beth lo hacía volver, porque siempre aparecía con montañas de regalos y se la llevaba durante semanas a Nueva Orleans. La devoción por la niña no le impidió casarse en 1875 con una Mayfair, una prima, descendiente de Maurice, de celebrada belleza.

Se llamaba Suzette Mayfair, y Julien estaba tan enamorado que encargó por lo menos diez retratos de ella durante los primeros años de matrimonio.

Vivieron en la casa de First Street junto con Rémy y su familia, aparentemente en completa armonía, quizá porque este último era del todo diferente a su hermano.

Suzette, según parece, aunque tuvo cuatro hijos en los siguientes cinco años, tres varones y una niña llamada Jeannette, quería mucho a la pequeña Mary Beth.

Katherine nunca regresó voluntariamente a la casa de First Street. Le recordaba mucho a Darcy. Cuando la obligaron a volver, en edad avanzada, su mente.se trastornó. A finales de siglo se convirtió en una trágica figura siempre vestida de negro que vagaba por los jardines en busca de Darcy.

De todas las brujas Mayfair estudiadas hasta la fecha, Katherine fue la más débil y menos significativa. Sus hijos Clay y Vincent fueron individuos absolutamente respetables y corrientes. Se casaron jóvenes y tuvieron familias numerosas. Los descendientes de ambos viven en la actualidad en Nueva Orleáns.

Katherine pasaba mucho tiempo con su madre, Marguerite, que con cada década se convertía en una persona más peculiar. Un visitante de la década de los ochenta la describe como un ser «bastante imposible», una vieja que se pasaba día y noche con ropa de encaje almidonada y horas enteras leyendo en la biblioteca en voz alta, con un tono horrible y monótono. Decían que insultaba a la gente indiscriminadamente y sin ningún motivo. Estaba muy encariñada con Angeline (la hija de Rémy) y con Katherine. Constantemente tomaba a los hijos de Katherine, Clay y Vincent, por sus tíos, Julien y Rémy. Katherine es descrita como una mujer canosa, consumida, siempre ocupada con sus bordados.

Marguerite murió a los noventa y dos años, cuando Katherine tenía sesenta y uno.

Pero aparte de las historias de incesto, que caracterizan a la familia Mayfair desde la época de Jeanne Louise y Pierre, no hay asuntos ocultos sobre Katherine.

Los sirvientes negros, tanto los esclavos como los libres, nunca tuvieron miedo de ella. No hay testimonios de ningún misterioso amante de cabello oscuro y nada parece indicar que Darcy Monahan haya muerto de otra cosa que la conocida fiebre amarilla.

Los miembros de Talamasca han llegado a especular incluso con la idea de que Julien fuera en realidad el «brujo» de aquel período, que quizá no apareció ningún otro médium natural en esta generación de la familia y que, mientras Marguerite envejecía, Julien empezara a exhibir el poder. También ha habido especulaciones sobre la posibilidad de que Katherine hubiera sido la médium natural, pero que rechazó este papel cuando se enamoró de Darcy, razón por la cual Julien se habría opuesto tanto a su boda, pues conocía los secretos de la familia.

Por consiguiente, es necesario que estudiemos a Julien en detalle. Tenemos información fascinante sobre él hasta 1950, se lo menciona públicamente en numerosas ocasiones y hay tres retratos al óleo en museos norteamericanos y uno en Londres.

Su negra cabellera encaneció por completo cuando él todavía era bastante joven. Numerosas fotografías, así como los retratos, muestran que era un hombre de gran presencia, encanto y belleza física. Según algunos, se parecía mucho a su padre, el cantante de ópera Tyrone Clifford McNamara.

Pero lo que ha sorprendido a algunos miembros de Talamasca era su parecido con sus antepasados Deborah Mayfair y Petyr van Abel, quienes por supuesto no se parecían entre sí en lo más mínimo. Julien era una notable combinación de ambos ascendientes. Tenía la talla, el perfil y los ojos azules de Petyr y la boca y pómulos delicados de Deborah. La expresión que tiene en varios retratos es extraordinariamente parecida a la de Deborah.

Es como si el retratista del siglo xix hubiera visto el Rembrandt de Deborah —cosa que, por supuesto, es imposible, ya que siempre ha estado en nuestra sede— y hubiera tratado conscientemente de imitar la «personalidad» captada por el maestro. Sólo podemos suponer que Julien dejaba ver esa personalidad.

También vale la pena mencionar que en la mayor parte de las fotos, a pesar de su pose afectada y otros aspectos formales del trabajo, Julien está sonriendo.

Es una sonrisa de «Mona Lisa», pero una sonrisa a fin de cuentas, y da una nota extraña, puesto que es algo completamente fuera de tono con las costumbres fotográficas del siglo pasado. La sonrisa, en los ferrotipos de la época, era algo completamente desconocido. Parece como si Julien hubiera encontrado divertido que le sacaran fotos. En los retratos hechos al final de su vida, en el siglo xx, también se ve una sonrisa, pero más ancha y generosa. Vale la pena observar que en estos últimos parece de muy buen humor, sencillamente feliz.

Julien fue sin duda el magnate de la familia toda su vida y más o menos gobernó a todos sus sobrinos y sobrinas, así como a su hermana Katherine y a su hermano Rémy.

Era del dominio público que inspiraba miedo y confundía a sus enemigos.

Un algodonero furioso informó que en una disputa Julien hizo que ardiera la ropa de su oponente. El fuego fue apagado deprisa y el sujeto se recuperó de las quemaduras, bastante graves por cierto, y no tomó ninguna medida contra Julien. En realidad, muchas de las personas que oyeron la historia, incluida la policía local, no la creyeron. Julien reía cada vez que alguien le preguntaba por ello. Pero un testigo nos dijo que Julien podía prender fuego a su antojo a cualquier cosa y que su madre bromeaba con él al respecto.

Ninguno de los miembros de la familia Mayfair hasta aquel período asistió a escuelas corrientes; todos ellos recibieron educación privada. Julien no fue una excepción y tuvo varios tutores durante su juventud. Uno de ellos, un yankee buen mozo de Boston, fue encontrado ahogado en un canal cercano a Riverbend. Se dijo que Julien lo había estrangulado y tirado al agua. Esto tampoco se investigó, y toda la familia Mayfair se mostró indignada por los rumores. Los criados que difundieron la historia se retractaron enseguida.

Este maestro bostoniano ha sido una gran fuente de información sobre la familia. Hablaba continuamente sobre las extrañas costumbres de Marguerite y el miedo que le tenían los esclavos. Talamasca obtuvo por su intermedio la descripción de las botellas y frascos que contenían trozos de cuerpo humano y otros objetos. Afirmaba haber rechazado varios aumentos de sueldo que le ofreció Marguerite. En realidad, hablaba tanto y de manera tan insensata que más de una persona advirtió a la familia sobre él.

Nunca llegará a saberse si Julien lo mató; pero si lo hizo —dadas las costumbres de la época— por lo menos tenía una razón.

Se decía también que Julien regalaba monedas de oro extranjeras como si fueran céntimos de cobre. Los camareros competían entre sí por atenderlo. Era también un jinete de leyenda y poseía varios caballos de su propiedad, así como dos coches y mucho personal en sus caballerizas, cerca de First Street.

Hasta muy avanzada edad, era habitual verlo por la mañana montar su zaino por St. Charles Avenue hasta Carrolton. Solía también tirar monedas a los chiquillos negros con los que se cruzaba.

Tras su muerte, cuatro testigos diferentes afirmaron haber visto su fantasma galopando por St. Charles Avenue. Estas historias se publicaron en los periódicos de la época.

Se dijo también infinidad de veces que Julien poseía el don de la ubicuidad, es decir, que podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Este bulo circulaba mucho entre los criados, que comentaban que Julien podía estar, por ejemplo, en la biblioteca, y, casi inmediatamente, ser visto en el jardín de atrás. O que una doncella podía verlo salir por la puerta principal y luego volver a verlo bajando la escalera.

Más de un sirviente prefirió dejar el trabajo de First Street antes que vérselas con el «extraño monsieur Julien».

Se ha especulado con que las apariciones del Impulsor pudieron ser las responsables de esta confusión. Pero, fuera como fuese, descripciones posteriores de la vestimenta del Impulsor señalan un extraordinario parecido con las que lleva Julien en dos retratos diferentes. Cada vez que se menciona al Impulsor durante todo el siglo xx, va vestido invariablemente como podía haber ido Julien en las décadas del setenta y el ochenta del siglo pasado.

Sabemos que amaba a su madre, Marguerite, y aunque no pasaba mucho tiempo a su lado, siempre le compraba libros en Nueva Orleans o los pedía de Nueva York y Europa. Sólo una pelea entré ambos llamó la atención: discutieron sobre la boda de Katherine y Darcy Monahan y Marguerite lo abofeteó varias veces delante de los sirvientes. Según todos los relatos, este hecho lo afectó profundamente y se retiró con lágrimas en los ojos.

Tras la muerte de su esposa, Suzette, Julien pasa menos tiempo que nunca en Riverbend. Sus hijos se crían íntegramente en First Street. Julien, que siempre había sido un hombre elegante, empieza a ocupar un papel más activo en la sociedad. Mucho antes, sin embargo, ya aparecía en la ópera y el teatro con su sobrinita (o hija) Mary Beth. Da bailes de caridad y apoya activamente a jóvenes músicos aficionados. Los presenta en pequeños conciertos que organiza en el salón doble de First Street.

Julien no sólo obtiene enormes beneficios en Riverbend, sino que además se asocia con dos compañías de Nueva York y hace una fortuna considerable.

Empieza a acaparar propiedades en toda Nueva Orleans, que deja a su sobrina Mary Beth, pese a que ésta era la designada del legado Mayfair, y en todo caso heredaría una fortuna mucho mayor que la de Julien.

Casi no hay duda de que su esposa Suzette era un problema para él. Criados y amigos hablan de constantes y desgraciadas peleas. Cuentan que Suzette, con toda su belleza, era profundamente religiosa y el carácter jovial de Julien la molestaba. Rechazaba toda la ropa elegante y las joyas que él quería que llevara.

No le gustaba salir de noche, ni la música alta. Una criatura adorable, pálida y de ojos brillantes, un ser enfermizo que murió joven tras el nacimiento, en rápida sucesión, de sus cuatro hijos. No hay duda de que su única hija, Jeannette, tenía una suerte de clarividencia o poder psíquico.

Los criados la oyeron gritar más de una vez con un pánico incontrolable ante la visión de algún fantasma o aparición. Sus terrores súbitos y sus enloquecidas huidas a la calle pronto se hicieron famosas en Garden District e incluso salieron en los periódicos. En realidad, fue Jeannette quien dio origen a las primeras «historias de fantasmas» que rodearían a la casa de First Street.

Se cuenta que Julien era extremadamente intolerante con Jeannette y la encerraba arriba. Pero todos coinciden en que amaba a sus hijos. Los tres varones fueron a Harvard y regresaron a Nueva Orleans, donde se dedicaron a la práctica del derecho civil y amasaron grandes fortunas por su cuenta. Sus descendientes siguen llevando el apellido Mayfair hasta el día de hoy, independientemente de su sexo o de su estado civil. El estudio de abogados fundado por los hijos de Julien ha administrado el legado Mayfair durante décadas.

Tenemos por lo menos siete fotos diferentes de Julien con sus hijos, incluyendo algunas con Jeannette (que murió joven). En todas ellas, la familia parece muy alegre, y Barclay y Cortland se parecen mucho a su padre. Los dos vivieron hasta finales de los sesenta; Cortland murió en octubre de 1959, a los ochenta años de edad. Este miembro de Talamasca estableció contacto directo con Cortland el año anterior a su muerte, pero ya nos ocuparemos de ello en el momento oportuno.

Algunas de las evidencias más interesantes de Julien tienen que ver con Mary Beth y con el nacimiento de Belle, su primera hija. Julien daba a Mary Beth todo lo que ésta deseaba y celebraba bailes para ella en First Street que rivalizaban con cualquier fiesta privada de Nueva Orleans. Todos los senderos del jardín, pérgolas y fuentes se diseñaron y construyeron para la fiesta de su decimoquinto cumpleaños.

A esta edad, Mary Beth ya era alta y en las fotos de este período parece majestuosa, seria, sombríamente bella, con unos ojos negros grandes y unas cejas muy definidas de hermosa línea. Sin embargo, tiene un aire decididamente indiferente. Esta aparente ausencia de narcisismo o vanidad iba a caracterizar sus fotografías durante toda su vida. Su postura masculina es casi desafiante, aunque es probable que más bien estuviera, sencillamente, distraída.

Solía decirse que no se parecía a su madre, sino a su abuela Marguerite.

Julien y Mary Beth viajan a Europa en 1888 y se quedan durante un año y medio. Numerosas cartas a amigos y parientes informan que Mary Beth, de dieciséis años, se ha «casado» con un Mayfair escocés —un primo del Viejo Mundo— y ha dado a luz una niña llamada Belle. La boda, celebrada en una iglesia católica escocesa, es descrita con detalle en una carta que Julien escribe a una amiga del Barrio Francés, una cotilla notoria, que se ocupa de enseñar la carta a todo el mundo. Hay otras cartas, tanto de Mary Beth como de Julien, que describen la boda más brevemente a otros parientes y amigos charlatanes.

Es interesante notar que cuando Katherine se enteró de la boda de su hija se metió en la cama y no comió ni habló durante cinco días. Cuando la amenazaron con llevarla a un sanatorio privado, accedió a incorporarse y tomar un poco de sopa. «Julien es el diablo», murmuró, tras lo cual Marguerite echó a todos de la habitación.

Desgraciadamente, el misterioso lord Mayfair se cayó de alguna torre ancestral de Escocia y murió dos meses antes del nacimiento de su hijita. Julien volvió a escribir para contar todos los detalles de lo que había sucedido; también Mary Beth escribió unas lacrimógenas cartas a sus amistades.

Este lord Mayfair es casi sin lugar a dudas un personaje ficticio. Es verdad que Mary Beth y Julien visitaron Escocia; en efecto, pasaron algún tiempo en Edimburgo e incluso fueron a Donnelaith, donde compraron el mismísimo castillo en lo alto de la colina que Petyr van Abel había descrito. El castillo, que en una época fuera morada del clan Donnelaith, estaba abandonado y en ruinas desde finales del siglo XVII. No existe en toda Escocia documento que haga mención de ningún lord Mayfair.

Sin embargo, las investigaciones hechas en este siglo por Talamasca han desenterrado algunas pruebas bastante sorprendentes sobre la ruina de Donnelaith. Un incendio producido en otoño de 1689, por lo visto en fecha cercana a la ejecución de Deborah en Montcleve, Francia, lo destruyó. Es posible incluso que haya sido el mismo día, pero no pudimos averiguarlo. Durante el incendio perecieron los últimos miembros del clan Donnelaith, el viejo lord, su hijo mayor y su joven nieto.

Es tentador suponer que el viejo lord fuera el padre de Deborah Mayfair, un maldito cobarde que no se atrevió a interferir en la quema de Suzanne, una pobre campesina ignorante, a pesar de que su hija Deborah, la «engendrada en las rondas», corriera el peligro de encontrar la misma muerte horrible.

Pero no lo sabemos. Tampoco sabemos si el Impulsor tuvo o no algún papel en el incendio que borró del mapa a la familia Donnelaith. La historia cuenta que se encontró carbonizado sólo el cuerpo del viejo lord, mientras que el nieto se asfixió a causa del humo y varias mujeres murieron al saltar de las almenas.

El hijo mayor parece que murió aplastado bajo una escalera de madera que se cayó.

La historia nos dice también que Julien y Mary Beth compraron Donnelaith después de haber pasado sólo una tarde en las ruinas. Hasta el día de hoy es propiedad de los Mayfair y otros miembros de la familia también han visitado el castillo.

Nunca ha sido habitado ni restaurado, pero se mantiene limpio y bastante bien cuidado. Durante la vida de Stella, en el siglo xx, fue abierto al público.

Por qué Julien compró el castillo, qué es lo que sabía y pensaba hacer con él, es algo que no se sabrá nunca. Sin duda, sabía algo de Deborah y Suzanne, ya sea a través de la familia o del Impulsor.

Talamasca ha dedicado muchos esfuerzos a toda esta cuestión —quién sabía, qué sabía y cómo—, porque hay pruebas fehacientes que indican que los Mayfair del siglo xix no estaban enterados de toda su historia. Katherine confesó en más de una ocasión que no sabía mucho sobre los orígenes de la familia, e incluso Mary Beth, alrededor de 1920, dijo al párroco de la iglesia de St. Alphonsus que «todo se había perdido en el olvido». Incluso estaba un poco confundida sobre quién construyó Riverbend y cuándo, en una ocasión en que habló con estudiantes locales de arquitectura.

Fuera por lo que fuese, el caso es que Julien estuvo en Donnelaith y compró el castillo en ruinas y Mary Beth contó hasta el fin de sus días que lord Mayfair era el padre de su pobre y dulce hijita, Belle, que resultó todo lo opuesto a su poderosa madre.

Volviendo al orden cronológico, los supuestos tío y sobrina regresaron a casa con el bebé a finales de 1889, y Marguerite, a la sazón una anciana decrépita de noventa años, se tomó un interés muy especial por la niña.

En realidad, Katherine y Mary Beth tenían que vigilar a la pequeña cada vez que estaba en Riverbend, para que Marguerite no se la llevara en brazos a pasear y luego la olvidara por ahí, se le cayera o la dejara en un escalón de la escalera o sobre la mesa. Julien se reía de todos estos cuidados y decía a menudo delante de los sirvientes que la criatura tenía un ángel guardián especial que la cuidaba. Pero, a efectos de este informe, estamos seguros de que Julien era el padre de Mary Beth y de Belle.

Mary Beth, Julien y Belle vivían juntos y felices en First Street, y Mary Beth, aunque le gustaba bailar e ir al teatro y a fiestas, no mostró interés inmediato en buscar «otro» marido.

Con el tiempo volvería a casarse, como pronto veremos, con un hombre llamado Daniel Mclntyre y tuvo tres hijos más: Carlotta, Lionel y Stella.

La noche anterior a la muerte de Marguerite, en 1891, Mary Beth se despertó en su cuarto de First Street gritando. Insistió en que tenía que marcharse a Riverbend inmediatamente, que su abuela se estaba muriendo. ¿Por qué no habían enviado a nadie a buscarla? Los criados encontraron a Julien sentado e inmóvil en el primer piso, llorando. Parecía no ver ni oír a Mary Beth, mientras ésta le rogaba que la llevara a Riverbend.

Una joven doncella irlandesa oyó luego comentar a la vieja ama de llaves mulata que quizá no era Julien quien estaba allí sentado y que deberían salir a buscarlo. La muchacha se quedó aterrorizada, sobre todo cuando la ama de llaves empezó a llamar en voz muy alta a «Julien» por toda la casa, mientras el individuo lloroso seguía inmóvil ante el escritorio, mirando hacia delante como si no la oyera.

Al final, Mary Beth se marchó a pie y él en aquel momento se levantó de un salto del escritorio, se pasó los dedos por el cabello blanco y ordenó a los criados que trajeran la berlina. Alcanzó a Mary Beth antes de que ésta llegara a Magazine Street.

Vale la pena señalar que Julien en aquel entonces tenía sesenta y tres años.

Se lo describe como un hombre muy guapo, de aspecto pomposo y porte de actor. Mary Beth tenía diecinueve y era extremadamente bella. Belle tenía sólo dos años y en esta historia no se hace mención de ella.

Julien y Mary Beth llegaron precisamente cuando acababan de enviar a un mensajero a buscarlos. Marguerite estaba casi en estado de coma, un espectro de noventa y dos años que apretaba una extraña muñequita con sus dedos huesudos, a la que llamaba maman, para gran sorpresa del médico y la enfermera que la asistían y que luego lo contaron a todo Nueva Orleans.

La muñeca, según dicen, era algo espantoso, hecho de huesos humanos unidos por una especie de alambre negro, con una melena horrible de cabello blanco pegado a la cabeza de trapo y una cara toscamente dibujada.

Katherine, por entonces de sesenta y un años, y sus dos hijos estaban junto a la cama desde hacía cuatro horas. Rémy también se hallaba presente, hacía un mes, desde que su madre había enfermado, que estaba en la plantación.

El padre Martin acababa de darle los últimos sacramentos y las velas bendecidas ardían en el altar.

Cuando Marguerite exhaló el último suspiro, el sacerdote observó con curiosidad cómo Katherine se levantaba de la silla, se dirigía al joyero que siempre había compartido con su madre, sacaba el collar con la esmeralda y se lo daba a Mary Beth. Ésta lo recibió agradecida, se lo puso al cuello y continuó llorando.

El cura vio entonces que había empezado a llover, el viento soplaba con fuerza y hacía que los postigos golpearan y cayeran las hojas de los árboles.

Parecía incluso que Julien reía maravillado.

Katherine daba la impresión de estar cansada y asustada. Mary Beth lloraba, desconsolada. Clay, un joven atractivo, parecía fascinado por lo que sucedía; su hermano Vincent, en cambio se mostraba indiferente.

Julien abrió entonces las ventanas y dejó entrar el viento y la lluvia, cosa que asustó al cura y sin duda le molestó, puesto que era invierno. A pesar de que la lluvia caía sobre la cama, se quedó junto a la difunta, como correspondía. Los árboles azotaban la casa; el sacerdote temía que una de las ramas entrara por la ventana que tenía más cerca.

Julien, bastante sereno y con los ojos llenos de lágrimas, besó a la muerta y le cerró los ojos. Cogió la muñeca y la guardó debajo del abrigo. Apoyó entonces las manos sobre el pecho de Marguerite y le explicó al sacerdote que su madre había nacido a finales del «viejo siglo», que había vivido casi cien años y que había visto y comprendido cosas que nunca pudo explicar a nadie.

Cuando el cura preguntó tímidamente si no se podía cerrar la ventana, Julien le dijo que los cielos lloraban por Marguerite y cerrar la ventana sería una falta de respeto. A continuación apagó las velas del altar católico que había junto a la cama, cosa que ofendió al cura y también alarmó a Katherine.

«Julien, por favor, ¡compórtate!», murmuró ésta. Vincent rió a pesar de sí mismo y a Clay se le escapó una sonrisa. Todos miraron incómodos al sacerdote, que estaba horrorizado. Julien lanzó una sonrisa traviesa a toda la compañía y se encogió de hombros, luego volvió a mirar a su madre y con una profunda expresión de tristeza se arrodilló al lado de la cama y hundió su rostro en las mantas, junto a la difunta.

El cura se marchó y descubrió que a poca distancia de la casa no llovía ni soplaba el viento. El cielo estaba bastante despejado. Se encontró con Clay, sentado en una silla blanca de respaldo recto, junto a la verja del frente de la plantación. Clay fumaba y observaba la lejana tormenta que se veía claramente en la oscuridad. El cura lo saludó, pero éste no pareció escucharlo.

Hay muchas otras historias de Julien que podrían incluirse aquí; quizá lo hagamos en el futuro. También volverá a aparecer a medida que se desarrolla la historia de Mary Beth.

Pero no debemos continuar sin antes tratar un aspecto más de su personalidad: su bisexualidad. Como se ha mencionado antes, Julien fue acusado de un «crimen contra natura» cuando era muy joven, momento en el cual mató —accidental o deliberadamente— a uno de sus tíos. También hemos mencionado a su compañero del Barrio Francés a finales de la década del cincuenta del siglo pasado.

Julien mantendría este tipo de compañeros a lo largo de toda su vida, pero de la mayoría de ellos no sabemos nada.

De dos de ellos, sin embargo, tenemos algunos datos: del mulato Victor Gregoire y de un inglés llamado Richard Llewellyn.

Victor Gregoire trabajó para Julien como una especie de secretario privado y valet en los años ochenta. Vivía en el ala de los criados de First Street y era un hombre extremadamente guapo, como todas las compañías de Julien, hombres o mujeres, y se rumoreaba que era descendiente de los Mayfair. Sea como fuere, Julien lo quería mucho, pero tuvieron un enfrentamiento en 1885, poco después de la muerte de Suzette. Lo poco que sabemos de la pelea indica que Victor acusó a Julien de no tratar a Suzette durante sus últimos días con suficiente compasión. Julien, ofendido, golpeó terriblemente a Victor. Los primos repitieron esta historia dentro de la familia lo suficiente para que se enteraran los extraños.

Pero la opinión general se inclina a considerar que Victor probablemente tenía razón, y puesto que era el criado más leal a Julien, tenía el derecho del sirviente de decir la verdad a su amo. En aquella época era del dominio público que no había nadie más cercano a Julien que Víctor, y que hacía cualquier cosa por aquél.

Sin embargo, debemos añadir que hay pruebas categóricas que demuestran que Julien amaba a Suzette, a pesar de lo desilusionado que estuviera, y que la cuidó muy bien. Sus hijos tienen la certeza de que amaba a su madre; y durante el funeral, Julien estaba auténticamente perturbado. Consoló a los padres de su esposa durante horas y se retiró por unos días de sus ocupaciones para quedarse con su hija Jeannette, que nunca se recuperó de la muerte de su madre.

En la actualidad, los descendientes de los hermanos y hermanas de Suzette dicen que la «tía abuela Suzette», que vivía en First Street, se volvió loca por culpa de su marido Julien, que era un hombre perverso, cruel y malvado de un modo que sólo puede ser resultado de una demencia congénita. Pero las observaciones son vagas y no contienen información verosímil sobre el período.

Prosiguiendo con la historia de Victor, el joven murió trágicamente mientras Julien y Mary Beth estaban en Europa.

Una noche regresaba a casa por las calles de Garden District y fue atropellado por un carruaje que avanzaba velozmente en la esquina de Philip y Prytania Street. Sufrió una caída espantosa y una contusión en la cabeza. Dos días más tarde moría de un derrame cerebral. Julien se enteró de lo sucedido a su regreso e hizo construir un hermoso monumento para Victor en el Cementerio de St. Louis número tres.

El testimonio de Richard Llewellyn Richard Llewellyn es el único observador de Julien entrevistado personalmente por un miembro de la orden; y, por cierto, fue mucho más que un observador casual.

Lo que dijo —con respecto a Julien como de otros miembros de la familia-hace que su testimonio sea especialmente interesante, aun cuando la mayor parte de sus afirmaciones no hayan sido corroboradas. Fue él quien nos ha dado algunos de los datos más íntimos que poseemos sobre la familia Mayfair.

Sin embargo, creemos que vale la pena citar nuestra reconstrucción basándonos enteramente en su testimonio.

Richard Llewellyn llegó a Nueva Orleans en 1900, a los veinte años de edad, y se empleó al servicio de Julien, como Victor, con la diferencia de que por aquel entonces Julien tenía setenta y dos años, pese a lo cual aún conservaba gran interés en todo tipo de negocios, producción de algodón, bienes raíces, banca. Hasta la semana de su muerte, alrededor de catorce años más tarde, dedicó regularmente unas horas a los negocios en la biblioteca de First Street.

Llewellyn trabajó para Julien hasta su muerte y admitió candidamente ante mí, en 1958, cuando empecé mis investigaciones y mis trabajos de campo sobre las brujas Mayfair, que habían sido amantes.

En 1958, Llewellyn acababa de cumplir los setenta y siete. Era un hombre de talla media, robusto, de cabello negro rizado, con abundantes canas, y unos ojos muy grandes, azules, algo saltones.

Tenía una tienda de libros antiguos en el Barrio Francés, en Chartres Street, especializada en libros de música, sobre todo de ópera. Siempre había un fonógrafo sonando con viejos discos de Caruso, y Llewellyn, invariablemente sentado a un escritorio al fondo de la tienda, siempre llevaba traje y corbata.

Un legado de Julien le había permitido comprar el edificio. Vivía en el primer piso del mismo y trabajó en la librería hasta un mes antes de su muerte, en 1959.

Lo visité varias veces en el verano de 1958, pero sólo una vez pude convencerlo de que hablara largo y tendido, y debo confesar que el vino que bebió a instancias mías tuvo mucho que ver en ello. Utilicé este método —almuerzo, vino y luego más vino— desvergonzadamente con muchos testigos de la familia Mayfair. En Nueva Orleans, y durante el verano, parece que funciona especialmente bien.

Tuvimos un encuentro completamente «casual» una tarde de julio que entré a su librería y comencé a hablar de los grandes cantantes de ópera castrados, especialmente de Farinelli. No fue difícil convencer a Llewellyn de que cerrara la tienda a las dos y media para una «siesta caribeña» y viniera conmigo a comer a Galatoire's.

No saqué el tema de la familia Mayfair enseguida, espere un rato para mencionarlo tímidamente en relación con la vieja casa de First Street. Dije que estaba muy interesado en el lugar y en la gente que vivía allí. Para entonces, Llewellyn ya estaba bastante «achispado» y se sumergió en los recuerdos de sus primeros tiempos en Nueva Orleans.

Al principio no mencionó a Julien, pero más tarde empezó a hablar de él como si lo supiera todo sobre el hombre. Yo dejé caer algunos datos y hechos bien conocidos y conduje animadamente la conversación. Nos fuimos de Galatoire's a un tranquilo café de Bourbon Street y seguimos hablando hasta las ocho y media de aquella tarde.

Esto ocurrió antes de que empezáramos a usar grabadoras, así que reconstruí la conversación lo mejor que pude en cuanto llegué al hotel, tratando de dejar constancia de las expresiones características de Llewellyn. Pero es una reconstrucción, y aunque he omitido mis insistentes preguntas, creo que en líneas generales es fiel.

En esencia, Llewellyn estaba muy enamorado de Julien Mayfair y una de sus primeras sorpresas fue descubrir que éste era por lo menos diez o quince años mayor de lo que había supuesto. Llewellyn no lo descubrió hasta que Julien tuvo su primer derrame, a principios de 1914. Hasta aquel momento había sido un amante muy romántico y vigoroso. Llewellyn estuvo con él hasta su muerte, unos cuatro meses más tarde. Julien había quedado parcialmente paralizado, pero se las arreglaba para pasar todos los días una o dos horas en su oficina.

Llewellyn hizo una descripción vivida de Julien a principios de 1900: un hombre delgado, que había perdido parte de su gallardía, pero que seguía vivaz, enérgico y pletórico de buen humor e imaginación.

Confesó que Julien lo había iniciado en los secretos eróticos de la vida, y no sólo le había enseñado a ser un amante atento, sino que también lo había llevado a Storyville —el famoso barrio de tolerancia de Nueva Orleans— y lo presentó en las mejores casas que allí funcionaban.

Pero pasemos directamente a su relato:

«Ay, las cosas que me enseñó —explicó Llewellyn en relación a su relación amorosa—, y qué sentido del humor tenía; como si para él el mundo entero fuera una broma y no existiera el menor motivo de amargura. Le contaré algo muy privado: me hacía el amor como si yo fuera una mujer. Si no comprende lo que quiero decir, no vale la pena explicárselo.

Y esa voz que tenía, con ese acento francés. Mire, cuando empezaba a hablarme al oído...

Solía contarme cosas de lo más divertidas sobre las historias que habían tenido viejos amantes suyos con otros amantes, y cómo se engañaban, y que uno de sus chicos, Aleister, solía vestirse de mujer e ir a la Ópera con Julien.

Nunca nadie sospechó lo más mínimo. Una vez trató de convencerme de que yo hiciera lo mismo, pero le dije que no podría, ¡imposible! Lo comprendió. Tenía muy buen carácter. De hecho era imposible pelearse con él. Decía que ya estaba cansado de todas esas cosas y que además tenía un carácter horrible y no podía darse el lujo de perder los estribos, que terminaba agotado.

La única vez que le fui infiel y volví al cabo de dos días esperando una pelea terrible, me trató, ¿cómo podría decirlo?, con una cordialidad meditabunda.

Sabía todo lo que había hecho y con quién, y de una manera de lo más sincera y agradable me preguntó por qué había hecho semejante estupidez. Era algo auténticamente aterrador. Al final me eché a llorar y confesé que quería demostrar mi independencia.

Lo aceptó con una sonrisa, me palmeó el hombro y me dijo que no me preocupara. Verá, me curó para siempre de ir a buscar ligues por ahí. Le digo la verdad, no tenía ninguna gracia que yo me sintiera tan mal y verlo tan tranquilo y tolerante. De verdad me enseñó algo.

Luego empezó a hablarme sobre su capacidad para leer el pensamiento y ver lo que sucedía en otros lugares. Habló mucho de ello. Nunca sabré si era verdad o si, simplemente, era otra de sus bromas. Tenía unos ojos preciosos. Era un hombre maduro, muy bien parecido, de verdad. Y tenía encanto para vestirse. Supongo que se podría decir que era una especie de dandy. Cuando se ponía sus elegantes trajes blancos de hilo, sus chalecos amarillos de lino y su sombrero panamá estaba espléndido. Yo creo que hasta el día de hoy lo sigo imitando. ¿No es triste? Paseo por ahí tratando de parecerme a Julien Mayfair.

Ah, pero eso me recuerda que una vez hizo algo de lo más extraño para asustarme. Y hasta el día de hoy no sé muy bien qué pasó. La noche anterior habíamos estado hablando sobre el aspecto que tenía de joven, de lo guapo que aparecía en todas las fotos; era como hacer un repaso a la historia de la fotografía. Los primeros retratos eran daguerrotipos, luego venían los ferrotipos, más tarde las auténticas fotografías de cartón en sepia y por último las fotos en blanco y negro que tenemos hoy en día. Pues bien, mientras me las enseñaba, yo dije:

—Ay, ojalá te hubiera conocido de joven, imagino que debías de ser guapísimo. —Me callé, avergonzado, y pensé que quizá lo había herido. Pero allí estaba él, sonriéndome. Nunca lo olvidaré. Estaba sentado en una punta del sofá de cuero, con las piernas cruzadas, mirándome a través del humo de la pipa.

—Muy bien, Richard —me dijo—, si quieres saber cómo era yo entonces, quizá te lo muestre. Te daré una sorpresa.

Aquella noche yo estaba en el centro de la ciudad. No recuerdo por qué había ido, no sé, quizá tenía que salir. ¿Sabe?, ¡a veces esa casa podía llegar a ser muy opresiva! Estaba llena de niños, viejos y Mary Beth Mayfair siempre estaba en medio y era, para decirlo educadamente, alguien muy presente. A mí me caía bien, bueno, caía bien a todo el mundo. La verdad es que me caía muy bien, por lo menos hasta que murió Julien, pero tenía la facilidad de acaparar toda la atención cada vez que entraba en una habitación. Podría decirse que eclipsaba a todo el mundo, y también estaba su marido, el juez Mclntyre.

El juez Mclntyre era un borracho terrible. Siempre estaba ebrio; y qué pendenciero era. Mire, más de una vez tuve que ir a buscarlo y traerlo a casa de los bares irlandeses de Magazine Street. ¿Sabe?, los Mayfair no eran su tipo de gente. Él era un hombre culto, de buena familia irlandesa, sin duda, pero Mary Beth lo hacía sentir inferior. Siempre estaba diciéndole cosas, que se pusiera la servilleta sobre las rodillas, que no fumara cigarros en el comedor, que no mordiera la punta del cubierto al comer porque el ruido que hacía la molestaba.

Él estaba permanentemente ofendido con ella. Pero yo creo que la amaba, por eso ella no podía herirlo tan fácilmente. La amaba de verdad. Uno tenía que haberla conocido para comprenderlo. No era bella, no, pero era... ¡era absolutamente cautivadora!

Pero, mire usted, el juez Mclntyre era el tipo de irlandés que no soporta estar revoloteando alrededor de su esposa, ¿comprende lo que quiero decir? Tenía que estar con hombres, bebiendo y discutiendo todo el tiempo.

No hombres como Julien, sino hombres como él, irlandeses bebedores y charlatanes. Pasaba mucho tiempo en su club del centro de la ciudad, aunque muchas noches iba a esos bares de mala muerte de Magazine Street. Cuando estaba en casa hacía mucho ruido. A pesar de todo, era un buen juez. No bebía hasta que salía del juzgado y volvía a casa, y como siempre regresaba temprano, tenía tiempo de sobra para estar completamente borracho a las diez.

Luego salía a dar una vuelta y a medianoche Julien me decía: "Richard, creo que es mejor que vayas a buscarlo."

Julien se lo tomaba todo con tranquilidad. El juez Mclntyre le parecía divertido y solía reírse de todo lo que decía. El juez hablaba y hablaba sobre Irlanda y de la situación política; Julien esperaba hasta que terminara y luego decía alegremente y guiñando un ojo: "No me importa si se matan todos entre sí", y el juez Mclntyre se ponía hecho una furia. Mary Beth reía, sacudía la cabeza y pateaba a Julien debajo de la mesa. Pero el juez Mclntyre ya estaba en las últimas en aquel tiempo. No me explico cómo consiguió vivir tanto. Murió en 1925, tres meses después que su mujer, de neumonía, dijeron. Sí, ¡neumonía!

Lo encontraron tirado en un desagüe, junto al bordillo. Era Nochebuena y hacía tanto frío que el agua se helaba en las cañerías. ¡Neumonía!

Cuando Mary Beth se estaba muriendo sufría tantos dolores que le daban morfina en cantidad suficiente para matarla. Estaba tumbada en la cama y él llegaba borracho, la despertaba y le decía:

—Mary Beth, te necesito. —Era un pobre borracho tonto.

—Ven, Daniel, acuéstate a mi lado. —Y pensar que sufría tanto.

A mí me lo contó Stella la última vez que la vi... con vida, digo. Volví a la casa por última vez para su funeral. Allí estaba Stella, en el ataúd; era un milagro que Lonigan pudiera cerrar aquella herida. Estaba hermosa, allí tendida, y todos los Mayfair en la habitación. Pero bueno, como le iba diciendo, ésa fue la última vez que la vi con vida... Y me dijo algunas cosas sobre Carlotta.

Me contó lo fría que era con Mary Beth durante sus últimos meses, vaya, si lo supiera se le pondrían los pelos de punta.

Imagínese, una hija que se comporta así con su madre, que está muriendo de una forma horrible. Pero Mary Beth no se daba cuenta. Se pasaba el día acostada, sufriendo, medio soñando, según me contó Stella, sin saber dónde estaba y hablando a veces con Julien en voz alta como si lo viera en la habitación. Stella estuvo a su lado noche y día. Mary Beth la adoraba.

Una vez Mary Beth me dijo que la única que le importaba era Stella, que si fuera por ella podían poner a todos sus otros hijos en un saco y arrojarlos al Misisipí. Por supuesto, bromeaba. Nunca había sido cruel con ninguno de ellos.

Recuerdo cómo le leía a Lionel durante horas y cómo lo ayudaba con sus deberes. Contrataba los mejores maestros cuando él no quería ir a la escuela.

Ninguno de sus hijos fue buen alumno, excepto Carlotta, naturalmente. Creo que a Stella la echaron de tres colegios diferentes. La única buena estudiante fue Carlotta, muy buena estudiante, por cierto.

Pero ¿qué le estaba contando? Ah, sí. A veces yo sentía que no tenía sitio en la casa. Así pues, aquella noche salí. Fui al Barrio Francés. Era la época de Storyville, ya sabe, cuando la prostitución era legal. Julien me había llevado al Salón Blanco de Caoba de Lulú y a otros lugares de moda y no le importaba demasiado que fuera por mi cuenta.

Bueno, le dije a Julien que iría y no le importó. Estaba apoltronado en el segundo piso con sus libros, su chocolate caliente y su fonógrafo. Además, sabía que sólo iba a dar una vuelta. Así pues, estuve vagando junto a esas casitas, ya sabe, barracas las llamaban, con las chicas delante que me hacían señas para que entrara, cosa que por supuesto no tenía la más mínima intención de hacer.

En aquel momento mis ojos se posaron sobre un joven muy apuesto, un joven sencillamente hermoso. Estaba en una de esas callejuelas, con los brazos cruzados, apoyado contra la pared lateral de una de las casas, y me miraba.

—Bon soir, Richard —me dijo. Yo reconocí la voz de inmediato, aquel acento francés. Era la voz de Julien. ¡Vi que el hombre era él, pero como si sólo tuviera veinte años! Le juro que nunca me había sobresaltado de aquella manera. Casi grité. Era peor que ver un fantasma. Pero en aquel momento el individuo ya se había marchado, sí, simplemente había desaparecido.

Casi no tuve tiempo de coger un taxi y llegar a toda prisa a First Street.

Julien me abrió la puerta. Llevaba su bata, su horrible pipa, y se reía. —¡Te dije que te mostraría cómo era a los veinte años! —dijo, riendo a carcajadas.

Recuerdo que lo seguí hasta el salón. En aquel entonces era precioso, no como ahora, debería haberlo visto. Precioso. Todo piezas francesas, la mayoría Luis V, que Julien había comprado en Europa durante su viaje con Mary Beth.

Una habitación ligera, elegante, simplemente preciosa. El mobiliario art déco fue obra de Stella. ¡Pensaba que era lo más apropiado junto con las macetas con palmeras por todas partes! El único mueble bueno que quedaba era el piano Bozendorfer. El lugar parecía un manicomio cuando entré allí para asistir al funeral de Stella. Y para ella no hubo velatorio en el salón. Vaya, la pusieron en el mismo vestíbulo en el que le habían disparado, ¿lo sabía?

Ah, sí, aquella noche fue increíble. Acababa de ver al joven Julien en los barrios bajos, al hermoso joven Julien hablándome en francés, y ahora seguía al viejo Julien al salón. Se sentó en el sofá, estiró las piernas y me dijo:

—Ay, Richard, podría contarte tantas cosas, podría mostrarte tantas cosas.

Pero estoy viejo; además, ¿para qué? Uno de los grandes consuelos de la vejez es que ya no hace falta que te comprendan. Con el inevitable endurecimiento de las arterias te llega también una especie de resignación.

Por supuesto, yo todavía estaba perturbado.

—Julien-le dije—, quiero saber cómo lo has hecho.

No me respondió, era como si yo no estuviera allí. Miraba fijamente al fuego. En invierno siempre tenía dos fuegos encendidos en aquella habitación.

Había dos chimeneas, ¿sabe?, una un poco más pequeña que la otra.

Al cabo de un rato despertó de su ensueño y me recordó que estaba escribiendo la historia de su vida. Quizá yo podría leerla cuando él muriera. No estaba seguro.

En realidad llevaba una vida bastante interesante, ¿sabe?, había nacido mucho antes de la guerra civil, y había visto muchas cosas. Yo solía cabalgar con él por los barrios altos, atravesábamos Audubon Park y me contaba cosas de cuando todo aquel terreno era una plantación. Me hablaba de los tiempos en que había que tomar el vapor para venir de Riverbend, del viejo teatro de la ópera, de los bailes de mulatas. Hablaba y hablaba. Yo debería haberlo escrito.

Solía contar estas historias al pequeño Lionel y a Stella, y los niños lo escuchaban embelesados. Los llevaba a pasear en coche de caballos por el centro de la ciudad y les señalaba algunas partes del Barrio Francés y les contaba unas historias maravillosas.

Verá, yo quería leer esa historia de su vida. Recuerdo haber entrado a la biblioteca en varias ocasiones y encontrarlo allí sentado, escribiendo. Vi que se trataba de su autobiografía. La escribía a mano, aunque tenía una máquina de escribir. No le importaba que los niños estuvieran por ahí. Lionel solía leer junto al fuego y Stella jugaba con su muñeca en el sofá, pero él seguía escribiendo, del todo ajeno. ¿Y qué le parece? Cuando murió, resulta que no había ninguna autobiografía. Eso fue lo que me dijo Mary Beth. Le rogué que me dejara ver lo que él había escrito y ella, sin pensarlo, me dijo que no había nada y que no me dejaría tocar nada de su escritorio. No me dejó entrar en la biblioteca. La odié por eso, de verdad que la odié. Lo decía de una manera tan espontánea que hubiera convencido a cualquiera de que era verdad. Estaba muy segura de sí misma. Pero yo había visto el manuscrito.»

Yo sentía curiosidad por la época de Storyville. ¿Cómo eran sus visitas con Julien? Su respuesta fue bastante larga:

«Ah, a Julien en realidad le encantaba Storyville. Y las mujeres del Salón Blanco de Lulú lo adoraban, se lo juro. Lo esperaban como si fuera un rey. Lo mismo que sucedía en todos los sitios a los que asistía. En aquel burdel ocurrieron muchas cosas de las que no me gusta hablar. No es que estuviera celoso de Julien, sólo que era algo escandaloso para un inocente muchacho yankee como era yo. (Llewellyn rió.) Pero comprenderá mejor lo que quiero decir si se lo cuento.

Julien me llevó por primera vez un invierno; hizo que su cochero nos dejara frente a una de las mejores casas. Por entonces había un pianista que tocaba en el lugar, no me acuerdo muy bien si era Manuel Pérez, quizá Jelly Roll Morton, y nos sentamos a escuchar y beber champán. Las chicas entraron enseguida con su ropa chillona,y su aspecto ridículo —la condesa de esto, la duquesa de lo otro—, tratando de seducir a Julien; él se comportaba de una manera encantadora con todas. Al final eligió a una mujer mayor, bastante fea, cosa que me sorprendió. Me dijo que subiríamos ambos. Por supuesto, yo no quería ir con ella por nada del mundo, pero Julien no dejaba de sonreír. Al final me dijo que yo sólo miraría, así aprendería algo del mundo. Típico de Julien. —¿Y qué cree que sucedió cuando entramos en la habitación? Pues bien, Julien no estaba interesado en la mujer, sino en sus dos hijas, de nueve y once años. De alguna manera las niñas ayudaban en los preparativos: el examen de Julien, para decirlo con delicadeza, para asegurarse de que no tuviera... ya me entiende. Luego ayudaron a lavarlo. Yo estaba anonadado al ver a esas criaturas realizar tareas tan íntimas. ¿Y sabe que cuando Julien empezó a hacerlo con la madre, las niñas estaban en la cama? Las dos eran muy bonitas, una de cabello oscuro y la otra con unos rizos rubios. Estaban con sus camisoncitos y unas medias oscuras, ¿se imagina?, y eran de lo más tentadoras, incluso para mí. A través de la tela del camisón se les veían los pezones. Ni siquiera tenían pechos.

No sé por qué eran tan excitantes. Estaban apoyadas sobre la cabecera de madera de la cama, una de esas monstruosidades hechas a máquina que la elevan hasta el techo, con medio dosel y corona, y hasta besaban a Julien como angelitos cuando éste... eh... montó a su madre, por así decirlo.

Desde luego, él se comportó durante toda la escena con la gracia que cualquier ser humano puede tener en semejante situación. Uno hubiera pensado que era Darío, el rey de Persia, que las damas eran su harén y que no había la menor falta de naturalidad en su crudeza. Al terminar bebió un poco más de champán con ellas, hasta las niñas bebieron. La madre trató de emplear sus encantos conmigo, pero no funcionó ninguno de ellos. Julien se habría quedado toda la noche si yo no le hubiera pedido que nos fuéramos. Estaba enseñando un "nuevo poema" a las niñas. Al parecer les enseñaba uno nuevo cada vez que iba y las pequeñas recitaron tres o cuatro, hasta un soneto de Shakespeare. El nuevo era de Elizabeth Barret Browning.

Yo no veía el momento de marcharme de aquel lugar. Camino de casa arremetí contra él:

—Julien, en cualquier caso nosotros somos adultos y ellas sólo niñas —dije.

Él seguía con su habitual talante genial.

—Anda, Richard, no seas tonto —respondió—. Eran sólo travesuras de niño.

Las pequeñas nacieron en un prostíbulo y vivirán toda su vida así. No les he hecho ningún daño. Y si esta noche yo no hubiera estado con su madre, habría estado otro en mi lugar. Pero te diré lo que más me impresiona de todo esto: la forma en que se impone la vida cualesquiera que sean las circunstancias. Por supuesto, debe de ser una existencia tristísima, ¿cómo no? Sin embargo, esas chiquillas se las ingenian para vivir, respirar y divertirse. Se ríen y están llenas de curiosidad y ternura. Se acomodan, sí, creo que ésta es la palabra. Se acomodan y buscan la felicidad a su modo.

Sé que iba a menudo a Storyville y no me llevaba. Pero le contaré algo más, también bastante extraño... (Aquí dudó. Necesitaba algún estímulo.) Solía llevar a Mary Beth con él. La llevaba a casa de Lulú y al Arlington, y Mary Beth se vestía de hombre para entrar.

Los vi salir en más de una ocasión y, por supuesto, si usted hubiera conocido a Mary Beth, lo comprendería. No era una mujer fea en modo alguno, pero no era delicada. Era alta y robusta, tenía unos rasgos recios. Cuando se ponía algunos de los trajes con chaleco de su marido, parecía un hombre endemoniadamente guapo. Se recogía el cabello debajo del sombrero, se ponía un pañuelo al cuello y a veces gafas. No sé muy bien por qué ni cuan a menudo salía con Julien. Recuerdo que sucedió por lo menos cinco veces y recuerdo también haberlos oído comentar más tarde cómo habían engañado a todo el mundo. A veces el juez Mclntyre iba con ellos, pero creo que en realidad no querían que los acompañara.

Luego, Julien me contó que el juez Mclntyre había conocido a Mary Beth Mayfair una de esas noches; o sea, en Storyville, unos dos años antes de que yo llegara. En aquel entonces todavía no era juez, sino simplemente Daniel Mclntyre. Se había pasado la noche jugando con ella y Julien, y hasta la mañana siguiente no se enteró de que era una mujer; cuando lo descubrió ya no la dejó tranquila.

Julien me lo contó todo. Habían ido a los barrios bajos a dar una vuelta y escuchar a la Razzy Dazzy Spasm Band. Vaya, imagino que habrá oído hablar de ellos, eran muy buenos, muy buenos de verdad. Julien y Mary Beth, que durante esas excursiones usaba el nombre de Jules, conocieron de alguna manera al juez Mclntyre, y luego fueron todos de bar en bar buscando un buen billar, puesto que Mary Beth era muy buena jugando al pool y siempre fue muy buena jugadora.

Bueno, la cuestión es que ya debía de ser de día cuando decidieron irse a casa; el juez Mclntyre estaba dando un abrazo de despedida a "Jules" cuando "éste" se quitó el sombrero y su negra cabellera cayó en cascada. Mary Beth le dijo que era una mujer y el hombre casi se muere ahí mismo.

Creo que se enamoró de ella a partir de entonces. Yo llegué al año siguiente de la boda y ya tenían a la señorita Carlotta, un bebé, y Lionel llegó al cabo de diez meses. Luego, un año y medio más tarde, nació Stella, la más bonita de todos.

Si quiere que le diga la verdad, el juez Mclntyre siguió enamorado de Mary Beth toda su vida. Ése era su problema. El último año completo que pasé en aquella casa fue 1913, y entonces él ya llevaba ocho años como juez, gracias a la influencia de Julien, y le juro que seguía tan enamorado de Mary Beth como siempre. Ella, a su manera, también lo amaba. De no haber sido así, no creo que lo hubiera aguantado. Por supuesto, también tenía los muchachos. La gente hablaba sobre esos jóvenes, los chicos de las caballerizas y los recaderos, todos muy guapos, guapos de verdad. Tendría que haberlos visto bajar las escaleras del fondo, con esa especie de cara de susto, mientras salían por la puerta de atrás. Pero lo cierto es que quería al juez Mclntyre, de verdad. Y le diré algo más: creo que él nunca sospechó nada. Se pasaba el día terriblemente borracho.

Y Mary Beth se lo tomaba con la misma calma que se tomaba todo lo demás.

Siempre me sorprendió la manera en que soportaba a Carlotta. Cuando yo me fui tenía trece años. ¡Esa niña era una bruja! Quería ir a una escuela de otra ciudad y Mary Beth trató de convencerla de que no lo hiciera, pero la niña estaba decidida, así que al fin Mary Beth le dio permiso.

Mary Beth rechazaba a la gente como Carlotta, así era, de verdad, y podría decirse que rechazó a la niña. En parte por frialdad, supongo, aunque podía llegar a enloquecer a cualquiera. Nunca olvidaré la forma en que me negó el acceso a la biblioteca y al dormitorio del segundo piso cuando Julien murió.

Jamás perdía la calma.

—Vamos, Richard, baja, tómate un café y luego lo mejor será que prepares tu equipaje —me dijo como si hablara con un niño.

No, nunca perdía la calma. Salvo cuando le dije que Julien había muerto. Se puso muy nerviosa. Sí, a decir verdad, perdió el control, pero sólo un rato, luego, cuando vio que realmente nos había dejado, se puso en marcha, empezó a arreglarlo y a acomodar las mantas de la cama. Y no volví a verla derramar ni una lágrima más. Sin embargo, le contaré algo bastante extraño sobre el funeral de Julien. Mary Beth hizo algo muy raro. Se celebraba en el salón principal, por supuesto, el ataúd estaba abierto, con el cuerpo de Julien expuesto, muy bello, y todos los Mayfair de Luisiana presentes. Había carruajes y automóviles estacionados en varias manzanas sobre First Street y Chestnut Street. Y llovía, ¡cómo llovía! Pensé que nunca iba a parar. Era una lluvia tan densa que envolvía la casa como un velo. Por supuesto, el funeral de Julien no era lo que podría llamarse un funeral irlandés, la familia era demasiado elegante para eso; pero había vino y comida, y el juez Mclntyre estaba completamente borracho.

En un momento dado, y con toda la gente en el salón, Mary Beth acercó una silla al ataúd, metió la mano en el féretro, cogió la de Julien y empezó a dormitar ahí mismo, sentada en la silla, con la cabeza echada a un lado, cogida a la mano de Julien, mientras los primos pasaban por delante para ver al muerto.

Fue un gesto muy tierno y a pesar de lo celoso que yo siempre había estado de ella, la quise por ese detalle. Ojalá hubiera podido hacerlo yo. Julien era un muerto muy bello. ¡Tendría que haber visto la cantidad de paraguas que había al día siguiente en el cementerio de Lafayette! Le juro que cuando metieron el féretro dentro de la bóveda, creí que me moría. En ese preciso instante Mary Beth se acercó a mí y me cogió de los hombros. Pude oír que murmuraba: "Au revoir, mon cher Julien."

Sé que lo hizo por mí.»

Aquí insistí un poco y le pregunté si Carlotta había llorado durante el funeral.

«No, claro que no. Ni siquiera recuerdo haberla visto allí. Era una niña horrible... Seca, siempre en contra de todo el mundo. Julien me dijo una vez que Carlotta desperdiciaría su vida como lo había hecho su hermana Katherine.

—A alguna gente no le gusta vivir —me dijo—. Simplemente no soportan la vida, la sufren como si fuera una enfermedad terrible. —Yo me reí. Había pensado en ello muchas veces. A Julien le gustaba vivir. De verdad. Fue el primero de la familia que compró un automóvil. Un Stutz Bearcar, ¡increíble! Y fuimos a dar una vuelta en esa cosa por toda Nueva Orleans. Él lo consideraba maravilloso.

Se sentaba en el asiento delantero, junto a mí; por supuesto, quien conducía era yo, todo envuelto en una especie de manta y con antiparras, riéndome y divirtiéndome con todo, incluso con bajar y darle a la manivela para arrancar aquel trasto. Era divertido, muy divertido. A Stella también le gustaba aquel coche. Ojalá lo tuviera ahora. ¿Sabe?, Mary Beth me lo ofreció, pero lo rechacé.

Creo que no quería esa responsabilidad. Tendría que haberlo aceptado. Mary Beth lo regaló luego a uno de sus hombres, un joven irlandés que había contratado como cochero. Recuerdo que no sabía nada de caballos, bueno, tampoco era necesario. Supongo que más adelante se habrá hecho policía. Pero ella le regaló el coche. Lo sé porque vi una vez al muchacho y me lo dijo.

Julien me contó cómo era la vida con su hermana Katherine en los años anteriores a la guerra. Había hecho con ella las mismas travesuras que más tarde con Mary Beth, sólo que en aquella época no existía Storyville. Iban a Gallatin Street, a los peores bares de la ribera. Katherine se vestía de marinero joven y se ponía una cinta para recogerse el pelo debajo del gorro.

—Estaba preciosa —me decía Julien—, tendrías que haberla visto. Mira, Richard, si alguna vez estás dispuesto a vender tu alma, no te molestes en vendérsela a otro ser humano. Es un mal negocio, no vale la pena ni tenerlo en cuenta.

Julien decía muchas cosas extrañas. En la época en que yo llegué, Katherine por supuesto ya era una vieja acabada y loca. Sí, una loca. Ese tipo de loco terco y repetitivo que saca a la gente de quicio. Solía sentarse en el banco del jardín de atrás y hablaba con Darcy, su marido muerto. A Julien le molestaba, lo mismo que su religiosidad. Creo que ella tuvo cierta influencia en Carlotta, a pesar de que ésta era muy pequeña. Pero no lo sé. La niña solía ir a misa con Katherine a la catedral.

Recuerdo que, más adelante, una vez Carlotta se enfrentó a Julien, pero nunca supe por qué. Julien sabía caer bien; era muy fácil tenerle simpatía. Pero esa niña no lo soportaba. No soportaba estar cerca de él. Un día se pelearon a gritos en la biblioteca a puertas cerradas. Se gritaban en francés, así que no entendí una palabra. Al final, Julien salió y se fue al piso de arriba. Tenía lágrimas en los ojos y un corte en la cara que se tapaba con un pañuelo. Creo que esa pequeña bestia lo golpeó. Ésa fue la única vez que lo vi llorar.

Y esa horrible Carlotta era una niña fría y cruel. Se quedó allí como si nada, viendo cómo él subía las escaleras, y luego dijo que iba a la escalinata del frente a esperar a su padre. Mary Beth estaba allí y le dijo:

—Bueno, tendrás que esperar bastante, porque tu padre ahora mismo está borracho en el club y no lo cargarán en el, carruaje hasta eso de las diez. Así que es mejor que te pongas un abrigo para salir.

No se lo dijo con maldad, sino con sentido práctico, como ella lo decía todo, pero tendría que haber visto cómo la miró la niña. Creo que culpaba a su madre del alcoholismo de su padre; qué niña tan tonta. Un hombre como Daniel Mclntyre habría sido un borracho aunque se hubiese casado con la Virgen María o con una puta de Babilonia. Daba exactamente lo mismo.

Pero Carlotta nunca lo comprendió. Jamás. Creo que Lionel sí, y Stella también. Querían a su padre, por lo menos yo siempre tuve esa impresión.

Quizá Lionel de vez en cuando sentía un poco de vergüenza por el juez, pero era un buen chico, un chico respetuoso. Y Stella, vaya, Stella adoraba a ambos, a su padre y a su madre.

Ay, ese Julien. Recuerdo que durante su último año hizo algo de lo más endemoniado. Llevó a Lionel y a Stella al Barrio Francés a ver unos "paisajes indecentes", por así decirlo cuando no tenían más que diez y once años. De verdad. Y ¿sabe?, creo que no era la primera vez. Simplemente, era la primera vez que el malvado quería que yo me enterara. Stella iba vestida de marinerito, muy bonita. Estuvieron toda la noche dando vueltas y Julien les señalaba los clubes elegantes, aunque por supuesto no los hizo entrar, creo que ni siquiera él lo hubiera conseguido, pero estuvieron bebiendo.

Cuando volvieron yo estaba levantado. Lionel estaba callado, era un niño silencioso. Pero Stella se mostraba de lo más entusiasmada por todo lo que había visto en aquellos antros, ya sabe, las mujeres allí, en la calle, y cosas de ese tipo. Nos sentamos en la escalera, Stella y yo, y hablamos en voz baja sobre lo que había visto, nos quedamos hasta mucho después de que Lionel hubiera ayudado a Julien a subir al segundo piso a acostarse.

Stella y yo fuimos a la cocina y abrimos una botella de champán. Me dijo que ya tenía edad para beber algunas copas. Por supuesto, no escuchó mis objeciones, ¿ quién iba a detenerla? Terminamos ella, Lionel y yo bailando en el patio trasero mientras salía el sol. Stella bailaba un ragtime que había visto en los barrios bajos. Me dijo que Julien los llevaría a Europa y verían el mundo entero, lo que por supuesto no sucedió nunca. Creo que, en realidad, no sabían lo mayor que era Julien; yo tampoco. Cuando vi el año 1828 escrito en la lápida, me quedé anonadado, se lo juro. Y, entonces, muchas cosas sobre él cobraron sentido. No es de extrañar que tuviera una visión tan peculiar. Había visto pasar un siglo entero.

Stella también habría sido longeva, sin duda. Recuerdo que me dijo algo que nunca olvidaré. Fue mucho después de la muerte de Julien. Habíamos almorzado juntos en el centro, en el restaurante Court of Two Sisters. Por entonces Antha ya había nacido, y por supuesto, ella no se había moLestano en casarse ni en identificar al padre. En fin, ésa es otra historia. La sociedad no paró de hablar de ella. Pero ¿qué le estaba diciendo? Ah, habíamos terminado de comer y me dijo que iba a vivir tanto como Julien, que él le había leído la mano y le había dicho que tendría una larga vida.

Pensar que Lionel la mató cuando no tenía ni treinta años. ¡Dios mío! Pero, verá, Carlotta estuvo siempre en medio. ¿Qué le parece?»

A estas alturas, Llewellyn se mostraba bastante incoherente. Yo insistí en lo de Carlotta y el asesinato, pero no quiso añadir nada más. Todo aquello empezaba a asustarlo. Volvió a la cuestión de la «autobiografía» de Julien y lo mucho que le gustaría tenerla. Que daría cualquier cosa por volver algún día a esa casa y poner las manos sobre esas páginas, si es que estaban todavía en la habitación de arriba. Pero mientras Carlotta estuviera allí no tendría la más mínima oportunidad. A mi pregunta sobre el fantasma reaccionó de un modo extraño.

—Ah, eso —dijo—. Era horrible, algo espantoso. No puedo hablarle de ello.

Además, debió de ser fruto de mi imaginación. —Sí, pero estaba a punto de desmayarse.

Lo ayudé a llegar a su casa, encima de la librería de Chartres Street.

Mencionó una y otra vez que Julien le había dejado el dinero para comprar la propiedad y abrir el negocio. Julien sabía que Llewellyn amaba la poesía y la música, y que despreciaba su trabajo de administrativo. Julien quería que él se sintiera libre y lo había hecho posible. Pero si había un libro que él quería tener era la historia de su vida.

Cuando traté de hablar otra vez con Llewellyn, días más tarde, fue amable pero precavido. Se disculpó por haber bebido y hablado tanto, a pesar de que le dije que había disfrutado mucho de la conversación, pero nunca más volví a conseguir que confiara en mí. Una vez le pregunté si la casa de First Street estaba embrujada, como decía la gente. Se oían tantas cosas Volví a ver la misma expresión en su rostro que había visto la primera noche. Apartó la mirada, con los ojos bien abiertos, y se estremeció.

—No lo sé —respondió—. Es posible que haya habido lo que usted llama un fantasma. No me gusta pensar en ello. Siempre creí que era por mí... que me lo imaginaba yo.

Le insistí, quizá demasiado, y me dijo que la familia Mayfair era fuerte y extraña.

—No me gustaría tenerlos como enemigos. Esa Carlotta Mayfair es un monstruo, un auténtico monstruo. —Parecía muy incómodo.

Le pregunté si ella lo había moLestano alguna vez, a lo que respondió, reticente, que Carlotta molestaba a todo el mundo. Parecía distraído, preocupado. Luego dijo algo de lo más curioso, que me molesté en escribir en cuanto regresé al hotel: que él no creía en la vida después de la muerte, pero que cuando pensaba en Julien, estaba convencido de que él todavía existía en alguna parte.

—Sé que pensará que debo de estar loco para decir algo así —explicó—, pero juraría que es verdad. La noche después de nuestro primer encuentro soñé con Julien, me decía muchas cosas. Cuando me desperté, no recordaba con claridad el sueño, pero me pareció que él no quería que yo volviera a hablar con usted. Ni siquiera quiero hablar de esto ahora, pero... bueno, creo que debo decírselo.

Le dije que le creía. Continuó diciéndome que el Julien del sueño no era el que él recordaba. Algo había cambiado completamente.

—Parecía más sensato, más bondadoso, de esa manera que uno espera que sea alguien que ya no está entre nosotros. No parecía viejo y, sin embargo, tampoco era precisamente joven. Nunca olvidaré este sueño. Era... absolutamente real. Juraría que estaba a los pies de mi cama. Recuerdo muy bien algo que dijo, que ciertas cosas estaban predestinadas, pero que podían prevenirse. —¿Qué tipo de cosas?

Llewellyn negó con la cabeza,. No diría nada más aunque insistiera. Ni siquiera logré que repitiera lo del sueño la siguiente vez que le pregunté.

La última vez que lo vi fue a finales de agosto de 1959. Era evidente que había estado enfermo. Un fuerte temblor le afectaba la boca y la mano izquierda, y ya no se le entendía bien cuando hablaba.

Al principio pensé que no se acordaba de mí ni del incidente en cuestión, tan ausente se lo veía. Luego pareció reconocerme y se entusiasmó.

—Venga conmigo al fondo —dijo. Se esforzaba por levantarse de su escritorio y yo le tendí la mano para ayudarlo. Apenas se sostenía de pie.

Cruzamos una cortina cubierta de polvo y entramos en un almacén. Allí se detuvo como si viera algo; yo en cambio, no veía nada en especial.

Lanzó una extraña carcajada e hizo con la mano un gesto de que no le diera importancia. Luego sacó una caja y con manos temblorosas rebuscó hasta extraer un paquete de fotografías. Eran todas de Julien. Me las dio. Parecía como si quisiera decir algo pero que no encontrara las palabras.

—No puedo decirle lo que esto significa para mí —le dije.

—Lo sé —respondió—, por eso quiero dárselas. Usted es la única persona que ha comprendido todo sobre Julien.

Me sentí triste, terriblemente triste. ¿Había comprendido? Supongo que sí.

Él había hecho que la figura de Julien Mayfair volviera a la vida para mí y a mí me había parecido un personaje atractivo. —¿Sufrió Julien cuando murió? —pregunté. Parecía absorto, luego sacudió la cabeza. —No, en realidad no. No le importaba mucho estar paralizado. ¿Cómo iba a importarle? Le gustaban mucho los libros y yo le leía sin cesar.

Murió al amanecer. Lo sé porque estuve con él hasta las dos, luego apagué la luz y bajé. »A las seis me despertó una tormenta. Llovía tan fuerte que el agua entraba por el alféizar de las ventanas y las ramas del arce del jardín hacían un ruido ensordecedor. Corrí escaleras arriba para ver a Julien. Su cama estaba justo al lado de la ventana. »¿Y qué le parece? De alguna manera se las había arreglado para incorporarse y abrir la ventana. Ahí estaba, muerto, apoyado en el alféizar, con los ojos cerrados y una expresión bastante apacible, como si hubiera deseado respirar un poco de aire fresco, y una vez logrado el propósito se hubiera entregado, así, muriéndose como quien se queda dormido, con la cabeza echada a un lado. De no haber sido por la tormenta, por la lluvia que entraba y lo mojaba y las hojas que volaban por el cuarto, habría sido una escena de gran calma. »Más tarde dijeron que había sido un derrame cerebral agudo. No podían imaginarse cómo había conseguido abrir la ventana. Yo nunca dije nada, pero sabe lo que pensé... — ¿ Qué? —lo animé.

Se encogió ligeramente de hombros y luego continuó con su discurso, extremadamente confuso.

—Mary Beth perdió la razón cuando la llamé. Lo sacó de la ventana y lo recostó sobre la almohada. Hasta lo abofeteó. «Despierta, Julien», le decía.

«Julien, no me dejes todavía!» Yo pasé un buen rato tratando de cerrar aquella ventana. Luego se rompió uno de los cristales. Fue espantoso. »También aparecieron esa horrible Carlotta y todos los demás, ya sabe, para presentarle sus respetos, mientras Millie Dear, la hija de Rémy, nos ayudaba con la ropa de cama. Pero esa espantosa Carlotta no quería acercarse a él, ni ayudarnos. Se quedó en el rellano con las manos entrelazadas, como una monjita, mirando la puerta.

Y Belle, la preciosa Belle, un ángel, entró con la muñeca y empezó a llorar.

Luego Stella se tendió en la cama, al lado de Julien, con una mano sobre su pecho.

Llewellyn sonrió, movió la cabeza, y se rió en voz baja, como si se acordara de alguna cosa que le inspirara ternura. Dijo algo, pero no pude entenderlo.

Luego se aclaró la garganta con dificultad.

—Ay, Stella, Stella —dijo—, todo el mundo la quería, menos Carlotta. Ella nunca la... —Su voz se desvaneció.

Insistí una vez más con ese tipo de preguntas insinuantes que tenía por regla evitar. Saqué el tema del fantasma. Mucha gente comentaba que la casa estaba encantada.

No sé si me comprendió. Volvió a su escritorio y se sentó. Cuando yo creía que se había olvidado de mí por completo, dijo que en aquella casa había algo, pero que no sabía cómo explicarlo.

—Pasaban cosas —dijo, mientras ese aspecto de repugnancia volvía a apoderarse de él—, y juraría que todos lo sabían. A veces era sólo una impresión... la impresión de que siempre había alguien vigilando. —¿Ño era algo más? —insistí.

—Le hablé a Julien de ello —continuó—. Le dije que estaba en la habitación con nosotros, ¿comprende?, que no estábamos solos, que nos... observaba. Pero él se rió, como solía reírse de todo. Me dijo que no fuera tan cohibido. ¡Pero juraría que estaba allí! Venía cuando Julien y yo estábamos... juntos. —¿Vio usted algo?

—Sólo al final —respondió. Dijo algo más que no pude comprender. Volví a insistir y él sacudió la cabeza y apretó los labios como para dar más énfasis.

Luego, bajando la voz hasta un murmullo, añadió—: Debí de imaginarlo, pero juraría que durante los últimos días, cuando Julien estaba tan enfermo, esa cosa estaba allí, sin duda, en la habitación de Julien, en la cama, con él.

Las comisuras de sus labios se arquearon hacia abajo y frunció el entrecejo, mientras me miraba con ojos brillantes debajo de sus tupidas cejas.

—Una cosa horrible, horrible —murmuró, sacudiendo la cabeza y temblando. —¿Vio algo?

Llewellyn apartó la mirada. Le hice varias preguntas más, pero supe que lo había perdido. Cuando volvió a responder, me dijo que los demás estaban al tanto de esa presencia, pero que hacían como si no supieran nada.

Levantó entonces la mirada hacia mí y añadió:

—No querían que yo supiera que ellos sabían. Todos sabían. «En esta casa hay alguien más», le dije a Julien, «y tú lo sabes. Sabes lo que quiere y lo que le gusta, y no quieres decirme que lo sabes». «Anda, Richard», me respondió.

Usaba toda su... persuasión, por así decirlo, para que me olvidara del asunto. Y luego, durante aquella última semana, esa horrible última semana, estaba allí, en su cama. Lo sé. Yo estaba durmiendo en una silla, me desperté y lo vi. Sí, lo vi. Era el fantasma de un hombre y hacía el amor con Julien. Ay, Dios mío, qué espectáculo. Porque yo sabía que no era real. No era real de ninguna manera, no podía serlo, y sin embargo yo lo veía.

Apartó la mirada y el temblor de su boca se hizo más fuerte. Trató de sacar el pañuelo, pero sólo conseguía palpar el bolsillo con torpeza. Yo no sabía si ayudarlo o no.

Por último sacudió la cabeza y dijo que no podía seguir hablando. Parecía agotado. Me comentó que ya no tenía fuerzas para estar en la tienda todo el día y que subiría a su casa. Le agradecí enormemente las fotos, y me respondió que estaba contento de que yo hubiera venido, que me esperaba para dármelas.

No volví a ver a Richard Llewellyn. Murió unos cinco meses después de nuestro último encuentro, a principios de 1959. Lo enterraron en el cementerio de Lafayette, no muy lejos de Julien.

Eran las dos y diez. Michael se detuvo; estaba agotado. Se le cerraban los ojos y lo único que podía hacer era dejarlo y dormir un poco.

Se quedo inmóvil durante un buen rato, mirando la carpeta que acababa de cerrar. Llamaron a la puerta y se sobresaltó.

—Adelante —respondió.

Aaron entró, silencioso. Iba en pijama, con una bata de seda anudada a la cintura.

—Parece cansado —dijo—, debería irse a la cama.

—Sí —dijo Michael—. Cuando era joven me podía quedar despierto a fuerza de café, pero ya no es así, se me cierran los ojos. —Se apoyó contra la silla de cuero, sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. La necesidad de dormir de golpe se hizo tan urgente que cerró los ojos y casi se le cae el cigarrillo de los dedos. «Mary Beth —pensó—, tengo que ponerme en contacto con Mary Beth.

Hay tantas preguntas...»

Aaron se sentó en el sillón del rincón.

—Rowan ha cancelado su reserva para el vuelo de medianoche. Mañana tendrá que coger otro y hacer transbordo, no llegará a Nueva Orleans hasta la tarde. —¿Cómo se entera de estas cosas? —preguntó Michael, adormilado; en realidad, era la menos importante de las preguntas que tenía en mente. Dio una calada indiferente al cigarrillo y miró fijo el plato de bocadillos que no había tocado, convertidos ahora en una escultura. No había querido cenar—. Es mejor, si me levanto a las seis y leo sin parar, al atardecer habré terminado.

—Y luego hablaremos —dijo Aaron—. Tenemos mucho que hablar antes de que la vea.

—Lo sé. Créame, lo sé. Aaron, ¿por qué demonios estoy metido en todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué no he parado de ver a aquel hombre desde mi niñez?

—Dio otra calada—. ¿Tiene usted miedo de ese espíritu?

—Sí, naturalmente —respondió Aaron sin dudar.

Michael estaba sorprendido.

—Entonces ¿cree en todo esto? ¿Lo ha visto usted?-Ya creía antes de verlo —dijo Aaron—. Mis colegas lo han visto y han informado sobre lo que han visto. Como miembro veterano de Talamasca, acepto este tipo de testimonios.

—Entonces está de acuerdo en que este espíritu puede matar gente.

Aaron reflexionó durante un rato. —Mire, podría decirle algo más, y no lo olvide: este ser puede hacer daño, pero no le resulta muy fácil hacerlo. —Sonrió —. No es ningún juego de palabras. Sin duda puede producir efectos físicos: mover objetos, hacer que se caigan las ramas de los árboles, que vuelen rocas, ese tipo de cosas. Pero maneja este poder con torpeza y a menudo con pereza.

Los trucos y las ilusiones son sus armas más poderosas.

—Metió a Petyr van Abel en una tumba —dijo Michael.

—No, a Petyr lo encontraron en una tumba. Probablemente, lo que sucedió fue que Petyr entró en un estado de locura en el cual ya no podía distinguir entre ilusión y realidad.

Michael se quedó callado. Dio otra calada al cigarrillo mientras veía mentalmente la ola que rompía sobre las rocas de Ocean Beach y recordaba el momento en que estaba allí, de pie, con su bufanda que se agitaba al viento, sus dedos helados.

—Para decirlo francamente —continuó Aaron—, nunca sobreestimé a este espíritu; es débil. Si no lo fuera no necesitaría a la familia Mayfair. Michael levantó la mirada. —Repítalo.

—Si no fuera débil, no necesitaría a la familia Mayfair —insistió Aaron—.

Necesita su energía, y cuando ataca, emplea la energía de la víctima.

—Acaba de recordarme algo que le dije a Rowan. Cuando me preguntó si los espíritus que había visto me habían tirado al agua, le dije que no podían hacer algo así, que no eran tan fuertes, que si tuvieran la fuerza para empujar a un hombre al mar y hacer que se ahogara, no les haría falta aparecerse como visiones a la gente. No les haría falta encomendarme una misión crucial. Aaron no respondió. —Rowan me preguntó por qué yo daba por sentado que aquellos espíritus eran buenos. La pregunta me impresionó, pero a ella le parecía lógica.

—Quizá lo sea.

—Sí, pero yo sé que son buenos. —Michael apagó el cigarrillo—. Lo sé. Sé que vi a Deborah, y que ella quería que yo me opusiera a ese espíritu, al Impulsor. Lo sé con la misma certeza con la que sé... quién soy yo. ¿Recuerda lo que le dijo Llewellyn? Que cuando Julien se le presentó en el sueño era diferente, más sabio que en vida. Pues bien, así era Deborah en mi visión. ¡Quería detener a ese ser que ella y Suzanne habían traído al mundo y a la vida de esta familia!

—Entonces la pregunta que habría que hacer es: ¿por qué el Impulsor se aparece ante usted?

—Sí, estamos yendo en círculos.

Aaron apagó la luz del rincón y luego la lámpara del escritorio. Quedaba sólo la de la mesilla de noche.

—Lo llamaré a las ocho. Creo que podrá terminar todo el informe a última hora de la tarde, quizás.antes. Entonces hablaremos y podrá tomar algún tipo de... decisión.

—En realidad no ha respondido a mi pregunta sobre lo sucedido anoche. ¿Vio al hombre cuando estaba frente a mí al otro lado de la verja? ¿Sí o no?

Aaron abrió la puerta, parecía reacio a responder.

—Sí, Michael, lo vi —dijo al fin—. Lo vi clara y nítidamente. Más clara y nítidamente que nunca. Y le sonreía. Incluso parecía que le tendiera la mano; por lo que he visto, diría que le daba la bienvenida. Ahora debo irme y usted debe dormir. Hablaremos por la mañana.

—Espere un minuto.

—Apague la luz, Michael.

Lo despertó el teléfono. La luz de la mañana entraba por las ventanas, a ambos lados de la cabecera de la cama. Durante un momento se sintió completamente desorientado. Rowan acababa de hablar con él, le decía lo mucho que le gustaría estar con él antes de que cerraran la tapa. ¿Qué tapa? Vio una mano blanca sobre seda negra.

Se incorporó entonces y vio el escritorio, el maletín y las carpetas apiladas encima.

—La tapa del ataúd de su madre —dijo.

Miró adormilado el teléfono que sonaba y contestó. Era Aaron.

—Baje a desayunar, Michael. —¿Ya ha cogido Rowan el avión?

—Acaba de salir del hospital. Como creo haberle dicho anoche, tendrá que hacer una escala. Dudo que llegue al hotel antes de las dos. El velatorio empieza a las tres. Mire, si no quiere bajar le mandaremos algo a la habitación, pero tiene que comer.

—Sí, mándeme algo. Aaron, ¿dónde es el funeral?

—Lonigan e Hijos. Magazine Street.

—Ah, sí, conozco el lugar. —La abuela, el abuelo y su padre, todos enterrados por Lonigan e Hijos—. No se preocupe, Aaron, comeré algo aquí. Si quiere puede subir y hacerme compañía, pero tengo que empezar ahora.

Se duchó rápidamente y se puso ropa limpia. Al salir del cuarto de baño se encontró con el desayuno, en una bandej a con mantel de encaj e y cubertería de plata bruñida. Los bocadillos del día anterior habían desaparecido y la cama estaba hecha. Había flores recién cortadas junto a la ventana. Michael sonrió y agitó la cabeza. Tuvo una imagen de Petyr van Abel en una pequeña y elegante alcoba del siglo XVII en la casa matriz de Amsterdan. ¿También era Michael miembro ahora? ¿ Lo estaban protegiendo con sus redes de seguridad y legitimidad? ¿Qué pensaría Rowan de ello? Tenía tanto que explicarle a Aaron sobre Rowan... Abrió la siguiente carpeta, tomó su primera taza de café con aire ausente y empezó a leer.

18

Eran las cinco y media de la mañana cuando Rowan se dirigió por fin al aeropuerto. Slattery conducía su Jaguar, mientras los ojos de ella, rojos y vidriosos, controlaban de modo ansioso e instintivo el tráfico. Se sentía incómoda por haber dado a otro el control del coche, pero Slattery había aceptado ocuparse del coche durante su ausencia y Rowan pensaba que debía empezar a acostumbrarse. Además, lo único que deseaba ahora era estar en Nueva Orleans. Al diablo con todo lo demás.

Su última noche en el hospital había salido más o menos según lo planeado.

Había pasado varias horas haciendo una ronda con Slattery, lo presentó a los pacientes, enfermeras, internos y residentes para que la transición fuera menos dolorosa para todo el mundo. No había sido fácil. Slattery era un hombre inseguro y envidioso. Era especialmente desconsiderado hacia quienes consideraba inferiores. Pero era demasiado ambicioso para ser mal médico. Era cuidadoso y listo.

Sin embargo, a pesar de lo desagradable que le resultaba, estaba contenta de que él hubiera venido. Tenía la sensación cada vez más fuerte de que no volvería. Trató de repetirse que no había razón para semejante sensación, pero no podía quitársela de la cabeza. Una intuición especial le dijo que preparara a Slattery para reemplazarla indefinidamente; y eso era lo que había hecho.

Pero a las once de la noche, cuando tenía que salir para el aeropuerto, uno de sus pacientes —un caso de aneurisma— empezó a sufrir violentos dolores de cabeza y una súbita ceguera. No podía ser otra cosa que una nueva hemorragia.

La operación estaba dispuesta para el martes siguiente, pero Rowan y Slattery tuvieron que realizarla en aquel preciso instante.

Mientras miraba la sala de operaciones, había pensado: «Ésta es la última vez. Sé que no volveré a este quirófano, aunque no sé por qué.»

Al final había caído el telón habitual que la aislaba del pasado y el futuro.

Había operado durante cinco horas con Slattery, negándose a permitir que él se hiciera cargo, aunque sabía que lo deseaba.

Se quedó con su paciente en recuperación durante cuarenta y cinco minutos más. No quería dejarlo. Varias veces apoyó las manos sobre los hombros del sujeto, y usó su capacidad mental para tener una imagen de lo que sucedía dentro del cerebro. ¿Lo hacía para ayudarlo o tan sólo para calmarse? No lo sabía. A pesar de todo, trataba de persuadirlo mentalmente, con más fuerza que la que había empleado jamás con nadie, murmurando incluso en voz alta que debía curarse, que la debilidad en la pared de la arteria había sido reparada.

—Que tenga larga vida, señor Benjamin —susurró.

Slattery estaba en la puerta, duchado y afeitado, listo para llevarla al aeropuerto. —¡Vamos, Rowan, salgamos de aquí antes de que pase algo más!

Ahora, mientras salían de la autopista en dirección al aeropuerto, Rowan pensaba que Slattery era tan ambicioso como todos los médicos que había conocido. Sabía con toda certeza que la despreciaba, y sólo por las mismas y aburridas razones de siempre: porque ella era una cirujana extraordinaria, porque tenía el puesto que él ambicionaba y pronto regresaría.

Un escalofrío de extenuación le recorrió el cuerpo.

Rowan se daba cuenta de que leía el pensamiento de Slattery. Si el avión se estrellaba, él se quedaría con su puesto para siempre. Le echó una mirada y sus ojos se encontraron durante un instante, vio el rubor de vergüenza que cubría el rostro del médico. Sí, sus pensamientos. ¿Cuántas veces le había sucedido lo mismo cuando estaba cansada? Quizá cuando estaba adormilada tenía la guardia baja y este maldito poder telepático podía imponerse caprichosamente y ofrecerle esta amarga información, la quisiera o no. Le hacía daño. No quería estar junto a Slattery.

Pero era una suerte que él anhelara su puesto, una suerte que él estuviera allí para ocuparlo porque así ella podía irse.

Ahora veía claramente que por mucho apego que sintiera por el Hospital Universitario, no le importaba dónde practicar la medicina. Podía hacerlo en cualquier centro bien equipado en el cual las enfermeras y los técnicos le ofrecieran el apoyo necesario.

Así pues, ¿por qué no le decía a Slattery que no iba a volver? ¿ Por qué no terminaba con el conflicto que había dentro de él, para que se relajara de una vez? La razón era sencilla. No sabía por qué sentía con tanta fuerza que éste era el último adiós. Tenía que ver con Michael y con su madre, pero era una sensación puramente irracional.

Antes de que Slattery se detuviera junto al bordillo, Rowan ya había abierto la puerta. Salió del coche y se colgó el bolso.

Se sorprendió entonces mirando fijamente cómo Slattery le tendía la maleta que había sacado del maletero. Otro incómodo escalofrío volvió a recorrerle el cuerpo. Vio malicia en sus ojos. Qué noche tan horrible debió de pasar. Lo veía impaciente y era evidente que ella le caía mal. Nada en el carácter de Rowan, ni en lo personal ni en lo profesional, lo inducía a ser más amable. Simplemente, le caía mal. Rowan pudo sentirlo mientras cogía la maleta de sus manos.

—Buena suerte, Rowan —dijo, con forzada alegría. «Espero que no vuelvas.»

—Slat-dijo ella—, gracias por todo. Tengo que decirte algo más. Creo que...

Bueno, creo que es muy posible que no vuelva.

Slattery apenas pudo ocultar su satisfacción. Rowan casi sintió lástima de él al observar el tenso movimiento de sus labios mientras trataba de mantener una expresión neutra. Ella, en aquel momento, se sintió reconfortada, maravillosamente satisfecha.

—Es tan sólo una sensación —añadió. (¡Y una sensación maravillosa!)—. Por supuesto, se lo diré a Lark oficialmente cuando llegue el momento...

—Claro.

—No te preocupes, cuelga tus cuadros en las paredes del despacho —continuó— y disfruta el coche. Supongo que tarde o temprano lo mandaré a buscar, pero probablemente será tarde. —Saludó indiferente con la mano y enfiló hacia las puertas de cristal.

Una dulce excitación pasó sobre ella como si fuera la luz del sol. A pesar de los oj os irritados y el cansancio soñoliento, sintió que era un gran momento. En el mostrador, especificó que era un billete de primera, sólo de ida.

Se detuvo en la tienda de regalos el tiempo necesario para comprar unas gafas de sol grandes, que le parecieron de lo más sugestivas, y un libro para leer, una absurda fantasía masculina de espionaje imposible e implacable riesgo, que también pareció ligeramente sugestivo.

El New York Times decía que en Nueva Orleans hacía calor. Qué suerte haberse puesto el traje de lino; además, le gustaba cómo le quedaba. Se detuvo un rato en el lavabo para cepillarse el pelo y pintarse los labios con el pálido carmín que no había tocado durante años. Luego se puso las gafas negras.

Mientras esperaba en la silla de plástico junto a la puerta de embarque, se sintió completamente a la deriva: sin trabajo, la casa de Tiburón vacía y Slat con el coche de dos plazas de Graham camino de San Francisco. Puedes quedártelo, doctor. Nada de arrepentimientos, nada de preocupaciones. Libre.

Luego pensó en su madre, muerta y fría sobre la mesa de Lonigan e Hijos, lejos de la intervención de los bisturíes, y la vieja oscuridad se apoderó de ella a pesar de los fantasmagóricos y monótonos tubos fluorescentes y los brillantes viajeros matinales del puente aéreo, con sus maletines y sus trajes azules. Pensó en lo que Michael había dicho sobre la muerte; que era el único acontecimiento sobrenatural que la mayoría tenía ocasión de experimentar. Y pensó que era verdad.

Las lágrimas volvían a asomar a sus ojos. Qué suerte tener a mano las gafas oscuras. En el funeral habría Mayfair, un montón de Mayfair...

Se quedó dormida en cuanto se instaló en el avión.

19

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Sexta parte La familia Mayfair desde 1900 hasta 1929 Métodos de investigación durante el siglo xx Como se ha mencionado anteriormente, en la introducción a la familia durante el siglo XIX, con el paso de cada década nuestras fuentes de información sobre los Mayfair se han hecho más numerosas y esclarecedoras.

A medida que avanzaba el siglo xx, Talamasca mantuvo sus tradicionales investigadores, pero además contrató por primera vez los servicios de detectives profesionales que trabajaron-y aún lo hacen-para nosotros en Nueva Orleans. Su labor nos ha sido de gran valor, no sólo en lo tocante a averiguar todo tipo de rumores, sino también para investigar asuntos específicos en gran cantidad de documentos y para entrevistar a innumerables personas sobre la familia Mayfair, del mismo modo que hoy un escritor meticuloso recopilaría información sobre un «crimen auténtico».

Estos hombres raramente saben para quiénes trabajan; informan a una agencia en Londres. Y aunque continuamos enviando a nuestros investigadores especialmente entrenados para recabar todo tipo de rumores y mantenemos correspondencia con muchos otros testigos, como hemos hecho durante todo el siglo xix, los detectives privados han mejorado notablemente la calidad de nuestra información.

A finales del siglo XIX, principios del XX, empezamos a recibir otro tipo de información que llamaremos, a falta de otro nombre mej or, la leyenda de la familia. A saber: aunque los Mayfair se mostraban herméticos acerca de sus contemporáneos y muy recelosos de dar cualquier información sobre el legado a personas ajenas a la familia, aproximadamente a finales del siglo pasado empezaron a relatar pequeñas historias, anécdotas y cuentos fantásticos sobre figuras de su oscuro pasado.

Por supuesto, que buena parte de esta leyenda de la familia es demasiado vaga como para ser de interés para nosotros. En gran manera se refiere a la «esplendorosa vida de la plantación», que se ha convertido en algo mítico para muchas familias de Luisiana y no arroja ninguna luz a nuestras preocupaciones.

Sin embargo, a veces esta leyenda familiar coincide de forma impresionante con fragmentos de información que hemos podido recopilar de otras fuentes.

Durante el siglo xx también pasa a ocupar un puesto de importancia otro tipo de información, que llamamos «habladurías legales», es decir, los comentarios de abogados, pasantes, secretarias y jueces que conocían a los Mayfair o que trabajaban con ellos, y los amigos y familiares de todos ellos.

Puesto que los hijos de Julien, Barclay, Garland y Cortland, se convirtieron en abogados de renombre, así como Carlotta Mayfair y numerosos nietos del primero, la red de contactos legales ha crecido más de lo que se podría imaginar. Y aunque no hubiese sido así, las transacciones financieras de los Mayfair han sido tan importantes que muchos abogados se han ocupado de ellas.

En el siglo xx, cuando empezaron las disputas en la familia y Carlotta litigó por la custodia de la hija de Stella, con el legado de por medio, estas habladurías legales se convirtieron en una nutrida fuente de detalles interesantes.

El carácter étnico de los cambios familiares A medida que nos adentramos en el 1900, debemos mencionar que el carácter étnico de la familia empieza a cambiar.

Aunque en sus orígenes se trata de una familia franco-escocesa, a la que se incorpora en la siguiente generación la sangre holandesa de Petyr van Abel, al final se convierte en una familia casi exclusivamente francesa.

Sin embargo, en 1926, con la boda de Marguerite Mayfair con el cantante de ópera Tyrone Clifford Mc-Namara, la rama de la familia que conservaba el legado empezó a mezclarse con cierta regularidad con anglosajones.

Otras ramas —en especial los descendientes de Lestan y Maurice— se mantuvieron firmemente francesas, y si se trasladaban a Nueva Orleans preferían vivir en el centro, junto a los creóles francófonos, en el Barrio Francés o sus alrededores, o en Esplanade Avenue.

La familia poseedora del legado, tras la boda de Katherine con Darcy Monahan, se instaló definitivamente en el típico barrio alto americano de Garden District. Y aunque Julien (medio irlandés) habló francés durante toda su vida y se casó con Suzette, una prima francófona, bautizó a sus hijos con nombres claramente angloamericanos, y cuidó de que recibieran una educación americana. Su hijo Garland se casó con una descendiente germano-irlandesa con la bendición de Julien, y Cortland con una chica anglosajona al igual que tiempo después haría Barclay.

Como ya hemos mencionado, Mary Beth se casó con un irlandés, Daniel Mclntyre, en la Iglesia de St. Alphonsus, en 1899. Desde entonces, todos los bautizos de niños Mayfair procedentes de la casa de First Street se celebraron allí. Estos mismos niños, después de ser expulsados de las escuelas privadas de mayor renombre, asistirían a la escuela parroquial de St. Alphonsus durante breves períodos.

Algunos de los testimonios que poseemos sobre la familia proceden de monjas católicas irlandesas y de sacerdotes de esta parroquia.

Tras la muerte de Julien, en 1914, Mary Beth raramente hablaba en francés, ni siquiera con sus primos, y es posible que la lengua desapareciera de la familia del legado. Carlotta Mayfair nunca habló francés, y es dudoso que Stella, Antha o Deirdre hablaran algún idioma extranjero.

En cualquier discusión sobre la influencia irlandesa o sobre rasgos típicamente irlandeses, debemos recordar que en la historia de esta familia nunca se sabe muy bien quién es el padre de quién. Y como demostrará la «leyenda familiar» que más tarde, durante el siglo xx, contarían los descendientes, los incestos de cada generación no fueron secretos. A pesar de todo, se nota con claridad una influencia irlandesa.

También debemos señalar, por si resulta de utilidad, que a finales del 1800, la familia empezó a emplear cada vez más servicio doméstico irlandés. Estos criados se convirtieron en una inapreciable fuente de información para Talamasca.

El empleo de personal irlandés no tenía nada que ver con la identidad irlandesa de la familia, más bien era la moda de la época en el vecindario y muchos de estos irlandeses-americanos vivían en el llamado Canal Irlandés, en la ribera, un barrio entre los muelles del Misisipí y Magazine Street, en el extremo sur de Garden District. Había criadas que vivían en la casa y chicos que cuidaban las caballerizas; otras personas iban a trabajar a diario o sólo en ciertas ocasiones. En general, no eran tan fieles como los sirvientes negros y hablaban con más soltura sobre lo que sucedía en First Street que los criados de décadas anteriores.

Pero aunque la información que pusieron a disposición de Talamasca es extremadamente valiosa, requiere una cuidadosa evaluación.

Por lo general, los criados irlandeses que trabajaban en la casa creían en fantasmas, en apariciones sobrenaturales y en el poder de las mujeres Mayfair para provocar acontecimientos. Eran lo que podemos llamar personas muy supersticiosas, es por ello que a veces las historias de lo que veían u oían bordeaban lo fantástico y a menudo contienen descripciones vividas y extravagantes.

A pesar de todo, este material es, por razones obvias, extremadamente significativo y muchas de las cosas relatadas por los sirvientes irlandeses tienen para nosotros un aire familiar.

Considerando todos los aspectos, no es incorrecto afirmar que en la primera década de este siglo, los Mayfair de First Street se consideraban irlandeses y a menudo hacían comentarios al respecto. Y para muchos que los conocían —criados y semejantes— eran casi estereotipos irlandeses, por su locura, excentricidad e inclinación a lo mórbido. Algunas personas críticas con la familia los han llamado los «delirantes lunáticos irlandeses», y un cura alemán de St. Alphonsus describió en cierta ocasión que vivían en «un perpetuo estado de oscuridad celta». Algunos vecinos y amigos se referían a Lionel, el hijo de Mary Beth, como al «delirante borracho irlandés», y su padre, Daniel Mclntyre, sin duda también era considerado del mismo modo, pero en este caso por casi todos los taberneros de Magazine Street.

Quizá convendría decir que tras la muerte de «Monsieur Julien» (que en realidad era medio irlandés), la casa de First Street perdió todo su carácter francés o creóle. Sus hermanos Katherine y Rémy ya lo habían precedido a la tumba, lo mismo que su hija Jeannette. A partir de entonces —pese a las multitudinarias reuniones familiares en las que había primos de habla francesa a montones—, el núcleo de la familia fue irlandés-americano y católico. Esto nos lleva a hacer otra observación crucial, que se deduce con facilidad de la lectura de este relato.

Con la muerte de Julien es posible que la familia haya perdido al último miembro que realmente conocía su historia. No podemos afirmarlo, pero parece lo más probable, y cuanto más conversamos con los descendientes y más leyendas descabelladas reunimos sobre la época de la plantación, más seguro parece.

Como consecuencia, a partir de 1914 cada miembro de Talamasca que se dedicó a investigar a la familia Mayfair no pudo evitar pensar que sabía más de ellos que lo que ellos mismos parecían saber, cosa que ha producido notable tensión y confusión en nuestros investigadores. La cuestión de entablar o no contacto con la familia se había convertido en algo apremiante para la orden, incluso antes de la muerte de Julien.

Tras la muerte de Mary Beth, ya era un asunto angustioso.

Pero continuemos ahora con nuestra historia, volviendo al año 1891, para concentrarnos en Mary Beth Mayfair, con toda probabilidad la última bruja Mayfair realmente poderosa, con la que nos adentraremos en el siglo xx.

Sabemos más sobre ella que sobre cualquier otra bruja Mayfair desde Charlotte. Sin embargo, cuando examinamos toda la información, Mary Beth sigue siendo un misterio y no encontramos más que ocasionales atisbos de luz que arrojan las anécdotas de los criados y los amigos de la familia.

Continuación de la historia de Mary Beth Mayfair Una semana después de la muerte de Marguerite, en 1891, Julien se llevó todas sus pertenencias personales de Riverbend a la casa de First Street.

Contrató dos carros para transportar numerosos frascos y botellas, todos muy bien embalados, varios baúles con cartas y otros papeles, unas veinticinco cajas de libros, así como varios baúles más de contenido diverso.

Sabemos que los frascos y las botellas desaparecieron en el segundo piso de la casa de First Street, y nunca más volvimos a oír nada sobre ellos de boca de ningún testigo contemporáneo.

Julien, por entonces, instaló su dormitorio en el segundo piso, y según Richard Llewellyn fue allí donde murió.

Muchos libros de Marguerite, incluyendo oscuros textos en alemán y francés sobre magia negra, se colocaron en las estanterías de la biblioteca de la planta baja.

Mary Beth ocupaba el dormitorio principal, en el ala norte, encima de la biblioteca. Desde entonces siempre ha pertenecido a la beneficiaría del legado.

La pequeña Belle, quizá demasiado pequeña todavía como para exhibir signos de debilidad mental, tenía el primer cuarto al otro lado del vestíbulo; pero por entonces dormía a menudo con su madre.

En aquella época, Mary Beth empieza a llevar la esmeralda regularmente y a ser conocida como adulta y señora de la casa. La sociedad de Nueva Orleans toma nota de su presencia y en los registros públicos aparecen las primeras transacciones comerciales con su firma.

Se la ve en numerosas fotografías con la esmeralda. Mucha gente habla de la joya y la menciona con admiración. En muchas de estas fotografías lleva ropa de hombre. En realidad, infinidad de testigos corroboran las afirmaciones de Llewellyn respecto a que Mary Beth se vestía de hombre y era muy común que saliera con Julien. Antes de su boda con Daniel Mclntyre, estas salidas incluían no sólo visitas a los burdeles del Barrio Francés, sino también todo un espectro de actividades sociales, hasta llegaba a aparecer en bailes vestida con «corbata blanca y frac», como un joven apuesto.

Aunque la sociedad en general se escandalizaba por este comportamiento, los Mayfair continuaron allanándose el camino para estas extravagancias a fuerza de dinero y encanto. Concedieron préstamos gratuitos a quienes los necesitaron durante los períodos de depresión de las diferentes posguerras.

Hacían obras de caridad casi ostentosamente, y Riverbend, bajo la dirección de Clay Mayfair, continuaba siendo una mina de oro; producía una abundante cosecha de azúcar detrás de otra.

En estos primeros tiempos, Mary Beth parece haber provocado pequeñas enemistades en los demás. Nunca se habla de ella como una persona malvada y cruei, ni siquiera sus detractores, pero con frecuencia la acusan de fría, interesada e indiferente a los sentimientos de los demás, y de tener modales masculinos.

A pesar de su fuerza y su altura, no era hombruna. Muchas personas la describen como una mujer voluptuosa e, incluso, de vez en cuando, bella.

Numerosas fotografías lo confirman. Vestida de hombre tiene una figura atractiva, especialmente en esta primera época. Y más de un miembro de Talamasca ha observado que a diferencia de Stella, Antha y Deirdre Mayfair —su hija, nieta y bisnieta, respectivamente—, que eran delicadas bellezas sureñas, Mary Beth se parecía a las impresionantes estrellas americanas que se pusieron de moda después de su muerte, especialmente Ava Gardner y Joan Crawford.

Su cabellera se mantuvo de un color negro azabache hasta su muerte, a los cincuenta y cuatro años. No sabemos su altura exacta, pero suponemos que sería de un metro setenta y siete. Nunca fue una mujer de mucho peso, pero tenía los huesos grandes, mucha fuerza y caminaba a grandes zancadas. El cáncer que acabó con ella no fue descubierto hasta seis meses antes de su muerte. Siguió siendo una mujer «atractiva» hasta las últimas semanas, en las que finalmente se instaló en su lecho de enferma para no volver a abandonarlo.

No hay duda, no obstante, de que a Mary Beth no le preocupaba su belleza física. Aunque siempre iba bien arreglada y a veces elegantísima, con algún traje de noche o abrigo de pieles, nunca se habló de ella como de una persona especialmente seductora. En realidad, aquellos que la consideraban poco femenina se extendían en su franqueza, en sus modales bruscos y en su aparente indiferencia hacia sus propios encantos.

Vale la pena mencionar que casi todos estos rasgos —franqueza, modales bruscos, honestidad y frialdad— más tarde serían asociados con su hija Carlotta Mayfair, que no es ni ha sido nunca la designada para el legado.

Las personas que querían a Mary Beth e hicieron buenos negocios con ella la apreciaban y la consideraban una persona recta y generosa, incapaz de ninguna mezquindad. Los que no se llevaban bien con ella la acusaban de insensible e inhumana. Tal como sucede con Carlotta Mayfair.

Los intereses comerciales de Mary Beth y sus deseos de placer serán tratados más adelante en detalle. Baste ahora decir que en estos primeros años, ella marcaba la pauta de lo que sucedía en First Street tanto como Julien. Organizó íntegramente muchas de las cenas y fiestas familiares y fue ella la que convenció a Julien de que hiciera su último viaje a Europa en 1896, cuando los dos fueron de Madrid a Londres.

Desde su niñez, Mary Beth compartió el amor de Julien por los caballos y con frecuencia montaban juntos. También les gustaba el teatro y asistían a casi todas las representaciones, desde las grandes obras de Shakespeare hasta las pequeñas e insignificantes producciones locales, y ambos eran amantes apasionados de la ópera. En sus últimos años, Mary Beth tenía un fonógrafo en casi todas las habitaciones de la casa y escuchaba discos continuamente.

Parece que también le gustaba mucho vivir rodeada de gente. Su interés por la familia no se limitaba a las reuniones y fiestas, al contrario, sus puertas estuvieron abiertas toda su vida a las visitas de los primos.

Algunos informes aislados sobre su hospitalidad sugieren que le gustaba manipular a la gente y ser el centro de atención. Pero incluso en los relatos en los que estas opiniones se expresaban casi literalmente, Mary Beth emerge como una persona más interesada en los demás que en ella misma. De hecho, la total ausencia de narcisismo o vanidad en esta mujer aún sorprende a quienes leen atentamente estos informes. La generosidad, más que el deseo de poder, parece caracterizar mejor sus relaciones con la familia.

En 1891, la familia de la casa de First Street la formaban Rémy Mayfair, que parecía mucho mayor que su hermano Julien, pese a que no era así, y se rumoreaba que estaba muriendo de tuberculosis (finalmente murió en 1897); los hijos de Julien, Barclay, Garland y Cortland, los primeros Mayfair que fueron a internados privados en la costa este con éxito, Millie Mayfair, la única de los hijos de Rémy que no se casó nunca, y, por último, además de Julien y Mary Beth, la hija de ambos, la pequeña Belle, que como ya se ha dicho era algo débil mental.

A finales de siglo también vivían en la casa Clay Mayfair, el hermano de Mary Beth, y la contrariada y acongojada Katherine Mayfair, que se trasladó allí después de la destrucción de Riverbend, a quienes habría que añadir de vez en cuando algunos primos.

Aunque Mary Beth vivió hasta 1925 (murió de cáncer en septiembre de aquel año), podemos decir sin ninguna duda que cambió poco con el correr del tiempo, que sus pasiones y prioridades eran las mismas a finales del siglo XIX que durante el último año de su vida.

No sabemos si alguna vez llegó a tener un amigo o confidente fuera de la familia. Es difícil describir su verdadero carácter. Sin duda nunca fue una persona jovial y alegre como Julien; aparentemente, no sentía gran inclinación por el protagonismo, y en las reuniones familiares, incluso aunque bailara y supervisara cómo se tomaban las fotos y se servía la comida y bebida, nunca fue lo que se llama «el alma de la fiesta». Más bien parece haber sido una mujer callada y fuerte, con objetivos bien definidos.

Es interesante preguntarse hasta qué punto los poderes ocultos de Mary Beth favorecían sus objetivos. Hay variedad de pruebas que ayudan a hacer una serie de suposiciones sobre lo que pasaba entre bastidores.

Para los criados que entraban y salían de First Street, ella siempre fue una «bruja» o una persona con conocimientos de vudú. Pero las historias que cuentan sobre ella difieren bastante de otros informes que poseemos y debemos tomarlas con cuidado. Sin embargo...

Los criados decían con frecuencia que Mary Beth iba al Barrio Francés a consultar una bruja vudú y que tenía un altar en su habitación en el que adoraba al diablo. Decían también que se daba cuenta si alguien mentía, que sabía dónde había estado uno, dónde estaban en todo momento los miembros de la familia y qué hacían. Y que además no hacía ningún esfuerzo por ocultar este poder.

También comentaban que los sirvientes negros acudían a ella cuando tenían algún problema con la bruja local vudú y Mary Beth sabía qué polvo usar o qué vela encender para contrarrestar el maleficio. También podía servirse de espíritus y más de una vez afirmó que de eso se trataba el vudú: de disponer de espíritus. Lo demás era puro teatro.

Una cocinera irlandesa que trabajó a temporadas en la casa entre 1895 y 1902 dijo por casualidad a uno de nuestros investigadores que Mary Beth le había explicado que en el mundo había todo tipo de espíritus, pero que los espíritus más bajos eran los más fáciles de controlar y que cualquiera que tuviera capacidad podía invocarlos. Que ella tenía espíritus que cuidaban de todas las habitaciones y de lo que había dentro, pero le advirtió a la cocinera que no tratara de invocarlos por su cuenta porque era peligroso, debía hacerlo gente que pudiera verlos y sentirlos, como ella.

«En aquella casa se podían sentir los espíritus —había dicho la cocinera—, y si se entornaban los ojos, era posible verlos. Pero Mary Beth no tenía que hacerlo, podía verlos como si nada todo el tiempo, hablar con ellos y llamarlos por su nombre.»

Hay por lo menos quince descripciones diferentes del altar vudú de Mary Beth en el que quemaba incienso y encendía velas de distintos colores, y al que añadía santos de yeso de vez en cuando. Pero ningún relato precisa dónde estaba exactamente. (Es interesante mencionar que ninguno de los sirvientes negros interrogados sobre este altar, pronunció palabra al respecto.) Algunas otras historias que poseemos son muy fantasiosas. Por ejemplo, nos contaron varias veces que Mary Beth no sólo se vestía de hombre, sino que se convertía en hombre cuando salía con traje, bastón y sombrero, y que en esas ocasiones tenía la fuerza suficiente para golpear a cualquier otro hombre que la agrediera.

Una mañana muy temprano en la que montaba su caballo sola por St. Charles Avenue (Julien, en aquel entonces, estaba enfermo, a punto de morir), un hombre trató de tirarla del caballo; en aquel momento ella se transformó en hombre y lo golpeó a puñetazos hasta dejarlo medio muerto. Luego lo ató a una cuerda y lo llevó a rastras hasta la comisaría de policía. «Mucha gente vio aquello», nos dijeron. La historia se siguió contando en el Canal Irlandés hasta el año 1935. En los archivos policiales hay, en efecto, un atestado de la época que indica un incidente de agresión y «la detención de un ciudadano» en 1914.

El hombre murió en su celda unas horas más tarde.

La historia más valiosa que tenemos sobre este primer período nos la contó un cochero en 1910. Nos dijo que había recogido a Mary Beth en el centro, en Rué Royale, un día de 1908, y aunque estaba seguro de que había subido sola (se trataba de un cabriolé tirado por un caballo), la oyó hablar con alguien todo el camino hasta los barrios altos. Cuando le abrió la puerta delante de la casa de First Street, vio a un hombre apuesto con ella en el coche. Parecía absorta en una profunda conversación con él, pero al ver al cochero se calló y lanzó una carcajada. Ella le dio dos hermosas monedas de oro y le dijo que valían mucho más que la carrera, pero que las gastara rápido. Mientras el cochero esperaba a que el hombre saliera, volvió a mirar y vio que no había nadie.

En nuestros archivos hay muchas otras historias contadas por criados referentes a los poderes de Mary Beth, pero todas tienen un punto en común: que era una bruja y mostraba sus poderes siempre que ella, sus posesiones o su familia se veían amenazadas. Insistimos una vez más en que los relatos de estos sirvientes difieren notablemente del resto del material que poseemos.

Sin embargo, si consideramos todas las esferas de la vida de Mary Beth, veremos que hay pruebas convincentes de brujería procedentes de otras fuentes.

Por lo que podemos deducir, tenía tres pasiones avasalladoras.

La primera, aunque no la principal, era su deseo de hacer dinero e involucrar a miembros de su familia en negocios con vistas a consolidar una inmensa fortuna. Decir que tuvo éxito es quedarse corto.

Casi desde el principio de su vida nos han llegado historias sobre hallazgos de tesoros de joyas, bolsas llenas de monedas de oro que no se vaciaban nunca y que Mary Beth repartía a los pobres como si fueran céntimos.

Contaban que siempre advertía a las personas que «gastaran rápido las monedas» porque todo lo que salía de su bolsa mágica regresaba a ella.

Con respecto a las joyas y a las monedas, tal vez un minucioso estudio de todas las finanzas de los Mayfair, realizado y analizado por personas versadas en la materia a partir de documentos legales, mostraría que tuvieron lugar misteriosas y cuantiosas inyecciones de capital que habrían jugado un importante papel en la economía de la familia; pero no podemos hacer esta conjetura basándonos sólo en lo que sabemos.

Más pertinente sería preguntarse si Mary Beth no emplearía la precognición o conocimientos ocultos en sus inversiones.

Hasta un examen superficial de los logros económicos de Mary Beth indica que era un genio de las finanzas. Siempre estuvo muchísimo más interesada que Julien en hacer dinero, y poseía evidente talento para saber lo que iba a pasar antes de que pasara. A menudo advertía a sus semejantes de crisis inminentes y quiebras bancarias, pero con frecuencia no la escuchaban.

De hecho, diversificó sus inversiones desafiando las normas convencionales.

Estaba, como suele decirse, «en todo». Operaba con valores de algodón, bienes raíces, barcos, ferrocarriles, banca y, más tarde, refinerías ilegales de alcohol.

Continuamente invertía en negocios de alto riesgo que tenían un éxito sorprendente. Estaba detrás de varios productos químicos e inventos que le produjeron incalculables ganancias.

Aun se puede llegar a decir que su historia —sobre el papel— no tiene sentido. Sabía demasiado, con demasiada frecuencia, y sacaba demasiado provecho de ello.

Mientras que el éxito de Julien, por muy grande que fuera, se puede atribuir al talento y a los conocimientos de un hombre, es imposible explicar el éxito de Mary Beth del mismo modo. Julien, en cuanto a inversiones, no mostraba interés en los inventos modernos. Mary Beth tenía pasión por los aparatos y la tecnología, y en este terreno no cometió un solo error en su vida. Mientras Julien compraba edificios, incluyendo fábricas y hoteles, y nunca fincas rústicas, Mary Beth compró enormes extensiones por todo Estados Unidos y las vendió con unos beneficios incalculables. En realidad, es totalmente inexplicable su intuición acerca de dónde y cuándo se desarrollarían los pueblos y las ciudades.

Por otra parte, también era muy prudente a la hora de mostrar su prosperidad ante los demás. Dejaba entrever sólo algunos indicios para lograr sus objetivos, de modo que nunca inspiraba la curiosidad ni la desconfianza que, inevitablemente, irían seguidas de la completa divulgación de su éxito.

Toda su vida se cuidó mucho de evitar la publicidad. Su estilo de vida en First Street nunca fue especialmente ostentoso, salvo en lo tocante a su pasión por los automóviles. En una época llegó a tener tantos que tuvo que alquilar garajes en todo el vecindario para poder guardarlos. Muy poca gente sabía cuánto dinero y poder tenía.

En realidad, existen pruebas de que mucha gente no estaba enterada de su dedicación a los negocios. Contaba con un tropel de empleados financieros con los que se encontraba en oficinas del centro y que nunca se acercaban a su despacho de First Street. Era un «trabajo de lujo», al decir de un viejo caballero que recuerda que un amigo suyo a menudo hacía largos viajes para Mary Beth a Londres, París, Bruselas y Zurich, llevando a veces enormes sumas de dinero.

Los billetes de barco y los hoteles eran siempre de primera, según él. Y Mary Beth repartía bonificaciones con regularidad. Otra fuente sostiene que muchas veces era ella la que hacía estos viajes sin que lo supiera su familia.

Tenemos también cinco testimonios sobre venganzas de Mary Beth contra aquellos que habían tratado de engañarla. Uno de ellos explica cómo Landing Smith, su secretario, se escapó con trescientos mil dólares de Mary Beth y se embarcó en un transatlántico a Europa con un nombre falso convencido de que podía salir airoso. A tres días de Nueva York, se despertó en medio de la noche y se encontró con Mary Beth sentada junto a la cama. No sólo le quitó el dinero, sino que lo azotó con la fusta que usaba para montar, y lo dejó sangrando y medio loco en el suelo del camarote, donde el camarero del barco lo encontró más tarde. Confesó todo inmediatamente, pero no se encontró a Mary Beth a bordo ni tampoco el dinero. Esta historia apareció en los periódicos locales, pero ella se negó a confirmar si había sido objeto de un robo o no. Una rama de la familia Mayfair —descendientes de Clay Mayfair, que viven en Nueva York — rompieron relaciones con los Mayfair de Nueva Orleans a raíz de un suceso ocurrido en 1919.

Parece que en aquella época Mary Beth realizaba inversiones importantes en la banca de Nueva York, pero ella y su primo tuvieron un enfrentamiento. En resumen, él no creía que el plan de acción que ella proponía funcionara y trató de detener el proyecto sin que ella se enterara. Mary Beth se presentó en la oficina de Nueva York, le arrancó los papeles de la operación de sus manos y los tiró al aire, donde empezaron a arder y se quemaron sin tocar el suelo.

Luego lo amenazó, diciéndole que si intentaba engañar otra vez a personas de su propia sangre, lo mataría. El primo empezó a contar esta historia compulsivamente a todo el mundo y, en efecto, arruinó su reputación y destruyó su vida profesional. La gente pensaba que estaba loco. Se suicidó tirándose de la ventana de su oficina tres meses después de la aparición de Mary Beth. Su familia, hasta el día de hoy, la culpa de su muerte y habla con odio de sus descendientes.

Quizás algún día alguien escriba un libro sobre Mary Beth Mayfair. Está todo documentado. Pero, por lo que parece, Talamasca es la única institución, fuera de la familia, que sabe que Mary Beth expandió su influencia económica y su poder a nivel mundial, que construyó un imperio financiero tan inmenso y diversificado que no ha sido desmantelado hasta la fecha.

Pero todo el entramado económico de los Mayfair merece mayor atención que la que podemos dedicarle aquí. Si especialistas en la materia hicieran un minucioso estudio de la historia de la familia, y nos referimos a documentos públicos al alcance de cualquiera que se tomara la molestia de buscarlos, es posible que nos encontráramos ante un caso importante de poderes ocultos empleados a través de los siglos para la adquisición y expansión de riqueza. Las joyas y las monedas de oro podrían representar la parte más insignificante.

Para terminar, Mary Beth dejó a los miembros de su familia una herencia mucho mayor de lo que jamás supieron o apreciaron. Y ha sobrevivido hasta el presente.

Lá segunda pasión de Mary Beth era la familia. Desde el principio de su vida financiera, incorporó en sus negocios a sus primos (o hermanos), Barclay, Garland y Cortland, y a otros familiares; los hizo socios de las compañías que fundaba y en lugar de desconocidos, siempre prefirió emplear abogados y banqueros Mayfair para sus transacciones. Presionaba además al resto de la familia para que hiciera lo mismo. Cuando su hija Carlotta Mayfair entró a trabajar en un despacho de abogados ajeno a la familia, la censuró y se sintió engañada, pero no se lo impidió ni la castigó por su decisión, simplemente manifestó que pecaba de falta de visión.

Con respecto a Stella y Lionel, Mary Beth era notablemente indulgente. Los dejaba traer amigos a la casa durante días o semanas. Los enviaba a Europa con tutores e institutrices cuando ella estaba muy ocupada para ir; celebraba sus cumpleaños con fiestas fabulosas, en tamaño y extravagancia, a las cuales invitaba a innumerables primos. Era igualmente generosa con su hija Belle, con su hija adoptiva Nancy y con Millie Dear, su sobrina. Tras su muerte, todos siguieron viviendo en la casa de First Street, pese a contar con opulentos fondos fiduciarios que les garantizaban una incuestionable independencia financiera.

Mary Beth mantenía contacto con los Mayfair de todo el país y organizaba en Luisiana numerosas reuniones de primos. Incluso tras la muerte de Julien y hasta el crepúsculo de su vida, supervisó personalmente la deliciosa comida y la bebida que se servía.

También eran habituales en First Street concurridas cenas familiares. Mary Beth pagaba auténticas fortunas para contratar a los mejores cocineros. Muchos informes indican que a los primos Mayfair les encantaba ir a First Street y disfrutaban especialmente con las largas conversaciones de sobremesa. Eran fervientes admiradores de Mary Beth, quien tenía un prodigioso talento para recordar cumpleaños, aniversarios de boda, fechas de graduación, y enviaba pertinentes regalos en efectivo, que eran muy bien recibidos.

Como ya se ha mencionado, a Mary Beth le gustaba mucho bailar con Julien en estas fiestas familiares, y animaba a bailar tanto a los jóvenes como a los viejos. A veces contrataba instructores de baile para que enseñaran a los primos los ritmos de moda. Ella y Julien divertían a los niños con alegres entretenimientos y las bandas que contrataban a veces en el Barrio Francés escandalizaban a los Mayfair más conservadores. Después de la muerte de Julien ya no bailaba tanto, pero le gustaba ver bailar a los demás y casi siempre había música.

Los Mayfair no sólo eran invitados a estas reuniones, sino que su presencia era esperada. Mary Beth muchas veces se molestaba con quienes declinaban sus invitaciones. Sabemos de dos casos en los que Mary Beth se enfadó muchísimo con miembros de la familia que relegaron el apellido Mayfair a favor del apellido paterno.

Según algunas versiones de amigos de la familia, los primos querían y temían a Mary Beth al mismo tiempo. Mientras Julien, especialmente de mayor, era considerado una persona dulce y encantadora, Mary Beth inspiraba un poco de miedo.

Hay varías historias que indican que podía ver el futuro, pero que no le gustaba emplear ese poder. Cuando le pedían que predijera algo o que ayudara a tomar alguna decisión, solía advertir a los miembros de la familia involucrados, les decía que «ver más allá» no era sencillo y que predecir el futuro podía ser «una trampa». Sin embargo, de vez en cuando hacía algunas predicciones. Por ejemplo, le dijo a Maitland Mayfair, el hijo de Clay, que moriría si subía a un aeroplano; y así fue. Therese, la mujer de Maitland, culpó a Mary Beth de su muerte. Mary Beth, ante la acusación, se encogió de hombros y dijo: «Se lo advertí, ¿no? Si no se hubiera subido a ese maldito aeroplano, no se habría estrellado.»

Los hermanos de Maitland estaban impresionados por la muerte de éste y rogaron a Mary Beth que tratara de impedir sucesos semejantes. Mary Beth respondió que lo intentaría la próxima vez que algo parecido llamara su atención. Volvió a advertirles que las predicciones podían ser una trampa. En 1921, Maitland Júnior, el hijo de Maitland, quería participar en una expedición a la selva africana, a lo que su madre se oponía tajantemente. Therese le pidió a Mary Beth que impidiera a su hijo ir o que hiciera algún tipo de predicción.

Mary Beth se tomó su tiempo para considerar la cuestión y luego explicó, con su manera directa, que el futuro no estaba predeterminado, simplemente era predecible. Añadió que si el chico iba a África era posible que muriera, pero que si se quedaba aquí quizá le pasara algo peor. Maitland Júnior cambió de idea y se quedó. Al cabo de seis meses murió quemado en un incendio. (El joven estaba borracho y se quedó dormido fumando en la cama.) En el funeral, Therese se acercó a Mary Beth y le preguntó por qué no había impedido la tragedia. Ésta contestó con indiferencia que había previsto lo ocurrido, pero que no podía hacer nada para cambiarlo.

Para cambiarlo tendría que haber cambiado a Maitland Júnior, y que eso no estaba en sus manos. Por supuesto, se sentía muy mal por lo sucedido y esperaba que los primos dejaran de pedirle que adivinara el futuro.

«Cuando miro el futuro —cuentan que dijo—, lo único que veo es lo débil que es la mayoría de la gente y lo poco que hace para desafiar al destino. Se puede desafiar, es posible. Pero Maitland no pudo cambiarlo.» Y se encogió de hombros, o por lo menos eso dicen, y salió con sus típicas zancadas del cementerio de Lafayette.

Hay innumerables relatos sobre las predicciones y advertencias de Mary Beth. Son todas muy similares. Si Mary Beth advertía contra una boda, el matrimonio terminaba mal, o si avisaba a alguien que no se metiera en cierta empresa, resultaba según lo predicho. Pero todo apunta al hecho de que era muy cuidadosa con respecto a este poder, y le disgustaba hacer predicciones directas. Tenemos otra mención sobre este asunto hecha al párroco.

Se rumoreaba que Mary Beth le dijo al sacerdote que cualquier individuo fuerte podía cambiar el futuro de infinidad de personas y que, en efecto, sucedía constantemente. Dado el número de seres humanos en este mundo, tales personas eran tan raras que predecir el futuro era engañosamente sencillo.

—Pero supongo que dará por sentado que poseemos libre albedrío —había dicho el cura.

—Claro que sí, y es de vital importancia que hagamos uso de nuestro libre albedrío. Nada está predeterminado. Y, gracias a Dios, no hay mucha gente fuerte que trastorne el esquema previsible, porque hay igual número de personas malas que provocan guerras y desastres que de visionarios que hacen el bien a los demás.

En relación a la actitud de los familiares acerca de Mary Beth, muchos miembros de la familia —según algunos amigos extrovertidos— eran conscientes de que había algo raro en ella y Julien. Acudir o no a ellos en momentos difíciles fue una duda presente en cada generación. Pedirles ayuda era una ventaja y al mismo tiempo un riesgo seguro.

Por ejemplo: una descendiente de Lestan Mayfair que se había quedado embarazada de soltera acudió a Mary Beth en busca de ayuda, y aunque recibió una fuerte suma de dinero para no tener problemas con el niño, llegó al convencimiento de que ésta había sido la causante de la muerte del irresponsable padre.

Otro Mayfair, muy querido por Mary Beth, condenado por asalto y agresión en una pelea de borrachos en un club nocturno del Barrio Francés, tenía más miedo de la censura y castigo de ésta que de la pena de cualquier tribunal. Lo hirieron de muerte cuando trataba de escapar de la cárcel. Mary Beth no dejó que lo enterraran en el cementerio de Lafayette.

Otra desgraciada muchacha soltera —Louise Mayfair— que dio a luz en la casa de First Street a Nancy Mayfair (adoptada por Mary Beth como hija de Stella), murió dos días después del parto. Circularon muchos rumores de que Mary Beth, disgustada por el comportamiento de la muchacha, la había dejado morir sola y desatendida.

Pero las historias sobre los poderes ocultos de Mary Beth, o actos de maldad, con respecto a la familia son relativamente pocos. Incluso teniendo en cuenta las reservas de los Mayfair a hablar sobre la rama de la familia del legado, no hay muchas evidencias de que Mary Beth actuara como bruja con sus propios parientes, era más bien una potentada. Cuando usaba sus poderes, lo hacía con renuencia. Y tenemos numerosos indicios que señalan que muchos. Mayfair no creían las «tontas supersticiones» que repetían los sirvientes, vecinos y, de vez en cuando, los propios familiares sobre Mary Beth. Consideraban la historia de la bolsa de monedas de oro como algo gracioso. Culpaban a los sirvientes supersticiosos de tales cuentos y se quejaban de las habladurías del vecindario y la parroquia.

Debemos hacer nuevamente hincapié en que la inmensa mayoría de las historias sobre los poderes de Mary Beth provenían de los criados.

Teniendo todo esto en cuenta, la tradición de la familia indica que sus miembros respetaban y querían a Mary Beth y que ella no dominaba la vida ni las decisiones de los demás, salvo para presionarlos en el sentido de mostrar cierta lealtad familiar, y que, a pesar de algunas equivocaciones notables, escogía excelentes candidatos para empresas comerciales entre sus propios parientes, que confiaban en ella, la admiraban y estaban satisfechos de hacer negocios con ella. Mantenía sus increíbles éxitos financieros en secreto ante aquellos con los que trabajaba y, probablemente, también sus poderes ocultos.

Disfrutaba de la familia de una manera sencilla y corriente.

La tercera de las grandes pasiones u obsesiones de Mary Beth, por lo que sabemos, fue su deseo de placer. Como hemos visto, a ella y a Julien les gustaba el baile, las fiestas, el teatro, etc. También tuvo muchos amantes.

Aunque los miembros de la familia son absolutamente reservados sobre este tema, las habladurías de los criados son nuestra mayor fuente de información, aunque a menudo nos llegaban de segunda o tercera mano a través de amigos de sus familiares. Los vecinos también hacían comentarios sobre «chicos muy guapos» que rondaban por la casa, haciendo trabajos para los cuales a menudo eran completamente ineptos.

La historia de Richard Llewellyn sobre el regalo de un automóvil Stutz Bearcat a un joven cochero irlandés ha sido comprobada en registros oficiales.

Otros regalos importantes —a veces cheques bancarios por sumas enormes-indican que estos chicos guapos eran amantes de Mary Beth. ¿De qué otro modo podría explicarse que hubiera dado cinco mil dólares a un cochero irlandés que no sabía enganchar ni una yunta o a un «manitas» que no podía clavar ni un clavo sin ayuda?

Es interesante señalar que cuando se estudia toda la información sobre Mary Beth en su conjunto, aparecen más historias sobre sus apetitos sensuales que sobre cualquier otro aspecto. En otras palabras, las historias sobre sus amantes o sobre su afición a la bebida, la comida y el baile sobrepasan en número (en una proporción de diecisiete a uno) a las historias sobre sus poderes ocultos y su talento para hacer dinero.

Cuando se consideran todos los relatos sobre su pasión por el vino, la comida, la música, el baile y las aventuras amorosas, se ve claramente que su comportamiento correspondía más al de los hombres de la época que al de las mujeres. Gozaba de la vida como podía hacerlo un hombre, sin pensar en los convencionalismos sociales ni en la respetabilidad. Así pues, no resulta tan extraño si se mira desde esta perspectiva. Pero, claro está, la gente de la época no lo miraba desde esta perspectiva y su amor por el placer era considerado bastante misterioso y hasta siniestro. Ella acrecentó esta aureola de misterio con su indiferencia hacia sus aficiones y su rechazo a dar importancia a las triviales reacciones de los demás.

Por lo que respecta a vestirse de hombre, lo hizo durante tanto tiempo y tan bien que casi todos terminaron por acostumbrarse. En los últimos años de su vida a menudo salía con traje de mezclilla y bastón, y paseaba horas enteras por Garden District. Ya no se molestaba en recogerse el pelo y ocultarlo debajo del sombrero, se hacía una sencilla cola o un moño. La gente veía su aspecto como algo habitual. Para los sirvientes y los vecinos de las calles aledañas era la señorita Mary Beth, que caminaba con la cabeza ligeramente inclinada, a grandes zancadas y agitando desganadamente la mano a aquellos que la saludaban.

En relación a los amantes, Talamasca no pudo averiguar casi nada sobre ellos. Tenemos mucha información sobre Alain Mayfair, un joven primo, pero ni siquiera estamos seguros de que haya sido su amante. Trabajó como secretario de Mary Beth, o chófer, o ambas cosas, entre 1911 y 1913, pero con frecuencia pasaba largos períodos en Europa. En aquella época tenía veintitantos, era muy guapo y hablaba muy bien el francés, pero no con Mary Beth, que prefería el inglés. En 1914 hubo algún enfrentamiento entre ambos, pero nadie sabe bien qué pasó. Alain se marchó a Inglaterra, se alistó en el ejército británico y murió en combate en la Primera Guerra. Su cuerpo nunca apareció. Mary Beth celebró un impresionante servicio en su memoria en la casa de First Street.

Kelly Mayfair, otro primo, también trabajó para ella en 1912 y 1913, y continuó a su servicio hasta 1918. Era impresionantemente apuesto, un joven pelirrojo de ojos verdes (su madre era irlandesa); se ocupaba de los caballos de Mary Beth y, a diferencia de otros jóvenes que ella empleaba, él sabía hacer su trabajo. Sugiere que haya sido su amante el hecho de que bailaran juntos en reuniones familiares y que más tarde tuvieran muchas peleas a gritos, oídas por doncellas, lavanderas e incluso deshollinadores.

Mary Beth, además, legó a Kelly una inmensa suma de dinero para que probara suerte como escritor. Se marchó al Greenwich Village de Nueva York, trabajó un tiempo como redactor del New York Times y murió congelado en un piso de los barrios bajos, borracho, aparentemente por accidente. Era su primer invierno en Nueva York y probablemente no sabía que allí el frío es peligroso.

Fuera como fuese, Mary Beth se impresionó mucho con su muerte, hizo traer el cuerpo a Nueva Orleans para que lo enterraran como era debido, aunque los padres de Kelly estaban tan disgustados con lo ocurrido que no asistieron al funeral. Hizo además grabar tres palabras en la lápida: «No más miedo», probablemente en referencia a las famosas líneas de Shakespeare de Cimbelmo:

«No más miedo al calor del sol, ni a las furias del invierno», pero no lo sabemos.

Se negó a explicarlo a la funeraria y a los grabadores.

No sabemos nada de los demás «jóvenes guapos» de los que tanto se ha hablado, salvo algunas referencias que indican que todos eran muy apuestos, de un estilo que se podría describir como «tipos rudos». Las doncellas y cocineras desconfiaban de ellos y les tenían bastante manía. La mayoría de los relatos no explican concretamente por qué razón eran considerados amantes de Mary Beth. ¡Quién sabe! A lo mejor a ella sólo le gustaba mirarlos.

Lo que sí sabemos con certeza es que desde el día en que se conocieron Mary Beth amó a Daniel Mclntyre y se preocupó por él, aunque sin duda empezó a formar parte de la historia de los Mayfair como amante de Julien. A pesar del relato de Richard Llewellyn, sabemos que Julien conoció a Daniel Mclntyre alrededor de 1896 y empezó a poner muchos negocios en manos de éste, que era un prometedor abogado de un despacho de Camp Street, fundado por un tío suyo unos diez años antes.

Cuando Garland Mayfair terminó derecho en Harvard entró a trabajar en este mismo despacho y al cabo de un tiempo lo hizo Cortland. Ambos trabajaron con Daniel Mclntyre hasta que este último fue nombrado juez en el año 1905.

Las fotografías de la época muestran a Daniel como un hombre pálido, delgado, de cabello rubio rojizo. Era bastante bien parecido, no muy diferente del último amante de Julien, Richard Llewellyn, y de Víctor, más moreno, el que murió atropellado por un coche de caballos. La estructura del rostro de los tres era excepcionalmente hermosa y dramática, y Daniel tenía además la ventaja de unos ojos verdes de notable brillo.

Sabemos más bien poco de la vida anterior de Daniel Mclntyre. Provenía de una familia de «viejos irlandeses», es decir, de inmigrantes que llegaron a América mucho antes de las grandes hambrunas de 1840; probablemente ninguno de sus antepasados fue pobre.

Su abuelo, un millonario que hizo su fortuna como comisionista, construyó una casa espléndida en Julia Street, en 1830, donde creció el padre de Daniel, Sean Mclntyre, el menor de cuatro hermanos. Sean fue un famoso médico hasta que murió inesperadamente de un ataque al corazón a los cuarenta y ocho años.

Daniel, según el decir general, era un buen abogado financiero y numerosos documentos confirman que asesoró muy bien a Julien en variedad de transacciones. También representó a este último en algunos pleitos civiles de importancia. Tenemos una pequeña anécdota, muy interesante, que nos contó años más tarde un empleado del despacho. Julien y Daniel tuvieron una discusión terrible sobre uno de estos casos civiles, durante la cual este último no cesaba de repetir: «¡Vamos, Julien, déjame llevar este asunto legalmente!» A lo que aquél replicaba: «De acuerdo, si estás tan empeñado, hazlo. Pero te digo que no me resultaría difícil hacer que este hombre deseara no haber nacido.»

Los documentos públicos muestran que Daniel era muy imaginativo para descubrir la manera de hacer lo que Julien quería y para ayudarlo a obtener información sobre la gente que se oponía a sus negocios.

El 11 de febrero de 1897, cuando murió la madre de Daniel, éste se trasladó de su casa de St. Charles Avenue, dejando a su hermana al cuidado de enfermeras y doncellas, para instalarse en una suite cara y ostentosa de cuatro habitaciones del viejo hotel St. Louis, donde empezó a vivir «como un rey» según los botones, los camareros y los taxistas que recibían cuantiosas propinas de su parte.

Su visita más frecuente era Julien Mayf air, y a menudo se quedaba a pasar la noche en su suite.

Por aquella época ya era un gran bebedor, y hay numerosos informes del personal del hotel que dicen haberlo tenido que llevar hasta sus habitaciones.

Cortland también lo cuidaba continuamente, y años después, cuando Daniel se compró un automóvil, le ofrecía llevarlo a su casa para que no se matara o matara a alguien. Parece ser que le tenía mucho cariño y era su defensor ante el resto de la familia que, con el paso de los años, cada vez le exigía más.

Durante este período, no tenemos pruebas de que Mary Beth y Daniel se conocieran. Ella ya era una mujer de negocios muy activa, pero la familia tenía numerosos abogados y contactos, y no hay ningún testimonio que señale que Daniel fuera a la casa de First Street. Es posible que tuviera vergüenza de su relación con Julien y que fuera un poco más puritano sobre el tema que el resto de los amantes de éste.

Cualquiera que sea la explicación, lo cierto es que conoció a Mary Beth Mayfair a finales de 1897; la versión de Richard Llewellyn sobre este encuentro en Storyville es la única que poseemos. No sabemos si se enamoraron o no, como nos dijo Llewellyn, pero lo que sí sabemos es que empezaron a aparecer juntos en diversos acontecimientos sociales.

Por aquella época Mary Beth tenía unos veinticinco años y era extremadamente independiente, y no era un secreto que la pequeña Belle —la hija del misterioso lord Mayfair escocés— no estaba bien de la cabeza. Aunque era muy dulce y sociable, Belle era obviamente incapaz de aprender hasta las cosas más sencillas y siempre reaccionó emocionalmente ante la vida como una niña de cuatro años, o así la describieron más adelante los primos. La gente la consideraba casi una débil mental.

Todo el mundo sabía que no era una beneficiaría apropiada para el legado, puesto que nunca podría casarse, y todos los primos conversaban abiertamente sobre el tema.

Otra tragedia que también era tema de conversación era la destrucción de la plantación de Riverbend por la crecida del río.

La casa, construida por Mary Claudette a finales del siglo anterior, estaba situada en una extensión de terreno que entraba en el río. Durante 1896 se hizo evidente que el río se la llevaría. Se intentó todo, pero no se pudo hacer nada. Se construyó un dique detrás de la casa y al final tuvieron que abandonarla; primero se inundó el terreno que la rodeaba y, por último, una noche, la casa se hundió en el pantano y al cabo de una semana desapareció completamente como si nunca hubiera existido.

Era evidente que Mary Beth y Julien se lo tomaron como una tragedia. En Nueva Orleans se habló mucho sobre los ingenieros que consultaron para evitarla. Y gran parte de la tragedia era Katherine, la anciana madre de Mary Beth, que no quería trasladarse a Nueva Orleans, a la casa que Darcy Monahan le había construido décadas atrás.

Al final, tuvieron que sedarla para trasladarla a la ciudad y, como ya se ha mencionado, nunca se recuperó del golpe. Al poco tiempo perdió el juicio. Se dedicaba a vagar por los jardines de First Street hablando sin cesar con Darcy y buscando a su madre, Marguerite, y vaciaba sin cesar el contenido de todos los cajones para encontrar cosas que afirmaba haber perdido.

Mary Beth la toleraba y dicen que una vez comentó, para sorpresa del médico que la atendía, que se sentía feliz de hacer todo lo que podía por su madre, pero que ni la mujer ni su estado le parecían «particularmente interesantes» y ojalá hubiera alguna droga para poder calmarla.

No sabemos si le dieron «alguna droga» o no, pero Katherine empezó a vagar por las calles alrededor de 1898 y la familia contrató a un joven mulato solamente para seguirla. Murió en su cama de First Street, en el cuarto del fondo, en 1905, la noche del 2 de febrero para ser exactos. Por lo que sabemos, no hubo ninguna tormenta que señalara su muerte ni ningún acontecimiento extraordinario. Permaneció en coma durante días, según los criados, y Mary Beth y Julien estaban junto a ella cuando falleció.

El 15 de enero de 1899, en una gran ceremonia que tuvo lugar en la iglesia de St. Alphonsus, se casaron Mary Beth y Daniel Mclntyre. Es interesante señalar que hasta aquel momento la familia asistía generalmente a la Iglesia de Notre Dame (la iglesia francesa de la parroquia), pero para la boda eligieron la iglesia irlandesa y a partir de entonces fueron a todos los servicios a St.

Alphonsus.

Sin embargo, cabe suponer que el que cambió de idea fue Daniel. A Mary Beth no le preocupaba en absoluto el tema, aunque iba a menudo a la iglesia con sus hijos y sobrinos, y no sabemos en qué creía. Julien, por su parte nunca iba a la iglesia, salvo para las habituales bodas, funerales y bautizos.

La boda de Daniel y Mary Beth fue un gran acontecimiento, como ya hemos mencionado. Dieron una fiesta de impresionantes proporciones en la casa de First Street, con primos que llegaron incluso de Nueva York. La familia de Daniel, aunque mucho menos numerosa que la Mayfair, también estaba presente y, según todos, la pareja estaba profundamente enamorada y era feliz; el baile y los cantos se prolongaron hasta bien entrada la noche.

La pareja se desplazó a Nueva York en viaje de luna de miel, y de allí a Europa, donde se quedó cuatro meses. Interrumpieron el viaje en mayo porque Mary Beth ya esperaba un hijo.

Carlotta Mayfair nació siete meses y medio después de la boda de sus padres, el primero de septiembre de 1899.

Al año siguiente, el 2 de noviembre de 1900, Mary Beth dio a luz a Lionel, su único hijo varón. Y, por último, el 10 de octubre de 1901, nació su hija menor, Stella.

Estos niños eran, por supuesto, hijos legítimos de Daniel Mclntyre, pero, a efectos de esta historia, ciertamente podríamos preguntarnos quién era el padre auténtico.

Existen evidencias abrumadoras, tanto médicas como fotográficas, que indican que Daniel Mclntyre era el padre de Carlotta Mayfair. Ésta no sólo heredó sus ojos verdes sino también su hermoso cabello rizado y rojizo.

Lionel también tenía el mismo grupo sanguíneo que Daniel Mclntyre, además de un ligero parecido, y asimismo se parecía mucho a su madre, en los ojos oscuros y la expresión, especialmente al hacerse mayor.

En cuanto a Stella, su grupo sanguíneo, como consta en el vago examen postmortem al que fue sometida en 1929, señala que no podía ser hija de Daniel Mclntyre. Sabemos que esta información, en su momento, llegó a manos de su hermana Carlotta. En realidad, lo que llamó la atención de Talamasca fue el hecho de que Carlotta hubiera solicitado el análisis del grupo y factor sanguíneo.

Quizá sea innecesario añadir que Stella no se parecía a Daniel. Más bien tenía la misma delicada complexión que Julien, su cabello negro y rizado, y sus ojos oscuros y brillantes, por no decir titilantes.

Puesto que ignoramos el grupo sanguíneo de Julien, y por lo que sabemos no consta en ninguna parte, no podemos aportar ninguna prueba al caso.

Stella podía ser hija de cualquiera de los amantes de Mary Beth, aunque no sabemos de la existencia de ninguno durante el año previo a su nacimiento. En realidad, las habladurías sobre sus amantes empezaron más tarde, aunque es posible que fuera así porque conforme pasaban los años cada vez le importara menos ocultar sus amoríos.

Otra clara posibilidad es Cortland Mayfair, el segundo hijo de Julien, que en el momento del nacimiento de Stella era un joven extremadamente apuesto de veintidós años. (Su grupo sanguíneo se obtuvo en 1959 y es compatible.) Estudiaba derecho en Harvard —terminó en 1903— y pasaba temporadas en la casa de First Street. Es del dominio público que sentía enorme cariño por Mary Beth y que toda su vida se interesó por la rama familiar del legado.

Desgraciadamente para Talamasca, Cortland fue durante toda su vida un hombre muy callado y reservado. Tanto sus hermanos como sus hijos sabían que era un individuo solitario, que desaprobaba todo tipo de chismes fuera de la familia. Le gustaba leer y era una especie de genio de las inversiones. Por lo que sabemos, no confiaba en nadie. Incluso las personas más cercanas a él dan versiones contradictorias sobre lo que hacía, cuándo y por qué.

El único aspecto del que todo el mundo está seguro es que se dedicaba a la administración del legado y a hacer dinero para sí mismo, para sus hermanos e hijos y para Mary Beth.

Cuando murió Mary Beth, fue Cortland quien impidió que Carlotta Mayfair desmantelara virtualmente el imperio financiero de su madre asumiendo el control en nombre de Stella, que era en realidad la designada y a quien no le importaba lo que sucedía siempre y cuando pudiera hacer lo que quisiera.

A Stella «el dinero no le importaba en lo más mínimo», según ella misma admitía y, contra los deseos de Carlotta, puso sus intereses en manos de Cortland. Él y su hijo Sheffield siguieron administrando el grueso de la fortuna después de su muerte.

Volviendo a nuestro interés principal, hay otros indicios que señalan que Cortland fue el padre de Stella. Su esposa, Amanda Grady Mayfair, sentía una profunda aversión hacia Mary Beth y hacia toda la familia Mayfair. Nunca acompañaba a Cortland a la casa de First Street, lo que no impedía que éste fuera de visita a menudo, acompañado de sus cinco hijos, para que crecieran conscientes de quién era su familia.

Al final, Amanda dejó a Cortland cuando su hijo menor, Pierce Mayfair, terminó Harvard, en 1935, se marchó para siempre de Nueva Orleans y se fue a vivir a Nueva York con una hermana menor.

En 1936, Amanda dijo a uno de nuestros investigadores en una fiesta (se preparó un encuentro casual) qu e la familia de su marido era ruin, que si ella contara la verdad la gente pensaría que estaba loca; que no pensaba volver jamás al sur con esa familia, por mucho que le rogaran sus hijos. Aquella misma noche, un poco más tarde, cuando ya estaba bastante bebida, preguntó a nuestro investigador si creía que la gente podía vender su alma al diablo. Dijo que su marido lo había hecho y que era «más rico que Rockefeller», y que ella y sus hijos también. «Algún día se quemarán todos en el fuego del infierno —añadió—; no lo dude.»

Cuando nuestro investigador le preguntó si de verdad creía en este tipo de cosas, ella respondió que en el mundo moderno había brujas capaces de hechizar.

«Pueden hacer que uno crea que está en un lugar o que vea cosas que no existen. Se lo han hecho a mi marido. ¿Sabe por qué? Porque mi marido es un brujo, un brujo poderoso. No quiero decir un mago o un ser sensible. Él es un brujo. Yo misma he visto lo que puede hacer.».

Nuestro investigador le preguntó sin ambages si su marido le había hecho algo malo. Respondió (a este aparente desconocido) que no, que tenía que admitir que nunca le había hecho nada. Se trataba de lo que él toleraba a los demás, de las cosas con las que estaba de acuerdo y de lo que creía. Luego la mujer empezó a llorar y a decir que echaba de menos a su esposo y que no quería seguir hablando.

En aquel momento una sobrina se la llevó y no volvimos a establecer contacto con ella hasta algunos años más tarde.

Hay otra circunstancia que demuestra un vínculo estrecho entre Cortland y Stella. Tras la muerte de Julien, Cortland se llevó a Stella y a su hermano Lionel de viaje a Inglaterra y Asia durante más de un año. En aquella época ya tenía cinco hijos que dejó al cuidado de la madre. No obstante, la idea del viaje fue suya, se ocupó íntegramente de todos los preparativos y prolongó el periplo, de modo que el grupo se ausentó de Nueva Orleans durante dieciocho meses.

Después de la Gran Guerra, Cortland dejo nuevamente a su esposa e hijos y se fue de viaje con Stella durante un año. Por otra parte, en las disputas familiares él siempre se ponía de su lado.

En resumen, estas pruebas no son concluyentes, pero indican que Cortland podría ser el padre de Stella; existe también la posibilidad de que fuera hija de Julien, a pesar de su avanzada edad.

Pero fuera quien fuese el padre, Stella, desde el principio, fue «la hija favorita». Sin duda parece que Daniel Mclntyre la quería mucho, como si fuera su propia hija, y es muy posible que nunca se enterara de que no lo era.

De la temprana infancia de los tres niños sabemos pocas cosas en concreto, y el retrato hecho por Richard Llewellyn es el más íntimo que poseemos.

Conforme los niños crecían empezó a hablarse más de desavenencias, y cuando Carlotta se marchó al internado del Sagrado Corazón, a los catorce años, todo el mundo sabía que lo hizo contra la voluntad de Mary Beth. Daniel también estaba apenado y quería que su hija fuera a casa más a menudo. Nadie describió jamás a Carlotta como una niña feliz, aunque hasta el día de hoy es difícil reunir información sobre ella, porque todavía vive e incluso la gente que la conoció hace cincuenta años tiene miedo de ella y de sus influencias y es muy reacia a hablar.

A pesar de todo, siempre, desde pequeña, fue muy admirada por su inteligencia. Las monjas incluso pensaban que era un genio. Durante toda la escuela secundaria estuvo interna en el Sagrado Corazón y más tarde, muy joven, estudió derecho en Loyola.

Mientras tanto, Lionel empezó a asistir a la escuela diurna a los ocho años.

Parece que era un niño callado y educado, que nunca daba problemas y caía bien a todo el mundo. Tenía un tutor permanente que lo ayudaba con sus estudios, y, con el paso del tiempo, se convirtió en un alumno excepcional. Pero nunca hizo amigos fuera de la familia; los primos eran sus únicos compañeros cuando no estaba en la escuela.

La historia de Stella fue muy diferente desde el principio. Según el decir de todos, era una niña encantadora y seductora. Tenía una cabellera negra ligeramente rizada y enormes ojos negros. Cuando se observan las fotografías tomadas desde 1901 hasta su muerte, en 1929, parece imposible imaginarla viviendo en otra época, tan bien encajaba con los tiempos que corrían, con sus caderas estrechas, su boquita roja un poco enfurruñada y el pelo muy corto.

En sus primeros retratos es la imagen de la exquisita niña de los anuncios de jabón Pears, una jovencita seductora de piel blanca, mirando al espectador de forma sentimental pero juguetona. A los dieciocho años parecía Clara Bow.

La noche de su muerte, según numerosos testigos oculares, se mostraba como una mujer fatal, de inolvidable poder de seducción, que bailaba el charlestón desenfrenadamente con un vestido corto con flecos, medias brillantes, que atraía la atención de todos los hombres presentes, con sus ojazos de azabache que miraban a todos en general y a nadie en particular.

Cuando Lionel empezó a ir a la escuela, Stella suplicó que la dejaran ir a ella también, o por lo menos eso le dijo a las monjas del Sagrado Corazón. Pero a los tres meses de su ingreso, notificaron de modo privado y extraoficial que la expulsaban. Corrió el rumor de que asustaba a las otras alumnas. Podía adivinar el pensamiento y disfrutaba demostrando su poder; además, podía hacer caer a los demás sin tocarlos siquiera y tenía un sentido del humor imprevisible, se reía de lo que las monjas decían y ella consideraba flagrantes mentiras. Su conducta mortificaba a Carlotta, que se veía incapaz de controlarla, aunque según todos la quería mucho y se esforzó para convencerla de que se amoldara.

A continuación asistió a la academia de las ursulinas el tiempo suficiente como para tomar la comunión con el resto de su clase, pero inmediatamente después la expulsaron, también de modo privado y extraoficial, más o menos por las mismas razones. Parece ser que la deprimió mucho que la echaran, porque en aquella época le divertía ir a la escuela y no le apetecía estar todo el día en casa, con su madre y tío Julien, que siempre le decían que estaban muy ocupados. Quería jugar con otras niñas. Su institutriz la aburría, tenía ganas de salir.

Asistió luego a cuatro escuelas privadas diferentes y no duró más de tres o cuatro meses en cada una, al final fue a parar a la escuela parroquial de St.

Alphonsus, donde era la única, entre un alumnado del proletariado irlandésamericano, que iba a la escuela en un lujoso Packard con chófer.

La hermana Bridget Marie —una monja irlandesa que vivió en el Mercy Hospital de Nueva Orleans hasta los noventa años— recordaba claramente a Stella, incluso cincuenta años después, y en 1969 le dijo a este investigador que Stella Mayfair era sin duda una especie de bruja. De nuevo fue acusada de adivinar el pensamiento, de reírse cuando los demás le mentían, de tirar cosas con el poder de su mente y de hablar con un amigo invisible, «un espíritu protector», según la hermana Bridget Marie, que ejecutaba las órdenes de Stella, encontraba objetos perdidos y hacía que las cosas volaran por el aire.

Pero Stella no manifestaba estos poderes de forma continuada. A menudo, durante largos períodos, trataba de portarse bien; le gustaba la lectura, la historia y la lengua, jugaba con otras niñas en el patio de la escuela en St.

Andrew Street y mostraba gran cariño por las monjas. Hasta las monjas se sentían atraídas por la niña porque tenía encanto; la dejaban entrar al jardín del convento a cortar flores, o a la sala, después de la escuela, para enseñarle a bordar.

Y no era mala, todo hay que decirlo. De ser así, habría sido un monstruo.

Dios sabe el daño que podría haber hecho. Creo que de verdad ella no quería crear problemas, pero en el fondo se divertía con sus poderes, no sé si me explico. Le gustaba saber los secretos de los demás, ver la expresión de desconcierto que tenían cuando les decía lo que habían soñado la noche anterior. Ah, y cómo se apasionaba con las cosas. Podía dibujar todo el día, durante semanas, y luego dejar los lápices a un lado y olvidarse de ellos para siempre. Una vez estuve bordando con ella, la niña estaba aprendiendo, había hecho un trabajo precioso, se preocupaba por cualquier fallo, hasta que se cansó de las agujas y nunca más volvió a bordar. Nunca he visto una niña más inconstante. Era como si buscara algo, algo a lo que entregarse. Nunca lo encontró, por lo menos de pequeña.

Le diré algo que le gustaba mucho y de lo que nunca se cansaba: contar historias a las otras niñas. Se sentaban a su alrededor en el recreo más largo, y ella las mantenía pendientes de sus palabras hasta que sonaba la campana. ¡Y qué cosas les contaba! Historias de fantasmas que vivían en las viejas casas de las plantaciones, llenas de secretos espantosos, personas horriblemente asesinadas, prácticas de vudú en las islas hacía mucho... También sabía historias de piratas, ah, ésas eran las peores, contaba unas cosas sobre los piratas francamente impresionantes. Y, escuchándola, todo parecía real. Aunque sabíamos que debía de inventárselo. ¿Qué sabía de los pensamientos y sentimientos que tenía un grupo de pobres mortales capturados en un galeón, durante las horas previas a que un pirata salvaje los hiciera andar la pasarela para matarlos?

Pero, verá usted, algunas cosas que decía eran de lo más interesantes y yo siempre quise consultarlas con alguien, ya me comprende, con alguien que supiera de verdad, que hubiera leído libros de historia.

Siempre estábamos llamando a la señorita Mary Beth. " Que se quede en casa unos días", le decíamos. Porque así era con Stella. Pero no podíamos admitirla un día sí y otro no. Eso no se podía hacer con nadie.

Y gracias a Dios que en ocasiones se cansaba de la escuela y desaparecía durante meses.A veces no venía durante tanto tiempo que pensábamos que nunca iba a volver. Nos enterábamos que corría como una salvaje por First Street y Chesnut, jugaba con los hijos de los sirvientes y hacía altares vudú con el hijo de la cocinera, un chico negro como el carbón, de eso puede estar seguro; y pensábamos, en fin, que alguien debería ir a hablar con la señorita Mary Beth al respecto.

Pues hete aquí que una mañana cualquiera, bien podrían ser las diez, a la niña nunca le importó a qué hora llegaba a la escuela, aparecía el lujoso coche por la esquina de Constance y St. Andrew y bajaba Stella, de uniforme, y parecía una muñeca, se lo juro, pero con un enorme lazo verde en el pelo. ¿Y qué traía? Pues un saco lleno de regalos bien envueltos para cada una de las hermanas, a las que conocía por su nombre, y abrazos para todas nosotras.

"Hermana Bridget Marie —me susurraba al oído—, la he echado de menos." Y seguro que era así, pues en más de una ocasión cuando abría la caja me encontraba con alguna cosilla que deseaba de todo corazón. Vaya, una vez me trajo un pequeño niño Jesús de Praga, vestido de seda y satén, otra, un rosario precioso de cristal y plata. Ay, qué niña, qué niña tan extraña.

Pero Dios quiso que al cabo de unos años dejara de ir a la escuela. Tenía una institutriz permanente que le daba clases; creo que estaba aburrida de St.

Alphonsus. Además, decían que el chófer la llevaba a cualquier parte que ella quisiera. Que yo recuerde, Lionel tampoco fue a la escuela secundaria. Empezó a ir de un lado a otro con Stella, creo que el señor Julien murió por aquel entonces, o quizás un poco después.

Ay, cómo lloraba la niña en el funeral. Nosotras, por supuesto, no fuimos al cementerio, en aquellos tiempos ninguna de las hermanas iba, pero asistimos a la misa, y ahí estaba Stella, hundida en el banco de la iglesia, sollozando, mientras Carlotta la sostenía. Verá usted, tras la muerte de Stella, siempre se ha dicho que Carlotta no la quería. Pero Carlotta nunca fue mala con su hermana nunca. Recuerdo muy bien cómo la sostenía durante la misa, mientras Stella lloraba y lloraba.

La señorita Mary Beth estaba en una especie de trance. Vi un profundo dolor en sus ojos mientras avanzaba por la nave detrás del ataúd. Iba con sus hijos y tenía una mirada ausente, lejana. Naturalmente, su marido no estaba, no, el juez Mclntyre nunca estaba a su lado cuando ella lo necesitaba, o por lo menos eso es lo que me dijeron. Estaba completamente borracho cuando falleció el señor Julien, ni siquiera pudieron despertarlo, a pesar de que lo sacudieron, le echaron agua fría y lo sacaron de la cama. Y quién sabe dónde estaba el día del funeral. Más tarde me enteré de que lo habían recogido en una taberna de Magazine Street y se lo habían llevado a casa. Es un misterio que aquel hombre haya vivido tanto.».

En los meses siguientes a la muerte de Julien, Lionel dejó la escuela definitivamente y se marchó a Europa con Stella, Cortland y Barclay. Hicieron la travesía en un transatlántico de gran lujo pocos meses antes del estallido de la Primera Guerra.

Puesto que viajar por la Europa continental era del todo imposible, el grupo pasó varias semanas en Escocia, visitando el castillo de Donnelaith, y luego partió hacia climas más exóticos. Con un riesgo considerable, llegaron a África y pasaron un tiempo en El Cairo y Alejandría, para seguir viaje más tarde hacia la India, desde donde mandaron innumerables cajones llenos de alfombras, estatuillas y otras reliquias. En 1915, Barclay, que añoraba terriblemente a su familia y estaba muy cansado de viajar, dejó al grupo e hizo el peligroso viaje de vuelta a Nueva York. Un submarino alemán acababa de hundir al Lusitania y la familia estaba con el alma en vilo, pero Barclay llegó a First Street sano y salvo, con historias fabulosas para contar.

Seis meses más tarde, cuando Cortland, Stella y Lione1 decidieron regresar, las cosas no estaban mejor. Sin embargo, los transatlánticos de lujo hacían la travesía a pesar de todos los peligros y el trío se las arregló para viajar sin ningún percance y llegar a Nueva Orleans justo antes de la Navidad de l916.

Stella tenía entonces quince años.

En una fotografía de aquel año aparece con la esmeralda Mayfair. Todo el mundo sabía que era la designada para el legado. Mary Beth estaba extraordinariamente orgullosa de ella, la llamaba «la intrépida», debido a todos sus viajes, y aunque estaba desilusionada de que Lionel no quisiera regresar a la escuela con la perspectiva de ir luego a Harvard, parecía aceptar a todos sus hijos. Carlotta tenía su propio apartamento en un edificio anexo e iba todos los días a la Universidad Loyola en coche, con chófer.

La lealtad de la familia siempre nos hizo muy difícil determinar qué pensaban en realidad los primos sobre Stella y hasta qué punto conocían sus problemas en la escuela.

Pero por aquella época ya tenemos constancia de comentarios de Mary Beth a los sirvientes en los que de modo casual decía que Stella era la heredera, o que «Stella era la que heredaría todo»; hasta llegó a comentar algo extraordinario —lo más extraordinario que consta en nuestros archivos—, citado dos veces y fuera de contexto: «Stella ha visto al hombre.»

No poseemos ninguna información que confirme que Mary Beth haya explicado alguna vez ese extraño comentario. Sólo sabemos que se lo dijo a una lavandera llamada Mildred Collins y a una doncella irlandesa llamada Patricia Devlin; así pues, son informes de tercera mano.

Fuera como fuese, parece evidente que Mary Beth hacía este tipo de comentarios a los criados espontáneamente y en momentos íntimos, y tenemos la impresión de que les confesaba algunas cosas, quizás en momentos de armonía, que no podía o no quería confesar a personas de su propio rango.

Es muy posible que Mary Beth hiciera comentarios similares a otra gente, porque alrededor de 1920, viejos vecinos del Canal Irlandés ya sabían de la existencia del «hombre». Dos fuentes no son suficientes para explicar la gran difusión de esta supuesta «superstición» sobre las mujeres Mayfair: que tenían un «espíritu masculino o aliado» que las ayudaba con el vudú, la brujería o sus trucos.

Sin duda, para nosotros es una inconfundible referencia al Impulsor y sus implicaciones son problemáticas. Nos recuerda lo poco que en realidad comprendemos sobre las brujas Mayfair y lo que ocurre entre ellas, por así decirlo.

Es posible, por ejemplo, que la heredera de cada generación tenga que manifestar su poder viendo al hombre por su cuenta? Es decir, ¿tiene que ver al hombre cuando está sola, lejos de la bruja mayor que puede actuar como canal, y mencionar por propia voluntad que lo ha visto?

Una vez más debemos confesar que no lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que la gente que conoce la existencia del «hombre» y habla de él, aparentemente no lo relaciona con ninguna figura antropomórfica de cabello oscuro, que haya visto personalmente. Ni siquiera lo relacionan con el misterioso ser visto con Mary Beth en el landó, puesto que las historias provienen de distintas fuentes y, por lo que sabemos, nadie nunca se preocupó de relacionarlas, salvo nosotros.

Lo mismo sucede con gran parte del material sobre los Mayfair. Las referencias, que recibimos más tarde, sobre el misterioso individuo de cabello oscuro, no guardan ninguna relación con estos comentarios anteriores sobre «el hombre». Ni siquiera las personas que sabían de la existencia del «hombre» y que más adelante vieron un desconocido de cabello oscuro por el lugar, los relacionaron. Simplemente pensaron que el sujeto que habían visto era algún extraño o un pariente que no conocían.

Pero volviendo al orden cronológico, después de la muerte de Julien, Mary Beth estaba en el apogeo de su influencia y de sus éxitos financieros. Era como si la pérdida de Julien la hubiera alterado. Durante aquel tiempo la gente decía que era «infeliz». Pero no duró mucho. Volvió a su característica tranquilidad mucho antes de que sus hijos regresaran del extranjero.

Sabemos que tuvo un breve y amargo enfrentamiento con Carlotta antes de que ésta entrara a trabajar en el despacho de Byrnes, Brown y Blake, donde permanece hasta la fecha, pero terminó por aceptar su decisión de trabajar «fuera de la familia». El pequeño apartamento al otro lado de los establos fue renovado completamente y vivió allí durante muchos años, lo que le permitía entrar y salir sin tener que pasar por la casa.

Carlotta adquirió fama de abogada brillante desde el principio de su carrera, pero nunca quiso entrar en la sala de justicia, por lo que hasta el presente trabaja a la sombra de los hombres del despacho.

Sus detractores la describen como poco más que una presuntuosa pasante.

Pero pruebas más generosas indican que se ha convertido en «la columna vertebral» de Byrnes, Brown y Blake; es la persona que está al tanto de todo y tras su muerte no resultará fácil encontrar alguien que ocupe su lugar..

Muchos abogados de Nueva Orleans han atribuido a Carlotta el mérito de haberles enseñado más que la facultad de derecho. En resumen, se podría decir que empezó y continúa siendo una abogada civil brillante y eficiente, con acreditados y completos conocimientos de derecho comercial.Al margen de la pequeña disputa con Carlotta, la vida de Mary Beth siguió su previsible curso casi hasta su muerte. Ni siquiera el alcoholismo de Daniel Mclntyre le preocupaba demasiado.

La leyenda de la familia asegura que durante los últimos años de su vida, Mary Beth era extremadamente afectuosa con Daniel.

A partir de aquí, la historia de las brujas Mayfair es en verdad la historia de Stella; nos ocuparemos de la enfermedad y muerte de Mary Beth en el momento oportuno.

Continuación de la historia de Stella y Mary Beth Mary Beth siguió disfrutando de sus tres grandes actividades y, además, gozando bastante con las travesuras de su hija Stella, que a los dieciséis años se había convertido en el escándalo de la sociedad de Nueva Orleans. Conducía su coche como loca, bebía en tabernas clandestinas y bailaba hasta el amanecer.

Stella, durante ocho años, vivió como una jovencita descocada, una beldad sureña desenfrenada, que no se preocupaba en absoluto por los negocios, el matrimonio o el futuro. Mientras Mary Beth era la bruja más callada y misteriosa de la familia, Stella parecía la más alocada, llamativa y atrevida, y la única bruja Mayfair dispuesta exclusivamente a «divertirse».

La leyenda de la familia sostiene que la detenían constantemente por exceso de velocidad, o por alterar el orden cantando y bailando por las calles, y que «la señorita Carlotta siempre se ocupaba del problema» e iba a buscar a Stella y la llevaba a casa. Hay rumores que señalan que Cortland a veces se indignaba con su «sobrina» y le exigía que se comportara y prestara más atención a sus «responsabilidades», pero ella no tenía el menor interés por el dinero ni por los negocios.Una secretaria de Mayfair y Mayfair describe con lujo de detalles una de las visitas de Stella al despacho. La joven apareció con un espectacular abrigo de pieles y zapatos de tacón muy altos, una botella de whisky ilegal en una bolsa de papel marrón, que se bebió durante la reunión, mientras lanzaba sonoras carcajadas a las frases legales que le leían en referencia a una transacción.

Cortland parecía encantado, pero un poco cansado. Al final, de buen humor, le dijo que continuara con sus cosas, que él se ocuparía de todo.

En 1921, por lo visto, Stella quedó embarazada, pero nunca se sabría de quién. Es posible que haya sido de Lionel, y ciertamente los rumores familiares indican que, por entonces, así lo sospecharon todos.

Fuera como fuese, Stella anunció que no le hacía falta un marido, que el matrimonio no le interesaba y que tendría su bebé con la pompa y ceremonia apropiadas, ya que estaba encantada con la perspectiva de ser madre; si era un niño lo llamaría Julien, y si era una niña, Antha.

Antha nació en noviembre de 1921, una niña sana de tres kilos y medio. Los análisis de sangre indican que Lionel pudo ser el padre. Pero hay que añadir que Antha no se parecía a él y algo no encaja en la imagen de Lionel como padre. Ya lo ampliaremos más adelante.

En 1922 la Gran Guerra había terminado y Stella anunció que haría el gran viaje a Europa que no había podido hacer antes. Con una niñera para el bebé, Lionel a remolque y a regañadientes (había estado estudiando leyes con Cortland y no quería ir) y Cortland, feliz de tomarse un descanso de su trabajo a pesar de que su mujer no quería que fuera, el grupo partió a Europa en primera clase, donde pasaron un año entero viajando.

Según los comentarios de los descendientes de Cortland, el «gran viaje» fue una juerga de borracheras de principio a fin, en el que Stella y Lionel se pasaron semanas sin parar de jugar en Montecarlo. Se alojaron en hoteles de lujo por toda Europa y recorrieron museos y ruinas, por lo general con sus botellas de bourbon en bolsas de papel. Los nietos de Cortland hablan hasta el día de hoy sobre las cartas que el abuelo mandaba a casa, llenas de graciosas descripciones de sus correrías. Mandó también innumerables regalos a su esposa Amanda y a sus hijos.

La leyenda de la familia también cuenta que el grupo sufrió una desgracia mientras estaba en el extranjero. La niñera que había ido con ellos para cuidar a Antha sufrió una especie de «ataque» mientras estaban en Italia y tuvo una caída grave en los escalones de la Piazza di Spagna. Murió en el hospital pocas horas después.

Se llamaba Bertha Marie Becker. Ingresó con heridas graves en la cabeza y entró en coma, del que ya no salió, dos horas después.

Pero durante esas dos horas habló bastante con el médico que la atendía y con el sacerdote que llegó más tarde. Les dijo que Stella, Lionel y Cortland eran «brujos perversos» que le habían echado un maleficio. Que «un fantasma» viajaba con ellos, un hombre maligno de cabello oscuro que se aparecía ante la cuna de Antha a cualquier hora del día o de la noche. Dijo también que la pequeña podía invocar al hombre y cuando éste se inclinaba sobre la cuna, reía contenta; que el hombre no quería que ella lo viese y por eso la había querido matar, empujándola entre el gentío de la Piazza di Spagna.

El doctor y el sacerdote dedujeron que Bertha, una criada analfabeta, estaba loca. El informe concluye con un comentario del médico sobre los patronos de la muchacha: «personas pudientes y muy amables que no repararon en gastos para su atención, y, muy apenados por su suerte, hicieron los preparativos para repatriar el cuerpo».

Por lo que sabemos, en Nueva Orleans nadie se enteró de ese suceso. Bertha sólo tenía a su madre y ésta, por lo visto, no sospechó nada cuando se enteró de que su hija había muerto a causa de una caída. Stella le dio una enorme suma de dinero en compensación por la pérdida de la joven y los descendientes de la familia Becker, hasta 1955, siguieron hablando de ello.

A pesar de la tragedia, el grupo no regresó a casa.

Cortland escribió una «carta triste» a su mujer e hijos sobre el tema en la que explicaba que habían empleado a una «adorable italiana» que cuidaba mucho mejor a Antha que la pobre Bertha.

Esta italiana, una mujer de más de treinta años, llamada María Magdalena Gabrielli, volvió con la familia y fue niñera de Antha hasta que la niña tuvo nueve años.

No sabemos si vio alguna vez al Impulsor. Vivió en First Street hasta su muerte, y, según nuestros informes, nunca habló con nadie fuera de la familia.

La leyenda de la familia sostiene que era una mujer muy culta, sabía leer y escribir en inglés y francés, además de italiano, y tenía «un escándalo en su pasado».

Cortland finalmente se separó del grupo en 1923, cuando el trío llegó a Nueva York. Stella y Lionel, junto con Antha y la niñera, se quedaron en el Greenwich Village, donde Stella entró en contacto con numerosos intelectuales y artistas, y hasta llegó a pintar unos cuadros que siempre calificó de «bastante atroces», a escribir «cosas horribles» y a hacer escultura, «una basura absoluta».

Al final decidió, simplemente, disfrutar de la compañía de individuos auténticamente creativos.

Todas las fuentes de información de Nueva York afirman que Stella era generosa en extremo. Dio enormes «ayudas» a varios poetas y pintores. A un amigo sin un céntimo le compró una máquina de escribir, a otro, un caballete, y a un viejo poeta hasta le compró un coche.

Lionel, durante aquella época, retomó su carrera y estudió derecho constitucional con un Mayfair de Nueva York. También pasaba mucho tiempo en los museos de la ciudad y a menudo arrastraba a Stella a la Ópera, que la aburría, a los conciertos, que le gustaban un poco más, y al ballet, que le encantaba. La leyenda de la familia que circula entre los Mayfair de Nueva York (en nuestro poder desde hace poco, ya que en la época nadie hablaba), retrata a Lionel y Stella como personas absolutamente bohemias y encantadoras, de una energía inagotable, que se divertían continuamente y que a menudo despertaban a otros miembros de la familia llamando a la puerta de madrugada.

Dos fotografías tomadas en Nueva York muestran a Lionel y Stella como un dúo feliz y sonriente. Lionel fue toda su vida un hombre delgado que heredó los ojos verdes y el cabello pelirrojo de su padre. No se parecía en nada a Stella y más de una vez los desconocidos se sorprendían al enterarse de que eran hermanos, pues pensaban que la relación que los unía era otra.

No sabemos si Stella tuvo algún amante en particular. De hecho, su nombre nunca se relacionó con ningún otro (hasta aquel momento) salvo con el de su hermano, aunque era considerada absolutamente indiferente en lo tocante a favores a los hombres. Tenemos información sobre dos jóvenes artistas que se enamoraron de ella apasionadamente, pero Stella «no quería estar atada».

Lo que sabemos de Lionel confirma la imagen de un hombre callado y reservado. Parece que le gustaba observar cómo bailaba, se reía y conversaba Stella con sus amigos. También le gustaba salir con ella, cosa que hacía a menudo y bastante bien; pero siempre permanecía a la sombra de su hermana.

Parecía extraer de ella su vitalidad y cuando estaba solo era «como un espejo vacío». Ni siquiera se notaba su presencia.

Al final, en 1924, Stella, Lionel, la pequeña Antha y la niñera, Maria, volvieron a casa. Mary Beth organizó una gran fiesta familiar en First Street, y los descendientes todavía mencionan con tristeza que éste fue el último acontecimiento que celebró antes de caer enferma.

En aquella época ocurrió un incidente muy extraño.

Como ya hemos mencionado, Talamasca tenía un equipo de investigadores preparados que trabajaban en Nueva Orleans, ojos privados que nunca preguntaban para qué queríamos información sobre cierta familia o cierta casa.

Uno de estos investigadores, un hombre especializado en casos de divorcio, hizo correr la voz entre los fotógrafos de moda de la ciudad de que pagaría bien cualquier fotografía de la familia Mayfair, especialmente las de quienes vivían en la casa de First Street.

Uno de estos fotógrafos, Nathan Brand, que tenía un estudio de moda en St. Charles Avenue, fue llamado a la casa de First Street para que sacara fotos de la fiesta de bienvenida e hiciera toda una serie de Mary Beth, Stella y Antha, así como del resto de los Mayfair, como si fuera una boda. Una semana más tarde llevó las fotos a la casa para que Mary Beth y Stella eligieran las que querían.

Las mujeres escogieron un buen número y apartaron las que no les interesaban.

En aquel momento, Stella cogió una de las fotos descartadas —ella con su madre y su hija, en la que Mary Beth sostenía la esmeralda alrededor del cuello de la pequeña Antha— y escribió al dorso: «Para Talamasca con cariño, Stella.

P.D. Hay otros que también vigilan.» Se la devolvió al fotógrafo y se echó a reír a carcajadas, explicándole que su amigo el investigador sabría lo que significaba la frase.

El fotógrafo estaba avergonzado; primero dijo que era inocente y luego pidió perdón por sus tratos con el investigador. Pero Stella no paraba de reír.

Luego, de una manera tranquilizadora, le dijo: «Señor Brand, se está poniendo en ridículo. Simplemente déle la foto al investigador.» Y eso es lo que el señor Brand hizo.

Nos llegó aproximadamente un mes después y tendría un efecto decisivo sobre nuestra aproximación a la familia Mayfair.

Por entonces, Talamasca no había destinado a ningún miembro en concreto a la investigación de los Mayfair y la información se archivaba a medida que llegaba.

Arthur Langtry —un destacado erudito y un notable especialista en brujería — estaba familiarizado con el informe completo, pero durante toda su vida había estado ocupado con otros tres casos, a los que iba a dedicarse hasta su muerte.

Langtry estuvo de acuerdo en releer todo el material, pero asuntos más urgentes se lo impidieron. Fue la persona responsable de aumentar el número de investigadores en Nueva Orleans de tres a cuatro, con el descubrimiento de otro excelente contacto, un hombre llamado Irwin Dandrich, hijo sin recursos de una familia fabulosamente rica, que se movía en los círculos más elegantes de la ciudad vendiendo información en secreto a cualquiera que se la pagara, incluyendo detectives, abogados de divorcios, investigadores de seguros y hasta periódicos sensacionalistas.

Permítaseme recordar al lector que el informe por entonces no incluía esta narración ni se habían cotejado los diferentes materiales. Constaba de las cartas y el diario de Petyr van Abel, un gigantesco compendio de testimonios de testigos, fotografías, artículos de periódicos y cosas por el estilo.

La fotografía, con su obvio mensaje, causó bastante revuelo. Un joven miembro de la orden, un americano de Tejas llamado Stuart Townsend (que tras años de vivir en Londres parecía un inglés), pidió hacer un estudio sobre las brujas Mayfair con vistas a la investigación directa; tras una cuidadosa consideración, el informe completo pasó a sus manos.

Stuart, en aquella época, se dedicaba a otras investigaciones de importancia y le llevó unos tres años completar el estudio del material Mayfair. Volveremos a ocuparnos de él y de Arthur Langtry en el momento oportuno.

Stella, después de su regreso, empezó a vivir del mismo modo que antes de irse a Europa, es decir, frecuentaba tabernas clandestinas, volvía a dar fiestas para sus amigos, la invitaban a muchos bailes de carnaval, donde causaba sensación, y se comportaba en general como la misma mujer fatal y despreocupada de antes.

Nuestros investigadores no tuvieron ningún problema en reunir información sobre ella, porque su presencia era muy visible y objeto de todas las habladurías de la ciudad. Irwin Dandrich escribió a nuestro contacto, una agencia de detectives de Londres (nunca supo adonde iba su información ni para qué servía), que lo único que tenía que hacer para enterarse de todo lo que Stella tramaba era entrar en un salón de baile. Un par de llamadas telefónicas el sábado por la mañana también le proporcionaban montones de información.

Gracias a Dandrich y a otros informadores, el retrato de Stella a su regreso de Europa se hizo cada vez más preciso.

La leyenda de la familia dice que Carlotta censuraba severamente a Stella durante este período, que discutía con Mary Beth sobre ello y le exigió, repetidas veces, en vano, que Stella sentara cabeza. Los cotilleos de los sirvientes (y de Dandrich) lo corroboran y añaden que Mary Beth hacía poco caso de estas críticas y opinaba que Stella era un ser divertido y despreocupado al que no había que atar.

En una ocasión Mary Beth comentó a un amigo de sociedad (que rápidamente se lo contó a Dandrich): «Stella es lo que yo sería si pudiera vivir otra vez. He trabajado duro prácticamente para nada. Dejemos que se divierta.»

Debemos señalar que cuando Mary Beth hizo este comentario, estaba muy enferma y posiblemente muy cansada. Además, era una mujer demasiado inteligente como para no valorar las diferentes revoluciones culturales de la década de los veinte, cosa que puede resultar difícil de comprender al lector de esta narración de finales del siglo xx.

La auténtica revolución sexual de este siglo empezó en su tumultuosa tercera década, con una de las transformaciones en el vestir femenino más impresionantes que el mundo haya presenciado jamás. Las mujeres no sólo abandonaron sus corsés y faldas largas, sino que con ellos se desprendieron de viejas costumbres y empezaron a beber y bailar en tabernas clandestinas de una manera que tan sólo diez años antes hubiera sido inconcebible. La adopción general del automóvil cerrado brindó a todo el mundo una privacidad sin precedentes, así como una gran libertad de movimientos. La radio empezó a llegar a todos los hogares de Estados Unidos, tanto en las ciudades como en los pueblos. El cine puso a disposición de todos imágenes «de sofisticación y perversidad». Las revistas, la literatura, el teatro, todo se vio transformado radicalmente por una nueva franqueza, libertad, tolerancia e individualidad.

En 1925, se diagnosticó a Mary Beth un cáncer incurable, tras lo cual vivió sólo cinco meses, la mayor parte de ellos aquejada de tan fuertes dolores que apenas salió de la casa.

Retirada en el dormitorio norte, justo encima de la biblioteca, pasó sus últimos días leyendo las novelas que no había podido leer en su juventud.

Muchos primos la visitaban y le llevaban ejemplares de los clásicos. Mostró especial interés en las hermanas Bronté, en Dickens —libros que Julien solía leerle de pequeña— y en algunos clásicos ingleses que parecía decidida a leer antes de morir.

A Daniel Mclntyre le aterrorizaba la perspectiva de que su mujer lo dejara.

Cuando por fin le hicieron comprender que no se recuperaría, se entregó a su última borrachera y, según cuentan, nunca más volvió a estar sobrio.

Durante esta época Carlotta volvió a instalarse en la casa para poder estar más cerca de su madre y sentarse a su lado más de una noche. Cuando Mary Beth sufría demasiado para leer, le pedía a Carlotta que lo hiciera. La leyenda de la familia sostiene que le leyó Cumbres borrascosas completa y un poco de Jane Eyre.

Stella también la acompañaba constantemente. Interrumpió todas sus juergas y se pasaba el tiempo preparando comida para su madre —que a menudo se encontraba tan mal que no podía ni comer— y consultando médicos de todo el mundo, por carta o teléfono, sobre posibles curas.

Al final, el 11 de septiembre de 1925, Mary Beth perdió el conocimiento. Un sacerdote que presenció la escena señaló que empezó a tronar y «a llover a cántaros». Stella salió de la habitación, bajó a la biblioteca y llamó a los Mayfair de toda Luisiana e incluso a los parientes de Nueva York.

Según el cura, los criados presentes y numerosos vecinos, los Mayfair empezaron a llegar a las cuatro y no paró de llegar gente durante las siguientes doce horas. Los coches ocupaban toda First Street hasta St. Charles Avenue, y Chestnut Street desde Jackson hasta Washington.

El aguacero continuó; por momentos amainaba un poco y se convertía en una llovizna, para seguir a continuación una lluvia regular. En realidad llovía sólo sobre Garden District y en ninguna otra parte de la ciudad. A pesar de todo, nadie dio importancia al hecho.

Por otra parte, la mayoría de los Mayfair de Nueva Orleans llegaron con sus paraguas y gabardinas, como si dieran por sentado que habría tormenta.

Los criados iban de un lado a otro y servían café y vino europeo de contrabando a los primos que llenaban los salones, la biblioteca, el vestíbulo, el comedor y hasta se apiñaban, sentados, en la escalera.

A medianoche empezó a arreciar el viento. Los enormes robles, centinelas de la casa, se agitaban con tal ferocidad que algunos temieron que las ramas fueran arrancadas de cuajo. Las hojas caían formando una cortina tan espesa como la lluvia.

La habitación de Mary Beth estaba llena de hijos y sobrinos y, no obstante, se guardaba un respetuoso silencio. Carlotta y Stella estaban sentadas en el extremo de la cama más alejado de la puerta, mientras los primos entraban de puntillas.

No se veía a Daniel Mclntyre por ninguna parte, y la leyenda de la familia cuenta que hacía rato que dormía la mona en la cama de Carlotta, en el apartamento, al otro lado de los establos.

Hacia la una, había miembros de la familia Mayfair con cara de circunstancia en las galerías delanteras, e incluso en el sendero, de pie, bajo la lluvia y el viento, con sus inestables paraguas. Muchos amigos de la familia se guarecían bajo las ramas de los robles, tapándose la cabeza con periódicos y con el cuello subido por el viento. Otros esperaban en los coches estacionados en doble fila a lo largo de Chestnut y First Street.

A la una y treinta y cinco, el doctor Lyndon Hart, el médico que la asistía, se sintió desconcertado, como si «algo extraño» sucediera en la habitación, como más tarde confesaría a algunos colegas.

En 1929 confió lo siguiente a Irwin Dandrich:

«Yo sabía que le quedaba poco. Había dejado de tomarle el pulso porque me parecía de mal gusto levantarle la mano sin cesar para hacer el gesto a los demás de que seguía viva. Cada vez que me acercaba a la cama, claro está, los primos lo notaban y se oían sus murmullos ansiosos en el pasillo. Así que más o menos durante la última hora no hice nada. Simplemente esperaba y observaba.

Sólo sus familiares más cercanos estaban junto a la cama, además de Cortland y su hijo Pierce. Ella estaba con los ojos entrecerrados y la cabeza vuelta hacia Stella y Carlotta. Esta última le sostenía la mano. Mary Beth respiraba de forma muy irregular. Yo le había dado toda la morfina que me había atrevido.

Y entonces sucedió. Quizá me quedé dormido y lo soñé, pero en aquel momento me pareció muy real... Me encontré rodeado de un grupo de personas completamente diferentes; una anciana, por ejemplo, a quien conocía pero no recordaba, se inclinaba sobre Mary Beth, y también un anciano muy alto, que por supuesto era de la familia. De verdad, había mucha gente diferente. Y luego estaba aquel hombre, un joven pálido, muy bien vestido, con un elegante traje antiguo, que se inclinaba sobre ella, la besaba en los labios y le cerraba los ojos.

Seguí como estaba, aunque me sobresalté. Los primos lloraban en el pasillo.

Cortland Mayfair también lloraba. Y otra vez llovía a cántaros y los truenos eran ensordecedores. El súbito resplandor de un relámpago me permitió ver el rostro de Stella, que me miraba, con una expresión de lo más apática y desdichada. Carlotta también lloraba y yo supe sin ninguna duda que mi paciente había muerto, y, efectivamente, tenía los ojos cerrados.

En realidad, yo no lo había dicho. Examiné a Mary Beth inmediatamente y confirmé que todo había acabado, pero ellos ya lo sabían. Todos ellos. Miré a mi alrededor; trataba desesperadamente de ocultar mi momentánea confusión, y vi a la pequeña Antha en el rincón, detrás de su madre, junto al joven caballero; entonces, de repente, éste desapareció. En realidad desapareció tan aprisa que no estoy seguro de haberlo visto.

Pero le diré por qué creo que estaba allí. También lo vio alguien más: Pierce Mayfair, el hijo de Cortland. Después de la desaparición del hombre me volví rápido y me di cuenta de que Pierce miraba fijamente hacia el mismo rincón.

Luego miró a Antha y a continuación a mí. De inmediato trató de disimular, como si no hubiera pasado nada, pero yo sé que vio al hombre.

El resto de las personas que había visto tampoco estaban allí, ni la vieja dama ni el anciano caballero alto. ¿Sabe quién era? Creo que Julien Mayfair. Yo no llegué a conocerlo, pero vi un retrato de él aquella misma mañana en la pared del pasillo, frente a la biblioteca.

Para ser sincero, creo que ninguno de los que estaban en el cuarto me prestaron la menor atención. Las criadas empezaron a enjugar el rostro de Mary Beth y a arreglarla para que los primos entraran a verla por última vez. Alguien empezó a encender unas velas. Y la lluvia, la lluvia era terrible. Se filtraba incluso por las ventanas.

Lo siguiente que recuerdo es que trataba de abrirme paso entre una fila de primos para bajar por la escalera. Luego entré en la biblioteca, donde estaba el padre McKenzie, para hacer el certificado de defunción. El sacerdote, sentado en el sofá de cuero al lado de Belle, le decía las cosas habituales en estos casos, que su madre se había ido al cielo y que allí se volverían a encontrar. Pobre Belle, no paraba de decir: "No quiero que se vaya al cielo, quiero verla ahora." ¿Cómo puede llegar a entender algo así ese tipo de gente?

En el momento en que me marchaba vi el retrato de Julien y me impresionó comprobar que era el hombre que acababa de ver. En realidad sucedió algo bastante curioso. Estaba tan sorprendido que dije en voz alta, sin pensarlo:

"¡Éste es el hombre!"

En el pasillo había una persona, creo que fumaba un cigarrillo, y levantó los ojos, me miró, luego miró el retrato de la pared, a su izquierda, y con una ligera carcajada dijo: "No, no, éste no es el hombre. Éste es Julien."

Cuando consideré que ya había pasado el tiempo apropiado, le conté todo esto a Cortland. No se mostró sorprendido. Escuchó con atención y dijo que le parecía bien que se lo contara pero que él no había visto nada raro en aquella habitación.

No vaya contando esta historia por ahí a todo el mundo. En Nueva Orleans los fantasmas son bastante comunes, pero no los médicos que los ven. Y no creo que a Cortland le guste que yo empiece a contarlo. Y, por supuesto, nunca se lo comenté a Pierce. En cuanto a Stella, bueno, francamente dudo de que le importen estas cosas. Si a Stella le importa algo, me gustaría saber qué es.»

Todos coinciden en que Daniel Mclntyre no pudo con la ceremonia. Carlotta lo sacó de la misa de réquiem, se lo llevó a casa y luego volvió antes de que la gente se fuera de la iglesia.

Antes del entierro, en el cementerio de Lafayette, se pronunciaron varios discursos breves. Pierce Mayfair se refirió a Mary Beth como a una gran consejera; Cortland alabó su amor a la familia y su generosidad para con todos, y Barclay Mayfair dijo que era irreemplazable y que quienes la habían conocido y amado nunca la olvidarían. Lionel estaba ocupadísimo consolando a la perpleja Belle y a Millie Dear, que no paraban de llorar.

La pequeña Antha no estaba ni tampoco la pequeña Nancy (una Mayfair adoptada que ya hemos mencionado y a la que Mary Beth presentaba como hija de Stella).

Stella estaba abatida, aunque no tanto como para no escandalizar a los primos, al hombre de la funeraria y a los numerosos amigos de la familia, pues se sentó en la tumba vecina al final de los discursos, con las piernas colgando, mientras se tomaba unos tragos de la famosa botella metida en una bolsa de papel marrón. En el momento en que Barclay concluía su discurso dijo, bastante alto: «¡Barclay, date prisa! Ella detestaba este tipo de cosas. Si no acabas de una vez, se levantará de la tumba y te dirá que te calles.»

El nombre de la funeraria señaló que muchos primos se rieron al oírla y otros trataron de impedir que rieran. Hasta Barclay rió. Cortland y Pierce apenas sonrieron; parece que la familia estaba dividida según su origen étnico.

Una versión sostiene que los primos franceses se sentían mortificados por el proceder de Stella, pero que todos los irlandeses rieron.

Así pues Barclay se enjugó la nariz y dijo: «Adiós, amada mía», besó el ataúd, abrazó a Cortland y Garland y empezó a sollozar. Stella saltó de la tumba, se acercó al féretro, lo besó y dijo al cura: «Adelante, padre.»

Durante las últimas palabras en latín del sacerdote, Stella sacó una rosa de una corona, cortó el tallo y se la puso en el pelo.

Luego, los familiares más cercanos se retiraron a la casa de First Street y, antes de la medianoche, ya se oía música de piano y canciones tan altas que los vecinos no podían creerlo.

Cuando murió el juez Mclntyre, el funeral fue mucho más modesto, pero extremadamente triste. Muchos Mayf air lo querían de verdad y lo lloraron.

Antes de continuar, quisiéramos señalar una vez más que, por lo que sabemos, Mary Beth fue la última bruja realmente poderosa de la familia.

Cabría preguntarse qué habría hecho con sus poderes si no hubiera estado tan centrada en la familia y sido tan práctica y absolutamente indiferente a la vanidad y todo tipo de notoriedad. Por lo visto, todo cuanto hizo a la larga fue en beneficio de su familia. Incluso su búsqueda del placer, que se manifestaba en las reuniones, ayudó a la familia a adquirir una identidad y conservar una imagen fuerte de sí misma en aquellos tiempos de tantos cambios.

Stella no demostró este amor por la familia y tampoco era práctica, no le importaba la notoriedad y también amaba el placer. Pero la clave para comprender a Stella es que no era ambiciosa. Parecía tener pocas metas auténticas.

«Vivir», podía ser su lema.

A partir de este momento, y hasta 1929, la historia pertenece a ella y a su pequeña Antha, una chiquilla pálida de voz dulce.

Continuación de la historia de Stella La leyenda de la familia y las habladurías de los vecinos y de la gente de la parroquia coinciden en que el desenfreno de Stella aumentó tras la muerte de sus padres.

Mientras Cortland y Carlotta se peleaban por la fortuna del legado y la forma en que debía administrarse, Stella daba fiestas escandalosas en First Street para sus amigos. Las pocas que celebró para su familia en 1926 eran igual de escandalosas, con cerveza y bourbon clandestino, orquestas de dixieland y gente que bailaba el charlestón hasta el amanecer. Muchos primos mayores se marchaban temprano de estas fiestas y otros jamás volvieron a la casa de First Street.

Algunos nunca más volvieron a ser invitados. Entre 1926 y 1929, Stella poco a poco desmanteló la extensa familia construida por su madre. O mejor dicho, rehusó seguir guiándola y se apartó de ellos. Un gran número de primos perdió contacto por completo con la casa de First Street y sus hijos sabían poco o nada sobre ella. Estos descendientes han sido la fuente de rumores y leyendas sobre la familia más rica que hemos tenido.

«Fue el principio del fin», según uno de ellos. «Stella, simplemente, no quería que la fastidiaran», señala otro. «Sabíamos demasiado sobre ella y ella lo sabía. No quería vernos cerca», añade un tercero.

La imagen que tenemos de Stella durante este período es la de una persona muy activa y feliz que se preocupaba mucho menos que su madre por la familia, y que, sin embargo, se interesaba apasionadamente por muchas otras cosas, especialmente los artistas jóvenes. Mucha gente «interesante» frecuentaba la casa de First Street, incluyendo algunos pintores y escritores que había conocido en Nueva York.

Gran número de intelectuales asistían a las fiestas de Stella. En realidad, se convirtió en una persona de moda entre aquellos que no tenían miedo de correr riesgos sociales. La sociedad tradicional en la que Julien solía moverse estaba completamente cerrada para ella, o por lo menos eso es lo que sostenía Irwin Dandrich. Pero es dudoso que Stella lo supiera o le importara.

No tenemos evidencias que relacionen a personas específicas con ella; pero mantenía contactos con gente bohemia del Barrio Francés, frecuentaba los cafés y las galerías de arte, invitaba a músicos para que tocaran en su casa y abría las puertas a pintores y poetas sin un céntimo, tal como había hecho en Nueva York.

Para los sirvientes esto significaba caos; para los vecinos, escándalo y ruido.

Pero Stella no era una borracha disoluta como su padre legal, al contrario, con todo lo que bebía nunca se la vio ebria y durante estos años parece haber tenido buen gusto e ideas.

Al mismo tiempo, emprendió la renovación de la casa. Se gastó una fortuna en pintarla, enlucirla y poner nuevos cortinajes y finos muebles art déco. Llenó el salón doble de maceteros con palmeras, tal como ha descrito Richard Llewellyn.

Compró un piano de cola Bözendorfer y más tarde, en 1927, instaló un ascensor.

Antes ya había hecho construir una piscina inmensa al fondo del jardín y una cabaña a un costado para que los invitados pudieran ducharse y cambiarse sin tener que molestarse en ir a la casa.

Todo esto —los nuevos amigos, las fiestas y la renovación-molestó a los primos más tradicionales, pero lo que realmente los volvió contra ella-y fue origen de numerosas habladurías que más adelante hemos reunido— fue que al cabo de un año de la muerte de Mary Beth, Stella dejó de celebrar las grandes reuniones familiares.

Cortland, a pesar de que lo intentó, no logró convencerla de que organizara alguna fiesta familiar a partir de 1926. Y aunque él personalmente frecuentaba sus veladas, bailes, o como se llamaran, y su hijo Pierce a menudo lo acompañaba, otros primos, invitados también, se negaron a asistir.

Durante el carnaval de 1927, Stella organizó un baile de disfraces que dio que hablar en Nueva Orleans por seis meses. Asistió gente de todos los niveles sociales; la casa de First Street estaba soberbiamente iluminada y corría el champán de contrabando a raudales, mientras una banda de jazz tocaba en el porche lateral. Decenas de invitados se bañaban desnudos y al amanecer se había organizado una orgía a gran escala, o por lo menos eso es lo que dijeron los escandalizados vecinos. Los primos excluidos estaban furiosos. Irwin Dandrich menciona que pidieron explicaciones a Carlotta Mayfair, pero todo el mundo conocía la explicación: Stella no quería una manada de aburridos primos dando vueltas por ahí.

Los criados informaron que Carlotta Mayfair estaba indignada por el ruido y la duración de la fiesta, por no mencionar los gastos. Poco antes de medianoche se fue de la casa con la pequeña Antha y Nancy (la adoptada) y no volvió hasta la tarde siguiente.

Éste fue el primer enfrentamiento público entre Stella y Carlotta; pero los primos y amigos pronto se enteraron que habían hecho las paces. Lionel se había ocupado de mediar entre las hermanas y Stella consintió en pasar más tiempo en casa con Antha, no hacer tanto ruido ni gastar tanto dinero. El dinero parecía un asunto de especial preocupación para Carlotta, que pensaba que llenar una piscina con champán era un «pecado».

Aquel mismo año, tuvo lugar el primero de una serie de misteriosos acontecimientos sociales. Sabemos, a través de la leyenda de la familia, que Stella escogió a ciertos primos Mayfair y los invitó a «una interesante velada» en la que iban a discutir la historia de la familia y sus singulares «dones psíquicos». Algunos dicen que se celebró una sesión espiritista y otros que era una ceremonia vudú. (Los cotilleos de los sirvientes abundaban en historias de Stella y ceremonias vudú. Stella contó a varios amigos que sabía todo sobre el vudú, que tenía conocidos de color en el Barrio Francés que la habían introducido en el tema.) Obviamente, muchos primos no comprendieron la razón de estas reuniones, no tomaron en serio estas habladurías sobre el vudú y se mostraron resentidos por haber sido dejados de lado.

En efecto, la reunión causó auténtica indignación en la familia. ¿Por qué se molestaba Stella en ahondar en la genealogía y llamar a este primo y aquel otro, a los que nadie había visto últimamente, y ni siquiera tenía la cortesía de invitar a los que habían conocido y querido a Mary Beth? Las puertas de First Street siempre habían estado abiertas a todo el mundo, pero ahora, en cambio, Stella tenía el descaro de elegir a sus invitados, pero ni siquiera tenía la amabilidad de asistir a las graduaciones ni de mandar regalos de boda o de bautizo. Se comportaba como «una perfecta ya sabe qué».

A pesar de todos los cotilleos, no pudimos averiguar quién asistió a esta extraña reunión. Sólo sabemos que Lionel estuvo allí, así como Cortland y su hijo Pierce, que por entonces tenía diecisiete años, estudiaba con los jesuitas y ya había sido admitido en Harvard.

Sabemos también, por comentarios de la familia, que la reunión duró toda la noche y que un rato antes de que terminara Lionel «se marchó, asqueado». Los primos que asistieron y que no quisieron contar lo que había sucedido, fueron muy criticados por los otros. Los chismes de sociedad, filtrados por Dandrich, sostenían que Stella explotaba «un pasado de magia negra» y que todo era puro teatro.

Hubo otras reuniones de este tipo, pero ésta, en particular, fue celebrada en estricto secreto y todos los participantes juraron no divulgar nada de lo que había sucedido.

Los contactos en el terreno legal informan de discusiones de Carlotta Mayfair con Cortland sobre estos asuntos y sobre la posibilidad de sacar de la casa a las pequeñas Antha y Nancy. Stella se negaba a que su hija fuera a un internado y «todo el mundo lo sabía».

Mientras tanto, Lionel se peleaba con Stella. Un informador anónimo llamó a uno de nuestros investigadores y le dijo que Stella y Lionel habían tenido una discusión en un restaurante del centro y que este último se había largado.

Cuando el investigador empezó a averiguar qué pasaba, descubrió que en la ciudad era del dominio público que la familia estaba enfrentada por la pequeña Antha. Stella amenazaba con irse de nuevo a Europa con su hija y suplicaba a Lionel que fuera con ella, mientras Carlotta había ordenado a su hermano que se quedara.

Entretanto, Lionel empezó a ir a misa a la catedral de St. Louis con una de las primas, una sobrina nieta de Suzette Mayfair llamada Claire Mayfair, cuya familia vivía en una hermosa casa antigua en Esplanade Avenue, que los descendientes conservan hasta el día de hoy. Dandrich insiste que esto dio lugar a muchas habladurías.

Los criados mencionan innumerables peleas familiares, portazos y gente gritando.

Carlotta prohibe nuevas «ceremonias vudú» y Stella la echa de la casa.

«Sin nuestra madre ya nada es igual —dijo Lionel—. Todo empezó a derrumbarse con la muerte de Julien, pero sin nuestra madre es imposible.

Carlotta y Stella son como el agua y el aceite.»

Si Antha y Nancy llegaron a ir alguna vez a la escuela, fue debido a Carlotta.

Los pocos expedientes escolares de Antha que hemos podido examinar indican que Carlotta la inscribió y luego asistió a las reuniones en las que le solicitaron que la sacara.

Según el decir general, Antha era completamente inepta para la escuela.

En 1928, ya la habían echado de St. Alphonsus. La hermana Bridget Marie, que recuerda a Antha tan bien como a Stella, cuenta casi lo mismo de ella que de su madre. Pero vale la pena citar su testimonio completo sobre este período y sus diversos acontecimientos. Esto es lo que me contó en 1969:

«El amigo invisible estaba siempre con Antha. Ella se volvía y le hablaba en voz baja, como si no hubiera nadie más allí. Por supuesto, él le daba las respuestas cuando no las sabía. Todas las hermanas estaban al tanto de lo que sucedía.

Y lo peor de todo es que algunas niñas hasta lo veían con sus propios ojos en el patio de la escuela. Verá usted, era una niña tímida. Se iba al fondo, se sentaba contra la pared de ladrillos, en un rincón en el que daba el sol que se filtraba entre los árboles, y leía su libro. Y al cabo de un rato él también aparecía allí. Decían que era un hombre. ¿Se imagina? ¿Y me pregunta si sé lo que significa " el hombre"?

Ay, todo el mundo se impresionaba al saber que era un hombre adulto.

Porque hasta entonces creíamos que era un niño, una especie de espíritu infantil, no sé si me entiende, pero era un hombre, un hombre alto de cabello oscuro. Y eso daba que hablar.

No, yo no lo vi nunca. Ninguna de las hermanas lo vio. Pero las niñas sí, y se lo contaron al padre Lafferty. Yo también se lo conté y él llamó a Carlotta Mayfair y le dijo: "Tiene que sacar a la niña de la escuela."

En aquella época era inútil llamar a Stella. Todo el mundo sabía que practicaba la brujería. Iba al Barrio Francés y compraba velas negras para hacer vudú. ¿Sabía usted que también metía a otros Mayfair en ello? Sí, eso es lo que hacía. Yo me enteré mucho después que había llamado a todos sus primos brujos para que fueran a la casa.

Tuvieron una sesión de espiritismo. Encendieron velas negras y quemaron incienso mientras cantaban canciones al diablo y pedían que aparecieran sus antepasados. Esto es lo que me contaron. No sé muy bien quién me lo dijo, pero me lo dijeron y, además, lo creo.»

Durante el verano de 1928, Pierce Mayfair, el hijo de Cortland, decidió ir a la Universidad de Tulane en lugar de Harvard, pese a la oposición de su padre y sus tíos. Pierce había asistido a todas las reuniones secretas de Stella, según Dandrich, y ambos estaban muy unidos. El joven todavía no había cumplido los dieciocho.

A finales de 1928, los informadores legales señalan que Carlotta había declarado que Stella era una madre incompetente y alguien tenía que quitarle legalmente la custodia de la niña. Cortland negó estos rumores ante sus amigos, pero todo el mundo sabía que «cada vez era más cierto», según Dandrich.

También sabemos de reuniones familiares en las que Carlotta exigió a los hermanos Mayfair que se pusieran de su parte.

Mientras tanto, Stella y Pierce iban juntos de un lado a otro, noche y día, a menudo llevando a la pequeña Antha a remolque. Stella no paraba de comprarle muñecas y la llevaba a desayunar todas las mañanas a un hotel diferente del Barrio Francés. Pierce la acompañó a comprar una propiedad en Decatur Street que ella pensaba convertir en un estudio para estar sola.

«Así, Millie Dear, Belle y Carlotta pueden quedarse con la casa», dijo Stella al agente inmobiliario. Pierce festejaba todo lo que ella decía, mientras Antha, una niña de siete años de piel de porcelana y ojos azul claro, abrazaba un gigantesco oso de peluche. Más tarde fueron a almorzar todos juntos, incluido el agente, que tiempo después contaría a Dandrich: «Stella es encantadora, absolutamente encantadora. Creo que su familia de First Street la deprime.»

En 1928, los rumores afirman que Carlotta Mayfair había dado el increíble paso de intentar conseguir la custodia de Antha, por lo visto con el propósito de enviarla a una escuela. Se firmaron y archivaron ciertos documentos. A Cortland lo horrorizaba que Carlotta hubiera llevado las cosas tan lejos.

Finalmente, y pese a haber estado en buenos términos con ella hasta esta coyuntura, la amenazó con oponerse por medios legales si no abandonaba esa idea. Barclay, Garland, el joven Sheffield y otros miembros de la familia se pusieron de parte de Cortland. Nadie llevaría a Stella a juicio para quitarle la niña mientras viviera Cortland. Lionel también se alineó junto a Cortland. Se dice que estaba destrozado por aquel incidente y hasta sugirió irse a Europa con Stella y dejar a Antha en manos de Carlotta por un tiempo. Por fin, esta última retiró la petición de custodia de la niña. Pero las cosas entre ella y los descendientes de Julien nunca volverían a ser como antes. Empezaron a discutir por cuestiones de dinero; disputa que ha continuado hasta el día de hoy.

En algún momento de 1927, Carlotta convenció a Stella de que firmara un poder a su favor para poder ocuparse de ciertos asuntos de los cuales ésta no quería saber nada.

Carlotta intentó entonces emplear este poder para tomar importantes decisiones con respecto al enorme legado Mayfair, que, desde la muerte de Mary Beth, había estado por completo en manos de Cortland.

La leyenda de la familia, los documentos legales y los rumores de la buena sociedad coinciden en que los hermanos Mayfair —Cortland, Garland, Barclay y, más tarde, Pierce, Sheffield y otros— se negaron a respetar ese pedazo de papel. Rehusaron seguir las órdenes de Carlotta referentes a liquidar las inversiones arriesgadas y enormemente provechosas que habían realizado durante años en nombre del legado Mayfair. Llevaron a Stella rápidamente al despacho para que revocara el poder y confirmara que eran ellos los únicos gestores.

A pesar de todo, ha habido interminables enfrentamientos entre Carlotta y los hermanos, que se mantienen hasta el presente. Después del episodio de la custodia de la niña, Carlotta no volvió a confiar en los hijos de Julien ni atenerles simpatía. En numerosas ocasiones les ha pedido información, declaraciones completas, cuentas detalladas y explicaciones de lo que hacían, de modo que quedara implícito que si no daban buena cuenta de su proceder, los llevaría a juicio en nombre de Stella (luego en nombre de Antha y, más tarde y hasta la fecha, en nombre de Deirdre).

Los hermanos Mayfair se sintieron heridos y desconcertados por su falta de confianza, pero contestaron pacientemente a todos los requerimientos, pese a que Carlotta cada vez les exigía más explicaciones, sacaba nuevos asuntos para estudiar, solicitaba nuevas reuniones, hacía más llamadas y más amenazas veladas.

Es interesante señalar que todos los empleados y pasantes que trabajaron alguna vez para Mayfair y Mayfair parecían comprender este «juego», a pesar de que los hijos de Julien siempre se sintieron heridos y molestos por el hecho, como si no comprendieran la raíz del problema.

En 1928 ya los habían obligado a alejarse de la casa de First Street, donde todos ellos habían nacido. Si bien veinticinco años más tarde, cuando Cortland y Pierce pidieron ver algunas pertenencias de Julien en la buhardilla, no les permitieron entrar, en 1928 algo así habría sido inconcebible.

Durante el otoño de 1928, Pierce prácticamente vivía en la casa, e incluso en la primavera de 1929 iba a todas partes con Stella y se llamaba a sí mismo «secretario privado, chófer, saco de boxeo y paño de lágrimas». Cortland lo aguantaba, pero no le gustaba. Decía a sus amigos que Pierce era un buen chico, que se cansaría de todo el asunto y se marcharía a estudiar al este como habían hecho los otros muchachos.

En realidad, Pierce no tuvo oportunidad de cansarse de Stella. Pero ya entramos en el año 1929 y debemos interrumpir esta historia para relatar el extraño caso de Stuart Townsend, un hermano de Talamasca que quiso con todas sus fuerzas relacionarse con Stella durante el verano de aquel año.

20

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Séptima parte La desaparición de Stuart Townsend En 1929, Stuart Townsend, que había estudiado a los Mayfair durante años, solicitó al consejo de la orden que le permitiera intentar ponerse en contacto con ellos.

Tenía casi la certeza de que el críptico mensaje de Stella en el dorso de la fotografía significaba que ella deseaba tal contacto. Además, estaba convencido de que los tres últimos brujos Mayfair —Julien, Mary Beth y Stella— no eran asesinos ni perversos en modo alguno y que establecer contacto con la familia no sólo era completamente seguro sino que además podía reportar increíbles beneficios.

Primero y principal: con el «Informe sobre las brujas Mayfair» habíamos elaborado una historia valiosa e impresionante sobre una familia con poderes psíquicos. Nos habíamos demostrado, fuera de toda duda, que tenían contacto con el reino de lo invisible y que podían manipular fuerzas ocultas para su provecho personal. Pero quedaban muchas cosas que todavía no conocíamos. ¿ Y si los convencíamos de que hablaran con nosotros, de que nos contaran sus secretos? ¿Qué podíamos aprender?

Stella no era una persona reservada y secreta como Mary Beth. Si lográbamos convencerla de nuestra discreción, de nuestros propósitos de estudio, a lo mejor nos revelaba algo. Posiblemente, Cortland Mayfair también hablaría con nosotros.

Segundo, y tal vez menos importante, con nuestra vigilancia sin duda habíamos violado la privacidad de la familia Mayfair a lo largo de los años.

Habíamos «husmeado», según Stuart, en todos los aspectos de su vida. En realidad, los habíamos estudiado como especímenes una y otra vez y nos justificábamos con el argumento de que pondríamos nuestros informes a disposición de aquellos a quienes estudiábamos.

Pues bien, nunca lo habíamos hecho y quizá no había excusa para no intentarlo esta vez.

Tercero, teníamos una relación absolutamente singular con los Mayfair, puesto que la sangre de nuestro hermano Petyr van Abel corría por sus venas.

Se podría decir que eran «parientes» nuestros. ¿No debíamos ponernos en contacto con ellos aunque sólo fuera para hablarles de este antepasado? ¡Y quién sabe qué podía suceder a partir de entonces!

Cuarto, ¿serviría de algo ponernos en contacto? Y aquí, claro está, llegamos a uno de nuestros principales objetivos. ¿Sería beneficioso para la imprudente Stella conocer personas como ella? ¿No le gustaría saber que había gente que estudiaba este tipo de personas para intentar comprender el reino de lo oculto?

En otras palabras, ¿no le gustaría hablar con nosotros y enterarse de lo que nosotros sabíamos sobre el mundo de los poderes psíquicos en general?

El consejo consideró todo lo que Stuart tenía que decir, así como lo que sabíamos sobre las brujas Mayfair, y llegó a la conclusión de que las razones para establecer contacto superaban con creces las que teníamos para no hacerlo.

Descartó sin más la idea de peligro, autorizó a Stuart a ir a Estados Unidos y ponerse en contacto con Stella.

Stuart, muy entusiasmado, partió para Nueva York al día siguiente.

Talamasca recibió dos cartas suyas con matasellos de Nueva York; volvió a escribir otra vez cuando llegó a Nueva Orleans, con papel y sobre del hotel St.

Charles, y explicó que se había puesto en contacto con Stella, que, en efecto, le había parecido extremadamente receptiva y que al día siguiente tenían que almorzar juntos.

Nunca más se volvió a saber nada de Stuart Townsend. No sabemos dónde ni cuándo su vida llegó a su fin, si es que eso fue lo que le ocurrió. Lo único que sabemos es que en junio de 1929 desapareció sin dejar rastro.

La vida de Stuart Townsend No podemos decir hasta qué punto detallar la vida de Stuart es relevante para entender lo que le sucedió a él o la historia de las brujas Mayfair. Sé que en este informe incluyo más datos de los que harían falta. Y en vista de lo poco que he hablado de Arthur Langtry, debo una explicación.

Creo que he incluido este material como una especie de homenaje a Stuart y como una advertencia. Sirva pues como...

La orden tuvo noticias de Stuart cuando éste tenía veintidós años. Nuestros funcionarios de Londres recibieron de uno de nuestros investigadores de Estados Unidos un pequeño artículo de un diario que se refería a él como «El joven que fue otra persona durante diez años». Stuart había nacido en una pequeña ciudad de Tejas en 1895. Su padre era el doctor de la localidad, un hombre muy respetado, todo un intelectual. La madre provenía de una familia pudiente y se dedicaba a la beneficencia, como correspondía a una dama de su posición, y tenía dos niñeras para sus siete hijos, el mayor de los cuales era Stuart. Vivían en una enorme casa victoriana con una amplia galería que daba a la única calle elegante de la ciudad.

Stuart fue a un internado privado en Nueva Inglaterra a la edad de seis años. Desde el principio fue un alumno excepcional. Durante las vacaciones de verano se mostraba como un ser solitario que se quedaba leyendo hasta muy tarde en su cuarto. Sin embargo, tenía muchos amigos entre los vastagos de la pequeña pero vigorosa aristocracia local-funcionarios oficiales, abogados y rancheros ricos— y, según parece, caía bien a todo el mundo.

A los diez años de edad volvió a casa con una fiebre muy alta difícil de diagnosticar. Su padre al final llegó a la conclusión de que era algo de origen infeccioso, pero nunca se halló una explicación clara. Stuart sufrió una crisis y se pasó dos días delirando.

Cuando se recuperó ya no era Stuart, sino otra persona. Esta otra persona afirmaba ser una joven llamada Antoinette Fielding, y hablaba con acento francés, tocaba el piano espléndidamente y parecía confundida acerca de la edad que tenía, dónde vivía y qué hacía en casa de Stuart.

Stuart, por su parte, sabía un poco de francés pero no tocaba el piano, y cuando se sentó ante el piano de cola cubierto de polvo del salón y se puso a tocar Chopin, los familiares pensaron que sufrían alucinaciones.

Creía, además, que era una chica y cuando se miró al espejo se echó a llorar desesperadamente. Su madre no pudo soportar la escena y salió corriendo de la habitación. Tras una semana de comportarse de un modo histérico y melancólico, convencieron a Stuart-Antoinette de que dejara de pedir vestidos, que aceptara el hecho de que ahora tenía un cuerpo de niño, que creyera que era Stuart Townsend y que hiciera lo que se suponía que él debía hacer.

A pesar de todo, la vuelta a la escuela estaba fuera de toda posibilidad. Y Stuart-Antoinette, que para la familia ahora se había convertido en Tony, para evitar complicaciones, pasaba los días tocando el piano sin parar y escribiendo sus memorias en un extenso diario mientras trataba de resolver el misterio de quién era en realidad.

El doctor Townsend, al leer estos escritos, se dio cuenta de que estaban redactados con un dominio del francés al que Stuart, de diez años, nunca había llegado. Vio también que todas las memorias estaban situadas en París, y en el París de 1840, con claras referencias a óperas, obras de teatro y medios de transporte de la época. A través de estos documentos se supo que Antoinette Fielding tenía ascendencia anglo-francesa, que su padre francés no se había casado con su madre inglesa —Louisa Fielding—, y que en París había tenido una vida extraña y solitaria, hija única de una prostituta de alto nivel, a la que su madre mimaba y trataba de proteger de la sordidez de la calle. Su gran don y consuelo era la música.

El doctor Townsend, completamente subyugado, tranquilizó a su mujer diciéndole que llegaría al fondo de este misterio, y empezó una investigación por correo con el propósito de descubrir si Antoinette Fielding había existido alguna vez. Le llevó cinco años.

Durante este tiempo, «Antoinette» siguió ocupando el cuerpo de Stuart, tocaba el piano de modo obsesivo y cuando se atrevía a salir era para perderse o meterse en algún desagradable lío con los gamberros locales. Por último, dejó de salir del todo y se convirtió en una especie de histérica inválida que pedía que le dejaran las comidas delante de su puerta y que bajaba a tocar el piano sólo por la noche.

El doctor Townsend averiguó a través de un detective francés que una tal Louisa Fielding había sido asesinada, en 1865, en París. En efecto, se trataba de una prostituta, pero no había ninguna constancia de que hubiera tenido hijos.

Al final, el doctor llegó a un punto muerto.

Agotado entonces de intentar resolver el misterio, trató de aceptar la situación lo mejor que pudo.

Su hijo Stuart, un chico guapo y joven, se había marchado para siempre y en su lugar había una inválida inútil y encorvada, con un rostro pálido de niño, ojos ardientes y una extraña voz asexuada, que ahora vivía detrás de celosías cerradas. El doctor y su mujer se acostumbraron a oír los conciertos nocturnos.

De vez en cuando él subía a hablar con la extraña y pálida criatura «femenina» que vivía en la buhardilla y no podía evitar ver signos de deterioro mental. El personaje ya no recordaba muy bien «su pasado». A pesar de todo, conversaban un rato en francés o en inglés, plácidamente, hasta que la ausente y demacrada criatura volvía a sus libros como si el padre no estuviera allí.

Esta situación continuó hasta que Stuart cumplió veinte años. Entonces, una noche, se cayó por las escaleras y sufrió una fuerte contusión. El doctor, medio dormido, que esperaba la inevitable música procedente del salón, bajó de su habitación y descubrió a su hijo inconsciente en el pasillo. Lo llevó a toda prisa al hospital local, donde estuvo dos semanas en coma.

Cuando volvió en sí era otra vez Stuart. No recordaba haber sido otra persona nunca en su vida. Creía que tenía diez años y cuando oyó una voz grave que salía de su garganta se sintió horrorizado. Cuando vio que tenía el cuerpo de un hombre, se quedó mudo de la impresión.

Sentado, atónito, en la cama del hospital, escuchó el relato de lo que le había sucedido en los últimos diez años. Por supuesto, no entendía francés y lo poco que sabía le había costado muchísimo en la escuela. Y además, naturalmente, no sabía tocar el piano. Todo el mundo sabía que no tenía talento musical, ni siquiera era capaz de entonar.

Durante las semanas siguientes se sentaba a la mesa y observaba a sus «enormes» hermanos y hermanas, a su padre, canoso ahora, y a su madre, que no podía mirarlo sin echarse a llorar. Los teléfonos y los automóviles, que apenas existían en 1905, cuando había dejado de ser Stuart, lo sorprendían sin cesar. La luz eléctrica lo llenaba de inseguridad. Pero la fuente de agonía más intensa era su propio cuerpo de adulto y el descubrimiento, cada vez más real, de que su infancia y adolescencia habían pasado sin dejar rastro.

Luego empezó a enfrentarse a los inevitables problemas. Tenía veinte años con las emociones y la educación de un niño de diez. Aumentó de peso y desapareció su palidez. Cabalgaba con sus viejos amigos por los ranchos cercanos. Contrataron tutores para educarlo; leía periódicos y revistas durante horas. Daba largos paseos durante los que practicaba cómo moverse y pensar como un adulto.

Pero vivía en un estado de ansiedad permanente. Se sentía apasionadamente atraído por las mujeres, pero no sabía cómo actuar ante esta atracción. Era muy fácil herir sus sentimientos, como si fuera un inadaptado sin remedio. Al final empezó a pelearse con todo el mundo, y al descubrir que podía beber con total libertad, comenzó a «darle al trago» en las tabernas del lugar.

Muy pronto todos se enteraron de lo ocurrido. Alguna gente recordaba los primeros rumores «sobre el nacimiento de Antoinette», mientras otros supieron toda la historia de segunda mano. Fuera como fuese, no se paraba de hablar del asunto. Y aunque los periódicos locales no hicieron mención de la historia por deferencia al doctor, un periodista de Dallas, Tejas, se enteró por diversas fuentes y, sin la cooperación de la familia, escribió un largo artículo, publicado en 1915 en la edición dominical del periódico de Dallas. Otros periódicos recogieron también la historia. Al cabo de dos meses nos la remitieron a Londres.

Mientras, los buscadores de curiosidades se lanzaron sobre Stuart. Un escritor local quería escribir una novela sobre él. Los corresponsales de las revistas nacionales empezaron a llamar a su puerta. La familia se puso a la defensiva y protegió a Stuart, encerrándolo una vez más en casa, mientras él cavilaba en la buhardilla y admiraba las valiosas pertenencias de la extraña Antoinette. Sentía que le habían arrebatado diez años de su vida y que ahora era un inadaptado sin esperanzas obligado a enfrentarse a todo el mundo.

Sin duda, la familia recibió con disgusto muchísima correspondencia. Por otra parte, las comunicaciones en aquellos tiempos no eran como las de hoy en día. Fuera como fuese, Stuart, a finales de 1916, recibió el paquete enviado por Talamasca con dos libros sobre casos de «posesión» y una carta en la que le comunicábamos que teníamos mucha información sobre este tipo de cosas y que nos gustaría hablar con él y con otros que hubieran pasado por la misma experiencia.

Nos respondió de inmediato. Se reunió en Dallas con nuestro representante, Louis Daly, en verano de 1917 y aceptó gustoso venir a Londres. El doctor Townsend, muy preocupado al principio, confió en Louis, que le aseguró que nuestro interés en tales fenómenos era exclusivamente científico. Stuart llegó por fin a nuestra sede el primero de septiembre de 1917.

Al año siguiente ingresó en la orden como novicio y desde entonces siguió con nosotros.

Su primer proyecto, naturalmente, fue el estudio de su propio caso y de todos los casos de posesión que teníamos en nuestros archivos. Su conclusión, y la de otros estudiosos asignados a esta área de investigación, fue que, en efecto, había sido poseído por el espíritu de una muerta.

Creía que el espíritu de Antoinette habría sido expulsado de su cuerpo si se hubiera consultado a alguien con conocimientos, incluso a un sacerdote católico. Porque aunque la Iglesia católica sostiene que tales casos son puramente demoníacos —cosa que no hacemos nosotros—, es indudable que sus técnicas para exorcizar presencias ajenas funcionan.

Durante cinco años, Stuart se dedicó sólo a investigar casos de posesión. Se entrevistó con decenas de víctimas y tomó muchas notas.

Llegó a la misma conclusión que Talamasca había sostenido durante mucho tiempo que hay gran variedad de entidades involucradas en los casos de posesión. Puede que algunas sean fantasmas; también, entidades que nunca hayan sido humanas, y aun «otras personalidades» dormidas dentro del anfitrión. Pero siempre estuvo convencido de que Antoinette Fielding había sido un ser humano y que, como muchos otros fantasmas, no supiera o no hubiera comprendido que había muerto.

En 1920 partió a París para buscar pruebas sobre la vida de Antoinette Fielding. No consiguió descubrir nada, pero la poca información que reunió sobre Louisa Fielding encajaba con lo que Antoinette había escrito sobre su madre. El tiempo, sin embargo, había borrado todo rastro de estas personas.

Stuart nunca estuvo satisfecho al respecto.

A finales de 1920 tuvo que resignarse al hecho de que nunca sabría quién había sido Antoinette y se volcó activamente al trabajo de campo en nombre de Talamasca. Viajó con Louis Daly para intervenir en casos de posesión y llevó a cabo una forma de exorcismo que resultaba muy efectiva para expulsar las presencias ajenas de la víctima que las recibía.

Daly estaba muy impresionado con Stuart Townsend y se convirtió en su consejero. Durante todos estos años, Stuart descolló por su piedad, paciencia y eficacia en este terreno. Ni siquiera Daly podía consolar a las victimas del modo en que lo hacía Stuart. Después de todo, él lo había sufrido también.

Trabajó en este campo, sin descanso, hasta 1929. Mientras tanto, cuando sus ocupaciones se lo permitían, leía el Informe sobre las brujas Mayfair». Más tarde cursó una petición al consejo, que fue atendida.

Stuart tenía entonces treinta y cinco años. Medía un metro ochenta, tenía el pelo rubio oscuro y los ojos verde grisáceos. Era delgado y tenía un rostro ovalado. Solía vestir con elegancia; era uno de esos norteamericanos que admiran profundamente los modales ingleses y tienden a imitarlos. Era un hombre atractivo. Pero su mayor encanto, para sus amigos y conocidos, era una especie de espontaneidad e inocencia infantil. Realmente, le faltaban diez años de su vida y nunca los recuperó.

A veces, cuando tropezaba con algún pequeño obstáculo en sus planes, era capaz de reaccionar impulsivamente, de salirse de las casillas y ponerse furioso.

Pero cuando hacía trabajos de campo se sabía controlar y si tenía algún berrinche en la casa matriz siempre era posible hacerlo entrar en razón.

También era capaz de enamorarse profunda y apasionadamente, como sucedió con Helen Kreis, un miembro de Talamasca que murió en un accidente de coche en 1924. Sufrió mucho su muerte, hasta límites peligrosos, durante dos años.

Puede que nunca lleguemos a saber lo que ocurrió entre él y Stella Mayfair, pero es posible conjeturar que ella fue su segundo y último gran amor.

Me gustaría añadir aquí mi opinión personal. Creo que nunca se debió enviar a Stuart Townsend a Nueva Orleans, no sólo porque pudiera involucrarse emocionalmente con Stella, sino porque carecía de experiencia en este terreno en particular.

Durante su noviciado, trató con varios tipos de fenómenos psíquicos e indudablemente leyó mucho sobre temas de ocultismo. Examinó una amplia variedad de casos con otros miembros de la orden y pasó algún tiempo con Arthur Langtry.

Aunque, en realidad, por sí mismo, no sabía nada sobre brujas, y como muchos miembros de nuestra orden que han tratado sólo apariciones, posesiones o reencarnaciones, simplemente ignoraba lo que pueden hacer las brujas.

Mandar a un hombre inexperto como Townsend a establecer contacto con las brujas Mayfair es como enviar a un chiquillo al infierno para que entreviste al diablo.

En síntesis, Stuart Townsend partió a Nueva Orleans sin preparación y desprevenido. Y con el debido respeto a quienes dirigían la orden en 1929, creo que hoy en día no ocurriría algo semejante.

Por último, quiero agregar que Stuart Townsend, por lo que sabemos, no poseía poderes extraordinarios, no era una persona con «dones psíquicos», como suele decirse. Por lo tanto, no tenía armas extrasensoriales a su disposición cuando se enfrentaba a un enemigo, al que ni siquiera percibía como enemigo.

La desaparición de Stuart fue denunciada á la policía de Nueva Orleans el 25 de julio de 1929, es decir, un mes después de su llegada. Talamasca había tratado de ponerse en contacto con él por telégrafo y por teléfono. Irwin Dandrich también trató de dar con él, pero en vano. El hotel St. Charles, desde donde procedía la única carta escrita por Stuart, informó que esa persona no se había registrado nunca allí y nadie recordaba haberlo visto jamás.

Nuestros investigadores privados no pudieron descubrir nada que pudiese probar que Townsend hubiera llegado siquiera a Nueva Orleans y la policía pronto empezó a dudarlo.

El 28 de julio, las autoridades informaron a nuestros investigadores locales que no podían hacer nada más; pero bajo severas presiones, tanto de Dandrich como de Talamasca, la policía aceptó investigar la casa Mayfair y preguntar a Stella si había visto al individuo en cuestión o hablado con él. Talamasca no abrigaba esperanzas, pero Stella sorprendió a todo el mundo recordando a Stuart de inmediato.

Sí, en efecto, lo conocía, dijo, un tejano alto de Inglaterra, ¿cómo iba a olvidarse de alguien tan interesante? Habían almorzado y cenado juntos y habían pasado una noche entera hablando.

No, no tenía ni idea de lo que había sucedido con él. En realidad, se alteró visible e instantáneamente ante la posibilidad de que le hubiera pasado algo grave.

Sí, estaba alojado en el hotel St. Charles, él se lo había mencionado, ¿y por qué demonios iba a mentir en algo así? En realidad, estaba tan alterada que la policía estuvo a punto de terminar ahí mismo el interrogatorio; pero ella los retuvo con preguntas. ¿Habían hablado con la gente de Court of Two Sisters?

Ella lo había llevado allí y a él le había gustado mucho, quizás había vuelto. Y había una taberna en Bourbon Street donde habían estado hablando de madrugada, después de que los echaran de un lugar más respetable, ¡un agujero inmundo!

La policía fue a esos establecimientos. Todo el mundo conocía a Stella. Sí, era posible que hubiera estado allí acompañada de un hombre. Stella siempre iba con algún hombre. Pero nadie recordaba especialmente a Stuart Townsend.

Se registraron otros hoteles, pero no se encontró ninguna pertenencia de Stuart Townsend. También se interrogó a varios taxistas, pero con la misma deprimente falta de resultados.

Al final, Talamasca decidió tomar la investigación en sus manos. Arthur Langtry se embarcó en Londres para averiguar qué le había sucedido a Stuart.

Tenía remordimientos de conciencia por haber permitido que Stuart emprendiera esta tarea solo.

Informe de Arthur Langtry Arthur Langtry fue sin duda uno de los investigadores más capaces surgidos de Talamasca. Trabajó toda su vida en el estudio de varias grandes familias de brujas, y sus detallados informes sobre ellas son algunos de los documentos más valiosos que poseemos.

Para quienes hemos pasado toda nuestra vida obsesionados con las brujas Mayfair, es una pena enorme que Langtry nunca hubiera podido dedicarse a esta historia.

Sin embargo, cuando Stuart Townsend desapareció, Langtry se sintió responsable y nada hubiera podido impedirle que se embarcara rumbo a Luisiana en agosto de 1929. Como ya se ha mencionado, se culpaba de la suerte de Stuart por el hecho de no haberse opuesto a que emprendiera la misión, pese a que en el fondo de su corazón sabía que no debía ir.

«Yo estaba ansioso de que alguien fuera —confesó antes de partir de Londres—. Estaba muy ansioso de que ocurriera algo. Y, por supuesto, sabía que yo no podía ir. Así que pensé, bueno, quizás este extraño joven tejano pueda penetrar el misterio.»

En aquel momento Langtry tenía cerca de setenta y cuatro años, era un hombre alto y delgado, de pelo gris metálico, rostro rectangular y ojos hundidos. Tenía una voz muy agradable y modales meticulosos. Tenía los pequeños achaques de un hombre de edad, pero en líneas generales gozaba de buena salud.

Durante sus años de servicio había visto «de todo». Era un médium poderoso, valiente ante cualquier manifestación de lo sobrenatural. Pero nunca se precipitaba ni descuidaba. Nunca subestimaba ningún tipo de fenómeno.

Era, como sus investigaciones demuestran, extremadamente seguro y fuerte.

Nada más enterarse de la desaparición de Stuart, tuvo la certeza de que estaba muerto. Releyó rápidamente el material Mayf air y se dio cuenta de que la orden había cometido un error.

Llegó a Nueva Orleans el 28 de agosto de 1929, se registró enseguida en el hotel St. Charles y despachó una carta tal como había hecho Stuart. Dio su nombre, dirección y número de teléfono de Londres a varios empleados de recepción, de modo que más adelante no hubiera dudas sobre su presencia en el lugar. Hizo una llamada a Londres, a la casa matriz, desde su cuarto para dar su número de habitación y otros detalles sobre su llegada.

Luego se encontró con uno de nuestros investigadores —el más competente de los detectives privados que trabajaban para nosotros— en el bar del hotel y cargó la cuenta de las bebidas a su habitación.

Confirmó personalmente todo lo que la orden ya sabía. Le informaron también que Stella ya no quería cooperar con la investigación. Insistía en que ella no sabía nada que pudiera ayudar y al final perdió la paciencia y se negó a recibir a los investigadores.

Langtry la llamó desde su habitación. Aunque eran más de las cuatro de la tarde cuando contestó su teléfono privado, era evidente que acababa de despertarse. De mala gana aceptó volver a hablar del tema; resultó evidente que estaba sinceramente afectada.

—Escuche, ¡no sé lo que sucedió! —exclamó y se echó a llorar—. Me caía muy bien, de verdad, era un hombre tan extraño... Nos fuimos a la cama, ¿sabe?

Langtry no supo qué decir ante semejante franqueza. Hasta su voz incorpórea dejaba entrever cierto encanto. Además, estaba convencido de que las lágrimas eran auténticas.

—Pues sí, lo hicimos —continuó ella, con audacia—. Me lo llevé a un agujero horrible del Barrio Francés. Ya se lo conté a la policía. De todos modos, era un hombre que me gustaba, me gustaba mucho. Le dije que no empezara a rondar a nuestra familia. ¡Se lo dije! Tenía ideas de lo más raras. No sabía nada.

Le dije que se marchara; quizá lo hizo. Eso fue lo que pensé, ¿comprende?, que había tomado mi advertencia en serio y se había largado.

Langtry le rogó que lo ayudara a descubrir lo que había sucedido. Explicó que él era un colega de Townsend y que se conocían muy bien. —¿ Colega?¿ Quiere decir que usted forma parte de aquel grupo?

—Sí, si se refiere a Talamasca...

—Shhh, escúcheme. Quienquiera que sea usted, venga aquí si lo desea. Pero que sea mañana por la noche, porque doy una fiesta, ¿ comprende? Digamos que así podrá perderse entre los demás. Si alguien le pregunta quién es, cosa que no creo, diga que es un invitado de Stella. Pregunte por mí. Pero, por el amor de Dios, no hable de Townsend y no mencione el nombre de su... bueno, como lo llame.

—Talamasca...

—Sí. Ahora escuche con atención lo que le digo. Habrá mucha gente, desde personas de etiqueta hasta gente con harapos, ¿comprende?, sea discreto.

Cuando se acerque a mí, déme un beso en la mejilla y dígame su nombre al oído. ¿Cómo era?

—Arthur Langtry.

—Mmmm, de acuerdo. Es fácil de recordar, ¿verdad? Bueno, tenga cuidado.

No puedo seguir hablando. Vendrá, ¿no? ¡Es preciso que venga!

—Sí, lo haré —respondió Langtry; trataba, en silencio, de saber si le tendían alguna trampa—. Pero ¿por qué tenemos que ser tan circunspectos? Yo no...

—Escúcheme, querido —añadió ella, en voz baja—, todo lo de su organización suena muy bonito, la biblioteca y todas esas maravillosas investigaciones sobre lo oculto. Pero no sea tonto. El nuestro no es un mundo de sesiones de espiritismo, médiums y parientes muertos que le dicen a uno que busque la escritura de propiedad del inmueble de tal calle entre las páginas de la Biblia o cosas por el estilo. Y con respecto a las ridiculeces del vudú, bueno, es una diversión más. Ah, a propósito, no tenemos antepasados escoceses, somos todos franceses. Mi tío Julien inventó una historia sobre un castillo escocés cuando fue a Europa. Así que olvide por favor todo aquel asunto. ¡Pero le aseguro que sí hay algunas cosas! Eso es lo importante. Venga mañana temprano, alrededor de las ocho, ¿de acuerdo? Pero, por favor, no sea el primero en llegar. Bueno, ahora tengo que dejarlo; de verdad, no se imagina lo espantoso que es todo esto. Se lo diré con franqueza: ¡yo no pedí venir al mundo en esta familia demente! ¡De verdad! Mañana por la noche habrá trescientos invitados y yo no tengo ni un amigo en el mundo. Stella colgó.

Langtry, que había registrado toda la conversación en taquigrafía, la pasó en limpio, hizo una copia en papel carbón y se dirigió a la oficina de correos para mandarla a Londres, puesto que ya no confiaba en el hotel.

Luego fue a alquilar un frac y una camisa de etiqueta para la fiesta del día siguiente.

«Estoy completamente confundido», había escrito en la carta. «Estaba seguro que ella tenía algo que ver en la desaparición del pobre Stuart, pero ahora no sé qué pensar. Stella no me mentía, estoy seguro. ¿Pero por qué está asustada? Desde luego, no puedo hacer una apreciación inteligente de ella hasta que la vea.»

Aquella misma tarde llamó a Irwin Dandrich, el confidente de alta sociedad de alquiler, y le pidió que cenaran en un restaurante de moda del Barrio Francés, a pocas manzanas del hotel.

Aunque Dandrich no tenía nada que decir sobre la desaparición de Townsend, disfrutó mucho de la comida y no paró de cotillear sobre Stella.

—No se puede beber casi un litro de coñac francés todos los días y pretender vivir eternamente —comentó Dandrich, con gestos cansados y burlones, como si quisiera dar a entender que el tema le aburría, cuando en realidad le encantaba—. Y el romance con Pierce es una vergüenza. Vaya, el muchacho apenas tiene dieciocho años. Es una estupidez por parte de Stella hacer algo así.

Por favor, Cortland ha sido su mejor aliado contra Carlotta y ahora ella va y seduce a su hijo favorito. Y Dios sabe cómo Lionel lo soporta. Lionel es un monomaniaco, y el nombre de su monomanía, por supuesto, es Stella. ¿Iba a ir Dandrich a la fiesta?

—No me lo perdería por nada del mundo. Seguro que habrá fuegos de artificio muy interesantes. Stella ha prohibido a Carlotta que se lleve a Antha de la casa durante las fiestas. Carlotta está que trina y amenaza con llamar a la policía si a los juerguistas se les va la mano. —¿Cómo es Carlotta? —preguntó Langtry.

—Es como Mary Beth, pero con vinagre en las venas en lugar de vino añejo.

Es inteligente, aunque sin imaginación. Es rica, pero no desea nada. Es práctica, meticulosa y trabajadora, e insoportablemente aburrida. Desde luego, se ocupa absolutamente de todo; de Millie Dear, de Belle y de las pequeñas Antha y Nancy. Además, hay un par de sirvientes viejos que ya no saben ni quiénes son ni que hacen, y también cuida de ellos y de todos los demás. Stella, de verdad, tiene que sentirse culpable de todo esto. Siempre dejó que Carlotta empleara y despidiera a la gente, hiciera los cheques y riñera al personal. Y ahora que Lionel y Cortland se han puesto contra ella, bueno, ¿qué puede hacer? No, si yo fuera usted, no me perdería la fiesta, me quedaría hasta el final.

Langtry pasó el día siguiente explorando las tabernas y el hotel del Barrio Francés (una pocilga) donde Stella había llevado a Stuart. Todo el tiempo se sintió atormentado por la sensación de que Stuart había estado en aquellos sitios, de que el relato de Stella sobre las vueltas que habían dado era cierto.

A las ocho, vestido y arreglado para la fiesta, un taxi lo dejó en la puerta de la casa.

«Las calles estaban bloqueadas, llenas de automóviles. La gente entraba en tropel por la cancela del jardín y todas las ventanas de la casa estaban iluminadas. Mucho antes de llegar a la escalinata de entrada ya se oía el agudo sonido del saxofón. Por lo que pude ver, no había nadie en la puerta de entrada, así que simplemente pasé y me abrí paso en el vestíbulo entre un enjambre de jóvenes que reían, fumaban y se saludaban unos a otros. Nadie me prestó atención.

A cada minuto entraba más gente. Una muchedumbre bailaba en la parte de delante del salón. En realidad, había tanta gente, todos charlando y bebiendo en medio de una espesa nube de humo de cigarrillo, que apenas pude apreciar el mobiliario de la estancia. Bastante recargado, creo; parecía el salón de un transatlántico, con sus palmeras, sus retorcidas lámparas art déco y sus delicadas sillas ligeramente griegas.

La música de la banda, instalada en el porche lateral, detrás de un par de ventanales enormes, era ensordecedora. No sé cómo conseguía la gente hablar con semejante ruido. Yo ni siquiera podía mantener una sucesión de pensamientos coherentes.

Estaba a punto de salir de todo aquello cuando mis ojos se posaron sobre los bailarines que había junto a la ventana, y me di cuenta enseguida de que miraba fijamente a Stella, y resultaba mucho más teatral que en cualquier retrato. Iba envuelta en seda dorada, un escaso vestidito que venía a ser una combinación con flecos que apenas le tapaban unas rodillas bien formadas. Unas diminutas lentejuelas doradas cubrían las medias, así como el vestido, y una cinta de raso dorada con flores amarillas sujetaba el pelo, moreno y corto. Llevaba delicadas pulseras de oro y la esmeralda Mayfair al cuello, que aunque parecía absurdamente pasada de moda, destacaba sobre su piel blanca.

Parecía una niña-mujer, delgada, sin pecho, pero del todo femenina, con sus labios descaradamente rojos y unos enormes ojos negros que literalmente brillaban como gemas mientras recibía a la multitud que la miraba con adoración, sin perderse ni una nota del baile. Golpeaba sin parar el brillante suelo con sus piececitos enfundados en unos zapatos de tacón alto y fino, echaba la cabeza hacia atrás y se reía con placer, al tiempo que daba vueltas en círculo moviendo sus caderas estrechas y agitando los brazos.

"j Así se hace, Stella!", rugió alguien. "¡Sí, Stella, eso es!", animó otro al ritmo de la música. Y ella se las arreglaba para dar una respuesta encantadora a sus adoradores, al mismo tiempo que se entregaba en cuerpo y alma al baile.

En cuanto a su pareja pude verlo poco, pero estoy seguro de que en cualquier otra situación hubiera reparado en él inmediatamente, dada su juventud y su enorme parecido con ella; los mismos ojos y cabello negro y la misma tez blanca. Era apenas un muchacho. Su rostro tenía todavía la pureza de la porcelana y su cuerpo la complexión propia de su edad.

Participaba de la desenfrenada vitalidad de Stella. En el momento en que terminó la pieza, ella se dejó caer hacia atrás, confiada, en los brazos abiertos del joven. Él la abrazó con desvergonzada intimidad y mientras sus manos recorrían su torso andrógino la besó en los labios. La escena no tuvo nada de teatral, es más, creo que el joven no veía a nadie, tenía ojos sólo para ella.

Los invitados los rodearon; alguien echaba champán en la boca de Stella, mientras ella, por así decirlo, se acurrucaba contra el joven y la música empezaba otra vez. Varias parejas.empezaron a bailar, todas bastante modernas y muy alegres.

Pensé que no era el momento de acercarme a ella. Eran sólo las ocho y diez y quería observar un poco más lo que sucedía. Además, su aparición me había dejado desarmado. Se había llenado un gran vacío. Tuve la certeza entonces de que ella no había hecho daño a Stuart.

Así pues, mientras escuchaba el sonido de su risa por encima de la nueva embestida de la orquesta, reemprendí mi marcha hacia las puertas del vestíbulo.

Quiero mencionar que esta casa tiene un pasillo especialmente largo y una escalera asimismo larga y empinada. El primer piso parecía estar a oscuras y la escalera desierta, pero muchas personas pasaban junto a la escalera para dirigirse a una habitación muy iluminada, en la otra punta del salón.

Tenía la intención de seguirlos para hacer una pequeña exploración del lugar, pero en el momento en que apoyé mi mano sobre la barandilla vi a alguien en lo alto. Me di cuenta de inmediato que se trataba de Stuart. Mi impresión fue tan grande que casi me puse a gritar su nombre, pero comprendí que pasaba algo raro.

Debo señalar que tanto él como la luz que lo iluminaba desde abajo parecían completamente reales, pero su expresión me puso en guardia en el acto y me di cuenta de que lo que veía no podía ser real. Porque aunque me miraba directamente y era evidente que me conocía, no había ninguna urgencia en su rostro, sólo una tristeza profunda y una fatigada angustia.

Pareció tomarse su tiempo, a pesar de que sabía que lo había visto, y luego sacudió la cabeza de manera hastiada y repugnante. Seguí con mis ojos clavados en él, mientras Dios sabe cuántos individuos me empujaban y apretaban en medio de un barullo terrible, y una vez más sacudió la cabeza de aquella manera desagradable. Levantó la mano derecha y me hizo el inconfundible gesto de que me marchara.

Yo no me atreví a moverme. Permanecí tranquilo, como suelo hacer en semejantes ocasiones, tratando de resistir el inevitable delirio y de concentrarme en el ruido, los empujones y hasta en el suave murmullo de la música, mientras memorizaba cuidadosamente lo que veía.

Iba desaliñado y con la ropa sucia. El lado derecho de su cara parecía haber sufrido un golpe, o por lo menos, estaba descolorido.

Al final conseguí dar la vuelta y llegar al pie de la escalera; miré hacia arriba.

En aquel momento el fantasma pareció despertar de su aparente languidez. Una vez más sacudió la cabeza y me hizo gestos de que me fuera. —¡Stuart, muchacho, habíame si puedes! murmuré.

Empecé a subir la escalera con los ojos fijos en él; su expresión se hacía cada vez más temerosa. Vi que estaba cubierto de polvo, que su cuerpo, a pesar de que me miraba, mostraba los primeros signos de putrefacción. ¡Sí, hasta podía olerlo! Luego ocurrió lo inevitable: la imagen empezó a desvanecerse. "¡Stuart!", lo llamé, desesperado. Pero aquella imagen se oscurecía y, a través de ella y casi inconscientemente, vi a una mujer rubia y joven de extraordinaria belleza, que bajaba deprisa las escaleras y pasaba a mi lado envuelta en seda color melocotón, cargada de joyas y arrastrando una nube de dulce perfume.

Stuart había desaparecido y el olor a putrefacción humana también. La mujer murmuró una disculpa por haberme rozado. Creo que gritaba algo a determinadas personas del vestíbulo.

Luego se volvió, y mientras yo seguía mirando hacia arriba, sin reparar en ella y con la vista en el vacío, me cogió del brazo.

—La fiesta es abajo —dijo y me empujó con mucha suavidad.

—Estoy buscando el lavabo —respondí, porque no se me ocurrió otra cosa.

—Está aquí abajo, querido, saliendo de la biblioteca. Ahora te lo muestro, justo detrás de la escalera.

La seguí, confuso, bajamos la escalera y entramos en una habitación muy grande y débilmente iluminada. Sí, la biblioteca, sin duda, con estanterías hasta el techo, muebles de piel y sólo una lámpara encendida en el otro extremo, junto a una alfombra roja. Un gran espejo oscuro colgaba sobre la chimenea de mármol y reflejaba la única luz de la habitación como si fuera un santuario.

—Aquí lo tienes —dijo, señaló una puerta cerrada y se volvió rápidamente.

De pronto me di cuenta de que había un hombre y una mujer que retozaban en el sillón; se levantaron y desaparecieron deprisa. Parecía que la fiesta, con toda su algarabía, evitaba esta habitación. Aquí todo estaba cubierto de polvo y en silencio. Se percibía el olor a cuero y a papel viejo y yo me sentía inmensamente aliviado por estar solo.

Me hundí en un sillón de orejas delante del hogar, de espaldas al gentío que se movía por el pasillo y que yo veía por el espejo. Por el momento me sentía a salvo de la gente y deseaba que ninguna otra pareja buscara refugio en este rincón oscuro.

Saqué mi pañuelo y me sequé la cara. Sudaba terriblemente y me esforzaba por recordar cada detalle de lo que había visto.

Todos tenemos nuestras teorías sobre las apariciones, sobre el porqué aparecen con tal o cual disfraz o por qué hacen lo que hacen. Y mis teorías probablemente no coinciden con las de otros, pero mientras estuve sentado en la biblioteca tuve la certeza de que Stuart había decidido aparecerse ante mí de esa manera —descompuesto y putrefacto— por una buena razón: ¡sus restos estaban en esta casa! Y más aún, ¡me imploraba que me fuera! Me avisaba que tenía que marcharme. ¿Era una advertencia para toda Talamasca o sólo para Arthur Langtry?

Mientras cavilaba y mi pulso volvía a la normalidad, sentí lo mismo que sentía siempre después de tales experiencias, una liberación de adrenalina y ansias de descubrir qué se ocultaba detrás del tenue resplandor de lo sobrenatural que apenas acababa de entrever.

La pregunta vital era qué hacer. Por supuesto, debía hablar con Stella. ¿Pero cuánto más iba a explorar la casa antes de darme a conocer a ella? ¿Y la advertencia de Stuart, qué? ¿Cuál era exactamente el peligro ante el que debía estar preparado?

Pensaba en todo esto, consciente de que seguía el bullicio procedente del pasillo, cuando de repente me di cuenta de que algo en mi entorno inmediato había cambiado radicalmente. Levanté la mirada poco a poco, alguien se reflejaba en el espejo, una figura solitaria. Sobresaltado, miré por encima del hombro: no había nadie. Me volví otra vez hacia el oscuro espejo en sombras.

Un hombre miraba desde el reino de lo inmaterial, dentro del espejo.

Mientras yo lo estudiaba-la adrenalina recorría mi cuerpo y aguzaba mis sentidos— su imagen se hacía cada vez más clara y brillante, hasta que se convirtió en el indudable rostro pálido de un hombre joven de ojos pardos, que sin ninguna duda me miraba enfadado, con maldad.

En todos mis años con Talamasca nunca he visto una aparición tan exquisitamente lograda. Parecía un hombre de unos treinta años, tenía una tez deliberadamente perfecta, bien coloreada, con mejillas sonrosadas y una tenue palidez debajo de los ojos. Llevaba ropa muy pasada de moda, con cuello blanco alto y elegante corbata de seda. El pelo, algo ondulado, tenía un toque de descuido, como si acabara de peinarse con las manos. Su boca era blanda, fresca, de un rojo suave. Se veían las líneas de los labios e incluso una sombra de barba sobre el mentón.

Pero el efecto era horrible, porque no era un ser humano, ni una pintura, ni una imagen en el espejo. Era algo infinitamente más brillante que cualquiera de estas cosas y silenciosamente vivo.

Los ojos marrones estaban cargados de odio y, mientras lo miraba, sus labios temblaron ligeramente con ira y, por fin, con rabia.

Lenta y deliberadamente levanté mi pañuelo y me cubrí la boca. "¿Has matado a mi amigo, espíritu?", murmuré. Pocas veces me había sentido tan despierto, tan odiado por la adversidad. "¿Y bien, espíritu?", volví a murmurar.

Vi cómo se debilitaba y perdía solidez, incluso su animación. La cara, tan bien moldeada y expresiva de emociones negativas, se desvanecía poco a poco.

—No te librarás de mí con tanta facilidad, espíritu —dije en voz baja—. ¡Ahora tenemos dos cuentas que arreglar! Petyr van Abel y Stuart Townsend; estamos de acuerdo, ¿no?

La ilusión parecía no tener poder para contestarme. De pronto el espejo entero tembló y se convirtió de nuevo en un cristal oscuro; a mis espaldas, la puerta se cerraba de un portazo.

Oí pisadas sobre el parqué, más allá de la alfombra china. El espejo estaba vacío y reflejaba sólo estanterías y libros.

Me volví y vi una mujer joven que avanzaba sobre la alfombra, con los ojos fijos en el espejo. Su porte reflejaba ira, confusión y angustia. Era Stella. Se detuvo delante del espejo y lo miró fijamente, de espaldas a mí; entonces se dio la vuelta.

—Bien, supongo que podrá describir todo esto a sus amigos de Londres, ¿no? —dijo. Parecía al borde de la histeria—. ¡Puede decirles lo que ha visto!

Me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies. El vestido dorado, con sus capas de flecos y sus lentejuelas, se agitaba a su alrededor. Con un gesto ansioso agarró la monstruosa esmeralda que colgaba de su cuello.

Traté de levantarme, pero me dijo que me sentara. Inmediatamente tomó asiento en el sillón, a mi lado, y apoyó con firmeza la mano sobre mi rodilla. Se inclinó sobre mí y se acercó tanto que pude ver el maquillaje en sus largas pestañas y el colorete que cubría sus mejillas. Parecía una muñeca crecida de mejillas encarnadas, una diosa de cine desnuda con su seda transparente.

—Escuche, ¿puede llevarme con usted a Inglaterra? —preguntó— ¿Puede llevarme con la gente de Talamasca? ¡Stuart me dijo que podía!

—Si me cuenta lo que sucedió con Stuart, la llevaré adonde quiera. —¡No lo sé! —respondió, y enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas—.

Escuche, debo salir de aquí. Yo no le he hecho daño. Yo no hago ese tipo de cosas. ¡Nunca lo he hecho! Dios mío, ¿no me cree? ¿No se da cuenta de que le digo la verdad?

—De acuerdo. ¿Qué quiere que haga? —¡Simplemente ayúdeme! Sáqueme de aquí, lléveme a Inglaterra. Mire, tengo mi pasaporte, tengo mucho dinero... —En aquel momento se calló, abrió un cajón de la mesa y sacó un fajo enorme de billetes de veinte dólares—. Con esto puede comprar los billetes. Puedo encontrarme con usted esta noche.

Antes de que yo pudiera responder, levantó la mirada sobresaltada. La puerta se había abierto y entró el joven con el que había bailado antes, con las mejillas encendidas y muy preocupado.

—Stella, te he estado buscando...

—Sí, cariño, ahora mismo voy-respondió; se puso de pie y me lanzó una significativa mirada por encima del hombro—. Ahora, tráeme una copa, ¿quieres? —Le arregló la corbata, le dio la vuelta y lo empujó cariñosa pero efectivamente hacia la puerta.

Era evidente que el chico sospechaba algo, pero por educación hizo lo que ella le pedía. Nada más cerrar la puerta, Stella se acercó de nuevo a mí. Estaba roja, casi febril, y absolutamente persuasiva. En realidad, yo tenía la impresión de que en cierto modo era una persona inocente, que creía en todo el optimismo y la rebeldía de los "hijos del jazz". Parecía auténtica, no sé si me explico.

—Vaya a la estación —me imploró— y compre los billetes. Me encontraré con usted en el tren. —¿Pero en qué tren, a qué hora? —¡No sé qué tren! —Se retorció las manos—. ¡No sé a qué hora! Tengo que salir de aquí. Mire, iré con usted.

—Sí, parece lo mejor. Puede esperarme en el taxi mientras recojo mis cosas en el hotel.

—Sí, es una buena idea —murmuró—. Sí, y nos iremos en el primer tren que salga, siempre podemos cambiar de destino más adelante. —¿Y qué hacemos con él? —¿Quién? —preguntó, contrariada—. ¿Pierce? Pierce no será ningún problema, es un amor. Puedo manejarlo.

—Sabe que no me refiero a Pierce —dije—, sino al hombre que he visto hace un momento en aquel espejo, el hombre que la obliga a huir.

Parecía absolutamente desesperada, como un animal acorralado. Pero no era yo quien la acorralaba, ¿cómo iba a hacerlo?

—Escuche, no fui yo quien lo hizo desaparecer-dijo en voz baja—, ¡sino usted! —Trataba de calmarse, la mano apoyada sobre su agitado pecho—. Él no nos detendrá —añadió—. No lo hará, créame.

En aquel momento reapareció Pierce. Abrió la puerta de par en par, dejando que entrara la cacofonía del exterior. Ella cogió con elegancia la copa de champán que le ofrecía y se bebió la mitad.

—Hablaré con usted dentro de unos minutos —me dijo, con deliberada dulzura—. Volveré enseguida. Me esperará aquí, ¿verdad? No, ¿sabe qué?, ¿por qué no sale a tomar un poco el aire? Espéreme en el porche delantero, querido, y yo iré a hablar allí con usted.

Pierce sabía que ella tramaba algo. La miró a ella y luego a mí, pero estaba claro que no sabía qué hacer. Stella lo cogió del brazo y salieron. Yo eché una mirada a la alfombra y vi los billetes de veinte dólares caídos y desparramados.

Me agaché rápidamente a recogerlos, los puse de nuevo en el cajón y salí al pasillo.

Justo frente a la biblioteca me encontré con un retrato de Julien Mayfair, una pintura al óleo muy bien hecha, al estilo Rembrandt. Ojalá hubiera tenido tiempo para estudiarla.

Pero me apresuré hacia la puerta de entrada y me abrí paso entre la gente de la manera más educada que pude.

Pasaron unos tres minutos hasta que conseguí llegar al pie de la escalera, y en aquel momento lo vi otra vez o por lo menos eso me pareció durante un instante terrible; era el hombre de cabello castaño que había visto en el espejo.

Esta vez me miraba por encima del hombro de un invitado, desde un rincón del vestíbulo central.

Traté de verlo otra vez, pero no pude. La gente se apretujaba a mi alrededor como si tratara de bloquearme el paso a propósito, lo que, por supuesto, no era cierto.

Luego vi que alguien frente a mí señalaba la escalera. Yo estaba a pocos metros de la puerta y me volví. Vi a una niña en la escalera, una chiquilla rubia muy bonita. Sin duda se trataba de Antha, aunque parecía muy pequeña para los ocho años que tenía. Llevaba un camisón de franela, iba descalza y lloraba, desde el otro lado de la barandilla, mientras observaba la puerta del salón.

Yo también me volví para mirar hacia la puerta del salón; en ese preciso instante alguien gritó y el gentío se apartó a derecha y a izquierda, visiblemente atemorizado. A mi izquierda había un hombre pelirrojo de pie, en el vano de la puerta. Mientras yo lo observaba con absoluto espanto, levantó una pistola con su mano derecha y disparó. El estampido ensordecedor sacudió la casa y de inmediato el pánico se apoderó de todos. El aire se llenó de gritos. Alguien había caído junto a la puerta principal y el resto de la gente simplemente huía pasando por encima del cuerpo. Todos se esforzaban por escapar a través del vestíbulo.

Vi a Stella en el suelo, en medio del salón. Estaba de espaldas, con la cabeza a un lado, mirando hacia el vestíbulo. Yo me precipité hacia allí, pero no lo suficientemente rápido para evitar que el joven pelirrojo que estaba de pie junto a ella disparara otra vez. Su cuerpo se convulsionó y un chorro de sangre surgió del costado de la cabeza.

Le cogí la mano al bastardo, que volvió a disparar, y lo sujeté por la muñeca.

La bala no dio en el blanco y se incrustó en el parqué. Parecía que los gritos fueran cada vez más fuertes. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos.

Alguien intentó coger al hombre por detrás y yo me las arreglé para quitarle la pistola, aunque sin querer pisé el cuerpo de Stella, exactamente los pies.

Me arrodillé con la pistola y luego la arrojé al suelo. El asesino forcejeaba en vano contra unos seis hombres. Los trozos de cristales de las ventanas cayeron dentro, sobre nosotros y el cuerpo de Stella. La sangre se deslizaba sobre su cuello y sobre la esmeralda Mayfair, apoyada, torcida, sobre su pecho.

Sonó entonces un trueno monstruoso que acalló los ensordecedores gritos y chillidos que llegaban de todos los rincones. Y vi cómo la lluvia empezaba a entrar en la casa; luego oí cómo caía de los porches y, por último, se apagaron las luces.

A la luz de los repetidos relámpagos vi que los hombres sacaban ai asesino del salón. Una mujer se arrodilló junto a Stella, le cogió la muñeca inerte y lanzó un grito de agonía.

La niña, por su parte, había entrado en el salón y estaba de pie, descalza, mirando a su madre. En aquel momento empezó a gritar "Mamá, mamá, mamá", con una voz aguda y penetrante que se elevaba por encima del bullicio, como si a cada grito su comprensión de lo que había sucedido ahondara su desamparo. —¡Que alguien se lleve a la niña! —exclamé. Y un grupo de personas la rodeó y trató de sacarla de allí. Yo me aparté para dejarles paso y, poniéndome de pie, me acerqué a la ventana que daba al porche lateral. Con otro relámpago de luz blanca, vi que alguien cogía la pistola y se la daba a otro y éste, a su vez, a un tercero, que la sostuvo como si se tratara de un ser vivo. Las huellas dactilares ya no tenían importancia, si es que alguna vez la tuvieron, puesto que había innumerables testigos. No había, pues, razón para que no me fuera mientras todavía podía hacerlo. Me di la vuelta y salí al porche lateral. En el momento en que pisé el jardín quedé empapado por el aguacero.

Montones de personas se apiñaban por los alrededores, las mujeres lloraban, los hombres hacían lo que podían para cubrirlas con sus chaquetas y todos estaban empapados, temblaban y no sabían qué hacer. Las luces parpadearon durante un segundo, pero un nuevo y violento relámpago las apagó definitivamente. Cuando una ventana de arriba estalló de repente dejando caer una lluvia de cristales brillantes, una vez más cundió el pánico.

Yo me apresuré hacia la parte trasera de la propiedad, con la intención de escabullirme por el camino de atrás sin que me vieran. Esto significó una carrera corta por el sendero de lajas y subir dos peldaños hasta el patio que rodeaba la piscina; entonces eché un vistazo al callejón lateral en dirección a la cancela.

A pesar de la cortina de lluvia, vi que estaba abierta y divisé también los adoquines de la calle mojados y brillantes. Los truenos retumbaban por encima de los tejados y los rayos ponían al descubierto de una manera horrible todo el jardín, con sus barandillas, sus altas camelias y las toallas de baño que cubrían los armazones negros de hierro de las sillas. El viento había destrozado todo irremediablemente.

De repente oí ruido de sirenas. Mientras me precipitaba hacia la acera, divisé a un hombre inmóvil y rígido, junto a una gran mata de plátanos, a la derecha de la cancela.

Mientras me acercaba, me volví a la derecha y eché una mirada al rostro del hombre. Era el espíritu, visible una vez más, aunque no tenía la más mínima idea de por qué. Mi corazón empezó a palpitar peligrosamente, sentí un mareo momentáneo y una presión en mis sienes, como si algo dificultara la circulación sanguínea.

Tenía el mismo aspecto que antes. Vi los inconfundibles ojos marrones y el cabello castaño, un atuendo borroso, excepto por lo atildado, y cierta vaguedad en la imagen en general. Sin embargo, las gotas de lluvia brillaban al golpear sobre sus hombros y solapas. Brillaban también sobre su cabello. Pero fue el rostro de aquel ser lo que realmente me impresionó. Aparecía terriblemente transfigurado por la angustia; sus mejillas estaban bañadas por silenciosas lágrimas mientras me miraba a los ojos.

—Dios santo, háblame si puedes —dije. Casi las mismas palabras que le había dicho al pobre espíritu de Stuart. Estaba tan fuera de mis cabales que arremetí contra él, traté de cogerlo por los hombros para que me sorprendiera si podía.

Se desvaneció. Sólo en esta ocasión sentí cómo se desvanecía. Sentí la tibieza y el súbito movimiento del aire. Como si algo lo hubiera absorbido, y los plátanos se agitaban con violencia. Pero en aquel momento el viento y la lluvia también los azotaban. De repente tuve la sensación de no saber lo que había visto ni lo que había percibido. Mi corazón palpitaba con demasiada fuerza y volví a marearme. Era el momento de irme.

Cogí por Chestnut Street, pasé junto a muchas personas que vagaban y lloraban y me alejé del viento y la lluvia por Jackson Avenue, hasta llegar a un tramo claro y despejado, en el que el tráfico circulaba aparentemente sin enterarse de lo que sucedía unas pocas manzanas más allá. Al cabo de pocos segundos, tomé un taxi para ir al hotel.

En cuanto llegué, recogí mis cosas, las llevé abajo yo mismo sin ayuda del botones y pagué la cuenta de inmediato. Hice que el taxi me llevara a la estación, cogí el tren de medianoche con destino a Nueva York; en estos momentos estoy en mi camarote.

Si no llegamos a hablar en Londres, por favor, no olvidéis lo que voy a deciros: no enviéis a nadie a este lugar. Por lo menos no por ahora. Vigilad y esperad, tal como dice nuestro lema. Sopesad las pruebas. Tratad de extraer alguna lección de lo que ha sucedido. Y, sobre todo, estudiad el informe Mayfair. Estudiadlo en profundidad y poned todo el material en orden.

No podemos esperar que se haga justicia con respecto a Stuart. No podemos esperar una resolución legal. Ni siquiera con la investigación que inevitablemente seguirá a los horrores de esta noche, se hará un registro de la casa Mayfair ni del terreno adyacente. ¿Y cómo podríamos exigir que se tomaran semejantes medidas?

Pero Stuart no será olvidado jamás. Y soy lo suficientemente hombre, incluso en mi crepúsculo, para creer que habrá justicia, tanto para Stuart como para Petyr, aunque no sé de qué tipo ni de quién provendrá.

No hablo de justo castigo ni de revancha. Hablo de iluminación, comprensión y, sobre todo, solución. Hablo de la luz final de la verdad.»

Arthur envió la carta desde Saint Louis, Misuri. Una copia borrosa hecha con papel carbón llegó dos días más tarde desde Nueva York, con una breve posdata que explicaba que había reservado billetes y se embarcaría hacia Londres al final de la semana.

Dos días después de zarpar, Arthur llamó al doctor del barco. Se quejó de dolores en el pecho y le pidió alguna medicina corriente para la indigestión.

Media hora más tarde, el médico lo encontró muerto, aparentemente de un infarto. Eran las seis y media de la tarde del 7 de septiembre de 1929.

21

Él la besaba y sus manos acariciaban sus pechos. El placer era muy vivido; paralizante. Ella trató de levantar la cabeza, pero no podía moverse. El ruido constante de los motores del avión la mecía. Sí, es un sueño. Sin embargo, parecía tan real que otra vez se sumergió en él. Faltaban sólo cuarenta y cinco minutos para que aterrizaran en el Aeropuerto Internacional de Nueva Orleans.

Debía tratar de despertarse. Pero entonces él volvió a besarla, introdujo la lengua con suavidad entre sus labios, con suavidad y también con energía, mientras sus dedos le acariciaban los pezones, los pellizcaban, como si estuviera desnuda debajo de la pequeña manta de lana. Ay, sabía como hacerlo, los pellizcaba muy lentamente, pero con fuerza. Ella se volvió hacia la ventanilla, suspirando y recogiendo las rodillas contra la cabina. Nadie la veía. La primera clase estaba medio vacía y ya casi habían llegado.

Otra vez le pellizcaba los pezones, ahora un poquito más fuerte. Ah, qué delicia. No te preocupes, no me harás daño. Aprieta más tus labios contra los míos. Lléname con tu lengua. Ella abrió su boca contra la suya y él le acarició el pelo, y sintió una nueva sensación, un hormigueo que recorrió su cuerpo.

Semejante mezcla de sensaciones era un milagro, como si fueran colores pálidos y brillantes que se confundieran, mientras un estremecimiento recorría su espalda desnuda y sus brazos y la pasión palpitaba entre sus piernas. «¡Entra!

Quiero que me llenes, sí, con tu lengua y contigo, entra con más fuerza.» Era enorme, aunque suave, lubricada como estaba con su flujo.

Tuvo un orgasmo en silencio; se estremeció bajo la manta, el cabello le cubría la cara, semiinconsciente de que no estaba desnuda, de que no había nadie que la tocara, que pudiera producirle semejante placer. Sin embargo, seguía y seguía, mientras el corazón se detenía, la sangre fluía a su rostro y los espasmos se deslizaban de sus muslos a las pantorrillas.

Rowan, si esto no cesa te morirás. Su mano acarició su mejilla. Él le besó los párpados. «Te amo...»

Abrió los ojos de repente. Durante un momento no supo dónde estaba.

Luego vio la cabina. El pequeño antifaz se había deslizado de sus ojos y todo a su alrededor parecía de un pálido gris luminoso, envuelto por el sonido de los motores. Los espasmos todavía le recorrían el cuerpo. Se reclinó sobre el mullido asiento del avión y se entregó a maravillosas y suaves sacudidas eléctricas, mientras sus ojos recorrían indolentes el techo del aparato; se esforzaba por mantenerlos abiertos, por despertarse.

Dios, ¿qué aspecto tendría después de esta pequeña orgía? Ruborizada.

Se incorporó lentamente y se echó el cabello hacia atrás con las dos manos.

Trató de invocar otra vez el sueño, no en busca de sensualidad, sino de información. Intentó viajar al centro del sueño, para saber con quién había estado. Michael no era, no. Esa era la peor parte.

«Dios mío —pensó—, le he sido infiel con nadie. Qué extraño.» Se apretó las mejillas contra las manos. Le ardían. Todavía sentía el suave y vibrante placer, que se debilitaba. —¿Cuánto falta para que aterricemos en Nueva Or-leans? —preguntó a la azafata que pasaba junto a ella. —Treinta minutos. Abróchese el cinturón, por favor.

Rowan se recostó sobre su asiento, buscó a tientas el cinturón y se abandonó plácidamente. ¿ Cómo podía provocar algo así un sueño? ¿Cómo podía llegar tan lejos? —¿Desea beber algo antes de que aterricemos?

—No, sólo café. —Cerró los ojos. ¿ Quién era el amante de su sueño?

Ningún rostro, ningún nombre. Sólo la sensación que era alguien más frágil que Michael, casi etéreo, o por lo menos ésa era la palabra que se le ocurría. Sin embargo, aquel hombre había hablado, estaba segura, pero todo, excepto el recuerdo del placer, se había borrado de su memoria.

En el momento en que se sentó para tomarse el café se dio cuenta de que tenía una ligera irritación entre las piernas. Seguramente efecto de las violentas contracciones. Gracias a Dios no había nadie cerca, ni junto a ella ni al otro lado del pasillo. Sin duda, si no hubiera estado oculta bajo la manta, no habría llegado tan lejos. Es decir, si hubiera podido elegir, se habría obligado a despertar.

Tomó lentamente un trago de café y levantó la cortina blanca de plástico.

Se veía una marisma verde bajo el profundo sol de la tarde, y la serpentina marrón del río rodeaba con sus curvas la lejana ciudad. Sintió una súbita alegría. Ya casi había llegado. El ruido de los motores se hizo más fuerte con el descenso.

No quería seguir pensando en el sueño. Honestamente, deseaba no haberlo tenido. En realidad, de pronto le resultaba muy desagradable y se sentía sucia, cansada, enfadada. Hasta le daba un poco de asco. Quería pensar en su madre y en el encuentro con Michael. —¿Dónde estás, Michael? —murmuró, mientras se echaba nuevamente hacia atrás y cerraba los ojos.

22

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Octava parte La familia desde 1929 basta 1956 Las consecuencias inmediatas de la muerte de Stella En octubre y noviembre de 1929, el mercado bursátil quebró y el mundo entró en la «gran depresión». Los «alegres veinte» llegaron a su fin. Las personas ricas perdieron su fortuna. Los multimillonarios se tiraban por las ventanas y en este nuevo período de inoportuna austeridad surgió la inevitable reacción cultural a los excesos de la década de los veinte. Las faldas cortas, las fiestas inundadas de alcohol, las películas y libros con sofisticaciones sexuales pasaron de moda.

Tras la muerte de Stella, en la casa Mayfair de First Street y Chestnut Street de Nueva Orleans, las luces se apagaron y nunca más volvieron a brillar como antes. En su funeral, las velas iluminaron el ataúd abierto en medio del salón doble. Y cuando Lionel, su hermano, que la había matado de dos disparos frente a numerosos testigos, fue enterrado poco después, su cuerpo no salió de la casa, sino del aséptico salón de una funeraria de Magazine Street, a pocas manzanas de allí.

A los seis meses de la muerte de Lionel, los mueble art déco de Stella, sus numerosas pinturas modernas y sus incontables discos de jazz, blues y ragtime desaparecieron de las habitaciones de First Street. Lo que no fue a parar a las enormes buhardillas de la casa, terminó en la calle.

Los sólidos muebles Victorianos, que se guardaban desde la pérdida de Riverbend, llenaron las habitaciones. Se cerraron los postigos de las ventanas que daban a Chestnut Street para no volver a abrirse jamás.

Pero estos cambios tienen poco que ver con el fin de los «alegres veinte», la quiebra de la bolsa o la gran depresión.

La firma familiar Mayfair y Mayfair hacía mucho que había sacado sus enormes fondos de los ferrocarriles y del peligroso mercado bursátil afectado por la inflación. En 1924 ya habían liquidado sus inmensas propiedades en Florida, con buenos beneficios, y mantenían las propiedades de California por el auge de las tierras del oeste. Con los millones invertidos en oro, francos suizos, minas de diamantes en Sudáfrica y en innumerables negocios lucrativos, la familia estaba una vez más en posición de prestar dinero a los amigos y primos lejanos que habían perdido todo lo que tenían. Y eso fue lo que se hizo, prestar dinero a diestro y siniestro, tejiendo una nueva trama, una incalculable red de contactos políticos y sociales, para, en última instancia, protegerse de cualquier tipo de interferencia, tal como se había hecho siempre.

Ni un solo funcionario de policía interrogó jamás a Lionel Mayfair sobre sus motivos para disparar contra Stella. Dos horas después de la muerte de su hermana, ingresaba en una clínica psiquiátrica privada, en la que cansados doctores asentían pacientes a los delirios de Lionel sobre el diablo que caminaba por los pasillos de la casa de First Street y sobre la pequeña Antha que se lo llevaba a la cama.

«Estaba allí con Antha y yo lo sabía. Todo sucedía otra vez. Y mi madre ya no estaba, no había nadie. Sólo Carlotta, que se peleaba con Stella sin cesar. Ay, no puede imaginarse los portazos y los gritos. Éramos una familia de hijos sin madre. Mi hermana mayor, Belle, cogida a su muñeca, llorando. Y Millie Dear, pobre Millie, rezando el rosario en el porche lateral y meneando la cabeza. Y Carlotta, que luchaba por ocupar el lugar de mamá, y era incapaz de hacerlo. ¡Ella es un soldadito de plomo comparada con mamá! Stella le arrojaba cosas y le decía: "¿Qué te crees, que vas a encerrarme?" Stella estaba histérica.

Niños, eso es lo que éramos. ¡Yo llamaba a su puerta y Pierce estaba dentro con ella! Yo lo sabía, y todo pasaba a plena luz del día. Ella me mentía, y él estaba con Antha, yo lo veía. ¡Lo veía constantemente! ¡Lo veía! Los veía a los dos, juntos, en el jardín. Y ella lo sabía, supo siempre que él estaba con Antha, y los dejaba. —¿Vas a dejar que él la posea? —me preguntó Carlotta. ¿Cómo demonios iba a impedirlo? Ella tampoco podía. Antha estaba en el jardín, bajo los árboles, y cantaba con él, recogía las flores que él hacía volar por el aire. ¡Yo lo vi! ¡Yo lo vi muchas veces! Oía cómo ella se reía. ¡De esa forma solía reírse Stella! Ay, Dios, usted no lo comprende. Una familia de niños. ¿Y por qué éramos niños?

Porque no sabíamos cómo ser malos. ¿Lo sabía mamá? ¿Lo sabía Julien? ¿Sabe por qué Belle es idiota? ¡Fue fruto del incesto! ¡Y Millie Dear también!

Dios mío, ¿sabe que Millie Dear es hija de Julien? ¡Sí, así es! Pongo a Dios por testigo de que lo es. ¡Y ella lo ve a él y miente! Yo sé que lo ve.

—Déjala tranquila —me decía Stella—, no importa. Yo sé que Millie puede verlo. Lo sé muy bien. Llevaban cajas de champán para la fiesta. Cajas y cajas y ahí estaba Stella, bailando al compás de sus discos. "Ponte un poco decente para la fiesta, Lionel, ¿quieres?" Por el amor de Dios, ¿sabía alguien lo que sucedía? ¡Y Carl, que hablaba de mandar a Stella a Europa! ¡Cómo podía alguien lograr que Stella hiciera algo! ¿Y qué importaba que estuviera en Europa? Traté de decírselo a Pierce. Cogí a ese chico por la garganta y le dije: "Te obligaré a que me escuches. De haber podido también lo habría matado a él. Lo habría hecho, ¿por qué no me dejaron, Dios mío? ¿No te das cuenta de que ahora es Antha quien lo posee? ¿Estás ciego?" Eso fue lo que le dije. ¡Ya me dirá! ¡Están todos ciegos!»

Nos contaron que continuó así durante días y días, sin cesar. Lo arriba citado es sólo un fragmento de las notas tomadas, palabra por palabra, por el doctor para sus archivos. Luego nos informaron que «el paciente continúa con "ella" y "él" y una de esas personas se supone que es el diablo». O que: «Delira otra vez incoherencias en las que sugiere que alguien lo incitó a hacerlo, pero no está muy claro a quién se refiere.»

En la noche anterior al entierro de Stella, tres días después de su asesinato, Lionel trató de escapar. A partir de entonces lo mantuvieron encerrado permanentemente.

«Nunca sabré cómo consiguieron arreglar a Stella —dijo un primo mucho tiempo después—, pero estaba preciosa.»

En realidad aquélla fue su última fiesta. Dejó instrucciones detalladas sobre cómo debía hacerse todo. ¿Y sabe de lo que me enteré más tarde? ¡Que lo había escrito a los trece años! ¡Imagínese las ideas románticas de una niña de trece años!

Pero fue algo romántico para los criterios de todo el mundo; Stella yacía vestida de blanco en el ataúd abierto, situado en un extremo del largo salón, rodeada de docenas de velas de cera que daban una luz bastante espectacular.

«Le diré lo que parecía —comentó mucho después uno de los primos—. ¡Las procesiones de mayo! Con todos esos lirios, todo aquel perfume y ella de blanco como la reina de mayo.»

Cortland, Barclay y Garland recibían a los cientos de primos que llegaban. A Pierce le permitieron presentar sus respetos, pero de inmediato lo enviaron a Nueva York con la familia de su madre. Se cubrieron los espejos, según la vieja costumbre irlandesa, pero nadie sabe muy quién ordenó hacerlo.

La noche siguiente al funeral de Stella, Lionel se despertó gritando en el asilo: «¡Él está aquí y no me dejará en paz!»

Al final de aquella semana ya le habían puesto la camisa de fuerza y el 4 de noviembre lo metieron en una celda de paredes acolchadas. Mientras los médicos discutían si someterlo a electroshocks o, simplemente, mantenerlo sedado, él pasaba las horas en cuclillas, en un rincón, sin poder sacar los brazos de la camisa de fuerza, gimiendo y tratando de apartar la cabeza de su verdugo invisible.

Las enfermeras explicaron a Irwin Dandrich que gritaba pidiendo a Stella que lo ayudase. «Me está volviendo loco. Ay, por el amor de Dios, ¿por qué no me mata? Stella, ayúdame. Stella, dile que me mate.»

«Los médicos consideran que su locura es completa e incurable —escribió uno de nuestros detectives privados—. Si se curara, por supuesto tendría que enfrentarse a un juicio por asesinato. Sólo Dios sabe lo que Carlotta ha dicho a las autoridades. Es posible que no les haya dicho nada, y es posible también que nadie le haya preguntado nada.»

La mañana del 6 de noviembre, Lionel, solo y desatendido, tuvo un ataque de convulsiones y murió ahogado, después de tragarse la lengua. No se realizó velatorio en el salón de la funeraria de Magazine Street. No se recibió a los primos la mañana del funeral y se les avisó de que fueran directamente a la misa de la iglesia de St. Alphonsus. Los encargados de la funeraria les informaron que no asistieran al cementerio porque la señorita Carlotta quería una ceremonia discreta.

A pesar de todo, se reunieron ante las puertas de Prytania Street de Lafayette n.° 1, y observaron desde lejos cómo se colocaba el ataúd de Lionel al lado del de Stella.

Según la leyenda de la familia: «Todo había concluido, todo el mundo lo sabía. El pobre Pierce lo superó con el tiempo. Estudió una temporada en Columbia y al año siguiente ingresó en Harvard. Pero hasta el día de su muerte nadie volvió a mencionar a Stella en su presencia. ¡Cómo odiaba a Carlotta! La única vez que lo oí hablar del tema, dijo que ella era la responsable. Era ella la que tendría que haber apretado el gatillo.»

Pierce no sólo se recuperó, sino que se convirtió en un brillante abogado que jugó un importante papel en la expansión de la fortuna Mayfair durante las décadas siguientes. Murió en 1986. Su hijo, Ryan Mayfair, nació en 1936 y actualmente es la persona clave de Mayfair y Mayfair. El joven Pierce, hijo de Ryan, hoy en día es el joven más prometedor de la empresa.

Pero los primos que decían que «todo había concluido» tenían razón.

Con la muerte de Stella, en efecto, había terminado el poder de las brujas Mayfair. Stella fue la primera descendiente de Deborah dotada de poderes psíquicos que murió joven y la primera que tuvo una muerte violenta. A partir de entonces ninguna bruja Mayfair volvería a «mandar» en First Street ni a asumir el control directo del legado. En realidad, la actual designada es una muda catatónica y su hija, Rowan Mayfair, es una joven neurocirujana que vive a más de tres mil kilómetros de First Street y no sabe nada de su herencia, su patrimonio, ni su familia.

El estado de la investigación en 1929 No se hizo autopsia a Arthur Langtry. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Talamasca en Inglaterra, tal como él había dispuesto hacía bastante tiempo. No existen pruebas de que haya muerto violentamente; en realidad, su última carta, en la que describe el asesinato de Stella, indica que ya tenía algunos problemas cardíacos.

A pesar de todo, para el consejo rector de Talamasca, Arthur Langtry fue otra víctima de las brujas Mayfair. Y la visión que tuvo del espíritu de Stuart fue aceptada por expertos investigadores como una prueba de que Stuart había muerto en la casa Mayf air.

Pero lo que Talamasca quería saber era cómo había muerto exactamente. ¿Lo había matado Carlotta? Y si era así, ¿porqué?

El argumento principal que señala a Carlotta como asesina quizá ya resulte evidente y se haga incluso más evidente a medida que esta narración avance.

Durante toda su vida ha sido católica practicante, abogada honesta y escrupulosa, y una ciudadana respetuosa de las leyes. Su crítica tenaz a Stella se basaba, aparentemente, en sus propias convicciones morales, o al menos eso era lo que sus familiares, amigos e incluso observadores casuales pensaban.

Por otra parte, muchas personas aseguran que Carlotta hizo todo lo necesario, excepto poner el arma en sus manos, para que Lionel disparara contra Stella.

Pero nunca hubiera puesto el arma en sus manos, una acción pública como el asesinato de Stella con semejante carga emocional, es algo muy diferente de un asesinato secreto y a sangre fría de un desconocido que apenas había tratado. ¿Acaso era Lionel el asesino de Stuart Townsend? ¿Y Stella, qué? ¿Y cómo vamos a descartar al Impulsor? Si consideramos que este ser tiene una personalidad, una historia, un perfil como se dice hoy en día, ¿el asesinato de Townsend, no se ajusta mejor al modus operandi del espíritu que al de cualquier otra persona de la casa?

Quizás habría que pensar en una trama en la que participan todos los sospechosos implicados. Por ejemplo, ¿y si Stella hubiera invitado a Townsend a First Street y éste hubiera hallado la muerte en la casa mediante la intervención violenta del Impulsor? ¿Y si Stella, aterrorizada, se hubiera dirigido a Carlotta o a Lionel, o incluso a Pierce para que la ayudaran a esconder el cuerpo y luego se hubiera asegurado de que nadie del hotel dijera una palabra?

Desgraciadamente, esta trama, y otras similares, dejan demasiadas preguntas sin responder. Por ejemplo, ¿por qué iba a participar Carlotta en semejante crimen? ¿No podía haber utilizado la muerte de Townsend para deshacerse de una vez por todas de su malcriada hermana? En cuanto a Pierce, es altamente improbable que un joven tan inocente se mezclara en algo así. (Pierce tuvo siempre una vida muy respetable.) Y cuando pensamos en Lionel debemos preguntarnos: si sabía algo sobre la muerte o desaparición de Stuart, ¿qué le impidió decirlo cuando estaba «rematadamente loco»? Sin duda habló bastante sobre todo lo que sucedía en First Street, o al menos, eso es lo que señalan los informes.

Por último, en el caso de que alguna de estas personas hubiera ayudado a Stella a enterrar el cuerpo de Townsend en el jardín, debemos preguntarnos por qué se molestarían en sacar sus cosas del hotel y obligar a los empleados a decir que nunca se había alojado en el lugar.

Quizá Talamasca se haya equivocado en abandonar la investigación referida a Townsend, en no exigir una investigación completa y en no presionar a la policía para que hiciera algo más. La verdad es que lo hicimos.

Pero durante los días que siguieron al asesinato de Stella, nadie estaba dispuesto a «molestar» a la familia Mayfair con más preguntas sobre un misterioso tejano de Inglaterra. Y nuestros investigadores, incluidos los mejores en la materia, fueron incapaces de romper el silencio de los empleados del hotel, ni de obtener la más mínima pista sobre quién les había pagado. Es ridículo pensar que la policía habría conseguido mejores resultados.

Antes de dejar este crimen no resuelto, tenemos que considerar una «opinión» muy interesante de un contemporáneo. Se trata del comentario final de Dandrich sobre el tema, transmitido a uno de nuestros detectives privados en un bar del Barrio Francés en la Navidad de 1929.

«Le contaré un secreto para que comprenda a esa familia —explicó Dandrich —, y conste que hace años que la vigilo, y no sólo para sus misteriosos pájaros de Londres. Los he vigilado del mismo modo que todo el mundo: preguntándome qué es lo que sucedía detrás de esas ventanas cerradas. El secreto es que me di cuenta de que Carlotta Mayfair no es el alma pura y la católica mojigata que finge ser. Hay algo misterioso y maligno en esa mujer. Es destructiva y vengativa. Prefiere que la pequeña Antha se vuelva loca, antes de que crezca y sea como Stella. Prefiere ver el lugar a oscuras, antes que ver a otra gente divertirse.»

En apariencia, estos comentarios parecen muy simples, pero es posible que sean más ciertos que cualquiera de las observaciones de la época. Para el mundo en general, Carlotta Mayfair tenía sin duda una vida recta, juiciosa y mojigata. Asistía a misa diariamente desde 1929 en la capilla de Nuestra Señora de la Perpetua Misericordia de Prytania y contribuía con generosidad en la iglesia y en todas sus organizaciones. Aunque mantuvo una batalla personal con Mayfair y Mayfair por la administración del patrimonio de Antha, siempre fue extremadamente generosa.

Nunca la criticaron por cerrar la casa a la familia ni por negarse a restablecer la costumbre de organizar algún tipo de reuniones o encuentros. Al contrario, siempre comprendieron que era una mujer «ocupadísima» y no quisieron hacerle ninguna exigencia. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, para la familia se convirtió en una especie de santa avinagrada. Mi opinión personal, por si puede servir de algo, al cabo de cuarenta años de estudiar a la familia, es que hay mucho de cierto en la concepción que Irwin Dandrich tenía de ella.

Estoy convencido de que representa un misterio tan grande como Mary Beth o Julien, y que lo único que hemos hecho es arañar la superficie de lo que sucede en aquella casa.

Nuevas aclaraciones sobre la posición de la orden En 1929, Talamasca decidió que en el futuro no se volvería a intentar establecer contacto personal.

Nuestro director, Evan Neville, creía ante todo que debíamos guiarnos por el consejo de Arthur Langtry y además tomar en serio la advertencia del fantasma de Stuart Townsend. Nos mantendríamos apartados de la familia Mayf air.

Sin embargo, varios miembros del consejo, más jóvenes, creían que teníamos que ponernos en contacto por correo con Carlotta Mayf air. ¿Qué daño podía hacernos escribir una carta?, sostenían, y ¿qué derecho teníamos a impedirle el acceso a nuestra información?

Todo esto precipitó un debate áspero y violento. Los miembros mayores de la orden recordaron a los más jóvenes que Carlotta Mayfair era casi con certeza la responsable de la muerte de Stuart Townsend, y era más que probable que también fuese la responsable de la muerte de su hermana Stella. ¿Qué obligación podíamos tener con semejante persona? La persona a quien debíamos nuestra información era Antha, y no podíamos siquiera considerarlo hasta que ésta alcanzara la edad de veintiún años.

Además, ante la ausencia de cualquier contacto personal que pudiera orientarnos, ¿cómo íbamos a darle nuestra información a Carlotta Mayfair y qué información podíamos darle? ¿Qué haría con la información? ¿Cómo la emplearía con Antha? ¿Cuál sería su reacción general? Y si pensábamos proporcionárselo a Carlotta, ¿por qué no hacer otro tanto también con Cortland y sus hermanos? En realidad, ¿por qué no dársela a todos los miembros de la familia Mayfair? Y si hacíamos algo así, ¿qué consecuencias tendría sobre estas personas? ¿Qué derecho teníamos a contemplar la posibilidad de intervenir en su vida de una manera tan espectacular?

El debate continuó en estos términos exaltados.

Como suele suceder siempre en tales situaciones, las reglas, los objetivos y la ética de Talamasca fueron replanteados por completo. Nos vimos forzados a reafirmar que la historia de la familia Mayfair —debido a su antigüedad y a su minuciosidad— era de un valor incalculable para nosotros como estudiosos de lo oculto, y que continuaríamos recopilando información, dijeran lo que dijesen sobre la ética y cosas por el estilo los miembros más jóvenes del consejo. Pero nuestro intento de ponernos en contacto con la familia había sido un fracaso.

Esperaríamos hasta que Antha cumpliera los veintiuno y consideraríamos entonces la posibilidad de un acercamiento con mucha cautela, que dependería de las personas disponibles en aquel momento dentro de la orden para llevar a cabo la tarea.

Por otra parte, mientras continuaban las discusiones dentro del consejo, se hizo evidente que casi nadie conocía realmente la historia completa de las brujas Mayfair, porque los archivos se habían convertido en algo demasiado grande y complicado para que alguien los examinara en un período razonable.

Era obvio que Talamasca debía buscar un miembro que se ocupara sólo de esta tarea, alguien capaz de estudiar minuciosamente los archivos y que pudiera tomar decisiones inteligentes y responsables sobre la marcha. Teniendo en cuenta la trágica muerte de Stuart Townsend, se decidió que la persona encargada debía tener un nivel de erudición de primer orden, así como una vasta experiencia en trabajo de campo. En realidad, debía demostrar sus conocimientos sobre el tema preparando una narración extensa, coherente y comprensible con todo el material existente. Sólo entonces, y no antes, se le permitiría ampliar sus estudios sobre las brujas Mayfair mediante la investigación directa con miras a establecer un contacto en el futuro.

El único problema con este planteamiento fue que la orden no dio con la persona correcta hasta 1953. Y, por entonces, la trágica vida de Antha Mayfair había llegado a su fin. La beneficiaría del legado era una pálida niña de doce años, a la que ya habían expulsado de la escuela por «hablar con su amigo invisible», por hacer que las flores volaran por el aire, por encontrar objetos perdidos y por adivinar el pensamiento.

«Se llama Deirdre —dijo Evan Neville, con el rostro surcado por la preocupación y la tristeza—, y está creciendo en esa casa vieja y melancólica igual que su madre: sola, con esas ancianas que Dios sabe lo que conocen o piensan sobre su propia historia, los poderes de la niña y aquel espíritu al que ya han visto junto a ella.»

El joven miembro, impresionado por esta y por otras conversaciones previas, comenzó a leer un poco al azar los documentos sobre la familia Mayf air y decidió que lo mejor era poner manos a la obra rápidamente.

Como obviamente yo soy aquel miembro, debo hacer una pausa para presentarme, antes de relatar la breve y triste historia de Antha Mayfair.

Aaron Lightner, el autor de esta narración, entra en escena En nuestros archivos hay una biografía completa sobre mi persona bajo el título de Aaron Lightner. Pero a efectos de esta narración, lo siguiente es más que suficiente.

Nací en Londres en 1921. Me convertí en miembro de pleno derecho de la orden en 1943, después de terminar mis estudios en Oxford. Pero he trabajado con Talamasca desde los siete años de edad y he vivido en la casa matriz desde los quince.

En 1928, mi padre, un erudito inglés, traductor de latín, y mi madre, una americana profesora de piano, llamaron la atención de la orden con respecto a mí. Mi alarmante capacidad telequinética los decidió a buscar ayuda externa.

Podía mover objetos sólo concentrándome en ellos u ordenándoles que lo hicieran. Y aunque este poder nunca fue muy fuerte, demostró ser muy perturbador para quienes veían ejemplos de él.

Mis preocupados padres sospechaban que este poder iba acompañado de otras singularidades psíquicas, de las que habían visto algunas muestras ocasionales. Me llevaron a varios psiquiatras por esas extrañas capacidades y, finalmente, uno de ellos dijo: «Llévenlo a Talamasca. Sus poderes son auténticos y ellos son los únicos que pueden ayudar a este tipo de personas.»

Talamasca se mostró más que dispuesta a conversar sobre la cuestión con mis padres, que se sintieron muy aliviados. «Si tratan de anular este poder en su hijo —les explicó Evan Neville—, no llegarán a ninguna parte. Es más, pondrán su bienestar en peligro. Permítannos trabajar con él, enseñarle cómo controlar y usar sus capacidades psíquicas.» Mis padres, con ciertas dudas, aceptaron.

Empecé a pasar todos los sábados en la casa matriz de las afueras de Londres, y a los diez años ya pasaba los fines de semana y los veranos. Mi padre y mi madre eran visitas frecuentes. En 1935, mi padre empezó a hacer traducciones para Talamasca de los viejos códices en latín, y trabajó con la orden hasta su muerte, en 1972, época en la que era viudo y vivía también en la casa matriz. Tanto mi padre como mi madre tenían gran cariño por la biblioteca general de la casa matriz y aunque nunca solicitaron oficialmente convertirse en miembros de la orden, toda su vida la sintieron como algo suyo. No pusieron ninguna objeción a mi ingreso, simplemente insistieron en que terminara mis estudios y no dejara que mis «poderes especiales» me apartaran antes de tiempo del «mundo normal».

Nunca he sido lo que podría llamarse un poderoso médium psíquico. En realidad, mi mejor baza es mi limitada capacidad para leer el pensamiento, que utilizo en investigaciones de campo para Talamasca, especialmente en situaciones arriesgadas. Y mi capacidad telequinética raramente resulta útil en la vida práctica.

A los dieciocho años, ya estaba hecho a la forma de vida de la orden y a sus objetivos. No podía concebir el mundo sin Talamasca. Mis intereses eran los de la orden, y su espíritu era compatible con mi forma de ser. Por mucho que fuera a estudiar a otros lugares o viajara con mis padres o compañeros de estudios, la orden se había convertido en mi auténtico hogar.

Cuando terminé mis estudios en Oxford, fui admitido como miembro de pleno derecho, pero ya había ingresado en la orden mucho antes. Las grandes familias de brujas siempre habían sido mi terreno favorito. Había leído muchos trabajos históricos sobre la caza de brujas y las personas que encajaban con nuestra definición particular de brujería siempre me habían fascinado.

Mi primer trabajo de campo estaba relacionado con una familia de brujas de Italia; lo llevé a cabo bajo la dirección de Elaine Barrett, que en aquella época y durante muchos años era la mejor investigadora de brujas de la orden.

Fue la primera que me mencionó a las brujas Mayfair en una conversación casual durante una cena. Me contó de primera mano lo sucedido con Petyr van Abel, Stuart Townsend y Arthur Langtry, y me sugirió que empezara a leer el material Mayfair en mi tiempo libre. Más de una noche del verano y el invierno de 1945 me quedé dormido con todos los papeles Mayfair desparramados por el suelo de mi cuarto. En 1946, ya tomaba notas con miras a una recopilación.

En 1953 me encomendaron formalmente la tarea: empezar la recopilación para, una vez terminada, discutir la posibilidad de enviarme a Nueva Orleans para conocer a las personas de First Street con mis propios ojos.

Una y otra vez me recordaron que cualesquiera que fueran mis aspiraciones, sólo me permitirían actuar si lo hacía con suma cautela. Antha Mayfair había muerto violentamente; al igual que el padre de su hija Deirdre. También un primo de Nueva York, el doctor Cornell Mayfair, que había ido a Nueva Orleans en 1945 expresamente para ver a la pequeña Deirdre, que contaba ocho años de edad, e investigar las afirmaciones de Carlotta que señalaban que Antha padecía demencia congénita.

Acepté las condiciones de la tarea y me puse a trabajar en la traducción del diario de Petyr van Abel. Mientras tanto, me asignaron un presupuesto ilimitado para ampliar la investigación según mi criterio. Así pues, comencé una investigación «a largo plazo» sobre el estado de las cosas y sobre Deirdre Mayfair, una niña de doce años, hija única de Antha.

Espero, a pesar de los engaños a que me ha obligado mi trabajo, no haber traicionado la confianza de nadie. El imperativo de mi vida ha sido siempre hacer el bien con mis conocimientos.

El segundo factor que influye en mis entrevistas y en el trabajo de campo es mi escasa capacidad para leer el pensamiento. Con frecuencia extraigo nombres y detalles de los pensamientos de los demás. Por lo general, no incluyo estos datos en mis informes; no es muy fiable. Pero mis descubrimientos telepáticos me han proporcionado, sin duda, claves significativas a lo largo de los años y este rasgo está relacionado estrechamente con mi aguda capacidad para percibir el peligro, como esta narración revelará más adelante...

Ahora es tiempo de volver a lo que nos ocupa, y reconstruir la trágica historia de la vida de Antha y el nacimiento de Deirdre.

Las brujas Mayfair desde 1929 hasta el presente: Antha Mayf air Con la muerte de Stella terminó una era para los Mayfair. Y la trágica historia de su única hija, Antha, y la única hija de esta última, Deirdre, permanece velada en el misterio hasta el día de hoy.

A medida que pasaban los años, el personal doméstico de First Street disminuyó hasta terminar en un par de criadas silenciosas, inaccesibles y completamente leales; las dependencias dejaron de necesitar doncellas, mozos de establo y cocheros, y fueron cayendo en el abandono.

Las mujeres de First Street mantenían una vida de reclusión. Belle y Millie Dear se convirtieron en unas «dulces viejecitas» de Garden District que iban a diario a misa en la capilla de Prytania Street o que, mientras arreglaban el jardín sin cesar y sin ningún resultado, se paraban a conversar con los vecinos que pasaban junto a la verja.

Sólo seis meses después de la muerte de su madre, Antha fue expulsada de un internado canadiense, que fue la última institución pública a la que asistió.

Le resultó increíblemente fácil a nuestro investigador privado averiguar, por medio de comentarios de los maestros, que Antha asustaba a los demás adivinando el pensamiento, hablando con un amigo invisible y amenazando a todos los que se burlaban de ella a sus espaldas. La describían como una niña nerviosa que no paraba de llorar ni de quejarse de frío aunque hiciera calor y que sufría de fiebres prolongadas y escalofríos constantes e inexplicables.

Carlotta Mayfair la fue a buscar a Canadá y se la llevó a casa en tren. Por lo que sabemos, no volvió a pasar ni una sola noche fuera de First Street hasta los diecisiete años.

Por aquella época, la casa de First Street había adquirido un aire siempre lóbrego. Nunca se abrían los postigos, la pintura gris violácea empezaba a descascarillarse y el jardín crecía silvestre junto a la verja, con laurocerasos y arbustos tropicales que brotaban entre las viejas camelias y gardenias que tan cuidadas habían estado años atrás. Cuando, en 1938, se quemó completamente el viejo establo vacío, las malas hierbas ocuparon enseguida una buena parte del terreno del fondo de la propiedad. Otra construcción en ruinas se vino abajo poco después, y no quedó nada más que una parte de las viejas dependencias de servicio y un hermoso roble gigantesco cuyas ramas se extendían por encima de la hierba salvaje apuntando a la distante casa principal.

En 1934 empezamos a recibir los primeros informes procedentes de obreros a los que les resultaba imposible terminar las reparaciones u otros trabajos de la casa. Los hermanos Molloy comentaron, en el Corona Bar, de Magazine Street, que no habían podido pintar aquel lugar porque así que se descuidaban, se encontraban con las escaleras por el suelo, la pintura derramada o las brochas tiradas en la tierra. «Debió de pasar como seis veces —explicó Davey Molloy—, se me cayó la pintura desde la escalera al suelo. Y sé muy bien que no tiré un bote depintura lleno. Y la señorita Carlotta me dijo: " ¡Fue usted el que lo volcó!"

Pero cuando la escalera se cayó, conmigo encima, bueno, fue el colmo. Me fui.»

El hermano de Davey, Thompson Molloy, tenía una teoría acerca de quién era el responsable. «Era el tío aquel moreno, uno que siempre nos vigilaba. Yo se lo dije a la señorita Carlotta. "¿No cree que lo hace él? Aquel tío que está siempre debajo del árbol." Ella se comportó como si no supiera de qué le hablaba. Pero él siempre estaba ahí, vigilándonos. Estábamos haciendo un remiendo en la pared de Chestnut Street y yo vi que nos miraba por los postigos de la biblioteca. ¡Me pegó un susto tremendo! ¿Quién sería? ¿Uno de los primos? Yo allí no vuelvo a trabajar. Ya me puedo morir de hambre, que no vuelvo a trabajar en aquella casa.»

En 1935, en el Canal Irlandés ya se sabía que no se podía terminar ningún trabajo «en aquella vieja casa». Ese mismo año contrataron a dos jóvenes para limpiar la piscina; uno de ellos se cayó al agua estancada y casi se ahogó. El otro se las vio negras para poder sacarlo. «Era como si no pudiera ver nada. Estaba cogido a mi compañero y gritaba pidiendo auxilio. Cada vez nos hundíamos más en aquella inmundicia, y gracias a Dios que él consiguió cogerse al borde de la piscina y me salvó. Luego salió aquella vieja de color con una toalla y gritó: " ¡Alejaos de esa piscina! No os preocupéis en limpiarla, ¡simplemente apartaos de allí!"»

Poco después de aquello apareció un extraño artículo en el Times-Picayune que describía una «misteriosa mansión de los barrios altos» en la que no podía realizarse ningún trabajo. Dandrich lo recortó y lo envió a Londres.

Uno de nuestros investigadores invitó a almorzar a la periodista. La mujer estaba contenta por poder hablar sobre el tema. Sí, en efecto, se trataba de la casa Mayfair. Todo el mundo lo sabía. Un fontanero le dijo que una vez fue a reparar una cañería y se había quedado atrapado en el sótano de la casa durante horas. En realidad, hasta perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí y consiguió salir, tuvieron que llevarlo al hospital. Luego llamaron a una persona para que fuera a arreglar el teléfono de la biblioteca. El hombre dijo que jamás pisaría de nuevo aquella casa. Uno de los retratos de la pared lo había mirado y él estaba seguro de haber visto un fantasma en esa misma habitación.

«Podía haber escrito mucho más —dijo la joven—, pero la gente del periódico no quiere problemas con Carlotta Mayfair. ¿Le he contado lo del jardinero? Va regularmente a la casa a cortar el césped, y cuando lo llamé me dijo algo de lo más extraño: "Ah, él a mí no me molesta nunca. Nos llevamos muy bien. Somos buenos amigos." ¿A quién cree que se refería? Cuando se lo pregunté me respondió: "Dése una vuelta por la casa y lo verá. Está allí desde siempre. Mi abuelo también lo veía. No molesta. No puede moverse ni hablar.

Lo único que hace es mirarlo a uno desde las sombras. Uno lo ve y al cabo de un minuto ha desaparecido. A mí no me molesta. Conmigo se porta muy bien.

Además, me pagan muy bien por trabajar allí. Siempre he trabajado para ellos.

Él a mí no me asusta. "»

«Creo que fue Carlotta quien empezó con todas esas tonterías de las historias de fantasmas —señaló un primo, años más tarde—. Quería mantener a la gente alejada de la casa. Cuando oímos hablar del tema, nos reímos.»

«¿Fantasmas en First Street? Carlotta es la responsable de que la casa se haya convertido en una ruina. Siempre ha sido una tacaña en las cosas pequeñas. Ésa es la diferencia entre ella y su madre.»

Durante todo este período la familia siempre se preocupó por Antha. La versión oficial decía que Antha estaba «loca» y que Carlotta no hacía más que llevarla a psiquiatras, aunque «no servía de nada». La niña había quedado irremediablemente trastornada por el asesinato de su madre. Vivía en un mundo de fantasía poblado de fantasmas y compañeros invisibles. No podían dejarla sin atender, ni permitir que saliera de la casa.

Los chismes de los empleados del despacho señalan que a menudo los primos llamaban a Cortland para rogarle que pasara a visitar a Antha; pero él ya no era bienvenido en First Street. Los vecinos informan haber visto varias veces cómo le negaban la entrada.

«Solía ir cada Nochebuena —contó uno de los vecinos mucho después—. El coche se detenía ante la entrada, el chófer salía a abrirle la puerta y luego sacaba todos los regalos del maletero. Montones de regalos. Después salía Carlotta y le estrechaba la mano en la escalinata. Nunca entraba en la casa.»

Talamasca nunca ha encontrado documento alguno de ningún médico que haya visitado a Antha. Es dudoso que la hayan sacado alguna vez de la casa más que para llevarla a misa de domingo. Los vecinos señalan haberla visto a menudo en el jardín de First Street.

Acostumbraba a leer debajo del enorme roble del fondo de la propiedad o a pasar horas en la galería lateral, con los codos sobre las rodillas.

Una criada que trabajaba en la casa de enfrente dijo que la veía siempre hablando con «aquel hombre, ya sabe, ése de pelo castaño que va a verla, debe de ser un primo, siempre muy bien vestido».

Cuando cumplió los quince años, a veces salía sola. Un cartero menciona haberla visto a menudo, una niña delgada, de expresión soñadora, que en ocasiones andaba sola por las calles o con «un tío joven, bastante guapo». «El tío joven» tenía cabello castaño, ojos marrones y siempre llevaba traje y corbata.

«Les gustaba asustarme —contaba el lechero—. Una vez salía de casa del doctor Milton, en Second Street, silbando, tan tranquilo, y me los encontré justo delante, en las sombras, debajo del magnolio. Ella estaba completamente inmóvil y él junto a ella. Casi tropiezo con ellos. Creo que estaban allí cuchicheando y quizás ella se asustó tanto de mí como yo de ella.»

No tenemos fotos de este período en nuestros archivos. Pero todos los testigos describen a Antha como una chica muy bonita.

«Tenía un aspecto distante —dijo una mujer que la veía en la capilla—. No era vital como Stella; más bien parecía siempre perdida en sus sueños y, para serle franca, me daba pena, sola en aquella casa, con esas mujeres. No mencione que yo le he dicho esto, pero Carlotta es una mala persona. De verdad. Mi criada y mi cocinera lo saben todo sobre ella. Dicen que cogía a la niña por la muñeca y le dejaba las uñas marcadas.»

Aparte de estos pequeños detalles, prácticamente no sabemos nada de Antha durante los años 1930 y 1938, y parece que lo mismo sucede con el resto de la familia. Pero podemos decir con certeza que todas las referencias del «hombre de cabello castaño» apuntan al Impulsor, y si es así, durante este período tenemos más observaciones del Impulsor que en todas las décadas anteriores.

En abril de 1938, los vecinos presenciaron una violenta disputa familiar en First Street. Se rompieron ventanas, se oyeron gritos y por último se vio salir corriendo a una joven completamente enloquecida en dirección a St. Charles Avenue, con un bolso colgado del hombro. Era Antha, sin lugar a dudas. Hasta los vecinos lo comprendieron cuando, a través de las cortinas de encaje vieron el coche de policía que se detenía ante la puerta al cabo de un momento, y a Carlotta que salía a hablar con ellos antes de que partieran aprisa con la sirena puesta, se supone que en busca de la joven fugitiva.

Aquella noche, los Mayfair de Nueva York recibieron la llamada de Carlotta informándolos que Antha se había escapado de casa y se dirigía a Manhattan. ¿ Ayudarían a buscarla? Fueron estos primos de Nueva York los que avisaron al resto de la familia de Nueva Orleans. Losprimos llamaron a otros primos. Al cabo de unos días, IrwinDandrich escribió a Londres para decir que «la pequeña Antha» había tratado de ganar su libertad, se había escapado a Nueva York. ¿Pero hasta dónde llegaría?

Resultó que llegó bastante lejos.

Durante meses nadie supo el paradero de Antha Mayfair. Ni la policía, ni los investigadores privados, ni la familia consiguieron dar con ella. Durante este período, Carlotta hizo tres viajes en tren a Nueva York, y ofreció una recompensa importante a cualquier miembro del departamento de policía de la ciudad que ayudara a encontrarla. Se reunió con Amanda Grady Mayfair, que hacía poco que había abandonado a su marido, y la amenazó.

Tal como Amanda explicó a nuestro investigador de sociedad «encubierto»:

«Fue algo espantoso. Me pidió que almorzáramos juntas en el Waldorf.

Desde luego, yo no quería ir. Antes hubiera preferido meterme en una jaula del zoológico y comer con un león. Pero sabía que estaba muy trastornada por lo de Antha y supongo que yo quería cantarle cuatro verdades. Quería decirle que Antha se había escapado por su culpa, que no debió haber separado a esa pobre chica de los tíos y primos que tanto la querían.

Pero en cuanto me senté a la mesa, empezó a amenazarme:

—Mira, Amanda, si estás protegiendo a Antha te meteré en un lío que ni te imaginas.

Yo tenía ganas de arrojarle mi copa a la cara. Estaba furiosa.

—Carlotta Mayfair —dije—, no vuelvas a hablar conmigo nunca más, no me llames ni me escribas, ni se te ocurra pasar por mi casa. He tenido bastante contigo en Nueva Orleans. He tenido bastante con lo que tu familia le ha hecho a Pierce y a Cortland. ¡No vuelvas a acercarte a mí!

—Salí del Waldorf echando chispas. Pero, verá, es la técnica habitual de Carlotta. Lo primero que hace es acusar. Hace años que hace lo mismo, de ese modo no permite que nadie pueda acusarla a ella.»

Durante el invierno de 1939, nuestros investigadores localizaron a Antha de una manera muy sencilla. Elaine Barrett, nuestra especialista en brujería, en una reunión de rutina con Evan Neville, sugirió que la joven debía de financiar su huida con las famosas joyas Mayfair y las monedas de oro. ¿Por qué no probábamos en las tiendas donde ese tipo de género podía venderse con facilidad? Antha fue localizada al cabo de un mes.

En efecto, desde su llegada había estado vendiendo raras y exquisitas monedas de oro para financiar su estancia en la ciudad. La conocían en todos los negocios de numismática de la ciudad, una hermosa joven muy bien educada, que traía unos ejemplares de lo más curiosos, que procedían de la colección de su familia de Virginia, según decía.

Fue muy sencillo seguirla desde una de estas tiendas hasta un espacioso apartamento en Christopher Street, en Greenwich Village, en el que vivía con Sean Lacy, un pintor irlandés-americano, joven, apuesto y prometedor, que ya había hecho algunas exposiciones con buena crítica. Antha se había convertido en escritora. Todos los vecinos del edificio y de la manzana conocían a la joven pareja. Nuestros investigadores recogieron un montón de información prácticamente de la noche a la mañana.

Los amigos, decían sin ambages que Antha era quien mantenía a Sean Lacy.

Le compraba todo lo que quería y él la trataba como una reina. «La llama "su belleza sureña" y hace todo lo que haga falta por ella. Pensándolo bien, ¿por qué no va a hacerlo?» El apartamento era un sitio maravilloso, con estanterías de libros hasta el techo y unos viejos sillones mullidos y cómodos. «Sean nuncaha pintado tan bien. Ha hecho tres retratos de ella, todos muy interesantes. Y Antha se pasa el día sobre la máquina de escribir. He sabido que ha vendido un cuento a una pequeña revista literaria de Ohio. Lo festejaron con una buena fiesta. Ella estaba muy contenta. La verdad es que es un poco ingenua, pero es una muchacha fantástica.»

«Si escribiese sobre lo que sabe, sería una buena escritora —dijo una chica en un bar que afirmaba haber sido novia de Sean—. Pero escribe fantasías mórbidas sobre una vieja casa pintada de violeta en Nueva Or-leans y un fantasma que vive allí, todo muy pretencioso y difícil de vender. En realidad, debería olvidarse de todas esas porquerías y escribir sobre sus experiencias aquí, en Nueva York.»

Al final, durante el invierno de 1940, Elaine Barrett escribió desde Londres a nuestro investigador privado más responsable y le pidió que intentara entrevistarse con Antha. Elaine ardía en deseos de ir personalmente a Nueva York, pero estaba fuera de toda discusión. Por lo tanto, habló por teléfono con Alian Carver, un hombre amable y mundano que había trabajado muchos años para nosotros. Se trataba de un caballero de unos cincuenta años, siempre muy bien vestido y muy educado. Ponerse en contacto con ella le resultó muy sencillo, un placer incluso.

«La seguí hasta el Metropolitan Museum of Art; allí me coloqué junto a ella, como por casualidad, cuando se sentó delante de uno de los Rembrandt, mirándolo fijamente, perdida en sus pensamientos. Es una muchacha bonita, bastante bonita, pero muy bohemia. Aquel día iba envuelta en ropa de lana y con el pelo suelto. Me senté junto a ella y empecé a hablar. ¿Le gustaba Rembrandt? Sí, mucho. ¿Y Nueva York? Sí, le encantaba vivir aquí, siempre había querido hacerlo. La ciudad de Nueva York, para ella, era como una persona. Nunca había sido tan feliz en su vida.

No había la menor posibilidad de que pudiera salir con ella —era demasiado cautelosa, demasiado correcta—, así que tenía que sacar el máximo provecho de la conversación.

La hice hablar de ella, de su vida de su marido, de su escritura. Sí, quería ser escritora y Sean también quería que ella fuera escritora. Él no sería feliz hasta que ella también tuviera éxito.

—Verá, lo único que puedo ser es escritora —dijo—. No tengo preparación para ninguna otra cosa. Cuando se ha tenido la vida que yo he tenido, una no sirve para nada. Lo único que puede salvarme es escribir. —Hablaba de una manera muy conmovedora. Parecía completamente indefensa y absolutamente sincera. Creo que si hubiera tenido treinta años menos, me habría enamorado de ella. —¿Pero qué tipo de vida ha tenido? —le pregunté—. Sé que su acento no es de Nueva York, y no consigo descubrir de dónde es.

—Del sur-me respondió—. Es otro mundo. —De pronto se puso muy nerviosa—. Quiero olvidar todo aquello —continuó—. No pretendo ser grosera, pero me he impuesto esta regla: escribiré sobre mi pasado, pero no hablaré de él. Si puedo, lo convertiré en arte, pero no pienso hablar de ello. No quiero que mi pasado viva aquí, como no sea en mi obra, no sé si me explico.

—De acuerdo. Hábleme de su obra entonces —le rogué—. Hábleme de alguno de sus cuentos, suponiendo que escriba cuentos, o recíteme uno de sus poemas.

—Si mi trabajo es bueno, algún día lo leerá —dijo con una sonrisa de despedida, y se marchó. Creo que empezó a desconfiar. No lo sé. Durante toda nuestra conversación miraba a su alrededor, a la defensiva. En un momento dado hasta le pregunté si esperaba a alguien. Me dijo que en realidad no, pero que "nunca se sabe". Se comportaba como si pensara que alguien la vigilaba.

Naturalmente, mi gente la estaba vigilando, y le juro que en aquel momento me sentí bastante incómodo.»

Continuamos recibiendo informes durante cuatro meses en los que nos decían que Antha y Sean eran felices.

«Sí, está embarazada —nos dijo un pintor del piso de arriba—. Él no quiere que tenga el niño, pero ella sí, Dios sabe lo que va a pasar. Sean conoce a un médico que puede ocuparse del asunto, pero ella no quiere ni oír hablar del tema. Me da mucha pena todo lo que le está pasando, de verdad. Antha es demasiado frágil. Por la noche la oigo llorar.»

Sean Lacy murió el 1 de julio en un accidente de coche (fallo mecánico) cuando volvía de visitar a su madre enferma en el norte del Estado de Nueva York. Antha, completamente histérica por la noticia, tuvo que ser hospitalizada en Bellevue. «No sabíamos qué hacer con ella —explicó el pintor de arriba—.

No paró de chillar durante ocho horas seguidas. Al final llamamos a Bellevue.

Nunca sabré si hicimos lo correcto.»

Los informes de Bellevue señalan que Antha dejó de gritar, o mejor dicho, de emitir sonido alguno, en cuanto la ingresaron. Permaneció catatónica durante más de una semana. Luego escribió el nombre «Cortland Mayfair» en un trozo de papel, junto con las palabras «Abogado, Nueva Orleans». A las diez y media de la mañana siguiente el hospital se puso en contacto con su despacho. Cortland llamó de inmediato a su ex esposa, Amanda Grady Mayfair, en Nueva York, y le pidió que fuera a Bellevue a ver a Antha hasta que él llegara. Empezó entonces una horrible batalla entre Carlotta y Cortland. Éste insistió en que era asunto suyo porque Antha lo había mandado llamar a él. Los rumores de la época señalan que los dos tomaron juntos el tren para buscar a Antha y llevarla a casa.

Durante una comida, Amanda Grady Mayfair, conmovida y borracha, explicó toda la historia a su amigo (y nuestro informador) Alan Carver, que insistió en que le hablara sobre su familia del sur y su extravagante conducta.

Le contó todo lo sucedido en Bellevue con la pobre sobrinita.

«... Era horroroso. Antha no podía hablar. Simplemente no podía. Cuando trataba de decir algo sólo tartamudeaba. Era tan frágil... La muerte de Sean la había destruido por completo. Veinticuatro horas antes había escrito la dirección de su apartamento de Greenwich Village. Fui allí con Ollie Mayfair, uno de los nietos de Rémy a recoger las cosas de Antha. Ah, qué tristeza. Yo pensaba que todos los cuadros de Sean pertenecían a Antha, puesto que ella era su esposa, pero entraron los vecinos y nos dijeron que nunca se habían casado.

La madre de Sean y su hermano ya habían pasado por allí y volverían más tarde con un camión para llevárselo todo. Parece que la madre despreciaba a Antha porque creía que era ella quien había metido a su hijo en esa vida bohemia de Greenwich Village. Le dije a Ollie: "muy bien, que se queden con todo, pero los retratos de Antha no se los llevarán. Nos los llevamos junto con su ropa, sus objetos y esa vieja bolsa de terciopelo llena de monedas de oro".

Vaya, yo ya había oído hablar de esa bolsa y no me diga que no sabe nada si conoce a los Mayfair. Y sus escritos, ah, sí, sus escritos. Los empaqueté todos: cuentos, capítulos de una novela y algunos poemas.

Cuando volví al hospital, Carlotta y Cortland ya habían llegado. Se estaban peleando en el pasillo. Pero tendría que ver y oír una pelea entre Carl y Cort para creerlo; son sólo murmullos, pequeños gestos y un rictus en los labios. Es algo increíble. Ahí los tenía, hablando entre ellos y dispuestos a matarse.

—La chica está encinta —dije—. ¿No os lo han dicho los médicos?-Pues que se deshaga de la criatura —respondió Carl. Pensé que Cortland se moría ahí mismo. Yo también estaba tan impresionada que no sabía qué decir.

Odio a Carlotta, la odio de todo corazón y no me importa que se sepa. La he odiado toda mi vida. Pensar en la pobre Antha sola con ella me produce pesadillas. Le dije a Cortland delante de Carlotta:

—La chica necesita que la cuiden. Mira, Antha ya es una mujer. Pregúntale dónde quiere ir. Si quiere quedarse en Nueva York, puede estar conmigo, o con Ollie. —Todo en vano.

Carlotta entró a hablar con los médicos y se las ingenió para conseguir una especie de traslado oficial de Antha a un hospital psiquiátrico de Nueva Orleans. Ignoró a Cortland como si no estuviera... Yo llamé a todos los primos de Nueva Orleans. Hablé con todos. Hasta llamé a Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue, la nieta de Rémy. Les dije que la chica estaba enferma y encinta, además, que necesitaba cariño y cuidados. Luego sucedió algo muy triste. Cuando llevaban a Antha a la estación, me hizo gestos de que me acercara y me dijo al oído: "Por favor, tía Mandy, guárdame las cosas. Si no, ella las tirará todas a la basura", y pensar que yo las acababa de enviar a Nueva Orleans. Llamé a mi hijo Sheffield y se lo dije. Le dije también que hiciera por ella todo lo que pudiera.»

Antha viajó en tren de regreso a Nueva Orleans con su tío y su tía, y la enviaron directamente al Asilo Santa Ana, en el que se quedó seis semanas.

Muchos primos Mayfair fueron a verla. Los familiares cuentan que estaba pálida y que a veces no coordinaba, pero que hacía progresos.

Alian Carver, nuestro investigador de Nueva York, preparó otro encuentro casual con Amanda Grady Mayfair. —¿Qué tal está la sobrinita? —le preguntó.

—Ah, le podría contar una historia terrible, no se la puede imaginar. ¿Sabe que la tía de la muchacha dijo a los médicos del asilo que quería que la joven abortara, que padecía demencia congénita y que no debían permitirle tener hijos? ¿Ha oído alguna vez algo peor? Cuando mi marido me lo contó, yo le advertí que si no hacía algo nunca se lo perdonaría. Me dijo que, por supuesto, nadie le haría daño al bebé. Que los médicos no iban a hacer algo así ni por Carlotta, ni por nadie. Luego, cuando llamé a Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue, y se lo conté, Cortland se puso furioso. «¡No alborotes a la familia!», me dijo. Pero eso era exactamente lo que me proponía. «Ve a verla —le pedí a Bea—, no permitas que nadie te lo impida.»

Talamasca nunca pudo corroborar la historia sobre los planes de aborto, pero las enfermeras del Santa Ana explicaron a nuestros investigadores que numerosos primos iban a visitar a Antha al asilo.

«No aceptan el no como respuesta —escribió Irwin Dandrich—. Insisten en verla y según todas las informaciones está bastante bien, muy contenta con lo del bebé y, por supuesto, los primos la han llenado de regalos. Su prima Beatrice le ha llevado unas ropitas antiguas de encaje que pertenecieron a una tal Suzette, tía abuela de no sé quién. Naturalmente, todo el mundo sabe que Antha no se casó con el pintor de Nueva York; pero eso no importa cuando se lleva el apellido Mayfair y se seguirá llevándolo siempre.»

Los primos demostraron la misma tenacidad cuando Antha salió del Santa Ana y pasó la convalecencia en la vieja habitación de Stella, en el ala norte de la casa. Siempre tenía enfermeras alrededor de ella y obtener información por intermedio de ellas resultó una tarea muy sencilla para nuestros investigadores.

Cortland pasaba todas las tardes después del trabajo. «Creo que la señora de la casa no quería que viniese —explicó una de las enfermeras—, pero de todos modos él venía. No fallaba nunca. Él y otro caballero joven, creo que se llamaba Sheffield. Se sentaban todas las tardes con la paciente y conversaban un rato.»

Los familiares cuentan que Sheffield había leído algunas cosas escritas por Antha en Nueva York y que comentaba que eran «muy buenas». Las enfermeras mencionaron las cajas llegadas de Nueva York, llenas de libros y papeles, a las que Antha sólo echó un vistazo porque estaba demasiado débil para desembalarlas.

«Yo no veo que esté realmente trastornada —opinó otra enfermera—. La tía nos saca al pasillo y nos hace unas preguntas de lo más extrañas. Da a entender que la chica padece demencia congénita y que puede hacer daño a alguien. Pero los médicos no nos han dicho nada de eso. Es una muchacha silenciosa y melancólica. Parece mucho más joven de lo que es. Pero yo no diría que esté loca.»

Deirdre Mayfair nació el 4 de octubre de 1941 en el viejo Hospital de la Misericordia, junto al río, que más tarde fue demolido. Por lo visto, el parto no presentó ninguna dificultad y Antha fue anestesiada como se acostumbraba en aquel tiempo. Los pasillos estuvieron atestados de Mayfair durante las horas de visita, los cinco días completos. Su habitación estaba llena de flores. La criatura era una niña preciosa y sana.

Pero el volumen de información, que tanto había aumentado gracias a Amanda Grady Mayfair, se interrumpió dos semanas después del regreso de Antha al hogar. Tía Easter, la criada negra, o Nancy despedían a los primos en la entrada cuando iban de visita por segunda o tercera vez. Nancy había dejado su trabajo de oficinista para ocuparse de la criatura («o para no dejarnos entrar», como dijo Beatrice a Amanda por teléfono) y era inflexible en que no se molestara a la madre ni a la niña.

Cuando Beatrice llamó para interesarse por el bautizo, le respondieron que la niña ya había sido bautizada en St. Alphonsus. Ultrajada, llamó de inmediato a Amanda a Nueva York y el domingo por la tarde unos veinte primos irrumpieron en la casa.

«Antha rebosaba alegría al verlos —contó Amanda a Alian Carver—, y muy emocionada. No tenía ni idea de que habían estado llamando e intentado verla.

Nadie se lo había dicho. Tampoco sabía que la gente solía hacer fiestas de bautizo. Carlotta lo había arreglado todo y cuando la muchacha descubrió lo que había sucedido, se sintió muy dolida y todo el mundo cambió enseguida de tema. Beatrice está furiosa con Nancy, aunque ésta sólo hace lo que Carlotta le dice.»

El 30 de octubre de aquel año, Antha fue declarada oficialmente heredera de pleno derecho del legado Mayfair. Firmó un poder en el que nombraba a Cortland y Sheffield Mayfair sus representantes legales en todos los asuntos patrimoniales y les encargó que dispusieran de inmediato de una suma importante de dinero para llevar a cabo la restauración de la casa de First Street, expresando su preocupación por el estado de la propiedad.

Según el personal del despacho, para Antha fue una sorpresa saber que era la dueña del lugar, nunca nadie le había dicho nada. Quería redecorarla, pintarla y restaurarlo todo.

Más adelante Sheffield le dijo a su madre, Amanda, que Antha había sido engañada deliberadamente con respecto al legado. Parecía dolida y un poco impresionada cuando se lo explicaron. Se sentía herida por Carlotta, pero lo único que dijo fue que seguramente lo había hecho con la mejor de las intenciones.

El almuerzo en Galatoire para celebrarlo se prolongó hasta tarde. Antha estaba nerviosa por haber dejado a la niña, pero parecía divertirse. En el momento de marcharse, Sheffield oyó que Antha preguntaba a su padre: —¿ Entonces esto significa que aunque ella hubiera querido, no habría podido echarme de la casa? ¿Que no podía ponerme en la calle?-Es tu casa, ma chéne —le respondió Cortland—. Ella puede vivir allí, pero depende absolutamente de tu aprobación.

Antha parecía triste.

—Siempre me amenazaba —susurró—. Solía decir que me echaría a la calle si no hacía lo que quería.

Entonces, Cortland se llevó a Antha de la fiesta y regresaron solos en coche a la casa.

Pocos días más tarde, Antha y la niña fueron a almorzar con Beatrice Mayfair a otro restaurante de moda del Barrio Francés. Una niñera se ocupaba de pasear a la pequeña en el hermoso capazo de mimbre, mientras las mujeres disfrutaban del pescado y el vino. Cuando más adelante Beatrice se lo contó a Amanda, le dijo que Antha se había convertido en una mujer, que volvía a escribir, que estaba trabajando en una novela y que pronto estaría arreglada completamente la casa de First Street.

Quería reparar la piscina. Mencionó también que a su madre le gustaban las fiestas y que era una persona llena de vida.

A mediados de noviembre escribió una carta breve a Amanda Grady Mayfair en la que le daba las gracias por su ayuda en Nueva York, así como por haberle mandado el correo que llegaba a Greenwich Village. Le contó que estaba escribiendo cuentos y que volvía a trabajar en su novela.

Cuando el 10 de diciembre el señor Bordreaux, el cartero, hacía su recorrido habitual, a las nueve de la mañana, se encontró con Antha esperándolo en la puerta de la casa. Llevaba unos sobres grandes de papel de manila listos para despachar a Nueva York. ¿Podía mandárselos él? El hombre calculó el peso a ojo —ella le dijo que no podía dejar a la niña para ir al correo— y se llevó los sobres junto con otras cartas normales dirigidas a diferentes direcciones de Nueva York.

«Estaba muy entusiasmada —explicó el cartero—, iba a ser escritora. Qué chica tan dulce. Nunca lo olvidaré. Yo había hecho algunos comentarios sobre el bombardeo de Pearl Harbor, mi hijo se había alistado el día anterior y justo ahora empezaba la guerra. ¿Y sabe una cosa? Ella no sabía ni una palabra. Ni siquiera estaba enterada del bombardeo. Como sí viviera en un sueño.»

La «chica tan dulce» murió aquella misma tarde. Cuando el mismo cartero volvió a pasar con el correo de la tarde, a las tres y media, caía un aguacero sobre Garden District. «Diluviaba»; sin embargo, había una aglomeración de gente en el jardín de los Mayfair y el coche de la funeraria estaba en medio de la calle. El viento soplaba «como un huracán». A pesar del tiempo, el señor Bordreaux se quedó por allí.

«La señorita Belle sollozaba en el porche y la señorita Millie trataba de explicarme lo que había pasado, pero no podía articular palabra. En aquel momento se acercó al extremo del porche la señorita Nancy y me gritó:

"Continúe su recorrido, señor Bordreaux. Ha habido una muerte aquí. No se quede bajo la lluvia, siga."»

El señor Bordreaux cruzó la calle y se guareció en el porche de una casa vecina La ama de llaves le dijo desde el otro lado de la puerta mosquitera que Antha Mayfair había muerto. Por lo visto, había caído desde el techo de la galería del segundo piso.

En el transcurso de los años, Talamasca ha reunido muchos relatos relacionados con la muerte de Antha, pero quizá no se sepa nunca qué sucedió aquella tarde del 10 de diciembre de 1941. El señor Bordreaux fue el último «extraño» que la vio y habló con ella. La niñera de la criatura, una mujer mayor llamada Alice Flanagan aquel día estaba enferma y había ido a ver al médico.

Lo que se sabe por los informes de la policía, por mesurados comentarios procedentes de la funeraria Lonigan y de los sacerdotes de la parroquia, es que Antha se tiró o se cayó desde el techo del porche que daba a la ventana del viejo cuarto de Julien un rato antes de las tres de la tarde.La versión de Carlotta, que llegó a nosotros a través de las mismas fuentes, dice lo siguiente:

Había discutido con la muchacha por causa de la criatura, porque Antha estaba tan desmejorada que ni le daba de comer.

«No estaba preparada de ninguna manera para ser madre», dijo Carlotta al oficial de policía. Antha se pasaba las horas escribiendo a máquina, cartas, cuentos, poemas, y Nancy y las demás tenían que llamar a su puerta para decirle que la niña lloraba en la cuna y había que darle el pecho.

Antha se puso «histérica» durante la discusión. Subió corriendo hasta el último piso, gritando que la dejaran en paz. Carlotta temía que se lesionara a sí misma —cosa que según ella sucedía a menudo— y corrió tras ella hasta el cuarto de Julien. Allí vio que Antha se había arañado al tratar de arrancarse los ojos y le salía mucha sangre.

Cuando Carlotta trató de calmarla, Antha se apartó y se cayó hacia atrás por la ventana al techo del porche. Por lo visto, se deslizó hasta el borde, donde perdió el equilibrio o se tiró a propósito. Murió instantáneamente en cuanto la cabeza golpeó las piedras dos pisos más abajo.

Cortland perdió los estribos cuando se enteró de la muerte de su sobrina y se dirigió enseguida a First Street. Más adelante contó a su mujer, en Nueva York, que Carlotta estaba completamente trastornada. Había un sacerdote junto a ella, un tal padre Kevin, de la iglesia redentorista, al que no paraba de decirle que nadie había comprendido lo frágil que era Antha. «Traté de detenerla —dijo—. ¡En nombre de Dios, qué otra cosa podía hacer!» Millie Dear y Belle estaban demasiado impresionadas para hablar. Belle parecía relacionar todo lo ocurrido con la muerte de Stella. Sólo Nancy decía cosas francamente desagradables, se quejaba de que Antha, al escaparse, había echado a perder su vida, que tenía la cabeza llena de sueños tontos.

Cuando Cortland se puso en contacto con Alice Flanagan, la niñera, ésta parecía asustada. Era una persona mayor, que veía muy poco. Dijo que no sabía que Antha tratara de lesionarse o se pusiera histérica a menudo. Ella recibía las órdenes de la señorita Carlotta, que había sido muy buena con su familia. No quería perder el trabajo. «Lo único que deseo es ocuparme de esa adorable criatura —dijo a la policía—, la pequeña ahora me necesita más que nunca.»

La muerte de Antha no se investigó a fondo. No se realizó autopsia. Cuando el encargado de la funeraria, tras examinar el cadáver, tuvo sospechas de que Antha no podía haberse arañado el rostro de aquella manera, se puso en contacto con el médico de la familia, que le aconsejó que se olvidara del tema.

Antha estaba loca y ése era el veredicto extraoficial. Toda su vida había sido una persona inestable, la habían internado en Bellevue y en el Asilo Santa Ana.

Siempre había dependido de los demás para que cuidaran de ella y de su hija.

Tras la muerte de Stella no se volvió a mencionar la esmeralda Mayfair en relación con Antha. Ningún pariente ni amigo menciona haberla visto. Sean Lacy nunca pintó a Antha con la esmeralda al cuello. Pero cuando murió la llevaba puesta. La pregunta es evidente. ¿Por qué la llevaba precisamente aquel día? ¿Fue la esmeralda lo que precipitó la fatal pelea? Y si no fue Antha la que se arañó los ojos, ¿fue Carlotta? Y si fue ella, ¿por qué?

Fuera como fuese, lo cierto es que la casa de First Street volvió a sumirse en el secreto. Los planes de Antha para restaurarla nunca se llevaron a cabo. Tras furibundas peleas en las oficinas de Mayfair y Mayfair —en una oportunidad, Carlotta se marchó dando un portazo tan fuerte que rompió el cristal de la puerta—, Cortland llegó hasta el punto de pedir la custodia de la pequeña Deirdre. Alexander, el nieto de Clay Mayfair, también se presentó como candidato. Él y su esposa Eileen tenían una mansión preciosa en Metairie. Se ofrecieron a adoptar formalmente a la niña o a acogerla informalmente, como prefiriese Carlotta.

Carlotta se rió en la cara de estos «bienhechores», como los llamó. Le dijo al juez y a todos los miembros de la familia que quisieran saberlo que Antha era una persona muy enferma. Sin duda padecía demencia congénita y era muy probable que también se manifestara en su hija. No pensaba dejar que nadie se llevara a Deirdre de casa de su madre ni que la apartara de la querida señorita Flanagan, de la dulce Belle, ni de la bondadosa Millie, puesto que todas ellas adoraban a la criatura y tenían más tiempo para cuidarla que ninguna otra persona.

Cortland se negó a ceder, Carlotta entonces lo amenazó directamente. ¿Acaso no lo había abandonado su mujer? ¿Quería que la familia se enterara después de todos estos años de qué tipo de hombre era él? Los primos reflexionaron sobre sus insinuaciones y calumnias. El juez del caso se «impacientó». Para él, Carlotta Mayfair era una persona de una respetabilidad intachable y un sentido común indiscutible. ¿Por qué no quería aceptar la familia la situación? Dios mío, si cada huerfanito tuviera tías como las amables Millie, Belle y Carlotta, este mundo sería mucho mejor.

El legado quedó en manos de Mayfair y Mayfair, la pequeña en manos de Carlotta y el asunto se cerró abruptamente.

Se volvió a atentar contra la autoridad de Carlotta sólo una vez más, en 1945.

Cornell Mayfair, uno de los primos de Nueva York, acababa de terminar su residencia en el Massachusetts General Hospital, donde estudiaba psiquiatría.

Había oído historias increíbles sobre la casa de First Street de boca de su prima política Amanda Grady Mayfair y también de Louisa Ann Mayfair, la nieta mayor de Garland que había ido a Radcliffe y que tuvo una aventura con él. ¿Qué era todo aquello de la demencia congénita? Además, todavía estaba enamorado de Louisa Ann, que había preferido regresar a Nueva Orleans en lugar de casarse con él y quedarse a vivir en Massachusetts, y no comprendía el motivo de devoción que la muchacha tenía por su hogar. Quería ir a Nueva Orleans a visitar a la familia de First Street y los primos de Nueva York pensaron que era una buena idea.

El 11 de febrero, Cornell llegó a Nueva Orleans y se alojó en un hotel del centro. Solicitó una entrevista a Carlotta y ésta accedió a recibirlo en la casa.

Como le contó más adelante a Amanda por teléfono, se quedó en la casa unas dos horas, parte de las cuales las dedicó a visitar a solas a la pequeña Deirdre, de cuatro años de edad. «No puedo decirte lo que he descubierto —dijo—, pero hay que sacar a la niña de aquel ambiente y, con franqueza, no quiero que Louisa Ann se mezcle en todo este asunto. Cuando regrese a Nueva York te lo contaré todo.»

Amanda insistió en que llamara a Cortland y le explicara sus preocupaciones. Cornell le confesó que Louisa Ann le había sugerido lo mismo.

«Ahora no me apetece —respondió Cornell—, me he quedado saturado de Carlotta y esta tarde no quiero ver más gente de esa familia.»

Amanda, que pensaba que Cortland podía ser de ayuda, lo llamó y le contó lo que pasaba. Cortland agradeció el interés del doctor Mayfair. Aquella tarde llamó a Amanda y le dijo que había quedado con Cornell para cenar. Le dijo que la llamaría después de la cena y que en principio el joven médico le había caído bien y estaba ansioso por oír lo que tenía que decirle.

Cornell no llegó nunca a la cena. Cortland lo esperó durante una hora en el restaurante Kolb y luego llamó a su habitación, pero nadie respondió. A la mañana siguiente, la criada del hotel lo encontró muerto. Estaba completamente vestido sobre la cama deshecha, con los ojos semiabiertos y un vaso lleno de bourbon sobre la mejilla. No se descubrió hasta más tarde la causa de la muerte.

Cuando se realizó la autopsia, se halló en sus venas una pequeña cantidad de un narcótico muy fuerte mezclado con alcohol.

Se determinó que había sido una sobredosis accidental y no hubo más investigaciones. Amanda Grady Mayfair nunca se perdonó haber enviado al joven doctor Cornell Mayfair a Nueva Orleans y Louisa Ann «nunca se recuperó» y hasta el día de hoy sigue soltera. Cortland, muy afectado, acompañó el ataúd a Nueva York. ¿Fue Cornell víctima de las brujas Mayfair? Una vez más debemos decir que no lo sabemos. Sin embargo, hay un detalle que nos indica que Cornell no murió por la mezcla del narcótico y el alcohol. El investigador que examinó su cuerpo antes de que lo retiraran del hotel notó que sus ojos estaban completamente inyectados en sangre. Ahora sabemos que éste es un síntoma de asfixia. Es posible que alguien le haya echado un somnífero en la bebida y luego lo ahogara con la almohada en un momento en que él no podía defenderse.

Cuando Talamasca trató de investigar este caso, las pistas ya eran débiles.

En el hotel nadie recordaba si aquel Cornell Mayfair había recibido llamadas. ¿Había pedido el bourbon al servicio de habitaciones? Nadie había hecho estas preguntas. ¿Huellas digitales? Nadie las había tomado. Después de todo, no se trataba de un asesinato...

Pero ahora ha llegado el momento de que volvamos a Deirdre Mayfair, de presentar a la heredera del legado, huérfana a los dos meses de edad y dejada al cuidado de unas tías ancianas.

Deirdre Mayfair Tras la muerte de Antha, la casa de First Street continuó deteriorándose. La piscina se había convertido en un fétido estanque pantanoso lleno de plantas, mientras las oxidadas fuentes lanzaban un chorro de agua verdosa en el fango.

Los postigos de la habitación principal del ala norte volvieron a cerrarse. La pintura gris violácea de las paredes siguió descasCarlllándose.

La anciana señorita Flanagan, casi ciega durante su último año, se ocupó de la pequeña Deirdre hasta poco antes de su quinto cumpleaños. De vez en cuando la sacaba a dar una vuelta a la manzana en un cochecito de mimbre, pero nunca cruzaba la calle.

Cortland, por entonces, se había convertido en la viva imagen de su padre Julien. Las fotografías hasta mediados de los años cincuenta lo muestran como un hombre alto, delgado, de cabello negro, plateado sólo en las sienes. Las marcadas arrugas de su rostro eran como las de su padre. Lo único diferente eran los ojos, mucho más grandes, parecidos a los de Stella, pero con la misma agradable expresión que los de Julien, y con frecuencia con su misma alegre sonrisa.

Por lo que sabemos, su familia lo quería mucho, sus empleados lo veneraban, y aunque Amanda lo hubiese abandonado hacía muchos años, siempre lo había amado, o por lo menos eso fue lo que le dijo a Alian Craver en Nueva York el año de su muerte. Amanda había llorado sobre el hombro de Alian porque sus hijos nunca habían comprendido por qué había dejado a su padre y ella tampoco tenía la intención de explicárselo. ¿Cómo era Deirdre durante este período? No hemos podido encontrar ni una sola descripción de ella durante los cinco primeros años de su vida, salvo el comentario procedente de la familia de Cortland que menciona que era una niña muy bonita.Tenía un cabello negro ondeado y brillante, como el de Stella, y unos ojos azules grandes y oscuros.

La casa de First Street se cerró una vez más al mundo exterior. Toda una generación de transeúntes se acostumbró a su fachada descuidada y cerrada a cal y canto. De nuevo ocurría que los obreros no podían terminar las reparaciones. Un albañil se cayó dos veces de la escalera y se negó a volver.

Sólo el viejo jardinero y su hijo iban de buena gana a cortar de vez en cuando el césped, infestado de malas hierbas.

A medida que la gente de la parroquia se iba muriendo, ciertos rumores sobre los Mayfair morían con ellos. Al cabo de poco tiempo nadie se interesaba por los nombres de Julien, Katherine, Rémy o Suzette.

Barclay, el hijo de Julien, murió en 1949 y su hermano, Garland, en 1951.

Grady, el hijo de Cortland, murió el mismo año que Garland a causa de una caída mientras cabalgaba en Audubon Park. Su madre, Amanda Grady Mayfair, murió poco después, como si no hubiera podido soportar la muerte de su querido Grady. De los dos hijos de Pierce, sólo Ryan Mayfair «conoce la historia de la familia» y deleita a los primos jóvenes —la mayoría de los cuales no sabe nada— con extraños relatos.

Irwin Dandrich murió en 1952. No obstante, fue sustituido rápidamente por otra «investigadora de sociedad», una mujer llamada Juliette Milton, que reunió numerosas historias a través de los años de boca de Beatrice Mayfair y de otras primas de la ciudad, muchas de las cuales almorzaban con ella regularmente y parecían no dar importancia al hecho de que Juliette fuera una chismosa que les contaba vida y milagros de todo el mundo, y a los demás, seguramente, todo lo que sabía sobre ellas. Juliette, como Dandrich, no era una persona particularmente perversa. En realidad ni siquiera parecía maliciosa. Sin embargo, le encantaba el melodrama y escribía unas cartas increíblemente largas a nuestros abogados de Londres, que le pagaban una suma anual igual a la renta con la que se mantenía hasta aquel momento.

Tal como Dandrich, Juliette nunca supo a quién suministraba la información sobre los Mayfair, y aunque sacaba el tema por lo menos una vez al año, nunca presionó demasiado.

Deirdre, por lo menos durante sus primeros años, había seguido los pasos de su madre. La expulsaban de una escuela tras otra por sus «travesuras» y «raro comportamiento», por interrumpir las clases y por sus extraños accesos de llanto que nadie podía calmar.

La hermana Bridget Marie, por aquel entonces de más de sesenta años, vio una vez más en acción al «amigo invisible» en el patio de la escuela de St.

Alphonsus, que volvía a encontrar cosas perdidas para la pequeña Deirdre y a hacer volar las flores por los aires. Las escuelas de El Sagrado Corazón, de las ursulinas, de San José, de Nuestra Señora de Los Ángeles la expulsaron a las pocas semanas. La niña a veces se quedaba en casa durante meses y los vecinos la veían «correr como una salvaje» por el jardín o trepar al roble del fondo.

En First Street ya no quedaba casi servicio. La hija de tía Easter cocinaba y limpiaba toda la casa metódicamente. Cada mañana barría las aceras, o las veredas como las llamaban ellas, y a las tres de la tarde aclaraba el mocho en el grifo de la entrada trasera del jardín.

Nancy Mayfair era la ama de llaves y llevaba las cosas de una manera brusca y ofensiva, o eso es lo que decían los repartidores y los sacerdotes que pasaban de vez en cuando.

Millie Dear y Belle, muy pintorescas, por no decir bellas ancianas, cuidaban las pocas rosas que crecían junto al porche lateral y que se habían salvado de la maleza que cubría la propiedad desde la cerca del frente hasta la pared del fondo.Los domingos, toda la familia iba a misa de nueve en la capilla; la pequeña Deirdre, una muñequita, con su vestido de marinero azul y un sombrero de paja con cintas; Carlotta, con su traje oscuro y una blusa de cuello alto, y las ancianas Millie Dear y Belle, con sus zapatos negros abotinados, vestidos de gabardina con encaje y guantes oscuros.

Los lunes, la señorita Millie y la señorita Belle salían de compras. Tomaban un taxi hasta Gus Mayer o Godchaux, las tiendas más elegantes de Nueva Orleans, donde compraban sus vestidos gris perla, los sombreros de flores con velo y otras discretas prendas. Ellas, y sólo ellas, representaban a la familia de First Street en los funerales, de vez en cuando en algún bautizo, y muy de tanto en tanto en alguna boda, aunque raramente asistían a la fiesta después de la ceremonia religiosa.

También iban a los funerales de algunos vecinos y a los velatorios, siempre que se hicieran en Lonigan e Hijos o cerca. Asistían a la novena de los martes en la capilla y las tardes de verano llevaban a veces a la pequeña Deirdre, a la que mimaban orgullosas durante todo el servicio dándole trocitos de chocolate para que se estuviera quieta.

Nadie recuerda nada «fuera de lugar» con la amable señorita Belle.

En realidad, las ancianas damas contaban con la simpatía y el respeto de todo Garden District, en especial con el de las familias que nada sabían sobre las tragedias o secretos de la familia Mayfair. La casa de First Street no era la única mansión en decadencia detrás de una verja oxidada.

Nancy Mayfair, por el contrario, parecía pertenecer a una clase completamente diferente. Iba siempre mal vestida, con el pelo sucio y apenas peinado. Habría sido fácil confundirla con una criada, pero nunca nadie puso en duda el hecho de que fuera la hermana de Stella, a pesar de que, por supuesto, no lo era. Empezó a llevar zapatos negros abotinados a los trece años.

Pagaba malhumorada a los chicos de reparto con un monedero viejo y gritaba a los buhoneros que se largaran desde la galería de arriba.

La pequeña Deirdre, cuando no estaba en una clase repleta esforzándose por prestar atención —lo que siempre terminaba en fracaso y desgracia—, pasaba sus días con estas mujeres.

Los cotilleos de la parroquia la comparaban sin cesar con su madre. Los primos decían que quizá fuera «demencia congénita», aunque honestamente nadie lo sabía. Pero quienes estaban pendientes de la familia —incluso a muchos kilómetros de distancia— pronto notaron ciertas diferencias entre madre e hija.

Antha era delgada y retraída por naturaleza, en Deirdre, en cambio, se veía desde el principio algo rebelde e inconfundiblemente sensual. Los vecinos a menudo la veían correr por el jardín «como un marimacho». A los cinco años ya se subía hasta la copa del roble. A veces se escondía debajo de los arbustos, junto a la verja, para asustar deliberadamente a los que pasaban.

A los nueve años se escapó por primera vez. Carlotta llamó a Cortland aterrorizada y luego avisaron a la policía. Al final, una Deirdre helada y temblorosa se presentó en el umbral del Orfanato de St. Elizabeth, en Napoleón Avenue, y explicó a las monjas que estaba «maldita» y «poseída por el demonio». Tuvieron que llamar a un sacerdote y más tarde llegaron Cortland y Carlotta para llevársela a casa.

«Una imaginación hiperactiva», dijo Carlotta, frase que se convertiría en un lugar común.

Un año más tarde, la policía la encontró vagando bajo la lluvia junto al canal St. John; temblaba y lloraba, y decía que tenía miedo de volver a casa. Durante dos horas mintió a la policía acerca de su nombre y procedencia.

Explicó que era gitana y que había llegado a laciudad con un circo. Que su madre había sido asesinada por el domador. Que ella había «tratado de suicidarse con un extraño veneno», pero que la habían llevado a un hospital en Europa en el que le habían cambiado toda la sangre.

«Había tal tristeza en la niña, tanta locura —le contó el oficial a nuestro investigador—. Hablaba completamente en serio y tenía unos ojos azules, salvajes. Ni siquiera levantó la mirada cuando fueron a buscarla su tío y su tía.

Fingía que no los conocía. Luego dijo que la tenían encadenada en una habitación de arriba.»

A los diez años de edad la mandaron a un internado de Irlanda recomendado por un cura irlandés de la catedral de St. Patrick. Los comentarios de la familia indican que fue idea de Cortland.

Pero las monjas de County Cork la devolvieron al cabo de un mes. Deirdre estudió entonces durante dos años con una institutriz llamada señorita Lampton, una vieja amiga de Carlotta del Sagrado Corazón. La institutriz comentó a Beatrice Mayf air que la niña era encantadora y muy inteligente.

«Tiene demasiada imaginación, ése es su único problema, además de pasar demasiado tiempo sola.» Cuando la señorita Lampton se trasladó al norte para casarse con un viudo que había conocido en vacaciones, Deirdre lloró durante días.

Incluso durante estos años hubo discusiones en First Street. La gente oía gritos. Deirdre a menudo escapaba de la casa llorando y se subía al roble hasta quedar fuera del alcance de Irene o de la señorita Lampton. A veces no bajaba hasta que había oscurecido.

Al llegar a la adolescencia, sin embargo, se produjo un cambio. Se terminó la marimacho y se convirtió en una persona retraída y secreta. A los trece años ya era mucho más voluptuosa que su madre a los veinte. Llevaba el pelo largo, con raya al medio, recogido con un lazo de color violeta. Y sus ojazos azules parecían perpetuamente recelosos y con un toque de amargura. La gente que la veía el domingo en misa decía que parecía una persona abatida.

«Ya era una mujer hermosa —comentó una de las mujeres que asistía regularmente a la capilla—. Y esas ancianas no lo sabían y continuaban vistiéndola como si todavía fuera una niña.»

Durante el verano anterior a su decimocuarto cumpleaños, la llevaron con urgencia al Mercy Hospital porque había tratado de cortarse las venas. Beatrice fue a visitarla.

«Esa chica tiene un temperamento del que Antha, sencillamente, carecía-le contó a Juliette Milton—. Pero le falta consejo femenino. Me pidió que le comprara cosméticos. Me dijo que había estado en una perfumería sólo una vez en su vida.»

Beatrice le llevó los cosméticos al hospital, pero cuando llegó le dijeron que Carlotta había prohibido todas las visitas. Cuando Beatrice llamó a Cortland, éste confesó que no sabía por qué había intentado cortarse las venas. «Quizá sólo quería salir de aquella casa.»

Esa misma semana, Cortland se encargó de hacer los preparativos para que Deirdre fuera a California. Tomó un avión a Los Angeles para quedarse en casa de la hija de Garland, Andrea Mayfair, que se había casado con un médico del Hospital Cedros del Líbano. Pero al cabo de dos semanas Deirdre estaba otra vez en casa.

Los Mayfair de Los Ángeles no explicaron lo sucedido a nadie, pero años más tarde, Elton, el único hijo del matrimonio, dijo a nuestros investigadores que la pobre prima de Nueva Orleans estaba loca, que creía haber sido maldecida por una especie de legado. Hablaba de suicidarse y sus padres se asustaron tanto que la llevaron a un médico que dijo que nunca sería una persona normal.

«Mis padres querían ayudarla, en especial mi madre, pero trastornó a toda la familia. Sin embargo, creo que lo que colmó el vaso fue que una noche la vieron en el jardín de atrás con un hombre y ella se negó a admitirlo. Siempre lo negó. Mis padres tuvieron miedo de que pasara algo, creo que tenía sólo trece años y era muy bonita, y la mandaron otra vez a su casa.»

La misma misteriosa compañía masculina fue la responsable de la traumática expulsión de Deirdre del internado Santa Rosa de Lima, cuando tenía dieciséis años. Asistió a clase durante un semestre completo, sin ningún percance, y ya estaba a mediados del período de primavera cuando ocurrió el incidente. Según la familia, Deirdre estaba muy contenta en Santa Rosa y le había dicho a Cortland que no quería volver nunca a casa. Incluso en Navidades se había quedado en la escuela y había salido sólo en Nochebuena a cenar con Cortland.

Le encantaban los columpios del jardín de atrás, que eran lo suficientemente grandes para las niñas mayores, y a la hora del crepúsculo solía sentarse allí a cantar con otra chica, Rita Mae Dwyer (más tarde Lonigan), que recuerda a Deirdre como una persona rara y especial, elegante e inocente, romántica y dulce.

En 1988 recogimos el último testimonio sobre esta expulsión, transmitido directamente a este investigador por Rita Mae Dwyer Lonigan.

El «misterioso amigo» de Deirdre se encontraba con ella a la luz de la luna en el jardín de las monjas. Hablaba en voz baja, pero lo suficientemente alto para que Rita Mae lo oyera. «Amada mía, la llamaba», me dijo Rita Mae. Salvo en las películas, ella nunca había oído palabras tan románticas.

Deirdre, indefensa y llorando con amargura, no pronunció palabra cuando las monjas la acusaron de «traer un hombre al jardín de la escuela». La habían espiado por las rendijas de la cocina del convento y habían visto cómo se encontraba con aquel sujeto. «No era un muchacho —dijo furiosa una de las monjas a todas las internas reunidas—, sino un hombre. ¡Un adulto!» Las condenas que revelan los informes de la escuela son igual de perversas. «La muchacha es mentirosa. Permitió que un hombre la tocara de modo indecente.

Su inocencia no es más que una fachada.»

No hay duda de que este misterioso compañero era el Impulsor. Las monjas, así como la señora Lonigan, lo describieron como un hombre de cabello castaño, ojos marrones y ropa elegante y pasada de moda.

Pero lo más notable es que Rita Mae Lonigan, a no ser que exagerara, oyó hablar al Impulsor.

Otra sorprendente información proporcionada por la señora Lonigan es que Deirdre tenía la esmeralda en el internado, que se la enseñó a ella y que tenía grabado en la parte de atrás: «Impulsor.» Si la historia de Rita Mae es cierta, Deirdre sabía poco sobre su madre y su abuela. Sabía que había heredado de ellas la esmeralda, pero no conocía las circunstancias de sus muertes.

En 1956 era del dominio familiar que la expulsión de Santa Rosa había sido un duro golpe para Deirdre. Tuvieron que ingresarla en el Asilo Santa Ana durante seis semanas. Fue imposible acceder a los informes médicos, pero las enfermeras comentaron que Deirdre había suplicado que le aplicaran electroshocks y que los recibió dos veces. En aquel entonces tenía casi diecisiete años.

Por lo que sabemos sobre las prácticas médicas de la época, podemos asegurar que estos tratamientos se practicaban con un voltaje más alto que el actual, que con toda probabilidad eran muy peligrosos y causaban pérdida de memoria durante horas, por no decir días.

Carlotta se llevó a Deirdre del asilo a casa, donde languideció durante otro mes. Una vigilancia inflexible llevada a cabo por nuestros investigadores señala que en el jardín a menudo se veía una oscura figura en sombras junto a Deirdre.

El repartidor de los ultramarinos Solari se «llevó un susto de muerte» cuando salía de la casa y vio «a esa chica de ojos de loca y a aquel hombre» metidos entre las cañas de bambú, al lado de la vieja piscina. Otras personas también informaron de idénticas escenas. Las imágenes eran siempre las mismas:

Deirdre y el misterioso joven en las sombras. Deirdre y el misterioso joven saliendo de repente de donde estaban o espiando a un desconocido de manera inquietante. Tenemos más de quince variaciones de estos dos temas.

Algunas de estas historias llegaron a oídos de Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue. «No sé, quizá la ronde alguien. Es que está... tan desarrollada físicamente», le dijo a Juliette. Ésta fue con Beatrice a First Street.

«La chica paseaba por el jardín, Beatrice se acercó a la verja y la llamó.

Durante unos minutos pareció no reconocerla. Luego fue a buscar la llave de la cancela. Por supuesto, sólo Bea hablaba. La joven es muy hermosa, más por la peculiaridad de su carácter que por cualquier otra cosa. Parece una persona indómita y profundamente desconfiada de los demás, y al mismo tiempo muy interesada en sus propias cosas. Se enamoró del camafeo que yo llevaba y se lo regalé; se quedó fascinada como una niña. No sé si añadir que iba descalza y con un vestido de algodón sucio y viejo.»

Con la llegada del otoño recibimos más informes sobre peleas y gritos. Los vecinos llegaron a llamar a la policía en dos ocasiones. Sobre la primera de ellas, tuve la oportunidad dos años más tarde de enterarme personalmente de lo sucedido.

«No me apetecía ir —me explicó el policía—. Verá, molestar a esas familias de Garden District no es precisamente lo mío. Y aquella dama nos detuvo justo en la puerta de entrada. Era Carlotta Mayfair, la que llaman señorita Carl, la que trabaja para el juez. —¿Quién los ha llamado? ¿Qué quieren? ¿Quién es usted? Enséñeme su identificación. Si vuelven a venir otra vez tendré que hablar de ello con el juez Byrnes —Al final, mi compañero dijo que habían oído gritar a la jovencita y que queríamos hablar con ella para asegurarnos de que todo estaba en orden. Creí que la señorita Carl iba a matarlo ahí mismo, pero fue a buscar a la chica Deírdre Mayfair apareció llorando y temblando y dijo a C. J., mi compañero:

"Dígale que me dé las cosas de mi madre. Me ha quitado las cosas de mi madre." La señorita Carl indicó que ya era suficiente "intrusión", que era una pelea familiar y la policía no tenía nada que hacer. Si no nos marchábamos, llamaría al juez Byrnes. En aquel momento, Deirdre salió corriendo de la casa hacia el coche patrulla. —¡Sáquenme de aquí! —gritaba. Entonces sucedió algo con la señorita Carl.

Miró fijamente a la muchacha, que estaba de pie, en el bordillo, junto a nuestro coche, y empezó a llorar. Trató de ocultarlo. Sacó un pañuelo y se tapó los ojos, pero era evidente que la mujer lloraba. La chica la había sacado de quicio.

—Señorita Carl —dijo C. J.—, ¿qué quiere que hagamos?

La señora pasó a su lado y se dirigió hacia la acera. Apoyó una mano sobre la muchacha y preguntó: "Deirdre, ¿quieres volver al asilo? Por favor, Deirdre, por favor." La chica entonces se derrumbó. No podía hablar. La miraba detenidamente con unos ojos salvajes y locos y rompió a llorar. La señorita Carl la cogió del hombro y se la llevó de vuelta a la casa.» —¿ Está seguro de que era Carl? —pregunté al agente.

—Sí, por supuesto, todo el mundo la conoce. Vaya, nunca me olvidaré de ella. Al día siguiente llamó al capitán para que nos echara a los dos, a J. C. y a mí.

Cuando una semana más tarde los vecinos volvieron a llamar a la policía, otro coche patrulla se ocupó del caso. Lo único que sabemos es que en esta ocasión Deirdre trataba de irse de la casa cuando llegó la policía. Los agentes a convencieron de que se sentara en la escalinata del porche y esperase hasta que llegara su tío Cortland.Deirdre se escapó al día siguiente. Los rumores del despacho decían que hubo muchas llamadas, que Cortland salió a toda prisa hacia First Street y que desde Mayfair y Mayfair se llamó a los primos de Nueva York para que buscaran a Deirdre, tal como se había hecho con la desaparición de Antha.

Amanda Grady Mayfair ya había muerto. Rosalind Mayfair, la madre del doctor Cornell, no quería saber nada con «la chusma de First Street», como los llamaba. A pesar de todo avisó a los otros primos. Luego la policía se puso en contacto con Cortland en Nueva Orleans. Habían encontrado a Deirdre delirando y vagando descalza por Greenwich Village. Algunas pruebas indicaban que la habían violado. Cortland voló a Nueva York aquella misma noche. A la mañana siguiente traía a Deirdre de regreso.

La historia se repitió y Deirdre fue ingresada en el Asilo Santa Ana. Una semana más tarde salió y se fue a vivir con Cortland en la vieja casa familiar de Metairie.

Los comentarios de la familia sostienen que Carlotta estaba desmoralizada y deprimida. Le dijo al juez Byrnes y a su mujer que había fracasado con su sobrina y temía que la chica «nunca fuera normal».

Cuando Beatrice Mayfair fue a visitarla, un sábado, se la encontró sentada sola en el salón, con todas las cortinas corridas. Carlotta no quería hablar.

«Me di cuenta de que miraba fijamente el lugar donde solían poner los ataúdes cuando los velatorios todavía se celebraban en la casa. Cuando le preguntaba algo, me respondía sólo con "sí", "no", "humm". Al final entró esa espantosa Nancy y me ofreció té helado. Pareció molestarse cuando acepté, así que dije que me lo serviría yo, pero me dijo que no, por favor, tía Carl no lo permitiría.»

Cuando Beatrice se hartó de tanta tristeza y grosería, se marchó a Metairie, a casa de Cortland, en el Club de Campo Lane, a visitar a Deirdre.

Por lo que sabemos, la casa era muy alegre, con empapelados de colores vivos, muebles tradicionales y muchos libros. Los ventanales corredizos daban a los jardines y a la piscina.

Toda la familia pensaba que era el mejor sitio para Deirdre. Metairie no tenía nada de la melancolía de Garden District. Cortland aseguró a Beatrice que la chica estaba descansando, y que sus problemas se habían agravado en gran parte por la reserva y la falta de criterio de Carlotta.

«Pero en realidad no me dice lo que sucede —se quejó Beatrice a Juliette—.

Nunca lo hace. Reserva, ¿a qué se refiere?»

Beatrice interrogaba por teléfono a la criada cada vez que podía. La chica estaba muy bien. Sí, hacía buena cara. Hasta tenía un invitado, un joven muy guapo. La criada lo había visto sólo un instante en el jardín con Deirdre, pero se veía que era muy apuesto y todo un caballero.

«Vaya, ¿ quién será? —se preguntaba Beatrice mientras almorzaba con Juliette Milton—. ¡Espero que no sea aquel sinvergüenza que la fastidiaba en el jardín de las monjas de Santa Rosa!»

«A mí me parece —escribió Juliette a su contacto en Londres— que esta familia no se da cuenta de que la chica tiene un amante. Quiero decir un amante de verdad, muy distinguido y fácil de reconocer, al que una y otra vez ven junto a ella. ¡Todas las descripciones de este joven coinciden!»

Lo más significativo de esta historia es que Juliette Milton nunca oyó ningún rumor sobre fantasmas, brujas, maldiciones ni nada por el estilo asociado a la familia Mayfair. Ella y Beatrice creían que el misterioso personaje era un ser humano.

Sin embargo, precisamente en la misma época, la gente del Canal Irlandés hablaba en la mesa de la cocina sobre «Deirdre y el hombre». Y cuando mencionaban al«hombre» no se referían a un ser humano. La hermana mayor del padre Lafferty sabía de la existencia del «hombre». Intentó hablar con su hermano de ello, pero él no quiso hacerle caso. Así pues, hablaba del asunto con un amigo entrado en años, Dave Collins, y con nuestro investigador, que una vez la acompañó por Constance Street cuando regresaba de misa de domingo.

La señorita Rosie, que trabajaba en la sacristía cambiando los manteles del altar y ocupándose del vino de misa, también conocía detalles impresionantes sobre «esos Mayfair y el hombre». «Primero fue Stella, luego Antha y ahora Deirdre», le dijo a un sobrino, un universitario de Loyola que pensaba que su tía era una ingenua supersticiosa.

En aquel momento, durante el verano de 1958, yo me preparaba para ir a Nueva Orleans.

Elaine Barret, uno de los miembros más antiguos y expertos de Talamasca, había muerto el año anterior. Por consiguiente, pasé a ser considerado (inmerecidamente) el especialista de Talamasca en familias de brujas. Mis credenciales nunca se pusieron en duda. Las personas más atemorizadas por las muertes de Stuart Townsend y Arthur Langtry —y las que con seguridad me hubieran prohibido ir a Nueva Orleans— también habían muerto.

Yo estaba profunda y apasionadamente preocupado por Deirdre Mayfair.

Creía que sus poderes psíquicos, y en especial su talento para ver y comunicarse con espíritus, la estaban volviendo loca.

23

INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Novena parte La historia de Deirdre Mayfair revisada íntegramente en 1989 Llegué a Nueva Orleans en julio de 1958 y me alojé en un hotel pequeño e informal del Barrio Francés. Luego me reuní con nuestros investigadores privados más capaces y me dediqué a consultar algunos expedientes públicos y a satisfacer mi curiosidad en otros aspectos.

Con el correr de los años habíamos conseguido los nombres de algunas personas cercanas a la familia Mayfair e intenté ponerme en contacto con ellas.

Con Richard Llewellyn tuve bastante éxito, como ya ha sido explicado. Por otra parte, este informe también me mantuvo ocupado durante algunos días.

Además, me las arreglé para «conocer por casualidad» a una maestra laica de Santa Rosa de Lima, que había conocido a Deirdre y que me aclaró más o menos las razones de su expulsión. Por desgracia, esta mujer creía que Deirdre había tenido una aventura con un «hombre mayor» y que era vil y mentirosa.

Algunas chicas habían visto la esmeralda Mayfair y en la escuela llegaron a la conclusión de que se la había robado a su tía. ¿Cómo si no iba a tener la chica una joya de semejante valor en la escuela?

Cuanto más hablaba con la mujer, más me daba cuenta de que el halo de sensualidad de Deirdre había causado gran impresión en quienes la rodeaban.

«Era tan... madura, no sé si me explico. Verá, una chica de dieciséis años no tiene por qué tener unos pechos tan enormes.»

Pobre Deirdre. Estuve a punto de preguntarle si creía que en tales circunstancias era aconsejable la mutilación, y di por terminada la entrevista.

Volví al hotel, tomé un trago de coñac y me di un sermón sobre los peligros de involucrarme emocionalmente.

Por desgracia no estaba menos sensible cuando al día siguiente, y al otro, visité Garden District y pasé horas caminando por las tranquilas calles del barrio al tiempo que observaba la casa de First Street desde todos los ángulos.

Después de haber leído sobre el lugar y sus habitantes durante años, me sentía de lo más excitado. Pero si alguna vez una casa rezumó maldad, era ésta. ¿Por qué?, me pregunté.

Por entonces, ya estaba muy descuidada. La pintura violeta de las paredes se había desteñido por completo. Las malas hierbas y los diminutos heléchos crecían en las grietas de los parapetos. Las enredaderas en flor cubrían las galerías laterales de modo que los adornos de hierro forjado apenas se veían.

Los laurocerasos silvestres tapaban el jardín.

A pesar de todo, debió de ser romántica. Incluso bajo el pesado calor del verano, con el sol ardiente que brillaba soñoliento y difuso a través de las ramas de los árboles, el lugar parecía húmedo y oscuro, decididamente desagradable.

Durante las horas ociosas que contemplé la casa, noté que los transeúntes indefectiblemente cruzaban la calle y cambiaban de acera al acercarse.

Algo maligno moraba en aquella casa, vivía y respiraba, esperaba y quizá gemía.

Me recriminaba, y con razón, por dejarme llevar por las emociones y traté de definir mis propios términos. Ese «algo» era maligno porque era destructivo.

«Vivía y respiraba» en el sentido de que influía a su entorno y se podía sentir su presencia. En cuanto a mi creencia de que este «algo» gemía, sólo tenía que recordar que, desde la muerte de Stella, ningún trabajador había podido reparar nada en el lugar. Desde su muerte, la decadencia de la casa había sido firme y continua. ¿Acaso no quería este «algo» que la mansión se pudriera igual que se descomponía el cuerpo de Stella en la tumba?

Tantas preguntas sin respuesta... Me dirigí al cementerio de Lafayette a visitar el panteón Mayfair. Un amable cuidador me explicó que siempre había flores frescas en los floreros de piedra delante de la cripta, aunque jamás se había visto a nadie ponerlas. —¿Cree que es algún viejo amante de Stella Mayfair? —le pregunté.

—No —me dijo el anciano con una risa ronca—. Por Dios, no. Es él, el fantasma Mayfair. Él pone las flores. ¿Y quiere que le diga algo? A veces las saca del altar de la capilla. ¿Conoce la capilla de Prytania y Third Street? El padre Morgan vino una vez, echando chispas, parece que acababa de poner unos gladiolos y aquí estaban, delante de la tumba de los Mayfair. Se marchó directamente a tocar el timbre de First Street. Me contaron que la señorita Carl lo mandó al infierno. —El hombre no paraba de reírse de que... alguien mandara a un cura al infierno.

Alquilé un coche y me dirigí a Riverbend por la carretera del río para ver qué quedaba de la plantación. Luego llamé a nuestra investigadora de sociedad, Juliette Milton, y la invité a almorzar.

Se mostró más que dispuesta a presentarme a Beatrice Mayfair. Esta última accedió a comer conmigo yaceptó sin recelos mi superficial explicación de que estaba interesado en la historia del sur y, por ende, en la familia Mayf air.

Era una mujer de treinta y cinco años, morena y bien vestida, con un agradable acento sureño de Nueva Orleans y cierta «rebeldía» en lo tocante a la familia.

Me habló sin parar durante tres horas y me contó todo tipo de pequeñas anécdotas sobre la familia, con lo que me demostró lo que yo ya sospechaba: que en la actualidad se sabía poco y nada del pasado lejano de los Mayfair. Se trataba de una especie de leyenda de lo más vaga, en la que los nombres se mezclaban y los escándalos se habían convertido en algo casi ridículo.

Beatrice no sabía quién había construido Riverbend ni cuándo, tampoco quién había construido First Street. Creía que la había encargado Julien. En cuanto a las historias de fantasmas y de bolsas llenas de monedas, de niña las había creído, pero ahora no. Su madre había nacido en First Street y contaba algunas cosas horribles sobre aquella casa. Pero a los diecisiete años se fue de allí para casarse con Aldrich Mayfair, un bisnieto de Maurice Mayfair, al que no le gustaba que su mujer hablara de la casa.

—Mis padres eran muy reservados —explicó Beatrice—. No creo que mi padre se acuerde ya de nada. Tiene más de ochenta años; y mi madre, simplemente no quiere contarme nada. Yo no me casé con un Mayfair, así que mi marido en realidad no sabe nada de la familia. »No recuerdo a Mary Beth; yo tenía sólo dos años cuando murió. Tengo algunas fotos mías, sentada a sus pies, en alguna de aquellas reuniones, con todos los demás chiquillos Mayf air. Pero recuerdo a Stella. Ah, me encantaba.

La quería mucho. —¿Cree usted que la casa está embrujada, que haya algo maligno...?

—Ah, Carlotta. ¡Ella sí que es mala! Pero si busca algo de ese tipo, es una lástima que no haya podido hablar con Amanda Grady Mayfair. Era la mujer de Cortland. Murió hace años. ¡Pensaba unas cosas increíbles! Pero, bueno... en cierto modo eran interesantes. Se comenta que por eso había abandonado a Cortland; ella decía que Cortland sabía que la casa estaba embrujada y que él veía y hablaba con espíritus. ¡ Siempre me impresionó que una mujer adulta creyera en semejantes cosas! Pero estaba completamente convencida de que existía una especie de complot satánico. Creo que Stella provocó todo aquello de forma involuntaria. Yo era muy joven para comprenderlo. ¡Pero Stella no era una persona mala! No era ninguna reina del vudú. Simplemente se iba a la cama con el que le apetecía, y si eso es brujería, bueno, pues habría que quemar a media ciudad de Nueva Orleans.

Y así continuó la conversación. Por momentos, mientras Beatrice comía y fumaba Pall Mall, se tornaba un poco más íntima y temeraria.

—Deirdre es una persona hipersexual. Éste es su único problema. La han protegido hasta un punto ridículo. No me sorprende que se interese por cualquier extraño. Yo confío en que Cortland cuide de ella. Se ha convertido en el venerable anciano de la familia y es el único que le puede plantar cara a Carlotta. Para mí ella es la bruja del cuento. Me da escalofríos. Deberían alejar a Deirdre de ella.

Hablamos un rato más sobre una universidad de Tejas, una institución pequeña a la que asistiría Deirdre en otoño. Se trataba en realidad de una pequeña universidad estatal para mujeres, muy bien equipada y con las mismas tradiciones e instalaciones que las universidades privadas caras. La pregunta era si la horrible Carlotta la dejaría ir. —¡Esa Carlotta sí que es una bruja!

De nuevo se dedicó a criticar a Carlotta, su forma de vestir (siempre con trajes sastres), su forma de hablar (como una empresaria), cuando de pronto se inclinó sobre la mesa y me dijo:-¿Y sabe que esa bruja mató a Irwin Dandrich?

No, no lo sabía, jamás había oído el más mínimo comentario al respecto. En 1952 nos habían informado que Dandrich había muerto en su apartamento de un ataque al corazón, pasadas las cuatro de la tarde. Todo el mundo sabía que tenía problemas cardíacos.

—Hablé con él —me dijo Beatrice, dándose importancia y con aires dramáticos apenas ocultos— el día de su muerte. Me contó que Carlotta lo había llamado y lo acusó de espiar a la familia. «Pues bien, si quiere saber algo sobre nosotros, venga a First Street», le dijo. Yo le advertí que no fuera: «Es capaz de demandarte, de hacerte algo terrible.» Pero Irwin no quiso escucharme. «Voy a ver la casa por mí mismo —dijo—, nadie ha estado allí desde la muerte de Stella.» Le hice prometer que me llamaría en cuanto volviese. Pues bien, no me llamó nunca. Murió aquella misma tarde. Ella lo envenenó. Sé que lo hizo. Lo envenenó. Y cuando lo encontraron dijeron que había sido un infarto. Lo envenenó de modo que pudiera regresar a su casa y morir en su cama. —¿ Por qué está tan segura? —le pregunté. —Porque no es la primera vez que ocurre algo así. Deirdre le contó a Cortland que había un cadáver en la buhardilla de la casa de First Street. Sí, un cadáver. —¿Se lo dijo Cortland? Ella asintió con seriedad.

—Pobre Deirdre, ¡cuando cuenta esas cosas a los médicos le aplican electroshocksl ¡Cortland cree que son visiones! —Beatrice sacudió la cabeza—.

Así es él. Cree que la casa está embrujada, que hay fantasmas con los que se puede hablar. ¿Pero un cadáver en la buhardilla? ¡ Ah, no, algo así es imposible!

—Se rió en voz baja y luego se puso muy seria—. Pero apuesto a que es verdad.

Recuerdo que un joven desapareció justo antes de la muerte de Stella. Me enteré años después. Me lo contó Dandrich. Un tejano de Inglaterra, decía Irwin, que había pasado una noche con Stella y luego desapareció. Le diré quién más lo sabía: Amanda. La última vez que la vi en Nueva York me dijo: «¿Y aquel hombre que desapareció de manera tan extraña?» Ella, naturalmente, lo relacionaba con lo de Cornell, el que murió en el hotel del centro después de visitar a Carlotta. Le juro que los envenena, y luego se van a casa y se mueren.

Debe de ser algún producto químico de efecto retardado. El tejano era una especie de historiador, de Inglaterra. Conocía el pasado de nuestra familia. De repente cayó en la cuenta. Yo era historiador, de Inglaterra. Se rió.

—Señor Lightner, ¡tenga cuidado! —dijo, y se echó hacia atrás, en su silla, riendo suavemente.

—Supongo que tiene razón. ¿Pero no creerá usted en todo esto, señora Mayfair?

—Pues... sí y no al mismo tiempo —respondió; tras pensar un instante sonrió—. De Carlotta me creo cualquier cosa. Pero en honor a la verdad, es demasiado tonta para envenenar a alguien. ¡Pero seguro que lo he llegado a pensar! Yo lo creí cuando murió Irwin Dandrich. Lo quería mucho. Y murió inmediatamente después de verla. Espero que Deirdre vaya a esa universidad de Tejas. Y si Carlotta lo invita a tomar el té, ¡no vaya!

Nos separamos en la esquina; la ayudé a subir a un taxi.

—Si habla con Cortland, no le diga que ha hablado conmigo. Piensa que soy una chismosa horrible. Pero pregúntele por el tejano, nunca se sabe lo que podría decir.

En cuanto nos separamos llamé a Juliette Milton, nuestra espía de sociedad.

—No se le ocurra acercarse a la casa —le pedí—, ni tener nada que ver con Carlotta Mayfair. No vuelva a almorzar con Beatrice. Le daremos un cheque muy generoso. Déjelo correr. —¿Pero qué he hecho? ¿Qué he dicho? Beatrice es una chismosa terrible, cuenta cosas a todo el mundo. Yono he contado nada que ya no fuera del dominio público.

—Ha hecho un excelente trabajo, Juliette. Pero hay peligro, un peligro real.

Haga lo que le digo.

—Ya, le ha hablado de que Carlotta asesina gente. Es absurdo. Es sólo una vieja arpía. Mire que decir que Carlotta fue a Nueva York y asesinó a Sean Lacy, el padre de Deirdre, ¡es un auténtico disparate!

Repetí mis advertencias, o mis órdenes, por si acaso.

Al día siguiente conduje hasta Metairie, aparqué el coche y di un paseo por las tranquilas calles adyacentes a la casa de Cortland. A no ser por los enormes robles y por la aterciopelada alfombra de césped, el vecindario no tenía nada de Nueva Orleans. Podría haber sido un rico suburbio de Houston o de la ciudad de Oklahoma. Muy bonito, muy tranquilo y, aparentemente, muy seguro. No vi ni rastros de Deirdre. Ojalá estuviera contenta en este lugar tan saludable.

Estaba convencido de que debía verla bastante antes de intentar ponerme en contacto con ella. Mientras tanto, trataba de hablar con Cortland, pero él no respondía a mis llamadas. Al final, su secretaria me dijo que no quería hablar conmigo, que se había enterado de que había hablado con sus primos y que deseaba que dejara en paz a la familia.

A la semana siguiente me enteré por Juliette que Deirdre acababa de irse a la Universidad de Mujeres de Tejas, en Dentón, donde el marido de Rondha Mayfair, Ellis Clement, daba clase de lengua a grupos pequeños de chicas de buena familia. Carlotta estaba absolutamente en contra; la decisión se había tomado sin su permiso y no se hablaba con Cortland.

No nos resultó difícil averiguar que habían admitido a Deirdre como «alumna especial», educada en su casa. Le habían asignado un cuarto privado en el dormitorio de alumnas de primero y se había matriculado en todas las asignaturas del curso.

Llegué a Denton dos días más tarde. La Universidad de Mujeres de Tejas era pequeña y muy bonita. Estaba situada sobre unas suaves y verdes colinas, tenía unos edificios de ladrillos cubiertos de enredaderas y unos jardines muy cuidados. Resultaba casi imposible creer que se trataba de una institución estatal.

A los treinta y seis años de edad, con prematuras canas en mi cabello y afición a los trajes de lino bien cortados, descubrí que me resultaba muy fácil dar vueltas por el campus y pasar sin problemas por un miembro del claustro docente. Me sentaba en los bancos durante largo rato y tomaba notas en mi libreta. Curioseaba en la pequeña biblioteca y vagaba por los pasillos de los viejos edificios intercambiando amables bromas con algunas profesoras y con las jóvenes estudiantes de blusas y faldas plisadas.

Vi inesperadamente a Deirdre al segundo día de mi llegada. Salía del dormitorio de primer curso, un modesto edificio estilo georgiano, y paseó por el campus durante una hora; una encantadora joven de larga cabellera negra que recorría sin rumbo los senderos serpenteantes que discurrían debajo de árboles frondosos. Llevaba la habitual blusa de algodón y la falda plisada.

Poder verla al fin me produjo cierta confusión. Observaba a toda una celebridad. Y mientras la seguía, a intervalos, sufría inesperadas agonías por lo que estaba haciendo. ¿Debía dejar a la chica en paz? ¿Debía contarle lo que sabía sobre su historia? ¿Qué derecho tenía yo de estar allí?

Observé en silencio cómo regresaba a su dormitorio. A la mañana siguiente la seguí a su primera clase, y luego a un espacioso bar en el sótano donde se tomó un café, sentada sola a una pequeña mesa, mientras ponía monedas una y otra vez en una gramola para escuchar repetidamente una triste melodía de Gershwin cantada por Nina Simone.

Me pareció que disfrutaba de su libertad. Leyó durante un rato y luego se quedó sentada mirando a su alrededor. Yo me sentía absolutamente incapaz de levantarme de mi silla e ir a su encuentro. Me marché antes que ella a mi pequeño hotel del centro.

Aquella tarde volví a vagar por el campus y tan pronto como me acerqué a su dormitorio apareció Deirdre. Esta vez llevaba un vestido de algodón blanco de manga corta ceñido al torso y una camisa bastante holgada.

Parecía caminar otra vez sin rumbo fijo, sin embargo, de forma inesperada se encaminó hacia el fondo del campus por así decirlo, alejándose de los jardines cuidados y del tráfico. Pronto me descubrí siguiéndola por un jardín botánico grande y muy descuidado, un lugar sombrío y salvaje que me hizo temer por ella a medida que se internaba por el accidentado sendero.

Al final, las altas matas de bambú borraron todo rastro de los lejanos dormitorios y de los ruidos de las calles más lejanas aún. El aire era pesado como en Nueva Orleans, aunque algo más seco.

Yo seguí por el sendero que iba a dar a un puentecillo y levanté la mirada para encontrarme con Deirdre, de pie, inmóvil bajo un árbol en flor. Levantó su mano derecha y me hizo señas de que me acercara.

—Señor Lightner —dijo—, ¿qué quiere? —Su voz era suave y ligeramente tímida. No parecía ni enfadada ni asustada. Yo no podía articular palabra. De repente me di cuenta de que llevaba la esmeralda Mayfair al cuello. Debía de tenerla debajo del vestido al salir del dormitorio.

Una señal de alarma sonó dentro de mí. Me esforcé por decir algo sencillo, honesto y educado, pero sólo pude decir:

—La he estado siguiendo, Deirdre.

—Sí, ya lo sé.

Se dio la vuelta y me hizo señas de que la siguiera Bajó unos peldaños estrechos, cubiertos de hierba, que daban a un círculo de bancos de cemento, ocultos desde el sendero principal. El bambú crujía suavemente mecido por la brisa. El olor del estanque cercano era fétido, pero el lugar era de una belleza indiscutible.

Se sentó en uno de los bancos, la blancura de su vestido destacaba en las sombras y la esmeralda brillaba sobre su pecho.

Peligro, Lightner, me dije. Estás en peligro.

—Señor Lightner —dijo, mientras me sentaba en el banco de enfrente—, simplemente dígame que es lo que quiere.

—Deirdre, yo sé muchas cosas. Cosas sobre ti y tu madre, y la madre de tu madre, y la madre de ésta. Historias, secretos, rumores, genealogía... de verdad, todo tipo de cosas. En una casa de Amsterdam hay un retrato de una mujer, una antepasada tuya. Se llamaba Deborah. Ella fue quien compró la esmeralda en una joyería de Holanda hace cientos de años.

Nada de aquello pareció sorprenderla. Me estudiaba; era obvio que trataba de descubrir si mentía o albergaba malas intenciones.

—Deirdre —continué—, dime si te interesa que te cuente lo que sé. ¿Quieres ver las cartas de un hombre que amó a tu antepasada Deborah? ¿ Quieres saber cómo murió en Francia y cómo llegó su hija a Santo Domingo? El día de su muerte, el Impulsor provocó una tormenta sobre el pueblo...

Me detuve, como si las palabras se hubieran congelado en mi boca. Su rostro había sufrido un cambio sobrecogedor. Por un momento pensé que la ira se había apoderado de ella. Luego comprendí que se consumía en una lucha interna.-Señor Lightner —murmuró—, no quiero saber nada. Quiero olvidar lo que sé. He venido aquí para alejarme.

—Ya. —No dije nada más durante un rato.

Sentí que empezaba a calmarse. El que estaba completamente perdido era yo.-Señor Lightner —añadió con voz firme, pero cargada de emoción—, mi tía dice que usted nos estudia porque cree que somos personas especiales, que, si pudiera, favorecería el mal que hay en nosotros por curiosidad. No, no me malinterprete. Ella quiere decir que al hablar del mal, uno lo fortalece. Que al estudiarlo, le da vida. —Sus ojos azules me imploraban comprensión. Qué aplomo demostraba, qué serenidad—. Es como los espiritistas, señor Lightner —continuó en el mismo tono educado y compasivo—, quieren hablar con los espíritus de los antepasados muertos, y a pesar de sus buenas intenciones, simplemente fortalecen a demonios sobre los que no comprenden nada...

—Sí, entiendo lo que dices, créeme que lo sé. Sólo quería darte la información, decirte que sí...

—Pero es que no quiero. Quiero dejar atrás el pasado. —Su voz titubeó ligeramente—. No quiero volver nunca más a casa.

—De acuerdo. Lo comprendo perfectamente. Pero quiero que hagas algo por mí. Memoriza mi nombre. Coge esta tarjeta y memoriza el número de teléfono.

Si alguna vez me necesitas, llámame.

Cogió la tarjeta, la estudió durante un rato y luego se la metió en el bolsillo.

Yo me quedé mirando en silencio sus inocentes ojazos azules, intentando no pensar en la belleza de su cuerpo joven, en sus pechos exquisitamente moldeados por el vestido de algodón. Su rostro en la sombra me pareció lleno de infinita tristeza.

—Él es el diablo, señor Lightner —murmuró—, de verdad. —¿Por qué llevas la esmeralda entonces? —le pregunté impulsivamente.

Una sonrisa se dibujó en su boca. Tocó la piedra, la guardó en su mano derecha y luego, de un tirón, rompió la cadena.

—Por una única razón, señor Lightner, era la manera más simple de traerla aquí. Quiero dársela. —Me la tendió y la dejó caer en mi mano.

Bajé la vista y la miré. Casi no creía que tuviera en mis manos esa joya.

—Él va a matarme —conseguí decir—. Me matará y te la devolverá. —¡No, no puede hacer algo así! —dijo. Me miraba con expresión vacía, impresionada.

—Claro que puede.

—Dios mío —murmuró; cerró los ojos por un instante—. No puede hacer algo así —volvió a repetir, sin convicción—. No puede hacer algo así, no lo creo.

—Correré el riesgo —dije—. Me llevaré la esmeralda. Algunas personas tienen armas propias, por así decirlo. Yo puedo ayudarte a comprender tus armas. ¿ Lo ha intentado tu tía? Dime lo que quieres que haga.

—Que se vaya —dijo con tristeza—, que... que nunca... que nunca vuelva a hablarme de estas cosas.

—Deirdre, ¿se aparece ante ti aunque no quieras verlo?

—Basta ya, señor Lightner. Si no pienso en él, si no hablo de él —se puso las manos en las sienes—, si me niego a mirarlo, quizá... —¿Pero qué es lo que deseas? —Vida, señor Lightner, vida normal y corriente. ¡No puede imaginarse lo que esas palabras significan para mí! Vida normal y corriente. Una vida como la que tiene el resto de las chicas del dormitorio, una vida con osos de peluche, novios y besos en el asiento de atrás de los coches. ¡Ni más ni menos que vida!

Deirdre estaba ahora tan enfadada que yo también empezaba a estarlo. Y todo esto era imperdonablemente peligroso. A pesar de todo, me había dado la esmeralda. La sentía en mi mano, la tocaba con el pulgar. Era tan fría y dura...

—Señor Lightner, ¿puede hacer que él se vaya? ¿Puede hacerlo su gente?

Mis tías dicen que no, que sólo el sacerdote puede, pero no cree en él, señor Lightner. Y no se puede exorcizar un demonio si no se tiene fe.

—Él no se muestra ante el sacerdote, ¿verdad?

—No —dijo con amargura y una mueca que quería ser sonrisa—. ¿De qué le serviría? No es un espíritu inferior al que se pueda echar con un poco de agua bendita y unos avemarias. Él se burla de ellos.

Había empezado a llorar. Cogió la cadena de la esmeralda, me la arrancó de la mano y la tiró lo más lejos que pudo entre la maleza. Oí el ruido de agua que salpicaba, un sonido sordo y corto. Deirdre temblaba con violencia.

—Volverá-dijo—. ¡Volverá! Siempre vuelve. —¡Quizá puedas exorcizarlo tú! Tú sola.

—Ah, sí, eso es lo que ella dice, lo que dice siempre. «¡No lo mires, no le hables, no dejes que te toque!» Pero él siempre regresa. ¡No me pide permiso! Y... ¿ SÍ?

—Cuando me siento sola, cuando me siento triste...

—Aparece.

—Sí, allí está él.

La chica estaba angustiada. ¡Había que hacer algo! —¿Y cuál es el problema si viene, Deirdre? Lo que quiero decir es, ¿qué pasa si no te opones a él, si dejas que se presente y se haga visible? ¿Cuál es el problema?

Me miró sorprendida y herida.

—No sabe lo que está diciendo.

—Sé que oponerte a él te está volviendo loca. ¿Y si dejaras de luchar?

—Me moriría —respondió— y moriría el mundo a mi alrededor. Sólo quedaría él. —Se limpió la boca con el dorso de la mano.

Cuánto tiempo había vivido con este desconsuelo, pensé, y qué fuerte es, qué desvalida y asustada está.

—Sí, señor Lightner, es verdad —dijo—. Tengo miedo. Pero no voy a morirme, lucharé con él y ganaré. Déjeme, por favor, no se me acerque nunca más. Nunca más volveré a pronunciar el nombre de ese ser, ni a mirarlo, ni a invitarlo a venir. Y él me dejará, se marchará. Encontrará a otra persona que lo vea. Alguien que... lo ame. —¿Te ama, Deirdre?

—Sí —murmuró. Empezaba a oscurecer y ya no podía ver sus rasgos tan claramente. —¿Qué es lo que quiere, Deirdre? —¡Usted sabe muy bien lo que quiere! —respondió—. Me quiere a mí, señor Lightner. ¡Quiere lo mismo que usted! Porque soy yo quien lo hace real.

Se sacó del bolsillo un pañuelo arrugado y se sonó la nariz.

—Él me dijo que usted vendría. Me dijo algo extraño, algo que no puedo recordar. Algo como una maldición. «Comeré carne, beberé vino y poseeré a una mujer cuando él no sea más que polvo en su tumba.» —Ya he oído esas palabras —respondí. —Quiero que se vaya, señor Lightner —dijo—. Es usted un buen hombre. Me cae bien. No quiero que él le haga daño. Le diré que no debe... —Se interrumpió, confundida.

—Deirdre, creo que puedo ayudarte... —¡No!

Esperé y luego añadí con dulzura: —Si alguna vez necesitas mi ayuda, llámame. —No me respondió. Comprendía su agotamiento, su desesperación.

Le dije dónde me alojaba en Denton, que me quedaría hasta el día siguiente y que si no tenía noticias de ella, me marcharía. Sentía que había fracasado por completo, ¡pero no quería seguir haciéndole daño! Eché una mirada a los bambúes que se agitaban. Cada vez oscurecía más y en aquel frondoso jardín no había luces—. Pero tu tía se equivoca con nosotros —añadí, inseguro de su atención. Miré el trozo de cielo que se elevaba sobre nosotros, blanco en aquel momento—. Queremos decirte lo que sabemos. Queremos darte lo que tenemos. Es cierto que nos preocupamos por ti porque eres una persona especial, pero tú nos interesas muchísimo más que él. Puedes venir a nuestra casa en Londres y quedarte allí el tiempo que quieras. Te presentaremos otras personas que han visto cosas semejantes y las han combatido. Te ayudaremos.

Y quién sabe, quizá podamos echarlo.

La miré, asustado al ver el dolor que reflejaba su rostro. Me miraba fijamente, del mismo modo que antes, con profunda tristeza, los ojos llenos de lágrimas y las manos inertes sobre su regazo. Y allí, justo detrás de ella, estaba él, perfectamente formado, mirándome con sus ojos pardos.

No pude evitar un grito; me puse en pie de un salto, como un tonto. —¿Qué pasa? —exclamó Deirdre, aterrorizada, al tiempo que se ponía de pie y se echaba en mis brazos—. Dígame, ¿qué pasa?

El espíritu se había marchado. Una ráfaga de brisa cálida agitaba los altos brotes de bambú. No había nada más que sombras. Nada más que la envolvente frondosidad del jardín. La temperatura empezó a bajar poco a poco, como si se hubiera cerrado de golpe la puerta de una caldera.

Cerré mis ojos, sostuve a Deirdre lo más firmemente que pude, intenté consolarla y no temblar mientras memorizaba lo que había visto. Un hombre joven y malvado que sonreía con frialdad, de pie detrás de ella, vestido con ropa formal y oscura, poco visible, como si toda su energía se hubiese concentrado en sus centelleantes ojos, en la blancura de los dientes y en la luminosidad de la piel. Por lo demás, era el mismo personaje que tantos otros habían descrito.

Deirdre estaba histérica, se tapaba la mano con la boca y trataba de contener los sollozos. De repente, me apartó de un empujón y echó a correr por los escalones hacia el sendero. —¡Deirdre! —la llamé. Pero se había perdido de vista en la oscuridad. Por un momento divisé una mancha blanca entre los lejanos árboles, y por último dejé de oír el ruido de sus pisadas.

Estaba solo en el viejo jardín botánico, era de noche y por primera vez en mi vida sentí pánico. Me enfadaba tener tanto miedo. Empecé a seguirla o, mejor dicho, empecé a seguir el sendero que había tomado ella, y me obligué a no correr, sino a andar a paso firme hasta que al final divisé a lo lejos las luces de los dormitorios y la carretera que había detrás. Al oír el ruido del tráfico sentí que volvía a estar a salvo.

Llegué al hotel sin ningún contratiempo, me dirigí a mi habitación y llamé a Londres. Tardaban una hora en comunicar la llamada, así que me tendí en la cama al lado del teléfono con un solo pensamiento en la cabeza: lo he visto, he visto al hombre. He visto lo que vieron Petyr y Arthur. He visto al Impulsor con mis propios ojos.

Cuando al fin conseguí la comunicación, Scott Reynolds, nuestro director, se mostró sereno pero inflexible.

—Vete inmediatamente. Vuelve a casa.

—Scott, tómatelo con calma. No he venido hasta aquí para que me asuste el espíritu al que estudiamos desde hace trescientos años. —¿Así es como usas tu sentido común, Aaron? ¿Precisamente tú que conoces la historia de las brujas Mayfair de principio a fin? El ser no está tratando de asustarte, sino de tentarte. Quiere que atormentes a la muchacha con tus preguntas. Él la está perdiendo y tú eres su esperanza para recuperarla.

La tía, sea lo que fuere tiene razón: haz que la muchacha hable de lo que le ha sucedido, y le darás a aquel espíritu la energía que desea.

Scott estaba a punto de ordenarme que volviese cuando corté. Yo era mayor que él y había rechazado el nombramiento de director. En consecuencia, lo habían nombrado a él. No iba a dejar que me apartara de este caso.

Al día siguiente dejé una nota para Deirdre en la que le decía que estaría en el Royal Court de Nueva Orleans. Conduje hasta Dallas un coche alquilado y allí tomé el tren a Nueva Orleans. Era sólo un viaje de ocho horas y pude escribir en mi diario durante el camino.

Intenté, finalmente, ordenar lo sucedido. La chica había renunciado a su historia y a sus poderes psíquicos. Su tía la había educado para que rechazara al Impulsor. Pero era evidente que hacía años que perdía la batalla. Pero ¿y si la ayudábamos? ¿No se podría romper la cadena hereditaria? ¿No abandonaría el Impulsor a la familia del mismo modo que huye un espíritu de una casa embrujada en llamas?

Incluso mientras escribía estas conjeturas, me acosaban los recuerdos de la aparición. ¡Era algo tan poderoso! Aparentemente era más corpóreo y tenía más fuerza que ningún otro fantasma que hubiera visto y, a pesar de todo, era una imagen fragmentada.

En mi experiencia, solamente los fantasmas de personas muertas recientemente tenían un aspecto tan corpóreo. Por ejemplo, el fantasma de un piloto derribado en combate puede aparecer aquel mismo día en el salón de su hermana y ésta decir luego: «¡Era tan real que hasta se veía el barro de sus zapatos!»

Los fantasmas de los muertos lejanos nunca tenían semejante densidad e intensidad. ¿Y las entidades inmateriales? Sí, podían poseer cuerpos de personas vivas o muertas, ¿pero aparecer por su cuenta con semejante solidez e intensidad?

A este ser le gustaba aparecerse, ¿no? Por supuesto, por eso lo había visto tanta gente. Le gustaba tener un cuerpo aunque sólo fuera por un instante. No hablaba con voz insonora que sólo la bruja podía oír, ni producía una imagen que existía sólo en su mente. No, de alguna manera se materializaba de modo que los demás pudieran verlo e incluso oírlo. Y, con gran esfuerzo, quizá con un esfuerzo enorme, podía parecer que lloraba o sonreía. ¿Cuáles eran sus planes entonces? ¿Disponer cada vez de más fuerza para poder tener apariciones cada vez de mayor duración y perfección? Pero, ante todo, ¿cuál era el significado del maleficio que Petyr había mencionado en su carta? «Beberé vino, comeré carne y conoceré el calor de una mujer cuando de ti ya no queden ni los huesos.»

Por último, ¿por qué no me atormentaba ni me tentaba? ¿Se había servido de la energía de Deirdre para aparecer, o de la mía?

Quizás, ingenuamente, yo tenía la impresión de que mientras me mantuviera apartado de Deirdre no me haría daño. Lo que le había sucedido a Petyr van Abel tenía que ver con sus poderes de médium y la forma en que el ser los había manipulado. Yo casi carecía de poderes de este tipo.

Pero sería un error muy grave subestimar al espíritu. En lo sucesivo debía estar en guardia.

Llegué a Nueva Orleans a las ocho de la tarde, y de inmediato empezaron a ocurrir pequeños y desagradables contratiempos. Casi me atropella un taxi en la puerta de la estación. Luego, el taxi que me llevó al hotel estuvo a punto de chocar con otro vehículo cuando nos deteníamos junto a la acera.

«Coincidencias», pensé. Sin embargo, mientras subía la escalera hacia mi cuarto, en el primer piso, un trozo de la vieja barandilla de madera se rompió y casi pierdo el equilibrio. El botones se deshizo en disculpas. Una hora más tarde, cuando escribía todo esto en mi diario, se declaró un incendio en el tercer piso del hotel.

Esperé casi una hora en una calle atestada del Barrio Francés, junto con otros desdichados huéspedes, hasta que apagaron el pequeño incendio. «¿Cuál fue la causa?», pregunté. Un avergonzado empleado murmuróalgo sobre un cubo de basura en un armario del pasillo y me aseguró que todo estaba perfectamente controlado.

Consideré la situación durante un buen rato. Era posible que todo fuera una coincidencia. Yo estaba ileso, al igual que todas las personas involucradas en estos pequeños incidentes, lo que necesitaba era una mente clara y firme. Decidí moverme por el mundo un poco más despacio, mirar a mi alrededor con más cuidado y tratar de no perder de vista todo lo que sucedía en torno a mí en todo momento.

Pasé la noche sin ningún otro percance, pero dormí inquieto y me desperté varias veces. A la mañana siguiente llamé a nuestros detectives de Londres y les pedí que contrataran un investigador privado de Tejas para que averiguara con discreción todo lo posible sobre Deirdre Mayfair.

Luego me senté y escribí una larga carta a Cortland. Le expliqué quién era yo, qué era Talamasca y cómo habíamos seguido la historia de la familia desde el siglo XVII, cuando uno de nuestros miembros había rescatado a Deborah Mayfair de un grave peligro en su Donnelaith natal. Le hablé también del Rembrandt de Deborah que teníamos en Amsterdam. Le expliqué que estábamos interesados en los descendientes de Deborah porque parecían tener poderes psíquicos que se manifestaban en cada generación. Estábamos deseosos de ponernos en contacto con la familia con la perspectiva de compartir el material que poseíamos con quienes también estuvieran interesados.

A continuación copié textualmente la carta para enviársela también a Carlotta Mayfair y, después de pensarlo con calma, puse al pie la dirección y el número de teléfono de mi hotel. A fin de cuentas, ¿para qué me iba a ocultar bajo un apartado de correos?

Fui en coche hasta First Street y puse la carta en el buzón de la casa. Luego me dirigí a Metairie y la eché por la ranura de la puerta. A partir de entonces me invadieron los presentimientos, así que regresé al hotel, pero no subí a mi habitación. Dejé dicho en recepción que estaría en el bar, donde pasé el resto de la tarde, saboreando una buena muestra de whisky de Kentucky mientras escribía sobre todo este asunto en mi diario.

El bar era pequeño y tranquilo y daba a un jardín muy bonito. Aunque yo estaba de espaldas a esta vista, de cara a las puertas que ciaban al vestíbulo, por razones que no puedo explicar muy bien, el lugar me gustaba. Poco a poco los presentimientos empezaron a desaparecer.

A eso de las ocho, levanté la mirada de mi diario y vi a alguien de pie, a mi lado. Se trataba de Cortland.

Yo acababa de terminar mi relato del informe Mayfair, como ya he dicho, y había visto muchas fotografías de Cortland. Pero no era una foto de Cortland lo que me vino a la cabeza cuando nuestras miradas se encontraron.

El hombre alto de cabello oscuro que me sonreía era la viva imagen de Julien Mayfair, muerto en 1914. Las diferencias entre ellos eran insignificantes. Era Julien, con ojos más grandes, el cabello un poco más oscuro y, quizás, una boca más generosa, pero Julien al fin. De repente la sonrisa me pareció grotesca, una máscara. «Gracias a Dios que no es Carlotta», pensé. —No creo que tenga noticias de mi prima Carlotta —me replicó el hombre en el acto—. Pero creo que ha llegado el momento de que usted y yo hablemos. —Tenía una voz agradable y completamente hipócrita, con un acento típico de Nueva Orleans.

El brillo de sus ojos era encantador y bastante impresionante.

Este hombre o me odiaba o me consideraba un estorbo molesto.

—Otro trago para el señor Lightner, por favor, y un Jerez para mí-dijo al camarero.

Se sentó frente a mí, al otro lado de la pequeña mesa de mármol, con sus largas piernas cruzadas y echadas hacia un lado.-¿Le molesta que fume, señor Lightner? Gracias. —Y sacó una hermosa pitillera de oro del bolsillo, la abrió, me ofreció un cigarrillo que no acepté y encendió uno para él. Su alegre proceder volvió a darme la impresión de algo completamente falso. Me pregunté cómo lo vería una persona corriente.

—Me alegra mucho que haya venido, señor Mayfair —dije.

—Llámeme Cortland —respondió—, después de todo, hay demasiados señores Mayfair.

Sentí un palpito de peligro que emanaba de él, y me esforcé por ocultar mis pensamientos.

—Con mucho gusto. Usted también puede llamarme Aaron.

Hizo un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, sonrió espontáneamente a la camarera que nos sirvió las copas y tomó un trago de jerez.

Era una persona atractiva por fuerza. Pensé en Llewellyn y en la descripción de Julien que había oído pocos días antes. Pero debía apartar todo aquello de mi mente. Estaba en peligro. Ésa era la intuición dominante, y el discreto encanto del hombre era en parte responsable. Se consideraba muy atractivo e inteligente. Y en realidad lo era.

Miré el whisky con agua que acababan de traerme. De repente me fijé en la posición de su mano, sobre la pitillera de oro, a pocos centímetros del vaso, y supe, sin lugar a dudas, que aquel hombre tenía la intención de hacerme daño. ¡Qué extraño! Hasta entonces, siempre había pensado que la que quería hacerme daño era Carlotta.

—Ah, perdóneme —dijo con cara de súbita sorpresa, como si hubiera recordado algo—, tengo que tomar un medicamento, si consigo encontrarlo, claro. —Se palpó los bolsillos y sacó un frasco de pastillas de su abrigo—. Qué fastidio —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Ha disfrutado de su estancia en Nueva Orleans? —Se volvió para pedir un vaso de agua—. Sé que ha estado en Tejas y ha visitado a mi sobrina, pero sin duda habrá paseado por la ciudad. ¿Qué le parece este jardín? —preguntó, y señaló la ventana—. Tiene su historia. ¿Se la han contado?

Me volví sobre mi silla y eché un vistazo al jardín por encima del hombro.

Vi las lajas desiguales, una fuente y, más allá, en sombras, un hombre de pie ante una puerta. Un hombre alto y delgado, a contraluz. Sin rostro, inmóvil. El escalofrío que me recorrió el espinazo fue casi delicioso. Seguí mirando al hombre y la figura lentamente se desvaneció.

Esperaba una ráfaga de aire caliente, pero no sentí nada. Quizás estaba demasiado lejos. O quizá me equivocaba por completo y no sabía lo que había visto ni a quién. Tuve la sensación de que había pasado una eternidad. Luego, mientras me volvía otra vez, Cortland dijo: —Una mujer se suicidó en este jardín. Dicen que una vez al año el agua de la fuente se tiñe de rojo por su sangre.

—Encantador —comenté en voz baja. Vi que levantaba el vaso de agua y se tomaba la mitad. ¿Estaba tragando las pastillas? El botellín había desaparecido.

Eché un vistazo a mi bourbon con agua. No pensaba tocarlo por nada del mundo. Miré mi pluma, distraído, junto a mi diario, y la guardé en el bolsillo.

Estaba tan concentrado en todo lo que oía y veía que no sentía la menor necesidad de hablar.

—Pues bien, señor Lightner, vayamos a lo nuestro. —Otra vez esa radiante sonrisa.

—Por supuesto —dije. ¿Qué sentía? Una curiosa excitación. Estaba sentado con Cortland, el hijo de Julien, que acababa de echar una droga, sin duda letal, en mi bebida. Pensaba que se saldría con la suya. De repente toda la oscura historia de esta familia brillaba en mi mente. Yo estaba en ella, pero no leyendo, en Inglaterra, sino aquí. Es posible que sonriera. Sabía que a este climax de emoción seguiría inevitablemente una abrumadora tristeza. El maldito cabrón trataba de asesinarme.

—He examinado todo lo referente a Talamasca, etcétera —dijo con una voz brillante y artificial—, y no podemos hacer nada contra ustedes. No podemos obligarlos a revelar la información que poseen sobre nuestra familia, porque, por lo visto, es de carácter enteramente privado y no pretenden publicarla ni utilizarla en contra de nosotros. Siempre que no violen ninguna ley, tampoco podemos obligarlos a detener la investigación. —Sí, supongo que así es.

—Sin embargo, podemos crearles problemas a ustedes y a sus representantes, muchos problemas. Podemos hacer que resulte legalmente imposible que se acerquen a nosotros o a nuestras propiedades, pero nos resultaría costoso y, en realidad, no los detendría, por lo menos si son lo que dicen ser.

Se calló, dio una calada al cigarrillo y echó una mirada al bourbon con agua. —¿Le he pedido una bebida equivocada, señor Lightner? —preguntó.

—No, no ha pedido ninguna bebida en especial —respondí—, el camarero simplemente ha traído otra copa de lo mismo que he bebido toda la tarde.

Tendría que haber rechazado su invitación. Ya he bebido bastante.

Sus ojos, mientras me miraban, se endurecieron. En realidad, la máscara de su sonrisa se desvaneció por completo. Durante un momento su falta de afectación lo hizo parecer casi joven.

—No tendría que haber ido a Tejas, señor Lightner —dijo, con frialdad—.

No tendría que haber molestado a mi sobrina.

—Estoy de acuerdo con usted. No debí molestarla y estoy preocupado por ella. Quería ofrecerle mi ayuda.

—Eso es muy presuntuoso por su parte, por la suya y por la de sus amigos de Londres. —Un toque de irritación o, simplemente, fastidio, porque no pensaba beber el bourbon. Lo miré durante un buen rato, mi mente se vació de tal modo que ningún sonido se interponía, ningún movimiento, ningún color... sólo su rostro estaba allí, y una vocecilla en mi cabeza que me decía lo que quería saber.

—Sí, es presuntuoso, ¿verdad? —dije—. Pero, verá, el padre de Charlotte Mayfair, nacida en Francia, en 1664, fue nuestro representante, Petyr van Abel.

Cuando más adelante viajó a Santo Domingo para ver a su hija, ésta lo encerró.

Y antes de que su espíritu, el Impulsor, lo matara, había copulado con su propia hija Charlotte, y como consecuencia se convirtió en el padre de la hija de esta última, Jeanne Louise. Lo que significa que fue el abuelo de Angélique y el bisabuelo de Marie Claudette el que construyó Riverbend y creó el legado que usted ahora administra en nombre de Deirdre. ¿ Me sigue?

Sin lugar a dudas no podía pronunciar palabra. Se quedó sentado, inmóvil, mirándome con el cigarrillo en la mano. No percibí rastros de enfado ni de malicia. Proseguí, mientras lo observaba con cuidado.

—Sus antepasados son descendientes de nuestro representante, Petyr van Abel. Estamos muy ligados, Talamasca y las brujas Mayfair. Hay otros asuntos que en el transcurso de los años nos han unido. Stuart Townsend, otro representante nuestro, que desapareció en 1929, en Nueva Orleans, después de visitar a Stella. ¿Lo recuerda? El caso de su desaparición nunca se resolvió.

—Señor Lightner, usted está loco —afirmó, sin cambio perceptible de expresión. Apagó su cigarrillo en el cenicero, aunque ni siquiera había fumado la mitad.

—Ese espíritu de ustedes, el Impulsor, mató a Petyr van Abel —dije con tranquilidad—. ¿No era el Impulsor el que acabo de ver hace un instante? —pregunté, señalando el jardín—. ¿No es él el que está volviendo loca a su sobrina? Cortland había sufrido un cambio notable. Su rostro, enmarcado por el cabello negro, tenía ahora un aspecto completamente inocente y perplejo. —¿Me habla en serio? —preguntó. Eran las primeras palabras sinceras que pronunciaba desde su llegada.

—Por supuesto. ¿Para qué voy a tratar de engañar a personas que pueden adivinar el pensamiento? —Miré el vaso—. Sería algo estúpido, ¿no? Como esperar que me tomara este bourbon y sucumbiera a la droga que echó dentro, de la misma forma que Stuart Townsend o que Cornell Mayfair.

Trató de ocultar su sorpresa con una expresión vacía y tonta.

—Está usted formulando una acusación muy seria —dijo en voz baja.

—Durante mucho tiempo pensé que era Carlotta. Pero no era ella, sino usted. —¡A quién le importa lo que usted piense! —murmuró—. ¿Cómo se atreve a decirme algo así? —En aquel momento controló su ira. Se movió ligeramente en la silla y mantuvo su mirada fija en mí mientras abría la pitillera y sacaba otro cigarrillo. Su completa hipocresía se transformó en honesta curiosidad—. ¿Qué demonios quiere, señor Lightner? —preguntó en voz baja, ansioso—. Se lo pregunto en serio, ¿qué quiere? —¡Queremos conocerlo! —dije, bastante sorprendido al oír lo que yo mismo acababa de decir—. Queremos conocerlo, porque sabemos mucho de usted y, con todo, no sabemos nada. Queremos decirle lo que sabemos sobre usted, queremos transmitirle todos los fragmentos de información que poseemos, todo lo que sabemos sobre el lejano pasado. Queremos decirle todo lo que sabemos sobre el misterio de quiénes son ustedes y quién es él. Esperamos que usted quiera hablar con nosotros. ¡Ojalá confíe en nosotros y nos permita entrar! Y, por último, queremos llegar a Deirdre Mayfair y decirle: «Hay otras personas como tú, otras personas que ven espíritus. Sabemos que sufres y queremos ayudarte. No estás sola.»

Me estudiaba con los ojos abiertos y una expresión en el rostro bastante alejada de la hipocresía. Luego se echó hacia atrás, tiró la ceniza en el cenicero y pidió otra copa. —¿Por qué no se toma el bourbon? —pregunté—. No lo he tocado. —Otra vez me sorprendí de mí mismo. Pero la pregunta estaba en el aire.

—No me gusta el bourbon —respondió—. Gracias. —¿ Qué puso dentro?

Se sumió en sus pensamientos. Parecía triste mientras observaba al chico que le servía el trago. Jerez, como antes, en copa de cristal. —¿Es verdad lo del retrato de Deborah Mayfair en Amsterdam que mencionó en su carta? —preguntó, levantando la mirada. Asentí.

—Tenemos retratos de Charlotte, Jeanne Louise, Angélique, Marie Claudette, Marguerite, Katherine, Mary Beth, Julien, Stella, Antha y Deirdre...

Con un gesto de impaciencia trató de acallarme. —Mire, he venido aquí por Deirdre —le expliqué—. He venido porque se está volviendo loca. La chica con la que he hablado en Tejas está al borde de una crisis. —¿ Cree que la ha ayudado?

—No, y siento profundamente no haberlo hecho. Si usted no quiere tener contacto con nosotros, lo comprenderé perfectamente. ¿Por qué iba a querer?

Pero podemos ayudar a Deirdre, de verdad.

No hubo respuesta. Se terminó su jerez. Intenté ver los hechos desde su punto de vista, pero no pude. Yo nunca había tratado de envenenar a nadie. No tenía la menor idea de quién era este hombre. El hombre cuya historia yo conocía no era éste. —¿Julien, su padre, hubiera hablado conmigo? —pregunté.-De ninguna manera-dijo, y alzó la mirada como despertando de su ensimismamiento.

Parecía profundamente angustiado—. ¿Pero no se ha dado cuenta, con todas sus observaciones, de que él era uno de ellos? —Se puso completamente serio y su mirada buscó la mía como si tratara de cerciorarse de mi seriedad. —¿Y usted no es uno de ellos? —pregunté.

—No —dijo con sereno énfasis, negando suavemente con la cabeza—. De verdad, no. ¡Jamás! —Parecía terriblemente triste y avejentado—. Mire, espíenos si lo desea. Tómenos como si fuéramos una familia real...

—Exactamente.

—Ustedes son historiadores, eso por lo menos es lo que me han informado mis contactos en Londres. Historiadores, investigadores, del todo inofensivos, respetables...

—Se lo agradezco.

—Pero deje en paz a mi sobrina. Ella tiene ahora la oportunidad de ser feliz.

Todo esto debe acabar, ¿comprende? Debe acabar. Y quizás ella tenga la oportunidad de ver que acaba. —¿Es ella una de ellos? —pregunté en el mismo tono que él había usado. —¡Por supuesto que no! ¡De eso se trata! ¡Ahora ya no queda ninguno de ellos! ¿No se da cuenta? ¿Qué es lo que han estudiado de nosotros? ¿No han visto acaso la desintegración del poder? ¡Stella tampoco era una de ellos! La última fue Mary Beth. Julien, o sea, mi padre, y luego Mary Beth.

—Lo he visto. Pero su amigo, el espectro, ¿permitirá que se termine? —¿Usted cree en él? —Levantó la cabeza con una débil sonrisa, mientras el rabillo de sus ojos oscuros se arrugaba en silenciosa carcajada—. Vaya, ¿de verdad, señor Lightner? ¡Usted cree en el Impulsor!

—Lo he visto —contesté con sencillez.

—Imaginación, caballero. Mi sobrina me dijo que el jardín era muy frondoso y estaba muy oscuro.

—Por favor, ¿hemos llegado tan lejos para decirnos estas cosas? Lo he visto, Cortland, y sonrió cuando lo vi. Parecía muy sólido y real.

La sonrisa de Cortland se hizo más pequeña e irónica. Levantó las cejas y lanzó un suspiro suave.

—Seguro que a él le encantaría su descripción, señor Lightner. —¿Puede Deirdre apartarlo de su lado y que la deje tranquila?

—Por supuesto que no, pero puede ignorarlo. Puede vivir su vida como si él no existiera. Antha no podía. Stella no quería. Pero Deirdre es más fuerte que Antha y que Stella. Deirdre tiene mucho de Mary Beth. Eso es lo que los demás a menudo no comprenden. —De repente pareció sorprenderse, como si dijera más de lo que tenía intenciones de decir.

Me miró a los ojos durante un momento, se guardó la pitillera y el encendedor y se puso de pie.

—Envíeme su historia. Envíemela y la leeré. Y quizá volvamos a hablar más adelante, pero no se acerque de nuevo a mi sobrina, señor Lightner. Tenga en cuenta que haré cualquier cosa para protegerla de aquellos que se proponen explotarla y hacerle daño. ¡Todo lo que haga falta!

Se dio la vuelta para marcharse. —¿Y qué pasa con el whisky? —pregunté, y me puse de pie—. ¿Suponga que llamo a la policía y les ofrezco la bebida como prueba? —¡Señor Lightner, esto es Nueva Orleans! —Sonrió y me guiñó un ojo con simpatía—. ¡Ahora, vayase a casa, a su garita con el telescopio y espíenos de lejos!

Observé cómo se marchaba. Tenía un andar elegante, con pasos largos y ligeros. Cuando llegó a la puerta se volvió y me hizo un gesto rápido y agradable con la mano.Estaba a punto de recoger mi diario y mi pluma y dirigirme a la escalera, cuando levanté la mirada y me encontré con el botones en el vestíbulo, justo al otro lado de la puerta.

—Su equipaje está listo, señor Lightner —dijo, viniendo a mi encuentro—, y el coche ya está aquí. —Una cara brillante, simpática. Nadie le había dicho que él sería el encargado de echarme de la ciudad. —¿Está todo? —pregunté—. Bien, ¿ha preparado usted el equipaje? —Y miré las dos maletas. El diario, por supuesto, lo llevaba conmigo. Pasé al vestíbulo. Vi un viejo y lujoso coche negro estacionado frente a la estrecha calle del Barrio Francés—. ¿Aquél es mi coche?

—Sí, señor, el señor Cortland dijo que nos ocupáramos de que cogiera el vuelo de las diez a Nueva York. Dijo que habría alguien en el aeropuerto con el billete. No se preocupe, tiene tiempo de sobra.

—Qué considerado. —Busqué en mi bolsillo para darle un par de billetes, pero el chico los rechazó.

—El señor Cortland se ocupará de todo, señor. Dése prisa, si no perderá el avión.

—Es verdad. Pero soy supersticioso y no me gustan los coches negros grandes. Pídame un taxi y acepte esta propina por el servicio, por favor.

El taxi, en lugar de llevarme al aeropuerto, me llevó a la estación. Me las arreglé para conseguir un camarote a St. Louis y continuar a Nueva York desde allí. Cuando hablé con Scott se mostró inflexible. Estos datos requerían una nueva evaluación. Tenía que interrumpir la investigación y regresar a casa.

Durante la travesía del Atlántico, a mitad de camino, me puse enfermo.

Cuando llegué a Londres tenía mucha fiebre. Una ambulancia me esperaba para llevarme al hospital y Scott estaba allí para acompañarme. Perdía el conocimiento y lo recuperaba por momentos. «Creo que me han envenenado», dije.

Éstas fueron las últimas palabras que pronuncié durante ocho horas.

Cuando recobré el conocimiento, todavía tenía fiebre y me sentía mal, pero me tranquilicé al ver que seguía con vida y que Scott y dos buenos amigos más estaban en la habitación.

—Te han envenenado, pero lo peor ya ha pasado. ¿Recuerdas lo último que has tomado antes de subir al avión?

—Aquella mujer —dije. —Cuéntamelo.

—Estaba en el aeropuerto de Nueva York y pedí un whisky con soda. Ella estaba sola y llevaba una maleta enorme. Me pidió que llamara a un mozo de cuerda. Tosía como una tuberculosa, tenía aspecto de enferma. Se sentó a mi mesa mientras llamaba al mozo. Probablemente la habrán sacado de la calle y le habrán pagado.

—Te puso un veneno llamado ricina; se extrae de la semilla del ricino. Es muy fuerte y muy común. El mismo que probablemente Cortland puso en tu bourbon. Estás fuera de peligro, pero seguirás enfermo durante dos días.

—Dios mío. —Tenía otra vez cólicos.

—No hablarán con nosotros, Aaron —dijo Scott—. ¿Cómo van a hacerlo? ¿No ves que asesinan gente? Se ha acabado, por lo menos por ahora.

—Siempre han matado gente, Scott —comenté, aún débil—, pero Deirdre Mayfair no ha matado a nadie. Quiero mi diario. —Los cólicos eran insoportables. El médico entró en el cuarto para darme una inyección. Yo me negué.

—Aaron, es el jefe de toxicología, su reputación es impecable. También hemos controlado a las enfermeras. Además, estamos aquí, en el cuarto.

No pude regresar a la casa matriz hasta el fin de semana.

Durante mi convalecencia revisé toda la historia de la familia Mayfair, incluido el testimonio de Richard Llewellyn y el de otras personas con las que había hablado antes de ir a Tejas a ver a Deirdre.

Llegué a la conclusión de que Cortland había eliminado a Stuart y probablemente a Cornell. Todo encajaba. Sin embargo, aún quedaban muchos misterios. ¿Qué era lo que Cortland protegía cuando cometía estos crímenes? ¿Y por qué estaba siempre en conflicto con Carlotta?

Mientras, recibimos noticias de Carlotta: un aluvión de amenazadoras cartas legales de su despacho de abogados al de los nuestros en Londres, en las que nos exigía que «cesáramos y desistiéramos» de nuestra «invasión» a su vida privada, y que hiciéramos una «declaración completa» de todas las informaciones personales que teníamos sobre ella y su familia, «que nos mantuviéramos a una distancia prudencial de cien metros de cualquier miembro de su familia y de todas las propiedades familiares, y que no intentáramos de ningún modo ponernos en contacto con Deirdre Mayfair», etcétera. Continuaba en este tono hasta el hartazgo, pese a que ninguna de estas exigencias legales tenía el más mínimo valor.

Nuestros representantes legales recibieron instrucciones de no responder.

El consejo se reunió para discutir el problema.

Una vez más habíamos tratado de establecer contacto y nos habían rechazado. Seguiríamos investigando y a estos efectos me dieron carta blanca, pero nadie se acercaría a la familia en el futuro inmediato. «Si es que alguna vez nos volvemos a acercar», añadió Reynolds con mucho énfasis.

Yo no discutí la decisión. Ni siquiera podía tomar un vaso de leche sin preguntarme si me mataría, y no conseguía borrar de mi mente la sonrisa hipócrita de Cortland.

Continuación de la historia de Deirdre Mis investigadores de Tejas eran tres detectives privados muy profesionales, dos de los cuales habían trabajado para el gobierno de Estados Unidos. Los tres tenían especial cuidado en no molestar ni asustar a Deirdre con lo que estaban haciendo.

«Me preocupa mucho la felicidad de la chica y su tranquilidad. Pero comprendan que es telépata. Si alguien se acerca a un radio de quince metros de ella, es muy probable que se dé cuenta de que la vigilan. Por favor, tengan cuidado.»

No sé si me creyeron o no, pero siguieron mis instrucciones.

Deirdre no tuvo problemas en la universidad durante todo el semestre, sacó notas excelentes, tenía buena relación con sus compañeras y los profesores la apreciaban. Cada seis semanas, más o menos, constaba en el registro del dormitorio que salía a cenar con su prima Rhonda Mayfair y el marido de ésta, el profesor Ellis Clement, que también era su profesor de literatura.

El mismo registro indicaba que Cortland la visitaba a menudo y con frecuencia pasaban la noche del viernes y el sábado en Dallas.

Según los empleados del despacho, Cortland y Carlotta seguían sin hablarse. Ésta no respondía a las llamadas rutinarias de negocios de aquél y ambos cruzaban ásperas cartas sobre detalles financieros insignificantes concernientes a Deirdre.

«Él intenta hacerse con el control de todos los asuntos de Deirdre, por el bien de la chica —comentó una secretaria a un amigo—, pero la vieja no lo deja y lo amenaza con llevarlo a juicio.»

Fueran cuales fuesen los detalles de la disputa, sabemos que Deirdre empezó a empeorar durante el semestre de primavera. Comenzó a faltar a clase.

Las compañeras de dormitorio decían que a veces lloraba toda la noche, pero que no respondía a las llamadas a la puerta. Una noche la recogieron los vigilantes del campus en un pequeño parque del centro de la ciudad, por lo visto sin saber muy bien dónde estaba.

Al final la llamaron al despacho del decano para recriminarle su actitud.

Había perdido muchas clases y, cuando asistía a ellas, los profesores informaban que estaba distraída, enferma quizás.

En abril, Deirdre empezó a tener náuseas todas las mañanas. Las chicas que iban y venían por el pasillo la oían vomitar en el cuarto de baño común. Al final fueron a ver al responsable del dormitorio.

«No es que quisiéramos ir con el cuento, pero teníamos miedo. ¿Y si intentaba hacerse daño?»

Cuando la responsable del dormitorio sugirió que era posible que estuviera encinta, Deirdre se echó a llorar y tuvieron que llevarla al hospital hasta que Cortland fue a buscarla, el 1 de mayo.

Qué sucedió después ha sido para nosotros un misterio hasta el día de hoy.

Los archivos del Mercy Hospital de Nueva Orleans indican que Deirdre ingresó con toda probabilidad así que llegó de Tejas y que le dieron una habitación privada. Los cotilleos de las viejas monjas, la mayoría de las cuales eran maestras jubiladas de la escuela de St. Alphonsus que recordaban a Deirdre, corroboraron rápidamente que el doctor Gallager, el médico de cabecera de Carlotta, atendía a Deirdre, y confirmaron que sí, que esperaba un hijo.

«La muchacha va a casarse —explicó el doctor a las hermanas—, y no quiero que se hagan comentarios crueles sobre ella. El padre es un profesor universitario de Denton, Tejas, y ahora está camino de Nueva Orleans.»

Tres semanas después, cuando la llevaron en ambulancia a First Street, fuertemente sedada y con una enfermera de guardia, la noticia de que Deirdre estaba embarazada, que se casaría pronto con un profesor universitario y que además era «un hombre casado», ya circulaba por toda la parroquia.

Para los que conocían a la familia de generaciones anteriores, fue un escándalo. Las ancianas cuchicheaban sobre el tema en las escaleras de la iglesia. ¡Deirdre Mayfair y un hombre casado! La gente miraba de reojo a la señorita Millie y a la señorita Belle. Algunos decían que Carlotta no lo consentiría. Pero un día, las señoritas Belle y Nancy llevaron a Deirdre a Gus Mayer para comprarle un hermoso vestido azul y unos zapatos de satén a juego, un bolso blanco y un sombrero, todo para la boda.

«Estaba tan sedada que creo que no sabía ni dónde estaba —explicó una de las vendedoras—. La señorita Millie lo eligió todo, mientras ella estaba sentada, blanca como un papel, diciendo "Sí, tía Millie", con voz pastosa.»

Existen pruebas que indican que Deirdre no tuvo alternativa. La medicina de entonces creía que la placenta protegía al feto de las drogas que se administraban a la madre. Y las enfermeras dicen que estaba ten sedada cuando se fue del hospital que ni siquiera sabía lo que sucedía. Carlotta se había presentado en el hospital un día de semana, por la tarde temprano, y había conseguido que le dieran el alta.

Cortland fue a buscarla aquella misma tarde —me contó más tarde la hermana Bridget Marie—, ¡y cuando descubrió que la chica ya no estaba casi se muere!

Los informes del despacho de abogados aumentaban el misterio. Cortland y Carlotta se peleaban a gritos por teléfono, a puertas cerradas. Cortland comentó a su secretaria que Carlotta creía que podía cerrarle las puertas de la casa donde había nacido. Pues bien, ¡estaba loca si pensaba que podía hacerlo!

El 1 de julio, otra noticia conmovió los cotilleos de la parroquia: el futuro marido de Deirdre, «el profesor universitario» que iba a dejar a su mujer para casarse con ella, había muerto en un accidente de circulación en la carretera del río. Con la dirección rota, el coche había dado un giro a la derecha a gran velocidad y se estrelló contra un roble. A continuación, el vehículo explotó y se incendió. Deirdre Mayfair, soltera y menor de edad, iba a dar al niño en adopción. Se trataría de una adopción familiar y Carlotta ya lo estaba arreglando.

«Cuando mi abuelo se enteró de la adopción lo tomó como una ofensa —explicó Ryan Mayfair muchos años después—. Quería hablar con Deirdre, oír de sus propios labios que quería dar la criatura en adopción. Pero no lo dejaron entrar en First Street. Al final, recurrió al padre Lafferty, el párroco, pero Carlotta lo tenía en el bolsillo, estaba absolutamente de parte de ella.»

Todo esto suena de lo más trágico. Parece como si Deirdre, de no haberse matado el padre de la criatura, que venía de Tejas para casarse con ella, habría podido escapar a la maldición de First Street. La historia de este triste escándalo se repitió durante años por toda la parroquia. Rita Mae Lonigan me la llegó a contar en 1988. Según todo parece indicar, el padre Lafferty creyó la historia del padre de la criatura e innumerables informes señalan que los primos Mayfair también, así como Beatrice y Pierce Mayfair. Incluso Rhonda Mayfair y su marido, Ellis Clement de Denton, Tejas, parecen haberla creído, o al menos la vaga versión que con el tiempo les contaron.

Pero esta historia no es cierta.

Casi desde el principio, nuestros investigadores se echaron las manos a la cabeza, perplejos. ¿Un profesor de la universidad con Deirdre Mayfair? ¿Quién?

La vigilancia constante descartaba por completo la posibilidad de Ellis Clement, el marido de Rhonda Mayfair. Apenas conocía a Deirdre Mayfair.

En realidad, jamás existió ningún hombre de Denton, Tejas, que saliera con Deirdre Mayfair, ni nadie al que se viera con ella. Y ningún profesor de aquella universidad, ni de ninguna otra de los alrededores, murió en un accidente de coche en la carretera del río de Luisiana. Para ser exactos, por lo que sabemos, nadie murió en ningún accidente en esa carretera en 1959. ¿No se ocultaría tras ese engaño una historia más trágica y escandalosa aún?

Tardamos mucho en reunir todas las piezas. En realidad, cuando nos enteramos del accidente de coche en la carretera del río, la adopción del bebé de Deirdre ya estaba legalmente casi a punto. Cuando supimos que no había habido ningún accidente en aquella carretera, la adopción ya era un hecho consumado.

Documentos judiciales posteriores indican que en algún momento del mes de agosto, Ellie Mayfair fue a Nueva Orleans y firmó los papeles de adopción en la oficina de Carlotta, aunque todo parece indicar que ningún miembro de la familia supo que Ellie estaba allí.

Graham Franklin, el marido de Ellie, comentó a uno de sus socios, años más tarde, que la adopción había sido un auténtico follón. «Mi mujer dejó de dirigir la palabra a su abuelo. Él no quería que adoptásemos a Rowan. Por suerte, el desgraciado murió antes de que la criatura naciera.»

La señorita Millie y la señorita Belle compraron en Gus Mayer bonitos camisones y batines para Deirdre. Las vendedoras les preguntaron por «la pobre Deirdre».

«Ay, se sobrepone lo mejor que puede —explicó la señorita Millie—, ha sido un golpe terrible, terrible.» La señorita Belle comentó a una mujer de la capilla que Deirdre tenía esos «ataques horribles otra vez». ¿Qué sucedió entre bastidores durante todos aquellos meses en First Street?

Apremiamos a nuestros investigadores para que averiguaran todo lo que pudieran. Por lo que sabemos, sólo una persona vio a Deirdre durante los últimos meses de su embarazo, que de hecho fue un confinamiento, y no hablamos con ella hasta 1988. El médico que la atendía entraba y salía en silencio, al igual que la enfermera que la cuidaba ocho horas diarias.

El padre Lafferty decía que Deirdre se había resignado a la adopción.

Beatrice Mayfair pasó a visitarla pero le dijeron que no podía verla; a pesar de todo, Millie Dear la invitó a una copa de vino y le dijo que todo aquello era realmente desgarrador.

El 1 de octubre, Cortland estaba preocupado, casi desesperado, por toda la situación. Sus secretarias informaron que llamaba constantemente a Carlotta, y que intentó entrar en First Street, pero lo despidieron una y otra vez. Al final, la tarde del 20 de octubre, dijo a su secretaria que entraría en aquella casa y vería a su sobrina aunque tuviera que romper la puerta.

A las cinco de aquella tarde, una vecina lo vio sentado en el bordillo de la esquina de First Street y Chestnut Street, con la ropa desgarrada y una herida en la cabeza de la que sangraba.

«Llame a una ambulancia —me dijo—, ¡me han tirado por las escaleras!»

Aunque la vecina se sentó con él hasta que llegó la ambulancia, Cortland no dijo nada más. Lo llevaron de First Street hasta el cercano dispensario de Touro.

El médico de guardia comprobó que tenía golpes graves, la muñeca rota y que sangraba por la boca. «Este hombre tiene heridas internas», dijo, y pidió ayuda inmediata.

Cortland le cogió la mano y le dijo que lo escuchara, que era muy importante ayudar a Deirdre Mayfair, pues estaba presa en su propia casa. «Le van a quitar a la criatura contra su voluntad. ¡Ayúdela!» Y se murió.

Un examen posmórtem superficial reveló hemorragias internas generalizadas y contusiones muy graves en la cabeza.

Cuando el joven residente insistió en que se llevara a cabo algún tipo de investigación policial, los hijos de Cortland lo silenciaron inmediatamente.

Habían hablado con su prima Carlotta Mayf air. El padre se había caído por la escalera, no quiso que llamaran al médico y salió de la casa por su propio pie.

Carlotta no podía imaginar que estuviera tan malherido. Tampoco se enteró de que se hubiera sentado en el bordillo. Estaba fuera de sí, apenadísima. La vecina tendría que haberla avisado.

En el funeral de Cortland, la familia recibió la misma versión de los hechos.

Mientras la señorita Belle y la señorita Millie se sentaban en silencio en un rincón, Pierce, el hijo de Cortland, explicó a todo el mundo que seguramente estaba bajo el efecto de una conmoción cuando dijo a la vecina que un hombre lo había empujado por las escaleras. En realidad, en First Street no había ningún hombre. Carlotta misma vio la caída, al igual que Nancy, que trató de evitarla, aunque no llegó a tiempo.

En cuanto a la adopción, Pierce estaba completamente a favor. Su sobrina Ellie proporcionaría a la criatura un ambiente adecuado para que creciera con todo lo necesario. Era una pena que Cortland estuviera en contra, pero había que reconocer que tenía ochenta años. Desde hacía algún tiempo, su criterio estaba un poco deteriorado.

El funeral se desarrolló con solemnidad y sin incidentes, aunque el hombre de la funeraria recordó, años más tarde, que algunos primos, hombres mayores todos, permanecieron al fondo del salón durante «el pequeño discurso» de Pierce, burlándose amarga y sarcásticamente entre ellos. «Sí, claro, seguro que no hay ningún hombre en aquella casa-comentó uno de ellos—. Noooo, ningún hombre, sólo estas dulces ancianitas.» «Yo nunca he visto a ningún hombre, ¿y tú?» «¡Ni hablar, no hay ningún hombre en First Street! ¡No, señor!»

Cuando los primos iban a visitar a Deirdre, les decían más o menos lo mismo que había dicho Pierce en el funeral. Deirdre estaba muy enferma para recibir visitas. Ni siquiera había querido ver a Cortland, estaba muy enferma. Y no sabía, ni debía saber, que Cortland había muerto.

En la actualidad, la tradición familiar indica que entonces todos coincidieron en que la adopción era lo mejor. Cortland debió mantenerse al margen. Como dijo su nieto, Ryan Mayfair: «Pobre Deirdre, tenía tantas probabilidades de ser una buena madre como la Loca de Chaillot. Pero creo que mi abuelo se sentía responsable porque fue él quien la mandó a Tejas. Creo que se culpaba por lo sucedido y quería estar seguro de que ella deseaba dar en adopción a la criatura. Pero quizá lo más importante no fueran los deseos de Deirdre.»

En aquella época yo temía cada noticia que llegaba de Luisiana. Me acostaba en la cama de la casa matriz y pensaba sin cesar en Deirdre, me preguntaba si no habría una manera de averiguar qué era lo que ella quería o sentía en realidad.

La posición de Scott Reynolds, con respecto a establecer nuevos contactos, era más inflexible que nunca. Deirdre sabía cómo ponerse en contacto con nosotros. Y para el caso, también Carlotta Mayfair. No podíamos hacer nada más.

No me enteré hasta enero de 1988 —casi treinta años más tarde, durante una entrevista con una ex compañera de escuela, Rita Mae Dwyer Lonigan— que Deirdre había tratado desesperadamente de hablar conmigo, pero había fracasado.

Me desgarró el corazón enterarme de su vana petición de auxilio. Me desgarró el corazón recordar aquellas noches de hacía treinta años, cuando acostado en la cama pensaba: «No puedo ayudarla, aunque debería intentarlo. ¿Pero cómo atreverme? ¿Y cómo lograrlo?»

El hecho es que probablemente no hubiera podido hacer nada, por mucho que lo hubiera intentado. Si Cortland no había podido detener la adopción, es sensato suponer que yo no habría tenido más éxito. Sin embargo, en mis sueños me veo sacando a Deirdre de First Street y llevándomela a Londres. La veo hoy en día como una mujer sana y normal.

La realidad es muy diferente.

El 7 de noviembre de 1959, a las cinco de la mañana, Deirdre dio a luz a Rowan Mayfair, una niña rubia, sana, de tres kilos y medio. Al cabo de unas horas, cuando volvió en sí de la anestesia, se encontró rodeada por Ellie Mayfair, el padre Lafferty, Carlotta Mayfair y dos hermanas del hospital que más tarde describieron la escena con todo detalle a la hermana Bridget Marie. El padre Lafferty tenía al bebé en brazos. Explicó a Deirdre que acababa de bautizar a la niña en la capilla del hospital con el nombre de Rowan Mayfair y le enseñó el certificado de bautismo.

«Ahora besa a tu hija, Deirdre —le dijo—, y dásela a Ellie, que está a punto de irse.»

Deirdre hizo lo que le dijeron. Había insistido en que la criatura llevara el apellido Mayfair y, una vez cumplida su condición, dejó que se la llevaran.

Lloraba tanto que apenas pudo verla mientras la besaba. Luego dejó que Ellie la cogiera de sus brazos, volvió la cara contra la almohada y siguió sollozando.

«Es mejor dejarla sola», dijo el padre Lafferty.

Una década más tarde, la hermana Bridget Marie me explicó el significado del nombre de Rowan.

Carlotta fue la madrina de la niña. Creo que llevaron a un médico que no estaba de guardia para que fuera el padrino, tanta prisa tenían por celebrar el bautizo. Carlotta le dijo al sacerdote que el nombre de la niña sería Rowan.

—Por Dios, Carlotta Mayfair, no es el nombre de ninguna santa. A mí me parece un nombre pagano —protestó el padre Lafferty.Y ella, con ese tono, ya sabe, con esa forma de ser que tenía, va y le dice:

—Padre, ¿no sabe que el serbal 5 ahuyenta a las brujas y protege de todo

mal? No hay una sola casa en Irlanda donde la mujer no ponga una rama sobre la puerta para proteger a la familia de las brujas y la brujería, y es una tradición que se ha conservado durante la era cristiana. ¡Esta niña se llamará Rowan! —Mientras Ellie Mayfair, una hipócrita aduladora, asentía con la cabeza.» —¿Es verdad —preguntó— que en Irlanda ponían serbal en las puertas?

La hermana Bridget Marie asintió con seriedad. 5Rowan (en el original): serbal; árbol de las rosáceas. (N. de LT.) —¡Y mucho bien que nos ha hecho! ¿Quién es el padre de Rowan Mayfair?

Los análisis de sangre de rutina indican que la niña tenía el mismo grupo sanguíneo que Cortland Mayfair, que murió un mes antes de su nacimiento.

Permítaseme repetir aquí que Cortland pudo también ser el padre de Stella Mayfair y que recientes informaciones obtenidas en el Hospital de Bellevue han confirmado que Antha Mayfair también pudo ser hija suya.

Deirdre «se volvió loca» antes de salir del hospital, después del nacimiento de Rowan. Las monjas dicen que lloraba durante horas y que gritaba, en una habitación vacía: «¡Tú lo has matado!» En otra oportunidad, empezó a deambular durante la misa en la capilla del hospital gritando: «¡Tú lo has matado! Me has dejado sola en medio de mis enemigos. ¡Me has traicionado!»

Tuvieron que sacarla a la fuerza y enviarla al Asilo Santa Ana, donde entró en estado catatónico hacia finales de mes.

«Era su amante invisible —cree hasta el día de hoy la hermana Bridget Marie—. Ella le gritaba y lo maldecía, ¿comprende?, por haber matado a su profesor de universidad. Lo había hecho porque el diablo quería a Deirdre para sí. El amante demonio, eso es lo que era, aquí, en plena ciudad de Nueva Orleans, caminando por las noches por las calles de Garden District.»

Es una afirmación interesante y muy elocuente, pero puesto que es más que probable que el profesor no existiera nunca, ¿ qué otro sentido se podría atribuir a las palabras de Deirdre? ¿Fue el Impulsor quien empujó a Cortland escaleras abajo o el que lo asustó de tal manera que lo hizo caer? Y si es así, ¿por qué?

Éste es en realidad el final de la vida de Deirdre Mayfair. Durante diecisiete años estuvo encerrada en diferentes hospitales psiquiátricos, en los que le administraron enormes dosis de drogas e inhumanos tratamientos de electroshocks, con breves respiros en los que regresaba a casa convertida en el fantasma de la chica que había sido.

Por último, en 1976, se la llevaron definitivamente a First Street, convertida en una inválida muda, de ojos abiertos de par en par, en perpetuo estado de vigilia, aunque sin memoria conectiva.

«Ni siquiera recuerda el momento anterior-explicó un médico—. Vive completamente en el presente, de un modo que no podemos llegar a imaginar.

Podría decirse que no tiene ningún tipo de conciencia.» Es una condición que padecen algunas personas muy viejas, que llegan a un grado muy avanzado de senilidad. Se las encuentra sentadas, con la mirada perdida, en hospitales geriátricos de todo el mundo. A pesar de todo, la mantienen muy sedada para evitar «ataques de ansiedad», o por lo menos eso es lo que han dicho muchos de los médicos y enfermeras que la atendieron. ¿ Cómo se convirtió Deirdre Mayfair en una «idiota sin inteligencia», como la llamaban los habitantes del Canal Irlandés, en «un bonito manojo de zanahorias» sentado en una silla? Los electroshocks que le aplicaron, descarga tras descarga, en cada uno de los hospitales en los que estuvo desde 1959, sin duda contribuyeron. Luego jugaron su papel los fármacos, impresionantes dosis de tranquilizantes que casi la inmovilizaban y que le eran administrados en increíbles combinaciones, según nos revelaron los informes a medida que fuimos teniendo acceso a ellos. ¿Cómo se justifica semejante tratamiento? Deirdre Mayfair dejó de hablar con coherencia a principios de 1962. Cuando no estaba sedada, lloraba o gritaba sin cesar. De vez en cuando rompía cosas. A veces, simplemente, se acostaba con los ojos en blanco y gemía.

Con el transcurso de los años seguimos recogiendo información sobre ella.

Una vez por mes, más o menos, conseguíamos «entrevistar» a algún médico o enfermera, o alguna persona que hubiera estado en la casa de First Street. Pero nuestros informes sobre lo que sucedió en realidad son fragmentados. Las historias clínicas de los hospitales son, por supuesto, confidenciales y muy difíciles de conseguir. Pero en dos de los psiquiátricos en los que fue atendida sabemos que no existe ningún informe sobre los tratamientos a los que fue sometida.

Uno de los médicos que la atendió admitió, ante las preguntas de un informador, haber destruido sus notas sobre este caso. Otro, se retiró poco después de haber tratado a Deirdre y dejó sólo algunas notas crípticas en sus breves archivos: «Incurable. Trágico. La tía pide que se continúe la medicación, sin embargo, descripciones de la tía del comportamiento del paciente no resultan creíbles.»

Para hacer nuestra propia coloración de la historia de Deirdre, continuamos confiando en pruebas anecdóticas, por razones evidentes.

Aunque Deirdre haya pasado toda su vida adulta sumida en una oscuridad inducida por poderosos fármacos, hay numerosos testimonios de personas de su entorno que dicen haber visto a «un misterioso hombre de cabello castaño».

Las monjas del Asilo Santa Ana afirmaban haberlo visto: «¡Un hombre que entraba en su habitación! Sé que lo he visto.» En un hospital de Tejas donde estuvo internada durante un breve período un médico afirmó ver a «un misterioso visitante», que siempre «se las arreglaba de algún modo para desaparecer precisamente cuando quería preguntarle quién era».

Hoy en día, como cuando Deirdre era niña, la mayoría de los obreros que van a la casa de First Street no pueden reparar nada. Pasa lo mismo de siempre.

Incluso persisten los rumores de que «el hombre de allí» no quiere que se toque nada.

El viejo jardinero sigue trabajando en la casa y de vez en cuando pinta la verja oxidada.

Por lo demás, la casa parece aletargada bajo las ramas de los robles. Las ranas croan por las noches alrededor de la piscina de Stella, llena de lirios de agua y lirios silvestres. El columpio de Deirdre hace tiempo que se ha caído del roble del fondo del jardín. La madera del asiento, una simple tabla, yace descolorida y combada entre la hierba.

Muchas de las personas que se paran a mirar a Deirdre, sentada en la mecedora del porche lateral, han visto a «un primo muy apuesto» que la visita.

Las enfermeras a veces dejan el trabajo por culpa de «aquel hombre que entra y sale como una especie de espectro», o porque ven cosas por el rabillo del ojo o piensan que alguien las vigila.

«Hay una especie de fantasma que flota alrededor de ella —dijo una joven enfermera que avisó a su agencia que no pensaba volver nunca más a aquella casa—. Lo vi una vez, a plena luz del día. Nunca en mi vida he visto algo tan aterrador.»Cuando interrogué a la enfermera al respecten un restaurante, tenía pocos detalles que añadir a la historia. «Simplemente, un hombre. Un hombre de cabello castaño, de ojos pardos, con un abrigo muy bonito y camisa blanca. ¡Pero, Dios mío, qué espanto, qué miedo! Estaba allí, de pie junto a ella, mirándome a plena luz del día. Yo tiré la bandeja y me puse a gritar como una loca.»

Gran parte del personal médico que trabajó para la familia dejó el servicio repentinamente. Un doctor fue despedido y apartado del caso en 1976.

Nosotros seguimos el rastro de estas personas para recoger sus testimonios y grabarlos. Tratamos de explicarles lo menos posible sobre nuestras razones para indagar acerca de lo que habían visto.

Lo que estos datos sugieren es una posibilidad aterradora: que la mente de Deirdre ha sido destruida hasta el punto de no poder controlar su recuerdo del Impulsor. Es decir, ella le brinda de modo inconsciente el poder de aparecer junto a ella de una forma muy convincente. Sin embargo, no tiene el necesario grado de conciencia como para controlarlo a partir de entonces, ni para echarlo, si es que de algún modo no desea su presencia.

En resumen, es una médium sin conciencia; una bruja que se ha vuelto inoperante y ha quedado a merced de su espíritu, que siempre está cerca.

Existe también otra posibilidad muy diferente: que el Impulsor esté junto a ella para consolarla, para velar por ella y hacerla feliz de una manera que quizá no comprendemos.

En 1980, hace más de ocho años, me las ingenié para conseguir una prenda de Deirdre, una bata de algodón, que habían tirado al cubo de la basura, detrás de la casa. Me llevé la prenda a Inglaterra y la puse en manos de Lauren Grant, la vidente por contacto más poderosa de la orden.

«Veo felicidad —dijo—. Es la prenda de alguien que es absolutamente feliz.

Vive en un sueño. Sueños de verdes jardines, cielos crepusculares y maravillosas puestas de sol. Hay ramas muy bajas allí. Y un columpio que cuelga de un árbol muy hermoso. ¿Es una niña? No, es una mujer. Hay una brisa tibia.» Lauren frotó la bata con más fuerza, apretó la tela contra su mejilla.

«Ah, y tiene un amante muy bello. Qué amante. Parece una pintura. El tipo de hombre sacado de David Copperfield. Es muy dulce, y cuando la toca, ella se entrega a él por completo. ¿Quién es esta mujer? A todo el mundo le gustaría ser ella. Por lo menos durante un rato.»

Desde 1976 he visto varias veces personalmente a Deirdre Mayfair de lejos.

Por aquella época yo ya había hecho tres viajes a Nueva Orleans para reunir información. Desde entonces he vuelto en numerosas oportunidades.

En cada visita encuentro algún nuevo «testigo» que puede decirme algo más sobre «el hombre de cabello castaño» y los misterios que rodean a la casa de First Street. Todas las historias son bastante parecidas. Creo que hemos asistido al final de la historia de Deirdre, aunque todavía no esté muerta.

Ha llegado ahora el momento de examinar a su única hija y heredera, Rowan Mayfair, que no ha pisado su ciudad natal desde el día en que se la llevaron, seis horas después de su nacimiento, en un vuelo continental.

Aunque es demasiado pronto para intentar organizar la información sobre Rowan en una narración coherente, existen suficientes indicios para afirmar que Rowan Mayfair, que no sabe nada de su familia, de su historia ni de su herencia, puede ser la bruja más poderosa que la familia Mayfair haya producido nunca.

24

El aire acondicionado era reconfortante después del calor de las calles. Pero mientras esperaba en silencio en el salón de entrada de Lonigan e Hijos, de forma anónima y discreta, se dio cuenta de que el calor le producía ligeras náuseas. El aire helado ahora le hacía sentir escalofríos, el tipo de temblores que se siente cuando se tiene fiebre. El gentío que se apretujaba a pocos metros aparecía borroso como en un sueño.

Desde su posición no podía ver el contenido del ataúd. Estaba en un extremo de la segunda sala, contra la pared más alejada. Mientras la ruidosa aglomeración se desplazaba de un lado a otro, conseguía divisar fugazmente la madera pulida, las manijas plateadas y el forro acolchado de satén del interior de la tapa.

Sintió una contracción involuntaria en los músculos faciales. «Está en aquel ataúd —pensó—. Tienes que atravesar esta sala y la próxima, y mirar.» Sentía su cara extrañamente rígida, al igual que su cuerpo. Simplemente acércate al ataúd. ¿Acaso no es eso lo que hace la gente?

Veía cómo los demás lo hacían. Una persona detrás de otra se acercaban al féretro y miraban hacia abajo, a la mujer que había dentro.

De todas formas, tarde o temprano alguien notaría su presencia. Alguien, quizá, preguntaría quién era. «Dime, ¿quiénes son todas estas personas? ¿Lo saben? ¿Quién es Rowan Mayfair?»

Pero por ahora —mientras observaba a los hombres de traje claro y a las mujeres con bonitos vestidos, muchas con sombreros y algunas incluso con guantes— era invisible. Hacía años que no veía mujeres con colores alegres y vestidos entallados con faldas amplias y elegantes. Debía de haber doscientas personas dando vueltas, gente de todas las edades.

Veía ancianos con calvas rosadas, traje de lino y bastón, jóvenes ligeramente incómodos con cuello y corbata. Las nucas, tanto de los jóvenes como de los viejos, parecían todas vulnerables. Hasta había chiquillos que correteaban entre los adultos, y bebés con ropa de encaje en brazos de sus padres, y niños que gateaban por la alfombra roja.

Y una niña, de unos doce años, que la miraba fijamente y llevaba una cinta en su cabello pelirrojo. Nunca en su vida había visto en California a una niña de esa edad, ni de ninguna otra, con un auténtico lazo en el pelo, y éste en concreto era grande, de raso amarillo.

Todo el mundo de punta en blanco. ¿Se decía así? Y la charla era casi festiva.

Como en una boda, pensó, aunque tenía que reconocer que nunca había estado en ese tipo de bodas. La habitación no tenía ventanas, aunque era posible que estuvieran ocultas por los cortinajes de damasco blanco.

El gentío se movió y se dispersó, de modo que pudo ver el ataúd casi entero.

Un anciano frágil, con traje gris a rayas, miraba a la muerta, alejado de todos.

Con gran esfuerzo, el hombre se arrodilló sobre un reclinatorio. ¿Cómo llamaba Ellie a esas cosas? «Quiero que haya un prie-dieu junto a mi féretro.» Rowan no había visto un traje gris a rayas de verano en su vida. Pero los conocía de las películas, las viejas películas en blanco y negro, en las que había viejos ventiladores de aspas y un loro que chasqueaba en su palo, mientras Sidney Greenstreet decía algo siniestro a Humphrey Bogart.

Y esto era así; no por lo siniestro, sino por la atmósfera de época. Se había sumergido en el pasado, en una época que en California estaba enterrada. Y quizá por ello era inesperadamente acogedor, como en aquel episodio de la serie de televisión Dimensión desconocida, en el que un apresurado hombre de negocios se apea del tren en un pueblo felizmente detenido en el tranquilo siglo XIX. «Nuestros funerales en Nueva Orleans eran como deben ser. Dile a mis amigos que vengan.» Pero la austera ceremonia de Ellie no se parecía en nada a ésta, con sus amigos esqueléticos y bronceados, turbados por la muerte, sentados incómodos en el borde de las sillas plegables. «No hemos mandado flores porque a ella no le hubiera gustado, ¿verdad?» Una cruz de acero inoxidable, palabras sin sentido, y el hombre que las decía, un desconocido total. ¡Ah, y mira estas flores! Mirara adonde mirase las veía, deslumbradores ramos de rosas, lirios, gladiolos. Incluso había algunas cuyos nombres no conocía. Arreglos bien dispuestos entre las sillas de patas labradas, coronas grandiosas detrás y cinco o seis ramos en los rincones. Todas ellas con gotitas de rocío que brillaban mientras se agitaban en el aire helado, repletas de cintas y lazos blancos, algunas con el nombre Deirdre en letras plateadas. Deirdre.

De repente lo vio por todas partes. Deirdre, Deirdre, Deirdre, las cintas mudas lloraban el nombre de su madre. Las damas, con sus bonitos vestidos, bebían vino blanco en copas empañadas y la niña con el lazo la miraba, y una monja, hasta una monja con un hábito azul oscuro, velo blanco y calcetines negros, estaba sentada en el borde de una silla, encorvada sobre su bastón, con la cabeza levantada y una pequeña nariz aquilina que brillaba, mientras un hombre le hablaba al oído y unas chiquillas la rodeaban.Y el aroma de todos estos ramos invadía la habitación. Ellie solía decir que en California las flores no olían. Un perfume suave y agradable flotaba por la sala. Ahora Rowan comprendía. La tibieza del aire de fuera era tibia, y húmeda la humedad de la brisa. Parecía como si todos los colores que la rodeaban fueran cada vez más intensos.

Pero volvía a sentir náuseas y el fuerte perfume la hacía sentir peor. El ataúd estaba lejos. La gente ahora lo tapaba. Volvió a pensar en la casa, esa casa alta y oscura en una «esquina de Garden District», como se la había descrito el conserje del hotel. Tenía que ser la casa que a Michael tanto le gustaba ir a ver.

A no ser que hubiera cientos de ese tipo, cientos con una verja de hierro con dibujos de rosas, con una buganvilla que caía en cascada por el muro gris descolorido. Ah, qué casa tan hermosa.

De pronto la gente se separó y una vez más ella vio el flanco del ataúd.

Desde donde estaba, ¿no veía el perfil de una mujer sobre la almohada de satén? El ataúd de Ellie estaba cerrado. Graham ni siquiera había tenido funeral.

Sus amigos se reunieron en un bar del centro.

Vas a tener que acercarte a aquel ataúd. Vas a tener que mirar dentro. Para eso has venido y por eso has roto con Ellie y con el papel de la caja fuerte, para ver el rostro de tu madre con tus propios ojos. ¿Pero todo esto sucede en realidad o estoy soñando? Mira esa niña de vestido blanco que coge a la anciana por el hombro, ¡lleva una faja y calcetines blancos!

Ojalá Michael estuviera aquí. Éste era el mundo de Michael. Oj ala pudiera quitarse los guantes y tocar la mano de la difunta. ¿Pero qué vería? ¿Un empleado de la funeraria inyectándole líquido de embalsamar en las venas? ¿O la sangre que desagua por la canaladura de la mesa de mármol de embalsamar?

Bueno, ¿qué esperas? ¿Por qué no te mueves?

Rowan retrocedió y se apoyó contra el marco de la puerta, mientras observaba a una anciana de pelo amarillento que abría los brazos ante tres niños pequeños. La fueron besando de uno en uno en sus flaccidas mejillas; ella asentía con la cabeza. ¿Toda esta gente es pariente de mi madre?

Volvió a ver la casa despojada de todos los detalles, oscura e increíblemente grande. Comprendía por qué Michael amaba aquella casa y amaba este lugar. Él no sabía que todo esto estaba sucediendo. Se había marchado. Y quizás eso sería todo, sólo un fin de semana, y luego la interminable sensación...

La puerta se abrió detrás de ella y Rowan se apartó en silencio. Una pareja de ancianos pasó junto a ella como si no existiera. Una mujer imponente de hermoso cabello gris oscuro avanzó majestuosamente, con un andar contoneante y un impecable vestido camisero de seda, acompañada de un hombre con un traje blanco arrugado, cuello ancho y una voz suave.

«¡Beatrice!», la saludó alguien. Un joven muy guapo besó a la hermosa dama de cabello gris. «Pasa, querida —dijo una voz de mujer—. No, nadie la ha visto, supongo que llegará en cualquier momento.» Voces como la de Michael, pero diferentes. Dos hombres que conversaban en voz baja, con copas de vino, se interpusieron entre ella y la pareja que acababa de entrar, mientras se dirigían al segundo salón. Otra vez estaba abierta la puerta que daba a la calle. Una ráfaga de calor, tráfico.

Rowan se colocó en el rincón. Ahora veía el ataúd con claridad; media tapa estaba cerrada sobre la parte superior del cuerpo. No sabía por qué pero le parecía algo grotesco. No veía la cabeza de la mujer, pero sabía que estaba allí, apenas divisaba el color de la piel sobre el blanco resplandor del satén blanco.

Vamos, Rowan, adelante.

Acércate al ataúd. ¿Es más difícil que entrar en el quirófano? Por supuesto, todos te verán, pero no sabrán quién eres. Otra vez esa contracción, esa rigidez en los músculos de la cara y la garganta. No podía moverse.

En aquel momento alguien le decía algo, y sabía que tenía que volverse y responder, pero no lo hizo. La niña del lazo la miraba. ¿Por qué no contesta?, pensaría la niña. —... Jerry Lonigan, ¿en qué puedo servirla? ¿No será usted la doctora Mayfair?

Rowan lo miró de un modo estúpido.

Mandíbulas fuertes y unos bellísimos ojos azules, como de porcelana; no, como de mármol, unos ojos perfectamente redondos y azules. —¿Doctora Mayfair?

Ella bajó la mirada y vio su mano: grande, pesada, una garra. Cógela.

Responde, si puedes. La contracción de su rostro era cada vez peor, empezaba a afectarle los ojos. Hizo un pequeño gesto con la cabeza, señalando el lejano ataúd. Quiero... pero no salía ni una palabra. Vamos, Rowan, no has volado tres mil kilómetros para esto.

El hombre la cogió por el hombro, y la empujó suavemente hacia delante. —¿Quiere verla, doctora Mayfair?

Mírala, habla con ella, conócela, ámala, deja que ella te ame... Sentía su rostro como una estatua de hielo. Y sus ojos estaban exageradamente abiertos, lo sabía.

Miró hacia los ojos azules de aquel hombre y asintió con la cabeza. Parecía que el silencio se hubiera apoderado de todos. ¿Tan alto había hablado? Pero no, no había dicho ni una palabra. Seguramente no sabían quién era, aunque parecía que todos se volvían para mirarla, y mientras entraba con este hombre a la segunda sala, un murmullo viajaba de boca en boca.

Hasta los niños habían dejado de jugar. La habitación parecía oscurecerse mientras todos se movían en silencio unos pocos pasos. —¿Quiere sentarse, doctora Mayfair? —preguntó el señor Lonigan.

Rowan miraba la alfombra. El ataúd estaba a cinco metros. «No levantes la mirada —pensó—, no levantes la mirada hasta que llegues al féretro. No veas algo horrible de lejos.» Pero qué tenía de tan horrible, cómo iba a ser peor que una mesa de autopsias, salvo por el hecho de que... se trataba de su madre.

Una mujer se levantó detrás de la niña del lazo y puso la mano sobre el hombro de ésta. —¿ Rowan? Rowan, soy Alicia Mayfair, prima cuarta de Deirdre, y ésta es mi hija.

—Rowan, soy Pierce Mayfair-le dijo el joven guapo de su derecha; tendiéndole la mano—. Soy bisnieto de Cortland.

—Querida, soy Beatrice, tu prima. —Un vaho de perfume. La mujer de cabello gris oscuro. Una piel suave en contacto con la mejilla de Rowan.

Enormes ojos grises. —... Cecilia Mayfair, nieta de Barclay, mi abuelo era hijo de Julien y nació en la casa de First Street. Y aquí está... hermana, venga, ella es la hermana Marie Claire. Hermana, ésta es Rowan, la hija de Deirdre. —...un placer conocerla en esta triste... —Peter Mayfair, hablaremos más tarde. Soy hijo de Garland. ¿Le ha hablado Ellie alguna vez de mi padre? Dios mío, eran todos Mayfair. Polly Mayfair y Agnes Mayfair, y las hijas de Philip Mayfair, y otro y otro... ¿Cuántos había? No era una familia, sino una legión. Rowan estrechaba una mano tras otra, al tiempo que se abría paso con el rollizo señor Lonigan, que la sostenía con firmeza. ¿Temblaba? No, no temblaba, es lo que llaman estremecerse.

Labios que rozaban su mejilla... Clancy Mayfair, bisnieta de Clay. Clay nació en First Street antes de la guerra civil. Aquí está mi madre, Trudy Mayfair; madre, ven, dejad pasar a...

—Encantada de conocerte, querida. ¿Has visto a Carlotta?

—La señorita Carlotta no se encuentra bien —dijo el señor Lonigan—, nos espera en la iglesia... —... noventa años, ya sabes.-¿Quieres un vaso de agua?

Está blanca como el papel, Pierce, tráele un vaso de agua.

—Magdalene Mayfair, bisnieta de Rémy. Rémy vivió en First Street durante años. Éste es mi hijo, Garvey, y mi hija, Lindsey. Y aquí está Dan. Dan, saluda a la doctora Mayfair. Dan es el bisnieto de Vincent. ¿Le ha hablado Ellie de Clay y Vincent y...

No, nunca. Nunca me habló de nadie. «Prométeme que nunca regresarás, que nunca tratarás de averiguar.» Pero ¿por qué? ¿Dios mío, por qué? Toda esta gente... ¿Por qué aquel papel y el secreto? —¿Se encuentra bien?

—Lily, querida, Lily Mayfair, pero es imposible recordar tantos nombres, ni lo intentes. —... aquí, por si nos necesitas. ¿Te encuentras bien?

«Sí, estoy bien, simplemente no puedo hablar. No puedo moverme. No...»

Otra vez esa contracción de los músculos faciales. Una rigidez completa de todo el cuerpo. Rowan apretó la mano del señor Lonigan, que en aquel momento les decía que ahora ella tenía que presentar sus respetos. ¿Les decía que se fueran? Un hombre le tocó la mano izquierda.

—Soy Guy Mayfair, el hijo de Andrea, y ésta es mi mujer, Stephanie, la hija de Grady, primo hermano de Ellie.

Quería corresponderles. ¿Les estrechaba la mano como correspondía? ¿Asentía como era debido? ¿Besaba a las ancianas que la besaban? Otro hombre le decía algo, pero en voz demasiado baja. Era muy viejo y le explicaba algo de un tal Sheffield. El ataúd estaba a cinco metros, como mucho. No se atrevía a levantar la mirada, ni a mirarlos a ellos por miedo a verla sin querer.

«Pero has venido para esto y debes hacerlo. Y están todos aquí, hay cientos de ellos...»

—Rowan —dijo alguien a su izquierda—, éste es Fielding Mayfair, el hijo de Clay. —Un hombre muy viejo, tan viejo que se le veían todos los huesos del cráneo debajo de una piel apergaminada, con unas ojeras profundas alrededor de ojos hundidos. Lo sostenían; no podía tenerse en pie por sí solo. Y todo este esfuerzo, ¿era para verla a ella? Rowan extendió la mano—. Quiere darte un beso, querida. —Ella le rozó la mejilla con sus labios.

Hablaba muy bajo, mientras levantaba unos ojos amarillentos hacia ella.

Rowan intentaba escuchar lo que le decía: algo sobre Lestan Mayfair y Riverbend. ¿Qué era Riverbend? Cuando le estrechó la mano, la sintió suave, huesuda y fuerte.

—Creo que se va a desmayar —murmuró alguien. Seguramente no se referían a ella. —¿ Quieres que te acompañe hasta el féretro? —Otra vez el joven, el guapo, con esa cara limpia de estudiante y ojos brillantes—. Soy Pierce, nos hemos presentado hace un momento. —Unos dientes perfectos—. Primo hermano de Ellie.

Sí, el ataúd. Ha llegado el momento, ¿no? Levantó la mirada y la dirigió hacia allí, creyó que alguien se apartaba para que pudiera ver, y, en aquel preciso instante, sus ojos se movieron rápidamente hacía arriba, al otro lado del rostro que descansaba sobre la almohada. Vio las flores alrededor de la tapa levantada, un bosque de flores, y en el extremo derecho, al pie del féretro, un hombre de cabello blanco a quien conocía. La mujer morena que estaba junto a él lloraba y rezaba, el rosario, y ambos la miraban. ¿ Cómo era posible que conociera a alguna de estas personas? ¡Pero lo conocía! Sabía que era inglés, fuera quien fuese, y sabía qué timbre tendría su voz cuando hablara.

Jerry Lonigan la ayudó a avanzar. El guapo, Pierce, estaba junto a ella.

—Rowan no se encuentra bien, Monty —dijo la anciana, majestuosa—.

Tráele un vaso de agua.

—Querida, quizá sería mejor que te sentaras.Rowan negó con la cabeza, sin pronunciar palabra. Volvió a mirar al inglés de pelo blanco, el que estaba junto a la mujer que rezaba. La mujer lloraba y se sonaba la nariz, mientras el hombre murmuraba algo a su lado pero con los ojos fijos en Rowan. «Te conozco.» Él la miraba como si ella le hablara, entonces, en aquel momento, se acordó: el cementerio de Sonoma County donde estaban enterrados Graham y Ellie; era el hombre que había visto ese día junto a la tumba. «Conozco a tu familia de Nueva Orleans.» E, inesperadamente, encajó en su sitio otra pieza de aquel rompecabezas. Éste era el hombre que hacía dos noches había visto fuera de la casa de Michael de Liberty Street.

—Hija, ¿quiere un vaso de agua? —preguntó Jerry Lonigan. ¿Pero cómo era posible? ¿Cómo podía ser que este hombre estuviera allí y ahora aquí? ¿Qué tenía que ver todo esto con Michael?

Pierce dijo que iba a traer una silla. —Que se siente aquí mismo. Tenía que moverse. No podía quedarse allí en medio, mirando al inglés de pelo blanco, pidiéndole que explicara su presencia allí y en Liberty Street. Y fuera de su campo de visión había algo que no soportaba ver, algo que la esperaba en el ataúd.

—Aquí tienes, Rowan, agua fresca. —Olía a vino—. Toma un trago, querida.

Me gustaría tomarla, de verdad, pero no puedo mover la boca. Sacudió la cabeza y trató de sonreír. Creo que tampoco podría mover la mano. Y todos vosotros esperáis que me mueva, debo hacerlo. Siempre había pensado que los médicos que se desmayaban en las autopsias eran unos tontos. ¿Cómo una cosa así podía afectar tanto físicamente a alguien? Uno puede perder el conocimiento si lo golpean con un bate de béisbol. Ay, Dios mío, lo que aún no sabes de la vida está empezando a revelarse en esta habitación. Y tu madre está en el ataúd. —¿ Qué esperabas, que te aguardara viva hasta que llegaras? Hasta que al fin te dieras cuenta... ¡aquí, en esta extraña región! Vaya, esto es como otro país.

El inglés de cabello blanco se acercó a ella. Sí, ¿quién es usted? ¿ Por qué está aquí? ¿ Por qué está tan grotesca y teatralmente fuera de lugar? Pero en realidad no era así. Era como todos ellos, como todos los habitantes de esta extraña región, correcto y cortés, sin un toque de ironía, sin falta de naturalidad ni falsos sentimientos en su bondadoso rostro. Se colocó junto a ella y apartó con suavidad al joven guapo.

Rowan bajó los ojos. Había montones de flores a ambos lados del reclinatorio de terciopelo. Avanzó, y sin poder evitarlo clavaba las uñas en el brazo del señor Lonigan. Se esforzó por relajar la mano y, ante su sorpresa, sintió que estaba a punto de caerse. El inglés la cogió del brazo izquierdo para sostenerla mientras el señor Lonigan lo hacía del derecho.

—Rowan, escúcheme —le dijo el inglés en voz baja al oído, con ese acento cortante y melódico al mismo tiempo—, si Michael hubiera podido estaría aquí.

He venido en su lugar. Llegará esta noche, en cuanto pueda.

Ella lo miró, impresionada, y una sensación de alivio casi la hizo estremecer.

Michael vendría. Estaba cerca. ¿Pero cómo era posible?

—Sí, muy cerca, pero tiene unos compromisos impostergables —dijo el inglés, con tal sinceridad que parecía que hubiera inventado las palabras—; realmente no ha podido venir...

Rowan volvió a ver la silueta de la casa de First Street, esa casa de la que Michael le había hablado tanto. Recordó la primera vez que lo había visto, en el agua; parecía un diminuto montón de ropas que flotaba en la superficie, no podía ser un hombre ahogado, allí, a kilómetros y kilómetros de tierra firme... —¿ Qué puedo hacer por usted? —preguntó el inglés, con una voz muy queda, secreta y de lo más solícita—. ¿Quiere acercarse al ataúd?

Sí, por favor, lléveme hasta allí. ¡Ayúdeme, por favor! Haga que mis piernas se muevan. Aunque en realidad ya se movían. Él la había cogido del hombro y la guiaba tranquilamente. Gracias a Dios, la gente seguía conversando alrededor de ella, aunque con un murmullo respetuoso. Ella captaba frases sueltas, al azar. «... Ella no ha querido venir al velatorio, ésa es la verdad. Está furiosa de que estemos todos nosotros.» «No digas eso, tiene noventa años y está en otro mundo.» «Lo sé, lo sé. Bueno, todos pueden venir a casa después.

Te he dicho...»

Rowan seguía con la mirada baja, enfocada en las manijas plateadas, las flores, el reclinatorio de terciopelo que ahora estaba justo delante. Otra vez tenía náuseas. Náuseas por el calor y aquel aire fresco, inmóvil, que mezclado con el olor de las flores la envolvía como una nube de rocío. Pero tienes que hacerlo.

Tienes que hacerlo tranquila y en silencio. No puedes dejar de hacerlo.

«Prométeme que nunca regresarás, que nunca tratarás de averiguar.»

Se obligó a levantar los ojos, lentamente, hasta ver el rostro de la muerta que descansaba sobre la almohada de satén y, poco a poco, su boca empezó a hacer un esfuerzo para hablar, transformando la rigidez en un espasmo. Luchó con todas su fuerzas para no abrir la boca y apretó los dientes. El temblor que recorría su cuerpo era ahora tan violento que el inglés la cogió con más fuerza.

Él también miraba. ¡Él había conocido a su madre!

Mírala. Ahora es lo único que importa. No tienes por qué darte prisa, pensar en otra cosa ni preocuparte. Simplemente mírala, mira su cara con todos sus secretos guardados para siempre.

«Y Stella estaba tan bonita en el ataúd. Tenía una cabellera negra tan hermosa...»

—Se va a desmayar, ayúdala. ¡Pierce, ayúdala!

—No, no, nosotros la sostenemos, está bien —dijo Jerry Lonigan.

Estaba tan perfecta y horriblemente muerta, y tan encantadora. Acicalada para la eternidad, con el carmín rosado que brillaba en sus labios bien dibujados, colorete en sus impecables mejillas, y la cabellera cepillada sobre el satén, como el pelo de una niña, suelto y hermoso, y las cuentas de un rosario, sí, de un rosario entre sus dedos.

En todos aquellos años Rowan no había visto nunca nada semejante. Había visto ahogados, apuñalados y gente que había muerto en la sala del hospital mientras dormía. Los había visto en la clase de anatomía, pálidos y conservados con productos químicos, abiertos en canal después de días, meses o incluso años. Los había visto en las autopsias, con Jos órganos sangrantes en las manos enguantadas de los médicos.

Pero nunca así. Nunca esta muerte hermosa rodeada de seda azul y encaje, con olor a maquillaje y los dedos cruzados sobre las cuentas de un rosario.

Parecía una mujer sin edad, casi una niña pequeña, con aquella inocente cabellera, con una cara sin arrugas y un carmín brillante color pétalo de rosa.

Ay, ¡ojalá pudiera abrirle los ojos! ¡Ojalá pudiera ver los ojos de mi madre! Y en esta habitación llena de ancianos, ella parece tan joven todavía...

Rowan se inclinó sobre el cuerpo y liberó con suavidad sus brazos de la mano del inglés.

Apoyó las manos sobre las de su madre. ¡Pálidas y duras! Duras como las cuentas del rosario. Frías y duras. Cerró los ojos y apretó los dedos sobre la carne rígida y blanca. Absolutamente muerta, más allá de cualquier rastro de vida, totalmente muerta.

Si Michael estuviera aquí, ¿sabría al tocarle las manos si murió sin miedo ni dolor? ¿Sabría los motivos del secreto? ¿Podría tocar esta carne horriblemente muerta y oír el canto de la vida? Ay, Dios mío, fuera quien fuese mi madre, ¿por qué me abandonó? Espero que haya muerto sin miedo ni dolor. En paz, con dulzura, como su rostro ahora. Mira sus ojos cerrados, su frente lisa.

Lentamente, levantó su mano y se enjugó las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Se dio cuenta entonces de que ahora su rostro estaba relajado.

Dio un paso atrás, con los ojos fijos en la mujer del ataúd. Dejó que el inglés volviera a guiarla hacia una pequeña habitación que la esperaba.

El señor Lonigan decía que había llegado el momento de que se acercaran uno por uno, que había llegado el sacerdote y estaba preparado.

Rowan, sorprendida, vio a un hombre alto que se inclinaba con elegancia y besaba la frente de la difunta. Beatrice, la hermosa mujer de cabello gris, se acercó a continuación y murmuró algo mientras besaba a la mujer de igual modo. Después se inclinó un joven y luego el anciano calvo, con cierta dificultad debido a su barriga prominente, y murmuró con voz ronca, para que todos lo oyeran, mientras la besaba: «Adiós, querida.»

El señor Lonigan la hizo sentar en una silla y en el momento en que se volvía una mujer morena, que lloraba, se acercó de repente a Rowan, se inclinó sobre ella y la miró a los ojos.

—Ella no quiso abandonarla —dijo con un hilillo de voz suave y rápido. —¡Rita Mae! —la hizo callar el señor Lonigan, al tiempo que la apartaba y la sacaba al pasillo.

El inglés la miró desde su silla, inclinó ligeramente la cabeza y levantó las cejas en un gesto lleno de tristeza y sorpresa.

«No quiso abandonarla.» ¿Qué sensación tendrán al besar su piel suave y dura? Y lo hacían como si fuera lo más natural, la cosa más sencilla del mundo: se inclinaba ahora la madre con el bebé en brazos, el hombre que se acercaba deprisa, y a continuación otro, muy viejo, con las manos llenas de manchas y casi sin pelo.

«Ayúdame a levantarme, Cecil», decía una mujer arrodillada sobre el reclinatorio de terciopelo. Y la niña de doce años con el lazo se acercaba de puntillas.

—Rowan, ¿ quiere estar a solas con ella nuevamente? Cuando todos hayan pasado, puede hacerlo usted. El sacerdote esperará. Pero no tiene por qué hacerlo si no quiere.

Rowan miró los dulces ojos grises del inglés, pero no era él quien había hablado, sino Lonigan, con el rostro brillante y rojo y esos ojos azules. En el extremo de otro salón estaba su mujer, Rita Mae, que no se atrevía a acercarse.

—Sí, a solas, una vez más —murmuró Rowan. Sus ojos buscaron los de Rita en las sombras del pequeño salón. «Es verdad», dijo ésta con los labios mientras asentía con seriedad.

Sí, darle un beso de despedida, como lo han hecho ellos...

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INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR Décima parte Rowan Mayfair Resumen estrictamente confidencial, puesto al día en 1989 Se requiere contraseña informática para acceder al archivo Rowan Mayfair fue adoptada legalmente por Ellen Louise Mayfair y su marido, Graham Frankin, el día de su nacimiento, el 7 de noviembre de 1959.

Inmediatamente se la llevaron en avión a Los Ángeles, donde vivió con sus padres adoptivos hasta los tres años de edad. La familia se trasladó entonces a San Francisco, California, y vivió durante dos años en Pacific Heights.

Cuando Rowan tenía cinco años, la familia se mudó por última vez a una casa en la costa de Tiburón, California-al otro lado de la bahía de San Francisco—, diseñada especialmente para Graham, Ellie y su hija. La casa es Maravillosa, con grandes ventanales, vigas a la vista de ladera de secoya y servicios e instalaciones modernos.Tiene también enormes terrazas, un embarcadero propio de unos veinticinco metros y un canal de navegación que se draga dos veces al año. Tiene vistas a Sausalito, al otro lado de la bahía Richardson, y a San Francisco, hacia el sur. En la actualidad, Rowan vive sola en la casa.

En el momento en que esto se escribe, tiene casi treinta años. Mide un metro setenta y cinco, es rubia, de pelo corto, y grandes ojos grises. Es una persona indiscutiblemente atractiva, de cejas rectas, oscuras, pestañas oscuras también y una boca muy hermosa. Sin embargo, a efectos comparativos, se puede decir que no tiene el encanto de Stella, ni la dulce belleza de Antha, ni la oscura sensualidad de Deirdre. Rowan es delicada, pero algo varonil; en algunas fotos su expresión recuerda un poco a MaryBeth.

Yo creo que se parece a Petyr van Abel, aunque con diferencias notables. No tiene los ojos hundidos, y el rubio de su pelo no es dorado, sino ceniza. Pero su rostro es ovalado, como el de Petyr, y tiene el mismo aspecto nórdico que éste en los retratos.

Resumen del material sobre los padres adoptivos de Rowan, Ellie Mayfair y Graham Franklin Ellen Louise Mayfair era hija única de Sheffield, hijo a su vez de Cortland Mayfair. Nació en 1923 y tenía seis años cuando murió Stella. A partir de los dieciocho, cuando ingresó en la Stanford University, vivió casi exclusivamente en California. Se casó con Graham Franklin, licenciado en derecho por Stanford, a los treinta y un años. Graham tenía ocho menos que su mujer. Parece que Ellie tuvo muy poco contacto con su familia, incluso antes de ir a California, ya que la enviaron a un internado en Canadá a los ocho años, seis meses después de la muerte de su madre.

Todo parece indicar que su padre, Sheffield Mayfair, no se recuperó nunca de la pérdida de su esposa, y aunque visitaba a menudo a su hija y la llevaba a hacer muchísimas compras a Nueva York, la mantenía alejada del hogar. Era el más introvertido y retraído de los hijos de Cortland, y posiblemente el más desilusionado, porque a pesar de que trabajaba mucho en el despacho de la familia casi nunca sobresalía o participaba de las decisiones importantes. Todos dependían de él, dijo Cortland después de su muerte.

Graham Franklin, por lo visto, no sabía nada de la familia de Ellie y algunos de los comentarios hechos en el transcurso de los años eran de lo más extravagantes. «Procede de una gran plantación del sur.» «Son ese tipo de gente que esconde oro debajo de las tablas del suelo.» «Creo que eran descendientes de bucaneros.» «Ah, ¿la familia de mi mujer? Eran tratantes de esclavos, ¿verdad, Cariño?» «Todos tienen sangre de color.»

En la familia se cuenta que en la época de la adopción Carlotta Mayfair hizo firmar unos papeles a Ellie que decían que nunca dejaría que Rowan descubriera nada sobre su auténtico origen, ni le permitiría regresar jamás a Luisiana.

En efecto, estos papeles forman parte de los documentos oficiales de adopción que formalizan el acuerdo entre las partes y establecen asombrosas transferencias de dinero.

Durante los cinco primeros años de la vida de Rowan, se transfirió en entregas la suma de cinco millones de dólares de la cuenta de Carlotta Mayfair, en Nueva Orleans, a la de Ellie Mayfair del Bank of America y el Wells Fargo Bank de California.

Ellie, rica ya de por sí por los bienes que le dejó su padre y más tarde su abuelo, Cortland, estableció un inmenso fondo fiduciario para su hija adoptiva al que añadió la mitad de los cinco millones en los siguientes dos años.

La otra mitad fue transferida, nada más llegar, a Graham Franklin, que la invirtió con éxito y prudencia, sobre todo en bienes raíces (una mina de oro en California), al mismo tiempo que invertía el dinero de Ellie, que recibía pagos regulares por sus bienes. Aunque como abogado de éxito ganaba un sueldo muy alto, Graham carecía de fortuna propia y la que poseía en común con su mujer en el momento de su muerte era el resultado de su talento como inversor del dinero heredado por su mujer.

Hay muchas pruebas que indican que Graham estaba resentido con su mujer y le molestaba depender de ella tanto afectiva como financieramente. Con su salario no se hubiera podido permitir el ritmo de vida que llevaba: yates, coches deportivos, vacaciones exóticas, una mansión moderna en Tiburón. Por otra parte, sacaba enormes sumas de dinero de la cuenta conjunta para ponerlas en manos de las diversas amantes que tuvo a lo largo de los años.

Cuando descubrió que Ellie tenía un cáncer terminal sintió pánico. Sus socios y amigos han descrito en detalle «su incapacidad total» para afrontar la enfermedad de su mujer. No quería hablar del tema con ella, ni escuchar a los médicos, y se negó a entrar en su habitación del hospital. Trasladó a su amante a un apartamento en Jackson Street, justo enfrente de su oficina, y la iba a ver por lo menos tres veces por día.

De inmediato, puso en marcha un elaborado plan para despojar a Ellie de todas las propiedades familiares —que en aquel momento ya eran una auténtica fortuna—, y estaba a punto de intentar que la declararan incapacitada para vender la casa de Tiburón a su amante, cuando murió repentinamente de una embolia, dos meses antes que su esposa. Ellie heredó toda su parte.

La última amante de Graham, Karen Garfield, una modelo joven y deliciosa de Nueva York, contó todas sus desdichas a uno de nuestros investigadores entre cóctel y cóctel. Sólo le había dejado medio millón, eso era todo, pero con Graham habían planeado toda una vida juntos: «Las islas Vírgenes, laRiviera, trabajos.»

Karen murió tras una serie de infartos, el primero de los cuales sobrevino una hora después de que visitara la casa de Graham en Tiburón para tratar de «aclarar algunas cosas» con su hija Rowan. «¡Esa bruja! ¡No me dejó llevarme nada, sólo quería algunos recuerdos! "Salga de la casa de mi madre", me dijo.»

Tras aquella visita vivió dos semanas más, lo suficiente para decir muchas cosas desagradables sobre Rowan, aunque, por lo visto, nunca relacionó su súbito e inexplicable trastorno cardíaco con la visita. ¿ Por qué iba a hacerlo?

Nosotros establecimos la relación, tal como la siguiente reseña demostrará.

Cuando murió Ellie, Rowan dijo a los amigos más íntimos de su madre que había perdido a su mejor y única amiga. Lo que era probablemente cierto. Ellie Mayfair fue durante toda su vida un ser humano muy Cariñoso y frágil. Según estos amigos, siempre había tenido algo de encanto y belleza sureña, pese a ser una californiana moderna y atlética en todos los aspectos, que aparentaba veinte años menos de los que tenía, cosa nada rara en sus contemporáneas. En realidad, parece que su única obsesión era conservarse joven, además del bienestar de su hija Rowan.

A los cincuenta y tantos se hizo dos operaciones de cirugía estética (estiramiento facial), frecuentaba salones de belleza caros y se teñía el pelo a menudo. En las fotos tomadas junto a su marido un año antes de su muerte, ella parece la más joven de los dos. Dedicada por completo a Graham y dependiente en todo de él, ignoraba sus aventuras amorosas, y con razón. Como dijo a una amiga: «Siempre está en casa a las seis para cenar y siempre está cuando apago la luz.»

El elemento que hacía de Graham una persona encantadora para Ellie y los demás era, además de su apariencia, su gran entusiasmo vital y la facilidad de mostrarse Carlñoso con quienes lo rodeaban incluida su mujer.Uno de sus amigos de toda la vida, un abogado de edad, lo explicó así a uno de nuestros investigadores: «Siempre salió bien parado de sus aventuras porque nunca fue desatento con Ellie. Cosa que muchos nombres deberían aprender. Lo que les molesta a las mujeres es que uno sea frío con ellas. Trátalas como reinas, y te dejarán tener una amante o dos fuera del palacio.»

La última vez que vi a Ellie en persona fue en el funeral de Nancy Mayfair, en Nueva Orleans, en enero de 1988; tenía sesenta y tres o sesenta y cuatro años, era una mujer de uno sesenta y cinco de estatura, cabello negro y muy bronceada. Ocultaba sus ojos azules detrás de unas gafas de sol de montura blanca. Iba con un vestido a la moda que favorecía su esbelta figura; en realidad, tenía algo de actriz de cine, la pátina de encanto de California. Murió al cabo de seis meses.

Rowan heredó todo, incluido el fondo fiduciario de la familia de Ellie y el que ésta había dispuesto al nacer Rowan y del que ella misma no sabía nada.

Teniendo en cuenta que Rowan era entonces, y sigue siéndolo, una médica muy trabajadora, la herencia no significó ningún cambio notable en su vida cotidiana. Pero volveremos sobre el tema a su debido tiempo.

Rowan Mayfair desde la niñez hasta el presente La discreta vigilancia a la que fue sometida Rowan nos indica que desde el principio fue una niña extremadamente precoz y que quizás haya tenido una gran variedad de poderes psíquicos, de los cuales sus padres adoptivos no eran conscientes. Existen también evidencias de que Ellie Mayfair se negara a reconocer que su hija tuviera algo «extraño». Sea como fuese, por lo visto Rowan era «la alegría y el orgullo» tanto de Ellie como de Graham.

Rowan compartía la pasión de sus padres por la navegación. Desde pequeña acompañaba a la familia en sus viajes y aprendió a pilotar el velero de Graham, El Canto del Viento, a los catorce años. Cuando Graham compró un yate de navegación oceánica, el Gran Ángela, la familia empezó a hacer largos viajes varias veces al año.

A la edad de dieciséis años, Graham ya le había comprado su propio yate bimotor, muy marinero, que Rowan llamó Dulce Cristina. En aquella época, el Gran Ángela ya estaba retirado y toda la familia usaba el Dulce Cristina, aunque Rowan era el patrón indiscutible.

Rowan, a pesar de ser una buena nadadora, no es una navegante temeraria, por así decirlo. El Dulce Cristina es un yate de construcción holandesa, sólido, lento, de doce metros de eslora. No ha sido diseñado para correr, sino para ser estable con mala mar.

Rowan parece disfrutar navegando sola, con cualquier tipo de tiempo, lejos de tierra firme. Como a mucha gente adaptada al clima de California norte, le gusta la niebla, el viento y el frío.

Todos cuantos han observado a Rowan están de acuerdo en que es una persona solitaria y muy reservada, que prefiere trabajar a divertirse. En la escuela era una estudiante compulsiva, y en la universidad, una investigadora compulsiva. Aunque su guardarropa era la envidia de sus compañeras, se debía, según dijo siempre, a Ellie.

A ella, personalmente, casi no le interesaba la ropa. El atuendo de sus días libres fue durante años bastante náutico: tejanos, zapatillas, jerseys grandes, gorros marineros y chaquetones azul marino.

En el mundo de la medicina, en especial en el de la neurocirugía, sus hábitos compulsivos eran menos visibles dada la naturaleza de la profesión. Sin embargo, incluso en este campo, era considerada como una «obsesiva». En realidad, parecía nacida para la medicina, aunque su elección de la neurocirugía en lugar de la investigación sorprendió a mucha gente que la conocía. «Cuando estaba en el laboratorio», decía uno de sus colegas, «su madre tenía que llamarla para recordarle que comiera o durmiera».

Poderes telepáticos Los poderes psíquicos de Rowan empezaron a manifestarse en la escuela a partir de los seis años de edad. De hecho, es posible que se hayan manifestado incluso antes, pero no tenemos constancia. Los maestros interrogados de manera informal (o tendenciosa) sobre Rowan cuentan historias increíblemente sorprendentes sobre la capacidad de la niña para adivinar el pensamiento.

Sin embargo, no hemos descubierto nada que nos sugiera que Rowan fuera considerada alguna vez un bicho raro, una fracasada o una inadaptada. Fue durante todos sus años de escuela una triunfadora de incalificable éxito. Las fotos de la infancia muestran una niña muy bonita, siempre bronceada, de pelo rubio desteñido por el sol. Parece una persona retraída y reservada, como si no le gustara la intromisión de la cámara, pero nunca afectada ni incómoda.

Los maestros notaron la capacidad telepática de Rowan antes que los alumnos.

«Mi madre había muerto —nos contó una maestra de primer grado—, yo no podía ir a Vermont para el funeral y me sentía fatal. Nadie lo sabía, ¿comprende?, pero Rowan se acercó a mí en el recreo, se sentó a mi lado y me cogió de la mano. Yo casi rompo a llorar por su ternura. "Siento lo de su madre", me dijo, y se quedó junto a mí en silencio. Más tarde, cuando le pregunté cómo lo sabía, me dijo: "Se me ocurrió de repente." Creo que la niña se enteraba de muchas cosas de ese modo, sabía cuándo otros niños la envidiaban. ¡Qué sola estaba!»

En otra ocasión en que una niña faltó a la escuela durante tres días sin ninguna explicación y las autoridades no conseguían dar con la familia, Rowan explicó tranquilamente a la directora que no había razón para preocuparse. La abuela de la niña había muerto, la familia había salido del estado para asistir al funeral y se habían olvidado de llamar a la escuela. Resultó ser verdad. De nuevo, Rowan no supo explicar cómo lo había sabido, lo único que pudo decir fue: «Me vino a la cabeza.»

En 1966, cuando Rowan tenía ocho años, utilizó por última vez sus poderes telepáticos, por lo menos que sepamos nosotros. Durante el curso de cuarto grado le dijo a la directora que una de las niñas estaba muy enferma y que había que llevarla al doctor. Rowan no sabía cómo explicar que lo sabía, pero la niña estaba a punto de morir.

La directora, horrorizada, llamó a la madre de Rowan e insistió para que la llevara al psiquiatra. Sólo una niña profundamente perturbada podía decir «algo semejante». Ellie prometió hablar con Rowan y ésta no volvió a decir nada.

Sin embargo, a la chiquilla en cuestión le diagnosticaron al cabo de una semana un extraño cáncer de huesos y murió antes de fin de curso.

Es posible que fuera Ellie quien atajara este tipo de incidentes en la vida de Rowan. Todos sus amigos estaban enterados del tema. «Ellie estaba al borde de la histeria. Quería que Rowan fuera normal. Decía que no quería una hija con extraños poderes.»

Graham, según la directora, pensaba que todo eso era una coincidencia.

Cuando la mujer llamó para avisar que la pobre niña había muerto, se enfadó con ella.

Coincidencia o no, lo cierto es que todo este tema puso fin a las demostraciones de sus poderes. Es de suponer que Rowan decidió, inteligentemente, «pasar a la clandestinidad» como vidente. O que incluso haya anulado de modo deliberado su capacidad hasta un punto en que desapareciera o se tornara extremadamente débil. Por mucho que lo intentamos, no hemos descubierto nada acerca de su capacidad telepática a partir de entonces. Los recuerdos de la gente sobre ella tienen que ver con su callada inteligencia, su infatigable energía y su amor a la ciencia y la medicina.

«Era ese tipo de chica que en el colegio colecciona insectos y piedras y los llama con un nombre largo en latín.»

«Impresionante, absolutamente impresionante —dijo su profesor de química del colegio—. No me habría sorprendido que esta chica hubiera vuelto a inventar la bomba de hidrógeno en un fin de semana libre.»

El único novio que tuvo durante su adolescencia también era un chico retraído y brillante. Parece que él no pudo soportar su superioridad. Cuando admitieron a Rowan en la Universidad de Berkeley y a él no, rompieron con amargura. Los amigos lo culparon a él. Más adelante se marchó a Nueva York y se convirtió en científico.

Uno de nuestros investigadores lo «conoció por casualidad» en la inauguración de un museo y sacó el tema de las personas con poderes psíquicos. El hombre empezó a hablar de su antigua novia del colegio que tenía dones de ese tipo. Todavía sentía amargura por lo que había sucedido. «La quería, realmente la quería. Se llamaba Rowan Mayfair y tenía un aspecto muy particular. No era bonita de una manera corriente, pero era una persona imposible. Sabía lo que yo pensaba incluso antes de que lo supiera yo. Sabía si yo había salido con otra, pero no decía nada, era pavoroso. Me he enterado de que es neurocirujana. Da miedo, ¿qué pasaría si el paciente piensa algo negativo sobre ella antes de que lo anestesien? ¿Extirpará ese pensamiento directamente de la cabeza.»

Cuando Rowan ingresó en la Universidad de Berkeley, en 1976, ya sabía que quería ser médica. Fue una de las mejores estudiantes en el programa de premedicina, hacía cursos todos los veranos (a pesar de que seguía saliendo a menudo de vacaciones con Graham y Ellie), se adelantó un curso entero y se graduó con matrícula de honor en 1979. Entró en la escuela de medicina a los veinte años, por lo visto, con intenciones de dedicar toda su vida a la investigación neurológica.

Su progreso académico durante este período fue impresionante. Muchos profesores se refieren a ella como «la alumna más brillante que tuve en mi vida».

«Sus compañeros le habían puesto un mote, doctora Frankenstein, porque hablaba sin cesar de trasplantes de cerebro y de la creación de cerebros nuevos con diferentes partes de otros. Pero lo más importante de ella es que es un auténtico ser humano. No se trata de una inteligencia sin corazón.»

«No es brillante. Eso es lo que la gente cree, es algo más: una especie de mutante. De verdad. Puede estudiar a los animales de laboratorio y explicar lo que les va a pasar. Apoyaba las manos sobre ellos y decía: "La droga no va a funcionar." Y le cuento algo más, podía curarlos. De verdad. Uno de los médicos con más experiencia me dijo una vez que si ella no tenía cuidado, podía alterar los resultados de los experimentos usando sus poderes para curar.

Yo lo creo. Salí con ella una vez, y no me curó de nada, pero, verá, siempre estaba ardiendo. Quiero decir literalmente caliente. Era como hacer el amor con alguien con fiebre. Y eso es lo que dicen de los curanderos las personas que los han estudiado, que se puede sentir el calor que desprenden de sus manos. Y yo lo creo. Supongo que habría sido mejor que se dedicara a la oncología en lugar de la cirugía. Podría haber curado a la gente. ¿ Cirugía? Cualquiera puede abrir a un paciente.»

El poder curativo de Rowan En cuanto Rowan entró en el hospital como residente, los comentarios sobre su capacidad curativa y diagnóstica se hicieron tan comunes que nuestros investigadores podían seleccionar las que les interesaba registrar. En resumen, Rowan es la primera Mayfair, desde Marguerite Mayfair, en Riverbend en 1835, a la que se le atribuye capacidad para curar.

Casi todas las enfermeras interrogadas sobre Rowan tienen alguna historia «increíble» que contar. Rowan podía diagnosticar cualquier cosa y siempre sabía qué hacer. Podía «arreglar» a cualquier paciente aunque pareciera ya en las últimas.

«Paraba las hemorragias. La he visto hacerlo. Cogió la cabeza de un niño y miró fijamente la nariz: "Basta" —murmuró—. Yo la oí. Y la hemorragia se detuvo.»

Los colegas más escépticos —incluidos algunos médicos y médicas-atribuyen sus logros al «poder de sugestión». «En fin, es como si hiciera vudú, les dice a los pacientes: "Ahora haremos que este dolor desaparezca", y, claro que cesa, prácticamente los hipnotiza.»

Las viejas enfermeras negras del hospital saben que Rowan posee «poder» y, a veces, cuando tienen artritis o algún otro dolor, le piden directamente que «apoye esas manos» sobre ellas. Tienen fe absoluta en Rowan.

«Te mira a los ojos y te pregunta: "¿Dónde le duele?", ¡entonces te frota con aquellas manos el lugar y el dolor desaparece! Es un hecho.»

Según el decir general, a Rowan le encantaba trabajar en el hospital y enseguida entró en conflicto entre su devoción por el laboratorio y el recién descubierto placer que le proporcionaba el trabajo en las salas.

Hay indicios que señalan que la decisión de Rowan de abandonar la investigación fue difícil, por no decir traumática. Durante el otoño de 1983 pasó mucho tiempo con el doctor Karl Lemle, del Instituto Keplinger de San Francisco, que investigaba sobre el mal de Parkinson. Los rumores del hospital indican que Lemle trataba de tentar a Rowan con un salario muy alto y condiciones de trabajo ideales para que dejara el Universitario, pero que ella no se sentía preparada para dejar la sala de urgencias ni el quirófano.

Durante la Navidad de 1983, Rowan tuvo un violento enfrentamiento con Lemle, tras lo cual no contestaría más a sus llamadas, o por lo menos eso fue lo que él dijo a todo el mundo del Universitario durante los meses siguientes.

Nunca logramos saber qué sucedió entre ambos. Por lo visto, ella accedió a almorzar con él en la primavera de 1984. Los testigos que los vieron en la cafetería del hospital dicen que tuvieron una especie de discusión. Una semana más tarde, Lemle ingresaba en el hospital privado del Instituto Keplinger con un pequeño derrame, que fue seguido de un segundo y luego de un tercero.

Murió al cabo de un mes.

Que sepamos, nadie relacionó su muerte con Rowan. Sin embargo, nosotros si lo hicimos.

Pasara lo que pasase entre ella y su mentor —antes de la pelea solía referirse a él de este modo—, poco después de 1983 Rowan se entregó a la neurocirugía y en 1985 empezaría a dedicarse exclusivamente a las operaciones de cerebro. En el momento en que esto se escribe, está terminando su residencia en neurocirugía, sin duda obtendrá matrícula de honor y con toda probabilidad el Hospital Universitario la contratará antes de que pase un año como adjunta del equipo de neurocirugía.

Abundan los relatos de vidas salvadas por Rowan en la mesa de operaciones, de su extraña capacidad para saber si una operación salvaría o no al paciente, de su talento para curar heridas de bala o arma blanca y fracturas de cráneo producidas en caídas o accidentes de tráfico, de su aguante en el quirófano —podía operar diez horas seguidas sin desfallecer—, de la forma silenciosa y experta con la que trataba a residentes asustados y enfermeras cascarrabias, de la actitud descalificadora que tenía con los colegas y administradores que le advertían que se arriesgaba demasiado.

Rowan, la milagrosa, se ha convertido en un epíteto corriente.A pesar de su éxito como cirujana residente, todo el mundo la quiere en el hospital. Es una doctora en la que los demás confían. Además, las enfermeras que trabajan con ella le profesan auténtica devoción. En realidad, su relación con estas mujeres es tan excepcional que merece una explicación.

Parece que Rowan se aparta de lo corriente en lo tocante a establecer contacto personal con las enfermeras, y que, en efecto, demuestra la misma sensibilidad extraordinaria con respecto a los problemas personales de éstas que con sus maestras años atrás. Aunque ninguna de ellas menciona incidentes telepáticos, todas coinciden en que Rowan parece saber cuándo se sienten mal y se muestra muy comprensiva con sus problemas familiares, que sabe expresar su agradecimiento por algún servicio especial, al mismo tiempo que es una profesional inflexible que espera el más alto rendimiento de su equipo.

Rowan ha conquistado a las enfermeras de quirófano, incluso a aquellas que son famosas por su falta de cooperación con las cirujanas, algo así como una especie de leyenda en el hospital. Mientras que otras cirujanas son criticadas por «quisquillosas», «arrogantes» o simplemente por «brujas» —comentarios que, pensándolo bien, parecen reflejar considerables prejuicios—, las mismas enfermeras hablan de Rowan como de una santa.

Para decirlo con claridad, todavía vivimos en un mundo en el que las enfermeras de quirófano a veces se niegan a pasar el instrumental a otras mujeres y los pacientes de las salas de urgencias prefieren que los atienda un joven residente varón en lugar de una médica más experta y competente.

Rowan parece haber superado por completo este tipo de prejuicios. Si hay alguna queja contra ella entre sus compañeros de trabajo es la de ser muy callada. No explica demasiado lo que hace a los jóvenes médicos que tienen que aprender de ella. Le cuesta mucho, pero trata de hacerlo lo mejor posible.

Por lo que a 1984 se refiere, parece haber escapado completamente de la maldición de los Mayfair, de las fantasmales experiencias que plagaron las vidas de su madre y su abuela, y tener por delante una brillante carrera.

Una investigación exhaustiva de su vida no ha revelado ningún indicio de la presencia del Impulsor, ni ninguna conexión de Rowan con fantasmas, espíritus o apariciones.

Por lo demás, ha puesto sus poderes telepáticos y curativos al servicio de un fin extraordinariamente noble con su brillante carrera de cirujana.

Aunque todos los que la rodean la admiran por sus excepcionales logros, nadie la considera «rara», «extraña» ni relacionada en modo alguno con lo sobrenatural.

«Es un genio. ¿Qué más se puede decir?», como dijo un médico cuando se le pidió que explicara la reputación de Rowan.

El poder telequinético de Rowan Otro aspecto de la vida de Rowan, descubierto recientemente, es mucho más significativo y representa uno de los capítulos más perturbadores de toda la historia de la familia Mayfair. Apenas hemos empezado a documentar este segundo aspecto secreto de la vida de Rowan, y nos sentimos obligados a continuar nuestras investigaciones y a considerar la posibilidad de ponernos en contacto con Rowan en un futuro próximo, aunque nos preocupa mucho molestarla, teniendo en cuenta que ignora todo lo referente a su familia y no podemos ponernos en contacto con ella sin rasgar el velo de su ignorancia. La responsabilidad que esto implica es enorme.

En 1988, cuando Graham Franklin murió a causa de una hemorragia cerebral, nuestro investigador de San Francisco nos describió de modo conciso el suceso, añadiendo únicamente algunos detalles, sobre todo porque el hombre había muerto en brazos de Rowan. Como sabíamos del gran distanciamiento que había entre Graham y su moribunda esposa Ellie, leímos este informe con cuidado. ¿Era posible que Rowan fuera de alguna manera la responsable de su muerte? Teníamos curiosidad por saberlo.

Mientras nuestros investigadores recababan más información sobre los planes de Graham de divorciarse de su mujer, establecieron contacto con su amante, Karen Garfield, y nos informaron en su debido momento que había tenido varios infartos. Más tarde nos avisaron de su muerte, dos meses después de la de Graham.

Sin atribuirle ningún tipo de relevancia, nos informaron también del encuentro entre Rowan y Karen el mismo día de su primer infarto. Karen había hablado con nuestro investigador («Eres un chico encantador, me caes muy bien») pocas horas después de ver a Rowan. De hecho, estaba hablando con nuestro hombre cuando lo dejó para otro día porque no se sentía bien.

Los investigadores no relacionaron una cosa con otra, pero nosotros sí lo hicimos. Karen Garfield tenía sólo veintisiete años. El informe de la autopsia, que conseguimos sin dificultad, indicaba que, por lo visto, sufría una debilidad congénita del músculo cardíaco y de la pared de la arteria. Sufrió una hemorragia y luego un infarto. Tras esta primera lesión del músculo cardíaco, sencillamente no pudo recuperarse. Los sucesivos infartos fueron debilitándola poco a poco hasta que al final murió.

Sólo un trasplante de corazón podría haberla salvado, y puesto que tenía un grupo sanguíneo poco corriente, no había posibilidades. Además, no hubo tiempo.

El caso nos pareció muy raro, sobre todo porque Karen nunca había tenido problemas de ningún tipo. Cuando estudiamos la muerte de Graham también vimos que había muerto de un aneurisma, de debilidad de la pared arterial.

Una hemorragia grave lo había matado casi instantáneamente.

Ordenamos a nuestros investigadores que estudiaran el pasado de Rowan del modo más minucioso que pudieran, que buscaran algún caso de muerte súbita entre la gente de su entorno producida por fallo cardíaco, accidente cerebrovascular o cualquier otra causa traumática interna. En resumidas cuentas, esto significaba interrogar de modo casual y discreto a los maestros y compañeros que recordaran a Rowan y a los alumnos de Berkeley y del Universitario. Una tarea no muy fácil de cumplir, aunque bastante más sencilla de lo que pueda suponer alguien no familiarizado con nuestros métodos.

A decir verdad, yo no esperaba ningún resultado de esta investigación.

Las personas con este tipo de poder telequinético —el poder de infligir graves lesiones internas— son casi inexistentes, incluso en los anales de Talamasca. Sin duda no sabemos de ningún miembro de la familia Mayfair capaz de matar a alguien de ese modo.

Muchos Mayfair podían mover objetos, dar portazos, hacer vibrar ventanas, pero en casi todos estos incidentes es posible que se empleara pura brujería, es decir, que se manipulara al Impulsor u otros espíritus menores, en lugar de poderes telequinéticos. Y si se trataba de telequinesia, era sólo de la más corriente.

En realidad, la historia de los Mayfair es historia de brujería, con suaves toques de telepatía, curanderismo y otros poderes psíquicos mezclados.

Mientras tanto, yo estudié los expedientes que teníamos sobre Rowan.

A fin de cuentas, proporcionarle algo de información sobre su pasado podía cambiar el curso de su vida. No podíamos arriesgarnos a semejante intervención. En realidad, yo creía que debíamos prepararnos para cerrar el archivo de Rowan y sobre las brujas Mayfair en cuanto muriera Deirdre.

Quizás ella nunca llegaría a ver la casa de First Street. Quizá «la maldición» se había roto de algún modo y al final Carlotta Mayfair había triunfado.

Por otro lado, aún era demasiado pronto para saberlo. Cómo evitar que el Impulsor se apareciera ante esta joven con enormes poderes psíquicos, capaz de adivinar el pensamiento mejor que su madre y su abuela, y cuya enorme ambición y fuerza recordaban a antepasados como Marie Claudette, Julien, o Mary Beth, de los cuales ella nada sabía, pero sobre quienes muy pronto podía descubrir muchas cosas.

Mientras consideraba todo esto, me di cuenta que pensaba en Petyr van Abel cada vez más a menudo; Pe-tyr, hijo de un gran cirujano de Leiden, estudioso de la anatomía, todo un nombre en los libros de historia de la medicina. Ansiaba decirle a Rowan Mayfair: «Este médico holandés, famoso por sus estudios de anatomía, es antepasado tuyo. Su sangre, y quizá su talento, han llegado a ti a través de los años y de todas las generaciones.»

Éstos eran mis pensamientos cuando en otoño de 1988 nuestros investigadores empezaron a informar sobre algunos descubrimientos sorprendentes respecto a muertes traumáticas en el pasado de Rowan. Parece que una niña, mientras se peleaba con Rowan en el patio de la escuela de San Francisco, había muerto de una violenta hemorragia cerebral a pocos metros de una histérica Rowan, antes de que pudieran siquiera llamar a una ambulancia.

Más tarde, en 1974, cuando Rowan era una adolescente, consiguió salvarse de un intento de violación perpetrado por un violador convicto gracias a un ataque al corazón que sufriría el hombre mientras forcejeaba con ella.

En 1984, la tarde en que el doctor Karl Lemle, del Instituto Keplinger, se quejó por primera vez de fuertes dolores de cabeza, le dijo a su secretaria que acababa de ver a Rowan por casualidad y que no comprendía la animosidad que ésta sentía contra él. Lemle trató de hablar con Rowan, pero ella se enfadó mucho y lo dejó con la palabra en la boca delante de otros médicos del Universitario. Le provocó un dolor de cabeza terrible. En realidad, necesitaba una aspirina. Aquella noche ingresó en el hospital con la primera de una serie de hemorragias y murió en cuestión de semanas.

Con ésta, sumaban cinco las muertes por accidentes cerebrovasculares o cardiovasculares en un entorno cercano a Rowan. Tres de estas personas habían muerto en presencia de ella. Las otras dos la habían visto pocas horas antes de caer enfermas.

Encargué a mis investigadores que hicieran un examen exhaustivo de cada uno de los compañeros de clase y colegas de Rowan y que buscaran esos nombres en los registros de defunciones de San Francisco y de sus respectivas ciudades natales. Esta tarea, naturalmente, llevaría meses.

Sin embargo, a las pocas semanas encontraron otra muerte. Me llamó Owen Gander, uno de los investigadores más fiables y mejores que tenemos.

Informó que en 1978, en la Universidad de Berkeley, Rowan tuvo una discusión terrible con otra estudiante sobre un trabajo del laboratorio. Rowan creía que la chica había tocado a propósito sus aparatos. Perdió los estribos (cosa extremadamente rara en ella), rompió un tubo y le dio la espalda. La chica empezó entonces a hacerle burla, hasta que otros estudiantes intervinieron y la hicieron callar.

Aquella noche la chica se marchó a su casa de Palo Alto, California, las vacaciones de primavera comenzaban al día siguiente. Murió de una hemorragia cerebral antes de que acabaran las vacaciones. El informe indicaba que no existían pruebas de que Rowan siquiera se enterara de lo sucedido.

Cuando lo leí, llamé de inmediato a Gander desde Londres. —¿ Qué le hace pensar que Rowan no lo sabía? —le pregunté.-Ninguno de sus amigos lo sabía. Cuando encontré el certificado de la muerte de la chica en el registro de Palo Alto, investigué entre los amigos de Rowan. Todos recordaban la pelea, pero nadie sabía qué había sido de la chica. Nadie. Al insistir, sólo obtuvo respuestas como: «No he vuelto a verla.» «Supongo que habrá dejado la universidad.» «No la conocía mucho. No sé qué fue de ella, quizá volvió a Stanford.» Tal cual. Berkeley es una universidad enorme, es posible que sea verdad.

Le pedí entonces a nuestro investigador que, con la máxima discreción, tratara de averiguar si Rowan sabía lo que le había sucedido a Karen Garfield, la amante de Graham.

—Llámela por la noche y pregunte por Graham Franklin. Cuando ella le diga que ha muerto, explíquele que está tratando de localizar a Karen Garfield.

Trate de no irritarla y permanezca en la línea lo menos posible.

El investigador me volvió a llamar a la noche siguiente.

—Tenía razón. —¿Sobre qué? —pregunté. —¡Ella no sabe que lo hace! No tiene ni idea de la muerte de Karen. Me dijo que la chica vivía en Jackson Street, en San Francisco. Me sugirió que llamara a la vieja secretaria de Graham y se lo preguntara. Aaron, no lo sabe. —¿Qué voz tenía?

—Cansada, algo aburrida, pero educada. Tiene una voz muy bonita, de verdad. Una voz excepcional. Le pregunté si había visto a Karen. Quería que hablara, ésa es la verdad. Me contestó que ella no la conocía, que era amiga de su padre. Creo que fue absolutamente sincera.

—Muy bien, pero tiene que saber lo que ocurrió con su padrastro y con la niña en el patio del recreo y con el violador.

—Sí, Aaron, pero probablemente ninguna de estas muertes fue deliberada. ¿No le parece? Cuando murió la chiquilla se puso histérica y otro tanto pasó después del intento de violación. En cuanto a su padrastro, cuando llegó la ambulancia estaba haciendo todo lo posible por salvarlo. No lo sabe. Y si lo sabe, no puede controlarlo. Es posible que este poder la asuste terriblemente.

—Tiene que saberlo. Es una médica demasiado buena para ignorarlo —repliqué—. Recuerde que esta joven es un genio del diagnóstico. Tiene que haberse enterado con lo de su padrastro. A no ser, por supuesto, que estemos completamente equivocados.

—No estamos equivocados —afirmó Gander—, salta a la vista, Aaron, es una brillante neurocirujana que desciende de una familia de brujas, ¿quién, sino, puede matar gente sólo con mirarla? A algún nivel ella lo sabe, tiene que saberlo, y se pasa todos los días de su vida tratando de remediarlo en el quirófano. Cada vez que sale lo hace acompañada de algún héroe que acaba de salvar a un niño de un ático en llamas, o de un poli que ha detenido a un borracho que iba a apuñalar a su mujer. Esta señora es una especie de loca.

Quizá tan loca como todos los demás.

En diciembre de 1988 fui a California. Había estado en Estados Unidos en enero para asistir al funeral de Nancy Mayfair, y sentí no haber ido aquella vez al oeste para tratar de ver a Rowan, pero por entonces nadie sospechaba que tanto Graham como Ellie morirían en menos de seis meses.

Rowan vivía sola en la casa de Tiburón. Quería verla aunque fuera de lejos.

Quería saber qué impresión me producía el verla en persona.

Por entonces, gracias a Dios, no habíamos descubierto más muertes en su pasado. Rowan terminaba su residencia en neurocirugía y trabajaba en el hospital a un ritmo desenfrenado, por no decir inhumano. Descubrí que verla era mucho más difícil de lo que había imaginado. Salía del hospital desde un aparcamiento subterráneo y conducía hasta un garaje cerrado en su casa. El Dulce Cristina estaba, como quien dice, en el mismísimo umbral, oculto por un seto alto de secoya.

Decidí seguirla desde el hospital, pero me di cuenta de que no había ningún medio de saber cuándo saldría. La hora de llegada también era otro misterio.

Tampoco había ninguna forma discreta de interrogar a nadie para conseguir detalles. No podía arriesgarme a dar vueltas por la zona adyacente a los quirófanos, no estaba abierta al público. La sala de espera para los familiares de las personas operadas estaba estrictamente controlada y el resto del hospital era como un laberinto. No sabía qué hacer.

Incapaz de tomar ninguna decisión, invité a Gander a tomar una copa al hotel. Él tenía la sensación de que Rowan pasaba por una crisis profunda. La había vigilado durante más de quince años. La muerte de sus padres la había dejado como ausente, decía. Y ahora podíamos afirmar casi con certeza que sus fortuitos contactos con los «chicos de uniforme», como él llamaba a sus amantes, habían disminuido en los últimos meses.

Le dije a Gander que no podía irme de California sin verla, aunque tuviera que revolotear por el aparcamiento subterráneo —la peor manera posible de lograr mi objetivo— hasta que apareciera.

—Yo ni lo intentaría, viejo amigo —me dijo Gander—. Los aparcamientos subterráneos son los lugares más espantosos. Su pequeña antena psíquica detectaría su presencia de inmediato. Rowan podría malinterpretar su enorme interés en ella y, al cabo de un instante, sentiría usted una punzada en la cabeza y luego, de repente...

—Comprendo por dónde va, Owen-dije desconsolado—, pero debo verla en algún lugar público donde ella no advierta mi presencia.

—Muy bien, provoque usted el encuentro —respondió Gander—. Haga un poco de brujería. ¿Sincronización? ¿Es así como lo llaman?

Al día siguiente resolví hacer mi trabajo de rutina. Fui al cementerio donde estaban enterrados Graham y Ellie, para fotografiar la inscripción de las lápidas.

Dos veces le había pedido a Gander que lo hiciera, pero por una razón u otra no había podido. Creo que prefería otros aspectos de la investigación.

Mientras estaba en el lugar, sucedió algo de lo más significativo: apareció Rowan Mayfair.

Yo estaba de rodillas, al sol, y tomaba notas de las inscripciones; ya había sacado las fotos cuando vi una joven alta, vestida con un mono desteñido y un chaquetón azul marino que subíapor la colina. Por un instante pareció sólo un par de piernas largas y unos cabellos que se agitaban al viento, una cara muy fresca y agradable de persona joven. Era casi imposible creer que tenía treinta años.

Su cara era de lo más tersa, tenía exactamente el mismo aspecto que en las fotografías que le habían sacado hacía años. Sin embargo, era tan parecida a alguien que el mismo parecido me impedía saber a quién. Entonces me di cuenta: a Petyr van Abel. Tenía el mismo cabello rubio y los mismos ojos claros, un aspecto muy escandinavo, parecía una persona en extremo independiente y fuerte.

Se acercó a la tumba y se detuvo al lado de donde yo estaba arrodillado, obviamente tomando notas de la lápida de su madrastra.

Me dirigía ella de inmediato. No recuerdo muy bien qué le dije. Estaba tan confundido que no sabía cómo explicar mi presencia en el lugar, y, poco a poco, empecé a percibir el peligro con la misma certeza que lo había sentido años atrás con Cortland. Sentí un peligro enorme. En realidad, su rostro pálido y terso y sus ojazos grises parecieron llenarse de maldad. Luego su rostro se tornó impasible, como si fuera un aparato que se hubiera desconectado de repente.

Me di cuenta, horrorizado, de que había hablado de su familia. Le había dicho que yo conocía a los Mayfair de Nueva Orleans. Fue la endeble excusa que se me ocurrió para justificar mi presencia. ¿Quería tomar algo conmigo, hablar de viejos asuntos de familia? ¡Dios mío, y sí decía que sí!

Pero no dijo nada. Nada en absoluto, por lo menos no con palabras. Pero juraría, sin embargo, que me había comunicado, de forma deliberada incluso, que no podía aceptar mi invitación, que algo oscuro, terrible y doloroso le impedía hacerlo. Luego pareció perdida y confusa, en realidad, perdida en su desdicha. Nunca en mi vida había sentido semejante dolor.

Entonces llegó a mí una imagen muda y comprendí que ella sabía que había matado gente. Sabía que era alguien diferente, de una manera horrible y mortal.

Lo sabía y lo tenía guardado, como si estuviera enterrada viva dentro de sí misma.

Quizá no había sido maldad lo que había sentido hacía un momento, pero fuera lo que fuese ahora había concluido. La estaba perdiendo. Empezaba a darse la vuelta. Nunca supe por qué había venido ni a qué.

Le ofrecí enseguida mi tarjeta, pero me la devolvió. No fue grosera, simplemente me la devolvió. La maldad había desaparecido de su rostro como un rayo de luz de una cerradura. Luego su cuerpo se tensó y se marchó.

Yo estaba tan impresionado que me quedé inmóvil durante un rato, observando cómo se alejaba por la colina del cementerio. Vi cómo entraba en un Jaguar verde y partía sin mirar atrás. ¿Estaba enfermo? ¿Había tenido algún dolor agudo? ¿Iba a morirme? No, por supuesto que no. No había sucedido nada semejante. Sin embargo, yo sabía lo que ella era capaz de hacer. Yo lo sabía, ella lo sabía y me lo había dicho. Pero ¿por qué?

Cuando llegué al hotel Campton Place de San Francisco, estaba completamente confundido. Decidí no hacer nada más por el momento.

Cuando me encontré con Gander, le dije:

—Mantenga la vigilancia. Acerqúese todo lo posible. Vigile por si hay alguna indicación de que utiliza el poder e infórmeme de inmediato.

—Entonces no va a ponerse en contacto con ella.

—Por ahora no. No se justifica. No hasta que suceda algo más; y pueden pasar dos cosas: o que mate a alguien, accidental o deliberadamente, o que su madre muera en Nueva Orleans y ella decida volver.

—Aaron, ¡es una locura! Tiene que ponerse en contacto con ella. No puede esperar a que vuelva a Nueva Orleans. Escuche, amigo, no digo que yo sepa tanto como ustedes sobre el asunto, pero por lo que me ha dicho, ella es la persona con mayores poderes psíquicos que ha dado la familia. ¿ Quién puede decir que no sea también una bruja poderosa? Cuando su madre se marche para siempre, ¿por qué va a desaprovechar el Impulsor una oportunidad como ésta?

Llamé a Scott Reynolds a Londres. Scott ya no es nuestro director, pero es la persona de la orden, después de mí, que más sabe sobre las brujas Mayfair.

—Estoy de acuerdo con Owen. Tienes que ponerte en contacto con ella.

Debes hacerlo. Lo que le has dicho en el cementerio es exactamente lo que debías decirle, y de algún modo lo sabías. Por eso le dijiste que conocías a su familia, por eso le diste tu tarjeta. Habla con ella, tienes que hacerlo.

—No, no estoy de acuerdo. No se justifica.

—Aaron, esta mujer es una médica consciente, pero, a pesar de todo, ¡ mata gente! ¿ Crees que quiere hacerlo? Por otra parte... —¿...qué?

—Si ella lo sabe, ponerse en contacto podría ser peligroso. Tengo que admitir que no sé cómo me sentiría si estuviera allí, si estuviera en tu lugar.

Lo pensé detenidamente y decidí no hacerlo. Todo lo que Scott y Owen habían dicho era verdad, pero también eran conjeturas. No sabíamos si Rowan había matado alguna vez deliberadamente. Era posible que no fuera responsable de las seis muertes. No podíamos saber si alguna vez llegaría a poner sus manos sobre la esmeralda, ni si iría a Nueva Orleans. No sabíamos si su poder incluía la capacidad de ver a un espíritu ni si podía ayudar al Impulsor a materializarse... Ah, pero podíamos muy bien conjeturar que Rowan era capaz de hacerlo... Pero era sólo eso, una conjetura.

Y aquí estaba esta doctora que trabajaba duramente para salvar vidas en la sala de operaciones de una gran ciudad. Una mujer a quien las penumbras que cubrían la casa de First Street no alcanzaban. Era cierto que poseía un poder oculto y que podía volver a emplearlo, de modo deliberado o sin darse cuenta.

Y si lo hacía, yo me pondría en contacto con ella.

—Ah, ya veo, quiere otro cuerpo en la tumba-dijo Owen.

—No creo que vaya a haber otro —respondí, enfadado—. Además, si ella no sabe que lo hace, ¿por qué razón va a creernos?

—Conjeturas —dijo Owen—, como todo lo demás.

Recapitulación Hasta enero de 1989, no hemos relacionado a Rowan con ninguna otra muerte sospechosa. Por el contrario, ha trabajado incansablemente en el Hospital Universitario «realizando milagros», y es muy probable que la nombren médica adjunta de neurocirugía antes de fin de año.

En Nueva Orleans, Deirdre Mayfair continúa sentada en su mecedora, con la vista fija en el descuidado jardín. La última vez que se ha visto al Impulsor («un joven apuesto junto a ella») fue hace dos semanas.

Carlotta Mayfair tiene casi noventa años y el cabello blanco, aunque su peinado no ha cambiado en los últimos cincuenta. Tiene la piel flaccida y lechosa y unos tobillos siempre hinchados que asoman por encima de unos zapatos negros. Pero su voz sigue siendo bastante firme y va todavía a la oficina todas las mañanas cuatro horas. A veces almuerza con algunos abogados más jóvenes, antes de regresar a casa en taxi.

Los domingos va andando a misa a la capilla de la Madre del Perpetuo Socorro. La gente de la parroquia le ha ofrecido llevarla en coche a misa o a cualquier otro sitio que desee, pero ella dice que le gusta caminar, que necesita tomar el aire porque la mantiene sana.

Por lo que sabemos, Rowan Mayfair no conoce a ninguna de estas personas.

Hoy por hoy, sabe lo mismo sobre su familia que de pequeña.

Anoche, antes de terminar el borrador final de este resumen, soñé con Stuart Townsend, al que sólo vi una vez cuando yo era aún un niño. En el sueño, estaba en mi habitación y me habló durante horas. Sin embargo, cuando me desperté sólo recordaba las últimas palabras: «¿Comprendes lo que te estoy diciendo? ¡Está todo planeado!»

No comprendo, ésa es la verdad. No se por qué Cortland trató de matarme.

No sé por qué razón aquel hombre llegó a un extremo tan horrible. No sé qué ocurrió en realidad con Stuart. Ni siquiera sé por qué a Stella la desesperaba tanto que Arthur Langtry se la llevara. No sé qué fue lo que Carlotta hizo a Antha, ni si Cortland era el padre de Stella, Antha y el bebé de Deirdre. ¡No comprendo!

Pero hay algo de lo que estoy seguro: es posible que Rowan Mayfair regrese a Nueva Orleans algún día a pesar de lo que le haya prometido a Ellie Mayfair; y si lo hace, querrá respuestas. Cientos de respuestas.

Hasta entonces, me conformo con vigilar y esperar.

Aaron Lightner Talamasca Londres 15 de enero de 1989

26

Todo continuó con la misma peculiaridad y esa quietud exótica y ensoñada, como un rito de otro país, pintoresco y sombríamente hermoso. La comitiva se internó en el calor de la calle mientras el cortejo de lujosos automóviles avanzaba en silencio por estrechas callejuelas repletas de gente pero sin un solo árbol.

La larga hilera de coches brillantes se detuvo ante una iglesia alta de ladrillos, la Asunción de Santa María. Los coches paraban, uno detrás de otro, ajenos al abandono de los edificios de la escuela, con las ventanas rotas y malas hierbas que se erguían triunfales en cada una de las grietas.

Carlotta esperaba en la escalinata de la iglesia, alta, rígida, con una mano huesuda y manchada cerrada sobre la empuñadura de un brillante bastón de madera. Junto a ella, había un hombre atractivo de cabello blanco y ojos azules, quizá no mucho mayor que Michael, al que la anciana despidió con un gesto irritado al tiempo que le hacía señas a Rowan de que la siguiera.

El hombre retrocedió y se situó junto al joven Pierce, después de estrechar rápidamente la mano de Rowan. Había algo furtivo en la manera en que se presentó, «Ryan Mayfair», echando una mirada ansiosa a la anciana. Rowan vio que era el padre del joven Pierce.

Toda la comitiva entró en la inmensa nave, siguiendo el féretro que avanzaba sobre un catafalco. Las pisadas resonaban bajo los elegantes arcos góticos, la luz se reflejaba sobre los magníficos vitrales y las estatuas de santos exquisitamente pintadas.

Debía de haber unas mil personas reunidas. Los niños lloraban con voz chillona antes de que sus padres los hicieran callar y las palabras del sacerdote retumbaban en el vasto silencio como si fueran una letanía.

La anciana de espalda tiesa que había junto a ella no le dijo nada. Sostenía con maravillosa destreza entre sus manos huesudas y frágiles un pesado libro lleno de brillantes y espeluznantes imágenes de santos. El pelo blanco, recogido hacia atrás en un moño, parecía denso y pesado sobre su cabeza pequeña, cubierta por un sombrero de fieltro negro sin ala. Aaron Lightner se había rezagado en las sombras, junto a la puerta, pese a que Rowan hubiera deseado que se quedara a su lado. Beatrice Mayfair sollozaba suavemente en el segundo banco. Pierce, sentado al otro lado de Rowan con los brazos cruzados, miraba soñador las estatuas del altar y las imágenes de santos en lo alto. Su padre parecía haber caído en el mismo trance, pero por un momento se volvió y sus penetrantes ojos azules se posaron de modo deliberado y como distraídos sobre Rowan.

Cientos de personas se levantaron para comulgar viejos, jóvenes, niños.

Carlotta se negó a que la ayudaran, tanto para abrirse paso hasta el altar, apoyando con fuerza el taco de goma de su bastón, como para regresar a su sitio y hundirse sobre el banco con la cabeza inclinada mientras decía sus oraciones. Era tan delgada que su traje oscuro de gabardina parecía vacío, como una prenda colgada en un armario, sin ninguna figura dibujada. Sus piernas eran como dos palillos que se hundían en unos rígidos zapatos abotinados.

El olor a incienso se elevaba del pebetero de plata mientras el cura daba vueltas alrededor del ataúd. Al final, la comitiva se dirigió al cortejo de coches que esperaba en la calle sin árboles. Montones de chiquillos negros, algunos descalzos o sin camisa, observaban desde las aceras rotas, delante de un miserable gimnasio abandonado. Mujeres negras miraban con el entrecejo fruncido por el sol y los brazos cruzados y desnudos. ¿ Era posible que aquello también fuera Estados Unidos? A continuación la caravana se puso en marcha por las sombras de Garden District, parachoques contra parachoques, con montones de personas que caminaban a ambos lados y chiquillos que corrían. Todos avanzaban en medio de una luz verde, profunda.

El cementerio era una auténtica ciudad de panteones de techos puntiagudos, algunos con sus propios jardincillos, y senderos que discurrían entre una cripta que se venía abajo, un monumento grandioso para honrar a luchadores de otra era, o a los huérfanos de este o aquel asilo, o al rico que había tenido tiempo y dinero para grabar poesías en las lápidas, palabras ahora llenas de polvo que el tiempo empezaba a borrar lentamente.

El panteón Mayfair era enorme y estaba lleno de flores. Una pequeña verja de hierro rodeaba el edificio con urnas de mármol en cada uno de los ángulos del peristilo, cubierto por un techo ligeramente inclinado. Los tres compartimentos entre las columnas contenían doce nichos del tamaño de un ataúd, y de uno de ellos había sido retirada la tapa de mármol pulido, de modo que esperaba como una boca abierta, oscura y vacía, a que colocaran el ataúd de Deirdre Mayfair como un largo molde de pan.

Rowan, empujada educadamente hacia la primera fila, seguía junto a la anciana. El sol se reflejaba sobre sus pequeñas gafas redondas de montura de plata, mientras miraba ceñuda la palabra «Mayfair» grabada en letras gigantes en el triángulo inferior del peristilo.

Rowan también miró hacia allí, con los ojos deslumhrados otra vez por las flores y los rostros que la rodeaban, mientras el joven Pierce, con un susurro respetuoso, le explicaba que aunque había sólo doce nichos, muchos Mayfair estaban enterrados allí, como las lápidas indicaban.

Llegado el momento, se rompían los viejos ataúdes para poder realizar nuevos entierros, y los trozos, junto con los restos, eran depositados en una cripta debajo del panteón.

Rowan suspiró suavemente.

—Así que están todos aquí abajo —murmuró, sorprendida—, todos revueltos aquí abajo.

—No, están en el cielo o en el infierno —dijo Carlotta Mayfair con una voz tajante y sin edad, como sus ojos. Ni siquiera se había vuelto.

Pierce retrocedió un poco, como si tuviera miedo de Carlotta, mientras una sonrisa rápida e incómoda iluminaba su rostro. Ryan miraba fijamente a la anciana.

Pero en aquel momento los hombres levantaron el ataúd que llevaban sobre los hombros, con el rostro rojo por el esfuerzo y gotas de sudor cubriéndoles la frente.

Era el momento de las últimas oraciones. El sacerdote estaba otra vez con el monaguillo. De repente, el calor era muy pesado, inaguantable. Beatrice se secaba sus mejillas con un pañuelo doblado. Los ancianos, salvo Carlotta, se sentaban donde podían.

Rowan recorrió con la mirada la cúpula del panteón, el bajorrelieve con las letras «Mayfair» que adornaban el peristilo y, más abajo, una puerta abierta, alargada.

Cuando una brisa, débil y húmeda, agitó las rígidas hojas de los árboles, le pareció un milagro. A lo lejos, junto a la puerta principal, el tráfico circulaba velozmente detrás de Aaron Lightner, que estaba con Rita Mae Lonigan, que no había parado de llorar y parecía sencillamente desolada, como aquellos que pasan toda la noche en los pasillos del hospital con un moribundo.

Hasta la nota final tuvo algo de pintoresca locura para Rowan, porque mientras enfilaban hacia la entrada principal, se dio cuenta de que algunos se dirigían a un restaurante que había justo enfrente.

El señor Lightner se despidió en voz baja, y le prometió que Michael llegaría cuanto antes. Rowan quería hacerle más preguntas, pero vio que la anciana lo miraba con frialdad enfadada. Él, obviamente, se había dado cuenta y quería retirarse. Rowan, confundida, lo saludó con la mano. Se sentía mal otra vez por el calor. Rita Mae Lonigan murmuró un triste adiós. Y luego, multitud de personas empezaron a despedirse conforme pasaban a su lado y cientos besaban a la anciana; parecía que no acabarían nunca. El calor apretaba y los árboles gigantescos daban una sombra moteada.

—Nos veremos otra vez, Rowan. —¿Te quedas unos días? —Adiós, tía Carl. ¿Tú te ocupas de ella? —Hasta pronto, tía Carl. Tienes que venir a Metairie.

—Tía Carl, te llamaré la semana que viene. —¿Estás bien, tía Carl?

Al final la calle quedó desierta, sólo con el tráfico ruidoso e indiferente y unas pocas personas bien vestidas que salían del restaurante de enfrente —sin duda muy caro—, deslumbradas por la brillante luz del día.

—No me apetece entrar-dijo la anciana, mirando indiferente la marquesina azul y blanca.

—Vamos, tía Carl, entra sólo un rato —le pidió Beatrice Mayfair.

—No, quiero estar sola —respondió Carlotta—, prefiero ir andando a casa.

—Sus ojos se posaron sobre Rowan con una inteligencia sin edad, sobrenatural, que surgía de un rostro ajado y cansado—. Quédate con ellos el tiempo que quieras —dijo como si fuera una orden—, y luego ven a verme. Te estaré esperando en la casa de First Street. —¿A qué hora quiere que vaya? —preguntó Rowan, educada. Una sonrisa fría e irónica se asomó a los labios de la anciana, unos labios sin edad, como los ojos y la voz.

—Cuando quieras. Tengo cosas que decirte. Estaré allí.

Cuando las puertas de cristal del restaurante se cerraron a sus espaldas y Rowan se dio cuenta de que volvía a estar en el borroso mundo uniforme y familiar de camareros y manteles blancos, miró hacia fuera y vio la pared encalada del cementerio y los techos en punta de los panteones que asomaban por encima de la pared.

«Los muertos están tan cerca que pueden oírnos», pensó.

—Ah, pero sabes una cosa —dijo Ryan, el hombre alto de cabello blanco, como si le hubiera adivinado el pensamiento—, en realidad, en Nueva Orleans nunca nos olvidamos de ellos.

27

Un crepúsculo ceniciento cubría Oak Haven. El cielo casi no se veía. Los robles eran negros y espesos, y las sombras que proyectaban se ensanchaban para terminar de absorber la luz tibia del verano que se aferraba a la oscura grava del camino.

Michael estaba sentado en la galería principal, la silla inclinada hacia atrás, un pie sobre la barandilla de madera y un cigarrillo en los labios. Había terminado la historia Mayfair y sentía una alegría despiadada, llena de serena animación. Sabía que Rowan y él eran ahora el nuevo capítulo que aún quedaba por escribir. Rowan y él eran personajes de esta narración desde hacía cierto tiempo.

Durante un rato se aferró casi con desesperación al placer del cigarrillo, mientras observaba los cambios en el cielo del atardecer.

La oscuridad era cada vez más intensa en la inmensidad del paisaje, el distante muelle se desvanecía y ya no podía divisar los coches que pasaban por el camino, sólo veía el parpadeo amarillo de las luces. Cada sonido, aroma y cambio de color despertaba un aluvión de dulces recuerdos, algunos sin ningún tipo de origen ni ninguna característica especial. Se trataba, simplemente, de la certeza de lo conocido, de saber que estaba en casa y que aquilas cigarras cantaban como en ninguna otra parte. Pero este silencio era una agonía, esta espera, todos esos pensamientos que bullían en su cabeza. ¿Por qué no lo había llamado Aaron? Sin duda, el funeral de Deirdre ya habría terminado. Aaron tenía que estar de camino y quizá Rowan estuviera con él. Esta noche hablarían sobre todo esto al abrigo de este hermoso lugar.

Pero todavía le quedaba una carpeta, un fajo más de notas por leer. Lo mejor era hacerlo cuanto antes. Apagó el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesilla y abrió la carpeta bajo la luz amarillenta. Eran papeles sueltos, algunos escritos a mano, otros a máquina o impresos, y empezó a leerlos.

Copia de la carta enviada a la casa matriz de Talamasca, Londres por Aaron Lightner «Agosto de 1989 Parker Meridien Hotel Nueva York.

Acabo de terminar la entrevista fruto de un " encuentro casual" con el médico de Deirdre Mayfair (a partir de 1983), aquí, en Nueva York, como ya he mencionado. Varias sorpresas.

Enviaré la transcripción manuscrita completa de la entrevista (la cinta se ha perdido; el médico me la pidió y se la di), que pienso terminar en el avión rumbo a California.

Este médico afirma haber visto al Impulsor, no sólo cerca de Deirdre, sino también lejos de la casa de First Street, en dos ocasiones. En una de ellas por lo menos —en un bar de Magazine Street— se materializó con claridad. (Nótese el calor y la corriente de aire descritos con precisión por el individuo.) El doctor también estaba convencido de que el Impulsor trataba de impedirle que le diera tranquilizantes a Deirdre y que durante su última aparición intentaba que él volviera a la casa de First Street e interviniera de alguna manera en lo que le sucedía a su paciente.

El doctor llegó a esta conclusión tiempo después. Durante las apariciones estaba asustado. No escuchó ninguna palabra proveniente del Impulsor ni recibió ningún mensaje telepático claro. Al contrario, creía que el espíritu trataba desesperadamente de comunicarse con él y que sólo podía hacerlo a través de su muda presencia.

Este médico no dispone de poderes de médium de ningún tipo.

La única conclusión que puedo sacar es que el Impulsor ha adquirido mucha fuerza en los últimos veinte años, o que siempre ha sido más fuerte de lo que pensábamos y puede materializarse donde quiera.

No pretendo sacar una conclusión precipitada, pero me parece más que probable. Además, la imposibilidad del Impulsor para trasmitir alguna palabra clara o alguna sugerencia directamente a la mente del doctor, sólo refuerza mi opinión de que el médico no era un médium natural y no podía colaborar en estas materializaciones.

Como bien sabemos, el Impulsor, en sus relaciones con Petyr van Abel, operaba con la energía y la imaginación de una psique poderosa, llena de profundos conflictos y culpabilidades morales. Con Arthur Langtry, en cambio, trataba con un médium entrenado y sus apariciones y/o materializaciones sólo tenían lugar en la casa de First Street y cerca de Antha o Stella. ¿Puede el Impulsor materializarse cuando y donde quiere? ¿ O simplemente, tiene la fuerza para hacerlo cada vez más lejos de la bruja?

Esto es lo que tenemos que descubrir.

Al servicio de Talamasca,

Aaron.

P.D. — No intentaré ver a Rowan Mayf air en San Francisco. La prioridad de este viaje es ponerme en contacto con Michael Curry. He hablado con Gander antes de salir de Nueva York y me informa que Curry es ahora una persona casi inválida, encerrada en su casa. No obstante, si hay alguna novedad con respecto al caso Mayfair, póngase en contacto conmigo en el Saint Francis Hotel. Me quedaré el tiempo que haga falta para ponerme en contacto con Curry y ofrecerle ayuda.»

Michael hojeó rápidamente el resto de la última carpeta. Eran todos artículos sobre él que ya había leído. Dos fotografías en papel brillante de él de la United Press International, una biografía suya escrita a máquina, extraída básicamente del material adjunto. Bueno, conocía el informe sobre Michael Curry. Dejó esta parte a un lado, encendió un cigarrillo y volvió al relato manuscrito del encuentro entre Aaron y el médico en el Parker Meridien.

La letra fina de Aaron era muy fácil de leer. Las descripciones de las apariciones del Impulsor estaban subrayadas con cuidado.

Terminó el relato y estuvo completamente de acuerdo con los comentarios de Aaron.

Luego se levantó con la carpeta en la mano, salió de la galería y se dirigió a su escritorio. Su libreta de notas de tapas de piel estaba donde la había dejado.

Se sentó con la mirada ausente, sin notar que la brisa del río agitaba las cortinas ni que ya era de noche. Tampoco vio la bandeja de la cena, intacta delante del sillón de orejas, con los platos cubiertos por varias tapas de plata convexas.

Levantó la pluma y empezó a escribir:

«Yo tenía seis años la Navidad en que vi al Impulsor en la iglesia, detrás del pesebre. Debió de ser en 1947. Deirdre seguramente tendría la misma edad y es posible que estuviera en la iglesia. Pero tengo la sensación de que no estaba.

Cuando el Impulsor se presentó ante mí en el Auditorio Municipal, es posible que ella también estuviera allí. Pero otra vez tengo... aunque no podemos saberlo, para citar la frase favorita de Aaron.

Sin embargo, las apariciones en sí mismas no tienen nada que ver con Deirdre. Nunca la he visto en el jardín de First Street ni en ninguna otra parte, que yo sepa.

Sin duda, Aaron ya ha escrito lo que le he contado y me hago eco de su hipótesis: el Impulsor se me apareció sin que yo estuviera cerca de la bruja.

Probablemente puede materializarse donde quiere.

La pregunta, sin embargo, sigue siendo por qué. ¿Por qué a mí? Existen otras coincidencias incluso más tentadoras y exasperantes.

Por ejemplo, y puede que no tenga mucha importancia, conozco a Rita Mae Dwyer Lonigan. Yo estaba con ella y Marie Louise en la barca la noche que se emborrachó con su novio, Terry O'Neill. Por eso la mandaron a Santa Rosa, donde conoció a Deirdre. Recuerdo cuando Rita Mae se marchó a Santa Rosa. ¿Significará algo?

Y hay más. ¿ Y si mis antepasados hubieran trabajado en Garden District?

No sé si lo hicieron o no. Sé que la madre de mi padre era huérfana y se crió en Santa Margarita. Creo que era hija de padre desconocido. ¿ Y si su madre hubiera sido doncella en la casa de First Street?... Bueno, son puras especulaciones.

Después de todo, sólo hay que ver lo que esta gente ha hecho en términos de procreación. Cuando se hace algo así con perros o caballos se llama endogamia o línea de crianza.

Los mejores especímenes machos se han cruzado una y otra vez con la bruja, de modo que determinados rasgos se fortalecen a través de la mezcla genética, rasgos éstos que sin duda incluyen características psíquicas,pero ¿y los otros rasgos? Si no he leído mal esta endemoniada historia, Cortland no sólo era el padre de Stella y Rowan, sino también de Antha, pese a que todos pensaran que era Lionel.

Ahora bien, si Julien era el padre de Mary Beth... creo que lo mejor sería hacer una especie de árbol genealógico por ordenador sobre este aspecto de la endogamia, una especie de diagrama. Con las fotos se podría penetrar directamente en la ciencia genética. Tengo que contarle todo esto a Rowan. Ella lo comprenderá. Cuando hablamos me dijo algo acerca de que la investigación genética generaba mucho rechazo. La gente no quería admitir todo lo que se puede determinar genéticamente sobre los seres humanos. Todo esto me lleva al concepto de libre albedrío, y mi creencia en el libre albedrío es en parte lo que me está volviendo loco.

En todo caso, Rowan es la beneficiaria genética de todo esto, alta, delgada, sexy, extremadamente sana, brillante, fuerte, triunfadora. Un genio de la medicina con poderes telequinéticos para matar, que, por el contrario, decide salvar vidas. Y aquí es donde volvemos al libre albedrío. El libre albedrío.

Pero ¿dónde demonios encajo yo en este esquema con mi libre albedrío intacto? Quiero decir, ¿qué significa que "todo está planeado", para emplear las palabras de Townsend en el sueño? ¡Dios mío! ¿Es posible que yo esté relacionado de algún modo con esta gente a través de los sirvientes irlandeses que trabajaron para ellos? ¿O simplemente se cruzan con personas de fuera cuando necesitan mayor vigor? En fin, cualquiera de los polis o bomberos de Rowan podía haber hecho este trabajo. ¿Por qué yo? ¿Por qué me tuve que ahogar?, si es que ellos hicieron que me ahogara, cosa que todavía no termino de creer. ¿Por qué el Impulsor se me aparecía desde mis primeros años de vida?

Dios mío, no hay manera de interpretar todo esto. Quizá yo estaba destinado a Rowan desde siempre, y no estaba previsto que me ahogara, por eso me rescató, pero si estaba previsto que me ahogara, ¡no puedo aceptarlo!

Porque si eso estaba previsto, entonces podrían estar previstas muchas cosas más. Es horrible.

Podría seguir escribiendo de esta manera durante los próximos tres días, cavilando, hablando sobre un punto u otro. Pero me estoy perdiendo. Todavía no tengo la menor pista sobre el significado de la "entrada". Ni una sola de las cosas que he leído arroja luz sobre esta imagen. Tampoco he visto ningún número en especial. A no ser que el número trece esté en la entrada y que éste sea el sentido.

En cuanto al poder de adivinación por contacto de mis manos, sigo sin saber cómo debo usarlo, a no ser que tenga que tocar al Impulsor cuando se materialice para saber qué es en realidad ese espíritu, de dónde viene y qué quiere de las brujas. ¿ Pero cómo puedo tocar al Impulsor si él no desea que lo toque?

Por supuesto, me sacaré los guantes y apoyaré las manos sobre objetos relacionados con esta historia y con la casa de First Street si Rowan, propietaria ahora, lo permite. Pero la sola idea me aterroriza. No logro verlo como la consumación de mi propósito. Lo veo como un contacto íntimo con innumerables objetos, superficies, imágenes... y además... por primera vez tengo miedo de tocar objetos que pertenecieron a personas muertas. Pero debo intentarlo. ¡Debo intentarlo todo!

Son casi las nueve. Aaron todavía no ha llegado. Fuera la oscuridad es silenciosa e inquietante. No quiero parecerme a Marlon Brando en La ley del silencio, pero las cigarras en el campo también me ponen nervioso. Siento aprensión en esta habitación, incluso con estas hermosas lámparas. No quiero mirarlos cuadros de la pared, ni los espejos, por miedo a que algo me asuste.

Detesto estar asustado.

No soporto estar esperando aquí. Quizá sea injusto esperar que Aaron llegue en el preciso instante en que acabo de leer; pero el funeral de Deirdre ha terminado y aquí estoy, con la cabeza y el corazón llenos de Mayfair. A pesar de todo espero, espero porque he prometido que lo haría, él no ha llamado y tengo que ver a Rowan. Una última nota: si cierro los ojos pienso en las visiones, si evoco la sensación, a pesar de todo lo que ha pasado, descubro que todavía creo que la gente que vi era buena. Me enviaron de vuelta con un propósito noble. Y yo decidí-libre albedrío— aceptar la misión.

Ahora no puedo atribuir ningún sentimiento, ni positivo ni negativo, a la idea de la entrada y al número trece. Y es algo perturbador, muy perturbador.

Pero sigo creyendo que mi gente allí en lo alto era buena.

No creo que el Impulsor sea bueno. En absoluto. La evidencia de que ha destruido a algunas de estas mujeres parece indiscutible. Quizás ha destruido a las que se le han resistido. Y la pregunta de Aaron: "¿Cuáles son los planes de este ser?" es pertinente. Esta criatura hace cosas por su cuenta. ¿Pero por qué lo llamo criatura? ¿Quién lo creó? ¿La misma persona que me creó a mí? Y me pregunto quién es. Busca a este ente. Es un ente perverso.

Entonces, ¿por qué me sonrió en la iglesia, cuando tenía seis años? ¿Me dejará que lo toque y descubra sus planes o no?

Pase lo que pase, ahora mismo no estoy desesperado. Estoy enloquecido y me siento incapaz de seguir mucho más en esta habitación. Estoy desesperado por ver a Rowan, por poner todas estas piezas en orden y cumplir la misión que me encomendaron allí, porque creo que fue la mejor parte de mi persona quien la aceptó.

Ojalá Aaron ya estuviera aquí. A propósito, me cae muy bien. Todos ellos me caen bien. Comprendo qué es lo que hacen aquí. Lo comprendo. A nadie le gusta saber que lo vigilan, lo espían, escriben sobre él y ese tipo de cosas. Pero lo comprendo. Rowan lo comprenderá. Debe hacerlo.

El documento que han elaborado es una pieza única, demasiado importante.

Cuando pienso en lo profundamente implicado que estoy en todo esto, en lo involucrado que he estado desde el momento en que aquel ente me miró a través de la verja... bueno, gracias a Dios que ellos existen, que "vigilan", como dicen. Gracias a Dios que saben lo que saben.

Porque si no... Y Rowan lo comprenderá. Rowan lo comprenderá quizá mejor que yo, porque verá cosas que yo no veo. Y quizás eso es lo que está planeado..., pero estoy empezando otra vez. ¡ Aaron, regrese, por favor!»

28

Se quedó delante de la puerta de hierro mientras el taxi se alejaba, envuelta en el murmullo del silencio. Era imposible imaginar una casa más desoladora ni prohibida. La inclemente luz de las farolas de la calle se filtraba como si fuera la luna llena entre las ramas de los árboles, y se derramaba sobre las lajas cuarteadas, los escalones de mármol cubiertos por un lecho de hojas secas, las gruesas columnas acanaladas con la pintura blanca que se descascarillaba, con manchas negras de humedad, los ruinosos tablones del porche que llegaban irregulares hasta la puerta abierta por la que salía una luz débil que no paraba de parpadear.

Lentamente paseó sus ojos por los postigos cerrados y por el jardín salvaje.

Caía una llovizna muy fina desde que había salido del hotel —casi tan fina como la neblina—, que dejaba el asfalto resplandeciente, y le llegaba con suavidad a la cara y los hombros.

«Aquí pasó mi madre toda su vida», pensó Rowan. Aquí había nacido su madre, y la madre de su madre. Aquí se sentó Ellie junto al ataúd de Stella. ¿La puerta estaba abierta para ella? ¿Para darle la bienvenida? El marco de madera parecía una boca gigante, ancho en la base y más estrecho en lo alto. ¿Dónde había visto este mismo tipo de quicio en forma de cerradura? En el panteón del cementerio de Lafayette. Qué irónico, porque esta casa también había sido la tumba de su madre.

Ni siquiera la suave y silenciosa llovizna mitigaba el calor. Pero ahora soplaba algo de brisa, la brisa del río la habían llamado ellos cuando la despidieron en el hotel, a pocas manzanas. Y la brisa, que olía a lluvia, se derramaba tan deliciosamente como el agua ¿El aire olía a flores? Un perfume salvaje e intenso, tan diferente a los olores de floristería del funeral.

No podía resistirlo. Se detuvo, soñadora, se sentía liviana y casi desnuda con la ropa ligera de seda que acababa de ponerse; trataba de ver la casa oscura, de respirar hondo, de detener el curso de todo lo que sucedía y que sólo comprendía a medias.

«Mi vida está partida en dos —pensó—; y todo el pasado es la parte descartada, como una barca que navega a la deriva y el agua fuera el tiempo y el horizonte la demarcación de lo que seguiría teniendo sentido. »¿Por qué, Ellie? ¿Por qué nos separamos? ¿Porqué si todos lo sabían? ¡Sabían mi nombre, el tuyo, y que yo era su hija! ¿Qué es todo esto? ¿Todos estos cientos de personas repitiendo una y otra vez el apellido Mayfair?»

«Más tarde, después de haber hablado con ella, pasa por la oficina», le había dicho el joven Pierce; Pierce, con sus mejillas sonrosadas y que ya era socio del despacho fundado hacía mucho tiempo por su bisabuelo. «Era el abuelo de Ellie también, ¿lo sabías?», le había dicho Ryan, el primo hermano de Ellie, con su cabello blanco y su rostro cincelado. Ella no lo sabía. No sabía quién era quién ni de dónde venían, pero, sobre todo, por qué nadie se lo había dicho. ¿Estaban todas estas respuestas al otro lado de la puerta abierta? ¿Está el futuro al otro lado de la puerta abierta? A fin de cuentas, ¿por qué no podía convertir esto, a pesar de todo, en un simple capítulo de su vida, separado y apenas releído, una vez que volviera al mundo real en el que la habían mantenido durante todos estos años, lejos del hechizo y la magia que ahora la reclamaban? Pero no, no sería así. Porque cuando uno es presa de un hechizo tan fuerte, no puede volver a ser el mismo. Y cada minuto en el extraño mundo de la familia, en el sur, en su propia historia, en medio del amor que le ofrecían, la alejaba siglos de lo que había sido, o de lo que había querido ser.

Parientes. ¿ Se imaginaban ellos lo exótico que podía resultar algo así después del mundo desierto y egoísta en el que había pasado su vida, como una planta de tiesto que nunca hubiera visto el sol y la tierra de verdad, ni oído la lluvia más que detrás de una ventana de doble cristal?

«Quise ser médica para encontrar el mundo visceral —pensó—, y sólo en los pasillos y en las salas de espera de urgencias vislumbré de lejos las reuniones de las familias, generaciones que lloraban, reían y murmuraban mientras el ángel de la muerte pasaba por encima de ellos.»

«¿Quieres decir que Ellie nunca mencionó el nombre de su padre? ¿Nunca te habló de Sheffield, Ryan, Grady, ni...?» Una y otra vez había dicho que no.

Sin embargo, Ellie había vuelto para asistir al funeral de tía Nancy en ese mismo cementerio, fuera quien demonios fuese tía Nancy, y luego, en el mismo restaurante, les había enseñado la fotografía de Rowan. «¡Nuestra hija, la doctora!» y moribunda, narcotizada por la morfina, le había dicho: «Ojalá me llevaran de vuelta a casa, pero no pueden. No pueden hacerlo.»

Hubo un momento, cuando la acompañaron al hotel y subió a ducharse y cambiarse por el bochorno que hacía, que la amargura que sentía le impedía razonar, comprender y hasta llorar. Por supuesto, sabía, con la misma certeza que sabía todo lo demás, que muchos de ellos hubieran dado cualquier cosa por escapar de esta inmensa telaraña de lazos de sangre y recuerdos, aunque le costaba imaginárselo.¿Qué verdades yacían detrás de esa puerta abierta acerca de la mujer del ataúd? Durante un buen rato, mientras todos hablaban en el restaurante y las voces se entremezclaban como burbujas de champán, había pensado: «¿Alguien sabe por casualidad el nombre de mi padre?»

«Carlotta querrá que... bueno, que te lo diga ella.»

«... tan joven cuando tú naciste.»

Pero lo único que tenía que hacer era abrir la cancela, subir los escalones de mármol, atravesar la plataforma de madera podrida y empujar la puerta que habían dejado abierta. ¿Por qué no? Deseaba tanto saborear la oscuridad del interior que ahora ni siquiera echaba de menos a Michael. Él no podía ayudarla en esto.

De pronto vio que la luz dentro de la casa era más fuerte, que la puerta se abría y aparecía la figura de la anciana, menuda y delgada. Su voz sonaba firme y clara en la oscuridad, con un ligero toque irlandés. —¿Entras o no, Rowan Mayfair? —preguntó en voz baja.

Ella empujó la cancela, pero no se abría, así que pasó por un lado. Los escalones estaban resbaladizos; subió con lentitud y sintió que la madera blanda del porche cedía ligeramente bajo su peso.

Carlotta había desaparecido, pero en el momento en que Rowan entró en el vestíbulo la vio en el otro extremo, una figura pequeña y oscura en la entrada de una habitación grande, con una sola luz encendida que iluminaba toda la estancia desde lo alto del techo.

Pasó junto a la escalera, que se elevaba recta y empinada hasta un oscuro primer piso del que no se veía nada, y junto a unas puertas que daban a una amplia sala de estar. Las luces de la calle brillaban a través de las ventanas de esta habitación, dándole un aire brumoso y lunar, e iluminaban un largo trecho de parqué brillante y algunos muebles dispersos e indefinidos.

Al final, pasó junto a una puerta cerrada, a la izquierda, avanzó hacia la luz y vio que estaba en un amplio comedor.

Había dos velas sobre la mesa ovalada, con unas llamas que titilaban débilmente; la única iluminación de la habitación. Aunque pareciera sorprendente, permitían ver los murales de las paredes, majestuosas escenas rurales con robles cubiertos de musgo y campos arados. Las puertas y las ventanas se elevaban unos cuatro metros. Al mirar atrás, hacia el vestíbulo, la puerta principal le pareció inmensa, con un marco que ocupaba toda la pared hasta el techo en sombras.

Se volvió y observó a la mujer sentada en un extremo de la mesa. Su cabellera espesa y ondeada parecía muy blanca en la oscuridad, mientras dos llamas se reflejaban nítidamente en los cristales redondos de sus gafas.

—Siéntate, Rowan Mayfair —dijo—. Tengo muchas cosas que contarte.

Un olor a polvo y moho se levantó del tapizado de las sillas labradas. ¿O quizá de la alfombra o de los tristes cortinajes?

No importaba. Estaba en todas partes. Pero había otro olor delicioso que le hacía pensar en madera y sol y, curiosamente, en Michael. Un olor que le gustaba. Y Michael, el carpintero, entendería este olor. Era el olor de la madera y del calor que había hecho en la casa todo el día, mezclado suavemente con el de la cera de las velas.

El deslustrado candelabro, en lo alto, se reflejaba en cientos de lágrimas de cristal de la araña.

—Se pueden poner velas —dijo la anciana—, pero estoy demasiado vieja para subir y cambiarlas. Eugenia también está muy vieja. No puede hacerlo. —Con un ligero gesto de la cabeza, señaló hacia el otro rincón.

Rowan se sobresaltó; allí, de pie, había una mujer negra, una especie de fantasma de cabello escaso, ojos amarillentos y con los brazos cruzados. Parecía muy delgada, pero con la oscuridad era difícil asegurarlo. Lo único que se veía era un delantal sucio.-Puedes irte, querida —dijo Carlotta a la mujer negra—, a no ser que mi sobrina quiera algo de beber. Pero no quieres nada, ¿verdad?

—No, gracias, señorita Mayfair.

—Llámame Carlotta, o Carl si lo prefieres. Como quieras. Hay miles de señoritas Mayfair.

La anciana negra se apartó del rincón, pasó junto a la chimenea, rodeó la mesa y, por último, cruzó la puerta. Carlotta observó todo el proceso en silencio, como si quisiera estar completamente sola antes de decir nada más.

Su rostro parecía encogido y pequeño debajo de aquella mata de pelo.

Levantó los ojos, miró a Rowan y señaló una silla a un lado de la mesa.

Rowan se acercó y se sentó de espaldas a las ventanas que daban al jardín.

Giró la silla para quedar frente a Carlotta.

Vio entonces el resto de los murales. La casa de una plantación con columnas blancas y colinas detrás.

Volvió a mirar a la anciana, aliviada de que las diminutas llamas de las velas ya no se reflejaran en los cristales de sus gafas. Sólo la cara hundida y las gafas brillaban claramente a la luz, y la oscura tela floreada del vestido de mangas largas, con unas manos muy finas que emergían de los puños de encaje, sosteniendo entre los dedos nudosos lo que parecía ser un pequeño alhajero.

—Es tuyo —le dijo, y lo acercó con decisión hacia Rowan—. Es una esmeralda. Es tuya, así como esta casa, la tierra sobre la que se levanta y todas las cosas de valor que contiene. Además, hay una fortuna unas cincuenta veces mayor de la que posees ahora, quizá cien veces mayor, no sé, está fuera de mis cálculos. Pero escucha lo que voy a decirte antes de reclamar lo que es tuyo.

Escucha todo lo que tengo que decirte.

Se detuvo; estudiaba el rostro de Rowan. La sensación de que la voz de la mujer era intemporal, sus modales incluso, se hizo más fuerte en Rowan. Era algo escalofriante, como si el espíritu de una persona joven habitara en su cuerpo y le proporcionara un vigor ferozmente contradictorio.

—No —dijo la mujer—, soy muy vieja. Lo que me ha mantenido con vida era esperar su muerte y el momento que más temía: el momento de tu llegada a esta casa. Recé para que Ellie viviera muchos años y te mantuviera alejada hasta que Deirdre se hubiera pudrido en su tumba y se hubiera roto la cadena. Pero el destino me ha dado otra pequeña sorpresa.

—Ella hizo todo lo que pudo para mantenerme alejada —explicó Rowan con calma—; insistió para que firmara un documento en el que prometía que nunca vendría. Pero yo decidí romperlo.

La anciana guardó silencio durante un rato. —He querido venir-dijo Rowan. Luego preguntó, educadamente, implorante casi—: ¿Por qué quería que me mantuvieran apartada? ¿Era tan terrible la historia? La mujer aún la observaba en silencio. —Eres una mujer fuerte —dijo al fin—. Eres fuerte como mi madre.

Rowan no respondió.

—Tienes sus mismos ojos. ¿Te lo han dicho? ¿Alguno de ellos es lo bastante viejo como para recordarlos? —No lo sé —respondió Rowan. —¿Qué has visto con tus ojos? —dijo la anciana—. ¿Has visto algo que supieras que no debía estar donde estaba?

Rowan se sobresaltó. Al principio pensó que había malinterpretado sus palabras, pero luego, en una fracción de segundo, se dio cuenta de que no y pensó en el fantasma que se le había aparecido a las tres de la madrugada, y luego, repentinamente confundida, en el sueño del avión en el que un ser invisible la tocaba y la violaba.

En medio de su confusión vio una sonrisa en el rostro de la anciana; pero no era una sonrisa amarga o triunfal, tan sólo resignada. Su expresión volvió a suavizarse con un gesto de tristeza y curiosidad. Baj o la débil luz, su cabeza, por un momento, pareció una calavera.

—Así que ha ido a buscarte —dijo con un suspiro suave—, y ha puesto sus manos sobre ti.

—No lo sé —dijo Rowan—. Explíquemelo.

Pero la mujer simplemente la miró y esperó.

—Era un nombre, un hombre delgado y elegante. Vino a las tres en punto. A la hora en que murió mi madre. Lo vi con tanta claridad como ahora la veo a usted, pero durante un instante.

La mujer bajó los ojos. Rowan pensó que los había cerrado, pero vio entonces un ligero brillo debajo de los párpados. Carlotta entrelazó sus manos sobre la mesa.

—Era el hombre —dijo—, el hombre que volvió loca a tu madre y a la madre de tu madre. El hombre que estaba al servicio de mi madre, que era quien gobernaba la vida de cuantos la rodeaban. ¿Te han hablado los demás de él? ¿Te han advertido?

—No me han dicho nada —respondió Rowan.

—Eso es porque no saben, y al fin se dan cuenta de que no saben. Ahora nos dejan los secretos a nosotras, como deberían haber hecho siempre. —¿Pero qué es lo que he visto? ¿Por qué vino a verme? —Una vez más volvió a pensar en el sueño del avión, y no pudo encontrar nada que relacionara una cosa con la otra.

—Porque él ahora cree que eres suya —dijo la mujer—, suya para amarte, tocarte y gobernar con promesas de servidumbre.

Rowan volvió a sentirse confusa; el rostro le ardía suavemente. Suya para tocarla. El encantado ambiente del sueño la rodeaba de nuevo.

—Él te dirá que no es así —explicó la anciana—, pero es mentira, querida, una mentira perversa. Te hará suya y te volverá loca si te niegas a cumplir su voluntad. Eso es lo que les ha hecho a todas —se detuvo y frunció el entrecejo, sus ojos recorrieron la superficie cubierta de polvo de la mesa—, salvo a las que tuvieron fuerza suficiente para detenerlo y obligarlo a ser el esclavo que afirma ser, y lo usaron para sus propios fines... —Su voz se apagó—. Para su propia maldad infinita. —Explíquemelo. —Te ha tocado, ¿verdad? —No lo sé.

—Sí, sí que lo sabes. Tus mejillas se ruborizan, Rowan Mayfair. Bien, deja que te haga una pregunta, querida, que haga una pregunta a la joven independiente que ha tenido en su vida todos los hombres que ha querido: ¿te hizo gozar como un hombre mortal? Piensa antes de responder. Él te dirá que ningún mortal puede darte tanto placer como él. Pero ¿es verdad? Ese placer tiene un precio terrible.

—Pensé que era un sueño. —Pero lo has visto.

—Eso fue la noche anterior. Me tocó durante un sueño, es diferente.

—Sé que a ella la tocó hasta el último momento —dijo la mujer—. No importaba cuántas drogas le diéramos, ni lo estúpida y vacía, que fuera su mirada, ni que andará como una inválida; cuando a la noche se acostaba, él la tocaba. Y ella yacía bajo sus caricias como una ramera cualquiera... —Había bajado la voz y luego la sonrisa volvió a dibujarse en sus labios, como un rayo de luz—. ¿Te enfadas? ¿Te enfadas conmigo porque te lo cuento? ¿Crees que era un espectáculo agradable?

—Creía que estaba enferma, que había perdido la razón, que era algo humano.

—No, querida, sus fornicaciones nunca fueron humanas.

—Quiere hacerme creer que he visto al fantasma que tocaba a mi madre y que yo, de algún modo, lo he heredado.

—Sí, y trágate tu ira, tu peligrosa ira.

Rowan Mayfair estaba anonadada. Una oleada de miedo y confusión le recorrió el cuerpo.

—Me está leyendo el pensamiento. Lo ha estado haciendo desde que he llegado.

—Claro que sí, lo mejor que puedo. Ojalá pudiera hacerlo mejor. Tu madre no era la única mujer de esta casa con poder. Hace tres generaciones la esmeralda estaba destinada a mí. Vi al hombre cuando tenía tres años, tan clara y nítidamente que hasta podía deslizar su tibia mano entre las mías y levantarme en el aire, sí, levantar mi cuerpo, pero lo rechacé. Le di la espalda y le dije que regresara al infierno del que había salido y usé mi poder para combatirlo. —¿Y esta esmeralda ahora me toca a mí porque puedo verlo?

—Te toca a ti porque eres la única hija mujer y no hay alternativa posible.

Hubiera llegado a tus manos por muy débiles que hubieran sido tus poderes, pero no importa, porque tus poderes son fuertes, muy fuertes, y siempre lo han sido. —Se detuvo; estudiaba a Rowan otra vez. Su rostro era inescrutable, quizá se concentraba en alguna idea en concreto—. Imprecisos, sí, e inconstantes, naturalmente, y quizás incontrolables, pero fuertes.

—No los sobreestime —dijo Rowan en voz baja—, yo nunca lo hago.

—Ellie me habló de ellos hace mucho tiempo —continuó la anciana—; me dijo que podías marchitar las flores y hacer hervir el agua. «Es una bruja poderosa, mucho más fuerte que Antha y Deirdre», me dijo, llorando y rogándome que le aconsejara qué hacer. «¡Mantenía apartada!», le respondí.

«Ocúpate de que no venga nunca a esta casa y que nunca lo sepa. Ocúpate de que nunca aprenda a usar sus poderes.»

—No quiero enfadarme con usted —dijo Rowan con un hilo de voz—, sólo intento comprender lo que dice, quiero saber por qué me alejaron de aquí...

La anciana se sumió de nuevo en un silencio profundo. Sus dedos se posaron sobre el alhajero y se cerraron con suavidad sobre él, como las flaccidas manos de Deirdre en el ataúd.

Rowan apartó la mirada y la dirigió al cielo del paisaje pintado en la pared, detrás de la chimenea. —¿No te consuelan estas palabras aunque sea un poco? ¿No te has preguntado nunca si eras la única persona en el mundo capaz de adivinar el pensamiento, la única que sabía cuándo alguien cerca de ti iba a morir? ¿La única que podía alejar a una persona para siempre por medio de la ira? Mira estas velas. Puedes hacer que se apaguen y que se vuelvan a encender. Hazlo.

Rowan no hizo nada. Miró fijamente las pequeñas llamas. Sabía que temblaba. «Si supieras realmente, si supieras lo que podría hacerte ahora...»

—Lo sé, ¿ comprendes?, puedo sentir tu fuerza porque yo también soy fuerte, más fuerte que Antha y Deirdre, así es como lo he mantenido a raya en esta casa, así es como he impedido que me hiciera daño. Así es como he puesto treinta años de distancia entre él y la hija de Deirdre. Apaga las velas y enciéndelas otra vez. Quiero ver cómo lo haces.

—No lo haré y quiero que deje de jugar conmigo. Dígame lo que tenga que decirme. Pero deje de jugar, deje de torturarme. Nunca le he hecho nada.

Dígame quién es él y por qué me apartó usted de mi madre.

—Ya lo hago. Te he apartado de ella para apartarte de él, de la esmeralda y de este legado de maldiciones y riquezas adquiridas mediante su intervención y su poder. —Volvió a estudiar a Rowan y continuó, en voz más baja, pero sin perder un ápice de su determinación—: Te aparté de ella para doblegar su voluntad, y privarla de un sostén sobre el que apoyarse, de un oído sobre el que derramar el contenido de su alma torturada y de una compañía a la que pervertir con su debilidad y miseria.

Rowan, helada de ira, no contestó. Desconsolada,volvió a ver mentalmente a la mujer de pelo negro en el ataúd. Vio el cementerio de Lafayette, cubierto por el manto de la noche, tranquilo y desierto.

—Has tenido treinta años para crecer fuerte y recta, apartada de esta casa, lejos de esta historia de perversidad. ¿Y en qué te has convertido? En la mejor médica que tus colegas han visto. Y cuando has hecho daño con tu poder, te has apartado y condenado a ti misma, avergonzada, y te has entregado a tu labor con un sacrificio aún mayor. —¿Cómo sabe todo eso?

—Lo veo, veo algo impreciso, pero lo veo. Veo el mal, aunque no puedo ver las acciones propiamente dichas, porque están ocultas bajo la culpabilidad y la vergüenza que entrañan. —¿Qué quiere de mí? ¿Una confesión? Ha dicho usted que le dio la espalda y que yo he hecho algo malo. Yo busco algo más, algo infinitamente más exigente, más hermoso.

—«No matarás» —murmuró la anciana. Un dolor agudo recorrió el cuerpo de Rowan y, consternada, miró a la mujer a los ojos, abiertos de par en par, burlones. Confundida, Rowan comprendió la trampa y se sintió indefensa. En una fracción de segundo, la anciana había provocado en la mente de Rowan la imagen que había estado buscando.

«Has matado. Has quitado la vida presa de la ira y la furia. Lo has hecho a propósito. Mira lo fuerte que eres.» Rowan se encerró profundamente en sí misma mientras observaba el resplandor de la luz que aparecía y desaparecía sobre las gafas redondas. Detrás, los ojos oscuros apenas se veían. —¿Te he enseñado algo? —preguntó la mujer.

—Está poniendo a prueba mi paciencia —replicó Rowan—. Permítame recordarle que yo no le he hecho nada. No he venido aquí a exigirle ninguna respuesta, ni he condenado nada. No he venido a reclamar esta joya, esta casa ni nada. He venido a ver a mi madre en su descanso eterno, y entré por aquella puerta porque usted me invitó. Estoy aquí para escuchar, pero no dejaré que juegue conmigo ni por todos los secretos del infierno. No temo a su fantasma, aunque alardee de tener el miembro de un arcángel.

La anciana la miró durante un instante, luego levantó las cejas y se rió con una carcajada corta y súbita que sonó sorprendentemente femenina.

—Bien dicho, querida —sonrió—. Hace setenta y cinco años mi madre me dijo que cuando él entraba en su habitación era tan hermoso que podría haber hecho llorar de envidia a los dioses del Olimpo. —Se acomodó en su silla, frunció los labios y volvió a sonreír—. Pero nunca la apartó de sus bellos amantes mortales. Le gustaba el mismo tipo de hombres que a ti. —¿Ellie también le habló de esto?

—Me contó muchas cosas, pero nunca me dijo que estuviera enferma, que iba a morir.

—Cuando la gente está a punto de morir tiene miedo —respondió Rowan—.

Estamos completamente solos, nadie puede morir por nosotros.

La mujer bajó la mirada. Se quedó inmóvil durante un buen rato y luego sus manos empezaron a juguetear con la tapa del alhajero. De repente, lo abrió y lo giró muy lentamente, de modo que la luz de las velas se reflejara en la esmeralda que había dentro, apoyada sobre una cadena de oro enrollada. Era la joya más grande que Rowan había visto en su vida.

—Yo solía soñar con la muerte —dijo Carlotta; miraba la piedra—, rogaba por ella. —Levantó la mirada, poco a poco, midiendo a Rowan, y una vez más sus ojos se abrieron de par en par y la piel suave de la frente se cubrió de profundas arrugas sobre sus cejas grises. Su alma parecía cerrada y sumida en la tristeza, como si por un momento se hubiera olvidado de ocultarse ante Rowan detrás de la ruindad y la inteligencia.-Ven —dijo, y se incorporó—; voy a mostrarte lo que tengo que mostrarte. Creo que ya no queda mucho tiempo. —¿Por qué dice eso? —murmuró Rowan, angustiada. Algo en el cambio de comportamiento de la anciana la aterrorizaba—. ¿Por qué mc mira así?

La mujer sonreía.

—Ven —repitió—. Trae una vela, por favor. Algunas bombillas todavía funcionan, otras se han quemado o los cables se han pelado hace mucho tiempo.

Sigúeme.

Se levantó de la silla, desenganchó con cuidado el bastón del respaldo, cruzó la habitación con sorprendente seguridad y pasó junto a Rowan, que estaba de pie y protegía la llama de la vela con la mano izquierda.

La diminuta llama se reflejó en la pared mientras pasaban por el vestíbulo.

Durante un instante brilló sobre el antiguo retrato de un hombre que de pronto parecía vivo y miraba a Rowan. Ella se detuvo, giró la cabeza y levantó la mirada para comprobar si había sido sólo una ilusión. —¿Qué pasa? —preguntó Carlotta.

—Creí que... —Miró el retrato, que por cierto estaba muy bien hecho y mostraba a un hombre de ojos negros, que sonreía, sin duda sin el menor rastro de vida, enterrado debajo de innumerables capas de un barniz quebradizo, agrietado.

—No importa —le dijo Rowan, y siguió avanzando; protegía la llama como antes—. Con esta luz me ha parecido que se movía.

La anciana miró el retrato mientras Rowan se detenía junto a ella.

—Verás muchas cosas raras en esta casa —respondió—. Pasarás por habitaciones vacías y querrás volver atrás porque te habrá parecido ver una figura que se movía o una persona que te miraba.

Rowan estudió su rostro. Ahora no parecía burlona ni perversa, sino solitaria, ausente y pensativa.

La mujer se dio la vuelta, avanzó hasta una puerta alta, al pie de la escalera, y apretó un botón. El ascensor bajó hasta la planta baja con un ruido apagado y se detuvo pesada y bruscamente. Carlotta hizo girar el pomo y abrió la puerta, había una portezuela metálica, que empujó con esfuerzo.

La cabina tenía un trozo de alfombra gastado, las paredes cubiertas de tela y una bombilla débil en el techo de metal.

—Cierra las puertas —dijo la mujer. Rowan obedeció; cerró primero la puerta de madera y empujó después las portezuelas.

El descansillo del primer piso estaba aún más oscuro que el pasillo del de abajo. El aire era más cálido. No había puertas ni ventanas que dejaran pasar ni un rayo de luz de la calle, y el débil destello de la vela se reflejaba sobre los vidrios blancos de las puertas y otra escalera empinada.

—Entra en esta habitación —dijo Carlotta, y abrió una puerta a la izquierda y guió la marcha con el bastón, que se hundía suavemente sobre la espesa alfombra floreada.

Había unos cortinajes oscuros y deshilachados, como los del comedor de abajo, y una cama estrecha de madera con un medio dosel con la figura de un águila, según parecía, y un cabezal con idéntico motivo tallado. —Es la cama donde murió tu madre —explicó Carlotta.

Rowan miró el colchón desnudo. Vio una mancha grande y oscura sobre la tela rayada que brillaba con un resplandor que parecía animado en las sombras. ¡Insectos! Diminutos insectos negros trajinaban sobre la mancha. En el momento en que ella avanzó, huyeron de la luz, se escabulleron hacia los extremos del colchón. Rowan lanzó un suspiro y casi dejó caer la vela.

La anciana parecía sumida en sus pensamientos, ausente de algún modo de la fealdad de la escena.-¡Esto es repugnante! —dijo en voz baja—. ¡Alguien debería limpiar esta habitación!

—Si quieres puedes hacer que la limpien-contestó la anciana—, ahora es tu cuarto.

El calor y los bichos le dieron náuseas. Retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta. Otros olores que se mezclaban aumentaban su malestar. —¿Qué más quiere mostrarme? —preguntó con calma. Conten tu ira, se dijo en silencio, mientras sus ojos recorrían las oscuras paredes, las mesillas de noche atestadas de estatuillas de yeso y velas. Espeluznante, feo, sucio. Muerta en medio de la suciedad. Muerta en este lugar. Descuidada.

—No —dijo la anciana—, descuidada no. Además, al final ni sabía dónde estaba. Por qué no lees tú misma los informes médicos.

Carlotta se dio la vuelta, pasó junto a ella y volvió al pasillo.

—Ahora tenemos que subir a pie —dijo—, porque el ascensor no sube a partir de aquí.

«Espero que no necesite mi ayuda», pensó Rowan. El mero hecho de tocar a aquella mujer le repugnaba. Respiró hondo para calmar la inquietud que había dentro de ella. El aire, pesado, viciado y lleno de olores débiles que recordaban olores peores, parecía adherirse a ella, a su ropa, a su cara.

Observó cómo la mujer se las arreglaba para subir peldaño a peldaño, poco a poco, y sin problemas.

—Ven, Rowan Mayfair —dijo, por encima del hombro—, trae la luz. Las viejas lámparas de gas de arriba están desconectadas desde hace mucho.

Rowan la siguió; el aire era cada vez más caluroso. Se detuvo en el pequeño descansillo y vio otro tramo de escalera que llevaba por fin al segundo piso.

Continuó subiendo; parecía que todo el calor de la casa se hubiera concentrado allí.

La luz blanca de las farolas de la calle pasaba a través de una ventana desnuda, a la derecha. Había dos puertas: una enfrente y otra a la izquierda. La anciana abrió la de la izquierda. —Allí, sobre la mesa, hay una lámpara de aceite —dijo—. Enciéndela.

Rowan dejó la vela y levantó el cristal de la lámpara. El olor a aceite resultaba algo desagradable. Acercó la vela a la mecha. La llama se hizo más alta y brillante cuando bajó el cristal. Levantó la lámpara para iluminar una habitación de techo bajo, llena de polvo, humedad y telarañas. Una vez más, los insectos revolotearon por la luz. Un crujido la sobresaltó, pero el agradable olor a leña y calor era aquí más fuerte, más fuerte incluso que el olor a telas podridas y moho.

Vio una pila de troncos contra la pared y unas cajas de embalaje sobre una vieja cama de metal en el rincón opuesto, debajo de dos ventanas cuadradas.

Una maraña de ramas de enredadera cubría hasta la mitad el cristal, y las hojas, todavía mojadas por Ja lluvia, reflejaban la luz. Hacía mucho tiempo que las cortinas se habían caído y yacían sobre el alféizar.

En la pared de la izquierda, flanqueando la repisa de la chimenea, había libros en una estantería que llegaba hasta el techo. También había libros apilados en desorden sobre viejas sillas con un tapizado blando y esponjoso, por la humedad y los años. La luz de la lámpara brilló sobre el metal deslustrado de la cama y sobre un par de zapatos de cuero, tirados sin más contra una alfombra enrollada cerca de la chimenea.

Había algo raro en aquellos zapatos, en aquella alfombra enrollada. ¿No estaba atada con una cadena oxidada? ¿No hubiera sido más normal una cuerda?

Rowan se dio cuenta de que la anciana la observaba. —-Esta era la habitación de mi tío Julien —dijo—, y tu abuela Antha se cayó por esa ventana y se mató contra las lajas de abajo. Rowan apretó más la lámpara por su base y siguió callada.

—Abre aquel baúl, a tu derecha —ordenó la mujer.

Rowan dudó un momento, sin saber muy bien por qué, se arrodilló sobre el parqué desnudo y cubierto de polvo, dejó la lámpara a un lado del baúl y examinó la tapa y la cerradura rota. —¿Puedes ver lo que hay dentro?

—Muñecas —respondió Rowan—, muñecas hechas con... huesos y pelos.

—Sí, hueso y pelo humano, y piel humana, y trozos de uña... Muñecas de tus antepasadas, algunas tan antiguas que no tienen ni nombres. En cuanto las cojas se desharán.

Rowan las estudió, hilera tras hilera, dispuestas sobre una vieja tela basta.

Cada una con un rostro cuidadosamente dibujado y el pelo largo. Algunas con piernas y brazos de palo, otras rellenas y casi sin forma. La más nueva de todas era de seda, con perlitas cosidas en el vestido, una cara de hueso pulido con la nariz y los ojos dibujados en tinta marrón, o sangre quizá.

—Sí, sangre —dijo la anciana—. Es tu bisabuela Stella.

La pequeña muñeca parecía sonreír con ironía a Rowan. Alguien había pegado con cola el pelo negro al cráneo. Unos huesos salían del dobladillo del vestido de seda. —¿De dónde son los huesos?

—Son de Stella.

Rowan se inclinó hacia delante, estaba tensa, con los dedos arqueados. No se atrevía a tocarla. Levantó el borde de la tela y vio que debajo había otra tela. Las muñecas estaban hundidas en la tela y seguramente era imposible levantarlas intactas.

—Hay muñecas de antepasadas europeas, están todas las generaciones.

Tócala. Coge la muñeca más vieja. ¿Sabes cuál es?

—Si la toco se romperá en pedazos sin remedio.

Además, no sé cuál es. —Dejó la tela y la alisó con cuidado. Cuando sus dedos tocaron los huesos, sintió una súbita y violenta vibración. Era como si hubiera visto un chispazo frente a sus ojos. Su mente sopesó las posibilidades médicas... alteración del lóbulo temporal, ataque de apoplejía. Sin embargo, el diagnóstico parecía absurdo, pertenecía a otro reino. Miró las diminutas caras. —¿ Quién ha hecho estas cosas? —Todas ellas, lo han hecho desde siempre.

Cortland, en secreto, una noche cortó el pie de mi madre, Mary Beth, cuando estaba en el ataúd. También cogió los huesos de Stella. Stella quiso que la enterraran en casa. Además, sabía que era Cortland quien lo haría porque Antha, tu abuela, era demasiado pequeña para hacerlo.

Rowan se estremeció. Bajó la tapa del baúl, levantó la lámpara con cuidado, se puso de pie y se sacudió las rodillas.

—Cortland, el hombre que hizo esto, ¿no era el abuelo de Ryan, el que estaba en el funeral?

—Sí, querida, el mismo —le respondió la anciana—. Cortland el hermoso, el perverso. Cortland, el instrumento de quien ha guiado a esta familia durante siglos. Cortland el que violó a tu madre cuando ella fue a pedirle ayuda. Me refiero al hombre que se apareó con Stella, y fue padre de Antha, la que dio a luz a Deirdre, que a su vez por medio de él te concibió a ti, su hija y su bisnieta.

Rowan permaneció en silencio, visualizaba en su mente el esquema de esta maraña de nacimientos. —¿Y quién hará la muñeca de mi madre? —preguntó, mirando fijamente el rostro de la anciana, que parecía fantasmagórico a la luz de Ja lámpara.

—Nadie, a no ser que tú te ocupes de ir al cementerio, desatornillar la lápida y sacar sus manos del ataúd. ¿Crees que podrás hacerlo? Él te ayudará, ¿sabes?, el hombre al que ya has visto. Si te pones el collar y lo llamas, vendrá.

—Usted no tiene ninguna razón para herirme —dijo Rowan—, no, no formo parte de todo esto.

—Yo sólo te cuento lo que sé. Todos ellos practicaron la magia negra.

Siempre. Te digo lo que debes saber para que puedas elegir. ¿Estarías dispuesta a tanta obscenidad? ¿Seguirías adelante? ¿Levantarías estas muñecas inmundas e invocarías el espíritu de los muertos para que todos los demonios del infierno jugaran a las muñecas contigo?

—Yo no creo en todo esto —protestó Rowan—. No creo en todo lo que ustedes hacen.

—Yo creo en lo que veo. Creo en lo que siento cuando las toco. Están dotadas de maldad, del mismo modo que las reliquias están dotadas de santidad. Pero las voces que hablan a través de ellas son sólo su voz, la voz del demonio. ¿Acaso no creíste en lo que veían tus ojos cuando él se apareció ante ti?

—Vi un hombre de cabello oscuro. No era un ser humano, sino una especie de alucinación.

—Era Satán. Él dirá que no y te dará un nombre hermoso. Te hablará poéticamente, pero es el diablo del infierno por una sola razón: miente y destruye, y para lograr sus propósitos te destruirá a ti y a tus descendientes, porque sus fines son lo único que importan. —¿Y cuáles son?

—Estar vivo como nosotros. Ver y sentir lo que vemos y sentimos nosotros.

—La mujer le dio la espalda, se apoyó en el bastón y avanzó hacia la pared de la izquierda, junto a la chimenea, donde estaba la alfombra enrollada, para dirigir la mirada hacia los libros alineados en las estanterías.

—Historias —dijo—, historias de todos los antepasados escritas por Julien.

Esta era la habitación de Julien, su retiro. Aquí escribió sus memorias. Cómo se acostó con su hermana Katherine para hacer a mi madre, Mary Beth, y luego con ella para hacer a mi hermana Stella. Y cómo le escupí en la cara cuando quiso acostarse conmigo. Le arañé los ojos y amenacé con matarlo. —Se volvió y miró fijamente a Rowan—. Magia negra, maleficios, relatos de sus despreciables triunfos, de cómo castigaba a sus enemigos y seducía a sus amantes. Ni todos los serafines del cielo habrían podido satisfacer su lujuria, no la de Julien. —¿Está todo escrito aquí?

—Todo esto y más. Pero nunca he leído ni leeré sus libros. Ya tenía bastante con leer sus pensamientos mientras, día tras día, mojaba la pluma en la biblioteca de abajo, riéndose solo a medida que daba rienda suelta a sus fantasías. —¿Y por qué siguen aún aquí? ¿Por qué no quemó los libros?

—Porque sabía que, si alguna vez venías, tendrías que verlos con tus propios ojos. ¡Ningún libro tiene tanto poder como un libro quemado! No... debes leerlos tú misma para saber quién era, porque sus propias palabras no pueden más que condenarlo. —Se detuvo—. Lee y elige —murmuró—. Antha no pudo elegir y Deirdre tampoco; pero tú puedes porque eres fuerte, inteligente y sensata. Puedo verlo en ti.

Apoyó las manos en la empuñadura del bastón y apartó la mirada, pensativa. La mata de pelo blanco parecía de nuevo demasiado pesada para su rostro pequeño.

—Yo elegí —continuó en voz baja, con tristeza—. Fui a la iglesia después de que Julien me tocara, me contara sus cuentos y mentiras. «Dios, no me abandones», dije, «Santa María, no me abandones. Permíteme usar mi poder para combatirlos, para castigarlos y vencerlos».

Los ojos otra vez vagaban, perdidos quizás en el pasado. Durante un rato se posaron sobre la alfombra enrollada a sus pies, en cada uno de los eslabones de la cadena oxidada.

—Incluso entonces sabía qué había más allá. Años más tarde aprendí lo necesario. Aprendí los mismos hechizos y secretos que ellos usaban. Aprendí a invocar a los mismos espíritus inferiores que ellos empleaban. Aprendí a luchar contra él, en toda su gloria, con espíritus aliados a los que luego podía despedir con un chasquido de dedos. En resumen, utilicé sus mismas armas contra ellos.

Parecía taciturna, remota. Estudiaba las reacciones de Rowan, y al mismo tiempo era indiferente a ellas.

—Le dije a Julien que no llevaría ningún hijo suyo, fruto de un incesto, que no se esforzara en tener fantasías, ni en hacer trucos para parecer un hombre joven en mis brazos, yo sentiría su carne flaccida y lo sabría a cada instante. Le prometí que si volvía a tocarme, usaría el poder que poseía para rechazarlo, y no necesitaba ninguna ayuda humana para hacerlo. Vi el miedo en sus ojos, miedo a pesar de que yo aún no sabía cómo cumplir mis amenazas. Quizá sólo era el miedo que le inspiraba alguien a quien no podía seducir ni confundir, a quien no podía vencer. —Sonrió. Sus labios finos revelaron una hilera brillante de dientes postizos—. Para alguien que sólo vive de la seducción es una cosa terrible.

Se sumió en el silencio, atrapada quizás en sus recuerdos.

Rowan respiró hondo, ignorando el sudor que le cubría la frente y el calor de la lámpara. Mientras miraba a la mujer, sintió una profunda desdicha, desdicha por la pérdida de tantos años en soledad. Años vacíos, años de monótona rutina, amargura, y la creencia feroz de que podía matar...

—Sí, matar —suspiró la anciana—. Yo lo he hecho. Para proteger a los vivos de él, que nunca fue un ser vivo y los hubiera poseído de haber podido. —¿Ha hablado alguna vez con él? —preguntó Rowan—. Me ha dicho que él se le presentó cuando era aún una niña, que le decía palabras al oído que nadie podía oír. ¿Le preguntó alguna vez quién era y qué quería? —¿Crees que me hubiera dicho la verdad? Recuerda mis palabras: nunca te dirá la verdad. Si le haces preguntas es como si lo alimentaras, como el aceite alimenta la llama de la lámpara.

La anciana se acercó de pronto a Rowan. —¡Rompe la cadena, hija! ¡Tú eres la más fuerte de todas! Rompe la cadena y él volverá al infierno porque no tiene otro lugar en todo el ancho mundo donde encontrar una fortaleza como la tuya. ¿No lo ves? Él la ha creado, ha cruzado hermano y hermana, tío y sobrina, hijo y madre, sí, también eso hacía si lo necesitaba, para crear una bruja cada vez más poderosa. Fracasaba sólo de vez en cuando, y lo que perdía en una generación, lo doblaba en la siguiente. —¿Bruja? ¿Ha mencionado la palabra bruja? —Eran brujas, cada una de ellas. ¿ No lo ves? —Los ojos de la anciana estudiaron la cara de Rowan—. Tu madre, su madre y la madre de su madre. Julien, incluso, el malvado y despreciable Julien, el padre de Cortland, tu padre. Yo también estaba marcada hasta que me rebelé. Rowan cerró el puño izquierdo hasta clavarse las uñas en la palma. Miraba a la anciana a los ojos con repelencia, pero incapaz de apartarse de ella.

—El incesto, querida, era el menor de sus pecados, pero el más importante del esquema para fortalecer el linaje, para multiplicar por dos los poderes, para purificar la sangre, para dar a luz una bruja terrible y astuta en cada generación, que se remonta a tiempos inmemoriales de la historia europea. Pídele al inglés que te lo explique, al inglés que fue contigo a la iglesia y te cogía del brazo.

Pregúntale el nombre de las mujeres cuyas muñecas están en el baúl. El lo sabe.

Te explicará sus artes negras, su genealogía.

Carlotta pasó junto a Rowan —el dobladillo de su vestido le rozó el tobillo-ayudándose con el bastón. Se dirigió al descansillo y le hizo gestos de que la siguiera.

Entraron en la otra habitación del segundo piso, donde notaba un hedor intenso. Rowan se echó hacia atrás, apenas podía respirar.Levantó la lámpara y vio que era un pequeño cuarto trastero. Estaba lleno de frascos y botellas en unas estanterías rústicas. Los recipientes contenían un líquido negruzco y sustancias podridas. El hedor a alcohol, a productos químicos y sobre todo a carne putrefacta era terrible. La sola idea de pensar en el olor repugnante que habría si se rompía alguno de estos recipientes de vidrio era insoportable.

—Eran de Marguerite —explicó la anciana—, la madre de Julien y Katherine, mi abuela. No espero que recuerdes todos estos nombres. Pero recuerda bien lo que te digo: Marguerite llenó estos frascos de horrores, lo verás cuando los abras. Hazme caso, si no quieres problemas hazlo tú. Hay cosas horribles. ¡Era curandera! —Escupió la palabra casi con desprecio—. Tenía el mismo poder que tú, ponía las manos sobre el enfermo y regeneraba las células de una herida o un cáncer. Y esto es lo que hizo con su poder. Acerca la lámpara.

—No quiero verlo. —¿Ah, no? Eres médica, ¿verdad? ¿No has diseccionado muertos de todas las edades? ¿No cortas y abres a las personas?

—Soy cirujana. Opero para conservar y alargar la vida. No quiero ver esto ahora...

Sin embargo, mientras lo decía empezó a estudiar los frascos. Se detuvo ante el más grande, en el que el líquido todavía era lo bastante claro como para ver algo blando y ligeramente redondo que flotaba entre sombras. No podía creer lo que veía: parecía una cabeza humana. Rowan retrocedió como si se hubiese quemado.

—Dime lo que has visto. —¿Por qué me hace esto? —susurró mientras miraba los ojos oscuros, podridos, y el pelo que flotaba en el líquido del frasco. Se volvió hacia Carlotta —. He visto cómo enterraban hoy a mi madre. ¿Qué quiere de mí?

—Ya te lo he dicho.

—No, me castiga por haber venido, me castiga por querer saber, me castiga porque he alterado sus esquemas. ¿Había una sonrisa irónica en la cara de la mujer? — ¿ No comprende que ahora estoy sola? Quiero conocer a mi familia. No me puede manejar a su antojo.

Silencio. La atmósfera era asfixiante. Rowan no sabía durante cuánto tiempo lo aguantaría. — ¿ Es esto lo que le ha hecho a mi madre? —preguntó con una voz llena de ira—. ¿ La obligó a hacer lo que usted quería?

Rowan retrocedió como si su ira la obligara a apartarse de la anciana, apretando la lámpara que ahora quemaba; casi no podía seguir sosteniéndola.

—Esta habitación me da náuseas. —Pobrecita. Lo que has visto en el frasco es la cabeza de un hombre. Muy bien, míralo de cerca cuando llegue el momento, así como a todos los que encuentres aquí.

—Están podridos, deteriorados; son tan viejos que no sirven para nada, si es que alguna vez sirvieron para algo. Quiero salir de aquí.

Sin embargo, volvió a mirar el frasco, horrorizada. Se tapó la boca con la mano izquierda, como si tratara de protegerse, y en el líquido turbio vio otra vez el agujero de la boca, donde los labios se pudrían poco a poco y unos dientes brillaban con blancura. Vio también la viscosa gelatina de los ojos. No, no me mires. ¿Pero qué había en el frasco de al lado? Algo se movía en el líquido. ¡Gusanos! El precinto se había roto.

Se dio la vuelta y salió de la habitación. Se apoyó contra la pared con los ojos cerrados, la lámpara le quemaba la mano. Los latidos del corazón retumbaban en sus oídos y las náuseas y las arcadas empeoraban. Iba a vomitar ahí mismo, en el suelo, sobre aquella sucia escala y al lado de esta vieja perversa. De un modo borroso vio que la mujer pasaba otra vez delante de ella y comenzaba a bajar la escalera, más despacio que antes.-Baja, Rowan Mayfair —sugirió—.

Apaga la lámpara, pero antes enciende la vela y tráela.

Rowan se enderezó poco a poco. Conteniendo otra oleada de náuseas, entró de nuevo en el dormitorio y apoyó la lámpara sobre la mesilla que había junto a la puerta, en el preciso momento en que empezaba a quemarse. Se llevó la mano a los labios para calmar el dolor. Luego levantó la vela y la acercó a la mecha. Apagó la lámpara y se quedó inmóvil durante un instante, con los ojos fijos en la alfombra enrollada y en los zapatos tirados contra ella.

«No, tirados no», pensó. No. Poco a poco se encaminó hacia los zapatos.

Lentamente, también, acercó su pie izquierdo hasta tocar uno de los zapatos con la punta del suyo. Lo golpeó suavemente y se dio cuenta de que estaba sujeto a algo flojo. Era el hueso de una pierna, con la pernera del pantalón dentro de la alfombra.

Miró el hueso, paralizada, y la alfombra enrollada. Luego, dirigiéndose hacia la otra punta, vio algo que no había visto antes: el brillo de una cabellera castaña. Había alguien envuelto en la alfombra. Un muerto, alguien muerto hacía mucho tiempo; miró la mancha del suelo, la mancha negruzca a un lado de la alfombra, cerca del trasero, por donde habían salido los fluidos del cuerpo y se habían secado con el correr del tiempo. Hasta se veía una masa de insectos fatalmente atrapados en la viscosidad de la mancha.

«Rowan, prométeme que no regresarás jamás, prométemelo.»

La voz de la anciana le llegó desde abajo, lejana y débil.

—Baja, Rowan Mayfair.

Rowan Mayfair, Rowan Mayfair, Rowan Mayfair...

Salió sin darse prisa, se volvió una vez más para ver el muerto atrapado en la alfombra y el delgado trozo de hueso que sobresalía. Cerró la puerta y bajó lentamente.

—Usted sabe lo que he visto —dijo Rowan. Se detuvo al llegar al final de la barandilla de la escalera. La pequeña llama de la vela bailaba dibujando sombras transparentes sobre el cielo raso.

—Has visto al muerto envuelto en la alfombra. —¡Por el amor de Dios, qué ha pasado en esta casa!.__exclamó Rowan, jadeando—. ¿Están todos locos?

Qué fría y controlada parecía la anciana, qué indiferente.

—Ven conmigo —dijo, señalando el ascensor—. No hay nada más que ver y poco más que decir...

—Hay mucho que decir —dijo Rowan—. Dígame, ¿le contó estas cosas a mi madre? ¿Le enseñó esos frascos horribles y esas muñecas?

—Yo no la volví loca, si eso es lo que intentas decir.

—Creo que cualquiera que se haya criado en esta casa se volvería loco.

—Yo también lo creo, por eso te saqué de aquí. Ahora ven.

—Dígame qué sucedió con mi madre.

Entró con la mujer en el sucio ascensor y cerró la puerta enfadada. Mientras bajaban, miraba fijamente el perfil de la anciana. Vieja, sí, era muy vieja. La piel era amarilla como un pergamino, el cuello fino y transparente, las venas visibles. Sí, era vieja y frágil.

El ascensor se detuvo bruscamente. La mujer empujó la puerta y salió al vestíbulo.

—Dígame qué sucedió —repitió con suavidad y amargura.

Cruzaron el largo salón principal, la mujer delante, algo inclinada hacia la izquierda, sobre su bastón, mientras Rowan la seguía pacientemente.

La luz pálida de la vela inundó poco a poco la habitación, iluminándola débilmente hasta el techo. A pesar de la decadencia, era una estancia hermosa, con chimeneas de mármol y espejos brillantes entre sombras tenebrosas. Todas las ventanas iban del suelo al techo. Los espejos enfrentados de los extremos reflejaban toda la habitación. Rowan vio borrosamente la imagen de los candelabros que se reflejaban hasta el infinito. Y hasta su propia figura estaba allí, repetida una y otra vez hasta desvanecerse en la oscuridad.

—Sí —dijo la anciana—, es una ilusión óptica interesante. Todos nosotros, una u otra vez, hemos visto nuestra imagen reflejada en estos espejos. Y ahora tú estás atrapada en el mismo marco.

Carlotta se acercó a una de las ventanas.

—Ábrela, por favor —dijo—. Tú tienes fuerza. —Cogió la vela de la mano de Rowan y la apoyó sobre una mesilla, junto a la chimenea.

Rowan quitó el pestillo y levantó la pesada hoja de nueve cristales, empujándola sin dificultad hasta que quedó a la altura de su cabeza.

Daba al porche, con su malla metálica y, más allá, a la noche. Entró un aire cálido y fresco, con olor a lluvia. Rowan sintió una oleada de gratitud y se quedó en silencio, dejando que el aire le besara la cara y las manos. La mujer pasó junto a ella y Rowan se apartó.

La vela, que había quedado atrás, se esforzaba por sobrevivir. Al final se apagó. Rowan salió a la oscuridad. Otra vez la brisa trajo un perfume fuerte, dulce y húmedo.

—Jazmín de noche —dijo la anciana.

Alrededor de la barandilla del porche crecían las enredaderas, los zarcillos bailaban al viento, las diminutas hojas se agitaban como pequeños insectos que batieran sus alas contra la malla. Las flores brillaban en la oscuridad, blancas, delicadas y hermosas.

—Aquí es donde tu madre se sentaba día tras día —explicó la anciana—. Y allí, sobre esas piedras murió su madre. Cayó de la habitación de arriba, del cuarto de Julien. Yo misma la llevé hasta la ventana. Y creo que la habría empujado con mis propias manos si ella misma no hubiera saltado. Le arañé los ojos con mis propias manos igual que a Julien.

Se detuvo. Miraba la noche a través de la malla metálica oxidada, quizás el difuso perfil de los árboles contra el cielo. La fría luz de las farolas de la calle brillaba sobre la parte delantera del jardín, se derramaba sobre el césped alto y abandonado. Iluminaba incluso el respaldo alto de la mecedora.

A Rowan la noche le parecía solitaria y terrible, y esta casa, angustiosa y deprimente, un lugar espantoso. Ay, Dios mío, vivir y morir aquí, pasarse la vida en estas habitaciones tristes, morir en la suciedad de arriba. Era indescriptible. El horror se apoderaba de ella como algo negro y espeso que amenazaba con cortarle la respiración. No tenía palabras para lo que sentía. No tenía palabras para el peso que tenía dentro, para esa anciana.

—Yo maté a Antha —explicó Carlotta, de espaldas a Rowan, con tono indiferente—. La maté como si la hubiera empujado. Quería que muriese.

Mientras mecía a Deirdre en su cuna, él estaba allí, junto a ella, miraba la criatura y la hacía reír. Y Antha lo dejaba, le decía con esa vocecilla tonta y débil que tenía que él era su único amigo, ahora que su marido había muerto, el único amigo que tenía en el mundo. «Ésta es mi casa y si quiero puedo echarte», me amenazó. »-Te arrancaré los ojos si no renuncias a él —le dije—. Sin ojos no podrás verlo. No permitas que el bebé lo vea.

La anciana hizo una pausa. Rowan, hastiada y acongojada, aguardó, en aquel silencio amortiguado de los ruidos de la noche y los movimientos de la oscuridad. —¿Has visto alguna vez un ojo humano fuera de su cuenca, colgando sobre la mejilla de una mujer por sus nervios sanguinolentos? Yo le hice esto a Antha.

Gritaba y lloraba como una niña, pero se lo hice. Lo hice y la perseguí escaleras arriba mientras huía de mí, tratando de sostener su querido ojo con las manos. ¿Y crees que él trató de detenerme?

—Yo lo hubiera hecho —dijo Rowan con amargura. ¿Por qué me cuenta todo esto?-¡Porque quieres saber! Y para saber lo que le ha sucedido a alguien, hay que saber lo que le sucedió al eslabón anterior. Y debes saber, sobre todo, que hice todo esto para romper la cadena.

La mujer se volvió y miró a Rowan, la luz fría y blanca se reflejaba en sus gafas, convertidas de repente en espejos ciegos.

—Lo hice por ti, por mí y por Dios, si es que existe. La saqué por la ventana.

«Veamos si puedes verlo así, ciega», le grité. «¡Si puedes pedirle que venga!» Y tu madre chillaba en la cuna, en aquella misma habitación. Le tendría que haber quitado la vida. La tendría que haber asfixiado mientras Antha yacía muerta sobre las piedras de fuera. Ojalá hubiera tenido el valor. —Se detuvo otra vez—.

Pero no podía matar algo tan pequeño —dijo, cansada—, no podía coger la almohada y ponerla sobre el rostro de Deirdre. Pensé en los viejos cuentos de brujas que sacrificaban bebés durante los sabats. Tiraban a los bebés gorditos en el caldero. Nosotras, las Mayfair, somos brujas. ¿Iba a sacrificar a esa criatura tan pequeña como hacían ellas? Ahí estaba yo, dispuesta a quitarle la vida a una criatura que lloraba, y no pude.

Silencio otra vez. —¡Naturalmente que él sabía que no lo haría! Si lo intentaba, hubiera destrozado la casa.

Rowan esperó hasta que no pudo más, hasta que la ira y el odio se hicieron insoportables. Y preguntó con voz ronca: —¿Y qué hizo con ella, con mi madre, para romper la cadena, como ha dicho?

Silencio.

—Dígamelo.

—Desde pequeña, cuando jugaba en el jardín, le imploré que luchara contra él —explicó—. Le pedí que no lo mirara, la eduqué para que lo rechazara. Y había ganado la batalla, la había ganado a pesar de sus ataques de melancolía, locura y llanto, a pesar de las nauseabundas confesiones en las que decía que había perdido la batalla y lo había dejado meterse en su cama, ¡había ganado hasta que Cortland la violó! Luego hice lo necesario para que te diera en adopción y no fuera tras de ti. »Hice todo lo necesario para que jamás recobrara sus fuerzas y escapara para buscarte, para que no te reclamara otra vez y te arrastrara en su locura, su culpabilidad e histeria. Cuando ya no querían aplicarle electro-shocks en un hospital, la llevaba a otro. Y les decía lo que tenía que decirles para que la ataran a la cama y le dieran fármacos. ¡Y a ella le decía lo que tenía que decirle para que gritara y le dieran más tranquilizantes! —¡No me cuente nada más! —¿Por qué no? Tú querías saberlo, ¿no? Sí, cuando ella se retorcía en la cama como una gata en celo, les decía que le dieran las inyecciones, que se las dieran... —¡Basta! —... dos o tres veces por día. No me importa si la matan, pero dénselas. No quería tenerla como juguete de aquel hombre allí tirada, retorciéndose en la oscuridad, no... —¡Basta! ¡Basta! —¿Por qué? Fue suya hasta el día en que murió. Su última y única palabra fue su nombre. Lo bueno de todo ello, Rowan, es que fue por ti, ¡por ti, Rowan! —¡Basta! —gritó Rowan, levantando las manos, indefensa, con los dedos extendidos—. ¡Basta! ¡Podría matarla por esto que me está contando! Cómo se atreve a hablar de Dios y la vida después de hacerle algo así a una niña, a una chiquilla criada en esta casa inmunda, usted tiene la culpa, usted le ha hecho algo imperdonable a una niña desvalida y enferma, usted... Dios se apiade de su alma, la única bruja es usted, vieja enferma y malvada, cómo pudo hacer algo así. Que Dios se apiade de su alma, ¡y que Dios la maldiga!

Un gesto hosco recorrió la cara de la anciana. Por un Estante, bajo la débil luz, pareció quedarse en blanco, con los ojos vidriosos brillando como dos botones y la boca floja, vacía.

Rowan gimió, apretó los labios para contener sus palabras, para reprimir su ira y su dolor. —¡Después de lo que ha hecho no merece ni el infierno! —gritó, tratando de tragarse sus palabras, con el cuerpo tenso por la rabia que no podía contener.

La anciana frunció el entrecejo, extendió el brazo y el bastón cayó de su mano. Dio un único paso, tambaleante. Su mano derecha vaciló y se apoyó en la mecedora que tenía delante. Su cuerpo frágil se inclinó y se desplomó sobre la silla. En el momento en que su cabeza chocó contra el respaldo de madera dejó de moverse. Su brazo resbaló hacia un lado y quedó en el aire.

No había otros ruidos en la noche más que el zumbido continuo de los insectos, el croar de las ranas y el lejano murmullo de los coches, dondequiera que estuvieran. Un tren pasaba a lo lejos, con un traqueteo rítmico, que se sumaba al silencio. De pronto se oyó un débil y remoto silbido, como un sollozo gutural en la oscuridad.

Rowan se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los lados, flojos e inútiles, mientras miraba en silencio el suave movimiento de los árboles contra el cielo, al otro lado de la malla oxidada. El croar profundo de las ranas pronto dio paso al resto de los ruidos nocturnos hasta desvanecerse. Un coche pasó por la calle vacía al otro lado de la verja, horadando con sus faros el espeso follaje.

Rowan sintió la luz sobre su piel. Vio un resplandor sobre el bastón de madera tirado en el porche, sobre la punta del zapato negro de Carlotta, torcido dolorosamente como si el tobillo fino se hubiera roto.

El momento de rabia había pasado, hasta el más mínimo rastro de amarga ira había desaparecido. Y allí estaba ella, sola y fría en la oscuridad, aferrada al dolor del mismo modo que asía con fuerza un mechón de su pelo con dedos temblorosos, fría como si el calor de la noche hubiera desaparecido, sola como si la oscuridad fuera el más negro de los abismos, sin ninguna promesa de luz, esperanza ni felicidad.

Lentamente se enjugó la boca con el dorso de la mano, con la misma torpeza que una niña, y se quedó mirando la mano flaccida de la muerta. Los dientes le castañeteaban como si el frío hubiera penetrado en su cuerpo y la congelara. Se puso de rodillas, levantó la mano de Carlotta para buscar el pulso, a pesar de que sabía que no lo encontraría, y la dejó sobre el regazo de la mujer. Vio entonces un hilo de sangre que le salía del oído y bajaba por el cuello hasta el vestido.

—No era mi intención... —murmuró, casi sin poder articular las palabras.

Detrás de ella esperaba la casa dormida. Rowan no se atrevía a darse la vuelta. Un sonido lejano e impreciso la sobresaltó y llenó de miedo, tenía miedo del lugar, un miedo real y terrible como nunca había sentido en su vida. Volvió a pensar en las habitaciones oscuras y no pudo volverse. No podía entrar en la casa y el porche cerrado la rodeaba como una trampa.

Se levantó poco a poco y miró el césped salvaje, la enredadera enmarañada que se aferraba a la malla con sus hojitas puntiagudas que se agitaban. Miró las nubes que se movían más allá de los árboles y oyó una especie de horrible y desesperado gemido que escapaba de sus propios labios.

—No era mi intención... —dijo otra vez. «Parece una súplica —pensó—, una súplica dirigida a nadie para que te quite el terror por lo que has hecho, para que arregle las cosas como si nunca hubieras venido.»

En alguna parte, muy lejos, en otro mundo, existía otra gente. Michael, el inglés, Rita Mae Lonigan, y los Mayfair reunidos alrededor de la mesa de un restaurante. Eugenia, incluso, perdida en aquella casa, durmiendo y quizá soñando. Todos los demás.Y allí estaba ella, completamente sola. Ella, que acababa de matar a esta vieja cruel y malvada con un odio con el que nunca había matado a nadie. Y que Dios la maldiga, que Dios la maldiga en las llamas del infierno por todo lo que ha dicho y hecho. Que Dios la maldiga. Pero juro que no era mi intención...

Volvió a secarse la boca. Se cruzó de brazos y se encogió; temblaba. Tenía que volver, atravesar la casa oscura. Caminar hasta la puerta e irse de allí.

Ay, pero no podía hacerlo, tenía que llamar a alguien, tenía que llamar a esa mujer, a Eugenia, y hacer lo que debía hacerse, hacer lo apropiado en estos casos.

Sin embargo, la agonía de hablar con extraños, de decir las mentiras pertinentes, era más de lo que podía soportar.

Inclinó, indolente, la cabeza a un lado y miró hacia abajo, al cuerpo inerte, roto y hundido dentro del vestido holgado. El pelo blanco parecía muy limpio y suave. Toda su vida despreciable y mezquina en esta casa, toda su vida desdichada y amarga. Y así es como había acabado.

Rowan cerró los ojos, exhausta, y se cubrió la cara con las manos. Entonces surgieron las plegarias: ayúdame, porque no sé qué hacer, no sé qué he hecho y no puedo deshacerlo. Y todo lo que dijo la anciana era verdad, siempre lo he sabido, siempre he sabido que dentro de mí estaba el mal y también dentro de ellos, por eso Ellie me sacó de aquí. El mal.

Vio el pálido fantasma detrás de la ventana de Tiburón. Sintió sus manos invisibles que la tocaban en el avión. —¿Dónde estás? —murmuró en la oscuridad—. ¿Por qué voy a tener miedo de volver a entrar en esta casa?

Levantó la cabeza. Oyó un ruido débil detrás, en el salón. Como si el viejo parqué crujiera bajo una pisada. Era tan débil que hasta podía ser una rata, en la oscuridad, que se arrastraba por las tablas con sus repulsivas patitas. Pero ella sabía que no. Con todo su instinto sentía una presencia, alguien que estaba cerca, en la oscuridad del salón. Tampoco era la vieja negra, arrastrando sus zapatillas.

—Deja que te vea —murmuró, e hizo que hasta el más pequeño de sus miedos se convirtiera en ira—. Deja que te vea ahora.

Volvió a oír el ruido y poco a poco se dio la vuelta. Silencio. Miró por última vez el cuerpo de la anciana y entró en el salón. Los espejos altos y estrechos se miraban uno al otro en la quietud de la penumbra.

«No te tengo miedo. No temo a nada de lo que hay aquí. Deja que te vea como antes.»

Durante un peligroso instante hasta el mobiliario pareció cobrar vida, como si las pequeñas sillas redondeadas la observaran, como si la librería, con sus puertas de cristal, hubiera oído su vago desafío y quisiera ser testigo de lo que ocurría. —¿Por qué no vienes? —murmuró otra vez en voz alta—. ¿Tienes miedo de mí? —El vacío total. Un crujido apagado que provenía de lo alto.

Rowan caminó muy despacio hasta el vestíbulo, consciente hasta el dolor del sonido de su forzada respiración. Miró ausente la puerta abierta de la casa, la luz blanca de la calle, la oscuridad y las hojas brillantes de los robles. Suspiró profunda y casi involuntariamente, y se apartó de la tranquilizadora luz del exterior. Volvió al vestíbulo y se sumergió de nuevo en la penumbra, en dirección al comedor, donde estaba la esmeralda, esperándola en su caja de terciopelo.

Él estaba aquí. Tenía que estar. —¿Por qué no vienes? —murmuró, sorprendida por la fragilidad de su propia voz. Parecía como si las sombras se agitaran, aunque ninguna figura se había materializado. Quizás una suave corriente había movido las polvorientas cortinas. A medida que avanzaba, un crujido sordo y suave sonaba bajo sus pisadas.

Allí, sobre la mesa, estaba el alhajero. El olor a cera invadía el aire. Cuando levantó la tapa y tocó la piedra los dedos le temblaban.

—Ven, demonio —dijo. Levantó la esmeralda a pesar de su angustia, la sopesó, impresionada, la levantó hasta que la luz se reflejó en ella y luego se la puso, manipulando con facilidad el broche sobre la nuca.

En aquel preciso y extraño instante se vio a sí misma poniéndose el collar, Rowan Mayfair, arrancada del pasado que hasta ahora le habían negado, de pie, como un viajero perdido en esta casa oscura y extrañamente familiar.

Porque era familiar, ¿no? Estas puertas que se estrechaban en lo alto le resultaban conocidas, y los murales, como si sus ojos los hubieran recorrido miles de veces. Ellie había caminado por aquí. Su madre había vivido y muerto aquí. Qué irrecuperable, como de otro mundo, parecía la casa de vidrio y madera de secoya de la lejana California. ¿Por qué había esperado tanto para venir?

La esmeralda yacía sobre su blusa de seda. Sus dedos eran incapaces de evitar tocarla, como si fuera un imán. —¿Es esto lo que quieres? —murmuró.

Detrás de ella, en el vestíbulo, le respondió un sonido inconfundible. Toda la casa vibró, se hizo eco de él, como si fuera la caja de resonancia de un piano de cola que vibrara al más ligero toque de una cuerda. Sintió, una vez más, suavemente pero con certeza, la presencia de alguien.

Los latidos de su corazón eran casi dolorosos. Se quedó indefensa, con la cabeza gacha, como en un ensueño y, entonces se volvió y levantó la mirada.

Divisó una figura borrosa y oscura muy cerca de ella, la figura de un hombre alto.

Todos los sonidos de la noche cesaron, dejándola en un vacío, mientras se esforzaba por ver con claridad la figura difusa en las brumas de la penumbra. ¿Se engañaba a sí misma o era el perfil de una cara? Dos ojos oscuros parecían mirarla al tiempo que ella conseguía ver el contorno de una cabeza. ¿No era un cuello blanco lo que se dibujaba debajo?

—No juegues conmigo —murmuró. Una vez más toda la casa se hizo eco de vagos suspiros y crujidos Entonces, prodigiosamente, la figura se hizo más brillante confirmando su magia, y mientras Rowan jadeaba empezó a desvanecerse. —¡No, no te vayas! —rogó; en ese instante dudaba si había visto algo en realidad Mientras miraba perdida la confusión de luz y sombras, buscando desesperadamente, una figura más oscura se recorto de repente contra la luz tenue de la puerta de entrada. Se acercó, atravesando el polvo que bailaba en el aire, con pasos nítidos. Sin la menor posibilidad de error, Rowan vio unos hombros anchos y el cabello negro y rizado. —¿Rowan? ¿Eres tú?

Sólido, familiar, humano. —¡Michael! —exclamó, con una voz suave, rrada, y se echó en sus brazos—.

Michael, Dios.

29

«Bueno —pensó Rowan, sentada a solas y en silencio, inclinada sobre la mesa del comedor (ella, la supuesta víctima de los horrores de esta casa sombría), me estoy convirtiendo en una de esas mujeres que se derrumban en los brazos de un hombre y dejan que él se ocupe de todo.»

Pero era maravilloso ver a Michael en acción. Había llamado a Ryan Mayfair, a la policía y a Lonigan e Hijos. Hablaba el mismo idioma que los detectives que se presentaron. Si alguien advirtió los guantes negros que llevaba, por lo menos no lo dijo, quizá porque él hablaba demasiado rápido, explicaba lo sucedido e iba de una cosa a otra para precipitar las inevitables conclusiones.

—Ella acaba de llegar, no tiene la menor idea de quién demonios es el hombre que está en el ático. La anciana no se lo dijo. Ahora está bajo una fuerte conmoción. La anciana acaba de morir ahí fuera. El cuerpo del ático hace mucho tiempo que está allí; lo único que les pido es que se lleven los restos y no revuelvan la habitación. A ella le gustaría saber quién es ese hombre tanto como a ustedes. »Ah, miren, ahora llega Ryan Mayfair. Ryan, Rowan está allí. Está muy mal.

Carlotta, antes de morir, le mostró un cadáver en el piso de arriba. —¿Un cadáver? ¿Hablas en serio?-Tienen que llevárselo. Pierce, ¿podrías subir con ellos y ocuparte de que no toquen los viejos documentos que hay en el cuarto?

Rowan está dentro. Está agotada. Por la mañana podrá hablar.

Michael se había mostrado protector incluso con la vieja Eugenia. La había cogido del hombro para acompañarla a ver a la «vieja señorita Carlotta» antes de que Lonigan sacara el cuerpo de la mecedora. Pobre Eugenia, lloraba sin un solo sonido.

—Querida, ¿quiere que llame a alguien para que venga? No querrá quedarse sola esta noche en la casa, ¿verdad? Dígame qué quiere hacer. Puedo buscar una persona para que venga y se quede con usted.

Con Lonigan, su viejo amigo, se sentía en su elemento. Michael había perdido todo vestigio de acento californiano y hablaba como Jerry, y como Rita, que había venido con él en el coche fúnebre. Viejos amigos. Jerry solía beber cerveza con el padre de Michael delante de casa treinta y cinco años atrás, y Rita había salido con él dos veces en la época de Elvis Presley. Al verlo, lo abrazó con un sonoro «¡Michael Curryl».

Rowan, ausente, se había acercado hasta la puerta principal y los había observado bajo el resplandor de las luces. Pierce hablaba por teléfono en la biblioteca. Rowan ni siquiera había visto la biblioteca. Una débil bombilla eléctrica iluminaba los viejos sillones de cuero y la alfombra china de la habitación. —... claro, Michael —decía Lonigan—, tienes que decirle a la doctora Mayfair que era una mujer de noventa años. Lo único que la mantenía con vida era Deirdre. Sabíamos que una vez muerta Deirdre, era sólo cuestión de tiempo.

No puede culparse por lo sucedido esta noche. Quiero decir que ella es médica, pero no podía hacer milagros.

«No, no muchos», había pensado Rowan. —¿Mike Curry? ¿No serás el hijo de Tim Curry? —preguntó el policía de uniforme—. Me dijeron que eras tú. Vaya, qué casualidad, mi padre y el tuyo eran primos terceros, ¿lo sabías? Caramba, mi padre conocía muy bien al tuyo, tomaba cerveza con él en Corona's.

Al final se llevaron los restos del ático, envueltos y etiquetados, y trasladaron el menudo cuerpo de la anciana en una camilla hasta el coche fúnebre, probablemente para depositarlo sobre la misma mesa de embalsamamiento en que había estado Deirdre el día anterior.

Nada de velatorio, ni ceremonia de entierro, había dicho Ryan. Ella misma se lo había sugerido el día anterior. También se lo comunicó a Lonigan.

—Dentro de una semana haremos una misa —dijo Ryan —¿Estarás aquí todavía? —¿Dónde voy a ir? ¿Por qué? Al fin encontré mi sitio: esta casa. Soy una bruja, una asesina. Y esta vez lo he hecho a propósito.

Rowan vagó hasta el comedor y oyó que el joven Pierce decía desde Ja puerta de la biblioteca:

—Bueno, supongo que ella no se quedará esta noche en la casa, ¿no?

—No, volveremos al hotel —respondió Michael. —Es que no debería quedarse aquí sola. Esta casa puede ser muy perturbadora. Creerá que estoy loco, pero al entrar en la biblioteca vi un retrato sobre la chimenea y ahora resulta que es un espejo. —¡Pierce! —gritó Ryan, furioso. —Perdona, papá, pero... —Ahora no, hijo, por favor.

—Te creo —dijo Michael, con una sonrisa—. Yo me quedaré con ella. —¿Rowan? —Ryan se dirigió a ella con cuidado. Rowan, la desolada, la víctima, cuando en realidad era la asesina. Agatha Christie lo hubiera sabido, pero entoces la tendría que haber matado con un candelabro. —Dime, Ryan.

Ryan se sentó a la mesa, procurando no tocar la superficie cubierta de polvo con la manga de su traje perfectamente cortado. Era el traje del funeral. La luz iluminaba su rostro de buena casta, sus fríos ojos azules, mucho más claros que los de Michael. —¿Sabes que esta casa es tuya?

—Sí, me lo dijo ella.

—Bueno, hay mucho más. —¿Hipotecas, embargos?

—No —dijo, con un movimiento de la cabeza—, no creo que tengas que preocuparte por ese tipo de cosas en toda tu vida. Bueno, lo que quiero decirte es que cuando lo desees puedes pasar por mi oficina y hablaremos del tema. —¡Dios mío! —exclamó Pierce—. ¿Es ésta la esmeralda? —Había espiado el contenido de la caja, en el otro extremo de la habitación—. Y con toda esta gente dando vueltas por aquí.

El padre le echó una mirada tranquila y paciente.

—Nadie va a robar la esmeralda, hijo —dijo con un suspiro. Miró a Rowan con ansiedad. Levantó la caja y la miró como si no supiera qué hacer con ella. —¿Qué pasa? —preguntó Rowan—. ¿Cuál es el problema? —¿Te ha hablado sobre la piedra? —¿Alguien te ha hablado a ti? —preguntó ella con tranquilidad, sin tono de desafío.

—Bueno, es toda una historia —respondió Ryan, con una sonrisa sutil y forzada. Dejó la caja delante de ella y le dio una palmadita. —¿Quién era el hombre del ático, lo saben? —preguntó Rowan.

—Lo sabrán pronto. Había un pasaporte y otros papeles junto al cadáver, o lo que quedaba de él. —¿Dónde está Michael? —preguntó ella.

—Aquí estoy, querida. Escucha, ¿quieres que te deje sola? —Sus manos enguantadas parecían invisibles en la oscuridad.

—Estoy cansada, ¿podemos irnos? Ryan, te llamaré mañana.

—Cuando quieras, Rowan.

Ryan y Pierce se inclinaron para darle un beso en la mejilla. Como si besaran a un cadáver, pensó Rowan de repente. Entonces se dio cuenta de que era al revés: aquí besaban a los muertos del mismo modo que a los vivos. Manos tibias y la sonrisa de despedida de Pierce en la oscuridad. Mañana, teléfono, comida, hablamos, etcétera.

El ruido del ascensor en su infernal descenso. En las películas la gente se iba al infierno en ascensor.

—Bueno, Eugenia, usted tiene su llave. Si le hace falta algo vuelva mañana y entre con toda tranquilidad. ¿ Necesita dinero?

—Ya me han pagado, señor Mike. Gracias, señor Mike.

El policía mayor volvió a entrar. Debía de estar en el vestíbulo porque Rowan apenas lo oía.

—Sí, Townsend. —... pasaporte, billetero, todo en el bolsillo de la camisa.

Puertas que se cerraban. Oscuridad. Silencio. Michael regresaba por el pasillo. Ahora somos dos en esta casa vacía. Él se quedó en el vano de la puerta del comedor, mirándola.

Silencio. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y volvió a guardarlo. Ño debía de ser fácil con los guantes, pero se las arreglaba bien. —¿Qué te parece? —preguntó—. ¿Nos vamos de aquí ya? Golpeteó el cigarrillo sobre la esfera de su reloj. Se oyó el ruido de la cerilla y el resplandor de la llama iluminó sus ojos azules mientras él levantaba la mirada y volvía a observar el comedor, los murales.

Hay ojos azules y ojos azules. ¿Le había crecido tanto el pelo en tan poco tiempo? ¿ O parecían más rizados y espesos por la humedad?El silencio sonaba en sus oídos. Se habían marchado todos. La casa entera estaba ante Rowan, vacía y vulnerable, con sus cajones, cómodas, armarios, frascos y cajas.

La idea de tocar algo, sin embargo, le parecía repugnante. Todo aquello no era suyo, sino de la vieja. Húmedo, rancio y horrible como ella. Y Rowan no tenía fuerzas para moverse, para subirlas escaleras y ver nada. —¿Se llamaba Townsend? —preguntó.

—Sí, Stuart Townsend —respondió Michael. —¿Y quién demonios era, tienen alguna idea?

Michael pensó durante un momento; se quitó una hebra de tabaco del labio y cambió el peso de su cuerpo de una cadera a la otra. «Qué bueno está —pensó Rowan—. Francamente pornográfico.»

—Yo sé quien era —asintió él con un suspiro—. Aaron Lightner, ¿te acuerdas de él?, sabe muy bien quién era. —¿De qué estás hablando? —¿Quieres que hablemos aquí? —Sus ojos se posaron sobre el techo como si fueran antenas—. Fuera tengo el coche de Aaron. Podemos volver al hotel o ir a alguna parte, al centro.

Su mirada se detuvo, fascinada, en el rosetón de yeso y en el candelabro. La forma en que admiraba la casa, en medio de la crisis, tenía algo de culpable y furtiva. Pero no había razón para que se lo ocultara.

—Ésta es la casa de la que me hablaste en California, ¿verdad? —preguntó Rowan.

Sus ojos volvieron a ella, herméticos.

—Sí, es ésta. —Sonrió con tristeza y movió con suavidad la cabeza—. Esta misma. —Echó la ceniza en su mano y se dirigió hacia la chimenea. El pesado balanceo de sus caderas, el movimiento de su pesado cinturón de cuero, todo en él era una distracción erótica. Observó cómo echaba la ceniza en la chimenea, unas partículas invisibles que hubiera dado igual que las tirase en el suelo cubierto de polvo. —¿Qué significa que el señor Lightner sabe quién era aquel hombre?

Michael la miró, incómodo. Extremadamente sensual e incómodo. Dio otra calada, a su cigarrillo y miró a su alrededor, pensativo.

—Lightner pertenece a una organización —dijo. Se palpó el bolsillo de la camisa y sacó una tarjeta. La puso sobre la mesa—. Dicen que es una orden, como una orden religiosa, pero no es religiosa. Se llama Talamasca.

Rowan tembló.

—Tengo frío y tengo calor al mismo tiempo —dijo—. Ya he visto una de esas tarjetas. Me dio una en California. ¿Te ha dicho que nos vimos en California?

Michael asintió, inquieto.

—Sí, en la tumba de Ellie. —¿ Cómo es posible? ¿ Cómo es posible que sea amigo tuyo y que sepa quién era el hombre del ático? Estoy cansada, Michael. Tengo ganas de gritar, pero creo que si empiezo no podré parar. Me parece que si no comienzas a contarme... —Se calló; miraba la mesa con indiferencia—. No sé lo que estoy diciendo.

—Aquel hombre, Townsend —explicó Michael con cierta aprensión—, era miembro de la orden. Vino aquí en 1929 para intentar ponerse en contacto con la familia Mayfair. —¿Porqué?

—Hace trescientos años que ellos observaban a esta familia y recopilan datos históricos —dijo Michael—. No te resultará fácil comprender todo esto...

—Y da la casualidad de que Lightner es amigo tuyo.

—No, tranquila.. Nada es una coincidencia. Me lo encontré aquí fuera la noche que llegué y también lo vi en San Francisco. Tú también lo viste, ¿recuerdas?, la noche que me pasaste a buscar por mi casa. Pero los dos pensamos que era un periodista. Nunca había hablado con él y hasta aquella noche tampoco lo había visto.

—Lo recuerdo.-Me lo encontré aquí fuera. Yo estaba borracho, me había emborrachado en el avión. Recuerdas que te prometí que no lo haría, pues lo hice. Vine aquí y vi... bueno, al otro hombre en el jardín. Pero no era un hombre real. Yo creía que sí, pero en aquel momento me di cuenta de que no. Yo había visto a ese hombre de niño. Lo veía cada vez que pasaba delante de esta casa. ¿Recuerdas que te lo conté? Bueno, lo que intento explicar es que... no es un hombre de verdad.

—Lo sé —dijo Rowan—, lo he visto. —Una sensación eléctrica le recorrió el cuerpo—. Sigue hablando, por favor. Te lo contaré cuando termines.

Michael la miró, ansioso. Se sentía frustrado, preocupado. Estaba apoyado contra la chimenea y observaba el rostro de Rowan, iluminado a medias por la luz del pasillo. Ella, al notar la actitud protectora de Michael, la amabilidad de su tono de voz, el miedo a hacerle daño, sintió una oleada de ternura.

—Cuéntame el resto —rogó—. Mira, tengo cosas terribles que decirte, eres la única persona a la que puedo explicárselas. Termina tu historia porque así me haces más fácil las cosas. No sabía cómo contarte que había visto a aquel hombre. Lo vi en la terraza de Tiburón cuando te fuiste, en el preciso instante en que mi madre moría en Nueva Orleans. Yo no sabía que se estaba muriendo, ni siquiera sabía que existía.

Michael asintió, pero seguía confundido y bloqueado.

—Por si te interesa, te diré que si no puedo confiar en ti entonces no puedo hablar con nadie. ¿Qué es lo que te guardas? Dímelo. Dime por qué Aaron Lightner fue tan bondadoso conmigo esta tarde en el funeral. Quiero saber quién es y cómo lo has conocido. ¿Tengo derecho a saberlo?

—Confía en mí, querida. Por favor, no te enfades.

—No te preocupes, me hace falta un poco más que una discusión de amantes para reventarle la carótida a alguien.

—Rowan, yo no quería decir... —¡Lo sé! ¡Lo sé! —murmuró—. Pero tú sabes que asesiné a la anciana.

Michael hizo una pequeña mueca de desagrado y sacudió la cabeza.

—Tú sabes que he sido yo. —Levantó la mirada—. Eres el único que lo sabe.

—Una terrible sospecha se apoderó de su mente—. ¿ Le has contado a Lightner las cosas que te dije? ¿ Le has hablado de lo que soy capaz de hacer?

—No —respondió Michael; movía la cabeza con fuerza, rogando en silencio, pero con elocuencia, que le creyera—, no, pero lo sabe. —¿Sabe qué?

No contestó. Se encogió ligeramente de hombros y sacó un cigarrillo, en silencio. Trataba de sopesar la situación mientras sostenía la caja de cerillas.

—No sé por dónde empezar —dijo—. Quizá sea mejor que lo haga por el principio. —Lanzó una bocanada de humo y apoyó de nuevo el codo sobre la chimenea—. Te amo, Rowan, de verdad. No sé cómo ha sucedido todo esto. Me hago muchas preguntas y estoy asustado, pero te amo. Si así estaba escrito, quiero decir, si estaba planeado, pues bien, entonces estoy perdido. Perdido porque no puedo aceptar que estuviera planeado. Pero no voy a renunciar al amor que siento por ti. No me importa lo que suceda. ¿ Me escuchas?

Rowan asintió.

—Tienes que decirme todo lo que sepas de esa gente —dijo ella, y añadió, sin palabras: «¿Sabes cuánto te amo y cuánto te deseo?»

Michael cogió una. de las sillas que estaban junto a la Pared, le dio la vuelta de modo que el respaldo quedara frente a Rowan y se sentó a horcajadas, cruzando los brazos sobre el respaldo mientras la miraba.

—Durante los últimos dos días estuve encerrado en un jugar a unos cien kilómetros de aquí, leyendo la historia de la familia Mayfair recopilada por esa gente.

—Talamasca.

Michael asintió.

—Deja que te lo explique. Hace trescientos años hubo un nombre llamado Petyr van Abel. Su padre, Jan van Abel, fue un famoso cirujano de la Universidad de Leiden, Holanda, que escribió algunos libros.

—Sé quién es —dijo ella—. Fue un especialista en anatomía.

Michael sonrió y movió la cabeza.

—Bueno, es un antepasado tuyo, querida. Tú te pareces a su hijo. Por lo menos eso es lo que dice Aaron. Pues bien, cuando Jan van Abel murió, Petyr se quedó huérfano y se convirtió en miembro de Talamasca. Tenía poder para adivinar el pensamiento y ver espectros. Era lo que otra gente podría haber llamado brujo, pero Talamasca lo acogió. Con el tiempo empezó a trabajar para la orden y parte de su trabajo consistió en salvar a personas acusadas de brujería en otros países. »Petyr van Abel fue a Escocia para tratar de intervenir en el proceso a una bruja llamada Suzanne Mayfair, pero llegó tarde y lo único que pudo hacer, que resultó bastante, fue llevarse a su hija Deborah a Holanda para evitar que también la quemaran. Antes de marcharse, sin embargo, vio a aquel nombre, al espíritu. También notó que la niña, Deborah, lo había visto, y supuso que era ella quien lo había hecho aparecer. Cosa que resultó cierta. »Deborah no se quedó en la orden. Pasado un tiempo sedujo a Petyr y tuvo una hija de él llamada Charlotte. Esta joven se marchó al Nuevo Mundo y fue la fundadora de la familia Mayfair. »Por lo tanto, todos los Mayfair son descendientes de Charlotte. Desde entonces, y en cada generación hasta el presente, hay por lo menos una mujer que hereda los poderes de Suzanne y Deborah, que consisten, entre otras cosas, en la capacidad de ver a un hombre de cabello castaño, a ese espíritu. Ellas son lo que Talamasca llama las brujas Mayfair.

—Rowan lanzó un pequeño suspiro, mezcla de sorpresa y divertida incredulidad. Se incorporó en la silla y observó la transformación en el rostro de Michael, mientras él seleccionaba en silencio todas las cosas que quería decirle.

—Talamasca —continuó, escogiendo con cuidado las palabras— está integrada por estudiosos e historiadores. Tienen perfectamente documentadas más de mil apariciones del hombre de pelo castaño en esta casa y sus alrededores. Hace trescientos años cuando Petyr van Abel fue a Santo Domingo a hablar con su hija Charlotte, este espíritu le hizo perder la razón. Luego lo mató.

Dio otra calada al cigarrillo. Recorrió la habitación con la mirada, pero esta vez sin verla, concentrado más bien en algo lejano.

—Como ya te he explicado antes —siguió—, yo he visto a este hombre desde los seis años. Lo veía cada vez que pasaba por aquí, y a diferencia de otras personas entrevistadas por Talamasca, lo he visto en otros lugares. Pero lo importante es que... la otra noche, cuando volví a venir aquí después de todos estos años, lo vi de nuevo. Cuando le conté a Aaron lo que veía, cuando le dije que había visto a aquel hombre desde que yo era así de pequeño, cuando le comenté que eras tú la que me había salvado en el agua, bueno, entonces me enseñó el informe de Talamasca sobre las brujas Mayfair. —¿Él no sabía que era yo quien te había rescatado en el mar?

Michael negó con la cabeza.

—Había ido a verme a San Francisco por el tema de las manos. Por así decirlo, ése es su campo de trabajo: personas que tienen poderes especiales. Un trabajo de rutina. Casualmente trataba deponerse en contacto conmigo, quizá del mismo modo en que Petyr van Abel había intentado intervenir en la ejecución de Suzanne Mayfair, cuando te vio en la puerta de mi casa. Vio que me pasabas a buscar y pensó que me querías contratar. Creyó que querías contratar a un vidente para llevarlo a Nueva Orleans a investigar tu pasado.

Dio una última calada a su cigarrillo y lo tiró en la chimenea.

—Bueno, lo pensó hasta que yo le expliqué el motivo por el que habías venido a verme y que nunca habías visto esta casa ni en fotografías. Lo que tienes que hacer ahora es leer el informe. Pero hay algo más... por lo menos en lo que a mí respecta.

—Las visiones.

—Exacto. —Sonrió, con ese rostro afectuoso y bello—. ¡Exacto! ¿Recuerdas que te dije que había visto una mujer y que había una joya...? —¿Crees que es la esmeralda?

—No lo sé, Rowan. No lo sé. Pero hay algo que sí sé, lo sé con la misma certeza con la que sé que estoy aquí sentado: vi de lejos a Deborah Mayfair.

Llevaba la esmeralda al cuello y me envió aquí para hacer algo. —¿Para combatir al espíritu?

Michael negó con la cabeza.

—Es más complicado. Por eso tienes que leer el informe. Tienes que leerlo, Rowan. La existencia de ese informe no tiene que ofenderte. Tienes que leerlo. —¿Qué saca Talamasca de todo esto? —preguntó ella.

—Nada. Conocimientos. Quieren saber, comprender. Es como si fueran detectives de fenómenos ocultos.

—Y asquerosamente ricos, supongo.

—Sí —asintió Michael—, muy ricos, cargados de dinero.

—Estás bromeando.

—No, tienen mucho dinero, como tú o como la Iglesia católica. Como el Vaticano. Mira, esto no tiene nada que ver, no quieren nada de ti.

—De acuerdo, te creo, pero eres muy ingenuo. De verdad, eres muy ingenuo. —¡Por qué demonios dices eso, Rowan! Dios mío, ¿ de dónde has sacado que soy ingenuo? No es la primera vez que lo dices y es absurdo.

—Michael, eres ingenuo, en serio. Dime la verdad,; todavía crees que las visiones estaban llenas de bondad? ¿Que esa gente que se te apareció eran seres superiores? —Sí, lo creo.

—La mujer morena con la esmeralda, la bruja convicta como la has llamado, era buena... la que te tiró de la roca al océano Pacífico donde...

—Rowan, nadie puede probar una sucesión de acontecimientos como aquellos. Lo único que sé...

—Es que viste a ese espíritu cuando tenías seis años. Michael, deja que te diga algo: ese hombre no es bueno, Y tú lo has visto aquí hace dos noches? La mujer morena tampoco es buena.

—Rowan, es demasiado pronto para que hagas interpretaciones de ese tipo.

—De acuerdo. No quiero enloquecerte y no quiero que te enfades ni un segundo. Estoy muy contenta de que estés aquí, no te lo puedes imaginar, de verdad, muy contenta de que estés aquí, conmigo, en esta casa y que comprendas todo esto. Contenta de... es terrible decirlo, contenta de no estar sola. Y quiero que te quedes conmigo, ésa es la pura verdad. —Lo sé.

—Pero tú tampoco te precipites a hacer interpretaciones. Hay algo terriblemente perverso en este lugar, algo que me hace sentir mi propia maldad.

No, no digas nada. Escúchame. Hay algo tan malo que puede desbordarse y herir a mucha gente, herir mucho más que en el pasado. ¡Y tú eres como una especie de caballero de ojos brillantes que cabalga por el puente levadizo del castillo! —Rowan, eso no es verdad.

—De acuerdo... de acuerdo. Ellos no te ahogaron, no lo hicieron. Y el hecho de que conocieras a toda esa gente, a Rita Mae y a Jerry Lonigan, no tiene ninguna relación.-Está relacionado, pero la pregunta es: ¿de qué manera? Es vital no precipitarse a sacar conclusiones.

Rowan se volvió hacia la mesa y apoyó los codos para sostenerse la cabeza con las manos. No tenía ni idea de la hora. La noche parecía más silenciosa que antes, de vez en cuando se oía algún crujido. Pero estaban solos, completamente solos. —¿Sabes? —dijo Rowan—, pienso en aquella anciana y es como si una nube de maldad descendiera sobre mí. Estar con ella era como caminar codo a codo con el mal, y ella pensaba que era la buena.Pensaba que combatía al diablo. Es una maraña, pero una maraña más oscura de lo que parece.

—Ella mató a Townsend —dijo él. —¿Estás seguro? —le preguntó Rowan, volviéndose otra vez.

—Apoyé mis manos sobre los restos. Palpé los huesos. Fue ella. Lo envolvió en la alfombra y lo ató, quizá también lo drogó, no lo sé. Lo que si sé es que murió en la alfombra. Townsend hizo un agujero con los dientes.

—Dios mío —exclamó. Cerró los ojos; su imaginación veíala escena con demasiado realismo.

—Y había gente en esta casa todo el tiempo y no lo oyeron. No sabían que estaba muriendo ahí arriba, y si lo sabían no hicieron nada. —¿Por qué hizo algo así?

—Porque nos odiaba. Quiero decir, odiaba a Talamasca.

—Has dicho «nos».

—Ha sido un lapsus, pero un lapsus muy sugerente. Me siento parte de la organización. Más o menos me lo han pedido. Han depositado su confianza en mí. Quizá, lo que en realidad quería decir es que ella odiaba a cualquier extraño que supiera algo. Todavía existen peligros para cualquier persona de fuera. Hay peligros para Aaron. Me preguntaste qué es lo que teme Talamasca. Teme perder otro miembro.

—Explícate.

—Cuando Aaron regresaba del funeral, vio a un hombre en la carretera, lo esquivó bruscamente y dio dos vueltas de campana. Consiguió salir del maldito coche antes de que explotara. Era ese espíritu. Sé que era él y Aaron también. —¿Está herido? Michael negó con la cabeza.

—Sabía lo que sucedía, pero no podía correr el riesgo. Supon que hubiera atropellado a un hombre en lugar de a un espíritu. Simplemente, no podía correr el riesgo. Tenía el cinturón puesto, pero se dio un buen golpe en la cabeza. —¿Lo han llevado al hospital? —Sí, doctora. Está bien. Por eso he tardado tanto en venir. No quería dejarme. Quería que tú fueras allí y leyeras el informe en su casa de campo. Y a pesar de todo he venido. Sabía que el espíritu no me haría daño. Todavía no he cumplido mi propósito.

—Ellos quieren que tú rompas la cadena —le dijo Rowan—. Eso fue lo que me dijo la anciana. «Rompe la cadena», y se refería al legado que procede de Charlotte, supongo, aunque ella no mencionó ningún nombre tan lejano. Me dijo que ella había tratado de hacerlo y que yo lo conseguiría.

—La respuesta evidente es «sí». Pero tiene que haber algo más, algo relacionado con él y el porqué se me aparece a mí.

—De acuerdo. Ahora escúchame. Voy a leer el informe, página por página.

Pero yo también he visto a ese ser, y no se trata sólo de una aparición, influye sobre lo material. —¿Cuándo lo has visto?

—La noche en que murió mi madre, a la misma hora. Traté de llamarte al hotel, pero no estabas. Me asusté terriblemente. Pero lo más importante no fue la aparición en sí, sino todo lo demás. Alteró las aguas alrededor de la casa. El mar estaba tan turbulento que la casa entera vibraba sobre los pilones. Aquella noche no hubo tormenta en la bahía Richardson ni en San Francisco, ni ningún terremoto u otra causa natural que provocara algo semejante. Y hay algo más: la vez siguiente sentí que me tocaba. —¿Cuándo?

—En el avión. Pensé que era un sueño, pero no lo fue. Descubrí que tenía una ligera irritación entre las piernas, como si hubiera estado con un hombre generosamente dotado. —¿Quieres decir que...?

—Pensé que estaba dormida; pero lo que trato de decir es que no se limita a aparecer. En cierto modo hay implicaciones físicas. Y lo que trato de comprender son sus parámetros.

—Vaya, es una actitud científica loable. Puedo preguntarte si aquel contacto produjo en ti una respuesta menos científica.

—Por supuesto que sí. Sentí placer porque estaba medio dormida, pero cuando me desperté me sentí como si me hubieran violado. Me dio asco.

—Encantador —dijo Michael, ansioso—, sencillamente encantador. Mira, tú tienes el poder de evitar que esa cosa te viole.

—Lo sé, y ahora que sé lo que es, lo haré. Pero si anteayer alguien me hubiera dicho que un ser invisible se iba a deslizar debajo de mi ropa en el vuelo a Nueva Orleans, no hubiera servido de mucho porque no lo habría creído. Ahora sabemos que no quiere hacerme daño y que tampoco quiere hacerte daño a ti. Lo que no debemos olvidar es que tratará de hacer daño a cualquiera que de algún modo interfiera en sus planes, y eso incluye a tu amigo Aaron.

—Así es —asintió Michael.

—Pareces cansado, parece que eres tú el que necesita que lo lleven al hotel y lo acuesten —dijo Rowan— ¿Por qué no nos vamos?

—Michael no contestó. Se enderezó y se frotó la nuca c on las manos.

—Hay algo que no dices. —¿Qué?

—Y que yo tampoco digo.

—Pues dilo entonces —pidió ella, en voz baja, paciente. —¿No te gustaría hablar con él? ¿Preguntarle quién es? qué es? ¿No crees que podrías comunicarte con él, mejor y con mayor franqueza que el resto de ellos? Quizá tú no, pero yo sí. Yo quiero hablar con él. Quiero saber por qué se aparecía ante mí cuando era un niño. Quiero saber por qué la otra noche se me acercó tanto que casi pude tocarle la punta del zapato. Quiero saber qué es. Y sé, a pesar de lo que me haya dicho o me diga Aaron, que soy lo bastante inteligente para conseguir comunicarme con ese ser, razonar con él; quizás éste sea el tipo de orgullo que espera encontrar en la gente que lo ve. Quizá confía en ello. »Y si no te has dado cuenta, bueno... entonces es que eres muchísimo más inteligente y fuerte que yo... Mira, nunca hablé con un fantasma o un espíritu, o lo que sea, y... qué quieres que te diga, no pienso dejar pasar la oportunidad, ni siquiera sabiendo lo que sé, ni lo que le ha hecho a Aaron.

Michael se incorporó y deslizó el joyero por la pulida superficie de la mesa.

Abrió la tapa y se quedó mirando la esmeralda.

—Adelante —dijo ella—, tócala. —La verdad es que no se parece al dibujo que hice —murmuró—; en realidad, cuando hice el dibujo la imaginaba, no la recordaba. —Sacudió otra vez la cabeza. Parecía a punto de cerrar la tapa de la caja, pero se quitó el guante y apoyó los dedos sobre la piedra.

Ella esperó en silencio. Pero vio por su rostro que estaba desilusionado y ansioso. Cuando cerró la caja ella no lo acosó a preguntas.-Vi una imagen de ti —explicó—; te ponías la esmeralda al cuello. Y me vi a mí mismo de pie, frente a ti. —Volvió a ponerse el guante con cuidado.

—Es lo que viste al llegar.

—Sí —asintió Michael—, ni me di cuenta de que la llevabas puesta. —¿Has visto alguna otra cosa?

Movió la cabeza.

—Que me amas —le dijo con un susurro—. De verdad.

—Sólo tienes que tocarme para descubrirlo.

Michael sonrió, pero era una sonrisa triste y confusa. Metió las manos en los bolsillos, como si tratara de deshacerse de ellas, e inclinó la cabeza. Rowan esperó en silencio, no le gustaba verlo tan apenado.

—Anda, vamonos —dijo ella—. Este lugar te está perjudicando más a ti que a mí. Volvamos al hotel.

Michael asintió.

—Necesito un vaso de agua —dijo—. ¿Crees que habrá agua fresca en esta casa? Tengo sed y tengo calor.

—No lo sé. Ni siquiera sé si hay cocina. Quizás haya un pozo con un cubo cubierto de moho o a lo mejor un manantial mágico.

—Ven, vamos a ver si encontramos un poco de agua —dijo Michael, sonriendo.

Rowan se levantó y salió detrás de él por la puerta del fondo del comedor.

Entraron en una especie de despensa, con un pequeño fregadero y vitrinas llenas de porcelana. Michael se tomó su tiempo para cruzarlo, como si midiera el espesor de las paredes con sus manos.

—Por aquí —dijo él, y salió por otra puerta. Apretó un viejo botón negro sobre la pared y se encendió una bombilla débil, de luz mortecina, que reveló una habitación dividida en dos niveles, la parte de arriba, con la cocina propiamente dicha, y la de abajo, separada por dos escalones, un pequeño comedor diario con chimenea.

—Las dos partes estaban muy limpias y habían sido reformadas en un estilo que en su momento fue moderno y que ahora estaba pasado de moda. Era todo muy funcional.

Una nevera empotrada cubría la mitad de una pared y tenía una puerta grande y pesada, parecida a las puertas vaivén de los restaurantes.

—No me digas que hay un cadáver en la nevera. No quiero saberlo —dijo Rowan, cansada.

—No, sólo hay comida —respondió Michael, sonriendo— y agua helada. —Sacó una jarra de cristal—. Es algo típico del sur: siempre hay una jarra de agua helada. —Rebuscó en los armarios que había sobre el fregadero del rincón y sacó dos vasos, que apoyó sobre el mostrador inmaculado.

El agua helada estaba muy buena. Entonces Rowan recordó a la anciana.

Ésta es su casa y éste, quizá, su vaso. Un vaso del que había bebido. Una sensación de asco se apoderó de ella y la obligó a dejar el vaso en el fregadero de acero inoxidable.

«Sí, parece un restaurante», pensó con rebeldía, para distanciarse de todo aquello. El lugar estaba demasiado bien equipado, hacía tiempo que habían eliminado todo rastro Victoriano, tan de moda ahora en San Francisco, para colocar aquel acero inoxidable. —¿Qué vamos a hacer, Michael? —preguntó. Él miraba el vaso fijamente y levantó los ojos. Toda su ternura y la expresión protectora de sus ojos le llegó directamente al corazón.

—Amarnos, Rowan, amarnos mutuamente. Mira, estoy tan seguro de las visiones como de que nuestro amor no forma parte del plan de nadie.

Rowan se acercó y le rodeó el pecho con sus brazos. Sintió cómo sus manos le recorrían la espalda y subían con ternura por el cuello y el cabello. Michael la apretó con placer, hundió su cabeza en el cuello y la besó en los labios con suavidad.-Ámame, Rowan, confía en mí y ámame —dijo con una voz cargada de sinceridad. Se separó, como encerrándose en sí mismo, la cogió de la mano y se encaminó hacia la puerta vidriera. Se detuvo y miró la oscuridad de fuera.

Luego la abrió. No tenía cerradura. Quizá ninguna puerta la tenía. —¿Podemos salir? —preguntó.

—Claro que podemos. ¿Por qué me lo preguntas?

Salieron a otro porche rodeado por una malla mosquitera, mucho más pequeño que aquel donde había muerto la anciana.

Pasaron por otra puerta, vieja, similar a todas las de su tipo, hasta en la manera de cerrarse de golpe tras su paso. Bajaron por unos peldaños de madera hasta las lajas del jardín.

—Esta parte está bastante bien conservada —le dijo Michael.

—Sí, ¿pero qué hay de la casa? ¿Se puede salvar o está demasiado destruida? —¿Esta casa? —Michael sonrió y movió la cabeza; sus ojos azules brillaban de una manera maravillosa cuando la miró; levantó la mirada hacia el estrecho porche de arriba—. Querida, esta casa está muy bien, perfectamente, y seguirá aquí cuando tú y yo ya no estemos. Jamás entré en una casa como ésta en todos mis años en San Francisco. —Se interrumpió, avergonzado por su placer, y otra vez se sumió en la tristeza y la pena por la anciana, igual que ella. —Te gusta, ¿verdad?

—Me gusta desde niño —respondió él—. Y hace dos noches, al verla, volví a sentir lo mismo. Me gusta a pesar de saber todo lo que ha sucedido aquí, a pesar de lo que lia pasado con aquel hombre del ático. Y me gusta porque es tu casa. Y porque... porque es hermosa pese a todo lo que hicieron con ella o en ella. Era hermosa cuando la construyeron y lo seguirá siendo dentro de cien años.

—Michael la cogió por el hombro y ella se acurrucó contra su cuerpo; él volvió a besarle el pelo. Su mano enguantada le acariciaba la mejilla. Rowan hubiera querido quitarle el guante, pero no lo dijo. —¿Sabes una cosa extraña? —comentó—, durante todos mis años en California trabajé en muchas casas y todas me gustaron, pero ninguna me hizo sentir mi condición de mortal. Nunca me hicieron sentir tan pequeño. Esta casa me hace sentir que seguirá aquí cuando yo ya no esté.

Se internaron en el jardín, siguiendo el sendero de lajas a pesar de la maleza que las cubría y las hojas afiladas de los plátanos que crecían apretadas y les golpeaban el rostro a su paso.

Un olor verde y rancio flotaba en el aire, parecido al olor de los pantanos.

Rowan se sorprendió observando una piscina a lo lejos. La oscura superficie apenas reflejaba unos destellos de luz. Los lirios de agua brillaban bajo el mortecino cielo. Los insectos zumbaban, invisibles. Las ranas croaban y el agua se agitaba por momentos, debajo de toda la vegetación. A lo lejos se oía un goteo de agua, como si hubiera fuentes que alimentaran el estanque. Rowan miró hacia allí y vio unos chorros de agua que surgían de las fuentes.

—Stella construyó todo esto —explicó Michael— hace más de cincuenta años. No era ésta su intención, en realidad era una piscina. Pero ahora el jardín la ha cubierto, es como si la tierra volviera a tragársela.

Qué tristeza había en su voz. Era como si hubiera confirmado algo que no acababa de creer. Y cuánto la había impresionado a ella aquel nombre cuando Ellie lo pronunció en sus.últimas semanas de delirio: «Stella en el ataúd.»

Michael miraba a lo lejos, hacia la fachada de la casa; ella siguió su mirada y se encontró con el frontón del segundo piso, rematado con dos chimeneas gemelas que se recortaban contra el cielo, y con el reflejo de la luna o las estrellas, no sabía muy bien, contra las ventanas del cuarto en el que había muerto el hombre y Antha había huido de Carlotta. En su caída había pasado junto a las barandillas de hierro para terminar con el cráneo aplastado contra las piedras, y el frágil tejido del cerebro desgarrado.

Rowan se apretó más contra Michael.

Entrelazó sus manos a la altura de su espalda y apoyó todo su peso en él.

Miró el pálido cielo con sus escasas y brillantes estrellas, y la anciana volvió a su memoria; como si la nube de maldad no quisiera apartarse de ella. Recordó la expresión de su cara mientras moría. Recordó sus palabras. Y el rostro de su madre en el ataúd, durmiendo para siempre sobre satén blanco. —¿Qué pasa, querida? —preguntó Michael; un susurro grave que le salía del pecho.

Rowan apretó la cara contra su camisa. Empezó a temblar como había hecho toda la noche y en el momento en que él la abrazó con fuerza se sintió mejor.

Pero no podía librarse de la sensación de maleficio. Parecía parte del cielo, del árbol gigantesco que se recortaba sobre su cabeza y del agua que fluía a lo lej os entre la hierba espesa y salvaje. Pero no formaba parte del lugar, sino de ella. Mientras seguía con su cabeza apoyada en él, se dio cuenta de que no se trataba sólo del recuerdo de la anciana y de su amarga maldad personal, sino de un presentimiento. Todos los esfuerzos de Ellie habían sido vanos; ella ya conocía aquel presentimiento hacía mucho tiempo. Supo, quizá durante toda su vida, que un secreto espantoso y oscuro la aguardaba, un secreto enorme, codicioso, con muchas facetas superpuestas, que una vez descubierto seguiría revelándose hasta el infinito.

La primera revelación había sido este día en la balsámica ciudad tropical llena de cortesías y ritos pasados de moda. Hasta los secretos de la anciana no eran más que el principio.

—Y este secreto extrae sus fuerzas de las mismas raíces que yo, tanto del bien como del mal, porque al final ambas cosas no pueden separarse.

—Rowan, déjame sacarte de aquí-rogó Michael—. Tendríamos que habernos marchado hace rato, es culpa mía.

—No, no importa —murmuró ella—. Me gusta este lugar. Da igual adonde vaya, ¿por qué entonces no quedarnos en esta bella oscuridad, en silencio?

El intenso perfume de aquella flor volvió a llenar el aire, la misma fragancia que la anciana había llamado jazmín de noche.

—Ah, ¿hueles el perfume, Michael? —preguntó, mirando los lirios de agua que brillaban en la oscuridad. —Es el perfume de las noches de verano en Nueva Orleans, de los paseos en solitario, silbando y golpeando los barrotes de hierro con una rama. —Rowan disfrutaba de la vibración profunda que salía de su pecho—. Es el perfume de los paseos por estas calles.

El la miró, esforzándose por descifrar su rostro. —Rowan, pase lo qué pase no te deshagas de esta casa. Aunque tengas que irte de aquí o aunque llegues a detestarla. No te deshagas de ella. No permitas que vaya a parar a manos de personas que no la quieran. Es demasiado bella. Tiene que sobrevivir a todo esto, igual que nosotros. Ella no respondió. No confesó su oscuro temor de no sobrevivir, de que todo lo que alguna vez le había dado consuelo se perdería. Y luego recordó la cara de la anciana en la habitación del muerto, en la habitación en la que aquel hombre había muerto hacía tantos años. «Puedes elegir. ¡Puedes romper la cadena!», le decía. La vieja trataba de abrirse paso a través de su faceta de maldad, perversión y frialdad, trataba de ofrecer a Rowan algo que ella veía brillante y puro. En la misma habitaron en la que aquel hombre había muerto indefenso, atado y enrollado en una alfombra mientras la vida continuaba su curso en las habitaciones de abajo.-Vamonos, querida —dijo él —. Volvamos al hotel, insisto. Metámonos en una de esas camas mullidas y enormes para acurrucamos juntos.

—Por qué no vamos a pie, Michael? ¿ No podemos andar despacio por la oscuridad?

—Sí, querida, si quieres.

No tenían llaves para cerrar. Dejaron las luces encendidas detrás de los cristales sucios o de los postigos cerrados. Siguieron por el sendero y salieron por la cancela oxidada.

Michael abrió el coche y sacó un maletín para mostrárselo. Era la historia completa, le explicó, pero ella no podía leerla hasta que élle explicara algunas cosas. Había cosas escritas que la impresionarían, quizás hasta la perturbarían.

Mañana, durante el desayuno, hablarían de ello. Le había prometido a Aaron que no pondría el informe en sus manos sin explicarle algunas cosas, por su bien. Aaron quería que ella comprendiera.

Rowan asintió. No desconfiaba de Aaron Lightner. La gente no podía engañarla y menos él que no tenía necesidad de engañar a nadie. Y ahora, mientras pensaba en él y recordaba la forma en que la había cogido por el brazo en el funeral, tuvo la inquietante sensación de que él también era un inocente, un inocente como Michael. Y lo que hacía de ellos un par de inocentes era que no comprendían la maldad de la gente.

Estaba muy cansada. Hay momentos en que no importa lo que ves, sientes o llegas a saber, el cansancio te invade de todos modos. Nadie puede sufrir hora tras hora, día tras día. Sin embargo, al mirar atrás, hacia la casa, pensó en la anciana, fría y pequeña, muerta en la mecedora, una muerte que nunca se comprendería ni se vengaría.

Michael se quedó inmóvil, mirando la puerta principal. Dio un ligero tirón a su manga mientras ella se acercaba.

—Parece una cerradura gigante, ¿verdad? —preguntó Rowan.

—Él asintió, pero parecía ausente, perdido en sus pensamientos.

—Sí, es un estilo muy característico —murmuró—, una mescolanza egipcia, griega e italiana muy apreciada en la época en que se construyó esta casa.

—Bueno, por lo menos les salió bien —añadió Rowan, fatigada. Quería hablarle de la puerta del panteón del cementerio, pero estaba demasiado cansada.

Caminaron lentamente, giraron por Philip Street, siguieron por Prytania y más adelante por Jackson Avenue. Al final tomaron St. Charles en dirección al hotel, pasaron por tiendas y bares cerrados, por grandes edificios de apartamentos. De vez en cuando algún coche pasaba junto a ellos. En todo el trayecto sólo vieron un tranvía, con su traqueteo metálico y sus ventanas vacías iluminadas con una luz amarillenta, mientras giraba hasta perderse de vista.

Hicieron el amor en la ducha, se besaron y tocaron ansiosa y confusamente; el tacto de los guantes de cuero excitaba a Rowan hasta la locura, en especial cuando los sentía en sus senos y se perdían entre sus piernas. La casa ahora había desaparecido, así como la anciana y la pobre Deirdre, hermosa y triste.

Ahora sólo existía Michael, su pecho robusto con el que tanto había soñado, el miembro erecto que sostenía entre sus manos y se elevaba de su nido de brillante vello oscuro.

Más tarde, cuando se metieron en la cama, tibia y seca, con el aire acondicionado ronroneando con suavidad, Michael se quitó los guantes y empezaron otra vez.

—No puedo dejar de tocarte —dijo él—. No puedo soportar la idea de que aquel ser te haya tocado; me gustaría preguntarte qué sentiste cuando sucedió, pero sé que no debo hacerlo. Es como si hubiera visto la cara del hombre que te tocó...

Ella se recostó contra la almohada, mirándolo en la oscuridad. Le gustaba sentir el delicioso peso de su cuerpo contra ella, y sus manos que casi le tiraban del pelo.Rowan apretó el puño y frotó los nudillos contra la sombra de barba de su mentón.

—Era como si me lo hiciera a mí misma —dijo ella en voz baja; le cogió la manó izquierda para besarle la palma. Michael se puso rígido; su miembro empujaba el muslo de Rowan—. No era la fuerza y el peso de otra persona. No eran células vivas contra células vivas.

—Mmmmm... me encantan estas células vivas —le susurró al oído, besándola con rudeza. Él la hería con sus besos, y la boca de ella respondía irrespetuosa, hambrienta y exigente.

Cuando se despertó eran las cuatro. «Hora de ir al hospital. No.»

Michael estaba tan profundamente dormido que ni sintió el beso muy suave que ella le dio en la mejilla. Rowan se puso el albornoz que encontró colgado en el armario y se dirigió en silencio hacia la sala de la suite. La única luz que había era la de la avenida.

Estaba desierta, silenciosa, era como una puesta en escena teatral. Le encantaban las calles así, de madrugada, cuando una sentía que podía bajar y bailar allí mismo si quería.

Parecía una escenografía porque los pasos cebra y los semáforos no significaban nada.

Se sentía muy bien, despejada y a salvo. La casa esperaba, pero ya había esperado durante mucho tiempo.

En recepción le dijeron que todavía no había café, pero que el señor Lightner había dejado un mensaje para ella y el señor Curry: durante la mañana podían encontrarlo en la casa de retiro y más tarde regresaría al hotel. Rowan apuntó el número.

Entró en la pequeña cocina de la suite, buscó café y se lo preparó ella misma.

Regresó de puntillas y cerró con cuidado la puerta del dormitorio y del pequeño pasillo que llevaba a la sala. —¿Dónde estaba el «Informe sobre las brujas Mayfair»? ¿Dónde había metido Michael el maletín?

Buscó por la sala, entre las sillas, en el sofá, en los armarios e incluso en la cocina. Luego volvió de puntillas hasta el dormitorio y observó cómo dormía, iluminado por la luz que entraba por la ventana. Los rizos le caían por la nuca.

En el armario, nada. En el baño, nada. «Muy listo, Michael, pero voy a encontrarlo.» En aquel momento vio una esquina del maletín detrás de una silla.

«No eres muy confiado. Pero la verdad es que estoy haciendo más o menos lo que prometí que no haría», pensó. Levantó el maletín y se detuvo para escuchar su profunda y regular respiración. Luego cerró la puerta, cruzó el pasillo otra vez de puntillas y cerró la segunda puerta. Dejó el maletín sobre la mesilla, junto a la lámpara.

Cogió su café y los cigarrillos, se sentó en el sofá y miró el reloj. Eran las cuatro y cuarto. Abrió el maletín, sacó el fajo de carpetas, cada una con un curioso título, «Informe sobre las brujas Mayfair», que la hizo sonreír.

Era todo muy literal.

—Ingenuo —murmuró—. Son todos tan inocentes. El hombre del ático probablemente también era un inocente. Y la vieja, una bruja de los pies a la cabeza.

Dio una calada al cigarrillo y se preguntó por qué razón ella comprendía todo aquello y por qué estaba tan segura de que ellos, Aaron y Michael, no.

Hojeó rápidamente las carpetas y levantó el manuscrito como haría con un texto científico que estuviera dispuesta a devorar en un par de horas.

Acabaría en cuatro horas. Con suerte, Michael no se despertaría, el mundo entero seguiría durmiendo. Se apoltronó en el sofá, puso los pies descalzos contra el borde de la mesilla y empezó a leer.A las nueve de la mañana caminaba despacio por First Street en dirección a la esquina de Chestnut. El sol ya estaba alto en el cielo y los paj arillos cantaban casi furiosos en las ramas cubiertas de espeso follaje. El áspero graznido de un cuervo se inmiscuía en el suave coro. Las ardillas se escabullían por las ramas gruesas y pesadas que traspasaban las verjas y los muros de ladrillos. Las aceras, limpias, estaban desiertas. Todo el lugar parecía propiedad de sus flores, sus árboles y sus casas.

Hasta el sonido de algún coche era absorbido por el silencio y el verdor.

Aaron Lightner la esperaba en la puerta.

Lo había llamado a las ocho y le había pedido que viniera. De lejos veía que estaba profundamente preocupado por lo que ella había leído.

Rowan se tomó su tiempo para cruzar la calle. Se acercó a él con lentitud, la mirada baja, mientras su mente todavía se recreaba en todos los detalles de la historia que había devorado tan aprisa.

Cuando estuvo frente a él le dio la mano. No había preparado lo que pensaba decir. Era difícil, aunque de todas formas se sentía bien, le gustaba el contacto de su mano tibia mientras estudiaba la expresión de su rostro franco y agradable.

—Gracias —le dijo. La voz le sonó débil e inadecuada—. Usted ha respondido las peores preguntas de mi vida, las que más me atormentaban. En realidad, no puede imaginarse lo que ha hecho por mí. Usted y sus vigilantes... han encontrado la parte más oscura de mi persona; usted sabía cuál era y la ha iluminado... y la ha unido a algo más grande y más antiguo, absolutamente real.

—Movió la cabeza sin soltarle la mano, esforzándose por continuar—. No sé cómo expresar lo que quiero decir-confesó—. ¡Ya no estoy sola! Me refiero a mí misma, a toda mi persona, no sólo al nombre y a la parte que la familia quiere. Me refiero a todo mi ser, a lo que soy. —Suspiró. Las palabras eran muy confusas, y grandes los sentimientos que albergaban, como grande era su alivio.

Vio la sorpresa en el rostro de Lightner, al mismo tiempo que una ligera confusión. Él asintió lentamente y ella percibió su bondad y sobre todo su predisposición a confiar. —¿ Qué puedo hacer por usted ahora? Preguntó con un candor que desarmaba por completo.

—Pase por favor, — lo invitó ella.— Tenemos mucho de que hablar.

30

A las once, Michael se incorporó y miró el reloj digital de la mesilla. ¿ Cómo había dormido tanto? Había dejado las persianas abiertas para que la luz lo despertara, pero alguien las había cerrado. ¿Y sus guantes? ¿Dónde estaban sus guantes? No salió de la cama hasta que los encontró y se los puso.

El maletín había desaparecido. Lo supo antes de mirar detrás de la silla.

Se puso el albornoz de inmediato y se dirigió a la pequeña sala. No había nadie. Sólo aroma a café hecho hacía un rato, que venía de la cocina, y el persistente olor a tabaco.

Y allí, sobre la mesilla, el maletín vacío y, al lado, las carpetas apiladas en dos montones ordenados. —¡ Ah, Rowan! —gruñó. Aaron nunca se lo perdonaría. Rowan había leído la parte de Karen Garfield y del doctor Lemle, muertos después de verla a ella.

Había leído todos los cotilleos vertidos a lo largo de los años por Ryan Mayfair, por Bea y por los demás; personas a las que con toda seguridad había visto en el funeral. Eso y mil cosas más en las que ahora mismo no podía ni pensar.

Si entraba en el dormitorio y descubría que toda la ropa de Rowan había desaparecido... Pero, en cualquier caso, su ropa no estaba aquí, sino en su habitación.

Se quedó inmóvil, rascándose la cabeza, sin saber qué hacer primero: llamar a la habitación de ella, llamar a Aaron o empezar a gritar como un loco. En aquel momento vio la nota.

Estaba justo al lado de las carpetas color manila, una hoja con membrete del hotel y una caligrafía clara y firme:

«Ocho y media de la mañana.

Michael:

He leído el informe. Te amo. No te preocupes. He quedado con Aaron a las nueve. ¿Puedes venir a las tres a la casa? Necesito estar un rato ¡sola. A eso de las tres saldré a buscarte. Si no puedes, déjame un mensaje en el hotel.

La bruja de Endor.»

«La bruja de Endor.» ¿Quién era? Ah, sí, la mujer a la que el rey Saúl había acudido para invocar a sus antepasados. No exageres. Significa que Rowan ha sobrevivido al archivo. Rowan, el fenómeno, la neurocirujana, ya se ha leído el informe. ¡Él había tardado dos días y ella ya lo había leído!

Llamó al servicio de habitaciones.

—Tráigame un buen desayuno: huevos, cereales, sí, un bol grande de cereales, una ración extra de jamón, tostadas, y una cafetera llena. Y dígale al camarero que entre con su llave porque estaré vistiéndome. Añada un veinte por ciento de propina para él. Y tráigame también agua helada.

Volvió a leer la nota. Aaron y Rowan estaban juntos ahora. Esa idea lo llenó de aprensión. Ahora comprendía el miedo de Aaron cuando él había empezado a leer el material. Él tampoco había querido escuchar a Aaron, sólo quería leer el informe. Bueno, no podía culpar a Rowan.

Tampoco podía quitarse de encima la sensación de inquietud. Ella no comprendía a Aaron y éste sin duda no comprendía a Rowan. Ella, además, pensaba que Aaron era un ingenuo; Michael sacudió la cabeza. Y, para colmo, estaba el Impulsor. ¿Quépensaba el espíritu?

La noche anterior, antes de marcharse de Oak Haven, Aaron le había dicho:

—Era el hombre. Lo vi gracias a la luz de los faros delanteros. Sabía que era una trampa pero no podía arriesgarme. —¿ Qué piensa hacer? —le preguntó Michael.

—Tener cuidado. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Y ahora Rowan lo esperaba a las tres en la casa porque quería estar un rato sola. ¿ Con el Impulsor? ¿ Cómo conseguiría controlar sus emociones hasta las tres?

Bueno, estás en Nueva Orleans, ¿no es cierto, compañero? Todavía no has visitado tu barrio. Quizás ha llegado el momento.

Salió del hotel a las doce menos cuarto. El aire cálido de la calle lo envolvió con sorprendente placer en cuanto puso un pie fuera. Después de treinta años en San Francisco esperaba encontrar casi por reflejo frío y viento.

Mientras se dirigía a los barrios altos, esperaba encontrar aquellas calles con subidas y bajadas de la misma manera subconsciente. Las calles planas le encantaban. Como si todo fuera más fácil: cada bocanada de aire limpio que respiraba, cada paso, cruzar las calles, el aspecto acogedor de los robles de corteza negra que cambiaban el panorama de la ciudad nada más atravesar Jackson Avenue. No había viento que azotara su rostro, ni lo deslumbraba el resplandor del cielo del Pacífico.

Eligió Philip Street para enfilar hacia el Canal Irlandés y aflojó el paso como solía hacer en los viejos tiempos, porque sabía que el calor muy pronto sería peor, que empezaría a pesarle la ropa, que hasta sus zapatos se humedecerían al cabo de un rato y que, tarde o temprano, se quitaría la chaqueta caqui para llevarla colgada del hombro.

Pero enseguida se olvidó de todo; éste era un paisaje de recuerdos felices. Le hacía olvidar sus preocupaciones por Rowan y por el hombre. Poco a poco se deslizaba hacia el pasado, arrastrado por los muros cubiertos de hiedra y los jóvenes mirtos que crecían, espesos, llenos de capullos grandes y tiernos. Tuvo que pasar su mano por ellos mientras seguía su camino. Y volvió a sentir, con la misma fuerza de antes, que el paso del tiempo no había embellecido la ciudad.

Finalmente cruzó Magazine, llena de tráfico, y se internó en el Canal Irlandés. Las casas parecían encogidas. Las columnas daban paso a pilares, ya no había robles, y los gigantescos almeces ni siquiera pasaban de la esquina de Constance Street. Pero daba igual; ésta era su parte de la ciudad, o por lo menos lo había sido.

Annunciation Street le rompió el corazón. Había basura y neumáticos viejos esparcidos por los solares vacíos. La casa en la que se había criado estaba abandonada: todas las puertas y ventanas estaban tapiadas con planchas de madera contrachapada, hinchadas por la humedad, y el jardín en el que había jugado era ahora una selva de hierbajos encerrada por una horrible cerca de zinc. No quedaba nada de los dondiego de noche que daban unas flores rosas y fragantes en invierno y verano, así como de los plátanos que crecían junto al viejo cobertizo, al fondo del sendero lateral. La pequeña tienda de ultramarinos de la esquina estaba abandonada y cerrada con candado. Y el viejo bar de la otra esquina no mostraba señales de vida.

Poco a poco se dio cuenta de que era el único blanco que había por allí.

Cada vez se internaba más en la tristeza y el abandono. De vez en cuando veía alguna casa bien pintada, alguna niña negra con trenzas y unos ojos redondos y silenciosos que lo miraban junto a una puerta. Pero toda la gente que había conocido se había marchado hacía mucho tiempo.

Ahora era un barrio negro de la ciudad. Mientras se dirigía por Josephine Street en dirección a las viejas iglesias y a la escuela, se sentía el blanco de miradas frías. Vio más barracas de madera, el piso de abajo de una casa de inquilinato completamente destruido, muebles rotos e hinchados apilados en el bordillo.

Pese a lo que ya había visto, el abandono de la vieja escuela lo impresionó.

Los cristales de las ventanas de las aulas en las que había estudiado hacía tantos años estaban todos rotos. Y el gimnasio que había ayudado a construir, parecía tan desolado, tan viejo, tan olvidado... Sólo las iglesias de St. Mary y St.

Alphonsus se alzaban orgullosas, por lo visto, indestructibles. Pero tenían las puertas cerradas. Y en el jardín de la sacristía de St. Alphonsus la hierba le llegaba hasta las rodillas. Vio las viejas cajas eléctricas abiertas y oxidadas, con los fusibles quitados. —¿ Quiere ver la iglesia?

Michael se volvió. Un hombre bajito y calvo, con una tripa redonda y la cara roja y sudorosa, se dirigía a él. —Vaya a la rectoría y lo dejarán entrar —comentó. Michael asintió.

Incluso la rectoría estaba cerrada. Había que tocar el timbre y esperar. La mujeruca con gafas gruesas que lo atendió hablaba desde detrás de un cristal.

Michael sacó un puñado de billetes de veinte dólares. —Quiero hacer una donación —dijo— y, si es posible, me gustaría ver las dos iglesias.

—No se puede visitar St. Alphonsus —le respondió ella—. Está fuera de uso y es peligrosa, el revoque se está viniendo abajo. ¡El revoque! Recordó los gloriosos murales del techo, los santos que lo espiaban desde el cielo azul. Bajo aquel techo lo habían bautizado, había tomado la primera comunión y recibido la confirmación. Y la última vez que había estado, llevaba un gorro blanco y una túnica y avanzaba por la nave en compañía del resto de los graduados del instituto. Ni siquiera se había detenido a echar un último vistazo alrededor porque estaba demasiado entusiasmado con la idea de irse al oeste con su madre. —¿Dónde se ha ido todo el mundo? —preguntó.

—Se han marchado —respondió la mujer, mientras le hacía señas para que la siguiera. Lo llevaba por la mismísima casa del párroco hacia St. Mary— y la gente de color no viene. —¿Pero por qué está todo cerrado?

—Porque hay un robo detrás de otro.

Lo llevó por el santuario. Aquí había sido monaguillo y preparaba el vino de misa. Sintió un suave latido de felicidad al ver las hileras de santos de madera y la nave larga con todos sus arcos góticos. Espléndido, todo intacto.

No le resultó difícil volver a ver los estudiantes de uniforme haciendo fila para comulgar. Las chicas, con sus blusas blancas y sus faldas de lana azul; los chicos, con camisas caqui y pantalones. Pero la memoria recorría los años pasados; cuando tenía ocho años llevaba el inciensario para la bendición por estos mismos escalones.

—Tómese su tiempo —dijo la mujer—. Cuando termine, regrese por la rectoría.

Se sentó durante media hora en el primer reclinatorio. No sabía muy bien lo que hacía. Memorizaba, quizá, los detalles que no conseguía recordar para no volver a olvidar los nombres, grabados en el suelo de mármol, de las personas enterradas debajo del altar, ni los ángeles pintados en lo alto. Ni los vitrales de la derecha en los que los santos llevaban... ¡zuecos! Pensándolo bien, nunca lo había visto a pesar de todas las horas que había pasado en esta iglesia.

Pensaba en Marie Louise, con sus grandes pechos debajo de la blusa almidonada del uniforme, leyendo el misal. Y en Rita Mae Dwyer, que ya parecía una adulta a los catorce, con sus zapatos de tacón, sus pendientes de oro y su vestido rojo de domingo. El padre de Michael era uno de los que pasaba el cepillo, fila tras fila, con cara de circunstancias. En aquella época, no se cuchicheaba en una iglesia católica a menos que tuviera que hacerse por fuerza. ¿Qué esperaba, que los iba a encontrar a todos allí? ¿Una docena de Ritas con vestidos floreados haciendo una visita de mediodía?

«No vuelvas al barrio, Mike, mejor recuérdalo como era», le había dicho Rita Mae la noche anterior.

Al final se puso de pie y vagó por la nave hasta los viejos confesionarios. Vio una placa en la pared con los nombres de las últimas personas que habían contribuido a la restauración de la iglesia. Cerró los ojos y por un momento se imaginó el ruido de los niños jugando en el patio del recreo, el murmullo de voces entremezcladas del mediodía.

Pero no había ningún ruido. Ni siquiera se oía el roce de las puertas cuando la gente entraba y salía. Era sólo un lugar solemnemente vacío. Y la Virgen debajo de su corona, en el altar.

De lejos parecía una figura pequeña. Se le ocurrió, intelectualmente, que debía rezar. Preguntarle a la Virgen o a Dios por qué estaba otra vez allí, qué significaba que lo hubieran arrancado de las frías garras de la muerte. Pero no creía en las imágenes del altar. Ningún recuerdo de sus creencias infantiles llegó hasta él.

Sí recordó, en cambio, algo concreto e incómodo, ruin y cruel. Se había encontrado con Marie Louise al lado de una de esas puertas altas de la entrada para intercambiar secretos. Llovía torrencialmente. Marie Louise le había confesado de mala gana que no estaba encinta, le enfadaba tener que decírselo y verlo tan aliviado. «¿No quieres casarte? ¡Por qué hacemos estos juegos tan estúpidos!»¿Qué habría sucedido si se hubiera casado con ella? Volvió a ver sus malhumorados ojos marrones, a sentir su irritación y desilusión. No podía imaginárselo.

«Tarde o temprano te casarás conmigo —le llegó la voz de Marie Louise—. instamos hechos el uno para el otro.» ¿Hechos? ¿Estaba hecho para marcharse de aquí, para hacer lo que hizo, para viajar tan lejos? ¿Para caerse de la roca al mar y alejarse poco a poco de la costa?

Pensó en Rowan, no sólo en su imagen, sino en todo lo que ella significaba ahora para él. Pensó en su dulzura, su sensualidad y sus misterios, en su cuerpo delgado y tenso, acurrucado contra él, debajo de las mantas, en su voz aterciopelada y sus ojos fríos. Pensó en el aspecto que tenía antes de hacer el amor, tan libre y entregada a su cuerpo, cuando lo miraba de la misma manera que un hombre mira a una mujer, con el mismo grado de enfado y agresividad, y, al mismo tiempo, mágicamente complaciente entre sus brazos.

Todavía miraba el altar y los espléndidos ornamentos de toda la iglesia.

Ojalá creyera en algo. Se dio cuenta entonces de que sí creía. Aún creía en las visiones, en la bondad de sus visiones. Creía en ellas con la misma fe con que la gente creía en Dios o en los santos, o en la virtud de un camino señalado por Dios, con la misma devoción con que creían en una vocación.

Y parecía tan tonta como todas las creencias. «Pero vi, pero sentí, pero recuerdo, pero sé...» Tantos balbuceos. A fin de cuentas, aún no conseguía recordar. Nada en toda la historia de los Mayfair había logrado devolverle esos preciosos instantes, salvo la imagen de Deborah, y a pesar de la certeza de que había sido ella la que se le había presentado, no tenía detalles reales, ni recordaba de verdad momentos o palabras.

Miró fijamente el altar y se persignó por impulso. ¿Cuántos años hacía que no se persignaba tres veces por día? Pensativo, con curiosidad, repitió el gesto:

«En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», sin apartar los ojos de la Virgen.

Se quedó un rato más en silencio, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos, y luego, muy despacio, avanzó de nuevo por la nave hasta el altar, subió los peldaños de mármol, cruzó el santuario y volvió a salir por la rectoría.

El sol caía como siempre sobre Constance Street, inmisericorde y desagradable. Aquí no había árboles. El jardín de la casa del párroco, oculto detrás del muro de ladrillos, así como el terreno contiguo a St. Mary, estaba abandonado, sucio y quemado.

El hombrecillo calvo de rostro rojizo y sudoroso estaba sentado en los escalones de la rectoría, con los brazos alrededor de las rodillas, mientras sus ojos seguían el batir de alas de unas palomas grises.

—Habría que matar a estos pájaros —dijo—; lo ponen todo perdido.

Michael encendió un cigarrillo y le ofreció uno al hombre.

Éste lo aceptó con un movimiento de cabeza. Luego le pasó una caja de cerillas casi vacía.

—Muchacho, ¿por qué no te quitas el reló de oro y te lo metes en el bolsillo?

Es peligroso ir por aquí con eso en la muñeca.

—Si quieren mi reloj —dijo Michael—, tendrán que llevarse también la muñeca y el puño.

El viejo se encogió de hombros y sacudió la cabeza. En la esquina de Magazine y Jackson entró en un bar de mala muerte, una especie de barraca de madera, en un estado calamitoso. En todos sus años en San Francisco no había visto nunca un lugar tan tirado. Un blanco apoyado como una sombra en la punta de la barra lo miró con unos ojos brillantes que surgían de una cara hundida y cuarteada. El camarero también era blanco.

—Déme una cerveza —pidió Michael. —¿Cuál?

—Me da lo mismo.

Calculó el tiempo perfectamente. A las tres en punto estaba ante el portal abierto. Era la primera vez que veía la casa a plena luz del día y el pulso se le aceleró. «Aquí está, sí.» Incluso en medio del abandono era digna, majestuosa, apenas adormilada bajo las enredaderas, detrás (de los postigos con la pintura verde descascarillada, aunque todavía rectos en sus goznes de hierro. A la espera...

Una sensación de vértigo se apoderó de él mientras la miraba, un placer repentino que le decía que, fuera por lo que fuese, había vuelto. «Estoy haciendo lo que tengo que hacer...»

Subió la escalinata de mármol, empujó la puerta y entró en el espacioso vestíbulo. En San Francisco nunca había visto una estructura tan sólida, unos techos tan altos, ni entradas tan elegantes y majestuosas. Un brillo profundo surgía del parqué de pino a pesar de la suciedad incrustada junto a las paredes.

La pintura se caía de las molduras, pero éstas en sí eran sólidas. Le fascinaba todo lo que veía: el trabajo de los marcos escalonados, las barandillas y los postes de la escalera empinada. Le gustaba la sensación del suelo bajo sus pies, tan sólido. Y el tibio aroma a madera lo llenaba de súbita satisfacción. No había otra casa en el mundo que oliera como ésta. —¿Michael? Entra, Michael.

Se dirigió hacia una de las puertas de la sala, todavía oscura, en sombras, aunque Rowan había corrido todas las cortinas. La luz se filtraba por los postigos y por la malla de alambre sucia del porche, detrás de las ventanas laterales.

Rowan estaba sentada, pequeña y hermosa, en el sofá de terciopelo marrón, de espaldas a la fachada de la casa. El pelo le caía con gracia sobre las mejillas.

Llevaba puesto uno de estos chalecos amplios y arrugados, ligeros como la seda, y una camiseta blanca debajo que resaltaba el bronceado de su rostro y su cuello. Unos pantalones blancos cubrían sus piernas largas, y unas sandalias, blancas también, con los dedos al aire; esa sutil mancha rosada que resultaba increíblemente sensual.

—La bruja de Endor —dijo él, y se inclinó para besarle la mejilla, mientras su mano izquierda acariciaba su rostro, tibio, suave.

Ella lo cogió de las muñecas y lo besó en la boca, con fuerza y dulzura al mismo tiempo. Michael sintió el temblor en ella, su ardor. —¿Has estado sola?

Ella se echó hacia atrás, mientras él se sentaba a su lado. —¿Y por qué no? —preguntó con su voz suave, profunda—. Esta tarde me he despedido oficialmente del hospital. Voy a buscar trabajo aquí. Pienso quedarme en Nueva Orleans, en esta casa.

Michael dejó escapar un silbido prolongado y sonrió. —¿De verdad? —Bueno, ¿qué piensas?

—No lo sé. Todo el camino hasta aquí, mientras volvía del Canal Irlandés, pensaba que quizá te encontraría con la maleta hecha, a punto de marcharte.

—No, de ninguna manera. Ya he hablado con mi antiguo jefe de la posibilidad de trabajar en tres o cuatro hospitales aquí. Ahora mismo está haciendo algunas llamadas. Pero, ¿y tú? —¿Qué quieres decir? —preguntó Michael—. Sabes muy bien por qué estoy aquí. ¿Adonde voy a ir? Me han traído aquí. No me dicen que vaya a ningún otro sitio. No me dicen nada. Todavía puedo recordar. Vi a Deborah, eso lo sé, pero no sé qué me dijo.

—Estás cansado y acalorado —dijo Rowan tocándole la frente—. Estás diciendo locuras. Michael lanzó una carcajada, sorprendido.

—Escucha a la bruja de Endor —dijo—. ¿No has leído la historia? Estamos en medio de una enorme telaraña, y no sabemos quién la teje. —Estiró sus manos enguantadas y se miró los dedos—. No lo sabemos.

Rowan le lanzó una mirada silenciosa y lejana, su rostro, pese a estar ruborizado parecía frío. Sus ojos grises brillaban maravillosamente.

—Bueno, ¿lo has leído o no? ¿Qué has pensado después de leerlo? Dime.

—Michael, cálmate —dijo ella—. Ya te he dicho lo que pienso. No estamos atrapados en ninguna telaraña y nadie la teje. ¿Quieres que te dé un consejo?

Olvídate de ellos. Olvídate de lo que quieren las personas que has visto en tus visiones. De ahora en adelante, olvídate. —¿Qué quieres decir con que me olvide?

—Muy bien. He estado aquí sentada pensando durante horas, pensando en todo. Ésta es mi decisión: me quedo aquí porque ésta es mi casa y me gusta. Y me gusta la familia que conocí ayer. Me cae bien. Quiero conocerlos. Quiero oír sus voces, reconocer sus rostros y aprender lo que tienen que enseñarme.

Además, sé que vaya adonde vaya, no podré olvidar a aquella anciana y lo que le hice. —Se calló. Una súbita emoción transfiguró su rostro, pero al cabo de un instante retomó su rigidez y frialdad. Cruzó los brazos y apoyó un pie sobre el borde de la mesilla—. ¿Me escuchas? —Por supuesto.

—Muy bien. Quiero que tú también te quedes aquí. Espero que te quedes y ruego porque así sea. Pero no por esta trama o esta araña o como quieras llamarla. No por las visiones ni el hombre. Porque es absolutamente imposible descubrir qué significa todo esto, Michael, o por que tú y yo nos encontramos.

No hay forma de saberlo.

Michael asintió.

—Te escucho —dijo.

—Lo que te digo es que me quedo a pesar del hombre, de esta aparente telaraña, de la coincidencia de que te sacara del agua y que tú seas quien eres.

Michael asintió con recelo, se reclinó sobre el sofá y respiró hondo sin apartar los ojos de ella.

—Pero no puedes decirme que no quieres comunicarte con ese ser, que no quieres comprender el sentido de todo este...

—Quiero comprender —interrumpió Rowan—, claro. Pero no me quedaría sólo por eso. Además, a este ser no le importa si estamos en Montcleve, Francia;

Tiburón, California, o Donnelaith, Escocia. Y en lo que respecta a aquellos seres que has visto, tendrán que volver y decirte que es lo importante. Tú no lo sabes.

Se detuvo, trataba deliberada y obviamente de suavizar sus palabras, como si temiera haber sido demasiado brusca.

—Michael —continuó—, si quieres quedarte toma la decisión en base a otra cosa. Porque quieres estar conmigo o porque has nacido aquí. O porque crees que aquí serás feliz, porque este vecindario es el primer lugar que has amado y que podrías volver a amar.

—No dejé de amarlo nunca. —¡Pero no hagas nada más por ellos! Haz las cosas a pesar de ellos.

—Rowan, estoy aquí en esta habitación por ellos. No pierdas de vista los hechos. No nos conocimos en el club náutico.

Rowan suspiró.

—Insisto en perder de vista todo aquello —dijo. —¿Has hablado con Aaron de esto? ¿Fue ése su consejo?

—No le pedí consejo —dijo ella, con paciencia—. Lo cité por dos razones.

Primero, porque quería hablar con él otra vez y confirmar por mí misma que era un hombre honesto. —¿Y? ¿Te lo ha parecido?

Rowan asintió.

—Ahora lo conozco. No es muy diferente de ti y de mí. —¿Qué quieres decir?

—Es una persona dedicada —dijo. Se encogió ligeramente de hombros—.

Del mismo modo que yo me dedico a la cirugía y tú a devolver la vida a casas como ésta. —Se quedó pensativa durante un instante—. Tiene ilusiones, del mismo modo que tú y yo.

—Comprendo.

—Segundo, quería agradecerle lo que su trabajo me había proporcionado y decirle que no se preocupara, que no sentía rencor y no traicionaría su confianza.

Michael se sintió tan aliviado y confuso al mismo tiempo que no quiso interrumpirla.

—Llenó el vacío más importante y crucial de mi vida —siguió Rowan—, creo que ni siquiera comprende lo que significa para mí. Hace dos días era una persona sin pasado ni familia. Y ahora tengo ambas cosas. Las preguntas más angustiosas de mi vida han quedado respondidas. Pienso en mi casa de Tiburón y cada vez me doy más cuenta de que ya no tengo que volver, de que no hace falta que me quede allí, sola. Es una sensación maravillosa.

—Tengo que admitir que nunca pensé que reaccionarías de este modo.

Pensé que te enfadarías, que quizá te ofenderías.

—Michael, no me importa lo que haya hecho Aaron para obtener la información, ni lo que hayan hecho sus colegas. Lo importante es que no existiría si ellos no la hubieran recogido y yo me habría quedado sólo con las cosas perversas que me dijo Carlotta y con la cara resplandeciente de los primos, que me ofrecen sonrisas y consuelo, pero que son incapaces de contarme toda la historia porque no la saben. Sólo saben las partes más vistosas.

—Respiró hondo—. Mira, Michael, hay gente que no sabe recibir regalos. Esta casa es un regalo. La historia que he leído es un regalo y hace posible que yo pueda aceptar a la familia. Y, Dios mío, ¡ellos son el mayor regalo!

Michael volvió a sentirse aliviado, profundamente aliviado. Las palabras de ella lo llenaban de placer. Sin embargo, no conseguía quitarse de encima la sorpresa. —¿Y la parte del informe sobre Karen Garfield? —preguntó—. ¿Y la del doctor Lemle? Tenía miedo de que la leyeras.

Esta vez el rostro de Rowan reflejó un dolor más fuerte, más intenso.

Michael se arrepintió de inmediato de la brusquedad de sus palabras. De pronto le parecieron imperdonables.

—Tú no me comprendes —respondió ella, con el mismo tono tranquilo de antes—. Tú no comprendes la clase de persona que soy. ¡Quería saber si tenía o no ese poder! Fui a verte porque creí que si me tocabas podrías decirme si el poder era auténtico o no. Pero Aaron me lo ha dicho, me lo ha confirmado. No hay nada peor que sospechar y no estar segura.

—Comprendo —dijo él, en voz baja. Rowan se esforzó por guardar la compostura. Al cabo de un rato, cuando volvió a hablar, su voz sonaba cansada e irritada.

—Hay otra razón por la que quería ver a Aaron. —¿Cuál?

—No estoy en contacto con el espíritu —dijo, tras pensar un momento—, y esto significa que no puedo controlarlo. En realidad, no se ha revelado ante mí y puede que no lo haga.

—Ya lo has visto y, además... te está esperando. Rowan reflexionaba, entretenida con un hilo de la camisa.

—Le soy hostil —dijo, al fin—, ese espíritu no me gusta. Y creo que lo sabe.

Estuve aquí durante horas, lo invité a venir, aunque al mismo tiempo lo odiaba o lo temía.

Michael caviló durante un momento.

—Creo que se le ha ido la mano —continuó ella.

—Te refieres a la forma en que te tocó...

—No, me refiero a mí, creo que se le fue la mano. Quizás haya contribuido a crear una médium a la que no puede seducir o volver loca por él. Michael, si puedo matar a un ser humano con este poder invisible, ¿cómo crees que sentirá el Impulsor mi hostilidad hacia él?

Se apartó el cabello de la cara con un gesto rápido. El sol le dio de lleno y lo iluminó haciéndolo más rubio aún.

—Ese espíritu me repugna. Recuerdas lo que dijiste anoche sobre querer hablar con él, razonar con él, preguntarle qué quiere. Bueno, ahora mismo el rechazo que me produce es aún mayor que el deseo de comunicarme.

Michael la observó en silencio durante un rato. Sintió, de un modo extraño y casi inexplicable, que su amor por ella se avivaba.

—Tienes razón. De verdad, no te comprendo, ni comprendo el tipo de persona que eres. Te amo pero no te comprendo.

—Piensas con el corazón —dijo ella, y le acarició el pecho con el puño izquierdo—. Por eso eres tan bueno y tan ingenuo. Pero yo no soy así. Hay cierta maldad dentro de mí, al igual que en la gente que me rodea. Por eso pocas veces me sorprende; aunque me enfade.

Michael no quería discutir con ella ¡pero él no era ingenuo!

—He pensado durante horas —dijo ella— en mi capacidad de romper los vasos sanguíneos, la aorta, y matar a la gente como si echara un maleficio. Si este poder que tengo sirve para algo, quizá sea para destruir a ese ser. Quizá pueda actuar sobre la energía controlada por él con la misma eficacia que actúa sobre los tejidos y las células de la sangre.

—Jamás se me hubiera ocurrido.

—Ante todo soy médica. En segundo lugar, persona y mujer. Como médica me resulta muy fácil ver que este ser existe en un continuo relacionado con nuestro mundo físico. Tiene una existencia reconocible, del mismo modo que en el año setecientos de nuestra era se podía reconocer el fenómeno de la electricidad aunque todavía nadie lo hubiera hecho. Michael asintió.

—Sus parámetros. Anoche empleaste esa palabra. Sigo pensando en sus parámetros, en si será lo bastante sólido cuando se materialice como para que pueda tocarlo —dijo él.

—Así es, exactamente. ¿Qué es cuando se materializa? Tengo que descubrir sus parámetros. Mi poder también funciona de acuerdo a reglas de nuestro mundo físico. Así pues, tengo que descubrir también mis parámetros.

El dolor volvió a reflejarse en el rostro de Rowan, como un destello que distorsionaba de algún modo su expresión y que se extendía hasta alterar la suavidad de sus rasgos como si fuera una muñeca en llamas.

—Quiero contarte algo sobre Carlotta y sobre el poder... —dijo.

—Si no quieres no tienes por qué hacerlo. —Ella sabía lo que yo iba a hacer.

Lo presentía, y lo provocó... Podría jurarlo. —¿Porqué?

—Era parte de su esquema. No paro de pensar en ella. Quizá quería vencerme, destruir mi confianza. Siempre usó el sentimiento de culpabilidad para hacer daño a Deirdre y probablemente a Antha. Pero no me voy a dejar arrastrar al tedioso ejercicio de reflexionar sobre su esquema. Es lo que no debemos hacer: hablar de ello, del Impulsor, las visiones, la anciana, y de lo que quieren; han trazado innumerables círculos a nuestro alrededor y yo no quiero caminar en círculos. —Sí, sé muy bien lo que quieres decir. Michael apartó lentamente la mirada y rebuscó los cigarrillos en el bolsillo. Le quedaban tres.

Le ofreció uno a Rowan, pero ella lo rechazó mientras lo observaba.

—Algún día nos sentaremos a la mesa-le comentó ella—, tomaremos vino blanco, cerveza o lo que sea, y hablaremos de ellos: de Petyr van Abel, de Charlotte, de Julien y de todo lo sucedido, pero ahora no. Ahora quiero separar lo que vale la pena de lo que no, lo importante de las mistificaciones. Espero que tú hagas lo mismo.

—Te sigo —dijo Michael. Ahora buscaba las cerillas. Ah, no tenía, se las había dado a aquel hombre.

Rowan metió la mano en el bolsillo de sus pantalones, sacó un encendedor estrecho de oro y le dio fuego.

—Gracias.

—Siempre que hablamos de ellos —continuó—, los efectos son iguales: nos convertimos en personas pasivas y confundidas.

—Tienes razón —le dijo Michael. Pensaba en el tiempo que había pasado en el dormitorio a oscuras de su casa de Liberty Street, tratando de recordar, de comprender.

—En personas pasivas y confundidas —repitió Rowan— que no piensan por sí mismas, que es precisamente lo que debemos hacer.

—Estoy de acuerdo. Ojalá tuviera tu tranquilidad. Ojalá supiera estas verdades a medias para no tener que meditar en la oscuridad tratando de explicar las cosas.

—No te conviertas en el peón del juego de nadie —explicó ella—. Trata de encontrar una actitud que te brinde la máxima fortaleza y dignidad, pase lo que pase. —¿Te refieres a que aspire a la perfección? —preguntó.

—En California me dijiste que pensabas que debíamos aspirar a la perfección. — ¿ Ah, sí? Pues sí. Sí, creo que sí, y trato de descubrir qué es lo más perfecto que podemos hacer. Así que no te comportes como si fuera un monstruo si no me echo a llorar, Michael. No creas que no sé lo que le hice a Karen Garfield, o al doctor Lemle o a aquella chiquilla. Lo sé, lo sé muy bien. —Rowan, yo no...

—Estuve llorando un año entero antes de conocerte. Empecé a llorar cuando murió Ellie y continué llorando en tus brazos. Lloré cuando me llamaron de Nueva Orleans para decirme que Deirdre había muerto, y ni siquiera la conocía.

Y lo hice ayer cuando la vi en el ataúd. Y lloré por ella anoche. Y también por Carlotta. Pues bien, no quiero seguir llorando. Ahora tengo esta casa, la familia y la historia que me dio Aaron. Y te tengo a ti. Tengo una auténtica oportunidad contigo, así que me gustaría saber por qué tengo que llorar.

Lo miraba iracunda, con sus brillantes ojos grises, obviamente acalorada, enfadada, por el conflicto que existía dentro de ella.

—Rowan, si no paras me vas a hacer llorar. Ella rió a pesar de sí misma. Su rostro se suavizó en un gesto bello y su boca se curvó de mala gana en una sonrisa.

—De acuerdo —dijo—. Hay algo más que podría hacerme llorar y te lo diré para ser del todo sincera: podría llorar si te perdiera.

—Así me gusta —contestó él, y la besó rápidamente antes de que ella lo detuviera.

Rowan le indicó que se apoyara contra el respaldo, que permaneciera serio y escuchara. Michael asintió y se encogió de hombros.

—Ahora dime, ¿qué es lo que tú quieres hacer? No me refiero a lo que esos seres quieren que hagas, sino a lo que tú quieres hacer.

—Quiero quedarme —respondió—. Ojalá no hubiera estado tanto tiempo lejos de aquí. No sé por qué lo hice.

—Muy bien, ahora hablas de algo real. —Sonrió y la luz se reflejó en la curva de sus pómulos y en el perfil de sus labios. —¿Sabes?, no paro de pensar que estoy en casa. Y me da igual lo que pase con todo lo demás, no quiero irme. —¡Al diablo con ellos, Michael! ¡Al diablo con ellos, sean quienes sean, hasta que nos den una razón para pensar de otro modo!

Qué misteriosa era, qué desconcertante mezcla de dureza y dulzura. Quizá su error era haber confundido siempre en las mujeres la fortaleza con la frialdad. Tal vez la mayoría de los hombres lo hacían.

—Volverán —dijo ella—. Tienen que hacerlo. Y cuando lo hagan pensaremos y decidiremos qué hacer.

—Muy bien, de acuerdo —contestó Michael. ¿Y si me quito los guantes? ¿Vendrán ahora?

—Pero no nos quedaremos esperando hasta entonces.

—No —rió él.

Cada vez estaba más tranquilo, entusiasmado; y aunque cada una de sus palabras lo alegraba y le hacía sentir que la ansiedad se disiparía en cualquier momento, no podía olvidar su preocupación.

Se sorprendió mirando la imagen diminuta de ellos dos en el espejo del extremo de la habitación, junto con la imagen de los candelabros atrapados entre los espejos enfrentados, que se repetía hasta la eternidad en una bruma de luz plateada. —¿Te gusta estar enamorado de mí? —le preguntó Rowan. —¿Cómo? —¿Te gusta? —Su voz, por primera vez, tenía un temblor inconfundible.

—Sí, me encanta amarte. Pero me asusta, porque eres diferente de todas las personas que he conocido. Eres fuerte.

—Sí, así es —dijo ella con voz apagada—, porque si quisiera podría matarte ahora mismo. Toda tu fuerza masculina no te serviría de nada.

—No, no me refería a eso. —Se volvió y la miró. Su rostro, en las sombras, pareció por un instante inexplicablemente frío y calculador, con los párpados entrecerrados y los ojos brillantes. Tenía el mismo aspecto de maldad que él había visto en la casa de Tiburón, cuando la fría luz que entraba por la ventana le iluminaba el rostro en medio de la oscuridad.

Rowan se enderezó poco a poco, y la tela crujió con suavidad. Michael se encogió de modo instintivo, sentía que se le erizaban todos los pelos, con la misma sensación que se tiene al ver una serpiente en la hierba, a pocos centímetros del zapato, o cuando un hombre sentado junto a ti, en el taburete de al lado de la barra del bar, acaba de sacar una navaja automática. —¿Qué demonios te pasa? —preguntó él. Y entonces comprendió. Vio que Rowan se sacudía, que sus mejillas se llenaban de manchas rosadas sobre una palidez mortal, que extendía los brazos hacia él, luego los retiraba y los cruzaba apretados sobre su pecho, como si tratara de contener algo inexpresable.

—Dios mío, ni siquiera odiaba a Karen Garfield —murmuró—. ¡No la odiaba! Dios mío, ayúdame, yo... Michael quería ayudarla, con desesperación, pero no sabía cómo. Ella temblaba como una llama en la oscuridad, se mordía el labio superior, su mano derecha apretaba con fuerza la izquierda.

—No llores, cariño, no llores... te estás haciendo daño —le dijo. Pero al tocarla, sintió que estaba rígida como el acero.

—Te juro que no lo creía. Es como un impulso, lo sabes pero no terminas de creer que puedes... Estaba tan enfadada con Karen Garfield. ¡Era un insulto que se presentara en casa de Ellie, un insulto tan estúpido! —Lo sé, lo comprendo.

Rowan se apartó de él, levantó las rodillas y observó la oscura habitación a su alrededor. Ahora estaba un poco más tranquila, aunque sus ojos seguían exageradamente abiertos y sus manos se movían nerviosas.

—Me sorprende que no hayas pensado en la respuesta más obvia —dijo—, en la más clara y precisa. —¿Qué quieres decir?

—Quizá tu propósito, la misión que te encomendaron sea, simplemente, matarme. —¡Dios mío! ¿Cómo puedes pensar algo así? —Michael se acercó a ella, le apartó el pelo de la cara y la atrajo hacia sí.

Ella lo miró como si estuviera muy lejos.

—Querida, escúchame —le pidió—. Cualquiera puede matar. Es muy fácil.

Muy fácil. Hay miles de formas. Tú sabes algunas que yo no conozco porque eres médica. Esa mujer, Carlotta, con lo pequeña que era mató a un hombre lo bastante fuerte para estrangularla con una sola mano. Cada vez que estoy dormido junto a una mujer, si quiere, puede matarme. Tú lo sabes. Un escalpelo, un alfiler de sombrero, un poco de veneno letal. Es fácil, pero no lo hacemos, nada en el mundo puede obligar a que la mayoría siquiera piense en hacer esas cosas, y así ha sido para ti durante toda tu vida. Ahora descubres que tienes un poder mutante, algo por encima de las leyes de libre elección, impulso y autocontrol, algo que exige una comprensión más sutil. Tú tienes esa comprensión. Tú tienes la fortaleza para conocer tu propia fuerza.

Ella asintió, a pesar de que seguía agitada.

—Rowan, la primera noche que nos vimos me pediste que me quitara los guantes, que cogiera tus manos. He hecho el amor contigo sin guantes. Sólo tu cuerpo y el mío, tus manos me tocaban y las mías te tocaban. ¿Y qué vi? ¿Qué sentí? Sentí bondad, amor.

La besó en la mejilla y el pelo y la despeinó con la mano.

—Rowan, tienes razón en muchas de las cosas que has dicho, pero no en ésta. No es mi propósito hacerte daño, te debo la vida. —La atrajo hacia sí y la besó, pero ella seguía fría, distante, muy lejos de él.

Le apartó las manos y se las bajó con suavidad. Lo besó dulcemente, pero no quería que la tocara, no le hacían bien sus caricias.

Míchael se quedó pensativo durante un rato; dirigió la mirada hacia los adornos de la sala. Los espejos altos con sus oscuros marcos labrados, el viejo piano Bózendorfer cubierto de polvo, los cortinajes descoloridos en la penumbra.

Luego se puso de pie, no podía seguir sentado, inmóvil. Se alejó del sofá, se dirigió a la ventana lateral y se puso a mirar a través de la malla sucia del porche. —¿ Qué has dicho hace un momento? —preguntó, volviéndose—. Has dicho algo de la pasividad y la confusión. Bueno, Rowan, esto es confusión.

Ella no contestó. Estaba acurrucada en el sofá y miraba el suelo.

Michael volvió al sofá, la levantó y la abrazó. Todavía tenía las mejillas teñidas de rojo y estaba muy pálida. Las pestañas parecían muy largas y oscuras cuando miraba hacía abajo.

Michael apretó con suavidad sus labios contra su boca, y esta vez no sintió resistencia; era como si besara la boca de alguien inconsciente o dormido.

Luego, poco a poco, volvió a la vida, deslizó las manos por su cuello y le devolvió el beso.

—Rowan, hay una trama —le susurró al oído—. Hay una gran telaraña y estamos en ella, pero creo ahora, como creí entonces, que la gente que hizo que nos encontráramos es buena. Y. lo que quieren de mí es bueno. Lo descubriré, Rowan, debo hacerlo. Pero sé que es bueno, del mismo modo que sé que tú también eres buena.

Oyó que suspiraba junto a él, sintió la presión de sus senos contra su pecho.

Cuando al final se apartó de él, lo hizo con gran ternura, besándole los dedos antes de soltarlos.-¡A quién le importa! —murmuró para sí misma; parecía frágil, insegura.

Un rayo de sol entró a través de la malla metálica e iluminó las tablas ámbar brillante del viejo parqué. Las motas de polvo bailaban a su alrededor.

—Palabras, palabras, palabras —dijo ella—, pero son ellos quienes han de dar el siguiente paso. Tú ya has hecho todo lo que has podido. Y yo también.

Dejemos que sean ellos los que vengan a nosotros.

—De acuerdo.

Rowan se volvió hacia él, en una invitación silenciosa a acercarse, con una expresión implorante y triste. Un súbito temor recorrió el cuerpo de Michael y lo dejó vacío. La amaba mucho, y era un amor precioso para él, pero al mismo tiempo estaba asustado. Sí, tenía miedo. —¿Qué vamos a hacer, Michael? —De repente sonrió, una sonrisa muy hermosa y cálida.

Michael rió.

—No lo sé, querida —dijo, y se encogió de hombros y ladeó la cabeza—, no lo sé. —¿Sabes lo que quiero de ti ahora?

—No, pero sea lo que fuere te lo prometo.

Rowan le cogió la mano.

—Habíame de esta casa —dijo, levantando la mirada—, dime todo lo que sepas de este tipo de casas. Dime si en realidad se puede salvar.

—Cariño, está esperando que la salve. Es tan sólida como cualquier castillo de Montcleve o Donnelaith. —¿Puedes hacerlo tú? No me refiero con tus manos...

—Me encantaría hacerlo con mis propias manos. —De pronto se las miró.

Estas vergonzosas manos enguantadas... ¿Cuánto hacía que no cogía un martillo y clavos, o el mango de una sierra, o un cepillo de madera? Levantó los ojos y miró el arco que había encima y la superficie del techo con su pintura cuarteada y descascarillada—. Ah, cómo me gustaría.

Se preguntó si ella comprendería todo lo que significaba para él. Trabajar en una casa como ésta siempre había sido su sueño, no solo una casa como ésta, sino esta misma casa. Retrocedió en su memoria hasta su infancia, y se vio en la puerta exterior, un niño que iba a la biblioteca a mirar viejos libros con ilustraciones de esta casa, esta misma sala y el vestíbulo; nunca había soñado con ver estas habitaciones como no fuera en los libros. Y en la visión, aquella mujer le había dicho: «Que convergen en este mismo momento, en esta casa, en este momento crucial en que...» —¿Michael, quieres hacerlo? Vio el rostro de ella, iluminado como el de una niña, como a través de un velo. Aunque parecía lejana, brillante y alegre, pero muy distante. «¿Eres tú, Deborah?»

—Michael, quítate los guantes —le pidió Rowan. Su súbita vehemencia lo sobresaltó—. ¡Vuelve a trabajar! Vuelve a ser tú mismo. ¡Hace cincuenta años que nadie es feliz en esta casa, que nadie ama en esta casa, que nadie vence! Ha llegado el momento de que podamos amar y vencer aquí, ha llegado el momento de que podamos recuperar la casa. Lo supe en cuanto terminé de leer el informe sobre las brujas Mayfair. Michael, ésta es nuestra casa.

«Pero tú puedes transformar... No pienses ni por un instante que no tienes el poder, porque el poder deriva de...»

—Michael, respóndeme.

«¿Transformar qué? No me dejes así. ¡Dímelo!» Pero la visión había desaparecido como si nunca hubiera existido. Y allí estaba él, con Rowan; el sol brillaba sobre el tibio parqué color ámbar y ella esperaba que le respondiera.

Y la casa esperaba, esta hermosa casa, debajo de sus capas de óxido y suciedad, esperaba debajo de sus sombras, su maraña de enredaderas, su calor y su humedad.-Sí, querida, sí —dijo, como si despertara de un sueño, con sus sentidos súbitamente inundados por la fragancia de la madreselva, el canto de los pájaros y la tibieza del sol que se derramaba sobre ellos.

Se dio la vuelta en medio de la habitación.

—Luz, Rowan, tenemos que dejar entrar la luz. Ven —dijo, y la cogió de la mano—, vamos a ver si estos viejos postigos todavía se pueden abrir.

31

Empezaron a explorar la casa con tranquilidad y reverencia. Al principio parecía como si hubieran entrado en un museo a escondidas de los guardias y no se atrevieran a. abusar de su suerte accidental.

Pero, poco a poco, a medida que la intangible tibieza se les hacía más familiar, se volvieron más intrépidos.

Sólo en la biblioteca curiosearon durante una hora, examinaron los lomos de cuero de los clásicos y los libros mayores de la vieja plantación de Riverbend, entristecidos al descubrir las páginas húmedas y estropeadas. Las viejas cuentas casi no se podían leer.

No tocaron los papeles que había sobre el escritorio y que Ryan Mayfair pasaría a recoger para examinar. Estudiaron los retratos de la pared.

—Éste es Julien Mayfair, tiene que ser él. —Una belleza sombría que les sonreía desde el vestíbulo—. ¿ Qué hay detrás? —Estaba tan borroso que Michael no lograba distinguirlo. Entonces se dio cuenta: Julien estaba de pie en el porche delantero de la casa.

—Sí, y allí, en aquella vieja fotografía, están Julien y sus hijos. El que está junto a él es Cortland, mi padre. —Una vez más estaban todos juntos en el porche, sonreían, con el sepia descolorido de fondo. Qué alegres, qué animados parecían.«¿Y qué verás, Michael, si tocas los retratos? ¿Cómo sabrás que no es lo que Deborah quiere que hagas?»

En la pequeña despensa de techos altos descubrieron estantes, en lo alto, con espléndida porcelana: Milton, Lenox, Wedgwood, Royal Doulton... con dibujos de flores, motivos orientales, filigranas en azul y oro. Vieja loza blanca, porcelana oriental, antiguas piezas Blue Willow y Spode.

Había cajas y más cajas con cientos de finas piezas decoradas, envueltas en fieltro, juegos muy antiguos de marcas inglesas con la inicial «M» grabada, al viejo estilo europeo, en la parte de abajo.

Encontraron candelabros de plata, elaborados boles para ponche y fuentes, paneras, platos para mantequilla, viejas jarras de agua, teteras, cafeteras y garrafas. Todo exquisitamente cincelado y de plata pura, que se revelaba como por arte de magia al frotar la superficie ennegrecida con el dedo.

Boles de cristal tallado de todas las medidas salieron del fondo de las vitrinas, dejando paso a platos, también de cristal, y cubertería.

Sólo los manteles y las viejas servilletas estaban completamente estropeados.

El hilo y el encaje, podrido por la inevitable humedad, mientras la letra «M» aún brillaba orgullosa debajo de las manchas de moho.

Sin embargo, parte de la mantelería se había conservado en un cajón de cedro seco, envuelta en papel azul. El pesado encaje antiguo estaba amarillento.

Esparcidos por el cajón había aros de plata, hueso y oro para las servilletas.

A última hora de la tarde el sol se filtraba por las ventanas del comedor.

Mírala en medio de este decorado. Ella, Rowan Mayfair. De los murales surgía la vida, se veía toda una población de pequeñas figuras perdidas en los campos ensoñados de la plantación. La majestuosa mesa oblonga estaba plantada, sólida y elegante, quizá desde hacía un siglo. Las sillas Chippendale, con sus respaldos intrincadamente labrados, alineadas contra la pared. ¿ Cenaremos aquí, a la luz de altas velas?

—Sí-murmuró Rowan—. ¡Sí! Luego, en el cuarto de servicio de mesa, encontraron delicada cristalería como para un banquete real. Copas de cristal fino y vasos de base gruesa con flores talladas, copas de jerez, de coñac, de champán, de vino blanco y vino tinto, copas de postre, garrafas de licor a juego con tapones de cristal, jarras de cristal tallado y otra vez hermosos platos, pilas y pilas brillando a la luz.

Tantos tesoros, pensó Michael, todos ellos esperando el toque de la varita mágica que los devuelva otra vez al servicio.

—Sueño con las fiestas —dijo Rowan—, fiestas como en los viejos tiempos, todos reunidos y las mesas llenas de comida. La casa llena de Mayfair.

Michael observó en silencio su perfil. Tenía una copa delicada en su mano derecha y la hacía girar a la débil luz del sol.

—Todo es tan estético y seductor —dijo Rowan—, no sabía que la vida pudiera ser como parece ser aquí. No sabía que existieran casas como ésta en América. Qué extraño me resulta todo esto. He viajado por todo el mundo y nunca he estado en un sitio así. Es como si el tiempo se hubiera olvidado por completo de este lugar. Michael no pudo evitar sonreír. —Las cosas aquí cambian muy lentamente —comentó—, gracias a Dios.

Vagaron juntos bajo los rayos del sol de la tarde, caminaron alrededor de la vieja piscina y por la cabaña en ruinas.

—Todo es muy sólido —le explicó Michael, mientras examinaba las puertas correderas y las duchas—, se puede reparar. Mira, está hecha de madera de ciprés y las cañerías son de cobre. El ciprés es indestructible y puedo reparar las cañerías en un par de días.Anduvieron otra vez en medio de la hierba salvaje hasta el lugar donde se habían alzado en una época las construcciones anexas.

No quedaba nada más que una triste y destartalada estructura de madera al fondo del jardín.

—No está tan mal, nada mal —dijo Michael; espiaba por la malla metálica cubierta de polvo—, probablemente los criados vivían aquí, es una especie de garçoniére.

Aquí estaba el roble en el que Deirdre solía buscar refugio. Se elevaba unos dos metros y medio por encima de ellos. El follaje era denso, polvoriento, y azotado por el calor del verano. En primavera se transformaría en un verde menta. Grandiosos conjuntos de plátanos surgían como manchas de hierba monstruosa bajo el sol. Un hermoso muro largo de ladrillos se extendía al fondo de la propiedad, cubierto de hiedra y glicinas enmarañadas que llegaban hasta los goznes del portón que daba a Chestnut Street.

—La glicina todavía está en flor —dijo Michael—, me encantan estos capullos púrpura... ah, cómo me gustaba tocarlos, cuando pasaba por aquí, para ver temblar los pétalos.

«¿Por qué demonios no te quitas los guantes un momento para sentir esos pétalos suaves en tu mano?»

Rowan tenía los ojos cerrados. ¿Escuchaba el canto de los pájaros? Michael posó su mirada en el ala posterior de la casa, en los porches de los criados, con sus barandillas blancas y la privacidad, blanca también, de la celosía. La visión de la celosía lo cautivó y lo hizo sentir feliz. Éstos eran los colores y texturas de su hogar.

Su hogar. Como si siempre hubiera vivido en un lugar así. Bueno, ¿qué otro paseante casual había querido esta casa más que él? De algún modo siempre había vivido en ella, era el lugar que siempre había deseado para sí al marcharse, el lugar con el que siempre había soñado...

«No puedes imaginar la fuerza del ataque...» —¿Michael? —¿Qué pasa, querida? —La besó, y olió el perfume del sol en su pelo. El calor daba brillo a su piel. El escalofrío de las visiones se diluyó. Abrió bien los ojos y dejó que la luz de la tarde lo llenara y el suave zumbido de los insectos lo arrullara.

«Maraña de mentiras...»

—Hay piedras aquí debajo. —La voz de Rowan le llegó débil, amortiguada en la inmensidad del terreno—. Todo esto es piedra, pero lo cubre la hierba.

Michael la siguió hasta el jardín del frente. Encontraron pequeñas estatuas griegas, sátiros de cemento erosionados por el tiempo que espiaban con ojos ciegos debajo del boj, una ninfa de mármol perdida entre las hojas oscuras y brillantes de las camelias y una diminuta lantana amarilla en flor.

—Aquí, en Nueva Orleans, esta enredadera se llama rosa de Montana.

Veían ahora las rayas blancas de la vieja mecedora de Deirdre por entre las ramas de las enredaderas. —¿ Debieron de podarla para que ella pudiera ver el paisaje-comentó—. ¿Ves cómo ha crecido hacia el otro lado, empujando a la buganvilla? Ah, pero es la reina de la pared, ¿verdad?

Las brácteas eran de un color púrpura fosforescente, casi violento. Todo el mundo las tomaba por flores.

—Todo esto también es tuyo —dijo Rowan—, tuyo y mío. —Qué inocente parecía ahora, con esa sonrisa tan llena de anhelante sinceridad. Volvió a cogerlo del hombro y apretó sus dedos enguantados entre los suyos—. Pero ¿y si todo se viene abajo, Michael? ¿Se podrá reparar todo esto?

—Ven aquí, apártate un poco y mira —respondió—. ¿Ves?, el porche de los criados está recto. Los cimientos de esta casa son muy sólidos. No hay grietas visibles en toda la planta baja, ni manchas de humedad. ¡Nada! Antiguamente estos porches eran los pasillos por los que los sirvientes iban y venían. Por eso hay tantos ventanales y puertas. A propósito, todas las puertas y ventanas que he probado están en escuadra.

Rowan levantó los ojos y miró las ventanas de la vieja habitación de Julien. ¿Pensaba otra vez en Antha?

—Siento que la maldición abandona esta casa —murmuró Rowan—. Era esto lo planeado: que viniéramos tú y yo y nos amáramos aquí.

«Sí, lo creo», pensó él, pero por una razón u otra no lo dijo. Quizá la quietud que lo rodeaba parecía demasiado viva; quizá tenía miedo de desafiar a algo invisible que vigilaba y escuchaba.

—Todas estas paredes son de ladrillos y muy sólidas, Rowan, y algunas son de veinticinco centímetros de espesor. Las medí con la mano al pasar por el vano de las puertas. Veinticinco centímetros de espesor. Las revocaron para que parecieran de piedra porque era la moda de la época. ¿Ves las rayas hechas en la pintura para que parezca una villa de grandes bloques de piedra? »Es una casa de muchos estilos —continuó—, con sus verjas de hierro forjado, columnas corintias, dóricas y jónicas, entradas en forma de cerradura...

—Sí, cerraduras —dijo ella— Quería hablarte de otro lugar donde vi una entrada como aquélla. En una tumba. En lo más alto del sepulcro de los Mayfair. —¿Qué quieres decir en lo más alto?

—Sí, una talla con forma de entrada, como las de esta casa. Estoy segura. Te la enseñaré. Podemos ir hoy o mañana. Está junto al sendero principal. ¿Por qué lo inquietaba? ¿Una entrada tallada en una tumba? Él odiaba los cementerios, y las tumbas. Pero tarde o temprano tenía que verla, ¿no?

Continuó hablando, tratando de ahogar aquella sensación, y deseoso de tener una vista general de la casa bañada por la luz del sol.

—Esas ventanas arqueadas de estilo italiano que dan al norte tienen otra influencia arquitectónica. Pero, a fin de cuentas, es todo una sola pieza.

Funciona porque sirve. Fue construida para este clima, con sus techos de más de cuatro metros de alto. Es una trampa para la luz y las brisas frescas, es una ciudadela contra el calor.

Rowan deslizó su brazo alrededor del cuerpo de Michael y lo siguió otra vez dentro de la casa, por la escalera en sombras.

—Mira, todo este revoque está firme —explicó—, me atrevería a decir que es el original, hecho por un maestro en el oficio. Hay menos grietas por hundimiento de las que cabría, esperar. Cuando me meta debajo de la casa seguramente descubriré que son paredes dentadas que penetran profundamente en el terreno y que las soleras que soportan esta casa son enormes. Tienen que serlo. Todo está en escuadra, es sólido.

—Y yo que la primera vez que la vi pensé que era irrecuperable.

—Quita el viejo empapelado, imagínalo —dijo él—, pinta las paredes con colores cálidos, brillantes. Piensa en toda esta madera limpia y lustrada.

—Ahora es nuestra —murmuró ella—. Tuya y mía. A partir de ahora somos nosotros quienes escribiremos el informe.

—Informe sobre Rowan y Michael —dijo él, y sonrió. Se detuvo en lo alto de la escalera—. El trabajo en el primer piso es más sencillo. Los techos son un poco más bajos y no tienen todas esas molduras de adorno. Es todo a menor escala.

Rowan rió y movió la cabeza.. —¿Y qué altura tienen estas pequeñas habitaciones, cuatro metros, quizá?

Giraron y se dirigieron por el pasillo hasta el primer dormitorio, que daba a la fachada de la casa. Las ventanas se abrían sobre los porches del frente y del lateral. El misal de Belle descansaba sobre una cómoda, con su nombre grabado en letras doradas. Había fotografías enmarcadas detrás de cristales sucios que colgaban de cadenas oxidadas.-Otra vez Julien. Tiene que ser él-dijo Michael —. Y Mary Beth, mira, se parece a ti.

—Sí, eso me dijeron —dijo Rowan en voz baja.

El rosario de Belle, con su nombre grabado en el dorso de la cruz, todavía seguía sobre la almohada de la cama con dosel. Una nube de polvo se levantó de la colcha de plumas cuando Michael la tocó. Una guirnalda de rosas pendía en lo alto del dosel de satén.

—Michael, ésta es la mejor habitación —explicó Rowan a sus espaldas—. Da al sur y al oeste. Ayúdame con las ventanas.

Forcejearon los dos con la hoja atrancada de la ventana.

—Es como estar en una casa construida en un árbol —continuó ella mientras salía a la galería del frente. Tocó la columna corintia, ligeramente cónica, y miró a través de las ramas de los robles—. Mira, los heléchos crecen en las ramas, cientos de pequeños heléchos verdes. Y allí, una ardilla. No, son dos. Las hemos asustado. Es tan extraño, como si estuviéramos en el bosque y pudiéramos saltar y empezar a trepar. Por este árbol podríamos llegar al cielo.

Michael comprobó las tablas de abajo.

—Sólidas, como todo lo demás. Y la barandilla de hierro en realidad no está oxidada, lo único que necesita es una mano de pintura. —Tampoco había grietas en el techo.

Miró el portón de entrada a través de las pequeñas hojas de los olivos y se vio de niño, de pie, en la acera Se vio con tanta claridad a sí mismo que súbitamente se apretó las manos y volvió a entrar.

—Mira, Michael, esa puerta da a otra habitación. Podría ser una sala de estar. Las dos dan al porche lateral.

Él, mientras tanto, miraba una de las fotos ovaladas. ¿Stella? Sí, debía de ser Stella. —¿No sería maravilloso? —decía Rowan—. Tiene que ser una sala de estar.

—Michael miraba el misal con el nombre Belle Mayfair grabado en letras doradas que estaba sobre la colcha blanca. «Tócalo —pensó—, sólo un instante.

Tócalo, pensándolo bien, Belle era tan dulce, tan buena... »¿Cómo va a hacerte daño alguien así? Estás en esta casa y no usas tu poder.» —¿Michael?

Pero no podía; si empezaba, ¿cómo pararía? Todos esos impulsos eléctricos que recorrían su cuerpo lo matarían, y la ceguera, la inevitable ceguera cuando las imágenes daban vueltas a su alrededor y lo invadía la cacofonía de todas aquellas voces. No. No tienes por qué hacerlo. Nadie te ha dicho que lo hagas.

La súbita idea de que alguien pudiera obligarlo, que pudiera arrancarle el guante y empujar su mano sobre esos objetos lo atemorizó. Se sintió cobarde. Y Rowan lo llamaba. Volvió a mirar el misal mientras se alejaba.

—Michael, ésta debió de ser la habitación de Millie. También tiene una chimenea. —Estaba delante de un tocador alto y sostenía un pañuelo con un monograma bordado—. Estas habitaciones son como santuarios.

—Sí, todas estas habitaciones tienen chimenea-dijo, ausente, con la mirada fija en las flores púrpura de la buganvilla—. Voy a echar un vistazo a los ladrillos de las chimeneas. Estos hogares planos no son para leña, sino para carbón.

Ahora había estufas de gas; él las prefería porque en todo este tiempo no había visto una estufa de gas arder, con sus pequeñas llamas azules y doradas, en la acogedora oscuridad del invierno.

Rowan estaba ante la puerta del armario. —¿Qué es este olor, Michael? —Dios mío, Rowan, ¿no conoces el olor a alcanfor de los viejos armarios? Ella rió en voz baja.

—Nunca he visto un viejo armario, Michael Curry. Nunca he vivido en una casa antigua, ni he estado en un viejo hotel. Siempre lo más moderno, era el lema de mi padre adoptivo. Restaurantes de metal y cristal, con vistas panorámicas. Imagínate hasta qué extremos llegaba para mantener ese nivel. Y Ellie no soportaba ver nada viejo o usado. Tiraba toda la ropa de un año a otro.

—Debes de pensar que estás en otro mundo.

—No, más bien en otra interpretación del mismo —dij o ella; su voz se desvanecía. Tocó pensativa las viejas ropas colgadas. Lo único que veía eran sombras—. Pensar que el siglo está casi terminado —murmuró— y ella pasó toda su vida en esta habitación. Dio un paso atrás. Dios mío, este empapelado es horrible. Mira, hay una grieta ahí arriba.

—Bueno, haremos un techo nuevo —respondió él y se encogió de hombros —. Dos días de trabajo.

—Eres un genio.

Michael rió y sacudió la cabeza.

—Mira, allí hay un cuarto de baño —señaló Rowan—. Cada habitación tiene su propio baño. Estoy tratando de imaginarme todo terminado y limpio...

—Yo lo veo —dijo él—, lo veo a cada paso que doy.

El cuarto de Carlotta era la última habitación principal al final del pasillo.

Parecía una gran caverna sombría, con su cama negra con dosel, su tafetán desteñido con volantes y algunas sillas con fundas. Había también un rancio olor a rosas. Una estantería sostenía libros de leyes y de consulta. El rosario y el misal estaban sobre el tocador, como si acabara de dejarlos, así como sus guantes blancos, arrugados, un camafeo y un collar de cuentas de azabache.

—Solíamos llamarlas las cuentas de la abuela —explicó Michael, un poco sorprendido—. Me había olvidado por completo. —Se acercó para tocar el collar, pero retiró la mano de golpe, como si fuera a quemarse.

—A mí tampoco me gusta este sitio —murmuró Rowan. Tenía los brazos encogidos contra su pecho, con expresión de frío, de pena. De miedo, quizá—.

No quiero tocar ninguna de sus pertenencias —dijo, miraba con asco los objetos desparramados sobre el tocador y los viejos muebles, por bonitos que fueran—.

Ryan se ocupará de todo esto —murmuró cada vez más inquieta—. Dijo que Gerald Mayfair vendría a llevarse sus cosas. Carlotta dejó sus objetos personales a la abuela de Gerald. —Se volvió como si algo la hubiera asustado, luego miró con cierto enfado el espejo que había entre las dos ventanas—. Aquí huele también a alcanfor, y a otra cosa.

Avanzaron hacia la puerta del fondo de la habitación, que daba a un pequeño corredor con una escalera corta y a dos cuartos pequeños, uno detrás del otro.

—Antiguamente las doncellas dormían aquí —explicó Michael—. Ahora el cuarto de Eugenia es el de atrás. En realidad, estamos en el ala de servicio. Esta puerta es bastante reciente, la abrieron no hace mucho. Antes, los sirvientes tenían que pasar por los porches para entrar en el ala principal de la casa.

Se dieron la vuelta y penetraron otra vez en la habitación más grande.

Rowan cruzó despacio por encima de la alfombra descolorida y Michael la siguió hasta la ventana. Descorrió la delicada cortina. Miraron las aceras de ladrillos de Chestnut Street y la imponente fachada de la casa de enfrente.

—Mira, da al río —dijo Michael; observaba la otra casa—. Mira los robles que tiene. Incluso los viejos establos siguen en pie. ¿Ves el revoque que se cae de los ladrillos? Esta casa también se hizo tratando de imitar la piedra.

—Los robles se ven desde todas las ventanas —le comentó Rowan, en voz muy baja, como para no molestar al polvo—. Y el cielo es muy azul. Hasta la luz es diferente aquí. Es como la luz suave de Florencia o Venecia.

—Así es.

Michael se sorprendió mirando otra vez con aprensión los objetos de Carlotta. Quizá Rowan le había contagiado su intranquilidad. Se imaginó, de modo compulsivo y doloroso, sin los guantes y tocando todas aquellas cosas con la mano descubierta. —¿Qué pasa, Michael?

—Salgamos de aquí —respondió; la cogió de la mano y volvieron al pasillo.

Rowan lo siguió con reticencia hasta el viejo cuarto de Deirdre. Allí su repugnancia y su confusión se hicieron más intensas. No obstante, Michael sabía que ella se sentía obligada a hacer aquel recorrido. Vio enfado en sus ojos cuando encontró las fotografías enmarcadas y las pequeñas sillas victorianas. Al volver a ver ella la desagradable mancha del colchón, la abrazó con fuerza. —¡Qué asco! —dijo él—. Voy a llamar a alguien para que limpie todo esto.

Michael miró la mancha, ovalada, marrón y pegajosa. ¿Había sufrido una hemorragia al morir? ¿O la habían dejado allí, sobre sus excrementos, en aquella vieja habitación horrible y calurosa?

—No lo sé —murmuró Rowan, pese a que él no había hecho la pregunta en voz alta. Suspiró con rabia—. Ya he pedido los informes. Ryan lo ha solicitado todo por canales legales. Hoy he hablado con él. He llamado también al médico y he hablado con la enfermera; Viola, una mujer mayor, muy agradable. Habla como un personaje de Dickens. Lo único que me dijo el médico es que no había motivo para llevarla al hospital. Una locura. Le sentó fatal que le hiciera preguntas. Me dio a entender que era un error que lo interrogara. Me dijo que dejarla morir era humano.

Michael la apretó más, y rozó sus mejillas con los labios. —¿Qué son esas velas? —preguntó; había un pequeño altar junto a la cama —. ¿Y esa horrible estatuilla? —Es la Santa Virgen —respondió Michael—.

Cuando tiene el corazón así, a la vista, creo que se llama el Inmaculado Corazón de la Virgen María, no recuerdo muy bien. Las velas están benditas. Yo las vi encendidas la primera noche que estuve ahí fuera. No podía imaginar que se estuviera muriendo. Si lo hubiera sabido... no lo sé. Bueno, ni siquiera sabía quién vivía aquí. —¿Pero para que encienden estas velas benditas?

—Para aliviar a los moribundos. Viene el sacerdote y le da los Santos Sacramentos. Cuando era monaguillo lo hice un par de veces con el cura.

—Le dieron los Santos Sacramentos pero no la llevaron al hospital.

—Rowan, si lo hubieras sabido, si hubieras venido, ¿crees que ella se habría recuperado? Yo creo que no, querida. Creo que ahora no importa.

—Ryan dice que no. Que era un caso sin esperanzas. Que hace unos diez años Carlotta ordenó que le retiraran la medicación y no respondió a ningún estímulo, salvo algún acto reflejo. Dice que hicieron todo lo posible, pero supongo que Ryan trata de cubrirse las espaldas, ¿no? Pero lo sabré en cuanto vea los informes y, entonces, me sentiré mejor... o peor.

Se apartó de la cama y poco a poco recorrió la habitación con la mirada. Es posible que se obligara a estudiarla de la misma manera que había hecho con todo lo demás.

—Detuvo el tiempo, ¿verdad? —¿Quién?

—Esa horrible Carlotta. Aquí detuvo el tiempo. Hizo que todo se parara.

Piensa en esas niñas creciendo en una casa como ésta. No hay ni un solo detalle que revele que poseyeran alguna vez algo hermoso, especial o moderno. Bueno, su reinado ha terminado —dijo Rowan, pero no había triunfo ni firmeza en su voz.

De pronto se acercó a la mesilla, cogió la estatuilla de la Virgen y la arrojó con todas sus fuerzas. Se estrelló contra el suelo de mármol del cuarto de baño.

El cuerpo se rompió en tres trozos desiguales. Rowan los miró fijamente, como si estuviera impresionada por lo que acababa de hacer.

Michael estaba asombrado. Algo puramente irracional y supersticioso se apoderó de él. La Virgen María rota en el suelo del baño. Quería decir algo, alguna palabra mágica o alguna plegaria papa deshacer lo hecho, algo así como lanzar sal por encima del hombro o tocar madera. En aquel momento vislumbró algo que brillaba en las sombras. Un montón de pequeños objetos brillantes en la mesilla, al otro lado de la cama.

—Mira, Rowan —dijo, tocándole suavemente la nuca—, mira, sobre la otra mesilla, allí.

Era el joyero con la tapa abierta y, dentro, la bolsa de terciopelo. Estaba lleno de monedas de oro, collares de perlas, piedras preciosas, cientos de pequeñas piedras brillantes.

—Dios mío —murmuró ella. Dio la vuelta a la cama y miró el joyero como si estuviera vivo.

—No lo creías, ¿verdad? —le preguntó. Pero él tampoco estaba seguro de haberlo creído—. Parecen falsas, ¿no? Como un tesoro de película que no puede ser auténtico.

—Michael —susurró; lo miraba desde el otro lado de la cama—, ¿por qué no tocas algo de Deirdre? Su camisón. Quizá su cama.

—No quiero, Rowan. Dijimos que no... Ella agachó la cabeza y el pelo le cubrió los ojos, de modo que él no podía verlos.

—Rowan, no puedo interpretar lo que veo, no sería más que confusión. Veré a la enfermera que la vestía, o quizás al médico o algún coche que pasaba mientras ella observaba sentada en el porche. No sé cómo usar mi poder. Aaron me enseñó un poco. Pero todavía no soy muy bueno. Veré algo desagradable y no quiero. Me asusta, Rowan, porque ella está muerta. Al principio tocaba todo tipo de cosas para la gente que me lo pedía, pero ahora no puedo. Créeme, lo... lo haré cuando Aaron me enseñe... —¿ Y si ves felicidad? ¿ Y si ves algo maravilloso, como aquella mujer de Londres, la que tocó el vestido que le dio Aaron?

Su voz era tierna, sin ningún desafío. Michael comprendía lo que ella sentía.

Volvió a mirar las velas benditas y luego la estatuilla rota en el suelo del baño.

Una imagen de la procesión de mayo y una estatua gigante de la Virgen que se ladeaba mientras la llevaban por las calles. Miles de flores. Volvió a pensar en Deirdre, Deirdre en el jardín botánico hablando con Aaron en la oscuridad.

«Quiero una vida normal.»

Rodeó la cama y se acercó a la vieja cómoda. Abrió el cajón de arriba.

Camisones de franela blanca y un suave olor a un perfume muy dulce.

Camisones de verano más ligeros, de seda auténtica.

Levantó uno, una prenda delicada, sin mangas, con flores de colores muy claros. Lo dejó sobre la cómoda hecho un montón y se quitó los guantes.

Durante un instante se apretó las manos y luego cogió el camisón. Cerró los ojos.

—Deirdre —dijo—, sólo Deirdre.

Un lugar enorme se abrió ante él. A través de un resplandor tenue vio cientos de caras, oyó voces que gemían y gritaban. Un ruido insoportable. Un hombre se acercaba a él caminando por encima de... ¡los cuerpos de los demás!

«¡No, para!», y dejó caer la prenda. Se quedó allí, con los ojos cerrados, tratando de recordar lo que acababa de ver, aunque sabía que no soportaría que todo aquello volviera a rodearlo. Cientos de personas se movían de un lado a otro, dando vueltas. Alguien que hablaba en un desagradable tono apremiante, con voz burlona.

—Dios mío, ¿qué era todo aquello? —Se miró las manos. Había oído el sonido de un tambor, detrás, con la cadencia de un desfile, un sonido que conocía.

Un carnaval de hacía años. Corría por las calles, en invierno, con su madre.

«Vamos a ver el desfile de carnaval.» Sí, era el mismo sonido de tambor. Y el resplandor, las titilantes antorchas que humeaban.-No comprendo —dijo. —¿Qué dices?

—Lo que he visto no tiene ningún sentido. —Miró enfadado el camisón. Se agachó lentamente para recogerlo—. Deirdre en sus últimos días —dijo—. Sólo Deirdre en sus últimos días. —Tocó la tela arrugada con suavidad—. Veo una imagen desde el porche, el jardín —murmuró—. El Impulsor está allí, ella está contenta de que él esté. Está junto a ella. —Si giraba la cabeza y levantaba la mirada de la mecedora vería al Impulsor. Volvió a dejar el camisón—. Brillaba el sol, había muchas flores y ella... ella estaba muy bien.

—Gracias, Michael.

—No quiero hacerlo de nuevo. Rowan, lo siento, pero no puedo. No quiero.

Sin embargo, estaba aquí, dentro de esta casa, y tenía el poder, el poder que presumiblemente le habían otorgado ellos. Y él, Michael Curry, era un cobarde con el poder, un cobarde que no paraba de decir que se proponía hacer lo que ellos querían que hiciera.

Estiró la mano y tocó la pata de la cama de Deirdre. La luz del mediodía, enfermeras, una mujer de la limpieza que empujaba fatigada un aspirador, alguien que se quejaba sin cesar, un gemido. Surgió todo con tal rapidez que se convirtió en una mancha borrosa. Michael deslizó sus dedos por el colchón: una pierna blanca que parecía de yeso, y Jerry Lonigan allí, la levantaba, mientras decía en voz baja a su ayudante: «Mira este lugar, qué espanto.» Sus dedos ahora recorrían la pared y de repente la cara de Deirdre: sonrisa de idiota, baba que le caía por el mentón. Tocó la puerta del baño: una enfermera de blanco que parloteaba, que decía que viniera, que podía mover sus pies, que ella sabía que podía, dolor dentro de Deirdre, dolor que la devoraba por dentro, una voz de hombre, la mujer de la limpieza que iba y venía, el ruido de la cadena del inodoro, zumbido de mosquitos, una herida en su espalda, Dios mío, mira qué herida, una irritación producida por la mecedora tras años de roce en el mismo lugar, una herida que supuraba, con talco pegoteado encima, ¿están locos? y la enfermera que la sostenía sobre el inodoro. No puedo...

Michael se volvió y pasó deprisa junto a Rowan, retirando su mano con violencia mientras ella trataba de detenerlo. Tocó la barandilla de la escalera. El roce súbito de un vestido de algodón, ruido de pisadas sobre la vieja alfombra.

Alguien que grita y llora. —¡Michael!

Corrió escaleras arriba detrás de ellas. El bebé llora en la cuna. El llanto retumba por los tres tramos de escalera desde la sala.

Hedor a productos químicos, algo podrido en esos frascos. Anoche apenas los había visto; Rowan le había hablado de ellos, pero ahora tenía que verlos, ¿no?, y tocarlos. Tocar los asquerosos frascos de Marguerite. Ya había percibido el olor la noche anterior, al subir, cuando encontró el cuerpo de Townsend, pero no se trataba del hedor del cuerpo. Su mano en la barandilla: una imagen de Rowan con la lámpara en la mano. Rowan enfadada y desesperada que trataba de huir de la vieja que la fustigaba con palabras perversas. Luego, la mujer negra, con un paño en la mano, quitaba el polvo, y un carpintero que cambiaba el cristal de una claraboya. Dios, qué olor tan asqueroso hay aquí arriba.

Ocúpate simplemente de tu trabajo. El dormitorio de Deirdre, el sonido de otras voces chillonas que se elevaba hasta aquí arriba y luego se desvanecía. Y la puerta, la puerta justo enfrente, alguien que reía, un hombre hablando en francés; qué dice, me gustaría, entender aunque sólo fuera una palabra. El hedor está detrás de la puerta.

Pero no, primero la habitación de Julien, su cama. La risa era cada vez más fuerte y el llanto del bebé se confundía con ella, alguien corre escaleras arriba detrás de él. La puerta le devuelve otra vez la imagen de Eugenia, quitando el polvo y quejándose del olor a podrido,la voz de Carlotta que dice algo incomprensible, y esa horrible mancha, ahí, en la oscuridad, donde Townsend murió, lanzando su último suspiro por el agujero de la alfombra, y la chimenea, una imagen fugaz de Julien. Sí, el mismo hombre que había visto al coger el camisón de Deirdre, sí, Julien que lo miraba, «te veo», y luego el ruido de pasos que corrían, no, no quiero verlo, pero estiró la mano para tocar el alféizar de la ventana, cogió la cuerda de la persiana, la levantó de un tirón y quedaron a la vista los cristales sucios.

Antha pasa veloz junto a él a través del cristal y sale despedida al techo, aterrorizada, el cabello enmarañado sobre su rostro sudoroso y su ojo, Dios mío, qué ojo, está colgando sobre la mejilla. Llantos. «¡No me hagas daño, no me hagas daño! ¡Impulsor, ayúdame!» —¡Rowan!

Y Julien, ¿por qué no hace algo? ¿Por qué está allí y solloza en silencio, sin hacer nada? «Puedes llamar al demonio del infierno y a los santos del cielo que no te ayudarán», gruñe Carlotta, mientras se asoma por la ventana.

Y Julien impotente. «Mátate, guarra, mátate, tú no...»

Ha desaparecido, se ha caído, su grito se aleja como una enorme bandera roja que flamea contra el cielo azul. Julien con el rostro entre sus manos.

Impotente. Un testigo fantasmagórico que desaparece poco a poco. Otra vez el caos. Carlotta que se esfuma en el aire. Él se agarra al cabezal de la cama de hierro. Julien, sentado, tembloroso pero claro durante un instante. Te conozco, ojos oscuros, boca sonriente, cabello blanco, sí, eres tú, ¡no me toques! «Eh, bien, ¡Michael, al fin has llegado!»

Sus manos golpearon las cajas de embalaje que estaban sobre la cama, pero él no podía verlas. No podía ver nada más que la luz que reverberaba y formaba la imagen de un hombre debajo de las mantas, que desaparecía y volvía a aparecer a intervalos. Julien trataba de salir de la cama... No, apártate de mí. —¡Michael!

Había tirado las cajas de la cama y tropezaba con los libros. Las muñecas, ¿dónde estaban las muñecas? En el arcón. Lo había dicho Julien, ¿no? Lo había dicho en francés. Risas, un coro de risas. Crujido de faldas a su alrededor. Su rodilla golpea contra algo afilado, pero a pesar de todo se arrastra hasta el arcón. Los pasadores oxidados, pero no importa, empuja la tapa hacia arriba.

La figura de Julien vacilante, desvaneciéndose, estaba junto a él señalando el arcón.

Las bisagras oxidadas saltaron mientras la tapa golpeaba con violencia contra la pared. ¿ Qué era aquel crujido, como de tafetán, que oía a su alrededor? Siluetas que se inclinaban sobre él y arrastraban los pies, como destellos de luz a través de los postigos. Aparecían y desaparecían, dejadme respirar, dejadme ver. Igual que aquel rumor producido por el hábito de las monjas cuando él iba a la escuela y las hermanas se acercaban a paso firme por el pasillo para pegar a los niños, para hacerlos formar en filas, ruido de rosarios, tela y enaguas...

Aquí están las muñecas. ¡Mira, las muñecas! No las rompas, son tan viejas y frágiles, con esas caritas torpemente dibujadas que te miran. Y mira aquélla, con ojos de botones, trenzas grises y un diminuto traje de mezclilla perfectamente cortado. Dios mío, tiene huesos de verdad.

La coge. ¡Mary Beth! El vuelo de la falda le roza la mano. Si levantara la cabeza vería cómo ella lo miraba desde arriba. La vio; lo que podía llegar a ver no tenía límites. Les veía la nuca a medida que las cogía, pero ninguna imagen permanecía más de un segundo. Era como una gasa muy fina que flotaba durante un instante y luego nada, la habitación llena de una nada densa, repleta a rebosar. Rowan se acercaba en esa densidad como si atravesara un agujero en una tela y lo cogía del brazo. Vio a Charlotte en un destello, sabía que era Charlotte.¿Había tocado la muñeca? Miró abajo; eran repugnantes y frágiles sobre esas capas de arpillera.

Pero ¿dónde está Deborah? Deborah tiene que decirme... Echó hacia atrás la tela y empujó las muñecas más nuevas. ¿Lloraban? Alguien lloraba, no, era la criatura, que lloraba en la cuna, o Antha en el techo. O las dos. Otra imagen súbita de Julien hablando rápido en francés, con una rodilla apoyada en el suelo, junto a él. «No te entiendo.» Una fracción de segundo y había desaparecido. Me estás volviendo loco. Si estoy loco no te serviré ni a ti ni a nadie. ¡Quitad esas faldas de mi lado! Me recuerdan a las monjas. —¡Michael!

Palpó debajo de la tela. ¿Dónde está? Era fácil saberlo porque ahí estaba la más vieja, una porción de hueso y, más allá, el pelo rubio de Charlotte. Es decir, la frágil muñeca del medio era su Deborah. Unos escarabajos muy pequeños salieron por debajo mientras la tocaba. Su pelo se desintegraba, ay, Dios, hasta los huesos se convertían en polvo. Se echó hacia atrás, espantado. Había dejado la huella de su dedo sobre la cara de hueso. La explosión de un fuego llegó hasta él, hasta podía olerlo. El cuerpo de ella se deshacía en lo alto de una pira, como una muñeca de cera. Y esa voz en francés que le ordenaba que hiciera algo. ¿Pero qué?

—Deborah —dijo, y la tocó de nuevo, toco su vestidito de terciopelo hecho jirones. ¡Deborah! —Era tan vieja que sus palabras se esfumaban. Stella se reía. Stella la sostenía. «Háblame», decía ésta con los ojos bien cerrados, el joven que estaba junto a ella se reía. «No creerás que esto va a dar resultado.»

«¿Qué quieres de mí?»

Las faldas lo rodeaban y se acercaron cada vez más, voces mezcladas en francés e inglés. Esta vez trató de atrapar a Julien. Era como tratar de coger una idea, un recuerdo, algo que cruza por tu cabeza cuando escuchas música. Su mano apoyada sobre la muñequita de Deborah, aplastándola contra el arcón, la muñeca rubia que se cae sobre su mano. Las estoy destruyendo. —¡Deborah!

Nada, nada.

«¡Qué he hecho para que no quieras decírmelo!»

Rowan lo llamaba, lo sacudía. Él estaba a punto de pegarle. —¡Déjame! —le gritó—. ¡Están todos en esta casa! ¿No los ves? Están esperando, están... están... hay una palabra, están revoloteando... alrededor de la tierra. ¡Qué fuerza tenía! No lo dejaba. Lo levantó de un tirón. —¡Déjame! —Los veía por todas partes, como si estuvieran adheridos a un velo movido por el viento.

—Michael, basta, ya es suficiente, basta...

Tenía que salir de allí. Se cogió al marco de la puerta y al volverse sólo vio las cajas de embalaje sobre la cama. Miró los libros. No los había tocado. El sudor le cubría el rostro, la ropa; se pasó las manos por la ropa, los dedos se deslizaban por la camisa, temblaba, una imagen súbita de Rowan, y otra vez todos ellos confusamente a su alrededor, sólo que no podía verles la cara.

Estaba cansado de buscarles la cara, cansado de esos cambios vertiginosos y de esas sensaciones agotadoras. —¡No puedo hacerlo, maldición! —gritó. Era como estar debajo del agua; hasta las voces que escuchaba cuando se tapó los oídos eran como aullidos que se propagaran debajo del agua. Y ese olor asqueroso, imposible evitarlo. El olor de los frascos que esperaban, los frascos...

«¿Era esto lo que querías de mí, que volviera para que lo tocara todo y supiera y lo descubriera? Deborah, ¿dónde estás?» ¿Se reían de él? Otra imagen de Eugenia con la bayeta. ¡Tú no, vete! Quiero ver a los muertos, no a los vivos. Era la risa de Julien, ¿no? Sin duda alguien lloraba,un bebé lloraba en la cuna, y una voz sombría y grave maldecía en inglés, mátate, mátate, mátate.

—Basta ya. Es suficiente...

—No, no lo es. Los frascos están ahí. No es suficiente. Déjame hacerlo de una vez por todas, quiero tocarlo todo.

Michael la apartó, sorprendido una vez más de la fuerza con la que ella trataba de detenerlo, y abrió de golpe la puerta de la habitación de los frascos.

Ojalá se callaran, ojalá aquel bebé dejara de llorar y la vieja de maldecir y aquella voz en francés...

—No puedo...

Los frascos.

Aquel olor bastaría para matar a cualquiera, pero no puede... De verdad no puede hacerme daño. Mira. Y ahora, bajo aquella luz difusa y desagradable, apoyó su mano sobre el cristal sucio y a través de sus dedos extendidos vio un ojo que lo miraba. —¡Dios mío!

Es una cabeza humana. Pero ¿qué consigue ver del mismo frasco? Nada.

Nada más que imágenes tan borrosas como lo que había dentro, una nube que lo rodeaba en la que lo visual y lo auditivo se mezclaban, se disolvía incluso, y trataba de materializarse, pero al instante se desvanecía otra vez. El frasco estaba allí, brillaba.

Y éstos eran sus dedos que arañaban el sello de cera de la tapa.

Y la bella mujer de carne y hueso de la puerta era Rowan.

Al fin abrió el frasco y sumergió la mano en el líquido, mientras los vapores le subían por la nariz como un gas venenoso. Sintió náuseas, pero no se detuvo.

Agarró la cabeza por el pelo, pese a que era escurridizo como un alga marina.

La cabeza era viscosa y se deshacía. Los trozos empujaban contra el cristal y su muñeca. Pero había conseguido cogerla, metiendo el pulgar en la carne pútrida de la mejilla. La sacó de golpe; el frasco se cayó al suelo y se derramó un líquido pestilente, que lo salpicó. Michael sostenía la cabeza —imagen fugaz de la cabeza que hablaba, reía, unos rasgos en movimiento y el cabello castaño, los ojos pardos inyectados en sangre y un hilo de sangre que se deslizaba por una boca muerta que hablaba.

«Ay, Michael, carne y sangre cuando tú ya no seas más que huesos.»

El hombre, completo, sentado en la cama, desnudo y muerto, aunque vivo con el Impulsor dentro de él, sacudiendo los brazos y abriendo la boca. Y Marguerite a su lado, el cabello desgreñado, las manos sobre los hombros y sus faldas amplias de tafetán rodeándola como un círculo rojo de luz, cogiendo a ese muerto como Rowan trataba de cogerlo a él.

La cabeza se le resbaló de las manos. Se deslizó sobre la porquería del suelo.

Michael se arrodilló. ¡Dios! Tenía náuseas, iba a vomitar. Sintió las arcadas y el dolor en sus costillas. Vomitar. No puedo evitarlo. Se volvió hacia el rincón, trató de salir a gatas... Pero se le escapó sin poder hacer nada.

Rowan lo cogía por el hombro. Cuando estás vomitando no te importa quién te toca, pero otra vez volvió a ver a ese muerto en la cama. Trató de decírselo a Rowan. Tenía la boca acida y llena de vómito. Dios mío, mira sus manos y toda esa inmundicia en el suelo, sobre su ropa.

—El Impulsor —le dijo a Rowan, mientras se secaba la boca—. El Impulsor en esta cabeza, en el cuerpo del muerto.

«Ay, Michael,. cuando de ti ya no queden ni los huesos, como los huesos que sostienes en tus manos.» —¿Es esto carne? —gritó—. ¡Es esto carne! —Dio una patada a la cabeza podrida. Parecía de goma—. No Podrás poseerla de ninguna de las maneras. —¡Michael!

Otra vez sentía náuseas, pero ahora no vomitaría.Sus manos se cogieron al borde del estante. Otra vez la imagen de Eugenia.

«Me da asco el olor del ático, señorita Carlotta.» «Déjalo, Eugenia.»

Se dio la vuelta y restregó, furioso, las manos sobre su chaqueta.

—Entraba en el cuerpo de los muertos —le dijo a Rowan—. Los poseía.

Miraba a través de sus ojos, hablaba con sus cuerdas vocales, los utilizaba, pero no podía devolverles la vida, no podía hacer que las células empezaran de nuevo a multiplicarse. Y ella conservaba las cabezas. Él entraba en las cabezas mucho después de que los cuerpos hubieran desaparecido y miraba a través de sus ojos.

Se volvió otra vez y tocó un frasco detrás de otro. Rowan estaba junto a él.

Ellos lo espiaban a través del cristal, el oscuro brillo de las imágenes casi lo cegaba y le impedía ver lo que quería, pero estaba decidido a ver. Cabezas de pelo castaño y, mira, una cabeza rubia con mechones morenos. Y la cara de un negro, con trozos de piel blancos y cabellos más claros, y otro más, con el cabello blanco y mechones castaños. —¡Dios mío! ¿No lo ves? No sólo entraba en ellos sino que también transformaba sus tejidos, hacía que las células reaccionaran, los transformaba pero no podía mantenerlos vivos.

Apretó en un puño los dedos viscosos. Golpeó uno de los frascos y vio cómo se rompía. Rowan no intentó detenerlo, pero lo cogía entre sus brazos y trataba de sacarlo de la habitación a la fuerza. Si no tenía cuidado seguro que ambos caerían entre la porquería, en esa inmundicia. —¡Pero, mira! ¿Lo ves?

Al fondo del estante, detrás de donde se había roto el frasco, había otro, el más frágil de todos, con un líquido transparente y el sello de brea intacto. A través de la oscilación de imágenes y sonidos confusos y sin sentido oyó que ella le decía:

—Ábrelo, rómpelo.

Y así lo hizo. El cristal se rompió, sin que el ruido se oyera por la cenicienta capa de voces que murmuraban. Michael cogió la cabeza, ya no le importaba el hedor ni la textura viscosa de esa cosa que sostenía y se desintegraba.

Otra vez el dormitorio, Marguerite ante el tocador, una cintura estrecha, faldas amplias, se daba la vuelta para sonreír, sin dientes, ojos oscuros y huidizos, el cabello como una gran cascada de musgo, y Julien, delgado como un junco, canoso y joven, con los brazos cruzados. Tú eres el demonio. «Déjame verte, Impulsor.» Y luego, el cuerpo, en la cama, hacía señas a ella para que se acercara. Y ella se tumbaba junto a él y los dedos podridos del muerto le abrían el corpiño y le acariciaban los senos vivos. Y el falo del muerto erecto entre sus piernas. «Mírame, cambíame, mírame, cambíame.» ¿ Se había vuelto Julien de espaldas? ¡Ni mucho menos! Estaba a los pies de la cama, con las manos apoyadas sobre los pilares, su rostro iluminado por la débil luz de las velas, que oscilaban al viento que entraba por las ventanas abiertas. Fascinado, sin miedo.

Sí, y mira lo que tienes ahora entre tus manos, ésta es su cara, ¿verdad? ¡Su cara! La cara que viste en el jardín, en la iglesia, en el auditorio, la cara que viste tantas veces. Y el cabello castaño, sí, el cabello castaño.

La tiró al suelo con las demás. Retrocedió y se alejó de ella, pero las cuencas de los ojos lo miraban y los labios se movían. ¿Rowan también lo veía? —¿Oyes cómo habla?

Había voces a su alrededor, pero ahí estaba la única voz clara, una voz silenciosa y marchita.

«No puedes detenerme. No puedes detenerla. Tú obedeces mis órdenes. Mi paciencia es como la paciencia del Todopoderoso. Veo el final. Veo el trece. Yo seré carne cuando tú estés muerto.» —¡Me está hablando, el diablo me está hablando! ¿Lo oyes? Había salido de la habitación y corría escaleras abajo antes de darse cuenta de lo que hacía, de que los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos y que no podía respirar. No podía soportarlo más; siempre había sabido que sería como sumergirse en una pesadilla. Basta, ya era suficiente, ¿qué querían de él, qué quería ella? ¡Ese cabrón le había hablado! ¡Esa cosa que había visto en el jardín le había hablado a través de una cabeza putrefacta! No era un cobarde, simplemente era un ser humano y no aguantaba más.

Se quitó la chaqueta y la arrojó a un rincón del pasillo. Ay, esa porquería en sus dedos, no podía quitársela.

La habitación de Belle, tan tranquila y limpia. Perdón por esta inmundicia, pero tengo que tumbarme en la cama. Rowan lo ayudaba, gracias a Dios, no intentaba detenerlo.

La colcha era blanca y estaba limpia, llena de polvo, pero el polvo era limpio. El sol que entraba por las ventanas abiertas era hermoso y estaba lleno de polvo. Belle. Belle era lo que tocaba ahora, el dulce y suave espíritu de Belle.

Estaba tumbado boca arriba. Rowan tenía sus guantes. Le limpiaba cariñosamente las manos con un paño y se veía la preocupación en su rostro. Lo cogía por las muñecas.

—Descansa tranquilo, Michael. Aquí están tus guantes. Descansa. ¿Qué era esa cosa fría que tenía junto a su mejilla? La tocó. El rosario de Belle, que se había enredado en su pelo. Le dolió cuando se lo arrancó de un tirón. Pero no importaba, quería sostenerlo.

Y allí estaba Belle. Ah, qué encantadora.

«Descansa, Michael —le decía con una voz dulce y trémula, como la de tía Viv. Su imagen se desvanecía pero él todavía la veía—. No tengas miedo de mí, Michael, no soy una de ellos, no es ésa la razón de mi presencia.»

«Diles que hablen conmigo, diles que me digan lo que quieren. No ellos, sino los que vinieron a verme. ¿FueDeborah?»

«Descansa, Michael, por favor.»

«¿Estarás aquí cuando despierte?»

«No, querido, en realidad ahora tampoco estoy aquí, pero ésta es su casa, Michael, y yo no soy una de ellos. Duerme.»

Se aferró a las cuentas del rosario. Es hora de ir a la iglesia, decía Millie Dear. Sus cuartos son tranquilos y están muy limpios. Ellas se quieren. Prendas gris perla. Se ha convertido en nuestra casa. Por eso a mi me gustaba de pequeño y siempre venía a pasear aquí. Nuestra casa. La quiero. Nunca se pelearon Belle y Millie Dear. Tan agradables... Belle tenía algo encantador, con ese hermoso rostro de anciana, como una flor seca entre las hojas de un libro, con todo su color y su fragancia.

Deborah decía: «... un poder incalculable, poder de trasmutar...»

Michael tembló.

«... no es fácil, es tan difícil que te asustaría imaginarlo, lo más duro es que quizá tú...»

«¡ Puedo hacerlo!»

Duerme.

Y a través de su sueño oyó el ruido consolador de cristales que se rompían.

Cuando se despertó, Aaron estaba allí. Rowan le había traído una muda de ropa del hotel y Aaron lo ayudó a ir al cuarto de baño para que se lavara y se cambiara.

Le dolían todos los músculos y la espalda. Le ardían las manos. Sentía el mismo horrible nerviosismo que había sufrido durante todas aquellas semanas en Liberty Street, hasta que se puso los guantes y tomó un sorbo de la cerveza que le había pedido a Aaron. El dolor de los músculos era terrible y hasta tenía la vista cansada, como si hubiera estado leyendo durante horas con poca luz.

—No me voy a emborrachar —les dijo a ambos.

Rowan le explicó que su corazón se había acelerado, que independientemente de lo sucedido había hecho un esfuerzo físico extremo que había aumentado las pulsaciones, como si hubiera corrido mil quinientos metros en cuatro minutos. Era importante que descansara y que no volviera a quitarse los guantes.

Estaba de acuerdo. ¡Ojalá pudiera cubrirse las manos de cemento!

Volvieron juntos al hotel, pidieron la cena y se sentaron tranquilamente en la sala de la suite. Durante dos horas les contó todo lo que había visto.

—No sé por qué estoy involucrado en todo esto; no lo tengo más claro que antes —dijo—. Pero sé que están en aquella casa. ¿Recuerdas que Cortland dijo que no era uno de ellos? Belle me dijo lo mismo... por si no lo sabía... Bueno, ¡los que sí forman parte están allí! Y ese espíritu altera la materia, sólo un poco, pero lo hace, se apodera del cuerpo de los muertos y actúa sobre las células. Quiere a Rowan; lo sé. ¡ Quiere a Rowan para utilizar su poder para alterar la materia!

Rowan tiene más poder que todas sus antecesoras. ¡Maldición, ella sabe lo que son las células, cómo funcionan, cómo están estructuradas!

Rowan parecía impresionada por lo que acababa de oír. Aaron le explicó a Michael que cuando él se durmió y Rowan se aseguró de que su pulso volvía a la normalidad, lo había llamado para pedirle que fuera a la casa. Él llevó cajas con hielo para guardar los especímenes del ático, juntos habían abierto cada uno de los frascos para fotografiar el contenido y luego los sacaron de allí.

Los especímenes estaban ahora en Oak Haven, donde los habían congelado.

Por la mañana los enviarían a Amsterdam, que era lo que Rowan deseaba.

También se llevaron los libros de Julien y el arcón con las muñecas, para enviarlos a la casa matriz.

Hasta ahora, no parecían más que simples libros de contabilidad, con algunas crípticas notas en francés. Sí existía alguna autobiografía, tal como Richard Llewellyn había indicado, no estaba en aquella habitación.

Michael, al saber que todo aquello ya no estaba en la casa, sintió un alivio irracional. Iba por su cuarta cerveza y seguían sentados en los sillones de terciopelo. No le importaba lo que pensaran. Por el amor de Dios, se dijo, sólo deseo una noche tranquila. Además, no iba a emborracharse. No quería emborracharse.

Al final se quedaron en silencio. Rowan miraba a Michael y él, de repente, se sintió terriblemente avergonzado por todo aquel desastre. —¿Y tú, querida, cómo estás después de toda esta locura? —le preguntó—.

No he sido de gran ayuda para ti, ¿verdad? Te habré asustado terriblemente. ¿Hubieras preferido seguir el consejo de tu madre adoptiva y haberte quedado en California?

—No me has asustado —dijo ella, con cariño— y me gusta ocuparme de ti.

Ya te lo he dicho una vez. Pero estoy pensando. Todos los engranajes de mi cabeza, están en funcionamiento. Todo esto es la mezcla de elementos más extraña que he visto.

—Explícamelo.

—Quiero a mi familia —dijo ella—. Quiero a mis novecientos primos, o lo que sean. Quiero mi casa. Quiero mi historia, y me refiero a la que nos ha proporcionado Aaron. Pero no quiero a ese maldito ser, esa criatura secreta, misteriosa y perversa. No lo quiero, pero al mismo tiempo es... es tan seductor.

Michael sacudió la cabeza.

—Es como te he explicado anoche: irresistible.

—No, irresistible no, seductor. —¿Y peligroso no? —sugirió Aaron—. Creo que ahora estamos más seguros que nunca. Creo que sabemos que hablamos de una criatura que puede transformar la materia.

—Yo no estoy tan segura —dijo Rowan—. Examiné esas cosas asquerosas lo mejor que pude. Los cambios eran insignificantes, afectaban sólo a los tejidos superficiales.

—Muy bien —intervino Michael—, ¿y eso qué? ¿Has oído alguna vez que un espíritu pueda hacer algo así? No estamos hablando de un rubor fugaz, sino de algo permanente. ¡Algo que existe desde hace más de un siglo!

—Tú sabes de lo 'que es capaz la mente —explicó Rowan—. No hace falta que te diga que hay gente que puede controlar su cuerpo mediante el pensamiento hasta extremos sorprendentes. Algunas personas pueden morirse si quieren, y si das crédito apruebas poco científicas se dice que hasta pueden levitar. Detener los latidos del corazón, aumentar la temperatura corporal, está todo muy bien documentado. Así pues, ese ser cambia el tejido subcutáneo de un cadáver. ¿Y qué? Ni siquiera se trataba de un cuerpo con vida, por lo que me has dicho. Es todo bastante tosco e impreciso.

—Me sorprendes —le respondió Michael, casi con frialdad. —¿Porqué?

—No lo sé, lo siento. Pero tengo la horrible sensación de que está todo planeado, de que tú seas lo que eres: ¡una médica brillante! Está todo planeado.

—Cálmate, Michael, hay demasiadas lagunas en esta historia para que todo esté planeado. Teniendo en cuenta la historia, nada está planeado en esta familia.

—Rowan, él desea ser humano —dijo Michael—; ése es el significado de lo que le pidió a Petyr van Abel y a mí. Quiere ser humano y quiere que tú lo ayudes. ¿Qué fue lo que le dijo el fantasma de Stuart Townsend, Aaron? Dijo:

«Está todo planeado.»

—Sí —respondió Aaron, pensativo—, pero es un error interpretar aquel sueño al pie de la letra. Creo que Rowan tiene razón. No puede usted dar por sentado que sabe lo que está planeado. A propósito, y por si le interesa, no creo que pueda volverse humano. Quizá quiera tener un cuerpo, pero no creo que alguna vez llegue a ser humano.

—Sí, sí, muy bonito —contestó Michael—, muy bonito. Yo sí creo que él lo planifica todo. Concibió que alejaran a Rowan de Deirdre. Por eso mató a Cortland. Planeó que mantuvieran a Rowan alejada hasta que se convirtiera no sólo en una bruja, sino en una bruja médica. Pensó incluso en el momento de su regreso.

—Yo voy a continuar con mi propio plan —dijo Rowan, con calma—. Voy a reclamar el legado y la casa, tal como te he dicho. Todavía quiero restaurarla y vivir en ella. No me lo impedirán. —Lo miró, esperando que él dijera algo—. Y ese ser, por muy misterioso que sea, no se va a interponer en mi camino, si puedo impedirlo. Ya te lo he dicho, se le fue la mano. —Miró a Michael casi enfadada—. ¿ Estás conmigo? —preguntó.

—Sí, Rowan, estoy contigo. Y creo que tienes razón en querer continuar.

Podemos empezar con la casa cuando quieras. Yo también lo deseo.

Ella se sentía satisfecha, enormemente satisfecha, pero había algo en su tranquilidad que perturbaba a Michael. —¿Qué piensa usted, Aaron? —le preguntó—. ¿Qué piensa de lo que dijo el espíritu de mi papel en todo esto? Tiene que tener alguna interpretación.

—Michael, lo importante es lo que interprete usted, que pueda comprender lo que le ha sucedido. Yo no tengo interpretaciones seguras sobre nada.

—Todos ustedes son una pandilla de monjes —dijo, malhumorado. Levantó la cerveza, en un brindis desenfadado—. «Vigilamos y siempre estamos aquí.»

Aaron, ¿por qué ha sucedido todo esto?

Aaron se rió de buena gana, pero sacudió la cabeza.-Michael, los católicos siempre nos piden el consuelo que ofrece la iglesia. Y no podemos ofrecerlo. No sé por qué sucedió. Lo que sí puedo enseñarle es a controlar el poder de sus manos, para que pueda bloquearlo a voluntad de modo que deje de atormentarlo.

—Quizá —dijo Michael, cansado—. Ahora mismo no me quitaría los guantes ni para darle la mano al presidente de Estados Unidos.

—Cuando quiera trabajar en ello, estoy a su servicio —le dijo Aaron—.

Estoy aquí para ayudarlos a ambos. —Miró a Rowan durante un rato y luego otra vez a Michael—. No hace falta qoie les diga que tengan cuidado, ¿verdad?

—No —dijo Rowan—. Pero ¿y usted? ¿Le ha ocurrido algo más desde el accidente de tráfico?

—Pequeñas cosas, nada importante. Y bien pudo ser mi imaginación. Soy tan humano como cualquier otro. Sin embargo, siento que me vigilan y me amenazan de una manera bastante sutil.

Rowan casi lo interrumpió, pero Aaron le hizo gestos de que esperara.

—Estoy en guardia. No es la primera vez que me hallo en una situación semejante. Lo más extraño de todo esto es que cuando estoy con ustedes, con cualquiera de los dos, no siento esta... esta presencia cerca de mí. Me siento completamente a salvo.

—Si él le hace daño —dijo Rowan—, será su último y trágico error, porque nunca me dirigiré a él ni lo reconoceré en modo alguno. Y trataré de matarlo en cuanto lo vea. Toda su trama habrá sido vana.

Aaron reflexionó durante un momento. —¿Cree que él lo sabe? —preguntó Rowan. —Es posible —respondió Aaron—. Honestamente, no sé qué es lo que sabe. Creo que Michael tiene razón: quiere un cuerpo humano. Sobre esto parece no haber dudas. Pero no puedo decir qué sabe y qué no. En realidad, no sé qué es. Y supongo que no lo sabe nadie.

—Tomó un sorbo de café y apartó la taza. Luego miró a Rowan—. Por supuesto, tratará de acercarse a usted, es indudable, y usted lo sabe. Esta antipatía que siente hacia él no lo mantendrá a raya para siempre. Dudo incluso que ahora lo mantenga a raya. Creo que sólo está esperando el momento oportuno.

—Dios mío —murmuró Michael. Era como saber que un asaltante atacaría pronto a la persona que más amaba en el mundo. Sintió celos y una ira debilitadora. —¿ Qué haría usted si estuviera en mi lugar? —preguntó Rowan, mirando a Aaron.

—No estoy seguro —respondió éste—, pero no está de más insistir en que es muy peligroso.

—La historia que he leído ya me lo advirtió.

—Y traicionero.

—También lo sé. ¿ Cree que debería intentar ponerme en contacto con él?

—No, no me parece lo mejor. Creo que lo más sensato es dejar que sea él quien lo haga. Y, por el amor de Dios, trate de no perder el control en ningún momento.

—No hay escapatoria, ¿verdad?

—No creo. Y puedo adivinar lo que hará cuando se acerque a usted. —¿Qué?.

—Le pedirá su confidencialidad y cooperación. De lo contrario, se negará a mostrarse y a revelar sus propósitos.

—Querrá separarte de nosotros —intervino Michael.

—Exactamente —continuó Aaron. —¿Por qué cree que es eso lo que hará?

Aaron se encogió de hombros.

—Porque eso es lo que haría yo si estuviera en su lugar.

Rowan sonrió.

—Es muy astuto e imprevisible —añadió Aaron—.

—Ahora mismo yo estaría muerto si él quisiera. Sin embargo, no me mata.

—Sabe que si le hace daño, yo lo odiaría —dijo Rowan.

—Sí, eso puede explicar por qué no ha llegado tan lejos. Pero estamos otra vez como al principio. Rowan, haga lo que haga, no pierda de vista la historia que ha leído. Tenga en cuenta el destino de Suzanne, Deborah, Stella, Antha y Deirdre. Si conociéramos la historia completa de Marguerite, Katherine, Marie Claudette o las demás, a lo mejor resultarían tan trágicas como las otras. Si hay algún personaje en este drama al que pueda responsabilizar de tanto sufrimiento y muerte es el Impulsor.

Rowan parecía perdida en sus pensamientos. —Dios mío, ojalá se fuera —murmuró. —Creo que eso sería pedir demasiado —dijo Aaron. Suspiró, sacó el reloj de su bolsillo y se puso de pie—. Bueno, ahora debo irme. Si me necesitan, estaré arriba, en mi suite.

—Permítame hacerle una última pregunta —dijo Michael—. ¿Qué sintió cuando estaba en la casa?

Aaron sonrió y sacudió la cabeza. Pensó la respuesta durante un minuto.

—Creo que puede imaginarlo —dijo, bondadosamente—. Pero me sorprendió una cosa: su belleza; tan majestuosa y al mismo tiempo tan acogedora, con todas las ventanas abiertas y el sol que entraba a través de ellas.

Pensé que sería repugnante, pero nada más lejos de la verdad.

—Sí, es una casa hermosa —dijo Rowan— y ya está cambiando. Empieza a ser nuestra. Michael, ¿cuánto tiempo llevará ponerla en condiciones?

—No mucho, dos o tres meses, quizá menos. Para Navidad puede estar terminada. Estoy ansioso por empezar. Ojalá pudiera quitarme de encima esta sensación de... —¿De que? —De que todo está planeado.

—Olvídate de ello —dijo Rowan, enfadada.

—Permítanme hacerles una sugerencia —intervino Aaron—. Duerman bien y luego hagan lo que realmente quieren hacer: los trámites legales más urgentes, arreglar el tema de la herencia, la casa quizá, todas las cosas buenas que deseen. Pero estén alertas, siempre en guardia. Cuando nuestro misterioso amigo aparezca, insistan en que sea bajo las condiciones que ustedes establezcan.

Michael se quedó mirando taciturno la cerveza mientras Rowan acompañaba a Aaron a la puerta. Cuando ella regresó, se sentó junto a Michael y deslizó el brazo alrededor de él.

—Estoy asustado, Rowan. Lo odio. Sin duda lo odio.

—Lo sé, Michael, pero vamos a ganar.

Aquella noche, cuando hacía horas que Rowan dormía, Michael se levantó, se dirigió a la sala de estar y sacó su cuaderno de notas de su maleta. En ese momento se sentía normal y todas las anormalidades del día parecían extrañamente distantes. Aunque todavía le dolía todo el cuerpo, se sentía descansado. Además, lo tranquilizaba saber que Rowan estaba a pocos metros y que Aaron dormía en la suite de arriba. Apuntó las cosas que habían pasado por su cabeza antes de quitarse los guantes y que aún recordaba. Y no le sorprendió comprobar que no recordaba prácticamente casi nada. Luego describió cómo había empezado aquel horror, cuando tocó el camisón de Deirdre:

«Ruido de tambores en el desfile de carnaval. O cualquier otro desfile similar. Lo importante es que era horrible, un sonido que tiene que ver con una energía sombría y con fuerza destructiva.»

Se detuvo y luego continuó:«Ahora recuerdo algo más. En casa de Rowan, en Tiburón. Después de hacer el amor. Me desperté pensando que el lugar estaba en llamas y había gente de todo tipo abajo. Ahora lo recuerdo. Se trataba del mismo ambiente, el mismo tipo de luz tenue, la misma atmósfera siniestra.

Y la verdad es que Rowan estaba sola, junto al fuego que acababa de encender en la chimenea.

Pero era la misma sensación. Fuego y gente, mucha, mucha gente, una multitud a la luz de las llamas.

Cuando vi a Julien arriba no tuve la sensación de reconocerlo, ni cuando vi a Charlotte, o a Mary Beth o a Antha, pobre, la trágica Antha, arrastrándose por el techo. No estaban en mis visiones. Ninguno de ellos. Y Deborah era sólo un cuerpo calcinado en la pira. Ella no estaba con los demás. Sin duda, significaba algo.»

Releyó lo escrito. Quería añadir algo más, pero desconfiaba de los adornos.

Desconfiaba de la lógica. ¿Deborah no es una de ellos? ¿Por eso no estaba allí?

Continuó describiendo el resto:

«Antha llevaba un vestido de algodón. Vi el cinturón de cuero que usaba.

Cuando se arrastraba por el techo se desgarró los calcetines. Las rodillas le sangraban. Pero lo inolvidable era su cara, ese ojo arrancado de su cuenca. Y el sonido de su voz. Recordaré esa voz mientras viva. Y Julien. Julien, mientras la miraba, parecía tan sólido como ella. Iba vestido de negro y era joven. No un muchacho, sino un hombre en su plenitud. En modo alguno un anciano.

Tampoco en la cama era viejo.»

Se detuvo otra vez.

«¿Y qué otra cosa nueva dijo el Impulsor? Algo sobre la paciencia, sobre la espera... y luego mencionó el número trece. —¿Pero qué número trece? Si es el número de una puerta, no lo he visto.

Tampoco había trece frascos. Eran más de veinte; pero lo consultaré con Rowan.»

Dejó de escribir otra vez. Pensó en los adornos pero decidió no añadirlos.

«El alegre espectro no mencionó ninguna puerta. Sólo dijo que yo estaría muerto cuando él fuera de carne y hueso.»

Muerte. Tumbas. Rowan había dicho algo el día anterior. Algo sobre un portal en forma de cerradura cincelada en la tumba Mayfair.

«Mañana iré a verla. Si el número trece está grabado sobre ese portal, espero de corazón aclarar algo de lo sucedido hoy.»

Dejó el cuaderno sobre la mesa y volvió a la cama.

Rowan, dormida, aparecía tan suave e inexpresiva que, debajo de las sábanas, parecía una muñeca perfecta de cera. La tibieza de su piel lo sorprendió al besarla. Ella se movió con suavidad, lo abrazó y se acurrucó contra su cuello.

—Michael... —murmuró, adormilada—. San Miguel, arcángel... —Le rozó los labios con los dedos, como si comprobara en la oscuridad que él estaba realmente allí—. Te amo...

—Yo también te amo, querida —susurró él—. Eres mía, Rowan. —Y sintió el calor de los pechos contra su brazo mientras la atraía hacia sí. Ella se dio la vuelta y apoyó el sexo suave y ardiente contra su muslo mientras volvía a hundirse en el sueño.

32

El legado.

Se le había metido en la cabeza en algún momento durante la noche: un semisueño poblado de hospitales, clínicas, maravillosos laboratorios llenos de brillantes investigadores...

«Y puedes convertirlo en realidad.»

No lo comprenderían. Aaron y Michael sí, pero los demás no lo comprenderían porque no conocían los secretos del informe, ni sabían lo que había en los frascos.

Sabían algunas cosas, pero nada de la historia, a lo largo de los siglos, hasta Suzanne de Mayfair, curandera y comadrona en una sucia barraca de un pueblo escocés. Ni nada de Jan van Abel, sentado a su escritorio de Lieden, haciendo un aplicado dibujo en tinta de un torso sin piel que revelaba sus músculos y sus venas. Ni de Marguerite y el muerto que se desplomaba sobre la cama y rugía con la voz del espíritu. Ni de Julien observando, Julien, que había puesto los frascos en el ático en vez de destruirlos casi hacía un siglo.

Aaron y Michael sí sabían. Ellos comprenderían el sueño de hospitales, clínicas y laboratorios, de manos capaces de curar posándose sobre miles de heridas y cuerpos doloridos. ¡Qué chasco para ti, Impulsor! Ojalá pudiera borrar de la casa el recuerdo de la vieja muerta. Porque para ella ése era el auténtico fantasma, no los que Michael había visto. Cuando pensaba en sus sufrimientos casi no podía soportarlo. Era como ver morir todo lo que ella amaba en él.

Si supiera cómo, habría apartado a todos los demonios del mundo de Michael.

Pero la vieja... La vieja seguía en la mecedora, como si fuera a quedarse allí para siempre. Y su olor era peor que el de los frascos, porque era su propio asesinato. El crimen perfecto.

El hedor corrompía lá casa y la historia. Corrompía el sueño de los hospitales. Y Rowan esperaba en la puerta.

«Queremos entrar, Carlotta. Quiero mi casa y mi familia. Todos los frascos están rotos y el contenido ya no está aquí. Tengo la historia en mi mano, brillante como una joya. Expiaré mi culpa por todo ello. Déjame entrar para presentar batalla.»

No tendría que haber presionado a Michael para que se quitara los guantes, y no volvería a hacerlo jamás, de eso estaba segura.

Él no soportaba el poder de sus manos ni los recuerdos de sus visiones. Lo hacían sufrir y a ella le asustaba verlo con miedo.

El accidente en el mar los había unido, y no las fuerzas misteriosas que acechaban en la casa: cabezas podridas que hablaban dentro de frascos, fantasmas de tafetán.

El origen de este amor era su propia fuerza y la de él, y el futuro era la casa, la familia y el legado que podía llevar el milagro de la medicina a miles de personas, a millones incluso. ¿Qué significaban esos sombríos fantasmas y todas las leyendas de la tierra comparadas con estas sólidas y brillantes realidades? En su sueño, había visto cómo se levantaban nuevos edificios. Había visto la inmensidad. Y las palabras de la historia se entremezclaban con sus sueños. No, jamás fue mi intención matar a la anciana, a ese horrible engendro; jamás quise matarla, hacer algo tan malo...

A las seis de la mañana trajeron el desayuno y el periódico.

Se descubre un esqueleto en una famosa casa de Garden District Bueno, era inevitable, ¿no? Ryan le había advertido que no podían acallarlo.

Aturdida, y divertida a pesar de sí misma, recorrió los párrafos del grotesco relato escrito en un curioso estilo periodístico pasado de moda. ¿Quién podía poner en duda que siempre se había relacionado la mansión Mayfair con la tragedia? ¿ O que la única persona que podía arrojar luz sobre la muerte del tejano Stuart Townsend era Carlotta Mayfair, muerta tras una brillante carrera en el terreno del derecho, la misma noche en que se descubrió el cuerpo?

El resto era una elegía a Carlotta, que llenó a Rowan de una sensación fría y de culpabilidad.

Sin duda alguien de Talamasca recortaba en aquel momento el artículo.

Quizás Aaron estuviera leyéndolo arriba, en su habitación. ¿Qué escribiría en el informe? La tranquilizaba pensar en el informe.

En realidad, se sentía mucho más tranquila de lo que cualquier persona cuerda se sentiría. Porque a pesar de lo que había sucedido, ella era una Mayfair, entre los demás Mayfair, y sus penas secretas se confundían con penas más antiguas e intrincadas.

No estaba sola, ni siquiera ante el asesinato de la anciana.

Después de leer el artículo se quedó sentada, tranquilamente, durante un rato, sosteniendo el periódico doblado. Fuera llovía a cántaros y el desayuno se enfriaba.A pesar de sus otros sentimientos, debía soportar en silencio el dolor por Carlotta. Tenía que dejar que la pena cicatrizara en su alma. Además, en todo caso, la mujer permanecería muerta para siempre, ¿ no?

La verdad era que le habían sucedido tantas cosas y tan rápidamente que ya no podía catalogar sus reacciones y, por momentos, ni siquiera reaccionar.

Sufría terribles altibajos emocionales. El día anterior, cuando Michael estaba tumbado en la cama, con el pulso acelerado y el rostro ardiendo, se había sentido totalmente desesperada. Si pierdo a este hombre, pensaba, moriré con él. Lo juro. Y una hora más tarde, rompía un frasco tras otro, vertía su contenido en el fregadero blanco y lo examinaba todo con un punzón de hielo, antes de dárselo a Aaron para que lo congelara, con el mismo criterio clínico que cualquier médico. Ninguna diferencia.

En el ínterin de esos momentos de crisis, vagaba, observaba y recordaba.

Todo era demasiado diferente, demasiado inhabitual, sencillamente demasiado.

Aquella mañana, al despertarse, a las cuatro, no sabía dónde estaba. Luego lo recordó todo de golpe, como un confuso torrente de maldiciones y bendiciones, el sueño de los hospitales, Michael junto a ella, y el deseo intenso que sentía por él, como una droga.

Se incorporó en la cama y, con las rodillas cogidas entre los brazos, se preguntó si el deseo no sería más fuerte en la mujer que en el hombre, porque una mujer podía hallar eróticos en un hombre hasta los detalles más insignificantes: la forma en que los rizos se aplastaban sobre su frente o se rizaban sobre la nuca. ¿Los hombres no eran un poco más directos? ¿Se volvían locos por el tobillo de una mujer? Dostoyevski decía que sí. Pero ella tenía sus dudas. Para ella era una tortura mirar el vello de la muñeca de Michael, ver cómo la correa de oro del reloj lo aplastaba, imaginar los puños de la camisa blanca arremangados, que por alguna razón era algo más sensual que el brazo desnudo, y sus dedos cuando encendía un cigarrillo. Todo erótico de un modo directo y genital. Todo con un borde afilado, una punzada. O su voz grave, profunda, llena de ternura, cuando hablaba con su tía Viv por teléfono.

Cuando Michael estaba arrodillado en aquella habitación horrible y asquerosa, parecía luchar agitando los brazos. Y ya en la cama cubierta de polvo, agotado, con sus manos grandes y fuertes arqueadas y vacías sobre la colcha, pensó que era irresistible. El cinturón desabrochado y la cremallera de sus téjanos abierta; era terriblemente erótico que este ser poderoso dependiera de ella. Pero luego, al tomarle el pulso, el terror se había apoderado de ella.

Se había quedado junto a él durante un rato tenso e interminable, hasta que el pulso volvió a la normalidad y le bajó la temperatura. Hasta que se quedó dormido y empezó a respirar con regularidad. Era varonil, de una belleza perfecta, con la camiseta blanca ceñida sobre su torso, un hombre de verdad, exquisito y misterioso, con ese vello oscuro en el pecho y los antebrazos, y esas manos mucho más grandes que las suyas.

Lo único que enfriaba su pasión era el miedo que él sentía, pero nunca duraba mucho.

Esa mañana le habría gustado despertarlo besándole el pene. Pero después de todo lo sucedido Michael necesitaba dormir. Lo necesitaba terriblemente.

Ojalá soñara en paz. Además pensaba casarse con él y se lo pediría en cuanto se presentara la oportunidad. Tenían toda la vida por delante en la casa de First Street para ese tipo de cosas, ¿no?

Y ahora, dos horas más tarde, mientras la lluvia caía y el desayuno se enfriaba, se sentó soñadora al mismo tiempo que su mente recorría el pasado y sopesaba todas las posibilidades. Pensaba también en el encuentro crucial que muy pronto daría comienzo.

El teléfono la sobresaltó. Ryan y Pierce estaban en el vestíbulo, la esperaban para llevarla al centro. Escribió deprisa una nota para Michael en la que le decía que había salido a arreglar asuntos legales y que volvería a la hora de la cena, no más tarde de las seis. «Por favor, quédate con Aaron y no vayas solo a la casa.» Firmó con cariño.

—Quiero casarme contigo —dijo en voz alta, mientras dejaba la nota en la mesilla de noche. Él roncaba suavemente sobre la almohada—. El arcángel y la bruja —dijo en voz más alta. Michael continuó durmiendo. Le dio un beso en el hombro y le apretó con suavidad el bíceps. Si no paraba terminaría en la cama con él enseguida. Así que salió y cerró la puerta.

Los edificios de ladrillo de Carondelet Street, pequeños y deliciosos, se deslizaban en un curioso silencio a su paso, el cielo, tras el aguacero, parecía una piedra pulida; los relámpagos abrían una grieta en la piedra; los truenos retumbaban amenazadores y se desvanecían.

Al final se internaron en una zona de brillantes rascacielos, una América radiante de dos manzanas a la que siguió un aparcamiento subterráneo que podría haber estado en cualquier lugar del mundo.

Ninguna sorpresa en las espaciosas oficinas de Mayfair y Mayfair en el piso treinta, con sus muebles tradicionales y una moqueta mullida, ni siquiera por el hecho de que dos de los abogados Mayfair fueran mujeres, y otro, un hombre mayor. Ni que los altos ventanales dieran al río, gris como el cielo, lleno de atractivos remolcadores y barcazas debajo del velo plateado de la lluvia.

Luego café y una conversación de lo más vaga y frustrante con el canoso Ryan, sus ojos azul celestes opacos como el mármol, que hablaba sin cesar de algo así como «fondos considerables», «valores a largo plazo» e inversiones absolutamente seguras «mucho mayores de lo que esperas».

Ella aguardó. No era suficiente, tenían que darle más información, debían hacerlo. Luego, como un ordenador, analizó los preciosos nombres y detalles que él por último se decidió a soltar.

Aquí estaban al fin. Rowan vio los hospitales y las clínicas brillando en el soñado horizonte, aunque permaneció inmóvil, impasible, dejando que Ryan continuara hablando. ¿ Bienes raíces en el centro de Manhattan y Los Ángeles? ¿Accionistas principales de Markham Harris Resorts? ¿Una cadena hotelera mundial? ¿Centros comerciales en Beverly Hills, Coconut Grove, Boca Ratón y Palm Beach? ¿Propiedades inmobiliarias en Miami y Honolulú? Y otra vez referencias a inversiones «inmensas» y muy seguras en bonos del tesoro, francos suizos y oro.

Su mente viajaba, pero no se alejaba demasiado. De modo que los datos del informe de Aaron eran absolutamente correctos. Le había proporcionado el telón de fondo y el arco del proscenio para apreciar esta pequeña pieza teatral.

En efecto, le había dado una información que ni soñaban estos abogados de rostro limpio, con sus pulcras ropas de oficina.

Rowan se bebió el café en silencio. Sus ojos se posaban en los otros Mayfair, que también estaban en silencio mientras Ryan continuaba esbozando su vaga descripción de bonos municipales, contratos petrolíferos, algunas inversiones seguras en la industria del espectáculo y lo último en tecnología informática. De vez en cuando, Rowan asentía y tomaba alguna nota con su estilográfica de plata.

Sí, por supuesto, comprendía que el bufete se ocupaba de todo desde hacía más de un siglo. Cosa que mereció un murmullo sincero de aprobación. Julien había fundado el despacho para ocuparse de la gestión del legado. Y desde luego ella podía ver muy bien de qué modo el legado iba unido a las finanzas de la familia en su conjunto... «todo en beneficio del legado, naturalmente.

Porque el legado es lo primero y principal, y, de hecho, nunca ha habido conflictos, si entendemos por conflicto malinterpretar el alcance...».

—Comprendo.

—El nuestro siempre ha sido un enfoque conservador, pero para valorar en toda su amplitud lo que digo, habría que comprender qué significa tal enfoque cuando hablamos de una fortuna de este tamaño. Para ser realistas, tendríamos que pensar en términos de un pequeño país productor de petróleo, y no estoy exagerando, cuya política apunta a conservar y proteger más que a expandir y desarrollar, porque cuando un capital de esta naturaleza se protege contra la inflación o cualquier otra erosión o intrusión, la expansión es virtualmente imparable y el desarrollo en innumerables direcciones es inevitable, y hay que ocuparse de invertir día a día rentas tan enormes que...

—Estás hablando de miles de millones —dijo Rowan en voz baja.

Callados murmullos recorrieron la reunión. ¿Una salida desatinada? Rowan no percibió vibraciones de deshonestidad, sólo confusión y miedo por ella y por lo que haría. Después de todo, ellos eran Mayfair, ¿no? La estudiaban del mismo modo que ella los estudiaba a ellos.

Pero no hubo respuesta.

—Miles de millones —repitió— sólo en bienes raíces.

—Pues sí, en realidad, sí. Debo decir que se trata de miles de millones sólo en bienes raíces.

Qué turbados e incómodos parecían, como si hubieran revelado un secreto estratégico.

De pronto percibió el miedo, la aversión de Lauren Mayfair, la abogada rubia, de unos setenta años quizá, con el cutis arrugado cubierto por una fina capa de polvos, que la miraba desde el extremo de la mesa y la imaginaba trivial, malcriada y totalmente programada para ser desagradecida con el trabajo hecho por el bufete. A la derecha estaba Anne Marie Mayfair, morena, guapa, de unos cuarenta años o más, bien maquillada y elegantemente vestida, con su traje gris y su camisa de seda amarilla, que observaba a Rowan con franca curiosidad a través de unas gafas de carey, firmemente convencida de que sobrevendría algún tipo de desastre.

Y Randall Mayfair, nieto de Cortland, alto y delgado, con una mata de pelo blanco y un cuello flácido que asomaba por la camisa, que se limitaba a estar ahí, con ojos soñolientos debajo de unas tupidas cejas y unos párpados ligeramente morados, sin miedo, pero vigilante por naturaleza, y resignado.

Cuando los ojos de ambos se encontraron, Randall le respondió en silencio:

«Claro que no comprendes. ¿ Cómo vas a entender? ¿Cuánta gente puede hacerlo? Por eso quieres el control y por eso eres una necia.»

—Me estáis subestimando —dijo en un tono neutro, recorriendo al grupo con la mirada—. Yo no os subestimo. Sólo quiero saber el alcance de la fortuna.

No puedo permanecer pasiva. De hacerlo, sería una irresponsable.

Silencio. Pierce levantó su taza de café y bebió sin ruido.

—Para hablar en términos prácticos —dijo Ryan, tranquila y amablemente-en realidad se puede vivir majestuosamente con una fracción de los intereses devengados por las inversiones de una fracción de los intereses devengados por las inversiones de... etcétera, no sé si me sigues, y todo ello sin tocar nunca el capital por ninguna contingencia ni por ninguna razón...

—Insisto en que no puedo permanecer pasiva, ni quedarme en la ignorancia por complacencia o negligencia. No creo que sea la actitud apropiada.

Un silencio que una vez más se encargó de romper Ryan. —¿ Qué es lo que quieres saber en concreto, Rowan? —preguntó en tono conciliador y educado.

—Todo, cada uno de los engranajes. O quizá debería decir la anatomía.

Quiero ver el cuerpo entero como si estuviera extendido sobre la mesa. Quiero estudiar el organismo en su totalidad.

Un cruce de miradas rápido entre Randall y Ryan. Y otra vez Ryan.

—Bueno, es perfectamente razonable, pero puede que no sea tan sencillo como imaginas...

—Por ejemplo —dijo Rowan—, ¿qué parte de este dinero se invierte en medicina? ¿Hay instituciones médicas en el patrimonio?

Qué asustados estaban. Parecía una declaración de guerra, o por lo menos eso era lo que demostraba la cara de Anne Marie Mayfair, que lanzaba una mirada a Lauren y luego Randall, primera manifestación de hostilidad abierta que Rowan presenciaba desde que estaba en la ciudad.

La anciana Lauren, con un dedo sobre su labio inferior y los ojos entrecerrados, era demasiado educada para semejante exhibición y se limitaba a mirar fijamente a Rowan y, de vez en cuando, a Ryan, que empezaba a hablar otra vez:

—Nuestros esfuerzos filantrópicos no han estado hasta ahora dirigidos al campo específico de la medicina. La Fundación Mayfair se ocupa más bien de las artes y la educación, en concreto de la televisión educativa, y también se destinan fondos para becas en varias universidades. Desde luego, donamos enormes sumas a organizaciones benéficas.

—Ya sé cómo funciona todo esto —respondió Rowan en voz baja—. Pero estamos hablando de miles de millones, y los hospitales, las clínicas y los laboratorios son empresas con fines de lucro. No estaba pensando en asuntos benéficos. Pensaba en un área completa de acción que podría tener un impacto beneficioso y considerable sobre muchas vidas.

Qué extrañamente frío y excitante era este momento. Qué íntimo también.

Bastante parecido a la primer vez que había entrado en un quirófano para tomar el instrumental en sus manos.

—No hemos pensado dedicarnos al campo de la medicina —dijo Ryan de modo concluyeme—. Es un área que requiere un estudio complejo y exigiría una reestructuración completa. Rowan, ¿te das cuenta de que esta red de inversiones, si me permites llamarla así, se ha desarrollado durante más de un siglo? No se trata de una fortuna que pueda ir a pique si el mercado de la plata quiebra, o si Arabia Saudita inunda el mundo de petróleo gratis. Hablamos de una diversificación de inversiones casi única en los anales de las finanzas y de maniobras cuidadosamente planificadas que han resultado rentables y han sobrevivido a dos guerras mundiales y a infinidad de conflictos menores.

—Comprendo. De verdad, lo comprendo, pero quiero información. Quiero saberlo todo. Podemos empezar por las contribuciones impositivas y avanzar a partir de ahí. Quizá lo que desee sea un aprendizaje, una serie de reuniones en las que discutamos las diversas áreas de nuestras inversiones. Sobre todo quiero estadísticas, porque las estadísticas son la realidad que finalmente...

Silencio otra vez, confusión, miradas que van de uno a otro. Qué pequeño y lleno parecía de pronto el despacho. —¿Quieres mi consejo? —preguntó Randall. Tenía una voz más profunda y ronca que la de Ryan, pero igual de paciente, con ese cadencioso acento sureño —. Bueno, en realidad pagas por él, así que es mejor que lo escuches.

—Sí, por favor —le respondió Rowan, abriendo los brazos.

—Vuelve a la neurocirugía. Retira la suma que quieras cada vez que lo necesites y olvídate de tratar de entender de dónde viene el dinero. A no ser que quieras dejar la medicina y convertirte en lo que somos nosotros: personas que se pasan la vida en reuniones de juntas, hablando con asesores financieros, agentes de bolsa, otros abogados y contables con pequeñas calculadoras, que es a fin de cuentas por lo que nos pagas.

Rowan estudió su descuidada cabellera gris, las bolsas debajo de sus ojos, las manos grandes y arrugadas cogidas ahora a la mesa. Un hombre agradable.

Sí, agradable. No es un mentiroso. Ninguno de ellos lo es. Tampoco ladrones.

La gestión inteligente de este dinero les exige todo su talento y les permite obtener unos beneficios que sobrepasan con creces los sueños de cualquier persona inclinada al robo.

Pero todos ellos son abogados, incluso Pierce, el joven guapo con ese cutis de porcelana; y los abogados tienen una definición de lo correcto notablemente flexible y reñida con la de todos los demás.

Apartó la mirada y la dirigió afuera, al río. La excitación la había cegado durante un momento. Ojalá se apagara el rubor de su rostro. Salvación, murmuró en lo profundo de su alma. No importaba si no lo comprendían. Lo importante era que lo comprendiera ella y ellos no se lo impidieran, y que mientras los dejaba sin el control de los bienes, no se sintieran heridos ni subestimados; también a ellos habría que salvarlos. —¿A cuánto asciende el total? —preguntó Rowan con la mirada fija en el río, en la larga barcaza que un viejo remolcador llevaba a contracorriente.

Silencio.

—Es un error pensar de ese modo —insistió Randall—. Se trata de una gran red de...

—Me lo imagino. Pero quiero saberlo y no me podéis culpar por ello. ¿Cuánto valgo?

Silencio.

—Sin duda puedes dar alguna cifra.

—Bueno, preferiría no hacerlo porque podría resultar completamente irreal si lo consideramos desde....

—Siete mil quinientos millones —dijo ella—. Es lo que yo calculo.

Silencio prolongado. Cierta conmoción. Había estado bastante cerca, ¿no?

Cerca, quizá, de la cifra de la declaración de renta que había surgido de una de esas mentes hostiles y parcialmente cerradas.

Lauren tomó la palabra; Lauren, cuya expresión había cambiado ligeramente mientras se acercaba a la mesa y levantaba su lápiz con ambas manos.

—Tienes derecho a esta información-dijo, con voz delicada y estereotipadamente femenina, una voz que hacía juego con el cabello rubio tan bien peinado y los pendientes de perla—. Te asiste todo el derecho legal para saber lo que es tuyo. Y no hablo sólo en nombre propio cuando te digo que cooperaremos contigo sin restricciones en todo aquello que éticamente nos corresponda. Pero yo, personalmente, debo decir que tu actitud me parece interesante, moralmente, y estoy dispuesta a discutir contigo todos los aspectos del legado, hasta los más pequeños detalles. Mi único miedo es que te canses mucho antes de que todas las cartas estén sobre la mesa. Pero estoy más que dispuesta a tomarla iniciativa y empezar. ¿Se daba cuenta de lo paternalista que era la oferta? Rowan lo dudaba. Pero a fin de cuentas el legado había pertenecido a esta gente durante más de cincuenta años, ¿no? Se merecían un poco de paciencia y ella no podía dejar de dársela.

—En realidad, es la única manera que tenemos de tratar este tema —dijo Rowan—. No es que sea sólo moralmente interesante, es un imperativo moral.

La mujer prefirió no responder. Sus delicados rasgos no perdieron la tranquilidad, apenas abrió sus ojos claros y el temblor de sus manos se reflejó de modo imperceptible en el lápiz que cogía por ambos extremos. Los demás la observaban, aunque cada uno a su manera trataba de disimularlo.

Rowan se dio cuenta: esta mujer, Lauren, es el cerebro del bufete. Siempre había creído que era Ryan. Comprendió en silencio su error y se preguntó si Lauren podía percibir lo que ella pensaba. —¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo la mujer, mirándola a los ojos—. Es una pregunta de negocios.

—Naturalmente. —¿Puedes aceptar ser rica? Quiero decir, rica de verdad. ¿Puedes manejarlo?

Rowan se sintió tentada a sonreír. Era una pregunta muy refrescante, y, otra vez, muy paternalista e insultante. Un buen número de respuestas pasaron por su cabeza, pero se decidió por la más simple.

—Sí —dijo—, y quiero construir hospitales.

Silencio.

Lauren asintió. Cruzó los brazos por encima de la mesa y miró al resto del grupo.

—Bueno, yo no veo ningún problema en ello —dijo, con tranquilidad—.

Parece una idea interesante. Y, desde luego, estamos aquí para hacer lo que tú desees.

Sí, ella era el cerebro del bufete y había permitido a Ryan y Randall que expusieran las cosas. Pero ella era la persona que podía ser la maestra y, quizás, el obstáculo.

—Creo que ahora podemos pasar alas cuestiones más inmediatas, ¿no? —preguntó Rowan—. Tendréis que hacer un inventario de las cosas de la casa, ¿verdad? Creo que alguien lo ha mencionado. De las cosas de Carlotta también. ¿Alguien puede ocuparse de que se las lleven?

—Sí, y con respecto a la casa —preguntó Ryan—, ¿has tomado alguna decisión?

—Quiero restaurarla y vivir allí. Voy a casarme con Michael Curry, probablemente antes de fin de año. Nos instalaremos en ella.

Era como si hubiera encendido una luz brillante que derramara su resplandor y tibieza sobre cada uno de ellos.

—Es estupendo —dijo Ryan.

—Me alegra mucho saberlo —comentó Anne Marie.

—No sabes lo que la casa significa para nosotros —dijo Pierce.

—No sé si sabrás lo felices que estarán todos cuando lo sepan —intervino Lauren.

Sólo Randall permaneció en silencio, Randall con sus ojeras flaccidas y sus manos carnosas.

—Sí, es maravilloso —dijo al fin, casi con tristeza. —¿Pero puede alguien sacar todas las cosas de Carlotta? —insistió Rowan —. No quiero entrar en la casa hasta que se las hayan llevado.

—No hay ningún problema —dijo Ryan—. Mañana mismo empezaremos a hacer el inventarío y Gerald Mayfair pasará lo antes posible a recoger las cosas de Carlotta.

—Y un equipo de limpieza, necesito profesionales que limpien a fondo la habitación del segundo piso. Cuando quiten ese olor y se lleven los colchones, empezaremos las obras. Todos los colchones, creo...

—Rowan, deja que yo me ocupe —dijo Pierce. Ya estaba de pie—. ¿Quieres que compre colchones nuevos? Esas camas antiguas son dobles, ¿verdad?

Déjame pensar, hay cuatro. Puedo pedir que los envíen esta misma tarde.

—Perfecto —dijo Rowan—. No hace falta tocar los cuartos de servicio y la cama de Julien se puede desarmar y guardar.

—De acuerdo. ¿Puedo ayudarte en algo más?

—No, con esto es más que suficiente. Michael se ocupará del resto. Él se hará cargo de toda la restauración. —Sí, es todo un experto en el tema, ¿no? —dijo Lauren en voz baja. Se dio cuenta en el acto del desliz. Bajó la cabeza y luego miró a Rowan, intentando disimular su ligera turbación. ¿Así que ya lo habían investigado? ¿Sabían también lo de sus manos?

—Nos gustaría que te quedaras un rato más —dijo Ryan, a continuación—.

Queremos mostrarte algunospapeles relacionados con las propiedades y unos documentos referentes al legado...

—Sí, por supuesto, manos a la obra.

—Todo arreglado entonces. Luego iremos a almorzar. Nos gustaría llevarte a Galatoire's, si no tienes otros planes.

—Me parece perfecto.

Y se pusieron a trabajar.

Eran las tres de la tarde cuando Rowan llegó a la casa. A pesar del calor intenso, el cielo todavía estaba nublado. Parecía que el bochorno se había estancado debaj o de los robles.

En cuanto bajó del taxi, vio un enjambre de insectos en las manchas de sombra. Pero la casa la cautivó de inmediato. Otra vez sola en este lugar. Y los frascos, gracias a Dios, así como las muñecas, habían desaparecido y pronto desaparecerían también las pertenencias de Carlotta.

Tenía las llaves en la mano. Le habían enseñado las escrituras de la casa, incorporada al legado en 1888 por Katherine. Era de ella, de ella sola. Así como los miles de millones de los que ellos no querían hablar en voz alta. «Todo mío.»

Gerald Mayfair, un joven bien parecido, de rostro dulce y rasgos indefinidos, salió por la puerta principal. Le explicó rápidamente que ya se iba y que acababa de guardar la última caja con los objetos personales de Carlotta en el maletero.

El equipo de limpieza había terminado su trabajo hacía una media hora.

El joven miró a Rowan con cierto nerviosismo cuando ésta le tendió la mano. No tendría más de veinticinco años y no se parecía a la familia de Ryan.

Su perfil era más pequeño y le faltaba el aplomo que ella había observado en los demás. Pero parecía un muchacho agradable, lo que uno llamaría un buen chico.

Rowan le agradeció que hubiera venido tan rápido a buscar las cosas y le aseguró que asistiría a la misa de réquiem por Carlotta. —¿No sabes si ya la han... enterrado? —¿Era ésa la palabra apropiada cuando a uno lo metían en uno de esos nichos de piedra?

Sí, respondió él, la habían inhumado aquella mañana. Él había estado allí con su madre y al volver a casa se habían encontrado el mensaje de que pasara a recoger las cosas.

Rowan volvió a darle las gracias y añadió que tenía muchas ganas de conocer a toda la familia. Gerald asintió. —Ha sido un bonito detalle que fueran tus dos amigos. —¿ Mis amigos? ¿ Que fueran dónde? —le preguntó Rowan.

—Esta mañana, al cementerio; el señor Lightner y el señor Curry.

—Ah, sí, claro... Yo también debería haber ido. —No importa. Ella no quería ningún homenaje, y francamente...

Se quedó en silencio durante un momento, de pie sobre el sendero de piedra. Miraba la casa como si quisiera decir algo, pero, por lo visto, incapaz de hablar. —¿Piensas vivir aquí? —preguntó de repente. —Pienso arreglarla, devolverle su antiguo esplendor. Mi marido... el hombre con el que voy a casarme, es un experto en casas antiguas. Dice que es muy sólida. Está loco por empezar.

Seguía quieto, en medio del calor inclemente; su rostro brillaba ligeramente con una expresión llena de expectación y duda—. —¿Sabes que este lugar ha visto muchas tragedias? —dijo por fin—. Eso es lo que siempre decía tía Carlotta. —Y también el periódico de esta mañana —añadió Rowan, sonriendo—. Pero también ha visto mucha felicidad, ¿no? En los viejos tiempos y durante muchas décadas. Quiero ver otra vez la felicidad en este lugar. Rowan esperó, paciente, y al final preguntó: —¿Que es lo que quieres decirme exactamente?

Los ojos del joven se posaron sobre su rostro, luego sobre sus hombros y, tras un suspiro, volvieron a la casa.

—Creo que debería decirte que Carlotta... quería que yo quemara la casa tras su muerte. —¿Hablas en serio?

—Nunca tuve la intención de hacerlo. Se lo conté a Ryan y a Lauren, y también a mis padres. Pero creí que debía decírtelo. Era una persona muy obstinada. Me explicó cómo hacerlo. Me dijo que empezara el fuego por el último piso, con una lámpara de aceite, que siguiera por el primero con las cortinas y que, por último, lo hiciera en la planta baja. Me lo hizo prometer. Me dio una llave. —Le tendió la llave a Rowan—. En realidad, no hace falta —continuó—, la puerta principal no se ha cerrado en los últimos cincuenta años, pero ella temía que alguien la cerrara. Sabía que no moriría hasta que no lo hiciera Deirdre y me dejó estas instrucciones. —¿Cuándo te lo pidió?

—Muchas veces. La última, hace una semana, quizá menos. Justo antes de que muriera Deirdre... cuando se enteraron de que se estaba muriendo. Me llamó por la noche, tarde, y me lo recordó.«Quémala», me dijo. —Gerald asintió con timidez y sus ojos volvieron a la casa—. Sólo quería que lo supieras —añadió—. Creí que debías saberlo. —¿Y qué más puedes contarme? —¿Qué más? —Se encogió de hombros. Parecía querer marcharse, pero no lo hizo. Se encerró en sí mismo—. Ten cuidado —dijo—, ten mucho cuidado. Es una casa vieja, sombría y no... quizá no es lo que parece. —¿Cómo?

—No es una casa tan maravillosa. Es algo así como la morada de algo. Una trampa, se podría decir. Se le atribuyen todo tipo de tramas. Y juntas forman una especie de trampa. —Sacudió la cabeza—. No sé lo que estoy diciendo.

Estoy hablando por hablar. Es que... bueno, todos nosotros tenemos un pequeño talento para sentir cosas... —Lo sé.

—Y bueno, quería ponerte sobre aviso. Tú no sabes nada de nosotros. —¿Te habló Carlotta de las tramas, de la trampa? —No, es sólo mi opinión.

Yo venía más que los demás. Era el único al que Carlotta quería ver en los últimos años. Le caía bien. No sé por qué. A veces venía sólo por curiosidad, pero en realidad también quería serle leal, de verdad. Ha sido como una carga sobre mis hombros.

—Y te alegra que haya terminado. —Sí. Es horrible decirlo, pero de todas formas ella tampoco quería seguir viviendo. Eso es lo que decía. Estaba cansada. Quería morir. Pero una tarde, yo estaba solo, la esperaba, y me di cuenta de que era una trampa. Una trampa grandiosa, enorme. No sé muy bien lo que quiero decir. Lo único que te digo es que si alguna vez sientes algo, no descartes que... —¿Has visto algo alguna vez? Gerald pensó durante un momento; era evidente que había captado el sentido de la pregunta sin dificultad.

—Una vez, quizá —respondió—, en el pasillo. Pero también es posible que lo haya imaginado.

Se quedaron en silencio. Habían llegado al final; Gerald quería irse.

—Ha sido un placer hablar contigo, Rowan —dijo, con una sonrisa afable—.

Si necesitas algo, llámame.

Rowan entró en la casa y observó de manera casi furtiva cómo Gerald se alejaba despacio en su Mercedes. La casa estaba vacía ahora, en silencio. Olía a aceite de pino. Rowan subió la escalera y fue de habitación en habitación.

Colchones nuevos envueltos en plásticos brillantes en todas las camas. Sábanas y colchas cuidadosamente plegadas y apiladas a un lado. Suelos barridos.

Olor a desinfectante en el segundo piso.

Subió la escalera. La brisa entraba por la ventana del rellano. El suelo de la pequeña habitación de los frascos estaba impecable a excepción de una mancha oscura y profunda que, probablemente, no desaparecería nunca. No había ni una partícula de cristal.

El cuarto de Julien estaba limpio y arreglado, con cajas apiladas y la cama de hierro desarmada y apoyada contra la pared, debajo de las ventanas, limpias también. Los libros, acomodados en las estanterías. La sustancia oscura y pegajosa dejada por el cuerpo de Townsend había sido rascada.

Rowan bajó de nuevo y se dirigió a la cocina por el pasillo. Olor a cera, aceite de pino y a madera. Ese agradable olor a madera.

Sobre el mostrador de la despensa había un viejo teléfono negro.

Marcó el número del hotel. —¿Qué haces? —preguntó.

—Estoy aquí solo, tirado en la cama, sintiendo pena de mí mismo. Ésta mañana he ido al cementerio con Aaron. Estoy agotado. Todavía me duele todo, como si me hubieran apaleado. ¿Dónde estás? ¿No estarás en la casa?

—Sí, y está vacía y agradable. Se han llevado las cosas de Carlotta y todos los colchones. Han fregado a fondo la habitación del ático. —¿Estás sola?

—Sí, y es maravilloso. Hay sol por todas partes. —Echó un vistazo alrededor de ella. El sol entraba por los ventanales de la cocina y la luz del comedor se derramaba sobre el parqué—. Sí, estoy completamente sola.

—Ahora mismo voy.

—No, estoy a punto de irme. Quiero volver al hotel andando y quiero que tú descanses. Me gustaría que te hicieras un examen médico.

—No bromees. —¿Te has hecho alguna vez un electrocardiograma?

—El infarto me lo producirás tú del susto. Me hicieron todo eso después del accidente. Mi corazón está en perfecto estado. Lo que necesito son ejercicios eróticos en grandes dosis durante un período continuado e interminable.

—Depende de las pulsaciones que tengas cuando llegue yo.

—Venga, Rowan, no necesito ningún examen. Si no estás aquí en diez minutos, iré a buscarte.

—Tardaré incluso menos.

Atravesó despacio la sala de estar, cruzó la puerta alta en forma de cerradura y entró en el vestíbulo. Se volvió para apreciar sus grandiosas dimensiones y lo pequeña que parecía ella en comparación. La luz del sol se derramaba por toda la habitación y se reflejaba en el brillante suelo.

Una enorme sensación de bienestar se apoderó de ella. «Todo mío.»

Se quedó inmóvil durante unos segundos, escuchando, sintiendo. Trataba de captar el momento y de recordar la angustia de los dos últimos días. ¡Qué libre se sentía ahora! Y, una vez más, la espeluznante y trágica historia la consoló, porque con todos sus oscuros secretos tenía un sitio en ella. Y redimiría lo sucedido. Eso era lo más importante de todo. Se dio la vuelta para salir por la puerta principal y, en ese momento, vio un florero alto sobre la mesa del vestíbulo, con un ramo de rosas dentro. ¿ Las había puesto Gerald? Quizás había olvidado decírselo.

Se entretuvo un instante para mirar los capullos cerrados, todos de color rojo sangre, perfectos, como las flores de floristería de los entierros, pensó, como si los hubieran quitado de esas coronas elegantes del cementerio.

Entonces, con un escalofrío, pensó en el Impulsor. Flores lanzadas a los pies de Deirdre. Flores sobre su tumba. En realidad, su sobresalto fue tan violento que incluso oyó en aquel silencio los latidos de su propio corazón. Pero era una idea absurda. Seguramente las había dejado Gerald, o Pierce, cuando se había ocupado de los colchones. Después de todo era un florero común y corriente, lleno de agua del grifo, con rosas de floristería.

A pesar de todo, tenían un aspecto fantasmagórico. De hecho, en cuanto los latidos de su corazón volvieron a la normalidad, se dio cuenta de que el ramo tenía algo en realidad extraño. No era experta en rosas, pero, por lo general, ¿no eran más pequeñas que éstas? Qué grandes y blandas parecían. Y tenían un color encarnado oscuro. Y qué tallos y qué hojas; la forma de las hojas de las rosas siempre era almendrada, ¿no?, y éstas tenían muchas puntas. En realidad, no había ni una sola hoja en todo el ramo que tuviera la misma forma ni el mismo número de puntas que otra. Qué extraño. Como si fuese una planta silvestre, genéticamente silvestre, llena de sorprendentes mutaciones casuales.

Enfiló hacia la entrada de la casa, trataba de recuperar la sensación de bienestar, de respirar la lujosa tibieza que la rodeaba. Esta casa, en cierto modo, era como un templo. Se volvió y miró la escalera, el mismo tramo en el que Arthur había visto a Stuart Townsend.

Bueno, ahora no había nadie.

Nadie. Nadie en el largo salón. Nadie fuera, en los porches, donde las enredaderas trepaban sobre las mallas mosquiteras.

Nadie. —¿Tienes miedo de mí? —preguntó en voz alta. Las palabras le produjeron un curioso hormigueo de excitación—. ¿O esperabas que yo tuviera miedo de ti y, como no lo tengo, estás enfadado? Es eso, ¿verdad?

Con una débil sonrisa se dio la vuelta y se acercó a las rosas. Cogió una del florero, se la acercó suavemente a los labios para sentir la frescura de los pétalos y salió por la puerta principal.

Realmente era una rosa enorme. Cuántos pétalos tenía y que disposición tan confusa y extraña. Las flores ya empezaban a marchitarse.

En verdad los pétalos tenían ya los bordes marrones y estaban arrugados.

Volvió a oler el dulce perfume durante un segundo, luego tiró la rosa al jardín y salió por la cancela.

TERCERA PARTE

ENTRA EN MI SALÓN

33

La locura de las obras comenzó el jueves por la mañana, aunque la noche anterior, durante la cena en Oak Haven con Aaron y Rowan, Michael había empezado a esbozar los pasos que seguiría.

Todas sus ideas con respecto a la tumba, la entrada y el número trece habían ido a parar a su cuaderno de notas y no deseaba seguir cavilando sobre el asunto.

El viaje al cementerio había sido siniestro. La mañana, por ejemplo, aunque hermosa, había estado nublada. Michael prefirió ir a pie con Aaron, y durante el camino éste le había mostrado cómo bloquear algunas sensaciones que percibía a través de sus manos. Se había quitado los guantes para practicar y de vez en cuando tocaba algún pilar, cogía alguna ramita de lantana silvestre y conseguía interrumpir las imágenes, de la misma manera que se puede interrumpir un pensamiento obsesivo, y, para su sorpresa, más o menos daba resultado.

Pero el cementerio le había desagradado profundamente. Le molestaba su decadente belleza romántica, el montón de flores marchitas del funeral de Deirdre que todavía rodeaban la cripta y el agujero abierto donde Carlotta Mayfair pronto descansaría, por así decirlo.

Luego, mientras estaba allí, de pie, en un estado de triste sopor, cayó en la cuenta de que había doce criptas en el panteón y que, con la puerta cincelada en lo alto, sumaban en total trece. A continuación llegó su amigo Jerry Lonigan, con algunos Mayfair pálidos y un ataúd con ruedas que solamente podía ser el de Carlotta. Lo deslizaron en el nicho abierto con una breve ceremonia oficiada por un sacerdote.

Doce criptas, la puerta en forma de cerradura y luego aquel ataúd que se deslizaba dentro. Y sus ojos que se movían de nuevo hasta la puerta de arriba, que tenía la misma forma que las de la casa. Pero ¿por qué? Al final todos se despidieron con un rápido intercambio de cumplidos; los Mayfair aceptaron la asistencia de Aaron y de él mismo a la ceremonia y mostraron su reconocimiento al irse.

El cementerio quedó entonces en un silencio confuso y vibrante. Ni una sola de las cosas que había visto desde el comienzo de esta odisea, ni siquiera las imágenes de los frascos, le habían producido el pavor que la vista de esta tumba.

—Ahí está el trece —le dijo a Aaron.

—Pero han enterrado a muchas personas en estas criptas —le explicó él—.

Ya sabe cómo es el procedimiento.

—Es una trama —murmuró Michael, con frialdad; sentía que palidecía de repente—. Mire, doce criptas y una entrada. Es una trama. Sabía que el número trece y la puerta estaban relacionados. Pero no sé qué significan.

No le había gustado la sensación. Ni siquiera el espíritu que intentaba ser humano lo había llenado de semejante aprensión.

Pero mientras cenaban en el patio de Oak Haven, en medio de un crepúsculo ceniciento y a la luz de las velas que oscilaban tras sus pantallas de vidrio, habían decidido no perder más tiempo con interpretaciones sobre el tema. Continuarían con lo suyo tal como habían dicho. Rowan y él habían pasado la noche en la habitación delantera de la plantación, un cambio agradable después del hotel. A las seis de la mañana, cuando Michael se despertó con el sol bañándole el rostro, Rowan ya estaba en la galería y tomaba su segundo café, deseosa de comenzar. En cuanto llegaron a Nueva Orleans, a las nueve, pusieron manos a la obra.

Él nunca se había divertido tanto. Alquiló un coche y dio vueltas por la ciudad averiguando los nombres de las cuadrillas que trabajaban en las casas más elegantes de los barrios altos, y de los artesanos que se dedicaban a restauraciones de lujo en el Barrio Francés. Bajó del coche y habló con los jefes y con los hombres. Los obreros más comunicativos le mostraban los avances de su trabajo. Michael discutió con ellos los jornales locales y sus pretensiones y les pidió los nombres de pintores y carpinteros que necesitaran trabajo.

Pasó por los estudios de arquitectura locales, famosos por tratar con las grandes familias, y les pidió algunas recomendaciones. La sencilla amabilidad de la gente lo sorprendía. La sola mención de la casa Mayfair los llenaba de entusiasmo. Sencillamente, estaban ansiosos por asesorarlo.

A la una ya había contratado tres cuadrillas de excelentes pintores y uno de los mejores equipos de albañiles de la ciudad, mulatos descendientes de familias de color, hombres libres desde mucho antes de la Guerra Civil que hacía más de siete u ocho generaciones que revocaban los techos y las paredes de Nueva Orleans.

También había encontrado dos equipos de fontaneros, una compañía especializada en techos y un experto en jardinería ornamental de gran reputación en los barrios altos, para que empezara la limpieza y arreglo del jardín. A las dos de la tarde, éste último daba un paseo con Michael por el terreno de la casa señalando las camelias gigantes, las azaleas, la espirea y los rosales antiguos, plantas todas que se podían salvar.

Una cuadrilla especial tenía que venir el viernes por la mañana para empezar a vaciar la piscina y comprobar qué había que hacer para reformarla y reparar su anticuado equipo. Un especialista en cocinas también vendría el viernes. Los ingenieros revisarían las estructuras y los porches. Un excelente carpintero, y un poco experto en todo, además, llamado Dart Henley, estaba deseoso por convertirse en el segundo de a bordo de Michael.

Mientras tanto, Ryan Mayfair recorrió la casa para hacer el inventario legal y oficial de los bienes de Deirdre y Carlotta Mayfair. Un equipo de jóvenes abogados, que incluía a Pierce, Franklin, Isaac y Wheatfield Mayfair, todos ellos descendientes de los hermanos fundadores del bufete, acompañaron a un grupo de tasadores y anticuarios que identificaron, tasaron y etiquetaron todos los candelabros, pinturas, espejos y sillones.

Bajaron antigüedades francesas de un valor incalculable de la buhardilla, incluyendo algunas sillas a las que sólo había que tapizar y mesas en perfecto estado. Los tesoros art déco de Stella, muy delicados y en óptimo estado de conservación, también fueron sacados a la luz.

Descubrieron docenas de pinturas al óleo, así como alfombras enrolladas con bolas de alcanfor, viejos tapices y todos los candelabros de Riverbend, embalados y etiquetados.

Ya era de noche cuando Ryan terminó su trabajo.

—Bueno, querida, me alegra informarte de que no hay más cadáveres.

Una llamada suya más tarde aquella noche le confirmó que el voluminoso inventario era prácticamente igual al que se había realizado tras la muerte de Antha. Nadie había tocado nada.

—En la mayoría de los casos, lo único que tuvimos que hacer fue comprobar los objetos en la lista —dijo.

Hasta el recuento de monedas de oro y joyas era el mismo. Tendría una copia del inventario para ella a la mañana siguiente.

Michael ya estaba de regreso y se había hecho subir a la habitación una opípara cena del Restaurante Caribeño del hotel. Hojeaba todos los libros de arquitectura que había conseguido en las librerías locales, mientras le mostraba a Rowan fotografías de casas aledañas a la suya y de otras mansiones dispersas por Garden District.

Rowan leía algunos de los papeles que tenía que firmar. Esa tarde abrió una cuenta conjunta en el Whitney Bank para las obras de la casa y depositó trescientos mil dólares en ella. Tenía las tarjetas y un talonario de cheques para Michael.

—Puedes gastar todo el dinero que haga falta en esta casa —Je dijo—; se merece lo mejor.

Michael sonrió, encantado. Trabajar sin presupuesto y tomar cada una de las decisiones como si se tratara de una obra de arte siempre había sido su sueño.

A las ocho, Rowan bajó al bar a tomar una copa con Beatrice y Sandra Mayfair. Al cabo de una hora ya estaba de regreso. Al día siguiente desayunaría con otra pareja de primos. Todo había sido bastante agradable y fácil. Ellas se habían ocupado de hablar y a Rowan le gustaba el sonido de sus voces. Siempre le había gustado escuchar a la gente, en especial cuando hablaban tanto que ella no tenía que preocuparse por decir nada.

—Verás —le dijo a Michael—, saben algunas cosas y no me dicen lo que saben. Y saben que los ancianos saben más. Son ellos con quienes tengo que hablar. Debo ganarme su confianza.

El viernes, mientras los fontaneros y los albañiles pululaban por la propiedad, los yeseros entraban sus cubos, sus escaleras y cubrían el suelo con trapos y una ruidosa máquina empezaba a vaciar la piscina, Rowan se fue al centro a firmar papeles.

Michael se puso a trabajar con una cuadrilla en los azulejos del baño principal. Habían decidido empezar primero por el baño y el dormitorio, de modo que él y Rowan pudieran mudarse lo antes posible. Rowan quería que se añadiera una ducha, conservando la vieja bañera. Eso significaba sacar algunos azulejos, hacer algunas reformas y cerrar la bañera con una mampara de cristal.

—En tres días estará terminado —le prometió un operario.

Las personas que se ocupaban del enlucido sacaban todo el empapelado del techo. Había que llamar a un electricista porque la vieja conexión de la araña nunca se había aislado correctamente. Rowán y Michael querían un ventilador de techo en el lugar del viejo. Más notas.

Alrededor de las once, Michael deambulaba por el porche al que daba el salón. Dos mujeres de la limpieza trabajaban ruidosa y alegremente en la habitación. El decorador recomendado por Bea medía las ventanas para las nuevas cortinas.

«Olvídate de estas viejas mallas metálicas», pensó Michael. Lo apuntó en su cuaderno de notas. Miró la vieja mecedora. La habían fregado. El porche también estaba barrido.

Respiró hondo, mirando el mirto a lo lejos.

—Todavía no se ha caído ninguna escalera, ¿verdad, Impulsor? —Su murmullo pareció desvanecerse en el aire.

Nada. Sólo el zumbido de las abejas, mezclado con el ruido de los trabajadores, el crujido seco de una máquina de cortar césped y el sonido de una cortadora diesel sobre las piedras del sendero. Miró su reloj. Los técnicos del aire acondicionado llegarían en cualquier momento. Había hecho el boceto de un sistema de ocho bombas que proporcionaría tanto refrigeración como calefacción, el problema mayor era el emplazamiento del equipo. Las buhardillas estaban llenas de cajas, muebles y objetos diversos.

También estaba el tema de los suelos. Tenía que tomar una decisión en ese instante. El suelo del salón todavía estaba en muy buenas condiciones y muy bien terminado, probablemente de la época en que Stella lo usaba como pista de baile. Pero los demás estaban muy sucios y deslustrados. Claro que nadie empezaría a pintar el interior ni a acabar ningún suelo hasta que los enlucidos estuvieran terminados. Era un trabajo que llenaba todo de polvo. Tenía que ir a ver los progresos de los pintores en el exterior. Tendrían que esperar hasta que los albañiles del techo fijaran los parapetos en lo alto. Pero los pintores ya tenían bastante trabajo con lijar y preparar los marcos de las ventanas y los postigos.

Ah, era divertido. ¿Pero por qué se salía con la suya? Ésa era la pregunta. ¿Quién jugaba con el tiempo de quién?

No quiso confesar a Rowan que no conseguía quitarse de la cabeza una preocupación que perduraba en la certeza de que los vigilaban. Esta casa en sí misma era como algo vivo. Quizá sólo se tratara de la persistente impresión de las imágenes vistas en el ático: todas esas faldas a su alrededor y todos ellos allí, ligados a la tierra. En realidad, no creía en ese tipo de fantasmas. Pero la casa había absorbido la personalidad de todos los Mayfair, ¿no?, algo típico de las viejas casas. Y cada vez que se daba la vuelta, le parecía que iba a ver algo o a alguien que en realidad no estaba allí. —¿Necesitaba algo, señor Mike? —le preguntó una mujer de la limpieza. El negó con la cabeza.

Se volvió y miró la mecedora vacía. ¿Se había movido? Qué tontería. Era como si él mismo quisiera que sucediera algo. Cerró su cuaderno de notas y volvió al trabajo.

Joseph, el decorador, lo esperaba en el comedor.

Y Eugenia estaba allí. También quería trabajar. Seguramente habría algo que ella pudiera hacer. Nadie conocía esta casa tan bien como ella. Había trabajado aquí cinco años. Esa misma mañana le había dicho a su hijo que no era demasiado vieja para trabajar, que seguiría trabajando hasta caerse muerta.«¿La doctora Mayfair quiere cortinas de seda? —preguntó el decorador—. ¿Estaba segura?» Él tenía un muestrario de damascos y terciopelos que no le costarían ni la mitad.

Cuando Michael fue a buscarla al bufete de Mayfair y Mayfair para almorzar, ella todavía seguía firmando papeles. Le sorprendió la familiaridad y confianza con la que Ryan lo recibió y empiezo a explicarle cosas.

—Antes de la muerte de Antha y Deirdre era costumbre hacer donaciones en un acontecimiento como éste —le explicó—, y Rowan quiere recuperar la costumbre. Ahora estamos haciendo una lista de los Mayfair que aceptarían una donación. Ahora mismo Beatrice está al teléfono hablando con toda la familia.

No es tan absurdo como parece. La mayoría de los Mayfair tienen dinero en el banco, y siempre lo han tenido. Sin embargo, hay primos en la universidad, algunos en la facultad de medicina, y otros que están ahorrando para comprar su primera vivienda. Ya sabes ese tipo de cosas. Pienso que es loable que Rowan quiera revivir la costumbre. Y, claro, si tenemos en cuenta las dimensiones del patrimonio...

Sin embargo, algo sonaba a certero en el tono de Ryan, algo calculador y velado, que no era tan natural. Parecía como si probara a Michael con estos retazos de información. Éste asentía, se encogía de hombros y sólo decía: «Me parece muy bien.»

A última hora de la tarde Rowan y Michael volvieron a la casa para hablar con los hombres que trabajaban en la piscina. El hedor del lodo dragado del fondo era insoportable. Los hombres, con el pecho al aire y descalzos, lo llevaban en carretilla. No había grietas importantes en el viejo cemento. El capataz le dijo a Michael que la reparación y el nuevo revoque estarían listos a mediados de la semana siguiente.

—A lo mejor pueden terminarlo antes —sugirió Rowan—; no me importa pagar horas extras si trabajan durante el fin de semana. Háganlo rápido. No soporto ver todo esto así.

Los albañiles estaban encantados con la paga extra, de hecho, casi todos los trabajadores de la casa estaban contentos de trabajar el fin de semana.

Michael contrató por teléfono a otro equipo de pintores para que se ocupara de la cabaña. No tenían problemas en trabajar el sábado a precio de hora extra.

No tardarían mucho en pintar las puertas de madera y reparar las duchas, los lavabos y las cabinas para cambiarse. —¿De qué color quieres el exterior de la casa? —preguntó Michael—.

Empezarán más rápido de lo que te imaginas. Además, supongo que querrás la cabaña y la garçonniére del mismo color, ¿no? —Dime de qué color lo quieres tú.

—Me encantaría que fuera el mismo violeta de siempre. Los postigos verde oscuro combinan perfecto. En realidad, conservaría el mismo esquema: azul para el techo de los porches, gris para el suelo y negro para la cerca de hierro. A propósito, he encontrado un nombre que puede reemplazar las piezas de hierro que faltan. Ya está haciendo los moldes.

—Contrata toda la gente que necesites —respondió ella—. El color violeta es perfecto. Y si tienes que tomar alguna decisión sin mí, tómala. Devuélvele el aspecto que creas que debe tener. Gasta lo que haga falta.

—Eres el patrón perfecto, querida. Estamos haciendo algo colosal. Tengo que irme. ¿Ves aquel hombre que acaba de salir por la puerta de atrás? Viene a decirme que tiene problemas con las paredes del baño de arriba. Sabía que pasaría.

—No trabajes demasiado —le dijo ella al oído, con esa voz grave y aterciopelada que le producía escalofríos. Michael sintió una suave y agradable excitaciónentre sus piernas mientras ella apretaba los senos contra su brazo. No había tiempo para aquello. —¿Trabajar demasiado? Apenas estoy calentándome. Y te diré algo más, Rowan: hay un par de casas endemoniadamente irresistibles en esta ciudad a las que me gustaría echar mano cuando terminemos con ésta. Podría restaurarlas poco a poco, con cuidado, y no sería mal negocio. Ésta es sólo la primera. —¿Cuánto necesitarías?

—Querida, yo tengo el dinero para hacerlo —respondió él, y la besó rápidamente—. Tengo bastante dinero. Si no me crees pregúntaselo a tu primo Ryan. Si no ha hecho ya un balance completo de lo que tengo, me sorprendería mucho.

—Michael, si te dice una sola palabra inapropiada...

—Rowan, estoy en la gloria. ¡Tranquilízate!

El sábado y el domingo transcurrieron al mismo ritmo. Los jardineros trabajaron hasta el anochecer, cortaron la hierba y desenterraron de entre los arbustos los viejos muebles de hierro del jardín.

Michael, Rowan y Aaron pusieron la mesa y las sillas en medio del césped y allí almorzaban todos los días.

Aaron hacía algunos progresos con los libros de Julien, pero en su mayor parte se trataban de listas de nombres con algunos comentarios breves y enigmáticos. No era una auténtica biografía.

—Hasta ahora tengo la poco generosa sospecha de que se trata de listas de vendettas llevadas a cabo con éxito. —Leyó algunos ejemplos—: «Cuatro de abril de 1889, Hendrickson ha recibido su merecido.» «Nueve de mayo de 1889, a Carlos se le ha pagado con la misma moneda.» «Siete de junio de 1889, furioso con Wendell por su salida de tono de anoche. Le he demostrado un par de cosas. No más preocupaciones al respecto.» »Sigue así página tras página, libro tras libro —añadió—. De vez en cuando hay algún mapa pequeño, dibujos o notas financieras. Pero la mayor parte es así. Diría que hay unas veintidós entradas por año. Hasta ahora no he encontrado ni un párrafo totalmente coherente. Si es que existe una autobiografía, no es ésta. —¿ Y en la buhardilla qué? ¿ Se anima a subir? —preguntó Rowan.

—Ahora no. Anoche me caí. —¿Qué dice?

—En la escalera del hotel. No tuve paciencia para esperar el ascensor. Me caí en el primer rellano. Podría haber sido peor.

—Aaron, ¿por qué no me lo dijo?

—Bueno, se lo digo ahora. No fue nada del otro mundo, sólo que no recuerdo haber tropezado. Pero tengo el tobillo hinchado, así que dejaremos lo de la buhardilla para otro momento.

—Lo empujaron, ¿no? —preguntó Rowan en voz baja. Michael vio su rabia, la crispación de la ira en sus facciones.

—Quizá —respondió Aaron.

—Es él quien lo está molestando, ¿no?

—Creo que sí —respondió Aaron, asintiendo suavemente con la cabeza—.

También le gusta revolver los libros de Julien cuando tiene la oportunidad, que parece ser cada vez que salgo de la habitación. —¿Por qué lo hace?

—Quizá quiera llamar su atención, Rowan —respondió Aaron—. Pero no lo sé. Sea como fuere, esté segura que puedo cuidar de mí mismo. El trabajo aquí parece ir a las mil maravillas.

—No hay ningún problema —dijo Michael, pero se sentía triste.

Después de la comida acompañó a Aaron hasta la puerta.

—Me estoy divirtiendo demasiado, ¿verdad?-preguntó.

—Por supuesto que no —respondió Aaron—. ¡Que cosa tan rara de decir!-Ojalá pasara algo —dijo—. Creo que cuando suceda, ganaré. Pero la espera me está volviendo loco. A fin de cuentas, ¿qué es lo que espera él? —¿Y sus manos qué? Espero que practique un poco el ir sin guantes.

—Lo hago. Me los quito un par de horas al día. Pero no logro acostumbrarme a la sensación de calor, al hormigueo, aunque bloquee todo lo demás. ¿Quiere que lo acompañe hasta el hotel?

—Por supuesto que no. Lo veré esta noche allí y, si tiene tiempo, tomaremos una copa. —Sí, es como un sueño que se hace realidad, ¿no? —preguntó pensativo—. Para mí, digo.

—No, para los dos, para mí también. —¿Tiene confianza en mí? —¿Por qué me pregunta algo así? —¿Cree que voy a ganar? ¿Cree que voy a hacer lo que ellos esperan que haga? —¿Qué cree usted?

—Creo que ella me ama y lo que suceda será maravilloso.

—Yo también.

34

Sus horas privadas todavía seguían siendo las primeras de la mañana.

Aunque leyera hasta muy tarde, Rowan abría los ojos a las cuatro. Y Michael, por más que se acostara muy temprano, dormía como un tronco hasta las nueve, a no ser que alguien lo sacudiera o le gritara.

Era perfecto. Le daba el margen de tranquilidad que necesitaba su alma.

Jamás había conocido un hombre que la aceptara tan completamente como él; sin embargo, había momentos en los que tenía que apartarse de todos.

—Quiero pasar el resto de mi vida contigo —le susurró esa mañana mientras le acariciaba la barba negra crecida, que le cubría el mentón y la garganta, sabiendo que él no se movería—. Sí, mi mente y mi cuerpo te necesitan, y todo en mí te necesita.

Lo besó, segura de no correr el menor riesgo de despertarlo.

Pero ésta era su hora de soledad, con él a salvo, fuera de su vista y de su mente.

Era también una hora extraordinaria para caminar por las calles desiertas, mientras salía el sol, para ver las ardillas que se escabullían por los robles y escuchar el violento y casi desesperado canto de los pájaros.

El rocío cubría las aceras y las verjas de hierro brillaban por la humedad. El cielo se teñía de rojo, como uncrepúsculo encarnado, que se desvanecía lentamente con la azulada luz del día.

A esta hora la casa estaba fría.

Y esta mañana, en particular, lo agradecía porque el calor empezaba a afectarla y tenía que hacer algo que no le gustaba.

Habría tenido que hacerlo antes, pero era una de esas pequeñas cosas que prefería ignorar, apartar de todo lo que le estaba ocurriendo.

Sin embargo, ahora, mientras subía la escalera, se dio cuenta de que estaba casi ansiosa. Sintió una inesperada punzada de excitación. Entró en el viejo dormitorio principal, el que había pertenecido a su madre, se acercó a la mesilla al otro lado de la cama, donde aún estaba la bolsa de terciopelo olvidada sobre el mármol, junto al alhajero. En todo aquel jaleo nadie se había atrevido a tocarlo.

Miró el montón de monedas de oro deslustrado que salían de la vieja bolsa de terciopelo. Sólo Dios sabía de dónde procedían.

Luego metió en la bolsa las monedas desparramadas, levantó el alhajero y se lo llevó a su habitación favorita: el comedor.

La suave luz de la mañana empezaba a entrar por las sucias ventanas. Un trapo puesto por los albañiles cubría la mitad del suelo, una alta escalera llegaba hasta el techo, todavía sin terminar.

Apartó la lona que cubría la mesa, quitó la funda de la silla y se sentó con su tesoro delante.

—Estás aquí —murmuró—. Sé que estás aquí y me vigilas. —Lo dijo con indiferencia.

Sacó un puñado de monedas y las esparció para verlas mejor a la luz.

Monedas romanas. No hacía falta ser un experto para verlo. Y esta otra, una moneda española, con los números y las letras asombrosamente claros. Metió los dedos en la bolsa y sacó otro pequeño tesoro. ¿Monedas griegas? No estaba muy segura. Una capa de suciedad las cubría. Tenía ganas de bruñirlas.

De repente se le ocurrió que podía ser un buen trabajo para Eugenia, sacar brillo a todas esas monedas.

Se rió de la ocurrencia y en aquel preciso instante creyó oír un ruido en la casa. Un vago crujido. Serán las maderas, habría dicho Michael. Ella no le dio importancia.

Recogió todas las monedas y volvió a meterlas en la bolsa, la apartó y cogió el alhajero. Era muy viejo, rectangular, y tenía las bisagras oxidadas. El terciopelo estaba raído en algunos rincones y debajo se veía la madera. Era profundo y tenía seis compartimentos grandes.

Sin embargo, las diferentes joyas no guardaban ningún orden. Los pendientes, los collares, los anillos y los broches estaban todos revueltos. Y en el fondo de la caja, como si fueran guijarros, brillaban débilmente unas piedras sin pulir. ¿Eran rubíes auténticos? ¿Esmeraldas? No lo sabía. Ella no diferenciaba una piedra natural de una falsa, ni el oro de una imitación. Pero estos collares eran muy finos y estaban diestramente montados, una sensación de respeto y tristeza se apoderó de ella.

Pensó en Antha y la imaginaba corriendo por las calles de Nueva York para vender un puñado de monedas; y sintió una punzada de dolor. Pensó en su madre, sentada en la mecedora del porche, con la baba que le caía por el mentón y la esmeralda Mayfair colgada al cuello como una chuchería para niños, y toda esa riqueza a mano.

La esmeralda Mayfair. No había vuelto a pensar en ella desde la primera noche en que la había metido en el armario de la porcelana. Se levantó y se dirigió a la despensa (el armario estaba abierto como todo lo demás), y ahí estaba la pequeña caja de terciopelo, sobre un estante de madera, detrás de las puertas acristaladas, entre las tazas y los platillos Wedgwood, tal como ella la había dejado.

Se la llevó al comedor, la puso sobre la mesa y la abrió. Una joya entre todas las joyas, grande, rectangular, que brillaba exquisitamente sobre su montura de oro. Ahora que sabía la historia, cómo había cambiado su percepción de la joya.La primera noche le había parecido irreal, algo repulsiva. Ahora la veía como algo vivo, con una historia propia que contar. Dudaba si sacarla o no del terciopelo sucio ¡Por supuesto que no pertenecía a ella! Había pertenecido a aquellas que creyeron en la esmeralda, a aquellas que la habían lucido con orgullo, a las que querían que él se acercara a ellas.

Durante un instante sintió que ansiaba ser una de ellas. Trató de negarlo, pero era una realidad: ansiaba aceptar de todo corazón la herencia completa.

Desear al diablo como una bruja. Se rió en voz baja.

De pronto le pareció injusto, muy injusto que él fuera su peor enemigo antes de conocerlo. —¿A qué esperas? —preguntó en voz alta—. ¿Eres como el vampiro tímido del mito al que hay que invitar a entrar? Supongo que no. Éste es tu hogar.

Estás aquí. Me escuchas y me vigilas.

Se reclinó contra el respaldo de la silla mientras sus ojos recorrían los murales que, poco a poco, volvían a la vida bajo la tenue luz del sol. Por primera vez veía una diminuta mujer desnuda en la ventana de la oscura casa de la plantación. Y otra, desnuda también, sentada en la orilla verde oscuro de la laguna. La hicieron sonreír. Era como descubrir un secreto. Se preguntó si Michael también habría visto a estas dos bellezas oscuras. Ah, la casa estaba llena de cosas sin descubrir y su triste y melancólico jardín también.

Al otro lado de las ventanas, el laurel real se agitó repentinamente al viento.

En realidad, empezó a danzar como si el viento se hubiera apoderado de sus rígidas ramas. Oyó cómo golpeaba la barandilla del porche, arañaba el tejado y volvía a su posición original al tiempo que el viento parecía alejarse hacia el lejano mirto.

Era embelesador ver cómo las altas y delgadas ramas, llenas de flores rosadas, sucumbían a la danza, y el árbol entero se aplastaba contra el muro gris de la casa vecina y dejaba caer una lluvia ondulante de hojas moteadas, como si la luz se desintegrara en diminutas par-aculas.

Sus ojos se empañaron ligeramente; era consciente de lo relajados que estaban sus miembros, de que se entregaba a un vago ensueño. Sí, mira la danza del árbol. Mira otra vez el laurel real y la lluvia verde que cae sobre los maderos del porche. Mira las ramas que se arquean y arañan los cristales de las ventanas.

Un poco sorprendida su mirada se dirigió allí y estudió los movimientos armónicos y deliberados de las ramas que golpeaban los cristales.

—Tú —murmuró.

El Impulsor en los árboles, el Impulsor tal como acompañaba a Deirdre en el jardín del internado. Rita Mae en realidad nunca supo lo que le había descrito a Aaron Lightner.

Rowan estaba ahora tensa en la silla. El árbol se doblaba y se enderezaba de golpe; esta vez las ramas realmente taparon el sol y las hojas cayeron sobre el cristal. Sin embargo, la habitación estaba tibia y no había corriente.

Rowan estaba de pie, pese a que no recordaba haberse levantado, pero ahí estaba, de pie. Sí, él se encontraba allí y movía los árboles, porque nada en el mundo podía moverlos de aquella manera. Se le erizó el vello del brazo mientras un vago escalofrío le recorría la cabeza, como si algo la tocara. —¿Por qué no hablas? —dijo—. Estoy sola.

Qué extraña sonaba su voz.

Pero ahora se mezclaban otros sonidos. Oyó voces fuera. Un camión se había detenido; oyó el crujido del portal cuando lo abrían los trabajadores y, al cabo de un momento, el picaporte que giraba.

—Hola, doctora Mayfair...

—Buenos días, Dart. Buenos días, Rob. Buenos días, Billy.

Pisadas fuertes por la escalera. El pequeño ascensor bajaba con una suave y profunda vibración y la puerta de metal se abrió con el familiar chirrido.

Ella se volvió poco a poco, casi con obstinación, y recogió el lote de tesoros.

Los llevó al armario de la porcelana y los guardó en el cajón donde antes estaban los manteles que habían tirado. La vieja llave seguía en la cerradura, le dio una vuelta y se la guardó en el bolsillo.

Salió de la casa a paso lento, inquieta, para dejarla a los demás.

Al llegar al portal se volvió para mirar. En el jardín no soplaba ni una brisa ligera. Se dio la vuelta y siguió por el sendero, pasó junto al porche de su madre y por la galería trasera de los sirvientes, la que daba al comedor, sólo para asegurarse de lo que acababa de ver.

Un silencio total pareció descender en torno a ella. Ni un ruido la había seguido hasta allí. El follaje espeso se elevaba sobre la barandilla. —¿Por qué no me hablas? —murmuró—. ¿De verdad tienes miedo?

No se movió nada. El calor parecía emerger de las piedras. Diminutos mosquitos se congregaban en las sombras. Los lirios blancos y tersos se inclinaban junto a su rostro y un débil crujido atrajo lentamente su atención al fondo del jardín, a una oscura maraña de la que sobresalía un lirio morado, salvaje y tembloroso, una flor que parecía una boca horrible, cuyo tallo se inclinaba hacia atrás como si un gato hubiera pasado corriendo por la maleza y lo hubiera doblado sin querer.

Lo miró fijamente; el calor le pesaba en los párpados, los mosquitos zumbaban a su alrededor y los espantó con la mano. ¿Estaba creciendo esa flor?

No. Algo la había dañado y tenía el tallo roto, eso era todo. Qué monstruosa parecía, qué enorme; pero eso era todo lo que veía. El calor, el silencio, la súbita llegada de los trabajadores a sus dominios, como intrusos, justo en el momento de mayor paz. No estaba segura de nada.

Sacó el pañuelo de su bolsillo, se secó las mejillas) —se encaminó por el sendero hacia la puerta. Se sentía confusa, insegura... culpable de haber venido sola. En realidad, no sabía si había sucedido algo inusual.

Volvieron a su memoria los planes que tenía para la jornada. Tenía mucho que hacer, cosas reales. Michael estaría levantándose. Si se daba prisa, podrían desayunar juntos.

35

El lunes por la mañana Rowan y Michael fueron a sacar sus respectivos permisos de conducir de Louisiana. En este estado no se podía comprar un coche sin tener el permiso de conducir local.

Cuando entregaron sus permisos de California para que se los canjearan por los de Luisiana, fue como una especie de ceremonia, algo curiosamente excitante. Como renunciar a un pasaporte o a una nacionalidad. Michael se sorprendió espiando a Rowan y vio su secreta sonrisa de satisfacción.

Tomaron una cena ligera en el Desire Oyster Bar un gumbo tostado con muchos langostinos, salchicha ahumada y una cerveza helada. Las puertas del lugar estaban abiertas y daban a Bourbon Street, los ventiladores del techo agitaban el aire fresco a su alrededor y una alegre música de jazz salía del Mahogany Hall, justo enfrente.

—Éste es el sonido de Nueva Orleans —explicó Michael. Este jazz con auténtica poesía dentro, la joie de vivre. Nada siniestro. Nada gimiente. Ni siquiera cuando tocan en los funerales. —¿Por qué no damos un paseo? —sugirió ella—. Quiero ver estos antros con mis propios ojos.

Pasaron la noche en el Barrio Francés, salieron al fin de las chillonas luces de Bourbon Street, pasearon luego junto a los escaparates de las elegantes tiendas de Royal y Chartres, y volvieron por último al mirador del río, al otro lado de Jackson Square.

Después de la larga caminata era muy agradable sentarse en un banco frente al río, para mirar tan sólo el resplandor del agua y los barcos convertidos en salas de fiestas, adornados con luces como un pastel de bodas, que se deslizaban a lo lejos juntó a la otra orilla.

Se veía alegría en el rostro de los turistas que iban y venían por el mirador.

Conversaciones en voz baja y suaves estallidos de risas. Parejas abrazadas en las sombras. Un saxofonista solitario que tocaba un tema áspero y sentimental para la gente que le echaba monedas en el sombrero que tenía a sus pies.

Por último, regresaron al tumulto del tráfico peatonal hasta el viejo Café Du Monde, famoso por su café con leche y las rosquillas azucaradas. Se sentaron durante un rato, mientras la gente pululaba por las pequeñas mesas pringosas, y luego vagaron por las rutilantes tiendas que ahora llenaban el viejo French Market, al otro lado de los tristes y elegantes edificios de Decatur Street, con sus balcones de hierro y sus esbeltas columnatas.

Qué bien se sentía Michael con dinero en el bolsillo en su vieja ciudad natal.

Saber que podía comprar esas casas, tal como había soñado, desamparado y desesperado, en su lejana infancia.

Rowan parecía animada, feliz, curiosa ante todo lo que la rodeaba.

Aparentemente sin arrepentimientos. Pero era tan pronto...

De vez en cuando echaba a hablar, y su voz profunda lo fascinaba como siempre y lo distraía de lo que ella decía. Sí, estaba de acuerdo, la gente aquí era increíblemente amable. Se tomaban su tiempo para todo; y era tal la ausencia de mezquindad que resultaba difícil creerlo. Los acentos de los miembros de la familia la deslumbraban. Beatrice y Ryan hablaban con un deje de Nueva York.

Louisa tenía un acento completamente diferente, y el joven Pierce no hablaba como su padre. Y todos ellos, en algún momento u otro, tenían el mismo acento que Michael en algunas palabras.

—No se lo digas, querida —le advirtió él—. Soy del otro lado de Magazine Street y ellos lo saben. No creas que no.

—Les caes muy bien —dijo Rowan, sin hacer caso del comentario—. Pierce dice que eres un hombre de la vieja guardia.

—Vaya, qué cosa —se rió Michael—. Quizá lo sea. Se quedaron despiertos hasta tarde, bebieron cerveza y hablaron. La vieja suite era grande como un apartamento, con cocina, despacho, una sala y un dormitorio. Él no se había emborrachado durante aquellos días y sabía que Rowan lo había advertido, aunque no había hecho ningún comentario; era de agradecer. Hablaron sobre la casa y de todo lo que se proponían hacer. ¿ Echaba de menos el hospital? Sí, pero ahora mismo no importaba. Tenía un plan, un gran plan para el futuro que muy pronto revelaría. —¿No dejarás la medicina? No te refieres a eso, ¿no es cierto?

—No, por supuesto que no —respondió, paciente, bajando la voz para dar mayor énfasis a la respuesta—, al contrario. He pensado en la medicina desde una perspectiva completamente diferente. —¿Qué quieres decir?

—Todavía no puedo explicarlo. No estoy muy segura. Pero el tema del legado lo cambia todo, y cuanto más sepa sobre el legado, más cambiarán las cosas. Estoy aprendiendo cosas nuevas con Mayfair y Mayfair acerca del dinero. Y todo está saliendo bastante bien. —¿De verdad quieres hacerlo? —Michael, todo lo que hacemos en esta vida, lo hacemos con ciertas perspectivas.

Yo me crié con dinero.Pero ahora mi fortuna ha cambiado radicalmente. Con una cantidad de dinero como la que poseo se pueden organizar proyectos de investigación y construir laboratorios enteros. Es posible incluso construir una clínica, junto a algún centro médico, para trabajar en algún campo de la neurocirugía. —Se encogió de hombros—. ¿ Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, pero si empiezas con todo esto, tendrás que abandonar el quirófano, ¿no? Tendrás que convertirte en administradora.

—Es posible —respondió—. El legado es un reto y he de usar mi imaginación, por decirlo así.

—Comprendo lo que dices —asintió Michael—. Pero ¿crees que te pondrán problemas?

—En última instancia, sí. Pero no importa. Cuando yo esté preparada para mover las piezas, no será un obstáculo. Introduciré los cambios con la mayor suavidad y tacto posibles. —¿Qué cambios?

—Es demasiado pronto para decirlo. Todavía no estoy preparada para esbozar un proyecto completo. Pero pienso en un centro de neurología aquí, en Nueva Orleans, con el mejor equipamiento que sea posible y laboratorios de investigación independientes.

—Dios mío, jamás se me habría ocurrido algo así.

—Hasta ahora yo tampoco había tenido ni la más remota posibilidad de organizar un programa de investigación y controlarlo íntegramente. Me refiero a determinar sus objetivos, criterios y presupuesto. —Parecía como si mirara a lo lejos—. Lo importante es aprender a pensar de acuerdo al tamaño del legado.

Y pensar por mi cuenta.

Un vago desasosiego se apoderó de él. No supo por qué, pero sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando oyó que ella decía: —¿No sería una forma de redención, Michael, que el legado Mayfair se destinara a curar? Sin duda lo comprendes. Desde Suzanne y el cirujano Jan van Abel, hasta un centro médico enorme e innovador, dedicado, por supuesto, a salvar vidas.

Michael se incorporó, reflexionaba sobre el tema y era incapaz de responder.

—Todo es posible —dijo ella; escudriñó su reacción. Tenía las mejillas y la mirada encendidas. —Muy cerca de la perfección —dijo él. —¿Por qué pones esa cara, entonces? ¿Cuál es el problema? —No lo sé.

—Michael, deja de pensar en las visiones. Deja de pensar en los seres invisibles del cielo que dan sentido a nuestra vida. ¡No hay fantasmas en el ático! Piensa por ti mismo.

—Lo hago, Rowan, lo hago. No te enfades. Es una idea asombrosa. Es perfecta. No sé por qué me intranquilizaba. Ten un poco de paciencia conmigo, cariño. Como has dicho, nuestros sueños tienen que ser proporcionales a nuestros recursos. Me resulta un poco por encima de mis posibilidades.

—Lo único que tienes que hacer es amarme y escucharme, y dejarme pensar en voz alta.

—Estoy contigo, Rowan. Siempre. Me parece fantástico.

—Comprendo, no es fácil imaginárselo-dijo ella—. Yo misma acabo de empezar. Pero, maldita sea, el dinero está, Michael. Y hay algo obsceno en semejante cantidad de dinero. Durante dos generaciones este bufete de abogados se ha ocupado de la fortuna, permitiendo que los alimentara y multiplicándola hasta proporciones monstruosas.

—Sí, lo sé.

—Hace mucho tiempo que han perdido la noción de que es el patrimonio de una persona. La fortuna, por así decirlo, pertenece a sí misma de una forma espantosa, y es mayor que lo que cualquier ser humano debería poseer o controlar.-Mucha gente estaría de acuerdo contigo —dijo él.

Pero no podía apartar de su memoria aquella sensación que había tenido en la cama del hospital de San Francisco: creer que su vida entera tenía sentido, que todo lo que había hecho y sido estaba a punto de ser redimido.

—Sí, sería una redención completa —dijo él—, ¿no te parece? ¿Por qué entonces veía la tumba en su mente, con sus doce nichos y la puerta en lo alto, el apellido Mayfair grabado en letras grandes y las flores que se marchitaban bajo el calor sofocante?

Se obligó a pensar en otra cosa y se concentró en la mejor distracción que conocía: mirar a Rowan, mirarla y pensar en tocarla, y reprimir el impulso pese a que estaba a pocos centímetros de distancia y dispuesta, sí, casi con certeza, dispuesta a ser tocada.

Daba resultado. Una pequeña llave había accionado un mecanismo despiadado llamado cerebro. Pensaba en sus piernas desnudas a la luz de la lámpara y en los pechos suaves, llenos, debajo del camisón corto de seda.

Se inclinó sobre ella, le besó el cuello y lanzó un pequeño y resuelto gruñido.

—Vaya, al fin-murmuró ella.

—Sí, ya es hora —dijo él, con la misma voz profunda—. ¿Qué te parece si te llevo a la cama?

—Me encantaría. No lo has vuelto a hacer desde aquella primera vez. —¡Dios mío! ¡Cómo he podido ser tan descuidado! —murmuró—. ¿Qué clase de hombre de la vieja guardia soy? —Le pasó el brazo izquierdo por debajo de los muslos tibios y sedosos, al tiempo que el derecho la cogía por debajo de los hombros, y la besó mientras la levantaba, secretamente exultante por no haber perdido el equilibrio. Ahí la tenía, asida a él, de repente dócil y ardiente. ¿Llevarla a la cama? Eso estaba hecho.

Los técnicos del aire acondicionado empezaron a trabajar el martes. Había suficiente espacio en los techos de las galerías para cada pieza del equipo.

Joseph, el decorador, se había llevado todo el mobiliario francés que había que restaurar. Los juegos de dormitorio antiguos, todos de la época de la plantación, sólo necesitaban lustre, y las mujeres de la limpieza se ocuparían de ello.

Los estucadores habían terminado con la habitación principal. Los pintores habían cubierto toda la zona con plásticos, para poder hacer un trabajo limpio, pero el polvo iba a retrasar el resto de la casa. Rowan había elegido un color champán claro para las paredes del dormitorio y blanco para el techo y las molduras. Los hombres de las alfombras habían venido a medir el piso de arriba. Otros obreros lijaban el suelo del comedor, donde, por alguna razón, un elegante parqué de roble había sido tapado y sólo necesitaba una capa nueva de poliuretano.

Rowan se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, junto al decorador, rodeada de muestras de tela de colores brillantes. Quería algo de un damasco más oscuro para el comedor, algo que combinara con los murales de la plantación. Arriba, todo iba a ser alegre y luminoso.

Michael hojeaba muestrarios de pintura para elegir colores melocotón suave para el piso de abajo, un beige oscuro para el comedor que realzara el color de fondo de los murales, y blanco para la cocina y las despensas. Había pedido presupuestos para limpiar los cristales y las arañas. También habían mandado a reparar el reloj de péndulo del salón.

El viernes, a última hora de la mañana, Trina, la ama de llaves de Beatrice, ya había comprado juegos de cama nuevos para todos los dormitorios de arriba, incluyendo almohadas y colchas. Toda la ropa blanca se había guardado con bolsitas perfumadas en los armarios y cajones de las cómodas. La instalación de las tuberías en la buhardilla estaba terminada. Se había quitado todo el empapelado de las habitaciones de Millie, Deirdre y Carlotta, y los estucadores casi habían acabado de preparar el techo y las paredes para empezar a pintar.

Mientras tanto, otra cuadrilla de pintores trabajaba en el salón.

Quizás el único contratiempo del día había sido la discusión telefónica de Rowan con el doctor Larkin, de San Francisco. Le había dicho que iba a prolongar sus vacaciones. Él opinaba que ella actuaba de manera incorrecta, que una herencia y una casa elegante de Nueva Orleans la inducían a abandonar su verdadera vocación. Los vagos comentarios de ella acerca de sus planes y su futuro sólo consiguieron enfadarlo más. Al final, Rowan perdió la paciencia. No daba la espalda al trabajo al que había dedicado su vida. Pensaba en nuevos proyectos y cuando quisiera su opinión al respecto, se lo haría saber.

Cuando colgó el teléfono estaba agotada. No pensaba volver a California ni siquiera para cerrar definitivamente la casa de Tiburón.

—Sólo pensarlo me da escalofríos —comentó—. No sé por qué tengo esa sensación tan fuerte de que no quiero volver a ver aquel lugar. No puedo creer que haya conseguido escapar. Por momentos me pellizco para asegurarme que no estoy soñando.

Michael lo comprendía; sin embargo, le aconsejó que no vendiera la casa hasta que hubiera pasado algún tiempo.

El viernes, a eso de las dos, fueron al concesionario Mercedes Benz de St.

Charles Avenue. Fue un paseo agradable. Estaba en la misma manzana que el hotel. De pequeño, cuando él volvía de la biblioteca de Lee Circta solía entrar allí, abrir las portezuelas de los maravillosos coches alemanes y mirar embelesado el mayor tiempo posible antes de que los vendedores lo vieran. No le importó mencionarlo. En realidad, tenía recuerdos de todas las manzanas por las que pasaban.

Observó con gesto divertido cómo Rowan hacía un cheque por dos coches: un vistoso 500 SL, un descapotable de dos plazas, y un elegante turismo de cuatro puertas. Ambos color caramelo, con tapizados de cuero, porque ésos eran los modelos que tenían a la vista.

El día anterior, él había comprado una furgoneta americana, bonita, brillante y lujosa, en la que podría transportar todo lo que le hiciera falta y además circular cómoda y tranquilamente con el aire acondicionado y la radio a todo volumen. Le divirtió que para Rowan la experiencia de comprar estos dos coches no fuera algo notable. Ni siquiera parecía interesada en ello.

Le pidió al vendedor que llevaran el turismo a First Street, que lo entraran por la puerta trasera y que dejaran las llaves en Pontchartrain. El descapotable se lo llevarían ellos.

Ella misma lo sacó del concesionario y condujo por St. Charles Avenue hasta el hotel. —¿Por qué no salimos este fin de semana? —sugirió—. Olvidémonos de la casa y de la familia. —¿Ahora? —preguntó Michael. Había pensado cenar aquella noche en uno de esos cruceros por el río.

—Te diré por qué. He hecho un descubrimiento de lo más interesante: las mejores playas blancas de Florida están a menos de cuatro horas. ¿Lo sabías? —Así es.

—Hay dos casas en venta en un pueblo llamado Destín, en Florida, y una de ellas tiene un embarcadero cerca. Me he enterado de todo esto por Wheatfield y Beatrice. Él y Pierce suelen ir a Destín en las vacaciones de primavera. Beatrice siempre va allí. Ryan ya ha llamado al agente de la propiedad de mi parte. ¿ Qué dices? —De acuerdo. ¿Por qué no?

«Otro recuerdo», pensó Michael. Aquel verano, cuando tenía quince años y la familia había ido a esas mismas playas blancas en el brazo de Florida. Aguas verdes bajo el crepúsculo rojo. El día de su accidente en Ocean Beach, más o menos una hora antes de conocer a Rowan Mayfair, había pensado en aquel lugar.

—No sabía que estuviéramos tan cerca del Golfo —dijo ella—. Vaya, las aguas del Golfo son cosa seria. Quiero decir, igual de serias que las del Pacífico.

—Lo sé —se rió él—. Reconozco las aguas peligrosas en cuanto las veo. —De verdad estaba apesadumbrado.

—Sabes, es posible que encuentre a alguien que traiga el Dulce Cristina o, mejor aún, puedo comprar un barco nuevo. ¿Y navegar alguna vez por el Golfo o el Caribe?

—No —Michael sacudió la cabeza—, ¡cómo no me di cuenta después de haber visto esa casa de Tiburón!

—Vamos, Michael, son sólo cuatro horas —dijo ella—. En quince minutos prepararemos la maleta.

Hicieron una última parada en la casa.

Eugenia estaba en la mesa de la cocina, dando lustre a toda la plata de los cajones.

—Es un placer ver esta casa volver a la vida —comentó.

—Es cierto —contestó Michael, pasándole suavemente un brazo por los hombros delgados—. ¿Qué le parece volver a su vieja habitación, Eugenia? ¿Quiere?

Ay, sí, dijo ella, le encantaría. Se quedaría ese mismo fin de semana. Estaba demasiado vieja para aguantar a todos esos niños en casa de su hijo. Les gritaba sin cesar. Tenía muchas ganas de volver. Sí, todavía tenía las llaves —Pero aquí no hacen falta todas esas llaves.

Los pintores se quedarían trabajando hasta tarde y los jardineros, hasta el anochecer.

Dart Henley, el segundo de a bordo de Michael, estuvo de acuerdo en supervisarlo todo durante el fin de semana. No tenía que preocuparse.

—Mira, la piscina está casi terminada —dij o Rowan Habían acabado con los remiendos y ahora la pintaban.

Toda la maleza de la superficie de piedra había sido quitada, la madera del trampolín restaurada y la elegante balaustrada de piedra caliza se veía por todo el jardín. También arrancaron el denso boj y aparecieron más sillas y mesas de hierro donde había estado el arbusto. Los escalones de piedra del porche lateral, cerrado con una malla mosquitera, también quedaron a la vista. De modo que quedaba claro que antes de la época de Deirdre había sido un porche abierto.

Otra vez se podía salir por los ventanales laterales del salón y bajar al jardín. — ¿ Crees que podrás separarte de la casa? —preguntó ella, mientras le lanzaba las llaves del coche—. ¿Por qué no conduces tú? Me parece que te pongo nervioso. —Sólo cuando te saltas los semáforos y los stops a toda velocidad —respondió él—. Lo que me pone nervioso son las dos infracciones juntas.

—De acuerdo, guapo, mientras llegues en sólo cuatro horas...

Michael echó un último vistazo a la casa. La luz aquí era como la de Florencia, en eso Rowan tenía razón. Contempló la alta fachada sur que le hizo pensar en los palacios italianos. Todo marchaba tan bien, tan maravillosamente bien...

Sintió un extraño dolor en su interior, una punzada de tristeza y felicidad pura.

«Estoy aquí, de verdad estoy aquí-pensó en silencio—. No estoy soñando con este lugar desde lejos, sino aquí mismo.» Las visiones parecían distantes, pálidas, irreales. Hasta ahora no había vuelto a verlas.

Pero Rowan y las blancas playas del sur esperaban. Recobraría otro trozo de su maravilloso viejo mundo. De pronto se le ocurrió que sería delicioso hacer el amor con ella en otra cama.

36

Entraron en Fort Walton a las ocho, después de una lenta y larga caravana desde Pensacola. Aquella noche todo el mundo había decidido ir a la playa, parachoques con parachoques. Si seguían hasta Destín corrían el riesgo de no encontrar hotel.

Así que lo único que encontraron fue una habitación en la parte vieja del Holiday Inn. Ni con todo el oro del mundo habrían conseguido una suite en los hoteles más elegantes. La alborotada ciudad, con todas sus luces de neón, resultaba un poco depresiva, una especie de subproducto de autopista.

La habitación era casi insoportable, maloliente y mal iluminada, con muebles viejos y colchones apelmazados. Pero después de ponerse los trajes de baño, salieron por la puerta de cristal al fondo del pasillo y llegaron a la playa.

El mundo se abrió, cálido y maravilloso, bajo un cielo cubierto de estrellas.

Hasta el verde cristalino del agua se veía a la luz de la luna. La brisa era tibia, sin un rastro de frío. Era incluso más suave que la del río de Nueva Orleans. La arena, de un blanco surreal, fina como el azúcar bajo sus pies.

Caminaron hacia las olas. Michael, por un momento, no pudo creer la deliciosa temperatura del agua, ni su transparencia y suave brillo mientras se arremolinaba alrededor de sus tobillos. En un extraño instante d e tiempo circular se vio a sí mismo en Ocean Beach, en la otra punta del continente, con los dedos helados y el fuerte viento del Pacífico azotándole el rostro, mientras pensaba en este mismo lugar, en este lugar de apariencia mítica e irreal, bajo las estrellas del sur.

Ojalá pudieran apoderarse de todo esto, guardarlo en sus pechos y conservarlo, dejar de lado todo lo sombrío que aguardaba, que se cernía sobre ellos y sin duda terminaría revelándose...

Las dunas brillaban a lo lejos, blancas como la nieve a la luz de la luna, y las luces remotas de los grandes hoteles titilaban con suavidad y en silencio bajo el cielo negro cubierto de estrellas. El mundo parecía completamente irreal: algo imaginario lleno de serenidad, carente de barreras, crueldad, sin ninguna violencia contra los sentidos ni el cuerpo.

—Es el paraíso —dijo ella—, de verdad. Dios mío Michael, ¿cómo pudiste dejarlo? —Se separó de él sin esperar la respuesta y se alejó hacia el horizonte a brazadas largas.

Él se quedó donde estaba: escudriñó los cielos, buscó las grandes constelaciones; Orion con su cinturón, con su cinturón de pedrería. Si alguna vez había sido tan feliz como ahora no lo recordaba.

«Sí, estoy otra vez en casa, y ella está conmigo. Todo lo demás no me importa. Ahora no...», pensó.

Pasaron el sábado viendo las casas que había en venta. La mayor parte de la costa, desde Fort Walton hasta Seaside, estaba ocupada por grandes urbanizaciones y edificios altos. Las casas particulares eran pocas y carísimas.

A eso de las tres entraron en «la casa», una moderna construcción espartana de techos bajos y austeras paredes blancas. Las ventanas rectangulares convertían paisaje del Golfo en una serie de cuadros sencillamente enmarcados.

El horizonte cortaba las pinturas exactamente por la mitad. Las dunas estaban precisamente debajo de las altas terrazas. Había que conservarlas, les explicaron, como protección contra las grandes olas cuando había huracanes.

Caminaron por un largo muelle, sobre las dunas, y descendieron por unos escalones de madera húmeda hasta la playa. Bajo la cegadora luz del sol, la blancura otra vez increíble. El agua parecía un espejo perfectamente verde cubierto de espuma.

A Michael le gustaba. Se lo dijo de inmediato, sí, realmente le gustaba. La casa estaba muy bien.

Sobre todo le gustaba el contraste con la frondosidad de Nueva Orleans. Era una casa nueva, con suelos de baldosas de gres y alfombras espesas, y una cocina brillante de acero inoxidable. Sí, cubista y austera y, a su modo, hermosa de un modo inexplicable.

Mientras Rowan y el agente concretaban la oferta de compra, Michael paseó por la terraza de madera. Se puso la mano a modo de visera para observar el agua. Trató de analizar la sensación de serenidad que le producía, que sin duda tenía que ver con el calor y la brillante profundidad de los colores.

Retrospectivamente, le parecía que los matices y tonos de San Francisco siempre estaban mezclados con ceniza, y el cielo aparecía sólo a medias detrás de la niebla, la llovizna persistente o una capa de nubes difusas.

No podía relacionar este brillante paisaje marítimo con el Pacífico, frío y gris, ni con sus escasos y horribles recuerdos del helicóptero de rescate, ni con las imágenes de «mismo tirado en la cubierta, dolorido y con la ropa empapada.

Esta era su playa y éstas sus aguas, y no le harían daño. Qué demonios, a lo mejor hasta llegaba a gustarle navegar aquí en el Dulce Cristina. Pero tenía que reconocerlo, sólo Pensar en ello le producía ligeras náuseas.

Comieron tarde en una pequeña taberna marinera, cerca de la dársena, muy modesta y ruidosa, en la que se servía la cerveza en vasos de plástico. El pescado fresco era excelente. Para la puesta de sol ya estaban de vuelta en la playa del motel, repantigados sobre las tumbonas de madera. Michael tomaba notas sobre cosas de First Street. Rowan dormía, su piel se había bronceado bastante durante la última semana de vida al aire libre y durante la hora que habían pasado en esta playa ardiente. Su pelo estaba iluminado por mechones dorados. Sintió dolor al mirarla y advertir lo joven que era aún.

La despertó con suavidad cuando el sol empezó a ponerse. Enorme, rojo y ardiente, mientras se abría paso espectacularmente sobre el mar esmeralda.

Al final cerró los ojos; era demasiado hermoso. Debía alejarse. La brisa cálida le agitaba el cabello mientras regresaba.

A las nueve, después de disfrutar de una comida tolerable en un restaurante de la bahía, llamó el agente. Habían aceptado la oferta de Rowan. Ningún problema. Firmarían y cerrarían el trato lo antes posible. En dos semanas tendrían las llaves.

El domingo por la tarde fueron a Destin Marina. Había una fabulosa oferta de barcos, pero Rowan sopesaba aún la idea de que le trajeran el Dulce Cristina.

Quería un barco muy marinero y aquí no había nada que sobrepasara en lujo y solidez a su vieja embarcación.

Emprendieron el regreso a última hora de la tarde. Vieron el atardecer mientras circulaban por Mobile Bay, con la radio puesta, escuchando a Vivaldi.

El cielo parecía no tener fin y brillaba con una luz mágica más allá de la capa infinita de nubes que se oscurecían. El olor a lluvia se mezclaba con el calor.

Estoy en casa. Este es mi sitio. Aquí el cielo es como lo recuerdo. Los bajíos se extienden hasta el infinito. Y la brisa es mi amiga.

El tráfico de vehículos era fluido y silencioso en la autopista interestatal. El Mercedes, cómodo y bajo, avanzaba fácilmente a ciento cuarenta. La música desgarraba el aire con los trinos del violín. Por fin el sol se ocultó y dejó un cielo dorado, cegador. Los bosques pantanosos los rodeaban a medida que se internaban en Misisipí; las luces de los pueblos titilaban durante un momento y después desaparecían, mientras los últimos vestigios del día se apagaban.

Al cabo de un buen rato ya era de noche y lo único que se veía eran los faros traseros de los coches que tenían delante; Rowan dijo:

—Ésta es nuestra luna de miel, ¿no? —Creo que sí.

—Quiero decir que es la parte fácil, antes de que te des cuenta de qué tipo de persona soy en realidad. —¿Y qué tipo de persona eres? —¿ Quieres estropear la luna de miel? —No, de ninguna manera. —Le echó un vistazo—.

Rowan, ¿de qué estás hablando? Silencio.

—Sabes que eres la única persona en el mundo que ahora mismo conozco de verdad —continuó—. Eres la única persona a la que no trato con guante blanco.

Sé mucho más de ti de lo que tú misma te imaginas. —¿Qué haría sin ti? —se preguntó ella, recostada contra el asiento y sus piernas largas estiradas. —¿A qué te refieres? —No lo sé, pero he descubierto algo. —Me da miedo preguntártelo. —Él no aparecerá hasta que esté preparado. —Lo sé.

—Quiere que tú estés aquí ahora. Se retira para cederte el paso. Aquella primera noche se mostró ante ti para atraerte.

—Me da pavor. ¿Por qué tiene tantas ganas de compartirte?

—No lo sé. Pero le he dado oportunidades y no se ha presentado. Han ocurrido cosas extrañas, muy raras, Pero no estoy segura de... —¿Qué cosas?No vale la pena seguir con esto. Pareces cansado. ¿Quieres que conduzca yo?

—No, por favor. No estoy cansado. Sencillamente no quiero que él esté aquí con nosotros, en esta conversación. Tengo la sensación de que aparecerá dentro de muy poco.

Aquella noche, tarde, se despertó en la cama grande del hotel, solo. Se encontró a Rowan sentada en la sala y se dio cuenta de que había estado llorando.

—Rowan, ¿qué pasa?

—Nada, Michael. Nada que no le suceda a una mujer una vez por mes —dijo. Su sonrisa era forzada—. Sencillamente... bueno, pensarás que estoy loca pero tenía la esperanza de estar embarazada.

Le cogió la mano, no sabía si besarla o no. Él también estaba desilusionado, pero lo más significativo era que se sentía feliz porque ella deseaba un hijo.

Durante este tiempo había tenido miedo de preguntarle qué pensaba al respecto.

—Hubiera sido maravilloso, cariño —le respondió—, simplemente maravilloso. —¿Tú crees? ¿Te hubiera gustado?

—Sí, por supuesto que sí.

—Michael, hagámoslo entonces. Casémonos.

—Rowan, me haría muy feliz. Pero ¿estás segura de que eso es lo que quieres?

Ella le lanzó una sonrisa lenta y paciente.

—Michael, no te escaparás —-dijo, y frunció el entrecejo juguetonamente—. ¿Para qué esperar?

Él no pudo evitar reírse. —¿Y qué pasa con Mayfair Sociedad Limitada, Rowan? —preguntó—. Los primos y compañía. ¿Sabes lo que van a decir, cariño?

Ella sacudió la cabeza con la misma sonrisa de antes. —¿Quieres escuchar lo que tengo que decirte? Si no lo hacemos seremos unos tontos.

Los ojos grises todavía estaban rojos, pero su rostro ahora aparecía muy sereno, y era hermoso y suave. Una cara tan distinta de todas las que él había visto, amado o soñado.

—Casémonos en First Street, Michael —dijo, con suavidad, con esa voz ronca y los ojos ligeramente entrecerrados—. ¿Qué piensas? ¿No sería perfecto?

En ese hermoso jardín.

Perfecto. Como el plan de construir hospitales con el legado Mayfair.

Perfecto.

Michael no sabía por qué dudaba. No podía evitarlo. Con todo, era demasiado perfecto para ser verdad, demasiado hermoso que esta mujer, entre todas las mujeres, lo amara y lo necesitara del mismo modo que él a ella.

De repente tomó conciencia, de una manera grandiosa, deliciosamente: casarse. Casarse con Rowan. Y la promesa, la promesa siempre asombrosa de un hijo. Este tipo de felicidad le resultaba tan extraña que casi le daba miedo.

Casi, pero no del todo.

Parecía, precisamente, aquello que debían hacer a cualquier precio: preservar lo que tenían y querían de la corriente sombría que los había unido.

Cuando pensaba a diez años vista, en todas las sencillas y conmovedoras posibilidades, su felicidad era tan grande que no podía expresarla.

Ya en la cama, Rowan le dijo que quería pasar la noche de bodas en la casa y luego ir de luna de miel a Florida. ¿No era lo mejor acaso? Una noche de bodas bajo el techo de First Street y después salir de viaje.

Seguramente los operarios habrían terminado el dormitorio principal en un par de semanas. —Te lo garantizo —dijo él.

En esa antigua cama del dormitorio principal, Michael casi oía al fantasma de Belle que decía: «Qué dicha para vosotros dos.»

37

Rowan tenía el sueño inquieto, se movía, se daba la vuelta, le pasaba el brazo por la espalda, metía las rodillas debajo de su cuerpo, tibia y cómoda de nuevo. El aire acondicionado era casi tan agradable como la brisa del Golfo de Florida. Pero ¿ qué era lo que le tironeaba el cuello, le enmarañaba los cabellos y le hacía daño? Se movió para espantarlo, para quitárselo del pelo. Algo frío le apretaba el pecho. No le gustaba.

Se echó boca arriba, en sueños volvía a estar en el quirófano, y era una operación muy difícil. Tenía que tener claro qué se proponía hacer, guiar sus manos paso a paso con su mente, ordenar a la sangre que no fluyera, a los tejidos que se unieran. El hombre yacía abierto desde la entrepierna hasta la cabeza, con todos sus diminutos órganos a la vista, temblorosos, rojos, de un tamaño imposible, esperando que ella consiguiera hacerlos decrecer de algún modo.

«No puedo, es demasiado difícil —dijo—. ¡Soy neurocirujana, no bruja!»

Veía cada uno de los vasos sanguíneos de las piernas y brazos como si pertenecieran a uno de esos muñecos de plástico transparentes, con conductos rellenos de un líquido rojo para enseñar a los niños el sistema circulatorio. Los temblorosos pies también eran muy pequeños y él movía las puntas, tratando que crecieran. Su rostro estaba vacío de expresiones pero sus ojos la miraban.

Y esos tirones; otra vez le tiraban del pelo. De nuevo trató de espantar aquello y esta vez su dedo cogió algo. ¿Qué era? ¿Una cadena?

No quería perder el sueño. Ahora sabía que era un sueño, pero quería ver cómo terminaba la operación, qué pasaba con el hombre.

«Doctora Mayfair, deje el bisturí —decía el doctor Lemle—, ya no lo necesita.»

«No, doctora Mayfair —ahora era Lark—, no lo puede usar aquí.»

Tenían razón. Ya había pasado el momento para algo tan brutal como la delgada hoja de acero. No se trataba de cortar, sino de reconstruir. Miraba la herida larga y profunda y esos tiernos órganos temblorosos como plantas, como los monstruosos lirios del jardín. Su mente trabajaba deprisa, daba las instrucciones apropiadas y guiaba a las células, mientras explicaba lo que hacía para que los médicos jóvenes aprendieran.

«Aquí hay suficientes células, ¿ven?; en realidad abundan. Lo importante es proporcionarles un ADN superior, por así decirlo, que incentive de manera nueva e inesperada a los órganos para que alcancen el tamaño apropiado.»

Y he aquí que la herida se cerraba sobre unos órganos de tamaño normal, mientras el hombre volvía la cabeza y sus ojos se abrían y cerraban como los de un muñeco.

Se oyeron aplausos alrededor de ella y, al levantar la mirada, vio que todos eran holandeses y estaban reunidos en Lieden; incluso ella llevaba un sombrero negro y aquellas curiosas mangas anchas. Una escena pintada, por supuesto, por Rembrandt: La lección de anatomía, por eso el cuerpo tenía ese aspecto increíblemente pulcro, aunque era difícil explicar por qué ella podía ver a través de él.

«Ah, tiene usted un don, hija mía, es usted una bruja», decía Lemle.

«Es verdad», añadía Rembrandt (qué anciano tan dulce), sentado en un rincón, con la cabeza ladeada y el pelo rojizo y ralo por la edad.

«No permita que se entere Petyr», comentaba ella.

«Rowan, quítate la esmeralda-decía Petyr. Estaba a los pies de la mesa de operaciones—. ¡ Quítatela del cuello, Rowan, quítatela!» ¿La esmeralda?

Abrió los ojos. El sueño perdió tensión como un velo estirado de seda que se aflojara de golpe. La rodeaba una viva oscuridad.

Muy lentamente los objetos conocidos volvieron a la luz. Las puertas del armario, la mesilla de noche. Michael, su querido Michael, dormía junto a ella.

Sintió algo frío contra su pecho desnudo y también algo enredado en su pelo. Sabía lo que era. —¡Dios mío! —Se tapó la boca, pero el grito ya se le había escapado; mientras, la mano derecha trataba de arrancar aquella cosa de su cuello como si fuera un insecto repugnante.

Se incorporó, acurrucada, y miró fijamente una especie de coágulo verde en la palma de su mano. Se le cortó la respiración y vio que había roto la vieja cadena y su mano temblaba de manera incontrolable. ¿Habría oído Michael su grito? Ni siquiera se movió cuando ella se inclinó sobre él.

—Impulsor —susurró, mientras levantaba la mirada como si fuera a encontrarlo en las sombras—. ¡Quieres que te odie! —Sus palabras eran sibilantes. Durante un instante volvió a ver con claridad la trama del sueño, como si otra vez hubiera descendido el velo. Todos los médicos se retiraban de la mesa.

«Bien hecho, Rowan. Magnífico, Rowan.»

«Una nueva era, Rowan.»

«Simplemente milagroso, querida», decía Lemle.«Tírala, Rowan», decía Petyr.

Ella arrojó la esmeralda a los pies de la cama. Rebotó sobre la alfombra en algún lugar del pasillo con un sonido sordo e impotente.

Se cubrió el rostro con las manos y luego, febrilmente, se palpó el cuello y los pechos como si aquella cosa demoníaca hubiera dejado una capa de polvo o suciedad sobre ella.

—Te odio por esto que has hecho —murmuró otra vez, en la oscuridad—. ¿Es esto lo que quieres?

Creyó escuchar, a lo lejos, un suspiro y un crujido. A través de la puerta del pasillo consiguió entrever las cortinas de la sala que se movían a contraluz, como si una suave corriente las agitara. Éste era el crujido que oía, ¿no?

Eso y la respiración lenta y regular de Michael. Se sintió tonta por haber arrojado la esmeralda. Se sentó con las manos en la boca, las rodillas levantadas y la mirada clavada en las sombras. ¿Por qué tienes tanto miedo?

Se levantó, se puso el albornoz y se dirigió descalza al pasillo. Michael aún dormía tranquilamente.

Recogió la joya y enrolló cuidadosamente la cadena rota alrededor. Qué pena haber roto esos frágiles eslabones antiguos. —¿Por qué lo has hecho? Has sido muy estúpida —susurró—. Ahora jamás me la pondré, no por propia voluntad.

Michael se dio la vuelta y los muelles crujieron levemente. ¿Había murmurado algo? ¿Su nombre tal vez?

Volvió de puntillas al dormitorio, se agachó y buscó su bolso en un rincón del armario. Guardó el collar en el bolsillo lateral y cerró la cremallera.

Ahora ya no temblaba. Pero su miedo se había transformado por obra y gracia de la alquimia en rabia. Sabía que ya no podría volver a dormirse.

Sentada a solas en la sala, mientras salía el sol, pensaba en los viejos retratos de la casa que había limpiado y preparado para colgar, y en los más viejos, que ni ella ni ningún miembro de la familia eran capaces de identificar. Charlotte, con su rubia cabellera tan descolorida debajo del barniz que parecía un fantasma. Y Jeanne Louise, con sus hermanos gemelos de pie detrás de ella. Y Marie Claudette, canosa, con la pequeña pintura de Riverbend en la pared, encima de ella.

Todas ellas llevaban la esmeralda. Tantas pinturas de esa joya única. Cerró los ojos; dormitaba en el sofá de terciopelo y suspiraba por un café, pero aún estaba demasiado dormida para preparárselo. Antes de que sucediera todo esto había tenido un sueño, pero ¿de qué se trataba? Algo relacionado con el hospital y una operación que ahora no lograba recordar. Lemle estaba allí.

Lemle, a quien tanto odiaba...

Y aquel lirio de boca oscura que el Impulsor había hecho...

Sí, conozco tus artimañas. Has hecho que se hinchara y se quebrara por el tallo, ¿ verdad? Ay, en realidad nadie comprende todo el poder que posees.

Hacer que broten hojas del tallo de un rosal muerto. ¿De dónde sacas esa apuesta apariencia con la que te apareces? ¿ Y por qué no te apareces ante mí? ¿Tienes miedo de desintegrarte a los cuatro vientos y no tener la fuerza para reconstruirte otra vez?

Soñaba otra vez, ¿ no? Imagínate, una flor que se transforma como aquel lirio, delante de sus propios ojos, células que se multiplican y mutan...

Sí, soñaba. Todos caminaban por los salones de Lieden. Tú sabes lo que le hicieron a Miguel Servet en la calvinista ciudad de Ginebra, después de descubrir la circulación sanguínea, en 1553. Lo quemaron en la hoguera, junto con todos sus libros heréticos. Cuidado, doctor Van Abel.

Yo no soy un brujo. Por supuesto, ninguno de nosotros lo es. Se trata de la constante reevaluación de nuestro concepto de los principios naturales.

Esas rosas no tienen nada de natural.

Y ahora entra aquí el aire, mueve las cortinas y las hace bailar, agita los papelea de la mesilla y sus cabellos, la refresca. Tus triquiñuelas. No quería seguir con este sueño. Los pacientes de Leiden, ¿se levantan siempre después de la lección de anatomía y se marchan a pie?

Pero no te atreverás a mostrarte, ¿verdad?

Rowan se encontró con Ryan a las diez y le habló de sus planes de matrimonio. Trató de que sonara como una cosa práctica y resuelta para evitar en lo posible las preguntas.

—Me gustaría pedirte un favor —dijo ella. Sacó la esmeralda de su bolso—.

Podrías guardarla en alguna caja fuerte, bien cerrada, para que nadie pueda tocarla.

—Por supuesto. Puedo guardarla aquí, en el despacho —respondió—, pero hay algunas cosas que debería explicarte. Este legado es muy antiguo y tienes que tener un poco de paciencia. Las reglas y rúbricas, por así decirlo, son peculiares, extrañas, pero explícitas a pesar de todo. Me temo que tendrás que llevar la esmeralda en tu boda. —¡Qué dices!

—Debes comprender que tal vez estos pequeños requisitos sean muy vulnerables y se puedan recurrir y revisar ante cualquier tribunal de justicia.

Pero lo importante de seguirlos al pie de la letra es, y ha sido siempre, evitar la más remota posibilidad de que alguien pueda impugnar el derecho a la herencia. Con una fortuna personal de esta envergaduray este...

Ryan siguió y siguió con su jerga legal. Rowan lo comprendía: el Impulsor había ganado este asalto. Conocía los términos del legado, ¿no? Sencillamente le había hecho el regalo de boda adecuado.

Rowan sentía una ira fría, oscura y solitaria, como en sus peores momentos.

Miró por la ventana, sin ver siquiera el cielo cubierto de nubes, ni el lecho del río, profundo y serpenteante, debajo.

—Llevaré a arreglar la cadena —dijo Ryan—. Parece que se ha roto.

38

Nadie pareció sorprenderse en lo más mínimo por las novedades. Aaron brindó por ellos durante el desayuno, y luego volvió a la biblioteca de First Street, donde catalogaba los ejemplares raros por sugerencia de Rowan.

Ryan, con su hablar sosegado y sus fríos ojos azules, pasó el martes por la tarde para estrechar la mano de Michael. En pocas palabras de agradable conversación, dejó claro que estaba impresionado por lo que Michael había conseguido, y eso, por supuesto, sólo podía significar que lo habían investigado a través de los canales financieros habituales, como si buscara trabajo.

—Es algo muy molesto, sin duda —admitió Ryan al fin—, investigar al prometido de la designada del legado Mayfair, pero, mira, en cuanto a esto no tengo alternativa...

—No me importa —dijo Michael, riendo—, si hay algo que no hayáis podido averiguar y queráis saber, pregúntamelo.

—En fin, para empezar, ¿cómo lo has conseguido sin cometer ningún delito?

Michael rió por la adulación.

—Cuando veas esta casa dentro de un par de meses lo comprenderás.

Pero no era tan necio como para pensar que su modesta fortuna había impresionado a este hombre. ¿Qué eran un par de millones en acciones selectas, comparados con el legado Mayfair? No, se trataba más bien de un pequeño comentario sobre la geografía de Nueva Orleans. Michael provenía del otro lado de Magazine Street y todavía tenía el deje del Canal Irlandés. Pero había vivido demasiado tiempo en el oeste para preocuparse por este tipo de cosas.

Pasearon por el césped recién cortado. El boj nuevo, pequeño y podado, estaba ahora en su sitio en el jardín. Se podían ver los macizos de flores tal como estaban hacía un siglo y las estatuas griegas en las cuatro esquinas del jardín.

Efectivamente, el proyecto clásico original volvía a emerger. La forma alargada y octogonal del terreno era la misma que la de la piscina. Las piedras, perfectamente cuadradas, dibujaban un diamante junto a las balaustradas de piedra caliza que dividían el patio en rectángulos, que eran a su vez el punto de partida de los distintos senderos que, en ángulo recto, cercaban tanto el jardín como la casa. Los viejos enrejados estaban otra vez rectos y definían las entradas. Y a medida que la pintura negra cubría la vieja verja, revivía el repetitivo diseño compuesto por rosetones y volutas.

Beatrice, muy teatral con su enorme sombrero rosa y unas gafas grandes y cuadradas de montura metálica, se encontró con Rowan a las dos para hablar sobre la boda. Rowan había fijado la fecha para el sábado de la semana siguiente. —¡De la noche a la mañana! —declaró Beatrice, alarmada.

No, todo tenía que hacerse como era debido. ¿No comprendía Rowan lo que aquella boda significaría para la familia? Había gente de Atlanta y Nueva York que querrían venir.

No podían ni pensar en casarse hasta finales de octubre. Y, seguramente, ella querría que las obras estuvieran terminadas. Significaba tanto para todos volver a ver la casa.

De acuerdo, dijo Rowan, sin duda Michael y ella podrían esperar hasta entonces, si eso significaba pasar la noche de bodas en la casa y celebrar la fiesta allí.

Perfecto, dijo Michael; eso le daría ocho semanas más para dejar todo listo.

Sin duda, la planta baja estaría terminada y el dormitorio principal de arriba también.

—Será entonces una celebración doble —le comentó Bea—: vuestra boda y la reinauguración de la casa. Queridos, haréis muy felices a todos.

Y sí, había que invitar a todos los Mayfair del mundo. Beatrice buscaría su lista de proveedores. Si se instalaban toldos alrededor de la piscina y por el jardín podrían recibir a cientos de invitados. No, no os preocupéis. Y los niños podrían nadar, ¿ eh?

Sí, sería como en los viejos tiempos, como en la época de Mary Beth. ¿Le gustaría a Rowan tener algunas viejas fotos de las últimas fiestas celebradas antes de la muerte de Stella?

—Colgaremos todas las fotos para la boda —dijo Rowan—, así todo el mundo podrá verlas y disfrutarlas. —Va a ser maravilloso.

De pronto Beatrice cogió la mano de Michael. —¿Puedo hacerte una pregunta, querido, ahora que eres miembro de la familia? ¿ Por qué demonios usas esos horribles guantes?

—Porque veo cosas si toco a la gente —respondió antes de poder evitarlo.

Los ojazos grises de Bea brillaron. —Ah, es de lo más intrigante. ¿Sabías que Julien tenía el mismo poder? Por lo menos, eso es lo que siempre me han dicho, y Mary Beth también. Ah, cariño, permíteme. —Empezó a tironearle los guantes; sus uñas largas pintadas de rosa le arañaban suavemente la piel—. Por favor, ¿puedo? No te importa, ¿verdad? —Terminó dequitarle el guante y lo levantó con una sonrisa triunfante, pero al mismo tiempo inocente.

Él no hizo nada. Se quedó pasivo, con la mano abierta y los dedos algo curvados. Observó cómo ella apoyaba la mano sobre la suya y luego se la apretaba con fuerza. Un destello de imágenes al azar pasó por su mente. Una mezcla tan rápida que no pudo individualizar nada; apenas una atmósfera, un ambiente saludable, el equivalente a la luz del sol y al aire fresco, y una percepción nítida de «inocente, no es una de ellos.» —¿Qué has visto? —preguntó Bea.

Michael vio que sus labios dejaban de moverse antes de que entendiera las palabras.

—Nada —dijo, mientras se apartaba—. No ver nada es la confirmación absoluta de la bondad y la buena suerte. Nada. Nada de pena, ni tristeza, ni enfermedad, nada de nada. —Y, en cierta manera, era verdad.

—Ay, eres un amor —dijo, sincera, y se abalanzó para darle un beso—. ¿Dónde has encontrado a una persona tan maravillosa? —preguntó a Rowan, y sin esperar respuesta añadió—: ¡Me caéis muy bien! Y eso es mucho mejor que quereros, porque eso ya se da por sentado. Pero que me caigáis bien, vaya, qué sorpresa. Sois una pareja encantadora; tú, Michael, con esos ojos azules, y tú, Rowan, con esa maravillosa voz de caramelo. —¿Puedo darte un beso en la mejilla, Beatrice? —preguntó Michael con ternura.

—Para ti, pedazo de hombre, prima Beatrice —dijo ella, y se dio una palmadita teatral sobre su robusto pecho—. ¡Adelante! —Cerró los ojos y volvió a abrirlos con una sonrisa radiante y familiar.

Rowan los observaba, absorta y lejana. Ahora Beatrice tenía que llevarla al centro, a la oficina de Ryan. Cuestiones legales interminables. Qué horror.

Cuando se fueron, Michael se dio cuenta de que el guante estaba tirado sobre el césped. Lo cogió y se lo puso.

—«No es una de ellos.» ¿ Pero quién había hablado? ¿ Quién asimilaba y transmitía aquella información? Quizá, sencillamente, él estuviera mejorando y aprendiendo a formular las preguntas, tal como Aaron había intentado enseñarle.

Levantó la mirada lentamente. Sin duda había alguien en el porche lateral, en la profundidad de las sombras, que lo vigilaba. Pero no vio nada. Sólo los pintores que trabajaban en la verja. El porche, sin la malla mosquitera y los andamios, tenía un aspecto espléndido. Era un puente entre el largo salón doble y el hermoso jardín.

Y se casaría aquí, pensó, soñador. Los mirtos, como si le respondieran, se agitaron al viento moviendo con gracia sus flores rosadas contra el cielo azul.

Aquella tarde, cuando regresó al hotel, lo esperaba un sobre de Aaron. Lo abrió antes de llegar a la suite y cuando la puerta se cerró sonoramente tras él, sacó la brillante fotografía en color que había dentro y la levantó a la luz.

Una encantadora mujer morena lo miraba desde las celestiales penumbras urdidas por Rembrandt: viva y sonriente, con la misma sonrisa que acababa de ver en los labios de Rowan. La esmeralda Mayfair brillaba en el magistral crepúsculo. Era una ilusión tan dolorosamente real que tuvo la sensación de que el papel de la foto se disolvería y dejaría que el rostro flotase en el aire, transparente como un fantasma.

Pero ¿era ésta su Deborah, la mujer que había visto en sus visiones? No lo sabía. Por mucho que la estudiara, no tuvo la impresión de reconocerla. —¿Qué quieres de mí? —susurró.

La muchacha de cabello moreno, de expresión atemporal y carente de inocencia, sonreía. Una desconocida, captada para siempre en su breve y desesperada niñez. Una cría de bruja y nada más.Pero hoy, al tocar la mano de Beatrice, ¡alguien le había dicho algo! Alguien había utilizado su poder con algún propósito. ¿O fue sencillamente su propia voz interior?

Se quitó los guantes, como acostumbraba a hacer ahora a solas, cogió su pluma y su cuaderno de notas, y empezó a escribir:

«Sí, creo que fue una facultad del poder ligeramente constructiva, porque las imágenes estaban subordinadas al mensaje. No estoy seguro de que sucediera antes, ni siquiera el día de los frascos. Aquellos mensajes estaban mezclados con imágenes, y el Impulsor me hablaba directamente, pero era todo muy confuso.

Lo de hoy ha sido bastante diferente.» ¿Y si esta noche le daba la mano a Ryan en la cena, cuando todos se reunieran alrededor de la mesa con velas del Restaurante Caribeño? ¿Qué le diría la voz interior? Por primera vez tenía ganas de usar el poder. Quizá porque el pequeño experimento con Beatrice había salido tan bien.

Beatrice le caía bien, y a lo mejor había visto lo que quería ver: un ser humano corriente, una parte del mundo real que tanto significaba para él y para Rowan.

«La boda fijada para el 1 de noviembre. Dios mío, tengo que llamar a tía Viv.

Qué desilusión para ella si no lo hago.»

Puso la foto en la mesilla de noche de Rowan para que ella la viera.

Había una flor muy bonita encima, una flor blanca que parecía un lirio; sin embargo, tenía algo peculiar. La levantó y la examinó, trataba de descubrir por qué era tan rara. Se dio cuenta de que era mucho más grande que los lirios que había visto y sus pétalos, mucho más frágiles que lo habitual.

Hermosa. Rowan la habría recogido al volver de la casa. Entró en el lavabo, llenó un vaso de agua, puso la flor dentro y volvió a dejarla sobre la mesilla.

No volvió a acordarse del tema de tocar la mano de Ryan hasta mucho después de que la cena hubiese terminado, cuando estaba otra vez solo con sus libros. Estaba contento de no haberlo hecho. La cena había sido muy divertida, el joven Pierce los deleitó con las viejas leyendas de Nueva Orleans (cuentos que él recordaba, pero que Rowan nunca había oído) y con anécdotas entretenidas sobre diferentes primos, todas ellas enlazadas de una manera natural y encantadora.

Para él, por supuesto, la cena había sido otro de esos momentos secretamente satisfactorios y la había comparado con aquella otra noche de su niñez, en que tía Viv vino de San Francisco para visitar a su madre, comió en un restaurante de verdad, el Caribeño, por primera vez.

A propósito, tía Viv llegaría antes del fin de semana próximo. Estaba desconcertada, pero vendría. Qué peso se había quitado de encima.

Alrededor de medianoche, dejó sus libros de arquitectura y entró en el dormitorio. Rowan acababa de apagar la luz.

—Rowan, si ves a ese ente me lo dirás, ¿de acuerdo? —¿De qué estás hablando Michael? —Si ves al Impulsor, dímelo enseguida. —Claro —dijo ella —. ¿Por qué me preguntas algo así? ¿Por qué no dejas esos libros y vienes a la cama?

Michael vio el retrato de Deborah apoyado detrás de la lámpara y la hermosa flor blanca delante.

—Es preciosa, ¿verdad? —dijo ella—. Supongo que es imposible que Talamasca quiera desprenderse del original.

—No lo sé, probablemente no. ¿Sabes?, esa flor es increíble. Esta tarde, cuando la puse en el vaso, juraría que tenía sólo un capullo, pero ahora veo que son tres, seguramente no vi los brotes.

Rowan parecía desconcertada. Sacó con cuidado la flor del agua y la estudió. —¿Qué clase de lirio es? —preguntó.

—Bueno, es una especie de lo que aquí llamamos lirio de Pascua, pero ahora no están en flor. No sé. ¿Dónde lo encontraste? —¿Yo? Es la primera vez que veo esta flor.

—Yo pensaba que la habías traído tú.

—No.

Sus ojos se encontraron. Ella fue la primera en apartar la mirada. Levantó las cejas e inclinó ligeramente la cabeza. Volvió a poner la flor en el vaso.

—A lo mejor es un regalito de alguien.

—Voy a tirarla —dijo él.

—No te enfades, Michael. Es sólo una flor. No olvides que él está lleno de pequeños trucos.

—No me enfado, Rowan. Simplemente, se está marchitando. Mira, se está volviendo marrón y tiene un aspecto raro. No me gusta.

—De acuerdo —dijo ella, tranquila—, tírala. —Sonrió—. ¡Y no te preocupes más, por favor!

—No, desde luego que no. Si no hay nada de que preocuparse. Sólo se trata de un demonio de trescientos años que piensa por sí mismo y puede hacer que las flores vuelen por el aire. ¿Por qué no me va a alegrar que un exótico lirio aparezca de la nada? Caramba, quizá lo haya hecho por Deborah. ¡Que detalle!

Se volvió y miró de nuevo la fotografía. Deborah, con su cabello oscuro, como cientos de modelos de Rembrandt, parecía mirarlo directamente.

Lo sobresaltó la risa ahogada de Rowan. —¿Sabes?, cuando te enfadas te pones muy guapo —dijo—. Pero seguro que existe una explicación plausible sobre cómo llegó la flor aquí.

—Sí, eso es lo que siempre se dice en las películas y el público sabe que están locos.

Llevó el lirio al baño y lo tiró a la basura. Se estaba marchitando de verdad.

No era una lástima tirarlo, viniera de donde demonios viniese. Rowan lo esperaba con los brazos cruzados y una mirada serena e invitadora. Él se olvidó por completo de los libros de la sala.

Al día siguiente, al atardecer, caminó solo hasta First Street. Rowan había salido de compras con Cecilia y Clancy Mayfair a los centros comerciales de moda.

Cuando llegó, la casa estaba tranquila y en silencio. Hasta Eugenia había salido a pasar la noche con sus hijos y nietos. La tenía toda para sí mismo.

Entró en el salón y se detuvo para mirar su propia imagen en sombras en el espejo que había sobre la chimenea; la diminuta brasa de un cigarrillo era como una luciérnaga en la oscuridad.

Una casa como ésta nunca está en silencio, pensó. Incluso ahora se oía un murmullo suave de crujidos y chasquidos en las maderas del viejo parqué.

Quien no lo supiera juraría que alguien se movía por el piso de arriba, o que en el otro extremo de la casa, en la cocina, acababan de cerrar una puerta. Y ese extraño sonido a lo lejos, como el llanto de un bebé...

Pero no había nadie. No era la primera noche que se escabullía hasta allí para probar la casa y probarse a sí mismo. Y sabía que no sería la última.

Cruzó el comedor y la cocina en sombras y salió por la puerta de cristal. Una luz suave, que se filtraba de la cabana recién arreglada y de los focos de la piscina, bañaba la noche.

La piscina estaba ya terminada y llena hasta el borde. El largo rectángulo de agua azul oscuro que se rizaba y brillaba bajo las últimas luces del crepúsculo parecía muy sugestivo.

Se arrodilló y metió una mano en el agua. Demasiado caliente para la época a principios de septiembre, que en realidad no era más frío que agosto.

Agradable para nadar en la oscuridad.Se le ocurrió una idea: ¿por qué no se metía en la piscina? Pensó que no estaba bien hacerlo sin Rowan. La primera zambullida era uno de esos momentos que debían ser compartidos. Pero ¿por qué? Rowan seguro que se estaría divirtiendo con Cecilia y Clancy, y el agua era muy tentadora. Hacía años que no nadaba en una piscina.

Echó una mirada a las pocas ventanas iluminadas, dispersas por la oscura pared violeta de la casa. Nadie lo vería. Rápidamente se quitó la chaqueta, la camisa, los pantalones, los zapatos y los calcetines. Por último se sacó los calzoncillos, se dirigió hacia el lado profundo y, sin pensarlo más, se zambulló. ¡Dios, esto era vida! Se hundió hasta tocar el fondo azul con las manos y se dio la vuelta para poder ver las luces que titilaban sobre la superficie.

Tomó impulso hacia arriba, dejó que la natural tendencia a flotar lo llevara hasta la superficie y, una vez allí, agitó la cabeza para sacudirse el agua y miró las estrellas. ¡Había mucho ruido a su alrededor! Risas, charlas, gente que hablaba muy alto, voces que se animaban mutuamente y, al fondo, envolviéndolo todo, el rápido sonido de una banda de Dixieland.

Se volvió sorprendido y vio el jardín adornado con linternas y lleno de gente; había jóvenes parejas que bailaban por todas partes, sobre las lajas y el césped. Todas las ventanas de la casa estaban iluminadas. Un hombre joven con esmoquin se zambulló en la piscina, justo junto a él, cegándolo con una violenta salpicadura de agua.

Se le llenó la boca de agua. El ruido ahora era ensordecedor. Un anciano con frac y corbata blanca, de pie junto al borde de la piscina, lo miraba.

—Michael —gritó—, ¡vete inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde!

Tenía acento británico; era Arthur Langtry. Michael se dirigió hacia el borde y antes de que hubiera dado tres brazadas se quedó sin aliento. Sentía un dolor agudo en las costillas y viró hacia un lado.

Se cogió del borde. La noche a su alrededor era tranquila y silenciosa.

Durante un instante no hizo nada. Se quedó allí; jadeaba, trataba de controlar los latidos de su corazón y esperaba que el dolor de los pulmones desapareciera. Sus ojos recorrieron el patio vacío, las ventanas a oscuras, el jardín desierto.

Trató de salir de la piscina de un salto. Le costó lo suyo, su cuerpo pesaba terriblemente. A pesar del calor, tenía frío. Se quedó temblando. Al final entró en la cabana y cogió una de las toallas sucias que usaba durante el día para, secarse las manos. Se secó y volvió a salir. Se encontró con el jardín vacío y la casa a oscuras. La nueva pintura violeta tenía ahora el mismo color que el cielo crepuscular.

El único sonido en medio del silencio era su ruidosa respiración. El dolor en el pecho se le había pasado y se obligó a respirar hondo un par de veces. ¿Estaba asustado? ¿Enfadado? En realidad no lo sabía. Probablemente estaba conmocionado. Pero tampoco estaba seguro. Se sentía como si hubiera corrido otra vez los mil quinientos metros, de eso estaba seguro, y le empezaba a doler la cabeza. Recogió su ropa y empezó a vestirse, negándose a darse prisa, negándose a que lo echaran.

Después se sentó durante un rato en el banco de hierro y, mientras se fumaba un cigarrillo, estudió todo lo que había a su alrededor y trató de recordar con exactitud lo que había visto. La última fiesta de Stella. Arthur Langtry. ¿ Otra jugarreta del Impulsor?

A lo lejos, al otro lado del jardín, entre las camelias que había junto a la verja, le pareció ver a alguien que se movía. Oyó el eco de pasos. Pero sólo se trataba de algún transeúnte nocturno, alguien que quizás espiara a través de las hojas. Siguió atento hasta que los distantes pasos se alejaron y se dio cuenta de que oía el tren de la ribera, y sonaba exactamente igual que cuando lo escuchaba de niño desde Annunciation Street. Y otra vez aquel ruido, un bebé que lloraba, igual que el silbido del tren.

Se puso de pie, apagó el cigarrillo y volvió a la casa.

—No me asustas —dijo, de improviso—. No creo que haya sido Arthur Langtry. ¿Había suspirado alguien en la oscuridad? Dio una vuelta. Sólo encontró el comedor vacío. Tan sólo el quicio de la puerta en forma de cerradura del pasillo. Lo cruzó y dejó que sus pasos retumbaran con fuerza.

Cuando regresó al hotel llamó a Aaron desde el vestíbulo y le pidió que bajara al bar a tomar una copa. Era un lugar pequeño y agradable, con algunas mesas acogedoras y una luz cálida. Pocas veces se llenaba.

Se sentaron a una mesa del rincón. Michael bebió media cerveza en tiempo récord y contó a Aaron lo que había sucedido. Le describió también al hombre canoso. —¿Sabe?, ni siquiera quiero contárselo a Rowan —dijo. —¿Por qué no? —preguntó Aaron.

—Porque no quiere saberlo. No quiere verme perturbado otra vez. La altera mucho. Trata de ser comprensiva, pero la verdad es que a ella no le afecta del mismo modo. Yo me vuelvo loco y ella se enfada.

—Cuénteselo. Explíquele sencilla y tranquilamente lo sucedido. Trate de no reaccionar de manera que a ella la afecte, a no ser, claro está, que ella quiera.

Pero no guarde secretos, Michael sobre todo secretos como éste.

Se quedó en silencio durante un rato. Aaron casi había terminado su bebida.

—Aaron, ¿hay alguna manera de probar el poder que ella tiene, de trabajar con él o averiguar qué se puede hacer?

—Aaron asintió.

—Sí, pero ella cree que lo ha utilizado toda su vida para curar. En cuanto al aspecto negativo, ella no quiere desarrollarlo, prefiere reprimirlo completamente.

—Sí, pero es posible que alguna vez quiera jugar con él, en una situación experimental, de laboratorio.

—Con el tiempo, quizás. Ahora mismo está concentrada en la idea del centro médico. Como ha dicho, quiere estar con la familia y hacer realidad sus planes. Tengo que admitir que la idea de un centro médico Mayfair es espléndida. Creo que Mayfair y Mayfair están impresionados, aunque no quieran admitirlo. —Aaron terminó su vino—. ¿Y usted, qué tal? —preguntó, señalándole las manos. —Ah, estoy mejorando. Me quito los guantes cada vez más a menudo. No sé... —¿Y cuando se tiró al agua? —Bueno, creo que también me los quité. Dios mío, ni siquiera había pensado en ello. Creo... ¿No pensará que tiene algo que ver?

—No, no creo. Pero estoy de acuerdo en que haya pensado que podría no haber sido Langtry. Quizá no sea más que una sensación, pero no creo que Langtry se hubiera presentado de aquel modo. Pero dígaselo a Rowan. ¿Acaso no quiere que Rowan sea del todo honesta con usted? Cuénteselo.

Michael sabía que Aaron tenía razón. Se había vestido para la cena y esperaba en la sala de la suite cuando llegó ella. Le sirvió un trago y le explicó el incidente lo más breve y concisamente que pudo.

Vio de inmediato la ansiedad en el rostro de ella. Se sintió casi desilusionado de que algo feo, sombrío y horrible hubiera empañado una vez más la sólida sensación de que todo iba bien. Parecía incapaz de decir nada. Se limitó a quedarse sentada en el sofá, junto a los paquetes que acababa de traer. Ni siquiera tocó la copa.-Creo que fue uno de sus trucos —dijo Michael—. Es la sensación que tengo. Como lo del lirio. Creo que deberíamos continuar sin hacer mucho caso.

Era lo que ella quería oír, ¿no?

—Sí, eso es exactamente lo que debemos hacer-dijo ella, un poco irritada—. ¿Te perturbó mucho? —preguntó—. Creo que de haber visto algo así me habría vuelto loca.

—No —respondió él—. Fue algo impresionante, pero en cierto modo me fascinó. Creo que también me enfadé. Tuve una especie de... bueno, tuve uno de esos ataques de...

—Dios mío, Michael. —¡No, no! Siéntate, doctora Mayfair. Estoy bien. Simplemente, cuando suceden este tipo de cosas, sufro un sobreesfuerzo, una reacción sistémica total, algo así. No lo sé. Quizás esté asustado y no lo sepa. Probablemente sea eso. Me ocurrió de niño, en las montañas rusas, en Pontchartrain Beach. Llegamos a lo alto y me imaginé que, bueno, que por una vez no me prepararía, que bajaría en picado completamente relajado. Pues bien, sucedió algo de lo más extraño.

Sentí esos calambres en el estómago y en el pecho. ¡Dolor! Era como si mi cuerpo se tensara por mí, sin permiso. Algo así. En realidad, fue exactamente así.

Ella no lo comprendía. Estaba allí sentada, con los brazos cruzados y los labios apretados, y no lo comprendía. Al final dijo en voz baja:

—Hay personas que mueren de un ataque al corazón en las montañas rusas.

Del mismo modo que mueren de otras formas de estrés.

—Yo no voy a morir. —¿Por qué estás tan seguro?

—Porque ya he muerto antes —dijo él—. Sé que no es el momento.

Rowan lanzó una sonrisa amarga.

—Muy gracioso —comentó.

—Hablo en serio.

—No vuelvas a ir solo nunca más. No le des la oportunidad de que te haga algo así. —¡Tonterías, Rowan! No tengo miedo a ese maldito espíritu. Además, me gusta ir allí y... —¿Y qué?

—El espíritu, tarde o temprano, aparecerá. —¿Por qué estás tan seguro de que es el Impulsor?.-preguntó en voz baja.

Su rostro se había suavizado de repente—. ¿Y si en verdad Langtry era Langtry, que quiere que me dejes?

—Eso no tiene sentido.

—Por supuesto que lo tiene.

Michael lanzó un suspiro burlón.

Pero Rowan se había levantado y salía de la casa. Él nunca la había visto comportarse así. Al cabo de un momento volvió a aparecer con su maletín negro en la mano.

—Ábrete la camisa, por favor —le pidió. Sacó el estetoscopio. —¡Qué! ¿Qué es esto? Estás bromeando, ¿verdad?

Permaneció de pie frente a él, mirando el techo. Luego bajó la mirada y sonrió.

—Vamos a jugar a doctores, ¿vale? ¿Te desabrochas la camisa?

—Sólo si te la desabrochas tú.

—Basta de tonterías. Respira hondo.

Michael hizo lo que le pedía.

—Bueno, ¿qué oyes?

Rowan se puso de pie y guardó el estetoscopio en el maletín. Volvió a sentarse y le tomó el pulso.

—Parece que estás bien. No se oye ningún murmullo y no parece que haya ningún problema congénito, ni disfunción de ningún tipo. —¡Así es el viejo Michael Curry de siempre! —exclamó—. ¿Y qué te dice tu sexto sentido?

Rowan apoyó la mano en el cuello de Michael y deslizó los dedos hacia abajo, acariciándole suavemente la piel. Era una caricia tan suave y distinta que le produjo escalofríos por toda la espalda, al tiempo que encendía su pasión con una llamarada rápida.

Estaba aun paso de la pasión puramente animal, sentado allí, junto a Rowan, y ella debió de sentirlo. Pero su rostro era como una máscara, lo miraba tan inmóvil, con esos ojos brillantes, mientras sus manos seguían apoyadas en él, que casi se asustó. —¿Rowan? —murmuró.

Ella retiró las manos poco a poco. Otra vez volvía a ser ella misma, apoyó los dedos juguetona y amablemente sobre sus muslos y buscó el bulto debajo de los tejanos. —¿Qué te dice tu sexto sentido? —preguntó otra vez, resistiendo la necesidad de arrancarle la ropa allí mismo.

—Que eres el hombre más guapo y seductor con el que me he acostado —dijo, con languidez—. Que enamorarme de ti ha sido una idea asombrosamente inteligente. Y que nuestro primer hijo será increíblemente hermoso, guapo y fuerte. —¿Me tomas el pelo? No es eso lo que has visto.

—No, pero sucederá —dijo, y apoyó la cabeza sobre su hombro—. Pasarán cosas maravillosas porque nosotros haremos que pasen —añadió, mientras se acurrucaba contra él—. Vamos a la cama a hacer que algo maravilloso suceda entre las sábanas.

A finales de semana, Mayfair y Mayfair celebró su primera reunión seria dedicada en exclusiva a la creación de un centro médico. De común acuerdo con Rowan, se decidió autorizar la elaboración de varios estudios coordinados, en cuanto a viabilidad, tamaño óptimo del centro y posibles emplazamientos en Nueva Orleans.

Rowan dedicaba muchas horas a leer artículos técnicos sobre la atención hospitalaria en Estados Unidos. Hablaba durante horas por teléfono, conversaciones de larga distancia, con Larkin, su antiguo jefe, y con otros médicos de todo el país, para pedirles sugerencias e ideas.

Empezaba a resultarle evidente que sus sueños más espectaculares podían hacerse realidad sólo con una fracción de su capital, y tal vez no fuera necesario ni tocar el capital. Por lo menos así era como Lauren y Ryan Mayfair interpretaban sus sueños; y era mejor dejar que las cosas se hicieran partiendo de esa base.

—Pero ¿qué me dices si algún día hasta el último céntimo del legado va a parar a la medicina? —le dijo Rowan a Michael, en privado—. Al descubrimiento de vacunas y antibióticos, a la creación de camas hospitalarias y quirófanos.

Las obras de la casa iban tan bien que Michael tuvo tiempo incluso para ver un par de propiedades más. A mediados de septiembre había comprado una vieja tienda en Magazine Street, a pocas manzanas de First Street y de donde él había nacido. Era en un edificio antiguo, con un piso arriba y una galería de hierro forjado que daba a la acera. Otro de esos momentos perfectos.

Sí, todo iba estupendamente y era muy divertido. El salón estaba casi terminado. Algunas alfombras chinas de Julien y los sillones franceses habían vuelto a la casa, y el reloj de péndulo estaba otra vez en marcha.

Por supuesto, la familia insistía en que dejaran las habitaciones del Pontchartrain y se trasladaran a esta o aquella casa hasta la boda. Pero ellos estaban muy cómodos en la suite que daba a St. Charles Avenue.

Aaron también seguía en las habitaciones de arriba, y ambos se habían encariñado mucho con él. Un día no estaba completo sin un café, una copa o al menos una charla con Aaron. Y si seguía sufriendo esos pequeños accidentes, no lo decía. Mientras, Beatrice y Lily Mayfair habían convencido a Rowan de una boda de blanco en la iglesia de St. Mary's Assumption. Por lo visto, el legado estipulaba una ceremonia católica. Y el traje se consideraba del todo indispensable para la felicidad y satisfacción de todo el clan. Rowan parecía satisfecha cuando por fin aceptó.

Y Michael estaba secretamente entusiasmado.

Lo emocionaba más de lo que se atrevía a reconocer. Jamás había soñado con algo tan elegante y tradicional en su vida. Y, por supuesto, era una decisión de la mujer y no quiso presionar a Rowan en modo alguno. Pero, ah, pensar en una boda de blanco en la vieja iglesia en la que había servido de monaguillo...

Mientras pasaba el hermoso y balsámico octubre, y los días se volvían más fríos, Michael se dio cuenta de pronto de lo cerca que estaban de sus primeras Navidades juntos. Para entonces, estarían instalados en la nueva casa. Pensaba en el abeto que podrían poner en el enorme salón. Tía Viv estaba preocupada por sus cosas personales y Michael le prometió ir a San Francisco en algún momento a buscarlas; sabía que a ella le gustaba Nueva Orleans. Y le gustaban los Mayfair.

Sí, Navidad, como siempre había imaginado que debía ser: en una casa magnífica, con un árbol espléndido y un fuego ardiendo en una chimenea de mármol.

Navidad.

Inevitable, el recuerdo del Impulsor en la iglesia volvía a su memoria. La inconfundible presencia del Impulsor, mezclada con el olor a agujas de pino y velas de cera, y la visión del niño Jesús de yeso que sonreía en el pesebre. ¿Por qué razón el Impulsor parecía tan cariñoso aquel lejano día en que se le apareció junto al pesebre? ¿Por qué todo esto? A fin de cuentas, ésa era la pregunta.

Quizá nunca llegaría a saberlo. Quizá, quizá nada más, de algún modo ya había cumplido el propósito por el cual le habían devuelto la vida. Quizá sólo se trataba de regresar a Nueva Orleans, amar a Rowan y ser felices en esta casa.

Pero sabía que no podía ser algo tan sencillo. No tenía sentido. Sería un milagro que durara para siempre. Un milagro como la creación del Centro Médico Mayfair; un milagro que Rowan quisiera un hijo; un milagro que la casa pronto fuera el hogar de ellos dos... Un milagro como ver a un fantasma junto al pesebre de una iglesia o debajo de un mirto pelado una fría noche.

39

Muy bien, aquí estamos otra vez, pensó Rowan. ¿Cuántas eran con ésta? ¿La quinta reunión en honor a los prometidos? Habían asistido al té de Lily, al almuerzo de Beatrice, a la cena de Cecilia en Antoine's y a la pequeña fiesta de Lauren en esa maravillosa casa antigua de Esplanade Avenue.

Esta vez era en Metairie, en casa de Cortland, como la llamaban todavía pese a que hacía años que vivían en ella Gifford y Ryan, y el hijo menor de ambos, Pierce. El bonito día de octubre era perfecto para una fiesta en el jardín de unas doscientas personas.

No importaba que la boda se celebrase al cabo de diez días, el primero de noviembre, día de Todos los Santos. Los Mayfair iban a organizar de todos modos dos tés más y un almuerzo en alguna parte. La fecha y el lugar se confirmarían más adelante. —¡Cualquier excusa para una fiesta es buena! —había dicho Claire Mayfair —. Querida, no sabes cuánto hemos esperado una ocasión como ésta.

Los invitados se arremolinaban en el jardín, debajo de los magnolios pulcramente podados, y por las espaciosas habitaciones de techos bajos de la casa estilo Williamsburg de ladrillos a la vista. La morena Arme Marie, un Personaje exageradamente honesto y que ahora parecía muy encantada con los planes de Rowan de construir hospitales, le presentó a numerosas personas que ella ya había visto en el funeral y a muchas otras que no había visto nunca.

Un camarero muy negro, de cabeza perfectamente redonda y un acento haitiano extremadamente musical, servía bourbon y vino blanco en las copas de cristal. Dos cocineras mulatas de uniforme almidonado se ocupaban de darle la vuelta a unos rosados langostinos a la pimienta que se asaban sobre una parrilla humeante. Las mujeres Mayfair, vestidas en suaves tonos pastel, parecían flores entre los hombres de traje blanco. Unos chiquillos correteaban por el césped o se mojaban sus manitas rosadas con el agua que surgía de la fuente en medio del jardín.

Rowan se había instalado en una cómoda silla, debajo del magnolio más grande. Bebía su bourbon y estrechaba la mano a un primo u otro. Le había empezado a gustar el sabor de aquel veneno. Incluso estaba un poco achispada.

Aquel mismo día, más temprano, al probarse el vestido de novia por última vez, una inesperada excitación por toda esa pompa se había apoderado de ella hasta el punto de sentirse agradecida de que más o menos la hubieran obligado.

Sería una «princesa por un día», que entraba y salía de un magnífico espectáculo. Ni siquiera el hecho de tener que llevar la esmeralda sería tan penoso, sobre todo después de haberla guardado en la caja fuerte, tras aquella noche espantosa. Aún no había conseguido hablar con Michael sobre la misteriosa y desagradable aparición de la joya. Sabía que debería habérselo contado, y varias veces había estado a punto de hacerlo, pero no podía.

Además, no había vuelto a suceder nada desde entonces. Nada de flores deformadas en su mesilla de noche. En realidad, el tiempo había volado entre las obras de la casa, que iban a toda marcha, y la casa de Florida, amueblada ya y lista para la luna de miel oficial.

Otro golpe de suerte había sido que la familia hubiera aceptado a Aaron sin reparos. Ahora lo invitaban a todas las reuniones. Beatrice se había prendado de él, sólo había que oírla, y le tomaba el pelo despiadadamente con todas las viudas Mayfair, por sus costumbres de soltero británico. Había llegado incluso a llevarlo a un concierto con Agnes Mayfair, una prima mayor, muy bella, que había perdido a su marido hacía un año.

Cómo se las arreglaría con ella, se preguntaba Rowan, aunque ya sabía que Aaron podía caer en gracia a Dios y al diablo al mismo tiempo. Hasta Lauren, la glacial abogada, parecía encariñada con él.

Era también un compañero infatigable de Vivían, la tía de Michael. Todo el mundo debería tener una tía Vivian, tal como la veía Rowan: una frágil muñequita rebosante de amor y dulzura que idolatraba todo lo que decía Michael. Le recordaba a Millie Dear y a tía Belle, según la descripción de Aaron en el informe.

Pero el traslado no había sido fácil para tía Vivían. Aunque los Mayfair la agasajaban y la invitaban con todo cariño, a ella le costaba mantener su frenético ritmo y la animada conversación. Esa tarde había preferido quedarse en casa, ordenando las pocas cosas que había traído consigo. Suplicaba a Michael que fuera a cerrar la casa de Liberty Street, y él lo postergaba, pese a que tanto él como Rowan sabían que el viaje era inevitable.

Pero ver a Michael con tía Viv era amarlo por toda una serie de razones nuevas. Nadie podía ser más bondadoso o paciente. «Ella es mi única familia, Rowan —le explicó en una ocasión—. Todos los demás han muerto. ¿Sabes?, si las cosas entre tú y yo no hubieran funcionado, habría entrado en Talamasca, ellos se habrían convertido en mi familia.» ¡Dios, cómo deseaba que todo saliera bien! Y el fantasma de First Street guardaba silencio, como si él también deseara que todo saliera bien. ¿O acaso su ira lo Mantenía alejado? Después de la aparición del collar, ella se pasó días enteros maldiciéndolo en voz baja. Hasta la familia había aceptado la idea de Talamasca, a pesar de que Aaron era bastante reacio a explicar qué era en realidad. Quizá lo único que pensaran era que Aaron era un estudioso y un viajero, y que se había interesado en la historia de los Mayfair porque era una viej a y distinguida familia del sur.

Y cualquier erudito que pudiera sacar a la luz una antepasada de una belleza soberbia llamada Deborah, inmortalizada nada menos que por el gran Rembrandt, y legitimada fuera de toda duda por la presencia de la inconfundible esmeralda Mayfair sobre su pecho, era la clase de historiador que apreciaban. Estaban deslumhrados por los fragmentos de la historia de Deborah que Aaron les había revelado. Y pensar que ellos creían que todas esas tonterías de antepasados procedentes de Escocia eran inventos de Julien.

Si sabían algo de lo sucedido años atrás entre Aaron, Cortland y Carlotta, no dijeron ni una palabra. Tampoco sabían que Stuart Townsend había sido miembro de Talamasca; en realidad, se mostraron de lo más confundidos por el descubrimiento de aquel misterioso cuerpo. Poco a poco empezó a resultar evidente que pensaban que Stella había sido la responsable del hallazgo.

«Probablemente murió a causa del opio y la bebida, en una de aquellas fiestas salvajes, y ella lo envolvió en la alfombra y se olvidó de él.»

«O quizá lo estranguló. ¿Recuerdas las fiestas que solía dar?»

A Rowan la divertía oírlos hablar, oír sus despreocupadas carcajadas. Nunca percibió telepáticamente la menor vibración de maldad. Sentía sus buenas intenciones y su alegría.

Pero algunos tenían sus secretos, en especial los más viejos. En cada nueva reunión ella detectaba indicios más fuertes. De hecho, a medida que se acercaba la fecha de la boda, se sentía cada vez más segura de que algo estaba sucediendo.

Los viejos no habían pasado por First Street para felicitarlos ni para maravillarse por las obras. Tenían curiosidad y estaban asustados. Había secretos que querían confiar, o advertencias que quizá querían hacer. O preguntas que deseaban formular. Tal vez querían probar sus poderes, porque ellos también tenían los suyos. Ella nunca había conocido gente tan amable y tan hábil para ocultar sus emociones negativas. Era algo muy extraño.

Pero a lo mejor aquél sería el día en que sucediera algo inusual.

Muchos de estos viejos estaban allí, corría la bebida y tras una serie de días frescos el tiempo volvía a ser cálido y apacible. El cielo era perfectamente azul y unas nubes bien dibujadas se movían deprisa, como graciosos galeones empujados por los vientos alisios.

Rowan bebió otro trago de bourbon —le gustaba el ardor que le producía en el pecho— y miró a su alrededor, buscando a Michael.

Ahí estaba, atrapado desde hacía una hora por la arrolladora Beatrice y por Gifford, una belleza espectacular, descendiente de Lestan Mayfair por parte de madre y de Clay Mayfair por parte de padre, casada, por supuesto, con Ryan, nieto de Cortland. Parece que también había otras líneas Mayfair que se cruzaban, pero Rowan se había apartado en aquel punto de la explicación al ver, mientras la sangre le bullía, los pálidos dedos de Gifford alrededor del brazo de Michael sin ninguna razón. — ¿Por qué motivo su novio les resultaba tan fascinante que no podían soltarlo de sus garras? Y para empezar, ¿por qué diablos estaba Gifford tan nerviosa?

Pobre Michael. No se enteraba de lo que pasaba. Allí sentado, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos, asentía y sonreía a sus bromas. No detectaba el coqueteo sutil en su gestos, ni el brillo encendido de sus ojos, ni el tintineo seductor de sus risas.«Acostúmbrate. Este bastardo es irresistible para una mujer refinada. Todas acaban de descubrirlo, han caído en la cuenta de que es el guardaespaldas que lee a Dickens.»

Y estaba seductor con el nuevo traje de hilo («¿Que me vista como un vendedor de helados?»), que Beatrice lo había obligado a comprarse en Perlis.

«Querido, ¡ahora eres un caballero del sur!»

Porno puro, eso es lo que era. Caminaba de modo pornográfico. Se tomaba su tiempo para arremangarse la camisa, fumaba sus Camel con el brazo derecho doblado, se ponía un lápiz en la oreja, ponía un pie delante de otro y levantaba la mano con violencia cuando discutía con algún carpintero o pintor, como si fuera a lanzarle un gancho directo a la mandíbula.

Y esas zambullidas en la piscina cuando ya no quedaba nadie en la casa (no más fantasmas desde aquella primera vez), y el fin de semana en que habían ido a Florida a hacerse cargo de la casa, y él dormía desnudo en la terraza, sólo con el reloj de oro en la muñeca y esa pequeña cadena al cuello. Un desnudo total, terriblemente seductor. ¡Y era tan feliz! Quizás era la única persona en el mundo que amaba esa casa más que los Mayfair. Estaba obsesionado con ella. No perdía oportunidad de trabajar con sus hombres. Cada vez se quitaba los guantes más a menudo.

Parecía que podía eliminar las imágenes de un objeto si se lo proponía, y, si lo mantenía apartado de otras manos, estaba a salvo, por así decirlo. Tenía también un juego completo de herramientas sólo para él, que usaba con regularidad sin guantes.

Gracias a Dios, los fantasmas y los espectros los estaban dejando tranquilos.

Y ahora, lo mejor que podía hacer ella era dejar de preocuparse por él y el harén que lo rodeaba.

Mejor ocuparse del grupo que la rodeaba: la majestuosa anciana Felice, que acababa de acercar una silla, la bonita y parlanchina Margaret Ann, sentada sobre la hierba, y la hosca Magdalene, la que parecía joven pero no lo era, que hacía rato que estaba allí y observaba a las demás en desacostumbrado silencio.

De vez en cuando alguna cabeza, se volvía y alguien la miraba. Rowan recibía un vago resplandor de saber clandestino, y quizás una pregunta que luego se desvanecía. Pero siempre era uno de los mayores: Felice, la hija menor de Barclay, de setenta y cinco años; o Lily, de sesenta y ocho, decían, nieta de Vincent, o el anciano y calvo Peter Mayfair, con esos ojos siempre húmedos y el cuello hinchado, pese a que su cuerpo se conservaba fuerte y erguido, el hijo menor de Garland, sin duda un viejo precavido y sagaz.

Y también estaba Randall, mayor quizá que su tío Peter, de ojos hundidos y en apariencia sensatos, apoltronado en un banco de hierro en la otra punta, que la miraba fijamente, aunque de vez en cuando otras personas se interponían, como si quisiera decirle algo muy importante pero no supiera cómo empezar.

«Quiero saber. Quiero saberlo todo.» Pierce la miraba ahora con un abierto temor reverencial, obviamente conquistado por el sueño del Centro Médico Mayfair, y casi tan ansioso como ella de que se hiciera realidad. Era una lástima que hubiera perdido algo de la simpatía que solía tener, y que casi se disculpara cuando le presentaba a otros jóvenes, mientras le explicaba brevemente el linaje y la ocupación actual de cada uno. Ella quería que él volviera a sentirse cómodo. La suya era una amabilidad detrás de la cual no se ocultaba ni una sombra de egocentrismo.

Notó con placer que después de presentárselos a ella, se los presentaba a Michael con sencilla cordialidad. En realidad, todos ellos eran muy amables con Michael. Gifford no paraba de servirle bourbon, y Anne Marie se había acomodado a su lado y hablaba efusivamente con él mientras le rozaba el hombro. Desconecta, Rowan. No puedes encerrar a esta hermosa fiera en la buhardilla.

La rodeaban en grupos que se disolvían hasta que se formaba uno nuevo. Y siempre hablaban de la casa de First Street, sobre todo de la casa.

First Street era su sello de origen, de marca. Los disgustaba ver cómo se había venido abajo y odiaban a Carlotta por ello. Ella lo notaba detrás de las palabras de felicitación. Lo percibía cuando los miraba a los ojos. Por fin la casa estaba libre de aquel despreciable cautiverio. Era asombroso ver todo lo que sabían sobre los últimos cambios. Estaban incluso al corriente de los colores que Rowan había elegido para habitaciones que ni siquiera habían visto. ¿Qué pensaban sobre su proyecto de fundar un gran hospital? En las pocas conversaciones que había tenido fuera del bufete le parecían asombrosamente receptivos. El nombre, Centro Médico Mayfair, les encantaba.

Para ella era vital que el centro abriera un nuevo campo, había explicado la semana anterior a Bea y Cecilia, para que cubriera necesidades que otros centros no cubrían. Un marco ideal para la investigación, sí, eso era imperativo, pero no como una torre de marfil. Sería un auténtico hospital, con una gran proporción de camas gratuitas. Un centro para el tratamiento de problemas neurológicos que reuniera a los especialistas y cirujanos más importantes del país, innovador, eficaz y completo, de una comodidad incomparable, con los últimos adelantos de la técnica. Sería su sueño hecho realidad.

Y día tras día su proyecto adquiría nuevos bríos. Soñaba con un programa de aprendizaje humanizado que corrigiera todos los horrores y abusos de la medicina moderna. Planeaba una nueva escuela de enfermería, que diera a luz un nuevo tipo de superenfermera capaz de asumir una gama completa de responsabilidades diferentes— Las palabras «Centro Médico Mayfair» se convertirían en sinónimo de la práctica más exquisita, humana y sensible de la profesión.

Sí, todos se sentirían orgullosos. ¿Cómo no? —¿Otra copa?

—Sí, gracias. Un bourbon.

El bourbon era mejor muy frío, pero también era más peligroso. Y sabía que estaba bebiendo demasiado. Tomó otro trago, agradeciendo un pequeño brindis que venía de la otra punta del jardín. Un brindis detrás de otro por la casa y por la boda. ¿ Alguien hablaba de alguna otra cosa?

—Rowan, tengo fotos que se remontan a... —... y mi madre guardó todos los artículos de los periódicos... —¿Sabes?, está en los libros sobre Nueva Orleans, sí, sí, tengo algunos muy antiguos, te los puedo dejar en el hotel... —... una caja con daguerrotipos... Katherine, Darcy y Julien. ¿Sabes que Julien siempre se fotografiaba en la puerta de entrada? Tengo siete fotos diferentes de él en la puerta de entrada.

«La puerta de entrada.»

Más y más Mayfair pasaban a su lado. Y al fin traían al anciano Fielding, el hijo de Clay, completamente calvo, con una piel casi transparente y ojos enrojecidos, para que se sentara junto a ella.

En cuanto se sentó, los más jóvenes se acercaron a saludarlo, como habían hecho con ella.

Hércules, el criado haitiano, puso un vaso de bourbon en la mano del anciano. —¿Algo más, señor Fielding?

—No, Hércules, ¡nada de comida! Estoy harto de comer. Ya he comido bastante, para toda una vida.

Tenía una voz profunda, sin edad, como la de Carlotta.

—Así que nos hemos quedado sin Carlotta —dijo, con tono hosco, a Beatrice, que se había acercado a besarlo—. Soy el único que queda.-No hables así, te tendremos mucho tiempo más —dijo Bea. Su perfume flotaba alrededor de ellos, dulce y floral, y caro como su vestido rojo de seda.

Fielding se volvió hacia Rowan.

—Así que estás arreglando la casa de First Street y vais a vivir en ella. ¿Ha salido todo bien hasta ahora?

—Sí, ¿por qué no iba a salir bien? —preguntó Rowan, con una amable sonrisa.

De pronto simpatizó con el anciano; acababa de apoyar una mano sobre la suya.

—Una noticia estupenda, Rowan —comentó. Su voz, ahora que había recobrado el aliento tras la larga odisea desde la puerta de entrada, era aún más sonora—. Una noticia estupenda. —El blanco de los ojos era amarillento, aunque la dentadura postiza brillaba—. Durante todos estos años ella no ha dejado que nadie tocara la casa-dijo con un toque de ira—. Una vieja bruja, eso es lo que era.

Suaves exclamaciones brotaron de los labios de las mujeres reunidas a la izquierda. Ah, pero eso era lo que Rowan quería, que se resquebrajara la superficie de cortesía.

—Abuelo, por el amor de Dios. —Era Gifford, que estaba junto a él. Recogió el bastón caído sobre la hierba y lo enganchó en el respaldo de la silla.

—Bueno, es la verdad —dijo—. ¡Dejó que se convirtiera en una ruina! Me sorprende que aún se pueda arreglar. —¡Abuelo! —insistió Gifford, casi desesperada.

—Déjalo hablar, querida —intervino Lily, con la cabeza rígida, ojos brillantes y una mano fina que sostenía con fuerza la copa.

—Crees que cualquiera puede hacerme callar-respondió el anciano—. Ella decía que él no la dejaba, le echaba la culpa de todo. Creía en él y lo usaba, pero ella tenía sus propias razones.

El silencio cayó sobre el grupo que los rodeaba.

Parecía como si hubiera menos luz a medida que los demás se acercaban.

Rowan percibía la figura gris oscura de Randall, que se movía casi fuera de su campo de visión. —Abuelo, ojalá no... —dijo Gifford. «¡ Ah, pero yo quiero que sí!» —¡Era ella! —continuó Fielding—. Quería que todo se derrumbara a su alrededor. A veces me pregunto por qué no la quemó, como hizo esa maldita ama de llaves de la película Rebeca. Yo temía que lo hiciera, que quemara los viejos retratos de Julien.¿ Has visto los retratos? ¿ Has visto a Julien y a sus hijos en la puerta de entrada? —¿ En la entrada? ¿ Se refiere a la puerta principal, la que tiene forma de cerradura? ¿Lo había oído Michael? Sí, ahora se acercaba, era evidente que trataba de callar a Cecilia, que no paraba de decirle algo al oído, inconsciente de la asombrada expresión de su rostro. Aaron estaba bajo el magnolio, no muy lejos, discreto, con la mirada fija en el grupo. Ojalá ella pudiera hechizarlos para que no lo vieran.

Pero ellos no notaban nada más que su mutua presencia. Fielding asentía, Felice levantó la voz y señaló a Fielding. Sus pulseras de plata tintinearon.

—Cuéntaselo —dijo Felice—. Creo que deberías hacerlo.¿ Te interesa mi opinión? Carlotta deseaba aquella casa. Quería mandar en ella y fue su señora hasta el día en que murió.

—Ella no deseaba nada ni a nadie —gruñó Fielding, e hizo un gesto de desdén con su mano izquierda—. Ésa era su maldición. Sólo quería destruir. —¿ Qué pasa con aquella entrada? —preguntó Rowan. —Abuelo, voy a llevarte a...

—No me vas a llevar a ninguna parte, Gifford —dijo éste. Su voz sonaba decidida, casi juvenil—. Rowan se va a mudar a la casa y tengo cosas que contarle.

—Es una casa hermosa, ¡seguro que estará muy bien allí!-intervino Magdalene, algo huraña—. ¿Qué tratas de hacer? ¿Asustarla?

Randall estaba detrás de Magdalene, las cejas levantadas, los labios ligeramente fruncidos y todas las arrugas de su rostro viejo y flaccido muy pronunciadas mientras miraba a Fielding.

—Pero ¿qué iba a decirme? —preguntó Rowan.

—Sólo se trata de un montón de viejas leyendas —dijo Fielding, con un toque de ligera irritación, pese a que empezó a hablar más despacio con la intención de acallarla—. Viejas leyendas estúpidas acerca de una entrada que no significan nada.

Michael se detuvo detrás de Fielding y Aaron se acercó un poco. A pesar de todo no lo notaron.

—En realidad me gustaría saberlo —dijo Pierce. Estaba a la izquierda, detrás de Felice y al lado de Randall. Felice miraba fijamente a Fielding, su cabeza se balanceaba un poco, estaba borracha—. Hay un retrato de mi bisabuelo frente a la puerta —continuó Pierce—. Está en la casa. Siempre pintaban a todos frente a esa entrada. —¿Y por qué no se ponían en el porche delantero para esos cuadros? —preguntó Ryan—. Hay que recordar que la casa antes de ser de Carlotta era de nuestro tatarabuelo.

—Eso es —murmuró Michael—. Ahí es donde yo vi la entrada. En los retratos. Dios mío, debo mirar detenidamente esas imágenes...

Ryan le dirigió una mirada. Rowan le tendió la mano y le hizo gestos de que se acercara a ella. Los ojos de Ryan lo siguieron mientras él pasaba por detrás del respaldo de la silla de Rowan y se sentaba en la hierba, de modo que ella pudo cogerlo por el hombro. Aaron estaba ahora bastante cerca.

—Pero hasta las viejas fotos —siguió Pierce— se hicieron en la puerta de entrada. Siempre hay una puerta en forma de cerradura. Ya sea la principal o una de las...

—Sí, la puerta —dijo Lily—. Y la puerta del panteón. La misma forma de cerradura labrada en lo alto de las criptas. Nadie sabe quién la hizo.

—Bueno, fue Julien, por supuesto —dijo Randall, tajante, en voz baja—. Y sabía muy bien lo que hacía, porque esa puerta tenía un significado especial para él, y para todos ellos en aquel entonces.

—Si le cuentas todas esas locuras —intervino Anne Marie—, Rowan no va a...

—Pero yo quiero saberlo —interrumpió ésta—. Además, nada impedirá que nos mudemos a la casa.

—No estés tan segura —dijo Randall, con solemnidad.

Lauren le lanzó una fría mirada de censura.

—No es momento para cuentos de terror —murmuró. —¿ Tenemos que desenterrar toda esta basura? —exclamó Gifford. La mujer estaba claramente enfadada.

Rowan vio la preocupación de Pierce, que estaba justo frente a su madre.

Ryan estaba junto a él, le cogió el brazo y le dijo algo al oído. —¿Qué significa la entrada? —preguntó Rowan—. ¿Por qué se ponían siempre delante?

—No me gusta hablar de ello —exclamó Gifford—. No sé por qué tenemos que desenterrar el pasado cada vez que nos reunimos. Deberíamos pensar en el futuro.

—Estamos hablando del futuro —intervino Randall—. La joven debería saber ciertas cosas.

—Me gustaría saber algo sobre la puerta —insistió Rowan.

—Muy bien, adelante, viejos retrógrados —dijo Felice—. Si tenéis la intención de contar algo después de tantos años de comportaros como gatitos miedosos...

—La entrada tiene que ver con el pacto y la promesa —dijo Fielding—. Ha sido un secreto que ha pasado de generación en generación desde el principio.

Rowan bajó la cabeza y observó a Michael, que estaba sentado con las rodillas levantadas y los brazos apoyados en ellas y a su vez miraba a Fielding.

Pero incluso desde arriba veía la expresión de miedo y confusión que tenía su rostro, la misma maldita expresión que tenía cada vez que hablaba de las visiones. Una expresión tan rara que no parecía él.

—Yo nunca los oí hablar de ninguna promesa —dijo Cecilia—, de ningún pacto ni de ninguna entrada.

Peter Mayfair se acercó a ellos, calvo como Fielding y con los mismos ojos inteligentes. De hecho, estaban todos reunidos en círculos, de tres o de cuatro.

—Porque no hablaban de ello —respondió Peter, con voz temblorosa y algo teatral—. Era un secreto y no querían que nadie lo supiera. —¿Pero a quién te refieres? —preguntó Ryan—. ¿A mi abuelo?-Teníala voz un poco pastosa por la bebida. Tomó otro trago—. Estás hablando de Cortland, ¿no?

—No quiero que... —murmuró Gifford, pero Ryan le indicó que se callara.

—Cortland era uno de ellos, por supuesto —respondió Fielding, mirando al calvo Peter—; y todos lo sabían.

—Bah, es espantoso decir algo así-comentó Magdalene, enfadada—. Yo quería mucho a Cortland.

—Muchos de nosotros lo queríamos —interrumpió Peter, de mal humor—.

Yo habría hecho cualquier cosa por él, pero Cortland era uno de ellos. Es verdad, como tu padre, Ryan. Pierce también lo fue mientras vivió Stella, y también el padre de Randall. ¿No es cierto?

Randall asintió y tomó muy lentamente un trago de bourbon. —¿Qué significa «uno de ellos»? —preguntó Pierce—. Lo he estado oyendo toda mi vida: «uno de ellos», «no es uno de ellos». ¿Qué significa?

—Nada-dijo Ryan—. Tenían un club, un club social.

—Sin duda alguna —comentó Randall.

—Murieron todos con Stella —intervino Magdalene—. Mi madre era muy amiga de ella, iba a esas fiestas, ¡no había trece brujas! Eran puras habladurías. —¿Trece brujas? —preguntó Rowan. Sentía la preocupación de Michael. A través de un pequeño claro en el círculo veía a Aaron, de espaldas al árbol, que miraba el cielo como si no los oyera. Pero Rowan sabía que lo hacía.

—Es parte de la leyenda —dijo Fielding, indiferente, resuelto, como si no tuviera nada que ver con los demás—, parte de la historia de la entrada y el pacto. —¿Qué decía la leyenda? —preguntó Rowan. —Que todos serían salvados por la entrada y las trece brujas —respondió Fielding; miraba otra vez a Peter—. Ésa era la historia, ésa era la promesa. Randall sacudió la cabeza.

—Era un enigma. Stella nunca supo qué significaba en realidad. —¿Trataba de reunir a las trece brujas en aquellas fiestas? —preguntó Rowan.

—Sí —respondió Fielding—, eso era exactamente lo que trataba de hacer.

Ella decía que era bruja, igual que Mary Beth, su madre, que no se andaba con rodeos sobre el asunto y afirmaba que tenía el poder y podía ver al hombre.

—No voy a permitir que... —dijo Gifford, en un tono que rayaba la histeria. —¿Por qué? ¿Por qué os asusta tanto? —preguntó Rowan, tranquilamente —. ¿No son sólo viejas leyendas? Silencio. Todos la estudiaban. Quizá todos esperaban que respondiera otro. Lauren la miraba casi enfadada. Lily, con ligera sospecha. Sabían que los engañaba.

—Tú sabes que no son viejas leyendas —dijo Fielding en voz baja. —¡Porque creyeron en ellas! —dijo Gifford con la barbilla levantada y labios temblorosos—. Porque la gente ha hecho cosas horribles en nombre de la creencia en esas viejas ridiculeces. —¿ Qué cosas? —preguntó Rowan—. ¿ Te refieres a lo que hizo Carlotta con mi madre?

—Me refiero a las cosas que hizo Cortland —res-pondió Gifford. Ahora se sacudía, estaba claramente al borde de la histeria—. Eso es lo que quiero decir.

—Echó una mirada a Ryan, a su hijo Pierce y después otra vez a Rowan—. Sí, y a Carlotta también. Todos ellos traicionaron a tu madre. Ay, hay tantas cosas que no sabes.

—Shhh, Gifford, has bebido demasiado —murmuró Lily.

—Vete adentro, Gifford —sugirió Randall.

Ryan cogió a su esposa del brazo y se inclinó para decirle algo al oído. Pierce dejó su sitio y se acercó a ayudarlo. Juntos se llevaron a Gifford.

—Creían en la magia negra, es eso —le explicó Fielding—, y creían en las trece brujas y la entrada. Pero nunca descubrieron cómo hacer que todo aquello funcionara.

—Bueno, ¿y qué pensaban que significaba? —preguntó Beatrice—. A mí todo esto me parece fascinante. Cuenta.

—Sí, y se lo contarás a todo el club de campo —comentó Randall—, como haces siempre.

Ryan obligó a Gifford a entrar en la casa, mientras Pierce cerraba la puerta vidriera detrás de ellos.

—No, sólo quiero saberlo —dijo Beatrice, y dio un paso hacia delante, cruzando los brazos—. Si Stella no sabía el significado, ¿quién lo sabía entonces?

—Julien —respondió Peter—, mi abuelo. Él lo sabía y se lo dijo a Mary Beth.

Lo dejó escrito, pero ésta destruyó el informe. Mary Beth se lo explicó a Stella, pero la muchacha nunca lo entendió de verdad.

—Stella nunca prestaba atención a nada —añadió Fielding.

—No, a nada —comentó Lily con tristeza—. Pobre Stella, sólo pensaba en fiestas, alcohol ilegal y esos amigos locos.

—En realidad no acababa de creérselo —continuo Fielding—. Ése era el problema. Quería jugar con todo aquello y, cuando algo salía mal, se asustaba y ahogaba su miedo en champán. Vio cosas que habrían convencido a cualquiera, pero siguió sin creer en la entrada, la promesa y las trece brujas hasta que fue demasiado tarde: Julien y Mary Beth ya habían muerto. —¿Así rompió la cadena de información? —preguntó Rowan—. ¿ Es eso lo que está diciendo? ¿ Que transmitían sus secretos junto con el collar y todo lo demás?

—El collar nunca fue tan importante —dijo Lily—. Carlotta le dio mucha importancia al tema. Se trata, simplemente, de que no se le puede quitar el collar... bueno, que no se le puede quitar a quien lo hereda, y Carlotta pensaba que si guardaba el collar bajo llave, terminaría con todos esos extraños sucesos, lo convirtió en otra de sus inútiles batallitas.

—Y Carlotta lo sabía —dijo Peter, mirando con cierto desdén a Fielding—.

Sabía lo que significaba la entrada y las trece brujas. —¿Cómo lo sabes? —Era Lauren la que hablaba, desde cierta distancia—.

Ella nunca dijo tal cosa.

—Por supuesto que no. ¿ Cómo iba a hacer algo semejante? —respondió Peter—. Lo sé porque Stella se lo contó a mi madre. Carlotta lo sabía y no quiso ayudarla. Stella trataba de cumplir la vieja profecía. Que, por otra parte, no tenía nada que ver con la salvación y los aleluyas. No se trataba de eso. —¿Quién lo dice? —preguntó Fielding. —Lo digo yo.

—Bueno, ¿y qué sabes tú del asunto? —preguntó Randall en voz baja, con un tono de ligero sarcasmo—. El mismo Cortland me dijo que cuando consiguieran reunir a las trece, brujas se abriría la puerta entre los mundos. —¡Entre los mundos! —se burló Peter—. Me gustaría saber qué tiene que ver con la salvación. Cortland no sabía nada. Sabía lo mismo que Stella; si no, la hubiera ayudado. Cortland estuvo allí y yo también. —¿Allí, dónde? —preguntó Fielding, despectivo.-Stella hacía esas fiestas para tratar de descubrir el significado —dijo Peter—, y yo estuve allí. —¿Cómo ibas a estar allí? —le preguntó Margaret Ann—. Si fueron hace cien años.

—No, no. Hubo una en 1928 y yo estuve allí —insistió Peter—. Tenía doce años y mi padre estaba furioso con mi madre por haberme llevado. Lauren también estuvo, tenía cuatro años.

Lauren asintió con un pequeño gesto. Sus ojos tenían una expresión soñadora, como si recordara, pero no dijo nada.

—Stella escogió a trece de nosotros —continuó Peter—, basándose en nuestros poderes, ya sabéis, los viejos dones: adivinar el pensamiento, ver espíritus, mover objetos. Nos reunimos todos en la casa con el propósito de abrir la puerta. Cuando formáramos un círculo y empezáramos a visualizar el propósito, él aparecería, vendría y se quedaría entre nosotros. Y ya no sería un fantasma, entraría en este mundo.

El grupo se quedó en silencio. Beatrice miraba a Peter como si él fuera el fantasma. Fielding también lo observaba con aparente incredulidad, quizá con desprecio.

El rostro de Randall permanecía impasible debajo de sus profundas arrugas.

—Rowan no sabe de qué estás hablando —dijo Lily.

—No, creo que deberíamos terminar con todo esto —comentó Anne Marie.

—Ella lo sabe —dijo Randall, mirando a Rowan directamente.

Rowan se dirigió a Peter. —¿Qué quiere decir con que «él» entraría en este mundo? —preguntó.

—Que ya no sería un espíritu. Que no sólo aparecería, sino que se quedaría, que sería... material.

Randall estudiaba a Rowan como si hubiera algo en ella que no acabara de comprender del todo.

Fielding lanzó una carcajada seca, de superioridad.

—Stella debió de inventarse esa parte. Eso no fue lo que me contó mi padre.

Salvados, eso fue lo que me dijo. Que todos los que formaban parte del pacto iban a ser salvados. ¡Recuerdo que se lo contó a mi madre! —¡Ah!, ¿no creeréis en estas cosas? —dijo Beatrice—. ¡Dios mío!

Fielding sacudió la cabeza.

—Salvados, eso fue lo que dijo mi padre, que todos se salvarían cuando se abriera la entrada. Era un enigma y Mary Beth tampoco sabía el auténtico significado. Carlotta juraba que lo había descubierto, pero no era verdad. Sólo quería atormentar a Stella. Ni siquiera creo que lo supiera Julien. —¿Sabe cuáles son las palabras del enigma? —preguntó Michael.

Fielding se volvió a la izquierda y lo miró. De pronto, parecía que todos percibieran la presencia de Michael y le prestaban atención.

—Sí, ¿cuáles eran las palabras del enigma? —preguntó Rowan.

Randall miró a Peter y ambos miraron a Fielding. Éste volvió a sacudir la cabeza. —Nunca las supe. Nunca supe que hubiera palabras específicas. Sólo sé que cuando hubiera trece brujas al fin se abriría la puerta. La noche en que murió Julien, mi padre dijo: «Ahora nunca conseguirán reunir las trece, imposible sin Julien.» —¿Y quién les habló a ellos del enigma? —preguntó Rowan—. ¿Fue el hombre?

Todos volvieron a mirarla. Anne Marie parecía temerosa y Beatrice incómoda, como si alguien hubiera roto el precinto. Lauren la miraba de un modo de lo más extraño.

—Ella nunca ha sabido de qué iba todo esto —declaró Beatrice.

—Creo que deberíamos olvidarnos del tema —dijo Felice.-¿Por qué? ¿Por qué vamos a olvidarnos? —preguntó Fielding—. ¿No crees que el hombre se aparecerá ante ella como hizo con todas las demás? ¿Qué ha cambiado? —¡ La estás asustando! —exclamó Cecilia—. Y, francamente, también me asustas a mí. —¿Fue el hombre quien les habló del enigma? —preguntó Rowan de nuevo.

Nadie respondió. ¿Qué podía decirles para que empezaran a hablar otra vez, para que revelaran lo que sabían?

—Carlotta me habló del hombre —dijo—, y no le tengo miedo.

Qué inmóviles estaban todos. Cada uno ocupaba su sitio en el círculo, menos Ryan, que se había llevado a Gifford. Hasta Pierce había regresado y estaba detrás de Peter. El sol empezaba a ponerse y hasta los sirvientes habían desaparecido, como si supieran que nadie deseaba su presencia.

Anne Marie cogió una botella de la mesa cercana y llenó un vaso con un sonoro gorgoteo. Alguien más cogió la botella, y luego otro. Pero todos los ojos siguieron fijos en Rowan. —¿Alguno de vosotros ha visto al hombre? —preguntó ella.

La cara de Peter era solemne e inescrutable. Ni siquiera pareció darse cuenta de que Lauren le servía bourbon.

—Dios mío, ojalá pudiera verlo —dijo Pierce—, ¡aunque sólo fuera una vez! —¡Yo también! —exclamó Beatrice—. Ni se me ocurriría tratar de deshacerme de él, le hablaría... —¡ Ah, cállate, Bea! —gritó Peter, de pronto—. No sabes lo que estás diciendo. ¡No tienes ni idea!

—Tú sí, ¿no? —dijo Lily, mordaz, en defensa de Bea—. Ven, Bea, siéntate con nosotras. Si va a haber guerra, es mejor estar en el bando correcto.

Beatrice se sentó en el césped, junto a la silla de Lily.

—Viejo idiota, te odio —le dijo a Peter—. Me gustaría saber lo que harías si vieras al hombre.

Él no le hizo caso y, levantando una ceja, tomó otro trago de bourbon.

Fielding sonrió despectivamente mientras decía algo entre dientes.

—He ido a First Street —dijo Pierce— y he dado vueltas junto a la verja durante horas para ver si lo veía, aunque sólo fuera un instante.

—Por el amor de Dios —exclamó Anne Marie—, como si no tuvieras nada mejor que hacer.

—Mejor que tu madre no lo sepa —murmuró Isaac.

—Todos vosotros creéis en él —dijo Rowan—, así que alguno lo habrá visto. —¿Qué te hace pensar eso? —rió Felice.

—Mi padre dice que es una fantasía, una vieja leyenda —dijo Pierce.

—El existe —afirmó Peter con seriedad—. Es tan real como el relámpago y el viento. —Se volvió, lanzó una mirada al joven Pierce y después a Rowan, como si le exigiera toda su atención y fe en él. Luego posó su mirada en Michael—. Yo lo he visto; la noche en que Stella nos reunió. Y lo veo desde entonces. Lily lo ha visto, y Lauren también: Y tú también, Felice, lo sé. Lo viste la noche de la muerte de Mary Beth, en First Street. Tú sabes que lo has visto. ¿ Quiénes de los que están aquí no lo han visto? Sólo los jóvenes. —Miró otra vez a Rowan—.

Pregúntales y te lo dirán.

—Dígame qué es lo que ha visto usted —pidió Rowan, dirigiéndose a Peter —. ¿No dice que entró por la puerta la noche que Stella los reunió?

Peter se tomó su tiempo. Miró a su alrededor, se detuvo en Margaret Ann y en Michael durante un momento y, por último, en Rowan. Levantó su vaso y tomó un trago.

—Él estaba allí-dijo—, una presencia luminosa, y durante aquel breve instante, hubiera jurado que era tan sólido como cualquier hombre de carne y hueso. Vi cómo se materializaba. Sentí el calor que desprendía al hacerlo y oí sus pasos. Sí, oí sus pasos retumbar por el pasillo principal mientras se acercaba a nosotros. Se quedó de pie, tan real como tú o yo, y nos miró uno por uno. —Volvió a levantar el vaso, tomó un trago y lo dej ó mientras su mirada recorría a todos los presentes. Suspiró—. Y se desvaneció, como hace siempre. Otra vez aquel calor. Olor a humo; una brisa recorrió toda la casa y agitó con violencia las cortinas de las ventanas. Pero se había marchado. No podía mantenerse. Y nosotros no éramos lo suficientemente poderosos para ayudarle a que se quedara. Trece, sí, éramos trece, los trece brujos, como nos llamaba Stella, pero no éramos de la misma cepa que Julien o Mary Beth, ni que la vieja grandmére Marguerite de Riverbend. No podíamos hacerlo. Y Carlotta, que era más poderosa que Stella, sí, es verdad, toma nota de mis palabras, Carlotta no quería ayudar. Estaba arriba, en su cama, mirando el techo y rezando el rosario.

Después de cada avemaria, repetía: «Devuélvelo al infierno, mándalo de nuevo al infierno.»

Frunció los labios y miró ceñudo el vaso vacío; lo agitó para hacer tintinear los cubitos de hielo.

—Lauren y Lily pueden hablar por sí mismas. Lo mismo que Randall. Pero para que lo sepas yo lo he visto, y es algo que podrás contar a tus nietos.

Otra pausa. Estaba cada vez más oscuro; el canto de las cigarras se oía a lo lejos. Ni una pizca de brisa llegaba al jardín. La casa estaba ahora iluminada por una luz amarillenta que salía de cada una de las ventanas.

—Sí —dijo Lily con un suspiro—. Es posible que tú también lo conozcas, querida. —Tenía los ojos fijos en Rowan, y sonreía. Él está allí y todos nosotros lo hemos visto más de una vez. Lo hemos visto en aquel porche, con Deirdre. —Miró a Lauren—. Lo hemos visto al pasar por la casa. Lo hemos visto aunque no quisiéramos verlo.

—No permitas que te echen de la casa —intervino Magdalene rápidamente.

—No, no nos dejes —dijo Felice—, y si quieres mi consejo: olvida las leyendas. Olvida todas esas viejas tonterías sobre las trece brujas y la entrada. ¡Y olvídate de él! Es sólo un fantasma, nada más. Pensarás que es extraño decir algo así, pero en realidad no lo es.

—No puede hacerte nada —insistió Lauren, con gesto burlón.

—No, no puede —añadió Felice—. Es como la brisa. —¿Y quién sabe? —se preguntó Cecilia—. A lo mejor ya no está allí. Todos la miraron.

—Bueno, nadie lo ha visto desde la muerte de Deirdre. Se oyó un violento portazo, un tintineo sonoro de vidrios que se rompían. El círculo se abrió, conmocionado. La gente se movía, se apartaba. Gifford se abrió paso hasta el centro con rostro sudoroso y manos temblorosas. —¡No puede hacerte nada! ¡No puede hacer daño a nadie! ¿Es eso lo que le estás diciendo? ¡No puede hacer nada! El mató a Cortland, eso fue lo que hizo. ¡Después de que Cortland hubiera violado a tu madre! ¿ Lo sabías, Rowan?

—Cállate, Gifford —rugió Fielding. —Cortland era tu padre —gritó Gifford —. ¡Una mierda que no puede hacerte nada! ¡Échalo, Rowan! ¡Usa tu fuerza contra él y échalo! ¡Exorciza aquella casa! Quémala si es necesario... ¡Quémala!

Un rugido de protestas surgió de todas partes y vagas expresiones de menosprecio o ultraje. Ryan había aparecido y trataba de nuevo de contener a Gifford. Esta se volvió y le dio una bofetada. Se oyeron exclamaciones. Pierce se mostraba mortificado y se sentía impotente.

Lily se levantó y dejó al grupo. Y también Felice, que a punto estuvo de caerse con las prisas. Anne Marie se puso de pie y ayudó a Felice. Pero los demás siguieron en su sitio, incluido Ryan, que simplemente se pasó un pañuelo por la cara, como para recuperar su compostura, mientras Gifford apretaba los puños con labios trémulos. Beatrice parecía desesperada por ayudar, pero no sabía qué hacer.

Rowan se levantó y se acercó a Gifford. —Gifford, escúchame —le dijo—.

No tengas miedo. Nos preocupamos por el futuro, no por el pasado. —La cogió por los brazos y Gifford la miró a los ojos de mala gana—. Yo haré sólo lo correcto, lo que está bien y es bueno para la familia. ¿Comprendes lo que digo?

Gifford se echó a llorar, cabizbaja, como si el cuello fuera demasiado débil para sostener la cabeza. El cabello le cubría los ojos.

—Sólo las malas personas pueden ser felices en aquella casa-dijo—. ¡Y ellos eran malos! ¡Cortland era malo!

—Ha bebido demasiado —comentó Cecilia. Alguien había encendido las luces del jardín. Gifford parecía a punto de derrumbarse, pero Rowan la sostuvo.

—No, escúchame, por favor —le dijo Rowan, aunque en realidad estaba hablando para los demás. Vio a Beatrice, que fijaba la mirada en ella, y a Michael, de pie, que la observaba, detrás de la silla de Fielding—. Yo os he escuchado a todos y he tratado de aprender de vosotros. Pero tengo algo que decir. La manera de sobrevivir a ese espíritu y a sus extrañas maquinaciones es verlo en la debida perspectiva. Ahora bien, la familia y la vida misma son partes de esa perspectiva y no debemos permitirle que acobarde a la familia ni que limite las posibilidades de vida. »Creo que Mary Beth y Julien lo sabían. Quiero decir que hay que seguir su ejemplo. Si algo surge de las sombras de First Street y se me aparece, no importa lo misterioso que sea, no va a eclipsar el esquema de vida, la luz más poderosa. Sin duda comprendéis lo que quiero decir.

Gifford parecía casi hechizada. Y, poco a poco, Rowan se dio cuenta de la peculiaridad del momento. Se dio cuenta de lo extrañas que sonaban sus palabras y de lo extraña que ella misma debía de parecerles a los demás, al pronunciar ese insólito discurso, mientras sostenía por ambos brazos a esa mujer frágil e histérica.

La soltó poco a poco. Gifford retrocedió y buscó refugio en los brazos de Ryan, pero sus ojos, grandes y vacíos, seguían fijos en Rowan.

—Te asusto, ¿verdad? —preguntó. Pero Gifford guardó silencio. Todos estaban perplejos. Cuando Rowan miró a Michael, vio la misma expresión de asombro, y detrás, la vieja aflicción, sombría y turbulenta, de siempre.

De pronto Peter cogió la mano de Rowan. —Lo que has dicho es muy sensato. Si dejas que esta cuestión te absorba, echarás a perder tu vida.

—Así es —añadió Randall—. Eso es lo que le sucedió a Stella y a Carlotta. ¡Desperdiciaron su vida! —Estaba ansioso, y con ganas de irse. Se dio la vuelta y se marchó, sin despedirse.

—Ven, muchacho, ayúdame —le dijo Fielding a Michael—. La fiesta ha terminado. A propósito, felicitaciones por la boda. Quizá viva lo suficiente para ver la ceremonia. Y, por favor, no invitéis al fantasma.

Michael parecía perdido. Echó una mirada a Rowan y al anciano, y después lo ayudó a ponerse de pie con toda amabilidad. Volvió a mirar a Rowan. La confusión y el miedo seguían allí.

Varios jóvenes se acercaron para decirle a Rowan que no se desanimara por todas esas locuras de los Mayfair. Anne Marie le rogó que siguiera adelante con sus planes. Una brisa suave recorrió el jardín y refrescó un poco el aire.

—Si no te instalas en la casa, nos destrozarás el corazón a todos —dijo Margaret Ann. —¿No piensas abandonar? —preguntó Clay.-No, por supuesto que no —respondió Rowan con una sonrisa—. Qué idea tan absurda.

Aaron la observaba, impasible. Beatrice volvió con un montón de disculpas para Gifford, pidiéndole a Rowan que no se enfadara.

Los demás volvían a salir. Ahora con sus gabardinas, chaquetas y bolsos. Ya era completamente de noche y había refrescado; el aire era delicioso, agradable.

La fiesta había terminado.

Las despedidas de los primos duraron treinta minutos. Todos repetían los mismos consejos: quédate, no te vayas, arregla la casa, olvídate de las viejas murmuraciones.

Ryan se disculpó por Gifford, por las cosas horribles que había dicho. Sin duda no se lo tomaría en serio. Rowan se despidió.

—Serás muy feliz en First Street —dijo Ryan— y cambiarás la imagen de la casa.

En el momento en que Michael se acercó, le estrechó la mano.

Se dieron la vuelta para marcharse y Rowan vio a Aaron en la puerta principal hablando con Gifford y Beatrice. Aquélla parecía bastante repuesta.

—No se preocupe por nada —le decía Aaron, con su seductor acento británico.

De improviso, Gifford lo rodeó con sus brazos. Él le devolvió educadamente el abrazo y le besó la mano mientras se apartaba. Beatrice apenas fue menos efusiva. Ambas se quedaron allí, Gifford pálida y agotada, mientras el coche negro de Aaron se acercaba al bordillo.

—No te preocupes por nada, Rowan —dijo Beatrice, alegre—. No te olvides que mañana almorzamos juntas. ¡Será una boda preciosa!

Rowan sonrió.

—No te preocupes, Bea.

Rowan y Michael se instalaron en el asiento trasero y Aaron lo hizo en su sitio favorito, de espaldas al conductor. El lujoso coche se alejó suavemente.

La corriente de aire fresco era como una bendición para ella. La prolongada humedad y la atmósfera del jardín al atardecer se habían pegado a su cuerpo.

Cerró los ojos y respiró hondo.

Cuando levantó los párpados, vio que estaban en Metairie Road, pasaban deprisa junto a los cementerios más nuevos de la ciudad, siniestros y nada románticos a través de las ventanillas ahumadas. El mundo siempre parecía fantasmagórico a través de los cristales de un coche, pensó. La peor pantalla de oscuridad imaginable. Le crispaba los nervios.

—Las cosas no han cambiado —dijo—. Tarde o temprano vendrá, luchará conmigo por lo que desea y perderá. Lo único que hemos hecho ha sido conseguir más información sobre el número y la entrada, y eso es lo que queríamos.

Michael no contestó.

—Pero no ha cambiado nada —insistió ella—. Nada de nada.

Michael siguió en silencio.

—No sigas cavilando —dijo Rowan, cortante—. Puedes estar seguro de que yo nunca haré ninguna reunión de trece brujas. Tengo cosas más importantes que hacer. No era mi intención asustar a nadie en la fiesta. Creo que no dije lo apropiado. Creo que usé las palabras incorrectas.

—Te malinterpretaron —dijo Michael, en voz muy baja. Miraba a Aaron que seguía impasible y los miraba. Por el tono de voz, parecía muy enfadado. —¿De qué estás hablando?

No lo había vuelto a ver tan excitado desde el día de los frascos. Sabía que tenía taquicardia sin tener que tobarle el pulso. No quería verlo así, con la sangre aflu-yéndole al rostro.-¡Michael, por el amor de Dios! —¡Rowan, cuenta tus antepasadas! Aquel ser ha esperado desde Suzanne a que hubiera trece brujas. ¡Tú eres la decimotercera! Cuéntalas. Suzanne, Deborah y Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette; seguidas por Marguerite, Katherine y Mary Beth en Luisiana. Luego Stella, Antha y Deirdre. ¡Y, por último, tú, Rowan! La decimotercera, sencillamente, es la más fuerte, Rowan, la que puede ser la entrada por la que entre el espíritu. Tú eres la entrada, Rowan. Por eso hay doce nichos y no trece. La decimotercera es una entrada.

—De acuerdo —dijo ella; se esforzó por ser paciente y levantó las manos en un amable ruego—. Ya lo sabíamos antes, ¿no? Esto es lo que el diablo previo.

El diablo ve a largo plazo, corno te dijo, él ve la número trece. Pero no lo ve todo. No se da cuenta de quién soy yo.

—No, ésas no fueron sus palabras —dijo Michael—, ¡dijo que él veía hasta el final! Y dijo también que yo no podría detenerte, ni detenerlo a él. Dijo que su paciencia era como la del Todopoderoso.

—Michael —interrumpió Aaron—, ese ser no está obligado a decirle la verdad. No caiga en su trampa. Juega con las palabras. Es un mentiroso.

—Lo sé, Aaron. El diablo miente. ¡Lo sé! Lo he oído desde que era así de pequeño. Pero, Dios mío, ¿qué espera? ¿Por qué nos permite seguir día tras día mientras él aguarda su oportunidad? Me está volviendo loco.

Rowan lo cogió por la muñeca, pero en cuanto él se dio cuenta de que le tomaba el pulso la retiró de un tirón.

—Cuando me haga falta un médico, te lo diré, ¿de acuerdo?

Se miró impotente las manos flaccidas sobre su falda. «Yo seré carne y hueso cuando tú estés muerto», había dicho el espíritu. Lo único que oía era el latido acelerado del corazón de Michael. Aunque él tenía la cabeza vuelta hacia un lado, ella sabía que estaba mareado, con náuseas, incluso. «Cuando tú estés muerto.» Su sexto sentido le decía que era fuerte, sano y vigoroso como un hombre con la mitad de sus años, pero aquí estaban otra vez los inconfundibles síntomas de un enorme estrés que causaba estragos.

Dios, qué horrible había resultado toda la experiencia. Los terribles secretos del pasado lo habían envenenado todo. Lo contrario a lo que ella quería. Quizás hubiera sido mejor no decir nada, que Gifford se saliera con la suya y continuaran con aquel sueño luminoso, hablando de la casa y de la boda.

—Michael —dijo Aaron, con su característico tono tranquilo—, él se burla y miente. ¿ Qué derecho tiene a profetizar? ¿Qué objeto tiene, además, tratar de convertir sus profecías en realidad a través de sus mentiras? —¿Dónde demonios está? —preguntó Michael—. Aaron, a lo mejor me estoy cogiendo a un clavo ardiente, pero aquella primera noche en la casa, ¿me habría hablado si usted no hubiera estado allí? ¿Por qué se apareció ante mí para desvanecerse inmediatamente como humo?

—Michael, puedo dar explicaciones de cada una de sus apariciones, pero no me parece acertado. Lo importante es mantener un rumbo sensato, comprender que es un tramposo.

—Exacto —dijo Rowan.

—Dios mío, ¿pero qué juego es éste? —murmuró Michael—. Poseo todo lo que siempre he deseado: la mujer que amo, mi ciudad, la casa de mis sueños desde que era un niño. ¡Rowan y yo queremos tener un hijo! ¿Qué juego es éste? Él habla y los otros que se me han aparecido permanecen en silencio. Dios mío, ojalá pudiera quitarme de encima la sensación de que está todo planeado, como dijo Townsend en su sueño, todo plateado. Pero ¿quién lo planea?

—Michael, has de tener algo a lo que agarrarte —di-o Rowan—. Todo está saliendo estupendamente, y somos nosotros quienes lo estamos haciendo así.

Todo empezó a ir bien al día siguiente de la muerte de Carlotta. ¿Sabes?, a veces creo que es lo que mi madre hubiera querido. ¿Te parece una locura? Creo que estoy haciendo lo que Deirdre soñó todos estos años. Silencio.

—Michael, ¿no has oído lo que dije a los demás? —preguntó—. ¿No crees en mí?

—Prométeme una cosa, Rowan —dijo, y le cogió la mano y enlazó sus dedos con los de ella—. Prométeme que si ves a aquel ser no guardarás el secreto, que me lo dirás, que no te lo guardarás para ti.

—Michael, por Dios, te comportas como un marido celoso. —¿Sabe lo que me dijo el viejo cuando lo ayudé a entrar al coche? —preguntó. —¿Te refieres a Fielding?

—Sí. Me dijo. «Cuidado, joven.» ¿Qué demonios quiso decir? —¡Qué te importa lo que diga! —murmuró. Estaba furiosa. Retiró su mano de la de Michael—. ¡Quién se cree que es, viejo de mierda! ¡Cómo se atreve a decirte algo así! No vendrá a nuestra boda, ni cruzará el umbral de nuestra casa.

—Contuvo sus palabras. Su ira era demasiado amarga. Había confiado tan abiertamente en la familia, los había aceptado con tanto entusiasmo, con tanto amor, y ahora se sentía como si Fielding la hubiese apuñalado, y otra vez estaba llorando, maldita sea, y no tenía pañuelo. Tenía ganas de... pegarle una bofetada a Michael. Pero, en realidad, quería golpear a ese viejo. ¿Cómo se atreve?

—Lo siento, Rowan —dijo Michael. —¡Vete al infierno, Michael! —dijo—.

Sería mejor que te enfrentaras a ellos y dejaras de darle vueltas al asunto como un maldito peón cada vez que otra pieza de este rompecabezas encaja. ¡No viste a la bendita Virgen María en tus visiones, sino solamente a ellos y sus engaños!

—No, eso no es verdad.

Parecía triste y arrepentido, incluso herido. Le rompía el corazón oírlo, pero ella no tenía la intención de rendirse. Tenía miedo de decir lo que realmente pensaba: «Escucha, te amo, ¿pero nunca se te ha ocurrido pensar que tu papel en todo esto fuera sólo ocuparte de que yo regresara, me quedara y tuviera un hijo para heredar el legado? El espíritu pudo haber dispuesto que te ahogaras y que yo te rescatara, que tuvieras las visiones y todo lo demás. Por esa razón, Arthur Langtry se te presentó en sueños, para advertirte que te alejaras antes de que fuera demasiado tarde.»

Se quedó sentada y guardó sus pensamientos para sí, envenenada por la idea, asustada y deseosa de que no fuera verdad.

—Por favor, Rowan, no siga con el tema —le pidió Aaron, con amabilidad-Fue una tontería por parte del anciano decir algo así. —Su voz era como música suave que eliminaba toda la tensión que había dentro de ella—. Fielding quería sentirse importante. Todo ha sido como un juego de jactancias entre Randall, Peter y él. No sea dura con él. Simplemente es... demasiado viejo. Créame, lo sé.

Yo también lo soy.

Rowan se limpió la nariz y miró a Aaron. Le sonreía y ella le devolvió la sonrisa. —¿Son buenas personas, Aaron? ¿Qué cree? —De modo deliberado ignoró a Michael.

—Sí, Rowan, son buenas personas. Mejores que muchos, querida. Y la quieren. La quieren mucho. El anciano también la quiere; usted es lo más interesante que le ha sucedido en los últimos diez años. Los demás no lo invitan mucho. Estaba encantado con la atención. Y con respecto a todos los secretos, bueno, no saben qué es lo que usted sabe.

—Tiene razón —murmuró ella. Estaba agotada y triste. Las explosiones emocionales nunca tenían efecto catártico en ella; al contrario, siempre la dejaban conmocionada y apenada—. Maldita sea, le pediría a Fielding que me llevara hasta el altar en la ceremonia si no fuera porque tengo otro amigo muy querido en mente. —Se secó los ojos y los labios con un pañuelo doblado—. Me refiero a usted, Aaron. Sé que es un poco tarde para decírselo, pero ¿quiere ser mi padrino de bodas?

—Querida, será un honor —respondió—. Me hará muy feliz. —Y le cogió la mano con fuerza—. Ahora, por favor, no piense más en esa tontería del anciano.

—Gracias, Aaron.

Rowan se echó hacia atrás y respiró hondo antes de volverse hacia Michael.

De hecho, lo había dejado fuera deliberadamente y de pronto se sintió arrepentida. Parecía tan acongojado y tierno...

—Bueno, ¿te has calmado ya o has tenido un infarto y por eso estás tan callado?

Michael se rió en voz baja y se puso de buen humor enseguida. Tenía unos ojos muy brillantes y azules cuando reía. —¿Sabes?, de niño creía que tener un fantasma en la familia sería maravilloso —dijo, y le cogió la mano—. «¡Ojalá pudiera ver un fantasma!», pensaba. «¡Qué maravilla vivir en una casa encantada!»

Volvía a ser él mismo, alegre y fuerte, aunque tuviera los nervios a flor de piel. Ella se inclinó sobre él y apretó los labios contra su mejilla áspera.

—Perdona por haberme enfadado —le dijo.

Aaron los observaba con una ligera sonrisa. Todos estaban cansados y conmocionados, aquella conversación había acabado con sus últimos restos de energía.

La melancolía volvía a cernirse sobre Rowan. Ojalá estos cristales no fueran tan oscuros. ¿Cómo podía decirles que todo saldría bien, que ella triunfaría al final, que no había tentación en el mundo capaz de atraerla y apartarla de su amor, sus sueños y sus planes?

Aquel ser vendría y trataría de utilizar su encanto como el diablo y la vieja de pueblo— para que ella sucumbiera, pero ella no lo haría, y el poder que poseía, alimentado por doce brujas, sería suficiente para destruirlo. Trece es un numero de mala suerte, demonio. Y la puerta es la entrada al infierno.

Pero Michael no lo creería hasta que hubiera acabado.

Volvió a recordar las rosas del florero del vestíbulo. Qué horribles eran, y el lirio, con esa negra boca oscura y trémula. Espantoso. Y lo peor de todo: la esmeralda en su cuello en la oscuridad, fría y pesada, sobre su pecho desnudo.

No, ni se te ocurra contárselo. No vuelvas a hablar sobre todo aquello.

Michael era un hombre valiente y bueno, pero ahora le tocaba a ella ocuparse de él, era evidente que él no podía protegerla a ella. Se dio cuenta, por primera vez, que cuando todo aquello empezara a suceder de verdad, probablemente estaría sola. ¿Pero no era algo inevitable, desde siempre?

CUARTA PARTE

LA NOVIA DEL DIABLO

40

Se preguntó si más adelante lo recordaría como uno de los días más felices de su vida. Las bodas debían de tener efectos mágicos sobre todo el mundo.

Pero ella era más susceptible que la mayoría, se imaginó, porque ésta era tan exótica, tan del Viejo Mundo y clásica... y viniendo, como venía ella, de un mundo frío y solitario, ¡la deseaba tanto!

La noche anterior había ido a la iglesia para rezar a solas. Michael se había sorprendido. ¿Le rezaba de verdad a alguien?

—No lo sé —le había respondido ella. Quería sentarse en la iglesia, a oscuras, preparada ya para la ceremonia, con sus cintas blancas, sus lazos y la alfombra roja que cubría el pasillo central, y hablar con Ellie, tratar de explicarle por qué había roto su promesa, por qué hacía lo que hacía y lo bien que saldrían las cosas.

Se lo explicó todo. Hasta le habló de la esmeralda. «Quiero que estés.conmigo, Ellie —dijo—. Perdóname; es lo que más deseo.»

Después habló a su madre, con sencillez, sin palabras. Se sintió muy cerca de ella. Trató de borrar de su memoria todos los recuerdos que tenía de Carlotta.

Por último, terminó sus plegarias de un modo extraño. Encendió dos velas para sus dos madres, otra para Antha y otra para Stella. Era un ritual tranquilizador ver arder la pequeña mecha y bailar la llama delante de la estatua de la Virgen. No era de extrañar que la gente, esos sabios católicos, hicieran este tipo de cosas. Podría decirse que la llama era una plegaria viva.

Luego se encontró con Michael, que se lo pasaba en grande en la sacristía, recordando viejos tiempos con el anciano sacerdote.

Y ahora, a la una en punto, al fin empezaba la ceremonia.

Rígida e inmóvil, esperaba soñadora con su vestido blanco. La esmeralda yacía sobre el encaje que cubría su pecho; el verde resplandor era la única nota de color. Hasta su pelo ceniciento y sus ojos grises parecían pálidos en el espejo.

La joya le había recordado, qué extraño, las estatuas católicas de Jesús y María con el Sagrado Corazón, como la que había roto, enfadada, en el dormitorio de su madre.

Pero todos esos horribles pensamientos estaban ahora muy lejos de ella. La enorme nave de St. Mary's Assumption estaba repleta. Habían llegado miembros de la familia Mayfair de Nueva York, Los Ángeles, Atlanta y Dallas.

Había más de dos mil. Y, una a una, al compás de las notas del órgano, avanzaban por el pasillo las damas de honor. Beatrice tenía un aspecto más espléndido aún que las jóvenes. Y los escoltas, naturalmente todos caballeros Mayfair, qué grupo tan elegante, estaban preparados para ofrecer el brazo a las damas. Pero había llegado el gran momento...

Rowan temía olvidar cómo poner un pie delante de otro, pero no se olvidó.

Se arregló deprisa el largo velo blanco y sonrió a Mona, la niña que llevaba el ramillete, preciosa como siempre, con su lazo en el cabello pelirrojo. Cogió a Aaron del brazo y empezaron a andar detrás de la niña, al compás de la música solemne. Los ojos de Rowan recorrían lentamente los cientos de rostros que tenía a ambos lados, deslumbrados por la blancura del velo y por los cientos de luces y velas que había en el altar.

Cuando al final vio a Michael, maravilloso con su chaqué gris, sintió que las lágrimas se le asomaban a los ojos. Qué hermoso estaba, su amante, su ángel, radiante de alegría junto al altar, con las manos —sin esos horribles guantes-cogidas delante, la cabeza ligeramente inclinada como si tratara de resguardarse de la brillante luz que se derramaba sobre él, aunque sus ojos azules, para ella, eran la luz más brillante de todas.

Dio un paso a un lado y se situó junto a ella. Una agradable serenidad descendió sobre Rowan en el momento en que se volvió hacia Aaron y éste le levantó el velo con gran elegancia y lo acomodó con suavidad sobre sus hombros. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Su vida nunca había incluido un gesto tan tradicional, consagrado por el tiempo. No había levantado el velo de su virginidad ni de su modestia, sino el de su soledad. Le cogió la mano y se la colocó en la de Michael.

—Sé siempre bueno con ella, Michael —susurró. Rowan cerró los ojos; deseaba que aquella cristalina sensación durara para siempre. A continuación, lentamente, levantó los ojos y miró el resplandeciente altar, con sus hileras de exquisitos santos de madera.

En el momento en que el cura empezó a pronunciar las palabras tradicionales, ella vio que los ojos de Michael estaban brillantes por las lágrimas. Sintió el temblor de su mano, mientras apretaba más fuerte la suya.

Rowan tenía miedo de que no le saliera la voz. Esa mañana había tenido náuseas, quizá por los nervios, y un ligero mareo.

Pero lo que en realidad la impresionaba en aquel momento de calma y despreocupación era que la ceremonia transmitía un inmenso poder y los rodeaba de una fuerza protectora invisible. Cómo solían burlarse de todo esto sus viejos amigos, hasta a ella misma, en una época, le habría parecido inconcebible. Y ahora, queestaba en medio de la ceremonia, la disfrutaba y abría su corazón para recibir toda la gracia que podía dispensar.

Por último se oyeron las palabras del viejo legado Mayfair, que acompañaban a la ceremonia y la transformaban. —...ahora y para siempre, en público y en privado, ante tu familia y ante los demás, sin excepción, y a todos los efectos, llevarás el nombre de Rowan Mayfair, hija de Deirdre Mayfair, hija de Antha Mayfair, mientras tu leal esposo llevará su propio nombre...

—Sí.

—Quieres a este hombre, Michael James Timothy Curry...

—Sí, quiero.

Ya estaba. Las palabras finales habían retumbado bajo la alta bóveda.

Michael se volvió y la cogió entre sus brazos, tal como había hecho cientos de veces en la secreta oscuridad de la habitación del hotel. Sin embargo, qué delicia era ahora este beso público y ceremonial. Rowan se entregó por completo, con los ojos cerrados. La iglesia estaba sumida en el silencio.

—Te amo, Rowan Mayfair —oyó que susurraba Michael.

—Te amo, Michael Curry, mi arcángel —respondió ella. Y a pesar del rígido vestido, lo apretó con fuerza contra ella y lo besó de nuevo.

Se oyeron las primeras notas de la marcha nupcial, sonoras y triunfales. Un murmullo de crujidos recorrió toda la iglesia. Ella se volvió ante la enorme reunión, el sol se filtraba por los vitrales, cogió a Michael del brazo y empezaron a andar por el pasillo hacia la salida.

Veía rostros sonrientes a ambos lados, inclinaciones de cabeza, irresistibles expresiones de excitación, como si toda la iglesia se hubiera contagiado de la sencilla y abrumadora felicidad que ella sentía.

En el momento en que subió al gran coche que los esperaba, mientras los Mayfair les tiraban arroz en medio de un exuberante coro de risas, pensó en el funeral en esta misma iglesia y recordó otro cortejo de relucientes coches negros.

Y ahora atravesaban las mismas calles, pensó, rodeada por toda esa seda blanca, mientras Michael le besaba los ojos y las mejillas.

Se acurrucó contra su hombro, sonrió y cerró los ojos mientras pensaba, tranquila y deliberadamente, en todos los momentos cruciales de su vida: su graduación en Berkeley, su primer día de guardia como residente, la primera vez que entró en el quirófano, la primera expresión al final de una operación, de: «Bien hecho, doctora Mayfair, puede cerrar.»

—Sí, el día más feliz de todos —murmuró—. Y sólo es el comienzo.

Había cientos de personas sobre la hierba, bajo los enormes toldos blancos que se habían levantado para cubrir el jardín, la piscina y el patio trasero, delante de la garçonniére. Las mesas de fuera, cubiertas con manteles de hilo, se hundían bajo el peso de los manjares sureños: cangrejo de río, etouffée, langostinos a la creóle, pasta jambalaya, ostras al horno, pescado ahumado, y hasta el modesto arroz con judías rojas. Los camareros de librea servían champán en copas altas; los barmans preparaban cócteles de todo tipo en los bares bien surtidos, instalados en el salón, el comedor y la piscina.

Una orquesta tocaba música dixieland, animada y alegre, debajo del toldo blanco dispuesto junto a la verja.

Michael y Rowan, de espaldas al espejo del extremo del salón, recibieron durante horas y horas a un Mayfair detrás de otro, estrecharon manos, dieron gracias y escucharon pacientemente los linajes y las conexiones e interconexiones.

También habían venido viejos compañeros de instituto de Michael, gracias a los diligentes esfuerzos de Rita Mae Lonigan, que formaban su propio grupo, bullicioso, mientras comentaban viejas historias de fútbol. Rita incluso había localizado a un par de primos lejanos, una agradable anciana, Amanda Curry, a la que Michael recordaba con cariño, y Franklin Curry, compañero de escuela de su padre.

Si alguien disfrutaba de todo esto más que Rowan ése era Michael, y con mucha menos reserva que ella. Beatrice se acercó a abrazarlo, con esa exuberancia característica, por lo menos dos veces en menos de media hora, y le arrancó unas lágrimas turbadoras. Estaba también muy emocionado por el cariño con el que Lily y Gifford se ocupaban de tía Viv.

Al final se terminaron los saludos y Rowan quedó en libertad para ir de un grupo a otro, saborear el éxito de la fiesta y aprobar la eficiencia del servicio y de la orquesta, como se sentía obligada a hacer.

El calor del día había desaparecido por completo gracias a la suave brisa.

Algunos invitados se retiraron temprano. La piscina estaba llena de chiquillos casi desnudos que gritaban y se salpicaban; algunos nadaban en calzoncillos, mientras algunos adultos borrachos chapoteaban completamente vestidos.

El servicio no paraba de llevar comida y de abrir cajas de champán. Él núcleo central de la familia, unos quinientos Mayfair a los que Rowan ya conocía personalmente, deambulaban como si estuvieran en casa, se sentaban a charlar en la escalera y entraban en las habitaciones para admirar las maravillosas reformas y la exposición, enorme y llamativa, de costosos regalos.

La gente se maravillaba de la restauración de la casa: el color melocotón claro de las paredes del salón, las cortinas beige de seda, el verde oscuro de la biblioteca y el blanco resplandeciente de toda la madera. Miraban los retratos, limpios y vueltos a enmarcar, colgados en el pasillo y en las habitaciones de arriba.

Peter y Randall, sentados en la biblioteca, con sus pipas, discutían sobre los diferentes retratos, sus fechas y autores. Y de lo que podía costar el «supuesto»

Rembrandt si Ryan trataba de comprarlo.

Con el primer aguacero la orquesta se trasladó adentro, al fondo del salón, y se enrollaron las alfombras chinas mientras las jóvenes parejas, algunas quitándose los zapatos en medio del jaleo, empezaban a bailar.

Rowan, rodeada de rostros alegres y entusiastas, perdió de vista a Michael.

En un momento dado se dirigió al pequeño tocador, junto a la biblioteca, y al pasar saludó a Peter con la mano, ahora solo y al parecer medio dormido.

Se quedó allí, en silencio, con la puerta cerrada, simplemente mirándose al espejo, mientras sentía los latidos de su corazón.

Parecía cansada y ajada, como el ramillete que más tarde tendría que lanzar desde la barandilla de la escalera. El carmín de sus labios había desaparecido, las mejillas estaban pálidas, pero sus ojos brillaban como la esmeralda. La palpó y la acomodó sobre el encaje. Cerró los ojos y pensó en el retrato de Deborah. Sí, estaba contenta de llevarla puesta, de haber hecho todo lo que ellos querían.

Volvió a mirarse, aferrándose al momento, tratando de conservarlo para siempre, como una instantánea metida entre las páginas de un diario. «Este día, entre todos ellos, todos aquí presentes.»

Volvió otra vez al salón, al ruido de la orquesta y los bailarines, en busca de Michael. De pronto lo vio, completamente solo, apoyado en la segunda chimenea, mirando al otro extremo de la habitación repleta. Rowan conocía esa expresión, el rubor en sus mejillas, la agitación. Comprendió que sus ojos se habían detenido en algún punto distante, por lo visto sin importancia.

Apenas notó que ella se acercaba. Ni siquiera la oyó cuando pronunció su nombre. Rowan siguió la línea de su mirada. Sólo vio a las parejas que bailaban y el brillo de las gotas de lluvia que golpeaban contra las ventanas.

—Michael, ¿qué pasa?

No se movió. Rowan lo cogió del brazo y con la mano derecha le volvió la cara con suavidad para que la mirara. Luego, repitió de nuevo su nombre con claridad. Michael se apartó con rudeza de ella y volvió a mirar al otro lado del salón. Esta vez no había nada. Fuera lo que fuese, se había marchado. Gracias a Dios.

Rowan vio las gotas de sudor que le perlaban la frente y el labio superior. Se acercó a él y apoyó la cabeza sobre su pecho. —¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada, de verdad... —murmuró. Estaba agitado—. Pensé que había visto... no importa. Ya se ha ido. —¿Pero qué era?

—Nada. —La cogió por los hombros y la besó, intranquilo—. Nada estropeará este día, Rowan. —Se le quebró la voz—. Nada de locuras y cosas raras en un día como hoy.

—Quédate conmigo, no te separes de mí otra vez. Lo llevó por el salón, cruzaron la biblioteca y entraron en el tocador para estar solos. Cuando ella lo abrazó, su corazón todavía latía deprisa, el ruido y la música sonaban lejanos y amortiguados.

—Estoy bien, querida —dijo, por fin. Su respiración se normalizaba—, de verdad. Lo que he visto no tiene ningún sentido. No te preocupes, Rowan, por favor. Son como imágenes, impresiones de cosas que vi hace mucho tiempo, eso es todo. Anda cariño, mírame. Bésame. Te amo y éste es nuestro día.

La fiesta continuó animada hasta la noche. Al final, la pareja cortó el pastel de bodas en medio de flashes fotográficos y risas de borrachos. Se sirvieron bandejas de dulces y café. Miembros de la familia, embarcados en sinceras conversaciones, se habían instalado en diversos rincones, en los sofás y en grupos alrededor de las mesas. Fuera llovía más fuerte. Los truenos retumbaban de cuando en cuando con sonora violencia. Los bares continuaron abiertos para que la concurrencia siguiera bebiendo.

Por último, y puesto que la pareja no partiría de luna de miel a Florida hasta el día siguiente, se decidió que tirara el ramo desde la escalera en aquel momento. Así pues, Rowan subió hasta la mitad de la escalera, miró el mar de rostros vueltos hacia arriba que se extendía en ambas direcciones hasta el salón y, cerrando los ojos, lanzó el ramo al aire. Se oyeron gritos alegres y hubo cordiales empujones. De repente, Clancy Mayfair, hermosa y joven, levantó el ramo entre voces de aprobación. Pierce la abrazó, para mostrar al mundo en general su satisfacción, personal y egoísta, por la buena suerte de la chica.

«Ah, así que se trata de Pierce y Clancy», pensó Rowan en silencio mientras bajaba. A lo lejos, apoyado contra la segunda chimenea, Peter sonreía, mientras Randall discutía, al parecer, acaloradamente con Fielding, que hacía rato que estaba instalado en una silla tapizada.

La orquesta nocturna acababa de llegar. Empezó a tocar un vals, y todo el mundo pareció alegrarse de oír esa música romántica y pasada de moda.

Alguien apagó parcialmente la araña, para tener una luz suave y rosada. Las parejas mayores se levantaron para bailar. Michael cogió a Rowan y la llevó al centro del salón. Fue otro de esos momentos impecables, tan pleno y tierno como la propia música. Al cabo de un instante la habitación se llenó de parejas que bailaban. Si Michael volvió a ver algo horrible o inesperado, no dio señales de ello. Sus ojos, por el contrario, miraban con devoción a Rowan.

A las nueve en punto, algunos Mayfair empezaron a llorar. Habían llegado a ese punto crucial de confesiones o entendimiento con algún primo lejano, o habían bebido y bailado demasiado y algunossimplemente tenían ganas de llorar. Rowan no sabría precisarlo. Parecía algo natural para Beatrice, que lloraba en el sofá mientras Aaron la abrazaba; o para Gifford, que hacía horas que le explicaba algo en apariencia muy importante a la paciente tía Viv, que la escuchaba con los ojos abiertos de par en par.

A las diez, el número de invitados había disminuido a unos doscientos.

Rowan se había quitado los zapatos de tacón de satén blanco. Estaba sentada sobre sus pies, en un sillón, junto a la chimenea del salón, con las mangas arremangadas, mientras fumaba un cigarrillo y escuchaba a Pierce hablar de su último viaje a Europa. No recordaba cuándo ni dónde se había quitado el velo.

Los pies le dolían más que después de una operación de ocho horas. Y el cigarrillo le producía náuseas. Así que lo apagó.

Michael y el viejo sacerdote de la parroquia estaban en animada conversación en el otro extremo de la habitación. La orquesta había pasado de Strauss a temas de amor más modernos. De vez en cuando se oían algunas voces que cantaban Blue Moon o The Tennessee Waltz. Habían devorado el pastel de bodas, salvo un trozo guardado por razones sentimentales, hasta la última migaja.

A las once, Aaron se despidió de Rowan con un beso. Iba a llevar a tía Viv a casa. Si lo necesitaban, estaría en el hotel. Les deseó un buen viaje a Destin por la mañana.

Michael acompañó a Aaron y a su tía hasta la puerta. Sus viejos amigos también se marcharon para continuar bebiendo en el bar Parasol del Canal Irlandés, no sin antes hacerle prometer que en un par de semanas se reuniría con ellos. La escalera seguía ocupada por parejas que conversaban.

Al final, Ryan se puso de pie, pidió silencio y anunció que la fiesta había terminado. Todo el mundo se levantó para buscar sus zapatos, abrigos, bolsos o lo que hubiera traído, y empezó a salir para dejar a los recién casados solos.

Ryan cogió una copa de champán al pasar y se volvió hacia Rowan.

—Por los novios —brindó, con un tono que se elevó sobre el bullicio—, por su primera noche en esta casa. Se oyeron risas mientras todos cogían su última copa, repetían el brindis y chocaban sus copas.

—Dios bendiga a todos los de esta casa —dijo el sacerdote, que acababa de salir.

Una docena de voces repitió la bendición. —Por Darcy y Katherine —exclamó alguien. —Por Julien y Mary Beth... por Stella... La despedida, como era costumbre en la familia, tardó más de media hora, entre besos, promesas de reunirse otra vez y conversaciones a medio camino entre el tocador y el porche y desde allí hasta el portal.

Al final se fueron. Ryan fue el último en salir, después de pagar al servicio y comprobar que todo estaba en orden.

—Buenas noches, queridos-dijo, mientras la puerta principal se cerraba suavemente.

Durante un momento Rowan y Michael se miraron y luego se echaron a reír.

Michael la levantó y le dio una vuelta en el aire antes de dejarla con suavidad otra vez. Ella lo abrazó de aquel modo que tanto le gustaba, apoyando la cabeza sobre su pecho. Reía sin parar. —¡Lo hemos hecho, Rowan, tal como todos querían! Ya está, ¡lo hemos hecho!

Rowan seguía riendo en silencio, deliciosamente cansada y al mismo tiempo imbuida de una agradable excitación. Se oyeron las campanadas del reloj.-Escucha-murmuró—, es medianoche, Michael.

Él la cogió de la mano, apretó el botón de la pared para apagar la luz y subieron juntos la escalera a oscuras.

Sólo una habitación del primer piso iluminaba el pasillo: la de ellos.

Subieron en silencio hasta el rellano.

—Rowan, mira lo que han hecho.

Bea y Lily habían preparado él cuarto con un gusto exquisito. Había un enorme ramo de rosas fragantes sobre la repisa de la chimenea, entre los dos candelabros de plata.

En la mesilla de noche esperaba una botella de champán en un cubo de hielo, con dos copas sobre una bandeja de plata.

La cama también estaba preparada. La colcha de encaje abierta, las almohadas acomodadas y la tela blanca y transparente del dosel corrida y atada a los postes del cabezal.

Un hermoso camisón y un salto de cama de seda estaban plegados sobre un lado de la cama, y un pijama de algodón, sobre el otro. Una rosa con un lazo yacía sobre las almohadas. En la mesilla de la derecha había una vela encendida. —¡Qué detalle tan bonito! —dijo Rowan.

—Y es nuestra noche de bodas, Rowan —dijo Michael—. El reloj acaba de dar la medianoche. Es la hora de las brujas, cariño, y es toda nuestra.

Se volvieron a mirar y empezaron a reír suavemente, incapaces de parar.

Ambos estaban demasiado cansados como para hacer algo más que caer en la cama bajo las mantas, y lo sabían.

—Por lo menos deberíamos beber el champán —dijo Rowan—, antes de caer muertos.

Michael asintió; arrojó la chaqueta y se aflojó la corbata.

—Te diré algo, Rowan, tienes que amar mucho a una persona para ponerte un traje así.

—Venga, Michael, aquí todo el mundo hace este tipo de cosas. Ven, ayúdame con la cremallera.

Le dio la espalda y sintió por fin que se aflojaba el corpiño y el vestido caía a sus pies. Luego se quitó descuidadamente la esmeralda y la dejó en una esquina de la repisa.

Al final recogieron todas las prendas y las colgaron. Se sentaron en la cama a beber el champán, deliciosamente helado y espumoso, como correspondía.

Michael estaba desnudo. Le gustaba acariciarla a través del camisón de seda, y ella se lo dejó puesto. Por último, a pesar del cansancio, se dejaron cautivar por la comodidad de la nueva cama y la suavidad de la luz de la vela, y su natural ardor llegó al punto de ebullición.

Se amaron rápida y violentamente, como si la gigante y robusta cama de caoba fuera de piedra cincelada.

Ella se acurrucó contra él, adormilada y satisfecha, mientras escuchaba el latido regular de su corazón. Luego se incorporó, se arregló el camisón arrugado y tomó un trago de champán helado.

Michael, desnudo y con una pierna flexionada, encendió un cigarrillo mientras recorría con la mirada la alta cabecera de la cama.

—Ah, Rowan, todo ha salido bien, absolutamente todo. Ha sido un día perfecto. ¡Dios mío, cómo puede ser tan perfecto un día!

«Excepto por el hecho de algo que has visto que te ha asustado.» Pero ella no se lo dijo, porque había sido perfecto, a pesar de ese extraño mal rato. ¡Perfecto!

Nada lo había echado a perder.

Bebió otro trago de champán y disfrutó del sabor y de su propio cansancio.

Sabía que todavía estaba demasiado excitada para cerrar los ojos.

De pronto sintió que se mareaba, tenía ligeras náuseas, como esa misma mañana. Agitó la mano para alejar el humo del cigarrillo. —¿Qué te pasa?-Nada, son los nervios, supongo. Cuando avanzaba por la nave me sentía como si levantara por primera vez el bisturí.

—Comprendo lo que dices. Ahora lo apago.

—No, no es eso, los cigarrillos no me molestan. Yo también fumo de vez en cuando.

Pero era el humo del cigarrillo, ¿no? Como antes. Se levantó; el camisón de seda era tan etéreo que apenas lo sentía, y fue descalza hasta el lavabo.

No había Alka-Seltzer, lo único que le servía en momentos como éste. Pero recordaba que había traído algunos. Los había dejado en el armario de la cocina, junto con las aspirinas y las tiritas.

Volvió a la habitación, se puso las zapatillas y el batín. —¿Adonde vas? —preguntó Michael.

—Abajo, a buscar Alka-Seltzer. No sé lo que me pasa. Enseguida vuelvo.

—Espera un minuto, Rowan. Voy contigo.

—Quédate aquí. No estás vestido. Enseguida vuelvo. Cogeré el ascensor.

La casa no estaba del todo a oscuras. La suave luz del jardín entraba por las ventanas e iluminaba el suelo lustroso del pasillo, el comedor y hasta la despensa. No hacía falta que encendiera la luz.

Sacó el Alka-Seltzer del armario y uno de los vasos de cristal que había comprado con Lily y Bea. Lo llenó de agua del grifo de la cocina y se lo tomó con los ojos cerrados.

Sí, se sentía mejor. Debía de ser algo puramente psicológico, y ya estaba mejor.

—Qué bien. Me alegro de que estés mejor.

—Gracias —respondió Rowan. Qué voz tan agradable y suave, pensó, con ese ligero acento escocés, ¿no? Una voz bella y melodiosa.

Abrió los ojos con un violento sobresalto, y se echó hacia atrás, contra la puerta de la nevera.

Él estaba de pie al otro lado del mostrador, a un metro de distancia. El susurro había sonado tosco, aunque sincero. La expresión de su rostro era un poco más fría, pero absolutamente humana, algo apenada, pero en modo alguno implorante como aquella noche en Tiburón. Tenía que ser un hombre de verdad, y tal vez se tratara de alguna broma. Era un hombre de verdad. Un hombre de pie, en la cocina, que la miraba, alto, moreno, con unos ojos grandes, oscuros, y una boca bien formada y sensual.

La luz que entraba por las puertas vidrieras mostraba con claridad la camisa y el chaleco de cuero crudo que llevaba. Una ropa muy muy antigua, hecha a mano, con costuras irregulares y mangas anchas. —¿Y bien? ¿Dónde está tu deseo de destruirme, belleza? —murmuró con el mismo tono bajo, vibrante y acongojado—. ¿Dónde está tu poder para expulsarme otra vez al infierno?

Rowan temblaba de manera incontrolada. El vaso se le escapó de los dedos, cayó sobre el suelo con un ruido sordo y rodó hacia un lado. Lanzó un suspiro profundo, feroz, y no apartó la mirada de él. Su parte racional registró que era alto, más de un metro ochenta, que tenía unos brazos robustos y musculosos, manos fuertes y el pelo ligeramente revuelto, como si se lo hubiera despeinado el viento. No era aquel delicado caballero andrógino que había visto en la terraza, no.

—Lo mejor para amarte, Rowan —murmuró—. ¿Qué forma te gustaría que adoptase? Él no es perfecto, Rowan, es humano pero no perfecto. No.

Por un instante tuvo tanto miedo que sintió una opresión terrible dentro de ella, como si fuera a morirse. A pesar de todo, avanzó hacia aquel ser, desafiante y furiosa. Le temblaban las piernas, pero llegó al otro lado del mostrador y le tocó la mejilla.

Áspera como la de Michael. Y los labios suaves como la seda. ¡Dios! Una vez más retrocedió, paralizada e incapaz de moverse o hablar. Le temblaban todos los miembros. —¿Tienes miedo de mí, Rowan? —preguntó. Los labios apenas se movieron —. ¿Por qué? Olvídate de tu amigo Aaron, eres tú quien me manda y yo he hecho lo que me has ordenado, ¿no? —¿Qué quieres?

—Ah, sería muy largo de explicar —respondió, el acento escocés era más fuerte— y tu amante, tu marido, te espera, ésta es vuestra noche de bodas.

Empieza a ponerse nervioso porque no vuelves.

Su rostro se suavizó, y se desencajó con una mueca súbita de dolor. ¿Cómo podía una ilusión ser tan real?

—Ve, Rowan, vuelve a su lado —dijo con tristeza— y si le cuentas que yo he estado aquí, lo harás más desdichado de lo que te imaginas. Yo volveré a esconderme de ti, el miedo y la sospecha lo devorarán y yo volveré a aparecer sólo cuando quiera hacerlo.

—De acuerdo. No se lo diré —murmuró Rowan—. Pero no le hagas daño.

No le inspires el más mínimo miedo, ni preocupación. Y termina con todos esos trucos. ¡No lo atormentes con tus trucos! Porque si no, te juro que jamás volveré a hablar contigo. Y te echaré.

El hermoso rostro parecía embargado por la tragedia y los ojos pardos se ablandaron con una expresión de infinita tristeza.

—Como tú digas, Rowan —respondió. Las palabras flotaban como música, llenas de pena y silenciosa fortaleza—. ¿Qué otra cosa hay en el mundo para mí como no sea complacerte? Ven a mí cuando él duerma. Esta noche, mañana, cuando lo desees. »El tiempo no existe para mí. Yo estaré aquí cuando pronuncies mi nombre.

Pero cumple tu palabra, Rowan. Ven sola y en secreto, o no responderé. Te amo, mi bella Rowan. Pero tengo una voluntad, no lo olvides.

De pronto, la figura brilló débilmente, como si una luz de la nada la alcanzara; se iluminó y miles de diminutas partículas se hicieron de repente visibles. Después se volvió transparente; una ráfaga de aire caliente envolvió a Rowan, y la asustó, dejándola sola en la oscuridad.

Se tapó la boca con la mano. Volvieron las náuseas. Aguardó a que pasaran, temblando y a punto de gritar, cuando oyó los pasos inequívocos de Michael que cruzaba la despensa y entraba en la cocina. Rowan se obligó a abrir los ojos.

Se había puesto los téjanos, pero estaba descalzo y con el pecho desnudo. —¿Qué pasa, cariño? —murmuró. Vio el vaso brillando en la oscuridad, junto a la nevera. Se agachó para recogerlo y lo puso en el fregadero—. ¿Qué te pasa, Rowan?

—Nada, Michael-se apresuró a responder; trataba de controlar su temblor mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Tengo un poco de náuseas. Me pasó lo mismo esta mañana, esta tarde, y en realidad también ayer. No sé lo que es. Ahora mismo ha sido por el cigarrillo. De verdad, Michael, no es nada, ya se me pasará. —¿No sabes qué es?

—No, supongo que... bueno, los cigarrillos nunca me han dado náuseas...

—Doctora Mayfair, ¿ estás segura de que no lo sabes? Sintió las manos de Michael sobre sus hombros, el cabello le rozaba las mejillas cuando él se inclinó para besarle suavemente el nacimiento de sus pechos, y se echó a llorar. Le cogió la cabeza y le acarició el pelo. —Doctora Mayfair-dijo él—, hasta yo sé lo que es. —¿De qué estás hablando? —murmuró ella—, sólo me hace falta dormir, ir arriba.

—Estás embarazada, cariño. Ve a mirarte al espejo. Le tocó los pechos muy suavemente y ella sintió la hinchazón, un ligero dolor, y supo, sin lugar a dudas, por el resto de los pequeños síntomas, que él tenía razón. Con toda certeza.

Era un torrente de lágrimas. Dejó que Michael la levantara y la llevara a trompicones por la casa. Le dolía todo el cuerpo por la tensión de esos espantosos momentos en la cocina, y los sollozos le subían de la garganta secos y dolorosos. Pensaba que él no podría cargarla por la escalera, pero lo hizo, y ella dejó que lo hiciera mientras lloraba contra su pecho y le apretaba el cuello con los dedos.

La dejó sobre la cama y la besó. Rowan observó aturdida cómo soplaba las velas y volvía a su lado.

—Te quiero tanto, Rowan —dijo. También lloraba—. Te quiero tanto... nunca en mi vida he sido tan feliz... son como oleadas de felicidad, y cada vez que pienso que he llegado al máximo voy más allá todavía. Y descubrirlo justo esta noche... Dios mío, qué regalo de bodas, Rowan. Ojalá supiera qué he hecho para merecer toda esta felicidad.

—Yo también te amo, querido mío. Sí... tan feliz.

Michael se metió en la cama y puso sus rodillas debajo de las de ella. Rowan se volvió y se acurrucó contra él. Lloraba sobre la almohada, con la mano de Michael entre sus pechos.

—Es todo tan perfecto —murmuró él.

—Nada lo echará a perder —susurró ella—, nada.

41

Rowan se despertó antes que él. Después del primer asalto de náuseas, preparó las maletas con rapidez, con la ropa que previamente había doblado.

Luego bajó las escaleras y fue a la cocina.

Todo estaba limpio y tranquilo a la luz del día. No había ni rastro de lo sucedido la noche anterior. La piscina brillaba al otro lado de la malla metálica del porche. Los rayos del sol se filtraban con suavidad por las mallas sobre los muebles claros de mimbre.

Rowan examinó las repisas, el suelo. No vio nada. De pronto la ira y el asco se apoderaron de ella y preparó el café deprisa para poder salir cuanto antes, y se lo llevó a Michael.

Él acababa de abrir los ojos. —¿Por qué no nos vamos ahora? —preguntó ella.

—Pensé que no saldríamos hasta esta tarde —dijo, adormilado—. Pero si quieres podemos irnos ahora.

Su agradable héroe, como siempre. —¿ Cómo te sientes?.

—Estoy bien —respondió Rowan, y tocó el pequeño crucifijo de oro que él llevaba sobre el vello del pecho—. Me he sentido mal durante media hora, es probable que me vuelva a suceder. Me gustaría llegar a Destín a tiempo para dar un paseo por la playa al atardecer. —¿ Qué te parece si te visita un médico antes de salir?-Yo soy médico —respondió con una sonrisa—. ¿Y recuerdas ese sentido especial? Está todo bien aquí dentro. —¿Te ha dicho tu sentido especial si él es niño o niña? —¿Si él es niño o niña? —se rió Rowan—. Ojalá, pero creo que prefiero que sea una sorpresa.

—Rowan, ¿no estás... descontenta por lo del niño? —No, por Dios, Michael.

Quiero este hijo. Sólo que aún tengo un poco de náuseas. Verás, todavía no quiero contárselo a los demás. No hasta que volvamos de Florida. Si lo hacemos echaríamos a perder la luna de miel.

—De acuerdo. —Apoyó una mano tibia sobre su vientre—. Pasará un tiempo hasta que lo sientas, ¿verdad? —Tiene seis milímetros de largo —dijo ella; sonreía de nuevo—. No pesa ni veinte gramos. Pero puedo sentirlo. Está flotando en estado de felicidad, mientras sus diminutas células se multiplican.

Michael lanzó un profundo suspiro de satisfacción. —¿Qué nombre le pondremos? Ella se encogió de hombros. —¿Qué te parece Chris? ¿Sería muy... difícil para ti? —No, me parece estupendo. Chris. Si es niño se llamará Christopher y, si es niña, Christine. ¿Cuántos meses tendrá para Navidad? —preguntó, mientras empezaba a calcular.

—Bueno, probablemente ahora tendrá seis o siete semanas. Quizás ocho.

Bueno, en realidad es muy posible que tenga ocho. Así que serían... cuatro meses. Ya tendrá todas sus partes pero sus ojos todavía estarán cerrados. ¿Por qué? Te preguntas si preferirá un camión de bomberos o un bate de béisbol.

Michael se rió entre dientes. —No, es que es el mejor regalo de Navidad que podía haber soñado. La Navidad siempre ha sido algo muy especial para mí, en un sentido casi pagano. Y éstas serán las Navidades más maravillosas de mi vida, es decir, hasta el año que viene, cuando ella ya corretee y empiece a destrozar su camioncito rojo de bomberos con el bate de béisbol.

Parecía tan vulnerable, tan inocente, y confiaba tanto en ella. Rowan le dio un beso rápido y entró en el lavabo. Se apoyó contra la puerta con los ojos cerrados.

—Demonio —murmuró—, lo has calculado bien, ¿verdad? ¿Te gusta mi odio? ¿Era eso lo que soñabas?

Luego recordó el rostro en la cocina, a oscuras, y la voz suave y acongojada, como si unos dedos la acariciaran. «¿Qué otra cosa hay en el mundo para mí como no sea complacerte?»

Salieron a eso de las diez. Conducía Michael. Ella ya se sentía mejor y consiguió dormir un par de horas. Cuando abrió los ojos ya estaban en Florida, salían de la autopista interestatal en dirección a la carretera de la playa, a través de un tupido bosque de pinos. Tenía la cabeza despejada y estaba descansada, y al ver el Golfo se sintió a salvo, como si la vieja cocina de Nueva Orleans y la aparición ya no existieran.

Hacía frío, pero no más que cualquier día fresco de verano en el norte de California. Se pusieron unos jerseys gruesos y salieron a caminar por la playa desierta. Al atardecer cenaron junto a la lumbre, con las ventanas abiertas a la brisa del Golfo.

A eso de las ocho, Rowan se puso a trabajar en los planes del Centro Médico Mayfair. Continuó con su estudio sobre grandes centros hospitalarios «con fines de lucro», comparándolos con los modelos «sin fines de lucro», en los que estaba más interesada.

Pero su mente vagaba. En realidad no podía concentrarse en los densos artículos sobre pérdidas y ganancias y los abusos de diversos sistemas.

Al final tomó algunas notas y se fue a la cama. Se tumbó en la habitación, a oscuras, durante horas; oía el rugir de las aguas del Golfo, sentía la brisa del mar, mientras Michael trabajaba con sus planos en la otra habitación. ¿Qué iba a hacer? ¿Contárselo a Michael y a Aaron como había prometido?

Si lo hacía, el Impulsor se aislaría y empezaría de nuevo con sus artimañas, y cada día que pasara la tensión iría en aumento.

Pensó en la criatura mientrasse acariciaba el vientre. ¿Soñaría dentro de ella?

Se imaginó las pequeñas conexiones de su cerebro en desarrollo. Ya no era un embrión, sino un feto completo. Cerró los ojos y trató de oír, de sentir. «Todo bien.» En aquel instante su poderoso sentido telepático la asustó. ¿Tenía poder para hacer daño a esta criatura? La idea era tan aterradora que ncpodía soportarla. Cuando pensó en el Impulsor, él también le pareció una amenaza para aquel pequeño ser, frágil y laborioso, porque era una amenaza para ella, y ella era el mundo entero de su hijo. ¿Cómo podría protegerlo de sus propios poderes oscuros, y de la oscura historia que trataba de atraparla? Chris. No crecerás con maldiciones y espíritus, ni cosas que aparezcan por la noche. Apartó los pensamientos sombríos y turbulentos de su mente e imaginó el mar que había fuera, que golpeaba sin cesar la playa, no una ola detrás de otra, sino como una gran fuerza monótona, cargada de sonidos dulces y arrulladores, de incalculables variaciones.

Destruye al Impulsor. Sedúcelo, sí, como él trata de seducirte a ti. ¡Descubre lo que es y destrúyelo! Tú eres la única que puede hacerlo. Si se lo cuentas a Michael o a Aaron, se aislará. Tienes que engañarlo con un objetivo, y llevarlo a cabo.

Cuatro de la madrugada. Debió de dormirse. El irresistible hombretón estaba acostado contra ella, su pesado brazo la acunaba y la mano le cubría los pechos.

Acababa de tener un sueño, muy triste, en el que aparecían esos holandeses con sombreros negros de ala ancha y un gentío que pedía la cabeza dejan van Abel. ¡Ah, odiaba aquellos sueños! Se levantó, caminó por la mullida alfombra y salió a la terraza. Qué cielo tan amplio y claro, salpicado de diminutas estrellas que titilaban. La espuma de las oías era de un blanco puro. Blanco como la playa que brillaba a la luz de la luna.

Pero a lo lejos había una figura solitaria, un hombre alto y delgado que la miraba. «Maldito seas.» Vio cómo la figura se desvanecía poco a poco.

Rowan bajó la cabeza y se apoyó sobre la barandilla de madera; temblaba.

«Vendrás cuando te llame.» «Te amo, Rowan.»

Se dio cuenta, horrorizada, de que la voz no venía de ninguna parte. Era un susurro dentro de ella y a su alrededor, íntimo, que sólo ella podía oír. «Sólo te espero a ti, Rowan.» «Entonces déjame. No vuelvas a decir ni una palabra más ni a aparecer, o no te volveré a llamar.»

Entró otra vez en la casa, enfadada, llena de amargura. La alfombra del dormitorio era suave bajo sus pies. Se metió en la cama, junto a Michael. Lo abrazó en la oscuridad, le apretó el brazo con los dedos. Quería despertarlo, desesperada, contarle lo que había sucedido.

Pero era algo a lo que debía enfrentarse sola. Lo sabía. Siempre lo había sabido.

Tuvo náuseas todas las mañanas durante una semana. Luego se le pasaron y los días empezaron a ser gloriosos, como si hubiera redescubierto las mañanas y estar despejada fuera un regalo de los dioses.

El Impulsor no volvió a hablarle ni a aparecerse. Cuando pensaba en él, veía su propia ira como un calor desintegrador que caía sobre las misteriosas e inclasificables células que formaban aquel ser y las secaba y marchitaba. Pero casi siempre que pensaba en él, tenía miedo.

Mientras tanto, la vida siguió su curso normal, porque ella mantuvo el secreto bien guardado.

Concertó por teléfono una visita con un obstetra de Nueva Orleans y convinieron en que ella se haría los primeros análisis de sangre en Destin, y le enviaría los resultados. Todo iba bien, como esperaba.

No podían entender que, gracias a su capacidad de diagnóstico, ella hubiera sido la primera en enterarse de que le pasaba algo a la criatura.

Los días cálidos no eran muy frecuentes, pero tenían la playa de sus sueños casi para ellos solos. El silencio absoluto de la aislada casa sobre las dunas era mágico. Cuando hacía calor, Rowan se sentaba debajo de una bonita sombrilla blanca a leer sus revistas médicas y diversos materiales que le enviaba Ryan por mensajeros.

También leía los libros de puericultura que encontraba en las librerías locales. Imprecisos y sentimentales, pero divertidos. Especialmente por las fotos de bebés, con sus caritas expresivas, sus cuellos gordos y llenos de arrugas y esos pies pequeñitos, esas manitas preciosas. Ella y Beatrice hablaban casi todos los días. Pero era mejor guardar el secreto.

Pensaba en el dolor que sentirían ella y Michael si algo iba mal; si los demás lo sabían, sólo haría más dolorosa la pérdida para todos.

Los días demasiado fríos para nadar caminaban por la playa durante horas.

Cenaban en los restaurantes elegantes de la zona, daban paseos en coche por los pinares y exploraban los grandes complejos turísticos, con sus pistas de tenis y sus campos de golf. Pero lo que más les gustaba era estar en casa, con el mar infinito tan cerca.

Michael estaba bastante preocupado por su negocio. Tenía un equipo trabajando en la vieja propiedad de Annunciation Street, había abierto una nueva empresa en Magazine y resolvía las pequeñas complicaciones por teléfono. Y, por supuesto, todavía estaban pintando la casa, la vieja habitación de Julien, y reparando el techo posterior.

Era evidente que en esos momentos no necesitaba una luna de miel larga, una que Rowan se empeñaba en prolongar día tras día.

Pero era tan agradable estar con Michael... No sólo hacía lo que ella quería, sino que parecía tener una inagotable capacidad para sacar el máximo provecho de cada instante, tanto si paseaban por la playa cogidos de la mano, como si comían mariscos en alguna pequeña taberna, visitaban los barcos que estaban en venta, o leían, cada uno sus cosas, en cualquier rincón de la casa. El día de Acción de Gracias cenaron tranquilamente en la terraza que daba a la playa.

Aquella noche, más tarde, una tormenta eléctrica azotó Destín. El viento sacudió puertas y ventanas y se cortó la luz en la costa. Fue una oscuridad completa, divina y natural.

Se sentaron durante horas junto a la chimenea y hablaron del pequeño Chris y de la habitación que tendría. Rowan dijo que los primeros años no dejaría que el centro médico interfiriera, que pasaría todas las mañanas con la criatura y no iría a trabajar hasta las doce. Por supuesto, tendrían toda la ayuda que hiciera falta para que todo marchara bien.

Gracias a Dios, Michael no preguntó si había vuelto a ver «esa maldita cosa». Ante la alternativa de mentir o no, no sabía qué habría hecho. El secreto estaba guardado en un pequeño compartimento de su mente, como la cámara secreta de Barba Azul, y había arrojado la llave al pozo.

El tiempo era cada vez más frío. Pronto ya no habría excusas para seguir allí.

Sabía que debían volver. ¿Por qué no se lo contaba a Michael y a Aaron? ¿Qué estaba haciendo? ¿Huir, esconderse? Pero cuanto más se quedaba allí, mejor comprendía sus razones y sus conflictos.

Quería hablar con el ser. El recuerdo de su presencia en la cocina la llenaba de su poderosa sensación, sobre todo después de oír la ternura de su voz. Sí, ¡quería conocerlo! Exactamente como había predicho Michael aquella horrible noche tras la muerte de la anciana. ¿Qué era el Impulsor? ¿De dónde venía? ¿Qué secretos yacían detrás de esa cara impecable y trágica? ¿Qué diría sobre la entrada y las trece brujas?

Y lo único que tenía que hacer era llamarlo. Guardar el secreto y pronunciar su nombre.

Ah, eres una bruja, se dijo; y el sentimiento de culpabilidad aumentaba.

Todos lo sabían. Lo sabían la tarde que hablaste con Gifford; lo sabían por el poder fuerte y brillante que emanaba de ti, y que todos confunden con indiferencia y astucia, pero que no es más que una fortaleza no deseada. El anciano Fielding tenía razón con sus advertencias. Y Aaron lo sabe, ¿verdad?

Claro que lo sabe.

Todos menos Michael; es tan fácil engañar a Michael.

Pero ¿y si decidiera no engañar a nadie, no seguir con el juego? Quizá buscaba el valor para tomar esa decisión. O a lo mejor, simplemente, se resistía.

Tal vez pretendía hacer esperar al demonio igual que él la había hecho esperar a ella.

Fuera lo que fuese, ya no sentía aquella aversión por él, esa horrible repulsión que siguió al incidente del avión. Todavía estaba enfadada, pero la curiosidad y la atracción eran cada vez mayores...

El primer día en verdad frío Michael salió a la playa, se sentó junto a ella y le dijo que él tenía que regresar. En realidad, ella disfrutaba del viento frío, al sol, enfundada en su jersey de algodón y con pantalones largos, de la misma forma que habría hecho en la terraza de California.

—Verás —comentó Michael—, lo que sucede es que tía Viv quiere que le traiga sus cosas de San Francisco, y ya sabes cómo es la gente mayor. Además, no hay nadie para cerrar la casa de Liberty Street, salvo yo. También tengo que tomar algunas decisiones sobre mi negocio. El contable me acaba de llamar para decirme que hay alguien interesado en alquilar la vieja tienda. Tengo que regresar y ocuparme personalmente del inventario.

Continuó hablando sobre vender algunas propiedades en California, enviar ciertas cosas, alquilar la casa. Y, además, la verdad era que lo necesitaban en Nueva Orleans. Hacía falta su presencia en el nuevo negocio de Magazine Street. Si quería que el negocio funcionara... —Para ser sincero, prefiero ir ahora a San Francisco que más adelante. Estamos casi en diciembre, Rowan, pronto será Navidad. ¿Te das cuenta?

—Sí, claro, lo comprendo. Volveremos esta noche. —Pero no hace falta que tú vuelvas, cariño. Puedes quedarte aquí, en Florida, hasta que yo regrese, o el tiempo que quieras.

—No, volveré contigo —dijo ella—. Voy a preparar las maletas. Además, ahora se está bien, pero esta mañana cuando salí hacía mucho frío. Él asintió.

—No te gusta, ¿verdad? Rowan rió.

—A pesar de todo, hace menos frío que en California cualquier día de verano.

Rowan se acomodó otra vez en la silla de playa mientras Michael se alejaba.

El Golfo era ahora una llamarada plateada, siempre era así cuando el sol estaba en su cénit. Acarició indolente la arena fina, blanca como el azucar. Enterró los dedos y cogió un puñado que dejó escapar poco a poco.

Real-murmuró—, tan real.. pero ¿no era demasiado perfecto que él se tuviera que ir precisamente ahora y ella se quedara sola en First Street? ¿No era como si alguien lo hubiera dispuesto de ese modo? Y ella que pensaba que controlaba las cosas.

—No te pases, amigo mío —murmuró al frío viento del Golfo—. Si le haces daño a mi amor, jamás te perdonaré. Ocúpate de que vuelva a mí sano y salvo.

42

Las doce. ¿Por qué parecía la hora adecuada? ¿Quizá porque Pierce y Clancy se habían quedado hasta tan tarde que ella necesitaba esta hora de tranquilidad? En California eran sólo las diez, pero Michael ya había llamado, y, cansado después del viaje, seguramente estaría durmiendo.

Estaba muy animado por el hecho de que en San Francisco todo parecía muy poco atractivo y no veía el momento de regresar. Era doloroso echarlo tanto de menos y estar en esa cama enorme y vacía.

Pero el otro esperaba.

En cuanto las suaves campanadas del reloj dejaron de sonar, Rowan se levantó, se puso el batín de seda sobre el camisón, las zapatillas de satén y bajó por la escalera. ¿Dónde nos vamos a encontrar, mi amante demoníaco? ¿En el salón, entre los gigantescos espejos, con las cortinas abiertas a la luz de la calle? Parecía el mejor lugar..

Cruzó con suavidad el brillante parqué de pino y sintió cómo se hundían sus pies en la alfombra china mientras se dirigía hacia la chimenea. Los cigarrillos de Michael estaban sobre la mesa, junto a un vaso de cerveza medio vacío. En el hogar quedaba la ceniza del fuego que había hecho más temprano, en esta primera noche de frío en el sur.

Sí, primero de diciembre, el bebé ya tenía sus pequeños párpados y sus oídos empezaban a formarse.

Ningún problema, dijo el médico. Unos padres fuertes y sanos, y su cuerpo en excelentes condiciones. Coma con sensatez. Y, a propósito, ¿en qué trabaja?

Dile mentiras.

Ese mismo día había oído por casualidad a Michael hablar por teléfono con Aaron. «Muy bien. Creo que sorprendentemente bien. Todo en orden. Excepto esa horrible visión de Stella el día de la boda. Pero es posible que lo haya imaginado. Estaba borracho, con todo aquel champán. (Pausa.) No. En absoluto.»

Aaron reconocía la mentira, ¿no? Aaron sabía. Pero el problema con estos oscuros poderes inhumanos es que uno nunca sabe cuándo se activan. Te abandonan cuando más confías en ellos. Después de un montón de desordenadas visiones y de adivinar inadvertidamente los pensamientos de los demás, de golpe te encuentras con un mundo lleno de rostros pétreos y voces inexpresivas. Y estás solo.

Quizás Aaron estuviera solo. No había hallado nada útil en los viejos cuadernos de Julien, ni en las estanterías de la biblioteca, salvo los previsibles libros de contabilidad de la plantación. Tampoco en las demonologías coleccionadas a lo largo de los años, excepto información publicada sobre brujería al alcance de cualquiera.

La casa ya estaba terminada y había quedado preciosa, sin rincones oscuros ni inexplorados. Todo estaba en orden. La habitación de Julien era ahora el agradable despacho de Michael, con una mesa de dibujo, archivadores para planos y una estantería llena de libros.

Rowan se detuvo en el centro de la alfombra china, de cara a la chimenea.

Juntó las palmas y acercó la punta de los dedos a los labios. ¿Qué esperaba? ¿Por qué no lo decía? «Impulsor.» Levantó la cabeza poco a poco y miró el espejo, sobre la chimenea.

Ahí estaba, detrás de ella, en el quicio de la puerta, y la observaba. Lo único que necesitaba para verlo era la luz de la calle que entraba por las ventanas.

Su corazón palpitaba; no se volvió. Lo miraba por el espejo —calculaba, medía, definía—, trataba de comprender con todos sus poderes, humanos e inhumanos, de qué estaba hecho, de qué era su cuerpo.

—Mírame, Rowan. —Una voz como un beso en la oscuridad. Ni una orden ni un ruego. Algo íntimo, como la exigencia de un amante cuyo corazón quedará destrozado si es rechazado.

Rowan se volvió. Estaba contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados. Llevaba un traje oscuro, antiguo, parecido a los de Julien en los retratos de 1895, con cuello alto blanco y corbata de seda. Una imagen hermosa.

Y un contraste encantador con las manos fuertes, como las de Michael, y las facciones marcadas y varoniles de su rostro. El pelo tenía algunos mechones rubios y la tez era ligeramente más oscura. Al verlo, se acordó de Chase, su viejo amante policía.

—Cambia lo que quieras —dijo él, amablemente.

Y antes de que ella pudiera responder, vio que la figura se transformaba, como una sorda ebullición en las sombras, y el pelo empezaba a aclararse hasta volverse completamente rubio, al tiempo que la piel adquiría un tono bronceado igual que el de Chase. Vio el brillo de sus ojos durante un instante, la personificación exacta de Chase; luego aparecieron otra serie de características humanas, cambió otra vez su aspecto, y volvió a ser el mismo hombre que había visto en la cocina, probablemente el mismo que se había aparecido a todos a lo largo de los siglos, con la diferencia de que conservaba el bronceado de Chase.

Rowan se dio cuenta de que se había movido y estaba muy cerca de él. No estaba tan asustada como excitada. Su corazón aún latía con fuerza, pero no temblaba. Estiró la mano y le tocó el rostro, como había hecho aquella noche en la cocina.

Una sombra de barba, piel, pero no era piel. Su agudo sentido diagnóstico le dijo que no lo era, y que no tenía huesos en su cuerpo, ni órganos internos. Era el caparazón de un campo de energía. — —Pero con el tiempo habrá huesos, Rowan, con tiempo se puede realizar cualquier milagro.

Los labios apenas se movían y la figura empezaba a perder forma. Se había consumido sola.

Rowan miró fijamente; se esforzaba por mantenerla, y vio que volvía a materializarse.

—Ayúdame a sonreír, belleza —dijo la voz, pero esta vez sin mover los labios—. Si pudiera, te sonreiría a ti y a tu poder.

En aquel momento Rowan temblaba. Se concentró con cada fibra de su cuerpo en tratar de infundir vida a los rasgos faciales. Casi sentía la energía que fluía de ella, veía cómo condensaba esa extraña expresión de materia y le daba forma; era algo más puro y preciso que su concepción de la electricidad. Una enorme tibieza la rodeó cuando vio que sus labios empezaban a sonreír.

Una sonrisa serena y sutil, como la de Julien en las fotos. Los ojos grandes y verdes estaban llenos de luz. Las manos levantadas, para tocarla. Rowan sintió un delicioso calor cuando se acercaron y le rozaron las mejillas.

Entonces la imagen se hizo más débil y se desintegró de repente. La ráfaga de calor era tan intensa que la hizo retroceder y cubrirse los ojos con el brazo al tiempo que se alejaba.

De pronto sintió mucho frío, y un cansancio terrible. Cuando volvió a mirarse la mano vio que todavía temblaba. Se acercó a la chimenea y se arrodilló.

Puso un poco de leña menuda, algunas ramas y un tronco encima, y encendió el fuego con una cerilla larga. Al cabo de un instante las ramitas chisporroteaban y se retorcían. Se quedó inmóvil, mirando las llamas.

—Estás aquí, ¿no? —susurró, sin dejar de mirar el fuego; las llamas crecían y lamían la corteza seca del tronco.

—Sí, estoy aquí. —¿Dónde?

—Cerca de ti, alrededor de ti. —¿De dónde viene tu voz? Ahora cualquiera podría oírte. Estás hablando de verdad.

—Tú comprenderás cómo lo hago mejor que yo. —¿Es eso lo que quieres de mí? Se oyó un suspiro prolongado. Rowan escuchó con atención. No se oía ninguna respiración, sino apenas el sonido de una presencia. —Te amo —dijo él. —¿Porqué?

—Porque para mí eres hermosa. Porque puedes verme. Porque personificas todas las cosas de un ser humano que yo mismo deseo. Porque eres humana, tibia y suave. Porque te conozco y he conocido a las demás antes que tú.

Rowan no dijo nada.

—Porque eres la hija de Deborah —continuó él—, la hija de Suzanne, y de Charlotte, y de todas las demás cuyos nombres ya conoces. Te amo desde la primera vez que te vi venir desde muy lejos. Te amaba desde que eras sólo una probabilidad.

El fuego ardía ahora con fuerza, el delicioso aroma la hacía sentir cómoda, pero en una especie de delirio. Hasta su propia respiración le parecía lenta y extraña. Y ahora no estaba segura de que la voz fuera audible para alguien más.

Para ella, sin embargo, era clara y muy seductora. Lentamente se sentó sobre el suelo tibio, junto al hogar, se apoyó contra el mármol, tibio también, y escudriñó las sombras bajo la arcada, en el centro del salón.-Tu voz me tranquiliza, es hermosa —suspiró.

—Quiero ser hermoso para ti, Rowan. Quiero darte placer. Me entristeció mucho que me odiaras. —¿Cuándo?

—Cuando te toqué.

—Explícamelo, todo.

—Hay muchas explicaciones posibles. Tú determinas la explicación de acuerdo a la pregunta. Puedo hablarte por propia voluntad, pero lo que te diga estará determinado por lo que me han enseñado los demás a través de sus preguntas a lo largo de los siglos. Es una construcción. Si quieres una nueva construcción, pregunta. —¿Desde cuándo existes?

—No lo sé. —¿Quién te llamó Impulsor por primera vez?

—Suzanne. —¿La amabas?

—La amo. —¿Todavía existe?

—Se ha marchado.

—Empiezo a comprender —le dijo Rowan—. En tu mundo no hay una necesidad física, por lo tanto no hay tiempo. Una mente sin cuerpo.

—Exacto. Brillante. Inteligente.

—Con tantas palabras, con alguna acertarás, ¿no?

—Sí-accedió él—, pero ¿cuál?

—Quiero llegar al fondo de todo esto, entenderte y entender tus motivos, saber lo que quieres.

—Lo sé. Lo supe antes de que hablaras —dijo con el mismo tono bondadoso y seductor—. Pero eres lo bastante inteligente para saber que en el universo en el que existo no hay fondo. —Se detuvo, y continuó despacio, como antes—: Si pretendes que te hable con frases completas y sofisticadas y tenga en cuenta tus malentendidos, equivocaciones y toscas diferenciaciones, puedo hacerlo. Pero lo que diga puede no estar tan cerca de la verdad como te gustaría. —¿Eres un espíritu?

—Soy lo que vosotros llamáis un espíritu. —¿Cómo te llamarías tú?

—No lo hago.

—Comprendo. En tu universo no hacen falta nombres —dijo.

—Ni la comprensión de lo que es un nombre. Pero, en verdad, no hay nombre.

—Pero tienes deseos. Quieres ser humano.

—Sí. —Una especie de suspiro de elocuente tristeza. —¿Porqué?

—Rowan, si estuvieras en mi lugar, ¿no querrías ser humana?

—No lo sé, Impulsor. Podría querer ser libre.

—Lo anhelo dolorosamente —dijo la voz, con gran pena—. Sentir frío y calor; conocer el placer. Ver con claridad con ojos humanos. Sentir las cosas.

Existir con necesidades y emociones en el tiempo. Satisfacer mis ambiciones, tener distintos sueños e ideas.

—Sí, lo comprendo muy bien.

—No estés tan segura.

—Cuando miras a través de los ojos de un muerto, ¿ves con claridad?

—Veo mejor, pero la muerte está sobre mí, colgada a mi alrededor, avanzando deprisa. Por último me quedo ciego.

—Me imagino. Pero entraste en el cuerpo del suegro de Charlotte cuando vivía.

—Sí. Él sabía que yo estaba dentro. Estaba muy débil pero feliz de caminar otra vez y levantar objetos con sus propias manos.

—Interesante. Es lo que llamamos posesión.

—Correcto. A través de sus ojos vi las cosas con nitidez. Vi colores brillantes y pájaros, olí el perfume de las flores. Escuché el canto de los pájaros. Toqué a Charlotte con una mano. Conocí a Charlotte.-¿Ahora puedes oír cosas? ¿Puedes ver las llamas de este fuego?

—Sé todo sobre ello. Pero no puedo ver ni oír como tú, Rowan. Aunque cuando me acerco a ti, puedo ver lo que tú ves, te conozco y conozco tus pensamientos.

Rowan sintió una punzada aguda de miedo.

—Empiezo a entenderlo.

—Eso es lo que tú crees, pero es mucho más grande, más amplio.

—Lo sé.

—Lo sabemos. Sí, pero de ti hemos aprendido a pensar linealmente y el concepto del tiempo. También hemos aprendido la ambición. Porque la ambición exige saber conceptos del pasado, del presente y del futuro. Se deben hacer planes. Y me refiero a aquellos de nosotros que lo desean. Porque los que no lo desean, no aprenden. ¿Para qué van a hacerlo? Pero decir «nosotros» es sólo una aproximación. Para mí no hay «nosotros» porque estoy solo, apartado de los que son como yo. Te veo sólo a ti y a tu especie.

—Comprendo. ¿Cuando estabas en los cadáveres... en las cabezas del ático...? —¿Sí? —¿Transformaste los tejidos de las cabezas?

—Sí. Transformé los ojos para que fueran marrones y el pelo para que tuviera mechones rubios. Me exigió mucha energía y concentración. La concentración es la clave de todo lo que hago. La reúno. —¿Y cómo es en tu estado natural?

—Grande, infinita. —¿Cómo cambiaste la pigmentación?

—Me metí en las partículas de la piel y las alteré. Pero tus conocimientos son mayores que los míos. Tú usarías la palabra mutación. —¿Qué te impidió adueñarte de todo el organismo?

—Que era un organismo muerto. Poco a poco se iba extinguiendo, ercpesado, y yo me quedaba ciego y sordo. No podía devolverle ni una chispa de vida.

—Ya veo. Y dentro del suegro de Charlotte, ¿transformaste su cuerpo?

—No podía hacerlo. No sabía cómo intentarlo. Y tampoco sabría hacerlo ahora. ¿Comprendes?

—Sí. Tú eres constante, pero nosotros vivimos en el tiempo. ¿Estás diciendo que no puedes transformar el tejido vivo?

—El de aquel hombre no. Y tampoco el de Aaron cuando estoy dentro de él. —¿Cuándo estás dentro de Aaron?

—Cuando duerme. Es el único momento en el que puedo entrar. —¿Por qué lo haces?

—Para ser humano. Para estar vivo. Pero Aaron es demasiado fuerte para mí; Aaron organiza sus propios tejidos y los domina. Lo mismo que Michael. Lo mismo que casi todos. Incluso las flores.

—No quiero que entres en Aaron. No quiero que les hagas daño, ni a él ni a Michael, jamás.

—Te obedeceré, pero me gustaría matar a Aaron. —¿Porqué?

—Porque Aaron ha terminado. Aaron sabe mucho y te miente. —¿Cómo que «ha terminado»?

—Ha hecho lo que vi que haría y lo que yo quería que hiciera. Por tanto, ha terminado. Ahora veo lo que es capaz de hacer, pero que no quiero que haga, porque va en contra de mi ambición. Lo mataría si eso no hiciera que me odiaras y te llenara de dolor.

—Puedes sentir mi ira, ¿verdad?

—Me hiere profundamente, Rowan.

—Si le haces daño a Aaron, sufriré y me enfadaré. Pero hablemos un poco más de Aaron. Quiero que me lo expliques con detalle. ¿ Qué era lo que querías que hiciera Aaron?-Darte sus conocimientos. Sus palabras escritas cronológicamente. —¿Te refieres al informe Mayfair?

—Quería que leyeras su historia. Petyr vio cómo quemaban a mi Deborah, a mi amada Deborah. Aaron vio a mi Deirdre llorando en el jardín, a mi hermosa Deirdre. Esa historia ha sido de inestimable ayuda en tus decisiones y reacciones. Pero la tarea de Aaron ha terminado.

—Sí, comprendo.

—Cuidado. —¿De creer que comprendo?

—Exactamente. Sigue preguntando. Palabras como «reacciones» e «inestimable» son muy vagas. Ante ti, Rowan, no ocultaré nada.

Ella lo oyó suspirar otra vez, era un sonido prolongado y suave que poco a poco se transformaba en una especie de caricia del viento sobre su cuerpo. Se rió con placer. Si lo intentaba, podía verlo en la habitación, una especie de reverberación en el aire, algo que se expandía y llenaba el salón.

—Sí... —dijo él—, me gusta tu risa. Yo no puedo reír.

—Puedo ayudarte para que aprendas a hacerlo.

—Lo sé. —¿Soy la entrada?

—Sí. —¿Soy la decimotercera bruja?

—Sí.

—Entonces Michael tenía razón en sus interpretaciones.

—Michael se equivoca pocas veces. Michael ve con claridad. —¿Quieres matar a Michael?

—No, amo a Michael. Me gustaría pasear y hablar con él. —¿Por qué, por qué has elegido a Michael?

—No lo sé.

—Ah, debes saberlo.

—Amar es amar. Michael es brillante y maravilloso. Michael ríe. Michael tiene mucho espíritu invisible dentro de él, llena su cuerpo, sus ojos y su voz. ¿Comprendes?

—Creo que sí. Es lo que llamamos vitalidad.

—Exactamente. Pero ¿había sido empleada alguna vez esa palabra con este sentido?

—He visto a Michael desde el principio —continuó él—, Michael fue una sorpresa. Michael me ve. Michael se acercó a la verja. Michael también tiene ambición y es fuerte. Michael me amaba. Michael ahora me teme. Tú te has interpuesto entre él y yo, y teme que yo me interponga entre tú y él.

—Pero no le harás daño.

No hubo respuesta.

—No le harás daño.

—Dime que no le haga daño y no se lo haré. —¡Pero has dicho que no querías hacerlo! ¿Por qué das tantas vueltas?

—No doy vueltas. Te he dicho que no quería matar a Michael. Pero se le puede hacer daño. ¿Qué voy a hacer? No miento. Aaron miente. Yo no miento.

No sé cómo mentir.

—No me lo creo. Pero quizá tú te lo crees.

—Me haces daño.

—Dime cómo terminará todo esto.

—Mi vida contigo, ¿cómo va a terminar?

Silencio.

—No me lo dirás.

—Tú eres la entrada.

Rowan se sentó, muy quieta. Sentía cómo trabajaba su mente. El fuego chisporroteaba y las llamas bailaban contra los ladrillos, con un movimiento demasiado lento para ser real. El aire volvió a reverberar. Creyó verque las largas lágrimas de la araña de cristal se movían y giraban, descomponiendo la luz. —¿Qué significa que soy la entrada?

—Tú sabes lo que significa.

—No, no lo sé.

—Tú puedes hacer mutar la materia, doctora Mayfair.

—No estoy muy segura. Soy cirujana. Trabajo con instrumentos de precisión.

—Ah, pero tu mente es más precisa.

Rowan frunció el entrecejo; le hacía recordar aquel extraño sueño de Leiden...

—Has parado hemorragias —dijo él; se tomaba su tiempo para articular palabras suaves y lentas—. Has cerrado heridas. Has hecho que la materia te obedezca.

La araña tintineó en el silencio y reflejó el resplandor de las llamas bailarinas.

—No siempre tuve conciencia...

—Lo has hecho. Tienes miedo de tu poder, pero lo posees. Sal al jardín por la noche. Puedes hacer que las flores se abran. Puedes hacer que crezcan como hice con el lirio que has visto. Aunque me agota y me hace daño.

—Luego el lirio se marchitó y se desprendió del tallo.

—Sí. No era mi intención matarlo.

—Tú sabes que lo llevaste hasta sus límites. Por eso murió.

—Sí, pero no conocía sus límites.

Rowan se volvió hacia un lado. Se sentía como si estuviera en trance; pero, a pesar de ello, la voz de él era perfectamente clara y su pronunciación, precisa.

—No fuerzas las moléculas en una dirección cualquiera.

—No, penetro la estructura química de las células, como podrías hacerlo tú.

Tú eres la entrada. Tú puedes ver el núcleo de la vida.

Volvía la atmósfera de su sueño: todos reunidos, junto a las ventanas de la Universidad de Leiden. ¿Qué era esa multitud en la calle? Pensaban que Jan Abel era un hereje.

—No sabes lo que dices —dijo Rowan. —Sé. Veo a la distancia. Tú me has proporcionado las metáforas y los términos. Yo también he absorbido los conceptos a través de tus libros. Veo hasta el fin. Yo sé. Rowan puede hacer mutar la materia. Rowan puede coger miles y miles de diminutas células y reorganizarlas. —¿Y cuál es el fin? ¿Que haga lo que quieres?

La voz suspiró de nuevo.

Algo crujía en los rincones de la habitación. Las cortinas se agitaron con violencia. Y la araña volvió a tintinear con suavidad, vidrio contra vidrio. ¿Era una capa de vapor lo que se elevaba hacia el techo, lo que surgía de las paredes de color melocotón claro? ¿O era sólo el movimiento de las llamas que veía bailar por el rabillo del ojo?

—El futuro es una trama de posibilidades —dijo él—. Algunas se convierten poco a poco en probabilidades, mientras otras se tornan en algo inevitable, pero hay sorpresas intercaladas en la trama y la urdimbre que pueden desgarrarla.

—Gracias a Dios —dijo Rowan—. Por lo tanto, no puedes ver hasta el final.

—Puedo y no puedo. Tú no eres previsible. Eres demasiado fuerte. Si quieres, puedes ser la entrada. —¿ Cómo?

Silencio. —¿Lanzaste a Michael al mar?

—No. —¿ Lo hizo alguien?

—Michael se cayó de la roca porque no le importaba. Tenía el alma dolorida y su vida no valía nada. Estaba todo escrito en su rostro y en sus gestos. No hacía falta ser un espíritu para verlo.-Pero lo viste.

—Lo vi mucho antes de que sucediera, pero yo no lo hice. Sonreí, porque vi cómo os encontrabais. Lo supe desde que Michael era un chiquillo y me veía a través de la verja del jardín. Vi su muerte y cómo tú lo rescatabas. —¿Qué fue lo que vio al ahogarse? —No lo sé. Michael no estaba vivo. —¿Qué quieres decir?

—Estaba muerto, doctora Mayfair. Tú sabes lo muerto que estaba. Significa que el cuerpo deja de estar bajo el control de una fuerza organizadora o de una intrincada serie de órdenes. Si yo hubiera entrado en su cuerpo, podría haber movido sus miembros y oído por sus oídos, porque su cuerpo estaba fresco, pero estaba muerto. Michael había abandonado su cuerpo. —¿Lo sabes?

—Lo veo ahora. Lo vi antes de que sucediera. Lo vi mientras sucedía. —¿Dónde estabas tú en aquel momento? —Junto a Deirdre, para hacerla feliz, para hacerla soñar.

Rowan rió otra vez en voz baja. —Tienes una voz muy hermosa. —Soy hermoso, Rowan. Mi voz es mi alma. Sin duda tengo alma. Si no fuera así, el mundo sería demasiado cruel.

Ella sintió tal tristeza al oírlo que se hubiera echado a llorar. Miraba de nuevo la araña; cientos de diminutas llamas se reflejaban en el cristal. La habitación parecía inundada de tibieza.

—Ámame, Rowan —dijo con sencillez—. Soy el ser más poderoso que puedas concebir en tu universo, y soy único y para ti, amada mía.

Era como una canción sin melodía; era como una voz hecha de silencio y música, si es que se puede imaginar algo semejante.

—Cuando sea de carne y hueso seré más que humano, seré algo nuevo bajo el sol, mucho más maravilloso para ti que Michael. Soy un misterio infinito.

Michael te ha dado todo lo que podía dar. Con él ya no habrá más misterios. —¿Estás diciendo que he de elegir entre Michael y tú?

Silencio. —¿Has obligado a las demás a elegir? —Pensaba en Mary Beth, en particular, y en los hombres de Mary Beth.

—Veo a la distancia, como te he dicho. Cuando Michael estaba junto a la verja, hace años de tu tiempo, vi que tú elegirías.

—No me cuentes más, no quiero saber lo que has visto.

—Muy bien —respondió él—. Hablar del futuro siempre llena de desdicha a los humanos. Su impulso se basa en que no pueden ver a lo lejos. Hablemos, pues, del pasado. A los humanos les gusta comprender el pasado. —¿Tienes otro tono de voz además de éste, tan suave y hermoso? ¿Has dicho las últimas palabras con sarcasmo? ¿Tenían que sonar de ese modo?

—Puedo hablar como a ti te guste, Rowan. Tú oyes lo que yo siento. Y siento amor y dolor en mis pensamientos, en lo que soy. Emociones.

—Ahora hablas más deprisa.

—Estoy sufriendo. —¿Porqué?

—Porque quiero ser de carne y hueso. —¿Y crees que yo puedo hacerlo?

—Tú tienes el poder. Y cuando se logra algo así, otras cosas semejantes pueden lograrse. Tú eres la decimotercera, tú eres la entrada. —¿ Qué quieres decir con «otras cosas semejantes»?

—Rowan, hablamos de fusión, transformación química, reinvención estructural de las células, una nueva relación entre materia y energía. —¿Y por qué no lo pudo hacer nadie antes que yo? Julien era poderoso.

—Conocimientos, Rowan. Julien nació demasiado pronto. Permíteme usar otra vez la palabra fusión de una manera algo distinta. Hasta ahora hemos hablado de fusión dentro de las células. Permíteme hablar ahora de fusión entre tus conocimientos de la vida y tu innato poder. Ésa es la clave, es lo que hace posible que tú seas la entrada. »Los conocimientos del período actual eran inconcebibles incluso para Julien, que vio en su época inventos que parecían completamente mágicos. ¿Acaso pudo prever una operación a corazón abierto? ¿Un niño concebido en una probeta? No. Y después de ti habrá quienes posean conocimientos tan amplios como para definir lo que soy. —¿Puedes definirte a ti mismo?

—No, pero sin duda soy perfectamente definible, y cuando los mortales consigan definirme, entonces yo podré definirme a mí mismo. Yo aprendo de ti todo lo que tiene que ver con esta comprensión.

—Ah, pero debes de saber algo sobre ti.

—Que soy inmenso, que debo concentrarme para sentir mi fortaleza, que puedo emplear mi fuerza, que puedo sentir dolor en mi parte pensante. —¿ Ah, sí? ¿Y qué es esa parte pensante? ¿Y de dónde procede la fuerza que empleas? Son preguntas pertinentes.

—No lo sé. Me formé cuando Suzanne me invocó. Me condensé como una forma alargada capaz de pasar por un túnel. Sentí mi forma y me extendí como una estrella de cinco puntas y me estiré por cada una de esas puntas. Hice que los árboles se agitaran y cayeran las hojas, y Suzanne me llamó su Impulsor. —¿Y te gustó lo que hiciste?

—Sí, me gustó que Suzanne lo viera y le gustara. De otro modo no lo hubiera vuelto a hacer y ni siquiera lo recordaría.

El fuego se extinguía en el hogar, pero el calor se había extendido por todo el salón, la rodeaba y la envolvía como una manta. Se sentía adormilada, pero al mismo tiempo perfectamente alerta.

—Volvamos a Julien. Él tenía tanto poder como yo. —Casi, amada mía, pero no tanto. Y Julien tenía un alma juguetona y blasfema que iba por el mundo, de un lado a otro, y le gustaba destruir tanto como construir. Tú eres más lógica, Rowan. —¿ Es eso una virtud? —Tienes una voluntad indómita, Rowan. —Comprendo. Que no cambia con los humores, como la de Julien. —Exacto, Rowan.

Ella rió en voz baja y se quedó en silencio, mirando fijamente el aire que reverberaba. —¿Existe Dios, Impulsor?

—No lo sé, Rowan. Con el tiempo me he formado una opinión, y es que sí, pero me enfurece. —¿Porqué?

—Porque sufro, y si existe Dios, es Él quien me hace sufrir.

—Sí, lo comprendo perfectamente, Impulsor. Pero si existe, también te hace amar.

—El amor es el origen de mi dolor —respondió—. Es el origen de que me mueva en el tiempo, de mis ambiciones y planes. Se podría decir que estoy envenenado de amor, que a la llamada de Suzanne me desperté al amor y a la pesadilla del deseo.

—Me entristeces —dijo ella de pronto.

—Y ahora quiero mutar y convertirme en un ser de carne y hueso; será la consumación de mi amor. Te he esperado durante mucho tiempo. He visto tanto sufrimiento antes de que llegaras, que si hubiera tenido lágrimas, las habría derramado. No lloré sólo por Stella, sino por todas ellas, mis brujas.

Cuando Julien murió, estaba destrozado. Tan grande era mi dolor, que habría regresado al universo de la luna, las estrellas y el silencio pero era demasiado tarde. No podía soportar mi soledad. Cuando Mary Beth me llamó, volví a ella deprisa. Miré hacia el futuro y vi la decimotercera otra vez. Vi la fuerza de mis brujas en constante aumento.

Rowan había cerrado otra vez los ojos. El fuego se había apagado. La habitación estaba cargada del espíritu del Impulsor. Ella lo sentía sobre su piel, aunque él no se moviese; su textura era liviana como el aire.

—Cuando sea de carne y hueso —le dijo—, las lágrimas y la risa vendrán a mí como un reflejo, lo mismo que os sucede a ti o a Michael. Seré un organismo completo.

—Pero no humano.

—Más que humano, porque seré la inteligencia organizada. Tengo grandes poderes, mucho mayores que los humanos. Seré una especie que no existe hasta ahora. —¿Mataste a Arthur Langtry?

—No necesariamente. Se estaba muriendo. Lo que vio precipitó su muerte.

—Pero ¿por qué te mostraste ante él?

—Porque era fuerte y podía verme, y yo quería que me ayudara a salvar a Stella, porque sabía que estaba en peligro. —¿Por qué no la ayudó?

—Era demasiado tarde. En aquella época yo era como un niño. Me derrotó la simultaneidad porque actuaba en el tiempo.

—No te entiendo.

—Mientras me aparecía ante Langtry, los tiros ya habían sido disparados al cerebro de Stella, y provocaron su muerte de forma casi instantánea. Veo a la distancia, pero no puedo ver todas las sorpresas.

—No lo sabías.

—Carlotta me engañó, me despistó. No soy infalible. De hecho, me confundo con asombrosa facilidad. —¿Cómo? —¿Por qué debo decírtelo? ¿Para que me controles mejor? Tú sabes cómo.

Tú eres una bruja poderosa, como Carlotta. Por las emociones. Carlotta concebía el asesinato como un acto de amor. Enseñó a Lionel qué tenía que pensar mientras cogía el revólver y disparaba contra Stella. No me di cuenta del odio ni de la maldad. No presté atención a los sentimientos de amor de Lionel.

Y allí estaba Stella, muriéndose, llamándome en silencio, con los ojos abiertos, herida de muerte. En aquel momento Lionel disparó el segundo tiro que hizo que su alma abandonara el cuerpo para siempre.

—Pero tú mataste a Lionel. Lo condujiste a su muerte.

—Así es. —¿Ya Cortland? Mataste a Cortland.

—No, luché con él. Quiso utilizar su fuerza contra mí, falló y cayó en la lucha. No maté a tu padre. —¿ Por qué os peleasteis?

—Se lo advertí. Él creía que podía mandarme, pero no era mi bruja. Mi bruja era Deirdre, no Cortland.

—Pero Deirdre no quería darme en adopción y Cortland defendía sus deseos.

—Eso no es importante. Te marchaste hacia la libertad, para que fueras fuerte cuando volvieras. Fuiste liberada de Carlotta.

—Pero tú te ocupaste de que fuera así, te opusiste a los deseos de Deirdre y Cortland.

—Por tu bien, Rowan. Te amo.

—Ah, ¿lo ves?, aquí hay un esquema trazado, ¿verdad? Y no quieres que yo lo comprenda. Una vez que nace la hija, trabajas por ella y abandonas a la madre. Eso fue lo que sucedió con Deborah y Charlotte, ¿no?

—Me juzgas mal. Cuando actúo en el tiempo, a veces me equivoco.

—Tú te opusiste a los deseos de Deirdre. Te encargaste de ello y me sacaron de aquí. Aceleraste el plan de las trece brujas, por motivos egoístas. Siempre has trabajado para lograr tus propias metas, ¿verdad?

—Tú eres la bruja decimotercera y la más fuerte. Tú eres mi meta y estoy a tu servicio. Tus metas y las mías son idénticas.

—Creo que no.

Rowan sentía su dolor, sentía la turbulencia en el aire como una sensación parecida al rasgueo de las cuerdas de un arpa. La música del dolor.

—No lo sé. —¿Recuerdas la primera vez que viste seres humanos?

—Sí. —¿Qué pensaste?

—Que era imposible que un espíritu proviniera de la materia, que era una broma. Lo que tú llamarías algo absurdo, un disparate. —¿Te llamaron la atención?

—Sí, porque era una mutación, algo completamente nuevo. Y, además, porque nos llamaron para observar. —¿Cómo?

—Las inteligencias que empezaban a emerger del hombre, a pesar de estar encerradas en la materia, nos percibían, y, debido a ello, permitían que nos percibiéramos a nosotros mismos. »Esta frase, de nuevo, es sofisticada y por tanto parcialmente incorrecta.

Estas inteligencias espirituales y humanas se desarrollaron durante milenios, se hicieron cada vez más fuertes, desarrollaron poderes telepáticos, percibían nuestra existencia, nos ponían nombres, hablaban con nosotros y nos seducían.

Si observábamos, veíamos que cambiábamos, que pensábamos en nosotros mismos.

—Así que aprendisteis de nosotros a tener conciencia de vosotros mismos.

—«La materia creó al hombre y el hombre creó a los dioses», decía Julien. En parte es correcto.

—Me gustaría que volviéramos a Julien. ¿Por qué dices que Aaron miente?

—Aaron no revela todos los propósitos de Talamasca. —¿Estás seguro?

—Por supuesto. ¿ Cómo va a mentirme a mí? Supe de la llegada de Aaron antes de que él existiera. Las advertencias de Arthur Langtry estaban destinadas a Aaron, cuando ni siquiera sabía de su existencia.

—Pero ¿cómo miente? ¿Cuándo y con respecto a qué ha mentido?

—Aaron tiene una misión. Igual que todos los hermanos de Talamasca. La guardan en secreto. Mantienen en secreto gran parte de sus conocimientos. Son una orden secreta, para usar palabras que comprendas. —¿Cuáles son esos conocimientos secretos? ¿Qué misión?

—Proteger al hombre de nosotros. Asegurarse de que no haya más entradas. —¿Quieres decir que hubo otras entradas? —Sí. Ha habido mutaciones, pero lo que puedes lograr conmigo no tiene parangón.

—Espera un minuto. ¿ Quieres decir que otras entidades inmateriales han entrado en el universo de lo material? —Sí.

—Pero ¿ quiénes? ¿ Qué son? —Risa. Se ocultan muy bien. —¿Risa? ¿Por qué has dicho algo así? —Porque me río de tu pregunta, pero no sé cómo hacer el sonido de la risa. Así que lo digo. Me río porque no crees que haya sucedido algo semejante. Tú, una mortal, con todas esas historias vuestras de fantasmas, monstruos nocturnos y horrores por el estilo, ¿piensas que no hay ni un ápice de verdad en todos esos viejoscuentos y leyendas? No importa. Nuestra fusión estará mucho más cerca de la perfección que cualquiera de las anteriores. —¿Y por qué Aaron trata de evitar que yo sea la entrada? —¿Qué crees?

—Porque piensa que tú eres el mal.

—Él diría que no soy natural, lo cual es absurdo, porque soy tan natural como la electricidad, las estrellas o el fuego. —¿Tiene miedo de tu poder?

—Sí, pero es un necio. —¿Porqué?

—Rowan, si esta fusión puede lograrse una vez, entonces podría volver a lograrse. ¿Comprendes?

—Sí, te comprendo. Hay doce criptas en el cementerio y una entrada.

—Sí, Rowan. Ahora estás pensando. Cuando leíste por primera vez libros de neurología, cuando entraste por primera vez en un laboratorio, ¿qué fue lo que pensaste? Que el hombre apenas comenzaba a tomar conciencia de las posibilidades de la ciencia actual, que se podían crear nuevos seres mediante trasplantes, injertos, experimentos in vitro con genes y células. Viste el espectro de posibilidades. Pero diste la espalda a tus visiones, Rowan, porque tuviste miedo de lo que podías hacer. Te escondiste detrás del microscopio quirúrgico y reemplazaste tu poder por el tosco instrumental de acero con el que cortar tejidos en lugar de crearlos. Ahora también actúas por miedo. Construirás hospitales para curar personas, cuando podrías crear nuevos seres.

Rowan se quedó en silencio, inmóvil. Nadie le había hablado de sus pensamientos más profundos con mayor precisión. Percibió la vehemencia y las dimensiones de su propia ambición. Sintió a la muchacha amoral que había dentro de ella y que soñaba con injertos de cerebro y seres sintéticos, antes de que la adulta apagara la luz. —¿No tienes corazón para comprender el porqué, Impulsor?

—Veo a lo lejos, Rowan. Veo gran sufrimiento en el mundo. Veo un camino de accidentes y errores, y lo que han producido. No estoy cegado por las ilusiones. Oigo gritos de dolor por todas partes.

—Pero ¿a qué deberás renunciar cuando seas de carne y hueso? ¿ Qué precio pagarás?

—No me asusta el precio. Un dolor físico no podría ser peor que el que he sufrido durante estos tres siglos. ¿Te cambiarías por mí, Rowan? ¿A la deriva, sin tiempo, solo, oyendo las voces carnales del mundo, ajeno, y sediento de amor y comprensión?

Rowan no pudo responder.

—He esperado toda la eternidad para encarnarme. He esperado más allá del alcance de la memoria. He esperado hasta que el frágil espíritu del hombre lograra la sabiduría que permitiera derribar las barreras. Y seré de carne y hueso, seré perfecto.

Silencio.

—Ahora veo por qué Aaron tiene miedo de ti —dijo ella.

—Aaron es pequeño. Talamasca es pequeña. ¡Son insignificantes! —La voz estaba cargada de ira.

El aire de la habitación era tibio y se movía como el agua antes de hervir. La araña se agitaba, aunque no hacía ruido, como si las corrientes de aire se llevaran el sonido.

—Talamasca tiene sabiduría —continuó—. Tiene poder para abrir puertas, pero se niega a hacerlo para nosotros. Es nuestro enemigo. Preferirían dejar el destino del mundo en manos de los ciegos y los que sufren. Y mienten. Todos ellos mienten. Han preparado la historia de las brujas Mayfair porque es la historia del Impulsor, y combaten al Impulsor. Ése es su propósito manifiesto.

Impulsor es el nombre cuyas letras deberían estar grabadas en la tapa de sus preciosas carpetas de cuero. Elinforme es una clave. Es la historia del creciente poder del Impulsor. ¿No puedes ver más allá de la clave?

—No le hagas daño a Aaron.

—Amas neciamente, Rowan.

—Impulsor, mata a Aaron y no seré yo la entrada.

—Rowan, estoy a tus órdenes. Si no, ya lo habría matado.

—Lo mismo te digo de Michael.

—De acuerdo, Rowan. —¿Por qué le has dicho a Michael que no podría detenerme?

—Porque quería asustarlo. Está bajo el hechizo de Aaron.

—Impulsor, ¿cómo voy a ayudarte a entrar?

—Lo sabré cuando lo sepas tú, Rowan. Y tú lo sabes. Aaron lo sabe.

—No sabemos qué es la vida. A pesar de toda nuestra ciencia y nuestras definiciones, no sabemos qué es la vida ni cómo empieza. El momento en que surge la existencia, a partir de sustancias inertes, es un misterio completo.

—Yo ya estoy vivo, Rowan. —¿Y cómo puedo hacerte de carne y hueso? Has entrado en los cuerpos de los vivos y los muertos y no puedes quedarte allí.

—Se puede hacer, Rowan. —Su voz se había tornado suave, como un susurro—. Con mi poder y el tuyo, y con mi fe, en tus manos será posible la fusión completa.

Rowan entrecerró los ojos, trataba de ver alguna forma, alguna trama en la oscuridad.

—Te amo, Rowan. Ahora estás cansada. Déjame consolarte. Déjame tocarte.

—La resonancia de su voz se hizo más profunda.

—Yo quiero... quiero una vida feliz con Michael y nuestro hijo.

Turbulencia en el aire. Algo se concentraba, se intensificaba. Ella sintió cómo el aire se hacía más tibio.

—Tengo una paciencia infinita. Veo a la distancia. Puedo esperar. Pero ahora que me has visto y has hablado conmigo perderás tu interés por los demás.

—No estés tan seguro, Impulsor. Soy más fuerte que las otras. Sé mucho más.

—Sí, Rowan.

La oscura turbulencia se hacía más densa, como si un aro gigantesco de humo rodeara la araña y la agitara como una telaraña encendida. Pero no había humo. —¿Puedo destruirte?

—No. —¿Porqué?

—Rowan, no me tortures. —¿Por qué no puedo destruirte?

—Rowan, tu don es transmutar la materia y yo no tengo materia que puedas destruir. Puedes dañar mi imagen transitoria, y ya lo has hecho, cuando me acerqué a ti junto al agua. Pero no puedes destruirme. Siempre he estado aquí.

Soy eterno, Rowan.

—Y supon que te diga que se ha terminado, Impulsor, que nunca más volveré a reconocerte. Que no seré la entrada. Que seré la entrada sólo para los Mayfair de futuras generaciones, para mi hijo que aún no ha nacido, y para las cosas que siempre he soñado y ambicionado.

—Pequeneces, Rowan, nada comparado con los misterios y posibilidades que te ofrezco. Imagínate lo que podrías aprender si la mutación se hubiera llevado a cabo y yo tuviera un cuerpo imbuido de mi espíritu intemporal.

—Y si lo hubiera hecho, Impulsor, si hubiera abierto la puerta y efectuado la fusión y tú estuvieras en carne y hueso delante de mí, ¿cómo me tratarías entonces?

—Te amaría más allá de toda razón humana, Rowan, porque serías mi madre y creadora, mi maestra. ¿Cómo no te iba a amar? ¿No ves que te necesitaría terriblemente? Te veneraría, amada Rowan. Sería el instrumento para ejecutar todos tus deseos, y veinte vecesmás fuerte de lo que soy ahora. ¿Por qué lloras? ¿Por qué derramas lágrimas?

—Es un engaño tuyo, de luz y sonido, un sortilegio que tú provocas.

—No, Rowan, soy lo que soy. Es tu razón lo que te debilita. Tú ves a la distancia. Siempre lo has hecho. Doce criptas y una entrada, Rowan.

—No entiendo. Juegas conmigo. Me confundes, ya no puedo seguirte.

Silencio, y otra vez aquel sonido, como si el aire suspirara. La tristeza la rodeaba como una nube, y las capas ondulantes de sombras humeantes se desplazaban por la habitación, se agitaban alrededor de la araña, llenaban los espejos de oscuridad.

—Estás envolviéndome, ¿verdad?

—Te amo. —Su voz volvía a ser como un murmullo junto a su oído. Rowan creyó sentir unos labios sobre su mejilla. Se puso tensa, pero estaba adormilada.

—Apártate de mí —dijo—. Déjame sola. No tengo obligación de amarte.

—Rowan, ¿qué puedo darte, qué regalo puedo traerte?

De nuevo algo le rozó el rostro, algo que le produjo escalofríos por todo el cuerpo. La tocó. Ella tenía los pezones erectos debajo del camisón de seda, y una suave palpitación había empezado a latir dentro de ella, un deseo que le recorría la garganta y el pecho.

Trató de ver con claridad. Estaba muy oscuro. El fuego se había consumido, pese a que sólo un instante antes estaba en llamas.

—Es una jugarreta tuya. —El aire parecía acariciarle todo el cuerpo—. Has hecho lo mismo con Michael.

—No. —Un beso suave en la oreja. —¡Tú creaste las visiones cuando se ahogó!

—No, Rowan. Él no estaba aquí. No pude seguirlo adonde fue. Yo pertenezco sólo a los vivos.

Rowan tembló y se pasó las manos por el cuerpo, como para sacudirse las sensaciones, como si estuviera rodeada por una telaraña. —¿Has visto los fantasmas que vio Michael?

—Sí, pero sólo a través de sus ojos. —¿Quiénes eran?

—No lo sé. —¿ Cómo que no lo sabes?

—Eran imágenes de muertos, Rowan. Y yo soy de este mundo. No conozco el reino de los muertos. No sé nada que no sea de este mundo. —¡Dios mío! ¿Pero qué es este mundo?

Algo le acariciaba la nuca y le erizaba los cabellos.

—Esto, Rowan, es el universo en el que existimos tú y yo. Yo existo, de manera paralela y entrecruzada, aun separado, en el mundo físico. Yo soy físico, Rowan, tan natural como cualquier otra cosa terrestre. Me consumo por ti, Rowan, con un fuego infinito, en nuestro mundo.

Algo le tocaba los senos, con fuerza, y los muslos. Rowan encogió las piernas. El hogar estaba frío. —¡Apártate de mí! —murmuró—. Eres el mal.

—No. —¿Vienes del infierno?

—Te burlas de mí. Estoy en el infierno y me muero por darte placer.

—Basta ya. Quiero irme. Tengo sueño. No quiero quedarme aquí.

Se volvió y miró la chimenea ennegrecida. Ya no quedaban brasas. Sentía los ojos y los miembros pesados. Se esforzó por ponerse de pie, sosteniéndose en la repisa de la chimenea pero sabía que no conseguiría llegar a la escalera. Se volvió de nuevo, se puso de rodillas y se tendió sobre la alfombra china. La superficie debajo de su cuerpo tenía la textura de la seda, y el aire fresco era muy agradable. Miraba al techo como en un sueño: la araña y el rosetón de yeso que parecía que se moviera, con sus hojas de acanto retorcidas y enlazadas.

Todas las palabras que acababa de escuchar flotaban en su cerebro. Algo le acariciaba la cara, le latían los pezones y el sexo. Pensó en Michael, a miles de kilómetros de ella, y se angustió. Se había equivocado al subestimar a este ser.

—Te amo, Rowan. —Estás encima de mí, ¿verdad? Miraba las sombras, agradecida por el frescor, porque su cuerpo ardía, como si hubiese absorbido todo el calor del fuego. Sentía la humedad entre las piernas, su cuerpo se abría como una flor. Algo le acariciaba el interior de sus muslos, allí donde la piel era más suave, al tiempo que ella separaba las piernas como pétalos. —Basta ya, para, me das asco. —Te amo, cariño.

Besos en las orejas, en los labios y luego en los pechos. Ahora se los chupaba cada vez más fuerte, rítmicamente, con los dientes rozándole los pezones.

—No lo soporto —murmuró. Pero quería decir precisamente lo contrario, que gritaría de agonía si él se detenía.

Tenía los brazos extendidos y sentía que le quitaba el camisón. Oyó el ruido de la seda que se desgarraba, y su cuerpo sudoroso quedó libre de toda prenda, deliciosamente desnudo, mientras unas manos le acariciaban el sexo, sólo que no eran manos. Era el Impulsor, el Impulsor que la besaba y la acariciaba, labios en sus orejas, en sus párpados, su inmensa presencia la envolvía, incluso por debajo de ella, y le tocaba la cintura, le separaba las nalgas.

«Y cuando se retorcía como una gata en celo...» Vete, anciana, ¡tú no estás aquí! Éste es mi momento. —Sí, Rowan, el tuyo.

Lenguas que le lamían los pezones, labios que se cerraban sobre ellos y los chupaban, dientes que los mordisqueaban.

—Más fuerte, más. ¡Viólame! Usa tu poder.

La levantó de modo que su cabeza quedó en el aire, echada hacia atrás, con el cabello suelto que caía. Ojos cerrados y unas manos que le separaban el sexo, los muslos. —¡Entra en mí con fuerza, hazte hombre para mí, un hombre duro!

Bocas que se apretaban con fuerza sobre sus pezones, lenguas que le lamían los pechos, el vientre, dedos que le estrujaban las nalgas y arañaban los muslos.

—Tu sexo —murmuró. En aquel momento sintió su pene, enorme y duro, que entraba en ella—. ¡Desgárrame, rómpeme!

Estaba inundada por un olor a cuerpo limpio y fresco, a cabello recién lavado, mientras sentía que todo su peso caía sobre ella y su miembro entraba con violencia. Sí, más fuerte, viólame. La visión fugaz de un rostro, ojos verdes, oscuros, labios. Y luego otra vez la confusión mientras los labios de él le abrían los suyos.

Su cuerpo estaba como clavado a la alfombra, mientras el sexo erecto se deslizaba dentro de ella, le restregaba el clítoris, se hundía en su vagina. No lo soporto, no puedo soportarlo. Rómpeme, sí, arrásame. El orgasmo la recorrió por entero. Tenía la mente en blanco, y veía una oleada violenta de brillantes colores y una maravillosa sensación le subía por el estómago, los pechos, el rosero, y volvía a bajar por los muslos, tensándole los músculos de las pantorrillas y los pies. Oyó sus propios gritos que brotaban de su boca con un alivio celestial, pero eran lejanos, insignificantes. Su cuerpo yacía, palpitante, desamparado, despojado de toda voluntad y mente.

Una y otra vez él explotó dentro de ella, quemándola más y más, hasta que se extinguió el tiempo, toda culpabilidad y todo pensamiento.

Ya era de mañana. ¿Había un bebé llorando? No, sólo era el teléfono que sonaba. No importaba.

Estaba en la cama, debajo de las mantas, desnuda. Elsol entraba por las ventanas. El recuerdo de lo sucedido volvió a ella y sintió una punzada de dolor. ¿Era el teléfono o un bebé que lloraba? Una criatura en alguna parte de la casa. Vio medio en sueños las piernecitas que se movían, las rodillas arqueadas y unos pies pequeños y regordetes.

—Querida mía —murmuró él.

—Impulsor —respondió ella.

El sonido del llanto se desvaneció. Cerró los ojos y guardó la imagen de las ventanas brillantes y las ramas de los robles enmarañadas contra el cielo.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró con sus ojos verdes, su cara bronceada, maravillosamente formada. Le acarició la suavidad de sus labios con el dedo. Todo su peso descansaba sobre ella y el miembro se erguía entre sus piernas.

—Sí, sí, eres tan fuerte...

—Para ti, belleza. —Sus labios revelaron el brillo de unos dientes blanquísimos—. Para ti, mi diosa.

Luego surgió una ráfaga de calor, un viento cálido que le enmarañaba el cabello y un remolino que la abrasaba.

Y en el límpido silencio de la mañana, mientras la luz del sol se filtraba por las ventanas, todo volvió a empezar.

Al mediodía, Rowan se sentó junto a la piscina. El vapor se levantaba del agua bajo un sol frío. El invierno ya había llegado.

Pero ella no tenía frío, con su vestido de lana, mientras se cepillaba el cabello.

De pronto sintió la presencia de él y entrecerró los ojos. Sí, veía otra vez la reverberación del aire, y con toda claridad, mientras él la envolvía como un velo, por los hombros y los brazos, con suavidad.

—Apártate de mí —murmuró. La sustancia invisible se aferraba a ella. Se puso rígida y añadió con dureza—: ¡Fuera, he dicho!

Vio el débil resplandor de un fuego bajo el sol. Y a continuación el aire se tornó gélido, por un instante, antes de recuperar su densidad normal y las sutiles fragancias del jardín.

—Yo te diré cuándo quiero que vengas —dijo—. No estaré a merced de tus caprichos ni de tu voluntad.

—Como quieras, Rowan. —Era esa voz interior, la misma que había oído en Destín, una voz que parecía resonar dentro de ella.

—Ves y oyes todo, ¿verdad? —Hasta tus pensamientos.

Se ruborizó. Quitó los pelos rubios del cepillo, los enrolló y los arrojó al jardín, donde se perdieron entre las hierbas y las hojas. —¿Puedes ver a Michael? ¿Sabes dónde está? —Sí, Rowan, lo veo. Está en su casa y ordena sus cosas. Está perdido en sus recuerdos y sus proyectos. Se muere por volver a ti. Sólo piensa en ti. Y tú piensas en traicionarme, Rowan.

Estás pensando en contarle a tu amigo Aaron que me has visto. Piensas en la traición. —¿Y quién me va a impedir que hable con Aaron? ¿Qué puedes hacer? —Te amo, Rowan.

—No podrías estar sin mí, y lo sabes. Si te llamo, vendrás.

—Quiero ser tu esclavo, Rowan, no tu enemigo. Rowan se puso en pie y miró fijamente el suave follaje del olivo y los jirones de cielo celeste claro entre las ramas. La piscina era un rectángulo de vapor azul. El roble se agitaba al viento y, una vez más, sintió que el aire cambiaba.

—Apártate —dijo.

Oyó el inevitable suspiro de elocuente dolor. Cerró los ojos. En alguna parte, muy lejos, un bebé lloraba. Lo oía. El llanto tenía que venir de una de esas silenciosas mansiones que parecían absolutamente desiertas en pleno día.

Entró en la casa, pisando con fuerza. Cogió la gabardina del armario de abajo y ropa de abrigo, y salió por la puerta principal.

Caminó durante una hora por calles silenciosas y desiertas.

Trataba simplemente de ver las cosas,.de observar las paredes cubiertas de musgo o el color del jazmín enredado en la verja. Trataba de no pensar ni de sentir pánico. Trataba de no sentir deseos de volver a entrar. Pero por fin sus pasos la llevaron de vuelta y se quedó ante la puerta de su propia casa.

La mano le temblaba cuando puso la llave en la cerradura. En un extremo del pasillo, junto a la puerta del comedor, estaba él, mirándola. —¡No! ¡No hasta que yo te lo diga! —dijo, y la fuerza de su ira salió despedida como un rayo. La imagen se desvaneció y un olor acre le subió por la nariz. Se tapó la boca. El aire se agitó como una onda. Y luego nada, la casa se quedó en silencio.

Otra vez aquel llanto de bebé.

—Tú lo provocas —murmuró Rowan. Pero ya no se oía.

Subió a su habitación. La cama estaba hecha, su camisón guardado, las cortinas corridas.

Cerró la puerta, se quitó los zapatos, se tendió sobre la colcha, debajo del dosel blanco, y cerró los ojos. No podía seguir luchando. La idea del placer de la noche anterior le produjo un calor intenso y ardiente, un dolor. Hundió la cara en la almohada; trataba de recordar y de no recordar, flexionó los músculos y al fin cedió.

—Ven, pues —murmuró.

De inmediato, una sustancia extraña y suave la envolvió, una sustancia que se condensaba como el vapor al convertirse en agua, como el agua que se convierte en hielo. —¿Quieres que adopte forma para ti? ¿Quieres alguna ilusión?

—No, todavía no —susurró ella—, quiero que seas como eres y como eras antes, con todo tu poder.

Sentía las caricias sobre el empeine y detrás de sus rodillas. Unos dedos delicados que se deslizaban entre los dedos de sus pies. El nilón de las medias chasqueaba y se distendía, y la piel de sus piernas desnudas respiraba, y hormigueaba.

Sintió que le desabrochaba el vestido, que los botones salían de los ojales.

—Sí, viólame otra vez —dijo—, con violencia, con fuerza y lentamente.

De repente le dio la vuelta con violencia y la puso boca arriba, con el rostro vuelto sobre la almohada; le desgarró el vestido y unas manos invisibles se deslizaron por debajo de su vientre. Unos dientes le rozaron su sexo desnudo, mientras unas uñas le arañaban las panto-rrillas.

—Sí —exclamó, con los dientes apretados—. Házmelo con crueldad.

43

¿Cuántos días y noches habían pasado? Honestamente, no lo sabía. La correspondencia sin abrir se apilaba sobre la mesa del vestíbulo. De vez en cuando sonaba el teléfono... en vano.

—Sí, pero ¿quién eres? ¿Quién está debajo de todo esto?

—Ya te he dicho que estas preguntas no significan nada para mí. Puedo ser lo que tu quieras.

—No me basta. —¿ Quién era yo? Un fantasma infinitamente satisfecho. No sé a partir de cuándo tuve la capacidad de amar a Suzanne. Ella me enseñó lo que era la muerte cuando la quemaron. Lloraba cuando la arrastraban a la hoguera; no podía creer lo que le hacían. Mi Suzanne era como una niña, una mujer sin conciencia de la maldad humana. Y obligaron a mi Deborah a mirar. Si yo hubiera provocado una tormenta, las habrían quemado a las dos. »¿Quién soy? Soy el único entre todos que lloró a Suzanne, el único que sintió un dolor infinito, hasta Deborah se quedó aturdida, mirando cómo se retorcía su madre en el fuego. »Soy el que vio al espíritu de Suzanne abandonar el cuerpo atormentado de dolor. Lo vi elevarse, libre, sin preocupaciones. Tengo un alma que conoció la inmensa alegría de saber que Suzanne ya no sufriría. Fui en busca de su espíritu, que aún conservaba la forma de su cuerpo, porque todavía no sabía que esa forma ya no le hacía falta, y traté de entrar en él, de reunirlo, y llevar hacia mí lo que era ahora como yo. »Pero el espíritu de Suzanne pasó de largo, no prestó mayor atención a mi presencia que a su propio caparazón ardiendo. Se alejó hacia lo alto y se perdió de vista. Suzanne se había marchado. »¿Quién soy? Soy el Impulsor, quien se extendió por todo el mundo embargado por el dolor de la pérdida de Suzanne. Soy el Impulsor, quien concentró sus energías, construyó tentáculos de poder y arrasó la aldea de Donnelaith. Perseguí al inquisidor por los campos y lo golpeé con una lluvia de piedras. Cuando terminé no quedó nadie para contar la historia. Y mi Deborah se había marchado con Petyr van Abel, hacia las sedas, los satenes, las esmeraldas y los hombres que la pintaban. Soy el Impulsor, quien lloró por esa mujer ignorante y dispersó sus cenizas a los cuatro vientos. »Aprendí más en veinte días que en toda la feliz eternidad, al observar a los mortales evolucionar sobre la faz de la tierra, como una especie de insectos, con una inteligencia que brotaba de la materia pero que vivía atrapada en ella, como una polilla que trata de horadar una pared con sus alas. »¿Quién soy? Soy el Impulsor, quien bajó para sentarse a los pies de Deborah y aprender a tener un propósito, a lograr metas, a hacer la voluntad de Deborah a la perfección para que no tuviera que sufrir; el Impulsor, quien lo intentó y fracasó. »Dame la espalda, si quieres, hazlo. El tiempo no significa nada para mí.

Esperaré a que llegue otra tan fuerte como tú. Los humanos están cambiando.

Sus sueños están llenos de los vaticinios de estos cambios. Escucha las palabras de Michael. Michael sabe. Los mortales sueñan sin cesar con la inmortalidad, mientras sus vidas se prolongan. Sueñan con volar libremente. Llegará alguien que rompa las barreras entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Yo entraré. Lo deseo demasiado para fracasar, y soy muy paciente, muy hábil para aprender y muy fuerte. »Manténte alejada de mí. Témeme. Esperaré. No pienso hacer daño a tu precioso Michael. Pero él no puede amarte como yo porque no te conoce como te conozco yo. »Conozco el interior de tu cuerpo y tu cerebro, Rowan. Seré de carne y hueso, Rowan, me fusionaré y seré un ser superhumano de carne y hueso. Y cuando suceda, la metamorfosis puede ser tuya, Rowan. Piensa en lo que digo. »Lo veo, Rowan, siempre he visto que la decimotercera tendría la fuerza para abrir la puerta. Lo que no logro ver es como existir sin tu amor. »Porque te he amado desde siempre. He amado esa parte de ti que había en cuantos te precedieron. Te amé en Petyr van Abel, que era quien más se te parecía. Te amé en Deirdre, una dulce inválida impotente que soñaba contigo.

Silencio.

Durante una hora no había habido ningún sonido, ninguna reverberación del aire. Sólo la casa otra vez, y el frío invierno fuera, tonificador, sin viento, límpido.

Eugenia no estaba. El teléfono volvió a sonar en el vacío.

Rowan se sentó en el comedor, con las manos sobre la mesa brillante, y observó el mirto nudoso y sin hojas que brillaba contra el cielo azul.

Luego se levantó. Se puso el abrigo rojo de lana, cerró la puerta detrás de ella y salió a la calle por el portal abierto.

El aire fresco era agradable, purificador. Las hojas de los robles se habían oscurecido y encogido con la llegada del invierno, pero todavía estaban verdes.Giró por St. Charles y caminó hasta el hotel Pontchartrain.

Aaron la esperaba en el pequeño bar, con una copa de vino delante, su cuaderno de notas abierto y la estilográfica en la mano.

Ella se quedó junto a la mesa, consciente de la sorpresa que se dibujó en su rostro cuando levantó los ojos y la vio. ¿Tenía el pelo alborotado? ¿Parecía cansada?

—Él sabe todo lo que pienso, lo que siento, lo que tengo que decir.

—No, no es posible —dijo Aaron—. Siéntese, cuéntemelo.

—No puedo controlarlo. No puedo echarlo. Creo... creo que lo amo —murmuró—. Me ha amenazado con marcharse si hablo con usted o con Michael. Pero no se irá. Me necesita. Me necesita para que lo vea y esté cerca de él; es hábil, pero no tanto. Me necesita porque tiene un propósito y para que lo acerque a la vida.

Dirigió la mirada hacia la barra; había un hombrecillo calvo, un tipo carnoso con una raja por boca, y el camarero que limpiaba algo, como siempre hacen los camareros. Filas de botellas llenas de veneno. El bar en silencio, suavemente iluminado.

Se sentó y miró a Aaron. —¿Por qué me mintió? —preguntó—. ¿Por qué no me dijo que lo habían enviado aquí para detenerlo?

—No me han enviado aquí para detenerlo. Nunca he mentido —respondió Aaron.

—Usted sabe que él puede entrar. Sabe que ése es su propósito y se ha comprometido a impedirlo, es lo que siempre ha hecho.

—Lo único que sé es lo que leo en la historia, lo mismo que usted. Le he dado toda la información que poseía.

—Ah, pero usted sabe que ya ha sucedido antes. En el mundo hay otros entes como él que han encontrado la entrada.

—Silencio.

—No lo ayude —le pidió Aaron. —¿Por qué no me lo dijo?

—Si lo hubiera hecho, ¿ me habría creído? No he venido para contarle fábulas. No he venido para inducirla a entrar en Talamasca. Le he dado toda la información que tenía sobre su vida y su familia, cosas reales.

Rowan no respondió. Aaron le explicaba la verdad, tal como él la sabía, pero le ocultaba cosas. Todo el mundo ocultaba cosas. Las flores de la mesa ocultaban cosas.

—Ese ser es una colonia gigante de células microscópicas —explicó Rowan —. Se alimenta del aire, de la misma manera que una esponja se alimenta del mar, y devora unas partículas tan minúsculas que el proceso es continuo y pasa absolutamente inadvertido por el órgano, el organelo, o cualquier otra cosa de su medio. Pero todos los elementos básicos de la vida están allí: estructura celular, casi con certeza, aminoácidos y ADN, y una fuerza organizada que unía todo el conjunto a pesar de su tamaño, y que respondía a la perfección a la conciencia del ser que puede volver a moldear toda la entidad a voluntad.

Se detuvo; escrutaba el rostro de Aaron para ver si la había entendido o no.

Pero ¿importaba en realidad? La que ahora comprendía era ella, eso era lo importante.

—No es invisible, tan sólo es imposible verlo porque sus células son muy pequeñas. Pero son células eucáridas, las mismas de las que está hecho su cuerpo o el mío. ¿Cómo adquirió inteligencia? ¿Cómo piensa? No puedo explicárselo mejor de lo que podría explicarle cómo saben formar ojos y dedos las células embrionarias, o cómo una esponja completamente aplastada se reconstituye a sí misma en pocos días. » Cuando lo sepamos, sabremos por qué el Impulsor tiene inteligencia, porque es una fuerza organizada sin un cerebro perceptible. Por el momento, podemos decir que es precámbrico y autosuficiente, y si no es inmortal, su expectativa de vida podría ser de millones de años. Es posible que absorbiera la conciencia del género humano, que se hubiera alimentado de esta energía y que una mutación hubiera creado su mente. »Es posible también que pueda atraer sustancias moleculares más complejas cuando se materializa, que luego disuelve antes de que sus propias células se liguen irremediablemente a estas partículas más pesadas. Esta disolución se lleva a cabo en un estado cercano al pánico. Porque teme una unión imperfecta, de la que no pueda librarse. »Pero su deseo de ser de carne y hueso es ahora muy fuerte; está dispuesto a arriesgarlo todo para convertirse en un ser antropomórfico.

—Impídalo —dijo Aaron—. Usted ahora sabe lo que es el Impulsor, no lo deje asumir una forma humana.

Rowan no dijo nada. Miró su abrigo y el color rojo la sorprendió. Ni siquiera recordaba haberlo sacado del armario. Tenía la llave en la mano pero no llevaba bolso. Lo único real para ella era aquella conversación; era consciente de su propio agotamiento, de la fina capa de sudor sobre sus manos y su cara.

—Aaron, el Impulsor lo matará —dijo, sin mirarlo—. Lo sé. Quiere hacerlo.

Puedo evitarlo, pero ¿a cambio de qué? Él sabe que estoy aquí —sonrió; recorrió el techo con la mirada— y está con nosotros en este momento. Conoce todas las estratagemas. Está en todas partes, como Dios. Sólo que no es Dios.

—No, no lo sabe todo. No deje que la engañe. Mire la historia. Él comete demasiados errores. Usted tiene su amor para negociar. Negocie con su voluntad. Además, ¿para qué va a matarme? ¿Qué puedo hacerle? ¿Convencerla de que no lo ayude? Rowan, sus valores morales son más fuertes y sólidos que los míos. —¿Qué es lo que le hace pensar así? ¿Qué valores morales? —Pensó que iba a desmayarse, tenía que salir de allí e irse a casa para poder dormir. Pero él estaba allí, la esperaba. Él estaría dondequiera que fuese. Y ella estaba en el bar por una razón: advertir a Aaron. Darle su última oportunidad.

A pesar de todo sería muy agradable volver a casa, dormir otra vez. Ojalá no oyera el llanto de ese bebé. Sentía al Impulsor, que la envolvía con sus infinitos brazos, se abrazaba a ella en la tibieza del aire.

—Rowan, escúcheme.

Se despertó como de un sueño.

—En todo el mundo hay seres humanos con poderes excepcionales —decía Aaron—, pero usted es una de las más extrañas porque ha encontrado un modo de emplear su poder para hacer el bien. No se dedica a mirar la bola de cristal a cambio de unos billetes, Rowan. Usted cura a otras personas. ¿Puede hacer que él la ayude en esa tarea? ¿O será él quien la aparte definitivamente? ¿Absorberá todo su poder en la creación de un monstruo muíante que el mundo no necesita y no puede evitar? Destruyalo, Rowan. Por su propio bien, no por el mío.

Destruyalo por lo que usted sabe que es correcto.

—Por esta razón lo matará, Aaron. Si usted lo provoca, no podré detenerlo.

Pero ¿qué tiene de monstruoso? ¿Por qué está contra él? ¿Por qué me mintió?

—Nunca le he mentido. Y usted sabe muy bien por qué no debe suceder: sería un ser sin alma humana.

—Eso es religión, Aaron.

—Rowan, sería un ser antinatural. No necesitamos más monstruos. Nosotros mismos ya somos bastante monstruosos.

—Él es tan natural como nosotros. Es lo que trato de decirle.

—Él es tan ajeno a nosotros como un insecto gigante, Rowan. ¿Sería usted capaz de producir algo semejante? Escapa a todas las leyes de la naturaleza.

—Eso es lo que dice usted, pero ¿y si no existiera ninguna ley natural? ¿Y si sólo se tratara de un proceso,de células que se multiplican, y su metamorfosis fuera tan natural como el cambio de curso de un río que a su paso devora tierras, casas, ganado y personas? —¿No intentaría impedir que los seres humanos se ahogaran? ¿No intentaría salvarlos del fuego de un cometa? De acuerdo. Digamos que él es natural. Postulemos entonces que nosotros somos algo mejor que lo sencillamente natural. Aspiramos a ser más que un mero proceso. Nuestra moral, nuestra compasión, nuestra capacidad de amar y de crear una sociedad ordenada nos hace mejores que la naturaleza. Él no tiene respeto por todo ello, Rowan. Mire lo que le ha hecho a la familia Mayfair.

—Poesía moralista. Me decepciona, Aaron. Esperaba que me diera argumentos a cambio de mi advertencia. Esperaba que fortaleciera mi espíritu.

—No necesita mis argumentos. Explore usted misma dentro de su alma.

Usted sabe lo que trato de decirle. Él es como un rayo láser ambicioso. Es como una bomba con intelecto. Ayúdelo a entrar y el mundo lo pagará. Usted será la madre del desastre.

Qué frágil parecía. Rowan notó por primera vez la edad en las profundas arrugas del rostro de Aaron, en las bolsas debajo de sus ojos claros e implorantes. De pronto le pareció débil, carente de su elocuencia y elegancia naturales. Sencillamente, un anciano de cabello blanco, que la miraba lleno de infantil sorpresa. Sin ninguna trampa.

—Usted sabe muy bien lo que él podría significar, ¿verdad? —le preguntó, fatigada—, si no estuviera cegado por el miedo.

—Le está mintiendo, Rowan; se está adueñando de su conciencia. —¡No me hable de ese modo! —replicó ella, con violencia—. No es signo de valentía por su parte, sino de estupidez. —Se echó hacia atrás; trataba de calmarse. En una época había querido a este hombre. Incluso ahora no quería que le pasara nada—. ¿Puede ver el inevitable final de todo esto? —preguntó, tratando de razonar—. Si la mutación tiene éxito, puede propagarse. Si las células pueden injertarse y duplicarse en otros cuerpos humanos, se puede transformar el futuro completo de la raza humana. Estamos hablando del fin de la muerte.

—La tentación secular —dijo Aaron con amargura—. Una vieja mentira.

Rowan sonrió al ver que Aaron había perdido la compostura.

—Su santurronería me cansa —dijo—. La ciencia siempre ha sido la clave.

Las brujas sólo eran científicas. La magia negra sólo era un intento de ciencia.

Mary Shelley vio el futuro. Los poetas siempre ven el futuro. Y los niños de la tercera fila del cine lo saben cuando ven al doctor Frankenstein construir al monstruo y darle vida en medio de una tormenta eléctrica.

—Es horroroso, Rowan, él ha transformado su conciencia.

—No me insulte otra vez —dijo, inclinada de nuevo sobre la mesa—. Usted es viejo y no le quedan muchos años. Le tengo cariño, por lo que me ha dado, y no quiero hacerle daño. Pero no me tiente, ni a mí, ni a él. Le estoy diciendo la verdad.

Aaron no respondió. Se había sumido en un perplejo estado de calma.

Rowan se encontró con sus pequeños ojos verdosos imposibles de penetrar, y se maravilló de su fortaleza. La hizo sonreír. —¿No cree lo que le digo? ¿No quiere escribirlo en el informe? Lo vi en el laboratorio de Lemle al descubrir aquellos fetos conectados a los diminutos tubos. Nunca supo por qué maté a Lemle, ¿verdad? Sabía que lo había hecho yo, pero no sabía el motivo. Lemle estaba a cargo de un proyecto en el instituto.

Almacenaba células de fetos vivos y las usaba para trasplantes. Y también sucede en otros sitios. Supongo que verá las posibilidades, pero imagínese experimentos con las células del Impulsor, células que duran y transportan conciencia desde hace miles de millones de años.

—Quiero que llame a Michael y que le pida que regrese.

—Michael no puede detenerlo. Sólo yo puedo hacerlo. Deje que Michael siga donde está, fuera de peligro. ¿Quiere que también muera Michael?

—Escúcheme, usted puede cerrar su mente a ese ser. Usted puede velar sus pensamientos con un simple acto de voluntad. Inténtelo y verá. —¿Y por qué voy a hacer algo así?

—Para darse tiempo. Para darse una tregua y tomar una decisión moral.

—No, veo que no comprende lo poderoso que es el Impulsor. Nunca lo ha comprendido. Y no sabe tampoco lo bien que me conoce. Ésa es la clave: lo que él sabe de mí. —Sacudió la cabeza—. No quiero hacer lo que él quiere —dijo—, de verdad. Pero es irresistible, ¿no se da cuenta? —¿Y Michael qué? ¿Y sus sueños del Centro Médico Mayfair?

—Ellie tenía razón —dijo. Se echó otra vez hacia atrás y observó las luces difusas del bar—. No debía haber vuelto. Él usó a Michael para que yo volviera.

Yo sabía que Michael estaba en Nueva Orleans y vine tras él como una vulgar putilla.

—No es verdad. Quiero que suba a mi cuarto y se quede conmigo.

—Qué tonto es usted, Aaron. Podría matarlo aquí mismo y nadie lo descubriría jamás. Nadie salvo su hermandad y su amigo Michael Curry. ¿Y qué podrían hacerme? Se ha terminado, Aaron. Puedo luchar y retroceder unos pasos, incluso hasta lograr cierta ventaja ocasional, pero se ha acabado. La función de Michael era traerme aquí para que me quedara, y ya lo ha hecho. —¿Y su hijo, Rowan? —¿Michael se lo ha dicho?

—No necesito que me lo diga. Michael fue enviado para amarla y ayudarla a expulsar a ese ser de una vez por todas. Para que no tuviera que luchar sola. —¿También lo sabe sin que se lo diga nadie?

—Sí, y usted también.

—Márchese, Aaron. Vayase lejos. Vaya a esconderse en la casa matriz de Amsterdam o Londres. Escóndase. Si no lo hace, morirá. Y si llama a Michael, si lo llama para decirle que vuelva, le juro que yo misma lo mataré.

44

Absolutamente todo había salido mal. Cuando llegó a Liberty Street el techo tenía goteras; habían entrado ladrones en Castro Street para nevarse un miserable puñado de billetes de la caja; su propiedad de Diamond Street había sido saqueada y había tardado cuatro días en arreglarla para poder venderla; tardó una semana en embalar las antigüedades de tía Viv y envolver cuidadosamente todas sus chucherías para que no se rompieran. Luego tuvo que pasar tres días con el contable para poner orden en el tema de los impuestos. Ya era 14 de diciembre y aún quedaba mucho por hacer.

Lo único satisfactorio era que ya habían llegado las primeras dos cajas de tía Viv y ésta lo había llamado para decirle lo contenta que estaba de tener, por fin, sus queridas cosas, y ahora que sus muebles estaban en camino, al fin podría invitar a su casa a las encantadoras señoras Mayfair. Michael era «un tesoro»,

«un tesoro».

—Vi a Rowan el domingo, Michael, estaba paseando con este tiempo tan frío. ¿Sabes?, ha aumentado un poco de peso. Nunca he querido decirlo, pero antes estaba tan delgada y pálida, que me alegró muchísimo verla con un poco de color en las mejillas.

Michael no pudo menos que reírse del comentario. Echaba tanto de menos a Rowan. No había sido su intención quedarse tanto tiempo en San Francisco. Y las llamadas telefónicas no hacían más que empeorar las cosas, esa voz acaramelada lo volvía loco.

Rowan se mostraba comprensiva con las contrariedades imprevistas, pero él percibía preocupación detrás de sus preguntas. Y después de las llamadas no podía dormir. Se fumaba un cigarrillo tras otro y bebía demasiada cerveza, mientras oía la lluvia interminable del invierno.

Ahora, por fin, la casa estaba casi vacía. Sólo quedaban las dos últimas cajas en la buhardilla. Por alguna extraña razón, estos pequeños tesoros eran en realidad lo que había venido a recuperar y a llevarse consigo a Nueva Orleans; estaba ansioso por terminar el trabajo.

Qué extraño le parecía todo: las habitaciones más pequeñas de lo que recordaba, y las aceras de la calle, muy sucias. El pequeño turbinto que había plantado parecía a punto de morir. Era imposible que hubiera pasado tantos años aquí repitiéndose que era feliz.

Imposible que tuviera que pasar otra semana demoledora, clavando y etiquetando cajas en la tienda y llenando formularios de impuestos.

—Es mejor que lo hagas ahora —le había dicho Rowan aquella tarde, cuando la llamó—, pero a duras penas lo resisto. Dime una cosa, ¿te lo has pensado mejor? Me refiero a todo el cambio. ¿En algún momento has querido seguir tu vida ahí donde la dejaste, como si Nueva Orleans no hubiera existido? —¿Estás loca? No pienso más que en regresar. Pienso marcharme antes de Navidad, pase lo que pase.

—Te amo, Michael.

Podía decírselo miles de veces y siempre sonaba natural. Qué pena no poder abrazarla. Pero ¿no había algo oscuro en su voz, un tono que no había oído antes?

—Michael, quema todo lo que quede. Por el amor de Dios, haz un buen fuego en el jardín y date prisa.

Le prometió que acabaría con las cosas de la casa esa misma noche, aunque terminara rendido.

—No ha sucedido nada, ¿no? Quiero decir, ¿no tienes miedo, Rowan?

—No, no tengo miedo. La casa está tan hermosa como la dejaste. Ryan me ha mandado un árbol de Navidad. Tendrías que verlo, llega hasta el techo. Está esperando en el vestíbulo a que lo adornemos juntos. Toda la casa huele a pino.

—Ah, qué maravilla. Tengo una sorpresa para ti... para el árbol.

—Lo único que quiero es tenerte a ti, Michael. Vuelve a casa.

Las cuatro. La casa ya estaba completamente vacía, hueca y llena de ecos. Él estaba de pie en su viejo cuarto; miraba afuera, por encima de los brillantes tejados que se desparramaban colina abajo por el distrito de Castro, y más allá, el racimo grisáceo de rascacielos del centro. Volver a casa.

Pero se había olvidado otra vez de las cajas de la buhardilla, de sus cosas más queridas.

Cogió un plástico de embalar y una caja de cartón vacía y subió por la escalerilla, agachado, bajo el techo inclinado. Tanteó la pared para encender la luz. Ahora que la grieta estaba reparada, todo estaba limpio y seco. Se veía un cielo color pizarra por la ventana delantera. Las cajas tenían escrita la palabra «Navidad» con tinta roja.

Dejaría las luces del árbol a los nuevos inquilinos. Seguro que las usarían.

Pero volvería a empaquetar con cuidado los adornos. No podía hacerse a la idea de perder ni uno solo. Además, pensar que el árbol ya estaba en la casa...

Arrastró la caja debajo de la bombilla que colgaba del techo, la abrió y sacó el viejo papel de seda. Hacía años que coleccionaba estas pequeñas maravillas de porcelana que descubría en las tiendas especializadas de la ciudad. De vez en cuando vendía algunas en Grandes Esperanzas. Ángeles, reyes magos, pequeñas casas, caballitos de carrusel y otras figurillas de cerámica, pintadas con exquisito buen gusto. Eran más delicadas y frágiles que las piezas victorianas originales. Tenía pajarillos hechos con plumas auténticas, bolas de madera con espléndidas rosas pintadas, bastoncillos de porcelana y estrellitas de plata.

Empezó a trabajar con cuidado. Quitó cada adorno del papel de seda, lo envolvió en plástico de embalar y lo metió a su vez en una pequeña bolsa.

Imagina la casa de First Street en Nochebuena con el árbol de Navidad en el salón. Imagina el año que viene cuando el bebé ya esté en casa.

De repente le pareció imposible que su vida hubiese experimentado un cambio tan profundo y prodigioso, sólo por haberse ahogado en el océano.

De pronto vio, no el mar, sino la iglesia, en Navidad, cuando era pequeño.

Vio el pesebre detrás del altar, y al Impulsor de pie. El Impulsor cuando sólo era el hombre de First Street, alto, moreno y aristocráticamente pálido.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. «¿Qué hago aquí? Ella está sola. Es imposible que no se le haya aparecido.»

La sensación era tan fuerte, tan llena de convicción, que lo envenenaba. Se dio prisa al empaquetar los adornos. Cuando terminó, limpió el lugar, bajó el cubo de basura, cargó la caja de adornos y cerró la buhardilla por última vez.

La lluvia había amainado cuando llegó a la oficina de correos de Eighteenth Street. Hizo cola durante un buen rato para enviar la caja, enfadado por la rutinaria indiferencia del empleado, una falta de amabilidad que no había visto ni una vez en el sur desde su regreso, y luego se dirigió deprisa, en medio de un viento helado, a su tienda de Castro.

Ella no le mentiría. No, no lo haría. El espíritu jugaba su viejo juego. Pero ¿por qué había recordado esa vieja Navidad? ¿Por qué esa cara que se inclinaba sobre el pesebre? Bueno, a lo mejor no significaba nada.

Después de todo, también había visto al hombre aquella inolvidable noche que escuchó por primera vez la música de Isaac Stern, y lo había visto infinidad de veces al pasar por First Street.

Pero no soportaba este pánico. Así que entró en la tienda y cerró la puerta detrás de él, cogió el teléfono y llamó a Rowan.

No respondió nadie. En Nueva Orleans era media tarde y también hacía frío. Quizá Rowan estuviera durmiendo la siesta. Dejó que el teléfono sonara unas quince veces antes de colgar.

Miró a su alrededor. Aún quedaba mucho por hacer. Todavía había que arreglar toda la grifería metálica para baño. ¿Y todas esas ventanas apiladas contra la pared? ¡Por qué demonios no se habían llevado todo aquello los ladrones!

Al final decidió guardar los papeles que había sobre el escritorio, los importantes y los inútiles. No tenía tiempo para clasificarlos. Se desabrochó los puños, se arremangó y empezó a meter carpetas en cajas de cartón. Por mucha prisa que se diera, sabía que no podría marcharse de San Francisco por lo menos en una semana.

A las ocho, por fin, salió de la tienda. Las calles aún estaban mojadas por la lluvia y repletas de los inevitables paseantes del viernes por la noche.

Con la cabeza gacha enfiló colina arriba hacia el lugar donde había dejado el coche. No pudo creer lo que veía: las dos ruedas delanteras habían desaparecido, el maletero estaba abollado, y ¿qué demonios era ese gato debajo del parachoques?

—Jodidos gamberros —murmuró, y se apartó del flujo de peatones de la acera—. Si alguien lo hubiera planeado, no habría resultado peor. Planeado.

Alguien le rozó el hombro.

—Eh bien, monsieur, otro pequeño desastre.

—Sí, y que lo diga —respondió en voz baja, sin molestarse en levantar la mirada y sin notar el acento francés.

—Muy mala suerte, monsieur, tiene razón. Quizá lo planeó alguien.

—Sí, eso mismo pensaba-dijo Miohael, con un leve sobresalto.

—Vayase a casa, monsieur, que es ahí donde lo necesitan. —¡Eh!

Se volvió pero la figura ya se alejaba. Vio fugazmente una cabellera canosa, pero el gentío se lo había tragado. Lo único que consiguió divisar fue una nuca que avanzaba con rapidez y lo que parecía la chaqueta de un traje oscuro.

Se precipitó tras el hombre. —¡Eh! —volvió a gritar, pero al llegar a la esquina de Castro y Eighteen lo había perdido de vista. La gente cruzaba la calle y había empezado a llover otra vez. Un autobús, que arrancaba junto al bordillo, lanzó una bocanada de humo negro de diesel.

Los ojos de Michael, abatidos, recorrieron con indiferencia el autobús.

Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando vio por casualidad un rostro familiar que lo miraba detrás de una ventanilla, al tiempo que el vehículo se alejaba rápidamente. Ojos negros, cabello blanco.

«... con las herramientas más simples y más viejas a tu disposición, con ellas puedes vencer, aunque los pronósticos sean imposibles...» —¡Julien!

«... incapaz de creer en tus sentidos, pero confía en lo que sabes que es verdad y en lo que sabes que es correcto. Y sobre todo confía en que realmente tienes poder, el sencillo poder humano...»

—«Sí, lo haré, comprendo...»

De repente, sintió cómo lo apartaban de un tirón, sintió un brazo alrededor de la cintura y una persona muy fuerte que lo arrastraba hacia atrás. Antes de que consiguiera razonar o resistir, vio el guardabarros rojo de un coche que mordía el bordillo y chocaba con ruido sordo contra el poste del semáforo.

Alguien gritó. El parabrisas explotó y millares de cristales volaron en todas direcciones.

—Maldita sea —exclamó al perder el equilibrio. Se cayó encima del mismo hombre que lo había apartado. La gente corría hacia el coche. Alguien se movía dentro. Los cristales seguían cayendo por toda la calzada. —¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien. Hay alguien atrapado ahí dentro. La luz de destellos de un coche de policía lo deslumbró. Alguien gritaba a un policía que llamara a una ambulancia.

—Tío, casi te mata —dijo el que lo había empujado, un negro corpulento con un abrigo de cuero, que sacudía la cabeza de pelo gris—. ¿No has visto que el coche iba directo hacia ti?

—No. Me has salvado la vida. —Maldición, sólo te quité de en medio. No es nada. Lo hice sin pensar —dijo, restando importancia al hecho con gestos de las manos, mientras se alejaba y observaba a los dos hombres que trataban de sacar a la mujer que gritaba dentro del coche.

Cada vez se apiñaba más gente, y una mujer policía gritaba que se apartaran.

—No sé cómo agradecértelo —gritó Michael. Pero el negro ya estaba lejos, subiendo por Castro, y simplemente lo miró por encima del hombro y lo saludó con la mano.

Michael temblaba, apoyado contra la pared del bar. La gente empujaba a quienes se habían detenido a mirar.Volvía a sentir aquella opresión en el pecho, no era dolor, sino como un nudo, mientras el pulso se le aceleraba y los dedos de la mano izquierda se entumecían.

Dios mío, ¿qué había pasado? No podía marearse ahí, debía regresar al hotel.

Avanzó con torpeza, pasó junto a la mujer policía, que le preguntó si había visto el choque. No, en realidad no lo había visto, de verdad. Se acercaba un taxi Cógelo.

—Al hotel St. Francis, Union Square —dijo. —¿Está usted bien?

—Sí, más o menos. ¡Julien había hablado, era él la persona que había visto detrás de la ventanilla del autobús, sin ninguna duda! Pero ¿y el maldito coche, qué?

Ryan estuvo de lo más amable.

—Por supuesto, habríamos podido ayudarte con todo esto antes, Michael.

Para eso estamos. Mañana mismo enviaré alguien para que haga el inventario y embale toda la mercancía. Y buscaré un agente inmobiliario de confianza para discutir el precio cuando estés aquí.

—Siento mucho molestarte, pero no consigo dar con Rowan, y tengo la sensación de que debo regresar cuanto antes.

—No te preocupes, estamos aquí para ocuparnos de todo, de lo grande y de lo pequeño. ¿Tienes reserva de avión? Deja que yo lo arregle. Quédate donde estás y te volveré a llamar enseguida.

Michael se tendió en la cama y se fumó el último cigarrillo, mirando el techo. La sensación de tumefacción de la mano izquierda se le había pasado y se sentía bien. No tenía náuseas, ni estaba mareado, ni le pasaba nada grave. Y no le importaba. Todo aquello no era real.

Lo real era la cara de Julien en la ventanilla del autobús. Y también esas visiones fragmentadas que se apoderaban de él, poderosas como siempre.

—Pero ¿estaba preparado que fuera hacia aquella peligrosa esquina? ¿Para deslumbrarlo y dejarlo inmóvil ante un coche que avanzaba veloz hacia él? ¿Igual que lo habían dejado en el camino del barco de Rowan?

Ah, era tan fuerte aquel recuerdo. Cerró los ojos y vio otra vez sus caras:

Deborah y Julien; oyó sus voces.

«... tienes el poder, el sencillo poder humano...»

«Tengo que creerlo, porque si no me volveré loco. Vayase a casa, monsieur, es ahí donde lo necesitan.»

Estaba tumbado, con los ojos cerrados, y dormitaba, cuando sonó el teléfono.

—Michael, soy Ryan.

—Sí.

—Escucha, lo he preparado todo para que regreses en un avión privado. Es mejor así. Pasará alguien a recogerte. Si necesitas ayuda con tus maletas...

—No, sólo dime a qué hora, y estaré listo. ¿Qué era ese olor? ¿Había apagado el cigarrillo?

—Dentro de una hora, ¿qué te parece? Te llamarán desde el vestíbulo. Otra cosa, Michael, de ahora en adelante no dudes en pedirnos lo que necesites, lo que sea.

—Sí, gracias, Ryan, muchas gracias, de verdad. —Miraba el agujero del cubrecama, donde había caído el cigarrillo al quedarse dormido. ¡Dios, era la primera vez en su vida que le pasaba algo así! Y la habitación estaba llena de humo—. Gracias, Ryan, gracias por todo.

Colgó, fue al baño a llenar de agua el cubo para el hielo y lo tiró deprisa sobre la cama. Luego retiró la colcha y la sábana y tiró más agua sobre el agujero del colchón. El pulso se le aceleraba otra vez. Se acercó a la ventana y forcejeó hasta que se dio cuenta de que no se abriría. Se hundió pesadamente en el sillón mientras el humo empezaba a disiparse.

Una vez preparado el equipaje, llamó de nuevo a Rowan. Seguía sin responder. Dejó que sonara quince veces, y cuando iba a colgar, escuchó su voz vacilante. —¿Michael? Lo siento, estaba durmiendo.-Escucha, cariño. Soy irlandés, y un hombre muy supersticioso, como sabemos ambos. —¿De qué estás hablando?

—He tenido una racha de mala suerte, muy mala suerte. ¿Puedes hacer una pequeña brujería para mí, Rowan? Lanza un halo de luz blanca a mi alrededor. ¿Has oído alguna vez hablar de ello?

—No, Michael, ¿qué pasa?

—Voy camino de casa, Rowan. Ahora trata de imaginártelo, cariño, un halo de luz blanca a mi alrededor para que me proteja de cualquier cosa mala hasta que llegue. ¿Comprendes lo que digo? Ryan ha puesto un avión a mi disposición. Salgo dentro de menos de una hora.

—Michael, ¿qué pasa? ¿Estaba llorando?

—Hazlo, Rowan, lo de la luz blanca. Confía en lo que te digo. Servirá para protegerme.

—Un halo de luz blanca a tu alrededor —murmuró.

—Sí, una luz blanca. Te amo, querida. Pronto estaré allí.

45

—Ay, éste es el peor invierno de todos —dijo Beatrice—, ¿sabes que dicen que hasta nevará? —Se levantó y puso el vaso de vino sobre el carrito—. Bueno, querida, has tenido mucha paciencia. Estaba muy preocupada, pero ahora que veo que todo está bien, y que esta enorme casa es tan acogedora y alegre, me voy.

—No ha sido nada, Bea —dijo Rowan, y repitió lo que acababa de explicar —, sólo estaba un poco deprimida por la ausencia tan prolongada de Michael. —¿A qué hora llega?

—Ryan dijo que antes del amanecer estaría aquí. Tenía que salir hace una hora, pero el aeropuerto de San Francisco está cerrado por niebla.

Observó cómo Beatrice bajaba por la escalera de mármol y cruzaba el portal, mientras el aire frío penetraba en el vestíbulo. Después cerró la puerta.

Se quedó en silencio durante un rato, dejando que el calor la envolviera, regresó entonces al salón y miró el enorme árbol. Estaba justo detrás de la arcada y llegaba hasta el techo. El árbol de Navidad más triangular y perfecto que había visto nunca. Cubría por completo la ventana del porche lateral. Una fina capa de agujas yacía sobre el suelo. Silvestre y primitivo, como si hubiera entrado en la casa un trozo de bosque. Se acercó a hogar y se arrodilló para poner otro tronco sobre el fuego.-¿Por qué has intentado hacerle daño a Michael? —murmuró, mirando las llamas.

—No intenté hacerle daño.

—Me estás mintiendo. ¿También has intentado hacer daño a Aaron?

—He hecho lo que me ordenaste que hiciera, Rowan. —La voz era suave y profunda, como siempre—. Mi mundo se limita a complacerte.

Se apoyó sobre sus talones, con los brazos cruzados y los ojos húmedos, de modo que las llamas se convirtieron en una suave mancha borrosa.

—Él no sospecha nada, ¿me escuchas?

—Siempre te escucho, Rowan.

—Tiene que creer que todo sigue como antes.

—Yo también lo deseo, Rowan. Estamos de acuerdo. Temo su enemistad porque sé que te haría infeliz. No hago más que complacer tus deseos.

Pero esto no podía seguir así. De repente, sintió tanto miedo que se quedó muda e inmóvil. —¿Cómo acabará todo esto, Impulsor? No sé qué hacer ni qué quieres de mí.

—Lo sabes, Rowan.

—Me llevará años de estudio. Hasta que no tenga una comprensión más profunda de ti, ni siquiera puedo empezar.

—Pero tú sabes todo de mí y quieres engañarme. Me amas y no me amas al mismo tiempo. Me convertirías en un ser de carne y hueso si supieras cómo destruirme. —¿Crees que sí?

—Sí. Me entristece tu miedo y tu odio, porque sé la felicidad que nos aguarda, porque puedo ver a lo lejos. —¿Y qué tendrías? ¿El cuerpo de algún hombre vivo, despojado de su conciencia mediante algún trauma, de modo que podrías fusionarte sin impedimentos con su mente? Eso es un asesinato, Impulsor.

Silencio. —¿Es eso lo que quieres? ¿Que cometa un asesinato? Porque ambos sabemos que ésa es la manera de hacerlo.

Silencio.

Rowan cerró los ojos. Oía cómo el ente se condensaba y aumentaba la presión, cómo se agitaban las cortinas mientras él serpenteaba y llenaba el salón a su alrededor, y le rozaba las mejillas y el pelo.

—No, déjame sola —suspiró—. Quiero esperar a Michael.

—Él no será suficiente para ti, Rowan. Me duele verte llorar, pero te digo la verdad.

—Dios mío, te odio —susurró, mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano y veía a través de sus lágrimas el enorme árbol de Navidad—. Déjame sola, Impulsor-suplicó—. Si me amas, déjame sola.

Leiden. Sabía que era otra vez el sueño y quería despertar. Además, el bebé la necesitaba. Oía cómo lloraba. Quiero irme del sueño. Pero estaban todos reunidos junto a las ventanas, horrorizados por lo que le sucedía a Jan van Abel; el gentío trataba de desgarrarle los miembros.

—No se guardó el secreto —decía Lemle—. Es imposible que los ignorantes comprendan la importancia de la experimentación. Cuando se guarda el secreto, lo único que se hace es asumir personalmente la responsabilidad.

Señalaba el cuerpo que había sobre la mesa. El hombre yacía pacientemente con los ojos abiertos. Tenía unos brazos y unas piernas muy pequeños y los órganos diminutos temblaban dentro.

—El llanto de esa criatura no me deja pensar.

—Tienes que tener una perspectiva más amplia, pensar en un resultado mayor.

Imposible. Ella miraba a aquel hombrecillo, con susbrazos y piernas truncados y los órganos diminutos. Sólo la cabeza era normal,.es decir, de tamaño normal.

—Un cuarto del tamaño del cuerpo, para ser exactos.

Sí, una proporción conocida, pensó. El terror se apoderó de ella cuando miró hacia abajo. El gentío había roto las ventanas e invadía los corredores de la Universidad de Leiden. Petyr corría hacia ella.

—No, Rowan, no lo hagas.

Se despertó sobresaltada. Oyó pasos en la escalera.

Salió de la cama. —¿Michael?

—Sí, querida, estoy aquí.

Sólo una sombra grande en la oscuridad, el olor al frío del invierno y sus tibias manos temblorosas sobre ella. Suavidad y aspereza, y su rostro apretado contra el de ella.

—Ay, Michael, ha sido una eternidad. ¿Por qué me has dejado?

—Rowan, cariño... —¿Por qué? —lloraba—. No me sueltes, Michael, por favor. No me sueltes.

Él la acunaba entre sus brazos.

—No deberías haberte marchado, Michael, no debiste hacerlo.

Rowan lloraba y sabía que él ni siquiera comprendía lo que ella decía ni lo que no diría. Simplemente lo cubrió de besos, saboreó el gusto salado de su piel, su aspereza, y la suavidad de sus manos.

—Dime qué ocurre, qué ocurre en realidad.

—Que te amo. Que cuando no estás aquí, es como si no fueras real.

Rowan estaba medio dormida cuando él se separó de ella. No quería que volviese aquel sueño. Se había acurrucado contra su pecho, cogida con fuerza a su brazo, y ahora, mientras Michael salía de la cama, observaba casi furtivamente cómo se ponía los tejanos y se pasaba la camiseta de rugby de manga larga por la cabeza.

—Quédate aquí-murmuró. — —Tocan el timbre —dijo—. Es mi pequeña sorpresa. No te levantes. No es nada, sólo algo que traje de San Francisco. Sigue durmiendo.

El sueño volvió a ella antes de que él saliese de la habitación.

No quiero ver ese muñeco en la mesa. ¿Qué es? No puede estar vivo.

Lemle llevaba la bata, la mascarilla y los guantes quirúrgicos. La miraba por debajo de sus tupidas cejas.

—Ni siquiera estás preparada. Ve a lavarte y esterilizarte, te necesito.

Las luces parecían dos ojos despiadados que apuntaban a la mesa.

Esa cosa ahí, tendida, con unos órganos diminutos y ojos inmensos.

Lemle sostenía algo entre las pinzas. Y el cuerpecito abierto en la incubadora de al lado era un feto que dormía con el pecho abierto. Sostenía un corazón con las pinzas, ¿no? ¡Monstruo, cómo puedes hacer algo así!

—Tendremos que trabajar deprisa para que el tejido conserve su estado óptimo...

—Es muy difícil que tengamos éxito —dijo la mujer.

—Pero ¿quiénes sois vosotros? —preguntó ella.

Rembrandt estaba sentado junto a la ventana, cansado por la edad, con la nariz redonda y el pelo ralo. Cuando ella le preguntó qué pensaba, la miró, adormilado, y luego le cogió la mano y se la puso sobre su propio pecho.

—Conozco esa pintura —dijo ella—, la de la joven novia.

Se despertó. El reloj daba las dos. En el sueño esperaba más campanadas, unas diez. Significaba que había dormido hasta tarde; ¿pero las dos? Eso era demasiado tarde. Oyó música a lo lejos: un clavicordio y una voz, un lastimero villancico, una vieja canción celta que hablaba de un niño en el pesebre. Olor a árbol de Navidad, suave y fragante, y a leña que ardía. Una tibieza deliciosa.

Estaba tendida de lado y miraba la capa de hielo sobre el cristal de la ventana. Muy lentamente, una figura empezó a tomar forma: un hombre apoyado contra el cristal con los brazos cruzados.

Rowan entrecerró los ojos y observó el proceso: un rostro bronceado, formado por billones de diminutas células, y el profundo brillo de unos ojos verdes. Una réplica perfecta en tejanos y camisa. Veía y oía el movimiento de su ropa. En el momento en que se inclinaba sobre ella, vio incluso los poros de la piel.

Así que estamos celosos, ¿eh? Le tocó las mejillas, la frente, como se las había tocado a Michael, y sintió un latido debajo, como si allí hubiera un cuerpo de verdad.

—Miéntele —dijo, con voz profunda, casi sin mover los labios—. Si lo amas, miéntele.

Casi sentía su aliento sobre el rostro. Entonces se dio cuenta de que era transparente, que veía la ventana a través de él.

—No, no te vayas —dijo ella—, aguanta.

Pero la imagen sufrió una convulsión y empezó a ondear como un papel al caer por el aire. Ella sintió el pánico del Impulsor en forma de espasmos de calor.

Trató de cogerlo de la muñeca, pero su mano se cerró en el aire. La corriente cálida flotó sobre la cama, las cortinas se agitaron y se levantó un aire frío que volvió a cubrir los cristales de escarcha.

«Miéntele.»

«Sí, por supuesto. Os amo a los dos, ¿no?»

Michael no la oyó bajar la escalera. Las cortinas estaban cerradas, y el vestíbulo oscuro, silencioso y tibio. La chimenea central del salón estaba encendida. Aparte del fuego, la única iluminación que había procedía del árbol de Navidad, decorado con innumerables lamparillas que titilaban.

Se quedó en el quicio de la puerta y observó a Michael, en lo alto de la escalera, que arreglaba algunos detalles y silbaba suavemente el villancico irlandés.

—Ah, aquí está mi bella durmiente —dijo, y le dirigió una de esas sonrisas cariñosas y protectoras que le provocaban el deseo de echarse en sus brazos.

Pero Rowan no se movió. Lo vio bajar la escalera con movimientos rápidos y acercarse—. ¿ Se siente mejor mi princesa?

—Ah, es tan hermoso —dijo ella—, y la canción tan triste.

Lo cogió por la cintura y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras miraba el árbol.

—Has hecho un trabajo perfecto.

—Sí, pero ahora viene lo divertido —dijo él; le besó la mejilla y la llevó hacia Ja mesilla, junto a la ventana. Había una caja abierta y le hizo señas de que mirara dentro. —¡Es precioso! —dijo, y levantó un ángel de porcelana con Jas mejilJas pintadas con un ligero rubor y con alas doradas. Sacó también un Papá Noel en miniatura, un muñequito de porcelana con traje de auténtico terciopelo rojo—. ¡Son preciosos! ¿De dónde los has sacado? —preguntó, mirando una manzana dorada y una estrella de cinco puntas.

—Hace años que los tengo. Empecé a coleccionarlos en la escuela. Ño sabía que iban a ser para el árbol de esta habitación, pero así es. Muy bien, elige el primero. Te estaba esperando. Pensé que debíamos hacerlo juntos.

—El ángel —dijo. Lo levantó por el gancho y lo acercó al árbol para verlo mejor a la luz. Llevaba una diminuta arpa dorada en las manos, y tenía una cara perfectamente dibujada, los labios rojos y los ojos azules.Lo levantó lo más alto que pudo y lo enganchó en la parte gruesa de una rama temblorosa. El ángel se agitó, y se quedó colgando como un colibrí en vuelo. —¿Qué haría sin ti? —dijo.

Michael le rodeó la cintura con los brazos y ella los apretó, palpó los músculos fibrosos y aquellos dedos fuertes que la asían con firmeza. — Durante un instante, el volumen del árbol y las luces que parpadeaban desde las ramas verde oscuro en sombras llenaron completamente su visión, mientras sonaba el triste villancico. Un momento suspendido en el aire, como el ángel. No había futuro, ni pasado.

—Estoy tan contenta de que hayas vuelto —murmuró, con los ojos cerrados —. La casa sin ti era insoportable. Sin ti nada tiene sentido. No quiero volver a estar lejos de ti.

Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo, urt estremecimiento feroz que guardó para sí mientras se daba la vuelta para apoyar una vez más la cabeza sobre su pecho.

46

Era el 23 de diciembre. Una noche terriblemente fría, Qué maravilla, esperar a todos los Mayfair para ofrecerles cócteles y cantar villancicos. Pensar en todos esos coches deslizándose por las calles heladas. Era hermoso que hiciera tanto frío y el aire fuera tan limpio en Navidad. Y se esperaba nieve. —¿Te imaginas una Navidad blanca? —comentó Michael. Miraba por la ventana del dormitorio mientras se ponía un jersey y la chaqueta de cuero—. A lo mejor, hasta nieva esta noche.

—Sería maravilloso que nevara para la fiesta, ¿verdad?

—Sí, otro regalo —añadió él; miraba por la ventana—. Dicen que nevará. »Te diré algo más, Rowan, el año en que me marché también tuvimos unas Navidades blancas.

Sacó del cajón un par de guantes y la bufanda de lana, y se la puso por debajo del cuello del abrigo.

—Nunca lo olvidaré —continuó—. Era la primera vez que veía nieve. Salí a caminar por aquí, por First Street, y cuando regresé me enteré de que había muerto mi padre. —¿Cómo fue? —Qué compasiva parecía con esos ojos a medio cerrar. Su cara era tan lisa que se cubría de sombras cuando la menor pena pasaba por ella.

—Se quemó un almacén en Tchoupitoulas —res-pondió—. Nunca supe los detalles. Parece que el jefe les dijo que se apartaran porque el techo iba a venirse abajo. Un hombre se cayó, o algo así, y mi padre volvió para rescatarlo, y en aquel momento el techo empezó a combarse. Dicen que se arqueó como una ola y se desplomó. Todo el lugar explotó. »Aquel día, mientras yo paseaba por Garden District y disfrutaba de la nieve, murieron tres bomberos. Por eso nos fuimos a California. Todos los Curry ya habían muerto, todos los tíos y tías. Todos estaban enterrados en el cementerio de San José. Todos enterrados por Lonigan e Hijos. Todos.

—Debió de ser horrible para ti.

Michael sacudió la cabeza.

—Lo horrible fue sentirme tan contento de irme a California, y saber que si mi padre no hubiera muerto nunca habríamos podido ir.

—Ven, siéntate y tómate el chocolate, se está enfriando. Bea y Cecile llegarán enseguida.

—Debo irme. Tengo que hacer un montón de recados. Ir al negocio, ver si han llegado las cajas. Ah, tengo que llamar a los proveedores de la fiesta... me olvidé completamente.

—No hace falta, Ryan se ocupa de ello. Dice que tú ya tienes bastante trabajo. Dijo también que debería haber enviado un fontanero para aislar las cañerías.

—Me gusta hacer esas cosas —respondió él—. De todas formas, esas cañerías se van a congelar. Maldita sea, parece que va a ser el peor invierno del siglo.

—Eh, no puedes salir de esta habitación sin darme un beso.

—Claro que no. —Se inclinó y la cubrió de besos rápidos hasta hacerla reír.

Luego se agachó más y le besó el vientre—. Adiós, Chris —murmuró—. Ya casi estamos en Navidad, Chris.

Se detuvo en la puerta para ponerse los guantes y le sopló otro beso.

Rowan, sentada en el sillón de respaldo alto, parecía una pintura. Hasta sus labios tenían un color rosado y saludable.

Y cuando sonrió, vio los oyuelos que se le dibujaban en las mejillas.

Michael dejó que la furgoneta se calentara unos minutos antes de arrancar y enfiló directamente hacia el puente. Tardaría unos cuarenta y cinco minutos en llegar a Oak Haven, si no tenía problemas en la carretera del río.

47

—¿Qué eran exactamente el pacto y la promesa? —preguntó Rowan.

Estaba en el cuarto del segundo piso, limpio y estéril, con sus paredes blancas y las ventanas que daban a los tejadillos. Ya no quedaban rastros de Julien. Los viejos libros habían desaparecido.

—Eso ahora no importa —dijo él—. La profecía está a punto de cumplirse y tú eres la entrada.

—Quiero saberlo. ¿Cuál era el pacto?

—Son palabras que han pasado de generación en generación a través de labios humanos.

—Sí, pero ¿qué significan?

—Era el trato entre la bruja y yo: yo debía obedecer hasta sus mínimas órdenes y ella parir una hija que heredara el poder de controlarme y verme.

Debía llevarle riquezas y concederle favores. Yo debía mirar el futuro para que ella lo conociera, vengar todos los desprecios y ofensas, y la bruja, a cambio, procuraría dar a luz una mujer a la que.yo amaría y serviría como había hecho con la bruja, y la hija me amaría y me vería.

—Y esa hija debía ser más fuerte que la madre y acercarte a la decimotercera.

—Sí, con el tiempo llegué a ver a la decimotercera. —¿No la viste desde el principio?

—No, la vi con el tiempo. Vi el poder que se acumulaba y se perfeccionaba; vi cómo se alimentaba a través de los hombres fuertes de la familia. Vi a Julien con un poder tan grande que eclipsaba al de su hermana Katherine. Vi a Cortland. Vi el sendero hacia la entrada. Y ahora está aquí. —¿Cuándo hablaste a tus brujas de la decimotercera?

—En la época de Angélique. Pero debes darte cuenta de lo elemental que era mi comprensión de lo que veía. Apenas podía explicarlo. Las palabras eran completamente nuevas para mí. El proceso de pensar en el tiempo era nuevo.

Por esta razón la profecía quedó velada por el hermetismo, no fue intencionado, sino accidental. Sin embargo, ahora está a punto de ser cumplida. —¿No prometiste nada más? —¿Qué más puedo darte? Cuando sea de carne y hueso seré tu siervo tal como soy ahora. Seré tu amante y confidente, tu pupilo. Nadie triunfará sobre ti cuando me poseas.

—Salvadas. La vieja profecía dice que cuando se abriese la puerta, las brujas serían salvadas; ¿salvadas de qué?

Silencio.

—Las trece brujas serían defendidas en el momento de mi triunfo final. En compensación, el Impulsor, su fiel siervo, vengaría las persecuciones a Suzanne y Deborah. Cuando el Impulsor cruce la puerta, Suzanne no habrá muerto en vano. Deborah no habrá muerto en vano. —¿Y éste es el único significado de la palabra «salvadas»?

—Ahora sabes la explicación. —¿Y cómo lo harás? Tú me has dicho que cuando yo lo sepa, tú lo sabrás.

Ahora te digo que no lo sé.

—Recuerda lo que le comunicaste a Aaron: que estoy vivo y que mis células se pueden mezclar con células humanas, mediante la mutación y la renuncia.

—Y esa es la clave. Tú tienes miedo de esa renuncia. Tienes miedo de quedar encerrado en una forma de la que no puedas escapar. ¿Te das cuenta, verdad, de lo que significa ser de carne y hueso? ¿Te das cuenta de que puedes perder tu inmortalidad? ¿De que incluso durante la transmutación puedes ser destruido?

—No, no perderé nada. Y cuando posea una nueva forma, abriré la puerta para que tu también la poseas. —¿Estás diciendo que puedo ser inmortal?

—Sí. —¿Es eso lo que ves?

—Es lo que siempre he visto. Tú eres mi compañera perfecta. Tú eres una bruja entre las brujas. Tienes la fortaleza de Julien y Mary Beth. La belleza de Deborah y Suzanne. Las almas de todas las muertas en tu alma, viajando por el misterio de las células hasta ti, dándote forma y perfeccionándote. Brillas con el resplandor de Charlotte. Eres más bella que Marie Claudette y Angélique.

Tienes un fuego interior más intenso que el de Marguerite o mi pobre y descocada Stella. Tienes una visión mucho mayor que la de mis queridas Antha y Deirdre. Eres única. —¿Están las almas de los muertos en esta casa?

—Las almas de los muertos se han ido de la tierra.

—Entonces ¿qué es lo que ha visto Michael en esta habitación?

—Vio las impresiones dejadas por los muertos. Estas impresiones brotaron de los objetos que tocó. Son como los surcos de un disco. Al poner la aguja en el surco, se oye la canción. Pero el cantante no está allí.

—Pero ¿por qué lo rodearon cuando tocó las muñecas?

—Para jugar el mismo juego. Como si guardases una fotografía de tu madre y al exponerla a la luz creyeras que los ojos brillan de vida. Quizá se pueda llegar de algún modo al alma de los muertos, quizá más allá de esta tierra haya un reino de eternidad. Yo no veo esa eternidad con mis ojos. Veo sólo las estrellas.-Yo creo que invocaban el alma de las muertas con las muñecas.

—Es como una súplica, como te he dicho. Ponerse en contacto con las impresiones dejadas, pero nada más. El alma de los muertos no está aquí. El alma de mi Suzanne pasó junto a mí hacia lo alto. El alma de mi Deborah se elevó como si tuviera alas cuando su frágil cuerpo cayó al pie de la iglesia. Las muñecas son recuerdos, nada más. ¿No lo ves? Nada de esto importa ahora.

Estamos superando este reino de emblemas, recuerdos y profecías. Nos dirigimos hacia una nueva existencia. Trata de ver la entrada si puedes.

Pasaremos por ella, saldremos de esta casa y entraremos en el mundo.

—Y la transmutación puede duplicarse. ¿Es eso lo que intentas que crea?

—Eso es lo que tú sabes, Rowan. He leído el libro de la vida por encima de tu hombro. Existen posibilidades con las cuales ni siquiera hemos empezado a soñar. —Y me convertiré en un ser inmortal. —Sí, mi compañera y mi amante.

Inmortal como yo. —¿Cuándo sucederá?

—Cuando tú lo sepas yo lo sabré. Y lo sabrás muy pronto.

—Estás muy seguro de mí, ¿verdad? No sé cómo hacerlo, te lo he dicho.

Silencio.

—No, apártate de mí. Habíame. Eso es lo que deseo ahora.

—Eres la puerta, amada mía. Anhelo ser corpóreo. Estoy cansado de mi soledad. ¿No ves que el momento casi ha llegado? Mi madre, mi belleza... Es el momento de que yo renazca.

Rowan cerró los ojos y sintió sus labios sobre la nuca, los dedos que le recorrían la columna. Luego una mano tibia que se cerraba sobre su sexo, unos dedos que se deslizaban dentro de ella, labios contra labios. Dedos que le pellizcaban los pezones dolorosa y deliciosamente.

—Deja que te envuelva entre mis brazos —susurró él—. Pronto llegarán los demás y les pertenecerás durante horas. Yo tendré que rondarte de lejos, observarte, recoger las palabras que caen de tu boca como gotas de agua para calmar mi sed. Deja que te abrace. Dame estas horas, mi bella Rowan...

Sintió que la levantaba y que sus pies ya no tocaban el suelo. La oscuridad se arremolinaba en torno a ella, unas manos fuertes la hacían girar, le acariciaban todo el cuerpo. La gravedad había desaparecido. Sintió que su fuerza aumentaba, que el ardor aumentaba.

El viento frío agitó los cristales de la ventana. La gran casa vacía parecía llena de murmullos. Ella flotaba en el aire. Giró sobre sí misma, palpó en las sombras un nudo de brazos que la sostenían, y sintió que él le separaba las piernas y le abría la boca. Sí, adelante. —¿Está muy cerca el momento? —susurró.

—Muy pronto, querida mía.

—No puedo hacerlo.

—Oh, sí, podrás, amada mía. Tú lo sabes. Ya verás...

48

Empezaba a oscurecer y arreciaba el viento cuando Michael bajó del coche, pero la casa de la plantación parecía alegre y acogedora, con todas sus ventanas llenas de una tibia luz amarillenta.

Aaron lo esperaba en la puerta, abrigado con un cardigan de lana y una bufanda de cachemir al cuello.

—Esto es para usted. Feliz Navidad, amigo —dijo Michael, mientras le daba una pequeña botella envuelta en papel de regalo—. Me temo que no es una gran sorpresa, pero es el mejor coñac que encontré.

—Es muy atento de su parte —dijo Aaron, y sonrió—. Sin duda voy a disfrutarlo enormemente, gota a gota. Pase, por favor, que hace mucho frío. Yo también tengo un detalle para usted, se lo enseñaré más tarde. Adelante.

La casa estaba deliciosamente cálida. Había un árbol bastante grande en la sala, con una decoración espléndida, dorada y plateada, que sorprendió a Michael. Hasta las repisas estaban decoradas con acebo. En la gran chimenea de la sala ardía un buen fuego.

—Es una fiesta muy muy antigua —dijo Aaron, anticipándose a su pregunta con una sonrisa—. Muy anterior al cristianismo. El solsticio de invierno, el momento en que las fuerzas de la naturaleza están en su apogeo. Por eso, probablemente, el hijo de Dios eligió ese día para nacer.-Sí, bueno, ahora también creo un poco en el hijo de Dios y en las fuerzas de la naturaleza.

Se quitó la chaqueta de cuero y los guantes y se los dio a Aaron. Se acercó a la chimenea y estiró las manos para calentárselas al fuego. El viento azotaba los ventanales. Aunque estaban surcados de escarcha, se veía el verde pálido del campo a lo lejos.

En cuanto se sentó, sintió que el nudo que tenía dentro se aflojaba y que estaba a punto de echarse a llorar. Respiró hondo; sus ojos recorrían la estancia sin mirar nada en particular, y sin otro preámbulo empezó:

—Está sucediendo —dijo con voz temblorosa. Casi no podía creer que había llegado a este extremo, que hablaba de ella de este modo, pero continuó—: Me está mintiendo. Él está con ella y ella me miente. Me ha mentido día y noche desde que llegué.

—Cuénteme qué ha sucedido —le pidió Aaron, con expresión sobria y amable.

—Ni siquiera me preguntó por qué volví tan rápido de San Francisco. Ni siquiera sacó el tema. Como si lo supiera. Y eso que cuando la llamé desde el hotel estaba como loco. Maldita sea, cuando lo llamé a usted y le conté lo sucedido, pensaba que aquel monstruo trataba de matarme. Ella ni siquiera me preguntó qué había pasado.

Aaron no dijo nada. Estaba sentado, con el codo apoyado sobre la silla y un dedo sobre el labio inferior. Parecía cauto, alerta y pensativo.

—Continúe —dijo.

—Pero lo importante es que aquel suceso fue suficiente para que todo empezara otra vez. No es que haya recordado todo lo que me dijeron, sino que volví a tener la misma sensación. Ellos quieren que yo intervenga. Me dijeron algo sobre «las viejas herramientas humanas a mi disposición». Volví a oír aquellas palabras. Oí que Deborah me hablaba. Era Deborah, sólo que no parecía la del cuadro. Aaron, le daré la prueba más convincente.

—Sí... —¿Recuerda que Llewellyn le dijo que había visto a Julien en sueños y que no se parecía al Julien vivo? ¿ Lo recuerda? Bueno, pues ésa es la clave. En la visión, Deborah era un ser diferente. Y en esa maldita esquina de San Francisco volví a sentir las mismas cosas: que eran sensatos y buenos, tal como yo los recordaba, Aaron, que sabían que Rowan estaba en terrible peligro y que yo tenía que intervenir. Dios mío, cuando pienso en la expresión de Julien detrás de esa ventanilla. Era tan... apremiante, aunque al mismo tiempo tranquila. No tengo palabras para describirlo. Estaba preocupado, pero imperturbable...

—Creo que entiendo lo que trata de decir.

—Vayase a casa, me dijeron, vayase a casa, que es ahí donde lo necesitan.

Aaron, ¿por qué no me miró directamente a mí en a calle?

—Puede haber un montón de razones, relacionadas con lo que ha dicho. Si ellos existen en alguna parte, puede que les resulte difícil aparecer, cosa que no es difícil para el Impulsor. Pero ya volveremos sobre ello. Continúe... —¿Se imagina? Vuelvo a casa en avión privado, coche de lujo, todo arreglado por el «primo Ryan», como si yo fuera una maldita estrella de rock, y ella ni siquiera me pregunta qué había pasado. Porque ella no es Rowan. Está atrapada en algo. Rowan que sonríe, finge y mira con esos tristes ojazos grises.

Aaron, lo peor es...

—Dígamelo, Michael. —... que me ama, Aaron, y que me ruega en silencio que no me enfrente a ella. Ella sabe que me doy cuenta del engaño. Dios mío, cuando la toco lo percibo. Ella lo sabe. Y, en silencio, me suplica que no la arrincone, que no la obligue a mentir. Es como si suplicara, Aaron. Está desesperada y juraría que hasta aterrorizada.

—Sí, está en medio de una lucha. Me ha hablado de ello. Parece que cuando usted se marchó, quizás antes, empezaron a comunicarse.-¿Lo sabía usted? ¿Por qué demonios no me lo dijo?

—Michael, estamos tratando con algo que sabe todo lo que nos decimos, ahora mismo incluso. —¡Dios mío!

—No hay lugar alguno en el que podamos escondernos de él —continuó Aaron-salvo, quizás, en el santuario de nuestra mente. Rowáh me dijo muchas cosas, pero lo esencial es que la batalla ahora está completamente en sus manos.

—Aaron, debe de haber algo que podamos hacer. Sabíamos que sucedería, sabíamos que llegaríamos a esto. Usted sabía incluso antes de verme que sucedería algo así.

—Michael, de eso se trata. Ella es la única que puede hacer algo. Y usted, al amarla y al quedarse junto a ella, está usando las viejas herramientas de las que dispone. —¡No es suficiente! —No lo soportaba—. Aaron, debería haberme llamado, tendría que habérmelo dicho.

—Mire, descargue su enfado contra mí si así se siente mejor, pero lo cierto es que ella me lo prohibió y me amenazó. Profería toda clase de amenazas, algunas de ellas disfrazadas de advertencias: que su compañero invisible quería matarme y que pronto lo haría, pero eran auténticas amenazas. —¡Dios mío! ¿Cuándo fue?

—No importa. Me dijo que regresara a Inglaterra mientras estuviera a tiempo. —¿Le dijo eso? ¿Y qué más?

—Decidí no irme. Pero ¿qué más puedo hacer aquí? Honestamente, no lo sé.

Sé que ella quería que usted se quedara en California porque pensaba que allí estaba a salvo. Pero ya ve, la situación se ha complicado demasiado para interpretar lo que dijo al pie de la letra.

—No sé de qué me habla. ¿Qué es una interpretación al pie de la letra? ¿Qué otro tipo de interpretación puede haber? No lo comprendo.

—Michael, sus palabras eran como un acertijo. No era tanto comunicación, como una demostración de fuerza. Debo recordarle de nuevo que el Impulsor, si quiere, puede estar aquí, en esta habitación. No existe ni un solo lugar seguro en el que podamos tramar algo contra él. Imagínese un combate de boxeo en el que los contendientes pudieran adivinarse el pensamiento. Imagínese una guerra en la que todas las maniobras estratégicas se conocieran telepáticamente desde el comienzo.

—Supera las previsiones y los riesgos, pero no es imposible.

—Estoy de acuerdo, pero no sirve de nada que le cuente todo lo que Rowan me dijo. Basta con que le diga que Rowan es la oponente más hábil con la que este ser se ha topado jamás.

—Aaron, usted le advirtió hace mucho tiempo que no permitiera que la apartara de nosotros. Le advirtió que él trataría de separarla de quienes la amaban.

—Es verdad. Y estoy seguro de que ella lo recuerda, pero la decisión está en sus manos. —¿Está diciendo que tenemos que esperar y dejar que combata ella sola?

—Estoy diciendo que, en efecto, usted está haciendo lo que tiene que hacer: amarla, estar junto a ella. Recordarle con su presencia lo natural e inherentemente bueno. Ésta es una batalla entre lo natural y lo antinatural, Michael. No importa de qué esté formado aquel ser, ni de dónde venga; es una batalla entre la vida normal y la aberración.

Sonrió con tristeza y puso su mano sobre el hombro de Michael.

—Rowan, durante toda su vida, se ha enfrentado a esta división entre lo natural y lo aberrante. Es un ser humano, en esencia, conservador. Y los seres como el Impulsor no pueden cambiar la naturaleza básica de nadie. Pueden influir sobre rasgos establecidos. Nadie ha deseado esa boda de blanco más que ella. Nadie quiere a la familia más que Rowan. Nadie quiere a ese hijo que lleva dentro más que ella.

—Ni siquiera habla de la criatura, Aaron. Desde que he vuelto a casa no la ha mencionado. Yo quería anunciarlo esta noche a la familia, en la fiesta, pero ella no quiere que lo haga. Dice que no está preparada. Y sé que la fiesta es algo muy doloroso para ella. Lo hace mecánicamente, porque Beatrice la ha animado.

—Sí, lo sé.

—Yo siempre hablo del niño. La beso y llamo a la criatura Chris, el nombre que le pusimos, y ella sonríe, pero es como si no fuera ella, Aaron. Voy a perderla y voy a perder al niño si ella resulta derrotada en la batalla. No puedo pensar en otra cosa.

—Vayase a casa y quédese con ella. Quédese junto a ella. Eso es lo que le han dicho que haga. —¿Y que no me enfrente a ella? ¿Es eso lo que me pide que haga?

—Si lo hace, sólo la obligará a mentir, o a algo peor. —¿Y si vamos los dos y tratamos de razonar con ella para que le dé la espalda a todo aquello?

Aaron negó con la cabeza.

—Ella y yo ya hemos tenido nuestra pequeña confrontación, por eso le dije a Bea que no podría ir esta noche. Si fuera, sería como desafiarlos a los dos, a ella y a su siniestro compañero. Si pensara que serviría de algo, iría. Si creyera que podría ayudar, arriesgaría cualquier cosa. Pero no puedo.

Michael asintió.

—De acuerdo —dijo—. ¿Sabe?, es como si me hubiera sido infiel.

—No debe verlo de ese modo. No debe enfadarse.

—No paro de decirme lo mismo.

—Hay algo más que quiero decirle. Probablemente no sea muy significativo en el análisis final, pero de todos modos quiero decírselo. Si algo me ocurriera, en fin, hay algo que quiero que sepa. —¿ Cree que ha de ocurrirle algo?

—Honestamente, no lo sé. Pero escuche lo que voy a decirle. Hemos investigado durante siglos la naturaleza de estas entidades, en apariencia descarnadas. No existe una sola cultura sobre la tierra que ignore su existencia.

Pero nadie sabe qué son en realidad. La Iglesia católica los considera demonios y ha elaborado explicaciones teológicas acerca de su existencia. Consideran que son todos malignos y se empeñan en destruirlos. Hoy todo esto es muy fácil de descartar, excepto una cosa, y es que la Iglesia católica es muy sensata respecto al comportamiento y debilidad de esos seres. Pero me estoy desviando de lo importante. »Lo importante es que nosotros, en Talamasca, siempre hemos creído que estos seres son muy parecidos a los espíritus de los muertos ligados a la tierra.

Creemos o, mejor dicho, damos por sentado, que tanto unos como otros carecen de cuerpo, tienen inteligencia y están encerrados en una especie de universo que rodea a los vivos. — ¿ Está diciendo que el Impulsor podría ser un fantasma?

—Sí. Pero lo más importante es que Rowan parece haber hecho una especie de descubrimiento en relación a lo que son estos seres. Afirma que el Impulsor posee estructura celular, y que los elementos básicos de toda vida orgánica están presentes en él.

—Sería entonces una especie de criatura extraña.

—No lo sé. Pero lo que se me ha ocurrido es que los así llamados espíritus de los muertos quizás estén compuestos de los mismos elementos. Quizá la parte inteligente de nosotros, cuando abandona el cuerpo, se lleva una porción de vida con ella. Quizá se trate de una metamorfosis en lugar de una muerte física. Y aquellas desfasadas palabras como cuerpo etéreo, cuerpo astral, espíritu, son sólo términos para designar esta estructura celular que persiste cuando el cuerpo ya no existe.

—Está más allá de mi comprensión, Aaron.-Sí, es muy teórico, ¿no?

Supongo que lo que intento decir es que... no sé qué puede hacer este ser, pero quizá los muertos puedan hacer lo mismo. O, tal vez, y más importante aún, es que aunque el Impulsor posea esta estructura, podría ser el espíritu maligno de alguien que alguna vez haya vivido.

—Eso es algo para su biblioteca en Inglaterra, Aaron. A lo mejor algún día nos sentamos junto al fuego en Londres y hablamos de ello, pero ahora debo irme a casa y quedarme con ella. Como ha dicho, es lo único que puedo hacer.

—Sí, tiene razón. Pero no puedo dejar de pensar en lo que esos ancianos dijeron sobre la salvación, qué leyenda tan extraña.

—En eso se equivocaron. Ella es la entrada. No sé muy bien por qué, pero lo supe nada más ver la tumba de la familia.

Aaron suspiró y movió la cabeza. Michael se dio cuenta de que no estaba satisfecho, había otras cosas de las que quería hablar. Pero qué importaba ahora.

Rowan estaba sola en aquella casa, con ese ser que la apartaba de él, y sabía todas las respuestas.

Observó con ansiedad cómo Aaron se ponía de pie, un poco rígido, y se dirigía al armario para traerle la chaqueta y los guantes.

—Por favor, tenga mucho cuidado —dijo Aaron.

—Sí. Mañana por la noche pensaré en usted. Para mí, la Nochebuena siempre ha sido como la Nochevieja. No sé por qué. Debe de ser mi sangre irlandesa.

—La sangre católica-dijo Aaron—. Pero lo comprendo.

—Si abre la botella de coñac mañana por la noche, tómese una copa a mi salud.

—Lo haré, cuente con ello. Michael... por Dios, si por alguna razón usted y Rowan quieren venir aquí, ya sabe, la puerta está abierta. Día y noche. Tómelo como su refugio.

—Gracias, Aaron.

—Una cosa más: si me necesita, si de verdad quiere que vaya y cree que yo debería hacerlo, pues bien, iré.

Michael estuvo a punto de protestar, de decirle que no podía estar en mejor lugar que éste, cuando los ojos de Aaron se desviaron, su expresión se iluminó de repente y señaló la ventana sobre la puerta.

—Está nevando, Michael, mire, nieva de verdad. No lo puedo creer, ni siquiera nieva en Londres y, mire, nieva aquí.

—Y precisamente antes de Nochebuena, Aaron-comentó Michael. Trató de no perderse detalle del espectáculo: la venerable alameda de viejos árboles que agitaban sus ramas nudosas debajo de la suave lluvia de copos de nieve—. Esto es un pequeño milagro. Dios mío, todo sería tan maravilloso si...

—Ojalá todos los milagros fuesen pequeños, Michael.

—Sí, son los mejores, ¿no? Mire, no se derrite cuando toca el suelo. Todo se cubrirá de nieve y sin duda será una Navidad blanca.

—Espere un minuto, casi me olvido. Su regalo de Navidad, lo tengo aquí. —Aaron metió la mano en el bolsillo y sacó un paquetito plano, del tamaño de medio billete—. Ábralo. Nos estamos helando aquí, pero me gustaría que lo abriera.

Michael rompió el delicado papel dorado y vio enseguida que era un medallón de plata con una cadena.

—Es san Miguel, el arcángel —le dijo, sonriendo—. Aaron, es perfecto. El regalo perfecto para mi alma supersticiosa irlandesa.

—Expulsa al diablo al infierno —dijo Aaron—. Lo encontré en una pequeña tienda de Magazine Street, mientras usted estaba fuera. Pensé que le gustaría tenerlo.

—Gracias, querido amigo. —Michael estudió la tosca imagen. Estaba gastada como una moneda vieja,pero se veía a un Miguel alado, con su tridente sobre un diablo, echado de espaldas sobre las llamas. Levantó la cadena, que era larga y no hacía falta desabrocharla, se la pasó por la cabeza y deslizó el medallón debajo del jersey.

Miró a Aaron durante un momento y le dio un abrazo.

—Tenga cuidado, Michael.-Llámeme cuanto antes.

49

El cementerio estaba cerrado de noche, pero no importaba. La oscuridad y el frío no importaban. La cerradura de la puerta lateral estaría rota y ella podría abrirla con facilidad y volver a cerrarla tras su paso, y avanzar por el sendero cubierto de nieve.

Tenía frío, pero tampoco importaba. La nieve era muy bonita. Quería ver la tumba cubierta de nieve.

—Tú la encontrarás para mí, ¿verdad? —murmuró. La oscuridad era casi completa y los invitados llegarían pronto. No tenía mucho tiempo.

Tú sabes dónde está, Rowan, le decía esa voz sutil dentro de su cabeza.

Y la encontró. Era verdad. Se quedó ante la tumba mientras el viento la helaba y traspasaba su falda fina. Allí estaban, doce pequeñas lápidas, una para cada cripta y, más arriba, una puerta cincelada en forma de cerradura.

«No morir nunca.»

Ésa es la promesa, Rowan, ése es el pacto que hay entre tú y yo. Casi hemos llegado al comienzo...

—No morir nunca, pero ¿qué le prometiste a las otras? Les prometiste algo.

Estás mintiendo.

No, amada mía, ahora nadie importa, sólo tú. Todas están muertas.

Todos sus huesos yacen debajo, en una negrura helada. Y el cuerpo de Deirdre, en perfecto estado todavía, lleno de productos químicos, frío dentro del ataúd forrado de satén. Frío y muerto.

—Madre.

No puede oírte, hermosa mía, se ha ido. Tú y yo estamos aquí. —¿Cómo puedo ser la entrada? ¿Siempre ha estado escrito que yo sería la entrada?

Siempre, amor mío, y casi ha llegado el momento. Pasarás una noche más con tu ángel de carne y hueso después serás mía para siempre. Las estrellas se mueven en el firmamento. Forman un diseño perfecto.

El mármol parecía de hielo. Rowan deslizó los dedos por las letras:

DEIRDRE MAYFAIR

No llegaba a la talla de la entrada en forma de cerradura. —¿Y tú me mostrarás cómo ser la entrada?

Tú lo sabes, querida. En tus sueños y en tu corazón lo has sabido desde siempre.

Caminó erguida sobre la nieve. Tenía los pies mojados, pero no importaba.

Las calles estaban vacías y brillaban en la semioscuridad gris. La nieve era tan liviana que parecía un espejismo. Faltaba poco para que llegaran los invitados.

En cuanto terminara de caer la noche, llegarían todos. Era esencial fingir que todo era normal. Caminaba lo más rápido que podía. Le ardía la garganta. Pero el aire frío le sentaba muy bien, la refrescaba y le calmaba la fiebre que tenía dentro.

Y allí estaba la casa, a oscuras, esperándola. Había llegado a tiempo. Tenía la llave en la mano. —¿Y si no logro que él se vaya mañana? —murmuró ante la puerta, mirando las ventanas vacías. Como aquella primera noche en la que Carlotta le había dicho, ven, elige.

Debes hacer que él salga, querida mía, mañana al anochecer. Porque si no lo mataré.

Se quedó en el porche, hablaba en voz alta con nadie, y la nieve caía a su alrededor. Nieve en el paraíso, que golpeaba las hojas heladas del platanero, que se deslizaba por entre las altas cañas de bambú. Pero ¿qué hubiera sido del paraíso sin la belleza de la nieve?

—Me comprendes, ¿verdad? No puedes hacerle daño. De ningún modo.

Prométemelo. Haz un pacto conmigo. A Michael no le pasará nada.

Como quieras, mi amor. También lo quiero, pero no puede interponerse entre nosotros en la noche de las noches. Las estrellas se mueven hacia una constelación perfecta. Ellas son mis testigos eternos, viejas como yo, y brillarán sobre mí en el momento perfecto. Si quieres proteger de mi ira a tu amante mortal, intenta que esté fuera de mi vista.

50

No se marcharon hasta las dos de la madrugada. Él nunca había visto tanta gente contenta, ajena por completo a lo que en realidad sucedía.

Cómo reían mientras resbalaban por las piedras cubiertas de nieve y aplastaban los trozos de hielo de los canalones. Había suficiente nieve para que los niños hicieran bolas y patinaran sobre la capa de hielo del jardín, abrigados con gorros y mitones.

Hasta tía Viv estaba encantada. Había bebido demasiado jerez, y en aquellos momentos le recordaba penosamente a su madre, aunque a Lily y Bea, que se habían convertido en sus mejores amigas, parecía no importarles.

Rowan había estado perfecta toda la noche, cantó villancicos con ellos al piano y posó delante del árbol para las fotos.

Y éste era su sueño, ¿no? Un sueño lleno de caras radiantes y voces sonoras, gente que sabía apreciar el momento, copas que chocaban en un brindis, besos en la mejilla y la melancolía de las viejas canciones.

—Sois muy amables por hacer esta fiesta tan pronto después de la boda.

—Todos reunidos como en los viejos tiempos. —Una Navidad como es debido.

Y todos admiraron los preciosos adornos del árbol; y aunque les había advertido que no lo hicieran, desenvolvieron sus regalos allí mismo.

Aunque hubo momentos en que no lo soportó. Tuvo que subir al segundo piso para salir al tejado, y se había quedado junto al parapeto mirando las luces del centro de la ciudad. Nieve sobre los tejados, los antepechos, los frontones y las chimeneas. Nieve que caía fina y suave dondequiera que mirara.

Era lo que siempre había deseado, algo tan completo y magnífico como la boda, y nunca se había sentido más desdichado. Como si aquel monstruo lo tuviera cogido de la garganta. Habría dado un puñetazo a la pared de pura ansiedad.

—Estás aquí, Impulsor. Sé que estás aquí.

Algo retrocedió en las sombras, jugó con él, hizo como si las paredes se alejaran y luego se dispersó, lo dejó solo, a punto de perder el equilibrio, en la semipenumbra.

Si alguien lo hubiera visto habría pensado que era un demente. Michael se rió. ¿Era eso lo que parecía Daniel Mclntyre en sus últimos años de borracheras delirantes? ¿Y el resto de maridos eunucos que habían percibido el secreto?

Habían muerto o se habían convertido en amas de casa, en algo de lo más irrelevante. ¿Qué demonios sucedería con él?

Pero esto no era el final, sino sólo el principio, y ella tendría que participar aún bastante tiempo. No tenía más remedio que creer que detrás de sus silenciosos ruegos, su amor esperaba para resurgir otra vez.

Por fin se habían marchado.

Habían rechazado educadamente las últimas invitaciones para comer en Navidad, con promesas de futuros encuentros. Tía Viv cenaría con Bea en Nochebuena y no tendrían que preocuparse por ella. Podrían tener la Navidad para ellos solos. ¿Había habido alguna Navidad tan solitaria y triste como ésta?

—Se sentó en el sofá durante un rato, mientras el fuego se consumía y hablaba en silencio con Julien y Deborah, como había hecho cientos de veces aquella noche: ¿qué era lo que tenía que hacer?

Al final subió las escaleras. La habitación estaba a oscuras y en silencio.

Rowan estaba tapada, y lo único que se veía era su cabello sobre la almohada y la cara vuelta. ¿ Cuántas veces durante la noche había tratado de cruzar una mirada con ella y no lo había conseguido? ¿Habían notado los demás que no se habían dirigido ni una sílaba? Todos estaban demasiado convencidos de su felicidad, al igual que lo había estado él.

Caminó en silencio hasta la ventana y abrió la pesada cortina de damasco para ver caer la nieve por última vez. La medianoche había quedado atrás, de hecho, ya era vísperas de Navidad. Aquella noche llegaría el momento mágico en el que haría inventario de su vida y sus logros y daría forma a sus sueños y planes para el año venidero.

Rowan, esto no terminará así. Es sólo una escaramuza. Desde el principio sabíamos mucho más que los demás...

Se volvió y vio su mano sobre la almohada, delgada y hermosa, con los dedos ligeramente curvados.

Se acercó en silencio. Quería tocarle la mano, sentir la tibieza de sus dedos, sujetarla como si se alejara de él flotando en un mar peligroso y oscuro. Pero no se atrevió.

El corazón se le aceleraba y volvió a sentir aquel dolor en el pecho al mirar otra vez cómo caía la nieve, en aquel momento sus ojos se posaron sobre el rostro de ella.

Rowan tenía los ojos abiertos y lo observaba en la oscuridad con una especie de sonrisa perversa.

Michael se quedó helado. La cara de Rowan parecía muy blanca a la débil luz que venía de fuera, dura comoel mármol, con una sonrisa helada y unos ojos que brillaban como dos trozos de cristal. El corazón le empezó a latir más aprisa y el dolor se extendió por todo el pecho. No podía apartar la mirada de ella. De repente, su mano salió disparada y, antes de que pudiera detenerla, le cogió la muñeca.

El cuerpo de Rowan se retorció y la máscara perversa se contrajo al tiempo que ella se incorporaba, ansiosa y confusa. —¿Qué pasa, Michael? —Se miró la muñeca y él la soltó—. Me alegra que me hayas despertado —murmuró. Tenía los ojos muy abiertos y le temblaban los labios—. Tenía una pesadilla horrible. —¿Qué soñabas?

Se quedó en silencio; miraba hacia el frente, con las manos cogidas con fuerza, como si tratara de arrancárselas. Él recordaba vagamente haber visto alguna vez aquel gesto desesperado.

—No lo sé —susurró ella—. No sé qué era. Era este lugar... hace cientos de años, y todos esos médicos reunidos. Y el cuerpo que yacía sobre la mesa era tan pequeño...

Hablaba muy quedo, con un tono de profunda tristeza. De pronto lo miró y se echó a llorar.

Michael, enfermo de alivio y dolor, sólo atinó a rodearle el cuello con las manos, y, mientras ella bajaba la cabeza, trató de no derrumbarse.

«Tú sabes que te amo, tú sabes todo lo que quiero decir.»

Cuando ella se calmó un poco, él le cogió las manos y se las apretó con fuerza mientras cerraba los ojos.

«Confía en mí, Michael.»

—De acuerdo, cariño —susurró—, de acuerdo.

Se quitó la ropa torpemente y se tendió a su lado, debajo de las mantas; trataba de capturar la fragancia limpia y tibia de su cuerpo. Se quedó allí, pensó que nunca descansaría, sintió el temblor de Rowan contra su cuerpo. Luego, poco a poco, sintió que ella se relajaba y cerraba los ojos, y se durmió con un sueño intranquilo.

Se despertó por la tarde. Estaba solo y en el dormitorio hacía un calor sofocante. Se duchó, vistió y bajó la escalera. No encontró a Rowan. Las luces del árbol seguían encendidas, pero la casa estaba vacía.

Recorrió una a una las habitaciones.

Salió al jardín y caminó sobre la fría capa de hielo que cubría el césped y los senderos. Dio una vuelta por debajo de los robles. Pero no la encontró en ninguna parte.

Al final se puso un abrigo y salió a dar una vuelta.

El cielo era de un color azul profundo. El barrio estaba precioso, todo vestido de blanco, exactamente como en su última Navidad en Nueva Orleans.

El pánico se apoderó de él.

Era víspera de Navidad y no habían preparado nada. Tenía un regalo para ella escondido en la despensa. Un pequeño espejo de plata que había encontrado en una tienda de San Francisco y que envolvió con cuidado mucho antes de volver, pero qué importaba. ¿Qué era comparado con todas esas joyas, todo aquel oro y todas las riquezas incalculables? Y él estaba solo. Sus pensamientos giraban en círculos.

Víspera de Navidad y las horas se esfumaban.

De pronto se encontró ante el cuartel de bomberos donde había trabajado su padre. Estaba completamente reformado y de no haber estado en el mismo sitio y de no haber sido por esa enorme arcada por la que pasaban los camiones cuando él era niño, casi no lo habría reconocido. Su padre y él solían sentarse juntos en unas sillas de respaldo recto en la acera.

Seguramente parecería un borracho, plantado allí, mirando el cuartel, mientras los bomberos tenían el suficiente sentido común de estar dentro, a cubierto. Y su padre, que había muerto en aquel fuego en Navidad hacía tantos añosMiró el cielo y vio entonces que era de color pizarra, había empezado a oscurecer. Nochebuena y absolutamente todo había salido mal.

Nadie respondió a su llamada cuando llegó a la puerta. Sólo el árbol iluminaba el salón con un suave resplandor. Se limpió los pies en el felpudo y atravesó el pasillo. Le dolían las manos y la cara por el frío. Sacó el pavo de la bolsa, con la intención de hacer todos los preparativos, paso a paso, como siempre había hecho. Y esa noche, a medianoche, el banquete estaría preparado, exactamente a la misma hora que en los viejos tiempos la iglesia solía estar repleta para la misa de gallo.

No se trataba de la sagrada comunión, sino de la cena para ellos dos, y era Navidad, y la casa no estaba encantada ni en ruinas.

En marcha.

Puso los paquetes en el aparador. Era una buena hora para empezar. Sacó las velas; tenía que buscar los candelabros. Lo más seguro es que Rowan estuviera por ahí; habría salido a dar un paseo y quizá ya habría vuelto.

La cocina estaba a oscuras. Había empezado a nevar otra vez. Quería encender las luces. En realidad, quería encender las luces de toda la casa, para llenarla, pero no se movió. Se quedó inmóvil en la cocina, mirando por la puerta de cristal el fondo del jardín, observando cómo se derretía la nieve al tocar la superficie de la piscina. Se había formado una placa de hielo alrededor del agua azul. Vio cómo brillaba y pensó en lo fría que estaría.

Fría como el Pacífico, aquel domingo de verano en que él estaba allí, vacío y bastante asustado. El camino recorrido desde entonces parecía infinitamente largo. Y ahora era como si toda su energía lo hubiera abandonado, como si el frío de la habitación se hubiera apoderado de él y no pudiera mover ni un dedo para ponerse cómodo ni para calentarse y relajarse.

Al cabo de un buen rato, se sentó a la mesa, encendió un cigarrillo y observó cómo caía la noche. Había parado de nevar, pero todo estaba cubierto de una límpida blancura.

Era el momento de hacer algo, el momento de empezar la cena. Lo sabía, pero no podía moverse. Encendió otro cigarrillo, se sintió bien al ver la pequeña llama roja, y lo apagó. Estaba allí, quieto, sin hacer nada, del mismo modo que pasaba las horas en su habitación de Liberty Street, entrando y saliendo de un pánico silencioso, incapaz de moverse o pensar.

No estaba solo. Lo sabía, y sabía también que sólo tenía que volverse para verla, de pie, en el vano de la puerta de la despensa, los brazos cruzados, la cabeza y los hombros recortados contra los armarios claros, para sentir su respiración como un susurro de lo más ligero y sutil.

Sufrió el miedo más intenso de su vida, terror puro. Se levantó, se metió el paquete de cigarrillos en el bolsillo y cuando levantó la mirada ya no estaba.

Fue tras ella. Avanzó deprisa por el comedor a oscuras y otra vez por el pasillo, y entonces la vio, en la otra punta, iluminada por la luz del árbol, de pie contra la puerta de entrada.

Observó con claridad la forma de cerradura que se dibujaba a su alrededor, y lo pequeña que parecía allí, a medida que él se acercaba. Su inmovilidad lo impresionó. Cuando vio de cerca los rasgos de su cara en la fría oscuridad, sintió terror.

No era esa textura de mármol que había visto la noche anterior. Rowan, simplemente, lo miraba, mientras la suave luz de colores que proyectaba el árbol se reflejaba débilmente en sus ojos.-Voy a preparar la cena. Lo he traído todo, está allí. —Qué inseguro sonaba, qué triste. Trató de recuperarse. Respiró hondo y se metió los pulgares en los bolsillos de los téjanos—. Voy a empezar ahora. Es un pavo pequeño. En un par de horas estará listo, ya lo tengo todo.

Está en la cocina. Pondremos la mesa con la porcelana más bonita. Nunca la hemos usado. Tampoco hemos cenado en la mesa. Es... es Nochebuena.

—Debes irte —dijo ella.

—N... no te entiendo.

—Tienes que salir ahora mismo de aquí. —¿Rowan?

—Michael, debes irte. Debo quedarme sola.

—Cariño, no entiendo lo que me dices.

—Vete, Michael. —Bajó la voz y el tono se hizo más violento—. Quiero que te vayas.

—Es Nochebuena, Rowan, no quiero irme.

—Es mi casa, Michael, y te digo que te vayas. Te digo que salgas de aquí.

Michael observó durante un instante cómo se transformaba su rostro: un rictus en la boca, los ojos entrecerrados y la cabeza ligeramente agachada, de modo que lo miraba por debajo de sus cejas.

—Fuera de aquí, Michael —dijo Rowan con violencia—. Vete de esta casa y déjame hacer lo que debo hacer.

De pronto levantó la mano y él, antes de que se diera cuenta, sintió la bofetada sobre su rostro.

El dolor lo aguijoneó. Aumentó su ira; pero era la ira más amarga y dolorosa que había sentido en su vida. Impresionado y furioso, la miró fijamente. —¡No eres tú, Rowan! —dijo; trató de tocarla, pero ella lo empujó contra la pared. La volvió a mirar, confundido y furioso. Ella se acercó sus ojos brillaban con el resplandor procedente del salón.

—Vete —murmuró—. ¿No oyes lo que te digo?

Miró asombrado cómo los dedos de ella se le hundían en el brazo. Lo empujó hacia la izquierda, hacia la puerta. Estaba impresionado de su fuerza, aunque la fuerza física no tenía nada que ver con aquello. Era la maldad que emanaba de ella, esa vieja máscara de odio que otra vez cubría sus facciones.

—Vete ahora mismo de esta casa, te lo ordeno —dijo. Sus dedos lo soltaron y pasaron al pomo de la puerta. Lo hizo girar y abrió la puerta al aire frío. —¡Como puedes hacerme algo así! —le preguntó—. Rowan, contéstame. ¿Cómo?

Desesperado, estiró el brazo para cogerla. Esta vez nada lo detuvo, la sacudió, ella echó la cabeza a un lado y se quedó mirándolo, obligándolo en silencio a soltarla. —¿De qué me servirías muerto, Michael? —murmuró—. Si me amas, vete ahora mismo. Vuelve cuando te llame. Debo hacerlo sola.

Le dio la espalda y se alejó por el vestíbulo. Él la siguió.

—Rowan, no pienso irme, ¿me oyes? No me importa lo que pase, no pienso dejarte. No puedes pedirme algo así.

—Sabía que no lo harías —dijo Rowan, en voz baja, mientras él entraba tras ella en la biblioteca a oscuras.

Las cortinas estaban corridas y casi no la veía cuando ella se acercó al escritorio.

—Rowan, si no quieres no hablaremos de esto, pero está destruyéndonos.

Rowan, escúchame.

—Michael, mi hermoso ángel, mi arcángel —dijo, de espaldas a él, las palabras surgían amortiguadas—. ¿Preferirías morir, verdad, antes que confiar en mí?

—Rowan, si tengo que hacerlo, lucharé con él a puño limpio.

Se acercó hacia ella. ¿Dónde estaban las luces de esta habitación? Estiró la mano, tratando de encontrar la lámpara de metal que había junto a la silla, pero ella se dio la vuelta Y se inclinó sobre él.

Michael vio que levantaba una jeringa.-¡No, Rowan!

En ese instante le clavó la aguja en el brazo. —¡Dios mío, qué me has hecho! —dijo, mientras caía hacia un lado, como si no tuviera piernas. La lámpara también cayó, y él se quedó mirando el filamento de la bombilla rota.

—Duerme, querido —dijo Rowan—. Te amo. Te amo con toda mi alma.

Michael oía a lo lejos el ruido de los botones del teléfono. Su voz era tan suave y las palabras... ¿qué decía? Hablaba con Aaron. Sí, Aaron...

Cuando lo levantaron, pronunció el nombre de Aaron.

—Sí, Michael, vas a ir con Aaron —murmuró ella—. Él se ocupará de ti.

No sin ti, Rowan, trató de decir, pero otra vez volvía a hundirse. Un coche se puso en marcha y oyó una voz de hombre.

—Se pondrá bien, señor Curry. Lo llevamos a casa de su amigo. Quédese ahí tumbado. La doctora Mayfair ha dicho que pronto se pondrá bien.

Bien, bien, bien...

Mercenarios. Ustedes no lo comprenden. Es una bruja, me ha dado una pócima con su veneno, igual que Charlotte hizo con Petyr, y les ha contado una maldita mentira.

51

Sólo el árbol estaba iluminado y toda la casa dormitaba en una tibia oscuridad. El frío golpeaba los cristales, pero no conseguía entrar.

Ella estaba sentada en medio del sofá, piernas y brazos cruzados, y miraba el largo espejo al otro extremo de la habitación. Casi no se veía el pálido resplandor de la araña.

Las manecillas del reloj de péndulo se acercaban a la medianoche.

Y ésta era la noche que tanto significaba para ti, Michael. La noche que querías reservar para nosotros solos. Aunque estuvieras en la otra punta del mapa, no podrías estar más lejos de mí que ahora. Todas las cosas sencillas y agradables ahora están lejos de mí, como esa Nochebuena en la que Lemle me llevó puerta a puerta por su sombrío y secreto laboratorio. ¿Qué tienen que ver contigo todos esos horrores, querido?

Durante toda su vida, tanto si era larga, corta o ya hubiera terminado, recordaría la cara de Michael cuando lo abofeteó, recordaría el tono de su voz cuando le rogaba, recordaría la expresión de sorpresa cuando le clavó la aguja en el brazo. ¿Por qué no sentía ninguna emoción? ¿Por qué sólo aquel vacío y aquella marchita calma dentro de ella? Iba descalza y el suave camisón de franela la envolvía cómodamente.La sedosa alfombra china debajo de sus pies estaba tibia. Sin embargo, se sentía desnuda y aislada, como si no hubiera tibieza y comodidad capaz de acogerla.

Algo se movió en el centro de la habitación. Todas las ramas del árbol temblaron y las campanillas plateadas tintinearon casi imperceptiblemente en el silencio. Los angelitos, con sus alas doradas; giraron sobre sí mismos.

La oscuridad era cada vez más espesa.

—Estamos cerca de la hora, amada mía, del momento de mi decisión.

—Y se supone que me enseñarás ciencia, porque yo no sé hacerte entrar. —¿ No? i No lo sabías desde siempre?

Ella no respondió. Parecía como si las imágenes de sus sueños cobraran forma para desaparecer a continuación, dejándola con una frialdad y una soledad cada vez mayores, casi insoportables.

La oscuridad se hizo más densa. Se reunía en una serpenteante densidad.

Rowan creyó ver el perfil de unos huesos humanos. Los huesos parecían bailar, unirse, y luego cubrirse de carne, mientras la luz del árbol se derramaba sobre el esqueleto y unos ojos verdes la miraban desde su cara.

—Ya casi ha llegado el momento, Rowan —dijo.

Vio sorprendida cómo se movían los labios. Vio el brillo de sus dientes. Se dio cuenta que se había puesto de pie y estaba junto a ella. La belleza diáfana de su rostro la impresionó. Él la miraba desde arriba, sus ojos eran algo oscuros y las pestañas rubias brillaban doradas a la luz.

—Es casi perfecto —murmuró.

Se quedó inmóvil; lo miraba, veía cómo sonreían sus labios. —¡Ya! —dijo—, ¡lo has hecho! —¿De verdad? —preguntó él. Su cara funcionaba a la perfección; contraía y relajaba los finos músculos, entrecerraba los ojos del mismo modo que lo hubiera hecho cualquier ser humano. »¿ Crees que esto es un cuerpo? ¡Es una réplica! Es una escultura, una estatua. No es nada, y tú lo sabes. ¿Crees que puedes engañarme y hacerme entrar en esta cascara de minúsculas partículas muertas para controlarme a tu antojo? ¿Un robot? ¿Así puedes destruirme? —¿Qué estás diciendo? —exclamó ella, y retrocedió—. No puedo ayudarte.

No sé lo que quieres de mí. —¿Adonde vas, querida? —preguntó, levantando ligeramente las cejas—. ¿Crees que puedes escapar de mí? Mira el reloj, mi bella Rowan. La hora de las brujas casi ha llegado, la hora en que Cristo vino a este mundo y La Palabra se hizo carne. Yo también naceré, mi bella bruja, y mi espera habrá acabado.

Se abalanzó sobre ella, la cogió del hombro con la mano derecha y cubrió su vientre con la izquierda. Un rayo de calor la penetró y le produjo náuseas. —¡Apártate de mí! —murmuró—. No puedo hacerlo. —Invocó su ira y su voluntad y horadó con la mirada a aquel ser que tenía delante—. ¡No puedes obligarme a hacer lo que no quiero! —dijo—, y no puedes hacerlo sin mí.

—Tú sabes lo que quiero y lo que siempre he querido. Basta de caparazones, Rowan, basta de toscas ilusiones. La carne viva que hay dentro de ti. Qué otra carne en el mundo está preparada para mí, plástica, adaptable, llena de millones y millones de diminutas células preparadas para ser perfeccionadas. ¡Qué otro organismo ha multiplicado mil veces su tamaño en pocas semanas! ¡Ahora está preparado para desarrollarse y expandirse en cuanto mis células se fusionen con él!

—Apártate de mí. ¡Apártate de mi hijo, estúpido monstruo! ¡No tocarás a mi hijo ni me tocarás a mí! —Rowan temblaba; su ira era tan grande que se sentía incapaz de contenerla, bullía en sus venas. —¿Crees que puedes engañarme, Rowan, con esa pequeña actuación delante de Michael y Aaron? —dijo con su voz suave, paciente y hermosa. Su bella imagen no se desvanecía—. ¿Crees que no puedo ver en lo profundo de tu alma? »Yo hice tu alma. Yo elegí tus genes. Elegí a tus padres y a tus antepasados.

Yo te crié, Rowan. Sé cuándo carne y mente se fusionaron en ti. Conozco tu fuerza como nadie. Y tú siempre has sabido lo que quería de ti. Lo supiste nada más leer la historia. Viste esos fetos de Lemle dormidos en su lecho de tubos y productos químicos, y lo supiste. Mientras escapabas del laboratorio supiste lo que tu inteligencia y tu valor habrían hecho incluso entonces, sin mí, sin saber que te esperaba, te amaba, y que podía concederte el más grande de los dones: yo mismo, Rowan. Me ayudarás, Rowan, porque si no esa diminuta criatura que bulle en tu interior morirá en cuanto entre en ti. Y es algo que nunca permitirás. —¡Dios, Dios mío, ayúdame! —murmuró, cubriéndose el vientre con las manos como si tratara de protegerlo de un temporal, con los ojos fijos en él.

«¡Muere, maldito hijo de puta, muere!»

Las manecillas del reloj chasquearon al moverse, la grande se sobreponía a la pequeña. Se oyó la primera campanada de la hora.

—Cristo ha nacido, Rowan —exclamó con una voz poderosa, al tiempo que la imagen del hombre se disolvía en una gran nube ardiente, oscura, que se elevaba hacia el techo y giraba sobre sí misma como un embudo.

Rowan gritó y retrocedió contra la pared. —¡No, Dios mío, no!

El pánico era total. Se dio la vuelta y cruzó corriendo la puerta del salón hacia el vestíbulo. Estiró el brazo para llegar al pomo de la puerta de entrada. —¡Dios, ayúdame! ¡Michael, Aaron!

Pero el rugido se hizo más fuerte.

Sintió cómo las invisibles manos del Impulsor la cogían de los hombros y la empujaban con violencia contra la puerta. Su mano resbaló del pomo y cayó de rodillas. Un dolor intenso le subía por los muslos. La oscuridad y el calor la envolvían por completo.

—No, mi hijo no. Te destruiré con mi último aliento. ¡Te destruiré!

Se volvió en un desesperado intento furioso, de cara a la oscuridad, escupiéndole, dispuesta a matarlo, mientras unos brazos la rodeaban y la empujaban con fuerza contra el suelo.

La nuca golpeó contra la puerta y la cabeza rebotó con violencia sobre el parqué, mientras él le estiraba las piernas. Rowan miraba hacia arriba y se esforzaba por levantarse, sacudiendo los brazos. La oscuridad la rodeaba.

—Maldito seas, Impulsor, maldito seas en el infierno. Muere. ¡Muere como Carlotta! ¡Muere! —gritaba.

—Sí, Rowan, tu hijo, el hijo de Michael.

La voz la envolvía, como el calor y la oscuridad. Volvió a empujarle la cabeza hacia atrás, se la golpeó otra vez, mientras le inmovilizaba los brazos en cruz, dejándola indefensa. —¡Tú eres mi madre y Michael mi padre! Es la hora de las brujas, Rowan. El reloj da la hora. Seré carne de tu carne. Naceré.

La oscuridad serpenteaba otra vez, giraba sobre sí misma y caía en picado.

Entró en ella; la violó, la desgarró. Parecía un puño que le penetrara con fuerza el útero. Su cuerpo se convulsionó mientras el dolor la envolvía en un círculo, brillante como un latigazo.

El calor era insoportable. Una contracción de dolor tras otra la atenazaba, y sintió entonces que la sangre manaba de ella y que su útero rompía aguas, que se derramaba sobre el suelo. —¡Lo has matado, maldito monstruo perverso, has matado a mi hijo, maldito!

Golpeaba la pared con las manos y se esforzaba por levantarse del suelo, viscoso y húmedo. El calor la mareaba, se le metía en los pulmones, y jadeaba tratando de respirar.

La casa se incendiaba. Debía de estar en llamas. Era ella la que se quemaba.

El calor palpitaba en su interior;" creyó ver las llamas que se elevaban, pero sólo era un espeluznante estallido de luz roja. Se las arregló de algún modo para ponerse a cuatro patas, aunque sabía que su cuerpo estaba vacío.

Había perdido el niño y ahora sólo pugnaba por escapar; una vez más estiró el brazo con desesperación para llegar al pomo de la puerta. —¡Michael, Michael, ayúdame! Ay, Dios mío, intenté engañarlo, intenté matarlo. Michael, él está dentro del niño.

Otra contracción de dolor se apoderó de ella, mientras salía otro borbotón de sangre.

Se hundió; lloraba, mareada, incapaz de controlar sus brazos y piernas; el calor la quemaba, y un llanto feroz y violento le llenó los oídos. Era el bebé que lloraba, el mismo horrible llanto que había escuchado una y otra vez en el sueño. El lloriqueo de un bebé. Intentó taparse los oídos, incapaz de soportarlo, suplicó que cesara. El calor la sofocaba.

—Déjame morir —murmuró—. Deja que el fuego me queme. Llévame al infierno. Déjame morir.

«Rowan, ayúdame. Soy de carne y hueso. Ayúdame o moriré. Rowan, no puedes volverme la espalda.»

Se apretó los oídos con fuerza, pero no pudo acallar la vocecilla telepática que hablaba al compás del llanto del bebé.

Su mano resbaló con la sangre y hundió la cara en la masa viscosa y húmeda que tenía debajo. Rodó sobre sí misma y volvió a ver el resplandor del calor, mientras el llanto del niño era cada vez más fuerte, como si muriera de hambre o dolor.

«¡Rowan, ayúdame! Soy tu hijo, el hijo de Michael. ¡Rowan, te necesito!»Sabía lo que vería incluso antes de mirar. A través de sus lágrimas y de las ondas de calor, vio el muñeco, el monstruo. «No ha salido de mi cuerpo, no ha nacido de mí. Yo no...»

Yacía de espaldas, una cabeza de tamaño adulto que giraba de un lado a otro mientras lloraba. Sus brazos se alargaban mientras ella los observaba, unos dedos diminutos y extendidos palpaban el suelo y crecían. Los pies pateaban en el aire, pequeños como los de un bebé; las pantorrillas se estiraban, cubiertas de sangre y fluidos que se deslizaban sobre ellas y caían sobre sus cachetes gorditos y su pelo negro de recién nacido.

«Rowan, estoy vivo, no me dejes morir. No me dejes morir, Rowan. Tú tienes poder para salvar vidas y yo estoy vivo. Ayúdame.»

Se esforzó por acercarse a él. Su cuerpo se sacudía todavía con agudas contracciones de dolor. Estiró la mano para coger aquella diminuta pierna resbaladiza, un pequeño pie se agitaba en el aire y, entonces, mientras su mano se cerraba sobre esa tierna y suave piel de bebé, la oscuridad descendió sobre ella y Rowan vio a través de sus párpados cerrados la anatomía, la forma de las células, los órganos que se desarrollaban, el viejo milagro de las células que se unían y las pequeñas cadenas de cromosomas serpenteantes y sus núcleos que se fusionaban, y todo guiado por ella, por el conocimiento que ella poseía, del mismo modo que un compositor posee una sinfonía, nota tras nota, barra tras barra, en un crescendo interminable.

La piel palpitaba debajo de sus dedos, viva, y respiraba a través de-sus poros. El llanto se hacía más fuerte, profundo y sonoro, y ella se caía, perdía el conocimiento y volvía a levantarse. Su mano tanteaba la oscuridad y encontraba la frente de aquel ser, la masa de rizos espesos, los ojos que se movían debajo de su palma, la boca semiabierta por los sollozos, el pecho, y el corazón debajo, y los brazos largos que se agitaban sobre el parqué-sí, la criatura era ya grande y ella podía apoyar su cabeza sobre el pecho y escuchar los latidos del corazón—, y el pene entre las piernas, sí, y los muslos, sí; se esforzó por ponerse de pie y apoyó ambas manos sobre el pecho, sintió cómo subía y bajaba al ritmo de la respiración, los pulmones que crecían, se llenaban, el corazón bombeaba, y un vello oscuro y sedoso surgía alrededor del pene, y una maraña, una maraña brillante en la oscuridad, llena de química, misterio y certeza. Rowan se hundió en la oscuridad, en el silencio.

Una voz le hablaba, íntima, suave.

—Deten la hemorragia.

Ella no podía responder.

—Estás sangrando. Deten la hemorragia.

—No quiero vivir —dijo.

Seguramente la casa ardía. Ven, Carlotta, con tu lámpara. Quema las cortinas. —¿Me estoy muriendo?

—No —se rió él. Qué risa tan suave y agradable—. ¿Lo oyes? Me estoy riendo, Rowan. Ahora puedo reír.

Llévame al infierno. Déjame morir.

—No, cariño mío, mi bello y precioso amor, deten la hemorragia.

La luz del sol la despertó. Estaba tirada en el suelo de la sala, sobre la mullida alfombra china, y lo primero que pensó fue que la casa no se había quemado. El horrible calor no la había consumido. De algún modo se había salvado.

Durante un momento no comprendió lo que veía.

Un hombre estaba sentado junto a ella y la miraba desde arriba. Tenía la inmaculada tersura de la piel de bebé, en un rostro de hombre terriblemente parecido al de ella. Nunca había visto un ser humano tan parecido a sí misma, aunque había algunas diferencias. Los ojos eran grandes y azules, y las pestañas negras. El cabello también era negro, como el de Michael. Era el cabello de Michael. El cabello y los ojos de Michael.

Pero era esbelto como ella. Tenía el pecho liso, sin vello, estrecho, como el de ella en su niñez, con dos brillantes tetillas rosadas, y unos brazos delgados, aunque bien musculados, rematados con manos de dedos delicados y finos, como los suyos, con los que se tocaba el labio pensativamente mientras la miraba.

Pero era más grande que ella, grande como un hombre. Una mucosidad seca y sangre lo cubrían por completo, como una capa de goma rojiza.

Rowan sintió que un gemido subía por su garganta y llegaba a la boca.

Su cuerpo entero se convulsionó súbitamente mientras gritaba. Se incorporó en el suelo y continuó gritando más fuerte y salvajemente que la noche anterior con todo su miedo.

Él se inclinó sobre ella.

—No grites —susurró. Era la vieja voz. Su voz, por supuesto, con aquella inconfundible inflexión.

Un rostro terso, absolutamente inocente, la viva imagen del asombro; mejillas radiantes y lisas, nariz fina y unos ojazos azules que parpadeaban ante ella. Se abrían y cerraban de modo mecánico, como los ojos del muñeco de la mesa de operaciones de su sueño.

—Te necesito —dijo, con una sonrisa—. Te amo. Soy tu hijo.

Al cabo de un rato levantó la mano. Ella se sentó. Tenía el camisón lleno de sangre, seco y rígido. El olor a sangre estaba por todas partes, como en la sala de urgencias.

Se apartó a gatas, sobre la alfombra, se echó hacia delante, con las rodillas flexionadas, y lo miró.

Pezones perfectos, sí; pene perfecto, sí, aunque debería pasar la prueba cuando estuviera erecto. Cabello perfecto, sí, pero ¿qué pasaba en el interior? ¿Qué pasaba con cada uno de los órganos del sistema?Apoyó la mano sobre su pecho y escuchó. Un latido fuerte y regular surgía de su interior.

No hizo gesto de detenerla cuando ella apoyó las manos sobre ambos lados del cráneo. Blando, como el cráneo de un bebé, capaz de sanar después de golpes que matarían a un hombre de veinticinco. Dios, ¿durante cuánto tiempo sería así?

Apoyó un dedo sobre su labio inferior y le abrió la boca para mirarle la lengua. Luego se echó hacia atrás y dejó las manos inertes sobre sus piernas cruzadas. —¿Estás bien? —preguntó él. Su voz era muy dulce. Entrecerró los ojos; durante un instante dejó entrever una expresión de madurez antes de volver al asombro del bebé—. Has perdido mucha sangre.

Ella lo miró en silencio.

Él, simplemente, esperó, sin dejar de mirarla.

—Sí, estoy bien —respondió ella, en voz baja. Volvió a mirarlo detenidamente, durante un largo rato—. Necesito algunas cosas —dijo al fin—.

Necesito un microscopio. Tengo que sacar algunas muestras de sangre para ver qué tipo de tejidos tienes. »¡Dios mío, necesito un equipo completo de laboratorio! Tenemos que irnos de aquí.

—Sí —dijo él, y asintió con la cabeza—, eso es lo que tenemos que hacer: irnos. —¿Puedes ponerte de pie?

—No lo sé.

—Bueno, tendrás que intentarlo —dijo ella, al tiempo que se cogía del borde de la repisa de mármol para levantarse. Le cogió la mano, agradable al tacto—.

Anda, levántate, no lo pienses, simplemente hazlo, haz que tu cuerpo lo sepa, tienes la musculatura completa, es lo que te diferencia de un recién nacido: tienes el esqueleto y la musculatura de un hombre.

—De acuerdo, lo intentaré —dijo. Parecía asustado y al mismo tiempo, de algún modo, encantado.

Se esforzó, temblando, primero, por ponerse de rodillas, como había hecho ella, y luego por erguirse del todo, sólo que tropezó hacia atrás y evitó la caída con un rápido movimiento de pies.

—Ahhhh —exclamó—, estoy caminando, camino...

Rowan se precipitó hacia él, lo abrazó y dejó que se cogiera a ella. El la miraba en silencio, desde arriba, luego levantó la mano y le acarició la mejilla con gesto torpe, sin coordinación, como el de un borracho. Sus dedos eran suaves y excitantes.

—Rowan —gimió, y la apretó contra sí, otra vez a punto de caerse hacia atrás. Pero ella lo sostuvo y lo cogió entre sus brazos.

—Ven, no tenemos mucho tiempo. Tenemos que encontrar un sitio seguro, un lugar completamente desconocido...

—Sí, querida, sí... pero es todo tan nuevo y hermoso. Déjame abrazarte otra vez, déjame besarte...

—No hay tiempo —dijo ella; pero los tiernos labios de bebé se posaron sobre los suyos, mientras el pene le apretaba su sexo dolorido. Se apartó de él y lo llevó cogido de la mano—. Eso es —dijo, mirándole los pies—, no pienses, sólo mírame a mí y camina.

Durante un segundo, mientras miraba la puerta en forma de cerradura, recordó las viejas discusiones acerca de su significado y todo el misterio y la belleza de su vida desfilaron ante sus ojos, todos los esfuerzos y las viejas promesas.

Sí, ésta era una nueva puerta. Era la puerta que había vislumbrado en su niñez, hacía un millón de años al abrir por primera vez los mágicos volúmenes de historias científicas. Y ahora estaba abierta, más allá de los horrores del laboratorio de Lemle y de los holandeses reunidos alrededor de la mesa de la mítica ciudad de Leiden.

Lo guió poco a poco por el pasillo y la escalera, paso a paso, caminando pacientemente a su lado.

52

Trataba de despertarse, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo volvía a hundirse, pesado y adormilado, dentro del mullido edredón de plumas que lo cubría. La desesperación se apoderaba de él y desaparecía a continuación.

Por fin lo despertaron las náuseas. Le pareció una eternidad el tiempo que estuvo en el suelo del baño, contra la puerta, vomitando con tanta violencia que después de cada arcada un dolor agudo le atenazaba las costillas. Cuando ya no tuvo nada más que arrojar, sólo le quedaron las náuseas sin promesa de alivio.

El cuarto parecía inclinado. Al final tuvieron que forzar la puerta y levantarlo del suelo. Quería decir que sentía haber cerrado, que había sido un acto reflejo, que había intentado llegar al picaporte, pero no le salían las palabras.

Medianoche. Vio la esfera del reloj de la cómoda. Medianoche de Nochebuena. Se esforzó por decir que aquello tenía sentido, pero era imposible hacer nada más que pensar en aquel ser, de pie detrás de la cuna del pesebre.

Otra vez se hundía, y su cabeza tocaba la almohada.

Cuando volvió a abrir los ojos, el médico le hablaba de nuevo, aunque no conseguía recordar cuándo lo había visto antes.

—Señor Curry, ¿sabe qué le inyectaron? No, pensé que ella quería matarme.

Pensé que iba a morir. El solo hecho de intentar mover los labios le daba náuseas. Todavía se veía la negrura de la noche detrás de los cristales helados. —... por lo menos otras ocho horas —decía el médico—. Todo lo demás es normal. Si pide algo de beber, denle sólo agua. Si hay algún cambio...

Bruja traicionera. Todo destruido. El hombre le sonreía desde el pesebre. Por supuesto, ése era el momento. El instante preciso. Sabía que la había perdido para siempre. La misa del gallo había terminado. Su madre lloraba porque había muerto su padre. Ahora nada volverá a ser como antes.

—Duerme. Estamos aquí, contigo.

He fracasado. No pude detenerlo. La he perdido para siempre. —¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Desde ayer por la noche.

Navidad por la mañana. Miraba por la ventana con miedo a moverse, por las náuseas.

—Ya no nieva, ¿verdad? —Apenas escuchó la respuesta.

Se obligó a sentarse. No estaba tan mal como antes. Dolor de cabeza, sí, y la vista un poco borrosa, pero no era peor que una resaca.

Toda su ropa estaba en el armario, y había un pequeño neceser de viaje en el cuarto de baño. Se duchó, combatiendo algún mareo ocasional, se afeitó deprisa y descuidadamente con la maquinilla desechable y salió del cuarto de baño.

—Tengo que volver allí a ver qué ha sucedido.

—Le suplico que espere--dijo Aaron—. Coma un poco y espere a sentirse bien.

—Da igual cómo me siento. ¿Puede dejarme un coche? Si no, haré autostop.

—Miró por la ventana. Todavía había nieve. Las carreteras estarían peligrosas, pero debía ir. —¿Qué piensa hacer? No tiene ni idea de lo que encontrará. Rowan me dijo anoche que me ocupara de usted, que me ocupara de que no regresara.

—Al diablo con lo que ella dijo. Me voy.

—Entonces yo también voy.

—No, usted se queda aquí. Esto es algo entre ella y yo. Déjeme un coche, quiero irme.

Era un enorme Lincoln gris, un coche de ciudad, no muy de su gusto, aunque el tapizado suave de cuero era agradable y la máquina realmente corría cuando cogió la autopista. Aaron lo había seguido en otro coche hasta entonces.

Pero en cuanto él empezó a adelantar un coche tras otro, lo perdió de vista.

Había nieve sucia a un lado de la carretera. El hielo se había derretido y el cielo era de un azul tan inmaculado que hacía que todo pareciera limpio y diáfano. La cabeza le dolía mucho y cada quince minutos sentía arcadas y mareos. Simplemente trataba de quitárselos de encima mientras mantenía el pedal del gas a fondo.

Iba a ciento cincuenta por hora cuando llegó a Nueva Orleans. Frenó de golpe, y el vehículo casi patinó cuando tomó por St. Charles Avenue. El tráfico se deslizaba lentamente entre franjas de nieve sucia.

Al cabo de cinco minutos, giraba a la izquierda por First Street y el coche volvía a patinar peligrosamente. Frenó y se deslizó unos metros por el asfalto.

Al final vio la casa, que se alzaba como una fortaleza cubierta de nieve, en su esquina oscura y sombría.

La cancela estaba abierta. Abrió la puerta principal con su propia llave y entró.

Se quedo petrificado durante un momento. Había sangre por el suelo y la huella sanguinolenta de una mano en el marco de la puerta. Algo parecido al hollín cubría las paredes.

El olor era asqueroso, parecido al de la habitación en la que había agonizado y muerto Deirdre.

Coágulos de sangre en la puerta de la sala, huellas de pies descalzos. Sangre sobre la alfombra china y una sustancia viscosa sobre las maderas del parqué.

El árbol de Navidad tenía las luces encendidas, como un centinela absorto en un extremo del salón, un testigo sordo y ciego que nada podía declarar.

La cabeza le estallaba de dolor, pero no era nada comparado con el dolor de pecho y la taquicardia. La adrenalina le inundaba las venas mientras apretaba convulsivamente el puño derecho.

Se dio la vuelta, salió del salón al vestíbulo y enfiló hacia el comedor.

Sin un solo sonido, una figura dio un paso y cruzó el quicio en forma de cerradura de la puerta; lo miró un instante y apoyó una mano delgada en el marco.

Era un gesto extraño. La figura se mostraba insegura, tambaleante, impresionada quizá por la luz que entraba del porche. Michael se detuvo y la estudió, esforzándose por comprender lo que estaba viendo.

Era un hombre, vestido con unos pantalones muy holgados y una camisa.

Nunca había visto un hombre así. Era muy alto, casi un metro noventa, y desproporcionadamente delgado. Los pantalones eran demasiado grandes y los llevaba muy ceñidos a la cintura; llevaba una camisa suya, una vieja camisa de deporte. Le colgaba como una túnica de una percha. Tenía una cabellera espesa, rizada y negra, y ojos grandes y azules, pero por lo demás se parecía a Rowan.

Su misma piel, suave y joven, y unos labios idénticos, aunque algo más carnosos y sensuales. En los ojos del hombre, pese al color azul, estaba Rowan, así como en la sonrisa, súbita y fría.

Dio otro paso hacia Michael y éste vio que caminaba con inseguridad. Un resplandor emanaba de él. De pronto se dio cuenta que parecía un recién nacido, que tenía el suave brillo elástico de un bebé. Las manos largas y delgadas eran tersas como las de una criatura y el rostro no tenía ninguna línea de carácter.

Sin embargo, la expresión no era de bebé. Estaba llena de asombro, de aparente amor y de terrible burla. Michael se abalanzó sobre él y lo cogió por sorpresa. Le apretó los brazos, fuertes y delgados, y se quedó impresionado y horrorizado por la suave carcajada viril que brotó de sus labios.

«El Impulsor, vivo antes, vivo otra vez, de carne y hueso, ¡te ha derrotado!

Tu hijo, tus genes, tu carne y la de ella, te ama, te ha derrotado, te ha usado, gracias, mi padre elegido.»

Un gemido escalofriante brotó de los labios de Michael. —¡Has matado a mi hijo! ¡Rowan, le has dado nuestro hijo! —Era un grito gutural, de angustia, las palabras horadaban sus propios oídos—. ¡Rowan!

La criatura se apartó precipitadamente de él, hacia atrás, chocó contra la pared del comedor, extendió los brazos y rió. Empujó a Michael; una mano enorme y blanda que cayó sobre su pecho y lo lanzó contra la mesa del comedor.

—Soy tu hijo, padre, apártate. ¡Mírame! Michael se incorporó. —¿Mirarte? Te mataré.

Se lanzó sobre la criatura, pero ésta lo esquivó y se metió en la despensa, con los brazos extendidos, como burlándose de él. Fue haciendo eses hacia atrás y cruzó la puerta de la cocina. Las piernas se le torcían y las volvía a enderezar como una marioneta. Otra vez se oyó aquella risa sonora y profunda, llena de absurda diversión. Era una risa loca, igual que los ojos de aquel ser, llenos de delirante y despreocupada satisfacción.

Michael volvió sobre él y lo lanzó contra la puerta. Se rompieron los cristales y se disparó la alarma de la casa, y aquel enloquecido repiqueteo se sumó a la confusión.

La criatura levantó unos brazos larguiruchos y miró a Michael con asombro, mientras éste le asía la garganta con las manos; aquel ser apretó entonces los puños y le dio un golpe en la mandíbula.

Michael perdió el equilibrio y rodó por el suelo. La puerta de cristal de la cocina estaba abierta, la alarma aún sonaba, y la criatura corrió hacia ia piscina, tropezando y retozando con gran torpeza.

En el momento en que se lanzaba tras él, vio a Rowan por el rabillo del ojo que bajaba por la escalera de la cocina a toda prisa. —¡Michael, apártate de él! —oyó que gritaba. —¡Tú lo has hecho, Rowan! ¡Le has dado nuestro hijo! ¡Está dentro de nuestro hijo! —Se volvió con los puños apretados, pero no pudo pegarle. Se quedó inmóvil, y la miró.

Era la viva imagen del terror: pálida, los labios húmedos y temblorosos.

Michael estaba indefenso y tiritaba; el dolor le comprimía el pecho, pero se volvió y observó a la criatura.

Patinaba de un lado a otro sobre la nieve que cubría las lajas que bordeaban el agua azul de la piscina. Inclinaba la cabeza hacia delante y apoyaba las manos en las rodillas. Señaló a Michael y dijo con una voz alta y clara, que se alzó por encima del repiqueteo agudo de la alarma: —¡Te sobrepondrás, como dicen los mortales, saldrás de esto, como dicen los mortales! Has creado un hijo, Michael. Yo soy tu obra. Te amo. Siempre te he amado. El amor siempre ha sido la definición de mi ambición. Me ofrendo a ti con amor.

Michael salió corriendo, y Rowan detrás de él. Fue directo hacia aquel monstruo, resbaló sobre la nieve, y se soltó de Rowan, que trataba de detenerlo tironeándolo con toda su fuerza. De pronto sintió un dolor agudoen el cuello, ella había cogido el medallón de san Miguel, se había quedado con la cadena rota en la mano y el medallón se había caído en la nieve. Lloraba y le pedía que se detuviera.

No tenía tiempo para ella. La esquivó, al tiempo que su poderosa izquierda salía disparada contra la sien de la criatura. Ésta lanzó otra carcajada a pesar de que sangraba por el golpe. Se inclinó, dio un rodeo, resbaló sobre el hielo y trastabilló con las sillas de hierro, que se cayeron.

—Mira lo que has hecho, ni te imaginas lo que siento. ¡No sabes cuánto he esperado este momento, este momento extraordinario!

Con un giro inesperado, cogió el brazo derecho de Michael y se lo torció dolorosamente hacia atrás, levantando las cejas, con una sonrisa que dejaba a la vista unos dientes brillantes, que resaltaban sobre la lengua rosada. Nuevos, relucientes, prístinos, como los de un niño.

Michael le lanzó otro puñetazo sobre el pecho y sintió el crujido de los huesos.

—Te gusta, ¿eh?, maldito monstruo, codicioso hijo de puta. ¡Muérete! —Le escupió y le lanzó otro golpe con la izquierda, pese a que la criatura estaba cogida a su brazo derecho como si fuera una bandera desplegada, atada a él.

Le sangraba la boca.

—Te gusta, ¿eh? —exclamó Michael—. Te gusta sangrar, ¿eh?, hijo mío, sangre de mi sangre —rugió. A pesar de que el Impulsor le retorcía el brazo derecho y no conseguía soltarse, le apretó la garganta lechosa y le hundió el pulgar en la tráquea, al tiempo que le daba un rodillazo en los testículos—. Ah, la bruja te ha fabricado completo, ¿eh?, con todo lo que hay que tener, ¿verdad?

Michael volvió a ver a Rowan, pero esta vez el monstruo tropezaba contra ella y la tiraba hacia la balaustrada. Al fin le soltó el brazo.

Chillaba de dolor y tenía los ojos en blanco. Antes de que Rowan se pusiera en pie otra vez, el Impulsor se echó hacia atrás, levantó Los hombros como si fueran alas, alzó la cabeza y gritó:

—Me estás enseñando muy bien, padre. ¡Sí, me estás enseñando muy bien!

Un aullido feroz ahogó las palabras y se lanzó contra Michael a la carrera, asestándole un cabezazo en medio del pecho que lo arrojó a la piscina.

El grito de Rowan fue ensordecedor, mucho más alto y agudo que la alarma.

Pero Michael ya había caído en el agua helada. Se hundió hacia el fondo, la superficie azul brillaba en lo alto, lejos de él. La temperatura del agua le cortó la respiración. Estaba inmóvil, el frío lo quemaba, ni siquiera podía mover los brazos. De pronto sintió que su cuerpo tocaba el fondo.

En aquel momento, con gestos desesperados, convulsos, trató de alcanzar la superficie; la ropa le pesaba como si unos dedos lo cogieran y lo arrastraran hacia abajo. En el instante en que su cabeza salió a la superficie, sintió que otro golpe violento lo hundía otra vez, mientras sus manos se agitaban en el aire e intentaban en vano agarrar a ese monstruo que lo hundía. Tragó una y otra vez agua helada.

Volvió a ver el Pacífico, infinito y gris, y las luces de Cliff House, amortiguadas y difusas, mientras las olas se agitaban alrededor de él.

Sólo que esta vez no viajaba hacia lo alto, no se elevaba boyante y libre como aquel día, directamente hacia el cielo gris plomizo y las nubes, desde donde veía toda la tierra con sus millones y millones de diminutos seres.

Esta vez estaba en un túnel, y algo tiraba de él desde abajo, un túnel oscuro y cerrado que parecía no tener fin. Cayó en picado, en silencio, sin ninguna voluntad y lleno de una vaga sorpresa.

Al final lo envolvió un cegador resplandor de luz roja. Había caído en un lugar conocido. Sí, los tambores, oía los tambores, la vieja cadencia de carnaval, el desfile que avanzaba velozmente por la cansina oscuridad del invierno del martes de carnaval; y el resplandor de las llamas era el resplandor de las antorchas debajo de los retorcidos nudos de los robles; y su miedo era el miedo tan conocido de su infancia; y todo estaba allí, al fin sucedía lo que siempre había temido, no el mero reflejo de un sueño ni las visiones que había tenido con el camisón de Deirdre en sus manos, sino aquí, alrededor de él.

Sus pies habían tocado un suelo humeante, y mientras trataba de levantarse vio que las ramas de los robles atravesaban el techo del salón y envolvían la araña en un denso follaje que llegaba hasta los altos espejos. Estaba de verdad en la casa. Montones de cuerpos retorcidos en la oscuridad. ¡Y él caminaba por encima de ellos! Formas grises, desnudas, que fornicaban y se contorsionaban entre las llamas y en las sombras, el humo que subía en volutas y oscurecía las caras de aquellos que lo rodeaban y miraban. Pero él sabía quiénes eran.

Camisas de tafetán, telas que lo rozaban. Trastabilló e intentó conservar el equilibrio, pero su mano tocó precisamente una roca ardiendo y sus pies se hundieron en una inmundicia humeante.

Las monjas se acercaban en círculo, figuras altas vestidas de negro con tocas blancas almidonadas, monjas cuyos rostros y nombres conocía desde su niñez, con los rosarios de sonoras cuentas, mientras avanzaban a paso firme sobre el parqué de pino y cerraban el círculo alrededor de él. Stella entró en el círculo, ojos encendidos, pelo ondulado y brillante por los ungüentos; le tendió la mano y lo atrajo hacia ella.

—Dejadlo solo, puede levantarse por su cuenta —dijojulien.

Allí estaba, con su cabello blanco rizado y sus pequeños ojos negros, brillantes, vestido con ropa elegante, inmaculada, mientras le hacía señas con la mano y sonreía.-Vamos, Michael, levántate —le dijo con su fuerte acento francés—. Ahora estás con nosotros, ya casi ha terminado todo, deja ya de luchar.

—Sí, levántate, Michael. —Era Mary Beth. Su blusa negra de tafetán le rozaba la cara. Una mujer alta, imponente, con una cabellera llena de mechones grises.

—Ahora estás con nosotros, Michael. —Era Charlotte. Radiante pelo rubio, un pecho protuberante bajo el escote de tafetán. Lo levantaba pese a que él se esforzaba por apartarse. Su mano le atravesaba directamente el pecho. —¡Basta, apártate de mí! —gritó él—. Vete.

Stella sólo llevaba una combinación, que le caía del hombro; tenía un lado de la cara cubierto de sangre, que manaba del agujero de un balazo.

—Ven, Michael, cariño, ahora estás aquí para quedarte, ¿no lo ves?, ha terminado, cariño. Has hecho un buen trabajo.

Los tambores repiqueteaban cada vez más cerca, al compás de una orquesta de dixieland, y el ataúd estaba abierto en un extremo de la habitación, con velas alrededor. ¡Las cortinas quemarían con las velas y todo el lugar ardería!

—Ilusiones, mentiras —exclamó él—. Es un engaño. —Trató de levantarse, de saber hacia dónde escapar, pero dondequiera que mirase veía ventanas de nueve cristales, puertas en forma de cerradura, y las ramas de los robles que horadaban el techo, las paredes y la casa entera, que parecía una enorme trampa que se transformaba alrededor de las ramas nudosas de los violentos árboles. Las llamas se reflejaban en los altos espejos, las sillas y los sillones estaban cubiertos de hiedras salvajes y de camelias en flor.

De repente, la mano de una monja le golpeó la cara con fuerza. El dolor lo sorprendió y enfureció. —¡Qué has dicho, niño! ¡Por supuesto que estás aquí! ¡De pie! —Aquella áspera voz chillona—. ¡Niño, responde! —¡Apártate de mí! —La empujó, aterrorizado, pero su mano pasó a través de ella.

Julien, de pie, con las manos a la espalda, sacudía la cabeza. Y detrás de Julien estaba el apuesto Cortland, con la misma expresión que su padre, la misma sonrisa burlona.

—Michael, debería ser obvio para ti que lo has hecho espléndidamente —dijo Cortland—. Te has acostado con ella, la has traído de vuelta, la has dejado embarazada. Exactamente lo que queríamos que hicieras.

—No queremos luchar —explicó Marguerite. Una cabellera de bruja le cubría el rostro mientras le tendía la mano—. Estamos del mismo lado, mon cher.

Levántate, por favor, ven con nosotros.

—Ven, Michael, eres tú mismo quien crea toda esta confusión-intervino Suzanne, con esos ojos bobalicones, brillantes, y unos pechos que sobresalían por los harapos sucios, mientras trataba de ayudarlo a ponerse en pie.

—Sí, hijo mío, lo has hecho —explicó Julien—. Eh bien, habéis estado maravillosos, los dos, Rowan y tú, nacisteis para hacer precisamente lo que habéis hecho.

—Y ahora puedes volver con nosotros —dijo Deborah. Levantó las manos para que los demás se apartaran, las llamas crecían detrás de ella, el humo giraba por encima de su cabeza. La esmeralda brillaba y titilaba sobre su vestido de terciopelo azul oscuro. La chica de la pintura de Rembrandt, tan hermosa, con sus mejillas rosadas y sus ojos azules, tan hermosa como la esmeralda—. ¿No lo ves? Éste es el pacto. Ahora que él ha conseguido entrar; todos nosotros también lo haremos. Rowan sabe cómo hacerlo, del mismo modo que él lo consiguió. No, Michael, no luches. Tú deseas estar con nosotros aquí, ligado a la tierra, esperando tu turno, de otro modo tan sólo lograrías morir para siempre.

—Ahora todos estamos salvados, Michael —intervino la frágil Antha, vestida como una chiquilla, con un sencillo vestido floreado. La sangre que le manaba de la nuca aplastada le chorreaba por ambos lados de la cara—. No puedes imaginar cuánto hemos esperado. Aquí llegas a perder la noción del tiempo...' —Pero esta casa seguirá en pie eternamente —dijo Maurice, con seriedad, recorriendo el techo con la mirada, las molduras, los candelabros inclinados—, gracias a tus denodados esfuerzos por restaurarla, y tendremos un sitio seguro y maravilloso donde esperar nuestro turno para convertirnos otra vez en seres de carne y hueso.

—Estamos muy contentos por tenerte entre nosotros, cariño. —Era Stella, con la misma expresión de aburrimiento, y movía el peso de su cuerpo, de pie, para que la seda de la combinación se adhiriera mejor sobre su cadera—. No querrás perderte una oportunidad como ésta. —¡No os creo! ¡Sois mentiras, invenciones! —gritó Michael; dio una vuelta con rapidez y su cabeza golpeó la pared color melocotón claro. La maceta con el helécho se cayó al suelo. Aquellas parejas se retorcían ante él y protestaban, mientras los pies de Michael atravesaban la espalda de un hombre, el vientre de una mujer.

Stella se rió, cruzó corriendo la habitación y se lanzó dentro del ataúd forrado de satén al tiempo que levantaba una copa de champán. Los tambores sonaban cada vez más fuerte. ¿Por qué no se incendia todo, por qué no se quema todo?

—Porque esto es el infierno, hijo —explicó la monja, y levantó la mano para abofetearlo otra vez—, y simplemente arde y arde.

—Lo único que puedes hacer ahora es quedarte con nosotros y volver a entrar —dijo Deborah—. ¿No lo comprendes? La puerta está abierta, es sólo cuestión de tiempo. El Impulsor y Rowan nos harán pasar: primero Suzanne, luego yo, después...

—No, espera un minuto, yo nunca estuve de acuerdo con ese orden-dijo Charlotte.

—Ni yo —añadió Julien. —¡Quién ha hablado de ningún orden! —rugió Claudette; se despojó de la colcha de una patada y se incorporó en la cama. —¿Por qué sois tan tontos? —preguntó Mary Beth, con aire aburrido y práctico—. Dios mío, si ya se ha cumplido todo y ahora no hay límites. La transmutación puede efectuarse todas las veces que se quiera. ¿Os imagináis la excelente calidad que tendrán nuestros tejidos y los genes mutantes? En realidad, es un avance científico de asombrosa brillantez.

—Absolutamente natural, Michael, y entender esto es entender la esencia del mundo, entender que las cosas están... hummm, más o menos predeterminadas —dijo Cortland—. ¿No te das cuenta de que has estado en nuestras manos desde el principio?

—Ésa es la clave para que lo comprendas —dijo Mary Beth, tratando de razonar.

—El fuego que mató a tu padre no fue un accidente... —añadió Cortland. —¡No me digáis eso! —gritó Michael—. Vosotros no lo habéis hecho. No lo creo. ¡No lo acepto! —... para hacerte como eres y asegurarnos que tuvieras la deseada combinación de sofisticación y encanto que atrajera a Rowan, de modo que bajara la guardia...

—No os molestéis en hablar con él —intervino, bruscamente, la monja; las cuentas del rosario colgaban de su cinturón—; es incorregible. Dejádmelo a mí, yo lo arreglaré.

—No es verdad —dijo él, tratando de apartar la vista del resplandor de las llamas mientras el redoble de los tambores le perforaba las sienes—. Ésa no es la explicación —gritó, por encima de los tambores—, no es el sentido final.

—Michael, te lo advertí-era la compasiva vocecilla de la hermana Bridget Marie, que asomaba la cabeza junto a la monja cruel—, te dije que eran brujas, llenas de oscuros secretos.

—Ven aquí, toma un poco de champán —dijo Stella— y deja de crear todas estas imágenes infernales. ¿No te das cuenta de que cuando estás ligado a la tierra creas tu propio entorno?

—Sí, estás haciendo que todo sea muy desagradable aquí —intervino Antha.

—Aquí no hay fuego —dijo Stella—, está en tu cabeza. Ven, bailemos al compás de los tambores. Ah, he madurado tanto que hasta me gusta esta música. ¡Tus locos tambores de carnaval!

Los pulmones le ardían, su pecho estaba a punto de reventar.

—No pienso creerlo. Todos vosotros sois su broma, su triquiñuela, su confabulación...

—No, mon cher —insistió Julien—, somos la respuesta final, el sentido.

Mary Beth sacudió la cabeza con tristeza. —Siempre lo fuimos. —Lo miraba a los ojos. —¡No es verdad, maldita sea! Al fin estaba de pie. Se apartó torpemente de la monja y agachó la cabeza para esquivar la bofetada. Resbaló y pasó a través de ella y de la forma densa de Julien, cegado durante un instante, pero emergiendo libre y ajeno a las risas y los tambores.

Las monjas cerraron filas, pero él las atravesó. Nada lo detendría. Veía la salida, veía la luz que se filtraba por la puerta en forma de cerradura.

—No pienso creerlo, no pienso... —Querido, trata de recordar la primera vez que te ahogaste —dijo Deborah, que se colocó junto a él y trataba de cogerle la mano—. ¿Recuerdas que cuando estabas muerto te explicamos que te necesitábamos y tú estuviste de acuerdo? Por supuesto, sabíamos que negociabas por tu vida, que mentías, así que si no hacíamos que lo olvidaras, sabíamos que nunca lo cumplirías...

Sólo faltaban unos metros para llegar a la puerta; podía hacerlo. Se lanzó hacia allí; tropezó de nuevo con los cuerpos que se apilaban en el suelo, pisó espaldas, hombros, cabezas, y el humo le escocía en los ojos. Pero se acercaba cada vez más a la puerta.

Y había una figura en el quicio, y conocía ese casco, aquel capote, el uniforme. Sí, sabía que era alguien muy familiar. —¡Estoy saliendo! —gritó.

Pero sus labios apenas se movieron.

Estaba tumbado de espaldas.

Tenía el cuerpo atenazado por ráfagas de dolor, lo envolvía un silencio helado. El cielo, en lo alto, era de un azul deslumbrador.

Oyó la voz de un hombre por encima de él que le decía: —¡Sí, hijo, respira!

Sí, conocía el casco y el capote porque era un uniforme de bombero, estaba tumbado sobre las frías piedras, junto a la piscina. El pecho le ardía, le dolían los brazos y las piernas, y había un bombero sobre él, que sostenía la máscara de oxígeno sobre su rostro y apretaba la bolsa de plástico junto a él. Un bombero con una cara como la de su padre, que volvía a decirle: —¡Así, hijo, respira así!

Cada bocanada de aire que inspiraba le producía un dolor terrible, y, con todo, respiraba hondo. Cuando lo levantaron cerró los ojos.

—Estoy aquí junto a ti, Michael —dijo Aaron.

El dolor en el pecho era enorme y le llenaba los pulmones. Tenía los brazos inertes. Pero la oscuridad era límpida y la camilla parecía que flotara en el aire mientras la hacían rodar.

Alguien le apretó la máscara de oxígeno cuando lo metieron en la ambulancia.-Urgencia cardíaca, vamos hacia allí, solicitamos....

Mantas a su alrededor. De nuevo la voz de Aaron, y después otra: —¡Otra vez la arritmia, maldita sea! ¡Vamonos!

Las puertas de la ambulancia se cerraron y su cuerpo se meció ligeramente mientras tomaban la curva.

Un puñetazo contra su pecho, una, dos, tres veces. Otra vez. El oxígeno que entraba por la máscara como una lengua fría.

La alarma seguía sonando, ¿o era la sirena? Un llanto lejano, como el piar desesperado de los pájaros a primeras horas de la mañana, cuervos que graznaban en los robles, como si arañaran el cielo rosado, el oscuro silencio amortiguado.

EPÍLOGO

53

En algún momento antes del anochecer se dio cuenta de que estaba en la unidad de vigilancia intensiva y de que su corazón se había detenido tres veces: en la piscina, de camino al hospital y en la sala de urgencias. Ahora le regulaban el ritmo cardíaco con un potente medicamento llamado lidocaína, que lo mantenía atontado, incapaz de hilar un pensamiento completo.

Aaron tenía permiso para entrar a verlo cada hora durante cinco minutos.

En algún momento también entró tía Viv. Y luego Ryan.

Algunas caras aparecían sobre su cama; diferentes voces le hablaban.

Cuando el médico entró a explicarle que la debilidad que sentía era normal, ya era de día. Tenía buenas noticias: el músculo cardíaco no había sufrido grandes lesiones; de hecho, se estaba recuperando. Continuarían administrándole medicación reguladora y drogas para disolver el colesterol. Descansar y curarse fueron las últimas palabras que escuchó antes de caer dormido de nuevo.

Debió de ser en Nochevieja cuando por fin le explicaron todo. Para entonces le habían reducido la medicación y ya podía entender una frase completa.

Cuando llegó el camión de los bomberos no había nadie en la casa. Sólo la alarma que sonaba. Alguien había roto los protectores de cristal y apretado los botones auxiliares de alarma de incendio, policía y urgencias médicas. Los bomberos entraron por delante y cuando fueron al fondo vieron de inmediato el cristal roto de la puerta, todas las sillas de la galería tiradas y sangre sobre las piedras. Después vieron una sombra oscura que flotaba en la superficie de la piscina.

Aaron y la policía habían llegado en ei momento en que reanimaban a Michael. Registraron toda la casa pero no encontraron a nadie.

Inexplicablemente había sangre en toda la casa y señales de una especie de fuego. Los armarios y los cajones de arriba estaban abiertos y sobre la cama había una maleta a medio hacer. Pero no había rastros de ninguna pelea.

Fue Ryan, más tarde, aquel mismo día, quien se dio cuenta de que no estaba el Mercedes de Rowan, ni su bolso y toda su documentación. Nadie encontró tampoco su maletín médico, pese a que los primos estaban seguros de haberlo visto en alguna oportunidad.

Ante la falta de explicaciones coherentes de lo ocurrido, cundió el pánico en la familia. Era demasiado pronto para declarar a Rowan desaparecida, pero la policía empezó una investigación extraoficial. Antes de medianoche encontraron su coche en el aparcamiento del aeropuerto y confirmaron que, esa misma tarde, había comprado dos billetes a Nueva York. El avión había llegado a horario a su destino. Un empleado recordaba haberla visto en compañía de un hombre alto. La azafata también recordaba que ambos habían hablado y bebido durante todo el viaje. No había ninguna prueba de coerción o actuación ilegal.

La familia no podía hacer nada más que esperar a que Rowan se pusiera en contacto con ellos, o que Michael explicara lo sucedido.

Tres días más tarde, el 29 de diciembre, recibieron un telegrama de Rowan procedente de Suiza, en el que explicaba que se quedaría en Europa durante un tiempo y que enviaría instrucciones respecto a sus asuntos. El telegrama contenía una serie de palabras en clave que sólo conocían la designada del legado y el bufete Mayfair y Mayfair. El mismo día recibieron instrucciones para que transfirieran una suma importante de dinero a un banco de Zurich con la clave correcta. Mayfair y Mayfair no tenía motivos para poner en tela de juicio las instrucciones recibidas.

El 6 de enero, cuando trasladaron a Michael de la unidad de vigilancia intensiva a una habitación individual, Ryan fue a visitarlo, visiblemente incómodo y confuso por los mensajes que tenía que transmitirle. Trató de actuar con el mayor tacto posible.

Rowan estaría ausente por tiempo «indefinido». Su paradero exacto era desconocido, pero se había puesto en contacto a menudo con Mayfair y Mayfair a través de un bufete de abogados de París.

La propiedad absoluta de la casa de First Street pasaría a manos de Michael.

Ningún miembro de la familia tenía la intención de discutir su derecho exclusivo sobre la casa. Estaría en sus manos hasta el día de su muerte, tras lo cual volvería a formar parte del legado, según las disposiciones.

En cuanto a los gastos personales de Michael, tenía carta blanca hasta donde lo permitiera la fortuna de Rowan. En otras palabras, tendría todo el dinero que quisiera o que pidiera, sin límites.

Michael ni siquiera escuchó todo lo que Ryan le dijo. En realidad, no era necesario que le explicara, ni a él ni a nadie más, la ironía de aquel giro de los acontecimientos, ni la forma en que sus pensamientos habían dado vueltas día y noche —en aquel estado sombrío producido por los medicamentos— sobre los cambios habidos en su vida desde sus más lejanos recuerdos.

Cuando cerró los ojos volvió a ver a todas las brujas Mayfair en medio del fuego y el humo. Oyó el redoble de los tambores, la risa aguda de Stella, y percibió el hedor de las llamas.

Luego todo se disolvía.

Volvía la calma y el silencio de su primera infancia, cuando paseaba con su madre por First Street, aquella noche lejana de carnaval, mientras pensaba: «Ah, qué hermosa casa.»

Ryan le explicó que todos esperaban que siguiera viviendo en la casa, que Rowan regresara y que de algún modo se reconciliaran. No sabía qué decir, parecía turbado y profundamente afectado. Para finalizar añadió, en voz baja, que la familia «sencillamente no comprendía lo sucedido».

Varias respuestas posibles pasaron por la mente de Michael. Por ejemplo, alguna explicación fría y distante. Se imaginó a sí mismo haciendo algún comentario misterioso para alimentar las viejas leyendas de la familia, oscuras alusiones al número trece, a la entrada y al hombre, comentarios que quizá serían discutidos durante los años venideros en los jardines, las cenas y los funerales. Pero era inconcebible hacer algo así, era fundamental que guardara silencio.

Se oyó entonces a sí mismo decir, con extraordinaria convicción: «Rowan volverá», y nada más.

En el silencio que siguió, Ryan se derrumbó. Dijo que no podía comprender en qué habían fallado él o la familia. Le contó que Rowan había empezado a sacar de sus manos enormes sumas de dinero, que había dejado de lado el proyecto del centro médico. Y no comprendía lo que había pasado.

—No es culpa tuya —lo tranquilizó Michael—, tú no tienes nada que ver con lo ocurrido.

Al cabo de un rato, durante el cual Ryan se quedó allí, sentado, aparentemente avergonzado por haber perdido la compostura, confundido y vencido, Michael añadió:

—Rowan volverá. Espera y verás. Esto no ha terminado.

El 10 de febrero, Michael salió del hospital. Todavía estaba muy débil, lo que resultaba de lo más frustrante, pero su músculo cardíaco había experimentado una notable mejoría. En general, estaba bien de salud. Aaron lo llevó al centro en un lujoso coche negro.

El conductor del coche era un mulato de piel clara llamado Henri, que se instalaría en la garçonniére, detrás del roble de Deirdre, y se ocuparía de él.

El día era cálido y despejado. Después de Navidad había habido algunas heladas y lluvias torrenciales, pero ahora el tiempo era francamente primaveral.

Las azaleas rosadas y rojas estaban en flor por todo el jardín. Los olivos habían recuperado su follaje tras las heladas y las hojas de los robles eran de un verde nuevo y brillante. Todo el mundo estaba contento, explicó Henri, porque carnaval «estaba al caer». Los desfiles empezarían cualquier día de éstos.

Michael dio un paseo por el jardín. Habían quitado todas las plantas tropicales muertas, y los nuevos plátanos empezaban a crecer de los tocones estropeados por las heladas. Hasta las gardenias dejaban caer sus hojas marchitas para que brotaran las nuevas, brillantes y oscuras. Los mirtos blancos todavía estaban desnudos, pero era normal. Las camelias se vestían de capullos rojos a lo largo de la verja. Y las magnolias acababan de perder sus flores enormes, dejando los senderos de piedra cubiertos de pétalos rosados.

Incluso la casa estaba reluciente, limpia y en perfecto orden.

Michael, durante días, recibió una procesión de visitas. Fueron a visitarlo Lily y Bea, después Cecilia, Clancy y Pierce; Randall pasó con Ryan, que tenía varios papeles para que firmara, y muchos otros cuyos nombres no conseguía recordar. A veces hablaba con ellos y otras no.

Pero se daba cuenta de lo afectados que estaban los primos. Lo disimulaban, pero estaban perplejos. Se sentían incómodos en la casa y, por momentos, hasta asustados.

Michael, en cambio, no. Para él, la casa estaba vacía y limpia. Y conocía palmo a palmo cada una de las reparaciones, los colores de pintura empleados, cada trozo de revoque o de madera. Era su obra maestra, desde las cañerías de cobre hasta el parqué de pino que él mismo había pulido y encerado. Se sentía bien en ella.

—Me alegra que ya no uses esos horribles guantes —le comentó Beatrice.

Era domingo, la segunda vez que iba a visitarlo, y estaban sentados en la cama.

—No, ya no los necesito —respondió Michael—. Es algo de lo más extraño, pero después del accidente de la piscina mis manos han vuelto a la normalidad. —¿Ya no ves cosas?

—No. Quizá nunca usé el poder del modo correcto, o en el momento adecuado, así que lo he perdido.

—Más bien parece una bendición —dijo Bea, tratando de ocultar su confusión.

—Ahora ya no importa.

Aaron se encontró con ella en la puerta y Michael oyó por casualidad que Bea le decía:

—Parece diez años más viejo. —En realidad, lloraba mientras le rogaba a Aaron que le explicara cómo había sucedido semejante tragedia—. Después de todo, creo que esta casa está maldita, llena de maldad. No tendrían que haber venido a vivir aquí. Deberíamos habérselo impedido. Intente sacarlo de aquí.

Michael volvió a su habitación y cerró la puerta a sus espaldas.

Se miró al espejo de la vieja cómoda de Deirdre y vio que Bea tenía razón: parecía más viejo. No se había dado cuenta de que tenía las sienes canosas y mechones grises por toda la cabellera. Y más arrugas, muchas más, sobre todo alrededor de los ojos.

De repente sonrió. Ni siquiera se había dado cuenta de lo que se había puesto encima aquella tarde. Ahora veía que llevaba el batín de satén con solapas de terciopelo que Bea le había mandado al hospital. Tía Viv se lo había dejado preparado para que se lo pusiera. Imagínate, Michael Curry, el chaval del Canal Irlandés, con una cosa así, pensó.

—Eh bien, monsieur —se dijo imitando la voz de Julien que había oído en aquella calle de San Francisco.

Hasta su expresión había cambiado, parecía como si tuviera el toque de resignación de Julien.

Bajó la escalera poco a poco, como le había recomendado el doctor, y entró en la biblioteca. Desde la muerte de Carlotta el escritorio siempre había estado vacío, así que lo había convertido en su mesa de trabajo. Se sentaba allí para llevar su cuaderno de notas, su diario.

Desde luego, se lo había contado todo a Aaron. Y él era la única persona con la que hablaba del tema.

Pero necesitaba aquella relación silenciosa y contemplativa con la página en blanco, para vaciar su alma por completo. Era muy agradable sentarse en aquella habitación y mirar de vez en cuando a través de las cortinas de encaje a los transeúntes que se dirigían a St. Charles Avenue a ver el desfile de Venus.

Sólo faltaban dos días para el martes de carnaval.

Lo único que no le gustaba era el sonido de los tambores que por momentos rompían el silencio. Los había oído el día anterior y le habían desagradado profundamente.

Cuando se cansó de escribir, sacó su ejemplar de Grandes esperanzas del estante, se acomodó en un extremo del sillón de cuero, junto a la chimenea, y empezó a leer. Dentro de un rato llegarían Eugenia y Henri y le traerían algo de comer. No sabía si comería o no.

54

«Martes, 27 de febrero, noche de carnaval Nunca creeré que lo que vi la segunda vez fue una visión real. Sostengo, y he sostenido siempre, que fue cosa del Impulsor. No eran las brujas Mayfair porque no están aquí, ligadas a la tierra, a la espera de cruzar la puerta. Aunque es muy posible que ésa fuera la mentira que les contaba en vida y parte del pacto para lograr su cooperación.

Creo que a medida que cada una (o uno) de ellas moría, dejaban de existir y alcanzaban una sabiduría mayor, que ya no cooperaban en ningún plan de esta tierra. Si acaso, trataban de impedirlos.

Eso fue lo que intentaron Deborah y Julien la primera vez que vinieron a mí.

Me hablaron del plan y me dijeron que debía intervenir, subvertir a Rowan para que el Impulsor no la sedujera. Y en San Francisco, cuando me dijeron que volviera a casa, intentaban otra vez que yo interviniera.

Creo en esto porque no hay otra explicación sensata. Yo jamás hubiera consentido hacer algo tan horrible como ser el padre del niño que le sirviera a ese monstruo voraz para entrar. Y si hubiera estado al corriente de semejante aberración, no habría despertado con aquella sensación de fervor y de tener un propósito, sino conun pánico terrible y con una profunda rebeldía contra quienes habían tratado de utilizarme.

No, esas últimas alucinaciones infernales de almas ligadas a la tierra, sin moral, ignorantes, fueron cosa del Impulsor. Y la pista de que así fue, por supuesto, me la da la presencia de las monjas en la visión.

No sé por qué Aaron no lo entiende así. Porque las monjas, sin duda, no formaban parte de aquel lugar y los tambores de carnaval tampoco. Procedían de mis temores infantiles.

Todo el espectáculo infernal fue sacado de mis miedos infantiles y el Impulsor los mezcló con las brujas Mayfair para crear un infierno a mi medida que me mantuviera muerto, ahogado y desesperado.

Si su plan hubiera funcionado ahora estaría muerto de verdad, por supuesto, y las visiones del infierno se habrían desvanecido. Y quizás, en alguna vida posterior, habría descubierto la verdadera explicación.

Es difícil pensar en esto último porque no he muerto. Y ahora dispongo, por el simple hecho de estar vivo y quedarme en la casa, por si interesa, de una segunda oportunidad para detener al Impulsor.

Después de todo, Rowan sabe que estoy aquí y no puedo creer que haya desaparecido todo vestigio del amor que sentía por mí. No encaja con lo que me demuestran mis sentidos. Al contrario, Rowan no sólo sabe que la espero, sino que quiere que espere, por eso me ha dejado la casa. A su modo me ha pedido que me quede aquí y que siga creyendo en ella.

No obstante, mi mayor temor es que ese monstruo voraz ahora es de carne y hueso y puede hacerle daño. Llegará el momento en que ya no la necesite y tratará de deshacerse de ella. Lo único que deseo, y ruego por ello, es que Rowan lo destruya antes de que llegue ese momento. Aunque cuanto más lo pienso, más cuenta me doy de lo difícil que le resultará. Ella está enamorada de las células de ese ser desde un punto de vista puramente científico, y las está estudiando. Estudia su organismo y su funcionamiento en el mundo. Examina si es o no una versión mejorada del ser humano, y si lo es, qué significa esa mejora y cómo puede emplearse, a la larga, para el bien.

No sé por qué Aaron no lo acepta. Es muy compasivo, pero constantemente elude el problema.

Los miembros de Talamasca, en realidad, son un grupo de monjes, y aunque él me ha insistido mucho para que vaya a Inglaterra, no me es posible. No podría vivir con ellos; son demasiado pasivos y exageradamente teóricos.

Además, es del todo imprescindible que espere a Rowan aquí. En fin de cuentas, sólo han pasado dos meses y es posible que pasen años antes de que ella pueda resolver este asunto. Tiene solo treinta años y hoy en día eso es ser muy joven.

Conociéndola como la conozco, y puesto que soy la única persona que la conoce en realidad, estoy convencido de que ella busca el conocimiento auténtico.

Teniendo en cuenta todo esto, mi postura con respecto a lo sucedido es la siguiente: las brujas Mayfair no existen ni han existido como una especie de aquelarre ligado a la tierra; el pacto es una mentira; y en mis visiones iniciales se presentaron seres buenos que me enviaron aquí con la esperanza de poner fin a un reino de maldad. ¿Están enfadados ahora conmigo? ¿Me han abandonado por mi fracaso? ¿ O aceptan que lo intenté, con las únicas herramientas que poseía, y ven lo mismo que yo: que Rowan. volverá y que la historia no ha terminado?

No lo sé. Pero lo que sí sé es que el mal no se oculta en esta casa ni hay almas que rondan las habitaciones. Al contrario, es un lugar maravilloso, limpio y brillante, tal como yo quería que fuese.

Ojalá tuviera más energía, ojalá no tuviera que tomarme las cosas con tanta calma y no me costara tanto dar un paseo por aquí..

Las viejas rosas del jardín florecen con este tiempo tan primaveral y ayer, precisamente, tía Viv me dijo que siempre había soñado con cuidar rosas en su vejez, que de ahora en adelante ella se ocuparía de los rosales y que el jardinero sólo tenía que ayudarla un poco. Parece que éste recuerda a la "vieja señorita Millie", que se ocupaba de cuidar los rosales, y que le ha estado llenando la cabeza a tía Viv de nombres de diferentes especies. Es maravilloso que esté tan contenta. Yo, personalmente, prefiero las flores más silvestres, menos delicadas.

La semana pasada pusieron otra vez las mallas mosquiteras en el viejo porche de Deirdre y llevé allí una mecedora nueva, y noté que la madreselva trepaba por la barandilla de madera y por la verja con renovada fuerza, tal como la vi nada más llegar.

Y en el jardín, en los macizos de flores detrás de las elegantes camelias, los dondiegos están floreciendo, así como las pequeñas lantanas, que llamamos huevos con tocino por sus flores anaranjadas y marrones. Les dije a los jardineros que no las tocaran, que las dejaran recuperar su viejo aspecto salvaje.

En fin de cuentas, todo está demasiado bien cuidado.

Cuando doy un paseo me siento como si avanzara entre rombos, rectángulos y cuadrados, y me gustaría suavizarlo un poco, oscurecerlo, empaparlo de verde, como siempre ha sido Garden District en mi memoria.

Además, no proporciona suficiente privacidad. Hoy, precisamente, cuando las gentes pasaban en tropel rumbo al desfile de carnaval de St. Charles o, simplemente, cuando paseaban disfrazados, demasiadas cabezas se giraban para mirar por la verja. El jardín debería ser más íntimo.

A propósito, esta noche ha sucedido algo de lo más extraño.

Pero antes voy a pasar revista brevemente a este día, puesto que es martes de carnaval, el día.

Los "quinientos Mayfair" vinieron a casa temprano, a eso de las once, cuando el desfile del rey pasaba por St. Charles Avenue. Ryan se había ocupado de todos los preparativos, empezando por el gran desayuno a las nueve, siguiendo por el almuerzo al mediodía, además de café y té durante toda la jornada.

Yo estaba en la galería de arriba y miraba cómo corrían los niños de un lado a otro hasta la avenida, jugaban en el jardín y hasta se bañaban, puesto que hacía un día estupendo. Aunque no me acercaría a la piscina ni por todo el oro del mundo, es divertido verlos chapotear.

Es maravilloso darse cuenta de que la casa permite todo esto, incluso sin Rowan, incluso sin mí.

A eso de las cinco, cuando la reunión empezaba a decaer y algunos niños ya dormían y los demás esperaban el desfile final, mi tranquilidad llegó a su fin.

Levanté los ojos y vi que tía Viv y Aaron estaban ante mí y me miraban.

Supe lo que iban a decirme antes de que me dijeran nada.

Que debería vestirme, comer algo, por lo menos los platos sin sal que habían preparado especialmente para mí, y bajar.

Que al menos debía acercarme a la avenida para ver el desfile, dijo tía Viv, el último de carnaval.

Como si yo no lo supiera.

Aaron se quedó en silencio, sin decir palabra, y luego se animó a sugerir que quizá me haría bien ver el desfile después de tantos años, para romper el mito que había construido alrededor de esta fiesta. Desde luego, él no se separaría de mí ni un minuto.

No sé lo que me pasó, pero dije que sí.

Fuera como fuese, a las seis y media empecé a caminar lentamente con Aaron hacia la avenida. Tía Viv iba delante, con Bea, Ryan y el resto de la legión, cuando derepente oí el sonido de aquellos tambores, la cadencia feroz y diabólica que parecía acompañar a un convicto que fuera a morir en la hoguera.

Me desagradó profundamente, así como todas aquellas luces en lo alto. Pero sabía que Aaron tenía razón: debía verlo. Además, no estaba asustado. Una cosa es el disgusto y otra el miedo. A pesar de mi desagrado me sentía muy tranquilo.

El gentío estaba bastante disperso, porque era el final del día, y no hubo problemas para encontrar un sitio cómodo sobre el césped pisoteado y lleno de basura desparramada tras un día de fiesta y jaleo. Me apoyé contra la parada del tranvía, con las manos a la espalda, mientras aparecían las primeras carrozas.

Esas vibrantes estructuras de papel maché que avanzaban poco a poco por la avenida, detrás de las cabezas de la jubilosa multitud, habían sido en mi niñez algo fantasmagórico.

Recordé a mi padre que me gritaba cuando yo tenía siete años: "Michael, no tienes por qué tener miedo, nada de esto es real y tú lo sabes. Tienes que vencer tu estúpido miedo a los desfiles." Y tenía razón, claro. En aquella época, yo sentía pánico y les estropeaba, a mi madre y a él, el desfile de carnaval porque no paraba de llorar. Me sobrepuse al miedo bastante rápido, o por lo menos aprendí a ocultarlo con el paso de los años.

Pues bien, ¿qué veía ahora mientras los portadores de antorchas marchaban haciendo cabriolas y el sonido de los tambores se volvía cada vez más ensordecedor según se acercaba la primera de las orgullosas bandas de las escuelas?

Sencillamente, un espectáculo frenético y hermoso, ¿no? Mucho más brillante ahora por una única razón: junto a las potentes luces de la calle, se conservaban las antorchas, en memoria de los viejos tiempos y no por razones de iluminación, y los muchachos y muchachas que tocaban los tambores eran simplemente jóvenes guapos de rostros alegres.

Pasó entonces la carroza del rey, entre gritos y risas un gran trono de papel maché, alto y espléndidamente decorado, con un hombre bastante refinado en lo alto con su corona de pedrería y una peluca de largos rizos. Qué extravagante tanto terciopelo. Por supuesto, agitaba el cetro con perfecta compostura, como si aquel extraño espectáculo fuera lo más normal del mundo.

Inofensivo, era todo absolutamente inofensivo. Nada sombrío ni terrible, y nadie a punto de ser ejecutado. De pronto, la pequeña Mona Mayfair me cogió la mano. Quería que la subiera a hombros porque su padre estaba cansado.

—Claro —le dije. La parte más difícil fue volver a enderezarme con la niña encima, no era lo mejor para mi viejo corazón, ¡casi me muero!, pero lo hice, y la chiquilla se lo pasó en grande, mientras gritaba y estiraba el brazo para pedir chucherías de plástico que llovían sobre nosotros lanzadas desde las carrozas.

—Unas carrozas antiguas, muy bonitas, como las de nuestra infancia —explicó Bea—, sin todos esos aparatos mecánicos o eléctricos de ahora. —Con árboles, flores y pájaros muy elaborados, recortados en láminas de metal brillantes. Los hombres de la comparsa, enmascarados y con disfraces de satén, se afanaban en arrojar las chucherías sobre el mar de manos levantadas.

Por fin terminó el desfile. El carnaval había acabado. Ryan ayudó a Mona a bajar de mis hombros y la riñó por molestarme. Yo protesté y dije que me había divertido mucho.

Aaron y yo regresamos despacio, detrás de los demás, y mientras la fiesta recomenzaba dentro, con champán y música, ocurrió algo extraño.

Yo di mi habitual paseo nocturno por el jardín; disfrutaba de las bellas azaleas blancas que florecían por doquier y de las petunias y otras plantas anuales que los jardineros habían puesto en los macizos. Cuando llegué al mirto del fondo, me di cuenta de que por fin empezaba a brotar otra vez. Unas diminutas hojas verdes cubrían todas las ramas, aunque a la luz de la luna todavía parecía desnudo y nudoso.

Me quedé bajo el árbol unos minutos; miraba en dirección a First Street, observaba a los últimos transeúntes que volvían de la avenida y pasaban junto a la verja. Creo que me preguntaba cómo ir a buscar un cigarrillo a la casa sin que nadie me entretuviera, cuando me acordé de que no tenía ni uno. Aaron y tía Viv, por indicación del doctor, los habían tirado todos.

Así pues, estaba perdido en mis pensamientos en medio de la cálida brisa primaveral cuando vi que un niño y su madre pasaban junto a la verja, y que aquél, al verme debajo del árbol, me señalaba y decía algo a su madre sobre "aquel hombre".

Aquel hombre.

Se me escapó una carcajada sin poder evitarlo. Yo era "aquel hombre". Había cambiado los papeles con el Impulsor. Me había convertido en el hombre del jardín. Había asumido ahora su puesto. Sin duda, yo era el hombre del cabello oscuro de First Street, y la ironía de todo aquello me hizo reír.

No me sorprende que el hijo de puta dijera que me amaba. Tenía motivos.

Me robó mi hijo, mi esposa y mi amor, y me dejó aquí plantado, en su lugar. Se llevó mi vida y me dio a cambio su fantasmagórico territorio. ¿Cómo no me iba a amar?

No sé cuánto tiempo me quedé allí, sonriéndome a mí mismo en silencio, en medio de la oscuridad, pero poco a poco empecé a cansarme. El mero hecho de estar de pie me cansa.

En aquel momento se apoderó de mí una especie de tristeza desgarradora, porque la trama parecía cobrar sentido.

Pensé que tal vez me había equivocado desde el principio y que las brujas existen de verdad. Y que todos estamos condenados. Pero no lo creo.

Quizás Aaron, con su pasividad y su dogmática imparcialidad, pueda abrigar la idea de que todo estaba planeado, que hasta la muerte de mi padre era parte del plan y yo estaba destinado a ser el semental de Rowan y el padre del Impulsor. Pero yo no puedo aceptarlo.

Simplemente, no lo creo. No puedo.

No puedo creerlo porque mi razón me dice que semejante sistema, en el que nadie puede decidir sus propios movimientos, ser un dios o un demonio en su propio subconsciente o en su propia tiranía genética, es simplemente imposible.

La vida tiene que ser por fuerza una combinación de infinitas posibilidades de elección y accidentes fortuitos. Y si no podemos probarlo, por lo menos debemos creerlo. Debemos creer que podemos cambiar, que podemos controlar y dirigir nuestro propio destino.

Las cosas habrían podido ser diferentes. Rowan habría podido negarse a ayudar a aquel monstruo. Lo habría podido matar y todavía puede hacerlo. Es posible que detrás de sus acciones exista la trágica posibilidad de que no se resigne a destruirlo porque ahora es un ser de carne y hueso.

Y yo decidí quedarme aquí, esperarla y creer en ella, haciendo uso de mi libre albedrío.

Esta confianza en ella es el principio primordial de mi credo. Y a pesar de lo gigantesca e intrincada que esta trama de acontecimientos parezca, a pesar de lo mucho que se asemeja a todos estos diseños de senderos, barandillas y repetitivas verjas de hierro forjado que dominan este pequeño trozo de tierra, mantengo mi credo.

Creo en el libre albedrío, en la fuerza del Todopoderoso, mediante la cual caminamos por esta vida como hijos e hijas de un Dios justo y sabio, aun cuando no exista tal Ser Supremo. Y mediante el libre albedrío podemos elegir hacer el bien en esta tierra, aunque seamos mortales y no sepamos adonde vamos ni cuándo moriremos, ni si nos aguarda justicia o alguna explicación.

Creo que por medio de nuestros mejores esfuerzos podemos crear el cielo en la tierra, y lo hacemos cada vez que amamos, cada vez que abrazamos, cada vez que conseguimos crear en lugar de destruir, cada vez que anteponemos la vida a la muerte, lo natural a lo monstruoso, hasta donde podemos definirlo.

Y supongo que creo que ante los peores horrores y las peores pérdidas, la reflexión final nos pondrá en paz con nuestro espíritu. Podemos alcanzar esta paz mediante la fe en el cambio, en la voluntad y en lo fortuito, mediante la fe en nosotros mismos, en que ante la adversidad haremos más bien lo correcto que lo incorrecto.

Porque nuestro es el poder y la gloria, porque somos capaces de tener ideas y fantasías que, en última instancia, son más fuertes y duraderas que nosotros mismos.

Éste es mi credo. Por eso creo en mi interpretación de la historia de las brujas Mayfair.

Probablemente no sea muy sólida frente a los filósofos de Talamasca. Quizá ni siquiera sea incorporada al informe. Pero, por si interesa, es mi creencia y me sostiene. Y si tuviera que morir ahora mismo, no tendría miedo, porque no puedo creer que nos aguarde el horror y el caos.

Y si no es así, entonces estamos en las garras de una asombrosa ironía y todos los espectros del infierno pueden bailar tranquilamente en el salón, puede existir el diablo y las personas que queman a otras serían perfectamente normales. Puede existir cualquier cosa.

Pero el mundo, sencillamente, es demasiado hermoso para que sea así.

Por lo menos así me lo parece ahora, cuando estoy aquí, sentado en la mecedora del porche, y escribo a la luz de la lámpara distante del salón, ahora que todos los ruidos del carnaval se han acallado.

Nuestra capacidad para el bien es tan espléndida como esta brisa aterciopelada que viene del sur, como el olor a la lluvia que empieza a caer con un débil murmullo sobre las hojas brillantes, suave como hebras de plata que atraviesan la envolvente textura de la oscuridad.

Vuelve a casa, Rowan. Te espero.»